Historia de España
Historia de España
Historia de España
M a r c e l in o M enendez y P elayo
SELECCIONADA
EN LA O B R A
D E L M A E S TR O
MADRID
1 9 3 4
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J í - /
H I S T O R I A DE E S P A Ñ A
)
No es nueva esta consideración de la historia como
arte : al contrario; si de algo pecamos los modernos,
es de irla olvidando demasiadamente. Eos antiguos re
tóricos griegos querían que la histora fuese, lo mismo
que la tragedia, un animal perfecto. Y nuestro fray
Jerónimo de San José, en su libro del Genio de la His
toria, dió los últimos toques a esta concepción clásica,
exponiéndola en términos tan vigorosos y galanos, v
con tan profundo sentido de lo que pudiéramos llamar
la belleza estatuaria de la historia, que no es posible a
quien trata esta materia dejar de repetir algunas palabras
suyas, ya alegadas aquí por un docto y llorado compa
ñero vuestro : «Yacen como en sepulcros, gastados ya y
deshechos, en los monumentos de la venerable antigüe
dad, vestigios de sus cosas. Consérvense allí polvo y ce
nizas. o, cuando mucho, huesos secos de cuerpos ente
rrados, esto es, indicios de acaecimientos, cuya memo
ria casi del todo pereció; a los cuales, para restituirles
vida, el historiador ha menester, como otro Ezequiel, va
ticinando sobre ellos, juntarlos, unirlos, engarzarlos, dán
doles a cada uno su encaje, lugar y propio asiento en la
disposición y cuerpo de la historia; añadirles para su
enlazamiento y fortaleza, nervios de bien trabadas con
jeturas ; vestirlos de carne, con raros y notables apoyos;
extender sobre todo este cuerpo, así dispuesto, una her
mosa piel de varia y bien seguida narración, y, últi
mamente, infundirle un soplo de vida, con la energía de
un tan vivo decir, que parezcan bullir y menearse las
cosas de que trata, en medio de la pluma y el papel.»
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193965
— M arcelino M enéndez y P elayo =
DE ESPAÑA
SELECCIONADA
EN LA O B R A
DEL M A E S T R O
M A D R D
1 9 3 4
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P R O L O G O
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que escribió a los montañeses, sus paisanos, aquella
carta sobria y elocuente (1) en la que declaraba explí
citamente su sentimiento regionalista de la más pura
cepa, tuvo siem pre para Cataluña las palabras más tier
nas y los afectos más delicados, cristalizados en las
páginas de su Boscán (2) y en la semblanza de Milá (3).
Pero quizá en ninguna ocasión vibró su alma más enér
gica y a un tiem po más dulcemente, en el hondo amor
a España y a Cataluña, que en el Discurso pronunciado
el 27 de mayo de 1888, ante S. M. la Reina Regente,
en los Juegos Florales celebrados en Barcelona (4). Ha
bló aquel día el Maestro en catalán, para celebrar la
resurrección de la lengua muerta casi, a fuerza de estar
olvidada; y la saludaba a s í:
É
Vuestro, el dolor y las oraciones de aquel hogar. Pocos días des
pués, Vuestro bibliotecario mayor me transmitió el augusto deseo
de Vuestra Majestad de poseer la última cuartilla que la mano
temblorosa del sabio hubiera escrito, y la pluma con que la tra
zara, a las cuales ha dispuesto Vuestra Majestad honrosísimo alo
jamiento, en un primoroso marco, labor del artista Granda, y
dádoles puesto de honor en la Real Biblioteca, frente a otro au
tógrafo ilustre, a una carta de Santa Teresa de Jesús. E incan
sable, Señor, en Vuestro alto y generoso empeño de sellar, como
quien dice, con Vuestras armas reales la fama de los buenos es
pañoles, tuvisteis la dignación de visitar la modesta y austera ha
bitación que ocupó en la Academia de la Historia el que fué su
Director, acotada, por acuerdo de la sabia Corporación, a pro
puesta de su ¡lustre miembro don Francisco de Laiglesia, y con
servada en el mismo estado y con los propios enseres que tuvo
en vida de su último morador.
»H oy, por último, habéis querido honrarle nuevamente, inau
gurando este asombroso trasunto de su figura, en que la insen
sible piedra, diríase que obedece aquel mandato formulado en un
verso del propio Menéndez y Pelayo :
«La escuela sin Dios — escribía— sea cual fuere la aparente neu
tralidad con que el ateísmo se disimule, es una indigna mutilación
del entendimiento humano en lo que tiene de más ideal y excelso.
Es una extirpación brutal de los gérmenes de verdad y de vida que
laten en el fondo de toda alma para que la educación los fecunde.
»N o sólo la Iglesia católica, oráculo infalible de la verdad, sino
todas las ramas que el cisma y la herejía desgajaron de su tronco, y
todos los sistemas de filosofía espiritualistas, y todo lo que en el
mundo lleva algún sello de nobleza intelectual, protestan a una
contra esa intención sectaria, y sostienen las respectivas escuelas
confesionales o aquellas, por lo menos, en que los principios car-
díñales de la Teodicea sirven de base y supuesto a la enseñanza y
la penetran suave y calladamente con su influjo.
»Así se engendran, a pesar de las disidencias dogmáticas, aque
llos nobles tipos de elevación moral y de voluntad entera, que son
el nervio de las grandes y prósperas naciones de estirpe germánica
en el V iejo Mundo y en el Nuevo. Dios las reserva, quizá, en sus
inescrutables designios, para que en ellas vuelva a brillar la lám
para de la fe sin sombra de error ni de herejía.
»N i en Alemania, ni en Inglaterra, ni en los países escandinavos,
ni en la poderosa república norteamericana tiene prosélitos la es
cuela laica en el sentido en que la predica el odioso jacobinismo
francés, cándidamente remedado por una parle de nuestra juventud
intelectual y por el frívolo e interesado juego de algunos políticos.
«Apagar en la mente del niño aquella participación de luz in
creada que ilumina a todo hombre que viene a este m undo; de
clarar incognoscible para él e inaccesible, por tanto, el inmenso
reino de las esperanzas y de las alegrías inmortales, es no sólo un
horrible sacrilegio, sino un bárbaro retroceso en la obra de civili
zación y cultura que veinte siglos han elaborado dentro de la con
federación moral de los pueblos cristianos. El que pretenda inte
rrumpirla o torcer su rumbo se hace reo de un crimen social. La
sangre del Calvario seguirá cayendo gota a gola sobre la Humani
dad regenerada, por mucho que se vuelvan las espaldas a la Cruz.»'
:¡i t-
1. A rrianísm o
b ) I, e o v i g i I A o
Eeovigildo era hombre de altos pensamientos y de vo
luntad firme, pero se encontró en las peores condicio
nes que podían ofrecerse a monarca o caudillo alguno
de su raza. Por una parte aspiraba a la unidad, y lo
gróla en lo territorial con la conquista del reino suevo y
la sumisión de los vascones. Pero bien entendió que
la unidad política no podía nacer del pueblo conquista
dor, que com o todo pueblo bárbaro significaba desunión;
individualismo llevado al extremo. Por eso la organiza
ción que Eeovigildo dió a su poderoso Estado era cal
cada en la organización romana, y a la larga debía traer
la asimilación de las dos razas. El imperio, a la mane
ra de Diocleciano o de Constantino, fué el ideal que tiró
a reproducir Eeovigildo en las pompas de su corte, en
la jerarquía palaciega, en el manto de púrpura y la
corona, en ese título de Flavio con que fué su hijo Re-
caredo el primero en adornarse, y que con tanta dili
gencia conservaron sus sucesores. Título a la verdad bien
extraño, por la reminiscencia clásica, y suficiente a in
dicar que los bárbaros, lejos de destruir la civilización
antigua, com o suponen los que quisieran abrir una zan
ja entre el mundo romano y el nuestro, fueron vencidos,
subyugados y modificados por aquella civilización que
los deslumbraba aún en su lamentable decadencia. El im-
2. Recaredo
Claramente se vió desde los primeros días del gobier
no de Recaredo la mutación radical que iba a hacerse
en las condiciones religiosas del pueblo visigodo. El ca
tolicismo contaba ya innumerables prosélitos entre las
gentes de palacio, com o lo fué aquel embajador Agilán,
convertido en Francia por el Turonense. El mismo R e
caredo debía estar ya muy inclinado a la verdadera fe
en vida de su padre, y si éste murió católico, como pa-
V
fianzas de T U° COmprendlda> ui <*ó las ense-
nndn ¿ ^ ,Iglesla; antes la persiguió, siempre que
pudo, en conjuras o levantamientos contra los monar
cas que ella amparaba. Esta oposición militar y herética
pf er° P“ Wit™ .
embozada con la usurpación de Chindasvinto, en la gue-
™ w t, ,lden“ y ,p‘ ul° co,1,“ w “ " b“ . y Lo
tm id n re f 7 6\ SUS 11J° S’ ° quienes quiera que fuesen los
traidores que abrieron a los árabes las puertas del Estre-
n n e d a r T u ’ P° r Clert° ’ SU inicua venganza, mas para
quedar anulados como nación en justo castigo de tanta
perfidia Ea raza que se levantó para recobrar palmo a
Ib d T d 21 SUÍ °, ” atlV° era hispano-romana; los buenos
visigodos se habían mezclado del todo con ella. En cuan
do a la estirpe de los nobles que vendieron sn patria Dios
la hizo desaparecer en el océano de la historia (1). ’
(1) Heterodoxos. Tomo II, págs. 179 a 181, 185 y 187 a 189,
dios, breviarios y resúmenes de cuantas materias pueden
ejercitar el entendimiento humano, desde las más subli
mes hasta las más técnicas y manuales; desde el abstru-
so océano de la teología hasta los instrumentos de las
artes mecánicas y suntuarias; desde el -cedro del híbano
hasta el hisopo que crece en la pared, ha serie de sus
obras, si metódicamente se leen, viene a constituii una
inmensa enciclopedia, en que está derramado y como
transfundido cuanto se sabía y podía saberse en el si
glo V II, cuanto había de saberse por tres o cuatro siglos
después, y además, otras infinitas cosas, cuya memoria
se perdió más adelante... (1).
I,a influencia isidoriana, l’ ardente spiro d’ Isidoro, que
decía Dante, prosigue fulgurando sobre nuestra raza desde
el siglo V III hasta el X II, en que los reinos cristianos de
la Península entraron resueltamente en el general movi
miento de Europa, renunciando a muchas de sus tradi
ciones eclesiásticas y a mucha de su peculiar cultura.
Primero la reforma ciuniacense, después el cambio de
rito, finalmente el cambio de letra, determinaron esta tras
cendental innovación, sobre cuyas ventajas o inconve
nientes no parece oportuno insistir aquí. Baste dejar
apuntado, com o hecho inconcuso, que los primeros si
glos -de la Reconquista son, bajo ^el aspecto literario,
mera prolongación de la cultura visigótica, cada día mas
empobrecida y degenerada, pero nunca extinguida del
todo. El fondo antiguo no se acrecentaba en cosa algu
na, pero a lo menos se guardaba intacto, hos libros del
gran Doctor de las Españas continuaban siendo texto de
enseñanza en los atrios episcopales y en los monasterios
y conservaban gran número de fragmentos, extractos y
noticias de la tradición clásica. Por la fe y por la cien
cia de San Isidoro, beatus, et lumen, noster Isidorus,
como decía Alvaro Cordobés, escribieron y murieron _he
roicamente los mozárabes andaluces, a quienes la proximi-1
1. L a civilización árabe
Lo que con el nombre de civilización árabe se desig
na, lejos de ser emanación espontánea ni labor propia
del genio semítico, le es de todo punto extraña y aún
contiadictoria con é l; com o lo prueba el hecho de no
haber floiecido jamas ningún género de filosofía ni de
ciencia entre los árabes ni entre los africanos, y sí sólo
en pueblos islamizados, pero en los cuales predominaba
el elemento indo-europeo, y persistían restos de una cul
tura anterior de origen clasico, com o en Persia y en Es
paña, donde la gran masa de renegados superaba en mu
cho al elemento árabe puro, al sirio y al bereber. Y toda
vía pudiera excluirse de nuestra historia científica este
capítulo de los árabes, si nuestros padres en la Edad Me
dia, por fanatismo o mal entendido celo, hubiesen evitado
toda comunicación de ideas con ellos rechazando y ana
tematizando su ciencia, pero vemos que precisamente
sucedió todo lo contrario, y que inmediatamente después
de la conquista de Toledo, la cultura científica de los
árabes conquistó por completo a los vencedores, se pro
longó en sus escuelas gracias al Emperador Alfonso V II,
al Arzobispo don Raimundo y al Rey Sabio, y por nos
otros fué transmitida y comunicada al resto de Europa,
y sin nuestra ilustrada tolerancia hubiera sido perdida
para el mundo occidental, puesto que en el oriental había
sonado ya la hora de su decadencia, de la cual nunca el es
píritu de los pueblos musulmanes ha vuelto a levantarse.
I,a historia del primer renacimiento científico de los tiem
pos medios sería inexplicable sin la acción de la España cris
tiana, y especialmente del glorioso colegio de Toledo, y
esta ciencia hispano-cristiana es inexplicable a su vez
sin el previo conocimiento de la ciencia arabigohispana,
de la cual fueron intérpretes los mozárabes, los mudé-
jares y los judíos. Es imposible mutilar parte alguna
de este conjunto sin que se venga abajo el edificio de
la historia científica de la Edad Media en España y fue
ra de España.
Hay que desechar, pues, los vanos escrúpulos en que
suelen caer algunos por temor a que los franceses los
tachen de cliauvinisme y buscar los orígenes de nuestras
cosas donde realmente se encuentran, es decir, en las ideas
e instituciones de todos los pueblos que han pasado por
nuestro suelo, y de los cuales no podemos menos de re
conocernos solidarios. Si se fijan límites arbitrarios; si
se toma aisladamente una época; si cada cual se cree
dueño, para las necesidades de su tesis, de hacer empe
zar la historia en el punto y hora en que a él se le an
toja, no tendremos nunca verdadera historia de Espa
ña (1).
fe
so, Nogaret, Pedro el Cruel, Carlos el Malo, Glocester
y Juan W iclef. En vez de la Divina Comedia se escribe
el Román de la Rose, y llega a su apogeo el ciclo de
Renart.
Buena parte tocó a España en tan lamentable estado.
Olvidada casi la obra de la Reconquista después de los
generosos esfuerzos de Alfonso X I (carácter entero, si
poco loable) ; desgarrado el reino aragonés por las intes
tinas lides de la unión, que reprime con férrea mano Don
Pedro el Ceremonioso, político grande y sin conciencia;
asolada Castilla por fratricidas discordias, peores que las
de los atridas o las de Tebas, empeoraron las costumbres,
se amenguó el espíritu religioso, y sufrió la cultura na
cional no leve retroceso (1).
A
tito de lucha o de rapiña lo que decide de los negocios
públicos, sino las hábiles combinaciones del entendimien
to, la perseverancia sagaz, el discernimiento de las con
diciones y flaquezas de los hombres. Rara vez se pelea
por la grande empresa nacional; los moros parecen ol
vidados, porque no son ya temibles; la lucha continua,
la única que apasiona los ánimos, es la interna, en la
cual rara vez se confiesan los verdaderos motivos que
impelen a cada uno de los contendientes. Un velo de
hipocresía y de mentira oficial lo cubre todo. Ros me
jores y de más altos pensamientos, como D. Alvaro, as
piran a la realización de un ideal político, sin confesar
lo más que a medias, y aún quizá sin plena conciencia
de él, movidos y obligados en gran manera por las cir
cunstancias. Ros restantes, so color del bien del reino
y de la libertad del Rey, se juntan, se separan, juran y
perjuran, se engañan mutuamente, y, más que los inte
reses de su clase, celan sus personales medros y acre
centamientos, dilapidando el tesoro real con escandalosas
concesiones de mercedes, o cayendo sobre los pueblos y
los campos com o nube de langostas. Todos los lazos de
la organización social de la Edad Media parecen flojos y
próximos a desatarse. Aún el fervor religioso parece en
tibiarse por la soltura de las costumbres, por el menos
cabo de la disciplina, por el abuso de prelacias nomina
les y de beneficios comendatarios, por la intrusión de
rapaces extranjeros que devoraban in curia los frutos de
nuestras iglesias, sin conocerlas ni aún de vista ; y como
si todo esto no bastara, por el reciente espectáculo del
Cisma y de las tumultuosas sesiones de Constanza y Ba-
silea. Es cierto que no se llega a la protesta herética
como en Bohemia, y si se levantan voces aisladas como
la de Pedro de Osma o las de los sectarios de Durango,
pronto son ahogadas o enmudecen en medio de la re
probación general; pero no es difícil encontrar, en poetas
y prosistas de los más afamados, indicios de una cierta
licencia de pensar, y más aún, de extravagante irreve
rencia en la expresión. Don Enrique de Villena junta
k m
el saber positivo con los sueños y delirios de la magia,
de la astrología y de la cábala, y no retrocede ante el
estudio y práctica de las supersticiones vedadas y de las
artes non complideras de leer. Enrique IV se rodea de
judíos y de moros, viste su traje, languidece y se afe
mina en las delicias de un harén asiático, y es acusado
por los procuradores de sus reinos de tener entre sus fa
miliares y privados «cristianos por nombre sólo, muy
sospechosos en la fe, en especial que creen y afirman que
otro mundo no hay sino nacer y morir como bestias».
Ra narración tan ingenua y veraz del viajero Eeón de
Rosmithal confirma plenamente esta disolución moral,
que tenía que ir en aumento con la conversión falsa o
simulada de innumerables judíos, a quienes el terror de
las matanzas, el sórdido anhelo de ganancia o de am
bición desapoderada, llevaba a mezclarse con el pueblo
cristiano, invadiendo, no sólo los alcázares regios, para
los cuales tenían áurea llave, aún sin renegar de su an
tigua fe, sino las catedrales y los monasterios, donde su
presencia fué elemento continuo de discordia, hasta que
una feroz reacción de sangre y de raza comenzó a depu
rarlos. No se niega que hubiese entre los cristianos nue
vos conversos de buena fe, y aún grandes Obispos y elo
cuentes apologistas, como ambos Santa Marías; pero el
instinto popular no se engañaba en su bárbara y faná
tica oposición contra el mayor número de ellos, hasta
cuando más gala hacían de amargo e intolerante celo con
tra sus antiguos correligionarios. Ni cristianos ni judíos
eran ya la mayor parte de los conversos, y toda la fa
lacia y doblez de que se acusa a los pueblos semitas, no
bastaba para encubrirlo. Tal levadura era muy bastante
para traer inquieta la Iglesia y perturbadas las concien
cias.
Resultado de toda esta perturbación, nacida de causas
tan heterogéneas (a las cuales quizá convendría agregar
la influencia del escolasticismo nominalista de los últi
mos tiempos, las reliquias del averroísmo y los primeros
atisbos de la incredulidad italiana), fué un estado de
- — --------
positiva decadencia del espíritu religioso, la cual se ma
nifiesta ya por la penuria de grandes escritores teológi
cos (con dos o tres excepciones muy señaladas, pero to
davía más célebres e influyentes en la historia general
de la Iglesia del siglo X V que en la particular de Es
paña) ; ya por el frecuente uso y abuso que los moralis
tas hacen de las sentencias de la sabiduría pagana, al
igual, si ya no con preferencia, a los textos y máximas
de la Escritura y Santos Padres; ya por las irreverentes
parodias de la Eiturgia, que es tan frecuente encontiar
en los Cancioneros : Misa de Amor, Los siete Gozos del
Amor, Vigilia de la enamorada muerta, Lecciones de Job
aplicadas al amor profano, y otras no menos absuidas
y escandalosas, si bien en muchos casos no prueban otia
cosa que el detestable gusto de sus autores, y no se les
debe dar más trascendencia ni alcance que éste. Pero
sea como fuere, la profanación habitual de las cosas san
tas es ya por sí sola un síntoma de relajación espiritual,
de todo punto incompatible con los períodos de fe pro
funda, sean bárbaros o cultos.
Mucho más menoscabado que el prestigio de la Igle
sia, andaba el del trono. Con una sola excepción, la del
efímero reinado de D. Enrique III, tan doliente y flaco
de cuerpo, como entero y robusto de voluntad, la dinas
tía de los Trastamara, fundada por un aventurero afor
tunado y sin escrúpulos, que para sostenerse en el poder
usurpado tuvo que hartar la codicia de sus valedores y
mercenarios, no produjo más que príncipes débiles, cuya
inercia, incapacidad y abandono, va en progresión cre
ciente desde los sueños de grandeza de D. Juan I hasta
las nefandas torpezas de D. Enrique IV . Don Juan II,
nacido para el bien y hábil para discernirle com o hom
bre de entendimiento claro y amena cultura, tuvo a lo
menos la feliz inspiración de buscar en una voluntad
enérgica y un brazo vigoroso la fortaleza que faltaba a
su voluntad y a su brazo, pero ni aun así logro sobie-
ponerse al torrente de la anarquía, y al cabo firmó su
perenne deshonra con firmar la sentencia de muerte de
su único servidor leal, del hombre más grande de su
reino. A tan vergonzosas abdicaciones de la dignidad re
gia, a tan patentes muestras de iniquidad y flaqueza,
todo en uno, respondía cada vez más rugiente y alboro
tada la tiranía del motín nobiliario, exigiendo todos los
días nuevas concesiones y repartiéndose los desgarrados
pedazos de la púrpura regia. A la arrogancia de las obras
acompañaba el desenfreno de las palabras. Nunca se ha
bló a nuestros Reyes tan insolente y cínico lenguaje como
el que osaron emplear contra Enrique IV ricos-hombres,
prelados, procuradores de las ciudades, todo el mundo,
en suma, condenándole en documentos públicos a una
degradación peor que la del cadalso de Avila. Y no ha
bía sido mucho más blando el tono de las recriminacio
nes de los Infantes de Aragón y de sus parciales en
tiempos de su padre. Si no solían discutirse los funda
mentos de la potestad monárquica, porque los tiempos
no estaban para teorías, lo que es en la discusión de los
negocios públicos del momento, se llegó a un grado de
libertad o de licencia, que pasmaría aún en tiempos re
volucionarios. Todo el mundo decía lo que pensaba, ya
en prosa, ya en verso ; había cronistas a sueldo de cada
uno de los bandos, y Mosén Diego de Valera, Alonso
de Palencia, Hernando del Pulgar, y los autores de las
Coplas del Provincial, de Ih Panadera y de Mingo R e
vulgo, ejercían una función enteramente análoga a la del
periodismo moderno, ya grave y doctrinal, ya venenoso,
chocarrero y desmandado.
Para aguzar los espíritus no era esta mala escuela, pero,
en cambio, producía una fermentación malsana, agria
ba los corazones y agravaba, si era posible, el malestar
del reino, cuya gangrena requería cauterios más enér
gicos que el de pasquines vergonzosos o epístolas sem
bradas de lugares comunes de filosofía moral. De hecho,
y salvo los intervalos en que D. Alvaro de Duna tuvo
firmes las riendas del gobierno, la Castilla del siglo X V ,
sobre todo después de su muerte, no vivió bajo la tu
tela monárquica, sino en estado de perfecta anarquía y
5
.
descomposición social, de que las mismas crónicas gene
rales no informan bastante, y que hay que estudiar en
otras historias más locales, en genealogías y libros de li
najes, en el Nobiliario de Vasco de Aponte para Galicia,
en las Bienandanzas y Fortunas de Lope García de Sa-
lazar para la Montaña y Vizcaya, en los Hechos del
Clavero Monroy para Extremadura, en las crónicas de
la casa de Niebla para Andalucía. No hubo otra ley que
la del más fu erte: se lidió de torre a torre y de casa a
ca sa ; los caminos se vieron infestados de malhechores,
más o menos aristocráticos, y apenas se conoció otra
justicia que la que cada cual se administraba por su pro
pia mano.
Pero tales movimientos convulsivos y desordenados no
eran indicio de empobrecimiento de la sangre, sino más
bien de plétora y exuberancia de ella. Toda aquella vi
talidad miserablemente perdida en contiendas insensatas
y puesta al servicio de la fiera ley de la venganza pri
vada, era la misma que pocos años después iba a llegar
con irresistible empuje hasta Granada, desarraigar de
finitivamente la morisma del pueblo español, dilatarse ven
cedora por las rientes campiñas italianas y, no cabiendo
en Europa, lanzarse al mar tenebroso y ensanchar los
límites del mundo. Para dar tal ejemplo a esa fuerza,
hasta entonces maléfica y desordenada, bastó ahorcar a
unos cuantos banderizos, bastó que los Reyes volviesen
a serlo, y que la cuchilla vengadora de Alfonso X I pa
sase a las manos de la Reina Católica, para nivelar en
una misma justicia a Ponees y Guzmanes, Monroyes y
Soíises, Oñacinos y Gamboinos, Giles y Negretes, Par
dos y Andrades.
Esta época tan llena de sombras en lo político, fué
brillante y magnífica en el alarde de la vida exterior, y
fecunda, activa y risueña en las manifestaciones artísti
cas. A ella pertenecen los primores del gótico florido, tan
lejano de la gravedad primitiva, pero tan rico de ca
prichosas hermosuras; la prolija y minuciosa labor como
de encajes con que se muestra la escultura en los sepul-
cros de Miraflores; la eflorescencia de la arquitectura ci
vil en alcázares y fortalezas, donde se unen dichosamente
la robustez y la gallardía; innumerables fábricas mudé-
jares en que alarifes moros y cristianos conservan la tra
dición del viejo estilo y llevan a la perfección el único
tipo de construcciones peculiarmente español; y, final
mente, nuestra iniciación en la pintura por obra de ar
tistas flamencos o italianos. N o vive el grande arte sin
el pequeño, y por eso nunca antes de la primera mitad
del siglo X V I, en que todos los elementos de nuestra
vida nacional se determinaron con su propio y grandio
so carácter, fué tan notable como en el siglo X V el es
plendor de las artes industriales, suntuarias y decora
tivas, la esplendidez de trajes, armas y habitaciones, y
hasta los refinamientos del lujo en la cámara y en la
mesa. Las fiestas caballerescas eran com o en el Paso de
armas, de Suero de Quiñones, se describen. Se comía
conforme a las prescripciones del Arte Cisoria, de don
Enrique de Viflena, cuyos menudos preceptos y sutiles
advertencias pueden dar envidia el gourmet de paladar
más fino y escrupuloso. Los trajes y afeites de las mu
jeres eran tales como minuciosamente los describe en
su Corbacho el Arcipreste de Talavera. Que moralmente
hubiera en todo esto peligro y aún daño notorio, es cosa
evidente de su y o ; pero que toda esta vida alegre, fas
tuosa y pintoresca, que llevaban, no ya sólo los grandes
señores y ricos-hombres, sino hasta acaudalados mer
caderes de Toledo, de Segovia, de Medina o de Sevilla,
en trato y relación con los de Gante, Brujas o Lieja,
con los de Génova y Florencia, fuese, a la vez que un
respiro y un rayo de sol en medio de tantos desastres,
un estímulo y un regalo para la fantasía, y una atmós
fera adecuada para cierto género de cultura, tampoco
puede negarse (1).
