Amor en Clima Frio - Mitford Nancy
Amor en Clima Frio - Mitford Nancy
Amor en Clima Frio - Mitford Nancy
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Nancy Mitford Amor en clima frío
NANCY MITFORD
AMOR EN
CLIMA FRÍO
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A lord Berners
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ARGUMENTO
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PRIMERA PARTE
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Es preciso destacar que cuando se publicó esta trilogía estuvo muy en boga entre
los asiduos al préstamo bibliotecario.
«La familia de la casa solariega de Hampton es de antigua raigambre en el oeste
de Inglaterra; de hecho, en sus Dignatarios, Fuller reseña su formidable antigüedad.»
Burke aún la considera algo más antigua que Debrett, si bien ambos se remontan a
la oscuridad de los tiempos medievales, de las que extraen ancestros con nombres
dignos de las novelas de P. G. Woodehouse, como Ug, Bert y Thred, y con destinos
propios de Walter Scott. «Su señoría fue sentenciado... decapitado... convicto...
proscrito... desterrado... arrastrado de la prisión por una turba enfurecida... muerto
en la batalla de Crécy... pereció en 1120 en el hundimiento del White Ship... falleció
durante la tercera cruzada... murió en duelo...» Apenas se guarda constancia de
alguna muerte natural en aquellos tiempos antiguos y brumosos. Tanto Burke como
Debrett abundan con evidente gozo al tratar de un linaje tan genuino como el de esta
familia, jamás deshonrado por las ambigüedades de la línea femenina de la
descendencia ni por un cambio voluntario de apellido. Ni siquiera todos los horribles
libros que se publicaron en el siglo XIX, aparentemente centrados en la investigación
histórica pero cuyo verdadero propósito era denigrar a la nobleza, bastaron para
rebajar la legitimidad de este linaje. Los esbeltos barones de cabellos dorados, todos
nacidos de santo matrimonio, todos ellos muy parecidos, fueron sucediéndose unos a
otros en Hampton, dueños de tierras que nunca se compraron ni se vendieron, así
una generación tras otra, hasta que en 1770 el lord Hampton del momento, a su
regreso de Versalles, apareció con una prometida francesa, una Mademoiselle de
Montdore. El hijo de ambos tuvo los ojos castaños, la tez morena y, es de suponer,
pues aparece con peluca empolvada en todos los retratos, el cabello negro. Esta
negrura no se prolongó en el seno de la familia. Desposó a una heredera del condado
de Derby, dueña de una cabellera dorada, y los Hampton volvieron a tener ese aire
rubio, de ojos azules, por el cual aún son conocidos hoy en día. El hijo de la francesa
salió muy listo y muy mundano; enredó algo en política, escribió un libro de
aforismos, pero su principal merecimiento y fama se debieron a su estrecha y larga
amistad con el regente, quien le procuró, entre otros favores, el rango de conde.
Como su familia materna pereciera durante el reinado del terror en Francia, tomó
tanto el apellido como el título de la madre. Provisto de una enorme riqueza, gastó
también con enormidad; se sentía atraído especialmente por los objetos de arte
franceses y, durante los años que siguieron a la Revolución, adquirió una colección
espléndida que incluía muchas piezas de los palacios de la realeza y otras piezas que
fueron saqueadas del Hôtel de Montdore, en la rue de Varenne. Con el fin de
disponer de un marco idóneo para exhibir su colección, decidió derribar la sencilla
casona de Hampton, que su abuelo había encargado construir a Adam, y trasladar a
Inglaterra, piedra a piedra —como se dice que hacen los millonarios norteamericanos
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es algo vivo y palpitante; es, de hecho, algo que oscila a flor de piel, sombras
azuladas sobre el blancor de la piel, el cabello desmadejado como un penacho de
plumas doradas sobre una frente blanca y lisa, algo que se encarna en el movimiento,
en la sonrisa y, sobre todo, en la mirada de una mujer hermosa. La mirada de Polly
era puro destello azul, lo más azul y lo más subitáneo que he visto nunca, tan
curiosamente ajena al hecho de ver que era casi imposible creer que aquellas piedras
azules y opacas observaran, asimilaran o hicieran ninguna otra cosa que iluminar el
objeto que se hallara en su camino.
No es de extrañar que sus padres la quisieran. La propia lady Montdore, que
habría sido una madre terrible para una muchacha menos agraciada o para un
muchacho excéntrico y veleidoso, no tenía la menor dificultad en ser perfecta para
una niña que, a las claras, le daba una enorme credibilidad en el mundo y coronaba
todas sus ambiciones, si es que no era, tal vez literalmente, su propia corona. Polly
estaba destinada a un casamiento excepcional. ¿No ideaba lady Montdore algo sin
duda ilustrísimo cuando le dio por nombre Leopoldina? ¿No tenía su nombre de pila
un inequívoco sabor a sangre azul, a la dinastía de los Coburgo, que tal vez algún día
fuera lo más apropiado? ¿Soñaba ya con un altar, un arzobispo, una voz que dijera
«Yo, Albert Christian George Andrew Patrick David te tomo a ti, Leopoldina, por
esposa»? No era ni mucho menos un sueño imposible. Por otra parte, nada tan plano
y tan poco pretencioso como Polly a secas.
***
Desde muy tierna edad, mi prima Linda Radlett y yo nos prestábamos a jugar con
Polly, pues, como suele suceder a los padres de unigénitos, los Montdore siempre
estuvieron muy atentos a la posible soledad de Polly. Sé que mi madre adoptiva, tía
Emily, tenía por mí esos mismos sentimientos; sé que era capaz de cualquier cosa con
tal de no tenerme a solas con ella durante las vacaciones. Hampton Park no está lejos
de la casa de Linda, Alconleigh, y ella y Polly, que eran más o menos de la misma
edad, parecían destinadas a ser las mejores amigas. Por la razón que fuera, sin
embargo, nunca sintieron demasiado aprecio una por la otra, mientras que lady
Montdore sentía cierto desagrado por Linda, y en cuanto la conoció mejor tachó sus
conversaciones de «inadecuadas». Me imagino a Linda ahora mismo, a la hora del
almuerzo, en la enorme mesa del comedor de Hampton (el mismo comedor en el que
en momentos muy diversos de mi vida he pasado tanto miedo que el olor que
despide, el aroma dejado por todo un siglo de comidas opíparas, vinos exquisitos,
cigarros puros de los mejores y mujeres adineradas, se me sigue antojando como el
olor de la sangre a un animal), y la escucho con su vocecilla cantarina y ahuecada, tan
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típica de los Radlett, diciendo: «¿Tú has tenido alguna vez lombrices, Polly? Yo sí. No
te puedes ni imaginar qué latosas que son. Luego, gracias al cielo, vino el doctor
Simpson y me las quitó toditas. En fin, ya sabes que el buen doctor Simpson siempre
ha sido el gran amor de mi vida, así que ya te supondrás...».
Tan excesivo fue para lady Montdore que nunca volvieron a invitar a Linda. Yo en
cambio pasaba allí una semana más o menos todas las vacaciones. Allí me
encasquetaban camino de Alconleigh o a la vuelta, como sucede con las niñas
pequeñas, sin preguntarme jamás si me lo pasaba bien, si me apetecía ir. Mi padre
era pariente lejano de lord Montdore por parte de madre. Yo era una niña bien
educada; creo que a lady Montdore le caía bien. No sé bien cómo, pero me
consideraba «adecuada», palabra que tenía un gran peso en su vocabulario, porque
en un momento dado incluso se planteó que me fuera a vivir allí durante el curso,
para estudiar con Polly. Sin embargo, cuando cumplí trece años se marcharon a vivir
a la India, o a gobernar la India, mejor dicho, tras lo cual Hampton y sus propietarios
pasaron a ser para mí un tenue recuerdo, aunque siempre alarmante.
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ocasiones en que había lágrimas a raudales. En aquella casa todo eran chillidos o
lágrimas, más comunes los chillidos. En cambio, Polly no derrochaba cariño, no
chillaba de alborozo y yo nunca la vi llorar. Siempre estaba igual, siempre
encantadora, dulce, dócil, bien educada, atenta a lo que se le dijera, divertida ante los
chistes de las demás, pero siempre sin exuberancia, sin superlativos y, desde luego,
sin entrar en una sola confidencia.
Disponíamos así pues casi de un mes entero antes de aquella visita que tan
inciertos sentimientos me causaba. De sopetón, no sólo no quedaba casi un mes
entero, sino que en un momento dado, en un instante preciso, me encontré
transitando por los alrededores de Oxford a bordo de un descomunal Daimler negro.
Por fortuna estaba sola y me quedaba por delante un largo trayecto, casi cuarenta
kilómetros. Conocía bien el camino por haber salido de caza a caballo por aquellos
parajes. Tal vez nunca se acabara. El papel de carta empleado por lady Montdore
traía el encabezamiento de Hampton Place, Oxford, estación de Twyfold. Pero
Twyfold, con el cambio de trenes que entrañaba y una hora de espera en Oxford, sólo
se les imponía a las personas que muy dudosamente estarían en condición de hacerle
lo propio a lady Montdore, pues cualquiera por quien tuviera ella la menor estima
era recibido en Oxford. «Trata con finura a las chicas, nunca se sabe con quién se
casarán»: he ahí un aforismo que ha salvado a muchas solteronas inglesas de que se
las trate como a una viuda del Indostán.
En fin, que iba yo inquieta en un rincón del asiento, contemplando el intenso
atardecer azul del otoño, profundamente deseosa de volver a casa sana y salva o bien
de ir camino de Alconleigh o rumbo a donde fuera, con tal de no llegar a Hampton.
Iban saliéndome al paso hitos bien conocidos del camino; iba tornándose más oscuro,
aunque pese a todo atiné a ver el camino de Merlinford, que salía de la carretera
donde se alzaba un gran letrero, y en un momento, o así me pareció, cruzábamos la
cancela de la verja. ¡Horror! Había llegado.
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olvidado en el coche, y ¿cómo iba a armarme de valor para preguntar por ellos?), dijo
de un modo muy cordial que había cambiado yo en cinco años más que Polly,
aunque Polly estaba mucho más alta que yo. ¿Qué tal tía Emily? ¿Cómo estaba
Davey?
—¿Quieres tomar el té? —dijo.
Ése era su encanto. De pronto se mostraba afable, justo en el momento en que más
parecía que se te iba a echar encima a despellejarte con uñas y dientes. Era el encanto
de un puma al ronronear. Mandó a uno de los hombres en busca de Polly.
—Supongo que estará jugando al billar con Boy —añadió, y me sirvió una taza de
té—. Y aquí viene Montdore —dijo a la concurrencia en general.
Siempre se refería a su marido llamándolo Montdore ante quienes consideraba sus
pares, aunque en casos fronterizos, como el agente de la propiedad inmobiliaria o el
doctor Simpson, era lord Montdore, cuando no Su Señoría. Nunca la oí llamarlo «mi
esposo». Todo ello formaba parte de esa actitud ante la vida tan desafecta a todos,
una empecinada determinación de mostrar a los demás cuál era, a su entender, el
lugar que les correspondía, el lugar del cual no debían moverse.
Las charlas no prosiguieron mientras lord Montdore, radiante en su espléndida
vejez, entró en la sala. Todo quedó en silencio. Quienes no estaban de pie, se
levantaron respetuosamente. Él estrechó las manos de los presentes, con una palabra
amable para cada uno.
—¿Y ésta es mi amiga Fanny? Caramba, qué crecidita estás. ¿Te acuerdas de la
última vez que te vi, cómo llorábamos al leer el cuento de Andersen «La pequeña
cerillera»?
Mentira podrida, me dije. Nunca tuvieron los seres humanos el poder de
emocionarme cuando era niña. ¡Belleza sí que me conmovía!
Se arrimó a la chimenea y extendió sus manos blancas y delgadas, algo
temblorosas, ante el resplandor del fuego, mientras lady Montdore le servía una taza
de té. Reinaba un silencio completo en la estancia. Tomó entonces una magdalena, la
untó con mantequilla, la dejó en el plato y se volvió hacia otro hombre de edad
provecta.
—Ganas tenía de preguntarle...
Se acomodaron juntos a charlar a media voz y poco a poco volvieron a oírse las
demás conversaciones.
Empezaba a creer que no habría motivo para sentirse alarmada con semejante
concurrencia, ya que, en lo relativo a los demás invitados, me hallaba yo provista de
una coloración protectora, de una especie de camuflaje, toda vez que el momentáneo
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interés del principio había remitido, de modo que prácticamente podría no haber
estado allí, y así podía despreocuparme, seguir callada y observar sus
extravagancias. Las diversas fiestas para personas de mi edad, a las que había
acudido a lo largo del último año, habían sido en realidad mucho más incómodas,
pues en ellas era consciente de que debía representar un papel, cantar para ganarme
la merienda, ser, en la medida de lo posible, amena. En cambio, allí volvía a ser de
nuevo una niña entre adultos, entre vejestorios, así que podía dejarme ver sin tener
que decir nada. Al mirar en derredor, me pregunté vagamente quiénes serían los
jóvenes caballeros que, según lady Montdore, estaban invitados especialmente para
Polly y para mí. Teniendo en cuenta que ninguno de los presentes era joven ni por
asomo, seguro que aún no habían llegado; todos pasaban con mucho de los treinta,
diría yo, y seguramente todos ellos estaban casados, aunque era imposible adivinar
qué parejas eran marido y mujer, ya que todos hablaban entre sí como si lo fueran,
con un tono de voz tan cariñoso y unas lindezas tales que, en el caso de mis tías, sólo
podrían haberse utilizado al dirigirse a sus propios esposos.
—¿Todavía no han llegado los Sauveterre, Sonia? —preguntó lord Montdore
cuando llegó a por otra taza de té.
Hubo un cierto revuelo entre las mujeres. Volvieron la cabeza como los perros
cuando creen haber oído a alguien desenvolver una chocolatina.
—¿Los Sauveterre? ¿Te refieres a Fabrice? ¿No me irás a decir que Fabrice se ha
casado? Nada me sorprendería tanto.
—No, no, claro que no. Viene de visita con su madre. Es una antigua enamorada
de Montdore. Yo nunca la he visto. Y Montdore hace ya cuarenta años que no la ve.
A Fabrice lo hemos tratado desde siempre, vino con nosotros a la India. Es un ser
entretenidísimo, delicioso. Estuvo enamoriscado de la coqueta rani de Rawalpur,
hasta el punto de que, según se comenta, el último de los hijos de ésta...
—¡Sonia! —dijo lord Montdore de un modo demasiado cortante en él. Ella le hizo
caso omiso.
—Horrible vejestorio era el rajá. Sólo espero que sea cierto lo que se comenta.
Pobrecillas, traen al mundo una criatura tras otra. No puedo evitar sentir piedad por
ellas, son como los pajarillos, en fin. Yo solía visitar a las recluidas en el purdah, y
ellas, cómo no, me adoraban, era sencillamente conmovedor.
Se anunció la llegada de lady Patricia Dougdale. Cuando los Montdore se
encontraban en el extranjero, yo había visto a los Dougdale alguna que otra vez,
porque eran vecinos de Alconleigh, y aunque a mi tío Matthew no le agradaba en
absoluto la presencia de ningún vecino, estaba fuera de su alcance el borrarlos a
todos de un plumazo e impedirles que comparecieran en las reuniones de turno, en
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el andén de Oxford para tomar el tren de las 9.10 y en el de Paddington para tomar el
de las 4.45, o bien en el mercado de Merlinford. Además, los Dougdale habían
llevado invitados a los festejos de Alconleigh, a los bailes celebrados por tía Sadie, a
las puestas de largo de Louisa y Linda, y habían obsequiado a Linda, como regalo de
bodas, un almohadón antiguo, de encaje, curiosamente pesado, porque estaba relleno
de plomo. Louisa, romántica incurable, quiso cerciorarse de que no pesara tanto por
estar lleno de oro, «serán los ahorrillos de alguien, seguro», de modo que lo desgarró
con sus tijeras de las uñas, y encontró el plomo, a resultas de lo cual no se pudo ya
mostrar a nadie ninguno de los regalos de bodas, por temor a herir los sentimientos
de lady Patricia.
Lady Patricia era un perfecto ejemplo de belleza a flor de piel. Tuvo en su día la
misma cara que Polly, pero sus rubios cabellos se le habían vuelto canosos y la piel
blanquísima ya estaba amarillenta, de modo que parecía una estatua clásica que
hubiera pasado largo tiempo a la intemperie, con una fina capa de nieve sobre la
cabeza, las facciones desdibujadas y manchadas por la humedad. Tía Sadie decía que
ella y Boy habían tenido fama de ser la pareja más vistosa de todo Londres, aunque
esto tuvo que ser años antes: ya eran viejos, cincuenta y tantos más o menos, y la vida
pronto se les habría terminado. La vida de lady Patricia había sido un cúmulo de
penas y padecimientos, penas por su matrimonio y padecimientos por el hígado.
(Claro está que ahora cito a Davey.) Había estado locamente enamorada de Boy, que
era algo más joven que ella, años antes de que se casaran, y al parecer él accedió a
casarse con ella porque no podía resistirse al embrujo de la relación con su estimada
familia Hampton. La gran pena de Boy era no haber tenido hijos, no en vano había
puesto todo su empeño en fundar una aljama repleta de pequeños Hampton, así lo
fueran a medias, y se decía por ahí que la decepción lo tuvo casi desquiciado mucho
tiempo, aunque ahora su sobrina Polly empezaba a ocupar el lugar que habría
ocupado una hija suya, tanta era la devoción con que él la quería.
—¿Y Boy? —preguntó lady Patricia cuando hubo saludado, a su manera tan
británica, a las personas que se encontraban cerca de la chimenea, lanzando una
oleada con los guantes o una media sonrisa a los que se hallaban más alejados. Vestía
un sombrero de fieltro, un discreto traje de tweed, medias de seda y zapatos de piel
de becerro muy lustrosos.
—Ojalá hubiera venido —dijo lady Montdore—. Quiero que me ayude con la
mesa, pero está jugando al billar con Polly. Ya le he mandado el recado, ha ido Rory
a buscarlos... ¡Ah, aquí están!
Polly besó a su tía y me besó a mí. Miró en derredor por ver si había llegado
alguien a quien aún no hubiera formulado «¿Cómo está usted?», y es que tanto ella
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como sus padres, a resultas seguramente de los puestos oficiales que había ocupado
lord Montdore, eran de trato más bien formal. Y sólo entonces se volvió hacia mí.
—Fanny —dijo—, ¿llevas mucho tiempo aquí? No me habían dicho nada.
Estaba plantada ante mí, bastante más alta que yo, de nuevo en carne y hueso, en
vez de ser el mero recuerdo nebuloso de mi infancia, y todos los complicados
sentimientos que tenemos por las personas que nos importan en la vida acudieron a
mí en tropel. También acudieron en tropel mis sentimientos hacia el Listillo, sólo que
sin complicaciones de ninguna clase.
—¡Ja! —le oí decir—. He aquí, por fin, a mi señora esposa.
Me dio repelús sólo de verlo con el cabello negro y rizado, ya peinando canas, y
con su vistoso desenfado de siempre. Era algo más bajo que su mujer y trataba de
compensarlo gastando zapatos de suela muy gruesa. Siempre parecía horriblemente
encantado de haberse conocido; las comisuras de los labios se le fruncían hacia arriba
incluso cuando tenía la cara en reposo, y si se ofendía por lo que fuera, aún se le
marcaba más ese rasgo en una sonrisa enloquecida.
La mirada azul de Polly se había posado en mí. Supongo que también estaba en el
proceso de redescubrir a una persona a la que sólo recordaba a medias, en realidad la
misma persona, una morenita de pelo rizado, como decía tía Sadie, igualita que un
poni que en el momento menos pensado pudiera sacudir las crines crespas y largarse
al galope. Media hora antes de buena gana me habría largado al galope, pero ahora
me sentí felizmente inclinada a quedarme donde estaba.
Cuando subimos juntas, Polly me rodeó con el brazo por la cintura y me habló con
evidente sinceridad.
—Es magnífico volver a verte. ¡La de cosas que tengo que preguntarte! Cuando
estábamos en la India muchas veces me paraba a pensar largo rato en ti. ¿Te acuerdas
de que las dos teníamos vestidos de terciopelo negro con un lazo rojo para bajar
después del té? ¿Te acuerdas de que Linda tuvo lombrices? Parece que fue otra vida,
hace tantísimo tiempo... ¿Cómo es el prometido de Linda?
—Muy guapo —dije—. De muy buen corazón, aunque lo cierto es que en
Alconleigh no le tienen mucha simpatía.
—Ah, qué lástima. De todos modos, si a Linda le gusta... En fin, ¡hay que ver!,
Louisa ya se ha casado y Linda ya está prometida. Claro que antes de ir a la India
éramos todas unas crías, y ahora ya estamos en edad de casarnos, lo cual es una gran
diferencia, ¿verdad? —suspiró hondo.
—¿Tú te pusiste de largo en la India? —le pregunté. Polly era un poco mayor que
yo.
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—Pues sí, claro, hace ya dos años. Fue todo aburridísimo. Eso de las puestas de
largo y todo lo que viene después, las fiestas en sociedad y todo eso, me parece un
auténtico tostón. ¿A ti te gusta, Fanny?
Nunca me había parado yo a pensar si me gusta o no la vida en sociedad, de modo
que me resultó difícil responder a su pregunta. Las chicas hacen su puesta de largo y
luego hacen vida en sociedad, eso lo sabía perfectamente. Es una etapa natural de su
existencia, tal como para los chicos lo es la universidad, por la que han de pasar antes
de que comience en serio la vida, la verdadera vida. Se supone que los bailes son una
delicia. Cuestan un dineral y es gran bondad por parte de los adultos celebrarlos a
menudo, como era bondadosísima tía Sadie por haberme llevado a tantos. Claro que
en esos bailes, aun cuando me lo pasaba francamente bien, tenía siempre la
incómoda sensación de que me faltaba algo. Era algo parecido a ir a una función
teatral cuando se representa en una lengua extranjera. Siempre que acudía a uno de
esos bailes tenía la esperanza de comprenderlo todo, pero nunca era así, aun cuando
todos los que me rodeaban obviamente lo entendían de punta a cabo. Linda, por
ejemplo, lo había entendido con toda claridad, pero es que ella estaba entonces a la
caza del amor, y alcanzó ese propósito con éxito.
—Lo que a mí me gusta —dije sin faltar a la verdad— son los vestidos de noche.
—¡Ah, toma, y a mí! ¿A ti te pasa que te pones a pensar en vestidos y sombreros a
todas horas, incluso en la iglesia? A mí también. La tela de tu vestido es espléndida,
Fanny, me he fijado enseguida.
—Sólo que se me abolsa —dije.
—Siempre se abolsan, salvo en las mujeres muy elegantes y menudas, como
Veronica. ¿No te alegras de estar de nuevo en esta habitación? Es la que solías ocupar
tú, ¿te acuerdas?
Naturalmente que me acordaba. Siempre ostentaba mi nombre completo, «Ilima.
Frances Logan», escrito en un tarjetón sobre una placa de cobre, en la puerta, incluso
cuando era tan pequeña que iba allí con mi niñera. Aquello me impresionaba mucho.
—¿Esto es lo que te vas a poner esta noche? —Polly se había situado ante la
enorme cama de dosel, con cortina roja, sobre la que estaba extendido mi vestido—.
Qué bonito, terciopelo verde y plata. Es como de ensueño, tan suave, tan delicado...
—se frotó la mejilla con un pliegue de la falda—. El mío es de lamé plateado. Huele
como una jaula de pájaros cuando hace calor, pero me encanta. ¿No te parece
maravilloso que vuelvan a llevarse las faldas largas en los vestidos de noche? Bueno,
cuéntame más de las presentaciones en sociedad en Inglaterra.
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—Bailes —dije—, almuerzos para las chicas, tenis para quien pueda, fiestas de
noche, cenas, teatro, Ascot, presentaciones a los invitados... No sé, seguro que te lo
imaginas.
—¿Y todo sucede como esa gente que está abajo?
—¿Quieres decir que si se habla a todas horas? Date cuenta de que los de ahí abajo
son todos viejos, Polly, y una puesta de largo es con gente de tu misma edad.
—Ellos no se consideran nada viejos —dijo riéndose.
—A pesar de los pesares —dije—, lo son.
—La verdad es que yo no los veo tan viejos, claro que supongo que es porque
parecen relativamente jóvenes al lado de mi madre y mi padre. Date cuenta, Fanny:
tu madre no había nacido cuando mi madre se casó, y la señora Warbeck aún tenía
edad suficiente para ser su dama de honor. Mi madre me lo decía antes de que
llegaras. No, en realidad lo que yo quiero saber de las presentaciones en sociedad
que se hacen aquí es otra cosa: ¿qué hay del amor? ¿Andan todos enamorándose
cada dos por tres, tienen sus aventuras? ¿Es el amor el único tema de conversación?
Me vi obligada a reconocer que, en efecto, así era.
—¡Ah, qué fastidio! Estaba segurísima de que lo confirmarías. Así era también en
la India, claro que sí, pero pensé que en un clima frío las cosas tal vez... En fin, no se
lo digas a mi madre si ella te lo pregunta. Haz como si a las debutantes en Inglaterra
no les importase nada el amor. Está lo que se dice de los nervios porque yo no me
enamoro, me toma el pelo a todas horas. Pero de nada sirve, porque donde no hay,
pues no hay. Yo habría dicho que, a mi edad, es natural no enamorarse.
La miré sorprendida, pues me parecía sumamente antinatural, aun cuando podía
comprender muy bien que no quisiera hablar de tales cosas con los adultos,
especialmente con lady Montdore, pues se trataba de su madre. Pero se me ocurrió
una nueva idea.
—¿Podrías haberte enamorado en la India? —le pregunté.
Polly se echó a reír.
—Fanny, querida, ¿qué quieres decir? Pues claro que podría. ¿Por qué no? Lo
único que pasa es que no se dio el caso, así de simple.
—¿Con un blanco?
—Con un blanco o con un hombre de color —dijo con tono de burla.
—¿Enamorarte de un hombre de color? ¿Y qué diría tío Matthew?
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—Son cosas que pasan, así de sencillo. Tú no entiendes cómo son los rajás, está
claro, pero te aseguro que los hay, no todos, eso sí, terriblemente atractivos. Tuve una
amiga allí que por poco se muere de amor por uno de ellos. Y te diré una cosa,
Fanny. Sinceramente creo que mi madre preferiría que me enamorase de un hombre
de color antes que no enamorarme. Por supuesto que se armaría un jaleo espantoso,
pero aun así ella lo habría dado por bueno. Lo que le preocupa de veras es que no
surja la chispa. Me juego lo que quieras a que ha invitado a ese francés a que venga
sólo porque está segura de que no hay mujer que se le resista. En Delhi no pensaban
en otra cosa. Yo no estaba allí entonces, estaba en la montaña con Boy y con tía Patsy.
Hicimos un viaje maravilloso, sencillamente maravilloso. Te lo tengo que contar
despacio, en cuanto tengamos tiempo.
—¿Tú crees que a tu madre le gustaría que te casaras con un francés? —le
pregunté. En ese momento, amor y matrimonio estaban para mí indisolublemente
anudados.
—Oh, no. Casarme no, faltaría más. Lo que le gustaría es que yo sintiera una cierta
debilidad por él, que demostrase que soy capaz de enamorarme. Lo que quiere es ver
si soy como las demás. En fin, ya veremos. Suena la campana, nos llaman para que
nos vistamos y bajemos a la hora de la cena. Te vengo a recoger en cuanto esté lista.
Ya no duermo aquí arriba, tengo una habitación nueva encima del porche. Tenemos
tiempo de sobra, Fanny, casi una hora.
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grandes cuadros amarillentos que se veían desde la cama, Los tahúres, de Caravaggio,
y Una cortesana, de Rafael.
Me vestí para la cena ardiendo en deseos de que Polly y yo pudiéramos pasar
juntas la velada en la primera planta, cenando en bandejas, como hacíamos antaño,
en la sala donde se impartían clases a los niños. Esa cena de adultos que me
aguardaba me daba pavor, pues era consciente de que tan pronto me viese en el
comedor, sentada entre dos de los ancianos caballeros que esperaban en la planta
baja, ya no podría continuar siendo una espectadora callada. Iba a verme obligada a
tratar de idear ocurrencias que decir. Me habían metido en la cabeza a
marchamartillo, sobre todo Davey, que permanecer en silencio durante las comidas
es un gesto antisocial.
—Mientras hables como si tal cosa, Fanny, poco importa qué quieras decir. Mejor
recitar el alfabeto que quedarte callada como si fueras sordomuda. Piensa en tu
pobre anfitriona. No sería justo con ella.
En el comedor, entre el hombre llamado Rory y el hombre llamado Roly, las cosas
me parecieron mucho peores de lo que había temido. La coloración protectora, el
camuflaje que tan bien había funcionado en el salón, apenas me cubría, o más bien
iba y venía como una luz eléctrica en mal estado. Yo era bien visible, uno de mis
vecinos iniciaba una conversación conmigo y parecía interesadísimo por lo que yo
pudiera contarle, cuando sin previo aviso me tornaba invisible y tanto Rory como
Roly se ponían a gritar mirando hacia el otro lado de la mesa, hacia la dama llamada
Veronica, mientras yo me quedaba en suspenso, con algún triste y mínimo
comentario en los labios. Luego pasó a ser evidentísimo que no habían escuchado
una sola de las palabras que yo dijera, pues en todo momento habían estado
embelesados por la conversación con la tal Veronica, infinitamente más fascinante.
Pues muy bien, me conformaba con ser invisible, de hecho así lo prefería, y por fin
estaba dispuesta a cenar en silencio y encantada de la vida, cuando advertía que no
sería así, ni mucho menos, pues de improviso volvía de un modo inexplicable a ser
visible de nuevo.
—Así pues, lord Alconleigh es tu tío, ¿verdad? ¿No está chiflado? ¿No echa los
perros a la gente cuando sale la luna llena?
Yo todavía era tan niña que aceptaba a los adultos de mi familia sin cuestionarme
nada, y pensaba que cada cual a su manera era más o menos perfecto, así que me
sobresaltó oír a ese desconocido referirse de ese modo a mi tío y llamarlo chiflado.
—Ya, pero es que nos encanta —comencé a decir—. No se puede imaginar usted
qué divertido... —No había manera: incluso hablando era invisible.
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—No, no, Veronica; lo que cuenta es que ha venido con el microscopio para
mirarse su propio...
—En fin, le desafío a que lo diga por su nombre aquí en la mesa, eso es todo —dijo
Veronica—. Aun cuando sepa cómo pronunciarlo, y permítame que lo dude, es
demasiado vergonzoso, no es propio de una cena... —y así seguían, la conversación
de un lado a otro.
—Veronica me parece graciosísima, ¿y a ti?
Las dos cabeceras de la mesa estaban más tranquilas. En un extremo, lady
Montdore charlaba con el Duc de Sauveterre, quien cortésmente escuchaba lo que
ella le decía, aunque sus ojillos brillantes, resplandecientes de buen humor y muy
negros, no dejaban de írsele de acá para allá; en el otro, lord Montdore y el Listillo se
lo estaban pasando en grande haciendo alarde de su impecable francés, pues
charlaban por los codos el uno con el otro separados por la Duchesse de Sauveterre.
Estaba tan cerca como para escuchar perfectamente toda su conversación, cosa que
hice en todos los períodos de invisibilidad y, aun sin ser quizá tan ingeniosa como la
conversación con Veronica, tenía el mérito, para mí, de resultar más comprensible.
Discurría en estos términos:
Montdore: Alors, le Duc du Maine était le fils de qui?
Boy: Mais, dîtes donc, mon vieux, de Louis XIV.
Montdore: Bien entendu, mais sa mère?
Boy: La Montespan.
En este punto, la duquesa, que había estado masticando en silencio,
aparentemente sin prestarles la menor atención, dijo en voz muy alta, con manifiesta
desaprobación y recalcando la primera palabra:
—Madame de Montespan.
Boy: Oui—oui—oui, parfaitement, Madame la Duchesse. (En inglés, haciendo un
aparte con su cuñado: —La marquesa de Montespan era una aristócrata, claro está.
Eso nunca se les olvida.) Elle avait deux fils d'ailleurs, le Duc du Maine et le Comte de
Toulouse, et Louis XIV les avait tout deux legitimes. Et sa fille a épousé le Régent. Tout cela
est exacte, n'est-ce pas, Madame la Duchesse?
Pero la anciana señora en cuyo beneficio presuntamente se había escenificado este
espectáculo lingüístico no tenía el menor interés por el mismo. Comía tanto como
podía; sólo hacía una pausa, a veces, para pedir al lacayo más pan. Cuando se le
preguntaba algo, decía sin más:
—Supongo.
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—No creo que entiendas ni por asomo qué necesito —le decía con un enojo nada
corriente en él—. Es preciso que termine mareado, exhausto de tanto comer, si es que
me ha de sentar bien la dieta. Tendríamos que apuntar hacia esa sensación de
hartazgo que a uno le embarga tras comer en un buen restaurante de París, esas
ocasiones en que uno se queda tan saciado, tan ahíto, que sólo puede tumbarse en la
cama como una cobra, durante horas, tan saturado que ni siquiera puede dormir.
Tiene que haber muchos platos y muy variados para que mi apetito encuentre el
aliciente deseado; no vale repetir de un mismo plato. Es preciso que disponga de
muchísimos platos de comida realmente potente, mi queridísima Emily. Como es
natural, si prefieres, renuncio a la cura, aunque sería una pena, porque es ahora
cuando de veras me está sentando bien. Si estás pensando en las cuentas de la casa,
debes recordar que también hay días en los que ayuno. Parece que nunca los tienes
en cuenta.
Pero tía Emily decía que los días de ayuno no representaban la menor diferencia
en las cuentas de la casa y que él podría hablar de ayuno si así le parecía, pero que
cualquier otra persona hablaría de un día con sus cuatro comidas normales.
A medida que la cena proseguía sin que pareciera tener fin, pensé que unas dos
docenas de metabolismos se estaban llevando alrededor de la mesa una sacudida de
padre y señor mío. Sopa, pescado, faisán, bistec, espárragos, pudin, platillos salados
para rematar y fruta variada de postre. Comida al más puro estilo Hampton, como la
llamaba tía Sadie, y tenía desde luego un carácter propio, que mejor se describe
diciendo que eran montañas de comida para niños, la más deliciosa y digerible que
se pueda imaginar, tanto normal como integral, con los mejores ingredientes, y que
cada cosa tenía un intenso sabor a sí misma. Claro que, como todo lo demás en
Hampton, era una exageración. Así como lady Montdore se parecía en exceso a una
condesa, lord Montdore semejaba en demasía a un estadista retirado, los criados eran
demasiado perfectos, demasiado deferentes, las camas demasiado blandas, la ropa de
cama demasiado fina y los coches demasiado resplandecientes, y todo en
perfectísimo orden de revista, los melocotones eran excesivos para no ser sino
melocotones. De niña tenía por costumbre pensar que toda esta excelencia daba a
Hampton un aire de irrealidad comparada con cualquiera de las otras casas que yo
conocía, Alconleigh y la casita de tía Emily. Era como una mansión nobiliaria sacada
de un libro o una obra teatral, nada que ver con una casa entera y verdadera en la
que viviera alguien, y de esa misma guisa los Montdore y la propia Polly nunca
parecían ser personas de carne y hueso.
