Historia Latinoamericana Siglo XX

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CAPÍTULO XIII

MOVIMIENTOS NACIONALES DEL


SIGLO XX:
MÉXICO, PERÚ Y BOLIVIA
"Cuando alguien preguntaba si el General Terrazas era del Estado de
Chihuahua, era una broma corriente responder:

"No. el Estado de Chihuahua es del general Terrazas "

Jesús Silva Herzog.

"Yo pronostiqué que Villarroel caería pronto"

Mauricio Hochschild, magnate minero de Bolivia.

Porfirio Díaz y sus "científicos" habían sumido al México legendario de las


guerras civiles en un profundo sopor. Las tres décadas del porfirismo
presenciaron la introducción del capital extranjero en la economía mexicana, ese
sistema de "modernización" peculiar de la América Latina semicolonial de fines
del siglo XIX: ferrocarriles, telégrafos, puertos, servicios públicos y caminos.
Mientras el porfirismo favorecía estos "focos de civilización", indispensables a
las grandes potencias para apoyar y administrar sus inversiones, el resto de
México permanecía en el estancamiento más profundo.
En un polo se veía a una minoría blanca, dueña de tierras sin límite, que
despreciaba a su país y trataba de exprimir su savia para huir de él:"Para los
criollos, todas las costumbres nacionales son inconvenientes" escribía en 1909
Andrés Molina Enríquez1. El hacendado no era un verdadero hombre de campo,
sino un señorito que rara vez visitaba sus establecimientos, excepto para alguna
fiesta: "Lo único que le importaba consistía en que el administrador de la finca le
entregara periódicamente el dinero necesario para vivir con holgura en la capital
de la provincia, en la ciudad de México, en Madrid o en París, según sus gustos
personales y medios económicos"2.
En el otro polo, los mestizos e indios que constituían la mayoría aplastante
de México se reflejaban en el espejo de los peones de Yucatán,

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tal cual los vio en 1910 un periodista norteamericano poco inclinado a simpatizar
con los mexicanos:
"Eran tratados como ganado, sin sueldo alguno y alimentados con frijol,
tortillas y pescado podrido; apaleados siempre, muchas veces hasta morir, y
trabajando desde el amanecer hasta la noche en aquel sol infernal. Los hombres
eran encerrados por la noche... Cuando huían, eran alcanzados por la tropa y
traídos de nuevo".3
Remaba en las alturas del poder una especie de despotismo ilustrado,
bañado por la luz del positivismo comtiano, pero que imponía silencio a la gran
República de las letras y orden a los peones iletrados sin tierra. Por lo demás,
todas las guerras civiles, desde la muerte de Morelos, esto es, desde hacía cien
años, habían sido incapaces para modificar, como no fuera para empeorarla, la
suerte de los campesinos miserables que constituían la mayoría del país. Durante
el período de reformas liberales de Benito Juárez, las enormes extensiones de
tierra que eran propiedad de la Iglesia, fueron objeto de una Ley de
Desamortización destinada a incorporar al movimiento de la circulación
mercantil esos bienes de "manos muertas". Pero dicha ley no logró cumplir sus
fines, que eran democratizar la propiedad de la tierra y crear una clase de
campesinos burgueses. Por el contrario, fue a parar a manos de los
"denunciantes", "en su mayor parte ricos propietarios territoriales, que de esa
manera agrandaron sus ranchos y haciendas".4
¡Para algo se había hecho la guerra de la Independencia! Ahora, un siglo
más tarde, además de los terratenientes españoles, ya había terratenientes
mexicanos! Era un escaso consuelo para los campesinos. Si la Ley de
Desamortización creó nuevos terratenientes en lugar de nuevos agricultores, en el
período de Porfirio Díaz se procedió a arrebatar a los indios las tierras comunales
que permanecían en su poder desde hacía siglos. Grandes terratenientes y
compañías extranjeras se apoderaron de los campos ejidales; los indios
mexicanos fueron transformados en peones o esclavos. Tal fue el caso de los
mayas y de los yaquis, sublevados a causa de la expropiación de sus tierras
comunales y que después de ser sangrientamente reprimidos, fueron vendidos
como esclavos en subasta pública.5
Pero el proceso de concentración de la propiedad territorial en México que
debía culminar con la revolución, no se detuvo allí. A fines de siglo se inició la
estafa formidable de las Compañías deslindadoras. Estas empresas debían
deslindar las tierras baldías y radicar en ellas a colonos extranjeros para ponerlas
en producción. A título de compensación por los gastos requeridos para realizar
dichos fines, el gobierno de Díaz otorgaba a dichas compañías la tercera parte de
las tierras deslindadas.6 Sin embargo, las

