Volar
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Volar
compila las extraordinarias anotaciones sobre las aves realizadas por el autor de
«Walden», principalmente, en las más de 7000 páginas que componen sus diarios, desde
1836 a 1862. Esta magnífica antología es una selección «que alberga desde la anotación
poética al apunte notarial, de las listas de las aves vistas, oídas y soñadas, a la descripción
de plumas, nidos y huevos que le llevan los niños de Concord».
La presente edición ha sido realizada por Antonio Casado da Rocha y José Ignacio
Foronda, y traducida por Eduardo Jordá. No es traducción de una edición previa, sino que
ha cribado los escritos de Thoreau desde 1837 a 1862 en busca de sus aves más
representativas. La mayor parte de la selección estaba inédita en castellano.
Henry David Thoreau
Volar
Apuntes sobre aves
ePub r1.0
Titivillus 16.11.2018
Título original: Volar
Henry David Thoreau, 2016
Traducción: Eduardo Jordá
Diseño de cubierta: Titivillus
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
Índice de contenido
Retrato autor
Guía para volar
Mapa
Volar
Sobre el autor
Notas
Guía para volar
«De la misma manera que el pescador viene al amanecer y revisa los cepos que puso
durante la noche; o como el médico que viene a ver cómo va el enfermo; o como el niño
plantado que mira a una persona mayor que está haciendo algo que el niño no ha visto
nunca antes. Así hay que mirar exactamente a los pájaros, no con los sentidos divididos y
el pensamiento distraído, sino con la atención reconcentrada y recapacitando, y de ser
posible, con asombro». Así habló Kierkegaard allá por 1847,[1] y eso mismo es lo que por
esas fechas estaba haciendo Henry David Thoreau (1817-1862): mirar con la mayor
atención las aves que volaban bajo el cielo americano en Concord, Massachusetts, junto a
la laguna Walden, el lugar donde construyó una casita[2] en la que vivió y escribió durante
un par de años. En sus Alcott Memoirs,[3] Frederick Willis cuenta cómo, siendo aún un
niño, un hermoso día de julio de ese mismo año llegó a Walden con un amigo común,
Amos Bronson Alcott (el padre de Louise May, la autora de Mujercitas), y Thoreau les
invitó a entrar. La impresión causada en el joven Frederick permaneció a través de los
años: «Thoreau era un hombre alto y de aspecto rudo, firme como un pino. Su rostro
estaba dominado por una fuerte nariz, sus ojos eran tan agudos como los de un águila».
Thoreau es una de las águilas más ilustres de la literatura norteamericana y, como tal,
[4] tiene una vista muy educada: tanto por la ciencia, que en ese momento del siglo XIX
estaba sufriendo una profunda transformación (Thoreau fue uno de los primeros
americanos en leer a Darwin), como por la formación humanística que recibió en Harvard
(leía en varios idiomas y nunca dejó de frecuentar la biblioteca universitaria). Como a las
águilas, nada de la naturaleza le es ajeno, fuera sólido, líquido o gaseoso, se moviera o no,
tuviera dos u ocho patas. Y es esa mirada de Thoreau, atenta y asombrada, apasionada
pero serena, la que hemos perseguido en sus escritos para invitar a quienes leen en español
a mirar las aves, las que él vio y las que podemos ver nosotros (mientras podamos).
Esta antología recoge, traducida por el poeta Eduardo Jordá, la selección que durante
cuatro años hemos ido extrayendo de los escritos de Henry David Thoreau. Siempre en
busca de aves, hemos cribado su mayor obra, el diario completo (más de siete mil páginas
escritas entre el 22 de octubre de 1837 y el 3 de noviembre de 1861, el diario fue de
alguna manera el archivo de las cosas que amó, que fueron muchas: de los ríos a las nubes,
de las larvas a los alces, de los árboles a los cimarrones, de los nativos americanos a los
clásicos griegos o hindúes), y las traducciones al castellano de sus libros de viajes, sus
conferencias y sus ensayos.
Romántico en el sentido de su vecino y mentor Ralph Waldo Emerson, Thoreau
propuso en sus escritos una observación subjetiva de las cosas, pero con el tiempo su
visión y métodos de trabajo se fueron haciendo cada vez más científicos. De esta manera,
el escritor fue poco a poco transformándose en un naturalista marcado por una tensión
cultural muy peculiar, que le lleva a apreciar y emplear el método científico a la vez que es
consciente de sus límites y riesgos para la vida silvestre, que por otro lado ama hasta llegar
a un cierto misticismo. Las páginas que aquí ofrecemos quieren dar cuenta de esa
evolución y también de la profundidad de la atención (un asombro imperecedero, porque
Thoreau nunca encontró nada trivial en la naturaleza) que va prestando a las aves. Nuestra
selección alberga desde la anotación poética al apunte notarial; de las listas o resúmenes
de las aves vistas, oídas y soñadas, a la descripción detallada de plumas, nidos y huevos
que le llevan algunos niños de Concord.
Volar no es una biografía de Thoreau,[5] pero estos textos nos aportan elementos para
conocer su vida cotidiana, su estilo y método de composición: anotaciones y dibujos sobre
el terreno, elaboración casi inmediata en su diario, y posterior revisión para publicar el
texto primero como conferencia o artículo en alguna revista, y tal vez como ensayo o libro
después. Algunas anécdotas aquí contenidas, sin embargo, nos dan detalles de sus días. La
visita a los museos capitalinos, sus viajes en canoa, sus trabajos de agrimensor, sus
vecinos, por ejemplo, o la compra de unos anteojos, detalle significativo en su
acercamiento a las aves ya que su adquisición (Thoreau fue un hombre que apenas deseó
posesiones materiales) le permitirá una mejor y más detallada observación de muchas
aves.
Nuestra selección es una pequeña muestra de la variedad y la riqueza de la mirada de
Thoreau. Así, hemos querido ofrecer lo mismo el registro temporal de la llegada del
primer azulejo,[6] que la anotación de una sensación fugaz —como esa tángara rojinegra
que, al decir de Thoreau, «prende las hojas a su paso»—,[7] y otros pasajes en los que el
escritor establece una relación duradera con su ave, como en el conocido pasaje del
colimbo en la laguna de Walden, que en esta edición recogemos en su versión privada en
el diario (1852), y en la posterior, más editada, que publicó en Walden (1854).
No hemos metido en la jaula de estas páginas la totalidad de especies que vuelan,
cantan o anidan en su escritura. Nuestra selección es personal, no es un catálogo completo
ni busca la exhaustividad, sino que quiere ser una invitación a las aves a partir de la visión
de un hombre que se consideró a sí mismo «filósofo natural hasta los tuétanos» y a quien
muchos consideran hoy fundador de la ecología. De hecho, la historia de los escritos de
Thoreau está ligada con la ornitología desde sus comienzos. Francis Henry Allen, que fue
responsable junto con Bradford Torrey de la edición del diario de Thoreau en catorce
volúmenes publicada en 1906, fue también un notable ornitólogo, presidente de la
Federation of the Bird Clubs of New England y directivo de la Massachusetts Audubon
Society. Suya es la mayor selección que aún se encuentra en catálogo (reimpresa con una
introducción de John Hay), y que apareció por primera vez en 1910.[8]
Es de aquella edición del diario de 1906 de donde hemos tomado la mayor parte de los
fragmentos, y que hemos dispuesto en orden cronológico, intercalándolos con fragmentos
de sus libros publicados en vida (A Week on the Concord and Merrimack Rivers, Walden)
y póstumos (Cape Cod, The Maine Woods).[9] Solo los fragmentos correspondientes a
1843 proceden de la edición del diario publicada por Princeton University Press, menos
editada pero más exacta y completa. También hemos añadido pasajes de ensayos como «A
Walk to Wachusett» (1842) y «Walking» (1862).
Hemos buscado pasajes representativos, del autor y de las aves, pero también aquellos
que muestran facetas menos conocidas de Thoreau, como sus primeros versos, o aspectos
de su relación con los pájaros que pertenecen al entorno: los nidos, los huevos, las
opiniones y ayuda del vecindario, el clima… En cuanto a los fragmentos póstumos, se
trata de textos que Thoreau escribió originalmente como conferencias, así que los hemos
situado en la fecha de su impartición (el 23 de abril de 1851 un texto que acabó en
«Walking»; el 25 de febrero de 1858, otro que apareció en The Maine Woods).
La mayoría de los textos seleccionados son fragmentos de entradas de mayor
extensión. No hemos indicado si falta texto al principio de lo seleccionado o al final. Sí
que marcamos cuando falta texto entre medio de dos fragmentos del mismo apunte del
diario.
Con la edición de este libro buscamos hacer visibles, identificables en español, las
aves que vio Thoreau, para poder, si no contemplarlas como él,[10] sí conocer los pájaros
que le acompañaron en sus viajes y en sus días. Nuestra labor hubiera sido imposible sin la
Guide to Thoreau’s Birds compilada por Helen Cruickshank.[11]
Aun con todo, debemos reconocer que el reto es imposible: y no solo por lo difícil de
verter su densa y poética prosa a otro idioma, sino también porque Thoreau era un hombre
curioso, pero no un especialista.[12] Así, en numerosas ocasiones, Thoreau anotaba en su
cuaderno nombres de aves en genérico: owl, hawk, duck…, y con estos términos resulta
prácticamente imposible identificar la especie. El término hawk, si bien es traducido
tradicionalmente como halcón, también puede referirse a rapaces como el pigargo, el
aguilucho, el busardo… Pero además nos encontramos que en Estados Unidos, con hawk
se nombra principalmente a los gavilanes, aunque también a los aguiluchos y a otras
rapaces. En el caso de owl, que puede remitir a lechuzas, cárabos, búhos, mochuelos, etc.,
hemos optado por un genérico búho, que hace menos evidente las peculiaridades
características de las otras especies citadas. Y con duck, que puede incluir al porrón,
ánade, tarro, etc., hemos optado por ánade en la mayoría de las ocasiones.
En esta búsqueda de la especie, nos hemos encontrado también con que Thoreau anota
en sus diarios el nombre científico de algunas aves, nombres que toma de las obras de
John James Audubon, Thomas Nuttall, Thomas Pennant y Alexander Wilson, conocidos
ornitólogos de la época. Pero al ir a conocer al ave, esos nombres se habían quedado
obsoletos. Es el caso de Falco fuscus y Falco velox, nombres que han sido descartados por
la ciencia en beneficio de mejores clasificaciones taxonómicas. En Walden se refiere a la
partridge, que hemos traducido como grévol engolado, como Tetrao umbellus, y su
nombre actual es Bonasa umbellus. En la misma obra habla del loon, que hemos traducido
como colimbo, como Colymbus glacialis, siendo su nombre actual Gavia immer. (En el
fragmento de 1852 ya mencionado merece la pena resaltar que además de «colimbo», loon
también significa «idiota» o «lunático», lo que añade un elemento lúdico al pasaje. En la
prosa de Thoreau abundan los juegos de palabras prácticamente imposibles de verter a otra
lengua).
Uno de los errores que hemos intentado evitar con este libro es el de traducir los
nombres de las aves del inglés de Gran Bretaña sin tener en cuenta si esas aves tenían
presencia en América del Norte. Gracias al trabajo de Meredith sabemos que ese robin que
anotó Thoreau era en realidad un american robin (Turdus migratorius), un pájaro que,
como señala el documento «Nombres en castellano de las aves del mundo»,[13] debemos
nombrar como zorzal robin, no como petirrojo. Por la misma razón, el blackbird de los
americanos no puede ser nuestro mirlo (Turdus merula), por lo que lo hemos traducido por
tordo. Somos conscientes que tordo es también un nombre genérico,[14] pero hemos
preferido, como en los casos mencionados del gavilán o del ánade, una concreción vaga a
un error. Y lo mismo pasa con cock, que si traducimos en todo momento como gallo,
apuntes como el del 17 de junio de 1852 no tendrían sentido.
A veces estas elecciones hacen que el pájaro acabe definido con tres palabras (gorrión
de cola blanca, Pooecetes gramineus), algo sin duda ajeno a la sencillez en la escritura que
siempre defendió Thoreau.[15] Pero si con esto se identifica al ave, mejor, porque hacerla
visible es lo que buscamos. En muchas ocasiones hemos llamado al ave por su nombre
completo en la primera mención de cada entrada, simplificándolo en las siguientes
apariciones del mismo apunte. Así, con el fin de aclarar posibles ambigüedades, conviene
señalar que el chickadee de Thoreau es aquí el carbonero cabecinegro (Poecile
atricapillus); la serreta, que Thoreau recoge bajo los nombres de goosander o sheldrake,
es siempre la grande (Mergus merganser); el avetoro es el lentiginoso (Botaurus
lentiginosus); el grévol es el engolado (Bonasa umbellus); el zanate es el común
(Quiscalus quiscula); el arrendajo, cuando no se indica otra cosa, es el gris (Perisoreus
canadensis); el trepador es el pechiblanco (Sitta carolinensis); el colibrí no puede ser otro
que el gorgirrubí (Archilochus colubis) y el chotacabras aunque en realidad es el
chotacabras cuerporruín, lo dejamos como chotacabras (Caprimulgus vociferus), etc.
Hemos pensado que adjetivar al pájaro con «americano» era darle un matiz
innecesario. Obviamente, Thoreau vio las especies americanas de todas las aves, pero
nosotros hemos optado por eliminar el adjetivo en la mayoría de los casos. Debemos
advertir, entonces, que el jilguero (Carduelis tristis), el camachuelo (Carpodacus
purpureus), el agateador (Certhia americana), el mirlo acuático (Cindus mexicanus), el
ampelis (Bombycilla cedrorum), el cárabo (Strix varia) o el cuervo (Corvus
brachyrhynchos) que vuelan en estas páginas son las especies americanas, no las europeas.
La barnacla es la de Canadá (Branta canadensis), el añapero es el yanqui (Chordeiles
minor) y la oropéndola es la de Baltimore (Icterus galbula).