Para cuando me embarqué en la degustación de un melocotón demasiado
amelocotonado, había perdido toda sensación de miedo, si no de decoro, y me
encontraba tan a mis anchas como ni imaginé al comienzo de la cena. Miraba con
descaro a diestra y siniestra. No era el vino. Sólo había tomado una copa de clarete y
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mis demás copas seguían llenas e intactas (el mayordomo no había prestado atención
a mis negativas en silencio, con gestos bien claros). Era efecto de la comida. Estaba
apestosamente embriagada de comida. Entendí qué quería decir Davey al referirse a
una cobra, pues toda yo estaba estirada al máximo de mi capacidad y me sentía como
si me hubiera tragado una cabra entera. Sabía que tenía la cara roja como la grana y,
al mirar en derredor, vi que todas las demás caras estaban igual de coloradas, con la
sola excepción de Polly.
Sentada entre una pareja igualita que Rory y Roly, Polly no había hecho el menor
esfuerzo por mostrarse atenta con ellos, aun cuando ellos se habían tomado muchas
más molestias por complacerla que mis vecinos conmigo. Tampoco se le veía
disfrutar con la comida. Enredaba con el tenedor, pero se dejaba casi todo en el plato,
y parecía estar completamente en las nubes, con su mirada vacía y reluciente, como
el rayo de una lámpara azul, más o menos en dirección hacia Boy, pero no como si lo
estuviera mirando de verdad, tampoco como si estuviera atendiendo a su exquisito
francés. Sus pensamientos estaban obviamente muy lejos de la mesa del comedor de
su madre, y al cabo de un rato sus vecinos de mesa renunciaron a la lucha de
sonsacarle de vez en cuando un sí, un no y, a coro con los míos, comenzaron a dar
voces a la dama llamada Veronica.
La tal Veronica era menuda, bajita e ingeniosa. Su cabello dorado, brillante, le
quedaba como un casco perfectamente liso, con algunos rizos planos sobre la frente.
Tenía la nariz huesuda y prominente, los ojos azul pálido también saltones y el
mentón huidizo. Parecía decadente, pensé, aunque a buen seguro fue mi embriaguez
la que introdujo esa palabra inteligente y adulta en mi ánimo, a pesar de todo lo cual
era innegable que era guapísima y que su atuendo, sus joyas, su maquillaje y toda su
presencia eran la elegancia personificada. Sin duda se le consideraba muy ingeniosa
y, tan pronto se fue animando la fiesta, después de un comienzo frío y nada
prometedor, fue girando íntegramente alrededor de ella. Intercambió pláticas con los
diversos Rorys y Rolys, mientras las demás mujeres de su misma edad se limitaban a
reír por lo bajo con las bromas y los chistes, sin participar en ellos de forma activa,
como si se dieran cuenta de que sería inútil tratar de robarle la luz de las candilejas, y
mientras las personas de mayor edad, a uno y otro extremo de la mesa, mantenían
una conversación fluida, aunque seria, si bien de cuando en cuando lanzaban una
mirada indulgente hacia Veronica.
Una vez me hube armado de valor pedí a uno de mis convecinos que me dijera su
nombre, pero se mostró tan atónito de que yo no lo supiera que por poco olvida
responder a mi pregunta.
—¡Veronica! —exclamó estupefacto—. Pero seguro que conoces a Veronica, la
tienes que conocer.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
Contestó como si yo nunca hubiera oído hablar del Vesubio. Luego descubrí que
era la señora de Chaddesley Corbett, y en ese momento me pareció extraño que lady
Montdore, de quien tantas veces había oído decir que era una esnob, tan pagada de sí
misma en estas cosas, antepusiera a su apellido un «señora de», sin añadir el «ilustre
señora de», si bien la trataba con la mayor deferencia. Así se muestra qué inocente en
lo social debía de ser yo en aquella época, y eso que incluso los colegiales (los que
están matriculados en Eton, entendámonos) lo saben todo acerca de la señora de
Chaddesley Corbett. Para las demás mujeres elegantes de su tiempo era como la
estrella al coro y había inventado una manera de presentarse en público, así como
una manera de hablar, de caminar, de comportarse, que fue servilmente imitada en
Inglaterra al menos durante diez años. No cabe duda de que la razón por la que
nunca había oído yo su nombre no era otra que su posición, a años luz, en cuanto
elegancia, por encima del mundo corriente, el mundo de pan y mantequilla que
conformaban mis conocidos.
Era terriblemente tarde cuando por fin lady Montdore se levantó de la mesa. Mis
tías nunca hubieran permitido que la cena se prolongase tanto, pues había que
recoger la mesa y fregar los platos, y toda prórroga habría impedido que los criados
se acostaran, pero esa clase de circunstancias simplemente no se tenían en cuenta en
Hampton, así como tampoco se volvió lady Montdore hacia su esposo, como siempre
hacía tía Sadie, con una mirada implorante, de las que dicen en silencio «No nos
alarguemos, querido», antes de irse y dejar a los hombres con su oporto, su brandy,
sus cigarros puros y sus anécdotas siempre subidas de tono, tanto que difícilmente
podrían serlo más que la conversación de Veronica durante la última media hora.
De vuelta a la Galería Larga, algunas damas subieron a «empolvarse la nariz».
Lady Montdore mostró su desdén.
—Yo voy por la mañana —dijo—, no hay más que hablar. A mí no tienen que
sacarme, como si fuese un perro, en los entreactos.
Si lady Montdore realmente albergó la esperanza de que Sauveterre ejerciera sus
encantos sobre Polly, le esperaba una decepción en toda regla. Tan pronto salieron
los hombres del comedor, donde habían permanecido durante casi una hora una vez
terminada la cena («Esta costumbre inglesa —le oí decir a Sauveterre— es terrible.»),
lo rodearon Veronica y su coro, y ya no dispuso de ocasión para cruzar palabra con
nadie más. Todas parecían viejas amigas suyas, todas le llamaban por su nombre de
pila, todas tenían mil y una preguntas que hacerle acerca de conocidos mutuos de
París, de damas extranjeras muy de moda, con nombres tan poco afortunados en
Inglaterra como Norah, Cora, Jennie, Daisy, May y Nellie.
—¿Es que todas las francesas se llaman como las criadas inglesas? —preguntó lady
Montdore con un punto de malhumor, resignándose a charlar con la anciana
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Nancy Mitford Amor en clima frío
duquesa, pues el grupo que rodeaba a Sauveterre había tomado posesión de sus
asientos sin dar muestras de que ninguna estuviera dispuesta a moverse. Él parecía
disfrutar de la situación, consumido, diríase, por un chiste secreto, y posaba sus ojos
centelleantes con claro entretenimiento, más que con deseo, en cada una de las caras
fruncidas y pintadas que se le iban ofreciendo, mientras por turno riguroso se
interesaban por sus queridas Nellie y Daisy. Entretanto, los maridos de todas estas
variadas señoras, francamente aliviados, como siempre les sucede a los ingleses, al
hallarse exentos de manera pasajera de la compañía femenina, jugaban al otro lado
de la larguísima estancia, apostándose, de seguro, cantidades mucho más elevadas
de lo que se habrían permitido en presencia de sus esposas, todos ellos con recia,
aplomada concentración masculina en la partida, sin que les distrajera ni les
importunara el sexo opuesto. Lady Patricia se fue a acostar; Boy Dougdale comenzó
por introducirse en el grupo que rodeaba a Sauveterre, pero al verificar que ninguna
de las contertulias iba a fijar su atención en él y que Sauveterre ni siquiera respondió
cuando le preguntó por el Duc de Souppes, más allá de decir a modo de evasiva que
«Algunas veces veo a la pobre Nina de Souppes», renunció a seguir con ellas, con
una sonrisa de dolor en la cara, y vino a sentarse con Polly y conmigo, a enseñarnos a
jugar al backgammon. Nos tomaba de la mano al agitar los dados, nos rozaba las
rodillas con las suyas, se comportaba en líneas generales, pensé, de un modo
estrúpido y libidinoso. Lord Montdore y el resto de los caballeros de mayor edad se
fueron a jugar al billar. Se decía que él era uno de los mejores jugadores de billar de
las islas británicas.
Mientras tanto, la pobre lady Montdore quedó sujeta a un tremendo interrogatorio
por parte de la duquesa, que había recaído, tal vez por puro espíritu de
contradicción, en el uso de su lengua materna. El francés de lady Montdore era
adecuado, pero ni de lejos tan pasmosamente magnífico como el de su marido y su
cuñado, y pronto se vio en aprietos, sobre todo cuando entraron en asunto de pesos y
medidas: que si cuántas hectáreas tenía la finca de Hampton; cuántos metros de
altura tenía la torre; cuánto costaría, en francos, alquilar un cobertizo para la barca en
Henley; cuántos kilómetros había hasta Sheffield, etcétera. Se vio en la necesidad de
apelar en todo momento a Boy, que por supuesto no la dejó en la estacada, aunque
las respuestas no impresionaron mucho a la duquesa, quizá demasiado ocupada en
preparar la siguiente pregunta del repertorio. Sus preguntas brotaban en forma de
torrente imparable, sin dejar a lady Montdore la menor oportunidad de escapar hacia
la mesa de bridge, como de hecho habría deseado. ¿Qué clase de generador eléctrico
tenían en Hampton, cuánto pesaba por término medio un venado escocés, cuánto
tiempo llevaban casados lord y lady Montdore («Tiens!»), cómo se calentaba el agua
del baño, cuántos lebreles formaban una jauría para la caza del zorro, dónde se
hallaba la familia real? Lady Montdore experimentó la sensación, completamente
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Nancy Mitford Amor en clima frío
novedosa, de ser un conejo paralizado ante una serpiente. Por fin llegó el momento
en que no pudo soportarlo más y disolvió la reunión, llevando a las mujeres a la
cama mucho antes de lo que era habitual en Hampton.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
Como ésta era la primera vez en que me veía lejos de casa, en una reunión tan
concurrida y tan grandiosa, de adultos, desconocía qué sucedería, por la mañana, a la
hora del desayuno, de modo que antes de irnos a dormir se lo pregunté a Polly.
—Pues será a eso de las nueve, digo yo —respondió, y supuse que, como en casa,
eso significaba que sería entre las nueve y cinco y las nueve y cuarto. Por la mañana,
me despertó a las ocho en punto una criada que me trajo un té con unas rebanadas de
pan finas como el papel y mantequilla.
—Señorita, ¿son suyos estos guantes —me preguntó— que estaban en el coche?
Tras abrir el grifo de la bañera, se llevó todas las prendas de vestir que encontró a
su paso, para añadirlas sin duda a la colección que ya había empezado con el traje de
tweed del día anterior, el jersey, los zapatos, las medias y la ropa interior. Deduje que
en breve tendría que presentarme en la planta baja con los guantes puestos y nada
más.
A las nueve, ya bañada y vestida, sentí ganas de desayunar. Curiosamente, la
descomunal cena de la noche anterior, que tendría que haberme durado una semana,
parecía haberme provocado un hambre más canina que de costumbre.
Aguardé unos minutos a que dieran las nueve en el reloj de las caballerizas, para
no ser la primera en presentarme, y sólo entonces me aventuré a bajar, aunque me
desconcertó sobremanera ver en el comedor la mesa con el tapete verde, la puerta de
la despensa abierta de par en par y los criados, con chalecos de rayas y en mangas de
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Nancy Mitford Amor en clima frío
camisa, afanados en trabajos que nada tenían que ver con la inminencia del
desayuno, como era la clasificación de las cartas recibidas y el plegado de los diarios
matutinos. Me miraron, o al menos así lo advertí, con sorpresa y con hostilidad. Los
encontré más aterradores que al resto de los invitados, y cuando estaba a punto de
regresar a mi dormitorio a toda prisa, oí una voz a mis espaldas.
—Es desolador mirar así la mesa vacía.
Era el Duc de Sauveterre. Mi coloración protectora, al parecer, no tenía efecto con
la luz de la mañana. De hecho, me había hablado como si fuéramos viejos amigos.
Me sorprendió mucho, tanto más cuando me estrechó la mano, y mucho más, si cabe,
cuando me dijo:
—Yo también echo de menos mis gachas de avena, pero aquí no nos podemos
quedar. Es demasiado triste. ¿Vamos a dar un paseo hasta que se sirva el desayuno?
Sin saber cómo, acto seguido me vi caminando a su lado, a buen paso, corriendo
casi para no perder su ritmo, por una de las avenidas de la finca que jalonaban los
tilos. Hablaba por los codos, tan deprisa como caminaba.
—Estación de neblinas —dijo— y madurez frutal. ¿A que es brillante por mi parte
el saberlo? Pero esta mañana apenas se ve la madurez frutal por culpa de las
neblinas.
Y pendía en efecto una tenue bruma en nuestro derredor, en la cual descollaban
algunos árboles grandes y amarillecidos. La hierba estaba empapada. Mis zapatos de
salón se me habían calado.
—Me encanta —siguió diciendo— levantarme con los primeros trinos de las aves
y dar un paseo antes del desayuno.
—¿Siempre? —pregunté.
Había gente que lo hacía siempre, eso lo sabía yo.
—Nunca, nunca, nunca. Pero es que esta mañana ordené a mi criado que pidiera
una conferencia con París, pues pensé que llevaría una hora más o menos, pero me la
facilitaron de inmediato, así que me he visto preparado y con todo el tiempo del
mundo. ¿A que tengo un magnífico dominio del inglés?
Aquello de llamar a París me pareció una extravagancia de tomo y lomo. Tía Sadie
y tía Emily sólo ponían una conferencia en momentos de crisis, y en tales casos solían
colgar a mitad de frase, al pasar los tres minutos de aviso. Davey, ciertamente,
hablaba con su médico londinense casi a diario, pero es que la salud de Davey era en
cierto modo un motivo de crisis perpetua. En cambio, llamar a París, al extranjero...
—¿Alguien enfermo? —aventuré.
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—Mi tía Emily no ve con buenos ojos que nadie se comprometa si está casado. O
casada. Mi madre en cambio lo hace a todas horas. Y eso enoja muchísimo a tía
Emily.
—Debe usted decir a su querida tía Emily que en muchos sentidos es lo más
conveniente. Pero debo decir, a pesar de los pesares, que su tía tiene toda la razón.
Demasiadas veces he estado yo prometido, a veces durante demasiado tiempo, así
que ya va siendo hora de que me case.
—¿Y se quiere usted casar?
—No estoy muy seguro. Salir a cenar todas las noches con la misma persona debe
de ser terrible.
—Se podría usted quedar en casa...
—También debe de ser terrible saltarse de ese modo una costumbre de toda la
vida. Lo cierto es que estoy tan acostumbrado al estado de quien se halla prometido
que me cuesta Dios y ayuda imaginar algo distinto.
—Ah, pero... ¿usted ha tenido otros compromisos anteriores?
—Muchos, muchos otros —reconoció.
—¿Y qué se hizo de todos ellos?
—Corrieron suertes diversas, no mencionables.
—Por ejemplo: ¿qué fue del anterior, el último antes de éste?
—A ver, que recuerde... Ah, sí. El último antes de éste... Ella hizo algo que yo no
pude ver con buenos ojos, de modo que dejé de amarla.
—Pero no se puede dejar de amar a alguien porque uno vea con malos ojos lo que
haya hecho.
—Yo sí que puedo.
—Qué talento, qué suerte —dije—. Yo segurísimo que no podría.
Habíamos llegado al final de la avenida y ante nosotros se extendía un campo de
rastrojeras. Los rayos del sol comenzaban a caer a raudales, a disolver la neblina
azulada, convirtiendo así los árboles, las rastrojeras y unos cuantos almiares en
objetos forrados de oro. Pensé qué suerte tenía de disfrutar de un momento tan
hermoso exactamente con la persona más idónea, pensé que tendría que recordarlo
durante toda mi vida. El duque interrumpió estas reflexiones sentimentales.
—«Contemplad con qué brillo rompe el alba; a pesar de nuestro sino desdichado,
cálido está el corazón...» ¿A que soy perfecto para las citas? Y dígame... ¿Quién es
ahora el amante de Veronica?
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Nancy Mitford Amor en clima frío
Una vez más me vi forzada a reconocer que no conocía a Veronica de antes, que
nada sabía acerca de su vida. Pareció menos pasmado ante esta noticia de lo que se
quedó Roly la noche anterior, pero me miró con aire pensativo.
—Realmente es usted muy joven —me dijo—. Tiene usted algo de su madre. Al
principio me pareció que no, pero ahora veo que algo tiene, desde luego.
—¿Y quién cree usted que es el amante de la señora de Chaddesley Corbett? —le
pregunté. En esos momentos me interesaba ella mucho más que mi madre; además,
toda esa conversación a propósito de amantes me embriagaba. De sobra sabía una
que los amantes tenían existencia real, claro que sí, por el duque de Monmouth y
demás, pero tenerlos tan cerca, bajo el mismo techo, era sin duda apasionante.
—Quién pueda ser —dijo— importa lo que se dice un rábano. Al igual que todas
las mujeres de su especie, ella vive inmersa en un grupillo muy reducido y tarde o
temprano todos los que forman parte de ese grupo pasan a ser amantes de cualquiera
de los otros, de modo que cuando cambian de amantes es más bien una
remodelación de gabinete que un nuevo gobierno. Los escogen entre los mismos de
siempre, ya se sabe.
—¿Es igual en Francia? —pregunté.
—¿Con las personas de la buena sociedad? Es igual en el mundo entero, aunque
yo diría que en Francia hay en general menos mezclas de baraja que en Inglaterra.
Los ministros aguantan más en el puesto.
—¿Y por qué?
—¿Por qué? Las francesas por lo general conservan a sus amantes si es que
quieren, porque saben que hay una sola forma infalible para conservarlos.
—¡No me diga! —comenté—. Quiero decir... dígame, dígame.
A cada minuto que pasaba su charla me fascinaba más.
—Pues es muy simple. Se trata de ceder ante ellos en todos los sentidos.
—¡Caramba! —exclamé, devanándome los sesos.
—Dése usted cuenta de que estas femmes de monde inglesas, estas Veronicas,
Sheilas y Brendas, al igual que su madre, aun cuando nadie pueda afirmar que ella
pertenece a un único grupo, pues de haber sido así no se vería ahora tan desclasada,
en realidad se pliegan a un plan distinto. Son orgullosas, altivas, distantes; no están
cuando suena el teléfono; no tienen libertad para salir a cenar, a menos que uno se lo
proponga con una semana de antelación. En resumidas cuentas, elles cherchent à se
faire valoir, y eso nunca, nunca, nunca sale a cuenta. Ni siquiera los propios ingleses,
acostumbrados a esta estrategia, la ven con buenos ojos al cabo de cierto tiempo.
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—Sí, sí, los niños, claro que sí. Primero los esposos, después los niños, después los
prometidos, después más niños... Entonces tendrá que vivir usted cerca del Parc
Monceau, más que nada por las niñeras. Tener hijos es todo un programa, se lo digo
yo, especialmente si resulta que uno prefiere la margen izquierda del Sena, como es
mi caso.
No entendí una sola palabra.
—¿Piensa usted ser una Desbocada, como su madre? —preguntó al cabo.
—No, no, ni mucho menos. Yo pienso aguantar a pie firme.
—¿De veras? No estaría yo tan seguro.
Pronto, demasiado pronto para mi gusto, nos encontramos de nuevo en la
mansión.
—Porridge —dijo el duque, mirando de nuevo el reloj.
Se abrió la puerta de la entrada y atisbamos una escena de gran confusión. La
mayor parte de los invitados, unos con trajes de tweed, otros en bata, estaban
congregados en el vestíbulo, al igual que varios criados de toda condición, internos y
de la finca, mientras un policía de la localidad, que con la excitación del momento
había entrado en la casa aún montado en su bicicleta, departía con lord Montdore.
Muy por encima de nosotros, asomada a la balaustrada a la altura de Níobe, lady
Montdore, envuelta en un chal de satén malva, gritaba a su marido.
—Dile que traigan a Scotland Yard ahora mismo, Montdore. Si no llama para que
vengan de inmediato, llamo yo misma al ministro del Interior. Por fortuna, resulta
que tengo el número de su línea directa. Bien pensado, creo que lo mejor es que vaya
a llamarlo ahora mismo.
—No, no, querida, por favor, no. Ya viene de camino un inspector, te lo aseguro.
—Sí, ya lo supongo, pero ¿cómo vamos a tener la certeza de que sea el mejor
inspector? Creo que es preferible que hable con mi amigo. Creo que se sentirá dolido
conmigo si se entera y ve que no le he llamado. Siempre tan deseoso de hacer por mí
cuanto sea posible, pobrecillo.
Me sorprendió bastante oír hablar a lady Montdore de manera tan afectuosa a
propósito de un miembro del gobierno laborista, pues ésta no era la actitud habitual
de otros adultos, al menos según mi experiencia, aunque cuando la conocí mejor
comprendí que el poder era en sí mismo una virtud innegable a sus ojos y que
tomaba un afecto automático por quienes estuvieran investidos de él.
Mi acompañante, con ese aire de concentración que se apodera de los rostros de
los franceses cuando hay una comida a la vista, no aguardó a enterarse de lo
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ocurrido. Enfiló en línea recta hacia el comedor y, aunque también yo tenía hambre
tras el paseo, me pudo la curiosidad y me quedé para averiguar qué era todo aquel
jaleo. Al parecer, durante la noche se había producido un robo, a resultas del cual
prácticamente todos los que se alojaban en la casa, con la excepción de lord y lady
Montdore, habían detectado la desaparición de joyas, dinero suelto, pieles y
cualquier objeto de valor que fuera portátil y que estuviera a mano. Lo más molesto
para los afectados era que a todos les había despertado alguien que merodeaba por
sus dormitorios, si bien a todos se les ocurrió de inmediato que no podía ser sino
Sauveterre dedicado a su conocido pasatiempo, de modo que los maridos se
limitaron a darse la vuelta en la cama, soltar un gruñido y decir «Lo siento, amiguete,
aquí sólo estoy yo, pruebe en la habitación contigua», mientras las esposas siguieron
muy quietas, sumidas en un feliz trance, ateridas de deseo, murmurando las palabras
de ánimo que supieran decir en francés. Al menos, eso era lo que se estaban diciendo
unos a otros y, cuando pasé por delante de la cabina de teléfono camino de mi
habitación, para cambiarme los zapatos húmedos, oí a la señora de Chaddesley
Corbett canturrear su versión del suceso con aflautado trino de ave, para que se
enterase el mundo entero. Tal vez los cambios de gabinete empezaran a resultarle un
tanto tediosos. Y todas aquellas damas sin duda estarían ansiosas por conocer la
nueva política.
El sentimiento generalizado era muy contrario a Sauveterre, al cual se echaba
claramente la culpa de todo lo ocurrido. El sentimiento en cuestión se inflamó de
lleno cuando se supo que él había dormido a pierna suelta toda la noche, que se
había levantado a las ocho para telefonear a su prometida, en París, y que luego salió
a dar un paseo con esa muchachita. («No por nada es la hija de la Desbocada», oí que
alguien refunfuñaba con amargura.) Se alcanzó el clímax del descontento cuando se
le vio ventilarse un desayuno descomunal a base de porrigde con leche, arroz con
pescado y huevos duros, huevos fritos con jamón y una y otra rebanada de pan
untada de mermelada Cooper. Pocas cosas menos propias de un francés, además de
ser una actitud contraria a su buena fama era un comportamiento inadecuado a la
vista de la conocida fragilidad del resto de los invitados. ¡Al cuerno! Y al cuerno se
fue nada más terminar el desayuno, o más bien a Newhaven al volante de su
automóvil, conduciendo como alma que lleva el diablo, para llegar a tiempo de
tomar el barco de Dieppe.
—La vida en un castillo —explicó su madre, que plácidamente se quedó hasta el
lunes— siempre le pone de los nervios al pobre Fabrice. Para él, es un aburrimiento.
Nunca más volví a ver a Sauveterre y muchos años habían de pasar hasta que
volviera a oír su nombre, pero al final me vi en el trance de adoptar a su hijito, así de
pequeño es el mundo, así de extraño el destino.
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El resto del día fue bastante desangelado. Los hombres al final se fueron de caza
bastante tarde, mientras las mujeres se quedaron en la mansión para someterse a las
sucesivas entrevistas de los inspectores que acudieron de visita por el asunto de sus
pertenencias desaparecidas. El robo, cómo no, constituyó un excelente tema de
conversación y nadie habló de ninguna otra cosa.
—Poco podría importarme menos que el broche de diamantes. A fin de cuentas, lo
tenía asegurado, así que ahora podré comprarme unos prendedores, que son de lejos
mucho más elegantes. Los prendedores que gasta Veronica me han puesto verde de
la envidia siempre que se los veo; además, el broche me recordaba a la falsa de mi
suegra. En cambio, no encuentro nada tan detestable como la pérdida de la estola de
piel. Estos ladrones nunca se dan cuenta de que una puede resfriarse. ¿Les haría
mucha gracia que alguien le robase el chal a sus señoras?
—Ah, te entiendo. Yo me he puesto fatal al perder mi brazalete, porque era un
amuleto. No tiene ningún valor para nadie. Pero es para ponerse enferma. Y
precisamente ahora que acababa de conseguir un trozo de soga de ahorcado, igual
que la señora Thompson, ¿no te lo había contado? El pobre Roly ya nunca podrá
ganar el Grand National.
—A mí en cambio me ha desaparecido el guardapelo que tenía mi madre cuando
era niña. No entiendo por qué la burra de la criada tuvo que meterlo en la maleta.
Nunca lo suele hacer.
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anglosajón, y fumaba un cigarrillo tras otro con un gran despliegue de gestos para
exhibir sus dedos largos, finos, blancos, repletos de sortijas refulgentes, rematados
por las uñas pintadas. No estaba quieta ni un instante, si bien conversaba con gran
seriedad y concentración.
Lady Montdore estaba bien recostada en el sofá, con ambos pies en el suelo.
Parecía allí plantada, inamovible, sólida, no exactamente gruesa, sino tan sólo sólida,
como si fuera de una sola pieza. La elegancia, aun cuando la hubiera perseguido con
toda su alma, difícilmente habría estado a su alcance en un mundo en el que se
encontraba personificada del todo en su contertulia, siendo además casi una cuestión
de complexión, de movimientos veloces, nerviosos, más que asunto de atuendo.
Llevaba el cabello cortado à la garçonne, sólo que lo tenía entrecano y despuntado; ni
de lejos era un casco reluciente, a la vez que las cejas le crecían a su antojo, y cuando
se acordaba de ponerse carmín y colorete eran de cualquier tonalidad, se los aplicaba
de cualquier manera, de modo que su semblante, comparado con el de la señora de
Chaddesley Corbett, parecía un campo de mies frente a un césped recortado, al
punto de que su cabeza parecía el doble de grande que la cabecita pulida que tenía al
lado. Aun así, no era desagradable mirarla. Relucía en su rostro una salud y una
vivacidad que le prestaban un atractivo innegable. A mí, claro está, me parecía
entonces muy vieja. Tenía unos cincuenta y ocho años.
—Ven para acá, Fanny.
Me sorprendió tanto que casi ni alarmarme pude ante semejante convocatoria, y
me di prisa en acudir, preguntándome de qué podía tratarse.
—Ven, siéntate con nosotras —dijo, señalándome una silla bordada—, vamos a
conversar. ¿Tú estás enamorada?
Noté que se me ponían las mejillas rojas como la grana. ¿Cómo era posible que
hubieran adivinado mi secreto? Yo ya llevaba dos días rendidamente enamorada,
después de mi paseo matutino con el duque de Sauveterre. Estaba apasionadamente
enamorada, desde luego, aunque también, y me di cuenta enseguida, sin la menor
esperanza. De hecho, aquello que lady Montdore había pretendido para Polly al final
me había sobrevenido a mí.
—Ya lo has visto, Sonia —dijo la señora de Chaddesley Corbett con un gesto
triunfal, golpeando un cigarrillo de un modo nervioso y violento contra la pitillera
enjoyada, y prendiéndolo con un encendedor de oro, sin apartar sus ojos azules ni un
instante de mi cara—. ¿Qué te dije? Pues claro que lo está, pobrecilla. Basta con ver
ese rubor, debe de ser algo novedoso y horriblemente falso. Además, lo sé: es mi
querido esposo. ¡Confiesa! La verdad es que no podría importarme menos.
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—No, amiga mía, no te conviene, eres su madre —le dijo—. Cada vez que me
acuerdo de mi pobre madre y de las ideas que tenía acerca de mis atolondrados
pretendientes...
—A ver, Fanny. Dinos qué piensas. ¿Está Polly enamorada?
—Bueno, ella dice que no, pero...
—Pero a ti no te parece posible que no haya alguien que le guste de un modo
especial. A mí tampoco.
Me paré a pensar. Polly y yo habíamos tenido una larga charla la noche anterior,
las dos tumbadas en mi cama, en bata y camisón, y tuve casi la total certeza de que
algo me estaba ocultando, algo que en el fondo le habría gustado contarme.
—Supongo que eso depende de la naturaleza de cada una —dije dudando.
—Sea como fuere —dijo lady Montdore—, una cosa es cierta. Demasiado cierta.
No se fija siquiera en los jóvenes que invito ex profeso para ella. Y ellos tampoco se
fijan en ella. A mí me adoran, por supuesto, pero ¿eso de qué sirve?
La señora de Chaddesley Corbett me miró intensamente. Me pareció que me
guiñaba el ojo. A cada instante le iba tomando más aprecio. Lady Montdore seguía a
lo suyo.
—Se aburre y aburre. No podría yo decir que arda en deseos de llevarla a las
fiestas londinenses si sigue portándose así, la verdad. De niña era dulcísima, fácil de
trato, pero ahora que se ha hecho adulta parece que haya cambiado todo su carácter.
No lo puedo entender.
—Seguro que terminará por enamorarse de algún barbián, al tiempo —dijo la
señora de Chaddesley Corbett—. Yo por lo menos no me preocuparía demasiado,
menos aún si está enamorada, y tanto Fanny como yo sabemos que así debe de ser,
probablemente sólo una ensoñación. Sólo necesita ver a unos cuantos hombres de
carne y hueso para olvidar a ese fantasma. Es algo que sucede muy a menudo con las
jovencitas.
—Sí, querida, todo eso está muy bien, pero su presentación en sociedad tuvo lugar
en la India hace muchísimo tiempo. Allí dispuso de dos años. Había hombres muy
apuestos, con sus partidos de polo y todo lo demás. Ninguno era el adecuado, claro.
Yo la verdad es que agradecí que no se enamorase de ninguno, aunque podría
haberse dado el caso, que no habría sido ni mucho menos antinatural. Fíjate, la pobre
hija de Delia se enamoró de un rajá, ya lo sabes.
—No seré yo quien la culpe por eso —dijo la señora de Chaddesley Corbett—. Los
rajas deben de ser el mismísimo cielo.
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—Oh, no, no, querida. Cualquier mujer inglesa tiene piedras preciosas mucho
mejores que las suyas. Estando en la India nunca vi una sola que pudiera compararse
con las mías. Pero este rajá era muy atractivo, debo reconocerlo, aunque Polly, claro
está, no reparó en él. Ella no parece advertir el atractivo de los hombres. ¡Ay, ay, ay!
Si fuésemos una familia francesa... Allí parecen solucionar todas estas cosas mucho
mejor. De entrada, Polly heredaría todo esto, en vez de quedar en manos de todos
esos botarates de Nueva Escocia, qué lugar más inhóspito, ¿te imaginas que algún
colonial pudiera residir aquí?, y para seguir, sin duda le podríamos encontrar un
buen partido y, cuando se hubieran casado, podrían vivir parte del tiempo con los
padres de él y parte del tiempo aquí con nosotros. Piensa qué sensato es todo eso. La
fulana ésa, la antigualla de la francesa, me estuvo contando todo el sistema ayer por
la noche.
Lady Montdore tenía fama por recurrir a palabras que no entendía del todo y
darles un significado propio. Claramente, había interpretado que la palabra «fulana»
significaba vejestorio, bruja piruja o algo así. A la señora de Chaddesley Corbett le
encantó. Soltó un gritito de alegría y subió corriendo a la primera planta, aduciendo
que tenía que vestirse para la cena. Cuando subí diez minutos más tarde, seguía
contando la noticia por las puertas del cuarto de baño.
***
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su posición. No soportaba a tío Matthew, a quien tenía por un orate. Tío Matthew
por su parte reverenciaba a lord Montdore, quien tal vez era la única persona del
mundo a la que tenía verdadero respeto, y aborrecía a lady Montdore hasta tal
extremo que no pocas veces daba en decir que ardía en deseos de estrangularla con
sus propias manos. Ahora que lord Montdore había regresado de la India, tío
Matthew lo veía de continuo en la Cámara de los Lores, y en las diversas
organizaciones del condado a cuyas reuniones ambos asistían, y al volver a casa
reproducía sus comentarios más banales como si fuesen los pronunciamientos de un
profeta. «Montdore me dice... Montdore señala...» Y punto redondo: era inútil
ponerlo en tela de juicio, pues la opinión de lord Montdore respecto a cualquier
asunto era definitiva a ojos de mi tío.
—¡Qué hombre tan admirable este Montdore! Lo que no me cabe en la cabeza es
cómo nos las hemos ingeniado en este país sin contar con su concurso durante todos
estos años. Terrible desperdicio tenerlo allí entre negros y moros, cuando es
justamente la clase de hombre que tantísima falta hace aquí.
Llegó a quebrar su regla de no visitar jamás las casas de los vecinos y acudió a
Hampton.
—Si Montdore nos invita, debemos ir a verle.
—Es Sonia la que nos invita —le corrigió tía Sadie con un punto de malicia.
—La vieja loba. Nunca entenderé qué pudo pasarle a Montdore para casarse con
ella. Supongo que no se dio cuenta en su día de lo absolutamente venenosa y
sanguinaria que es la muy pérfida.
—Cariño... cariño...
—Sanguinaria y pérfida. Pero si Montdore nos invita, creo que debemos ir a verle.
En cuanto a tía Sadie, siempre se mostraba tan poco precisa, siempre tan en las
nubes, que nunca fue fácil saber qué pensaba realmente de nadie, aunque tengo para
mí que si bien disfrutaba bastante con la compañía de lady Montdore en pequeñas
dosis, no compartía los sentimientos de mi tío hacia lord Montdore, pues cuando
hablaba de él siempre se colaba en su tono de voz un deje de menosprecio.
«Tiene pinta de tonto», decía, aunque nunca delante de tío Matthew, pues habría
herido muchísimo sus sentimientos.
