La Masoneria - Historia e Iniciacion - Christian Jacq
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La Masoneria - Historia e Iniciacion - Christian Jacq
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Christian Jacq
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Título original: La franc-maçonnerie
Christian Jacq, 1975
Traducción: Manuel Serrat Crespo
Fotografías y dibujos: François Brunier
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PREFACIO
Esa investigación sobre la aventura espiritual e histórica de los masones no se
inscribe en polémica alguna. El lector contemporáneo, a nuestro entender, no se
interesa ya por manifiestos favorables u hostiles a una orden mal conocida aún. Las
comunidades masónicas, al igual que otras sociedades iniciáticas, intentaron percibir
lo sagrado y crear una fraternidad de espíritu y corazón para ofrecer a los hombres un
verdadero ideal. A pesar de las desviaciones y de las vicisitudes históricas, algunas
logias masónicas, tanto hoy como ayer, son el símbolo vivo de una comunión en la
que el hombre vive una experiencia interior alimentada por lo simbólico. A través de
ellas, la masonería se presenta como uno de los caminos de búsqueda del
conocimiento, un camino que no topa con creencia alguna. ¿Acaso el arte de construir
el templo, tan caro a los albañiles de la Edad Media, que eso significa en francés la
palabra «magoti», no concierne a cualquier hombre preocupado por la autenticidad?
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INTRODUCCIÓN
El suelo del templo de los masones es un «enlosado mosaico», es decir, una
especie de tablero de ajedrez en el que se alternan las casillas blancas y negras. Evoca
el mundo que es, a la vez, luz y tinieblas y podría decirse que es una excelente
ilustración de la historia de la orden masónica donde se alternan períodos
constructivos y fases de decadencia.
La masonería es, primero, cierta idea de la humanidad y del lugar del individuo
en una comunidad que desea ser fraterna. En este punto, los historiadores están de
acuerdo; pero la dificultad comienza cuando se trata de definir esta «idea». La
realidad histórica nos mostrará hasta qué punto las orientaciones elegidas o sufridas
por la masonería han influido en su concepción del hombre y de la sociedad.
Al comienzo de nuestra investigación, advertimos que era imposible considerar la
institución masónica como un bloque monolítico. Desde sus lejanísimos orígenes, se
han producido numerosas evoluciones; por eso tal vez sería mejor hablar de
masonerías que, según las circunstancias, fueron más o menos fieles al modelo de
origen.
Es indispensable, a nuestro entender, elevarse por encima de las polémicas que
han desnaturalizado tantas obras sobre la orden masónica. No se encontrará en este
estudio ningún argumento en favor o en contra de la masonería, que será considerada
como un fenómeno histórico al igual que el imperio faraónico o la cristiandad
medieval.
En todas las épocas, la propia masonería se ha designado como una «sociedad
iniciática». Esta expresión nos lleva de inmediato a precisar el contenido del termino
«iniciación». Estar iniciado, en la óptica de los antiguos constructores, es entrar en
una orden que se consagra al estudio de los misterios de la vida y propone al hombre
medios de evolución espiritual.
Si consideramos la arquitectura social de las antiguas civilizaciones donde
albañiles y arquitectos desempeñaban un papel fundamental, veremos que las
asociaciones iniciáticas formaban el meollo del reino. En Egipto, por ejemplo, una de
las instancias superiores de la nación se componía del faraón como maestro de obras,
de sus más íntimos consejeros y de los patrones de las distintas corporaciones
artesanales.
El hecho más destacado, en las épocas antiguas, es que la iniciación constituye un
verdadero oficio y permite al iniciado integrarse en el cuerpo social. Nadie puede
convertirse en rey sin haber sido iniciado; lo mismo ocurre con la obtención de los
puestos de sumo sacerdote y de maestro de obras. No había, pues, antes de la era
cristiana, sociedades «secretas» en el sentido que nosotros les damos; los grupos
iniciáticos participaban en el gobierno del reino y, sobre todo, mantenían las verdades
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religiosas.
Examinaremos cómo esas formas primordiales de la iniciación se transmitieron al
mundo greco-romano y a la cristiandad; sin demorarnos, de momento, en estos
puntos, advirtamos que la llegada de Cristo señala un vuelco decisivo en la historia de
las iniciaciones.
Por primera vez, un jefe espiritual ofrece el conocimiento a todo el mundo, sin
imponer el paso por un ritual iniciático; ciertamente, numerosas sectas gnósticas
afirmaron lo contrario y es conocida la tesis según la cual Cristo habría salido de la
comunidad iniciática de los esenios y se habría expresado en parábolas para que el
sentido secreto de su mensaje fuera sólo inteligible para los iniciados.
Sean cuales sean las distintas opiniones sobre esta muy compleja cuestión, se
advierte que la Iglesia romana se adelantó a las demás formas de cristianismo. Los
fieles siguieron las enseñanzas de los sacerdotes sin recurrir a ceremonias secretas.
Sin embargo, en el interior del cristianismo, subsisten asociaciones iniciáticas.
Para los constructores de edificios civiles y religiosos, la iniciación sigue siendo el
acceso a una función reconocida: el maestro de obras es uno de los personajes más
importantes y más admirados de la época medieval. En esta civilización de la Europa
cristiana, donde religión e iniciación se completan, nació la francmasonería en el
estricto sentido del término.
De las cenizas de la Edad Media brota una nueva civilización que no tiene ya las
mismas bases ni los mismos objetivos que la cristiandad. En adelante, los factores
políticos y económicos ocupan el proscenio. La religión se difumina y desempeña un
papel cada vez menos decisivo en los asuntos del Estado. Precisamente cuando
desaparece una concepción sagrada de la sociedad se forman realmente algunas
sociedades «secretas».
Los constructores, en efecto, no son ya considerados como una clase social de
primera importancia puesto que los notables estiman que el trabajo manual es «vil y
deshonesto» según la expresión del jurista Loyseau. Herméticos, alquimistas y
astrólogos son contemplados con suspicacia; aunque Morin de Villefranche establece
el tema astrológico de Luis XIV, Colbert expulsa a los astrólogos de la Academia de
Ciencias.
La libertad de asociación es de las más limitadas; los gobiernos desconfían de los
pequeños cenáculos que, según consideran, fomentan conjuras contra el poder y, con
el pretexto de mantener una fraternidad, preparan una política de oposición.
Oprimidas y sospechosas, las logias de constructores abren de par en par sus
puertas a todos los que rechazan las doctrinas oficiales en los campos de la religión,
el arte o la ciencia. Como es regla en épocas de autoritarismo, se entablan vínculos
fraternos entre los miembros de las minorías y la adversidad no hace sino exaltar la
fuerza de los movimientos secretos.
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Primera paradoja: los espíritus no conformistas de las logias del siglo XVIII se
codean con los representantes de las autoridades vigentes que, en cierto número de
casos, dirigen incluso los talleres. La masonería agrupa a responsables políticos e
intelectuales de renombre.
Tras la «masonería» anterior al cristianismo y la masonería medieval se afirma
una tercera masonería, la de los tiempos modernos. Aunque las dos primeras
presenten numerosos puntos en común, la última se basa en valores bastante distintos.
No es ya, como en Egipto, el meollo de la nación; no es tampoco, como en la Edad
Media, el centro de gravedad de una elite profesional. Se convierte en una sociedad
secreta unas veces y discreta otras, que no ofrece a sus miembros cualificación
profesional directa alguna. En un mundo donde los ideales «iniciáticos» son
relegados a un segundo plano, la masonería intenta conservarlos en sus logias.
Por desgracia, esta actitud de autenticidad fue rápidamente derrotada por la
mentalidad profana que albergaban la burguesía mercantil y la nobleza política. Tras
la Revolución Francesa, las asociaciones masónicas se orientan hacia una mayor
participación en la vida social.
Por un curioso capricho de la historia, la masonería pequeño-burguesa y
«chanchullera» de la tercera y cuarta repúblicas francesas es la mejor conocida hoy, a
través de los escándalos y los negocios bastante sucios en los que estuvo mezclada.
Por aquel entonces, el simbolismo y la espiritualidad de los masones medievales no
eran ya más que objetos de museo conservados en nombre del recuerdo. Los ritos
sufrieron entonces graves transformaciones y fueron envilecidos.
Gracias a los esfuerzos de algunos masones, la corriente iniciática intentó
recuperar sus cartas de nobleza. Fue combatida por los defensores de una masonería
política y honorífica y sólo conoció una muy limitada expansión. Sociedad
«iniciática» que conoció las tres edades de la integración total, la integración parcial
y el aislamiento del mundo ambiental, la masonería ofrece al historiador un vastísimo
campo de estudio. Puesto que influyó tanto en los gobiernos como en algunos
movimientos espirituales o artísticos, se plantea una pregunta: ¿existe una
civilización masónica?
A primera vista, la respuesta es negativa. La masonería no puede circunscribirse a
hitos concretos como se hace, por ejemplo, con la civilización romana. Si se
considera la civilización como una posición voluntaria del hombre en la ciudad, es
preciso admitir que el espíritu masónico enseña a sus adeptos un comportamiento
original que no se encuentra en ningún otro grupo.
El masón obedece leyes que sólo en parte se han codificado en los textos
canónicos de la orden y que se revelan sobre todo, según numerosos testimonios, en
el trabajo en la logia. En este sentido, podemos estimar que existe una civilización
masónica paralela a la civilización general.
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Eso nos explica por qué los escritores masónicos insisten en la diferencia entre el
espíritu de la masonería y su expresión material y temporal; ese espíritu, afirman, no
estuvo ausente en ninguna época en la que los hombres intentaban construir el
templo. Hablar de la masonería del siglo XX sin abordar, aunque sea rápidamente, la
iniciación egipcia, el pitagorismo y las sectas gnósticas, nos haría ignorar aspectos
interesantes de la vida de las logias puesto que algunas corrientes masónicas
reivindican la más alejada tradición e intentan prolongarla.
La masonería anterior al cristianismo y la masonería medieval son poco
conocidas; aunque nuestras fuentes de información sobre ellas sean sobre todo
míticas y simbólicas, algunos descubrimientos históricos y arqueológicos nos
permiten estudiarlas fructíferamente. Puesto que la aventura de aquellos antiguos
masones era muy apasionante, les consagraremos gran parte de nuestro estudio.
Cuando se habla de «francmasonería» hoy, se evoca casi exclusivamente la
institución que nació en 1717. Desde hace doscientos cincuenta años, las opciones
más diversas y más contradictorias la han animado. Si se hace un recuento de los
tipos de hombre que han entrado en las logias desde comienzos del siglo XVIII,
llegamos a un balance algo desconcertante: hay eclesiásticos, católicos y protestantes,
políticos de derechas y de izquierdas, marxistas y grandes burgueses, teístas y ateos,
científicos y ocultistas. La lista, por lo demás, podría seguir alargándose.
En la antigua masonería, una línea de conducta coherente reunía a los iniciados en
torno a un único centro de interés: levantar el templo a la gloria de Dios y traducir en
símbolos la experiencia espiritual. En la nueva masonería, este ideal ya sólo es una de
las numerosas corrientes masónicas. Nos encontramos, pues, en el día de hoy, ante
una especie de «cajón de sastre» cuya influencia intelectual y social es mucho menos
importante de lo que suele creerse.
Durante los últimos veinte años, las obras consagradas a la masonería han
estudiado la institución desde el punto de vista de la antropología, del simbolismo, de
la política e, incluso, del psicoanálisis. De hecho, la masonería ya sólo asusta a muy
pocos mal informados y se presta ahora a cualquier tipo de análisis científico. Las
Constituciones, los reglamentos interiores y los rituales se publican desde hace
tiempo y cualquier erudito puede acceder a él; el famoso «secreto masónico» es
sencillamente un estado de ánimo que los masones definen, por lo demás, de modo
distinto según su posición iniciática, religiosa o social.
No tenemos la ambición de pasar la masonería por el cedazo de todas las ciencias
humanas y de hacer el examen más completo posible, tanto menos cuanto los
documentos escritos no son los únicos en tenerse en cuenta. No olvidemos, en efecto,
que parte de la enseñanza masónica es oral. Ésta escapa forzosamente al historiador
más concienzudo y debemos respetar cierta prudencia en la interpretación de los
hechos y del comportamiento de los hombres.
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Nuestra intención es, simplemente, evocar la historia masónica según sus tres
épocas principales: de los orígenes míticos al final del mundo antiguo, del amanecer
de la Edad Media a comienzos del siglo XVIII, de 1717 a nuestros días. Puesto que
varias asociaciones masónicas siguen magnificando la primacía del simbolismo,
concluiremos nuestra investigación con una serie de breves estudios en este terreno,
vinculando los símbolos masónicos con sus modelos antiguos.
Iniciaremos nuestro relato en los acontecimientos de 1717, para disipar de
inmediato una ilusión; la masonería que nació aquel año no es la única masonería
sino, más bien, su forma tardía. Aunque su importancia sea considerable, puesto que
está en el origen de las asociaciones contemporáneas, no debe hacernos olvidar los
verdaderos fundamentos de la institución.
Volvamos, pues, esta primera página antes de regresar a las fuentes.
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PRIMERA PARTE
LA MASONERÍA ANTIGUA
1
LA MASONERÍA NO NACIÓ EN 1717
El año 1717 es una fecha sagrada para muchos masones. Aquel año, el 24 de
junio exactamente, algunos de ellos pertenecientes a cuatro logias londinenses se
reúnen en una asamblea que pretenden que sea solemne. Esas logias tenían la
costumbre de trabajar en tabernas de evocadores nombres: La oca y la parrilla, El
manzano, La corona y El cubilete y las uvas. La asamblea general se celebró en La
oca y la parrilla.
Aquel 24 de junio de 1717, los escasos hermanos reunidos eligen a mano alzada a
un gran maestro, Anthony Sayer. Crean una jurisdicción cuya soberanía va a
extenderse a todas las logias del mundo y definen la nueva Gran Logia de Inglaterra
como la «logia madre» de todas las demás; en adelante, ella concederá o no la
«regularidad». Antes, las células de constructores sólo dependían de sí mismas; las
grandes logias, como la de Estrasburgo, no tenían poderes especiales.
Sin ninguna duda, aquella jornada fue muy importante en la historia del siglo
XVIII y, más aún, en la de la masonería. Por primera vez, un poder legislativo impone
decisiones por iniciativa propia; aunque sus comienzos fueran modestos, pronto
adquirió una considerable importancia y la Gran Logia Unida de Inglaterra es, hoy
todavía, la institución central que «reconoce» o no «reconoce» las obediencias o
asociaciones nacionales.
¿Cómo se había llegado a eso? Muchas explicaciones se propusieron. Se habló de
la nueva idea de tolerancia que iba a florecer durante los siguientes decenios. Pero
eso no se adecua a esta toma autoritaria de poder. Se evocó también la prodigiosa
reputación de las cofradías de constructores: en una época en la que la libertad de
reunión estaba muy restringida, la masonería se presentaba como el único centro
donde unos hombres de buena voluntad podían reunirse para intercambiar
consideraciones con toda tranquilidad. Eso no explica tampoco la voluntad de
«Centralización» de los masones. Nuestra opinión es que la fundación de esa Gran
Logia es la ineluctable culminación de un período de la historia.
En 1702, Christopher Wren, el último gran maestro de la antigua masonería, se
retira. Wren era un arquitecto, un albañil o masón «operativo»; por desgracia, sus
construcciones no tenían ya la calidad de las realizadas por sus predecesores. El ideal
que animaba a los canteros de la Edad Media había desaparecido desde hacía mucho
tiempo y el arquitecto iba convirtiéndose, poco a poco, en un funcionario indiferente
al esoterismo y al simbolismo.
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Insistamos en un hecho que no ha llamado demasiado la atención de los
historiadores masónicos: en 1717 nace la masonería «especulativa». En 1707, diez
años antes, la Dieta imperial daba a conocer un decreto que suprimía la autoridad de
la Gran Logia de Estrasburgo sobre las logias de masones alemanes. En 1731 y en
1732 dos nuevos decretos declaran ilegales las cofradías de constructores.
Precisamente cuando los intelectuales toman en sus manos el destino de la masonería,
sus verdaderos fundadores, los compañeros constructores, se ven obligados a entrar
en una semiclandestinidad porque la civilización occidental no comprende ya su
mensaje.
Todo el drama estriba en esta contradicción; quienes construyen realmente y
detentan la tradición iniciática de Occidente no tienen voz en el capítulo. Christopher
Wren no podía defender su ideal; asistió de lejos y sin decir nada a la fundación de la
Gran Logia de Inglaterra.
El antiguo mundo masónico desaparece, la nueva masonería emprende el vuelo.
Un vuelo tal que cierto número de historiadores, masones o no, borrarán los siglos
precedentes y harán que la historia de la orden comience en 1717.
Pocas veces una revolución tuvo tanta influencia. Los masones reunidos en
Londres no tenían conciencia de ello. Sufriendo el determinismo de su época,
concretizaron sencillamente una situación dada.
No puede disociarse la fundación de la Gran Logia inglesa de las nuevas
Constituciones aparecidas en 1723. Dos hombres desempeñaron un papel decisivo en
esta empresa: el pastor Jean Théophile Désaguliers y el pastor Anderson.
Nacido en La Rochelle en 1683, Désaguliers fue, en 1719, el tercer gran maestro
de la Gran Logia de Inglaterra. Puesto que su familia se estableció en este país, cursó
sus estudios en Oxford y se convirtió en profesor de filosofía y de ciencias
experimentales. Miembro de la Royal Society y amigo de Newton, ese austero
personaje a quien, sin embargo, le gustaba banquetear con sus hermanos, fue
probablemente el cerebro pensante que decidió la puesta en marcha de Constituciones
renovadas. Su cultura y su estado de ánimo le llevaban a abogar por la tolerancia
contra las doctrinas papistas; deseaba también desprenderse del materialismo
ambiental y no ceder a las críticas racionales que desnaturalizaban la idea de Dios.
El pastor Anderson nació en 1684. Le gustaba mucho escribir y se entregaba con
pasión a la investigación histórica. Los juicios que han hecho sobre él los
historiadores van de un extremo a otro; para unos, era un gran iniciado que sabía
perfectamente lo que hacía, como demostraría una alusión de su texto a Thule, el
extremo septentrional de nuestro mundo donde, según antiquísimas leyendas, habría
aparecido por primera vez la vida. Según otros, Anderson era un personaje insulso, la
sombra obediente y ciega de Désaguliers. Se habría limitado a tomar la pluma y
escribir las frases que se le dictaban.
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A falta de pruebas, es imposible adoptar una u otra posición. Detalle curioso: sólo
doce hermanos asistieron a las exequias de Anderson, muerto en 1739.
¿Desconsideración o número simbólico? Lo ignoramos.
No estamos mejor informados sobre cómo fueron redactadas las famosas
Constituciones. Esquematizando, predominan tres teorías; o Anderson es su único
autor; o Désaguliers es el verdadero autor y Anderson el celoso redactor; o un comité
de catorce masones indicó las ideas maestras a las que Anderson dio forma.
El más completo misterio gravita sobre estos acontecimientos, y difícilmente va a
aclararse. Historiadores de varias nacionalidades han hurgado en los archivos sin
descubrir un documento definitivo. En cambio, una confesión en la pluma del propio
Anderson es de lo más sorprendente: «Hermanos llenos de escrúpulos», escribe,
«quemaron con demasiada precipitación varios manuscritos de valor referentes a la
Fraternidad, las Logias, Reglamentos, Obligaciones, Secretos y Usos, para que esos
papeles no cayeran en manos de los profanos».
¡La justificación es bastante magra! Esta revelación nos dice, en términos muy
claros, que las auténticas Constituciones fueron sencillamente destruidas para que
nadie pudiera, en el porvenir, establecer comparaciones significativas. Destrucción
ingenua, por lo demás, puesto que las antiguas reglas de vida de los masones fueron
parcialmente recuperadas.
El hecho es significativo; es la traducción inequívoca de una mentalidad en la que
el respeto a los padres de la tradición masónica es escaso.
Abandonemos por un instante ese clima algo turbio e interesémonos por algunos
puntos importantes de las primeras Constituciones de la masonería moderna. «Un
masón», se nos dice, «está obligado por su dependencia a obedecer la ley moral; y si
comprende bien el arte, nunca será ateo estúpido ni libertino irreligioso.» La frase fue
modificada a continuación, y Dios reemplazó la ley moral con variadas
formulaciones. Eso será objeto de querella sin fin entre las obediencias, militando
unas por la creencia, otras por el ateísmo y el anticlericalismo. Si se olvidan los
detalles de vocabulario, debe reconocerse que el principio de las Constituciones no
presenta ambigüedad alguna: si el iniciado practica el arte masónico de un modo
consciente, no será ateo ni irreligioso. Al escribirlo, Anderson respetaba el espíritu de
los antiguos constructores que sabían ser, al mismo tiempo, hombres de fe y de
conocimiento.
Anderson precisa más aún estas nociones: «Y sean cuales sean nuestras diferentes
opiniones sobre otras cosas, dando a todos los hombres libertad de conciencia, como
masones estamos armoniosamente de acuerdo con la noble ciencia y el arte real».
El tema del secreto ritual se aborda en el Canto del Maestro:
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Están guardados de modo seguro en el
corazón del masón y pertenecen a la
antigua Logia.
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consecuencias de la toma del poder masónico por la Gran Logia de Inglaterra. Para
Jacques Maréchal, la masonería de 1717 fue creada por unos hombres fatigados de
las querellas religiosas de su tiempo; discutían y celebraban banquetes en el oasis de
la logia, en un clima de franca camaradería. Según Marius Lepage, uno de los
escritores masones contemporáneos más leídos, «de aquel día nefasto data el declive
de la masonería auténticamente tradicional».
De hecho, precisamente cuando la masonería entra en la historia con la forma de
una institución definida por reglamentos administrativos, entra también en un largo
período de decadencia con respecto a sus objetivos originales. La sustancia de un
orden iniciático, en efecto, es el simbolismo que procura al hombre la posibilidad de
iniciarse en espíritu; en cuanto una orden basa su autoridad en una legislación
temporal, en detrimento de cualquier otro factor, se condena a sufrir las fluctuaciones
históricas. La masonería de 1717 olvidó la máxima medieval: «Cuando el espíritu
reina, no se necesitan leyes». Según la teoría contraria, los acontecimientos de 1717
señalan el esperado nacimiento de una masonería que se desprende, por fin, de un
clima manual e inculto lanzándose hacia las cimas del intelecto.
Todos los historiadores están de acuerdo en decir que los intelectuales
sustituyeron a los artesanos; ya en el siglo XVII, los talleres dejan entrar en sus filas a
masones llamados «aceptados», es decir, hombres que no practican un oficio
artesanal. Por eso se designa la antigua comunidad con el nombre de «masonería
operativa» y la nueva comunidad con el de «masonería especulativa».
No tienen el menor valor ni en el plano histórico ni en el plano iniciático. En
primer lugar, algunos «especulativos» fueron admitidos en las corporaciones de
constructores ya en la antigüedad. En segundo lugar —y éste es el punto principal—,
esos especulativos no eran pensadores que discutían sobre el sexo de los ángeles o se
atareaban rehaciendo el mundo en una esquina de la mesa de un banquete. Los
maestros de obra de la Edad Media eran, primero, «especulativos» cuando creaban el
plan abstracto de las catedrales futuras; eran luego «operativos» que modelaban la
materia para extraer de ella la belleza oculta.
La antigua masonería formaba, por consiguiente, iniciados «operativos» y
«especulativos» a la vez, que unían la mano y el espíritu.
En las logias del siglo XVII, la situación es muy distinta; los artesanos desaparecen
rápidamente y sus lugares son ocupados no por «especulativos» en el sentido
medieval del término, sino por intelectuales. Muy pronto, los propios masones van a
quejarse de la escasa calidad del reclutamiento; puesto que las pruebas «operativas»
desaparecieron con los constructores, los criterios de admisión se hacen más bien
borrosos.
Advirtamos también que los fundadores de la Gran Logia de Inglaterra son
protestantes que, forzosamente, tiñen la nueva masonería con sus posiciones
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intelectuales y religiosas; predican un tipo de responsabilidad moral que corresponde
a sus creencias y no se sitúan en la exacta prolongación de la cristiandad medieval. El
razonamiento era simple: los antiguos masones eran católicos, es decir, papistas,
intolerantes y sectarios. Había que retomar, por lo tanto, en las Constituciones,
algunos de sus principios modificando su estado de espíritu general. Modificación tal,
como hemos visto, que los valores más auténticos de las Constituciones se quedaron
en piadosos deseos. Mucho más que una continuación, se trata, pues, de una
sustitución.
La masonería no nació en 1717. En esa fecha, cierta concepción de la orden
iniciática de los constructores murió y una asociación profundamente renovada,
según unos, o transformada, según otros, adoptó el nombre de «francmasonería».
Ciertamente, conservó varias referencias a la mentalidad de origen y advertimos que
algunas estructuras iniciáticas vencieron la prueba del tiempo.
En su célebre discurso de 1737, el masón Ramsay proclamaba en voz muy alta:
«Sí, caballero, las famosas fiestas de Ceres en Eleusis, de Isis en Egipto, de Minerva
en Atenas, de Urania entre los fenicios, tenían relaciones con las nuestras. Se
celebraban allí misterios donde se encontraban varios vestigios de la antigua religión
de Noé y de los patriarcas».
La masonería aludió, varias veces más, a sus lejanos orígenes. ¿En qué medida es
exacta esta filiación? ¿Cuáles son las cofradías de constructores que existieron antes
de 1717? Intentaremos responder, parcialmente al menos, a estas preguntas, tras
haber evocado los orígenes míticos de la orden.
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2
LOS ORÍGENES MÍTICOS DE LA MASONERÍA
En 1823, el hermano Olivier escribía estas sorprendentes líneas: «Nuestra
sociedad existía antes de la creación de este globo terrestre, por entre los diversos
sistemas solares».
Sólo retomaba un mito según el cual una sociedad iniciática digna de este nombre
se confunde con el propio orden del universo. Por ello algunos hermanos podían
afirmar, sin desorden mental alguno, que la masonería estaba ya viva antes de la
creación de la tierra y se encontraba distribuida por el cosmos.
No olvidemos, por otra parte, que los rituales comparan la logia con el universo y
que los iniciados trabajaban bajo la bóveda cósmica y en presencia del sol y de la
luna.
Los antiguos textos masónicos, que datan de la época en que los masones tenían
todavía, como tarea principal, crear edificios, se preocupan por establecer una
genealogía mítica. Dios, dicen, fue el primer masón puesto que creó la luz. Nombró
al arcángel san Miguel como primer gran maestro de la primera gran logia. Adán fue
el primer hombre iniciado. Fiel a las instrucciones de Dios, creó una logia con sus
hijos y juntos trabajaron por la expansión de la orden. En sus Constituciones,
Anderson precisa: «Adán, nuestro primer padre, creado a imagen de Dios, el Gran
Arquitecto del universo, debió de tener las ciencias liberales, especialmente la
geometría, escritas en su corazón».
Así, la masonería quería probar que conservaba el recuerdo del origen de todo y
que la institución iniciática era de origen no humano. Como escribe el hermano autor
de un documento titulado Los auténticos Hijos de la Luz, «no vivimos en el tiempo
histórico, profano, sino en el tiempo sagrado». Adán, en la perspectiva masónica, no
es el hombre caído y el pecador sino, más bien, el antepasado iniciado que dio forma
a la tradición esotérica y la transmitió a las generaciones futuras.
Todos los grandes personajes de la antigüedad fueron miembros de la orden:
Solón el legislador, el profeta Moisés, el matemático Tales, el geómetra Pitágoras, el
mago Zoroastro. Quienes crearon o propagaron una enseñanza iniciática sólo podían
ser masones, puesto que Dios había fundado la masonería para que en ella se
reunieran los sabios.
Estos sabios tenían un punto en común: el conocimiento de la geometría, arte
supremo que nos enseña a medir y a construir. Es indispensable para todas las clases
de la sociedad, tanto para los mercaderes como para los maestros de obra. Por la voz
de la geometría el Gran Arquitecto se expresa y revela sus secretos.
