Positivismo Argentino

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El positivismo argentino: una mentalidad en tránsito

en la Argentina del Centenario


Rosa María MARTÍNEZ DE CODES
Universidad Complutense
1. Caracterización de/positivismo filosófico
El interés por las corrientes filosóficas que predominaron durante el siglo XIX en la América
Española, especialmente por el positivismo, es notable, no sólo en la bibliografía hispano-
americana, sino también en la literatura europea del siglo pasado. El positivismo, en cuanto
etapa o período con una visión unitaria de la realidad, mantiene aún hoy día para los
historiadores una atracción enorme. Desde el punto de vista de la historia de las ideas, se
podría afirmar que «desde la Edad Media la humanidad occidental no había logrado en
cuadro del mundo tan satisfactorio y amplio, una serie tan conexa y armoniosa de creencias».

Suele ocurrir en la evolución de las ideas que una dirección de pensamiento presenta una
larga vida con episodios variables. Uno de ellos, el más sobresaliente por diversas causas,
marca el momento en que esa corriente pasa por el eje central de la vida del tiempo,
contribuye en lo esencial a crear y mantener el ambiente espiritual de la época. Este fenómeno
se dio en el positivismo que como movimiento gozó de una larga tradición y que, sin duda,
tuvo en la etapa central del siglo XIX europeo su coyuntura histórica.

Ahora bien, bajo la designación de positivismo se esconden varias posturas; detrás de la


concepción unitaria del mundo que ofrece se observa el predominio de ciertos puntos de
vista, de determinadas actitudes y preferencias que difieren profundamente por algunos
respectos del propio positivismo y por otros se aproximan al mismo.

Para el historiador de la filosofía Francisco Romero la etapa positivista es «una de las épocas
de la espiritualidad occidental, el tramo del siglo XIX que tiene su centro hacia la mitad de
la centuria, y cuyos limites —indecisos, como es natural— suelen fijarse, de un lado, en los
comienzos del segundo tercio del siglo, y del otro, alrededor del 70 u 80».

El positivismo genuino, el de Comte y Stuart Mill, aunque presenta modalidades y actitudes


particulares, se puede considerar una prolongación actualizada del empirismo de los siglos
XVII y XVIII. Su desinterés por indagar las causas últimas de los fenómenos lo reduce
exclusivamente al ámbito de la experiencia.

Para Comte, cuando el espíritu humano alcanza la actitud positiva reconoce la imposibilidad
de obtener nociones absolutas y se limita a descubrir, mediante el empleo conjunto del
razonamiento y la observación, sus leyes efectivas, es decir, las relaciones constantes de
sucesión y similitud.

Ello implica una renuncia absoluta a la metafísica y un deseo de una organización filosófica
distinta, entendida como un saber de los hechos y sus conexiones. La etapa positivista, dentro
más o menos de las fronteras señaladas por Romero, no se caracteriza exclusivamente por las
tesis y actitudes positivistas mencionadas. Lo que proporciona el tono a este período es
igualmente el cientifismo materialista.

El cientifismo materialista, promoción metafísica de la ciencia física, fue una convicción más
o menos consciente, pero firmemente arraigada, de la índole absoluta y última de las
entidades que utilizaba la ciencia de la época, especialmente la materia y la fuerza.

Los precedentes ideológicos de esta actitud los hallamos en los materialistas del siglo XVIII.
Concebida por sus defensores como una filosofía superior en legitimidad y certeza a todas
las profesadas con anterioridad, por basarse en los testimonios definitivos de la investigación
científica, llegó a convertirse en el dogma central de la época.

Positivismo y materialismo cientifista se asocian fuertemente para crear el ambiente


denominado positivista. Llama la atención que estas dos propensiones, que reanudan dos
líneas del pensamiento del siglo XVIII, la empirista y la materialista, muestren en el siglo XIX
una singular unidad y constancia dadas sus posturas diferentes ante la metafísica.

La permanente referencia a la experiencia de los positivistas (postura netamente


antimetafísica) contrasta con la universalidad y el absolutismo que los cientifistas atribuyen
a los principios extraídos de las comprobaciones. Dilthey, en su doctrina de las concepciones
del mundo, señala, la unidad de ambas direcciones interpretándolas como manifestaciones
diversas de una misma actitud ante el mundo, de una postura primaria que lo concibe como
un mundo de cosas, como «naturaleza». Dentro del naturalismo, el materialismo constituye
la afirmación dogmática y metafísica, y el positivismo, la actitud crítica y cautelar que no
avanza más allá de la comprobación.