B>e 5a t i e r r a catalana
b) R a m ó n L u ll
c) L a U n iv e r s id a d b a rcelon esa
* m *
til y son los Conselleres los que gestionan la creación de
la Universidad y envían a Italia comisionados para impe
trar el privilegio del Rey, que otorga al Estudio general
de Barcelona las mismas prerrogativas que a los de Réri-
da y Perpiñán, únicos que hasta entonces existían en el
Principado; y son ellos también los que traen de Roma la
Bula del Papa Nicolao V , que le concede todos los privi
legios e inmunidades canónicas que a la muy vecina de
Tolosa de Francia, no es menos cierto que tales concesio
nes se quedaron por de pronto en el papel, y todavía en
tiempo de los Reyes Católicos los estudios continuaban re
ducidos a algunas lecciones sueltas de Gramática, Filoso
fía, Jurisprudencia y Medicina, lo mismo que en el siglo
X IV . Sólo cuando el Rey D. Fernando en 1491 confirmó a
un maestro llamado A lejo Bambaser el privilegio que le
había concedido su padre D. Juan II para crear en Bar
celona un Studi general, despertaron los Conselleres de
su apatía, lograron invalidar la concesión y empezaron a
*
tarse al lado de la de fray Luis de L e ó n ; pero su influen
cia fué tan profunda, que transformó los métodos, y en
todas las oraciones inaugurales posteriores a la suya se en
cuentra la huella de su espíritu. Entonces prosperó la dis
ciplina gramatical en manos de Bernardo Andreu, del ci
ceroniano Antonio Jolis, de los lexicógrafos Antich Roca
y Onofre Pou. Entonces escribieron Juan Cassador, Jaime
Cassá y Pedro Sunyer sus elegantes comedias latinas. En
tonces el valenciano Francisco de Escobar, comentador de
Antonio y traductor de la Retórica de Aristóteles, lanzó
la semilla de los estudios helénicos; y la activa propaganda
de Núñez en favor del texto puro del Stagirita dió por re
sultado los notables comentarios aristotélicos de Antonio
Jordana, de Antonio Sala y de Dionisio Jerónimo Jorba.
Entonces renació la doctrina luliana modificada por el Re
nacimiento en las obras filosóficas del doctor Luis Juan Vi-
leta, el más célebre de los profesores barceloneses después
de Hortolá. Entonces el médico Antich Roca, fecundo po
lígrafo y editor de Ansias March, compuso en lengua vul
gar un tratado de Aritmética. Entonces florecieron aque
llas famosas literatas Isabel losa, a quien el Maestro Ma
tamoros comparó con la Diótima de Platón, y Juliana Mo-
rell, asombro de Francia. ■Entonces, finalmente, llegó la
Universidad a aquel apogeo que nos muestra tan al vivo
Dionisio Jorba en su libro de las Excelencias de Barcelona,
impreso en 1589 (1).
*
suerte se le declaró de todo punto adversa ante las puertas
de la villa de Calaf, donde fué completamente derrotado
en batalla campal el 18 de febrero de 1465 por el Conde de
Prades, con quien hacía sus primeras armas el infante que
luego fué Fernando el Católico. En esta terrible derrota
cayeron prisioneros los más notables partidarios del Rey in
truso, tales como el Vizconde de Rocaberti, el de Roda,
un D. Pedro de Portugal, primo hermano del Condesta
ble, el gobernador de Cataluña moscn Garau de Servelló,
Bernardo Gilabert de Cruylles y otros muchos.
Derrotado el Condestable, se replegó a Manresa, y de
allí pasó sucesivamente a Granollers, Hostalrich, Castellón
de Ampurias y Torroella de Montgrí, dirigiéndose por
fin al Ampurdán, donde puso sitio a La Bisbal, rindién
dola por fuerza de armas en 7 de junio.
Este fué su último triunfo : la fortuna le había vuelto
resueltamente la espalda : su candidez diplomática con
trastaba con la profunda sagacidad de D. Juan II, que
cada día le iba robando partidarios y sembrando la ^divi
sión en su campo. Su ánimo estaba postrado,^ y además las
fatigas de la campaña habían desarrollado rápidamente el
germen de la tisis que le consumía. Sus días estaban con
tados, pero todavía soñaba con buscar nuevos auxilios a
su causa, contrayendo matrimonio con una heimana del
Rey de Inglaterra, parienta suya por parte de su abuela
paterna doña Felipa de Lancastre : y hasta llegó a enviar
en arras a su futura un diamante engarzado en un anillo
de oro, según de documentos de Archivo de la Corona
de Aragón resulta, constando asimismo el precio en que
fué comprada tan rica joya.
Ruy de Pina, que escribía lejos y estaba mal informado,
echó a correr la especie, entonces inevitable cuando se tra
taba de la muerte de algún soberano, de que el Condesta
ble había sido envenenado. N o hay para qué detenerse en
refutar semejante calumnia : el Condestable sucumbió a
la mortal consunción que le aquejaba, el 29 de ju n io jle
1466, en la villa de Granollers, a los treinta y cinco años
de edad, otorgando el mismo día de su fallecimiento un
á
imuy prolijo y minucioso testamento, que ya Zurita extractó
en sus Anales, y que íntegro puede leerse en la monografía
que principalmente nos sirve de apoyo. Conforme a esta
postrera voluntad suya, fué enterrado en la iglesia de Santa
María del Mar, de Barcelona, con funerales verdaderamen
te regios; y allí descansa, aunque no en el altar mayor
como él dispuso, por haber sufrido renovación en épocas
de mal gusto el pavimento de aquel hermosísimo templo.
El sepulcro del Condestable no tiene inscripción alguna,
pero sí una notable estatua yacente, obra del escultor Juan
Claperós, que representa a D. Pedro con las manos cru
zadas sobre el pecho y un libro entre ellas, que si no es
símbolo del libro de la vida, puede ser testimonio de
los gustos literarios del Infante (1).
6. E l Rey humanista
En 26 de febrero de 1443 entró Alfonso V , Rey de Ara
gón, en la conquistada Nápoles, con pompa de triunfa
dor romano : coronado de laurel, con el cetro en la mano
diestra y el globo áureo en la siniestra, en carro tirado por
cuatro caballos blancos, mostrando a sus pies, encadena
do, el Mundo... En la pompa, medio bárbara, medio clá
sica, con que se solemnizaba aquel día de gloria, apare
cía de resalto el carácter de iniciación artística que iba
a tener aquel reinado. «Entonces fué revelado a los es
pañoles (dice un crítico reciente) el nuevo aspecto de la
vida italiana, y poco después empezaron a conocer los ita
lianos la nueva vida española». La corte de Alfonso V es
el pórtico de nuestro Renacimiento, la primera escuela de
los humanistas españoles.
Hasta entonces nuestras relaciones con Italia habían
sido puramente guerreras y comerciales; la dominación
de la Casa aragonesa no había llegado todavía al conti-
7. Decadencia política
Algunos escritores, inclinados en demasía a ver donde
quiera el influjo de la sociedad de las letras, y a ligar
sistemáticamente las vicisitudes políticas con las del arte,
han considerado como de notable postración y decadencia,
y aun com o un vergonzoso paréntesis en nuestra historia
literaria, el reinado de Enrique I V ; dando por supuesto
que en él padeció total interrupción el brillante movi
miento intelectual que en la corte de D. Juan II había
comenzado a desarrollarse, y que luego con mayores bríos
iba a reflorecer bajo el cetro de los Reyes Católicos.
Son sin duda los veinte años de aquel reinado, y espe
cialmente los diez últimos, uno de los más tristes y cala
mitosos períodos de nuestra historia: nunca la justicia se
vió tan hollada y escarnecida ; nunca imperó con mayor
desenfreno la anarquía; nunca la luz de la conciencia m o
ral anduvo tan a punto de apagarse en las almas. Roto
el freno de la ley en grandes y pequeños; vilipendiada
en público cadalso y en torpe simulacro la majestad de
la coron a; mancillado con escandalosas liviandades el
tálamo re g io ; enseñoreados de no pocas iglesias la simo
nía y el nepotismo; dormida y estéril, ya que no vaci
lante, la fe, e inficionadas en cambio las costumbres con
el secreto y enervador contagio de los vicios de Oriente;
É
Biblioteca Nacional de España
L -E s p a ñ a se hizo una
a) L os R eyes Católicos
Ú
Ni se tengan estos por encarecimientos retóricos, de
que poco necesitaba el orador que tan dignamente supo
ensalzar la conquista de Granada. Los documentos pú
blicos y privados, que dan fe del miserable estado del
reino en tiempo de Enrique IV , abundan de tal suerte,
que casi parece un lugar común insistir en esto. Hasta
los embajadores extranjeros, por ejemplo, los del duque
de Borgoña, en 1473 unían su voz al clamor general con
tra el menosprecio de la justicia y la licencia de los po
derosos para abatir a los que no lo eran, y de la desola
ción de la república, y de los robos que se hacían del pa
trimonio real, y la licencia que se concedía a todos los
malhechores, «y esto con tanto atrevimiento com o si no
hubiera juicio entre los hombres». Bien conocido es, y
quizá puede juzgarse apasionado, aunque por su misma
insolencia sea notable testimonio del escándalo a que las
cosas habían llegado, el terrible memorial de agravios
que los proceres alzados contra Enrique IV formularon
en Burgos en 29 -de septiembre de 1464. Pero no puede
negarse entera fe a lo que con vagas declaraciones, sino
enumerando casos particulares, nos dejó escrito Hernan
do del Pulgar en la 25.a de sus Letras dirigida en 1473 al
obispo de Coria, documento doblemente importante por
su fecha, anterior en un año sólo al advenimiento de los
Reyes Católicos. Allí se encuentran menudamente reco
pilados «las muertes, robos, quemas, injurias, asonadas,
desafíos, fuerzas, juntamientos de gentes, roturas que cada
día se facen abudanter en diversas partes del reino». «Ya
vuestra merced sabe (dice el cronista) que el duque de
Medina con el marqués de Cádiz, el conde de Cabra con
D. Alonso de Aguilar, tienen cargo de destruir toda aque
lla tierra de Andalucía, e meter moros cuando alguna par
te destas se viere en aprieto. Estos siempre tienen entre
sí las discordias vivas e crudas, e crecen con muertes e
con robos, que se facen unos a otros cada día. Agora tie
nen tregua por tres meses, porque diesen lugar al sem
brar ; que se asolaba toda la tierra, parte por la esterili
dad del año pasado, parte por la guerra, que no daba lu
gar a la labranza del campo... Del reino de Murcia os
puedo bien jurar, señor, que tan ajeno lo reputamos ya
de nuestra naturaleza com o el reino de Navarra; porque
carta, mensajero, procurador ni cuestor, ni viene de allí
ni va de acá más ha de cinco años. Da provincia de Deón
tiene cargo de destruir el clavero que se llama maestre
de Alcántara, con algunos alcaides e parientes que que
daron sucesores en la enemistad del maestre muerto. El
clavero sive maestre, siempre duerme con la lanza en la
mano, veces con cien lanzas, veces con seiscientas...
¿Qué diré, pues, señor, del cuerpo de aquella noble cib-
dad de Toledo, alcázar de emperadores, donde grandes y
menores todos viven una vida bien triste por cierto y des
venturada? Devantóse el pueblo con D. Juan de Morales
é prior de Aroche, y echaron fuera al conde de Fuen-
salida é a sus hijos, é a Diego de Ribera que tenía el al
cázar, é a todos los del señor maestre. Dos de fuera echa
dos han fecho guerra a la cibdad, la cibdad también a
los de fuera : é como aquellos cibdadanos son grandes
inquisidores de la fe, dad qué herejías fallaron en los bie
nes de los labradores de Fuensalida, que toda la robaron
e quemaron, é robaron a Guadamur y otros lugares. Dos
de fuera con este mismo celo de la fe, quemaron muchas
casas de Burguillos, é ficieron tanta guerra a los de den
tro, que llegó a valer en Toledo sólo el cocer un pan un
maravedí por falta de leña... Medina, Valladolid, Toro,
Zamora, Salamanca, y eso por ahí está debajo de la cob-
dicia del alcaide de Castronuño. Hase levantado contra él
el señor duque de Alba para lo cercar; y no creo que
podrá, por la ruin disposición del reino, e también por
que aquel alcaide... allega cada vez que quiere quinientas
o seiscientas lanzas. Andan agora en tratos con él, por
que dé seguridad para que no robe ni mate. En Campos
naturales son las asonadas, é no mengua nada su costum
bre por la indisposición del reino. Das guerras de Galicia
de que nos solíamos espeluznar, ya las reputamos cevi-
les é tolerables immo lícitas. El condestable, el conde de
Treviño, con esos caballeros de las Montañas, se trabajan
asaz por asolar toda aquella tierra hasta Fuenterrabía.
Creo que salgan con ello, según la priesa le dan. No hay-
más Castilla; si no, más guerra habría... Habernos de
jado ya de facer alguna imagen de provisión, porque
ni se obedesce ni se cumple, y contamos las roturas e
casos que acaesceu en nuestra Castilla, com o si acaescie-
sen en Boloña, o en reinos do nuestra jurisdicción no al
canzase-C ertificóos, señor, que podría bien afirmar que
los jueces no ahorcan hoy un hombre por justicia por
ningún crimen que cometa en toda Castilla, habiendo en
ella asaz que lo merescen, com o quier que algunos se
ahorcan por injusticia... Los procuradores del reino, que
fueron llamados tres años ha, gastados é cansados ya de
andar acá tanto tiempo, más por alguna reformación de
sus faciendas que por conservación de sus conciencias,
otorgaron pedido é monedas : el qual bien repartido por
caballeros é tiranos que se lo coman, bien se hallará de
ciento é tantos cuentos uno solo que se pudiese haber
para la despensa del Rey. Puedo bien certificar a vuestra
merced que estos procuradores muchas é muchas veces
se trabajaron en entender é dar orden en alguna refor
mación del reino, é para esto ficieron juntas generales dos
o tres veces : é mirad quan crudo está aún este humor é
quan rebelde, que nunca hallaron medicina para le cu
rar ; de manera que, desesperados ya de remedio, se han
dejado dello. Pos perlados eso mismo acordaron de se
juntar, para remediar algunas tiranías que se entran su
poco a poco en la iglesia, resultantes destotro temporal;
é para esto el señor Arzobispo de Toledo, é otros al
gunos obispos, se han juntado en Aranda. Menos se pre
sume que aprovechará esto.»
Basta este cuadro, cuyas tintas (conforme al genio blan
do y misericordioso de Pulgar) son más bien atenuadas
que excesivas, para comprender el caos de que sacó a Cas
tilla la fuerte mano de la Reina Católica, asistida por
el genio político y la bizarría militar de su consorte. El
mal exigía remedios heroicos, y por eso fué aplicado sin
misericordia el cauterio. Ninguno de los más ardientes
panegiristas de la Reina Católica (¿y quién puede dejar
de serlo?) ha contado entre sus excelsas cualidades la
tolerancia y la mansedumbre excesivas, que, cuando ha
cen torcer la vara de la justicia, no han de llamarse vir
tudes, sino vicios. Todos, por el contrario, convienen en
que fué más inclinada a seguir la vía del rigor que la de
la piedad, ay esto faeia (añade su cronista Pulgar) por
remediar a la gran corrupción de crímenes que falló en
su reino cuando subcedió en él». Más de 1.500 robado
res y homicidas desaparecieron de Galicia en espacio de
tres meses, ante el terror infundido por los dos jueces
pesquisidores que la Reina envió en 1481; cuarenta y
seis fortalezas fueron derribadas entonces, y veinte más
tarde : ajusticiados como principales malhechores Pedro
de Miranda y el mariscal Pero Pardo. Cuando en 1477
la Reina puso su tribunal en el Alcázar de Sevilla, «fue
ron sus justicias (según el dicho de Andrés Bernaldez)
tan concertadas, tan temidas, tan executivas, tan espan
tosas a los malos», que más de cuatro mil personas hu
yeron de la ciudad : unos a Portugal, otros a tierra de
moros. Aquietados los bandos de Ponces y Guzmanes;
convertido en héroe épico y en Aquiles de la cruzada
granadina el más terrible de los banderizos andaluces,
allanada en Mérida, en Medellín y en Montánchez la
desesperada resistencia del feudalismo extremeño, soste
nido en los hombros hercúleos del clavero de Alcántara
Don Alonso de M on rov; organizada en las hermandades
la resistencia popular contra tiranos y salteadores, pudo
ponerse mano en la restauración interior del reino, em
presa harto más difícil que lo había sido la de vengar la
afrenta de Aljubarrota en los llanos de Toro y depositar
los trofeos de aquella retribución sobre la tumba del
malogrado Don Juan I.
No bastaba decapitar materialmente la anarquía me
diante aquellas terríficas y espantables anatomías de que
habla el Dr. Villalobos, sino que era preciso cortarla las
raíces para impedirla retoñar en adelante. Y entonces
se levantó con formidable imperio la potestad regia, nun
ca más acatada y más amada de nuestro pueblo, porque
nunca, desde los tiempos de Alfonso X I, habían tenido
nuestros reyes tan plena conciencia de su deber, y nun
ca había hecho tanta falta lo que enérgicamente llama
ban nuestros mayores el oficio de rey. Y con este oficio
cumplieron los Reyes Católicos, no ciertamente a sabor
de los que hoy reniegan de la tradición, o quisieran amol
darla a sus peculiares antojos, pero sí en consonancia
con las leyes de nuestra civilización y con el impulso
general de las monarquías del Renacimiento. Puede de
cirse que en aquel momento solemne quedó fijada nues
tra constitución histórica.
L,a reforma de juros y mercedes de 1480, verdadera
reconquista del patrimonio real, torpemente enajenado
por D. Enrique I V ; la incorporación de los maestraz
gos a la corona, con lo cual vino a ser imposible la exis
tencia de un estado dentro de otro estado; la prohibi
ción de levantar nuevas fortalezas, y allanamiento de
muchas de las antiguas, con cuyos muros la tiranía se
ñorial se derrumbó para siempre; la centralización del
poder mediante los Consejos; la nueva planta dada a
los tribunales, facilitando la más pronta y expedita ad
ministración de la justicia ; el predominio cada día cre
ciente de los legistas; la anulación de la aristocracia
como elemento político, no como fuerza social; las ten
tativas de codificación del doctor Montalvo y de Lorenzo
Galindez, prematuras sin duda, pero no infecundas; la
directa y eficaz intervención de la corona en el régimen
municipal, hondamente degenerado por la anarquía del
siglo anterior ; el nuevo sistema económico que se des
arrolló en innumerables pragmáticas, las cuales, si pe
can de prohibitivas con exceso, porque quizás lo exigía
entonces la defensa del trabajo nacional, son dignas de
alabanzas en lo que toca a la simplificación de monedas,
pesos y medidas, al desarrollo de la industria naval y el
comercio interior, al fomento de la ganadería; la trans
formación de las bandas guerreras de la Edad Media en
ejército moderno, con su invencible nervio, la infantería,
É Étf
que por siglo y medio había de dar la ley a E uropa; y eu
otro orden de cosas, muy diverso, la cruenta depuración
de la raza mediante el formidable instrumento del Santo
Oficio y el edicto de 1492; la reforma de los regulares
claustrales y observantes, que, realizada a tiempo y con
mano firme, nos ahorró la revolución religiosa del si
glo X V I... son aspectos diversos de un mismo pensa
miento político, cuya unidad y grandeza son visibles para
todo el que, libre de las pasiones actuales, contemple des
interesadamente el espectáculo de la historia.
A la robustez de la organización interior; a la enérgi
ca disciplina que, respetando y vigorizando la genuina
espontaneidad del carácter nacional (1 ), supo encauzar
para grandes empresas sus indomables bríos, gastados has
ta entonces míseramente en destrozarse dentro de casa,
correspondió inmediatamente una expansión de fuerza
juvenil y avasalladora, una primavera de glorias y de
triunfos, una conciencia del propio valer, una alegría y
soberbia de la vida, que hizo a los españoles capaces de
todo, hasta de lo imposible. La fortuna parecía haberse
puesto resueltamente de su lado, y como que se compla
ciese en abrumar su historia de sucesos felices y aun de
portentos y maravillas. Eas generaciones nuevas crecían
oyéndolas, y se disponían a cosas cada vez mayores. Un
siglo entero y dos mundos, apenas fueron lecho bastante
amplio para aquella desbordada corriente. ¿Qué empresa
humana o sobrehumana había de arredrar a los hijos y
m
nietos de los que en el breve término de cuarenta años ha
bían visto la unión de Aragón y Castilla, la victoria so
bre Portugal, la epopeya de Granada y la total extirpa
ción de la morisma, el recobro del Rosellón, la incorpora
ción de Navarra, la reconquista de Nápoles, el abatimien
to del poder francés en Italia y en el Pirineo, la hegemo
nía española triunfante en Europa, iniciada en Oran la
conquista de Africa, y surgiendo del mar de Occidente
islas incógnitas, que eran leve promesa de inmensos con
tinentes nunca soñados, como si faltase tierra para la
dilatación del genio de nuestra raza, y para que en todos
los confines del orbe resonasen las palabras de nuestra
lengua? ( 1 ).
fj) El cíesculíivulor
Fué Colón el primer historiador de sus viajes, y ¡ oja
lá se hubiese conservado cuanto escribió sobre ellos ! Pero
la fatalidad que parece haber perseguido los primitivos
monumentos de la historia americana, nos ha privado de
la mayor parte de ellos, y así no poseemos más que en
extracto, hecho por Fr. Bartolomé de Fas Casas, el inesti
mable diario de su primera navegación ; ni parece la carta
que sobre ella escribió a Toscanelli, y que, por la condi
ción del sujeto, debía ser más extensa que las dirigidas
a Santángel y al Tesorero Rafael Sánchez, ni queda re
lación suya del segundo viaje, aunque Ras Casas pare
ce haberla tenido en su poder, y, finalmente, ha pereci
do, y esto es más doloroso que todo, aquella «escritura
en forma de los comentarios de Julio César», en que el
Almirante había ido consignando día por día las ocurren
cias de sus tres primeros viajes, según se infiere de carta
suya al Papa en febrero de 1502, libro que aún existía
en 1554, puesto que entonces se dió privilegio para im
primirle a su nieto D. Ruis Colón, el famoso polígamo,
I m
que, más cuidadoso de mujeres que de libros, no volvió
a acordarse de tal privilegio y dejó perecer en el olvido
aquel monumento de la gloria de su abuelo, contentán
dose con llevar a Italia y vender o facilitar a Alonso de
Ulloa el manuscrito de la Historia de su tío D. Fer
nando.
Quedan reducidas, pues, las obras de Colón, prescin
diendo de cartas familiares, memoriales y otros escritos
breves de índole no literaria, a las tres relaciones del pri
mer viaje (que en rigor se reducen a dos) y a las del
tercero y cuarto, con más el libro de Las profecías, que,
en la parte qrue pertenece a Colón, nos inicia más que
otro alguno en las intimidades de su alma. De los escri
tos ^puramente cosmográficos en que había recogido los
indicios de tierras nuevas y las conjeturas que dedujo
de la lección de los antiguos, queda algún rastro en los
primeros capítulos de la biografía que escribió su hijo.
Con tales materiales reconstruyó Humboldt lo que pu
diéramos decir la historia literaria del Almirante, no me
nos que la historia de sus ideas científicas, trabajo ape
nas retocado después y que ocupa buena parte del Exa
men crítico de la Geografía del Nuevo Continente. Nadie
como Humboldt ha acertado a encarecer el encanto poéti
co de algunas páginas de Colón, el profundo sentimiento
de la majestad de la naturaleza que animaba al gran na
vegante, la nobleza y sencillez de expresión con que des
cribe aquel «viaje nuevo al nuevo cielo y mundo que fas
ta entonces estaba en occulto». Pondera Humboldt, y no
se harta de ponderar, así en el libro citado como en el
Cosmos, la energía y la gracia con que la vieja lengua
castellana se presta a estas inauditas descripciones de la
fisonomía característica de las plantas, de la espesura im
penetrable de los bosques, de las «arboledas y frescuras,
y el agua clarísima, y las aves y amenidad, que le pare
cía no quisiera salir de allí». «Da hermosura de las tierras
que vieron, ninguna comparación tienen con la campiña
de Córdoba : estaban todos los árboles verdes y llenos
de fruta, y las hierbas todas floridas y muy altas; los
aires eran como en abril en Castilla ; cantaba el ruise
ñor como en España, que era la mayor dulzura del mun
do... arboles de inmensa elevación, con hojas tan rever
decidas y brillantes cual suelen estar en España en el
mes de M ayo». Y al lado de estos cuadros de naturaleza
i uica, tan llenos de frescuras y de primaveral encanto,
¡ que vigoi de colorido en el cuadro de la tempestad,
sembrado de reminiscencias bíblicas, que se contiene en
la admirable carta sobre el cuarto viaje, escrita desde Ja
maica en 7 de julio de 1503 ! «Ojos nunca vieron la mar
tan alta, fea y hecha espuma... allí me detenía en aque
lla mar ^fecha sangre, herviendo como caldera por gran
fuego. El cielo jamás fué visto tan espantoso : un día
con la noche ardió como forno, y así echaba la llama con
los rayos, que todos creíamos que se habían de fundir
los navios...».
Pero, no sólo por rasgos y efusiones poéticas se reco
miendan estos escritos de C olón ; no sólo se admira en
ellos la espontánea elocuencia de un alma inculta a quien
grandes cosas dictan grandes palabras, levantándola por el
poder de la emoción sincera a alturas superiores a toda
retórica, sino que el hombre entero, con su mezcla de de
bilidad y soberbia, de amargura desalentada y de sobre
natural esperanza, con el presentimiento grandioso de su
misión histórica, con la iluminación súbita de su gloria,
con el terror religioso que le penetra y embarga al ver
descoi i ido y patente el misterio de los m ares; con sus
fantasías místicas, en que el oro de Paría y la conquista
de Jerusalén, las perlas y las especerías de Eevante y la
conversión de los súbditos del Gran Kan forman tan abi
garrado y prestigioso conjunto, sólo en las letras de Co
lón está, y ninguno de sus historiadores, salvo acaso el
Cura de los Palacios, que parece haberle conocido muy
de cerca, nos da de ello idea ni trasunto aproximado. Pa
ra penetrar en el alma de Colón, que no era ciertamente
un santo, pero sí un iluminado, en quien el fervor de la
acción nacía de la propia intensidad con que vivió vida
espiritual e interna, no hay documento tan adecuado co-
k
mo el relato de la visión que tuvo en la costa de Vera
gua : «Cansado me dormecí gim iendo; una voz muy
piadosa oí diciendo : «Oh estulto y tardo a creer y a ser
vir a tu Dios, ¡D ios de todos! ¿Qué hizo El más por
Moisés o por David su siervo? Desque nasciste, siempre
El tuvo de ti muy grande cargo. Cuando te vido en
edad de que El fué contento, maravillosamente hizo so
nar tu nombre en la tierra. Das Indias, que son parte del
mundo, tan ricas, te las dió por tuyas; tú las repartiste
adonde te plugo, y te dió poder para ello. De los ata
mientos de la mar océana, que estaban cerrados con ca
denas tan fuertes, te dió las llaves, y fuiste obedecido en
tantas tierras, y de los cristianos cobraste tan honrada
fama... N o temas, confía: todas estas tribulaciones es
tán escritas en piedra de mármol, y no sin causa.»
Das palabras de los grandes hombres tienen siempre
maravillosa eficacia sugestiva, y cierta virtud que pudié
ramos decir prolífica. Sin ser Colón hombre de ciencia,
propiamente dicho, aunque sí mirabilmente platico y doc
to en las cosas de mar, contienen las cartas y diarios de
sus navegaciones indicaciones científicas del mas alto pre
cio, que Humboldt comenta y pone a toda luz con su
genial perspicacia, deduciendo de tal análisis que las fa
cultades intelectuales no valían en Colón menos que la
energía y firmeza de su voluntad. En medio de cierto
desorden e incoherencia de ideas, y de algunos sueños y
desvarios, medio cosmográficos, medio teológicos, que a
sus propios contemporáneos debían parecérselo, a juzgar
por la blanda ironía con que habla de ellos el nada can
doroso Pedro Mártir, hay en los escritos de Colon nu
merosas observaciones exactas, y entonces nuevas, de
geografía física, de astronomía náutica, y aun de zoolo
gía y botánica, a pesar de que él se manifiesta del todo
extraño al tecnicismo de los naturalistas y no nombra,
ni menos clasifica, pero sí describe tan exactamente por
sus caracteres exteriores, los animales y las plantas, que
ha sido tarea fácil el identificar la mayor parte de las
especies que reconoció en sus viajes.
