Daniel Vazquez Salles - Flores Negras para Michael Roddic
Daniel Vazquez Salles - Flores Negras para Michael Roddic
Daniel Vazquez Salles - Flores Negras para Michael Roddic
RODDICK
Daniel Vazquez Salles
ARGUMENTO
Una novela de acción trepidante, que nos mantiene en vilo hasta la última
línea.
Título: Flores negras para Michael Roddick
© 2003, Daniel Vázquez Sallés
Título original: Flors negres per a Michael Roddick
Traducción de Sanmartín, Pedro
Editorial: Plaza & Janés Editores, S.A.
Abandonamos la ciudad la tarde del día siguiente, con la barriga llena. En esta
ocasión fui yo y no mi doble quien tuvo el honor de acompañar a la comitiva y
degustar la pantagruélica oferta culinaria que se sirvió en el restaurante
Adamant a cargo de nuestro homólogo soviético. Varios Zakuski de primero,
pelmeni siberianos, blinis con el mejor caviar, el buey Strogonov, y los postres
y puros enviados directamente desde La Habana hicieron las delicias de toda
la delegación. Solo las virtudes digestivas del vodka nos permitieron soportar
el viaje en avión sobre las llanuras moscovitas. Fue un trayecto movido:
cuando cruzábamos la frontera con Polonia se desató una tormenta. El asunto
de Natasha me rondaba por la mente entre las sacudidas del aparato y los
ataques de vómito de los miembros de la comitiva que colapsaban los lavabos
del avión. Esperaba que las gestiones realizadas aquella mañana dieran sus
frutos.
Al llegar a Berlín expuse a Brahm el resultado de mi reunión con Arania.
Brahm tenía la costumbre de no decir nada hasta que el agente, en este caso yo,
hubiera terminado de explicar el resultado de la investigación. Esta
característica no era una cualidad innata de su carácter, sino algo que él
mismo se había impuesto a lo largo de su carrera convencido de que se trataba
de una condición intrínseca a la personalidad de un alto cargo. Cuando
terminé de hablar vi que Brahm hacía una mueca de satisfacción. La oferta de
Natasha no era en absoluto habitual: era, en definitiva, cómo tener en las
manos el libro de estilo del diario de la competencia.
—Pasaremos el asunto de la trama al consejo de ministros en cuanto Natasha
nos haya comunicado todos los nombres de la lista. Ellos sabrán cómo actuar
—dijo—. El caso sigue teniendo el grado A2. La aparición de la niña hace
creíble la historia. Dios sabe que por un hijo una mujer es capaz de traicionar
incluso al hombre de su vida. Traedla a los despachos y cuidad de ella.
Brahm desapareció como si fuera un cazador furtivo. De él se decía que poseía
el poder de hacerse invisible. Aquel rasgo suyo, de naturaleza casi divina, le
convertía en una persona querida y temida al mismo tiempo, como sucede con
cualquier persona que haga gala de este hipnótico poder de convicción y de
liderazgo. Así que, tras la partida de Dios, me puse en contacto con Moscú.
Natasha y Elena estaban ya en manos de Peter y saldrían al día siguiente hacia
Polonia por carretera. Una pareja con su hija no levantaría ninguna sospecha,
si los pasaportes estaban en regla. El padre de Peter era un georgiano que
había entrado en Berlín con las tropas soviéticas en el año cuarenta y cinco. Al
finalizar la guerra, y tras haber repasado a todas las prostitutas berlinesas, se
enamoró como un loco de una joven alemana hija de un antiguo militar
muerto en las Ardenas. El amor le ató de pies y manos, y se quedó a vivir
entre las ruinas de una ciudad que había sido repartida como un pastel. Peter
nació a principios de los años cincuenta. A pesar de haber cruzado el muro en
dirección a occidente, su padre le inculcó desde niño los valores de su patria
de origen. Eso, unido a su trabajo en Aeroflot, alejaba de él cualquier
sospecha.
Durante los tres días siguientes fui recibiendo mensajes procedentes de la
«familia». Todo iba como una seda: estaban a punto de cruzar la frontera
polaca. Una vez superado este escollo, con la excusa de estar realizando un
viaje de placer con destino en Varsovia, Peter, Natasha y Elena se dirigieron a
Poznan. La llamada de nuestro hombre me llegó cuando me dirigía a la
celebración de uno de los actos de conmemoración del primer aniversario de
la reunificación alemana, con cóctel incluido. La ciudad estaba rebosante de
gente y una agitada multitud esperaba el gran desfile. Los habitantes de los
mejores barrios se reencontraban con los mendigos de las zonas más pobres.
Era un día de gloria nacional; en los puestos de cerveza, berlineses y alemanes
venidos de todo el país bebían juntos, olvidando por unas horas la
desconfianza recíproca que les había separado durante años. Las tropas de
ficción, cubiertas por uniformes prusianos, pelucas empolvadas, sombreros de
ala ancha y un fusil de juguete como definitivo detalle floral, aguardaban en
un rincón a la espera del silbido que indicara el comienzo del acto y de las
marchas a ritmo de las baquetas que repicaban sobre la caja clara. Así,
mientras los ojos se me llenaban de color, la voz de Peter en el receptor
telefónico me sonó a enviado celestial. Natasha y Elena se hallaban ya camino
a Berlín conducidas por Henrich.
—¿Están bien? —pregunté.
—No te preocupes, Michael, ambas están contentas como cascabeles
—contestó. Y añadió—: Todo ha resultado muy sencillo.
—¿Vas a volver a Moscú? —pregunté.
—Sí. Ya estoy en la terminal del aeropuerto de Poznan.
Dejé escapar un suspiro de alivio y le di las gracias, detalle que le pilló por
sorpresa y al que no supo responder. Prefirió colgar.
Calculaba que en un plazo de veinticuatro horas madre e hija cruzarían el
umbral de la oficina escoltadas por Henrich. El cuerpo se me heló cuando le vi
llegar sin las dos mujeres.
—¿Dónde están Natasha y Elena? —pregunté inquieto.
Henrich me lanzó una mirada incrédula.
—En el lugar acordado —respondió en tono enfadado—. Peter me dijo que las
dejara en una gasolinera cerca del parque Victoria y que alguien las recogería
allí. No sé a qué vienen estos nervios.
—Mierda, mierda —exclamé enfurecido—. ¿Qué coño somos? ¿La agencia de
una república bananera?
—¿A mí qué cojones me cuentas? —gritó Henrich—. Yo he cumplido con las
órdenes recibidas.
Corrí hacia el despacho de Brahm. Estaba solo. Como era habitual, mi súbita
entrada no provocó en él alteración alguna. Le puse al corriente de los hechos
y me confirmó que no sabía nada de las órdenes transmitidas por Peter.
—Contacta con Peter —ordenó Brahm a su secretaria por el intercomunicador.
Peter no respondía a la llamada y en la embajada no habían sabido nada de él
desde hacía días. Brahm demostró un atisbo de inquietud y me invitó
amablemente a salir del despacho y a mover el culo para dar con Natasha y su
hija.
—Espero que no sea más que un malentendido, Michael. Son muchos los que
suspiran por mi sillón —me dijo.
Volví a mi agujero y pregunté a mis colegas si sabían algo, pero mis pesquisas
fueron un absoluto fracaso. Nadie tenía la menor idea. El mundo se me
hundió bajo los pies. Elena y Natasha habían caído en un pozo profundo y de
repente la ciudad había tomado unas dimensiones galácticas. La angustia se
transformó en jaqueca y los pinchazos me flagelaban la cabeza sin piedad.
Estaba claro: la operación se me había escapado de las manos. De un solo
golpe unos borrosos contrincantes habían dejado a mi rey en pelotas
eliminando todos los peones en una partida de ajedrez sin reglas.
Conduje hasta la maldita gasolinera. Los nuevos Mercedes se mezclaban en
los surtidores con los achacosos Ladas. Era un día como cualquier otro y ni un
solo empleado recordaba haber visto por allí a una mujer con una niña de
nueve años que respondiera a la detallada descripción que les di.
—Por aquí pasan muchas putas, pero todas parecen hijas de Imelda Marcos
—dijo con una carcajada el más veterano.
Opté por no insistir y volví a casa con la intención de reordenar los hechos. Si
la desaparición de Natasha y Elena se confirmaba, Brahm entregaría mi culo
antes de poner en peligro el suyo. No me importaba. Un minucioso repaso de
la conversación mantenida con Peter no arrojó ninguna luz que iluminara el
pozo donde me hallaba.
Marqué el número del teléfono móvil de Marta. Tuve que esperar, pero al final
contestó.
—¿Se puede saber dónde te has metido, Michael? —preguntó altiva—. No he
tenido noticias tuyas desde hace días.
—Estoy en casa. Me gustaría verte.
—No puedo —contestó con brevedad—. Esta noche tenemos una cena con
Helmut y su mujer. Hablamos mañana, ¿de acuerdo?
—Muy bien.
—Y Michael...
—Dime.
—Deja de hacerte el misterioso, ¿quieres? Ya eres mayorcito para estas
tonterías adolescentes.
Y colgó.
—¡Idiota!
El insulto me salió desde el fondo del hígado. Hice esfuerzos por reconducir
mis temores hacia un nivel neutro. Dos revistas de actualidad, un libro de
James Ellroy, un documental televisivo sobre seres invertebrados, un té. No
sirvieron de nada. La visión de Natasha sentada en el sillón de mi habitación
en el Metropol no me abandonaba. Esta reiteración resultó tan eficaz como
contar ovejitas y me adormecí. Un invertebrado que tenía mi cara aparecía en
la portada del Bild bebiendo té en su salón de lectura. En el sueño, el
invertebrado se metamorfoseaba en mariposa y las horribles antenas tenían
dos bombillas en los extremos que servían de lamparitas para leer. ¡Qué
absurda es la mente humana! Entre este conglomerado de imágenes, la
cacofonía de un timbre me ensordeció. Desperté sobresaltado. Llamaban a la
puerta. De camino hacia la puerta me froté la cara, intentando despabilarme
del todo.
—Ya voy —dije décimas de segundo antes de abrir.
Una niña estaba parada en el umbral. Iba despeinada, con la manga derecha
de la chaqueta rasgada. Un arañazo todavía húmedo le cruzaba el dorso de la
mano y los ojos centelleaban bajo una telaraña de lágrimas.
—¿Elena? —dije atónito.
Asintió con la cabeza y entró en casa escondiéndose detrás de mí. Cerré la
puerta y me agaché hasta quedar a su altura.
—Tranquila, guapa, tranquila.
Oír que yo hablaba ruso la tranquilizó.
—¿Dónde está tu madre?
—No lo sé —dijo sollozando—. Estábamos en un piso y de repente sonó el
teléfono. Mamá contestó y cuando colgó se echó a temblar.
—¿Pudiste entender de qué hablaron?
—No. La otra persona le dio una dirección y mamá la apuntó en una hoja de
papel.
Me dio un papelucho arrugado. Era la dirección de mi casa.
—Me puso la chaqueta y salimos a toda prisa hacia el ascensor. Pero cuando
vio que en su interior subían dos hombres se asustó y volvimos atrás. En el
pasillo, justo enfrente de la puerta, había un cuartito donde el portero
guardaba los productos de limpieza. Mamá me obligó a entrar en él; me dejó
el papel con la dirección y me dijo que esperara a que los hombres llegaran y
entraran en el piso para salir e ir hacia la dirección anotada. Me dijo que te
llamabas Michael y que podía confiar en ti. Permanecí escondida hasta que oí
entrar a los hombres. Al salir, acerqué la oreja a la puerta y cuando oí gritar a
mamá salí corriendo, escapé por la escalera. Le estaban pegando.
Elena se derrumbó y la llevé en brazos hasta la sala.
—¿Quieres algo? —le pregunté tras depositarla suavemente sobre el sofá.
—Agua —dijo, miedosa.
Tenía sed. Se bebió dos vasos llenos.
—Necesito saber más. Elena. Lo entiendes, ¿verdad? —Hizo un gesto
afirmativo—. ¿Qué aspecto tenían esos tipos?
—No les pude ver bien.
—¿Peter no era ninguno de ellos? —pregunté.
—¡Claro que no! —exclamó en el tono que usaría para hablar con un tonto—.
A Peter le dejamos en Poznan.
—Dime, ¿notaste algo extraño en Peter durante el viaje?
—No. Era muy simpático con nosotras y se preocupaba mucho por saber qué
haríamos al llegar a Alemania. Mamá quería encontrar trabajo cuanto antes y
tener un piso con todas las comodidades. Lavadora, plancha, un secador... Ya
sabes. A Peter le hacía mucha gracia mi deseo.
—¿Y cuál es? —pregunté.
—Conocer a Richard Gere.
—No hay nada imposible —dije, dándole esperanzas—. ¿Y quién os recogió
en la gasolinera?
—Era un hombre joven, muy alto y con los ojos de un azul muy intenso. No
entendí lo que decía. Hablaba alemán con mamá. Fue muy amable y nos
acompañó hasta el piso. Allí esperamos más de dos horas hasta recibir la
llamada.
—¿Y esto? —pregunté señalando el rasguño.
—Llevo horas andando y estaba tan cansada que me caí.
—Te lo curo, comes un poco y después te vas a la cama. Yo me encargaré de
encontrar a Natasha, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Le unté la herida con mercromina y le preparé unos huevos fritos con dos
lonchas de lomo ahumado. Cuando acabó de cenar estaba tan agotada que se
durmió apenas rozar las sábanas. La desaparición de Arania no auguraba
nada bueno, pero tenía que mantener una actitud tranquila y optimista
delante de la niña. Me pasé la noche dando vueltas en la cama, con el cuerpo
invadido por un calor febril que dejó las sábanas como si fueran una segunda
y pegajosa piel. Por la mañana dejé a Elena a cargo de Ute, la asistenta, y me
dirigí al despacho con el fin de poner al día a Brahm. No había noticias de
Natasha, pero la niña estaba a salvo. Mi jefe encajó la noticia con resignación.
—Nos la han jugado, Michael —dijo, apoltronado en su silla anatómica—.
Todo cambia demasiado rápido y genera un descontrol difícil de detener.
Nosotros tenemos problemas para reciclar a los antiguos miembros de la Stasi,
y lo mismo les pasa a los polacos, los rumanos, los checos, los húngaros, etc.,
con sus servicios secretos. La Unión Soviética es un viejo león y sus fronteras
son quebradizas como el cristal. Esto nos deja con el culo al aire. Además, es
probable que no consigamos adaptarnos a los tiempos que vienen. Antes el
enemigo tenía una bandera, ahora tiene un barco a la deriva con la línea de
flotación muy baja. Esto les hace más peligrosos. Muchos intentan encontrar
un sastre nuevo y temen que Natasha les descosa el nuevo traje.
—¿Y qué debemos hacer? —pregunté—. ¿Cruzarnos de brazos?
—No lo sé, Michael. No lo sé.
—¿El asunto del complot contra Gorbachov no nos puede servir para
despertar simpatías entre los soviéticos que nos ayuden a averiguar el
paradero de Natasha?
—A los nuestros no les interesa —dijo, extrayendo del cajón de su escritorio
una pelota de goma que comenzó a estrujar con fuerza entre los dedos—.
Gorbachov ya ha llevado a cabo su tarea. Ahora le consideran un líder
acabado que vive sus últimas horas con una agonía errática. Pacta con Yeltsin,
luego tiende los brazos hacia Yanayev... Gorbachov es un pez atrapado en un
charco que se seca. Para occidente, el hombre es Yeltsin, Michael. Y para
encumbrarle se requiere una gran coproducción al estilo Cecil B. de Mille. Los
de la contraglasnost son unos nostálgicos, y la nostalgia no les deja ver con
claridad. Un golpe de estado fallido puede ser la gran oportunidad para erigir
a Yeltsin como el Moisés que ha de guiarles en esta nueva era. La desaparición
de Natasha nada tiene que ver con esta obra majestuosa. Su desaparición tiene
más que ver con los intereses particulares de unos cuantos supervivientes y
esto complica mucho el asunto. No es un conflicto de estado.
—Un topo —dije.
—Es una premonición, Michael. No podemos estar seguros. Tú y yo hemos
fracasado miserablemente porque funcionamos con las coordenadas de la
guerra fría. No te voy a engañar: la bandeja donde caerán nuestras cabezas ya
está lista. Nos hemos hecho viejos; las generaciones jóvenes reclaman paso.
—Sinceramente, todo esto me importa una mierda. Es Elena quien me
preocupa. ¿Qué hago con ella?
—Protégela, aléjala de esta cloaca. Desde un punto de vista económico el
Estado será generoso. Podrás irte con ella donde quieras.
—No me gustan los paraísos: ni los fiscales ni los de postal.
—Ese es tu problema, Michael, no el mío.
—Ya lo suponía, Brahm.
Nos despedimos como dos colegas que se encuentran en una encrucijada y se
dicen adiós antes de adentrarse por caminos que conducen inevitablemente
hacia desiertos gemelos. Durante cinco meses fueron apartándome
progresivamente de mis funciones hasta convertirme en un funcionario
honorífico del Estado. Iba a la oficina, leía el periódico, comía, volvía a la
oficina, releía el periódico, me iba a casa y cenaba con Elena. Fueron cinco
meses de espera. El otoño fue perdiendo los matices dorados hasta teñirse del
color metálico del invierno; a medida que bajaba el termómetro, aumentaba la
calidez de mi relación con Elena. Esos ciento cincuenta días fueron suficientes
para tramitar la custodia de la niña, teniendo a mi lado el apoyo incondicional
del Ministerio del Interior. Unas cuantas reuniones y Elena se convirtió
legalmente en mi hija, aunque ella, como ya he dicho, aguardaba con
paciencia la llegada de su madre las veinticuatro horas del día. Asumí las
funciones de padre con una rapidez que me sorprendió incluso a mí, y no hace
falta decirlo, también a Marta, que no podía entender cómo había sido
sustituida de mi centro emocional por una niña de nueve años. Fue un día de
diciembre, en un bar de una calle de la que no recuerdo ni el nombre, uno de
esos lugares casi clandestinos donde solíamos encontrarnos, cuando le
comuniqué mi decisión irrevocable de romper nuestra relación. Lloró
desconsolada, y me dijo que aunque Thomas era su marido, era a mí a quien
quería; no podía imaginar cómo soportaría las estaciones del año sin disfrutar
de mis caricias. Fue muy poético por su parte, pero yo ya no estaba para
poesías después de haber deambulado por las tinieblas como un estúpido
enamorado.
—Tú misma lo dijiste. Soy demasiado mayor para juegos de adolescente.
Marta se secó las lágrimas con un pañuelo de seda de color hueso que llevaba
sus iniciales bordadas, se retocó el maquillaje con la ayuda de un espejito
Helena Rubinstein, y una vez trazada la línea del pintalabios y repuesto el
rímel de las pestañas, se levantó con esa parsimonia propia de las clases altas.
—Te arrepentirás, Michael. No soy una mujer fácil de olvidar —dijo, mientras
me miraba de arriba abajo.
—Ni que lo digas. Hace años que me lo repito. Y no te preocupes, cuando
llegues a primera dama seguiré encerrado en un cofre. No me gusta el
sensacionalismo.
Marta abandonó el bar y me sentí liberado de un peso gigante. Elena quedaba
libre de absurdas ataduras.
Durante los meses de enero y febrero nevó a conciencia. El asfalto negro
quedó cubierto de una sucia capa de nieve y sal, que los vehículos embarrados
se dedicaban a esparcir por las aceras llenas de transeúntes que se protegían
de las inclemencias de cielo y tierra. Mi vida y la de Elena seguían sin
alteraciones, pero ese estado de hibernación acabaría de repente la tarde del
veintidós de febrero cuando mis ojos se detuvieron en una noticia del
periódico, enmarcada en negro. Informaba de que se había localizado un
cadáver al lado de un bosque de Magdeburg. El estado de descomposición del
cuerpo hacía muy difícil la identificación de la víctima, pero algunos rasgos de
su descripción me dejaron sin aliento. Se trataba de una mujer esbelta, de
cabellos largos y rubios, de una edad comprendida entre los treinta y cinco y
los cuarenta y cinco años. Dado que nadie había denunciado la desaparición
de una mujer de estas características, el caso seguía su curso. Arranqué la
noticia y, tras guardarme el recorte de prensa en el bolsillo, salí corriendo en
dirección al coche. Tardé una hora en ir a Magdeburg, y mis credenciales me
permitieron llegar hasta la mesa del médico forense.
—Es una extranjera, no cabe duda —me dijo, sujetando el bisturí con el índice
y el pulgar, y con los cristales de las gafas cubiertos de vaho debido al frío del
lugar. Destapó el cuerpo abandonado sobre una plancha de metal—. Lleva un
puente dental que no suelen usar los dentistas alemanes.
No necesité más detalles. Cuando el forense expuso los restos a las impávidas
luces cenitales, identifiqué a Natasha sin vacilación. El rostro ajado, las manos
secas, los largos cabellos enredados y sucios... Todo conservaba, pese a la
decrepitud, la distinción de antaño. El estómago me dio un vuelco y estuve a
punto de vomitar sobre las baldosas, pero conseguí superar las náuseas y
observar de nuevo el cuerpo desmembrado indigno de la mujer que un día me
abrazó en el Metropol.
—¿La conoce? —preguntó el doctor.
—No —mentí—. Estoy investigando un caso y al leer la noticia tuve la
esperanza de que se tratara de otra persona. ¿Sabe cómo murió?
El forense señaló con el bisturí las vértebras del cuello.
—Le partieron una vértebra cervical. La tercera, para ser exactos. Un hombre
fuerte puede doblar un cuello sin demasiadas dificultades. Iba vestida y no
presenta restos de hemorragias vaginales. Fue un crimen rápido.
Le agradecí el tiempo dedicado y salí a toda prisa. Durante el camino de
regreso reflexioné sobre la mentira que había contado al doctor. No sé si me
equivoqué o no, pero la dignidad de Elena me pedía renunciar a aquel cuerpo
yermo y no remover más un caso que ya no tenía escapatoria. Con mi mentira,
Natasha tenía muchas probabilidades de ser arrojada a la fosa común, pero
eso era algo que, de un modo u otro, nos sucedería a todos. Brahm, Yevgeni,
Arania, Marta, yo... En aquel contexto de bulimia vital lo único que podía
hacer era regalarle a Elena un exilio alejado de aquel cementerio: ayudarla a
cambiar un pasado opaco por un futuro diáfano era el mejor homenaje que
podía ofrecer a su madre.