El principal sucesor de Adán fue Lamech, cuyo nombre hebreo significa
«fuerza». Encontramos aquí una analogía con los tres pilares del templo masónico; el
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primero es el pilar Sabiduría, el segundo el pilar Fuerza, el tercero el pilar Belleza.
Tras el tiempo de la Sabiduría, inaugurado por Dios, llegó el de la Fuerza confiado a
Lamech.
Los hijos de Lamech hicieron prodigiosos descubrimientos gracias a la iniciación
masónica. Jabal creó una geometría muy avanzada y la música, Tubalcain la alquimia
y el arte de forjar. Por lo que a su hermana se refiere, organizó ritos iniciáticos
femeninos a partir del tejido.
Pero la humanidad comenzaba a olvidar la voluntad de Dios y a extraviarse en la
ignorancia. Los hijos de Lamech, previendo una catástrofe, inscribieron los resultados
de sus descubrimientos en dos grandes columnas de piedra.
Llegó entonces el diluvio que sumergió a los impíos. Las dos columnas, sin
embargo, escaparon a la destrucción. Cuando la cólera divina se hubo apaciguado, un
tal Hermes o Hermonan las encontró; comprendiendo la importancia de las
revelaciones inscritas en la piedra, decidió transmitirlas a los hombres capaces de
hacerlas revivir.
Hermes reconstruyó logias en Babilonia, donde adoptó el nombre de Nemrod.
Edificó, con la ayuda de los nuevos masones, palacios, torres y templos. Trabajó
también en Nínive y mandó a treinta hermanos a Oriente, para que el esoterismo
masónico fuera conocido por toda la tierra.
Nemrod enseñó a los masones los signos y los tocamientos rituales que les
permitirían reconocerse entre sí en no importa qué país. Les recomendó que se
amaran los unos a los otros, que evitaran cualquier querella y que veneraran a sus
maestros que poseyeran los secretos del arte.
Cuando Nemrod murió, Dios lo transformó en estrella y le colocó en los cielos;
levantando los ojos hacia la bóveda cósmica, los hermanos podrían orientar sus pasos
guiándose por la estrella de Nemrod.
Abraham, tras haber recibido la investidura masónica, enseñó las ciencias secretas
a los egipcios, Euclides fue su discípulo y le sucedió, desplegando una intensa
actividad: construcción de templos, de claustros, de puentes.
Euclides recomendó a los hermanos que mantuvieran las leyes divinas escritas en
sus corazones y eligieran a sus futuros maestros en función de su sabiduría. Nunca,
decía Euclides, elegiréis como maestro a un hombre que no esté iniciado en el arte de
construir o que carezca de inteligencia; no seáis esclavos de los sentimientos, ni de la
fortuna, ni del nacimiento. Permaneced fieles al rey de vuestro país y preservad
eternamente el sagrado nombre de «hermano».
Casi todos los masones del mundo se reunieron en Jerusalén para construir un
gran templo. Terminado el trabajo, se distribuyeron por los cuatro continentes y
difundieron los principios de la masonería en Oriente y Occidente.
Algunos acontecimientos históricos se ocultan, tal vez, tras esos relatos
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mitológicos; es muy difícil identificarlos pero lo importante sigue siendo la filiación
simbólica que la antigua masonería consideraba esencial.
Los masones «modernos», en su gran mayoría, consideran ridícula esta mitología.
Como escribía el hermano Lantoine, «el error de la mayoría de los escritores
masónicos consiste en la preocupación que sintieron y en el intento que hicieren) de
fundamentar la historia de la institución en su simbolismo». Los trabajos más
recientes, por el contrario, muestran que la evolución de la masonería esta
íntimamente ligada a la mayor o menor comprensión del simbolismo del que es
depositaría. Como Jean Palou, consideramos que la parte más interesante de las viejas
Constituciones es, precisamente, la leyenda que acabamos de contar; mucho más que
los textos legislativos, preserva un espíritu esotérico que es la sustancia viva de la
masonería.
En el manuscrito Dumfries nº 4, que data de 1710, leemos este significativo
dialogo entre dos hermanos:
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UNA GRAN LOGIA EN EL ANTIGUO EGIPTO
Puesto que los antiguos documentos masónicos insisten en los lejanos orígenes de
la orden, no será inútil emprender una investigación que intente verificar sus
afirmaciones. Nos permitirá entrever aspectos poco conocidos de la historia y, sobre
todo, establecer una parte de las bases realmente tradicionales de las cofradías de
constructores cuyo mensaje esperan prolongar varias corrientes masónicas.
En 1783, George Smith, gran maestro del condado de Kent, afirmaba que la
masonería obtenía de Egipto varios de sus misterios. Según Smith, Osiris e Isis
simbolizaban el ser supremo y la naturaleza universal; en la logia estaban
representados por el sol y la luna que están situados en Oriente y enmarcan al
Venerable, encargado de dirigir las ceremonias. Smith pensaba que los druidas habían
retomado el esoterismo egipcio, transmitido luego a los primeros masones.
Ignaz von Born, consejero del rey austriaco José II, fue, en la misma época,
Venerable de una logia. Con ayuda de una documentación rudimentaria, publicó un
importante artículo sobre los orígenes egipcios de la masonería; su tesis entusiasmó a
Mozart, hermano y amigo de Von Born. El genial músico, con la ayuda de la
erudición y la intuición del Venerable maestro, escribió la partitura de La flauta
mágica, relato de una iniciación masónica que se desarrollaba en Egipto.
En 1784 un Templo con las características de los dedicados a Isis se inaugura en
París. El éxito de la opera de Mozart da a conocer a la masonería europea las tesis de
Von Born; gracias a él, se abre una nueva vía de investigación. A partir de 1801, se
asiste a la creación de ritos que reivindican la tradición egipcia: rito de los perfectos
iniciados de Egipto, rito de Misraim, rito de Menfis. En Auch, unos masones fundan
una logia que adopta el nombre de «Soberana Pirámide» y utiliza símbolos egipcios.
Una frase del ritual llamado de Menfis-Misraim resume muy bien la actitud general:
cuando el Venerable pregunta al segundo Vigilante: «¿De dónde venís?», éste
responde: «Del viejo Egipto, Venerable maestro, y de una logia de San Juan». Puesto
que el segundo Vigilante se encarga de distribuir la enseñanza iniciática a los
aprendices, sus palabras vinculan la masonería a Egipto y al cristianismo.
En 1812, el hermano Alexandre Lenoir hizo esta declaración a los miembros del
soberano capítulo del Rito escocés, una de las altas instancias masónicas: «Probaré
que los teólogos antiguos deben la luz a los egipcios. Para probar la antigüedad de la
masonería, su origen, sus misterios y sus relaciones con las antiguas mitologías, me
remontaré a los egipcios, pues es conveniente tratar de las causas antes de hablar de
los efectos».
Desgraciadamente, las pruebas anunciadas no fueron entregadas. Las
afirmaciones que hemos puesto de relieve fueron apreciadas de modo distinto por los
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eruditos y los propios masones. Se carecía de datos ciertos y el origen egipcio de la
masonería, defendido por algunos iniciados en exceso aislados, siguió siendo una
curiosidad.
Hoy es posible retomar el expediente y completarlo gracias a los progresos de la
egiptología. Tendremos, pues, que examinar tres cuestiones: ¿existían iniciaciones en
Egipto? ¿Qué lugar ocupaban los constructores en su civilización? ¿Se conoce con
precisión una cofradía iniciática de constructores?
«El arte egipcio», escribe Fierre Montet, «es indiscutiblemente un arte real». Eso
significa que los artesanos dependen del rey, pero puede advertirse también una
alusión al carácter «real» del arte de vivir que la masonería, en su aspecto iniciático
intenta recrear continuamente. El arte faraónico, basado en el anonimato, es la
traducción de ideas simbólicas y no un esteticismo gratuito, Por ello, según Daumas
«es fruto de una aplicación interior, de una conciencia profesional que ha permitido al
individuo superarse y alcanzar el reflejo de la belleza y la perfección absolutas».
Ese estado de ánimo solo puede realizarse por la virtud de una iniciación. Los
textos del antiguo Egipto repiten incansablemente que debemos escapar a la segunda
muerte, la del alma; para lograrlo, es indispensable acceder a los misterios que se
celebran en el secreto de los templos.
Los criterios de admisión entre los iniciados eran muy severos. Se exigía al
postulante la práctica de un oficio manual, la mayor rectitud moral y una indiscutible
aptitud para comprender el sentido oculto de los símbolos y de las escrituras
sagradas. En los peristilos se celebraban densas conversaciones entre el futuro
iniciado y sus maestros; se exigía una sinceridad total. Muchos candidatos eran
rechazados y regresaban a la vida profana.
Para quien había superado victoriosamente esos primeros obstáculos, la aventura
proseguía. El postulante era introducido en las primeras salas del templo y
comenzaba a aprender las «reglas del arte». Tras un número de años que,
probablemente, no era inferior a siete, el iniciado veía cómo se abrían las puertas de
las «casas de vida» donde se le confiaban pesadas responsabilidades. Se ejercitaba en
la redacción de los rituales y en la decoración simbólica de los templos. Ya maestro
de su ciencia y de su arte, formaba a los discípulos que le sucederían.
Los documentos que prueban la existencia de iniciaciones en Egipto son muy
numerosos. Por una estela del British Museum, por ejemplo, sabemos que un hombre
pasó una noche meditando en el atrio del templo de los dos leones antes de ser
admitido para las pruebas. Ese rito se celebra aún en la masonería moderna, pasando
el neófito varias horas solo en el interior de una minúscula estancia llamada «gabinete
de reflexión». Lleva a cabo allí un vasto examen de conciencia y muere
progresivamente para el «hombre viejo» con el fin de renacer para el «hombre
nuevo».
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El rito egipcio más célebre es el del paso «por la piel»; el iniciado, encogido
como un feto, se introducía en una piel de animal sobre la que los sacerdotes
practicaban ritos de resurrección. Fue progresivamente abandonado a causa de la
evolución de las costumbres, pero la masonería conserva su recuerdo en el ritual del
grado de Maestro al que volveremos ulteriormente.
¿De qué prestigio gozaban los constructores en la civilización egipcia? Sin duda
alguna, podemos afirmar que era inmenso. Los grandes hombres de la historia egipcia
son los reyes y los maestros de obras. Distinción artificial, por otra parte, puesto que
cada rey es, primero, un maestro de obras que construye el templo. Keops, Tutmosis
III, Ramsés II, por no citar más que tres ilustres ejemplos, fueron prodigiosos
constructores cuya reputación superó las fronteras de Egipto.
Rasgos muy claros diferenciaban a los artesanos manuales. No se confundía a los
peones, los dibujantes, los geómetras y los arquitectos. En lo alto de la jerarquía
estaba el carpintero-albañil del rey que detentaba los secretos del trabajo de la piedra
y la madera; reinaba sobre quienes concebían el plano y la estructura de los edificios,
al igual que el maestro de obras medieval estará a la cabeza de un consejo de
maestros de los distintos oficios de la construcción.
Los constructores, dicen los textos faraónicos, crean sus obras para gloria del
principio divino y de su representante en la tierra, el faraón. Dios es definido ya como
el arquitecto soberano de los mundos, fórmula que, probablemente, está en el origen
de la expresión masónica «A la gloria del Gran Arquitecto del Universo», cuya
importancia veremos más adelante.
Lo esencial, para los constructores egipcios, es la calidad de la obra realizada de
acuerdo con los ritos. François Daumas observaba que, en la mayoría de los templos,
las piedras talladas de un modo irregular son las más empleadas. Sin embargo, habría
sido más fácil utilizar bloques regulares y uniformes; pero la irregularidad y la
asimetría, según el esoterismo egipcio, son características fundamentales de la vida y
el artesano no debe retroceder ante dificultad alguna para adecuarse al acto creador
del Arquitecto divino. El templo es concebido como un «gran hombre» en perpetua
evolución.
Al arquitecto iniciado, se nos dice, acude la piedra brotada de la Luz, emanación
perfecta del Gran Dios. Además, en el rito de fundación de los templos, se nos habla
de los «Hijos de la Luz» que levantaron muros destinados a ocultar los misterios
divinos a la mirada de los profanos. Estos detalles, sorprendentes como mínimo, son
confirmados por el relato de un artesano que fue admitido en la comunidad que
dirigía la «morada del Oro», donde se creaban estatuas vivientes: «Nada de lo
referente a la morada del Oro se me ocultó», nos cuenta el iniciado; «soy sacerdote de
misterios, he visto la Luz en sus variadas formas». Esta luz conocida sólo por algunos
animaba la piedra; el nombre egipcio del escultor iniciado era, por lo demás, «el que
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da la vida».
Todas estas indicaciones son extremadamente turbadoras, pero debemos
preguntarnos por la existencia de una asociación iniciática de constructores que
pudiéramos estudiar de un modo más concreto. En otras palabras, ¿se encuentran
rastros de una jerarquía iniciática que anuncie, sin equívoco, la estructura de las
posteriores cofradías?
El egiptólogo francés Bernard Bruyére proporcionó a esta pregunta una respuesta
bastante extraordinaria. De 1920 a 1952, ese gran arqueólogo hizo notables
excavaciones en el paraje de Deir el-Medineh, al sur de la necrópolis tebana que se ha
convertido, con el llano de Gizeh, en el gran lugar turístico de Egipto. Las
investigaciones prosiguen aún en nuestros días.
Bruyére descubrió en aquel lugar numerosas rumbas muy curiosas; rápidamente,
advirtió que se trataba de capillas pertenecientes a los miembros de una cofradía que
agrupaba constructores, albañiles, grabadores y pintores que se instalaron en Deir el-
Medineh a partir de finales de la XVIII Dinastía, hacia 1315 antes de nuestra era. La
tumba 267, por ejemplo, es la de Ahí, «jefe de los artesanos», «modelador de las
imágenes de los dioses en la morada del Oro». Las capillas fueron decoradas por los
propios artesanos y encontramos, al azar de las pinturas, el codo sagrado, la escuadra,
distintas formas de nivel y muchos otros objetos simbólicos que conocieron una
duradera posteridad.
Había también una gruta dispuesta como santuario y dedicada a la diosa serpiente
Mertseger, señora del silencio que deben respetar los iniciados. Al abrigo de la Cima,
esa pirámide natural que domina el Valle de los Reyes, la cofradía trabajaba para el
rey de Egipto y formaba un verdadero Estado en el Estado.
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Los miembros de esta antiquísima sociedad iniciática se denominaban
«Servidores en el lugar de verdad o de armonía». El faraón, una de cuyas principales
cargas era mantener la armonía entre el cielo y la tierra, les confiaba gran parte de los
trabajos artísticos en los que se expresaba el esoterismo egipcio desde el nacimiento
del imperio. Para Bernard Bruyére se impone una evidencia: la cofradía de Deir el-
Medineh es una auténtica masonería adelantada en el tiempo.
Se juzgara por cierro número de detalles significativos. Según sus constituciones,
la colectividad se divide en logias o chozas que son talleres donde se reparten las
tareas. Hecho curioso, las primeras logias de masones alemanes, durante la Alta Edad
Media, se llaman también «chozas». Cada iniciado lleva el título de «El que escucha
al maestro», pero existen tres grados: aprendiz, compañero y maestro. El aprendiz se
define como el hijo que acaba de nacer o, más bien, de renacer; una vez iniciado, se
pone de buena gana al servicio de los compañeros que le confían trabajos
desagradables para poner a prueba su buena voluntad y su deseo de servicio. No hay
«amabilidad» alguna en esos primeros contactos: para convertirse en maestro, es
necesario vencer las debilidades de la naturaleza humana sin buscar excusas falaces.
Los compañeros están al servicio de los maestros que, por su parte, se ocupan de los
«escritos celestiales», es decir, de los bocetos, de los trazos directores del dibujo y de
las reglas simbólicas del arte, sin las que ninguna representación tendría sentido.
Es de destacar que los iniciados de Deir el-Medineh se beneficiaban de ritos
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religiosos que les eran propios. Veneraban sobre todo a la diosa del silencio, al dios
de los constructores y a la persona simbólica del rey. El rey de Egipto, por lo demás,
era su gran maestro y visitaba las obras de vez en cuando, para hablar con los altos
dignatarios de la comunidad y verificar la buena marcha de los trabajos.
Formar parte de la cofradía era una felicidad inmensa y una pesada carga; a la
iniciación en espíritu se añadía una promoción social que elevaba a la mayoría de los
iniciados por encima de su condición original. El nacimiento, en las sociedades
tradicionales, nunca fue un criterio de admisión. Varios faraones y maestros de obras
eran de extracción humilde, lo que no les impidió acceder a las más importantes
funciones iniciáticas y administrativas. Muchos funcionarios, muchos cortesanos no
vieron nunca al faraón al margen de las ceremonias oficiales; en cambio, el joven
albañil procedente de una apartada campiña gozaba de este privilegio si era aceptado
por la cofradía.
Pesada carga, en verdad, puesto que el error no estaba permitido. Pinturas y
esculturas encarnan con la máxima fidelidad la idea simbólica que evocan; ninguna
imperfección técnica se tolera, la inteligencia de la mano está del todo despierta.
¿Por qué, nos preguntaremos, los ritos iniciáticos se celebran en tumbas? Los
textos egipcios nos proporcionan dos respuestas. En primer lugar, la «tumba», como
el sarcófago, no es un lugar de muerte; en realidad, es la morada de una vida nueva
obtenida por la muerte del individuo profano. En segundo lugar, la palabra «tumba»
se sustituye bastante a menudo, en los escritos egipcios, por el término «taller»: crear
la obra de arte y crear al iniciado son dos operaciones idénticas.
Los miembros de la cofradía de Deir el-Medineh iban vestidos con un delantal
ritual que permitía identificar a los iniciados y a los profanos; tenía también un
profundo valor simbólico, representando el vestido divino que el constructor no debe
mancillar con actos serviles o inconscientes.
La buena marcha de la comunidad iniciática se definía por medio de reglas; el
nuevo adepto tomaba conocimiento de signos rituales propios de su grado de
evolución en la jerarquía. En caso de conflicto entre un miembro de la orden y un
profano, el «espíritu de equipo» se manifestaba enseguida y algunos dignatarios
sustituían al interpelado para resolver el conflicto.
Todos pagaban una cotización en especies, una vez al mes. Se añadía a un fondo
común que permitía ayudar materialmente a un iniciado en dificultades. La
comunidad tenía templos y lugares de reunión donde se celebraban regularmente
asambleas. La presencia era ciertamente obligatoria, aunque este punto en concreto
no deba contemplarse según la óptica moderna; puesto que la cofradía vivía en un
territorio restringido, la única causa de ausencia era la enfermedad. Ninguna
«obligación profesional» molestaba a los adeptos, puesto que todos participaban en el
mismo trabajo.
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La jurisdicción suprema de la orden era un tribunal compuesto por doce jueces
que simbolizaban las doce fuerzas creadoras del universo. Componían una especie de
cosmos del que no escapaba problema humano alguno. Los adeptos se sometían a las
decisiones de este tribunal que decidía la admisión a un grado superior, ponía multas
a los malos obreros y dictaba su exclusión en caso de falta grave contra el arte.
Cuando un iniciado moría, se celebraba una ceremonia fúnebre. El término
«fúnebre» se adapta mal al estado de ánimo de los constructores; los egipcios,
contrariamente a muchas opiniones, no pensaban que la muerte era un fenómeno real.
Al igual que el alma del faraón difunto ascendía al cielo y se convertía en una
estrella, así el alma del iniciado que abandonaba este mundo se confundía con la luz y
brillaba en el cenit con claridad eterna. Tal vez esas nociones fueran conocidas,
parcialmente al menos, por los masones que introdujeron la estrella llameante en los
rituales masónicos. ¿Cuáles eran las actividades de la cofradía? Primero construir y
crear, claro está; la obra más ínfima, advierten los textos, debe estar extremadamente
cuidada. Para que no presente defectos, hay que observar sin falta las reglas reveladas
por los maestros. La menor piedra es trabajada con amor; en ella reside toda la
sabiduría del mundo para quien tiene los ojos abiertos. Algunas piedras tenían un
valor excepcional y se convertían en ejemplos simbólicos; pienso, por ejemplo, en un
ladrillo axial del recinto de Amón en el templo de Karnak. Llevaba la palabra «regir».
El hombre es un templo, el templo es regido por una piedra fundamental que se
convertirá en la piedra angular —de los relatos— cristianos.
Gracias a las excavaciones, conocemos los lugares donde se reunían los iniciados.
En electo, no se consagraban solo a la construcción material: una actividad espiritual
se unía a la actividad manual. Durante densísimas veladas, maestros, compañeros y
aprendices trataban temas mitológicos o simbólicos y comulgaban en un mismo ideal
de Conocimiento; los nuestros cuidaban de moldear el espíritu de los jóvenes adeptos
para que fueran capaces, en el porvenir, de ennoblecer la materia.
En el interior de la sala de reunión, los asientos llevaban el nombre de los
titulares. El detalle evoca una práctica exactamente parecida en la Edad Media: los
sitiales de los caballeros de la Tabla Redonda estaban marcados también con sus
nombres. Salían en busca del Grial, de la sustancia de inmortalidad, como los
egipcios intentaban encontrar un misterioso cuenco que contenía las linfas de Osiris,
el dios asesinado y troceado que los iniciados reconstruían con sus ritos.
Los asientos, en Deir el-Medineh, estaban dispuestos como lo estarán más tarde
los sitiales de los canónigos medievales; se colocaban a lo largo de los grandes muros
de la sala rectangular, a uno y otro lado del eje central. Al fondo había una pequeña
nave que albergaba las estatuas del rey y de los dioses, los maestros inmortales de la
cofradía. Ésta es, exactamente, la disposición de los templos masónicos
contemporáneos, sustituidas las estatuas sagradas por el ojo de luz.
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Las ceremonias se reservaban solo a los iniciados; uno de ellos apartaba a los
profanos y a los curiosos que se habrían extraviado en estos lugares, diciéndoles: «No
os dirijáis al lugar donde se hace la ofrenda». Los maestros disponían de un gran
bastón que indicaba su calidad. Volveremos a encontrar este símbolo en manos de los
maestros de obras de la Edad Media y en las de los compañeros de hoy.
El objetivo principal de los rituales era crear nuevos iniciados o ascender al grado
superior al aprendiz y al compañero, Era ocasión para celebrar un rito de
renacimiento en el que se ofrecía a los adeptos nuevos medios de perfeccionarse.
Advirtamos sobre todo el empleo del «sudario de los dioses» con el que se cubría al
iniciado. Muere y deben, escribía el masón Goethe retomando una antigua expresión
egipcia. Sin cesar, el adepto abandonaba sus caducos pensamientos para abordar
nuevas concepciones del espíritu y del arte de concebir; no aspiraba a la felicidad,
sino a la plenitud.
Los «servidores del lugar de verdad» se consagraban especialmente al
mantenimiento de una tuerza misteriosa a la que llamaban «ka». Desde el origen de
los tiempos, esta potencia vital se encuentra en cada hombre, pero pocos de ellos
piensan en hacer que fructifique. Desarrollar el «ka» con ritos iniciáticos era entrar en
la vida eterna va en nuestro paso por esta tierra y liberarse de todas las trabas. Por
eso, los adeptos de Deir el-Medineh alimentaban siempre su conciencia del «ka»;
puesto que este existía, a la vez, en los alimentos, en la tierra y en el hombre,
organizaban banquetes rituales, profundizaban en las virtudes del arte sagrado y
hacían avanzar a cada hermano por el camino de la iniciación.
En la tumba 218 que pertenece al adepto Amennakht, una escena curiosa nos
relata uno de los episodios de la iniciación: se ve a un hombre cuyo cuerpo es de
color negro. Es el símbolo de la sombra del sol, del individuo que no ha recibido aún
la luz. Mientras el constructor no ha sido iniciado, permanece en estado de «sombra»;
por la comprensión del rito, penetrara en el corazón del sol y se convertirá en un
«Hijo de la Luz», encargándose de propagarla entre sus hermanos y por el mundo.
Una intensa alegría se desprende de los ritos de la cofradía; diariamente, los
iniciados hacen sacrificios a los dioses y rinden homenaje al rey vivo, a los Reyes
muertos y a todas las divinidades egipcias. Se comunican de un modo casi natural con
lo sagrado, de donde obtienen la fuerza necesaria para la realización de sus tareas.
Una de las leyendas más apasionantes que nos reveló Deir el-Medineh se refiere
al asesinato de un maestro llamado Neferhotep por un obrero que quería usurpar su
cargo. El nombre del maestro está formado por dos palabras egipcias que significan
«la perfección en la belleza» y «la paz, la plenitud». Simboliza, por consiguiente, el
iniciado perfecto puesto en peligro por los ávidos y los envidiosos. Ahora bien,
encontramos de nuevo el mito del maestro asesinado en el origen de uno de los
grados masónicos más profundos, el de maestro masón.
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Podríamos extendernos mucho sobre los ritos iniciáticos y la existencia cotidiana
de la prodigiosa cofradía egipcia. Nos queda demasiado camino por recorrer hacia la
masonería moderna para demorarnos más tiempo. Advirtamos, sin embargo, que una
organización iniciática de constructores estaba perfectamente constituida catorce
siglos antes de nuestra era. Sus leyes, su simbolismo, su moral alcanzan un alto grado
de espiritualidad y, sobre todo, esos hombres construyen su vida al construir el
templo. Divinizando la materia, divinizan al ser humano. Perfectamente integrados en
el imperio faraónico, son uno de los más hermosos florones de su sociedad y su
mensaje artístico sigue hablando, directamente, a nuestro corazón y a nuestro espíritu.
Es evidente que la cofradía, rigurosamente documentada a finales de la XVIII
Dinastía, existía antes. Como han demostrado los trabajos egiptológicos, las
pirámides no fueron construidas por esclavos; ya en la más antigua época, los
constructores se habían constituido en sociedad y los egipcios del siglo II d. C.
conservaban, aún, el admirado recuerdo del genial maestro de obras Imhotep,
arquitecto, médico y alquimista.
Con los adeptos de Deir el-Medineh, estamos en el meollo de la expresión
primitiva de la masonería. Es el primer apogeo de la época llamada «operativa»,
puesto que la obra del pensamiento se concretiza directamente en la obra de las
manos. El hombre estaba completo, era armonioso; exponía sus ideas a la prueba de
la materia y vivía en una comunidad iniciática donde la fraternidad no era una palabra
vana. Recordaremos esos datos fundamentales cuando hagamos un balance de la
evolución de la masonería moderna. Los artesanos de Deir el-Medineh nos revelaron
reglas de vida mucho más importantes que cualquier otra constitución administrativa.
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LOS MISTERIOS DE ELEUSIS Y LA ORDEN DE
PITÁGORAS
Dirijámonos ahora hacia el mundo griego y, especialmente, hacia una ciudad
situada a pocos kilómetros al noroeste de Atenas, la ilustre ciudad de Eleusis. Allí se
celebraron los más grandes misterios de la civilización helénica, allí fueron iniciados
sus pensadores, sus sabios y sus escritores. Eleusis se resistió mucho tiempo al
cristianismo y su verdadero fin solo data del siglo V d. C., bajo el reinado de Teodosio
II. Cuando las escuelas de misterios fueron cerradas, los iniciados se expatriaron a
distintas naciones de Occidente, especialmente Francia, Italia y España. Revistieron
las ropas cristianas, pero preservaron las antiguas enseñanzas esotéricas que supieron
transmitir a las cofradías de constructores. Sin duda alguna, los últimos apóstoles de
Eleusis confiaron a los constructores de imperio de los primeros siglos cristianos un
legado hermético de inestimable valor; sin él, no se comprendería el sentido de cierto
número de obras de arte de la Edad Media.
Los documentos referentes a las sociedades secretas de Eleusis son escasos. Sin
embargo, Píndaro nos advierte de que es indispensable conocer sus misterios antes de
morir. Platón escribe: «El que llegue al otro mundo sin haber sido iniciado y haber
conocido los misterios se verá sumido en la desgracia». Por lo que al trágico Sófocles
se refiere, exclama: «Oh, tres veces felices aquéllos de los mortales que, tras haber
contemplado estos misterios, vayan al Hades; sólo ellos podrán vivir allí. Para los
demás, todo será sufrimiento». Esos ilustres testimonios insisten en el carácter
indispensable de la iniciación eleusina; gracias a ella, el hombre cruza con plena
confianza las puertas de la muerte, asegura su redención en esta tierra.