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mencionadas Compañías también consideraban "baldías" las tierras ocupadas
desde tiempos inmemoriales por pequeños propietarios y que carecían de
posibilidad de justificar legalmente sus títulos. De este modo, el "deslinde" de
tierras se convirtió en una gigantesca operación de despojo del pequeño
campesino.
En sólo ocho años, desde 1881 hasta 1889, dichas empresas deslindaron
32.200.000 hectáreas; en consecuencia, se les adjudicó en propiedad nada menos
que 12.700.000 hectáreas. Además, el gobierno les vendió a ínfimo precio otras
14.800.000 hectáreas. En total, dichas compañías acapararon el 13 por ciento del
territorio mexicano. Como estaban compuestas sólo por 29 personas, íntimamente
vinculadas al gobierno de Porfirio, la legalidad de estas operaciones estaba al
margen de toda sospecha. El general Terrazas, por ejemplo, poseía en el Estado
de Chihuahua (donde muy pronto Pancho Villa sublevará a miles de peones
armados) seis millones de hectáreas7. Sólo siete concesionarios poseían en el
mismo Estado 14.164.400 hectáreas. Dicha extensión era muy superior al
territorio conjunto de Dinamarca, Suiza y Holanda. En el Estado de Morelos, casi
toda la tierra estaba en manos de veinte latifundistas.
El programa de la revolución agraria inminente podía encontrarse en el
Censo de Población de 1910. Para esa fecha existían en México 3.096.827
jornaleros rurales, 411.096 agricultores y 840 hacendados8. Si la población total
ascendía a 15.160.369 habitantes, se calculaba que el número de personas que
dependían del salario rural de los peones ascendía a doce millones o sea
aproximadamente el ochenta por ciento de la población9.
¿Podía dudarse un momento del carácter feroz que adquirió la guerra civil?
¿Quién se atrevería a negar que el poder inmenso de caudillos como Villa o
Zapata se derivaba del furor largamente reprimido por 12 millones de almas
contra 840 latifundistas?10. Un escritor mexicano ofrece en su libro una
descripción de una hacienda de Morelos a principios de este siglo. De un lado, el
casco de la propiedad, suntuosa e inútil, con un número de habitaciones excesivo,
incluido un saloncito estilo turco que era la quintaesencia del mal gusto y en el
cual todos los muebles eran importados de Francia. Del otro, fuera del casco, el
lugar donde dormían los peones: "cada casa era de un solo cuarto, en el cual
dormía, naturalmente, en el suelo, toda la familia, y dentro del cual se cocinaba la
mayor parte del año. Era una parte importante del miserable salario. Los peones,
sus mujeres y sus niños, estaban llenos de piojos, vestidos de sucios harapos,
comidos por las fiebres"11.
En realidad el peonaje constituía una forma de servidumbre que se
transmitía de padres a hijos. A semejanza del régimen de pulpería reinante

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en los yerbales del Paraguay o el Norte argentino, el vale por alimentos y otros
artículos vendidos por la misma empresa a sus peones establecía un compromiso
prendario, donde la prenda era el trabajador mismo. El régimen de anticipos más
o menos usuarios empleado en las haciendas mexicanas, ataba a los peones y sus
familias a una deuda inextinguible12. Hasta no ser saldada, el peón no podía
abandonar la hacienda. La adquisición de los artículos necesarios para vivir en las
"tiendas de raya", propiedad del mismo patrón y el generoso crédito otorgado al
principio, esclavizaban al peón, que ignoraba el arte de sumar y restar y volvía
ilusoria toda tentativa de escapar a la deuda. Esta se convertía así en un lazo
hereditario. Un siglo después de la revolución de Morelos, se imponía la
necesidad de abolir las deudas para liberar al pueblo mexicano13.
Los célebres "científicos" del porfirismo, que unían a su amor por la ciencia
un ojo infalible para los grandes negocios, identificaban el progreso con el capital
extranjero. La estructura agraria debía quedar intacta. El progreso, en cambio,
debía volcarse en la minería y el petróleo. Como un efecto indirecto de esta
penetración imperialista, surgieron ciertas industrias: fundiciones de plomo,
plata, cobre, hilanderías y fábricas de tejidos y una correlativa clase obrera en las
principales ciudades. Pero ese escaso número de obreros no debería jugar un
papel decisivo en la revolución de 1910.
La apertura de las puertas de México a los intereses norteamericanos alarmó
en cierto momento al general Díaz. El apetito voraz de su poderoso vecino le hizo
temer nuevas intervenciones: el anciano déspota practicó entonces el único
"antiimperialismo" de que se sentía capaz: consistió simplemente en favorecer la
inversión de los capitales británicos competitivos de los yanquis. Como Estados
Unidos se encontraba frontera por medio y Gran Bretaña al otro lado del
Atlántico, el general Díaz tenía razones muy claras para preferir la amistad de los
ingleses. La propia camarilla gubernamental del porfirismo se vinculó
estrechamente a empresas y negocios británicos a comienzos del siglo. Esta
propensión anglófila del gobierno del general Díaz no disminuyó la presión o la
influencia yanqui; sólo logró enfurecer a los arrogantes imperialistas de la Casa
Blanca y de Wall Street que poseían intereses en México. La última década de
Porfirio transcurrió bajo la constante amenaza yanqui de intervenir militarmente,
combinada con una intensa actividad conspirativa de su diplomacia para derribar
al régimen porfirista.14
A los 85 años de edad, el general Díaz no ofrecía signos de fatiga, después
de 30 años de Gobierno. Sus ministros frisaban casi todos los 80 años; admiraba
su lozanía. Pero el régimen estaba tan putrefacto que bastó,