El resto de las aves que aparecen en estas páginas pueden ser fácilmente identificables
consultando cualquier página web de aves de Norteamérica.[16]
Pero Volar no es un libro para especialistas, sino una invitación a Thoreau y a las aves.
Creemos que nada de esto es demasiado importante, en el fondo, para poder volar por el
libro. Con la excusa de las aves, leemos a Thoreau. Con la excusa de leer a Thoreau,
descubrimos las aves. Y uno y otras abren las puertas de la naturaleza a nuestro
entendimiento, a nuestros sentidos y a nuestra imaginación.
Escribió Thoreau que una vez, mientras cavaba en un huerto, se le posó sobre el
hombro un gorrión y que se sintió «mucho más honorable que si llevase un uniforme
cargado de charreteras». En su estela, cualquiera que, tras leer este libro, pueda ser capaz
de detener su mirada en un pájaro y percibirlo como algo distinto, y encontrar en ese acto
algo de inspiración, nos hará sentirnos orgullosos también. Será como el viento que ha
dejado su rastro.
Donostia 2012
Logroño 2016
Volar
17 noviembre de 1837
EL CIELO
Aunque no haya nada nuevo sobre la tierra, siempre hay algo nuevo en los cielos. En
cualquier momento podemos encontrar un último recurso allá arriba. Cada día que pasa
abre una nueva página para nosotros. El viento cambia constantemente la tipografía de esa
página azul, y la persona inquisitiva, en cualquier momento, puede encontrarse allí una
nueva verdad.
26 de abril de 1838
[…]
Llegó del sur lejano el azulejo
a hacer su nido en el álamo,
y abrió de par en par su fina boca
para alegrarme cantando.
4 de marzo de 1840
Hoy he descubierto que todos mis conocimientos de ornitología no me sirven de nada. Por
fortuna, los pájaros que he oído cantar no pertenecían al ámbito de la ciencia, ya que
cantaban con la misma frescura del primer día de la creación, y sus canciones procedían
de un territorio nunca hollado, como si fueran las inexploradas regiones de Carolina o de
México que hay en el alma.
16 de junio de 1840
¿No es la sombra igual de necesaria que el sol, o la noche que el día? Pero entonces, ¿por
qué siempre las águilas y los zorzales, y nunca las lechuzas o los chotacabras?
25 de abril de 1841
Siempre reina en el bosque un majestuoso silencio cuyo significado parece a punto de
brotar y expresarse. Pero el bosque, ay, no se da ninguna prisa. El gorrión campestre, el
trovador de las horas más apacibles de la Naturaleza, canta durante horas con inmensa
ociosidad.
15 de marzo de 1842
Ahora tan solo se oye un mosquero fibí, y el viento, y el traqueteo de un tílburi en el
bosque. Durante unos pocos años vivo aquí, sin saber nada y apropiándome paso a paso de
la vida, y luego me voy. Oigo el borboteo de un manantial cercano al que iba a beber con
una lata cuando era muy joven. Los pájaros, las ardillas, los alisos, los pinos, todos
parecen serenos y ocupando su lugar. Me pregunto si mi vida les parece a ellos tan
apacible como lo es la suya para mí.
27 de marzo de 1842. Domingo.
En los riscos.
Dos pequeñas rapaces acaban de salir a jugar, como mariposas que se elevan una por
encima de la otra en un juego incesante que tiene lugar por debajo de mí. Se lanzan en
picado desde los extremos del amplio fondeadero que forman las copas de los árboles, con
embestidas más y más extensas, como si se dejasen impulsar por un péndulo invisible.
Descienden por un lado y ascienden por el otro.
De pronto alzo la vista y veo una nueva ave, probablemente un águila, muy por encima
de mí, luchando contra el viento a no más de cuarenta varas de aquí. Es el ave más grande
de la familia de los halcones que he visto nunca. Jamás me había impresionado tanto ver el
vuelo de un ave. Se desliza por el aire y de vez en cuando se inclina hacia un lado como
un buque escorado casi por completo, levantando las garras como si se preparase para
esquivar un flechazo. Nunca me había dado cuenta de las posturas grotescas que puede
adoptar nuestra ave nacional.
El águila ha de tener una vista muy educada.
Qué vida nos han concedido los dioses, compuesta a partes iguales de dolor y de
placer. Es demasiado extraña para la tristeza, y demasiado extraña también para la alegría.
[De Una caminata a Wachusett]
Si ascendemos a una montaña podemos hacernos una vaga idea del vuelo de las aves, en
especial de las que vuelan muy alto, y podemos comprobar hasta qué punto usan las
montañas como referencia para sus vuelos migratorios; y cómo, al dejar atrás las Catskills
y las Highlands, son las montañas Wachusett y Monadnock las que les sirven de vía de
paso hacia el noreste; y cómo se guían por valles y por ríos, y quién sabe si también por
las estrellas, al igual que por las cadenas montañosas, en vez de las anodinas señales de
dirección que usamos nosotros. El ave que puede ver a la vez las Green Mountains y el
océano no tiene ningún problema para encontrar su camino.
[Anotación sin fecha, anterior a 1847]
El gorrión melódico, cuya voz es una de las primeras que se oye en primavera, canta
ocasionalmente durante la época del celo y alcanza su mayor profundidad en verano,
como si hubiera aprendido del canto de los demás pájaros.
27 de abril de 1843
Todos los deseos humanos tienen su contrapartida en la naturaleza. El hombre desea
escapar del invierno y disfrutar de un verano interminable, y eso es justamente lo que
hacen los pájaros. Y no les resulta muy difícil: no necesitan descender al suelo, sino que
les basta volar hacia otro sitio cuando llega el frío.
24 de septiembre de 1843
Odio los museos porque no hay nada que me abrume tanto el espíritu. Los museos son las
catacumbas de la naturaleza. Un brote verde que surge en primavera, el amento de un
sauce o el débil gorjeo de un pájaro migratorio bastan para volver a poner el mundo en su
sitio.
[De Una semana en los ríos Concord y Merrimack]
Antes del alba, cuando nos alejábamos de esta ribera rocosa, un avetoro —el genio de la
costa— se movía con gran parsimonia por la orilla, o bien tanteaba el barro con una pata,
sin mirarnos en ningún momento mientras se aplicaba con gran miramiento a su tarea, o
bien corría sobre las piedras húmedas, como un saqueador de naufragios que se hubiera
puesto su ropa de abrigo, en busca de caracoles y berberechos hundidos. Y ahora empieza
a volar con su vuelo renqueante, sin saber dónde va a posarse, hasta que un banco de arena
entre los alisos le invita a ello; pero nuestro avance le obliga a buscar un nuevo refugio. Es
un ave de la vieja escuela talesiana que cree en la superioridad del agua sobre todos los
demás elementos, una reliquia de una era antediluviana y crepuscular que habita desde
antiguo en estos hermosos ríos americanos con nosotros los yanquis. Hay algo venerable
en esta melancólica y contemplativa raza de aves, que tal vez llegase a pisar la Tierra
cuando no se hallaba más que en un legamoso estado de imperfección, y quizá hasta sea
posible descubrir sus huellas sobre las piedras. En vez de emigrar, se queda durante
nuestros veranos abrasadores, soportando su destino con valentía y sin ninguna simpatía
por parte del hombre, como si esperase un segundo advenimiento del que no tiene ninguna
certeza. Y uno se pregunta si, gracias a su estudio paciente junto a los promontorios y las
bahías arenosas, ha conseguido arrancarle ya su secreto a la naturaleza. Y qué gran
experiencia debe de haber adquirido, apoyándose sobre una sola pata y contemplando
durante tanto y tanto tiempo, con su ojo mortecino, el sol y la lluvia, la luna y las estrellas.
Y cuántas cosas podría decirnos acerca de los lagos de aguas estancadas y los juncos y las
nieblas nocturnas que hacen castañetear los dientes. Valdría la pena observar con atención
ese ojo —su pálido ojo amarillento y verdoso— que ha estado mirando durante todas esas
horas y en tantos lugares solitarios. Tengo la impresión de que mi propia alma debe de ser
de un verde brillante e invisible. («Miércoles»).
Vimos dos garzas azuladas (Ardea herodias), con sus miembros alargados y esbeltos
recortándose contra el cielo, volando muy por encima de nuestras cabezas. Su majestuoso
vuelo en silencio, al atardecer, mientras se ponían en camino, no para posarse en una
ciénaga sobre la superficie terrestre, sino tal vez para llegar al otro lado de nuestra
atmósfera, constituía un símbolo que deberíamos estudiar, tanto si las veíamos
recortándose contra el cielo como esculpidas en los jeroglíficos de Egipto. Rumbo a
alguna pradera al norte de aquí, continuaron con su vuelo ceremonioso e inmóvil, como
las cigüeñas del cuadro, hasta que desaparecieron a lo lejos, al otro lado de las nubes.
(«Viernes»).
6 de septiembre de 1850
John Garfield me ha traído esta mañana (el seis de septiembre) una garza azulada (Ardea
herodias) joven que ha cazado esta mañana en un pino de la zona del North Branch. Desde
el pico hasta la pata medía un metro cuarenta y cuatro centímetros, y con una envergadura
de un metro ochenta y dos. La garza pertenece a una raza distinta a la que pertenecemos el
señor Frost y yo, pero me alegraría considerarla una nativa de América, ¿y por qué no?,
también una ciudadana americana.
8 de noviembre de 1850
Las hojas otoñales han perdido el color y ahora están marchitas y muertas, y el bosque se
ha teñido de un tono muy sombrío. Se han terminado el verano y las cosechas. Los
nogales, los abedules y los castaños, al igual que los arces, han perdido todas las hojas.
Las yemas, que habían brotado con gran vigor para reparar los daños que habían causado
los leñadores, han dejado de crecer con la llegada del invierno. Todo permanece silencioso
y expectante. Si aguzo el oído, solo oigo el canto de un carbonero cabecinegro —nuestro
pájaro más común y el que más identificamos, me atrevería a decir, con nuestros bosques
—, o tal vez el grito de un arrendajo gris, o quizá me llega, desde las profundidades del
bosque, el remoto toque a difuntos por uno que ha muerto. El pensamiento se apresta a
llenar el vacío. Pero cuando caminas todavía te encuentras con un grévol engolado que
echa a volar de repente. El bosque está tan silencioso, tan reseco, casi sin hojas y sin
frutos, que uno se pregunta qué alegría puede extraer ese pájaro de volar ahí. Pero el
grévol engolado se eleva desde el pie de un roble como si fuera, pájaro inmortal, su propio
fruto reseco.
24 de diciembre de 1850
He visto un alcaudón norteño que estaba desmembrando a picotazos a un pájaro
pequeñito, quizá un junco ojioscuro. Al final lo ha cogido y ha izado el vuelo muy
despacio, llevándose su presa, que era casi la mitad de grande que él, colgada del pico.
Veo que no había asociado esa clase de acciones con la idea que yo tenía de los pájaros. Y
no me ha parecido muy propio de ellos.
[De Caminar]
Sobre todo, no podemos permitirnos el lujo de no vivir en el presente. Bendito sea entre
todos los mortales quien no pierda ni un instante de su vida fugaz en recordar el pasado.
Nuestra filosofía llega tarde si no consigue oír a los gallos que cacarean en los corrales de
nuestro horizonte inmediato. Porque ese sonido nos suele recordar que nos estamos
volviendo anticuados y herrumbrosos en el uso que hacemos de nuestras labores y hábitos
de pensamiento. […]
El mérito del canto del gallo es que carece por completo de cualquier matiz
quejumbroso. Un cantante puede provocar nuestras lágrimas o nuestras risas, pero ¿quién
puede provocarnos una pura alegría matinal? Si estoy pasando por un mal momento y de
repente, en un domingo cualquiera, el gallo rompe la ominosa quietud de la acera; o si por
casualidad me hallo de visita en una casa donde reina el luto, y de pronto oigo cantar a un
gallo, me digo a mí mismo: «Al menos le va bien a uno de nosotros», y con un repentino
estallido de emoción recupero el dominio de mí mismo.
11 de junio de 1851
El chotacabras nos enseña lo lejos que se hallan la ciudad y el bosque. Los que viven en el
centro de la ciudad muy raras veces oyen su canto, pero aun así lo consideran un mal
augurio. Y solo los que viven en las afueras lo pueden oír de vez en cuando, ya que a
veces llega hasta su patio trasero. Pero si te metes en el bosque, en una noche no
demasiado fría de invierno, descubres que es el canto que se oye por todas partes. Ahora
mismo estoy oyendo cinco o seis chotacabras que cantan a la vez. Y aquí, por lo tanto, la
idea de que su canto trasmite malos augurios equivaldría a atribuírselos también a la noche
y a la luz de la luna. El chotacabras es un ave no solo del bosque, sino de la condición
nocturna de los bosques.
13 de junio de 1851
Oigo al grévol engolado que vuela tamborileando a una hora tan tardía como las nueve de
la noche. ¡Qué sonido tan singular que parece penetrar y rellenar el espacio! ¿Por qué no
consigo jamás acercarme a su origen? […]
Cuando se va haciendo de noche oigo de tanto en cuando el canto débil de un gorrión
(¿?) que se está quedando dormido —el canto de vísperas—, y más tarde, en el bosque, el
traqueteo que resuena como una risotada de un pájaro invisible que se halla cerca de los
árboles. El añapero retumba, despierto por completo. […]
Oigo a mi viejo amigo, el búho musical que canta con una simple nota.
22 de junio de 1851
Oigo a mi alrededor, aunque nunca los vea, a una gran cantidad de zorzales maculados que
afilan su canto con resonancias de acero. ¡Qué grandes cantores! Hace falta un calor
abrasador, y echar muchas agujas secas de pino en el horno solar, para atemperar sus
sones. En todo momento ascienden o descienden formando una nueva melodía. Y vuelven
a cantar tras una pausa moderada, diciendo siempre algo nuevo, evitando repetirse y hasta
creo que respondiéndose el uno al otro.