Los ritos de Eleusis afirmaron siempre su independencia de los demás cultos
griegos; los iniciados a los misterios no eran sacerdotes ordinarios y eso explica la
rigurosa regla del secreto absoluto. Se aplicó, al parecer, con mucha constancia, como
demuestran numerosas anécdotas. Un tal Teodosio, por ejemplo, fue acusado por sus
pares del más grave delito: haber revelado cierto número de secretos a los profanos.
Según las leyes en vigor en Eleusis, fue condenado a beber la cicuta. Otro relato nos
cuenta que dos jóvenes entraron por casualidad en un santuario reservado a los
iniciados. En el interior se celebraba una asamblea que les hizo preguntas rituales
para verificar su pertenencia a la comunidad. No supieron qué responder y fueron
condenados a muerte. Es probable que esta historia fuera ficticia y que hubiera sido
compuesta para prevenir a los imprudentes de los riesgos que corrían.
Pese al voluntario silencio de los iniciados de Eleusis, tenemos sin embargo
ciertas informaciones fragmentarias sobre los ritos que practicaban. De ese
expediente, lamentablemente muy incompleto, extraemos los elementos que
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volveremos a encontrar en la masonería primitiva y en la masonería moderna.
Cierto es, primero, que la iniciación eléusica comportaba varios grados. No es
posible precisar con exactitud el número pero existía, entre los pequeños misterios y
los grandes misterios, una marcada diferencia que fue preservada por los primeros
masones, que distinguían claramente el aprendizaje y la maestría. Para ser aceptados
en la ceremonia de los pequeños misterios, los postulantes deben ser presentados a la
cofradía por unos iniciados. Los neófitos se reúnen en un lugar cerrado y son
interrogados por cierto número de miembros de la cofradía eléusica. Esta práctica fue
común, probablemente, a la totalidad de las antiguas sectas; sigue observándose en la
masonería contemporánea que, tras tres «investigaciones», el candidato se presenta
en su futura logia para ser interrogado sobre sus opiniones y sus intenciones.
¿Qué se exige del candidato? Primero una conducta moral irreprochable. Un
criminal es rechazado automáticamente. Luego, un juramento por el que se
compromete a no revelar nada de lo que se le enseña. Finalmente, se le pide que
abandone su fortuna y sus bienes materiales. Estas tres condiciones subsisten en la
actual masonería, estando simbolizado el abandono de los bienes por el
«despojamiento de los metales». El neófito, en efecto, se separa de todo objeto
metálico para afrontar las pruebas en estado de pureza. El metal, sea el que sea, se
opone, al parecer, a la acción mágica de la comunión fraterna. Advirtamos, sin
embargo, que los «metales» son luego devueltos al nuevo iniciado que, tras haber
conocido las primeras letras de la sabiduría, podrá hacer buen uso de ellos.
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Las pruebas iníciales ocupan un gran lugar en las ceremonias de Eleusis.
Encontramos ya las purificaciones por los cuatro elementos, fuego, aire, agua y tierra.
El neófito debe pasar la noche en una tienda para meditar sobre sí mismo y prepararse
para la iniciación; los masones convirtieron esa tunda en «el gabinete de reflexión»
donde el postulante regresa al seno de la Madre tierra del que renacerá, En Eleusis, la
purificación por el aire se efectuaba a través de la música, pues los sonidos liberaban
el alma de sus escorias. Durante el «viaje del aire», los masones intentan hacer el
máximo nudo golpeando con el pie el suelo o entrechocando espadas. El aire
corresponde, pues, en la iniciación al grado de Aprendiz, al tumulto de las pasiones
que el sabio debe apaciguar. En otra forma eléusica de la prueba del aire, se abanica
al candidato con un harnero; esta vez, se trata de comunicarle el soplo divino. Por lo
que se refiere a la prueba del agua, parece haber sido muy sencilla: se vertía un poco
de agua en la cabeza del neófito, para lavarlo definitivamente de sus imperfecciones y
hacer nacer un hombre nuevo.
Las diversas «pruebas» forman el núcleo esencial de la iniciación masónica al
grado de Aprendiz. Como puede verse, las formas materiales no han variado mucho
y, sobre todo, el espíritu sigue siendo idéntico. Tanto en Eleusis como en las logias se
busca la muerte iniciática por medio de las purificaciones de modo que el hombre
viejo muera definitivamente y aparezca el hombre nuevo.
Nuestra documentación sobre los «grandes misterios» es de lo más restringida.
Sabemos que el candidato tenía la mano derecha y el pie izquierdo envueltos con
vendas de color amarillo y que debía pronunciar una contraseña para entrar en el
templo; «He comido el tímpano», decía, «he bebido el címbalos, he aprendido las
ceremonias de la religión». Le hacían bajar simbólicamente a los infiernos donde un
tribunal juzgaba su conducta; cuando había reconocido sus faltas, bebía el agua del
olvido y recibía nuevas vestiduras que indicaban su entrada en la comunidad de los
maestros. Algunos detalles precisos nos permiten descubrir en Eleusis uno de los
orígenes del grado de Maestro Masón, el más importante de todos. El iniciado
eléusico llegado a lo alto de la jerarquía recibía una corona, al igual que el Maestro de
Obra recibía un sombrero que simbolizaba su función. En uno y otro caso, se aludía
al carácter real del iniciado. El que dirigía los misterios, en Eleusis, se llamaba
«lacchos» y moría trágicamente; no estaba perdida la esperanza, puesto que renacía
en cada iniciado, al igual que el Maestro de Obras Hiram, asesinado, renacerá en cada
albañil.
Para los adeptos de Eleusis, quienes han accedido a la verdadera iniciación viven
en compañía de los dioses. Los profanos siguen hallándose en la multiplicidad y la
incoherencia. Los eléusicos, sin embargo, no demuestran ningún desdén ante aquéllos
a quienes consideran ignorantes. Convencidos de que la administración de la ciudad
debe corresponder a la «administración» del hombre iniciado, estimaban que los
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adeptos debían ser útiles a la sociedad. Recibieron en sus filas a ilustres personajes
como Filipo, Cicerón, Augusto, que supieron, a veces, poner en práctica las
enseñanzas recibidas.
El iniciado a los misterios de Eleusis debe ayudar a los demás hombres a obtener
su salvación. Por ello, los adeptos formaban a políticos, médicos, arquitectos y
poetas. Se advierte así el aspecto «operativo» de Eleusis que no se limitaba a
meditaciones esotéricas sino que intentaba hacer que brillase la sustancia de la
iniciación en la sociedad de los hombres.
Sin duda alguna, la masonería recogió parte del mensaje de Eleusis. Es difícil
precisar la importancia de esta filiación, dado el aspecto fragmentario de la
documentación. Más suerte tendremos con otra corriente fundamental del
pensamiento esotérico de los griegos, el pitagorismo.
En varios manuscritos masónicos, se nos habla de un gran iniciado que Ríe
admitido en todas las logias del mundo donde propagó enseñanzas muy secretas.
Fundó sus propias logias en Groton y formó a discípulos que se establecieron en
Francia y en Inglaterra. Ese gran personaje era llamado Peter Gower, deformación de
Pitágoras; por lo que a Groton se refiere, es evidentemente Crotona, el lugar
predilecto del geómetra. Ese recuerdo mitológico de la masonería se apoya en hechos
indiscutibles; en la mayor parte de los edificios medievales, se advierte la influencia
de la geometría y de la ciencia de los números creadas por Pitágoras. Se concreta,
especialmente, en la estrella de cinco puntas que se encuentra en las marcas lapidarias
grabadas por los constructores. El pitagorismo transmitió a la Edad Media el sentido
de los trazos directores a partir de los que se construían las iglesias y los más
espléndidos ornamentos de piedra, como los rosetones.
Un detalle nos convencerá de la influencia del pitagorismo sobre la masonería. En
el grado de Compañero, se ve la letra G en el centro de una estrella llameante que es
el principal paso de este grado. Se han dado muchas explicaciones: God (dios en
inglés), Geometría e incluso… ¡gravitación en la época del cientificismo! Múltiples
significaciones han alimentado el simbolismo de la letra G; uno de sus orígenes es sin
duda la gamma griega que tenía la forma de una Y. Para los pitagóricos, representaba
las dos vías, la del profano y la del iniciado.
¿Quién era ese Pitágoras a quien un escultor de la Edad Media representó, en
Chartres, entre los sabios cuyas enseñanzas deben seguirse? Nació en Samos, entre
592 y 572, en el siglo VI a. C., que vio, también, el nacimiento del genial pensador
chino Lao-Tse. Fue iniciado en los misterios egipcios y pasó veintidós años en los
templos faraónicos donde estudió, sin descanso, geometría y astronomía. Aquel gran
viajero trató también con los sabios de Fenicia y de Caldea; tenía fama de poseer una
cultura universal que abarcaba campos tan diversos como la filosofía, la política, las
ciencias o las artes. Pitágoras no era sólo intelectual, puesto que obtuvo un premio en
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el concurso de pugilato de los cuadragésimo octavos Juegos Olímpicos. La leyenda le
convirtió en el prototipo de hombre completo, capaz de armonizar lo físico y lo
espiritual.
Hacia 530, Pitágoras abandona Samos y se establece en Crotona, ciudad brillante
y animada situada al oeste del golfo de Trento. Allí compone cuatro discursos que
dirige a los jóvenes, a los miembros del senado, a las mujeres y a los niños. Muy
pronto, el renombre de su sabiduría se extiende y se convierte en un personaje notable
de la vida pública. Para convencer a los incrédulos y a los burlones, desvelaba su
muslo de oro que transformaba la duda en certidumbre.
Platón, que conoció parte de la doctrina pitagórica, escribió una frase
significativa: «Se trata de algunas fórmulas muy breves… Un pequeñísimo número
de los hombres que existen las conocen». Por lo que a Plutarco se refiere, afirma:
«Pitágoras limitó el carácter simbólico y misterioso de las palabras de los sacerdotes
egipcios ocultando sus teorías bajo enigmas. La mayor parte de sus preceptos no
difiere de lo que denominamos los escritos jeroglíficos». Por otras fuentes, sabemos
que Pitágoras sabía hablar el lenguaje de los animales y que conocía el porvenir; era
también capaz de oír la música de las esferas. Por ello enseñaba a sus discípulos la
contemplación de los ritmos del universo y les pedía que hablaran un lenguaje tan
puro como el canto del cosmos. Pitágoras no estaba representado en templo alguno y
ningún discípulo tenía derecho a pronunciar su nombre. Cuando se referían a sus
palabras, afirmaban simplemente: «Él dijo». Encontraremos de nuevo esta
concepción del Maestro oculto en el esoterismo masónico del siglo XVIII que creó el
mito de los «Superiores desconocidos», dirigentes ocultos de la orden masónica.
Algunos rituales aluden a los «seres desconocidos y supremos» para mostrar que la
iniciación masónica engloba, a la vez, la realidad visible y la realidad invisible.
De 510 a 450, la orden pitagórica se desarrolló de modo continuado y numerosos
adeptos engrosaron sus filas. Alrededor de 450, un brusco cambio de situación pone
en cuestión los resultados obtenidos; la mayoría de los jefes oficiales del pitagorismo
son masacrados por sus opiniones políticas. En efecto, habían decidido sanear la
sociedad griega excluyendo del poder, poco a poco, a los ávidos y a los ambiciosos.
Tan noble idea obtuvo un fracaso total y, tras esa sangrienta depuración, los
miembros de la cofradía fueron obligados a ocultarse y a abandonar cualquier
actividad política.
Algunas células pitagóricas vuelven a formarse en la mayoría de los Estados del
mundo antiguo, sobre todo en Italia. En el siglo VI a. C. existen pequeños grupos
extremadamente cerrados que mantienen un secreto absoluto sobre sus trabajos. Los
horrendos acontecimientos de 450 les enseñaron la prudencia. Bajo Cesar y los
primeros emperadores romanos, el pitagorismo se impone de nuevo: abarca
prácticamente todas las capas sociales y adquiere numerosísimos fieles. Según
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algunos testimonios, una estatua de Pitágoras se habría erigido, incluso, en el foro
romano a comienzos del siglo III a. C. Lo que probaría la inmensa popularidad del
geómetra griego. Sea como sea el pitagorismo está sólidamente implantado en la
Italia del siglo I a. C. las ceremonias se celebran con fasto, pero la orden es
atentamente vigilada por los gobiernos. Los pitagóricos, en efecto, nunca ocultaron
que la política materialista de Roma les disgustaba mucho. De vez en cuando,
algunos jefes pitagóricos tienen que exiliarse; Augusto, por ejemplo, expulsó a un tal
Pitágoras que deseaba devolver a la orden un carácter político.
Pese a esta vigilancia, la doctrina de los neopitagóricos influye en numerosos
grupos de tendencia espiritualista, como las sectas judías o los esenios que preparan
el advenimiento del cristianismo. Por lo demás, debemos distinguir los auténticos
pitagóricos, que se preocupan por el esoterismo, y los «pitagoristas» que no conocen
las enseñanzas secretas y sólo adoptan una moda; a estos últimos se debe la
propagación de ideas excéntricas como la metempsicosis o el vegetarianismo.
Durante su estancia en Crotona, Pitágoras distinguía cuidadosamente a los oyentes,
los discípulos y los iniciados, a quienes llamaba «físicos». Esos tres grados
subsistieron en el interior de la Orden donde se codeaban los creyentes, los
pitagóricos dedicados al campo social y político y los iniciados. La masonería
conservará una estructura de tres grados, que es la más auténtica base de la iniciación
tradicional.
El modo como Pitágoras concebía la vida iniciática influyó en todas las
comunidades ulteriores. Para él, los verdaderos discípulos ponen espontáneamente
sus bienes en común; intentan formar una sociedad fraterna en la que cada cual
piensa, primero, en el bien común y no en el suyo propio. Entrar en la orden
pitagórica es, en principio, practicar el silencio y trabajar en la sombra durante un
tiempo que va de tres a cinco años. Superada esta prueba, el adepto es admitido en la
comida comunitaria. Si es incapaz de acallar sus pasiones durante tan largo tiempo,
abandona la Orden sin otra forma de proceso y se le entregan sus bienes, que habían
sido colocados bajo precinto.
Un hermano, decía Pitágoras, es otro uno mismo. Esta máxima no era teórica sino
que se aplicaba a menudo. En ciertos combates, por ejemplo, algunos pitagóricos
pertenecientes a ejércitos enemigos deponían las armas cuando habían hecho el signo
ritual que les permitía identificarse. Cierto día, un pitagórico murió en casa de un
posadero tras una larga enfermedad; como no tenía ya dinero, su anfitrión se había
ofrecido a pagarle los remedios y la comida. «¿Quién me lo devolverá?», le preguntó
al pitagórico que agonizaba. «No tengas temor alguno», le respondió; «cuelga esto de
tu puerta». Le tendió una tablilla en la que acababa de trazar un signo misterioso.
Mucho tiempo después, un pitagórico pasó ante la posada y vio la tablilla. Entró y
preguntó al posadero por qué la había colgado. Al saber el infortunio de su hermano,
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pagó al buen hombre y prosiguió su camino. Otro acontecimiento probará la
intensidad de los sentimientos fraternales que reinaban en la Orden: el tirano Dionisio
el Viejo había hecho encarcelar al pitagórico Fintias. «Puedo», le dice éste, «darte
pruebas de mi inocencia siempre que me sueltes». El tirano se niega, creyendo que se
trataba de una artimaña. Se presenta entonces el pitagórico Damón que se deja
encarcelar en lugar de Fintias. Sí no regresa antes de que se ponga el sol con las
pruebas de su inocencia, Damón será ejecutado. Fintias regresa y ambos pitagóricos
son liberados.
Que cada cual, recomendaba Pitágoras, se comporte lo más perfectamente posible
en el cargo que se le atribuya, ya sea ritual, social o familiar. Cualquier
responsabilidad es una ocasión para mejorar, el orden social puede ser un reflejo del
orden cósmico si la humanidad lo desea. Semejante ideal de fraternidad hizo que un
soplo purificador se levantara en un mundo greco-romano donde enormes multitudes
iban a ver correr la sangre en las arenas. La unidad espiritual y afectiva que reinaba
entre los pitagóricos modela, parcialmente, el alma del cristianismo y, a través de él,
la de los constructores de catedrales. No sorprenderá, por consiguiente, ver que la
fraternidad figura en primer plano de los valores masónicos.
Intentemos delimitar con mayor concreción las enseñanzas pitagóricas y descubrir
en ellas una de las prefiguraciones del simbolismo de los masones. Al juramento y al
silencio, que parecen propios de todas las sectas iniciáticas, se añade el sentido de la
«mesura», que es una aplicación de las leyes geométricas. Quien lo posee puede
convertirse en «dueño de las cosas», utilizando el mensaje desvelado en las reuniones
secretas. Advirtamos que quienes traicionan pueden ser condenados a la pena de
decapitación; ahora bien, el gesto ritual del aprendiz masón consiste, precisamente,
en representar una degollación. Por su juramento, se ha comprometido a mantener en
secreto los misterios masónicos. De lo contrario, le cortarán la cabeza.
Probablemente, el castigo nunca fue ejecutado en la época del pitagorismo; ni
tampoco en la masonería. Simbólicamente, significa que el perjuro se priva de su
cabeza, de su órgano pensante que le habría permitido avanzar por la vía iniciática.
Durante la ceremonia iniciática pitagórica, el postulante iba desnudo. Al finalizar
el ritual, le entregaban una toga blanca, signo de la rectitud y de la irradiación del
Bien que penetraba en su alma. Encontramos el mismo proceso entre los masones que
ofrecen al iniciado de primer grado un delantal blanco que nunca deberá mancillar
con actitudes irresponsables. Los «Compagnons du Tour de France» han conservado
el símbolo de la desnudez total; los masones, tal vez a causa de una corriente
moralizadora, dejan alguna ropa al neófito.
Para identificarse, los pitagóricos se daban un apretón de manos a la manera
egipcia. No conocemos sus modalidades exactas; los masones han conservado el
símbolo. Otro medio de identificación era una especie de catecismo en el que
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alternaban preguntas y respuestas rituales. Por ejemplo, se preguntaban: «¿Cuáles son
las islas de los bienaventurados?». Y el iniciado tenía que responder: «El sol y la
luna». O también: «¿Qué es lo más sabio?», «el Número»; «¿qué es lo más bello?»,
«la Armonía»; «¿qué es la naturaleza?», «es el otro». Los masones tuvieron siempre a
su disposición un «catecismo» semejante que, además de su función de
identificación, contenía lo esencial de los misterios masónicos bajo las apariencias de
fórmulas herméticas.
El acto comunitario fundamental de los pitagóricos era el banquete; asistían como
máximo diez comensales. Esta regla evoca la presencia de diez oficiales de la
masonería que presiden los destinos de la Logia. Nos referiremos de nuevo, más
adelante, a su importancia; retengamos, de momento, que la institución del banquete
o la comunión material se añade a la comunión de las almas. Tras la comida, los
pitagóricos se entregaban al trabajo y a la lectura; el más anciano elegía un texto
ritual leído por el más joven y propuesto a la meditación de los hermanos. En los
«Banquetes de orden» de la francmasonería donde se respeta la tradición, se procede
del mismo modo.
Hecho importante para el desarrollo de nuestra investigación: los pitagóricos
tenían entre ellos a constructores. El más hermoso ejemplo de su trabajo es, sin duda,
la célebre basílica de la Porta Maggiore, en Roma, junto a la Vía Prenestina. Se trata
de un templo-caverna, análogo al «gabinete de reflexión» de la masonería; como
advierte Carcopino, el templo de los pitagóricos está situado bajo tierra en virtud del
refrán «no hables sin luz de las cosas pitagóricas»: no utilizar, por consiguiente, la luz
exterior que es solo un falso fulgor, sino la claridad procedente del interior de las
cosas, del centro de la tierra. A pesar de su situación, en efecto, la basílica di la Porta
Maggiore no estaba sumida en la oscuridad; aberturas dispuestas sabiamente
dispensaban a los adeptos una luz filtrada que identificaban con la gracia divina.
Entre los símbolos importantes de la Orden, el numero siete influyó directamente
en la masonería. Según Pitágoras, siete simboliza lo no engendrado, la sabiduría
siempre virgen a pesar de las malversaciones que los hombres cometen en su nombre;
siete es el número del Maestro Masón. En el campo de la geometría, los pitagóricos,
veneran también un triángulo sagrado en el que ven el principio creador del universo.
Este triangulo sagrado esta colocado por encima del Venerable en la logia masónica.
Permítasenos poner de relieve un detalle curioso: entre los pitagóricos, la grulla era
un pájaro simbólico. Adaptándose a las condiciones atmosféricas, aludía a la
adaptabilidad del sabio frente a los acontecimientos, felices o desgraciados. Su gorjeo
imita la voz del hombre y descubre a los asesinos de los sabios; además, las familia
de grullas vuelan en triángulo, prueba de que son herederas directas de la sabiduría.
Esta grulla pitagórica, detentadora de tantos misterios, puede contemplarse aún en lo
alto del gran arco del porche interior de la basílica Sainte-Mane-Madeleine, en
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Vézelay.
En los templos pitagóricos, el iniciado encargado de dirigir los trabajos de la
asamblea y sacar a la luz el significado esotérico de las palabras dichas se mantenía al
fondo del edificio. El obispo cristiano se colocará, también, al fondo del ábside y el
Venerable masónico se instalará en el extremo oriental de la Logia. Nuevas
investigaciones mostraran hasta que punto las comunidades pitagóricas orientaron el
destino de las asambleas de carácter espiritual que nacieron duran re la era cristiana;
la espiritualidad masónica, como muchas otras, no podía comprenderse sin
referencias al pitagorismo.
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5
ASOCIACIONES INICIÁTICAS EN TIEMPOS DE
CRISTO
Nuestro rápido examen de las antiguas iniciaciones habrá mostrado, eso
esperamos, que sus ideales, sus símbolos y sus ritos fueron preservados, en parte, por
la masonería. Tras haber evocado las sociedades secretas de Egipto y de Grecia,
llegamos ahora a una época decisiva en la historia de Occidente. Con el nacimiento
de Cristo, cierta idea del mundo se disuelve y aparece otra. La Iglesia católica se
opone, progresivamente, a todas las religiones antiguas y, con la ayuda del poder
político, prevalece.
El nacimiento del cristianismo es un problema muy complejo. Nuestra intención
no es estudiarlo en profundidad sino, sencillamente, señalar la existencia de tres
comunidades iniciáticas contemporáneas de Cristo: los esenios, los gnósticos y los
terapeutas, algunas de cuyas enseñanzas recogieron los masones. Junto al
cristianismo oficial, en efecto, se formo un cristianismo paralelo que, apoyándose en
una interpretación distinta de las palabras del Señor, propuso una espiritualidad poco
conocida aun.
La secta india de los esenios se instalo en Palestina durante el siglo II a. C. Fue
rápidamente sospechosa de herejía y la sinagoga no tardo en excomulgar a aquella
cofradía que vivía al margen de las autoridades reconocidas. Hacia 65 a. C.… los
esenios fueron perseguidos y su Gran Maestre fue, probablemente, ejecutado tras
atroces suplicios. Se exiliaron por cierto tiempo, luego fundaron una nueva
comunidad en el paraje de Qumran, al sur de Jericó, en una región desértica.
Subsistió hasta el 70 d. C.; nuevos peligros les amenazaron y los esenios
desaparecieron definitivamente de la historia en esa fecha, tras haber escondido sus
libros sagrados.
En 1947, un beduino descubrió parte de ellos en una gruta; en 1952 y en 1955,
nuevos hallazgos resucitaron la secta de los esenios. Gracias a las excavaciones, se
identificó el cenáculo para los banquetes, las albercas para los baños rituales, un gran
baúl para los trabajos comunitarios y un escritorio para la redacción de los textos. No
olvidemos que varios de estos escritos fueron traducidos en la Edad Media y que
formaron parte, pues, de los conocimientos que poseían los Maestros de Obras.
La entrada en la comunidad esenia estaba severamente reglamentada. El
postulante debía obediencia a un instructor que guiaba a cada cual hacia el
Conocimiento según las aptitudes personales. Una vez admitido por ese instructor, el
neófito aguardaba un año; no estaba ya en el mundo exterior, pero no era aún
miembro de la cofradía. Periódicamente, lo purificaban con baños rituales y
observaban su carácter, su modo de vivir, sus disposiciones intelectuales. Si era
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reconocido apto para comprender los misterios, el adepto sufría dos años más de
pruebas antes de su admisión definitiva.
Las decisiones que le concernían eran adoptadas por un consejo de ancianos que
examinaba su evolución espiritual con mucho rigor. Nadie evitaba los años
probatorios; cuando la última votación resultaba positiva, el adepto podía participar
por fin en el banquete ritual. «Se examinará su espíritu», dice la Regla de los esenios
sobre los postulantes, «y se examinarán sus obras año tras año, para ascender a cada
cual según su inteligencia y la perfección de su conducta o degradarlo según las faltas
que haya cometido».
La Regla recomienda no ocultar nada de las enseñanzas secretas a los nuevos
miembros. Cada hermano debe guiar a su igual por el camino de la iniciación y
hacerle participar en los misterios que haya descubierto con su búsqueda personal. Se
pide también a los adeptos que se reprendan los unos a los otros y no sucumban a una
sensiblería que iría contra la verdadera fraternidad; si cada cual es capaz de dominar
sus pasiones, la más total sinceridad resultará fructífera. «Y nadie», precisa la Regla,
«descenderá por debajo del puesto que debe ocupar ni se elevará por encima del lugar
que le asigna lo suyo». Así, la comunidad entera se convertirá en un auténtico cuerpo
espiritual.
El rito esencial era el banquete. Tras haberse bañado, los esenios se ponían
vestiduras reservadas para el acontecimiento. Ningún profano era admitido en el
banquete que se iniciaba con un profundo silencio; luego, el presidente elegido por
sus hermanos recitaba una plegaria para sacralizar la asamblea. Cuando el neófito era
admitido por primera vez en el banquete, prestaba un juramento calificado de
temible. Juraba observar una inalterable piedad para con Dios, practicar la justicia
con los hombres sin dañar nunca a nadie, combatir junto a los iniciados contra el
error, respetar a los jefes de la Orden, no ceder ante las vanidades, amar por encima
de todo la verdad y mantener las manos puras. «Jura también», prosigue el texto
esenio, «no ocultar nada a los miembros de la secta ni revelar nada a otros que no
sean ellos, aunque se usara contra él la violencia hasta la muerte»; además, no tendrá
que comunicar enseñanza alguna de modo distinto a como él mismo la habrá
recibido.
Los esenios afirmaron que detentaban el sentido esotérico de la Biblia. El
significado literal les parecía destinado a hombres fútiles, mientras que el sentido
simbólico del libro servía como base a la iniciación. Semejantes pretensiones,
justificadas sin duda, atrajeron la venganza de los judíos llamados «ortodoxos» que
no conseguían desvelar los secretos de la comunidad esenia.
Todos los aspectos que acabamos de evocar se aplican a las cofradías masónicas.
Añadamos que el método de trabajo de los esenios sigue estando en vigor en las
logias. «Que nadie», proclama un texto, «hable en medio de las palabras de otro,
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antes de que ese otro haya terminado de hablar. Y, además, que no hable antes de su
rango». Los dignatarios abren la sesión, luego los ancianos profundizan en el tema
tratado; cada adepto, por fin, tiene la posibilidad de retomar las ideas abordadas y
hacer de ellas un nuevo desarrollo. Cuando un esenio siente el deseo de tomar la
palabra, se levanta y dice: «Tengo algo que decir a los Numerosos». Si quien preside
la sesión da una opinión favorable, la palabra es concedida.
El título corriente del iniciado esenio es «Hijo de la Luz»; al convertirse en
miembro del consejo de la Orden, ha participado en la guerra de los Hijos de la Luz
contra los de las tinieblas; éstos equivalen a las naciones privadas de Dios y, sobre
todo, a los romanos, los ocupantes de Palestina.