El notable descubrimiento de las variaciones magné
ticas, unido a ciertas consideraciones generales, de que
apenas hay otro ejemplo entonces, sobre la física del
Globo, ya en lo relativo a la inflexión de las líneas
isotermas, ya sobre la distribución del calor según la
influencia de la longitud, ya sobre la acumulación de
plantas marinas, ya sobre la dirección de las corrientes
y sobre la especial configuración geológica de las Anti
llas, le hizo entrever la ley de conexión de ciertos fenó
menos por él observados, con una lucidez todavía más
digna de admiración si eran tan endebles sus conocimien
tos matemáticos com o da a entender Humboldt, y no
podía aplicar a los resultados de la observación el pode
roso elemento del cálculo, que, por otra parte, estaba en
la infancia. Sólo así se explica, aun teniendo en cuenta
el influjo de su imaginación aventurera y de la erudi
ción pedantesca de su tiempo, que mezclase con intuiciones
de tanto precio, hipótesis tan extravagantes como la de la
situación del Paraíso terrenal en la costa de Paria y la de
la figura de la tierra como teta de mujer y una pelota
redonda. Nada de esto es obstáculo para que Humboldt
le conceda el mérito de haber sentado algunas de las
bases de la Física terrestre, así como reconoce en nues
tro P. Acosta la gloria de haberla constituido y organi
zado en forma de ciencia.
Por todas razones, p u es; por el interés científico, por
el interés literario, por el interés moral, las cartas de Co
lón son su primera y su mejor historia, aunque, natural
mente, nada nos digan de su vida anterior a los des
cubrimientos, ni siquiera los abarquen en su integridad.
Ea falta se suple, aunque sólo en parte, con otros do
cumentos análogos, pero de distinta pluma, entre los cua
les basta recordar la relación del segundo viaje, enviada
a la ciudad de Sevilla por el médico y alquimista Diego
Alvarez Chanca, y la cabeza del testamento del heroico
y fidelísimo Diego Méndez, que en una canoa llevó de la
Jamaica a la Española la relación del cuarto viaje, y que
en servicio de su señor el Almirante gastó todo su ha
ber, lo cual 1 1 0 le impidió fundar un mayorazgo con los
diez únicos libros que poseía, es a saber: una Etica de
Aristóteles; un Josefo; una Electra de Sófocles, tradu
cida por Hernán Pérez de O liva; un opúsculo de Eneas
Silvio, y cinco tratados de Erasmo. ¡ Extraña Biblioteca
para un marinero de tal temple !...
Ea parte relativa a los precedentes científicos del des
cubrimiento nadie la ha tratado con tanto aplomo y
seguridad como Humboldt, y nadie más abonado para
tratarla. De su luminoso análisis resulta claro que Co
lón, sin ser propiamente un sabio, distó mucho de arro
jarse a su empresa como un fanático temerario, ni menos
como un apóstol divinamente inspirado, según Roselly
sueña. Es cierto que el mismo Colón, para hacer mayor
por el contraste la grandeza de su descubrimiento, se
llamó en alguna parte lego marinero, non docto en letras
y hombre mundanal, llegando a afirmar que para la eje
cución de la empresa de las Indias no le aprovechó ra
zón, ni matemática, ni mapamundos; pero nadie debe
tomar al pie de la letra estas exaltaciones místicas, pues
to que en el mismo libro de las Profecías, que es cifra
y compendio de ellas, declara en términos expresos el
Almirante cuáles habían sido sus estudios : «Todo lo que
fasta hoy se navega lo he andado. Trato y conversación
he tenido con gente sabia, eclesiásticos e seglares, latinos
y griegos, judíos y moros, y con otros muchos de otras
setas. En la marinería me fizo Nuestro Señor abundoso;
de astrología me dió lo que abastaba, y ansí de geome
tría y aritmética, y engenio en el ánima y manos para
debujar esfera, y en ella las cibdades, ríos y montañas,
islas y puertos, todo en su propio sitio. En este tiempo
he yo visto y puesto estudio en ver de todas escrituras,
cosmografías, historias, corónicas y filosofía, y de otras
artes, con que me abrió Nuestro Señor el entendimiento
con mano palpable a que era hacedero navegar de aquí
a las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecución
dello.» En vano es que añada que «todas las ciencias non
le aprovecharon nin las autoridades dellas», porque con
tra esta efusión de humildad o de soberbia están los pro
pios libros anotados de su mano, y el testimonio de su
hijo y de L,as Casas, y de cuantos le conocieron y mane
jaron los papeles en que había consignado sus conjetu
ras sobre la existencia de tierras nuevas. Estas conje
turas, por el orden en que Humboldt las coloca y exa
mina, responden a una serie de tradiciones científicas no
interrumpidas desde la antigüedad clásica, y son la idea
de la esfericidad de la tierra; la relación entre la exten
sión de los mares y la de los continentes; la supuesta
vecindad de las costas de la Península Ibérica y del A fri
ca a las islas del Asia tropical; un grave error en cuanto
a la longitud de las costas arábigas; noticias tomadas
de diversas obras antiguas, de Rogerio Bacon, visto a
través de la compilación del Cardenal Pedro de Alliaco,
y acaso de Marco Polo (hoy puede quitarse el acaso,
puesto que ha parecido en Sevilla el ejemplar del Marco
Polo italiano que el Almirante usaba y tiene notas de
su m an o); indicios de tierras al Occidente de las islas
de Cabo Verde, de Porto y de las Azores, ya por la ob
servación de algunos fenómenos físicos, ya por las re
laciones de los marineros arrastrados por las tempestades
y las corrientes. Es enorme la suma de ciencia que acu
mula el sabio prusiano para dar su verdadero valor a
cada uno de estos motivos. Y , sin embargo, esta discu
sión, erizada de textos y de confrontaciones, no cansa
porque, como dice el mismo Humboldt, «hay vivo inte
rés en seguir el desarrollo progresivo de un gran pensa
miento y descubrir una por una las impresiones que han
decidido del descubrimiento de un hemisferio entero».
Sucesivamente van pasando delante de nosotros los pa
sajes de Aristóteles, de Strabón, de Séneca, de Macro
bio ; los mitos geográficos, comenzando por el de la At-
lántida; las costas y planisferios en que se consignaban
islas desconocidas, como la famosa A ntilia; las peregri
naciones de los budistas ch in os; la exploración de las
costas boreales de América por los escandinavos; todos
los precursores reales o fabulosos de Colón, y con esto
mil detalles de la historia de las ciencias que, aislados*
significarían poco, pero que en manos de Humboldt pier
den el carácter de circunstancias accidentales y, presen
tándose en agrupación inmensa, conducen a probar la
necesidad histórica del descubrimiento en el punto y hora
en que se hizo, merced a esa labor incesante y oculta que
va conservando y cultivando desde la antigüedad cierto
número de nociones más o menos confusas, hasta que
de todas ellas resulta un com o impulso irresistible que
se transforma en acción. A lgo puede padecer con esto
la gloria personal de Colón a los ojos de los que le tie
nen, no ya por grande hombre, sino por un ser sobre
humano ; pero la ley de solidaridad histórica suele aco
modarse mal con estas leyendas, y para nosotros es más
grande y consolador el aprender que el espíritu huma
no nada pierde ni olvida en su largo y obscuro viaje a tra
vés de los tiempos, y que no hay en la ciencia trabajo
baldío ni esfuerzo estéril.
Por otra parte, ¿quién ha admirado más y quién ha
comprendido mejor la grandeza humana del carácter de
Cristóbal Colón que Alejandro Humboldt, por lo mismo
que no disimula sus flaquezas ? ¿ Quién ha encarecido
más sus descubrimientos científicos y las nuevas luces
que trajo al conocimiento racional del mundo? ¿Quién
ha sentido de igual manera el precio de las cualidades
poéticas que surgen como relámpagos de genio entre los
incorrectos y apasionados rasgos de su pluma? Un solo
vacío puede encontrarse en este bellísimo análisis que
llena la mayor parte del tercer tomo de la obra de Hum-
b o ld t: Colón, navegante y cosmógrafo ; Colón, hombre
de cien cia; Colón, escritor; Colón, supersticiosamente
enamorado del o r o ; Colón, grande hombre perseguido
por la envidia, están admirablemente juzgados ; pero que
da algo en la sombra, el Colón cristiano y aun místico,
que soñaba con la total conversión de los infieles y con
el rescate del Santo Sepulcro, y que en su persona veía
cumplidas claramente las sagradas profecías. Que luego
se haya abusado de su figura en torpes falsificaciones no
es razón para que aspecto tan principal se relegue al
olvido. El frrofetismo de Colón existe, y Plumboldt no
le desconoce ; pero com o hombre nacido y educado en
el siglo X V III , apenas insiste en esto, ni llega a ver
en el libro de las Profecías otra cosa que un tejido de
sueños y de fantasías incoherentes; cuando para nosotros
allí está la filosofía del descubrimiento tal como Colón
la entendía, con grandeza tal de espíritu que debe mo
ver a respetuosa veneración al más escéptico. Ni el ideal
científico por sí solo, ni mucho menos el interés y el
cálculo, hubieran bastado para producir el descubrimien
to ; y fué providencial que en el descubridor se juntasen
aquellas tan diversas cualidades de místico, hombre de
ciencia experimental hasta cierto grado ; hombre de sen
timiento poético y de inmenso amor a la naturaleza, y
logrero genovés enamorado locamente del oro...
Por lo que toca a España, el escritor que más ha mul
tiplicado en estos últimos años sus publicaciones sobre
Colón y sus viajes, y el que mayor número de datos nue
vos ha traído a su historia, es el ilustre cronista de
nuestra Armada D. Cesáreo Fernández Duro, cuya va
ria, curiosa y amena erudición tanto realza sus Disqui
siciones Náuticas y otros libros análogos. A él se debe,
sobre todo, la publicación y el extracto del ruidosísimo
pleito entre el Fiscal del Rey y los herederos del A l
mirante ; pleito que conoció Navarrete, pero sin dar de
él más que una idea muy somera y que de ningún modo
indicaba la riqueza de noticias allí atesoradas, y que
deben ser materia de atento y reposado examen. Así en
la Memoria académica titulada Colón y Pinzón (1883),
como en los libros posteriores Colón y la Historia Pós-
tuma (1885), Nebulosa de Colón (1890), y Pinzón en el
descubrimiento de las Indias (1892), llega Duro a con
clusiones que han excitado la indignación de los admi
radores incondicionales de Cristóbal Colón llevándolos a
demasías de lenguaje sobremanera vituperables. Pero bien
examinadas las cosas, no se descubre en las eruditas pá
ginas del señor Duro esa malquerencia sistemática contra
Colón que gratuitamente le atribuyen muchos, ni menos
el deseo de mancillar su gloria y poner nota en su buen
nombre, sino más bien el deseo de apurar la verdad sin
contemplación alguna, y el empeño, no menos racional
y patriótico, de poner en su punto el mérito que indivi
dualmente contrajeron los heroicos compañeros del des
cubridor, ofuscados hasta ahora en demasía por los res
plandores de su gloria. Si en esta reivindicación justa y
natural, así como en el criterio con que nuestro com
pañero juzga algunos actos de la gobernación del Almi
rante, ha podido haber exceso, condición es esta de
toda reacción, y la reacción era inevitable, puesto que
el nombre de Colón está sirviendo desde hace más de dos
siglos de pretexto para las más atroces diatribas contra
España; diatribas que, si cabe, se han exacerbado to
davía más en estos últimos tiempos, coincidiendo en
ellas, por raro caso, los ultracatólicos, como Roselly de
Eorgues, y los incrédulos y positivistas más rabiosos, como
Draper. También la paciencia tiene sus límites, y si es
cierto que Colón no tiene la culpa de las sandeces y
mala voluntad de sus apologistas, también lo es que en
toda alma genuínamente española ha de ser muy fuerte
la tentación de demostrar, si se puede (y las pruebas es
tán bien a la mano), que ni los españoles que protegie
ron y acompañaron a Colón eran tan imbéciles, tan crue
les, tan malvados y tan ingratos como se supone, ni el
Almirante era tampoco aquel ser impecable y desvalido,
ni aquella excepción maravillosa en medio de un siglo
bárbaro; sino, al contrario, un grande hombre que par
ticipaba de todos los errores y pasiones de su tiempo.
Entre los malos Gobiernos coloniales ha habido pocos
tan malos y desconcertados como el de Colón en la isla
española; y si el crimen de la esclavitud se consumó en
las Indias, nadie antes que él pudo introducirla, y él
fué el primero que envió de una vez quinientos esclavos
caribes al mercado de Sevilla. Ea justicia histórica se
debe a los grandes y a los pequeños, y a nadie exime
de ella la categoría de genio, aunque naturalmente in di
ne el ánimo del historiador a no insistir mucho en estas
sombras que, habida consideración al tiempo (considera
ción que amengua bastante la parte de responsabilidad
individual), no son tantas ni tales que obscurezcan la
grandeza del esfuerzo inicial y de la maravillosa obra
cumplida. Ni nadie hubiera reparado mucho en ellas si
tal cúmulo de irritantes injusticias no hubiese excitado
la fibra patriótica de muchos llevándolos tal vez a re
cargar las tintas negras del cuadro. No basta, como cán
didamente creen algunos, repetir a cada paso que la glo
ria^ de Colón nos pertenece; que su nombre y el de Es
paña^ son inseparables, y otros tales rasgos enfáticos que
de ningún modo pueden quitar el escozor y la amargura
a los que formalmente estudian estas cosas y saben que
lo corriente y lo vulgar en Europa y en América, lo que
cada día se estampa en libros y papeles, es que la gloria
de Colón es gloria italiana o de toda la humanidad, ex
cepto de los españoles, que no hicieron más que ator
mentarle y explotar inicua y bárbaramente su descubri
miento, convirtiéndole en una empresa de piratas. Esta
es^ la leyenda de Colón, y esta es la que hay que exter
minar por todos los medios, y hacen obra buena los que
la combaten, no sólo porque es antipatriótica, sino por
que es falsa, y nada hay más santo que la verdad (1 ).
É
nica empresa de salvar con el razonamiento y con la
espada la Europa latina de la nueva invasión de bár-
baios septentrionales; y en nueva y portentosa cruzada,
no por seguir a ciegas las insaciadas ambiciones de un
conquistador, como las hordas de Ciro, de Alejandro y
de Napoleón; no por inicua razón de Estado, ni por el
tanto mas cuanto de pimienta, canela o jengibre, como
los hebreos de nuestros días, sino por todo eso que lla
man idealismos y visiones los positivistas; por el dogma
de la libertad humana y de la responsabilidad moral,
por su Dios y por su tradición, fué a sembrar huesos de
caballeros y de mártires en las orillas del Albis, en las
dunas de Flandes y en los escollos del mar de Inglate
rra. ¡ Sacrificio inútil, se dirá, empresa vana ! Y no lo
fué, con todo eso, porque si los cincuenta primeros años
del siglo X V I son de conquistas para la reforma, los
otros cincuenta, gracias a España, lo son de retroceso;
y ello es que el Mediodía se salvó de la inundación y
que el protestantismo no ha ganado desde entonces una
pulgada de tierra, y hoy en los mismos países en que
nació, languidece y muere. Que nunca fué estéril el sa
crificio por una causa justa, y bien sabían los antiguos De
cios, al ofrecer su cabeza a los dioses infernales antes de
entrar en batalla, que su sangre iba a ser semilla de vic
toria para su pueblo. Y o bien entiendo que estas cosas
harán sonreír de lástima a los políticos y hacendistas,
que, viéndonos pobres, abatidos y humillados a fines del
siglo X V II, no encuentran palabras de bastante menos
precio para una nación que batallaba contra media Euro
pa conjurada, y esto, no por redondear su territorio ni
por obtener una indemnización de guerra, sino por ideas
de teología..., la cosa más inútil del mundo. ¡ Cuánto
mejor nos hubiera estado tejer lienzo y que Dutero en
trara o saliera donde bien le pareciese! Pero nuestros
abuelos lo entendían de otro modo, y nunca se les ocu
rrió juzgar de las grandes empresas históricas por el
éxito inmediato. Nunca, desde el tiempo de Judas Ma-
cabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creer
se el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de
D ios; y todo, hasta sus sueños de engrandecimiento y
de monarquía universal, lo referían y subordinaban a
este objeto supremo: uFict unum ovile, et unus pasión.
Lo cual hermosamente parafraseó Hernando de Acuña,
el poeta favorito de Carlos V :
Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
La edad dichosa en que promete el cielo
Una grey y un pastor solo en el suelo,
Por suerte a nuestros tiempos reservada.
Ya tan alto principio en tal iornada
Nos muestra el fin de vuestro santo celo,
Y anuncia al mundo para más consuelo
Un monarca, un imperio y una espada.
É
atenta a intereses, pretensiones, guerras y derechos de
familia, que andaban muy fuera del círculo de la nacio
nalidad española; pero dinastía que tuvo la habilidad
o la fortuna de asimilarse la idea madre de nuestra cul
tura y seguirla en su pujante desarrollo, y convertirse
en gonfaloniera de la Iglesia, como ninguna otra casa
real de Europa.
Y , sin embargo, se ha dudado del catolicismo de algu
nos de sus príncipes, y libros hay en que con mengua
de la crítica se habla de las ideas reformistas de D .a Juana
la Eoca, del Emperador y del príncipe D. Carlos.
¡ Protestante D.a Juana la Eoca ! El que semejante dis
late se haya tomado en serio y merecido discusión, da
la medida de la crítica de estos tiempos. Confieso que
siento hasta vergüenza de tocar este punto, y si voy a
idecir dos palabras, es para que no se atribuya a ignorancia
o a voluntaria omisión y silencio. Por lo demás, la his
toria es cosa tan alta y sagrada que parece profanación
mancharla con semejantes puerilidades y cuentos de vie
jas, pasto de la necia y malsana curiosidad de los pe
riodistas y ganapanes literarios de estos tiempos. Un
Mr. Bergenroth, prusiano, comisionado por el Gobierno
inglés para registrar los Archivos de la Península que
pudieran contener documentos sobre las relaciones entre
Inglaterra y España, hábil copista y paleógrafo, pero
ajeno de criterio histórico, y no muy hábil entendedor
de los documentos que copiaba, halló en Simancas e
imprimió triunfalmente en 1868 ciertos papeles que, a
«
en sus últimos años aquella infeliz clemente manifestaba
■-horror a todo lo que fuese acción de piedad», y no re
cibía los Santos Sacramentos; pero ¿ qué prueba esto,
tratándose de una mujer tan fuera de sentido que decía
a Fr. Juan de la Cruz que «un gato de algalia había
comido a su madre e iba a comerla a ella» ? Afortuna
damente, Dios le devolvió la razón en su última hora y
la permitió hacer confesión general y solemne protesta
de que moría en la fe católica, asistiéndola y consolán
dola San Francisco de Borja.
¿ Y quhn pudo nunca dudar del acendrado catolicismo
del grande emperador? Verdad es que tiene sobre su
memoria el feo borrón del saco de Roma y el acto cesa-
rista y anticanónico del «Interim», y las torpezas y va
cilaciones que le impidieron atajar en los comienzos la
sedición luterana, de lo cual bien amargamente se lamen
taba él en sus últimos años. Pero ¿cóm o poner mácula
en la pureza de sus sentimientos personales? Ni siquiera
se atrevió a tanto el calumniador Gregorio Retí. ¡ Protes
tante el hombre que aun antes de Yuste observaba las
prácticas religiosas con la misma exactitud que un monje !
¡ El que llamó desvergüenza y bellaquería a la intentona
de los protestantes de Valladolid, y sintiendo hervir la
sangre como en sus juveniles días, hasta quiso salir de
su retiro a castigarlos por su mano, como gente que
estaba fuera del derecho común y con quien no debían
seguirse los trámites legales ! ¡ El que en su testamento
encarga estrechamente a su hijo que «favorezca y mande
favorecer al Santo Oficio de la Inquisición por los mu
chos y grandes daños que por ella se quitan y castigan» !
«Mucho erré en no matar a Rutero (decía Carlos V a los
frailes de Yuste), y si bien le dejé por no quebrantar el
salvoconducto y palabra que le tenía dada, pensando de
remediar por otra vía aquella herejía, erré, porque yo
no era obligado a guardarle la palabra por ser la culpa
del hereje contra otro mayor Señor, que era Dios, y así
yo no le había ni debía de guardar palabra, sino vengar
la injuria hecha a Dios. Que si el delito fuera contra mí
mismo, entonces era obligado a aguardarle la palabra,
y por no le haber muerto yo, fué siempre aquel error
de mal en peor : que creo que se atajara, si le matara.»
Al hombre que así pensaba podrán calificarle de fanático,
pero nunca de hereje, y contra todos sus calumniadores
protestará aquella sublime respuesta suya a los príncipes
alemanes que le ofrecían su ayuda contra el turco a cam
bio de la libertad religiosa : «Y o no quiero reinos tan
caros como esos, ni con esa condición quiero Alemania,
Francia, España e Italia, sino a Jesús crucificado.»
Al lado de tan terminantes declaraciones poco significa
el proceso que Paulo IV , enemigo jurado dé los españo
les, mandó formar al emperador como cismático y fautor
de herejes por los decretos de la Dieta de Ausburgo :
puesto que tal proceso era exclusivamente político, y se
enderezaba sólo a absolver a los súbditos del imperio del
juramento de fidelidad, y traer nuevas complicaciones a
Carlos V . Así y todo, no llegó a formularse la sentencia,
ni pasó de amenaza la excomunión y el entredicho.
¿ Y qué diremos del príncipe don Carlos, alimaña es
túpida, aunque de perversos instintos, que viene ocu
pando en la historia mucho más lugar del que merece?
Poco ganaría la Reforma con que un niño tontiloco se
hubiera adherido a sus dogmas, si es que cabía algún
género de dogmas o de ideas en aquella cabeza. Pero, así
y todo, el protestantismo de don Carlos es una fábula;
y a quien haya leído el libro de Gachard, definitivo en
este punto, no han de deslumbrarle las paradojas de don
Adolfo de Castro. Que el príncipe tuviera tratos con los
rebeldes flamencos, en odio a su padre, no puede du
darse ; que pensó huir a los Países Bajos es también
verdad averiguada; pero todo lo que pase de aquí son
vanas conjeturas y cavilosidades. Ni don Carlos formaba
juicio claro de lo que querían los luteranos, ni en toda
aquella desatinada intentona procedía sino como un mu
chacho nial criado, anheloso de romper las trabas domés
ticas, hacer su voluntad y campar por sus respetos. Todo
es pueril e indigno de memoria en este príncipe. El no
ÉÉÉI
tenía pensamiento ni inclinación buena; pero si en la
prisión se resistió a confesarse porque hervía en su alma
el odio a muerte contra su padre, esto mismo demuestra
que creía en la eficacia del Sacramento y temía profa
narle. Repito que este punto está definitivamente fallado
después de Gachard y de Mouy, y hora es ya de dejar
descansar a aquella víctima, no de la tiranía de su padre,
sino de sus propios excesos y locuras, que, tan sin me
recerlo, y por extraño capricho de la suerte, llegó a con
vertirse en héroe político y legendario. Ni a la misma
Reforma puede serle grato engalanarse con oropeles y
lentejuelas de manicomio (1 ).
\ __
É
sólo fueron grandes en cuanto representantes de las ten
dencias de la raza y más españoles que todos, no en cuan
to R e y e s; aquí no hubo esa devoción, ese fervor monár
quico que en Francia, como nada hubo que se pareciese
a la pompa oriental y absolutismo semi-asiatico de la cor
te de Ruis X IV . Al contrario, la monarquía vivió siem
pre en el siglo X V I de un modo cenobítico y austero.
Si quisiéramos reducir a fórmula al estado social de
España en el siglo X V I, diríamos que venía a constituir
una democracia frailuna. Ni aquí había monarquía propia
mente poderosa por ser monarquía, ni aristocracia pode
rosa por ser aristocracia. Es más, la aristocracia, po t i
camente, estaba anulada desde que el Cardenal Tavera
la había arrojado de las Cortes de Toledo. ¡ Providencial
y ejemplar castigo de la mal segura fe y tornadiza lealtad
con que la primera nobleza castellana sirvió, ya al Em
perador, y a ‘ a las ciudades, en la guerra de los comu-
neros ! /•
Solo quedaba, y omnipotente lo regía todo, el espíri
tu católico sostenido por los Reyes, y en virtud del cua
los Reyes eran grandes; por eso una casa extranjera,
contraria en sus tradiciones e intereses de familia a las
tradiciones y a los intereses de la nación española (y fu
nesta para ella en su política interior), fue acatada y
defendida hasta con entusiasmo heroico, sin otra causa
que el haber sido portaestandarte de los ejércitos de .a
Iglesia con más firmeza y lealtad que ninguna otra Casa
real de Europa. Si en los tiempos de nuestra decadencia,
si en las obras de nuestros dramaturgos, sobre todo en
Rojas, se extremó hasta la hipérbole esta devoción m o
nárquica, tan racional y justa, yo creo que hubo en esto
algo de falsedad, de ideal y de convencionalismo, que
no' trascendía a la vida, ni era retrato fiel, sino exage-
.
gabinete, y aun mártir, porque puede decirse que no tuvo
una hora de paz y sosiego en su largo reinado. Y para
gloria suya debemos añadir que muy pocas veces se dejó
llevar por mezquinos intereses o por vil razón de Estado,
y que su mente estuvo siempre al servicio de grandes
ideas : la unidad de su pueblo : la lucha contra la Re
forma. Hizo la primera con la conquista de Portugal,
y contra la segunda mandó a sus gentes a lidiar a todos
los campos de batalla de Europa. Si alguna guerra em
prendió que no naciese de este principio, fué herencia de
Carlos V ; herencia funesta, pero que él no podía recha
zar. Nuestra decadencia vino porque estábamos solos con
tra toda Europa, y no hay pueblo que a tal desangrarse
resista; pero las grandes empresas históricas no se juz
gan por el éxito. Obramos bien como católicos y como es
pañoles : lo demás, ¿qué im porta?...
[N o es posible dejar de considerar a] Felipe II como
protector espléndido de ciencias, letras y artes, ponien
do de manifiesto la sinrazón notoria con que se taclia
de opresor ignorante, verdugo del pensamiento, etc., et
cétera al gran Monarca que levantó el Escorial, encargó
cuadros al Ticiano, estableció en su propio palacio una
academia de matemáticas, mandó hacer la estadística y
el mapa geodésico de la Península (ejecutado por el maes
tro Esquivel), costeó la Biblia políglota, hizo traer a toda
costa de apartadas regiones códices y libros preciosísi
mos, favoreció la enseñanza de la filosofía luliana, comi
sionó a Ambrosio de Morales para registrar los archivos
de iglesias y monasterios, y a Francisco Hernández para
estudiar la Fauna y la Flora mejicanas, y alentó los tra
bajos metalúrgicos de Bernal Pérez de Vargas. Todo esto
y mucho más hizo Felipe II, como es de ver en su co
rrespondencia con Arias Montano y en otros documentos;
y sin embargo, se le tiene por oscurantista y enemigo
del saber (1).
a
el fe rv o r: eran frecuentes y ruidosas las conversiones
y no cruzaba por las conciencias la más leve sombra de
duda. Una sólida y severa instrucción dogmática nos pre
servaba del contagio del espíritiu aventurero, y España po
día llamarse con todo rigor un pueblo de teólogos (1 ).