No engañé a Elena. Su entereza al conocer la muerte de su madre me
desconcertó.
—Lo suponía —dijo.
—¿Por qué?
—Por todo lo que has hecho por mí. Además, mamá nunca me habría dejado
sola tanto tiempo.
Bajé la cabeza y, obedeciendo a un impulso, Elena fue hasta la ventana y la
abrió del todo. El aire helado le abofeteó las mejillas y respiró con fruición.
—Nos vamos —anuncié.
—¿Adónde? —preguntó Elena sin mirarme.
—Muy lejos.
Hicimos las maletas y salimos del piso cuando acababan de dar las doce de la
noche. Lo abandonamos casi todo. Dejé una nota para Ute, acompañada de un
cheque de quinientos marcos, en la que le decía que desaparecíamos para
siempre y que podía quedarse con todo lo que necesitara y le apeteciera
poseer. Solo me llevé la ropa y mi colección de discos de canción francesa; el
resto, personas incluidas, quedó atrás, sin remordimientos ni melancolía.
Cruzamos la frontera holandesa al día siguiente. A Elena le apetecía visitar
Ámsterdam. Había visto un reportaje por televisión y deseaba dar un paseo
por los canales. Después fue el turno de Bruselas, París, Roma, Ginebra... Un
viaje sin destino que sirvió para alejar nuestro rastro de las narices de toda la
gente incómoda que se había relacionado con nosotros a lo largo de nuestras
vidas. Sin bienes materiales, convertirnos en fantasmas era simple y transferir
el capital monetario de una cuenta a otra era una tarea sencilla y eficaz para
desabonar los caminos recorridos. Florines, francos, liras, francos suizos, todo
corría por mis dedos permitiéndonos la posibilidad de llevar una vida
placentera. La inteligencia de Elena me sorprendía. Tardó poco en aprender
alemán con la soltura de un autóctono de cualquiera de los Lands, pero,
además, las breves aunque fructíferas lecciones tomadas en las distintas
escuelas le proporcionaron el dominio del francés y del italiano. Cabe destacar
que solíamos usar el idioma propio de cada país cuando estábamos inmersos
en el ambiente. Y mientras ella engrandecía sus conocimientos, yo dediqué mi
tiempo a aprender algo que había constituido mi ilusión secreta desde niño y
que los años de servicio me habían impedido realizar. Me especialicé en
cocina, aprendiendo en varias escuelas privadas bajo las órdenes de chefs de
renombre internacional. No pedían ningún nivel básico para empezar: era
suficiente con una identidad falsa y un buen fajo de billetes. Uno sabe cuáles
son sus límites, y para cocinar, dejando a un lado el ejercicio escolar de
química básica, hace falta un don metafísico: conseguir la comunión entre el
gusto, el aroma y la imaginación a un nivel cerebral casi trascendente. Yo lo
poseía.
Elena acababa de cumplir los trece años cuando cruzamos la frontera española.
Con el saldo aún boyante nos detuvimos en Barcelona. Su luz mediterránea y
la presencia del mar fueron resaca suficiente para no retomar la huida. La
ciudad nos fascinó. Entre Elena y yo hicimos zozobrar el barco lleno de
reliquias adquiridas a lo largo del viaje quinquenal y ocupamos una pequeña
casa en el barrio de Gracia. Un restaurante, amigos, el olor milenario de una
urbe... todo se hizo pedazos cuando la voz disonante de Clavel irrumpió en el
silencio complaciente de una vida sin estridencias.
—¿Me puede pasar con la habitación ciento diecisiete, por favor? —solicité a
la recepcionista del Ritz.
—Un momento, señor.
Unos instantes después la voz de Clavel llegó hasta mis oídos, con su tono de
barítono desganado.
—Soy Michael Roddick.
—Hombre, Michael. Precisamente estaba pensando en ti. Qué casualidad, ¿no
crees? —dijo en tono burlón.
—Ya sabes que estamos hechos el uno para el otro —contesté—. Toma nota,
que el teléfono va muy caro.
Le regalé unos segundos de la futura factura mientras cogía un bolígrafo y un
papel.
—Soy todo oídos —dijo. Intuí que sujetaba el aparato entre el mentón y el
hombro, provocando una torsión de cuello muy poco saludable.
—Edificio Miramar a las diez. Es un lugar tranquilo donde se puede hablar.
—Muy bien. ¿Podemos llevar pareja para el baile? —soltó una gran
carcajada—. No me digas que no soy la hostia.
—Eres mucho más que la hostia, Clavel.
Corté la comunicación sin más preámbulos. Las manecillas del reloj de la
mesita de noche corrían como si las amenazara un incendio: pronto darían las
ocho. Lo tenía todo listo sobre la moqueta y realicé una inspección panorámica
desde la perspectiva que me proporcionaba mi metro ochenta de altura. La
documentación a nombre de Anton Muller, un talonario de cheques de viaje,
el móvil comprado una hora antes, una caja de balas calibre nueve milímetros
Parabellum y mi pistola Walther P5 Compact del ochenta y seis, la mascota
más fiel que he tenido en mi vida, obsequio del departamento dirigido por
Brahm. Me agaché a recoger el arma. Había envejecido: el peso de la Walther
parecía haberse doblado desde la última vez que la sostuve. La desmonté para
comprobar que las piezas encajaran perfectamente y volví a montarla
mecánicamente. La P5 funcionaba como un reloj pese a llevar una década de
destierro en el armario. El vacío cargador de nueve cartuchos penetró sin
roces, y tras desbloquear la palanca abatible del martillo pude apretar el
gatillo sin dificultades. Sin cartuchos en la recámara, la cadena de tiro había
trabajado sin interrupción y el percutor había golpeado con un clic suave a
través de la corredera. Llevé la pistola a los ojos y con el brazo izquierdo
extendido apunté contra mi imagen que se reflejaba en el espejo de la cómoda
con el alza regulable dividiéndome la frente en dos partes. Disparé como
hacen los niños, soltando un «pum» sonoro, y bajé el arma hasta dejarla como
un péndulo entre mis dedos. Como todo británico que se precie, Clavel debía
manejar una Victory MC5, un juguete de sistema muy parecido a mi P5.
Éramos dos ex agentes de nivel diez. Yo era un tirador diestro, y también
Clavel. Él estaba acostumbrado a usar la pistola, yo ya no. Si quería ser capaz
de explicar este duelo a mis futuros nietos, era yo quien debía marcar las
reglas del juego.
Me tumbé en la cama. Fue un larguísimo compás de espera en el que traté de
amainar la tormenta de sensaciones que me sacudía el cerebro tarareando la
canción God bless the child con un sentimiento que ponía el vello de punta. Es
un sistema de relajación ideal para los que estamos convencidos de que la
eternidad es una falacia y de que el paraíso es una cena en El Bulli del maestro
Ferrán Adrià. Pese a todo, pedí perdón a la reina Billie Holliday por haber
versionado aquel tema con tan poca sensibilidad. Ella lo entendería.
Seguía cantando una de las estrofas en estilo folk cuando aparqué el coche a
unos cien metros de la esquina del edificio. Todo estaba a oscuras. El bar del
mirador estaba cerrado a cal y canto, los automóviles habían dejado de rugir
respetando el dulce sueño de los habitantes del cementerio y era demasiado
temprano para que los amantes proyectaran su sombra púrpura. Di un paso
adelante. La ciudad centelleaba a doscientos metros de profundidad, pero era
más un rumor de colores y olores que un coro de voces buscando en la noche
lo que habían perdido durante el día. Eran las diez menos cuarto y Clavel
estaba a punto de llegar.
Era tanta la quietud que abrí el maletero con el celo de un ladrón de guante
blanco. Metida en una bolsa de plástico, la pala inmaculada reflejaba la luna
creciente del cielo de otoño.
Otoño, siempre el maldito otoño, pensé.
Cerré el maletero. En el bolsillo interior de la chaqueta llevaba un sobre con
una carta. En ella delataba el nombre del asesino en caso de que perdiera el
combate: James Clavel. La releí por enésima vez. El contenido y la letra eran
comprensibles; la ortografía, impecable.
—Solo faltaría que el titular del periódico fuera: «Analfabeto hallado muerto»
—dije para mis adentros.
Me palpé con cierto temor la cintura: todo estaba en su sitio. Percibí incómodo
el bulto de la pistola. Con pasos largos y furtivos llegué hasta la pared norte
del edificio. La antigua sede de televisión estaba en obras, transformándose en
lo que sería un hotel de lujo: un cinco estrellas sobre la ciudad de Barcelona,
un lugar privilegiado destinado a gente con privilegios, como era habitual en
la política de concesiones públicas del ayuntamiento. Desnudo de cristales, las
ventanas eran las vías de entrada más seguras. De un salto me colé en una
habitación que por sus dimensiones podría albergar el futuro restaurante del
hotel. Con la ayuda de las sutiles líneas de luz que rasgaban el velo
aterciopelado de la penumbra, me adentré lentamente hasta llegar a una sala
que me ofrecía una generosa visión panorámica del lugar. De cuclillas, esperé
a que Clavel hiciera su aparición, una aparición que en un concurso de
apariciones enigmáticas tendría, seguro, una puntuación igual o superior a la
mía.
Un leve zumbido cortó el temblor de mis piernas. Procedía de un cuerpo que
intentaba amortiguar su peso al caer desde una altura considerable. Un ruido
que solo podía asociarse a una rata muy grande, y James Clavel era un
verdadero ejemplar de roedor gigante. Empuñé la Walther y apreté la palanca.
El clic retumbó como un trueno en medio del sepulcral silencio.
—Joder, Michael, no me dejas ni respirar —dijo Clavel. Su voz volvía hacia mí
con la persistencia del eco.
—Quien juega con fuego, va a parar a las brasas —dije, dirigiendo estas
palabras hacia la supuesta localización de Clavel.
—La cita del refrán no es del todo exacta, pero me gusta, amigo mío
—respondió.
Me mantuve quieto, los ojos escudriñando la oscuridad a la espera de un error
del enemigo. El enorme cuerpo de Clavel apareció de repente por la puerta
derecha de la estancia y de su MC5 salieron dos balas antes de que él
desapareciera por el agujero del muro izquierdo. Los proyectiles habían
impactado contra un tablón situado a un metro de donde yo me hallaba y
sentí muy cerca el calor de las chispas incendiadas. Crucé a gatas la puerta que
tenía a mi espalda. La escalera estilo colonial que subía desde la derecha hasta
el primer piso me indicó que debía encontrarme en la futura recepción.
Con la espalda protegida por la pared fui subiendo lentamente escalón tras
escalón hasta alcanzar el rellano del primer piso. Desde aquella posición
Clavel resultaba un blanco relativamente fácil si, en el fragor de la noche,
entraba en la recepción. Tuvieron que pasar unos minutos antes de recibir
nuevas noticias de mi colega: de repente, la voluminosa silueta de Clavel se
plantó bajo el dintel de una puerta que había delante de mí.
—Todos los edificios modernos tienen más de una escalera, Michael. El aroma
de las trufas te ha hecho perder la astucia —dijo, apuntándome.
Me moví de izquierda a derecha con la desesperación de un animal cautivo en
una trampa. Clavel reinició su verbena particular con un reguero de balas
dirigidas a mi cuerpo en el mismo instante en que uno de mis desmayados
impulsos me hizo rodar por la escalera. Una bala me había hecho saltar la piel
del brazo, pero se trataba de una herida superficial; boca abajo y con la pistola
escondida, esperé inmóvil a que Clavel bajara el tramo de escalones. Podía
verle, y aunque no me quitaba los ojos de encima, la precariedad de la luz
evitaba que me viera. Se detenía cada dos escalones y, agachándose, recogía
con el dedo gotas de mi sangre. Prosiguió el descenso hasta plantarse,
expectante, como una torre vigía ante mí. Exageré el jadeo agónico de mi
respiración. Le veía los pies y esperaba el tiro de gracia. Pero Clavel, como
correspondía a un individuo de mente retorcida, prefirió prolongar mi agonía.
Hizo palanca con uno de sus enormes zapatos y me dio la vuelta. Fueron
décimas de segundo, quizá milésimas, pero con un rápido movimiento alcé la
pistola hasta la boca de su estómago y disparé. Esbozó una sonrisa de payaso
antes de doblar las rodillas, con los brazos caídos y un hilillo de sangre
resbalándole entre los labios.
—La trufa hace milagros —dije, incorporándome.
Aparté la MC5 de un puntapié. Clavel abría y cerraba los párpados a cámara
lenta.
—Estoy jodido, ¿verdad, Michael?
—Digamos que, en términos médicos, estás clínicamente muerto —respondí
mirando la herida del estómago.
—Eres un encanto, chico —dijo, levantando las dos manos hacia mí.
Le ayudé a incorporarse y, apoyado en mi espalda, le llevé hasta un rincón
donde soplaba una leve brisa con olor a mar. Clavel aspiró una tonelada de
aire.
—Y ahora, sé sincero, hijo de puta. ¿Cómo ibas a matarla? ¿Partiéndole el
cuello como hiciste con Rodinski o clavándole un cuchillo en el corazón como
con Stan? —La imagen de Elena muerta casi me hizo partirle la boca de un
puñetazo.
—Me tienes en muy mal concepto, Michael. Tengo una familia... Y mis perros
me adoran.
—Siempre perteneciste al sector más sucio de la agencia. No creo en la
redención de las almas. —Señalé con el dedo la atmósfera vacía que nos
rodeaba—. ¿Ves algún ángel de la guarda volando en tu busca?
—De haber querido matarla no habría pasado por el restaurante. Sé dónde
vive, con quién sale, dónde se divierte y a qué hora vuelve a casa. Una chica
de diecinueve años es una figura de porcelana en manos como las mías.
—Eso habría sido demasiado fácil para ti. Te gusta crearte dificultades. Te
hace sentir más orgulloso de lo que haces.
La carcajada de Clavel me dejó ver la totalidad de su ensangrentada
dentadura.
—¿Ves como somos almas gemelas? Me conoces a la perfección.
—¿Por qué quería Curtis matar a Elena? —Clavel no dijo nada, así que
insistí—: Venga, haz una buena obra antes de caer en manos de Lucifer.
—Curtis quería a la chica viva. Fue una segunda orden, procedente de alguien
que pagaba más, la que me dio carta blanca para matarla.
—¿Y quién dio esa orden?
—M...I...L...O —pronunció el nombre letra por letra—. ¿Le conoces? —añadió
al ver la sorpresa pintada en mi rostro.
—No. Pero es uno de los nombres que mencionó Natasha cuando nos
encontramos en Moscú.
—¡Qué curioso! —dijo Clavel en tono de burla—. ¿Quieres saber algo
interesante? —preguntó, guiñándome el ojo.
—Ya sabes que sí.
—Las dos órdenes llegaron hasta mí por el mismo canal.
Raro, ¿no crees? Dos encargos tan distintos que proceden de la misma fuente...
—Emitió un gemido ronco, tenía los pulmones llenos de sangre—. Debe de
tratarse de un lío de cojones... Tantos gallos en un mismo corral.
—¿Y se puede saber qué papel me habíais reservado?
Clavel se humedeció los labios con la punta de la lengua.
—Ningún papel preciso. Digamos que podías entrar en lo que ahora han dado
en llamar daños colaterales —dijo con dificultad.
Le dejé un cuarto de segundo para que se recuperara.
—Dime dónde puedo encontrarles.
—¡Y una mierda! —exclamó—. ¡Pon un poco de esfuerzo! El éxito es cuestión
de fe... aunque los caminos para alcanzarlo sean tortuosos.
Con la palma de la mano abierta presioné sin misericordia la herida del
estómago. Clavel soltó un grito de dolor y me escupió en el pecho.
—Búscate la vida, hijo de puta —gimió enfurecido. Al pobre solo le quedaba
un hilo de vida.
Le regalé un buen golpe en la frente.
—Te enterraré en uno de los jardines donde mean los perros y vomitan los
drogadictos, o mejor aún: te arrojaré a una cloaca para que sirvas de comida a
las ratas. Tu destino sí será un camino tortuoso —dije con frialdad—. Una vez
hayas desaparecido de la faz de la tierra... iré a tu maravillosa mansión y
¿quién sabe? —Efectué una pausa muy teatral—. A mí también me gustan
mucho los coñitos franceses.
Clavel hizo un esfuerzo sobrehumano para levantar los puños, intentando
inútilmente abatirme de un golpe. Pero era un boxeador en coma: cayó
redondo y su cabeza chocó contra el suelo de hormigón. Clavel había muerto.
Transportar al difunto e introducirlo en el maletero fue una tarea ardua. Con
el cuerpo inerte cubierto con el plástico me interné por los bosques de
Collserola en busca de un cementerio solitario. Encontré lo que buscaba a
unos ciento cincuenta metros dé un camino forestal. La zona se consideraba
parque natural y por tanto estaba libre de la amenaza de las grúas
inmobiliarias. Despojé a Clavel de la ropa y de reliquias diversas y las guardé
con la intención de depositarlas en un contenedor lejos de la ciudad una vez
las hubiera investigado. Era un ritual necesario antes de celebrar la ceremonia
de inhumación. La dureza de la pala me levantó la piel y para cuando arrojé el
cuerpo desnudo como alimento para las bestias del subsuelo mis manos
presentaban media docena de heridas abiertas. Con treinta minutos más de
trabajo, el hogar eterno de Clavel recuperó su techo de hojarasca y arbustos.
Lo revisé todo un par de veces antes de que la cabeza comenzara a darme
vueltas. Me mareé y las piernas se me doblaron miserablemente haciéndome
caer como si fuera un bloque de granito. Tumbado a los pies de la masa
forestal, las estrellas habían adquirido la personalidad de vulgares delatores.
Millones de ojos contemplaban el desastre y me sentí muy solo. Era una
soledad idéntica a la que sufrí a los treinta años, cuando todos los ideales de
juventud, las luchas en las calles del París del sesenta y ocho, mi participación
activa como estudiante de la Sorbona en mítines interminables, la vida
comunitaria, el volcánico amor de Agnes, el hombre libre en una sociedad
libre, desaparecieron de mi vida arrinconados por el arribismo pragmático
más común. Uno tras otro, los compañeros de grupo fueron abandonando el
barco, y el suicidio en la cárcel de Clément, el único que se mantuvo fiel a sus
creencias y se unió a un grupo terrorista revolucionario, fue el epílogo a todo
ello. Yo tenía treinta años y me sentía solo. Sin amigos con quienes
reconocerme, con un buen trabajo pero una mala vida, fui literalmente
reclutado por una agencia que iba en busca de hombres con pasado, sin
presente, y con un potencial futuro que permitiera reeducarnos para servir a
la patria. Llevaban años realizando un seguimiento de aquellas personas
psicológicamente catalogadas como de carácter óptimo, que en mi lengua
significa gente con una incredulidad a prueba de bombas. Y una vez
concluido el informe se presentaron en mi casa y me hicieron la oferta. Fui
honesto y les expliqué mi pasado marxista, pero me respondieron que ese era
precisamente uno de los puntos fuertes de mi curriculum. «Quien ha
convivido con el diablo y ha sabido distanciarse de él demuestra una excelente
capacidad de juicio», afirmaron. Acabé aceptando. Nunca he apreciado en
exceso los valores patrios, pero la promesa de una vida de vagabundo con el
sueldo de un ejecutivo era demasiado tentadora. Convertirme en un
mercenario era el lugar más bajo al que podía caer.
Ahora, rodeado de robles centenarios y del rumor de jabalíes en busca de
bellotas, volví a sentirme vacío. Cruzarme con Elena y reconocerme como chef
y padre había supuesto un acercamiento redentor a aquel Michael Roddick de
barba incipiente. Sin embargo toda esta paz volvía a estar amenazada si no
reemprendía la lucha. Y la verdad es que la perspectiva me aterraba. Era una
soledad idéntica a la de veinte años atrás, el pánico de no ser capaz de
reencontrar el paraíso perdido.
Me incorporé con esfuerzo y marqué el número de teléfono de Elena. Tras dos
tonos, su voz, nerviosa y poco clara, llegó hasta mí.
—Padre, ¿dónde estás?
—No te preocupes por mí. Lo importante es dónde estás tú. Te oigo muy mal.
—He abandonado la ciudad y no hay demasiada cobertura —dijo, con voz
entrecortada.
—¿Marc... está contigo?
—Sí.
—Elena, escucha, todo va según lo previsto. Debo desaparecer por unos días.
Haz lo que te dije, ¿me oyes?
—Sí, pero...
—No hay peros que valgan, hija. Todo saldrá bien.
—Esto no se hace, padre. No puedes dejarme en este estado de incertidumbre.
—Lo sé, lo sé. Si pudiera hacer otra cosa, te juro que no dudaría, pero se trata
de tu seguridad.
—¿Por qué no podemos afrontar juntos lo que venga? —preguntó.
—Porque no.
Aparté el teléfono de la boca para que Elena no percibiera la tristeza que me
hería el corazón. Con la voz de mi hija buscándome a través de la línea,
acerqué de nuevo el móvil a la oreja.
—Padre... ¿Sigues ahí?
—Sí, estoy aquí. Elena, cuídate —imploré—. Ya sabes que te quiero.
—Claro que lo sé. Y yo también, padre.
Una vez finalizada la conversación apreté el móvil entre los dedos y lo estrujé
hasta casi convertir el chip en zumo tecnológico. Quería gritar, maldecir a mis
muertos, pero me mordí la lengua y dejé la rabia para momentos más plácidos.
Mi nueva alternativa en el mundo del crimen había durado demasiado y
ahora que el sol comenzaba a fundir la oscuridad, el viaje me llevaba a la
Provenza. Quién sabe qué encontraría en aquel viaje por un camino sembrado
de minas.
2
Dormí dos horas en el sofá de casa antes de partir. Estaba tan cansado que en
los ciento veinte minutos de sueño alcancé el estadio REM, libre de los límites
de la angustia, un diez para un individuo acostumbrado a convivir con el
insomnio. Y una vez duchado, vestido, peinado y desayunado, parcialmente
recuperado y dispuesto a iniciar la cruzada, efectué un rápido escrutinio de
los efectos personales del difunto que había guardado en una bolsa y que fui
alineando ordenadamente sobre la mesa de la cocina. Un Cartier auténtico,
quinientos dólares en efectivo, carnet de identidad y de conducir expedidos a
su nombre, una Visa oro de la Banque de París... La única información
adicional que obtuve de las pertenencias de Clavel fue un papelito donde
había anotado a mano un número de cinco cifras y que guardé junto con los
dólares una vez hube devuelto a la bolsa el resto de objetos.