El iniciado esenio, como el iniciado masón, puede convertirse en un maestro. El
mito central del esenismo es el martirio del Maestro de Justicia, jefe superior de la
comunidad torturado hacia el siglo II a. C. por un odioso tirano llamado «el sacerdote
impío». Hecho fundamental, el Maestro de Justicia fue traicionado por los suyos, al
igual que Maese Hiram tuvo que sufrir la villanía de tres compañeros que estaban a
sus órdenes; además, el Maestro de Justicia, como Hiram, practicaba el oficio de
arquitecto. Él fue, nos dicen los textos, quien estableció los fundamentos sobre la
roca y utilizó el cordel de justicia para el armazón. Utilizaba también la plomada de
verdad para controlar las piedras puestas a prueba.
Como en el pitagorismo, estaba prohibido pronunciar el nombre del Maestro, el
Anónimo por excelencia según la observación de Dupont-Sommer. Era el ejemplo a
seguir, el modelo a respetar; martirizado y traicionado, no dejaba de ser el Maestro
encargado de construir la comunidad y de aliviar la miseria de los hombres. La
comparación con la leyenda ritual del grado de Maestro Masón es evidente y nos
encontramos, sin duda, ante una filiación directa que no había sido aún puesta de
relieve, que nosotros sepamos.
En el terreno de los símbolos, encontramos por lo menos tres de la clase de los
esenios que conservó la masonería. El primero es un paño de lino que indica la
necesidad de una purificación constante; el aprendiz masón recibe un delantal de piel
blanca que le inculca una noción comparable. El segundo es la hachuela que se
convirtió en el mazo del Venerable masónico; lo encontramos también en el símbolo
de la «piedra cúbica con punta» cuya parte superior está hendida por un hacha. El
tercero es la estrella, símbolo esencial del grado de Compañero masón; «la estrella»,
nos dice el Escrito de Damasco, «es el buscador de la ley». El papel del compañero
es, precisamente, buscar la verdad viajando por el mundo.
A la corriente esenia debe añadírsele la corriente gnóstica. En este caso, no
estamos ante una comunidad bien definida en el espacio y en el tiempo; el
gnosticismo es una ideología compuesta en la que se mezclan elementos egipcios,
griegos, persas, babilónicos, judíos y cristianos. La Gnosis se sitúa a sí misma por
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encima de los partidos y las religiones, intentando descubrir el sentido esotérico de
todas las confesiones. Hasta finales del siglo II, se afirma como el esoterismo
cristiano; la enseñanza gnóstica está reservada a quienes desean ir más allá del
bautismo y conocer los secretos del mundo celestial. Sorprendentemente, la Gnosis
gozó de una especie de existencia legal en el seno de la Iglesia; como en la
antigüedad, había una iglesia exterior para la mayoría y una iglesia interior para la
minoría. La masonería medieval recuperará el mismo ideal, prolongando las
revelaciones ofrecidas a todos. En sus orígenes, por consiguiente, la Gnosis era una
profundización de la Fe.
Esta situación no duró demasiado. Una fracción de la Iglesia cristiana acusó a los
gnósticos de los crímenes más abyectos; sus reuniones, dice, sólo son orgías sexuales
y llegan incluso a matar a la mujer preñada y a devorar el embrión. Informadores
pertenecientes a la Iglesia oficial se infiltraron en los círculos gnósticos, copiaron
listas de miembros y los denunciaron a la justicia con los más falsos pretextos. Varios
gnósticos fueron obligados a confesar faltas imaginarias a consecuencia de los
tormentos y un odio irreductible acabó oponiendo el gnosticismo al dogma cristiano.
Es extraño comprobar que las mismas acusaciones se harán, mucho más tarde, a la
francmasonería y que los mismos métodos de delación se emplearán con ellos.
Sin embargo, a la luz de los textos gnósticos cuyas ediciones y traducciones se
multiplican desde hace algunos años, se advierte que esa corriente de ideas era
portadora de una ferviente espiritualidad. También los gnósticos se llamaban «Hijos
de la Luz»; su jerarquía iniciática comportaba tres grados: la purificación, la
iluminación y la perfección. Consideraban que el bautismo cristiano sólo tenía un
objetivo «psíquico»; era preciso superar ese estadio para alcanzar la regeneración.
El único Hombre real, según los gnósticos, es la comunidad fraterna, ese gran
cuerpo por el que circula la energía divina que crea todas las cosas. Por ella, se
conoce lo suprasensible y se transforma la creencia en conocimiento. Los gnósticos
no encontraban la sabiduría en los escritos cristianos sino en las revelaciones de los
antiguos misterios, especialmente de los misterios egipcios. Insistieron a menudo en
la figura del demiurgo, el ordenador del universo, que los masones convertirán en el
Gran Arquitecto del Universo. Se comunicaban de buena gana entre sí por medio de
un alfabeto esotérico cifrado, del que el alfabeto masónico, que hoy no se practica ya,
será la última muestra.
Con los gnósticos, se vuelve una nueva página de la historia de las iniciaciones.
No son constructores sino pensadores; no forman una cofradía bien estructurada, sino
que alimentan una corriente de opinión basada en la búsqueda esotérica. Además, son
los primeros oponentes cristianos al cristianismo de Estado; descontentos con la
dirección espiritual de los asuntos de la Iglesia, dan otro aspecto del mensaje
cristológico y desean afirmar una profunda originalidad con respecto a lo que
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consideran una traición a las enseñanzas de Cristo. Cierta Edad Media, con mucha
menos virulencia, fue gnóstica; existe todavía hoy una francmasonería gnóstica, una
«Iglesia de Juan» que desea ir más allá de las proposiciones de la «Iglesia de Pedro».
Una tercera asociación iniciática del tiempo de Jesús merece nuestra atención: los
terapeutas, etimológicamente «los curadores». Según Filón de Alejandría, que
escribió un libro sobre esta cofradía, son «ciudadanos del cielo y del mundo,
realmente unidos al Padre y al Creador del universo por la virtud que les ha
procurado la amistad con Dios». Como entre los esenios, el rito principal es el
banquete. Varios detalles evocan la masonería de un modo muy concreto; el gesto
ritual, por ejemplo: la mano derecha entre el pecho y el mentón, la mano izquierda
cayendo a lo largo del cuerpo. Es exactamente el gesto propio del grado de
Compañero masón. El orden de los trabajos durante el banquete es interesante
también: ningún esclavo para servir la mesa, sólo jóvenes iniciados que aprenden la
humildad. Durante los banquetes masónicos tradicionales, son los nuevos aprendices
quienes se ocupan de esta tarea. Durante esas reuniones que se celebran cada siete
semanas, los terapeutas se consagran al contenido esotérico de los libros escritos por
los antiguos; vestidos de blanco, con las manos purificadas, ponen en marcha un
pensamiento creador común para contemplar lo invisible a través de lo visible. Sobre
todo, pedían los terapeutas, que no se confundieran los banquetes iniciáticos con
banales comilonas.
Vayamos ahora al siglo XVIII de nuestra era y releamos ese fragmento del discurso
escrito por el francmasón Ramsay: «Nuestros festines no son lo que el mundo
profano y el vulgar ignorante imaginan. Todos los vicios del corazón y del espíritu se
expulsan y se proscribe la irreligión y el libertinaje, la incredulidad y la orgía.
Nuestras comidas recuerdan aquellas virtuosas cenas de Horacio, donde se hablaba de
todo lo que podía ilustrar el espíritu, regular el corazón e inspirar la afición a lo
verdadero, a lo bueno y a lo hermoso». Idéntico ideal, por consiguiente; además, el
banquete masónico reposa sobre un simbolismo: la mesa es el taller; el mantel, el
velo del santo de los santos; el plato, la teja; la cuchara, la llana; el cuchillo, la
espada; el pan, la piedra bruta; los manjares son los materiales de construcción del
templo.
Esenios, gnósticos y terapeutas contribuyeron a crear un estado de animo y a
propagar símbolos que no fueron olvidados en la Edad Media y que se integraron,
incluso, en las estructuras masónicas del siglo XVIII. De esas asociaciones iniciáticas
nació un cristianismo no ortodoxo, que nunca desapareció por completo y que hallo,
con toda naturalidad, refugio en las cofradías posteriores.
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6
LOS ADEPTOS DE MITRA Y LA INICIACIÓN
ROMANA
La civilización romana no brilla, precisamente, por sus cualidades espirituales y
religiosas. A pesar de la tuerza de la religión de Estado, enfeudada por lo demás a la
política, Roma da la imagen de una nación militar preocupada, sobre todo, por la
expansión material y económica. Sin embargo, Roma es la culminación de las
grandes civilizaciones antiguas que habían conocido la primacía del espíritu; acogió
en su seno tendencias iniciáticas, tolerándolas a condición de que las cofradías se
limitaran a sus trabajos esotéricos y no se entregaran a la política.
El gran movimiento iniciático que empapó la civilización romana es,
indiscutiblemente, el mitraísmo. Mitra, antiguo dios iraní de la luz, penetró en Europa
en el siglo I a. C. por medio de los marinos procedentes de Cilicia. Se decía que había
brotado de un árbol o de una piedra, llevando un globo en una mano y el zodíaco en
la otra. Tras numerosas peripecias, había abandonado esta tierra tras un banquete en
compañía del sol. Esos progresos del culto y el reclutamiento de los adeptos siguen
siendo muy misteriosos; ni siquiera se conoce el «programa» original de la secta que
tuvo un inmenso éxito en la Roma de los siglos II y III de nuestra era; Trajano hizo
construir incluso un mithraeum en su villa del Aventino y las más altas autoridades
civiles protegieron a la cofradía. En 308, es el apogeo; Diocleciano, Cialeno y Licinio
van a Carnutum, cerca de Viena. Allí proceden a la consagración de un templo de
Mitra y reconocen al dios como protector supremo del poder imperial. «Si el
cristianismo hubiese sido detenido en su crecimiento por alguna enfermedad mortal»,
escribió Ernest Renán, «el mundo habría sido mitraísta».
Las más graves dificultades siguieron muy de cerca al apogeo; ciertamente.
Juliano el Apostata, ferozmente anticristiano, concederá sus favores al culto de Mitra.
Las legiones romanas lo practicaban con fervor y lo implantaban en todas partes por
donde pasaban. Inquietos, los jefes del cristianismo están muy atentos y sus intrigas
acaban teniendo éxito; en 389, en Alejandría, unos revoltosos atacan un templo de
Serapis y un templo de Mitra. Pese a la resistencia de los sacerdotes, saquean los
lugares santos y dejan a sus espaldas numerosos muertos. Esa locura destructora
sucedía a los graves acontecimientos de 377, durante los que el prefecto Graco había
dado órdenes de devastar un mithraeum en Roma. El instigador de esos actos
violentos no era sino Ambrosio, arzobispo de Milán. En febrero de 391, un decreto
prohíbe los cultos paganos en Roma; en noviembre de 392, cualquier práctica pagana,
incluso en privado, queda rigurosamente prohibida. Es un golpe mortal para el
mitraísmo, sobre todo porque su mayor apoyo, el ejército romano, se debilita cada
vez más. En los primeros años del siglo v, no hay ya rastro de grandes celebraciones
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en honor de Mitra. Sin embargo, esa excepcional sociedad secreta se había
implantado en Italia, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en España y en muchas
otras regiones, llegando hasta los límites del imperio romano; el mayor templo de
Mitra, que tiene veintiséis metros de largo, se encuentra en Sarmizegetusa, en
Rumanía. Sin duda fue en Alemania, lugar en el que el mitraísmo precedió al
cristianismo, donde tuvo más éxito; los mithraea eran muy numerosos, los trabajos
esotéricos de los iniciados se concretizaron en representaciones artísticas que nos
permiten conocer el pensamiento de la secta.
Los templos de Mitra son por lo general bastante pequeños, puesto que no estaban
destinados a una gran multitud; en todo caso, simbolizan el cosmos. La bóveda
equivale al firmamento estrellado y el conjunto debe presentarse como una gruta
relativamente oscura; a cada lado del eje central están dispuestas banquetas en las que
se sientan los iniciados. Al fondo, un gran panel esculpido muestra al dios Mitra
matando al toro; por ese acto, se convierte en dueño de la energía misteriosa que crea
la vida y propone a los adeptos que sigan su ejemplo. Junto a la hornacina donde se
alberga la escultura, brilla eternamente una llama. Advirtamos, de paso, que la
disposición de los templos masónicos contemporáneos es prácticamente idéntica a la
de los templos de Mitra. Al igual que el dios llevaba un gorro frigio, así el Venerable
que dirige las ceremonias en el grado de Maestro Masón lleva el sombrero de los
maestros de obras que fue, a veces, simbolizado en la Edad Media por el gorro
mitraico. En algunos lugares, el mithraeum propiamente dicho es precedido por un
vestíbulo que incluye una sala de espera para los postulantes; corresponde al
«gabinete de reflexión» de la masonería donde el neófito muere para el hombre viejo.
Advirtamos también la importancia del número siete, el del Maestro Masón;
además de los siete grados del mitraísmo que trataremos más adelante, existen
también edificios cuyo módulo es siete, como el mithraeum de Ostia, el templo de las
siete esferas que constituyen el universo. Las siete puertas del lugar santo simbolizan
los siete grados de la iniciación, y eran representadas incluso, en mosaico, en algunos
suelos.
Cuando un profano solicitaba su admisión entre los adeptos de Mitra, sufría una
larga preiniciación en la que recibía una primera enseñanza que se refería,
principalmente, a la astrología, las relaciones del hombre con el universo y los
primeros rudimentos de la lengua de los misterios. Si los adeptos consideraban que el
neófito tenía posibilidades espirituales, intelectuales y morales para participar en sus
trabajos, le hacían prestar un juramento cuyo texto se ha conservado: «Juro», decía,
«con toda certeza y toda buena fe, conservar el secreto de los misterios. Que la
fidelidad a mi juramento me sea benéfica, pero que la indiscreción me sea maléfica».
Sobre la ceremonia de iniciación que señalaba la entrada en la Orden, disponemos
sólo de informaciones fragmentarias. Son sin embargo muy interesantes y serán
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retomadas por la masonería. El neófito, completamente desnudo, tenía los ojos
vendados y las manos atadas, como se ve en el mithraeum de Capua. En el momento
principal de la ceremonia, el postulante se tiende en el suelo para simbolizar un
cadáver; antes, había sido empujado por la espalda pero un adepto le había impedido
caer brutalmente al suelo. El neófito ocupa, pues, el lugar del iniciado asesinado por
la incomprensión de los hombres; el papel de la comunidad es resucitarle y hacer
revivir el espíritu en cada nuevo adepto. Se mostraba, incluso, al postulante, una
espada empapada en sangre; era la que se había utilizado en el asesinato del Maestro,
la que se utilizaría para castigar al perjuro. Naturalmente, se procedía a las pruebas de
la tierra, el aire, el agua y el fuego. En la tercera prueba, por ejemplo, el iniciado
cruzaba un foso lleno de agua y en la cuarta, pasaba por encima de un brasero. Al
finalizar la ceremonia, el nuevo adepto estrechaba la mano derecha del «Padre», el
presidente de la asamblea. Esos detalles, demasiado escasos, están tan cerca del ritual
masónico que podemos imaginar una transmisión ininterrumpida del ideal mitraico a
partir del siglo IV d. C. Como suele suceder, la supresión de la secta no se vio
acompañada por una supresión de su mensaje.
La iniciación completa comprendía siete grados. El primero se llamaba «Cuervo»
pues el pájaro aportaba a la humanidad las enseñanzas de Mitra; el iniciado en este
grado tenía por emblema ritual el caduceo. El segundo grado era el «Nymphus», es
decir, el desposado; disponiendo de un velo de novio y de una antorcha, celebraba la
unión mística con el dios. En ese estadio, se iluminaba el templo. El tercer grado es el
«Soldado» que recibe una espada; en cambio, rechaza la corona que se le ofrece
porque no es digno aún de la realeza espiritual que se alcanza al final de la iniciación.
El cuarto grado es el «León», vestido con un manto rojo y disponiendo de una pala de
fuego. Domina la acción solar y reina sobre el fuego; durante el ritual de iniciación a
ese grado, se lavaba la lengua del postulante con miel que, luego, se extendía sobre
sus manos. El color de la miel es el oro, es un alimento solar. El quinto grado es el de
«Persia», revestido con una túnica de plata. Sus manos son purificadas durante la
iniciación y es destinado a la guarda de los frutos de la tierra; tiene una hoz y una
guadaña. Sin duda alguna, el segador de las catedrales góticas, puesto siempre en
relación con un signo del zodíaco, es un lejano recuerdo de ese grado iniciático. El
sexto grado es el del «Corredor del sol»; lleva un látigo, una antorcha y un globo. Tal
vez se encargue del orden de los banquetes sagrados. El séptimo y último grado es el
del «Padre», vestido exactamente como Mitra. Se le entrega el bastón, el anillo y el
gorro frigio. Detentador del espíritu de la Orden, tenía por misión propagar la
Sabiduría entre sus pares y dirigir las ceremonias. Tras el voto de la comunidad, él
tomaba la última decisión en la admisión de un nuevo miembro o en el ascenso de un
adepto a un grado superior. Finalmente, en lo alto de la jerarquía, reinaba el Padre de
los padres; raros son, se decía, quienes pueden ocupar ese cargo, puesto que exige el
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perfecto conocimiento de los símbolos revelados por el dios. Para los adeptos de
Mitra, cada uno de nosotros debe aprender a llevar su fardo de la vida desarrollando
el dominio de sí mismo; quemando las impurezas de su alma con las pruebas
iniciáticas, los adeptos pasan del estado de esclavos al de hombres libres. «El héroe
es un justo», dice un texto, «y sin embargo sufre, pero esa prueba da fruto». «En mis
hombros», proclamaba un adepto, «llevo hasta el fin el mandamiento de los dioses».
El mitraísmo fue indiscutiblemente una de las más ricas asociaciones iniciáticas de la
antigüedad, tanto por la fraternidad como por su organización simbólica; los siete
grados eran practicados en todo el imperio romano y aseguraban una gran coherencia
de la institución. Además, los adeptos protegieron la artesanía y la agricultura; varios
arquitectos fueron iniciados en el mitraísmo y contribuyeron a propagar sus ideas en
las primeras corporaciones de constructores. Ciertamente, la Iglesia consiguió
destruir la secta; viendo que algunos irreductibles se negaban a doblegarse, puso en
practica un principio que será constantemente respetado hasta el final de la Edad
Media e incluso más allá: «Recuperar» las ideologías vencidas y cristianizarlas. La
roca de Mitra fue asimilada a la piedra sobre la que se fundó la Iglesia de Cristo. La
gruta del toro, a Belén, los pastores de Mitra, a los pastores que anuncian el
nacimiento del Salvador. Los polemistas cristianos intentaron demostrar que el
mitraísmo era una falsificación del cristianismo y que le había robado sus más
profundos símbolos. Algunos espíritus se dejaron convencer, otros permanecieron en
las sombras y siguieron propagando el estado de ánimo de las sociedades iniciáticas.
Los aspectos iniciáticos de la civilización romana no se limitan sólo al mitraísmo;
en el siglo II antes de nuestra era, los cultos orientales y las religiones mistéricas
ganaron para su causa la alta sociedad de Roma y se extendieron, luego, al conjunto
de las clases sociales. Podríamos poner de relieve numerosos detalles que se explican
por su contenido esotérico; el famoso Hércules, por ejemplo, fue considerado por los
pitagóricos como el justo vencedor de las pruebas rituales; en los sarcófagos galo-
romanos se ven compases, escuadras, niveles, plomadas, calaveras, signos lapidarios,
símbolos que serán retomados por las cofradías de la Edad Media y por la masonería
del siglo XVIII. Un iniciado, Firmicus Maternus, empleó incluso el lenguaje de los
cuatro elementos para analizar el mundo: a Egipto le correspondía el agua; a Frigia, la
tierra; a Siria, el aire y a Persia, el fuego. Son los cuatro países donde se practicó la
iniciación y cuyos secretos se reunieron en Roma. Un arquitecto como Vitruvio,
venerado por los albañiles medievales, afirmaba que quienes desean alcanzar la
perfección utilizando sólo la mano están condenados al fracaso; «ni el espíritu sin el
trabajo ni el trabajo sin el espíritu», escribía, «hicieron nunca perfecto a obrero
alguno». Letrado, geómetra, dibujante, matemático, historiador, filósofo, músico,
médico y astrólogo, Vitruvio dio a los siglos posteriores el ejemplo de lo que debe ser
un Maestro Arquitecto.
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Para comprender bien el estado de ánimo de las corporaciones de artesanos del
imperio romano y seguir las huellas de las cofradías iniciáticas, tenemos que evocar
ahora a tres personajes que los masones consideraron como iniciados: el rey Numa, el
escritor Apuleyo y el filósofo Boecio.
Numa, personaje histórico, fue también un personaje mítico. Detentador del cargo
de Gran Pontífice, se creía que había organizado los ritos secretos y públicos de la
religión romana; él habría fundado las corporaciones de carpinteros, herreros,
músicos y curtidores, hacia el 700 a. C. Puesto que su alma era gobernada por la
virtud, protegió particularmente a los gremios de la construcción y les dio reglas
secretas. El hecho es muy importante para el estudio de las fuentes de la
francmasonería. En una época muy remota, las corporaciones no eran, pues, simples
asambleas de obreros sino fraternidades iniciáticas que divinizaban al hombre por el
trabajo y velaban celosamente por sus ritos y sus secretos. Cada colegio de artesanos
disponía, por lo demás, de un local que le estaba reservado y organizaba banquetes
destinados a los miembros de la cofradía. El nuevo iniciado prestaba juramento y se
inclinaba ante las reglas de la Orden, cuyas estructuras eran muy flexibles; junto a los
iniciados que trabajaban la materia, estaban miembros llamados «honorarios» que
eran intelectuales o grandes personajes favorables a las cofradías.
Todo se explica cuando se conoce la leyenda según la cual Numa era un discípulo
de Pitágoras. Traduce la voluntad de los masones de hacer coherente su historia y
establecer una filiación de carácter esotérico. Al parecer se descubrió incluso en
Roma la tumba de Numa; en su interior había un cofre donde el monarca había
encerrado libros que trataban de la enseñanza pitagórica. El Senado los requisó y dio
orden de que se destruyeran por medio del fuego, pues semejantes escritos podían
amenazar la seguridad del Estado.
Después de la muerte de Numa a mediados del siglo I a. C., las fraternidades de
artesanos viven en paz. El poder político no intenta controlarlas de cerca y se
encargan de su propia gestión. El prestigio del viejo rey es inmenso; sus fundaciones
parecen inspiradas por la divinidad y los colegios de constructores son indispensables
para la buena marcha de la vida social. Pero la situación cambia en 64 a. C. La
República suprime por decreto las cofradías. Le parecen peligrosas para la estabilidad
nacional. Esta ley no fue muy eficaz y la abolieron poco tiempo después; a partir de
Augusto, las cofradías viven de nuevo una existencia apacible pues el emperador no
es indiferente al pensamiento esotérico. La gran figura de Numa le parece una
excelente «imagen de marca» para la grandeza del imperio; el rey de la antiquísima
Roma seguirá siendo caro al corazón de las asociaciones masónicas, puesto que supo
unir la administración de la ciudad con el ideal iniciático.
Recorramos un gran período de tiempo para encontrar a Apuleyo, que nació hacia
125 y murió después de 170. Gran viajero, pasó largas estancias en Atenas, Roma y
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Cartago. Apasionado por las ciencias ocultas y por el mensaje de las sociedades
iniciáticas, fue iniciado a numerosos misterios orientales que florecían en Roma por
aquel entonces. Excelente orador, hizo una gran propaganda para las sociedades
iniciáticas a las que pertenecía y redactó tratados de medicina, astronomía y
arboricultura. Su obra más célebre es El asno de oro en la que un tal Lucio es
transformado en asno por un maleficio. Tras muchas peripecias, dirige una plegaria a
la luna y solicita una muerte rápida que ponga fin a sus males. La diosa Isis,
conmovida ante tanto sufrimiento, se le aparece. «Acude al recorrido de una
procesión que se hará en mi honor», le dice, «y come una de las rosas de la corona
que el sacerdote lleva atada a su sistro». Lucio lo hace y recupera de inmediato la
figura humana. Como está desnudo, le visten con una túnica y el sumo sacerdote le
dice: «Pon una cara alegre en armonía con la blancura de tu vestido». Lucio acaba de
abandonar, pues, la pesadez material del hombre, simbolizada por el asno; con la
absorción de la rosa mística, emblema de un alto grado de iniciación, se prepara para
su futuro renacimiento. Sintiendo un inmenso agradecimiento por la diosa, acecha la
apertura de las puertas de su templo. Impaciente, acude al sumo sacerdote y le pide la
iniciación. «Espera», responde el sumo sacerdote, «no sucumbas a la precipitación ni
a la desobediencia. La propia diosa te anunciará el momento favorable». En efecto,
Isis se le aparece durante la noche y Lucio comprende que el acto de la iniciación
representa una muerte voluntaria y una salvación obtenida por la gracia. Tras
numerosas purificaciones, el sumo sacerdote le da en secreto ciertas instrucciones que
superan la palabra humana.
A Lucio se le imponen diez días de ayuno ritual antes de la ceremonia de
iniciación, que dura toda una noche. El sumo sacerdote le ofrece una túnica de lino y
le introduce en la parte más apartada del santuario; a partir de aquel momento,
Apuleyo se niega a revelar nada más. Reconoce también: «Me he acercado a los
límites de la muerte, he hollado el umbral de Proserpina y he vuelto, llevado a través
de todos los elementos; en plena noche, he visto brillar el sol de un modo refulgente;
me he acercado a los dioses de abajo y a los de arriba, los he visto cara a cara y los he
adorado de cerca». A la mañana siguiente de la iniciación, Lucio es coronado de
palmas y lleva doce vestidos de consagración que corresponden a los doce signos del
zodíaco. El sumo sacerdote se llama Mitra. Luego, Lucio recibirá dos nuevas
iniciaciones sobre las que mantiene un silencio total.
La obra de Apuleyo tuvo un inmenso éxito, su profundo conocimiento de la
iniciación alegró el corazón de los adeptos que, a continuación, adoptaron de buena
gana el cuento o la fábula de apariencia grotesca para transmitir el pensamiento
iniciático a quienes supieran leer entre líneas.
El tercer personaje al que los masones consideraban uno de los suyos es el
filósofo Boecio. Nacido en 480, pertenece a una rica familia y hace largos estudios
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científicos. En 510, es maestro de los oficios de palacio en la corte de Teodorico, de
quien es amigo personal.
Tiene gran influencia sobre el monarca; su nobleza algo altiva despierta envidias
y, poco a poco, sus enemigos lo hacen sospechoso para Teodorico. A consecuencia de
una acusación absolutamente fabricada, Boecio es encarcelado en Pavía. Es culpable,
afirman los testigos falsos, porque ha ocultado documentos oficiales y ha querido
dañar el poder de los godos. Boecio intenta defenderse, pero el proceso está trucado;
el 23 de octubre de 524 es ejecutado. Como san Dionisio, tomó su cabeza cortada
entre las manos y la llevó a un altar, en señal de ofrenda a Dios. En el siglo XI, el
emperador Otón hizo que sus restos fueran depositados en una tumba de mármol.
La Edad Media admiraba mucho La consolación de la filosofía, la obra que
Boecio escribió durante su doloroso cautiverio. Aparecía como la obra de un justo
capaz de resistir el sufrimiento y la estupidez de los hombres porque había recibido el
sacramento de la iniciación. Esta filosofía es una mujer enorme de ojos ardientes.
Con su frente, toca el cielo. Lleva un cetro y dos libros, el uno abierto, el otro
cerrado. Los escultores medievales la representaron en Laon y en Notre-Dame de
París; la convirtieron en uno de los símbolos de Nuestra Señora de los Cielos, patrona
de las cofradías de albañiles. «La verdadera nobleza», escribió Boecio, «es conferida
por los ancestros iniciados». Detentan la tradición y hacen participar en los misterios
a quienes son dignos de ello. Si el hombre escucha la máxima de Pitágoras, «seguir a
Dios», se divinizará y conocerá la naturaleza profunda de la vida.