Los judíos
ú
mismo Fr. Alfonso de Oropesa, varón evangélico, de
fensor de la unidad de los fieles, en su libro Lumen Dei
ad revelationem gentium, el cual, por encargo del A r
zobispo Carrillo, hizo pesquisa en Toledo, y halló (con
forme narra el Padre Sigiienza) «de una y otra parte
mucha culpa : los cristianos viejos pecaban de atrevidos,
temerarios, facinerosos : los nuevos, de malicia y de in
constancia en la fen.
Siguiéronse los alborotos de Toledo en julio y agosto
de 1467 ; los de Córdoba, en 1473, en que sólo salvó a
los conversos de su total destrucción el valor y presen
cia de ánimo de don Alonso de A gu ilar; los de Jaén,
donde fué asesinado sacrilegamente el condestable M i
guel Cucas de Iranzo ; los de Segovia, 1474, especie de
zalagarda movida por el maestre don Juan Pacheco con
otros intentos. Ea avenencia entre cristianos viejos y nue
vos se hacía imposible. Quién matará a. quién, era el
problema.
Clamaba en Sevilla el dominico Fr. Alonso de Hojeda
contra los apóstatas, que estaban en punto de predicar
la ley de Moisés y que no podían encubrir el ser judíos,
y contra los conversos más o menos sospechosos, que
lo llenaban todo, así la curia eclesiástica como el pala
cio real. Vino a excitar la indignación de los sevillanos
el descubrirse el Jueves Santo de 1478 una reunión de
seis judaizantes, que blasfemaban de la fe católica. A l
canzó Fr. Alonso de Hojeda que se hiciese inquisición
en 1480, impetrada de Sixto IV Bula para proceder con
tra los herejes por vía de fuego.
Tos nuevos inquisidores aplicaron el procedimiento que
en Aragón se usaba. En 6 de febrero de 1481 fueron en
tregados a las llamas seis judaizantes, en el campo de
Tablada. El mismo año se publicó el Edicto de Gracia,
llamando a penitencia y reconciliación a todos los cul
pados. Más de 20.000 se acogieron al indulto en toda Cas
tilla. ¿Era quimérico, o no, el temor de las apostasías?
Entre ellos abundaban canónigos, frailes, monjas y perso
najes conspicuos en el Estado.
¿Qué hacer en tal conflicto religioso con tales enemi
gos domésticos? El instinto de propia conservación se
sobrepuso a todo, y para salvar, a cualquier precio, la
unidad religiosa y social, para disipar aquella dolorosa
incertidumbre, en que no podía distingiurse al fiel del
infiel, ni al traidor del amigo, surgió en todos los espí
ritus el pensamiento de Inquisición. En 11 de febrero de
1482 lograron los Reyes Católicos Bula de Sixto IV para
establecer el Consejo de la Suprema, cuya presidencia re
cayó en Fr. Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz
de Ségovia.
El nuevo Tribunal (que difería de las antiguas inqui
siciones de Cataluña, Valencia, etc., en tener una orga
nización más robusta y estable, y ser del todo indepen
diente de la jurisdicción episcopal) introducíase en Ara
gón dos años después, tras leve resistencia. Eos neófitos
de Zaragoza, gente de mala y temerosa conciencia, die
ron en la noche del 18 de septiembre de 1485 sacrilega
muerte al inquisidor San Pedro Arbués, al tiempo que
oraba en Ea Seo. En el proceso resultaron complicados
la mayor parte de los cristianos nuevos de A ra g ón : entre
los que fueron descabezados figuran Mosén Euis de San-
tángel y Micer Francisco de Santa F e ; entre los recon
ciliados, el vicecanciller Micer Alfonso de la Caballería.
Fray Alonso de Espina, distinto probablemente del au
tor del Fortalitium, fué enviado en 1487 a Barcelona de
inquisidor por Torquemada, quien, no sin resistencia de
los catalanes (atentos a rechazar toda intrusión de mi
nistros castellanos en su territorio), había sido recono
cido como Inquisidor general en los reinos de Castilla
y Aragón. En el curioso registro que por encargo del
mismo Fr. Alonso formó el archivero Pedro Miguel Car-
bonell, y que hoy suple la falta de los procasos origi
nales, pueden estudiarse los primeros actos de esta In
quisición. El viernos 2 0 de julio de 1487 prestaron ju
ramento de dar ayuda y favor al Santo Oficio el Infante
don Enrique, lugarteniente rea l; Francisco Malet, re
gente de la Cancillería; Pedro de Perapertusa, veguer
de Barcelona, y Juan Barriera, baile general del Prin
cipado.
Eos reconciliados barceloneses eran todos menestrales
y mercaderes: pelaires, juboneros, birreteros, barberos,
tintoreros, curtidores, drogueros, corredores de oreja. La
nobleza de Cataluña no se había mezclado con los neófi
tos tanto como en Aragón, y apenas hay un nombre co
nocido entre los que cita Carbonell. El primer auto de
fe verificóse el 25 de enero de 1488, siendo agarrotados
cuatro judaizantes, y quemados en estatua otros doce. Las
condenaciones en estatua se multiplicaron asombrosamen
te, porque la mayor parte de los neófitos catalanes ha
bían huido.
Carbonell trascribe, además de las listas de reconcilia
dos, algunas sentencias. Los crímenes son siempre los
m ism os: haber observado el sábado, y los ayunos y
abstenciones judaicas ; haber profanado los Sacramentos ;
haber enramado sus casas para la fiesta de los Tabernácu
los o de les Cabanyelles, etc. Algunos (y esto es de
notar), por falta de instrucción religiosa, querían guar
dar a la vez la ley antigua y la nueva, o hacían de las
dos una amalgama extraña, o siendo cristianos en el fon
do, conservaban algunos resabios y supersticiones judai
cas, sobre todo las mujeres.
Una de las sentencias más llenas de curiosos porme
nores es la del lugarteniente del tesorero real Jaime de
Casafranca. Allí se habla de un cierto Sent-Jordi, grande
enemigo de los cristianos, y hombre no sin letras, muy
versado en los libros de Maimónides y autor el mismo
de un tratado en favor de la ley de Moisés. Otro de los
judaizantes de alguna cuenta fué Dalmau de Tolosa, ca
nónigo y pavordee de Lérida.
La indignación popular contra los judaizantes había
llegado a su colmo. «E l fuego está encendido (dice el
Cura de los Palacios), quemará fasta que falle cabo al
seco de la leña, que será necesario arder, fasta que sean
desgastados e muertos todos los que judaizaron, que no
quede ninguno: e aun sus fiijos... si fueren tocados de
a
la misma lepra». A l proclamar el exterminio con tan
durísimas palabras, no era el cronista más que un eco de
la opinión universal e incontrastable.
El edicto de expulsión de los judíos públicos (31 de
marzo de 1492), fundado, sobre todo, en el daño que re
sultaba de la comunicación de hebreos y cristianos, vino
a resolver en parte aquella tremenda crisis. Ea Inqui
sición se encargó de lo demás. El edicto, tantas veces
y tan contradictoriamente juzgado, pudo ser más o me
nos político, pero fué necesario para salvar aquella raza
infeliz del continuo y feroz amago de los tumultos popu
lares. Es muy fácil decir (como el Sr. Amador de los
Ríos) que adebieron oponerse los Reyes Católicos a la
corriente de intolerancia)). Pero, ¿quién se opone al sen
timiento de todo un pueblo? Excitadas las pasiones has
ta el grado máximo, ¿ quién 'hubiera podido impedir que
se repitieran las matanzas de 1391 ? Ea decisión de los
Reyes Católicos no era buena ni mala : era la única que
podía tomarse, el cumplimiento de una ley histórica.
En 5 de diciembre de 1496 seguía don Manuel de Por
tugal el ejemplo de los Reyes C atólicos; pero aquel
Monarca cometió la inicua violencia (así la califica Jeró
nimo Osorio) de hacer bautizar a muchos judíos por
fuerza, con el fin de que no salieran del reino sus te
soros. «¿Quieres tú hacer a los hombres por fuerza cris
tianos? (exclama el Tito Eivio de Toledo). ¿Pretendes
quitalles la libertad que Dios les dió?»
Todavía más que a los judíos aborrecía el pueblo a los
conversos, y éstos se atraían más y más sus iras con
crímenes com o el asesinato del Niño de la Guardia, que
es moda negar, pero que fué judicialmente comprobado,
y que no carecía de precedentes asimismo históricos...
Ea negra superstición de los conversos llegaba hasta
hacer hechicerías con la hostia sagrada, según consta en
el proceso del Niño de la Guardia, cuyo corazón reserva
ron para igual objeto.
Eas venganzas de los cristianos viejos fueron atroces.
En abril de 1506 corría la sangre de los neófitos por las
calles de E isboa; horrenda matanza, que duró tres días,
y dejó muy atrás los furores de 1391.
En tanto, el inquisidor de Córdoba, Diego Rodríguez
Encero, hombre fanático y violento, inspirado por Sata
nás (como dice el P. Sigüeuza), sepultaba en los calabo
zos, con frívolas ocasiones y pretextos, a lo más florido
de aquella ciudad, y se empeñaba en procesar, como ju
daizante, nada menos que al venerable y apostólico A r
zobispo de Granada, Fr. Hernando de Talayera, y a
todos sus parientes y familiares. Y es que Fr. Hernando,
sobrino de Alonso de Oropesa, y jerónimo como él, era
del partido de los claustrales, opuesto al de los observan
tes (de que había sido cabeza Fr. Alonso de Espina),
cuanto al modo de tratar a los neófitos que de buena fe
vinieran al catolicism o; y le repugnaba la odiosa y anti
evangélica distinción de cristianos viejos y nuevos.
Hasta 1525 los procesos inquisistoriales fueron exclusi
vamente de judaizantes. En cuanto a números, hay que
desconfiar mucho. Eas cifras de Rlorente (repetidas por
el Sr. Amador de los Ríos) descansan en la palabra de
aquel ex secretario del Santo Oficio, tan sospechoso e
indigno de fe, siempre que no trae documentos en su
abono (1 ). ¿Quién le ha de creer, cuando rotundamente
2. L o s M o r isc o s
m
luntad de los renegados, que, al fin, como españoles,
odiaban de todo corazón a los árabes.
En todas partes se hacían independientes los mula-
díes. Aragón estaba dominado por la familia visigoda de
los Beni-Cassi, de la cual salió el renegado Muza, señor
de Tudela, Zaragoza y Huesca, que se apedillaba tercer
rey de España; tenía en continuo sobresalto a los prín
cipes cristianos y al emir cordobés, y recibía embajadas
de Carlos el Calvo. Fué vencido en el monte Eaturce,
cerca de Albelda, por Ordoño I. Desde entonces los Beni-
Cassi (uno de ellos Eupo-ben-Muza, que era cónsul en
Toledo) hicieron alianza con los reyes de Eeóu, contra
el común enemigo, es decir, contra los árabes. Sólo Mo-
hamed-ben-Eupi (hijo de Eope), por enemistad con sus
tíos, Ismael y Fortun-ben-Muza, rompió las paces en
tiempos de Alfonso el Magno, y se alió con los cordo
beses. Lidiaron contra él los demás Beni-Cassi, y fueron
vencidos, viniendo a poder de Mohamed casi todos los
antiguos Estados de Muza.
En Mérida había fundado otro reino independiente ei
renegado Iben-Meruan, que predicaba una religión mixta
de cristianismo y mahometismo. Apoyado por Alfonso III
y por los reyezuelos muslimes, de sangre española, de
rrotó en Caracuel un ejército mandado por Hachim, fa
vorito de Mohamad, y llevó sus devastaciones hasta Se
villa y el Condado de Niebla.
Tales circunstancias aprovechó Omar-ben-Hafsun (en
tre los cristianos Samuel) para sus empresas. No me
cumple referirlas, porque Ornar no era renegado, aunque
así le llamasen. A su sombra se levantaron los españoles
de Elvira, ya cristianos, ya renegados, y encerraron a los
árabes en la Alham bra; y aunque Sawar, y después el
célebre poeta Said, les resistieron con varia fortuna, la
estrella de Omar-ben- Hafsun, nuevo Viriato, no se eclip
saba por desastres parciales.
En cambio, los renegados de Sevilla (que eran muchos
y ricos) fueron casi exterminados por los yemenitas.
Aún hubo más soberanías españolas independientes.
En la provincia de Ossonoba (los Algarbes), un cierto
Yaylia, nieto de cristianos, fundó un Estado pacífico y
hospitalario. En los montes de Priego, Ben-Mastaua; en
tierras de Jaén, los Beni-H abil; en Murcia y Eorca, Dai-
sam-ben-Ishac, que dominaba casi todo el antiguo reino
de T eodom iro: todos eran renegados o muladies. Eos
mismos cristianos de Córdoba entraron en relaciones con
Ben-Hafsum ; y el conde Servando, aquel pariente de
Hostegesis y antiguo opresor de los muzárabes, creyó
conveniente ponerse al servicio de la causa nacional para
hacer olvidar sus crímenes.
El combate de Polei quebrantó mucho a las fuerzas
de Omar-ben-Hafsun, que, a no ser por aquel descalabro,
hubiera entrado en Córdoba, y la división entre los cau
dillos trajo, al fin, la ruina de la causa nacional. Ábde-
rrahmán III los fué domeñando o atrayendo. Al hacerse
católicos Omar-ben-Hafsun y Ben-Mastana, se habían
enajenado muchos partidarios. En la Serranía de Regio,
poblada casi toda de cristianos, la resistencia fué larga,
y Ben-Hafsun murió sin ver la derrota ni la sumisión
de los suyos. Su hijo Hafas rindió a Abderrahman la
temida fortaleza de Bobastro. Su hija Argéntea, fervo
rosa cristiana, padeció el martirio. Otro hijo suyo, Ab-
derrahmán, más dado a las letras que a las armas, pasó
la vida en Córdoba copiando manuscritos.
Toledo, que formaba una especie de república, se rin
dió por hambre en 930. Todos los reinos de Taifas des
aparecieron, menos el de los Algarbes, cuyo príncipe,
que lo era el renegado Kalaf-ben-Beker, hombre justiciero
y pacífico, ofreció pagar un tributo.
Desde este momento ya no se puede hablar de rene
gados. Estos se pierden en la general población musul
mana, y los que volvieron a abrazar la fe, en mal hora
dejada por sus padres, se confunden con los muzárabes.
Empresa digna de un historiador serio fuera mostrar
cuánto influye este elemento español en la general cul
tura musulmana. El nos diría, por ejemplo, que el cé
lebre ministro de Abderrahmán V , Alí-ben-Hazm, a quien
llama Dozy «el mayor sabio de su tiempo, uno de los
poetas^ más graciosos y el escritor más fértil de la Es
paña árabe», era nieto de un cristiano, por más que él
renegara de su origen y maldijera las creencias de sus
mayores. Con fundamento el mismo Dozy (a quien cito
por no ser sospechoso), después de transcribir una lin
dísima narración de amores escrita por Ibn-Hazm, y que
sentaría bien en cualquiera novela íntima y autobiográ
fica de nuestros días, anade: «No olvidemos que este
poeta, el más casto, y hasta cierto punto el más cristiano
entie los poetas musulmanes, no era de sangre árabe.
Nieto de un español cristiano, no había perdido el modo
de pensar y de sentir propio de su raza. En vano abo
minaban de su origen estos españoles arabizados; en vano
invocaban a Mahoma y no a Cristo : siempre, en el fondo
de su alma, quedaba un no sé qué puro, delicado, espi
ritual, que no es árabe.» Esta vez, por todas, Dozy nos
ha hecho justicia.
Diríanos el que de estas cosas escribiera, que el fa
moso historiador Ben-Al-Kotiya (hijo de la goda) des
cendía de la regia sangre de W itiza ; que Almotacín, rey
de Almería,^ poeta y gran protector del saber, era de la
estiipe española de los Beni-Cassi; que el poeta cristiano
Maigari, y otro llamado Ben-Kazman, muladí, según
parece, aclimataron en la corte de Almotamid de Sevilla
los géneros semipopulares del zadschal y de la muyas-
chaja. Nos enseñaría si tiene o no razón Casiri cuando
afirma que el célebre astrónomo Alpetrangi, o Alvenal-
petrardo, era un regenado, cuyo verdadero nombre fué
Petrus, cosa que Munck y otros negaron... (1).
* * *
fe
moderación, que tan poco duró y que vino a terminar
con el largo y horrendo martirio de los muzárabes de
Córdoba, y que al fin y al cabo se explica por las condi
ciones de la invasión, por el pequeño número y mal asen
tado poder de los muslines, merece loa, ¿qué habremos
de decir, y cómo acertaremos a ponderar lo que nuestros
padres observaron por tan largos siglos con los vasallos
«mudéjares», cuya existencia en Castilla, ni era forzosa,
ni se fundaba en la mayor debilidad del poder cristiano,
que, al contrario, les abre las puertas y les admite en la
nacionalidad española, cuando las armas del Islam van
de vencida ? Otro fué el sistema de los primeros cau
dillos septentrionales, has expediciones de los Alfonsos,
Fruelas y Ramiros eran verdaderas razzias, seguidas
de devastación y exterminio, en que eran pasados al
filo de la espada o vendidos sub corona y llevados cau
tivos hasta los niños y las mujeres. Cierto que aún que
daba a los musulmanes, y algunas veces le aprovecharon,
el recurso de salir de la esclavitud, o a lo menos mejorar
de condición, recibiendo el bautismo ; pero, a la larga,
el progreso de la Reconquista y el interés, mejor o peor
entendido, de los señores de vasallos moros y la mayor
rudeza y barbarie de las costumbres, hicieron posible la
existencia de los mahometanos, con su religión y leyes
y con cierta libertad civil, en las poblaciones que nueva
mente se iban reconquistando. Desde 1038 en adelante,
casi todas las capitulaciones, y muy especialmente la de
Toledo de 1085, autorizan legalmente la convivencia de
cristianos y mudéjares. Su situación no era la misma en
todas partes, ni iguales sus derechos y deberes, depen
diendo muchas veces de la mayor o menor generosidad
del vencedor, del número e importancia de los vencidos,
y de otras mil circunstancias; pero, en general, se les
permitía el ejercicio (a veces público) del culto y el juzgar
entre sí sus propios litigios, pero no aquellos en que
interviniesen cristianos. Su condición era mejor que la de
los judíos, y fueron siempre menos odiados. Da historia
registra muy pocos alborotos y asonadas contra ellos. No
teman espíritu propagandista, eran gente buena y pacífica
, a, a la agricultura, a los oficios mecánicos o ai arlé
ele alarifes, y no podían excitar los celos y codicias que
mercaderías y arrendamientos suscitaban
fe * *
lentos que por entonces se presentaron, en que hasta se
proponía mandar a galeras y confiscar sus bienes a todos
los moriscos, y quitarles sus hijos para ser educados en
la religión cristiana, tropezó con la interesada oposición
de los señores valencianos, que desde antiguo cifraban
su riqueza en los vasallos moros. Acostáronse a su pa
recer algunos Obispos, como el de Segorbe; se consultó
al Papa, se formó una junta de Prelados y teólogos en
Valencia para tomar acuerdo en las mil embrolladas cues
tiones que a cada paso nacían del estado social y reli
gioso de los m oros: duraron las sesiones hasta 1609, y
tampoco se adelantó nada. Llovían memoriales pidiendo
la expulsión, y los moriscos tramaban nuevas conjuras.
Quedó la última decisión del negocio en manos de una
junta, formada por el comendador mayor de León, el
conde de Miranda y el confesor Fr. Jerónimo Xavierre,
que en consulta elevada al rey en 29 de octubre de 1607
opinaron resueltamente por la expulsión. Pasó esta con
sulta al Consejo de Estado, que. tras largas discusiones
y entorpecimientos, que sería enojoso referir, la confirmó
cerca de dos años después, en 4 de abril de 1609. En
vano reclamaron los nobles valencianos, pues el duque
de Lerma optó por la expulsión y Felipe III firmó el
decreto.
La expulsión comenzó por Valencia, principal foco
de los moriscos después de la derrota y dispersión de los
de Granada. Allí estaban los más en número y los más
ricos, y podía y debía temerse un levantamiento. Para
prevenirle y dar cumplimiento al edicto, fué enviado a
Valencia don Agustín Mejía, veterano de las guerras de
Flandes, antiguo maestre de campo y castellano de Ara-
beres, a quien llamaron los moros el M exedor, porque
iba a expulsarlos. En 23 de septiembre se proclamó el
bando que intimaba a los moriscos prepararse para ser
embarcados en el término de tres días, reservándose sólo
seis familias en cada lugar de cien casas, para que con
servasen las tradiciones agrícolas, y permitiendo quedarse
a los niños de menos de cuatro años, con licencia de sus
padres o tutores.
Hasta setenta mil moriscos iban ya trasladados a Ber
bería en dos expediciones, cuando la extrema desespe
ración puso las armas en la mano a los que quedaban,
y, empezando por robos, asesinatos y salteamientos, que
respondían casi siempre a feroces provocaciones de los
cristianos viejos y a la codicia y mala fe de los encar
gados subalternos de la expulsión, acabaron por negarse
abiertamente a cumplir las órdenes reales; y en I'ines-
tral, en Sella, en Relleu, en Taberna y Ag-uar, en todo
el valle del Guadalest, en Muela de Cortes y en la Sierra
tornaron a levantar el pendón bermejo, apellidando si
multáneamente a dos caudillos o reyezuelos : Jerónimo
Millini y el Turigi. Empresa más descabellada no se vio
jamás en memoria de hombres. N i la guerra fué gue
rra, sino caza de exterminio, en que nadie tuvo en
traña, ni piedad, ni misericordia; en que hombres, mu
jeres y niños fueron despeñados de las rocas o hechos
pedazos en espantosos suplicios. La resistencia del Turigi
fué heroica; pero, abandonado por sus parciales, si es
que ellos mismos no le entregaron, viole pendiente de la
horca el pueblo de Valencia. «Murió como buen católico
(dice Gaspar Escolano), dejando muy edificado al pueblo
y confundidos a sus secuaces.» Muy pocos de los rebe
lados llegaron a embarcarse : sucumbieron casi todos en
esta final y miserable resistencia, cuyos horrores cantó
en fáciles octavas Gaspar de Aguilar.
En el resto de la Península la expulsión no ofreció
dificultades. Los moriscos de Andalucía fueron arrojados
en el término de treinta días por don Juan de Mendoza,
marqués de San Germán, que publicó el bando en 12 de
enero de 1610. Más de 80.000 emigraron sin resistencia
alguna. De Murcia arrojó más de 16.000 don Luis Fa
jardo. En Aragón y en Cataluña, donde las sediciones
de los moriscos habían sido nulas o de poca importancia,
y grande el provecho que de ellos se sacaba para la agri
cultura y las artes, la expulsión no pareció bien y los
diputados de aquel reino y principado reclamaron varias
veces, aunque sin fruto. El edicto se pregonó en Zara
goza el 23 de mayo, con grave disgusto de los señores
de vasallos moros. Pasaron de 64.000 los expulsos, unos
por Tortosa y los Alfaques, otros por los puertos de Jaca
y Canfranc, donde los franceses se aprovecharon de la
calamidad de aquella pobre gente haciéndoles pagar un
ducado por cabeza. De Cataluña expulsó 50.000 el virrey,
marqués de Monteleón, en el término preciso de tres
días, dejándolos, en caso de contravención, al arbitrio de
los cristianos viejos, que podían prenderlos o matarlos.
Y , finalmente, en Castilla fué encargado de ejecutar el
bando el cristianísimo conde de Salazar, don Bernardino
de Velasco, que desterró por la parte de Burgos a unas
16.713 personas. Ya no quedaba en España más gente de
estirpe arábiga que los descendientes de los antiguos mu-
déjares. En vano pretendieron quedarse, alegando Jas vie
jas capitulaciones y los buenos servicios que habían hecho
a la corona de Castilla. Una real cédula de 31 de mayo
de 1611 los comprendió en la ley común, y en conse
cuencia salieron hasta unos 2 0 . 0 0 0 más por los puertos
de Andalucía y por Cartagena. En 1613, y mediante nue
vos y apremiantes bandos, se completó la expulsión con
la de los moros del campo de Calatrava y otras partes
de la Mancha, y los del valle de Ricote en Murcia, aun
que bueno será advertir que muchos, especialmente mu-
déjares, quedaron ocultos y rezagados entre la población
cristiana, y a la larga llegaron a mezclarse con ella.
No es posible evaluar con exactitud el número de los
expulsos. Ni los mismos historiadores que presenciaron
el hecho están conformes. Ea cifra más alta es de 900.000,
a la cual es necesario agregar los muchos que perecieren
antes de llegar a embarcarse, asesinados por los cristianes
viejos o muertos de hambre y fatiga o exterminados en
la sedición de Valencia. N o fué mejor su suerte en los
países a que arribaron. Ni moros ni cristianos los podían
ver : todo el mundo los tenía por apóstatas y renegados.
Sus correligionarios de Berbería los degollaban y saquea
ban, lo mismo que los católicos de Francia. Algunos se
dieron a la piratería, e infestaron por muchos años el
Mediterráneo.
Y ahora digamos nuestro parecer sobre la expulsión
con toda claridad y llaneza, aunque ya lo adivinará quien
haya seguido con atención y sin preocupaciones el an
terior relato. No vacilo en declarar que la tengo por cum
plimiento forzoso de una ley histórica, y sólo es de la
mentar lo que tardó en hacerse. ¿Era posible la exis
tencia del culto mahometano entre nosotros, y en el
siglo X V I ? Claro que no, ni lo es ahora mismo en parte
alguna de E uropa; como que a duras penas le toleran
en Turquía los filántropos extranjeros que por el hecho
de la expulsión nos llaman bárbaros. Y peor cien veces
que los mahometanos declarados (con ser su culto ró-
mora de toda civilización) eran los falsos cristianos, los
apóstatas y renegados, malos súbditos además y perversos
españoles, enemigos domésticos, auxiliares natos de toda
invasión extranjera, raza inasimilable, com o lo probaba
la triste experiencia de siglo y medio. ¿E s esto disculpar
a los que rasgaron las capitulaciones de Granada, y me
nos a los amotinados de Valencia que tumultuaria y sa
crilegamente bautizaron a los moriscos? En manera al
guna. Pero puestas así las cosas muy desde el principio,
el resultado no podía ser o tr o ; y avivado sin cesar el
odio y los recelos mutuos de cristianos viejos y nuevos;
ensangrentada una y otra vez el Alpujarra; perdida toda
esperanza de conversión por medios pacíficos a pesar de
la extremada tolerancia de la Inquisición, y del buen celo
de los Talaveras, Villanuevas y Riberas, la expulsión era
inevitable y repito que Felipe II erró en no hacerla a
tiempo. Locura es pensar que batallas por la existencia,
luchas encarnizadas y seculares de razas, terminen de otro
modo que con expulsiones y exterminios. La raza inferior
sucumbe siempre y acaba por triunfar el principio de na
cionalidad más fuerte y vigoroso.
Que la expulsión fué en otros conceptos funesta no lo
negaremos, siendo, como es, averiguada cosa, que siem-
É
pie andan mezclados en el mundo los bienes y los males.