El historiador panameño Ricaurte Soler en su erudito trabajo sobre el positivismo argentino


se inclina hacia esta concepción, aunque no utiliza su terminología al estudiar las diferentes
modalidades del positivismo argentino: «Reconocemos que la expresión: positivismo
argentino no es la más adecuada para designar este conjunto de direcciones filosóficas.
Naturalismo habría sido, quizás, un término más adecuado. Sin embargo, desechar el término
positivismo habría implicado desconocer una tradición terminológica fuertemente enraizada
en la historiografía del pensamiento hispanoamericano y argentino».

Las concepciones positivistas y cientificistas aparecieron en Europa en un momento


determinado; tras el enorme auge, saciedad y cansancio de la actitud especulativa idealista y
poética. Fue una reacción contra la gran filosofía del idealismo alemán de Fichte a Hegel y
el espíritu romántico que animó este movimiento, dominante en el campo intelectual europeo
con una profundidad y extensión desconocida con anterioridad en Europa.

La reacción contra el Romanticismo fue tan fuerte e inmoderada como la que años antes esta
corriente había protagonizado contra el espíritu racionalista del siglo XVIII. No resulta pues
extraño que el positivismo retomara caracteres del siglo XVIII. La ciencia se impuso por sus
fueros, y quiso a su vez ocupar todo el campo del saber.

El lapso positivista adoptó la idea de desarrollo, pero al traducirla a su idioma racionalista la


mecanizó. El mecanicismo, convertido en la expresión más profunda de la época, suponía
que los fenómenos más oscuros y complicados revelarían su entramado mecánico cuando
fueran suficientemente conocidos y aclarados.

La ciencia física con su claridad racional desemboca en el mecanicismo y ofrecía una


explicación unitaria.

La aparición del Origen de las especies (1859), de Darwin y el amplio eco y difusión de sus
principios biológicos anexionó al régimen mecánico el orden de la vida, y con él todo el
mundo del espíritu y de la cultura.

El biologismo —afirma Francisco Romero— fue «el magno aporte de Darwin, porque trae
consigo la coronación y el perfeccionamiento del edificio mecanicista, que de tal suerte se
completaba afirmándole como única y plena visión de la realidad, como interpretación
científica por sus fundamentos y filosófica por su coherente vastedad y proyecciones».

El auge del biologismo prendió si cabe con mayor fuerza entre los cientificistas argentinos,
quienes al replantear los problemas filosóficos en función de los datos generales de la
biología, los encerraron dentro del marco de los principios generales de las ciencias
biológicas. Un claro exponente de esta postura fue el profesor Horacio G. Piñero, creador de
uno de los primeros laboratorios de psicología experimental en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, para quien la psicología y la sociología se
fundamentaban en la biología Junto al interés del Positivismo por organizar el conocimiento
del hombre aplicándose a dos órdenes de estudio, la psicología y la sociología positivistas,
siguiendo los principios y métodos dominantes en las ciencias de la naturaleza, queremos
destacar los criterios claves que aporta para la interpretación histórica en este período.

Una de las explicaciones positivistas de la historia más difundida es, sin duda, la del
materialismo histórico. El atractivo de éste residía en la oferta de un programa de inmediata
acción político-social. La validez y fuerza del programa pretendía a su vez sustentarse en la
verdad de la pura doctrina.

La revalorización de la influencia del medio fue otra de las aportaciones del positivismo en
el terreno histórico. La obra de Buckle, Historia de/a civilización de Occidente (1857-1861)
proponía una sistematización de los agentes físicos que ejercían mayor influencia: el clima,
la alimentación, el suelo y la naturaleza.

La sociología de Spencer, por su evolucionismo dinámico y cósmico, representa un esfuerzo


por traducir la idea de desarrollo o devenir a la común interpretación mecanicista que impera
en el período. La visión del acontecer histórico que de ahí deriva significa una mera
especialización de los principios mecánicos o dinámicos válidos para toda la realidad.

El movimiento positivista argentino se caracterizó por su interés en construir una teoría


filosófica monista y naturalista sin caer necesariamente en el mecanicismo e intelectualismo.
La crítica al mecanicismo de Spencer no implicó, no obstante, ni el rechazo del monismo
evolucionista ni el abandono del realismo gnoseológico.
El monismo naturalista se presentó como una filosofía anti-intelectualista y antimecanicista
en razón de los criterios biológicos empleados.

Junto al materialismo histórico, la doctrina del medio y el evolucionismo mecánico, criterios


impuestos por el positivismo para la interpretación cabal de la historia, los motivos biológicos
se presentan como otro conjunto de recursos positivistas más peculiares y privativos de este
período.

