KROTZ, Esteban. Alteridad y Pregunta Antropológica
KROTZ, Esteban. Alteridad y Pregunta Antropológica
KROTZ, Esteban. Alteridad y Pregunta Antropológica
Esteban Krotz**
En lo que sigue se trata de esclarecer el significado que tiene y que podría tener el
término antropología desde el punto de vista de las ciencias antropológicas como parte de
las ciencias empíricas.1
Como es sabido, desde el surgimiento de las ciencias antropológicas como tales, a
fines del siglo pasado, existe una gran maraña de denominaciones y, por ello, también
mucha confusión sobre su delimitación con respecto a disciplinas vecinas. Hasta el día de
hoy, la palabra antropología tiene significados distintos en los diversos idiomas europeos.
En alemán, por ejemplo, este nombre ha sido tradicionalmente sinónimo de una sola rama
de las ciencias antropológicas, a saber, de la arqueología. Por esto, muchos tratados
sistemáticos generales o históricos de las ciencias antropológicas contienen una discusión
sobre nombres y definiciones de la disciplina que no es usual en otras disciplinas
científicas. A esto se agrega que en las diferentes áreas lingüísticas se han usado por largo
tiempo denominaciones especiales –piénsese, por ejemplo, en la diferenciación habitual
en Alemania entre Völkerkunde [ciencia de los pueblos] y Volkskunde [ciencia del
pueblo], en las definiciones de etnología y etnografía, en Rusia y en la antropología
francesa (que, por cierto, se distinguen de modo diferente en cada caso) o muy
especialmente en la contraposición que se conformó entre las dos guerras mundiales entre
la antropología social británica y la antropología cultural norteamericana.
¿puede reconocerse o construirse un denominador común a estas posiciones tan
distintas? ¿Una perspectiva que unifique el pasado como un panorama con sentido y que al
mismo tiempo permita vislumbrar el perfil de un futuro posible?
Hay muchas preguntas antropológicas, si esto significa: preguntas acerca del ser
humano o sobre lo humano. Así, varias disciplinas científicas y también ciertas áreas o
corrientes de la filosofía y la teología pretenden tener como objetivo central una pregunta
sobre el ser humano. A éstas pertenecen, por ejemplo, la psicología, la patología y la
ecología, aún cuando a ellas tiene que agregárseles el prefijo humano para distinguirlas,
como también la filosofía, la etología o la geografía, de áreas de investigación no referidas
primariamente al ser humano. Otras ciencias tales como la economía, la sociología o la
politología son en un sentido más estricto antropología, lo que considerado desde el punto
de vista etimológico, en primera instancia significa únicamente tratado sobre el ser
humano o conocimiento de los humanos. Por tanto, para la caracterización de las ciencias
antropológicas, de las que aquí se trata, es necesario indicar bajo qué aspecto de ocupan
del ser humano.
De hecho hay una pregunta antropológica que ha sido formulada una y otra vez de
nuevo desde el inicio de la vida humana en este planeta. Puede ser presentada a partir de
las situaciones, a primera vista un tanto dispares, del encuentro de grupos humano
paleolíticos, del viaje y de la extensión imperial del poder.
Se trata de una versión ligeramente modificada de una parte del capítulo segundo del libro
Alteridad cultural entre utopía y ciencia (Krotz, 1994).
De acuerdo con lo poco que sabemos sobre la mayor parte de la historia de la
especie humana, ésta consistía casi siempre de grupos relativamente pequeños, cuyos
miembros estaban separados y al mismo tiempo interrelacionados ante todo según
aspectos de género, de edad y de parentesco. Su vida entera era marcada completamente
por su comunidad. Durante miles de generaciones los así llamados cazadores-recolectores
obtenían lo necesario para la vida –o sea, no sólo alimento sino también medicamentos,
vestimenta y casa, y hasta para los adornos y los artefactos utilizados en el juego y
ceremonias religiosas- a través de la caza, la pesca y actividades de recolección. Pero de
ninguna manera se trataba aquí de hordas que todo el tiempo estaban buscando alimento y
apenas vegetaban en los márgenes de la sobrevivencia física; así se ha querido presentar
esta era de la humanidad, la más larga hasta ahora, desde la invención de la agricultura y
más todavía desde la emergencia de la cultura urbana. Todo lo contrario: dejando de lado
excepciones, parece que más bien se trataba de una forma de vida que enteramente puede
ser caracterizada como buena vida. Incluso ha sido calificada como la primera sociedad de
abundancia2 aquella época de la historia humana en la cual ciertamente no se creaban
grandes almacenamientos de provisiones ni se acumulaba otro tipo de bienes materiales
–lo que no puede esperarse en un modo de vida nómada- en la cual, empero, normalmente
ningún ser humano tenía que trabajar más de cinco horas, incluso más bien menos, para la
procuración de la comida del día. Esta constatación es aquí importante también porque de
esta manera se evidencia que estos cazadores y recolectores tenían, por así decirlo, “libre”
la mayor parte de sus días para otras cosas (aunque, desde luego, no se daba una
separación como la que existe en el presente, entre tiempo de trabajo y tiempo libre).
