Historia de España

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«

M a r c e l in o M enendez y P elayo

SELECCIONADA
EN LA O B R A
D E L M A E S TR O

MADRID
1 9 3 4
f
I /V '

J í - /

H I S T O R I A DE E S P A Ñ A

)
No es nueva esta consideración de la historia como
arte : al contrario; si de algo pecamos los modernos,
es de irla olvidando demasiadamente. Eos antiguos re­
tóricos griegos querían que la histora fuese, lo mismo
que la tragedia, un animal perfecto. Y nuestro fray
Jerónimo de San José, en su libro del Genio de la His­
toria, dió los últimos toques a esta concepción clásica,
exponiéndola en términos tan vigorosos y galanos, v
con tan profundo sentido de lo que pudiéramos llamar
la belleza estatuaria de la historia, que no es posible a
quien trata esta materia dejar de repetir algunas palabras
suyas, ya alegadas aquí por un docto y llorado compa­
ñero vuestro : «Yacen como en sepulcros, gastados ya y
deshechos, en los monumentos de la venerable antigüe­
dad, vestigios de sus cosas. Consérvense allí polvo y ce­
nizas. o, cuando mucho, huesos secos de cuerpos ente­
rrados, esto es, indicios de acaecimientos, cuya memo­
ria casi del todo pereció; a los cuales, para restituirles
vida, el historiador ha menester, como otro Ezequiel, va­
ticinando sobre ellos, juntarlos, unirlos, engarzarlos, dán­
doles a cada uno su encaje, lugar y propio asiento en la
disposición y cuerpo de la historia; añadirles para su
enlazamiento y fortaleza, nervios de bien trabadas con­
jeturas ; vestirlos de carne, con raros y notables apoyos;
extender sobre todo este cuerpo, así dispuesto, una her­
mosa piel de varia y bien seguida narración, y, últi­
mamente, infundirle un soplo de vida, con la energía de
un tan vivo decir, que parezcan bullir y menearse las
cosas de que trata, en medio de la pluma y el papel.»

(De La Historia considerada como obra artística. Estu­


dios de crítica literaria. Primera serie, páginas 96 y 97.)

¡j
i
193965
— M arcelino M enéndez y P elayo =

DE ESPAÑA
SELECCIONADA
EN LA O B R A
DEL M A E S T R O

«La voce sua era como la voce di un po-


polo intero; nel suo cuore era el palpito del
cuore dei milioni.»
(A r tu r o F arinelli : En Memoria de
Menéndez y Pelayo.)

M A D R D
1 9 3 4

I
I

Biblioteca Nacional de España

m
P R O L O G O

Las páginas que siguen están muy lejos de ser el


Diccionario filosófico-político de M enéndez y Pelayo
que echa de menos José María Pemán. No son siquiera
la Antología que, en una de sus anteriores encarnaciones
políticas, reclamaba con apremio Azorín.
Tareas son éstas que inexcusablemente alguien de­
berá llevar a c a b o ; porque la obra ingente de M enén­
dez y Pelayo está llamada a ser para los españoles de
hoy — ya lo dijo Pedro Sáinz Rodríguez— lo que para
los alemanes de ayer fué el famoso « Discurso» de Fich-
te. Fluye, en efecto, de toda ella, com o de toda la
vida del autor, un inmenso e irreprim ible amor a Es­
paña y un sentimiento monárquico puro, lleno de un
íntimo sentido de ju sticia; y son aquel amor y este sen-
timiento los que permitirán acometer la empresa titá­
nica de la reconstitución española.
El amor de M enéndez y Pelayo a España desborda
de cada una de las páginas que nos ha legado. Un
amor profundo y ancho que abarca a todas y a cada
una de las regiones para fundirlas en el crisol ardien­
te de su corazón. Cataluña era ya en vida de don Mar­
celino el punto doloroso del que sufría España; y él,

m
que escribió a los montañeses, sus paisanos, aquella
carta sobria y elocuente (1) en la que declaraba explí­
citamente su sentimiento regionalista de la más pura
cepa, tuvo siem pre para Cataluña las palabras más tier­
nas y los afectos más delicados, cristalizados en las
páginas de su Boscán (2) y en la semblanza de Milá (3).
Pero quizá en ninguna ocasión vibró su alma más enér­
gica y a un tiem po más dulcemente, en el hondo amor
a España y a Cataluña, que en el Discurso pronunciado
el 27 de mayo de 1888, ante S. M. la Reina Regente,
en los Juegos Florales celebrados en Barcelona (4). Ha­
bló aquel día el Maestro en catalán, para celebrar la
resurrección de la lengua muerta casi, a fuerza de estar
olvidada; y la saludaba a s í:

«Es la misma lengua arrogante que un día sonó por todos


los contornos del M editerráneo; la que escucharon rendidos el
Etna humeante y la gentil sirena del P ausilipo; la que hizo es­
tremecer las ruinas de la sagrada Acrópolis ateniense y las fra­
gosidades de la Arm enia; la lengua que el Rey Conquistador dejó
a Mallorca y a Valencia como anillo nupcial; la lengua en que
dictaban sus leyes y escribían sus gestas aquellos gloriosos Prín­
cipes de la Casa de Aragón, cuya Corona, Señora, está posada
sobre la frente de Vuestro H ijo amigablemente enlazada con la
Corona de Alfonso el Sabio.
»Y por eso, Señora, habéis venido a escuchar amorosamente
los acentos de esta lengua ni forastera ni exótica, sino española

(1) Vid pág. G2.


(2) Antología de poetas líricos castellanos desde la formación
del idioma hasta nuestros días... Tomo XIII. Vid págs. 59 a 62 de
este libro.
(3) Estudios de crítica literaria. Quinta serie. Vid pág. 66, nota,
de este libro.
(4) Publicado en el diario «La Dinastía» del día 29 de mayo
de 1888.
y limpia de toda tacha de bastardía. Vuestro espíritu generoso
y magnánimo comprende que la unidad de los pueblos es uni­
dad orgánica y viva y no puede ser una unidad ficticia, verdade­
ra unidad de la muerte; y comprende también que las lenguas,
signo y distintivo de raza, no se forjan caprichosamente, ni se
imponen por fuerza, ni se prohíben, ni se mandan por ley, ni se
dejan ni se toman a voluntad, puesto que nada hay más invio­
lable ni más santo en la conciencia humana que el nexus secreto
en que viven la palabra y el pensamiento. Ni hay sacrilegio ma­
yor y empeño más inútil que pretender encadenar lo que Dios
ha hecho espiritual y libre : la palabra humana, resplandor débil
y borroso, pero resplandor, al fin, de la palabra divina...
«T odo esto lo sabéis y lo sentís, Señora, con delicadeza de mu­
jer y con ánimo de Reina. Y ¿quién podrá dudar de que en
este día obtiene el Renacimiento catalán la suprema sanción al
dignarse Vuestra mano augusta aceptar la flor simbólica de nues­
tros certámenes, flor modesta y humilde, ya lo veis, verdadera
flor poética, símbolo de paz y de amor, no símbolo de viejas
rebeldías, ni de discordias, ni de agravios? Y quiera Dios, Se­
ñora, que si alguna suspicacia, resto de pasados yerros y tem­
pestades, se interpone aún entre el alma de Cataluña y el alma
de Castilla, tan hechas para estimarse y para comprenderse, cai­
ga desecha ante Vos, que sois el amor de ambos pueblos juntos
en uno solo.»

A o era la de Menéndez y Pelayo madera de cortesa­


no, ni estaba templado su ingenio para degradarse en
tareas de adulación; por eso, de las palabras que ante­
ceden hay que recoger el amor de que están redunda­
das, respetuoso y encendido a un tiem po, al Trono y a
la Reina.
En las páginas que siguen ha de descubrir el lector
en más de una ocasión el amor a la institución monár­
quica, inspirando, a veces, elogios entusiastas de los re­
y e s ; y otras, agrias censuras que su juicio sereno deja
caer sobre algunas cabezas coronadas; que la fe m o­
nárquica, cuando es robusta, no tiene por qué fingir
ceguedades, ni tender velos sobre los errores; porque
poniendo a la luz los que una vez se produ jeron es como
se aprenderá a evitar el peligro de caer de nuevo en
ellos, llegada la ocasión.
Ni sería difícil encontrar más explícitos testimonios de
este sentir de M enéndez y P ela y o ; bastaría espigar, por
ejem plo, en el discurso que pronunció en Santander en
la ceremonia de inauguración del monumento a Pere­
da (1), o en la oración con que en nombre del Cuerpo
de archiveros celebró el suceso de la coronación de don
Alfonso X III (2).

«Menéndez y Pelayo fué m onárquico» — escribió un día D. Angel


Herrera— . «Su monarquía ideal no fué la de los Austrias ni la de
los Borbones. Dos siglos de absolutismo glorioso, pero exótico, y
otros dos de absolutismo inepto, decía él, habían borrado la noticia
de nuestra constitución histórica. Su admiración y su simpatía se
iban a los Reyes Católicos. Era partidario de una Monarquía tem­
plada, la más conform e con el espíritu del Evangelio y la más con ­
form e con la tradición nacional.» (3).

Sin duda sentía M enéndez y Pelayo esta gran verdad


que, venciendo a la ausencia de em oción, se escapa para
rematar el párrafo transcrito. Pero, además, para quien
por voluntad de Dios, encamaba lo que los tiempos, los
hombres y las cosas permitían encarnar de aquel ideal

(X) Discurso leído por el Exento. Sr. D. Marcelino Menéndez y


Pelayo, delegado regio en el acto de la inauguración del monumento
a D. fosé María Pereda, 23 de cuero de 1911. (Madrid, 1911).
(2) Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Discursos
leídos el día 24 de mayo de 1902. (Madrid, 1902), págs. 127 a 134.
(3) Almanaque de los Amigos de Menéndez y Pelayo para el año
escolar 1932-1933. (Madrid, 1932), pág. 77.
que el historiador imaginaba, guardaba M enéndez y Pe-
layo una adhesión constante y una lealtad sin límite.
Cumplidamente quedaron correspondidas la lealtad
y la adhesión; con lo que fué atesorándose en el cora­
zón de M enéndez y Pelayo un caudal de gratitud y de
afecto del que un día quiso hacer inventario su herma­
no don Enrique, ante el R ey mismo (1 ):

«En el inventario de este caudal — decía— figura com o primera


partida una suma tal de gratitud hacia Vuestra Augusta Persona, que
solamente enumerando, siquiera sea en somero índice, las pruebas
de afecto que os debió en vida Marcelino Menéndez y Pelayo, y
las que a su memoria habéis luego acordado, podrá evaluarse la
cuantía de aquella partida, y explicarse, a la vez, la emoción que
al recordarlas me loma el ánimo y la palabra.
«A l ser elegido mi hermano Director de la Real Academia de
la Historia, honróle Vuestra Majestad con lo que él llamó «la
mayor prueba de estimación que un Rey puede dar a un súbdito»,
con una carta autógrafa en la que le felicitabais por aquel nom ­
bramiento, y os felicitabais de ver premiados así sus méritos;
y tal aprecio hicisteis de su respuesta y acción de gracias que ha­
béis ordenado su publicación en el Catálogo de la Real B ibliote­
ca. Cuando para perpetuar el recuerdo de dicha elección, algu­
nos amiradores del nuevo Director, discurrieron acuñar en su
honor una medalla, Vuestra Majestad quiso figurar como primer
suscriptor de aquel obsequio. No mucho después, con ocasión de
inaugurarse en Santander la estatua del gran Pereda, os dignas­
teis, Señor, designar a Menéndez y Pelayo para que ostentara
Vuestra augusta representación en la solemne ceremonia.
«Cuando Dios nuestro Señor tuvo a bien visitar mi casa, con
aquella honda pena, que lo era a la vez de toda España, un te­
legrama signado por Vuestra Majestad llegaba a los pocos momen­
tos, a compartir en nombre de Su Majestad la Reina y en el

(3) Discurso pronunciado por D. Enrique Menéndez y Pelayo, en


el acto de inauguración de la estatua de D. Marcelino, en la Bi­
blioteca Nacional, verificado el día 26 de junio de 1917.

É
Vuestro, el dolor y las oraciones de aquel hogar. Pocos días des­
pués, Vuestro bibliotecario mayor me transmitió el augusto deseo
de Vuestra Majestad de poseer la última cuartilla que la mano
temblorosa del sabio hubiera escrito, y la pluma con que la tra­
zara, a las cuales ha dispuesto Vuestra Majestad honrosísimo alo­
jamiento, en un primoroso marco, labor del artista Granda, y
dádoles puesto de honor en la Real Biblioteca, frente a otro au­
tógrafo ilustre, a una carta de Santa Teresa de Jesús. E incan­
sable, Señor, en Vuestro alto y generoso empeño de sellar, como
quien dice, con Vuestras armas reales la fama de los buenos es­
pañoles, tuvisteis la dignación de visitar la modesta y austera ha­
bitación que ocupó en la Academia de la Historia el que fué su
Director, acotada, por acuerdo de la sabia Corporación, a pro­
puesta de su ¡lustre miembro don Francisco de Laiglesia, y con­
servada en el mismo estado y con los propios enseres que tuvo
en vida de su último morador.
»H oy, por último, habéis querido honrarle nuevamente, inau­
gurando este asombroso trasunto de su figura, en que la insen­
sible piedra, diríase que obedece aquel mandato formulado en un
verso del propio Menéndez y Pelayo :

Corra en la piedra de la vida el río...

»Por muchas y buenas razones os amó, pues, aquel por quien


hoy renuevan su llanto las letras españolas; pero pienso, Señor,
que la mayor que tuvo —aparte de la obligación que Vuestra
Majestad hace tan fácil y grata— fué Vuestro inmenso amor a
la patria que regís, a cuya vindicación histórica consagró él to­
dos sus alientos, y por la que, sin hipérbole, puede decirse que
dió la vida. En ambos corazones, en el del Rey y en el del súb­
dito, si puedo establecer el parangón sin menoscabo del respeto,
era el amor de la patria pasión indomable y brava, y anhelo de
cada día y sueño de cada n och e; un futuro engrandecimiento,
o mejor la restauración de una insólita y secular grandeza. En
este mismo amor comulgan, y por él ante todo han venido a
cantar aquí las alabanzas de aquel fervoroso español, estos selec­
tos espíritus galas de la patria y joyas de vuestra corona— , a
cuyo frente aparece, como en toda empresa de amor y de gloria,
una mujer. ¡Q ue sus talentos, Señor, y la amorosa asistencia de
aquél a quien lloramos y que entiende ya, comprendido en el
nimbo de luz de la Eterna Sabiduría, el principio y la razón de
las cosas, os ayuden a encauzar los destinos de la patria, y, ben­
decida de Dios, alar de nuevo a ella la fortuna.»

Español y monárquico, D. Marcelino M enéndez y Pe-


layo era, por encima de todo, católico. Todo el fervor
católico que rebosa de su obra está concentrado en aque­
lla famosa Carta, cuya reproducción hacen de máximo
interés las lamentables circunstancias actuales :

«La escuela sin Dios — escribía— sea cual fuere la aparente neu­
tralidad con que el ateísmo se disimule, es una indigna mutilación
del entendimiento humano en lo que tiene de más ideal y excelso.
Es una extirpación brutal de los gérmenes de verdad y de vida que
laten en el fondo de toda alma para que la educación los fecunde.
»N o sólo la Iglesia católica, oráculo infalible de la verdad, sino
todas las ramas que el cisma y la herejía desgajaron de su tronco, y
todos los sistemas de filosofía espiritualistas, y todo lo que en el
mundo lleva algún sello de nobleza intelectual, protestan a una
contra esa intención sectaria, y sostienen las respectivas escuelas
confesionales o aquellas, por lo menos, en que los principios car-
díñales de la Teodicea sirven de base y supuesto a la enseñanza y
la penetran suave y calladamente con su influjo.
»Así se engendran, a pesar de las disidencias dogmáticas, aque­
llos nobles tipos de elevación moral y de voluntad entera, que son
el nervio de las grandes y prósperas naciones de estirpe germánica
en el V iejo Mundo y en el Nuevo. Dios las reserva, quizá, en sus
inescrutables designios, para que en ellas vuelva a brillar la lám­
para de la fe sin sombra de error ni de herejía.
»N i en Alemania, ni en Inglaterra, ni en los países escandinavos,
ni en la poderosa república norteamericana tiene prosélitos la es­
cuela laica en el sentido en que la predica el odioso jacobinismo
francés, cándidamente remedado por una parle de nuestra juventud
intelectual y por el frívolo e interesado juego de algunos políticos.
«Apagar en la mente del niño aquella participación de luz in­
creada que ilumina a todo hombre que viene a este m undo; de­
clarar incognoscible para él e inaccesible, por tanto, el inmenso
reino de las esperanzas y de las alegrías inmortales, es no sólo un
horrible sacrilegio, sino un bárbaro retroceso en la obra de civili­
zación y cultura que veinte siglos han elaborado dentro de la con­
federación moral de los pueblos cristianos. El que pretenda inte­
rrumpirla o torcer su rumbo se hace reo de un crimen social. La
sangre del Calvario seguirá cayendo gota a gola sobre la Humani­
dad regenerada, por mucho que se vuelvan las espaldas a la Cruz.»'

iVo podía pensar de otra manera, ante la amenaza de


la escuela laica, quien en «La ciencia española» había
dejado escrita la profesión de fe más completa y más
firm e que pudiera imaginarse :

«Soy católico — dice allí— no nuevo, ni viejo, sino católico a


machamartillo, como mis padres, com o mis abuelos, y como toda
la España histórica, fértil en santos, héroes y sabios bastante más
que la moderna. Soy católico, apostólico, romano, sin mutilaciones
ni subterfugios, sin hacer concesión alguna a la impiedad ni a la
heterodoxia en cualquiera forma que se presenten, ni rehuir ningu­
na de las lógicas consecuencias de la fe que profeso, pero muy aje­
no, a la vez, de pretender convertir en dogma las opiniones filo ­
sóficas de este o el otro doctor particular por respetable que sea en
la Iglesia.»

Era inexcusable transcribir las amplias citas que an­


teceden para dejar bien señalados los rasgos de estos tres
perfiles que interesaba dejar aquí registrados de la re­
cia personalidad de M enéndez y Pelayo : su catolicis­
mo, su amor a la patria y su fe monárquica.
Pretender otra cosa, fuera em peño osado para cual­
quiera, después de haber escrito del Maestro, don A dol­
fo Bonilla (1) y don Miguel Artigas (2 ); y, singularmen-

(X) Marcelino Menéndez y Pelayo (1S5G-1912). Inserto en cabeza


del tomo IV de los «Orígenes de la novela», Madrid, 1915.
(2) Miguel Artigas, Menéndez y Pelayo. 1 vol. de 310 págs. (Ma­
drid, 1927).
te, para la pluma que pergeña estos renglones, pasaría
tal designio a la categoría de pretensión descabellada.
Al propósito que inspira estas páginas, basta con lo
que apuntado queda.

:¡i t-

Este libro es, sencillamente, una colección de páginas


tomadas en las obras de Menéndez y Pelayo, y enhe­
bradas en un hilo histórico mal torcido. Bastante, sin
embargo, para dar una idea de lo que debiera ser una
Historia de España a la española; cosa radicalmente
distinta de las interpretaciones progresistas con que ha
venido atosigándonos la pedantería, cuando no la mata
fe, de la mayor parle de nuestros historiadores.
En busca de sus pasajes más característicos se han
repasado los diez y nueve volúmenes de la edición defi-
nitiva de las « Obras completas» editados hasta ahora por
don Victoriano Suárez; y para aquellas a las que aún
no llegó el turno de publicación se ha recurrido a la
Colección de Escritores Castellanos, a la Antología de
poetas líricos castellanos y aún a folletos y a libros no
fáciles de hallar hoy.
No hubiera sido posible dar remate a esta tarea, a no
haber contado con la dirección, el consejo y la ayuda de
inteligentes conocedores de la obra de M enéndez y Pe-
layo : el Marqués de la Vega de Anzo, don Pedro Sáinz
Rodríguez, don Miguel Artigas y don José Sánchez R e­
yes. A su intervención se debe que hayan sido incluidos
pasajes no conocidos u olvidados por el compilador. A
cuya cuenta exclusiva debe cargarse la inhabilidad para
intercalar tal página o tal otra que oportunamente le
fueron indicadas y que quizá se echen en falta.
Piénsese también, sin embargo, que la pretensión de
encerrar en el breve espacio de un libro de este porte
todo lo que M enéndez y Pelayo escribió tocante a His­
toria de España no hubiese sido realizable. No habrá
mucha exageración en decir que en ninguna de sus pá­
ginas deja de haber un dato o una nota histórica intere­
santes. P ero el em peño de no profanar con una pluma
torpe, lo que él dejara escrito, ha contenido en más de
una ocasión el deseo de tejer un pasaje zurciendo noti­
cias dispersas o exprim iendo páginas que a pesar de no
guardar relación directa con el propósito que guiaba
esta selección, hubieran dado materiales utilizables.
Quede esta labor para manos más hábiles.
Dios dé a este mal pergeñado libro la virtud de
atraer hacia la obra robusta e inmortal de M enéndez y
Pelayo, la atención de quien lo tomase en sus manos.
Componiéndolo se nos venía a la memoria algo que
apunta D. Miguel Artigas en su magnífico estudio bio­
gráfico del M aestro: porque estamos ahora en trance
de com prender que si 1875 es el año de la Restaura­
ción, acaso más que porque entonces ocupó el trono de
sus mayores, D. Alfonso X II, pudiera ser porque a la
sazón acababa de armarse Menéndez y Pelayo de to­
das armas para la lucha tenaz contra el error.
Una lucha en la que, a buen seguro, ha de ganar
depués de muerto, en nueva gesta de romance, las me­
jores batallas.
Jorge V ig ó n

Madrid y junio de 1933.


HACIA LA UN IDAD DE
ESPAÑA
L-Propaáación del Cristianismo
en España

¿Quién fue el primero que evangelizó aquella España


romana, sabia, próspera y rica, madre fecunda de Sé­
necas y Lucanos, de Marciales y Columelas? Antigua y
piadosa tradición supone que el Apóstol Santiago el Ma­
yor esparció la santa palabra por los ámbitos hespéri­
cos : edificó el primer templo a orillas del Ebro, donde
la Santísima Virgen se le apareció sobre el P ilar; y ex­
tendió sus predicaciones a tierras de Galicia y Eusitania.
Vuelto a Judea, padeció martirio antes que ningún
otro Apóstol, y sus discípulos transportaron el santo
cuerpo en una navecilla desde Joppe a las costas galle­
gas. Realmente, la tradición de la venida de Santiago se
remonta, por lo menos, al siglo V I I ; puesto que San
Isidoro la consigna en el librillo De ortu et obitu Pa-
trum, y aunque algunos dudan que esta obra sea suya,
es indudable que pertenece a la época visigoda. Viene
en pos el testimonio del Misal, que llaman Gótico o Mu­
zárabe...] si a esto agregamos un comentario sobre el
Profeta Nahum, que se atribuye a San Julián y anda con
las obras de los Padres Toledanos, tendremos juntas
casi todas las autoridades que afirman pura y simplemen­
te la venida del Apóstol a nuestra Península; más anti­
guas no las hay...
Temeridad sería negar la predicación de Santiago, pero
tampoco es muy seguro el afirmarla. Desde el siglo X V I
anda en tela de juicio. El Cardenal Baronio, que la
había admitido como tradición de las iglesias de Espa­
ña en el tomo I de sus Anales, la puso en duda en el
tomo I X , y logró que Clemente V III modificase en tal
sentido la lección del Breviario. Impugnaron a Baronio
muchos españoles, y sobre todo Juan de Mariana en el
tratado De adventu B. Jacobi Apostoli in Hispaniam,
escrito con elegancia, método y serenidad de juicio. Ur­
bano V III restableció en el Breviario la lección anti­
gua ; pero las polémicas continuaron, viniendo a com ­
plicarse con la antigua y nunca entibiada contienda en­
tre Toledo y Santiago sobre la primacía, y con la rela­
tiva al patronato de Santa Teresa, fia cuestión principal
adelantó poco. En cuanto a las tradiciones que se en­
lazan con la venida de Santiago, hay mayor inseguridad
todavía. La del Pilar, en sus monumentos escritos, es
relativamente moderna. En 1155 el Obispo de Zarago­
za, D. Pedro Librana, habla de un antiguo templo de
la Virgen de esta ciudad, pero sin especificar cosa alguna.
Si la venida de Santiago a España no es de histórica
evidencia, la de San Pablo descansa en fundamentos fir­
mísimos, y es admitida aún por los que niegan o ponen
en duda la primera. El Apóstol de las gentes, en el ca­
pítulo X V de su Epístola a los Romanos, promete vi­
sitarlos cuando se encamine a España. El texto está ex­
preso... Y adviértase que dice Spanian y no Iberia, por lo
que el texto no ha de entenderse en modo alguno de los
iberos del Cáucaso. Fuera de que, para el Apóstol, que
escribía en Corinto, no era Roma camino para la Geor­
gia, y sí para España. No cabe, por tanto, dudar que
San Pablo pensó venir a España. Como las Actas de los
Apóstoles no alcanzan más que a la primera prisión del
ciudadano de Tarso en Roma, no leemos en ellas noti­
cias de tal viaje, ni de los demás que hizo en los ocho
últimos años de su vida. De su predicación en España
responden, como de cosa cierta y averiguada, San Cle­
mente (discípulo de San Pablo), quien asegura que su
maestro llevó la fe hasta el término o confín de Occiden­
te, el canon de Mumtori, tenido generalmente por do-
cimiento del siglo II, San Hipólito, San Epifanio, San
Juan Crisóstomo, San Jerónimo en dos o tres lugares,
San Gregorio Magno, San Isidoro, y muchos más, todos
en términos expresos y designando la Península por su
nombre menos anfibológico...
Triste cosa es el silencio de la historia en lo que más
interesa. De la predicación de San Pablo entre los espa­
ñoles nada sabemos, aunque es tradición que el Apóstol
desembarcó en Tarragona. Simeón Metaphrastes (autor
de poca fe) y el Menologio griego, le atribuyen la con­
versión de Xantipa, mujer del prefecto Probo, y la de
su hermana Polixena.
A lgo y aun mucho debió de fructificar la santa pala­
bra del antiguo Saulo, y así encontraron abierto el ca­
mino los siete varones apostólicos a quienes San Pedro
envió a la Bética por los años de 64 o 65. Fueron sus
nombres Torcuata, Ctesifon, Indalecio, Eufrasio, Ceci­
lio, Hesichio y Secundo. Da historia, que con tanta frui­
ción recuerda insípidas genealogías y lamentables hechos
de armas, apenas tiene una página para aquellos héroes
que llevaron a término en el suelo español la metamor­
fosis mas prodigiosa y santa. Imaginémonos aquella Bé­
tica de los tiempos de Nerón, henchida de colonias y de
municipios, agricultora e industriosa, ardiente y nove­
lera, arrullada por el canto de sus poetas, amonestada
por la severa voz de sus filósofos; paremos mientes en
aquella vida brillante y externa que en Córdoba y en
Hispalis remedaba las escenas de Roma imperial, donde
entonces daban la ley del gusto los hijos de la tierra
turdetana, y nos formaremos un concepto algo parecido
al de aquella Atenas, donde predicó San Pablo. Pode­
mos restaurar mentalmente el agora (aquí foro), donde
acudía la multitud ansiosa de oír cosas nuevas, y atenta
escuchaba la voz del sofista o del retórico griego, los
embelecos o trapacerías del hechicero asirio o caldeo, los
deslumbramientos y trampantojos del importador de cul­
tos orientales. Y en medio de este concurso y de estas
voces, oiríamos la de alguno de los nuevos espíritus ge-
uerosos, a quienes Simón Bar joña había confiado el alto
empeño de anunciar la nueva ley al peritus iber de H o­
racio, a los compatriotas de Poncio Patrón, de Balbo y
de Séneca, preparados quizá a recibirla por la luz que
da la ciencia, duros y obstinados acaso, por el orgullo
que la ciencia humana infunde, y por los vicios y fla­
quezas que nacen de la prosperidad y de la opulencia.
¿ Qué lides hubieron de sostener los enviados del Se­
ñor ? ¿ En qué manera constituyeron la primitiva Iglesia ?
¿Alcanzaron o no la palma del martirio? Poco sabemos,
fuera de la conversión prestísima y en masa del pue­
blo de A cci...
A Torcuato se atribuye la fundación de la iglesia A cei­
tuna. (de Guadix), a Indalecio la de Urci, Ctesifon la
de Bcrgium (Verja), a Eufrasio la de Iliturgi (Andújar),
a Cecilio la de Iliberis, a Hesichio la de Carteya, y a
Secundo la de Avila, única que está fuera de los límites
de la Bética. En cuanto al resto de España, alto silen­
cio. Biaga tiene por su primer Obispo a San Pedro de
Rates, supuesto discípulo de Santiago. Astigis (Ecija),
se gloria, con levísimo fundamento, de haber sido visi­
tada por San Pablo. Itálica repite el nombre de Geron-
cio, su mártir y Prelado. A Pamplona llega la luz del
Evangelio del otro lado de los Pirineos con el presbítero
Honesto y el Obispo de Tolosa Saturnino. Primer Obis­
po de Toledo llaman a San Eugenio, que padeció en las
Galias, durante la persecución de Decio. Así esta tradi­
ción, com o las de Pamplona, están en el aire, y por más
de ocho siglos fueron ignoradas en España. De otras
iglesias, como las de Zaragoza y Tortosa, puede afirmar­
se la antigüedad, pero no el tiempo ni el origen exactos.
N o importa : ellas darán buena muestra de sí, cuando
arrecie el torbellino de las persecuciones...
Ea insania crucis, la religión del sofista crucificado, que
decía impíamente Euciano, o quien quiera que fuese el
autor del Philopatris y del Peregrino, había triunfado
en España, como en todo el mundo romano, de sus pri­
meros adversarios. Eidió contra ella el culto oficial de-
fendido por la espada de los emperadores, y fué vencido
en la pelea, no sólo porque era absurdo e insuficiente, y
habían pasado sus días, sino porque estaba, hacía tiem­
po, muerto en el entendimiento de los sabios y menos­
cabado en el ánimo de los pueblos, que del politeísmo
conservaban la superstición más bien que la creencia.
Pero lidió Roma en defensa de sus dioses porque se en­
lazaban a tradiciones patrióticas, traían a la memoria
antiguas hazañas, y parecían tener vinculada la eterni­
dad del imperio. Y de tal suerte resistió, que aún habida
consideración al poder de las ideas y a la gran multitud
(ingens multitudo) de cristianos, no se entiende ni se
explica sin un evidente milagro la difusión prestísima
del nuevo culto. Por lo que hace a nuestra Península,
ya en tiempos de Tertuliano se había extendido hasta
los últimos confines (omnes termini), hasta los montes
cántabros y asturianos, inaccesibles casi a las legiones
romanas (loca inaccesa). Innumerables, dice Arnobio que
eran los cristianos en España. El antiguo culto (se ha
dicho) era caduco : pero debía costar el destruirlo, cuan­
do filósofos y poetas le habían desacreditado con argu­
mentos y con burlas. Y no reparan lo que esto dicen,
que el Cristianismo no venía sencillamente a levantar al­
tar contra altar, sino a herir en el corazón a la socie­
dad antigua, predicando nueva doctrina filosófica, nunca
enseñada en Atenas ni en Alejandría, por lo cual debía
levantar, y levantó contra sí, todos los fanatismos de
la escuela : predicando nueva moral, que debía sublevar,
para contrarrestarla, todas las malas pasiones, que an­
daban desencadenadas y sueltas en los tiempos de Nerón
y Domiciano. Por eso fué larga, empeñada y tremenda
la lucha, que no era de una religión vieja y decadente
contra otra nueva y generosa, sino de todos los perver­
sos instintos de la carne contra la ley del espíritu, de
los vicios y calamidades de la organización social con­
tra la ley de justicia, de todas las sectas filosóficas con­
tra la única y verdadera sabiduría. En torno del fuego de
Vesta, del templo de Jano Bifronte o del altar de la
Victoria, no velaban sólo sacerdotes astutos y visiona­
rios, flámines y vestales. De otra suerte, ¿cóm o se en­
tiende que el politeísmo clásico, nunca exclusivo ni in­
tolerante com o toda religión débil y vaga, persiguiese
con acerbidad y sin descanso a los cristianos? Una nue­
va secta que hubiese carecido del sello divino, universal
e infalible del Cristianismo, habría acabado por entrar
en el fondo común de las creencias que no se creían.
Poco les costaba a los romanos introducir en su Panteón
nuevos dioses (1)...

(1) Heterodoxos. Tomo II, píigs. 12 a 16, 21 a 23.


II.-Los Visigodos

1. A rrianísm o

a) Los inv as ores


Cuando la mano del Señor, para castigar las abomi­
naciones del mundo romano, lanzó sobre él un enjambre
de bárbaros venidos de los bosques de Germania, de
las orillas del Volga, del Tánais y del Borísteues, era
grande la confusión religiosa de los pueblos invadidos.
Las fantasías gnósticas habían cedido el puesto a otras
enseñanzas de carácter más dialéctico que teosófico, fun­
dadas casi todas en una base antitrinitaria. Descollaba
entre los demás el arrianísmo, doctrina que por parecer
fácil y clara encontró cierta acogida en Occidente, y
contagió antes o después a la mayor parte de las tribus
bárbaras-••
Los primeros hijos del Norte que descendieron a Es­
paña, los vándalos, suevos, alanos y silingos, que en el
año de 409, acaudillados por Gunderico, Atace y Her-
nierico, hicieron en nuestra Península aquella espantosa
devastación y matanza, seguida de hambre y general pes­
te, de que habla el Cronicón de Idacio, estaban lejos
de profesar la misma religión. Los vándalos y alanos
seguían en parte el cristianismo, en parte la antigua ido­
latría ; al paso que los suevos eran todos idólatras..._
Cuando Ataúlfo llegó en 416 a Barcelona, los visigo-
dos que le seguían profesaban unánimente el arrianis-
mo aprendido de Ulphilas. Pero menos bárbaros que los
restantes invasores, o distraídos en conquistas y alianzas
que los apartaban de la persecución religiosa, ni trata­
ron de imponer sus dogmas al pueblo vencido, ni si­
guieron el cruento ejemplo de los vándalos. Mientras
en Andalucía derramábase la sangre a torrentes, y los
Obispos, firmes en los mayores trabajos a la guarda y
defensa de su grey (como escribió San Agustín), sólo
abandonaban sus iglesias cuando sus fieles habían des­
aparecido, unos alejándose de la patria, otros muertos en
la persecución, quién consumido en los sitios de las ciu­
dades, quién prisionero y cautivo, los de Cataluña y la
Galia Narbonense disfrutaron de relativa libertad en los
reinados del mismo Ataúlfo, de Sigerico, Walia, Teodo-
redo, Turismundo y Teodorico, todos los cuales traba­
jaron activamente en la constitución del nuevo imperio.
A l fin, Eurico vió reunida bajo su cetro, además de la
Galia Aquitánica, toda nuestra Península, excepto la
Gallecia y tierras confinantes, donde se mantuvieron por
cien años más los suevos. Eurico, el primero de íos le­
gisladores de su raza, no se acordó de los vencidos sino
para perseguirlos. En Aquitania mató, encarceló y des­
terró a muchos clérigos y sacerdotes.
Moderó estos rigores su sucesor Alarico, que llegó a
honrar con altos cargos a muchos de la gente romana,
e hizo compilar para su uso el código llamado Breviario
de Aniano. Leyes hubo desde entonces para los dos pue­
blos, pero leyes diversas : una para el bárbaro vencedor,
otra para el siervo latino. Algún alivio traía, sin embar­
go, tal estado de cosas, en cotejo con la absoluta anar­
quía que siguió a las primeras invasiones.
La moderación de Alarico no fué parte a impedir que
otro caudillo bárbaro, el franco Clovis o Clodoveo, con­
vertido poco antes al cristianismo, emprendiese, so pre­
texto de religión, despojarle de lo que poseían los go­
dos en las Galias. Alarico desterró dos Obispos, Volu-
siano de Tours y Quintiano de Rodez, por sospechosos
de inteligencia con los francos. Clodoveo juró arrojar
de la Aquitania a los herejes, y a pesar de los esfuer­
zos conciliatorios del rey de Italia Teodorico, la guerra
fué declarada, y vencido y muerto Alarico en Vouglé,
cerca de Poitiers.
Tras el breve reinado de Gesalaico y la regencia de
Teodorico, ocupó el trono Amalarico, cuyo matrimonio
con Clotilde, hija de Clodoveo, fué nueva semilla de
discordia y de males para el reino visigodo, ha esposa
era católica, y Amalarico se obstinó en contrariarla, pro­
hibiéndola el culto, y hasta maltratándola de obra y de
palabra. Según tradición de los franceses, la ofendida
reina envió a sus cuatro hermanos, Childeberto, Clotario,
Clodomiro y Thierry, un lienzo teñido en su propia san­
gre, como indicio de los golpes, heridas y afrentas que
había recibido de su consorte. Childeberto, rey de París
y Clotario de Soissons, se movieron para ayudarla o de­
jarla vengada, y derrotaron, no se sabe donde, a Ama­
larico, que fué muerto en la batalla, según reitere Pro­
copio, o traspasado de una lanzada cuando iba a refu­
giarse en cierta iglesia, si creemos al Turonense, o de­
gollado en Narbona por sus propios soldados, conforme
narra San Isidoro. Childeberto volvió a París con su
hermana y un rico botín, en que entraba por mucho
la plata de las iglesias.
Dos guerras desdichadas habían puesto la potencia vi­
sigoda muy cerca del abismo, has ciudades de la Narbo-
nense abrían las puertas a los francos como a católicos
y libertadores, ha fuerte mano de Theudis contuvo aque­
lla 'disgregación, y ni él, ni Teudiselo, ni Agila, ni Ata-
nagildo, el que llamó a España los griegos imperiales, y
de quien San Isidoro d ic e : Fidem Catliolicam occulte
tenuit, et Christianis valde benovolus fuit, cometieron
acto alguno de hostilidad contra la fe española.
Hasta el año 570, en que entró a reinar heovigildo,
no hubo, pues, otro conato de persecución arriana que
la de Eurico, limitada a Aquitania, según todas las no­
ticias que de ella tenemos. Ni impidieron aquellos mo-
narcas la celebración de numerosos Concilios provincia­
les, cuales fueron el Agathense (de Agde), el Tarraco­
nense, el Ilerdense, el Valentino, el Genundense y el
Toledano II, Nunca se distinguieron los visigodos por
el fanatismo, y eran además en pequeño número para
contrastar las creencias unánimes de la población some­
tida, que poco a poco les iba imponiendo sus costum­
bres y hasta su lengua (1).

b ) I, e o v i g i I A o
Eeovigildo era hombre de altos pensamientos y de vo­
luntad firme, pero se encontró en las peores condicio­
nes que podían ofrecerse a monarca o caudillo alguno
de su raza. Por una parte aspiraba a la unidad, y lo­
gróla en lo territorial con la conquista del reino suevo y
la sumisión de los vascones. Pero bien entendió que
la unidad política no podía nacer del pueblo conquista­
dor, que com o todo pueblo bárbaro significaba desunión;
individualismo llevado al extremo. Por eso la organiza­
ción que Eeovigildo dió a su poderoso Estado era cal­
cada en la organización romana, y a la larga debía traer
la asimilación de las dos razas. El imperio, a la mane­
ra de Diocleciano o de Constantino, fué el ideal que tiró
a reproducir Eeovigildo en las pompas de su corte, en
la jerarquía palaciega, en el manto de púrpura y la
corona, en ese título de Flavio con que fué su hijo Re-
caredo el primero en adornarse, y que con tanta dili­
gencia conservaron sus sucesores. Título a la verdad bien
extraño, por la reminiscencia clásica, y suficiente a in­
dicar que los bárbaros, lejos de destruir la civilización
antigua, com o suponen los que quisieran abrir una zan­
ja entre el mundo romano y el nuestro, fueron vencidos,
subyugados y modificados por aquella civilización que
los deslumbraba aún en su lamentable decadencia. El im-

(1) Heterodoxos. Tomo IT, págs. 151, 154 y 1G5 a 1G7.


perio, última expresión del mundo clásico, era institu­
ción arbitraria y hasta absurda; pero había cumplido
un decreto providencial extendiendo la unidad de_ civi­
lización a los fines del mundo entonces conocido, y dando
por boca del tirano y fratricida Caracalla, la unidad de
derechos y deberes, el derecho universal de ciudadanía.
Otra unidad más íntima iba labrando al mismo tiempo
el cristianismo. Las dos tendencias se encontraron en
tiempo de Constantino : el imperio abrazó el cristianis­
mo como natural aliado. Juliano quiso separarlos, y fué
vencido. Teodosio puso su espada al servicio de la Igle­
sia, y acabó con el paganismo. Poco después murió el im­
perio, porque su idea era más grande que é l ; pero el
espíritu clásico, ya regenerado por el influjo cristiano,
ese espíritu de ley, de unidad de civilización, continúa
viviendo en la oscuridad de los tiempos medios, e in­
forma en los pueblos del Mediodía toda civilización, que
en. lo grande y esencial es civilización romana por el
derecho com o por la ciencia y el arte, no germánica, ni
bárbara, ni caballeresca, como en un tiempo fué moda
imaginársela. Por eso los dos Renacimientos, el del si­
glo X I I I y el del siglo X V , fueron hechos naturalísi-
mos, y que no vinieron a torcer, sino a ayudar el curso
de las ideas. Y en realidad, a la idea del Renacimiento
sirvieron, cada cual a su modo, todos los grandes hom­
bres de la Edad Media, desde el ostrogodo Teodorico
hasta Carlo-Magno, desde San Isidoro, que recopilo la
ciencia antigua, hasta Santo Tomás, que trató de cris­
tianizar a Aristóteles, desde Gregorio V II hasta Alfonso
el Sabio. Nunca ha habido soluciones de continuidad en
la historia.
Leovigildo, puesta su mira en la unidad política, ¿y
quién sabe si en la social y de razas?, tropezó con un
obstáculo invencible : la diversidad de religiones. Trató
de vencerla desde el punto de vista arriano, tuvo que
erigirse en campeón del menor número, del elemento
bárbaro e inculto, de la idea de retroceso, y no sólo se
vió derrotado, lo cual era de suponer, sino que contem-
pió penetrar en su propio palacio, entre su familia, el
germen de duda y discordia, que muy pronto engendró
la rebelión abierta. Y en tal extremo, Leovigildo, que no
era tirano, ni opresor, ni fanático, antes tenía más gran­
deza de alma que todos los príncipes de su gente, vióse
impelido a sanguinarios atropellos, que andando los si­
glos y olvidadas las condiciones sociales de cada época,
han hecho execrable su memoria, respetada siempre por
San Isidoro y demás escritores cercanos a aquella an­
gustiosa lucha, que indirectamente y de rechazo produjo
la abjuración de Recaredo y la unidad religiosa de la
Península. La historia de este postrer conflicto ha sido
escrita muchas veces, y sólo brevemente vamos a re­
petirla.
Hermenegildo, primogénito de Leovigildo y asociado
Por él a la corona, casó con Ingunda, princesa católica,
hija de nuestra Brunechilda y del rey Sigeberto. Los
matrimonios franceses eran siempre ocasionados a divi­
siones y calamidades. Ingunda padeció los mismos ultra­
jes que Clotilde, aunque no del marido, sino de la reina
Gosuinda, su madrastra, arriana fervorosa, que ponía
grande empeño en rebautizar a su nuera, y llegó a gol­
pearla y pisotearla, según escribe, quizá con exageración,
el Turonense. Tales atropellos tuvieron resultado en todo
diverso del que Gosuinda imaginaba, dado que no sólo
persistió Ingunda en la fe, sino que movió a abrazarla
a su marido, dócil asimismo a las exhortaciones y ense­
ñanzas del gran Prelado de Sevilla, San Leandro, hijo
de Severiano, de la provincia Cartaginense.
Supo con dolor Leovigildo la conversión de su hijo,
que en el bautismo había tomado el nombre de Juan,
para no conservar, ni aún en esto, el sello de su bár­
baro linaje. Mandóle a llamar, y no compareció, antes
levantóse en armas contra su padre, ayudado por los
griegos bizantinos que moraban en la Cartaginense, y
por los suevos de Galicia. A tal acto de rebelión y Ura­
nia (así lo llama el Iiichirense), contestó en 583 Leovi­
gildo reuniendo sus gentes y cercando Sevilla, corte de
su hijo. Duró el sitio hasta el año siguiente : en él murió
el rey de los suevos Miro, que había venido en ayuda
de Hermenegildo ; desertaron de su campo los imperia­
les, y al cabo Eeovigildo, molestando a los cercados des­
de Itálica, cuyos muros había vuelto a levantar, rindió
la ciudad, parte por hambre, parte por hierro, parte
torciendo el curso del Betis. Entregáronsele las demás
ciudades y presidios que seguían la voz de Hermenegil­
do, y finalmente la misma Córdoba, donde aquel prín­
cipe se había refugiado. Allí mismo (como dice el abad
de Valelara, a quien con preferencia sigo por español
y coetáneo), o en Osset (como quiere San Gregorio de
S. Tours), y fiado en la palabra de su hermano Recare-
do, púsose Hermenegildo en manos de su padre, que le
envió desterrado a Valencia. Ni allí se aquietó su áni­
mo : antes indújole a levantarse de nuevo en sediciosa
guerra, amparado por los hispano-romanos y bizantinos,
hasta que, vencido por su padre en Mérida y encerrado
en Tarragona, lavó en 585 todas sus culpas, recibiendo
de manos de Sisberto la palma del martirio, por negarse
a comulgar con un Obispo arriano. Hermenegildus in
urbe Tarraconensi a Sisberto interficitur, nota secamen­
te el Biclarense, que narró con imparcialidad digna de
un verdadero católico esta guerra, por ambas partes es­
candalosa. Pero en lo que hace a Hermenegildo, el mar­
tirio sufrido por la confesión de su fe borró su primitivo
desacato, y el pueblo hispano-romano comenzó a venerar
de muy antiguo la memoria de aquel príncipe godo, que
había abrazado generosamente la causa de los oprimidos
contra los opresores, siquiera fuesen éstos de su raza y
familia. Esta veneración fué confirmada por los Pontífi­
ces. Sixto V extendió a todas las iglesias de España la
fiesta de San Hermenegildo, que se celebra el 14 de
abril. Es singular que San Isidoro sólo se acuerde del
rey de Sevilla para decir en son de elogio que Leovigil-
do sometió a su hijo, que tiranizaba el imperio. (Filium
imperiis suis tyrannizantem, obsessum superávit.) ¡ Tan
poco preocupados y fanáticos eran los Doctores de aque-
lia Iglesia nuestra, que ni aún en provecho de la ver­
dad consentían el más leve apartamiento de las leyes
morales !...
Dura fué la persecución de Leovigildo contra los ca­
tólicos. Hemos de reconocer, sin embargo, que había
buscado, aunque erradamente, una conciliación semejan­
te al Interim que en el siglo X V I promulgó el César
Carlos V para sus Estados de Alemania...
Eeovigildo apenas derramó más sangre cristiana que
la de su hijo. Acúsale el Turonense de haber atormen­
tado a un sacerdote, cuyo nombre no expresa. Enrique­
ció el Erario con la confiscación de las rentas de las
iglesias, y pareciéndole bien tal sistema de Hacienda, le
aplicó, no sólo a los católicos, sino también a sus vasa­
llos arríanos...
Ea grandeza misma de la resistencia, el remordimien­
to quizá de la muerte de Hermenegildo, trajeron al rey
visigodo a mejor entendimiento en los últimos días de
su vida. Murió en 587, católico ya y arrepentido de sus
errores, com o afirma el Turonense y parece confirmarlo
la prestísima abjuración pública de su hijo y sucesor Re-
caredo. De la conversión del padre nada dicen nuestros
historiadores. Riego fecundo fué de todas suertes para
nuestra Iglesia el de la sangre de Hermenegildo (1).

2. Recaredo
Claramente se vió desde los primeros días del gobier­
no de Recaredo la mutación radical que iba a hacerse
en las condiciones religiosas del pueblo visigodo. El ca­
tolicismo contaba ya innumerables prosélitos entre las
gentes de palacio, com o lo fué aquel embajador Agilán,
convertido en Francia por el Turonense. El mismo R e­
caredo debía estar ya muy inclinado a la verdadera fe
en vida de su padre, y si éste murió católico, como pa-

(1) Heterodoxos. Tomo II, págs. 108 a 171, 172 y 174.


rece creíble, y de seguro con el amargo torcedor del
suplicio de Hermenegildo, natural es que estas circuns­
tancias viniesen en ayuda de las exhortaciones del ca­
tequista San Leandro para decidir el ánimo de Recare-
do, iluminado al fin con los resplandores de la gracia...
La abjuración del rey llevaba consigo la de todo su pue­
blo, y para darle mayor solemnidad convocóse el tercer
Concilio Toledano en 589 (era 627)... Leyó en alta voz
un notario la profesión de fe en que Recaredo decla­
raba seguir la doctrina de los cuatro Concilios gene­
rales, Niceno, Constantinopolitano, Efesino y Calce-
dónense, y reprobar los errores de Arrio, Macedo-
nio, Nestorio, Eutiques y demás heresiarcas condenados
hasta entonces por la Iglesia. Aprobáronla los Padres con
fervientes acciones de gracias a Dios Padre, Hijo y Es­
píritu Santo, que se había dignado conceder a la Iglesia
paz y unión, haciendo de todos un solo rebaño y un
Pastor solo, por medio del apostólico Recaredo, que ma­
ravillosamente glorificó a Dios en la tierra, y en pos del
rey abjuró la reina Badda, y declararon los Obispos y
clérigos arríanos allí presentes que, siguiendo a su glo­
riosísimo monarca, anatematizaban de todo corazón la
antigua herejía...
[Triste es] tener que agregar en desaliñado estilo críti­
co, algunas reflexiones de esas que se llaman de filoso­
fía de la historia, sobre el maravilloso suceso de la con­
versión de los visigodos. ¿Qué palabras y más las mías,
no han de parecer débiles y pálidas después de las de
San Leandro, que por tan alta manera supo interpretar
el espíritu universal humano y civilizador del cristia­
nismo ?
Bajo el aspecto religioso no hay por qué encarecer la
importancia de la abjuración de Recaredo. Cierto que
los visigodos no eran españoles, que su herejía había pe­
netrado poco o nada en la población indígena; pero al
cabo establecidos se hallaban en la Península, eran un
peligro para la fe católica, a lo menos como perseguido­
res, y una rémora para la unidad, esa unidad de creen-
cías tan profundamente encomiada por San Lorenzo. L o­
gróse esta unidad en el tercer Concilio Toledano, al tiem­
po que la gente liispano-romana estaba del todo concorde
y extinguido ya casi el priscilianismo gallego. Sólo fal­
taba la sumisión de aquellos invasores que por rudeza e
impericia habían abrazado una doctrina destructora del
principio fundamental del catolicismo : la acción inme­
diata y continua de Dios en el mundo, la divinidad per­
sonal y viva, el Padre creador, el Verbo encarnado. Con
rebajar al nivel humano la figura de Cristo, rompíase
esta unión y enlace, y el mundo y Dios volvían a quedar
aislados, y la creación y la redención eran obra de una
criatura, de un demiurgo. Tan pobre doctrina debió va­
cilar en el ánimo de los mismos visigodos al encontrarse
frente a frente con la hermosa Regula fidei de la Iglesia
española. Y ésta triunfó porque Dios y la verdad esta­
ban con ella; y victoria fué que nos aseguró por largos
siglos, hasta el desdichado en que vivimos, el inestima­
ble tesoro de la unidad religiosa, no quebrantada por EH-
pando ni por Hostegesis, ni por los secuaces del panteís­
mo oriental en el siglo X II, ni por los albigenses y val-
denses, ni por Pedro de Osma, ni por el protestantismo
del siglo X V I, que puso en conmoción a Europa, ni por
los alumbrados y molinosistas, ni por el jansenismo, ni
por la impiedad de la centuria pasada, porque todas estas
sectas y manifestaciones heréticas vinieron a estrellarse
en el diamantino muro levantado por los Concilios Tole­
danos. Algunos, muy pocos, españoles pudieron extra­
viarse : la raza española no apostató nunca. Quiso Dios
que por nuestro suelo apareciesen, tarde o temprano, to­
das las herejías, para que en ninguna manera pudiera
atribuirse a aislamiento o intolerancia esta unidad pre­
ciosa, sostenida con titánicos esfuerzos en todas las eda­
des contra el espíritu del error. Y hoy, por misericordia
divina, puede escribirse [la] historia, mostrando que to­
das las heterodoxias pasaron, pero que la verdad perma­
nece, y a su lado está el mayor número de españoles,
com o los mismos adversarios confiesan. Y si pasaron los
errores antiguos, así acontecerá con los que hoy deslum­
bran, y volveremos a tener un solo corazón y orna alma
sola, y la unidad, que hoy no está muerta, sino oprimi­
da, tornará a imponerse, traída por la unánime voluntad
de un gran pueblo, ante el cual nada significa la escasa
grey de impíos e indiferentes. N o era esa oposición ne­
gativa e impotente, incapaz de nada grande ni fecundo,
propia ‘de los tiempos y caracteres degenerados, la que
encontraron Ipciniano, Fulgencio, Mausona y Leandro:
era la positiva contradicción de una raza joven y faná­
tica, fuerte de voluntad, no maleada en cuerpo ni es­
píritu ; y esa raza tenía el poder exclusivo, el mando de
los ejércitos, la administración de la justicia; podía apli­
car, y aplicaba, la ley del conquistador a los vencidos, y,
sin embargo, triunfaron de ella, la convirtieron, la civi­
lizaron, la españolizaron en una palabra. ¿ Y cóm o se ve­
rificaron estos milagros? No por coacción ni fuerza de
armas, puesto que la intentona de Hermenegildo fué ais­
lada, y quizá tan política como religiosa, sino con la ca­
ridad, con la persuasión, con la ciencia.
¿Cuáles fueron las consecuencias políticas y sociales
del grande acto de Recaredo ? Antes había en la Penínsu­
la dos pueblos rivales, recelosos siempre el uno del otro,
separados en religión, en costumbres, en lengua, conde­
nados a ser el uno víctima y el otro verdugo, regidos por
leyes especiales y contradictorias. Semejante estado de
cosas se oponía de todo en todo al progreso de la cul­
tura ; una de las razas debía ceder a la otra, y Recaredo
tuvo valor para sacrificar, si sacrificio fué, y no bautis­
mo y regeneración, la suya ; y él, monarca godo, cabeza
de un imperio militar, vástago de Alarico, el que vertió
sobre Roma la copa de las iras del Señor, vino a doblar
la frente, para levantarla con inmensa gloria, ante aque­
llos Obispos, nietos de los vencidos por las hordas visi­
godas, esclavos suyos, pero grandes por la luz del enten­
dimiento y por el brío incontrastable de la fe. Apenas
estuvieron unidos godos y españoles por el culto, comen­
zó rápidamente la fusión, y paso tras paso olvidaron los
primeros su habla teutónica, para adoptar las dulces y
sonoras modulaciones del habla latina ; y tras de Reca­
u d o vino Recesvinto para abolir la ley de razas que pro­
hibía los matrimonios mixtos, y hubo reyes bárbaros ca­
sados con romanas y reyes bárbaros que escribieron en la
lengua de Virgilio.
L,a organización del Estado, hasta entonces ruda, sel­
vática y grosera, como de gente nacida y criada en los
bosques, modificóse puesta en contacto con la admirable
ordenación de los Concilios. Así, insensiblemente, por el
natural predominio de la ilustración sobre la rudeza, co­
menzaron éstos a entender en negocios civiles, con uno
J u otro carácter, con una u otra forma. Eos males del sis­
tema electivo se aminoraron en lo posible; disminuyóse
la prepotencia m ilitar; fué cercado de presidios y defen­
sas, al par que de cortapisas que alejasen toda arbitrarie­
dad, el tro n o ; moderóse (porque extinguirlo fuera impo­
sible) todo elemento de opresión y de desorden, y hasta
se suavizó el rigor de las leyes penales. Por tal influjo,
el Fuero Juzgo vino a exceder a todos los códigos bár­
baros, y no fué bárbaro más que en parte : en lo que
nuestros Obispos no podían destruir so pena de aniqui­
lar la raza visigoda.
Dicen que los Concilios usurparon atribuciones que no
les correspondían: ¿Quién sostendrá semejante absurdo?
¿ De <fué parte estaba el saber y de qué parte la ignoran­
cia ? ¿ A quién debía de ceder la Iglesia el cargo de edu­
car y dirigir a sus nuevos hijos? ¿Acaso a los Witericos,
Chindasvintos o Ervigios, que escalaban el trono con el
asesinato de su antecesor o con algún torpe ardid para pri­
varle de la corona? ¡M ucho hubiera adelantado la hu­
manidad bajo tales príncipes ! Ea tutela de los Concilios
vino, no impuesta ni amañada, sino traída por ley pro­
videncial y solicitada por los mismos reyes visigodos.
N o todo el pueblo arriano consintió en la abjuración,
por desgracia suya y de aquella monarquía. Hubo, apar­
te de algunos Obispos intrusos, un elemento guerrero,
hostil e intratable, que ni se ajustó a la civilización his-

V
fianzas de T U° COmprendlda> ui <*ó las ense-
nndn ¿ ^ ,Iglesla; antes la persiguió, siempre que
pudo, en conjuras o levantamientos contra los monar­
cas que ella amparaba. Esta oposición militar y herética
pf er° P“ Wit™ .
embozada con la usurpación de Chindasvinto, en la gue-
™ w t, ,lden“ y ,p‘ ul° co,1,“ w “ " b“ . y Lo
tm id n re f 7 6\ SUS 11J° S’ ° quienes quiera que fuesen los
traidores que abrieron a los árabes las puertas del Estre-
n n e d a r T u ’ P° r Clert° ’ SU inicua venganza, mas para
quedar anulados como nación en justo castigo de tanta
perfidia Ea raza que se levantó para recobrar palmo a
Ib d T d 21 SUÍ °, ” atlV° era hispano-romana; los buenos
visigodos se habían mezclado del todo con ella. En cuan­
do a la estirpe de los nobles que vendieron sn patria Dios
la hizo desaparecer en el océano de la historia (1). ’

3. U n índice á e la cuitara española


en el sá^lo V I I
Exaltado después de [San Eeandro] a la sede [de Se­
villa], prisidiendo el Concilio IV Toledano que uniformó
, lt,ur?,la> y el hispalense II que condenó la herejía de
los Acéfalos sostenida por un Obispo sirio... San Isi-
coio, íeiedero del saber y de las tradiciones de la an-
ígua y gloriosísima España romana, algo menosca­
badas por injuria de los tiempos, pero no extinguidas
del todo, heredero de todos los recuerdos de aquella Igle­
sia Española...; artífice incansable en la obra de fusión
de godos y españoles a la vez que atiende con exquisito
cuidado a la general educación de unos y otros, así del
clero como el pueblo, fundando escuelas episcopales y
monásticas..., difundiendo la vida [conventual] y dando
regla especial y española a sus monjes---, escribe compen-

(1) Heterodoxos. Tomo II, págs. 179 a 181, 185 y 187 a 189,
dios, breviarios y resúmenes de cuantas materias pueden
ejercitar el entendimiento humano, desde las más subli­
mes hasta las más técnicas y manuales; desde el abstru-
so océano de la teología hasta los instrumentos de las
artes mecánicas y suntuarias; desde el -cedro del híbano
hasta el hisopo que crece en la pared, ha serie de sus
obras, si metódicamente se leen, viene a constituii una
inmensa enciclopedia, en que está derramado y como
transfundido cuanto se sabía y podía saberse en el si­
glo V II, cuanto había de saberse por tres o cuatro siglos
después, y además, otras infinitas cosas, cuya memoria
se perdió más adelante... (1).
I,a influencia isidoriana, l’ ardente spiro d’ Isidoro, que
decía Dante, prosigue fulgurando sobre nuestra raza desde
el siglo V III hasta el X II, en que los reinos cristianos de
la Península entraron resueltamente en el general movi­
miento de Europa, renunciando a muchas de sus tradi­
ciones eclesiásticas y a mucha de su peculiar cultura.
Primero la reforma ciuniacense, después el cambio de
rito, finalmente el cambio de letra, determinaron esta tras­
cendental innovación, sobre cuyas ventajas o inconve­
nientes no parece oportuno insistir aquí. Baste dejar
apuntado, com o hecho inconcuso, que los primeros si­
glos -de la Reconquista son, bajo ^el aspecto literario,
mera prolongación de la cultura visigótica, cada día mas
empobrecida y degenerada, pero nunca extinguida del
todo. El fondo antiguo no se acrecentaba en cosa algu­
na, pero a lo menos se guardaba intacto, hos libros del
gran Doctor de las Españas continuaban siendo texto de
enseñanza en los atrios episcopales y en los monasterios
y conservaban gran número de fragmentos, extractos y
noticias de la tradición clásica. Por la fe y por la cien­
cia de San Isidoro, beatus, et lumen, noster Isidorus,
como decía Alvaro Cordobés, escribieron y murieron _he­
roicamente los mozárabes andaluces, a quienes la proximi-1

(1) Estudios de critica literaria. Primera serie, págs. 137 a 139.


dad del martirio dictó más de una vez acentos de soberana
elocuencia, que en boca de San Eulogio, y del mismo A l­
varo, recuerdan el férreo y candente modo de decir de
Tertuliano. Arroyiuelos derivados de la inexhausta fuen­
te isidoriana, son la escuela del Abad Spera in Deo y el
Apologético del abad Samsón. A San Isidoro quiere fal­
sificar, en apoyo de su herética tesis, el arzobispo Eh-
pando, y con armas de San Isidoro trituran y deshacen
sus errores nuestros controversistas Heterio y San Bea­
to de Eiébana. Eos historiadores de la Reconquista cal­
can servilmente las formas del Cronicón isidoriano. Y
finalmente, aquella ciencia española, luz eminente de un
siglo bárbaro, esparce sus rayos desde la cumbre del Piri­
neo sobre otro pueblo más inculto todavía, y la semilla
isidoriana, cultivada por Alcuino, es árbol frondosísimo
en la corte de Carlo-Magno, y provoca allí una especie
de renacimiento literario, cuya gloria, exclusiva e injus­
tamente, se ha querido atribuir a los monjes de las es­
cuelas irlandesas. Y sin embargo, españoles son la mitad
de los que le promueven : Félix de Urgel, el adopcionis-
ta, Claudio de Turín, el iconoclasta, y más que todos,
y no manchados como los dos primeros con las sombras
del error y de la herejía, el insigne poeta Teodulfo, au­
tor del himno de las Palmas, Gloria, laus et honor, y el
obispo de Troya, Prudencio Galindo, adversario valiente
del panteísmo de Escoto Erigena. Aun era el libro de las
Etimologías texto principal de nuestras escuelas, allá por
los ásperos 'días del siglo X , cuando florecían en Catalu­
ña matemáticos como Lupito, Bonfilio y Joseph, y cuando
venía a adquirir Gerberto (luego Silvestre II), bajo la dis­
ciplina de Atón, obispo de Vich, y no en las escuelas
sarracenas, com o por tanto tiempo se ha creído, aquella
ciencia, para su tiempo extraordinaria, que le elevó a
la tiara y le dió misteriosa reputación de nigromante (l1).(I)

(I) Antología de poetas líricos castellanos. Tomo I, págs. 1,1 y T.II,


4. ¡¡■aina «leí ¡amperio visiáodo

¿ Cómo vino a tierra aquella poderosa monarquía ?


Cuestión es ésta que hemos de tocar, siquiera por inci­
dencia. Para quien ve en el ajusiitia ele-val gentes : mise­
ros antevi fcicit populos peccatumn, la fórmula de la ley
moral de la historia, y con San Agustín, Orosio, Salviano,
Fray José de Sigüenza, Bossuet y todos los providencia-
listas, partidarios de la única verdadera filosofía de la
historia, considera el pecado original cual fuente del des­
orden en el universo, el pecado individual como causa
de toda desdicha humana, el pecado social como expli­
cación del menoscabo y ruina de los Estados, no puede
menos de señalar la heterodoxia y el olvido de la ley mo­
ral como causas primeras y decisivas de la caída del
imperio visigodo. Veamos cómo influyeron estas causas.
Error sería creer que las dos razas, goda e liispano-
romana, estaban fundidas al tiempo de la catástrofe
del Guadalete. ha unión había adelantado mucho con
Recaredo, no poco con Recesvinto, pero distaba de ser
completa. Cierto que hablaban ya todos la misma len­
gua, y los matrimonios mixtos eran cada día más fre­
cuentes; mas otras diferencias íntimas y radicales los
separaban aún. Y no dudo colocar entre ellas la dife­
rencia religiosa. N o importa que hubiesen desaparecido,
a lo menos de nombre, los arríanos, y que Recesvinto
diera por extinguida toda doctrina herética. Ra conver­
sión de los visigodos fué demasiado súbita, demasiado
oficial, digámoslo así, para que en todos fuese sincera.
No porque conservasen mucho apego al culto antiguo;
antes creo que, pasados los momentos de conspiración
y lucha, más o menos abierta, en el reinado de Reca-
redo, todos o casi todos abandonaron de derecho y de
hecho el arrianismo; pero muchos (duele decirlo), no
para hacerse católicos, sino indiferentes, o a lo menos
malos católicos prácticos, odiadores de la Iglesia y de
todas sus instituciones. Eo que entre los visigodos po­
demos llamar pueblo, el clero mismo, abrazaron en su
mayor número, con fe no fingida, la nueva y salvadora
doctrina; pero esa aristocracia militar que quitaba y
ponía reyes, era muy poco católica, lo repito. Desde
Witerico hasta Witiza, los ejemplos sobran. En vano
trataron los Concilios de reprimir esta fracción orgu-
llosa, irritada por el encumbramiento rápido de la po­
blación indígena. Sólo hubieran podido lograrlo elevan­
do al trono un hispa no-latino; pero no se atrevieron a
tanto quizás por evitar mayores males. De hecho, los
mismos reyes visigodos entendieron serles preciso el apo­
yo de la Iglesia contra aquellos osados magnates, que los
alzaban y podían derribarlos, y vemos a Sisenando, a
Chindasvinto, a Ervigio, apoyarse en las decisiones con­
ciliares, para dar alguna estabilidad a su poder, muchas
veces usurpado, y asegurar a sus hijos o parientes la su­
cesión a la corona. Eos Concilios, en interés del orden,
pasaron por algunos hechos consumados, cuyas resultas
era imposible atajar; pero las rebeliones no cesaban, y
lo que llamaríamos el militarismo o pretorianismo en­
contró su último y adecuado representante en Witiza.
Witiza es para nosotros el símbolo de la aristocracia
visigoda, no arriana ni católica, sino escéptica, enemiga
de la Iglesia, porque ésta moderaba la potestad real y se
oponía a sus desmanes. Ea nobleza goda era relajadísi­
ma en costumbres : la crueldad y la lascivia manchan a
cada paso las hojas de su historia. El adulterio y el re­
pudio eran frecuentísimos, y el contagio se comunicó a
la clerecía, por haber entrado en ella individuos de es­
tirpe gótica. Los Prelados de Galicia esquilmaban sus
Iglesias, según resulta del canon IV del Concilio V II.
El V III, en sus cánones IV , V y V I, tuvo que refrenar
la incontinencia de Obispos, presbíteros y diáconos. Ni
aun así se atajó el mal, y fué preciso declarar siervos
a los hijos de uniones sacrilegas...
Grandes culpas tenía que purgar la raza visigoda. Ño
era la menor su absoluta incapacidad para constituir
un régimen estable ni una civilización. Y , sin embargo,
¡ cuánta grandeza en ese período ! Pero la ciencia y el
arte, los cánones y las leyes son gloria de la Iglesia,
gloria española. Pos visigodos nada han dejado, ni una
piedra, ni un libro, ni un recuerdo, si quitamos las car­
tas de Sisebuto y Bulgoranos, escritas quizás por Obis­
pos españoles y puestas a nombre de aquellos altos per­
sonajes. Desengañémonos: la civilización peninsular es
romana de pies a cabeza, con algo de semitismo; nada
tenemos de teutónicos, a Dios gracias. Do que los godos
nos trajeron se redujo a algunas leyes bárbaras y que
pugnan con el resto de nuestros Cocíigos, y a esa indis­
ciplina y desorden que dió al traste con el imperio que
ellos establecieron.
Bien sé que no estaban exentos del contagio los his-
pano-romanos, puesto que Dios nunca envía las grandes
calamidades sino cuando toda carne ha errado su cami­
no. Pero los que hasta el último momento habían lidia­
do contra la corrupción en los Concilios, levantáronse
de su caída con aliento nuevo. Eulogio, Alvaro, Sansón,
Spera-in-Deo, dieron inmarcesible gloria a la escuela cor­
dobesa; mártires y confesores probaron su fe y el recio
temple de su alma bajo la tiranía musulmana; y entie
tanto los astures, los cántabros, los vascones y los de ia
Marca Hispánica, comenzaron por diversos puntos una
resistencia heroica e insensata, que, amparada por Dios,
de quien vienen todas las grandes inspiraciones, nos
limpió de la escoria goda, borró las diferencias de razas,
y trájoños a reconquistar el suelo y a constituir una sola
gente. El Pelagio, que acometió tal empresa, lleva nom­
bre rom ano; entre sus sucesores los hay g o d o s: Paji­
lla, Froyla, prueba de la unión que trajo el peligro.
Muy pronto el goticismo desaparece, perdido del todo
en el pueblo asturiano, en el navarro, en el catalán o en
el mozárabe. Da ley de Recesvinto estaba cumplida. Do
que no se había hecho en tiempos de bonanza, obligo a
hacerlo la tempestad desatada. Ya no hubo godos y la­
tinos, sino cristianos y musulmanes, y entre éstos no
pocos apóstatas. Averiguado está que la invasión de los
árabes fué inicuamente patrocinada por los judíos que
habitaban en España. Ellos les abrieron las puertas de
las principales ciudades. Porque eran numerosos y ri­
cos, y ya en tiempos de Egica habían conspirado, po­
niendo en grave peligro la seguridad del reino. El Con­
cilio X V II los castigó con harta dureza, reduciéndolos
a esclavitud (Can. V III) ; pero Witiza los favoreció otra
vez, y a tal patrocinio respondieron conjurándose con
todos los descontentos. Ea población indígena hubiera
podido resistir al puñado de árabes que pasó el Estre­
cho ; pero Witiza les había desarmado, las torres esta­
ban por tierra y las lanzas convertidas en rastrillos. No
recuerda la historia conquista más rápida que aquélla.
Ayudábanla a porfía godos y judíos, descontentos polí­
ticos, venganzas personales y odios religiosos.
¿ Quid leges sine moribus vanae proficiunt? ¿Cómo
había de vivir una sociedad herida de muerte por la irre­
ligión y el escándalo, aunque fuesen buenas sus leyes
y la administrasen varones prudentes ? ¿ Qué esperar de
un pueblo en que era común la infidelidad en los con­
tratos y en las palabras?, como declara con dolor el Con­
cilio X V II en su canon V I. Agréguese a todo esto el
veneno de las artes mágicas, señoras de toda conciencia
real o plebeya. Y no se olvide aquel último signo de des­
esperación y abatimiento : el suicidio, anatemizado en el
cánon IV del Concilio X V I.
No alcanzan los vicios de la monarquía electiva, ni
aun la falta de unidad en las razas, a explicar la con­
quista arábiga. Forzoso es buscar una raíz más honda, y
repetir con el sagrado autor de los Proverbios: «Justitia
elevat gentem : miseros autem facit populos pecca-
tum » ( 1 ) .

^1) Heterodoxos, Tomo II, págs. 209 a 211 y 212 a 214.


III— C1 aro scu ro ms. e el ie v a 1

1. L a civilización árabe
Lo que con el nombre de civilización árabe se desig­
na, lejos de ser emanación espontánea ni labor propia
del genio semítico, le es de todo punto extraña y aún
contiadictoria con é l; com o lo prueba el hecho de no
haber floiecido jamas ningún género de filosofía ni de
ciencia entre los árabes ni entre los africanos, y sí sólo
en pueblos islamizados, pero en los cuales predominaba
el elemento indo-europeo, y persistían restos de una cul­
tura anterior de origen clasico, com o en Persia y en Es­
paña, donde la gran masa de renegados superaba en mu­
cho al elemento árabe puro, al sirio y al bereber. Y toda­
vía pudiera excluirse de nuestra historia científica este
capítulo de los árabes, si nuestros padres en la Edad Me­
dia, por fanatismo o mal entendido celo, hubiesen evitado
toda comunicación de ideas con ellos rechazando y ana­
tematizando su ciencia, pero vemos que precisamente
sucedió todo lo contrario, y que inmediatamente después
de la conquista de Toledo, la cultura científica de los
árabes conquistó por completo a los vencedores, se pro­
longó en sus escuelas gracias al Emperador Alfonso V II,
al Arzobispo don Raimundo y al Rey Sabio, y por nos­
otros fué transmitida y comunicada al resto de Europa,
y sin nuestra ilustrada tolerancia hubiera sido perdida
para el mundo occidental, puesto que en el oriental había
sonado ya la hora de su decadencia, de la cual nunca el es­
píritu de los pueblos musulmanes ha vuelto a levantarse.
I,a historia del primer renacimiento científico de los tiem­
pos medios sería inexplicable sin la acción de la España cris­
tiana, y especialmente del glorioso colegio de Toledo, y
esta ciencia hispano-cristiana es inexplicable a su vez
sin el previo conocimiento de la ciencia arabigohispana,
de la cual fueron intérpretes los mozárabes, los mudé-
jares y los judíos. Es imposible mutilar parte alguna
de este conjunto sin que se venga abajo el edificio de
la historia científica de la Edad Media en España y fue­
ra de España.
Hay que desechar, pues, los vanos escrúpulos en que
suelen caer algunos por temor a que los franceses los
tachen de cliauvinisme y buscar los orígenes de nuestras
cosas donde realmente se encuentran, es decir, en las ideas
e instituciones de todos los pueblos que han pasado por
nuestro suelo, y de los cuales no podemos menos de re­
conocernos solidarios. Si se fijan límites arbitrarios; si
se toma aisladamente una época; si cada cual se cree
dueño, para las necesidades de su tesis, de hacer empe­
zar la historia en el punto y hora en que a él se le an­
toja, no tendremos nunca verdadera historia de Espa­
ña (1).

2. E l siglo X III y -Sasi Femand©

Ea Edad Media en general y muy en particular el


siglo X III , que es su cumbre, desde la cual ya se adi­
vina el próximo descenso, estuvo penetrada y saturada
de espíritus, y el espíritu la salvó, y la hizo pasar desde
las torpezas de la barbarie hasta las suaves efusiones
m ísticas; desde la desmembración anárquica, hasta el
concepto del imperio cristiano; desde el balbuceo infan­
til de las jergas informes que se repartieron los despo­
jos de la lengua clásica, hasta los resplandores de la ins-

(1) Estudios de crítica literaria. Cuarta serie, págs. 306 a 308.


piracion épica de Francia y de Castilla, de la inspiración
lírica de Provenza y del maravilloso poema simbólico
de Italia, en que pusieron mano, cielo y tierra; desde
las sutilezas de una dialéctica formal y de un peripate-
tismo degenerado, hasta las grandes construcciones sin­
téticas del Angel de las Escuelas y del mártir de Mallor­
ca ; desde los rudos y macizos pilares de la iglesia ro­
mánica que parece que busca las entrañas de la tierra,
hasta la aérea y sutil ojiva, calada, afiligranada y rose-
teada, pasmo de los ojos y símbolo de toda esbeltez y
gentileza.
Aquella edad fué completa, aunque no fuese perfecta;
logró encontrar su arte propio, su peculiar filosofía, los
organismos sociales adecuados a sus funciones, con la
independencia necesaria a cada uno para su cabal des­
arrollo ; pero en íntima relación y trabazón unos con
otros. Da vida exterior se desarrolló próspera y fecunda,
por lo mismo que la vida interior y espiritual era tan in­
tensa. A quien busca el reino de Dios, todo lo demás le
será dado por añadidura. No hay medio tan seguro de
caminar por la tierra com o llevar puestos los ojos en el
cielo. Dos santos nos dan la clave de los sabios y de los
héroes; en la vida oculta del asceta que parece ocupado
tan solo en el gran negocio de purificar y embellecer su
alma para hacerla templo vivo del espíritu, se esconde
a veces la revelación del gran misterio de la historia,
oculto a los ojos de la filosofía carnal y parlera ; quitad
del mundo a los que rezan y habréis quitado a los que
piensan, y a los que pelean por causa justa, y a los
que saben morir. ¿ Ni cuál será más adecuada preparación
y más viril aprendizaje para las obras de la vida que
traer continuamente delante de los ojos el espectáculo
de la muerte libertadora y radiante, corona, triunfo y
palma del generoso esfuerzo con que el varón justo va
labrando y desbastando el mármol de su alma, herido
por los reflejos de la gracia? A l incrédulo que diga que
tal cuidado es egoísta y superfino, y que el hábito de
vivir en las intimidades de la conciencia torna a los hom-
bies inhábiles y los incapacita para la acción dejándolos
a merced de las alucinaciones místicas, contesta victorio­
samente la historia del siglo X III, presentando a un tiem­
po en los vecinos tronos de Francia y de Castilla dos ti­
pos de monarcas perfectos, que son a la vez tipos de san­
tidad, levantados por la Iglesia a los altares. Grande ad­
ministrador y organizador el uno, gran conquistador el
o tr o ; infelicísimo el primero en sus empresas bélicas
porque así lo quisieron altos juicios de Dios, cuanto
afortunado el segundo en todo aquello en que puso la
mano : héroe San Ruis de paciencia y resignación en el
infortunio, lo cual no es pequeño grado de heroísmo :
héroe San Fernando de humildad y mansedumbre en
la victoria, lo cual es quizá un grado de heroísmo más
raro...
A semejanza del fabuloso Alcides, que ahogó las sier­
pes en la cuna, vióse a San Fernando alzado Rey en las
Cortes de Valladolid, reprimir con blanda firmeza la
anarquía señorial posesionada de Castilla durante el efí­
mero reinado de Enrique I : reducir a quietud a los de
Cara, avezados al desorden de tristes minorías y parti­
ciones anteriores : sofocar en su raíz la semilla de la he­
rejía albigense, y levantar bandera contra los sarracenos
por aquel sistema de algaras o correrías anuales que de
los árabes habían aprendido los nuestros.
No fueron las campañas de San Fernando del número
de aquellas empresas que maduró la fantasía antes que
el entendimiento, y que por su grandeza misma hubie­
ron de quedar casi estériles en la cuna, como la de A l­
fonso el Batallador, aproximándose a Granada, avistando
las costas del Mediterráneo y trayéndose en rescate a la
mayor parte de los infelices restos de los mozárabes an­
daluces, ni com o la de Alfonso V II, asaltando el nido de
los piratas sarracenos de Almería, con auxilio de las re­
públicas marítimas de Italia y de la nuestra de Barcelo­
na. Tales triunfos llevaban el carácter de aventuras por
su índole misma, por la lejanía del país conquistado, por
la escasa fuerza con que se hicieron, por la imposibilidad
de establecer puestos intermedios de defensa. Admirables
y todo, aún lo eran menos que el esfuerzo de aquel con-
dottiere húrgales que con una banda de mercenarios, que
iban ganando su pan a expensas de moros y cristianos,
había llegado a clavar su pendón en Valencia más de
un siglo antes que la Casa de Aragón. Pero aunque tales
alardes sirviesen para demostrar la vitalidad de la grey
cristiana, a la cual sólo faltaba la unión bajo un cetro
poderoso para desarraigar la morisma de todo el territo­
rio peninsular, nunca podían tener aquel éxito definitivo
y completo que tuvieron las metódicas entradas del Rey
Santo en tierra de Andalucía. Quien vea a Alfonso V III
coronado con los laureles de las Navas, es decir, de la ma­
yor victoria lograda por la Cristiandad después de la de
Carlos Martell en Poitiers, detenerse ante los débiles mu­
ros de Baeza, y levantar el cerco apremiado por el ham­
bre, comprenderá todo el valor de aquel durísimo plan
estratégico de razzias anuales con que San Fernando, a
fuerza de talar campos, quemar olivares, descepar viñas,
agostar alamedas y destruir y estragar la tierra de los
musulmanes, fué haciendo avanzar su frontera desde 1224
a 1235 poniéndola hoy en Marios y x\ndújar, mañana en
Priego y en Poja, al mismo paso que el Arzobispo D. R o­
drigo se enseñoreaba para sí y sus sucesores de Quesada
y del Adelantamiento de Cazorla. Porque fué sabia pro­
videncia del Santo Rey aprovechar para su grande intento
no sólo los recursos y fuerzas de la corona, harto exhau-
tos y mermados por anteriores disturbios, sino todos
los elementos de la vida social, entonces tan enérgicos
y autónomos, alentando con poderosos estímulos la mili­
cia municipal, y señalando cada año de su reinado desde
1231 a 1234 con la concesión de muchedumbres de fueros
y privilegios, entre los cuales los de Badajoz, Cáceres y
Castrojeriz fueron los más notables. Pos efectos de tal
política se vieron pronto, cuando un golpe de gente arro­
jada, corriendo la tierra desde Andújar, llegó a introdu­
cirse en el arrabal de Córdoba, y allí se sostuvo herói-
cainente hasta que el Rey, cabalgando inmediatamente
historia de Es p a ñ a

de saber k inesperada nueva, acudió en su auxilio con


las milicias concejiles y las de las Ordenes militares, y
k coll(pnsta de la ciudad en 29 de junio de
12oo. N o era ya aquella Córdoba la Córdoba del califato-
peio filé de todas suertes hazaña semejante a milagro eí
lograrse en breves días, y casi sin efusión de sangre, lo
que en otro tiempo no había podido conseguir la formi-
dable insurrección de mozárabes y muladíes que acaudi­
llo Ornar ben-Hafsun.
Once años separan la conquista de Córdoba de la de
Sevilla. Durante este intervalo se entrega voluntariamen­
te el reino de Murcia, tomando posesión de él el Infante
D. A lonso; ríndese Jaén, después de un sitio de ocho
meses, en que se lidió más contra la inclemencia del tiem­
po que contra la desesperada resistencia de los sitiados;
presta vasallaje al rey de Arjona, fundador de la dinastía
de los naseríes, de Granada, avanza la Reconquista por
el valle del Guadalquivir, cayendo sucesivamente en po-
der de los cristianos Montoro, Aguilar, Osuna, Morón,
Maichena, y comienzan en las marinas de Cantabria los
preparativos de la grande empresa en que Castilla iba a
estrenar sus fuerzas navales, embistiendo por mar y tie-
1 1 a la hermosa ciudad que había sido cátedra del grande

Isidoro, y donde todavía parece que resonaban los acen­


tos de su imperecedera doctrina, no apagados ni aun por
el eco de las conmovedoras elegías del rey Almotamid.
Cinco meses duró el cerco, con trances épicos dignos
de que los hubiese eternizado el cantor de Ylión, en°vez
de caer en las prosaicas manos de un Juan de la’ Cueva,
o de un conde de la Roca. R1 Aquiles y el Diomedes de
tal epopeya fueron Garci Pérez de Vargas y el Maestre
de Santiago, D. Pelayo Pérez Correa, de quien la tra­
dición supuso, que, cual otro Josué, había detenido al
sol en. su carrera. K1 triunfo le decidieron las dos naos
de Cantabria con que Ramón Bouifaz quebró la puente
de barcas y las cadenas de hierro que establecían la co­
municación entre la ciudad y el arrabal de Triana. Séa-
me permitido conmemorar el triunfo como hijo de una
de las villas marítimas en que aquellas naos se apres­
taron : la Torre del Oro, la nave y las cadenas rotas fi­
guran aún en nuestro escudo, y desde entonces miramos
los montañeses con amor de segunda patria la tierra mol-
le, lieta e diiettosa, bañada por el gran río que en son de
triunfo remontó nuestro primer Almirante...
«...O nde por todas estas razones la dió Dios al Rey
Don Fernando.» (Crónica General.)
Diósela, en efecto, entregando las llaves el rey Axatos,
y entrando en triunfo, no el humildísimo monarca, sino
la Reina de los Cielos, ya en su efigie de la Virgen de
los Reyes, ya en alguna otra de las que continuamente
acompañaban al Santo Rey en sus campañas.
Repoblada la ciudad a fuero de Toledo, el reparti­
miento publica la generosa largueza con que el conquis­
tador galardonó a sus compañeros animándolos con ello,
sin duda, a completar en breve plazo la sumisión del
reino entero de Sevilla, cayendo sucesivamente en poder
de los nuestros y repoblándose de familias cristianas Je­
rez, Medina Sidonia, Alcalá, Vejer, el Puerto de Santa
María, Cádiz, Arcos, Debrija y Niebla, «parte por com­
batimientos, parte por pleytesias», como la Crónica dice.
Fuera del exiguo y tributario reino de Granada, no que­
daba a los musulmanes en Andalucía ni un solo palmo de
tierra, y eran tan grandes los pensamientos del Rey, que
cada día le incitaban a la empresa de Africa, y segura­
mente hubiera atravesado el mar y perseguido a los be-
nimerines en las mismas vertientes del Atlas si Dios, que
para probar la constancia de nuestra raza y depurarla en
el crisol del infortunio, la reservaba todavía más de dos
siglos de lucha y una nueva y formidable invasión mau­
ritana, no hubiese llamado al cielo el alma de aquel gran
soldado de la fe, que en sus documentos gustaba de
llamarse con entera verdad «servidor é caballero de Cris­
to», «alférez del Señor Santiago, cuya seña tenemos». El
tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas to­
das las grandezas de su vida. Con la soga de esparto al
cuello y la candela encendida en las manos, desnudo de
todas las insignias y atributos de la majestad, sintió an­
ticipadamente el sabor de la eternidad y sed o hizo sen­
tir a cuantos le rodeaban, bañándolos en lumbre y res-
p andor de glorias suprasensibles, y pareció que aun en
esta vida se le abrían y mostraban patentes las puertas de
diamante de la Jerusalén celeste, donde penetró como re-
p o triunfador, a los sones del Te Deum laudamus, que
le habían acompañado en sus victorias; cubierto con el
polvo de cien combates, ni uno solo contra cristianos.
A l morir, dejaba asegurada la Reconquista; ensancha­
do^ casi la mitad del territorio castellano con las tierras
más fértiles,^ ricas y lozanas de España; abierto para Cas­
tilla el camino de los dos mares por larguísimas leguas
de costa; fundada la potencia naval; inaugurado el co-
mercio con Italia y aun con las postreras partes de L e­
vante; atraídos por primera vez artífices y mercaderes
a un reino donde antes sólo resonaba el yunque en que
se forjaban los instrumentos del com bate; floreciente el
estudio de Salamanca, fundado por su padre, y el de
Valladolid, que inauguró su madre ; respetada donde quie­
ra la ciencia de teólogos y juristas; traducido en lengua
vulgar el Fuero-Juzgo y echados los cimientos de la uni­
dad jurídica; triunfante el empleo de la lengua popular
en los documentos legales; comenzada en el libro de los
doce sabios y en las Flores de Philosopliia aquella espe­
cie de catcquesis moral por castigo e conseio que muy
pronto había de completar Alfonso el Sabio, y, finalmen­
te, cubierto el suelo de fabricas suntuosas en que se
confundían las ultimas manifestaciones del arte románico
con los alardes y primores del arte ojival, cuyo triunfo
era ya definitivo. Entonces fue cuando el Arzobispo don
Rodrigo dió comienzo a la gran máquina de la Iglesia
metropolitana de Toledo que le ha hecho aún más in­
mortal que sus Historias, y que su asistencia en las Na-
v a s; y, entonces cuando el Tudense exclamaba en un
rapto de entusiasmo, muy raro en la habitual sequedad
de su prosa de analista : «¡ Oh, cuán bien aventurados
tiempos en que el muy sabio Obispo D. Mauricio edificó
su iglesia de Burgos; el canciller del Rey, Juan, fundó
la Iglesia de Valladobd, y después, siendo Obispo de
Usina, edifico aquella catedral; Ñuño, Obispo de Astor-
ga, tuzo la torre y claustro y compuso su Iglesia; Loren­
zo, Obispo de Orense, levantó la torre que hacía falta
en su templo, y el piadoso D. Martín, Obispo de Zamora
no cesaba de edificar monasterios, iglesias y hospitales A
todo esto ayudaban con larga mano el gran Fernando y
su muy sabia madre D .a Berengnela con mucha plata y
piedras preciosas y ornamentos!»
Tal íué la vida exterior del más grande de los Reyes de
Castilla : de la vida interior, ¿ quién podría hablar dig­
namente sino los ángeles, que fueron testigos de sus es­
pirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que
tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias? Pero
aun en lo meramente humano, fué tal la grandeza de
ban dem ando, que en aquel siglo, tan fecundo en gran­
des monarcas, ninguno puede encontrarse qiue ni en per­
fección moral, ni en la prudencia política, ni en el éxito
constante y progresivo de sus empresas, a un tiempo mi­
litares y civilizadoras, pueda disputarle la primacía. No
es preciso para esto, exornarle por indiscreto celo con
títulos que no le corresponden. San Fernando no escri­
ño ni preparo las Partidas, ni otro ninguno de los cuer­
pos legales que llevan el nombre de su h ijo ; pero mos-
1 0 el camino de llegar a la unidad de derecho, ya so­

metiendo a cierto plan la concesión de fueros municipa­


les, ya dilatando y esforzando cuanto pudo la autoridad
del Fuero Juzgo, único cuerpo general de leyes que hasta
entonces poseía la nación, aunque anticuado ya y defi­
ciente como elaborado y compuesto para un estado social
tan diverso. N o fundó el Consejo Real de Castilla ni
se valía de una Academia de doce sabios, com o cando­
rosamente creyó el autor de sus M emorias; porque esos
doce sabios son una ficción oriental, y el libro castellano
que registra sus dichos es traducción de sentencias ára­
bes bien conocidas; pero con esos libros y otros seme­
jantes quiso inculcar suavemente a sus súbditos la no­
ción pura de la moral y del derecho, y prepararlos para
una legislación futura, basada en principios abstractos
y de razón, para lo cual todavía no estaban maduros los
tiempos, com o luego lo mostró el fracaso de la empresa
de su hijo, culpable sólo de haber desatendido el ele­
mento histórico, queriendo lograr de un salto la perfec­
ción. El mismo Alfonso el Sabio lo confesaba, haciendo
justicia al talento de su padre, con todo el candor pro­
pio de su grande alma. «Más él, como era de buen sesso,
et de buen entendimiento, et estaba siempre apercebido
en los grandes fechos, metió mientes et entendió que
como quier que fuese bien et ondra del, et de los suyos en
facer aquello quel conseiaban, que non era su tiempo de
lo facer, mostrando muchas razones buenas que «Ion
se podía facer en aquella sazón... porque los ornes non
eran aderezados en sus fechos...»
Rasgos hay en la vida de San Fernando que resultan
durísimos para nuestro sentir moderno : guerras de tala,
devastación y exterm inio; pena de fuego aplicada de
continuo a los herejes : rasgos en que no conviene ni in­
sistir demasiado ni defenderlos con razones sofisticas, ni
menos disimularlos con interesada cautela. Pero quien ten­
ga en cuenta la diferencia de los tiempos, las costum­
bres jurídicas del siglo X III , a las que el Santo Rey se
atemperó, y no olvide el principio de_ que la santidad no
excluye errores de juicio, aunque implique virtud en
o-rado heroico, no podría menos de exclamar leyendo la
historia de San Fernando : «Admirable es Dios en sus
Santos.» (Mirabilis Dominus in sanctis ejus). Grande y
providencial en todas partes el siglo X III , presenta en
España de un modo tan evidente las huellas de un de­
signio y ley superior, que es imposible dejar de recono­
cer la acción eficaz de la mano divina que reúne en e
espacio ele cien años al vencedor de las Navas; al con­
quistador de Córdoba y de Sevilla; al conquistador de
Mallorca, de Valencia y de M urcia; al fundador de la
Orden de Predicadores; al grande Arzobispo de I oledo,
padre de la historia nacional; al primer poeta español
ae noinDre con ocid o; al Rey legislador, astrónomo y sa­
bio, que descorre y hace patentes los arcanos del firma­
mento, mientras que deposita y hace germinar la semilla
de la filosofía moral en el corazón de su pu eb lo; al or­
ganizador y sistematizador del Derecho Canónico; al Rey
de los liebraizantes cristianos y de los controversistas anti-
judaicos, y finalmente, al maravilloso, genial e ilumina­
do filósofo que construye como nueva escala de Jacob el
arte y método del ascenso y descenso del entendimiento.
i Para detener en las puertas del Muradal la nueva
oleada de las hordas fanáticas, que desde las vertientes
del Atlas amagaban sumergir la civilización cristiana,
después de haber borrado hasta el rastro de la brillante
aunque efímera cultura arábigo-española, suscitó la Pro­
videncia a Alfonso V I I I ; para seguir triunfalmente hasta
el corazón de Andalucía el camino trazado por él y abrir
a la Reconquista amplio cauce por el valle del Guadal­
quivir y hasta el confín marítimo de la feliz Tartéside,
puso la espada de sus justicias en la mano de San Fer­
nando ; para emancipar los vergeles levantinos, y dar a
Aragón las llaves del Mediterráneo, desde Mallorca has­
ta Sicilia, levantó como dos titanes a don Jaime el Con­
quistador y a su heroico hijo don Pedro I I I : para re­
ducir a unidad el caos de la legislación y educar en la
filosofía práctica el espíritu de su raza, para casar los
aforismos de la sabiduría oriental con la razón escrita de
la ley romana para medir los cielos con el compás de Hi-
parco e inaugurar en las escuelas de Occidente la era de
la observación y del cálculo, abrió los tesoros de su
ciencia y los derramó con largueza sobre la frente de A l­
fonso el Sabio, como en otro tiempo sobre la del hijo de
David y Betsabé (1) : para salvar la fe cristiana del con-

(1) En los cargos que la mayor parte de los historiadores for­


mulan contra Alfonso X , proceden con más ligereza que justicia
porque no es lícito en buena crítica hacerle a él solo responsable
de culpas que otros contrajeron con él, como es, por ejemplo, la
alteración del valor de la moneda, una de las medidas que con ma­
yor dureza se le han censurado, ya que más bien que de sus actos,'
tagio del Talmud y de la Kábala, para atacar en la raíz
el sistema avicebronista de la emanación, y el panteísmo
averrorista del entendimiento uno, arma con el hierro
de la Fe {fingió fidei) el brazo de Ramón Martí, autor
del primer vocabulario arábigo que vió España, y puso
el verbo de la Cruzada científica en los labios de Raimun­
do Eulio, haciéndole sellar la pureza de la doctrina con
la santidad del martirio : para fundar la Orden que ha­
bía de difundir por todos los confines del orbe la pala­
bra evangélica y triunfar dogmáticamente en las escue­
las, dando su definitiva forma al pensamiento escolás­
tico, hizo nacer a Santo Domingo de Guzmán, martillo de
los Albigenses; para escribir la suma jurídica de la Edad
Media y comunicar al laberinto de las Decretales aquel
sistema y disciplina metódica que las permitió contra­
balancear el exclusivismo del renaciente Derecho Roma­
no, y abrir campo a nuevas instituciones y a nuevas ra­
mas del árbol de la ley, hizo nacer a San Raimundo de
Peñafort. Y para acompañar y festejar todo este prodigio­
so movimiento de los espíritus, soltaron casi a un tiempo

fué consecuencia de las ideas económicas de aquel tiempo y fenó­


meno del que sería fácil presentar varios precedentes en otros paí­
ses ; ni tampoco es justo tacharle de visionario por sus pretensio­
nes al Imperio, porque, prescindiendo de que no era descabellado
reclamar una corona que le correspondía como heredero de su ma­
dre doña Beatriz de Suabia, contaba con apoyos muy importantes
en varios Estados de Europa y con el del poderoso partido gibeli-
no de Florencia, bastante por sí sólo para contrarrestar la oposi­
ción del Papa y para dar calor, aliento y aún fundadas esperanzas
de éxito feliz a la demanda del Rey de Castilla. No fué, ciertamen­
te, culpa suya que los aliados se le tornasen enemigos, ni el des­
fallecimiento de su voluntad ha de estimarse único origen de los
quebrantos y desdichas que como granizo cayeron sobre él cuan­
do llegaba el ocaso de su vida ; pero no se negará que antes que
Alfonso X , albergó el mismo pensamiento un Monarca que como
Alfonso VII nadie calificará de ligero en sus acciones, ni que el
que se ha llamado sueño del Rey Sabio, tuvo virtualidad suficiente
para convertirse en realidad espléndida en tiempo de Carlos V. (Una
lección de Menéndez y Pelayo, «Bol. de la Bibl. M. y P.». Año VI
pág. 204.)
los andadores de la infancia las lenguas vulgares de la
Península y al paso que en Galicia y en Portugal flore­
cía una gentil primavera lírica, émula más que tributa­
ria de la Provenza, la lengua castellana pasaba desde
la heroica rudeza de las gestas épicas hasta el candoroso
artificio del mester de clerecía, y ensayaba por primera
vez con Berceo la piadosa leyenda y la regalada expre­
sión de los afectos místicos, y por primera vez intentaba
con los autores del Apollonio y del Alexandre reanudar
la cadena de oro de la tradición clásica, de un modo
tosco sin duda e imperfecto, pero que anunciaba alientos
capaces de mayores empresas, cuando la perfección del
instrumento correspondiese a la grandeza de los pro­
pósitos.
Casi al mismo tiempo nacía en Castilla y en Cataluña
la prosa histórica y didáctica, adulta y robusta desde sus
principios, sin deber nada a provenzales ni a franceses,
apta ya para expresarlo todo, desde la astronomía hasta
la metafísica; prosa grave y familiar a un tiempo, llena
de noble majestad y de candorosa sencillez, adecuada
más que a otra ninguna para el tono paternal de los amo­
nestamientos, castigos y doctrinas con que el príncipe co ­
rrige a su pueblo, y el sabio corrige al príncipe, como
en los libros orientales; prosa que es la expresión mis­
ma del sentido común, acaudalada por la experiencia pro­
pia y ajena, enriquecida con los tesoros de Levante y
de Poniente, heredera de la gravedad estoica y del sutil
pensar de nuestro Séneca, por cuyos labios la conciencia
española formuló por primera vez su imperativo categó­
rico : heredera de la ciencia enciclopédica del grande
Isidoro, y finalmente adornada y embellecida con todas
aquellas peregrinas sentencias, apólogos y proverbios que
desde su nativa y remotísima cuna de la India venían
pasando por los bazares de Damasco y de Córdoba como
perlas degranadas de un collar persa o sirio...
No fué el siglo X I I I el más grande, de nuestra histo­
ria, porque luego tuvimos otro de todo punto incompa­
rable, en que el pensamiento y la acción de nuestra raza
se desbordaron sobre el mundo entero, pero fué de todas
suertes la España del sig'lo X I I I memorable ensayo y
providencial preparación de la España del siglo X V I.
Si en un nombre quisiéramos cifrar la grandeza de un
período tan capital en la historia de los tiempos medios
com o fué el siglo X III, difícilmente hallaríamos alguno
tan adecuado para el intento como el del Santo Rey, que
gano para Cristo [la] gloriosa ciudad [de Sevilla], y que
sigue guardándola y defendiéndola como numen doméstico
y sombra tutelar. Entre los grandes hombres del siglo X I I I
español, que brevemente quedan enumerados, casi todos
le representan bajo aspectos parciales, descollando entre
ellos el de la actividad intelectual. Cuál es teólogo, cuál
jurista, cuál filósofo, cuál historiador o poeta. Con el
Salomón castellano se sentó en el solio la sabiduría, en
la más plena extensión del vocablo, y desde el solio des­
cendió hasta el pensar común, ennobleciéndole y trans­
figurándole con cierto género de filosofía regia ; pero el
predominio del intelectualismo fué en Alfonso el Sabio
tan absorbente y tiránico, que determinó en su espíritu
un desequilibrio grande entre lo posible y lo actual, ha­
ciendo en él sueño y quimera literaria lo que había de
ser magnífica realidad en Carlos V : el imperio en Es­
paña y por España cabeza y corazón de la Cristiandad.
De los dos grandes Reyes aragoneses no cabe duda que
bajo el aspecto del heroísmo bélico no ceden el paso a
nadie, y que con ser heroicas la conquista de Sevilla y
la de Córdoba, todavía hablan a la imaginación con más
prestigio épico los trances de Mallorca y de Valencia, o
de la expedición a Sicilia, o de la heroica resistencia del
Coll de Penissars. Pero así en el Rey Conqueridor, como
en su hijo, el heroísmo no anduvo exento de sombras y
flaquezas mundanas, ya de intemperancia, ya de rebel­
día, propias de la áspera e indómita condición de los
hombres de la Edad Media, por lo cual no se reveló en
ellos plenamente el ideal del príncipe cristiano, aunque
la grandeza humana brillase en su frente con desusados
resplandores. I,a unión de la santidad y de la fuerza, el
triunfo total del espíritu sobre los afectos domeñados, la
perfección moral convertida en norma de república y
buen gobierno, la vida de gracia rigiendo la vida polí­
tica solo en [nuestro] Santo Rey puede encontrarse (1).