La importancia de tales motivos es señalada por Francisco Romero al caracterizar la corriente


positivista: «el Positivismo, en cuanto época de la inteligencia occidental, es algo más: señala
el instante del ingreso del orbe biológico en la vasta interpretación de la realidad que se venía
elaborando desde el Renacimiento, la universalización del régimen causal mediante la
eliminación de la finalidad orgánica, o, mejor dicho, mediante la tesis darwiniana de que tal
finalidad se origina por el funcionamiento de la mera causalidad y de ella depende ..
estableciéndose una feliz continuidad que no sólo comprende lo físico y lo biológico, sino
también todo lo psíquico, lo espiritual, lo social-histórico, entendidos como productos,
manifestaciones o promociones de la vida propiamente dicha (biologismo) ».

El transformismo darwiniano se prolongaba así en un biologismo (omnicomprensivo), en el


cual los valores, el espíritu, la cultura en todos sus aspectos se derivaban de la base biológica
por el mero juego de las fuerzas selectivas.

II. Cuestiones y problemas que plantea el positivismo argentino


La existencia de varias líneas sucesivas e incluso coetáneas, que ya en el siglo pasado y con
mayor rigor en éste, han sido ubicadas dentro de una común denominación de «positivismo»,
dificulta en extremo una respuesta conjunta que las comprenda a todas. Si nos hemos
detenido hasta ahora en exponer las diversas actitudes del positivismo europeo ello se
justifica, a nuestro modo de ver, por el telón de fondo que nos proporciona en el intento de
sistematizar las posturas varias y enfoques múltiples que la historiografía hispanoamericana
ofrece en lo relativo al positivismo argentino.

Los investigadores del pensamiento argentino no coinciden todavía sobre la ubicación


cronológica de este movimiento, su periodización y su valor ideológico. Ello se debe, en
parte, a las dificultades para reconocer las implicaciones totales del movimiento positivista
argentino a través del material historiográfico y filosófico disponible. Se echa en falta la
publicación de estudios monográficos económicos, sociales, políticos, pedagógicos, etc. que
afronten exhaustivamente su significación en la época de su mayor vigencia.

El positivismo constituyó en Argentina una etapa cultural cuyas proyecciones se hicieron


sentir en todos los campos del espíritu. El fenómeno europeo se presentó en este país en
estrecho acuerdo con caracteres propios de su realidad político-social. Son precisamente las
particularidades de la historia socio-política y las condiciones especiales del desarrollo de la
ciencia argentina las que permiten hablar de unas modalidades propias y de una orientación
del positivismo argentino diferente al europeo.
Veamos, a continuación algunas de las líneas de desarrollo más significativas del positivismo
argentino a través de sus principales expositores e intérpretes.

1. El positivismo autóctono de Alejandro Korn

El desacuerdo sobre cuando irrumpen en América, y concretamente en Argentina, las


corrientes filosóficas de corte positivista, procede de la confusión existente entre lo que se ha
llamado «positivismo autóctono» y el positivismo y cientificismo de la última parte del siglo
XIX y comienzos del XX, si bien ambas manifestaciones responden a una conceptuación
científica y a una interpretación sociológica diferente.

El primer intento argentino sistemático de ubicación y explicación del positivismo lo


encontramos en Alejandro Korn (1860-1936), cuyo pensamiento acusa todavía algunos
rasgos positivistas a pesar de su esfuerzo por superarlo ~. Se comprende mejor la
interpretación que Korn hace del positivismo, si tenemos en cuenta la forma en que veía el
desenvolvimiento de las ideas en Argentina. Consciente de las limitaciones de la cultura de
la época aborda la búsqueda y rescate en el pasado histórico de rasgos, actitudes y
propensiones que le permiten caracterizar una tradición de pensamiento nacional en su obra:
Influencias filosóficas en la evolución nacional.

El titulo refleja su enfoque de la cuestión: «Nosotros los argentinos —dirá— pertenecemos


al ámbito de la cultura occidental y hasta la fecha solamente hemos asimilado ideas
importadas. No podemos abrigar la pretensión de una filosofía propia, pues todo el afán de
nuestros hombres dirigentes se ha encaminado a europeizamos, a borrar los estigmas
ancestrales, a convertimos en secuaces de una cultura superior pero exótica... Yo mismo, al
abordar el asunto, no me he atrevido a encarar mi ensayo como «historia de las ideas», sino
como «influencias ideológicas». De allende los mares recibimos, en efecto, la indumentaria
y la filosofía confeccionada. Sin embargo, al artículo importado le imprimimos nuestro sello»
-

Hablar de un pensamiento autóctono en la Argentina del centenario, en momentos en que la


europeización predominaba en el espíritu nacional, provocaba cuando menos sonrisas
escépticas. Pero Korn entendía que toda colectividad coherente y estable se sustentaba sobre
un sistema de ideas generales, y se puso a indagar cuál era el que servía de basamento al
pueblo argentino. Creyó encontrarlo, principalmente, en la obra de las tres generaciones que
integraron la época positivista.