I^a pérdida de un millón de hombres (en número redondo)
no fué la ^principal causa de nuestra despoblación, aun
que algo influyera; y después de todo no debe contarse
sino como una de tantas gotas de agua al lado de la ex
pulsión de los judíos, la colonización de América, las
guerras extranjeras y en cien partes a la vez, y el exce
sivo número de regulares; causas señaladas todas sin am
bages por nuestros antiguos economistas, algunos de los
cuales, como el canónigo Fernández Navarrete, tampoco
vacilo en censurar bajo tal aspecto el destierro de los mo
riscos, bien pocos años después de haberse cumplido. Ni
han sido ni son las partes mas despobladas de España
aquéllas que dejaron los árabes, como no son tampoco
las peor cultivadas; lo cual prueba que el daño produ
cido en la agricultura por la expulsión de los grandes
agricultores muslimes no fué tan hondo ni duradero como
pudiéramos creer guiándonos solamente por las lamenta
ciones de los que contemplaban los campos yermos al
día siguiente de la ejecución de los edictos. Tejos de nos
otros creer, con el cándido y algo comunista poeta Gaspar
de Aguilar, que sólo los señores de vasallos moros perdie
ron con la expulsión y que la masa de las gentes ganó,
quedando a s í:
I LLfcJ
es el odio de razas; lo que deja siempre largo y sangrien
to reato, son crímenes como el de los agermanados. Y
cuando la medida llegó a colmarse, la expulsión fué, no
sólo conveniente, sino necesaria. El nudo no podía des
atarse, y hubo que cortarle ; que tales consecuencias tra
jeron siempre las conversiones forzadas (1 ).
3. La M. e f o r m a
a) ILa propaganda
h ) A vitos d e f e
31 d e m a y o d e 1 S S 9
k É
a que se casara cou su hermano Gonzalo Pérez, y no tuvo
reparo en aousar a su propia hermana D. Beatriz.
Mandósele dar tormento en 4 de marzo de 1559, pero se
sobreseyó por haber hecho amplias declaraciones contra
su hermano Pedro y contra Fray Domingo de Rojas, don
Carlos de Seso y el Arzobispo Carranza.
Da Inquisición, hallando bastante culpa en algunos de
los procesados, determinó celebrar con ellos un auto de
fe, más solemne que cuantos hasta entonces en España
se vieran. Verificóse el domingo, día de la Trinidad, 21
de mayo de 1559, en la Plaza Mayor de Valladolid. Que
dan de tal suceso numerosas relaciones, así impresas como
manuscritas, conformes todas en lo sustancial...
Alzóse en la plaza de Valladolid un tablado de madera,
alto y suntuoso, en forma de Y griega, defendido ^por
verjas y balaustres. El frente daba a las Casas Consisto
riales, la espalda al Monasterio de San Francisco. Gra
das en forma circular para los penitentes; un púlpito para
que de uno en uno oyesen la sentencia ; otro enfrente para
el predicador ; una valla o palenque de madera, de doce
pies de ancho, que desde las cárceles de la Inquisición
protegía el camino hasta la plaza ; un tablado mas bajo, en
forma triangular, para los ministros del Santo Oficio,
con tribunas para los relatores; en los corredores de las
Casas Consistoriales, prevenidos asientos para la infanta
gobernadora y el príncipe D. Carlos, para sus damas y
servidumbre, para los Consejos, Chancillería y grandes
señores, y, finalmente, más de doscientos tablados para
los curiosos, que llegaron a tomar los asientos desde me
dia noche, y pagaron por ellos doce, trece y hasta vein
te reales. Dos que no pudieron acomodarse se encarama
ron a los tejados y ventanas, y como el calor era grande,
se defendían con toldos de angeo. Desde la víspera de la
Trinidad mucha gente de armas guardaba el tablado,
por temor a que los amigos de Cazalla lo quemasen, como
ya lo habían intentado dos noches antes. El primer día
de Pascua del Espíritu Santo se había echado pregón,
prohibiendo andar a caballo ni traer armas mientras du-
Wá
rase el auto. Castilla entera se despobló para acudir a la
famosa solemnidad; no sólo posadas y mesones, sino las
aldeas comarcanas y las huertas y granjas se llenaron de
gente, y como eran días del florido mayo, muchos dur
mieron al raso por aquellos campos de pan llevar. «Pa-
rezia una general congregación del m undo..., un propio
retrato del Juicio», dice Fray Antonio de la Carrera. Mu
chos se quedaron sin ver nada; pero a lo menos tuvieron
el gusto de recrearse «en la diversidad de gentes, nacio
nes y lenguas allí presentes», en el aparato de los ca
dalsos y en la bizarría y hermosura de tantas apuestas
damas como ocupaban las fines tras y terrados de las ca
lles por donde habían de venir los penitentes. Más de
dos mil personas velaban en la plaza, al resplandor de ha
chas y luminarias.
Entonces se madrugaba mucho. A la una empezó a
decirse misa en iglesias y monasterios, y aún no eran las
cinco de la mañana cuando aparecieron en el Consisto
rio la princesa gobernadora, D.a Juana, «vestida de raxa,
con su manto y toca negra de espumilla a la castellana,
jubón de raso, guantes blancos y un abanico dorado y
negro en la mano», y el débil y valetudinario príncipe
D. Carlos «con capa y ropilla de raxa llana, con media
calza de lana de aguja y muslos de terciopelo, y gorra
de paño y espada y guantes». Ees acompañaban el con
destable de Castilla, el almirante, el marqués de Astorga,
el de D enia; los condes de Miranda, Andrade, Mon-
teagudo, Módica y Eerm a; el ayo del príncipe, D. García
de T o le d o ; los Arzobispos de Santiago y de Sevilla; el
Obispo de Palencia y el Maestro Pedro de Gasea, Obispo
de Ciudad Rodrigo, domeñador de los feroces conquista
dores del Perú. Delante venía la Guardia Real de a pie,
abriendo cam in o; detrás la de a caballo, con pífanos y
tambores.
El orden de la comitiva era éste : a todos precedía el
Consejo de Castilla y los grandes; en pos, las damas de
la princesa, ricamente ataviadas, aunque de luto. Delan
te de los príncipes venían dos maceros, cuatro reyes de
* *
armas vestidos con dalmáticas de terciopelo carmesí, que
mostraban bordadas las armas reales, y el conde de Buen-
día con el estoque desnudo.
Luego que tomaron asiento los príncipes bajo doseles de
brocado, empezó a desfilar la procesión de los peniten
ciados, delante de la cual venía un pendón de damasco
carmesí con una cruz de oro al cabo y otra bordada en
medio, y debajo las armas reales, llevado por el fiscal del
Santo Oficio Jerónimo Ramírez. En el tablado más alto
se colocó la cruz de la parroquia del Salvador, cubierta
de luto. Los penitentes eran treinta : llevaban velas y
cruces verdes; trece de ellos corozas, Herrezuelo morda
za, y los demás sambenitos y candelas en las manos. Los
hombres iban sin caperuza. Acompañábanlos sesenta fami
liares.
Comenzó la fiesta por un sermón del insigne dominico
fray Melchor Cano, electo Obispo de Canarias, y fué,
como de tan gran varón podía esperarse, según declaran
unánimes los que le oyeron. Duró una hora, y versó so
bre este lugar de San Mateo (VTI, 15) : « A tt endite a falsis
prophetis, qui veniunt ad vos in vestimentis ovirum : in—
trinsecus autem sunt lupi rapaces.»
Acabado el sermón, el Arzobispo Valdés, acompañado
del inquisidor Francisco Vaca y de un secretario, se acer
có a los príncipes y les hizo jurar sobre la cruz y el mi
sal que «defenderían con su poder y vidas la fe católica
que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Apostólica de
Roma, y la conservación y aumento d ella; y perseguirían
a los herejes y apóstatas, enemigos d ella; y darían todo
favor y ayuda al Santo Oficio y a sus Ministros, para que
los herejes perturbadores de la religión cristiana fuesen pu
nidos y castigados conforme a los decretos apostólicos y
sacros cánones, sin que hubiese omisión de su parte ni
acepción de persona alguna». Leída por un relator la
misma fórmula al pueblo, contestaron todos con inmenso
alarido: «Sí juramos». Acabado el juramento, leyeron
alternativamente las sentencias el licenciado Juan de Or
tega, relator, y Juan de Vergara, escribano público de
Toledo...
A las cuatro de la tarde acabó el auto. La monja volvió
a su convento, D. Pedro Sarmiento, el marqués de Poza
y D. Juan UUoa Pereyra fueron llevados a la cárcel de
corte, y los demás reconciliados a la del Santo Oficio.
Los relajados al brazo seglar caminaron hacia la Puerta
del Campo, junto a la cual había clavados cinco maderos
con argollas para quemarlos. Cazalla, que al bajar del ta
blado había pedido la bendición al Arzobispo de Santia
go, y despedídose con muchas lágrimas de su hermana
doña Constanza, cabalgó en un jumento, y fué predicando
a la muchedumbre por todo el camino : «Veis aquí —de
cía— el predicador de los príncipes, regalado del mundo,
el que las gentes traían sobre sus hom bros; veisle aquí
en la confusión que merecía su soberbia; mirad por re
verencia de Dios que toméis ejemplo en mí para que no
os perdáis, ni confies en vuestra razón ni en la pruden
cia humana; fiad en la fe de Cristo y en la obediencia de
la Iglesia, que este es el camino para no perderse los
hombres...»
En vista de sus retractaciones, a él y a los demás se
les conmutó el género de suplicio : fueron agarrotados y
reducidos sus cuerpos a ceniza. «De todos quince — dice
Hieras— , sólo el bachiller Herrezuelo se dejó quemar
vivo, con la mayor dureza que jamás se vió. Y o me
hallé tan cerca de él, que pude ver y notar todos sus
meneos. No pudo hablar, porque por sus blasfemias te
nía una mordaza en la lengua ; pero en todas las cosas
pareció duro y empedernido, y que por no doblar su
brazo quiso antes morir ardiendo que creer lo que otros
de sus compañeros. Noté mucho en él, que aunque no
se quejó ni hizo extremo ninguno con que mostrase do
lor con todo eso murió con la más extraña tristeza en
la cara de quantas yo he visto jamás. Tanto, que ponía
espanto mirarle el rostro, como aquél que en un momento
había de ser en el infierno con su compañero y maestro
Luthero»...
Los primeros agarrotados fueron Cristóbal de Campo y
doña Beatriz de Vibero, mujer de extremada hermosura,
al decir de los contemporáneos. Así fueron discurriendo
hasta llegar a Cazalla, que, sentado en el palo y con la
coroza en las manos, a grandes voces decía : «Esta es la
mitra que Su Majestad me debía dar; este es el pago que
da el inundo y el demonio a los que le siguen». Luego
arrojó la coraza al suelo, y con grande ánimo y fervor
besaba el Cristo, exclamando : «Esta bandera me ha de
librar de los brazos en que el demonio me ha puesto;
hoy espero en la misericordia de Dios que la tendrá en
mi ánima ; y así se lo suplico, poniendo por intercesora
a la Vii-gen Nuestra Señora».
Y poniendo los ojos en el cielo dijo al verdugo : «Ea,
hermano» ; y él comenzó a torcer el garrote, y el Dr. Ca
zalla a decir «Credo, credo», y a besar la cru z; y así fué
ahorcado y quemado.
A los contemporáneos no les quedó duda de la sinceri
dad de su conversión. El Obispo y los ministros que le de
gradaron lloraban al verle tan arrepentido. Su confesor
Fray Antonio de la Carrera, 'dice rotundamente: «Ten
go por cierto que su alma fué camino de salvación, y en
esto no pongo duda, sino que Dios Nuestro Señor, que
fué servido por su misericordia de darle conocimiento y
arrepentimiento y reducirle a la confesión de su fe, será
servido de darle la gloria». Y Gonzalo de Illescas, que no
pecaba de crédulo, ni fiaba de la tardía contricción de los
demás luteranos, añade : «Y todos los que presentes nos
hallamos, quedamos bien satisfechos que, mediante la
misericordia divina, se salvó y alcanzó perdón de sus
culpas.»8
8 de o ctu b re de 1559
A
Bartolomé Carranza, y por la necesidad de coger hasta
los últimos hilos de la trama, dilató Valdés algunos me
ses el castigo de los verdaderos corifeos del protestantis
mo castellano, Fray Domingo de Rojas y D. Carlos de
Seso (1).
El segundo auto contra luteranos se celebró en 8 de oc
tubre del mismo año 1559. A las cinco y media de la ma
ñana se presentó en la plaza Felipe II, acompañado de
la Princesa D .a Juana y el Príncipe D. Carlos. En su sé
quito iban el condestable y el almirante de Castilla, el
marqués de Astorga, -el duque de Arcos, el marqués de
Denia, el conde de Berma, el prior de San Juan don
Antonio de Toledo y otros grandes señores, «¡con enco
miendas y ricas veneras y joyas y botones de diamantes
al cuello» dice un relación del tiempo. El conde de Oro-
pesa tuvo en alto el estoque desnudo delante del rey. Ea
concurrencia de gentes fué todavía mayor que la vez
primera : D. Diego de Simancas, testigo presencial y fi
dedigno, afirma que pasaron de 200.000 personas las que
hubo en Valladolid aquellos días.
Predicó el sermón D. Juan Manuel, Obispo de Zamo
ra, y antes de leer los procesos, el Arzobispo Valdés se
acercó al Rey y pronunció la siguiente fórmula de ju
ramento, redactada por D. Diego de Simancas : «Siendo
por decretos apostólicos y sacros cánones ordenado que los
Reyes juren de favorecer a la santa fe católica y Religión
(1) [Del proceso] resulta que D. Carlos (el mártir indomable que
los protestantes han medio canonizado), mientras tuvo alguna es
peranza de salvar la vida, no se cansó de hacer retractaciones y
protestas de catolicismo, haciendo recaer toda la culpa de sus erro
res en el Arzobispo de Toledo y en los Cazallas. Sólo la noche an
tes del auto volvió atrás, y se ratificó con pertinacia en sus anti
guos yerros, escribiendo una confesión de más de dos pliegos de
papel, en que afirma la justificación sin las obras, y se desdice de
haber confesado la existencia del purgatorio «para los que mueren
en gracia de Dios», y acaba con estas palabras : «En sólo J. C. es
pero ; en sólo él confío... ; voy por el valor de su sangre a gozar
las promesas por él hechas... No quiero morir negando a J. C.»
(Heterodoxos. Tomo IV, página 431.)
Cristiana, ¿V . M. jura por la Santa Cruz, donde tiene su
real diestra en la espada, que dará todo el favor necesario
al Santo Oficio de la Inquisición y a sus ministros contra
los herejes y apóstatas y contra los que les defendieren y
favorecieren, y contra cualquier persona que directa o in
directamente impidiese los efectos del Santo O ficio; y for
zará a todos los súbditos y naturales a obedecer y guardar
las constituciones y letras apostólicas, dadas y publicadas
en defensión de la santa fe católica contra los herejes y
contra los que los creyeren, receptaron o favorecieren?»
Felipe II, y después de él todos los circunstantes, prorrum
pieron unánimos : «Sí juramos»...
De los doce relajados, sólo dos, D. Carlos de Seso y
Juan Sánchez, fueron quemados vivos. El primero, sordo
a toda amonestación, aun tuvo valor para decir cuando le
quitaron la mordaza : «Si yo tuviera salud y tiempo, yo
os mostraría como os vais al infierno todos los que no
hazeis lo que yo hago. Llegue ya ese tormento que me ha
béis de dan. El segundo, estando medio chamuscado, se
soltó de la argolla y fué saltando de madero en madero,
sin cesar de pedir misericordia. Acudieron los frailes y le
persuadían que se convirtiese. Pero en esto alzó los ojos,
y viendo que D. Carlos se dejaba quemar vivo, se arrepin
tió de aquel pensamiento de flaqueza, y él mismo se arro
jó en las llamas.
A Fray Domingo fuéronlo acompañando más de cien
frailes de su orden, amonestándole y predicándole; pero
a todos respondía : «¡ N o, no !» Por último, le hicieron de
cir que creía en la Santa Iglesia de Roma, y por esto no
le quemaron vivo.
«El cura de Pedrosa —dice Illescas— no imitó en el
morir a su hermano, porque si no se dejó quemar vivo,
más se vió que lo hacía por el temor del fuego que no por
otro buen respeto.»
Con estos dos autos quedó muerto y extinguido el pro
testantismo en Valladolid. Por Illescas sabemos que en 26
de septiembre de 1568, «se hizo justicia de Deonor Cisne-
ros, mujer del bachiller Herrezuelo, la cual se dejó que
mar viva, sin que bastase para convencerla diligencia al
guna de las que con ella se hicieron, que fueron muchas- ••;
pero, al fin, ninguna cosa bastó a mover el corazón de
aquella endurecida mujer.»
A los penitenciados se les destinó una -casa en el barrio
de San Juan, donde permanecían aún con sus sambenitos,
haciendo vida semimonástica, cuando Illescas escribió su
Historia. A D. Juan de Ulloa Pereyra se le absolvió de sus
penitencias en 1564, y al año siguiente, en recompensa de
los buenos servicios que había hecho a la cristiandad en
las galeras de Malta persiguiendo a los piratas argelinos,
y en el ejército de Hungría y Transilvania, le rehabilitó
el Papa en todos sus títulos y dignidades, por Breve de 8
de junio de 1565, sin perjuicio de lo que determinaran el
Gran Maestre de San Juan y la Inquisición de España.
Cipriano de Valera, en el Tratado del Papa y de la
Missa, refiere que el año 1581 un noble caballero de Va-
lladolid, que tenía dos hijas presas, por luteranas y discí-
pulas de Cazalla, en el Santo Oficio, después de tratar en
vano de convertirlas, fué al monte por leña y él mismo en
cendió la hoguera en que se abrasaron. Tengo por fábu
la este h ech o; a lo menos no lo encuentro confirmado en
parte alguna, ni constan los nombres, ni en ese año ni en
muchos antes ni después hubo en Vadadolid auto contra
luteranos.
Más razón tuvo Carlos V para decir que la intentona de
Vadadolid era un principio sin fuerzas ni fundamento,
que Cazada para soltar aquella baladronada : «Si esperan
cuatro meses para perseguirnos, fuéramos tantos como ellos,
y si seys, hiziéramos de ellos lo que edos de nos
otros.» (1)-
(1) Heterodoxos. Tomo IV, páginas 417, 420 a 422, 425 a 428,
429, 433, 434, 436 a 438.
III. - P or la unidad espiritual
1. ILa IfflíjíuisicÉóiía
▲
yor delito desgarrar el cuerpo místico de la Iglesia y le
vantarse contra la primera y capital de las leyes de un
país, su unidad religiosa, que alzar barricadas o partidas
contra tal o cual gobierno constituido?
Desengañémonos : si muchos no comprenden el funda
mento jurídico de la Inquisición, no es porque él deje de
ser bien claro y llano, sino por el olvido y menosprecio en
que tenemos todas las obras del espíritu, y el ruin y bajo
modo de considerar al hombre y a la sociedad que entre
nosotros prevalece. Para el economista ateo será siempre
mayor criminal el contrabandista que el hereje. ¿Cómo ha
cer entrar en tales cabezas el espíritu de vida y de fervor
que animaba a la España inquisitorial? ¿Cómo hacerles
entender aquella doctrina de Santo Tomás : «Es más gra
ve corromper la fe, vida del alma, que alterar el valor
de la moneda con que se provee al sustento del cuerpo?»
Y admírese, sin embargo, la prudencia y misericordia de
la Iglesia, que, conforme al consejo de San Pablo, no ex
cluye al hereje de su gremio, sino después de una y otra
amonestación, y ni aun entonces se tiñe sus manos de
sangre, sino que le entrega al poder secular, que también
ha de entender en el castigo de los herejes, so pena de po
ner en aventura el bien temporal de la república. Desde las
leyes del Código teodosiano hasta ahora, a ningún legisla
dor se le ocurrió la absurda idea de considerar las here
jías como meras disputas de teólogos ociosos, que podían
dejarse sin represión ni castigo, porque en nada alteraban
la paz del Estado. Pues qué, ¿hay algún sistema religio
so que en su organismo y en sus consecuencias ^no se
enlace con cuestiones políticas y sociales? El matrimonio
y la constitución de la familia, el origen de la sociedad y
del poder, ¿no son materias que interesan igualmente al
teólogo, al moralista y al político?» Nunc tua res agitur,
■parios cum próximas ardctn. Nunca se ataca al edificio
religioso sin que tiemble y se cuartee el edificio social.
¡ Qué ajenos estaban de pensar los reyes del siglo X V III,
cuando favorecían el desarrollo de las ideas enciclopedis
tas y expulsaban a los jesuítas, y atribulaban a la Igle-
É
sia, que la revolución, por ellos neciamente fomentada,
había de hundir sus tronos en el polvo !
Y hay, con todo eso, católico que, aceptando el
principio de la represión de la herejía, maltratan a la In
quisición española. ¿ Y por qué ? ¿ Por la pena de muerte
impuesta a los herejes? Consignada estaba en nuestros
códigos de la Edad Media, en que dicen que éramos más
tolerantes. A hí está el «Fuero Real», mandando que quien
se torne judio o moro, muera por ello e la muerte de este
fecho atal sea de fuego. Ahí están las «Partidas» (ley II,
líb V I, Part. V II) diciendonos que al hereje predicador
débenlo quemar en fuego, de manera que muera, y no
sólo al predicador, sino al creyente, es decir, al que oiga
y reciba sus enseñanzas.
Imposible parece que nadie haya atacado la Inquisición
por lo que tenía de indagatorio y calificador; y, sin em
bargo, orador hubo en las Cortes de Cádiz que dijo muy
candidamente que hasta el nombre de Inquisición era
anticonstitucional. Semejante salida haría enternecerse
probablemente a aquellos patricios, que tenían su Códi
go por la obra más perfecta de la sabiduría humana ;
pero ¿quién no sabe, por ligera idea que tenga del De
recho canónico, que la Iglesia com o toda sociedad cons
tituida, aunque no sea constitucional, ha usado y usa
y no puede menos de usar los procedimientos indagato
rios para descubrir y calificar el delito de herejía ? Hágan
lo los Obispos, háganlo delegados o tribunales especia
les, la Inquisición en este sentido, ni ha dejado ni puede
dejar de existir para los que viven en el gremio de la Igle
sia. Se dirá que los tribunales especiales amenguaban la
autoridad de los Obispos. ¡ Raro entusiasmo episcopal:
venir a reclamar ahora lo que ellos nunca reclamaron !
No soy jurista ni voy a entrar en la cuestión de proce
dimientos que ya ha sido bien tratada en las apologías
que se han escrito en estos últimos años. N o disputaré si
la Inquisición fué Tribunal exclusivamente religioso, o
tuvo algo de político, com o Hefele y los de su escuela
sostienen. Eclesiástica era en su creencia e inquisidores
apostólicos, y nunca reales, se titularon sus jueces, y en
su fondo, ¿quién dudará que la Inquisición española era
la misma cosa que la Inquisición romana, por el género
de cosas en que entendía, y hasta por el modo de senten
ciarlas? Si a vueltas de todo esto tomó en los accidentes
un color español muy marcado, es tesis secundaria y no
para discutida en este libro.
¿ Y qué diremos de la famosa opresión de la ciencia es
pañola por el Santo Tribunal ? Lugar común ha sido tste
de todos los declamadores y liberales y no me he de exten
der mucho en refutarle, pues ya lo he hecho con exten
sión en otros trabajos míos (1). Llórente hombre de an
chísima conciencia histórica y moral, formó un tremendo
catálogo de sabios perseguidos por la Inquisición. Hasta
ciento diez y ocho nombres contiene, incluso los de jan
senistas y enciclopedistas del siglo X V III...
Quien conozca nuestra literatura de los siglos X V I
y X V II, no habrá dejado de reirse de ese sangriento
martirologio formado por Llórente en que no hay una
solo relajación al brazo secular, ni pena alguna grave, ni
aún cosa que pueda calificarse de proceso formal, como
no sea el del Brócense, ni tampoco nombres que algo sig
nifiquen, fuera de éste y de los de Luis de la Cadena,
Sigüenza, Las Casas y Céspedes, que están aquí no se
sabe por qué---
Clamen cuanto quieran ociosos retóricos y pinten el
Santo Oficio como un conciábulo de ignorantes y mata
candelas ; siempre nos dirá a gritos la verdad en libros
mudos, que inquisidor general fué Fr. Diego de Deza,
amparo y refugio de Cristóbal C o ló n ; e inquisidor ge
neral Cisneros, restaurador de los estudios de Alcalá,
editor de la primera Biblia Políglota y de las obras
de Raimundo Lulio, protector de Nebrija, de Deme
trio el Cretense, de Juan de Vergara, del Comendador
Griego y de todos los helenistas y latinistas del Rena
cimiento español; e inquisidores generales D. Alonso
(1) Heterodoxos, Tomo V, páginas 399 a 405, 408, 410, 411, 412,
426, 428 a 430, 432, 434 a 436.
circunstantes que rogasen a Dios por él, y sordo a las úl
timas exhortaciones de Farel, se puso en manos del ver-
dugo, que le amarró a la picota con cuatro o cinco vueltas
de cuerda y una cadena de hierro, le puso en la cabeza una
corona de paja untada de azufre, y al lado un ejemplar del
Christianismi Restitutio. En seguida, con una tea prendió
fuego en los haces de leña, y la llama comenzó a levantar
se y envolver a Servet, Pero la leña, húmeda por el rocío
de^ aquella mañana, ardía mal, y se había levantado ade
más un impetuoso viento, que apartaba de aquella direc
ción las llamas. El suplicio fué horrible : duró dos horas,
y por largo espacio oyeron los circunstantes estos desga-
nadores giitos de Servet: «¡ Infeliz de mí ! ¿Por qué no
acabo de morir ? Das doscientas coronas de oro y el collar
que me robasteis, ¿ no os bastaban para comprar la leña
necesaria para consumirme ? ¡ Eterno Dios, recibe mi alma !
¡ Jesucristo, hijo de Dios eterno, ten compasión de m i !»
Algunos de los que le oían, movidos a compasión, echa
ron a la hoguera leña seca, para abreviar su martirio. A l
cabo no quedó de Miguel Servet y de su libro más que un
montón de cenizas, que fueron esparcidas por el viento,
i Digna victoria de la libertad cristiana, de la tolerancia y
del libre exam en !
Da Reforma entera empapó sus manos en aquella san
gre ; todos se hicieron cómplices y solidarios del crim en;
todos, hasta el dulce Melanchton, que felicitaba a Calvino
por el santo y memorable ejemplo que con esta ejecución
había dado a las generaciones venideras, y añadía : «Soy
enteramente de tu opinión, y creo que vuestros magistra
dos han obrado conforme a razón y justicia, haciendo mo
rir a ese blasfemo». (Pium et memorabile ad omnen poste-
ritatem exemplum ! Aquella iniquidad no es exclusiva de
Calvino (diremos con el pastor protestante Tollin, a quien
la fuerza de la verdad arranca esta confesión preciosa) : es
de todo el protestantismo, es un fruto natural e inevitable
del protestantismo de entonces. No es Calvino el culpable :
es toda la Reforma.
Alguna voz se levantó, sin embargo, a turbar esta armo
fe
nía, y Calvino juzgó conveniente justificarse en un trata
do que publicó simultáneamente en francés y en latín el
año siguiente de 1554, con los títulos de Déclaration pour
maintenir la xraye foi y Defensio orthodoxae fidei de sa
cra Trinitate contra prodigiosos errores Michaelis Serveti,
en que defiende sin ambages la tesis de que al hereje debe
imponérsele la pena capital, y procura confirmarlo con tex
tos de la Escritura y sentencias de los Padres, con la le
gislación hebrea y el Código de Justiniano ; y enmedio de
, impugnar, no sin acierto y severidad teológica, los yerros
antitrinitarios de Servet, prorrumpe contra él en las más
soeces diatribas (cliien, meschant, etc.), intolerables siem
pre tratándose de un muerto, y más en boca de su mata
dor, y más a sangre fría ; y se deleita con fruición salvaje
en describir los últimos momentos de su víctima. N o re
cuerdo en la historia ejemplo de mayor barbarie, de más
feroz encarnizamiento y pequeñez de alma (1 ).