Aunque carecería de sentido considerar pueblos existentes todavía durante los
siglos XIX y XX con tecnología paleolítica y economía de caza y recolección como
relictos congelados de épocas prístinas de la humanidad (porque todas las sociedades
humanas tienen su historia, aunque esta historia se encuentre presente de modo diverso en
la historia colectiva [Lévi-Strauss, 1988:59]), el estudio de tales pueblos, empero,
proporciona elementos útiles para el conocimiento de la época más temprana de la historia
humana. Ante todo, de este modo queda comprobado que relaciones que suelen ser
presentadas demasiado rápido como necesarias, no lo son. Así, por ejemplo, como lo ha
demostrado de manera impresionante Claude Lévi-Strauss3, no existe ningún motivo para
suponer una correlación necesaria, o incluso predominante, entre sencillez tecnológica o
caza y recolección y capacidad del habla y del pensamiento rudimentario u orientado
exclusivamente de modo utilitario. Visto de manera conjunta, parece bastante acertada la
suposición de que la sociedad cazadora–recolectora nómada con su detallada y precisa
observación de la naturaleza y sus desarrollados mecanismos sociales de cooperación y
Véase Sahlins 1977:13 y ss. y Clastres 1981.
coordinación exigía y, al mismo tiempo, impulsaba, una intensiva comunicación entre sus
miembros, a pesar de que sólo el hecho de la lengua misma, pinturas rupestres y adornos
paleolíticos, así como restos de ofrendas mortuorias de aquel tiempo han permanecido
como escasas y casuales huellas de todo ello. Esto significa que hay que suponer también
para aquella época de la humanidad la existencia de una rica reflexión y creación
intelectual: tal vez incluso se daban de manera más constante y con una participación
mucho más general de lo que es el caso hoy en día de las sociedades llamadas
“desarrolladas”.
Tal reflexión se ocupaba naturalmente también de un suceso quizás no demasiado
frecuente peor que ocurría una y otra vez: el encuentro entre uno o varios miembros del
grupo con miembros de otras comunidades humanas. Como lo documentan descripciones
de este tipo de contactos de tiempos mucho más posteriores todavía, estas situaciones
constituían en primer lugar un problema cognitivo. Cuando los seres vivientes no
pertenecientes al grupo propio no eran vistos de antemano como monstruos ininteligibles,
entonces había que aclarar si ellos o sus huellas eran realmente de naturaleza humana. De
acuerdo con las clasificaciones muchas veces testimoniadas a lo largo de la historia de
tales contactos, podía tratarse aquí tanto de seres vivos infrahumanos, por ejemplo, de una
variedad de animales especiales, como también de seres suprahumanos, tales como
espíritus, demonios o dioses. El paso decisivo en esta reflexión consistía siempre en ver a
otros seres humanos como otros. Es decir, precisamente a pesar de las diferencias patentes
a primera vista y a pesar de muchas otras, que emergen sólo con la observación detenida y
que pueden referirse a cualquier esfera de la vida, siempre se trata de reconocer a los seres
completamente diferentes como iguales.
