Barbastro, Seminario Mártir
Barbastro, Seminario Mártir
Barbastro, Seminario Mártir
Pedro García
Misionero Claretiano
Presentación
Esbozo histórico
Sor Inés, religiosa expulsada de la clausura de su convento por los revolucionarios, vestida de seglar
y entre sollozos, le dice al niño que encuentra en la calle:
—Pedrito, vete a casa y diles que han matado a Manolo en Barbastro.
Era la primera vez que aquel chiquito de diez años oía una palabra que sería sagrada en su vida:
¡Barbastro!... Pocos meses después en el seminario menor o en el noviciado ―y en el mismo escenario
de los hechos― los recuerdos vivientes de los Mártires serían la leche primera que apuraríamos con
avidez en los pechos de la madre Congregación, junto con el espíritu del Fundador, San Antonio María
Claret, no mucho antes beatificado por el Papa Pío XI.
Por eso, al llegar, con el 25 de Octubre del 92, la fecha soñada de la Beatificación, que coloca a
nuestros hermanos en los altares, es de suponer la emoción con que aquel niño y aquel estudiante de
entonces acepta ahora el encargo de hacer conocer en nuestras tierras centroamericanas la gesta
incomparable de los Claretianos de Barbastro, un caso excepcional y el más clamoroso de todos en la
historia moderna de los mártires.
Así presentaba entonces el librito que en Centroamérica fue acogido con tantas muestras de
admiración y cariño hacia nuestros Mártires.
Hoy se me pide una nueva edición, no limitada a aquellas tierras, y que incluya además a los
otros Claretianos sacrificados por la causa de Cristo en la misma Revolución. Una breve historia para
todos, pero destinada especialmente a la Familia Claretiana.
Sí; pero debo limitarme a los que están en proceso de beatificación. De los 271 Misioneros
martirizados, los 51 de Barbastro ya están en los altares y 132 esperan la glorificación de la Iglesia.
Los otros 88 ―voy a emplear palabras del Postulador y querido amigo Padre Rafael Ma. Serra― son
mártires no registrados, héroes no mencionados, soldados desconocidos en su última batalla por
Cristo, tragados por la nocturnidad y alevosía de los enemigos de Cristo, caídos por Dios en aquella
confusa y oscura hora del poder de las tinieblas, en lugares y tiempos desconocidos, sin testigos ―o
con testigos mudos a la hora de declarar públicamente― cuyas causas no se pudieron instruir por
falta de testimonios.
No tengo por qué decir que en la redacción de los martirios, incluso de los diálogos, soy escrupulo-
samente riguroso, aunque no cito nunca ninguna fuente. Utilizo los datos de los mismos procesos,
igual que de los libros ya clásicos entre nosotros, como son los de los Padres Quibus y Rivas, y, para
los de Barbastro en particular, el del Padre Gabriel Campo, que nos ha brindado un servicio
inapreciable.
¡Cristo, los que van a morir te saludan!, dejaron escrito los intrépidos jóvenes de Barbastro.
Nosotros saludamos a Cristo y le felicitamos por el derroche de amor y de gloria que le tributaron
nuestros valientes hermanos. Y ojalá que nuestras vidas, en su quehacer diario, sean dignas de los
ejemplos martiriales que ellos nos legaron.
¿Cómo se llegó a la revolución del 36? ¿Qué ocurrió en la “España Católica” para ser escenario
de una tragedia imponente?... La Revolución española empieza a quedar ya lejana en el tiempo y
en el espacio para las generaciones de hoy y necesita una indicación histórica que nos sitúe en
aquellos días cruciales.
La Monarquía
España había sido por tradición una monarquía. Desde muchos siglos atrás, reyes y reinas se habían
sucedido en el trono español, con más o menos acierto, pero sin que nadie atentara contra una institución
querida por el pueblo. La llamada Revolución Septembrina de 1868 destronó a Isabel II. De 1871 a 1873
ocupó el trono español un advenedizo, Amadeo de Saboya. Cuando abdicó, se implantó la primera
República, que no tuvo más que once meses de vida. En 1874 se reinstauraba la monarquía con el Rey
Alfonso XII, el cual murió muy joven, antes de que naciera en 1886 su hijo póstumo, el futuro rey Alfonso
XIII, el cual comenzó a reinar en 1902, cuando fue declarado mayor de edad. Un rey bueno, caballero,
leal. Pero sus gobiernos, como casi todos los anteriores del siglo XIX, resultaron ineficaces y el descon-
tento crecía cada vez más en la nación. En 1923 se hacía con el poder el General Primo de Rivera y
empezaba la Dictadura, siempre bajo el reinado de Alfonso XIII.
La República
Aunque la Dictadura trajo orden y prosperidad, al fin se hizo también impopular y Primo de Rivera caía
en Enero de 1930. Nuevos gobiernos, sin que ninguno atinase con la situación de malestar. Entre tanto,
una corriente antimonárquica iba minando la estructura multisecular del Estado español. El 12 de Abril de
1931, las elecciones municipales fueron adversas al Rey, y el día 14, a trueque de que no se derramara
sangre, Alfonso XIII partía de España y se proclamaba la segunda República. A ver cuánto duraría...
Desde el punto de vista religioso, no hay que decir que España era siempre la España Católica por
antonomasia. Sin embargo, la República nacía ferozmente antirreligiosa. Al redactar la Constitución, el
jefe del Gobierno, Don Manuel Azaña, hacía en el mes de Octubre su famosa declaración: España ha
dejado de ser católica. Era el mismo Azaña que, siendo Ministro de la Guerra, había dicho cuando ardieron
las iglesias y conventos de Madrid y otras grandes ciudades, cuatro semanas después de proclamada la
República, según testimonio recogido por Luca de Tena: Todos los conventos de España no valen la uña
de un solo republicano. Hasta el Presidente de la República, el moderado Don Niceto Alcalá Zamora,
reconocía en la nueva Constitución el encono de lucha religiosa, que enfrentaría forzosamente a las
minorías revolucionarias contra la mayoría del católico pueblo español.
El Clero estuvo siempre con las derechas, como es natural, porque las izquierdas eran todas repu-
blicanas y anticatólicas. Aunque es cierto que hubo también católicos muy convencidos, igual que
hombres muy honestos y eminentes, partidarios del régimen republicano.
El sectarismo de la República se manifestó inmediatamente con la quema de iglesias y conventos y
con la eliminación del Crucifijo en las escuelas. Durante la revolución de Asturias en Octubre de 1934,
fueron ya numerosos los asesinatos de sacerdotes y religiosos, presagio siniestro de lo que vendría
después en toda España.
Las elecciones de Febrero de 1936 las ganaba el Frente Popular, que agrupaba a todos los partidos
de izquierda, socialistas, comunistas, anarquistas, y las organizaciones sindicales de la Unión General de
Trabajadores (UGT), Confederación Nacional del Trabajo (CNT), Federación Anarquista Ibérica (FAI),
etc., etc... Las consecuencias saltaron pronto a la vista, denunciadas en pleno Congreso el 16 de Junio
por los diputados derechistas Gil Robles y Calvo Sotelo:
Desde el 16 de Febrero hasta el 15 de Junio, 160 iglesias han sido totalmente destruidas y otras 251
incendiadas. Se han consumado 138 atracos, 69 centros políticos y particulares han quedado destruidos
y otros 312 han sido asaltados. Las huelgas generales han llegado a 113 y las parciales suman 228.
Además, 10 periódicos han sido destruidos totalmente.
Estos eran los hechos. ¿Podía continuar así la situación nacional?...
La Revolución del 36
Azaña, Jefe del Gobierno y, a partir de Mayo, Presidente de la República, tomó desde el principio la
precaución de debilitar y desarticular el Ejército. Muchos Generales, sin embargo, conspiraban secreta-
mente, aunque para el éxito final habían de contar con el pueblo. Las fuerzas de derechas vacilaban. Pero
el incalificable asesinato de Calvo Sotelo el 13 de Julio, perpetrado por la Guardia de Asalto y verdadero
crimen de Estado, acabó con todas las indecisiones. El día 17, al atardecer, el Ejército del Protectorado
Español de Marruecos se levantaba en armas contra el Gobierno de la República. El 18 se unían al alza-
miento los demás conspiradores: Mola en Navarra, Queipo de Llano en Sevilla, Franco en Canarias,
Cabanellas en Zaragoza, Saliquet en Castilla, Aranda en Asturias... Pero, como ya se temía Mola, el
Director de la conspiración, la insurrección fracasaba en las grandes ciudades de Madrid, Barcelona,
Valencia, Málaga, Bilbao... El 19 de Julio, dos terceras partes de España amanecían rojas, con las armas,
el oro y la industria en su poder, y sólo una tercera parte, muy inferior en recursos, se les oponía
heroicamente con espíritu de epopeya y una fe inquebrantable en el triunfo. Había comenzado una guerra
civil que no acabaría hasta el 1 de Abril de 1939, después de haber sembrado el suelo español con el ya
clásico un millón de muertos...
Los militares levantados en armas, que constituían el Ejército Nacional, no tenían al principio un mando
único, sino que cada uno actuaba un poco individualmente, bajo la dirección de la Junta de Defensa,
presidida por el anciano General Cabanellas, Capitán General de Zaragoza. Pronto se destacaron, sin
embargo, las dos grandes figuras de Mola en el Norte y de Franco en el Sur. El primero de Octubre, la
Junta de Defensa entregaba sus poderes al General Francisco Franco, que ni tan siquiera formaba parte
de la Junta, al que confería el título de Generalísimo, con mando único sobre todas las fuerzas de Tierra,
Mar y Aire, y se le designaba además Jefe del nuevo Estado español, con todos los poderes militares y
civiles concentrados en una sola mano. La guerra sería ganada por los nacionales y se vería derrotada la
República, que tan equivocadamente había unido la suerte de España a la causa marxista bajo las directri-
ces de Rusia.
Religión y Patria
Mirada también ahora bajo el aspecto religioso, en la parte roja, dominada por el Gobierno de la Re-
pública, se desataba una furibunda persecución contra la Iglesia, que asesinaría a más de seis mil sa-
cerdotes, religiosos y religiosas, con trece Obispos al frente, y destruiría miles y miles de iglesias, con el
propósito de eliminar de España todo vestigio religioso. Por el contrario, en la parte nacional se iniciaba
la guerra como una defensa de los valores eternos de la Religión y de la Patria. En una parte se
gritaba ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España!, y en la otra se coreaba con el mismo frenesí ¡Viva Rusia! ¡Viva la
Revolución! Y en ambas partes morían los españoles por igual, cada uno por el ideal que se había forjado
en su vida...
Nosotros, al recordar ahora la gesta de nuestros mártires, no preguntamos quién los mató sino por
quéy cómo murieron ellos. Su última palabra fue de perdón para sus verdugos y de amor apasionado a
Jesucristo. Por eso, para ser dignos de semejantes hermanos, los que antes vivíamos alejados unimos
ahora fuertemente nuestros brazos en una España reconciliada y nueva...
Los 51 Misioneros Claretianos de Barbastro constituyen uno de los casos más esplendorosos de
la historia martirial moderna de la Iglesia. Barbastro brilla con luz singular. Es “¡todo un seminario
mártir!”, decía con ponderación el Papa Juan Pablo II cuando el 25 de Octubre de 1992 los elevaba
a los altares en la Plaza del Vaticano. Es justo que comencemos nuestra narración por Barbastro,
un aperitivo bien fuerte para la lectura de todo el libro...
Barbastro
¿Cómo se desarrolló la revolución en Barbastro?... Pequeña población de la provincia de Huesca en
el Alto Aragón, con unos 8.000 habitantes por aquel entonces, era sin embargo un punto estratégico por
sus cuarteles militares, fuerte bastión frente a las fuerzas revolucionarias que podrían venir de Barcelona
contra Zaragoza, zona de suma importancia para el Ejército nacional.
El Coronel, Don José Villalba, reconocido hombre de derechas y buen católico, estaba comprometido
con la conspiración militar, se sentía impaciente por levantarse en armas y exigía una acción inmediata y
fulminante. Así hasta el último día. Pero, al llegar el momento, hizo todo lo contrario. El papel del Coronel
Villalba está todavía por dilucidarse. ¿Qué fue? ¿Traidor? ¿Cobarde? ¿Astuto calculador? ¿Un doble
juego? ¿Falto de visión? ¿Simplemente indeciso? ¿Impotente cara a los acontecimientos?... Con las
primeras noticias del alzamiento militar, el Coronel se apegó a la radio, que daba las noticias más
contradictorias. En la vecina Zaragoza había triunfado el movimiento, pero el Gobierno de Madrid
proclamaba que había fracasado en todas partes. En Barbastro, los de derechas confiaban en el Coronel,
que respondía invariablemente:
—Queden tranquilos. Las tropas están acuarteladas. En un momento dado, se lanzan unos pelotones
a la calle, y no pasa nada. Aquí no se disparará un tiro.