El mitraísmo legó a la posteridad símbolos y un marco ritual muy coherente;
iniciados como Numa, Apuleyo y Boecio le legaron cierto tipo de pensamiento, una
forma de ideal que fue apreciada en su justo valor por las cofradías de constructores.
Mientras que el paganismo político se derrumbaba, la sustancia iniciática del mundo
antiguo encontraba naturalmente refugio en los colegios de artesanos. Será útil hacer
un breve paréntesis y preguntarnos por la manera como la Iglesia cristiana apreciaba
el modo de vida de los constructores de edificios.
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7
LOS CONSTRUCTORES Y EL CRISTIANISMO
PRIMITIVO
El cristianismo nace en una sociedad donde los más altos valores espirituales son
detentados por las sociedades iniciáticas. No las ignoró y, a partir del siglo IV, se
mostró a menudo injurioso o crítico con ellas. Por su lado, los iniciados habían
recibido la orden de no abrir ciertos libros herméticos ante los cristianos, por miedo a
que éstos se apoderaran de ellos para destruirlos. En esta oposición, unas veces
abierta, otras latente, entre cristianismo y sociedades iniciáticas, tres fechas destacan
entre otras: 313, 351 y 375. En 313, Constantino hizo promulgar el edicto de Milán
que concedía la libertad de culto a los cristianos y a los no cristianos. En realidad, es
una gran victoria de la nueva religión que gana la confianza del poder y se convierte
en la fe oficial. El clero recibe mucho dinero, se construyen numerosas iglesias, los
prelados ejercen una notoria influencia política. En 351, el emperador Juliano
comienza a apartarse del cristianismo; ha estudiado mucho las doctrinas neo-
platónicas que son ampliamente difundidas por las cofradías iniciáticas y encuentra
más riqueza en este tipo de pensamiento que en la religión cristiana. El emperador es
iniciado en el culto de Mitra hacia 358 y amenaza seriamente a la Iglesia; pero su
brutal muerte pone fin a la ola de anticristianismo que él favorecía. Hacia 375, el
filósofo Prisciliano alumbra una secta cristiana muy original, cuyo objetivo es liberar
al cristianismo de la administración romana. Rechazando cualquier jerarquía,
Prisciliano intenta unir a quienes considera como verdaderos adeptos a Cristo,
especialmente a los agnósticos. Para él, sólo cuenta la Iglesia primitiva y desprovista
de tastos exteriores y de ambiciones políticas. Prisciliano obtuvo cierta audiencia; un
personaje tan importante como san Martín de Tours le prestó, incluso, atento oído e
intentó favorecer, de un modo discreto, a la cofradía. Pero Roma velaba; tras el
peligro pagano reavivado por Juliano, llegaba ahora otro peligro procedente del
interior de la religión cristiana. Prisciliano fue ejecutado, su biblioteca de escritos
esotéricos, dispersada; los adeptos que se habían reunido a su alrededor entraron en la
clandestinidad y su cofradía desapareció definitivamente.
Estos pocos recuerdos históricos demuestran que los comienzos de la cristiandad
fueron bastante movidos en el terreno de la fe. Por eso debe plantearse una pregunta:
¿existía una iniciación específicamente cristiana? No es posible responder con certeza
absoluta, pero poseemos sin embargo documentos bastante significativos. Si se
examina, por ejemplo, la obra del seudo Dionisio el Aeropagita, se advierte que pide
a sus hermanos cristianos que alcen sus ojos hacia la iniciación. Al recibir el
«depósito» de los misterios, comprenderán los ritos y los símbolos, recibirán un
nuevo nombre. Hay, dice Dionisio, un secreto divino en la jerarquía que conocen
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quienes han superado los tres grados de iniciación. El título más elevado es el de
«Monje»; totalmente desnudo durante la ceremonia, recibía nuevas ropas tras el beso
de paz. Ahora bien, ese Dionisio obispo de Atenas que predicaba la iniciación
cristiana fue confundido en la Edad Media con otro Dionisio, obispo de París; Suger,
uno de los creadores del arte gótico y abate de Saint-Denis, se refirió a Dionisio para
magnificar la luz y convertir su iglesia en una de las más hermosas catedrales
francesas. Una vez más, nos vemos obligados a admitir una tradición oral que une a
los adeptos de la iniciación a través del tiempo y del espacio.
El gran pensador cristiano no era el único que reconocía la importancia de un
«cristianismo mistérico»; si se examina el modo como se hacía el reclutamiento
cristiano a comienzos del siglo III, se advierte que responde a las reglas habituales de
las sociedades iniciáticas. Cada miembro, en efecto, podía llevar hasta la fe a un
profano; los sacerdotes supervisaban su acción con gran serenidad en la elección
final. Por aquel entonces, el cristianismo, al parecer, no deseaba a toda costa
convertirse en una religión de masas sino, más bien, engendrar una élite espiritual.
Releamos los consejos de Hipólito de Roma sobre la admisión de los neófitos: «Que
se les pregunte la razón por la que buscan la fe. Quienes los traigan darán testimonio
con respecto a ellos para que se sepa si son capaces de escuchar la palabra. Que se
examine también su estado de vida. Que se haga una investigación sobre los oficios y
profesiones de aquéllos a quienes se lleva a la instrucción». Por consiguiente, no se
hace cristiano quien quiere. La preparación para el bautismo es claramente designada
como una preiniciación al misterio divino y se pone a prueba a los catecúmenos
durante tres años; «si alguien muestra celo y persevera bien en esta empresa», sigue
diciendo Hipólito, «que no se le juzgue según el tiempo sino según su conducta».
Se exige a los iniciados cristianos una gran asiduidad a la reunión; no se trata de
una regla administrativa sino de un principio sagrado que expresa en estos términos el
texto titulado Didascalia de los apóstoles: «Que nadie disminuya la Iglesia acudiendo
sólo a ella para no disminuir en un miembro el cuerpo de Cristo». No podría
plasmarse mejor una de las bases espirituales de la masonería, y a la frase cristiana:
«¡Arriba los corazones!», responderá la frase ritual de los masones: «¡Arriba los
corazones en fraternidad!». Un himno del siglo XVIII, destinado a la cena, dicta una
línea de conducta sin la que una sociedad iniciática no tendría razón de ser alguna:
«Reunámonos como uno solo y velemos por no estar, en absoluto, divididos en
espíritu. Que cesen las malas querellas, que cesen las diferencias. Un camino estrecho
y difícil lleva a lo alto, es largo y escarpado cuando sube. Pero el amor fraternal da la
vida eterna».
Este amor fraterno encuentra una de sus más conseguidas expresiones en el
banquete. Para los cristianos, se trata de una comida sagrada que recuerda la cena e
instaura un vínculo religioso entre los participantes. Hay un aspecto sobrenatural en
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el hecho de comer juntos, pues los cristianos comulgan a la vez entre sí y con Dios.
Hemos visto ya lo que esta concepción debe a los esenios y a otras cofradías
iniciáticas; la masonería, que se limitó a menudo a banquetes bien provistos,
conservó sin embargo la dimensión iniciática de esta reunión fraternal. En la apertura
de los «Trabajos de Mesa», el Venerable pronuncia aún estas palabras: «Hermanos
míos, iniciados en los misterios del arte real, sabemos que el masón participa de la
Carne y el Espíritu. Por eso os ruego, Hermanos Vigilantes, que os unáis a mí para
abrir estos Trabajos de Mesa, encendiendo las antorchas. Esta luz que brillará durante
nuestros ágapes fraternos nos recordará que la llama espiritual que se nos transmitió
nunca debe extinguirse en nosotros».
Hemos visto que existía, en el seno del cristianismo, un clima que a veces puede
ser calificado de «iniciático», en el sentido más noble del término. Intentemos ahora
ser más precisos y comencemos poniendo de relieve, en los textos cristianos, una
expresión cara a los masones: «Hijos de la Luz», dice Ignacio de Antioquía a los
ciudadanos de Filadelfia, «huid de las divisiones y las malas doctrinas». En todas las
épocas, al parecer, quienes intentan vivir la vía iniciática reciben ese «título» de Hijos
de la Luz que es especialmente puesto de relieve en la historia de san Lorenzo. Éste
velaba por el tesoro secreto de la casa de Dios, cuyas llaves poseía. El prefecto exige
que le entregue esas considerables riquezas; Lorenzo acepta sin hacerse de rogar y el
prefecto se alegra de antemano, convencido de que los cristianos ceden ante la
primera amenaza. Poco después, Lorenzo pide audiencia al prefecto y le presenta a
mendigos, tullidos, ciegos y «pobres de espíritu». «¿Qué significa esa mascarada?»,
pregunta el prefecto. «Exigías las riquezas de Dios», responde Lorenzo. «Te las
ofrezco; son los Hijos de la Luz quienes ahora se presentan ante ti. Su cuerpo está
dolorido, su alma es pura.» Loco de rabia, el prefecto hizo ejecutar a Lorenzo.
Los masones, Hijos de la Luz, trabajan a la gloria del Gran Arquitecto del
Universo. Se creyó por mucho tiempo que esta última expresión era bastante reciente;
en realidad, era conocida ya en el antiguo Oriente Próximo y se encuentra también,
con una forma algo modificada, en una carta de Clemente de Roma a los corintios:
«Que el artesano del universo», escribe, «mantenga en la tierra el número contado de
sus elegidos. Él nos llevó de las tinieblas a la Luz, de la ignorancia al Conocimiento».
En un himno que data de comienzos del siglo V, la iglesia de Epifanio de Salamina es
calificada de «paraíso del Gran Arquitecto», lo que constituye una excelente
definición poética de una logia masónica.
Por dos veces al menos, el cristianismo presenta a Dios como el constructor por
excelencia. Recordemos la visión del profeta Amos: «He aquí que el Señor estaba de
pie en un muro, hecho con el nivel y, en su mano, había un nivel. Y el Eterno me dijo:
“¿Qué estás viendo, Amos?”. Y yo le dije: “Veo un nivel”. Y el Señor dijo: “Pondré
el nivel en medio de mi pueblo de Israel; no seguiré perdonándolo”». En la
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masonería, el Primer Vigilante es el que tiene el nivel. En la jerarquía de los Oficiales
masónicos, viene inmediatamente después del Venerable y su papel es el de formar a
los futuros maestros sin «perdonarles» ninguna debilidad. La historia de Job nos
proporciona un segundo pasaje bíblico donde el Dios cristiano afirma que construyó
el universo con sus manos; habla con Job y, en una serie de preguntas teñidas de
ironía, le muestra la distancia que existe entre Dios y el hombre: ¿quién fijó las
medidas de la tierra, quién tendió sobre ella un cordel? ¿Quién aplicó el nivel?
¿Quién puso la piedra angular para sostener?
Dos arquitectos humanos, David y Salomón, recibieron el encargo de concretizar
los planos del Arquitecto divino. Numerosos textos masónicos, como el manuscrito
Dumfries Nº 4, se refieren a esos dos reyes considerándolos como ilustres masones
que aplicaron las reglas del Arte Real. A David le gustaban mucho los albañiles y les
confió la construcción del templo tras haber concebido con ellos las constituciones
que les fueran propias. Se trataría de diez palabras escritas por el dedo de Dios en las
tablas de mármol entregadas a Moisés.
David, a causa de los errores de su vida personal, no tuvo derecho a ver terminado
el templo. Entregó el plano completo a su hijo Salomón, un plano que está escrito
desde toda la eternidad en la mano de Yahvé. Según la leyenda, Salomón habría
tenido a sus órdenes ochenta mil obreros y más de tres mil maestros albañiles;
confirmó las constituciones que David les había concedido y se convirtió en su Gran
Maestro. Fue glorificado viviendo entre sus pares y nombró a Hiram Maestro de
Obras, para que dirigiera a los arquitectos, los grabadores y los escultores. Salomón e
Hiram son, indiscutiblemente, los dos personajes clave de la francmasonería; cada
Venerable está sentado en la cátedra del rey Salomón y el nuevo Maestro masón, en
su iniciación, hace que Hiram reviva.
Esta profunda ascendencia bíblica se ve confirmada por cierto número de textos
cristianos que insisten en el valor simbólico y espiritual de la piedra. «Sois las piedras
del templo del Padre», dice Isaac de Antioquía a los efesios, «sois también todos los
compañeros de camino, portadores de Dios». San Agustín marca muy bien la relación
que existe entre el Gran Arquitecto y los iniciados: «Las piedras son extraídas de la
montaña por los predicadores de la verdad, y son escuadradas para poder entrar en el
edificio eterno. Hay hoy muchas piedras en las manos del Obrero; quiera el cielo que
no caigan de Sus manos, para poder, una vez terminado su tallado, integrarse en la
construcción del Templo». Este lenguaje sigue empleándose en las logias masónicas
contemporáneas; se dice que el aprendiz masón es una piedra en bruto que debe
tallarse a sí misma, para convertirse en una piedra cúbica.
El propio Cristo es una piedra viva rechazada por los hombres. «Vosotros
mismos», dice san Pedro en su primera Epístola, «como piedras vivas, prestaos a la
edificación de un templo espiritual, para un sacerdocio santo, en vistas a ofrecer
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sacrificios espirituales». La raza de quienes reconocen la Piedra fundamental es la de
los elegidos. El poeta latino Prudencio, cuya leyenda afirma que había sido iniciado
en la masonería, pensaba que la piedra de caballete es inmortal y que subsistirá tras la
ruina de cualquier templo. «Sí», escribía, «el ángulo edificado con esta piedra que
despreciaron quienes construían permanecerá siempre, por los siglos de los siglos.
Hoy, es la clave de bóveda del tiempo. Mantiene el ensamblado de las piedras
nuevas». El arzobispo de Alepo, Balai, muerto en 460, compuso un himno admirable
para la consagración de una iglesia; en unas pocas frases, resume el ideal de las
sociedades iniciáticas de la antigüedad y anuncia el de la masonería medieval: «Que
el templo interior sea tan hermoso como el templo de piedras». Dios construyó al
hombre para que el hombre construya para Dios; al construir el templo, los albañiles
entran en el reino celestial.
Hemos entrado ahora en la era cristiana, tras haber evocado cierto número de
antiguas cofradías iniciáticas cuya influencia sobre la francmasonería primitiva no
puede negarse. La Alta Edad Media se anuncia con su primera gran figura de maestro
de obras, san Eloy, que vivió de 588 a 659. Su historia es digna de interés: orfebre
lemosino, recibió un encargo del rey Clotario II. Tenía que llevar a cabo una obra
maestra: un sitial para el monarca. Su arte era de tal perfección que consiguió crear
dos sitiales con los materiales destinados a uno solo. El rey Dagoberto hizo a san
Eloy ministro de finanzas y le pidió que construyera una gran abadía en tierras de
Solignac, cerca de Limoges. San Eloy en persona dibujó los bocetos e imaginó los
planos; a lo largo de toda su carrera política, no dejó de practicar la orfebrería
fabricando relicarios. Por ello se convirtió en el venerado patrón de todos los
artesanos que utilizan un martillo en su trabajo. San Eloy es el prototipo del hombre
completo, administrador, maestro de obras y artesano al mismo tiempo; honra las más
profundas cualidades del espíritu y de la mano, trazando en la Edad Media una línea
de conducta ideal, una de cuyas consecuencias será la aparición de la francmasonería
en el sentido estricto del término. Debemos ahora abordar este largo período donde la
imagen histórica de las cofradías de constructores en general y de la masonería en
particular irá precisándose.
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NACIMIENTO Y FULGOR DE LAS COFRADÍAS
MASÓNICAS EN LA EDAD MEDIA
Si existe un período de la historia difícil de estudiar, éste es el de la época de la
aventura occidental que va del siglo IV de nuestra era al siglo X. A primera vista, el
cristianismo es la nueva fuerza esencial que se lanza a la conquista del mundo, una
fuerza espiritual que a menudo sabe apoyarse en poderes temporales. Pero la realidad
es mucho más tortuosa; numerosas culturas se enfrentan en la Galia, en Alemania, en
Irlanda, en las lejanas fronteras del imperio romano; a menudo, el cristianismo cubre
con sus creencias las viejas religiones sin por ello destruir sus bases. Nuestro
propósito no es, claro está, analizar todos los sucesos acontecidos durante esos siglos
sino encontrar, aquí y allá, el rastro de las asociaciones iniciáticas de constructores
que vivirán, en los siglos XII y XIII, un extraordinario apogeo.
Hacia 315, un monje egipcio llamado Pacomio crea una institución que
desempeñará un papel fundamental en el destino de la espiritualidad y el arte
occidental: la comunidad monacal, donde unos hombres ávidos de Dios aprenden a
vivir juntos al servicio del espíritu. Junto a los eremitas solitarios, los grandes
monasterios pacómicos albergan de mil a dos mil monjes entre los que se encuentran
albañiles y carpinteros. Son primero empleados en la construcción del propio
monasterio, en cuyo interior les están reservadas casas especiales; pueden luego ser
llamados a otra parte.
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Sin duda alguna —y a pesar del carácter paradójico de esta afirmación, según
algunos— la institución monástica es la que permitió a los constructores sobrevivir y,
más tarde, desarrollarse. Sin los monjes, los francmasones de la Edad Media
probablemente no habrían existido o, al menos, no habrían gozado de demasiada
proyección. Como acabamos de ver, las primeras comunidades monacales acogieron
en su seno a constructores. Además, la regla de vida definida en el siglo IV por san
Basilio concordaba perfectamente con las ideas de las antiguas corporaciones
iniciáticas. «El aislamiento absoluto —decía Basilio—, es contrario a la voluntad de
Dios. Todos los hombres que creen en Él constituyen un gran cuerpo cuya cabeza es
el Señor; para vivir en armonía con ella, es necesario vivir en comunidad para que los
Hermanos corrijan mutuamente sus defectos. La vida de los anacoretas, —concluye
—, desemboca en el más monstruoso egoísmo», ese vicio abominable que aparta de
Dios. La regla comunitaria es, ante todo, la humildad que permite a cada cual recibir
una enseñanza del otro y darle una a su vez. Tales perspectivas sólo podían alegrar a
los constructores que tuvieron un nuevo punto de fijación en Occidente cuando san
Martín fundó la abadía de Marmoutier en 372.
Durante el siglo V, Gran Bretaña nos proporciona un hito en nuestra
investigación. Hacia 43 d. C., los artesanos empleados por las legiones romanas
habían trabajado en aquellos lejanos parajes, edificando torres y murallas destinadas a
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proteger a los ciudadanos romanos de los ataques escoceses. Estas obras militares se
prolongaron hasta comienzos del siglo III; algunos artesanos regresaron al continente,
otros fundaron un hogar y se quedaron allí. Comunicaron su ciencia a los bretones, lo
que explica el nacimiento, en el siglo V, de la cofradía de los culdeos que sustituye a
los colegios de constructores romanos. De obediencia cristiana, los culdeos
guardaban sin embargo el secreto de sus técnicas y sus reuniones. Con bastante
rapidez, rechazan la civilización romana y las formas artísticas para preferir de nuevo
el simbolismo céltico del que tendremos que hablar.
El sombrío año 406 marca el inicio de las grandes invasiones y de la decadencia
romana. En 410, Alarico entra en Roma, dando el ejemplo a los pueblos bárbaros que
van a invadir Europa. No hay ya poder central, no hay autoridad capaz de garantizar
la seguridad de los ciudadanos. Por esta razón, los grandes encargos arquitectónicos
desaparecen; muchos artesanos están sin trabajo y buen número de ellos elige el
exilio de Bizancio. Pese a la inseguridad, fueron numerosos los viajes y los contactos
entre constructores occidentales y orientales; por eso Francia, en los siglos V y VI, ve
levantar un número respetable de edificios civiles y religiosos donde es muy
pronunciada la influencia oriental.
En 476 finaliza el imperio romano de Occidente. Una gran página de la historia
ha quedado definitivamente atrás. En este gran caos, los hombres que siguen
pensando que la vida tiene sentido no lo buscan ya en Roma: se vuelven hacia
Irlanda, patria inviolable del celtismo que, sin embargo, entreabre sus puertas al
cristianismo traído, una vez más, por los monjes. Su encuentro con los albañiles
culdeos es positivo; los culdeos son ahora monjes constructores organizados en
colegios. Admiten el matrimonio y no reconocen la autoridad suprema del papa
romano, al que consideran como un simple obispo. Entre los culdeos están los
descendientes de los druidas y de los bardos celtas, cuya vocación cristiana fue, sobre
todo, un modo de pasar desapercibidos. Pese a estas restricciones, los monjes
procedentes del continente y los constructores autóctonos se entienden a las mil
maravillas para crear grandes ciudades enteramente monacales. Algunos barrios son
atribuidos a los maestros albañiles y a los maestros carpinteros que gozan, así, de
cierta autonomía. Necesitan a los monjes, los monjes los necesitan a ellos. Se trata de
edificar una nueva civilización con la fe cristiana y de construir edificios sagrados y
profanos para que los hombres recuperen un equilibrio social.
La herencia celta está presente siempre en el ánimo de estos albañiles. Recuerdan
el hábito blanco ritual de los druidas, sus maestros espirituales, los ritos iniciáticos
donde el profano entra en una piel de animal muriendo para el «hombre viejo» y
renaciendo para el «hombre nuevo». En las asambleas de constructores, se lleva un
delantal. Si alguien interrumpe con la voz o el gesto al que tiene la palabra, un
dignatario que se encarga de este oficio avanza hacia el mal albañil y le presenta su
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espada. Si se niega a callar, el dignatario le dirige dos nuevas advertencias.
Finalmente, corta en dos su delantal. El miembro indigno es entonces expulsado de la
comunidad; tendrá que rehacer con sus propias manos otro delantal antes de poder
asistir de nuevo a las reuniones.
El celtismo es también Lug, el dios de la Luz señor de todas las artes. Se
manifiesta en la persona del jefe del clan, poseedor del mazo. La iniciación se
traduce, primero, en la práctica de un oficio y nadie es admitido en Tara, la ciudad
santa de Irlanda, si no conoce un arte. En Tara, la sala de los banquetes rituales se
denomina «morada de la cámara del medio»; recordemos que el consejo de maestros
francmasones se denomina «cámara del medio». A través de los monjes culdeos, el
gran aliento de la iniciación céltica da una intensa vida a la expresión cristiana;
encontrará su más perfecto símbolo en la figura de Merlín el Mago, del que se olvida
a menudo que fue Maestro de Obras. Recurrió a guerreros y artesanos para
transportar piedras procedentes de Escocia y de Irlanda para construir un gigantesco
cementerio en honor del rey Uter Pendragon. Merlín enseñó a los constructores que el
espíritu debe prevalecer siempre sobre la fuerza y que sólo el Maestro de Obras, el
mago de la piedra, es capaz de llevar a cabo la Obra Total.
En el siglo VI, Bizancio es la que da a las cofradías artesanales ocasión de
expresar su genio: de 532 a 537, se erige Santa Sofía la Magnífica. Bajo el reinado de
Justiniano (522-565), las corporaciones gozan de numerosos privilegios y reciben
abundantes encargos. En Bizancio se forma también un lenguaje artístico donde los
símbolos procedentes de los viejos imperios de Oriente Próximo ocupan el mayor
lugar. Los escultores los incorporan a su alma; los transmitirán a sus hijos que
preservarán su autenticidad hasta el siglo XII.
En el siglo VI se produce también la epopeya del monje Benito. En 529, funda el
gran monasterio del Monte Casino cuyo vigor espiritual influirá en toda Europa.
Curiosamente, ese oppidum había sido antes uno de los lugares de culto de Mitra;
todo ocurre como si la tradición iniciática de Occidente afirmara, siempre y en todas
partes, su inalterable coherencia. En el Monte Casino nace, verdaderamente, el
personaje del abad, ese Cristo hecho visible para la comunidad de los monjes, ese
Maestro que se ocupa de cada Hermano y le proporciona los alimentos espirituales y
materiales. El abad es el primer Maestro de Obras de la Edad Media, el modelo del
Venerable de la masonería, pues considera la herramienta como una fuerza sagrada y
convierte el trabajo en una plegaria. Los monjes de san Benito trabajan la materia,
repiten cada día las acciones de los santos y unen la inteligencia de la mano a la
intensidad de su fe.
En 590, san Colombano funda el monasterio de Luxeuil. Bajo su dirección, los
monjes construyen personalmente los muros que les albergarán. A fines de aquel
siglo VI, favorable a las cofradías, los monjes se convierten en copistas y reproducen
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los grandes textos de la cultura antigua, que tan abundantemente utilizarán los
albañiles de las catedrales de la Edad Media. Hacia 600, ese impulso prosigue de
modo notable; bajo la dirección de san Agustín, los albañiles edificaron la iglesia de
Canterbury y muchas otras obras maestras. Maravillado por las obras, el papa
Bonifacio IV les liberó, en 614, de todas las cargas locales y de los delitos regionales.
En adelante, los albañiles podrán atravesar muy fácilmente las fronteras y viajar con
pocos gastos. Esta decisión papal fue muy importante; ratifica ya el carácter original
de las cofradías iniciáticas que, de 630 a 635, construyen la iglesia de Cahors cuyo
obispo, san Desiderio, es uno de los primeros constructores en piedra sillar.
Durante el dominio lombardo en Italia, un edicto que data de 643 habla de los
maestros albañiles que serían originarios de Como. Esos maestros habrían dispuesto
de amplios poderes, pudiendo pagar salarios a numerosos obreros y redactar
contratos; estaban, al parecer, a la cabeza de algunas cofradías muy independientes y
viajaban por toda Europa sin tener que dar cuentas a nadie. Después del siglo IX se
pierde el rastro de los «Maestros de Como».
Después de Italia, llega Alemania. Según una leyenda bastante extendida, la
masonería habría nacido allí en 713. Ya en sus comienzos, habría aceptado a
«especulativos», es decir, a iniciados que no trabajaban con sus manos sino que
aportaban materiales puramente intelectuales a la obra colectiva. Francia, Irlanda,
Italia, Alemania…, en numerosos países de Europa, una masonería organizada apunta
por el horizonte. Un poco por todas partes, las agrupaciones de constructores se hacen
más coherentes.
¿Qué ocurre en Francia durante el siglo VIII? Se ve aparecer el tipo de abad laico,
es decir, un superior de monasterio que no ha pasado por la vía eclesiástica. Carlos
Martel alienta esta tendencia; bajo su reinado, se empieza a hablar mucho de un
Maestro de Obras llamado Mamón Grecus, encargado de iniciar a los artesanos
franceses en la albañilería o «masonería». Directamente llegado de Oriente, habría
llevado en su equipaje el antiguo simbolismo. No se trata, a nuestro entender, de una
oposición marcada contra la Iglesia sino más bien de una voluntad de independencia
de las sociedades iniciáticas con respecto a todas las demás instituciones.
Bajo los merovingios, de 428 a 751, los artesanos se agruparon, poco a poco, en
las ciudades. La orfebrería es muy apreciada y los maestros fabrican numerosos
objetos valiosos para la corte real. Sabemos con certeza que se forman algunas
asociaciones; los hermanos son llamados entonces «convidados» y prestan juramento
de ayudarse mutuamente tanto en el plano espiritual como en el material. Celebran
banquetes rituales y nombran grandes maestros que se encargan de las relaciones con
las autoridades civiles. La Iglesia, que les había concedido el patronazgo de un santo,
les condena por intemperancia pero no toma ninguna medida concreta para dificultar
su existencia. Sin duda, algunos obreros se entregaron a excesivas borracheras que en
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nada comprometían la reputación de las cofradías. Además, la protección directa de
los reyes impedía al clero manifestaciones de hostilidad en exceso pronunciadas.
Tampoco debe desdeñarse la calumnia, puesto que las sociedades iniciáticas han sido
siempre objeto de acusaciones a cual más mendaz. Insensibles a los ataques, las
cofradías merovingias vivieron días apacibles.
En 753 estalla en Bizancio la «querella de los iconoclastas» que dura hasta 843.