Exactamente éste es el lugar de la pregunta antropológica de la que aquí se trata: la
pregunta por la igualdad en la diversidad y de la diversidad en la igualdad. Abundando un
poco, este problema de identidad y diferencia humana también podría expresarse así: es la
pregunta por los aspectos singulares y por la totalidad de los fenómenos humanos
afectados por esta relación, que implica tanto la alteridad experimentada como lo propio
que le es familiar a uno; es la pregunta por condiciones de posibilidad y límites, por causas
y significado de esta alteridad, por sus formas y sus transformaciones, lo que implica a su
vez la pregunta por su futuro y su sentido. Finalmente es también siempre la pregunta por
la posibilidad de la inteligibilidad y de la comunicabilidad de la alteridad y por los
criterios para la acción que deben ser derivados de ella.
Una forma del contacto cultural como lugar de la pregunta antropológica que se da
en términos de cronológicos y de historia civilizatoria mucho más tarde, es el viaje.4
Dejado de lado nuestro propio siglo, parece que en todos los tiempos -al menos en lo que
se refiere a Europa- han sido los guerreros y los comerciantes quienes han provisto los
mayores contingentes de viajeros, pero también hay que recordar a los exploradores y los
mensajeros, los peregrinos y los misioneros, los refugiados y los marineros; de modo más
bien marginal y sólo en la época moderna de Europa se agregan a ellos los aventureros y
los artistas, los estudiosas y los trabajadores migrantes. Estos viajeros proporcionaban en
las regiones que atravesaban y en los pueblos donde permanecían, toda clase de
impresiones sobre las culturas de las que provenían. Esto sucedía ya a través de su idioma
extraño, sus ropas y armas, sus costumbres alimenticias y ritos religiosos, sus joyas y en
dado caso su mercadería, sus relatos y sus respuestas a preguntas asombradas. De regreso a
sus lugares de origen, eran entonces sus relatos y los objetos traídos consigo –aparte de
mercancías principalmente trofeos de toda clase- los que daban noticia a los que se habían
quedado en casa, de mundos extraños, a menudo tan desconocidos como inesperados. Por
cierto, llamar al viaje una forma de contacto entre sociedades y civilizaciones implica que
siempre viajeros concretos son los medios de este contacto, por lo que estos encuentros
entre culturas –y así todos los encuentros entre culturas- y sus testimonios siempre sólo
difícilmente pueden ser separados de características de personalidad y de circunstancias de
vida casuales de cada uno de los viajeros.
El viaje como forma, como marco del encuentro entre culturas, implica también
siempre la posibilidad del acostumbramiento a lo que primero resulta completamente
desacostumbrado y de la aceptación de lo que hasta entonces era desconocido; incluso
puede darse el caso de estar finalmente extrañado ante lo que alguna vez había sido
familiar. Empero, a causa de que tantos viajes tienen un objetivo claramente definido, no
puede ocasionar sorpresa que la experiencia del hecho del encuentro a veces se desvanece
en la conciencia del viajero, mientras que esa sorpresa es experimentada de modo más
intenso por quienes sólo tienen acceso a otras formas de convivencia humana a través de
la narración de aquel.
La mención de este tipo de relación conduce a otra forma de contacto entre
sociedades conformadas de modo distinto, que en la historia de la humanidad se dio más
tarde aún. Bajo ciertas condiciones, determinados tipos de organismos sociales, a saber,
civilizaciones organizadas de modo estatal, parecen rendirse casi de modo obligado al
impulso hacia la expansión absoluta. Esta persigue la mayoría de las veces una
combinación de intereses territoriales, demográficos, económicos, religiosos y militares, y
está encaminada hacia el aumento de prestigio de la sociedad en cuestión, ante sí misma o
ante las deidades, y lleva a la incorporación más o menos violenta de otros grupos
humanos. Así, los imperios que se forman de esta manera institucionalizan un contacto
cultural, pero éste es por principio asimétrico. Sin embargo hasta ahora siempre ha habido
un momento en el correr del tiempo en el cual se ha revelado la fragilidad por principio de
una integración realizada sobre la base de una comunidad sólo afirmada o exigida. Porque
siendo normalmente más esquema doctrinal que realidad política, esta base usualmente no
es capaz de disolver las tensiones de las confrontaciones socioculturales que resultan de la
siempre intentada supresión de tradiciones económicas, políticas y cosmológicas. El
conquistador y el lugarteniente, el rehén y el recolector de tributo, el colono y el soldado
de las tropas de ocupación, los inspectores y los funcionarios de las instituciones
necesarias para el aseguramiento de la hegemonía se convierten en las figuras
determinantes de esta forma del contacto cultural. Los reinos de los sumerios y de los
babilonios, de los asirios y de los persas, de los chinos y de los egipcios, de los romanos y
de los aztecas pertenecen a los ejemplos tempranos más conocidos de tales imperios; pero
a pesar de sus extensiones enormes y de su esplendor, la importancia de todos ellos no
superó el carácter regional. Durante el siglo pasado, sucedió por primera vez que un tipo
determinado de sociedad humana, a saber, la sociedad industrial europea, se extendió en
pocas generaciones sobre todo el globo terráqueo. Así, ésta inició una relación directa,
casi siempre impuesta con todos los demás pueblos y en este marco incluso puso en
contacto a muchas culturas no europeas, que hasta entonces no habían tenido conexión
entre sí. Con esto se inició una nueva era de contacto cultural de intensidad, multiplicidad
y complejidad hasta entonces desconocidas, uno de cuyos resultados fue la aparición de
una forma especial de la pregunta antropológica, a saber: las ciencias antropológicas.