Esto es lo que decía el Coronel Villalba. Pero los de izquierda tenían bien minado el cuartel con células
revolucionarias. La extremista C.N.T. estaba perfectamente organizada, y a una orden suya se echaban
sobre la ciudad todos los elementos de la revolución, sin que el Coronel moviera el dedo meñique. El día
18 de Julio por la noche se refrendaba el Comité Revolucionario, ante una multitud inmensa reunida en la
plaza de la Municipalidad. El 19 se asaltaban las diversas armerías de la ciudad para equipar al pueblo,
calcando exactamente lo que en Madrid hacía ese mismo día el ministro Giral por orden directa de Azaña,
que sentenció: las teorías sin las masas carecen de valor.
El Coronel seguía en su indecisión, aunque la revolución dominaba ya la situación a su gusto, y no
supo, o no pudo, o no quiso resistir el golpe definitivo que el día 24 le dio el Comité Revolucionario cuando
le exigió sin más la rendición. A mitad de la noche explotó el cohete volador, que era la señal convenida,
se lanzó un estentóreo ¡Viva Rusia!, y toda la población se lanzó frenética a la calle en un desfile desco-
munal, cuya marcha abría el mismo Coronel en mangas de camisa y abrazando efusivamente a dos
camaradas...
La revolución marxista era un hecho consumado. Desde el domingo 19, y ante la pasividad del Coronel,
las cárceles estaban ya abarrotadas con muchos centenares de presos, destinados todos a la muerte. A
partir de ahora, Barbastro se convertirá en un recinto de crímenes inimaginables.
La revolución se desborda
Con todo, faltaba en Barbastro el último elemento destructor, que el día 25 se lanzaría sobre la ciudad
como un ciclón que devastaba todo a su paso.
Con la sorprendente adhesión del Capital General Cabanellas al Alzamiento Nacional ―Cabanellas
era republicano y masón―, la España roja se dio cuenta de lo que perdía con Zaragoza, la heroica ciudad
de los Sitios y del Pilar. Barcelona entonces, donde fracasó la sublevación militar, mandó para conquistar
Aragón unas abigarradas y heterogéneas tropas anarquistas del Frente Popular, que a su paso iban sem-
brando por doquier el terror, la destrucción, la quema de iglesias y conventos, a la vez que se convertían
en una banda terrible de asesinos profesionales...
Caminaban ―y ya está dicho todo―, bajo el mando supremo de Durruti, el famoso anarquista leonés,
que contaba con un gran historial de crímenes encima. En la columna que llegó a Barbastro militaba como
alto jefe Angel Samblancat, antiguo postulante claretiano del seminario de Barbastro (!)... De los de la
tropa, muchos eran expresidiarios, a los que acompañaba un gran contingente de mujeres salidas del
barrio chino de Barcelona, sin sentido alguno de pudor, armadas de grandes pistolones colgados en la
cintura, que iban llevando por doquier su olor de prostíbulo y enseñando sus garras con ferocidad de
hienas. Eran, en muchos casos, las musas inspiradoras de los crímenes cometidos por los milicianos, que
las traían consigo como compañeras de placer y de toda liviandad... Barbastro, rendida desde el principio
a los rojos, no hubo de ser conquistada. Sus cárceles rebosaban ya de presos, y el día 25 la ciudad era
un delirio, mientras esperaba con frenesí a las tropas libertarias que se dirigían a Huesca y Zaragoza.
Nada más llegar a Barbastro aquel pobre elemento humano, los flamantes soldados de la revolución
quisieron dar prueba de su valor asaltando las cárceles y matando a todos los detenidos, que sumaban
ya muchos centenares. En el Coso se formó una ingente manifestación de varios miles de personas, que
vociferaban frenéticas:
—¡Que los maten! ¡Que los maten!...
Suerte que Eugenio Sopena evitó la hecatombe que se venía encima. Sopena, joven de la C.N.T.,
saldrá más de una vez con respeto en estas páginas. Líder indiscutible, de oratoria vibrante, revolucionario
como el que más, pero comedido y nada extremista. Si no hubiera sido por él, que frenó siempre todo lo
que pudo los ánimos exaltados de los asesinos, la revolución en Barbastro hubiera resultado mil veces
peor. Ahora, subido sobre un autobús parqueado y en una arenga apasionante, halló las palabras atinadas
para los llegados de Barcelona:
—¡Camaradas! ¡Milicianos! Posiblemente dentro de unas horas tendréis que salir hacia el frente. El
que os está hablando es un miembro del Comité de enlace de las Fuerzas Antifascistas de Barbastro.
Nosotros nos consideramos lo suficientemente revolucionarios y responsables para que se haga justicia
y se juzgue a los presos. Pero tenemos que ser nosotros.
A los milicianos, y a sus paisanos de Barbastro, les lazó un atronador ¡Viva la Unión de las Fuerzas
Antifascistas! ¡Viva la C.N.T.!, y así logró dispersar aquella multitud furiosa.
Se suspendió la matanza, pero, en cambio, ya al anochecer ardían ante todas las iglesias las imáge-
nes, ornamentos y objetos de culto; se destruía todo a placer y en las calles reinaba una orgía salvaje y
un griterío infernal.
LA COMUNIDAD CLARETIANA
CONVOCADA AL MARTIRIO
Lo que se cometió en Barbastro no fue un simple asesinato, sin preparación alguna. Los 51 Cla-
retianos supieron ir serenos a la cárcel, con la misma docilidad a Dios con que iban antes a la capilla
para cumplir un acto de comunidad reglamentario. Se sintieron llamados, y dijeron que sí...
La Comunidad Religiosa
Al llegar la revolución, la vida religiosa discurría con naturalidad reglamentaria dentro del colegio se-
minario. Funcionaba éste en un edificio austero, encajonado en las estrechas calles de la ciudad, sin más
desahogo que un patio interno de muy pocos metros cuadrados. Más que para aulas de estudios, aquel
convento venía muy a propósito para formar espíritus recios y habituarlos a vivir después sin comodidad
alguna... Los seminaristas estaban en el inicio de las vacaciones veraniegas. Y vacaciones, en nuestros
seminarios de entonces, significaban suspensión de las clases oficiales del curso, pero no interrupción
del estudio, que era el de las propias aficiones, como idiomas, literatura, etc., el cual se tomaba con
seriedad e interés ejemplares y contribuía a una especialización muy provechosa.
La venerable y numerosa Comunidad estaba constituida por 60 individuos justos: 9 Sacerdotes, 12
Hermanos y 39 Estudiantes. Desempeñaba el cargo de Superior el Padre Felipe de Jesús Munárriz; era
Prefecto de los Estudiantes el Padre Juan Díaz, y Encargado de los Hermanos Misioneros el Padre Le-
oncio Pérez, que llevaba también la economía de la casa.
Hará bien el lector en no olvidar dos nombres que citaremos con frecuencia: Pablo Hall y Atilio Pa-
russini. Eran estudiantes argentinos y su condición de extranjeros los excluyó de las listas negras. No los
fusilaron con sus compañeros, sino que Dios nos los reservó como los testigos más cualificados de esta
historia martirial. Tampoco murieron los siete últimos Hermanos del cuadro, como luego veremos.
Cuadro de la Comunidad
Sacerdotes
Felipe de Jesús Munárriz, Superior
Juan Díaz, Prefecto Luis Masferrer
Leoncio Pérez, Ecónomo Secundino Ortega
Sebastián Calvo José Pavón
Pedro Cunill Nicasio Sierra
Estudiantes
José Amorós Jaime Falgarona
José Badía José Figuero
Juan Baixeras Pedro García
Javier Luis Bandrés Ramón Illa
José María Blasco Luis Lladó
José Brengaret Hilario Llorente
Rafael Briega Miguel Masip
Antolín Calvo Ramón Novich
Tomás Capdevila José María Ormo
Esteban Casadevall Faustino Pérez
Eusebio Codina Salvador Pigem
Juan Codinachs Sebastián Riera
Wenceslao Clarís Eduardo Ripoll
Antonio Dalmau José Ros
Juan Echarri Francisco Roura
Luis Escalé Teodoro Ruiz de Larrinaga
Juan Sánchez Jesús Agustín Viela
Alfonso Sorribes *Los Estudiantes argentinos:
Manuel Torras Pablo Hall
Atanasio Vidaurreta Atilio Parussini
Hermanos Misioneros
Manuel Buil Francisco Castán Gregorio Chirivás
Manuel Martínez Alfonso Miquel
Pablo Delgado Bibiano Echegaray José Lascorz
Joaquín Muñoz Buenaventura Peñalosa Simón Sánchez
Ramón Vall
La instrucción militar
Un día u otro nuestros seminaristas tendrían que incorporarse a filas e ir al cuartel. Para reducir al
mínimo su servicio militar, cada día al atardecer practicaban la instrucción en la plaza de toros, a puerta
cerrada, bajo la dirección de dos oficiales retirados, los amigos Mariano Cuello y Gonzalo Creus. A ratos,
les ayudaba eficazmente su compañero seminarista Faustino Pérez, que había regresado de la mili hacía
pocos meses.
- Un, dos; un, dos... ¡Firmes!... En su lugar, ¡descanso!...
Los estudiantes avanzaban que daba gusto y manejaban de maravilla el fusil, de madera, desde luego,
y que de poco serviría en un frente de batalla...
Todo se hacía con la autorización expresa del Coronel Villalba. Hasta que el día 13 ocurrió un incidente
tonto y hasta cómico, pero que después traería consecuencias desagradables. Aquel día se presentó el
Alcalde, Don Pascual Sanz, con todas las ínfulas de su autoridad, acompañado de unos concejales, algu-
nos miembros más de la Municipalidad y un alférez con varios guardias civiles:
- Soy el responsable del orden... Todo el mundo habla de lo que aquí se prepara... Y el Gobernador
me ha mandado que me entere bien de lo que ocurre cada día en la plaza y le dé cuenta.
Mentira. El Gobernador no sabía nada.
Ordenó entonces un cacheo de los estudiantes, por si escondían armas... Del bolsillo de uno salió el
rosario, y el guardia les suelta con sorna a sus compañeros malhumorados:
- Este rosario debe ser para el Alcalde, ¿no?...
- ¡Por lo visto! ¡Y vaya comedias que nos obligan a hacer en estos tiempos!...
El flamante Alcalde mandó la suspensión de aquella subversiva instrucción militar, aunque se iba a
reanudar dos días después por orden expresa del Coronel:
- Esto es competencia mía, y no del alcalde. Y sepa que el Gobernador, a quien he consultado, no
había dispuesto nada ni sabía nada.
El asunto resultaba un sainete divertido. Pero, ¡lo que saldrán a relucir en días venideros aquellos
fusiles de juguete y una tan sospechosa organización paramilitar!... Además, el Alcalde ―¿por convicción,
por revancha?― pronunciará días más tarde una sentencia muy traída:
- Como personas merecen todo respeto; pero como Sacerdotes y Misioneros deben morir.
El asalto a la casa
Empezamos a contemplar escenas espectaculares de verdad. Los revolucionarios temían a tanto jo-
ven como había en el convento, y todos bien entrenados con la instrucción militar... Pero en aquel
atardecer del 20 venían dispuestos a todo. A las 5´30 irrumpía por la puerta una tromba de sesenta
milicianos, y, a una orden suya, el Hermano Castán hizo sonar la campanita conventual para reunir en el
patio a todos los Misioneros. No hay historiador de nuestros Mártires que no haya hecho suya la
conmovedora observación del Padre Quibus: ¡Ah! Aquella campanita, en sus largos años de servicio
claustral, nunca había llamado con tanto amor como entonces, que llamaba al martirio... Y fue obedecida
con la fidelidad de siempre.
En un par de minutos estaban reunidos todos en el patio. Tan mansa obediencia impresionó a los
asaltantes, que contaban con una resistencia armada..., y así, dice Parussini, “todos enmudecieron en
nuestra presencia”.
- ¿Están todos? ¿Quién falta? ¡No ha de quedar por ahí ni uno!
Y el Padre Superior:
- Queda uno solo en cama, con cuarenta de fiebre, y un anciano, que ya viene.
El enfermo era el estudiante Jaime Falgarona. Y el Hermano Muñoz, cargado de achaques y con sus
ochenta y cuatro años a cuestas, venía bajando las escaleras pasito a paso y rezando siempre...
Alinearon a todos en dos filas junto a la pared. Dos carabineros profesionales los cachearon con toda
corrección, y a todos les tomaron sus datos personales. Todo se hizo de momento con perfecta seriedad
y orden.