Es una crisis de extremada gravedad que alcanza su punto culminante en el Concilio
de Constantinopla, donde se condena el culto a las imágenes. Se ordena la
destrucción de las reliquias, los iconos y las esculturas; pandillas de exaltados
aprovechan la decisión para desvalijar monasterios e iglesias y destruir, de forma
salvaje, las obras de arte que encuentran a su paso. El destino de las corporaciones
artesanales se ve gravemente comprometido; si las «imágenes» están prohibidas,
¿cómo va a ser posible transmitir los símbolos y mantener vivo el ideal iniciático por
medio de las obras de arte? Rechazar el objeto sagrado significa matar la civilización
que se ha ido formando lentamente. Imaginables son, entonces, las angustiadas
gestiones que los maestros de las cofradías se vieron obligados a hacer ante las
autoridades religiosas y civiles para que la decisión del Concilio de Constantinopla
fuera revisada. En 843, lo lograron: el culto de las imágenes es autorizado de nuevo,
la actividad escultórica se reanuda con total libertad.
Tal vez un gran señor de Occidente no fuera ajeno a tan afortunado cambio de
situación. Cuando Carlomagno es coronado emperador el 25 de diciembre del año
800, concibe la idea de un imperio grandioso en el que el arte, la política y la religión
no estén disociados. Dora de nuevo el blasón de los monasterios donde exige, con la
mayor diplomacia, que sean formados educadores, arquitectos y administradores.
Preñados de amor a Dios y respeto por el hombre, los monjes carolíngios acogieron a
los artesanos llegados de Oriente Próximo y el nieto de Carlomagno, Carlos el Calvo,
favorecerá la expansión de las cofradías de albañiles. El esplendor de la capilla
palatina de Aquisgrán, donde todo es símbolo y luz, resume muy bien el entusiasmo
de aquel tiempo en el que la construcción del templo convertía al artesano en un
auténtico creador.
En 876, se inicia una gran obra en la ciudad alemana de Magdeburgo. Numerosos
albañiles se habrían otorgado entonces unas Constituciones de las que no queda rastro
alguno. Pese a esta pérdida, sabemos que las abadías carolíngeas de Alemania fueron
un vivero de constructores; tendieron también un puente entre cultura oriental y
cultura occidental. En Francia, el siglo IX ve la expansión de las abadías benedictinas
que siguen la austera regla de san Benito y protegen a los artesanos sin restricción
alguna. Los benedictinos reúnen una enorme masa de textos antiguos que se refieren
a la arquitectura, la astrología, la medicina y las más diversas ciencias; los maestros
de obras, educados en semejante clima, son cada vez más instruidos y abren su
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espíritu en contacto con los monjes que dirigen su vida espiritual.
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Los esfuerzos realizados durante el período que va del siglo IV a comienzos del
siglo X se concretan de dos modos: primero, con la apertura de la primera gran
escuela de canteros en el Mont-Saint-Michel, luego con la fundación de Cluny, en
909. Cuando las obras de edificación de la enorme abadía se inician, los cluniacenses
se referirán a la enseñanza pitagórica, que conocen perfectamente, y construirán los
edificios de acuerdo con medidas simbólicas. Del geómetra griego a la gran abadía
occidental, se transmiten los secretos iniciáticos de los constructores, Esta vez, todo
está en su lugar para permitir el inicio de la época de las catedrales.
Precisamente durante el siglo X, Inglaterra procura a la masonería uno de los
relatos de su fundación. Bajo el rey anglosajón Athelstan que reino hasta 939, san
Albano hizo construir por albañiles la ciudad que llevará su nombre. Athelstan,
impresionado por la perfección de la obra, se hace iniciar y concede importantes
franquicias a sus nuevos hermanos. En adelante, podrán reunirse de modo legal y
celebrar asambleas generales con la bendición del rey, uno de cuyos hijos, Hadnano,
se niega a comer y a beber si no está acompañado por albañiles.
Otro hijo de Athelstan, Eduino, se hace geómetra y Maestro de Obras tras haber
superado todas las etapas de la iniciación masónica. Elegido Gran Maestro, funda en
York la primera Gran Logia y reúne una asamblea plenaria en 925 o 926. Todos los
años, en adelante, se celebrara una reunión semejante que la francmasonería con
temporánea sigue convocando regularmente. Eduino, por consejo de su padre, elige
tres símbolos como elementos básicos de la Orden: una escuadra de oro, un compás
de plata con puntas de oro y una llana de plata. Los dos primeros símbolos se utilizan
aún en la masonería actual, aunque no se respeten ya las materias prescritas. Por lo
que a la llana se refiere, simplemente ha desaparecido. El Gran Maestro desea
también proceder a la redacción de Constituciones propia de los masones; por un
deseo de honestidad intelectual y de rigor iniciático, reúne todos los rituales
masónicos accesibles en todas las lenguas de la época. Según la leyenda, los albañiles
de las distintas regiones del globo le mandaron escritos en griego, latín, alemán y
trances. Eduino hizo una compilación de estos documentos y dio el imprimátur a un
Libro de las Constituciones que se entregara a cada nuevo masón. Sin duda, la obra
comenzaba con esta frase: «Gran Arquitecto del cielo y de la tierra, fuente y
manantial de toda bondad que edifica de la nada su construcción visible…»; exigía a
los masones la creencia en Dios y la fidelidad al rey. Además, según un artículo
fundamental, «que ninguna logia entregue el secreto real a alguien de un modo
apresurado, sino tras madura reflexión», El aprendizaje duraba siete años, sin
derogación alguna. «Cada palabra que habéis pronunciado», decía también el Libro
de los Masones, «es un juramento y Dios os examinara según la pureza de vuestro
corazón y la limpieza de vuestras manos».
¿Realidad o leyenda? La mayoría de los historiadores no consideran seria la
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historia del rey Athelstan y de su hijo Eduino, por falta de pruebas concretas. Tal vez
los nombres y las fechas sean ilusorios, pero subsiste una certeza: en aquel siglo X de
la era cristiana, los masones se dieron un alma y algunas leyes. Pusieron fin a la
dispersión y a la diseminación de sus fuerzas, crearon una cofradía que será la
guardiana de los ritos y de la rectitud de la Orden.
Como escribe Jacques Heers, «la omnipotencia del grupo se afirma tanto en las
campiñas como en las ciudades y marca profundamente las sociedades y las
mentalidades medievales». Sí, la era de las catedrales es, ante todo, la magnificencia
de la «Cofradía» en el sentido más amplio. No debe confundirse, sin embargo,
corporaciones y cofradías; las primeras son simples asociaciones que, muy a menudo,
están desprovistas de cualquier elemento propiamente iniciático. Las segundas, sin
embargo, practican una fraternidad de naturaleza espiritual y trabajan para la gloria
del soberano arquitecto de los mundos, tanto si las forman albañiles como carpinteros
u orfebres. Mientras que en Francia estas cofradías se denominan «oficios», el
apelativo inglés es mysteries, «misterios»; ese simple detalle es bastante probatorio
de que las cofradías de la Edad Media no eran sindicatos. Profundamente
«aristocráticas», si así se quiere, sólo agrupan a artesanos muy cualificados que han
dado pruebas de sus virtudes espirituales, morales y técnicas. Desean mantener el
fulgor de una élite y no buscan el objeto en serie sino la obra maestra. En cualquier
caso, un sentimiento religioso está en el origen de la cofradía, y no una preocupación
profesional; Dios es arquitecto, pensaban los medievales, el trabajo es, pues, sagrado.
Por eso el hombre trabaja, para comulgar con la divinidad.
En las obras de las catedrales románicas y góticas, había muy pocos masones; por
regla general, se cuentan de veinte a cuarenta que tienen, a sus órdenes, a braceros y
peones. La tesis romántica según la que el pueblo en delirio edificó sus iglesias ha
prescrito hace ya mucho tiempo; tareas tan difíciles sólo podían ser confiadas a
maestros y compañeros enriquecidos por una experiencia milenaria.
El año 926 marcó el nacimiento de la Orden. El año 1150 marca su primer
apogeo. Las cofradías de albañiles se reúnen en la abadía de Kilwinning, junto al mar
de Irlanda. En aquel momento se habría producido una fusión entre la masonería
escocesa, nacida en esa región, y la oriental cuyos principales dignatarios habrían
tenido representantes en Kilwinning. En el plano histórico, los acontecimientos de
1150 (o de 1140, según algunos) son tan discutibles como los de 926; la masonería,
aparentemente, reviste más o menos de manera voluntaria ropas de leyenda,
disimulando nombres de personajes y de lugares. ¿Acaso esa práctica no ha sido
aplicada siempre por las sociedades iniciáticas? Semejante discreción tenía sin duda
razón de ser; de cualquier modo que sea, confiamos en esos relatos puesto que las
consecuencias concretas de esas grandes asambleas masónicas son visibles en los
edificios occidentales. La catedral de Puy-en-Velay, para dar sólo un ejemplo, es fruto
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evidente de una colaboración entre artesanos franceses y orientales y prueba la
realidad de la alianza establecida entre las «masonerías» nacidas en dos culturas.
De 1180 a 1285, es decir, bajo los reinados de Felipe Augusto, Luis VIII, Luis IX
y Felipe III el Atrevido, la masonería europea goza de un considerable prestigio. Ya
en 1180, el rey Enrique I de Inglaterra concede nuevos privilegios a las cofradías y
varios monarcas le imitan. Los constructores son la punta de lanza de la civilización;
de la inmensa catedral al objeto más sencillo, crean una imagen del mundo de rara
belleza. Ciertamente, se produjeron algunas escaramuzas durante esta edad de oro;
hacia 1230, por ejemplo, algunos eclesiásticos dan a los albañiles la orden de cortarse
la barba y el pelo. Éstos se niegan en redondo y cierran algunas obras;
inmediatamente, las ciudades afectadas por la medida se ven amenazadas por la
recesión económica. La Iglesia es obligada a ceder y los albañiles lucen, cada vez con
mayor frecuencia, un abundante sistema piloso en recuerdo de aquella victoria moral.
En 1244 se produce la pira de Montsegur y el exterminio de los cátaros. La región de
Toulouse contaba con muchos albañiles y carpinteros que estaban más o menos
vinculados a los herejes. Quedan escandalizados ante aquel exterminio pero no
pueden intervenir, tanto menos cuanto que san Luis se muestra muy favorable a las
asociaciones de constructores.
En 1275 se inicia el gran congreso masónico de Estrasburgo. Erwin de Esteinbach
es Maestro allí; con el acuerdo de los demás Maestros de Obras, decide reanudar los
trabajos en Estrasburgo para erigir una de las más hermosas catedrales de la Edad
Media. La ciudad es entonces el centro principal de la francmasonería. El visitante
atento que descifre las esculturas de Estrasburgo descubrirá en ellas una muy densa
enseñanza masónica.
Antes de examinar detalladamente las estructuras de las cofradías masónicas,
debemos interrogarnos sobre la actitud que la Iglesia adoptó para con ellas. Dos
corrientes coexistían en el cuerpo eclesiástico; la primera desconfiaba de aquellos
grupos de tendencia iniciática que, aun respetando la fe cristiana, transmitían
símbolos e ideas poco ortodoxas a menudo. Por ello, el Concilio de Rúan, en 1189,
condena las cofradías masónicas por sus reuniones secretas, por sus ritos que sólo son
revelados a algunos y por sus particulares juramentos. De 1214 a 1326, seis nuevos
concilios aprueban esta condena que, curiosamente, no es seguida de efectos.
La segunda corriente era más fuerte; los papas Nicolás III, en 1277, y Benedicto
XIII, en 1334, conceden franquicias a los albañiles, que son también liberados de
numerosas obligaciones materiales por las municipalidades. En 1129, el obispo de
Estrasburgo concede su protección oficial a los constructores y da así ejemplo a
buena parte de la cristiandad.
Como hemos visto, existieron numerosos hombres de Iglesia entre los primeros
arquitectos. Detentadores de la cultura antigua gracias a los monjes copistas,
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conocían los secretos de los viejos «Colegios» y pensaron que su contenido era lo
bastante rico como para ser transmitido a las generaciones posteriores. Un maestro
artesano como san Eloy mantuvo contacto con las asociaciones iniciáticas de los
godos y los burgundios, cuyo mensaje formuló en términos específicamente
cristianos. El monje Gerberto de Aurillac (938-1003), que fue el primer papa francés,
fue también astrólogo y alquimista; inventor de los órganos hidráulicos, apasionado
por todos los problemas de arquitectura y mecánica, se interesó mucho por las
actividades esotéricas de las logias. Gerberto de Aurillac no es un eclesiástico
excepcional en la Edad Media; podríamos citar muchos otros que se movían en
semejante clima intelectual, como aquel abad Guillermo que desempeñó la función
de Maestro de Obras en el monasterio de Hirschau en la Selva Negra, durante el siglo
XI; creó allí una verdadera escuela de albañiles.
En el siglo XII, el más modesto de los grupos se funda sobre una base religiosa.
Para que una asamblea de hombres tenga una posibilidad de vivir en paz necesita, por
lo demás, la autorización oficial o tácita de la Iglesia. No olvidemos que las capillas
albergan, a veces, reuniones masónicas y que las abadías cistercienses acogían
talleres secretos donde los canteros y carpinteros aprendían su oficio; en grandes
escuelas de pensamiento, como Laon o Chartres, los obispos y los abades trabajaban
de común acuerdo con los maestros de obras. A ello debe añadirse el hecho de que la
Iglesia era el único poder capaz de asegurar la financiación de las obras, al menos al
comienzo de la era de las catedrales. Los monarcas y el pueblo participaban en ellas,
es cierto, pero sin los denarios eclesiásticos pocas catedrales habrían visto la luz. Si
no existía un profundo acuerdo entre los constructores y la Iglesia, ésta no habría
aceptado confiarles grandes sumas de dinero para la construcción de los edificios.
La Iglesia avala a la masonería de otros muchos modos; en el blasón de los
carpinteros, se ve a Jesús llevando un compás y trazando un boceto en un pergamino
que sujeta san José. En el blasón de los canteros está grabado un Cristo de oro
resucitando en una montaña del mismo metal sobre fondo de azur.
En los cuentos llamados «populares», que son casi todos reflejo de una
elaboración erudita, los francmasones son considerados seres excepcionales que
sirven, en primer lugar, a la religión. En la región de Nantes se afirmaba que un
cantero había abierto la losa que cubría la tumba de Cristo. Un albañil se había
encargado de demoler las paredes para que el alma del Señor pudiera regresar al
cielo. En el Delfinado, se decía que Satán en persona había querido ser albañil. El
maestro le acogió con amabilidad y le dio el estatuto de «hermano sirviente»,
ofreciéndole una ensaladera para que sacara agua. Satán fracasó varias veces y
abandonó definitivamente la corporación, pues el oficio de albañil era demasiado
duro para él.
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se presentan tres zapateros
pidiendo hablar
con el señor de las tinieblas.
El señor le responde
con aire muy colérico:
creo que el infierno
sólo está hecho para vosotros.
Así, el albañil es considerado como un santo laico que gana el paraíso, aquí abajo,
con su trabajo. A pesar de algunas críticas referentes al carácter secreto de las
asociaciones iniciáticas, la Iglesia se veía obligada a glorificar a los masones que
levantaban sus templos y le ofrecían un inestimable atavío de catedrales e iglesias.
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Intentemos familiarizarnos más aún con esa masonería primitiva, heredera de los
misterios de la antigüedad. Se define como un «Arte Real», es decir, como la
posibilidad de vivir en la realeza del espíritu. Los albañiles forman un gran cuerpo
«católico», universal, donde cada cual aprende los secretos del oficio y recibe una
transmisión espiritual. Ante todo, hay que viajar, ir de obra en obra, recorrer toda
Europa, cruzar las fronteras y llegar, a veces, al Próximo Oriente. Los constructores
son hombres libres que se desplazan sin cesar y van donde se les necesita; por eso
obtienen una independencia de hecho, aunque no esté codificada de un modo riguroso
en textos legislativos. El arte de la Edad Media, gracias a los masones, es
internacional. Los estilos se confrontan sin mezclarse, los pensamientos se armonizan
sin oponerse puesto que todo pasa por el filtro de la fraternidad que no tiene en
cuenta la raza ni el rango social. Según el poeta Milosz, el título de «Noble viajero»
es el del iniciado que cruza el tiempo y el espacio sin instalarse nunca. En la
francmasonería contemporánea, una de las preguntas rituales que puede hacerse a un
masón para comprobar su calidad sigue siendo: «¿De dónde venís?».
Estos infatigables viajeros crearon un lugar de reunión, la «Logia de los Albañiles
(o de los Masones)». Era una construcción cerrada y cubierta que, la mayoría de las
veces, albergaba de doce a veinte albañiles. Se estima por lo general que la primera
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Logia apareció hacia 1212, en Inglaterra, y que la primera Logia francesa se
construyó en Amiens, en 1221. Esas fechas no deben engañarnos; es evidente que
semejantes logias existieron en las civilizaciones antiguas y que los constructores de
la Edad Media las utilizaron mucho antes del siglo XIII. Sabemos, por ejemplo, que la
catedral Saint-Gatien de Tours comprendía, en el siglo XII, una «cámara de los
metales» instalada en la torre norte; esa estancia servía de taller para los
constructores.
Las logias se levantaban a menudo a lo largo de los muros de las catedrales. Eran
unas veces de madera, otras de piedra. La Iglesia las protegía de la policía y de las
autoridades civiles, estando la entrada estrictamente prohibida a los no masones. Los
constructores almacenan allí las herramientas y las «buenas piedras» que se
integrarán en el edificio o servirán para los escultores; al fondo de la logia, está la
«cámara de los trazos» que se reserva a los maestros y a sus discípulos. Allí se
enseñan los secretos de la geometría pitagórica y de la Divina Proporción, allí los
maestros instalados forman a los jóvenes arquitectos que van a sucederles. En la logia
se celebran las ceremonias de iniciación y los banquetes rituales; poco a poco, el
modesto edificio irá ampliándose y la logia será dividida en varias estancias: templo
masónico, refectorio, almacén, biblioteca. La Casa de la Obra, en Estrasburgo, es una
excelente ilustración de una logia completa, con sus numerosas subdivisiones.
En la logia encuentra el iniciado la herramienta sagrada, declaraba el compañero
Olivier; es el templo donde se crea por el trabajo que corporiza la Fe, puesto que la
Fe espiritualiza el trabajo. A menudo, la logia masónica se comparó al atanor
alquímico donde el iniciado deposita sus potencialidades para que la comunidad
iniciática las haga reales y «operativas». «Masón» («albañil») es un término corriente
que no sorprende a nadie; «francmasón» es una expresión más curiosa que exige
algunas explicaciones. El francmasón es el «escultor de la piedra franca», es decir, de
la piedra que puede tallarse y esculpirse. Algunos historiadores piensan que el
término «franc» («franco») alude a las franquicias locales y municipales de las que
gozaban los albañiles; sin rechazar esta interpretación, suponemos que el «albañil
franco» es, sobre todo, el artesano más hábil y el más competente, el hombre libre de
espíritu y que se libera de la materia por su arte. Más aún que el albañil, la propia
piedra es libre puesto que ofrece un material a la futura obra maestra de la escultura o
la arquitectura. En muchos textos medievales, el francmasón se opone al albañil basto
que no conocía la utilización práctica y esotérica de los compases, las escuadras y las
reglas.
El Libro de los oficios de Étienne Boileau, preboste de los mercaderes de París,
data de 1268. Hace un censo de las corporaciones existentes y da un bosquejo de sus
reglas de vida. Nos dice que los albañiles tienen un secreto que les es propio, sin
proporcionar más precisiones; los maestros, durante su recepción ritual, prestan un
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juramento y se dirigen a la morada del Gran Maestro de la Orden donde se celebra un
banquete.
Otras fuentes de información muestran que los antiguos reglamentos de los
francmasones medievales son extremadamente concisos y no caen en la verborrea
filosófica de la masonería tardía. Se exige la fe en Dios y el respeto por las reglas
comunitarias; lo más importante son las «costumbres», es decir, las reglas no escritas
que renacen cada día en la obra. Era, por lo demás, habitual destruir las actas y los
papeles administrativos que no tenían demasiada importancia al modo de ver de los
constructores. Consideramos vana empresa buscar un antiguo manuscrito donde estén
consignadas las leyes de los antiguos albañiles; su verdadero lenguaje es el de la
piedra, es la catedral portadora de esculturas simbólicas. Los famosos landmarks, que
serán objeto de interminables querellas a partir del siglo XVIII, sólo eran en su origen
las marcas geométricas que fijaban en el suelo el centro y los ángulos del futuro
edificio. Colocar los landmarks supone crear la implantación del templo y no
componer reglamentos administrativos. La verdadera regla es la vida comunitaria con
sus pulsaciones, renovadas siempre, su disciplina que descansa en el sentido del
deber y el de la eficacia. De un modo muy esquemático, podríamos decir que la gran
regla de la antigua masonería es el respeto al maestro ya acreditado y que sabe
construir una catedral.
Otro elemento capital de la Regla es la buena conducta durante las comidas.
Comportarse bien en la mesa es respetar a cada hermano y manifestar la propia
armonía interior. El iniciado que se comporta correctamente en estas circunstancias
tiene un pensamiento justo y practica el autodominio; es capaz de recibir y emitir la
«palabra secreta del albañil», ese misterioso término que demuestra su pertenencia a
la Orden.
Los tipos de faltas que suelen ser sancionadas son muy reveladoras; puede ser
apercibido con una multa el albañil que estropea una piedra, quebranta la regla de
vida o no lleva a cabo la obra emprendida. Paga una suma de dinero más o menos
importante a un fondo común que servirá para la compra de herramientas o para
ayudar a los hermanos en dificultades. Esa antigua masonería, profundamente
humana, no tolera debilidad alguna en el trabajo.
Su aspecto esotérico, tangible ya por medio de las catedrales, es del todo evidente
cuando se conocen los dos patronos de la cofradía, san Juan Bautista y san Juan
Evangelista, ayudados en esta tarea por san Blas y santo Tomás. El Bautista, dice una
secuencia del siglo XIII, vio lo invisible y lo desveló a los hombres. Admirando la
rueda del verdadero sol, mandó a la naturaleza transformando las piedras brutas en
piedras preciosas. Vestido con el hábito rojo, como los maestros masones escoceses,
ofrece a los fieles el pan de la inteligencia. El autor de la secuencia añade que
escribió un Evangelio, confundiéndolo voluntariamente con Juan el Evangelista. Éste
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comulga con la Luz y los acontecimientos legendarios de su vida son referencias muy
claras a la francmasonería. Juan es alquimista y consolida las partes quebradas de las
piedras: hijo de una viuda, como todos los iniciados, fue el primer maestro de la
Orden masónica y dirigió las ceremonias de los grandes misterios. Bebió una copa de
veneno sin que le afectara, al igual que el aprendiz masón bebe una copa de
amargura. Además, la tierra de su tumba se mueve como si siguiera la respiración de
nuestro globo; en algunos relatos, el túmulo funerario que alberga el cuerpo de maese
Hiram está animado también. Si queréis tener éxito en todas vuestras empresas, dice
un proverbio, recoged las hierbas del día de san Juan. Los francmasones festejan
desde la Edad Media el nacimiento del sol interior en el san Juan de invierno y el
apogeo de la luz espiritual en el san Juan de verano; conmemoran el recuerdo del
apóstol Juan que hacía oro con su varita, al igual que el Venerable intenta transformar
a los iniciados virtuales en iniciados reales con la ayuda de su mazo. La
francmasonería está siempre presente como una tradición «juanista», paralela a la
tradición de la Iglesia de Pedro.
Protección de la Iglesia, leyes particulares, existencia de santos patronos: la
francmasonería de la Edad Media es un organismo sólido, capaz de suscitar
vocaciones duraderas. ¿Sobre qué descansa su enseñanza? En primer lugar, sobre una
formación larga y rigurosa. El aprendizaje dura siete años durante los cuales el joven
masón se inicia en la técnica y en el alma de todos los gremios; lleva a cabo luego
una vuelta a Francia, de logia en logia, para codearse con el máximo de masones y
ampliar su conocimiento de la vida. Se convierte realmente en masón cuando
presenta una obra maestra ante una asamblea de maestros. Culminar un aprendizaje
es, esencialmente, saber servir a la comunidad y conocer las actitudes rituales
interiores y exteriores que hacen al hombre consciente de sus deberes; el buen
aprendiz ama y respeta la herramienta que le sirve para perfeccionar la materia y
perfeccionarse a sí mismo. En cuanto penetra en una obra, se le pide que saque las
herramientas de la caja al comenzar el trabajo y que las limpie por la noche; las
contempla, pero no tiene todavía derecho a utilizarlas. Cuando haya percibido en su
carne toda la nobleza de la herramienta, podrá tomarlas con rectitud en sus manos.
Por lo que se refiere al maestro albañil, ese inmenso personaje de la época
medieval, se encarga de dirigir la logia y de orientarla hacia la Luz. Es el sabio,
sucesor del rey Salomón cuya cátedra ocupa; a cada nuevo iniciado, repite esta frase:
«Quien quiera ser maestro puede serlo, siempre que sepa el oficio». Y el aprendiz
sueña con igualar a Pedro de Montreuil, el Príncipe de los Albañiles, o al Maestro
Geómetra Colin Tranchant que construyó Saint-Sernin de Toulouse.
El Maestro de Obras, tras los años de aprendizaje y los años de viaje, pasa dos
años más en la cámara de los trazos donde se le revelan claves técnicas y simbólicas
de la construcción. Ningún maestro de la Edad Media revelo el secreto. A nosotros
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nos corresponde contemplar las catedrales y comprender su ordenamiento y su
significado.
La Obra que dirige el Maestro designa el conjunto formado por la construcción y
la cofradía de los albañiles; vela por la perfección de los esbozos por el riguroso
tallado de los sillares y sigue con la mayor atención todas las etapas de la
construcción. Con los demás maestros de obras, mantiene la unidad del cuerpo de
élite de la francmasonería; en estas reuniones, temas como la alquimia, la astrología y
la teología están a la orden del día. Puesto que las Sagradas Escrituras y las ciencias
herméticas proporcionan a los escultores la sustancia iconográfica, los maestros
estudian estos campos sin cesar. En la logia, el maestro se adosa al este,
identificándose con la luz naciente que ilumina a los miembros de la cofradía.
En el plano material, se advierte que la condición social del arquitecto es
excelente a partir del siglo XI. Gozan de una reputación favorable entre el pueblo y
reciben ventajas por parte de los monarcas y de los eclesiásticos. Ante todos, el
maestro aparece vestido con una larga túnica y tocado con un gorro ritual. Esos
guantes cubren sus manos, de acuerdo con una costumbre instaurada por
Carlomagno. Sus emblemas son la escuadra, el compás, la plomada y la regia
graduada; con su largo bastón, camina con paso sereno hacia la próxima obra. Un
Maestro de Obras, en efecto, nunca termina de construir; a pesar de su gloria y de su
prestigio, respeta una sorprendente regla de humildad: tras haber dirigido la
construcción de un monumento, se coloca a las órdenes de otro Maestro para
ayudarle en sus trabajos. Terminado este tiempo de obediencia, retoma la dirección
de una nueva obra.
El presidente de una logia masónica contemporánea se denomina «Venerable
Maestro»; ese austero titulo es muy antiguo, puesto que era ya llevado por los abades
del siglo VI. Las Logias, como se sabe, encontraron a menudo refugio en los
monasterios cuyo abad era Maestro de Obras y recibía de sus hermanos el título de
«Venerable hermano» o de «Venerable maestro».
Este detalle nos lleva al examen de la jerarquía masónica en la Edad Media. No
olvidemos que el término «jerarquía» designaba primitivamente la arquitectura de los
distintos coros de ángeles que la humanidad debía reproducir en la tierra. La
estructura masónica comprendía tres «grados»: aprendiz, compañero constructor y
Maestro de Obras. Al aprendiz le correspondía el trabajo de colocador de piedras, y al
compañero constructor, el de tallador, valiéndose para ello de un mazo o un cincel. El
Maestro, por su parte, terminaba las esculturas más difíciles o rectificaba la obra
imperfecta.
En las obras, el Maestro era ayudado por un «vocero» o «hablador» que
transmitía a los compañeros las órdenes de aquél. Siendo su ayudante directo, da las
piedras a los escultores cuyo trabajo vigila; el hablador abre la obra por la mañana, la
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cierra al anochecer tras haber comprobado que todo está como corresponde. Cuando
desea dar una orden, da dos golpes en una tablilla colgada en la logia; si se oyen tres
golpes, es que el Maestro en persona se dispone a hablar. Según otras fuentes, habría
tres tablillas tras el vigilante: una de 36 pies, utilizada para nivelar; la segunda de 34,
para achaflanar; la tercera de 31, para medir la tierra. El oficio de «hablador» es, en
realidad, una muy estricta preparación para el cargo de Maestro de Obras.
