Positivismo Argentino
Positivismo Argentino
Positivismo Argentino
Suele ocurrir en la evolución de las ideas que una dirección de pensamiento presenta una
larga vida con episodios variables. Uno de ellos, el más sobresaliente por diversas causas,
marca el momento en que esa corriente pasa por el eje central de la vida del tiempo,
contribuye en lo esencial a crear y mantener el ambiente espiritual de la época. Este fenómeno
se dio en el positivismo que como movimiento gozó de una larga tradición y que, sin duda,
tuvo en la etapa central del siglo XIX europeo su coyuntura histórica.
Para el historiador de la filosofía Francisco Romero la etapa positivista es «una de las épocas
de la espiritualidad occidental, el tramo del siglo XIX que tiene su centro hacia la mitad de
la centuria, y cuyos limites —indecisos, como es natural— suelen fijarse, de un lado, en los
comienzos del segundo tercio del siglo, y del otro, alrededor del 70 u 80».
Para Comte, cuando el espíritu humano alcanza la actitud positiva reconoce la imposibilidad
de obtener nociones absolutas y se limita a descubrir, mediante el empleo conjunto del
razonamiento y la observación, sus leyes efectivas, es decir, las relaciones constantes de
sucesión y similitud.
Ello implica una renuncia absoluta a la metafísica y un deseo de una organización filosófica
distinta, entendida como un saber de los hechos y sus conexiones. La etapa positivista, dentro
más o menos de las fronteras señaladas por Romero, no se caracteriza exclusivamente por las
tesis y actitudes positivistas mencionadas. Lo que proporciona el tono a este período es
igualmente el cientifismo materialista.
El cientifismo materialista, promoción metafísica de la ciencia física, fue una convicción más
o menos consciente, pero firmemente arraigada, de la índole absoluta y última de las
entidades que utilizaba la ciencia de la época, especialmente la materia y la fuerza.
Los precedentes ideológicos de esta actitud los hallamos en los materialistas del siglo XVIII.
Concebida por sus defensores como una filosofía superior en legitimidad y certeza a todas
las profesadas con anterioridad, por basarse en los testimonios definitivos de la investigación
científica, llegó a convertirse en el dogma central de la época.
La reacción contra el Romanticismo fue tan fuerte e inmoderada como la que años antes esta
corriente había protagonizado contra el espíritu racionalista del siglo XVIII. No resulta pues
extraño que el positivismo retomara caracteres del siglo XVIII. La ciencia se impuso por sus
fueros, y quiso a su vez ocupar todo el campo del saber.
La aparición del Origen de las especies (1859), de Darwin y el amplio eco y difusión de sus
principios biológicos anexionó al régimen mecánico el orden de la vida, y con él todo el
mundo del espíritu y de la cultura.
El biologismo —afirma Francisco Romero— fue «el magno aporte de Darwin, porque trae
consigo la coronación y el perfeccionamiento del edificio mecanicista, que de tal suerte se
completaba afirmándole como única y plena visión de la realidad, como interpretación
científica por sus fundamentos y filosófica por su coherente vastedad y proyecciones».
El auge del biologismo prendió si cabe con mayor fuerza entre los cientificistas argentinos,
quienes al replantear los problemas filosóficos en función de los datos generales de la
biología, los encerraron dentro del marco de los principios generales de las ciencias
biológicas. Un claro exponente de esta postura fue el profesor Horacio G. Piñero, creador de
uno de los primeros laboratorios de psicología experimental en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Universidad de Buenos Aires, para quien la psicología y la sociología se
fundamentaban en la biología Junto al interés del Positivismo por organizar el conocimiento
del hombre aplicándose a dos órdenes de estudio, la psicología y la sociología positivistas,
siguiendo los principios y métodos dominantes en las ciencias de la naturaleza, queremos
destacar los criterios claves que aporta para la interpretación histórica en este período.
Una de las explicaciones positivistas de la historia más difundida es, sin duda, la del
materialismo histórico. El atractivo de éste residía en la oferta de un programa de inmediata
acción político-social. La validez y fuerza del programa pretendía a su vez sustentarse en la
verdad de la pura doctrina.
La revalorización de la influencia del medio fue otra de las aportaciones del positivismo en
el terreno histórico. La obra de Buckle, Historia de/a civilización de Occidente (1857-1861)
proponía una sistematización de los agentes físicos que ejercían mayor influencia: el clima,
la alimentación, el suelo y la naturaleza.