3. E staco m oral en el siglo X IV


Caracterízase el siglo X I V por una recrudescencia de
barbarie, un como salto atrás en la carrera de la civili­
zación. Ras tinieblas palpables del siglo X no infunden
más horror, ni quizá tanto. Reinan doquiera la crueldad
y la lujuria, la sórdida codicia y el anhelo de medros
ilícitos; desbócanse todos los apetitos de la carne; el
criterio moral se apaga; la Iglesia gime cautiva en Avi-
ñón, cuando no abofeteada en A n a g n i; crecen las here­
jías y los cism as; brotan los pseudo-profetas animados
de mentido fervor apocalíptico; guerras feroces y sin
plan ni resultado, ensangrientan la mitad de E uropa; los
Reyes esquilman a sus súbditos o se convierten en mo­
nederos falsos; los campesinos se levantan contra los
nobles, y síguense de una y otra parte espantosos degüe­
llos y devastaciones de comarcas enteras. Para deshacerse
de un enemigo se recurre indistintamente a la fuerza o
a la perfidia; el Monarca usurpa el oficio de verdugo;
la justicia se confunde con la venganza; hordas de ban­
doleros o asesinos pagados deciden la suerte de los im­
perios ; el adulterio se sienta en el so lio ; las Ordenes
religiosas decaen o siguen tibiamente las huellas de sus
fundadores; los grandes teólogos enmudecen, y el arte
tiene por forma casi única la sátira. Al siglo de San
Ruis, de San Fernando, de Jaime el Conquistador y de
Santo Tomás de Aquino, sucede el de Felipe el Hermo-

(1) «El siglo X III y San Fernando», discurso pronunciado en el


Tercer Congreso Católico Nacional de Sevilla, en octubre de 1892, pu­
blicado en la Crónica del tercer Congreso Católico Nacional Español.
Sevilla, 1893, págs. 433 a 446.

fe
so, Nogaret, Pedro el Cruel, Carlos el Malo, Glocester
y Juan W iclef. En vez de la Divina Comedia se escribe
el Román de la Rose, y llega a su apogeo el ciclo de
Renart.
Buena parte tocó a España en tan lamentable estado.
Olvidada casi la obra de la Reconquista después de los
generosos esfuerzos de Alfonso X I (carácter entero, si
poco loable) ; desgarrado el reino aragonés por las intes­
tinas lides de la unión, que reprime con férrea mano Don
Pedro el Ceremonioso, político grande y sin conciencia;
asolada Castilla por fratricidas discordias, peores que las
de los atridas o las de Tebas, empeoraron las costumbres,
se amenguó el espíritu religioso, y sufrió la cultura na­
cional no leve retroceso (1).

4. í,a época ele D . Jetase. II ele C astilla


De 1419 a 1454 se extiende el reinado de Don Juan II
de Castilla : período capitalísimo en la historia política
y literaria de nuestra Edad Media, si ya no preferimos
ver en él un anticipado ensayo de vida moderna y como
una especie de pórtico de nuestro Renacimiento. Una agi­
tación desordenada, cuanto fecunda, invade entonces las
esferas de la vida : la anarquía señorial lucha a brazo par­
tido con el prestigio de las instituciones monárquicas,
sostenido, no por las flacas fuerzas del soberano, sino
por el talento y la heroica firmeza de un verdadero hom­
bre de Estado, que, de no haber sucumbido^ en la lucha,
hubiera realizado con medio siglo de anticipación una
gran parte del pensamiento político de los Reyes Cató­
licos. Dése a esta primera mitad del siglo, no el nombre
que en la cronología dinástica le corresponde, sino el
de reinado de D. Alvaro de D una; y quien registre los
ordenamientos de Cortes de aquel tiempo, y siga al mis­
mo tiempo en las crónicas la cadena de los sucesos, no

(1) Heterodoxos. Tomo III, págs. 227 y 228.


tendrá reparo en contar aquel larguísimo reinado, de
tan infausta apariencia (en que no hubo día sin revuel­
tas, conspiraciones, ligas, quebrantamientos de la fe ju­
rada, venganzas feroces y desolaciones de las tierras),
entre las crisis más decisivas y violentas, pero a la pos­
tre más beneficiosas, por que ha pasado la vida social de
nuestro pueblo. Ras tablas ensangrentadas del cadalso de
Valladolid, fueron el pedestal de la gloria de D. Alva­
ro : aparente y sin fruto, com o logrado por inicuas artes,
resultó el triunfo de sus adversarios; sai pensamiento le
sobrevivió engrandecido y glorificado por la aureola del
martirio, y si en el vergonzoso remado de Enrique IV
pareció que totalmente iba a hundirse entre olas de san­
gre y de cieno, resurgió triunfante con la Reina Cató­
lica, para levantar el trono y la nación a un grado de
majestad y concordia ni antes ni después alcanzado.
De la misma suerte que en lo político, es este reina­
do época de transición entre la Edad Media y el Re­
nacimiento, por lo que toca a la literatura y a las cos­
tumbres. El espíritu caballeresco subsiste, pero trans­
formado o degenerado, cada vez más destituido de ideal
serio, cada vez más apartado de la llaneza y gravedad
antiguas, menos heroico que brillante y frívolo, compla­
ciéndose en los torneos, justas y pasos de armas más
que en las batallas verdaderas, cultivando la galantería
y la discreta conversación sobre toda otra virtud social.
Sin humanizarse en el fondo las costumbres, y en medio
de continuas recrudescencias de barbarie, se van liman­
do, no obstante, las asperezas del trato común, y hasta
los crímenes políticos toman carácter de perfidia cortesa­
na, muy diverso de la candorosa ferocidad del siglo X IV .
Crece por una parte el ascendiente de los legistas, há­
biles en colorear con sus apotegmas toda violación del
derecho, y por otra comienza a aguzarse el ingenio y
sutileza de la nueva casta de los políticos, de que he­
mos visto en el canciller Ayala el primer modelo. No
es ya el impulso desordenado, la ciega temeridad, el her­
vor de la sangre, la fortaleza de los músculos, el ape-

A
tito de lucha o de rapiña lo que decide de los negocios
públicos, sino las hábiles combinaciones del entendimien­
to, la perseverancia sagaz, el discernimiento de las con­
diciones y flaquezas de los hombres. Rara vez se pelea
por la grande empresa nacional; los moros parecen ol­
vidados, porque no son ya temibles; la lucha continua,
la única que apasiona los ánimos, es la interna, en la
cual rara vez se confiesan los verdaderos motivos que
impelen a cada uno de los contendientes. Un velo de
hipocresía y de mentira oficial lo cubre todo. Ros me­
jores y de más altos pensamientos, como D. Alvaro, as­
piran a la realización de un ideal político, sin confesar­
lo más que a medias, y aún quizá sin plena conciencia
de él, movidos y obligados en gran manera por las cir­
cunstancias. Ros restantes, so color del bien del reino
y de la libertad del Rey, se juntan, se separan, juran y
perjuran, se engañan mutuamente, y, más que los inte­
reses de su clase, celan sus personales medros y acre­
centamientos, dilapidando el tesoro real con escandalosas
concesiones de mercedes, o cayendo sobre los pueblos y
los campos com o nube de langostas. Todos los lazos de
la organización social de la Edad Media parecen flojos y
próximos a desatarse. Aún el fervor religioso parece en­
tibiarse por la soltura de las costumbres, por el menos­
cabo de la disciplina, por el abuso de prelacias nomina­
les y de beneficios comendatarios, por la intrusión de
rapaces extranjeros que devoraban in curia los frutos de
nuestras iglesias, sin conocerlas ni aún de vista ; y como
si todo esto no bastara, por el reciente espectáculo del
Cisma y de las tumultuosas sesiones de Constanza y Ba-
silea. Es cierto que no se llega a la protesta herética
como en Bohemia, y si se levantan voces aisladas como
la de Pedro de Osma o las de los sectarios de Durango,
pronto son ahogadas o enmudecen en medio de la re­
probación general; pero no es difícil encontrar, en poetas
y prosistas de los más afamados, indicios de una cierta
licencia de pensar, y más aún, de extravagante irreve­
rencia en la expresión. Don Enrique de Villena junta

Biblioteca Nacional de España

k m
el saber positivo con los sueños y delirios de la magia,
de la astrología y de la cábala, y no retrocede ante el
estudio y práctica de las supersticiones vedadas y de las
artes non complideras de leer. Enrique IV se rodea de
judíos y de moros, viste su traje, languidece y se afe­
mina en las delicias de un harén asiático, y es acusado
por los procuradores de sus reinos de tener entre sus fa­
miliares y privados «cristianos por nombre sólo, muy
sospechosos en la fe, en especial que creen y afirman que
otro mundo no hay sino nacer y morir como bestias».
Ra narración tan ingenua y veraz del viajero Eeón de
Rosmithal confirma plenamente esta disolución moral,
que tenía que ir en aumento con la conversión falsa o
simulada de innumerables judíos, a quienes el terror de
las matanzas, el sórdido anhelo de ganancia o de am­
bición desapoderada, llevaba a mezclarse con el pueblo
cristiano, invadiendo, no sólo los alcázares regios, para
los cuales tenían áurea llave, aún sin renegar de su an­
tigua fe, sino las catedrales y los monasterios, donde su
presencia fué elemento continuo de discordia, hasta que
una feroz reacción de sangre y de raza comenzó a depu­
rarlos. No se niega que hubiese entre los cristianos nue­
vos conversos de buena fe, y aún grandes Obispos y elo­
cuentes apologistas, como ambos Santa Marías; pero el
instinto popular no se engañaba en su bárbara y faná­
tica oposición contra el mayor número de ellos, hasta
cuando más gala hacían de amargo e intolerante celo con­
tra sus antiguos correligionarios. Ni cristianos ni judíos
eran ya la mayor parte de los conversos, y toda la fa
lacia y doblez de que se acusa a los pueblos semitas, no
bastaba para encubrirlo. Tal levadura era muy bastante
para traer inquieta la Iglesia y perturbadas las concien­
cias.
Resultado de toda esta perturbación, nacida de causas
tan heterogéneas (a las cuales quizá convendría agregar
la influencia del escolasticismo nominalista de los últi­
mos tiempos, las reliquias del averroísmo y los primeros
atisbos de la incredulidad italiana), fué un estado de

Biblioteca Nacional de España

- — --------
positiva decadencia del espíritu religioso, la cual se ma­
nifiesta ya por la penuria de grandes escritores teológi­
cos (con dos o tres excepciones muy señaladas, pero to­
davía más célebres e influyentes en la historia general
de la Iglesia del siglo X V que en la particular de Es­
paña) ; ya por el frecuente uso y abuso que los moralis­
tas hacen de las sentencias de la sabiduría pagana, al
igual, si ya no con preferencia, a los textos y máximas
de la Escritura y Santos Padres; ya por las irreverentes
parodias de la Eiturgia, que es tan frecuente encontiar
en los Cancioneros : Misa de Amor, Los siete Gozos del
Amor, Vigilia de la enamorada muerta, Lecciones de Job
aplicadas al amor profano, y otras no menos absuidas
y escandalosas, si bien en muchos casos no prueban otia
cosa que el detestable gusto de sus autores, y no se les
debe dar más trascendencia ni alcance que éste. Pero
sea como fuere, la profanación habitual de las cosas san­
tas es ya por sí sola un síntoma de relajación espiritual,
de todo punto incompatible con los períodos de fe pro­
funda, sean bárbaros o cultos.
Mucho más menoscabado que el prestigio de la Igle­
sia, andaba el del trono. Con una sola excepción, la del
efímero reinado de D. Enrique III, tan doliente y flaco
de cuerpo, como entero y robusto de voluntad, la dinas­
tía de los Trastamara, fundada por un aventurero afor­
tunado y sin escrúpulos, que para sostenerse en el poder
usurpado tuvo que hartar la codicia de sus valedores y
mercenarios, no produjo más que príncipes débiles, cuya
inercia, incapacidad y abandono, va en progresión cre­
ciente desde los sueños de grandeza de D. Juan I hasta
las nefandas torpezas de D. Enrique IV . Don Juan II,
nacido para el bien y hábil para discernirle com o hom­
bre de entendimiento claro y amena cultura, tuvo a lo
menos la feliz inspiración de buscar en una voluntad
enérgica y un brazo vigoroso la fortaleza que faltaba a
su voluntad y a su brazo, pero ni aun así logro sobie-
ponerse al torrente de la anarquía, y al cabo firmó su
perenne deshonra con firmar la sentencia de muerte de
su único servidor leal, del hombre más grande de su
reino. A tan vergonzosas abdicaciones de la dignidad re­
gia, a tan patentes muestras de iniquidad y flaqueza,
todo en uno, respondía cada vez más rugiente y alboro­
tada la tiranía del motín nobiliario, exigiendo todos los
días nuevas concesiones y repartiéndose los desgarrados
pedazos de la púrpura regia. A la arrogancia de las obras
acompañaba el desenfreno de las palabras. Nunca se ha­
bló a nuestros Reyes tan insolente y cínico lenguaje como
el que osaron emplear contra Enrique IV ricos-hombres,
prelados, procuradores de las ciudades, todo el mundo,
en suma, condenándole en documentos públicos a una
degradación peor que la del cadalso de Avila. Y no ha­
bía sido mucho más blando el tono de las recriminacio­
nes de los Infantes de Aragón y de sus parciales en
tiempos de su padre. Si no solían discutirse los funda­
mentos de la potestad monárquica, porque los tiempos
no estaban para teorías, lo que es en la discusión de los
negocios públicos del momento, se llegó a un grado de
libertad o de licencia, que pasmaría aún en tiempos re­
volucionarios. Todo el mundo decía lo que pensaba, ya
en prosa, ya en verso ; había cronistas a sueldo de cada
uno de los bandos, y Mosén Diego de Valera, Alonso
de Palencia, Hernando del Pulgar, y los autores de las
Coplas del Provincial, de Ih Panadera y de Mingo R e­
vulgo, ejercían una función enteramente análoga a la del
periodismo moderno, ya grave y doctrinal, ya venenoso,
chocarrero y desmandado.
Para aguzar los espíritus no era esta mala escuela, pero,
en cambio, producía una fermentación malsana, agria­
ba los corazones y agravaba, si era posible, el malestar
del reino, cuya gangrena requería cauterios más enér­
gicos que el de pasquines vergonzosos o epístolas sem­
bradas de lugares comunes de filosofía moral. De hecho,
y salvo los intervalos en que D. Alvaro de Duna tuvo
firmes las riendas del gobierno, la Castilla del siglo X V ,
sobre todo después de su muerte, no vivió bajo la tu­
tela monárquica, sino en estado de perfecta anarquía y
5

.
descomposición social, de que las mismas crónicas gene­
rales no informan bastante, y que hay que estudiar en
otras historias más locales, en genealogías y libros de li­
najes, en el Nobiliario de Vasco de Aponte para Galicia,
en las Bienandanzas y Fortunas de Lope García de Sa-
lazar para la Montaña y Vizcaya, en los Hechos del
Clavero Monroy para Extremadura, en las crónicas de
la casa de Niebla para Andalucía. No hubo otra ley que
la del más fu erte: se lidió de torre a torre y de casa a
ca sa ; los caminos se vieron infestados de malhechores,
más o menos aristocráticos, y apenas se conoció otra
justicia que la que cada cual se administraba por su pro­
pia mano.
Pero tales movimientos convulsivos y desordenados no
eran indicio de empobrecimiento de la sangre, sino más
bien de plétora y exuberancia de ella. Toda aquella vi­
talidad miserablemente perdida en contiendas insensatas
y puesta al servicio de la fiera ley de la venganza pri­
vada, era la misma que pocos años después iba a llegar
con irresistible empuje hasta Granada, desarraigar de­
finitivamente la morisma del pueblo español, dilatarse ven­
cedora por las rientes campiñas italianas y, no cabiendo
en Europa, lanzarse al mar tenebroso y ensanchar los
límites del mundo. Para dar tal ejemplo a esa fuerza,
hasta entonces maléfica y desordenada, bastó ahorcar a
unos cuantos banderizos, bastó que los Reyes volviesen
a serlo, y que la cuchilla vengadora de Alfonso X I pa­
sase a las manos de la Reina Católica, para nivelar en
una misma justicia a Ponees y Guzmanes, Monroyes y
Soíises, Oñacinos y Gamboinos, Giles y Negretes, Par­
dos y Andrades.
Esta época tan llena de sombras en lo político, fué
brillante y magnífica en el alarde de la vida exterior, y
fecunda, activa y risueña en las manifestaciones artísti­
cas. A ella pertenecen los primores del gótico florido, tan
lejano de la gravedad primitiva, pero tan rico de ca­
prichosas hermosuras; la prolija y minuciosa labor como
de encajes con que se muestra la escultura en los sepul-
cros de Miraflores; la eflorescencia de la arquitectura ci­
vil en alcázares y fortalezas, donde se unen dichosamente
la robustez y la gallardía; innumerables fábricas mudé-
jares en que alarifes moros y cristianos conservan la tra­
dición del viejo estilo y llevan a la perfección el único
tipo de construcciones peculiarmente español; y, final­
mente, nuestra iniciación en la pintura por obra de ar­
tistas flamencos o italianos. N o vive el grande arte sin
el pequeño, y por eso nunca antes de la primera mitad
del siglo X V I, en que todos los elementos de nuestra
vida nacional se determinaron con su propio y grandio­
so carácter, fué tan notable como en el siglo X V el es­
plendor de las artes industriales, suntuarias y decora­
tivas, la esplendidez de trajes, armas y habitaciones, y
hasta los refinamientos del lujo en la cámara y en la
mesa. Las fiestas caballerescas eran com o en el Paso de
armas, de Suero de Quiñones, se describen. Se comía
conforme a las prescripciones del Arte Cisoria, de don
Enrique de Viflena, cuyos menudos preceptos y sutiles
advertencias pueden dar envidia el gourmet de paladar
más fino y escrupuloso. Los trajes y afeites de las mu­
jeres eran tales como minuciosamente los describe en
su Corbacho el Arcipreste de Talavera. Que moralmente
hubiera en todo esto peligro y aún daño notorio, es cosa
evidente de su y o ; pero que toda esta vida alegre, fas­
tuosa y pintoresca, que llevaban, no ya sólo los grandes
señores y ricos-hombres, sino hasta acaudalados mer­
caderes de Toledo, de Segovia, de Medina o de Sevilla,
en trato y relación con los de Gante, Brujas o Lieja,
con los de Génova y Florencia, fuese, a la vez que un
respiro y un rayo de sol en medio de tantos desastres,
un estímulo y un regalo para la fantasía, y una atmós­
fera adecuada para cierto género de cultura, tampoco
puede negarse (1).
B>e 5a t i e r r a catalana

a) La <Kue Dios no bendijo


Cataluña y Provenza estaban por sus orígenes íntima­
mente enlazadas. Juntas formaron parte del primitivo
remo visigodo. Juntas entraron en la unidad del im­
perio f raneo. Juntas lograron, bajo los débiles suceso­
res de Cario Magno, independencia de hecho y po-
sitiya autonomía, l a corrupción de la lengua latina se
veri,ico en ambas de análogo modo, l o s enlaces matri­
moniales, los pactos y alianzas contribuyeron a estre­
char más las relaciones entre ambos pueblos, y bien pue­
de decirse que los dos formaron uno solo, desde el ca­
samiento de Ramón Berenguer III con la condesa doña
Dulcía (ano 1112), hasta los tiempos de D. Jaime el Con­
quistador, en que la incipiente nacionalidad catalano-
mendional, que Dios no bendijo, según la enérgica expre­
sión de Mila, quedó definitivamente rota, abriendo paso
a la gloriosa nacionalidad catalano-aragonesa, detenida
hasta entonces en su progreso por la atención preferen­
te que sus monarcas concedían a las cuestiones de sus
vasallos del otro lado del Pirineo (1).
El Rosellon, tan afrancesado ahora, era entonces firme
antemural de España en los Pirineos orientales, y se dis­
tinguía por su aversión a los franceses. Cuando en julio
de 1462 el ejército de Luis X I invadió aquel Condado, el
Obispo de Elna y los cónsules de Perpiñán respondieron
a las intimaciones del Conde de F oix que «primero se
darían al turco que al rey de Francia». Empeñada o hi­
potecada por Juan II aquella parte de sus dominios, los
roselloneses no cesaron de conspirar contra sus nuevos
^ ' ar° \ la proteoción de Enrique IV de Cas­
en los ? d° 6i Klber qUe 6Staban resueltos a renovar
lianas « U n T ^ matanz’a de las vísperas sid-
dor f r J ' adm]mstracion deplorable (dice el historia-
dor francés que mejor ha tratado de estos acontecimien-
Á ag"atVadf por uua P á tic a de extrema inconstancia,
urofesnh ^ Í • ParOXISm° la aversión que los roselloneses
profesaban al invasor, dando a esta aversión las propor-
I ¿ eS de r V ndadef ° dio naci°ual.» (Vid. Calniette,
184 350 ) ean 1 et la RevoluUon Catulane, págs. 137,

idef de la unidad peninsular, favorecida por el es-


S n s ? e“ Clmíf t0> había germinado en muchos es­
píritus y dio grande apoyo a la hábil política de Don
Juan^ II y del Rey Católico. Expresión valiente de este
españolismo son las palabras del gerundense D. Juan Mar-
garit al red b n ]a noticia del alzamiento de Elua por el
rey de Aragón : «Justum videtur quod Francia relinqua-
tur Gallicis et Hispania Hispanis, et utinam fíat pax in
m 28S) n^ tns' ” (Temi>lum Domini, ed. del P. Fita, pági-

Entonces también la lengua catalana, rompiendo las


igaduras que por tanto tiempo la habían tenido sujeta a
la imitación provenzal, aparece com o lengua adulta y dis­
tinta, y se prepara a dar la ley a las tierras y a los ma­
res, no con frívolos cantos de amor, sino con la voz po-
tente de sus legisladores, de sus cronistas y de sus fi­
lósofos (2).
Lengua ciertamente grandiosa y magnífica, puesto que
no le basto seivir de instrumento a los más ingenuos y
pintorescos cronistas de la Edad Media, ni dar carne v
vestidura al pensamiento espiritualista de aquel gran me-
tafísico del amor, que tanto escudriñó en las soledades

(1) Antología de poetas líricos castellanos. Tomo X III náo-ina


436, nota. ’ p jg na2
*
(2) Historia de la poesía castellana en la Edad Media Tomo I
r»¿Ácr m *
del alma propia, ni le bastó siquiera dar leyes al mar y
convertir a Barcelona en otra Rodas, sino que tuvo otra
gloria mayor, también malamente olvidada por sus pa-
negeristas : la de haber sido la primera entre todas las
lenguas vulgares que sirvió para la especulación filosó­
fica, heredando en esta parte al latín de las escuelas mu­
cho antes que el italiano, mucho antes que el castellano
y mucho antes que el francés. Tenemos en España esta
doble gloria que ningún otro de los romances neolatinos
puede disputarnos. En castellano hablaron, por primera
vez, las Matemáticas y la Astronomía, por boca de A l­
fonso el Sabio. En catalán habló por primera vez la Filo­
sofía, por boca de Ramón Lull .» (1).

b) R a m ó n L u ll

Ramón Eull, hombre en quien se hizo carne y sangre


el espíritu aventurero, teosófico y visionario del siglo X I V ,
juntamente con el saber enciclopédico del siglo X III . En
el beato mallorquín, artista de vocación ingenua y nativa,
la teología, la filosofía, la contemplación y la vida activa
se confunden e unimisman, y todas las especulaciones y
ensueños armónicos de su mente toman forma plástica y
viva y se traducen en viajes, en peregrinaciones, en pro­
yectos de cruzada, en novelas ascéticas, en himnos fervo­
rosos, en símbolos y alegrías, en combinaciones cabalís­
ticas, en árboles y círculos concéntricos y representacio­
nes gráficas de su doctrina para que penetrara por los
ojos de las muchedumbres, al mismo tiempo que por sus
oídos, en la monótona cantilena de la Lógica metrifica­
da y de la Aplicado de l’ art general. Es el escolástico
popular, el primero que hace servir la lengua del vulgo
para las ideas puras y las abstracciones, el que separa
de la lengua provenzal la catalana y la bautiza des­
de sus orígenes, haciéndola grave, austera y religio-
sa, casi inmune de las eróticas liviandades y de las des-
olladoras sátiras de su hermana mayor, ahogada ya para
entonces en la sangre de los albigenses. Ramón Rull fué
místico teórico y práctico, asceta y contemplativo, desde
que en medio de los devaneos de su juventud le circun­
dó de improviso, como al antiguo Saulo, la luz del cie­
lo , pero la luz de su misticismo no hemos de buscarla
en sus Obras ruñadas, que, fuera de algunas de índole
elegiaca, como el Plant de nostra dona Santa María, son
casi todas (incluso la mayor parte del Desconort) expo­
siciones populares de aquella su teodicea racional, objeto de
tan encontrados pareceres y censuras, exaltada por unos
como revelación de lo alto, y tachada por otros punto
menos que de herética, por el empeño de demostrar con
razones naturales todos los dogmas cristianos, hasta la
Trinidad y la Encarnación, todo con el santo propósito
de resolver la antinomia de fe y razón, bandera de la
impiedad averroísta, y de preparar la conversión de judíos
y musulmanes; empresa santa que toda la vida halagó
las esperanzas del bienaventurado mártir (1).
La biografía de Rulio es una novela : pocas ofrecen
más variedad y peripecias. Nacido en Palma de Ma­
llorca el 2o de enero de 1235, hijo de uno de los caba­
lleros catalanes que siguieron a Don Jaime en la con­
quista de la mayor de las Baleares, entró desde muy jo ­
ven en palacio, adonde le llamaba lo ilustre de su cuna.
Liviana fué su juventud, pasada entre risas y devaneos,
cuando no en torpes amoríos. Ni el alto cargo de Senes­
cal que tenía en la corte del Rey de Mallorca, ni el ma­
trimonio que por orden del monarca contrajo, fueron
parte a traerle al buen camino. Da tradición (inspirado­
ra de muchos poetas) ha conservado el recuerdo de los
amores de Raimundo con la hermosa genovesa Ambrosia
del Castello (otros la llaman Leonor), en cuyo seguimien­
to penetró una vez a caballo por la iglesia de Santa Eula­
lia, con escándalo y horror de los fieles que asistían a

(1) Estudios de crítica literaria, págs. 29 y 30, primera serie.


los Divinos Oñcios. Y añade la tradición que sólo pudo
la dama contenerlo mostrándole su seno devorado por
un cáncer. Entonces comprendió él la vanidad de los de­
leites y de la hermosura mundana; abandonó sai casa,
mujer e h ijo s; entregóse a las más duras penitencias, y
sólo tuvo desde entonces dos amores : la Religión y la
Ciencia, que en su entendimiento venían a hacerse una
cosa misma. En el Desconort, su poema más notable,
recuerda melancólicamente los extravíos de su juventud :

Quant fui grans, e sentí del mon sa vanital,


Comencey á far mal : é entrey en peccat ;
Oblidam lo ver Dais : seguent carnalitat, etc.

Tres pensamientos le dominaron desde el tiempo de


su conversión : la cruzada a Tierra Santa, la predicación
del Evangelio a judíos y musulmanes, un método y una
ciencia nueva que pudiese demostrar racionalmente las
verdades de la Religión, para convencer a los que viven
fuera de ella. Aquí está la clave de su vida : cuanto tra­
bajó, viajó y escribió se refiere a este objeto supremo.
Para eso aprende el árabe, y retraído en el monte Ran­
da, imagina su Arte universal, que tuvo de buena fe por
inspiración divina, y así lo da a entender en el Desco­
nort. Eogra de Don Jaime II de Mallorca, en 1275, la
creación de un colegio de lenguas orientales en Miramar,
para que los religiosos Menores allí educados salgan a
convertir a los sarracenos: fundación que aprueba
Juan X X I en el año primero de su pontificado.
¡ Qué vida la de Raimundo en Miramar y en Randa !
Eeyéndola tal com o él la describe en su Blanquerna, se
cree uno transportado a la Tebaida, y parece que tene­
mos a la vista la venerable figura de algún padre del
yermo. Pero Dios no había hecho a Raimundo para la
contemplación aislada y solitaria: era hombre de acción
y de lucha, predicador, misionero, maestro, dotado de
una elocuencia persuasiva, que llevaba tras sí las mu­
chedumbres. Así le vemos dirigirse a Roma para impetrar
de Nicolás III la misión de tres religiosos de San Fran­
cisco a Tartaria, y el permiso de ir a predicar él mismo
la fe a los musulmanes, y emprende luego su peregrina­
ción por Siria, Palestina, Egipto, Etiopía, Mauritania, et­
cétera, disputando en Bona con cincuenta doctores ára­
bes, no sin exponerse a las iras del populacho, que le
escarneció, golpeó y tiró de las barbas, según él mis­
mo dice.
.Vuelto a Europa, dedícase en Montpelier a la ense­
ñanza de su A r t e ; logra del Papa Honorio IV la crea­
ción de otra escuela de lenguas orientales en R om a ; per­
manece dos años en la Universidad de París, aprendiendo
gramática y enseñando filosofía; insta a Nicolás IV para
que llame a los pueblos cristianos a una cruzada; se
embarca para Túnez, donde a duras penas logra salvar
la vida entre los infieles, amotinados por sus predicacio­
nes ; acude a Bonifacio V III con nuevos proyectos de
cruzada, y en Chipre, en Armenia, en Rodas, en Mal­
ta, predica y escribe, sin dar reposo a la lengua ni a la
pluma.
Nuevos viajes a Italia y a Provenza ; más proyectos
de cruzadas, oídos con desdén por el Rey de Aragón y
por Clemente V ; otra misión en la costa de Africa, don­
de se salva casi de milagro en B u gía; negociaciones con
písanos y genoveses, que le ofrecen 35.000 florines para
ayudar a la guerra santa... Nada de esto le aprovechó,
y otra vez se frustraron sus planes. En cambio, la Uni­
versidad de París le autoriza en 1309 para enseñar pú­
blicamente su doctrina, verdadera máquina de guerra con­
tra los averroístas, que allí dominaban.
En 1311 se presenta Raimundo al Concilio de Viena
con varias peticiones : fundación de colegios de lenguas
semíticas; reducción de las Ordenes militares a una sola ;
guerra santa, o por lo menos defensa y reparo a los cris­
tianos de Armenia y Santos Tugares; prohibición del
averroísmo y enseñanza de su arte en todas las Univer­
sidades. Ta primera proposición le fué concedida : de las
otras se hizo poca cuenta.
Perdida por Pulió toda esperanza de que le ayudasen
los poderosos de la tierra, aunque el Rey de Sicilia, Don
Fadrique, se le mostraba propicio, y determinado a tra­
bajar por su cuenta en la conversión de los mahometa­
nos, se embarcó en Palma el 14 de agosto de 1314 con
rumbo a Bugía, y allí alcanzó la corona del martirio,
siendo apedreado por los infieles. Dos mercaderes geno-
veses le recogieron expirante, y trasladaron su cuerpo a
Mallorca, donde fué recibido con veneración religiosa
por los jurados de la ciudad, y sepultado en la sacristía
del convento de San Francisco de Asís.
Da fecha precisa de la muerte de Raimundo es el 30
de junio de 1315.
El culto a la memoria del mártir comenzó muy pron­
to : decíase que en su sepulcro se obraban milagros, y
la veneración de los mallorquines al doctor iluminado fué
autorizada, como culto inmemorial, por Clemente X III
y Pío V I. En varias ocasiones se ha intentado el pro­
ceso de canonización. Felipe II puso grande empeño en
lograrla ; y hace pocos años que el Sumo Pontífice Pío IX ,
ratificando su culto, le concedió Misa y rezo propios, y
los honores de Beato, como le llamaron siempre los ha­
bitantes de Mallorca.
Este hombre extraordinario halló tiempo, a, pesar de
los devaneos de su mocedad, y de las incesantes peregri­
naciones y fatigas de su edad madura, para componer
más de quinientos libros, algunos de no pequeño volu­
men, cuáles poéticos, cuáles prosaicos, unos en latín,
otros en su materna lengua catalana. El hacer aquí ca­
tálogo de ellos sería inoportuno y superfluo : vea el cu­
rioso los que formaron Alonso de Proaza (reproducido en
la Bibliotheca, de N. Antonio) ; el doctor Dimas (ma­
nuscrito en la Biblioteca Nacional), y el doctor Arias
de Doyola (manuscrito escurialense). Falta una edición
com pleta; la de Maguncia (1731 y siguientes), en diez
tomos folio, no abraza ni la mitad de los escritos lu-
lianos. Ha de advertirse, sin embargo, que algunos tra-
fados suenan con dos o tres rótulos diversos, y que otros
son meras repeticiones (1).

c) L a U n iv e r s id a d b a rcelon esa

El primer proyecto de fundar Universidad en Barcelo­


na fué del Rey D. Martín el H um ano; y la Ciudad
y el Consejo de Ciento le rechazaron en términos absolu­
tos {de assi avant no sentracte), por temer que los peligros
y escándalos ocasionados por la concurrencia de los estu­
diantes habían de ser más que los provechos (2). Así pen­
saban en 1408, y si en 1450, después de la reforma muni­
cipal de Alfonso V (3), se modifica aquella disposición hos-

(1) Ensayos de crítica filosófica, págs. 268 a 271.


(2) Resulta enteramente comprobado por los datos del Dr. Balart
la oposición del Municipio de Barcelona a la creación de la Uni­
versidad, tanto en 1398 como en 1408, a pesar de las insistentes pro­
posiciones del Rey D. Martín. La respuesta no pudo ser más seca :
aE que plahia molt a la dita ciutat que dit senyor Rey faes fer lo
dit studi en qual part li plagues de sos Regnes e terres fora Bar-
chinona.n (A. M. Deliberaciones de 1399-1408, fol, 112 vuelto.) B¡1
principal fundamento de esta oposición, vagamente indicado al ha­
blar de los «perills e escandols que sen podien reportar», era el
temor de que las exenciones y privilegios que traía consigo el fue­
ro académico perturbasen la tranquilidad pública, como en las ciu­
dades universitarias solía acontecer.
B1 cambio de opinión que muestran los conselleres en 1450, se de­
bió principalmente a la crisis económica en que la ciudad había co­
menzado a entrar por la dilatada ausencia de Alfonso V, y por la
decadencia del tráfico marítimo y de los oficios industriales : «De
un temps enfa es disminuida de poblado e per la absencia del sen­
yor rey e per la mercadería, qui no ha lo exercici que dcuria, los
mercaders, artistes e manestrals e altres de la dita ciutat aprofiten
fort poch.n ÍA. M. Deliberaciones, 1449-50, fol. 101.) (Antología.
Tomo X III, pág. 474.)
(3) Según la reforma que en sentido democrático hizo en 1455 Al­
fonso V, destruyendo el monopolio de los cargos municipales que
ejercían los «ciudadanos honrados», las cinco plazas de conselleres
quedaron distribuidas en esta forma : las dos primeras para ciuda­
danos y doctores en Leyes o Medicina ; la tercera para mercaderes
(incluyendo comerciantes, banqueros y navieros) ; la cuarta para ar­
tistas (clase que comprendía los tenderos, notarios, boticarios, dro-

Biblioteca Nacional de España

* m *
til y son los Conselleres los que gestionan la creación de
la Universidad y envían a Italia comisionados para impe­
trar el privilegio del Rey, que otorga al Estudio general
de Barcelona las mismas prerrogativas que a los de Réri-
da y Perpiñán, únicos que hasta entonces existían en el
Principado; y son ellos también los que traen de Roma la
Bula del Papa Nicolao V , que le concede todos los privi­
legios e inmunidades canónicas que a la muy vecina de
Tolosa de Francia, no es menos cierto que tales concesio­
nes se quedaron por de pronto en el papel, y todavía en
tiempo de los Reyes Católicos los estudios continuaban re­
ducidos a algunas lecciones sueltas de Gramática, Filoso­
fía, Jurisprudencia y Medicina, lo mismo que en el siglo
X IV . Sólo cuando el Rey D. Fernando en 1491 confirmó a
un maestro llamado A lejo Bambaser el privilegio que le
había concedido su padre D. Juan II para crear en Bar­
celona un Studi general, despertaron los Conselleres de
su apatía, lograron invalidar la concesión y empezaron a

güeros y cereros), y la quinta para los menestrales... (Antología.


Tomo X III, pág. 2.)
Es muy digna de mencionarse, por lo que toca a la importancia
social de los ciudadanos honrados (a cuya clase Boscán pertenecía),
una carta de los conselleres barceloneses a los pa'heres ilerditanos
en 25 de septiembre de 1447, quejándose de los hijos de caballeros
que pretendían tener banco preferente : «Volent teñir per si banch
separat e pus avanyat, deis filis deis ciutadans e horuens de honor
de ciutat e viles del Principat de Cathaluuya»... (Antología. Tomo
X III, pág. 473.)
Barcelona es la primera ciudad descrita por Navagero, y contra
lo que se pudiera esperar del súbdito de una República, aunque fue­
se aristocrática como la de Venecia, encuentra excesivos, y aun en
parte injustos, los privilegios y libertades municipales, que según
él degeneraban en licencia, y exorbitantes los derechos que se pa­
gaban en el puerto. Pondera la hermosura de la ciudad, pero hace
notar el descenso de su población y el abandono del arsenal, don­
de no quedaba ni una sola nave. En cambio el Banco (Taula), que
compara con los Montes de Venecia, atesoraba grandísima suma
de dinero. «Barcelona la rica, Zaragoza la harta, Valencia la her­
mosa», era proverbio español que Navagero recuerda, y con el cual
se caracterizaba a las tres insignes metrópolis de la corona de
Aragón... (Antología. Tomo X III, pág. 6G.)
tratar en serio del Establecimiento de la Universidad, de­
mostrando mayor celo a principios del siglo siguiente. En
1508 se asignó salario, aunque exiguo, a los maestros del
Estudio, doctores y bachilleres. En 1524 se anunciaba por
voz de pregonero que se daría una lección de Política en
la Casa de la Ciudad. En 18 de octubre de 1536 se anunció
con un enfático bando la inauguración del edificio de la es­
cuela, pero la vitalidad del Estudio debía ser poquísima
todavía cuando en 1540 pasó Boscán de esta vida.
No pudo alcanzar, por tanto, el inesperado florecimiento
que siguió a estos tan humildes principios, y que si no
arrebató a Uérida el monopolio de los Estudios jurídicos
que tenía desde el tiempo de D. Jaime II, ni a Valencia,
verdadera Atenas de la corona de Aragón, la palma que
siempre tuvo en Humanidades, en Filosofía y en Medicina,
produjo, sin embargo, en todos estos ramos del saber un
número de hijos ilustres capaces de envanecer a cualquier
Academia, y vió ennoblecidas sus cátedras por insignes
profesores forasteros, com o el aragonés Juan Costa, autor
del Gobierno del ciudadano, y el peripatético helenista de
Valencia Pedro Juan Núñez, y por discípulos tan famosos
como el sevillano Juan de Mal-Eara. Este período de es­
plendor universitario comienza para Barcelona en la se­
gunda mitad del siglo X V I, y acompañó dignamente al
movimiento arqueológico e histórico que en Tarragona se
amparaba bajo el manto arzobispal de Antonio Agustín. El
verdadero restaurador de la Universidad de Barcelona, el
que a despecho de la tacañería concejil la hizo vivir en
los fastos de la ciencia, fué el teólogo humanista Cosme
Damián Hortolá, abad de Vilabertrán, nombrado Rector
en 1543 ; helenista y hebraizante; alumno de las Univer­
sidades de Alcalá, París y Bolonia ; discípulo de Vatablo ;
protegido del cardenal Contareno; teólogo asistente al Con­
cilio de T ren to; versado en el estudio de los padres grie­
gos y en la filosofía de P latón; émulo de Melchor Cano
en la pureza de la dicción latina. Apenas dejó más fruto
impreso de su profesorado de veinte años que la bella ex­
posición simbólica del Cantar de los Cantares, digna de ci-

*
tarse al lado de la de fray Luis de L e ó n ; pero su influen­
cia fué tan profunda, que transformó los métodos, y en
todas las oraciones inaugurales posteriores a la suya se en­
cuentra la huella de su espíritu. Entonces prosperó la dis­
ciplina gramatical en manos de Bernardo Andreu, del ci­
ceroniano Antonio Jolis, de los lexicógrafos Antich Roca
y Onofre Pou. Entonces escribieron Juan Cassador, Jaime
Cassá y Pedro Sunyer sus elegantes comedias latinas. En­
tonces el valenciano Francisco de Escobar, comentador de
Antonio y traductor de la Retórica de Aristóteles, lanzó
la semilla de los estudios helénicos; y la activa propaganda
de Núñez en favor del texto puro del Stagirita dió por re­
sultado los notables comentarios aristotélicos de Antonio
Jordana, de Antonio Sala y de Dionisio Jerónimo Jorba.
Entonces renació la doctrina luliana modificada por el Re­
nacimiento en las obras filosóficas del doctor Luis Juan Vi-
leta, el más célebre de los profesores barceloneses después
de Hortolá. Entonces el médico Antich Roca, fecundo po­
lígrafo y editor de Ansias March, compuso en lengua vul­
gar un tratado de Aritmética. Entonces florecieron aque­
llas famosas literatas Isabel losa, a quien el Maestro Ma­
tamoros comparó con la Diótima de Platón, y Juliana Mo-
rell, asombro de Francia. ■Entonces, finalmente, llegó la
Universidad a aquel apogeo que nos muestra tan al vivo
Dionisio Jorba en su libro de las Excelencias de Barcelona,
impreso en 1589 (1).

d) La aventura del Condestable


Es sabido que después de la muerte del Príncipe de
Viana, los catalanes declararon roto el juramento de fi­
delidad que habían prestado a D. Juan II de Aragón,
y ofrecieron la corona a varios príncipes, entre ellos a En­
rique IV de Castilla, ninguno de los cuales tuvo resolución

(1) Antología de poetas líricos castellanos. Tomo X III, páginas


20 a 25.
para aceptarla. Entonces se acordaron de que en Portugal
quedaba sangre de sus reyes, y determinaron hacer la mis­
ma oferta al Condestable, cuya fama de valeroso y cumplido
caballero se extendía por toda España. En 30 de octubre
de 1463 zarparon del puerto de Barcelona dos galeras,
mandadas por el honorable Rafael Julia, conduciendo a los
representantes de la ciudad condal, a quienes presidía Mo-
sén Francisco Ramis, como embajador de los diputados de
la generalidad y Consejo del Principado. Era portador de
una carta en que los catalanes proclamaban por su Rey
y señor al Condestable : uab integritat de leys e libertáis,
com aquell al qual justicia acompanye devant tots altres
per esser la propia carn devallant de la recta linea del ex-
cellent rey Nanfós lo benigno axi en les croniques intitu-
latn, y le exhortaban a tomar posesión del Reino.
N o titubeo ni un momento el caballeresco espíritu del
príncipe en arrojarse a una empresa tan erizada de peli­
gros y dificultades, puesto que tenía que conquistar por
fuerza de armas el reino que se ofrecía, luchando con uno
de los más astutos políticos y más excelentes soldados que
en su tiempo había. Se embarcó, pues, para Cataluña,
y después de una trabajosa navegación de cerca de tres
meses, arribó a la playa de Barcelona el 21 de enero de
1464. Ra pompa de su entrada está largamente descrita en
el Dietario de la Diputación y en el segundo de los libros
de solemnitats que guarda el Archivo Municipal de Bar­
celona, y que ha dado a conocer (con otros tantos precio­
sos documentos relativos a nuestro poeta) el señor Bala-
guer y Merino.
El domingo 13 de enero juró el Condestable los fueros
y privilegios del Reino, y no fué tardío ni remiso en cum­
plir su juramento de defenderlos, a pesar de la traidora en­
fermedad que iba minando su existencia. Poco más de
dos años duró su efímero reinado, pero en ellos desplegó
grande actividad como gobernante, del modo que lo testi­
fican los copiosos registros de su cancillería ; y probó una
vez y otra el trance de las armas, con varia fortuna, pero
siempre con créditos de bizarro y animoso, hasta que la

*
suerte se le declaró de todo punto adversa ante las puertas
de la villa de Calaf, donde fué completamente derrotado
en batalla campal el 18 de febrero de 1465 por el Conde de
Prades, con quien hacía sus primeras armas el infante que
luego fué Fernando el Católico. En esta terrible derrota
cayeron prisioneros los más notables partidarios del Rey in­
truso, tales como el Vizconde de Rocaberti, el de Roda,
un D. Pedro de Portugal, primo hermano del Condesta­
ble, el gobernador de Cataluña moscn Garau de Servelló,
Bernardo Gilabert de Cruylles y otros muchos.
Derrotado el Condestable, se replegó a Manresa, y de
allí pasó sucesivamente a Granollers, Hostalrich, Castellón
de Ampurias y Torroella de Montgrí, dirigiéndose por
fin al Ampurdán, donde puso sitio a La Bisbal, rindién­
dola por fuerza de armas en 7 de junio.
Este fué su último triunfo : la fortuna le había vuelto
resueltamente la espalda : su candidez diplomática con­
trastaba con la profunda sagacidad de D. Juan II, que
cada día le iba robando partidarios y sembrando la ^divi­
sión en su campo. Su ánimo estaba postrado,^ y además las
fatigas de la campaña habían desarrollado rápidamente el
germen de la tisis que le consumía. Sus días estaban con­
tados, pero todavía soñaba con buscar nuevos auxilios a
su causa, contrayendo matrimonio con una heimana del
Rey de Inglaterra, parienta suya por parte de su abuela
paterna doña Felipa de Lancastre : y hasta llegó a enviar
en arras a su futura un diamante engarzado en un anillo
de oro, según de documentos de Archivo de la Corona
de Aragón resulta, constando asimismo el precio en que
fué comprada tan rica joya.
Ruy de Pina, que escribía lejos y estaba mal informado,
echó a correr la especie, entonces inevitable cuando se tra­
taba de la muerte de algún soberano, de que el Condesta­
ble había sido envenenado. N o hay para qué detenerse en
refutar semejante calumnia : el Condestable sucumbió a
la mortal consunción que le aquejaba, el 29 de ju n io jle
1466, en la villa de Granollers, a los treinta y cinco años
de edad, otorgando el mismo día de su fallecimiento un

á
imuy prolijo y minucioso testamento, que ya Zurita extractó
en sus Anales, y que íntegro puede leerse en la monografía
que principalmente nos sirve de apoyo. Conforme a esta
postrera voluntad suya, fué enterrado en la iglesia de Santa
María del Mar, de Barcelona, con funerales verdaderamen­
te regios; y allí descansa, aunque no en el altar mayor
como él dispuso, por haber sufrido renovación en épocas
de mal gusto el pavimento de aquel hermosísimo templo.
El sepulcro del Condestable no tiene inscripción alguna,
pero sí una notable estatua yacente, obra del escultor Juan
Claperós, que representa a D. Pedro con las manos cru­
zadas sobre el pecho y un libro entre ellas, que si no es
símbolo del libro de la vida, puede ser testimonio de
los gustos literarios del Infante (1).

6. E l Rey humanista
En 26 de febrero de 1443 entró Alfonso V , Rey de Ara­
gón, en la conquistada Nápoles, con pompa de triunfa­
dor romano : coronado de laurel, con el cetro en la mano
diestra y el globo áureo en la siniestra, en carro tirado por
cuatro caballos blancos, mostrando a sus pies, encadena­
do, el Mundo... En la pompa, medio bárbara, medio clá­
sica, con que se solemnizaba aquel día de gloria, apare­
cía de resalto el carácter de iniciación artística que iba
a tener aquel reinado. «Entonces fué revelado a los es­
pañoles (dice un crítico reciente) el nuevo aspecto de la
vida italiana, y poco después empezaron a conocer los ita­
lianos la nueva vida española». La corte de Alfonso V es
el pórtico de nuestro Renacimiento, la primera escuela de
los humanistas españoles.
Hasta entonces nuestras relaciones con Italia habían
sido puramente guerreras y comerciales; la dominación
de la Casa aragonesa no había llegado todavía al conti-

(1) Historia de la poesía castellana en la Edad Media. Tomo III,


págs. 325 a 327.
líente, pero era inevitable que llegase. Ra grandeza y pros­
peridad comercial de Barcelona, la hizo en breve tiem­
po rival de las repúblicas marítimas italianas (1). Y cuan­
do los derechos de la sangre y el voto popular de los si­
cilianos, después de las sangrientas vísperas de Palermo,
movieron a D. Pedro III a recoger la herencia de Corra-
dino y a ocupar la más grande y opulenta de las islas
italianas, bien puede decirse que catalanes y sicilianos,
conducidos a la victoria por Roger de Rauria, formaron
un solo pueblo durante aquella edad heroica en que el
gran monarca aragonés que, según la expresión de Dante,
D ’ ogni valor portó cinta la corda...

y a quien hizo Boccaccio héroe de la más delicada y ex­


quisita de sus novelas, resucitó las muertas esperanzas de
los gibelinos de toda Italia. Ni un punto se interrumpe
durante la Edad Media esta fraternidad entre ambos pue­
blos ; no hubo Príncipe más querido de sus vasallos de
Sicilia que D. Fadrique de Aragón, y la compañía cata­
lana que pasó a Oriente llevaba por primer jefe a un ita­
liano (de Brindis), Roger de Flor. De tal modo se cata-
lanizó aquella isla clásica, que vino a quedar como segre­
gada del continente, y apenas participó de los generales
destinos de Italia. Igual fenómeno, y todavía con influen­
cia más honda, presenta la isla de Cerdeña, cedida a don
Jaime II de Aragón por el Papa Bonifacio V III en 1297,
y definitivamente conquistada de los písanos en 1326 por
los catalanes, que establecieron allí una colonia y comu­
nicaron su lengua, la cual persiste en Alguer, tercera po­
blación de la isla. Aparte de estas conquistas, los cata­
lanes intervinieron en la historia de Italia, ya com o sol­
dados mercenarios, ya como piratas, ya como traficantes.

(1) ... «la gran metrópoli mediterránea, señora en otro tiempo


del mar latino dives opurn, studiisque asperrima belli, y destina­
da acaso en los designios de Dios a ser la cabeza y el corazón de
la España regenerada.» (Eslridios de crítica literaria. Quinta se­
n e , pág. 68.)
Eos siglos X I V y X V marcan el apogeo de su gloria co­
mercial. Ya en 1307 tenían dos cónsules de su nación en
Nápoles, y sus mercaderes ocupaban una calle entera.
En Pisa tenían, desde 1379, no sólo cónsul, sino lonja o
casa de contratación, libertad absoluta de comercio, exen­
ción de todas las gabelas impuestas a los forasteros, y
otra porción de privilegios útiles y honoríficos. Pasaban,
com o ahora, por muy industriosos, ladinos y sagaces: lío-
mines cordati et sagaces ínter hispanos, dice Benvenuto
de Imola. «Guárdate de pláticas y tratos con catalanes»,
exclama un personaje de la novela 40 de Massuccio Sa-
lernitano. A cathalano mercatore mutuum non accipere,
es consejo de Pontano.
Tenían los italianos muy vaga y confusa idea del cen­
tro de España. Sólo por excepción habían conocido al­
gún ejemplar de los españoles de Castilla, de los semi-
barbari et efferati homines de que habla Boccaccio. Del
tratado De vulgari eloquio se infiere que Dante no sabía
siquiera la existencia de nuestro romance, o le confun­
día con el provenzal. Existían, sin embargo, las relacio­
nes religiosas con Roma, las relaciones jurídicas con los
decretalistas y glosadores de los estudios de Bolonia y
Padua. Alfonso el Sabio había sido elegido emperador
por iniciativa de los písanos, que le llamaban excelsio-
rem super omnes reges qui sunt vel fuerunt unquam tem-
poribus recolendis...
Un Infante de Castilla, hijo de D. Fernando, el fa­
moso aventurero D. Enrique, llamado el Senador por ha­
berlo sido de Roma, personaje inquieto y revolvedor, a
quien no pueden negarse ni esfuerzo bélico ni ciertas do­
tes de político, lidió bizarramente en Tagliacozzo, como
auxiliar de Corradino, al frente de 800 caballeros espa­
ñoles, y, si se perdió la batalla, no fué ciertamente por
su culpa, sino por haber cejado la hueste de los alemanes
que acompañaban al desventurado Príncipe gibelino. Me­
jor y más duradera memoria dejó en la centuria siguien­
te el cardenal Gil de Albornoz (uno de los más grandes
hombres que nuestra nación ha producido, y en talento
político quizá el primero de todos), reconquistando pal­
mo a palmo el patrimonio de San Pedro, aniquilando a
los tiranos que le oprimían y devastaban, y abriendo nue­
va era en el estado político de Italia y aun en el derecho
político de la cristiandad. Ningún otro español, sin ex­
cluir al mismo Alfonso V , ha pesado tanto como él en la
historia de Italia, aun en aquello que esta historia tiene
de más universal. Pero sus acciones, com o meramente
personales que fueron, no quitan al Rey de Aragón la glo­
ria de haber injertado el primero la rama española en Ita­
lia, para que allí reinase largo tiempo, según la expresión
de Paulo Giovio : Qui primus Hispanícete sanguinis stir-
pem, ut diu regnaret Italiae inseruit. En él comienza la
españolización de la Italia meridional, que se adelantó en
más de medio siglo a la del resto de Italia...
En todos los ensayos de la historia general del huma­
nismo intentados hasta ahora en Alemania (entre los
cuales 'descuella el de Voigt) hay algo que más o menos
atañe a Alfonso V , considerado como Mecenas del Pa-
normita, de Philelpho, de Eorenzo Valla, de Eneas Sil­
vio, de Juan de Aurispa, de Jorge de Trebisonda, etc.
Pero no sólo descuidan tales autores el punto de vista es­
pañol, sino que aun afirmando, com o lo hace Burckhardt
en su admirable libro, el especial carácter que la domi­
nación española imprimió en el Mediodía de Italia, no
entran a explicar las causas y condiciones de este fenó­
meno, ni la mutua transformación de aragoneses y napo­
litanos hasta refundirse casi en una misma sociedad. El
primero que ha llamado la atención sobre este nuevo y cu­
rioso tema, es Gothein en su obra sobre El desarrollo de
la cultura en el Sur de Italia (Breslau, 1886), en cuyos
capítulos IV y V I, y con ocasión de estudiar, ya los
elementos extraños que en aquella cultura se mezclaron,
ya las relaciones entre los humanistas y sus protectores,
trae algunas indicaciones críticas muy luminosas y de
alto precio. Pero el trabajo más reciente sobre esta mate­
ria es el del joven napolitano Croce, que aun en el breve
espacio de una Memoria académica de treinta páginas, ha
encontiado lugar para muchos detalles curiosos, y tiene
ademas el mérito de llamar la atención sobre ciertos puntos
en que ni Amador, ni Gothein, ni otro alguno que yo
tenga presente, habían reparado.
Tina de las cosas que le debemos es la reivindicación
del carácter español de Alfonso V, que nunca fhié anu­
lado o desvirtuado en él por su carácter de príncipe del
Renacimiento. Da opinión vulgar, sobre todo en España,
de que Alfonso V se italianizó por completo entre las
delicias de Ñapóles, y no volvió a acordarse ni de su rei­
no aragonés ni de su patria castellana, ha nacido de mu­
chas y diferentes causas. De la soberbia pedantería de
los humanistas italianos del séquito del Rey, que en sus
dedicatorias, panegíricos e historias retóricas, afectaban
considerarle como gloriosa excepción en un pueblo bárba­
ro anides propeque efféralos homines... a studiis huma-
nitatis abhorrentes», requiebro con que entonces saluda­
ban en Italia lo mismo a los españoles que a los france­
ses, tudescos y demás ultramontanos. De la preocupación
jurista de los aragoneses, que jamás miraron con buenos
ojos a los principes conquistadores, ni se entusiasmaron
gran cosa con las empresas de Italia, por mucha gloria
que les diesen, sino que, aun siguiendo como a remol­
que el movimiento de expansión de los catalanes por el
litoral mediterráneo, preferían siempre la vida modesta y
económica dentro de su propia casa, regida por el impe­
rio de la ley, y se enojaban, quizá con razón, de los
grandes dispendios a que la política exterior de A lfon­
so V les obligaba y del alejamiento en que aquel monar­
ca vivía de su reino, por más que, gracias a esa política
y a ese alejamiento, pesase tanto el nombre de Aragón
en la balanza de Europa. Finalmente, de la mala voluntad
que en todo tiempo, y más en los presentes, han solido
manifestar los escritores catalanes contra los príncipes de
la dinastía castellana, sin que todos los esplendores de
su gloria, que para el caso se identifica y confunde con
la de Cataluña, hayan defendido a Alfonso V de la ani-
mildiversión que allí generalmente reina contra su padre,
el Infante de Antequera.
Así ha llegado a acreditarse una leyenda que no sopor­
ta al examen crítico. Alfonso V nunca dejo de sei muy
español en sus ideas, hábitos e inclinaciones. Cuando en­
tró en Ñapóles tenía cuarenta y seis años, y a esa edad nin­
gún hombre se transforma, ni olvida, ni puede hacer
olvidar su primitiva naturaleza...
Tampoco ha de tenerse a Alfonso V por principe ili­
terato antes de la época de su iniciación en la cultura de
los humanistas...
Habrá la hipérbole que se quiera [en lo que de el dice
el Marqués de Santillana en la Comedida de P om a], pero
tales cosas no pudieron escribirse de quien ya en aquella
fecha no hubiese dado pruebas relevantes de su amor a
la cultura clásica, en aquel grado ciertamente pequeño
en que a principios del siglo X V podía adquirirse en Cas­
tilla y en A ra gón ; suficiente, sin embargo, _ para pre­
parar su espíritu a aquella especie de embriaguez ge­
nerosa, de magnánimo entusiasmo por la luz de la an­
tigüedad, que se apoderó de él en Italia, y que allí le
encadenó para el resto de su vida, convirtiendole en cau­
tivo voluntario de los mismos de quienes había triunfado.
Entonces empieza el segundo Alfonso V , el Alfonso de
los humanistas, que es complemento y desarrollo, no ne­
gación ni contradicción, del prim ero; el que con aquella
misma furia de conquista, con aquel irresistible ímpetu
bélico con que había expugnado la opulenta Marsella y la
deleitable Parténope, se lanza encarnizadamente sobre los
libros de los clásicos, y sirve por su propia mano la copa
del generoso vino a los gramáticos, y los arma caballeros,
v los corona de laurel, y los colma de dinero y de hono­
res, y hace a Jorge de Trebisonda traducir la Historia
Natural de Aristóteles, y a Poggio la Ctropedta de X eno-
phonte, y convierte en breviario suyo los Comentarios d ,
Tulio César, y declara deber el restablecimiento de su
salud a la lectura de Quinto Curdo, y concede la paz a
Cosme de Médicis a trueque de sus códices de tito bi-

Biblioteca Nacional de España


vio, y ni siquiera se cuida de espantar la mosca que se
posa media hora en su nariz mientras oye arengar a
Giannozo Manetti. Es el Alfonso V que, preciado de
orador, exhorta a los príncipes de Italia a la cruzada con­
tra los turcos, o dicta su memorial de agravios contra
los florentinos en períodos de retórica clásica; el traduc­
tor en su lengua materna de las Epístolas de Séneca, y
el más antiguo coleccionista de medallas después del Pe­
trarca (1).

7. Decadencia política
Algunos escritores, inclinados en demasía a ver donde­
quiera el influjo de la sociedad de las letras, y a ligar
sistemáticamente las vicisitudes políticas con las del arte,
han considerado como de notable postración y decadencia,
y aun com o un vergonzoso paréntesis en nuestra historia
literaria, el reinado de Enrique I V ; dando por supuesto
que en él padeció total interrupción el brillante movi­
miento intelectual que en la corte de D. Juan II había
comenzado a desarrollarse, y que luego con mayores bríos
iba a reflorecer bajo el cetro de los Reyes Católicos.
Son sin duda los veinte años de aquel reinado, y espe­
cialmente los diez últimos, uno de los más tristes y cala­
mitosos períodos de nuestra historia: nunca la justicia se
vió tan hollada y escarnecida ; nunca imperó con mayor
desenfreno la anarquía; nunca la luz de la conciencia m o­
ral anduvo tan a punto de apagarse en las almas. Roto
el freno de la ley en grandes y pequeños; vilipendiada
en público cadalso y en torpe simulacro la majestad de
la coron a; mancillado con escandalosas liviandades el
tálamo re g io ; enseñoreados de no pocas iglesias la simo­
nía y el nepotismo; dormida y estéril, ya que no vaci­
lante, la fe, e inficionadas en cambio las costumbres con
el secreto y enervador contagio de los vicios de Oriente;

(1) Historia de la poesía castellana en la Edad Media. Tomo II,


págs, 249 a 256.
inerme el brazo de la justicia ; poblados los caminos de
robadores; enajenada con insensatas mercedes la mayor
parte del territorio y de las rentas; despedazad-a cada re­
gión, cada comarca, cada ciudad por bandos irreconci­
liables ; suelta la rienda a todo género de tropelías y des­
manes, venganzas privadas, homicidios y rapiñas, pare­
ció qrue todos los ejes de la máquina social crujían a la
vez, amagando con próxima e inminente ruina (1).

(1) Historia de la poesía castellana en la Edad Media, Tomo II,


págs. 289 y 290.
CUANDO NO SE PONIA EL S O L
EN L A S TIERRAS DE ESPAÑA

Biblioteca Nacional de España

É
Biblioteca Nacional de España
L -E s p a ñ a se hizo una

1. JLa fuerte mano de una Reina

a) L os R eyes Católicos

H oy, con la misma verdad que en tiempos del buen


Cura de los Palacios repite la voz unánime de la Historia,
y afirma el sentir común de nuestro pueblo, que en tiem­
pos de los Reyes Católicos «fué en España la mayor em-
pinación, triunfo e honra e prosperidad que nunca Es­
paña tuvo». Porque si es cierto que los términos de nues­
tra dominación fueron inmensamente mayores en tiempos
del Emperador y de su hijo, y mayor también el peso de
nuestra espada y de nuestra política en la balanza de los
destinos del mundo, toda aquella grandeza, que por su
misma desproporción con nuestros recursos materiales te­
nía que ser efímera, venía preparada, en lo que tuvo de
sólida y positiva, por la obra más modesta y más pe­
culiarmente española de aquellos gloriosos monarcas, a
quienes nuestra nacionalidad debe su constitución defini­
tiva, y el molde y forma en que se desarrolló su actividad
en todos los órdenes de la vida durante el siglo más me­
morable de su Historia. L o que de la Edad Media des­
truyeron ellos, destruido quedó para siem pre; las insti­
tuciones que ellos plantearon o reformaron, han perma­
necido en pie hasta los albores de nuestro s ig lo ; muchas
de ellas no han sucumbido por consunción, sino de muer-
te violenta; y aún nos acontece volver los ojos a al­
guna de ellas cuando queremos buscar en lo pasado al­
gún género de consuelo para lo presente.
Aquella manera de tutela más bien que de dictadura,
que el genio político providencialmente suele ejercer en
las sociedades anárquicas y desorganizadas, pocas veces
se ha presentado en la Historia con tanta majestad y tan
fiero aparato de justicia.
«Recibistes de mano del muy alto Dios» — decía a los
Reyes el Dr. Francisco Ortiz, en 1492, en el más elo­
cuente de sus Cinco Tratados— «el ceptro real en tiem­
pos tan turbados, cuando con peligrosas tempestades toda
España se subvertía, cuando más el ardor de las guerras
civiles era encendido, cuando ya los derechos de la re­
pública acostados iban en total perdición . No había ya
lugar su reparo. N o había quien sin peligro de su vida,
sus propios bienes e sin miedo poseyese; todos estaban
los estados en aflicción, e con justo temor en las cibda-
des recogidos; los escondrijos de los campos con ladro-
cinios manaban sangre. N o se acecalaban las amias de los
nuestros para la defensa de los límites cristianos, más
para que las entrañas de nuestra patria nuestro cruel fie­
rro penetrase. El enemigo doméstico sediento bebía la
sangre de sus cibdadanos; el mayor en fuerza e más in­
genioso para engañar, era ya más temido y alabado entre
los nuestros; y así estaban todas las cosas fuera del
traste de la justicia, confusas e sin alguna tranquilidad
turbadas. E allende daquesto, la lei e medida de las con­
trataciones de los reinos que es la pecunia... con infinitos
engaños cada día recebía nuevas formas e valor diverso
en su materia segund la cobdicia del más cobdicioso, ha­
biendo todos igual facultad para la cuñar e desfacer en
total perdición de la república. Pues ¿a quién eran segu­
ros los caminos públicos ? A pocos por cierto : de los
arados se llevaban sin defensa las yuntas de los bueyes;
las cibdades e villas por los mayores ocupadas, ¿ quién
las podrá contar? Y a la majestad venerable de las leyes
había cubierto su fa z; ya la fe del reino era caída...»

Ú
Ni se tengan estos por encarecimientos retóricos, de
que poco necesitaba el orador que tan dignamente supo
ensalzar la conquista de Granada. Los documentos pú­
blicos y privados, que dan fe del miserable estado del
reino en tiempo de Enrique IV , abundan de tal suerte,
que casi parece un lugar común insistir en esto. Hasta
los embajadores extranjeros, por ejemplo, los del duque
de Borgoña, en 1473 unían su voz al clamor general con­
tra el menosprecio de la justicia y la licencia de los po­
derosos para abatir a los que no lo eran, y de la desola­
ción de la república, y de los robos que se hacían del pa­
trimonio real, y la licencia que se concedía a todos los
malhechores, «y esto con tanto atrevimiento com o si no
hubiera juicio entre los hombres». Bien conocido es, y
quizá puede juzgarse apasionado, aunque por su misma
insolencia sea notable testimonio del escándalo a que las
cosas habían llegado, el terrible memorial de agravios
que los proceres alzados contra Enrique IV formularon
en Burgos en 29 -de septiembre de 1464. Pero no puede
negarse entera fe a lo que con vagas declaraciones, sino
enumerando casos particulares, nos dejó escrito Hernan­
do del Pulgar en la 25.a de sus Letras dirigida en 1473 al
obispo de Coria, documento doblemente importante por
su fecha, anterior en un año sólo al advenimiento de los
Reyes Católicos. Allí se encuentran menudamente reco­
pilados «las muertes, robos, quemas, injurias, asonadas,
desafíos, fuerzas, juntamientos de gentes, roturas que cada
día se facen abudanter en diversas partes del reino». «Ya
vuestra merced sabe (dice el cronista) que el duque de
Medina con el marqués de Cádiz, el conde de Cabra con
D. Alonso de Aguilar, tienen cargo de destruir toda aque­
lla tierra de Andalucía, e meter moros cuando alguna par­
te destas se viere en aprieto. Estos siempre tienen entre
sí las discordias vivas e crudas, e crecen con muertes e
con robos, que se facen unos a otros cada día. Agora tie­
nen tregua por tres meses, porque diesen lugar al sem­
brar ; que se asolaba toda la tierra, parte por la esterili­
dad del año pasado, parte por la guerra, que no daba lu­
gar a la labranza del campo... Del reino de Murcia os
puedo bien jurar, señor, que tan ajeno lo reputamos ya
de nuestra naturaleza com o el reino de Navarra; porque
carta, mensajero, procurador ni cuestor, ni viene de allí
ni va de acá más ha de cinco años. Da provincia de Deón
tiene cargo de destruir el clavero que se llama maestre
de Alcántara, con algunos alcaides e parientes que que­
daron sucesores en la enemistad del maestre muerto. El
clavero sive maestre, siempre duerme con la lanza en la
mano, veces con cien lanzas, veces con seiscientas...
¿Qué diré, pues, señor, del cuerpo de aquella noble cib-
dad de Toledo, alcázar de emperadores, donde grandes y
menores todos viven una vida bien triste por cierto y des­
venturada? Devantóse el pueblo con D. Juan de Morales
é prior de Aroche, y echaron fuera al conde de Fuen-
salida é a sus hijos, é a Diego de Ribera que tenía el al­
cázar, é a todos los del señor maestre. Dos de fuera echa­
dos han fecho guerra a la cibdad, la cibdad también a
los de fuera : é como aquellos cibdadanos son grandes
inquisidores de la fe, dad qué herejías fallaron en los bie­
nes de los labradores de Fuensalida, que toda la robaron
e quemaron, é robaron a Guadamur y otros lugares. Dos
de fuera con este mismo celo de la fe, quemaron muchas
casas de Burguillos, é ficieron tanta guerra a los de den­
tro, que llegó a valer en Toledo sólo el cocer un pan un
maravedí por falta de leña... Medina, Valladolid, Toro,
Zamora, Salamanca, y eso por ahí está debajo de la cob-
dicia del alcaide de Castronuño. Hase levantado contra él
el señor duque de Alba para lo cercar; y no creo que
podrá, por la ruin disposición del reino, e también por­
que aquel alcaide... allega cada vez que quiere quinientas
o seiscientas lanzas. Andan agora en tratos con él, por­
que dé seguridad para que no robe ni mate. En Campos
naturales son las asonadas, é no mengua nada su costum­
bre por la indisposición del reino. Das guerras de Galicia
de que nos solíamos espeluznar, ya las reputamos cevi-
les é tolerables immo lícitas. El condestable, el conde de
Treviño, con esos caballeros de las Montañas, se trabajan
asaz por asolar toda aquella tierra hasta Fuenterrabía.
Creo que salgan con ello, según la priesa le dan. No hay-
más Castilla; si no, más guerra habría... Habernos de­
jado ya de facer alguna imagen de provisión, porque
ni se obedesce ni se cumple, y contamos las roturas e
casos que acaesceu en nuestra Castilla, com o si acaescie-
sen en Boloña, o en reinos do nuestra jurisdicción no al­
canzase-C ertificóos, señor, que podría bien afirmar que
los jueces no ahorcan hoy un hombre por justicia por
ningún crimen que cometa en toda Castilla, habiendo en
ella asaz que lo merescen, com o quier que algunos se
ahorcan por injusticia... Los procuradores del reino, que
fueron llamados tres años ha, gastados é cansados ya de
andar acá tanto tiempo, más por alguna reformación de
sus faciendas que por conservación de sus conciencias,
otorgaron pedido é monedas : el qual bien repartido por
caballeros é tiranos que se lo coman, bien se hallará de
ciento é tantos cuentos uno solo que se pudiese haber
para la despensa del Rey. Puedo bien certificar a vuestra
merced que estos procuradores muchas é muchas veces
se trabajaron en entender é dar orden en alguna refor­
mación del reino, é para esto ficieron juntas generales dos
o tres veces : é mirad quan crudo está aún este humor é
quan rebelde, que nunca hallaron medicina para le cu­
rar ; de manera que, desesperados ya de remedio, se han
dejado dello. Pos perlados eso mismo acordaron de se
juntar, para remediar algunas tiranías que se entran su
poco a poco en la iglesia, resultantes destotro temporal;
é para esto el señor Arzobispo de Toledo, é otros al­
gunos obispos, se han juntado en Aranda. Menos se pre­
sume que aprovechará esto.»
Basta este cuadro, cuyas tintas (conforme al genio blan­
do y misericordioso de Pulgar) son más bien atenuadas
que excesivas, para comprender el caos de que sacó a Cas­
tilla la fuerte mano de la Reina Católica, asistida por
el genio político y la bizarría militar de su consorte. El
mal exigía remedios heroicos, y por eso fué aplicado sin
misericordia el cauterio. Ninguno de los más ardientes
panegiristas de la Reina Católica (¿y quién puede dejar
de serlo?) ha contado entre sus excelsas cualidades la
tolerancia y la mansedumbre excesivas, que, cuando ha­
cen torcer la vara de la justicia, no han de llamarse vir­
tudes, sino vicios. Todos, por el contrario, convienen en
que fué más inclinada a seguir la vía del rigor que la de
la piedad, ay esto faeia (añade su cronista Pulgar) por
remediar a la gran corrupción de crímenes que falló en
su reino cuando subcedió en él». Más de 1.500 robado­
res y homicidas desaparecieron de Galicia en espacio de
tres meses, ante el terror infundido por los dos jueces
pesquisidores que la Reina envió en 1481; cuarenta y
seis fortalezas fueron derribadas entonces, y veinte más
tarde : ajusticiados como principales malhechores Pedro
de Miranda y el mariscal Pero Pardo. Cuando en 1477
la Reina puso su tribunal en el Alcázar de Sevilla, «fue­
ron sus justicias (según el dicho de Andrés Bernaldez)
tan concertadas, tan temidas, tan executivas, tan espan­
tosas a los malos», que más de cuatro mil personas hu­
yeron de la ciudad : unos a Portugal, otros a tierra de
moros. Aquietados los bandos de Ponces y Guzmanes;
convertido en héroe épico y en Aquiles de la cruzada
granadina el más terrible de los banderizos andaluces,
allanada en Mérida, en Medellín y en Montánchez la
desesperada resistencia del feudalismo extremeño, soste­
nido en los hombros hercúleos del clavero de Alcántara
Don Alonso de M on rov; organizada en las hermandades
la resistencia popular contra tiranos y salteadores, pudo
ponerse mano en la restauración interior del reino, em­
presa harto más difícil que lo había sido la de vengar la
afrenta de Aljubarrota en los llanos de Toro y depositar
los trofeos de aquella retribución sobre la tumba del
malogrado Don Juan I.
No bastaba decapitar materialmente la anarquía me­
diante aquellas terríficas y espantables anatomías de que
habla el Dr. Villalobos, sino que era preciso cortarla las
raíces para impedirla retoñar en adelante. Y entonces
se levantó con formidable imperio la potestad regia, nun­
ca más acatada y más amada de nuestro pueblo, porque
nunca, desde los tiempos de Alfonso X I, habían tenido
nuestros reyes tan plena conciencia de su deber, y nun­
ca había hecho tanta falta lo que enérgicamente llama­
ban nuestros mayores el oficio de rey. Y con este oficio
cumplieron los Reyes Católicos, no ciertamente a sabor
de los que hoy reniegan de la tradición, o quisieran amol­
darla a sus peculiares antojos, pero sí en consonancia
con las leyes de nuestra civilización y con el impulso
general de las monarquías del Renacimiento. Puede de­
cirse que en aquel momento solemne quedó fijada nues­
tra constitución histórica.
L,a reforma de juros y mercedes de 1480, verdadera
reconquista del patrimonio real, torpemente enajenado
por D. Enrique I V ; la incorporación de los maestraz­
gos a la corona, con lo cual vino a ser imposible la exis­
tencia de un estado dentro de otro estado; la prohibi­
ción de levantar nuevas fortalezas, y allanamiento de
muchas de las antiguas, con cuyos muros la tiranía se­
ñorial se derrumbó para siempre; la centralización del
poder mediante los Consejos; la nueva planta dada a
los tribunales, facilitando la más pronta y expedita ad­
ministración de la justicia ; el predominio cada día cre­
ciente de los legistas; la anulación de la aristocracia
como elemento político, no como fuerza social; las ten­
tativas de codificación del doctor Montalvo y de Lorenzo
Galindez, prematuras sin duda, pero no infecundas; la
directa y eficaz intervención de la corona en el régimen
municipal, hondamente degenerado por la anarquía del
siglo anterior ; el nuevo sistema económico que se des­
arrolló en innumerables pragmáticas, las cuales, si pe­
can de prohibitivas con exceso, porque quizás lo exigía
entonces la defensa del trabajo nacional, son dignas de
alabanzas en lo que toca a la simplificación de monedas,
pesos y medidas, al desarrollo de la industria naval y el
comercio interior, al fomento de la ganadería; la trans­
formación de las bandas guerreras de la Edad Media en
ejército moderno, con su invencible nervio, la infantería,

É Étf
que por siglo y medio había de dar la ley a E uropa; y eu
otro orden de cosas, muy diverso, la cruenta depuración
de la raza mediante el formidable instrumento del Santo
Oficio y el edicto de 1492; la reforma de los regulares
claustrales y observantes, que, realizada a tiempo y con
mano firme, nos ahorró la revolución religiosa del si­
glo X V I... son aspectos diversos de un mismo pensa­
miento político, cuya unidad y grandeza son visibles para
todo el que, libre de las pasiones actuales, contemple des­
interesadamente el espectáculo de la historia.
A la robustez de la organización interior; a la enérgi­
ca disciplina que, respetando y vigorizando la genuina
espontaneidad del carácter nacional (1 ), supo encauzar
para grandes empresas sus indomables bríos, gastados has­
ta entonces míseramente en destrozarse dentro de casa,
correspondió inmediatamente una expansión de fuerza
juvenil y avasalladora, una primavera de glorias y de
triunfos, una conciencia del propio valer, una alegría y
soberbia de la vida, que hizo a los españoles capaces de
todo, hasta de lo imposible. La fortuna parecía haberse
puesto resueltamente de su lado, y como que se compla­
ciese en abrumar su historia de sucesos felices y aun de
portentos y maravillas. Eas generaciones nuevas crecían
oyéndolas, y se disponían a cosas cada vez mayores. Un
siglo entero y dos mundos, apenas fueron lecho bastante
amplio para aquella desbordada corriente. ¿Qué empresa
humana o sobrehumana había de arredrar a los hijos y

(1) «Los que sentimos con profunda sinceridad el amor a la


gran Patria española, tan necesitada hoy del concurso de todos
sus hijos, no podemos mirar con recelo, sino, antes bien, aplau­
dir calurosamente estas manifestaciones de la actividad regional,
que son, al mismo tiempo, poderosos indicios de vida y de ex­
pansión fecunda. No puede amar a su nación quien no ama a su
país nativo y comienza por afirmar este amor como base para
un patriotismo más amplio. El regionalismo egoísta es odioso y
estéril; pero el regionalismo benévolo y fraternal puede ser un gran
elemento de progreso y quizá la única salvación de España.» [Car­
ta a la revista «Cantabria» (28 noviembre 1907), publicada por el
«Bol. de la Bibl. M. y P.».]

m
nietos de los que en el breve término de cuarenta años ha­
bían visto la unión de Aragón y Castilla, la victoria so­
bre Portugal, la epopeya de Granada y la total extirpa­
ción de la morisma, el recobro del Rosellón, la incorpora­
ción de Navarra, la reconquista de Nápoles, el abatimien­
to del poder francés en Italia y en el Pirineo, la hegemo­
nía española triunfante en Europa, iniciada en Oran la
conquista de Africa, y surgiendo del mar de Occidente
islas incógnitas, que eran leve promesa de inmensos con­
tinentes nunca soñados, como si faltase tierra para la
dilatación del genio de nuestra raza, y para que en todos
los confines del orbe resonasen las palabras de nuestra
lengua? ( 1 ).

fj) El cíesculíivulor
Fué Colón el primer historiador de sus viajes, y ¡ oja­
lá se hubiese conservado cuanto escribió sobre ellos ! Pero
la fatalidad que parece haber perseguido los primitivos
monumentos de la historia americana, nos ha privado de
la mayor parte de ellos, y así no poseemos más que en
extracto, hecho por Fr. Bartolomé de Fas Casas, el inesti­
mable diario de su primera navegación ; ni parece la carta
que sobre ella escribió a Toscanelli, y que, por la condi­
ción del sujeto, debía ser más extensa que las dirigidas
a Santángel y al Tesorero Rafael Sánchez, ni queda re­
lación suya del segundo viaje, aunque Ras Casas pare­
ce haberla tenido en su poder, y, finalmente, ha pereci­
do, y esto es más doloroso que todo, aquella «escritura
en forma de los comentarios de Julio César», en que el
Almirante había ido consignando día por día las ocurren­
cias de sus tres primeros viajes, según se infiere de carta
suya al Papa en febrero de 1502, libro que aún existía
en 1554, puesto que entonces se dió privilegio para im­
primirle a su nieto D. Ruis Colón, el famoso polígamo,

(1) Historia de la poesía castellana en la Edad Media. Tomo III,


págs. 7 a 14.