En la primera etapa, el positivismo, llamado por Korn «Positivismo en acción», aparece como
una filosofía social, si no sistemática, al menos como programa consciente para satisfacer las
necesidades colectivas, en la tarea de construir la Nación.

Sus máximos representantes en su frente político y educativo fueron Juan Bautista Alberdi y
Domingo Faustino Sarmiento respectivamente. El primero de ellos proporcionó con criterio
positivista la filosofía política rectora ‘~ para más de medio siglo de vida constitucional: «De
la realidad inmediata que interesa a su inteligencia y mueve su sentimiento —dice Korn—
Alberdi abstrae con criterio positivista las conclusiones de su filosofía política. Su
pensamiento amplio se amolda a las exigencias de la situación casera. Así forja la doctrina
argentina por excelencia. Su originalidad no la amengua porque corrientes universales
vinieran luego a apoyarla. Treinta años transcurrieron antes de que en alguna de nuestra
cátedras universitarias se pronunciara el nombre de Comte o Spencer; Alberdi se había
anticipado».

Refiriéndose al pensamiento de estos hombres junto al de Mitre, Florencia Varela, Vélez


Sarsfield, Nicolás Avellaneda, Juan Maria Gutiérrez y Vicente Fidel López, Korn afirma la
afinidad de sus ideas con su tiempo; proclamaban la supremacía de la acción y de los hechos
y, de las ideas, acogían únicamente aquellas que más se adecuaban a la realidad social. El
positivismo argentino no se reducía pues a la asimilación de teorías exógenas, resultaba por
el contrario la expresión congruente de su actitud mental.

Por ello Korn sostiene que «El positivismo argentino es de origen autóctono; sólo este hecho
explica su arraigo. Fue expresión de una voluntad colectiva. Si con mayor claridad y eficacia
le dio forma Alberdi, no fue su credo personal. Toda la emigración lo profesaba, todo el país
lo aceptó. La constitución política fue su fruto, la evolución económica se ajustó a sus
moldes... Cuando tuvimos noticias del sistematizado positivismo europeo, el nuestro era
viejo».

En opinión del profesor argentino este pensamiento positivista, atento a los problemas reales
de la vida nacional, no supo estructurarlos metódicamente como sistema de filosofía. Cuando
los hombres que lo profesaban conocieron las obras de Spencer, hallaron con sorpresa la
confirmación de su propio pensamiento.

La segunda etapa positivista está representada por hombres que nacieron poco antes o poco
después de Caseros (1852), en su mayor parte universitarios, de escasa originalidad, que si
bien desarrollaron un papel importante en la historia política del país, no fue así en la historia
de la cultura, en donde apenas aportaron ideas, ni difundieron el movimiento filosófico
europeo. Korn destaca como excepción al Dr. José Maria Zuviña, cuyo catolicismo y
honestidad le distancian del positivismo de sus coetáneos.

La tercera etapa positivista aparece configurada por dos grupos de hombres: el de los
universitarios y el de los normalistas, cuyos focos de actuación fueron la Facultad de Derecho
y de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y la Escuela Normal de Paraná.

Entre los universitarios, adictos en su gran mayoría al positivismo de corte spenceriano, cabe
citar a: José Nicolás Matienzo, Rodolfo Rivarola, Juan Agustín García, Luis M. Drago,
Norberto Piñero y Ernesto Quesada, Antonio Dellepiane y Francisco Barroetaveña.
Procedentes de la Facultad de Medicina, se les sumaron, Ladislao Holmberg y José María
Ramos Mejía; de Ciencias Exactas, Emilio Mitre, y de la Universidad de Córdoba, Joaquín
V. González, Adolfo Mitre y Alberto Navarro Viola.