En la primera etapa, el positivismo, llamado por Korn «Positivismo en acción», aparece como
una filosofía social, si no sistemática, al menos como programa consciente para satisfacer las
necesidades colectivas, en la tarea de construir la Nación.
Sus máximos representantes en su frente político y educativo fueron Juan Bautista Alberdi y
Domingo Faustino Sarmiento respectivamente. El primero de ellos proporcionó con criterio
positivista la filosofía política rectora ‘~ para más de medio siglo de vida constitucional: «De
la realidad inmediata que interesa a su inteligencia y mueve su sentimiento —dice Korn—
Alberdi abstrae con criterio positivista las conclusiones de su filosofía política. Su
pensamiento amplio se amolda a las exigencias de la situación casera. Así forja la doctrina
argentina por excelencia. Su originalidad no la amengua porque corrientes universales
vinieran luego a apoyarla. Treinta años transcurrieron antes de que en alguna de nuestra
cátedras universitarias se pronunciara el nombre de Comte o Spencer; Alberdi se había
anticipado».
Por ello Korn sostiene que «El positivismo argentino es de origen autóctono; sólo este hecho
explica su arraigo. Fue expresión de una voluntad colectiva. Si con mayor claridad y eficacia
le dio forma Alberdi, no fue su credo personal. Toda la emigración lo profesaba, todo el país
lo aceptó. La constitución política fue su fruto, la evolución económica se ajustó a sus
moldes... Cuando tuvimos noticias del sistematizado positivismo europeo, el nuestro era
viejo».
En opinión del profesor argentino este pensamiento positivista, atento a los problemas reales
de la vida nacional, no supo estructurarlos metódicamente como sistema de filosofía. Cuando
los hombres que lo profesaban conocieron las obras de Spencer, hallaron con sorpresa la
confirmación de su propio pensamiento.
La segunda etapa positivista está representada por hombres que nacieron poco antes o poco
después de Caseros (1852), en su mayor parte universitarios, de escasa originalidad, que si
bien desarrollaron un papel importante en la historia política del país, no fue así en la historia
de la cultura, en donde apenas aportaron ideas, ni difundieron el movimiento filosófico
europeo. Korn destaca como excepción al Dr. José Maria Zuviña, cuyo catolicismo y
honestidad le distancian del positivismo de sus coetáneos.
La tercera etapa positivista aparece configurada por dos grupos de hombres: el de los
universitarios y el de los normalistas, cuyos focos de actuación fueron la Facultad de Derecho
y de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y la Escuela Normal de Paraná.
Entre los universitarios, adictos en su gran mayoría al positivismo de corte spenceriano, cabe
citar a: José Nicolás Matienzo, Rodolfo Rivarola, Juan Agustín García, Luis M. Drago,
Norberto Piñero y Ernesto Quesada, Antonio Dellepiane y Francisco Barroetaveña.
Procedentes de la Facultad de Medicina, se les sumaron, Ladislao Holmberg y José María
Ramos Mejía; de Ciencias Exactas, Emilio Mitre, y de la Universidad de Córdoba, Joaquín
V. González, Adolfo Mitre y Alberto Navarro Viola.
La historiografía argentina los denomina a todos ellos bajo el epíteto de «hombres del
ochenta» (incluyendo otros nombres no citados), distinguiendo así el grupo de universitarios
que alrededor del año 1882 se incorporó a las actividades de la vida pública, asumiendo la
dirección política e intelectual.
Korn incide en el carácter programático y asimilador de ideas importadas de estos
positivistas. En esta línea comenta que «El pecado de los intelectuales del ochenta, hombres
de gabinete y de estudio, lo constituye la ausencia de una creación original. Con una cultura
superior, con una información más vasta, con mayor probidad intelectual, nos revelaron a
Stuart Mill y a Spencer, a Renan y a Taine. El positivismo argentino ya era un hecho cuando
ellos juzgaron necesario apoyarlo con el ejemplo europeo... Ellos mismos, ajenos a todo
interés especulativo, indiferentes ante los problemas trascendentales, atraídos por los asuntos
de carácter pragmático, se limitaron al comentario jurídico o histórico, a la pedagogía, a la
psicología y a la sociología, sin perjuicio de convenir al fin, con ingenua honestidad que la
última palabra ya la había dicho Alberdi».