I m
que, más cuidadoso de mujeres que de libros, no volvió
a acordarse de tal privilegio y dejó perecer en el olvido
aquel monumento de la gloria de su abuelo, contentán­
dose con llevar a Italia y vender o facilitar a Alonso de
Ulloa el manuscrito de la Historia de su tío D. Fer­
nando.
Quedan reducidas, pues, las obras de Colón, prescin­
diendo de cartas familiares, memoriales y otros escritos
breves de índole no literaria, a las tres relaciones del pri­
mer viaje (que en rigor se reducen a dos) y a las del
tercero y cuarto, con más el libro de Las profecías, que,
en la parte qrue pertenece a Colón, nos inicia más que
otro alguno en las intimidades de su alma. De los escri­
tos ^puramente cosmográficos en que había recogido los
indicios de tierras nuevas y las conjeturas que dedujo
de la lección de los antiguos, queda algún rastro en los
primeros capítulos de la biografía que escribió su hijo.
Con tales materiales reconstruyó Humboldt lo que pu­
diéramos decir la historia literaria del Almirante, no me­
nos que la historia de sus ideas científicas, trabajo ape­
nas retocado después y que ocupa buena parte del Exa­
men crítico de la Geografía del Nuevo Continente. Nadie
como Humboldt ha acertado a encarecer el encanto poéti­
co de algunas páginas de Colón, el profundo sentimiento
de la majestad de la naturaleza que animaba al gran na­
vegante, la nobleza y sencillez de expresión con que des­
cribe aquel «viaje nuevo al nuevo cielo y mundo que fas­
ta entonces estaba en occulto». Pondera Humboldt, y no
se harta de ponderar, así en el libro citado como en el
Cosmos, la energía y la gracia con que la vieja lengua
castellana se presta a estas inauditas descripciones de la
fisonomía característica de las plantas, de la espesura im­
penetrable de los bosques, de las «arboledas y frescuras,
y el agua clarísima, y las aves y amenidad, que le pare­
cía no quisiera salir de allí». «Da hermosura de las tierras
que vieron, ninguna comparación tienen con la campiña
de Córdoba : estaban todos los árboles verdes y llenos
de fruta, y las hierbas todas floridas y muy altas; los
aires eran como en abril en Castilla ; cantaba el ruise­
ñor como en España, que era la mayor dulzura del mun­
do... arboles de inmensa elevación, con hojas tan rever­
decidas y brillantes cual suelen estar en España en el
mes de M ayo». Y al lado de estos cuadros de naturaleza
i uica, tan llenos de frescuras y de primaveral encanto,
¡ que vigoi de colorido en el cuadro de la tempestad,
sembrado de reminiscencias bíblicas, que se contiene en
la admirable carta sobre el cuarto viaje, escrita desde Ja­
maica en 7 de julio de 1503 ! «Ojos nunca vieron la mar
tan alta, fea y hecha espuma... allí me detenía en aque­
lla mar ^fecha sangre, herviendo como caldera por gran
fuego. El cielo jamás fué visto tan espantoso : un día
con la noche ardió como forno, y así echaba la llama con
los rayos, que todos creíamos que se habían de fundir
los navios...».
Pero, no sólo por rasgos y efusiones poéticas se reco­
miendan estos escritos de C olón ; no sólo se admira en
ellos la espontánea elocuencia de un alma inculta a quien
grandes cosas dictan grandes palabras, levantándola por el
poder de la emoción sincera a alturas superiores a toda
retórica, sino que el hombre entero, con su mezcla de de­
bilidad y soberbia, de amargura desalentada y de sobre­
natural esperanza, con el presentimiento grandioso de su
misión histórica, con la iluminación súbita de su gloria,
con el terror religioso que le penetra y embarga al ver
descoi i ido y patente el misterio de los m ares; con sus
fantasías místicas, en que el oro de Paría y la conquista
de Jerusalén, las perlas y las especerías de Eevante y la
conversión de los súbditos del Gran Kan forman tan abi­
garrado y prestigioso conjunto, sólo en las letras de Co­
lón está, y ninguno de sus historiadores, salvo acaso el
Cura de los Palacios, que parece haberle conocido muy
de cerca, nos da de ello idea ni trasunto aproximado. Pa­
ra penetrar en el alma de Colón, que no era ciertamente
un santo, pero sí un iluminado, en quien el fervor de la
acción nacía de la propia intensidad con que vivió vida
espiritual e interna, no hay documento tan adecuado co-

k
mo el relato de la visión que tuvo en la costa de Vera­
gua : «Cansado me dormecí gim iendo; una voz muy
piadosa oí diciendo : «Oh estulto y tardo a creer y a ser­
vir a tu Dios, ¡D ios de todos! ¿Qué hizo El más por
Moisés o por David su siervo? Desque nasciste, siempre
El tuvo de ti muy grande cargo. Cuando te vido en
edad de que El fué contento, maravillosamente hizo so­
nar tu nombre en la tierra. Das Indias, que son parte del
mundo, tan ricas, te las dió por tuyas; tú las repartiste
adonde te plugo, y te dió poder para ello. De los ata­
mientos de la mar océana, que estaban cerrados con ca­
denas tan fuertes, te dió las llaves, y fuiste obedecido en
tantas tierras, y de los cristianos cobraste tan honrada
fama... N o temas, confía: todas estas tribulaciones es­
tán escritas en piedra de mármol, y no sin causa.»
Das palabras de los grandes hombres tienen siempre
maravillosa eficacia sugestiva, y cierta virtud que pudié­
ramos decir prolífica. Sin ser Colón hombre de ciencia,
propiamente dicho, aunque sí mirabilmente platico y doc­
to en las cosas de mar, contienen las cartas y diarios de
sus navegaciones indicaciones científicas del mas alto pre­
cio, que Humboldt comenta y pone a toda luz con su
genial perspicacia, deduciendo de tal análisis que las fa­
cultades intelectuales no valían en Colón menos que la
energía y firmeza de su voluntad. En medio de cierto
desorden e incoherencia de ideas, y de algunos sueños y
desvarios, medio cosmográficos, medio teológicos, que a
sus propios contemporáneos debían parecérselo, a juzgar
por la blanda ironía con que habla de ellos el nada can­
doroso Pedro Mártir, hay en los escritos de Colon nu­
merosas observaciones exactas, y entonces nuevas, de
geografía física, de astronomía náutica, y aun de zoolo­
gía y botánica, a pesar de que él se manifiesta del todo
extraño al tecnicismo de los naturalistas y no nombra,
ni menos clasifica, pero sí describe tan exactamente por
sus caracteres exteriores, los animales y las plantas, que
ha sido tarea fácil el identificar la mayor parte de las
especies que reconoció en sus viajes.
El notable descubrimiento de las variaciones magné­
ticas, unido a ciertas consideraciones generales, de que
apenas hay otro ejemplo entonces, sobre la física del
Globo, ya en lo relativo a la inflexión de las líneas
isotermas, ya sobre la distribución del calor según la
influencia de la longitud, ya sobre la acumulación de
plantas marinas, ya sobre la dirección de las corrientes
y sobre la especial configuración geológica de las Anti­
llas, le hizo entrever la ley de conexión de ciertos fenó­
menos por él observados, con una lucidez todavía más
digna de admiración si eran tan endebles sus conocimien­
tos matemáticos com o da a entender Humboldt, y no
podía aplicar a los resultados de la observación el pode­
roso elemento del cálculo, que, por otra parte, estaba en
la infancia. Sólo así se explica, aun teniendo en cuenta
el influjo de su imaginación aventurera y de la erudi­
ción pedantesca de su tiempo, que mezclase con intuiciones
de tanto precio, hipótesis tan extravagantes como la de la
situación del Paraíso terrenal en la costa de Paria y la de
la figura de la tierra como teta de mujer y una pelota
redonda. Nada de esto es obstáculo para que Humboldt
le conceda el mérito de haber sentado algunas de las
bases de la Física terrestre, así como reconoce en nues­
tro P. Acosta la gloria de haberla constituido y organi­
zado en forma de ciencia.
Por todas razones, p u es; por el interés científico, por
el interés literario, por el interés moral, las cartas de Co­
lón son su primera y su mejor historia, aunque, natural­
mente, nada nos digan de su vida anterior a los des­
cubrimientos, ni siquiera los abarquen en su integridad.
Ea falta se suple, aunque sólo en parte, con otros do­
cumentos análogos, pero de distinta pluma, entre los cua­
les basta recordar la relación del segundo viaje, enviada
a la ciudad de Sevilla por el médico y alquimista Diego
Alvarez Chanca, y la cabeza del testamento del heroico
y fidelísimo Diego Méndez, que en una canoa llevó de la
Jamaica a la Española la relación del cuarto viaje, y que
en servicio de su señor el Almirante gastó todo su ha­
ber, lo cual 1 1 0 le impidió fundar un mayorazgo con los
diez únicos libros que poseía, es a saber: una Etica de
Aristóteles; un Josefo; una Electra de Sófocles, tradu­
cida por Hernán Pérez de O liva; un opúsculo de Eneas
Silvio, y cinco tratados de Erasmo. ¡ Extraña Biblioteca
para un marinero de tal temple !...
Ea parte relativa a los precedentes científicos del des­
cubrimiento nadie la ha tratado con tanto aplomo y
seguridad como Humboldt, y nadie más abonado para
tratarla. De su luminoso análisis resulta claro que Co­
lón, sin ser propiamente un sabio, distó mucho de arro­
jarse a su empresa como un fanático temerario, ni menos
como un apóstol divinamente inspirado, según Roselly
sueña. Es cierto que el mismo Colón, para hacer mayor
por el contraste la grandeza de su descubrimiento, se
llamó en alguna parte lego marinero, non docto en letras
y hombre mundanal, llegando a afirmar que para la eje­
cución de la empresa de las Indias no le aprovechó ra­
zón, ni matemática, ni mapamundos; pero nadie debe
tomar al pie de la letra estas exaltaciones místicas, pues­
to que en el mismo libro de las Profecías, que es cifra
y compendio de ellas, declara en términos expresos el
Almirante cuáles habían sido sus estudios : «Todo lo que
fasta hoy se navega lo he andado. Trato y conversación
he tenido con gente sabia, eclesiásticos e seglares, latinos
y griegos, judíos y moros, y con otros muchos de otras
setas. En la marinería me fizo Nuestro Señor abundoso;
de astrología me dió lo que abastaba, y ansí de geome­
tría y aritmética, y engenio en el ánima y manos para
debujar esfera, y en ella las cibdades, ríos y montañas,
islas y puertos, todo en su propio sitio. En este tiempo
he yo visto y puesto estudio en ver de todas escrituras,
cosmografías, historias, corónicas y filosofía, y de otras
artes, con que me abrió Nuestro Señor el entendimiento
con mano palpable a que era hacedero navegar de aquí
a las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecución
dello.» En vano es que añada que «todas las ciencias non
le aprovecharon nin las autoridades dellas», porque con­
tra esta efusión de humildad o de soberbia están los pro­
pios libros anotados de su mano, y el testimonio de su
hijo y de L,as Casas, y de cuantos le conocieron y mane­
jaron los papeles en que había consignado sus conjetu­
ras sobre la existencia de tierras nuevas. Estas conje­
turas, por el orden en que Humboldt las coloca y exa­
mina, responden a una serie de tradiciones científicas no
interrumpidas desde la antigüedad clásica, y son la idea
de la esfericidad de la tierra; la relación entre la exten­
sión de los mares y la de los continentes; la supuesta
vecindad de las costas de la Península Ibérica y del A fri­
ca a las islas del Asia tropical; un grave error en cuanto
a la longitud de las costas arábigas; noticias tomadas
de diversas obras antiguas, de Rogerio Bacon, visto a
través de la compilación del Cardenal Pedro de Alliaco,
y acaso de Marco Polo (hoy puede quitarse el acaso,
puesto que ha parecido en Sevilla el ejemplar del Marco
Polo italiano que el Almirante usaba y tiene notas de
su m an o); indicios de tierras al Occidente de las islas
de Cabo Verde, de Porto y de las Azores, ya por la ob­
servación de algunos fenómenos físicos, ya por las re­
laciones de los marineros arrastrados por las tempestades
y las corrientes. Es enorme la suma de ciencia que acu­
mula el sabio prusiano para dar su verdadero valor a
cada uno de estos motivos. Y , sin embargo, esta discu­
sión, erizada de textos y de confrontaciones, no cansa
porque, como dice el mismo Humboldt, «hay vivo inte­
rés en seguir el desarrollo progresivo de un gran pensa­
miento y descubrir una por una las impresiones que han
decidido del descubrimiento de un hemisferio entero».
Sucesivamente van pasando delante de nosotros los pa­
sajes de Aristóteles, de Strabón, de Séneca, de Macro­
bio ; los mitos geográficos, comenzando por el de la At-
lántida; las costas y planisferios en que se consignaban
islas desconocidas, como la famosa A ntilia; las peregri­
naciones de los budistas ch in os; la exploración de las
costas boreales de América por los escandinavos; todos
los precursores reales o fabulosos de Colón, y con esto
mil detalles de la historia de las ciencias que, aislados*
significarían poco, pero que en manos de Humboldt pier­
den el carácter de circunstancias accidentales y, presen­
tándose en agrupación inmensa, conducen a probar la
necesidad histórica del descubrimiento en el punto y hora
en que se hizo, merced a esa labor incesante y oculta que
va conservando y cultivando desde la antigüedad cierto
número de nociones más o menos confusas, hasta que
de todas ellas resulta un com o impulso irresistible que
se transforma en acción. A lgo puede padecer con esto
la gloria personal de Colón a los ojos de los que le tie­
nen, no ya por grande hombre, sino por un ser sobre­
humano ; pero la ley de solidaridad histórica suele aco­
modarse mal con estas leyendas, y para nosotros es más
grande y consolador el aprender que el espíritu huma­
no nada pierde ni olvida en su largo y obscuro viaje a tra­
vés de los tiempos, y que no hay en la ciencia trabajo
baldío ni esfuerzo estéril.
Por otra parte, ¿quién ha admirado más y quién ha
comprendido mejor la grandeza humana del carácter de
Cristóbal Colón que Alejandro Humboldt, por lo mismo
que no disimula sus flaquezas ? ¿ Quién ha encarecido
más sus descubrimientos científicos y las nuevas luces
que trajo al conocimiento racional del mundo? ¿Quién
ha sentido de igual manera el precio de las cualidades
poéticas que surgen como relámpagos de genio entre los
incorrectos y apasionados rasgos de su pluma? Un solo
vacío puede encontrarse en este bellísimo análisis que
llena la mayor parte del tercer tomo de la obra de Hum-
b o ld t: Colón, navegante y cosmógrafo ; Colón, hombre
de cien cia; Colón, escritor; Colón, supersticiosamente
enamorado del o r o ; Colón, grande hombre perseguido
por la envidia, están admirablemente juzgados ; pero que­
da algo en la sombra, el Colón cristiano y aun místico,
que soñaba con la total conversión de los infieles y con
el rescate del Santo Sepulcro, y que en su persona veía
cumplidas claramente las sagradas profecías. Que luego
se haya abusado de su figura en torpes falsificaciones no
es razón para que aspecto tan principal se relegue al
olvido. El frrofetismo de Colón existe, y Plumboldt no
le desconoce ; pero com o hombre nacido y educado en
el siglo X V III , apenas insiste en esto, ni llega a ver
en el libro de las Profecías otra cosa que un tejido de
sueños y de fantasías incoherentes; cuando para nosotros
allí está la filosofía del descubrimiento tal como Colón
la entendía, con grandeza tal de espíritu que debe mo­
ver a respetuosa veneración al más escéptico. Ni el ideal
científico por sí solo, ni mucho menos el interés y el
cálculo, hubieran bastado para producir el descubrimien­
to ; y fué providencial que en el descubridor se juntasen
aquellas tan diversas cualidades de místico, hombre de
ciencia experimental hasta cierto grado ; hombre de sen­
timiento poético y de inmenso amor a la naturaleza, y
logrero genovés enamorado locamente del oro...
Por lo que toca a España, el escritor que más ha mul­
tiplicado en estos últimos años sus publicaciones sobre
Colón y sus viajes, y el que mayor número de datos nue­
vos ha traído a su historia, es el ilustre cronista de
nuestra Armada D. Cesáreo Fernández Duro, cuya va­
ria, curiosa y amena erudición tanto realza sus Disqui­
siciones Náuticas y otros libros análogos. A él se debe,
sobre todo, la publicación y el extracto del ruidosísimo
pleito entre el Fiscal del Rey y los herederos del A l­
mirante ; pleito que conoció Navarrete, pero sin dar de
él más que una idea muy somera y que de ningún modo
indicaba la riqueza de noticias allí atesoradas, y que
deben ser materia de atento y reposado examen. Así en
la Memoria académica titulada Colón y Pinzón (1883),
como en los libros posteriores Colón y la Historia Pós-
tuma (1885), Nebulosa de Colón (1890), y Pinzón en el
descubrimiento de las Indias (1892), llega Duro a con­
clusiones que han excitado la indignación de los admi­
radores incondicionales de Cristóbal Colón llevándolos a
demasías de lenguaje sobremanera vituperables. Pero bien
examinadas las cosas, no se descubre en las eruditas pá­
ginas del señor Duro esa malquerencia sistemática contra
Colón que gratuitamente le atribuyen muchos, ni menos
el deseo de mancillar su gloria y poner nota en su buen
nombre, sino más bien el deseo de apurar la verdad sin
contemplación alguna, y el empeño, no menos racional
y patriótico, de poner en su punto el mérito que indivi­
dualmente contrajeron los heroicos compañeros del des­
cubridor, ofuscados hasta ahora en demasía por los res­
plandores de su gloria. Si en esta reivindicación justa y
natural, así como en el criterio con que nuestro com­
pañero juzga algunos actos de la gobernación del Almi­
rante, ha podido haber exceso, condición es esta de
toda reacción, y la reacción era inevitable, puesto que
el nombre de Colón está sirviendo desde hace más de dos
siglos de pretexto para las más atroces diatribas contra
España; diatribas que, si cabe, se han exacerbado to­
davía más en estos últimos tiempos, coincidiendo en
ellas, por raro caso, los ultracatólicos, como Roselly de
Eorgues, y los incrédulos y positivistas más rabiosos, como
Draper. También la paciencia tiene sus límites, y si es
cierto que Colón no tiene la culpa de las sandeces y
mala voluntad de sus apologistas, también lo es que en
toda alma genuínamente española ha de ser muy fuerte
la tentación de demostrar, si se puede (y las pruebas es­
tán bien a la mano), que ni los españoles que protegie­
ron y acompañaron a Colón eran tan imbéciles, tan crue­
les, tan malvados y tan ingratos como se supone, ni el
Almirante era tampoco aquel ser impecable y desvalido,
ni aquella excepción maravillosa en medio de un siglo
bárbaro; sino, al contrario, un grande hombre que par­
ticipaba de todos los errores y pasiones de su tiempo.
Entre los malos Gobiernos coloniales ha habido pocos
tan malos y desconcertados como el de Colón en la isla
española; y si el crimen de la esclavitud se consumó en
las Indias, nadie antes que él pudo introducirla, y él
fué el primero que envió de una vez quinientos esclavos
caribes al mercado de Sevilla. Ea justicia histórica se
debe a los grandes y a los pequeños, y a nadie exime
de ella la categoría de genio, aunque naturalmente in di­
ne el ánimo del historiador a no insistir mucho en estas
sombras que, habida consideración al tiempo (considera­
ción que amengua bastante la parte de responsabilidad
individual), no son tantas ni tales que obscurezcan la
grandeza del esfuerzo inicial y de la maravillosa obra
cumplida. Ni nadie hubiera reparado mucho en ellas si
tal cúmulo de irritantes injusticias no hubiese excitado
la fibra patriótica de muchos llevándolos tal vez a re­
cargar las tintas negras del cuadro. No basta, como cán­
didamente creen algunos, repetir a cada paso que la glo­
ria^ de Colón nos pertenece; que su nombre y el de Es­
paña^ son inseparables, y otros tales rasgos enfáticos que
de ningún modo pueden quitar el escozor y la amargura
a los que formalmente estudian estas cosas y saben que
lo corriente y lo vulgar en Europa y en América, lo que
cada día se estampa en libros y papeles, es que la gloria
de Colón es gloria italiana o de toda la humanidad, ex­
cepto de los españoles, que no hicieron más que ator­
mentarle y explotar inicua y bárbaramente su descubri­
miento, convirtiéndole en una empresa de piratas. Esta
es^ la leyenda de Colón, y esta es la que hay que exter­
minar por todos los medios, y hacen obra buena los que
la combaten, no sólo porque es antipatriótica, sino por­
que es falsa, y nada hay más santo que la verdad (1 ).

Z. Í, í» EspaiSa del si^Io X V I


¡ Cuánto mejor [que ocuparme de las disidencias reli­
giosas del siglo X V I ] me hubiera estado describir la cató­
lica España [de aquellos días], que con todos sus lunares y
sombras (que no hay período que no los tenga) resiste la
comparación con las edades más gloriosas del mundo !
Hubiéramos visto, en primer lugar, un pueblo de teólo­
gos y de soldados, que echó sobre sus hombros la titá-

(1) Estudios de crítica literaria. Segunda serie, págs 218 a 22G


281 a 286 y 294 a 298.

É
nica empresa de salvar con el razonamiento y con la
espada la Europa latina de la nueva invasión de bár-
baios septentrionales; y en nueva y portentosa cruzada,
no por seguir a ciegas las insaciadas ambiciones de un
conquistador, como las hordas de Ciro, de Alejandro y
de Napoleón; no por inicua razón de Estado, ni por el
tanto mas cuanto de pimienta, canela o jengibre, como
los hebreos de nuestros días, sino por todo eso que lla­
man idealismos y visiones los positivistas; por el dogma
de la libertad humana y de la responsabilidad moral,
por su Dios y por su tradición, fué a sembrar huesos de
caballeros y de mártires en las orillas del Albis, en las
dunas de Flandes y en los escollos del mar de Inglate­
rra. ¡ Sacrificio inútil, se dirá, empresa vana ! Y no lo
fué, con todo eso, porque si los cincuenta primeros años
del siglo X V I son de conquistas para la reforma, los
otros cincuenta, gracias a España, lo son de retroceso;
y ello es que el Mediodía se salvó de la inundación y
que el protestantismo no ha ganado desde entonces una
pulgada de tierra, y hoy en los mismos países en que
nació, languidece y muere. Que nunca fué estéril el sa­
crificio por una causa justa, y bien sabían los antiguos De­
cios, al ofrecer su cabeza a los dioses infernales antes de
entrar en batalla, que su sangre iba a ser semilla de vic­
toria para su pueblo. Y o bien entiendo que estas cosas
harán sonreír de lástima a los políticos y hacendistas,
que, viéndonos pobres, abatidos y humillados a fines del
siglo X V II, no encuentran palabras de bastante menos­
precio para una nación que batallaba contra media Euro­
pa conjurada, y esto, no por redondear su territorio ni
por obtener una indemnización de guerra, sino por ideas
de teología..., la cosa más inútil del mundo. ¡ Cuánto
mejor nos hubiera estado tejer lienzo y que Dutero en­
trara o saliera donde bien le pareciese! Pero nuestros
abuelos lo entendían de otro modo, y nunca se les ocu­
rrió juzgar de las grandes empresas históricas por el
éxito inmediato. Nunca, desde el tiempo de Judas Ma-
cabeo, hubo un pueblo que con tanta razón pudiera creer­
se el pueblo escogido para ser la espada y el brazo de
D ios; y todo, hasta sus sueños de engrandecimiento y
de monarquía universal, lo referían y subordinaban a
este objeto supremo: uFict unum ovile, et unus pasión.
Lo cual hermosamente parafraseó Hernando de Acuña,
el poeta favorito de Carlos V :
Ya se acerca, Señor, o ya es llegada
La edad dichosa en que promete el cielo
Una grey y un pastor solo en el suelo,
Por suerte a nuestros tiempos reservada.
Ya tan alto principio en tal iornada
Nos muestra el fin de vuestro santo celo,
Y anuncia al mundo para más consuelo
Un monarca, un imperio y una espada.

En aquel duelo terrible entre Cristo y Belial, España


bajó sola a la arena; y si al fin cayó desangrada y ven­
cida por el número, no por el valor de sus émulos, me­
nester fué que éstos vinieran en tropel y en cuadrilla a
repartirse los despojos de la amazona del Mediodía, que
así y todo quedó rendida y extenuada, pero no muerta,
para levantarse más heroica que nunca cuando la revo­
lución atea llamó a sus puertas y ardieron las benditas
llamas de Zaragoza.
A l frente de este pueblo se encontró colocada por de­
recho de herencia una dinastía extranjera de origen, y
en cierto modo poco simpática, guardadora no muy fiel
de las costumbres y libertades de la tierra (aunque harto
más que la dinastía francesa que le sucedió) ( 1 ), sobrado

(1) Arrebatado Quintana por este fanatismo político tan intole­


rante, tan sañudo y tan adverso al recto criterio histórico ; pero
así y todo disculpable, si nos trasladamos a la época en que él es­
cribía, y mucho más si nos dejamos vencer por la hermosura y
elocuencia poética con que acertó a expresar su juicio ; arrebatado,
digo, Quintana por esta especie de fanatismo, ha condenado toda
la misión histórica de su Patria durante el siglo XVI, pintándola
como el criadero de los hombres feroces colosos para el mal, y no
encontrando durante todo aquel siglo más nombre digno de ala­
banza y de los favores de las musas que el nombre de Padilla,

É
atenta a intereses, pretensiones, guerras y derechos de
familia, que andaban muy fuera del círculo de la nacio­
nalidad española; pero dinastía que tuvo la habilidad
o la fortuna de asimilarse la idea madre de nuestra cul­
tura y seguirla en su pujante desarrollo, y convertirse
en gonfaloniera de la Iglesia, como ninguna otra casa
real de Europa.
Y , sin embargo, se ha dudado del catolicismo de algu­
nos de sus príncipes, y libros hay en que con mengua
de la crítica se habla de las ideas reformistas de D .a Juana
la Eoca, del Emperador y del príncipe D. Carlos.
¡ Protestante D.a Juana la Eoca ! El que semejante dis­
late se haya tomado en serio y merecido discusión, da
la medida de la crítica de estos tiempos. Confieso que
siento hasta vergüenza de tocar este punto, y si voy a
idecir dos palabras, es para que no se atribuya a ignorancia
o a voluntaria omisión y silencio. Por lo demás, la his­
toria es cosa tan alta y sagrada que parece profanación
mancharla con semejantes puerilidades y cuentos de vie­
jas, pasto de la necia y malsana curiosidad de los pe­
riodistas y ganapanes literarios de estos tiempos. Un
Mr. Bergenroth, prusiano, comisionado por el Gobierno
inglés para registrar los Archivos de la Península que
pudieran contener documentos sobre las relaciones entre
Inglaterra y España, hábil copista y paleógrafo, pero
ajeno de criterio histórico, y no muy hábil entendedor
de los documentos que copiaba, halló en Simancas e
imprimió triunfalmente en 1868 ciertos papeles que, a

buen caballero, aunque no muy avisado, y medianísimo caudillo de


una insurrección municipal (generosa, es cierto, y cargada de jus­
ticia en su origen), en servicio de la cual iba buscando el Maestraz­
go de Santiago. Pero aún juzgada la guerra de las Comunidades con
el criterio con que la juzgamos hoy, considerándola, no como el
despertar de la libertad moderna, sino como la última protesta del
espíritu de la Edad Media contra el principio de unidad central,
del cual fueron brazo primero los monarcas absolutos y luego las
revoluciones, es imposible dejar de admirar la oda de Quintana A
Juan de Padilla, aun en sus mayores extravíos históricos. (Estu­
dios de crítica literaria. Quinta serie, pág. 330.)
su parecer, demostraban que doña Juana no había sido
loca, sino luterana, y perseguida y atormentada como tal
por su padre Fernando el Católico y por su hijo Carlos V.
Por lo mismo que la noticia era enteramente absurda y
salía, además, de los labios de un extranjero, alemán por
añadidura, y como tal infalible, hizo grande efecto entre
cierta casta de eruditos españoles, creyendo los infelices
que era una grande arma contra la Iglesia el que doña
Juana hubiera sido hereje. No quedó sin contestación tan
absurda especie, y hoy, después de los folletos de don
Vicente de la Fuente, de Gachard y de Rodríguez Villa,
es ya imposible consignar semejante aberración en nin­
guna historia formal. I,a locura ele doña Juana fué locura
de amor, fueron celos de su marido y bien fundados y
muy anteriores al nacimiento del luteranismo, como que
ya estaba monomaníaca en 1504. De su piedad antes de
esta crisis no puede dudarse. En 15 de enero de 1499
escribía de ella el prior de los Dominicos de Santa Cruz
de Segovía, que «tenía buenas partes de buena cristiana,
y que había en su casa tanta religión como en una es­
trecha observancia.» (Página 55 de los documentos de
Bergenroth). ¿ Y qué diremos del famoso « trato de cuer­
da-» que Mosén Ferrer, uno de los guardadores de doña
Juana, mandó darle para obligarla a comer ? Si doña Juana
estaba loca, ¿no era necesario, para salvar su vida, tra­
tarla como se trata a los locos y a los niños, sujetándole
los brazos con cuerdas o de cualquiera otra manera y
haciéndola tomar el alimento por fuerza ? ¿ Qué tortura
ni qué protestantismo puede ver en esto quien tenga la
cabeza sana ? Sabemos por cartas del marqués de Denia,
otro de sus carceleros, que en 1517 la pobre Reina oía
misa con gran devoción (pág. 177) y tenía un confesor
de la Orden de San Francisco, dicho Fr. Juan de Avila.
Y si luego no quiso en algún tiempo confesarse fué por­
que estaba rematadamente loca e iban sus manías por
ese camino, sobre todo después que el susodicho marqués
(que siempre la trató inicuamente) le quitó el confesor
y se empeñó en que escogiera a un dominico. Parece que

«
en sus últimos años aquella infeliz clemente manifestaba
■-horror a todo lo que fuese acción de piedad», y no re­
cibía los Santos Sacramentos; pero ¿ qué prueba esto,
tratándose de una mujer tan fuera de sentido que decía
a Fr. Juan de la Cruz que «un gato de algalia había
comido a su madre e iba a comerla a ella» ? Afortuna­
damente, Dios le devolvió la razón en su última hora y
la permitió hacer confesión general y solemne protesta
de que moría en la fe católica, asistiéndola y consolán­
dola San Francisco de Borja.
¿ Y quhn pudo nunca dudar del acendrado catolicismo
del grande emperador? Verdad es que tiene sobre su
memoria el feo borrón del saco de Roma y el acto cesa-
rista y anticanónico del «Interim», y las torpezas y va­
cilaciones que le impidieron atajar en los comienzos la
sedición luterana, de lo cual bien amargamente se lamen­
taba él en sus últimos años. Pero ¿cóm o poner mácula
en la pureza de sus sentimientos personales? Ni siquiera
se atrevió a tanto el calumniador Gregorio Retí. ¡ Protes­
tante el hombre que aun antes de Yuste observaba las
prácticas religiosas con la misma exactitud que un monje !
¡ El que llamó desvergüenza y bellaquería a la intentona
de los protestantes de Valladolid, y sintiendo hervir la
sangre como en sus juveniles días, hasta quiso salir de
su retiro a castigarlos por su mano, como gente que
estaba fuera del derecho común y con quien no debían
seguirse los trámites legales ! ¡ El que en su testamento
encarga estrechamente a su hijo que «favorezca y mande
favorecer al Santo Oficio de la Inquisición por los mu­
chos y grandes daños que por ella se quitan y castigan» !
«Mucho erré en no matar a Rutero (decía Carlos V a los
frailes de Yuste), y si bien le dejé por no quebrantar el
salvoconducto y palabra que le tenía dada, pensando de
remediar por otra vía aquella herejía, erré, porque yo
no era obligado a guardarle la palabra por ser la culpa
del hereje contra otro mayor Señor, que era Dios, y así
yo no le había ni debía de guardar palabra, sino vengar
la injuria hecha a Dios. Que si el delito fuera contra mí
mismo, entonces era obligado a aguardarle la palabra,
y por no le haber muerto yo, fué siempre aquel error
de mal en peor : que creo que se atajara, si le matara.»
Al hombre que así pensaba podrán calificarle de fanático,
pero nunca de hereje, y contra todos sus calumniadores
protestará aquella sublime respuesta suya a los príncipes
alemanes que le ofrecían su ayuda contra el turco a cam­
bio de la libertad religiosa : «Y o no quiero reinos tan
caros como esos, ni con esa condición quiero Alemania,
Francia, España e Italia, sino a Jesús crucificado.»
Al lado de tan terminantes declaraciones poco significa
el proceso que Paulo IV , enemigo jurado dé los españo­
les, mandó formar al emperador como cismático y fautor
de herejes por los decretos de la Dieta de Ausburgo :
puesto que tal proceso era exclusivamente político, y se
enderezaba sólo a absolver a los súbditos del imperio del
juramento de fidelidad, y traer nuevas complicaciones a
Carlos V . Así y todo, no llegó a formularse la sentencia,
ni pasó de amenaza la excomunión y el entredicho.
¿ Y qué diremos del príncipe don Carlos, alimaña es­
túpida, aunque de perversos instintos, que viene ocu­
pando en la historia mucho más lugar del que merece?
Poco ganaría la Reforma con que un niño tontiloco se
hubiera adherido a sus dogmas, si es que cabía algún
género de dogmas o de ideas en aquella cabeza. Pero, así
y todo, el protestantismo de don Carlos es una fábula;
y a quien haya leído el libro de Gachard, definitivo en
este punto, no han de deslumbrarle las paradojas de don
Adolfo de Castro. Que el príncipe tuviera tratos con los
rebeldes flamencos, en odio a su padre, no puede du­
darse ; que pensó huir a los Países Bajos es también
verdad averiguada; pero todo lo que pase de aquí son
vanas conjeturas y cavilosidades. Ni don Carlos formaba
juicio claro de lo que querían los luteranos, ni en toda
aquella desatinada intentona procedía sino como un mu­
chacho nial criado, anheloso de romper las trabas domés­
ticas, hacer su voluntad y campar por sus respetos. Todo
es pueril e indigno de memoria en este príncipe. El no

ÉÉÉI
tenía pensamiento ni inclinación buena; pero si en la
prisión se resistió a confesarse porque hervía en su alma
el odio a muerte contra su padre, esto mismo demuestra
que creía en la eficacia del Sacramento y temía profa­
narle. Repito que este punto está definitivamente fallado
después de Gachard y de Mouy, y hora es ya de dejar
descansar a aquella víctima, no de la tiranía de su padre,
sino de sus propios excesos y locuras, que, tan sin me­
recerlo, y por extraño capricho de la suerte, llegó a con­
vertirse en héroe político y legendario. Ni a la misma
Reforma puede serle grato engalanarse con oropeles y
lentejuelas de manicomio (1 ).

En primer lugar, el carácter que salta a la vista en


aquella sociedad española del siglo X V I, continuada en
el siglo X V II, en eso que se llama Edad de Oro (y no
siglo de oro, porque comprende dos siglos), la nota fun­
damental y característica es el fervor religioso que se
sobrepone al sentimiento del honor, al sentimiento mo­
nárquico y a todos los que impropiamente se han tenido
por fundamentales y prim eros; ante todo, la España del
siglo X V I es un pueblo católico ; más diremos : un pue­
blo de teólogos. Ese carácter de la España del siglo X V I
y de la del siglo X V II (mera continuación degenerada
del período anterior), había llegado a ese grado de fervor,
‘de fanatismo (si se quiere usar la palabra que como afren­
ta nos lanzan a la cara, y que como título de gloria
recogemos), había llegado a ese grado de fervor, en pri­
mer lugar, por las condiciones históricas del desarrollo
de España en la Edad Media. España, que había expul­
sado a los judíos, y que aún tenía el brazo teñido en
sangre mora, se encontró a principios del siglo X V I en­
frente de la Reforma, fiera recrudescencia de la barbarie
septentrional; y por toda aquella centuria se convirtió
en campeón de la unidad y de la ortodoxia, en una es-

(1) Heterodoxos. Tomo V, págs. 388 a 394.


pecie de pueblo elegido de Dios, llamado por El para ser
biazo y espada suya, como lo fué el pueblo de los judíos
en tiempo de Matatías y de Judas Maeabeo...
Da grandeza material, la extensión de los dominios de
España por alianzas, por matrimonios, por herencias, en
todo el siglo X V I, es nada en comparación de este gran
principio de unidad católica y latina, de resistencia con­
tra el Norte y contra la herejía y la barbarie, que cons­
tituye en el siglo X V I el alma y el verdadero impulso
y la verdadera grandeza de nuestra raza. A Felipe II,
politicamente considerada la cosa, le hubiera sido más
ventajoso abandonar desde luego los Estados de Flandes
y vivir en paz con Inglaterra; pero ni Felipe II ni
ningún gobernante español y católico de aquellos tiem­
pos podía dejar que la herejía se entronizase sin resis­
tencia en las marismas báta vas, o que, bajo el cetro de
la sanguinaria Isabel, oprimiese la conciencia de los ca­
tólicos ingleses. En general, más que guerras de ambi­
ción, de dominación y de imperio universal, las guerras
españolas del siglo X V I fueron guerras religiosas, gue­
rras de resistencia y de defensa contra el error teológi­
co, y a la vez guerras latinas contra el elemento germáni­
co. Tan alto, generoso y desinteresado móvil bastó a dar
unidad y carácter propio a nuestra raza y a muestra his­
toria. Todo se enlaza con él y de él depende, y por él se
explica y justifica : lo mismo las conquistas en América,
en Asia y en Oceanía, a donde llevamos la luz del Evan­
gelio y la civilización europea, que la resistencia contra
la reforma en Alemania, en Holanda y aún en Inglate­
rra, donde nos venció el poder de los elementos, movi­
dos por inexcrutables voluntades de Dios, más que el po­
der de los hombres. De todo esto había resultado un pue­
blo extraño, uno en la creencia religiosa, dividido en todo
lo demás, por raza, por lenguas, por costumbres, por fue­
ros, por todo lo que puede dividir a un pueblo. En cuan­
to al sentimiento monárquico, que se toma como otra de
las notas características del siglo X V I, es muy inferior
en intensidad y firmeza al primero. Aquí los Reyes

\ __

Biblioteca Nacional de España

É
sólo fueron grandes en cuanto representantes de las ten­
dencias de la raza y más españoles que todos, no en cuan­
to R e y e s; aquí no hubo esa devoción, ese fervor monár­
quico que en Francia, como nada hubo que se pareciese
a la pompa oriental y absolutismo semi-asiatico de la cor­
te de Ruis X IV . Al contrario, la monarquía vivió siem­
pre en el siglo X V I de un modo cenobítico y austero.
Si quisiéramos reducir a fórmula al estado social de
España en el siglo X V I, diríamos que venía a constituir
una democracia frailuna. Ni aquí había monarquía propia­
mente poderosa por ser monarquía, ni aristocracia pode­
rosa por ser aristocracia. Es más, la aristocracia, po t i ­
camente, estaba anulada desde que el Cardenal Tavera
la había arrojado de las Cortes de Toledo. ¡ Providencial
y ejemplar castigo de la mal segura fe y tornadiza lealtad
con que la primera nobleza castellana sirvió, ya al Em­
perador, y a ‘ a las ciudades, en la guerra de los comu-
neros ! /•
Solo quedaba, y omnipotente lo regía todo, el espíri­
tu católico sostenido por los Reyes, y en virtud del cua
los Reyes eran grandes; por eso una casa extranjera,
contraria en sus tradiciones e intereses de familia a las
tradiciones y a los intereses de la nación española (y fu­
nesta para ella en su política interior), fue acatada y
defendida hasta con entusiasmo heroico, sin otra causa
que el haber sido portaestandarte de los ejércitos de .a
Iglesia con más firmeza y lealtad que ninguna otra Casa
real de Europa. Si en los tiempos de nuestra decadencia,
si en las obras de nuestros dramaturgos, sobre todo en
Rojas, se extremó hasta la hipérbole esta devoción m o­
nárquica, tan racional y justa, yo creo que hubo en esto
algo de falsedad, de ideal y de convencionalismo, que
no' trascendía a la vida, ni era retrato fiel, sino exage-

ra Decir6 que el régimen español de la Edad Media ha­


bía sido anulado por la tiranía de los Reyes de la Casa
de Austria, fuera incurrir en lugares comunes, indignos
ya hasta de refutación. E l espíritu municipal, el amoi
a las antiguas y venerandas libertades, se conservaba tan
vivo en España como en parte ninguna. Felipe II no
tocó a los fueros de Aragón en su parte sustancial, y los
de Cataluña y Valencia se conservaron en todo su vigor
hasta la Casa de Borbón, que fué quien verdaderamente
mató las tradiciones forales, iniciando la unidad centra­
lista a la francesa.
De todo esto había resultado un estado social singular
y anómalo. A consecuencia de las guerras lejanas, y en
cien partes a la vez, y de la colonización de América, y
de la codiciosa sed que excitaba la riqueza de sus vír­
genes entrañas, y de la expulsión de judíos y moriscos,
el comercio, la industria, las artes mecánicas, yacían en­
tonces en manifiesta y lamentable decadencia. Por to­
dos los campos de batalla de Europa iba derramando
su sangre una población aventurera en que apenas había
término medio entre el caballero y el picaro, y en que
a veces andaban juntas las dos cosas; una población sin
clase media propiamente dicha, y sin aristocracia con
representación e influjo en el Estado. Da hidalguía en el
siglo X V I, cuando no era heredada de los mayores, solía
ganarse a punta de lanza, bien peleando contra turcos y
franceses, bien conquistando en América o venciendo en
los campos de Flandes; pero la aristocracia, excepción
hecha de algunas, muy pocas, familias, había perdido
la autoridad, ya que no el prestigio. La nobleza de se­
gunda clase solía ser pobre : abundaban hidalgos de al­
d e a - L a hidalguía era patrimonio de todos. Había pro­
vincias en que nadie dejaba de creerse hidalgo, y triun­
fantes los estatutos de limpieza, ninguno de los que se
ufanaban de no tener en sus venas sangre judía o mora,
se estimaba inferior a los grandes. H oy es el día en que
los mismos salvajes de Arauco se llaman entre sí caballeros,
cosa que aprendieron de nuestros caballerescos antepa­
sados.
Industriales, menestrales, mercaderes, en muy poco nú­
mero, o tenidos en m enos; caballeros pobres muchísi­
mos ; el Rey sobre todos, como síntesis de las unánimes
creencias de la raza y luego un clero que se extendía por
todas partes, ya en forma de Ordenes regulares, ya en
forma de clérigos seculares, no sin que este número ex­
cesivo de frailes fuese señalado varias veces como un pe­
ligro por nuestros economistas de aquellos tiempos. Sin
embargo, el celo multiplicaba las fundaciones, y la ter­
cera parte de la población de España se componía de
frailes y monjas...
N o hay clases inferiores ni desheredadas; en general,
todos son pobres; pero en medio de eso reina una igual­
dad cristiana sui géneris, que no tiene otro ejemplo en
el mundo y no carece de austero y varonil encanto...
En cuanto a la organización de la familia en el si­
glo X V I, no puede dudarse que la autoridad patricarcal
era grande, que la autoridad del marido se ejercía omní­
moda, que el adulterio era muy raro, que las infracciones
contra la ley conyugal se castigaban severamente... pero
fuera de esto, las costumbres eran desenfrenadas y livia­
nas en demasía. Junto con esto se habían desarrollado
una porción de sentimientos, no del todo conformes a
la estricta ley moral. Así imperaba el llamado sentimien­
to del honor, que viene a ser una moral social relativa,,
debajo de la moral cristiana, y a veces contra ella, moral
relativa que se impone en las costumbres tiránica e in­
flexiblemente hasta en los que más la niegan y contradi­
cen. De ahí el espíritu vindicativo, duelista y de punto
de h on ra; de ahí también ese mismo castigo del adulterio
tomado por el marido a veces con alevosía y casi siempre
por meras sospechas, y de ahí otra porción de aberracio­
nes que en la vida social existían y que nuestros dramá­
ticos, más o menos hiperbólicamente, reprodujeron en sus
obras (1 ).

(1) Estudios de crítica literaria. Tercera serie, págs. 57 a 67,


3. E l «íiessaosLÍc- d e l m ed iod ía»

Si bien se mira, Felipe II, así para los que le llaman


el demonio del mediodía como para los que quisieran po­
nerlo en los altares, tiene un sello de grandeza innegable,
aunque se le mire sólo como elemento de resistencia, y
su huella no se borrará tan pronto de la historia hu­
mana... (li).
La leyenda de Felipe II comenzó en vida suya, y la
hizo el odio de los protestantes holandeses. Difundióla
Guillermo el Taciturno en un célebre Manifiesto, y ávi­
damente la cogieron cuantos en Inglaterra, en Francia,
en los Países Bajos, en Italia misma, alimentaban odios
o rencores contra la Iglesia o contra España. Las mis­
mas Relaciones de Antonio Pérez, donde no se han des­
cubierto graves errores de hecho, pero sí malignas alu­
siones y reticencias, y los coloquios del mismo persegui­
do secretario con Essex, la reina Isabel de Inglaterra y
Enrique IV , a quienes tan malamente sirvió contra su
patria, contribuyeron a enturbiar y oscurecer ciertos pun­
tos de la historia de Felipe II, y cabalmente los que por lo
dramáticos y animados excitaban más la general curiosi­
dad. Pero todo esto es nada en comparación de las in­
creíbles patrañas que el protestante italiano Gregorio Leti
divulgó en su llamada Historia de Felipe II, y que otros
muchos libelistas exornaron con nuevas y progresivas
invenciones.
En España, donde Felipe II fué popularísimo, como
identificado con todos los sentimientos y cualidades bue­
nas y malas de la raza, estas invenciones no pudieron pe­
netrar ni hacer fortuna hasta el siglo X V III. Verdad es
que no las acogió ningún historiador serio; pero el arte
se apoderó de ellas, y las tornó doblemente perniciosas.
Lo que Schiller había hecho en Alemania con su Don

(1) Estudios de crítica literaria. Primera serie, pág. 345.


Carlos, y en Italia Alfieri con su Philippo : fantasear un
tirano de tragedia clásica, hombre ceñudo, sombrío y
monosilábico, ente de razón, tipo de perversidad moral sin
qué ni para qué, y tan impasible y antihumano, que llega
uno a compadecerse de él, al oir los improperios que con­
tinuamente le dicen sus víctimas : esto hicieron en España
los poetas enciclopedistas del siglo pasado, y a su frente
Quintana en El Panteón del Escorial, donde la falsedad
histórica llega a ser repugnante, fea, antiestética, progre­
sista, en suma, del peor género posible. En pos de Quin­
tana vino una grey de poetas, novelistas y declamadores,
indignos de particular memoria, y la tiranía de Feli­
pe II llegó a ser el lugar común de toda arenga patrió­
tica, el grande argumento de los partidos liberales, el
coco con que se espantaba a los niños y a las muche­
dumbres.
Todavía quedan vestigios de esto. Con asombro leí el
año pasado (1) en la Revista de España un artículo en que
se acusaba a Felipe II de haber asesinado a su mujer, y a
su hijo, 3 ' a dos millones de españoles. Y este artículo
era comentando un libro publicado en París no ha mu­
cho, en el cual se consignan iguales o mayores dislates.
Por fortuna, éstas en el día de hoy son aberraciones
dignas de lástima, pero no de ser tomadas en cuenta. La
crítica histórica lleva hace años muy diferente cam ino;
y aunque Felipe II no ha encontrado todavía un histo­
riador general digno de él, dado que Prescott dejó muy
a los comienzos su obra, las monografías particulares
abundan, y van derramando mucha luz, precisamente so­
bre los puntos más oscuros de su reinado. Así, el episo­
dio de Antonio Pérez y de las alteraciones de Aragón ha
dado materia sucesivamente a los elegantes ensayos de
Bermúdez de Castro y de Mignet, a la magistral H isto­
ria del marqués de Pidal, y a La Princesa de Eboli del
señor Muro, obra de sólida y copiosa erudición, en mu­
chas partes nueva. La cuestión del príncipe D. Carlos ha

(1) [Se escribía esto por el de 1879.]


sido definitivamente resuelta por Gacliard, sin que sea
por eso digno de olvido el agradable libro de Moüy. A
Gachard no le ha vencido nadie en el campo de estas in­
vestigaciones : nadie tan benemérito como él de la His­
toria de Felipe II. El ha sacado a luz la correspondencia
de nuestro Monarca, la de Margarita de Parma y la del
príncipe de Orange sobre los negocios de los Países Ba­
jos ; ha aclarado mucho el gobierno de D. Juan de Aus­
tria en Flan d e s; y si a sus tareas añadimos las numerosas
publicaciones de la Sociedad de Historia de Bélgica, po­
dremos formar idea clarísima de aquellos acontecimientos,
mejor que en las historias de Motley y otros apasionados
partidarios de la causa holandesa. Por otra parte, la pu­
blicación de las Relaciones de los embajadores venecianos
nos ha dado a conocer más de cerca a Felipe II y a su
corte. Algunos puntos de su política exterior deben mu­
cha ilustración a los modernos estudios de los eruditos
franceses sobre los tiempos de la Eiga, y otros han sido
objeto de buenos libros castellanos; v. gr., la Relación
del combate naval de Lepanto, de D. Cayetano Rosell.
Y para remate y corona de todo, el señor Cánovas, en el
Bosquejo histórico de la Casa de Austria, en el prólogo
a La Princesa de Eboli y en otros opúsculos, ha formu­
lado discretos y no apasionados juicios generales que,
si no son la verdad entera, se acercan mucho a ella...
Felipe II no fué un santo, ni nadie trata de canoni­
zarle. Como hombre, tuvo pecados y debilidades graves
y frecuentes; como gobernante, cometió verdaderos ye­
rros, aunque no es suya toda la culpa. Pero ni fué tira­
no, ni opresor de su pueblo, ni matador de sus libertades,
ni tampoco le negará nadie el título de grande hombre.
No tuvo cualidades brillantes, de las que atraen y sub­
yugan la general admiración ; no fué militar, ni orador,
ni artista, y hubo en su carácter algo de seco, árido,
prosaico, formalista y oficinesco, que no le hace simpáti­
co, aunque tampoco le haga terrible. Pero a su modo, en
su línea, en su oficio de Rey, llegó al summum de lo te­
naz, laborioso y persistente : heroe de expedientes, y de

.
gabinete, y aun mártir, porque puede decirse que no tuvo
una hora de paz y sosiego en su largo reinado. Y para
gloria suya debemos añadir que muy pocas veces se dejó
llevar por mezquinos intereses o por vil razón de Estado,
y que su mente estuvo siempre al servicio de grandes
ideas : la unidad de su pueblo : la lucha contra la Re­
forma. Hizo la primera con la conquista de Portugal,
y contra la segunda mandó a sus gentes a lidiar a todos
los campos de batalla de Europa. Si alguna guerra em­
prendió que no naciese de este principio, fué herencia de
Carlos V ; herencia funesta, pero que él no podía recha­
zar. Nuestra decadencia vino porque estábamos solos con­
tra toda Europa, y no hay pueblo que a tal desangrarse
resista; pero las grandes empresas históricas no se juz­
gan por el éxito. Obramos bien como católicos y como es­
pañoles : lo demás, ¿qué im porta?...
[N o es posible dejar de considerar a] Felipe II como
protector espléndido de ciencias, letras y artes, ponien­
do de manifiesto la sinrazón notoria con que se taclia
de opresor ignorante, verdugo del pensamiento, etc., et­
cétera al gran Monarca que levantó el Escorial, encargó
cuadros al Ticiano, estableció en su propio palacio una
academia de matemáticas, mandó hacer la estadística y
el mapa geodésico de la Península (ejecutado por el maes­
tro Esquivel), costeó la Biblia políglota, hizo traer a toda
costa de apartadas regiones códices y libros preciosísi­
mos, favoreció la enseñanza de la filosofía luliana, comi­
sionó a Ambrosio de Morales para registrar los archivos
de iglesias y monasterios, y a Francisco Hernández para
estudiar la Fauna y la Flora mejicanas, y alentó los tra­
bajos metalúrgicos de Bernal Pérez de Vargas. Todo esto
y mucho más hizo Felipe II, como es de ver en su co­
rrespondencia con Arias Montano y en otros documentos;
y sin embargo, se le tiene por oscurantista y enemigo
del saber (1).

(1) Prólogo a la obra de D. Valentía Gómez, Felipe II. (Ma­


drid, 1879, págs. IX a X III, X V y XVI.
4 . E l C oaaeilio «le Trem í©

Nadie ha hecho aún la verdadera historia de España


en los siglos X V I y X V II. Contentos con la parte exter­
na, distraídos en la relación de guerras, conquistas, tra­
tados de paz e intrigas palaciegas, no aciertan a salir los
investigadores modernos de los fatigosos y monótonos te­
mas de la rivalidad de Carlos V y Francisco I, de las
guerras de Flandes, del príncipe D. Carlos, de Antonio
Pérez y de la princesa de Eboli. Eo más íntimo y pro­
fundo de aquel glorioso período se les escapa. Necesario
es mirar la historia de otro modo, tomar por punto
de partida las ideas, lo que da unidad a la época, la re­
sistencia contra la herejía y conceder más importancia a
la reforma de una Orden religiosa o a la aparición de un
libro teológico que al cerco de Amberes o a la sorpresa
de Amiens.
Cuando esa historia llegue a ser escrita, verase con cla­
ridad que la Reforma iniciada por Cisneros fué razón po­
derosísima de que el protestantismo no arraigara en Es­
paña, por lo mismo que los abusos eran menores, y que
había una legión compacta y austera para resistir a toda
tentativa de cisma. Dulce es apartar los ojos del mise­
rable luteranismo español para fijarlos en aquella serie
de venerables figuras de reformadores y fundadores: en
San Pedro de Alcántara, luz de las soledades de la Arra-
bida, que parecía «hecho de raíces de árboles», según la
enérgica expresión de Santa Teresa; en el venerable T o ­
más de Jesús, reformador de los agustinos descalzos; en
la sublime doctora abulense y en su heroico compañero
San Juan de la Cruz; en San Juan de Dios, portento de
caridad; en el humilde clérico aragonés, fundador de
las Escuelas Pías; y, finalmente, en aquel hidalgo vas­
congado herido por Dios como Israel, y a quien Dios sus­
citó para que levantara un ejército, más poderoso que
todos los ejércitos de Carlos V , contra la Reforma. San
Ignacio es la personificación más viva del espíritu espa­
ñol, en su edad de oro. Ningún caudillo, ningún sabio
influyó tan portentosamente en el mundo. Si media Eu­
ropa no es protestante, débelo en gran manera a la Com­
pañía de Jesús. España, que tales varones daba, fecundo
plantel de santos y de sabios, de teólogos y de fun­
dadores, figuró al frente de todas las naciones católicas
en otro de los grandes esfuerzos contra la Reforma, en
el Concilio de Trento, que fué tan español como ecumé­
nico, si vale la frase. No hay ignorancia ni olvido que
basten a oscurecer la gloria que en las tres épocas de aque­
lla memorable asamblea consiguieron los nuestros. Ellos
instaron más que nadie por la primera convocatoria, y
trabajaron para allanar los obstáculos y las resistencias
de Roma. Ellos, y principalmente el Cardenal de Jaén,
se opusieron en las sesiones sexta y octava a toda idea
de traslación o suspensión. Tan fieles y adictos a la Santa
Sede, como independientes y austeros, sobre todo en las
cuestiones de residencia y autoridad de los Obispos, ni
uno solo de nuestros prelados mostró tendencias cismá­
ticas, ni siquiera el audaz y ardoroso Arzobispo de Gra­
nada, D. Pedro Guerrero, atacado tan vivamente por al­
gunos italianos. Ninguno confundió el verdadero espíritu
de reforma con el falso y mentido de disidencia y re­
vuelta. Inflexibles en cuestiones de disciplina y en cla­
mar contra los abusos de la curia romana, jamás pusieron
lengua en la autoridad del Pontífice, ni trataron de re­
novar los funestos casos de Constanza y Basilea. Pedro
de Soto opinaba a la vez que la autoridad de los Obispos
es inmediatamente de derecho divino, pero que el Papa
es superior al Concilio, y en una misma carta defiende
ambas proposiciones. Cuando la historia del Concilio de
Trento se escriba por españoles, y no por extianjeios,
aunque sean tan veraces y concienzudos como el Carde­
nal Pallavicini, ¡ cuán hermoso papel harán en ella _los
Guerreros, Cuestas, Blancos y Gorrioneros; el maravillo-
so teólogo D. Martín Pérez de Avala, Obispo de Segor-
be, que defendió invenciblemente contra los protestantes
el valor de las tradiciones eclesiásticas; el rey de los ca­
nonistas españoles, Antonio Agustín, enmendador del de­
creto de Graciano, corrector del texto de las Pandectas,
filólogo clarísimo, editor de Festo y Varron, numismá­
tico, arqueólogo y hombre de amenísimo ingenio en to d o ;
el Obispo de Salamanca, D. Pedro González de Mendo­
za, autor de unas curiosas memorias del C oncilio; los
tres egregios jesuítas, Diego I-aínez, Alfonso Salmerón
y Francisco de T orres; Melchor Cano, el más culto y
elegante de los escritores dominicos, autor de un nuevo
método de enseñanza teológica basado en el estudio de
las fuentes del conocimiento ; Cosme Hortalá, comenta­
dor perspicuo del Cantar de los Cantares; el profesor
complutense, Cardillo de Villalpando, filósofo y helenis­
ta, comentador y defensor de Aristóteles, y hombre de
vida y elocuente palabra; Pedro Foutidueñas, que casi
le arrebató la palma de la oratoria, y tantos y tantos otros
teólogos, consultores, Obispos y abades que allí concu­
rrieron, entre los cuales, para gloria nuestra, apenas ha­
bía uno que no se alzase de la raya de la medianía, ya
por su sabiduría teológica o canónica, ya por la pureza
y elegancia de su dicción latina, confesada, bien a des­
pecho suyo, por los mismos italianos ! Bien pudo decirse
que todo español era teólogo entonces. Y a tanto brillo
de ciencia, y a tan noble austeridad de costumbres, jun­
tábase una entereza de carácter, que resplandece hasta
en nuestros embajadores Vargas y D. Diego de Mendoza.
¿ Cuándo ha sido España tan española y tan grande como
entonces ?...
Joya fué la virtud, pura y ardiente, puede decirse de
aquella época como de ninguna, mal que pese a los que
rebuscan, para infamarla, los lodazales de la historia y las
heces 'de la literatura picaresca. Aun los que flaqueaban
en punto a costumbres eran firmísimos en materia de
fe ; ni los mismos apetitos carnales bastaban a entibiar

a
el fe rv o r: eran frecuentes y ruidosas las conversiones
y no cruzaba por las conciencias la más leve sombra de
duda. Una sólida y severa instrucción dogmática nos pre­
servaba del contagio del espíritiu aventurero, y España po­
día llamarse con todo rigor un pueblo de teólogos (1 ).

(1) Heterodoxos. Tomo V, págs. 394 a 397 y 398,


I l . - L o s term es de a c u e lla E s p a ñ a

Los judíos

Sería en vano negar, como hacen los modernos histo­


riadores judíos y los que, sin serlo, se constituyen en
paladines de su causa, ora por encariñamiento con el
asunto, ora por mala voluntad a España y a la Iglesia
católica, que los hebreos peninsulares mostraron muy
temprano anhelos de proselitismo, siendo ésta no de las
menores causas para el odio y recelo con que el pueblo
cristiano comenzó a mirarlos. Opinión ya mandada re­
tirar es la que supone a los judíos y otros pueblos se­
míticos, incomunicables y metido en sí. ¿N o difundieron
su religión entre los paganos del Imperio? ¿N o habla
Tácito de transgressi in morem Judaeorum ? ¿N o afirma
Josefo que muchos griegos abrazaban la L ey ? Y Juve-
nal, ¿no ha conservado noticia de los romanos, que des­
deñando las creencias patrias, aprendían y observaban lo
que en su arcano volumen enseñó M oisés? Las mujeres
de Damasco eran casi todas judías en tiempo de Josefo;
y en Tesalónica y en Beroe había gran número de pro­
sélitos, según leemos en las Actas de los Apóstoles...
No tenía el judaismo facultades de asimilación, y, sin
embargo, prevalido de la confusión de los tiempos, del
estado de las clases siervas, de la invasión de los bárba­
ros y de otras mil circunstancias que impedían que la
semilla cristiana fructificase, tentó atraer, aunque con
poco fruto, creyentes a la Sinagoga...
Justo era y necesario atajar el fervor propagandista
de los hebreos; pero Sisebuto no se paró aquí. Celoso
de la fe, aunque con celo duro y poco prudente, pro­
mulgó un edicto lamentable, que ponía a los judíos en
la alternativa de salir del reino o abjurar su creencia.
Aconteció lo que no podía m en os: muy pocos se resigna­
ron al destierro, y se hicieron muchas conversiones, o,
por mejor decir, muchos sacrilegios, seguidos de otros
mayores. Cristianos en la apariencia, seguían practicando
ocultamente las ceremonias judaicas.
N o podía aprobar la conducta atropellada de Sisebuto
nuestra Iglesia, y de hecho la reprobó en el IV Concilio
Toledano (de 633), presidido por San Isidoro, estable­
ciendo que a nadie se hiciera creer por fuerza. Pero,
¿qué hacer con los judíos que por fuerza habían reci­
bido el bautismo, y que en secreto o en público eran
relapsos? ¿Podía la Iglesia autorizar apostasías? Claro
que no, y por eso se dictaron Cánones contra los judai­
zantes, quitándole la educación de sus hijos, la autori­
dad en todo juicio y los siervos que hubiesen cincuncidado.
Todo esto es naturalísimo, y me maravilla que haya sido
censurado. Ya no se trataba de judíos, sino de malos
cristianos, de apóstatas. Porque Sisebuto hubiera obrado
mal, no era lícito tolerar un mal mayor.
Chintila prohíbe habitar en sus dominios a todo el que
no sea católico. Impónese a los reyes electos el juramen­
to de no dar favor a los judíos. Y Reeesvinto promulga
durísimas leyes contra los relapsos, mandándoles decapi­
tar, quemar y apedrear. En el Concilio V III presenta
el mismo Rey un Memorial de los judíos de Toledo, pro­
metiendo ser buenos cristianos, y abandonar en todo las
ceremonias mosaicas, a pesar de la porfía de nuestra
dureza y 'de la vejez del yerro de nuestros padres, y ret
sistiéndose, sólo por razones higiénicas, a comer carne
de puerco.
Eos judíos que en tiempos de Sisebuto habían emigra­
do a la tierra de los francos, volvieron en gran número
a la Nabomense, cuando la rebelión de P au lo; pero
Wamba tornó a desterrarlos. Deseosos de acelerar la di­
fusión del Cristianismo y la paz entre ambas razas, los
Concilios X I I y X I I I de Toledo conceden inusitados
privilegios a los conversos de veras (plena mentís inten-
tione), haciéndolos nobles y exentos de la decapitación.
Pero todo fué en vano : los judaizantes, que eran ricos
y numerosos en tiempos de Egica, conspiraron contra
la seguridad del Estado, quizá de acuerdo con los mu­
sulmanes de Africa. El peligro era inminente. Aquel Rey
y el Concilio X V II de Toledo apelaron a un recurso ex­
tremo y durísimo, confiscando los bienes de los judíos,
declarándoles siervos y quitándoles los hijos, para que
fuesen educados en el Cristianismo.
Esta dureza sólo sirvió para exasperarlos, y aunque
Witiza se convirtiera en protector suyo, ellos, lejos de
agradecérselo, cobraron fuerzas con su descuido e impru­
dentes mercedes, para traer y facilitar en tiempo de don
Rodrigo la conquista musulmana, abriendo a los inva­
sores las puertas de las principales ciudades, que luego
quedaban bajo la custodia de los hebreos: así Toledo,
Córdoba, Hispalis, Iliberis.
Con el 'califato cordobés empieza la edad de oro para
los judíos peninsulares... Pueblos exclusivamente judíos,
como Eueena, llegan a un grado de prosperidad extra­
ordinario.
El fanatismo de los almohades (que no hemos de ser
solo los cristianos los fanáticos) pone a los judíos en el
dilema de «islamismo o muerte». Hordas de muzmotos,
venidos de Africa, allanan o queman las sinagogas. En­
tonces los judíos se refugian en Castilla, y traen a T o ­
ledo las Academias de Sevilla, Córdoba y Eueena, bajo
la protección del Emperador Alfonso V II. Otros buscan
asilo en Cataluña y en el Mediodía de Francia.
De la posterior edad de tolerancia, turbada sólo por
algún atropello rarísimo, como la matanza que hicieron
los de Ultrapuertos en Toledo el año 1212, resistida por
los caballeros de la ciudad, que se armaron en defensa
de aquella miserable gente, no me toca hablar aquí.
Otra pluma la ha historiado, y bien, poniendo en el
centro del cuadro la noble figura de Alfonso el Sabio,
que reclama y congrega los esfuerzos de los cristianos,
judíos y mudejares, para sus tareas científicas. Verdad
es que ya en tiempos de Alfonso VTI había dado ejem­
plo de ello el inolvidable Arzobispo toledano D. Rai­
mundo.
Que los judíos no renunciaban, a pesar de la huma­
nidad con que eran tratados, a sus anhelos de proseli-
tismo, nos lo indica don Jaime el Conquistador en los
Fueros de Valencia, donde manda que todo cristiano que
abrace la ley mosaica sea quemado vivo. El Rey con­
quistador, deseoso de traer a los judíos a la fe, envía pre­
dicadores cristianos a las sinagogas, hace que dominicos
y franciscanos se instruyan en el hebreo como en el
árabe, y accediendo a los deseos del converso Fr. Pablo
Christiá, autoriza con su presencia, en 1263 y 1265, las
controversias teológicas de Barcelona entre Rabí-Moseh-
ben-Najman, Rabí-ben-Astruch de Porta y el referido Pa­
blo, de las cuales se logró bien poco fruto, aunque en la
primera quedó Najman muy mal parado.
A pena de muerte en hoguera y a perdimiento de
bienes condena don Alfonso el Sabio, en la Partida V II,
al malandante que se tornase judío, tras de prohibir a
los hebreos «yacer con cristianas, ni tener siervos bauti­
zados», so pena de muerte en el primer caso, y de per­
derlos en el ¿egjundo, aunque no intentaran catequi­
zarlos.
La voz popular acusaba a los judíos de otros crímenes
y profanaciones inauditas. «Oyemos decir (escribe el le­
gislador) que en algunos lugares los judíos ficieron ^et
facen el día de Viernes Santo remembranza de la^ pasión
de Nuestro Señor Jesu Christo, frutando los niños et
poniéndolos en la cruz, e faciendo imágenes de ceia, et
crucificándolas, quando los niños non pueden aver». Gon­
zalo de Berceo, en los Milagros de Nuestra Señora, y
el mismo don Alfonso en las Cantigas, habían consignado
una tradición toledana muy semejante.
Cámbiase la escena en el siglo X IV . Ea larga prospe­
ridad de los judíos, debida en parte al ejercicio del co-
meicio y de las artes mecánicas, y en parte no menor, a
la usura y al arrendamiento de las rentas reales, excitaba
en los cristianos quejas, murmuraciones y rencores de
más o menos noble origen.
_ fervor religioso y al odio de raza, al natural resen­
timiento de los empobrecidos y esquilmados por malas
aites, a la mala voluntad con que el pueblo mira a todo
cobrador de tributos y alcabalas (ofidio donde quiera
aborrecido), se juntaban pesares del bien ajeno y codi­
cias de la peor especie. Con tales elementos, y con la
ferocidad del siglo X IV , ya antes de ahora notada como
un retroceso en la historia de Europa, a nadie asombra-
lan las matanzas y horrores que ensangrentaron las prin­
cipales ciudades de la Península, ni los durísimos edic­
tos, que, en vez de calmar las iras populares, fueron como
lena echada al fuego. Excepciones hay, sin embargo. T o ­
lerante se mostró con los judíos don Alfonso X l en el
Ordenamiento de Alcalá, y más que tolerante, protector
decidido e imprudente, don Pedro el Cruel, en quien no
era el entusiasmo religioso la cualidad principal. Eos
judíos eran ricos, y convenía a los Reyes tenerlos de su
parte, sin perjuicio de apremiarlos y despojarlos en caso
de apuro.
Eas matanzas, a lo menos en grande escala, comenza­
ron en Aragón y en Navarra. Eos pastores del Pirineo,
en número de más de 30.000, hicieron una razzia espan­
tosa en el Mediodía de Francia y en las comarcas espa­
ñolas fronterizas. En vano los excomulgó Clemente V .
Aquellas hordas de bandidos penetraron en Navarra (año
1321), quemando las aljamas de Tudela y Pamplona, y
pasando a cuchillo a cuantos judíos topaban. Y aunque
el Infante de Aragón, don Alfonso, exterminó a los pas­
tores, los navarros seguían a poco aquel mal ejemplo,
incendiando en 1328 las juderías de Tudela, Viana, Es-
tella, etc., con muerte de 10.000 israelitas. En 1360
corre la sangre de los judíos en Nájera y en Miranda de
Ebro, consintiéndolo el bastardo Trastamara, que hacía
armas contra don Pedro.
No mucho después comenzó sais predicaciones en Se­
villa el famoso arcediano de Ecija, Hernán Martínez,
varón de pocas letras y de loable vida (in litteratura sim-
plex, et laudabilis vitae), dice Pablo de Santa María, pero
hombre animado de un fanatismo sin igual, y que no re­
paraba en los medios : lo cual fué ocasión de innumera­
bles desastres. Ea aljama de Sevilla se quejó repetidas
veces a don Enrique II y a don Juan I de las predicacio­
nes de Hernán Martínez, y obtuvo albalaes favorables...
Vino el año 1391, de triste recordación, y amotinada
la muchedumbre en Sevilla con los sediciosos discursos
de Hernán Martínez, asaltó la Judería, derribando la ma­
yor parte de las sinagogas, con muerte de 4.000 hebreos.
Eos demás pidieron a gritos el bautismo. De allí se co ­
municó el estrago a Córdoba y a toda la Andalucía cris­
tiana, y de Andalucía a Valencia, cuya riquísima aljama
fué completamente saqueada. Sólo la poderosa y elo­
cuente voz de San Vicente Ferrer contuvo a los mata­
dores, y asombrados los judíos, se arrojaron a las ^plan­
tas del dominico, que logró aquel día portentoso número
de conversiones.
Poco después era incendiada y puesta a saco la aljama
de Toledo. Más en ninguna parte fué tan horrenda la
destrucción como en el Cali de Barcelona, donde no que­
dó piedra sobre piedra, ni judío con vida, fuera de los
que a última hora pidieron el bautismo. Codicia de robar
y no devoción (ya lo dice el canciller Ayala), incitaba a
los asesinos en aquella orgía de sangre, que se reprodujo
en Mallorca, en Eérida, en Aragón y en Castilla la V ie­
ja, en proporciones menores, por no ser tanto el número
de los judíos. Duro es consignarlo, pero preciso. Fuera de
las justicias que don Juan, el amador de toda gentileza,
hizo en Barcelona, casi todos estos escándalos quedaron
impunes.
E l número de conversos del judaismo, entre los te­
rrores del hierro y del fuego, había sido grande. Sólo en
Valencia pasaron de 7.000. Pero qué especies de conver­
siones eran éstas, fuera de las que produjo con caridad
y mansedumbre Fr. Vicente Ferrer (escudo y defensa
de los infelices hebreos valencianos), fácil es de adivi-
nar, y por optimista que sea mi lector, no habrá dejado
de conocerlo. De esos cristianos nuevos, los más judai­
zaban en secreto; otros eran gente sin Dios ni l e y :
malos judíos antes, y pésimos cristianos después. Dos me­
nos en número aunque entre ellos los más doctos, estu­
diaron ,1 a nueva ley, abrieron sus ojos a la luz, y cre­
yeron. Nadie les excedió en celo, a veces intolerante y
durísimo, contra sus antiguos correligionarios. Ejemplo
señalado es don Pablo de Santa María (Selemoh-Ha-
Deví), de Burgos, convertido, según es fama, por San
Vicente Ferrer.
Gracias a este varón apostólico, se iba remediando en
mucha parte el daño de la conversión súbita y simulada.
Muchos judíos andaluces y castellanos, que en los pri­
meros momentos sólo por el terror habían entrado en el
gremio de la Iglesia, tornáronse en sinceros y fervorosos
creyentes a la voz del insigne catequista, suscitado por
Dios en aquel tremendo conflicto para detener el brazo
de las turbas y atajar el sacrilegio, consecuencia fatal de
aquel pecado de sangre.
Con objeto de acelerar la deseada conversión de los he­
breos, promovió don Pedro de Duna (Benedicto X III)
el Congreso teológico de Tortosa, donde el converso Je­
rónimo de Santa Fe (Jehosuah-Ha-Dorquí) sostuvo (ene­
ro de 1413) contra catorce rabinos aragoneses el cum­
plimiento de las profecías mesiánicas. Todos los doctores
hebreos, menos Rabí-Joseph-Alfo y Rabí-Ferrer, se die­
ron por convencidos y abjuraron de su error. Esta rui­
dosísima conversión fué seguida de otras muchas en toda
la corona aragonesa...
Da sociedad española acogía con los brazos abiertos a
los neófitos, creyendo siempre en la firmeza de la con­
versión. A sí llegaron a muy altas dignidades de la Igle­
sia y del Estado, como en Castilla los Santa Marías, en
'Aragón los Santa Fe, los Santángel, los Ea Caballería.
Ricos e influyentes los conversos, mezclaron su sangre
con la de nobilísimas familias de uno y otro reino :
fenómeno social de singular trascendencia, que muy luego
produce una reacción espantosa no terminada hasta el si­
glo X V II.
Nada más repugnante que esta interna lucha de ra­
zas, causa principal de decadencia para la Península, Ea
fusión era siempre incompleta. Oponíase a ella la infi­
delidad de muchos cristianos nuevos, guardadores en se­
creto de la ley y ceremonias mosaicas, y las sospechas
que el pueblo tenía de los restantes. Unas veces para
hacerse perdonar su origen, y otras por verdadero fervor,
más o menos extraviado, solían mostrarse los conversos
enemigos implacables de su gente y sangre. N o mues­
tran caridad grande Micer Pedro de la Caballería en el
Zelus Christi, ni Fr. Alonso de la Espina en el Fortali-
tium fidei, señaladísimo documento, por otra parte, de
apologética, y tesoro de noticias históricas.
Como los neófitos no dejaban por eso de ser ricos ni
de mantener sus tratos, mercaderías y arrendamientos,
volvióse contra muchos de ellos el odio antiguo de la
plebe contra los judíos cobradores y logreros. Fue el
primer chispazo de este fuego el alboroto de los toleda­
nos en 1449, dirigidos por Pedro Sarmiento y el bachiller
Marcos García Mazarambros, a quien llamaban el ba­
chiller Marquillos, el primero de los cuales, alzado en
alcalde mayor de Toledo, despojaba, por sentencia de 5
de junio, a los conversos de todo cargo público, llamán­
dolos sospechosos en la fe. Y aunque por entonces fué
anulada semejante arbitrariedad, la semilla quedó, y de
ella nacieron en adelante los estatutos de limpieza.
Entretanto, Fr. Alfonso de Espina se quejaba en el
Fortalitium de la muchedumbre de los judaizantes y
apóstatas, proponiendo que se hiciera una inquisición en
los reinos de Castilla. A destruir este judaismo oculto de­
dicó con incansable tesón su vida. El peligro de la in­
fección judaica era grande y muy real. Confesábalo el

ú
mismo Fr. Alfonso de Oropesa, varón evangélico, de­
fensor de la unidad de los fieles, en su libro Lumen Dei
ad revelationem gentium, el cual, por encargo del A r­
zobispo Carrillo, hizo pesquisa en Toledo, y halló (con­
forme narra el Padre Sigiienza) «de una y otra parte
mucha culpa : los cristianos viejos pecaban de atrevidos,
temerarios, facinerosos : los nuevos, de malicia y de in­
constancia en la fen.
Siguiéronse los alborotos de Toledo en julio y agosto
de 1467 ; los de Córdoba, en 1473, en que sólo salvó a
los conversos de su total destrucción el valor y presen­
cia de ánimo de don Alonso de A gu ilar; los de Jaén,
donde fué asesinado sacrilegamente el condestable M i­
guel Cucas de Iranzo ; los de Segovia, 1474, especie de
zalagarda movida por el maestre don Juan Pacheco con
otros intentos. Ea avenencia entre cristianos viejos y nue­
vos se hacía imposible. Quién matará a. quién, era el
problema.
Clamaba en Sevilla el dominico Fr. Alonso de Hojeda
contra los apóstatas, que estaban en punto de predicar
la ley de Moisés y que no podían encubrir el ser judíos,
y contra los conversos más o menos sospechosos, que
lo llenaban todo, así la curia eclesiástica como el pala­
cio real. Vino a excitar la indignación de los sevillanos
el descubrirse el Jueves Santo de 1478 una reunión de
seis judaizantes, que blasfemaban de la fe católica. A l­
canzó Fr. Alonso de Hojeda que se hiciese inquisición
en 1480, impetrada de Sixto IV Bula para proceder con­
tra los herejes por vía de fuego.
Tos nuevos inquisidores aplicaron el procedimiento que
en Aragón se usaba. En 6 de febrero de 1481 fueron en­
tregados a las llamas seis judaizantes, en el campo de
Tablada. El mismo año se publicó el Edicto de Gracia,
llamando a penitencia y reconciliación a todos los cul­
pados. Más de 20.000 se acogieron al indulto en toda Cas­
tilla. ¿Era quimérico, o no, el temor de las apostasías?
Entre ellos abundaban canónigos, frailes, monjas y perso­
najes conspicuos en el Estado.
¿Qué hacer en tal conflicto religioso con tales enemi­
gos domésticos? El instinto de propia conservación se
sobrepuso a todo, y para salvar, a cualquier precio, la
unidad religiosa y social, para disipar aquella dolorosa
incertidumbre, en que no podía distingiurse al fiel del
infiel, ni al traidor del amigo, surgió en todos los espí­
ritus el pensamiento de Inquisición. En 11 de febrero de
1482 lograron los Reyes Católicos Bula de Sixto IV para
establecer el Consejo de la Suprema, cuya presidencia re­
cayó en Fr. Tomás de Torquemada, prior de Santa Cruz
de Ségovia.
El nuevo Tribunal (que difería de las antiguas inqui­
siciones de Cataluña, Valencia, etc., en tener una orga­
nización más robusta y estable, y ser del todo indepen­
diente de la jurisdicción episcopal) introducíase en Ara­
gón dos años después, tras leve resistencia. Eos neófitos
de Zaragoza, gente de mala y temerosa conciencia, die­
ron en la noche del 18 de septiembre de 1485 sacrilega
muerte al inquisidor San Pedro Arbués, al tiempo que
oraba en Ea Seo. En el proceso resultaron complicados
la mayor parte de los cristianos nuevos de A ra g ón : entre
los que fueron descabezados figuran Mosén Euis de San-
tángel y Micer Francisco de Santa F e ; entre los recon­
ciliados, el vicecanciller Micer Alfonso de la Caballería.
Fray Alonso de Espina, distinto probablemente del au­
tor del Fortalitium, fué enviado en 1487 a Barcelona de
inquisidor por Torquemada, quien, no sin resistencia de
los catalanes (atentos a rechazar toda intrusión de mi­
nistros castellanos en su territorio), había sido recono­
cido como Inquisidor general en los reinos de Castilla
y Aragón. En el curioso registro que por encargo del
mismo Fr. Alonso formó el archivero Pedro Miguel Car-
bonell, y que hoy suple la falta de los procasos origi­
nales, pueden estudiarse los primeros actos de esta In­
quisición. El viernos 2 0 de julio de 1487 prestaron ju­
ramento de dar ayuda y favor al Santo Oficio el Infante
don Enrique, lugarteniente rea l; Francisco Malet, re­
gente de la Cancillería; Pedro de Perapertusa, veguer
de Barcelona, y Juan Barriera, baile general del Prin­
cipado.
Eos reconciliados barceloneses eran todos menestrales
y mercaderes: pelaires, juboneros, birreteros, barberos,
tintoreros, curtidores, drogueros, corredores de oreja. La
nobleza de Cataluña no se había mezclado con los neófi­
tos tanto como en Aragón, y apenas hay un nombre co ­
nocido entre los que cita Carbonell. El primer auto de
fe verificóse el 25 de enero de 1488, siendo agarrotados
cuatro judaizantes, y quemados en estatua otros doce. Las
condenaciones en estatua se multiplicaron asombrosamen­
te, porque la mayor parte de los neófitos catalanes ha­
bían huido.
Carbonell trascribe, además de las listas de reconcilia­
dos, algunas sentencias. Los crímenes son siempre los
m ism os: haber observado el sábado, y los ayunos y
abstenciones judaicas ; haber profanado los Sacramentos ;
haber enramado sus casas para la fiesta de los Tabernácu­
los o de les Cabanyelles, etc. Algunos (y esto es de
notar), por falta de instrucción religiosa, querían guar­
dar a la vez la ley antigua y la nueva, o hacían de las
dos una amalgama extraña, o siendo cristianos en el fon­
do, conservaban algunos resabios y supersticiones judai­
cas, sobre todo las mujeres.
Una de las sentencias más llenas de curiosos porme­
nores es la del lugarteniente del tesorero real Jaime de
Casafranca. Allí se habla de un cierto Sent-Jordi, grande
enemigo de los cristianos, y hombre no sin letras, muy
versado en los libros de Maimónides y autor el mismo
de un tratado en favor de la ley de Moisés. Otro de los
judaizantes de alguna cuenta fué Dalmau de Tolosa, ca­
nónigo y pavordee de Lérida.
La indignación popular contra los judaizantes había
llegado a su colmo. «E l fuego está encendido (dice el
Cura de los Palacios), quemará fasta que falle cabo al
seco de la leña, que será necesario arder, fasta que sean
desgastados e muertos todos los que judaizaron, que no
quede ninguno: e aun sus fiijos... si fueren tocados de

a
la misma lepra». A l proclamar el exterminio con tan
durísimas palabras, no era el cronista más que un eco de
la opinión universal e incontrastable.
El edicto de expulsión de los judíos públicos (31 de
marzo de 1492), fundado, sobre todo, en el daño que re­
sultaba de la comunicación de hebreos y cristianos, vino
a resolver en parte aquella tremenda crisis. Ea Inqui­
sición se encargó de lo demás. El edicto, tantas veces
y tan contradictoriamente juzgado, pudo ser más o me­
nos político, pero fué necesario para salvar aquella raza
infeliz del continuo y feroz amago de los tumultos popu­
lares. Es muy fácil decir (como el Sr. Amador de los
Ríos) que adebieron oponerse los Reyes Católicos a la
corriente de intolerancia)). Pero, ¿quién se opone al sen­
timiento de todo un pueblo? Excitadas las pasiones has­
ta el grado máximo, ¿ quién 'hubiera podido impedir que
se repitieran las matanzas de 1391 ? Ea decisión de los
Reyes Católicos no era buena ni mala : era la única que
podía tomarse, el cumplimiento de una ley histórica.
En 5 de diciembre de 1496 seguía don Manuel de Por­
tugal el ejemplo de los Reyes C atólicos; pero aquel
Monarca cometió la inicua violencia (así la califica Jeró­
nimo Osorio) de hacer bautizar a muchos judíos por
fuerza, con el fin de que no salieran del reino sus te­
soros. «¿Quieres tú hacer a los hombres por fuerza cris­
tianos? (exclama el Tito Eivio de Toledo). ¿Pretendes
quitalles la libertad que Dios les dió?»
Todavía más que a los judíos aborrecía el pueblo a los
conversos, y éstos se atraían más y más sus iras con
crímenes com o el asesinato del Niño de la Guardia, que
es moda negar, pero que fué judicialmente comprobado,
y que no carecía de precedentes asimismo históricos...
Ea negra superstición de los conversos llegaba hasta
hacer hechicerías con la hostia sagrada, según consta en
el proceso del Niño de la Guardia, cuyo corazón reserva­
ron para igual objeto.
Eas venganzas de los cristianos viejos fueron atroces.
En abril de 1506 corría la sangre de los neófitos por las
calles de E isboa; horrenda matanza, que duró tres días,
y dejó muy atrás los furores de 1391.
En tanto, el inquisidor de Córdoba, Diego Rodríguez
Encero, hombre fanático y violento, inspirado por Sata­
nás (como dice el P. Sigüeuza), sepultaba en los calabo­
zos, con frívolas ocasiones y pretextos, a lo más florido
de aquella ciudad, y se empeñaba en procesar, como ju­
daizante, nada menos que al venerable y apostólico A r­
zobispo de Granada, Fr. Hernando de Talayera, y a
todos sus parientes y familiares. Y es que Fr. Hernando,
sobrino de Alonso de Oropesa, y jerónimo como él, era
del partido de los claustrales, opuesto al de los observan­
tes (de que había sido cabeza Fr. Alonso de Espina),
cuanto al modo de tratar a los neófitos que de buena fe
vinieran al catolicism o; y le repugnaba la odiosa y anti­
evangélica distinción de cristianos viejos y nuevos.
Hasta 1525 los procesos inquisistoriales fueron exclusi­
vamente de judaizantes. En cuanto a números, hay que
desconfiar mucho. Eas cifras de Rlorente (repetidas por
el Sr. Amador de los Ríos) descansan en la palabra de
aquel ex secretario del Santo Oficio, tan sospechoso e
indigno de fe, siempre que no trae documentos en su
abono (1 ). ¿Quién le ha de creer, cuando rotundamente

(1) En la Academia de la Historia leyó Llórente en 1812 una


Memoria histórica sobre cuál ha sido la opinión nacional de Es­
paña acerca del Tribunal de la Inquisición, donde con hacinar mu­
chos y curiosos documentos, 'ni por semejas hiere la cuestión... [La]
popularidad inaudita que, por tres siglos y sin mudanza alguna dis­
frutó un Tribunal, que sólo a la opinión popular debía su origen
y su fuerza, y que sólo en ella podía basarse [asombra al] mismo
Llórente, que exclama : «Parece imposible que tantos hombres ilus­
tres como ha tenido España en tres siglos hayan sido de una
misma opinión». Por de contado que él lo explica con la univer­
sal tiranía ; recurso tan pobre como fácil cuando no se sabe en­
contrar la verdadera raíz de un grande hecho histórico, o cuando
encontrándola, falta valor para confesarla virilmente...
La retirada de los franceses en 1813 sorprendió a Llórente cuando
sólo llevaba publicados dos volúmenes de la historia de la In­
quisición, que al principio pensó dar a luz en lengua castellana y
en forma de Anales. Obligado ya a cambiar de propósito, se lie-
afirma que desde 1481 a 1498 perecieron en las llamas
1 0 . 2 2 0 personas? ¿Por qué no puso los comprobantes de

ese cálculo? El Libro Verde de Aragón sólo trae 69 que­


mados, con sus nombres. Sólo de 25 en toda Cataluña
habla el Registro de Carbonell. Y si tuviéramos datos

vó a Francia los apuntes y extractos que tenia hechos, y también


muchos papeles originales de los archivos de la Inquisición de
Aragón, que con poca conciencia se apropió, y que sin escrúpulo
vendió luego a la Biblioteca Nacional de París, donde hoy se con­
servan encuadernados en 18 volúmenes. Entre ellos figura un pro­
ceso tan importante como el del vicecanciller Alfonso de la Caba­
llería, el de Santa Fe, el de los asesinos de San Pedro de Arbués,
el de D. Diego de Heredia y demás revolvedores de Zaragoza en
tiempo de Felipe II.
El aparato de documentos que Llórente reunió para su historia
fué tan considerable, que ya difícilmente ha de volver a verse jun­
to. Verdad es que se escaparon de sus garras muchos procesos de
las Inquisiciones de provincia, cuyos despojos, aunque saqueados
y mutilados por la mano ignorante del vandalismo revolucio­
nario, han pasado en épocas distintas a enriquecer nuestros archi­
vos de Simancas y Alcalá. A todo lo cual ha de agregarse que su
erudición en materia de libros impresos era muy corta, su crítica
pueril, su estilo insulso y sin vigor ni gracia. Pero como había usa­
do y abusado de todos los medios puestos ampliamente a su al­
cance y registrado Bulas y Breves de Papas, Ordenanzas reales,
Consultas del Consejo, cartas de la Suprema a los Tribunales de
provincias, instrucciones y formularios, extractos de juicio y gran
número de causas íntegras, pudo dar gran novedad a un asunto,
ya de suyo poco menos que virgen y sorprender a los franceses
con un matorral de verdades y de calumnias.
Está tan mal hecho el libro de Llórente, que ni siquiera puede
aspirar al título de libelo o de novela, porque era tan seca y es­
téril la fantasía del autor, y de tal manera la miseria de su ca­
rácter moral ataba el vuelo de su fantasía, que aquélla obra inicua, en
fuerza de ser indigesta resultó menos perniciosa, porque pocos, si no
los eruditos, tuvieron valor para leerla hasta el fin. Muchos la co­
menzaron con ánimo de encontrar escenas melodramáticas, crímenes
atroces, pasiones desatadas y un estilo igual, por lo menos en so­
lemnidad y en nervio con la grandeza terrorífica de las escenas
que se narraban. Y en vez de esto, halláronse con una relación
ramplona y desordenada, en estilo de proceso, oscura e incoherente,
atestada de repeticiones y de fárrago, sin arte alguno de composición
ni de dibujo ni colorido, sin que el autor acierte nunca a sacar par­
tido de un personaje o de una situación interesante, mostrándose
igualmente precisos de las demás inquisiciones, mal pa­
rada saldría la aritmética de Llórente. Kn un solo año,
el de 1481, pone 2.000 víctimas, sin reparar que Marineo
Sículo las refiere a diferentes años. I,as mismas expre­
siones que Uorente usa, poco más o menos, aproxima-

siempre tan inhábil y torpe como mal intencionado y aminorando


lo uno el efecto de lo otro. Su filosofía de la historia se reduce a
un largo sermón masónico (con pretexto del interrogatorio del
hebillero francés M. Tournou) y a la alta y trascendental idea de
que la Inquisición no se estableció para mantener la pureza de la
fe, ni siquiera por fanatismo religioso, sino opara enriquecerse el
gobierno con las confiscaciones». La filosofía de Llórente no se
extendía más allá de los bienes nacionales...
III desdén con que en España fueron recogidas estas revesadas y
mal zurcidas simplezas, indujo a Llórente a probar fortuna por
otro lado, es decir, atantear la rica vena del filibusterisino ame­
ricano ; y después de haber halagado las malas pasiones de los
insurrectos con una nueva edición de las diatribas de Fr. Bartolo­
mé de las Casas contra los conquistadores de Indias, publicó cierto
proyecto de «Constitución religiosa», con la diabólica idea de que
le tomasen por modelo los legisladores de alguna de aquellas na­
cientes y desconcertadas repúblicas.
Tan grave es el proyecto, que el mismo Llórente no se atrevió
a prohijarle del todo, dándose sólo como editor, y confesando
que iba mucho más allá que la Constitución civil del Clero de
Francia, y que se daba la mano con el sistema de los protestantes...
Aun le era posible a Llórente descender más bajo como hombre
y como escritor, y de hecho acabó de afrentar su vejez con dos
obras igualmente escandalosas e infames, aunque por razones di­
versas. Es la primera el «Retrato Político de los Papas», del cual
basta decir (porque con esto queda juzgado el libro y entendido
el estado de hidrofobia en que le escribió Llórente) que admite la
fábula de la Papisa Juana hasta señalar con precisión aritmética
los meses y días de su pontificaeión y supone que San Grego­
rio VII vivió en concubinato con la princesa Matilde. El otro
libro... es una traducción castellana de la inmunda novela del con­
vencional Louvet : Aventuras del baroncito de Faublas. ¡ Digna
ocupación para un clérigo sexagenario y ya en los umbrales del se­
pulcro !
Muchos tipos de clérigos liberales hemos conocido luego en Es­
paña, pero para encontrar uno que del todo se le semeje, hay que
remontarse al Obispo don Oppas o al malacitano Hostegesis, y
aún a éstos la lejanía les comunica cierta aureola de maldad épica,
que no alcanza a Llórente. (Heterodoxos. Tomo VII, págs. 16 a 24.)
clámente, lo mismo que otros años, demuestran la nulidad
de sus cálculos. Por desgracia, harta sangre se derram ó:
Dios sabe con qué justicia. Das tropelías de Ducero, ver­
bigracia, no tienen explicación ni disculpa, y ya en su
tiempo fueron castigadas, alcanzando entera rehabilita­
ción muchas familias cordobesas por él vejadas y difa­
madas.
Da manía de limpieza de sangre llegó a un punto ri­
sible. Cabildos, concejos, hermandades y gremios consig­
naron en sus estatutos la absoluta exclusión de todo in­
dividuo de estirpe judía, por remota que fuese. En este
género, nada tan gracioso como el estatuto de los pedre­
ros de Toledo, que eran casi todos mudejares, y andaban
escrupulizando en materia de limpieza.
Esta intolerancia brutal, que en el siglo X V tenía al­
guna disculpa por la abundancia de los relapsos, fue en
adelante semillero de rencores y venganzas, piedra de es­
cándalo, elemento de discordia. Sólo el progreso de los
tiempos pudo borrar esas odiosas distinciones en toda la
Península. En Mallorca duran todavía.
Antes de abandonar este antipático asunto (que ojalá
pudiera borrarse de nuestra historia), conviene dejar sen­
tado : .
l.° Que es inútil negar, como lo hacen los escritores
judíos alemanes, siguiendo a nuestro Isaac Cardoso, que
hubiera en los israelitas españoles anhelo de proselitis-
mo. Fuera de que éste es propio de toda creencia, res­
ponden de lo contrario todos los documentos legales, des­
de los Cánones de Toledo hasta las leyes de encerramien­
to de la Edad Media, y hasta el edicto de expulsión de
1402, donde se alega como principal causa «el daño que
a los cristianos se sigue e ha seguido de la participación,
conversión e comunicación que han tenido e tienen con
los judíos, los cuales se precian que procuran siempre,
por cuantas vías e maneras pueden, de subvertir de Nues­
tra Sancta Fe Cathólica a los fieles, e los apartan della
e tráenlos a su dañada creencia _e opinión, instruyéndo­
los en las creencias e ceremonias de su ley, faciendo
ayuntamiento, donde les leen e enseñan lo que han de­
tener y guardar según su ley, procurando de circuncidar
a ellos é á sus fijos, dándoles libros por donde recen sus
oraciones... jiersuadiéndoles que tengan e guarden quan-
to pudieren la ley de Moysén, faciéndoles entender que
non hay otra ley nin verdad si non aquella... lo cual
todo consta por muchos dichos e confesiones, así de los
mismos judíos como de los que fueron engañados por
ellos». Todo esto denuncia una propaganda activa, que
(según términos del edicto) había sido mayor en las cibda-
des, villas y logares del Andalucía.
2. ° Que es innegable la influencia judaica, así en la
filosofía panteista del siglo X II, cuyo representante prin­
cipal entre nosotros es Gundisalvo, como en la difusión
de la Cabala, teórica y práctica, ya que también se daba
ese nombre a ciertas supersticiones y artes vedadas.
3. ° Que conversiones atropelladas e hijas del terror,
como las de 1391, o las que mandó hacer D. Manuel de
Portugal, no podían menos de producir infinitas ipos-
tasías y sacrilegios, cuyo fruto se cosechó en tiempo de
los Reyes Católicos.
4. ° Que grandísimo numero de los judaizantes pena­
dos por el Santo Oficio eran real y verdaderamente re­
lapsos y enemigos irreconciliables de la religión del Cru­
cificado, mientras que otros, con ser cristianos de veras,
conservaban algunos rastros y reliquias de la antigua ley.
Tos rigores empleados con estos últimos fueron contra­
producentes, sirviendo a la larga, para perpetuar una como
división de castas, y alimentar vanidades nobiliarias, con
haber en Castilla, Aragón, y Portugal, muy pocas fa­
milias exentas de esta labe, si hemos de atenernos al
Tizón, del Cardenal Bobadilla.
5 . ° Que este alejamiento y mala voluntad de los cris­
tianos viejos respecto a los nuevos retardó la unidad re­
ligiosa, aún después de expulsados los judíos y estable­
cido el Santo Oficio (1).
x * *

(1) Heterodoxos. Tomo III, páginas 390 a 407.