La mecánica de mi huida fue de manual. Una vez en Francia dejé el coche a
buen recaudo en un aparcamiento de Perpiñán y alquilé otro a una agencia
Avis a nombre de Anton Muller. Al volante de aquella máquina francesa, un
Citroën Xsara último modelo, nadie pondría en duda mi nacionalidad
francesa. Y, cual francés de postín, enfilé la autopista sur del país en dirección
a Sablet, el pueblecito que Clavel había escogido como retiro geriátrico.
Siempre he sentido una enfermiza animadversión contra las autopistas: aquel
constante trasiego de conductores acelerados, aquel run run ensordecedor del
motor que invita a la introspección, aquellos maravillosos paisajes convertidos
en fotografías planas sin intensidad. La retina no es capaz de enlazar los
colores, los aromas, la luz que vas dejando atrás, y acabas hipnotizado por las
cenefas pintadas en el asfalto que convierten tu mente en una red de recuerdos
no siempre bienvenidos. Encajonado en aquellos carriles infernales, ni
siquiera la compañía de una mujer a la que adoras te salva de caer en la
melancolía más ingrata. Una tortura que, en solitario, dobla sus proporciones
y que se maquilla ligeramente dejando la mente virgen, a merced de las
violaciones de los locutores de radio.
En esta ocasión, luchando para alejar de mi mente imágenes angustiosas de
Elena, Natasha y Clavel, inspeccioné con avidez el dial hasta dar con una
emisora que retransmitía música de esa que los adolescentes, relegándome a
la categoría de muerto en vida, califican como de otra época. El locutor, un
francés con la misma voz que todos los comunicantes radiofónicos, presentó
una canción de Fleetwood Mac con un discurso en el que dejaba patente su
amor eterno hacia la líder del grupo, Stevie Nicks.
—Recuerdo que a los trece años, cuando las noches de verano entraban por la
ventana de mi habitación, yo dibujaba en la luna la cara de esta mujer y dejaba
llevar la imaginación reconfortado por su voz.
Me reí. Por mucho que se lo exigiera el sueldo, era una pérdida de tiempo
utilizar tanta poesía para decir que, arrastrado por una locura tanto cerebral
como genital, se masturbaba a medianoche con el fantasma de una cantante en
mente. Dreams fue la primera canción que me amenizó la ruta, y a ella siguió
todo un reguero de singles, siempre introducidos por discursos metafóricos,
hasta que tomé el desvío de la autopista a la altura de Aviñón. Era la una y el
hambre empezaba a roerme el estómago. Sablet estaba muy cerca de Sault, así
que me detuve en la Hostellerie du Val de Sault, un restaurante de cocina
regional recomendado en la guía de Francia que me había regalado la casa
Avis por ser el cliente número cien del mes. «El cordero con flor de tomillo y
casis es el gran triunfo de Yves Gattechaut», rezaba la guía. Como entrante
opté por un «Aigo boulido» regado con un «Côtes du Luberon», un vino tinto
de la Vaucluse ideal para desengrasar los intestinos. Las tres elecciones
resultaron ser majestuosas, una comunión de aromas que iban de la salvia de
la sopa a la tierna carne pintada de tomillo, pasando por las reminiscencias de
trufa que emanaba un caldo inigualable. Una vez pagada la factura y de
nuevo con las manos abrazando el volante, me sentí como un hombre
resucitado. El estómago lleno y un valor ganado sorbo a sorbo me habían
otorgado la chispa de un combatiente suicida antes de entrar en batalla.
Coloqué el mapa doblado sobre mi regazo y fui quemando kilómetros sin
ninguna prisa, circulando por una carretera secundaria. Aunque el sol estaba
a punto de bajar el telón, la luz era lo bastante potente como para dibujar
aquella paleta de colores que era la Provenza. Si el mundo fue diseñado en
siete días, Dios debió invertir seis en idear aquel paisaje suntuoso y exquisito.
La línea de asfalto atravesaba los prados sembrados de lavanda, hundidos
entre pequeñas colinas trazadas geométricamente por filas de viñas que,
castigadas por el viento frío y perfumado del otoño, daban al conjunto el aire
de un cementerio, con miles de cruces retorcidas y clavadas en la tierra.
No había ningún ser humano que rompiera aquella armonía, como si, hartos
de tanta belleza, hubieran decidido abandonar el paraje que escuchó sus
primeros llantos. Un temblor me recorrió el cuerpo, una reacción entre feliz y
nerviosa. Tenía la sensación de haber caído de culo en una dimensión
desconocida, solo manchada por el tren iluminado que, como en un sueño,
levitaba a lo lejos adentrándose entre las nubes rojizas del atardecer.
Un oasis en medio del desierto de tomillo y viñas me devolvió a la realidad. El
cristal de cinemascope se llenó con la imagen del pueblo de Sablet. Con dos
acelerones me planté ante la iglesia de la pequeña villa. Dejando el coche mal
aparcado y haciendo gala de un humor cordial, entré en el bar que presidía la
plaza. Su gran rótulo regalaba con generosidad más luz que todas las farolas
municipales juntas. Se diría que era, sin duda, uno de los centros neurálgicos
de Sablet. Dos docenas de ojos, incluidos los del propietario, recibieron mi
entrada con una actitud precavida. «Vamos mal», me dije, y haciendo uso de
toda mi musculatura vocal conseguí pedir un Pernod con una perfecta dicción
francesa. La reacción química entre el agua y aquel licor tan galo siempre me
ha fascinado. Al mínimo contacto se produce una explosión de moléculas que
le otorga aquel tono grisáceo y aquel sabor de anís suavizado. Bebí un sorbo.
De reojo percibí que las dos pupilas del propietario me observaban de arriba
abajo, con visibles ganas de trabar conversación conmigo. Observé el entorno:
sobre el estante de los vasos destacaba una fotografía de la selección nacional
de fútbol celebrando la consecución del título mundial. A su lado, cual
añadido a las pasiones de aquel hombre, descansaba un viejo retrato en blanco
y negro de un equipo de once jugadores con el aspecto inequívoco de los años
sesenta.
—¡Vaya selección! —dije señalando con el dedo la foto en color.
—La mejor que ha tenido Francia desde Charles de Gaulle —afirmó
complacido—. ¿Usted de dónde es?
—De París.
—Pues perdone que se lo diga pero el Paris Saint Germain no tiene ninguna
posibilidad este año.
Rebusqué en los archivos de la memoria para dar con un nombre que me
evitara hacer el ridículo y alcancé a recordar uno que me salvó del naufragio.
—La culpa es de Louis Fernandez —dije con firmeza.
—Fernandez es un tío con dos cojones. La culpa la tiene todo ese grupo de
mercenarios que ha inundado los campos de fútbol. Un montón de gandules
afeminados —recalcó.
Apoyé su afirmación con un gesto de asentimiento.
—En mi época... —dijo, al mismo tiempo que cogía la fotografía antigua del
estante— jugábamos por amor a los colores. Mire —añadió colocando el dedo
índice sobre uno de los jugadores arrodillados—. Este soy yo. ¡Era un extremo
derecho excelente!
—¡Y un caradura! —exclamó una voz anónima desde una de las mesas del
local.
—¡A ver si voy a tener que ir a explicarte quién es el padre de tus hijos!
—contestó el propietario, indignado.
—Dejémoslo para otro día —dijo la voz antes de que el propietario volviera a
echarme los ojos encima.
—No les haga caso. Envidia cochina. Yo soy seguidor del Cannes. Mejor dicho,
estoy casado con él. Ya sabe: en lo bueno y en lo malo.
—La fidelidad demuestra la fortaleza de las personas —dije, apurando el
Pernod.
El propietario hizo gala de una alegría exultante.
—¡Y que lo diga! ¿Ha viajado aquí por placer? —preguntó con interés.
—No. He venido a visitar a un amigo pero no encuentro la casa. He perdido la
dirección y el teléfono, y llevo un buen rato dando vueltas.
—¿Cómo se llama su amigo?
—James Clavel —dije lentamente.
—¿El inglés?
—El inglés.
El individuo me guiñó el ojo.
—Ha llegado usted al sitio adecuado —afirmó complacido—. Tome la calle
que rodea la iglesia por la derecha y no la deje hasta el final. Irá a parar a una
carretera. Sígala. A un kilómetro verá un cartel que dice Campagne Sandrine.
No tiene pérdida. Y si ve a James dígale que aquí le guardo el aceite que me
pidió.
Le agradecí la información con una buena propina, un reluciente billete de
diez euros, y me despedí de él.
—Si algún día tiene la oportunidad de hablar con un experto en fútbol
pregúntele por Canotier. Era yo —dijo antes de que la puerta se interpusiera
entre los dos.
Seguí fielmente sus indicaciones y en cinco minutos ya estaba en las
proximidades del castillo del malogrado cliente de Canotier. Con los faros
apagados fui adentrándome por una senda sin asfaltar entre los baches
tamizados por unos sufridos amortiguadores. La tortura cervical llegó a su fin
cuando una casa iluminada rompió la negritud.
Un cartel situado a unos cien metros de la casa anunciaba que había llegado a
la Campagne Sandrine. Estudié detenidamente la casa antes de salir del coche.
El chalet tenía una parte central, flanqueado por dos dependencias que en el
pasado habrían ejercido las funciones de establo y granero. Habría apostado
mi reputación a que, como buen inglés, Clavel debía de haber convertido una
en sala de billar y la otra en un impecable taller de bricolaje.
Una luz brillaba en la habitación del segundo piso que ocupaba el centro del
edificio. A juzgar por el balcón debía tratarse del dormitorio principal, el
escenario para esos juegos eróticos de los que tanto se vanagloriaba Clavel. Si
quería entrar en la casa, debía hacerlo ahora que la primera planta estaba a
oscuras y los postigos de las ventanas abiertos, desafiando a los ladrones de la
comarca a entrar por ellas.
Pisé la tierra con la pistola bien encajada entre la carne y la cintura del
pantalón. La hierba natural amortiguaba mis pasos y me acerqué sin prisas a
la ventana situada en el extremo de la derecha. Con los ojos fijos en el interior,
decorado con distintos matices de gris, descubrí que se trataba del salón. Me
aparté y, con dedos temblorosos, busqué en los bolsillos algo con que separar
los listones que sujetaban uno de los ocho cristales del ventanal en el que mi
aliento caliente había dibujado una telaraña en forma de calavera, cual voyeur
espectral. Inquieto ante aquella súbita visitante, la borré con el codo del abrigo
en una reacción automática.
—Seré infantil —rezongué.
De la navaja suiza extraje el utensilio que hacía las funciones de destornillador
y clavando el extremo metálico en una abertura milimétrica hice palanca,
mientras rogaba a Dios para que el cristal no se hiciera añicos. Si lo conseguía,
alcanzaría la manija con la mano sin problemas. La madera saltó enseguida, y
una vez libre del primer impedimento, fui desnudando los ribetes del marco
hasta extraer con la punta de los dedos aquella capa de vidrio barato.
Crucé la sala casi a oscuras, tratando de evitar que mi allanamiento quedara al
descubierto debido a un accidente estúpido. La vista fue haciéndose cada vez
más sensible, y en cuanto llegué al inicio de las escaleras que conducían al piso
superior ya había recuperado el ochenta por ciento de la capacidad visual.
Subí los escalones haciendo el menor ruido posible. Me habría gustado poseer
el don de la levitación y así evitar aquel dolor agudo en los gemelos una vez
hube llegado al rellano, pero el inconfundible ruido de dos personas
entregadas al acto sexual me hizo olvidar de un plumazo mis carencias físicas.
Transportado por las exigencias del guión y por una curiosidad que me
devoraba, avancé por el pasillo. La puerta del fondo estaba entreabierta e
iluminaba mi lenta y silenciosa marcha. Grabados minúsculos de dudosa
antigüedad amenizaban mi camino hacia la estancia matrimonial, eso por si la
sinfonía de gritos y gemidos no fuera distracción suficiente para entretenerme.
Lo primero que vi fueron cuatro piernas en posiciones enfrentadas
friccionándose con una rabia ardiente. Di un paso adelante como un bombero
cobarde que no se atreve a meter las narices en la alcoba donde dos cuerpos en
llamas convertían la cama en una inmensa pira crematoria, y allí distinguí a
Sandrine bajo el cuerpo atlético de un joven ignoto. Y sin saber exactamente
por qué, aguanté hasta el final del acto sexual, cuando el grito de la mujer se
esparció por todo el Midi y la cabeza del joven quedó clavada entre la larga
melena extendida de su compañera después de un suspiro cortado en seco.
—¿Te ha gustado? —preguntó levantando la testa.
—No ha estado mal —contestó Sandrine sin mover un músculo.
—¿Puedo quedarme a dormir contigo? —preguntó el joven.
—Ni hablar —respondió Sandrine—. No pienso convertir un placer en un acto
de temeridad.
—Pero si me dijiste que tu marido no volvería hasta dentro de unos días.
—A James le gustan las sorpresas y es perfectamente capaz de adelantar su
regreso para estar conmigo. Es un romántico.
—¿Y yo qué soy? ¿Un simple kleenex? —preguntó el chico, enojado.
—Tú eres un jovencito que tiene la suerte de recibir clases gratuitas de una
maestra de primer orden —dijo Sandrine, incorporándose apoyada en las
muñecas.
—Vete a la mierda, puta. Si tienes tan buen corazón, ¿por qué no montas una
ONG de prostitutas? Prostitutas sin fronteras —dijo él, riéndose de su propia
ocurrencia.
—Mira, querido, yo nací puta y moriré puta. O sea que no vas a herir mi
sensibilidad con tus chorradas. Y ahora, venga, a vestirse y a casa, que tu
mamá te espera despierta.
—¿Nos veremos pronto? —inquinó el joven mientras se echaba encima las
primeras prendas.
—Supongo que sí —dijo ella abandonando la cama y deslizándose en el
interior del albornoz.
Di dos pasos atrás y me escondí en la habitación contigua a la de los amantes,
a la espera de que el joven dejara en paz a Sandrine de una vez.
—¿No se te olvida nada? —preguntó esta siguiendo a su amiguito por el
pasillo.
—Si encuentras algo puedes quemarlo —repuso el alumno a su idolatrada
maestra—. Eso es lo que estás haciendo con mi corazón.
—Va, por favor, no seas tonto —contestó la mujer.
Sandrine detuvo la partida rabiosa de su joven Romeo y le acogió de nuevo
entre sus brazos. Fue un beso largo y ruidoso, un caramelo destinado a que el
niño bajara de las nubes y se concentrara en esperar la próxima y eufórica cita
entre ambos.
—James es mi marido y tú mi amante... ¿Quién de los dos representa un papel
más literario? —preguntó Sandrine.
—Yo —contestó él con el tono satisfecho de una adolescente.
Bajaron abrazados por las escaleras, momento que aproveché para colarme en
la suite nupcial y preparar una adecuada bienvenida a la esposa de Clavel. La
cama estaba deshecha pero no habían quitado la colcha, y sobre las mesitas de
noche se mezclaban los gruesos libros de Tom Clancy con copas de vino
teñidas de lila. Aparté las almohadas de un puntapié haciéndolas chocar
contra la puerta del armario. A la derecha había un sillón tapizado en tonos
otoñales, con unos pantalones y una camisa tirados de cualquier manera sobre
el asiento; a la izquierda, un tocador con los cajones entreabiertos por los que
se entreveía la ropa interior disciplinadamente ordenada en función del color.
Un versallesco marco de plata había sido castigado de cara al espejo y en la
imagen reflejada distinguí a James Clavel y a su fiel esposa en el día de su
boda. Ella iba ataviada de un blanco sin mácula, él con un esmoquin que
absorbía milagrosamente toda su enormidad y la transformaba en armonía.
Parecían muy felices. El sentimiento de culpa por haber partido en dos aquel
día en que se dijeron sí quiero aplastados por un deslumbrante sol de verano
fue breve, pero intenso. Fue fugaz, porque Sandrine regresaba tarareando una
canción irreconocible. Me aposté en el ángulo ciego de la estancia, con la
seriedad de un padrino de bodas y la pistola a media asta en el extremo del
brazo derecho. Entró en la habitación pero esperé a que se despojara del
albornoz para anunciar mi presencia.
—Entiendo que tu marido perdiera el culo por ti —dije.
Sandrine se paró en seco, me miró aterrada y, soltando un grito de pánico, se
cubrió los pechos con los brazos.
—Ponte unos pantalones. Te advierto que las nalgas son lo que más me excita
—dije, indicando con el arma hacia dónde debía encaminarse.
Sandrine obedeció y cogió los pantalones del sillón. Sin perderme de vista se
puso la prenda, abrochándose con dedos temblorosos los botones de la
bragueta. Vestidas, sus piernas parecían más largas y esbeltas, y ahora que los
tejanos protegían la parte de su cuerpo que más podía trastornarme no mostró
ningún interés por cubrir sus pezones del ambiente corrupto,
—¿Qué quiere de mí? —musitó por fin.
—Siéntate —ordené.
Sandrine se dejó caer sobre un extremo de la cama y con el dorso de la mano
echó hacia atrás su ondulada melena castaña, que parecía empeñada en
cubrirle la frente.
—No hay dinero en casa.
—No quiero dinero. Digamos que quiero información acerca de tu marido.
—¿Acerca de James?
—Exacto. ¿Qué más sabes de él aparte de que te paga las facturas y los ratos
libres que malgastas con tus amantes? —pregunté, dando un tono retórico a
mis palabras.
—¿Qué sé de él? —Sandrine hizo una pausa y su rostro dibujó una expresión
de perplejidad—. Es mi marido.
—Ya, eso ya lo sé. La fotografía resulta entrañable —dije acercándome al
retrato y colocándolo en su sitio—. Pero ¿sabes a qué se dedica?
—Creo que invierte en bolsa.
—¿Solo lo crees?
—James es muy machista y no le gusta que le pregunte cómo se gana la vida.
Dice que si quiero un anillo, él me lo compra y que eso debe bastarme. En casa
nunca falta dinero. De vez en cuando se marcha y vuelve días después —dijo
ella—. Siempre me trae un regalo. Y a pesar de lo que ha visto, amo a mi
esposo.
—¿Así que ignoras dónde guarda sus papeles?
—Todo está en su despacho.
—¿Y pretendes que me trague que nunca has metido las narices entre sus
papeles mientras él está fuera? No me trates como si fuera idiota o me
cabrearé —dije moviendo el cañón hasta convertir su cuerpo en un blanco
fácil.
Sandrine tragó una bocanada del aire denso de la estancia antes de iniciar una
llantera de mil demonios. Lloraba con tanta intensidad que el azul del iris
había adoptado un tono turquesa y los pechos se le habían endurecido por el
contacto con el agua salada.
—Le juro que nunca he visto sus documentos. Los ha sembrado de trampas
para averiguar si he sucumbido a la tentación de fisgar en ellos. Me lo dijo... Y
yo prefiero vivir tranquila, sin sobresaltos, ¿entiende? Si eso significa no saber
quién era James antes de conocerle o quién es cuando sale de aquí, pues aquí
paz y después gloria. ¿Entiende? —Este segundo entiende quemaba como una
brasa.
—Te entiendo. James es un maestro de las trampas, y cuando se cabrea...
Bueno, digamos que tiene demasiada mala leche para atender a razones.
—¿Es amigo suyo? —preguntó.
—No. Tengo un concepto demasiado alto de la amistad para considerarle
como tal. James es un perro, un perro muy afortunado, eso sí —dije mirándola
fijamente.
Sandrine se abrió ligeramente de piernas, llevó los ojos hacia las ingles y se las
acarició con suavidad.
—Lo decía por la casa —apostillé. Sandrine cerró las piernas—. Llévame hasta
su despacho, rápido.
Me guió descalza hasta una de las estancias de la planta baja y encendió la luz.
La sala estaba muy bien acondicionada: moqueta, muebles relucientes,
caldeada como si fuera una incubadora y con las paredes forradas de estantes.
A la derecha, una selección de libros de viajes, junto con una recopilación de
guías Michelin; la izquierda estaba dedicada a los grandes clásicos de la
literatura universal elegantemente encuadernados en piel negra. Abajo se
escondía una colección de películas en VHS de los últimos treinta años y unas
cuantas montañas de revistas.
—¿Dónde guarda los papeles? —pregunté.
Sandrine se puso a gatas y con los diecisiete centímetros de la palma de su
mano apartó seis libros del tercer estante. Imité su postura y la ayudé a retirar
los ejemplares. Protegido por una puertecilla de madera había un doble fondo.
—Lo que no sé es por qué no se instaló una caja fuerte con un código secreto
—dijo Sandrine mirándome a la cara, sentada con las piernas cruzadas como
si fuera un faquir.
—A James le gusta poner a la gente a prueba.
Eché una última ojeada a la puertecilla antes de abrirla. Sonreí. Con los dedos
pincé la trampa que James había puesto y se la enseñé a su mujer.
—¿Esto no es un pelo del coño? —preguntó.
—Así es —afirmé—. Y probablemente tuyo. Es un truco para aprendices. Si
abres la puerta, el pelo se cae. Irrefutable.
Sandrine no dijo nada. Y mientras yo extraía todos los documentos que había
en el escondrijo, ella siguió en un rincón con la espalda apoyada en la mesa
del despacho. Haciendo una papelera con las manos deposité todos los
papeles sobre la superficie de la mesa y, con la lámpara encendida y la
Walther a un palmo de distancia, inicié una cuidadosa revisión. Aquel maldito
Clavel era mucho más meticuloso de lo que imaginaba y lo guardaba todo.
Incluso conservaba una factura de una comida en el Baltimore fechada en
marzo del ochenta y seis. Yo asistí a aquella comida, y también Curtís, y, si no
recuerdo mal, también vino un tal Lumic, al que secretamente llamaban «il
bello lumaco», «lumaco» por su carácter rastrero y «bello» por lo mucho que
gastaba en ropa italiana.
—Tu marido es un tipo sorprendente —dije a Sandrine sin apartar la mirada
de los papeles.
