Ana Berezin
Ana Berezin
Ana Berezin
Introducción:
La conferencia la desarrollaré en forma oral en base al material que aquí
envío.
W. Benjamín afirmó “todo documento de cultura es también un documento
de barbarie”, cómo definir, entonces, los términos “crisis -sociales” en un mundo
cuyas sociedades están atravesadas permanentemente por sistemas de
dominación, injusticia y exclusión. En todo caso, podríamos hablar que en este
estado crítico permanente hay coyunturas en las cuales se despliegan, a veces en
largos períodos de tiempo, catástrofes socio históricas. En todo caso, la situación
crítica, en especial a partir del siglo XX, genera las condiciones para el
advenimiento de dichas catástrofes. En este contexto es que se despliegan los
diversos y múltiples modos de la construcción de la subjetividad.
Defino la subjetividad como el ser en su devenir temporal, en permanente
estado de conflicto entre determinación y libertad.
El sujeto construye y es construido por la realidad social, histórica y
material. En su devenir se va redefiniendo, en estado de permanente tensión
conflictiva, en una realidad de la vida: las leyes, la cultura, el lenguaje, unas
corrientes pulsionales, un cuerpo, una afectividad. Esta conflictividad se da
siempre en relación al Otro/otros. Conflictividad consciente e inconsciente, lo
intrapsíquico habitado por el Otro, los otros que han anclado la pulsión al deseo,
reconfigurando las relaciones micro y macro sociales, así como también sus
prácticas. Estos lazos, estas prácticas transforman, en la temporalidad, tanto al
propio sujeto como a sus prácticas. Describo un movimiento “espiralado”, abierto,
complejo, tenso y contradictorio. La alteridad, entonces, es siempre un límite y una
posibilidad, un grado decisivo de determinación.
Diferentes definiciones de catástrofe social del historiador Ignacio
Lewkowicz en :“Clínica psicoanalítica ante las catástrofes sociales”. La experiencia
argentina. Paidós, Buenos Aires, 2003.
- Es la alteración de las condiciones básicas de la experiencia.
- Catástrofe es un cambio general de medio en el cual transcurre la vida
social.
- Podríamos llamar catastrófico a un ambiente en el cual el cambio prima
sobre la permanencia, a un medio en el cual la alteración de las
condiciones es la regla más que la excepción. Solemos pensar el
cambio como el pasaje de una configuración A a una configuración B. El
cambio es ante todo un pasaje, no tiene otra positividad que la de
conducir de una configuración a otra.
- Es la afirmación en su potencia alteradora de la dinámica de cambios.
- Me parece que nuestra situación actual consiste en esta tensión entre la
destitución objetiva y la invención contingente de la cohesión subjetiva.
Pensar en la catástrofe es pensar entonces en un medio en el que la
cohesión está permanentemente sometida al trabajo de la dispersión,
pero en el que a la vez la dispersión inmanente del medio está sometida
al trabajo subjetivo de la cohesión, la producción y el pensamiento.
1
Un punto de llegada y de nuevas aperturas se encuentra en mi libro "La oscuridad en los ojos. Ensayo
psicoanalítico sobre la crueldad". Editorial Homo Sapiens, 1998. Otro hito importante, en mi desarrollo sobre
el tema, es mi artículo "La crueldad y la hospitalidad", publicado en el libro: "La clínica psicoanalítica en las
catástrofes sociales. La experiencia Argentina". Por último, también la publicación de mi ensayo "Vigías de
la noche" en el libro "Trece variaciones sobre la clínica psicoanalítica", editorial Siglo XXI, 2003, refleja
parte de este camino de indagación en igual sentido.
No menos necesario es aclarar mi actual trabajo como directora del Programa de Atención Psicológica a los
refugiados colombianos en Ecuador, que vengo realizando hace más de un año con muy buenos resultados.
Para dicho programa, toda la experiencia clínica con afectados por diversas y tristes catástrofes socio-
históricas en nuestro país, y toda la lectura y escritura sobre el tema de la crueldad, ha guiado tanto la
producción del proyecto, sus criterios y objetivos, como los dispositivos de intervención clínica. Esta tarea se
realiza en apoyo a ACNUR (Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados).
La crueldad es una condición potencial del ser humano que se efectiviza en
determinadas condiciones micro y macro socio-históricas.