—Así pues, Louisa y la pobre Linda ya están colocadas —siguió diciendo lady
Montdore—. Ahora te toca a ti, Fanny.
—Oh, no —dije—. Conmigo no habrá quien se case. —Y la verdad es que no me
imaginaba a nadie que pudiera desearlo. Me consideraba mucho menos fascinante
que el resto de las chicas a las que conocía y despreciaba mi apariencia física, odiaba
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mis mejillas redondas y sonrosadas, mi cabello negro y rizado, que nunca podría
peinar de modo que enmarcase mi cara en cortinas de seda, por más que me lo
humedeciera y me lo repeinara, pues siempre insistía en crecer al revés, hacia arriba,
crespo como el brezo.
—Tonterías. Y no se te ocurra casarte con el primero que pase sólo por amor —dijo
—. Ten en cuenta que el amor no dura, no puede durar, nunca dura, te lo digo yo. Si
te casas con «todo esto», es para siempre. Un día, no lo olvides, llegarás a la edad
madura y pensarás cómo debe de ser la vida para esas mujeres que no pueden tener,
por ejemplo, unos pendientes de diamantes. Una mujer de mi edad necesita
diamantes bien cerca de la cara, para darle un brillo especial. Y pasar las comidas
sentada con don nadies, y así siempre... Y no tener automóvil. No es una perspectiva
muy halagüeña, date cuenta. Claro está —añadió como si se le acabara de ocurrir—
que yo tuve suerte, pues además de «todo esto», disfruté del amor. Pero no es algo
que suela suceder. Cuando te llegue el momento de elegir, ten muy en cuenta lo que
te digo. Supongo que Fanny tendrá que irse ahora a tomar el tren. Cuando la
despidas, ¿me harás el favor de buscar a Boy y mandármelo aquí arriba, Polly?
Quiero repasar con él los invitados de la semana que viene. Adiós, Fanny. A ver si
ahora que hemos vuelto nos vemos a menudo.
Al bajar las escaleras tropezamos con Boy.
—Mamá quiere que vayas a verla —dijo Polly, posando con gravedad su mirada
azul en él. Él le puso la mano en el hombro y se lo friccionó con el pulgar.
—Sí —dijo—, querrá hablar del festejo de la semana que viene. ¿Tú piensas venir,
jovencita?
—Supongo que sí —dijo ella—. Ahora ya estoy presentada en sociedad.
—No diría yo que tenga muchas ganas. Tu madre tiene cada vez ideas menos
precisas sobre la colocación debida. La verdad, la mesa de ayer noche... ¡la duquesa
sigue enfadadísima! Sonia no debería recibir a la gente si no la sabe tratar como es
debido.
Esta frase la había oído yo de labios de mi tía Emily muy a menudo, pero en
referencia a los animales.
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De vuelta a casa fui incapaz de hablar de nada que no fuera mi visita a Hampton.
Davey se entretuvo mucho y dijo que nunca me había visto tan parlanchina.
—Mi querida niña —dijo—, ¿no te quedaste petrificada? Sauveterre y los
Chaddesley Corbett, nada menos. ¡Mucho peor de lo que yo me esperaba!
—Bueno, sí, al principio creí que me iba a morir, pero en realidad nadie se fijó
mucho en mí, nadie, salvo la señora de Chaddesley Corbett y la propia lady
Montdore.
—¿Y de qué modo se fijaron, si puedo preguntártelo?
—Bueno, la señora de Chaddesley Corbett dijo que mamá se fugó antes que nadie
con el señor Chaddesley Corbett.
—Así fue, en efecto —dijo Davey—. Qué aburrido y qué zoquete es el viejo Chad.
Lo había olvidado. ¿No querrás decirme que Veronica te lo dijo, eh? Jamás me lo
hubiera imaginado, ni siquiera viniendo de ella.
—No, se lo dijo a otra persona, pero trabucándolo.
—Entiendo. Bien, ¿y qué hay de Sonia?
—Ah, pues fue muy buena conmigo.
—Muy buena, ya te digo. Esta sí que es una noticia siniestra.
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—¿Qué es una noticia siniestra? —preguntó tía Emily, que llegó en ese momento
con los perros—. Hace un día glorioso, no entiendo qué hacéis los dos aquí metidos,
fuera se está de maravilla.
—Estábamos cotorreando sobre la fiesta a la que con tanta insensatez permitiste
que fuera Fanny. Y estaba diciéndole que si Sonia realmente se ha encaprichado con
nuestra pequeña, como parece ser el caso, hemos de aprestarnos a que lleguen
complicaciones.
—¿Qué complicaciones? —pregunté.
—A Sonia le encanta enredar en la vida de los demás. Nunca me olvidaré de
aquella vez en que me obligó a visitar a su médico. Bastará si digo que por poco me
mata. No es culpa de Sonia que hoy siga estando yo aquí. Es una mujer totalmente
falta de escrúpulos. Sirviéndose de su encanto y su prestigio, se adueña de las
personas con demasiada facilidad y acto seguido les impone sus propios valores.
—No lo dirás por Fanny —dijo tía Emily con plena confianza—. Fíjate qué mentón
tiene.
—Siempre dices que mire qué mentón tiene, pero nunca he visto en ella ninguna
otra señal de que posea fuerza de voluntad. Cualquiera de las Radlett es capaz de
obligarle a hacer lo que se les antoje.
—Tú espera y verás —dijo tía Emily—. Por cierto, Siegfried ya vuelve a estar
perfectamente. Ha dado un buen paseo y tan campante.
—Ah, me alegro —dijo Davey—. Hay que darle aceite de oliva, ya te lo decía yo.
Los dos miraron afectuosamente a Siegfried, el pequinés.
Yo en cambio quería sonsacar a Davey algún chascarrillo más interesante acerca
de los Hampton.
—Vamos, Davey —dije tratando de engatusarlo—, cuéntame algo más de lady
Montdore. ¿Cómo era de joven?
—Exactamente igual que ahora.
Suspiré.
—No, me refiero a cómo era físicamente.
—Ya te digo: exactamente igual —dijo Davey—. La conozco desde que era un niño
pequeño y no ha cambiado absolutamente nada.
—Oh, Davey... —supliqué, pero lo dejé estar. De nada sirve, pensé, pues una
siempre termina por chocar contra un muro cuando habla con las personas mayores,
siempre se dicen unas a otras que están igual que siempre, pero ¿cómo puede ser
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verdad una cosa así? De todos modos, pensé un tanto contrariada, de ser eso cierto
fueron una generación horrorosa, todos ellos ya marchitos, o hinchados, canosos a
los dieciocho años, con las manos nudosas, doble papada, los ojos incrustados en un
mapa de arrugas, pues esos eran los rasgos que veía en los rostros de Davey y de tía
Emily, allí sentados a sus anchas, convencidos de que estaban igual que siempre. Es
inútil hablar de cuestiones relacionadas con la edad con las personas mayores, pues
tienen ideas bastante peculiares al respecto. «En realidad no es nada viejo, sólo tiene
setenta», se les oye decir, o bien: «Es bastante joven, más joven que yo, no tendrá más
de cuarenta». A los dieciocho todo esto parece una sarta de tonterías, aunque ahora, a
la edad más madura a la que he llegado, empiezo a entender qué pretendían decir,
porque Davey y tía Emily, por su parte, me parece que están igualitos que siempre,
igualitos que cuando los conocí cuando era niña, hace entre veinte y treinta años.
—¿Y quiénes más estaban? —preguntó Davey—. ¿Los Dougdale?
—Sí, sí. ¿A que es estrúpido el Listillo?
Davey se rió.
—Y libidinoso —dijo.
—No, debo decir que en realidad no lo es, o no conmigo, vaya.
—Claro, estando Sonia allí es imposible que se atreva. Ha sido su chico para todo
desde hace muchos años, ¿sabes?
—¡No me digas! —exclamé fascinada. En eso Davey era celestial: lo sabía todo
acerca de todos, al contrario que mis tías, que, aun cuando no ponían objeciones de
ninguna clase a que nos enterásemos de los chascarrillos, ahora que ya éramos
adultas habían olvidado del todo cultivar los cotilleos, pues no les interesaba en
absoluto lo que hicieran las personas que no fueran de su familia—. Davey... ¿cómo
es capaz ella?
—Bueno, cae en la cuenta de que Boy es muy apuesto —dijo Davey—. Yo más
bien me preguntaría cómo es capaz él. Pero lo cierto es que a mí más bien me parece
un amorío de pura conveniencia, ya que a los dos les va como anillo al dedo. Boy se
sabe el Gotha de memoria, y lo sabe todo de esas cosas. Es como un magnífico
mayordomo informado. Sonia, por su parte, le da a él cierto interés por la vida
misma. Yo lo entiendo.
Qué consuelo, pensé, que personas de tan avanzada edad no pudieran resistirse,
aunque volví a callármelo, porque sabía que nada enoja tanto a alguien como el que
se le considere demasiado viejo para el amor, y Davey y el Listillo eran exactamente
de la misma edad, habían estudiado juntos en Eton. Lady Montdore, cómo no, era
bastante mayor.
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—Háblanos de Polly —dijo tía Emily—. Y luego insistiré en que salgáis los dos a
disfrutar de la tarde antes de la hora del té. ¿Es una belleza de verdad, como siempre
nos decía Sonia que sería?
—Pues desde luego que sí —dijo Davey—. ¿No se sale Sonia siempre con la suya?
—Es tan guapa que no os lo podéis ni imaginar —dije—. Y agradabilísima. Es la
persona más agradable que jamás he conocido.
—Fanny es una auténtica entusiasta de sus héroes —dijo tía Emily divertida.
—De todos modos, supongo que será cierto. Al menos lo de su belleza —dijo
Davey—. Al margen de que Sonia siempre se salga con la suya, los Hampton siempre
han sido personas muy guapas, maravillosas más bien, y a fin de cuentas ella misma
es guapísima. De hecho, yo creo que incluso mejorará la raza, le dará más solidez.
Montdore se asemeja demasiado a un collie.
—¿Y con quién se ha de casar esa muchacha tan maravillosa? —preguntó tía Emily
—. Ése será el siguiente problema que tenga que resolver Sonia. No creo que
encuentre nunca a nadie realmente bueno para ella.
—Pues tendrá que conformarse con las hojas del fresal —dijo Davey—, ya que me
temo que es demasiado grandullona para el príncipe de Gales y las hojas de roble
que ostenta su escudo. A él le gustan las mujeres menuditas. La verdad es que no
puedo dejar de pensar en que, ahora que Montdore envejece, debe de sentirse fatal al
no poder legarle la propiedad de Hampton a su hija. El otro día hablé con Boy largo
y tendido en la Biblioteca de Londres. Polly, cómo no, será riquísima. Tendrá una
riqueza enorme, pues él puede legarle todo lo demás. Pero tienen todos tanto cariño
por Hampton que me parece una verdadera pena.
—¿Podrá legarle los cuadros de Montdore House? Seguramente están vinculados
a la propiedad y pasarán a manos del heredero —dijo tía Emily.
—En Hampton tienen cuadros maravillosos —dije—. Sólo en mi dormitorio había
un Rafael y un Caravaggio. —Los dos se rieron de mí, hiriendo mis sentimientos.
—Mi querida niña, ¡son cuadros de dormitorio de una casa de campo, nada más!
Los que tienen en Londres sí forman una colección de fama mundial, y creo que
Polly podrá quedarse con todos. El joven de Nueva Escocia sólo recibirá Hampton y
todo lo que contiene, pero eso es la cueva de Aladino, ¿sabes? Los muebles, la plata,
la biblioteca... son tesoros de valor incalculable. Boy decía que deberían traérselo aquí
y enseñarle un poco la civilización, antes de que se haga demasiado trasatlántico.
—He olvidado qué edad tiene —dijo tía Emily.
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—Yo lo sé —dije—. Es seis años mayor que yo. Tendrá unos veinticuatro. Y se
llama Cedric, igual que lord Fauntleroy. Linda y yo de pequeñas lo observábamos
con mucha atención, por ver si resultaba de nuestro gusto.
—Qué típico —dijo tía Emily—. Yo desde luego siempre hubiera dicho que a Polly
le habría ido muy bien con él. Además, así quedaría todo en la familia.
—Las cosas no salen así en la vida real —dijo Davey—. Caramba, de tanto hablar
con Fanny se me ha pasado la hora de la pastilla de las tres.
—Tómatela ahora —dijo tía Emily—. Y haced el favor de salir los dos a dar una
vuelta.
***
A partir de entonces vi muy a menudo a Polly. Iba a Alconleigh, como todos los
años, a participar en alguna cacería. Estando allí, solía pasar una o dos noches en
Hampton. Ya no había festejos y cenas, sino un flujo constante de invitados. Parecía
que los Montdore y Polly no se sentaran jamás solos a la mesa. Boy Dougdale acudía
prácticamente a diario desde su casa de Silkin, que estaba sólo a quince kilómetros.
Con bastante frecuencia se iba a su domicilio a vestirse para la cena y volvía a pasar
la velada en Hampton, pues aparentemente lady Patricia no se encontraba nada bien
y le gustaba acostarse temprano. Nunca consideré a Boy un verdadero ser humano, y
creo que la razón es sencilla, pues a todas horas interpretaba un determinado papel.
Boy, el donjuán, alternaba con Boy, el señor de Silkin, y con Boy, el cultivado
cosmopolita. En ninguno de estos papeles resultaba del todo convincente. Haciendo
de donjuán sólo se salía con la suya ante damas muy poco sofisticadas, con la
excepción de lady Montdore, si bien ella, al margen de la relación que hubieran
podido tener en el pasado, lo trataba ahora más como a un secretario particular que
como a un amante. El señor de su finca jugaba al cricket con los jóvenes de la
localidad y daba charlas a las mujeres de la zona, pero nunca parecía un señor de
verdad, por más que se esforzase, mientras el cultivado cosmopolita se delataba cada
vez que aplicaba el pincel al lienzo o la pluma al papel.
Cuando estaba con lady Montdore dedicaban mucho tiempo a pintar, apuntes a la
acuarela de paisajes en verano y grandes piezas al óleo, utilizando uno de los
dormitorios que daban al norte, en invierno. Cubrían hectáreas de lienzo y
admiraban a tal punto el uno la obra del otro, y la propia, que la opinión del resto de
los mortales les importaba poco más que un comino. Siempre enmarcaban sus
cuadros, siempre los colgaban en las casas de los dos, los mejores en las habitaciones,
los que lo eran menos en los corredores.
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—Me encanta estar aquí dentro, tan seca —como dijo lady Montdore—, viendo a
todos esos pobres que se mojan sin remedio.
Había hecho dos veces el viaje en el día, pues por la mañana vino desde Hampton,
mientras que Polly y yo habíamos viajado el día anterior con su padre, para
probarnos por última vez los vestidos de la boda y para asistir a una cena de gala con
baile.
En primer lugar hablamos de la boda. Lady Montdore era magnífica cuando se
trataba de aprovechar una ocasión de esa clase. Con su mirada penetrante, no se le
escapaba ni el menor detalle y tampoco había inhibición caritativa que rebajara sus
comentarios a tenor de lo que hubiera observado.
—¡Qué pinta tan extraordinaria la de lady Kroesig, pobre mujer! Supongo que
alguien debe de haberle dicho que la madre del novio tiene que llevar un poco de
todo en el sombrero, que es una superstición o algo así, porque si no... Piel, plumas,
flores y un trozo de encaje: todo encima de la cabeza y, para rematar el cuadro, un
broche de diamantes. Diamantes de color rosa, que los he visto yo. Tiene gracia que
estas personas, supuestamente tan ricas, nunca parezcan tener una joya decente que
ponerse en las ocasiones. Me he dado cuenta más de una vez. ¿Y os fijasteis en esas
cosillas de medio pelo que le dieron a la pobre Linda? Un cheque, sí, eso está muy
bien, pero me pregunto por qué cantidad. Perlas cultivadas, al menos eso supongo; si
no, deberían valer como poco diez mil libras. Y un brazalete de un gusto horripilante.
No llevaba diadema, no llevaba collar, ¿con qué se va a presentar la pobre chiquilla
en la corte? Mucha ropa blanca, que no hemos visto; además, toda esa plata
moderna, y una casa horrible en una de esas plazas cercanas a Marble Arch. No diría
yo que todo eso compense tener que llevar ese feísimo apellido alemán. Además, me
ha dicho Davey que no hay bienes raíces como es debido. La verdad, Matthew
Alconleigh no debería tener hijas si eso es todo lo que sabe hacer por ellas. Con todo,
a la fuerza debo decir que él estaba realmente guapo cuando entró en la iglesia y que
Linda también estaba incomparable, maravillosa de verdad.
Sospecho que sentía cierto afecto por Linda, aunque sólo por haberse retirado a
tiempo de la competición, pues si bien distaba de ser un bellezón como Polly, era sin
lugar a dudas mucho más popular entre los jóvenes más prometedores.
—Sadie también estaba muy bella, muy joven, guapísima. Y las chiquillas,
monirrísisimas. —Así lo dijo—. ¿Viste nuestro servicio de postre, Fanny? ¿De veras?
Me alegro. Podría cambiarlo, pues es de Goods, pero a lo mejor no quiere. A mí me
chocó bastante, ¿a ti no?, la diferencia que había entre nuestro lado en la iglesia y el
de los Kroesig. Los banqueros no parecen ser nada del otro mundo, ¿verdad? Es
extraordinariamente pesado el tener que conocerlos uno por uno, pobrecillos, y no
quiero ni pensar en lo que tendrán que hacer para casarlos a todos. Claro que esa
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clase de personas padece una megalomanía terrible en estos tiempos que corren, es
imposible quitárselos de encima. ¿Os habéis fijado en la hermana de Kroesig? Ah,
claro, cómo no, si iba a tu lado, Fanny. ¡Se las van a ver y desear para encontrarle un
buen partido!
—Está estudiando para ser veterinaria —dije.
—Es lo más sensato que he oído acerca de cualquiera de ellos. Ningún sentido
tendría llenar los salones de baile con muchachas de pinta semejante. Sencillamente
no sería justo para nadie. Bueno, Polly, ahora quiero que me cuentes con pelos y
señales todo lo que hicisteis ayer.
—Ah, pues no fue gran cosa.
—Vamos, no seas gansa. Llegasteis a las doce a Londres, digo yo.
—Sí, así fue —dijo Polly en tono de resignación. Se había dado cuenta de que iba a
tener que dar cuenta de todos y cada uno de los minutos del día. En tal caso, más
fácil y más rápido sería contarlo todo por su cuenta en vez de aguantar que se lo
fuera sacando su madre. Se puso a enredar, nerviosa, con la guirnalda de hojas de
plata que llevaba de adorno—. Un momento —dijo—, tengo que quitarme esto, me
está dando dolor de cabeza.
La llevaba sujeta al pelo con un alambre. Se dio varios tirones hasta que por fin
logró despojarse del engorro y lo lanzó al suelo.
—Ay —dijo—, qué daño. Bueno, sí, a ver, déjame que piense. Llegamos, papá fue
derecho a la cita que tenía y yo almorcé temprano en casa.
—¿Tú sola?
—No, Boy me estaba esperando. Había ido a devolver unos cuantos libros que se
llevó prestados, y Bullitt dijo que había comida de sobra, de modo que le pedí que se
quedara.
—Bueno, sigue. ¿Después del almuerzo?
—Fui a la peluquería.
—¿Lavar y marcar?
—Sí, naturalmente.
—Pues no lo diría nadie. La verdad es que vamos a tener que buscarte una
peluquera un poco mejor. Y no le preguntemos a Fanny adónde va ella, que siempre
lleva el pelo como un estropajo.
Lady Montdore se estaba poniendo de mal humor y, como cualquier niña
malcriada y malhumorada, pretendía hacer daño a todo el que se le pusiera a tiro.
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—Lo tenía estupendamente hasta que tuve que ponerme la corona. Bueno, luego
tomé el té con papá en casa, descansé un rato, de la cena ya lo sabes todo, y a la cama
—terminó de corrido—. ¿Te basta con eso?
Tanto ella como su madre parecían ponerse una a otra de los nervios o tal vez ella
estuviera tan hosca por haber tenido que darse tirones en el pelo para quitarse la
corona. Lanzó una mirada de perfecto encono a lady Montdore. La iluminaron de
repente los faros de un automóvil con el que nos cruzamos. Aparentemente, lady
Montdore no la vio, ni aparentemente reparó en su tono de voz.
—No, ni mucho menos —dijo—. Aún no me has contado nada de la cena. ¿Con
quién te tocó sentarte?
—Mamá, por favor, si ni siquiera me acuerdo de sus nombres...
—Parece que no te importa nada retener el nombre de nadie. Y eso es una
estupidez. A ver, dime, ¿cómo voy a invitar a tus amistades a la casa si ni siquiera
sabes quiénes son?
—Pero es que no son mis amistades. Eran los aburridos más aburridos que te
puedas imaginar. Ni siquiera supe qué decirles.
Lady Montdore lanzó un profundo suspiro.
—¿Y después de cenar bailaste?
—Sí. Bailé, me pasé un rato sentada, comí unos helados que daban asco.
—Seguro que estaban deliciosos. Sylvia Waterman siempre hace las cosas de
maravilla. ¿Sirvieron champagne?
—Odio el champagne.
—¿Y quién te acompañó a casa?
—Lady... no me acuerdo qué. No le quedaba de camino, porque vive en Chelsea.
—Extraordinario —dijo lady Montdore, al parecer animada al pensar que algunas
pobres señoras tuvieran que vivir en Chelsea nada menos—. Me pregunto quién
podría ser.
***
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medio de su criada mandó una nota diciendo que cenaría en la cama. Los Dougdale,
lady Montdore y yo cenamos sin cambiarnos en la salita matinal en la que siempre
comían o cenaban cuando no se superaban los ocho comensales. Esta estancia era tal
vez lo más perfecto de todo Hampton. La habían traído literalmente entera desde
Francia y estaba forrada por completo de paneles de madera labrada en un dibujo
finísimo, complicado y pintado de azul y blanco; había tres aparadores para la
porcelana a juego con las ventanas, que contenían una cubertería de sévres
especialmente hecha para María Antonieta. Las ventanas y las puertas eran
trampantojos decorativos pintados por Boucher, enmarcados en los propios paneles.
Durante la cena se habló casi exclusivamente del baile que lady Montdore se había
propuesto celebrar para Polly en Montdore House, durante la temporada social de
Londres.
—El primero de mayo, creo yo —nos dijo.
—Buena idea —dijo Boy—. Si se pretende que los invitados lo recuerden, tiene
que ser o el primero o el último baile del verano.
—No, no, el último de ninguna manera. En tal caso, tendría que invitar a todas las
jovencitas a cuyos bailes hubiera asistido Polly y no hay nada tan terrible en un baile
como que se junten demasiadas chicas.
—Y si no las invitas —dijo lady Patricia—, ¿invitarán ellas a Polly?
—Pues claro —dijo lady Montdore de un modo cortante—. Se morirán de ganas
de que ella asista a sus bailes. Eso se lo puedo compensar a todas de otras maneras.
De todos modos, no me propongo lucirla demasiado por el mundo de las debutantes,
todos esos horribles festejos en los distritos del suroeste de Londres. No creo que
tenga ni pies ni cabeza. Se cansará enseguida, conocerá a un montón de jovenzuelos
totalmente inadecuados para ella. Mis planes son más bien no permitirle que vaya a
más de dos bailes por semana, los dos escogidos con todo esmero. Es más que
suficiente para una muchacha que tampoco va sobrada de fuerzas. Pensé que más
tarde, Boy, si me quieres echar una mano, podríamos confeccionar para mi baile una
lista de las mujeres que acostumbran a celebrar cenas. A fin, claro está, de que sólo
inviten a las personas que yo les indique. No me gustaría que se limiten a cumplir
con sus amigos y parientes a costa de mi baile, por supuesto.
Después de cenar nos sentamos en la Galería Larga. Boy se puso a hacer su labor
de petit point, como de costumbre, mientras las tres mujeres nos acomodamos sin
nada entre las manos. Tenía verdadero talento para el ganchillo, había cosido
algunas de las sabanitas para la casa de muñecas de la reina y había hecho fundas
para muchas de las sillas tanto de Silkin como de Hampton.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
Tenía entre manos un cubrefuegos para la Galería Larga, diseñado por él mismo
con un generoso patrón de estilo jacobino, cuyo motivo eran presuntamente las flores
del jardín de lady Montdore, aunque las flores más bien parecían enormes,
espantosos insectos. Por ser joven y tener prejuicios muy arraigados, nunca se me
ocurrió admirar esa labor. Me limité a pensar lo horrible que era ver a un hombre
afanado en labores de costura, a reparar en que se me antojaba repugnante, con la
barba alborotada sobre el bastidor en el que daba diestras puntadas de distintas
tonalidades caqui. Tenía el mismo cabello crespo que yo; por eso sabía que las ondas
que se le formaban, los ricillos descuidados y adolescentes, tenían que ser fruto de un
cuidadoso humedecimiento y de un arreglo a fondo, antes de sentarse a la cena.
Lady Montdore mandó que le trajeran papel y lápiz para anotar los nombres de
las anfitrionas indicadas.
—Anotaremos todos los posibles y después iremos suprimiendo —dijo. Sin
embargo, pronto renunció a esta ocupación con objeto de expresar sus quejas a
propósito de Polly y, aunque yo ya la había creído quedarse a gusto sobre esta
cuestión cuando conversó con la señora de Chaddesley Corbett, el tono que empleó
resultó mucho más cortante y agraviado.
—Hace una todo lo que puede por estas muchachas —dijo—, absolutamente todo.
Tal vez no queráis creerlo, pero os aseguro que me paso prácticamente la mitad del
día trazando planes para Polly: que si citas, que si ropa, que si fiestas, etcétera,
etcétera. No me queda ni un minuto libre para ocuparme de mis amistades, apenas
he jugado una sola partida de cartas desde hace meses, prácticamente he dejado de
pintar y además he tenido que dejar en suspenso el desnudo de esa chica de Oxford.
La verdad es que me dedico por entero a la niña. Mantengo la casa de Londres en
perfecto estado sólo por su conveniencia. De sobra sabéis que aborrezco Londres en
invierno. Y Montdore se daría por satisfecho con tener dos habitaciones sin cocinera
(siempre come frío en el club), pero yo mantengo una nutrida plantilla de criados
que se desviven por ella, nada más. Cualquiera diría que al menos debe de estar
agradecida, ¿no es así? Pues ni muchísimo menos. A todas horas se la ve tan mohína
y contrariada que apenas consigo cruzar una sola palabra con ella.
Los Dougdale no dijeron nada. Él estaba muy concentrado en desenredar ovillos
de lana y lady Patricia se había recostado con los ojos cerrados, sufriendo como
durante tanto tiempo había sufrido, en silencio. Parecía más que nunca una estatua
en un jardín, su piel y su vestido beis para ir a Londres del mismo color, y tenía la
cara marcada por las arrugas del dolor y la tristeza, la expresión misma de una
tragedia antigua.
Lady Montdore siguió a lo suyo, charlando exactamente igual que si yo no
estuviera presente.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
—Me tomo toda clase de molestias para que ella pueda salir y alojarse en casas
agradables, pero parece no disfrutar ni siquiera un poquito. Siempre vuelve con
quejas de toda clase. Solamente quiere ir a visitar Alconleigh y la casa de Emily
Warbeck. ¡Y las dos son una pura pérdida de tiempo! Alconleigh es una casa de
locos... Yo quiero muchísimo a Sadie, cómo no, todo el mundo la quiere, y es una
mujer maravillosa, pobrecita mía, no es culpa suya que tenga todos esos hijos tan
excéntricos... Seguramente ha hecho todo lo posible, pero son todos igualitos que su
padre, con eso está dicho todo. Por otra parte, a mí me agrada que la niña esté con
Fanny, y a Emily y a Davey los conozco de toda la vida: Emily fue dama de honor en
mi boda, Davey actuó como elfo en el primer espectáculo al aire libre que organicé,
pero no por eso deja de ser cierto que cuando está con ellos Polly no se relaciona con
nadie, y si no conoce a nadie, ¿cómo va a encontrar con quién casarse?
—¿Tanta prisa corre que se case? —preguntó lady Patricia.
—En fin, en mayo cumplirá veinte años. No puede seguir siempre así. Y, si no se
casa, ¿qué hará, si no tiene en qué ocupar su vida, ni nada que le interese en
particular? No le interesa ni el dibujo, ni montar a caballo, ni la vida social,
prácticamente no tiene amigas... Ay, ¿quién podría decirme cómo es posible que
Montdore y yo hayamos tenido una hija así? ¡Cuando pienso cómo era yo a su edad!
Me acuerdo perfectamente de que el señor Asquith dijo que nunca había conocido a
nadie tan genial como yo para la improvisación y...
—Desde luego, tú eras una maravilla —dijo lady Patricia con una sonrisilla—,
pero siempre puede darse el caso de que ella sea más lenta que tú. Y, como bien
dices, aún no tiene veinte años cumplidos. ¿No se te hace agradable tenerla todavía
en casa uno o dos años más?
—Lo que sucede —replicó su cuñada— es que las chicas no tienen nada de
agradables. La suya es una edad absolutamente horrible. De niñas, cuando son la
dulzura en persona, tan guapas, una tiende a pensar en lo delicioso que será gozar de
su compañía más adelante, pero me pregunto qué compañía nos hace Polly a
Montdore o a mí. Se pasa el día pensando en las musarañas, siempre medio enfadada
o cansada, sin interesarse nada en lo que se dice. Y lo que necesita, digo yo, es un
marido. Cuando se haya casado volveremos a tener unas relaciones excelentes. Lo he
visto muchísimas veces. El otro día, hablando con Sadie, me dijo que compartía esta
opinión. Dice que últimamente ha pasado una temporada dificilísima con Linda.
Louisa, por descontado, nunca le supuso ningún problema. Siempre tuvo un carácter
más afable, además se casó nada más terminar su enseñanza. Mira, ésa es una de las
cosas que se puede decir de las Radlett: no tardan nada en casarlas, aun cuando sus
matrimonios tal vez no sean los que una querría para su propia hija. Un banquero y
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Nancy Mitford Amor en clima frío
un noble escocés que ha dilapidado su fortuna... A pesar de todo, ahí las tienes: todas
ya casadas. ¿Qué le pasará a Polly? Tan guapa como es y sin B. A. a la vista.
—Será S. A. —dijo lady Patricia débilmente—, o B. O.
—Cuando éramos jóvenes no existían todas esas siglas, gracias a Dios. S. A. y B.
O.... bah, bobadas.1 Una era un bellezón o una feilla que no dejaba de ser guapa y
punto redondo. A pesar de los pesares, ahora que se han inventado todas esas siglas,
supongo que es bueno que las chicas las tengan. A sus pretendientes parece
gustarles, pero se ve que Polly no parece tener ni vestigio de todo ello. ¡Qué distinta
—añadió con un suspiro—, qué distinta resulta la vida de todo cuanto habíamos
esperado! Desde que nació esta niña, date cuenta, no he hecho otra cosa que
preocuparme y estar pendiente de ella a todas horas, no he hecho más que pensar en
todas las cosas terribles que podrían sucederle: que Montdore muriese antes de que
ella esté colocada, que nos quedásemos sin una casa como es debido, que dejara de
ser todo lo guapa que es (a los catorce años me parecía demasiado guapa, para qué te
lo voy a negar) o que tuviera un accidente y se pasara el resto de sus días en una silla
de ruedas. He pensado de todo. Antes, me despertaba en plena noche y me
imaginaba esas cosas, pero lo único que nunca se me pasó por la cabeza es que
terminara siendo una vieja solterona.
En su voz destacaba un tono de ofensa o de histeria ofendida.
—Vamos, Sonia —le dijo lady Patricia de manera cortante—, si la pobre chiquilla
aún es una adolescente... Espera al menos que viva toda una temporada con la
sociedad londinense antes de llamarla «vieja solterona», ¿quieres? Ya encontrará a
uno que le guste y ya verás como es antes de lo que tú te crees.
—Ojalá que fuera así, pero tengo una sensación muy fuerte de que no encontrará a
nadie y, por si fuera poco, creo que quien ella encuentre no le tendrá ningún aprecio
—dijo lady Montdore—. No tiene una mirada insinuante. La verdad es que es una
pena. Y por las noches se deja la luz del cuarto de baño encendida, lo veo todas las
noches...
Lady Montdore no pudo ser más mezquina con una pequeñez tal como la luz
eléctrica.
1
Juego con siglas difícilmente traducible. Para no escamotear al lector el diálogo, conste que B. A. es
«bachelor of arts», y viene a ser en este contexto un soltero prometedor; S. A., «sex-appeal»; B. O., «body
odour», olor corporal. (N. del T.)
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Nancy Mitford Amor en clima frío
Como ya predijo su madre, llegó el verano y pasó sin que cambiasen en modo
alguno las circunstancias de Polly. La temporada londinense se inauguró con un
baile en Montdore House que costó dos mil libras, o eso dijo lady Montdore a todo el
mundo, y que fue sin duda muy brillante. Polly lució un vestido de satén blanco con
rosas rosas en el escote y una cinta rosa a la cintura (toques rosas, como dijo el
Tatler), que le había elegido ex profeso en París la señora de Chaddesley Corbett y
que le fue llevado por valija gracias a un diplomático sudamericano, amigo de lady
Montdore, para no tener que pagar la aduana, procedimiento del que lord Montdore
no llegó a saber nada, pues de seguro le habría espeluznado. Con el realce de este
vestido y con un poco de maquillaje, la belleza de Polly para la ocasión dio
muchísimo que hablar, sobre todo entre los pertenecientes a la generación anterior,
todos los cuales dijeron casi al unísono que desde lady Helen Vincent, desde Lily
Langtry, desde las hermanas Wyndham (según fueran los gustos), no se había visto
en Londres una figura de tantísima perfección. En cambio, los jóvenes de su propia
generación no mostraron tanto entusiasmo por ella. Ninguno dejó de reconocer su
belleza, pero quien más, quien menos, casi todos dijeron que parecía apagada y que
era demasiado grande de talla. Lo que realmente admiraron y desataron las lenguas
fueron las pequeñas, delgaduchas copias de la señora de Chaddesley Corbett que
tanto abundaron en aquella temporada. Los poco o nada amigos de lady Montdore
comentaron que había dejado a Polly demasiado en segundo plano, aunque si bien es
verdad que lady Montdore se cuidaba mucho de ocupar automáticamente el primer
plano de cualquier imagen en la que ella misma figurase, se afanó en todo momento
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Nancy Mitford Amor en clima frío
por colocar a Polly delante de ella, como si fuera un rehén, de modo que no cabe
decir que fuera culpa suya que Polly procurara quedarse detrás.