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al parecer, un libro escrito por un estanciero liberal, Don Francisco Madero, en el
que se oponía a la reelección de Díaz, para que comenzase una oleada de
actividad política que culminó con la caída del gobierno.
No fue, sin embargo, la publicación de libro alguno lo que arrastró al
abismo al gobierno vacilante del general Díaz, sino los estallidos ininterrumpidos
de la revolución agraria. Partidas de guerrilleros habían aparecido en numerosos
Estados. Los campesinos se hacían soldados irregulares, quemaban las haciendas,
mataban a los latifundistas y a sus administradores. Los nombres de Zapata en el
Sur y de Villa en el Norte se hacen tan notorios que corren en las canciones y
música populares. Todo el sistema cruje en sus cimientos.
Con la revolución de 1910, que eleva a Madero a la presidencia, irrumpen a
la vida mexicana jefes nuevos y militares del viejo orden que se disputan el
poder.
Francisco Madero pertenecía a una de las diez familias más acaudaladas de
México. En 1910 la fortuna familiar ascendía a 30 millones de pesos. Sus tierras
alcanzaban a 699.321 hectáreas, en las que se encontraban yacimientos de
petróleo. Asimismo era propietario de empresas metalúrgicas, minas de cobre,
fábricas textiles, destilerías, cervecerías y hasta un Banco en Monterrey.15
Asesinado Madero bajo la instigación del embajador de Estados Unidos,
Henry Lañe Wilson, las principales figuras de la revolución serán el general
Venustiano Carranza, viejo y cazurro hacendado sobreviviente del porfirismo,
intérprete de la burguesía nacional; Pancho Villa, jefe de los guerrilleros del
Norte; Alvaro Obregón, hábil jefe militar y extraño caso de un moderado que al
subir al poder se inclina hacia la izquierda: con él comienza el reparto de tierra;
Emiliano Zapata, el caudillo de los campesinos pobres del Sur, la figura más pura
e intrépida de la Revolución; el general Pablo González, viscoso traidor y
prevaricador, ávido de poder, que organiza el asesinato de Zapata. En fin, en la
década del 30, aparece en escena el general Lázaro Cárdenas, antiguo soldado, en
cuyo gobierno revive la revolución y que logra al fin satisfacer el hambre de
tierra del campesinado, a 130 años de la Independencia.
Pero el verdadero protagonista de la Revolución mexicana es el
campesinado mestizo en armas, que ocupa toda la escena histórica y despliega
por primera vez en el siglo XX sus inmensas reservas de heroísmo. Con la
revolución mexicana aparece la democracia política en México, se desenvuelve
una gran literatura y surge una originalísima pintura muralista que hunde sus
raíces en el pasado indígena del país. También México muestra un nuevo camino:
las victorias y derrotas de su revolución se

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convierten en la principal fuente de enseñanzas para la generación que en
América Latina entra a la lucha alrededor de 1920.
Una hermosa página de Carlos Fuentes resume, de algún modo, la esencia
de la revolución mexicana. Cuando los soldados harapientos de Pancho Villa, el
"Centauro del Norte" y de Emiliano Zapata, el "Atila del Sur", entraron
triunfalmente a la ciudad de México, su asombro no reconoció límites. Los
feroces caballistas, que sumieron en el terror a los mexicanos educados, en lugar
del esperado saqueo, armados hasta los dientes, pedían, con el sombrero aludo en
la mano, y con un aire tímido, algo de comer en la calle.
"Los soldados zapatistas -escribe Fuentes- ocuparon las mansiones de la
aristocracia porfiriana en las colonias Juárez y Roma, en las calles de Berlín o
Génova, en el Paseo de la Reforma o la avenida Durango. Penetraron en esos
atiborrados palacetes, llenos de mobiliario Victoriano, emplomados, mansardas,
cuadros de Félix Parra y jarrones de Sévres, abanicos y pedrería y tapetes persas
y candelabros de cristal y parqués de caoba, escaleras monumentales y bustos de
Dante y Beatriz. Nada de esto les llamó demasiado la atención. En cambio, les
fascinaron los espejos de estas residencias, los enormes espejos con no menos
gigantescos marcos de oro, repujados, decorados con acanto y terminados en
cuatro grifos áureos. Los guerrilleros de Zapata, con asombro y risa, se acercaban
y alejaban de estas fijas y heladas lagunas de azogue en las que, por primera vez
en sus vidas, veían sus propias caras. Quizás, solo por esto, la revolución había
valido la pena: les había ofrecido un rostro, una identidad.
-Mira: soy yo.
-Mírate: eres tú.
-Mira: somos nosotros".16

1. La ausencia de acumulación de capital en América


Latina

La guerra imperialista de 1914 pone fin al largo siglo del apogeo europeo
que se inicia en el Congreso de Viena. En un sentido más vasto, con la primera
crisis bélica del imperialismo en escala mundial concluye la "progresividad
histórica" global de la burguesía que había conquistado el poder político a fines
del siglo XVIII. La ausencia de un análisis académico quedará en evidencia tres
años después con el triunfo de la revolución

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