á
tenga sangre española en las venas, penetrar en el os
curo y tenebroso laberinto de las intrigas que se agita
ron en torno al lecho de muerte de Carlos II, y ver a
nuestra nación sin armas, sin tesoros ni grandeza, codi
ciada y vilipendiada a un tiempo mismo por los extra
ños ; repartida de antemano y como país de conquista,
en tratados de alianza, violación abominable del derecho
de gentes, y luego sometida a vergonzosa tutela, satéli
te humilde de la Francia, para servir siempre vencedora
o vencida, y perder sus mejores posesiones de Europa
por el Tratado de Utrecht, en que inicuamente se la sa
crificó a los intereses de sus aliados, y perder hasta los
últimos restos de sus sagradas libertades provinciales y
municipales, sepultadas bajo los escombros humeantes
de la heroica Barcelona. Siempre será digna de alabanza
la generosa devoción y el fervor desinteresado con que
los pueblos castellanos defendieron la nueva dinastía y
por ella derramaron, no sin gloria, su sangre en Alman-
sa, en Villaviciosa y en Brihuega; pero por tristes que
hubiesen sido los últimos tiempos de Carlos II, casi es
toy por decir que hubieron de tener razón para echarlos
de menos los que en el primer reinado de Felipe V vie
ron a nuestros ejércitos desalojar, uno tras otro, los pre
sidios y fortalezas de Milán, de Ñapóles, de Sicilia y de
los Países Bajos, y vieron, sobre todo, con lágrimas de
indignación y de vergüenza, flotar en Menorca y en Gi-
braltar el pabellón de Inglaterra. ¡ Jamás vinieron sobre
nuestra raza mayores afrentas ! Generales extranjeros guia
ban siempre nuestros ejércitos, y una plaga de aventu
reros, arbitristas, abates, cortesanas y lacayos franceses,
irlandeses e italianos caían sobre España como nube de
langosta para acabarnos de saquear y empobrecer, en son
de reformar nuestra Hacienda y de civilizarnos. A cam
bio de un poco de bienestar material, que sólo se al
canzó después de tres reinados, ¡ cuánto padecieron con
la nueva dinastía el carácter y la dignidad nacionales !
¡ Cuánto la lengua ! ¡ Cuánto la genuina cultura españo
la, la tradición del saber de nuestros padres! ¡Cuánto
su vieja libertad cristiana, ahogada por la centralización
administrativa ! ¡ Cuánto la misma Iglesia, herida 'de sos
layo, pero a mansalva, por un rastrero galicanismo y
por el regalismo de serviles leguleyos que, en nombre
del Rey, iban despejando los caminos de la revolución!
Ha sospechado alguien que las tropas aliadas, inglesas,
alemanas y holandesas, que infestaron la península du
rante la guerra de Sucesión, pudieron dejar aquí semi
llas de protestantismo. Pero el hecho no es probable, así
porque los resultados no lo confirman, como por haber
sido corto el tiempo de la guerra para que una soldades
ca brutal, y odiada hasta por los partidarios del archi
duque, pudiera influir poco ni mucho en daño de la
arraigada piedad del pueblo español. A l contrario, uno
de los motivos que más decidieron a los castellanos en
pro de Felipe V , fuá la virtuosa indignación que en sus
ánimos produjeron los atropellos y profanaciones come
tidos por los herejes del Norte contra las personas y co
sas eclesiásticas. Nada contribuyó a levantar tantos bra
zos contra los aliados, como el saqueo de las iglesias, el
robo de las imágenes y vasos sagrados, y las violaciones
de las monjas, cometidas en el Puerto de Santa María,
por las gentes del Príncipe de Darmstadt, de sir Jorge
Rooke y del almirante Allemond, en 1702.
T an poderoso era aún el espíritu católico en nuestro pue
blo, que aquellos inauditos desmanes bastaron para le
vantar en armas a los pueblos de Andalucía, con tal una
nimidad de entusiasmo, que hizo reembarcarse precipi
tadamente a los aliados. No fué, sin embargo, bastante
medicina este escarmiento, y en libros y papeles del tiem
po vive la memoria de otros sacrilegios cometidos por
tropas inglesas en los obispados de Sigüenza, Cuenca,
Osma y Toledo durante la campaña de 1706. Así se com
prende que legiones enteras de clérigos lidiasen con
tra las huestes del Pretendiente, y que entre los mas fer
vorosos partidarios de Felipe V , y entre los que le ofre
cieron mayores auxilios, tanto de armas, como de dinero,
figurasen los Obispos de Córdoba, Murcia y larazona.
á
Con todo eso, también la Iglesia fué atropellada en sus
inmunidades por los servidores del duque de Anjou. Ya
en las instrucciones de Iyuis X I V a su embajador el con
de de Marsin (instrucciones dadas como para un país
conquistado, y que no se pueden recordar sin vergüenza),
decíase que «las iglesias de España poseían inmensas ri
quezas en oro y plata labrada, y que éstas riquezas se
acrecentaban cada día por la devoción del pueblo y el
buen crédito de los religiosos; por lo cual, en la actual
penuria de moneda, debía obligarse al clero a vender sus
metales labrados». N o fué sordo a tales insinuaciones el
hacendista Orry, hechura de la princesa de los Ursinos,
hombre despejado y mañoso, pero tan adulador de los
grandes como insolente y despótico con los pequeños, y
además ignorante, de todo en todo, de las costumbres
del país que pretendía reformar. El clamoreo contra los
proyectos económicos de Orry fué espantoso y suficien
te para anularlos en lo relativo a bienes eclesiásticos. Ni
ha de creerse nacida tal oposición de sórdido interés,
pues prelados hubo entre los que más enérgicamente pro
testaron contra aquellos conatos de desamortización, que
se apresuraron al mismo tiempo a levantar, equipar y
sostener regimientos a su costa, y otros que, como el
Arzobispo de Sevilla, D. Manuel Arias, hicieron acuñar
su propia vajilla y la entregaron al Rey para las necesi
dades de la guerra.
Mejor que sus deslumbrados consejeros entendió al
guna vez Felipe V (con ser príncipe joven, valetudinario
y de cortos alcances) la grandeza y el espíritu del pueblo
que iba a regir. En circunstancias solemnes y desespera
das, el año 1709, cuando las armas de Francia y España
iban en todas partes de vencida, y el mismo Ruis X I V
pensaba en abandonar a su nieto, dió éste un generoso
manifiesto en que se confiaba a la lealtad de los españo
les, y ofrecía derramar por ellos hasta la última gota de
su sangre, «unido de corazón con sus pueblos por los
lazos de caridad cristiana, sincera y recíproca, invocando
fervorosa y continuamente a Dios y a la vSantísima Yirgen
María, abogada y patrona especial de estos reinos, para
abatir el orgullo impío de los temerarios, que se apropian
el derecho de dividir los imperios contra las leyes de la
justicia».
Dios consintió, sin embargo, que el imperio se dividie
se y que hasta territorios de la Península, como Gibral-
tar, quedasen perdidos para España y para el Catolicis
mo. Dice el marqués de San Felipe que ésta fué la pri
mera piedra que cayó de la española monarquía, «chica,
pero no de poca consecuencia», y nosotros podemos aña
dir que fué la primera tierra ibera en que libremente
imperó la herejía, ofreciendo fácil refugio a todos los di
sidentes de la Península de los siglos X V I I I y X I X , y
centro estratégico a todas las operaciones de la propagan
da anglo-protestante.
Sólo muy tarde, en 1782, recobramos definitivamente
el otro jirón arrebatado por los ingleses en aquella gue
rra : la isla de Menorca. Por el artículo 11 del Tratado
de Utrecht en que, haciendo de la necesidad virtud, re
conocimos aquella afrentosa pérdida, se estipulaba que
«a todos los habitantes de aquella isla, así eclesiásticos
com o seglares, se les permitiría el libre ejercicio del cul
to católico, y que para la conservación de éste en aquella
isla se emplearían todos los medios que no pareciesen
enteramente contrarios a las leyes inglesas». Do mismo
prometió en nombre de la Reina Ana a los jurados de
Menorca el duque de Argyle, que llevó en 1712 plenos
poderes para arreglar la administración de la isla. Con
todo, estas promesas no se cum plieron; y no sólo se
atropelló el fuero eclesiástico, persiguiendo y encarcelan
do a los clérigos que se mantenían fieles a la obediencia
del Obispo de Mallorca, sino que se trató por todas ma
neras de suprimir el culto católico e implantar el angli
cano : todo para asegurar la más quieta posesión de la
isla. Sobre todo, desde 1748, durante el gobierno de Bla-
keney en Mahón, se trató de enviar ministros y predica
dores, de fundar escuelas catequistas, de repartir Biblias
y de hacer prosélitos «por medio de algunas caridades a
familias necesitadas». En ciertas instrucciones impresas,
que por entonces circularon, se recomienda «el convi
dar y rogar de tiempo en tiempo a los menorquines,
sobre todo a los que supiesen inglés, que fueran a oír las
exhortaciones de los pastores anglicanos», así como el ha
cer rigurosa inquisición de las costumbres de los sacer
dotes católicos y mermar sus rentas, si es que no se les
podía atraer con donaciones y mercedes. N o faltaron pro
testantes fanáticos que, con mengua del derecho de gen
tes, propusieran educar a los niños menorquines fuera de
su isla. Y hubo entre los generales gobernadores de la
isla, un M. Kane, que con militar despotismo, y saltan
do por leyes y tratados, expulsó (en virtud de una or
denanza de 2 2 artículos) a los sacerdotes extranjeros, su
primió la jurisdicción del Obispo de Menorca, y hasta
prohibió la toma de órdenes y los estudios de Seminario,
arreglando como Pontífice Máximo la iglesia en aquella
isla. Con tan desaforados procedimientos no es maravilla
que aquellos buenos insulares aborreciesen de muerte el
nombre inglés, y acogieran locos de entusiasmo las dos
expediciones libertadoras del mariscal de Richelieu y del
duque de Crillon. Eas tropas francesas del primero deja
ron también en su breve ocupación (si hemos de creer al
doctor Pons) gérmenes de lujo y vanidad, y aún de ideas
enciclopedistas, que p,or entonces ya levantaban la ca
beza (1 ).
1. C arlos III
!>) G r i m a l d i , E s q u ila d le , R o d a , C a m p o in a n e s
5. L as vícíiasias ©M igadas
(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas 1GG, 168, 169, 171 a 175, 177
a 179 y 195.
(2) Menéndez y Pelayo escribía esto el año 1894.
1. Vindicación de Jovellanos
oo tras
o s partes
oPe? 1Sni0’ 7 de C 1 " r t 0 Estos
se componían. mUy SUperÍores
libros no ason
los célebres
en
i populares, y hay una razón para que no lo sean : en
el estilo no suelen pasar de medianos, y las formas no
rara vez rayan en inamenas, amazacotadas, escolásticas,
duras y pedestres. Cuesta trabajo leerlos, harto más que
leer a Condiüac o a V oltaire; pero la erudición y la doc-
nm a de estos apologistas es muy seria. Ni Bergier ni
onotte están a su altura, y apenas los vence en Italia
el Cardenal Gerdil. N o hubo objeción, de todas las pre
sentabas por la falsa filosofía, que no encontrara en algún
español de entonces correctivo o respuesta. Si los inno
vadores iban al terreno de las ciencias físicas, allí los
contradecía el cisterciense R odríguez; si atacaban la teo-
og'ia escolástica, para defenderla se levantaban el P. Cas-
tro ^y el P. Alvai a d o ; si en el campo de las ciencias
sociales maduraban la conjuración contra el orden anti
guo, desde lejos los atalayaba el P. Ceballos y daba la
voz de alarma, anunciando proféticamente cuánto los
ijos de este siglo hemos visto cumplirse y cuánto han
de ver nuestros nietos. En todas partes y con todo género
de armas se aceptó la lucha; en la metafísica, en la teo
dicea, en el derecho natural, en la cosmología, en la exé-
gesis bíblica, en la historia. Unos, como el canónigo Fer
nández Valcárcel, hicieron la genealogía de los errores
modernos, siguiéndolos hasta la raíz, hasta dar con Des
cartes, y comenzaron por la duda cartesiana el proceso
del racionalismo moderno. Otros, como el médico Perei-
ra, convirtieron los nuevos sistemas, y hasta la filosofía
sensualista y analítica, lentamente interpretada, en armas
contra la incredulidad; y algunos, finalmente, como Pi-
quer y su glorioso sobrino Forner, resucitaron del polvo
la antigua filosofía española para presentarla como en
sus mejores días, gallarda y batalladora, delante de las
hordas revolucionarias que comenzaban a descender del
Pirineo. ¡ Hermoso movimiento de restauración católica
y nacional, que hasta tuvo su orador inspirado y vehe-
mentísmo en la lengua de fuego de aquel apostólico
misionero capuchino, de quien el mismo Quintana solía
hablar con asombro, y ante quien caían de rodillas absor
tos, y mudos, los hombres de alma mas tibia y empe
dernidamente volteriana !
ha resistencia española contra el enciclopedismo y la
filosofía del siglo X V III debe escribirse largamente, y
algún día se escribirá porque merece libro aparte, que
puede ser de grande enseñanza y no menor consuelo, ha
revolución triunfante ha divinizado a sus ídolos y enalte
cido a cuantos le prepararon fácil cam ino; sus nombres,
los de Aranda, Floridablanca, Campomanes, Roda, Ca-
barrús, Quintana, viven en la memoria y lengua de to
dos ; no importa su mérito absoluto, basta que sil viesen
a la revolución, cada cual en su esfera; todos los demas
del siglo X V I I I quedan en la sombra. Pos vencidos no
pueden esperar perdón ni misericordia. Vae victis.
Afortunadamente, es la historia gran justiciéis, y tar
de o temprano también llega a los vencidos la hora del
desagravio y de la justicia. Quien busque ciencia se
ria en la España del siglo X V III , tiene que buscarla en
esos frailes ramplones y olvidados. Más vigor de pensa
miento, más clara comprensión de los problemas sociales,
más lógica amartilladora e irresistible hay en cualquiera
de las Cartas del Filósofo Rancio, a pesar del estilo culina
rio grotesco y de mal tono con que suelen estar escri
tas’, que en todas las discusiones de las Constituyentes de
Cádiz, o en los raquíticos tratados de ideología y derecho
público, copias de Destutt-Tracy o plagios de Bemtham
con que nutrió su espíritu la primera generación revolu-
donaría española, sin que aprendiesen otra cosa ningu
na en más de cuarenta años...
Célebre más que Rodríguez y que ningún otro de aque
llos apologistas, pero no tan leído como corresponde a su.
fama, a la grandeza de su saber y entendimiento y al
fruto que hoy mismo podemos sacar de sus obras, es el
jeronimiano Fr. Fernando de Ceballos y Mier, gloria de
la Universidad de Sevilla y del Monasterio de San Isidro
del Campo, refugio, en otro tiempo, de herejes, y en el
siglo X V III morada del más vigoroso martillo de ellos,
a Quien Dios crió en estos miserables tiempos (son pala
bras de Fr. Diego de Cádiz) para dar a conocer a los he
rejes y reducir sus máximas a cenizas. Su vida fué una
continua y laboriosa cruzada contra el enciclopedismo en
todas sus fases, bajo todas sus máscaras, así en sus prin
cipios com o en sus más remotas derivaciones y consecuen
cia sociales, que él vió con claridad semiprofética (per
dónese lo atrevido de la expresión), y denunció con ge
neroso brío, sin que le arredrasen prohibiciones y censu
ras laicas, ni destierros y atropellos cesaristas. Guerra te
naz, sin tregua ni descanso, porque el P. Ceballos estu
vo siempre en la brecha y ni él se hartó de escribir, ni
sus adversarios de perseguirle a muerte. Su obra apologé
tica (llamemos así al conjunto de sus escritos) es de carác
ter enciclopédico, porque no dejó de acudir a todos los
Puntos amenazados, ni de cubrir y reparar con su perso
na todos los portillos y brechas por donde cautelosamen
te pudiera deslizarse el error. La Falsa filosofía, si estu
viera acabada, sería una antienciclopedia. Junta en fácil
nudo el P. Ceballos dos aptitudes muy diversas : el ta
lento analítico, paciente y sagaz que no deja a vida libro
de los incrédulos, y la fuerza sintética que, ordenando y
trabando en un haz todos los descarríos que venían de
Francia, y mostrando sus ocultos nexos y recónditas afi
nidades, dando, por decirlo así, a los sistemas heterodoxos
cierta lógica, consecuencia y unidad que muchas veces no
sospecharon sus mismos autores, levanta enfrente de ellos
otra síntesis suprema, expresión de la verdad católica en
todos los órdenes y esferas del humano conocimiento, des
de la ontología y la antropología hasta las últimas ramifi
caciones de la ética y del Derecho natural y de gentes.
Todo, hasta la pedagogía, hasta la estética, entra en el in
menso Cosmos del P. Ceballos ¡ Cuán grande nos pare
ce su gigantesco desarrollo de la idea del orden, cuan
do nos acordamos de aquella filosofía volteriana, cuyas
profundidades estribaban en tal cual dicharacho soez so
bre las lentejas de Esaú o el harem de Salom ón!...
El principal fin del P. Ceballos, que publicó su libro
en 1774, muchos años antes ele ver -desencadenada la re
volución francesa, fué mostrar la ruina de las sociedades,
el allanamiento de los poderes legítimos, el desorden y la
anarquía, como último y forzoso término de la invasión
del naturalismo y del olvido del orden sobrenatural, así en
la ciencia como en la vida y en el gobierno de los pueblos.
Corrieron los tiempos, y la revolución confirmó y sigue
confirmando con usura los vaticinios del monje filósofo ( 1 ).
Pero entre todos nuestros filósofos del siglo X V III
ninguno igualó en erudición, solidez y aplomo al insigne
médico aragonés D. Andrés Piquer. En él fué inmensa la
copia de doctrina; varia, amena y bien digerida la lec
tura ; elegante con sencillez, modesto el estilo, y firmí
simo el juicio, de tal suerte, que en él pareció renacer el
espíritu de Vives. Ni los prestigios de la antigüedad, ni
los halagos de la innovación le sedujeron; antes que
encadenarse al imperio de la moda, escogió filosofar por
cuenta propia, leyendo y analizando toda suerte de filoso
fías, probándolo todo y reteniendo sólo lo bueno, con
forme a la sentencia del A p óstol; eligiendo de los mejo
res lo mejor, y trayéndolo todo, las riquezas de la erudi
ción, las joyas de la experiencia, las flores de la amena
literatura, a los pies de la verdad católica. Fué ecléctico
en el método, pero jamás se le ocurrió hacer coro con
los gárrulos despreciadores de la Escolástica... (2).
(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas 365 a 367, 373 a 374 y 376.
(2) Heterodoxos. Tomo VI, pág. 390.
7. seoaax de PÍqU6r y contin^ d o r 'de su filo.
solL'no n 1P K1 3UDqUe 611 0traS disienta> fué 811
sanSre t f ' F,°rner’ que además de la afinidad de
sangre tiene con el parentesco de ideas muy estrecho.
f a v u n 3U~qUen 0grf ° a k teraPrana edad de cuaren.
trJla Z T ° - ’ Z ñ u t í s i m o , & inmensa doc-
adnfirnrl 'd i df Qum.tana< a-ue P°r las ideas no debía
admirarle mucho), prosista fecundo, vigoroso, contunden-
e y desenfadado, cuyo desgarro nativo y de buena lev
u- 7 emmora i P°eta satírico de grandes alientos, si
len duro y b ro n co ; jurisconsulto reformador, dialéctico
^ placable, temible controversista y, finalmente, defen
sor y restaurador de la antigua cultura española y cati
b o predecesor y maestro de todos los que después he
mos trabajado en la misma empresa. En él, com o en su
tío, vive el espíritu de la ciencia española, y uno y otro
• n eclécticos; pero lo que Piquer hace com o dogmáti
co lo lleva a la arena Forner, escritor polémico, hombre
acción y de combate. N o ha dejado ninguna construc
ción acabada, ningún tratado didáctico, sino controver-
ias, apologías, _refutaciones, ensayos, diatribas, Icomo
luien pasó la vida sobre las armas, en acecho de lite
ratos chirles o de filósofos transpirenaicos. Su índole iras-
míe, su genio batallador, aventurero y proceloso, le
arrastraron a malgastar mucho ingenio en estériles esca
ramuzas, cometiendo verdaderas y sangrientas injusticias,
fine si no son indicios de alma torva (porque la suya era
en el fondo recta y buena), denuncian aspereza increíble,
esahogo brutal, pesimismo desalentado o temperamento
filoso, cosas todas nada a propósito para ganarle general
estimación en su tiempo, aunque hoy merezcan perdón o
disculpa relativa...
v Pero fuera de esta mácula (de que nadie se libró en
tonces), Forner, enemigo de todo resto de barbarie y par
tidario de toda reforma justa y de la corrección de todo
abuso (como lo prueba el admirable libro que dejó inédi-
° sobre la perplejidad de la tortura, y sobre las corrup
t a s introducidas en el derecho penal), fué, como filó-
sofo, ei enemigo más acérrimo de las ideas del siglo X V III ,
que él no se cansa de llamar «siglo de ensayos, siglo de
diccionarios, siglo de diarios, siglo de impiedad, siglo ha
blador, siglo charlatán, siglo ostentador», en vez de los
pomposos títulos de «siglo de la razón, siglo de las luces
y siglo de la filosofía» que le daban sus más entusiastas
hijos.
Contra ellos se levanta la protesta de Forner, anas enér
gica que ninguna : protesta contra la corrupción de la
lengua castellana, dándola ya por muerta y celebrando
sus exequias; protesta contra la literatura prosaica y
fría y la corrección académica y enteca de los Iriartes;
protesta contra el periodismo y la literatura chapucera,
contra los economistas filántrofos que a toda hora gritan
«humanidad, beneficencia», y protesta, sobre todo, con
tra las flores y los frutos de la Enciclopedia. Su mismo
aislamiento, su dureza algo brutal en medio de aquella
literatura desmazalada y tibia, le hacen interesante, ora
resista, ora provoque. Es un gladiador literario de otros
tiempos, extraviado en una sociedad de petimetres y de
abates-’ un lógico de las antiguas aulas, recio de voz, de
pulmones y de brazo, intemperante y procaz, propenso
a abusar de su fuerza, como quien tiene conciencia de
ella y capaz de defender de sol a sol tesis y conclusiones
públicas contra todo el que se le ponga delante. En el
siglo de las elegancias de salón, tal hombre, aun en Es
paña, tenía que asfixiarse. .
' Entonces se entraba en la república literaria con un
tomo de madrigales o de anacreónticas. Forner csUid,an
te todavía, no entró, sino que forzó las puertas con dos
o tres sátiras atroces (tan atroces como injustas) contra
Iriarte v otros, y después de varios mojicones literarios
dados y recibidos y de una verdadera inundación de pa
peles polémicos que cayeron como nube de langosta so
bre el campo de nuestras letras, llegó a imponerse por el
terror v aprovechó un instante de tregua para lanzar con
tra los' enciclopedistas franceses su Oración apologética
por la España y su mérito literario.
Era entonces moda entre los extraños, no sin que los
secundasen algunos españoles mal avenidos con el anti
guo régimen, decir horrores de la antigua España, de su
catolicismo y de su ciencia. Ya no se contentaban con
atribuirnos el haber llevado a todas partes la corrup
ción del gusto literario, el énfasis, la hipérbole y la su
tileza (como sostuvieron en Italia los abates Tiraboschi
y Bettinell, a quienes brillantemente respondieron nues
tros jesuítas Serrano, Andrés, Eampillas y Masden), sino
que se adelantaban a negarnos en las edades pretéritas
toda cultura, buena o mala y aun todo uso de la raciona
lidad. Así un geógrafo obscuro, Mr. Masson de Morvi-
lliers, preguntó en el artículo Espagne, de la Enciclope
dia Metódica : «¿Q ué se debe a España? Y después de
dos siglos, después de cuatro, después de diez, ¿qué ha
hecho por Europa?»
A tan insultante reto contestaron un extranjero, el
abate Denina, historiador italiano refugiado en la corte
de Federico II de Prusia, y un español, el abate Cavani-
llas (insigne botánico), en ciertas Observations... sur l’ar-
ticle «Espagne» de la Nouvelle Enciclopedie que se im
primió en París en 1784.
Forner tomó en su apología nuevo rumbo, y partiendo
del principio de que sólo las ciencias útiles y que se en
caminan a la felicidad humana (tomada esta expresión en
el sentido de la ética espiritualista y cristiana) merecen
loor a sus cultivadores, y que no las vanas teorías, ni los
arbitrarios sistemas, ni la creación de fantásticos mundos
intelectuales, ni menos el espíritu de insubordinación y
revuelta y el desacato contra las cosas santas deben traer
se por testimonio del alto grado de civilización de un
pueblo, sino, antes bien, de su degración y ruina, probó
maravillosamente y con varonil elocuencia que si era
verdad que la ciencia española no había engendrado, co
mo la de otras partes, un batallón de osados sofistas con
tra Dios y su Cristo, había elaborado entre las nieblas de
E Edad Media la legislación más sabia y asombrosa, ha
bía ensanchado en el Renacimiento los límites del mun-
d°.’ tabía impreso la primera Políglota y el primer texto
griego del Nuevo Testamento, había producido en Luis
Vives y en Melchor Cano los primeros y más sólidos re
formadores del método en teología y en filosofía, había
creado el derecho natural y el de gentes y la filosofía del
lenguaje, ^había derramado la luz del cristianismo has
ta los^ últimos confines de la tierra, ganando para la civi
lización mucha más tierra que la que conocieron o pu
dieron imaginar los antiguos; había descrito por prinre-
ra vez la naturaleza americana, y había traído, con La
guna, Villalobos, Mercado y Solano de Luque, el bálsa
mo de vida y de salud para muchas dolencias humanas;
cosas todas tan dignas, por lo menos, de agradecimiento
y de alabanza com o el haber dado cuna a soñadores des
piertos o a audaces demoledores del orden moral...
Era tal la aversión de Forner a la filosofía francesa,
que llegó a trazar el croquis de un poema satírico en ver
so y prosa (especie de sátira menipea), burlándose del
«Contrato social» y más aún de las teorías de los condi-
llaquistas sobre la palabra y de aquel primitivo estado
salvaje en que el hombre por no haber inventado toda
vía la palabra,
(1) Heterodoxos. Tomo VI, págs. 392, 393, 394 a 396, 399 y 400.
Biblioteca Nacional de España
V .-fSea-oíssn© y feaieióas.
i
donados y vendidos por nuestros reyes, y de invadidos
y saqueados con perfidia e iniquidad más que púnicas
por la misma Francia, de la cual todo un siglo habíamos
sido ftedisecuos o remedadores torpísimos.
Pero, ¡ qué despertar más admirable ! ¡ Dichoso asun
to en que ningún encarecimiento puede parecer retóri
co ! ¡ Bendecidos muros de Zaragoza y Gerona, sagrados
más que los de Num ancia; asperezas del Bruch, cam
pos de Bailón, épico juramento de Dangeland y reti
rada de los 9.000 tan gloriosa como la que historió Jeno
fonte !... ¿ Qué edad podrá oscurecer la gloria de aquellas
victorias y de aquellas derrotas, si es que en las gue
rras nacionales puede llamarse derrota lo que es marti
rio, redención y apoteosis para el que sucumbe y pren
da de victoria para el que sobrevive?