Con ocasión de este baile, muchas de las figuras de la realeza que reposaban en el
dormitorio de lady Montdore salieron de sus marcos de plata y recobraron vida, algo
más polvorientas, tal vez con menos relumbrón, pobrecillas, al dejarse ver en todas
sus dimensiones. El gran salón de recepciones de Montdore House, repartido en
varias estancias, estaba repleto de figuras de esta especie, y los saludos y los
reverenciales «señor», «señora», se oían por doquier. Las señoras eran realmente
patéticas —casi cabría decir que daban pena de lo famélicas que estaban—, ancianas,
con ropajes envejecidos, arrugados, penosos, y también abundaban los señores de
barba incipiente, de pavoroso aspecto extranjero. Recuerdo en particular a uno de
éstos porque alguien me dijo que estaba buscado por la policía francesa, aunque no
lo quería nadie en ninguna otra parte, y menos aún, al parecer, en su tierra natal,
donde su primo, el rey, a diario esperaba que le levantase la corona de las sienes una
racha de viento del este. El príncipe en cuestión despedía un fuerte olor, nada
agradable, a camelias, y tenía un fond de teint debido a una intensa exposición al sol.
—Si le invito es solamente por dar gusto a la querida y vieja princesa Irene —
explicaba lady Montdore caso de que más de uno enarcase la ceja al verlo en una casa
tan respetable—. Nunca olvidaré que se portó como un ángel con Montdore y
conmigo cuando hicimos una gira por los Balcanes, porque una no se olvida de estas
cosas. Sé que hay gente que dice que él es una margarita de los prados, aunque no sé
qué quiere decir eso, pero si una presta oídos a todo lo que todos dicen de todos,
terminaría por no invitar a nadie; además, la mitad de esos rumores son difundidos
por los anarquistas, tengo total certeza.
A lady Montdore le pirraba todo lo que fuera de la realeza. Era en ella una
emoción genuina y desinteresada, ya que amaba a las familias reales tanto en el exilio
como en el poder y su acto de reverencia más sentido era la consumación de ese
afecto desbordante. Sus reverencias, dada la solidez de su corpulencia, no
recordaban ni de lejos la flexibilidad del trigo ante el viento. Se descuajeringaba
como un camello, primero levantaba la grupa, como una vaca, y resultaba ser una
extraña maniobra, dolorosa, cabe suponer, para quien la llevaba a efecto, si bien la
expresión de su rostro desmentía esta apreciación. Le crujían las rodillas como
disparos de revólver, pero su sonrisa era celestial.
Fui la única soltera a la que se invitó a cenar en Montdore House antes del baile.
La cena estaba prevista para cuarenta comensales, un gran señor y una gran dama
entre ellos, en razón de los cuales fueron todos los invitados de una puntualidad
exquisita, de modo que llegaron todos a la vez, y el gentío congregado en Park Lane
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Nancy Mitford Amor en clima frío
les dedicó miradas inquisitivas y curiosas a medida que llegaban los automóviles
particulares. El único taxi fue el mío.
En la primera planta hubo que esperar mucho rato sin cócteles, e incluso los más
descarados, caso de la señora de Chaddesley Corbett, se pusieron de los nervios,
como si estuvieran sujetos a una tensión insoportable. Todos estaban a la que saltaba,
diciendo estupideces con sus acentos impostados, cada cual más a la moda que el de
al lado. Por fin se acercó el mayordomo a lord Montdore y le susurró algo al oído,
con lo que lady Montdore y él bajaron al vestíbulo a recibir a sus invitados, mientras
todos los demás, a las indicaciones de Boy, formamos en semicírculo. Con una
lentitud exasperante, lady Montdore guió los pasos de sus tremendos señores y
señoras de alto copete e hizo las presentaciones de rigor con voz baja, casi ronca,
reverencial, pero clara a fin de cuentas, la misma voz que mis tías empleaban en los
responsos, en la iglesia. Acto seguido, los cuatro, tomados del brazo en gesto de
exaltación, aún a cámara lenta, traspasaron las puertas de entrada al comedor,
dejándonos a los demás para que primero nos repusiéramos y después los
siguiéramos. Todo fue tan preciso como las manecillas de un reloj.
Poco después de la cena, que se dilató tanto como las que servían en Hampton en
sus momentos más brillantes, con lo mejor de lo mejor, fueron llegando los invitados
para el baile. Lady Montdore, con un vestido de lamé dorado y abundantes
diamantes, incluida su famosa diadema de diamantes rosáceos; lord Montdore
afable, noble, con sus piernas largas y delgadas envueltas en medias de seda y
pantalones a media pierna, la jarretera en torno a una de ellas, la banda
correspondiente sobre el pecho y una docena de miniaturas colgadas también de la
pechera, y Polly, con su vestido blanco y su belleza resplandeciente, estuvieron en lo
alto de la escalinata para saludar con un apretón de manos a los recién llegados al
menos durante una hora, y daba gusto ver a la gente pasar continuamente ante ellos.
Fiel a su palabra, lady Montdore había invitado a muy pocas chicas y aún a menos
madres. Los invitados, por consiguiente, no eran ni demasiado jóvenes ni como
decoración demasiado viejos, pues se hallaban todos en la flor de la edad.
Nadie me invitó a bailar. Así como apenas había chicas invitadas al baile, eran
muy pocos los hombres jóvenes, con la salvedad de los más firmemente adheridos al
grupo de los jóvenes casados, pero me contenté con mirar cuanto acontecía y, como
no había un alma que me conociera, no sentí ni asomo de vergüenza en mi situación.
Aun así, me encantó ver la aparición de los Alconleigh, junto con Louisa, Linda y sus
maridos, y tía Emily y Davey, que habían cenado juntos, pues llegaron como siempre
que acudían a una fiesta, temprano y muy agradables. Me integré a su animadísimo
grupo y ocupamos un lugar desde el cual disfrutamos de una excelente panorámica
del festejo, en la galería de los cuadros. Se abría al salón de baile por un lado y al
comedor por el otro. Hubo muchas idas y venidas, al tiempo que no se llegó a
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Nancy Mitford Amor en clima frío
apelotonar la gente en ninguna parte, de modo que pudimos ver vestidos y joyas en
su máximo esplendor. Tras nosotros estaba colgado un San Sebastián de Correggio,
con su habitual expresión buchmaniana.
—Qué gran chorrada —dijo tío Matthew—. Ese menda no estaría tan sonriente,
estaría literalmente muerto con todos esos flechazos.
En la pared frontera estaba colgado el Botticelli de Montdore, por el cual el tío
Matthew dijo que no daría ni ocho chelines y, cuando Davey le mostró un dibujo de
Leonardo, dijo que le picaban los dedos de ganas de tener una goma de borrar.
—Una vez vi un cuadro de unos percherones en la nieve —dijo—. No había nada
más, sólo una valla medio rota y los tres caballos. Era tan bueno que daba miedo. Lo
vi en una tienda de equipamiento para el ejército y la armada. De haber sido rico, lo
habría comprado sin dudarlo. Quiero decir que se veía con toda claridad el frío que
debían de estar pasando los pobres animales. Si esta basura es por lo visto tan
valiosa, aquello debería costar una fortuna.
Tío Matthew, que nunca salía por la tarde, menos aún a un baile, no quiso ni
siquiera plantearse la posibilidad de rechazar una invitación a Montdore House,
aunque tía Sadie, que bien sabía el tormento que le representaba tener que
permanecer despierto después de la cena y que era consciente de que los ojos se le
iban a cerrar solos por el sueño, le había dicho: «De veras, cariño, como estamos entre
nuestras hijas, dos casadas, dos todavía sin casar, no es ni mucho menos necesario
que acudamos si tú no quieres ir. Sonia lo entenderá perfectamente y seguro que
tampoco le viene nada mal disponer de nuestro sitio». A lo cual tío Matthew
respondió malhumorado: «Si Montdore nos invita al baile, es porque allí nos quiere
ver. Creo que debemos asistir».
Por lo tanto, con bastantes quejidos y gruñidos, se embutió como buenamente
pudo en los pantalones a media pierna que gastó en su juventud, tan peligrosamente
ceñidos que apenas osaba sentarse, y aguantó como una cigüeña junto a la silla de tía
Sadie, la cual tuvo que sacar todos sus diamantes del banco, prestar algunos a Linda,
otros a tía Emily, si bien aún dispuso de bastantes para ella, y allí estaban charlando
como si tal cosa, felices y contentos, con sus parientes y con diversas figuras del
condado que iban y venían a su antojo, e incluso tío Matthew parecía entretenido con
todo el jaleo, al menos hasta que se encontró con un temible destino: a la hora del
resopón tuvo que hacer compañía a la embajadora de Alemania. Fue así: lord
Montdore, pegado a tío Matthew, exclamó de pronto, espantado, que la embajadora
de Alemania estaba allí sentada, completamente sola.
—Lo tiene bien merecido —dijo tío Matthew. Habría sido más prudente morderse
la lengua. Lord Montdore lo oyó sin tomar nota de lo que estaba diciendo, se volvió
de golpe, vio de quién se trataba y lo agarró por el codo.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
—Mi querido Matthew —le dijo—, justo lo que necesito. Baronesa von
Rumplemayer, ¿me permite que le presente a mi vecino, lord Alconleigh? La cena ya
está lista en la sala de música. Matthew, tú conoces el camino.
Que éste no se diera la vuelta en redondo y saliera pitando hacia su casa da la
medida exacta de la influencia que tenía lord Montdore sobre tío Matthew. Ninguna
otra persona en el mundo podría haberle convencido de que se quedara y estrechara
además la mano de una teutona de la tribu de los hunos y mucho menos de que la
llevara del brazo a la mesa del comedor. Allá que se fue, lanzando una mirada
lastimera a su esposa.
Lady Patricia vino a tomar asiento junto a tía Sadie. Las dos charlaron con cierta
desgana sobre cuestiones locales. Al contrario que su marido, tía Sadie realmente
disfrutaba cuando salía de casa, siempre que no fuera muy a menudo, siempre que
no se le hiciera muy tarde y, sobre todo, siempre que se le permitiera mirar las cosas
con calma, sin verse obligada a realizar ningún esfuerzo por pegar la hebra con otros.
Los desconocidos la aburrían y la fatigaban. Sólo le gustaba la compañía de aquellas
personas con las que tenía intereses comunes, ya fueran los vecinos del campo o los
miembros de su propia familia, e incluso con ellos se mostraba más bien distraída.
Sin embargo, en esta ocasión fue lady Patricia la que parecía estar en las nubes; decía
sí y no a tía Sadie, poco más, y qué monstruosidad había sido dejar otra vez suelto al
idiota de la aldea de Skilton, sobre todo ahora que ya se sabía qué deprisa era capaz
de correr, no en vano había ganado los cien metros lisos en el manicomio.
—Y a todas horas anda persiguiendo a la gente —dijo indignada tía Sadie.
No obstante, no estaba pensando lady Patricia en el idiota. Estaba pensando, estoy
segura, en las fiestas celebradas en aquellos mismos salones cuando era joven, en lo
mucho que había adorado al Listillo, en la agonía que vivió al verlo bailar y flirtear
con otras y en lo mucho más triste que era para ella el no tener ya otra cosa de qué
preocuparse, además del estado de su hígado maltrecho.
Sabía yo gracias a Davey («Qué suerte —como decía Linda a menudo— que
Davey sea tan cotilla, qué simplonas seríamos de no ser por él.») que lady Patricia
había estado enamorada de Boy bastantes años, antes de que él por fin le propusiera
matrimonio. De hecho, había llegado a perder toda esperanza. ¡Y qué poco le duró la
felicidad, pues apenas pasaron seis meses hasta que se lo encontró en la cama con
una de las cocineras!
—Boy nunca se ha dedicado a la caza mayor —le oí decir una vez a la señora de
Chaddesley Corbett—. Sólo le divertía cazar conejitos. Ahora, cómo no, es la
ridiculez en persona.
Debía de ser horrible estar casada con la ridiculez en persona.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
—¿Cuándo fue el primer baile al que viniste en esta casa? —preguntó en ese
momento a tía Sadie.
—Pues seguramente el mismo año de mi puesta de largo, en 1906. Recuerdo muy
bien lo emocionante que fue ver al rey Eduardo en carne y hueso, y oírle reír
estruendosamente, con sus carcajadas de acento extranjero.
—Hace veinticuatro años, imagínate —dijo lady Patricia—. Antes de que nos
casáramos Boy y yo. ¿Te acuerdas de que durante la guerra la gente decía que ya
nunca más volveríamos a ver estos espectáculos? En cambio, fíjate hoy sólo en las
joyas...
Apareció a la vista lady Montdore.
—Sonia, la verdad, es que es única, es fenomenal. Da la impresión de estar más
bella y mejor vestida que en toda su vida.
Era uno de esos comentarios propios de la edad madura que antes me resultaban
incomprensibles. No me pareció que a lady Montdore se le pudiera describir
haciendo hincapié ni en su belleza ni en su elegancia. Era vieja y punto redondo. Por
otra parte, era innegable que en esa clase de ocasiones resultaba impresionante, casi
literalmente cubierta de diamantes enormes, en la diadema, el collar, los pendientes y
en la inmensa cruz de Malta que le colgaba sobre el escote, en las pulseras que
llevaba de la muñeca al codo, por encima de los guantes de ante, y en los broches,
colocados allí donde hubiera espacio para ponerse uno. Engalanada con tal profusión
de joyas, rodeada por las señas externas del «todo esto», su semblante irradiaba una
superioridad sentida de manera tan profunda en su ser que más bien parecía, en su
propia casa, un torero en el ruedo, un ídolo en su arca, la razón misma del
espectáculo y su centro de gravitación.
En cuanto huyó de la embajadora con una pronunciada reverencia, de muy
manifiesta repugnancia, tío Matthew se incorporó al grupo familiar.
—Vaya caníbal —dijo—. No dejaba de pedir más y más Fleisch. Es imposible que
haya cenado no hace más de una hora, hice como que no le oía, no iba yo a
consentirle tales caprichos a esa vieja ogresa. A fin de cuentas, ¿quién ganó la guerra?
¿Y para qué, digo yo? Es una magnífica muestra de generosidad por parte de
Montdore soportar a toda esa morralla extranjera en su propia casa, como si fuera un
lugar público. Que me aspen si me veo yo en una parecida. ¡Mira qué escoria! —
exclamó, refiriéndose a un caballero de barba nacida que se dirigía al comedor con
Polly cogida del brazo.
—Vamos, Matthew —dijo Davey—. Los serbios fueron aliados nuestros.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
—¡Aliados! —dijo tío Matthew haciendo rechinar los dientes. La palabra fue como
un trapo colorado ante un toro, el muy travieso de Davey lo sabía. Agitaba el trapo
por entretenerse.
—Así que es serbio, no me digas. En fin, justo lo que cabría esperar. No le iría mal
un afeitado. Unos cerdos es lo que son todos ellos. Claro está que Montdore los invita
sólo en aras de la nación. Reconozco que lo admiro, no piensa más que en su deber,
¡qué gran ejemplo para todos!
Una mirada divertida asomó en los tristes ojos de lady Patricia. No carecía de
sentido del humor y era una de las pocas personas que le caían bien a tío Matthew, si
bien no lograba mostrarse cortés con Boy y miraba enfurecido a la lejanía cada vez
que pasaba por delante de nuestra pequeña colonia, cosa que hizo a menudo,
cortejando a las damas de edad de la realeza, camino del comedor. De las muchas
ofensas cometidas a ojos del tío Matthew, la principal era que, habiendo sido ayuda
de campo de un general durante la guerra, una vez mi tío lo descubrió pintando
esbozos de un château tras la línea del frente. Algo sumamente avieso tenía que haber
en un hombre capaz de perder el tiempo pintando o de asumir las labores de un
ayuda de campo cuando podría pasarse el día entero destripando extranjeros.
—No es más que una remilgada doncella para damas envejecidas —decía tío
Matthew cada vez que se mencionaba el nombre de Boy—. No lo aguanto. ¡Boy, ya
digo! ¡Dougdale, nada menos! ¿Qué significa todo eso? En tiempos del anciano señor
vivían en Silkin personas totalmente respetables, apellidadas Blood. El coronel y la
señora Blood.
El anciano señor era el padre de lord Montdore. Una vez, abriendo unos ojos
enormes, Jassy dijo que «tenía que ser viejísimo», a lo que tía Sadie comentó que
nadie conserva la misma edad durante toda la vida y que sin duda fue joven en sus
buenos tiempos, como un día, por más que no se lo esperase, la propia Jassy sería
vieja.
No era muy lógico por parte de tío Matthew despreciar de manera tan exagerada
el historial militar de Boy, sino un nuevo ejemplo de que quienes él apreciaba eran
incapaces de obrar mal, mientras que quienes él despreciaba eran incapaces de hacer
ningún bien, porque lord Montdore, su gran héroe, nunca había oído, en toda su
vida, el estrépito vibrante de los mosquetes, ni había estado cerca de un campo de
batalla; tenía ya una edad excesiva para participar en la Gran Guerra, es cierto, pero
en sus años de juventud gozó de muchas ocasiones de entrar en combate,
oportunidades de despedazar la carne de los nativos, por no hablar de la carne de los
holandeses en la guerra de los bóers, que en cambio a tío Matthew le proporcionó
recuerdos radiantes, no en vano vivió en ella su primera experiencia del campamento
y la batalla.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
«Cuatro días en un vagón de ganado —nos contaba a veces—, con un agujero tan
grande como un puño en el estómago, y además lleno de gusanos. La época más feliz
de mi vida. Lo único malo es que uno se cansaba del sabor del cordero tras el primer
bocado. No hubo carne de ternera en toda la campaña.»
Pero lord Montdore era la ley en persona, e incluso se salió con la suya en la
famosa carta de Montdore al Morning Post, dando a entender en ella que la guerra se
había prolongado en demasía, que ya era hora de ponerle fin, meses antes de que la
cobarde capitulación de los hunos hiciera necesaria esa aburrida suspensión de las
hostilidades. A tío Matthew le costó gran esfuerzo condonar la actitud de semejante
aguafiestas, si bien lo hizo diciendo que lord Montdore a buen seguro tenía sobradas
razones, sin duda de gran peso, para escribir esa carta, razones de las que nadie más
tenía ni idea.
Mis pensamientos se habían concentrado en la entrada al salón de baile, donde de
repente vislumbré la parte posterior de una cabeza. Al fin y al cabo, había venido. El
hecho de que nunca pensara yo que pudiera acudir (era un personaje muy serio) no
había mitigado en modo alguno mi decepción al ver que no estaba. Ahora, lo tenía
allí delante. Debo explicar que la imagen de Sauveterre, tras haber sido dueña y
señora de mi corazón sin esperanza durante varios meses, había sido recientemente
derrocada y sustituida por otra más seria, dotada de más realidad, más prometedora.
La nuca de una persona, cuando se ve en medio de un baile, puede agitar
enormemente a una jovencita, por ser distinta de las demás nucas, tanto que bien
podría rodearla un halo. Enseguida surge la pregunta: ¿se dará la vuelta, la verá? De
ser así, ¿se limitará a saludarla con cortesía o la invitará a bailar? ¡Cuánto llegué a
desear el hallarme dando vueltas y más vueltas, alegremente, en brazos de un
caballero fascinante, en vez de estar sentada con mis tías y mis tíos, tan ajena a la
diversión! Tampoco es que me importase. Hubo unos instantes de horrible suspense
hasta que se dio la vuelta, pero cuando lo hizo me vio y vino derecho hacia mí, me
dio las buenas noches con algo más que mera cortesía y me sacó a bailar. Había
pensado que no llegaría al baile por culpa de unos pantalones a media pierna que le
habían prestado, pero que no encontraba. Luego bailó con tía Emily, otra vez
conmigo y con Louisa, no sin antes citarme para tomar algo con él poco más tarde.
—¿Quién es ese animal? —preguntó tío Matthew haciendo rechinar los dientes
cuando el joven se fue con Louisa—. ¿Por qué insiste en venir a donde estamos
nosotros?
—Se llama Alfred Wincham —dije—. ¿Quieres que te lo presente?
—¡Fanny, ten compasión!
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—Estás hecho un vejestorio y un pachá —le dijo Davey. Desde luego, tío Matthew
habría preferido a las claras mantener a toda su parentela femenina en un estado si
no de virginidad sí de castidad exagerada. Nunca soportó que un desconocido
abordase a sus parientas.
Cuando dejé de bailar, volví a sentarme con mis familiares. Me sentía más
tranquila después de bailar dos números y con la promesa de comer algo con él, de
modo que me contenté con escuchar a mis mayores mientras seguían conversando.
Tía Sadie y tía Emily se fueron juntas a tomar algo. Les encantaba hacerlo en las
fiestas. Davey se desplazó para sentarse cerca de lady Patricia y tío Matthew se
plantó junto a la silla de Davey, dormido como los caballos, que duermen de pie,
armado de paciencia hasta que llegara la hora de que lo devolvieran a su establo.
—Es cosa de ese tal Meyerstein —decía Davey en ese momento — . Tienes que ir a
verlo, Patricia, te lo aconsejo vivamente. Lo hace todo mediante la eliminación de
sales. Te pones a dar brincos para sudar y eliminar así toda la sal del organismo, y
comes también sin sal. Repugnante, desde luego, pero al final se diluyen y eliminan
los cristales.
—¿Quieres decir que saltas a la comba?
—Sí, cientos de veces. Hay que contar cada salto. Yo ahora llego a trescientos,
incluso hago pasos y figuras.
—¿No te resulta sumamente agotador?
—A Davey no hay nada que lo canse. Es fuerte como un toro —dijo tío Matthew
abriendo un ojo.
Davey miró con un punto de tristeza a su cuñado y afirmó que sí, que era
agotador, pero que valía la pena a la vista de los resultados.
Polly estaba bailando con su tío, con Boy. No parecía ni radiante ni feliz, al
contrario de lo que sería de esperar para un auténtico cielito, una niña tan mimada
como ella en su baile de presentación en sociedad; más bien parecía fatigada, con la
boca fruncida. Y no charlaba como las demás mujeres.
—No me gustaría nada que una de mis chicas tuviera esa pinta —dijo tía Sadie—.
Cualquiera diría que tiene algo en mente.
—Por descontado, es bellísima —dijo mi amigo, el señor Wincham, cuando
bailábamos antes de tomar algo —. Bien se ve que lo es, pero a mí no me atrae con
esa expresión malhumorada. Estoy seguro de que es muy aburrida.
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—Qué sencillos, qué fáciles de tratar, qué contentos quedan con cualquier detallito
que se pueda tener con ellos, qué modales tan exquisitos, qué memoria privilegiada.
Es pasmoso lo mucho que saben de la India, el maharajá se quedó asombrado.
Hablaban como si esos príncipes fueran tan ajenos a la vida, tal como la
conocemos, que hasta las menores muestras de humanidad, el mero hecho de que se
comunicasen por medio del habla, eran dignas de mención e incluso de proclama.
Pasé el resto de la velada sumergida en un feliz trance, no recuerdo nada más de la
fiesta. Sé que a las cinco de la mañana me llevó al Hotel Goring, donde estábamos
todos alojados, el mismísimo señor Wincham, quien para entonces me había
demostrado a las claras que no era ni mucho menos contrario a gozar de mi
compañía.
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invierno. Fue una época feliz en mi vida, ya que por entonces me prometí a Alfred
Wincham, el mismo joven que visto por detrás tanto me había trastornado en el baile
de los Montdore. Durante las semanas previas al anuncio de mi compromiso vi
muchísimo a Polly.
Me llamaba ella por la mañana.
—¿Qué te cuentas, Fanny?
—Me duele la cabeza —respondía yo, dando a entender que me dolía de
aburrimiento, un mal a cuyos padecimientos las muchachas de entonces, antes de
que el servicio militar acudiera en su auxilio, eran muy propensas.
—Ah, bien. ¿Podrás entonces doblegarte a mi voluntad? No te puedes ni imaginar
qué aburrido es lo que te propongo, aunque si ya te duele la cabeza de tanto
aburrimiento... Bueno, verás, tengo que ir a probarme el sombrero de terciopelo azul
al taller de Madame Rita y a recoger los guantes en Debenham, me dijeron que hoy
los tendrían listos. Ya, ya, pero espera, que aún falta lo peor. Me imagino que no te
prestarás a venir a almorzar conmigo y con tía Edna en Hampton Court, y después a
charlar un rato mientras me peinan. No, deja, olvídalo. Es espantoso. Bueno, ya
veremos. Voy a buscarte dentro de media hora.
Yo me plegaba a casi todo. No tenía gran cosa que hacer y disfrutaba mucho
dando botes por todo Londres a bordo del gran Daimler y viendo a Polly, quien si
bien era un personaje muy simple en múltiples sentidos, era muy consciente de ser
un bellezón, algo que se le notaba al ocuparse de los mil y un trajines que ello
comporta. Aunque en aquellos momentos la sociedad no revestía para Polly el menor
encanto, estaba sumamente interesada por su propia apariencia, y creo que jamás
dejaría de preocuparse por ella, al contrario de lo que le sucediera a lady Patricia.
Así pues, fuimos a ver a Madame Rita y me probé todos los sombreros de la tienda
mientras arreglaban el de Polly. Me pregunté por qué sería que a mí los sombreros
jamás me sentaban bien, tal vez por mi cabello encrespado, y luego fuimos a
Hampton Court, donde se pasaba el día entero la tía abuela de Polly, viuda de un
general, repartiéndose las cartas a ella sola mientras aguardaba que le llegara la
eternidad.
—A pesar de lo cual dudo mucho que se aburra, ¿sabes? —dijo Polly.
—Me ha llamado la atención —dije— que las casadas, e incluso las viudas, no
parecen aburrirse nunca. Hay algo en el matrimonio que pone definitivamente fin al
aburrimiento. Me pregunto por qué será.
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—Recuerdo que me pediste que lo invitara al baile —dijo—, pero nunca habías
vuelto a comentar nada de él.
—Es que no me atrevía —dije—, no fuera que... En fin, es que me importaba, y
mucho.
—Ah, lo entiendo muy bien. Me alegro mucho de que tuvieras tantas ganas antes
de que él te propusiera matrimonio. Nunca me han convencido los que son al
contrario, los que tienen que pararse a pensarlo despacio antes de tomar una
decisión, ¿sabes? ¡Qué suerte la tuya! Imagínate: poder casarte con la persona a la
que amas. No sabes tú bien cuánta suerte tienes —me lo dijo con los ojos anegados en
lágrimas—. Anda, sigue —añadió—, cuéntamelo todo.
Me sorprendió bastante esta efusión de sentimientos, tan poco corriente en Polly,
pero habida cuenta de mi estado de ánimo, tan egoísta debido a mi gran felicidad, no
me detuve a considerar qué podría significar, además, claro está, de que estaba
ansiosa por contárselo todo.
—En tu baile me trató de una manera agradabilísima. Yo no contaba ni de lejos
con que estuviera en Londres y asistiera, para empezar, por culpa de los dichosos
pantalones a media pierna. Sabía que no tenía esa prenda de etiqueta, que siempre
está muy ajetreado y que odia las fiestas, así que te podrás imaginar que nada más
verlo me emocioné. Me pidió entonces un baile, pero también bailó con Louisa e
incluso con tía Emily, de modo que me dije: bueno, es natural, no conoce a nadie
más, debe de ser eso. Y entonces me llevó al comedor a tomar algo y me dijo que le
gustaba mi vestido y que tenía la esperanza de que alguna vez yo fuese a verlo a
Oxford, y entonces dijo algo que me demostró que recordaba una conversación que
habíamos tenido antes. Eso siempre te da mucho ánimo, ¿verdad? Y después de eso
me invitó a Oxford dos veces, una en la que tenía un almuerzo de gala, otra en la que
estaba sola, aunque por vacaciones se marchó a Grecia. En Oxford las vacaciones son
terriblemente largas, ¿sabes? Ni siquiera me mandó una postal, de modo que supuse
que todo había terminado. Bueno, pues un jueves fui a Oxford y esta vez me propuso
en matrimonio y... mira... —dije, enseñándole una sortija antigua, muy bonita, con un
granate engastado entre diamantes.
—No me digas que lo llevaba encima, igual que en aquella escena de La hechura de
una marquesa... —dijo Polly.
—Exactamente igual, sólo que no es un rubí.
—Pero es del tamaño de un huevo de paloma. Tienes mucha suerte.
Apareció entonces lady Montdore. Entró como un torbellino, todavía con la ropa
de salir al aire libre y con un aire insólitamente dulce y sosegado.
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boda? Eres la única hija que probablemente vaya a tener en su vida. Le voy a escribir
ahora mismo. ¿Dónde está ahora?
Dije vagamente que en Jamaica, según suponía, pero que desconocía su dirección.
—¡Hay que ver, qué familia! Ya me enteraré en la Oficina Colonial. Y le escribiré
por valija diplomática, será lo más aconsejable. Y entonces ese tal señor... ¿cómo era?
Bueno, podrá dedicarse a escribir libros. Escribir un libro siempre da estatus a un
hombre, Fanny. Te aconsejo que lo pongas de inmediato a escribir.
—Mucho me temo no tener tanta influencia en él —dije con cierta intranquilidad.
—¡Pues ya estás desarrollándola, querida, y cuanto antes! No tiene ni pies ni
cabeza casarse con un hombre en el que no tienes influencia. Tú mira todo lo que he
hecho yo por Montdore: siempre me he ocupado de que se interese por las cosas, le
he llevado a aceptar cosas, quiero decir empleos, y lo he mantenido a la altura de las
circunstancias, sin permitirle nunca rebajarse. Una esposa ha de estar siempre ojo
avizor, los hombres son perezosos por naturaleza. Por poner un ejemplo, Montdore a
diario trata de echarse una siestecita por la tarde, pero yo no quiero ni oír hablar de
eso. Empieza uno con tal costumbre y ¿sabes qué? Envejece en el acto. Y las personas
que han envejecido dejan de tener interés por las cosas, se quedan al margen, como si
ya se hubieran muerto. Montdore sólo me puede dar las gracias a mí por no estar en
las mismas condiciones que casi todos sus contemporáneos, que se arrastran por el
Marlborough Club como moscas moribundas, a duras penas capaces de llegar por su
propio pie a la Cámara de los Lores. Yo obligo a Montdore a ir a pie a diario. Querida
Fanny, cuanto más lo pienso, más ridículo me parece que te vayas a casar con un
profesor. ¿Qué es lo que ha dicho Emily?
—Está encantada.
—Es que Emily y Sadie no tienen remedio. Tienes que pedirme consejo a mí para
cosas de esta clase. Estoy contentísima, desde luego, de que hayas venido a
contármelo: ahora tendremos que idear una forma de sacarte del atolladero. ¿No
podrías llamarle por teléfono y decirle que te lo has pensado mejor y que has
cambiado de opinión? Creo que, a la larga, ésa sería la forma menos hiriente.
—Oh, no. Imposible.
—¿Por qué, querida? Si todavía no ha salido en los periódicos.
—Saldrá mañana anunciado.
—Precisamente ahí es donde te puedo servir de gran ayuda. Mandaré recado a
Geoffrey Dawson y le diré que lo impida.
Me entró pánico.
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quitar. Sobre todo, no se te ocurra gastarte el dinero en ropa interior: no hay nada
más estúpido que eso. Yo misma tomo prestada la ropa interior de Montdore. Bien.
Para las noches, un broche de diamantes te será de gran ayuda, al menos si las
piedras son de buen tamaño. Ay, querida, cuando pienso en los diamantes que tu
padre le regaló a aquella mujer, me da mucha lástima. De todos modos, no creo que
se haya deshecho de todo, era inmensamente rico cuando triunfó. Tengo que
escribirle cuanto antes. A ver, querida: ante todo, seamos muy prácticas. No hay
mejor momento que éste.
Mandó llamar a su secretaria y le indicó que era preciso que le consiguiera la
dirección de mi padre cuanto antes.
—Puede llamar al subsecretario de las Colonias y darle saludos de mi parte. Y
dígale que mañana mismo escribiré a lord Logan.
También le ordenó que confeccionara una lista de comercios en los que pudieran
obtenerse a precios de mayorista la ropa de cama, la ropa interior y los accesorios
domésticos.
—En cuanto esté hecha la lista, me la trae para dársela a la señorita Logan.
Cuando se marchó su secretaria, lady Montdore se volvió hacia Polly y le habló
como si yo también me hubiera ido y estuvieran a solas las dos. Era una costumbre
inveterada en ella que siempre me produjo una gran vergüenza ajena, pues nunca
tenía yo claro qué se esperaba de mí, que las interrumpiera para despedirme o
sencillamente que mirara por la ventana y fingir que estaba pensando en otras cosas.
En cambio, en esta ocasión, quedó bien claro que contaba con que yo esperase a que
llegara la lista de las direcciones. No me quedó otra elección.
—A ver, Polly. ¿Has pensado ya en algún joven al que pueda invitar el día tres?
—¿Qué te parece John Coningsby? —preguntó Polly con una indiferencia tal que,
me di perfecta cuenta, a su madre tenía que resultarle irritante. Lord Coningsby era
su acompañante oficial, por decirlo de algún modo. Lo invitaba en todas las
ocasiones, cosa que agradaba sobremanera a lady Montdore, puesto que era rico,
apuesto, agradable e incluso «primogénito», algo que en la jerga de lady Montdore
significaba que era el hijo mayor de uno de los pares del reino, no se fueran a pensar
un Jones o un Robinson siquiera por un momento que ellos eran «primogénitos», aun
cuando fueran los hijos mayores de sus padres. No obstante, demasiado pronto
comprendió que él y Polly eran excelentes amigos y que nunca surgiría entre ellos
nada más, con lo cual lamentablemente perdió todo el interés que por él pudiera
tener.
—Oh, no cuento con John.
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—¿Y qué otra cosa puedo hacer? No es que me hayas educado exactamente para
ejercer una carrera, ¿no?
—Ni mucho menos. Claro que te he educado. Para el matrimonio, algo que en mi
opinión, aunque suene chapada a la antigua, es la mejor carrera a la que puede
dedicarse una mujer.
—Me parece excelente, pero ¿cómo me voy a casar, si nadie me propone en
matrimonio?
Ése era el punto que más le dolía a lady Montdore, que nadie le hiciera
proposiciones. Lady Montdore habría sido infinitamente feliz de ver a una Polly
alegre, amante del flirteo, rodeada de pretendientes dignos, enfrentando a unos
contra otros, alejándose, retirándose, tomándoles el pelo, jugando con ellos, deseada
por hombres casados, haciendo trizas los romances de sus amigas, incluso si ese
jugueteo se hubiera dilatado durante varios años, caso de ser necesario, al menos
mientras fuera evidente que tarde o temprano llegaría el día en que eligiese a un
marido importante, adecuado, y se asentase con él. Lo que tanto temor causaba a su
madre era que esa belleza por todos reconocida pareciera carecer de todo atractivo
para el sexo masculino. Los primogénitos la miraban, decían que era adorable y se
largaban con cualquier muñeca insignificante de Cadogan Square. Se había tenido
conocimiento de tres o cuatro compromisos matrimoniales de ese jaez que a lady
Montdore la habían herido profundamente.
—¿Y por qué no te lo proponen? Sólo porque tú no les das ni ánimos ni
esperanzas. ¿No podrías tratar de ser un poco más amena, más agradable con ellos?