—Lo más sorprendente de James es que no tiene nada de sorprendente
—afirmó Sandrine sin inmutarse y dedicando la espera a morderse las pieles
muertas que le rodeaban las uñas.
Ni Clavel se merece a Sandrine, ni Sandrine se merece a Clavel, pensé.
No sé exactamente qué camino recorrió mi subconsciente pero me vino a la
mente la imagen de Agnes. De no haber roto, seguro que ahora seríamos un
matrimonio como el que formaban Sandrine y James, de esos que desmienten
por completo el refrán de que los polos opuestos se atraen. La mierda llama a
la mierda, y aunque suene heroico, yo la dejé por amor. Si yo estaba dispuesto
a dejarme llevar por el torrente, no por ello tenía ningún derecho a arrastrar a
Agnes en mi caída.
—Era una manzana demasiado verde —comenté en voz alta y en alemán, sin
darme cuenta.
—¿Qué dices? ¿Acaso eres alemán? —preguntó extrañada Sandrine
mirándome de reojo—. Hablas muy bien el francés.
—Gracias. Soy alemán, además de muchas otras cosas. No me hagas caso. Solo
pensaba... ¡Joder! —exclamé al ver lo que acababa de encontrar.
Se trataba de una carta: el remite iba a nombre de la agencia Predon, con sede
en Ginebra. El texto decía así:
Como estaba previsto, adjunto los documentos del contrato y un cheque por
valor de veinticinco mil dólares, un cuarto del total de los emolumentos que le
serán abonados en cuanto lleve a cabo su trabajo. Una vez resuelto el
problema, acuda a nuestra sucursal de la calle Saint Patrice de Ginebra y
pregunte por Ramedeau. Es importante que no se olvide del código ni de las
pruebas que confirmen el éxito de la operación.
Atentamente, Didier Sarlat
La carta iba fechada el diez de octubre, ocho días antes de que el espectro del
ex agente irrumpiera en el restaurante a tocarme los huevos. Arranqué la carta
del clip para poder leer el contrato. Dos páginas de color rosa, escritas con la
terminología típica y difusa de la jerga legal, resumían el quid de la operación
que se especificaba como: «Búsqueda por motivos familiares de Elena Virova».
No habían tenido ni la decencia de respetar su nueva identidad, Elena
Roddick, la hija de Michael Roddick, como si yo no fuera más que un
accidente fortuito.
—Cerdos —exclamé de nuevo en alemán forzando el maxilar.
—No he entendido qué ha dicho, pero seguro que no era nada bueno
—intervino de nuevo Sandrine.
La contemplé desde las alturas y sonreí. Sandrine era verdaderamente
apetitosa, una mujer bien dibujada, los dos pezones como guindas de un
pectoral antológico. Ella se dio cuenta de mi interés y se volvió hacia mí,
diligente.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No pasa nada. Escucha —dije, cortando en seco la mirada explosiva—. Voy
a decirte unos cuantos nombres y me gustaría... —enfaticé el gustaría
acariciando la culata de la pistola— que me dijeras con franqueza si Clavel los
ha mencionado alguna vez.
Sin dejar de mirarme Sandrine dijo que sí con un contundente asentimiento de
cabeza.
—¿Curtis? —pregunté para empezar.
—No —respondió con seguridad.
—¿Michael Roddick? —proseguí.
—No.
—¿Dantón?
—Hombre, a este le conozco. ¿No fue alguien a quien Robespierre le cortó la
cabeza?
—Un diez en historia —le dije cuando conseguí salir de mi sorpresa.
—Aunque creas que soy una tonta me gusta leer —contestó irritada.
—No tenía la menor duda. ¿Seguimos?
—Cuando quieras. —Sandrine tampoco estaba familiarizada con los nombres
de Milo ni Peter, pero cerró los ojos pensativa cuando me oyó pronunciar el de
Didier Sarlat.
—Bingo. Le conoces —afirmé satisfecho.
—¿No es ese suizo melindroso que se pasea por el mundo como si fuera el
heredero a la corona de Francia?
Ignoraba si la descripción se ajustaba al personaje, pero confirmé que era el
abogado helvético.
—Sí. Cual rey desterrado.
—Y que lo diga. Ha venido a visitarnos unas dos o tres veces desde que
vivimos en Sablet. No sé qué tiene la Provenza que atrae como moscas a
petimetres como este. A las once de la mañana lleva el pelo incrustado de
gomina. No comprendo cómo James puede ser amigo de un individuo tan
absolutamente idiota.
—¿Son buenos amigos Didier y Clavel?
—No creo, pero fingen serlo delante de mí. Tengo una intuición sobrenatural
con los hombres. A mi marido no le gusta, podría poner la mano en el fuego, y
deja de hablar de él en el mismo momento en que Sarlat se marcha en su
descapotable de un millón de francos. Un día me dijo que Sarlat le estaba
agradecido por un favor que le había hecho en el pasado y que por eso nos
visitaba. James es un pedazo de pan, aunque a usted no le guste.
—Un pedazo de pan... duro —contesté ante los gestos de protesta de
Sandrine—. Pero tampoco me hagas mucho caso. Los recuerdos se me
mezclan por la edad y puede ser que mi animadversión por James no sea más
que un malentendido fruto de un desliz de la memoria.
—Seguro que sí —repuso, apartando la cara—. Dígame, ¿por qué le interesa el
suizo?
—Un intrascendente secreto de familia.
—¿Sarlat es pariente suyo?
—El cuñado de un cuñado. Poca cosa desde un punto de vista genealógico.
Una raíz enferma —añadí.
Doblé por la mitad la carta y el contrato, y los guardé en el bolsillo interior del
abrigo. Una última comprobación del resto de papeles dejó patente que no
merecía la pena continuar con la inspección, así que me situé delante de
Sandrine y le tendí la mano para ayudarla a levantarse.
—No va a dejarlo todo así —me dijo cuando ya estaba en pie—. James llegará,
y si lo ve todo patas arriba me partirá la nariz. ¿Qué quiere que le diga? ¿Que
entró un amigo suyo apuntándome con una pistola buscando información
secreta sobre el cuñado de un cuñado que responde al nombre de Didier Sarlat?
¿Se ha vuelto loco?
—Muy bien. Te concedo treinta segundos para que lo recojas todo —dije,
mirando el reloj y contando en voz alta cada segundo.
Sandrine realizó un trabajo pulcro y dejó los papeles ordenados en el interior
del doble fondo.
—No te olvides del pelo —le dije, con el culo apoyado en el extremo de la
mesa.
—¿Qué pelo? —preguntó desde el suelo.
—La prueba —aclaré.
Sandrine se dio una palmada en la frente horrorizada por su distracción. Del
cenicero del estante más bajo cogió el pelo y lo colocó de nuevo en el lugar de
donde yo lo había sacado.
—Perfecto —dije riendo.
Sandrine tenía la frente perlada de sudor. Tumbada en el suelo, con todo su
peso apoyado en los antebrazos, me miró sin bajar el cuello.
—¿Ha disfrutado con esto? Dígame, ¿lo ha pasado bien? —preguntó, retadora.
—No —repuse con frialdad.
—Si James llegara en este momento, le aseguro que le quitaría las ganas de
reír.
—Pero eso no va a pasar: James no vendrá.
—¿Por qué lo dice? —exclamó, incorporándose súbitamente.
—Lo dijiste en tu habitación. Estuve escuchando la conversación que
mantuviste con tu amante. Y en cualquier caso, eres tú la que debería tener
miedo. De James y de mí —dije, mostrándole el agujero insondable del cañón
de la pistola.
—¿Qué es lo que quiere ahora? —preguntó sin mover un solo músculo.
—Un pacto. Tú no dices a nadie que he venido, y yo no pienso chivarme a
James sobre... tu vida promiscua.
—Trato hecho —dijo más tranquila. Y añadió, deslizando los dedos por
encima de los carnosos labios como si cerrara un botiquín—: No abriré la boca.
No sé qué pensamientos circulaban por la mente de Sandrine, pero entre mis
ojos y los suyos se había tendido un puente por el que discurría la
misericordia. ¿Misericordia de qué?, pensé. Pero ella no bajaba la cabeza:
seguía en pie, cual tótem roto a la espera de mi veredicto como si fuera un
desaprensivo semidiós de barro. Repitiéndome silenciosamente varias veces
«eres un hijo de puta, Michael, un hijo de la gran puta», decidí recuperar mi
disfraz de mortal.
—Muy bien, entonces como si no hubiera pasado nada —dije—. Solo quiero
hacerte una pregunta.
—¿Solo una? ¡Una más, dirá!
—Una, la última —prometí con sinceridad—. ¿Eres feliz con Clavel?
—¿Si soy feliz? ¿Y qué es la felicidad? Un beso, un te quiero, unos hijos, un
buen coche, estar con los amigos, una casa, tener dinero... Dígame: ¿en qué
consiste la felicidad? —No esperó una respuesta—. La felicidad es un
accidente, y yo soy una mujer que prefiere la estabilidad... pero no, no soy
feliz si esto le reconforta.
Y me reconfortó. Su infelicidad confesa alivió mi sentimiento de culpa.
Sandrine ignoraba que había ingresado en el club de las viudas, pero ahora
estaba seguro de que una vez el tiempo y las estaciones confirmaran
definitivamente la muerte de James, ella no se sentiría peor que cuando Clavel
la acariciaba con dulzura. Clavel sería como un relámpago quemándole el
alma, pero tras la tormenta llegaría el sol y las vendimias volverían a llenar las
cestas de uvas como demostración de que las raíces de Sandrine se hallaban en
el núcleo de la tierra, protegidas contra los accidentes y la felicidad.
—Cuando me haya marchado, cierra bien. Por los ladrones...
Sandrine se echó a reír. El nerviosismo veía la luz, por fin, en un desbordante
fuego artificial.
—¿Quieres tomar algo? —preguntó en tono seductor una vez hubo recobrado
la serenidad.
—¿Y James? —pregunté sin remordimientos.
—James no vendrá esta noche.
—Me invitas a una copa, me hablas de tú. Creo que es demasiado pronto para
un síndrome de Estocolmo, ¿no te parece?
—Es solo que no me gusta estar sola. Una copa no es ninguna promesa de
amor. —Sus largas pestañas abanicaron a cámara lenta la distancia que nos
separaba, y con un leve cambio en el tono de voz y un estiramiento de
cervicales se convirtió en la actriz principal de este acto.
—No diría que no a un malta.
—Ven.
Sandrine me ofreció la mano y me arrastró hasta un salón donde troncos
inmensos ardían en la chimenea. Me empujó hacia el sofá. La MC5 se me
clavaba en las nalgas pero tuve tiempo de esconderla antes de que ella
regresara cargada con un vaso de whisky de un color embriagador.
—¿Tú no tomas nada?
—No —dijo sentándose casi encima de mí—. Es demasiado tarde —añadió
justo en el mismo momento en que el cucut del reloj de pared daba las doce.
Di un pequeño sorbo sin apartar la mirada. Sandrine me contemplaba como si
yo fuera su confidente.
—¿Y a qué te dedicas, aparte de asustar a mujeres casadas?
—Soy chef de cocina. Tengo un restaurante.
—¿Qué clase de cocina?
—Toda, menos con trampa. Básicamente mediterránea.
Sandrine se subió poco a poco sobre mis rodillas y, mientras cabalgaba, me
abrazó mientras iniciaba el ritual con una serie de besos breves que me iba
regalando cada vez que desabrochaba uno de los botones de mi camisa. Fue
un preludio lento y armonioso, coreografiado por una bailarina superdotada
que desembocó en un polvo de los que hacen historia. Me sentí como un
adolescente en el día de su estreno y dejé que aquel vendaval de melena
castaña tomara la iniciativa, allí, desnudos, tumbados sobre el sofá y con las
llamas quemándonos la espalda. Cuando abría los ojos veía a Sandrine, con
los labios abiertos dispuestos a tragarse todas las fronteras de mi cuerpo, y eso
me gustaba. Cuando los cerraba, veía a Natasha, sus cabellos dibujando ríos
de ceniza por mi piel sudorosa... Y también me gustaba. Mi espíritu bígamo se
sentía en la gloria y dejé que las sensaciones me embriagaran hasta casi
alcanzar la inconsciencia, dando la razón a quien dice que la imaginación
consiste en explicar poéticamente aquello que vives en aburrida prosa.
Los troncos ya eran brasas cuando desperté. A mi lado Sandrine dormía
profundamente, al borde del sofá. La temperatura de la casa había descendido
y la viuda tenía la epidermis helada. Utilicé una manta que encontré sobre un
sillón para taparla antes de vestirme precipitadamente. Nunca volvería a ver a
Sandrine, pero la mujer ocuparía siempre un puesto de honor en mi memoria.
No pensaba caer en la tentación de volver a buscarla. Lo juré por todos los
muertos que recordaba haber visto. Fue un juramento de pánico, debido a un
miedo casi infantil, y mientras me vestía desordenadamente dibujé en la luz
rojiza el espectro escondido de Clavel. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Besé la espalda de Sandrine y ella suspiró, cataléptica, antes de salir corriendo
de la casa. Mis músculos cobardes se dieron de bruces contra el aire frío de la
noche y bajo la linterna que alumbraba el cielo me acerqué al coche.
La escarcha cubría los cristales y al dar la vuelta a la llave de contacto, unas
lucecitas adornaron el cuadro de mandos antes de que el motor consiguiera
arrancar. Con el coche en marcha y el tubo de escape llenando de humo
aceitoso la pulida atmósfera, giré el conmutador del limpiaparabrisas. Algo
impedía que la goma circulara. Maldiciendo, salí de nuevo a la intemperie.
Levanté el limpia y un objeto cayó sobre el capó. Lo cogí con las manos
húmedas con la intención de lanzarlo lejos, pero su forma me detuvo. Volví a
entrar en el coche con el extraño objeto en la mano, y cuando encendí la inocua
bombilla quedé estupefacto. Se trataba de una amapola negra, la misma flor
teñida que recibió Natasha el día en que los verdugos le anunciaron la
ejecución de Yevgeni.
«La flor significa el silencio eterno», dijo Natasha.
Si dejábamos a un lado a Sandrine y a su amante, no había visto a ninguna
otra persona rondando por la zona. Pero alguien sabía que yo estaba en la casa,
alguien conocía el significado de la flor, alguien sabía cuáles eran mis
objetivos. Ya no tenía tiempo para detenerme y bajar la bandera en señal de
rendición y, con la esperanza de que mi perseguidor diera un paso en falso,
dejé el regalo anónimo en el interior de la guantera.
3
Ci vediamo, fratello.
No había ninguna amapola negra grabando su huella en el velo de rocío que
cubría el cristal de mi coche. Inspiré el aire helado antes de entrar en el
vehículo. Daba la impresión de que el camino hacia Ginebra sería un paseo
solitario sin contratiempos, y una vez dentro del Xsara, con las ventanillas
cerradas y la calefacción al máximo para luchar contra la escarcha, avancé por
la carretera con la satisfacción de haber confiado el futuro de Hiena a un
individuo como Gio.
4
Devolví el coche a una agencia Avis antes de pedir alojamiento en el Hotel des
Armures. Ya me había hospedado en él muchos años antes y comprobé que el
lugar seguía desprendiendo una suave discreción en un marco
arquitectónicamente incomparable. Era una clara muestra de que el respeto a
los tesoros arqueológicos no está reñido con la arquitectura moderna. En
resumen, tomé una habitación con el nombre de James Clavel, y cuando me
pidieron la documentación me disculpé diciendo que la había perdido y
estaba en trámites para renovarla. Por tanto, afirmé, iba a pagar en efectivo
por las dos noches. No hay mejor pasaporte para un suizo que un buen fajo de
billetes al contado.
Ni siquiera subí a la habitación. Quería empezar las «gestiones» cuanto antes.
El teléfono público de recepción estaba escondido detrás de una mampara
centenaria y a él me dirigí. Desde allí podía identificar a cualquier persona que
entrara en el vestíbulo y se interesara por un tal Michael Roddick. Dos mujeres
salieron del ascensor precedidas por un botones. Eran señoras maduras,
elegantemente ataviadas con abrigos de piel de auténtico animal estepario
degollado. No tenían aspecto de ejecutivas, y mientras marcaba el número
empecé a hacer suposiciones: podía tratarse de las esposas de dos empresarios
matando el tiempo a la espera de que sus maridos salieran de alguna reunión,
o dos amigas en viaje de placer. O aún mejor: una pareja de lesbianas que,
después de veinte años de matrimonio con dos empresarios importantes y
amigos de toda la vida, con tres hijos cada una, descubrieron que estaban
enamoradas y protagonizan encuentros secretos en cualquier ciudad del
globo. Ciudades con estilo, se entiende. Esta conclusión me provocó un
sentimiento de satisfacción, que se transformó en franca alegría cuando la voz
de Elena me respondió al otro lado de la línea.
—¿Sí?
—Elena... ¿Cómo estás?
—¡Papá! Justo ahora estaba pensando en ti. Bueno, la verdad es que me paso
el día pensando en ti.
—Yo también. ¿Cómo te encuentras?
—Voy tirando. Duermo muy mal. Sufro mucho por ti.
—¿Y Marc? —pregunté impaciente—. ¿No le tienes al lado?
—Día y noche. Se ha convertido en mi sombra. Si no fuera por él...
Respiré aliviado.
—Me parece muy bien.
—Dormimos juntos —prosiguió Elena, algo cohibida. Y añadió enseguida
para tranquilizarme—: Pero tomo la píldora.
—Nada que objetar. Tomadlo con calma; si no, os aburriréis demasiado
pronto el uno del otro —dije riendo.
—¡Papá, por favor! No seas tonto.
—Me parece muy bien, hija. Si esto te hace feliz, no voy a quejarme.
—Ese tono de culebrón no me gusta nada, papá. Suena a...
—No suena a nada. Lo tengo todo arreglado y es solo cuestión de semanas. Tú
sigue escondida y borra los malos presagios de la cabeza. Recuerda que soy
un tío cojonudo.
—Eres el mejor.
—Sin exagerar —contesté.
—Sin exagerar.
—Bien. Ahora tengo que colgar. Me alegra ver que sigues fielmente las
instrucciones marcadas.
—Sí, y ya has visto que no te pregunto dónde estás.
—No hace falta. Cuídate.
—Y tú también —contestó. Intuí que tras su breve respuesta se agazapaba el
llanto.
Colgué sintiéndome intranquilo. Necesitaba una copa. Eran las doce en punto,
una hora prudente tratándose de Suiza. Diez minutos antes, si me hubiera
acercado a un bar a pedir un dry martini, me hubieran encerrado bajo la
acusación de escándalo público. Recordé que el restaurante del hotel era
excelente, pero en ese momento me apetecía más visitar el bar. El barman,
típico ejemplar de su profesión, me recibió cordialmente y acogió mi petición
con entusiasmo.
—Una magnífica elección, si me permite decirlo. ¿Lo desea agitado o sin
agitar?
—Sin agitar —respondí. Siempre me había gustado esa respuesta.
Un dry martini no es un combinado fácil de preparar, y debo reconocer que el
hombre demostró ser un experto. Primero hay que bañar los cubitos de hielo
en martini, a la espera de arrojarlos dentro de la copa con unos ciento
cincuenta centilitros de ginebra. Nada de martini líquido, la capa impresa en
el hielo es suficiente para romper el duro sabor de la ginebra. Y, como epílogo,
la aceituna. El combinado tenía un sabor excelente y produjo el efecto deseado.
Me sentía mucho más sereno ahora que el estómago trabajaba a seis mil
revoluciones.
—¿Quiere otro? —preguntó el barman cuando di cuenta del dry martini y me
zampé la aceituna.
—No, gracias —dije, sacando la cartera—. Escuche, ¿me podría recomendar
un local donde quedar con un amigo? Pienso concertar la cita para esta tarde.
—Vaya a La Clemence. Es un sitio muy conocido en Ginebra y está muy cerca
del hotel. Buenos cafés, buenos aperitivos, una terraza acogedora. Está en la
place du Bourg de Four, justo detrás de la catedral de Saint Pierre, a unos cien
metros de aquí.
—Muchas gracias.
Añadí a la cuenta una generosa propina y abandoné el hotel para dirigirme a
la dirección indicada. En lugar de esquivar la catedral entré en ella. El gran
pórtico neoclásico rompía con la estética gótico-románica de un interior
carente de toda ornamentación.
Los calvinistas han metido la nariz por aquí, pensé.
Fue un recorrido rápido y al salir al profano aire exterior encaré mis pasos
hacia la calle del Hôtel de la Ville cruzando la Place de Taconnerie. Me detuve
en la delegación de Christie's. Según la publicidad, la subsede de la famosa
casa de subastas londinense estaba especializada en transacciones de joyas.
Con clientes como yo, sin embargo, tenían asegurada la quiebra. Seguí
caminando por la calle hasta desembocar en la Place du Bourg de Four. La
terraza de La Clemence se extendía por la plaza. En el lado izquierdo del
trapecio había una cabina con un banco enfrente. Era el momento de localizar
a Didier Sarlat, pero antes tenía que elaborar una estrategia. Ocupé el centro
del banco y con toda naturalidad me dediqué a revisar los papeles confiscados
en casa de Clavel. Estaba seguro de que la carta contenía la información que
necesitaba. La releí media docena de veces hasta que la posdata me dio la
pista.
«No hay bienvenida sin llave de entrada», leí.
—Una llave —me repetí—. No hay bienvenida sin llave de entrada.
Las llaves sirven para abrir puertas, sirven para introducirte en los lugares...
Se trataba de una metáfora, pues Clavel no podía tener una llave de entrada
de la oficina de Didier, pero sí tenía la clave para llegar hasta él. Cuando estás
a distancia solo tienes la palabra como clave de entrada hacia alguien. Un
pseudónimo que solo conoces tú y tu interlocutor. O un número secreto que te
identifica. ¡El papel!, exclamé. Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y
extraje la cartera. Dentro de la billetera tenía guardado el papel con las cinco
cifras que había encontrado en la cartera de Clavel. Las recité en voz alta:
—El dos, el siete, el cuatro, el ocho y el uno. Sería mucha casualidad, pero
Clavel es un tipo raro, el único espía capaz de escribir la clave en un pedazo de
papel. ¡Cuántas veces se ha confundido el azar con el talento!
Levanté la mirada. Hasta aquel momento no me había dado cuenta de que
una octogenaria, seca y de blancos cabellos, estaba observando con sus
pupilas azules de mármol todas mis cábalas. Cuando nuestras miradas se
cruzaron me obsequió con un deje de fastidio.