La historiografía argentina los denomina a todos ellos bajo el epíteto de «hombres del
ochenta» (incluyendo otros nombres no citados), distinguiendo así el grupo de universitarios
que alrededor del año 1882 se incorporó a las actividades de la vida pública, asumiendo la
dirección política e intelectual.
Korn incide en el carácter programático y asimilador de ideas importadas de estos
positivistas. En esta línea comenta que «El pecado de los intelectuales del ochenta, hombres
de gabinete y de estudio, lo constituye la ausencia de una creación original. Con una cultura
superior, con una información más vasta, con mayor probidad intelectual, nos revelaron a
Stuart Mill y a Spencer, a Renan y a Taine. El positivismo argentino ya era un hecho cuando
ellos juzgaron necesario apoyarlo con el ejemplo europeo... Ellos mismos, ajenos a todo
interés especulativo, indiferentes ante los problemas trascendentales, atraídos por los asuntos
de carácter pragmático, se limitaron al comentario jurídico o histórico, a la pedagogía, a la
psicología y a la sociología, sin perjuicio de convenir al fin, con ingenua honestidad que la
última palabra ya la había dicho Alberdi».
Por su parte, los normalistas pedagogos formados en su gran mayoría en la Escuela Normal
de Paraná, en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de la Plata
—después Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación— alcanzaron en la década
del 80 y 90 una significación preponderante en la enseñanza pública. Entre ellos destacan los
nombres de Victor Mercante, Leopoldo Herrera, Alejandro Carbó, Rodolfo Senet y Alfredo
Ferreira.
El juicio de Korn respecto a su aportación al pensamiento de la época no deja de ser mordaz:
«Ideal más alto no tuvieron tampoco —dice— los pedagogos formados en la Escuela Normal
de Paraná, alberdistas de segunda mano; se imaginan ser discípulos de Comte, sin sospechar
el irreductible antagonismo entre las doctrinas del maestro y nuestro ambiente liberal e
individualista... El iniciador mismo del movimiento, un naturalista distinguido, hubo de
hermanar el positivismo comtiano con agregados tan heterogéneos como la evolución
darwiniana o las aspiraciones del Risorgimiento italiano».

José Ingenieros

Más comprensiva resulta la actitud de Korn hacia el papel que desempeñó José Ingenieros
(1877-1925) en el pensamiento de la época.

Distanciado por algunos años y por nuevos conceptos de los positivistas del ochenta, este
hombre, psiquiatra y biólogo de profesión, se preocupó por hallar razones finales a las
ciencias médicas y naturales.

Su propósito, dice Korn, «fue elevar el Positivismo a Cientifismo, con fines sociales... La
claridad de su espíritu meridional unida a una pronunciada sensibilidad estética le
permitieron superar la estrechez de la ideología vulgarizada. Supo infundirle nuevo vigor y
prolongar la necesidad lógica de admitir una metafísica».
Ingenieros contribuyó, de hecho, a que se superara un cientifismo demasiado atento a lo
concreto, estimulando la aplicación de la inteligencia como facultad abstractiva y
generalizadora. Admitió nominalmente la metafísica, e incluso se aventuró a enunciar su
sistema en dos de sus obras; Principios de psicología; y Proposiciones relativas al porvenir
de la filosofía.

Su actitud hacia la metafísica pretende ser revolucionaria, considerando a sus predecesores


afectos a la oscuridad, con el propósito de disfrazar aspiraciones religiosas o defender
principios caducos. El fundamento de la metafísica, así como de toda ciencia, es, en su
opinión, la experiencia.
Este enfoque excluye tres problemas clásicos de raíz metafísica: Dios, la inmortalidad del
alma y la libertad, pues, a su parecer, tales cuestiones no pretenden explicar lo que trasciende
la experiencia, sino de confirmar un determinado sistema de creencias vulgares.

La crítica que le formula Alejandro Korn está dirigida contra el dogmatismo de su sistema y
el fracaso de toda metafísica que intenta ser la expresión, en lo no experimentado, de una
supuesta unidad científica: «Por rechazar el dogmatismo de las supersticiones místicas se
entregó al dogmatismo de las ciencias naturales. Para Ingenieros —afirma Korn— la
filosofía, la metafísica misma, no eran sino complementos hipotéticos de la intangible verdad
científica».

La crítica enconada que los antipositivistas realizaron años después de la obra de Ingenieros
fue suavizada por el propio Korn, iniciador de la renovación ideológica, al señalar la falta de
rigor de aquellos que enjuiciaban su posición filosófica, con abstracción de su momento,
aplicándole el criterio de una nueva actitud espiritual.

«En las postrimerías de una gran orientación filosófica —argumentaba Korn—, le tocó
defender la última brecha... Desde el nacimiento de Alberdi hasta la muerte de Ingenieros ha
transcurrido un siglo, en el cual el sentir de nuestro pueblo ha encontrado de continuo su
expresión adecuada, sin simular preocupaciones ajenas a nuestra índole nacional, pero con la
unidad intrínseca del pensamiento propio. De este proceso no se ha de borrar la obra de
Ingenieros, como que no se han de extinguir tampoco los múltiples impulsos de su fecunda
labor».