Los rituales iniciáticos de los francmasones medievales nos son aún muy poco
conocidos; se sabe que el nuevo iniciado prestaba un juramento y que se
comprometía a guardar en secreto lo que viera y escuchara. Durante la ceremonia se
le comunicaban los signos de reconocimiento que utilizaría en sus viajes. El Maestro
resumía para el novicio la historia simbólica de la Orden y le explicaba el significado
del oficio, insistiendo especialmente en los deberes del hombre iniciado. Todos los
símbolos de los masones eran comentados: el delantal, las herramientas, las dos
columnas, el arca de la alianza, etc. El momento más importante de la ceremonia era
aquél en el que se creaba un masón: arrodillado ante el altar, el futuro masón ponía su
mano derecha sobre el libro sagrado que sostenía un anciano; el maestro oficiante leía
las obligaciones de los francmasones y anunciaba solemnemente el nacimiento de un
nuevo hermano.
Vale la pena recordar un rito de bienvenida, pues se ha conservado, poco más o
menos, en la masonería actual. Cuando el masón itinerante se presenta en las puertas
de una logia, pregunta: «¿Trabajan masones en este lugar?», golpeando por tres veces
la puerta. En el interior del lugar cerrado cesa cualquier actividad, y uno de los
masones presentes abre la puerta tras haberse apoderado de un cincel. Intercambia
una contraseña con el recién llegado y le hace cierto número de preguntas rituales
cuyas respuestas deben ser aprendidas de memoria. Este «catecismo» de los
francmasones sigue practicándose y constituye, incluso, la parte esencial de la
enseñanza impartida al aprendiz francmasón contemporáneo. Si el hermano visitante
responde correctamente a las preguntas, el tejero (es decir, el masón encargado del
interrogatorio) se da con él un apretón de manos. Al entrar en la logia, el visitante
declara: «Saludos al Venerable Masón». «Que Dios bendiga al Venerable Masón»,
responde el Maestro del lugar. «El Venerable Masón de mi logia os manda saludos»,
prosigue el visitante. Ocupa entonces su lugar en las «columnas», es decir, las hileras
de asientos donde se instalan los masones, y toma parte en la ceremonia.
La iniciación comprendía las pruebas de la tierra, el agua, el aire y el fuego cuya
presencia hemos comentado en varias cofradías de la antigüedad; la iniciación al
grado de Maestro descansaba sobre el mito del arquitecto asesinado que analizaremos
detalladamente en la tercera parte de esta obra.
Entre los símbolos caros a los francmasones, hay que citar primero los laberintos
que son verdaderas rúbricas iniciáticas. Fueron destruidos, en su mayoría, a partir del
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siglo XVII; los que subsisten están muy a menudo ocultos por sillas que impiden sentir
el inmenso impulso de las bóvedas. En el centro de los laberintos figuraba, por lo
general, el rostro de uno o varios maestros de obras que encarnaban el alma de la
cofradía masónica que había construido la iglesia.
La escalera de caracol, que puede verse en numerosas torres de catedrales, fue un
importante símbolo de la masonería medieval; aludía a la necesidad de evolucionar
en torno a un eje central, de seguir las volutas de la existencia humana sin perder
nunca de vista una referencia sagrada. A lo largo de esas escaleras o en los pilares, se
encuentran marcas de constructores y signos lapidarios que son, unas veces, firmas de
escultores, otras, restos geométricos que ofrecen claves de proporciones. Esas marcas
existían ya en la más alta antigüedad; en las paredes del templo egipcio de Medinet-
Habu, que data de la XVIII Dinastía, se ve la estrella de cinco puntas, la cruz de San
Andrés, un armonioso trazado de un plano de templo, un cuadrado largo (es decir, un
rectángulo de 1 por 2 que es, hoy todavía, el símbolo de la logia masónica).
Los albañiles de la Edad Media poseían tres «joyas» inmutables que definían la
naturaleza de los tres grados de la iniciación. La piedra bruta era la primera «joya»,
reservada a los aprendices; la segunda era la piedra cúbica de punta, reservada a los
compañeros; la tercera, la tabla de trazo, reservada a los maestros. En la
francmasonería contemporánea, la piedra en bruto sigue siendo el símbolo de los
aprendices; pocas veces se emplea la piedra cúbica con punta y la tabla de trazo,
desgraciadamente, se olvidó con el paso de los años.
La gran «reserva» simbólica de la masonería medieval es, esencialmente, el
repertorio iconográfico de los capiteles esculpidos. Allí encontramos el pelícano, el
fénix y el águila de dos cabezas que se honran en los altos grados masónicos; todas
las actitudes rituales del escultor iniciado se representan en la piedra o en la madera,
todos los objetos sagrados de los albañiles son visibles en las iglesias y las catedrales,
todos sus secretos espirituales y técnicos son accesibles aún gracias al lenguaje del
símbolo.
El término de «símbolo», que sin duda es el mejor camino para comprender la
mentalidad medieval, nos da ocasión para abordar un tema delicado: las relaciones de
la francmasonería medieval con otra gran sociedad iniciática de aquel tiempo, la
orden caballeresca de los templarios. Como demostró el historiador Paul Naudon, la
epopeya de las catedrales se debió a la acción conjunta de la Iglesia, los templarios y
los francmasones. Puesto que la masonería del siglo XX reivindica de buen grado su
ascendencia templaría, es necesario examinar esta afirmación.
Es sabido que, según la leyenda, los nueve fundadores de la Orden encontraron en
los cimientos del templo de Jerusalén un cofre en el que se ocultaba un manuscrito de
inestimable valor; éste relataba el procedimiento empleado por el rey Salomón para
realizar la Gran Obra alquímica. Poco después de su nacimiento, en 1118, la orden
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del Temple tuvo una gran actividad arquitectónica; recurrió a los albañiles y los
protegió de un modo constante. En cada comandancia había un maestro arquitecto
que velaba por los derechos de franquicia concedidos a todos los obreros que
solicitaban la hospitalidad del Temple. En 1268, maese Fouques del Temple es, a la
vez, templario, francmasón y maestro carpintero del rey; es el vivo símbolo de una
unión total. Además, en 1155, casi todas las logias inglesas eran administradas por el
Temple. El 19 de marzo de 1314 tiene lugar la ejecución de Jacques de Molay, que
supone la muerte oficial de la orden templaría. ¿Qué se reprochaba a esos caballeros?
Esencialmente que mantuvieran cultos heréticos y se entregaran a prácticas sexuales.
Son las calumnias habituales que aparecen sin cesar cuando se ataca a las sociedades
iniciáticas. De hecho, Felipe el Hermoso había visto cómo su solicitud de admisión
era rechazada por los maestros templarios, y su vanidad de tirano, acompañada por
una imperiosa necesidad de dinero, desembocó en los actos criminales conocidos por
todos. Además, los templarios no revelaban a la Iglesia romana el secreto de sus
asambleas; los «capítulos» del Temple interior se reunían por la noche y no se
confundían con las asambleas que administraban los inmensos bienes materiales de la
orden.
Solo hemos conservado algunos retazos de la iniciación templaría. Antes de la
entrada del neófito, el maestro del lugar preguntaba a los hermanos: «¿Queréis que le
hagamos venir por Dios?»; a eso responden: «Hacedlo venir por Dios». Cuando el
neófito entra en el templo, todos los iniciados se vuelven hacia él y le preguntan:
«¿Os halláis todavía en vuestra buena voluntad?»; fórmula que la francmasonería
transformara ligeramente preguntando al profano si es libre y de buenas costumbres.
«Requerís algo muy grande», dice el maestro al postulante, «pues solo veis la corteza
de nuestra orden. Ignoráis los duros mandamientos de nuestra sociedad, pues es duro
que vos, que sois dueño de vos mismo, os hagáis siervo de otro». Durante la
ceremonia, una pregunta reaparece vanas veces: «¿Sois de buena voluntad?». Y todas
las veces el postulante se compromete más y manifiesta su deseo de proseguir.
El instante supremo es el de la «creación» del nuevo templario. El maestro se
dirige entonces a los hermanos: «Si entre vosotros hubiera alguno que conoce en él
(el postulante) algo que le impida ser un hermano según la Regla, que lo diga; pues
mejor sería que lo dijese antes que cuando haya acudido ante nosotros». Esta fase
ritual se conserva íntegramente en la iniciación masónica contemporánea.
Los templarios empleaban ya la calavera que se encuentra en el «gabinete de
reflexión» de los masones, honraban de modo particular una piedra procedente del
cielo que puede confundirse con la piedra cúbica del compañero masón. Además,
cuando el iniciado templario pasa por encima del crucifijo, lleva a cabo un acto
análogo al del maestro masón cuando pasa por encima del ataúd de Hiram. El Gran
Maestre de los templarios se afirma, por lo demás, como arquitecto, puesto que posee
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el ábaco, el bastón sagrado de los constructores. La fiesta del solsticio del san Juan de
invierno reúne a templarios y francmasones, y los grandes maestros de ambas órdenes
encienden personalmente las hogueras rituales.
Es del todo cierto que templarios y francmasones mantuvieron estrechos vínculos
durante la época medieval. Tras la destrucción de la orden del Temple, algunos
afirmaron que los templarios habían escapado de la matanza. Varios hermanos se
habrían refugiado en Escocia, cerca de Heredom, donde fueron recibidos con alegría
por los caballeros de san Andrés del Cardo. En nuestros días, el Rito Escocés
Rectificado reivindica a los templarios que habrían creado ese rito masónico en
Heredom, hacia 1340. Según otros relatos, el rey escocés Bruce habría acogido en su
corte a los templarios supervivientes y fundado en su honor la orden del Cardo, hacia
1313. En su obra Del régimen de estricta Observancia, el masón de Hund resume en
estos términos la leyenda que une los templarios con los masones: «Tras la catástrofe,
el Gran Maestro provincial de Auvernia, Pierre d’Aumont, huye con dos
comendadores y cinco caballeros. Para no ser reconocidos se disfrazaron de obreros
albañiles y se refugiaron en una isla escocesa donde encontraron al gran comendador
Georges de Harris y a varios hermanos más, con los que decidieron continuar la
orden. Celebraron, el día de san Juan de 1313, un capítulo en el que Aumont, el
primero de su nombre, fue nombrado Gran Maestro. Para evitar las persecuciones,
tomaron prestados símbolos del arte de la albañilería y se denominaron albañiles
libres». La nueva orden se extendió entonces por Inglaterra, Alemania e Italia.
Los nombres y las fechas, una vez más, deben ser puestos en duda, y numerosos
historiadores rechazan la ascendencia templaría de la francmasonería. Cierto es, sin
embargo, que algunos templarios prosiguieron la Obra iniciada y se refugiaron en las
cofradías de albañiles a los que habían protegido cuando eran poderosos. La identidad
de puntos de vista y la comunidad de los símbolos eran serios motivos de
aproximación. Además, la filiación templaría es una realidad viva para muchos
masones que recuerdan las palabras pronunciadas por su hermano Ramsay en el siglo
XVIII: «Los cruzados [que se identifican aquí con los templarios], reunidos de todas
partes de la cristiandad en Tierra Santa, quisieron unir en una sola confraternización a
los súbditos de todas las naciones. El nombre de francmasones no debe ser entendido,
pues, en un sentido literal, grosero y material… Qué agradecimiento se debe, pues, a
esos hombres superiores que, sin grosero interés, sin ni siquiera escuchar el natural
deseo de dominar, imaginaron un establecimiento cuyo único objetivo es la reunión
de los espíritus y los corazones, para hacerlos mejores, y formar, en el transcurso de
los tiempos, una nación del todo espiritual».
Llegados ya al final de este capítulo en el que hemos intentado hacer revivir
algunos de los aspectos de la francmasonería en la Edad Media. Es hora de sacar
algunas conclusiones de esta investigación, recordando los principios esenciales de la
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Orden masónica en la cima de su gloria y de su genio; tendremos así puntos de
referencia para mejor comprender la ulterior revolución de la Orden.
El albañil, el masón, de la Edad Media, entra en una cofradía cuyo objetivo
principal es construir un templo de piedra destinado a recibir la asamblea de los
fieles. Construyéndolo, el iniciado aprende también a construir un templo espiritual
que nunca estará acabado. En el interior de la Orden no hay disociación entre el
espíritu y la mano, entre los «pensadores» y los «manuales»; el Maestro de Obras es
el símbolo viviente de esta unidad.
Para el masón, el universo es una gigantesca obra donde se encuentran todos los
materiales indispensables para la erección de la catedral. A él le toca saber utilizarlos
y realizar la Obra más hermosa que ofrecerá a Dios y no a los hombres. «Todos los
ritos de la masonería», escribió Jules Romains, «giran en torno a la idea de
construcción. Si habéis comprendido eso, lo habéis comprendido todo». El masón, en
efecto, no cree en el «buen salvaje»; a su juicio, el oficio es necesario para la
culminación del alma, el trabajo es la mejor aproximación a lo divino. Pero no se
trabaja de cualquier modo; para reconstruir al hombre edificando una iglesia, hay que
estar iniciado y percibir el sentido de los símbolos.
«Dios escribe derecho con renglones torcidos», dice un proverbio masónico que
anuncia los descubrimientos de Einstein. Por eso la vida del masón es una espiral que
se desarrolla hasta el infinito, una curva armoniosa que une el cielo y la tierra. El
buen masón es el que tiene «el compás en el ojo», ese ojo de Luz que está siempre
situado por encima del Venerable Maestro del lugar, en las logias actuales.
Según la francmasonería, tres obras deben realizarse aquí abajo: prolongar la
Obra de Dios llevando a la existencia lo que antes no era; por ejemplo, hacer surgir
una catedral de la nada. Luego, prolongar la obra de la naturaleza revelando a los
hombres lo que estaba oculto; por ejemplo, traducir a símbolos las ideas iniciáticas
vividas en el secreto de los templos. Finalmente, crear de acuerdo con las leyes de la
Maestría, es decir, unir lo que estaba separado y separar lo que estaba mal unido. El
Maestro de Obras es aquél que consigue realizar esas tres obras gracias a las
enseñanzas de la francmasonería. Podemos recordar ese hermoso diálogo de
constructores que evoca, perfectamente, el estado de ánimo de los masones o
albañiles medievales (escrito por el compañero La Gaieté-de-Ville-bois):
—«Compañero en la torre,
¿de dónde vienes día tras día?»
—«Vengo de las profundas tinieblas
donde se debate nuestro viejo mundo,
donde todo es frío, hostil y negro.»
—«Compañero en la torre,
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¿qué ves tú día tras día?»
—«Veo las sublimes obras maestras
de grandes obreros anónimos,
los buenos compañeros de antaño,
quienes trabajaban con alegría
y nos han abierto la Vía
Porque poseían la Fe.»
—«Compañero de la torre,
¿qué haces día tras día?»
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9
EL DECLIVE DE LA ANTIGUA MASONERÍA
(SIGLOS XIV-XVIII)
La gran Edad Media, la de las catedrales, muere con el siglo XIV. Ciertamente, se
construyen aún iglesias, se esculpen obras maestras, se transmite todavía una
enseñanza iniciática por medio de las «imágenes». Pero el estado de ánimo cambia a
partir de la desaparición de los templarios; los francmasones no gozan ya de una
protección tan poderosa y en adelante tendrán que enfrentarse con las autoridades
civiles y religiosas sin la mediación de la orden caballeresca asesinada. El siglo XIV
ve el nacimiento de la burguesía reconocida como valor social, del comercio
capitalista y de la guerra en estado endémico. Algo se ha roto en el alma de los
europeos, y aparecen las desgracias: epidemias y hambrunas siegan numerosas vidas,
cierta animosidad perturba las relaciones humanas.
De hecho, se inicia una gran crisis religiosa; cada vez se cree menos en las
enseñanzas de la Iglesia, pues demasiados sacerdotes traicionan sus deberes y no
respetan el Evangelio. ¿Cómo encontrar una nueva moral en un mundo donde el
dinero y la ambición comienzan a ocupar el primer lugar? El espectro de la muerte
aparece en la iconografía, ha llegado el tiempo de vivir como apetezca.
Poco tiempo después del suplicio de Jacques de Molay, en 1314, el Parlamento de
París proclama un decreto inspirado por Felipe el Hermoso: el cargo de carpintero
real es suprimido, pues quienes lo ocupaban tenían siempre vínculos con el Temple.
Los Francmasones no tienen, pues, ya, representante oficial en el seno del gobierno.
Como una catástrofe nunca viene sola, disensiones internas agitan a las cofradías; en
1322, algunas logias se convierten en cismáticas. Sabemos muy poca cosa de estos
acontecimientos e ignoramos la causa de esta escisión.
En abril de 1326, el Concilio de Aviñón propina un nuevo golpe a los masones:
condena secretamente a las cofradías profesionales por su voluntad de secreto, sus
signos particulares, sus contraseñas, su lenguaje esotérico y sus símbolos. La
fraternidad iniciática disgusta mucho a los miembros del consejo; crea un «círculo
cerrado» en el seno de la cristiandad. En el colmo de la herejía, los masones eligen a
maestros que dirigen la comunidad sin preguntar la opinión de la Iglesia y según
principios espirituales que no están por completo de acuerdo con el dogma. Las
grandes fiestas anuales de los masones compiten con las fiestas religiosas y apartan a
los buenos cristianos de la ortodoxia. Esta vez, la amenaza es seria; la sociedad
medieval se descompone progresivamente y la Iglesia no tiene ya confianza, al
parecer, en las cofradías que le han ofrecido un magnífico atavío de catedrales,
abadías y monasterios.
Mientras que el conflicto entre la Iglesia y la francmasonería parece inevitable, el
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papa Benedicto XII aparta de pronto esas sombrías perspectivas. En 1334, confirma
todos los privilegios anteriormente concedidos a los albañiles e ignora de modo
deliberado las condenas de los concilios. En 1363, Raymond du Temple se convierte
en Maestro de Obras del rey Carlos V; lo seguirá siendo hasta 1405 y sabrá ganarse la
confianza del monarca, del que fue incluso consejero y amigo. Muy escrupuloso
masón, Raymond du Temple obtuvo, para la cofradía, ser escuchado en la corte real y
cumplió su función de Gran Maestro con una nobleza que impresionaba
favorablemente; arreglaba todos los conflictos acaecidos en el interior de la Orden,
tanto si se trataba de un problema esencial, como la elección del plano de un edificio,
como si era una nadería, como una pelea entre dos masones.
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Sin duda gracias a Raymond du Temple, la masonería francesa atravesó la
segunda mitad del siglo XIV sin topar con el poder y obtuvo encargos suficientes para
hacer vivir al conjunto de los miembros de la cofradía.
Hacia 1370 se redactan en York unos reglamentos masónicos que siguen a las
ordenanzas de 1352. Se trata de cartas y constituciones que forman lo que se
denominan los «Antiguos Deberes» de los que existirán más de ciento treinta
versiones entre 1390 y los inicios del siglo XX. Es, indiscutiblemente, el gran
acontecimiento masónico del siglo XIV; por primera vez, los albañiles constructores
ponen por escrito una pequeña parte de su regla de vida. Esta necesidad de legislación
no es un progreso, muy al contrario. Los maestros la sintieron porque temían por el
porvenir espiritual y material de la Orden. ¿Qué extraer de esos manuscritos?
Sabemos por ellos que una plegaria abre regularmente las asambleas masónicas y que
los iniciados deben celebrar obligatoriamente fiestas anuales. El que solicita la
entrada en la masonería es objeto de un período probatorio, durante el que se examina
su capacidad; en su admisión, presta un juramento de fidelidad a la Orden y jura
mantener los secretos que le sean confiados.
La mayoría de los manuscritos insiste en los orígenes legendarios de la
francmasonería, creada por Dios en la primera mañana del mundo; los hemos
recordado en un capítulo anterior. David, Salomón, Euclides, Pitágoras están entre los
antiguos grandes maestros que enriquecieron la Obra con sus conocimientos
esotéricos; se celebra de buen grado la memoria del gran rey Eduino, cuya acción ya
hemos evocado. Grandes señores, afirman los manuscritos, han practicado siempre el
arte real de la geometría; las reglas interiores y los reglamentos administrativos se
establecieron para permitir que los iniciados vivan en comunión y aprendan a respetar
sus deberes.
La más importante de las reglas, que figura ya en los anales de la abadía de York,
en 1370, es sin duda la de la unanimidad. Cualquier decisión, en efecto, tiene que ser
sometida al consentimiento unánime de los maestros y de los vigilantes. De lo
contrario, no tendrá valor alguno. Se preservaba así el cemento fraterno y la
coherencia de las logias.
A nuestro entender, los maestros de obras del siglo XIV tenían perfecta conciencia
de la inestabilidad de su época. Sensibles a las advertencias del Concilio de Aviñón,
estimaron que la «revelación» de algunas leyes propias de su organización atenuaría
el carácter peligroso del secreto. Ofreciendo al «público» la imagen de una
corporación regida por estrictas leyes, los responsables masónicos ponían de relieve
la honorabilidad de su institución y probaban que no toleraba desorden alguno. Cada
vez más aislada, la masonería teme una acción violenta semejante a la que destruyó a
los templarios; modestamente, se rebaja al rango de una corporación entre tantas otras
y predica la disciplina de sus adeptos que, sin duda, no tienen la menor intención de
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meterse en política.
Los manuscritos hablan con abundancia de los «cuatro coronados», a los que se
representa como santos patronos de la Orden. «Los cuatro coronados», dice la
leyenda dorada, «fueron Severo, Severiano, Corpóforo y Victorino, que, por orden de
Diocleciano, fueron azotados con látigos de plomo hasta que murieron. Primero sus
nombres eran desconocidos, pero, mucho tiempo después, Dios los reveló. Se decidió
entonces que su memoria se honraría con los nombres de otros cinco mártires,
Claudio, Castorio, Sinforiano, Nicostrato y Simpliciano, que sufrieron dos años
después de ellos. Ahora bien, estos últimos mártires eran hábiles escultores que,
habiéndose negado, ante Diocleciano, a esculpir un ídolo y a hacer sacrificios a los
dioses, fueron colocados vivos en cajas de plomo y lanzados al mar hacia el año del
Señor 287». La leyenda es embrollada; según un texto del siglo IV, cuatro escultores
llamados Claudio, Castorio, Sinforiano y Nicostrato habían aceptado hacer para
Diocleciano estatuas y columnas con capiteles. Cuando el emperador encargó una
estatua de Esculapio, se negaron. Hubo, pues, en total, nueve mártires cuyo número
fue reducido luego a cuatro. Están representados, especialmente, en una clave de
bóveda de la iglesia de Chars, rodeando al cordero místico.
Los masones alemanes fueron los primeros en reconocer a los cuatro coronados
como santos patronos. Significaba la universalidad de la francmasonería y esa
elección no dejaba de relacionarse con la situación histórica; al igual que los iniciados
de la antigüedad habían sido torturados por un emperador cruel, así los masones tal
vez tendrían que sufrir, muy pronto, la tiranía de gobernantes que no comprenderían
su misión sagrada.
Tan fundados temores procuraron a la antigua masonería algunos años más de
existencia; en 1396, a numerosos obreros que trabajan en la catedral de Canterbury
algunos les llaman «francmasones». Tallan la piedra con el cincel y la escoda,
ejecutan grandes esculturas y tienen a sus órdenes «hermanos sirvientes». Como
escribe Marcel Aubert, «parece que, poco a poco, el término “francmasón” designa a
los albañiles más hábiles, que forman un cuerpo superior aparte». Esa élite artesanal y
espiritual se encuentra por completo resumida en la máxima, justamente célebre, del
Maestro de Obras parisino Jean Mignot: «El arte sin la ciencia no es nada».
A finales del siglo XIV, el termino «francmasón» ha entrado en las costumbres; la
cofradía es poderosa y respetada aún, pues mantiene la prueba de la obra maestra que
debe realizar el neófito para formar parte de la Obra. Todos saben que solo los
francmasones son capaces de levantar grandes edificios y llevar a cabo las más
difíciles obras de arquitectura y escultura. Advirtamos que no existe organismo
masónico central que tome decisiones para la totalidad de las logias europeas; cada
logia conserva su autonomía hasta el punto de que emplea el manuscrito de los
«Antiguos Deberes» que más le conviene.
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Debe señalarse una importante innovación; se construyen más logias permanentes
que se convierten en lugares de reunión habituales. Antaño, se desmontaba la logia
construida a lo largo de un muro de la catedral que estaba levantándose.
El siglo XV se inicia, para las cofradías masónicas, con un acontecimiento
dramático: en 1401, en Orleans, se produce una escisión en los compañerismos. Los
Compañeros del Deber de Libertad reclaman su autonomía, no deseando ya estar
enfeudados a la Iglesia, por poco que sea. Los demás masones mantienen cierto
apego a la religión. Esta crisis de conciencia interna se conoce rápidamente en el
exterior; en Chartres, por ejemplo, se suprimen los privilegios de los albañiles. En
1404, el Gran Maestro Raymond du Temple desaparece, siendo ésta una cruel pérdida
para la Orden, que es muy criticada en Francia. En Inglaterra, el arzobispo de
Canterbury está a la cabeza de la francmasonería desde comienzos de siglo. Le
proporciona así un aval oficial.
Hacia mediados de siglo, los maestros de obras comprenden que es preciso definir
de nuevo las bases de la masonería, sospechosa de herejía. En 1459, diecinueve
maestros y veintiséis compañeros se reúnen en Ratisbona bajo la presidencia de Jost
Dotzinger, maestro de la Logia de Estrasburgo cuya gloria brilla todavía en toda
Europa. Deciden revisar las antiguas costumbres de las logias y redactar nuevas
Constituciones para los canteros. Los reglamentos de Ratisbona y las Constituciones
de Estrasburgo concretan varios puntos de la regla de vida de los iniciados y se
aplicarán todavía a comienzos del siglo XVlll.
Revelemos algunos detalles: la jerarquía comprende tres grados: Aprendiz,
Compañero y Maestro. Ningún profano será admitido en las asambleas masónicas
que sólo acogerán a los iniciados que hayan pasado por las pruebas rituales. La Orden
se gestiona a sí misma en el plano administrativo y se hace su propia justicia. Los
saludos y los signos particulares de la cofradía se mantienen, el simbolismo sigue
siendo la base de la enseñanza masónica. Los hermanos se reunirán regularmente
para trabajar en problemas de orden espiritual o técnico; celebraran banquetes rituales
que no deben degenerar en borrachera, pues el francmasón respeta en cualquier
circunstancia la dignidad del hombre iniciado. En el trabajo, será preciso buscar
siempre la perfección sin por ello glorificar al obrero que es sólo el instrumento de
Dios. Por ello, todo masón es obligatoriamente un hombre de fe.
Jost Dotzinger y sus hermanos insisten especialmente en un punto: el secreto
masónico ha de mantenerse íntegro y ningún albañil tendrá derecho a divulgar ni el
más mínimo detalle. La importante reunión de 1459 tenía un objetivo principal:
¿había que abrir la francmasonería al mundo exterior y ofrecer a todos sus riquezas?
En su alma y conciencia, los maestros respondieron negativamente. La época no les
parecía preparada para semejante transmisión; consideraron que afrontaban los
rigores de una edad sombría y que la única solución benéfica consistía en replegarse
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en sí mismos, a la espera de días mejores. Los acontecimientos sucesivos iban a
darles la razón.
En 1495, parte de Inglaterra un inesperado ataque contra la masonería. El rey
Enrique VIII detesta las asambleas secretas de los masones que, a su juicio, están en
desacuerdo con su modo de gobernar e intentan ponerle trabas. Para quebrar el poder
de la Orden, prohíbe el uso de los signos de reconocimiento. Esta decisión, bastante
ingenua y prácticamente inaplicable, no tendrá consecuencia alguna.