—¿Le parece bonito ir hablando solo? —preguntó de mala gana.
—No lo sé. Si hablo en voz baja nadie me oye, y supone una pérdida de
tiempo que me angustia —contesté antes de añadir—. Además, soy actor,
señora, y no hay sitio mejor que la calle para ensayar.
—¿Sabe? Estoy muy harta de la gente de la farándula. Mi marido ya lo decía:
un mundo sin bohemios es un mundo que avanza con claridad.
—Lo lamento —comenté.
—¿Qué es lo que lamenta?
—Lamento que su marido la engañara con Eva Braun.
—¿Quién narices es Eva Braun? ¿Usted qué se ha creído?
—Lo que creo —dije, levantándome— es que desde un punto de vista
geriátrico le falta un tornillo. Y ahora, le pido que me disculpe.
—Esto no va a quedar así —dijo, amenazándome con el dedo.
—Seguro que no. Si quiere venir a verme, la función es a las nueve.
La vieja se largó precipitadamente con aire ofendido. Respiré aliviado, con la
mano nerviosa palpando la carta firmada por Didier Sarlat, y me metí en la
cabina. Suiza es un país tan eficiente como antipático, y en un minuto había
conseguido el teléfono de la Agencia Predon. Antes de marcar me aclaré la
garganta e imité la voz cavernaria de Clavel. Primero una frase sin sentido que
sonaba como «he dado diez piedras a la virgen María después de haberme
confesado la muerte del abuelo Tomás», a la que siguió la escala musical
desde el do hasta el si, para luego volver a repetir la absurda frase del ejercicio.
Es una fórmula que sirve para cambiar la voz y darle el tono deseado. Me
respondió una secretaria.
—Agencia Predon, ¿en qué puedo ayudarle?
Vacilé por un momento. ¿Clavel hablaría con Sarlat en inglés o en francés?
—Desearía hablar con el señor Ramedeau, por favor —pedí en un inglés libre
de estridencias academicistas.
—¿De parte?
—De James Clavel.
Me dejó esperando, con la oreja pegada al auricular escuchando una
empalagosa canción de uno de esos dulces cantantes que circulan por el
hemisferio. Que si la amaba, que si ella no, que si el lecho fue una penitencia,
que si las flores se marchitaron, que si el vino se volvió rancio, que si los besos
sabían a fracaso, que si la amaba, que si no... Una tortura que se prolongó
durante toda la melodía hasta que la aguda voz de Ramedeau hizo acto de
presencia.
—¿Monsieur Clavel?
—Ya era hora —contesté con el tono seco que habría empleado el difunto—.
Podrían cambiar la cancioncita y reemplazar a este grupo de maricones por
una buena sinfonía de Mozart.
—No era nuestra intención herir su refinadísima sensibilidad —respondió
Ramedeau. Tras su respuesta se escondía una gran ironía y casi me eché a reír.
—Pues a ver si espabilan. Oye, debo hablar con Sarlat. Es muy urgente.
—¿Con monsieur Sarlat? ¿Puede darme el número de identificación personal?
Recité las cinco cifras apretando con fuerza el bolígrafo que agarraba con el
puño derecho. Un error y la caza de Sarlat requeriría parámetros mucho
menos burocráticos.
—Correcto. ¿Puede darme un número donde localizarle?
Levanté la mirada y canté el número de la cabina. Podían pasar horas antes de
que Didier se pusiera en contacto conmigo, pero un lugar perdido en medio
de la ciudad les haría mucho más difícil localizar la llamada.
—Veo que está en Ginebra —dijo, sorprendido.
—Pues ves bien —corté en tono más bien descortés—. Ya te he dicho que estoy
buscando a tu amo por un asunto de extrema gravedad.
—Muy bien —dijo sin perder los estribos—. Hablaré con monsieur Sarlat. No
se preocupe: llamará pronto. Buenos días, monsieur Clavel.
—No tarden. El tiempo es oro —añadí en el mismo tono.
—No albergo la menor duda al respecto, monsieur.
Sarlat tardó cuarenta y tres minutos de reloj suizo en responder a mi llamada,
y mi reloj es un Tag Heuer. Veinte minutos antes de que el sonido del teléfono
interrumpiera mis angustiados paseos apareció de nuevo la viejecita que
amablemente me había mareado criticando mis aptitudes escénicas,
acompañada de un policía, dispuesta a denunciarme por calumnias. El agente
me contempló con la paciencia pintada en el rostro. La señora debía de ser una
clienta habitual, la pesadilla del cuerpo, y el policía la trató con una amable
displicencia mientras al mismo tiempo me rogaba que me disculpase.
—Madame Mesnier, ¿usted cree que las disculpas del señor serán suficiente?
—Me ha dicho que mi marido tenía una amante llamada Eva Braun.
—Madame, por favor. Al final me enfadaré con usted —dijo el agente,
exaltado y a punto de perder la paciencia.
—Déjela, agente. Hay que ser comprensivos con la tercera edad. Madame, le
pido disculpas —dije a la mujer, dando un golpe de tacón en la mejor
tradición de las SS.
—Pero... —protestó la anciana.
—No hay peros que valgan. Y ahora haga el favor de irse a su casa a dar de
comer al gato si no quiere pasar la tarde en comisaría.
Madame Mesnier se marchó indignada, refunfuñando hasta desaparecer por
una de las esquinas de la plaza.
—O Eva Braun o Claretta Petacci, de eso puede estar seguro —dijo el agente
con un guiño de complicidad.
Se despidió amablemente.
Este pequeño incidente distorsionó por un momento la espera, pero unos
minutos después, cuando de la cabina salió el irritante sonido del teléfono, yo
ya volvía a ser un manojo de nervios.
—¿Diga? —respondí intentando disimular mi estado. La imitación de James
Clavel me salió redonda—. ¿Eres tú, Sarlat?
—Sí, soy yo. ¿Cómo está el pequeño burgués? —dijo en un perfecto acento de
licenciado en filología inglesa por la Universidad de Cambridge, sección
búscame una plaza en la Royal Shakespeare Company.
—Muerto de ganas de ver a Sandrine. Pero este es un tema que no te incumbe.
Oye, han surgido problemas. Problemas muy serios —enfaticé.
—Ya —prosiguió sin perder la compostura—. Louis me ha comentado que
estabas muy nervioso.
—¿Louis?
—Ramedeau. —Didier fumaba e hizo una pausa para dar una calada al
cigarrillo—. ¿Estás en Ginebra, verdad?
—Sí, mordiéndote el culo —dije sin rodeos.
—No cambiarás nunca —dijo riéndose—. ¿Dónde estás?
—Enfrente de La Clemence.
—Un lugar encantador. El dinero ha conseguido refinarte.
—Y yo que creía que mi estilo era innato —contesté.
—Eso solo sucede en la tercera generación.
—Y tú eres la excepción a la regla.
—Yo no soy más que un farsante, James. Tú lo sabes.
—¿Una caricatura?
—Una caricatura, buena definición —dijo, riéndose—. Llegaré dentro de
quince minutos, ¿de acuerdo? Espérame en la terraza, hacen un té exquisito.
«Exquisito», «encantador», la terminología de Sarlat pasaba ya de castaño
oscuro, pero la experiencia con gente del oficio me decía que detrás de un
gentleman, o de un gentleman potencial, podía esconderse una personalidad
sádica y retorcida con el código de barras de la ética completamente borrado.
Obedecí sus instrucciones y ocupé una de las mesas de la terraza. El camarero
me trajo un té de vainilla acompañado de unas chocolatinas de praliné. Total:
treinta francos suizos. Me entregó la cuenta antes de dejar la taza y el platito
con los dulces en la base de mármol, y pagué con un billete de cien francos. En
el transcurso de la transacción, y cuando el camarero ya había vuelto a por el
cambio, un BMWZ8 se detuvo delante del local. El color metalizado del coche
no resplandecía tanto como el cabello engominado de su propietario, y fue
entonces cuando recordé la descripción de Didier que Sandrine me había
proporcionado parapetada tras la mesa del despacho.
Sarlat vestía a la inglesa. Traje gris marengo con finísimas rayas gris perla con
la americana cruzada, la camisa azul celeste, la corbata haciendo juego con el
traje y los zapatos de piel negra cosida en Bond Street. Caminaba con estilo:
lento, acompasado, con los pies rectos, la espalda erguida, los brazos en un
ángulo de setenta y cinco grados. Sarlat llegó hasta la frontera del local e hizo
un seguimiento panorámico de la clientela. No me reconoció, un problema
menos, y acabada la inspección externa entró en el bar. A través de los
cristales pude ver cómo preguntaba a un camarero por Clavel haciendo para
ello una descripción mímica muy exacta del inglés. El camarero negó con la
cabeza, y en vistas de lo que había, Sarlat compró una cajetilla de cigarrillos y
buscó una mesa libre, en la terraza donde esperar a su amigo.
El camarero le sirvió un whisky, pero a diferencia de mí, l'addition no llegó en
el mismo momento.
Un cliente habitual, pensé. Sarlat vestía como un triunfador y yo no, otro
elemento importante a considerar, y él era suizo y yo un extranjero de acento
impecable, pero extranjero igualmente en una Europa donde forastero es
sinónimo de peligro.
Sarlat dio un trago corto, como corresponde a un buen catador, y, cruzando
las piernas, buscó con la mirada un hilo de sol que bronceara la ya morena piel
de su rostro.
El camarero volvió con mi dinero. Había llegado el momento de saltarse
definitivamente el protocolo, así que me acerqué a Sarlat por la espalda.
Acerqué la boca a su oreja derecha, y sacando de las entrañas una voz
parecida a la de Clavel realicé una imitación consumada:
—Deja un poquito de sol para los demás, desgraciado cara bonita.
Didier bajó la cabeza, contento.
—¿Dónde estaba este cockney pequeñoburgués? —dijo, volviéndose hacia mí.
Su expresión reflejó una estupefacción absoluta al encontrarse con un rostro
inesperado—. Pero, ¿tú quién coño eres?
—El lobo. Te agradecería que no te empeñaras en comportarte como
corresponde a tu categoría humana. Es decir: cállate. Sufro un principio de
Parkinson. Nada serio. Pero el dedo que descansa sobre el gatillo de la pistola
que te apunta hacia el pecho tiembla a menudo sin control. ¿Damos una vuelta
en tu deportivo?
—Como quieras —dijo Sarlat. Parecía un animal acorralado.
Didier dejó la silla y llamó al camarero.
—Anótalo en mi cuenta, Louis.
—Muy bien, señor —respondió el camarero con una servil contorsión de
cuello.
Sarlat abrió las puertas del coche con el mando a distancia y nos acomodamos
en los asientos aerodinámicos.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—¿Hay alguien en tu casa? —pregunté, sacando a la luz mi Walther.
—No. Vivo solo.
—Te entiendo. La vida en pareja es a menudo una carga. Pues venga, a tu casa
—ordené.
Le pedí cortésmente que evitara cualquier tipo de pregunta hasta que
llegáramos a su casa. Allí ya habría tiempo para representar una buena sesión
pugilística de intercambio de información. Cruzamos la ciudad en glacial
silencio y nos metimos en la NI dirección Lausanne. Mientras yo controlaba
por el retrovisor la probable presencia del repartidor de flores siguiéndonos,
Sarlat permanecía rígidamente agarrado al volante y no abría la boca.
—¿Cuántos kilómetros faltan para tu casa? —pregunté cuando estuve seguro
de que nadie seguía nuestro rastro.
—Veinticuatro.
—¿Unos veinte minutos?
—Treinta —contestó sin apartar los ojos de la carretera—. En Suiza
conducimos a velocidad moderada.
—Sois el orgullo de occidente —dije—. ¿Tienes algo con que amenizar el
viaje?
—¿Qué?
Tarareé una melodía. Sarlat comprendió y me señaló la guantera. La abrí y
encontré una media docena de discos compactos.
—Back Street Boys, Back Street Boys, Gloria Stefan, Madonna, Village People.
¿Este no es el grupo preferido de los mariquitas?
—Eso dicen —contestó con aspereza.
—Dejémoslo correr —dije, devolviendo los seis objetos a su lugar—. Pero en
cuanto tengas un momento búscate un asesor musical. El traje hace al hombre
como la música hace al alma. Un hombre sin alma es una naturaleza muerta
por mucha americana de mil libras que lleve puesta.
—Tres mil —corrigió Sarlat.
Quería impresionarme y lo consiguió. No hubo ningún otro comentario hasta
que llegamos a su casa. Era un refugio de una sola planta, construido en la
ribera del lago Léman con un estilo austero heredero de las pautas de la
escuela racionalista de Mies van der Rohe. Un techo casi plano de dos aguas
caía sobre unas paredes recubiertas de piedras redondas y pulidas,
atravesadas por líneas de acero de color yema que conferían mucha ligereza a
la construcción. Didier abrió la puerta del garaje desde el coche y, una vez
abandonado el vehículo, entramos en la casa esquivando los trastos que se
amontonaban por el suelo.
—Joder. Tu gusto arquitectónico es bastante mejor que el musical —dije,
plantando los pies en el interior de una enorme sala en la que destacaba un
gran ventanal con vistas al lago.
—El mérito se debe a un amigo mío licenciado en arquitectura por la
Universidad de Harvard.
—Nunca te conformas con poco. Siéntate —dije, señalándole el sofá con el
extremo del cañón.
Didier tomó asiento sin rechistar. Seguí inspeccionando la sala. Pocos muebles,
todos de refinadísimo diseño italiano y esparcidos por el amplio espacio
rectangular, oxigenaban el ambiente dotándolo al mismo tiempo de un punto
de racionalidad casi enfermizo y los aparatos de visión y sonido combinaban
impecablemente con el mobiliario. Los examiné uno por uno, como si se
tratara de una colección de museo. Un teléfono inalámbrico BeoCom 2 de
Bang & Olufsen al lado del sofá; en el centro, un televisor BeoCenter 1 de Bang
& Olufsen con DVD incorporado conectado a dos altavoces BeoLab 1 de Bang
& Olufsen que estaban conectados al mismo tiempo al reproductor de CD
Beosound 9000 de Bang & Olufsen. Todo el conjunto estaba cortado por el
mismo patrón, ofreciendo un efecto como de skyline en miniatura, una ciudad
a escala uno por mil sobre una isla de parquet. Tres cuadros decoraban
respectivamente tres de las paredes: eran pinturas modernas de grandes
dimensiones, paisajes en penumbra perdidos en una naturaleza convulsa,
como habría dicho un crítico, a juego con las tonalidades discretas del
ambiente. Y en la cuarta pared, a la altura de una persona de talla media,
colgaba una pequeña fotografía enmarcada por un marco de color blanco roto.
Me acerqué. Parecía haber sido tomada en alta mar, en plena travesía por
algún mar de Grecia. Dos gaviotas volaban con las alas abiertas siguiendo la
estela potásica del barco, y ocupando la parte central del retrato dos chicos
abrazados por la cintura sonreían a la cámara. Uno era Didier.
—Ahora entiendo lo de Village People. Eres homosexual, ¿no?
Didier, que no había dejado de perseguirme con los ojos desde el sofá, ni
siquiera se irritó con el comentario.
—No es ningún secreto. Hasta mis padres conocen a Albert. Es de la familia.
—¿Y sois pareja de hecho o matrimonio?
—Amigos. Cada uno en su casa.
—Ya. ¿Y tú qué papel prefieres?
—¿Qué?
—Sí, hombre. ¿Tú eres el macho o la hembra? Sois curiosos los maricones. Os
morís por interpretar el prototipo antiguo de la pareja. Uno lleva faldas y
barre la casa, y el otro lleva los pantalones y arregla los enchufes.
—No sea ridículo —contestó asqueado.
Tenía razón. Yo había decidido adoptar el papel de interrogador machista. Si
quería extraer hasta la última gota de zumo, esta era la contrarréplica más
eficiente para un sparring como Sarlat.
—Y por aquella puerta vas a los dormitorios, y por aquella otra a la cocina
—dije, señalando los dos agujeros oscuros que conducían al exterior de la sala.
—Exacto. Pero debo avisarle de que la casa no está en venta.
—Uf, no... Yo soy un ser demasiado humilde para adquirir una joya como esta.
Curtis debe pagarte muy bien, ¿no? ¿O acaso es Milo quien te paga? ¿Qué te
dan? ¿Un diez, un quince por ciento...?
—No sé de qué me habla —respondió Sarlat.
—Mi paciencia es inversamente proporcional a mi mala leche. Acabo de hacer
una visita a la viuda de Clavel y he hallado unos documentos muy
interesantes firmados por ti. Un contrato, una carta. La viuda de Clavel me
comentó que habías ido a su casa de campo de la Provenza un par o tres de
veces.
—¿Viuda? —reaccionó asustado Didier.
—Me temo que sí. Clavel ha muerto.
—¿Muerto?
—Al menos no respiraba cuando lo enterré. Sabes, la pobre Sandrine te
describió a la perfección. Creo que ya sabía que eres un marica de mierda.
—No pude evitar un cierto malestar al tener que pronunciar tal sarta de
groserías.
—Soy un mero intermediario —dijo.
Le embestí con furia, poniendo toda mi fuerza en el puño derecho que se
estrelló contra sus maxilares. Didier gritó de dolor: fue como el chillido de una
rata a la que están sometiendo a un experimento macabro. Mi puño retrocedió
lo bastante como para tomar impulso para un nuevo golpe, y Didier se echó
hacia atrás autoprotegiéndose, cruzando los brazos sobre el rostro. En lugar
de provocarle un nuevo moratón en la mandíbula, le alboroté el pelo
engominado deshaciéndole el peinado.
—Joder, chico, me has dejado los dedos pringosos —dije, secándome la mano
en la tela de un cojín—. Esta ha sido una hostia suave si la comparamos con las
que te vas a llevar si no colaboras más.
Didier afirmó con la cabeza mientras hurgaba en la herida interna del golpe
con la punta de la lengua. Cuando abrió la boca, encías, incisivos, colmillos y
muelas aparecieron teñidos del rojo de la sangre.
—Mira. Me llamo Michael Roddick y tú contrataste a James con el fin de
boicotear mi paz familiar.
—Yo no contrataba a James. Ellos lo hacían. Eran ellos los que hablaban con él
y le encomendaban las tareas. Yo me encargaba de pagarle el trabajo hecho y
de redactar los contratos. Un puro formulismo fiscal.
—El abogado del diablo.
—Más o menos.
—Has dicho ellos —exclamé—. ¡Quiero nombres!
—No puedo. Me matarán.
La carótida se me hinchó hasta dejar ver el ritmo de las pulsaciones, sesenta y
siete en circunstancias normales.
—Mira, niñita. Yo soy como todos. Bueno y malo, dulce y agrio... No es que
me sienta muy orgulloso por lo de hoy. ¿Sabes? Me va más el rollo
dominguero: leer el periódico, una barbacoa... ¿Me sigues?
—No mucho —contestó.
—Soy un experto en barbacoas. En casa me llaman el rey de la carne empalada.
¿Todavía no me sigues?
—Pues no.
—¿Qué es lo que más te gusta?
—Los coches.
—¿Los coches? No, hombre, no —dije, contrariado—. Respuesta equivocada.
Lo que más te gusta es que te den por el culo, ¿no? —Sarlat no sabía qué
decir—. Por lo tanto, somos la pareja perfecta: a ti te gusta que te den por el
culo y a mí me entusiasma empalar la carne. —Sarlat me regaló una mirada
llena de angustia—. Creo que ahora sí me sigues. Será mejor que cantes todos
los nombres, o ya puedes empezar a apretar el ojete del culo si no quieres que
te lo dilate con ese altavoz de mierda. Quedarías encantador, tumbado en el
suelo con esta maravilla danesa empalmada en el culo. Podríamos enviar la
foto como felicitación de Navidad a tus padres, o al departamento de
marketing de la compañía Bang & Olufsen. ¿Qué opinas del eslogan: «Nuestro
sonido llega donde nadie puede llegar»?
Le propiné un nuevo bofetón, ahora con la mano abierta y dirigida hacia el
tabique nasal. Los dos oímos el chasquido y Didier empezó a sangrar por los
dos orificios. La americana cruzada quedó rápidamente impregnada y la
mancha se extendió por la tela como la peste.
—Mierda, mierda —sollozó con una voz que denotaba rabia y miedo,
mientras trataba de evitar que la sangre siguiera cayendo sobre su valioso
atuendo—. De acuerdo, te lo diré todo. Pero, si lo hago, quiero que me
protejas.
—¿Qué propones?
—Diles que fue Clavel quien les denunció. Si te preguntan por mí, miente.
—¿Sabes que me siguen?
—¿Quién?
—Eres tú quien debería saberlo.
—Te juro por Albert que no sé quién te sigue —dijo, implorando—. Por el
amor de Dios, tienes que creerme.
—Muy bien, te creo. Además, tengo la premonición de que me han perdido la
pista. Eres un chico con suerte. Sigue: si lo que me dices es de mi agrado
aceptaré tu propuesta.
Didier hizo una pausa para detener la hemorragia torrencial con el pañuelo de
seda que llevaba doblado en el bolsillo.
—Sé quién eres y en qué consistía la misión de Clavel. Normalmente ellos
hablaban primero con el ejecutor y después se dirigían a mí para que les
preparara los papeles. Yo nunca he tenido el menor contacto con ese tal Curtis,
ni tampoco conozco a Milo. Para pagar utilizo la cuenta abierta en Ginebra por
la empresa Yuca Enterprise, una tapadera que esconde el verdadero nombre
de la agencia: Sicomore. Uno de los capitostes es Jacob Krinsten, la cabeza
visible de la compañía fantasma Yuca Enterprise.
Mi cara se quedó de piedra cuando Sarlat pronunció ese nombre.
—¿Le conoces? —preguntó.
—Desgraciadamente no —dije para disimular.
—Pues él es quien me manda los deberes. Él y Curtis se encargaban de la
política. Y supongo que también Milo, pero de ese yo no conocía ni su
existencia. Yo me encargo solo de realizar los pagos. Los encargos se hacen vía
telefónica, directamente con el ejecutor.
—¿Y tú no sabías cuál era la misión de Clavel?
—Sabía que debía llevarse a la chica.
—¿Dónde se encuentra la sede?