2. Crítica de Coriolano Alberini a las formas que el positivismo adoptó en la


Argentina
Frente al planteamiento anterior, Coriolano Alberini, de profunda formación académica
universitaria, presenta un esquema distinto de la evolución del pensamiento argentino que
desarrolla en dos importantes trabajos: Die deutsche Philosophie in Argentinien, (La
Filosofía Alemana en Argentina) Berlin 1930, y Problemas de la historia de las ideas
filosóficas en Argentina. La Plata, 1966.

La indagación y difusión de la evolución de las ideas en el país: cómo se despertó el filosofar


y bajo qué sugerencias, fue una auténtica preocupación en Alberini. Su clasificación
comprende cuatro etapas fundamentales, situando el Positivismo en la década que va del
setenta al ochenta; «En la Argentina, por ejemplo, disfrutamos de una elemental y fría
escolástica en la época colonial, aunque cabe reconocerlo, inició la cultura en estas regiones.
Vino luego el iluminismo, que fue, en general, la filosofía de la emancipación, especialmente
en la parte política. Más tarde tuvimos el romanticismo historicista, aunque mucho se
conserva del espíritu iluminista. Fue la filosofía de la organización nacional. Y, por fin, el
positivismo, el cual coincide con el pujante progreso vegetativo del país, sin que se pueda
establecer una relación de causa a efecto entre las ideas filosóficas y la vida política, según
pretenden los epígonos del materialismo histórico».
El surgimiento del positivismo está estrechamente vinculado a un nuevo período de la vida
nacional argentina. El año 80 simboliza el fin de una Argentina que aún conservaba rasgos
de su tradición pasada y el comienzo de una era de progreso material, de auge económico y
de nuevas formas políticas, que condujeron al país a ocupar una posición privilegiada en el
seno del continente americano.

Alberini encuentra una explicación del porqué de la génesis y florecimiento de esta corriente
en base a las nuevas circunstancias socio-económicas que caracterizan el período: «El auge
del positivismo coincidió con los momentos más frenéticos del progreso económico de la
Argentina. Sin que se pueda afirmar una relación de causalidad estricta, bien puede
presumirse que durante el período comprendido entre 1880 y 1910, los fenómenos
ideológicos en la Argentina están muy vinculados a los económicos.

Estos ofrecen, por lo menos, una fuerte perturbación sobre el progreso espiritual. No me
refiero exclusivamente al positivismo de los ideólogos profesionales, sino al difuso de la
masa culta, o de la oligarquía dirigente, en quienes el positivismo es una creencia práctica.
Este fue, así, ideología resultante más que ideología dirigente. En otros términos: la atmósfera
positivista fue un epifenómeno del violento progresismo vegetativo del país. En semejante
ambiente, propio de una rica sociedad nueva, rebosante de orgullo vital se formó una clase
directiva llena de elegante cultura periférica y propensa a la tolerancia de puro escéptica».
Cuando Alberini caracteriza el positivismo difuso de la masa culta o de la oligarquía dirigente
como creencia política alude a un rasgo genérico del pensamiento iberoamericano, en el cual
prevalece el pensamiento pragmático, y el dogma ejecutivo sobre la aclitud especulativa. Las
ideas, combinadas con los sentimientos religiosos y los instintos políticos de la clase media
intelectual, se convertían en creencias militantes, eran ideas vividas más que pensadas; ideas
con un mínimo de filosofía fundamental: «Las ideas filosóficas procedían de Europa y
tomaban inmediatamente una inflexión activa y política, más o menos adaptada al ambiente
histórico argentino».

¿Cómo ve Alberini el positivismo filosófico en la Argentina? Él lo diferencia del positivismo


europeo, donde la significación de pensadores como Comte, Spencer, Sutart Mill, Taine y
otros fue indiscutible. Por otra parte, pese a su rechazo de la metafísica, esta corriente
encontraba en Europa el suficiente espíritu crítico y la tradición clásica como para que no se
cayera en un superficial utilitarismo social.