Por su parte, los normalistas pedagogos formados en su gran mayoría en la Escuela Normal
de Paraná, en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de la Plata
—después Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación— alcanzaron en la década
del 80 y 90 una significación preponderante en la enseñanza pública. Entre ellos destacan los
nombres de Victor Mercante, Leopoldo Herrera, Alejandro Carbó, Rodolfo Senet y Alfredo
Ferreira.
El juicio de Korn respecto a su aportación al pensamiento de la época no deja de ser mordaz:
«Ideal más alto no tuvieron tampoco —dice— los pedagogos formados en la Escuela Normal
de Paraná, alberdistas de segunda mano; se imaginan ser discípulos de Comte, sin sospechar
el irreductible antagonismo entre las doctrinas del maestro y nuestro ambiente liberal e
individualista... El iniciador mismo del movimiento, un naturalista distinguido, hubo de
hermanar el positivismo comtiano con agregados tan heterogéneos como la evolución
darwiniana o las aspiraciones del Risorgimiento italiano».
José Ingenieros
Más comprensiva resulta la actitud de Korn hacia el papel que desempeñó José Ingenieros
(1877-1925) en el pensamiento de la época.
Distanciado por algunos años y por nuevos conceptos de los positivistas del ochenta, este
hombre, psiquiatra y biólogo de profesión, se preocupó por hallar razones finales a las
ciencias médicas y naturales.
Su propósito, dice Korn, «fue elevar el Positivismo a Cientifismo, con fines sociales... La
claridad de su espíritu meridional unida a una pronunciada sensibilidad estética le
permitieron superar la estrechez de la ideología vulgarizada. Supo infundirle nuevo vigor y
prolongar la necesidad lógica de admitir una metafísica».
Ingenieros contribuyó, de hecho, a que se superara un cientifismo demasiado atento a lo
concreto, estimulando la aplicación de la inteligencia como facultad abstractiva y
generalizadora. Admitió nominalmente la metafísica, e incluso se aventuró a enunciar su
sistema en dos de sus obras; Principios de psicología; y Proposiciones relativas al porvenir
de la filosofía.
La crítica que le formula Alejandro Korn está dirigida contra el dogmatismo de su sistema y
el fracaso de toda metafísica que intenta ser la expresión, en lo no experimentado, de una
supuesta unidad científica: «Por rechazar el dogmatismo de las supersticiones místicas se
entregó al dogmatismo de las ciencias naturales. Para Ingenieros —afirma Korn— la
filosofía, la metafísica misma, no eran sino complementos hipotéticos de la intangible verdad
científica».
La crítica enconada que los antipositivistas realizaron años después de la obra de Ingenieros
fue suavizada por el propio Korn, iniciador de la renovación ideológica, al señalar la falta de
rigor de aquellos que enjuiciaban su posición filosófica, con abstracción de su momento,
aplicándole el criterio de una nueva actitud espiritual.
«En las postrimerías de una gran orientación filosófica —argumentaba Korn—, le tocó
defender la última brecha... Desde el nacimiento de Alberdi hasta la muerte de Ingenieros ha
transcurrido un siglo, en el cual el sentir de nuestro pueblo ha encontrado de continuo su
expresión adecuada, sin simular preocupaciones ajenas a nuestra índole nacional, pero con la
unidad intrínseca del pensamiento propio. De este proceso no se ha de borrar la obra de
Ingenieros, como que no se han de extinguir tampoco los múltiples impulsos de su fecunda
labor».
Alberini encuentra una explicación del porqué de la génesis y florecimiento de esta corriente
en base a las nuevas circunstancias socio-económicas que caracterizan el período: «El auge
del positivismo coincidió con los momentos más frenéticos del progreso económico de la
Argentina. Sin que se pueda afirmar una relación de causalidad estricta, bien puede
presumirse que durante el período comprendido entre 1880 y 1910, los fenómenos
ideológicos en la Argentina están muy vinculados a los económicos.
Estos ofrecen, por lo menos, una fuerte perturbación sobre el progreso espiritual. No me
refiero exclusivamente al positivismo de los ideólogos profesionales, sino al difuso de la
masa culta, o de la oligarquía dirigente, en quienes el positivismo es una creencia práctica.