Ros judíos públicos habían sido extrañados de los rei­
nos de Castilla por el edicto de 31 de mayo de 1492. A l­
gunos, muy pocos, abrazaron entonces el Cristianismo y
lograron quedarse. «E siempre por donde iban, les con­
vidaban al bautismo e algunos se convertían e quedaban,
pero muy pocos», dice el Cura de los Palacios. El nú­
mero de los que salieron no puede fijarse con exacti­
tud : míos le suben a 400.000, otros le reducen a 170.000.
Muchos de ellos se refugiaron en Portugal, cuyos Reyes,
siguiendo una política opuesta a los de Castilla, y me­
nos noble y menos generosa que la de ellos, querían, a
la vez que oprimir la conciencia de los hebreos, no de­
jar salir de la tierra los tesoros que ellos habían allegado,
ni perder para el fisco los pingües tributos y gabelas que
les plugo imponerles.
Otros buscaron asilo en la costa de Africa, de donde
saqueados, diezmados, hambrientos y desnudos, presa vil
de las tribus bereberes, volvieron en gran número a Cas­
tilla, pidiendo en altas voces el agua del bautismo.
De las abominaciones que el Rey don Manuel de Por­
tugal hizo con los desdichados hebreos, renovando en
mal hora las anticatólicas violencias de Sisebuto, y cris­
tianando por fuerza a los judíos para evitar que saliesen
del reino, ya se ha dicho algo en capítulos anteriores.
Aquella inaudita conversión o profanación general que
el Obispo de Silves, Jerónimo Osorio, llama «fuerza ini­
cua contra ley y contra religión», es la clave de todas
las apostasías del siglo X V I. Quedó en medio del pue­
blo lusitano una grey numerosa, ya indígena, ya venida
de Castilla, cristiana en el nombre y en la apariencia,
judía en el fondo, odiada y perseguida a fuego y sangre
por los cristianos viejos. Y era en vano que edictos
com o el de 30 de mayo de 1497 vedasen el hacer pesqui­
sas, durante veinte años sobre la vida de los conversos,
para que en este término fuesen entrando pacificamente
en la Iglesia. Inútil era que se otorgase igualdad de de­
rechos a los conversos, porque ni el Rey ni el pueblo po­
dían creer en la sinceridad de tales conversiones, ni era
todo aquello más que una inicua y sacrilega farsa, na­
cida del más vil y sórdido interés. Vino la matanza ho­
rrible de 1506, que duró tres días y exterminó solo en
Lisboa más de 2.000 conversos. Y por más que D. Ma­
nuel castigase, con justicia que tuvo mucho de tumul­
tuaria y feroz, aquellos escándalos, y rehabilitase a los
cristianos nuevos en todos los beneficios de la ley c o ­
mún, por pragmática de 1507, concediéndoles, en tér­
minos expresos, licencia para salir del reino o para per­
manecer en él y enajenar sus bienes cuándo y cómo qui­
sieran, esta tolerancia fue precaria y engañosa, y el odio
general contra la estirpe israelita, el ejemplo de Castilla
o el deseo de complacer a la Reina doña Catalina, hija
de los Reyes Católicos, movió a D. Manuel, en 1515, a
solicitar de Roma, por medio de su embajador D. Miguel
de Silva, el establecimiento de la Inquisición en el reino
de Portugal, so color del gran número de judaizantes cas­
tellanos que penetraban en aquel reino y contribuían a
pervertir a los conversos portugueses.
Pero éstos eran influyentes y ricos, y por medio de
una serie de intrigas que fuera prolijo exponer, lograron
parar el golpe, acaeciendo entre tanto la muerte de don
Manuel y el advenimiento al trono de D. Juan III
en 1521.
El cual puso todavía más ahinco y fervor que su padre
en descuajar la planta del judaismo, pero con la misma
tortuosa, falaz e interesada política que D. Manuel, sin
atreverse a imitar el generoso arranque de los Reyes Ca­
tólicos, que prefirieron la unidad religiosa de sus reinos
a la razón de Estado. Don Juan III quería vejar y opri­
mir a los cristianos nuevos, hacerlos buenos creyentes
a la fuerza, pero no expulsarlos de su reino en modo
alguno. El pueblo portugués pensaba de otra manera,
y muy amargamente se quejaban los procuradores de las
Cortes de Torres-Novas en 1525 de la avaricia y tiranía
de los conversos en el arrendamiento de las rentas reales
y de los crímenes y excesos de los médicos judíos. Man­
dáronse hacer secretas informaciones sobre creencias y
tenor de la vida de los conversos, y súpose por dela­
ciones de espías cómo el tornadizo Enrique Núñez (que
no vaciló en acusar a su propio hermano), que la mayor
parte de ellos judaizaban en secreto. Sabedores de estas
pesquisas, dos clérigos judaizantes, Diego Vaz de Oli-
venza y Andrés Díaz de Viana, dieron cruda muerte a
Núñez en la frontera de Castilla, y unido este crimen
a los desacatos contra las imágenes y lugares santos que
cada día perpetraban los conversos, volvió a levantar la
cabeza el furor del populacho y a reproducirse los tu­
multos y asonadas.
En tal conflicto y para acabar con aquella sanguinaria
lucha de razas, D. Juan III volvió a solicitar del Papa
Clemente V II el establecimiento del Santo Oficio, y para
sólo ésto envió a Roma con plenos poderes al doctor
Blas Nieto y al jurisconsulto Euis Alfonso. Da Bula se
expidió en 17 de diciembre de 1531, y para preparar la
ejecución de ella vedó el Rey de Portugal la salida de
sus Estados a todos los conversos.
Estos, resueltos a no ceder ni dejarse aniquilar sin re­
sistencia, enviaron a Roma el más habilidoso y sagaz de
ellos, Duarte de Paz, que tuvo maña para alcanzar de
Clemente V II la renovación de la Bula anterior como su­
brepticia y un motu propio de perdón para los cris­
tianos nuevos, mandándoles restituir sus bienes y avocan­
do al foro apostólico todas las causas de fe que hubiese
incoadas (7 de abril de 1533).
¿Quién podrá decir la indignación de D. Juan III y
sus áulicos ? ¿ Quién la guerra sorda de intrigas, amena­
zas, concusiones y sobornos a que acudieron el Rey y
los conversos en la Curia romana ? Más vale no volver
a esta lamentable historia, ya que ha sido escrita con
todos sus pormenores por Alejandro Herculano, verídi­
camente en cuanto a los hechos, pero con espíritu de
sectario y ciega aversión a las cosas de la Iglesia.
Murió Clemente V II, y su sucesor Julio III suspendió
en 1534 la Bula de perdón, y mandó examinar despa­
cio el asunto. Pero exasperado con las fanfarronadas de
D.^ Juan III, que se obstinaba en poner en ejecución sus
tiránicas y vejatorias pragmáticas contra los judíos y en
impedirles salir del reino, volvió a poner en vigor el res­
cripto de Clemente V II.
No cejó un punto el Rey de Portugal, y consideran-
dose débil puso por empeño a Carlos V , y logró tras
larga resistencia, en 23 de mayo de 1536, la Bula de
cieacion del Santo Tribunal, con ciertas condiciones v
cortapisas.
Tras esto se desató la persecución contra los conver­
sos, se multiplicaron los procesos y los autos de fe, y la
condición de los judíos ocultos no fué mejor que en
bastilla. Digo m a l: mucho peor, porque ni aún les que-
( a ia el recurso de la expatriación. Filé menester que vi-
mera la conquista castellana a dar algún respiro a aque­
llos infelices. Uno de los primeros actos de Felipe II,
después de la anexión de Portugal, fué dar (en 1.587) á
os cristianos nuevos libertad para salir del reino y des­
hacerse de sus bienes. Asimismo les concedió permiso
para establecerse en las posesiones portuguesas de Africa
rio mismo decretó Felipe III en 4 de abril de 1601; y
a pesar de la lucha a brazo partido que sostuvo la In­
quisición portuguesa, fueron definitivamente anuladas
aquellas tiránicas y absurdas pragmáticas, por otra de
1629.
. Tf expulsión de los moriscos trajo consigo la de los
judíos públicos que quedaban en la costa africana some­
tida a España j expulsión que completó en 1667 el mar­
qués de los Vélez, gobernador de Orán, arrojándoles del
ten i torio de aquella plaza, de donde fueron a refugiarse
en Liorna en 1670.
Llena estaba Europa de judíos de origen español. M u ­
chos moraban en Constantinopla, otros en Salónica, R a-
ítusa y Corfú. Por Italia peregrinaban no pocos, acogi­
dos en Florencia y Roma, Ferrara y Venecia, y más ade­
lante en Liorna. Francia dió asilo a una porción consi­
derable de la grey expulsa, en Bayona, Burdeos, Nantes
y Marsella. A todas partes llevaron la lengua, Jas costura-
bres, los libros y los nombres españoles, y en Amsterdam
levantaron magnífica Sinagoga a imitación, según dicen,
del templo de Salomón. Aquella ciudad, emporio del co­
mercio de Holanda, lo fué también del saber y prosperi­
dad de los judíos españoles, o, como allí los apellidan,
portugueses, aunque los hubiera de todas las regiones
de la Península. Gran número de tipógrafos judíos hacían
sudar sus prensas con obras de todo género, escritas la
mayor parte en castellano ; y una Jesibah o Academia
y los Parnassim, o sanhedrines, contribuían a mante­
ner vivo el fervor talmúdico. Aquella colonia se acrecen­
taba cada día con apóstatas y renegados que venían de
España huyendo de los rigores del Santo Oficio, y la emi­
gración fué grande, sobre todo cuando nuestros reyes
permitieron salir a los cristianos nuevos portugueses.
Bien puede decirse que de tantos como forzadamente
habían recibido el bautismo y moraban entre nosotros,
apenas había uno que fuera cristiano de veras. Pero la
larga residencia entre los nuestros y el apartamiento en
que vivían de los centros del rabinismo, les hizo iguales
en ciencia, estilo, lengua y formas artísticas, al resto de
los escritores españoles. Es más : muchos de estos cris­
tianos nuevos, judíos por linaje, no lo eran por creencias
allá en el fondo de su alma, y hasta conocían mal las de
sus padres. Fuera de algunas supersticiones solían ser
hombres sin ley ni religión alguna, y esto nos explica los
descarríos filosóficos de algunos pensadores israelitas de
fines del siglo X V II, como Espinosa, Uriel da Costa y
Prado.
En ningún auto de fe de los celebrados en España du­
rante los dos siglos, X V I y X V II, dejó de salir algún
judaizante; pero la enumeración de gentes, por lo común
oscuras y sin notoriedad literaria, fuera de todo punto
inútil y enfadosa. Sólo he de citar, por lo peregrino del
caso, el de don Eope de Vera y Alarcon, caballero valli­
soletano, cristiano viejo por los cuatro costados, que en
1649 fué quemado en un auto de Valladolid por haber
abrazado el judaismo, y dádose a interpretar por su cuen­
ta la Biblia, haciéndose llamar Judas el Creyente. En
Portugal se dió en 1603 un caso semejante con cierto frai­
le llamado Diego de la Asunción.
El odio popular contra los judíos y sus descendientes no
se amansó un punto en todo el siglo X V II. Una de las
causas que más concitaron los ánimos contra la privanza
del conde-duque de Olivares, fué la afición que se le su­
ponía a la raza poscrita y sus proyectos librecultistas de
traer a España a los hebreos de Salónica, para que con
sus tesoros remediasen la penuria del Erario. El gran Que-
vedo denunció y puso en la picota de la sátira al autor
de tales proyectos en La Isla de los monopantos, episodio
de La Fortuna con seso y hora de todos. Y el proyecto,
combatido por el Nuncio apostólico, César Monti, y por
los Consejos de Estado y de Inquisición, fracasó del todo,
como vino a fracasar después el que formó don Manuel de
Eira, ministro de Carlos II, proponiendo la admisión de
judíos y protestantes en América (1).

2. L o s M o r isc o s

En el libro II de su Histoire des musulmans d’ Espagne


ha expuesto Dozy la historia política de los muladles o
renegados españoles (2). Ea historia literaria está por es­
cribir, y sólo otro arabista puede hacerla : entonces que­
dará demostrado que mucha parte de lo que se llama ci­
vilización arábiga es cultura española, ‘de muzárabes o
cristianos fieles, y de cristianos apóstatas...
En una saciedad tan perdida como lo era en gran parte
la visigoda del siglo V III, poco firme en las creencias
apegada a los bienes temporales, corroída por el egoís­
mo, extenuada por ilícitos placeres, y con poca unidad y

(t) Heterodoxos. Tomo V, páginas 281 a 286.


(2) Con el nombre de renegados o tornadizos se designa, no sólo
a los que abjuraron de la fe católica, sino a sus descendientes...
IHeterodoxos. Tomo III, pág. 408.)
concierto en todo, pues aun duraba la diferencia de razas,
y el mal de la servidumbre no se había extinguido, debía
ser rápida, y lo fué, la conquista ; debían ser frecuentes,
y no faltaron, en verdad, las apostasías. Eos siervos se
hacían islamitas para obtener la libertad; los ingenuos y
patricios, para conservar íntegra su hacienda y no pagar
la capitación.
N o todos los muladíes eran impenitentes y pertinaces:
a muchos punzaba el buen ejemplo de los muzárabes cor­
dobeses, protesta viva contra la debilidad y prevaricación
de sus hermanos. Como la apostasía de éstos era hija casi
siempre de motivos temporales; como los musulmanes
de raza les miraban con desprecio y los cristianos con in­
dignación, llamándoles transgressores; como la ley maho­
metana les prohibía, so pena de muerte, volver a su an­
tigua creencia, y en la nueva estaban excluidos de los car­
gos públicos, patrimonio de la privilegiada casta del de­
sierto, trataron de salir de aquella posición odiosa, recu­
rriendo, puesto que eran muchos, a la fuerza de las ar­
mas. Comenzó entonces una interminable serie de tumul­
tos y rebeliones.
Nos renegados del arrabal de Córdoba se levantaron
contra Al-Hakem en 805 y 806, siguiendo su ejemplo los
toledanos, excitados por los cantos de un poeta de sangre
española, Gharbib. Para domeñar a los rebeldes se valió
el califa de otro renegado de Huesca, Amrú, quien, con
infernales astucias, preparó contra los de su raza la te­
rrible matanza conocida con el nombre del día del foso,
en que fueron asesinados mas de 700 ciudadanos, los mas
conspicuos e influyentes de Toledo.
Siete años después, en mayo de 814, estalla en Córdoba
otro importante motín de renegados, dirigidos por los al-
faquíes, que llamaban impío a Al-Hakem. Este se encie­
rra en su palacio ; manda a un esclavo que le unja la
cabeza con perfumes, para que los enemigos le distingan
entre los muertos, y en una vigorosa salida, destroza a
los cordobeses, mientras que arden las casas del arrabal.
Ni después de esta carnicería e incendio cesaron los funr
res de Al-Hakem. Trescientas cabezas hizo clavar en pos­
tes a la orilla del río, y expulsó, en término de tres días,
a ¿os íenegudos del arrabal; 15.000 de ellos no pararon
hasta Egipto, donde hicieron proezas de libros de caba­
llerías, que recuerdan las de los catalanes en G recia; to­
maron por fuerza de armas a Alejandría, sosteniéndose
allí hasta el año 826, en que un general del califa Mamum
los obligó a capitular, y de allí pasaron a la Isla de Cre­
ta, que conquistaron, de los bizantinos. El renegado Abul-
Hafás-Omar, oriundo del campo de Calatrava, fundó allí
una dinastía, que duro hasta el ano de 961 .* más de si­
glo y medio. Otros 8.000 españoles se establecieron en
Fez, donde dominaban los Edrisitas. Todavía en el si­
glo X I V se les distinguía de los árabes y bereberes en
rostro y costumbres.
Eos toledanos habían vuelto a levantarse; pero Al-
Hakem los sometió, quemando todas las casas de la parte
alta de la ciudad. El herrero Hachim arrojó de la ciudad
en 829 a los soldados de Abderrahman II, y con sus hor­
das de renegados corrió y devastó la tierra, hasta que Mo-
hammed-ben-Wasin los dispersó, con muerte del caudillo.
Toledo se mantuvo en poder de los nmladíes ocho años,
hasta 837, en que Walid la tomó por asalto y redujo a
servidumbre, íeedificando la cindadela de Amrú como
perpetua amenaza. En estas luchas se ve a algunos rene­
gados, como Maisara y Ben-Mohadjir, hacer armas con­
tra su gente. En Córdoba aparece la repugnante figura
del eunuco Eazar, grande enemigo de su sangre y del
nombre cristiano, aún más que otros apóstatas. Cuando
el mártir Perfecto se encaminaba al suplicio, emplazó a
aquel malvado ante el tribunal de Dios en el término de
un año, antes que tornase la fiesta del Ramadán. Así se
cumplió, muriendo víctima del mismo veneno que había
preparado para Abderrahmán.
Otro tipo de la misma especie, y todavía más odioso,
fué el catib o exceptor Gómez, hijo de Antonino, hijo
de Julián, cuyo nombre jamás pronuncian Alvaro* Cor­
dobés ni San Eulogio, como si temieran manchar con él
sus páginas. Hablaba y escribía bien el árabe, y tenía
mucho influjo en la corte (gratiá dissertudinis linguae
cirabicae qua nimium praeditus erat, dice San Eulogio).
El se presentó, en nombre de Abderrahamán, en el Con­
cilio que presidía Recafredo, para pedir que se condenara
la espontaneidad en el martirio y se pusiera en prisiones
a San Eulogio y a los demás que le defendían. El de­
creto conciliar fué ambiguo, alind dicens et aliad sonans,
como inspirado por el miedo. Gómez, que en materia de
religión era indiferente, se hizo musulmán, neinandja|
Mohamed, para lograr el empleo de canciller. Asistía con
tanta puntualidad al culto, que los alfaquíes le llamaban
la paloma de la mezquita. A esta apostasía siguieron otras
muchas.
Nueva sublevación de los toledanos, capitaneados por
un cierto Síndola (¿ Suintila?), en 835. Eos rebeldes se
adelantan hasta Andújar y amenazan a Córdoba. Síndola
hace alianza con el rey de Reón, Qrdoño I, que manda
en su ayuda a Gatón, conde del Bierzo, con numerosas
gentes. Mohamed derrota a los toledanos y leoneses,
haciendo en ellos horrible matanza. Sin embargo, Toledo
seguía independiente, y lo estuvo más de ochenta años,
hasta el reinado de Adberrahmán III.
Eos montañeses de la Serranía de Ronda (Regio mon­
tana o simplemente Regio), así renegados como cristia­
nos, levantaron poco después la cabeza, y Omar-ben-
Hafsun, el Pelayo de Andalucía, comenzó aquella heroica
resistencia, menos afortunada que la de Asturias, pero
no menos gloriosa. Desde su nido de Bobastro hizo tem­
blar a Mohamed y Abdallah y puso el califato de Cór­
doba a dos dedos de su ruina. A pique estuvo de fundar
un imperio cristiano en Andalucía, y adelantar en cinco
siglos la Reconquista. Aunque era de familia muladí,
cuando vió consolidado su poder abrazó el cristianismo
con todos sus parientes; y cristianos eran la mayor
parte de los héroes que le secundaban, aunque en los
primeros momentos no juzgó oportuno enajenarse la vo­

m
luntad de los renegados, que, al fin, como españoles,
odiaban de todo corazón a los árabes.
En todas partes se hacían independientes los mula-
díes. Aragón estaba dominado por la familia visigoda de
los Beni-Cassi, de la cual salió el renegado Muza, señor
de Tudela, Zaragoza y Huesca, que se apedillaba tercer
rey de España; tenía en continuo sobresalto a los prín­
cipes cristianos y al emir cordobés, y recibía embajadas
de Carlos el Calvo. Fué vencido en el monte Eaturce,
cerca de Albelda, por Ordoño I. Desde entonces los Beni-
Cassi (uno de ellos Eupo-ben-Muza, que era cónsul en
Toledo) hicieron alianza con los reyes de Eeóu, contra
el común enemigo, es decir, contra los árabes. Sólo Mo-
hamed-ben-Eupi (hijo de Eope), por enemistad con sus
tíos, Ismael y Fortun-ben-Muza, rompió las paces en
tiempos de Alfonso el Magno, y se alió con los cordo­
beses. Lidiaron contra él los demás Beni-Cassi, y fueron
vencidos, viniendo a poder de Mohamed casi todos los
antiguos Estados de Muza.
En Mérida había fundado otro reino independiente ei
renegado Iben-Meruan, que predicaba una religión mixta
de cristianismo y mahometismo. Apoyado por Alfonso III
y por los reyezuelos muslimes, de sangre española, de­
rrotó en Caracuel un ejército mandado por Hachim, fa­
vorito de Mohamad, y llevó sus devastaciones hasta Se­
villa y el Condado de Niebla.
Tales circunstancias aprovechó Omar-ben-Hafsun (en­
tre los cristianos Samuel) para sus empresas. No me
cumple referirlas, porque Ornar no era renegado, aunque
así le llamasen. A su sombra se levantaron los españoles
de Elvira, ya cristianos, ya renegados, y encerraron a los
árabes en la Alham bra; y aunque Sawar, y después el
célebre poeta Said, les resistieron con varia fortuna, la
estrella de Omar-ben- Hafsun, nuevo Viriato, no se eclip­
saba por desastres parciales.
En cambio, los renegados de Sevilla (que eran muchos
y ricos) fueron casi exterminados por los yemenitas.
Aún hubo más soberanías españolas independientes.
En la provincia de Ossonoba (los Algarbes), un cierto
Yaylia, nieto de cristianos, fundó un Estado pacífico y
hospitalario. En los montes de Priego, Ben-Mastaua; en
tierras de Jaén, los Beni-H abil; en Murcia y Eorca, Dai-
sam-ben-Ishac, que dominaba casi todo el antiguo reino
de T eodom iro: todos eran renegados o muladies. Eos
mismos cristianos de Córdoba entraron en relaciones con
Ben-Hafsum ; y el conde Servando, aquel pariente de
Hostegesis y antiguo opresor de los muzárabes, creyó
conveniente ponerse al servicio de la causa nacional para
hacer olvidar sus crímenes.
El combate de Polei quebrantó mucho a las fuerzas
de Omar-ben-Hafsun, que, a no ser por aquel descalabro,
hubiera entrado en Córdoba, y la división entre los cau­
dillos trajo, al fin, la ruina de la causa nacional. Ábde-
rrahmán III los fué domeñando o atrayendo. Al hacerse
católicos Omar-ben-Hafsun y Ben-Mastana, se habían
enajenado muchos partidarios. En la Serranía de Regio,
poblada casi toda de cristianos, la resistencia fué larga,
y Ben-Hafsun murió sin ver la derrota ni la sumisión
de los suyos. Su hijo Hafas rindió a Abderrahman la
temida fortaleza de Bobastro. Su hija Argéntea, fervo­
rosa cristiana, padeció el martirio. Otro hijo suyo, Ab-
derrahmán, más dado a las letras que a las armas, pasó
la vida en Córdoba copiando manuscritos.
Toledo, que formaba una especie de república, se rin­
dió por hambre en 930. Todos los reinos de Taifas des­
aparecieron, menos el de los Algarbes, cuyo príncipe,
que lo era el renegado Kalaf-ben-Beker, hombre justiciero
y pacífico, ofreció pagar un tributo.
Desde este momento ya no se puede hablar de rene­
gados. Estos se pierden en la general población musul­
mana, y los que volvieron a abrazar la fe, en mal hora
dejada por sus padres, se confunden con los muzárabes.
Empresa digna de un historiador serio fuera mostrar
cuánto influye este elemento español en la general cul­
tura musulmana. El nos diría, por ejemplo, que el cé­
lebre ministro de Abderrahmán V , Alí-ben-Hazm, a quien
llama Dozy «el mayor sabio de su tiempo, uno de los
poetas^ más graciosos y el escritor más fértil de la Es­
paña árabe», era nieto de un cristiano, por más que él
renegara de su origen y maldijera las creencias de sus
mayores. Con fundamento el mismo Dozy (a quien cito
por no ser sospechoso), después de transcribir una lin­
dísima narración de amores escrita por Ibn-Hazm, y que
sentaría bien en cualquiera novela íntima y autobiográ­
fica de nuestros días, anade: «No olvidemos que este
poeta, el más casto, y hasta cierto punto el más cristiano
entie los poetas musulmanes, no era de sangre árabe.
Nieto de un español cristiano, no había perdido el modo
de pensar y de sentir propio de su raza. En vano abo­
minaban de su origen estos españoles arabizados; en vano
invocaban a Mahoma y no a Cristo : siempre, en el fondo
de su alma, quedaba un no sé qué puro, delicado, espi­
ritual, que no es árabe.» Esta vez, por todas, Dozy nos
ha hecho justicia.
Diríanos el que de estas cosas escribiera, que el fa­
moso historiador Ben-Al-Kotiya (hijo de la goda) des­
cendía de la regia sangre de W itiza ; que Almotacín, rey
de Almería,^ poeta y gran protector del saber, era de la
estiipe española de los Beni-Cassi; que el poeta cristiano
Maigari, y otro llamado Ben-Kazman, muladí, según
parece, aclimataron en la corte de Almotamid de Sevilla
los géneros semipopulares del zadschal y de la muyas-
chaja. Nos enseñaría si tiene o no razón Casiri cuando
afirma que el célebre astrónomo Alpetrangi, o Alvenal-
petrardo, era un regenado, cuyo verdadero nombre fué
Petrus, cosa que Munck y otros negaron... (1).

* * *

No se hartan de encarecer los historiadores la tole­


rancia de los árabes con la población cristiana de España
en los primeros siglos de la conquista. Y si esta relativa

(1) Heterodoxos. Tomo III, páginas 407 a 414.

fe
moderación, que tan poco duró y que vino a terminar
con el largo y horrendo martirio de los muzárabes de
Córdoba, y que al fin y al cabo se explica por las condi­
ciones de la invasión, por el pequeño número y mal asen­
tado poder de los muslines, merece loa, ¿qué habremos
de decir, y cómo acertaremos a ponderar lo que nuestros
padres observaron por tan largos siglos con los vasallos
«mudéjares», cuya existencia en Castilla, ni era forzosa,
ni se fundaba en la mayor debilidad del poder cristiano,
que, al contrario, les abre las puertas y les admite en la
nacionalidad española, cuando las armas del Islam van
de vencida ? Otro fué el sistema de los primeros cau­
dillos septentrionales, has expediciones de los Alfonsos,
Fruelas y Ramiros eran verdaderas razzias, seguidas
de devastación y exterminio, en que eran pasados al
filo de la espada o vendidos sub corona y llevados cau­
tivos hasta los niños y las mujeres. Cierto que aún que­
daba a los musulmanes, y algunas veces le aprovecharon,
el recurso de salir de la esclavitud, o a lo menos mejorar
de condición, recibiendo el bautismo ; pero, a la larga,
el progreso de la Reconquista y el interés, mejor o peor
entendido, de los señores de vasallos moros y la mayor
rudeza y barbarie de las costumbres, hicieron posible la
existencia de los mahometanos, con su religión y leyes
y con cierta libertad civil, en las poblaciones que nueva­
mente se iban reconquistando. Desde 1038 en adelante,
casi todas las capitulaciones, y muy especialmente la de
Toledo de 1085, autorizan legalmente la convivencia de
cristianos y mudéjares. Su situación no era la misma en
todas partes, ni iguales sus derechos y deberes, depen­
diendo muchas veces de la mayor o menor generosidad
del vencedor, del número e importancia de los vencidos,
y de otras mil circunstancias; pero, en general, se les
permitía el ejercicio (a veces público) del culto y el juzgar
entre sí sus propios litigios, pero no aquellos en que
interviniesen cristianos. Su condición era mejor que la de
los judíos, y fueron siempre menos odiados. Da historia
registra muy pocos alborotos y asonadas contra ellos. No
teman espíritu propagandista, eran gente buena y pacífica
, a, a la agricultura, a los oficios mecánicos o ai arlé
ele alarifes, y no podían excitar los celos y codicias que
mercaderías y arrendamientos suscitaban

Las leyes severísimas con que nuestros códigos penan


el delito de apostasía mahomética, ha de entenderse de
os oinadizos mudejares, que abrazaban el cristianismo
y volvían a caer en su secta, y no en manera alguna de
prosélitos que ellos hiciesen. Así vemos que las leyes de
lartida desheredan al hijo que se torne moro, privan de
su dote a la mujer y castigan el crimen de los renegados
con suplicio de fuego, confiscación e imposibilidad de
adquirir m de testificar en juicio. Pocos mudejares se
hicieron cristianos, m éstos pusieron empeño en conver-
tu o s , y, fueia de la prohibición de tener mezquitas,
puede decirse que su culto era libre, siendo no pequeña
materia de escándalo para los piadosos viajeros de otras
regiones, verbigracia, el bohemio Peón de Rotzmithal.
Andando el tiempo vino a menos la tolerancia, y ya
don Juan I y la gobernadora doña Catalina atendieron
con severos ordenamientos a evitar los peligros que na­
cían del trato de moros y cristianos. Ras leyes de en­
cerramiento de don Juan II alcanzaron a los mudéjares
lo jmismo que a los hebreos : se les obligó a llevar una
señal en los vestidos, y hasta se suprimieron en 1408 los
tribunales de los cadíes, que luego restableció Isabel la
Católica.
Con la conquista de Granada apareció otro linaje de
vasallos nuevos, que no se apellidaron ya mudéjares, sino
moriscos. Sabidas son las condiciones de la capitulación
firmada por Hernando de Zafra en 28 de noviembre de
1491, no diferentes en esencia de las que los cristianos
habían solido otorgar a las ciudades rendidas por moros
desde el siglo X I I I ; antes bien, favorables con exceso,
hasta el punto de consentirse en ellas a chicos y grandes
vivir en su ley, con promesa formal de no quitarles sus
mezquitas, torres y almuédanos ni perturbarles en sus
costumbres y usos ni someter sus causas a otros tribu­
nales que a los de sus cadíes y jueces propios. Asimismo,
se otorgaba plena libertad a los que quisieran pasarse a
Berbería, o a otras partes, para vender tierras, bienes
muebles y raíces, como y a quien quisieran, dándoles
pasaje libre y gratuito por término de tres años, con sus
familias, mercaderías, joyas, oro y plata y todo género
de armas, excepto las de pólvora, y poniendo a su dis­
posición, durante sesenta días, diez naves gruesas para
el transporte. Expirados estos plazos, cada morisco po­
dría embarcarse cuando quisiera, pagando a sus Altezas
un ducado por persona. Prometíase solemnemente que
los moros nunca llevarían una señal como la de los ju­
díos ; que los cristianos jamás entrarían en las mezquitas
sin permiso de los alfaquíes; que los tributos no serían
mayores que los que se pagaban en tiempo de los reyes
granadinos; que a nadie, ni siquiera a los renegados
(siempre que lo fuesen antes de la capitulación), se les
apremiaría a ser cristianos por fuerza, ni se les obligaría
a ningún servicio de guerra contra su voluntad ; y, final­
mente, que los alfaquíes administrarían por sí solos las
rentas del culto y de las escuelas públicas.
Triste es decir que esta capitulación, imposible de
observar en muchas de sus cláusulas, y temerariamente
aceptada por los Reyes Católicos, no se cumplió mucho
tiempo. Y eso que los encargados de ponerla en vigor
no podían ser más piadosos y cristianos varones : como
que ocupó la silla arzobispal de Granada Fr. Hernando
de Talavera, modelo de bondad y mansedumbre, luz de
la Orden jeronimiana; y la capitanía general se confió
a don Iñigo Eópez de Mendoza, conde de Tendilla, pru­
dente y valeroso caballero.
En los principios todo pareció sonreír. Fr. Hernando,
ocupado todo en la santa obra de la conversión de los
muslimes, pero templando el celo con la discreción, atrá-
jose el amor de los vencidos (que le llamaban el alfaqui
santo) a fuerza de caridad y buenas obras visitándolos,
amparándolos y sentándolos a su mesa. El mismo co­
menzó a aprender el árabe, hizo que Fr. Pedro de A l­
calá ordenase una gramática y un vocabulario de esta
lengua, dispuso la traducción a ella de algunos pedazos
de las Escrituras, convenció en particulares coloquios
a muchos aífaquíes, y logró de tal manera portentoso
numero de conversiones. Hasta 3.000 se bautizaron en
solo un día.
Ea reina Isabel se inclinaba a acelerar el bautismo de
los m oros; pero es fama que el inquisidor Torquemada
(aunque pese y asombre a los que a tontas y a locas
claman contra su intolerancia) se opuso tenazmente a
ello. No así el gran Cardenal don Pedro González de
Mendoza, que (con haber dejado fama de tolerante) era
partidario de la expulsión de los moriscos, dejándoles sólo
libertad para vender sus bienes.
. El cel° exaltado y la férrea condición de Fr. Francisco
Jiménez de Cisneros atropellaron las cosas cuando, en­
viado a Granada en 1499 para reconciliar a los renegados
y conocer en casos de herejía según el procedimiento del
Santo Oficio, no perdonó (además de los argumentos)
ofertas y dones para persuadir a los aífaquíes; y en un
día bautizó a 4.000 moros por aspersión general. Y como
algunos aífaquíes anduviesen recalcitrantes y amotinasen
al pueblo los prendió indignis modis, y logró convertir
al mas docto y tenaz de ellos, el Zegrí. N o satisfecho con
todo esto, entrego a las llamas en la plaza de Vivarramba
gran número de libros árabes de religión y supersticio­
nes, adornados muchos de ellos con suntuosas ilumina­
ciones y labores de aljófar, plata y oro, reservándose los
de medicina y otras materias científicas para su biblioteca
de Alcalá.
Ea persecución de los renegados, en que abiertamente
se faltaba ya a la letra y al espíritu de las capitulacio­
nes, produjo primero un alboroto de los moros del Al-
baicín, que a duras penas lograron calmar el Arzobispo
de Talavera y el conde de Tendilla con promesas y con­
cesiones ; y luego una declarada y espantosa rebelión de
los moros del Alpujarra y de Sierra Bermeja, donde
u
corrió indignamente a manos de infieles la heroica y ge­
nerosa sangre de don Alonso de Aguilar, en 1501. Los
Reyes Católicos aprovecharon esta ocasión, que venía a
desatarles las manos, sujetas por la capitulación, y, con­
siderándose libres y sueltos de todo lo pactado, pusieron
a los vencidos moriscos en la alternativa de emigrar o
recibir el bautismo : disposición que se aplicó también
a los mudéjares de Castilla y León en 20 de febrero
de 1502.
Casi al mismo tiempo los moros del arrabal de Teruel
pidieron espontáneamente y con muestras de sinceridad
el bautism o; y alarmados con esto los señores aragoneses
y valencianos, que sacaban de los infieles grandes rentas
y sabían la verdad de aquellos antiguos refranes : (¡Quien
tiene moro, tiene oro» y «A más moros, más ganancias»,
lograron de Fernando el Católico, por el fuero de Mon­
zón de 1510, que en aquellos reinos no se innovase nada
en materia de moriscos.
Pero contra el interés de los señores se levantó el
hierro de las venganzas populares, y cuando estalló en
Valencia la revolución social de las «Germanías» (en
nada semejante a las comunidades castellanas), los mo­
riscos pagaron duramente su adhesión a los caballeros con­
tra los comunistas valencianos, que, poseídos de extraño
anhelo de proselitismo, después de saquear, desolar e in­
cendiar las casas y tierras de los moros, hicieron la sa­
crilega ceremonia de bautizar, en medio de las llamas
y de la sangre, a más de 16.000 de ellos; y en Polop
asesinaron a 600, inmediatamente después de la ceremo­
nia. El grito de guerra de los agermanados era en aquella
ocasión (según narra Fr. Damián Fonseca) : Echemos
almas al cielo y dinero a nuestras bolsa_s.
Una junta de teólogos, convocada por Carlos V en
1525, declaró que aquel bautismo era lícito, y en 16 de
noviembre del mismo año quedó solemnemente abolido
en los reinos de Aragón y Valencia el culto mahometano ;
todo, porque los moriscos, al recibir el agua sacramental,
«estaban en su juicio natural y no beodos ni locos». Pa­
saron a Valencia, en Comisión, Fr. Antonio de Guevara,
Fr. Gaspar de Avalos y Fr. Juan de Salamanca para
completar la obra de los agermanados; y a pesar de la
benignidad con que siempre trató a los moriscos el in­
quisidor general don Alonso Manrique, se cosechó muy
pronto el fruto de tanta iniquidad y desacierto. Eos m o­
riscos se levantaron en armas en la sierra de Espadan;
y si, rendidos y domeñados por el número y por el ham­
bre, consintieron, al fin, en hacerse cristianos, fué po­
niendo por condición que en cuarenta años estarían exen­
tos de la jurisdicción inquisitorial, y conservarían el há­
bito, la lengua y las costumbres de moros, y el uso ae
las armas, pues bien y fielmente habían servido a la
corona contra los agermanados.
Ea avenencia y la fusión de las dos razas era ya
imposible. En fuerza de haber sustituido a la catcquesis
de la predicación la del hierro, nos encontramos dentro
de casa con una población de falsos cristianos, enemigos
implacables y ocultos, que sin cesar conspiraban contra
el sosiego del reino, ya en públicos levantamientos y
rebeliones, ya en secretos conciliábulos y en tratos con
el turco y con los piratas bereberes. Bien puede decirse
que entre los moriscos apenas había uno que de buena fe
profesara la religión del Crucificado. Ea Inquisición lo
sabía, y alguna vez los llamaba a su Tribunal como após­
tatas ; pero acabando siempre por tratarlos con extra­
ordinaria benignidad, sin imponerles pena de relajación
ni confiscación de bienes, ya que no era de ellos toda la
culpa, sino que alcanzaba no pequeña parte a los cris­
tianos viejos. Los edictos de gracia se multiplicaban, pero
sin fruto. Resistíanse los conversos a dejar su antiguo
traje; se congregaban en secreto para retajar a sus hijos
y practicar los ritos de su le y ; alentaban sus esperanzas
de futuros imperios y glorias con la lectura de ciertos
j oí ores y pronósticos; huían de saber la lengua cas­
tellana por excusarse de aprender nuestras oraciones; la­
vaban a sus hijos para quitarles la señal del bautismo,
observaban las ceremonias del viernes y seguían cele­
brando sus bodas y zambras con más o menos recato. Al
amparo de los moriscos de la costa tomaba espantosas
proporciones la piratería, y jamás dormían con sosiego
los pobres habitantes de las marinas de Cataluña, Va­
lencia y Málaga.
Carlos V trató varias veces de poner algún remedio
a estado tan deplorable; pero ni la institución de los
visitadores eclesiásticos, ni las juntas de teólogos que se
celebraron en Granada, ni las Ordenanzas de 1526, que
prohibían el uso de la lengua árabe, el regalo de los
baños, los cantos y bailes moriscos, y el cerramiento de
las puertas en día festivo, fueron de ningún efecto, en
fuerza de su intolerancia m ism a; siendo lo peor que el
César no acertó a usar oportunamente ni la severidad ni
la clemencia, puesto que vencido (duro es decirlo) por el
oro de los moriscos, que le ofrecieron 80.000 ducados de
oro para subvenir a las necesidades del reino, suspendió
la ejecución de sus misinos edictos imperiales.
En el reino de Valencia la conversión adelantó algo
gracias al celo del bendito Arzobispo Santo Tomás de
Villanueva; pero la escasez y el mal ejemplo de algunos,
puso mil entorpecimientos a aquella obra santa, y la ma­
yor parte de los moriscos (según amargamente se queja
el mismo Arzobispo) siguieron del todo perdidos, sin
orden y sin concierto, como ovejas sin pastor, y tan moros
como antes de recibir el bautismo.
A la vez que la piratería en las costas, se desarrolló
el bandolerismo en los montes, y los monfíes de la Al-
pujarra, fugitivos muchas veces de la rapacidad de ios
curiales, salían de sus breñas y madrigueras para robar
y matar a los cristianos, llegando en ocasiones a penetrar
en el mismo Albaicín.
Nuestro gobierno no acertaba más que a hacer prag­
máticas tardías y mal obedecidas, sin otro efecto que
acumular tesoros de odio en el alma de los moriscos. En
mal hora se le ocurrió a Felipe II poner en ejecución
(en 1566) las Ordenanzas de su padre, vedando la lengua,
el traje, las costumbres y hasta los nombres arábigos y
forzándoles a aprender en el término de tres años el
castellano. Los conversos trataron de parar el golpe con
toda clase de súplicas, dones y promesas; pero la con­
ciencia de Felipe II era más estrecha que la de su pad^e
y nada consiguieron, hasta que, perdida toda esperanza,
acordaron levantarse en rebelión abierta, tal y tan terri­
ble, que puso en aventura la seguridad de la monarquía
española, precisamente en el instante de su mayor po­
derío. Aceleraron la explosión las enconadas desavenen­
cias entre el capitán general de Granada, marqués de
Mondéjar, y el presidente de la Cancillería, don Pedro
Deza, empeñado el primero en suspender la ejecución de
las pragmáticas y el otro en no dilatarla. Felipe II dió
la razón al presidente, y apenas comenzaba la ejecución
de los edictos estalló la insurrección de la Alpujarra, en­
tregándose los monfíes, como verdaderos caníbales y hu­
manas fieras, a todo linaje de atroces venganzas y repre­
salias con los infelices cristianos de la Sierra, sobre todo
con los sacerdotes. «Lo primero que hicieron (dice Már­
mol) fué apellidar el nombre y secta de Mahoma, decla­
rando ser moros ajenos de la santa fe católica que pro­
fesaron ellos y sus abuelos. Y a un mismo tiempo, sin
respetar cosa divina ni humana, como enemigos de toda
religión y caridad, llenos de rabia cruel y diabólica ira,
robaron, quemaron y destruyeron las iglesias, despeda­
zaron las venerables imágenes, deshicieron los altares, y
poniendo mano violenta en los sacerdotes de Christo, que
les enseñaban las cosas de la fe y administraban los Sa­
cramentos, les llevaron por las calles y plazas desnudos
y descalzos, en público escarnio y afrenta.»
No hay para qué detenernos en los sucesos de aquella
guerra, que largamente refieren dos ilustres historiadores
nuestros : Luis de Mármol Carvajal, en sencillo y apa­
cible estilo y con toda la riqueza de pormenores propia
de una crónica; don Diego Hurtado de Mendoza, con
la noble austeridad de Tácito y el majestuoso arreo de
la historia clásica.
Los moriscos alzaron por rey al renegado don Fer­
nando de Valor (Aben-humeya), y haciendo la guerra de
montaña, que se ha hecho y hará eternamente en España,
resistieron por mucho tiempo, sin notable derrota, las
fuerzas del marqués de Mondéjar, del marqués de los
Vélez y de don Juan de Austria. Sólo la muerte del re­
yezuelo, asesinado por sus propios partidarios, vino a dar
señalada ventaja a las armas reales; y aunque el nuevo
caudillo Abenabó inauguró su mando en la toma de Or-
giva, logró al año siguiente (1573) don Juan de Austria
rendir los presidios de Galera, Serón y Purchena; y con
estos descalabros, y con templarse algo los rigores de la
guerra, que hasta entonces se había hecho ferozmente y
sin cuartel, fueron decayendo el animo de moriscos j
entrando algunos en correspondencia y tratos de paz.
Abenabó cayó, com o Aben-humeya, bajo el puñal de los
suyos, conjurados por su tiranía, y el joven de Austria
abatió en todas partes el pendón rojo de moriscos y moa-
fíes. Para sosegar la tierra fueron trasladados muchos de
ellos a Castilla, a la Mancha y a Extremadura ; y buena
parte del reino de Granada quedó en soledad y despo­
blación creciente. Otros emigraron al Afiica. A los de
Valencia se les prohibió en 1582 acercarse a las costas,
y a los de Aragón se les vedó en 1593 el uso de las
armas. .
Ea hora de la expulsión había sonado, y el desacierto
de Felipe II estuvo en no hacerla y dejar este cuidado
a su hijo. Ni el escarmiento de la guerra civil pasada;
ni los continuos asaltos y rebatos de los piratas de Argel,
protegidos por ellos, que iban haciendo inhabitables nues­
tras costas de Levante; ni la seguridad de los caminos,
infestados por bandas de salteadores; ni las mil conju­
raciones, tan pronto resucitadas como muertas, bastaron
a decidirle a cortar aquel miembro podrido del cuerpo de
la nacionalidad española. Todo se redujo a consultas, me­
moriales, pragmáticas y juntas : antigua plaga c e Es­
paña. Y , entre tanto, «no había vida cierta ni camino
seguro», dice Fr. Marcos de Guadalajara. La rapiña y
las’ venganzas mutuas de cristianos viejos y nuevos iban
reduciendo muchas comarcas del reino de Aragón y de
Valencia a un estado anárquico y semisalvaje. Iyas leyes
se daban para no ser obedecidas, y la predicación no
adelantaba un paso, porque todos los moriscos eran após­
tatas. «Por maravilla se hallará entre tantos uno que crea
derechamente en la sagrada ley cristiana», dice Cervan­
tes.
ha Inquisición apuraba todos los medios benignos y
conciliatorios : absolvía a los neófitos con leves peniten­
cias y sin auto público, e inauguró el reinado de Fe­
lipe III con un nuevo y amplísimo edicto de gracia para
los que abjurasen de la ley muslímica y confesasen sus
pecados. Tan persuadido estaba todo el mundo de la obs­
tinación y simulada apostasía de los conversos, que llegó
a tratarse en junta de teólogos valencianos si, para evitar
saciilegios, convendría no obligarles a oir misa ni a re­
cibir los Sacramentos.
hos moriscos, entre tanto, se arrojaban a mil inten­
tonas absurdas : elegían reyes de su raza, se entendían
hasta con los hugonotes del Bearne, y mandaban emba­
jadores al gran Sultán, ofreciéndole 500.000 guerreros si
quería apoderarse de España y sacarlos de servidumbre.
¿ Que mella habían de hacer en gente de tan dura cerviz
los edictos ni los perdones, ni los esfuerzos del beato
Patriarca don Juan de Ribera, enviando misioneros y fun­
dando escuelas? El mismo se convenció de la inutilidad
de todo, y en 1602 solicitó de Felipe III la expulsión
total de la grey islamita, fundado en los continuos sa­
crilegios, conspiraciones y crímenes de todo género que
se les achacaban. Por entonces, ni el rey, ni su confesor,
ni el duque de herma, tomaron resolución, aunque ala­
baban el buen celo del Arzobispo. Insistió éste recordan­
do cuán inútiles habían sido todos los arbitrios cae el
emperador y su hijo habían buscado para la conversión,
y poniendo de manifiesto el crecer rápido y amenazador
de la población morisca, natural en gentes que no cono­
cían el celibato ni daban soldados a ningún ejército.
El proyecto del Patriarca, y otros muchos más vio-

fe * *
lentos que por entonces se presentaron, en que hasta se
proponía mandar a galeras y confiscar sus bienes a todos
los moriscos, y quitarles sus hijos para ser educados en
la religión cristiana, tropezó con la interesada oposición
de los señores valencianos, que desde antiguo cifraban
su riqueza en los vasallos moros. Acostáronse a su pa­
recer algunos Obispos, como el de Segorbe; se consultó
al Papa, se formó una junta de Prelados y teólogos en
Valencia para tomar acuerdo en las mil embrolladas cues­
tiones que a cada paso nacían del estado social y reli­
gioso de los m oros: duraron las sesiones hasta 1609, y
tampoco se adelantó nada. Llovían memoriales pidiendo
la expulsión, y los moriscos tramaban nuevas conjuras.
Quedó la última decisión del negocio en manos de una
junta, formada por el comendador mayor de León, el
conde de Miranda y el confesor Fr. Jerónimo Xavierre,
que en consulta elevada al rey en 29 de octubre de 1607
opinaron resueltamente por la expulsión. Pasó esta con­
sulta al Consejo de Estado, que. tras largas discusiones
y entorpecimientos, que sería enojoso referir, la confirmó
cerca de dos años después, en 4 de abril de 1609. En
vano reclamaron los nobles valencianos, pues el duque
de Lerma optó por la expulsión y Felipe III firmó el
decreto.
La expulsión comenzó por Valencia, principal foco
de los moriscos después de la derrota y dispersión de los
de Granada. Allí estaban los más en número y los más
ricos, y podía y debía temerse un levantamiento. Para
prevenirle y dar cumplimiento al edicto, fué enviado a
Valencia don Agustín Mejía, veterano de las guerras de
Flandes, antiguo maestre de campo y castellano de Ara-
beres, a quien llamaron los moros el M exedor, porque
iba a expulsarlos. En 23 de septiembre se proclamó el
bando que intimaba a los moriscos prepararse para ser
embarcados en el término de tres días, reservándose sólo
seis familias en cada lugar de cien casas, para que con­
servasen las tradiciones agrícolas, y permitiendo quedarse
a los niños de menos de cuatro años, con licencia de sus
padres o tutores.
Hasta setenta mil moriscos iban ya trasladados a Ber­
bería en dos expediciones, cuando la extrema desespe­
ración puso las armas en la mano a los que quedaban,
y, empezando por robos, asesinatos y salteamientos, que
respondían casi siempre a feroces provocaciones de los
cristianos viejos y a la codicia y mala fe de los encar­
gados subalternos de la expulsión, acabaron por negarse
abiertamente a cumplir las órdenes reales; y en I'ines-
tral, en Sella, en Relleu, en Taberna y Ag-uar, en todo
el valle del Guadalest, en Muela de Cortes y en la Sierra
tornaron a levantar el pendón bermejo, apellidando si­
multáneamente a dos caudillos o reyezuelos : Jerónimo
Millini y el Turigi. Empresa más descabellada no se vio
jamás en memoria de hombres. N i la guerra fué gue­
rra, sino caza de exterminio, en que nadie tuvo en­
traña, ni piedad, ni misericordia; en que hombres, mu­
jeres y niños fueron despeñados de las rocas o hechos
pedazos en espantosos suplicios. La resistencia del Turigi
fué heroica; pero, abandonado por sus parciales, si es
que ellos mismos no le entregaron, viole pendiente de la
horca el pueblo de Valencia. «Murió como buen católico
(dice Gaspar Escolano), dejando muy edificado al pueblo
y confundidos a sus secuaces.» Muy pocos de los rebe­
lados llegaron a embarcarse : sucumbieron casi todos en
esta final y miserable resistencia, cuyos horrores cantó
en fáciles octavas Gaspar de Aguilar.
En el resto de la Península la expulsión no ofreció
dificultades. Los moriscos de Andalucía fueron arrojados
en el término de treinta días por don Juan de Mendoza,
marqués de San Germán, que publicó el bando en 12 de
enero de 1610. Más de 80.000 emigraron sin resistencia
alguna. De Murcia arrojó más de 16.000 don Luis Fa­
jardo. En Aragón y en Cataluña, donde las sediciones
de los moriscos habían sido nulas o de poca importancia,
y grande el provecho que de ellos se sacaba para la agri­
cultura y las artes, la expulsión no pareció bien y los
diputados de aquel reino y principado reclamaron varias
veces, aunque sin fruto. El edicto se pregonó en Zara­
goza el 23 de mayo, con grave disgusto de los señores
de vasallos moros. Pasaron de 64.000 los expulsos, unos
por Tortosa y los Alfaques, otros por los puertos de Jaca
y Canfranc, donde los franceses se aprovecharon de la
calamidad de aquella pobre gente haciéndoles pagar un
ducado por cabeza. De Cataluña expulsó 50.000 el virrey,
marqués de Monteleón, en el término preciso de tres
días, dejándolos, en caso de contravención, al arbitrio de
los cristianos viejos, que podían prenderlos o matarlos.
Y , finalmente, en Castilla fué encargado de ejecutar el
bando el cristianísimo conde de Salazar, don Bernardino
de Velasco, que desterró por la parte de Burgos a unas
16.713 personas. Ya no quedaba en España más gente de
estirpe arábiga que los descendientes de los antiguos mu-
déjares. En vano pretendieron quedarse, alegando Jas vie­
jas capitulaciones y los buenos servicios que habían hecho
a la corona de Castilla. Una real cédula de 31 de mayo
de 1611 los comprendió en la ley común, y en conse­
cuencia salieron hasta unos 2 0 . 0 0 0 más por los puertos
de Andalucía y por Cartagena. En 1613, y mediante nue­
vos y apremiantes bandos, se completó la expulsión con
la de los moros del campo de Calatrava y otras partes
de la Mancha, y los del valle de Ricote en Murcia, aun­
que bueno será advertir que muchos, especialmente mu-
déjares, quedaron ocultos y rezagados entre la población
cristiana, y a la larga llegaron a mezclarse con ella.
No es posible evaluar con exactitud el número de los
expulsos. Ni los mismos historiadores que presenciaron
el hecho están conformes. Ea cifra más alta es de 900.000,
a la cual es necesario agregar los muchos que perecieren
antes de llegar a embarcarse, asesinados por los cristianes
viejos o muertos de hambre y fatiga o exterminados en
la sedición de Valencia. N o fué mejor su suerte en los
países a que arribaron. Ni moros ni cristianos los podían
ver : todo el mundo los tenía por apóstatas y renegados.
Sus correligionarios de Berbería los degollaban y saquea­
ban, lo mismo que los católicos de Francia. Algunos se
dieron a la piratería, e infestaron por muchos años el
Mediterráneo.
Y ahora digamos nuestro parecer sobre la expulsión
con toda claridad y llaneza, aunque ya lo adivinará quien
haya seguido con atención y sin preocupaciones el an­
terior relato. No vacilo en declarar que la tengo por cum ­
plimiento forzoso de una ley histórica, y sólo es de la­
mentar lo que tardó en hacerse. ¿Era posible la exis­
tencia del culto mahometano entre nosotros, y en el
siglo X V I ? Claro que no, ni lo es ahora mismo en parte
alguna de E uropa; como que a duras penas le toleran
en Turquía los filántropos extranjeros que por el hecho
de la expulsión nos llaman bárbaros. Y peor cien veces
que los mahometanos declarados (con ser su culto ró-
mora de toda civilización) eran los falsos cristianos, los
apóstatas y renegados, malos súbditos además y perversos
españoles, enemigos domésticos, auxiliares natos de toda
invasión extranjera, raza inasimilable, com o lo probaba
la triste experiencia de siglo y medio. ¿E s esto disculpar
a los que rasgaron las capitulaciones de Granada, y me­
nos a los amotinados de Valencia que tumultuaria y sa­
crilegamente bautizaron a los moriscos? En manera al­
guna. Pero puestas así las cosas muy desde el principio,
el resultado no podía ser o tr o ; y avivado sin cesar el
odio y los recelos mutuos de cristianos viejos y nuevos;
ensangrentada una y otra vez el Alpujarra; perdida toda
esperanza de conversión por medios pacíficos a pesar de
la extremada tolerancia de la Inquisición, y del buen celo
de los Talaveras, Villanuevas y Riberas, la expulsión era
inevitable y repito que Felipe II erró en no hacerla a
tiempo. Locura es pensar que batallas por la existencia,
luchas encarnizadas y seculares de razas, terminen de otro
modo que con expulsiones y exterminios. La raza inferior
sucumbe siempre y acaba por triunfar el principio de na­
cionalidad más fuerte y vigoroso.
Que la expulsión fué en otros conceptos funesta no lo
negaremos, siendo, como es, averiguada cosa, que siem-

É
pie andan mezclados en el mundo los bienes y los males.
I^a pérdida de un millón de hombres (en número redondo)
no fué la ^principal causa de nuestra despoblación, aun­
que algo influyera; y después de todo no debe contarse
sino como una de tantas gotas de agua al lado de la ex­
pulsión de los judíos, la colonización de América, las
guerras extranjeras y en cien partes a la vez, y el exce­
sivo número de regulares; causas señaladas todas sin am­
bages por nuestros antiguos economistas, algunos de los
cuales, como el canónigo Fernández Navarrete, tampoco
vacilo en censurar bajo tal aspecto el destierro de los mo­
riscos, bien pocos años después de haberse cumplido. Ni
han sido ni son las partes mas despobladas de España
aquéllas que dejaron los árabes, como no son tampoco
las peor cultivadas; lo cual prueba que el daño produ­
cido en la agricultura por la expulsión de los grandes
agricultores muslimes no fué tan hondo ni duradero como
pudiéramos creer guiándonos solamente por las lamenta­
ciones de los que contemplaban los campos yermos al
día siguiente de la ejecución de los edictos. Tejos de nos­
otros creer, con el cándido y algo comunista poeta Gaspar
de Aguilar, que sólo los señores de vasallos moros perdie­
ron con la expulsión y que la masa de las gentes ganó,
quedando a s í:

Los ricos pobres y los pobres ricos,


Los chicos grandes y los grandes chicos.

Porque tales teorías aunque las disculpe la inocencia y


el entusiasmo plebeyo del poeta, son de la más absurda
y engañosa economía política. Todo el reino de Valencia
debía perder, y perdió con la salida de tantos y tan há­
biles y sobrios y diligentes labradores, que (según rela­
ción del secretario Francisco Idiáquez) «bastaban ellos
solos a causar fecundidad y abundancia en toda la tierra,
por lo bien que la saben cultivar y lo poco que comen» ;
al paso que de los cristianos viejos dice el mismo secre­
tario que «se daban mala maña en la cultura». Pero lo
cierto es que fueron aprendiendo y Valencia se repobló
muy luego, y todas las prácticas agrícolas y el admira­
ble sistema de riegos, que (quizá con error) se atribuye
exclusivamente a los árabes, han vivido en aquellas co­
marcas hasta nuestros días.
Si el mal de la agricultura es innegable, aunque quizá
encarecido de sobra, la industria padeció menos, porque
venía ya en manifiesta decadencia medio siglo había, y
porque las principales manufacturas (si se exceptúa la
seda y el papel) no estaban en manos de moriscos, siem­
pre y en todas partes más labradores que artífices. Y
cuando se dice, por ejemplo, que de los 16.000 telares
que antiguamente hubo en Sevilla no quedaban en tiem­
po de Felipe V más que 300, y se atribuye todo esto a
la expulsión, olvídase que en Sevilla no había moriscos
y que las fábricas estaban casi abandonadas cincuenta
años antes de la expulsión, com o que nuestros abuelos
preferían enriquecerse batallando en Italia y en Flandes
o conquistando en América, y miraban con absurdo y la­
mentable menosprecio las artes y oficios mecánicos. El
descubrimiento del Nuevo Mundo, las riquezas que de
allí vinieron a encender la codicia y despertar ambicio­
nes fácilmente satisfechas; esta es la verdadera causa que
hizo enmudecer nuestros telares y nuestras alcanas y nos
redujo primero a ser una legión de afortunados aventure­
ros y luego un pueblo de hidalgos mendicantes. Absurdo
es atribuir a una causa sola, quizá la menor, lo que fué
obra de desaciertos económicos que bien poco tienen que
ver con el fanatismo religioso.
En resumen, y hecho el balance de las ventajas y de
los inconvenientes, siempre juzgaremos la gran medida
de la expulsión con el mismo entusiasmo con que la ce­
lebraron Lope de Vega, Cervantes y toda la España del
siglo X V II, como triunfo de la unidad de raza, de la
unidad de religión, de lengua y de costumbres. Eos da­
ños materiales el tiempo los c u r a ; lo que fué páramo seco
y deslucido, tornó a ser fértil y amena huerta; pero lo
que no se cura, lo que no tiene remedio en lo humano,

I LLfcJ
es el odio de razas; lo que deja siempre largo y sangrien­
to reato, son crímenes como el de los agermanados. Y
cuando la medida llegó a colmarse, la expulsión fué, no
sólo conveniente, sino necesaria. El nudo no podía des­
atarse, y hubo que cortarle ; que tales consecuencias tra­
jeron siempre las conversiones forzadas (1 ).

3. La M. e f o r m a

a) ILa propaganda

El hecho capital del siglo X V I, la llamada Reforma,


alcanzó a España muy desde el principio. Allanáronla el
camino, produciendo sorda agitación en los ánimos (pre­
ludio y amago de la tempestad) las reimpresiones y tra­
ducciones que aquí se hicieron de los mordaces escritos
de Erasmo y las controversias excitadas por estos mis­
mos libros. Entre los defensores de Erasmo los hubo de
muy buena fe y muy ortodoxos. Tampoco sus adversarios
carecían de autoridad ni de crédito. Si de una parte es­
taban el Arzobispo Fonseca, Fray Alonso de Virués, Juan
de Vergara (los cuales, sin aprobar cuanto Erasmo decía,
trataban de disculparle, movidos de su amistad y d.el cré­
dito de sus letras), lidiaban por el otro bando, Diego L ó­
pez de Stúñiga, Sancho Carranza de Miranda, y después
Carvajal y Sepúlveda. Las fuerzas eran iguales, pero la
cuestión no debía durar mucho, porque los acontecimien­
tos se precipitaron y tras de Erasmo vino Cutero, con lo
cual fué cosa arriesgada el titularse erasmista. De los que
en España seguían esta voz y parcialidad, muy pocos lle­
garon a la extremas consecuencias : quizá Pedro de Cer­
ina y Mateo Pascual; de seguro Alfonso de Valdés y
Damián de Goes...
Pero el primero que resueltamente se lanzó en los tor-

(1) Heterodoxos. Tomo V, páginas 319 a 337.


cidos caminos del libre examen, fue Juan de Valdés, la
figura más noble y simpática, y el escritor más elegante
entre los herejes españoles...
Todos los protestantes hasta aquí mencionados y que
forman el primer grupo, dogmatizaron, escribieron y aca-
baron su vida fuera de España. Pero la Reforma entró
al poco tiempo en la Península, constituyendo dos focos
principales : dos iglesias (aunque sea profanar el nombre
que aquí tomo sólo en su valor etimológico), la de Valla-
dolid y la de Sevilla. Ra primera dirigida por el Dr. Ca­
balla, tuvo ramificaciones e hijuelas en Toro, Zamora y
otras partes de Castilla la Vieja, distinguiéndose entre
sus corifeos el bachiller Herrezuelo...
En Sevilla fué el primer dogmatizador y heresiarca un
fanático, Rodrigo de Valer, con quien anduvo la Inqui­
sición muy tolerante. Levantóse después gran llamarada,
merced a las ambiciones frustradas del Dr. Egidio, a la
activa propaganda de Juan Pérez y de su emisario Ju­
lián Hernández, y a los sermones del Dr. Constantino.
Dos autos de fe en Sevilla y otros dos en Valladolid,
deshicieron aquella nube de verano. Da ponderada efu­
sión de sangre fué mucho menor que la que en nuestros
días emplea cualquier gobierno liberal y tolerante para
castigar o reprimir una conspiración militar o un motín
de plazuela ( 1 ).

h ) A vitos d e f e

31 d e m a y o d e 1 S S 9

Interrogado el Dr. Cazalla en 20 de septiembre de 1558,


insistió en que nunca había sido dogmatizador; dijo que
D .a Francisca de Zúñiga, que le acusaba, había apren­
dido la doctrina de la justificación, no de él, sino de su
padre el licenciado Baeza; recusó su testimonio como de
enemiga mortal suya, por haberse opuesto Cazalla en 1543

(1) Heterodoxos. Tomo I, págs. 62 a 64.

k É
a que se casara cou su hermano Gonzalo Pérez, y no tuvo
reparo en aousar a su propia hermana D. Beatriz.
Mandósele dar tormento en 4 de marzo de 1559, pero se
sobreseyó por haber hecho amplias declaraciones contra
su hermano Pedro y contra Fray Domingo de Rojas, don
Carlos de Seso y el Arzobispo Carranza.
Da Inquisición, hallando bastante culpa en algunos de
los procesados, determinó celebrar con ellos un auto de
fe, más solemne que cuantos hasta entonces en España
se vieran. Verificóse el domingo, día de la Trinidad, 21
de mayo de 1559, en la Plaza Mayor de Valladolid. Que­
dan de tal suceso numerosas relaciones, así impresas como
manuscritas, conformes todas en lo sustancial...
Alzóse en la plaza de Valladolid un tablado de madera,
alto y suntuoso, en forma de Y griega, defendido ^por
verjas y balaustres. El frente daba a las Casas Consisto­
riales, la espalda al Monasterio de San Francisco. Gra­
das en forma circular para los penitentes; un púlpito para
que de uno en uno oyesen la sentencia ; otro enfrente para
el predicador ; una valla o palenque de madera, de doce
pies de ancho, que desde las cárceles de la Inquisición
protegía el camino hasta la plaza ; un tablado mas bajo, en
forma triangular, para los ministros del Santo Oficio,
con tribunas para los relatores; en los corredores de las
Casas Consistoriales, prevenidos asientos para la infanta
gobernadora y el príncipe D. Carlos, para sus damas y
servidumbre, para los Consejos, Chancillería y grandes
señores, y, finalmente, más de doscientos tablados para
los curiosos, que llegaron a tomar los asientos desde me­
dia noche, y pagaron por ellos doce, trece y hasta vein­
te reales. Dos que no pudieron acomodarse se encarama­
ron a los tejados y ventanas, y como el calor era grande,
se defendían con toldos de angeo. Desde la víspera de la
Trinidad mucha gente de armas guardaba el tablado,
por temor a que los amigos de Cazalla lo quemasen, como
ya lo habían intentado dos noches antes. El primer día
de Pascua del Espíritu Santo se había echado pregón,
prohibiendo andar a caballo ni traer armas mientras du-


rase el auto. Castilla entera se despobló para acudir a la
famosa solemnidad; no sólo posadas y mesones, sino las
aldeas comarcanas y las huertas y granjas se llenaron de
gente, y como eran días del florido mayo, muchos dur­
mieron al raso por aquellos campos de pan llevar. «Pa-
rezia una general congregación del m undo..., un propio
retrato del Juicio», dice Fray Antonio de la Carrera. Mu­
chos se quedaron sin ver nada; pero a lo menos tuvieron
el gusto de recrearse «en la diversidad de gentes, nacio­
nes y lenguas allí presentes», en el aparato de los ca­
dalsos y en la bizarría y hermosura de tantas apuestas
damas como ocupaban las fines tras y terrados de las ca­
lles por donde habían de venir los penitentes. Más de
dos mil personas velaban en la plaza, al resplandor de ha­
chas y luminarias.
Entonces se madrugaba mucho. A la una empezó a
decirse misa en iglesias y monasterios, y aún no eran las
cinco de la mañana cuando aparecieron en el Consisto­
rio la princesa gobernadora, D.a Juana, «vestida de raxa,
con su manto y toca negra de espumilla a la castellana,
jubón de raso, guantes blancos y un abanico dorado y
negro en la mano», y el débil y valetudinario príncipe
D. Carlos «con capa y ropilla de raxa llana, con media
calza de lana de aguja y muslos de terciopelo, y gorra
de paño y espada y guantes». Ees acompañaban el con­
destable de Castilla, el almirante, el marqués de Astorga,
el de D enia; los condes de Miranda, Andrade, Mon-
teagudo, Módica y Eerm a; el ayo del príncipe, D. García
de T o le d o ; los Arzobispos de Santiago y de Sevilla; el
Obispo de Palencia y el Maestro Pedro de Gasea, Obispo
de Ciudad Rodrigo, domeñador de los feroces conquista­
dores del Perú. Delante venía la Guardia Real de a pie,
abriendo cam in o; detrás la de a caballo, con pífanos y
tambores.
El orden de la comitiva era éste : a todos precedía el
Consejo de Castilla y los grandes; en pos, las damas de
la princesa, ricamente ataviadas, aunque de luto. Delan­
te de los príncipes venían dos maceros, cuatro reyes de

* *
armas vestidos con dalmáticas de terciopelo carmesí, que
mostraban bordadas las armas reales, y el conde de Buen-
día con el estoque desnudo.
Luego que tomaron asiento los príncipes bajo doseles de
brocado, empezó a desfilar la procesión de los peniten­
ciados, delante de la cual venía un pendón de damasco
carmesí con una cruz de oro al cabo y otra bordada en
medio, y debajo las armas reales, llevado por el fiscal del
Santo Oficio Jerónimo Ramírez. En el tablado más alto
se colocó la cruz de la parroquia del Salvador, cubierta
de luto. Los penitentes eran treinta : llevaban velas y
cruces verdes; trece de ellos corozas, Herrezuelo morda­
za, y los demás sambenitos y candelas en las manos. Los
hombres iban sin caperuza. Acompañábanlos sesenta fami­
liares.
Comenzó la fiesta por un sermón del insigne dominico
fray Melchor Cano, electo Obispo de Canarias, y fué,
como de tan gran varón podía esperarse, según declaran
unánimes los que le oyeron. Duró una hora, y versó so­
bre este lugar de San Mateo (VTI, 15) : « A tt endite a falsis
prophetis, qui veniunt ad vos in vestimentis ovirum : in—
trinsecus autem sunt lupi rapaces.»
Acabado el sermón, el Arzobispo Valdés, acompañado
del inquisidor Francisco Vaca y de un secretario, se acer­
có a los príncipes y les hizo jurar sobre la cruz y el mi­
sal que «defenderían con su poder y vidas la fe católica
que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Apostólica de
Roma, y la conservación y aumento d ella; y perseguirían
a los herejes y apóstatas, enemigos d ella; y darían todo
favor y ayuda al Santo Oficio y a sus Ministros, para que
los herejes perturbadores de la religión cristiana fuesen pu­
nidos y castigados conforme a los decretos apostólicos y
sacros cánones, sin que hubiese omisión de su parte ni
acepción de persona alguna». Leída por un relator la
misma fórmula al pueblo, contestaron todos con inmenso
alarido: «Sí juramos». Acabado el juramento, leyeron
alternativamente las sentencias el licenciado Juan de Or­
tega, relator, y Juan de Vergara, escribano público de
Toledo...
A las cuatro de la tarde acabó el auto. La monja volvió
a su convento, D. Pedro Sarmiento, el marqués de Poza
y D. Juan UUoa Pereyra fueron llevados a la cárcel de
corte, y los demás reconciliados a la del Santo Oficio.
Los relajados al brazo seglar caminaron hacia la Puerta
del Campo, junto a la cual había clavados cinco maderos
con argollas para quemarlos. Cazalla, que al bajar del ta­
blado había pedido la bendición al Arzobispo de Santia­
go, y despedídose con muchas lágrimas de su hermana
doña Constanza, cabalgó en un jumento, y fué predicando
a la muchedumbre por todo el camino : «Veis aquí —de­
cía— el predicador de los príncipes, regalado del mundo,
el que las gentes traían sobre sus hom bros; veisle aquí
en la confusión que merecía su soberbia; mirad por re­
verencia de Dios que toméis ejemplo en mí para que no
os perdáis, ni confies en vuestra razón ni en la pruden­
cia humana; fiad en la fe de Cristo y en la obediencia de
la Iglesia, que este es el camino para no perderse los
hombres...»
En vista de sus retractaciones, a él y a los demás se
les conmutó el género de suplicio : fueron agarrotados y
reducidos sus cuerpos a ceniza. «De todos quince — dice
Hieras— , sólo el bachiller Herrezuelo se dejó quemar
vivo, con la mayor dureza que jamás se vió. Y o me
hallé tan cerca de él, que pude ver y notar todos sus
meneos. No pudo hablar, porque por sus blasfemias te­
nía una mordaza en la lengua ; pero en todas las cosas
pareció duro y empedernido, y que por no doblar su
brazo quiso antes morir ardiendo que creer lo que otros
de sus compañeros. Noté mucho en él, que aunque no
se quejó ni hizo extremo ninguno con que mostrase do­
lor con todo eso murió con la más extraña tristeza en
la cara de quantas yo he visto jamás. Tanto, que ponía
espanto mirarle el rostro, como aquél que en un momento
había de ser en el infierno con su compañero y maestro
Luthero»...
Los primeros agarrotados fueron Cristóbal de Campo y
doña Beatriz de Vibero, mujer de extremada hermosura,
al decir de los contemporáneos. Así fueron discurriendo
hasta llegar a Cazalla, que, sentado en el palo y con la
coroza en las manos, a grandes voces decía : «Esta es la
mitra que Su Majestad me debía dar; este es el pago que
da el inundo y el demonio a los que le siguen». Luego
arrojó la coraza al suelo, y con grande ánimo y fervor
besaba el Cristo, exclamando : «Esta bandera me ha de
librar de los brazos en que el demonio me ha puesto;
hoy espero en la misericordia de Dios que la tendrá en
mi ánima ; y así se lo suplico, poniendo por intercesora
a la Vii-gen Nuestra Señora».
Y poniendo los ojos en el cielo dijo al verdugo : «Ea,
hermano» ; y él comenzó a torcer el garrote, y el Dr. Ca­
zalla a decir «Credo, credo», y a besar la cru z; y así fué
ahorcado y quemado.
A los contemporáneos no les quedó duda de la sinceri­
dad de su conversión. El Obispo y los ministros que le de­
gradaron lloraban al verle tan arrepentido. Su confesor
Fray Antonio de la Carrera, 'dice rotundamente: «Ten­
go por cierto que su alma fué camino de salvación, y en
esto no pongo duda, sino que Dios Nuestro Señor, que
fué servido por su misericordia de darle conocimiento y
arrepentimiento y reducirle a la confesión de su fe, será
servido de darle la gloria». Y Gonzalo de Illescas, que no
pecaba de crédulo, ni fiaba de la tardía contricción de los
demás luteranos, añade : «Y todos los que presentes nos
hallamos, quedamos bien satisfechos que, mediante la
misericordia divina, se salvó y alcanzó perdón de sus
culpas.»8

8 de o ctu b re de 1559

No por esperar la venida de Felipe II y solazarle con


el espectáculo de un auto, como repiten gárrulamente los
historiadores liberalescos, sino por la importancia de las
declaraciones que hicieron, especialmente acerca de Fray

A
Bartolomé Carranza, y por la necesidad de coger hasta
los últimos hilos de la trama, dilató Valdés algunos me­
ses el castigo de los verdaderos corifeos del protestantis­
mo castellano, Fray Domingo de Rojas y D. Carlos de
Seso (1).
El segundo auto contra luteranos se celebró en 8 de oc­
tubre del mismo año 1559. A las cinco y media de la ma­
ñana se presentó en la plaza Felipe II, acompañado de
la Princesa D .a Juana y el Príncipe D. Carlos. En su sé­
quito iban el condestable y el almirante de Castilla, el
marqués de Astorga, -el duque de Arcos, el marqués de
Denia, el conde de Berma, el prior de San Juan don
Antonio de Toledo y otros grandes señores, «¡con enco­
miendas y ricas veneras y joyas y botones de diamantes
al cuello» dice un relación del tiempo. El conde de Oro-
pesa tuvo en alto el estoque desnudo delante del rey. Ea
concurrencia de gentes fué todavía mayor que la vez
primera : D. Diego de Simancas, testigo presencial y fi­
dedigno, afirma que pasaron de 200.000 personas las que
hubo en Valladolid aquellos días.
Predicó el sermón D. Juan Manuel, Obispo de Zamo­
ra, y antes de leer los procesos, el Arzobispo Valdés se
acercó al Rey y pronunció la siguiente fórmula de ju ­
ramento, redactada por D. Diego de Simancas : «Siendo
por decretos apostólicos y sacros cánones ordenado que los
Reyes juren de favorecer a la santa fe católica y Religión

(1) [Del proceso] resulta que D. Carlos (el mártir indomable que
los protestantes han medio canonizado), mientras tuvo alguna es­
peranza de salvar la vida, no se cansó de hacer retractaciones y
protestas de catolicismo, haciendo recaer toda la culpa de sus erro­
res en el Arzobispo de Toledo y en los Cazallas. Sólo la noche an­
tes del auto volvió atrás, y se ratificó con pertinacia en sus anti­
guos yerros, escribiendo una confesión de más de dos pliegos de
papel, en que afirma la justificación sin las obras, y se desdice de
haber confesado la existencia del purgatorio «para los que mueren
en gracia de Dios», y acaba con estas palabras : «En sólo J. C. es­
pero ; en sólo él confío... ; voy por el valor de su sangre a gozar
las promesas por él hechas... No quiero morir negando a J. C.»
(Heterodoxos. Tomo IV, página 431.)
Cristiana, ¿V . M. jura por la Santa Cruz, donde tiene su
real diestra en la espada, que dará todo el favor necesario
al Santo Oficio de la Inquisición y a sus ministros contra
los herejes y apóstatas y contra los que les defendieren y
favorecieren, y contra cualquier persona que directa o in­
directamente impidiese los efectos del Santo O ficio; y for­
zará a todos los súbditos y naturales a obedecer y guardar
las constituciones y letras apostólicas, dadas y publicadas
en defensión de la santa fe católica contra los herejes y
contra los que los creyeren, receptaron o favorecieren?»
Felipe II, y después de él todos los circunstantes, prorrum­
pieron unánimos : «Sí juramos»...
De los doce relajados, sólo dos, D. Carlos de Seso y
Juan Sánchez, fueron quemados vivos. El primero, sordo
a toda amonestación, aun tuvo valor para decir cuando le
quitaron la mordaza : «Si yo tuviera salud y tiempo, yo
os mostraría como os vais al infierno todos los que no
hazeis lo que yo hago. Llegue ya ese tormento que me ha­
béis de dan. El segundo, estando medio chamuscado, se
soltó de la argolla y fué saltando de madero en madero,
sin cesar de pedir misericordia. Acudieron los frailes y le
persuadían que se convirtiese. Pero en esto alzó los ojos,
y viendo que D. Carlos se dejaba quemar vivo, se arrepin­
tió de aquel pensamiento de flaqueza, y él mismo se arro­
jó en las llamas.
A Fray Domingo fuéronlo acompañando más de cien
frailes de su orden, amonestándole y predicándole; pero
a todos respondía : «¡ N o, no !» Por último, le hicieron de­
cir que creía en la Santa Iglesia de Roma, y por esto no
le quemaron vivo.
«El cura de Pedrosa —dice Illescas— no imitó en el
morir a su hermano, porque si no se dejó quemar vivo,
más se vió que lo hacía por el temor del fuego que no por
otro buen respeto.»
Con estos dos autos quedó muerto y extinguido el pro­
testantismo en Valladolid. Por Illescas sabemos que en 26
de septiembre de 1568, «se hizo justicia de Deonor Cisne-
ros, mujer del bachiller Herrezuelo, la cual se dejó que­
mar viva, sin que bastase para convencerla diligencia al­
guna de las que con ella se hicieron, que fueron muchas- ••;
pero, al fin, ninguna cosa bastó a mover el corazón de
aquella endurecida mujer.»
A los penitenciados se les destinó una -casa en el barrio
de San Juan, donde permanecían aún con sus sambenitos,
haciendo vida semimonástica, cuando Illescas escribió su
Historia. A D. Juan de Ulloa Pereyra se le absolvió de sus
penitencias en 1564, y al año siguiente, en recompensa de
los buenos servicios que había hecho a la cristiandad en
las galeras de Malta persiguiendo a los piratas argelinos,
y en el ejército de Hungría y Transilvania, le rehabilitó
el Papa en todos sus títulos y dignidades, por Breve de 8
de junio de 1565, sin perjuicio de lo que determinaran el
Gran Maestre de San Juan y la Inquisición de España.
Cipriano de Valera, en el Tratado del Papa y de la
Missa, refiere que el año 1581 un noble caballero de Va-
lladolid, que tenía dos hijas presas, por luteranas y discí-
pulas de Cazalla, en el Santo Oficio, después de tratar en
vano de convertirlas, fué al monte por leña y él mismo en­
cendió la hoguera en que se abrasaron. Tengo por fábu­
la este h ech o; a lo menos no lo encuentro confirmado en
parte alguna, ni constan los nombres, ni en ese año ni en
muchos antes ni después hubo en Vadadolid auto contra
luteranos.
Más razón tuvo Carlos V para decir que la intentona de
Vadadolid era un principio sin fuerzas ni fundamento,
que Cazada para soltar aquella baladronada : «Si esperan
cuatro meses para perseguirnos, fuéramos tantos como ellos,
y si seys, hiziéramos de ellos lo que edos de nos­
otros.» (1)-

(1) Heterodoxos. Tomo IV, páginas 417, 420 a 422, 425 a 428,
429, 433, 434, 436 a 438.
III. - P or la unidad espiritual

1. ILa IfflíjíuisicÉóiía

A l lado de las virtudes de los Santos, de la espada de


los reyes y de la red de los conventos y universidades que
mantenían vivo el espíritu teológico, lidiaba contra la he­
rejía otro poder formidable de que ya es hora hablar, y con
valor y sin reticencias ni ambages.
Dey forzosa del entendimiento humano en estado de
salud es la intolerancia. Impónese la verdad con fuerza
apodíctica a la inteligencia, y todo el que posee o cree po­
seer la verdad, trata de derramarla, de imponerla a los
demás hombres y de apartar las nieblas del error que les
ofusca. Y sucede, por la oculta relación y armonía que Dios
puso entre nuestras facultades, que a esta intolerancia fa­
tal del entendimiento sigue la intolerancia de la voluntad,
y cuando ésta es firme y entera y no se ha extinguido o
marchitado el aliento viril en los pueblos, éstos combaten
por una idea, a la vez que con las armas del razonamiento
y de la lógica, con la espada y con la hoguera.
Da llamada tolerancia es virtud fá c il: digámoslo más
claro, es enfermedad de épocas de escepticismo o de fe
nula. El que nada cree, ni espera en nada, ni se afana y
acongoja por la salvación o perdición de las almas, fácil­
mente puede ser tolerante. Pero tal mansedumbre de ca­
rácter no depende sino de una debilidad o eunuquismo del
entendimiento.
¿Cuándo fué tolerante quien abrazó con firmeza y amor
y convirtió en ideal de su vida, como ahora se dice, un
sistema religioso, político, filosófico y hasta literario ? Di­
cen que la tolerancia es virtud de ahora; respondan de lo
contrario los horrores que cercan siempre a la revolución
moderna. Hasta las turbas demagógicas tienen el fana­
tismo y la intolerancia de la impiedad, porque la duda y el
espíritu escéptico pueden ser un estado patológico más o
menos elegante, pero reducido a escaso número de perso­
nas ; jamás entrarán en el ánimo de las muchedumbres.
Si la naturaleza humana es y ha sido y eternamente
será, por sus condiciones psicológicas, intolerante, ¿ a
quién ha de sorprender y escandalizar la intolerancia es­
pañola aunque se mire la cuestión con el criterio más po­
sitivo y materialista? Enfrente de las matanzas de los
anabaptistas, de las hogueras de Calvino, de Enrique V III
y de Isabel, ¿ qué de extraño tiene que nosotros levantára­
mos las nuestras ? En el siglo X V I todo el mundo creía y
todo el mundo era intolerante.
Pero la cuestión para los católicos es más honda,
aunque parece imposible que tal cuestión exista. El que
admite que la herejía es crimen gravísimo y pecado que
clama al cielo y que compromete la existencia de la so­
ciedad c iv il; el que rechaza el principio de la tolerancia
dogmática, es decir, de la indiferencia entre la verdad y el
error, tiene que aceptar forzosamente la punición espiri­
tual y temporal de los herejes, tiene que aceptar la inqui­
sición. Ante todo, hay que ser lógicos, como a su modo
lo son los incrédulos, que miden todas las doctrinas por el
mismo rasero, e inciertos de su verdad, a ninguna conside­
ran digna de castigo. Pero es hoy frecuente defender la In­
quisición con timidez y de soslayo, con atenuaciones doc­
trinarias, explicándola por el carácter de los tiempos (es
decir, como una barbarie ya pasada), confesando los bie­
nes que produjo (es decir, bendiciendo los frutos y maldi­
ciendo el árbol)... pero nada más. ¿N i cómo habrían de
sufrirlo los oídos de estos tiempos, que, no obstante, oyen
sin escándalo ni sorpresa las leyes de estado de sitio y de
consejo de guerra? ¿Cóm o persuadir a nadie que es ma-


yor delito desgarrar el cuerpo místico de la Iglesia y le­
vantarse contra la primera y capital de las leyes de un
país, su unidad religiosa, que alzar barricadas o partidas
contra tal o cual gobierno constituido?
Desengañémonos : si muchos no comprenden el funda­
mento jurídico de la Inquisición, no es porque él deje de
ser bien claro y llano, sino por el olvido y menosprecio en
que tenemos todas las obras del espíritu, y el ruin y bajo
modo de considerar al hombre y a la sociedad que entre
nosotros prevalece. Para el economista ateo será siempre
mayor criminal el contrabandista que el hereje. ¿Cómo ha­
cer entrar en tales cabezas el espíritu de vida y de fervor
que animaba a la España inquisitorial? ¿Cómo hacerles
entender aquella doctrina de Santo Tomás : «Es más gra­
ve corromper la fe, vida del alma, que alterar el valor
de la moneda con que se provee al sustento del cuerpo?»
Y admírese, sin embargo, la prudencia y misericordia de
la Iglesia, que, conforme al consejo de San Pablo, no ex ­
cluye al hereje de su gremio, sino después de una y otra
amonestación, y ni aun entonces se tiñe sus manos de
sangre, sino que le entrega al poder secular, que también
ha de entender en el castigo de los herejes, so pena de po­
ner en aventura el bien temporal de la república. Desde las
leyes del Código teodosiano hasta ahora, a ningún legisla­
dor se le ocurrió la absurda idea de considerar las here­
jías como meras disputas de teólogos ociosos, que podían
dejarse sin represión ni castigo, porque en nada alteraban
la paz del Estado. Pues qué, ¿hay algún sistema religio­
so que en su organismo y en sus consecuencias ^no se
enlace con cuestiones políticas y sociales? El matrimonio
y la constitución de la familia, el origen de la sociedad y
del poder, ¿no son materias que interesan igualmente al
teólogo, al moralista y al político?» Nunc tua res agitur,
■parios cum próximas ardctn. Nunca se ataca al edificio
religioso sin que tiemble y se cuartee el edificio social.
¡ Qué ajenos estaban de pensar los reyes del siglo X V III,
cuando favorecían el desarrollo de las ideas enciclopedis­
tas y expulsaban a los jesuítas, y atribulaban a la Igle-

É
sia, que la revolución, por ellos neciamente fomentada,
había de hundir sus tronos en el polvo !
Y hay, con todo eso, católico que, aceptando el
principio de la represión de la herejía, maltratan a la In­
quisición española. ¿ Y por qué ? ¿ Por la pena de muerte
impuesta a los herejes? Consignada estaba en nuestros
códigos de la Edad Media, en que dicen que éramos más
tolerantes. A hí está el «Fuero Real», mandando que quien
se torne judio o moro, muera por ello e la muerte de este
fecho atal sea de fuego. Ahí están las «Partidas» (ley II,
líb V I, Part. V II) diciendonos que al hereje predicador
débenlo quemar en fuego, de manera que muera, y no
sólo al predicador, sino al creyente, es decir, al que oiga
y reciba sus enseñanzas.
Imposible parece que nadie haya atacado la Inquisición
por lo que tenía de indagatorio y calificador; y, sin em­
bargo, orador hubo en las Cortes de Cádiz que dijo muy
candidamente que hasta el nombre de Inquisición era
anticonstitucional. Semejante salida haría enternecerse
probablemente a aquellos patricios, que tenían su Códi­
go por la obra más perfecta de la sabiduría humana ;
pero ¿quién no sabe, por ligera idea que tenga del De­
recho canónico, que la Iglesia com o toda sociedad cons­
tituida, aunque no sea constitucional, ha usado y usa
y no puede menos de usar los procedimientos indagato­
rios para descubrir y calificar el delito de herejía ? Hágan­
lo los Obispos, háganlo delegados o tribunales especia­
les, la Inquisición en este sentido, ni ha dejado ni puede
dejar de existir para los que viven en el gremio de la Igle­
sia. Se dirá que los tribunales especiales amenguaban la
autoridad de los Obispos. ¡ Raro entusiasmo episcopal:
venir a reclamar ahora lo que ellos nunca reclamaron !
No soy jurista ni voy a entrar en la cuestión de proce­
dimientos que ya ha sido bien tratada en las apologías
que se han escrito en estos últimos años. N o disputaré si
la Inquisición fué Tribunal exclusivamente religioso, o
tuvo algo de político, com o Hefele y los de su escuela
sostienen. Eclesiástica era en su creencia e inquisidores
apostólicos, y nunca reales, se titularon sus jueces, y en
su fondo, ¿quién dudará que la Inquisición española era
la misma cosa que la Inquisición romana, por el género
de cosas en que entendía, y hasta por el modo de senten­
ciarlas? Si a vueltas de todo esto tomó en los accidentes
un color español muy marcado, es tesis secundaria y no
para discutida en este libro.
¿ Y qué diremos de la famosa opresión de la ciencia es­
pañola por el Santo Tribunal ? Lugar común ha sido tste
de todos los declamadores y liberales y no me he de exten­
der mucho en refutarle, pues ya lo he hecho con exten­
sión en otros trabajos míos (1). Llórente hombre de an­
chísima conciencia histórica y moral, formó un tremendo
catálogo de sabios perseguidos por la Inquisición. Hasta
ciento diez y ocho nombres contiene, incluso los de jan­
senistas y enciclopedistas del siglo X V III...
Quien conozca nuestra literatura de los siglos X V I
y X V II, no habrá dejado de reirse de ese sangriento
martirologio formado por Llórente en que no hay una
solo relajación al brazo secular, ni pena alguna grave, ni
aún cosa que pueda calificarse de proceso formal, como
no sea el del Brócense, ni tampoco nombres que algo sig­
nifiquen, fuera de éste y de los de Luis de la Cadena,
Sigüenza, Las Casas y Céspedes, que están aquí no se
sabe por qué---
Clamen cuanto quieran ociosos retóricos y pinten el
Santo Oficio como un conciábulo de ignorantes y mata­
candelas ; siempre nos dirá a gritos la verdad en libros
mudos, que inquisidor general fué Fr. Diego de Deza,
amparo y refugio de Cristóbal C o ló n ; e inquisidor ge­
neral Cisneros, restaurador de los estudios de Alcalá,
editor de la primera Biblia Políglota y de las obras
de Raimundo Lulio, protector de Nebrija, de Deme­
trio el Cretense, de Juan de Vergara, del Comendador
Griego y de todos los helenistas y latinistas del Rena­
cimiento español; e inquisidores generales D. Alonso

(1) [Vid. La Ciencia Española, segunda edición.]