—Ignoro su paradero. Es secreto. Yuca Enterprise está registrada en Berlín,
con unas oficinas y toda la parafernalia necesaria para que esa mentira resulte
creíble. —Hizo una pausa, con el fin de valorar si la información que salía por
sus labios me dejaba satisfecho—. Krinsten también vive en Berlín, pero su
despacho es inmaterial.
—Ya lo suponía. Y no sabías que Clavel recibió una contraorden de parte de
Milo: matar a Elena y, de paso, a mí.
—Te juro que no. Debió tratarse de una contraorden de última hora —dijo
Didier al borde de la histeria.
—Bien. Supongamos que Clavel lleva a cabo su misión con éxito. ¿Cuál sería
el siguiente paso?
—Me llama para decirme que todo ha ido bien. Evidentemente, Sicomore
exige una prueba de ello.
—¿Una prueba?
—Una fotografía, o un objeto de la víctima.
—Ya. ¿Y luego?
—Yo comunico a Jacob Krinsten que todo ha ido sobre ruedas y le transmito la
forma que ha elegido James para ser localizado. Ellos se ocupan del resto. En
dos días, tres a lo sumo, me ordenan que efectúe el ingreso en la cuenta del
ejecutor.
—¿Y todo este teatro del horror no te provoca náuseas? ¿Tu madre ya sabe
que ha parido a un bastardo?
—No. Yo me gano la vida honestamente como gestor de la Agencia Predon,
una de las gestorías más respetadas de la ciudad. Mi trabajo en el organigrama
de Sicomore me proporciona un sobresueldo.
—Ya lo dice Elena: dinero, dinero, dine...
—No se trata solo de dinero —interrumpió—. Yo colaboro con Sicomore por
un deseo de aventura. El trabajo de gestor es muy aburrido. Conocí a Krinsten
en una fiesta y congeniamos enseguida.
—¿No me digas que Krinsten también es un mariposón como tú? —exclamé.
—Pues sí. Y eso que está casado y es padre de dos hijos. No sabes cuántos hay
como él —dijo sonriente. Mi cara de pocos amigos le volvió a recordar el
abismo en el que se hallaba y recompuso la laxitud facial—. Cuando Krinsten
me propuso el trabajo salté de alegría.
No pude contenerme y le aticé un puñetazo en el ojo que resonó como un
trueno entre las cuatro paredes. Sarlat cayó en redondo y se levantó
tambaleante con la ceja partida.
—No me caes nada bien —dije, sacudiendo la mano, dolorida por el golpe.
Me coloqué frente a la ventana. El lago quedaba abierto de par en par desde
aquel protegido mirador, y por sus pacíficas aguas se deslizaban pequeñas
embarcaciones con el velamen desplegado intentando aspirar el ligero viento
que el anticiclón les regalaba. Los niños grumete se reían remojados por las
gotas de agua que se escapaban de las aguas cortadas por la proa del barco,
como si la historia fuera una falacia y el mundo se hubiera detenido. Ante mí,
silencio y paz; a mi espalda, la respiración jadeante de Didier. Me volví para
enfrentarme de nuevo a la figura derrotada de Sarlat, antes altiva y burlona.
—¿Qué sabes de mí? —pregunté.
—Nada —contestó Didier a duras penas.
—¿Sabes que en otro tiempo fui como Curtis, y si me aprietas, como el mismo
Clavel? —Sarlat dibujó un no vencido, cual boxeador a punto de tirar la toalla
y dar con sus huesos sobre la lona del ring—. Pues así es. Frío, calculador,
ambicioso... Trabajábamos para la patria. ¿Sabes qué es la mezquindad?
—Hice una pausa. Sarlat cayó de cuatro patas sobre el suelo y siguió
mirándome con los ojos medio cerrados—. ¡Vaya pregunta! Tú representas la
mezquindad de las nuevas generaciones. Al menos nosotros, con razón o sin
ella, luchábamos por unos ideales.
—Los tiempos cambian —dijo Sarlat, buscando una postura más confortable
para aliviar el dolor—. Estamos en la era de la globalización. Sicomore no
trabaja por una bandera, sino para el mejor postor.
—Pero el caso de Elena parece más una fijación personal de Curtis y de Milo,
¿no es así?
—¿Quién sabe? —dijo Didier, tragando saliva espesa—. Ya te he dicho que
recibo órdenes de Krinsten. El interés de Curtis o de Milo por tu hija es
problema tuyo —replicó desafiante.
—Veo que tienes cojones. Pero estate tranquilo, mariposa, que ya no te voy a
sacudir más las alas —dije compasivo—. Vuelvo a Ginebra y te cojo el coche.
—Pero el coche es mío —dijo tratando de incorporarse.
—No seas crío. Te lo dejaré aparcado en el centro. ¿Las llaves?
Didier las sacó del bolsillo y me las lanzó a los pies.
—Muchas gracias. Y ahora ha llegado el momento del epílogo a este encuentro
amoroso —dije, recogiendo las llaves del parquet—. Yo te salvaré el cuello,
pero no tengas la ocurrencia de delatarme a Krinsten diciéndole que me has
visto y que me dirijo a Berlín. Soy perro viejo, un cum laude con muchos
colegas retirados que se aburren y están dispuestos a hacerme un favor si por
tu culpa acabo en el limbo como el cerdo de James. Fuera dispongo de uno que
te va a controlar día y noche —Sarlat demostró sorpresa—. ¿Qué te creías?
¿Que vendría solo? Y más allá tengo otro amigo que se ocupa de controlar al
primero. Es una cadena que te ata de pies y manos. Te lo advierto: si me pasa
algo, ya sea por tu culpa o no, te quemarán la casa asegurándose de que
formas parte de la pira funeraria. Ya te he dicho que soy el rey de las
barbacoas. Y que se prepare tu Albert si no quiere morir carbonizado dentro
de tu espléndido, o ¿cómo lo dices tú?, exquisito deportivo.
No hizo falta añadir nada más. Con la cara hinchada como una morcilla,
Didier parecía una figura abstracta, un contraste brutal con el impoluto y
racional entorno. Y le dejé a merced de su suerte, como un guiñapo, sin decirle
adiós.
Montado en el Z8, recorrí con calma el camino de regreso. Estaba agotado y
las cervicales me daban afilados pinchazos. Si bien mi interpretación de
supermacho me había menguado parte de las energías, el golpe de gracia
había venido al saber que estaba de nuevo inmerso en el círculo de Marta. Con
mi reacción, Didier supo que conocía a Jacob Krinsten. Me lo leyó en los ojos.
Cómo fui capaz de colgar mi perplejidad en el armario y seguir con la
conversación es algo que forma parte de mi naturaleza. Pero ahora estaba solo.
Seis mil millones de personas repartidas por los continentes y el valedor de
Sicomore tenía que ser precisamente Jacob Krinsten.
—No me fío de Jacob —me dijo Marta un día, no recuerdo en qué
circunstancias—. Sé que es como un hermano para Thomas, «mi cincuenta por
ciento emocional dentro del bufet», como suele decir. Últimamente Thomas
me hace menos caso, y creo que se debe a la influencia de Jacob. Le está
obligando a correr demasiado... y el secreto de la ambición es el mismo que el
del buen cazador: saber esperar.
—¿Estás celosa? ¿No será que tanta complicidad entre ambos te saca de
quicio?
—Quizá sí —respondió Marta mientras encendía un cigarrillo.
—No puedo dar una opinión objetiva sobre ese personaje. Ya sabes que
Thomas y yo evitamos tratar temas profesionales y Jacob forma parte de ese
ambiente. Además —añadí—, tampoco le conozco lo bastante. Tiene una
excelente reputación en el ámbito del derecho. En el trabajo se le conoce como
el Rey Mago.
—¿El Rey Mago? ¿Por qué?
—Obtuvo una victoria inesperada en el proceso de divorcio de Brahm cuando
todos daban por sentado que este iba a perder hasta los calzoncillos. Y no me
preguntes cómo se las apañó Krinsten porque lo ignoro. La sentencia se hizo
pública el seis de enero, el día de reyes.
Entonces no di la menor trascendencia a la entrada de Jacob en nuestro círculo,
pero ahora lo veía todo distinto. Durante las intensas horas de preparación del
caso de Brahm, este debió de presentarle a Curtis. Era una hipótesis que me
ayudaba a encajar las piezas del rompecabezas. Jacob Krinsten pertenecía al
ambiente de Marta, era el socio de Thomas en el bufet que dirigían en Berlín
cuando yo era un alemán de pro. Compañeros de carrera, compañeros de
metas, compañeros de negocios, compañeros de partido. Jacob y Thomas eran
el ejemplo de matrimonio profesional. Pero esto sucedía a finales de los
ochenta y la evolución de los seres humanos, me pongo a mí como ejemplo, es
un proceso imprevisible.
Dejé el coche de Didier en una zona prohibida. Si la grúa se lo llevaba, Didier
encontraría su juguete en un aparcamiento municipal. Al entrar en Les
Armures fui directamente a recepción.
—Soy el señor James Clavel, habitación dos, cuatro, tres. ¿Alguna nota para
mí?
—No, señor —dijo el recepcionista revisando el casillero.
—¿Puede informarme de si hay algún tren con destino a Berlín? —pregunté.
—Sí, señor, hay dos. Salen de la estación de Cornavin. Uno a primera hora de
la mañana, y el otro... —echó un vistazo a su reloj de pulsera— dentro de unos
diez minutos.
—Veo que se lo sabe de memoria.
—Mi novia es berlinesa, señor.
—Una razón de peso. ¿Puede informarse si quedan plazas para el de mañana
por la mañana? Si es así, resérveme una. En primera, si es posible.
—Un momento, señor —dijo el recepcionista.
Volvió unos minutos después, contento como unas pascuas.
—Tiene la reserva hecha, señor. Y en primera. El tren sale de Cornavin a las
siete y llega a su destino a las ocho de la tarde. Mañana a primera hora le
tendremos dispuesto el billete. ¿Le va bien que le despertemos a las cinco y
media?
—¡Qué remedio!
—Muy bien, señor.
Me dio la llave y subí a mi habitación.
Estuve una hora entregado a un zapping frenético, hasta que la imposibilidad
de encontrar un programa decente en treinta canales internacionales hizo que
pusiera fin al ejercicio lanzando el mando fuera de los confines de mi cama.
Estaba nervioso. Volver a Alemania era una de las promesas que me había
hecho el día de fin de año, pero volver oculto por un maquillaje anónimo.
Pasear, ver las plazas, las calles, como cuando era niño, con una ingenuidad y
una energía ilimitadas, abiertas a grandes decepciones. Pero nos pasamos la
vida actuando, como Aguirres en pos de Eldorado o cual soldados Ryan
defendiendo una moralidad mediocre contra las sombras armadas y el
maquillaje con el que pretendía pisar Berlín se me deshizo en el camerino,
ayudado por el vapor de un hígado de pato al punto, servido con cebolletas y
ciruelas confitadas, al lado de un plato de quesos y una botella de Saint
Emilion que había encargado al restaurante del hotel y que me había llegado
puntualmente a la habitación media hora después de la llamada. Otra de las
promesas que hice, enloquecido por el tumulto de las campanadas, fue la de
reducir el consumo de alcohol, pero el Saint Emilion sabía a gloria y al echar
las últimas gotas en la copa sentí el cerebro turbiamente adormecido, como si
flotara entre nubes de sábanas limpias.
Tim se alegró de verme salir del ascensor. Una exultante exageración parecida
a la que manifiesta en sociedad la clase de gente a quien Tim abre y cierra las
puertas. La veteranía es un grado. Prudentemente, me había anticipado
treinta minutos a la hora fijada para el encuentro entre Marta y Thomas por si
a Tim se le ocurría anunciar a este mi inesperada llegada, dando al traste con
mis planes.
Me aposté en un rincón, donde el portero podía verme pero no los transeúntes.
Tim tenía ganas de hablar y le dejé hacer, con un gesto copiado a una mujer
que explicaba que cuando estás, sin posibilidad de huida, con una persona o
un grupo de gente que te aburre mortalmente, debes dejar la cara y marcharte.
Funcionó solo a medias, y no conseguí librarme de algunas partes del discurso
de Tim que versaba sobre la certeza de que todo lo que vamos a hacer en un
futuro inmediato o lejano está escrito en los astros. Mi regreso era una prueba
palpable, y por la fecha él creía que podíamos responsabilizar de ello a Orión.
Sentí pena por él: la soledad le había enloquecido y le había dejado el sentido
común perdido en algún sistema planetario. Me limité a asentir hasta que, de
repente, Tim paró el discurso.
—Ya ha llegado, señor.
Miré discretamente hacia la calle y vi un BMW con la silueta de Thomas
retratada en los cristales semibiselados. Coloqué el índice sobre los labios en
petición de silencio. Quería darle una sorpresa.
—Buena suerte, señor —dijo Tim.
Avancé expeditivamente hacia el BMW y me colé en el asiento del copiloto.
—¡Buuu! —exclamé con los ojos bien abiertos.
—Pero qué... —Thomas detuvo en seco su primera reacción de dejarme sus
cinco dígitos marcados en la cara—. ¡Estoy soñando o eres el mayor hijo de
puta de todos! ¡Abrázame, Michael Roddick!
Nos dimos un largo abrazo y nos palmeamos repetidamente la espalda.
Thomas parecía emocionado de verdad.
—Déjame respirar o tendrás que trasladarme al tanatorio —dije.
Thomas retrocedió.
—¿Y qué coño estás haciendo en Berlín después de tantos años?
—Arranca y te lo cuento.
—Muy bien. —Thomas puso el intermitente y se incorporó al carril—.
¿Adónde quieres que vayamos?
—¿Qué ruta sueles hacer con Marta?
—Ninguna en concreto. Me has hecho doblemente feliz, Michael. En primer
lugar, por la sorpresa de verte, y en segundo por librarme de Marta. Me tiene
frito. —Como no respondí a su confesión, Thomas se incomodó—. ¿Qué te ha
contado?
—Que eres un varón felizmente casado con una chica de buen ver.
—Esta chica tiene un nombre: se llama Mónica. Seguro que Marta la ha
tratado de puta.
—No exclusivamente.
—¿No exclusivamente?
—También la ha tratado de subnormal. Pero no le hagas caso. La comprensión
entre generaciones tan distintas a menudo resulta difícil.
—¡La muy imbécil!
—Lo que no entiendo es cómo has aceptado que Marta cayera tan bajo. No has
tenido el menor tacto con ella.
—Escucha, Michael, el hecho de que te follases a Marta no te da derecho a
valorar mi actitud con ella.
—En esto tienes razón. Me tranquiliza que lo supieras —dije mientras
observaba a una vieja que perseguía al mastín que se le había escapado de las
manos y ahora corría boulevard abajo con la correa al aire hacia un horizonte
multicolor impregnado de coches histéricos.
—Puedo ser torpe pero no insensible, Michael. En ese momento me importaba
más mi carrera política. Ya me iba bien que fueras tú quien calmara los
ardores sexuales de Marta. —Thomas sacó del bolsillo de la americana una
funda de puros y me ofreció un habano mastodóntico.
—Es demasiado temprano.
—A mí no me queda más remedio que fumar en el coche y con las ventanillas
abiertas —dijo, obedeciendo sus propias palabras—. Mónica odia el olor de
tabaco. Con franqueza, Michael, no entiendo a Marta. Se ha estirado la cara
para parecerse a mi mujer, se ha teñido el pelo del mismo color que lleva mi
mujer, va a comprarse la ropa en las mismas tiendas donde compra mi mujer,
y cada dos por tres me llama con los requisitos más inverosímiles con la eterna
amenaza de hacerme chantaje.
—Eso me ha dicho.
—Y también te habrá dicho que uno de los requisitos consiste en un encuentro
mensual en una habitación de hotel con sexo a la carta.
—No. No me lo ha dicho. —Thomas me había dejado de piedra—. La verdad
es que todo junto es digno de lástima. No entiendo cómo dos personas que se
han querido pueden limar sus discrepancias a base de despecho.
—Es Marta quien siente odio, Michael. Yo me limito a ser práctico. Las cosas
se acaban y punto. —Thomas hizo correr diametralmente la llama del
encendedor en torno al extremo del puro, y exhalando una gárgola de humo
por la ventanilla, dio por zanjado el tema de Marta—. Da igual, dejémoslo. ¿Y
tú a qué te dedicas?
—Soy cultivador de miel. Tengo una granja en Santiago de Compostela.
—¡No jodas!
—Sí. Raro, ¿verdad? Es mi única actividad.
—Como siempre hay que sacarte la información con sacacorchos. ¿Te importa
acompañarme a un sitio?
—En absoluto.
—¡El Reichstag! —exclamó cuando el coche circuló por delante del edificio—.
El monumento de la nueva Alemania. ¿Ya lo has visto remodelado?
—No. El trabajo de apicultor es muy esclavo y me ocupa todo el tiempo.
—Norman Foster ha hecho un gran trabajo. La cúpula elíptica que ha
diseñado es fantástica. Vivimos un momento antológico, amigo mío.
Thomas se entregó a una disertación sobre Berlín.
—La reunificación, la nueva capitalidad como sede del gobierno, han
revitalizado la ciudad. Los mejores arquitectos están participando en la
construcción de la capital de Europa: Hilmer y Sattler, Aldo Rossi, Jean
Nouvel, Nicholas Grimshaw, Philip Johnson, Joseph Paul Kleihues. Una lista
de arquitectos que han unido sus esfuerzos captando la magia del momento.
Observa con detalle la ciudad y verás que han conseguido el equilibrio
perfecto entre estética y funcionalidad. Todos los berlineses están orgullosos
de su ciudad. Europa está orgullosa de su ciudad. El mundo está orgulloso de
su ciudad. Berlín es la tierra de las grandes oportunidades, como lo fue
América a principios del siglo XX.
—Y eso que ya no te dedicas a la política... ¿Quién lo diría?
—Vivo en la retaguardia forrado de billetes, Michael. Soy un hombre práctico,
ya te lo he dicho.
—Una esposa espectacular, un buen coche, viajes a Cerdeña... ¿Qué más se
puede pedir a la vida? —dije sin siquiera intentar censurar un tono sarcástico
y displicente.
—Ríete si quieres, pero así es —replicó, molesto—. Todos tenemos derecho a
una segunda vida. Si has vuelto para tocarme las narices, pierdes el tiempo.
—Nada más lejos de mi intención —afirmé—. Necesito que seas mi
intermediario.
—¿Intermediario?
—Busco a un amigo tuyo.
—¿Nombre y apellido?
—Jacob Krinsten.
Thomas tosió un par de veces con la garganta irritada por la dirección errónea
que había tomado el humo, alzó la mirada hasta el retrovisor y giró a la
derecha. Los neumáticos chirriaron por el brusco roce con el asfalto.
—No sé cómo quieres que te ayude a contactar con Jacob.
—Fuisteis socios durante casi dos décadas. No creo que le hayas perdido la
pista. ¿Qué sabes de una empresa llamada Sicomore?
—Nada. Y conozco muchas empresas.
—¿Y de otra llamada Yuca Enterprise?
—¿Esta no se dedica a la exportación de fruta tropical? —respondió Thomas.
—Mira, no nací ayer, ¿está claro? Sé que sabes mucho más de lo que me dices.
¿Por qué rompisteis Krinsten y tú?
—Por agotamiento. A mí la política ya no me interesaba, y Jacob había variado
su círculo de amigos. Nos separamos sin rencor. Siempre nos hemos
apreciado.
—Tienes miedo de Jacob —dije, fijándome de repente en el cambiado paisaje
que nos rodeaba: habíamos entrado en un inmenso barrio en ruinas del
antiguo Berlín oriental—. ¿Adónde vamos?
—Estoy en tratos con un propietario para la compra de un solar y hoy hemos
quedado para verlo. En cinco años esta zona será una mina.
—¿No te ibas a Cerdeña?
—Sí. Por eso me corre prisa cerrar el trato.
—Ayúdame, Thomas. Te lo pido como viejo compañero de escapadas.
Thomas resopló adelantando el labio inferior. Le sudaba el bigote.
—Mira, hablo con él muy de tarde en tarde. No sé a qué se dedica Jacob, pero
tiene muy mala reputación en ciertos sectores. Nos apreciamos, y he preferido
no indagar a fondo. Nos reímos un rato, él me pregunta por Mónica y yo por
sus hijos. Nos reímos un poco más y hasta la próxima.
—Corre el rumor de que estás a sueldo de Jacob.
—¿Y desde cuándo prestas crédito a los rumores? ¿Desde cuándo un reputado
ex espía se fía de un rumor? Nos repartimos el dinero del bufet. Los beneficios
que habíamos obtenido gracias a nuestros contactos eran enormes. Dejé en él
mi juventud, Michael, y ya era hora de recoger el botín.
—¿Sabes que Jacob es homosexual?
—Claro. Nunca me lo ocultó. Pero esto es una banalidad.
—No tanto. Le conoces más a fondo que su propia esposa. Por eso no te creo.
Le proteges.
—Perdona, Michael, pero soy un pez demasiado pequeño para uno tan
grande.
—Yuca Enterprise es una empresa fantasma.
—Lo sé.
—Sicomore es una agencia que se dedica al crimen organizado. Ellos lo llaman
espionaje privado.
—Lo sé.
—¿Ves como eres un pozo sin fondo?
—Sicomore ya era una realidad cuando aún éramos socios. Pero no me
preguntes nada más: tomé la decisión de no querer preguntar como
salvoconducto hacia una larga y provechosa existencia. La ambición de Jacob
era insoportable. También tú añadiste tu granito de arena.
—¿Yo?
—No hay ningún marido que sostenga los cuernos con una permisividad
indigna. ¿O acaso crees que Marta mantenía las conversaciones contigo como
un secreto de confesión? —Thomas advirtió que acababa de partirme en dos
con aquella frase: sujeto, verbo y predicado directamente al vértice de mis
costillas—. Marta te utilizó como le dio la gana. Fechas, lugares, nombres.
Información primordial que Jacob canalizó con habilidad extrema hacia la
constitución de Sicomore. No fuiste la única fuente de información, pero sí
una de las que más hizo crecer el bosque. Sicomore es una preciosa alegoría.
Lo siento mucho, Michael —dijo con un rictus burlón.
Thomas siguió adentrándose en aquel museo de casas al borde de la
extremaunción, a una velocidad temperada por el mal estado del alquitrán,
que agrietado de izquierda a derecha mostraba los restos enterrados de la
antigua calzada.