No hay un solo hombre al que interese requebrar a un maniquí, ya lo sabes. Eso es
descorazonador para cualquiera.
—Muchas gracias, pero no quiero que nadie me requiebre.
—¡Ay, ay, ay! ¿Qué es lo que quieres entonces?
—Que me dejes en paz, madre. Por favor.
—¿Vas a quedarte aquí con nosotros hasta que te hagas vieja?
—A papá no le importaría nada.
—Desde luego que le importaría, no te vayas a confundir. Tal vez no le importaría
durante un año o dos, pero al final sí le importaría. Nadie quiere ver a su hija sin
hacer nada, a su alrededor, hecha una solterona agria, y tú serás de las más agrias,
eso ya es evidente, querida mía: arrugada y malhumorada, te lo digo yo.
A duras penas pude dar crédito a lo que oía. ¿Podía hablar de ese modo lady
Montdore, en términos tan francos, tan amargados, a Polly, a su bella sin igual, a la
que tanto quería que hasta se reconcilió con ella por ser hija suya, en vez de ser su
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sobre todo le apremié para que fuese muy puntual a las horas de comer. Tío
Matthew, le dije, tenía una especial predilección por vernos a todos en el comedor al
menos con cinco minutos de antelación sobre la hora de la comida. «Vamos —decía
—, vayamos a sentarnos a la mesa.» Y la familia tomaba asiento estrechando los
platos calientes contra el pecho (tía Sadie lo hizo una vez, distraída, con un plato de
sopa de alcachofas), con los ojos fijos en la puerta de la cocina.
Procuré explicárselo todo a Alfred, quien me escuchó con paciencia, pero no
entendió nada. También procuré prepararlo para el tremendo impacto que le habrían
de suponer los arranques de mal humor que tenía mi tío, de modo que el pobre
hombre, sin ninguna necesidad, tuvo un acceso de pánico.
—Creo, de veras, que lo mejor será alojarnos en la posada del Mitre —decía una y
otra vez.
—A lo mejor las cosas no se ponen tan mal —respondía yo no muy convencida.
Y al final no salió del todo mal. Lo cierto es que el clásico odio que sentía tío
Matthew por mí, que tenía sus orígenes en la época en que yo era muy niña y que
había proyectado una sombra de temor a lo largo de toda mi infancia, ya era más
leyenda que realidad. Yo era ya un miembro tan habitual de su hogar y era él tan
conservador, que ese odio, en común con el que antaño nutría hacia Josh, el mozo de
cuadra, y a otras personas con las que tenía trato estrecho, no sólo había perdido su
fuerza, sino que también, con el paso de los años, se había tornado cariño, si bien un
sentimiento tan tibio como sería el normal afecto de un tío por su sobrina era, cómo
no, ajeno a su experiencia. Sea como fuere, evidentemente no tenía el menor deseo de
envenenar el comienzo de mi vida de casada e hizo esfuerzos conmovedores por no
dar rienda suelta a toda la irritación que pudieran producirle las deficiencias de
Alfred, su nada viril incompetencia con el automóvil, su tendencia a la
impuntualidad, su fatal disposición a derramar la mermelada en el desayuno. El
hecho de que Alfred se marchara a Oxford a las nueve en punto y de que regresara a
la hora de la cena, sumado a que pasábamos de sábado a lunes en Kent, con tía
Emily, hizo más llevadera nuestra estancia para el tío Matthew y, a la sazón, para el
propio Alfred, quien no compartía ni mucho menos mi incuestionable adoración por
todos los integrantes de la familia Radlett.
Los chicos Radlett habían vuelto a sus internados y mi prima Linda, la persona a
la que yo más quería del mundo después de Alfred, vivía en Londres y estaba
esperando un bebé, pero si bien Alconleigh nunca volvió a ser sin ella la casa de
siempre, Jassy y Victoria aún estaban en la casa (ninguna de las chicas Radlett iba al
colegio), de modo que en la casa resonaban las cantinelas de costumbre, los griteríos
y los chillidos que le eran connaturales. Siempre se gastaba en Alconleigh alguna
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broma. En esa época eran algunos titulares del Daily Express, que las niñas entonaban
como si fueran cánticos, repitiéndoselos durante todo el día.
Jassy: «Larga agonía de un hombre en el hueco de un ascensor».
Victoria: «Muere aplastado despacio debajo de un ascensor».
Tía Sadie se enojaba mucho con estas cosas, les decía que ya eran mayorcitas para
ser tan despiadadas, que no tenían ninguna gracia, que era aburrido, de mal gusto, y
que les prohibía terminantemente seguir cantando esas tonterías. Luego les dio por
transmitirse una a otra el ritmo de las cantinelas, marcándolo con los dedos en las
puertas, debajo de la mesa del comedor, chasqueando la lengua o guiñando los ojos,
todo con ataques de risa traviesa, incontenible. Me di cuenta de que a Alfred le
parecían dos tontuelas sin remedio y de que a duras penas contenía su indignación
cuando descubrió que no estudiaban absolutamente nada.
—Menos mal que tenemos a tu tía Emily —dijo—. Yo no habría podido casarme
con alguien tan analfabeto.
Así pues, también yo di gracias al Cielo, más que nunca, por mi querida tía Emily,
aunque Jassy y Victoria me hacían reír tanto, y tanto las quería, que se me hacía
imposible desear que fueran de otra manera. Nada más llegar a la casa me
arrastraron al sitio en que se reunían en secreto, el cuarto de los Ísimos, para
preguntarme por aquello.
—Dice Linda que no es tan la repanocha como se dice —dijo Jassy— y, si te paras
a pensar en Tony, no es de extrañar.
—Pero Louisa dice que cuando te acostumbras es una maravilla maravillosísima
—dijo Victoria— y, si te paras a pensar en John, es de extrañar.
—¿Qué les pasa a los pobres Tony y John?
—Que son viejos y aburridos. Oh, Fanny, vamos. Cuéntanos, anda.
Dije que estaba de acuerdo con Louisa, pero me negué a entrar en detalles.
—Es injusto, nadie nos dice nada. Sadie ni siquiera lo sabe, eso salta a la vista, y
Louisa es una vieja mojigata. Por eso nos parecía que podíamos contar con Linda y
contigo. En fin, muy bien: llegaremos a nuestro lecho matrimonial con absoluta
ignorancia, como dos damas victorianas, y por la mañana nos quedaremos lisa y
llanamente mudas y locas del espanto, y viviremos aún otros sesenta años en un sitio
carísimo y sin encanto, y a lo mejor entonces te arrepientes por no haber sido más
atenta con nosotras.
—Lastradas por el peso de las joyas y las telas de Valenciennes, que costarán miles
y miles... —añadió Victoria—. El Listillo estuvo aquí la semana pasada y le contó a
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Sadie algunas historias muy picantes sobre esas cosas. Nosotras, claro está, no
teníamos que habernos enterado de nada, pero ya te supondrás que pasó. Sadie no le
hizo ni caso. Nosotras sí.
—Yo de vosotras pediría al Listillo esa información —dije—. Seguro que os la da.
—¿Dárnosla? Qué va. Nos la enseñaría. Así que no, muchas gracias.
Polly vino a verme. Estaba pálida y más delgada; tenía ojeras, parecía muy
encerrada en sí misma, aunque tal vez todo fuera por el contraste con la exuberancia
de las Radlett. Cuando estaba con Jassy y con Victoria parecía un cisne nadando en
compañía de dos patitos graciosos. Les tenía mucho cariño a las dos. Por la razón que
fuera, nunca se había llevado del todo bien con Linda, pero amaba a todos los demás
de Alconleigh, en especial a tía Sadie, y se encontraba más a gusto cuando estaba con
tío Matthew que con cualquier otra persona que yo conociera fuera del círculo
familiar. Él, por su parte, la trataba con la misma deferencia que sentía por lord
Montdore, la llamaba lady Polly, sonreía cada vez que posaba la mirada en su
hermoso rostro.
—A ver, niñas —dijo tía Sadie—, dejad en paz a Fanny y a Polly, que querrán
charlar un rato. No podéis estar a todas horas encima de ellas dos.
—Qué injusticia. Supongo que Fanny ahora sí se lo dirá a Polly. En fin, pues habrá
que volver al diccionario de medicina y a la Biblia. Ojalá que estas cosas no
resultasen tan sórdidas al verlas en letra impresa. Lo que necesitamos es una mujer
casada y clara que nos lo explique, aunque, a este paso, ¿dónde la vamos a
encontrar?
Polly y yo tuvimos sin embargo una charla más bien desganada. Le mostré las
fotografías de Alfred y de mí en el sur de Francia, donde fuimos de viaje, para que él
conociera a mi pobre madre, la Desbocada, que vivía allí con un marido nuevo y
bastante antipático. Polly comentó que los Dougdale se marchaban a la semana
entrante, pues a lady Patricia le afectaba terriblemente el frío del invierno. También
me dijo que se había celebrado una inmensa fiesta de Navidad en Hampton y que
Joyce Fleetwood había caído en desgracia con su madre por no pagar sus deudas en
el bridge.
—Pues es un consuelo. Todavía tenemos a la gran duquesa, pobre vejestorio. Dios
del Cielo, no sabes qué aburrida es. Aunque mi madre no parece creerlo así. Veronica
Chaddesley Corbett las llama, a ella y a mamá, «la señora» y «la súper señora».
No pregunté a Polly si se llevaba algo mejor con su madre y Polly tampoco dijo
nada al respecto, aunque me pareció, o eso pensé, muy desdichada. Al poco, dijo que
tenía que marcharse.
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—Tengo entendido que Sonia y ella vuelven a llevarse fatal —dijo tía Sadie
cuando Polly ya se había marchado.
—Vieja arpía... —dijo tío Matthew—. Yo que Montdore la ahogaba.
—También podría cortarla en pedacitos con una tijera de uñas, como aquel duque
francés del que te habló el otro día el Listillo Libidinoso, Sadie, cuando tú no le
escuchabas y nosotras sí.
—Niñas, a mí no me llaméis Sadie. Y al señor Dougdale no le llaméis el Listillo
Libidinoso.
—Vaya. Bueno. Siempre lo hacemos a tus espaldas, así que alguna vez se nos tenía
que escapar.
Llegó Davey, vino a pasar una semana, poco más o menos, para someterse a
tratamiento en el sanatorio de Radcliffe. Tía Emily tenía cada vez mayor apego a
todos sus animales domésticos y rara vez se dejaba convencer de abandonarlos
durante unos días, de lo cual en esta ocasión me alegré, porque los domingos que
pasábamos en Kent eran realmente un refugio indispensable para Alfred y para mí.
—Me encontré con Polly a la entrada —dijo Davey—. Nos paramos a conversar un
momento. Me ha parecido que está francamente mal.
—Tonterías —dijo tía Sadie, quien no creía que existiera más enfermedad que la
apendicitis—. A Polly no le pasa nada. Lo único que necesita es un marido, y punto.
—Ah, qué opinión tan propia de una mujer —dijo Davey—. El sexo, mi querida
Sadie, no es el remedio que todo lo cura, date cuenta. Ay, si lo fuera, otro gallo nos
cantaría.
—No me he referido al sexo ni mucho menos —dijo mi tía, muy contrariada ante
esta interpretación de sus palabras. Desde luego, estaba totalmente «en contra» del
sexo, como decían las niñas; mejor dicho, era algo que nunca había entrado en sus
cálculos—. Lo que he dicho, y lo que quiero decir, es que necesita un marido. Las
chicas de su edad, cuando viven en casa, rara vez son felices. Y el caso de Polly es
especialmente delicado, porque no tiene nada que hacer para entretenerse. No le
gusta la caza, ni las fiestas, ni nada, al menos que yo sepa, y para colmo, no se lleva
bien con su madre. Es cierto que Sonia le toma el pelo, la regaña y la quiere encarrilar
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de un modo equivocado. Es una persona que no tiene ningún tacto, pero en esto tiene
toda la razón. Polly necesita una vida propia, con hijos, ocupaciones, cosas que le
interesen. Necesita establecerse por su cuenta y para eso necesita un marido.
—O una dama de Llangollen —dijo Victoria.2
—Es hora de que te vayas a la cama, señorita. Las dos, id las dos a dormir.
—Yo no, todavía no es la hora.
—He dicho las dos, así que marchando.
Se fueron de la sala con toda la lentitud que les fue posible y subieron, marcando
el ritmo de Larga agonía de un hombre en los tablones de la tarima del pasillo, a fin de
que todos los que se hallaran en la casa lo oyeran con toda claridad.
—Esas niñas leen demasiado —dijo tía Sadie—, aunque no seré yo quien se lo
impida. No puedo. Les gusta tanto la lectura que hasta leerían las etiquetas de los
medicamentos antes que verse sin nada que leer.
—Ah, pues a mí me encanta leer las etiquetas de los medicamentos —dijo Davey
—. Disfruto una barbaridad.
2
Llangollen es una idílica y muy pintoresca localidad del noreste de Gales. Lady Eleanor Butler (1739-
1829) y Sarán Ponsonby (1755-1831), las llamadas «damas de Llangollen», fueron un emblema de la
amistad romántica entre mujeres. Vivieron juntas durante cincuenta años y fueron anfitrionas de no
pocos escritores de nota. (N. del T.)
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Las niñas se rieron por lo bajo y la propia tía Sadie también se sonrió, porque
todos sabíamos que lejos de ser una molestia, para Davey ésa era la ocupación que
absorbía todo su tiempo, a tal punto que la disfrutaba de un modo indecible.
—Claro, claro, ya sé que a todos os parece un chiste estupendo y no me cabe duda
de que Jassy y Victoria se mondarán de la risa cuando por fin estire la pata, pero para
mí de chiste no tiene nada, en serio lo digo, y un hígado en tales condiciones dudo
mucho que fuera un chiste para la pobre Patricia.
—Pobre Patricia. Y mucho me temo que no tuvo una vida feliz con ese aburrido y
viejo Listillo.
Típico de tía Sadie. Después de llevar años protestando de que se llamase Listillo a
Boy Dougdale, ella misma utilizaba ese apodo. Dentro de nada la oiríamos entonar la
cantinela de Larga agonía de un hombre.
—Por alguna razón que yo nunca he podido entender, lo cierto es que de veras lo
amaba.
—Sí, hasta hace poco —dijo Davey—. Yo creo que durante el último año, tal vez
dos años, ha sido más bien al revés, y ha sido él quien dependía de ella, pero ya era
demasiado tarde, pues ella se había hartado de él.
—Es posible. De todos modos, es una historia bien triste. Tenemos que enviar una
corona, querido, ahora mismo. ¡Qué época del año más adversa! Habrá que
encargarla en Oxford, digo yo... ¡Y qué gasto de dinero!
—Envía una corona de huevas de rana, huevas de rana, huevas de rana,
maravillosas, maravillosas huevas de rana, a mí es lo que más me gusta —canturreó
Jassy.
—Niñas, como sigáis diciendo tonterías —dijo tía Sadie, que acababa de captar un
gesto de desagrado en la cara de Alfred—, me veré obligada a mandaros al colegio.
—¿Te lo podrías permitir? —preguntó Victoria—. Tendrías que comprar playeras,
túnicas para hacer gimnasia, ropa interior en estado presentable y unos baúles
fuertes, de los buenos. Yo he visto a las chicas que van al colegio y van cargaditas de
cosas carísimas. Claro que nosotras lo estamos deseando: un amor loco por el
director, los trapitos en el dormitorio... Los colegios tienen una parte de lo más
atractiva, Sadie. No sé si lo sabes. La mismísima palabra «señorita»... ay, cómo me
encandila.
Pero tía Sadie no la escuchaba. Estaba de nuevo en las nubes.
—Mmm... —se limitó a decir—. Muy vulgar, muy travieso, muy tonto. Y a mí no
me llames Sadie, ¿entendido?
~99~
Nancy Mitford Amor en clima frío
Tía Sadie y Davey fueron juntos al funeral. Tío Matthew tenía sesión en el tribunal
ese día y estaba resuelto a asistir para cerciorarse de que un determinado rufián que
debía comparecer fuera condenado por los jueces a varios años de cárcel y a una
flagelación con látigo de nueve colas. Dos o tres de los colegas de tío Matthew en el
tribunal tenían ciertas ideas más bien curiosas y modernas sobre la justicia, de modo
que se hallaba en esforzada guerra contra todos ellos, en la cual contaba con la ayuda
valiosísima de un almirante jubilado de los alrededores.
Así que tuvieron que ir sin él al funeral y volvieron con el ánimo por los suelos.
—Empezaremos ahora a caer uno por uno —dijo tía Sadie—. Siempre me ha dado
pánico el principio del fin. Pronto habremos muerto todos. En fin, qué más dará.
—Tonterías —dijo Davey con mucho brío—. La ciencia moderna nos mantendrá a
todos vivos y jóvenes todavía por muchos años. Patricia tenía los interiores hechos
un desastre. Charlé un momento con el doctor Simpson mientras tú estabas con
Sonia, y es bastante milagroso que no haya muerto hace ya unos cuantos años.
Cuando se acuesten las niñas, te lo cuento.
—No, muchas gracias —dijo tía Sadie, mientras las niñas le imploraban que fuera
con ellas al cuarto de los Ísimos a contárselo todo con pelos y señales.
—Es injusto, Sadie no quiere saber nada, y nosotras nos morimos de ganas.
—¿Qué edad tenía Patricia? —preguntó tía Sadie.
—Era mayor que nosotros —dijo Davey—. Recuerdo que, cuando se casaron, se
comentó que ella era algo mayor que Boy.
—Pues él parecía que tuviera cien años cuando arreciaba ese viento tan helador.
—Me pareció que estaba sencillamente destrozado, pobre Boy.
Durante una breve charla junto a la tumba, con lady Montdore, tía Sadie había
llegado a la conclusión de que el fallecimiento fue una sorpresa para todos ellos, si
bien se sabía que lady Patricia distaba mucho de encontrarse bien, pero nadie tenía ni
idea de que el peligro de muerte fuera tan inminente; de hecho, la difunta había
dicho la semana anterior que tenía muchas ganas de emprender viaje al extranjero.
Lady Montdore, acérrima enemiga de la muerte, interpretó el gesto de su cuñada
como algo sumamente desconsiderado, por haber roto su pequeño círculo de manera
tan súbita, y lord Montdore, devoto amante de su hermana, se hallaba terriblemente
trastornado por haber tenido que viajar a media noche para llegar a su lecho de
muerte, aunque de un modo harto sorprendente fue Polly quien se lo había tomado
más a la tremenda. Parece ser que se puso malísima al conocer la noticia, que pasó
dos días completamente postrada, que aún estaba tan mal que su madre se negó a
llevarla al funeral.
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—En cierto modo, no deja de tener su gracia —dijo tía Sadie—. No tenía ni idea de
que tuviera tantísimo cariño a Patricia. ¿Tú lo sabías, Fanny?
—Se trata de un shock nervioso —dijo Davey—. No creo que haya vivido nunca
una muerte tan de cerca.
—Ni mucho menos —dijo Jassy—. La de Ranger.
—Los perros no son exactamente iguales que los seres humanos, mi querida Jassy.
Pero para las Radlett sí que eran exactamente iguales, con la salvedad de que para
ellas, en conjunto, los perros eran más reales que las personas.
—Contadnos cómo era la tumba —dijo Victoria.
—No hay gran cosa que contar, la verdad —dijo tía Sadie—. Una tumba
simplemente, ya sabes. Con muchas flores y bastante barro alrededor.
—La habían adornado con brezos —dijo Davey— traídos de Escocia. Pobrecilla,
cuánto amaba Escocia.
—¿Y dónde está?
—Pues en el cementerio, claro, en Silkin. Entre el Wellingtonia y el Blood Arms, no
sé si me explico. Por cierto, se ve todo entero desde la ventana del dormitorio de Boy.
Jassy se puso a hablar a toda velocidad y muy en serio.
—¿Me prometéis que a mí me enterraréis aquí, pase lo que pase? Por favor, decid
que sí. Me gustaría que fuese en un sitio muy especial. Lo veo cada vez que voy a la
iglesia. Está al lado de esa anciana señora que tenía casi cien años.
—Esa parte del cementerio no nos corresponde. Está lejísimos de la tumba del
abuelo.
—Ya, pero es el sitio que yo quiero. Una vez vi allí un ratoncito de campo muy
lindo. Por favor, por favor, por lo que más queráis: que no se os olvide.
—Te habrás casado entonces con algún mentecato y te habrás ido a vivir a las
Antípodas —dijo tío Matthew, que acababa de entrar—. A ese jovenzuelo
impresentable lo han dejado suelto, han dicho que no se tienen pruebas
concluyentes. ¡Al cuerno con las pruebas! Bastaba con mirarle a la cara para saber
quién lo había hecho. El almirante y yo vamos a presentar la dimisión.
—Si así fuera, me traéis de donde esté —dijo Jassy—. Aunque sea en salmuera. Lo
pagaré, lo juro que lo pagaré. Por favor, Fanny. De ti me fío.
—Ponlo por escrito —dijo tío Matthew, y sacó una hoja y una pluma estilográfica
—. Si estas cosas no se ponen por escrito, se suelen olvidar. Además, me gustaría que
dejaras diez libras en depósito.
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—Eso sólo demuestra —apuntó tía Sadie— que nada tiene ninguna importancia,
está claro. Así pues, ¿por qué hacer tan terribles esfuerzos por seguir con vida?
—Ah, ya. Pero es que uno disfruta una enormidad con los esfuerzos —dijo Davey,
y esta vez dijo la verdad.
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13
Creo que fue más o menos dos semanas después del funeral de lady Patricia
cuando, después del almuerzo, tío Matthew se plantó en la puerta de entrada, con el
reloj en la mano y el ceño fieramente fruncido, apretando los dientes tanto que le
rechinaban, a la espera de la actividad que más le divertía y solazaba en todo el año,
una tarde dedicada a atontar percas. El atontador de percas tenía que llegar en
principio a las dos y media.
—Son las dos y veintitrés minutos y quince segundos —decía tío Matthew con
verdadera rabia—. Así que pasen exactamente seis minutos y cuarenta segundos, el
dichoso individuo llegará tarde.
Si no se mantenían a rajatabla las citas con él, si no se llegaba con cierto margen
sobre la hora convenida, él lo consideraba una falta grave de impuntualidad.
Comenzaba a ponerse de los nervios con media hora de antelación, malgastando así
tanto tiempo como las personas que no tienen el menor respeto por la puntualidad,
además de agarrarse unos cabreos sordos.
El famoso río truchero que corría por el valle, algo más abajo de donde estaba
Alconleigh, era una de las posesiones de las que tío Matthew estaba más orgulloso.
Era un excelente pescador de mosca; nunca se le veía más feliz, tanto en temporada
truchera como fuera de ella, que cuando vadeaba el río con sus altas botas de
pescador, inventando magníficas mejoras a lo largo de todo el tramo. Construía
represas, abría azudes, arrancaba las cañas, cuidaba las orillas, mataba a tiros a las
garzas, cazaba las nutrias y repoblaba las aguas con crías de trucha todos los años. En
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Nancy Mitford Amor en clima frío
cambio, tenía problemas con los peces más ásperos, la carpa y sobre todo la perca,
pues no sólo engullían a las crías de trucha, sino que también se zampaban su
comida, causándole grandes quebraderos de cabeza. Un buen día, encontró un
anuncio en el Exchange and Mart: «Llame al atontador de percas».
Las Radlett siempre decían que su padre no había aprendido a leer, pero lo cierto
es que leía con voracidad siempre y cuando le fascinara lo que estaba leyendo, buena
prueba de ello es que de ese modo localizó él solito al atontador de percas. Tomó
asiento en el acto y mandó llamarlo. Le llevó un rato, durante el cual respiró
agitadamente sobre el papel de escribir, haciendo, como siempre, varias copias de la
carta antes de cerrar el sobre y ponerle un sello.
—Dice el individuo que se le adjunte un sobre con su sello y la dirección de
respuesta escrita, pero no le voy a conceder ese capricho. Él verá si lo toma o lo deja.
Lo tomó. Vino, echó a caminar por la orilla del río y diseminó sobre las aguas una
suerte de semilla mágica, que pronto dio mágicos frutos, pues a la superficie
emergieron, aleteando, atontadas, medio asfixiadas, total y completamente aturdidas,
percas a centenares. Advertidos de antemano todos los hombres del pueblo cercano,
armados con rastrillos y redes, se procedió a la recogida de los peces, con los cuales
se llenaron varias carretillas, cuyo contenido se utilizó como abono en los huertos o
para hacer pastel de perca, según el gusto de cada cual.
En lo sucesivo, el atontamiento de las percas pasó a ser un acontecimiento anual
en Alconleigh; el atontador llegaba puntual, a la vez que las primeras nevadas del
año, y verlo faenar constituía un placer que nunca menguaba. Así pues, allí
estábamos todos, a la espera de que hiciera acto de presencia, mientras tío Matthew
caminaba de un lado a otro por delante de la puerta; los demás esperábamos dentro
debido al frío helador, aunque asomados a la ventana, mientras todos los hombres de
la finca se habían reunido ya a la orilla del río. Nadie, ni siquiera tía Sadie, quería
perderse un momento de la operación; tal vez a Davey le interesaba menos, pues se
había retirado a su habitación diciendo: «Aún no me he vuelto loco del todo y no
pienso salir con este tiempo del demonio».
Se oyó a lo lejos el ruido de un automóvil, las ruedas al triturar la gravilla y un
bocinazo grave. Tras un último vistazo al reloj, tío Matthew se lo guardó en el
bolsillo cuando por la avenida apareció el vehículo, que no era ni mucho menos el
pequeño Standard que conducía el atontador de percas, sino el enorme Daimler
negro de Hampton Park, a bordo del cual llegaban tanto lord como lady Montdore.
¡Gran sensación! Eran rarísimas las visitas a Alconleigh, y más las inesperadas. Todo
quien cometiera la impertinencia de probar el experimento no encontraría a tía Sadie
y a las niñas, que se habrían echado cuerpo a tierra para no dejarse ver, si bien tío
Matthew, desafiante e impermeable a todo azoramiento, se plantaría delante de una
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ventana, a la vista del osado, al cual le diría el mayordomo que «no estaban en casa».
Los vecinos habían renunciado a esas visitas tiempo atrás, por ser una experiencia
incómoda. Para colmo, los Montdore se tenían por el rey y la reina de la vecindad, de
modo que jamás hacían visitas y daban por hecho que los demás acudirían a su casa,
de modo que aquella aparición, se mirase como se quisiera mirar, fue
extremadamente peculiar. Estoy segura de que si alguien distinto hubiera irrumpido
en los felices instantes en que ya se anticipaba una tarde con el atontador de percas,
tío Matthew lo habría despachado con cajas destempladas y quién sabe si no le
hubiera lanzado además una piedra. No obstante, cuando vio de quién se trataba,
pasó por unos instantes de sorpresa, de aturdimiento, a los cuales se sobrepuso antes
de lanzarse a abrir la portezuela del automóvil como un hacendado de antaño, que
saltase a sujetar el estribo de su señor feudal.
La vieja arpía, bien lo vimos todos al punto, incluso por la ventanilla del auto, se
encontraba en un estado terrible. Tenía la cara enrojecida e hinchada como si llevara
muchas horas llorando sin parar. Pareció no reparar siquiera en el tío Matthew, pues
ni le dijo palabra ni lo miró siquiera al bajar del coche, quitándose con gesto de
malhumor la manta que le cubría los pies. Acto seguido echó a caminar con el paso
de una mujer muy envejecida, frágil y cojitranca, hacia la casa. Tía Sadie, que se había
apresurado a salir, la rodeó con un brazo por la cintura y la acompaño al salón,
cerrando de un portazo tal que a las claras indicó su deseo expreso de que las niñas
no asomaran la nariz por allí en un buen rato. Al mismo tiempo, lord Montdore y tío
Matthew desaparecieron en el despacho de mi tío. Jassy, Victoria y yo nos quedamos
mirándonos con los ojos como platos, alucinadas por tan extraordinario incidente.
Sin darnos siquiera tiempo de especular a qué podía deberse todo aquello, apareció
el atontador de percas con exquisita puntualidad.
—Condenado individuo —dijo después tío Matthew—. Si no hubiera llegado tan
tarde, habríamos empezado la función antes de que llegaran los Montdore.
Aparcó su chatarra de coche en fila con el Daimler y acudió muy sonriente y
campanudo a la puerta de entrada. En su primera visita se encaminó con modestia a
la puerta de atrás, pero el éxito de sus polvos mágicos había puesto a tío Matthew tan
de su parte que le dijo expresamente que, en el futuro, acudiera a la puerta principal,
y siempre le invitaba a una copa de oporto antes de empezar la faena. Si lo hubiera
tenido, le habría ofrecido una copa de Tokay Imperial.
Jassy abrió la puerta antes de que el atontador de percas tuviera tiempo de llamar.
Nos congregamos a su alrededor mientras se tomaba su oporto y decía:
—Vaya ventarrón que se ha levantado, ¿eh? —y seguía bebiendo a sorbos sin
saber muy bien qué hacer—. Su Señoría no estará indispuesto, ¿verdad? —añadió al
poco, sin duda sorprendido de no haberse encontrado con la impaciencia habitual de
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yo un par de ballenas y otra algo más pequeña, que estaba sacudiendo para que
saliera de la red, cuando oí a mis espaldas una voz de sobra conocida, traspasada por
la pasión:
—¡Devuélvela al agua, pedazo de idiota! ¿Serás merluza, Fanny? ¿No ves que es
una trucha irisada? ¡Ay, Dios mío...! ¡Mujeres...! ¡Cuánta incompetencia! Además, ¿no
es ésa mi red? Llevo un buen rato buscándola por todas partes.
Se la di enseguida con bastante alivio, pues bastante penoso era estar junto al río
con el vendaval que soplaba.
—Mira, mira, ya se han ido —decía Jassy en ese momento. Vimos el Daimler
cruzar el puente, lord Montdore sentado muy erguido en el asiento de atrás,
saludando a diestra y siniestra, como si perteneciera a la realeza. Adelantaron a la
furgoneta del carnicero y casi lo vi inclinarse un poco y saludar con elegancia al
conductor por haber tenido la amabilidad de dejarles paso libre. A lady Montdore
apenas la vimos, arrebujada en un rincón. En efecto, se habían ido.
—Vamos, Fanny —dijeron mis primas abandonando en la orilla los utensilios—.
Vámonos a casa. Hace demasiado frío, ¿no te parece? —gritaron a su padre, que
seguía muy ajetreado, metiéndose una perca gigante en el zurrón de cazar liebres,
haciéndoles caso omiso.
—Ahora —dijo Jassy cuando subíamos casi al trote desde el río—, a sonsacárselo
todo a Sadie.
***
No fue necesario sonsacarle nada. Tía Sadie parecía a punto de reventar con la
noticia. Se mostraba más humana y más natural con sus hijas pequeñas que con las
mayores. Su actitud de vaguedad, alternada con sus tan temidos arranques de
severidad imprevisible y combinada con los accesos de cólera de tío Matthew, había
tenido bien sujetos a Louisa y a Linda y a los chicos, de modo que la verdadera vida
de todos ellos se había desarrollado más bien en el cuarto de los Ísimos, pero se había
morigerado notablemente en relación con Jassy y Victoria. Seguía siendo la
vaguedad en persona, pero ya nunca se mostraba demasiado severa, y sí, en cambio,
mucho más tratable. Siempre había mostrado una clara inclinación a tratar a sus hijos
como si fueran todos de la misma edad, de manera que las menores empezaban a
beneficiarse de que Louisa y Linda fueran ya mujeres casadas, a las que se podía
hablar sin ninguna reserva.
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Había acordado que sería más o menos esto: «No envejecerá como hemos de
envejecer quienes aún quedamos».
—¡Qué bobada! —dijo Jassy—. Si ya había envejecido.
—¿Envejecer? Sólo tenía algunos años más que yo —dijo Davey.
—Entonces... —dijo Jassy.
—Señorita, ya basta. Sonia dice que él parecía estar con el ánimo muy decaído, que
parecía muy desdichado, que hablaba de Patricia por los codos, de lo que siempre
había supuesto para él, de lo vacía que parecía la casa sin ella, en fin, así era de
esperar tras veintitrés años de vida conyugal. ¡Qué miserable, qué viejo hipócrita! En
fin: parece que se iba a quedar a cenar, sin siquiera vestirse para la cena debido a su
resfriado. Sonia y lord Montdore subieron a cambiarse de ropa y, cuando bajó Sonia,
se encontró a Polly, todavía vestida de día, sentada en esa alfombra blanca que tiene,
frente a la chimenea. Le dijo: «¿Qué estás haciendo, Polly? Es muy tarde. Sube a
cambiarte. ¿Y dónde está Boy?». A lo cual, Polly se estiró tranquilamente y le dijo:
«Se ha marchado a su casa y yo tengo algo que decirte. ¡Boy y yo vamos a casarnos!».
Al principio, como es natural, Sonia no se lo creyó, pero Polly nunca dice nada en
broma, ya lo sabemos todos, así que de inmediato se dio cuenta de que estaba
hablando completamente en serio y montó en cólera, tanto que se volvió medio loca.
¡Cómo la entiendo! Y se abalanzó sobre Polly y le sacudió un tortazo, y Polly
respondió con un violento empellón, que dio con ella en un sillón, antes de subir al
piso de arriba. Me imagino que Sonia debía de estar para entonces totalmente
histérica. Sea como fuere, mandó llamar a la criada, que la acompañó arriba y la
ayudó a acostarse. Mientras, Polly se vistió, bajó y pasó tranquilamente la velada con
su padre sin decirle una sola palabra, tan sólo le comentó que Sonia tenía dolor de
cabeza y que no bajaría a cenar. Así, esta mañana la pobre Sonia tuvo que contárselo
todo. Dijo que fue terrible, porque él adora a Polly. Intentó llamar entonces a Boy,
pero el muy cobarde, el muy miserable, se ha marchado, o ha fingido marcharse, sin
dejar una dirección de contacto. ¿Habéis oído alguna vez una historia semejante?
Me había quedado sin habla de tanto interés.
—Personalmente —dijo Davey—, hablando en calidad de tío, el único que me
inspira lástima en todo esto es el desdichado de Boy.
—Oh, no, Davey. Eso es una estupidez. Imagínate los sentimientos de los
Montdore... Mientras esta misma mañana trataban de convencerla de que se deje de
bobadas, ella les contó que estaba perdidamente enamorada de él desde antes de que
se fuesen a la India, cuando aún era una muchachita de catorce años.
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—Es muy probable, desde luego, pero ¿cómo sabemos si él quiso alguna vez que
ella se enamorase de él? Si queréis que os diga mi opinión, yo dudo mucho de que
nunca tuviera ni la más remota intención.
—Vamos, Davey: las muchachitas de catorce años no se enamoran de nadie si no
se les anima a ello.
—Por desgracia, sí se enamoran de otros —dijo Jassy—. Ved mi caso con el señor
Fosdyke. Ni una palabra, ni una mirada afectuosa me ha dirigido nunca, a pesar de
lo cual es la luz de mi vida.