Antes de comenzar de pleno el tema que nos reúne, voy a aclararles quién
soy y de dónde vengo, o, mejor dicho, cómo veo yo de dónde vengo.
La República Argentina se ha constituido hace escasos dos siglos. El primer
genocidio de su historia fue la matanza masiva de indígenas por part5e de los
españoles, que se extendió a lo largo de casi toda América Latina, destruyendo
culturas riquísimas en tradiciones y en creatividad.
La argentina fue construida también con el aporte de cientos de miles de
inmigrantes de Europa, Italia y España especialmente. Una frase común es que
"venimos de los barcos". Por eso siempre digo que en nuestro trabajo clínico
tratamos con los hijos de este siglo: con hijos y nietos de las hambrunas y
persecuciones fascistas italianas, con hijos y nietos de la Guerra Civil Española,
con hijos y nietos del holocausto europeo, con hijos y nietos de la marginación por
la migración campo-ciudad, con hijos y nietos de la llamada "pobreza estructural"
latinoamericana, con hijos y nietos de nuestro genocidio reciente.
En mi país, entre 1973 y 1983 hubo un gobierno militar dictatorial, que
asumió el poder en el último golpe de Estado. Muchos años del siglo XX los
vivimos bajo gobiernos militares, que interrumpieron procesos democráticos. Pero
ninguno como el último desplegó el terror y la crueldad. Se calculan 30.000
desaparecidos, en una sociedad que -lo sepa o no- quedó marcada en muchas
generaciones por estas atrocidades.
Les cuento esto por la razón que les anticipé al comienzo, pero también
porque creo que el sujeto psíquico es un sujeto histórico y viceversa. No se trata
sólo de una inmediatez familiar o microgrupal. Cada sujeto habita y es habitado
por la historia que constituye y que lo constituye en su singularidad social. En cada
intervención clínica individual o grupal éste es mi modo de intervenir como
psicoanalista.
Les decía que en el año 1983 se restaura la democracia. Lamentablemente
no por la resistencia del pueblo, sino porque los militares pierden la guerra por las
Malvinas (Falkland es el nombre que les dan los ingleses) frente a Inglaterra y se
profundiza el deterioro de la situación económica. La situación económica se
había deteriorado mucho previamente y el programa económico del gobierno ya
había mostrado su fracaso. Este fue un factor que contribuyó a que la dictadura
militar decretara ese segundo envío de jóvenes a la muerte, en una guerra
absurda, un poco más absurda que toda guerra en general.
Éstos y otros son los telones de fondo sobre los cuales estalla, diez años
después de restablecida la democracia, una bomba en la AMIA. Era el año 1994.
La AMIA es la mutual que reúne a todas las instituciones judías del país, en el que
habitan aproximadamente 250.000 judíos.
Esta fue la segunda bomba. La primera provocó la destrucción de la
Embajada de Israel, unos dos años antes. Estos atentados fueron realizados por
grupos fundamentalistas islámicos y, al menos el segundo, con un fuerte apoyo
de la Policía de mi país. Sin apoyo local estos grupos no hubieran podido producir
tan brutales atentados.
En la bomba que destruyó totalmente la AMIA (un edificio de cinco pisos)
murieron 85 personas. Hubo, además, alrededor de 300 heridos, algunos con
secuelas físicas definitivas. Muchos edificios de las cuadras aledañas sufrieron
importantes daños. A una considerable cantidad de ellos hubo que apuntalarlos y
arreglarlos. Muchas de las víctimas fueron transeúntes y vecinos de viviendas y
comercios de la cuadra.
Quisiera aclarar que la Argentina es un país en el que existen prejuicios
antisemitas de larga data. Éstos, de algún modo, facilitaron que este país fuera un
refugio para muchos nazis que entraron con la anuencia del gobierno peronista de
entonces (posguerra) y de sectores de la Iglesia y el Vaticano. Estos sentimientos
están especialmente arraigados en las fuerzas de seguridad. Además, los
participantes directos pertenecientes a dichas fuerzas recibieron cuantioso dinero
por colaborar en el atentado. Estos prejuicios facilitaron, por ejemplo, que un
periodista muy importante de la televisión local, que tiene un programa político de
alta audiencia, dijera "sin darse cuenta": "Murieron judíos e inocentes". De las 85
víctimas fatales, 42 personas eran judías y los otros 43 no. Pero fue un atentado
dirigido a la comunidad judía, haciendo volar su institución "madre".