—Te felicito por la victoria. Pero reitero mi súplica: ¿me ayudarás a contactar
con Krinsten?
—Te ayudaré. Déjame cerrar el asunto del terreno. Bajo, hablo con el tipo,
fijamos un precio y después buscamos una solución. Seguro que Mónica se
pondrá como una fiera, pero retrasaré veinticuatro horas el viaje a Cerdeña.
—El puro se le había apagado así que lo lanzó a la calle—. Uno ya no sabe si
compra cubanos o burdas imitaciones dominicanas.
Como en una obra de teatro, cayó el telón anunciando el intermezzo y ambos
nos retiramos a los camerinos. Thomas conducía el vehículo con la prestancia
de quien tiene el cerebro lleno de quilates en lugar de problemas, y yo me
arrinconé sumergiéndome en aquel pantano de súbita especulación
inmobiliaria. El papel de las paredes forradas había emergido de sus
escondrijos, ahora que las pequeñas cárceles ya no tenían ni muros ni
andamios. Horribles composiciones descoloridas luchaban mutuamente en la
carrera del mal gusto. Composiciones florales, lineales, mitológicas, ahora
reducidas a una mera escala de ocres sucios. Los soviéticos nunca tuvieron
piedad por la ciudad vencida. Aquellos eran los últimos vestigios de los fosos
infames construidos con la mentira de una sociedad igualitaria, ahora
abandonados a la promesa falsa de un futuro en tecnicolor. Yo recordaba
remotas escapadas por aquellos rincones como mensajero de la «libertad», y
los visados vacíos e ignominiosos de los esclavos de la guerra fría fueron
determinantes en la formación de mi espíritu escéptico. Giramos hacia la
derecha. Un largo muro había sobrevivido a la quema, y sobre el yeso
marfileño los pinceles de los grafistas habían dibujado una escena que
recordaba las pintadas de los Zapatistas, aunque ahora ya tuviera un aspecto
tan corroído y putrefacto como los murales de las iglesias románicas: un
grupo de niños con el color de la tierra en la cara y retales de ropa por atuendo
miraban aterrados cómo una escopeta en manos de un ejecutor invisible les
apuntaba a las sienes. El cielo que les cubría estaba gobernado por los cuatro
rostros del apocalipsis: Hitler, Stalin, Reagan y una calavera dentada. Del
cuello les nacía una garganta de fuego. Y, reptando hacia las tinieblas, salía el
grito de un niño que surgía claro y nítido: «We are the working class heroes».
También yo era un hijo de la clase obrera, pero nunca fui un héroe. Sumido en
estos pensamientos no me di cuenta de que Thomas entraba en un gran
descampado. El coche frenó bruscamente. El impulso de mi cuerpo me hizo
apartar la mirada de la nada y fijarme en la puesta en escena. Había un grupo
de seis hombres empuñando pistolas protegiendo una larga limusina negra
aparcada bajo el esqueleto de un edificio.
—¿Qué significa todo esto, Thomas? —pregunté, temiendo lo peor.
—Lo siento, Michael. No hay ningún propietario. Buscabas a Krinsten y aquí
le tienes. ¿No era esto lo que querías?
—Pero no así, entregado como una rata de laboratorio.
Los seis hombres rodearon nuestro coche.
—Ya te lo he dicho: soy un tipo pragmático. Prefiero perder a un viejo amigo
que ganarme un enemigo. Mónica y yo tenemos un futuro lleno de proyectos.
Quiero ser padre, ¿puedes creerlo?
—Tus hijos serán unos verdaderos hijos de puta —dije enfurecido.
—Esto me resulta bastante triste. ¿Sabes que tu idolatrada Marta me advirtió
de todo? Temía que tus planes me pusieran en peligro. No puede imaginarse
vivir sin mí, aunque me vea en brazos de otra mujer. A eso se le llama amor,
¿no es así? —dijo, burlándose.
—Algunos psiquiatras lo llaman trastorno de personalidad.
—Venga, Michael. Sal del coche sin hacer tonterías. Si quieres, puedes darme
la pistola que escondes bajo la chaqueta. Estos tíos tienen los nervios a flor de
piel.
No tenía más opción que obedecer a Thomas y entregarle a mi fiel compañera.
—En el mercado negro te darán un buen pico —dije.
—Está bien saberlo. En casa estamos en contra de la violencia gratuita. Con
tanta película de tiros no sé adónde iremos a parar.
—Al infierno. Tú y yo ya tenemos plaza reservada.
Thomas me tendió la mano, pero se la dejé huérfana, suspendida sobre el
cambio automático. Lo primero que hice fue clavar los dos pies sobre el suelo
polvoriento; lo segundo tomar aire para impulsar mi cuerpo hacia arriba y lo
tercero obsequiar a mi público con una desconcertante mirada repleta de
confianza en mí mismo. Reconocí a simple vista el origen eslavo de los seis
animales de presa. Cumplían todos los rasgos morfológicos de la raza y estaba
de moda buscarse bulldogs procedentes del este. En época de rebajas, en los
grandes almacenes rusos podían encontrarse guardaespaldas curtidos en los
frentes de Chechenia a un precio mucho más económico que en occidente. El
BMW de Thomas arrancó cuando el más bajito y pálido se aproximó
lentamente y me ordenó en un torpe alemán que me diera la vuelta para
cumplir así con el requisito de registrarme. Me lo dijo con la mirada
desconfiada e impaciente, pero yo no le hice caso fingiendo no entenderle.
Una vaharada ardiente le fue directa a los ojos y agarrándome de los
antebrazos me obligó a efectuar un giro de ciento ochenta grados.
Registró a fondo todos los rincones de mi estructura cárnica, lanzando a un
rincón cualquier objeto que hallara en su camino. Cartera, dinero, llaves, todo
fue a parar al lado de un montón de baldosas rotas.
—No lleva armas —dijo cuando estuvo seguro de que yo solo iba protegido
con la fuerza de la palabra.
La pesada puerta de la limusina se entreabrió lentamente. El horizonte
grabado en la pintura metalizada huyó y dejó paso a la figura armónica que
ejercía las funciones de domador de todas aquellas fieras. Jacob Krinsten se
mantenía en forma, joven y grácil, con una cabellera brillante que le llegaba
hasta los hombros. De su aspecto impoluto emanaba un perfume de higiene
exquisita. Sonrió al verme y aplaudió como si se alegrara del reencuentro.
—No hay mayor alegría que las casualidades —comentó.
—Pues sí. Hay quien de un beso monta una orgía.
—Eres grande, muy grande —dijo, aplaudiendo de nuevo mientras se
acercaba a mí—. Thomas siempre hablaba maravillas de ti. Es una pena que te
perdiéramos tan pronto.
—Tú y yo estábamos predestinados a no entendernos. Estoy hecho de otra
pasta. Me sorprende que te lleves tan bien con Curtis. Por lo que recuerdo era
un señor.
Jacob se despojó de los guantes que le cubrían las manos dejando ver sus
dedos largos y finos, y sus cuidadas uñas.
—¡Qué grandes actores son estos ingleses! Pueden hacer de rey Lear o de
viajante de comercio sin tener que renegar de su madre. Llevan a Shakespeare
en los genes.
—No todos son iguales. También existe el prototipo James Clavel.
—Seguro. Por cierto, no paro de hacerme una pregunta. ¿Qué se habrá hecho
de él?
—Está muerto.
—¡Vaya por Dios! —Krinsten apartó con la mano un mechón de cabello—.
Bien, ¡que en paz descanse! ¿Y qué me dices de Thomas? El muy cabrón sale
con una mujer que quita el hipo. Algunos creen que es demasiada mujer para
él, pero eso es solo envidia. Un gran tipo, Thomas. Me ha dicho que querías
verme.
—No es exactamente a ti a quien busco. Ya lo sabes.
—La ignorancia es una fuente de conflictos. Me parece que era Confucio quien
lo decía.
—Confucio o Jacob Krinsten. Busco a Curtis, supongo que ya te lo imaginas.
—¿A Curtis?
—Una de las ramas de Sicomore. Me han dicho que tú y Milo formáis los otros
lados del triángulo.
—Ya. ¿Así que ahora te dedicas a la jardinería? —preguntó, nervioso.
—Me gusta podar de tarde en tarde. Vivo en una tierra muy fértil, que disfruta
del calor del sol, pero de repente me han plantado un árbol que me hace
sombra y me mata las plantas. El árbol es un criador de larvas.
—Estábamos muy tranquilos sin ti, Michael. Mucho. Puedes creerlo.
—No tengo la menor duda. Me han contado que la ambición te ha perdido.
Que no dudarías en deshacerte de tu madre por subir un escalón hacia el
poder.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó satisfecho.
—Brahm —mentí.
—¿No me digas que ahora te ha dado por el espiritismo? Has perdido la
capacidad de mentir, Roddick. Brahm está en el otro barrio.
—¿Cuándo murió?
—Hace mucho tiempo. Fue un proceso largo y doloroso. Empezó siendo un
alma incomprendida, de eso pasó a alma en pena y de alma en pena a alma
cadavérica. Sufrió mucho, pero una gotita de cianuro en el café te distancia de
los conflictos emocionales.
—¿Y de pequeñito ya eras tan malo?
—Nooo. Mi madre decía que era un ángel. Ah, mi madre... —Krinsten
permaneció unos instantes pensativo—. Tendrían que beatificarla.
—El Vaticano no es un círculo cerrado. Por mucho menos han hecho santos a
unos cuantos ladrones. Es cuestión de pasta.
—Sí, ya lo había pensado, pero luego vienen los agravios comparativos de si
por tu padre no lo has hecho, etc., etc. Ya me entiendes —dijo, buscando mi
complicidad—. Escucha, me estoy divirtiendo como un enano charlando
contigo. Es una pena que tenga la agenda tan cargada. No es fácil conversar
con gente interesante en esta sociedad tan competitiva. El pobre Brahm
también era un tipo interesante.
—Pero demasiado honesto.
—Sí, aunque me esté mal decirlo. Intentamos convencerle de que trabajara con
nosotros, pero se negó en redondo. No puedes tener a un personal tan valioso
como Brahm en el desagüe. El martes está postergado, pero las cosas cambian
y el jueves puede haber tomado de nuevo las riendas y mandarte a la cárcel si
no le tienes bien agarrado. Curtis temía que tal y como iba la historia alguien
acabara rehabilitando a Brahm, así que tuvimos que... sacrificarle.
—Es comprensible.
—Cosas de Curtis. No me malentiendas —dijo, rascándose la oreja con el
meñique—: somos colegas, grandes colegas. Desde el primer encuentro
supimos que éramos almas gemelas. Tardó un poco en llamarme y
proponerme la fundación de Sicomore, pero cuando lo hizo ya había
peregrinado por el desierto y era un hijo de puta libre. Me presentó a Milo,
saboreamos un excelente Borgoña y sellamos el triunvirato. Con sus contactos
y mis pruebas podíamos crear un grupo de presión de posibilidades infinitas.
Ellos adoran el poder, y yo también. Y Sicomore es un poder real.
—Más bien virtual, diría yo.
—Sí. El poder ha evolucionado igual que la sociedad. La esencia es la misma,
pero ha variado en la forma. Tenemos un montón de profesionales en cartera:
políticos, empresarios, terroristas, traficantes de armas, militares. Algún
sindicalista. Nos encomiendan tareas desde todos los rincones del hemisferio,
siempre a cambio de un porcentaje en los beneficios. A no ser que tengamos al
cliente tan cogido por las pelotas que nuestro silencio sea ya un porcentaje
suficiente de pago. Ahora estamos penetrando en el mercado asiático.
—Sin ideologías —señalé—. Sois políticamente correctos.
—La política no tiene nada que ver. Podemos ayudar a un grupo de
revolucionarios a hundir un gobierno de militares fascistas a cambio de unas
tierras que han demostrado ser potencialmente ricas en petróleo. —Se agachó
y recogió un puñado de piedras que fue limpiando de polvo con la punta de
los dedos—. Durante tres meses los paisajes son verdes, tres meses más tarde
son amarillos, tres meses después están nevados y luego vuelven a ser verdes.
Dios está por encima de todos estos cambios fruto de una naturaleza
digamos...
—Traumática.
—Bingo. Y nosotros preparamos las oposiciones para ser Dios. La plaza está
muy cara. ¿Quieres que te cuente un caso?
—Nunca digo que no a una buena historia.
—No hace mucho tiempo nos dirigimos a x, un opositor a un régimen
corrupto en plena decadencia de un país y. Le comunicamos que queríamos
derrocar al presidente, un cabronazo siniestro que nos impedía constituir una
base informática de primera clase en su país ya que él trabajaba para los
servicios de inteligencia norteamericanos. El opositor x se negó, dijo que de
ninguna manera, que él era un individuo íntegro que deseaba llegar al poder
por la vía democrática, y que una vez en el limpiaría la mierda que había
convertido su nación en un estercolero. Lo esperábamos. Sabíamos que esa
integridad era falsa y que era un hombre controlado por la competencia, otra
organización privada. No desistimos y le llevamos hasta el límite de su
resistencia. Eliminamos a su hombre de confianza, secuestramos a su hija,
violamos a su mujer. ¡Un trabajo muy poco edificante! —exclamó Krinsten con
una mueca de incredulidad—. Finalmente, se decidió a escucharnos. Él tenía
contacto permanente con algunos oficiales del ejército que se oponían en
secreto al régimen y conseguimos hacer un frente común con una fecha fijada
de asalto y toma de poder. —Krinsten lanzó las piedras a la era y soltó un
silbido de desaprobación—. He perdido fuerza muscular en el brazo. Como
demasiado. Bien, como te decía, una vez resueltas las discrepancias le
devolvimos a su hija e iniciamos una serie de solicitudes de audiencia con el
presidente del país a escondidas de los insurrectos. Estos dictadores prefieren
conceder audiencias a concertar citas. Nos recibió con acritud, pero después
de unas cuantas negociaciones, cinco horas y una mansión en la Costa Azul, él
tenía la lista de todos los implicados en el golpe y nosotros a él en el bolsillo.
Fue una masacre horrorosa. Por esos lares la sangre parece mucho más roja
que en nuestras tierras. Pero con la jugada conseguimos eliminar al hombre de
la competencia, rescatar de manos de la CIA a aquel carnicero e instalar
nuestra base informática.
—¿Y la CIA se cruzó de brazos sin decir nada? —pregunté—. Los americanos
deben de estar demasiado despistados persiguiendo terroristas islámicos.
—No resultó fácil. Pero a menudo trabajamos juntos, y esto lo convierte todo
en susceptible de ser negociado. Pequeñas conquistas que luego se
intercambian como cromos.
—Una historia no por nueva menos conmovedora.
Di un paso adelante. El sol del mediodía había sobrevolado la barrera del
edificio y me deslumbraba. Los cinco eslavos mimetizaron mi movimiento con
la intención de boicotear un posible ataque hacia su amo. El surco
nasogeniano le chispeaba con un tic de perro rabioso.
—Tranquilos —ordenó Krinsten. Los cinco hombres se detuvieron—. Albergo
hacia ti sentimientos contrapuestos. Por un lado me emociona ver hasta dónde
llega la inteligencia humana. Tú y yo explicándonos batallitas como dos viejos
compañeros de colegio. Pero, por otro lado, me incomoda muchísimo.
—Si quieres, puedo ser menos diplomático.
—Adelante.
—Veo que te gustan los hombres rubios y musculosos. ¿De dónde los has
sacado? ¿De algún gimnasio de maricones anabolizados del sur de Minsk? Si
no recuerdo mal, tu mujer no es ni rubia ni musculosa.
—Es delgada y morena —replicó aguantando dignamente la embestida—. Ves,
ya no me caes tan bien. ¡Qué veletas somos! —Jacob hizo crujir los dedos—.
Iva, saca del coche la toricina y prepara una dosis.
—¿Toricina? —pregunté.
—Sí, son órdenes de Curtis. —Jacob se acercó hacia mí colocándose el puño de
la americana como visera—. Con tanta charla se me ha olvidado comentarte
que Curtis quiere verte.
—Y yo que pensaba que entre tú y yo había nacido una relación de
camaradería rectal.
Krinsten me propinó un rodillazo en el escroto que me hizo doblar las piernas
y casi perder el conocimiento.
—Cuando pasas de los cincuenta es absurdo conformarte con maduritos. Para
pasar una noche tranquila con la luz apagada y enfundado en un pijama de
rayas ya tengo a mi mujer.
Me quedé tendido en el suelo, encogido por el dolor insoportable procedente
del testículo reventado. Jacob me lanzó dos patadas más, rabioso y fuera de
control, y con el ímpetu de la suela lamiendo el suelo me envenenó la lengua
de un polvo seco.
—Hay cosas que no acabo de entender. Le dije a Curtis que no perdiera el
tiempo contigo, que eres una hormiga insignificante, pero Milo insistió y...
—El nuevo puntapié se estrelló contra mis vértebras—. ¡Me cago en el
desastre que has estado a punto de organizar!
Alrededor de mi cuerpo dolorido se montó un baile de pies, y mientras me
sujetaban, uno de los eslavos me subió la manga derecha de la camisa y me
inyectó una dosis de toricina en la arteria. La poca conciencia que me quedaba
atrincherada se rindió, partida en pequeños e infinitos pedacitos.
7
Gertrud y yo nos hicimos amigos. Ella me masajeaba todas las partes violadas
por el impulso homicida de Tifosi con un ungüento que, según me dijo, hacía
milagros. Milagroso o no, lo cierto es que entre el ungüento y sus manos
expertas el dolor y la inflamación fueron diluyéndose aurora tras aurora,
siempre con el mismo pájaro saboteando puntualmente mis horas de letargia
repicando con el pico contra el cristal de la ventana de mi habitación. Fueron
días de sufrimiento, pero la afabilidad de Gertrud endulzaba los
pensamientos más tenebrosos, que siempre tenían a Elena como protagonista
de un culebrón con final indescifrable. Me abrí a Gertrud y le expliqué la
añoranza que sentía por mi hija, al principio con vocablos casi
incomprensibles debido al dolor intenso de la boca y después, cuando ya
conseguía masticar el excelente estofado que preparaba mi institutriz, con la
sinceridad de un hijo adoptivo. Gertrud también me explicó un montón de
cosas. Su viudedad, el amor por su hijo Emil y el amor que Emil sentía hacia
ella, preocupándose de que nunca le faltara nada.
—Emil tiene un trabajo muy extraño. Bueno, en realidad aún no sé a qué se
dedica pero siempre está a mi lado cuando le necesito.
Gertrud me confesó que la casa donde vivían estaba situada a pocos
kilómetros de Berchtesgaden, en la Alta Baviera, pero fue una confesión que
solo se permitió después de que yo le jurara que no pensaba huir, ahora que
ya era capaz de andar y de bajar las escaleras, con la movilidad de un robot en
fase experimental, todo hay que decirlo.
—Prométemelo, Michael —dijo abriendo definitivamente la puerta de la
habitación—. Recuerda lo que te dije el día que despertaste: todas tus
preguntas tendrán respuesta.
—Te lo prometo. Estoy en deuda contigo.
Así, el decorado de nuestras conversaciones se amplió a la cocina, al comedor
y a la salita. El paisaje exterior seguía blanco y denso, atiborrándose de fuertes
y periódicas nevadas, pero nosotros no salíamos de la vivienda, una
confortable continuación estética de mi habitación, y entre tazas de té, pasteles
de chocolate y lecciones de cocina mediterránea impartidas por mí (Gertrud se
sorprendía al advertir que un hombre pudiera ser tan hábil en los fogones),
fueron pasando los días. Me sabía de memoria todos y cada uno de los
rincones de la casa, la hubiera podido recorrer sin tropezar con los ojos
cerrados, y conocía también todos los días de vida de Emil, desde su
nacimiento hasta el día que se marchó de casa tras una pelea con su padre,
ahora ya muerto, un ferroviario de trato adusto. De la vida de su hijo después
de que este hiciera las maletas y huyera de sus faldas Gertrud apenas sabía
nada. Pero Emil le había regalado aquella casa y le proporcionaba otros
caprichos con el sueldo obtenido gracias a una profesión secreta a cambio de
que ella no cuestionara la procedencia del dinero. En contrapartida, yo
condensé mi existencia en el tiempo vivido en Barcelona. Elena, yo y el
restaurante. Eso era suficiente para Gertrud, y cuando me veía triste llenaba
una copita de Kirch y me la ofrecía como si fuera un regalo divino.
—Esto no solo alivia las penas, sino que también va bien para cicatrizar las
heridas.
Fue una noche, después de cenar, cuando Gertrud me cogió de las manos y,
apretándolas con fuerza, me dijo: —Mañana viene Emil. Él te trajo aquí.
—¿Qué?
—Sí, fue él. Estabas malherido y me pidió que cuidara de ti. Le pregunté
dónde te había encontrado pero me rogó que no hiciera preguntas. —La voz
de Gertrud había adoptado el tono del invierno—. La historia de siempre.
Me levanté de la mesa y di, cabizbajo, un corto paseo circular.
—No conozco a Emil —dije por fin.
—Pero él sí te conoce a ti. Se llevó de aquí todas sus fotografías, el teléfono, el
televisor, la radio. Nos dejó incomunicados. Prometió que me lo devolvería
todo cuando este asunto, como lo llamó él, llegara a su fin.
—¿Y a qué hora vendrá? —pregunté con el corazón latiendo
anfetamínicamente.
—¿A qué hora, dices? Michael, hijo, saber que viene mañana ya es una
excepción. Normalmente es como la Parca: nunca sabes cuándo vendrá a
visitarte —dijo melancólica—. Pero, y esto te lo digo desde la más absoluta
ignorancia, quizá mañana puedas satisfacer alguna de las angustiosas
preguntas que arrastras.
—¿Quién sabe? Lo que es seguro que arrastro es una barriga inmensa, Gertrud.
Me cebas demasiado.
—No seas pusilánime. Así te acordarás de mí cuando vuelvas con tu hija a
Barcelona.
Me acerqué a la mujer y le di un beso en la frente.
—Puedes estar segura de que no voy a olvidarte nunca.