Precisamente en lo irregular consistió la grandeza de
aquella guerra, emprendida provincia a provincia, pue
blo a pu eb lo; guerra infeliz cuando se combatió en tro
pas regulares, o se quiso centralizar y dirigir el movi
miento, y dichosa y heroica cuando, siguiendo cada cual
el nativo impulso de disgregación y de autonomía, de
confianza en sí propio y de enérgico y desmandado in
dividualismo, lidió tras las tapias de su pueblo o en
los vados del conocido río, en las guájaras y fraguras de
la vecina cordillera, o en el paterno terruño, ungido y
fecundizado en otras edades con la sangre de los dome-
ñadores de moros y de los confirmantes de las cartas
municipales, cuyo espíritu pareció renacer en las pri
meras juntas. Da resistencia se organizó, pero democrá
ticamente y a la española, con ese federalismo instinti
vo y tradicional, que surge aquí en los grandes peligros
y en los grandes reveses, y fué, com o era de esperar,
avivada y enfervorecida por el espíritu religioso, que vi
vía íntegro, a lo menos en los humildes y pequeños, y
acaudillada y dirigida en gran parte por los frailes. De
ello dan testimonio la dictadura del P. R ico en Valen
cia, del P. Gil en Sevilla, la de Fr. Mariano de Sevilla
eu Cádiz, la del P. Puebla en Granada, la del obispo
Menéndez de Euarca en Santander. Alentó la Virgen del
Pilar el brazo de los zaragozanos, pusiéronse los gerun-
denses bajo la protección de San Narciso, y en la mente
de todos estuvo (si se quita el escaso número de los
llamados liberales, que por loable inconsecuencia deja
ron de afrancesarse) que aquella guerra, tanto de inde
pendencia y española, era guerra de religión contra las
ideas del siglo X V I I I difundidas por las legiones na
poleónicas. ¡ Cuán cierto que en aquella guerra cupo el
lauro más^ alto a los que su cultísimo historiador, el
conde de I oreno, llama con aristocrático desdén de pro
hombre doctrinario, singular demagogia, pordiosera y
afrailada, supersticiosa y muy repugnante ! Lástima que
sin esa demagogia tan mal oliente y que tanto atacaba
los nervios al ilustre conde, no sean posibles Zaragozas
ni Geronas !
Sin duda, por no mezclarse en esta demagogia pordio
sera, los cortesanos de Carlos IV , los clérigos ilustra
dos y de luces, los abates, los literatos, los economistas
y los filósofos, tomaron muy desde el principio el par
tido de los franceses, y constituyeron aquella legión
de traidores, de eterno vilipendio en los anales del mun
do que nuestros mayores llamaron afrancesados. Después
de todo, no ha de negarse que procedieron con lógica :
si ellos no eran cristianos, ni españoles, ni tenían nada
de común con aquella antigua España, sino el haber
nacido en su su elo; si además los invasores tenían es
critos en su bandera todos los principios de gobierno que
ellos enaltecían; si para ellos el ideal (como ahora dicen),
era un déspota ilustrado, un César impío que regenera
se a los pueblos por fuerza y atase corto al Papa y a los
frailes; si además este César traía consigo el poder y el
prestigio militar más grande que han visto las edades,
en términos que parecía loca temeridad toda resistencia,
¿cóm o no habían de recibirle con palmas y sembrar de
flores y agasajos su camino?
La caída del príncipe de la Paz a consecuencia del
motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808), dejó desam
parados a muchos de sus parciales y procesado a Esta
la y otros, todos los cuales, por odio a la causa popular
y a los que llamaban bullangueros, no tardaron en po
nerse bajo la protección de Murat. Ni tampoco podía es
perarse más de los primeros ministros de Fernando V II,
los Azanza, Ofarril, Cebados, Escoiquiz y Caballero, todos
los cuales, tras de haber precipitado el insensato viaje del
rey a Bayona, o pasaron a los consejos del rey José o
se afrancesaron a medias, o fueron por su torpeza y ne
cias pretensiones diplomáticas, risa y baldón de los ex
traños.
Corrió al fin la sangre de mayo, y ni siquiera la san
guinaria orden del día de Murat, que lleva aquella fe
cha, bastó a apartar de él a los afrancesados, que no
sólo dieron por buena la renuncia de Bayona, sino que
concurrieron a las irrisorias Cortes convocadas ellí por
Napoleón, para labrar la felicidad de España y destruir
los abusos del antiguo régimen, como decía la convo
catoria de 24 de mayo. Fas 150 personas que habían de
constituir esta diputación, representando al clero, a la no
bleza y al Estado llano, fueron, o designadas por la llama
da Junta Suprema de Gobierno, o elegidas atropellada y
desigualmente, no por las provincias alzadas en armas
contra la tiranía francesa, sino por los escasos partidarios
de la conquista napoleónica, que se albergaban en Ma
drid o en la frontera, anunciando con ostentosas procla
mas que el héroe a quien admiraba el mundo concluiría
la grande obra en que estaba trabajando, de la regene
ración política. Algunos de los nombrados se negaron
rotundamente a ir, entre ellos el austero obispo de Oren
se D. Pedro de Quevedo y Quintano, que respondió al
duque de Berg y a la Junta con una punzante y habilí
sima representación que corrió de un extremo a otro de
España, labrando hondamente en los ánimos.
Eos pocos españoles congregados en Bayona a título
de diputados (en 15 de junio aún no llegábanla 30), re
conocieron solemnemente por rey de España a ^José
Bonaparte, el cual, entre otras cosas, dijo al inquisidor
á
D. Raimundo Ethenard y Salinas, que «la religión era la
base de la moral y de la prosperidad pública, y que ha
bía de considerarse feliz a España porque en ella sólo se
acataba la verdadera» : palabras vanas y encaminadas
solamente a granjearse algunas voluntades, que ni aun
por ese medio logró el intruso, viéndose obligado a cam
biar de táctica muy pronto y a apoyarse en los elementos
más francamente innovadores.
Abriéronse al fin las Cortes de Bayona el 15 de junio
bajo la presidencia de D. Miguel Azanza, antiguo vi
rrey de Méjico, a quien asistieron como secretarios don
Mariano Ruis de Urquijo, del Consejo de Estado, y don
Antonio Ranz Romanillos, del de Hacienda (conocido
helenista, traductor de Isócrates y de Plutarco). Anun
ció el presidente en su discurso de apertura que «nues
tro mismo regenerador, ese hombre extraordinario que
nos vuelve una patria que habíamos perdido se había, to
mado la pena (sic) de disponer una Constitución para
que fuese la norma inalterable de nuestro gobierno».
Efectivamente, el proyecto de Constitución fué presen
tado a aquellas Cortes, pero no formado por ellas, y aún
se ignora quién pudo ser el verdadero autor, puesto que
Napoleón no había de tener tiempo para entretenerse
en tal cosa. Nada se dijo en ella contra la unidad reli
giosa, pero ya algunos diputados como D. Pablo Rivas
(luego de tristísima fama como ministro de Policía) y
D. José Gómez Hermosilla (buen helenista y atrabilia
rio crítico, de los de la falange moratiniana), solicitaron
la abolición del Santo Oficio, a la cual fuertemente se
opuso el inquisidor Ethenard, secundado por algunos
consejeros de Castilla. También D. Ignacio Martínez de
Villela propuso, sin resultado, que a nadie se persiguie
se por sus ideas religiosas o políticas, consignándose así
expresamente en la Constitución. La cual murió non
nata sin que llegara siquiera a reunir cien firmas, aun
que de grado o por fuerza se hizo suscribirla a todos
los españoles que residían en Bayona.
Reorganizó José su ministerio, dando en él la secre-
fe *
taría de Estado al famoso Urquijo, promotor de la des
cabellada tentativa de cisma jansenista en tiempo de
Carlos I V ; la de Negocios Extranjeros a D. Pedro Ce-
ballos; la de Placienda a Cabarrús; la de Guerra a
O farril; la de Gracia y Justicia a D. Sebastián Piñuela;
la de Marina a, Mazarredo y la de Indias a Azanza. En
vano se pretendió atraer a D. Gaspar Melchor de Jo-
vellanos y comprometer su nombre, haciéndole sonar
como ministro del Interior en la Gaceta de Madrid, por
que él se resistió noblemente a las instancias de todos
sus amigos, especialmente de Cabarrús, y les respondió
en una de sus comunicaciones que «aunque la causa de
la patria fuese tan desesperada como ellos imaginaban,
sería siempre la causa del honor y la libertad, y la que
a todo trance debería seguir todo buen español» (1 ).
á
VI* «Ibas C ortes de Cáclia;
fe J
los mismos nombres habían de renacer las mismas c o
sas, asemejándose en algo las Cortes de Cádiz a las an
tiguas Cortes de Castilla. ¿N i cómo, ni por qué? ¿Qué
educación habían recibido aquellos prohombres sino la
educación del siglo X V III ? ¿ Qué doctrina social ha
bían mamado en la leche sino la del Contrato social
de Rousseau o (a lo sumo) la del Espíritu de las leyes ?
¿Qué sabían de nuestros antiguos tratadistas de de
recho político ni menos de nuestras cartas municipales y
cuadernos de Cortes que sólo hojeaba algún investigador
como Capmany y Martínez Marina, desfigurando a ve
ces su sentido con arbitrarias y caprichosas interpretacio
nes? ¿E n qué había de parecerse un diputado de 1810,
henchido de ilusiones filantrópicas, a Alonso de Quinta-
nilla, o a Pedro I/>pez de Padilla, o a cualquier otro de
los que asentaron el trono de la Reina Católica o que
negaron subsidio a Carlos V ?
Las ideas dominantes en el nuevo Congreso tenían que
ser, por ley histórica e ineludible, las ideas del siglo
X V III , que allí encontraron su última expresión y se
tradujeron en leyes...
Instaladas las Cortes generales y extraordinarias el 24
de septiembre de 1810 en la isla de León, de donde luego
se trasladaron a Cádiz, fué su primer decreto el de consti
tuirse soberanas, con plenitud de soberanía nacional, pro
poniendo y dictando los términos de tal resolución el
clérigo extremeño D. Diego Muñoz Torrero, antiguo rec
tor de la Universidad de Salamanca, y distinguido entre
los del bando jansenista por su saber y por la aus
teridad de sus costumbres. Con él tomaron parte en la
discusión, comenzando entonces a señalarse, el diputado
americano D. José Mejía, elegante y donoso en el decir,
y el famoso asturiano D. Agustín Argüelles, que, andan
do el tiempo, llegó a ser uno de los santones desbando
progresista y merecer renombre de Divino (siempre
otorgado con harta largueza en. esta tierra de España a
oradores y poetas), pero que entonces era sólo un mozo
de esperanzas, de natural despejo, y de fácil aunque insí
pida afluencia, que sabía inglés y había leído algunos
expositores de la Constitución británica, sin corregir,
por esto, la confusa verbosidad de su estilo, y a quien
Godoy había empleado en diversas comisiones diplomá
ticas. ..
El 19 de octubre se aprobó el primer artículo [de la
Constitución] por 70 votos contra 32, durando hasta el 5
de noviembre la discusión y votación de los 19 restantes.
Proclámase en ellos omnímoda libertad de escribir e im
primir en materias políticas, créase un tribunal o junta
suprema para los delitos de imprenta, y las obras sobre
materias eclesiásticas quedan sometidas a los Ordinarios
diocesanos, sin hablarse palabra del Santo Oficio, aunque
lo solicitó el diputado extremeño Riesco, inquisidor de
Elerena. Muchos, casi todos los fautores del proyecto,
hubieran querido extender los términos de aquella liber
tad más que lo hicieron, pero les contuvo el tener que
ir contra el unánime sentimiento nacional, y nadie lo in
dicó, ni aun por asomo, como no fuera el americano Me-
jía, volteriano de pura sangre, cuyas palabras, aunque
breves y embozadas, hubieran producido grande escándalo
sin la oportuna intervención del grave y majestuoso Mu
ñoz Torrero. Y aún llegó la cautela de los liberales has
ta conceder que en las juntas de censura fuesen eclesiás
ticos tres de los nueve vocales, sin duda para evitar que
lo fuesen todos.
Otra concesión de mayor monta, bastante a indicar por
sí sola cuán cautelosa y solapadamente procedían en aque
lla época los innovadores, fué el consignar en la Consti
tución de 1812 (democrática en su esencia, pero democrá
tica a la francesa, e inaplicable de todo punto al lugar y
tiempo en que se hizo) que «la nación española profesa
ba la religión católica, apostólica, romana, única verda
dera, con exclusión de cualquier otra». Y aún fué me
nester añadir, a propuesta de Inguanzo, caudillo y adalid
del partido católico en aquellas Cortes, y señalado entre to
dos por su erudición canónica, «que el catolicismo sería
Perpetuamente la religión de los españoles, prohibiéndo
se en absoluto el ejercicio de cualquiera otra». A muchos
descontentó tan terminante declaración de unidad religio
sa, pero la votaron aunque otra cosa tenían dentro del al
ma, y bien lo mostró la pegadiza clausula que amaña-
damente ingirieron y que luego les dió pretexto para
abolir el Santo Oficio : «ha nación protege el catolicis
mo por leyes sabias y justas». Y a la verdad, ¿no era ilu
sorio consignar la intolerancia religiosa después de ha
ber proclamado la libertad de imprenta, y en vísperas de
abatir el más formidable baluarte de 1 a. unidad del culto
en España? Más lógico y más valiente había andado el
luego famoso economista asturiano D. Alvaro Flores Es
trada en el proyecto de Constitución que presentó a la
Junta central en Sevilla el l.° de noviembre de 1809, en
uno de cuyos artículos se proponía que «ningún ciudadano
fuese incomodado en su religión, sea la que quiera».
Pero sus amigos comprendieron que afín no estaba el fru
to maduro, y dejaron en olvido esta y otras cosas de
aquel proyecto.
Elevada a ley constitucional, en el título I X del nue
vo Código, la libertad de imprenta, comenzó a inundarse
Cádiz de un diluvio de folletos y periódicos, más o me
nos insulsos, y algunos por todo extremo perniciosos.
Arrojáronse, pluma en ristre, mil charlatanes intonsos a
discurrir de cuestiones constitucionales, apenas sabidas en
España, a entonar hinchados ditirambos a la libertad o
lo que era peor y más pernicioso, a difundir ese libera
lismo de café que, con supina ignorancia de lo humano
y de lo divino raja a roso y velloso en las cosas de este
mundo y del otro...
Más recia y trabada pelamesa fué la del Diccionario
crítico burlesco. Con título de Diccionario razonado, ma
nual para inteligencia de ciertos escritores que por equi
vocación han nacido en España, habíase divulgado un
folleto contra los innovadores y sus reformas; obra de
valer escaso, pero de algún chiste, aparte de la resonan
cia extrema que las circunstancias le dieron. Pasaban
por autores los diputados Freile Castrillón y Pastor Pé-
responder T 'k revolucl°miria, y designó para
responder al anonnno diccionarista al que tenían por
mas agudo, castizo y donairoso de todos sus escritores,
•Bartolomé José Gallardo, bibliotecario de las Cortes
Cuaíquiera de los folletos de Gallardo vale más que
doctriné CnÜC° - hurlesc° ] , Pobre y menguado de
clu st? ’ aSf.rero f 11 la atención, y nada original en los
chistes que tiene buenos. Ignaro, el autor de toda cien-
ÍÍL ’ , a S 1 t1eolÓg,1Ca, c°m o filosófica, fue recogiendo
j y ■ esecb °s ínfimo y callejero volterianismo,
‘Í n? ,lC? V tart0 fllosófico y otros libros análogos, salpi
mentándolos con razonable rociada de desvergüenzas, y
on tal cual agudeza o desenfado picaresco que atrapó
S l o X V I gU° S CanCÍOneros ° íihros de pasatiempo del
(1) Heterodoxos. Tomo VII, páginas 40 a 42, 44 a 46, 49, 51, 52 a 54,
58 a 60 y 89 a 91.
V II.-L a vuelta del Rey
1. L a o c a sió n p e rd id a
1. G uerra civil
Al fallecimiento de Femando V II se encontraron fren
te a frente los dos irreconciliables partidos qiue con sus
odios habían ensangrentado la era anterior. Estaba de un
lado el partido absolutista o realista, cuyas fracciones
más intransigentes habían acudido ya a las armas en 1827,
promoviendo un alzamiento en Cataluña, apenas creye
ron notar en el Rey tendencias o aficiones a los anti
guos afrancesados, y a ciertos realistas de ideas templa
das. Eos exaltados tomaron entonces el nombre de apos
tólicos, y ahogada en sangre aquella sublevación, se pre
pararon para nuevas empresas, tomando por bandera, al
Infante D. Carlos, hermano del Rey presunto heredero
de la Corona.
Ea boda del Rey con María Cristina de Ñapóles, y
el nacimiento de las dos infantas, y la abolición de la
pragmática de Felipe V , que, extendiendo a España la
ley sálica, excluía a las hembras de la sucesión, vinie
ron a desbaratar estos proyectos, y, avivados los odios
de los realistas contra Cristina, no encontró ésta medio
más seguro de salvar la sucesión de su hija, que con
quistarse el apoyo del bando liberal, identificando la cau
sa de éste con la suya. Dió, pues, aún en vida del Rey
una amplia amnistía, y con este decreto y con el de
abrir las Universidades que Calomarde había cerrado por
algún tiempo, considerándolas como focos de liberalismo,
dió íelativa expansión a las nuevas ideas, y acabó de lan-
zar a los realistas a la guerra civil, que estalló apenas el
Rey había expirado, en 29 de septiembre de 1833, a
tiempo que en Portugal, cuyos sucesos están en aquella
época íntimamente trabados con los nuestros, iba muy
de vencida la causa del pretendiente D. Miguel, una y
otra vez rechazado de las líneas de Oporto.
El testamento de Fernando V II declaraba a Cristina
regente y gobernadora. Su primer acto fue dar un ma
nifiesto, obra del ministro Cea Bermúdez, en que al paso
que se prometían, para contentar a los liberales, am
plias reformas administrativas, se ofrecía, para satisfac
ción a los amigos del régimen antiguo, mantener en su
integridad los principios católicos y monárquicos (1 ).
Era Cea partidario de lo que entonces se llamaba des
potismo ilustrado, sistema del cual fueron primeros cam
peones los afrancesados, aborrecidos igualmente de rea
listas y liberales. Así es que el manifiesto no contentó
a nadie, pareciendo a los unos tímido, y demasiado avan
zado a los otros. Comenzaron a levantarse los carlistas
sin organización todavía y sin jefes en pequeñas parti
das, que fácilmente fueron desarmadas, lo mismo que los
voluntarios realistas, milicia demagógica del absolutis
mo, la cual, contra lo que pudiera creerse, opuso resis
tencia escasa, y fué de muy poco auxilio en aquella gue
rra. Pero tras de unas partidas se levantaban otras, y
é
Agravándose los achaques de Mina, hubo éste de re
nunciar al mando, y le sustituyó Valdés, que con infeliz
éxito intentó otra expedición a las Améscuas, volviendo
sus tropas casi a la desbandada, hacia Estella, que los
liberales abandonaron al poco tiempo. Este fué el punto
culminante de la fortuna carlista en aquella campaña.
Zu.malaeárregui se proponía pasar el Ebro y marchar so
bre la capital, pero el Gobierno de D. Carlos, exhausto
de recursos, se empeñó en que tomase a Bilbao. Zumala-
cárregui le puso cerco, muy contra su voluntad, y en
contró una resistencia digna del ataque. Una bala le
hirió de muerte el 15 de junio de 1835, y con la muer
te de aquel insigne caudillo, la estrella de los absolutis
tas comenzó a descender a su ocaso. Su sucesor Gonzá
lez Moreno, fué completamente derrotado por Córdoba
en la batalla de Mendigorría. Igual suerte tuvo su su
cesor Eguía en Arlaban, aunque la pérdida de hombres
fué menor del lado de los carlistas. A pesar del sistema
de bloqueo iniciado desde entonces por Córdoba, nume
rosas expediciones carlistas osaron salir de las provincias
vascas, recorrer casi triunfalmente la mayor parte de Es-
Paña, señalándose, entre ellas, la de Gómez, que atra
vesando Asturias y Galicia y los puertos de Eeón y la
mayor parte de Castilla, sin que fuera parte a detener
los la derrota de Villarrobledo, en que tan bizarramente
cargó con la caballería el luego famoso e infortunado Die
go de Eeón, llegaron a Andalucía, entraron en Córdoba,
sc internaron por la serranía de Ronda y no pararon has
ta Algeciras. Entre tanto, comenzaba a sonar con terror
en Aragón y en Valencia el nombre de Cabrera, gue
rrillero audad y despiadado, que se había hecho dueño
del Maestrazgo, teniendo por centro de sus operaciones
la plaza de Morella. Eos bárbaros que inmolaron a su
madre le lanzaron a feroces represalias, que dieron un
carácter singular de salvajismo a la guerra en aquellas
Provincias, donde no imperaba el convenio de Eord
Elliot.
Pero en el Norte la causa carlista había sufrido un
19
m
era la Constitución de 1812, pero a poco tiempo, dividi
dos los liberales en una cuestión parlamentaria, cayó
Mendizábal, sustituyéndole el ministerio relativamente
moderado de Isturiz y Galiano, que sucumbió sin gloria
ante el motín de la Granja, dirigido por el sargento Gar
cía en 12 de agosto de 1836. La Reina gobernadora tuvo
que consentir en el restablecimiento de la Constitución
del año 1 2 , impuesta tumultuariamente por un pronun
ciamiento militar, que costó la vida al general Quesada.
Volvieron al Poder los hombres del año 1 2 , presididos
por Calatrava, pero aún a ellos mismos pareció impracti
cable la Constitución de Cádiz, y convocaron unas Cons
tituyentes que la reformasen. Las nuevas Cortes, que se
abrieron el 24 de octubre, se componían en su mayor
parte de hombres nuevos pertenecientes casi todos a lo
que ya se llamada partido progresista, en oposición al
moderado. Con todo eso, la ley del 37, que aquellas Cor
tes elaboraron, fue en general menos democrática que
la del 1 2 , excepto en el punto de tolerancia religiosa
y en algunos otros. Admitía dos Cámaras, daba al Rey
el veto absoluto, y restringía el derecho electoral. Por lo
demás, el espíritu de aquellas Constituyentes era tan ra
dical como el de los decretos de Mendizábal, cuya obra
de revolución social completaron, aboliendo el diezmo,
y dando el golpe de muerte a la aristocracia con una se
rie de leyes desvinculadoras.
En el Norte continuaba la guerra con varia fortuna,
pero en definitiva beneficiosa para la causa de la Reina,
apoyada por las legiones extranjeras, que se unieron
a nuestro ejército a consecuencia del tratado de la cuá
druple alianza. Pll general Ewans fué rechazado en Her-
nani por los carlistas, que también se hicieron dueños
de Lerín. Las expediciones continuaron con audacia y
fortuna. Una de ellas, en que iba el mismo D. Carlos,
entró en el reino de Aragón, triunfó en la batalla de
Huesca, pasó el Cinca por Barbastro, se internó en Ca
taluña y Valencia, y aunque sufrió graves descalabros
en las dos batallas de Grá y de Chiva, logró, apoyada
por las fuerzas de Cabrera, presentarse amenazadora de
ante de Madrid, de donde se retiró al acercarse Espar
tero. Igual suerte tuvo otra expedición mandada por Za-
riategui que había entrado triunfante en Valladolid. Más
afortunado Cabrera, entremezclando triunfos y horrores,
vencía H á de Pou, y se hacía dueño de Canta vieja y
v an Mateo. Pequeñas partidas, más bien de forajidos que
de carlistas, infestaban al mismo tiempo la Mancha.
Indisciplinados algunos cuerpos del ejército del Norte
habían cometido en Miranda de Ebro y en otras partes
sangrientos excesos, pero Espartero restableció la dis
ciplina, y desde entonces la guerra en las provincias cam
bio de aspecto. Faltos los carlistas de un genio militar
como Zumalacár regui, y hondamente divididos además
por una serie de intrigas que llevaron el desaliento y la
desconfianza al cuartel real, no bastaban los triunfos par
ciales que aquel bizarro ejercito obtenía aún para ocultar
a los ojos de los más prudentes la desorganización in
terna que le trabajaba. En vano, durante todo el año 38,
nuevas expediciones com o la de D. Basilio intentaron avi
var el espíritu realista en las comarcas centrales. Ea gue
rra iba reduciéndose cada vez más al territorio en que
nació, donde todavía la fortuna solía seguir los estandar
tes carlistas, com o aconteció en Puente la Reina. Pero
en Ea Mancha, Narvaez organizó un ejército de reserva
y con él exterminó de todo punto, y en pocos meses, las
numerosas facciones de aquella tierra. Pero Cabrera, a
quien nadie podía desalojar de su formidable nido del
Maestrazgo, se paseaba vencedor por la huerta de Va
lencia, derrotaba completamente a Pardiñas haciendo
sangrienta hecatombe con los prisioneros, conquistaba a
Morella y a Benicarló, rechazaba a Oráa de los muros de
la primera de estas plazas, y hacía que muchos carlistas
esperanzados viesen en el caudillo tortosino un nuevo Zu-
malacárregui. En Cataluña, Tristany y otros sostenían
enhiesta la bandera del pretendiente, contra la cual li
diaba el barón de Moer, que por este tiempo recobraba a
Solsona, y llevaba a cabo su expedición al valle de Arán.
d
Pero el foco y la verdadera importancia de la guerra
estaba en el Norte, y conociéndolo hábilmente el go-
leino de Madrid, trato de aprovechar las intestinas di
visiones de los sublevados, separando en lo posible la cau
sa de D. Carlos de la de los fueros de las provincias
vascongadas, que andaba mezclada con ella. Apoyó, pues
a absurda intentona del escribano Muñagorri, que había
evantado la bandera de paz y fueros, y entró más ade
lante en negociaciones con el general carlista Maroto, pro
fundamente enemistado con los consejeros de D. Carlos
especialmente con Arias Teixeiro. Maroto dió comien
zo a sus planes, pasando por las armas en Estella el 19
e febrero de 1839 a los seis jefes carlistas que más po
dían oponerse a la combinación cuyos hilos iba tejiendo.
. 0 1 1 Carlos declaró traidor a Maroto, pero Maroto se
dnpuso a su Rey, aterrado por tanta audacia.
Desde entonces la autoridad moral de D. Carlos quedó
anulada de hecho, y como al mismo tiempo fuese de venci
da su causa con los triunfos de Espartero en Ramales y
Cuardamino, y de Eeón en Belascoain, encontró Maroto
os ánimos dispuestos para secundar su defección, y pac
ió en 31 de agosto el convenio de Vergara, que prometía
e reconocimiento de sus grados a todos los jefes del
e]ereito carlista, y la conservación de los fueros.
No todas las fuerzas sublevadas se sometieron al con
venio: muchas entraron con su Rey en Francia, y otras
Prolongaron inútilmente la resistencia en la corona de Ara
gón. Pero conquistadas Segura y Morella por los libera
o s , el mismo Cabrera tuvo que abandonar el teatro de
sus hazañas y pasar a Cataluña, donde fué derrotado en
Derga por Espartero, teniendo que internarse en Fran-
cia con 20.000 hombres. Así terminó aquella terrible con
tienda entre la España vieja y la nueva.
Pero no la contienda entre la revolución y el trono.
Oos moderados estaban en el Poder, y la actitud de Es-
Partero, a quien habían dado extraordinario prestigio sus
campañas, no se había acentuado todavía. No así la de
Narvaez, que había intentado, de acuerdo con D. Ruis
de Córdoba, un movimiento en 1838. La ley municipal y
la discusión sobre los fueros de las provincias vascas,
contribuyeron a enconar más los ánimos. Espartero se
declaró resueltamente por los progresistas en el mani
fiesto de Más de las Matas, y desatados los vientos re
volucionarios, estalló en Madrid el pronunciamiento de
l.° de septiembre de 1840, que obligó a la Regente a ab
dicar y a emigrar a Francia, sustituyéndola en el Poder
un ministerio-regencia, presidido por el duque de la V ic
toria, cuyo prestigio militar y político, de espada popular
y vencedora, no se había empañado todavía.