Las formas del positivismo en la Argentina contribuyeron, a juicio de Alberini, a fomentar


los defectos de la mentalidad argentina. Sin ser el comtismo una filosofía propiamente
utilitaria, lo fue de hecho, exacerbando los tradicionales vicios de un país carente de un sólido
sustrato intelectual: «Puede el comtismo —afirma— no ser grave rémora para el progreso
del saber cuándo se trata de países de fecunda tradición científica y filosófica, pero lo es, y
mucho, en los que, por ser nuevos y rebosantes de vida vegetativa como la Argentina, carecen
casi en absoluto de sólido sentimiento intelectual. A fuerza de insistir sobre la finalidad ética
del saber, se concluye por aniquilar, no sólo el espíritu filosófico, sino también el espíritu de
la ciencia pura».
Respecto al positivismo autóctono que Korn señaló preferentemente en Alberdi, censura la
depravación utilitaria que se hizo del alberdismo, sin ser este responsable de ello. Le
considera el más eminente pensador de la época, sin que por ello, fuera un verdadero filósofo.

«Pensó para obrar, en forma descollante —dice Alberini—, máxime si se considera el


ambiente espiritual de su época en la Argentina. Su utilitarismo tuvo fundamento
espiritualista. No confundió la utilidad con un ideal, ni el ideal con la utilidad. La utilidad era
un medio, el ideal, un fin».

El positivismo argentino no dio importancia especial a los problemas centrales de la filosofía;


las cuestiones metafísicas, gnoseológicas y axiológicas fueron rechazadas frente al estudio y
desarrollo de las ciencias sociales de la biología, psicología y pedagogía, a las cuales
aplicaron los dogmas del evolucionismo mecánico y agnóstico.

La generación argentina de 1880 fue marcadamente positivista; la nota dominante no fue


tanto Comte y Spencer como la de Haeckel, conocido ampliamente a través de traducciones
francesas. Entre las figuras más representativas de este período destacan: Florentino
Ameghino (1854-1911), José María Ramos Mejía (1849-1914), Carlos Octavio Bunge
(1875-1918) y José Ingenieros (1877-1925). Los dos últimos citados de clara orientación
cientificista, como se verá a continuación, se escapan por la fecha de nacimiento de la llamada
generación del 80.

Del primero de ellos, considerado por Alberini la primera figura científica de la América
española y uno de los más célebres paleontólogos del mundo, afirma: «Toda la obra de
Ameghino tiene aire haeckeliano. Su principal libro se llama Filogenia, palabra, si mal no
recuerdo forjada por Haeckel. También se ocupó de Cosmología. Sus ideas filosóficas están
esbozadas en un trabajo titulado Mi Credo, el cual es un ingenuo compuesto haeckeliano».

El interés de los positivistas por los estudios sociológicos y de ciencias de la educación


desembocó en el desarrollo de la teoría de la causalidad, del medio ambiente, la raza y la
herencia. El hombre más que una unidad personal quedaba reducido a un producto social.
Entre los positivistas que trabajaron con estos criterios figura José María Ramos Mejía.

A propósito del mismo, Alberini escribe en La Filosofía alemana en la Argentina: «Poco se


ocuparon nuestros positivistas de filosofía fundamental. Prefirieron aplicar los dogmas del
evolucionismo mecánico y agnóstico, cuando no frecuentemente materialista, a la psicología
y a las ciencias sociales. El más notable es José Ramos Mejía, psicopatólogo eminente y
brillante escritor, formado en los recursos estilísticos de la historiografía del romanticismo
francés. Mucho se ocupó de historia, interpretándola de acuerdo con los principios del
materialismo médico... La principal obra de Ramos Mejía es un estudio sobre el dictador
Rosas, cuya figura impresionante supo evocar con vigor y plasticidad, aunque basándose en
los más ingenuos y groseros cánones del positivismo médico. Ramos Mejía es, en suma, un
caso airoso de temperamento intelectual equivoco, algo así como un psiquiatra romántico
sobre un fondo de cosmología haeckeliano».

El criterio naturalista y biológico en la elaboración de los conceptos sociológicos se revela


claramente en sus trabajos de psicología social. Intenta explicar la historia colonial e
independiente por la acción de la psicología de las muchedumbres y en concreto de sus
condiciones «biológicas », las cuales se convierten en un factor de explicación histórica en
la época de Rosas.

El juicio que emitió José Ingenieros sobre su obra sintetiza las críticas que se le hicieron: «no
advirtió siquiera que aplicar a las multitudes argentinas de hace un siglo una doctrina fundada
en la observación de multitudes europeas contemporáneas le exponía a violentar los hechos
para encajarlos en premisas establecidas sin una base de experiencia».

Alberini reconoce en el normalismo de la Escuela de Paraná la fuerte vocación de sus


representantes, capaces de organizar la enseñanza primaria y la secundaria por amor a la
ciencia y de contribuir a que la mujer obtuviera su independencia económica, con el
desarrollo de un magisterio femenino.