Rápidamente se organizó un plan de atención a la salud mental. Por la
desgraciada experiencia de haber atendido en organismos de derechos humanos
y en otras instituciones a cientos de afectados por el terrorismo de Estado (última
dictadura, desde 1976 hasta 1983),a sobrevivientes, familiares y amigos, muchos
sabíamos que el enfoque adecuado de atención no debía ser en términos de
psicopatologizar el sufrimiento, el dolor, la desesperación. Por el contrario,
sabíamos que se trataba de lograr que los efectos traumáticos de la violencia no
arrasaran o derrumbaran el psiquismo de estos afectados directos. Digo directos
para subrayar que afectados indirectos somos todos. El dispositivo elegido fue
unos seis meses de atención individual, que se prolongaban si era necesario. Se
trabajó con un enfoque psicoanalítico de contención y ayuda en la elaboración del
trauma y del duelo.
Un grupo de psicoanalistas, entre los cuales me hallaba, pensábamos que
ésta era una respuesta necesaria pero insuficiente. Por supuesto, era bueno y de
gran ayuda este modo de intervención individual. Pero pensábamos que también
había que realizar otro tipo de tareas institucionales y grupales que permitieran
elaborar lo sufrido de manera compartida. Creíamos además que este modo de
tarea podía tener efectos como posición política. Entendíamos que la justicia sería
una gran reparación colectiva, cosa que no ha sucedido a más de cinco años.
Además, era importante que la gente debatiera y compartiera lo vivido. Lo
considerábamos necesario, como la mejor forma de no aislar a los sobrevivientes,
a sus familiares, vecinos y amigos de las víctimas directas. Sabemos que esto es
altamente enfermante para esas personas y para la sociedad en su conjunto.
Esta perspectiva era compartida por un grupo de seis psicoanalistas,
algunos de nosotros con mucha experiencia de trabajo institucional. Todos
habíamos atendido previamente a pacientes directamente afectados por el terror
de Estado. Decidimos trabajar con los vecinos del barrio, y en especial con
aquellos de las cuadras más afectadas por el estallido. También decidimos trabajar
con las escuelas cercanas, cuyos maestros y directores estaban más o menos
igual de aterrorizados que sus alumnos.
Tuvimos dificultades con los directivos de la AMIA. Todos ellos habían
sobrevivido, ya que no estaban en el edificio en el momento de la bomba. Nos
miraban con desconfianza, pensando que íbamos a ser los representantes de los
reclamos de los vecinos. Algunos de los vecinos estaban lastimados físicamente. A
otros se les habían muero familiares. Algunos habían perdido su negocio o su
fuente de trabajo. Otros vecinos habían perdido sus viviendas o las que tenían
estaban seriamente dañadas, y varias incluso con riesgo de derrumbe (más o
menos, según quién fuera el ingeniero que inspeccionaba, lo que agregaba
nuevos elementos de incertidumbre). Todos ellos, psíquicamente dañados.
También estos vecinos nos trataban con cautela. Sospechaban que éramos
delegados de los directivos de la AMIA, aunque esto último fue rápidamente
superado. Así, en un comienzo, lo persecutorio y lo aterrorizante cobró espacio en
nuestras relaciones. ¿Cómo hacer para que lo sufrido pasivamente no se fijara
como terror paralizante?
Les propusimos la voz activa, los acompañamos en sus reclamos a las
autoridades del gobierno. Compartimos preocupaciones, sufrimientos y
desconfianzas justificadas. Finalmente creamos junto con ellos la Asociación de
Vecinos y Amigos de la Calle Pasteur.
De este trabajo y de otros que realicé con personas que fueron
sobrevivientes del Holocausto, de la Guerra Civil Española, del terrorismo de
Estado he aprendido muchas cosas. No voy a comentar aquí la extensa
bibliografía que existe sobre el trauma psíquico y lo traumático.