Manrique, el amigo de Erasmo, y D. Fernando Valdés,
fundador de la Universidad de Oviedo y D. Gaspar de
Quiroga, a quien tanto debió la colección de Concilios y
tanta protección Ambrosio de M orales; e inquisidor don
Bernardo de Sandoval, que tanto honró al sapientísimo
Pedro de Valencia y alivió la no merecida pobreza de
Cervantes y de Vicente Espinel. Y a parte de estos
grandes prelados, ¿quién no recuerda que Eope de Vega
se honró con el título de familiar del Santo Oficio y que
inquisidor fué Rio ja, el melancólico cantor de las flores,
y consultor del Santo Oficio el insigne arqueólogo y poe­
ta Rodrigo Caro, cuyo nombre va unido inseparablemen­
te al suyo por la antigua y falsa atribución de las Rui­
nas? Hasta los ministros inferiores del Tribunal solían
ser hombres doctos en divinas y humanas letras, y hasta
en ciencias exactas. Recuerdo a este propósito que José
Vicente del Olmo, a quien muchos habrán oído mentar
como autor de la relación oficial del auto de fe de 1682,
lo es también de un no vulgar tratado de Geometría es­
peculativa y práctica de planos y sólidos (Valencia, 1671),
y de una Trigonometría con la resolución de los triángulos
planos y esféricos y uso de los senos y logaritmos, que
es (y dicho sea entre paréntesis) una de tantas pruebas
com o pueden alegarse de que no estaban muertos los es­
tudios matemáticos, aun en Ja infelicísima época de Car­
los II, cuando se publicaban libros como la Analysis
Geométrica, de Hugo de Omerique, ensalzada por el mis­
mo Newton.
Pero, ¿cóm o hemos de esperar justicia e imparcialidad
de los que, a trueque de defender sus vanos sistemas,
no tienen reparo en llamar sombrío, déspota, opresor de
toda cultura a Felipe II, que costeó la Políglota de Am-
beres, grandioso monumento de los estudios bíblicos, no
igualada en esplendidez tipográfica por ninguna de las
posteriores, ni por la de Walton, ni por la de Jay ; a Fe­
lipe II, que reunió de todas partes exquisitos códices pa­
ra su Biblioteca de San Lorenzo, y mandó hacer la des­
cripción topográfica de España, y levantar el mapa geo-
désico, que trazó el maestro Esquivel, cuando ni sombra
de tales trabajos poseía ninguna nación del orbe, y for­
mó en su propio palacio una Academia de matemáticas,
dirigida por nuestro arquitecto montañés Juan de H e­
rrera, y promovió y costeó los trabajos geográficos de
Abraham Ortelio, y comisionó a Ambrosio de Morales
para explorar los archivos eclesiásticos, y al botánico
Francisco Hernández para estudiar la fauna y la flora
mejicanas ?
$ He $

No sólo se combate a la Inquisición con retóricas de­


clamaciones contra la intolerancia, con cuadros de tor­
mentos y con empalagosa sensiblería. Hay otra arma, al
parecer de mejor templo ; otro argumento más especioso
para los amantes de la libertad de la ciencia y del pensa­
miento humano emancipado. No se trata ya de hogueras
ni de potros, sino de haber extinguido y aherrojado la ra­
zón con prohibiciones y censuras; de haber matado en
España las ciencias especulativas y las naturales y corta­
do las alas al arte. Todo lo cual se realizó, si hemos de
creer a la incorregible descendencia de los legisladores de
Cádiz, en ciertas listas de proscripción del entendimiento,
llamadas Indices Expurgatorios. Bien puede apostarse do­
ble contra sencillo a que casi ninguno de los que execran
y abominan estos libros, los ha alcanzado a ver, ni aun
de lejos, piorque casi todos son raros, rarísimos, tanto, por
lo menos, como cualquiera de las obras que en ellos se
prohiben o mandan expurgar. Y si no los han visto, me­
nos han podido analizarlos, ni juzgar de su contenido,
ni sentenciar si está o no proscrito en ellos el entendi­
miento humano...
Cien veces lo he leído por mis ojos, y, sin embargo, no
me acabo de convencer de que se acuse a la Inquisición
de haber puesto trabas al movimiento filosófico y haber­
nos aislado de la cultura europea. Abro los Indices y no
encuentro en ellos ningún filósofo de la antigüedad, nin-
gano de la Edad Media, ni cristiano, ni árabe, ni ju­
dío ; veo permitida en términos expresos la Guía de los
que dudan, de Maimónides (regla X I V de las generales),
y en vano busco los nombres de Averroes, de Avempace
y de T o fa il; llego al siglo X V I y hallo que los españoles
podían leer todos los tratados de Pomponazzi, incluso el
que escribió contra la inmortalidad del alma (pues sólo
se les prohíbe el de Incantaiionibus), y podían leer ínte­
gros a casi todos los filósofos del Renacimiento italiano:
a Marsillo Ficipo y a Nizolio, a Campanella, a Telesio
(estos dos con algunas expurgaciones). ¿Qué más? Aun­
que parezca increíble, el nombre de Giordano Bruno no
está en ninguno de nuestro Indices, como no está el de
Galileo (aunque sí en el Indice romano), ni el de Descar­
tes, ni el de Reibnitz, ni, lo que es más peregrino, el de
Tomás Hobbes, ni el de Benito Espinosa ; y sólo para in­
significantes enmiendas el de Baeon. ¿N o nos autoriza
todo esto para decir que es una calumnia y una falsedad
indigna lo de haber cerrado las puertas a las ideas filo­
sóficas que nacían en Europa, cuando si de algo puede
acusarse al Santo Oficio es de descuido en no haber ata­
jado la circulación de libros que bien merecían sus rigo­
res? Se dirá que no pasaban nuestros puertos. Pero, ¿no
están ahí todos los biógrafos de Espinosa para decirnos
que la Etica y el Tratado teológico-político se introducían
en la España de Carlos II, disfrazados con otros títulos?
En vano se nos quiere considerar como una Beocia o
com o una postrera T h u le ; siempre será cierto que tarde
o temprano entraba aquí todo lo que en el mundo tenia
alguna resonancia, y mucho más si eran^ libros escritos
en latín y para sabios, con los cuales fué siempre toleran­
tísimo el Santo Oficio.
Afirmo, pues, sin temor de ser desmentido, que en toda
su larga existencia, y fuese por una causa o por otra, no
condenó nuestro Tribunal de la Fe una sola obra filosó­
fica de mérito o de notoriedad verdadera, ni de extranje­
ros ni de españoles... _
Pues aíin es mayor falsedad y calumnia mas notoria lo
que se dice de las ciencias exactas, físicas y naturales. Ni
la Inquisición persiguió a ninguno de sus cultivadores,
ni prohibió jamás una sola línea de Copérnico, Galileo y
Newtou. A los Indices me remito. ¿ Y qué mucho que así
fuera, cuando en 1594 todo un consejero de la Inquisi­
ción (que luego llegó a inquisidor general), D. Juan de
Zúñiga, visitó por comisión regia y apostólica los Estu­
dios de Salamanca, y planteó en ellos toda una Facultad
de ciencias matemáticas (como no la poseía entonces nin­
guna otra Universidad de Europa), ordenando que en as­
tronomía se leyese com o texto el libro de Copérnico?
En letras humanas aún fué mayor la tolerancia. Cierto
que constan en el Indice los nombres de muchos filólogos
alemanes y franceses, unos protestantes y otros sospecho­
sos de herejía, v. gr. : Erasmo, Joaquín Carnerario, Sca-
lígero, Herieo Stéphano, Gaspar Barthio, Meursio y Vos-
sio ; pero, bien examinado todo, redúcese a prohibir algún
tratado o a expurgaciones o a que se ponga la nota de duc­
tor damnatus al comienzo de los ejemplares.
¿ Y qué influjo maléfico pudo ejercer el Indice en nues­
tra literatura nacional ? ¡ Cuán pocas de nuestras obras
clásicas figuran en é l!...
Compárese [todo ello] con la riqueza total y se verá cuán
poco monta. Más adelante, y a excepción de algunos au­
tos sacramentales y comedias devotas, en que lo delicado
de la materia exigía más rigor, dejóse a nuestros ingenios
lozanear libremente y a sus anchas por el campo de la ins­
piración dramática. Y lo mismo a los líricos, con la úni­
ca excepción importante de Cristóbal de Castillejo, en
cuyo Diálogo de las condiciones de las mujeres se mandó
borrar el trozo de las monjas. ¿ Y quién encadenó la fanta­
sía de nuestros noveladores y satíricos? ¿H ubo nunca in­
genio más audaz y aventurero que el de D. Francisco de
Quevedo? Pues bien ; el Santo Tribunal despreció todas
las denuncias de sus émulos, y dió el pase a sus rasgos
festivos cuando él los pulió, aderezó e imprimió por sí
mismo, reprobando las ediciones incompletas y mendosas
que mercaderes rapaces habían hecho fuera de estos reinos.
Es caso, no sólo de amor patrio, sino de conciencia his­
tórica, el de deshacer esa leyenda progresista, brutalmente
iniciada por los legisladores de Cádiz, que nos pintan co ­
mo un pueblo de bárbaros, en que ni ciencia ni arte pudo
surgir, porque todo lo ahogaba el humo de las hogueras
inquisitoriales. Necesaria era toda la crasa ignorancia de
las cosas españolas, en que satisfechos vivían los torpes
remedadores de las muecas de Voltaire, para que en un do­
cumento oficial, en el dictamen de abolición del Santo
Oficio, redactado (según es fama) por Muñoz Torrero, se
estampasen estas palabras, padrón eterno de vergüenza
para sus autores y para la grey liberal, que las hizo su­
yas, y todavía las repite en c o r o : «Cesó de escribirse en
España desde que se estableció la Inquisición».
¡ Desde que se estableció la Inquisición, es decir, desde
los últimos años del siglo X V ! ¿ Y no sabían esos men­
guados retóricos, de cuyas desdichadas manos iba a salir
la España nueva, que en el siglo X V I, inquisitorial por
excelencia, España dominó a Europa, aún más por el pen­
samiento que por la acción, y no hubo ciencia ni discipli­
na en que no marcase su garra ?...
Ea Inquisición no ponía obstáculos, ¿ qué digo ?, daba
alas a todo esto, y hasta consentía que se publicasen libros
de política llenos de las más audaces doctrinas, no sólo la
de la soberanía popular, sino hasta la del tiranicidio, aquí
nada peligroso, porque no entraba en la cabeza de ningún
español de entonces que el poder real fuese tiránico, y
siempre entendía que se trataba de los tiranos populares
de la Grecia antigua.
Como a nadie se le ocurría entonces tampoco que los
estudios clásicos fueran semilla de perversidad moral, bri­
llaban éstos con inusitado esplendor, com o nunca han
vuelto a florecer en nuestros suelo...
Más pobres fuimos en ciencias exactas y naturales; pero
no ciertamente por culpa de la Inquisición, que nunca se
metió con ellas, ni tanto, que no podamos citar con orgullo
nombres de cosmógrafos como Pedro de Medina, autor
quizá del primer Arte de Navegar, traducido e imitado por
los ingleses aún a principios del siglo X V I I ; como Martín
Cortés, que imaginó la teoría del polo magnético, distin­
to del polo del mundo, para explicar las variaciones de la
brújula; como Alfonso de Santa Cruz, inventor de las car­
tas esféricas o reducidas; de geómetras, com o Pedro Juan
Núñez que inventó el nonius y resolvió el problema de
la menor duración del crepúsculo; de astrónomos, como
D. Juan de Rojas- el inventor de un nuevo planisferio ; de
botánicos, como A costa, García de Orta y Francisco Her­
nández, que tanto ilustraron la flora del Nuevo Mundo y
de la India oriental; de metalurgistas, como Bernal Pérez
de Vargas, Alvaro Alonso Barba y Bustamante; de escri­
tores de arte militar, como Collado, Alava, Rojas y Fi-
rrufino, norma y guía de los mejores de su tiempo en
Europa.
Y sin embargo, ¡ cesó de escribirse desde que se estable­
ció la Inquisición ! ¿Cesó de escribirse, cuando llegaba a
su apogeo nuestra literatura clásica que posee un teatro
superior en fecundidad y en riquezas de invención a todos
los del mundo ; un lírico, a quien nadie iguala en sencillez,
sobriedad y grandeza de inspiración entre los líricos mo­
dernos, único poeta del Renacimiento, que alcanzó la
unión de la forma antigua y el espíritu n u evo; un nove­
lista, que será ejemplar y dechado eterno1 de naturalismo
sano y potente; una escuela mística, en quien la lengua
castellana parece lengrua de ángeles? ¿Qué más, si hasta
los desperdicios de los gigantes de la decadencia, de Gon-
gora, de Quevedo o de Baltasar Gracián, valen más que
todo ese siglo X V I I I que tan neciamente los menospre­
ciaba ?
Nunca se escribió más y mejor en España que en esos
dos siglos de oro de la Inquisición. Que esto no lo supie­
ran los constituyentes de Cádiz, ni lo sepan sus hijos y sus
nietos, tampoco es de admirar, porque unos y otros han
hecho vanagloria de no pensar, ni sentir, ni hablar en
castellano. ¿Para qué han de leer nuestros libros? Más
cómodo es negar su existencia.
[Muy luego] veremos cómo se desmoronó piedra a piedra
este hermoso edificio de la España antigua, y cómo fué
olvidando su religión y su lengua, y su ciencia y su arte,
y cuanto la había hecho sabia, poderosa y temida en el
mundo, a la vez que conservaba todo lo malo de la Es­
paña antigua, y cómo a fuerza de oirse llamar bárbara aca­
bó^ por creerlo. ¡ Y entonces sí que fué de veras el ludi­
brio de las gentes, como pueblo sin tradición y sin asiento,
esclavo de vanidades personales y torpe remedador de lo
que no entendía más que a medias ! (1 ).

2 . T am b ién . E u r o p a en cen ílía E o|n eras


( Í I m e s p a ñ o l m u e r t o en G i n e b r a )

Habían llegado a la colina de Champel, al Campo del


I erdugo, que aún conserva su nombre antiguo, y domina
las encantadas riberas del lago de Ginebra, cerradas en in­
menso anfiteatro por la cadena del Jura. En aquel lugar,
uno de los más hermosos de la tierra, iban a cerrarse los
ojos de Migoiel Servet. Allí había una columna, hincada
profundamente en el suelo, y en torno muchos haces de
leña verde todavía, como si hubieran querido sus verdu­
gos hacer más lenta y dolorosa la agonía del desdichado.
¿Cuál es tu última voluntad?» — le preguntó Farel— .
«¿Tienes mujer o hijos?» El reo movió desdeñosamente la
cabeza. Entonces el ministro ginebrino dirigió al pueblo
estas palabras. «Ya véis cuán gran poder ejerce Satanás
sobre las almas de que toma posesión. Este hombre es un
sabio, y pensó, sin duda, enseñar la verdad ; pero cayó en
poder del demonio, que ya no le soltará. Tened cuidado
que no os salceda a vosotros lo mismo.»
Era mediodía. Servet yacía con la cara en el polvo, lan­
zando espantosos aullidos. Después se arrollidó, pidió a los1

(1) Heterodoxos, Tomo V, páginas 399 a 405, 408, 410, 411, 412,
426, 428 a 430, 432, 434 a 436.
circunstantes que rogasen a Dios por él, y sordo a las úl­
timas exhortaciones de Farel, se puso en manos del ver-
dugo, que le amarró a la picota con cuatro o cinco vueltas
de cuerda y una cadena de hierro, le puso en la cabeza una
corona de paja untada de azufre, y al lado un ejemplar del
Christianismi Restitutio. En seguida, con una tea prendió
fuego en los haces de leña, y la llama comenzó a levantar­
se y envolver a Servet, Pero la leña, húmeda por el rocío
de^ aquella mañana, ardía mal, y se había levantado ade­
más un impetuoso viento, que apartaba de aquella direc­
ción las llamas. El suplicio fué horrible : duró dos horas,
y por largo espacio oyeron los circunstantes estos desga-
nadores giitos de Servet: «¡ Infeliz de mí ! ¿Por qué no
acabo de morir ? Das doscientas coronas de oro y el collar
que me robasteis, ¿ no os bastaban para comprar la leña
necesaria para consumirme ? ¡ Eterno Dios, recibe mi alma !
¡ Jesucristo, hijo de Dios eterno, ten compasión de m i !»
Algunos de los que le oían, movidos a compasión, echa­
ron a la hoguera leña seca, para abreviar su martirio. A l
cabo no quedó de Miguel Servet y de su libro más que un
montón de cenizas, que fueron esparcidas por el viento,
i Digna victoria de la libertad cristiana, de la tolerancia y
del libre exam en !
Da Reforma entera empapó sus manos en aquella san­
gre ; todos se hicieron cómplices y solidarios del crim en;
todos, hasta el dulce Melanchton, que felicitaba a Calvino
por el santo y memorable ejemplo que con esta ejecución
había dado a las generaciones venideras, y añadía : «Soy
enteramente de tu opinión, y creo que vuestros magistra­
dos han obrado conforme a razón y justicia, haciendo mo­
rir a ese blasfemo». (Pium et memorabile ad omnen poste-
ritatem exemplum ! Aquella iniquidad no es exclusiva de
Calvino (diremos con el pastor protestante Tollin, a quien
la fuerza de la verdad arranca esta confesión preciosa) : es
de todo el protestantismo, es un fruto natural e inevitable
del protestantismo de entonces. No es Calvino el culpable :
es toda la Reforma.
Alguna voz se levantó, sin embargo, a turbar esta armo­

fe
nía, y Calvino juzgó conveniente justificarse en un trata­
do que publicó simultáneamente en francés y en latín el
año siguiente de 1554, con los títulos de Déclaration pour
maintenir la xraye foi y Defensio orthodoxae fidei de sa­
cra Trinitate contra prodigiosos errores Michaelis Serveti,
en que defiende sin ambages la tesis de que al hereje debe
imponérsele la pena capital, y procura confirmarlo con tex­
tos de la Escritura y sentencias de los Padres, con la le­
gislación hebrea y el Código de Justiniano ; y enmedio de
, impugnar, no sin acierto y severidad teológica, los yerros
antitrinitarios de Servet, prorrumpe contra él en las más
soeces diatribas (cliien, meschant, etc.), intolerables siem­
pre tratándose de un muerto, y más en boca de su mata­
dor, y más a sangre fría ; y se deleita con fruición salvaje
en describir los últimos momentos de su víctima. N o re­
cuerdo en la historia ejemplo de mayor barbarie, de más
feroz encarnizamiento y pequeñez de alma (1 ).

(1) Heterodoxos. Tomo IV, páginas 376 a 378.


EN LA P EN D IE N T E DE LA
R E V OL U CI Ó N

Biblioteca Nacional de España


S,-Aíá.veiaiatiieiaio <áe la Casa de Borlión

Tremendos días fueron aquellos de la segunda mitad


del siglo decimoséptimo en que la integridad peninsular
sufrió tan rudo quebranto, y aún fué mayor el amago
que la catástrofe, con ser ésta tan formidable; pero te­
nían los hombres de aquella era algo que en las tribu­
laciones presentes se echa de menos, algo que no es re­
signación fatalista, ni apocada y vil tristeza, ni rencor
negro y tenebroso contra la propia casta, com o si pre­
tendiéramos librarnos de grave peso, echando sobre las
honradas frentes de nuestros mayores los vituperios que
sólo nosotros merecemos. Era la humildad cristiana que,
abatiendo al hombre delante de Dios, le ensalza y mag­
nifica y robustece delante de los hombres y le hace in­
accesible a los golpes de próspera y adversa fortuna. Era
el acatamiento hondo y sencillo de la Potestad suprema,
que manda sobre los pueblos el triunfo o la derrota, la
grandeza y el infortunio, el perdón o el castigo. Era el
espíritu de caridad, que, no por derramarse sobre todas
las criaturas humanas, deja de tener su hogar predilec­
to allí donde arde inextinguible y pura la llama de la
patria, dos veces digna del amor de sus h ijo s : por gran­
de y por infeliz.
Y así, en medio de los varios trances de la fortuna
bélica, en medio de los grandes desastres que anubla­
ron los postreros años del reinado de Felipe IV y el
largo e infelicísimo de su vastago desventurado, aquella
generación que llamamos decadente, y que lo era sin
duda en el concepto económico y político, todavía con-
servaba intensa, viva y apacible la luz del ideal evangé­
lico, y con ser iguales todos los atributos de Dios, to­
davía gustaba más de especular en su misericordia que
en su justicia. Da solemne tristeza de la edad madura y
el desengaño de las vanidades heroicas no eran entonces
turbión de granizo que desolase el alma, sino capa de
nieve purificadora, bajo la cual yacían las esperanzas de
nueva primavera en la tierra, de primavera inmortal en
los cielos. Esa edad tuvo a Calderón por su poeta, y tuvo
por sus pintores a Murillo y al autor del pasmoso lienzo
de la Sacra Forma.
Y así como de Sócrates dijeron por el mayor elogio
los antiguos que había hecho bajar la filosofía a las man­
siones de los hombres, así del arte español dramático y
pictórico del siglo X V I I podemos decir, salvando todos
los respetos debidos a los grandes teólogos y apologistas,
que puso al alcance de la muchedumbre lo más práctico
y asequible, lo más afectivo y profundo de la literatura
ascética, y sentó a la Teología en el hogar del menes­
tral, y abrió al más cuitado la visión espléndida de los
cie lo s: rompientes de gloria y apoteosis, sombras pre­
ñadas de luz, formas angélicas, tan divinas con ser tan
humanas, tan castas con ser tan bellas: y todo ello para
espiritual recreación de cuatro demacrados ascetas que
parecen hechos de raíces de árboles, con el burdo sayal
pegado a las carnes, y la mirada fija, ardiente, luminosa
de quien nada puede contemplar en la tierra que iguale
a los éxtasis anticipados del cielo ( 1 ).

Como no escribo la historia de los hechos políticos o


militares, sino de las revoluciones religiosas, fácilmen­
te puedo pasar en silencio la guerra de Sucesión de Es­
paña. Y en verdad que me huelgo de ello, pues no es
ciertamente agradable ocupación para quien quiera que

(1) Discurso leído por D. M. Menéndez y Pelayo, presidente de


la subcomisión del Certamen Eucarístico, en la Fiesta Literaria del
2G de junio de 1911. (Madrid, 1911, págs. 18 a 20.)

á
tenga sangre española en las venas, penetrar en el os­
curo y tenebroso laberinto de las intrigas que se agita­
ron en torno al lecho de muerte de Carlos II, y ver a
nuestra nación sin armas, sin tesoros ni grandeza, codi­
ciada y vilipendiada a un tiempo mismo por los extra­
ños ; repartida de antemano y como país de conquista,
en tratados de alianza, violación abominable del derecho
de gentes, y luego sometida a vergonzosa tutela, satéli­
te humilde de la Francia, para servir siempre vencedora
o vencida, y perder sus mejores posesiones de Europa
por el Tratado de Utrecht, en que inicuamente se la sa­
crificó a los intereses de sus aliados, y perder hasta los
últimos restos de sus sagradas libertades provinciales y
municipales, sepultadas bajo los escombros humeantes
de la heroica Barcelona. Siempre será digna de alabanza
la generosa devoción y el fervor desinteresado con que
los pueblos castellanos defendieron la nueva dinastía y
por ella derramaron, no sin gloria, su sangre en Alman-
sa, en Villaviciosa y en Brihuega; pero por tristes que
hubiesen sido los últimos tiempos de Carlos II, casi es­
toy por decir que hubieron de tener razón para echarlos
de menos los que en el primer reinado de Felipe V vie­
ron a nuestros ejércitos desalojar, uno tras otro, los pre­
sidios y fortalezas de Milán, de Ñapóles, de Sicilia y de
los Países Bajos, y vieron, sobre todo, con lágrimas de
indignación y de vergüenza, flotar en Menorca y en Gi-
braltar el pabellón de Inglaterra. ¡ Jamás vinieron sobre
nuestra raza mayores afrentas ! Generales extranjeros guia­
ban siempre nuestros ejércitos, y una plaga de aventu­
reros, arbitristas, abates, cortesanas y lacayos franceses,
irlandeses e italianos caían sobre España como nube de
langosta para acabarnos de saquear y empobrecer, en son
de reformar nuestra Hacienda y de civilizarnos. A cam­
bio de un poco de bienestar material, que sólo se al­
canzó después de tres reinados, ¡ cuánto padecieron con
la nueva dinastía el carácter y la dignidad nacionales !
¡ Cuánto la lengua ! ¡ Cuánto la genuina cultura españo­
la, la tradición del saber de nuestros padres! ¡Cuánto
su vieja libertad cristiana, ahogada por la centralización
administrativa ! ¡ Cuánto la misma Iglesia, herida 'de sos­
layo, pero a mansalva, por un rastrero galicanismo y
por el regalismo de serviles leguleyos que, en nombre
del Rey, iban despejando los caminos de la revolución!
Ha sospechado alguien que las tropas aliadas, inglesas,
alemanas y holandesas, que infestaron la península du­
rante la guerra de Sucesión, pudieron dejar aquí semi­
llas de protestantismo. Pero el hecho no es probable, así
porque los resultados no lo confirman, como por haber
sido corto el tiempo de la guerra para que una soldades­
ca brutal, y odiada hasta por los partidarios del archi­
duque, pudiera influir poco ni mucho en daño de la
arraigada piedad del pueblo español. A l contrario, uno
de los motivos que más decidieron a los castellanos en
pro de Felipe V , fuá la virtuosa indignación que en sus
ánimos produjeron los atropellos y profanaciones come­
tidos por los herejes del Norte contra las personas y co ­
sas eclesiásticas. Nada contribuyó a levantar tantos bra­
zos contra los aliados, como el saqueo de las iglesias, el
robo de las imágenes y vasos sagrados, y las violaciones
de las monjas, cometidas en el Puerto de Santa María,
por las gentes del Príncipe de Darmstadt, de sir Jorge
Rooke y del almirante Allemond, en 1702.
T an poderoso era aún el espíritu católico en nuestro pue­
blo, que aquellos inauditos desmanes bastaron para le­
vantar en armas a los pueblos de Andalucía, con tal una­
nimidad de entusiasmo, que hizo reembarcarse precipi­
tadamente a los aliados. No fué, sin embargo, bastante
medicina este escarmiento, y en libros y papeles del tiem­
po vive la memoria de otros sacrilegios cometidos por
tropas inglesas en los obispados de Sigüenza, Cuenca,
Osma y Toledo durante la campaña de 1706. Así se com­
prende que legiones enteras de clérigos lidiasen con­
tra las huestes del Pretendiente, y que entre los mas fer­
vorosos partidarios de Felipe V , y entre los que le ofre­
cieron mayores auxilios, tanto de armas, como de dinero,
figurasen los Obispos de Córdoba, Murcia y larazona.

á
Con todo eso, también la Iglesia fué atropellada en sus
inmunidades por los servidores del duque de Anjou. Ya
en las instrucciones de Iyuis X I V a su embajador el con­
de de Marsin (instrucciones dadas como para un país
conquistado, y que no se pueden recordar sin vergüenza),
decíase que «las iglesias de España poseían inmensas ri­
quezas en oro y plata labrada, y que éstas riquezas se
acrecentaban cada día por la devoción del pueblo y el
buen crédito de los religiosos; por lo cual, en la actual
penuria de moneda, debía obligarse al clero a vender sus
metales labrados». N o fué sordo a tales insinuaciones el
hacendista Orry, hechura de la princesa de los Ursinos,
hombre despejado y mañoso, pero tan adulador de los
grandes como insolente y despótico con los pequeños, y
además ignorante, de todo en todo, de las costumbres
del país que pretendía reformar. El clamoreo contra los
proyectos económicos de Orry fué espantoso y suficien­
te para anularlos en lo relativo a bienes eclesiásticos. Ni
ha de creerse nacida tal oposición de sórdido interés,
pues prelados hubo entre los que más enérgicamente pro­
testaron contra aquellos conatos de desamortización, que
se apresuraron al mismo tiempo a levantar, equipar y
sostener regimientos a su costa, y otros que, como el
Arzobispo de Sevilla, D. Manuel Arias, hicieron acuñar
su propia vajilla y la entregaron al Rey para las necesi­
dades de la guerra.
Mejor que sus deslumbrados consejeros entendió al­
guna vez Felipe V (con ser príncipe joven, valetudinario
y de cortos alcances) la grandeza y el espíritu del pueblo
que iba a regir. En circunstancias solemnes y desespera­
das, el año 1709, cuando las armas de Francia y España
iban en todas partes de vencida, y el mismo Ruis X I V
pensaba en abandonar a su nieto, dió éste un generoso
manifiesto en que se confiaba a la lealtad de los españo­
les, y ofrecía derramar por ellos hasta la última gota de
su sangre, «unido de corazón con sus pueblos por los
lazos de caridad cristiana, sincera y recíproca, invocando
fervorosa y continuamente a Dios y a la vSantísima Yirgen
María, abogada y patrona especial de estos reinos, para
abatir el orgullo impío de los temerarios, que se apropian
el derecho de dividir los imperios contra las leyes de la
justicia».
Dios consintió, sin embargo, que el imperio se dividie­
se y que hasta territorios de la Península, como Gibral-
tar, quedasen perdidos para España y para el Catolicis­
mo. Dice el marqués de San Felipe que ésta fué la pri­
mera piedra que cayó de la española monarquía, «chica,
pero no de poca consecuencia», y nosotros podemos aña­
dir que fué la primera tierra ibera en que libremente
imperó la herejía, ofreciendo fácil refugio a todos los di­
sidentes de la Península de los siglos X V I I I y X I X , y
centro estratégico a todas las operaciones de la propagan­
da anglo-protestante.
Sólo muy tarde, en 1782, recobramos definitivamente
el otro jirón arrebatado por los ingleses en aquella gue­
rra : la isla de Menorca. Por el artículo 11 del Tratado
de Utrecht en que, haciendo de la necesidad virtud, re­
conocimos aquella afrentosa pérdida, se estipulaba que
«a todos los habitantes de aquella isla, así eclesiásticos
com o seglares, se les permitiría el libre ejercicio del cul­
to católico, y que para la conservación de éste en aquella
isla se emplearían todos los medios que no pareciesen
enteramente contrarios a las leyes inglesas». Do mismo
prometió en nombre de la Reina Ana a los jurados de
Menorca el duque de Argyle, que llevó en 1712 plenos
poderes para arreglar la administración de la isla. Con
todo, estas promesas no se cum plieron; y no sólo se
atropelló el fuero eclesiástico, persiguiendo y encarcelan­
do a los clérigos que se mantenían fieles a la obediencia
del Obispo de Mallorca, sino que se trató por todas ma­
neras de suprimir el culto católico e implantar el angli­
cano : todo para asegurar la más quieta posesión de la
isla. Sobre todo, desde 1748, durante el gobierno de Bla-
keney en Mahón, se trató de enviar ministros y predica­
dores, de fundar escuelas catequistas, de repartir Biblias
y de hacer prosélitos «por medio de algunas caridades a
familias necesitadas». En ciertas instrucciones impresas,
que por entonces circularon, se recomienda «el convi­
dar y rogar de tiempo en tiempo a los menorquines,
sobre todo a los que supiesen inglés, que fueran a oír las
exhortaciones de los pastores anglicanos», así como el ha­
cer rigurosa inquisición de las costumbres de los sacer­
dotes católicos y mermar sus rentas, si es que no se les
podía atraer con donaciones y mercedes. N o faltaron pro­
testantes fanáticos que, con mengua del derecho de gen­
tes, propusieran educar a los niños menorquines fuera de
su isla. Y hubo entre los generales gobernadores de la
isla, un M. Kane, que con militar despotismo, y saltan­
do por leyes y tratados, expulsó (en virtud de una or­
denanza de 2 2 artículos) a los sacerdotes extranjeros, su­
primió la jurisdicción del Obispo de Menorca, y hasta
prohibió la toma de órdenes y los estudios de Seminario,
arreglando como Pontífice Máximo la iglesia en aquella
isla. Con tan desaforados procedimientos no es maravilla
que aquellos buenos insulares aborreciesen de muerte el
nombre inglés, y acogieran locos de entusiasmo las dos
expediciones libertadoras del mariscal de Richelieu y del
duque de Crillon. Eas tropas francesas del primero deja­
ron también en su breve ocupación (si hemos de creer al
doctor Pons) gérmenes de lujo y vanidad, y aún de ideas
enciclopedistas, que p,or entonces ya levantaban la ca­
beza (1 ).

(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas 33 a 38.


Biblioteca Nacional de España
I I . - Primearas aaoíicias «le la s
Soeledtaeles secretas

Por los días de Fernando V I empezó a hablarse con


terror y misterio de cierta Congregación tenebrosa, a la
cual de aquí en adelante vamos a encontrar mezclada
en casi todos los desórdenes antirreligiosos y políticos
que han dividido y ensangrentado a España. Tiene algo
de pueril exagerar su influencia, mayor en otros días
que ahora cuando la han destronado y dejado a la som­
bra, com o institución atrasada, pedantesca y añeja, otras
sociedades más radicales, menos ceremoniosas y más
paladinamente agitadoras : pero rayaría en lo ridículo
(además de ser escepticismo pernicioso) el negar, no ya
su existencia, comprobada por mil documentos y testi­
monios personales, sino su insólito y misterioso poder y
sus hondas ramificaciones.
Hablo de la francmasonería, que pudiéramos llamar la
flor de las sociedades secretas. De sus orígenes hablare­
mos poco. En materia tan ocasionada a fábulas y con­
sejas es preciso ir con tiento y no afirmar sino lo que
está documentalmente probado con toda la nimia severi­
dad que la historia exige en sus partidas y quitanzas. Si
de lo que pasa a nuestros ojos y en actos oficiales cons­
ta, no tenemos a veces la seguridad apetecible, ¿ cómo he­
mos de saber con seguridad lo que medrosamente se oculta
en las tinieblas ? Das Sociedades secretas son muy viejas en
el mundo. Todo el que obra mal y con dañados fines se
esconde : desde el bandido y el monedero falso y el re­
volvedor de pueblos, hasta el .hierofante y el sacerdote
de falsas divinidades que quiere, por el prestigio del te­
rror, y de los ritos nefandos y de las iniciaciones arca­
nas, iludir a la muchedumbre y fanatizar a los adeptos.
De aquí que lo que llamamos logias y llamaban nuestros
mayores cofradías y monipodios, existan en el mundo des­
de que bay malvados y charlatanes; es decir, desde los
tiempos prehistóricos. La credulidad humana y el desor­
denado afán de lo maravilloso es tal, que nunca faltará
quien la explote y convierta a la mitad de nuestro linaje
en mísero rebaño, privándola del propio querer y del
propio entender.
Pero la francmasonería no es más que una rama del
árbol y deben relegarse a la novela fantástica sus co­
nexiones con los sacerdotes egipcios y los misterios
eleusinos, y las cavernas de Adonirán, y la inulta y
truculenta muerte del arquitecto fenicio que levantó el
templo de Salomón. Y asimismo debe librarse de toda
complicidad en tales farándulas a los pobres alquimis­
tas de la Edad Media, que al fin eran codiciosos, pero
no herejes, y con mucha más razón a los arquitectos,
aparejadores y albañiles de las catedrales góticas, en
cuyas piedras ha visto alguien signos masónicos, don­
de los profanos vemos sólo símbolos de gremio, o bien
un modo abreviado y gráfico de llevar las cuentas de la
obra, muy natural en artífices que apenas sabían leer;
de igual suerte que las representaciones satíricas no de­
nuncian hostilidad a las creencias en cuyo honor se edi­
fica el templo, sino las más veces intención alegórica, en
ocasiones cristiana y hasta edificante, y cuando más,
desenfado festivo, en que la mano ha ido más lejos que
el propósito del artista, harto descuidado de que ojos im­
píos habían de contemplar sus creaciones y calumniar sus
pensamientos.
[E s cosa sabida] que los Priscilianistas, los Albrgenses,
los Alumbrados y muchas otras sectas, de las que en
varios tiempos han trabajado nuestro suelo, se congie-
gaban secretamente y con fórmulas y ceremonias de mu­
cho pavor. Pero todo esto había desaparecido en el si­
glo X V III, y la francmasonería de que vamos a hablar,
es una importación extranjera. Bien claro lo dicen las
primeras circunstancias de su aparición y lo poco y con­
fuso que sabían de ella sus impugnadores.
Del fárrago de libros estrafalarios que, en son de his­
toriar la masonería han escrito Clavel, Ragón y muchos
más, sólo sacamos en limpio los profanos que el culto
del grande arquitecto del universo (G. A . D. U .), culto
que quieren emparentar con los sueldos matemáticos de
la escuela de Pitágoras y con la cabala judaica, y hasta
con la relajación de los Templarios, se difundió desde
Inglaterra (sin que esto sea afirmar que naciese allí) en
los primeros años del siglo X V III ...
Dícese, sin ninguna prueba, que en 1726 se estableció
la primera logia en Gibraltar, y en 1727 otra en Madrid,
cuyo taller estaba en la calle Ancha de San Bernardo.
Ya en abril de 1738 había condenado Clemente X II,
por la Bula In Eminenti, las Congregaciones masónicas,
y arreciando el peligro, renovó la condenación Benedic­
to X I V en 18 de mayo de 1751. Afirma Clórente que en
1740 dió Felipe V severísima pragmática contra ellos,a
consecuencia de la cual fueron muchos condenados a ga­
leras ; pero de tal pragmática no hay rastro, ni alude a
ella la de 1751, primer documento legal y auténtico en
la materia.
El padre Rábago, confesor de Fernando V I, fué de
los primeros que fijaron la atención en ella, y expuso
sus temores en un Memorial dirigido al Rey. «Este ne­
gocio de los francmasones (decía) no es cosa de burla o
bagatela, sino de gravísima importancia... Casi todas las
herejías han comenzado por juntas y conventículos se­
cretos». Y aconsejaba al Rey que publicase un edicto,
vedando, so graves penas, tales reuniones, y destituyen­
do de su empleo a todo militar o marino que en ellas se
hubiese alistado, y tratándolos como reos de fe, por vía
inquisitorial. «Eo bueno y honesto no se esconde entre
sombras, y sólo las malas obras huyen de la luz». Y ter­
minaba diciendo que aunque no llegasen a cuatro millo-
lies los francmasones esparcidos por Europa, como la voz
pública aseveraba, por lo menos sería medio millón, la
mayor parte gente noble, muchos militares, adeístas casi
todos, hombres sin más religión que su interés y liberti­
naje)), por lo cual era de temer, en concepto del jesuíta
montañés, que aspirasen nada menos que a la conquista
de Europa, acaudillados por el Rey Federico de Prusia.
«Debajo de esas apariencias ridiculas se oculta tanto fue­
go, que puede, cuando reviente, abrasar a Europa y tras­
tornar la religión y el Estado».
A l Rey le hicieron fuerza estas razones, y en 2 de julio
de 1751, expidió desde Aran juez un decreto contra la
invención de los francmasones..., prohibida por la San­
ta Sede debajo de excomunión, encargando especial vi­
gilancia a los capitanes generales, gobernadores de pla­
zas, jefes militares e intendentes del Ejército y de la
Armada.
El único español que por entonces parece haber teni­
do cabal noticia de las tramas masónicas, es un francis­
cano llamado Fray José Torrubia (cronista general de
su Orden), no porque se hubiera hecho iniciar en una
logia, com o han fantaseado alguno de los adeptos, sino
porque había viajado mucho por Francia e Italia, y leí­
do los dos o tres rituales hasta entonces impresos de la
secta. Ciento veintinueve son las logias que supone de­
rramadas por Europa, pero de España dice expresamente
que había pocas, y que el mayor peligro estaba en nues­
tras colonias, especialmente en las del Asia, por el trato
de ingleses y holandeses.
Como quiera, el P. Torrubia juzgó conveniente di­
fundir, a manera de antídoto, un libro rotulado. Cen­
tinela contra francmasones. Discursos sobre su origen,
instituto, secreto y juramento. Descúbrese la cifra con
que se escriben y las acciones, señas y palabras con que
se conocen. Para impugnarlos trascribe literalmente, tra­
ducida por él del italiano al castellano, una Pastoral de
monseñor Justiniani, Obispo de Vintimilla.
También el P. Feijóo, en la carta 16.a, tomo III 'de
las ((Cartas eruditas», habló de los francmasones,
a verdad, no con tanto aplomo y conocimiento de

tradictonos y extremados los cargos que se hacen a los


muratores (como él dice, italianizando el nombre), y se
íesiste a creer qu e: «tengan por buenas todas las sectas
y religiones que desprecien las leyes de la Iglesia, que
se dejen morir sm Sacramentos, y que se liguen con ju­
ramentos execrables». Estas dudas del P. Feijóo bastaron
para que el abate Marchena, aventurero estrafalario y
masón muy conocido en todas Jas logias de Europa, im­
primiese malignamente (en sus Lecciones de filosofía mo­
ral y elocuencia) un pedazo del discurso de Feijóo, como
si fuera defensa de las sociedades secretas, de la 'misma
manera que reprodujo, mutilados, desfigurados y sacados
e su lugar, otros pedazos del Teatro Crítico (nada nota­
bles por el estilo, ni dignos de figurar en una colección
clasica), sólo para arrearlos con los vistosos títulos de Fá­
bula de las tradiciones populares acerca de la Religión ;
Prueba de que el Ateísmo no es opuesto a la hombría de
bien ; Odio engendrado por la diversidad de religiones,
etc., dándose el caso de ser enteramente distinta la mate­
ria del discurso, de lo que el rótulo anuncia.
Cuenta Hervás y Panduro en su libro de las Causas de
la revolución francesa, que el año 1748 se descubrió en
una logia de Viena, sorprendida por los agentes de aquel
Gobierno, un manuscrito titulado Antorcha resplande-
cíente, donde había un registro de las Sociedades extran­
jeras, entre ellas la de Cádiz, con 800 afiliados; de todo
lo cual dió nuestro embajador cuenta a Fernanado V I.
Eos procesos por tal motivo son rarísimos... ( 1 ).

(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas 100 a 106.


Biblioteca Nacional de España
III—A l soplo «le la Enciclopedia

1. C arlos III

«En tiempo de Carlos III se plantó el árbol, en el de


Carlos IV echó ramas y frutos, y nosotros los cog im os;
no hay un sólo español que no pueda decir si son dulces
o amargos.»
Con estas graves y lastimeras palabras, se quejaba en
1813 el Cardenal Inguanzo, y ellas vienen como nacidas
para encabezar este relato, en que trataremos de mostrar
el oculto hilo que traba y enlaza con la revolución m o­
derna las arbitrariedades oficiales del pasado siglo.
De Carlos III convienen todos en decir que fué sim­
ple testa férrea de los actos buenos y malos de sus con­
sejeros. Era hombre de cortísimo entendimiento, más
dado a la caza que a los negocios, y, aunque terco y duro,
bueno en el fondo y muy piadoso, pero con devoción
poco ilustrada, que le hacía solicitar de Roma con ne­
cia y pueril insistencia la canonización de un leguito lla­
mado el hermano Sebastián, de quien era fanático de­
voto, al mismo tiempo que consentía y autorizaba todo
género de atropellos contra cosas y personas eclesiásti­
cas, y de tentativas para descatolizar a su pueblo. Cuan­
do tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono,
tengo para mí que son mucho más perniciosos que Ju­
liano el Apóstata, o Federico II de Prusia. Pues qué,
¿basta decir, como Carlos III decía a menudo, «no sé
cómo hay quien tenga valor para cometer deliberada­
mente un pecado aun venial» ? ¿ Tan leve pecado es
en un Rey tolerar y consentir que el mal se haga?
¿Nada pesaba en la conciencia de Carlos III la ini­
cua violación de todo derecho cometida con los je­
suítas? ¿Qué importa que tuviera virtudes de hombre
privado y de padre de familia, y que fuera casto, sobrio
y sencillo, si como Rey fué más funesto que cuanto hu­
biera podido serlo por sus vicios particulares? Mejor que
él fué Felipe III y más glorioso su reinado en algunos
conceptos, y, sin embargo, no le absuelve la historia,
aún confesando que hubiera sido excelente Obispo o
ejemplar Prelado de una religión, así como de Carlos III
lo mejor que puede decirse es que tenía condiciones para
ser un buen especiero, un buen alcalde 'de barrio, uno
de esos burgueses (como ahora bárbaramente dicen) muy
conservadores y circunspectos, graves y económicos, re­
ligiosos en casa mientras dejan que la impiedad corra des­
bocada y triunfante por las calles.
A pesar de su fama, tan progresista como su persona,
Carlos III es de los Reyes que menos han gobernado por
voluntad propia (1).

2. Ivos p o lític o s a n tic le ric a le s

Bien dijo Pío V I que los ministros de Carlos III eran


hombres sin religión. Aquél Monarca, piadoso, pero cor­
tísimo de alcances, y dirigido por un fraile tan ramplón
y vmlgar com o él, estaba literalmente secuestrado por la
pandilla de Aranda y Roda, que Voltaire llamaba coetus
selectus... (2).1
2

(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas 157 y 158.


(2) Heterodoxos. Tomo VII, pág. 243.
a) W a l l y Tanucci

En legocios eclesiásticos, nunca [tuvo voluntad Car-


los II - ] mas que para la simpleza del hermano Sebas­
tian. Empezó por conservar al último ministro de su
hermano, al irlandés D. Ricardo Wall, enemigo jurado
del marqués de la Ensenada, del P. Rábago y de los
jesuítas, a quienes había acusado de complicidad en las
íevueltas del Paraguay. Así es que uno de los primeros
actos del nuevo Rey, fué pedir a Roma (en 12 de agosto
de 1760) la beatificación del venerable Obispo de la Pue­
bla de los Angeles, D. Juan de Palafox y Mendoza, céle­
bre, más que por sus escritos ascéticos y por la austeridad
de su vida y por sus popularísimas notas (a veces harto
impertinentes) a las Cartas de Santa Teresa, por las re­
ñidas y escandalosas cuestiones que en América tuvo con
los jesuítas sobre exenciones y diezmos. De aquí que su
nombre haya servido de bandera a los enemigos de la
Compañía, y que sobre su proceso de beatificación se
hayan reñido bravísimas batallas, dándose en el si­
glo X V III el caso, no poco chistoso, de ser volterianos y
librepensadores los que más vociferaban y más empeño
ponían en la famosa canonización...
Instigador oculto de toda medida contra el clero era
el marqués Tanucci, ministro que había sido en Ná-
poles de Carlos III, cuya más absoluta confianza disfru­
tó siempre, y de quien diariamente recibía cartas y con­
sultas. Tanucci era un reformador de la madera de los
Pombales, Araudas y K aunitz; en la Universidad de
Pisa, donde fué catedrático, se había distinguido por su
exaltado regalismo, y en Nápoles mermó, cuanto pudo,
el fuero eclesiástico y el derecho de a silo; incorporó al
real Erario buena parte de las rentas eclesiásticas; for­
mó un proyecto más amplio de desamortización que en­
tonces no llegó a cumplido efecto, y ajustó con la Santa
Sede (aprovechándose del terror infundido por la entrada
de las tropas españolas en 1736) dos concordias leoninas,
encaminadas, sobre todo, a restringir la jurisdicción del
Nuncio. No contento con esto, atropelló la del Arzobis­
po de Nápoles, por haber procedido canónicamente con­
tra ciertos clérigos, y le obligó a renunciar a la mitra.
Tal era el consejero de Carlos III, y su influencia
más o menos embozada, no puede desconocerse en el
conjunto de la política de aquel reinado. Si Tanucci hu­
biera estado en España, quizá, según eran sus impetuo­
sidades ordinarias, habría comenzado por dar al traste
con la Inquisición. Pero Carlos III no se atrevió a tanto.
«Eos españoles la quieren y a mí no me estorba», cuen­
tan que contestó a Roda. Pero sus ministros la humilla­
ron de tal modo, que a fines de aquel reinado no fué ya
ni sombra de lo que había sido (1).

!>) G r i m a l d i , E s q u ila d le , R o d a , C a m p o in a n e s

A Wall sucedieron dos italianos : Grimaldi y Esquila-


che (mengua grande de nuestra nación en aquel siglo,
andar siempre en manos de rapaces extranjeros), y muer­
to a poco tiempo el marqués del Campo de Villar, mi­
nistro de Gracia y Justicia, le sustituyó D. Manuel de
Roda y Arrieta, que había sido agente de Preces y lue­
go embajador de España en Roma. Aragonés de naci­
miento, y testarudo en el fondo, no lo parecía en los
modales, que eran dulces e insinuantes al modo italiano.
Sabía poco y mal, pero iba derecho a su fin, con sereni­
dad y sin escrúpulos. Su programa podía reducirse a dos
palabras : acabar con los jesuítas y con los colegios ma­
yores. Clamábanle regalista, y no alardeaba él de otra
cosa, pero su correspondencia no le muestra a verdadera
luz y tal como era : impío y volteriano, grande amigo
de Tanucci, de Choiseul y de los enciclopedistas.

(1) Heterodxos. Tomo VI, páginas 158 a 160.


Por el mismo tiempo llegó a la fiscalía del Consejo,
puesto de gran importancia desde los tiempos de Ma-
canáz, otro fervoroso adalid de la política laica, menos
irreligioso que Roda y de más letras que é l ; como que
vino a ser el canonista de la escuela, representando aquí
un papel semejante al de Pereira en Portugal. Era éste
un abogado asturiano, D. Pedro Rodríguez Campoma-
nes, antiguo asesor general de Correos y Postas y Con­
sejero honorario de Hacienda, varón docto, no sólo en
materias jurídicas, sino en las históricas...; economista
conforme a la moda del tiempo, y más práctico y útil que
ninguno, insigne por su respuesta fiscal sobre la aboli­
ción de la tasa y libertad del comercio de granos, y por
lo que contribuyó a cercenar los privilegios del Honra­
do Concejo de la Mesta y abusos de la ganadería trashu­
mante (causa en gran parte de la despoblación de Espa­
ña) y por la luz que dió a escritos de antiguos economis­
tas españoles, como Alvarez Ossorio y Martínez de la
Mata, aún más que por sus propios 'discursos de la In­
dustria popular y de la Educación popular, que él man­
dó leer en las iglesias com o libros sagrados (al modo que
los liberales de Cádiz lo hicieron con su Constitución).
Era época de inocente filantropía en que los economis­
tas (¡ siempre los mismos !) creían cándidamente y con
simplicidad columbina, que con sólo repartir cartillas
agrarias y fundar sociedades económicas iban a brotar,
como por encanto, prados artificiales, manufacturas de
lienzo y de algodón, compañías de comercio, trocándose
en edenes los desiertos y eriales, y reinando donde quiera
la abundancia y la felicidad ; esto al mismo tiempo que
por todas maneras se procuraba matar la única organiza­
ción de trabajo conocida en España, la de los gremios,
a cuyas gloriosas tradiciones levantó Capmany (único
economista de cepa española entre los de aquel tiempo)
imperecedero monumento en sus Memorias históricas de
la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Bar­
celona. Tenía Campomanes, en medio de la rectitud de
su espíritu, a las veces muy positivo, un enjambre de bu­
cólicas ilusiones, y esperaba mucho de los premios y con­
cursos y de la intervención de artistas extranjeros, de
los Amigos del País y de todos estos estímulos oficiales,
tan ineficaces cuando el impulso no viene de las entra­
ñas de la sociedad, a menos que nos contente un mo­
vimiento ficticio, como el que ilustró los últimos años
del siglo X V III.
Como quiera, el amigo de Franklin, el corresponsal de
la Sociedad Filosófica de Filadelfia, aún más que de eco­
nomista y de reformador, tenía de acérrimo regalista.
Salgado, por una parte, y Febronio, por otra, eran sus
oráculos. Durante su fiscalía del Consejo fué azote y ca­
lamidad inaudita para la Iglesia de España (1).

5. L as vícíiasias ©M igadas

La conspiración de jansenistas, filósofos, Parlamentos,


Universidades, cesaristas y profesores laicos contra la Com­
pañía de Jesús proseguía triunfante su camino. El Par­
lamento de París había dado ya en 1762 aquel pedantes­
co y vergonzoso decreto (reproducido y puesto en vigor
por un Gobierno democrático de nuestros días para ma­
yor vergüenza e irrisión de nuestra decantada cultura)
que condena a los Padres de la Compañía de Jesús «fau­
tores del arrianismo, del socianianismo, del sabelianismo,
del nestorianismo... de los luteranos y calvinistas... de los
errores de W icleff y de Pelagio, de los semipelagianos,
de Fausto y de los Maniqueos... y como propagadores de
doctrina injuriosa a los Santos Padres, a los Apóstoles
y a Abraham». ¡ Miseria y rebajamiento grande de la ma­
gistratura francesa que claudicaba ya com o vieja decré­
pita, a la cual bien pronto dieron los filósofos pago como
suyo, suprimiéndola y dispersándola y escribiendo sobre
su tumba burlescos epitafios : que así galardona el diablo
a quien le sirve !

(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas 162 a 164.


El ministro Choiseul, grande amigo de nuestra corte,
con la cual había ajustado, para desdicha nuestra, El
Pacto de Familia, se empeñó en que aquí siguiéramos
cuanto antes el ejemplo de Francia e hiciéramos lo que
Roda llamaba grotescamente la operación cesárea.
H oy no es posible dudar de la mala fe insigne con que
se procedió en el negocio de los jesuítas. En varias me­
morias del tiempo, nada favorables a ellos, y especial­
mente en el manuscrito titulado Juicio Imparcial, que al­
gunos atribuyen al abate Hermoso, están referidos muy
a la larga los amaños de pésima ley con que se ofuscó
y se torció la voluntad de Carlos III...
Sobrevino entretanto el ridículo motín llamado de Es­
quiladle y también de las capas y sombreros (Domingo
de Ramos de 1766), que puede verse larga y pesadamen­
te descrito en todas las historias de aquel reinado, sobre
todo en la de Ferrer del Río, modelo de insulsez y ma­
chaqueo. Eos enemigos de los jesuítas asieron aquella
ocasión por los cabellos para hacer creer a Carlos III
que aquél alboroto de la ínfima ralea del pueblo, empe­
ñada en conservar sus antiguos usos y vestimenta, mal
enojada con la soberbia y rapacidad de los extranjeros
y oprimida por el encarecimiento de los abastos; que
aquella revolución de plazuela, que un fraile gilito cal­
mó y los sucesivos motines de Zaragoza, Cuenca, Pa-
lencia, Guipúzcoa y otras partes, habían sido promovi­
dos por la mano oculta de los jesuítas y no por el ham­
bre nacida de la tasa del pan y por el general descon­
tento contra la fatuidad innovadora de Esquilache. Ca­
lumnia insolente llamó a tal imputación el autor del Jui­
cio Imparcial, y a todos los contemporáneos pareció des­
cabellada, arrojándose algunos a sospechar que el motín
había sido una zalagarda promovida y pagada por nues­
tros ministros y por el duque de Alba, con el doble
objeto de deshacerse de su cofrade Esquilache y de in­
famar a los jesuítas. N o diré yo tanto, pero sí que en
la represión del motín anduvieron tan remisos y cobar­
des como diligentes luego para envolver en la pesquisa
secreta a los padres de la Compañía, y aún a algunos
seglares, tan inocentes de aquella asonada y tan poco
clericales en el fondo como el erudito D. Ruis José Ve-
lázquez, marqués de Valdeflores, y los abates Gándara
y Hermoso, montañés el primero y conocido por sus
Apuntes sobre el bien y el mal de España, americano el
segundo y nada amigo de la Compañía. Ni aún con pro­
cedimientos inicuos y secretos, donde toda ley fué vio­
lada, resultó nada de lo que los fiscales querían, porque
una y otra vez declararon los tres acusados, especial­
mente Hermoso, que el motín había sido casual, repen­
tino y sin propósito deliberado...
[Con esta ocasión vino Carlos III a ponerse en manos
de] D. Pedro Pablo Abarca de Bolea, militar aragonés,
de férreo carácter, avezado al despotismo de los cuarte­
les, ordenancista inflexible, Pombal en pequeño, aunque
moralmente valía más que él y tenía cierta honradez brus­
ca a estilo de su tierra, impío y enciclopedista, amigo de
Voltaire, de D ’Alembert y del abate R ayual; reformador
despótico, a la vez que furibundo partidario de la auto­
ridad real, si bien en sus últimos años miró con simpa­
tía la revolución francesa, no más que por su parte de
irreligiosa. Tal era el conde de Aranda cuando, bien re­
putado ya por sus servicios en las guerras de Italia pasó
de la Capitanía general de Valencia a la de Castilla la
Nueva y a la Presidencia del Consejo de Castilla (caso
inusitado en España, puesto que no era hombre de toga)
en reemplazo del Obispo de Cartagena, D. Diego de
Rojas, a quien se sospechaba de complicidad con los amo­
tinados. ..
Espías y delatores, largamente asalariados, declararon
haber visto entre [éstos] a un jesuíta llamado P. Isi­
doro Eópez, vitoreando al marques de la Ensenada. Dí-
jose que en el colegio de jesuítas de Vitoria se ha­
bía descubierto una imprenta clandestina, todo poique
el rector de aquel colegio había enviado, por curiosidad,
a un amigo suyo de Zaragoza ciertos papeles de los que
se recibieron en el motín.
Sobre tau débiles documentos redactó Campomanes la
consulta del Consejo Extraordinario de 29 de enero de
1767. Allí salieron a relucir los diezmos de Indias y las
persecuciones de Palafox, el regio confesionario y el pa­
dre Rabago, las misiones del Paraguay, los íitos chinos,
y, sobre todo, el motín del Domingo de Ramos. Repitió­
se que aspiraban a la monarquía universal, que conspi­
raban contra la vida del Monarca, que difundían libelos
denigrativos de su persona y buenas costumbres, que ha­
cían pronósticos sobre su muerte, que alborotaban al pue­
blo so pretexto de religión, que enviaban a los gaceteros
de Holanda siniestras relaciones sobre los sucesos de la
corte, que en las reducciones de Paraguay ejercían ili­
mitada soberanía, así temporal como espiritual, y que en
Manila se habían entendido con el general Draper duran­
te la ocupación inglesa.
De este cúmulo de gratuitas suposiciones deducían los
fiscales, no la necesidad de un proceso, sino de una cle­
mente providencia económica y tuitiva, mediante la cual,
sin forma de juicio se expulsase inmediatamente a los re­
gulares, como se había hecho en Portugel y en Francia,
sin pensar en reformas, porque todo el cuerpo estaba
corrompido, y por ser todos los Padres terribles enemi­
gos de la quietud de las monarquías. Convenía, pues (al
decir del Consejo extraordinario), que en la real Prag­
mática no se dijesen motivos, ni aún remotamente se
aludiera al Instituto y máximas de los jesuítas, sino que
el Monarca se reservase en su real ánimo los motivos
de tan grave resolución, e impusiese alto silencio a to­
dos sus vasallos que en pro o en contra quisieran de­
cir algo.
Como se propuso, así se efectuó. Da consulta del Extra­
ordinario fué aprobada en todas sus partes por una jun­
ta especial que formaron, con otros de menos cuenta, el
duque de Alba, Grimaldi, Roda y el confesor (20 de fe­
brero de 1767). Informaron en el mismo sentido el fu­
nesto Arzobispo de Manila, de quien ya queda hecha
memoria, un faile agustino, dicho Pr. Manuel Pinillos,
el Obispo de Avila y otros Prelados tenidos generalmen­
te por jansenistas. Así y todo, Carlos III no acababa de
resolverse, y es voz común entre los historiadores, que
como argumento decisivo emplearon sus consejeros una
supuesta carta interceptada en que el general de los je­
suítas, P. Rorenzo Ricci, afirmaba no ser Carlos III hijo
de Felipe V , sino de Isabel Farnesio y del Cardenal Al-
beroni. Por cierto que, visto al trasluz el papel que se
decía escrito en Italia, resultó de fábrica española.
Convencido con tan eficaces razones, decretó Carlos III
en 27 de febrero de 1767 el extrañamiento de los reli­
giosos de la Compañía, así sacerdotes, como coadjutores,
legos, profesos y aún novicios, si querían seguirlos, en­
cargando de la ejecución al presidente de Castilla con
facultades extraordinarias.
N o se descuidó Aranda, y en materia de sigilo y ra­
pidez puso la raya muy alto. Juramentó a dos ayudantes
suyos para que trasmitieran las órdenes; mandó tra­
bajar en la Imprenta Real a puerta cerrada, y preparó
las cosas de tal modo, que un mismo día y con leve di­
ferencia a la misma hora, pudo darse el golpe en todos
los colegios y casas profesas de España y América.
El l.° de abril aparecieron ródeadas de gente armada
las residencias de los jesuítas, y al día siguiente se pu­
blicó aquella increíble pragmática, en que por motivos
reservados en su real ánimo, y siguiendo los impulsos de
su real benignidad, y usando de la suprema potestad eco­
nómica que el Todopoderoso le había concedido para pro­
tección de sus vasallos, expulsaba de estos reinos, sin
más averiguación, a cuatro o cinco mil de ellos; manda­
ba ocupar sus temporalidades, así en bienes muebles como
raíces y rentas eclesiásticas, y prohibía expresamente es­
cribir en pro o en contra de tales medidas, so pena de
ser considerados los contraventores como reos de lesa ma­
jestad.
Aún es más singular documento la instrucción para
el extrañamiento, lucida muestra de la literatura del
Conde de A randa: «Abierta esta instrucción cerrada
y secreta en la víspera del día asignado para su cumpli­
miento, el executor se enterará bien de ella, con refle­
xión de sus capítulos, y disimuladamente echará mano de
la tropa presente, o, en su defecto, se reforzará de otros
auxilios de su satisfacción, procediendo con presencia de
ánimo, frescura y precaución».
N o eran necesarias tantas para la épica hazaña de sor­
prender en sus casas a pobres clérigos indefensos y amon­
tonarlos com o bestias en pocos y malos barcos de trans­
porte, arrojándolos sobre los Estados Pontificios. Ni
siquiera se les permitió llevar libros fuera de los de rezo.
A las veinticuatro horas de la notificación fueron tras­
ladados a los puertos de Tarragona, Cartagena, Puerto
de Santa María, Ea Coruña, Santander, etc. En la tra­
vesía desde nuestros puertos a Italia y durante la estancia
en Córcega sufrieron increíbles penalidades: hambre,
calor sofocante, miseria y desamparo, y muchos ancianos
y enfermos expiraron, com o puede leerse en las Cartas
familiares del P . Isla, y aún más en los comentarios lati­
nos y castellanos que dejaron inéditos el P. Andrés y el
mismo Isla, y que conservan hoy sus hermanos de re­
ligión.
El horror que produce en el ánimo aquel acto feroz
de embravecido despotismo en nombre de la cultura y
de las luces, todavía se acrecienta al leer en la correspon­
dencia de Roda y Azara las cínicas y volterianas burlas
con que festejaron aquel salvajismo. «Por fin se ha ter­
minado la operación cesárea en todos los colegios y casas
de la Compañía (escribía Roda a D. José Nicolás de
Azara en 14 de abril de 1767)... Allá os mandamos esa
buena mercancía... Haremos a Roma un presente de me­
dio millón de jesuítas» ; y en 24 de marzo de 1768 se
despide Azara : «Hasta el día del juicio, en que no habrá
más jesuítas que los que vendrán del infierno.» Aun es mu­
cho más horrendo lo que Roda escribió al francés Choiseul,
palabras bastantes para descubrir hasta el fondo la hipó­
crita negrura del alma de aquellos hombres, viles minis­
tros de la impiedad francesa : «La operación nada ha de­
is
jado que desear : hemos muerto al hijo, ya no nos queda
más que hacer otro tanto con la madre, nuestra Santa
Iglesia Romana.))
En lo que no han insistido bastante los adversarios de
la expulsión, y será en su día objeto de historia particular,
que yo escribiré, si Dios me da vida, es que aquella iniqui­
dad, que aún está clamando al cielo, fue, al mismo tiempo
que odiosa conculcación de todo derecho, un golpe mor­
tífero para la cultura española, sobre todo en ciertos
estudios, que desde entonces no han vuelto a levantarse :
un atentado brutal y obscurantista contra el saber y con­
tra las letras humanas, al cual se debe principalísima-
mente el que España (contando Portugal) sea hoy, fuera
de la Turquía y Grecia, aunque nos cueste lágrimas de
sangre el confesarlo, la nación más rezagada de Europa
en toda ciencia o disciplina seria, sobre todo en la filología
clásica y en los estudios literarios e históricos que de ella
dependen. Las excepciones gloriosas que pueden alegar­
se no hacen sino confirmar esta tristísima verdad. La
ignorancia en que vive y se agita nuestro vulgo literario
y político es crasísima, siendo el peor síntoma de reme­
dio que todavía no hemos caído en la cuenta. Hasta las
buenas cualidades de despejo, gracia y viveza que nunca
abandonan a la raza son hoy funestas y lo serán mientras
no se cierre con un sólido, cristiano y amplio régimen de
estudios la enorme brecha que abrieron en nuestra ense­
ñanza, primero, las torpezas regalistas, y luego los in­
congruentes, fragmentarios y desconcertados planes y pro­
gramas de este siglo.
Nada queda sin castigo en este mundo ni en el o tr o ;
y sobre los pueblos que ciegamente matan la luz del
saber y reniegan de sus tradiciones científicas manda
Dios tinieblas visibles y palpables de ignorancia... ^
¿ Y quién duda hoy que la expulsión de los jesuítas
contribuyó a acelerar la pérdida de las colonias ameri­
canas ? ¿ Qué autoridad moral ni material habían de tener
sobre los indígenas del Paraguay ni sobre los colonos de
Buenos Aires los rapaces agentes que sustituyeron al
evangélico gobierno de los Padres, llevando allí la de­
predación y la inmoralidad más cínica y desenfrenada?
i Cómo no habían de relajarse los vínculos de autoridad,
cuando los gobernantes de la metrópoli daban la señal
del despojo (mucho más violento en aquellas regiones que
en éstas) y soltaban todos los diques a la codicia de ávi­
dos logreros, incautadores sin conciencia, a quienes la
lejanía daba alas y quitaba escrúpulos la propia miseria?
Mucha luz ha comenzado a derramar sobre estas obscu­
ridades una preciosa y no bastante leída colección de
documentos, que hace algunos años se dio a la estampa
con prepósito más bien hostil que favorable a la Com­
pañía (1). Allí se ve claro cuán espantoso desorden en lo
civil y en lo eclesiástico siguió en la América meridional
al extianamiento de los jesuítas; cuán innumerables al­
mas debieron de perderse por falta de alimento espiritual;
cómo fué de ruina en ruina la instrucción pública, y de
que maneia se disiparon como la espuma, en manos de
los encargados del secuestro, los cuantiosos bienes em­
bargados, ^y cuan larga serie de fraudes, concusiones,
malversaciones, torpezas y delitos de todo jaez, mezcla­
dos con abandono y ceguedad increíbles, trajeron en bre­
ves años la pérdida de aquel imperio colonial, el primero
y mas envidiado del mundo. « Voy a emprender la conquis­
ta de los pueblos de misiones (escribía a Aranda el go­
bernador de Buenos Aires D. Francisco Bucareli) y a
sacar a los indios de la esclavitud y de la ignorancia en
que vivenn. Las misiones fueron, si no conquistadas, por
lo menos saqueadas, y váyase lo uno por lo otro. En
cuanto a la ignorancia, entonces sí que de veras cay;'
sobre aquella pobre gente. «No sé qué hemos de hace:

(1) C o le c c ió n de d o c u m en to s r ela tiv o s a la e x p u ls ió n de lo s ie -


su ita s de la R e p ú b lic a A rg en tin a y del P a ra g x ia y, en el r e in a d o de
C a r lo s con introducción y notas por D. Francisco Javier Bra-
III,
bo... (Madrid, iinp. de J. M. Pérez 1872; 404 páginas en 4.»). El
colector es tanto menos sosopechoso, cuanto que acusa a los jesuí­
tas hasta de aspirar a la Monarquía universal. Pero merece aplau­
so por la buena fe con que publicó sus documentos.

Biblioteca Nacional de España


con la niñez y juventud de estos países. ¿Quién lia de
enseñar las primeras letras? ¿Quién hará misiones? ¿En
dónde se han de formar tantos clérigos?», dice el Obispo
del Tucumán, enemigo jurado de los expulsados. «Señor
Excelentísimo (añade en otra carta a Aranda) : No se
puede vivir en estas partes : no hay maldad que no se
piense, y pensada no se ejecute. En teniendo el agresor
veinte mil pesos, se burla de todo el mundo.» ¡ Delicioso
estado socia l! ¡ Y los que esto veían y esto habían traído
todavía hablaban del «insoportable peso del poder jesuí­
tico en América»---

La ruina de los jesuítas no era más que el primer


paso para la secularización de la enseñanza. Los bienes
de los expulsados sirvieron en gran parte para sostener
las nuevas fundaciones, y digo en gran parte porque la
incautación o secuestro se hizo con el mismo despilfarro
y abandono con que se han hecho todas las incautaciones
en España. Libros, cuadros, objetos de arte, se perdie­
ron muchos y fueron a enriquecer a los incautadores.
Sólo dos años después, en 2 de mayo de 1769, se com i­
sionó a Mengs y a Ponz para hacerse cargo de lo que
quedaba... (1 ).

4. ív©s caracteres «le la cáeaacáa española


esa siglo X V III
Nuestra historia científica dista mucho de ser un pára­
mo estéril e inclem ente: en la Edad Media y en el
siglo X V I es hasta gloriosa: tuvo también días de gloria
en la restauración científica del siglo pasado (2 ), puede vol­
ver a tenerlos : aun en los tiempos más calamitosos nunca
dejó de existir, aunque fuese a título de excepción, un
Omerique en matemáticas, un Salvador en botánica. Pero1 2

(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas 1GG, 168, 169, 171 a 175, 177
a 179 y 195.
(2) Menéndez y Pelayo escribía esto el año 1894.

Biblioteca Nacional de España


es cieito que esa historia, tomada en conjunto, sobre todo
después de la Edad Media y de los grandes 'días del
siglo X V I, está muy lejos de lograr la importancia ni
el carácter de unidad y grandeza que tiene la historia de
nuestro arte, de nuestra literatura, de nuestra teología y
filosofía, no meramente de las ciencias políticas y morales
como algunos dicen, sino de la filosofía pura, de la Meta-
tisica_ pura y neta, que en la patria de Vives, de Fox
Morcillo y de Suárez, bien puede llamarse por su nombre
sin íeticencias ni subterfugios. Por el contrario, la histo­
ria de nuestras ciencias exactas y experimentales, tal
como la conocemos hasta ahora, tiene mucho de dislocada
y fragmentaiia : los puntos brillantes de que está sem­
blada aparecen separados por largos intervalos de obs­
curidad : lo que principalmente se nota es falta de con­
tinuidad en los esfuerzos; hay mucho trabajo perdido,
mucha invención a medias, mucho conato que resulta
estéril, porque nadie se cuida de continuarle, y una es­
pecie de falta de memoria nacional que hunde en la obs-
cuiidad inmediatamente al científico y a su obra.
Basta, sin embargo, lo que sabemos hoy por hoy para
negar, a posteriori, la incapacidad del genio español para
as ^ciencias de observación y de cálculo. L,o que se hizo
sería poco o mucho, y sobre el valor relativo de cada autor
y de cada invención puede disputarse sin térm ino; pero,
en suma, se hizo algo, y en algunas materias bastante
más que algo. Puede no ser lo suficiente para consolar
nuestro orgullo nacional, pero basta y sobra para la de­
mostración de la tesis.
\ discurriendo, a priori, ¿de dónde nos podía venir
tal incapacidad, puesto que antropológicamente no parece
que nos distinguimos en cosa notable de los demás pue­
blos del Mediodía y Centro de Europa? ¿Vendría, por
ventura, de la bien notoria falta de aptitud de nuestros
Padres los romanos, que reducían la Geometría a la Agri­
mensura, que ni traducida siquiera tuvieron Aritmética
anterior a la de Boecio, y que como naturalistas no han
dejado más que compilaciones? Pero aun admitido el he­
cho en toda su plenitud, nada explica; porque ahí están
nuestros hermanos mayores los italianos, mucho más lati­
nos que nosotros, a quienes en todo el curso de la his­
toria moderna fué concedido el don de la invención
matemática y física en grado igual o superior al de cual­
quier otro pueblo de Europa, como lo testifican los glo­
riosos nombres de Eeonardo de Vinci, de Tartaglia, de
Galileo, de Torricelli, de Redi, de Volta, de Mascheroni,
de Ragrange...
¿Procederá, por ventura, ese mal sino nuestro de las
gotas de sangre semítica que corren mezcladas con la
ibérica? Ra penuria científica de los semitas propiamente
dichos (exceptuando, por supuesto, los proto-semitas, que
son materia de indagación más obscura) resulta casi tan
probada como la de los rom anos; pero para el caso pre­
sente tampoco importa nada, no sólo porque los musul­
manes de España distaban mucho del puro semitismo,
sino porque todo el mundo concede que entre ellos se des­
arrolló un grandísimo movimiento científico, que es ante­
cedente necesario de la cultura moderna en Matemáticas
y Astronomía, en Botánica y Medicina. Por consiguiente,
la influencia que en nuestra ciencia ejercieron fué bene­
ficiosa y de ningún modo adversa.
¿Sería la causa la intolerancia religiosa? ¿Habremos
de acudir al desesperado recurso de echar el muerto a
la Inquisición, cómodo aunque gastado tópico con que
los españoles solemos explicar todos aquellos fenómenos
de nuestra historia que no entendemos ni queremos es­
tudiar a fondo? Ra Inquisición española en todo el largo
curso de su historia ni una sola vez se encontró en con­
flicto con la ciencia experimental, ni siquiera en la te­
merosa cuestión del sistema del mundo. En cambio, en
Italia se quemó a Ceceo d’Ascoli y a Giordano Bruno,
y se obligó a una retractación a Galileo. Y , sin embargo,
¡ qué historia más bella la de las ciencias matemáticas
y físicas en Italia ! Ras hogueras y las prisiones pueden
menos de lo que muchos se figuran, así como no basta
la tolerancia del liberalismo vulgar para producir cien-
cía cuando faltan otras condiciones más hondas y de orden
puramente intelectual.
Y como tampoco es cosa de seguir las huellas de aquel
famoso positivista inglés que explicaba todos los males de
España por lo poco que llueve, por la afición de los es­
pañoles a la vida nómada y pastoril y, sobre todo, por la
frecuencia de los terremotos, de los cuales se han apro­
vechado los curas y otros murciélagos alevosos para fa­
natizarnos y meternos en un puño, habrá que confesar
que el problema hasta ahora no ha sido ni medio resuelto.
Y, sin embargo, urge resolverlo. Pero por más solu­
ciones que discurro no encuentro ninguna que totalmente
me satisfaga. Indicaré, sin embargo, algo que quizá no
ha sido dicho, y que puede servir, a lo menos, como uno
de tantos puntos de vista; que nunca serán demasiados
los que se tomen en tal materia.
De la historia de la ciencia española, aun conocida de
la manera incompleta que hoy la conocemos, se deduce
una consecuencia de las más extrañas e inesperadas para
los que persisten en el falso y romántico concepto que
tradicionalmente se tiene de nuestro pueblo. En este país
de idealistas, de místicos, de caballeros andantes, lo que
ha florecido siempre con más pujanza no es la ciencia
pura (de las exactas y naturales hablo), sino sus aplica­
ciones prácticas, y en cierto modo utilitarias. Eo que más
ha faltado a nuestra ciencia en los tiempos modernos es
desinterés científico. Eibri tiene razón en decir que la
única gloria que Dios ha negado a España hasta la hora
presente es la de producir un gran geómetra, y tiene ra­
zón si por gran geómetra se entiende, como debe enten­
derse, un émulo de Euclides, de Eeibnitz o de Newton.
Pero, en cambio, abundan, y son de mérito indisputable,
los científicos que pudiéramos llamar útiles, en el sentido
en que lo útil se contrapone, no sólo a lo bello, sino a la
pura ciencia. Nuestros más eminentes astrónomos, aun
en los tiempos modernos, son astrónomos náuticos:
Ulloa, Jorge Juan, Galiano, Mendoza Ríos, Ferrer, Cis­
car, Sánchez Cerquero. Eos más positivos servicios de
nuestros matemáticos del siglo pasado son el Examen
marítimo, es decir, una aplicación de la Mecánica Ra­
cional a los progresos del arte de la construcción naval;
y la Cinemática industrial, es decir, otra ciencia apli­
cada a la composición de las máquinas. Nuestros grandes
botánicos, sin exceptuar al mismo Rojas Clemente, que
tuvo tan altas ideas de filosofía natural, prefieren el es­
tudio de la Ceres al de la Flora, las plantas útiles a las
plantas bellas, y tanto o más que la botánica pura culti­
van la geopónica. Hemos tenido metalurgistas más bien
que químicos propiamente dichos : si D. Fausto Elhúyar
descubrió el tungsteno y D. Andrés del Río, el vanadio,
fué en los laboratorios de una escuela de Minería. El
nombre más celebrado entre nuestros físicos, el de Salvá,
es el nombre de un electricista. Y así en todo, para no
hacer interminable esta enumeración.
Y todo esto algo quiere decir, algo que indica, no una
limitación del genio nacional, sino una propensión ex ­
cesiva y absorbente, que importa rectificar, no sólo en
beneficio del noble y desinteresado cultivo de la ciencia,
sino en pro de las aplicaciones mismas, las cuales sin el
jugo de la ciencia pura bien pronto se convierten en
rudo empirismo. No el idealismo, sino el utilitarismo
(¿quién lo diría?), eso que hoy, con alusión a los yan-
kees, se llama americanismo, es, a mis ojos, una de las
principales causas de nuestra decadencia científica, des­
pués del brillantísimo momento del siglo X V I. Mientras
las aplicaciones vivieron de la tradición científica reci­
bida de la Edad Media todo marchó prósperamente;
pero cuando otros pueblos avanzaron en el camino de la
investigación desinteresada, y nosotros nos obstinamos
en reducir la Astronomía a la náutica, y las Matemá­
ticas a la artillería y a la fortificación, y dejamos de se­
guir la cadena de los descubrimientos teóricos, sin los
cuales la práctica tiene que permanecer estacionaria, la
decadencia vino rápida e irremisible, matando de un
golpe la teoría y la práctica. Una grande institución de
ciencia pura, como la Royal Society, de Rondres, hu­
biera podido salvarnos y conservar vivo el fuego sacro;
pero ni aun esto tuvimos, por desgracia. La Casa de Con­
tratación de Sevilla bastante hacía con sostener una es­
cuela de p ilo to s: de la Academia de Juan de Herrera
apenas tenemos más noticias que las que se deducen de
los excelentes libros que de ella salieron, pero entre ellos
apenas hay dos de Matemáticas puras.
Porque atribuir, com o insinuó Navarrete y han repe­
tido otros, la ruina de estos estudios al predominio que
lograron en la enseñanza los jesuítas, sobreponiéndose
al influjo de las Universidades y anulando esa misma
Academia y otras instituciones análogas, para sustituirlas
con su Colegio Imperial, que quisieron convertir en Uni­
versidad, es irse por las ramas y no explicar nada. Aun­
que yo admire mucho a la Compañía de Jesús en su
gloriosa historia, no soy ciertamente partidario fanático
de sus métodos de enseñanza, ni veo, como otros, en la
Ratio Studiorum, el ideal de la sabiduría pedagógica.
Fué, a mi juicio, gran lástima que el Renacimiento ca­
yese en manos de los jesuítas para degenerar en retórica
de colegio. Pero ante todo está la verdad, y sin entrar
en los pormenores de la larga lucha que sostuvieron los
jesuítas contra las Universidades, y en la cual, como
suele suceder en contiendas análogas, nadie tenía toda
la razón de su parte, es cierto que los jesuítas no fue­
ron autores ni fautores de nuestra decadencia científica,
aunque participasen de ella com o todo el mundo. Si ellos
no enseñaban bien las Matemáticas y la Historia Natural,
en las Universidades del siglo X V I I ya no se enseñaban
ni bien ni mal, salvo en la de Valencia, que en esto, como
en otras cosas, fué siempre excepción honrosísima. Al
contrario, en honor de los jesuítas debe decirse que hi­
cieron laudables esfuerzos para difundir el gusto por estas
enseñanzas, las cuales no faltaron nunca en el Colegio
Im perial: cuando no tenían profesores indígenas, los
traían alemanes o flamencos, como los PP. Kresa y Tac-
quet; llegóse hasta el extremo de tener que valerse de
jesuítas para ingenieros de nuestro ejército en Flandes,
estado que continuó hasta que D. Sebastián Fernández
de Medrano fundó en Bruselas su Academia matemática.
Es más : hasta aquel tenue, pero muy simpático rena­
cimiento que comienzan a tener estos estudios en tiem­
po de Carlos II con Omerique y sus amigos, se debió
principalmente a los jesuítas del colegio de Cádiz y a la
Universidad de Valencia.
El carácter utilitario de nuestra restauración científica
en el siglo pasado tampoco puede ocultarse a nadie. No
la iniciaron hombres de ciencia pura, sino oficiales de
Artillería y de Marina, médicos y farmacéuticos. Cuan­
do comenzaba a formarse una generación más propia­
mente científica, vino la nefanda invasión francesa a
ahogarlo todo en germen y a hacernos perder casi todo el
terreno que trabajosamente habíamos ido ganando en me­
dio siglo. Cuando en 1845 se inició la restauración de la
enseñanza, creándose las Facultades de Ciencias y la
Academia, hubo que echar mano de los únicos elementos
que existían, valiosísimos algunos, pero casi todos de
ciencia aplicada. N o había más químicos que los de la
Facultad de Farmacia, ni otros matemáticos que los in­
genieros, ni otros astrónomos que los oficiales de la
Armada... (1).

(1) Estudios de crítica literaria. Cuarta serie ; páginas 338 a 345.


I V —!L©s coaiLÍ]par]rev®Ííí.ci<í}iiiarios
áeí X V I I I

1. Vindicación de Jovellanos

Un gran nombre hemos omitido en esta revista del


siglo pasado y, sin duda, el nombre más glorioso de
todos : el de Jovellanos. A ello nos movió la diferencia
señalada de doctrina que entre él y los demás escritores
de aquel tiempo se observa y la misma discordia de opi­
niones que han manifestado los críticos al exponer y juz­
gar la del insigne gijonense. Y o creo que más que otro
alguno han acertado D. Cándido Nocedal y D. Gumer­
sindo Laverde, considerando a Jovellanos como «liberal
a la inglesa, innovador, pero respetuoso de las tradicio­
nes, amante de la dignidad del hombre y de la emanci­
pación verdadera del espíritu, pero dentro de los límites
de la fe de sus mayores y del respeto a los dogmas de la
Iglesia». Y la verdad de este juicio se convence por la
lectura de las obras de Jovellanos, cuyas doctrinas polí­
ticas no presentamos, con todo eso, por modelo (como
ningún otro sistema ecléctico y de transición), aunque
distemos mucho de considerarlas como heterodoxas.
Que Jovellanos pagó algún tributo a las ideas de su
siglo, sobre todo en las producciones de sus primeros
años, es indudable. Pero las ideas de su siglo eran mu­
chas y variadas, y aim contradictorias, y Jovellanos no
aceptó las irreligiosas, aunque sí algunas económicas de
muy resbaladizas consecuencias...
Pero fuera de [algún] error, grave, aunque no sea dog­
mático, y fuera también de [ciertas] expresiones vagas y
enfáticas, v. g., épocas de superstición y de ignorancia,
estragos del fanatismo, que son pura fraseología y mala
retórica de aquel tiempo (ni más ni menos que el con­
vencionalismo pastoril y arcádico), resulta acendrada y
sin mácula la ortodoxia de Jovellanos. Poco vale lo que
se alega contra ella, frases y trozos desligados, que pa­
recen malsonantes, cuando no se repara en que cada cual
habla forzosamente la lengua de su época. Ya hemos
confesado que Jovellanos fué economista, y no es éste
leve pecado, como que de él nacen todos los demás suyos.
Pero de aquí a tenerle por incrédulo y revolucionario hay
largo camino, que sólo de mala fe puede andarse. Sobre
todo, las obras de su madurez apenas dan asidero a
razonable censura. Pudo en su juventud dejarse arreba­
tar del hispanismo reinante y hablar con mucha jiompa
de las puras decisiones de nuestros Concilios nacionales
en oposición a las máximas ultramontanas de los deere-
talistas, según vemos que lo hace en su Discurso de re­
cepción en la Academia de la Historia (1781); pudo re­
comendar, más o menos a sabiendas, libros galicanos,
y hasta jansenistas, en el Reglamento para el Colegio
Imperial de Calatrava; pudo mostrar desapego y mala
voluntad a la escolástica; pero ¿ quién se libró entonces
de aquel escollo? Ni uno solo, que yo sepa; y todavía es
honra de Jovellanos el no haber insistido en tal vulga­
ridad (con ser tan numerosos sus escritos), apuntándola
sólo de pasada.
Aunque Jovellanos no escribió de propósito libros de
filosofía, dejó esparcidos en todos los suyos indicios bas­
tantes para que podamos, sin temeridad, reconstruir sus
opiniones sobre los puntos capitales de lo que enton­
ces se llamaba ideología. Paga, com o todos, su alcabala
a Loche y Condillac (y algo también a W olf) , pero más
que sensualista es tradicionalista acérrimo, como todos
los buenos católicos, que picaban en sensualistas. De aquí
su mala voluntad a las especulaciones puramente ontoló-
gicas y su desconfianza de las fuerzas de la razón y del
poder de la metafísica. «Desde Zenón a Espinosa y desde
Thales a Malebranche, ¿ qué pudo descubrir la ontología
sino monstruos o quimeras, o dudas o ilusiones ? ¡ A l i ! Sin
la revelación, sin esa luz divina que descendió del cielo
para alumbrar y fortalecer nuestra obscura, nuestra flaca
razón, ¿ qué hubiera alcanzado el hombre de lo que existe
fuera de la naturaleza ? ¿ Qué hubiera alcanzado, aun de
aquellas naturales verdades que tanto ennoblecen su ser?»
Así se expresa en la Oración inaugural del Instituto astu­
riano. No hubiera dicho más Bonald, y de fijo no hubiera
dicho tanto el P. Ventura.
Ahí va a parar el sensualismo de Jovellanos. Perdida
la tradición escolástica, ¿qué otro camino restaba enton­
ces al pensador católico? Asentar que las palabras son
signos necesarios de las ideas y no sólo para hablar, sino
para pensar; decir que adquirimos las ideas por los signos
y nunca sin ellos; concordar hasta aquí con Desttut-
Tracy, y luego repetir que sin la tradición divina (revela­
ción) o sin la tradición humana (enseñanza) la razón es
una antorcha apagada. Esto hizo Jovellanos, y por cierto
en escritos en que nada le obligaba al disimulo, puesto
que no se publicaron durante su vida. Hombres feroces y
blasfemos que se levantan contra el cielo como los titanes
llamó a los enciclopedistas en la ya citada oración inau­
gural, donde asimismo se queja de que la impiedad pre­
tenda corromper el estudio de las ciencias naturales. Ritos
cruentos, moral nefanda y gloria deleznable apellidó a
los de la revolución francesa, e impía a la bandera tri­
color...
Y cuando, no muchos años antes de su muerte, trazaba
la Consulta sobre convocación de Cortes, volvía a afirmar
con el mismo brío que «una secta de hombres malvados,
abusando del nombre de la filosofía, habían corrompido
la razón y las costumbres y turbado y desunido la Fran­
cia. ¿Qué más necesitamos para declarar que Jovellanos,
como Forner, como el insigne preceptista Capmany y
como todos los españoles de veras (que los había, aun­
que en número pequeño, entre nuestros literatos de fin
del siglo X V III), tenía a los enciclopedistas por «osados
sacrilegos, indignos de encontrar asilo sobre la tierra?»
¡ Impío Jovellanos, que en 1805 comulgaba cada quince
días y rezaba las horas canónicas con el mismo rigor que
un monje y llamaba al Kempis, su antiguo amigo ! ¿ No
han leído los que eso dicen su Tratado teoricopráctico de
Enseñanza, que compuso en las prisiones de Bellver?
Véase cómo juzga allí el Contrato social y los derechos
ilegislables y los principios todos de la revolución fran­
cesa : «Una secta feroz y tenebrosa ha pretendido en
nuestros días restituir los hombres a su barbarie primi­
tiva, disolver como ilegítimos los vínculos de la sociedad
y envolver en un caos de absurdos y blasfemias todos los
principios de la moral civil, natural y religiosa... Seme­
jante sistema fué aborto del orgullo de unos pocos im­
píos, que, aborreciendo toda sujeción... y dando un colo­
rido de humanidad a sus ideas antisociales y antirreligio­
sas..., enemigos de toda religión y de toda soberanía, y
conspirando a envolver en la ruina de los altares y de
los tronos todas las instituciones, todas las virtudes so­
ciales..., han declarado la guerra a toda idea liberal y
benéfica, a todo sentimiento honesto y puro... Ua huma­
nidad suena continuamente en sus labios y el odio y la
desolación ‘del género humano brama secretamente en
sus corazones... Su principal apoyo son ciertos hechos
que atribuyen al hombre en estado de libertad e indepen­
dencia natural... Este sistema es demasiado conocido, por
la sangre y las lágrimas que ha costado a Europa... No
se puede concebir un estado en que el hombre fuese en­
teramente libre ni enteramente independiente; luego
unos derechos fundados sobre esta absoluta libertad e
independencia son puramente quiméricos.» Herejía polí­
tica llamaba Jovellanos al dogma de la soberanía nacional
en la Consulta sobre Cortes. Y en el Tratado teoricoprác­
tico de la Enseñanza había dicho antes que el gran error
en mateiia de etica consistía en «reconocer derechos sin
ley o norma que los establezca, o bien reconocer esta ley
sin conocer su legislador», y que «la desigualdad no es
sólo necesaria, sino esencial en la saciedad civil»...
N o ; cuanto más se estudia a Jovino más se adquiere el
convencimiento de que en aquella alma heroica y hermo­
sísima (quiza la mas hermosa de la España moderna)
nunca ni por ningún resquicio penetró la incredulidad.
Por eso, cuando se elogia al varón justo e integérrimo,
al estadista todo grandeza y desinterés, al mártir de la
justicia y de la patria, al grande orador cuya elocuencia
fué digna de la antigua Roma, al gran satírico, a quien
Juvenal hubiera envidiado, al moralista, al historiador
de las artes, al político, al padre y fautor de tanta pros­
peridad y de tanto adelantamiento, no se olviden los
biógrafos de poner sobre todas estas eminentes cualidades
otra mucho más excelsa, que, levantándole inmensamente
sobre los Campomanes o los B'loridablancas, es la fuente
y la raíz de su grandeza como hombre y como escritor
y la que da unidad y hermosura a su carácter y a su
obra, y la que le salva del bajo y rastrero utilitarismo de
sus contemporáneos, hábiles en trazar caminos y canales
y torpísimos en conocer los senderos por donde vienen
al alma de los pueblos la felicidad o la ruina. Y esa nota
fundamental del espíritu de Jovellanos es el vivo anhelo
de la perfección moral, no filosófica y atractiva, sino
«iluminada (como él dice en su Tratado de la Enseñanza)
con la luz divina que sobre sus principios derramó la
doctrina de Jesucristo, sin la cual ninguna regla de con­
ducta sería constante, ni verdadera ninguna». Esta subli­
me enseñanza dió aliento a Jovellanos en la aflicción y en
los yerros. No quería destruir las leyes, sino reformar
las costumbres, persuadido de que sin las costumbres
son cosa vana e irrisoria las leyes. Nada esperaba de la
revolución, pero veía podridas muchas de las antiguas
instituciones, y no le pesaba que la ola revolucionaria
viniese a anegar a aquellas clases degeneradas, que con
su torpe depravación y mísero abandono habían perdido
hasta el derecho de existir (1 ).