A finales del siglo XV, la francmasonería tiene más de treinta mil miembros, los
más influyentes de los cuales se encuentran en Alemania. Viajan mucho todavía,
efectuando verdaderas giras por Europa durante las que identifican los innumerables
signos lapidarios grabados en los edificios, signos que forman «la más noble y la más
recta organización fundamental de los canteros». Sin duda de esta época data un
relato que los masones aprecian mucho: un viandante observaba a tres obreros que
trabajaban en una obra. «¿Qué hacéis?», les preguntó. «Me gano la vida», respondió
el primero. «Tallo una piedra», respondió el segundo. «Construyo una catedral»,
respondió el tercero, que era un compañero iniciado.
Los maestros no consiguieron impedir una evolución de la que es difícil decir si
fue más beneficiosa que perjudicial: la aceptación de no profesionales en las Logias.
Por aquel entonces, no se trataba aún de intelectuales y filósofos sino de herméticos,
de antiguos templarios, de afiliados al catarismo, de diversos sectarios relacionados,
de cerca o de lejos, con un esoterismo cuya calidad es discutible a veces. Puesto que
la intolerancia comienza a reinar en varios Estados europeos, todos los que desean
entregarse a búsquedas espirituales al margen del dogmatismo afluyen hacia la
francmasonería, cuyo potencial simbólico y cálida fraternidad son conocidos. Los
maestros masones no niegan la entrada en el templo a esos hombres que persiguen
ardientemente una verdad.
En el amanecer del siglo XVI se produce la muerte de la epopeya medieval. Los
masones llamados «aceptados» son cada vez más numerosos en las logias donde los
auténticos constructores se hacen escasos. Tras los herméticos llegan los burgueses,
los sacerdotes, los gentilhombres y los noblecillos. El medio social que compone la
francmasonería queda del todo trastornado y la reacción no se hace esperar: los
«operativos» y los manuales abandonan la masonería y crean un Compañerismo, bien
organizado ahora, que se opone resueltamente a la burguesía del dinero, a la Iglesia
corrupta y a toda forma de autoridad secular.
Hemos llegado a la dramática ruptura entre los francmasones y los compañeros.
Estas dos órdenes brotaron, sin embargo, de la misma tradición, utilizan los mismos
símbolos, practican la misma iniciación. Los primeros ceden ante la presión de su
época, los segundos quieren seguir siendo constructores y mantenerse al margen de
los trastornos sociales. Habrá que esperar a la segunda mitad del siglo XX para que
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tímidos intercambios de puntos de vista unan de nuevo a ambas Órdenes.
Los poderes constituidos no ignoran la nueva situación y desconfían del carácter
revoltoso de los compañeros. En julio de 1500 y en julio de 1505, el Parlamento de
París publica dos decretos que prohíben, pura y simplemente, las reuniones de
albañiles y carpinteros, so pena de confiscación de sus bienes y de destitución
profesional. Al parecer el Parlamento había recibido numerosas quejas sobre el
estado de degradación moral que reinaba en aquellas asambleas; está prohibido, pues,
que «a la sombra de cofradía, misa, servicio divino u otra causa y color, sea cual sea,
se reúnan». Están prohibidos también los banquetes, las ceremonias de iniciación y la
percepción de derechos de entrada en la Orden, bajo pena de castigos corporales. El
conjunto de estas medidas es recordado por el Parlamento en 1506.
Occidente intenta aniquilar las cofradías que, durante varios milenios, crearon sus
formas artísticas. Los Compañeros no se doblegan; se ocultan, pero no interrumpen
sus trabajos. En otros países, fundan agrupaciones que reciben la protección del
Estado o de altos personajes; en Inglaterra, el gremio de constructores ve la luz en
1509, bajo el patronazgo de san Juan y con la aprobación de la Iglesia. En 1512, nace
en Florencia la Compañía de la Llana de la que forman parte arquitectos y
alquimistas que se codean con miembros de la familia de los Médicis.
En 1515, Francisco I sube al trono de Francia, que ocupará hasta 1547. Bajo su
reinado, el espíritu del siglo XVI transforma todas las estructuras anteriormente
adquiridas, ya sean espirituales, artísticas o políticas. La nobleza de corte exhibe a
plena luz sus vanidades, la cultura del intelecto sustituye la del alma y el clero se hace
mundano. Un tal Octavien de Saint-Gelais, obispo de la ciudad de Angulema donde
subsisten tantos tesoros masónicos, ya sólo es un amable poeta encargado de distraer
a las favoritas del rey. El comercio se levanta contra la artesanía; en adelante, no hay
ya «actuante» u «operativo», sino sólo obrero, es decir, gente considerada como
pobres tipos sin inteligencia que forman la clase más baja de la sociedad.
Los banquetes de las cofradías son prohibidos de nuevo en 1524, porque turban la
seguridad del reino. Un decreto idéntico se publica en 1539, en 1576 y en 1579: todos
son inoperantes y contribuyen a hacer más secretas aún las reuniones masónicas.
Detalle curioso: son los Compañeros perseguidos por el poder quienes construyen la
totalidad de los castillos del Loira.
Los años 1534-1535 son extremadamente turbulentos. Los protestantes más
vindicativos son encarcelados y, a veces, ejecutados. Entre ellos había francmasones
que no eran los menos virulentos en sus críticas al catolicismo. El año 1534 es,
también, el de la fundación de la orden de los Jesuitas por san Ignacio de Loyola, en
Montmartre. Ciertamente, por aquel entonces los masones ni siquiera sospechaban
aún la importancia del hecho.
Un personaje sorprendente, el obispo de Colonia Hermán, considera que el
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destino de los constructores está seriamente amenazado y que es preciso definir de
nuevo el papel de la francmasonería con respecto a los grandes problemas de su
tiempo. Por ello, en 1535, provoca la gran asamblea de Colonia donde se reúnen
delegados masónicos procedentes de todas las grandes capitales europeas. Su primer
trabajo consiste en redactar una carta en la que se afirma la antigüedad de la
institución y su profunda originalidad. Se decide conservar los símbolos y las
palabras rituales y se sigue reivindicando el patronazgo de san Juan. Se precisa
también que una logia que desee iniciar a un profano debe tener, al menos, siete
hermanos colocados bajo la dirección de un maestro. Las bases tradicionales de la
Orden se conservan en su conjunto.
La reunión de Colonia es, sobre todo, la de la duda y la angustia. Los albañiles
son atacados por todas partes y se preguntan por su futura utilidad en la sociedad.
¿Son capaces de hacer que renazca un arte sagrado y provocar, así, una renovación de
los encargos arquitectónicos? La tendencia estrictamente artesanal es minoritaria, y
nadie puede proponer soluciones concretas. El centro de las conversaciones es la
religión. El catolicismo, poderoso aún, pierde terreno en Europa, especialmente en
Inglaterra; ¿la francmasonería en su conjunto debe adoptar, con respecto a la fe, una
actitud muy clara?
La cuestión se elude por fin y se adopta un texto según el cual los hombres
repartidos por la superficie de la tierra sólo son los miembros dispersos de un mismo
cuerpo; por consiguiente, es preciso amar a todos los hombres como a hermanos.
Esta declaración de intenciones no oculta el fracaso de la asamblea reunida en
Colonia. Los masones se han interrogado mutuamente sobre su vocación, que parece
antañona para unos, herética para otros. Sienten que su Orden vela verdades
esenciales o, ¿cómo darles un lugar suficiente en el mundo del siglo XVI?
Los canteros profesionales siguen siendo insensibles a esos casos de conciencia;
en 1516, publican los reglamentos de Estrasburgo cuyo tema es la adopción de las
marcas y los blasones propios de la cofradía; el artículo que trata de los escudos de
los maestros está redactado así: «Dado que, en honor del oficio, se ha hecho
establecer un largo cuadro común, de acuerdo con los antiguos estatutos y a cargo de
la tribu, se ha decidido y ordenado que cada miembro puede colocar allí su escudo. Si
alguien se va por fallecimiento, debe sacarse su escudo y colocarlo en otro cuadro
hecho para eso, adelantando los demás para que los descendientes puedan ver cuáles
han sido sus antepasados y cuándo vivieron». Ningún maestro puede cambiar su
«marca de honor» por propia voluntad; es el «oficio» el que se lo concede.
Como puede verse, los artesanos se interesan por su filiación tradicional y la
organización interna de sus cofradías. De una vez por todas, han rechazado una
sociedad materialista donde encuentran, simplemente, ocasión para ejercer el oficio;
dejan a los francmasones, sus hermanos en espíritu, la tarea de debatirse con los
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problemas de la civilización.
En 1561, los francmasones celebran en York su asamblea anual. La reina
hugonota Isabel, que había subido al trono de Inglaterra en 1558, recurre a sus
soldados que reciben la orden de mandar a los masones a sus hogares, tras haber
prohibido la reunión. Preside Sackville; recibe a los soldados de Isabel con la mayor
calma e inicia una discusión. Acaba convenciéndoles para que depongan sus armas y
les invita, incluso, a participar en los debates. Según algunos relatos, habrían sido
sencillamente iniciados en los misterios de la masonería en cuanto llegaron a York.
Isabel, sorprendida por el valor y la dignidad de los masones, abandona cualquier
represión; temía su catolicismo, afirma, pero toma conciencia de que la
francmasonería no siente deseo alguno de luchar contra la corona. Por lo tanto, toma
a la Orden bajo su protección tras haber intentado perseguirla.
A partir de 1599, vemos aparecer documentos masónicos administrativos, por
ejemplo las actas de la logia Saint Mary’s Chapel, en Edimburgo. La primera acta de
iniciación dataría del 9 de enero de 1598, fecha en la que Alexandre Cerbie habría
sido admitido en una logia de Escocia. Es el comienzo de la era del papeleo y de la
reglamentación administrativa, que muy pronto gravitará sobre el conjunto de las
logias.
En Escocia, es el fin de una mutación decisiva; las logias están ahora fijas en las
ciudades y, por eso, son más fácilmente accesibles a los profanos. Esos artesanos
mantienen la dirección de la mayoría de ellas y siguen la antigua tradición; sin duda
por eso, la masonería llamada «escocesa» será considerada a continuación como el
más respetuoso de los ideales de la masonería primitiva.
Detengamos un instante nuestro relato y echemos una mirada a ese siglo XVI, tan
desfavorable para la francmasonería. Dos escritores franceses, Montaigne y Rabelais,
resumen bastante bien, a nuestro entender, los valores de ese tiempo. Montaigne es un
gran burgués, ama por encima de todo su individualismo y no siente especial afecto
por las comunidades y las cofradías. Filosofar y meditar son, para él, tareas
esenciales; y eso exige aislamiento e independencia. Montaigne detesta a los
arquitectos que se hinchan con esas «grandes palabras» como pilastras, arquitrabe,
dórico o jónico; es un intelectual y un hombre respetable que no se preocupa en
absoluto por la tradición iniciática. Rabelais, en cambio, se apasiona por esta
tradición. Muy probablemente estuvo afiliado a la francmasonería y se entregó
durante muchos años a la práctica de la astrología y de la alquimia; amigo de
Philibert Delorme, maestro de los masones del reino, frecuenta también los círculos
herméticos y las escasas organizaciones caballerescas que subsisten aún. Rabelais es
un «especulativo», un pensador, pero sabe concretizar su experiencia iniciática con la
escritura. Montaigne por un lado, Rabelais por el otro; dos estilos de vida que se
ignoran, dos tipos de personajes a quienes los francmasones observan con atención
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sin percibir perfectamente su razón de ser.
En 1600, la logia masónica más importante es la de Edimburgo. Acepta en sus
filas a un «especulativo puro», es decir, a un pensador que no se interesa en absoluto
por el trabajo manual. El ejemplo será seguido un poco por todas partes. En 1607, el
arquitecto Iñigo Jones es el Gran Maestro de los masones ingleses. Jones no es ya un
Maestro de Obras tradicional sino un hombre cultivado y brillante que disfruta los
placeres mundanos. Sus preferencias se dirigen al estilo italiano académico,
desprovisto de cualquier simbolismo y de cualquier esoterismo. A partir de 1620,
podemos afirmar que la antigua masonería es claramente minoritaria con respecto a
los intelectuales que proporcionan, ahora, los mayores contingentes de masones; poco
a poco, la antigua cofradía se convierte en una «sociedad de pensamiento» que ignora
los compañerismos obreros. Con toda naturalidad, las logias masónicas comienzan a
interesarse por todas las ideas nuevas y por todas las doctrinas extrañas que
atravesarán, de manera subterránea, el siglo XVII.
En 1623, unos curiosos carteles adornan los muros de París. Están firmados por
cierta cofradía de rosacruces cuyos miembros hablan todas las lenguas. Que los
hombres de buena voluntad se unan a ellos; les harán invisibles y les transportarán al
país que elijan. Que los postulantes tengan cuidado, sin embargo; si sus intenciones
no son puras, nunca encontrarán el refugio de los Hermanos Rosacruces. Ya en 1614,
el movimiento rosacruz era conocido en Alemania, donde había publicado
importantes textos esotéricos. La rosa era símbolo del secreto; reunirse «subrosa»,
bajo la rosa, es celebrar un banquete iniciático donde cada comensal intenta descubrir
el misterio de la vida. Los rosetones de nuestras catedrales y la rosa de oro ritual del
papa atestiguan la antigüedad de este pensamiento. Curiosamente, se ve en el sello de
Martín Lutero una cruz en cuyo centro hay una rosa.
Los misterios rosacruces han hecho correr mucha tinta y nos preguntamos aún
sobre sus relaciones exactas con la francmasonería. Ciertamente, los masones
celebran su mensaje en el nivel de los altos grados que lleva el nombre de «rosacruz»
y algunos pensaron que el enigmático movimiento del siglo XVII era un mito creado,
pieza a pieza, por los masones apasionados por el esoterismo. Uno de los más
célebres rosacruces, Johann-Valentin Andreae (1586-1654), fue abad de Bebenhausen
y mantuvo contacto con los constructores.
El cartel de 1623 daba otras precisiones; los rosacruces no conocen el hambre, ni
la sed, ni la vejez. Tienen un Libro Sagrado en el que se revelan todos los secretos del
universo, un libro donde se dice todo. Para conocerles, hay que tener ojos más
penetrantes que el águila, que es el único ser que puede mirar la luz sin abrasarse los
ojos; el águila figura, por lo demás, en los altos grados masónicos. Los rosacruces
fundarán una sociedad nueva tras haber destruido el poder del papa, al que identifican
con el Anticristo. Prosiguen la obra de su fundador, Christian Rosenkreutz (es decir,
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Cristian Rosa-Cruz), el gran viajero que recibió numerosas iniciaciones y murió a la
edad de ciento seis años. El emplazamiento de su tumba sólo lo conocen algunos
iniciados; este detalle evoca el mito de Maese Hiram cuya sepultura sólo es accesible,
igualmente, a los maestros.
Los textos de los rosacruces son de un grandísimo interés; demuestran su extenso
conocimiento del simbolismo esotérico y atestiguan, igualmente, un gran dominio de
la arquitectura tradicional. Sin afirmar nada de modo definitivo, puede suponerse que
miembros de la masonería tradicional intentaron, moldeando el mito rosacruz, llevar
a la iniciación a cierto numero de personas por la vía de lo extraño y lo maravilloso,
que agrietaba un poco el estrecho racionalismo del siglo XVII.
En 1634, la Logia de Edimburgo admite a tres nobles que, luego, no la
frecuentaran demasiado, Es sin embargo una evolución importante; tras haber
recibido a no manuales, la masonería comienza a interesarse por las más altas clases
de la sociedad profana.
De 1642 a 1649, Inglaterra es desgarrada por la guerra civil, católicos, anglicanos
y presbiterianos se degüellan mutuamente y las matanzas suceden a las ejecuciones.
Bajo el ministerio de Mazarino, Francia no vive días menos sombríos y la Fronda
deja el país revuelto y arruinado. En 1645, la Facultad de Teología de París condena
las perniciosas asambleas de los Compañeros que siguen desaprobando cualquier
régimen político y criticando el comportamiento de la Iglesia. Es el inicio de un
verdadero «fuego a discreción» contra los constructores, que durara hasta 1655. Los
Compañerismos se declaran sacrílegos e impíos y la Compañía del Santo Sacramento
hace investigaciones para desacreditarlos. La francmasonería no interviene.
En 1645, un tal Elías Ashmole (1617-1692) es iniciado en una logia masónica de
Lancashire. Ashmole es astrólogo, alquimista, físico y matemático; de inagotable
curiosidad, ocupará el cargo de heraldo de armas en la corte de Carlos II y contribuirá
a acentuar las tendencias herméticas de la orden. Un listado de los miembros de una
logia de Aberdeen, en 1670, es por otra parte muy significativo: tiene treinta y nueve
«especulativos» y sólo diez «operativos». Los pensadores prevalecen definitivamente
sobre los artesanos.
En 1673, Colbert, que desprecia las ciencias paralelas como la astrología y la
alquimia, establece una muy severa reglamentación para uniformizar al máximo las
múltiples corporaciones. Suprime las franquicias medievales que estaban todavía en
vigor y ordena una revisión de los antiguos estatutos. Obsesionado por la idea de una
posible conspiración contra el Estado, introduce «soplones» en las logias masónicas y
de compañerismo.
En 1688, el rey Jacobo II Estuardo, exiliado en Saint-Germain on-Laye, funda
probablemente una logia masónica en aquel lugar, con la bendición de Luis XIV.
Desde 1649 miembros de la nobleza, escocesa habían encontrado refugio en Francia,
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tras la ejecución de Carlos I; con ellos y con algunos fieles soldados, Jacobo II
inaugura la primera masonería escocesa en Francia. Para muchos masones, esta fecha
de 1688 es fundamental; los escoceses habrían introducido en Francia los ritos más
antiguos, inspirados en las iniciaciones de los constructores y en la tradición
templaría.
Luis XIV nada tenía que temer; podía vigilar muy fácilmente la actividad de los
masones y, además, la personalidad de Jacobo II le gustaba. Recibirá, incluso, de su
parte, el abrazo fraterno en Saint-Germain.
En 1697 aparece el Diccionario histórico y critico de Fierre Bayle que da a
conocer en toda Europa las razones por las que es necesario no caer en una creencia
ciega en Dios. Bayle predica la tolerancia y el análisis discursivo; su tesis podría
resumirse así: el hombre que cree sin reflexionar no es un hombre que piensa, es un
esclavo de tradiciones antañonas que dañan el progreso de la humanidad. La historia
sagrada, a su entender, sólo es una gran mentira destinada a servir al poder de las
Iglesias. Inmediatamente, católicos y protestantes critican a Bayle sin el menor
miramiento; su libro obtiene, sin embargo, un gran éxito y muchos masones lo
estudian con interés. Les procura argumentos contra ese poder eclesiástico que, tras
haberles apoyado durante siglos, se ha vuelto contra ellos.
El último Gran Maestro de la antigua masonería, Christopher Wren, debe
abandonar su puesto en 1702, a causa de sus opiniones religiosas. Había dirigido la
construcción de la catedral de Saint-Paul, la ultima obra masónica tradicional. Esta
vez, la antigua masonería exhala su último suspiro. Los artesanos, prácticamente
excluidos de la Orden que habían animado desde las primeras edades de la
humanidad, entran en los Compañerismos que son condenados y prohibidos por todas
las autoridades civiles y religiosas. La escisión entre Francmasonería y
Compañerismo se consuma definitivamente; el gran cisma de la tradición iniciática
de Occidente separa a los iniciados en «pensadores» y «artesanos», abriendo un
profundo foso entre hermanos que, hasta entonces, habían permanecido unidos para
ennoblecer su civilización. En adelante, nos consagraremos sólo al destino de la
francmasonería que, conservando sus símbolos y sus rituales ancestrales, cambia de
naturaleza.
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SEGUNDA PARTE
LA FRANCMASONERÍA MODERNA
1
EL NACIMIENTO DE LA FRANCMASONERÍA
MODERNA (1717 A 1789)
El año 1717, ya lo hemos visto en un capitulo anterior, señala el nacimiento de la
francmasonería en Inglaterra. Se constituye un poder masónico centralizador, una
«Logia Madre» se da a sí misma la omnipotencia legislativa. Con bastante rapidez,
intenta dominar las asambleas masónicas francesas donde se encuentran algunos
intelectuales y soldados pertenecientes a regimientos escoceses e irlandeses. Los
constructores se refugian ahora, en su totalidad, en la Orden del Compañerismo, y de
hecho sólo una minoría masónica extranjera reside en Francia.
En Londres, los grandes maestros se suceden rápidamente; en 1718, es George
Payne; en 1719, Desaguhers; en 1721, Payne de nuevo; en 1721, el duque de
Montaigue. Los diarios británicos hablan de buena gana de la actividad de éste, que
lleva a cierto numero de protestantes a la masonería.
En Francia, el duque de Orleáns asume la regencia y gobierna, a trancas y
barrancas, un Estado muy debilitado; Montesquieu publica un bestseller, las Cartas
persas, donde hace una acerba crítica del poder personal que desemboca,
forzosamente, en la intolerancia.
Los inicios de la francmasonería francesa moderna son muy oscuros. La
existencia de una logia en Dunkerque, en 1721, es muy discutida; en realidad,
probablemente, en 1725 algunos emigrados jacobitas fundan una o varias logias en un
albergue de Saint-Germain-des-Prés. Esos talleres son de obediencia católica› se
colocan bajo la autoridad del duque de Wharton que, tras haber sido Gran Maestro de
la Gran Logia de Londres, se convierte así en el primer Gran Maestro de las logias
«francesas». En esta fecha, escribe Gustare Berd, «la francmasonería es una secta
religiosa que, tras algunos tanteos, se organiza, sobre todo en Europa, hacia 1725,
profesa una doctrina humanitaria internacional y se superpone a las demás
religiones».
El grado de Maestro aparece también hacia 1725 o, más exactamente, un grado de
Maestro «democrático». Durante el período medieval, el título estaba reservado a
quien dirigiera una Logia tras haber sido instalado en el sitial del rey Salomón. Era
«Maestro» o «Venerable Maestro», y remaba sobre un taller compuesto por
compañeros y aprendices. En adelante, la jerarquía comprende los tres grados de
aprendiz, compañero y maestro, y el presidente del taller ya es, solo, un maestro entre
Nadie piensa en negar el gran éxito masónico de los años 1788-1789, la creación
de la Constitución americana. El masón Georges Washington, iniciado en 1752, se
convierte en presidente de los Estados Unidos de América el 30 de abril de 1789 y
nunca olvidará su deuda con los hermanos franceses. Éstos no viven un período
eufórico, muy al contrario, tras la declaración de Mirabeau, que desea, sencillamente,
exterminar la francmasonería a la que considera una sociedad «mala». Para él, no es
más que una hipócrita emanación de los jesuitas.
En vísperas de la Revolución, el número de masones tal vez sea de cincuenta mil.
Ciertamente, predican la fraternidad, y el aristócrata trata de «hermano mío» al gran
burgués; pero ese carácter «democrático» es muy restringido y en nada favorece un
cambio social. Este hay que buscarlo en los muy numerosos clubes políticos que se
crean a un ritmo acelerado, en las «academias» y las «sociedades literarias» que son,
de hecho, grupúsculos revolucionarios muy activos que preparan la muerte del
Antiguo Régimen.
A este respecto, puede evocarse también una anécdota que pone en escena al
presidente de los Estados Unidos, Theodore Roosevelt, y a Root, su secretario de
Estado. El presidente pregunta a éste cuánto tiempo hace que se relaciona con las
logias. «Mucho», responde Root. «Pues bien», dice Roosevelt, «vayamos esta noche
a mi logia, hay un excelente Venerable; es el jardinero de mi vecino». Sin embargo,
no todo era tan idílico como podría suponerse; en Europa, varias obediencias
masónicas prohibieron a los judíos la entrada en los templos y otros sólo los recibían
1
EL SECRETO MASÓNICO
Entre la masonería antigua y la masonería moderna existe un punto común
fundamental: el símbolo. Las dos instituciones siguieron vías distintas, opuestas a
veces, basaron sus reclutamientos en criterios muy variados, pero preservaron la
sustancia simbólica de la Orden y su contenido iniciático, aunque algunas
obediencias renegaron, más o menos, de él. En su obra Los auténticos Hijos de la
Luz, el masón Pierre Mariel nos explica en estos términos el carácter eterno de la
francmasonería: «El símbolo es la esencia misma, la razón de ser de la masonería. Lo
visible es el reflejo de lo invisible. Ahora bien, nosotros, los masones, nos
expresamos por símbolos no para distinguirnos de los demás seres humanos sino,
simplemente, por una necesidad inherente a cualquier conocimiento verdadero… El
objetivo de los símbolos no debe ocultarse. Su objetivo es seleccionar a quienes,
integrándolos, se muestran dignos de la Verdad».
El gran secreto de la masonería, que no puede ser traicionado por nadie, es el del
significado profundo de sus símbolos. El caballero Ramsay lo afirmaba aun en el
siglo XVIII «Tenemos secretos, son signos figurativos y palabras sagradas, que
componen un lenguaje mudo a veces, muy elocuente otras, para comunicarlo a la
mayor distancia y para reconocer a nuestros colegas, sean de la lengua que sean». La
francmasonería moderna ha sabido conservar, pues, la riqueza esencial de las
sociedades iniciáticas de la Edad Media, a saber, el mundo simbólico que permite,
efectivamente, a algunos hermanos llegar más allá de la expresión racional, de la
raza, de la cultura y del conjunto de los condicionamientos humanos.
Por ello, Oswald Wirth insistía tanto en la diferencia capital entre la
francmasonería definida como una organización material y administrativa y el
espíritu masónico, al que resumía así: «Aprender a construir corresponde, en la
iniciación, al gran arte de la Vida». La vida construye sin cesar, es una obra en
perpetuo devenir que los masones intentan llevar hasta el más alto grado de
perfección. La masonería primitiva ofrecía a sus miembros, sobre todo, una
concepción sagrada del trabajo y una experimentación permanente de la
espiritualidad por medio de la inteligencia y de la mano.
Estamos en el meollo del secreto masónico; por un lado, hay un organismo
humano con sus debilidades y sus errores. Por el otro, una Orden verdadera basada en
la iniciación y en el simbolismo, una Orden que sólo revela sus riquezas a quienes
cruzan la puerta de los grandes misterios y pasan de una iniciación ceremonial a una
Masonería antigua:
—Pre-iniciación.
—Iniciación y obtención del grado de Aprendiz.
—Obtención del grado de Compañero.
—Maestría para el Venerable que dirige la logia.
Masonería moderna:
—No hay pre-iniciación.
—Iniciación y obtención del grado de Aprendiz.
—Obtención del grado de Compañero.
—Obtención del grado de Maestro.
—Veneralato para uno de los maestros.
No son cristianos
aquellos cuyo corazón
no posee el orden del desacorde.
Durante la era de las catedrales, este número es frecuentemente empleado por los
arquitectos en los diagramas directores; bastará con recordar que la inmensa abadía
de Cluny se construyó de acuerdo con el modulo Diez, número perfecto que
representa la suma de los cuatro primeros números.
¿Quiénes son los diez oficiales masónicos que simbolizan la armonía por
excelencia? En primer lugar, el Venerable, encargado de dirigir los trabajos y de
incitar a cada masón a la creación espiritual. Es ayudado por dos Vigilantes, el
primero de los cuales tiene la tarea de instruir a los compañeros, el segundo, de
instruir a los aprendices. Junto al Venerable se sientan el Orador, que defiende la ley
espiritual y el reglamento material de la Orden y el Secretario, que anota las
intervenciones de los masones para componer una obra sintética. Encontramos luego
al Tesorero, que se ocupa de los «metales» o finanzas del taller para transformar el
plomo en oro, y el Hospitalario, que socorre a los masones que sufren alguna angustia
espiritual, moral o material.
Vienen luego el Maestro de ceremonias, que regula todos los movimientos en el
interior de la logia, y el Experto, que vela por la buena aplicación del ritual. El ultimo
oficial es el Cubridor, que custodia la entrada del templo y sólo deja entrar en el lugar
santo a iniciados dispuestos a trabajar en el seno de una espiritualidad comunitaria.
¿Cuales fueron los modelos de esta estructura masónica? Podríamos examinar los
colegios sacerdotales del antiguo Oriente Próximo para establecer analogías
significativas, pero nos limitaremos al Occidente cristiano. El título de «Obispo», por