Este fue, así, ideología resultante más que ideología dirigente. En otros términos: la atmósfera
positivista fue un epifenómeno del violento progresismo vegetativo del país. En semejante
ambiente, propio de una rica sociedad nueva, rebosante de orgullo vital se formó una clase
directiva llena de elegante cultura periférica y propensa a la tolerancia de puro escéptica».
Cuando Alberini caracteriza el positivismo difuso de la masa culta o de la oligarquía dirigente
como creencia política alude a un rasgo genérico del pensamiento iberoamericano, en el cual
prevalece el pensamiento pragmático, y el dogma ejecutivo sobre la aclitud especulativa. Las
ideas, combinadas con los sentimientos religiosos y los instintos políticos de la clase media
intelectual, se convertían en creencias militantes, eran ideas vividas más que pensadas; ideas
con un mínimo de filosofía fundamental: «Las ideas filosóficas procedían de Europa y
tomaban inmediatamente una inflexión activa y política, más o menos adaptada al ambiente
histórico argentino».
Del primero de ellos, considerado por Alberini la primera figura científica de la América
española y uno de los más célebres paleontólogos del mundo, afirma: «Toda la obra de
Ameghino tiene aire haeckeliano. Su principal libro se llama Filogenia, palabra, si mal no
recuerdo forjada por Haeckel. También se ocupó de Cosmología. Sus ideas filosóficas están
esbozadas en un trabajo titulado Mi Credo, el cual es un ingenuo compuesto haeckeliano».
El juicio que emitió José Ingenieros sobre su obra sintetiza las críticas que se le hicieron: «no
advirtió siquiera que aplicar a las multitudes argentinas de hace un siglo una doctrina fundada
en la observación de multitudes europeas contemporáneas le exponía a violentar los hechos
para encajarlos en premisas establecidas sin una base de experiencia».
Sin embargo, desde el punto de vista filosófico, adolecía, en su opinión, de severos errores.
Por lo general se trataba de personas más instruidas en el comtismo y que rechazaban la
metafísica y los problemas fundamentales de la filosofía: «Son místicos de la ciencia, de una
ciencia sin espíritu cientista. Veneran una ciencia estática, lo mismo que su maestro Comte,
quien, urgido por necesidades éticas, repudió la crítica renovadora y progresista del saber
científico, so pretexto de que la duda conduce a la anarquía moral. Son, pues, verdaderos
dogmáticos. Sacrificaron la ciencia en homenaje del pragmatismo social»
Una de las salidas de la crisis filosófica del positivismo fue el movimiento que se conoce con
el nombre de cientificismo, que ya no niega la metafísica, sino que la concibe como una
elaboración realizada con los últimos datos de las ciencias. En el cientificismo la metafísica
es posterior a las ciencias y está condicionada por los progresos que realiza el pensamiento
científico.
Los elevados problemas metafísicos quedan reducidos a pura psicología, que se divide en
fisiológica, científica o especulativa y trascendental. El pensamiento de Bunge adquiere una
significación precisa en la historia del positivismo argentino. El retomo a Darwin y a
Lamarck, junto a la crítica de las concepciones mecanicistas de Spencer, posibilitan el
desarrollo de los fundamentos doctrinarios de la filosofía cientificista argentina.
José Ingenieros fue el continuador más significativo de esta orientación del positivismo
argentino. Fue un espíritu de síntesis, su pensamiento filosófico integra y sistematiza los
resultados positivos de la ciencia de su época. Su nombre y sus libros concentraron la
atención de los estudiosos de los primeros veinticinco años de este siglo.
Su objetivo principal fue construir una filosofía científica, sobre los resultados que aportan
las ciencias psicológicas y biológicas. Defiende, así, una filosofía científica consistente en
un «sistema de hipótesis legítimas, concordantes con los resultados generales de la
experiencia, que se propone explicar los problemas que permanecen fuera de la experiencia».
Cree que la filosofía científica converge hacia un monismo energético, síntesis modernizada
de la filosofía evolucionista. De él dice Alberini: «Aun cuando no pudo formular una doctrina
completa, pues Ingenieros murió a los 50 años, fácil es advertir cierta predilección por el
monismo energético a la manera de Le Dantec».
Las disidencias que mantuvo con el positivismo no fueron tan hondas como para ver en él
una actitud antipositivista. En cuestiones fundamentales, tales como la concepción de la vida
y de las ciencias, Ingenieros figura entre los pensadores que le fueron fieles, con ciertos
arranques críticos, pero de por sí no suficientes para señalar la ruptura.