Como en todas las formas de plantear la pregunta antropológica, su categoría central era la
de alteridad.
La pregunta antropológica de que se habla aquí no existe por sí sola. Más bien
tiene que ser formulada. También por eso ella no existe de modo abstracto sino depende
siempre también del o de los encuentros concretos de los que nace y de las
configuraciones culturales e históricas siempre únicas, de las cuales estos encuentros son,
a su vez, partes integrantes. También podría decirse que la pregunta antropológica es el
intento de explicitar el contacto cultural, de volverlo consciente, de reflexionar sobre él,
de resolverlo simbólicamente. Pero esta manera de expresarlo tiene valor sólo cuando
puede evitarse el peligro de una doble reducción. Por un lado, esto no se refiere a la
“elevación al concepto”, tan para el racionalismo occidental que, dicho sea de paso,
constituye sólo una entre muchas formas de tal reflexión (por ejemplo, al lado del ritual,
de la imagen de la poesía y del mito). Por el otro lado, una comunidad no siempre y no
sólo se expresa a través de sus discursos, por lo que también en sus instituciones, patrones
de conducta, formas comunicacionales y creaciones estéticas se puede encontrar, por así
decirlo, de modo materializado tal reflexión.
Pero en la medida en que sea posible de algún modo un enunciado general sobre
los contactos culturales -al menos en el área cultural occidental-, éste consiste en la
demostración de que la pregunta antropológica a tratar aquí tiene su momento decisivo en
la categoría de la alteridad.
Esta alteridad u otredad no es sinónimo de una simple y sencilla diferenciación. O
sea, no se trata de la constatación de que todo ser humano es un individuo único y que
siempre se pueden encontrar algunas diferencias en comparación con cualquier otro ser
humano (dicho sea de paso que la misma constatación de diferencias pasajeras o
invariantes de naturaleza física , psíquica y social depende ampliamente de la cultura a la
que pertenece el observador).
Alteridad significa aquí un tipo particular de diferenciación. Tiene que ver con la
experiencia de lo extraño. Esta sensación puede referirse a paisajes y clima, plantas y
animales, formas y colores, olores y sonidos. Pero sólo la confrontación con las hasta
entonces desconocidas singularidades de otro grupo humano –lengua, costumbres
cotidianas, fiestas, ceremonias religiosas o lo que sea- proporciona la experiencia de lo
ajeno, de lo extraño propiamente dicho; de allí luego también los elementos no humanos
reciben su calidad característicamente extraña. El cazador paleolítico reconoce enseguida
al extraño; el viajero medieval se sabe constantemente en el extranjero y a su regreso
permite participar a otros de él mediante su narración; conquistadores, lugartenientes y
tropas de ocupación ligan penosa y violentamente pueblos mutuamente extraños en una
unidad renitente. Pero la experiencia del extranjero no es posible sin el extrañamiento de
la siempre previa patria-matria5, que se recuerda justamente estando en el extranjero. Por
ello, desde el comienzo el país extranjero se encuentra cargado de tensión inquietante:
extraño es el extranjero, son los extranjeros primero siempre. Pero esto no tiene que
quedar así, la nostalgia es –al menso en la modernidad europea, época que proporciona la
perspectiva en cuyos términos aquí se habla- algo tan difundido como el anhelo por lo
lejano; el rechazo angustiado se encuentra tan testimoniado como la partida colmada de
ansia e incluso el éxodo definitivo.