Z. t,os imptiáttatlorcs españoles ele Isa


Enciclopctlía
!N”o conoce el siglo X V III español quien conozca solo
lo que en él fué imitación y reflejo. No bastan las trope­
lías oficiales, ni la mala literatura, ni los ditirambos eco­
nómicos para pervertir en menos de cien años a un
pueblo (2). La vieja España vivía, y con ella la antigua
ciencia española, y con ella la apologética cristiana, que
daba de sí granados y deleitosos frutos, no indignos de
recordarse, aun después de haber admirado en otras eda­
des los esfuerzos de San Paciano contra los novacianos,
de Prudencio contra los marcionitas, p&trip&ssicinos y
maniqueos, de Orosio contra los pelagianos, de San
Leandro contra el arrianismo, de San Ildefonso contra los
negadores de la perpetua virginidad de Nuestra Senoia,
de Liciniano y el Abad Sansón contra el materialismo y 1 2

(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas, 3-11 a 347 y 352.


(2) La protección oficial, enteramente necesaria en ciertos mo­
mentos, y menos peligrosa para la ciencia que para el arte litera­
rio, no faltó casi nunca a nuestros eruditos de la décimaoctava cen­
turia, que encontraron mecenas, a veces espléndidos, en el buen
Rey Femando VI y su confesor el P. Rábago ; en Carlos III y sus
ministros Roda y Floridablanca en el Infante D. Gabriel; en Cam-
pomanes, el más celoso de los directores de la Academia de la
Historia (que salvo sus opiniones canónicas... fué uno de los es­
pañoles más ilustres y beneméritos del siglo X VIII) ; en el diplo­
mático Azara, fino estimador de letras y artes; en el Cardenal
Lorenzana, bajo cuyos auspicios se imprimieron con regia magnifi­
cencia las obras de los PP. Toledanos, el «Misal» y^ el «Breviario gó­
ticos» y la primera colección de Concilios de América ; y hasta el
Príncipe de la Paz, que a pesar de sus cortas letras y del tortuoso
origen de su privanza, tuvo el buen instinto de apoyar muchas ini­
ciativas útiles que deben atenuar el fallo severo de la Historia so­
bre sus actos. (Heterodoxos. Tomo I, pág. 20.)
“ a n e s T t ? - - ^ . T 5” ¡ " « o s y musul-
naiies, de Ramón Rull contra la filosofía averroísta v
Castro™13? ^ í m <? regorio de Valencia, A lfonso’ de
Suárez d p mdenal ToIedo> don Martín Pérez de Ayala,
Juárez y otros innumerables contra las mil cabezas de lá
h,dra protestante. Justo es decir, para honra de I c o l
i ro sT r ; T " XVm’ 1“ los mejores
i™ qu*. produJ° fuer°u los de controversia contra el

oo tras
o s partes
oPe? 1Sni0’ 7 de C 1 " r t 0 Estos
se componían. mUy SUperÍores
libros no ason
los célebres
en
i populares, y hay una razón para que no lo sean : en
el estilo no suelen pasar de medianos, y las formas no
rara vez rayan en inamenas, amazacotadas, escolásticas,
duras y pedestres. Cuesta trabajo leerlos, harto más que
leer a Condiüac o a V oltaire; pero la erudición y la doc-
nm a de estos apologistas es muy seria. Ni Bergier ni
onotte están a su altura, y apenas los vence en Italia
el Cardenal Gerdil. N o hubo objeción, de todas las pre­
sentabas por la falsa filosofía, que no encontrara en algún
español de entonces correctivo o respuesta. Si los inno­
vadores iban al terreno de las ciencias físicas, allí los
contradecía el cisterciense R odríguez; si atacaban la teo-
og'ia escolástica, para defenderla se levantaban el P. Cas-
tro ^y el P. Alvai a d o ; si en el campo de las ciencias
sociales maduraban la conjuración contra el orden anti­
guo, desde lejos los atalayaba el P. Ceballos y daba la
voz de alarma, anunciando proféticamente cuánto los
ijos de este siglo hemos visto cumplirse y cuánto han
de ver nuestros nietos. En todas partes y con todo género
de armas se aceptó la lucha; en la metafísica, en la teo­
dicea, en el derecho natural, en la cosmología, en la exé-
gesis bíblica, en la historia. Unos, como el canónigo Fer­
nández Valcárcel, hicieron la genealogía de los errores
modernos, siguiéndolos hasta la raíz, hasta dar con Des­
cartes, y comenzaron por la duda cartesiana el proceso
del racionalismo moderno. Otros, como el médico Perei-
ra, convirtieron los nuevos sistemas, y hasta la filosofía
sensualista y analítica, lentamente interpretada, en armas
contra la incredulidad; y algunos, finalmente, como Pi-
quer y su glorioso sobrino Forner, resucitaron del polvo
la antigua filosofía española para presentarla como en
sus mejores días, gallarda y batalladora, delante de las
hordas revolucionarias que comenzaban a descender del
Pirineo. ¡ Hermoso movimiento de restauración católica
y nacional, que hasta tuvo su orador inspirado y vehe-
mentísmo en la lengua de fuego de aquel apostólico
misionero capuchino, de quien el mismo Quintana solía
hablar con asombro, y ante quien caían de rodillas absor­
tos, y mudos, los hombres de alma mas tibia y empe­
dernidamente volteriana !
ha resistencia española contra el enciclopedismo y la
filosofía del siglo X V III debe escribirse largamente, y
algún día se escribirá porque merece libro aparte, que
puede ser de grande enseñanza y no menor consuelo, ha
revolución triunfante ha divinizado a sus ídolos y enalte­
cido a cuantos le prepararon fácil cam ino; sus nombres,
los de Aranda, Floridablanca, Campomanes, Roda, Ca-
barrús, Quintana, viven en la memoria y lengua de to­
dos ; no importa su mérito absoluto, basta que sil viesen
a la revolución, cada cual en su esfera; todos los demas
del siglo X V I I I quedan en la sombra. Pos vencidos no
pueden esperar perdón ni misericordia. Vae victis.
Afortunadamente, es la historia gran justiciéis, y tar­
de o temprano también llega a los vencidos la hora del
desagravio y de la justicia. Quien busque ciencia se­
ria en la España del siglo X V III , tiene que buscarla en
esos frailes ramplones y olvidados. Más vigor de pensa­
miento, más clara comprensión de los problemas sociales,
más lógica amartilladora e irresistible hay en cualquiera
de las Cartas del Filósofo Rancio, a pesar del estilo culina­
rio grotesco y de mal tono con que suelen estar escri­
tas’, que en todas las discusiones de las Constituyentes de
Cádiz, o en los raquíticos tratados de ideología y derecho
público, copias de Destutt-Tracy o plagios de Bemtham
con que nutrió su espíritu la primera generación revolu-
donaría española, sin que aprendiesen otra cosa ningu­
na en más de cuarenta años...
Célebre más que Rodríguez y que ningún otro de aque­
llos apologistas, pero no tan leído como corresponde a su.
fama, a la grandeza de su saber y entendimiento y al
fruto que hoy mismo podemos sacar de sus obras, es el
jeronimiano Fr. Fernando de Ceballos y Mier, gloria de
la Universidad de Sevilla y del Monasterio de San Isidro
del Campo, refugio, en otro tiempo, de herejes, y en el
siglo X V III morada del más vigoroso martillo de ellos,
a Quien Dios crió en estos miserables tiempos (son pala­
bras de Fr. Diego de Cádiz) para dar a conocer a los he­
rejes y reducir sus máximas a cenizas. Su vida fué una
continua y laboriosa cruzada contra el enciclopedismo en
todas sus fases, bajo todas sus máscaras, así en sus prin­
cipios com o en sus más remotas derivaciones y consecuen­
cia sociales, que él vió con claridad semiprofética (per­
dónese lo atrevido de la expresión), y denunció con ge­
neroso brío, sin que le arredrasen prohibiciones y censu­
ras laicas, ni destierros y atropellos cesaristas. Guerra te­
naz, sin tregua ni descanso, porque el P. Ceballos estu­
vo siempre en la brecha y ni él se hartó de escribir, ni
sus adversarios de perseguirle a muerte. Su obra apologé­
tica (llamemos así al conjunto de sus escritos) es de carác­
ter enciclopédico, porque no dejó de acudir a todos los
Puntos amenazados, ni de cubrir y reparar con su perso­
na todos los portillos y brechas por donde cautelosamen­
te pudiera deslizarse el error. La Falsa filosofía, si estu­
viera acabada, sería una antienciclopedia. Junta en fácil
nudo el P. Ceballos dos aptitudes muy diversas : el ta­
lento analítico, paciente y sagaz que no deja a vida libro
de los incrédulos, y la fuerza sintética que, ordenando y
trabando en un haz todos los descarríos que venían de
Francia, y mostrando sus ocultos nexos y recónditas afi­
nidades, dando, por decirlo así, a los sistemas heterodoxos
cierta lógica, consecuencia y unidad que muchas veces no
sospecharon sus mismos autores, levanta enfrente de ellos
otra síntesis suprema, expresión de la verdad católica en
todos los órdenes y esferas del humano conocimiento, des­
de la ontología y la antropología hasta las últimas ramifi­
caciones de la ética y del Derecho natural y de gentes.
Todo, hasta la pedagogía, hasta la estética, entra en el in­
menso Cosmos del P. Ceballos ¡ Cuán grande nos pare­
ce su gigantesco desarrollo de la idea del orden, cuan­
do nos acordamos de aquella filosofía volteriana, cuyas
profundidades estribaban en tal cual dicharacho soez so­
bre las lentejas de Esaú o el harem de Salom ón!...
El principal fin del P. Ceballos, que publicó su libro
en 1774, muchos años antes ele ver -desencadenada la re­
volución francesa, fué mostrar la ruina de las sociedades,
el allanamiento de los poderes legítimos, el desorden y la
anarquía, como último y forzoso término de la invasión
del naturalismo y del olvido del orden sobrenatural, así en
la ciencia como en la vida y en el gobierno de los pueblos.
Corrieron los tiempos, y la revolución confirmó y sigue
confirmando con usura los vaticinios del monje filósofo ( 1 ).
Pero entre todos nuestros filósofos del siglo X V III
ninguno igualó en erudición, solidez y aplomo al insigne
médico aragonés D. Andrés Piquer. En él fué inmensa la
copia de doctrina; varia, amena y bien digerida la lec­
tura ; elegante con sencillez, modesto el estilo, y firmí­
simo el juicio, de tal suerte, que en él pareció renacer el
espíritu de Vives. Ni los prestigios de la antigüedad, ni
los halagos de la innovación le sedujeron; antes que
encadenarse al imperio de la moda, escogió filosofar por
cuenta propia, leyendo y analizando toda suerte de filoso­
fías, probándolo todo y reteniendo sólo lo bueno, con­
forme a la sentencia del A p óstol; eligiendo de los mejo­
res lo mejor, y trayéndolo todo, las riquezas de la erudi­
ción, las joyas de la experiencia, las flores de la amena
literatura, a los pies de la verdad católica. Fué ecléctico
en el método, pero jamás se le ocurrió hacer coro con
los gárrulos despreciadores de la Escolástica... (2).

(1) Heterodoxos. Tomo VI, páginas 365 a 367, 373 a 374 y 376.
(2) Heterodoxos. Tomo VI, pág. 390.
7. seoaax de PÍqU6r y contin^ d o r 'de su filo.
solL'no n 1P K1 3UDqUe 611 0traS disienta> fué 811
sanSre t f ' F,°rner’ que además de la afinidad de
sangre tiene con el parentesco de ideas muy estrecho.
f a v u n 3U~qUen 0grf ° a k teraPrana edad de cuaren.
trJla Z T ° - ’ Z ñ u t í s i m o , & inmensa doc-
adnfirnrl 'd i df Qum.tana< a-ue P°r las ideas no debía
admirarle mucho), prosista fecundo, vigoroso, contunden-
e y desenfadado, cuyo desgarro nativo y de buena lev
u- 7 emmora i P°eta satírico de grandes alientos, si
len duro y b ro n co ; jurisconsulto reformador, dialéctico
^ placable, temible controversista y, finalmente, defen­
sor y restaurador de la antigua cultura española y cati­
b o predecesor y maestro de todos los que después he­
mos trabajado en la misma empresa. En él, com o en su
tío, vive el espíritu de la ciencia española, y uno y otro
• n eclécticos; pero lo que Piquer hace com o dogmáti­
co lo lleva a la arena Forner, escritor polémico, hombre
acción y de combate. N o ha dejado ninguna construc­
ción acabada, ningún tratado didáctico, sino controver-
ias, apologías, _refutaciones, ensayos, diatribas, Icomo
luien pasó la vida sobre las armas, en acecho de lite­
ratos chirles o de filósofos transpirenaicos. Su índole iras-
míe, su genio batallador, aventurero y proceloso, le
arrastraron a malgastar mucho ingenio en estériles esca­
ramuzas, cometiendo verdaderas y sangrientas injusticias,
fine si no son indicios de alma torva (porque la suya era
en el fondo recta y buena), denuncian aspereza increíble,
esahogo brutal, pesimismo desalentado o temperamento
filoso, cosas todas nada a propósito para ganarle general
estimación en su tiempo, aunque hoy merezcan perdón o
disculpa relativa...
v Pero fuera de esta mácula (de que nadie se libró en­
tonces), Forner, enemigo de todo resto de barbarie y par­
tidario de toda reforma justa y de la corrección de todo
abuso (como lo prueba el admirable libro que dejó inédi-
° sobre la perplejidad de la tortura, y sobre las corrup­
t a s introducidas en el derecho penal), fué, como filó-
sofo, ei enemigo más acérrimo de las ideas del siglo X V III ,
que él no se cansa de llamar «siglo de ensayos, siglo de
diccionarios, siglo de diarios, siglo de impiedad, siglo ha­
blador, siglo charlatán, siglo ostentador», en vez de los
pomposos títulos de «siglo de la razón, siglo de las luces
y siglo de la filosofía» que le daban sus más entusiastas
hijos.
Contra ellos se levanta la protesta de Forner, anas enér­
gica que ninguna : protesta contra la corrupción de la
lengua castellana, dándola ya por muerta y celebrando
sus exequias; protesta contra la literatura prosaica y
fría y la corrección académica y enteca de los Iriartes;
protesta contra el periodismo y la literatura chapucera,
contra los economistas filántrofos que a toda hora gritan
«humanidad, beneficencia», y protesta, sobre todo, con­
tra las flores y los frutos de la Enciclopedia. Su mismo
aislamiento, su dureza algo brutal en medio de aquella
literatura desmazalada y tibia, le hacen interesante, ora
resista, ora provoque. Es un gladiador literario de otros
tiempos, extraviado en una sociedad de petimetres y de
abates-’ un lógico de las antiguas aulas, recio de voz, de
pulmones y de brazo, intemperante y procaz, propenso
a abusar de su fuerza, como quien tiene conciencia de
ella y capaz de defender de sol a sol tesis y conclusiones
públicas contra todo el que se le ponga delante. En el
siglo de las elegancias de salón, tal hombre, aun en Es­
paña, tenía que asfixiarse. .
' Entonces se entraba en la república literaria con un
tomo de madrigales o de anacreónticas. Forner csUid,an­
te todavía, no entró, sino que forzó las puertas con dos
o tres sátiras atroces (tan atroces como injustas) contra
Iriarte v otros, y después de varios mojicones literarios
dados y recibidos y de una verdadera inundación de pa­
peles polémicos que cayeron como nube de langosta so­
bre el campo de nuestras letras, llegó a imponerse por el
terror v aprovechó un instante de tregua para lanzar con­
tra los' enciclopedistas franceses su Oración apologética
por la España y su mérito literario.
Era entonces moda entre los extraños, no sin que los
secundasen algunos españoles mal avenidos con el anti­
guo régimen, decir horrores de la antigua España, de su
catolicismo y de su ciencia. Ya no se contentaban con
atribuirnos el haber llevado a todas partes la corrup­
ción del gusto literario, el énfasis, la hipérbole y la su­
tileza (como sostuvieron en Italia los abates Tiraboschi
y Bettinell, a quienes brillantemente respondieron nues­
tros jesuítas Serrano, Andrés, Eampillas y Masden), sino
que se adelantaban a negarnos en las edades pretéritas
toda cultura, buena o mala y aun todo uso de la raciona­
lidad. Así un geógrafo obscuro, Mr. Masson de Morvi-
lliers, preguntó en el artículo Espagne, de la Enciclope­
dia Metódica : «¿Q ué se debe a España? Y después de
dos siglos, después de cuatro, después de diez, ¿qué ha
hecho por Europa?»
A tan insultante reto contestaron un extranjero, el
abate Denina, historiador italiano refugiado en la corte
de Federico II de Prusia, y un español, el abate Cavani-
llas (insigne botánico), en ciertas Observations... sur l’ar-
ticle «Espagne» de la Nouvelle Enciclopedie que se im­
primió en París en 1784.
Forner tomó en su apología nuevo rumbo, y partiendo
del principio de que sólo las ciencias útiles y que se en­
caminan a la felicidad humana (tomada esta expresión en
el sentido de la ética espiritualista y cristiana) merecen
loor a sus cultivadores, y que no las vanas teorías, ni los
arbitrarios sistemas, ni la creación de fantásticos mundos
intelectuales, ni menos el espíritu de insubordinación y
revuelta y el desacato contra las cosas santas deben traer­
se por testimonio del alto grado de civilización de un
pueblo, sino, antes bien, de su degración y ruina, probó
maravillosamente y con varonil elocuencia que si era
verdad que la ciencia española no había engendrado, co­
mo la de otras partes, un batallón de osados sofistas con­
tra Dios y su Cristo, había elaborado entre las nieblas de
E Edad Media la legislación más sabia y asombrosa, ha­
bía ensanchado en el Renacimiento los límites del mun-
d°.’ tabía impreso la primera Políglota y el primer texto
griego del Nuevo Testamento, había producido en Luis
Vives y en Melchor Cano los primeros y más sólidos re­
formadores del método en teología y en filosofía, había
creado el derecho natural y el de gentes y la filosofía del
lenguaje, ^había derramado la luz del cristianismo has­
ta los^ últimos confines de la tierra, ganando para la civi­
lización mucha más tierra que la que conocieron o pu­
dieron imaginar los antiguos; había descrito por prinre-
ra vez la naturaleza americana, y había traído, con La­
guna, Villalobos, Mercado y Solano de Luque, el bálsa­
mo de vida y de salud para muchas dolencias humanas;
cosas todas tan dignas, por lo menos, de agradecimiento
y de alabanza com o el haber dado cuna a soñadores des­
piertos o a audaces demoledores del orden moral...
Era tal la aversión de Forner a la filosofía francesa,
que llegó a trazar el croquis de un poema satírico en ver­
so y prosa (especie de sátira menipea), burlándose del
«Contrato social» y más aún de las teorías de los condi-
llaquistas sobre la palabra y de aquel primitivo estado
salvaje en que el hombre por no haber inventado toda­
vía la palabra,

...siendo racional no razonaba,


Y con entendimiento no entendía,
Que así su ser el hombre ejercitaba.
Rousseau lo afirma, que lo vió, a fe mía,
Y trató a dos salvajes que le hablaron
Aunque él dice que nadie hablar sabía.

¡ Lastima que de este poema, tan en la cuerda del au­


tor, no queden más que rasguños sueltos ! Proponíase
que el teatro de la fábula fuese una isla desierta, regida
en paz y justicia por la ley natural hasta que llegaban a
ella, arrojados por una tempestad, varios filósofos y sa­
bios qrue en poco tiempo la corrompían, perturbaban y
hacían infeliz, con sus sistemas preñados de gérmenes de
(discordia.
Tal fué este genio independiente y austero, tan ene­
migo de las utopías filosóficas como de las sociales, es­
pañol de pura casta, en quien el espectáculo de la revo­
lución francesa y el dogma de la soberanía nacional y de
la justicia revolucionaria no hicieron mella, sino para exe­
crarlos en los viriles versos del canto de La Paz. Ya
en 1795 vió proféticamente que el cesarismo era el térmi­
no forzoso de la demagogia desbocada.
Libre llamas la tierra « l sangre roja,
Libre a ti porque matas, porque gimes ;
Buscas la libertad entre cenizas,
Y libre tú a ti mismo te esclavizas.
Que no, no ha visto el sol desde que ufano
Los anchos horizontes pinta y dora,
Un pueblo de si mismo soberano,
Aunque afecte potencia engañadora.
No bien se ajusta a la inexperta mano
Arduo timón de corpulenta prora,
Fantástico poder tal vez se engríe
Y ensalza a un Sila que le oprime y ríe.

El Sila anunciado por nuestro poeta fué Napoleón (1).

(1) Heterodoxos. Tomo VI, págs. 392, 393, 394 a 396, 399 y 400.
Biblioteca Nacional de España
V .-fSea-oíssn© y feaieióas.

Nunca, en el largo curso de la historia, despertó nación


alguna tan gloriosamente después de tan torpe y pesa­
do sueño como España en 1808. Sobre ella había pasado
un siglo entero de miseria y rebajamiento moral, de des­
potismo administrativo sin grandeza ni gloria, de impiedad
vergonzante, de paces desastrosas, de guerras en provecho
de niños de la familia real o de codiciosos vecinos nuestros,
de ruina acelerada y miserable desuso de cuanto quedaba
de las libertades antiguas, de tiranía sobre la Iglesia con
el especioso título de protección y patronato, y, final­
mente, de arte ruin, de filosofía enteca, y de literatura
sin poder ni eficacia, disimulando todo aquello con cier­
tos oropeles de cultura material, que h oy los mismos
historiadores de la escuela positivista (Buckle, por ejem­
plo), declaran somera, artificial, contrahecha y falsa.
Para que rompiésemos aquel sopor in dign o; para que
de nuevo resplandeciesen con majestad no usada las ge­
nerosas condiciones de la raza, aletargadas pero no ex­
tintas, por algo peor que la tiranía, por el achatamien-
to moral de gobernantes y gobernados y el olvido de
volver los ojos a lo alto; para que tornara a henchir
ampliamente nuestros pulmones el aire de la vida y de
las grandes obras de la vida ; para recobrar, en suma, la
conciencia nacional, atrofiada largos días por el fetichis­
mo covachuelista de la augustísima y beneficentísima,
persona de S. M ., era preciso que un mar de sangre so­
m era de Fuenterrabía hasta el seno gaditano, y que en
estas rojas aguas nos regenerásemos, después de aban-

i
donados y vendidos por nuestros reyes, y de invadidos
y saqueados con perfidia e iniquidad más que púnicas
por la misma Francia, de la cual todo un siglo habíamos
sido ftedisecuos o remedadores torpísimos.
Pero, ¡ qué despertar más admirable ! ¡ Dichoso asun­
to en que ningún encarecimiento puede parecer retóri­
co ! ¡ Bendecidos muros de Zaragoza y Gerona, sagrados
más que los de Num ancia; asperezas del Bruch, cam­
pos de Bailón, épico juramento de Dangeland y reti­
rada de los 9.000 tan gloriosa como la que historió Jeno­
fonte !... ¿ Qué edad podrá oscurecer la gloria de aquellas
victorias y de aquellas derrotas, si es que en las gue­
rras nacionales puede llamarse derrota lo que es marti­
rio, redención y apoteosis para el que sucumbe y pren­
da de victoria para el que sobrevive?
Precisamente en lo irregular consistió la grandeza de
aquella guerra, emprendida provincia a provincia, pue­
blo a pu eb lo; guerra infeliz cuando se combatió en tro­
pas regulares, o se quiso centralizar y dirigir el movi­
miento, y dichosa y heroica cuando, siguiendo cada cual
el nativo impulso de disgregación y de autonomía, de
confianza en sí propio y de enérgico y desmandado in­
dividualismo, lidió tras las tapias de su pueblo o en
los vados del conocido río, en las guájaras y fraguras de
la vecina cordillera, o en el paterno terruño, ungido y
fecundizado en otras edades con la sangre de los dome-
ñadores de moros y de los confirmantes de las cartas
municipales, cuyo espíritu pareció renacer en las pri­
meras juntas. Da resistencia se organizó, pero democrá­
ticamente y a la española, con ese federalismo instinti­
vo y tradicional, que surge aquí en los grandes peligros
y en los grandes reveses, y fué, com o era de esperar,
avivada y enfervorecida por el espíritu religioso, que vi­
vía íntegro, a lo menos en los humildes y pequeños, y
acaudillada y dirigida en gran parte por los frailes. De
ello dan testimonio la dictadura del P. R ico en Valen­
cia, del P. Gil en Sevilla, la de Fr. Mariano de Sevilla
eu Cádiz, la del P. Puebla en Granada, la del obispo
Menéndez de Euarca en Santander. Alentó la Virgen del
Pilar el brazo de los zaragozanos, pusiéronse los gerun-
denses bajo la protección de San Narciso, y en la mente
de todos estuvo (si se quita el escaso número de los
llamados liberales, que por loable inconsecuencia deja­
ron de afrancesarse) que aquella guerra, tanto de inde­
pendencia y española, era guerra de religión contra las
ideas del siglo X V I I I difundidas por las legiones na­
poleónicas. ¡ Cuán cierto que en aquella guerra cupo el
lauro más^ alto a los que su cultísimo historiador, el
conde de I oreno, llama con aristocrático desdén de pro­
hombre doctrinario, singular demagogia, pordiosera y
afrailada, supersticiosa y muy repugnante ! Lástima que
sin esa demagogia tan mal oliente y que tanto atacaba
los nervios al ilustre conde, no sean posibles Zaragozas
ni Geronas !
Sin duda, por no mezclarse en esta demagogia pordio­
sera, los cortesanos de Carlos IV , los clérigos ilustra­
dos y de luces, los abates, los literatos, los economistas
y los filósofos, tomaron muy desde el principio el par­
tido de los franceses, y constituyeron aquella legión
de traidores, de eterno vilipendio en los anales del mun­
do que nuestros mayores llamaron afrancesados. Después
de todo, no ha de negarse que procedieron con lógica :
si ellos no eran cristianos, ni españoles, ni tenían nada
de común con aquella antigua España, sino el haber
nacido en su su elo; si además los invasores tenían es­
critos en su bandera todos los principios de gobierno que
ellos enaltecían; si para ellos el ideal (como ahora dicen),
era un déspota ilustrado, un César impío que regenera­
se a los pueblos por fuerza y atase corto al Papa y a los
frailes; si además este César traía consigo el poder y el
prestigio militar más grande que han visto las edades,
en términos que parecía loca temeridad toda resistencia,
¿cóm o no habían de recibirle con palmas y sembrar de
flores y agasajos su camino?
La caída del príncipe de la Paz a consecuencia del
motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808), dejó desam­
parados a muchos de sus parciales y procesado a Esta­
la y otros, todos los cuales, por odio a la causa popular
y a los que llamaban bullangueros, no tardaron en po­
nerse bajo la protección de Murat. Ni tampoco podía es­
perarse más de los primeros ministros de Fernando V II,
los Azanza, Ofarril, Cebados, Escoiquiz y Caballero, todos
los cuales, tras de haber precipitado el insensato viaje del
rey a Bayona, o pasaron a los consejos del rey José o
se afrancesaron a medias, o fueron por su torpeza y ne­
cias pretensiones diplomáticas, risa y baldón de los ex­
traños.
Corrió al fin la sangre de mayo, y ni siquiera la san­
guinaria orden del día de Murat, que lleva aquella fe­
cha, bastó a apartar de él a los afrancesados, que no
sólo dieron por buena la renuncia de Bayona, sino que
concurrieron a las irrisorias Cortes convocadas ellí por
Napoleón, para labrar la felicidad de España y destruir
los abusos del antiguo régimen, como decía la convo­
catoria de 24 de mayo. Fas 150 personas que habían de
constituir esta diputación, representando al clero, a la no­
bleza y al Estado llano, fueron, o designadas por la llama­
da Junta Suprema de Gobierno, o elegidas atropellada y
desigualmente, no por las provincias alzadas en armas
contra la tiranía francesa, sino por los escasos partidarios
de la conquista napoleónica, que se albergaban en Ma­
drid o en la frontera, anunciando con ostentosas procla­
mas que el héroe a quien admiraba el mundo concluiría
la grande obra en que estaba trabajando, de la regene­
ración política. Algunos de los nombrados se negaron
rotundamente a ir, entre ellos el austero obispo de Oren­
se D. Pedro de Quevedo y Quintano, que respondió al
duque de Berg y a la Junta con una punzante y habilí­
sima representación que corrió de un extremo a otro de
España, labrando hondamente en los ánimos.
Eos pocos españoles congregados en Bayona a título
de diputados (en 15 de junio aún no llegábanla 30), re­
conocieron solemnemente por rey de España a ^José
Bonaparte, el cual, entre otras cosas, dijo al inquisidor

á
D. Raimundo Ethenard y Salinas, que «la religión era la
base de la moral y de la prosperidad pública, y que ha­
bía de considerarse feliz a España porque en ella sólo se
acataba la verdadera» : palabras vanas y encaminadas
solamente a granjearse algunas voluntades, que ni aun
por ese medio logró el intruso, viéndose obligado a cam­
biar de táctica muy pronto y a apoyarse en los elementos
más francamente innovadores.
Abriéronse al fin las Cortes de Bayona el 15 de junio
bajo la presidencia de D. Miguel Azanza, antiguo vi­
rrey de Méjico, a quien asistieron como secretarios don
Mariano Ruis de Urquijo, del Consejo de Estado, y don
Antonio Ranz Romanillos, del de Hacienda (conocido
helenista, traductor de Isócrates y de Plutarco). Anun­
ció el presidente en su discurso de apertura que «nues­
tro mismo regenerador, ese hombre extraordinario que
nos vuelve una patria que habíamos perdido se había, to­
mado la pena (sic) de disponer una Constitución para
que fuese la norma inalterable de nuestro gobierno».
Efectivamente, el proyecto de Constitución fué presen­
tado a aquellas Cortes, pero no formado por ellas, y aún
se ignora quién pudo ser el verdadero autor, puesto que
Napoleón no había de tener tiempo para entretenerse
en tal cosa. Nada se dijo en ella contra la unidad reli­
giosa, pero ya algunos diputados como D. Pablo Rivas
(luego de tristísima fama como ministro de Policía) y
D. José Gómez Hermosilla (buen helenista y atrabilia­
rio crítico, de los de la falange moratiniana), solicitaron
la abolición del Santo Oficio, a la cual fuertemente se
opuso el inquisidor Ethenard, secundado por algunos
consejeros de Castilla. También D. Ignacio Martínez de
Villela propuso, sin resultado, que a nadie se persiguie­
se por sus ideas religiosas o políticas, consignándose así
expresamente en la Constitución. La cual murió non
nata sin que llegara siquiera a reunir cien firmas, aun­
que de grado o por fuerza se hizo suscribirla a todos
los españoles que residían en Bayona.
Reorganizó José su ministerio, dando en él la secre-

fe *
taría de Estado al famoso Urquijo, promotor de la des­
cabellada tentativa de cisma jansenista en tiempo de
Carlos I V ; la de Negocios Extranjeros a D. Pedro Ce-
ballos; la de Placienda a Cabarrús; la de Guerra a
O farril; la de Gracia y Justicia a D. Sebastián Piñuela;
la de Marina a, Mazarredo y la de Indias a Azanza. En
vano se pretendió atraer a D. Gaspar Melchor de Jo-
vellanos y comprometer su nombre, haciéndole sonar
como ministro del Interior en la Gaceta de Madrid, por­
que él se resistió noblemente a las instancias de todos
sus amigos, especialmente de Cabarrús, y les respondió
en una de sus comunicaciones que «aunque la causa de
la patria fuese tan desesperada como ellos imaginaban,
sería siempre la causa del honor y la libertad, y la que
a todo trance debería seguir todo buen español» (1 ).

(1) Heterodoxos. Tomo VII, páginas 7 a 12.

á
VI* «Ibas C ortes de Cáclia;

A quien, como yo, escribe historia eclesiástica, no le


incumbe tratar de los preparativos de la convocatoria a
Cortes, ni de la cuestión entonces tan largamente de­
batida, de uno, de dos o de tres estamentos. Baste asen­
tar que el deseo de una representación nacional, pare­
cida o no a las antiguas Cortes, revolucionaria o conser­
vadora, semejante al Parlamento inglés, o semejante a
la Convención francesa, y ajustada en lo posible a los
antiguos usos y libertades de Castilla y Aragón, era en­
tonces universal y unánime, aunque la inexperiencia po­
lítica hacía que los campos permaneciesen sin deslindar,
y que el nombre de las Cortes fuera más bien aspiración
vaga que bandera de partido. El absolutismo del si­
glo X V III, el torpe favoritismo de Godoy, las renuncias
de Bayona, habían dejado tristísimo recuerdo en todos
los espíritus, al mismo paso que la aurora de la gue­
rra de la Independencia había hecho florecer en todos
los ánimos esperanzas de otro sistema de gobierno basa­
do en rectitud y justicia, sistema que nadie definía, pero
que todos confusamente presentían. No. estuvo el mal
en las Cortes ni siquiera en la manera de convocarlas,
que pudo ser mejor que fué, pero que quizá fué la úni­
ca posible, aunque excogitada a bulto. La desgracia fué
que un siglo de absolutismo glorioso y de política ex­
tranjera, aunque grande, y otro siglo de absolutismo inep­
to, nos había hecho perder toda memoria de nuestra
antigua organización política, y era sueño pensar que
en un día había de levantarse del sepulcro, y que con

fe J
los mismos nombres habían de renacer las mismas c o ­
sas, asemejándose en algo las Cortes de Cádiz a las an­
tiguas Cortes de Castilla. ¿N i cómo, ni por qué? ¿Qué
educación habían recibido aquellos prohombres sino la
educación del siglo X V III ? ¿ Qué doctrina social ha­
bían mamado en la leche sino la del Contrato social
de Rousseau o (a lo sumo) la del Espíritu de las leyes ?
¿Qué sabían de nuestros antiguos tratadistas de de­
recho político ni menos de nuestras cartas municipales y
cuadernos de Cortes que sólo hojeaba algún investigador
como Capmany y Martínez Marina, desfigurando a ve­
ces su sentido con arbitrarias y caprichosas interpretacio­
nes? ¿E n qué había de parecerse un diputado de 1810,
henchido de ilusiones filantrópicas, a Alonso de Quinta-
nilla, o a Pedro I/>pez de Padilla, o a cualquier otro de
los que asentaron el trono de la Reina Católica o que
negaron subsidio a Carlos V ?
Las ideas dominantes en el nuevo Congreso tenían que
ser, por ley histórica e ineludible, las ideas del siglo
X V III , que allí encontraron su última expresión y se
tradujeron en leyes...
Instaladas las Cortes generales y extraordinarias el 24
de septiembre de 1810 en la isla de León, de donde luego
se trasladaron a Cádiz, fué su primer decreto el de consti­
tuirse soberanas, con plenitud de soberanía nacional, pro­
poniendo y dictando los términos de tal resolución el
clérigo extremeño D. Diego Muñoz Torrero, antiguo rec­
tor de la Universidad de Salamanca, y distinguido entre
los del bando jansenista por su saber y por la aus­
teridad de sus costumbres. Con él tomaron parte en la
discusión, comenzando entonces a señalarse, el diputado
americano D. José Mejía, elegante y donoso en el decir,
y el famoso asturiano D. Agustín Argüelles, que, andan­
do el tiempo, llegó a ser uno de los santones desbando
progresista y merecer renombre de Divino (siempre
otorgado con harta largueza en. esta tierra de España a
oradores y poetas), pero que entonces era sólo un mozo
de esperanzas, de natural despejo, y de fácil aunque insí­
pida afluencia, que sabía inglés y había leído algunos
expositores de la Constitución británica, sin corregir,
por esto, la confusa verbosidad de su estilo, y a quien
Godoy había empleado en diversas comisiones diplomá­
ticas. ..
El 19 de octubre se aprobó el primer artículo [de la
Constitución] por 70 votos contra 32, durando hasta el 5
de noviembre la discusión y votación de los 19 restantes.
Proclámase en ellos omnímoda libertad de escribir e im­
primir en materias políticas, créase un tribunal o junta
suprema para los delitos de imprenta, y las obras sobre
materias eclesiásticas quedan sometidas a los Ordinarios
diocesanos, sin hablarse palabra del Santo Oficio, aunque
lo solicitó el diputado extremeño Riesco, inquisidor de
Elerena. Muchos, casi todos los fautores del proyecto,
hubieran querido extender los términos de aquella liber­
tad más que lo hicieron, pero les contuvo el tener que
ir contra el unánime sentimiento nacional, y nadie lo in­
dicó, ni aun por asomo, como no fuera el americano Me-
jía, volteriano de pura sangre, cuyas palabras, aunque
breves y embozadas, hubieran producido grande escándalo
sin la oportuna intervención del grave y majestuoso Mu­
ñoz Torrero. Y aún llegó la cautela de los liberales has­
ta conceder que en las juntas de censura fuesen eclesiás­
ticos tres de los nueve vocales, sin duda para evitar que
lo fuesen todos.
Otra concesión de mayor monta, bastante a indicar por
sí sola cuán cautelosa y solapadamente procedían en aque­
lla época los innovadores, fué el consignar en la Consti­
tución de 1812 (democrática en su esencia, pero democrá­
tica a la francesa, e inaplicable de todo punto al lugar y
tiempo en que se hizo) que «la nación española profesa­
ba la religión católica, apostólica, romana, única verda­
dera, con exclusión de cualquier otra». Y aún fué me­
nester añadir, a propuesta de Inguanzo, caudillo y adalid
del partido católico en aquellas Cortes, y señalado entre to­
dos por su erudición canónica, «que el catolicismo sería
Perpetuamente la religión de los españoles, prohibiéndo­
se en absoluto el ejercicio de cualquiera otra». A muchos
descontentó tan terminante declaración de unidad religio­
sa, pero la votaron aunque otra cosa tenían dentro del al­
ma, y bien lo mostró la pegadiza clausula que amaña-
damente ingirieron y que luego les dió pretexto para
abolir el Santo Oficio : «ha nación protege el catolicis­
mo por leyes sabias y justas». Y a la verdad, ¿no era ilu­
sorio consignar la intolerancia religiosa después de ha­
ber proclamado la libertad de imprenta, y en vísperas de
abatir el más formidable baluarte de 1 a. unidad del culto
en España? Más lógico y más valiente había andado el
luego famoso economista asturiano D. Alvaro Flores Es­
trada en el proyecto de Constitución que presentó a la
Junta central en Sevilla el l.° de noviembre de 1809, en
uno de cuyos artículos se proponía que «ningún ciudadano
fuese incomodado en su religión, sea la que quiera».
Pero sus amigos comprendieron que afín no estaba el fru­
to maduro, y dejaron en olvido esta y otras cosas de
aquel proyecto.
Elevada a ley constitucional, en el título I X del nue­
vo Código, la libertad de imprenta, comenzó a inundarse
Cádiz de un diluvio de folletos y periódicos, más o me­
nos insulsos, y algunos por todo extremo perniciosos.
Arrojáronse, pluma en ristre, mil charlatanes intonsos a
discurrir de cuestiones constitucionales, apenas sabidas en
España, a entonar hinchados ditirambos a la libertad o
lo que era peor y más pernicioso, a difundir ese libera­
lismo de café que, con supina ignorancia de lo humano
y de lo divino raja a roso y velloso en las cosas de este
mundo y del otro...
Más recia y trabada pelamesa fué la del Diccionario
crítico burlesco. Con título de Diccionario razonado, ma­
nual para inteligencia de ciertos escritores que por equi­
vocación han nacido en España, habíase divulgado un
folleto contra los innovadores y sus reformas; obra de
valer escaso, pero de algún chiste, aparte de la resonan­
cia extrema que las circunstancias le dieron. Pasaban
por autores los diputados Freile Castrillón y Pastor Pé-
responder T 'k revolucl°miria, y designó para
responder al anonnno diccionarista al que tenían por
mas agudo, castizo y donairoso de todos sus escritores,
•Bartolomé José Gallardo, bibliotecario de las Cortes
Cuaíquiera de los folletos de Gallardo vale más que
doctriné CnÜC° - hurlesc° ] , Pobre y menguado de
clu st? ’ aSf.rero f 11 la atención, y nada original en los
chistes que tiene buenos. Ignaro, el autor de toda cien-
ÍÍL ’ , a S 1 t1eolÓg,1Ca, c°m o filosófica, fue recogiendo
j y ■ esecb °s ínfimo y callejero volterianismo,
‘Í n? ,lC? V tart0 fllosófico y otros libros análogos, salpi­
mentándolos con razonable rociada de desvergüenzas, y
on tal cual agudeza o desenfado picaresco que atrapó
S l o X V I gU° S CanCÍOneros ° íihros de pasatiempo del

Semejante alarde de grotesca impiedad, todavía rara


n España, amotinó los ánimos contra Gallardo, a quien
nacía mas conspicuo, aumentando gravedad al caso su
Puesto oficial de bibliotecario de las Cortes
En sesión secreta de 18 de abril de 1812 comenzaron
ms Cortes a tratar del impío y atrocísimo libelo de Gu­
ardo, resolviendo casi unánimemente que «se manifes-
ase a }a Regencia la amargura y sentimiento que había
Producido en el soberano Congreso la publicación del Dic­
cionario y que en resultando comprobados debidamente
os insultos que pueda sufrir la religión por este escrito,
proceda con brevedad a reparar los males con todo el ri­
gor que prescriben las leyes, dando cuenta a S. M. las
Cortes de todo para su tranquilidad y sosiego».
Don Mariano Martín de Esperanza, vicario capitular de
Cádiz, representó enérgicamente a la Regencia contra el
Diccionario, mostrando como inminente la perversión de
la moral cristiana si se dejaban circular tales diatribas
contra la Iglesia y sus ministros. Pasó la Regencia el
libro a la Junta de Censura, y fué por ella calificado de
subversivo de la ley fundamental de nuestra Constitu­
ción... atrozmente injurioso a las Ordenes religiosas y al
estado eclesiástico en general y contrario a la decencia
pública y buenas costumbres. El día 2 0 se mandó recoger
el Diccionario y era tal la indignación popular contra
Gallardo que para sustraerse a ella no encontró medio
mejor que hacer que le encerrasen en el Castillo de Santa
Catalina ; simulada prisión, que compararon en zumba sus
enemigos con la hégira de Mahoma a la Meca.
De pronto la escondida y artera mano de las sectas
cambió totalmente el aspecto de las cosas. Gallardo en su
prisión (que él llamaba, no sin fundamento, presentación
■voluntaria) se vió honrado y agasajado por lo más se­
lecto de la grey liberal, y hasta por alguna principalísi­
ma señora, cuya visita agradeció y solemnizó él con la
siguiente perversa décima, inserta en el Diario Mercantil,
de Cádiz el 2 de marzo de 1812 :
Por puro siempre en mi fe,
Y por cristiano católico,
Y romano y apostólico
Firme siempre me tendré :
Y aunque encastillado esté,
Y aunque más los frailes griten
Y aunque más se despepiten,
Mientras que de dos en dos
En paz y en gracia de Dios
Eos ángeles me visiten...

El triunfo de Gallardo fué completo, y apenas se vió


libre, publicó en un folleto que llamó Inversión oportu­
na, los pormenores de cuanto le había acaecido, y teme­
roso de nuevas persecuciones huyó de Cádiz, anticipán­
dose a la pena de destierro que le había sido impuesta.
Al Vicario capitular que había condenado el Diccionario,
le entregaron las Cortes al Juzgado secular, que le tuvo
en prisiones seis meses sin forma alguna de proceso. ¡ De­
liciosa arbitrariedad que sin escrúpulo podemos llamar
muy española !
Así terminó este enojoso incidente, que he querido
narrar con todos sus pormenores, a pesar de la insulsez
del libro, porque aquella fué la primera victoria del es­
píritu irreligioso en España, quedando absuelto Gallardo
y descubierta bien a las claras la parcialidad del bando
dominante en el Congreso y el blanco final a que tiraban
sus intentos.
Temeridad hubiera sido en ellos proponer, cuanto más
sancionar, la libertad religiosa, temeridad bastante a com ­
prometer el éxito de su obra. Parecióles mejor y más
seguro amparar bajo capa toda insinuación alevosa con­
tra el culto que en la ley declaraban único verdadero,
y dejarle desguarnecido de todo presidio con echar por
tierra la jurisdicción del Santo Oficio (1), único Tribu­
nal que podía hacer efectiva la responsabilidad de los
delitos religiosos. Fué letra muerta la ley constitucio­
nal, espantajo irrisorio la Junta suprema de Censura
y comenzó a existir de hecho, no la tolerancia ni la dis­
paridad de cultos (cosa hoy mismo sin sentido en Espa­
ña), sino lo único que entre nosotros cabía, la licencia
desenfrenada de zaherir y escarnecer el dogma y la dis­
ciplina de la Iglesia establecida; en una palabra, la an­
tropofagia de carne clerical, que desde entonces viene
aquejando a nuestros partidos liberales, con risa y vili-

(1) Una cosa me ha llamado sobre todo la atención en este lar­


guísimo debate (el que se planteó en las Cortes acerca del Santo
Oficio ; la extraña unanimidad con que amigos y enemigos de
la Inquisición afirman que el pueblo la quería y la deseaba. «La
nación (exclama el diputado Ximenez Hoyo, que no figuraba cier­
tamente, en el bando de los serviles) no está compuesta solamen­
te por una porción de personas amantes de la libertad o temero­
sas del freno que las contenga... Nosotros sabemos lo que pasa,
y nadie ignora lo que los pueblos piensan... En general el voto de
la nación es por el restablecimiento 'de un Tribunal, que cree
absolutamente necesario para conservar pura la religión católica...
Yo, por mi parte, protesto y protestamos todos los diputados de
Córdoba, que jamás votaremos la extinción del Tribunal de la In­
quisición, porque no es este el voto de los que nos han dado sus
poderes para representarlos en este Congreso.»
Nadie contradijo estas palabras : tan evidente era el hecho, mos­
trándose en él la intrínseca falsedad de aquella llamada «Repre­
sentación nacional», cuyos individuos sólo a sí mismos se repre­
sentaban sin que la nación entendiera ni participase nada de su
algarabía regeneradora. (Heterodoxos. Tomo VII, páginas 75 y 7G.)
pendió de los demás de Europa, donde ya estos singula­
res procedimientos de regeneración política van anticuán­
dose y pasando de m od a : el lancetazo al Cristo que
ningún héroe de club o de barricada ha dejado de dar
para no ser menos que sus aláteres en lo de pensador y
despreocupado...
[Menguada] fue la obra de aquellas Cortes, ensalzadas
hasta hoy con pasión harta, y aún más dignas de acre
censura, que por lo qrue hicieron y consintieron, por los
efectos próximos y remotos de lo uno y de lo otro. Fru­
to de todas las tendencias desorganizadoras del siglo X V III,
en ellas fermentó, reduciéndose a leyes, el espíritu de
la Enciclopedia y del Contrato Social. Herederas de
todas las tradiciones del antiguo regalismo jansenista,
acabado de corromper y malear por la levadura volteria­
na, llevaron hasta el más ciego furor y ensañamiento la
hostilidad contra la Iglesia, persiguiéndola en sus minis­
tros y atropellándola en su inmunidad. Vuelta la espal­
da a las antiguas leyes españolas, y desconocido en ab­
soluto el valor del elemento histórico y tradicional, fan­
tasearon, quizá con generosas intenciones, una Constitu­
ción abstracta e inaplicable, que el más leve viento ha­
bía de derribar. Ciegos y sordos al sentir y querer del
pueblo que debían representar, tuvieron por mejor, en
su soberbia de utopistas e ideologistas solitarios, entro­
nizar el ídolo de sus vagas lecturas y quiméricas me­
ditaciones, que insistir en los vestigios de los pasados, y
tomar luz y guía en la conciencia nacional. Huyeron
sistemáticamente de lo antiguo, fabricaron alcázares en
el viento y, si algo de su obra quedó, no fué ciertamen­
te la parte positiva y constituyente, sino las ruinas que
en torno de ella amontonaron. Gracias a aquellas re­
formas quedó España dividida en dos bandos, iracundos
e irreconciliables; llegó, en alas de la imprenta libre,
hasta los últimos confines de la Península, la voz de
sedición contra el orden sobrenatural, lanzada por los en­
ciclopedistas franceses; dieron calor y fomento el perio­
dismo y las sociedades secretas a todo linaje de raines
ambiciones, y osado charlatanismo de histriones y so­
fistas; fuese anublando por días el criterio moral y cre­
ciendo el indiferentismo religioso, y .a la larga, perdido
en la lucha el prestigio del trono, socavado de mil mane­
ras d orden religioso, constituidas y fundadas las agru­
paciones políticas, no en principios, que generalmente
no tenían, sino en odios o en venganzas o en intereses
y miedos, llenas las cabezas de viento y los corazones
de saña, comenzó esa interminable tela de acciones y
de reacciones, de anarquías y de dictaduras, que llena
la torpe y miserable historia de España en el siglo X I X .
Ahora,^ sólo resta consignar que todavía en 1812 nada
había mas impopular en España que las tendencias y
opiniones liberales, encerradas casi en los muros de Cá­
diz, y limitadas a las Cortes, a sus empleados, a los
periodistas y oradores de café y a una parte de los jefes
militares. Cómo, a pesar de esto, lograban en el Con­
greso mayoría los reformadores, no lo preguntará cier­
tamente el que conozca el mecanismo del régimen par­
lamentario ; pues sabido es, y mruy cándido será quien
lo niegue, que mil veces se ha visto por el mundo, ir por
un lado la voluntad nacional y por otro la de sus pro­
curadores. Fuera de que aquellas Cortes gaditanas tu­
vieron, entre sus muchas extrañezas, la de haber sido
congregadas por los procedimientos más desusados y anó­
malos, no siendo propietarios sino suplentes elegidos en
Cádiz por sus amigos y paisanos, muchos de aquellos di­
putados : lo cual valía tanto com o si se hubiesen elegi­
do a sí mismos. Con esto y con haber excluido a los de­
liberantes eclesiásticos, y a la nobleza, que por cálculo
Prudente (seguro tratándose del primero) hubieran dado
tuerza al elemento conservador, el resultado no podía
ser dudoso, y aquellas Cortes tenían que ser un fiel, aun­
que descolorido y apagado trasunto, de la Asamblea le­
gislativa francesa. Y aún suponiendo que la elección se
hubiera hecho en términos ordinarios y legales, quizá
habría acontecido lo mismo, porque desacostumbrados
los pueblos al régimen representativo, ni conocían a los
hombres que mandaban al Congreso, ni los tenían pro­
bados y experimentados, ni era fácil en la confusión de
ideas y en la triste ignorancia reinantes a fines del si­
glo X V III, hacer muchas distinciones y deslindes sobre
pureza de doctrinas sociales, que los pueblos no enten­
dían, si bien de sus efectos comenzasen luego a darse
cuenta, festejando con inusitado entusiasmo la caída de
los reformadores. Bien puede decirse que el decreto de
Valencia fué ajustadísimo al universal clamor de la vo­
luntad nacional. ¡ Ojalá hubiesen sido tales todos los
desaciertos de Fernando V II ! (1).

(1) Heterodoxos. Tomo VII, páginas 40 a 42, 44 a 46, 49, 51, 52 a 54,
58 a 60 y 89 a 91.
V II.-L a vuelta del Rey

1. L a o c a sió n p e rd id a

Que la Constitución del año 1 2 era tan impopular como


quimérica han de confesarlo hoy cuantos estudien de
buena fe aquel período. Que el pueblo recibió con pal­
mas su abolición, es asimismo indudable. Que nunca se
presentó más favorable ocasión de consolidar en España
un excelente, o a lo menos tolerable, sistema político,
restaurando de un modo discreto lo mejor de las anti­
guas leyes, franquicias y libertades patrias, enmendando
todo lo digno de reforma, y aprovechando los positivos
adelantos de otras naciones, tampoco lo negará quien
considere que nunca anduvieron más estrechamente alia­
dos que en 1814 Iglesia, trono y pueblo. Ningún M o­
narca ha subido al trono castellano con mejores aus­
picios que Fernando V II a su vuelta de Valencey. El
entusiasmo heroico de los mártires de la guerra de la
Independencia, había sublimado su nombre, dándole una
resonancia com o de héroe de epopeya, y Femando V II
no era para los españoles el príncipe apocado y vilísimo
de las renuncias de Bayona y del cautiverio de Valencey,
sino una bandera, un símbolo por el cual se había sos­
tenido una lucha de titanes, corroborada con los san­
grientos lauros de Bailén y con los escombros de Zara­
goza. A lgo de la magnanimidad de los defensores parece
como que se reflejaba en el príncipe, objeto de ella,
cual si ungiese y santificase su nombre el haber sido in­
vocado por los moribundos defensores de la fe y de la
patria. L,as mismas reformas de las Cortes de Cádiz y
el muy subido sabor democrático de la Constitución que
ellas sancionaron, contribuía a encender más y más en
los ánimos del pueblo español la adhesión al prisionero
monarca, cuya potestad veían sediciosamente hollada en
su propia tierra, com o si los enemigos del trono y del
régimen antiguo hubiera querido aprovecharse arteramen­
te del interregno producido por la cautividad del Rey y
por la invasión extraña. Del abstracto y metafísico fá­
rrago de la Constitución, pocos se daban cuenta ni razón
clara, pero todos veían que, con sancionar la libertad
de imprenta y abatir el Santo Oficio, había derribado los
más poderosos antemurales contra el desenfreno de las
tormentas irreligiosas, que, hacía más de un siglo bra­
maban en Francia. Además, el intempestivo alarde de
fuerza que los constituyentes gaditanos hicieron, refor­
mando frailes y secularizando monasterios, encarcelando
y desterrando Obispos, rompiendo relaciones con Roma,
e imponiendo por fuerza la lectura de sus decretos en
las iglesias, había convertido en acérrimos e inconcilia­
bles enemigos suyos a todo el clero regular, a la mayor y
mejor parte del secular y a todo el pueblo católico, que aun
era en España eminentemente frailuno. Ea Constitución,
pues, y toda la obra de las Cortes, cayó sin estruendo ni
resistencia, y aún puede decirse que fué legislación non-
nata. Para sostenerla no tenía a su lado más que a sus
propios autores, a los empleados 'del gobierno constitu­
cional en Cádiz, a los militares afiliados en las logias,
a una parte de nuestra aristocracia, que, para errarlo
en todo, se entregaba de píes y manos a sus naturales
adversarios, a un escaso pelotón de clérigos jansenistas
o medio volterianos, y al baldío tropel de abogados de­
clamadores y sofistas de periódico, lepra grande de nues­
tro estado social entonces, como ahora, aprendices de
conspiradores y tribunos, y aspirantes al lauro de Li­
curgos y Demóstenes en la primera asonada.
Tales elementos no eran ciertamente para infundir gra-
ve temor a un gobierno que hubiera mostrado buena fe,
oportuna y saludable firmeza y celo del bien público.
C o n cumplir Fernando V i l al pie de la letra lo que ha­
bía estampado en el manifiesto de Valencia: «Yo trataré
con los procuradores de España y de las Indias, en Cor­
tes legítimamente convocadas, de establecer sólida y le­
gítimamente cuanto convenga al bien de mis reinos», hu-
biérase ahorrado, de fijo, muchos desaciertos, y a lo
menos no se hubieran engrosado las filas de la revolu­
ción con tantos que, siendo españoles y realistas en el
fondo de su alma, aborrecían y detestaban el despotismo
ministerial del siglo X V III y la dictadura de odiosas ca­
marillas, y creían y afirmaban, como el mismo Rey lo
afirmó en el citado decreto, que «nunca en la antigua
España fueron déspotas sus reyes, ni lo autorizaron sus
buenas leyes y Constituciones». Eos liberales habrían
conspirado de todas suertes; pero ¡ cuán difícil, si no im­
posible, les hubiera sido el triunfo! Mucho desaliento
hubo de dejar en los ánimos aquel triste gobierno de los
seis años, para que en 1820 le vieran caer, poco menos
que sin lástima, los mismos que en 1814 habían puesto
en él sus más halagüeñas esperanzas.
Y no fué ciertamente lo que les separó de él la per­
secución, innecesaria y odiosa, de los diputados y servi­
dores de las antiguas Cortes. Ni menos los decretos (so­
licitados y acogidos con el más unánime entusiasmo) que
restablecieron en España el Tribunal del Santo Oficio
(21 de julio de 1814), anularon la reforma de regulares,
decretada por las Cortes, y echaron abajo la tiránica prag­
mática de Carlos III sobre extrañamiento de los jesuí­
tas. Actos eran todos estos de rigurosa justicia, y en
que ningún católico íntegro y de veras puso reparo ni
tilde. La vuelta de los jesuítas, tras de ser vindicación
necesaria de una iniquidad absolutista sin ejemplo, era
el único modo de poner orden y concierto en la pública
enseñanza, maleada desde fines del siglo X V I I I con todo
linaje de falsa ciencia y de malsanas novedades.
El mal estuvo en que, fuera de esta reacción religiosa,
no se advirtió en el nuevo gobierno ventaja alguna res­
pecto de los peores gobiernos del siglo X V I I I ; antes pa­
rece que en él se recrudecieron y pusieron más de ma­
nifiesto los vicios radicales del poder monárquico ilimi­
tado y sin trabas, aquí agravado por el carácter personal
del Rey, y por la indignidad, torpeza y cortedad de lu­
ces de sus consejeros. Cierto que los tiempos eran as­
perísimos, ni podía tenerse por fácil empresa la de^ go­
bernar un país, convaleciente de una guerra extranjera,
y molestado en el interior por la polilla de las conspi­
raciones. Pero así y todo, bien Rubiera podido exign se­
les que le levantaran y sostuvieran, algo mas que lo
hicieron, el prestigio de la nación ante los extraños, no
consintiendo que fuera olvidada o escarnecida en los Tra­
tados de Viena, la que había derribado la piimeia pie­
dra del coloso napoleónico; que no pasasen neciamente
por tan burdos engaños com o el de la compra de los
barcos rusos, y, sobre todo, que no soltasen los diques a
aquel torrente de oscuras intrigas, de sobornos, de cohe­
chos, de inmoralidades administrativas, sólo excedidas
luego por las de los gobiernos parlamentarios. Perversa
fué aquella administración, y no tanto por absoluta, cuan­
to por rastrera y miserable, sin ideas, proposito ni gran­
deza, y mezclada de debilidad y de violencia. Y tanto lo
fué, que sólo pudo hacerla buena la ridicula mascarada
constitucional de los tres años. _
La aviesa condición de Fernando V II, falso, vindica­
tivo y malamente celoso de su autoridad, la cual por
medios de bajísima ley aspiraba a conservar incólume,
con el trivial maquiavelismo de oponer unos ^a otros a
los menguados servidores que de intento elegía, hacién­
dolos fluctuar siempre entre la esperanza y el temor, ex­
plica la influencia ejercida en el primer tercio de su rei­
nado por las diversas camarillas palaciegas, y especial­
mente por aquella de que fueron alma los Alagones,
Ugartes y Chamorros, en cuyas manos se convirtió en
vilísimo tráfico la provisión de los públicos empleos.
Manifestábase entre tanto la flaqueza de aquel desven­
turado Gobierno en el no atajar, o atajar de mala ma­
nera las perennes conspiraciones de los liberales, que con
tener por sí escasa fuerza, medraban e iban adelantan­
do camino, gracias al lazo secreto que los unía, y al ge­
neral desconcierto y a la desunión de sus contrarios.
Alma y centro de todos los manejos revolucionarios era
(como ban confesado después muchos de los que en ellos
tomaron parte) aquella «sociedad secreta, de antigua mala
fama, condenada por la Iglesia, mirada con horror por
la gente piadosa, y aún por la que no lo era mucho,
con sospecha» ; en una palabra, la francmasonería, a la
cual claramente alude Alcalá Galiano, de quien son las
palabras antedichas. Introducida en España, desde el
reinado de Fernando V I, propagada extraordinariamente
Por los franceses y los afrancesados en la guerra de la
Independencia, tuvo menos influjo en las deliberaciones
de las Cortes de Cádiz, si bien alguno ejerció, sobre todo
Para fomentar los motines de las galerías y los escán­
dalos de la prensa. Pero en 1814, el común peligro y el
fanatismo sectario congregaron a los liberales en las lo­
gias del rito escocés, y bien puede decirse que apenas
uno dejó de afiliarse en ellas, y que toda tentativa para
derrocar el Gobierno de Fernando V II fué dirigida o
promovida o pagada por ellas.
El relato de conspiraciones militares es ajeno del pro­
pósito de este libro, y otros hay en que el lector puede
satisfacer su curiosidad a poca costa. Aquí baste indi­
car, com o muestra de la época y de los hombres, y de
la fortaleza y sabiduría de aquel Gobierno, que el jefe
de la reorganizada masonería española vino a ser (¡ mi-
rabile diciu !) el capitán general de Granada, conde de
Montijo, el famoso «T ío Pedro» del motín de Aranjuez,
revolvedor perenne de las turbas, transfuga de todos los
partidos y conspirador incansable, no más que por amor
al arte. A tal hombre confiaron aquellos descabellados
ministros el mando militar de la Andalucía alta, del cual
se aprovechó para levantar (son palabras de su camarada
Van-Halen) en el silencio más sagrado un templo a las
luces y al patriotismo perseguido...
Lo cierto es que ni la Inquisición ni la Policía logra­
ron dar con los verdaderos caudillos del movimiento ma­
sónico, sino con adeptos oscurísimos, o con antiguos afran­
cesados que se acogieron al indulto y a la misericordia.
Ni siquiera llegó a ser sorprendida nunca la logia de
Cádiz, más activa, numerosa y rica que ninguna, auto­
ra y promovedora principal de la insurrección de las
tropas destinadas a América. Y eso que los trabajos de
esta logia eran casi de notoriedad pública, y públicas sus
inteligencias con el conde de La Bisbal, a quien con
insigne locura proseguía sosteniendo el Gobierno al fren­
te de las tropas acantonadas en la isla, aún después de
tener inequívocas muestras de su proceder doloso y de
su movedizo carácter.
«Los hermanos de 1819 (escribe Alcalá Galiano) te­
níamos bastante de fraternal en nuestro modo de conside­
rarnos y tratarnos. El común peligro, así com o el c o ­
mún empeño en una tarea que veíamos trabajosa, y di­
visábamos en nuestra ilusión com o gloriosísima..., nos
unía con estrechos lazos, que por otro laido eran sobre­
manera agradables, porque contribuían en mucho al buen
pasar de la vida. Así es que al poner el pie en Sevilla,
donde yo había parado poco tiempo, me encontré ro­
deado de numerosos amigos íntimos, a los más de los
cuales sólo había hablado una o dos veces en época an­
terior, cuando a otros veía entonces por vez primera. Al
momento fui informado de que en Cádiz estaba todo pre­
parado para un levantamiento.»
Antes de él habían estallado sucesivamente, y sin fru­
to, hasta trece conspiraciones, de mayor o menor enti­
dad, entre las cuales merece especial recuerdo la tenta­
tiva de Mina, en 1814, para apoderarse de la cindadela
de Pamplona ; la de Porlier, en La Coruña, en septiem­
bre de 1815; la de Lacy, en Cataluña, en 1817 ; la de
Vidal, en Valencia, en 1819, y el conato de regicidio de
Richard, abominable trama, cuyos cómplices habían sido
iniciados por el sistema masónico del triángulo. La efu­
sión ele sangre con que tales intentonas fueron reprimi­
das y castigadas contribuyó a encender más y más la
sana y encarnizamiento de los vencidos liberales; y de
nada sirvieron las veleidades de clemencia en el G o­
bierno, ni el decreto de 26 de enero de 1816, que declaró
abolidas las comisiones militares, prohibió la denomi­
nación de liberales y serviles, y mandó cerrar en el tér­
mino de seis meses todas las causas políticas. La clemen­
cia pareció debilidad o miedo, la dureza, tiranía o fero­
cidad, y fué haciéndose lucha de razas lo que en otro país
hubiera sido lucha de partidos ( 1 ).

Z. M otín y Constitución (t8ZG‘^l8z5)

Un motín militar, vergonzoso e incalificable, digno de


Ponerse al lado de la deserción de D. Oppas y de los
hijos de Witiza, vino a dar, aunque no rápida ni inme­
diatamente, el triunfo a los revolucionarios. La logia de
Cádiz, poderosamente secundada por el oro de los in­
surrectos americanos, y aún de los ingleses y de los ju­
díos gibraltareños, relajó la disciplina en el ejército des­
tinado a América, introduciendo una sociedad en cada
regimiento; halagó todas las malas pasiones de codicia,
ambición y miedo que pueden hervir en muchedumbres
militares, prometió en abundancia grados y honores, ade­
más de la infame seguridad que les daría el no pasar
a combatir al Nuevo Mundo, y de esta suerte, en medio
de la apática indiferencia de nuestro pueblo, que vió
caminar a Riego desde Algeciras a Córdoba, sin que
un sólo hombre se le uniese en el camino, estalló y
triunfó el grito revolucionario de Las Cabezas de San
Juan, entronizando de nuevo aquel abstracto código, ni
solicitado ni entendido. Memorable ejemplo que muestra
alian fácil es a una facción osada y unida entre sí por
comunes odios y juramentos tenebrosos, sobreponerse al
común sentir de una nación entera y darle la ley, aun­
que por tiempo breve, ya que siempre lian de ser efíme­
ros y de poca consecuencia tales triunfos, especie de sor­
presa o encamisada nocturna. Triunfos malditos, ade­
más, cuando se compran, como aquél, con el propio en­
vilecimiento y con la desmembración del territorio patrio.
El rápido triunfo de los constitucionales produjo en
la mayoría de las gentes más asombro que placer ni dis­
gusto. Con ser tan numerosos los realistas, carecían de
toda organización o lazo que los uniese, y faltos todavía
de la animosidad que sólo nace de contradicción y lucha
franca, en que se deslindan los campos, tal como la que
estalló lu e g o ; descontentos además del flojo, inepto y
desatentado Gobierno de aquellos seis años, miraban con
indiferencia por lo menos, aunque esperasen con curiosi­
dad, los actos de la bandería triunfadora.
Esta se desembozó luego, y mostró que desde 1812 no
había olvidado ni aprendido nada. Apenas jurada por el
Rey la Constitución, vino el decreto de abolir el Santo
Oficio, esta vez definitivamente (9 de marzo de 1820).
Una turba invadió las cárceles del Tribunal, en deman­
da de potros y aparatos de tortura, parodiando la toma
de la Bastilla, pero con el triste desengaño de no hallar
nada de lo que buscaban ni más reo encarcelado que
a un fanático legitimista francés, rector del Hospital de
San Euis.
En el nuevo Ministerio predominaron los elementos de
las Cortes de C ádiz: Argüelles, García Herreros, Porcel,
Canga y Pérez de Castro, salidos en triunfo de cárceles
y presidios, pero calificados muy luego de constitucio­
nales tibios, por los que, a título de conspiradores de la
víspera y de elemento joven, querían repartirse el botín
sin participantes...
Qué delicioso estado político resultaría de esta con­
geries de elementos anárquicos, juzgúelo por mí el dis­
creto lector. Hasta a los mismos liberales, a Quintana,
Por ejemplo, llegó a parecerles absurdo el gobernar por
ios mismos medios que se conspira. Porque a decir ver­
dad, en aquellos tres años no estuvo el Gobierno en ma­
nos del Rey ni de las Cortes, ni de los Ministerios, que,
con ser elegidos por las logias (como lo fue el cuasi pos­
trero, el de San Miguel), o supeditados a ellas (como el
de Argüelles), renunciaban voluntaria o forzosamente a
toda autoridad moral, sino que estuvo y residió en los
oapítulos masónicos y en las torres comuneras...
Hay en la historia de todos los pueblos períodos, o
temporadas, que pueden calificarse de patológicas, con
tan estricto rigor com o en el individuo. Como si no fuera
bastante, tanta borrachera liberalesca, tanto desgobierno
y tanta asonada, las sociedades secretas, que apenas si
ya merecían tal nombre, puesto que pública y sabida de
todos era su actuación eficacísima, encontraron un res­
piradero más en las Sociedades patrióticas, inauguradas
en los cafés y en las fondas, a imitación de los clubs de
H revolución francesa (1 ).

3. ILa. reacción de x8s3


En los diez años de monarquía absoluta, llamados por
ios liberales década ominosa, la reacción política con todo
su fúnebre y obligado cortejo de venganzas y furores,
comisiones militares, delaciones y purificaciones, supli­
d os y palizas, predominó en mucho sobre la reacción re­
ligiosa, por más que las dos parecieran en un principio
darse estrechamente a mano...
Desde [que entró en Madrid], la tarea de Fernando V II
consistió más bien en refrenar que en alentar el entusiasmo
Popular. Ros voluntarios realistas habían llegado a infun­
dirle pavor, y aquella milicia democrática y aún dema­
gógica del absolutismo le quitaba el sueño, no menos
v a r e t a r ÍOnal d£ l0S 1ÍberaIeS- C° ^ n z ó a mi­
rar con desconfianza y tedio a sus más acrisolados ser­
vidores a los más fieles adalides del altar y del trono, y
divorciado cada vez más del sentimiento público, no acer­
tó a restaurar la tradicional y venerable monarquía es­
pañola, sino a entronizar cierto absolutismo feroz de­
gradante, personal y sombrío, de que fué víctima la 'ig le ­
sia misma, ofendida con sacrilegas simonías y con alar­
des de regalismo y retenciones de bulas. Con esto y con
dar favor a banderas desplegadas y entrada o interven­
ción manifiesta en sus Consejos a los afrancesados y a
sus afines, los amigos del despotismo ilustrado, tan dis­
cípulos de la Enciclopedia como los legisladores de Cá­
diz, acabó por sublevar los ánimos del partido tradicio-
nalista neto, lanzándole a la segunda guerra civil, la de
1827 en Cataluña, llamada guerra deis mal contens o de
los agraviados.
Había sido empeño del Monarca no restablecer la In-
quisición, a pesar de los numerosos memoriales que pi­
diéndola se le dirigieron, y corren impresos, así de Cabil­
dos, Universidades y Monasterios, como de ciudades y
concejos, y aún de generales como el vencedor de Bailen.
Quizá temía el prestigio de la Inquisición entre las ma­
sas, ^ quiza se considero obligado con las potencias ex­
tranjeras, con la misma Santa Alianza, que exigía el aca­
bamiento del Santo Oficio, -como galardón del apoyo que
a hernando había prestado. N o obstante, en algunas dió­
cesis se restauró anárquicamente -con -el título de Juntas
de fe, y la de Valencia ejerció por última vez la pre­
rrogativa inquisitorial de relajar un reo al brazo seglar.
Era el tal reo un catalán, maestro -de escuela, llamado
Cayetano Ripoll, a quien su desgracia había llevado preso
a h rancia en la guerra de la Independencia y puéstole
en ocasión -de escuchar malas conversaciones y leer peo­
res libros, de donde resultó perder la fe, cayendo en el
deísmo rusoyano, al cual se sentía inclinado más que al
volterianismo, por ser hombre de sentimientos humani­
tarios y filantrópicos; tanto, que en la misma cárcel re-
partía sus vestidos y su alimento con ¡os demás presos.
. °.s 'de su escuela no les inculcaba más doctrina
religiosa que la existencia de Dios, ni más doctrina mo-
la que la del Decálogo, única parte del Catecismo que
explicaba. Se hicieron esfuerzos increíbles para conver­
tirle, pero nada venció el indomable aunque mal apro­
vechado tesón de su alma, y murió impenitente en la
lorca el 31 de julio de 1826, último suplicio en España
Por causa de religión. El Gobierno de Fernando V II
aprobó todo lo hecho, mandando cesar en sus funciones
a la llamada Junta de fe...
Moral y materialmente estábamos hundidos y anona­
dados por el convencimiento en que habíamos caído de
nuestra propia ignorancia, flaqueza y miseria, tras de lo
cual había de venir forzosamente una asimilación indi­
gesta de cultura extraña, quizá de tan ruin efecto como
la decadencia propia. En esto no diferían mucho realis­
tas y liberales, y es mero antojo y garrulidad periodís­
tica y oratoria, poner de un lado la luz y de otro las
sombras, y llamar a boca llena ominosas a las dos tem­
poradas de gobierno absoluto de Fernando V II, no cier­
tamente gloriosas y apetecibles, ni muy para lloradas,
Pero que de fijo nada perderían puestas en cotejo con
las insensateces de entremés del año 2 0 , ni con la misma
regencia de Cristina. Ante todo, justicia obliga, y bueno
será recordar que a esos gobiernos absolutos del 14 al 2 0
y del 24 al 33, malos y todo (y no seré yo quien los de­
fienda) debimos nuestro Código de Comercio, y el Mu­
seo del Prado, y la Escuela de Farmacia, y el Conser­
vatorio de Artes, y la primera Exposición de la Indus­
tria española, y no poco en materia de libros, de só­
lida y clásica erudición... Hora es ya de que la historia
se rehaga, fiel sólo a la incorrupta verdad, cuyos derechos
Jamás prescriben, ni siquiera por el testimonio de apa­
sionados ancianos, que aún rinden gracias a todos los
Prejuicios y cegueras de su mocedad (1 ).
4. C óebe© se píesele m i Im perio

No resultaría completo el cuadro de los desastres y


miserias de aquel reinado tristísimo, si no dijéramos algo
del evidente y sabido influjo de la heterodoxia, enciclo­
pédica, representada por las logias francmasónicas de uno
y otro lado de los mares, en la desmembración de nues­
tro poderoso imperio colonial. Fué esta la mayor hazaña
de aquellas filantrópicas asociaciones, y aunque todavía
permanezcan envueltos en densa niebla muchos por­
menores, bastan los que sabemos y los que los mismos
americanos y liberales de por acá han querido revelar,
para que traduzcamos o sospechemos lo demás que callan.
Afirma el excelente escritor mejicano D. José María
Roa Bárcena, en su biografía de Pesado, que la maso­
nería fué llevada a M éjico por la oficialidad de las tro­
pas expedicionarias españolas que fueron a sofocar la in­
surrección, y que hasta el año 1820 apenas contó entre
sus adictos a ningún mejicano, siendo españoles y del
rito escocés todos sus miembros.
Refieren, no obstante, Clavel y otros historiadores
francmasónicos (en quienes la poca verdad que cuentan
está ahogada en un fárrago de anacronismos y de inven­
ciones), que ya antes las logias de franceses y de afran­
cesados habían pretendido hacer algunos prosélitos en
América. Así se explica quizá la abortada expedición del
ex fraile Gutiérrez y de Echevarría, a quienes ahorcó
en Sevilla la Junta Central como propagandistas josefi-
nos. Lo cierto es que hacia 1811 se instaló en París un
Supremo Consejo de América, especie de sucursal del
Gran Oriente Madrileño, que había fundado el conde de
Grasse-Tilly. Pero los esfuerzos de estas logias afrance­
sadas parecen haber sido de poca o ninguna consecuen­
cia en la revolución americana. Algunos aventureros obs­
curos, trataron también de probar fortuna, ora por cuen­
ta deí rey José, ora por la suya propia y como especu­
ladores...
lis absolutamente gratuito, y aún desatinado, suponer
influencia masónica en los primeros movimientos revo­
lucionarios de Méjico en el grito de Dolores dado por
el cura Hidalgo y en la intentona de Morelos. A l con­
fia rio, parece que estos sanguinarios clérigos tenían a
gala el mezclar la causa de la religión con la de sus fe­
roces enconos contra los gachupines. Ea sangre criolla,
enardecida por ambiciones febriles y no satisfechas bajo
el gobierno colonial, dió el primer impulso de que luego
se aprovecharon hábilmente ingleses y norteamericanos.
Pero quizá no hubiera bastado todo ello, o a lo me­
nos la emancipación se hubiera retrasado en muchos
años, sin la desmoralización producida en nuestro ejér­
cito por el espíritu revolucionario, y sin la connivencia,
cuando no el franco y decidido apoyo de los liberales
españoles. A ojos vistas conspiraban los diputados ame­
ricanos en Cádiz, alquilando sus servicios a aquel de los
bandos del Congreso que por de pronto les ofreciera ma­
yores seguridades de triunfo. Conveníales al principio
el disimulo y la cautela; derrotados Hidalgo y Morelos,
preso el singular aventurero Miranda (antiguo terroris­
ta y antiguo amante de Catalina de Rusia), que había
establecido la república en Caracas, pudo considerarse
ahogada la primera revolución, y para que una segun­
da retoñase y triunfara, fué precisa toda la vergonzosa
aquiescencia de los conspiradores españoles desde el 14
hasta el 20. Alguno, como el sobrino de Mina, llegó a
tomar las armas por los americanos en 1816, y murió pe­
leando contra su patria. Otros, sin llegar a tanto, se
dejaron comprar por el oro de los insurrectos o se ate­
rraron con la perspectiva del viaje y de la inhospitala­
ria acogida, y tuvieron por más cómodo salvar la patria
con el grito regenerador de las Cabezas.
Eos pocos militares españoles que habían pasado a
Méjico llevaron allá el plantel de las logias como para
acelerar la emancipación. Dicen que el mismo virrey las
protegía, y que la primera se estableció en 1817 ó 18 con
el título de Arquitectura moral. El venerable era don
Fausto de Ethuyar; entre los afiliados se contaban algu­
nos frailes.
La llegada de Odonojú, en 1821, preparada por los di­
putados americanos, puso el sello a tanta iniquidad y
torpeza. El convenio de 24 de agosto con Itúrbide, la
Junta de Tacubaya, el desarme de las milicias realis­
tas..., todo fué elaborado en las logias del rito escocés
que se extendió por Nueva España como red inmensa,
descollando entre ellas la titulada El Sol, a la cabeza de
la cual figuraron D. José Mariano de Michelena y don
Miguel Ramos Arispe. Enojadas al poco tiempo estas
logias con la coronación de Itúrbide y por sus tenden­
cias reaccionarias, trabajaron contra él hasta desposeer­
le y matarle, aspirando a constituir una república central,
regida por leyes semejantes a la de Cádiz en 1812...
Toda la posterior historia de Méjico, sellada con la
sangre de Maximiliano, está contenida en estas premi­
sas : Donde triunfa el espíritu faccioso, nutridor y fomen­
tador de toda ambición desbocada, puede esperarse la
revolución artificial que consume y enerva, aunque tu­
multuariamente excite al modo de los licores espirituosos,
nunca la evolución orgánica, interna y fecunda.
De dos maneras contribuyó el liberalismo de la Penínsu­
la (1) a la pérdida de las Amérioas (diremos con el Sr. Roa
Bárcena, nada adversario ciertamente de la independencia
de su país, aunque católico y amigo de los españoles) «di­
fundiéndose en las masas los gérmenes del filosofismo y

(1) Las mismas ideas que Quintana había expresado al princi­


pio de la oda «A la vacuna» las puso luego en prosa en las pro­
clamas que redactó para América como Secretario de la Junta Cen­
tral, proclamas que empiezan invariablemente con frase de este
ten or: «Ya no sois aquellos que por espacio de tres siglos ha­
béis gemido bajo el yugo de la servidumbre ; ya estáis elevados a
la condición de hombres libres», proclamas que hicieron un efecto
desastroso, contribuyendo a acelerar el alzamiento contra la ma­
dre patria, y dando perpetuo asunto a las declamaciones de los
aventureros políticos, tan gárrulos en la España ultramarina como
en la peninsular, durante aquellos años a un tiempo gloriosos e in­
faustos. (Estudios de crítica literaria Quinta serie, pág. 335.)
anarquía que encerraban las leyes de las Cortes de Cá­
diz-•• y haciendo al mismo tiempo que los elementos con­
servadores se agrupasen en torno del estandarte de la
independencia, para guardar las instituciones y costum­
bres, cuya desaparición se creía segura, si se prolongaba
nuestra dependencia de la Metrópoli)). Así se consumó la
independencia, mezclados en ella revolucionarios y rea­
listas, con inmediato escarmiento de los segundos, que
creyeron ver continuada en la vana pompa de la corte de
Itúrbide la austera tradición de los antiguos virreyes.
En vano, al despertar de su pesado sueño, quisieron le­
vantar, por boca de Arista y de Durán, el grito de re­
ligión y fueros, porque semejante intentona tan pron­
to ahogada com o nacida, sólo sirvió para, precipitar a
los yorquinos en el sendero de agresiones contra la Igle­
sia, anulando Jas provisiones de prebendas canónicamen­
te hechas, suprimiendo el diezmo, secularizando la en­
señanza e incautándose en 1833 y 34 de los bienes de co­
munidades religiosas, no obstante la enérgica resistencia
del Obispo de Puebla (1).
Biblioteca Nacional de España
V III.- ¡A d iós, mujer de Y ork !