Hasta que se inició el registro en busca de las armas escondidas. Y comenzó a armarse también la
tremenda... Dirigidos por los Padres Munárriz, Díaz y Pérez, todo iba relativamente bien. El registro se
repetía veces y más veces en todas las estancias, cuartos, armarios, maletas, ollas de la cocina, bodega
de los alimentos... En los dormitorios se removían las camas, en la iglesia todas las imágenes, incluso el
Sagrario, que motivó el alerta de un miliciano:
- ¡Cuidado! Eso lo puede abrir sólo un cura. Yo ya me entiendo de esas cosas...
Lo hizo abrir por el Padre Pérez, y, efectivamente, tampoco entre los sagrados copones había armas
escondidas...
El tumulto ensordecedor
Aparte de los sesenta milicianos primeros, que se lanzaron todos al registro, menos Sopena y algunos
otros que custodiaban a los del patio, intervino pronto la chusma agolpada en la calle y que no aguantaba
más. Se avalanzó puertas adentro y comenzó a pedir la inmediata ejecución de los Misioneros, con gritos
estentóreos y las expresiones más brutales, conservadas por Pablo Hall:
- ¡Hay que acabar con ellos!...
- ¡A matarlos a todos aquí mismo!...
- ¡Dinamita sobre ellos!...
- ¡Al río todos!...
- ¡Hagamos con ellos lo que ellos harían con nosotros!...
- ¡Ahora que los tenemos seguros, a fusilarlos, no sea que se nos escapen y caigamos luego en sus
manos!...
Ante semejante griterío y amenazas, el estudiante Atanasio Vidaurreta, que hacía tiempo había sufrido
una grave enfermedad y de la que alguna reliquia quedaba, cayó desmayado al suelo, y la plebe gritó
histérica:
- ¡Que lo rematen ahí mismo, y se acabó todo!
Menos mal que no lo hicieron. Y varios compañeros del paciente, por orden de Sopena, lo subieron al
mismo dormitorio donde se encontraba enfermo Jaime Falgarona.
La turba, dispersa por toda la casa, gritaba cada vez más:
- ¡Canallas, decid dónde tenéis las armas! Os aprovecháis porque nosotros no conocemos los escon-
drijos de esta casa... ¡Veréis la que os aguarda!
El elemento peor lo constituyeron muchas mujerotas, que llevaban la voz cantante en aquella alga-
rabía, armadas como iban de cuchillos, garrotes y cuanto pudieron encontrar a mano. Puesto que se
buscaban armas, una escondió un enorme cuchillo entre los ornamentos de la sacristía para que apa-
reciera en su momento... Y otra fue peor: en un rincón de la casa dejó la mala hembra cuidadosamente
colgada una prenda íntima de mujer... Enterados Sopena y un carabinero, estuvieron a punto de dar
entonces mismo un ejemplar escarmiento a aquellas descaradas:
- ¿Qué se han figurado éstas?...
Continuaba el tumulto. Y empezó a caer por las ventanas todo lo que encontraban a mano: ropa, sillas,
enseres útiles, que la hoguera de la calle se encargaba de devorar... Los asaltantes seguían vociferando:
- ¡A fusilarlos! ¡A fusilarlos!...
Pero Sopena logró apaciguar ―¡todo un milagro!― a aquella chusma delirante:
- ¡Aquí no se fusila a nadie! Nuestro deber es detenerlos. Después, se los juzgará como es debido, de
acuerdo con lo que hayan hecho.
Procesión hacia la cárcel
Se produjo una calma momentánea, aprovechada por el Padre Masferrer para subir a la capilla y bajar
el Santísimo, que distribuyó a todos en comunión. También el Padre Sierra pudo sacar de la iglesia todas
las Sagradas Hostias, y, encerradas en un maletín, llevarlas consigo a la prisión.
Los milicianos organizaron el desfile hacia el Colegio de los Padres Escolapios, habilitado para cárcel.
Escoltados por dos filas de milicianos armados, todos los detenidos salieron de tres en tres. Las turbas
enfurecidas de antes enmudecieron ahora ante la orden tajante de los milicianos. En medio de un silencio
impresionante, los Misioneros recorrieron las calles atestadas de curiosos. Todavía hoy comentan
muchos:
- ¡Qué modestos andaban!... ¡Parecían unos santos!... ¡Iban como corderos humildes y dóciles!...
Germán Palacios, un niño, nos contaba dos años después a los compañeros del colegio seminario:
- Caminaban recogidos, como quien acaba de comulgar.
Gesto también simpático el de un buen campesino, que, al toparse con aquella marcha, se descubrió
espontáneamente la cabeza, como si pasara la procesión del Corpus...
El silencio de las calles se rompió furiosamente al llegar a la plaza de la Municipalidad, como dicen
dos testigos autorizadísimos, el Escolapio Padre Ferrer y el sobreviviente Juan Sánchez:
- Por las calles, y desde los balcones, unos lloraban por los Misioneros que caminaban a la muerte.
Pero, al llegar a la plaza, los jefes discutían a gritos, y las gentes los maldecían soezmente, los escupían
y pedían que los quemaran vivos allí mismo.
La discusión de los milicianos se debió principalmente al recibir la orden de no meterlos en la cárcel,
atestada ya de presos, sino en los Escolapios, pues, como nos dice el Rector Padre Ferrer, al ver que
esto se ponía tan mal, y viendo que los presos no cabían en la cárcel, ofrecí el Colegio a los del Comité y
creo que esto les movió a que trajeran al Colegio a los Misioneros.
Llegados al Colegio, los encerraron en el salón de actos, a mano derecha apenas se entra, y allí
quedaron en lo que sería su Getsemaní durante casi cuatro semanas interminables. Los estudiantes en-
fermos Vidaurreta y Falgarona, junto con el ancianito Hermano Muñoz, fueron llevados al Hospital. Al
Hermano Simón Sánchez le sobrevino de repente un fuerte dolor en las sienes y en el corazón, y, a
petición del Padre Cunill, fue trasladado al próximo Asilo de Ancianos, junto con otros cuatro Hermanos
de edad avanzada, lo que arrancó a un miliciano este comentario despectivo y siniestro:
- Estos viejos no sirven para matarlos. Que se vayan a rezar rosarios por éstos, de los que no vamos
a dejar ni rastro ni simiente...
Supieron dar ejemplo de buenos pastores, que entregan la vida por el rebaño. ¿Qué les importaría
después a los demás seguir a guías tan gloriosos?...
El Señor Obispo
Monseñor Florentino Asensio, una estampa perfecta de piedad, sencillez y celo apostólico, había lle-
gado desde su Valladolid a Barbastro hacía cuatro meses, y dijo al bajar del automóvil, con grave
presentimiento:
- ¡Mirad que subimos a Jerusalén!
A los amigos que le aconsejaban se marchase para salvar su vida, contestaba amable y firme:
- Yo no abandono la viña que el Señor me ha encomendado.
Los cuatro meses a que se redujo su pontificado pesarán por muchos años en la historia de Barbastro,
merced a un martirio espléndido, digno de los más grandes Obispos de la Iglesia, como un Ignacio de
Antioquía o Cipriano el cartaginés...
Preso en su propio palacio desde el 19 de Julio, el 23 recibió la orden de trasladarse al Colegio de los
Escolapios, que sería su prisión:
- Debe ir con sotana, pues el Comité no quiere que usted pase ante el pueblo como un preso (!)
El día 8 de Agosto era citado para declarar ante el Comité en la vecina Municipalidad. Pero pasaban
las horas, y el Obispo no volvía. Lo habían metido sin más en la cárcel, con la orden terminante:
- Este ha de estar del todo incomunicado.
Soler Puente, portero oficial del establecimiento, que no era ningún miliciano rojo, hombre de corazón
y testigo presencial, nos ha conservado todas las incidencias de la pasión espeluznante del Obispo,
queestaba tranquilo y con mucha frecuencia se ponía a rezar de rodillas, cara a la pared.
Hasta que se presentó Mariano Abad, el terrible verdugo y repulsivo enterrador, que venía al frente de
unos esbirros de la peor catadura.
Mariano Abad, alto, fuerte, criminal y feo en una pieza, era por aquellos días en Barbastro la figura
más siniestra. Ni se limpiaba, con estudiado descuido, las salpicaduras de sangre humana que aparecían
en su pantalón o en las alpargatas de sus pies. Si veía un anillo de oro en la mano de un fusilado, se lo
hacía suyo de un modo asaz expeditivo: cortaba el dedo, y en paz...
Ahora se presenta en la celda que ocupa Monseñor Asensio. Por todo saludo, suelta ―¡no faltaba
más!― una asquerosa blasfemia y da un empujón brutal a su víctima, que vestía pantalón y chaleco:
- ¿Tú eres el Obispo? Pero, si pareces un pastor... ¡No tengas miedo, hombre! Que si es verdad eso
que predicáis, irás al Cielo...
Y dijo a los otros:
- A éste, como es pez gordo, lo ato yo.
Y, a decir verdad, que lo sujetó bien. Le ató las manos a la espalda con alambre y lo amarró fuerte-
mente, ¡cómo si se hubiera de escapaar aquel ángel de Dios!...
El Colegio de los Padres Escolapios de Barbastro fue siempre un orgullo de la Orden Calasancia.
Pero su sencillo salón de actos le suma hoy una gloria en que antes nunca soñó. Durante casi cuatro
semanas se forjaron allí los espíritus de unos jóvenes heroicos, que nos dignifican a todos los hijos
de la Iglesia.
De nuevo en el salón
El 20 de Julio, al anochecer, dejamos a cuarenta y nueve Misioneros en el salón del Colegio de los
Escolapios. Los Padres de este venerable plantel educativo, tan respetadísimo en Barbastro, aliviaron
cuanto pudieron la penuria de la primera noche, y les ofrecieron a los presos nueve colchones, dos
somiers, dos mantas, unas viejas cortinas de algodón y once almohadas. Los colchones iban a desapa-
recer muy pronto, requisados el día 25 para los milicianos que se dirigían al frente de Aragón. Para dormir
no quedarían en adelante más que el frío suelo, los tablones del escenario y la escalinata del
clásico gallinero junto a la entrada.
Los Padres les bajaron también agua, necesarísima, y algo de cena, que muchos no probaron. Pero,
sobre todo, les brindaron un amor y un cariño impagables en unas circunstancias tan duras.
El Padre Eusebio Ferrer, Rector del Colegio, hijo de Barbastro pero nacionalizado argentino, se con-
virtió en el ángel tutelar de nuestros hermanos detenidos. Administró con escrupulosidad las 4.000 pese-
tas que le entregó el Padre Cunill ―todo cuanto había en casa― para atender los gastos que ocurrieran
durante el encarcelamiento.
El Hermano Ramón Vall, por su cargo de cocinero en la Comunidad, siempre de blusa cuando iba de
compras y no con la imprescindible sotana, fue el otro ángel para los detenidos. Los milicianos le encar-
garon la cocina, le concedieron una relativa libertad, y al fin no lo fusilaron con los otros para aprovechar
sus oficios de cocinero.
Prevención
Desde un principio debemos estar prevenidos a fin de no formarnos un juicio errado sobre nuestros
Mártires. El caso de Barbastro fue tan espectacular que podríamos imaginarlo como un paseo triunfal o
poco menos hacia la muerte. Y no fue así. No es ése el sistema de Dios, y nuestros hermanos debían ser
dignos del Mártir del Gólgota. Las noches del 13 y del 15 de Agosto, un Tabor y un amanecer pascual,
fueron precedidas de una noche larga y de sombras densas en un Getsemaní muy doloroso.
El proceso martirial de nuestros hermanos tiene tres etapas muy marcadas y bien definidas. La pri-
mera, de tortura espiritual, angustia, dolor profundo, prueba acrisolada, aunque también llena de resig-
nación y de paz interior. La segunda, de serenidad, de tranquilidad, de aceptación amorosa del querer
divino. La tercera, ésa sí, de ilusión martirial intensa, de gozo desbordante, de entusiasmo arrollador,
demostrado sin miedo alguno con los vivas y los cantos que atronaron las calles y la carretera mientras
iban a la muerte.
Porque fue una muerte preparada a conciencia durante casi cuatro semanas de cárcel rigurosa, y no
un asesinato frío e improvisado, como pudo haber ocurrido en la casa cuando las turbas lo reclamaban al
ser detenidos los Misioneros. Los presos tuvieron ocasión de tomar conciencia del carácter martirial de
su muerte, al oír hasta la saciedad de boca de sus verdugos y de las turbas: Por vuestras sotanas..., por
vuestra profesión..., por vuestros votos...
Y todo esto realizado a plena luz. Públicamente. Con testigos a montones, por amigos llorosos y por
enemigos triunfantes. Todos los vieron por las calles y los contemplaban a través de los ventanales del
salón, y todos son hoy testigos de lo que vieron y oyeron.