El señor Fosdyke era el montero mayor en las cacerías del zorro.
Pregunté si lady Montdore había tenido alguna sospecha de todo esto con
anterioridad, si bien sabía a ciencia cierta que no, ya que ella siempre lo había dicho
todo a las claras, y ni Polly ni Boy habrían gozado de un instante de paz caso de que
algo recelara.
—Ni la más remota idea. Fue algo que le cayó del cielo de improviso. La pobre
Sonia, ya sabemos que tiene sus defectos, pero no puedo decir que se merezca esto.
Dijo que Boy siempre había sido amabilísimo, dispuesto siempre a ocuparse de Polly
para dejarla a ella, a Sonia, a sus anchas, cuando estaban en Londres de visita. La
llevaba a la Royal Academy y a donde fuera, y Sonia estaba encantada, porque la
niña nunca parecía tener con quién entretenerse. Polly nunca fue una niña muy
amiga de salir a divertirse, eso ya lo sabemos. Yo le tengo mucho cariño, siempre se
lo he tenido, aunque ya entonces saltaba a la vista que Sonia lo estaba pasando mal
en muchos sentidos. Pobre Sonia, cómo lo siento... A ver, niñas: ¿queréis hacer el
favor de subir a lavaros esas manos que apestan a pescado antes de tomar el té?
—Esto es intolerable. De ninguna manera. Es evidente que dirás un montón de
cosas mientras no estemos. ¿Qué pasa con las manos de Fanny? ¿No le huelen a
pescado?
—Fanny es una mujer adulta, se lavará las manos cuando le apetezca. Venga, id a
lavároslas.
Cuando salieron de la sala, nos habló con espanto a Davey y a mí.
—Imaginaos: Sonia, que había perdido por completo el control de sí misma, y no
seré yo quien le culpe por ello, llegó a insinuarme más o menos que Boy había sido
su propio amante.
—Querida Sadie, qué inocente eres —dijo Davey riéndose—. Ésa es una aventura
amorosa que todo el mundo, excepto tú, conoce desde hace años. A veces pienso que
tus hijas tienen razón, que no sabes cómo son las cosas de la vida.
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—En tal caso, sólo puedo decir que doy gracias por no saberlo. ¡Qué cosa tan
aborrecible! ¿Tú crees que Patricia lo sabía?
—Pues claro que lo sabía. Y se alegraba de que así fuera. Antes de que él tuviera
esa aventura con Sonia, Boy tenía por costumbre hacer que Patricia fuese la carabina
de todas las debutantes que a él le hacían cierta gracia, de modo que todas ellas
terminaban por contarle sus penas a Patricia, sollozando y moqueándole en el
hombro, y todas le pedían que se divorciase de él. Y eso era lo último que ella
deseaba, como es natural. Él le dio abundantes disgustos.
—Me acuerdo de una cocinera —dijo tía Sadie.
—Desde luego, fue una historia tras otra, todas del mismo jaez, hasta que Sonia lo
tomó por amante. Sonia llegó a tener cierto control sobre él, con lo que la vida de
Patricia pasó a ser más llevadera, más agradable, hasta que comenzó a tener
problemas con el hígado.
—De todos modos —dije—, sabemos que aún se interesaba por las muchachitas.
Mirad a Linda.
—¿En serio? —dijo tía Sadie—. Ya me lo había parecido, fíjate tú. ¡Ajj! ¡Qué asco
de hombre! ¿Cómo es posible que sigas creyendo que se puede decir algo en su
defensa, Davey? ¿Cómo puedes suponer que no tenía ni la más remota idea de que
Polly estaba enamorada de él? Si se insinuó a Linda, es evidente que hizo lo mismo
con Polly.
—Bueno, Linda no está enamorada de él, eso está claro. No se puede dar por
hecho que él deduzca que, sólo por acariciar el cabello de una muchachita de catorce
años, ella va a insistir en casarse con él cuando sea mayor. Yo a eso le llamo tener
mala suerte.
—¡Davey, no tienes remedio! Y si no fuera consciente de que sólo me estás
tomando el pelo, te aseguro que estaría muy enojada contigo.
—Pobre Sonia —dijo Davey—. La verdad es que lo siento por ella, mira que
presenciar cómo su hija y su amante... Bueno, es algo que sucede a menudo, aunque
nunca sea plato de gusto para nadie.
—Seguro que es la hija la que le importa —dijo tía Sadie—. Apenas dijo nada
sobre Boy. Sólo se quejaba de que Polly, con su belleza, con su perfección, se
desperdicie de esa forma. A mí me pasaría lo mismo. No podría yo soportar una cosa
así en ninguna de mis hijas... A ese vejestorio lo han conocido de siempre, y en su
caso es mucho peor, pues Polly es la única hija que tiene.
—Y es su tesoro, es la niña de sus ojos. En fin. Cuanto más veo cómo es la vida,
mayor es mi agradecimiento por no haber tenido hijos.
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—Entre los dos y los seis años son perfectos —dijo mi tía con aire de tristeza—.
Después, debo decir que no dan más que preocupaciones, aun siendo tan pequeños y
tan graciosos. Otro horror para Sonia es preguntarse qué habrá pasado durante todos
estos años entre Polly y Boy. Dice que ayer por la noche no pudo ni pegar ojo
pensando en la cantidad de veces en que Polly fingía haber ido a la peluquera,
cuando era evidente que no. Ésas son las cosas que la tienen medio loca.
—No tendría por qué —dije con firmeza—. Estoy segura, o casi, de que nunca
pasó nada. Por distintas cosas que recuerdo, cosas que Polly me dijo, estoy muy
segura de que su amor por el Listillo siempre debió de parecerle condenado a ser
algo imposible. Polly es muy buena. Y tenía mucho cariño por su tía.
—Yo diría que tienes toda la razón, Fanny. Sonia también dijo que cuando bajó y
se la encontró sentada en el suelo, lo primero que le vino a la cabeza fue que la chica
parecía que hubiera estado flirteando con alguien, y dijo además que nunca la había
visto así, nunca, con los ojos enormes y un mechón de cabello revuelto sobre la
frente. Le dejó patitiesa su aspecto, y sólo entonces le dijo Polly...
Me imaginé la escena a la perfección, Polly sentada en la alfombra: era una actitud
muy característica de ella. La vi levantarse despacio, estirarse y, con olímpico
desprecio, con elegancia, clavar las crueles banderillas, en el primer movimiento de
una pelea que sólo podría terminar con la muerte de una de las contrincantes.
—Yo lo que supongo —dije— es que él la tuvo que dejar pasmada cuando ella
tenía catorce años y que ella se enamoró sin que él lo sospechara ni de lejos. Polly
siempre se guarda las cosas en lo más profundo de su corazón. No creo que pasara
nada entre los dos hasta la otra noche.
—Es sencillamente espantoso —dijo tía Sadie.
—Sea como fuere, Boy no podía contar con que se anunciara el compromiso allí
mismo y sin esperar a más. De lo contrario, no se habría sentado a hablar con Sonia
de la carta de la infanta, de la inscripción en la lápida y de todo eso —dijo Davey—.
Mucho me temo que lo que dice Fanny es verdad.
—Habéis estado hablando... Qué injusticia... Y Fanny aún tiene en las manos un
repugnante olor a pescado... —Las niñas habían vuelto sin aliento.
—Me pregunto de qué hablaron tío Matthew y lord Montdore en el despacho —
dije. No sé cómo, pero no alcanzaba a imaginar cómo se pudo desplegar semejante
historia entre esos dos personajes.
—Hablaron de lugares comunes —repuso tía Sadie—. A Matthew se lo dije yo más
tarde. Nunca he visto a nadie tan enojado. Pero aún no os he contado a qué vino
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Sonia en realidad. Va a mandar a Polly a pasar una semana o tal vez dos con
nosotros.
—¡No! —gritamos todas a coro.
—¡Fascinante! —dijo Jassy—. Pero... me pregunto por qué.
—Es Polly la que quiere venir. Fue idea suya. Y Sonia, al menos por el momento,
no soporta siquiera el verla, cosa que yo entiendo muy bien. Debo decir que al
principio tuve mis dudas, pero ya sabéis todos que le tengo un gran cariño a esa
chica. La verdad es que la quiero, y si se queda en casa, su madre terminará por
obligarla a fugarse en menos de una semana. Si viene a pasar aquí una temporada tal
vez podamos influir en ella y convencerla de que se abstenga de ese horrible
matrimonio. No me refiero a vosotras, niñas. Os pediré que al menos por una vez en
la vida procuréis obrar con tacto.
—Cuenta conmigo —dijo Jassy muy seria—. Es a mi querida Vict a quien tienes
que hablar en serio. No tiene ningún tacto. Y yo personalmente creo que fue un gran
error decírselo siquiera... Ay... ¡Auxilio, auxilio! ¡Sadie, que me está matando!
—Me refiero a las dos —dijo tía Sadie con toda la calma del mundo, sin prestar
atención a la pelea que se acababa de iniciar—. Podéis hablar de las percas durante la
cena. Ése será un tema de conversación sin demasiados riesgos.
—¿Cómo? —dijeron las dos, y dejaron de pelearse—. ¿Quieres decir que viene
hoy?
—Sí, así es. Después del té.
—Qué emocionante. ¿Crees que el Listillo será capaz de venir también, disfrazado
de saco de leña?
—Bajo mi techo no se han de encontrar —dijo tía Sadie con firmeza—. Se lo
prometí a Sonia, aunque también le hice ver que no puedo yo controlar lo que haga
Polly en donde esté. Sólo puedo fiarme de su sensatez y de su buen gusto, al menos
mientras esté conmigo.
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14
Polly muy pronto dejó bien claro que tía Sadie no tenía por qué albergar ningún
recelo sobre su conducta mientras estuviera hospedada en Alconleigh. Su dominio de
sí misma fue absoluto; el único indicio externo de que su vida se hallaba en crisis era
una cierta aura de felicidad, que transformaba por completo su apariencia. Nada de
lo que dijo y nada de lo que hizo se salió de lo habitual; nada podría haber llevado a
nadie a suponer que muy poco antes se hubiera visto envuelta en escenas de tan gran
intensidad. Y saltaba a la vista que no mantenía ninguna clase de comunicación con
Boy. No se acercaba al teléfono, no se pasaba el día entero escribiendo cartas, recibió
muy pocas y, según me informaron las niñas, ninguna de ellas vino con matasellos
de Silkin. Prácticamente no salió de la casa; cuando salía, era sólo para tomar el aire
con todos nosotros, y no, ni mucho menos, para dar largos y solitarios paseos que
pudieran terminar con un encuentro entre los amantes.
Jassy y Victoria, románticas como todas las Radlett, encontraban esta conducta tan
incomprensible como decepcionante. Se habían hecho la ilusión de verse lanzadas a
un ambiente de opereta; habían supuesto que el Listillo rondaría entre suspiros, pero
cargado de esperanza, por los alrededores, e incluso por el recinto, y que la propia
Polly, también entre suspiros, también expectante, se quedaría junto a la ventana a la
luz de la luna, con el objeto de reunirse con su amado y emprender la primera etapa
de su viaje hacia el altar y la vida conyugal gracias al ingenio y al carácter
emprendedor de sus dos jóvenes amiguitas.
Llevaron incluso un colchón y provisiones al cuarto de los Ísimos por si acaso Boy
quisiera esconderse allí durante uno o dos días. Habían pensado en todos los
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fui consciente de que tendría que ser yo la que hiciera la proposición en toda regla, y
así lo hice. No fue tan difícil, la verdad».
Así pues, Davey estaba en lo cierto: la idea de semejante matrimonio ni siquiera se
le había pasado por la cabeza al Listillo, nunca, de no ser porque la propia Polly se la
metió entre ceja y ceja. Después, habría sido claramente una tarea sobrehumana
resistirse a semejante premio, a la más bella de las mujeres, a la mayor heredera de su
generación, potencial madre de sus hijos, los pequeños Hampton, o Hampton a
medias, al menos, con los que siempre había soñado. No podría haberse negado, y
menos aún al ver todo aquello a sus pies, a la espera de que se lo metiera sin esfuerzo
en el bolsillo.
—Al fin y al cabo, yo le he querido desde que alcanzo a recordar. Ay, Fanny... ¿no
es maravilloso ser feliz?
Yo sentía exactamente lo mismo, de modo que me mostré de acuerdo de todo
corazón. Sin embargo, su felicidad poseía una cualidad curiosamente sobria, formal
en extremo, y su amor parecía no tanto el embeleso de costumbre, el encantamiento
de la jovencita recién comprometida, cuanto más bien el amor cómodo que ya viene
de antaño, un amor que no necesita reafirmarse de continuo con encuentros
constantes, con la comprobación de que una es correspondida, con la constante
charla acerca de su propio objeto, y que si acaso se da por sentado, como da por
sentada la respuesta del ser amado. Las dudas y los celos que tan dolorosos pueden
llegar a ser, y que hacen de casi cualquier amor incipiente un infierno, no parecía que
a Polly se le hubieran ocurrido nunca. Había adoptado una postura bien sencilla: que
Boy y ella hasta la fecha se habían visto separados debido a una barrera
infranqueable y que, una vez desaparecida esta barrera de forma natural, la senda
que les conduciría a la dicha de por vida se hallaba ante ellos dos.
—¿Qué más da que nos queden por delante unas cuantas semanas más de
espantosa espera, si vamos a vivir juntos el resto de nuestras vidas e incluso nos han
de enterrar en la misma tumba?
—Imagínate, que te entierren en la misma tumba que el Listillo —dijo Jassy, que
acababa de entrar en mi dormitorio antes del almuerzo.
—Jassy, me parece de pésimo gusto que pegues la oreja al otro lado de la puerta.
—No me tomes el pelo, Fanny. Tengo la intención de ser novelista, las niñas
novelistas suelen dejar a los críticos con un palmo de narices, y estoy estudiando
como loca el comportamiento del ser humano.
—Creo que debería decírselo a tía Sadie.
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—Lo que me faltaba. Ahora te pasarás al bando de los respetables, por algo estás
ya casada, como Louisa. No, Fanny, en serio: piensa en compartir la tumba con ese
viejo Listillo. ¿No es repugnante? Además, ¿qué será de lady Patricia?
—Bueno, ella ya tiene una tumba muy bonita y muy cómoda, para ella sola, toda
adornada de brezos. Seguro que está en la gloria.
—Me parece chocante.
Entretanto, tía Sadie hacía cuanto estaba en su mano por influir en Polly, pero
como era demasiado tímida para hablarle directamente sobre cuestiones tan íntimas
como el sexo y el matrimonio, recurría a un método oblicuo, y de vez en cuando
dejaba caer una reflexión al desgaire, con la esperanza de que Polly se la aplicase a su
caso.
—Tened siempre en cuenta, niñas, que el matrimonio es una relación muy íntima.
No se trata sólo de sentarse a charlar con una persona, ni mucho menos. Hay otras
cosas, claro está.
Para ella, Boy Dougdale era tan repulsivo físicamente como lo era para todas
aquellas mujeres que no lo consideraban ni mucho menos irresistible, y pensaba que
si Polly pudiera llegar a comprender en qué consistía el aspecto físico del
matrimonio, tal vez quedara disuadida del todo.
—Sadie está en la inopia —observó Jassy con mucho tino—. Lisa y llanamente, no
se da cuenta de que lo que puso a Polly de parte del Listillo, desde el primer
momento, fue sin duda la cantidad de cosas espantosas que sin duda le hizo cuando
era pequeña, como intentó hacerlas con Linda y conmigo. No comprende que lo que
ella ahora quiere ante todo es revolcarse y revolcarse sin cesar con él en una cama de
matrimonio.
—Sí, la pobre Sadie no es precisamente un as de la psicología —agregó Victoria—.
Yo diría que la única esperanza que existe de curar a Polly de su fijación con su tío es
analizarla. ¿Probamos a ver si nos deja?
—Niñas. Os lo prohíbo terminantemente —dije con firmeza—. Y, si lo hacéis, os
prometo que le diré a tía Sadie que sois unas curiosonas que os paráis a pegar la oreja
al otro lado de la puerta. Ni más, ni menos.
Bien sabía yo qué terribles preguntas formularían las dos a Polly. Y como ella era
bastante remilgada, se sentiría tan sorprendida como enojada. Las dos estaban por
aquella época fascinadas con el estudio y la práctica del psicoanálisis. Habían echado
el guante a un libro sobre la materia («En la biblioteca de Elliston, ¿a que no te lo
crees?») y, tras varios días de paz, durante los cuales se lo leyeron enterito una a la
otra en el cuarto de los Ísimos, decidieron pasar a la acción.
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—Ven a que te analicemos —decían, y ése era su grito de guerra—. Déjanos que te
curemos del veneno que tiene atascados tus procesos mentales, para lo cual basta con
que nos lo cuentes todo acerca de ti. No está mal. Supongamos que empezamos por
papá. Es el más sencillo de tratar de toda la casa.
—¿Sencillo? ¿Qué quieres decir?
—Para nosotras, es como el abecedario. No, no se trata de que nos des la mano,
querido vejestorio, lo de la quiromancia lo dejamos hace una eternidad. Esto es
ciencia.
—De acuerdo, adelante.
—Bien, pues resulta que el tuyo es un caso de frustración claro como el agua.
Quisiste ser guardabosques, pero te ha tocado ser noble señor. A lo cual siguió, como
es costumbre, el desarrollo de una sobrecompensación, de modo que ahora eres un
psiconeurótico de tipo obsesivo e histérico, injertado en una personalidad paranoide
y esquizoide.
—Niñas, ni se os ocurra decir tales cosas acerca de vuestro padre.
—Las verdades científicas no admiten objeciones, Sadie. Según nuestra
experiencia, todo el mundo disfruta cuando aprende cosas nuevas sobre uno mismo.
¿Quieres que pongamos a prueba tu inteligencia con una simple mancha de tinta,
papá?
—¿Cómo?
—Podríamos hacerlo con todos, uno por uno, y ponerles nota. Es muy sencillo. Si
queréis... Hay que mostrarle al sujeto una mancha de tinta normal y corriente, sobre
papel blanco, y según sea la imagen que representa la mancha para cada individuo,
se entiende, espero: se trata de que a uno le parezca un flemón, o la cordillera del
Himalaya, o lo que sea, quien sepa llevar a cabo un cuestionario podrá valorar de
inmediato su nivel de inteligencia.
—¿Y vosotras sabéis llevar a cabo un cuestionario?
—Bueno, lo hemos ensayado la una con la otra, y con Josh y su familia y con la
señora Aster. Y hemos anotado los resultados en nuestro cuaderno científico. Así que
empecemos.
Tío Matthew se quedó un rato mirando la mancha y dijo al final que le parecía una
mancha de tinta normal y corriente, que sólo le recordaba un anuncio de tinta negra
de la marca Stephen.
—Lo que yo me temía —dijo Jassy—. Muestra un nivel absolutamente
infrahumano. El pequeño Josh lo hizo mejor. Ay, ay, ay: infrahumano. Es terrible.
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Jassy acababa de traspasar los límites del perpetuo juego al estilo de Tom Tiddler,
el personaje de Dickens, que practicaba con su padre. Éste le soltó un rugido de furia
repentina y la mandó a la cama de inmediato. Ella se marchó canturreando:
«Paranoide y esquizoide, paranoide y esquizoide», cantinela que vino a ocupar el
sitio de Larga agonía de un hombre.
—Pues claro —me dijo más adelante—, para todos nosotros es gravísimo. Tanto si
crees en la herencia genética como si crees en el entorno, de un modo u otro vamos
aviadas con ese padre tan infrahumano que ni siquiera da la talla.
Davey decidió que sería un gesto amable acudir a ver a lady Montdore, su vieja
amiga, así que la llamó por teléfono y ella le invitó a almorzar. Se quedó hasta
después del té. A su regreso, por suerte, Polly estaba sesteando en su dormitorio, de
modo que pudo contarlo todo.
—Está hecha un basilisco —dijo—. Enfurecida. Da miedo, os lo digo yo. Le ha
dado lo que los franceses llaman un coup de vieux. De repente parece tener cien años.
No me gustaría a mí ser objeto de odio, o al menos no tal como ella odia a Boy. En
fin, nunca se sabe. Tal vez haya algo en la ciencia cristiana, pensamientos aviesos y lo
que sea, dirigido a nosotros con tan gran intensidad que llegue a afectar al cuerpo.
¡Qué manera de aborrecerlo! Imaginaos: ha ordenado retirar a las bravas el tapiz que
él bordó para la chimenea, con un par de tijeras, de modo que el guardafuegos
permanece donde estaba, pero con un agujero enorme. Me dio miedo, de veras.
—Pobre Sonia. De todos modos, qué propio de ella. ¿Y qué sentimientos tiene con
respecto a Polly?
—La llora como si se le hubiera muerto. Y también está muy contrariada con ella
por haber actuado de manera tan clandestina, por haber guardado el secreto durante
todos estos años. Le dije: «La verdad es que no podías suponer que fuera a
contártelo, ¿no?». Pero ella no estuvo de acuerdo. Me hizo un montón de preguntas
acerca de Polly, de su estado de ánimo. Tuve que decirle que a mí no me ha revelado
su estado de ánimo, pero que la encuentro el doble de guapa que antes, si es que es
posible, y que por eso presupongo que es feliz.
—Sí, con las chicas eso es algo que nunca engaña —dijo tía Sadie—. Si no fuera por
eso, no diría yo que le importa un comino qué pueda suceder. De todos modos, qué
extraño debe de ser su carácter.
—No es tan extraño como parece —dijo Davey—. Muchas mujeres son bastante
enigmáticas: muy pocas ríen cuando son felices y lloran cuando están tristes en la
misma medida en que lo hacen tus hijas, mi querida Sadie. Y tampoco se ve todo en
blanco y negro. En Alconleigh se tiende a simplificar en exceso la vida. Es parte del
encanto de la casa, no seré yo quien se queje por ello, pero no debes suponer que
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todos los seres humanos sean exactamente iguales a los Radlett, porque te aseguro
que no es el caso.
—Has tardado mucho en volver.
—La pobre Sonia se encuentra muy sola. Si lo piensas bien, y es terrible, a la fuerza
tiene que sentirse muy sola. No hablamos de ninguna otra cosa, no hicimos más que
dar vueltas al asunto, examinando todos sus aspectos. Me pidió que fuese a visitar a
Boy por ver si hay alguna esperanza de que renuncie a su propósito y se marche una
temporada al extranjero. Dice que el abogado de Montdore ya le ha escrito
haciéndole saber que el día en que Polly se case con él quedará completamente
desheredada de la fortuna de su padre y que Montdore dejará de pagar a Boy el
estipendio que pensaba pagarle de por vida en nombre de Patricia. Aun así, teme que
él tendrá de sobra para vivir como hasta ahora, aunque supongo que la noticia le
habrá amedrentado. No le prometí que iría, pero es posible que lo haga a pesar de
todo.
—¡Tienes que ir como sea! —dijo Jassy—. Tienes que pensar en nosotras.
—Niñas, ya basta de interrupciones —dijo tía Sadie—. Si no sois capaces de cerrar
la boca, vais a tener que salir de la sala cada vez que mantengamos una conversación
seria. De hecho —dijo, poniéndose de repente muy severa, como hacía con Linda y
conmigo cuando éramos pequeñas—, creo que lo mejor es que os vayáis ahora
mismito. Vamos, fuera. Las dos.
Salieron.
—Esta actitud tan lábil e indeterminada con la disciplina —dijo Jassy en un aparte,
aunque deseosa de que todas la oyéramos— puede provocar daños de por vida en
nuestra joven psicología. La verdad, creo que Sadie debería ser más cuidadosa.
—Oh, no, Jassy —dijo Victoria—. Al fin y al cabo, son nuestros complejos los que
nos hacen tan fascinantes y tan insólitas.
—¿Sabes una cosa, Sadie? —dijo Davey muy serio cuando se cerró la puerta—.
Creo que las tienes malcriadas y mimadas.
—Ay —dijo tía Sadie—, mucho me temo que así es. Y es por haber tenido tantos
hijos. Una puede obligarse a ser rigurosa durante unos años, pero llega el día en que
tanto esfuerzo resulta excesivo. De todos modos, Davey, ¿tú te imaginas que vaya a
suponer la menor diferencia cuando se hayan hecho mayorcitas?
—Es probable que con tus hijas no suponga nada, son todas unos demonios. En
cambio, mira tú qué bien hemos criado a Fanny.
—¡Davey, si tú nunca has sido riguroso! —dije—. Nunca has tenido ninguna
severidad. Me has malcriado y me has mimado muchísimo.
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—Sí, eso es cierto —dijo tía Sadie—. A Fanny se le ha permitido hacer toda clase
de cosas espantosas, sobre todo después de su puesta de largo. Empolvarse la nariz,
viajar sola, ir en taxi con jóvenes caballeros... ¿No fue incluso una vez a un night-club?
Por suerte para ti, parece que es buena de nacimiento, aunque teniendo los padres
que tiene, a mí se me escapa por completo de dónde ha sacado esa bondad.
Davey dijo a Polly que había visitado a su madre.
—¿Qué tal papá? —se limitó a decir ella.
—En Londres, en la Cámara de los Lores, no sé qué asunto relacionado con la
India le reclamaba. Polly, tu madre no parece estar nada bien.
—Es el mal genio que tiene —dijo Polly, y salió del salón.
***
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que tal vez más le conviniera jugar a Sonia, si hubiera tenido la inteligencia de verla a
tiempo. Con todo lo que se ha dicho, ya es demasiado tarde, claro, pero si al menos
pudiera haber advertido a Boy de lo que con toda probabilidad iba a suceder, y si le
hubiera pasado por delante de los morros que eso acabaría con él a los ojos de la
buena sociedad, podría haberlo detenido en seco. A fin de cuentas, Boy es
terriblemente dependiente de la buena sociedad, pobre hombre. Cómo debe de
detestar la sola posibilidad de caer en el ostracismo. A decir verdad, aunque yo no se
lo dije, estoy seguro de que la gente entrará en razón en cuanto se casen y seguro que
acudirán a visitarle.
—Pero, ¿tú crees de veras que se van a casar? —preguntó tía Sadie.
—Mi querida Sadie, tras pasar diez días en la misma casa que Polly, no lo dudo ni
siquiera un instante. Por si fuera poco, Boy sabe la que le espera, tal cual, tanto si le
gusta como si no. Y la verdad es que la perspectiva le tiene que gustar, qué remedio.
Pero teme las consecuencias, si bien dudo que las haya. Con el tiempo, nadie se
acuerda de estas cosas. Y no hay nada que perdonar, salvo el mal gusto.
—Détournement de jeunesse?
—A ninguna persona normal y corriente se le pasará por la cabeza que Boy haya
hecho insinuaciones a Polly cuando era niña. Nosotros nunca lo hubiéramos creído
de no ser por lo que le hizo a Linda. Dentro de un par de años, nadie que no sea de la
familia recordará a cuento de qué se armó tanto escándalo.
—Me temo que tienes roda la razón —dijo mi tía—. ¡Fíjate en la Desbocada, si no!
Un escándalo terrorífico tras otro; se fuga con otros hombres, a pesar de los castigos;
se exhibe como si fuera el premio gordo de la lotería, se relaciona con reyes de tribus
de caníbales y no sé cuántas cosas más. Titulares en la prensa, denuncias por
difamación, y le basta con aparecer en Londres para que sus amistades hagan cola a
la hora de celebrar festejos en su honor. De todos modos, es mejor que no des ánimos
a Boy, que no se lo digas. ¿Le sugeriste que abandonase la idea y que se fuese al
extranjero?
—Sí, desde luego, pero no sirvió de nada. Echa de menos a Sonia. En cierto modo
le espeluzna toda esta historia, detesta la idea de que se le corte el suministro de
dinero, aunque no está en las últimas, claro que no. Tiene un resfriado de espanto y
está con el ánimo por los suelos, pero al mismo tiempo se nota que la perspectiva le
deslumbra, al menos mientras sea Polly la que corra con el desgaste. Si es así, me
apuesto cualquier cosa a que aguanta el tirón. Ay, ay, ay. Imagínate, tomar a una
joven esposa con la edad que tiene. ¡Qué agotador! Y eso le ha ocurrido al pobre Boy,
que está hecho a medida para ser viudo. Me da lástima, de veras.
—¡Te da lástima! Pues le hubiera bastado con dejar en paz a las niñas pequeñas.
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—Eres implacable, Sadie. Es un precio demasiado alto que pagar por unas
carantoñas de nada. ¡Ojalá pudieras verlo así!
—¿Y qué es lo que hace tan solo a todas horas?
—Estaba bordando una colcha —dijo Davey—. Su regalo de boda para Polly. Dice
que es un cubrecama.
—¡Hay que ver lo que hay que ver! —dijo tía Sadie estremeciéndose—. ¡Es un
hombre repugnante! Mejor no se lo digas a Matthew. De hecho, ni siquiera le diré
que has ido a verle. Sufre poco menos que un ataque cada vez que piensa en Boy, yo
no le culpo por ello. ¡Un cubrecama, qué cosas hay que oír!
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No mucho después, Polly anunció a tía Sadie que deseaba ir a Londres al día
siguiente, pues tenía allí una cita con Boy. Estábamos las dos sentadas con tía Sadie
en el saloncito. Aunque durante su estancia en Alconleigh fue la primera vez que
Polly nombró a su tío delante de otra persona, exceptuándome a mí, lo sacó a
colación no sólo sin el menor temblor, sin cohibirse en modo alguno, sino como si
hablase de él a diario. Fue una actuación admirable. Se hizo el silencio. Tía Sadie fue
la única que se sonrojó y que tuvo problemas para dominar su voz. Cuando por fin
respondió, sus palabras no sonaron ni mucho menos naturales, sino más bien secas,
angustiadas.
—Polly, ¿tendrías la amabilidad de contarme cuáles son tus planes?
—Pues claro que sí. Tomar el tren de las 9.30, si no le parece mal.
—No, no me refiero a tus planes para mañana, sino a los planes que tienes de cara
a tu vida.
—Pues precisamente de eso tengo que hablar con Boy. La última vez que lo vi no
hicimos planes, sólo nos declaramos comprometidos y apalabramos nuestro
matrimonio.
—Y ese matrimonio, querida Polly... ¿Tienes tomada la determinación?
—La verdad es que sí. Por eso no creo que tenga ningún sentido prolongar la
espera. Como vamos a casarnos pase lo que pase, ¿qué importará todo lo demás? De
hecho, creo que ahora todo aconseja que la boda se celebre cuanto antes. Para mí ya
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artimañas con que la muy lista Madre Naturaleza las azuza y mete prisa para caer en
la trampa?
—Querida lady Alconleigh, no sea usted tan cínica conmigo.
—No, no, tienes toda la razón, es mejor que no lo sea. Tú ya has decidido cómo ha
de ser tu futuro y nada de lo que nadie diga podrá impedírtelo. De eso estoy segura.
Sin embargo, debo decirte que en mi opinión vas a cometer un terrible error. Hecho,
ya no diré una palabra más. Encargaré al chófer que esté listo para llevarte al tren de
las 9.30. ¿Tomarás para volver el de las 4.45 o el de las 6.10?
—El de las 4.45 si no es molestia. Le dije a Boy que nos viésemos en el Ritz a la
una. Ayer mismo le envié una nota.
Y gracias a un milagro, dicha nota había permanecido medio día en la mesita del
vestíbulo sin que Jassy ni Victoria la descubriesen. Se habían reanudado las cacerías
y, aunque sólo se les permitía salir de caza tres veces cada dos semanas, el mero
agotamiento físico que la actividad les producía contribuyó mucho al mantenimiento
de sus ánimos exaltados dentro de unos límites tolerables. En cuanto a tío Matthew,
que salía cuatro días por semana, apenas abría los ojos después de la hora del té y se
quedaba sesteando incluso de pie en su despacho, mientras el gramófono emitía a
todo volumen sus melodías favoritas. Cada tantos minutos daba un respingo e iba
corriendo a cambiar el disco y la aguja.
Esa noche, antes de cenar, llamó Boy. Estábamos todos en el despacho escuchando
Lakmè en el gramófono, discos nuevos que acababan de llegar de la tienda de
equipamiento para el ejército y la armada. A mi tío le rechinaron los dientes cuando
las campanas del templo sufrieron la interrupción de un campanilleo más penetrante
y los apretó con fuerza cuando oyó la voz de Boy, que preguntaba por Polly, si bien
le pasó el receptor y le acercó una silla con la anticuada cortesía que siempre
desplegaba con las personas de su gusto. Nunca trató a Polly como si sólo fuera una
jovencita. Y creo que le tenía un respeto reverencial.
—¿Sí? —dijo Polly—. Ah. Muy bien. Adiós.
Y colgó. Ni siquiera esa ordalía pudo quebrantar su serenidad.
Nos dijo que Boy había cambiado la cita. Le había dicho que no tenía sentido hacer
el viaje a Londres cuando podían verse en el Mitre de Oxford, un lugar mucho más a
mano para ambos.
—Así que tal vez podamos ir juntas, querida Fanny.
De todos modos, yo tenía previsto ir a visitar mi casa.
—Tiene vergüenza —dijo Davey cuando Polly se fue al piso de arriba—. No
quiere dejarse ver. Empiezan a correr habladurías. Ya sabes que Sonia es incapaz de
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píldora, más le vale que terminemos este asunto cuanto antes. Ya no creo que quieran
hacer ninguna celebración de cumpleaños. Por otra parte, mi padre piensa dejarme
sin un solo penique.
—¿Tú de veras crees que lo hará?
—¡Y a mí qué me importa! Lo único que de veras me importa es Hampton y ésa es
una propiedad que no podría dejarme en herencia ni siquiera si así lo deseara. Me
limitaré a preguntarle: «¿Tienes la intención de poner al mal tiempo buena cara y
permitir que me case en la capilla?». Es algo que Boy desea más que nada, por la
razón que sea, y a mí también me gustaría, para qué lo voy a negar. «¿O acaso
debemos irnos con mucho sigilo y casarnos en Londres sin testigos?» Pobre mamá:
ahora que me he librado de sus garras, en cierto modo me da una pena grandísima.
Creo que cuanto antes terminemos con esto, será mejor para todos.
Boy, estaba clarísimo, seguía dejando que fuese Polly la que se ocupara del trabajo
sucio. Tal vez el resfriado le privara de sus fuerzas, tal vez sólo el pensar en su joven
y futura esposa, a sus años, ya le resultaba agotador.
Así pues, Polly llamó por teléfono a su madre y le preguntó si podría almorzar y
conversar con ella al día siguiente en Hampton. Me pareció que habría sido más
sensato abordar la conversación sin la tensión añadida que impone un almuerzo,
pero Polly parecía incapaz de concebir una visita a una casa de campo que no girase
en torno a una buena mesa. Tal vez tuviera toda la razón, no en vano lady Montdore
era muy golosa y, por tanto, se mostraba más tratable y de mejor humor durante una
comida, e incluso después, que en cualquier otro momento del día. Sea como fuere,
ésta fue su sugerencia. También pidió a su madre que le enviara un automóvil, pues
no quería disponer del vehículo de los Alconleigh dos días seguidos. Lady Montdore
dijo que de acuerdo, pero que era preciso que yo la acompañase, pues lord Montdore
seguía en Londres y supongo que tuvo la impresión de que no soportaría el
encontrarse a solas con Polly. Era una de esas personas que siempre que les fuera
posible rehuían un cara a cara incluso con sus allegados más íntimos. Polly me dijo
que también había pensado en invitarme a acompañarla.
