El Sentido de La Verdad
El Sentido de La Verdad
El Sentido de La Verdad
Una vez le mostré a una amiga ya muerta, grafóloga genial, una muestra de escritura de una persona
conocida y prestigiosa. Me dijo: "Es un hombre que si dice "Buenos días" hay que decirle: "¡Mentira!"
Me divirtió, a pesar de la tristeza que aquel comentario envolvía, el ingenio de la reacción.
Probablemente lo más grave que sucede en el mundo actual, aunque no lo parezca ni sea
melodramático, es el descenso del sentido de la verdad. Hay individuos, grupos, organizaciones, cuya
profesión es la mentira; a ella se dedican, la cultivan metódicamente, la difunden. Con eso hay que
contar, y no se está en claro sobre lo que se puede y debe hacer.
Pero sería un error creer que eso es universal, que no hay otra cosa. Cuando veo a jóvenes, por
ejemplo estudiantes, debidamente amaestrados, en grandes rebaños, saltando y coreando
estupideces, siento depresión. Pero no acabo de tomarlo en serio. Estoy seguro de que muchos de
ellos, en estado de libertad, es decir, aislados, como los individuos que son, estarían dispuestos a
entender, a reaccionar desde sí mismos; probablemente después de los saltos y los gritos sienten
cierta vergüenza, tienen la impresión de haber sido utilizados.
Es probable que nunca les hayan mostrado la diferencia entre la verdad y la falsedad, entre la
veracidad y la mentira. Se han nutrido de una enseñanza de la que habría que hablar a fondo,
resultado de decenios de manipulaciones sucesivas; más aún, de medios de comunicación para los
que la verdad no cuenta –o es el enemigo–, de programas en que no tiene el menor puesto, en que se
da por supuesto que todo vale, y en particular lo que es falso.
Sería un error creer que esos jóvenes –y otros que no lo son ya– son como parecen. Creo que se trata
de una suplantación, de una máscara impuesta. Cada vez que he tenido ocasión de tratar
directamente con ellos, en muchos lugares de España, desde grandes ciudades hasta pueblos
minúsculos, que me parecen muy interesantes, he encontrado una respuesta impresionante, a veces
conmovedora. Y el rasgo capital era la reacción a la verdad, la impresión de tropezar con ella,
reconocerla, y sentir entusiasmo.
He repetido esta experiencia muchas veces, en casi todas las regiones españolas, en niveles sociales y
culturales que presentaban considerables diferencias. Era sorprendente la uniformidad de la reacción
al contenido de verdad, a la posibilidad de tomar algo en serio, a la evidencia de que alguien estaba
diciendo lo que efectivamente pensaba.
Si se hiciera un mapa real del estado mental de España, se tendrían muchas sorpresas, y la mayoría
de ellas agradables. Se preguntará qué puede hacerse ante la pérdida del sentido de la verdad,
incluso la profesionalización de la mentira. Se aducirá el sacrosanto derecho a la libertad de expresión,
que incluye ciertamente la de mentir.
Pero debe incluir igualmente la de decir que algo es falso, y mostrarlo, y probarlo, con las
consecuencias que ello tendría. Muy rara vez se hace. Hay una extraña atonía que deja pasar todo sin
la réplica adecuada. A veces basta con preguntar. Por lo pronto, hay que decir: ¿Cómo lo sabe?
Siempre me ha sorprendido el crédito que dan muchos historiadores a los informes de los
embajadores extranjeros, sobre todo venecianos de los siglos XVI y XVII, que cuentan con pelos y
señales las conversaciones entre Felipe IV y el Conde Duque de Olivares. Evidentemente no estaban
allí, y hay motivos para suponer que lo inventaban para mejorar su carrera ante la Serenísima.
Hace poco, representantes de los sindicatos explicaron muy satisfechos en la televisión que los
equipos de propaganda, fomento y difusión de la "espontánea" huelga que preparaban comprendían
40.000 personas, y mostraron con satisfacción enormes masas de pancartas, carteles y pegatinas
destinados a ello. Hubiera parecido normal preguntar cuánto costaba todo aquello, y quién lo pagaba.
Ni una sola palabra, ni la mínima curiosidad.
Es sólo un ejemplo, que cito por su volumen y estar en la memoria de todos. Pero se podrían
multiplicar sus equivalentes. Si todos ejercieran el derecho a la libertad de expresión, si no existieran
tantos casos de mutismo, si se hicieran las preguntas que parecen obligadas, el clima intelectual y
moral mejoraría enormemente. La mentira no debe quedar impune. Debe tener, no una
responsabilidad penal, sino algo más elemental y acaso más eficaz: el desprestigio.
Con todo, no es esto lo más importante y necesario. Más que mostrar la mentira importa decir la
verdad. Hay que enunciarla, a propósito de todo, repetirla, justificarla, exhibir sus títulos, habituar a
lectores, oyentes y espectadores a su presencia, a su magia. Hay que restablecer el ambiente en que
domina, y que es el único respirable.
Para muchos sería una experiencia nueva, incomparable. Pienso que suscitaría nada menos que
entusiasmo. De nada esperaría una renovación más profunda, positiva y valiosa de la sociedad en que
vivimos.
Si se pudiera medir el nivel de veracidad de las distintas épocas –o de diversos países comparables–,
la historia daría un paso gigantesco. Veríamos cómo se iluminaban tantas cosas que permanecen
oscuras, que no acabamos de comprender. Valdría la pena intentarlo.
De momento, me contentaría con algo mucho más modesto y hacedero: intensificar el uso y expresión
de la verdad entre nosotros, iniciar una reacción ante la falsedad y la mentira. No renuncio a la
esperanza de poder respirar mejor en lo que me quede de vida. Y, aunque no es mucho, creo que casi
todo lo demás se nos daría por añadidura.