Además, no hay que olvidar la juventud y el número de nuestros seminaristas. La unión, el espíritu
de grupo, el compañerismo, les contagió de entusiasmo mutuo, los mantuvo firmes en la prueba y no
permitió ni una sola apostasía o defección ―¡gloria y gracias a Dios!―, a pesar de tantos ofrecimientos
halagadores e incondicionales que les hicieron los verdugos. Todo esto ha hecho de Barbastro un caso
excepcional y de los más brillantes de la historia martirial de la Iglesia.
El salón-cárcel
El salón del Colegio sería el Getsemaní de nuestros Mártires.
Un rectángulo de seis metros de ancho por veinticinco de largo, incluidos el escenario y la galería de
atrás o gallinero, tenía en el lado derecho cinco amplios ventanales que daban a la plaza de la Munici-
palidad. Como levantaban muy poco del suelo de la misma plaza, los detenidos se vieron en una dura
alternativa. Si cerraban los ventanales, se asaban de calor en lo más fuerte del verano, sofocante, pesado,
denso, Si los abrían ―y no tenían más remedio que hacerlo para respirar―, habían de aguantar cuantos
insultos quisiera dirigirles la chusma apiñada en el exterior. En el lado izquierdo se abrían dos puertas que
daban a un pequeño patio interior, al que habían de salir para el servicio higiénico.
En la puerta de entrada al salón, los guardianes habían abierto algunas rendijas para vigilar mejor y
observar a su gusto a los presos.
Angustias morales
Peores que los sufrimientos físicos fueron las angustias morales, que les apretaron como corona de
espinas largas y resistentes. Nada más entrar ―nos dice el Hermano Sánchez―, todo es llorar unos y
prepararse para morir otros. Porque desde el principio, expuestos como estaban a la indiscreción de todos
los mirones, hubieron de aguantar las amenazas y expresiones soeces que les escupían los milicianos y
la chusma a través de los ventanales. Hall y Parussini son muy moderados al transmitirnos el lenguaje
que habían de escuchar continuamente:
Os mataremos porque sois fanáticos e hipócritas...
Mentís cuando decís que amáis al pueblo y a los pobres...
Os mataremos para que cumpláis de una vez vuestros santos votos...
Estad preparados, que esta noche os vendremos a buscar. Para mañana a las cuatro, ya no habrá
más curas ni frailes en Barbastro...
Ya no podréis hacer con las monjas lo que hacíais hasta ahora...
Cuando os maten, yo me comeré los hígados...
Pues yo, los sesos...
Yo les cortaría los huevos...
Dejaros de rezar rosarios y custodias...
Se necesitaba resistencia de acero, y al principio el joven y angelical Padre Masferrer se deshacía en
llanto copioso. Precisamente el santico Padre Masferrer, que a lo largo de toda la carrera pasó entre sus
compañeros como el Luis Gonzaga del grupo...
O como José María Blasco, ya muy miedoso por temperamento, a quien se le alborotó la imaginación
locamente. Se veía expuesto a mil tormentos, y empezó a temblar ante una posible apostasía de su voca-
ción religiosa y de su misma fe cristiana... Viéndose en semejante peligro, prefirió disimular y huir, si era
preferible hacerlo sin escándalo, como decía apenado:
- Es preferible huir que no la gloria del martirio.
Los compañeros lo acuerparon, le aconsejaron, le animaron, rogaban intensamente por él... Hasta que
su espíritu logró serenarse del todo, y al fin, dice Hall, se encontraba tan animado como cualquiera y se
le había pasado todo miedo.
Parussini nos cuenta con patetismo una diversión criminal de los milicianos: comunicar a los presos la
noticia de su inmediata ejecución, para lo cual los colocaban en fila, de espaldas o de cara a la pared:
- Más de cuatro veces la recibimos, creyendo que la muerte se nos echaba encima. Un día estuvimos
casi una hora quietos, sin movernos, esperando de un momento a otro la descarga. ¡Qué terrible! Es
cuando más se sufre. Entonces cada minuto se hace interminable y uno desea que descarguen de una
vez para no sufrir tan cruel agonía, que no acaba más que con una risotada sacárstica y burlona de los
feroces guardias rojos...
Getsemaní... Dicen que Getsemaní significa lagar de aceite. En Barbastro abundaban esos trujales,
que extraían copioso el aceite de sus extensos olivares. El salón del Colegio fue el Getsemaní que estrujó
el espíritu de nuestros jóvenes, los cuales brillan hoy como haz apretado de antorchas esplendentes...
La Eucaristía
Mientras duraron las Sagradas Hostias que se trajo el Padre Sierra a la cárcel y las que bajaban
después los Padres Escolapios mientras pudieron celebrar Misas, la Comunión y la presencia de Jesús
Sacramentado fueron el centro sobre el que gravitó la piedad de los Mártires. El Padre Ferrer y el Hermano
Vall, burlando la vigilancia rigurosísima de los milicianos, introducían las Formas en el cesto del desayuno.
Al repartirlo, el Padre Sierra colocaba a cada uno la suya entre el pan y la pastilla de chocolate. Se
reservaban después algunas Hostias, que guardaban Hall y algún otro, a los cuales se acercaban todos,
alternándose siempre con inteligente disimulo. Dice Hall:
- Hacíamos compañía a Jesús, que era tratado como en los tiempos de las catacumbas. Acompañá-
bamos a Jesús durante horas y más horas. Afortunadamente, era nuestra única ocupación en la cárcel.
La oración
Suspendidas todas las Misas en los pisos superiores del Colegio, donde estaban presos los mismos
Escolapios, el Obispo, los Benedictinos del Pueyo y otros Sacerdotes, ya no hubo más Eucaristía para
nadie. Pero ninguno podía arrancar a los Mártires su capacidad de orar. En el salón se rezaba de continuo,
en pequeños grupos y callandito, soslayando siempre la atención de los guardias, que lo habían prohibido
también. Por Hall y Parussini sabemos que no se suspendieron nunca los actos de Comunidad reglamen-
tarios. Rezábamos todos los días. Aunque no celebrasen, algunos Padres decían las oraciones de la Misa
todos las mañanas. ― Rezábamos muchísimo, sobre todo el Rosario. Había quienes rezaban 25 ó 30
Rosarios diariamente, amén de otras devociones, ratos de lectura y otras devociones. El “miliciano”
Andrés Carrera, seminarista camuflado, los observaba por las rendijas de la puerta mientras hacía la
guardia, y dice:
- Estaban en pequeños grupos. Por el rumor que se percibía, se convencía uno de que rezaban el
rosario. Uno dirigía, y los otros contestaban. Después de rezar, paseaban tranquilos, de tres en tres.
Y una mujer que pudo verlos, comentaba:
- Los pobres Misioneros están allí sin ventilación y sin poder descansar, pero alegres. Cantan, rezan
y dicen ¡Viva Cristo Rey!
El compañerismo
Fue algo muy notable. Los jóvenes se unieron, se acuerparon, se consolaron, se ayudaron, se con-
tagiaron el entusiasmo. Recurrieron a todo. Hasta a constituir un Comité de la Risa, cuya marcha rompió
el Padre Sierra y que contó con un elemento de excepción: el Padre Pavón, gracioso cartagenero con
mucha chispa de su vecina Andalucía. Los que tenían memoria y salero para el chiste, se ponían ahora
al servicio de los demás a fin de aligerar con bromas la monotonía y la pesadez de la prisión.
Pero el compañerismo se tradujo en cuatro casos de antología.
El Hermano Alfonso Miquel es llevado a nuestra casa para trasladar algunos víveres que allí habían
quedado. Los milicianos aprovechan la ocasión para ofrecerle la salida del salón.
- Vente con nosotros, te damos armas y quedas libre.
Al regresar, el muchacho de veintidós años cuenta lo que le han propuesto.
- ¿Y qué les ha respondido?
- ¿Yo?... Aquí con ustedes.
Miguel Masip lleva un apellido que llama la atención de un miliciano, el cual, picado por la curiosidad,
pregunta por él.
- ¿Tienes una hermana monja?...
- Sí, María de Cristo Rey, y marchó como Misionera a América en 1933.
¡Era cierto! Aquella Hermana humilde, abnegada, era la que le había curado a él con un gran cariño
en el barco hacía tres años. En la travesía, un pasajero se puso enfermo, y María lo cuidó hasta que se
puso bueno. Ahora estaba a la cabeza de los asesinos que llevaban a cabo las ejecuciones, y le dice a
Miguel en la cárcel:
- Bueno, yo te saco de aquí. Toma este uniforme de miliciano, y te vienes conmigo al frente.
- Perdone. Yo no he nacido para matar, sino para predicar la fe y la caridad.
MIguel Masip rehusó la oferta halagadora, se quedaba en el salón para morir con todos los demás, y
antes de ser fusilado escribió una notita preciosa a aquella hermana querida por la que ahora le querían
salvar la vida...
Otro miliciano ―que es quien cuenta la historia―, al oír Manuel Torras cuando leen la lista, se fija en
aquel muchacho y se le acerca después.
- ¿De dónde eres?
- De Sant Martí Vell, un pueblo de Gerona.
- Yo también. ¿De qué familia?
- De Casa Bordes.
- Me lo he imaginado que eras tú. Si quieres marcharte, vete. ¡Pronto! Nadie sabe si sois treinta o
cuarenta.
Y Manuel, de 21 años, el más joven del grupo, se quedó feliz con todos en el salón.
Salvador Pigem es otro que, sin darse cuenta, tiene clavados los ojos de un miliciano que monta la
guardia. Hasta que un día se le dirige sin más:
- ¿Te llamas Salvador Pigem?
El interrogado se sorprende.
- ¿Por qué me lo pregunta?
- Porque recuerdo que, estando yo de cocinero en el Hotel del Centro en Gerona, un sobrinito de los
dueños venía a verlos desde su pueblo, Vilobí de Oñar, y decía siempre que quería ser sacerdote. Yo le
llamaba ya El Obispo. Aquel niño era de una fisonomía igual que la tuya. Yo me llamo Víctor. ¿Te acuerdas
de mí?...
Después de doce años, el recuerdo y las señas no podían ser más certeros.
- Pues, sí. Tienes razón. Yo soy Salvador Pigem, aquel niño de entonces.
Intercambio de recuerdos cordiales. Y al fin, el miliciano:
- Bien, ¿quieres que te saque de aquí, y te libro de la muerte?
Propuesta incondicional, halagadora, sin compromiso alguno. Ocasión como ésta, nunca. Pero el
excelente muchacho se agiganta:
- ¿Me salvas con todos mis compañeros?
- No; a ti solo. Comprendes que a todos no puedo.
- Pues, entonces, no acepto. Prefiero morir mártir con todos.
Salvador bajó las escalerillas y se fue directo a mezclarse entre los demás, que, sabedores del caso,
se sintieron más animados que nunca, orgullosos de la lealtad de semejante compañero.
Conciencia martirial
Desde el principio se formaron nuestros jóvenes una conciencia clarísima sobre el carácter martirial
de su muerte. Y esta gracia de Dios les vino precisamente por medio de sus verdugos y de la chusma,
que les decían a todas horas y de mil modos por qué los mataban, como nos atestiguan Hall y Parussini:
- Nos decían expresamente los comunistas: no odiamos vuestras personas; lo que odiamos es vuestra
profesión, vuestro hábito negro, la sotana, ese trapo negro tan repugnante. ― Quitaos ese trapo y seréis
como nosotros, y os libraremos. ― Nosotros somos los únicos que cumplimos la ley de Cristo... Tenéis
que dejar ese hábito e ir a trabajar y formar familia. ― Os mataremos a todos con la sotana puesta, para
que ese trapo sea enterrado juntamente con los que lo llevan.
Los nuestros supieron también entonces por qué morían, y aceptaron la muerte con un gozo del Es-
píritu que pasma. Hall y Parussini nos dicen a cada momento:
- Nos teníamos por felices en poder sufrir algo por la causa de Dios; porque nos mataban únicamente
por ser religiosos y por ser sacerdotes o aspirantes al sacerdocio. ― Todos estaban contentos y se
felicitaban, como los Apóstoles, por haber sido hallados dignos de sufrir algo por el nombre de Jesús.
Resulta un problema espigar testimonios entre los escritos de los mismos Mártires. Hágalo el lector, si
gusta, al leer esos escritos en las páginas siguientes. Por poner uno, escogido casi al azar, de la carta
de Ramón Illa a su familia:
Con la más grande alegría del alma les comunico que el Señor se digna poner en mis manos la palma
del martirio. Al recibir estas líneas, canten al Señor por el don tan grande y señalado como el martirio que
el Señor se digna concederme. Yo no cambiaría la cárcel por el don de hacer milagros, ni el martirio por
el apostolado, que era la ilusión de mi vida. Voy a ser fusilado por ser religioso y miembro del Clero, por
seguir las doctrinas de la Iglesia Católica Romana.