—Quiero tener un testigo —añadió—. Si dice sí delante de ti, ya no podrá
escabullirse de lo dicho.
La pobre lady Montdore, como Boy, parecía muy abatida. No sólo envejecida y
enferma (también, al igual que Boy, seguía afligida por el catarro que pescó en el
funeral de lady Patricia, que parecía causado por un germen muy virulento), sino
innegablemente desaliñada. El hecho de que jamás, ni siquiera en sus mejores
momentos, hubiera cuidado mucho de su aspecto, antaño había quedado
contrarrestado por su prestancia y por su fanfarronería, por su radiante salud, por su
disfrute de la vida y por la convicción que tenía en su superioridad, que le prestaba
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«todo esto». El catarro le había arrebatado de golpe todos estos puntos de apoyo,
sumándose la súbita defección de Polly, que debía de haber restado una parte
importante al significado que aún tuviera, para ella, «todo esto», y a la traición de
Boy, su compañero de siempre, el último amante que casi con toda seguridad
tendría. La vida, a decir verdad, se le había vuelto algo triste e insípido.
Comenzamos a almorzar en silencio. Polly daba vueltas a su comida con el
tenedor. Lady Montdore no quiso probar el primer plato. Yo me limité a masticar,
cohibida por ser la única que comía, disfrutando del cambio de cocina con respecto a
la de Alconleigh. En casa de tía Sadie la comida era en aquel entonces muy sencilla.
Tras una o dos copas de vino, lady Montdore se animó un poco y comenzó a charlar.
Nos contó que la gran duquesa le había enviado una postal muy cariñosa desde Cap
d'Antibes, donde estaba alojada en compañía de otros integrantes de la familia
imperial. Comentó que el gobierno realmente debería esforzarse más para atraer a
visitantes tan ilustres a Inglaterra.
—El otro día se lo estaba diciendo a Ramsay —se quejó—. Y estuvo muy de
acuerdo conmigo, aunque, como siempre, una bien sabe que no se hará nada. Nunca
se hace nada en este país, las cosas no tienen remedio. Qué fastidio. Todos los rajás
están de nuevo en Survretta House... El Rey de Grecia se ha marchado a Niza... El
Rey de Suecia se ha ido a Cannes. Los jóvenes italianos se dedican a los deportes de
invierno. Es una perfecta ridiculez no tenerlos aquí a todos ellos.
—¿Para qué —dijo Polly—, si aquí no nieva?
—En Escocia hay toda la nieve que quieras. Y podríamos enseñarles a cazar.
Seguro que les encantaría. Basta con animarlos un poco.
—Pero es que aquí no hace sol —dije.
—Da lo mismo. Si estuviera de moda pasarse sin sol, los tendríamos aquí a todos.
Vinieron a mi baile y al funeral de la reina Alexandra. Cualquier juerga les
entusiasma, pobrecillos. La verdad es que el gobierno debería pagarnos por
organizar un gran baile al año. Eso nos devolvería la confianza y atraería a Londres a
las personas de mayor importancia.
—No veo yo qué beneficios traen todos esos ancianos de la realeza cuanto están
aquí —dijo Polly.
—Pues claro que traen beneficios. Ellos son el atractivo fundamental para los
norteamericanos y para muchos más —dijo lady Montdore sin concretar nada—. Ya
se sabe que siempre es buena cosa rodearse de personas influyentes. Es bueno para
una familia particular y es bueno para toda una nación. Yo siempre he procurado
rodearme de esas personas y os aseguro que es un error no hacerlo. Fijaos en la pobre
Sadie. Nunca se ha sabido que nadie importante visitara Alconleigh.
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—A tía Patricia no le supone ni la más mínima diferencia que lleve muerta tres
meses o tres años, de modo que dejémosla a un lado. Las cosas son como son. No
puedo seguir viviendo en Alconleigh mucho más tiempo. No puedo vivir aquí
contigo. ¿No es preferible que comience mi nueva vida tan pronto como sea posible?
—Polly, ¿tú has caído en la cuenta de que el día en que te cases con Boy Dougdale
tu padre cambiará su testamento?
—Sí, sí, sí —dijo Polly con impaciencia—. ¡Cuántas veces me lo has dicho!
—Sólo te lo he dicho una vez.
—He recibido una carta a ese respecto. Boy ha recibido una carta a ese respecto.
Estamos avisados.
—Me pregunto si también sabes que Boy Dougdale es un hombre con medios
bastante exiguos. En realidad, vivían gracias a la asignación de Patricia, que, como es
natural, si las cosas siguieran como estaban hasta ahora, tu padre habría seguido
abonando durante todo el tiempo que viviera Boy. Pero también dejará de pagarla en
el momento en que se case contigo.
—Sí, también estaba en las cartas.
—Y no quiero que cuentes con que tu padre cambie de parecer, porque no tengo ni
la más remota intención de permitírselo.
—Estaba segura de eso.
—Tú pensarás que no importa ser pobre, pero me pregunto si de veras has
comprendido en qué consiste.
—La única que no lo ha comprendido —dijo Polly— eres tú.
—Desde luego, no lo sé por experiencia propia, y me alegra decirlo alto y claro,
pero gracias a la observación sí que lo sé. Basta con ver la expresión de terrible
desesperanza que tienen los pobres. Con eso, una se hace a la idea.
—No estoy de acuerdo en absoluto. De todos modos, no seremos pobres de
solemnidad. Boy tiene unos ingresos de ochocientas libras anuales, además de lo que
gana con sus libros.
—El párroco y su esposa viven con ochocientas al año —dijo lady Montdore—, ¡y
fíjate qué cara tienen!
—La misma con que nacieron. A mí me ha ido mejor gracias a ti. En cualquier
caso, mamá, de nada sirve que sigamos discutiendo todo esto, porque todo está ya
zanjado, tanto como si ya me hubiera casado. Todo esto es una pura pérdida de
tiempo.
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Exactamente un mes más tarde, Davey, tía Sadie y yo fuimos juntos a Hampton a
asistir a la boda. Jassy y Victoria no habían dejado de quejarse por no estar invitadas.
—Polly es una aguafiestas horrible, no es una Ísima, la odiamos —dijeron—.
Después de habernos hecho sangre en los dedos tejiendo aquella escala de cordajes,
por no hablar de todo lo que habríamos hecho por ella, como meter de tapadillo al
Listillo en el cuarto de los Ísimos, compartir con él nuestra comida... No hay riesgo
que no hubiéramos corrido con tal de darles unos momentos de felicidad a los dos
juntos. Y ellos tuvieron la sangre fría de prescindir de nuestros servicios. Y ahora ni
siquiera nos invita a su boda. Reconócelo, Fanny.
—No seré yo quien la culpe por eso —dije—. Una boda es un asunto muy serio.
Como es comprensible, no quiere que se oigan risitas y cuchicheos sin ton ni son
durante la ceremonia.
—¿Nos reímos y cuchicheamos nosotras en tu boda?
—Supongo que sí, pero como era una iglesia más grande y había más gente
invitada, yo no os oí.
A tío Matthew se le extendió también una invitación, pero dijo que no había en el
mundo nada que pudiera inducirlo a aceptarla.
—No sería capaz de no echarle el guante al muy bellaco —dijo—. ¡Boy! —siguió
diciendo con todo su desdén—. Al menos, oiréis su verdadero nombre por primera y
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Nancy Mitford Amor en clima frío
última vez. Tomad buena nota, por favor, para decírmelo. Siempre he querido saber
cómo se llama el desgraciado, para guardar su nombre en un cajón.
Tío Matthew tenía una superstición curiosa: estaba convencido de que si se
escribía el nombre de una persona en un papel y se guardaba en un cajón, esa
persona moriría al cabo de un año. Los cajones de Alconleigh estaban llenos de
papelitos en los que constaban los nombres de todos aquellos a quienes mi tío habría
querido ver fuera de este mundo, inquinas suyas particulares y algunas figuras de
renombre público, como Bernard Shaw, Eamon de Valera, Gandhi, Lloyd George y el
káiser. En todos los cajones de la casa había un papelito con el nombre de Labby, el
perro que tuvo Linda. No parecía que el encantamiento hubiera funcionado nunca; el
propio Labby había tenido una vida mucho más prolongada que la mayoría de los
perros labradores, pero él seguía poniendo toda su esperanza en la creencia y, si uno
de los personajes casualmente falleciera por causas naturales, se le veía satisfecho,
aunque culpabilizado, durante un par de días.
—Supongo que todos debimos de oír su nombre cuando se casó con Patricia —dijo
tía Sadie mirando a Davey—, pero yo no consigo recordarlo. ¿Y tú? Es como si
hubieran pasado miles de años. Pobre Patricia, ¿en qué estará pensando ahora?
—¿Se casaron también en la capilla de Hampton? —pregunté.
—No, fue en Londres, estoy intentando recordar dónde. Lord Montdore y Sonia se
casaron en la abadía, naturalmente. Lo recuerdo bien porque Emily fue una de las
damas de honor, lo cual me provocó unos celos enormes. A mí me llevó mi niñera a
la ceremonia, aunque tuvimos que quedarnos fuera, porque mi madre pensó que así
podríamos verlo todo mucho mejor que si nos pusieran detrás de una columna.
Aquello fue casi como una boda de la Casa Real. Yo ya me había presentado en
sociedad cuando se casó Patricia, claro. Creo que fue en St. Margaret, en
Westminster, sí, estoy casi segura. Sé que a todos nos pareció que era demasiado
vieja para casarse de blanco, por lo menos tenía treinta años.
—Pero estaba bellísima —dijo Davey.
—Muy parecida a Polly, claro que sí, aunque nunca tuvo ese algo imposible de
definir, lo que sea, que da a Polly una belleza tan radiante. Ojalá pudiera entender, lo
digo en serio, por qué esas dos mujeres tan maravillosas se han arrojado, las dos, en
brazos del viejo Listillo. Es completamente antinatural.
—Pobre Boy —dijo Davey con un hondo suspiro de simpatía.
Davey, que había estado en Kent con tía Emily desde que dio por concluida su
cura, había regresado a Alconleigh para hacer las veces de padrino del novio. Había
aceptado, según dijo, por la pobre Patricia, aunque yo creo que en realidad fue
porque deseaba estar presente en la ceremonia. Asimismo, disfrutó una barbaridad
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Nancy Mitford Amor en clima frío
con la excusa que le dio para andar trajinando sin parar entre Silkin y Hampton, y
ver así con sus propios ojos qué se cocía en ambos hogares abatidos por la desgracia.
Polly había vuelto a instalarse en Hampton. No había dado un solo paso de cara a
la tarea de proveerse de un ajuar y, como el compromiso matrimonial y la propia
boda iban a anunciarse simultáneamente en el Times, diciendo que «tuvo lugar en la
intimidad, debido al reciente luto, en Hampton Park» (detallitos de todos los cuales
se ocupó Davey), no tuvo que escribir ninguna carta, no tuvo que desenvolver
regalos, no tuvo que ocuparse de las mil y una cosas que suelen preceder a una boda.
Lord Montdore había insistido en que Polly debiera entrevistarse con su abogado,
que vino desde Londres para explicarle con mucho protocolo que todo lo que hasta
ese momento estaba destinado a ella y a sus hijos en el testamento de su padre, es
decir, Montdore House, el castillo de Craigside y todo lo que en él se contenía, más la
finca de Northumberland con sus minas de carbón, la valiosa y muy extensa
propiedad inmobiliaria en Londres, uno o dos muelles de atraque y una cantidad
próxima a los dos millones de libras esterlinas, pasarían a manos del único heredero
varón de su padre, Cedric Hampton. De haberse sucedido los acontecimientos con
normalidad, éste sólo hubiera heredado Hampton y los títulos nobiliarios de lord
Montdore, pero a resultas de su nuevo testamento, Cedric Hampton estaba destinado
a ser uno de los cinco o seis hombres más ricos de toda Inglaterra.
—¿Y cómo se lo ha tomado lord Montdore? —preguntó tía Sadie a Davey en
cuanto volvió con esta noticia de Hampton, que conoció tras visitar a Boy en Silkin.
—Imposible saberlo. Sonia está fatal, Polly está nerviosa, pero a Montdore se le ve
igual que siempre. Imposible precisar si le sucede algo que se salga de lo corriente.
—Siempre he pensado que es un ceporro. ¿Tú sabías que era tan rico, Davey?
—Pues sí, claro. Uno de los hombres más ricos del país.
—Tiene gracia si se piensa en lo tacaña que es Sonia, sobre todo en las pequeñeces.
¿Cuánto tiempo crees que mantendrá él la promesa de desheredar a Polly?
—Todo el tiempo que viva Sonia. Me juego lo que quieras a que ella no perdonará.
Y, como sabes, tiene a su marido completamente dominado.
—Sí, así es. ¿Y qué dice Boy a la idea de vivir con su esposa y sólo con ochocientas
libras al año?
—No le hace ninguna gracia. Habla de irse de Silkin para vivir en un lugar menos
costoso, quizá en el extranjero. Le dije que tendrá que escribir más libros. No se le da
tan mal, ya lo sabes, pero está por los suelos el pobre, no levanta cabeza.
—Le sentará bien marcharse lejos —dije yo.
—Bueno, sí —dijo Davey de un modo muy expresivo—, pero...
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debe decirse a favor de lady Montdore que el jardinero las había dispuesto con un
gusto típico de florista. Comencé a sentirme terriblemente triste. La música de Bach y
las flores me provocaron una intensa melancolía; además, se mirase como se quisiera
mirar, aquella boda era deprimente.
Boy y Davey avanzaron por el pasillo, y el primero nos dio la mano. Era evidente
que por fin se le había curado el catarro y que por fin era el de siempre; su cabello
había recibido las atenciones de un peine humedecido para dar forma a las ondas y
su figura, nada despreciable, y menos aún vista de espaldas, resaltaba con su traje de
gala para la boda. Lucía un clavel blanco en la solapa, y Davey, uno rojo. Ahora bien,
aunque fuese disfrazado de novio, carecía del brío necesario para añadir ese nuevo
papel a su repertorio, por lo que su actitud era más apropiada para alguien que
estuviera de luto. Davey incluso tuvo que mostrarle dónde debía tomar asiento,
pasados los peldaños del altar. Nunca he visto a un hombre tan abatido.
El clérigo ocupó su lugar con una expresión de manifiesta desaprobación. Un
movimiento por nuestra izquierda indicó entonces que lady Montdore acababa de
ocupar el banco de la familia, que disponía de una entrada propia por el lateral de la
capilla. No me podía permitir mirarla atentamente, pero no pude resistirme a hacerlo
a hurtadillas y vi que tenía toda la pinta de estar a punto de sufrir un mareo. Boy
también la miró de reojo, tras lo cual su silueta fue elocuente en su deseo de
deslizarse a su lado para disfrutar de una buena y larga charla como las de antaño.
Era la primera vez que la veía desde que leyeron juntos la carta de la infanta.
El organista de Oxford dejó de tocar a Bach, tarea que había estado haciendo cada
vez con menos interés a lo largo de los últimos minutos. Se hizo el silencio. Al mirar
en derredor, vi que lord Montdore se encontraba a la entrada de la capilla: impasible,
bien conservado, como un conde de cartón piedra, podría haber estado a punto de
llevar a su hija al altar en la mismísima abadía de Westminster, para desposarla con
el Rey de Inglaterra. Al menos, eso denotaba su aspecto.
Un coro invisible comenzó a entonar un himno, Amor perfecto que todo pensar
humano trasciende. Entonces, por el pasillo, con una mano grande y blanca tomada del
brazo de su padre, disipando todo el contristado azoramiento que pendía como la
niebla en el interior de la capilla, entró Polly con toda calma, confiada, noble,
radiante de felicidad. No sé cómo se había hecho un vestido de novia. (¿Me pareció
quizá reconocer un vestido de baile de la temporada anterior? No importa.) E iba
envuelta en una nube de tules blancos, de lirios del valle, de alegría contenida. La
mayoría de las novias tiene dificultad en componer la expresión del rostro cuando
avanzan hacia el altar y parecen afectadas, enternecedoras o demasiado ansiosas, que
es lo peor. Polly en cambio iba flotando sobre las olas de la dicha. Creó uno de los
momentos más bellos que yo recuerde en mi vida.
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de cabello sobre la frente, bien sujeta con un prendedor de diamantes, fui consciente
de que el ambiente de la Galería Larga, como el de la capilla con anterioridad, pasaba
a ser de azoramiento y de tristeza.
Cuando compareció Boy, le vi lanzar una mirada de pasmo al guardafuegos
mutilado. Acto seguido, nada más comprender qué se hizo de él, dio la espalda a la
sala y se plantó a mirar por la ventana. Nadie le dirigió la palabra. Lord Montdore y
Davey daban sorbos de champagne en silencio, pues se les había agotado el tema de
conversación de la antología.
Por fin bajó Polly, ataviada con el abrigo de visón del año anterior y un sombrerito
marrón. Aunque había desaparecido la nube de tul, la nube de alegría seguía
envolviéndola. Se mostró totalmente desinhibida, abrazó a su padre, nos besó a
todos, incluido Davey, tomó a Boy del brazo y se lo llevó a la puerta principal. Los
seguimos. Los criados, algo entristecidos, y los de mayor edad conteniendo a duras
penas las lágrimas, estaban reunidos en el vestíbulo. Ella se despidió uno por uno de
todos, se dejó arrojar por encima algo de arroz, gesto que la más joven de las criadas,
descorazonada, tuvo con ella; se subió al Daimler enorme, seguida por Boy, que
caminaba no menos descorazonado, y se fue.
Nos despedimos cortésmente de lord Montdore y nos marchamos. Al recorrer la
avenida de entrada volví la vista atrás. Los lacayos ya habían cerrado la puerta, y me
pareció que la belleza de Hampton, entre el pálido verde primaveral que despuntaba
en los céspedes y el pálido azul primaveral que teñía el cielo, quedaba desierta del
todo, vacía, entristecida. Había desaparecido de allí la juventud y, en lo sucesivo,
sería la residencia de dos personas de edad avanzada, las dos muy solitarias.
A poco más de un kilómetro de Alconleigh nos encontramos con las niñas, que
habían salido a recibirnos. Montaron en el automóvil.
—Venga, vamos, contadnos: ¿cuál era?
—¿Cuál era? ¿El qué?
—El nombre verdadero del Listillo, claro. Hemos venido hasta aquí para saberlo.
—Harvey.
—Como Hervey el Guapo —dijo Jassy—, que se casó con la bella Molly Lepel.
—Si a un perro le llamas Hervey, te aseguro que lo querré —dijo Victoria.
—No, no es así —dijo Davey—. Es Harvey, con a. Lo miré ex profeso en el registro.
—Ah, entiendo —dijo Jassy—. ¿Más del estilo de Boy Nichols?
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SEGUNDA PARTE
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en la coquetería, tal vez algo agotadas por el esfuerzo constante de hacer que sus
hogares fuesen la perfección misma a la vez que cuidaban a familias numerosas,
compuestas por niños inteligentes; todo ello sin perder pie en asuntos tan cruciales
como Kafka, aunque sin llegar nunca a mostrarse fatigadas ante una conversación
larga y seria sobre temas de importancia, ya fueran intelectuales, ya fueran
puramente prácticos. Me vi a mí misma, a lo largo del día, entrar y salir feliz y
contenta de las casas de estas mujeres tan encantadoras, casas antiguas, por cuyas
ventanas se vería siempre algún edificio de importancia, como sucedía con Christ
Church en las mías; me imaginé compartiendo apasionadamente cada detalle de sus
vidas, mientras que pasaría las noches escuchando las graves y eruditas
conversaciones que entablasen nuestros maridos. En resumen, las consideraba una
tribu de parientes maravillosos, más maduros, más intelectuales que las Radlett. Este
trato íntimo y feliz pareció anunciado por las tarjetas del profesor y la señora Cozens.
Por un instante, el hecho de que vivieran en Banbury Road me produjo un punto de
desilusión, aunque entonces se me ocurrió que, por descontado, los Cozens, sin duda
muy inteligentes, tenían que haber encontrado alguna casita antigua en ese barrio tan
poco agradable: el capricho arquitectónico de un noble del siglo pasado, el único
recordatorio de un jardín de ensueño tiempo atrás desaparecido, y decidí cambiar de
buen grado los dinteles y las cornisas, los detalles rococó en los techos, las excelentes
proporciones de las salas por Banbury Road.
Nunca olvidaré aquel día tan, tan feliz. La casa por fin era mía, los obreros se
habían marchado tras terminar las obras de reacondicionamiento, nos habían
visitado los Cozens, habían brotado los narcisos en el césped del jardín y un mirlo
trinaba en la enramada como si se le fueran a reventar los pulmones. Alfred entró a
echar un vistazo y pareció considerar mi súbito arranque de animación y alegría un
tanto irracional. Siempre había tenido la certeza, dijo, de que la casa tarde o
temprano estaría lista; al contrario que yo, no había oscilado entre la fe y las negras
fases de escepticismo. En cuanto a los Cozens, a pesar de que entonces caí en la
cuenta de que un ser humano era a ojos de Alfred exactamente igual que cualquier
otro, su indiferencia para con ellos y sus tarjetas de visita me contrarió un tanto.
—Es terrible —me quejé—, porque no puedo devolverles el detalle, nuestras
tarjetas todavía no han llegado. Sí, nos las prometieron para la semana que viene,
pero es que me encantaría ir ahora mismo, en este preciso instante, ¿no te das cuenta?
—Si vas la semana que viene no pasará nada —dijo Alfred como si tal cosa.
No tardó en amanecer un día aún más dichoso. Desperté en mi propia cama, en mi
propio dormitorio, amueblado a mi gusto y decorado del modo que me apeteció en
su día. Es cierto que hacía un frío helador, que llovía a cántaros y que, como todavía
no tenía criada, me vi obligada a madrugar bastante para prepararle a Alfred el
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desayuno, pero todo eso no me importó. Era mi marido y cociné en mi propia cocina.
Para mí, fue como estar en el cielo.
Había llegado el momento, me dije, de profesar a la feliz hermandad en la que
había puesto todas mis esperanzas. Por desgracia, como suele suceder tantas veces en
la vida, las cosas salieron de un modo bien distinto al que yo había esperado.
Descubrí que había ido a parar entre dos hermanas, desde luego, pero que en
realidad se hallaban lejísimos de las gratas compañeras que imaginé en sueños. Una
era lady Montdore, la otra era Norma Cozens. En aquel entonces yo no sólo era
joven, con veinte años recién cumplidos, sino que también era sumamente simple.
Hasta la fecha, mis relaciones humanas se habían trabado con miembros de mi
familia o bien con otras chicas (compañeras de clase y debutantes) de la misma edad
que yo. Se habían mostrado fáciles de trato, directas; yo no tenía ni idea de que
pudieran existir relaciones más complicadas. En mí, incluso el amor había
transcurrido por un camino excepcionalmente llano. Supuse, tan simple era, que
cuando las personas me tomaran aprecio, yo debería tomárselo en la misma medida
y que, al margen de lo que de mí se esperase, sobre todo tratándose de personas de
mayor edad, yo estaba moralmente obligada a cumplir. En el caso de estas dos, dudo
mucho de que nunca se me llegara a ocurrir que estaban devorando mi tiempo y mis
energías de una manera absolutamente desvergonzada. Antes de que nacieran mis
hijos, tenía todo el tiempo del mundo y me encontraba sola. Oxford es un lugar en el
que la vida social, al contrario de lo que yo había supuesto, está hecha
exclusivamente para los célibes. Todas las buenas conversaciones, los buenos
alimentos, el buen vino, se reservan para aquellas reuniones en las que no hay
mujeres. La tradición de la ciudad es en esencia monacal. Socialmente, las esposas
son un adorno más bien superfluo.
Nunca debiera haber elegido a Norma Cozens como amiga íntima, aunque
supongo que su compañía tuvo que parecerme preferible al hecho de pasar las horas
sola, mientras que lady Montdore al menos trajo consigo un soplo de aire que, si bien
no podría yo tildar exactamente de fresco, tenía sus orígenes en el gran mundo
exterior a nuestro enclaustramiento, un mundo en el que las mujeres tenían cierto
peso específico.
El horizonte de la señora Cozens también se ampliaba más allá de los confines de
Oxford, aunque en otra dirección. Su apellido de soltera era Boreley, y la familia
Boreley me era de sobra conocida, ya que la enorme mansión isabelina, de 1890, que
era propiedad de su padre, no distaba mucho de Alconleigh. Eran los nuevos ricos de
la zona. Ese abuelo suyo, entonces lord Driersley, había amasado una fortuna gracias
a sus inversiones en los ferrocarriles del extranjero. Se casó con una heredera de la
pequeña nobleza terrateniente del medio rural y prohijó a una familia numerosísima,
todos los miembros de la cual, al correr de los años, se casaron y se asentaron en
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tono crema, con brillo, y no había cuadros, objetos decorativos ni flores que dieran
alivio a un ambiente tan desolador.
La señora Cozens, cuya cara atravesada y arrugada, genuinamente Boreley,
reconocí de mis tiempos de caza, nos saludó cálidamente y el profesor salió a nuestro
encuentro con un deje del mismo talante que gastaba lord Montdore, una cordialidad
untuosa que tal vez tuviera su origen en la iglesia, aunque en esta versión era casi
propia de un cura, por contraste con el aplomo cardenalicio de lord Montdore.
Estaban presentes otras tres parejas a las que fui presentada, todos profesores
universitarios con sus respectivas esposas. Me fascinó por completo verme entre
aquellas personas, con las cuales en lo sucesivo yo había de convivir. Todas me
parecieron feas, no especialmente amistosas, aunque sin duda, lo di por sentado,
eran de una brillantez suprema.
La cena, que sirvió la fregona en un adusto comedor, fue de una calidad tan
terrible que sentí una aguda lástima por la señora Cozens, por pensar que algo debía
de habérsele torcido en la cocina. He comido y he cenado tantísimas veces desde
entonces que no recuerdo exactamente en qué consistió la cena, aunque supongo sin
embargo que debió de comenzar por sopa de lata y debió de terminar con sardinas
en salazón sobre tostadas secas, y que bebimos algunas gotas de vino blanco. Sí
recuerdo que la conversación distó mucho de ser brillante, hecho que en ese
momento atribuí al espantoso condumio que procurábamos tragar sin que se notase
el esfuerzo, pero que ahora bien sé que seguramente se debió a la presencia
femenina, pues los profesores universitarios están de sobra acostumbrados a la mala
comida, pero se paralizan en cambio cuando la compañía es de ambos sexos. Tan
pronto alguien engulló la última de las sardinas, la señora Cozens se puso en pie y
pasamos a la sala de estar para dejar que los caballeros disfrutasen de la única delicia
de todo el menú, un excelente oporto gran reserva. Sólo comparecieron ante nosotras
con el tiempo justo para volver a casa.
Con el café, sentadas alrededor del papel plegado de la chimenea, las otras
mujeres hablaron largo y tendido de lady Montdore y del asombroso matrimonio de
Polly. Me pareció que si bien sus maridos conocían ligeramente a lord Montdore,
ninguna de ellas conocía a lady Montdore, ni siquiera Norma Cozens, aun cuando,
en calidad de miembro de una importante familia del condado, había pisado el
interior de Hampton en una o dos ocasiones, cuando se celebraron recepciones
multitudinarias. Todas hablaron, sin embargo, no ya como si la conocieran de sobra,
sino como si personalmente les hubiera causado algún grave desaire. Lady Montdore
no era precisamente popular en el condado y la razón era lisa y llanamente que torcía
el gesto con manifiesta superioridad ante los caballeros de la región y sus esposas, así
como ante los comerciantes de la zona y sus mercaderías, no en vano importaba
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Me miraron todas con intensa curiosidad y con no menor enojo, como si hubiera
debido decirlo antes, y cambiaron de tema en el acto, para tratar de temas eternos,
como las enfermedades de los niños y las fechorías de las criadas.
Albergué la esperanza de que en la siguiente cena de gala me fuese dado conocer a
las nobles, elegantes e intelectuales mujeres de mi Oxford de ensueño, caso de que
tuvieran existencia real.
Después de este incidente, Norma Cozens me tomó cierto aprecio y acostumbró a
dejarse caer por mi casa cuando iba a dar uno de los larguísimos paseos que
emprendía a diario con sus cuatro terriers. Creo que es la persona más atravesada
que he conocido jamás. Para ella, nunca estaba nada como debiera estar. Su
conversación, más bien una mezcla de sermones, consejos y críticas, aparecía
marcada por enfurecidos suspiros, aunque en el fondo no era mala, sino de buen
carácter y me hizo algún que otro favor. Al final, terminé por considerarla la mejor
de las esposas de los profesores. Al menos, era natural, nada pretenciosa y crió a sus
hijos de una manera normal y corriente. Las que me resultaron imposibles de tragar
eran las sabihondas de ideas modernas, las que tenían unos hijos imposibles, que
nunca se habían llevado una reprimenda por parte de la nanny de turno. Norma era
un tipo de mujer con el que yo estaba más familiarizada, una de esas mujeres
vestidas de marrón, que abundan en la campiña inglesa, que no poseen ningún
talento especial, menos aún los que mejor convienen a una mujer, como son los del
ama de casa o el gusto en el vestir, y que tampoco tienen sentido del humor, aunque,
a pesar de los pesares, ni son estúpidas ni son, menos si cabe, malvadas. En cualquier
caso, allí estaba: por decisión propia formaba parte de mi vida nueva y la acepté sin
poner ningún reparo.
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Se encogió de hombros y no dijo nada más. Nunca trató de influir en mí y rara vez
comentaba siquiera mi comportamiento, mi manera de hacer las cosas.
El plan de lady Montdore consistía en caer sobre mí sin previo aviso, tanto a la ida
como a la vuelta de sus incursiones en Londres, o bien cuando iba de compras a
Oxford, ocasiones en las que me llevaba consigo para localizar y transportar todos los
artículos incluidos en su lista. Me obligaba a prestarle toda mi atención durante una
o dos horas y me dejaba exhausta, como sólo saben hacer los niños pequeños,
exigiéndome que me concentrase en ella por completo antes de desaparecer como si
tal cosa, dejándome insatisfecha con la vida misma. Como la suerte le había vuelto la
espalda, si bien consideraba una debilidad grave el confesarlo incluso ante sí misma,
se sentía en la necesidad de reforzar «todo esto», de darle el aspecto de una perfecta
compensación a cambio de lo que había perdido, para lo cual despotricaba de las
circunstancias en que vivían los demás. Esa actitud le era de gran ayuda, digo yo,
pues de lo contrario no podría explicarme su brusquedad al entrar como si tal cosa
en mi casita, tan ajena a toda pretensión, y en mi vida tediosa, algo que hacía con
tanta convicción que, como yo me dejo desanimar fácilmente, solía costarme días
enteros que todo volviera a parecerme estupendo.
Me costaba días enteros o sólo una visita de alguno de los miembros de la familia
Radlett. Tenían en mí el efecto exactamente contrario y siempre me hacían sentir de
maravilla, debido a un hábito que en la familia llamaban «exclamar».
—¡Fanny, qué zapatos! ¿Dónde los has comprado? ¿En Lilley and Skinner? Tengo
que darme prisa, a ver si los encuentro iguales. ¡Y qué preciosidad de falda! No será
de un traje, a ver. No, no lleva forro de seda. ¡Fanny, qué suerte tienes! ¡Es injusto!
O bien:
—Ay de mí... ¿Por qué no se me rizará el pelo igual que a ti? ¡Qué dichosa tienes
que ser, Fanny! ¡Qué maravilla de pestañas! ¡Fanny, qué suerte tienes! ¡Es injusto!
Estas exclamaciones, que recuerdo desde siempre, se hicieron entonces extensivas
a mi casa y a mis decoraciones domésticas.
—¡Qué papel pintado, Fanny! ¡Es sensacional! ¡Y la cama! No puede ser cierto...
¡Ay, mira qué pocholada de adorno, es de Belleek! ¿De dónde lo has sacado? ¡No me
digas! Tenemos que ir enseguida. ¡Y ese cojín nuevo! ¡Oh, es injusto! ¡Qué suerte
tienes de ser como eres, Fanny!
—¡Cómo cocina Fanny! ¡Hay pan tierno con todas las comidas! ¡Nada de pudin de
Yorkshire! ¿Por qué no podremos vivir siempre con Fanny...? ¡Esto es el paraíso! ¿Por
qué no seré yo igualita que tú?
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Por fortuna para mi paz de ánimo, Jassy y Victoria venían a verme cuando
disponían de un automóvil que las llevara a Oxford, esto es, bastante a menudo. Y las
mayores daban la impresión de que estaban perpetuamente de viaje a Alconleigh.
A medida que fui conociendo de un modo más íntimo a lady Montdore, comencé
a percatarme de que su egoísmo era monumental. No tenía ningún pensamiento que
no fuera relativo a sí misma; no era capaz de conversar acerca de nada con un
mínimo de inteligencia si el asunto no era directamente de su incumbencia o, mejor
dicho, de su pertenencia. Lo único que deseaba saber acerca de los demás era qué
impresión les causaba y era capaz de hacer lo que fuera con tal de averiguarlo, a
veces tendiendo celadas a los incautos, trampas en las cuales, habida cuenta de mi
inocencia, yo era muy propensa a caer.
—Supongo que tu marido es un hombre inteligente, al menos eso me dice
Montdore. Claro está que da muchísima lástima que sea tan pobre. Detesto verte
vivir en esta horripilante cabañita, tan poco apropiada. No es lo más importante,
claro está, pero Montdore dice que tiene fama de ser inteligente.
Acababa de aparecer tal cual, mientras yo tomaba el té, consistente en unas
cuantas galletas integrales bastante rotas, con una tetera de cocina sobre la bandeja,
sin platillo siquiera. Esa tarde estaba yo muy ocupada y la señora Heathery, mi
doméstica para todo, estaba también ajetreadísima, con lo cual fui yo sin más a la
cocina y volví con la bandeja, tal cual. Por desgracia, nunca parecía estar lista la
tetera de plata, nunca había tarta de chocolate cuando lady Montdore venía de visita.
Por inexplicable que pueda parecer, eran tales mis lagunas como ama de casa todavía
primeriza que estas ocasiones eran muy frecuentes.
—¿Ése es tu té? De acuerdo, querida, pues tomaré sólo una taza, de acuerdo. ¡Qué
flojito lo tomas! No, no, me sirve perfectamente. Pues sí, como te iba diciendo, hoy
Montdore se refirió a tu marido durante el almuerzo, al cual vino el obispo. Habían
leído alguna cosa suya y parece que los dos estaban impresionados, de modo que
supongo que sí, que al fin y al cabo es muy inteligente.