12 de julio de 1851
Cuando vuelvo atravesando el huerto, un estúpido zorzal robin sale volando de una rama
de forma muy poco natural, con los feos hábitos del hombre.
16 de julio de 1851
El gorrión melódico, nuestro pájaro más común —hasta el punto de que es el ave de
Nueva Inglaterra—, se oye en los campos y en las praderas, y le pone música a este día
canicular como si fuera la música de un raíl o de una valla cubiertos de musgo. Suelta una
breve cascada cantarina, fresca y ondulante al calor del mediodía —es el habitual cantante
invisible que nadie suele oír, de tan común que es, igual que el grillo—, y le pasa como a
la canción del poeta, que la mayoría de hombres no oye porque sus oídos están ocupados
atendiendo a sus negocios, aunque ese pájaro quizá haya estado cantando esta misma
mañana, durante una hora, en la valla que hay frente a la casa del granjero. Hay pequeñas
vetas de poesía en nuestros animales. […]
El pradero oriental canta en el prado, y la esencia misma de la tarde se hace presente
en su melodía. Los trinos de las golondrinas llenan el aire y me hacen recordar el agua.
[…]
Oigo el parloteo en los árboles del tordo sargento y del zanate. El tordo cabecipardo
acompaña a las vacas que pacen en el campo en busca de los insectos que los animales
ahuyentan. A veces un cazador despiadado, ansioso por atrapar a estas aves, llena de
perdigones el cuerpo o las patas de las vacas. […]
Oigo al tirano oriental, que gorjea y parlotea como la golondrina bicolor. […]
Ahora, a las cuatro de la tarde, oigo al mosquero en el bosque, y el cuclillo me
recuerda un silencio que reina entre las aves y que antes no había notado. […]
Unos cazadores crueles y desconsiderados han matado veintidós grévoles no mucho
más grandes que un zorzal robin, infringiendo las leyes de Massachusetts y de la
humanidad.
22 de julio de 1851
A las cinco y media de la mañana ya hay algunos tramos del río que están al descubierto.
Desaguan río abajo como un solo hombre, y avanzan contra el aire, que no se eleva hacia
al cielo, sino que se retira sin que yo vea como se va disipando. Este vapor tenue y ligero
que se queda enroscado sobre la superficie del agua quieta y oscura, tan inmóvil como el
cristal, no parece ser la misma cosa, sino que parece tener una cualidad diferente. Oigo
cantar a los gallos a través del aire, y con ellos llegan los profundos cacareos de los pollos
más jóvenes, con un sonido que delata la salud más decidida y vulgar: ronca sin frío, ronca
de pura salud común y corriente. Ese cacareo es uno de los medios más poderosos de la
naturaleza: el hambre y las plagas huyen de él. Y así son nuestros mejores días, que
siempre nacen en medio de la niebla.
23 de julio de 1851
El gorjeo de la golondrina es el sonido de las ondas que se quedan rezagadas en el aire, o
de cuando rompen y se deshacen, ya que sus alas representan los rizos que se forman en el
agua. La golondrina tiene más aire en los huesos que otros pájaros, aunque sus pies son
muy defectuosos. Es el pez del aire y su canto es la voz del aire. Y al igual que los peces
pueden oír el sonido de las olas que se quedan rezagadas en la superficie y ver la forma de
las ondas, así nosotros oímos el canto de las golondrinas mientras las vemos volar.
27 de julio de 1851
Después de tomar la carretera que pasa junto a la casa de Webster, más allá de South
Marshfield, caminé un buen trecho, al mediodía, sudoroso y sediento, antes de que pudiera
encontrar un buen lugar donde descansar y tomarme la comida: un lugar donde la sombra
y la hierba me resultasen agradables. Al final no me quedó más remedio que conformarme
con una sombra diminuta muy cerca de las rodadas, en el lugar donde el único arroyo que
había visto en mucho tiempo cruzaba la carretera. A este lugar iban muchos zorzales robin
a refrescarse y a lavarse y a beber. Se metían en el agua, hasta que les llegaba al vientre, y
después se quedaban quietos. De vez en cuando se mojaban las alas y la cola y también
metían la cabeza y se remojaban rociándose con agua. Luego se posaban en una valla que
había muy cerca y se secaban allí. Más tarde llegó un jilguero que hizo exactamente lo
mismo, en compañía de una hembra mucho menos llamativa. Estaba claro que esos
pájaros disfrutaban mucho del baño y que les parecía una cosa indispensable.
7 de septiembre de 1851
El otro día, cuando estábamos en el bosque, por la zona de Boon Plain, dos busardos
hombrirrojos nos entretuvieron planeando en círculos; de vez en cuando cruzaban la órbita
del otro, cambiando de posición como lo habían hecho por la mañana las ardillas, hasta
que, al alarmarse cuando oyeron nuestra imitación del chillido agudo de un gavilán, fueron
cogiendo aire y ascendieron más y más arriba en el cielo hasta perderse de vista. Pero en
ningún momento dejaron de escudriñar con avidez la superficie de la tierra en busca de un
ratón o de un conejo despistado.
9 de septiembre de 1851
La luna brilla, rojiza y pardusca. Canta un chotacabras solitario.
El reloj da las cuatro. Ladran unos perros, muy pocos. Unas pocas carretas se preparan
para ir al mercado, y a lo lejos se oye el leve traqueteo de las ruedas. Oigo a mi lechuza
sin nombre, y el murmullo del tren de mercancías que se acerca —y que debe de estar,
quizá, a la altura de Waltham—, y también a un pájaro madrugador.
Los chotacabras empiezan a cantar con fuerza una media hora, más o menos, antes de
que salga el sol, como si se dieran prisa en aprovechar el poco tiempo que les queda. Por
lo que he podido observar, cantan durante varias horas a lo largo de la primera mitad de la
noche; a eso de la medianoche suelen callarse —aunque se los puede ver posados en una
roca o revoloteando en silencio—, y vuelven a cantar antes del alba.
13 noviembre de 1851
Creo que el majestuoso aguilucho que planea en círculos, aparentemente sin ningún
esfuerzo, ha aprendido a hacerlo cuando se deslizaba por el suelo como un reptil en un
estadio anterior de la existencia. Antes de empezar a correr hay que haber reptado, y antes
de empezar a volar hay que haber corrido sobre la superficie.
18 de noviembre de 1851
Me alegra que haya búhos. Representan muy bien los pensamientos inhóspitos,
crepusculares, insatisfechos que ahora tengo. Dejémoslos ulular como idiotas y maníacos.
Ese sonido sugiere sutilmente la infinita amplitud de la naturaleza y el hecho de que hay
un mundo distinto en el que viven los búhos. Y aun así, qué difícil es verlos, incluso
cuando se muestran más ruidosos. El sol ha brillado todo el día sobre esta ciénaga
despiadada —en la que hay una pícea solitaria con el tronco cubierto de líquenes—, que
un comerciante de Concord perdió cuando la hipotecó a nombre de un fideicomiso
ministerial. Pero ahora, en este páramo que uno ya imagina como un lugar bastante
sombrío desde hace mucho tiempo, está amaneciendo un nuevo día para una raza distinta
de criaturas. Por aquí también planean de día los aguiluchos, y se oyen los carboneros
cabecinegros, y abundan los conejos y los grévoles engolados.
20 de diciembre de 1851
He visto un gran aguilucho que volaba en círculos sobre un bosque de pinos que hay aquí
abajo. Chillaba como si estuviera intentando avizorar a sus presas por su forma de volar.
Se ha elevado en círculos cada vez más amplios, y qué buen símbolo constituía para los
pensamientos, que a veces planean, a veces descienden, pero avanzan siempre en círculos.
El aguilucho no vuela directamente hacia donde se dirige, sino que va dando vueltas,
como un cortesano de los cielos. […] La poesía del movimiento no consiste en preferir un
lugar por encima de otro, sino en disfrutar de cada lugar mientras eso sea posible; y así,
con la mayor elegancia, explorar nuevos lugares y regresar a los antiguos. Y como si el
aguilucho hubiera sido creado para ser un símbolo de mis pensamientos, se ha puesto a
explorar con enorme valentía las zonas del bosque que no conocía, escrutando cada nuevo
segmento y anexionándose un nuevo territorio.
18 de enero de 1852
¿Cómo suenan los píos y los silbidos de los pájaros en medio de una tormenta invernal?
15 de marzo de 1852
El aire se llena de azulejos. El suelo está casi por completo desnudo. Los lugareños han
salido al exterior, y todos los que tienen que trabajar en el campo están contentos. Voy por
Sleepy Hollow hacia Great Fields. Me apoyo en una valla y escucho el aire, que parece
líquido con los gorjeos de los azulejos. Mi vida forma parte del infinito. El aire es tan
profundo como nuestra propia naturaleza. Me muevo para pedirle cosas nuevas a la
existencia. Quiero empezar bien este verano y hacer algo que sea digno de él y de mí;
quiero trascender mi rutina diaria y la de mis convecinos; quiero alcanzar ahora mi
inmortalidad y que posea las cualidades de mi vida diaria; quiero pagar el mayor precio y
los mayores tributos que se pagan en Concord y disfrutarlo al máximo. Entregaré todo lo
que soy a cambio de mi nueva nobleza. Pagaré por el éxito con todos los días que me
quedan por vivir. Rezo para que la vida de esta primavera y de este verano resulten gratas
para mi memoria. Y ojalá me atreva a hacer lo que jamás he hecho. Ojalá conserve la
perseverancia que jamás he tenido. Y ojalá pueda purificarme de nuevo, en cuerpo y alma,
como si lo hiciese con fuego y con agua. Y que mi canto no desmerezca de las estaciones.
Y ojalá pueda obligarme a ser un cazador de lo bello y nunca se me escape nada.
31 marzo de 1852
Todos estos pájaros migratorios traen mensajes que se refieren a mi vida. No sé coger los
frutos en sazón. Amo a las aves y a las bestias porque se toman tan en serio como los seres
mitológicos. Sé que el gorrión trina y revolotea y canta en armonía con el gran diseño del
universo; sé que el hombre no se comunica con él y no comprende su idioma porque no
forma un mismo todo con la naturaleza. Y me reprocho a mí mismo haber mirado con
indiferencia el vuelo de las aves y haber creído que esas aves no eran mejores que yo.
2 de abril de 1852. 6 de la madrugada.
El aire rebosa de notas de pájaros: gorriones melódicos, tordos sargento, zorzales robin
(que cantan con sus intensas cadencias), azulejos, y también un pradero oriental, como si
toda la tierra hubiera estallado en canto. El influjo de esta madrugada de abril se ha
apoderado de ellos, ya que se pasan toda la noche a la intemperie y no hay ningún peligro
de que se queden dormidos. Hace unas pocas semanas, antes de que llegaran las aves,
llegó hasta mi mente, en mitad de la noche, el gorjeo de unos pájaros durante una
madrugada de primavera. Era una semiprofecía de lo que ahora está ocurriendo, a lo que
anoche estuve prestando atención como si escuchase el onírico sonido aspersor de los
sapos caniculares, y entonces me di cuenta de lo glorioso que era este sonido y de las
múltiples revelaciones que contenía. Mantenerse a la expectativa puede convertirse en una
profecía.
3 de abril de 1852
El azulejo carga con todo el cielo sobre su espalda.
15 de abril de 1852
Pienso en la importancia que tiene la gaviota, en primavera, para el paisaje de nuestro río.
Durante unas pocas semanas se la ve volar en círculos, lenta y pesada —pero graciosa a
pesar de todo—, batiendo las alas sin propósito aparente, como un navío en el aire. Ver a
una gaviota que vuela muy alto sobre nuestros prados anegados, durante el frío y ventoso
mes de marzo, se parece mucho a ver una goleta de pesca de caballa en la costa. Es lo más
parecido que hay en nuestro paisaje a un barco de vela.
18 de abril de 1852
Las aves que veo y oigo en mitad de una tormenta son zorzales robin, gorriones
melódicos, tordos y de vez en cuando cuervos. […] Tendría que observar todas las
coincidencias posibles, como qué clase de aves llegan con cada nueva floración de las
plantas.
19 de abril de 1852
He asustado a tres garzas azules en la laguna que hay muy cerca de aquí. Ha sido todo un
espectáculo ver cómo han levantado el vuelo. Eran tan lentas y majestuosas, y tan ágiles y
tan esbeltas, y hacían un movimiento ondulante que iba de la cabeza hasta las patas, y
también sus grandes alas ondulaban en dos direcciones mientras ellas miraban con cautela
a su alrededor. Y se han ido elevando con ese mismo movimiento grácil y ondulante,
como si solo así pudieran ponerse en camino, mientras las dos patas les colgaban muy por
detrás, en paralelo, como si fuesen un residuo terrestre que debieran dejar atrás.
21 de abril de 1852
Por el lado oriental de Ponkawtasset oigo cantar alegremente a un zorzal robin desde una
rama del bosque, bajo la lluvia, en un paisaje que ahora se ha vuelto desolado y agreste.
Su canto forma un contraste extraordinario que resarce de la tormenta. Es como si la
naturaleza dijera: «Tened fe, yo sé hacer estas dos cosas». El robin canta con gran
potencia, como un ave de gran fervor que pudiera ver el brillante futuro que se oculta tras
la oscuridad del presente, y que quisiera tranquilizar a la raza humana, como alguien a
quien le hubieran sido entregados muchos talentos y fuera capaz de multiplicarlos. Hay
sonidos que pueden resucitar a un moribundo. Y estos pájaros no cantan con
desesperación, sino con una melodía pura, inmortal. […]
Pero el zorzal robin canta también aquí, en el bosque, desde una distancia que ignoro.