Apenas se vió la Regente en tierra extranjera lanzó
contra la nueva situación el manifiesto de Marsella, que
fué contestado por los gobernantes progresistas con _ala^"
des de fuerza y nuevas y estrepitosas violencias, dirigi
das, sobre todo, contra los curas y personas eclesiásticas,
expulsando al nuncio apostólico, cerrando el Tribunal de
la Rota y presentando a las Cortes proyectos de cisma
que obligaron al Papa Gregorio X V I a levantar su voz
en la Encíclica Afflictas in Hispania res.
Divididos los progresistas en la cuestión de regencia
una o trina, triunfó por muy pocos votos la candidatura
de Espartero, que fué proclamado regente por 179 votos
contra 103, que obtuvo Arguelles. Este fué nombrado
tutor de la Reina, y maestro de ella el gran poeta Quita-
na y aya la viuda de Mina.
Gobernó el duque de la Victoria no con todo el par
tido progresista, sino con una fracción de él, que por befa
llamaban sus enemigos ayacucha. Conjuráronse contra^ él
elementos de muy diversa índole, que antes de ti es años
vinieron a derribarle. Dos generales moderados, partida
rios de la regencia de Cristina, se sublevaron en octubre
de 1841 invocando en apoyo de su causa la causa fueris
ta. El pronunciamiento fué ahogado en sangre, siendo
pasados por las armas Diego de León, Borso, Montes _de
Oca, y otros de los más bizarros jefes del ejército español
que en él tomaron parte. En cambio Barcelona, amenaza
da en su industria por la adhesión que se suponía en el
Regente a los intereses materiales de Inglaterra y por su
oposición al derribo de las murallas, fué teatro de la pri-
ftiera insurrección republicana que Espartero castigó con
un espantoso bombardeo.
Este sistema terrorista, en mal hora iniciado, y la di
solución ab irato de las Cortes que le habían dado la re
gencia, amotinó más y más voluntades contra el duque,
y produjo la famosa coalición, a la cual Olózaga dio la
señal de combate en mayo de 1843 con el famoso grito :
“ ¡ Dios salve al país, Dios salve a la Reina !». Prim se
Pronunció en Reus, Concha en Málaga, y Narváez, con
Rs hábiles evoluciones de Torrejón de Ardoz, decide la
contienda, y entra en Madrid, mientras el regente se
refugia en Cádiz a bordo de un buque inglés.
“Tarde conocieron los progresistas y demócratas que
■habían tomado parte en la coalición lo que habían contri
buido al triunfo de sus adversarios. Entonces intentaron
levantar su propia bandera, y en Barcelona y en otras
Partes dieron el grito de Jimia central, reclamando una
esPecie de convención. Pero los centralistas fueron ame
trallados, y el país pareció por algiin tiempo en calma,
cuando las Cortes declararon la mayoría de la Reina.
Pero esta calma era engañosa. El primer ministerio fué
todavía de coalición y le presidió Olózaga, uno de los
Prohombres del bando progresista, famoso por su elo
cuencia.
Ros moderados encontraron pronto ocasión de derri
barle por medio de una intriga palaciega, y le sustituyó
González Bravo, conocido antes por su entusiasmo de-
magógico, y bien avenido ya con el trono. Eos centralistas
volvieron a sublevarse en Alicante y Cartagena, pero su
grito no halló eco en el país, com o tampoco el del anti
guo guerrillero Zurbano, que levantó en la Rioja la
urisma bandera y fué pasado por las armas juntamente
con varios individuos de su familia.
González Bravo sustituyó en 1844 D. Ramón Ma
ría Narváez, carácter férreo e indomable, varón digno de
°tros tiempos, tal, en suma, que hizo respetar el nombre
español eu tierras extrañas. A la sombra de su espada
pudo desarrollar ampliamente el partido moderado su
sistema de gobierno calcado en general sobre el régimen
francés, con bastante olvido de las tradiciones nacionales.
Reformó en 1845 la Constitución del año 37, en sentido
m¿k conservador. Adelantaron mucho las negociaciones
con Roma y los preparativos de un concordato. Publicó
Pidal una serie de leyes orgánicas que introdujeron el es
píritu centralizador en todos los ramos de la administra
ción, y un plan de estudios que remedió la anarquía uni
versitaria, y dió estabilidad e importancia social al cuer
po docente. Arregló Mon la Hacienda por medio del sis
tema tributario, que fué planteado con valentía, a pesar
de algunos conatos de oposición.
Ros partidos revolucionarios, sin embargo, no se daban
por vencidos, y la verdad es que se conspiraba activa
mente contra Narváez y contra el nuevo sistema de con
tribuciones. Ras tendencias democráticas que por prime
ra vez habían fermentado bajo el dominio del regente,
dieron cuerpo y calor a la insurrección de Galicia en 1846,
atribuida generalmente a manejos de la francmasonería
ibérica. El grito de los pronunciados era el de Cortes
Constituyentes, pero aún permanecen en la oscuridad los
verdaderos móviles de aquella singular intentona, que es
tuvo a punto de triunfar, malográndose sólo por la defec
ción de algunos jefes. El general Concha dominó el país,
y en la aldea del Carral fueron pasados por las armas So-
lís y Velasco, principales caudillos del alzamiento.
Surgió luego la cuestión de las bodas_ reales, nueva
manzana de discordia y semillero de intrigas, que sena
larco e inútil referir en una historia general. Ros conatos
de intervención de Francia e Inglaterra en este asunto do
méstico hirieron en lo vivo el orgullo nacional, y dieron
gran popularidad a la candidatura española del conde de
Montemolín, hijo del Infante D. Carlos y heredero de sus
pretensiones con el título de Carlos V I. Montemolín, en
quien su padre había abdicado, dió un manifiesto en sen
tido conciliador, y se manifestó desde luego dispuesto a
• ............... ^
la fusión de los derechos, sostenida elocuentemente por
Balines en su periódico El pensamiento de la Nación, y
apoyada entre los mismos moderados por la fracción que
acaudillaba el marqués de Viluma. Frustróse aspiración
tan generosa por la oposición de Narváez, quien presentó
e hizo aceptar como candidato al Infante D. Francisco,
al paso que la Infanta Euisa Fernanda, hermana de la
Reina, contrajo matrimonio con el duque de Montpen-
sier, uno de los hijos de Ruis Felipe (10 de octubre de
1846).
Ros carlistas, irritados con tal solución, se lanzaron de
nuevo a la guerra civil, apareciendo en Cataluña numero
sas bandas, con el título de matines o madrugadores,
guiadas por Tristany y otros cabecillas famosos, en la gue
rra anterior. Al año siguiente (1848) se presentó Cabre
ra a dirigirlos, y por más de catorce meses sostuvo la gue
rra con sin igual denuedo, hasta que abandonado y ven
dido por algunos de los suyos, y acosado en todas direc
ciones por más de 30.000 hombres, tuvo que refugiarse
en Francia cuando supo que Montemolín, que intentaba
Penetrar en el teatro de la guerra, había sido preso por las
autoridades francesas. Nuestro gobierno, que ya había
adquirido cierto prestigio en Europa con la intervención
en Portugal, supo conservarle durante el período de re
voluciones cíe 1848, y fué entre todos los gobiernos mo
nárquicos de Europa el único que se mantuvo constante
mente firme ante los amagos republicanos. No sólo venció
Narváez a la revolución que se le presentó armada en las
calles de Madrid en las jornadas del 26 de marzo y de
7 de mayo, no sólo atajó el movimiento centralista, que se
presentaba amenazador en algunas partes de Cataluña,
ya tan agitada por las facciones que .acaudillaba Cabrera,
sino que tuvo la muy española y casi temeiaria osadía
de dar los pasaportes al embajador inglés Mr. Bulwer,
que públicamente conspiraba con los descontentos... (1 ).
2. Matasusa de frailes
¿ [D e] qué servían todos los paliativos de un regaiismo
caduco ante la revolución armada con título de Milicia
urbana, y regimentada en las sociedades secretas, único
poder efectivo por aquellos días ? Lo que se quería no era
la reducción, sino la destrucción de los conventos, y no
con juntas eclesiásticas de jansenistas trasnochados, sino
con llamas y escombros podía saciarse el furor de las hie
nas revolucionarias. Destruir los nidos para que no vol
vieran los pájaros, era el grito de entonces. Nadie sabe
a punto fijo, o nadie quiere confesar cuál era la organi
zación de las logias en 1834, pero en la conciencia de to
dos está, y Martínez de la Rosa lo declaró solemnemente
antes de morir, que la matanza de los frailes fué prepara
da y organizada por ellas. De ninguna manera basta esto
Para absolver al gobierno moderado que lo consintió y lo
dejó impune, por debilidad más que por connivencia;
Pero sí basta para explicar el admirable concierto con que
aquella memorable hazaña liberal se llevó a cabo. Quien
la atribuye al terror popular causado por la aparición del
cólera el día de la Virgen del Carmen de 1834, o se
atreve a compararla con el proceso degli untori de Milán
y llamarla movimiento popular, tras de denigrar a un pue
blo entero, cuyo crimen no fué otro que la flaqueza ante
3. Expoliaucsóia
5. C osedla de jjt^rmtíitmíesi
l. P i y M argall
|Pi y Margall es hegeliano] y de la extrema izquierda ;
sus dogmas los aprendió en Proudlion, ya en años muy re
motos, y no los ha olvidado ni soltado desde entonces. Este
agitador catalán es el personaje de más cuenta de la he
terodoxia española en estos últimos años. Porque, en pri
mer lugar, tiene estilo y, aunque incorrecto en la lengua,
dice con energía y con claridad lo que quiere. Franque
za inestimable (sobre todo si se pone en cotejo con la ne
bulosa hipocresía krausista, que emplea el barbarismo como
arma preventiva), puesto que así nadie puede llamarse a
engaño. Cierto que la originalidad de Pi es nula, y que
sus ideas son de las más vulgares que corren en los libros
de Proudhon, Feuerbach y Strauss, por lo cual dijo inge
niosamente Valera que no comprendía la enemiga de Pi con
tra la propiedad, y aquello de que estaba sacada del fondo
común, cuando precisamente el libro en que tales doctrinas
se exponían, y que el señor Pi tendría indisputablemente
como de propiedad suya, era de las cosas más sacadas del
fondo público y común que puede imaginarse. Pero al
fin algo es algo, y en un estado de barbarie y noche in
telectual como el que en este siglo ha caído sobre Espa
ña, no es pequeño mérito haber entendido los libros que
se leen y asimilarse su doctrina, y exponerla en forma, si
no correcta, inteligible.
El señor Pi publicó en 1851 una supuesta Historia de
la pintura española, cuyo primer volumen (único conoci
do), con ser en tamaño de folio, no alcanza más que hasta
los fines del siglo X V , es decir, la época en que empieza
a haber pintura en España y a saberse documentalmen-
te de ella. De los restantes tomos, nos privó la Parca in
grata, porque escandalizados varios Obispos, suscriptores
de la obra, de las inauditas herejías que en ellos leyeron,
comenzaron a excomulgarla y a prohibir su lectura en
sus respectivas diócesis, con lo cual el gobierno abrió los
ojos, y embargó o quemó la mayor parte de la edición,
prohibiendo que se continuara.
De la parte estética de esta historia en otra parte ha
blaré. Pero la estética es lo de menos en un libro don
de el autor, asiendo la ocasión por los cabellos, y olvi
dando que hay pintura en el mundo, ha encajado toda la
crítica de la Edad Media, y principalmente del Cristianis
mo. De esta crítica, centón informe de hegelianismo po
pular de la extrema izquierda y humanitarismo progresi
vo al modo de Pierre Deroux, quedó Pi y Margall tan
hondamente satisfecho que todavía en 1873, como si los
años no hubieran corrido ni las filosofías tampoco, los
reprodujo al pie de la letra con nuevo título de Estudios
sobre la Edad Media, y en verdad que debió quedar es
carmentado de hacerlo, habiendo caído como cayeron bajo
la férula de D. Juan Valera, que escribió de ellos la más
amena rechifla en Revista de España, sin que desde en
tonces el nombre filosófico de Pi y Margall haya podido
levantarse de aquel tremendo batacazo...
Atajada por entonces la continuación de la Historia de
la Pintura, tuvo Pi y Margall que reservar sus filosofías
para ocasión más propicia, como lo fué de cierto la revo
lución de 1854. Aprovechándose de la ilimitada libertad
de imprenta que aquel movimiento político trajo consigo,
hizo correr de molde un libro político-socialista intitula
do Reacción y Revolución, síntesis de las ideas proudho-
nianas. Allí Pi combate el Cristianismo (son sus palabras),
anuncia su próxima desaparición, fundado en que el ge
nio ha renacido ya, la revolución ha roto su crisálida, pro
clama, como sustitución del principio de caridad el dere
cho a la asistencia y al trabajo ; y en metafísica afirma la
identidad absoluta del ser y de la idea que se desarrolla
por método tricotómico...
I/O único que al señor Pi le pone de mal humor con He-
g'el es su teoría gubernamental y cesarista del Estado. El
ideal del señor Pi es un hegelianismo de gorro frigio,
bancos del pueblo y república federal. Así filosofamos los
españoles, y de tales filosofías salen tales Cartagenas.
Pi, como verdadero enfant terrible de la extrema izquier
da, coronó sus propias lucubraciones, traduciendo el
Principio Federativo, las Contradicciones económicas y
otros opúsculos de Proudlion, grande y vehemente so
fista, propio más que otro alguno para calentar cabezas
españolas (1).
2. Sauz dlel M ío
P) H e tero d o x o s. Tom o V II. págs. 370 a 374, 270, 377, 390 a 392, 39o
396.
3. Salmerón
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fcl prologuista, y persona muy honorable (¡ manes de Cer
vantes, sed sordos!) ; al cual caballero debe parecerle
Portentosa hazaña traducir del inglés un libro, supuesto
que añade muy orondo directamente, como si se tratase
del persa, del chino o de otra lengua apartada de la co
mún noticia, siendo así que hay en España ciudades,
como ésta en que nací y escribo, donde son raros los hom
bres, y aun mujeres de alguna educación, que más o me
nos no conozcan el inglés y no sean capaces de hacer lo
que el señor traductor ha hecho. Pero no voy a hablar
del traductor, ni siquiera del libro que en son de má
quina de guerra anticatólica se nos entra por las puertas,
libro digno del barón de Holbalch o de Dupuis, escrito
con la mayor destemplanza y preocupación, y lleno de
errores de hecho garrafales, como los de afirmar que la
ciencia nació en Alejandría y que los Santos Padres fue
ron hombres ignorantísimos, sin instrucción ni criterio.
Tampoco hablaré detenidamente del prólogo, escrito
en la forma campanuda y enfática que caracteriza todas
las producciones y todos los discursos de su autor... Allí se
habla de las pretensiones de imperio temporal en la Igle
sia ; allí se dice que los católicos estamos sumidos en abyec
ción moral y en fanatismo, que la religión y la ciencia son
incompatibles (como si no hubiera más ciencia que la
que los impíos cultivan y preconizan, y como si ellos mis
mos hubiesen logrado nunca ponerse de acuerdo en los
principios) ; allí ele la antropolatría del Pontífice (sexqui-
pedalia verba) ; allí de la mística sublime cópula verifi
cada en Alejandría entre el Oriente y la Grecia ; allí de
la solidaria continuidad y dependencia de urnas determi
naciones individuales con otras que permite inducir la
existencia natural de un Todo y medio natural que cons
tituye interiores particulares centros, donde la activi
dad se concreta con límite peculiar cuantitativo y subs
tantiva cualidad en íntima composición de esencia fac
tible o realidad formable y poder activo formador (1) (esto
4. Casíelas-
(1) Heterodoxos. Tomo VII, págs. 367 a 398, 482, 488 y 399.
X.-L& ffesistesacia ©rtodloxa
(1) Heterodoxos. Tomo VII, págs 407 a 4.09, 417 y 418, 421 y 422.
XI.~Iíacia la primera restauración
1. O je a r ía g e n e r a l
;r isidr^rst rsL-srs,--? - -
íís s ü s 1a s
en que no se viese clarísimo juicio histórico disimu-
ingenioso artificio, y a veces clarísimo ] q_
2rxi
en que la política com
pf»». j-r/rstí.
comúnmente se mueve, y porque “
^ fijo n0 es la mejor escuela
tos intereses humanos, P fl > -/sim patía en el alma de
para ahondar con c o f i a s car d y bálsamo a sus
m
Heine en el Interm ezzo; Campoamor, humorista y escép
tico, que suele caer en el prosaísmo por amor a la frase
llana; y Núñez de Arce, poeta político en quien pueden
—
tes una petición en favor de la Unidad Católica con tres
millones y medio de firmas. Todo en vano : la, Unidad
Católica sucumbió asesinada en 5 de junio de 1869, por
163 votos contra 40.
Promulgada la Constitución, surgió el conflicto del ju
ramento, y el Clero en masa se negó a jurarla y soportó
heroicamente el tormento del hambre con que la revolu
ción quiso rendirle. Y los que habían comenzado por
proclamar la libertad de enseñanza y la libertad de la
ciencia, acabaron por expulsar de sus cátedras a los pro
fesores católicos que se negaron a prestar el juramento.
Durante la Regencia del general Serrano, comenzaron
a levantarse en armas los carlistas de la Mancha y Cas
tilla la V ie ja ; pero sin dirección y en pequeñas parti
das, que fácilmente fueron exterminadas no sin lujo, bien
inútil, de fusilamientos. El Gobierno asió la ocasión por
los cabellos para vejar y mortificar al C lero; y el minis
tro Ruiz Zorrilla, que de la secretaría de Fomento había
pasado a la de Gracia y Justicia, dirigió en 5 de agosto
muy descomedida circular a los Obispos, preceptuándoles
las disposiciones canónicas que habían de adoptar con
los clérigos que se levantasen en armas, mandándoles dar
pastorales y haciéndoles responsables de la tranquilidad
en sus respectivas Diócesis. La protesta del Episcopado
español contra este alarde de fuerza fué unánime. Ruiz
Zorrilla contestó encausando al Cardenal de Santiago y
a los Obispos de Urgel y Osma, y remitiendo al Con
sejo de Estado las contestaciones de otros trece Prelados.
La revolución en España seguía desbocada, y después
de haber proclamado la libertad de cultos, aspiraba a
sus legítimas consecuencias: la secularización del matri
monio y de la enseñanza. Ya en Reus y otras partes se
había establecido el concubinato c iv il: en 18 de di
ciembre se presentó a las Cortes, redactado (a lo que
parece) por el canonista Montero Ríos, el proyecto que
legalizaba tal situación. Contra él alzaron la voz en 1
de enero de 1870 los treinta y tres Obispos reunidos en
Roma. Votóse, no obstante, casi por sorpresa y esca
moteo (que los periódicos llamaron travesura), el 27
de mayo después de una porrísima discusión. Y llegó el
fanatismo revolucionario hasta declarar, por decreto de
11 de enero de 1872, hijos naturales a los habidos en
matrimonio canónico, sin que aún así se lograra enseñar
a las españolas el camino de la mairie...
Poco aflojó la persecución anticatólica durante el efí
mero reinado de D. Amadeo de Saboya (16 de noviem
bre de 1870 a 11 de febrero de 1873)... Eran [los que
siguieron a esta fecha] tiempos de desolación apocalíp
tica ; cada ciudad se constituía en cantón, la guerra
civil crecía con intensidad enorm e; en las provincias
Vascongadas y Navarra apenas tenían los liberales un
palmo de tierra fuera de las ciudades; Andalucía y
Cataluña estaban de hecho en anárquica independen
cia ; los federales de Málaga se destrozaban entre sí
dándose batalla en las calles a guisa de banderizos de
la Edad M edia; en Barcelona el ejército, indiscipli
nado y beodo, profanaba los templos con horribles or
gías. Eos insurrectos de Cartagena enarbolaban bandera
íiurca y comenzaban a ejercer la piratería por los puertos
indefensos del Mediterráneo ; donde quiera surgían re
yezuelos de taifas al modo de los que se repartieron los
despojos del agonizante reino cordobés, y entre tanto, la
Iglesia española proseguía su Calvario.
En Málaga son destruidos los conventos de Capuchi
nos y de la Merced, en 6 de marzo de 1873. En Cádiz,
el Ayuntamiento, regido por el dictador Salvoechea, arro
ja de su convento a las monjas de la Candelaria y de
rriba su iglesia, a pesar de la generosísima protesta de
las señoras gaditanas, que en número de quinientas in
vadieron las Casas Consistoriales, y en número todavía
mayor comulgaron el día siguiente en la iglesia del con
vento, cercada por las turbas, mientras en ella se cele
braba por última vez el incruento sacrificio. Al día si
guiente, desalojado ya el convento por las acongojadas
esposas de Jesucristo, oenetró en él una turba de sicarios
destrozando ferozmente el órgano y hasta las losas y pro-
fanando las celdas con inauditas monstruosidades. El
Viernes Santo, ¡ a las tres de la tarde !, caía por tierra
la cúpula de la iglesia, una de las mejores y más espa
ciosas de Cádiz. Por acuerdo de 25 de marzo sustituyó
en las escuelas el municipio gaditano la enseñanza de
la religión por la moral universal, prohibiendo, so gra
ves penas, que se inculcase a los niños dogma alguno
positivo. Las escuelas que llevaban nombres de Santos
tomaron otro de la liturgia democrática y hubo escuela
de La Razón, de La Moralidad, de La Igualdad, etc. A
la de San Servando quisieron llamarla La Caridad, pero
un ciudadano protestó contra semejante anacronismo y
se la llamó de La Armonía. Suprimiéronse las fiestas del
calendario religioso y se creó una fiesta cívica del adve
nimiento de la República Federal. A instancias del pastor
protestante Escudero, se secularizaron los cementerios y
se declaró suprimido el cargo de capellán de la cárcel.
Un club republicano solicitó la prohibición de todo culto
externo, pero los ediles no se atrevieron a tanto, con
tentándose con arrancar y destruir todas las imágenes de
piedra o de madera, y aún todos los signos exteriores de
catolicismo que había en la calle y en el puerto, y ar
mar una subasta con los utensilios de la procesión lla
mada del Corpus. Del cementerio se quitó la cruz y se
borró el texto de Ezequiel '. Vatticinare de ossibus istis.
¿Qué más? En el insensato afán de destruir, se arran
có de las Casas Consistoriales la lápida que perpetuaba,
en áureas letras, la heroica respuesta dada por la ciudad
de Cádiz a José Bonaparte, en 8 de febrero de 1810. De
la galería de retratos de hijos ilustres de Cádiz fueion
separados con escrupulosa diligencia todos los de clérigos
y frailes. El comandante de Marina tuvo que protestar
contra el derribo de dos gallardas columnas de marmo
italiano, coronadas por las efigies de los santos patronos
de Cádiz, Germán y Servando, las cuales, desde^ tiem
po inmemorial, servían de valisa o marca a los prácticos
del puerto. En el convento e iglesia de San Francisco,
se mandó establecer el Ateneo de las Clases Trabajadoras
o Centro Federal de Obreros. Protestó enérgicamente
el Gobernador Eclesiástico, y le amparó en su derecho
el ministro de Gracia y Justicia, pero el Municipio pro
siguió haciendo su soberana voluntad, comenzando el
derribo de aquella y otras iglesias, incautándose de los
cuadros de Murillo que había en Capuchinos y en Santa
Catalina (entre ellos el de la impresión de las llagas de
San Francisco y el de Santa Catalina de Sena) ; y ocu
pando las iglesias de la Merced, con intento de conver
tirlas en mercado o pescadería. Se arrojó de todos los
establecimientos de beneficencia a las Hermanas de la
Caridad y a los Capellanes. En la casa de expósitos se
suprimió el agua bautismal. Para armar a los voluntarios
de la libertad se sacaron a pública subasta los cálices
y las custodias. Para salvar el templo de San Francisco
fué menester acudir al cónsul de Francia, cuya nación
podía reclamar derechos sobre una capilla.
¿ A qué seguir con esta monótona relación? Ab uno
disce omnes...
¡ Y todo aquello quedó impune ante la justicia huma
na, aunque el pueblo decía a voz en grito los nombres
de los culpables ! ¡ E impunes los nefandos bailes de las
iglesias de Barcelona, invadidas por los voluntarios de la
libertad, no sin connivencia de altos jefes militares! Al
lado de ferocidades de este calibre, resultaría pálida la
narración de otros atropellos de menos cuenta, y eso que
podría alargarla indefinidamente, puesto que de todos los
rincones de la Península poseo datos minuciosísimos. En
las provincias del Norte, el general Nouvilas prohibió
el toque de campanas. En algunas partes de Cataluña fue
ron asesinados los curas párrocos. Por donde quiera, los
municipios procedieron a incautarse de los Seminarios
Conciliares. En Barcelona, los clérigos se dejaron cre
cer las barbas, y hubo día en que fué imposible, so pena
de arrostrar el martirio, celebrar ningún acto religioso.
Todas las furias del infierno andaban desencadenadas por
nuestro suelo. En Andalucía y Extremadura se desbor
daba la revolución social, talando dehesas, incendiando
montes y repartiéndose pastos. En Bandes (Orense) fue
ron asesinados de una vez sesenta hombres inermes por
haberse opuesto con la voz y con los puños a la tasación
y despojo de sus iglesias. En muchos lugares las proce
siones fueron disueltas a balazos...
Quede reservado a más docta y severa pluma, cuando
el tiempo vaya aclarando la razón de muchos sucesos,
hoy obscurecidos por el discordante clamoreo de las pa
siones contemporáneas, explicarnos por qué, en medio
de aquel tumulto cantonal, no triunfaron las huestes cab
listas, con venírseles el triunfo tan a las m anos; y cómo
se disolvieron los cantones y cómo el golpe de Estado
del 3 de enero puso término a aquella vergonzosa anar
quía con el nombre de república; y por cuál motivo vino
a resultar estéril aquel acto tan popular y tan simpático,
y qué esperanzas hizo florecer la restauración, y cuan
en breve tiempo se vieron marchitas, persistiendo en ella
el espíritu revolucionario, así en los hombres como en
los C ódigos; y de qué suerte volvió a falsearse el Con
cordato y a atribularse la conciencia de los católicos es-
Dañóles, quedando de hecho triunfante la libertad re
ligiosa en el artículo 11 de la Constitución de 1876; y
cómo de esta Constitución hemos llegado, por pendien
te suavísima, a la proclamación de la absoluta libertad
de la ciencia, o, dicho sin eufemismos, del error y del
mal en las cátedras; y a los proyectos ya inminentes del
matrimonio civil v de la secularización de los cementerios.
Dentro de poco, si Dios no lo remedia, veremos bajo
una monarquía católica, negado en las leyes el dogma
y ]a esperanza de la resurrección, y ni aún quedara a
los católicos españoles el consuelo de que descansen sus
cenizas a la sombra de la Cruz, y en tierra no profa
nada (1).
(1) Heterodoxos. Tomo VII, págs. 426 a 429 y 430, 434 y 435,
443 a 445, 446 y 449.
Biblioteca Nacional de España
EPÍLOGO
I.~3L » p e s a ¿ n M l) r e á e na p asad o
<áe g l o r i a
Ex libris ii
L em a... m
Portada v
Prólogo. Vil
hacia la u n id a d de españa
EN LA PENDIENTE DE LA
REVOLUCION
EPILOGO
I. La pesadumbre de un pasado de g loria ,
II. Porvenir y tr a d ic ió n ..................................
360
Indice. . ■
365
Colofón
Biblioteca Nacional de España
Este libro se acabó de imprimir en los
talleres de Gráfica Universal, el día
27 de Noviembre de 1933, a expen
sas de D. Martín González del Va
lle, Marqués de la Ve ¿a de
Anzo, quien cedió su propie
dad a la S o c ie d a d «Cul-
t u ra Española».
L A U S D E O
Biblioteca Nacional de España
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