Alteridad no es pues, cualquier clase de lo extraño y ajeno, y esto es así porque no
se refiere de modo general y mucho menos abstracto a algo diferente, sino siempre a otros.
Se dirige hacia aquellos seres vivientes que nunca quedan tan extraños como todavía lo
quedan el animal más domesticado y la deidad vuelta familiar en la experiencia mística.
Se dirige hacia aquellos que le parecen tan similares al ser propio que toda diversidad
observable puede ser comparada con lo acostumbrado, y que sin embargo son tan distintos
que la comparación se vuelve reto teórico y practico. En esto, tanto la historicidad de la
existencia del ser humano individual como de las sociedades abre la dimensión del
tiempo, a menudo sólo captada de modo poco claro y que se hace más visible en el caso
del viajero: cuando repite su viaje, entonces frecuentemente llega a la conclusión de que
el extranjero ha cambiado; además puede ser más fácil para él que para quienes se
quedaron en casa percibir su propio tiempo de vida como transcurriendo.
Alteridad, pues, “capta” el fenómeno de lo humano de un modo especial. Nacida
del contacto cultural y permanentemente referida a él y remitiendo a él, constituye una
aproximación completamente diferentes de todos los demás intentos de captar y de
comprender el fenómeno humano. Es la categoría central de una pregunta antropológica
específica6. Contemplemos brevemente algunas de las características más importantes de
esta categoría, al mismo tiempo, si es lícito decirlo así, total y dinámica.
Un ser humano reconocido en el sentido descrito como otro no es considerado con
respecto a sus particularidades altamente individuales y mucho menos con respecto a sus
propiedades “naturales” como tal, sino como miembro de una sociedad, como portador de
una cultura, como heredero de una tradición, como representante de una colectividad,
como nudo de una estructura comunicativa de larga duración, como iniciado en un
universo simbólico, como introducido a una forma de vida diferente de otras –todo esto
significa también, como resultado y creador partícipe de un proceso histórico especifico,
único e irrepetible. En esto no se trata de una sencilla suma de un ser humano y su cultura
o de una cultura y sus seres humanos. Al divisar a otro ser humano, al producto material,
institucional o espiritual de una cultura o de un individuo-en-sociedad, siempre entra al
campo de visión e conjunto de la otra cultura y cada elemento particular es contemplado
dentro de esta totalidad cultural –lo que no quiere decir que se trate de algo integrado sin
tensiones- y, al mismo tiempo, concebido como su parte integrante, elemento constitutivo
y expresión.
Contemplar el fenómeno humano de esta manera en el marco de otras identidades
colectivas, empero, no significa verlo separado del mundo restante; al contrario, este
procedimiento implica remitirse siempre a la pertenencia grupal propia. De este modo se
refuerza y se enriquece la categoría de la alteridad a través de su mismo uso. Así, para el
observador, para el viajero, incluso para el lugarteniente, las situaciones del contacto
Podría decirse también, que es la perspectiva específica que elabora la antropología como
disciplina científica (independientemente de formas pre y extracientíficas) acerca de los fenómenos
sociales; ésta la distingue de las demás ciencias sociales que se diferencian unas de las otras,
como es bien sabido, no por tratar fenómenos empíricos diferentes, sino por tener maneras
diferentes de enfocar estos fenómenos empíricos.
cultural pueden convertirse en lugar para la ampliación y profundización del conocimiento
sobre sí mismo y su patria-matria, más precisamente, sobre sí mismo como parte de su
patria-matria y sobre su patria-matria como resultado de la actuación humana, o sea,
siempre también de su propia actuación.