«¿Cantaría también así en tiempos de los indios?», me pregunto, porque siempre he
asociado ese sonido con un poblado y un calvero en el bosque, aunque ahora detecto en su
canto la condición agreste de los aborígenes, y puedo imaginarlo como un pájaro del
bosque que cantaba así cuando no había ningún oído civilizado que pudiera oírlo, con una
melodía forestal tan pura como la del zorzal maculado. Todas las cosas genuinas
conservan ese tono agreste, que ninguna cultura verdadera es capaz de destruir. Y le oí
cantar tal como habría podido sonar a oídos de un indio, cuando cantaba al atardecer desde
el olmo que se elevaba sobre su tienda, que en la mente del piel roja se asociaba con todos
los sucesos de la vida, sobre todo de su infancia. En ocasiones anteriores yo tan solo lo
había oído cantar con las cadencias que evocaban la vida en una aldea de hombres
blancos; pero ahora ese canto evocaba la vida del piel roja tal como llegaba a oídos de los
niños, cuando el pájaro cantaba mientras ellos iban fijando en sus varillas las puntas de
flecha, que la lluvia hacía brillar sobre los enjutos rastrojos.
Y así cantan los pájaros en torno a esta extensión de agua, algunos desde los alisos que
la rodean, otros a mayor distancia, desde las cumbres de las lomas. Este río es el centro de
su vida.
22 de abril de 1852
Esta noche, el canto del tordo sargento, que está entre las flores del sauce que hay junto al
agua, suena líquido, burbujeante, acuoso, casi como si fuese el rumor de una fuente en
perfecta armonía con el prado. Borbotea, gotea, tintinea y burbujea desde las
profundidades de su garganta, bob-i-li-ii-i, y luego se convierte en un silbido agudo y muy
hermoso.
3 de mayo de 1852
Las ranas son las aves de la noche.
6 de mayo de 1852. 3 de la tarde.
Conantum
La música de todas las criaturas está relacionada con el amor, incluso en el caso de las
ranas y los sapos. ¿Y no ocurre lo mismo con el ser humano?
7 de mayo de 1852
Creo que los pájaros van cambiando las notas de su canto con arreglo a las estaciones.
Cuando oigo cantar a un pájaro, no puedo imaginarme ni una sola palabra que tuviera la
capacidad de sustituirlo. ¿Qué palabra puede ocupar el lugar de una nota en el canto de un
ave? Si quisiéramos representar ese canto, y lograr después que el ave lo ejecutara, antes
deberíamos enterrarlo, o rodearlo con los caballos de Frisia de los acentos, y por último
ahogar el arte del compositor musical con nuestros diferentes compases. Pero el canto de
las aves no tiene apenas relación con las palabras. El canto del zorzal maculado solo dice
ah-tulli-tulli.
23 de mayo de 1852. Al amanecer.
El camachuelo canta como un canario y como un zorzal robin.
15 de junio de 1852
Oigo el chillido de un gran aguilucho que planea con un ala desflecada contra la ladera del
bosque, aparentemente con el fin de asustar a sus presas y detectarlas. Es un grito agudo,
ronco, muy adecuado para sembrar el terror entre los pajarillos y para surgir de un pico
hendido y curvo. Ahora mismo veo el pico abierto recortándose contra el cielo. Y el
aguilucho escupe con fuerza su grito desde la boca, con un vaivén ondulante que le llega
desde las alas o desde el mismo movimiento que adopta al volar. El ala desflecada del
aguilucho se recompondrá, pero eso no le sucederá jamás a un poeta.
17 de junio de 1852. 4 de la madrugada.
Camino de los riscos.
Oigo con placer y sorpresa el cacareo universal de los gallos de la pradera, como si antes
no lo hubiera oído nunca. Qué tipo tan duro. Y qué buen nativo de la tierra. No pueden
matarlo ni la lluvia ni la sequía, ni el calor ni el frío.
27 de junio de 1852
En el bosque me topo con una pequeña hembra de grévol engolado y su nidada. A pocos
pasos de mí despliega la cola en forma de abanico, y se pone a golpear, intrépida, el suelo
con las alas para distraer mi atención mientras sus polluelos se dispersan. Pero los delata
un áspero y débil pío-pío, en tanto que ella maúlla y chilla como si quisiera señalarles una
dirección por la que huir.
9 julio de 1852
Oigo las dos notas roncas del carbonero cabecinegro. El canto del arrendajo gris, que se
oye en la escabrosa ladera del bosque, hace pensar en un escenario salvaje. Oigo a muchas
tángaras escarlatas, las primeras que oigo en esta temporada y que se podrían confundir
con el vireo. Es un reclamo comparativamente ronco y áspero, pero que resulta fácil de
captar debido a su sencillez y monotonía, algo así como chip-er güey jiar chori-chei. Y a
un charlatán.
25 de julio de 1852. 4 de la madrugada.
Camino de los riscos
El gorjeo de los chimbitos al alba parece un sonido orgánico de la tierra. Esta es una
mañana festejada por los pájaros. Nuestro azulejo se ha posado en la parte más alta de la
casa y trina igual que en primavera, pero no como suele hacerlo durante el día.
30 de julio de 1852
Qué joya son los huevos de los pájaros, sobre todo los verdes o los azules, cuando te los
encuentras rotos o enteros en el bosque. Esta tarde he visto un pequeño huevo azul que
había sido arrastrado por la corriente del estanque de Flint y yacía medio enterrado en la
arena blanca. Mientras estaba allí, a ratos seco y a ratos mojado, no podría haber tenido un
color más hermoso ni habría gema alguna que pudiera tener una montura que la
favoreciera y realzara más. Probablemente se cayó de un nido que colgaba sobre el agua.
Me topo a menudo con restos de cáscara de huevo en los lugares por donde ha estado
merodeando un cuervo o algún otro ladrón de nidos. ¿Y no es esa cáscara un objeto muy
valioso porque alberga una vida alada?
24 de agosto de 1852
El año no es más que una sucesión de días y creo que podría asignarle un cometido a cada
uno de esos días, que una vez sumados constituirían la historia del año completo. Todo se
hace con un propósito y no hay tiempo que perder. Los pájaros incuban la nidada cuando
llega el momento y luego desaparecen. Hoy he mirado el nido en el que vi, hace unos
pocos días, a un vireo que alimentaba a sus crías, pero el nido estaba vacío: a sus
ocupantes les habían crecido las alas y habían echado a volar.
8 de octubre de 1852
Mientras remaba por la ribera septentrional, y después de haber buscado en vano un
colimbo por la laguna, de pronto uno que salió volando hacia el centro, a unas pocas varas
por delante de mí, soltó su risotada salvaje y delató su presencia. Lo seguí dando una
palada y se zambulló, pero cuando volvió a salir a la superficie yo ya estaba muy cerca de
él. Volvió a zambullirse, pero calculé mal la dirección que iba a tomar y cuando emergió
estábamos a cincuenta varas de distancia, y una vez más se rio con fuerza. Se comportaba
con gran astucia y no pude acercarme a menos de seis varas de él. A veces surgía, en el
momento más inesperado, al otro lado de donde yo estaba, como si hubiera pasado por
debajo de la canoa. Tenía tanta resistencia y se cansaba tan poco que al instante volvía a
sumergirse, y entonces no había mente humana que pudiera adivinar qué dirección iba a
tomar bajo la tersa superficie del profundo lago, como un pez nadando a toda velocidad y
que tal vez pasase por debajo de la quilla. Tenía la capacidad y la destreza suficientes para
alcanzar el fondo del lago por la parte más profunda. […] Era sorprendente ver lo sereno
que nadaba, con ánimo impasible, cada vez que volvía a salir a la superficie. Tanto daba
que yo dejara de remar y esperase su reaparición como que intentara calcular por dónde
iba a salir. Cuando estaba forzando la vista por la superficie, de repente me sobresaltaba su
risotada sobrenatural que sonaba a mis espaldas. Pero ¿cómo era posible que después de
haber demostrado tanta astucia se delatase al salir a la superficie con aquella carcajada
estentórea? El pecho blanco ya bastaba para delatarlo. Como indica su nombre, era un
colimbo idiota: a pesar de que tomaba todas las precauciones para esquivar mi presencia,
nunca dejaba de anunciar su paradero cuando salía a la superficie. Una hora más tarde
parecía seguir tan fresco como al principio, ya que se sumergía con el mismo ímpetu y
nadaba aún más lejos que antes. Una o dos veces vi una pequeña burbuja en el lugar por
donde se acercaba a la superficie, pero no hizo más que sacar la cabeza, hacer un rápido
reconocimiento y volver a sumergirse al instante. Por lo general podía oír el chapoteo del
agua cuando subía y así podía localizarlo, y en estos casos soltaba una carcajada
demoníaca que se parecía un poco a la de algunas aves acuáticas; pero de vez en cuando,
si había logrado ocultarse por completo de mí y salía a la superficie muy lejos de donde yo
estaba, emitía un aullido interminable y sobrenatural que se parecía más al de un lobo que
al de cualquier otra ave. Así era su chillido, como cuando un animal mete el hocico en la
tierra y se pone a gruñir con furia. Es posible que sea el sonido más extraño que yo haya
oído en mi vida y que hizo temblar todo el bosque. Y he llegado a la conclusión de que,
confiado en sus propios recursos, se reía para burlarse de mi esfuerzo.
16 de octubre de 1852
¿Qué pájaros parecidos a los gorriones son esos que acabo de ver, comiendo en el jardín
las semillas de las malas hierbas, y que tienen el pecho rayado y dos manchas triangulares
de color castaño en el pecho?
[De Cape Cod]
Los charranes han estado volando sobre nuestras cabezas y sobre las grandes olas de los
rompientes, y a veces dos charranes blancos se ponían a perseguir a uno negro. En medio
de la tormenta se encontraban como en su propia casa, aunque son organismos tan
delicados como las medusas o las algas rojas, y pudimos ver que se adaptaban a las
circunstancias por medio de su espíritu más que de su propio cuerpo. Deben de tener una
naturaleza más salvaje, es decir, menos humana que los praderos orientales y los zorzales
robin. Su reclamo era como el sonido de un metal vibrante que armonizaba muy bien con
el paisaje y el rugido de las olas, como si hubieran tocado con dedos torpes las cuerdas de
la lira que siempre hay en la orilla y hubieran conseguido arrojar sobre la espuma unas
hilachas de música oceánica. Pero si me pidieran que describiese el sonido cuyo recuerdo
pudiera evocar mejor la impresión que me había causado la playa, sería el pío-pío del
chorlitejo silbador (Charadrius melodus) que frecuenta estas costas. Y su reclamo también
resuena como una melodía fugaz en el canto fúnebre que a todas horas se entona en la
costa, en memoria de todos los marinos que se han perdido en las profundidades desde que
existe el océano. Pero a pesar de lo deprimente que resultaba todo esto, tuvimos la
impresión de haber escuchado una melodía eterna, porque la misma cadencia que suena
como un canto fúnebre para una familia puede sonar para otra como un canto jubiloso que
siempre se renueva. («La playa»).
A veces nos sentábamos en la playa mojada y nos poníamos a mirar a las aves playeras,
como los andarríos y otras más, que trotaban muy cerca de las olas esperando que el mar
les arrojase su desayuno. Los chorlitejos corrían con gran rapidez, y luego se quedaban tan
quietos como muertos, pero muy erguidos, de tal forma que apenas se los podía distinguir
de la playa misma. La arena mojada estaba llena de pulgas de mar, que parecían formar
parte de su sustento. Estas pulgas son las carroñeras más pequeñas de la playa, y son tan
abundantes que son capaces de devorar en muy poco tiempo a los grandes peces que
acaban varados en la orilla. Un pájaro diminuto, no mucho mayor que un gorrión —podría
ser un farolopo—, se posaba sobre la turbulenta superficie de las olas, allá donde
alcanzaban los dos metros de altura, y flotaba majestuosamente allá arriba, como un
ánade, hasta que movía las alas y muy astutamente se elevaba unos palmos en el aire sobre
la cresta espumeante, aunque a veces cabalgaba sin peligro una ola muy grande, que lo
ocultaba durante unos segundos, si el instinto le decía que la ola no iba a romper. Era una
criatura muy pequeña para divertirse con el océano de aquel modo, pero a su manera había
conseguido ser un triunfo, al igual que las olas lo eran también a su modo («La playa otra
vez»).
10 de marzo de 1853
¿Qué sonido era ese que llegaba en el aire tibio? Era el trino del primer azulejo desde el
maltrecho huerto de manzanos. Cuando se oye ese trino, es que la primavera ha llegado.
12 de marzo de 1853
Ayer noche nevó, aunque era más bien aguanieve, así que ahora el suelo está todo cubierto
de color blanco. ¿A dónde se habrá ido el azulejo cuyo trino me llegaba como una onda
azulada arrastrada por el aire?
18 de marzo de 1853
En cuanto salgo de casa ya oigo a los azulejos alborotando en el aire, lejos y cerca y en
todas partes, salvo en el bosque. Se pueden oír por todo el pueblo los rizos azules de sus
gorjeos, que son heraldos de un tiempo cálido y sereno, como arroyuelos celestes que
gotean desde el aire. Su breve gorjeo en el aire estremecido hace pensar en unos
sacacorchos que atacaran y deshelaran la aletargada masa invernal, y que ayudasen a
derretir la nieve y el hielo y hacer que por fin corrieran los ríos. […]
Me detengo a escuchar por si pudiera oír el canto de un nuevo pájaro, ya que el sonido
de mis pasos lo hace muy difícil, y en este momento del año, en una tarde tranquila como
esta, se oyen tan pocos sonidos que estás convencido de que vas a poder oír uno aunque
suene a una gran distancia. ¡Y ya oigo algo! Estoy seguro de que no puede ser mi propia
respiración (he estado respirando por la nariz). Y sí, ahora se oye de nuevo. Es un zorzal
robin, lo que significa que ya hemos dejado atrás el invierno. ¿A qué compañera estará
llamando en estos campos desiertos? Parece un reclamo inspirado por el miedo, que emite
mientras salta de un lugar a otro, al que sigue el conocido sonido —que sigue traduciendo
la misma inquietud— de tort-tul-tut. De momento, todavía no canta. […]
Oigo en el cielo el chac, chac de un tordo al que no consigo situar. Un objeto tan
pequeño se pierde en la vasta extensión del cielo aun cuando no haya ningún obstáculo
que nos separe. Cuando el ojo lo ha detectado, uno puede seguirlo sin dificultad, pero es
muy difícil orientar la vista hasta él, lo mismo que dirigir un telescopio hacia una estrella
en concreto. Cuántas rapaces no estarán volando por encima de nuestras cabezas, sin ser
vistas, a pesar de que están al alcance de nuestra mirada. […]
Hoy por primera vez he podido oler la tierra.