1. G uerra civil
Al fallecimiento de Femando V II se encontraron fren­
te a frente los dos irreconciliables partidos qiue con sus
odios habían ensangrentado la era anterior. Estaba de un
lado el partido absolutista o realista, cuyas fracciones
más intransigentes habían acudido ya a las armas en 1827,
promoviendo un alzamiento en Cataluña, apenas creye­
ron notar en el Rey tendencias o aficiones a los anti­
guos afrancesados, y a ciertos realistas de ideas templa­
das. Eos exaltados tomaron entonces el nombre de apos­
tólicos, y ahogada en sangre aquella sublevación, se pre­
pararon para nuevas empresas, tomando por bandera, al
Infante D. Carlos, hermano del Rey presunto heredero
de la Corona.
Ea boda del Rey con María Cristina de Ñapóles, y
el nacimiento de las dos infantas, y la abolición de la
pragmática de Felipe V , que, extendiendo a España la
ley sálica, excluía a las hembras de la sucesión, vinie­
ron a desbaratar estos proyectos, y, avivados los odios
de los realistas contra Cristina, no encontró ésta medio
más seguro de salvar la sucesión de su hija, que con­
quistarse el apoyo del bando liberal, identificando la cau­
sa de éste con la suya. Dió, pues, aún en vida del Rey
una amplia amnistía, y con este decreto y con el de
abrir las Universidades que Calomarde había cerrado por
algún tiempo, considerándolas como focos de liberalismo,
dió íelativa expansión a las nuevas ideas, y acabó de lan-
zar a los realistas a la guerra civil, que estalló apenas el
Rey había expirado, en 29 de septiembre de 1833, a
tiempo que en Portugal, cuyos sucesos están en aquella
época íntimamente trabados con los nuestros, iba muy
de vencida la causa del pretendiente D. Miguel, una y
otra vez rechazado de las líneas de Oporto.
El testamento de Fernando V II declaraba a Cristina
regente y gobernadora. Su primer acto fue dar un ma­
nifiesto, obra del ministro Cea Bermúdez, en que al paso
que se prometían, para contentar a los liberales, am­
plias reformas administrativas, se ofrecía, para satisfac­
ción a los amigos del régimen antiguo, mantener en su
integridad los principios católicos y monárquicos (1 ).
Era Cea partidario de lo que entonces se llamaba des­
potismo ilustrado, sistema del cual fueron primeros cam­
peones los afrancesados, aborrecidos igualmente de rea­
listas y liberales. Así es que el manifiesto no contentó
a nadie, pareciendo a los unos tímido, y demasiado avan­
zado a los otros. Comenzaron a levantarse los carlistas
sin organización todavía y sin jefes en pequeñas parti­
das, que fácilmente fueron desarmadas, lo mismo que los
voluntarios realistas, milicia demagógica del absolutis­
mo, la cual, contra lo que pudiera creerse, opuso resis­
tencia escasa, y fué de muy poco auxilio en aquella gue­
rra. Pero tras de unas partidas se levantaban otras, y

(1) En vano había inaugurado Cristina su regencia diciendo por


la pluma de Zea Bermúdez, en el manifiesto de 4 de octubre, que
<da religión, su doctrina, sus templos y sus ministros, serían el pri­
mer cuidado de su gobierno... s i n a d m i t i r i n n o v a c i o n e s p e l i g r o s a s ,
aunque h a la g ü e ñ a s en su p r in c ip io , proba d a s ya so b ra d a m en te por
n u estra d e s g r a c i a a.
¿Quién había de tomar por lo serio tales palabras, cuando al
mismo tiempo veíase volver de Londres a los emigrados, tales y
como fueron, ardiendo en deseos de restaurar y completar la obra de
los tres años y además encruelecidos y rencorosos por diez años
de destierro, y por la memoria, siempre viva, de las horcas, prisio­
nes y fusilamientos de aquella infausta era ? ( H e t e r o d o x o s . Tomo
VII, pág. 220).
cuando los grupos fueron algo más numerosos, apareció,
como por encanto, un genio organizador, que convirtió
aquellas masas sin educación militar ni disciplina en ver­
dadero y formidable ejército, que dominando el territorio
de las provincias vascas, puso a pique de ruina el trono
de la Reina. Tal fué la obra de Zumalacárregui.
Entre tanto, la revolución avanzaba en Madrid por
días. Ros emigrados habían vuelto de Tondres con las
mismas ideas que llevaron... Conforme crecía la intensi­
dad de la guerra, iba haciéndose más forzoso para la Rei­
na gobernadora el llamarlos a sus consejos.
TIízolo así en 1834, pero eligiendo al más moderado
de ellos, al que por carácter y por delicadeza de gusto
lo había sido desde sus mocedades, arrostrando por ello
en 1823 las iras y los puñales de los exaltados, al dulce
y simpático Martínez de la Rosa, literato de áurea me­
dianía y político bien intencionado (1). Martínez de la

(1) No es ocasión de referir aquí la vida política de Martínez


de la Rosa, pero tampoco es posible separarla enteramente de su
vida literaria, puesto que se influyen de un modo recíproco. Aun­
que no supiéramos el nombre del autor de La Viuda de Padilla,
tendríamos que declararla obra de un doceañista acérrimo. Y esto
era Martínez de la Rosa cuando entró, con dispensa de edad, en
las Cortes que precedieron a la vuelta de Fernando VII, y era tal
«I prestigio de su crédito y elocuencia aun en tan verdes años,
que no fué olvidado, sino tenido muy en cuenta en la desatentada
proscripción de 1814, con que Fernando VII torció y maleó el carác­
ter de una reacción eminentemente popular en su origen. El con­
finamiento de Martínez de la Rosa al Peñón de la Gomera hizo, si
cabe, aun más popular su nombre entre los liberales, dándole la
aureola del martirio, y volvió a abrirle (triunfante el alzamiento
militar de 1820) primero las puertas de la Cámara popular, y luego
las del Ministerio. Pero su alma, naturalmente delicada y recta, sen­
tía instintivo horror a las vociferaciones, a la anarquía y a la bui-
llanga : así es que se le vió inclinarse muy pronto a la fracción
más moderada, a la que decían de los artilleros, la cual aspiraba
a una reforma de la Constitución de Cádiz en sentido más monár­
quico y que dejase más a salvo los derechos del orden. Ni fué
Pequeña muestra de temple moral en Martínez de la Rosa ésta
que sus antiguos amigos llamaron apostasía, ya que por ella tuvo
la honrada abnegación de echar a un lado y perder en un día
Rosa di ó, a nombre de la Gobernadora, cierta especie de
constitución llamada el Estatuto Real, con dos cámaras,
una de proceres y otra de procuradores y ciertas remi­
niscencias arqueológicas de las antiguas Cortes y liber­
tades de Castilla. Acompañaron al Estatuto un decreto
sobre libertad de imprenta y otro de organización de
la fuerza ciudadana.
Pero la revolución no se daba por satisfecha con tales
concesiones, que más bien mostraban la debilidad del
gobierno, que plan o sistema político alguno, y pi osi­
guió en las sociedades secretas meditando sangrientas

toda su antigua popularidad, y hasta de poner en aventura su vida,


amenazada más de una vez por los puñales de las sociedades secre­
tas, sin que por eso pudiera lisonjearse ni un momento de merecer la
gracia de la corte y el favor de Femando VII, cuya condición
ingrata y aviesa y anhelo del poder sin trabas, conocía él muy
de cerca. No fué, en verdad, cálculo de interés ni de ambición el
que trocó a Martínez de la Rosa en el primer moderado español :
fué su propia naturaleza, ecléctica, elegante y tímida (de aquella
timidez que no es incompatible con el valor personal), tímida, sobre
todo, para asustarse de las legítimas consecuencias de los princi­
pios absolutos, y bastante cándida para asombrarse de que esta­
llaran las tempestades cuando él había desencadenado los vientos.
Este, al fin y al cabo, fué destino constante de Martínez de la
Rosa, así en política como en literatura ; ser heraldo de revolucio­
nes y asustarse luego de ellas, y de la misma manera, en el arte,
sin haber sido nunca romántico, abrir la puerta al romanticismo
y triunfar el primero en las tablas, en nombre de la nueva escuela...
¿ Y del hombre, qué hay que decir? Que pocos le igualaron en bue­
nas intenciones y en rectitud personal : que privadamente era hon­
rado, dulce, caritativo, benéfico ; que, habiéndose consumado du­
rante su mando algunos de los crímenes más horrendos que afren­
tan la historia de España (v. gr., la matanza de los frailes en 1834),
él resultó inculpable a los ojos de los hombres, a los de su propia
conciencia y (podemos pensarlo piadosamente) a los de Dios ; que
a su manera tibia y algo descolorida, fué en la tribuna elegantí­
simo orador; que en el Quirinal resistió heroicamente la invasión
de la demagogia italiana, y en Gaeta fué el consolador de Pío IX,
y, finalmente, que, a pesar de sus antecedentes revolucionarios
y a pesar de haber nacido em un siglo enciclopedista, murió como
cristiano, siendo su muerte un duelo nacional, y dejando uno de
los nombres más intactos y respetables de la España moderna.
(Estudio de crítica literaria. Primera serie ; páginas 259 a 261 y 287.)
venganzas contra los partidarios del régimen antiguo. En­
rié tanto, el pretendiente D. Carlos, obligado a salir de
Portugal después de la derrota de D. Miguel y del con­
venio de Evora-Monte (27 de mayo de 1834), se había
Presentado en Navarra, 'dando ocasión a la célebre frase
'de Martínez de la Rosa : «Un faccioso más». Con esto
y con las primeras victorias de Zumalacárregui, ía gue­
rra adquirió un carácter cada vez más intenso y feroz,
sin cuartel ni misericordia : verdadera guerra de bárba­
ros que, con escándalo de la Europa culta, prosiguió has
ri el convenio ajustado por Rord Elliot.
Pero aún más horribles y repugnantes que los fusila­
mientos en el campo, fueron los asesinatos espantosos
Perpetrados a sangre fría en las ciudades. No hay hecho
hue más afrente nuestra historia contemporánea que el
degüello de los frailes de Madrid el 17 de julio de 1834.
Pl Gobierno, desprestigiado y falto de fuerza moral, nada
hizo o nada pudo hacer para impedir aquel nefando cri­
men, y al Capitán general de Madrid hasta se le acusó
de tácita connivencia con .los amotinados. Horrores se­
mejantes se repitieron en otras ciudades de España, y
especialmente en Zaragoza.
Entre tanto, la Reina gobernadora, desafiando los ri­
gores del cólera, que se abatía, juntamente con el hierro
de los asesinos, sobre la mísera población de Madrid,
Pabia abierto los Estamentos o cámaras, convocadas se­
gún el Estatuto. Pronto se manifestó en ellas el espí­
ritu reformador, pidiendo y obteniendo los procuradores
liberales, entre los cuales figuraban en primera línea el
orador D. Joaquín María López, y el luego por tantos
Cc,nceptos insigne D. Fermín Caballero, una declaración
0 tabla de derechos individuales.
Votóse después la abolición del voto de Santiago, y
la exclusión de D. Carlos y de toda su familia de la su­
cesión al trono.
La guerra en el Norte se presentaba favorable a los
carlistas. Zumalacárregui hacía prodigios de valor y de
habilidad en las Améscuas, burlando todas las combina-
ciones del general Rodil, que le perseguía, y unas veces
vencedor, y otras vencido, marchaba, contramarchaba, sin
perder un palmo de terreno, y obteniendo decisivas ven­
tajas en las peñas de San Fausto, en Eraul y en Viana.
A punto estuvo de arrojar a sus contrarios al otro lado
del Ebro, pero fué rechazado en Villarcayo, y encontró
en Elizondo un adversario digno de él en D. Ruis Fer­
nández de Córdoba, el jefe de más talento que tuvo en
aquella guerra el bando isabelino.
A Rodil sustituyó Mina en el mando de las provin­
cias del Norte. Esperábase que la reputación del antiguo
guerrillero, y su carácter duro y tenaz, bien acreditado
así en la guerra de la Independencia com o en el pe­
ríodo constitucional del 20 al 23, habían de inclinar de
su parte la fortuna. Pero ni el prestigio de Mina ni su
actividad ya rendida por los años y por las dolencias, pu­
dieron mejorar mucho el aspecto de la guerra. Zumala-
cárregui fué rechazado heroicamente por la milicia ur­
bana de Cenicero, pequeña villa de la Rioja, pero los des­
calabros parciales no impedían que sus fuerzas se aumen­
tasen y disciplinasen más cada día, y que por otra p-.rte
numerosas bandas de partidarios levantasen simultánea­
mente el estandarte del príncipe insurrecto en Cataluña
y Aragón, y hasta en Castilla y la Mancha. Zumalacá-
rregui penetró en Villafranea del Arga, fusilando inhu­
manamente a sus defensores, después de una increíble
resistencia, y venció junto a Arquijas las tropas de Cór­
doba, que le habían hecho perder, pocos días antes, seis­
cientos hombres cerca de Mendoza. Indecisa quedó la san­
grienta acción de Ormáiztegui. Mina fué herido y estu­
vo a punto de caer prisionero en Rarramear, cuando iba
al socorro de Elizondo, pero consiguió penetrar en el
Baztan, y se vengó ferocísimamente, asolando y queman­
do el pueblo de Recaróz, com o en otro tiempo había he­
cho con el de Castellfullit. Córdoba dirigía entre tanto
una expedición audacísima por el lado de las Améscuas,
penetrando en el mismo cuartel real de D. Carlos, que
tuvo que huir precipitadamente.

é
Agravándose los achaques de Mina, hubo éste de re­
nunciar al mando, y le sustituyó Valdés, que con infeliz
éxito intentó otra expedición a las Améscuas, volviendo
sus tropas casi a la desbandada, hacia Estella, que los
liberales abandonaron al poco tiempo. Este fué el punto
culminante de la fortuna carlista en aquella campaña.
Zu.malaeárregui se proponía pasar el Ebro y marchar so­
bre la capital, pero el Gobierno de D. Carlos, exhausto
de recursos, se empeñó en que tomase a Bilbao. Zumala-
cárregui le puso cerco, muy contra su voluntad, y en­
contró una resistencia digna del ataque. Una bala le
hirió de muerte el 15 de junio de 1835, y con la muer­
te de aquel insigne caudillo, la estrella de los absolutis­
tas comenzó a descender a su ocaso. Su sucesor Gonzá­
lez Moreno, fué completamente derrotado por Córdoba
en la batalla de Mendigorría. Igual suerte tuvo su su­
cesor Eguía en Arlaban, aunque la pérdida de hombres
fué menor del lado de los carlistas. A pesar del sistema
de bloqueo iniciado desde entonces por Córdoba, nume­
rosas expediciones carlistas osaron salir de las provincias
vascas, recorrer casi triunfalmente la mayor parte de Es-
Paña, señalándose, entre ellas, la de Gómez, que atra­
vesando Asturias y Galicia y los puertos de Eeón y la
mayor parte de Castilla, sin que fuera parte a detener­
los la derrota de Villarrobledo, en que tan bizarramente
cargó con la caballería el luego famoso e infortunado Die­
go de Eeón, llegaron a Andalucía, entraron en Córdoba,
sc internaron por la serranía de Ronda y no pararon has­
ta Algeciras. Entre tanto, comenzaba a sonar con terror
en Aragón y en Valencia el nombre de Cabrera, gue­
rrillero audad y despiadado, que se había hecho dueño
del Maestrazgo, teniendo por centro de sus operaciones
la plaza de Morella. Eos bárbaros que inmolaron a su
madre le lanzaron a feroces represalias, que dieron un
carácter singular de salvajismo a la guerra en aquellas
Provincias, donde no imperaba el convenio de Eord
Elliot.
Pero en el Norte la causa carlista había sufrido un
19

Biblioteca Nacional de España


descalabro casi decisivo en el segundo sitio de Bilbao,
donde Villaneal y Eguia fueron derrotados por Bspar-
tero en la sangrienta batalla del puente de Buchana, don­
de perecieron mas de 8 . 0 0 0 hombres de ambos ejércitos
el 24 de diciembre de 1836.
Mientras estas cosas pasaban en el campo de batalla, la
revolución política iba consumándose en las ciudades,
que se hallaban de hecho en estado de anarquía semi-
fcelera1 . Pioseguian los asesinatos de frailes y los incen­
dios de sus conventos. Cayó el gabinete de Martínez de
la Rosa, y le sustituyó otro de carácter más liberal, el
de Toreno, antiguo doceañista, convertido ya al doctri-
narismo francés. Toreno quiso detener el torrente con
algunos decretos revolucionarios, como el de expulsión de
los jesuítas, y supresión de todo convento cuyos frailes
no llegasen a doce, pero los exaltados no se dieron por
contentos con tales concesiones y levantaron contra el
Gobierno central el gobierno de las juntas provinciales.
Prosiguieron las matanzas y los incendios en Reus, Bar­
celona y Murcia. Ba revolución buscaba un hombre, y
le encontró al fin en la persona de D. Juan Alvarez Men-
dizábal, ministro de Hacienda con Toreno, y único que
se alzó sobre las minas de aquella situación.
Mendizábal, famoso arbitrista y hombre que en las
grandes crisis sabía imponerse presentándose como due­
ño de maravillosos secretos para conjurar la tormenta,
se propuso de una parte arbitrar recursos para el tesoro
exhausto, levantar de algún modo el crédito nacional,
y crear al mismo tiempo una legión de propietarios al
servicio de la revolución y del trono de la Reina. Ban­
zo, pues, al mercado, y vendió por ínfimo precio los
bienes del clero secular y regular, saltando por todas
las leyes españolas que amparaban la propiedad de la
Iglesia; declaró abolidas las órdenes monásticas, y or­
denó simultáneamente una quinta de cien mil hombres.
Bos derechos de Mendizábal, y sobre todo el pan de la
desamortización, que repartió casi gratuitamente, acalla­
ron por de pronto las iras de los patriotas, cuyo grito

m
era la Constitución de 1812, pero a poco tiempo, dividi­
dos los liberales en una cuestión parlamentaria, cayó
Mendizábal, sustituyéndole el ministerio relativamente
moderado de Isturiz y Galiano, que sucumbió sin gloria
ante el motín de la Granja, dirigido por el sargento Gar­
cía en 12 de agosto de 1836. La Reina gobernadora tuvo
que consentir en el restablecimiento de la Constitución
del año 1 2 , impuesta tumultuariamente por un pronun­
ciamiento militar, que costó la vida al general Quesada.
Volvieron al Poder los hombres del año 1 2 , presididos
por Calatrava, pero aún a ellos mismos pareció impracti­
cable la Constitución de Cádiz, y convocaron unas Cons­
tituyentes que la reformasen. Las nuevas Cortes, que se
abrieron el 24 de octubre, se componían en su mayor
parte de hombres nuevos pertenecientes casi todos a lo
que ya se llamada partido progresista, en oposición al
moderado. Con todo eso, la ley del 37, que aquellas Cor­
tes elaboraron, fue en general menos democrática que
la del 1 2 , excepto en el punto de tolerancia religiosa
y en algunos otros. Admitía dos Cámaras, daba al Rey
el veto absoluto, y restringía el derecho electoral. Por lo
demás, el espíritu de aquellas Constituyentes era tan ra­
dical como el de los decretos de Mendizábal, cuya obra
de revolución social completaron, aboliendo el diezmo,
y dando el golpe de muerte a la aristocracia con una se­
rie de leyes desvinculadoras.
En el Norte continuaba la guerra con varia fortuna,
pero en definitiva beneficiosa para la causa de la Reina,
apoyada por las legiones extranjeras, que se unieron
a nuestro ejército a consecuencia del tratado de la cuá­
druple alianza. Pll general Ewans fué rechazado en Her-
nani por los carlistas, que también se hicieron dueños
de Lerín. Las expediciones continuaron con audacia y
fortuna. Una de ellas, en que iba el mismo D. Carlos,
entró en el reino de Aragón, triunfó en la batalla de
Huesca, pasó el Cinca por Barbastro, se internó en Ca­
taluña y Valencia, y aunque sufrió graves descalabros
en las dos batallas de Grá y de Chiva, logró, apoyada
por las fuerzas de Cabrera, presentarse amenazadora de­
ante de Madrid, de donde se retiró al acercarse Espar­
tero. Igual suerte tuvo otra expedición mandada por Za-
riategui que había entrado triunfante en Valladolid. Más
afortunado Cabrera, entremezclando triunfos y horrores,
vencía H á de Pou, y se hacía dueño de Canta vieja y
v an Mateo. Pequeñas partidas, más bien de forajidos que
de carlistas, infestaban al mismo tiempo la Mancha.
Indisciplinados algunos cuerpos del ejército del Norte
habían cometido en Miranda de Ebro y en otras partes
sangrientos excesos, pero Espartero restableció la dis­
ciplina, y desde entonces la guerra en las provincias cam­
bio de aspecto. Faltos los carlistas de un genio militar
como Zumalacár regui, y hondamente divididos además
por una serie de intrigas que llevaron el desaliento y la
desconfianza al cuartel real, no bastaban los triunfos par­
ciales que aquel bizarro ejercito obtenía aún para ocultar
a los ojos de los más prudentes la desorganización in­
terna que le trabajaba. En vano, durante todo el año 38,
nuevas expediciones com o la de D. Basilio intentaron avi­
var el espíritu realista en las comarcas centrales. Ea gue­
rra iba reduciéndose cada vez más al territorio en que
nació, donde todavía la fortuna solía seguir los estandar­
tes carlistas, com o aconteció en Puente la Reina. Pero
en Ea Mancha, Narvaez organizó un ejército de reserva
y con él exterminó de todo punto, y en pocos meses, las
numerosas facciones de aquella tierra. Pero Cabrera, a
quien nadie podía desalojar de su formidable nido del
Maestrazgo, se paseaba vencedor por la huerta de Va­
lencia, derrotaba completamente a Pardiñas haciendo
sangrienta hecatombe con los prisioneros, conquistaba a
Morella y a Benicarló, rechazaba a Oráa de los muros de
la primera de estas plazas, y hacía que muchos carlistas
esperanzados viesen en el caudillo tortosino un nuevo Zu-
malacárregui. En Cataluña, Tristany y otros sostenían
enhiesta la bandera del pretendiente, contra la cual li­
diaba el barón de Moer, que por este tiempo recobraba a
Solsona, y llevaba a cabo su expedición al valle de Arán.

d
Pero el foco y la verdadera importancia de la guerra
estaba en el Norte, y conociéndolo hábilmente el go-
leino de Madrid, trato de aprovechar las intestinas di­
visiones de los sublevados, separando en lo posible la cau­
sa de D. Carlos de la de los fueros de las provincias
vascongadas, que andaba mezclada con ella. Apoyó, pues
a absurda intentona del escribano Muñagorri, que había
evantado la bandera de paz y fueros, y entró más ade­
lante en negociaciones con el general carlista Maroto, pro­
fundamente enemistado con los consejeros de D. Carlos
especialmente con Arias Teixeiro. Maroto dió comien­
zo a sus planes, pasando por las armas en Estella el 19
e febrero de 1839 a los seis jefes carlistas que más po­
dían oponerse a la combinación cuyos hilos iba tejiendo.
. 0 1 1 Carlos declaró traidor a Maroto, pero Maroto se
dnpuso a su Rey, aterrado por tanta audacia.
Desde entonces la autoridad moral de D. Carlos quedó
anulada de hecho, y como al mismo tiempo fuese de venci­
da su causa con los triunfos de Espartero en Ramales y
Cuardamino, y de Eeón en Belascoain, encontró Maroto
os ánimos dispuestos para secundar su defección, y pac­
ió en 31 de agosto el convenio de Vergara, que prometía
e reconocimiento de sus grados a todos los jefes del
e]ereito carlista, y la conservación de los fueros.
No todas las fuerzas sublevadas se sometieron al con­
venio: muchas entraron con su Rey en Francia, y otras
Prolongaron inútilmente la resistencia en la corona de Ara­
gón. Pero conquistadas Segura y Morella por los libera­
o s , el mismo Cabrera tuvo que abandonar el teatro de
sus hazañas y pasar a Cataluña, donde fué derrotado en
Derga por Espartero, teniendo que internarse en Fran-
cia con 20.000 hombres. Así terminó aquella terrible con­
tienda entre la España vieja y la nueva.
Pero no la contienda entre la revolución y el trono.
Oos moderados estaban en el Poder, y la actitud de Es-
Partero, a quien habían dado extraordinario prestigio sus
campañas, no se había acentuado todavía. No así la de
Narvaez, que había intentado, de acuerdo con D. Ruis
de Córdoba, un movimiento en 1838. La ley municipal y
la discusión sobre los fueros de las provincias vascas,
contribuyeron a enconar más los ánimos. Espartero se
declaró resueltamente por los progresistas en el mani­
fiesto de Más de las Matas, y desatados los vientos re­
volucionarios, estalló en Madrid el pronunciamiento de
l.° de septiembre de 1840, que obligó a la Regente a ab­
dicar y a emigrar a Francia, sustituyéndola en el Poder
un ministerio-regencia, presidido por el duque de la V ic­
toria, cuyo prestigio militar y político, de espada popular
y vencedora, no se había empañado todavía.
Apenas se vió la Regente en tierra extranjera lanzó
contra la nueva situación el manifiesto de Marsella, que
fué contestado por los gobernantes progresistas con _ala^"
des de fuerza y nuevas y estrepitosas violencias, dirigi­
das, sobre todo, contra los curas y personas eclesiásticas,
expulsando al nuncio apostólico, cerrando el Tribunal de
la Rota y presentando a las Cortes proyectos de cisma
que obligaron al Papa Gregorio X V I a levantar su voz
en la Encíclica Afflictas in Hispania res.
Divididos los progresistas en la cuestión de regencia
una o trina, triunfó por muy pocos votos la candidatura
de Espartero, que fué proclamado regente por 179 votos
contra 103, que obtuvo Arguelles. Este fué nombrado
tutor de la Reina, y maestro de ella el gran poeta Quita-
na y aya la viuda de Mina.
Gobernó el duque de la Victoria no con todo el par­
tido progresista, sino con una fracción de él, que por befa
llamaban sus enemigos ayacucha. Conjuráronse contra^ él
elementos de muy diversa índole, que antes de ti es años
vinieron a derribarle. Dos generales moderados, partida­
rios de la regencia de Cristina, se sublevaron en octubre
de 1841 invocando en apoyo de su causa la causa fueris­
ta. El pronunciamiento fué ahogado en sangre, siendo
pasados por las armas Diego de León, Borso, Montes _de
Oca, y otros de los más bizarros jefes del ejército español
que en él tomaron parte. En cambio Barcelona, amenaza­
da en su industria por la adhesión que se suponía en el
Regente a los intereses materiales de Inglaterra y por su
oposición al derribo de las murallas, fué teatro de la pri-
ftiera insurrección republicana que Espartero castigó con
un espantoso bombardeo.
Este sistema terrorista, en mal hora iniciado, y la di­
solución ab irato de las Cortes que le habían dado la re­
gencia, amotinó más y más voluntades contra el duque,
y produjo la famosa coalición, a la cual Olózaga dio la
señal de combate en mayo de 1843 con el famoso grito :
“ ¡ Dios salve al país, Dios salve a la Reina !». Prim se
Pronunció en Reus, Concha en Málaga, y Narváez, con
Rs hábiles evoluciones de Torrejón de Ardoz, decide la
contienda, y entra en Madrid, mientras el regente se
refugia en Cádiz a bordo de un buque inglés.
“Tarde conocieron los progresistas y demócratas que
■habían tomado parte en la coalición lo que habían contri­
buido al triunfo de sus adversarios. Entonces intentaron
levantar su propia bandera, y en Barcelona y en otras
Partes dieron el grito de Jimia central, reclamando una
esPecie de convención. Pero los centralistas fueron ame­
trallados, y el país pareció por algiin tiempo en calma,
cuando las Cortes declararon la mayoría de la Reina.
Pero esta calma era engañosa. El primer ministerio fué
todavía de coalición y le presidió Olózaga, uno de los
Prohombres del bando progresista, famoso por su elo­
cuencia.
Ros moderados encontraron pronto ocasión de derri­
barle por medio de una intriga palaciega, y le sustituyó
González Bravo, conocido antes por su entusiasmo de-
magógico, y bien avenido ya con el trono. Eos centralistas
volvieron a sublevarse en Alicante y Cartagena, pero su
grito no halló eco en el país, com o tampoco el del anti­
guo guerrillero Zurbano, que levantó en la Rioja la
urisma bandera y fué pasado por las armas juntamente
con varios individuos de su familia.
González Bravo sustituyó en 1844 D. Ramón Ma­
ría Narváez, carácter férreo e indomable, varón digno de
°tros tiempos, tal, en suma, que hizo respetar el nombre
español eu tierras extrañas. A la sombra de su espada
pudo desarrollar ampliamente el partido moderado su
sistema de gobierno calcado en general sobre el régimen
francés, con bastante olvido de las tradiciones nacionales.
Reformó en 1845 la Constitución del año 37, en sentido
m¿k conservador. Adelantaron mucho las negociaciones
con Roma y los preparativos de un concordato. Publicó
Pidal una serie de leyes orgánicas que introdujeron el es­
píritu centralizador en todos los ramos de la administra­
ción, y un plan de estudios que remedió la anarquía uni­
versitaria, y dió estabilidad e importancia social al cuer­
po docente. Arregló Mon la Hacienda por medio del sis­
tema tributario, que fué planteado con valentía, a pesar
de algunos conatos de oposición.
Ros partidos revolucionarios, sin embargo, no se daban
por vencidos, y la verdad es que se conspiraba activa­
mente contra Narváez y contra el nuevo sistema de con­
tribuciones. Ras tendencias democráticas que por prime­
ra vez habían fermentado bajo el dominio del regente,
dieron cuerpo y calor a la insurrección de Galicia en 1846,
atribuida generalmente a manejos de la francmasonería
ibérica. El grito de los pronunciados era el de Cortes
Constituyentes, pero aún permanecen en la oscuridad los
verdaderos móviles de aquella singular intentona, que es­
tuvo a punto de triunfar, malográndose sólo por la defec­
ción de algunos jefes. El general Concha dominó el país,
y en la aldea del Carral fueron pasados por las armas So-
lís y Velasco, principales caudillos del alzamiento.
Surgió luego la cuestión de las bodas_ reales, nueva
manzana de discordia y semillero de intrigas, que sena
larco e inútil referir en una historia general. Ros conatos
de intervención de Francia e Inglaterra en este asunto do­
méstico hirieron en lo vivo el orgullo nacional, y dieron
gran popularidad a la candidatura española del conde de
Montemolín, hijo del Infante D. Carlos y heredero de sus
pretensiones con el título de Carlos V I. Montemolín, en
quien su padre había abdicado, dió un manifiesto en sen­
tido conciliador, y se manifestó desde luego dispuesto a

• ............... ^
la fusión de los derechos, sostenida elocuentemente por
Balines en su periódico El pensamiento de la Nación, y
apoyada entre los mismos moderados por la fracción que
acaudillaba el marqués de Viluma. Frustróse aspiración
tan generosa por la oposición de Narváez, quien presentó
e hizo aceptar como candidato al Infante D. Francisco,
al paso que la Infanta Euisa Fernanda, hermana de la
Reina, contrajo matrimonio con el duque de Montpen-
sier, uno de los hijos de Ruis Felipe (10 de octubre de
1846).
Ros carlistas, irritados con tal solución, se lanzaron de
nuevo a la guerra civil, apareciendo en Cataluña numero­
sas bandas, con el título de matines o madrugadores,
guiadas por Tristany y otros cabecillas famosos, en la gue­
rra anterior. Al año siguiente (1848) se presentó Cabre­
ra a dirigirlos, y por más de catorce meses sostuvo la gue­
rra con sin igual denuedo, hasta que abandonado y ven­
dido por algunos de los suyos, y acosado en todas direc­
ciones por más de 30.000 hombres, tuvo que refugiarse
en Francia cuando supo que Montemolín, que intentaba
Penetrar en el teatro de la guerra, había sido preso por las
autoridades francesas. Nuestro gobierno, que ya había
adquirido cierto prestigio en Europa con la intervención
en Portugal, supo conservarle durante el período de re­
voluciones cíe 1848, y fué entre todos los gobiernos mo­
nárquicos de Europa el único que se mantuvo constante­
mente firme ante los amagos republicanos. No sólo venció
Narváez a la revolución que se le presentó armada en las
calles de Madrid en las jornadas del 26 de marzo y de
7 de mayo, no sólo atajó el movimiento centralista, que se
presentaba amenazador en algunas partes de Cataluña,
ya tan agitada por las facciones que .acaudillaba Cabrera,
sino que tuvo la muy española y casi temeiaria osadía
de dar los pasaportes al embajador inglés Mr. Bulwer,
que públicamente conspiraba con los descontentos... (1 ).

(i) Adiciones a la obra de Otto von I,eixner. Nuestro Siglo. (Bar­


celona, 1883) págs. 28C a 280.
Dominados los conatos de revolución de 1848 por el fé­
rreo carácter y firme decisión del general D. Ramón de
Narváez, continuó gobernada España por las diversas frac­
ciones del partido moderado, y en cierta situación de re­
lativa tranquilidad y progreso, hasta el año de 1854. Re­
gía a la sazón la nave del Estado el grupo o bandería lla­
mada de los polacos, al frente de la cual se hallaba don
Ruis José Sartorius, conde -de San Ruis. Excitado el des­
contento de algunos jefes militares contra este personaje,
y predispuesta en favor de un cambio la opinión pública,
que con más o menos fundamento acusaba a algunos indi­
viduos del partido dominante de arbitrariedades y con­
cusiones, estalló un movimiento revolucionario, del -cual,
en último término, vinieron a aprovecharse los progresis­
tas. No lo eran, en verdad, los dos jefes militares que se
pusieron al frente de pronuncia miento, es a saber, D. Do­
mingo Dulce y D. Reopoldo O ’Donell, pero cuando ape­
nas parecía vencida la insurrección -en los campos de Vi-
cálvaro, estalló el motín en Madrid (mes de julio de
1854), y después de tres días de resistencia, en algunos
puntos sangrienta, acabó por triunfar y entregar el po­
der a una coalición de progresistas y de tránsfugas de
otros partidos que formaron entonces uno nuevo, cono­
cido con el nombre de Unión liberal.
Bien pronto se manifestó el dualismo en la nueva situa­
ción, y estalló la discordia entre las ideas de que respecti­
vamente eran campeones Espartero y O ’Donell. Sólo dos
años duró aquella artificiosa alianza, cuyo interno vicio,
unido a los desaciertos de las Cortes Constituyentes, en
las cuales imperaban los progresistas, que por primera
vez en España llegaron a poner en tela de juicio la uni­
dad católica y la Monarquía, aceleraron la caída de aque­
lla situación, consumada por O ’ Donell con el desarme (no
sin resistencia) de la milicia nacional de Madrid (1).

(1) Hasta después de 1856, la revolución española no contiene


más cantidad de materia filosófica y jurídica que la que le habían
legado las constituyentes de Cádiz ; es decir, el enciclopedismo
Muy poco tiempo disfrutaron de su triunfo los de la
Unión, pues, continuando la reacción su camino, volvió
a traer al poder a los moderados (1857), si bien por un
espacio muy breve. Sería enojoso, y de todo punto inútil,
en una historia general de nuestro siglo, entrar en el de­
falle de las intrigas políticas, ya casi olvidadas, que hicie­
ron alternar en la suprema dirección de los negocios po­
líticos a los unionistas y a los moderados. Pero sí debe­
mos mencionar, aunque sea de pasada, com o hechos me­
morables de política externa en este período (más brillan­
tes, por cierto, que útiles), la guerra de Africa de 1859
y 1860, en que el imperio marroquí fué gloriosamente hu­
millado en Tetuán y en Vad-Ras, y parecieron reverdecer
Ms laureles de nuestra reconquista, excitándose el senti­
miento nacional y religioso ; y la expedición al Pacífico,
en guerra contra las Repúblicas de Chile y el Perú (1867)
SUerra ciertamente impolítica pero en la cual nuestra ma­
rina, que parecía tan abatida desde los días de Trafalgar,

del siglo X V III, lo que traducido a las leyes se llama p r o g r e s i s m o .


Solo después de esta feclia comienzan los llamados d e m ó c r a t a s
a abrir la puerta a Hegel, a Krause y a los economistas.
Deben distinguirse, pues, dos períodos en la heterodoxia política
del reinado de Doña Isabel II : uno, de heterodoxia ignara, legal
y progresista, y otro de heterodoxia pedantesca, universitaria y de­
mocrática ; en suma, toda la diferencia que va de Mendizábal a
Salmerón. Dos liberales que hemos llamado l e g o s o de la escuela
aatigua, herederos de las tradiciones del 12 y del 20, no tienen re­
paro en consignar en sus Códigos, más o menos estrictamente, la
Unidad religiosa, y sin hundirse en profundidades trascendentales,
miran, por lo demás, su teología en apalear a algúu cura, en sus­
pender la ración a los restantes, en o c u p a r l a s t e m p o r a l i d a d e s a
Obispos, en echar a la plaza y vender en desbarate lo que
f'aman b i e n e s n a c i o n a l e s , en convertir los conventos en cuarteles,
y en dar los pasaportes al Nuncio. Ku suma, y fueia del nombre,
sus procedimientos son los del absolutismo del siglo X V III, los
de Pombal y Aranda. Por el contrario, los demócratas afilosofados
y modernísimos, sin perjuicio de hacer mayores o iguales brutali­
dades cuando les viene en talante, pican más alto, dogmatizan
siempre y aspiran al lauro de regeneradores del cuerpo socia l;
ya que los otros han trabajado medio siglo para desembarazarles
de o b s t á c u l o s t r a d i c i o n a l e s el camino. Y así como los progresistas
casechó inmarcesibles lauros en el bombardeo del Callao,
dirigido por el malogrado Méndez Núñez.
Si a estos hechos añadimos la casi infructífera expedi­
ción a Cocliinchina de concierto con los franceses; la que
hicimos a M éxico, en la cual el general Prim tuvo el buen
acierto de separarse a tiempo de las fuerzas de Francia,
empeñada en levantar allí un efímero trono ; y finalmente,
la desastrosa anexión de Santo Domingo, que nos com ­
prometió en una guerra más desastrosa aún, terminada
con el completo abandono de las islas, habremos apunta­
do todo lo más digno de recuerdo en la política de extra­
ñas aventuras a que la Unión liberal pareció tan incli­
nada.
N o es muy grato consignar que aprovechándose preci­
samente de la guerra de Africa, tornaron los carlistas a
levantar su bandera en San Carlos de la Rápita; inten­
tona que por lo odioso de las circunstancias y lo tor­

no traían ninguna doctrina que sepamos, sino sólo cierta propensión


nativa a destruir, y una a modo de veneración f e t i q u i s t a a ciertos
nombres (D. Baldoinero, D. Salustiano..., etc., etc.). Ros demó­
cratas, por el contrario, han sustituido a estos idolillos chinos o
aztecas el culto d e l o s n u e v o s i d e a l e s , el odio a l o s v i e j o s m o l ­
d e s , la e v o l u c i ó n s o c i a l y demás palabrería fantasmagórica, que
sin cesar revolotea por la pesada atmósfera del Ateneo. Un
suma, la heterodoxia política hasta 18SG fué p r á c t i c a ; desde en­
tonces acá viene afectando pretensiones d o g m á t i c a s o c i e n t í f i c a s .
resultado de esta vergonzosa indigestión de alimento intelectual
mal asimilado que llaman cultura española moderna.
No es tan hacedero reducir a fórmula el partido m o d e r a d o que,
según las vicisitudes de los tiempos, aparece, ora favoreciendo, ora
resistiendo a la corriente heterodoxa y laica. Fué, más que par­
tido, c o n g e r i e s de elementos diversos, y aun rivales y enemigos,
mezcla de antiguos volterianos, arrepentidos en política, no en re­
ligión, temerosos de la anarquía y la bullanga, pero tan llenos de
preocupaciones impías y de odio a Roma como en sus turbulentas
mocedades, y algunos hombres sinceramente católicos y conser­
vadores, a quienes la cuestión dinástica, o la aversión a los pro­
cedimientos de fuerza, o la generosa, si vana, esperanza de con­
vertir en amparo de la Iglesia un, trono levantado sobre las bayone­
tas revolucionarias, separó de la gran masa católica del país. (He­
terodoxos. Tomo VII, págs. 218 y 219.)
peínente elegido del momento, provocó general indigna­
ción, y no halló eco alguno en la conciencia política. El
general Ortega, capitán general de las Baleares, que se
había puesto al frente del movimiento, fué fusilado; y,
preso el titulado Carlos V I, o sea el conde de Montemo-
lín, hizo renuncia de sus derechos a la Corona, renuncia
que anuló después, falleciendo al poco tiempo (1 ).

2. Matasusa de frailes
¿ [D e] qué servían todos los paliativos de un regaiismo
caduco ante la revolución armada con título de Milicia
urbana, y regimentada en las sociedades secretas, único
poder efectivo por aquellos días ? Lo que se quería no era
la reducción, sino la destrucción de los conventos, y no
con juntas eclesiásticas de jansenistas trasnochados, sino
con llamas y escombros podía saciarse el furor de las hie­
nas revolucionarias. Destruir los nidos para que no vol­
vieran los pájaros, era el grito de entonces. Nadie sabe
a punto fijo, o nadie quiere confesar cuál era la organi­
zación de las logias en 1834, pero en la conciencia de to­
dos está, y Martínez de la Rosa lo declaró solemnemente
antes de morir, que la matanza de los frailes fué prepara­
da y organizada por ellas. De ninguna manera basta esto
Para absolver al gobierno moderado que lo consintió y lo
dejó impune, por debilidad más que por connivencia;
Pero sí basta para explicar el admirable concierto con que
aquella memorable hazaña liberal se llevó a cabo. Quien
la atribuye al terror popular causado por la aparición del
cólera el día de la Virgen del Carmen de 1834, o se
atreve a compararla con el proceso degli untori de Milán
y llamarla movimiento popular, tras de denigrar a un pue­
blo entero, cuyo crimen no fué otro que la flaqueza ante

(1) Adiciones a la obra de Otto von I.eixnev Nuestro Siglo, págs.


403 y 404.
una banda de asesinos pagados, miente audazmente con­
tra los hechos, cuya terrible y solemne verdad fué como
sigue.
ha entrada de D. Carlos en Navarra y los primeros triun­
fos de Zumalacárregui habían escandecido hasta el delirio
los furores de los liberales, quienes descontentos, ade­
más, de la tibieza del gobierno y de las leves concesiones
del Estatuto, proyectaron en sus antros tomarse la ven­
ganza por su mano y precipitar la revolución en las ca­
lles, ya que caminaba lenta y perezosa en las regiones
olímpicas. El cólera, desarrollado con intensidad terrible
en la noche del 15 de julio (día de la Virgen del Car­
men) les prestó fácil camino para sus intentos, comen­
zando a volar de boca en boca el absurdo rumor (tan re­
producido en todas las epidemias, sin más diferencia que
en la calidad de las víctimas) de que los frailes envenena­
ban las aguas. Acrecentóse la crudeza de la epidemia el
día 16, y el 17 estalló el motín, tan calculado y prevenido
que muchos frailes habían tenido aviso anticipado de él,
y el mismo Martínez de la Rosa, antes de partir para Ea
Granja, había tomado alguna disposición preventiva con­
centrando los poderes de represión en manos del capitán
general San Martín, tenido por anturevolucionario desde
la batalla de las Platerías y la jornada de 7 de julio de
1822.
Tormentosa y preñada de amagos fué la noche del 16.
Por las cercanías de los estudios de San Isidro oíase can­
tar a un ciego al son de la guitarra :
Muera Cristo,
Viva Luzbel,
Muera Don Carlos,
Viva Isabel.

Amaneció, al fin, aquel horrible jueves, 17 de julio,


día de vergonzosa recordación más que otro alguno de
nuestra historia, has doce serían cuando cayó la prime­
ra víctima acusada de envenenar las fuentes. Otro infeliz,
perseguido por igual pretexto, buscó refugio en el Co­
legio Imperial, y en pos de él penetraron los asesinos al
dar las tres de la tarde. L,o que allí pasó no cabe en len­
gua humana y la pluma se resiste a transcribirlo. En la
portería del Colegio Imperial, en la calle de Toledo, en
la de Barrionuevo, en la de los Estudios, en la plaza de
San Millán, cayeron, a poder de sablazos y tiros, hasta
diez y seis jesuítas, -cuyos cuerpos, acribillados de heri­
das, fueron arrastrados luego con horrenda algazara, y
mutilados con mil refinamientos de exquisita crueldad,
hirviendo a poco rato los sesos de alguno en las tabernas
de la calle de la Concepción Jerónima. Uno de los ase­
sinados era el P. Artigas, el mejor, o más bien el único
arabista que entonces había en España, maestro de Es-
tévanez Calderón y de otros.
Eos restantes jesuítas, hasta el número de sesenta, se
hallaban congregados en la capilla doméstica, haciendo
las últimas prevenciones de conciencia para la muerte,
cuando, sable en mano, penetró en aquel recinto el jefe
de los sicarios, quien, a trueque de salvar a uno de ellos,
que generosamente persistía en seguir la suerte de los otros,
consintió en dejarlos vivos a todos, ordenando al grueso
de los suyos que se retirasen, y dejando gente arma-da
en la custodia de las puertas.
Eran ya las cinco de la tarde, y el capitán general, como
quien despierta de un largo letargo, comenzaba a poner
sobre las armas a las tropas y a la Milicia urbana. ¡ Cele­
ridad admirable después de dos horas de matanza ! Y ni
aun este tardío recurso sirvió para cosa alguna, puesto
que los asesinos, dando por concluida la faena en los
Reales Estudios, se encaminaron al convento de Domini­
cos de Santo Tomás, en la calle de Atocha, y allanando
las puertas traspasaron a los religiosos que estaban en el
coro o les -dieron caza por todos los rincones del Conven­
to, cebando en los cadáveres su sed antropológica. En­
tonces se cumplió al pie de la letra lo que del Corpus de
Sangre de Barcelona escribió Meló : «Muchos, después
de muertos, fueron arastrados, sus cuerpos divididos, sir­
viendo de juego y risa aquel humano horror, que la na­
turaleza religiosamente dejó por freno de nuestras dema­
sías ; la crueldad era deleite ; la muerte, entretenimiento ;
a uno arrancaban la cabeza (ya cadáver), le sacaban los
ojos, cortábanle la lengua y las narices, luego arrojándo­
la de unas en otras manos, dejando en todas sangre y en
ninguna lástima, les servía como de fácil pelota; tal
hubo que topando el cuerpo casi despedazado, le cortó
aquellas partes cuyo nombre ignora la modestia, y aco­
modándoles en el sombrero, hizo que le sirviesen de tor­
písimo y escandaloso adorno». Mujeres desgreñadas, se­
mejantes a las calceteras de Robespierre o a las furias de
la guillotina, seguían los pasos de la turba forajida, para
abatirse, com o cuervos, sobre su presa. A l asesinato suce­
dió el robo, que las tropas, llegadas a tal sazón y aposta­
das en el claustro, presenciaron con beatífica impasibili­
dad. Sólo tres heridos sobrevivieron a aquel estrago.
De allí pasaron las turbas al Convento de la Merced
Descalza (plaza del Progreso, donde hoy se levanta la
estatua de Mendizábal). Allí rindieron el alma ocho re­
ligiosos y un donado, quedando heridos otros seis.
Ni siquiera las nieblas de la noche pusieron término a
aquella orgía de caníbales. Seis horas habían transcuriido
desde la carnicería de San Isidro ; los religiosos de San
Francisco el Grande, descansando en las referidas pro­
testas de seguridad que les hicieron los jefes del batallón
de la Princesa acuartelado en sus claustros, ponían fin a
su parca cena, e iban a entregarse al reposo de la noche,
cuando de pronto sonaron gritos y alaridos espantosos,
tocó a rebato la campana de la comunidad, cayeron poi
tierra las puertas e inundó los claustros la desaforada tur­
ba, tintas las manos en la reciente sangre de los domi­
nicos, jesuítas y mercedarios. Hasta cincuenta mártires,
según el cálculo más probable, dió la Orden de^ San
Francisco en aquel día. Unos perecieron en las mismas
sillas del coro, cuya madera conserva aún las huellas de
los sables. Otros fueron cazados como bestias fieras en
los tejados, en los sótanos y hasta en las cloaca?. A otros
el ábside del presbiterio les sirvió de asilo. Y alguien
hrubo que, con pujante brío, se abrió paso entre los mal­
hechores y logró salvar la vida, arrojándose por las tapias
o huyendo a campo traviesa, hasta parar en Alcalá o en
Toledo. Los soldados permanecieron inmóviles o ayuda-
ron a los asesinos a buscar y a rematar a los frailes, y a
robar los sagrados vasos. ¡ Ocho horas de matanza regu­
lar y ordenada, por un puñado de hombres, casi los mis­
mos en cuatro conventos distintos ! ¿ Qué hacía entre tan­
to el capitán general ? ¿ En qué pensaba el gobierno ? A
eso de las siete de la tarde se presentó San Martín en el
Colegio Imperial, habló con los jesuítas supervivientes y
les increpó en términos descompuestos por lo del enve­
nenamiento de las aguas. En cuanto al gobierno de Mar­
tínez de la Rosa se contentó con hacer ahorcar a un mú­
sico del batallón de la Princesa, que había robado tun cá­
liz en San Francisco el Grande. Con todo, el clamoreo de
la opinión fué tal, que hubo, pro fórmula, de procesarse a
San Martín, separado ya de la Capitanía general. Aquí
Paró todo, y huelgan los comentarios cuando los hechos
hablan a voces.
Hundido en aquella sangrienta charca el prestigio del
gobierno moderado, la anarquía levantó, triunfante, indó­
mita, su cabeza por todos los ámbitos de la Península.
En Zaragoza una especie de partida de la porra, dirigi­
da por un tal Chorizo, de la parroquia de San Pablo, y
Por el organista de la Victoria, fraile apóstata que acau­
dillaba a los degolladores de sus hermanos, obligó a la
Audiencia, en el motín de 25 de marzo de 1835, a firmar
el asesinato jurídico de seis realistas presos, y tomándo-
Se después la venganza por más compendiosos procedi­
mientos, asaltó e incendió los conventos el 5 de julio,
degolló a buena parte de sus moradores y al catedrático
de la Universidad Fr. Faustino Garroborea; arrojó de
k ciudad al Arzobispo, y entronizó por largos días en
ciudad del Ebro el imperio del garrote. En Murcia
fueron asesinados tres frailes y heridos dieciocho, y sa­
queado el palacio episcopal a los gritos de ¡ muera el
Chispo ! En 2 2 de julio ardieron los conventos de fran-
císcanos y carmelitas descalzos de Reus, con muerte de
muchos de sus habitantes. De Zaragoza fué expulsado
el Arzobispo y cerradas con tiempo todas las casas reli­
giosas. Pero nada llegó a los horrores del pronunciamien­
to de Barcelona, en 25 de julio de 1835, comenzado al
salir de la plaza de toros, como es de rigor en nuestras
algaradas. Una noche bastó para que ardiesen, sin que­
dar piedra sobre piedra, los Conventos de Carmelitas Cal­
zados y Descalzos, de Dominicos, de Trinitarios, de Agus­
tinos Descalzos y de Mínimos. Cuanto no pereció al fu­
ror de las llamas, frué robado; los templos profanados y
saqueados; los religiosos pasados a hierro; sus archivos
y bibliotecas aventados o dispersos. Una muchedumbre
ebria, descamisada y jamás vista hasta aquel día en tu­
multos españoles, el populacho ateo y embrutecido que
el utilitarismo industrial educa a sus pechos, se ensaya­
ba aquella noche quemando los conventos, para quemar
en su día las fábricas. H oy es, y aún se erizan los ca­
bellos de los que presenciaron aquellas escenas de la Ram­
bla y vieron a las Euménides revolucionarias arrancar y
picar los ojos de los frailes moribundos y desnudar sus
cadáveres y repartirse sus harapos, mientras que la tea,
el puñal y la segur despejaban el campo para los nuevos
ideales.
N o conviene, por un muelle y femenil sentimentalis­
mo, apartar la vista de a>, ellas abominaciones, que se
quiere hacer olvidar a todo trance. Más enseñanza hay en
ella que en muchos tratados de filosofía, y todo detalle
es aquí fuente de verdad y clave de enseñanza histórica.
Aquel espantoso pecado de sangre (protestante es quien
lo ha dicho) debe pesar más que todos los crímenes espa­
ñoles en la balanza de la divina justicia, cuando, después
de pasado medio siglo, aún continúa derramando sobre
nosotros la copa de sus iras. Y es que, si la justicia huma­
na dejó inultas aquellas víctimas, su sangre abrió un
abismo invadeable, negro y profundo com o el infierno,
entre la España vieja y la nueva, entre las víctimas y los
verdugos, y no sólo salpicó la frente de los viles instru-
mentos que ejecutaron aquella hazaña, semejantes a los
que toda demagogia recluta en las cuadras de los presi­
dios, sino que subió más alta y se grabó como perpetuo
e indeleble estigma en la frente de todos los partidos li­
berales, desde los más exaltados a los más moderados ; de
los unos, porque armaron el brazo de los sicarios; de los
otros, porque consintieron o ampararon, o no castigaron,
el estrago, o porque le reprobaron tibiamente, o porque se
aprovecharon de los despojos. Y desde entonces, la gue­
rra civil creció en intensidad, y fué guerra como de tri­
bus salvajes, lanzadas al campo en las primitivas edades
de la historia, guerra de exterminio y asolamiento, de
degüello y represalias feroces, que duró siete años, y ha le­
vantado después la cabeza otras dos veces, y quizá no la
postrera, y no ciertamente por interés dinástico, ni por
interés fuerista, ni siquiera por amor muy declarado y fer­
voroso a este o al otro sistema político, sino por algo
más hondo que todo eso, por la instintiva reacción del
sentimiento católico, brutalmente escarnecido, y por la
generosa repugnancia a mezclarse con la turba en que
se infamaron los degolladores de los frailes y los jueces
de los degolladores, los robadores y los incendiarios de
las iglesias y los vendedores y los compradores de sus
bienes. ¡ Deplorable estado de fuerza a que fatalmente
llegan los pueblos cuando pervierten el recto camino, y
presa de malvados y de sofistas, ahogan en sangre y voci­
feraciones el clamor de la justicia ! Entonces es cuando
se abre el pozo del abismo y sale de él un humo que obs­
curece el sol y las langostas que asolan la tierra...
Triunfaba... la revolución en las calles, e iba acabando
con su ingénita brutalidad y sin eufemismos lo que los
procuradores escribían teóricamente y como desiderátum
en sus leyes. A Martínez de la Rosa había seguido Tore-
no, pero Toreno ya no era doceañista; había aprendido
mucho en Francia y se iba haciendo cada vez más eclécti­
co, descreído y hombre de ocasión. Pensó vanamente ata­
car el desenfrenado raudal en dos o tres decretos, como el
car el desenfrenado raudal con dos o tres decretos, como el
de expulsión de los jesuítas y supresión de todo convento
cuyos frailes no llegasen a doce, pero la ola revoluciona­
ria continuo subiendo, a despecho de tan impotentes con­
cesiones, y se extendió inmensa y abrumadora por Cata­
luña, Valencia, Aragón y Andalucía, y en breve espacio
por toda la Península, levantando contra el gobierno cen­
tral el gobierno anárquico de las juntas provinciales, que
comenzaron tumultuariamente a exclaustrar a los religio­
sos y apoderarse de sus bienes y desterrar Obispos y
mandar a presidio Abades, y vender hasta las campanas
de los conventos. Pa revolución buscaba su hombre y
lo encontró al fin en la persona de D. Juan Alvarez
Mendizábal, que se alzó sobre las ruinas del ministerio
Toreno (1).

3. Expoliaucsóia

Pa revolución triunfante ha levantado una estatua a


Mendizábal sobre el solar de un convento arrasado y cu­
yos moradores fueron pasados a hierro. Aquella estatua,
que sin ser de todo punto mala, provoca, envuelta en su
larga capa (parodia de toga romana), el efecto de lo grotes­
co, es el símbolo del progresismo español, y es a la vez tri­
buto de justísimo agradecimiento revolucionario. Todo ha
andado a una : el arte, el héroe y los que erigieron el simu­
lacro. Y con todo, la revolución ha acertado gracias a
ese misterioso instinto que todas las revoluciones tienen,
en perpertuar, fundiendo un bronce, la memoria y la efi­
gie del más eminente de los revolucionarios, del único que
dejó obra vividera, del hombre inculto y sin letras que
consolidó la nueva idea y creó un país y un estado so­
cial nuevos, no con declamaciones ni ditirambos, sino ha­
lagando los más bajos instintos de nuestra pecadora natu­
raleza, comprando defensores al trono de la Reina por
el fácil camino de infamarlos antes, para que el precio de
su afrenta fuera garantía y fianza segura de adhesión a las
nuevas creando, pof fía> CQn ^
es dcd saqueo, clases conservadoras y elementos de
d . K1’ “ f mejante 31 que se establece en “ n campo
su presa v 'd e f d atiende a ^ r d a r parte de
G oW 7 defe” derIa de las asechanzas del enemigo.
Golpe singular de audacia y de fortuna (aunque no
nuevo y sin precedentes en el mundo) fué aquél de la
te a m o r te a c ó n . Hasta entonces, nada más L p o p u W
mas desaprensivo ni más sin sentido en España, que los en­
tusiasmos revoluciónanos. Diez años había durado, con ser
P simo a toda luz, el gobierno de Fernando V II y no
M en d f r Uentai hubÍera durado otro ^ual o peor si a
Ve r c Í T baV 10- 'Se « 50Urre el pr° y ect0 de aquella uni-
ersal liquidación. Todo lo anterior era retórica infantil
smpJe ejercicio de colegio o de logia; y conviene de-
c lítr in í S rev° !ución en EsPaSa « o tiene base
doctrinal, ni filosófica, ni se apoya en más puntales que
de un enorme despojo o un contrato infamante de com ­
pra y venta de conciencias. El mercader que las com-
' s ° : J tn° P? r altas teorías, sino para salir, a modo de
arbitrista vulgar, del apuro del momento, es el creador
„ e a Sspana nueva, que salió de sus manos amasada
con barro de ignominia. ¡ Bien se conoce el pecado capital
ce su nacimiento ! Quédese para mozalbetes intonsos que
Pacen sus primeras armas en el Ateneo, hablar de la
e icacia de los nuevos ideales y del poder incontrastable
e los^ derechos de la humanidad, como cansas decisivas
del triunfo de nuestra revolución. Sunt verba et voces,
Praetereaque nihil. ; Candor insigne creer que a los pue-
os se les saca de su paso con prosopopeyas sexquipeda-
?s ■ ^ as revoluciones se dirigen siempre a la parte infe-
nor de la naturaleza humana, a la parte de bestia (más o
menos refinada o maleada por la civilización) que vace en
e f?ndo de fodo individuo. Cualquier ideal triunfa y se
arraiga si anda por medio el interés y la concupiscencia,
.mandes factores en la filosofía de la historia. Por eso, el
meralismo del año 35, más experto que el de 1812^ y
seccionado por el escarmiento de 1823, no se entretuvo
en decir al propietario rústico ni al u rbano: «Eres libre,
autónomo, señor de ti y de tu suerte, ilegislable, sobera­
no, com o cuando en las primeras edades del mundo an­
dabas errante con tus hermanos por la selva, y cuando
te congregaste con ellos para pactar el contrato social»,
sino que se fué derecho a herir otra fibra que nunca
deja de responder cuando diestramente se la toca, y
dijo al ciudadano : «Ese monte que ves hoy de los frai­
les, mañana será tuyo, y esos robles caerán al golpe
de tu hacha, y cuanto ves de n o a no, mieses, viñedos
y olivares, te rendirá el trigo para henchir tus trojes y
el mosto que pisarás en tus lagares. Y o te venderé, y
si no quieres comprarle, te regalaré ese suntuoso mo­
nasterio, cuyas paredes asombran tu casa, y tuyo sen
hasta el oro de los cálices y la seda de las casullas y el
bronce de las campanas».
¡ Y esta filosofía sí que la entendieron! ¡ Y este ideal
sí que hizo prosélitos! Y comenzada aquella unisona
venta que fio repito), no filé de los bienes de los frailes,
sino de las conciencias de los laicos, surgió como por
encanto el gran partido liberal español, lidiador en la
o-uerra de los siete años, con todo el desesperado esfuer­
zo míe nace del ansia de conservar lo que inicuamente se
detenta. Después fué el imaginar teorías pomposas que
matasen el gusanillo de la conciencia: el decirse filósofos
v librepensadores los que jamás habían podido
dos minutos seguidos a las derechas; el huir de la Iglesia
v de los Sacramentos ñor miedo a las restituciones, y
acallar con torpe indiferentismo las voces de■la c0” c ,®n
cía cuando decía un poco alto que no dejaba de hahei
THÓs en el cielo porque al pecador no le convenga. Nada
? infinido tanto en la decadencia religiosa de España,
n » t o estas ***?*»
t a i » peligro serio pava el espirito tnoral de núes-
naios, u P <> |nmenso latrocinio (¿por que no
tro pue , palabra que aplicó San Agustín a las
£ * t a i ,a Justicia?) „ue ae I t a .
desamortización y el infame vínculo de solidaridad que es­
tablece.
Ni aun los más atrevidos regalistas de otros tiempos
se habían atrevido a soñar con el despojo. Una cosa es
lamentar, como en siglos católicos lo hicieron el Conse­
jo de Castilla y muchos economistas nuestros, el exceso
de la acumulación de bienes en manos muertas, y los da­
ños que de aquí resultaban para la agricultura, y otra
atentar con mano sacrilega a una propiedad de títulos
nías justos y legítimos que ninguna otra cosa en el mundo,
ho primero puede ser loable providencia de estadistas,
aunque siempre sea difícil detener el camino de la pro­
piedad, cuando manifiestamente las ideas y las costumbres
la empujan por un cauce...
Co que por falta de tiempo no pudieron más que
anunciar los liberales de 1823, llevólo a cabo en 1835,
como remedio supremo en una guerra civil, un hombre
nada teórico, profano en todos los sistemas economistas,
agente de casas de comercio en otro tiempo, contratista
de provisiones del ejército después, agente poderoso del
emperador D. Pedro en la empresa de Portugal, para la
cual arbitró recursos con inconcebible presteza; más co­
nocedor del juego de la Bolsa que de los libros de Adam
Snuth, empírico y arbitrista, sin ideas ni sentido moral,
aunque privadamente honrado e íntegro, según d icen ;
hombre, finalmente, que en las situaciones más apuradas
lograba descollar e imponer su voluntad, diciéndose po­
seedor de maravillosos secretos rentísticos para conjurar
la tormenta. En otro país y en otro tiempo hubiera pasa­
do por charlatán, en España, y durante la guerra civil,
pareció un ministro de Hacienda llovido del mismo cielo...
Mientras el nigromante, como los zumbones de enton-
nes de entonces llamaban a Mendizábal, por el largo mis-
ferio en que había envuelto sus planes salvadores, azu-
zaba a los arbitristas y rematantes para que en breve die­
sen patrióticamente cuenta de la riqueza eclesiástica, bajo
la paternal inspección de los milicianos nacionales, que
en unión con otros aficionados, provistos de garrotes y
porras, vigilaban las salas de ventas, para ahuyentar del
remate a todo el qiue no hubiese dado muestras de libe­
ral muy probado, continuaba dominando en las provin­
cias cercanas al teatro de la guerra el más anárquico y
soberano desbarajuste, acompañado de fusilamientos en
masa, asaltos de cárceles, degüellos de prisioneros por
centenares, extrañamientos y confiscaciones con que las
llamadas Juntas de Represalias (hijas nada indignas de
los comités de salvación pública de la revolución del 93)
parecían haberse propuesto diezmar el clero secular, des­
pués de haber acabado con el regular. El ministro de
Gracia y Justicia, D. Alvaro Gómez Becerra, doceañis-
ta furibundo, sancionaba todas estas medidas dictatoria­
les, y más de la mitad de las iglesias de España iban
quedando huérfanas de sus Prelados...
Obligado acompañamiento de la rapiña oficial y orga­
nizada eran las persecuciones de Obispos, una de las es­
pecialidades en que más han brillado los gobiernos pro­
gresistas. Convertidos Gómez Becerra y Alonso en pontí­
fices máximos, comenzaron por deportar a Marsella al
septuagenario obispo de Menorca, D. Juan Antonio Díaz
Merino, por el nefando e inexplicable crimen de haber in­
troducido en su diócesis el rezo de Santa Filomena (apro­
bado por la Santa Sede) y de haber autorizado a sus fe­
ligreses para usar de los privilegios de la Bula (13 de fe­
brero de 1842). Al poco tiempo, el Obispo de Calahorra
y la Calzada, D. Pedro García Abella dirigió a las Cor­
tes una representación contra las proyectadas reformas
eclesiásticas. Los ministros, no queriendo ser menos que
en sus tiempos el conde de Aranda, hicieron que el T ri­
bunal Supremo le acusase, y ellos, entre tanto, le con­
finaron por cuatro años a la isla de Mallorca. Otras pro­
testas iguales contra los proyectos de cisma valieron al
Obispo de Plasencia, D. Cipriano Varela, dos años de
confinamiento en un pueblo de la provincia de Cádiz,
y al Gobernador eclesiástico de Guadix pena de cuatro
años de destierro, impuesta por la Audiencia de Granada
(julio de 1842). El jurado primeramente (ya teníamos ju-

Biblioteca Nacional de España


rado) y luego el Tribunal Supremo, intervinieron en la
causa de D. Judas Romo, Obispo de Canarias, autor de
un Memorial sobre Incompetencia de las Cortes para el
arreglo del clero. Fué hábil la defensa que hizo el abogado
P* Fermín Gonzalo Morón hombre de más ingenio que
Juicio. Resultado, el de siempre; salir condenado el
Obispo en dos años de destierro y pago de costas como
culpable de desobediencia, por haber declarado que los
obispos electos no podían ser nombrados vicarios o gober­
nadores eclesiásticos por los cabildos (de octubre de
1841) (1).

4. Pronunciam ientos y Caiistáteyesutes

Vencida por el general Narváez en las calles de Ma­


drid la revolución del 48, vegetó obscuramente en las so­
ciedades secretas hasta el 54, dando por únicas muestras
de sí pronunciamientos frustrados y conatos de regici­
dio. La masonería se había organizado con nuevos esta­
tutos en 1843, de concierto con los Grandes Orientes de
^rancia y de Inglaterra. El rito escocés antiguo y acep­
tado, de 33 grados, proseguía siendo el único en España,
S1n perjuicio de admitir a los Visitadores extranjeros de
otros ritos. Se dividió el territorio de España en cuatro
departamentos regidos por logias metropolitanas. Un tal
Oolabela (nombre de guerra), figuraba como Gran Maes­
tre de la Francmasonería Hesférica Reformada. Los de­
partamentos se subdividieron en distritos, que tomaron
Uombres pomposos de la antigua geografía de España :
Carpetano el de Madrid ; Laletano el de Barcelona; Cán­
tabro el de Santander; Itálico el de Sevilla, etc., etc.
Hubo caballeros Kadosk, príncipes del Real secreto, te­
soreros, cancilleres y demás farándula. La armonía entre
ios hermanos duró poco, y los más avanzados se separa­
ron hacia 1846, para entenderse con las logias de Portu­
gal, y, constitutir la Francmasonería irregular o ibérica,
a la cual quizá haya de achacarse la revolución de Ga­
licia.
No hubieran triunfado en la revolución del 54 los pro­
gresistas sin la ayuda de varios jefes militares y muchos
tránsfugas moderados y de otras partes, que constituye­
ron el partido llamado de la Unión L iberal; partido sin
doctrina como es muy frecuente en España. Principios
nuevos no trajo aquella revolución ninguno, ni fué en
suma sino uno de tantos motines más afortunado y más en
grande que otros. Con todo, en aquel bienio empezaron a
florecer las esperanzas de una bandería más radical, que
iba reclutando sus individuos entre la juventud que salía
de las cátedras de los ideólogos y de los economistas. Lla­
máronse demócratas; reclamaban los derechos del pueblo,
en el único país en que no habían sido negados nunca;
clamaban contra la tiranía de las clases superiores, en
la tierra más igualitaria de Europa ; contra la aristocracia,
en una nación donde la aristocracia está muerta como po­
der político desde el siglo X V I, y donde ni siquiera con­
serva ya el prestigio que le da la propiedad de la tierra;
plagiaban los ditirambos de Proudhon y de Luis Blanc con­
tra la explotación del obrero y la tiranía del capital, apli­
cándolos a la pobrísima España, donde no hay ya industria
ni fábricas, y donde los grandes capitales son cosa tan
mitológica com o el ave fénix de Arabia. El tipo de de­
mócrata de cátedra, tal com o estuvo saliendo de nuestras
aulas desde 1854 a 1868 no ha de confundirse con el de­
magogo cantonalista, especie de forajido político que nun­
ca se ha matriculado en ninguna Universidad ni ha sido
socio de ningún Ateneo. El demócrata de cátedra cuando
no toma sus ideales políticos por oficio o por modus vi-
vendi, es un ser tan cándido como los que en otro
tiempo peroraban en los colegios contra la tiranía de
Pisístrato o de Tiberio. Para él el Rey, todo Rey, es siem­
pre el tirano, aquel ente de razón que aparece en las tra­
gedias de Alfieri, hablando por monosílabos, ceñudo, som­
brío e intratable, para que varios patriotas le den de pu-
baladas al fin del quinto acto, curando así de plano to­
dos los males de la república. El sacerdote es siempre el
impostor, que trafica con los ideales muertos. Por eso el
demócrata rompe los antiguos moldes históricos, y co­
mulga en el universal sentimiento religioso de la huma­
nidad, concertando en vasta síntesis los antropomorfismos
y teogonias de Oriente y Occidente. A veces, para ba­
r r io más vivo, suele alistarse en algún culto positivo,
buscando siempre el más remoto y estrafalario, porque
en esto consiste la gracia, y si no, no hay conflicto religioso,
9Ue es lo que a todo trance buscamos. El ser ateo es una
brutalidad sin chiste, propia de gente soez y de licencia­
dos de presidio; el verdadero demócrata es eminentemen­
te religioso, pero no en la forma relativa y falta de in­
timidad que hemos conocido en España, sino con otras
formas más íntimas y absolutas. Así, v. gr. : se hace
Notestante unitario, cosa que desde luego da golpe, y
baee que los profanos se devanen los sesos diciendo que
esPecie de unitarismo será éste, si el de Paulo de Samosa-
ta. o el de Servet, o el de Socino. Y yo tuve un condiscí­
pulo de metafísica que, animado por los luminosos ejem­
plos que entonces veía en la Universidad, tuvo ya pensa­
do hacerse budista, con lo cual, ¿qué protestante liberal
hubiera osado ponérsele delante?
Eos progresistas viejos se encontraron sorprendidos en
1854 ante aquel raudal de oscura y hieroglífica sapiencia.
Por primera vez se veían sobrepujados en materia de li­
beralismo, tratados casi de retrógrados y envueltos en un
laberinto de palabras económicas, sociológicas, oiob gi-
cast etc., etc., que así entendían ellos como si se les ha­
blase en lengua hebraica. ¡ Qué sorpresa para los que ha­
bían creído hasta entonces que la libertad consistía sen-
cillamente en matar curas y repartir fusiles a los patrio­
tas ! ¡ Cómo se quedarían cuando Pí y Margall salió pro­
clamándose panteista, en su libro de La Reacción y la
Revolución !...
[Eas Constituyentes del 55 entendieron en poco más
riue en la libertad de cultos.]
Con esto y con la exposición del rabino alemán Philip-
son a las Cortes, en nombre de judíos descendientes de
los que salieron de España (documento que conmovió
todas las fibras patrióticas de los legisladores), y con
aquella homérica risa de los constituyentes cuando el se­
ñor Nocedal tuvo el nunca bien execrado atrevimiento
de nombrar a Dios Todopoderoso, y con el chaparrón de
proposiciones semiprotestantes de un señor Batllés, pi­
diendo la ruptura del Concordato, la supresión de fiestas
y el matrimonio civil, acabó de completarse el universal
descrédito de aquellas Cortes reformadoras, clavadas, para
mientras dure la lengua castellana, en la eterna picota
del Padre Cobos (1).

5. C osedla de jjt^rmtíitmíesi

[En tanto que], hiriendo sistemáticamente el sentimiento


católico, el sentimiento nacional y el sentimiento de la
justicia, se ahuyentaba del lado del trono a todos los ele­
mentos que en otra ocasión hubieran sido su mejor defen­
sa, por donde venía a cobrar nueva vida y se aparejaba
a nueva y próxima resistencia armada aquel inmenso par­
tido que tantas veces habían declarado los liberales ven­
cido y muerto, proseguía desatándose el espíritu revolu­
cionario en la prensa, en la cátedra, en la tribuna, levan­
tando ya francamente bandera antidinástica los progresis­
tas, y bandera antimonárquica los demócratas. Estos no
habían perdido el tiempo desde 1854. Pí v Margall, po­
pularizando las ideas proudhonianas y el sistema fede­
rativo ; Sixto Cámara propagandista vulgar y pedantes­
co, pero activo y fanático ; Bivero (D. Nicolás María), en
quien con intermitencias y dejadeces meridionales cente­
lleaba un entendimiento claro y sintético, a quien faltó
cultura y reposo, mucho más que facilidad para asimilár-
se O todo y lucidez para exponerlo; Castelar, que hizo a
su lado sus primeras armas en La Discusión, y que luego
Paso a La Dem ocracia; García Ruiz, director de El Pue-
estos y otros más oscuros publicistas (entre ellos al-
günos catalanes), diversos todos en origen político, en
s 11di os y aficiones, separados hondamente en cuestiones
j c 01ganización social, individualistas los unos, socialistas
° s otros, quiénes federales, quiénes unitarios, pero menos
Ardidos entonces que lo estuvieron el día del triunfo, pro­
b a b a n en la prensa este radicalismo político, que cuenta
1116 sus principios esenciales la ilimitada libertad de im-
ra^'ta ^ a^)S0^u*:a libertad de cultos, ya que no la sepa-
actón de la Iglesia y del Estado. Varios motines republica-
1 8 6 1 ° SCK:ialistas a coníar del de Roja, de l . u -de julio de
ib ’ hicieron abrir los ojos a muchos sobre las fuerzas que
ilu a^eganc^° f ste partido, juzgado antes com o banda de
tjjS'°S' Y a ^as ^ eas no se quedaban en las cátedras de las
ja 1Versidades, ni en las columnas de La Discusión, ni en
Hib]reUnÍ° neS c'e ®°^sa- allí salían, gracias a la pu-
1 6 toíerancia y a la sistemática corrupción electoral de
los ^'0^>ernantes unionistas, a cargar las bocamartas de
de c°ntrabaüdistas andaluces, y a ensangrentar el brazo
los sargentos del cuartel de San Gil en 1868. Aquel
Ur,Vlrtaento a b ortó; pero desde el momento en que los
ser,0«!stas arrojados del poder pusieron sus rencores al
fo Vi1C1° ^a coali'ción progresista-democrática, el triun-
be la revolución fué inevitable.
Co^ n Vano quiso detenerla el último gobierno moderado,
do providencias de represión y aun de reacción, acudien­
do ,S°kre todo a detener y restañar las cenagosas aguas
a enseñanza, separando de las cátedras a los profesores
Vo 1. stamente anticatólicos, estableciendo escuelas pa-
guíales, dando al elemento eclesiástico entrada e iu-
CjP° ei1 el Consejo de Instrucción pública y en la Inspec-
p n de las Universidades. Fué honra del ministro de
p eiTt° (director de Instrucción pública antes) D. Se ve­
do - atalina., ornamento grande del profesorado español y
as letras castellanas, aquella serie de 23 decretos,
que hubieran podido curar las mayores llagas de nuestra
instrucción superior si hubiesen llegado ocho o diez años
antes. Cuando aparecieron aquellos decretos y aquellos
elocuentes preámbulos, todo era tardío e ineficaz. La
Monarquía estaba moralmente muerta. Se había divorcia­
do del pueblo católico y tenía enfrente la revolución, que
ya no pactaba ni transigía. En la hora del peligro extre­
mo apenas encontró defensores, y el pueblo católico la
vió caer con indiferencia y sin lástima. Y aquí conviene
recordar otra vez aquellas palabras de Shakespeare, traí­
das tan a cuento por A parisi: «Adiós, mujer de York,
reina de los tristes destinos...» Y en verdad que no hay
otro más triste que el de aquella infeliz señora, íica más
que ninguno otro poderoso de la tierra en cosechar ín
gratitudes, nacida con alma de reina española y católi­
ca y condenada en la historia a marcar con su nombre
aquel período afrentoso de secularización de España, que
comienza con el degüello de los frailes y acaba con e
reconocimiento del despojo del patrimonio de San Pe
dro (1).
IX —EI cerebro ¿Le la revolución.

l. P i y M argall
|Pi y Margall es hegeliano] y de la extrema izquierda ;
sus dogmas los aprendió en Proudlion, ya en años muy re­
motos, y no los ha olvidado ni soltado desde entonces. Este
agitador catalán es el personaje de más cuenta de la he­
terodoxia española en estos últimos años. Porque, en pri­
mer lugar, tiene estilo y, aunque incorrecto en la lengua,
dice con energía y con claridad lo que quiere. Franque­
za inestimable (sobre todo si se pone en cotejo con la ne­
bulosa hipocresía krausista, que emplea el barbarismo como
arma preventiva), puesto que así nadie puede llamarse a
engaño. Cierto que la originalidad de Pi es nula, y que
sus ideas son de las más vulgares que corren en los libros
de Proudhon, Feuerbach y Strauss, por lo cual dijo inge­
niosamente Valera que no comprendía la enemiga de Pi con­
tra la propiedad, y aquello de que estaba sacada del fondo
común, cuando precisamente el libro en que tales doctrinas
se exponían, y que el señor Pi tendría indisputablemente
como de propiedad suya, era de las cosas más sacadas del
fondo público y común que puede imaginarse. Pero al
fin algo es algo, y en un estado de barbarie y noche in­
telectual como el que en este siglo ha caído sobre Espa­
ña, no es pequeño mérito haber entendido los libros que
se leen y asimilarse su doctrina, y exponerla en forma, si
no correcta, inteligible.
El señor Pi publicó en 1851 una supuesta Historia de
la pintura española, cuyo primer volumen (único conoci­
do), con ser en tamaño de folio, no alcanza más que hasta
los fines del siglo X V , es decir, la época en que empieza
a haber pintura en España y a saberse documentalmen-
te de ella. De los restantes tomos, nos privó la Parca in­
grata, porque escandalizados varios Obispos, suscriptores
de la obra, de las inauditas herejías que en ellos leyeron,
comenzaron a excomulgarla y a prohibir su lectura en
sus respectivas diócesis, con lo cual el gobierno abrió los
ojos, y embargó o quemó la mayor parte de la edición,
prohibiendo que se continuara.
De la parte estética de esta historia en otra parte ha­
blaré. Pero la estética es lo de menos en un libro don­
de el autor, asiendo la ocasión por los cabellos, y olvi­
dando que hay pintura en el mundo, ha encajado toda la
crítica de la Edad Media, y principalmente del Cristianis­
mo. De esta crítica, centón informe de hegelianismo po­
pular de la extrema izquierda y humanitarismo progresi­
vo al modo de Pierre Deroux, quedó Pi y Margall tan
hondamente satisfecho que todavía en 1873, como si los
años no hubieran corrido ni las filosofías tampoco, los
reprodujo al pie de la letra con nuevo título de Estudios
sobre la Edad Media, y en verdad que debió quedar es­
carmentado de hacerlo, habiendo caído como cayeron bajo
la férula de D. Juan Valera, que escribió de ellos la más
amena rechifla en Revista de España, sin que desde en­
tonces el nombre filosófico de Pi y Margall haya podido
levantarse de aquel tremendo batacazo...
Atajada por entonces la continuación de la Historia de
la Pintura, tuvo Pi y Margall que reservar sus filosofías
para ocasión más propicia, como lo fué de cierto la revo­
lución de 1854. Aprovechándose de la ilimitada libertad
de imprenta que aquel movimiento político trajo consigo,
hizo correr de molde un libro político-socialista intitula­
do Reacción y Revolución, síntesis de las ideas proudho-
nianas. Allí Pi combate el Cristianismo (son sus palabras),
anuncia su próxima desaparición, fundado en que el ge­
nio ha renacido ya, la revolución ha roto su crisálida, pro­
clama, como sustitución del principio de caridad el dere­
cho a la asistencia y al trabajo ; y en metafísica afirma la
identidad absoluta del ser y de la idea que se desarrolla
por método tricotómico...
I/O único que al señor Pi le pone de mal humor con He-
g'el es su teoría gubernamental y cesarista del Estado. El
ideal del señor Pi es un hegelianismo de gorro frigio,
bancos del pueblo y república federal. Así filosofamos los
españoles, y de tales filosofías salen tales Cartagenas.
Pi, como verdadero enfant terrible de la extrema izquier­
da, coronó sus propias lucubraciones, traduciendo el
Principio Federativo, las Contradicciones económicas y
otros opúsculos de Proudlion, grande y vehemente so­
fista, propio más que otro alguno para calentar cabezas
españolas (1).

2. Sauz dlel M ío

Allá por los años de 1848 llegó a oídos de nuestros


gobernantes un vago y misterioso rumor de que en Ale­
mania existían ciencias arcanas y no accesibles a los pro­
fanos, que convenía traer a España, para remediar en algo
nuestra penuria intelectual, y ponernos de un salto al ni­
vel de nuestra maestra la Francia, de donde salía todos
los años Víctor Cousin a hacer en Berlín su acopio de
sistemas, para el consumo de todo el año académico. Y
como se tratase entonces del arreglo de la enseñanza su­
perior, pareció acertada providencia a D. Pedro Gómez
de la Serna, ministro de la Gobernación en aquellos días,
enviar a Alemania a estudiar directamente y en sus fuen­
tes aquella filosofía, a un buen señor castellano, natural de
Torre-Arévalo, pueblo de la provincia de Soria, antiguo
colegial del Sacro Monte de Granada, donde había de­
jado fama por su piedad y misticismo y también por sus
rarezas, hombre que pasaba por aficionado a los estudios
especulativos y nada sospechoso en materia de religión.
La filosofía alemana era, aunque poco conocida por los
españoles, no enteramente forastera, ni podía suceder otra
cosa, cuando de ella daban tanta noticia, y hacían tales
encarecimientos los libros franceses, únicos que aquí leía­
mos. El mismo Balines alcanzó a ¡estudiar en traduccio­
nes la Crítica de la razón pura, la Doctrina de la cien­
cia, y el Sistema de la Identidad, e hizo sobre ellos obser­
vaciones profundas, com o suyas, en la Filosofía funda­
mental, obra que los gnósticos españoles han afectado mi­
rar con desdén, pero que alguna oculta virtud debe de
tener en sí, cuando tanto se han quebrado en ella los dien­
tes el mismo hierofante Sanz del Río y su predilecto dis­
cípulo Tapia...
Es error vulgarísimo el creer que Sanz del Río fué en­
viado a Alemania a aprender el brausismo. Basta hojear
su correspondencia para persuadirse del verdadero objeto
de su comisión, que fué estudiar la filosofía y la literatu­
ra alemanas con toda extensión e integridad, lo cual él
no hizo ni podía hacer quizá, por ser hombre de ninguna
libertad de espíritu y de entendimiento estrecho y confu­
so, en quien cabían muy pocas ideas, adhiriéndose estas
pocas con tenacidad de clavos. Sólo a un hombre de ma­
dera de sectario, nacido para el iluminismo misterioso y
fanático, para la iniciación a sombra de tejado y para
las fórmulas taumatúrgicas de exorcismo, podía ocurrír-
sele cerrar los ojos a toda la prodigiosa variedad de la
cultura alemana y puesto a elegir errores, prescindir de
la poética teosofía de Schlling y del portentoso edificio
dialéctico de Hegel, e ir a prendarse del primer sofista
obscuro, con cuyos discípulos le hizo tropezar su mala
suerte. Pocos saben que en España hemos sido krausistas
por casualidad, gracias a la lobreguez y a la pereza inte­
lectual de Sanz del Río. Pero, afortunadamente, un dis­
cípulo suyo, hijo del mayor protector que entonces te­
nía Sanz del Río en el Ministerio de Instrucción pública,
ha publicado cartas del filósofo en que hay las mas ex­
plícitas revelaciones sobre este punto...
Sanz del Río temía cándidamente, que esta doctrina
fuese demasiado buena o demasiado elevada para los es­
pañoles ; pero con todo estaba resuelto a propagarla, por­
que puede acomodarse a los diferentes grados de cul­
tura del espíritu humano. Ya para entonces había dado
al traste con sus creencias católicas. «¿Cree usted since­
ramente (escribía a Revilla) que la ciencia como conoci­
miento consciente, y reflexivo de la verdad, no ha ade­
lantado bastante en diez y ocho siglos sobre la fe, como
creencia sin reflexión, para que en adelante, en los siglos
venideros, haya perdido ésta la fuerza con que ha diri­
gido hasta hoy la vida humana?»...
[Pero] los krausistas han sido algo más que una escuela,
han sido una logia, una sociedad de socorros mutuos, una
tribu, un círculo de alumbrados, una fratría, lo que la
Pragmática de D. Juan II llama cofradía y monipodio,
algo, en suma, tenebroso y repugnante a toda alma in­
dependiente y aborrecedora de trampantojos. Se ayuda­
ban y se protegían unos a otros; cuando mandaban se
repartían las cátedras com o botín conquistado; todos
hablaban igual, todos vestían igual, todos se parecían en
su aspecto exterior, aunque no se pareciesen antes, por­
que el krausismo es cosa que imprime carácter y modifica
las fisonomías, asimilándolas al perfil de D. Julián o de
D. Nicolás. Todos eran tétricos, cejijuntos, sombríos;
todos respondían por fórmulas hasta en las insulseces de
la vida práctica y ordinaria ; siempre en su papel, siem­
pre sabios, siempre absortos en la vista real de lo absolu­
to. Sólo así podían hacerse merecedores de que el hiero-
fante les confiase el tirso en la sagrada iniciación al­
cana.
Todo esto, si se lee fuera de España, parecerá increíble.
Solo aquí donde todo se extrema y acaba poi convertirse
en mojiganga, son posibles tales cenáculos. En otras
Partes, en Alemania, pongo por caso, nadie toma el ofi­
cio de metafísico en todos los momentos y ocupaciones
de la v id a ; trata de metafísica a sus horas, profesa opi-
uiones más o menos nuevas y extravagantes, pero, en todo

Biblioteca Nacional de España


lo demás es un hombre muy sensato y tolerable. En Espa-
ña, n o ; el filosofo tiene que ser un ente raro que se pre­
sente a las absortas multitudes con aquel aparato de clá­
mide purpúrea y chinelas argénteas con que deslumbra­
ba Empédocles a los siracusanos.
Y ante todo debe olvidar la lengua de su país, y to­
das las demás lenguas, y hablar otra peregrina y estrafa­
laria, en que sea bárbaro todo, las palabras, el estilo, la
construcción. Peor que Sanz del Río no cabe en lo hu­
mano escribir. El mismo Salmerón le iguala pero no le
supera... Ea misma Analítica parece diáfana y transparen­
te al lado de otros escritos postumos suyos, que ya muy
tarde han publicado sus discípulos y que no ha leído nadie,
por lo cual es presumible y de esperar que no publiquen
mas. Tales son el Análisis del Pensamiento Racional y la
Filosofía de la, muerte. N o creo hacer ofensa alguna a los
testamentarios del filósofo, si digo y sospecho que no
han entendido el Análisis del Pensamiento Racional que
publicaban. Ellos mismos confiesan que han tenido que
habérselas con mil apuntaciones inconexas y frases a me­
dio escribir (y a medio pensar), a las cuales han dado
el orden y trabazón que han podido. Ea mayor parte de
las páginas requieren un Edipo, no menos sagaz que el
que descifró el enigma de la Esfinge...
¡ Infeliz corrector de pruebas que ha tenido que echarse
al cuerpo 448 páginas de letra muy menuda, todas en
este estilo ! ¡ Si arrojásemos a la calle el contenido de
un cajón de letras de imprenta de fijo que resultaban
compuestas las obras inéditas de Sanz del Río !...
[Cuando contra él y sus enseñanzas se desató la pro­
testa] Sanz del Río acudió a defenderse, de la manera
más solapada y cautelosa, por medio de testaferros y de
personajes fabulosos, a quienes atribuía sus Cartas vindi­
catorias.
Muchas protestas de religiosidad, muchas citas de his­
toriadores de la filosofía, mucha indignación porque le
llamaban panteista. ¿Qué más? Cuando vió a punto de
perderse su cátedra, cuando iban a desaparecer sus libros
tir H lista. de ,los de texto, el Sócrates moderno, el már-
n o r fí 7 cleucia> el mtegérrimo y austerísimo varón, im-
o 6 C0“ "i1^ 05 y con au togu ia das a cuantos
Podían ayudarle en algo, y se declaró fiel cristiano... sin
su i'Z ™ mJ llmtacwnes mentales ni interpretaciones ca-
Sí q ° S’ i ueS0 que nos hablen de sus persecuciones 1
lo rn í 1 ? ÍOentendía Por fiel cristiano otra cosa de
o que entendemos en España, era un hipócrita que que­
co,, ab1roJluteilarse y salvar astutamente su responsabilidad
* 7 doble scnhdo de las palabras. Y si se declaraba
t. i , lco sin serlo, como de cierto no lo era muchos años
c , , la’ oigan sus discípulos si este es temple de alma de
oso ° laj ,je mártir. Naturaleza tortuosa, jamás arros-
iáh i ■peligro- Su misma oscuridad de expresión, de-
Jdoale siempre rodeos y marañas para defenderse.
unca se limitó a la propaganda de la cátedra que,
unas las condiciones del profesor, hubiera sido de nin­
gún efecto. Ea verdadera enseñanza, la esotérica, la daba
su casa. Ya con modos solemnes, y con palabras de
Z ’ y a. con .el prestigio del misterio, tan poderoso en
unos juveniles, ya con la tradicional promesa de la
«píente «seréis sabedores del bien y del mal», iba ca-
quizando, uno a uno, a los estudiantes que veía más
espartos y los juntaba por la noche en conciliábulo pi-
7 jn cc>. que llamaban circulo filosófico. Poseía especial
y diabólico arte para fascinarlos y atraerlos.
on todo eso de la primera generación educada por
0.at17' del (Canalejas, Castelar, etc.), pocos permane-
leJ on después en el krausismo. Este sacó su nervio de la
e8unda generación u hornada a la cual pertenecen Sal­
merón, Giner, Federico de Castro, Ruiz de Quevedo v
Tapia (1). y

P) H e tero d o x o s. Tom o V II. págs. 370 a 374, 270, 377, 390 a 392, 39o
396.
3. Salmerón

El representante de los krausistas intransigentes v pu­


ros ha sido Salmerón, pero mucho más en la enseñanza
y en la vida política que en los libros. Ha escrito poco,
y antes del 68 una sola cosa : su tesis doctoral, cuyo
tema dice de esta manera : «La Historia Universal tien­
de, desde la Edad Antigua a la Edad Media y a la Mo-
(lerna, a restablecer al hombre en la entera posesión de
su naturaleza y en el libre y justo ejercicio de sus fuer­
zas y relaciones, para el cumplimiento del destino provi­
dencial de la humanidad». Quien haya leído el Ideal de
la humanidad y las adiciones al Weber, no pierda el
tiempo en estudiar este discurso. Es muy feo pecado la
originalidad, y lo que es por el, a buen seguí o que se
condenen los discípulos de D. Julián (1).
[Salmerón] no es ningún doctrino, sino un hiero-
fante, un pontífice máximo, un patriarca del krausis-
mo, jefe reconocido, por lo menos, de una fracción o
cofradía, personaje influyente y conspicuo en épocas no
lejanas, varón integérrimo y severísimo, especie de Latón
revolucionario, grande enemigo de la efusión de sangre
y mucho más de la lengua castellana.
[N o quisiera que mis palabras le ofendiesen], porque
al cabo me acuerdo de haber sido discípulo suyo y le
debo, entre otros inestimables beneficios, el de animar­
me cada día más en las sanas creencias y en la resolución
de hablar claro y a la buena de Dios el castellano... per
c o n t r a p o s i t i o n e m a las enseñanzas y estilo Lde tal] maestro.
Este eximio metafíisico ha puesto un largo, grave,
majestuoso, sibilino y un tanto soporífero prologo a
cierto libro crudamente impío de cierto positivis a ya
kee traducido directamente del inglés por cierto caba­
llero particular, astrónomo excelente, según nos informa

(1) H e te r o d o x o s . Tomo VII, pag. 397.

Biblioteca Nacional de España

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fcl prologuista, y persona muy honorable (¡ manes de Cer­
vantes, sed sordos!) ; al cual caballero debe parecerle
Portentosa hazaña traducir del inglés un libro, supuesto
que añade muy orondo directamente, como si se tratase
del persa, del chino o de otra lengua apartada de la co­
mún noticia, siendo así que hay en España ciudades,
como ésta en que nací y escribo, donde son raros los hom­
bres, y aun mujeres de alguna educación, que más o me­
nos no conozcan el inglés y no sean capaces de hacer lo
que el señor traductor ha hecho. Pero no voy a hablar
del traductor, ni siquiera del libro que en son de má­
quina de guerra anticatólica se nos entra por las puertas,
libro digno del barón de Holbalch o de Dupuis, escrito
con la mayor destemplanza y preocupación, y lleno de
errores de hecho garrafales, como los de afirmar que la
ciencia nació en Alejandría y que los Santos Padres fue­
ron hombres ignorantísimos, sin instrucción ni criterio.
Tampoco hablaré detenidamente del prólogo, escrito
en la forma campanuda y enfática que caracteriza todas
las producciones y todos los discursos de su autor... Allí se
habla de las pretensiones de imperio temporal en la Igle­
sia ; allí se dice que los católicos estamos sumidos en abyec­
ción moral y en fanatismo, que la religión y la ciencia son
incompatibles (como si no hubiera más ciencia que la
que los impíos cultivan y preconizan, y como si ellos mis­
mos hubiesen logrado nunca ponerse de acuerdo en los
principios) ; allí ele la antropolatría del Pontífice (sexqui-
pedalia verba) ; allí de la mística sublime cópula verifi­
cada en Alejandría entre el Oriente y la Grecia ; allí de
la solidaria continuidad y dependencia de urnas determi­
naciones individuales con otras que permite inducir la
existencia natural de un Todo y medio natural que cons­
tituye interiores particulares centros, donde la activi­
dad se concreta con límite peculiar cuantitativo y subs­
tantiva cualidad en íntima composición de esencia fac­
tible o realidad formable y poder activo formador (1) (esto

(1) A esto creo que ¡o llaman ahora monismo.


será castellano de morería o latín de ¡os Estados Unidos.
¡ Vaya unos rodeos para ir a parar en la rancia doctri­
na del alma del mundo, que puede exponerse clara y her­
mosamente en dos palabras !); y allí, en fin, con tole­
rancia digna de Atila, de Gengis-Kan o de lim uibeck,
se presenta en perspectiva a los católicos la justicia de la
espada, y se aplauden las persecuciones y atropellos co ­
metidos por el tolerantísimo, ilustrado y filosófico g o­
bierno de Prusia. ¿Dónde nos esconderemos de esa es­
pada que nos amenaza? Aunque tengo para mí que la
espada de este caballero krausista ha de parecerse algo a
la de Bernardo (no el de Roncesvalles, sino el compañero
de Ambrosio), o a aquella hoja toledana del fabulista,
la cual fué asador en sus primeros años. Pero yo voy a
hacer caso omiso de todo lo anterior y del modo cómo
aprecia el prologuista lo que él llama religiones positivas,
como si pudiera haber alguna religión negativa o como
si la negación constituyese dogma. N o diré tampoco una
palabra del logos platónico y del verbo cristiano, a cuya
cuestión no sé cómo vuelve nuestro sabio después de la
brillante fraterna que en otra ocasión le enderezó Fr. Ce-
ferino González...
Resumen : yo comprendía que se construyese ciencia
[ krausista] sin libros ni otras zarandajas, porque para
decir perogrulladas no es menester gran erudición; más
va veo con asombro que para juzgar las doctrinas de un
autor tampoco es necesario leerle ni hojearle siquiera, y
basta con cuatro especies cazadas al vuelo en alguna te­
sis doctoral o en tal o cual discurso académico. Con esto
y el tono de oráculo y la severidad estoica y algo de
aquella fama que autoriza a un hombre para echarse a
dormir, basta y sobra para decir ex cathedra de cuan o
Dios crió, y mirar con desdén a los pobres mortales que
no han llegado a semejante pináculo de sabiduría y bue­
na andanza. Pero tanto, tanto..., en verdad, que no lo
consiente mis tragaderas. ¿ Qué menos puede exigirse de
un filósofo, si no español, nacido en España, que el c o ­
nocer, siquiera por el forro, la filosofía española? Ve-
fcCy'.ív •
remos si después de su proyectada conversión al positi­
vismo (de la cual ya por estas tierras corren rumores)
muda de estilo y tono este mi antiguo e inolvidable maes­
tro (1 ).