Nuestros jóvenes fueron felices de verdad al saber con semejante certeza que eran candidatos para
el martirio, sufrido únicamente por la causa de Jesús.
Pero el canto a Jesucristo que se convertiría en el clásico de los Mártires de Barbastro fue el Jesús,
ya sabes, compuesto y cantado en las selvas africanas por un novel misionero claretiano, que en 1909
daba muy joven su vida en aquellas misiones difíciles de Guinea Ecuatorial.
Jesús, ya sabes, soy tu soldado.
Siempre a tu lado yo he de luchar.
Contigo siempre, y hasta que muera,
una bandera y un ideal.
¿Y qué ideal? Por ti, Rey mío, la sangre dar.
Si en el camino, hueste maldita:
¡atrás -me grita-, atrás, atrás!,
si me disparan sangrientas balas,
daráme alas el ideal.
¿Y qué ideal? Por ti, Rey mío, la sangre dar.
Virgen María, Reina del Cielo,
dulce consuelo dígnate dar
cuando en la lucha tu fiel soldado
caiga abrazado con su ideal.
¿Y qué ideal? Por ti, mi Reina, la sangre dar.
Ahora, por prohibición expresa y por vigilancia de los milicianos, se veían obligados a cantar bajito
estos himnos en el salón. Pero, camino de la muerte, los entonarían a pleno pulmón, sin miedo a los
culatazos. Y si cantaban así en el salón, allí no cabía la tristeza, porque todos los corazones rebosaban
de alegría y paz, como nos dicen tantos testimonios.
Parussini: Estábamos muy alegres y tranquilos. Todos comíamos y dormíamos tranquilos, resignados
y alegres. ― En medio de tantas privaciones y sufrimientos, en nuestros rostros brillaba siempre la paz,
la tranquilidad, y, lo que es más, la alegría. Todo esto parecía imposible y enfurecía cada vez más a
aquellas bestias humanas.
Andrés Carrera fue todo un caso. Seminarista clandestino de Zaragoza, tuvo que hacer de miliciano y
estuvo varios días de guardia en el salón. ¡Tremenda prueba por la que hubo de pasar su vocación! Hoy,
venerable sacerdote, resulta un placer hablar con él cuando expone sus recuerdos de lo que vio en el
salón y oyó a los milicianos:
- Era admirable la actitud serena que todos manifestaban. Aquella paz me impresionó mucho, en
aquellos momentos en que me sentía moralmente aplastado. Al verlos con aquel coraje me entraba como
una bocanada de aliento y una santa emulación. Siempre que podía, miraba por la cerradura de la puerta
para observarlos, y su ejemplo me reconfortaba. Ellos me levantaron el ánimo con su paz y su serenidad,
y me afianzaron en mi vocación al sacerdocio. Por las noches me revolvía en la cama con gran inquietud.
Dudaba si unirme a ellos en la misma cárcel. Por mártires y santos los tengo. Todos los días de mi vida
sacerdotal me he encomendado a ellos.
Un miliciano, de la famosa banda criminal de los Aguiluchos:
- ¡Pero, habráse visto! Están más contentos que si hubieran de hacer un viaje de esport. Hay uno ―se
refería a Manuel Martínez― que ni que se tratase de un viaje de bodas.
Con el estímulo de todos, las angustias de los primeros días pasaron pronto. El Padre Masferrer
sonreía como nadie, y a José Blasco se le fue totalmente de la cabeza el querer marcharse de allí para
salvar su fe y su vocación...
Abocados al final
- La cosa está en marcha... Hasta la semilla de la sotana hay que raer, había dicho sombríamente
Mariano Abad apenas fusilado el Obispo. Esa sotana ―semilla para Tertuliano, ya en el siglo II―, la lle-
vaban con gallardía singular los jóvenes Claretianos del salón. Y el Comité, al no encontrar razones válidas
para liquidar a aquella muchachada, se aferró a lo de las armas y a la instrucción militar. El día 11, los
niños acólitos de nuestra iglesia declararon sin miedo, a pesar de las amenazas: No vimos nunca más
armas que un ‘chopo’ ―fusil de juguete― con que los Estudiantes se enseñaban la instrucción. Ante
aquel fracaso, Mariané y otros milicianos se presentaron en el salón para un nuevo chequeo (!), pero, al
no aparecer las pistolas, vino la orden terminante:
- ¡Entreguen aquí mismo todos los instrumentos de punta que oculten!
El Padre Pavón, ocurrente como él solo, se adelanta y entrega con solemnidad a tal autoridad un
lapicero bien afilado:
- Aquí no hay más instrumento de punta que éste.
Risas desimuladas de todos. Pero aquel incidente cómico era presagio de lo peor...
NOCHES ESPLENDOROSAS
Hubo martirios silenciosos, cuyo aroma Dios se reservaba sólo para su recreo divino. Pero con los
jóvenes Claretianos de Barbastro, que llenaron de canto y de luz aquellas noches de Agosto, Dios
nos decía que sí, que el amor entusiasta y apasionado a Jesucristo es lo único por lo que vale la
pena gastarse en el mundo hasta dar la vida...
El plan de los milicianos estaba claro: antes que matar a esos jóvenes, hay que rendirlos. La comunidad
se había quedado acéfala, decapitada, con la separación y muerte de los Superiores, Padres Munárriz,
Díaz y Pérez. De los cuarenta y nueve del salón, excluían a los dos extranjeros, Hall y Parussini, y no
contaban con el Hermano Vall. ¿Qué les costaba formar dos grupos de veintitrés cada uno para llevarlos
a fusilar? Pues, no...
Al alborear el 12, miércoles, quince milicianos, fuertemente armados, irrumpen con violencia en el
salón, y los Misioneros se despiertan sobresaltados. El jefe del pelotón pregunta por el Superior. Harto
saben los milicianos que el Superior fue fusilado el día 2, como lo saben también los Misioneros, pero
éstos responden con sagacidad:
- Al Superior lo separaron de nosotros antes de salir de casa, y no lo hemos visto más.
- Bueno. Entonces, que bajen aquí los seis más viejos.
Se conocían todos muy bien la edad, y así, con toda mansedumbre y sin discrepancia alguna, fueron
bajando del escenario el Hermano Gregorio Chirivás, de 56 años; los Padres Nicasio Sierra, de 46;
Sebastián Calvo y Pedro Cunill, de 33; el estudiante subdiácono Wenceslao Clarís, de 29, y el Padre José
Pavón, de 27. Mientras los milicianos les ataban las manos con cuerdas, el Padre Pavón, con la mirada y
un gesto de la cabeza, pidió la absolución al Padre Ortega, que se la impartió a los seis desde el escenario.
El Padre Cunill quiso que les descorriesen un poco el velo del porvenir, e inició la conversación, atajada
con mal humor por un miliciano:
- ¿Me permiten una palabra?
- No hay tiempo para nada. Pero, ¿qué quiere usted?
- Como no sabemos adónde nos llevan, sería bueno que nos permitiesen llevar algún libro, para pasar
el tiempo.
- Tranquilo, que no lo va a necesitar. Donde van a estar ustedes no les faltará nada, lo tendrán todo.
Amarrados fuertemente de dos en dos, con mirada amable y una sonrisa en los labios, se despidieron
de los compañeros que permanecían en el escenario y contemplaban ansiosos la escena.
Los cuarenta y dos del salón, a través de los ventanales, los vieron atravesar serenos la plaza y diri-
girse al camión, que pronto se perdió entre las calles solitarias. Todos rezaban por aquellos seis com-
pañeros mayores, que, a las cuatro menos siete minutos exactos, caían gloriosamente bajo las balas.
Se oyeron perfectamente las descargas de los fusiles. Parussini anota sus sentimientos en aquellos
momentos dramáticos:
- Quedamos terriblemente impresionados sin poder conciliar el sueño. Yo rezaba con otros en un
rincón del escenario; nos preparábamos para el sacrificio de nuestra vida.
Es natural. Pero esta impresión se convirtió muy pronto en una serenidad, ilusión y alegría tales, que
hicieron del día 12 una jornada singular, cargada de emociones intensas, como existirán pocas en las
historias de los mártires...
En cualquier papel
Aquel día aprovecharon todo pedacito de papel capaz de recibir un escrito. Y, a falta de papel, confia-
ron su espíritu a la madera, a las tablas del salón, a las paredes... El periódico Heraldo de Aragón, dos
días después de la conquista de Barbastro por las tropas nacionales, ocurrida el 28 de marzo de l938,
publicaba que sobre los muros de una gran nave del colegio de Padres Escolapios, convertido en prisión,
se veían las siguientes leyendas trazadas con mano suave y firme:
- Perdonamos a nuestros enemigos.
- Sangre de mártires, semilla de cristianos.
- A los que vais a ser nuestros verdugos, os enviamos nuestro perdón.
José Brengaret, joven de 23 años, sencillo y serio, tenía preparada una bella poesía a la memoria de
mi santa madre: Adiós, madre mía; ― quisiera ser ángel ― y contigo volar al cielo ― y nunca dejarte. Hoy
no escribía en verso, sino en una prosa grave y rica de contenido martirial: JHS. ¡Viva Cristo Rey! Si Dios
quiere mi vida, gustoso se la doy. Por la Congregación y por España. Muero tranquilo, después de haber
recibido todos los santos Sacramentos. Muero inocente; no pertenezco a ningún partido político; lo
tenemos prohibido por nuestras Constituciones; acatamos todo poder legítimamente constituido. Pido
perdón a todos delante de Dios y de mi conciencia, de todos los agravios y ofensas. Me despido de mi
padre y de mis hermanos. Si Dios es servido de llevarme al cielo, allí encontraré a mi madre.
Miguel Masip, aquel que de chiquillo, ante la oposición de su padre que no le permitía ir al seminario,
fue capaz de pasarse el día entero sin comer, y decir llorando: Yo he de ser cura y nada más, escribió hoy
a lápiz en una hojita de música a una hermana Misionera, que el lector recuerda bien por la aventura del
barco, cuando curó al que después sería uno de los destacados asesinos de Barbastro: A mi hermana
María Masip. Jesús mío, por ti muero. Acepta mi vida por la salvación de España y familia. Barbastro,
agosto -12-1936.
Rafael Briega, joven ilusionado con la misión de China, para la que se preparaba a conciencia, escri-
bió en latín sobre una hojita del breviario: Alégrate, Congregación querida, porque 58 hijos tuyos entran
hoy en la Congregación celestial, blancos como lirios y ardiendo en amor de Dios y del Corazón
Inmaculado de la Virgen María. Y daba a Hall este encargo para el Prefecto Apostólico de Tunki: Hágale
saber al Padre Fogued que, ya que no puedo ir a China como siempre había deseado, ofrezco gustoso
mi sangre por aquellas misiones y desde el Cielo rogaré por ellas.
La emoción de un anochecer
Empezaba a oscurecer. Aquel día se cenó pronto, y los guardianes se hacían la vista gorda, de modo
que los candidatos al martirio, sin miedo alguno, como nos relata Parussini, unos se besaban los pies,
otros las frentes, éstos se abrazaban, aquéllos lloraban de alegría ante el próximo fusilamiento... Y hasta
pensaban en lo que iban a hacer en el Cielo, cosa que llamó la atención del Papa Juan Pablo II, que lo
recordaría en la Plaza del Vaticano al beatificar a los Mártires. Todos habían suspirado antes por ser
grandes misioneros, y ahora veían troncharse sus ideales apostólicos. No importaba. Santa Teresita de
Lisieux, la gran Santa moderna, canonizada pocos años antes, les inspiraba su futura misión, como nos
dice Hall. Y varios de ellos ―cita a Ramón Novich, José Amorós, Javier Luis Bandrés, Miguel Masip y
otros―, decían felices:
- Ya que no podemos ejercer el sagrado ministerio en la tierra, haremos como Santa Teresita del Niño
Jesús: pasaremos nuestro cielo haciendo el bien en la tierra; bajaremos muchas veces a la tierra.
Esteban Casadevall
Era Esteban un muchacho excelente, que se nos ganó todas las simpatías cuando lo vimos desha-
cerse de su enamorada La Trini... Y ahora nos va a emocionar de nuevo con sus últimos momentos de
presidio. Hall sentía por él una amistad entrañable, y juntos rezaron largamente esta noche el Rosario
completo en sus quince misterios, el último Viacrucis y otras devociones tradicionales. Hall le pide, al fin:
- Deme el consuelo de recoger sus últimas palabras.
- Bien, por complacerle, lo haré gustoso.
Y sigue la relación de Hall, que no tiene desperdicio, la cual nos revela el espíritu que animaba por
igual a todos aquellos jóvenes magníficos en esta vigilia apasionante.