29 de marzo de 1853
¿No resultaría muy útil tener un catalejo con el que poder observar a las aves más tímidas,
como las ánades o las rapaces? En muchos aspectos sería mucho mejor que tener una
escopeta. Con ella uno puede observar a las aves de cerca, pero muertas, en tanto que con
el catalejo uno las tiene vivas. Es más fácil identificar a un ave si está muerta, porque a la
hora de describirla con minuciosidad siempre se ha hecho con un ejemplar muerto, pero se
pueden estudiar mucho mejor los hábitos y el aspecto de un ave si está viva.
2 de abril de 1853
Hoy en día los granjeros tiemblan por sus aves de corral. Ayer oí los gritos de las gallinas
y la barahúnda que reinaba entre sus dueñas (en la granja de Dugan) cuando las alertaban
del peligro e intentaban ahuyentar a un gavilán. Según dicen, los gavilanes no provocan
pérdidas en mitad del estío.
4 de abril de 1853
He visto en las lindes de Conantum a un busardo de cola roja que, cuando yo me
aproximaba, ha salido disparado del roble que hay cerca del lago. Tiene el vuelo pesado y
bate las alas de una forma regular, que al principio se parece a la del avetoro, y que luego,
a medida que avanza, se vuelve más torpe. Después de girar por los riscos de Lee he oído,
creo yo, más pájaros que cuando hace buen tiempo: gorriones arbóreos —que cantan de
forma muy parecida al junco ojioscuro, chil-lil—, el canto dulzón del gorrión zorruno, los
gorriones melódicos, un trepador, arrendajos, cuervos, azulejos, zorzales y una gran
bandada de tordos. Se han posado de repente, y con gran estrépito, sobre un campo de
rastrojos, al otro lado del muro, sin darse cuenta de mi presencia ni la de mi paraguas
detrás de los pinoteas, y todos se han puesto a comer en silencio. Luego, al sentirse
inquietos o atemorizados, han echado a volar hacia un manzano, y allí, al creerse seguros,
han iniciado un concierto ensordecedor pero muy rico en tonalidades, o-glo-glo-ii-i, o-glo-
glo-ii-i, con los reclamos más líquidos que he oído nunca, como si surgieran del agua de la
Fuente de las Musas y fluyesen a través de un canal melodioso que al mismo tiempo
pusiera en movimiento una multitud de hermosos y vibrantes manantiales. Me he sentido
como un pastor escuchando arrobado el alborozo que llegaba desde ese canal. Era como
una gaita o un clarinete de sonido más líquido, que flotaba como las burbujas entre mil
notas dispersas que salían disparadas en rociadas de agua, en tanto que las burbujas se
quedaban medio perdidas entre las salpicaduras. Cuando me he dejado ver, los pájaros han
salido huyendo con un sonido áspero que hacía charr-ar-charr-ar. Al principio había oído
un diluvio de tordos que se acercaban, algunos de los cuales llevaban el ritmo con un
sonoro chuc-chuc, mientras que el resto entonaba una fuga apresurada y gorgoteante.
8 de abril de 1853
He visto y oído a mi diminuta reinita del pinar cuando emitía sus trinos, que incluso
parecían tintinear como el dinero en el momento de encontrar su camino. La reinita parece
mucho más pequeña cuando se posa en la copa de los pinos blancos o cuando revolotea a
gran altura entre árbol y árbol.
¿No será mi reinita hornera un vireo ojiblanco? Pero aún no ha llegado. He vuelto a oír
a un gorrión campestre.
10 de mayo de 1853
Cuando esta mañana he oído el primer canto del charlatán, al principio no he conseguido
recuperar la calma suficiente para identificar qué era lo que estaba oyendo: una
reminiscencia del esplendor del último mes de mayo, solo que la experimentaba en medio
de una estación que no había llegado aún a su apogeo. Y de repente, en vista de que la
estación había entrado de lleno y la atmósfera había alcanzado las condiciones adecuadas,
estas titilantes notas refulgentes han llegado desde donde una mota oscura había
desaparecido con un sonido metálico, como de chispas que saltan del pedernal. Este
rutilante meteorito ha irrumpido a través del aire expectante de la pradera y ha dejado a su
paso una cascada de notas tintineantes. Van llegado sucesivos regimientos de pájaros que
luego huyen en desbandada por nuestros campos, como soldados que todavía lucen el
uniforme. Al principio me ha cabido la duda de si era el canto de un pájaro-gato gris o de
un zorzal (¿?) que llegaba, unos pocos días antes de lo previsto, desde el lugar donde el
charlatán se había situado.
11 de mayo de 1853
El vireo chiví en primavera: un canto muy propio del bosque. Existen diferentes grados y
modulaciones de la vida salvaje y de la poesía cuya idea central solo se expresa por medio
del canto de las aves. El empresario circense Barnum nunca podría engañar a un zorzal
maculado, aunque puede sobornar a la soprano Jenny Lind para encerrarla en su jaula.
Cuántos pajarillos de la familia de las reinitas revolotean ahora sobre las yemas de las
hojas que se abren, mientras yo disfruto de la primavera. Y esas aves casi forman parte del
árbol en la misma medida que las flores y las hojas. Llegan y le prestan su voz. Y las
ramas sienten placer cuando notan cómo sus pequeños pies se agarran a ellas.
20 de mayo de 1853
He visto una tángara en Sleepy Hollow. Su aspecto casi supera al de cualquier otro pájaro.
Es como el tordo sargento, pero al revés: el escarlata oscuro que ese tordo tiene en las alas
se extiende por todo el cuerpo, y no solo en las manchas de las alas, en tanto que las alas
son negras por completo. Cuando vuela entre el follaje verde parece que fuera a incendiar
las hojas.
23 de mayo de 1853
En el bosque de Loring he visto y he oído a una tángara. Qué contraste forma ese pájaro
rojo con el verde de los pinos y el cielo azul. Al oír su canto me he puesto a buscarlo, y
cuando al fin he encontrado a ese diablillo encarnado, posado sobre la rama muerta de un
pino, me he sobresaltado como me ocurre siempre. (Parece que les gustan los pinos más
oscuros y más tupidos). Ese rojo increíble, cuando se une al verde y al azul, parecen
formar la trinidad que tanto necesitamos. Pero tiene que compensar su colorido con su
canto ronco. De todos modos me siento transportado, ya que este no es el bosque por
donde suelo caminar cada día. El pájaro logró que Concord se hundiera en el recuerdo. Y
de qué manera consigue resaltar la naturaleza salvaje y la riqueza de un bosque. Este
pájaro y la mariposa emperador son los milagros tropicales que ocurren en nuestra
comarca.
1 de junio de 1853
Subiendo por la ladera de la colina he asustado a un añapero que estaba a unos dos o tres
metros de mí, y esa criatura moteada ha huido colina abajo, medio revoloteando y medio a
saltos, como un sapo con alas, tal y como dice Nuttall que la llaman los franceses de
Louisiana (¿?). Sin moverme, he inspeccionado el terreno y he visto los dos huevos en el
suelo desnudo, en un pequeño rellano de la colina, entre la arena y las agujas secas de
pino, sin cavidad o nido de ninguna clase, muy evidentes una vez localizados, pero muy
difíciles de detectar a causa de su color, de un gris desleído entreverado de blanco y
veteado de manchas azuladas, o de un tono marrón pizarra o incluso pardo terroso: un
color de piedra o de granito, igual que los lugares que elige para poner los huevos. He
dado unos pasos hacia adelante y los he tocado con la mano, y mientras me agachaba he
visto una sombra que se proyectaba contra el suelo, y al alzar la vista he descubierto el
ave, que ha venido volando colina abajo, ciega y desvalida, y que giraba en ágiles círculos,
a baja altura, por encima de mi cabeza, dejando a la vista la mancha blanca de las alas,
conforme a la manera de volar del genuino añapero. He caminado unas doce varas y
entonces ha vuelto a aparecer, esta vez mucho más arriba, cada vez más alto en el cielo,
con su extraño vuelo saltarín, siempre silencioso y que parece avanzar a la pata coja. Pero
ha descendido de improviso y se ha abalanzado contra mí, pasando a menos de diez pies
de mi cabeza, como un duende surgido de la oscuridad, y luego se ha deslizado sobre la
laguna, escorándose alternativamente a un lado y a otro, con diferentes bandazos, como si
al perseguir a su presa ya se hubiera olvidado de los huevos que tenía en el suelo. Me doy
cuenta de por qué ha sido considerada un ave que provoca un terror supersticioso. Luego
se oye el canto nítido del cuclillo.
2 de junio de 1853
Al despertar oigo el gorjeo y los trinos universales de los gorriones cejiblancos, como las
cuentas de un collar que chocaran contra la superficie del día que aún no ha abierto. El
primero que llegue se quedará con la comida. Si alguien quiere atrapar el espíritu del
nuevo día, debe probar la primera copa de su néctar. Así que el aire inmóvil empieza a
bullir y a removerse. También se oye el canto matutino del zorzal robin, que igual que
ocurre en la primavera, se oye más temprano que el de las demás aves, y que vuelve a
traer la primavera, porque ahora es un pájaro que rara vez se oye o se ve en el transcurso
del día.
7 de junio de 1853
He ido a visitar a mi hembra de añapero en su nido. Casi no me podía creer lo que veía
cuando estaba a un metro de distancia y la he sorprendido sentada sobre los huevos y con
la cabeza vuelta hacia mí. Tenía un aspecto tan saturnal, tan unido a la tierra, tan propio de
una esfinge, que parecía una reliquia del reino de Saturno que Júpiter no hubiese llegado a
destruir: un acertijo que muy bien podría impulsar a un hombre a darse cabezazos contra
una piedra. No era una criatura viva y real, ni tampoco una alada criatura del aire, sino una
figura tallada en piedra o en bronce, una estrafalaria obra de arte, como el hipogrifo o el
fénix. De hecho, cuando me miraba de frente, sin que se le pudiera ver el pico por culpa
del color y el tamaño, parecía una rama carbonizada como las que suelen verse en los
calveros, con el pecho moteado o cambiando alternativamente del gris al marrón oscuro,
con su lisa y decrépita corona grisácea, y con los ojos casi cerrados aposta, con la pétrea
astucia de la esfinge, para que las brillantes cuentas de cristal no delatasen su presencia.
Era una curiosa estatuilla de bronce para decorar la repisa de la chimenea. Y podía llenarle
a uno de horror. Ver a esta criatura sentada sobre sus huevos me impresionó como si fuera
un venerable globo terráqueo, aunque no había nada novedoso en lo que vi. Y durante
todo este tiempo, esta esfinge de bronce aparentemente dormida estaba tan inmóvil como
la tierra, y me observaba con intensa inquietud a través de las dos ranuras de los ojos
entornados.
9 de junio de 1853
He ido con un catalejo a observar a los gavilanes. Se han percatado de mi presencia, a más
de media milla del nido, y han empezado a chillar sobre mi cabeza. Si apoyo el catalejo en
la horqueta de un roble joven, no me resulta difícil observar al pollo del gavilán (parece
que solo hay uno, que está apostado al borde del nido). Puedo distinguir todas las veces
que pestañea y hasta el color de su iris. Me vigila con más atención que yo a él: a veces
me mira fijamente con los dos ojos, estirando el cuello; y otras veces gira la cabeza y me
mira con un único ojo. Y el ojo y la cabeza entera expresan su rabia.
13 de junio de 1853
Cuando le hablo de este nido, Pratt me dice que le gustaría ir hasta allá con una de sus
carabinas. Pero le digo que me apenaría mucho que matara a los gavilanes. Prefiero salvar
a uno solo de estos gavilanes que tener un centenar de pollos y gallinas. Y es preferible
verlos planear en el aire, sobre todo ahora que hay tan pocos ejemplares por aquí. Porque
es muy fácil comprar huevos, pero en cambio es muy difícil comprar un gavilán. Mis
vecinos no vacilarían en matar a la última pareja de gavilanes que hubiera en el pueblo
con tal de salvar a unas pocas de sus gallinas. Pero esta clase de economía es miope y
rastrera. No es necesario sacrificar lo que tiene más valor para conservar lo que no es tan
valioso. Y prefiero no volver a probar la carne del pollo o los huevos de las gallinas antes
que perderme para siempre la visión de un gavilán volando muy alto en el cielo. Ver una
cosa así vale incomparablemente más que una sopa de gallina o un huevo hervido. […]
Las aves reaccionan ante las flores, tanto por su abundancia como por su rareza.
Encontrar un pájaro extraño y hermoso es como encontrar una flor extraña y hermosa que
tal vez nunca vamos a volver a ver, como la gran orquídea púrpura. Y avistar un pájaro
hermoso que no se había visto nunca aumenta la riqueza y la condición agreste del bosque.
14 de junio de 1853
El zorzal maculado lanza su canto nocturno desde lo más profundo de los pinos. Admiro
la modestia de este gran maestro. En su canto no hay nada que sea tumultuoso. Emite sus
notas de pura e incomparable musicalidad con todo su ímpetu y toda su vitalidad y toda su
alma, y luego se detiene y le da al oyente y a sí mismo la oportunidad de asimilar todo eso,
y luego las va repitiendo una y otra vez a intervalos regulares. Los hombres suelen
apreciar el canto de otras aves, como el zorzal, el sinsonte o el ruiseñor. Pero lo dudo, lo
dudo.