Desde los inicios Freud se ocupó de esto, que queda profundamente
plasmado en sus libros Más allá del principio del placer y Moisés y la religión
monoteísta, su obra póstuma. Hay muchísimos escritos actuales y de las últimas
décadas sobre las neurosis traumáticas, las neurosis de guerra y sobre la cuestión
central del trauma psíquico en la constitución del aparato psíquico. Todos éstos
fueron y son desarrollos imprescindibles a la hora de nuestro trabajo clínico.
Pero hay prefiero, como les decía, no redundar sobre saberes que ustedes
seguramente ya poseen. Les voy a hablar de algunas cosas que yo aprendí en
todas esas tareas que fui realizando.
Lo primero es que un terapeuta tiene que ocupar el lugar del "oteador" o
"vigía". Ésta era -según relatos escritos por sobrevivientes del Holocausto- quien
en los vagones de transporte , camino al campo de exterminio, era elevado al
respiradero y mirilla a dos metros y medio de altura, con el fin de que relatara lo
que desde allí se divisaba. Solían elegir a alguien liviano, que pudiera ponerse de
pie sobre los hombros de algunos compañeros, que con enorme esfuerzo le
ofrecían los riñones como tarima. Los presos necesitaban saber dónde estaban,
adónde los conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Y
para averiguarlo estaban dispuestos a ese esfuerzo.
Recuerden las condiciones de hambre, sed, hacinamiento y terror que
sufrían. Pero no todos los elegidos sabían relatar. A veces había que cambiarlos.
Algunos rompían en sollozos a menudo, y eran tolerados por sus compañeros.
Otros hacían relatos minuciosos, exactos y científicos; los compañeros aceptaban
la información, pero los sustituían. También decepcionaban los dispersos,
inconexos y desordenados. Asimismo, irritaban quienes interpretaban lo que veían
con impresiones personales. Ni la ciencia, ni la inocencia, ni la verdad objetiva, ni
la expresión subjetiva les era de ayuda a los condenados.
Los "oteadores" o "vigías" más apreciados eran aquellos que referían con
acierto la existencia de un mundo verdadero. De un mundo libre de la tortura y el
horror, pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. Por
ejemplo, relatos como éste: "Algunas mujeres se han reunido junto a la estación,
nos miran con disimulo, una con un crío en brazos señala nuestro vagón, así que
voy a sacar la mano por la mirilla". Entonces los condenados pensaban:" Alguien
guardará memoria y contará a sus nietos: yo vi a los judíos pasar por la estación,
uno de ellos me agitó la mano, como saludando, desde uno de los vagones". Así
podía redimirse una parte del dolor.
En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de
los unos a los otros, de los condenados a los "libres", del mundo de la destrucción
al mundo de la vida. Un signo indescifrable ponía en relación dos universos que
parecían desencontrados para siempre.
Ningún "vigía", nos cuentan, consideró su tarea como una cuestión
personal, movida por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, que
era fruto de un pacto colectivo. Las visiones y los relatos no eran expresión de su
espíritu, sino una relación, un acuerdo compartido por más de uno o por todos,
sobre la verdad de lo que aparece en cada momento.
Si un terapeuta logra abrir este puente entre quien sufrió el trauma y otros mundos
posibles, reabre la posibilidad de que el psiquismo siga su trabajo. Y casi como en
el comienzo inviste en el otro el deseo de que la vida fluya. De que su cuerpo-
psique dañado y humillado pueda nuevamente sentir y pensar la vida. Que el otro
no es sólo el otro que inflige el dolor y la muerte. Que hay otros dispuestos a
compartir lo vivido directamente por él, porque se sienten implicados
profundamente, sabiendo que "nada de lo humano nos es ajeno", a pesar de la
indiferencia y el individualismo que predominan en nuestras culturas.
Pienso que si podemos acordar un relato compartido de lo vivido, ése sería
el puente que ligara el mundo de lo traumático al mundo de la vida. Sabiendo que
ambos se copertenecen, que ninguno es ajeno al otro. ES más, que ese mundo de
vida también generó el horror y la muerte. Estado de encuentro casi a la manera
como se juega con un niño o se comparten sus sueños, sus fantasías, sus
terrores.