- Muero contento. Me tengo por muy feliz, como los Apóstoles, porque el Señor ha permitido que pueda
sufrir algo por su amor antes de morir. Espero confiadamente que Jesús y el Corazón de María me llevarán
pronto al Cielo. Perdono de todo corazón a los que nos injurian, persiguen y quieren matarnos, y puedo
decir con Jesucristo moribundo en la cruz al Eterno Padre: Padre, perdónalos, porque realmente no saben
lo que hacen, los ciegan sus dirigentes y el odio que nos tienen. Ya hemos rogado por su conversión todos
los días, al menos nosotros dos. Yo les tengo verdadera compasión y desde el Cielo espero conseguir
que Dios Nuestro Señor les abra los ojos para que vean la verdad de las cosas y se conviertan.
Francamente, no tengo ninguna dificultad en perdonarlos. Si supiesen que me están haciendo el mayor
bien, a pesar del odio que me tienen...
En fin, si usted logra ir a Roma, cuéntele al Reverendísimo Padre General todo lo que sabe de noso-
tros, déle el abrazo que le doy a usted por no poder dárselo personalmente a él. Dígale que voy a morir
contento en la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María; que espero confia-
damente el cumplimiento de la promesa que la Sma. Virgen hizo a favor de los que mueren en la Con-
gregación. Dígale que esta misma tarde hice la profesión perpetua en manos del R.P. Secundino Ortega.
Ofrezco gustoso mi sangre por el reinado del Sdo. Corazón de Jesús en España, y de una manera
muy especial por el reinado del Corazón de María en todo el mundo, y no descansaré en el Cielo hasta
haber conseguido este reinado del Corazón virginal en todas las naciones de la tierra. Para conseguirlo,
me había propuesto escribir un libro con dicho fin, pero no había logrado hacer todavía más que el plan.
Sigue ahora Hall:
Nos despedimos y entonces fue cuando por primera vez rompió a llorar... Pero reaccionó bien pronto,
y haciendo un pequeño esfuerzo, dijo: ¡Pues no he de llorar! Sacó el pañuelo, se enjugó las lágrimas, se
puso a pasear un poco por el salón y fue a acostarse sobre una tabla para descansar un poco, aguardando
con serenidad la llegada de los verdugos.
El 12 de agosto es en la historia de nuestros hermanos de Barbastro como aquella vigilia de los márti-
res de Cartago: Perpetua y Felícitas, Sáturo y sus compañeros... Es la misma historia de los Apóstoles,
tan repetida en la Iglesia, gozosos porque habían sido hallados dignos de padecer por el nombre del Señor
Jesús...
Dormían nuestros jóvenes ―¿dormían de verdad?―, cuando el reloj de la Catedral estaba dando las
doce campanadas de la medianoche y la plaza vecina hervía de gentes que tomaban la fresca. Esta noche
había más gente que nunca. Porque sabían: hoy, saca,―- esta noche, traca, ― hoy, corrida... Ex-
presiones típicas de la chusma roja de Barbastro cuando se esperaba buen desfile de víctimas hacia la
muerte. Y todos sospechaban, sin equivocarse, que hoy les tocaba a los Misioneros... Ellos lo sabían, y
habían prometido, como se lo oyó el escolapio Padre Mompel, que irían al martirio cantando, que se
vengarían de sus enemigos rogando por su conversión y que entregaban su vida por la propagación de
la fe y por la prosperidad de la Congregación. Ahora llegaba el momento de cumplir tan generosos
propósitos.
La puerta del salón se abrió con violencia para dejar irrumpir a una veintena de milicianos armados
hasta los dientes. En las manos traían manojos de cuerdas, tintas aún en la sangre de los mártires anterio-
res. Se encendieron algunas luces, y los milicianos tomaron posiciones en todos los ángulos del local.
Los invasores venían capitaneados por el sanguinario enterrador Mariano Abad, que hoy se prometía
la mejor de sus noches... Los cuarenta y dos jóvenes se pusieron en pie de un solo brinco. En la puerta
se hicieron presentes los guardianes de la cárcel vecina, sobre todo el encargado Andrés Soler, que ha
podido dar después detalles preciosos de la emocionante escena.
- ¡Atención!...
Era la voz ronca de Mariano Abad.
- ¡Atención!... Que bajen del escenario los que tengan más de veintiséis años.
Nadie se movió, porque nadie los tenía.
- Que bajen, pues, los que pasen de veinticinco.
Alguno que otro los había cumplido, pero nadie llegaba a los veintiséis.
Por orden de aquel carnicero ―perdona, Mariano―, se prendieron todas las lámparas que pendían
del techo. Desplegó la lista que llevaba en la mano, a la vez que decía brutalmente y entre blasfemias que
se trataba de llevarlos a la muerte. Pero, como leía torpemente, entregó el papel al del lado, un jovenzuelo
que empezó a soltar nombres:
Secundino Ortega.
- ¡Presente!
Javier Luis Bandrés
- ¡Presente!...
Cada llamada era respondida con vigor por un valiente muchacho, que saltaba del escenario al suelo
con cara radiante, sin atisbos de flaqueza:
José Brengaret Pedro García Bernal
Manuel Buil Hilario Llorente
Antolín Calvo Alfonso Miquel
Tomás Capdevila Ramón Novich
Esteban Casadevall José María Ormo
Eusebio Codina Salvador Pigem
Juan Codinachs Teodoro Ruiz de Larrinaga
Antonio Dalmau Juan Sánchez
Juan Echarri Manuel Torras
Colocados en fila junto a la pared, alargaban espontáneamente y sin resistencia las manos a los verdu-
gos que se las iban atando a la espalda, y por el brazo de dos en dos, con cuerdas de persiana, y con
tanta fuerza, que comentaría uno de ellos, un tal Buil, camarero de los bares del Coso:
- Los ataba muy fuerte de las muñecas y no se quejaban. ¡Dios, cómo son esa gente, para resistir ese
sufrimiento sin quejarse!
Parussini anota:
- Todos ellos tranquilos, alegres, resignados. Aquellos rostros tenían en aquel momento algo de so-
brenatural que no es posible describir.
Algunos, como Ramón Novich, levantaban las cuerdas del suelo antes de que los atasen, y las besa-
ban con amor, al verlas teñidas con sangre de otros mártires. E iban diciendo a sus verdugos:
- Os perdonamos, os perdonamos todo.
Bajaron además del piso superior del Colegio al Sacerdote Don Marcelino de Abajo, que se despidió
de los Padres Escolapios con abrazos efusivos, y a Don Felipe Zalama, Capitán retirado de la Guardia
Civil, de 69 años, todo un militar y un gran cristiano, y al que el Padre Ferrer dirigió estas últimas
palabras: Don Felipe, ¡siempre fuerte!. Pronto lo va a demostrar...
Juan Echarri se volvió a los del escenario, y les gritó:
- ¡Adiós, hermanos, hasta el Cielo!
- ¡Adiós, adiós!...
Pero los milicianos no estaban para ternezas, y mientras enfilaban a todos hacia la puerta, soltaron
esta recomendación, guasona y brutal:
- Vosotros tenéis todavía un día entero para comer, reír, divertiros, bailar y hacer todo lo que queráis.
Aprovechadlo bien, porque mañana a esta misma hora vendremos a buscaros como a éstos, y os daremos
un paseíto hasta el cementerio. Y ahora, a apagar las luces, y a dormir.
Salió del salón la fila impresionante. Rompían la marcha Salvador Pigem y Manuel Torras, el más
joven de todos con sus veintiún años, y que al oír su nombre sonrió de manera angelical. Pigem y Torras,
precisamente. Los dos que pudieron marchar del salón libres y sin ningún compromiso...
Contra lo que cabía esperar, en la plaza se hizo de momento un gran silencio entre la multitud, de
modo que el Padre Mompel captó desde el balcón este diálogo entre una mujer del pueblo y un miliciano:
- ¡Estos sí que van derechos al Cielo!
- ¿Será posible?...
- ¡Y tanto! O éstos, o nadie...
El silencio de los mártires y del público iba a durar muy poco, pues pronto se convertiría en un fuerte
griterío, entre el entusiasmo de los primeros y la rabia de los otros. Un banquillo facilitaba a los presos la
subida al camión, custodiado por algunos milicianos, ya que los otros iban en vehículos aparte. Al empezar
sus ronquidos el camión, estalló potente la voz del capitán Zalama:
- ¡Viva Cristo Rey!...
- ¡Vivaaaaa!...
- Más fuerte, muchachos. ¡Viva Cristo Rey!...
Y con los ¡vivas! de los mártires se mezclaron ahora los gritos de la chusma, que vociferaba furiosa:
- ¡Muera, muera!... ¡Canallas, ya veréis lo que os aguarda en el cementerio!...
- Mientras los rojos gritaban ¡muera! ―dice el Padre Ferrer―, se desarrollaba una patética escena:
con las culatas los empujaban para subir al camión y los golpeaban para hacerlos callar. Esta escena la
presencié desde la ventana del cuarto del Padre Provincial de nuestro Colegio, a poquísimos metros del
lugar donde estaba el camión.
Puesto ya en marcha, el camión renqueaba Coso arriba, mientras arreciaban los ¡vivas! y los cantos
de los mártires. Aún hoy, dicen los testigos presenciales:
- Todos cantaban. Lo oyó todo Barbastro. Y eran inocentes, como ángeles.
Al llegar el camión frente al Hospital, junto al cementerio, se personó ante la caravana el Director y
solicitó a los milicianos:
- Por favor, mátenlos en otra parte. Que los pobres enfermos se sobresaltan cada noche y se agravan
por los gemidos de las víctimas mientras éstas se van desangrando...
Raro, si queremos. Pero fue atendida la petición. Autos y camión tomaron la dirección de la carretera
de Sariñena y continuó la marcha. Quedaban unos tres kilómetros más de cantos y aclamaciones a Cristo
Rey, a la Virgen y a la Iglesia. Mariano Abad, desde su automóvil, blasfemaba como un demonio y tomaba
ya precauciones para que no se repitiera semejante escándalo con el grupo siguiente.
Se detuvo al fin el camión ante una pequeña hondonada a mano derecha, flanqueada por dos lomas
peladas a los lados y una pared de tierra al frente.
Colocaron a las víctimas ante el ribazo, y desde los ángulos les dirigieron los focos de los vehículos
para iluminar bien la escena. Los desataron antes, porque dirá algunos días después Leoncio Fantova El
Trucho, asesino formidable:
- Ahí fusilamos a los Misioneros. Con los brazos en cruz, y gritando ¡Viva Cristo Rey!, recibieron la
descarga.
Es lo más probable que les hicieran ahora la proposición que el alcalde Don Pascual Sanz, al que ya
conocemos por los incidentes de la instrucción militar, pone en labios de los verdugos al sacar del salón
a las víctimas:
- Si vais al frente o queréis casaros, y os hacéis así de los nuestros, se os perdona la vida.
El alcalde hubo de reconocer:
- Ni uno solo desertó y no contestaban a tales proposiciones, a pesar de recalcarles que si no hacían
eso los fusilaban.
Efectivamente, antes de disparar, les ofrecieron por enésima y última vez:
- Aún estáis a tiempo. ¿Queréis ir a luchar contra el fascismo, o morir?
- No queremos luchar contra España y menos contra la Iglesia.
- Gritad, al menos: ¡Viva la Revolución!
- ¡Viva Cristo Rey!...
La descarga cerrada puso fin al diálogo entre verdugos y víctimas. Era la una menos veinte minutos
del 13 de Agosto. Siguieron los balazos intermitentes del tiro de gracia, que terminaba con aquellas vidas
preciosas.
El Padre Mompel recogió este comentario de los asesinos: Uno quedó intacto por no haber dirigido
contra él los disparos; y él mismo dio señales de vida, a pesar de que lo dejaban vivo sin darse ellos
cuenta, pidiendo que lo matasen...
Los del salón, en silencio ya la plaza, oyeron perfectamente el tiroteo. Quienes estaban rezando por
sus compañeros el Rosario en sus misterios de Dolor, ahora cambiaron de repente:
- ¡Misterios de Gloria! La Resurrección de nuestro Señor Jesucristo... La Ascensión de Jesucristo al
Cielo...
Y otro acababa el Magníficat de la Virgen, que había repetido veinte veces por los veinte mártires:
- ¡Proclama mi alma la grandeza del Señor!...
Hall y Parussini lo cuentan con todo detalle. Y el campesino Antonio Pueyo, con sus peones de
Costean, que desde la torre cercana seguían todo, son también testigos de excepción. Hoy, cargados ya
de años, se lo cuentan aún emocionados al Padre Campo para su libro documentado.