22 de junio de 1853. 5:30 de la tarde.
A Walden y el cerro de Fair Haven.
Incluso a estas alturas del año se oyen a veces los opulentos trinos del tordo. Mientras
asciendo la colina, oigo al zorzal maculado cantando su balada nocturna. Es el único
pájaro que canta con unas notas que me afectan como si fueran música, y que afectan
también al flujo y a la naturaleza de mi pensamiento, de mi fantasía y de mi imaginación.
Me tonifican y me llenan de júbilo. Me inspiran. Son una pócima medicinal para mi alma.
Son un elixir para mis ojos y una fuente de eterna juventud para todos mis sentidos.
Transforman cualquier hora del día en una eterna mañana. Destierran toda trivialidad. Me
devuelven a mis dominios, me convierten en el dueño de la creación, y son el maestro de
capilla de mi pequeña corte. […] Echo de menos la vida salvaje, una naturaleza sobre la
que no pueda poner el pie, unos bosques en los que cante eternamente el zorzal maculado
y donde las horas siempre sean las primeras horas de la mañana, y en los que haya rocío
sobre la hierba, y el día nunca pueda ser acusado de nada, y donde pueda tener un fértil
terreno desconocido en el suelo que me rodee. Me gustaría cuidar vacas, me gustaría
vigilar para siempre los rebaños de Admeto, a cambio tan solo de ropa y comida. Una
especie de interminable New Hampshire, antes de la expulsión del Paraíso.
7 de agosto de 1853
¡Cuánta primavera puede traernos de vuelta el piar quejumbroso de un azulejo!
30 de septiembre de 1853. Viernes.
He visto una gran bandada de ánades sombríos que se perdía por el oeste en una
formación con forma de flecha.
5 de octubre de 1853
El aullido del viento que se oye en la casa, justo antes de la tormenta nocturna, se parece
mucho al grito del colimbo en la laguna. ¡Qué apropiado!
31 de octubre de 1853
Los gallos cacarean en los corrales como si sintieran un ataque de lujuria renovada. Todos
parecen amar el nuevo día.
1 de noviembre de 1853. 6:30 de la mañana.
Al puente de Hubbard para ver las telarañas.
La crecida del río trae consigo nuevas aves que parecen llegar del mar. Este lugar es muy
curioso a este respecto, ya que cuando se inundan nuestras vastas llanuras, varias especies
nuevas se añaden a nuestra lista habitual de aves.
6 de noviembre de 1853. Domingo. A las 2:30 de la tarde.
Hacia los riscos de Lee.
Veo ahora el lugar donde anidaron tantos pájaros en la pasada primavera y durante el
verano. Estas no son hojas caducas. Cómo se parecen los nidos de los pájaros a los de las
ardillas y los ratones. No estoy por completo seguro de que los ratones no construyan a
veces todo el nido en un matorral, en vez de construirlo en el nido de un pájaro. En este
aspecto, la ardilla se parece a los pájaros, y un miembro de su familia, además, presenta un
remedo de alas. Aquí también se establece una especie de vínculo entre los cuadrúpedos y
las aves.
5 de diciembre de 1853. Por la tarde.
En la barca.
He visto y he oído a un carpintero peludo en un manzano. No hay muchos pájaros
invernales, como este y el carbonero cabecinegro, que canten con notas tan agudas como
el tintineo del cristal o el que hacen los carámbanos. Y el gorjeo del gorrión arbóreo, así
como el silbido del alcaudón norteño, ¿no son también invernales? ¿Y el retumbante búho
cornudo? Pero no lo son el arrendajo gris ni la Fringilla linaria [pardillo sicerín], ni
mucho menos el cuervo.
29 de diciembre de 1853
Wilson anota del escribano nival que se aparece en las regiones septentrionales de los
Estados Unidos «a comienzos de diciembre, o con las primeras nevadas, sobre todo
cuando se deja arrastrar por el fuerte viento». El día de hoy coincide por completo con esa
descripción. El viento sopla del norte. Wilson añade que estos escribanos «se consideran
en todas partes los heraldos del peor tiempo invernal». Llegan desde el norte y son
habituales en los dos continentes. Pennant dice que «habitan no solo en Groenlandia, sino
en el terrible clima de las islas Spitzbergen, donde la vegetación se ha extinguido casi por
completo y donde tan solo han sobrevivido las plantas criptógamas. Y lo que excita
nuestra curiosidad es saber cómo pueden subsistir estos pájaros, que son granívoros, en
todas las regiones que no estén cubiertas de hielo, porque se les ve en grandes bandadas
tanto en las zonas sin helar como en las zonas cubiertas de hielo de las islas Spitzbergen».
Pennant también dice que en verano habitan «en las más desoladas montañas de Laponia»
y que «llegan a Suecia cuando el tiempo es más adverso, y enseguida llenan los caminos y
los campos», por lo cual los habitantes de las Tierras Altas los llaman «hardwarsfogel», es
decir, las aves del mal tiempo. […]
Estas bolas de nieve con alas son las verdaderas aves invernales. Apenas podía verlas
porque todo estaba lleno de copos de nieve. ¡Qué criaturas más resistentes! ¿Dónde
pasarán la noche?
31 de diciembre de 1853
Todavía se oyen unos pocos sonidos que nunca dejan de conmoverme. Los trinos del
zorzal maculado, con sus acordes vibrantes, me conmueven igual que los demás sonidos
que me han conmovido en el pasado, y como todos los demás que algún día volverán a
conmoverme. El canto del arpa eólica y el del zorzal maculado son los predicadores más
veraces y más sublimes que quedan sobre la tierra. No conozco a ningún misionero que
pueda compararse con ellos ante nosotros, los paganos. A su manera, nos hacen levitar a
pesar de nosotros mismos. Nos intoxican, nos someten a su encantamiento. ¿Dónde se
forjó este canto que se arroja sobre este mundo como si fuera un terrón de azúcar que
endulzase la pócima que hemos de bebemos? Me gustaría estar siempre borracho,
borracho, borracho como una cuba con este canto.
7 de enero de 1854. Por la tarde.
A Ministerial Swamp.
He ido al bosque en parte para oír al búho, aunque no lo he conseguido, pero ahora,
cuando estoy a más de un kilómetro de distancia, oigo con claridad un nítido hura-hura-
hu. Qué raro resulta oír a menudo ese ulular, fuerte y lejano —esa voz a la que llamamos
el búho—, y en cambio nos cueste tanto ver al ave misma, que casi siempre sale a la
puesta de sol. Como sonido presenta un rasgo muy singular, y es que resulta más llamativo
que la voz de un buen amigo. Y aun así, al amigo lo podemos ver todos los días, mientras
que al búho solo lo vemos en contadas ocasiones a lo largo de nuestras vidas. Es un sonido
que parece hecho con la materia misma del bosque o del horizonte. Casi cada vez que veo
una carreta oigo también ese ulular.
10 de enero de 1854
El otro día, en el bosque, confundí el crujido de un árbol con el grito de un gavilán.
¡Cuántas cosas se parecen en el ámbito de lo animado y lo inanimado!
2 de febrero de 1854
El grito del arrendajo gris es un sonido genuinamente invernal. Carece por completo de
sentimientos y está en armonía con el invierno.
Me he acercado con sigilo a unos dos metros de un pino-tea tras el cual estaba
picoteando un carpintero peludo. De vez en cuando daba un salto hacia un lado y me
observaba sin ningún temor. Son pájaros muy confiados que no se asustan con facilidad,
aunque suelen preferir, por si acaso, que tú te quedes al otro lado del árbol.
12 de febrero de 1854
Un día perfecto de invierno, como el de hoy, requiere aire cristalino y centelleante, el resol
de la nieve, un frío soportable y muy poco o nada de viento. El calor debe llegar
directamente del sol y no debe ser el calor del deshielo. La tensión de la naturaleza no
puede haberse relajado. La tierra ha de resonar como una lira, y de vez en cuando hay que
oír el tintineo ceceante de los carboneros cabecinegros, junto con el grito infatigable, tan
helado como el acero, de un arrendajo gris, ese grito que nunca se funde y que nunca se
convierte en canto, como si fuera una trompeta invernal que gritase de frío. Es una música
dura, tirante, congelada, como el mismo cielo invernal, como el uniforme azul de la banda
de música del invierno. Es como una fanfarria de trompetas en el cielo invernal.
14 de febrero de 1854
He subido por la ribera de la laguna y me he detenido junto a la valla. Una bandada de
carboneros cabecinegros se ha agolpado a mi alrededor, buscando comida tanto en el suelo
como en los árboles, con gran esfuerzo y atención, y de vez en cuando se perseguían.
Había también al menos dos trepadores pechiblancos que conversaban entre ellos. Uno
colgaba cabeza abajo de un gran pinotea y estuvo picoteando la corteza durante largo rato:
era de un azul emplomado por la parte superior, con un capirote negro y el pecho blanco.
Lanzaba a menudo un débil pero agudo chirrido, cui-vit, y era muy difícil de avistar, y el
otro parecía responderle con un ña-ña más fuerte y más primario. Un carpintero peludo,
con una mancha roja en la parte trasera de la cabeza y la sotana abierta que dejaba a la
vista su camisa blanca, emitía un ruido incesante al picotear la corteza de otro pinotea. Al
momento se ha aparecido un inquieto agateador; es un pájaro diminuto y más bien
delgado, con una cola larga y un manto del color del gorrión y los flancos blancos.
Empieza por la base del tronco y luego va deslizándose hacia arriba a gran velocidad;
después, de repente, se lanza en picado hacia la base de otro árbol y reinicia el mismo
movimiento, sin quedarse mucho tiempo en un mismo lugar o en el mismo árbol. Estos
pájaros revolotean y se alimentan todos a la vez, pero los carboneros son los más
numerosos y los que se muestran más confiados. Veo que tres especies de las cuatro que se
han reunido aquí, es decir, el carbonero, el trepador y el carpintero, tienen la cabeza de
color negro, al menos las dos primeras, con una coronilla muy llamativa. Y no puedo dejar
de pensar que esta actividad frenética y esta buena disposición al canto tienen que ver con
la proximidad de la primavera: cada vez hay más luz y el tiempo es más cálido y se acerca
el deshielo.
24 de febrero de 1854. Por la tarde.
A Walden y Fair Haven.
Voy en tren al bosque de Wheeler. Los trepadores se llaman y se responden —hoy por ti,
mañana por mí— en varios registros distintos, con chirridos muy tenues. De vez en
cuando uno de ellos lanza un nítido y estentóreo ña. A este pájaro le gusta ponerse cabeza
abajo, mucho más que a cualquier otro que yo conozca. Y entretanto, los carboneros
cabecinegros, con su tintineo argénteo, revolotean muy por encima de las copas de los
pinos.
5 de marzo de 1854. Domingo.
Channing, que el otro día conversaba con Minott de temas de salud, le dijo: «Me imagino
que ya querrá usted morirse». «No», le respondió Minott, «ya que he conseguido salir vivo
del invierno, quiero seguir aquí hasta que pueda volver a oír a los azulejos».
11 de marzo de 1854
Buen tiempo después de tres días lluviosos. El cielo está lleno de pájaros: azulejos,
gorriones melódicos, carboneros cabecinegros (que cantan como los mosqueros fibí) y
tordos. Los gorriones melódicos, que están más cerca del agua, cantan con dos
modulaciones muy difíciles de imitar. Una es ozit-ozit-ozit-psa (muy rápido) to-to-to-to-to-
ter-jiu-ter. La otra empieza así: chip-chip-de-güi, etc., etc. Los gorjeos de los azulejos
parecen enroscarse en torno a los olmos.
¿Seguiremos viendo la tierra como si fuera tan solo un cementerio, una necrópolis, y
no como un granero lleno hasta rebosar de las semillas de la tierra? ¿No aumenta la
fertilidad de la tierra gracias a esta descomposición? Es un abono orgánico muy fértil, no
arena exhausta.
El martes 7 oí los primeros trinos del gorrión melódico y lo vi revoloteando de aliso en
aliso. Esta mañana tan agradable, después de tres días de lluvia y niebla, ha estallado en
canto desde las ramas más bajas que bordean el río. El desarrollo de su canto es gradual
pero firme, como la apertura de una flor. Es el primer canto que oigo.
29 de marzo de 1854. Miércoles. Por la tarde.
Hacia Fair Haven.
He visto dos aguiluchos pálidos (¿?) con el obispillo blanco. Una gaviota de un blanco
purísimo, como una oleada de espuma en el cielo. Qué silueta tan sencilla y ondulante
tiene, con dos curvas en la silueta de las alas y una cola que es tan solo el punto de unión
entre ellas: una cola tan alada como una escama de abedul y asombrosamente recortada.
He visto también dos colimbos de cuello blanco y pico negro peinando muy deprisa el
agua, con las puntas negras de las alas curvadas hacia abajo.
1 de abril de 1854
Los gorriones arbóreos, los juncos ojioscuros y los gorriones melódicos están muy activos
y cantan sin parar, en el patio, en este día lluvioso y muy típico de abril. El aire retumba
con su canto. El zorzal robin empieza ahora a cantar con gran dulzura.
3 de abril de 1854
Desde la ventana, con el catalejo, he visto siete ánades en la marisma. Solo uno o dos de
ellos eran muy blancos, aunque tenían la cabeza negra, pero la garganta y el pecho y los
flancos muy blancos. Los demás ánades eran de color pardo y eran probablemente machos
y hembras. Probablemente el porrón osculado. Jardine dice que no suele ser habitual ver a
un macho con el plumaje completo en una bandada.
5 de abril de 1854
Esta mañana he oído un gorjeo que llegaba del tejado de la casa. Al alzar la vista he visto
dos golondrinas bicolores. Ayer también vi otra.