Mirando más de cerca, esta bipolaridad de grupo propio y grupo extranjero que
constantemente es incluida en la perspectiva, se revela como tripolaridad –en caso de que
esta formulación no evoque la imagen equivocada de una base común de un ser humano
abstracto, que sólo “se manifiesta” en las dos formas culturales diferentes, que meramente
“aparece” en las situaciones de contacto cultural; se trataría de una representación que
tendría mucho en común con determinada idea sobre la relación entre sustancia y
accidentes. Lo que tienen en común observadores y observados, cultura familiar y cultura
extranjera no se encuentra, pues “en la base” o “encima” de las culturas, sino en ellas
mismas y en su interjuego. De ahí que en vez de hablar de bi y tripolaridad, sea más
conveniente el concepto de una pertenencia dinámico dialéctica que remite al conjunto de
los fenómenos socioculturales, el cual comprende a ambas culturas.
A pesar de que el hablar de los unos y los otros puede inducir a un modo estático de
ver las cosas (que se ha condensado en los estereotipos que se puede n encontrar en todo el
mundo acerca de los pueblos vecinos respectivos y hacia el cual parece tender desde hace
mucho la lógica cognitiva occidental), la categoría de la alteridad introduce pro principio
el proceso real de la historia humana. Pues, con el correr del tiempo se modifica el ser otro
observado y experimentado de los otros; después de un cierto tiempo de recorrer el
extranjero o de estadía en él, la patria-matria ha cambiado y el regreso se convierte en un
nuevo inicio bajo condiciones modificadas; la relación entre los conquistadores y los
pueblos dominados se transforma en complejos procesos de aculturación e innovación así
como de resistencia. La valoración de los otros y la disposición de afectiva hacia ellos
igualmente acusan tales transformaciones, por más que éstas, fuera de determinados
momentos de crisis, no suelen ser muy visibles.
La alteridad tiene un alto precio: no es posible sin etnocentrismo. “Etnocentrismo
es la condición humana de la alteridad” (Lewis, 1976:13) y tan sólo él posibilita el
contacto cultural, la pregunta antropológica. Es la manera y la condición de posibilidad de
poder aprehender al otro como otro propiamente y en el sentido descrito. Entre el grupo
propio y el grupo extranjero existe, pues, una relación semejante a la que hay entre lo
conocido y lo desconocido en el acto cognitivo, donde lo último es accesible casi siempre
sólo a partir de lo primero. Ahora, es interesante ver cómo el contacto cultural igualmente
puede reforzar y menguar el etnocentrismo; en esto, grado de distancia y de cercanía,
importancia de las diferencias y de los aspectos considerados centrales juegan un papel, al
igual que disposiciones históricamente prefiguradas hacia encapsulamiento o asimilación.
La modernidad occidental muestra que en el interior de una sociedad se encuentran con
respecto a todo esto bastantes tensiones –recuérdese sólo la fascinación y el pavor que
siempre provocaron los pueblos y las culturas “orientales” en Europa o la imagen
ampliamente difundida de los indios norteamericanos, que en todas partes inspiraban
miedo por su carácter guerrero supuestamente innato y que al mismo tiempo suscitaban
admiración a causa de su inocencia presuntamente natural.
Finalmente, en esta presentación de la categoría alteridad hay que volver a
recordar que los contactos culturales nunca se dan en el espacio vacío, o sea, que no
pueden aislarse de la dinámica de la historia universal de los pueblos que comprende. Lo
que aparece poco en el caso del cazador paleolítico, porque por la densidad demográfica
relativamente reducida, las áreas de caza y recolección podían ser ampliadas casi siempre
en varias direcciones, se hace patente en el caso del viajero y más aún en el del tipo
imperial de organización social: los contactos culturales parecen haber sido casi siempre
un producto colateral de otros procesos, que predisponían la configuración y la utilización
de la categoría alteridad y que en dado caso trataban de aprovecharse de su uso. Cruzadas
y comercio con productos de lujo provenientes de lejos, emigración y prestigio nacional,
búsqueda de materias primas y misión, investigación en historia natural y aseguramiento
militar de conquistas realizadas y planeadas, no deben ser vistas , pues, como un “marco
de condiciones” exterior a los contactos de Europa con el resto del mundo, sino como
elementos de carácter constitutivo de éstos. Como tales llegaron a formar parte integrante
de las formulaciones concretas de la pregunta antropológica y, de modo peculiar, de las
ciencias antropológicas nacientes, al igual que los modelos de reflexión y las estructuras
comunicativas en cada caso existentes.
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