Sin embargo, desde el punto de vista filosófico, adolecía, en su opinión, de severos errores.
Por lo general se trataba de personas más instruidas en el comtismo y que rechazaban la
metafísica y los problemas fundamentales de la filosofía: «Son místicos de la ciencia, de una
ciencia sin espíritu cientista. Veneran una ciencia estática, lo mismo que su maestro Comte,
quien, urgido por necesidades éticas, repudió la crítica renovadora y progresista del saber
científico, so pretexto de que la duda conduce a la anarquía moral. Son, pues, verdaderos
dogmáticos. Sacrificaron la ciencia en homenaje del pragmatismo social»

Una de las salidas de la crisis filosófica del positivismo fue el movimiento que se conoce con
el nombre de cientificismo, que ya no niega la metafísica, sino que la concibe como una
elaboración realizada con los últimos datos de las ciencias. En el cientificismo la metafísica
es posterior a las ciencias y está condicionada por los progresos que realiza el pensamiento
científico.

Carlos Octavio Bunge

En el pensamiento argentino, esta corriente tuvo varios representantes cuya influencia se


extiende hasta aproximadamente 1920. Alberini cita entre los más significativos a Carlos
Octavio Bunge y José Ingenieros. Respecto a ambos, fieles representantes del haeckelismo,
«de abundante y varia producción, aunque de escaso linaje filosófico», comenta: «Carlos
Octavio Bunge, autor de una obra titulada El Derecho, donde se reducen las relaciones
jurídicas a elementales fenómenos de biofilaxis. Se afirma allí que la vida jurídica no es sino
la metamorfosis del acto reflejo; más aún: de los movimientos adaptativos del protoplasma...
Escribió también otro libro titulado Nuestra América, donde se investiga la psicología de los
hispanoamericanos en función de los fenómenos políticos vinculados a los raciales. El
análisis, que es de una severidad rayana en requisitoria, está inspirado en las doctrinas
antroposociológicas del conde de Gobineau y de algunos sociólogos socialistas alemanes.
Produjo Bunge también breves trabajos sobre filosofía fundamental. De lo poco que
escribiera al respecto este autor, se deduce una evidencia predilección por la metafísica del
cientificismo. Preconiza el método inductivo en filosofía, terminando en su vago monismo
tímidamente materialista, aunque jamás le abandona la inquietud agnóstica».
La influencia de Bunge en el desarrollo posterior del positivismo argentino fue profunda por
el carácter cientificista y antimecanicista de su filosofía. Hombre multifacético — jurista,
literato, profesor, estudioso de la psicología— supera en su obra Principios de Psicología
individual y social las bases puramente mecánicas del evolucionismo de Spencer y su
materialismo, e introduce —con un claro retomo a Darwin— una fuerza psíquica, el instinto,
que determina la evolución de las especies.

Los elevados problemas metafísicos quedan reducidos a pura psicología, que se divide en
fisiológica, científica o especulativa y trascendental. El pensamiento de Bunge adquiere una
significación precisa en la historia del positivismo argentino. El retomo a Darwin y a
Lamarck, junto a la crítica de las concepciones mecanicistas de Spencer, posibilitan el
desarrollo de los fundamentos doctrinarios de la filosofía cientificista argentina.

José Ingenieros fue el continuador más significativo de esta orientación del positivismo
argentino. Fue un espíritu de síntesis, su pensamiento filosófico integra y sistematiza los
resultados positivos de la ciencia de su época. Su nombre y sus libros concentraron la
atención de los estudiosos de los primeros veinticinco años de este siglo.

Su objetivo principal fue construir una filosofía científica, sobre los resultados que aportan
las ciencias psicológicas y biológicas. Defiende, así, una filosofía científica consistente en
un «sistema de hipótesis legítimas, concordantes con los resultados generales de la
experiencia, que se propone explicar los problemas que permanecen fuera de la experiencia».

Cree que la filosofía científica converge hacia un monismo energético, síntesis modernizada
de la filosofía evolucionista. De él dice Alberini: «Aun cuando no pudo formular una doctrina
completa, pues Ingenieros murió a los 50 años, fácil es advertir cierta predilección por el
monismo energético a la manera de Le Dantec».

Las disidencias que mantuvo con el positivismo no fueron tan hondas como para ver en él
una actitud antipositivista. En cuestiones fundamentales, tales como la concepción de la vida
y de las ciencias, Ingenieros figura entre los pensadores que le fueron fieles, con ciertos
arranques críticos, pero de por sí no suficientes para señalar la ruptura.

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