8 de abril de 1854
He visto un ave bastante grande que volaba sobre el lindero de la llanura de los arándanos
que hay en el bosque de Wheeler, justo al lado de Fair Haven. Al principio creí que era
una gaviota, pero al observarla con el catalejo he descubierto que era una rapaz, con la
cabeza y la cola completamente blancas y las alas grandes y de color negruzco. Ha
planeado y luego se ha puesto a volar en círculos sobre los riscos, en tanto que los cuervos
se abalanzaban sobre él en el visor de mi catalejo, y he podido divisarlo bien, por arriba y
por abajo, cuando giraba y luego empezaba a cernerse sobre los riscos, a mayor altura que
antes. Era sin duda alguna un águila calva, aunque a primera vista parecía tan solo un
gavilán de buen tamaño.
10 de abril de 1854
Lluvia de abril. Estoy seguro de que esta lluvia atraerá a los gorriones arbóreos hasta mi
patio y se pondrán a cantar con la mayor dulzura, como los canarios.
Hace unas semanas que me he comprado un catalejo. Me compro muy pocas cosas, y
solo cuando ha pasado largo tiempo desde que he empezado a necesitarlas, así que cuando
por fin las obtengo, estoy predispuesto a usarlas de la forma más idónea para obtener de
ellas todo su dulzor.
17 de abril de 1854. Nieva otra vez.
Resulta llamativa la afición a las estadísticas que tiene la mente americana. Basta pensar
en el número de observadores meteorológicos y de otros fenómenos naturales. El Museo
Smithsoniano es una verdadera institución nacional. Y cada tendero anota la llegada a su
casita para pájaros de la primera golondrina purpúrea o del primer azulejo. Dod, el
corredor de fincas, me contó la primavera pasada que sabía cuándo llegaba el primer
azulejo a su casita porque siempre tomaba nota de ello. Y John Brown, comerciante, me
ha dicho esta mañana que las golondrinas llegaron por primera vez a su casita el día 13,
puesto que «lo consignó en un memorándum». Aparte de todas las cosas que apuntan en
sus diarios y en sus libros de contabilidad, se dedican a registrar estas cosas.
23 de abril de 1854
Solo porque me ha permitido divisar al águila calva creo que ya he recuperado todo el
dinero que tuve que invertir en mi catalejo. Ahora la veo de costado, como una burbuja
oscura en el cielo, con la cabeza blanca inclinada hacia el suelo, como siempre, y ahora
que gira y deja al descubierto el vientre puedo contemplar la envergadura completa de sus
alas negras, algo deshilachadas en los extremos.
26 de abril de 1854
Los pájaros cantan todo el día cuando hace calor, no hay viento y está nublado, como hoy
mismo, mucho más que cuando el tiempo está despejado. Por las noches también se oye
cantar a la rana arbórea. Estas ranas suelen empezar a cantar por la tarde y su canto va
aumentando en intensidad a medida que se hace de noche. Ahora, a las tres y cuarto de la
tarde, oigo a la agachadiza cantando con insistencia en el prado. Los hombres que trabajan
en el prado no la oyen, ni casi nada más. […]
Hoy el cielo está lleno de pájaros; parecen asistir a la aparición de las primeras yemas
en los árboles. Los árboles están empezando a echar las hojas, y las alas con forma de hoja
de los pájaros flotan en el aire. Primero estallan las yemas, luego los insectos, luego las
aves.
5 de junio de 1854. 6 de la tarde.
Hacia los riscos.
Grandes mariposas amarillas con manchas negras desde el día tres. La flor de la carroña
quizá tiene un día. Hay arándanos probablemente desde el tres de junio en el bosque de
Trillium. Y ahora, justo antes de la puesta de sol, un añapero da vueltas como un diablillo,
con vuelo ondulante e irregular, sobre los retoños que han germinado en la ladera del
risco. De vez en cuando lanza un chillido y muestra las manchas de las alas. No se aleja de
este lugar, y lo asocio con dos huevos grises que hay en el suelo, justo debajo de donde
vuela, donde le está esperando su pareja. El chillido y algún estampido ocasional se oyen
en el aire del atardecer, en tanto que el silencio que reina por el lado del pueblo hace más
nítido el zumbido creciente de los insectos. Veo a lo lejos un tirano oriental o quizá un
tordo que persigue a un cuervo por la falda del cerro, como un satélite girando alrededor
de un planeta negro. He venido hasta este cerro a contemplar la puesta de sol, y también a
recuperar la cordura volviéndome a poner en contacto con la naturaleza. Me bebería
gustoso un buen trago de la serenidad de la naturaleza. Que lo profundo se comunique con
lo profundo.
14 de agosto de 1854
Con anhelo infinito y con una profunda aspiración busco la soledad, cada vez más resuelto
y fortalecido, pero también con la misma debilidad jovial con la que siempre busco el
contacto con los demás. Oigo el chillido del añapero y el canto de un chotacabras.
También oigo el trémulo chillido de un búho chico en el bosque de Holden, que suena
como el relincho de un caballo y no como la agachadiza. Ahora, a las 7:45, una media
hora después de la puesta de sol, el río ha cambiado de aspecto y se ha llenado de luz en
este paisaje sombrío: parece una franja plateada de cielo, con el mismo color y el mismo
fulgor que el cielo. Al volver a casa a través de las tierras de Hayden huelo el humo que
arde en el prado. Me gusta ese olor. Es el humo de mi pipa. Me estoy fumando la tierra.
26 de agosto de 1854
Mientras pasaba por el puente del ferrocarril he oído el canto del mosquero fibí. Es la voz
del verano moribundo.
[De Walden]
Infaliblemente, a las siete y media, durante una buena parte del verano, una vez que ya
había pasado el tren de la tarde, los chotacabras se ponían a cantar sus vísperas por espacio
de una media hora, posados sobre un tocón al lado de mi puerta, o bien en el caballete de
la casa. Al atardecer, cuando faltaban cinco minutos para la hora que correspondía a la
puesta de sol, empezaban a cantar casi con la precisión de un reloj. Tuve la rara
oportunidad de familiarizarme con sus costumbres. A veces oía a cuatro o cinco
chotacabras que cantaban al unísono en diversas partes del bosque, casualmente un acorde
tras otro, y tan cerca de mí que no solo podía percibir el cloqueo que seguía a cada nota,
sino en ocasiones ese insólito zumbido que se parece al que emiten las moscas atrapadas
en una telaraña, solo que mucho más fuerte en proporción. De vez en cuando uno de ellos
se ponía a dar vueltas en torno a mí, en el bosque, a menos de un metro de altura, como si
estuviera atado a una cuerda, porque probablemente yo me había acercado demasiado a
sus huevos. Durante toda la noche cantaban a intervalos, y volvían a ser tan melodiosos
como siempre cuando estaba a punto de amanecer o ya se iba haciendo de día.
(«Sonidos»).
No estoy más solo que ese colimbo que se ríe con tanto estrépito en la laguna, o que la
misma laguna de Walden. («Soledad»).
Nunca temí a los aguiluchos pálidos que cazan gallinas, porque nunca tuve gallinas; pero
sí que temí a los hombres que cazan hombres. («Visitas»).
El añapero volaba en círculos durante las tardes soleadas —y eso me alegraba la vida—
como una mota en el ojo, o en el ojo del cielo, y de vez en cuando se lanzaba en picado,
emitiendo un sonido como si los cielos se hubieran desgarrado hasta convertirse en un
manojo de harapos, aunque la bóveda inmaculada siguiera en su sitio. Eran como
diablillos que poblaban el aire y ponían los huevos en el suelo, sobre la arena desnuda o en
las rocas que sobresalen de los cerros, donde casi nadie podía encontrarlos; eran gráciles y
esbeltos como burbujas arrebatadas a la laguna, o como hojas arrastradas por el viento y
que flotan en el aire, pues así son los parentescos que se dan en la naturaleza. El añapero
es el hermano aéreo de la ola —a la que sobrevuela y explora mientras vuela—, y sus
perfectas remeras henchidas de aire equivalen a los alones sin plumas del mar. («El campo
de judías»).
En junio, el grévol engolado (Bonasa umbellus), que es un ave muy tímida, hacía pasar a
sus crías por delante de mis ventanas, cuando iban desde los bosques que hay en la parte
trasera hasta el frente de mi casa, cloqueando y llamándolas como si fuera una gallina, y
demostrando en todo momento que es la verdadera gallina de los bosques. Cuando se
acerca una presencia extraña, las crías, obedeciendo a una señal de la madre, se dispersan
en desbandada como si las hubiera arrastrado una tolvanera, y se parecen de tal modo a las
hojas secas y a las ramitas que muchos viajeros han pisoteado las nidadas, sin sospechar la
presencia de los polluelos, y al instante han oído los quejidos de la madre al remontar el
vuelo, o sus llamadas y maullidos frenéticos que intentaban atraer su atención. En tales
ocasiones el adulto suele rodar y girar en torno al extraño, con una conducta tan descarada
que uno no es capaz, durante esos instantes, de adivinar de qué clase de criatura se trata.
Los polluelos se agachan y permanecen agazapados, o bien esconden la cabeza bajo una
hoja, sin prestar atención más que a las órdenes que les da su madre desde la distancia, y
sin que la proximidad del extraño les haga huir y así delatar su escondite. Y hasta es
posible que uno los pise, o los esté mirando por espacio de un minuto, sin llegar a
percatarse de su presencia. En algunas ocasiones los he tenido en la mano, y aun así, la
única preocupación de los polluelos era obedecer a su madre y a su propio instinto, y
permanecer agachados sin temblar ni demostrar ningún temor. Y el instinto que poseen es
tan perfecto que una vez, cuando volví a dejarlos sobre las hojas, uno de los polluelos se
cayó de costado, y al cabo de diez minutos me lo encontré rodeado de los demás y en la
misma posición. Y no son implumes como la mayoría de las crías de otras aves, sino que
se desarrollan con más precocidad y con mayor perfección que las crías de pollo. Es
imposible olvidar la expresión asombrosamente adulta pero a la vez inocente de sus ojos
serenos: toda la inteligencia del mundo parece reflejarse en ellos. Y no solo evocan la
inocencia de la infancia, sino también una sabiduría tamizada por la experiencia. Un ojo
así no pudo nacer con el ave, sino que debió de ser contemporáneo de los cielos que
refleja. Los bosques no poseen una joya más valiosa, y es muy difícil que el viajero se
encuentre con un pozo tan límpido. («Vecinos animales»).
En otoño, como era su costumbre, llegó el colimbo (Colymbus glacialis) a mudar y a
bañarse en la laguna, y a hacer que todo el bosque retumbase con sus salvajes carcajadas
antes incluso de la hora de levantarme. En cuanto se extendía el rumor de que había
llegado, todos los cazadores de Mill Dam se ponían en movimiento, bien fuese a pie o en
calesas, de dos en dos o de tres en tres, con sus carabinas y perdigones y catalejos, y
atravesaban el bosque como si fueran un remolino de hojas secas, en una proporción de al
menos diez hombres por cada colimbo. Algunos se apostaban en esta ribera de la laguna, y
otros en la ribera opuesta, ya que la desdichada ave no podía estar en todas partes, y si se
zambullía aquí, era evidente que iba a salir a la superficie por allá. Pero cuando se
levantaba el benigno viento de octubre, que hacía susurrar las hojas y rizaba la superficie
del agua, no se podía avistar ningún colimbo, pese a que sus enemigos escudriñaban la
laguna con sus catalejos y hacían que todo el bosque temblase con el estruendo de sus
descargas. Y las olas, poniéndose de parte de las aves acuáticas, se encrespaban y
chocaban con furia, así que nuestros cazadores tenían que batirse en retirada y volver a la
ciudad, donde les esperaban sus tiendas y sus trabajos aún no terminados. Pero demasiado
a menudo, por desgracia, conseguían salirse con la suya. Por la mañana temprano, cuando
yo iba a buscar un cubo de agua, me encontraba con frecuencia a esta ave majestuosa a
pocas varas de distancia, alejándose a nado de mi caleta. Si intentaba adelantarla en barca,
con el propósito de averiguar cómo iba maniobrando en el agua, se zambullía y se perdía
por completo de vista, de modo que no podía verla de nuevo, a veces hasta que se hacía de
noche. Pero en la superficie sí que podía competir con ella. Ahora bien, si llovía,
desaparecía del todo.
Una serena tarde de octubre, cuando yo iba remando por la orilla norte, ya que en esos
días los colimbos son muy aficionados a bajar al lago, igual que la pelusa de los
algodoncillos, había estado buscando en vano un colimbo, cuando de pronto, a unas pocas
varas de distancia, apareció uno que llegó volando desde la orilla hasta el centro de la
laguna, y que se delató al lanzar una de sus salvajes carcajadas. Lo perseguí con el remo,
pero se zambulló, y cuando volvió a salir a la superficie estaba aún más cerca de mí.