4. Casíelas-

Castelar se educó en el krausismo; pero, propiamente


hablando, no se puede decir que él fuera krausista en
tiempo alguno, ni ellos le han tenido por tal. Castelar
uunca ha sido metafísico ni hombre de escuela, sino re­
tórico afluente y brillantísimo, poeta en prosa, lírico des­
a r e n a d o , de un lujo tropical y exuberante, idólatra del
cplor y del número, gran forjador de períodos que tienen
ritmo de estrofas, gran cazador de metáforas, inagotable
en la enumeración, siervo de la imagen, que acaba por
ahogar entre sus anillos a la idea, orador que hubiera
escandalizado al austerísimo Demóstenes, pero orador pro-
pio de estos tiem pos; alma panteista, que responde con
agitación nerviosa a todas las impresiones y a todos los
ruidos de lo creado y aspira a traducirlo en forma de dis­
curso. De aquí el forzosa barroquismo de esa arquitectu­
ra literaria, por la cual trepan en revuelta confusión pám­
panos y flores, ángeles de retablo y monstruos y grifos
óe aceradas garras.
En cada discurso de Castelar se recorre dos o tres ve­
ce5) sintéticamente, la universal historia humana, y el
lector, cual otro Judío Errante, ve pasar a su atónita con-
leuiplación todos los siglos, desfilar todas las generacio­
nes, hundirse los imperios, levantarse los siervos contra
l°s señores, caer el Occidente contra el Oriente; pere­
grina por todos los campos de batalla, se embarca en to­
bos los navios descubridores, y ve labrarse todas las es-

(Ú líscri.bió esto Menéndez y Pelayo en Santander, y por el año


1876.
9 Ciencia Española. Tomo 1, págs. 290 a 293 y 303.
tatúas y escribirse todas las epopeyas, y no satisfecho el
Sr. Castelar con abarcar así los términos de la tierra, des­
ciende unas veces a sus entrañas, y otras veces súbese a
las esferas siderales, y desde el hierro y el carbón de
piedra hasta la estrella Sirio, todo lo ata y entreteje en
ese enorme ramillete, donde las ideas y los sistemas, las
heroicidades y los crímenes, las plantas y los metales, son
otras tantas gigantescas flores retóricas. Nadie admira más
que yo (aparte de la estimación particular que por maes­
tro y por compañero le profeso) la desbordada imagina­
tiva y las condiciones geniales de orador, que Dios puso
en el alma del Sr. Castelar. Y ¿cóm o no reconocer que
alguna intrínseca virtud o fuerza debe de tener escondida
su oratoria, para que yendo, como va, contra el ideal de
sencillez y pureza que yo tengo por norma eterna del
arte, produzca, dentro y fuera de España, entre muche­
dumbres doctas o legas, y en el mismo crítico que aho­
ra la está juzgando, un efecto inmediato que sería mala
fe negar?
Y esto consiste en que la ley oculta de toda esa eflo­
rescencia, y lo que le da cierta deslumbradora y aparen­
te grandiosidad no es otra que un grande y temeroso so­
fisma del más grande de los sofistas modernos. En una
palabra, el Sr. Castelar, desde los primeros pasos de su
vida política, se sintió irresistiblemente atraído hacia He-
gel y su sistema...
En los primeros años de su carrera oratoria y propa­
gandista, el Sr. Castelar, que mezclaba sus lecturas de
Pelletan y Edgar Quinet, con otras de Ozanam y Mon-
talembert, esforzábase en vano por concertar sus errores
filosóficos y sociales con las creencias religiosas que ha­
bía recibido de su madre y de que solemnemente no apos­
t a t ó hasta la revolución del 68...
Castelar se presentó ya entonces desligado de todo com ­
promiso teológico. En una manifestación populai aca­
baba de declarar que siendo incompatible la libertad y
la fe, en el conflicto, él se había quedado con la liber­
tad. En el Congreso pronunció, respondiendo al cañó-
nigo Manterola, aquel inolvidable discurso que alguno
de sus intonsos admiradores han comparado con la ora­
ción por la corona ( !), del cual discurso resulta, entre
otras cosas, que San Pablo dijo : Nihil tam voluntarium
quam relligio (aunque en todas sus Epístolas ni en todo
el Antiguo y Nuevo Testamento aparezca semejante pa­
saje) ; que Inocencio III condenó a los judíos a perpetua
esclavitud, en una Encíclica (¡ raro documento para un
Papa del siglo X I I I y más rara cosa todavía entender por
esclavitud material la servidumbre del pecado !) ; que Ter­
tuliano había muerto en el molinisnio (que ni es herejía,
ni nació hasta el siglo X V I ) ; que San Vicente Ferrer
había predicado en Toledo la matanza de los judíos, cuan­
do lo que hizo filé convertir a la fe cristiana a más de
cuatro mil de ellos; que los frailes de San Cosme y San
Damián, en 978 (¡ frailes en el siglo X !), inventariaban
Primero sus bestias de carga que sus siervos; que la Igle­
sia católica había excomulgado a Montalembert; que
eu el Vaticano existía un fresco representando la ma­
tanza de Saint Barthelemy, que los Papas habían sido siem­
pre enemigos de la independencia de Italia, y, finalmen­
te, que el catolicismo no progresa ni en Inglaterra, ni
eu los Estados Unidos, ni en Oriente, y que por ser into­
lerantes los españoles nos habíamos perdido la gloria de
Espinosa, la de Disraeli y la de Daniel Maniu. Todo esto
exornado con unas descripcioncitas de la Sinagoga de Pior­
na y un paralelo entre el Dios del Sinaí, lanzando true­
nos, y el Dios de la dulcísima misericordia «tragando hiel
Por su destrozada boca y perdonando a sus enemigos en
el Calvario».
Discursos mucho más elocuentes que aquel ha pronun­
ciado luego el Sr. Castelar, pero ninguno ha tenido tan­
ta resonancia, ninguno ha hecho tanto estrago en la con­
ciencia del país. El mismo Castelar procuró mitigar el
efecto en una segunda oración, henchida de lirismo sen­
timental. «Yo, señores diputados (así decía), no perte­
nezco al mundo de la teología y de la fe, sino al de la filo­
sofía y al de la razón, pero si alguna vez hubiera de vol­
ver al mundo de que partí, no abrazaría ciertamente la
religión protestante, cuyo hielo seca mi alma, esa reli­
gión, enemiga constante de mi patria y de mi raza, sino
que volvería a postrarme de hinojos ante el hermoso al­
tar que inspiró los más grandes sentimientos de mi vida
y volvería a empapar mi espíritu en el aroma del incien­
so, en las notas del órgano, en la luz cernida por los vi­
drios de colores y reflejada en las doradas alas de los án­
geles, etc., etc.»
[Clara muestra, en verdad], de ese misticismo sentimen­
tal, romántico y nebuloso, de que todavía le quedan ras­
tros (1).

(1) Heterodoxos. Tomo VII, págs. 367 a 398, 482, 488 y 399.
X.-L& ffesistesacia ©rtodloxa

Cuando Quadrado llegó a la arena política, publicando


en 1842 sus primeros artículos en El Católico, y fundan­
do en 1844 La Fe, dos bandos poderosos y encarnizados,
después de haber lidiado sin cuartel ni misericordia en
los campos de batalla, permanecían irreconciliables, ce­
ñudos y rencorosos, como separados por un mar de san­
gre y por un abismo de ideas todavía más hondo. De­
cíase el uno representante de la tradición y heredero de
la Dspaña antigua, y no puede negarse que en parte lo
fuera, si bien por fatalidad de los tiempos, al resistir el
ctnpiuje de la revolución demoledora, pareció identificar
su causa con la de instituciones caducas y condenadas
a irremediable muerte, y se constituyó en defensor, no
de una tradición gloriosa cuyo sentido apenas compren­
día ni alcanzaba com o no fuese de un modo vago e ins­
tintivo, sino de los peores abusos del régimen antiguo
en su degeneración y sus postrimerías. Con esto dieron
aParente justificación a los del partido adverso, que, pen­
sando y sintiendo con el espíritu de la Revolución fran­
cesa, radicalmente hostil a todo elemento tradicional e
histórico, confundían bajo el mismo anatema los princi­
pios fundamentales y perennes de nuestra vida nacional
y las corruptelas, imperfecciones y escorias que el trans­
curso de los siglos y la decadencia de los pueblos traen
consigo.
Como todo sistema político presupone una cierta filo­
sofía, o, por lo menos, un conjunto de principios gene­
rales sobre el orden social, cada una de estas dos gran­
des banderías en que vino a disgregarse España durante
la primera mitad de nuestro siglo, tuvo, de un modo
más o menos explícito, su peculiar filosofía, de la cual
dedujo consecuencias tan radicalmente contrarias como
lo eran entre sí las tesis primeras. Eo cual no quiere de­
cir que dentro del mismo partido pensasen de igual suer­
te los que algo pensaban, ni que, andando el tiempo, de­
jaran de insinuarse en uno y en otro, elementos nuevos
que, rompiendo la unidad de miras y criterios, habían
de conducir a nuevas soluciones, así en lo racional y teó­
rico com o en la política práctica, engendrando a la par
nuevas escuelas y nuevos partidos.
Es cosa notoria que el espíritu de los liberales en su
primer tiempo, es decir, en los dos períodos de 1812 a
1814 y 1820 a 1823, y aún puede decirse que durante la
primera guerra civil, había sido el del siglo X V II en
toda su pureza, es decir, que en filosofía profesaban el
empirismo ideológico de Condillac, Destutt-Tracy y Ca-
banis, y en materia de legislación y ciencia social, des­
pués de haber pasado por el Contrato social y por los
libros del abate Mably, habían anclado en el utilitaris­
mo de Bentham, a quien Nuñez, Salas y Reinoso y otros
muchos veneraban com o un oráculo, y a quien en 1820
pedían las Cortes mismas su opinión sobre nuestros Có­
digos y proyectos de Ley. Ea emigración de 1823 no m o­
dificó notablemente este estado de las ideas, por haber­
se dirigido casi toda a Inglaterra, donde el empirismo filo­
sófico tiene de antiguo su principal asiento como por
juro de heredad y constante tendencia de raza. Dióse,
pues, el raro caso de una juventud política, apasionada,
temeraria, romántica, que aventuraba sin cesar la vida y
derramaba pródigamente la sangre en intentonas desca­
belladas y temerarias en pro de un ideal que venía a re­
solverse en sensualismo materialista y en egoísmo refle­
xivo y sometido a las leyes de una cierta aritmética mo­
ral. Tal contradicción no podía ser duradera, y si bien
los hombres educados a los pechos de la Enciclopedia y
de Bentham, los hombres de 1812 y 1820, permanecieron
duros y aferrados a sus antiguos errores, haciendo con
eho gala de incorruptible consecuencia, la juventud que en­
tró en la vida pública en 1834 sentía ya y empezaba a
Pensar de otra manera, y propendía visiblemente a una
reacción espiritualista. A ello contribuyó ele poderosa
rnanera la revolución literaria que conocemos con el nom­
bre de romanticismo, y contribuyó también el ejemplo
de la vecina Francia, donde en tiempo de la restaura­
ro n , las doctrinas de los ideólogos habían caído en gran
descrédito, y, por el contrario, el esplritualismo, en sus
diversas formas, había renacido con. brillantez en los es­
critos y lecciones del teórico de la voluntad, Maine de
Biran, de Royer-Collard y de Jouffroy, importadores de
^ psicología escocesa, y del elocuente y genial Víctor
Cousin, que comenzó vulgarizando, no sin nota de pan­
teísmo, las principales tesis del idealismo alemán, espe­
cialmente el de Schelling, y acabó por intentar una res­
tauración del cartesianismo, elevándola a la categoría de
ciencia oficial o universitaria, que conservó por muchos
años. El impulso llegó pronto a España, y ya en 1840,
ia parte más culta de la juventud liberal, la que fué el
plantel del partido moderado, había sustituido la Ideolo­
gía de Destutt-Tracy con las Lecciones de Cousin y Da-
inirón, y el Derecho penal de Bentham con el de Rossi.
Educados en la escuela de los doctrinarios franceses, y
creyendo firmemente en la soberanía de la inteligencia
como primer dogma político, del modo que Donoso Cor­
tes, por ejemplo, la expone en sus Tracciones de Dere­
cho público, tenían que romper forzosamente toda alian­
za con los partidarios de la soberanía del numero y del
imperio democrático de las muchedumbres. Y asi acon­
teció, en efecto, convirtiéndose desde entonces en anar­
quistas y agitadores perpetuos los antiguos exaltados que
comenzaron a llamarse progresistas, y, agrupándose los
restantes para formar un partido conservador y de orden,
que tuvo el pecado irreparable de no llegar a españoli-
zarse jamás, de gobernar con absoluto desconocimiento
de la historia, empeñándose en implantar una rígida cen­
tralización administrativa, en ninguna parte tan odiosa
y tan odiada como en España, pero partido al cual no
pueden negarse, sin injusticia notoria, buenos propósitos,
mejoras positivas y, sobre todo, generosos arranques^ y
grandes servicios a ia defensa social en momentos críti­
cos y solemnes en que el árbol de la vieja Europa ama­
gaba troncharse al peso del huracán de 1848.
Si la cultura de los liberales adolecía de exótica y su­
perficial, la de los partidarios del antiguo régimen había
llegado a tal extremo de penuria, que en nada y para
nada recordaba la gloriosa ciencia española de otras eda­
des ni podía aspirar por ningún título a ser continuadora
suya. Todavía a principios del siglo se conservaban, es­
pecialmente en las Ordenes religiosas y en el seno de
algunas Universidades, tradiciones venerables, aunque,
por lo común, de puro escolasticismo, y en tal escuela se
formaron algunos notables apologistas, férreos en el es­
tilo, pero sólidos en la doctrina, superior con mucho,
en elevación metafísica, a la filosofía carnal y plebeya
del siglo X V III , única que ellos tenían enfrente. Así
lograron, y merecen aplauso y buena memoria, el sevi­
llano P. Alvarado, el valenciano P. Vidal, el mallorquín
p Puigcerver y otros que aquí se omiten. Pero su obra
resultó" estéril en gran parte, así por la sujeción dema­
siado nimia que mostraron al procedimiento escolástico,
sin hacerse cargo de la diferencia de tiempos y lectores,
cuanto por la intransigencia de que hicieron alarde res­
pecto de toda otra filosofía, condenando de plano todo
género de innovaciones buenas o malas, hasta en la en
señaliza de las ciencias físicas. Y como, al propio tiem­
po, su estilo, que, por lo común, era inculto, desaseado
y macarrónico, no convidase a tal lección a los hombres
de buen gusto, este escolaticismo postumo, no solamente
no sirvió para convencer a los liberales, sino que entre
los realistas mismos hizo pocos prosélitos, siendo sus­
tituido pronto y sin ninguna ventaja de la cultura na­
cional, por traducciones atropelladas de aquellos elocuen­
tes y peligrosos apologistas neocatólicos del tiempo de
la Restauración francesa, Chateaubriand, De Maistre, Bo-
uald, Ramennais (en su primera época). Tal fué la más
asidua lectura del Clero español y de los legos piadosos
en los últimos años del reinado de Fernando V II, y por
este camino, la devoción española vino a saturarse muy
Pronto de sentimentalismo poético, de tradicionalismo
filosófico, de simbolismo teosófico, de absolutismo teocrá­
tico, de legitimismo feudal y andautesco y de otra por­
ción de ingredientes de la cocina francesa, que mal po­
dían avenirse con nuestro modo de ser, llano y castizo.
Cuán grande fué el peligro, dígalo el grande ejemplo de
Donoso Cortés, que ni antes ni después de su conversión
acertó a ser español en otra cosa que en el poder y magni­
ficencia de su palabra deslumbradora, con cuyo regio
manto revistió alternativamente ideas bien diversas, pero
todas de purísimo origen francés, ora fuese el inspira­
dor Royer-Collard, ora Ramennais, De Maistre o Bo-
nald (1)'...
Balmes y Donoso compendian el movimiento católico
eii Fspaña desde el año 1834. Entre ellos no hay más
Que un punto de semejanza : la causa que defienden...
Balmes y Donoso han cumplido obras distintas, pero
igualmente necesarias. Donoso, el hombre de la palabra
de fuego, especie de vidente de la tribuna, lia sido el
uiartillo del eclecticismo y del doctrinarismo. Balmes (2),

(1) Estudios de crítica literaria. Segunda serie, págs. 33 a 41.


(2) Balines comprendió mejor que ningún otro español moderno
id pensamiento de su nación, le tomó por lema y toda su obra
está encaminada a formularle en religión, en filosofía, en ciencias
sociales, en política. Durante su vida, por desgracia tan breve,
Peto tan rica y tan armónica, fué, sin hipérbole, el doctor y el
Maestro de sus conciudadanos. España entera pensó con él, y^ su
Magisterio continuó después de la tumba... i Qué distinta hubiera
sido nuestra suerte si el primer explorador intelectual de Alemania,
el primer viajero filósofo que nos trajo noticias directas de las Univer­
sidades del Rhin, hubiese sido D. Jaime Balmes y no D. Julián Sauz
<Rl R ío!...
Como periodista político, Balmes no ha sido superado en España,
el hombre de la severa razón y del método, sin brillo
de estilo, pero con el peso ingente de la certidumbre
sistemática, ha comenzado la restauración de la filoso­
fía española, que parecía hundida para siempre en el
lodazal sensualista del siglo X V III, ha renovado la sa­
bia del árbol de nuestra cultura con jugo de nuevas
ideas, ha pensado por su cuenta en tiempos en que na­
die pensaba ni por la suya ni por la ajena, ha mirado
el primero frente a frente los sistemas de fuera, ha
puesto mano en la restauración de la escolástica, lleva­
da luego a dichoso término por otros pensadores, ha
popularizado más que otro alguno las ciencias especula­
tivas en España, haciéndolas gustar a innumerables gen­
tes, y desarrollando en ellas el germen de la curiosidad,
punto de arranque para todo adelanto científico, ha fija­
do en un libro imperecedero las leyes de la lógica prác­
tica, y ha vindicado a la Iglesia católica en sus rela­
ciones con la civilización de los pueblos...
Obra santa y bendecida por Dios fué ciertamente la
del uno y otro. El, en su infinita misericordia, los sus­
citó en el instante de la tremenda crisis, en la aurora
de la revolución, y la semilla que ellos esparcierou no
toda cayó en terreno estéril e infecundo, ni entre piedras
ni a la orilla del camino. Ellos dieron el pan de vida
intelectual a una generación próxima a caer en la bar­
barie. Ellos hicieron volver los ojos a lo alto a los que
se despedazaban como fieras. Ellos sacaron la política
del empirismo grosero y del utilitarismo infecundo, y la
hicieron entrar en el cauce de las grandes ideas éticas
y sociales, tornándole su antiguo carácter de ciencia.
Puesta en Dios la esperanza, no escribieron para el día

si se atiende a la firmeza y solidez de sus convicciones, a la hon­


rada gravedad de su pensamiento, al brío de su argumentación, a
los rcursos fecundos y variados, pero siempre de buena ley, que
empleaba en sus polémicas, donde no hay una frase ofensiva para
nadie...
Los artículos de Balmes son un tesoro de ideas que uo se ha
agotado todavía. {Ensayos de crítica filosófica, págs. 3G4, 3G5 y 373).
de hoy, fiaron poco de personas y sistemas, todo lo es­
peraron de la regeneración moral de la efusión del es­
píritu cristiano en la vida. Con el error no transigieron
nunca, con la iniquidad aplaudida y encumbrada, tampo­
co. Si pasaron por la escara política, fué como peregri­
nos de otra república más alta. En lo secundario jiodíau
diferir; en lo esencial tenían que encontrarse siempre,
porque la misma fe les iluminaba y la misma caridad
les encendía...
En torno de Donoso y Balines se formaron dos giupos
de discípulos y admiradores suyos, que ya en libros, po­
cas veces extensos, ya en la controversia periodística,
mantuvieron izada la bandera de la fe y resistieron el em­
puje de la corriente heterodoxa. Fueron colaboradores
de Balines, Ferrer y Subirana, traductor de Bonald;
Roca y Cornet, autor del Ensayo crítico sobre las lectu­
ras de la época, en su parte filosófica y religiosa (1847) ; el
mallorquín D. José María Quadrado, insigne en la arqueo­
logía y en la historia; D. Benito García de los Santos,
autor del Libro de los deberes, y el difunto lectoral de
Jaén, D. Manuel Muñoz Garnica, cuyo nombre vivirá
en dos excelentes libros, la biografía de San Juan de la
Cruz, y el Estudio sobre la elocuencia sagrada, que en
gran parte es estudio sobre los místicos españoles.
En Cataluña hizo más prosélitos Balmes. Los periódi­
cos católicos de Madrid se inclinaron con preferencia a
Donoso y al tradicionalismo. Así Gabino Tejado, su ma­
yor amigo, apologista y editor; asi Navarro Villoslada,
conocido antes y después como egregio novelista walter-
seottiano, aún más que como autor de la famosa sene de
los Textos vivos, revista inapreciable del movimiento he­
terodoxo en la Universidad; así González Pedroso, de
cuya maravillosa conversión, virtudes singulares y altí­
simo ingenio se hacen lenguas cuantos le conocie. on.
Es difícil, casi imposible, reducir a numero y poner en
algún orden a los modernos apologistas españoles, y
arriesgado y odioso tasar su valor comparativamente. En
filosofía el tradicionalismo duró poco, al paso que fué
cobrando bríos la restauración escolástica. Comenzó en
1858 el jesuíta P. Cuevas con sus Phüosophice Rudimento,,
ajustados en general a la doctrina de Suárez, y notables
sobre todo por la importancia que en ellos se da a la
ciencia indígena. Pronto penetraron aquí las obras de
los neoclásicos italianos. Gabino Tejado tradujo con mu­
cha pureza de lengua, los Elementos de Filosofía, de
Prisco. El mismo Tejado y Ortí Tara pusieron en caste­
llano el Derecho Natural, de Taparelli. Ea admirable
obra del napolitano Sanseverino, Pliilosopluia christia-
na cum antiqua et nova comparata, dió principal alimen­
to a la inteligencia filosófica del Sr. Ortí y Tara, que,
además de su campaña antikrausista ya memorada, pu­
blicó compendios de casi todas las partes de la Filosofía,
y varios opúsculos escritos con limpieza de estilo, no común
entre filósofos... También debe incluirse entre los libros es­
colásticos, la voluminosa obra del P. Yáñez del Castillo, im­
presa en Valladolid con el título de Controversias críticas
con los racionalistas, las Analogías de la fe, del canónigo
gaditano Moreno Eabraaor, y de fijo otras que no recor­
damos. Quien escriba en lo venidero la historia de la
filosofía española, tendrá que colocar en el centro de este
cuadro de restauración escolástica, el nombre del sabio
dominico Fr. Ceferino González, que actualmente se ciñe
la mitra de Córdoba, y que, muy joven aún, asombró
a los doctos con sus Estudios sobre la filosofía de Santo
Tomás, obra que cuando los años pasen y las preocupa­
ciones contemporáneas se disipen, ocupará no inferior
lugar a las de Kleutgen y Sanseverino...
Ea negra condición 'de los tiempos ha lanzado a los
católicos al periodismo, eterno incitador de rencores y
miserias, obra anónima y tumultuaria en que se pierde
la gloria y hasta el ingenio de los que en ella trabajan.
Con todo, por la nobleza del propósito y el desinterés
literario que supone, conviene dedicar algún recuerdo a
los papeles periódicos católicos, así diarios como revis­
tas. Ya durante la guerra civil de los siete años, se pu-
blicó La Voz de la Religión, cuyo editor era un señor
Jimena. Aparecieron luego La Cruz, El Reparador y la
Revista Católica. Siguió Balmes con La Civilización, La
Sociedad y El Pensamiento de la Nación. Su colabora­
dor Roca y Cornet, redactó, por algunos años, en Bar­
celona, La Religión, revista mensual, filosófica, históri­
ca y literaria (1837-1841). Con ellos coexistió El Católi­
co, que se daba a la estampa en Madrid', y nació La
Esperanza, periódico de más larga vida, que fundó y
dirigió D. Pedro de la Hoz. Más modernos fueron El
Pensamiento Español, en que hicieron bizarrísima cam­
paña Pedroso, Tejado, Villoslada y Ortí y Rara; La Re­
generación, que dirigía Canga-Argüelles, asistido por don
Miguel Sánchez y otros; El Pensamiento de Valencia,
redactado por Aparisi y Galindo de Vera, y La Constan­
cia, periódico de propiedad de Nocedal, con quien cola­
boraron Selgas, Fernández de Velasco y otros. Como re­
vistas deben citarse (además de las de Balmes y Roca),
La Censura, que dictaba casi solo D. Juan Villaseñor y
Acuña (1844 a 1853) ; La Razón Católica, que dirigía
el P. Salgado de las Escuelas P ía s; la Revista Católica,
que se publicó en Barcelona bajo los auspicios de don
Eduardo María Vilarrasa; La Cruz, fundada en Sevilla
Por D. Reón Carbonero y S ol; El Seminario católico vas­
co-navarro, cuyo inspirador era el canónigo M anterola;
los Ensayos de filosofía cristiana, de que no he visto
más que el prospecto; La Civilización Cristiana, que fué
órgano de los tradicionalistas, y especialmente de Ca­
minero .
Si a toda la labor esparcida en estas hojas, volantes
como las de la Sibila, se añaden los esfuerzos de algunos
oradores parlamentarios, pongo por caso, Aparisi y N o­
cedal, y los sermones, pastorales y escritos polémicos de
varios prelados, v. gr., el Cardenal Cuesta, Arzobispo
de Santiago (Cartas a la Iberia, sobre el poder tempo-
ral del Papa) ; el Obispo de ¿ a Plabana, Fr. Jacinto
Martínez, autor de un libro excelente acerca de la de­
voción de Nuestra Señora, y el Obispo de Calahorra y
luego de Jaén (hoy Arzobispo de Valencia), D. Anto-
lín Monescillo, traductor de La simbólica, de Moehler,
quedará casi agotado lo más característico de la apolo­
gética católica en el período que historiamos (1).

(1) Heterodoxos. Tomo VII, págs 407 a 4.09, 417 y 418, 421 y 422.
XI.~Iíacia la primera restauración

1. O je a r ía g e n e r a l

Fuera de la intentona de San Carlos de la Rápita,


ningún movimiento revolucionario de verdadera impor­
tancia estalló Fasta el año 1866, en que se sublevó el
general Prim con la bandera del partido progresista, in­
ternándose a poco tiempo en Portugal. A este pronuncia­
miento siguieron otros de bien triste y luctuoso recuerdo.
L,a sangre corrió en abundancia en el cuartel de San Gil
y en otras partes. Comenzaron a manifestarse aspiraciones
revolucionarias más radicales y aparecieron mezclados con
los antiguos progresistas la juventud democrática, y aun
los socialistas, que habían dado por primera vez muestra
de sí en los motines de Roja.
Todos estos elementos reunidos no hubieran triunfado
en 1868 sin la ayuda y coalición de los unionistas, entre
los cuales se contaban gran número de jefes militares, de
gran prestigio y crédito, los cuales, descontentos de la
marcha seguida por el gobierno de González Bravo (su­
cesor de Narváez, que ya por estos tiempos había muerto)
pusieron su espada al servicio de la revolución, estallando
así la que comúnmente se llama de Septiembre, mincho
más imponente y radical que ninguna otra de las que
hasta entonces habían estallado en España. Pionuuciada
la marina y a su frente el brigadier Topete, en la bahía
de Cádiz, poniéndose al frente los generales desterra­
dos por el gobierno anterior a Canarias, y comunicándose
el incendio a la mayor parte de las provincias de España,
lograron sin dificultad definitivo triunfo en el puente de
Alcolea. Ea Reina, que se hallaba en las provincias vas­
congadas, pasó la frontera en vez de dirigirse a Madrid,
como servidores fieles le aconsejaban. Quizá esta resolu­
ción hubiera salvado su trono, e impedido a la revolución
tomar el carácter antidinástico, que desde luego tomó muy
contra la voluntad de sus primeros promovedores, que no
iba más allá que a proclamar Regente del Reino, duran­
te la menor edad del Príncipe Alfonso (que había de rei­
nar por abdicación de su madre), al duque de Montpen-
sier, cuñado de la Reina Isabel, el cual abiertamente había
conspirado con los revolucionarios.
La revolución triunfante proclamó, por boca de las
juntas provinciales, y especialmente de la junta de Ma­
drid, el destronamiento de los Borbones, y un programa
de gobierno absolutamente democrático. Nombróse un
ministerio provisional, del cual formaban parte Serrano,
Priin y Topete, y se convocaron Cortes constituyentes.
De ellas formaron parte hombres notables en épocas an­
teriores, entre otros el distinguido orador D. Salustiano
Olózaga, y de ellas salió la Constitución de 1869, la más
radical que se ha formulado en España.
Los hechos posteriores, bien presentes están en la me­
moria de todos. Manifestóse muy luego la discordia entre
los vencedores, unionistas, progresistas y demócratas y
aun entre estos mismos, inclinándose unos a la monar­
quía, otros a la república, y dividiéndose estos últimos en
unitarios y federales, en socialistas e individualistas. Estas
divisiones intestinas y otras infinitas miserias cuyo recuer­
do sería tan largo como lastimoso, aparecieron más de
lleno durante el efímero reinado de D. Amadeo de Sa-
boya, duque de Aosta, e hijo de Víctor Manuel, a quien
el voto de 191 diputados llevó al trono.
Las insurrecciones republicanas estallaron con violen­
cia inusitada en varios puntos ; y al mismo tiempo, el
peligro social, los excesos de la revolución desbocada,
y el carácter anti-religioso que desde el principio tomó,
dieron nueva fuerza y extraordinarios bríos al partido
carlista, que se lanzó de nuevo a las armas, con gran­
des recursos y hasta con esperanzas de triunfo. Para col­
mo de calamidades, en la isla de Cuba ardía desde 1868
una tremenda insurrección contra la madre patria.
Tantos elementos juntos de división y ruina aceleraron
la caída de D. Amadeo, sustituyéndole una anarquía con
nombre de república, a la cual sucesivamente presidieron
Figueras, Pi y Margad, Salmerón y Castelar. Media Es­
paña, entre cantonales y carlistas, les negaba la obedien­
cia, y hubo momentos en que pudo decirse que el poder
del gobierno central no se extendía mas alia de las ta­
pias de Madrid. El cantonalismo más feroz y desgreñado
imperaba en Cartagena, en Malaga, en Cádiz y en otras
ciudades, y la indisciplina avanzaba en el ejercito a pa­
sos agigantados, a pesar de tener a los enemigos enfrente.
El Sr. Castelar decretó una quinta general y extraordina­
ria y trató de reorganizar el ejército, obteniendo algunas
ventajas sobre los insurrectos de Andalucía^ pero la re­
pública se había hecho insostenible, y el país pedía a voz
en grito su terminación. Por eso fue saludado con tanto
júbilo el golpe de Estado del 3 de enero, en que el ge­
neral Pavía disolvió las Cortes republicanas. Siguióse un
ministerio de transición, que sólo sirvió de puente para la
Monarquía de Alfonso X I I , en nombre del cual se pro­
nunció en Sagunto el general Martínez Campos
El primer ministerio de la restauración, el del señor
Cánovas del Castillo, convocó nuevas Cortes, que elabora­
ron nueva Constitución, y tuvo la fortuna de acabar la
guerra civil de la Península y la guerra separatista de
Cuba. . ,
A pesar de tantas y tan recias convulsiones políticas, el
desarrollo de la cultura española no se ha interrumpido,
haciéndose visibles sus efectos en los breves intervalos de
respiro que hemos disfrutado. Ea riqueza nacional se ha
aumentado considerablemente; líneas férreas^cruzan en
todas direcciones nuestro territorio y la industria ha toma­
do notable incremento, especialmente en Cataluña. Las
ciencias exactas, lo mismo que las naturales, cuentan hoy
si no con grandes inventores y con verdaderos genios dig­
nos de ponerse al lado de los extranjeros... a lo menos con
doctos expositores y hábiles maestros. En la literatura y
en las artes del dibujo aún competimos ventajosamente con
la mayor parte de las naciones de Europa. N o es ocasión
de entrar en pormenores, ni de juzgar a contemporáneos,
muchos de los cuales no han terminado aún su carrera ar­
tística, quedando reservado a la posteridad sola el senten­
ciar sobre sus méritos. Pero a lo menos nos será lícito re­
cordar, entre los nombres de nuestros pintores, los de R o­
sales, Casado y Pradilla, y sobre todo el de Fortuny, g lo­
ria eterna de Reus. Y aunque no es esta ocasión de for­
mular juicios literarios, también parecería grave omisión la
de los nombres de algunos poetas v novelistas, posteriores
al movimiento romántico, los cuales, ya por su mérito in­
trínseco, ya por el prestigio y boga que han alcanzado, re­
presentan, mejor que otros, las modernas tendencias de
nuestra literatura. En el teatro descuellan sobre todo Aya-
la y Tamayo y hoy impera con despótico dominio el ma­
temático Echegaray. En la escena han brillado el inolvi­
dable Romea y los insignes La Torre y Valero. En la no­
vela se advierte un singular renacimiento, de carácter muy
nacional y castizo : Valera, Alarcón, Pereda y Pérez Gal-
dós (1) son los más leídos y los más dignos de serlo. Entre

(1) a) De Pérez Galdós :


Hablar de las novelas del Sr. Galdós es hablar de la nove­
la en España durante cerca de treinta años. Al revés de muchos
escritores en quienes sólo tardíamente llega a manifestarse la vo­
cación predominante, el Sr. Galdós, desde su aparición en el mun­
do de las letras en 1871, apenas ha escrito más que novelas, y
sólo en estos últimos años ha buscado otra forma de manifesta­
ción en el teatro. En su labor de novelista, no sólo ha sido cons­
tante, sino fecundísimo. Más de cuarenta y cinco volúmenes lo ates­
tiguan, pocos menos que los años que su autor cuenta de vida.
Tan perseverante vocación, de la cual no han distraído al señor
Galdós ninguna de las tentaciones que al hombre de letras ase­
dian en nuestra patria (ni siquiera la tentación política, la más
funesta y enervadora de todas), se ha mostrado además con un rit-
el inmenso número de nuestros poetas líricos, notables algu-
nos por la audacia de la inspiración y otros por la brillan­
tez de la forma, sólo tres (de mérito muy desigual cierta-

mo progresivo, con un carácter ele reflexión ordenada, que c o l­


a r t e el cuerpo de las obras del Sr. Galdós, no en nna masa de
libros heterogénea, como suelen ser los engendrados por exigen-
ck s editoriales sino en un sistema de observaciones y experien­
cias sobre la vida social ^ f P ^ d u r a n U más ^ e una « £ £

Íucesiva3l^ asimultáneamente los procedimientos de la novela * ÍSy

;r isidr^rst rsL-srs,--? - -

íís s ü s 1a s
en que no se viese clarísimo juicio histórico disimu-
ingenioso artificio, y a veces clarísimo ] q_

y sincero suele ser más r t j^ s cen0


mirar s
en la mayor parte de estos^relaj s, y fiel y veIidica,
alguno que otro>;^ estado sQCÍal a que nos condujeron
por desgracia d d f f l » yn reacciones y revoluciones igualmen­
te* i— f y sanguinarias, sino e X
uidad d^ ni^ iratda°nr Enérgica Tom o "velada, que no llamaré política

2rxi
en que la política com
pf»». j-r/rstí.
comúnmente se mueve, y porque “
^ fijo n0 es la mejor escuela
tos intereses humanos, P fl > -/sim patía en el alma de
para ahondar con c o f i a s car d y bálsamo a sus

Hagas En no facundo, no agresivo, sino más bien


para c lic ), ei racmnalis ^ ^ cauteloso, comenzaba a insinuar-
“ algunas narraciones del Sr. Galdós, torciendo a veces el rec
mente) han logrado formar algo parecido a escuela, arras­
trando en pos de sí numerosa falange de imitadores. Estos
ingenios son Bécquer, imitador de la manera de Enrique

to y buen sentido con que generalmente contempla y juzga el mo­


vimiento de la sociedad que precedió a la nuestra. Pero en los cua­
dros épicos, que son casi todos los de la primera serie de los Epi­
sodios, el entusiasmo nacional se sobrepone a cualquier otro im­
pulso o tendencia ; la magnífica corriente histórica con el tumul­
to de sus sagradas aguas, acalla todo rumor menos noble, y entre
tanto martirio y tanta victoria, sólo se levanta el simulacro augus­
to de la patria, mutilada y sangrienta, pero invencible, doblemen­
te digna del amor de sus hijos por grande y por infeliz. En estas
obras, cuyo sentido general es altamente educador y sano, no se
enseña a odiar al enemigo, ni se aviva el rescoldo de pasiones ya
casi extinguidas, ni se adula aquel triste género de infatuación
patriótica que nuestros vecinos, sin duda por no ser los que me­
nos adolecen de tal defecto, han bautizado con el nombre espe­
cial de chauvinismo ; pero tampoco se predica un absurdo y esté­
ril cosmopolitismo, sino que se exalta y vigoriza la conciencia na­
cional y se la templa para nuevos conflictos, que ojalá no sobre­
vengan nunca ; y al mismo tiempo se vindican los fueros eter­
nos e imprescriptibles de la resistencia contra el invasor injusto,
sea cual fuere el manto de gloria y poder con que quiera encu­
brirse la violación del derecho.
Estas novelas del Sr. Galdós son históricas, ciertamente, y aun
algunas pueden calificarse de historias anoveladas, por ser muy
exigua la parte de ficción que en ellas interviene ; pero por las
condiciones especiales de su argumento, difieren en gran manera
de las demás obras de su género, publicadas hasta entonces en
España. Con raras y poco notables excepciones, así los concien­
zudos imitadores de Walter-Scott, como los que, siguiendo las
huellas de Dumas, el padre, soltaron las riendas a su desbocada
fantasía en libros de monstruosa composición, que sólo conserva­
ban de la historia algunos nombres y algunas fechas, habían es­
cogido por campo de sus invenciones los lances y aventuras caba­
llerescas de los siglos medios, o a lo sumo de las centurias dé-
cimasexta y décimaséptima, épocas que, por lo remotas, se pres­
taban a una representación arbitraria, en que los anacronismos
de costumbres podían ser más fácilmente disimulados por el vul­
go de los lectores, atraídos tan sólo por el prestigio misterioso
de las edades lejanas y poéticas. Distinto rumbo tomó el señor
Galdós, y distintos tuvieron que ser los procedimientos, tratán­
dose de historia tan próxima a nosotros y que sirve de supuesto
a la nuestra. El español del primer tercio de nuestro siglo no di­
fiere tanto del español actual que no puedan reconocerse fácil-

m
Heine en el Interm ezzo; Campoamor, humorista y escép­
tico, que suele caer en el prosaísmo por amor a la frase
llana; y Núñez de Arce, poeta político en quien pueden

mente en el uno los rasgos característicos del otro. La observa­


ción realista se imponía, pues, al autor, y a pesar de la fértil lo­
zanía de su imaginación creadora, que nunca se mostró tan ame­
na como en esta parte de sus obras, tenía que llevarle por sen­
deros muy distintos de los de la novela romántica. No sólo era
preciso el rigor histórico en cuanto a los acontecimientos públicos
y famosos, que todo el mundo podía leer en la Historia del Con­
de de Toreno, por ejemplo, o en cualquier otro de los innumera­
bles libros y Memorias que existen sobre la guerra de la Indepen­
dencia, sino que en la parte mas original de la tarea del novelis­
ta, en los episodios de la vida familiar de medio siglo, que van
entreverados con la acción épica, había que aplicar los procedi­
mientos analíticos y minuciosos de la novela de costumbres, hu­
yendo de abstracciones, vaguedades y tipos convencionales. De
este modo, y por el natural desarrollo del germen estético en la
mente del Sr. Galdós, los Episodios que en su pensamiento ini­
cial eran un libro de historia recreativa, expuesta para más vi­
veza y unidad en la castiza forma autobiográfica, propia de nues­
tra antigua novela picaresca, presentaron luego combinadas en
proporciones casi iguales las novela histórica y la de costumbres,
y ésta no meramente en calidad de accesorio pintoresco, sino
de propia y genuina novela, en que se concede la debida impor­
tancia al elemento psicológico, al drama de la conciencia, como
generador del drama exterior, del conflicto de las pasiones. Claro
es que no en todas las novelas, aisladamente consideradas, están
vencidas con igual fortuna las dificultades inherentes al dualis
mo de la concepción; y así hay algunas, como Zaragoza (que es
de las mejores para mi gusto), en que la materia histórica se des­
borda de tal modo que anula enteramente la acción privada; al
paso que en otras, como en Cádiz, que también es excelente en
su género la historia se reduce a anécdotas, y lo que domina es
la acción novelesca (interesante por cierto, y romántica en sumo gra­
do), y el tipo misterioso del protagonista, que parece trasunto de la
fisonomía de Lord Byron. Son los Episodios Nacionales una de as
más afortunadas creaciones de la literatura española en nuestro
siglo ; un éxito sinceramente popular los ha coronado j el lápiz
y el buril los han ilustrado a porfía ; han penetrado en los hoga­
res más aristocráticos y en los más humildes, en las escuelas y en
los talleres- han enseñado verdadera historia a muchos que no
la sabían ; ño han hecho daño a nadie, y han dado honesto recreo
a todos y han educado a la juventud en el culto de la patria. Si
en otras obras ha podido el Sr. Galdós parecer novelista de es-
notarse grandes semejanzas con la robusta y nerviosa ins­
piración de Quintana. El moderno renacimiento de la len­
gua y literatura catalanas se ha enriquecido asimismo con

cuela o de partido, en la mayor parte de los Episodios quiso, y


logró, no ser más que novelista español ; y sus más encarnizados
detractores no podrán arrancar de sus sienes esta corona cívica,
todavía más envidiable que el lauro poético,
b) De Pereda :
Bajo dos aspectos principales puede y debe considerarse a Pe­
reda como autor de artículos o cuadros sueltos de costumbres, y
como novelista. La segunda manera es una evolución natural de
la primera, o más bien no es otra cosa que la primera ampliada.
No liay género más difícil que el de costumbres, ni otro ningu­
no tampoco a que con más audacia se lleguen todos los aventu­
reros y escaramuzadores de la república de las letras. Aun en
los críticos reina extraña confusión sobre la índole y límites de
este modo de escribir, relativamente moderno. Y no porque ha­
yan escaseado los pintores de costumbres desde los tiempos de
la comedia griega hasta nuestros días, sino porque la descripción
de tipos y paisajes no era en ellos el principal asunto, aparecien­
do sólo como accesorio de una fábula dramática o novelesca...
Por su afición a cierta clase de escenas populares, ricas de vida
y colorido, hanle llamado algunos Teniers cántabro. Convengamos
en que tal vez Cafetera y El Tuerto, y Trementorio, y El tío Je-
rorno, y Juan de la Llosa, y el mayorazgo Seturas, y el jándalo
Mazorcas, y hasta el erudito Cencío, serán de mal tono en un sa­
lón aristocrático ; pero vayan a consolarse con sus hermanos ma­
yores Rinconete y Cortadillo, Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfa-
rache, y con los venteros, rufianes y mozos de muías de toda nues­
tra antigua literatura, y con los héroes del Rastro, eternizados por
D. Ramón de la Cruz. Y si a alguien desagradan los porrazos de
La Robla, y las palizas sacudidas por su marido a la nuera del tío
Bolina, y las consecuencias de Arroz y gallo muerto, acuérdese de
los molimientos de huesos que sacó D. Quijote de todas sus sa­
lidas, de las extraordinarias aventuras de la Venta, de los apuros
de Sancho en la célebre noche de los batanes, y acuérdese (si es
hombre erudito y sabe griego) de los mojicones de Ulises a Iro en
la Odisea, de los regüeldos de Polifemo en su caverna, y de otros
rasgos semejantes del padre I-Iomero, que dan quince y falta a
todos los realistas modernos. Y cualquiera puede resignarse a
ser Teniers en compañía de Homero y de Cervantes, y del gran
pintor de borrachos, mendigos y bufones.
Si yo dijera que para mí son las dos series de las Escenas Mon­
tañesas lo más selecto de la obra de Pereda, no diría más que lo
que siento ; pero temo que muchos no sean de mi opinión, y que
un número enorme ele composiciones líricas, de todas for­
mas, tonos y matices. Entre los poetas de este renacimien­
to, nadie dudará en conceder la palma a Mosén Jacinto

en ella influyan demasiadamente, por un lado, el amor a las cosas


de mi tierra, y por otro, recuerdos infantiles, imposibles de borrar
en quien casi aprendió a leer en las Escenas, y las conserva de me­
moria con tal puntualidad, que a su mismo autor asombra...
Y o uo admiro sólo en él lo que todo el mundo ve y admira : el
extraordinario poder con que se asimila lo real y lo transforma ; el
buen sentido omnipotente y macizo ; la maestría del diálogo, por
ningún otro alcanzada después de Cervantes ; el poder de arran­
car tipos humanos de la gran cantera de la realidad ; la frase viva,
palpitante y densa ; la singular energía y precisión en las des­
cripciones ; el color y el relieve, los músculos y la sangre ; el pro­
fundo sentido de las más ocultas armonías de la naturaleza no re­
veladas al vulgo profano ; la gravedad del magisterio m oral; la
vena cómica, tan nacional y tan inagotable, y, por último, aquel
torrente de lengua no aprendida en los libros, sino sorprendida y
arrancada de labios de las gentes ; lengua verdaderamente patricia
y de legítimo solar y cepa castellana, que no es la lengua de se­
gunda o de tercera conquista, la lengua de Toledo o de Sevilla,
sino otra de más intacta prosapia todavía, dura unas veces, como
la indómita espalda de nuestros montes, y otras veces húmeda y
soledosas ; lengua que, educada en graves tristezas, conserva cier­
ta amargura y austeridad aun en las burlas.
Por todo esto amo a Pereda ; pero le amo además como escritor
de raza, como el poeta más original que el Norte de España ha
producido, y como uno de los vengadora de la gente cántabra,
acusada hasta nuestros días de menos insigne en letras que en
armas. Y esto parecerá algo pueril a los que miren la patria como
una fórmula abstracta de derecho público ; pero como en este
Prólogo voy dejando hablar al corazón tanto o más que a la ca­
beza, "no quiero ocultar el íntimo regocijo con que oigo sonar,
cercado de alabanzas, el nombre de Pereda, unido al de su tierra,
TUe es la mía. En otro tiempo, los montañeses, cuando queríamos
presumir de abolengo literario, temamos que buscar entre las nie­
blas del siglo X III el nombre de San Beato de Liébana, o imagi­
narnos que el autor del romance del Conde Atareos era paisano
nuestro, porque se llamaba Riaño ¡ o desenterrar del fárrago del
Reloj de Príncipes la fábula del Villano del Danubio, principal
fundamento del renombre de nuestro invencionero Fray Antonio
de Guevara; o rebuscar en algún olvidado códice de la Acade­
mia de la Historia las fáciles quintillas con que Fr. Gonzalo de
Arredondo celebró al Conde Fernán González ; y a duras penas
Podíamos ufanarnos, en tiempos menos remotos, con las gongo-
Verdaguer, que nunca saldría con desventaja de la com ­
paración con cualquier otro poeta español de los que hoy
viven (1).

riñas poesías líricas y las discretas comedias de D. Antonio de


Mendoza (imitado alguna vez por Moliere y por I.esage), o con
novelas inglesas de Tueba y Cosío, mediano iniciador del roman­
ticismo... . , ...
Pero hoy ¡ loado sea D io s! no tenemos ni que hacer sutiles
zonamientos para apropiarnos lo que sólo a medias nos pertene­
ce ni que recoger las migajas de los autores de segundo orden,
puesto que plugo a la Providencia concedernos simultáneamente
dos ingenios peregrinos, bastante cualquiera de ellos para ilustrar
una comarca menos reducida que la nuestra; montañeses ambos
hasta los tuétanos, pero diversísimos entre sí, a tal punto que
puede decirse que se completan. Y no creería yo cumplir con
que pienso v con lo que siento, si no terminase este prologo es­
tampando, al lado del nombre del gran pintor realista de las Es­
cenas Montañesas, el nombre del pintor idealista, rico en ternu­
ras y delicadezas, que han envuelto aquel paisaje en un velo de
suave y gentil poesía. Unidos quiero que queden en esta página
el nombre de Pereda y el de Juan García, como unidos están en el
recuerdo del montañosísimo crítico que esto escribe.
(Est. de crít. Ut. Quinta serie, págs. 92 y 93, 103 a IOS, 382, 383,
392 a 394 y 420 a 423.) . •
m Del catalanismo y la cultura catalana. Da fiera y
nab e venganza del primer rey de la dinastía francesa no pudo
herir el alma de Cataluña, aunque cubriese de llagas su cuerpo
ensangrentado. Pudo destruir de mano airada la organización po­
lítica y acelerar la muerte de instituciones que acaso estaban ya
caducas y amenazadas de interna rum a; pero el grande espiritr
que las animaba continuó flotando sobre los escombros humean­
tes de la heroica Barcelona, en espera de tiempos mejores, para
encarnarse en nuevas formas sociales, cuyo advenimiento iba pre­
parándose calladamente con los prodigios del trabajo y de la
dustria. Resistió el Derecho civil en su parte mas sustancial re­
sistió la lengua usada en las escrituras publicas, usada en la pre
dicación popular y en la enseñanza catequística ; y, aunque la ame-
n u m aba poco de sí, nunca dejó el catalán de ser lengua
escrita en obras sagradas y profanas, ni descendió a la triste condición
de los dialectos del Mediodía de Francia. Vino después el for­
midable sacudimiento de la guerra de la Independencia que p m Jo
mismo que era un movimiento genuinamente español, despertó
y avivó toda energía local, organizando la resistencia en la forma
espontánea del federalismo instintivo que parece congenito a nues­
tra raza y que quizá la ha salvado en sus mayores crisis. Vino
En las ciencias filosóficas la actividad es grande, aunque
poco original, y sometida siempre a influencias extrañas.
Casi todas las doctrinas y tendencias extranjeras hallan en-

la lucha política, sembrando de ruinas el campo de la tradición,


y reanimando su culto entre los defensores de ella. El romanti­
cismo abrió las almas poéticas a la contemplación de lo pasado ;
la escuela histórica reivindicó el valor de las costumbres jurídicas ;
y nuevas teorías sobre las nacionalidades sucedieron al anticuado
racionalismo de Rousseau y los constituyentes franceses.
En medio de estos conflictos había surgido una nueva España,
nial orientada todavía, pero muy diversa de la del siglo X V III.
Y Cataluña, colocada entonces en la vanguardia de nuestra civi­
lización, dijo en muchos casos la primera palabra, por boca de sus
jurisconsultos, de sus filósofos, de sus economistas, y de sus poetas ,
palabra de sentido hondamente catalán, aunque la dijese todavía
en castellano. Fueron los poetas los primeros que, comprendiendo
que nadie puede alcanzar la verdadera poesía más que en su pro­
pia lengua, volvieron a cultivarla artísticamente, con fines y pro­
pósitos elevados que nunca habían tenido los degenerados copleros
de la escuela del Rector de Vallfogona. En vez de aquellos en­
gendros raquíticos y desmedrados logróse pronto una nueva pri­
mavera poética que anunciaba ya en esperanza el fruto cierto. A
nadie en particular compete el laurel de la victoria : hay que repar­
tirlo entre muchos. El impulso inicial vino de Aribau, precedido,
si se quiere, por Puigblanch, que tenía más de gramático maldi­
ciente que de p oeta; la propaganda activa y constante se debió
a D. Joaquín Rubio y Ors, que por muchos años estuvo sólo en el
palenque ; la disciplina de la lengua templada en las fuentes
más recónditas y castizas, el hondo sentido de las cosas y de las
palabras catalanas, fué inoculado en. las venas de la poesía nueva
por D. Mariano Aguiló, el triunfo definitivo fué de Verdaguer, con­
sagrado ya por la inmortalidad, y de otros grandes poetas que afor­
tunadamente viven y quizá me escuchan. Oliin nommabuntur.
(Estudios de crítica literaria. Quinta serie, págs. 58 a 61.)
Su nombre (el de Milá y Fontanals) es, además, símbolo y pren­
da de reconciliación entre dos pueblos hermanos. Es gloria de Ca­
taluña y gloria también nuestra. Ha hecho a Castilla el mayor
servicio que ninguno de sus hijos podía hacerle : ha escrito el
tratado de nuestros orígenes épicos. Nadie le superó en amor a
la tradición catalana : en amor a la común patria española, tam­
poco le ha superado nadie, aunque su. espíritu fuese de los más
abiertos a la cultura europea y jamás aconsejase a sus discípulos
el aislamiento ni un mal entendido españolismo. Ro que pensaba
de las relaciones de Cataluña y Castilla lo repitió por última vez,
Con severas y enérgicas frases, en un discurso que puede consi-
tre nosotros intérpretes y secuaces. De los sistemas alema­
nes el que ha obtenido más adeptos en España es el krau-
sismo importado y expuesto por D. Julián Sanz del Río.
Pero este y los demás idealismos germánicos van retroce­
diendo y perdiendo terreno ante la avenida positivista. En­
tre los representantes del escolasticismo tomista y de la fi­
losofía tradicional en nuestras escuelas, hay que contar en
primera línea al actual arzobispo de Sevilla, Fr. Ceferino
González, por quien reverdecen hoy los lauros de Balines
y de Donoso (1).

derarse como su testamento literario, leído en la Universidad de


Barcelona en mayo de 1881 con motivo del centenario de Calderón :
«La lengua castellana ha sido para nosotros la de tvn hermano
que se ha sentado en nuestro hogar y con cuyos ensueños hemos
mezclado los nuestros. Es verdad que uno de los hermanos no ha
hecho siempre oficios de padre y que otro no se precia de muy
sufrido, pero el vínculo existe y es indisoluble.»
Existe, y no sólo en literatura, sino en todos los órdenes de la
vida, sin mengua de la personalidad de cada uno, por que no en
vano hemos atravesado juntos cuatro siglos de glorias y reveses,
de triunfos y desventuras, y hasta de mutuos agravios y de mu­
tuos desaciertos ; y no en vano nos puso Dios sobre las mismas
rocas y nos dió a partir los mismos ríos. Hoy que celebramos jun­
tos el aniversario de la última epopeya nacional, ¿qué alma caste­
llana puede olvidar que en catalán hablaban y por España mo­
rían los héroes del Bruch ? ¿ Y quién de vosotros olvidará tam­
poco que al frente del pueblo catalán, que en Gerona escaló las
más altas cimas del heroísmo humano, estaba un andaluz, varón
digno de la antigüedad y fundido en el triple bronce de los héroes
de Plutarco? Y si la inmortalidad coronó juntamente el nombre
de Alvarez y el de Gerona, fué porque el Gobernador y la plaza
sitiada eran dignos el uno del otro. (Estudios de critica literaria.
Quinta serie, págs. 79 y 80.)
(1) Adiciones a la obra de Otto von Leixner Nuestro Siglo, pági­
nas 404 a 407.
2. Momar^túa electiva» repuiWica» staumaív*
«juía coastítacioaal: R evolución

Desde 1868 hasta 1875 pasó España por toda suerte de


sistemas políticos y anarquías con nombre de gobierno;
juntas provinciales, gobierno provisional, Cortes Cons­
tituyentes, Regencia, Monarquía electiva, varias clases
de república y diferentes interinidades. Gobiernos to­
dos más o menos hostiles a la Iglesia, y notables algu­
nos por la cruelísima saña con que la persiguieron, cual
si se hubiesen propuesto borrar el último resto del Ca­
tolicismo en España.
Ya en las juntas revolucionarias de provincia se des­
encadenó frenético el espíritu irreligioso. Da de Barce­
lona comenzó por expulsar a los jesuítas, restablecer en
sus puestos a los maestros separados a consecuencia de
la ley de 2 de junio de 1868, y derribar con el mezqui­
no pretexto de ensanche de plazas, y satisfacción real
del vilísimo interés de algunos propietarios, templos que
eran verdaderas joyas artísticas, como la iglesia y con­
vento de Jerusalén, la iglesia de San Miguel y el con­
vento de Junqueras, que luego ha sido reedificado, en
parte, con los sillares antiguos. A instancias del cónsul
de la Confederación Suiza, se concedió a los fieles de la
Iglesia Cristiana Evangélica, permiso para levantar tem­
plos y ejercer su culto públicamente y sin limitación al­
guna. Se intimó al Obispo a que suspendiese el toque
de campanas de las dos de la tarde, vulgarmente llamado
Oración del R ey. Se procedió a la incautación del Se­
minario, destinándose a Instituto de segunda enseñanza.
Un decreto de 29 de octubre anunció a los barceloneses
que la junta tomaba bajo su protección a todas las reli­
giones, a tenor de lo cual y como muestra de tolerancia
se intimó al Obispo a que suspendiese todo acto público
del culto católico para no dar lugar a colisiones. Se au­
torizó el trabajo en días festivos, y finalmente, en nom­
bre del pueblo, fué ocupada la Iglesia parroquial de San
Jaime, situada en la cabe más céntrica de Barcelona,
con el deliberado propósito de allanarla y hacer negocio
con los solares, de altísimo precio en aquel sitio.
Con no menos ferocidad se procedió en otras partes de
Cataluña, especialmente en los centros fabriles...
Pero a todas las juntas, llevaron la palma la de Va-
lladolid y la de Sevilla en materia de derribos y profana­
ciones. La junta de Valladolid convirtió en club la Igle­
sia de los Mostenses, y mandó abatir o destrozar a marti­
llazos, no sin grave peligro de los transeúntes, las cam­
panas de todas las iglesias, dejando en cada cual una
sola que llamase a los fieles a los divinos oficios.
En una exposición, briosamente escrita, que clió la
vuelta a España, ha denunciado el Sr. Mateos Gago el
inaudito vandalismo de la junta sevillana, que echó por
tierra la iglesia de San Miguel, verdadera joya de arte
m udejar; ordenó en un día el allanamiento de las pa.-
rroquias de San Esteban, Santa Catalina, San Marcos,
Santa Marina, San Juan Bautista, San Andrés y Omnium
sanctorum y otras iglesias hasta el número de cincuenta
y siete ( !) ; destruyó los conventos de San Felipe y de
las Dueñas, y consintió impasible los fusilamientos de
imágenes (con que se solazaba por los pueblos la partida
socialista del albeitar Pérez del Alamo) y la quema de
los retablos de Montañés para que se calentaran los de­
moledores. Si aquella expansión revolucionaria dura quin­
ce días más, nada hubiera tenido que envidiar a la vecina
Itálica.
Campos de soledad, mustio collado.

La junta de Salamanca y otras muchas juntas se in­


cautaron de los Seminarios Conciliares; la de Segovia
borró del presupuesto la Colegiata de San Ildefonso, por
«innecesaria», y embargó las campanas de las iglesias.
Envolvámonos en ruinas gloriosas, exclamaba un perió-
dico de Patencia, al tiempo que, so color de enriquecer
el Museo Arqueológico Nacional, se entraba a saco el
convento de Santa Clara, sin dejar libre de la rapiña
cosa alguna, desde las pinturas en tabla hasta los azu­
lejos, y se arruinaba míseramente el claustro bizantino
de Santa María de Aguilar de Campóo, cayendo a im­
pulso de la piqueta y del martillo, no pequeña parte del
de San Zoyl, de Carrión de los Condes.
N o quiso quedarse atrás la junta revolucionaria de Ma­
drid, en este camino de heroicidades, y entre ella y el
Ayuntamiento que nombró, dieron rapidísima cuenta de
los pocos recuerdos que del antiguo Madrid quedaban en
pie. Así cayeron por tierra las parroquias de la Almude-
na, de Santa Cruz y de San Millán, el convento de Santo
Domingo el Real y otros.
De la misma junta salió el primero y más completo
programa revolucionario, síntesis de las ideas de Rivero
y de los primitivos demócratas : libertad de imprenta,
libertad de cultos, libertad de asociación, libertad de en­
señanza. En 30 de septiembre, volvieron a sus cátedras
los krausistas separados en son de mártires de los fueros
de la ciencia.
El gobierno provisional aceptó el programa de la jun­
ta y convirtiéndose en ejecutor suyo el ministro de Gra­
cia y Justicia, D. Antonio Romero Ortiz, declaró su­
primidas, en obsequio a la libertad de asociación, todas
las comunidades religiosas, volvió a poner en vigor la
Pragmática de Carlos III contra los jesuítas y decretó el
embargo de los fondos de la Sociedad laica de San V i­
cente de Paúl.
De arreglar la enseñanza se encargó el ministro de
Fomento, D. Manuel Ruiz Zorrilla, declarándola libre en
todos los grados, y cualquiera que sea su clase, abolien­
do las facultades de Teología y suprimiendo toda ense­
ñanza religiosa en los Institutos.
Aún no bastaba esto, y mientras por una parte R o­
cero Ortiz borraba de una plumada todo fuero e inmu­
nidad eclesiástica y suprimía el Tribunal de las Ordenes
militares, Ruiz Zorrilla, aconsejado por unos cuantos
bibliopiratas y anticuarios que esperaban a río revuelto
lograr riquísima pesca, abría el año 1869 [un camino a la
depredación] con su famoso decreto sobre incautación de
Archivos eclesiásticos, que escandeció las iras populares
hasta el crimen : díganlo las losas de la catedral de Bur­
gos, teñidas con la sangre del gobernador Gutiérrez de
Castro...
Abriéronse las Constituyentes el 11 de febrero de 1869,
y el proyecto de Constitución, redactado en ocho días,
se presentó el 30. La libertad de cultos no se quedaba
ya en amago com o en 1854. Los artículos 20 y 21 del
nuevo Código decían a la letra : «La Nación se obliga
a mantener el culto y los ministros de la Religión Ca­
tólica. El ejercicio público o privado de cualquier otro
culto queda garantido a todos los extranjeros residentes
en España, sin más limitaciones que las reglas univer­
sales de la moral y del derecho. Si algunos españoles
profesasen otra religión que la católica es aplicable a los
mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior». Y como
recelosos de que pareciera que la comisión se había que­
dado corta, manifestaron el Sr. Moret y otros individuos
de ella que su ideal era la absoluta separación de la Igle­
sia y del Estado, aunque por de pronto no la creyesen
realizable. . ,
La discusión fué, no debate político, sino pugilato de
impiedades y blasfemias, com o si todas las heces anti­
católicas de España pugnasen a una por desahogarse y
salir a la superficie en salvajes regodeos de ateísmo.
La Unidad Católica no murió sin defensa : túvola y
brillantísima, en los discursos del Cardenal Cuesta del
Obispo de Jaén, Monescillo y del canónigo de Vitoria,
Manterola. También algunos seglares tomaron parte en
el debate ; de ellos, los Sres. Ortiz de Zárate, Estrada
(Guillermo), Vinader, Cruz Ochoa y Díaz Cañe]a. Exal­
tado el sentimiento católico del país, en todas paites .
celebraron funciones de desagravio por las inauditas im­
piedades vertidas en el Congreso, y se remitió a las Cor-

Biblioteca Nacional de España


tes una petición en favor de la Unidad Católica con tres
millones y medio de firmas. Todo en vano : la, Unidad
Católica sucumbió asesinada en 5 de junio de 1869, por
163 votos contra 40.
Promulgada la Constitución, surgió el conflicto del ju­
ramento, y el Clero en masa se negó a jurarla y soportó
heroicamente el tormento del hambre con que la revolu­
ción quiso rendirle. Y los que habían comenzado por
proclamar la libertad de enseñanza y la libertad de la
ciencia, acabaron por expulsar de sus cátedras a los pro­
fesores católicos que se negaron a prestar el juramento.
Durante la Regencia del general Serrano, comenzaron
a levantarse en armas los carlistas de la Mancha y Cas­
tilla la V ie ja ; pero sin dirección y en pequeñas parti­
das, que fácilmente fueron exterminadas no sin lujo, bien
inútil, de fusilamientos. El Gobierno asió la ocasión por
los cabellos para vejar y mortificar al C lero; y el minis­
tro Ruiz Zorrilla, que de la secretaría de Fomento había
pasado a la de Gracia y Justicia, dirigió en 5 de agosto
muy descomedida circular a los Obispos, preceptuándoles
las disposiciones canónicas que habían de adoptar con
los clérigos que se levantasen en armas, mandándoles dar
pastorales y haciéndoles responsables de la tranquilidad
en sus respectivas Diócesis. La protesta del Episcopado
español contra este alarde de fuerza fué unánime. Ruiz
Zorrilla contestó encausando al Cardenal de Santiago y
a los Obispos de Urgel y Osma, y remitiendo al Con­
sejo de Estado las contestaciones de otros trece Prelados.
La revolución en España seguía desbocada, y después
de haber proclamado la libertad de cultos, aspiraba a
sus legítimas consecuencias: la secularización del matri­
monio y de la enseñanza. Ya en Reus y otras partes se
había establecido el concubinato c iv il: en 18 de di­
ciembre se presentó a las Cortes, redactado (a lo que
parece) por el canonista Montero Ríos, el proyecto que
legalizaba tal situación. Contra él alzaron la voz en 1
de enero de 1870 los treinta y tres Obispos reunidos en
Roma. Votóse, no obstante, casi por sorpresa y esca­
moteo (que los periódicos llamaron travesura), el 27
de mayo después de una porrísima discusión. Y llegó el
fanatismo revolucionario hasta declarar, por decreto de
11 de enero de 1872, hijos naturales a los habidos en
matrimonio canónico, sin que aún así se lograra enseñar
a las españolas el camino de la mairie...
Poco aflojó la persecución anticatólica durante el efí­
mero reinado de D. Amadeo de Saboya (16 de noviem­
bre de 1870 a 11 de febrero de 1873)... Eran [los que
siguieron a esta fecha] tiempos de desolación apocalíp­
tica ; cada ciudad se constituía en cantón, la guerra
civil crecía con intensidad enorm e; en las provincias
Vascongadas y Navarra apenas tenían los liberales un
palmo de tierra fuera de las ciudades; Andalucía y
Cataluña estaban de hecho en anárquica independen­
cia ; los federales de Málaga se destrozaban entre sí
dándose batalla en las calles a guisa de banderizos de
la Edad M edia; en Barcelona el ejército, indiscipli­
nado y beodo, profanaba los templos con horribles or­
gías. Eos insurrectos de Cartagena enarbolaban bandera
íiurca y comenzaban a ejercer la piratería por los puertos
indefensos del Mediterráneo ; donde quiera surgían re­
yezuelos de taifas al modo de los que se repartieron los
despojos del agonizante reino cordobés, y entre tanto, la
Iglesia española proseguía su Calvario.
En Málaga son destruidos los conventos de Capuchi­
nos y de la Merced, en 6 de marzo de 1873. En Cádiz,
el Ayuntamiento, regido por el dictador Salvoechea, arro­
ja de su convento a las monjas de la Candelaria y de­
rriba su iglesia, a pesar de la generosísima protesta de
las señoras gaditanas, que en número de quinientas in­
vadieron las Casas Consistoriales, y en número todavía
mayor comulgaron el día siguiente en la iglesia del con­
vento, cercada por las turbas, mientras en ella se cele­
braba por última vez el incruento sacrificio. Al día si­
guiente, desalojado ya el convento por las acongojadas
esposas de Jesucristo, oenetró en él una turba de sicarios
destrozando ferozmente el órgano y hasta las losas y pro-
fanando las celdas con inauditas monstruosidades. El
Viernes Santo, ¡ a las tres de la tarde !, caía por tierra
la cúpula de la iglesia, una de las mejores y más espa­
ciosas de Cádiz. Por acuerdo de 25 de marzo sustituyó
en las escuelas el municipio gaditano la enseñanza de
la religión por la moral universal, prohibiendo, so gra­
ves penas, que se inculcase a los niños dogma alguno
positivo. Las escuelas que llevaban nombres de Santos
tomaron otro de la liturgia democrática y hubo escuela
de La Razón, de La Moralidad, de La Igualdad, etc. A
la de San Servando quisieron llamarla La Caridad, pero
un ciudadano protestó contra semejante anacronismo y
se la llamó de La Armonía. Suprimiéronse las fiestas del
calendario religioso y se creó una fiesta cívica del adve­
nimiento de la República Federal. A instancias del pastor
protestante Escudero, se secularizaron los cementerios y
se declaró suprimido el cargo de capellán de la cárcel.
Un club republicano solicitó la prohibición de todo culto
externo, pero los ediles no se atrevieron a tanto, con­
tentándose con arrancar y destruir todas las imágenes de
piedra o de madera, y aún todos los signos exteriores de
catolicismo que había en la calle y en el puerto, y ar­
mar una subasta con los utensilios de la procesión lla­
mada del Corpus. Del cementerio se quitó la cruz y se
borró el texto de Ezequiel '. Vatticinare de ossibus istis.
¿Qué más? En el insensato afán de destruir, se arran­
có de las Casas Consistoriales la lápida que perpetuaba,
en áureas letras, la heroica respuesta dada por la ciudad
de Cádiz a José Bonaparte, en 8 de febrero de 1810. De
la galería de retratos de hijos ilustres de Cádiz fueion
separados con escrupulosa diligencia todos los de clérigos
y frailes. El comandante de Marina tuvo que protestar
contra el derribo de dos gallardas columnas de marmo
italiano, coronadas por las efigies de los santos patronos
de Cádiz, Germán y Servando, las cuales, desde^ tiem­
po inmemorial, servían de valisa o marca a los prácticos
del puerto. En el convento e iglesia de San Francisco,
se mandó establecer el Ateneo de las Clases Trabajadoras
o Centro Federal de Obreros. Protestó enérgicamente
el Gobernador Eclesiástico, y le amparó en su derecho
el ministro de Gracia y Justicia, pero el Municipio pro­
siguió haciendo su soberana voluntad, comenzando el
derribo de aquella y otras iglesias, incautándose de los
cuadros de Murillo que había en Capuchinos y en Santa
Catalina (entre ellos el de la impresión de las llagas de
San Francisco y el de Santa Catalina de Sena) ; y ocu­
pando las iglesias de la Merced, con intento de conver­
tirlas en mercado o pescadería. Se arrojó de todos los
establecimientos de beneficencia a las Hermanas de la
Caridad y a los Capellanes. En la casa de expósitos se
suprimió el agua bautismal. Para armar a los voluntarios
de la libertad se sacaron a pública subasta los cálices
y las custodias. Para salvar el templo de San Francisco
fué menester acudir al cónsul de Francia, cuya nación
podía reclamar derechos sobre una capilla.
¿ A qué seguir con esta monótona relación? Ab uno
disce omnes...
¡ Y todo aquello quedó impune ante la justicia huma­
na, aunque el pueblo decía a voz en grito los nombres
de los culpables ! ¡ E impunes los nefandos bailes de las
iglesias de Barcelona, invadidas por los voluntarios de la
libertad, no sin connivencia de altos jefes militares! Al
lado de ferocidades de este calibre, resultaría pálida la
narración de otros atropellos de menos cuenta, y eso que
podría alargarla indefinidamente, puesto que de todos los
rincones de la Península poseo datos minuciosísimos. En
las provincias del Norte, el general Nouvilas prohibió
el toque de campanas. En algunas partes de Cataluña fue­
ron asesinados los curas párrocos. Por donde quiera, los
municipios procedieron a incautarse de los Seminarios
Conciliares. En Barcelona, los clérigos se dejaron cre­
cer las barbas, y hubo día en que fué imposible, so pena
de arrostrar el martirio, celebrar ningún acto religioso.
Todas las furias del infierno andaban desencadenadas por
nuestro suelo. En Andalucía y Extremadura se desbor­
daba la revolución social, talando dehesas, incendiando
montes y repartiéndose pastos. En Bandes (Orense) fue­
ron asesinados de una vez sesenta hombres inermes por
haberse opuesto con la voz y con los puños a la tasación
y despojo de sus iglesias. En muchos lugares las proce­
siones fueron disueltas a balazos...
Quede reservado a más docta y severa pluma, cuando
el tiempo vaya aclarando la razón de muchos sucesos,
hoy obscurecidos por el discordante clamoreo de las pa­
siones contemporáneas, explicarnos por qué, en medio
de aquel tumulto cantonal, no triunfaron las huestes cab­
listas, con venírseles el triunfo tan a las m anos; y cómo
se disolvieron los cantones y cómo el golpe de Estado
del 3 de enero puso término a aquella vergonzosa anar­
quía con el nombre de república; y por cuál motivo vino
a resultar estéril aquel acto tan popular y tan simpático,
y qué esperanzas hizo florecer la restauración, y cuan
en breve tiempo se vieron marchitas, persistiendo en ella
el espíritu revolucionario, así en los hombres como en
los C ódigos; y de qué suerte volvió a falsearse el Con­
cordato y a atribularse la conciencia de los católicos es-
Dañóles, quedando de hecho triunfante la libertad re­
ligiosa en el artículo 11 de la Constitución de 1876; y
cómo de esta Constitución hemos llegado, por pendien­
te suavísima, a la proclamación de la absoluta libertad
de la ciencia, o, dicho sin eufemismos, del error y del
mal en las cátedras; y a los proyectos ya inminentes del
matrimonio civil v de la secularización de los cementerios.
Dentro de poco, si Dios no lo remedia, veremos bajo
una monarquía católica, negado en las leyes el dogma
y ]a esperanza de la resurrección, y ni aún quedara a
los católicos españoles el consuelo de que descansen sus
cenizas a la sombra de la Cruz, y en tierra no profa­
nada (1).

(1) Heterodoxos. Tomo VII, págs. 426 a 429 y 430, 434 y 435,
443 a 445, 446 y 449.
Biblioteca Nacional de España
EPÍLOGO
I.~3L » p e s a ¿ n M l) r e á e na p asad o
<áe g l o r i a

¿Qué se deduce de esta historia? A mi entender, lo


siguiente :
Ni por la naturaleza del suelo, ni por la raza, ni por
el carácter, parecíamos destinados a formar una gran
nación. Sin unidad de clima y producciones, sin unidad
de costumbres, sin unidad de cultos, sin unidad de ri­
tos, sin 'unidad de familia, sin conciencia de nuestra
hermandad, ni sentimiento de nación, sucumbimos ante
Roma, tribu a tribu, ciudad a ciudad, hombre a hombre,
lidiando cada cual heroicamente por su cuenta, pero
mostrándose impasible ante la ruina de la ciudad limí­
trofe, o más bien regocijándose de ella. Fuera de algu­
nos rasgos nativos de salvática y feroz independencia,
el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo
la dominación romana. Roma, sin anular del todo las
viejas costumbres, nos lleva a la unidad legislativa; ata
los extremos de nuestro suelo con una red de vías mi­
litares, siembra en las mallas de esa red, colonias y mu­
nicipios, reorganiza la propiedad y la familia sobre fun­
damentos tan robustos, que en lo esencial aún persisten ;
nos da la unidad de lengua, mezcla la sangre latina con
la nuestra, confunde nuestros dioses con los suyos, y
pone en los labios de nuestros oradores y de nuestros
poetas el rotundo hablar de Marco Tulio y los exáme­
tros virgilianos. España debe su primer elemento de uni­
dad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo,
al romanismo.
Pero faltaba otra unidad más profunda : la unidad de
la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida pro­
pia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se
legitiman y arraigan sus instituciones, sólo por ella co­
rre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tron­
co social. Sin un mismo Dios, sin un mismo altar, sin
unos mismos sacrificios, sin juzgarse todos hijos del mis­
mo Padre y regenerados por un Sacramento común, sin
ser visible sobre sus cabezas la protección de lo alto,
sin sentirla cada día en sus hijos, en su casa, en el circuito
de su heredad, en la plaza del municipio nativo, sin creer
que este mismo favor del cielo, que vierte al tesoro de la
lluvia sobre sus campos, bendice también el lazo ju­
rídico, que él establece con sus hermanos; y consagra,
con óleo de justicia, la potestad que él delega para el
bien de la com unidad; y rodea con el cíngulo de la for­
taleza, al guerrero que lidia contra el enemigo de la
fe o el invasor extrañ o; ¿ Qué pueblo habrá grande y
fuerte? ¿Qué pueblo osará arrojarse con fe y aliento de
juventud al torrente de los siglos?
Esta unidad se la dió a España el Cristianismo. La
Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y con­
fesores, con sus Padres, con el régimen admirable de los
Concilios. Por ella fuimos nación y gran nación, en vez
de muchedumbre de gentes colecticias, nacidas para presa
de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. N o ela­
boraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni a
sabiduría de los legisladores: lo hicieron los dos apostó­
les y los siete varones apostólicos : la regaron con su
sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Ta­
rragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innume­
rables legiones de mártires cesaraugustanos; la escrobe-
ron en su draconiano código los Padres de Ilibens, 11
lió en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio, y en
Roma sobre la frente de San Dámaso; la canto Pruc en
ció en versos de hierro celtibérico, triunfó del maniquei»-
mo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bai-
baros y del donatismo africano, civilizó a los suevos, hizo
de los visigodos la primera nación del Occidente, es­
cribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inun­
dó de escuelas los atrios de nuestros tem plos; comenzó
a levantar entre los despojos de antigua doctrina el al­
cázar de la ciencia escolástica, por manos de Liciniano,
de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero juzgo la
inicua ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deli­
beraciones conciliares; dió el jugo de sus pechos que
infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del
Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y
Alvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun; man­
dó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la
Francia carlovingia; dió maestros a G erberto; amparó
bajo el manto prelaticio del Arzobispo D. Raimundo y
bajo la púrpura del Emperador Alfonso V II la ciencia
semítico-española... ¿ Quién contará todos los beneficios
de vida social que a esta unidad debimos, si no hay en
España piedra ni monte que no nos hable de ella con la
elocuente voz de algún santuario en ruinas? Si en la
Edad Media, nunca dejamos de considerarnos unos,
fué por el sentimiento cristiano, la sola cosa que nos jun­
taba, a pesar de las aberraciones parciales, a pesar de
nuestras luchas más que civiles, a pesar de los renega­
dos y de los muladíes. El sentimiento de patria es mo­
derno ; no hay patria en aquellos siglos, no la hay en
rigor hasta el Renacim iento: pero hay una fe, run bautis­
mo, una grey, un Pastor, una Iglesia, una liturgia, una
cruzada eterna y una legión de Santos que combate por
nosotros, desde Causegadia hasta Almería, desde el Mu-
radal hasta la Higuera.
Dios nos concedió la victoria y premió el esfuerzo per­
severante, dándonos el destino más alto entre todos los
destinos de la historia humana : el de completar el pla­
neta, el de borrar los antiguos linderos del mundo. Un
ramal de nuestra raza forzó el cabo de las Tormentas
interrumpiendo el sueño secular de Adamastor, y reveló
los misterios del sagrado Ganges, trayendo por despojos
los aromas de Ceylán y las perlas que adornaban la cuna
del Sol y el tálamo de la Aurora. Y el otro ramal fué a
prender en tierra intacta aún de caricias humanas, cion-
de los ríos eran como mares y los montes veneros de pla­
ta, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca ima­
ginadas por Tolomeo ni por Hiparco.
¡ Dichosa edad aquella, de prestigios y maravillas, edad
de juventud y de robusta vida! España era, o se creía,
el pueblo de Dios, y cada español, cual otro Josué, sen­
tía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al
son de las trompetas, o para atajar al sol en su carrera.
Nada parecería ni resultaba imposible : la fe de aquellos
hombres que parecían guarnecidos de triple lámina de bron­
ce, era la fe que mueve de su lugar las montañas. Poi
eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacei
sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilida­
des ; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias na­
ves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del jo
ven de Austria, la Europa Occidental del segundo y pos­
trer amago del islamismo; el romper las huestes lute­
ranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca
y el agua a la cinta y el entregar a la Iglesia romana
cien pueblos por cada uno de los que le arrebataba la he-
rejía. _
España, evangelizadora de la mitad del o rb e ; España,
martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna
de San Ignacio... ; esa es nuestra grandeza y nuestra uni­
dad : no tenemos otra. El día en que acabe de perderse,
España volverá al cantonalismo de los Arévacos y de
los Vectones, o de los reyes de Taifas.
A este término vamos caminando más o menos ^apresu­
radamente, y ciego será quien no lo vea. Dos siglos de
sistemática e incesante labor para producir artificialmen­
te la revolución, aquí donde nunca podía ser_ orgánica,
han conseguido, no renovar el modo de ser nacional, sin
viciarle, desconcertarle y pervertirle. Todo lo malo, todo
lo anárquico, todo lo desbocado de nuestro carácter se
conserva ileso, y sale a la superficie, cada día con _mas
pujanza. Todo elemento de fuerza intelectual, se pieicie
en infecunda soledad, o sólo aprovecha para el mal. No
nos queda ni ciencia indígena ni política nacional, ni, a
duras penas, arte y literatura propia. Cuanto hacemos
es remedo y trasunto débil de lo que en otras partes ve­
mos aclamado. Somos incrédulos' por moda y por pa­
recer hombres de mucha fortaleza intelectual. Cuando
nos ponemos a racionalistas o positivistas lo hacemos pé­
simamente, sin originalidad alguna, como no sea en lo
estrafalario o en lo grotesco. No hay doctrina que arrai­
gue a q u í; todas nacen y mueren entre cuatro paredes,
sin más efecto que avivar estériles y enerva doras vani­
dades y servir de pábulo a dos o tres discusiones pedan­
tescas. Con la continua propaganda irreligiosa, el espí­
ritu católico, vivo aún en las muchedumbres de los cam­
pos, ha ido desfalleciendo en las ciudades; y aunque
no sean muchos los librepensadores españoles, bien pue­
de afirmarse de ellos que son de la peor casta de im­
píos que se conocen en el mundo, porque (a no estar
dementado com o los sofistas de cátedra) el español que
ha dejado de ser católico, es incapaz de creer en cosa
ninguna, com o no sea en la omnipotencia de un cierto
sentido común y práctico, las más veces burdo groserísi-
mo y egoísta. De esta escuela utilitaria suelen salir los
aventureros políticos y económicos, los arbitristas y re­
generadores de la Hacienda y los salteadores liteiaiios
de la baja prensa, que, en España, com o en todas par­
tes, es un cenagal fétido y pestilente. Sólo algún aumento
de riqueza, algún adelanto material, nos indica a veces
que estamos en Europa y que seguimos, aunque a re­
molque, el movimiento general.
No sigamos en estas amargas reflexiones. Contribuir a
desalentar a su madre, es ciertamente obra impía, en
que yo no pondré las manos. ¿ Sera cierto, como algunos
benévolamente afirman, que la masa de nuestro pueblo
está sana y que sólo la hez es la que sale a la superficie?
¡ Ojalá sea verdad! Por mi parte, prefiero creerlo sin
escudriñar mucho. Eos esfuerzos de nuestras guerras ci­
viles no prueban, ciertamente, falta de virilidad en la
raza; lo futuro, ¿quién lo sabe? No suelen venir dos
siglos de oro sobre una misma N a ción ; pero mientras
sus elementos esenciales permanezcan los mismos, por
lo menos en las últimas esferas sociales; mientras sea
capaz de creer, amar y esperar, mientras sai espíritu no
se aridezca de tal modo que rechace el rocío de los cie­
los ; mientras guarde alguna memoria de lo antiguo y
se contemple solidaria con las generaciones que la prece­
dieron, aún puede esperarse su regeneración; aún puede
esperarse que, juntas las almas por la caridad, torne a
brillar para España la gloria del Señor y acudan las
gentes a su lumbre y los pueblos al resplandor de su
Oriente.
El cielo apresure tan felices días. Y entre tanto, sin
escarnio, sin baldón ni menosprecio de nuestra madre,
dígale toda la verdad el que se sienta con alientos para
ello. Y o, a falta de grandezas que admirar en lo presen­
te, he tomado sobre mis flacos hombros la deslucida ta­
rea de testamentario de nuestra antigaia cultura. En este
libro he ido quitando las espinas; no será maravilla que
de su contacto se me haya pegado alguna aspereza. He
escrito en medio de la contradicción y de la lucha, no
de otro modo que los obreros de Jerusalén, en tiempo de
Nehemías, levantaban las paredes del templo con la es­
pada en una mano y el martillo en la otra, defendiéndose
de los comarcanos que sin cesar los embestían. Dura
ley es, pero inevitable en España, y todo el que escriba
conforme al dictado de su conciencia, ha de pasar por
ella, aunque en el fondo abomine, como yo, este horri­
ble tumulto, y vuelva los ojos con amor a aquellos se­
renos templos de la antigua sabiduría, cantados por Eai-
crecio :
¡ Edita doctrina sapientum templa serena! (1¡).

(1) Heterodoxos, Tomo VII. págs. 511 a 516.


Ilo-PorveiaSr y tira<Iició:ía.

H oy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que


engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido,
mermado y desolado, emplea, en destrozarse las pocas
fuerzas que le restan, y corriendo tras vanos trampanto­
jos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar
su Propio espíritu, que es lo único que redime y enno­
blece a las razas y a las gentes, hace espantosa liquida­
ro n de su pasado, escarnece a cada momento las sombras
be sus progenitores, huye de todo contacto con su pen­
samiento, reniega de cuanto en la Historia nos hizo gran­
des, arroja a los cuatros vientos su riqueza artística y
contempla con ojos estúpidos la destrucción de la única
-España que el mundo conoce, de la única cuyos recuer­
dos tienen virtud bastante para retardar nuestra agonía.
¡ De cuán distinta manera han procedido los pueblos que
tienen conciencia de su misión secular ! fia tradición teu­
tónica fué el nervio del renacimiento germánico. A po­
yándose en la tradición italiana, cada vez más profun­
damente conocida, construye su propia ciencia la Italia
sabia e investigadora de nuestros días, emancipándose
Analmente de la servidumbre francesa y del magisterio
alemán. Donde no se conserve piadosamente la herencia
'be lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no espe­
tamos que brote un pensamiento original ni una idea do­
minadora. Un pueblo nuevo puede improvisarlo todo me-

Biblioteca Nacional de España


nos la cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede re^
nunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su
vida y caer en una segunda infancia, muy próxima a la
imbecilidad senil (1).

[Para evitarlo] trabajemos con limpia voluntad y en­


tendimiento sereno, puestos los ojos en la realidad viva,
sin temor pueril, sin apresuramiento engañoso, abriendo
cada día modestamente el surco y rogando a Dios que
mande sobre él el rocío de los cielos. Y al respetar la
tradición, al tomarla por punto de partida y de arranque,
no olvidemos que la ciencia es progresiva por su índole
misma, y que de esta ley lio se exime ninguna ciencia :
Patet ómnibus veritas : nondum est occupata...
Un rayo de luz ha brillado en medio de estas tinie­
blas, y los más próximos al desaliento hemos sentido re­
nacer nuestros bríos... (2).

(1) Ensayos de crítica filosófica, pág. 864,


(3) Ensayos de crítica filosófica, págs. 306 y 307.
Biblioteca Nacional de España
Biblioteca Nacional de España
INDICE

Ex libris ii
L em a... m
Portada v
Prólogo. Vil

hacia la u n id a d de españa

I. P ropagación del cristianismo en España 3


II. Los VISIGODOS.................................................... 9
1. A rrianism o ......................................................... 9
a) Los invasores............................................ 9
b) Leovigildo.................................................... 12
2. Recaredo ............................................................. 16
3. Un índice de la cultura española en siglo VII. . . 21
4. Ruina del Imperio visigodo .................................... 24
III. C laroscuro m e d ie v a l ............................................... 29
1. La civilización árabe ........................................... 29
2 . El siglo XIII y San Fernando ............................ 30
3. Estado moral en el siglo X IV ............................. 43
4. La época de D. Juan II de Castilla. 44
5. De la tierra catalana ..................... 52
a) La que Dios no bendijo........ 52
b) Ramón Lull.......................... 54
c) La Universidad barcelonesa.. 59
d) La aventura del Condestable 62
6. El rey humanista .. 65
7. Decadencia política 71
CUANDO NO SE PONIA EL SOL
EN LAS TIERRAS DE ESPAÑA
I. España se hizo una ............................................................ 75
1. La fuerte mano de una Reina ............................. 75
a) Los Reyes Católicos.................................. 75
b) El descubridor.......................................... 83
2. La España del siglo X V I — ............................ 93
3. El «demonio del mediodía » ................................ 105
4. El Concilio de Trento .......................................... 109
II. Los TERMES DE AQUELLA ESPAÑA................................ H3
1. Los ju d í o s ., ....................................................... 113
2. Los m otiscos ....................................................... 135
3. La R eform a ......................................................... 158
a) La propaganda........................................... 158
b) Autos de fe................................................ 159
21 de mayo de 1559.............................. 159
tí de octubre de 1559............................ 164
III. POR LA UNIDAD ESPIRITUAL............ ........................... 169
1. La Inquisición ..................................................... 169
2. También Europa encendía hogueras. (Un espa­
ñol muerto en Ginebra)................................... 180

EN LA PENDIENTE DE LA
REVOLUCION

I. A dvenimiento de la C asa de B o rbó n ................... 185


II. P rimeras noticias de las Sociedades secretas . .. 193
III. A l soplo de la Enciclopedia ................................. 199
1. Carlos III......................................................... 199
2. Los políticos anticlericales................................ 200
a) Wall y Tanucci....................................... 201
b) Grimaldi, Esquiladle, Roda, Campoma-
nes...................................................... 202
3. Las víctimas obligadas ................................... 204
4. Los caracteres de la ciencia española en el si­
glo X VIII ...................................................... 212
IV. Los CO N TR ARREV O LU CIO N ARIO S DEL XVIII.................... 219
1. Vindicación de Jovellanos ............................. 219
2. Los impugnadores españoles de la Enciclopedia. 224
V. H eroísmo y traició n ..................................................... 235
VI. Las C ortes de C á d i z .................................................... 241
VIL L a v u elta del R e y ................................................... 251
1. La ocasión perdida .......................................... 251
2. Motín y Constitución (1820-1823).................... 257
3. La reacción de 1823 ........................................ 259
4. Cómo se pierde un imperio............................... 262
VIII. ¡A diós , mujer de Y ork !.................................................. 267
1. Guerra c iv i l ..................................................... 267
2. Matanza de f r a il e s .......................................... 285
3. E xp olia ción ..................................................... 292
4. Pronunciamientos y Constituyentes.................. 297
5. Cosecha de ingratitudes................................... 300
IX. El cerebro de la revolución .................................... 303
1. Pi y Margall.................................................... 303
2. S a n z d elR ío ..................................................... 305
3. Salmerón .......................................................... 310
4. Castelar ............................................................ 313
X. L a resistencia o r to d o x a ................................................
317
XI. H acia la primera restauración ................................. 327
1. Ojeada general ................................................. 327
2. Monarquía electiva, república, monarquía cons­
titucional: revolución ..................................... 339

EPILOGO
I. La pesadumbre de un pasado de g loria ,
II. Porvenir y tr a d ic ió n ..................................

360
Indice. . ■
365
Colofón
Biblioteca Nacional de España
Este libro se acabó de imprimir en los
talleres de Gráfica Universal, el día
27 de Noviembre de 1933, a expen­
sas de D. Martín González del Va­
lle, Marqués de la Ve ¿a de
Anzo, quien cedió su propie­
dad a la S o c ie d a d «Cul-
t u ra Española».
L A U S D E O
Biblioteca Nacional de España

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