Mientras los cadáveres se desangraban, y antes de cargarlos en el camión para llevarlos al cementerio,
Pueyo y los suyos hubieron de brindar buen vino a los asesinos, que entre risotadas soeces celebraban
su menguado triunfo... Y, sin saber el favor que con ello nos harían a nosotros, iban repitiendo, ahora y
después, el diálogo final entre ellos y sus víctimas.
Como Aniceto Fantova, el peor de los Truchos, que confesaba:
- Hoy hemos matado a los Misioneros... Ya habéis oído los gritos y los disparos. Aun viendo que los
iban a matar, gritaban: ¡Viva Cristo Rey!
Curioso cuanto queramos, pero vale la pena traer el testimonio de otro miliciano, tal como me lo contó
Don Andrés Carrera, el seminarista miliciano, que el día de la Beatificación no quiso concelebrar la Misa
en el mismo altar con el Papa: ¡Déjenme, déjenme en la plaza delante, para disfrutarlo todo de verdad! A
los cuatro días me encuentro con él en plena calle de Roma, y me cuenta lo oído a uno de aquellos jefes
de la columna venida de Barcelona, que, tirándoselas un poco de sabiondo, comentaba en un bar,
después del fusilamiento:
- Pero..., es que uno se daba cuenta de que esos Misioneros estaban convencidos de que cambiaban
de vida...
Cualquiera diría que había escuchado muchas veces en la iglesia el Prefacio de Difuntos latino, vita
mutatur, non tollitur: la vida se les cambia, no se les quita...
Y otro testimonio dice más: Los milicianos mismos se repochaban el no saber ser tan valientes como
sus víctimas...
A otro de los verdugos no le entraba en la cabeza lo que había visto:
- ¡Qué hombres! Aunque Cristo les valió de poco, parece hasta como si se alegraran de morir por su
Cristo...
¡Claro que se alegraban! Y su gozo incontenible perdura...
Hall y Parussini
No había pasado una hora, cuando se abrió de nuevo el salón para avisar a los dos estudiantes ar-
gentinos:
- Prepárense, que a las dos saldrán ustedes para Barcelona.
Sin embargo, no fue sino hasta las 5’30 cuando los sacaron para montarlos en el tren, junto con el
Rector de los Escolapios, Padre Ferrer, hijo de Barbastro pero nacionalizado argentino, y un Hermano
Benedictino francés.
Ramón Illa, el fervoroso, inteligente y magnífico joven, les decía ahora con tono festivo y casi jocoso:
- ¡Qué pobres, infelices y desdichados son ustedes, no poder morir mártires por nuestro Señor!
Así era. Dios les había encomendado la misión de ser testigos de un martirio esplendoroso, que ellos
habían de anunciar al mundo.
Parussini escribe sobre estos momentos últimos en el salón:
- El tiempo que quedaba de cárcel lo empleamos en rezar y en despedirnos de los veinte últimos
hermanos nuestros que allí quedarían para el sacrificio. Con lágrimas en los ojos, y con mucha envidia,
con amor y respeto besamos aquellas manos ungidas y aquellas frentes que pronto serían premiadas con
la más rica diadema del mundo: el martirio.
Y Hall nos completa las últimas sensaciones:
- Estábamos emocionadísimos, pero ellos seguían todos muy animados con el ejemplo de los anterio-
res, y nos aseguraron que irían todo el camino cantando y dando ¡vivas! a Cristo Rey, al Corazón de
María, a la Religión Católica y al Papa. Nos dijeron que cantarían el Firme la voz, serena la mirada, que
en voz baja habíamos cantado y repetido en la cárcel.
Faustino Pérez, ¡idéntico hasta el fin!, les encargó:
- Díganle al Reverendísimo Padre General que yo seré el capitán de la última expedición, que iré
animándolos a todos, y que iremos todo el trayecto cantando y dando ¡vivas!.
Marcharon los dos argentinos. El Padre Ferrer se encargó de vestirlos, porque no podían ir con sotana,
y además estaban hechos una calamidad completa... El 18 se embarcaron en Barcelona, y el 21 ya
estaban en Roma. Se iban con la salud quebrantada. Parussini fallecería de muerte natural en Argentina
año y medio después. Hall no rebasaría los 59 años de vida.
Todo lo que usted, querido lector, sabe por este librito se ajusta a la verdad más rigurosa, transmitida
por testigos tan excepcionales. Hasta los diálogos captados a los mismos autores... Llegados los dos
estudiantes a Roma, asombraban a todos con sus relatos impresionantes. Hall, para que nadie dudase,
acabó su primer informe con estas palabras: Pongo a Dios por testigo de que creo haber dicho la verdad
en cuanto llevo escrito en esta relación, que firmo al final y a través de todas las páginas. ― Testigo
presencial, Pablo Hall, Roma, agosto de 1936.
Querida Congregación: Anteayer, día 11, murieron, con la generosidad con que mueren los
mártires, seis de nuestros hermanos; hoy, trece, han alcanzado la palma de la victoria veinte; y
mañana, catorce, esperamos morir los veintinuo restantes. ¡Gloria a Dios! ¡Gloria a Dios! ¡Y qué
nobles y heroicos se están portando tus hijos, Congregación querida! Pasamos el día
animándonos para el martirio y rezando por nuestros enemigos y por nuestro querido Instituto.
Cuando llega el momento de designar las víctimas hay en todos serenidad santa y ansia de oír el
nombre para adelantar y ponernos en las manos de los elegidos; esperamos el momento con
generosa impaciencia, y cuando ha llegado, hemos visto a unos besar los cordeles con que los
ataban, y a otros dirigir palabras de perdón a la turba armada; cuando van en el camión hacia el
cementerio, los oímos gritar: ¡Viva Cristo Rey! Responde el populacho rabioso: ¡Muera!¡Muera!,
pero nada los intimida. ¡Son tus hijos, Congregación querida, éstos que entre pistolas y fusiles se
atreven a gritar serenos cuando van hacia el cementerio: ¡Viva Cristo Rey! Mañana iremos los
restantes y ya tenemos la consigna de aclamar, aunque suenen los disparos, al Corazón de nuestra
Madre, a Cristo Rey, a la Iglesia Católica y a ti, madre común de todos nosotros. Me dicen mis
compañeros que yo inicie los ¡vivas! y que ellos ya responderán. Yo gritaré con toda la fuerza de
mis pulmones, y en nuestros clamores entusiastas adivina tú, Congregación querida, el amor que
te tenemos, pues te llevamos en nuestros recuerdos hasta regiones de dolor y muerte.
Morimos todos contentos sin que nadie sienta desmayos ni pesares; morimos todos rogando
a Dios que la sangre que caiga de nuestras heridas no sea sangre vengadora, sino sangre que
entrando roja y viva por tus venas, estimule tu desarrollo y expansión por todo el mundo. ¡Adiós,
querida congregación! Tus hijos, Mártires de Barbastro, te saludan desde la prisión y te ofrecen
sus dolores y angustias en holocausto expiatorio por nuestras deficiencias y en testimonio de
nuestro amor fiel, generoso y perpetuo. Los Mártires de mañana, catorce, recuerdan que mueren
en vísperas de la Asunción; ¡y qué recuerdo éste! Morimos por llevar la sotana y moriremos preci-
samente en el mismo día en que nos la impusieron.
Los Mártires de Barbastro, y en nombre de todos, el último y más indigno, Faustino Pérez C.M.F.
¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Congregación! Adiós, querido Instituto.
Vamos al Cielo a rogar por ti. ¡Adiós, adiós!.
El día 14
Amaneció, y aquella noche no había ocurrido nada. ¡A esperar otro día! Porque fusilaban sólo por la
noche, y los detenidos del salón se dieron cuenta de que iban a morir en la fiesta de la Asunción, aniver-
sario de su Profesión Religiosa.
Eduardo Ripoll anotó la fecha, con una cruz, debajo del último escrito que tenemos de los mártires:
- ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Iglesia Católica! ¡Señor! Perdono de todo mi
corazón a todos mis enemigos, y os pido que mi sangre, que sólo por vuestro amor he derramado, lave
tantos pecados como se han cometido en esta Barbastro mártir. ¡Viva Cristo Rey y el Corazón de María!
- Eduardo Ripoll C.M.F. (+15-VIII-36).
Esta noche le hervía febrilmente la sangre al abigarrado público que llenaba la plaza. Después del
espectáculo sonado del grupo anterior, los Misioneros restantes podían ofrecer algo más ruidoso todavía.
Y no iba a ser de otra manera...
El cajero Torrente, que capitaneaba a los que irrumpieron en el salón a media noche, leyó la lista
completa:
Luis Masferrer Luis Lladó
José Amorós Miguel Masip
José Badía Manuel Martínez
Juan Baixeras Faustino Pérez
José María Blasco Sebastián Riera
Rafael Briega Eduardo Ripoll
Francisco Castán Francisco Roura
Luis Escalé José Ros
José Figuero Alfonso Sorribes
Ramón Illa Jesús Agustín Viela
Tenemos testigos de la escena, como el joven Vicente Lagüéns, requerido en aquel momento para
desempeñar su oficio de cortador, que nos dice cómo Torrente, mientras desenredaba un fajo de cuerdas,
decía a los Misioneros:
- ¿A dónde queréis ir, al frente a luchar contra el fascismo, o a ser fusilados?
Ni una claudicación:
- Preferimos morir por Dios y por España.
Igual que la otra noche, ahora resonaba vigoroso el ¡Presente! al oír cada uno su nombre. Y antes de
que los ataran de dos en dos, besaron las cuerdas, como los del grupo anterior, y se apresuraron a darse
un fuerte abrazo, ante los ojos furiosos de sus verdugos, que entre blasfemias y golpes acabaron con
semejante cuento... Pero los mártires, maniatados:
- Os perdonamos de corazón. En el Cielo rogaremos por vosotros.
Fueron agregados también al grupo tres Sacerdotes diocesanos traídos de la cárcel municipal: Sala-
nova, Albás y Artiga. Este último venía chorreando sangre por la mandíbula derecha. Los mártires atrave-
saron serenos la plaza, obligados a marcar el paso. Desde dos ventanas diferentes del Colegio, el
Hermano Vall, lloroso, y el escolapio Padre Mompel se dijeron uno y otro: ¡Qué felices! Van a celebrar la
fiesta de la Asunción en el Cielo.
Mariano Abad, fiera entre las fieras ―el que decía que si las víctimas no llegaban a veinte no valía la
pena molestarse―, esta noche estaba de mal humor, porque tres asesinos del otro día se habían negado
a participar en la masacre de hoy. Pero La Peiruza ―¡dieciséis años, la amiga de Mariano!―, tan dura
como el peor de los milicianos, le vino a calmar sus enfados:
- Mariano, esta noche les pegaré yo el tiro de gracia.
- ¡Qué mujer tan valiente! Nunca creí que lo fueras tanto. Para ti el remate. Que aprendan algunos
milicianos.
Los Misioneros, atados como iban, tenían dificultad en subir la escalerita del camión, lo que hizo a los
verdugos desatarse en injurias contra sus víctimas mientras las golpeaban con la culata de los fusiles.
Pero uno, a pesar de las ataduras, dio un salto fuerte y, desde arriba, iba animando a los que seguían:
- ¡Venga! ¡Y ánimo, que sufrimos por Dios!
Todos ya en el camión, Mariano tomó esta vez una actitud amistosa:
- Os propongo un trato, y no penséis que os engaño. Si venís a luchar contra los fascistas y renunciáis
a vuestra religión, os perdonamos la vida.
Silencio total, que obligó a Mariano a repetir:
- Si renunciáis a esa ropa que lleváis y a la religión, y lo probáis viniendo a luchar contra los fascistas,
se os perdona la vida y os trataremos como compañeros.
Seguía un silencio que enfureció a Mariano, el cual, vomitando blasfemias, hubo de confesar:
- ¡Qué lástima que esta gente tan bregada no venga a luchar con nosotros! Y ahora, se acabaron las
contemplaciones.
Entonces dictó la orden del día:
- Cuidado con se que se repita el grito de ¡Viva Cristo Rey! del otro día. Como se vuelva a oír, os
machacaré la cabeza a culatazos.
Los milicianos se habían colocado estratégicamente en los ángulos del camión. Mariano y los otros
milicianos iban en otros autos. Y nada más dada la orden de arrancar, sonó fortísimo el primer grito lan-
zado por Faustino Pérez:
- ¡Viva Cristo Rey!...
Dignos de sus compañeros anteriores, todos lo corearon con ardor:
- ¡Vivaaaa!...
Y Faustino, según consta en el Proceso, siguió animando a todos:
- ¡No tengáis miedo! El Cielo nos espera. ¡Animo!...