Volvió a zambullirse, pero calculé mal la dirección que iba a tomar, así que ya estábamos a
unas cincuenta varas de distancia cuando volvió a salir a la superficie, pues yo había
contribuido a aumentar considerablemente la distancia. Lanzó una vez más su carcajada
estentórea, y esta vez con más motivo aún, y luego maniobró con tal astucia que no logré
acercarme a más de doce varas de donde él estaba. Cada vez que volvía a la superficie
giraba la cabeza a un lado y a otro, e inspeccionaba el agua y la tierra con la mayor
frialdad, porque quería elegir su rumbo de tal forma que pudiera emerger donde hubiera
más agua y donde estuviese a la mayor distancia posible de mi barca. Era sorprendente
comprobar con qué rapidez adoptaba una resolución y la ponía en práctica. Al momento
me llevó a la parte más amplia de la laguna y luego no hubo manera de apartarlo de allí. Y
mientras él cavilaba su ruta en su cerebro, yo procuraba adivinar sus intenciones con el
mío. El del hombre contra el colimbo resultó ser un juego muy atractivo que discurrió
sobre la tersa superficie del lago. De repente la ficha del adversario desaparecía por debajo
del tablero, y el problema consistía en averiguar dónde ibas a colocar tu ficha para que
estuviera lo más cerca posible del lugar donde la otra ficha iba a reaparecer. A veces el
colimbo se aparecía de improviso al otro lado de donde yo estaba, por lo que debía de
haber pasado por debajo de la barca. Y era tan resistente e infatigable, que siempre que
conseguía alejarse a nado lo más posible de mí volvía a sumergirse de inmediato, y
entonces no había mente humana que pudiese adivinar a qué parte del fondo del lago se
dirigía tan rápido como un pez, porque tenía la destreza y la resistencia suficientes para
alcanzar las zonas más profundas del lago. Se dice que en los lagos de Nueva York, a unos
veinticinco metros de profundidad, se han capturado colimbos con anzuelos para truchas,
aunque Walden tiene una profundidad mayor. Y qué azorados deben de quedarse los peces
al ver a este estrafalario visitante, llegado de otras esferas, cuando pasa a toda velocidad
por entre sus bancos. Pero el colimbo parecía conocer su rumbo igual de bien bajo el agua
que en la superficie, y nadaba aún mucho más deprisa cuando se sumergía. Una o dos
veces llegué a ver una burbuja en el lugar por donde subía a la superficie, y de inmediato
sacó la cabeza para hacer un fugaz reconocimiento y enseguida volvió a sumergirse.
Descubrí que era igual de inútil dejar de remar y esperar su reaparición, o bien intentar
adivinar por dónde iba a salir, ya que una y otra vez, cuando mis ojos escudriñaban la
superficie por un lado, de repente me sobresaltaba su carcajada ultraterrena resonando
detrás de mí. Pero entonces, si había demostrado poseer tanta astucia, ¿por qué se delataba
siempre, nada más salir a la superficie, soltando esa vibrante carcajada? ¿No bastaba la
blancura de su pecho para delatar su presencia? Tuve que concluir que era un colimbo
idiota, porque a menudo oía el chapoteo que hacía al salir a la superficie, y eso también
me permitía localizarlo. Pero una hora más tarde seguía tan fresco como al principio, así
que seguía zambulléndose y continuaba nadando hasta alejarse a una distancia mucho
mayor. Era asombroso ver lo sereno que nadaba, con ánimo impasible, cada vez que salía
a la superficie, haciendo todo el esfuerzo bajo el agua con sus pies palmeados. Su llamada
habitual era su risa demoníaca, en cierto modo similar a la de otras aves acuáticas; pero de
vez en cuando, si había logrado ocultarse por completo de mí y salía a la superficie muy
lejos de donde yo estaba, emitía un aullido interminable y sobrenatural que probablemente
se parecía más al de un lobo que al de cualquier otra ave, como cuando un animal mete el
hocico en la tierra y se pone a gruñir con furia. Y así era su chillido, que tal vez fuese el
sonido más extraño que se oía aquí y que hacía retumbar todo el bosque. Y llegué a la
conclusión de que se reía para burlarse de mi esfuerzo porque confiaba en sus propios
recursos. Pese a que el cielo estaba ahora encapotado, la laguna estaba tan lisa que podía
ver por dónde iba a salir a la superficie sin haberlo oído siquiera. El pecho blanco, el aire
inmóvil y el agua tersa se confabulaban en su contra. Pero al fin, tras haberse alejado unas
cincuenta varas, lanzó uno de sus prolongados aullidos, como si estuviera suplicando
ayuda al dios de los colimbos, y de inmediato se levantó una brisa desde el este que rizó la
superficie del agua y llenó el aire de brumas y lluvia. Me sorprendió como si aquello fuera
la respuesta a la súplica del colimbo y demostrase que su dios estaba enfadado conmigo,
así que me fui de allí mientras desaparecía en la tumultuosa superficie del agua. («Vecinos
animales»).
Me entretuve una tarde contemplando a un cárabo (Strix varia) que se había posado, a
plena luz del día, sobre las ramas inferiores, ya muertas, de un pino blanco, muy cerca del
tronco, estando yo a menos de una vara de distancia. El ave podía oírme cuando yo me
movía y pisaba la nieve, pero le resultaba muy difícil verme. Si yo hacía mucho ruido,
alargaba el cuello y se le erizaban las plumas del cuello y también abría los ojos de par en
par; pero los párpados se le volvían a cerrar de inmediato y empezaba a dar cabezadas. Yo
también empecé a sentir modorra después de haberlo contemplado durante media hora,
mientras él permanecía quieto con los ojos entrecerrados como un gato, o como un
hermano alado de los gatos. Apenas si le quedaba una rendija abierta entre los párpados, a
través de la cual mantenía una relación peninsular conmigo: mirándome desde el país de
los sueños con los ojos semicerrados, y haciendo un esfuerzo por ser consciente de mi
realidad como objeto borroso o mota de polvo que interrumpía sus visiones. Al cabo de un
tiempo, si yo hacía más ruido o me acercaba un poco más, se ponía nervioso y se daba la
vuelta perezosamente en su percha, como si le molestara que alguien perturbase sus
sueños. Y cuando por fin emprendió el vuelo entre los pinos, extendiendo las alas que
tenían una envergadura que no me había imaginado, no le oí emitir el menor sonido. Y así,
guiándose a través de los pinos no por la vista, sino más bien por una pudorosa sensación
de proximidad con las ramas, y tanteando su rumbo crepuscular por medio, como si
dijéramos, de sus sensitivas alas, encontró una nueva percha en la que podía dedicarse a
esperar con calma el amanecer de un nuevo día. («Antiguos habitantes»).
En lo que se refiere a los sonidos de las noches de invierno, y a veces también de los días
invernales, se oía infinitamente lejana la desesperada pero melodiosa voz del búho
cornudo. Era un sonido como el que emitiría la tierra helada si alguien la golpeara con un
plectro —así era la verdadera lingua vernacula del bosque de Walden—, y que al final me
resultaba familiar aunque nunca hubiera llegado a ver al ave que lo lanzaba. Casi siempre
que abría la puerta de mi cabaña en los atardeceres de invierno me llegaba aquel sonido:
ju, ju, ju-er, ju, que retumbaba con fuerza, y cuyas primeras tres sílabas sonaban como jau-
der-du, o a veces tan solo ju-ju. Una noche, al comienzo del invierno, antes de que se
helara la laguna, a eso de las nueve de la noche, me sobresaltó el estentóreo graznido de
una barnacla, y en cuanto me dirigí a la puerta, pude oír el batir tempestuoso de las alas de
una bandada pasando por encima de mi casa. Luego, ya que la luz de mi casa les había
disuadido de posarse allí, las barnaclas sobrevolaron la laguna en dirección a Fair Haven,
guiadas por un comodoro que iba graznando todo el tiempo con ritmo uniforme. Y de
pronto un búho cornudo que estaba muy cerca de mí, y que tenía la voz más
extraordinariamente ronca y potente que le he oído a cualquiera de las criaturas del
bosque, empezó a responder a la barnacla a intervalos regulares, como si se hubiera
propuesto someter a una degradación pública al intruso llegado desde la bahía de Hudson,
y para ello hiciera una exhibición de un registro vocal mucho más rico y potente, a fin de
desterrarla del horizonte de Concord con sus abucheos. ¿Qué te has creído al dar la alarma
en la ciudadela, a esta hora de la noche que me está consagrada a mí? ¿Piensas que alguna
vez vas a pillarme durmiendo a estas horas de la noche, o que no tengo una laringe y unos
pulmones como los que tienes tú? ¡Bu-jú, bu-jú, bu-jú! Fue uno de los gritos más
aterradores que he oído nunca. Pero aun así, si uno lo escuchaba con atención, podía
percibir en él los elementos de una concordia que no se ha visto ni se ha oído nunca en
estas llanuras. («Animales de invierno»).
Por fin llegaban los arrendajos grises, precedidos por sus llamadas discordantes que se
oían a un octavo de milla de aquí, cada vez más cerca, mientras se aproximaban con
cautela, revoloteando de árbol en árbol de forma furtiva y sigilosa, según es su costumbre,
al tiempo que iban cogiendo las bellotas abandonadas por las ardillas. Y luego, después de
posarse en la rama de un pinotea, intentaban tragarse a toda prisa una bellota que era
demasiado grande para su garganta, de modo que se ahogaban y tenían que expulsarla con
grandes esfuerzos, y después se pasaban una hora intentando partirla con golpes reiterados
del pico. Como estaba claro que eran unos ladrones, yo no les tenía tanto respeto; pero las
ardillas, que al principio se habían mostrado muy tímidas, se ponían a trabajar como si la
comida les perteneciera por derecho propio. Entretanto también llegaban en bandadas los
carboneros cabecinegros, que cogían las migajas que habían dejado las ardillas y se
posaban en las ramas más cercanas, y después de coger esas sobras con las garras, las
golpeaban con sus picos diminutos, como si fueran insectos rodeados de cáscara, hasta que
conseguían desmenuzarlas para que cupieran en sus minúsculas gargantas. Una pequeña
bandada de carboneros venía a diario a servirse la cena en el lugar donde yo guardaba mis
provisiones de leña, o bien atrapaba las sobras de la comida que yo dejaba frente a la
puerta, y cantaban sin parar con sus débiles notas ceceantes, que sonaban como el tintineo
de un carámbano al fundirse sobre la hierba, aunque a veces emitían un brusco dei-dei-dei,
o bien, con menor frecuencia, y solo en primavera, lanzaban un afilado y estival fí-bí que
llegaba desde el bosque. Me cogieron tanta confianza que un carbonero llegó a posarse
sobre el haz de leña que yo llevaba a cuestas, y enseguida, sin ningún temor, se puso a
picotear las ramas. Y una vez se posó un gorrión sobre mi hombro, cuando yo estaba
cavando un huerto del pueblo, y aquel pájaro posado en mi hombro me hizo sentir mucho
más honorable que si llevase un uniforme cargado de charreteras. («Animales de
invierno»).
El 29 de abril, cuando yo estaba pescando en la orilla del río, cerca del Puente de los
Nueve Acres, rodeado de lirios del valle y de raíces de sauces, en el mismo lugar por
donde suelen asomarse las ratas almizcleras, oí un curioso sonido vibrante, como el que
hacen los niños cuando juegan con palos que simulan espadas, y al alzar la vista vi a un
gavilán muy esbelto y grácil, como un añapero, que se iba elevando como una burbuja y
enseguida se dejaba caer a una o dos varas de donde yo estaba, dejando a la vista la cara
interior de las alas, que brillaban al sol como una cinta de satén o como el interior
nacarado de una concha. Esa imagen me hizo pensar en la cetrería, y en la nobleza y
poesía que se asocian con ese deporte. Creo que se trataba de un esmerejón, aunque el
nombre que pudiera tener no me interesaba en absoluto. Fue el vuelo más etéreo que yo
haya visto nunca. No revoloteaba como las mariposas ni planeaba en lo alto como los
gavilanes de mayor tamaño, sino que jugaba con las corrientes de aire con una orgullosa
confianza en sí mismo. Después de remontar el vuelo, lanzando su extraño cloqueo, volvía
a ejecutar su hermosa caída en picado, girando una y otra vez como una cometa, y luego
volvía a elevarse tras su majestuosa caída, como si nunca hubiera puesto el pie en tierra
firme. Y mientras se exhibía en solitario, daba la impresión de no tener ni un solo
compañero en todo el universo, como si tan solo necesitase de la mañana y del éter para
jugar. Y no parecía un ave solitaria, sino que más bien hacía que toda la tierra pareciera
solitaria mientras él volaba. ¿Dónde estaban la madre que lo había empollado, sus
hermanos y su padre celestial? Como inquilino del aire que era, tan solo parecía unido a la
tierra por un huevo incubado en una grieta rocosa. ¿O acaso había nacido en un nido
situado en el extremo de una nube, formado con los colores del arcoíris y del cielo
crepuscular, y envuelto en la tenue bruma de la canícula que le había arrebatado a la
tierra? Sus dominios se hallaban ahora en una nube escarpada. («Primavera»).
«hut» para referirse a ella, sino «house». De hecho, no levantó sus paredes con troncos,
sino que recicló las tablas de una construcción anterior. <<
[3] Frederick Willis: Alcott Memoirs. Boston: Richard G. Badger, 1915. <<
[4] Véase en esta edición el pasaje del 27 de marzo de 1842, o el del 29 de marzo de 1858.
<<
[5] Quien quiera conocerla en castellano, puede acercarse a la de Antonio Casado da
Rocha: Thoreau. Biografía esencial (Madrid: Acuarela, 2005; segunda edición ampliada,
2014). <<
[6] Véase en esta edición el pasaje del 10 de marzo de 1853. <<
[7] 20 de mayo de 1853. <<
[8] Ese libro sigue siendo la principal referencia para aquellos que quieran conocer todas
las aves descritas en su diario: Thoreau on birds: notes on New England birds from the
Journals of Henry David Thoreau. Boston: Beacon Press, 1998. <<
[9] Puede consultarse su obra completa en la web del Thoreau Institute: www.walden.org.
<<
[10] Las palomas que vio el 12 de septiembre de 1854, probablemente palomas pasajeras o
pájaros viven en nuestros bosques? Desde ellos oigo sus distintas melodías. ¿Qué músicos
componen el cancionero de nuestras tierras boscosas? Me deberían resultar siempre
extraños e interesantes». <<
[13] Eduardo de Juana, Josep del Hoyo, Manuel Fernández-Cruz, Xavier Ferrer, Ramón
Sáez-Royuela & Jordi Sargatal, «Nombres en castellano de las aves del mundo
recomendados por la sociedad española de ornitología (Décima parte: orden
passeriformes, familias campephagidae a turdidae)». El documento está disponible en
http://www.seo.org/nombres-en-castellano-de-las-aves-del-mundo/ <<
[14] Francisco Bernis no lo incluye en su Diccionario de nombres vernáculos de aves