Aquella noche la pasé en blanco. La inquietud que me rondaba por la cabeza
me impidió sumergirme en la plácida inconsciencia, y el reloj de la sala fue
cantando las horas, cuarto tras cuarto. Gertrud preparó el desayuno de cada
mañana —un par de tostadas con mermelada amarga de naranja servidas en
un plato de cerámica—, pero advertí en su semblante una desgana
crepuscular. Se mantuvo alicaída durante toda la mañana, la espalda
encorvada como si los años le hubieran caído de repente encima, y aunque me
dejó preparar la ensalada y el arroz con setas de la comida, solo abrió la boca
para tragar y decirme que me había superado a mí mismo.
—¿Qué te pasa, Gertrud? —pregunté mientras removía el café con la
cucharilla.
—Me he hecho mayor, Michael, y eso me parece una cabronada —me dijo,
resiguiendo con la uña la cenefa del mantel.
Dejé a Gertrud fregando los platos y fui a tumbarme en la cama. Gertrud me
despertó cuando llevaba un par de horas adormecido.
—¿Sí? —dije con la voz indecisa, confundido por la oscuridad primeriza.
—Emil está aquí, Michael. Te espera en la sala.
Salté de la cama. En el tiempo invertido en girar el pomo y frotarme los
párpados en busca de legañas, ya había reordenado mi procesador mental y lo
había preparado para el misterioso reencuentro con Emil. Gertrud esperaba en
el rellano superior de la escalera, mejor vestida de lo habitual, y en silencio me
ordenó que bajara la escalera. Obedecí, siguiendo su respiración pausada y
quieta delante de la puerta de mi habitación. Una vez en el rellano seguí el
camino, catorce pasos y medio, y al empujar las dos puertecillas que daban al
comedor me encontré cara a cara con Emil.
—¡Arthur! —exclamé.
Este me pidió discreción con un gesto imperativo. Había abandonado la
americana de matón de segunda fila y ahora iba arreglado con un discreto
jersey y unos tejanos.
—Emil, si no te importa. Estamos en casa de mi madre —dijo, mientras me
invitaba a sentarme en una silla frente a la suya—. ¿Cómo estás? —preguntó.
Solo faltaba que uno de los dos repartiera las cartas para que la partida diera
comienzo.
—Bien, gracias a tu madre —afirmé.
—Mi madre es una santa —dijo, sin dejar de inspeccionarme de arriba abajo.
—No para de hablar de su Emil.
—¡Emil! —susurró Arthur—. Emil no es más que el hijo de un pobre
ferroviario. Sin Arthur no hubiera podido pagar esta casa cercana a mi lugar
de trabajo y sacar a Gertrud de una ratonera adosada a la vía del tren. Emil
odia a Arthur, pero este paga las facturas. ¿Comprendes?
Asentí con la cabeza antes de lanzar mi farol.
—¿Fuiste tú quien me salvó la vida?
—Sería más adecuado decir que enmascaré tu muerte. Tifosi se empleó a
fondo contigo. Huelga decir que solo cumplía órdenes de Prose.
—De Curtis —señalé.
—Prose o Curtis, eso son batallitas vuestras. Para la gente del condado él es el
señor Gabriel Prose —dijo, sellando el problema de nomenclatura—.
Soportaste torturas inimaginables. Pensé que en cualquier momento tu
corazón se detendría —confesó Arthur con una admiración generacional que
me ofendió.
—No es cuestión de edad, sino de experiencia.
—No logramos sacarte una palabra respecto a la localización de Elena, y dado
tu estado físico dimos el caso por cerrado.
—¿Y?
Arthur me dio una hoja de periódico doblada que yo extendí sobre la mesa.
Media página dedicada a un accidente de automóvil, coche y conductor
carbonizados, este último identificado gracias a la cartera hallada a pocos
metros del coche. Se trataba de Michael Roddick. Era una noticia publicada sin
alma: un muerto más en la carretera, media página en un diario local, tres
líneas de agencia en la página de sucesos de un periódico de tirada nacional.
—¿Y quién era el fiambre? —pregunté volviendo a contemplar la macabra
instantánea.
—El depósito está lleno de mendigos sin documentación. La mayoría
procedentes de Rumania.
—¿El cuerpo tenía que ser el mío? —pregunté alzando la mirada hasta captar
la luz de poniente que entraba por la ventana.
—Para Curtis y para la prensa, Michael Roddick ha muerto. Seguí las
instrucciones que me dieron. Te metí en el coche cuando aún respirabas y lo
guié hasta dar con una curva y un barranco a prueba de alcohólicos. —Arthur
colocó los codos sobre la mesa y la barbilla sobre las manos entrelazadas—.
Allí te saqué del vehículo y metí al otro. ¡Tifosi estuvo en un tris de
acompañarme! Estrellé el automóvil en la curva, le prendí fuego y dejé la
americana con la cartera que Curtis me había preparado para que escenificara
tu muerte. Una hora más tarde ya estabas bajo el techo de esta casa.
—¿Y esto lo has hecho por altruismo? —pregunté, devolviéndole la página de
periódico.
—Por dinero —confesó sin pasión—. Por mucho dinero.
—¿Y quién te paga? —pregunté—. ¿No serás del grupo de la puta flor negra?
—Mira, yo de botánica no sé nada. Y, como ya te habrá dicho mi madre,
tampoco me gustan las preguntas.
—Según tu madre, lo que no te gusta es contestarlas.
—Viene a ser lo mismo —dijo, volviendo la cabeza para cerciorarse de que
Gertrud no estuviera escuchando nuestra conversación—. Ya sabrás quién me
paga, pero lo primero es lo primero. ¿Quieres a Curtis? —preguntó. Era obvio
que lo que le gustaba a este chico eran las preguntas que no necesitaban
respuesta.
—Por supuesto.
—Bien. —Arthur miró el Swatch. Eran las cinco—. No tenemos demasiado
tiempo. Esta noche Curtis celebra una de sus veladas gastronómicas y
vinícolas. Todo muy inglés, ya le conoces, muy metódico —remarcó—. Los
invitados siempre llegan a las nueve, y él baja a la bodega para escoger los
vinos que piensa servir. Le gusta descorchar las botellas sesenta minutos antes
de servir el vino, para que se oxigene —explicó, como si hablara de un
chiflado.
—Es muy inglés, tú lo has dicho —dije, alineándome calculadamente al lado
de Arthur.
—Tú le esperarás en la bodega. Hay una puerta que siempre está cerrada y
que da a un pasadizo secreto que acaba a unos cien metros de la carretera. Es
una salida de emergencia que Curtis mandó construir por si las moscas.
—¿La puerta estará abierta?
—Todo está listo —respondió en un tono que no admitía dudas.
—Disculpa, pero todo me parece demasiado sencillo.
—Matar a alguien no es una tarea que esté al alcance de cualquiera —dijo,
recordándome mi condición—. Te recogerán a las siete y media y te dejarán a
pie de carretera. Allí te indicarán los pasos a seguir.
—¿Y tú?
—Yo debo volver a mi papel de Arthur y de lameculos de Tifosi.
—¿Y se puede saber cómo me cargo a Curtis? ¿A golpes de Saint Emilion?
A Arthur se le había atrofiado el músculo de la sonrisa y permaneció en
actitud inclemente.
—Con una P7 provista de silenciador.
—Prefiero una Walther P5 —dije con la intención de fastidiar.
—Y yo preferiría rascarme los huevos bajo una palmera —respondió agresivo.
Apartó bruscamente la silla y se puso en pie—. Debo volver al trabajo. A las
siete y media te pasarán a recoger. Si todo va bien y acabas con Curtis, date a
la fuga por el mismo camino. Buena suerte.
Me ordenó, pues la palabra pedir no parecía formar parte de su vocabulario,
que permaneciera en mi sitio mientras se despedía de Gertrud. Llegados al
recibidor, llamó a su madre cariñosamente. Emil había tomado el control de
Arthur. Con pasos breves, la mujer descendió los escalones de madera. Fue un
susurro más que una despedida, un rumor dulce lleno de complicidades,
como si en las palabras ininteligibles de Emil se agazaparan constelaciones de
promesas. Ahora, fuera quien fuese, alguien había llenado sus bolsillos de
dinero, para él y para Gertrud. Intuí un abrazo y la puerta de la casa se cerró
con estrépito. Decidí romper la disciplina y me volví. Gertrud me miraba con
los ojos llorosos, con una mano apoyada en la barandilla de la escalera.
—Emil es un buen chico, ¿verdad? —preguntó.
—Es un buen hijo, Gertrud. Un hijo que te quiere.
Gertrud dedicó el resto de la tarde a mimarme, preparándome el baño,
afeitándome, planchando la escasa y maltratada ropa que poseía, haciéndome
la merienda.
—Eres un hombre como Dios manda, Michael, y te corresponde dar ejemplo.
Así que, oliendo a rosas, con la barba rasurada, planchado de pies a cabeza y
con el estómago lleno a reventar, salí a la hora prevista. Cuando me alejé de la
casa ya había oscurecido y pisé con fuerza la espesa capa de nieve. Gertrud se
despidió de mí a la japonesa, no dejó de decirme adiós con la palma de la
mano abierta en forma de aspa de molino hasta que desaparecí de su campo
de visión. Debí volverme unas cinco veces, para enviarle besos a distancia, con
un estilo teatral que la anciana agradeció. Si Emil era en su aorta su hijo del
alma, yo había tomado en la carótida el papel de sobrino huérfano de padres.
Son demasiados años criado para dar a las despedidas un aire rutinario y
burocrático. Elena había sido una de las pocas personas del hemisferio que me
abrazó sin motivo explicable, pero Gertrud se me había echado en los brazos
con una emotividad que me confundió. Con Gertrud colgada al cuello,
recordé a mi madre, desaparecida inoportunamente en el momento en que yo
hubiera podido satisfacer todas sus inofensivas carencias. Son aquellos
instantes en que odias no ser un devoto feligrés, no creer en la redención
subterrenal, en una segunda oportunidad que te haga posible devolver los
favores aunque sea reencarnado en un perro o en un suculento filete a la
parrilla. Al tomar el atajo, perdí de vista la figura de Gertrud con los pies
aferrados en la alfombra de la entrada. Nunca la olvidaría, pero Curtis era
Curtis, y desgraciadamente mi corazón era como un piso de protección oficial:
pequeño y con pocas habitaciones, todas ocupadas por Elena.
Un coche me esperaba aparcado en la cuneta, una vía de segunda cubierta de
sal antideslizante. La carretera era mucho más cercana de lo que yo había
supuesto almacenado en la UVI. El individuo sentado al volante, cortado por
el mismo patrón que Arthur, me hizo un okey como señal de coleguismo. Me
abrió la puerta del copiloto y yo me instalé en el asiento sin saber cuál era la
frase que me habían asignado. Sus brazos tenían el radio de la capa de ozono y
su cuello caballuno apuntalaba un cráneo con un occipital a prueba de
explosiones nucleares y un maxilar esculpido en las canteras de Carrara, que
contrastaba con una naricita de recién nacido y unos ojos pequeños y sin
expresión.
—En diez minutos habremos llegado —dijo, dando gas y subiendo el
volumen del CD hasta sabotear cualquier intento de contacto verbal.
Fueron diez minutos interminables, inmersos en la noche, rodeados de árboles
siniestros y amenazadores. El rato de tres canciones de ritmo y melodía
inadmisibles para alguien de mi sensibilidad, educada en Woodstock, en el
Olympia o en el cabaret berlinés. Cuando se iniciaba la cuarta composición
con un virulento repiqueteo, el chófer frenó con brusquedad y dio un leve giro
al volante para adentrarse furtivamente por un sendero pavimentado de nieve
y hojarasca.
—Es aquí —musitó, y sin desabrocharse el cinturón de seguridad rebuscó en
el asiento de atrás y agarró una bolsa de deporte, de la que extrajo un
envoltorio que parecía pesado—. La pistola está cargada, hay pilas nuevas en
la linterna y el reloj funciona a la perfección —dijo, entregándome la bolsa de
papel—. Ahora, sal y camina recto, en dirección a aquellos dos abetos. A unos
cien pasos... —Se detuvo calculando la medida de mis piernas y corrigió el
cálculo—. A unos ciento veinte pasos encontrarás una entrada medio
camuflada entre las ramas. No tiene pérdida. Yo te esperaré aquí, pero si a las
ocho y cuarto no has llegado, piso el acelerador y me piro. ¿Está claro?
—preguntó, casi empujándome fuera del vehículo.
—Clarísimo —dije, saliendo del coche.
Inicié la marcha siguiendo escrupulosamente sus instrucciones. La nieve
estaba helada y caminar se me hacía difícil con la musculatura todavía a
medio gas. Conté los pasos: cuando iba por los ciento diecinueve di con el
agujero que daba al túnel.
—Tendré que decirle a este cabrón que se ha equivocado de un paso —me dije
mientras llenaba la atmósfera de escarchado aliento. Hacía un frío infernal.
Busqué a tientas la linterna y la encendí enfocando el interior de la bolsa. En la
oscuridad, el papel transparentaba la claridad de la luz y daba la sensación de
ser una luciérnaga enorme. Saqué el reloj, me lo até alrededor de la muñeca y
cogí la P7 por el mango. Lancé la bolsa vacía detrás de unos matojos, y
ayudado por la linterna aparté las ramas que camuflaban el voltaico umbral
del pasadizo.
El suelo estaba seco aunque en el interior olía a humedad. Se debía a las
paredes empedradas, sudadas del agua que se filtraba del exterior y
recubiertas de verdín. Con el rayo de luz enfocado a un metro de mis zapatos
me adentré en aquel cuello de botella con la promesa de Arthur de que,
cuando llegara al final, alguien habría sacado el corcho. Advertí huellas
recientes en ambas direcciones pertenecientes al mismo individuo, y supuse
que serían las de Arthur. Una rata yacía boca abajo con la cabeza aplastada y
evité con cuidado pisar su larga cola gris. Emil odiaba a Arthur, y Arthur
odiaba a los especímenes de su misma condición. El aire se hacía cada vez más
denso, irrespirable, y tenía la sensación de tener los pulmones encharcados de
verdín. Estaba hecho un manojo de nervios, y el mango de la P7 se me
resbalaba por culpa del sudor de los dedos. Tosí delicadamente para
descongestionar las vías respiratorias y calmarme. Había dejado de divisar la
salida de aquel túnel, y cada partícula de oxígeno suponía un regalo para mi
riego sanguíneo. De repente descubrí el inicio de unos escalones de piedra.
Con el manantial lumínico reseguí el contorno de la escalera: cinco escalones
que morían en un rellano donde había una puerta metálica. Los subí uno por
uno y me dirigí a la puerta. Tenía una cerradura de caja que había sido
deshecha a base de ácido. Miré la hora. El reloj señalaba las ocho menos siete
minutos. A partir de este momento sería el reloj mental el que haría avanzar el
segundero. Apagué la linterna y empujé la puerta. No se percibía nada, ni se
vislumbraba a distancia el menor claro que verificara si el lugar en el que me
hallaba era la preciada bodega de Curtis. Poco a poco los orificios nasales se
fueron deshaciendo de la lacra húmeda del pasadizo y comenzaron a captar el
aroma del vino, del buen vino. Estaba en la bodega, ahora estaba seguro, y
según mi cronómetro faltaban dos minutos y medio para que el amigo Curtis,
el señor Prose, el ex traidor Milo y mi ex colega Dantón, se dejara caer por
aquella mina de catadores. Le mataré por la espalda, pensé, o mejor le haré
implorar clemencia antes de matarle, me corregí. O mejor, no pienso en ello y
acabo el trabajo. Los nervios no se habían desvanecido: me sentía febril. De
repente entendí por qué el servicio me reclutó en su día para la causa: tantos
años retirado de la lucha, con la vida familiar reconstruida, y todavía era
capaz de pronunciar la palabra matar con naturalidad y disciplina.
Pensándolo bien, Curtis y yo no éramos tan distintos.
Mi cerebro y Curtis coincidieron puntualmente, y los fluorescentes del techo
se encendieron a las ocho como por arte de magia. Inspeccioné de un vistazo
la bodega, una enorme superficie abovedada, con columnas de ladrillos
centenarios repartidas cuadrangularmente y docenas de botelleros
distribuidos geométricamente formando secciones para cada tipología de vino.
Me apresuré a buscar el escondrijo más seguro para sorprender a mi colega, y
sin perder de vista el lugar de donde procedían los pasos cada vez más
perceptibles, me acurruqué detrás de un estante con la P7 pegada a la mano,
con el índice en el gatillo y el brazo trazando un ángulo de noventa grados.
Curtis salió con paso de príncipe. Silbaba una melodía que reconocí. Era la
canción «Qué tiempo tan feliz» que había popularizado Mary Hopkins a
finales de los sesenta, y la silbaba exultante. Su indumentaria me desconcertó;
siempre le había visto ataviado con sobrios conjuntos de Bond Street y el tapiz
de cabello engominado peinado hacia atrás, pero ahora vestía un traje azul
marino hecho a mano por algún sastre de Milán acompañado de una corbata a
rayas caoba, y había esparcido la gomina, dejando que unas ligeras
ondulaciones dieran a su peinado un efecto de oleaje. Atribuí este juvenil
cambio de estilo al amor de una mujer mucho más joven que él, una mujer que
le hacía silbar melodías cálidas y melancólicas.
Curtis se dirigió a uno de los estantes de la parte derecha de la bodega. Desde
cierta distancia hizo un estudio panorámico de la oferta y tras descartar dos
botellas y de comprobar al contraluz el poso de los reservas más valiosos, se
decidió por una tercera y cuarta botella. Aproveché su indecisión para
acercarme lentamente, resiguiendo su dilema a través de las hileras de
estantes. Las botellas de vino blanco que reposaban en los minúsculos nichos
transparentaban como una lente y difuminaban la tonalidad verdosa y
enfermiza de los fluorescentes, una visión onírica para una escena con final
trágico, y cuando Curtis ya había cogido las dos botellas y se disponía a salir
de la bodega, yo ya estaba a tres metros de distancia con el cañón de la pistola
apuntando directamente a su garganta. Sorprendido de reencontrarme, abrió
los párpados, sin tener tiempo de soltar un gemido de queja. Apreté el gatillo
y la bala le atravesó el cuello. Su estructura delgada se hundió, impactando
contra las baldosas teñidas de grana.
Curtis yacía en el suelo. Respiraba. El tiro no era mortal, pero le había cortado
las cuerdas vocales imposibilitando el menor grito de socorro. Me acerqué,
arrodillándome junto a su cuerpo desarticulado. Me miró con desprecio y
sonrió.
—Tienes razón —dije sin inmutarme—. Bien mirado, tú y yo no somos tan
distintos. Dos hijos de puta tratando de poner a salvo su felicidad.
Curtis se llevó las manos al agujero del cuello por el que manaba la sangre, y
temblando quiso deshacerse el nudo de la corbata que le ahogaba. Le ayudé.
Se me enrojecieron las manos, la tela de la corbata era una gasa sanguinolenta,
y me limpié la suciedad colorada en el pantalón depauperado.
—No te voy a mentir. Estás condenado —le dije sin atisbo de ternura.
El agujero de la garganta de Curtis se abría y cerraba como las branquias de
los peces fuera del agua.
De las dos botellas, una había sobrevivido al estropicio y descansaba entre las
piernas del moribundo. La cogí y leí la etiqueta.
—Un Pauillac Château Mouton Rotschild del sesenta y cuatro. Chapeau, Curtis,
eres uno de esos tipos imprescindibles para la humanidad. ¿Y todo por amor?
Hoy era un gran día para ti y para tu amante, ¿no es así? —Curtis esbozó una
sonrisa—. ¡Ay, no existe veneno peor que el amor! —Curtis volvió a sonreír—.
Bien, esto te honra.
Estiré las rodillas y me incorporé.
—Me llevo la botella como recuerdo. La beberé en tu honor en compañía de
mi hija. Habría sido tan sencillo dejarnos en paz... Pero como dice el refrán:
siembra truenos y recogerás tempestades. —Le concedí unos instantes más de
vida—.
Y si por alguna casualidad te cruzas con Natasha, dile que, a pesar de todo, la
quiero.
Recorrí con el cañón de la P7 toda la longitud de su cuerpo, ahora mecido en
un charco de glóbulos rojos y blancos, y detuve la pistola apuntando
directamente al corazón.
—Como dice la canción que silbabas —murmuré tratando de recordar la
estrofa principal—: «Qué tiempo tan feliz, que nunca olvidaré, y la canción
alegre del ayer, por nuestra juventud, llena de inquietud, de fe y deseos de
vencer». —Mi voz enronqueció—. Pero la canción sigue, amigo mío: «Pero
encadenados a la vida, conocimos la realidad, nos veíamos de vez en cuando,
volviendo con nostalgia a recordar». —Cerré los ojos—. Recordar... La balanza
nunca tiene punto medio. Buenas noches, Milo.
Apreté el gatillo y la bala le detuvo el corazón en seco. Por las nebulosas
córneas de Curtis desfilaron un montón de imágenes, como si reflejara en una
gran pantalla de cinemascope la película de su vida, y cuando el cerebro dejó
de emitir los impulsos eléctricos, cayó el telón y la sala quedó definitivamente
a oscuras.
Miré el reloj. Las manecillas marcaban las ocho y siete minutos. El tiempo
corría en mi contra. Di un vistazo expeditivo para no olvidar ningún elemento
inculpatorio y, una vez seguro, regresé al pasadizo. La linterna acompañó mi
trote pesado hasta desembocar en el bosque. El coche me aguardaba en el
lugar acordado y salté sobre el asiento del copiloto con la respiración
entrecortada. El chófer me recibió sin aspavientos, y con la incansable y
ensordecedora música sonando a todo trapo.
—¿Y esto? —preguntó señalando la botella.
—Un regalo de despedida.
—La tapicería es nueva. Intente no ensuciarla —dijo mientras aceleraba
rumbo a la carretera—. Es muy difícil quitar las manchas de sangre.
—¿Y ahora qué? —pregunté exhausto.
—Póngase cómodo. Sus amigos le esperan.
—Debo hacer una llamada.
—Ahora no.
—Pero...
—Ahora no. Sus amigos le esperan y el trayecto es largo.
Estaba seguro de que insistir sería un esfuerzo estéril. De manera que me
acomodé y traté de mitigar el terrible malestar que me invadía contando las
líneas discontinuas del asfalto. El llanto amenazaba visita, pero contraataqué
buscando en el archivo de la memoria recuerdos alegres, postergados por
aquella pesadilla que se había iniciado poco tiempo atrás, un día como otro
cualquiera.
9