Furioso, Mariano ordenó detener los vehículos, mientras los Misioneros vitoreaban y cantaban; y enca-
ramándose a la plataforma del camión, asestó con la culata del fusil tal golpe a uno ―¿Faustino Pérez?―
que su voz ya no se oyó más. Arreciaban los golpes sobre los demás, y uno de los Misioneros dijo en su
nativo catalán: ¡Mare meva!, ¡madre mía!... El carcelero Andrés Soler declarará también: No obstante
haber sido bárbaramente golpeados por Mariano Abad, continuaron gritando lo mismo. El guardia civil de
Berbegal, asesino de lo más criminal que había en la comarca, comentaría en casa del Trucho:
- A esos hijos de... no hay quien los hiciera callar. Nosotros, venga a darles golpes con la culata del
fusil. Y no creas que eran cuentos, porque uno, del golpe en la cabeza, cayó muerto. Pero cuanto más les
pegábamos, más fuerte cantaban y gritaban ¡Viva Cristo Rey!
Efectivamente, desenterrados más tarde los cadáveres, el cráneo de Faustino presentó una notable
hendidura, aunque quizá no llegó muerto al lugar de la ejecución, como se expresaba el de Berbegal, ya
que uno de los asesinos, tal como nos refiere el carcelero Soler, comentaba en la galería de la prisión:
- No nos explicamos cómo teniendo abierta la cabeza, y habiendo echado tanta sangre, pudo resistir.
Seguían los ¡vivas!, sin miedo a los culatazos. Como lo habían programado, se vitoreaba a Cristo Rey,
al Corazón de María, al Papa... Y en esta fiesta de la Virgen, se oyó repetidamente, hasta el momento
último: ¡Viva la Asunción!...
El buen muchacho Lagüéns, testigo de todo, confiesa por su parte:
- Ante aquel espectáculo me eché a llorar enternecido, procurando esconder mis lágrimas con toda la
discreción que me fue posible. Había uno que se distinguía más que todos por su entusiasmo en los
¡vivas!... Los milicianos del camión le intimaron que callase, y, al no conseguirlo, le asestaron un tan
furioso culatazo que cayó muerto o sin sentido. Continuaron otras voces aclamando a Cristo Rey; pero
aquella voz que antes lo dominaba todo, ya no volvió a oírse.
Los mártires se dijeron:
- ¡A cantar la Salve!
- ¡Ni hablar, y cuidado!...
Los milicianos no hablaban en broma. Porque siguieron sin piedad los culatazos. Ya hemos oído las
palabras del de Berbegal: cuanto más les pegábamos, más cantaban. Y es que no fue solamente el crá-
neo de Faustino el que apareció destrozado, sino que también mostraban señales de violencia los de
Lladó, Illa y algún otro.
Iban cantando precisamente la Salve cuando el camión pasó por delante del Instituto de Higiene,
donde estaba gravemente enfermo un hijo del alcalde Don Pascual Sanz, cuya esposa, al oírla, soltó por
su boca todo el chorro del veneno que encerraba dentro:
- ¡Habráse visto! Los llevan a matar, y aún insultan...
Siguieron los cantos programados: el Firme la voz, el Jesús, ya sabes, soy tu soldado... Aún hoy, des-
pués de los años, un testigo recuerda:
- Yo los oí cantar. Los oí las dos noches. Los Misioneros fueron los únicos que cantaban al ir a ser
fusilados. Cantaban muy fuerte. Los veíamos y los oíamos desde una rendija de nuestro balcón. Al día
siguiente oímos los comentarios desagradables de la gente.
Maestro, el Presidente de la U.G.T., se dirigía al lugar de la ejecución para presenciar el espectáculo.
Sería todo lo rojo que queramos, pero le falló el valor... Y confesaba al joven católico Juan Brunet:
- Estoy impresionado por la serenidad con que los Misioneros iban a la muerte. Tanto me han con-
movido, que no he tenido valor para presenciar la escena, y me he vuelto.
Hasta que pasado el kilómetro 3, llegaron al Valle de San Miguel, unos doscientos metros más allá de
donde fusilaron al grupo anterior. A los asesinos les venía mejor que el lugar del otro grupo, pues aquí no
habían de salvar ninguna distancia para sacar los cadáveres.
Y a la historia le ha ido mucho mejor también, por los testigos excelentes con que puede contar. El
lugar estaba plenamente a la vista de la torre de Antonio Pueyo, que sería el testigo aterrorizado de tantas
ejecuciones, a unos doscientos metros de su casa. En menos de un mes morirían ante este ribazo en la
cuneta de la carretera unas 150 víctimas. Lo estrenaban ahora nuestros veinte Misioneros y los tres
Sacerdotes diocesanos. En el fondo podían ver dibujada la silueta del Santuario del Pueyo, y hacia su
Virgencita amada dirigieron una mirada amorosa, la última de su vida...
Los verdugos, dice Don Antonio, los echaron al suelo como fardos, aunquelos mártires soltaron como
pudieron algunas amarras, y unos se incorporaron, otros estaban de rodillas, y hubo quienes se pusieron
en cruz. Dos de ellos sostenían ahora un crucifijo que habían logrado esconder, de esos crucifijos clásicos,
algo grandes, que los predicadores llevaban al pecho en las misiones, el cual después se pudo salvar y
ahora está en el museo de los Mártires.
Pensando en el Calvario, las víctimas imitaban al divino Maestro:
- Adiós, hermanos. Pediremos a Dios por vosotros. Adiós. En la eternidad nos veremos.
Siguieron las aclamaciones victoriosas, que Pueyo y sus peones oían desde la torre: ¡Viva Cristo Rey!
¡Viva el Corazón de María! ¡Viva la Asunción!... Y por las voces se veía que gritaban muchos.
Los vehículos dieron un viraje para enfocar e iluminar bien a las víctimas, a las que una voz ronca les
ofrecía la última oportunidad:
- Aún estáis a tiempo. ¿Qué preferís, ir en libertad al frente o morir?
- ¡Morir! ¡Viva Cristo Rey!
Las balas cerraron el diálogo entre los verdugos y los mártires. Los asesinos se encargarían de contar
sus impresiones, valiosísimas para nosotros, entonces mismo a Pueyo y sus trabajadores y a tantas
personas aquel mismo día:
- ¡Si serán esos hijos de..., que tuvieran la humorada de esconder un crucifijo y de morir dando ¡vivas!
y agarrados a él!...
- Esta noche no he podido pegar el ojo. No podía quitarme de la cabeza el recuerdo de los Misioneros
fusilados. ¡Cuidado qué gente! Cuanto más les disparábamos, más gritaban ¡Viva Cristo Rey!
- Los Misioneros, al morir, decían: ¡Perdónalos, Señor, que no saben lo que hacen!, y morían gritando
¡Viva Cristo Rey!, muy resignados a todo y rezando hasta el fin. Morían firmes en su idea, y aún después
de caer fusilados, entre los últimos estertores, decían aspiraciones y continuaban con el crucifijo en la
mano hasta que a la fuerza se lo quitaban. ¡Qué tontos! ¿De qué les valió su Cristo?...
Después de pegarles el tiro de gracia, los esbirros se fueron a la torre de Pueyo a beber y comentar
todas las incidencias de la aventura... Dadles todo lo que pidan, decía asustado el buen campesino a sus
peones. Pasaban así el rato hasta que se desangraban los cadáveres, a fin de que no chorreasen tanto
en el camión. Hasta que vino la orden incontestable de Mariano Abad:
- ¡Venga! A cargar los cadáveres y al cementerio con ellos. Vosotros, para tirar, ¡bueno!, pero lo que
es a la hora de recogerlos...
¡Fiesta de la Asunción! Noche llena de esplendores...
UN GLORIOSO FINAL
El día 20 de Julio dejamos en el Hospital a los enfermos Jaime Falgarona y Atanasio Vidau-
rreta, junto con el Hermano Joaquín Muñoz, ancianito de ochenta y cuatro años. Los dos estudiantes
serían mártires también, pero sin dejar detrás de sí la estela luminosa de sus compañeros. Diríamos que
el aroma de su holocausto iba a servir de recreo sólo para Dios, ante quien no existen los héroes anó-
nimos...
La vida de los tres Misioneros en el Hospital estuvo rodeada de cuidados cariñosos por parte de las
Hermanas de la Caridad, de médicos y enfermeras, pero también de sobresaltos y temores. Sabían lo de
los fusilamientos. Cada noche oían los tiroteos que venían del cementerio vecino o de la carretera de
Sariñena. Y sospechaban la suerte que les aguardaba cuando saliesen de allí. Llegó un momento en que
ya no podían seguir en el Hospital, pues el Comité revolucionario exigía lugar para los heridos que venían
del frente.
Y así fue. El día 15, fiesta de la Asunción, cuando aún resonaban por los aires los ¡vivas! y los cantos
de sus compañeros, fueron trasladados los tres a la cárcel municipal, a una de aquellas celdas ma-
cabras..., en la que iban a compartir su vida de presidiarios con el sacerdote Don Severo Lacambra y
varios seglares, católicos distinguidos en Barbastro, como Ibars, Claver y el íntegro Juez Señor Angós...
Su vida fue de intensa oración y caridad. El simpático ancianito Hermano Muñoz era especial. Rosario
siempre en mano, quería rezar diariamente a la Virgen un rosario por cada año de su larga vida (!) Desde
el amanecer hasta avanzada la noche, las cuentas benditas le encallecían los dedos de sus honradas
manos...
Hasta que al amanecer del 18 se corrieron los pesados cerrojos y sonó ronca la voz del miliciano en
varias celdas...
- Lacambra, Ibars, Muñoz, Falgarona, Vidaurreta, Charle, Bellostas, los López...
El Sacerdote Lacambra, viendo llegado el final, les impartió a todos la absolución.
Al Hermano Muñoz, cargado de achaques y herniado, lo bajaron entre dos por las escaleras. Y los
milicianos, al subirlo al camión:
- ¿Qué hacemos con este trasto?... Oye, buen viejo, ¿has hecho tú algún mal?
- Yo no he hecho ningún mal a nadie.
Y lo devolvieron a la celda, en la cual se puso a llorar el encantador viejecito:
- ¡No me han querido para mártir!...
Trasladado después al Asilo de Ancianos, allí permaneció hasta su muerte, en enero de 1938, rezando
rosarios y más rosarios, que más de una bendición de la Virgen debieron atraer sobre la martirizada
Barbastro...
El grupo de los presos subió silenciosamente al camión, que comenzó a rodar hacia el mismo sitio
donde habían sido fusilados nuestros mártires del día de la Asunción. Pueyo y sus trabajadores lo vieron
todo desde la torre. En el preciso lugar donde hoy se levanta el monumento quedó aquel día un gran
charco de sangre, encima del cual permanecieron los cadáveres hasta las ocho de la mañana.
Llegados al final, no me resisto a omitir un testimonio auténticamente excepcional, porque compendia
la disposición de ánimo con que murieron todos nuestros hermanos de Barbastro. Años después de
acabada la guerra, uno de aquellos autoexilados de la República se halla en París, y da con él uno de
nuestros Padres de la Misión Española. En una declaración jurada constan sus palabras monumentales:
- Sí, yo los maté a todos. No se escapó ninguno. Pero le digo, para su satisfacción, que todos los
Misioneros fueron muy valientes. Murieron gritando ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva el Corazón de María!... Cuando
los llevábamos a fusilar, iban tranquilos, contentos, incluso alegres y hasta cantando con entusiasmo
durante casi todo el camino. Alguna vez tuvimos que hacer callar a fuerza de culatazos de fusil a alguno
que parecía ser como el jefe del grupo. Morían por el ideal en que ellos creían y del que nadie les pudo
hacer desviar. Esta es la verdad.
Un testimonio válido para todos, ha dicho el asesino.
Con el sacrificio de estos dos últimos seminaristas teólogos, Falgarona y Vidaurreta, se cerraba la
epopeya de nuestros 51 Beatos Mártires Claretianos de Barbastro, ofrenda que con humilde orgullo hace
la Congregación a la Iglesia, en espera del día dichoso de la glorificación definitiva por la Canonización.
UN MAUSOLEO IMPRESIONANTE
En un Seminario interdiocesano de Centroamérica se leyó con avidez esta historia cuando la Beatifi-
cación de los Mártires. Y vino espontáneamente la primera sugerencia de pedir a la Santa Sede la pronta
Canonización, a fin de que El Seminario Mártir, como lo llamó efusivamente el Papa Juan Pablo II, fuera
declarado Patrón de todos los Seminarios donde se forjan los futuros sacerdotes... ¡Bendito sueño!... Pero,
si eso es quizá un sueño, no lo es el que los Mártires de Barbastro constituyen un testimonio fehaciente
de la unión, piedad, sacrificio y generosidad que deben unir en un ideal común a formadores, formandos
y colaboradores de todo Seminario donde se troquelan los futuros Sacerdotes, Religiosos, Misioneros...