Uso esta figura del "buen vigía" para presentar el modo en el que creo que
debe configurarse una intervención clínica con quienes han sufrido un trauma, que
produce un afecto de terror o espanto. En Más allá del principio del placer Freud
nos dice que el espanto es un afecto que se produce en el caso de un peligro
frente al cual no se está preparado y donde está en riesgo la vida. Traumatismo y
espanto son íntimamente solidarios. En la angustia algo protege contra el espanto.
La angustia ya es un grado de ligazón psíquica, pero el espanto deja inerme. Puro
dolor psíquico del que Pontalis nos dice:" Está en esa frontera entre lo psíquico y
lo físico". Entonces, si el terapeuta logra esta posibilidad de asumir un relato
compartido con afectados por un trauma, se evita instalar lo traumático en el
interior del propio proceder. Se evita así colocar a la víctima en un lugar pasivo
realizándole interrogatorios con el argumento de que "es importante que hable".
Se posibilita así que se apropie de aquello que padeció pasivamente, es decir, que
lo haga experiencia propia. Creo que alguno de los grandes errores proviene de
una especie de ansiosa invasión, por parte del terapeuta, de dar apresuradamente
un sentido a lo vivido por el otro. Se trata de hacer un puente común hacia un
posible sentido que ligue dolorosamente lo humano en esta humanidad precaria.
De lo contrario se corre el riesgo -con las mejores intenciones- de volver a
violentar, con interpretaciones que intentan explicarlo todo y terminan, a veces,
culpabilizando a la víctima.
Con la mejor intención, les decía. Creo que debemos cuidarnos mucho de
nuestras buenas intenciones: bajo la máscara de lo bueno que deseo para el otro
se produce un olvido del otro, se refuerza la propia omnipotencia, se olvida el
saber de que sin el otro nada es posible. También olvidamos que nosotros somos
precarios, sufrimos nuestras indefensiones. Y compartimos con los demás la
violencia que unos hombres les han infligido a otros.
Lo segundo y último que quería transmitir se sintetiza muy bien en un verso
del poeta René Char que dice: " En mi país no se hacen preguntas a un hombre
emocionado". Este verso me permite presentar un tema muy importante que se
liga con el anterior. Me refiero a la aceptación de lo inefable, de lo que no se
puede decir con palabras.
Lo inefable lo es del origen y de la muerte, del tiempo y del otro. Cuando
nos referimos a estos temas nos faltan palabras. ¿Cómo hablar del enigma o de la
contingencia del origen y de la muerte? ¿Cómo decir lo indecible del tiempo y del
otro? Es imposible representarlo.
Creo -permítanme una digresión- que el arte que mejor expresa es aquél
que representa la existencia de lo inefable. Cuando sugiere o representa lo que
hay de inefable en la vida.
Lo inefable no se puede transmitir, se realiza en un tiempo que tiene su
propia lógica. Lo inefable nos impone un límite.
En la premodernidad, lo inefable era dicho o respondido por lo sagrado. Lo
que no tenía palabras daba lugar a la palabra de lo sagrado. Respuesta
totalizadora que con su certeza despojaba de toda inquietud a los hombres.
Cuando de ha atravesado el terror, lo traumático, no hay palabras, y las que
hay no alcanzan. Figura de la ausencia que invita al terapeuta a llenar de
interpretación o de explicación con un doble efecto. El primer efecto es traumático,
le cierra al otro el acceso a la diversidad de producción de sentido. Irrumpe y niega
la existencia de lo inefable y lo satura de sentido. Cierra la posibilidad que es
intrínseca a lo inefable, y que también está presente en el silencio. Así se produce
el segundo efecto: el terapeuta enuncia un discurso que puede volverse sagrado,
en tanto respuesta totalizadora, cerrada, única.
Si hay algo que es decisivo en estas cuestiones que estamos considerando
es resistir a lo sagrado, en el sentido de desacralizar el horror y el terror. No es un
horror divino, que puede explicarse y que aloja, como todo discurso sagrado, una
condena o un destino para los hombres. Es un horror producido por los hombres, y
un camino de búsqueda conjunta nos espera. Búsqueda sustantivada en la
experiencia con el otro, para expresar, elaborar, impedir y reparar, hasta donde se
pueda. Así como lo inefable es un límite, hay cuestiones, hay violencias y
crueldades que realizan efectos irreparables y no elaborables. Aceptar y decir esto
es una forma de resistir a que el terror vuelva a repetirse.
Ana N Berezin