—¡Ah, es el hombre más inteligente que yo he conocido jamás! —dije muy
contenta. Me entusiasmaba hablar de Alfred. Aparte de estar con él, era lo que más
me gustaba.
—Supongo, cómo no, que me tendrá por una perfecta estúpida —contempló con
desagrado los restos de las galletas integrales y tomó uno.
—No, no, ni mucho menos —dije inventándomelo, pues Alfred nunca me había
manifestado una sola opinión a ese respecto.
—Estoy segura de que sí, de veras. No irás a decirme que me considera una
persona inteligente, ¿eh?
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nunca. La verdad, ¿sabes?, es que somos como la Dama de Shalott, la del poema de
Tennyson, siempre sola en su isla mágica. Qué patética es nuestra vida. Ya ni siquiera
viene a vernos Davey ahora que ha terminado todo lo de la boda de la horrible Polly.
Ah, por cierto: recibimos una postal de la odiosa Polly, aunque de nada le va a servir
bombardearnos con postales. Nunca se lo perdonaremos.
—¿Y desde dónde?
—Desde Sevilla. Eso está en España.
—¿Se le notaba contenta?
—¿Se nota en las postales si la gente está contenta, Fanny? En las postales siempre
es igual: un tiempo excelente y todo de maravilla. Era una fotografía de una chica
bellísima llamada la Macarena. Lo más gracioso de todo es que la tal Macarena es la
viva imagen de la odiosa Polly en persona. ¿No crees que lady Montdore quizá miró
esa imagen antes de que naciera la horrible Polly?
—No debes llamarla «la odiosa Polly», y menos delante de mí, cuando sabes que
la quiero muchísimo.
—Bueno, habrá que verlo. A pesar de todo, nosotras también la queremos. Es
posible que de aquí a unos cuantos años la perdonemos, aunque dudo mucho de que
lleguemos a olvidar tan vil traición. ¿A ti no te ha escrito?
—Sólo postales —respondí—. Una desde París, otra desde San Juan de Luz.
Polly nunca había sido muy amiga de escribir.
—Me pregunto si es tan maravilloso como ella pensaba. Acostarse con el viejo
Listillo, quiero decir.
—El matrimonio no es sólo cuestión de cama —dije con remilgos—. Hay muchas
otras cosas.
—Pues ve a decírselo a Sadie. Ahí va, ésa es la bocina de papá: nos damos prisa o
no volverá a traernos nunca más si le hacemos esperar, pues le prometimos que
saldríamos en cuanto tocase la bocina. Ay, ay, ay: vuelta a los campos de centeno y
cebada. Qué suerte tienes de vivir en esta casita, en una población con tanto brillo.
Adiós, señora Heathery. ¡Estupenda la tarta!
Todavía se la comían a bocados al bajar por la escalera.
—Ven a tomar el té —dije a tío Matthew, que estaba al volante de su enorme
Wolseley, recién estrenado. Cada vez que mi tío superaba una crisis financiera, se
compraba un automóvil nuevo.
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Nancy Mitford Amor en clima frío
—No, muchas gracias, Fanny. Es muy amable por tu parte, pero en casa me espera
una taza de té buenísima y ya sabes que nunca entro en casa de nadie, al menos
mientras pueda evitarlo. Adiós.
Se encasquetó el sombrero verde, que siempre llevaba al conducir, y arrancó.
Mi siguiente visita fue la de Norma Cozens, que vino a tomarse una copa de jerez,
aunque su conversación fue tan tediosa que no tengo ánimo de ponerla por escrito.
Fue una mezcla entre un absceso que le había salido entre los dedos de los pies a la
madre de la carnada de los terrier, lo mal que salen las sábanas de la lavadora, el
recelo que tenía de que su fregona hubiese hurgado en la despensa, de modo que
tenía pensado cambiarla por una austríaca que sólo le cobraría dos chelines por
semana y la suerte que tenía yo con la señora Heathery, aunque debía andarme con
mucho ojo, porque escoba nueva, desde luego, bien que limpia, y la señora Heathery
seguramente no era tan agradable como parecía.
***
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Nancy Mitford Amor en clima frío
comer yo, así que terminé comiendo unas patatas con ensalada. Tuvo la deferencia
de comentar que la calidad de la comida en mi casa parecía mejorar poco a poco.
—Ah, sí, ya me acuerdo de lo que quería preguntarte —dijo—. ¿Quién es la tal
Virginia Woolf que mencionaste el otro día? Resulta que Merlin también habló de
ella en una reunión en casa de Maggie Greville.
—Es una escritora —dije—. En realidad, una novelista.
—Ya, entiendo. Y es tan intelectual que, sin duda, escribe solamente sobre los jefes
de estación de ferrocarril.
—Pues no —dije—, no es eso.
—Yo he de confesar que prefiero los libros que tratan acerca de la alta sociedad.
No soy muy intelectual, ya lo sabes.
—Pues escribió un libro fascinante sobre una persona muy dada al trato en
sociedad —dije—. Se titula La señora Dalloway.
—En tal caso, quizá lo lea. Ah, se me olvidaba: yo nunca leo nada, según tú. No sé
leer. Da lo mismo. Por si acaso me quedara algo de tiempo libre esta semana, Fanny,
¿me lo podrías prestar? Este queso está excelente. ¡No me digas que lo compras en
Oxford!
Estaba de un humor excelente, cosa insólita en ella. Creo que la caída de la
monarquía en España le había levantado el ánimo. Ya estaría imaginándose la
llegada de un enjambre de infantas a Montdore House, además de que disfrutaba
muchísimo al ir conociendo las noticias de Madrid. Dijo que el duque de Barbarossa
(puede que no sea el nombre exacto, pero así me sonó a mí) le había relatado los
pormenores de la historia, que conocía gracias a una información privilegiada, en
cuyo caso seguramente también los había relatado varios días antes al Daily Express,
donde había leído yo palabra por palabra todo lo que ella tuvo la amabilidad de
referirme. Antes de marcharse no se le olvidó pedirme otra vez el ejemplar de La
señora Dalloway y se fue con una primera edición del libro en la mano. Tuve la certeza
de que no volvería a verlo, pero lo cierto es que me lo devolvió a la semana siguiente,
diciendo que de hecho era ella quien debía escribir un libro, pues sabía que podría
hacerlo mucho mejor.
—No he sido capaz de leerlo —dijo—. Lo intenté, pero es demasiado aburrido.
Además, ni siquiera llegué a ver que apareciera esa persona tan dada al trato en
sociedad de la que tú me hablaste. ¿Has leído las Memorias de la gran duquesa? No te
prestaré mi ejemplar, es preciso que te compres uno, Fanny, porque le servirá de
gran ayuda a la pobre duquesa, le supondrá otra guinea en ganancias. Son
magníficas. Hay un buen trozo, casi un capítulo entero, que trata sobre Montdore y
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sobre mí en los años de la India. Ella se alojó con nosotros en la Casa del Virrey, no sé
si sabías. Ha sabido captar el espíritu del lugar de una manera asombrosa. Solamente
estuvo una semana, pero es difícil hacerlo mejor. Describe una fiesta que celebré en el
jardín y las visitas a las ranis en sus harenes. Y dice cuántas cosas fui yo capaz de
hacer por esas pobres mujeres de la India y hasta qué extremo me adoraban.
Personalmente, considero que las memorias son mucho más interesantes que
cualquier novela, por la sencilla razón de que son verdaderas. Es posible que yo no
sea una intelectual, pero me encanta leer la verdad de las cosas. En un libro como el
de la gran duquesa se ve cómo es la historia a la vez que se va haciendo y, si te gusta
la historia tanto como a mí (pero no le digas a tu marido que lo he dicho, querida,
porque no se lo querrá creer), si te gusta la historia, sin duda te interesará, y mucho,
conocerla por dentro, y sólo las personas como la gran duquesa están en condiciones
de contárnosla. Y esto me recuerda, querida Fanny, ¿tendrás la bondad de pedir una
conferencia con Downing Street de mi parte, querida, y tratar de que te pasen la
comunicación con el primer ministro o con su secretaria? Yo me pondré cuando lo
tengas en la línea. Estoy preparando una cena en honor de la gran duquesa, para dar
a su libro el lanzamiento que merece. No te preocupes, querida, que no te invitaré; no
sería lo bastante intelectual para ti, sólo vendrán unos cuantos políticos y escritores.
Ten, Fanny, éste es el número.
Por entonces yo procuraba ahorrar en todos los frentes, pues me había excedido en
mi presupuesto al arreglar la casa y había tomado por norma no llamar nunca por
teléfono, ni siquiera a tía Emily, ni tampoco a Alconleigh, mientras una carta me
sirviera para comunicarme. Por eso, hice lo que me pedía muy a regañadientes. Hubo
una larga espera hasta que por fin se puso el primer ministro, tras lo cual lady
Montdore se pasó una eternidad hablando con él. El pip-pip-pip estuvo sonando al
menos durante cinco minutos. Los oí todos y cada uno, y cada pip me dolió como si
agonizara. En primer lugar, fijó una fecha para la cena. Tardó un buen rato, marcado
por abundantes pausas, mientras él consultaba con su secretaria. Y más pip-pip-pip.
Después le preguntó si había novedades de Madrid.
—Sí —respondió ella—. Mal aconsejado el pobre (pip-pip-pip), mucho me temo.
Vi a Freddy Barbarossa anoche. Se muestran muy valientes en todo esto, por cierto,
muy estoicos. Sí, fue en el Claridge. Y me dijo... —aquí siguió una retahíla de noticias
y opiniones tomadas del Daily Express—. Pero Montdore y yo estamos
particularmente preocupados por nuestra infanta, sí, es una íntima amiga nuestra.
Ah, ministro, si pudiera enterarse de algo, le estaría sumamente agradecida. ¿De
veras? Qué honor. Ya lo sabe, hay todo un capítulo acerca de Madrid en el libro de la
gran duquesa. Espléndido sí. En efecto, pariente próxima. Describe el panorama (pip-
pip-pip: el contador iba a todo meter) desde el Palacio Real. Desde luego, desolador.
Yo he estado allí, desde luego. Magníficas puestas de sol, todo hay que decirlo. Ah,
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ella al principio no le tomó ningún aprecio, tenía unos prismáticos de ópera con
cristales opacos, los usaba en los momentos más crueles. ¿Tiene noticia de sus
planes? Sí, Bárbara Barbarossa también me lo dijo, pero me pregunto por qué no
vienen aquí. Tendría usted que tratar de persuadirles. Sí, claro, entiendo. Bueno, ya
hablaremos de eso. Mientras tanto, mi querido ministro, no quisiera entretenerle más
(pip-pip-pip). Nos veremos el próximo día 10. Yo también. Enviaré a su secretaria un
recordatorio, por supuesto. Adiós.
Se volvió resplandeciente hacia mí.
—Ejerzo un efecto maravilloso sobre ese hombre, date cuenta. Es conmovedora la
debilidad que tiene por mí. La verdad, creo que podría hacer con él lo que quisiera.
Cualquier cosa, en serio te lo digo.
Jamás hablaba de Polly. Al principio supuse que la razón por la cual apreciaba
tanto el verme era que mentalmente me relacionaba con Polly y que tarde o
temprano se sinceraría conmigo para quitarse la pesada carga que sin duda le
oprimía o que incluso trataría de utilizarme como intermediaria en una
reconciliación. Pronto comprendí, sin embargo, que Polly y Boy habían muerto para
ella. Ya no tenía el menor pensamiento para ellos, pues Boy no podía volver a ser su
amante y Polly ya nunca, por lo visto, podría ganarse su aprecio ni menos aún darle
a ella credibilidad a ojos del mundo entero. Lisa y llanamente los había suprimido de
sus pensamientos. Las visitas que me hacía eran debidas en parte a la soledad y en
parte a que yo le venía de maravilla para hacer un alto entre Londres y Hampton:
podía utilizarme como restaurante, guardarropía y cabina de teléfonos mientras
estuviera en Oxford.
Se notaba de lejos que estaba muy sola. Todas las semanas procuraba llenar
Hampton de personas importantes, elegantes, o de personas sin más. Por ser tan
grande la predilección que se tiene en Inglaterra por la vida en la campiña, lograba
que las visitas se alojaran en su casa de viernes a martes, si bien le seguían quedando
dos días sin nada que hacer a mitad de la semana. Cada vez viajaba menos a
Londres. Prefería quedarse en Hampton, donde reinaba en solitario, en vez de
frecuentar Londres, donde siempre le aguardaba cierta competencia. Allí, la vida sin
que Polly entretuviera a sus invitados y sin que Boy le ayudara a urdir sus intrigas
sociales evidentemente carecía de sentido y se le hacía tediosa.
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Sin duda fue el tedio que envolvía su vida en esa época la razón por la que lady
Montdore desvió sus pensamientos hacia Cedric Hampton, el heredero de lord
Montdore. Seguían sin saber de él nada más que su mera existencia, que hasta la
fecha habían contemplado como algo superfluo en grado extremo, ya que de no ser
por él «todo esto», incluido Hampton, habría ido a parar a manos de Polly y, aunque
el resto de las cosas que ella heredaría eran más valiosas desde el punto de vista
pecuniario, lo que todos amaban por encima de todas las cosas era Hampton. Nunca
he logrado aclarar la relación exacta que le unía con Montdore, pero sé que cuando
Linda y yo teníamos por costumbre «estar al tanto» y lo examinamos por ver si era
de la edad adecuada para casarse con alguna de nosotras, nos costó una eternidad
dar con él: jadeábamos asomadas al libro de la nobleza, señalábamos el apunte
correspondiente y nos remontábamos en su linaje:
«... habiendo tenido por descendencia a, Henry, nacido en 1875, quien casó con
Dora, hija de Stanley Booter, de Anápolis, Nueva Escocia, y falleció en 1913 habiendo
tenido por descendencia a Cedric, actual heredero, nacido en 1907.»
Era, así pues, de la edad precisa, pero ¿y Nueva Escocia? Tras presurosa consulta
en un atlas, vimos que era una región horriblemente marítima. «Una especie de isla
de Wight, sólo que al otro lado del Atlántico —como dijo Linda—. Gracias, pero yo
paso.» La brisa marina, en la medida en que era buena para el cutis, la
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chine estampado en blanco y negro; sus únicas joyas eran los enormes anillos, que
centelleaban entre los dedos fuertes y ancianos; estaba sentada, como siempre, con
las rodillas bien separadas, calzada con unos amplios zapatos de hebilla, plantados
con firmeza en el suelo, mientras sus manos descansaban sobre su regazo.
—Hemos encendido un fueguecito —dijo— por pensar que a lo mejor tiene frío
después del viaje. —Era muy poco frecuente que hiciera referencia a ninguna
disposición de la casa; se contaba con que a cualquiera le agradase lo que en ella
encontrara, o bien que se lo tragase si le desagradaba—. ¿Crees que oiremos el
automóvil cuando entre por la avenida? Suele ser así cuando sopla viento del oeste.
—Supongo que yo sí —dije sin ningún tacto—. Yo lo oigo todo.
—Ah, nosotros tampoco estamos sordos como tapias. Montdore, enséñale a Fanny
qué tienes para Cedric.
Me mostró un librito encuadernado en piel verde: los Poemas de Gray.
—Si te fijas en las guardas —dijo—, verás que se lo regaló a mi abuelo el difunto
lord Palmerston el día mismo en que nació el abuelo de Cedric. Es evidente que se
encontraban cenando juntos. Hemos pensado que le gustará.
Yo también esperé que le gustara. De pronto, sentí una gran lástima por aquellos
dos ancianos y deseé con todas mis fuerzas que la visita de Cedric fuera todo un
éxito capaz de animarles.
—Los canadienses deberían conocer bien a Gray —siguió diciendo—, porque
resulta que el general Woolf, en la toma de Quebec...
Se oyeron pasos en la salita roja, así que finalmente no habíamos oído llegar el
automóvil. Lord y lady Montdore se pusieron en pie, juntos los dos ante la chimenea,
en el momento en que el mayordomo abrió la puerta y anunció:
—El señor Cedric Hampton.
Hubo un rebrillar de azul y oro sobre el parqué, y una libélula humana hincó una
rodilla en la alfombra de piel, ante los Montdore, con una larga mano blanca
extendida hacia cada uno de ellos. Era un hombre alto, delgado, joven, flexible como
una muchacha, ataviado con un traje azul demasiado vivo; tenía el cabello dorado
como uno de los pomos de latón que remataban los postes de la cama y su apariencia
de insecto era debida a que unas lentes azuladas, con montura de oro, tal vez de dos
centímetros de grosor, ocultaban la parte superior de su cara.
Resplandecía en su rostro una sonrisa de una perfección ultraterrena. Relajado y
feliz, se arrodilló obsequiando con su sonrisa a cada uno de los Montdore.
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—Mi querido muchacho, todos estamos muy felices de que hayas venido.
Tendrías que haber venido antes. No teníamos ni idea... Pensábamos que seguías
estando en Nueva Escocia, date cuenta.
Cedric miraba con gran interés la gran mesa de los mapas, de estilo francés.
—Riesener —dijo—. Esto es muy extraño, lady Montdore, y tal vez le cueste
creerlo, pero en donde yo resido, en Francia, tenemos la pareja de esta mesa. ¿No es
una coincidencia extraordinaria? Esta misma mañana, en Chèvres, estaba yo apoyado
en una mesa exactamente igual.
—¿En Chèvres?
—Chèvres-Fontaine, donde vivo. En el departamento de Seine-et-Oise.
—Pues ha de ser una casa muy grande —dijo lady Montdore—, si contiene una
mesa igual que ésta.
—Un poco más grande, en todos los conceptos, que el bloque central del Palacio
de Versalles, y con muchísima más agua. En Versalles sólo quedan setecientas
bouches. (¿Cómo se dice bouche en inglés? ¿Surtidor?) En Chèvres tenemos mil
quinientas, que funcionan sin cesar.
Se anunció la cena. Cuando avanzábamos hacia el comedor, Cedric se detuvo a
examinar diversos objetos, acariciándolos amorosamente.
—Weisweiller... Boulle... Riesener... Jacob... ¿Cómo es posible que posea usted
estas maravillas, lord Montdore, estas piezas tan importantes?
—Mi bisabuelo, tatarabuelo de usted, que era medio francés, coleccionó estas
piezas durante toda su vida. Algunas las compró cuando se celebraron las grandes
subastas de mobiliario de la Casa Real después de la Revolución; otras le llegaron
por medio de su familia, los Montdore.
—¡Y qué boiseries! —exclamó Cedric—. Luis XV de primerísima calidad. No hay en
Chèvres nada que se le pueda comparar. Cuando son tan espléndidas, son como las
joyas.
Estábamos ya en el comedor pequeño.
—Además, fue él quien las trajo. Y construyó la mansión en función de ellas. —
Lord Montdore estaba obviamente encantado con el entusiasmo de Cedric. A él le
encantaba el mobiliario francés, pero rara vez encontraba en Inglaterra con quien
compartir sus gustos.
—Porcelana con el sello de María Antonieta... Deliciosa. En Chèvres tenemos el
servicio de Meissen que se trajo de Viena. Tenemos muchos recuerdos de María
Antonieta, pobrecilla, allí en Chèvres.
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—La verdad, mi querido muchacho, es que están en la caja fuerte. No creo que se
hayan limpiado desde hace una eternidad.
—¡Oh, no me digas que no, no me lo niegues! Desde que te vi con mis propios ojos
no he podido pensar en otra cosa. Tienes que estar verdaderamente gloriosa con tus
joyas puestas. Señora Wincham, pues supongo que estará casada, ¿verdad...? Sí, sí, se
le nota que no es soltera. Dígame: ¿cuándo vio por última vez a tía Sonia cubierta por
todas sus joyas?
—Fue en el baile en honor de... —callé, de pronto cohibida, vacilando al
pronunciar el nombre de quien ya nunca se hablaba, pero Cedric me salvó del
azoramiento con una exclamación repentina.
—¡Un baile! Tía Sonia, ¡cuánto me gustaría verte en un baile! Os imagino a todos
perfectamente en las grandes funciones inglesas, las coronaciones, los lores, los
bailes, Ascot, Henley. Por cierto, ¿qué es Henley? No importa... Y te imagino sobre
todo en la India, a lomos de un elefante, como una diosa. Cuánto tuvieron que
adorarte allí...
—Bueno, pues es cierto que me adoraban —dijo lady Montdore sencillamente
encantada—. Nos adoraban de veras. Era conmovedor. Y, como es natural, nos lo
merecíamos. Es mucho lo que hicimos por ellos. Creo que bien puedo decir que
pusimos la India en el mapa. Prácticamente ni una sola de nuestras amistades en
Inglaterra habían oído hablar de la India antes de que nosotros fuésemos allí, claro.
—Segurísimo. Qué maravillosa, qué fascinante es la vida que llevas, tía Sonia.
¿Llevaste un diario durante tu estancia en Oriente? Oh, por favor, di que sí. Me
encantaría leerlo.
Fue todo un acierto. Tenían en efecto un inmenso volumen en folio, cuya etiqueta
de piel, rematada por la corona condal, anunciaba: «Paginas de nuestro diario de la
India. M. y S. M.».
—En realidad es más bien un libro de recortes y recuerdos —dijo lord Montdore—
Relatos de nuestros viajes por el país, fotografías, esbozos pintados por Sonia y por
nuestro cu... Quiero decir, por un cuñado que teníamos entonces... Y cartas de
apreciación de los rajás...
—Y poesía india que tradujo Montdore. «Plegaria de una viuda ante Sati»,
«Muerte de un viejo mahout». Es tan conmovedor que dan ganas de llorar.
—Oh, es preciso que lo lea todo, palabra por palabra. Qué impaciencia.
Lady Montdore estaba radiante. Cuántas, cuantísimas veces había conducido a sus
invitados por las «Páginas de nuestro diario de la India», como quien lleva los
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caballos al agua, y los había visto alejarse del volumen tras dar un solo sorbo. Con
anterioridad, supuse, nadie había solicitado tan ansiosamente permiso para leerlo.
—Ahora es preciso que nos hables de tu vida, mi querido muchacho —intervino
lady Montdore—. ¿Cuándo te fuiste de Canadá? Tú eres de Nueva Escocia, ¿no es
cierto?
—Viví allí hasta cumplir los dieciocho.
—Montdore y yo nunca hemos estado en Canadá. En Estados Unidos sí, claro,
pasamos un mes en Nueva York y en Washington, y vimos las cataratas del Niágara,
pero nos vimos obligados a regresar. Ojalá hubiera durado más el viaje, allí estaban
conmovedoramente deseosos de contar con nuestra presencia, pero es que Montdore
y yo no siempre podemos hacer lo que más nos gustaría. Tenemos deberes que
cumplir. Por supuesto, hace ya mucho de esto, yo diría que veinticinco años, pero me
atrevería a afirmar que Nueva Escocia no habrá cambiado mucho.
—Me alegro muchísimo de poder decir que la amable Madre Naturaleza ha
permitido que una densa neblina de olvido se interponga entre Nueva Escocia y yo,
de modo que apenas recuerdo una sola cosa de todo aquello.
—¡Qué muchacho tan extraño eres! —dijo ella con indulgencia, si bien le vino de
maravilla la densa neblina, ya que lo último que deseaba era asistir al relato de
dilatados y complicados recuerdos de familia por parte de Cedric. Sin lugar a dudas,
todo aquello estaba mucho mejor en el olvido, en especial el hecho de que Cedric
tuviera una madre—. Así pues, ¿viniste a Europa al cumplir los dieciocho?
—A París. Sí, mi tutor, un banquero, me envió a París para que aprendiera algún
oficio espantoso, ya casi he olvidado qué era, pues nunca me atrajo en modo alguno.
En París ni siquiera es preciso tener un oficio. Los amigos que Uno tiene son amables,
muy amables.
—Qué curioso, la verdad. Yo siempre había creído que los franceses son
mezquinos.
—Tal vez, pero no con Uno, eso te lo puedo asegurar. Mis necesidades son
sencillas, eso hay que reconocerlo, pero en la medida en que existen las he visto
satisfechas una y mil veces.
—¿Y cuáles son tus necesidades?
—En lo esencial, necesito rodearme de belleza en grandes cantidades, que haya
bellos objetos allí a donde miro, y bellas personas que comprendan la calidad de
Uno. Hablando de bellas personas, Sonia, después de la cena... ¿las joyas? ¡Por favor,
por favor, no digas que no!
—Muy bien, sea —dijo—. De todos modos, Cedric, ¿no te vas a quitar las gafas?
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Montdore estuvo con él, aunque luego rápidamente volvió a concentrarse en las
joyas.
Yo estaba embarazada en aquel entonces y poco después de la cena me invadió la
somnolencia. Eché un vistazo a las revistas y seguí el ejemplo de lord Montdore.
—Buenas noches —dije ya camino de la puerta. Apenas se tomaron la molestia de
responder. Estaban los dos ante un espejo distinto cada uno, una lámpara a sus pies,
encantados de admirar cada uno su propia imagen.
—¿A ti te parece que es mejor así? —preguntaba uno.
—Mucho mejor —respondía el otro sin mirarle.
De vez en cuando cambiaban de joyas. («Pásame los rubíes, mi querido
muchacho.» «¿Puedes pasarme las esmeraldas, si has terminado con ellas?») Él se
había puesto la tiara de color rosa. Había joyas esparcidas alrededor de ambos,
dejadas de cualquier manera en los sillones o en las mesas, incluso en el suelo.
—Tengo algo que confesarte, Cedric —dijo ella cuando yo ya me iba—. La verdad
es que prefiero ante todo las amatistas.
—Ah, pero a mí también me encantan las amatistas —repuso él—, siempre y
cuando las piedras sean grandes y oscuras, engastadas entre diamantes. A Uno le
sientan de maravilla.
***
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Desde el instante en que los Montdore vieron con sus propios ojos a Cedric, ya no
cupo ni la menor duda sobre la duración de su estancia en Hampton. No se trataba
de que pasara allí una quincena: había ido con seguridad para quedarse. Los dos le
habían tomado un aprecio instantáneo y se habían encariñado con él más de lo que
habían querido a Polly durante años, desde que dejó de ser una niña pequeña. El
tremendo vacío que dejó ella al ausentarse quedó felizmente colmado de nuevo, y
colmado además por alguien que era capaz de dar mucho más que Polly, al menos en
lo referente a la compañía. Cedric sabía hablar de manera inteligente con lord
Montdore acerca de los objetos de arte que había en Hampton. Sabía una barbaridad
acerca de tales cosas, aunque en el sentido ordinario de la palabra era una persona
carente de educación, apenas leído, incapaz de hacer el cálculo más sencillo y,
curiosamente, ignorante de muchos asuntos de lo más elemental. Era una de esas
personas que asimilan el mundo que les rodea por medio de los ojos y los oídos, que
tienen un intelecto probablemente exiguo, pero que profesan un genuino amor a la
belleza. El bibliotecario de Hampton se quedó patidifuso ante sus conocimientos
bibliográficos. Por ejemplo, daba la impresión de que supiera de lejos qué libro había
sido encuadernado para quién y por quién. Y dijo que Cedric sabía mucho más que él
acerca de las ediciones francesas del siglo XVIII. Lord Montdore rara vez había visto
sus muy atesoradas pertenencias apreciadas con tanta inteligencia por nadie y le
producía un gran placer pasar las horas con Cedric revisándolas todas ellas. Se había
desvivido por Polly, que había sido la niña de sus ojos al menos en teoría, pero en la
práctica nunca le había servido de compañera en ninguna de sus aficiones.
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En cuanto a lady Montdore, se vio transformada por la felicidad durante los meses
que siguieron, y transformada también en otros aspectos. Cedric se hizo cargo
personalmente de su apariencia física con resultados extraordinarios. Así como Boy
había entretenido sus días con el trato social y con la pintura, Cedric llenó sus horas
con plena dedicación a su propia belleza y, para una ególatra como ella, ése era un
pasatiempo infinitamente más satisfactorio. Las operaciones faciales, las curas de
adelgazamiento, los ejercicios y masajes, la dieta, el maquillaje, la ropa nueva, el
nuevo engaste de algunas joyas, un tinte azulado para disimular las canas, los lazos
rosas y las margaritas de diamantes en los rizos azulinos... Todo ello la tuvo
sumamente ocupada. Comencé a verla cada vez menos, pero cada vez me parecía
más artificialmente a la moda. Sus movimientos, antaño tan lentos y pesados,
ganaron en elegancia y agilidad, como los de un ave. Ya no se sentaba con ambos
pies plantados en el suelo, sino que montaba una pierna sobre la otra, piernas que,
masajeadas y relajadas a diario en baños de vapor, perdieron poco a poco buena
parte de la carne y pasaron a ser poco más que el hueso. La cara le fue estirada,
adobada, despojada de vello superfluo. Comenzó a verse tan atildada como la señora
de Chaddesley Corbett. Y aprendió a mostrar una sonrisa tan rutilante como la del
propio Cedric.
—La obligo a decir la palabra «cepillo» antes de que entre en cualquier salón —me
dijo él—. Es una cosa que saqué de un viejo manual de comportamiento en sociedad.
Sirve para fijar de inmediato en la cara de quien la diga una sonrisa muy alegre.
Alguien tendría que contárselo un día a lord Alconleigh.
Como hasta entonces ella nunca había hecho el menor esfuerzo por aparentar ser
más joven de lo que era en realidad y como había mantenido en lo fundamental un
aspecto eduardiano, como si fuera consciente de su propia superioridad frente a los
tipos de elegancia efímera, esto es, los Chaddesley Corbett y demás, el rendimiento
que Cedric sacó de ella fue revolucionario. A mi juicio, no tuvo éxito, pues ella
sacrificó su aspecto grandioso, característico, sin ganar realmente nada en cuanto a
belleza, aunque no cabe duda de que el esfuerzo que comportó la operación le
produjo una gran felicidad.
Cedric y yo nos hicimos grandes amigos. Me visitaba de continuo en Oxford,
como había hecho lady Montdore antes de estar tan ocupada, y debo decir que
preferí de largo su compañía a la de ella. Durante las últimas etapas de mi embarazo
y después de que naciera el bebé, pasaba conmigo horas y horas, y yo me sentía
completamente cómoda con él. Podía continuar mis labores de costura, o remendar
lo que hiciera falta, sin tomarme la menor molestia por mi apariencia, como si él
fuera una de mis primas, las Radlett. Era amable, atento, afectuoso; era como una
amiga encantadora, e incluso mejor, pues nuestra amistad no estuvo desvirtuada
nunca por el tinte de la envidia.
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decir que no se habrá percatado, siempre está borracho a la hora de acostarse, pero
cuando despierte dudo mucho que le resulte agradable. Mientras tanto, lloro por la
pérdida de mis cómodas Luis XV, una pareja. Qué marqueterie, qué bronces. Piezas
realmente importantes, objets de musée. En fin, te he hablado a menudo de todo ello.
¡Pues ha volado todo! El barón, en una tarde fatal, se lo ha llevado. ¡Qué ingrato!
—¿Qué barón? —pregunté.
Estaba yo al tanto de Klugg, de lo asqueroso, borracho, brutal, repugnante, alemán
y analfabeto que era, de modo que Cedric nunca acertó a explicar por qué toleraba
sus extravagancias siquiera un solo instante. Pero el barón era un personaje nuevo
para mí. Cedric, sin embargo, se mostró evasivo. Se le daba mejor que a nadie el no
responder a las preguntas que no deseaba responder.
—Otro amigo. La primera noche que pasé en París fui a la ópera, y no me importa
decirte, querida mía, que de mí estuvieron pendientes todos los ojos. Todos atentos a
mi palco. Los pobres artistas podrían no haber pisado siquiera la escena. Bien, pues
resulta que uno de aquellos ojos pertenecía al barón.
—Querrás decir dos de los ojos —dije.
—No, querida, uno solo. Lleva un parche sobre el otro, para darse un aire siniestro
y fascinante. Nadie sabe bien cuánto odio yo a los barones. Me siento exactamente
como el rey Juan cada vez que pienso en ellos.
—Cedric, es que no lo entiendo. ¿Cómo pudo llevarse todos tus muebles?
—Ésa es la pregunta: ¿cómo ha sido capaz, cómo? Por desgracia, lo ha hecho, no
hay más que hablar. Mi savonnerie, mi sèvres, mis sanguinas. Todos mis tesoros han
desaparecido y confieso que me siento muy abatido por ello, porque si bien no se
pueden comparar por calidad con lo que veo a diario, a mi alrededor, en Hampton,
Uno aprecia una barbaridad sus propias cosas, las que ha comprado y ha elegido él
mismo. Debo decir que la boulle de Hampton es lo mejor que he visto nunca. Ni
siquiera en Chèvres tenemos una boulle como ésa. Es sensacional. ¿Te has acercado a
Hampton desde que se comenzó la limpieza a fondo de los bronces? Tienes que venir
a verlos. He enseñado a mi amigo Archie a desatornillar las piezas, a frotarlas bien
con amoníaco, a rociarlas con agua hirviendo, de modo que se sequen en el acto y no
quede humedad que las haga verdear. Lo hace a todas horas. Cuando termina,
aquello resplandece como si fuese la cueva de Aladino.
El tal Archie era un agradable chico para todo, un camionero a quien Cedric había
descubierto con el camión estropeado a las puertas de Hampton.
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—Que lo sepas tú sola, querida mía: fue un golpe de suerte tremendo cuando lo vi.
Lo que a Uno le encandila del amor es ese momento anterior a que se descubra cómo
es Uno.
—Y también es muy agradable —dije con deslealtad— el momento anterior a que
uno descubra cómo son los otros.
Archie había dejado su camión para siempre y se había ido a vivir a Hampton,
donde hacía trabajillos diversos. Lady Montdore estaba entusiasmada con él: «Qué
voluntarioso, qué dispuesto —decía—. Y qué inteligente por parte de Cedric el
haberlo traído. Cedric siempre hace cosas originalísimas.»
—Supongo —siguió diciendo Cedric— que a ti te parecerá más repugnante que
nunca, Fanny. Sé que a ti te gusta que las estancias centelleen de puro limpias,
mientras que a mí más bien me gusta que resplandezcan de riqueza. En eso nos
diferenciamos en estos momentos, pero ya tendrás tiempo de cambiar. Tienes un
gusto excelente. Es natural que un día madure.
Era cierto que mi gusto en aquel entonces, como el de otras personas jóvenes a las
que yo conocía, personas a las que importaban sus casas, era propenso al mobiliario
pintado sobre todo de blanco y a la tapicería de colores pálidos, pero vividos. El
mobiliario francés, con sus similores de pan de oro finamente torneados (los remates
que Cedric llamaba bronces), con su severidad de líneas, con sus perfectas
proporciones, se me antojaba muy lejano en aquellos tiempos, mientras que las
tapicerías de punto al estilo Luis XV, que tanto abundaban en Hampton, me parecían
oscuras, atosigantes, y prefería con franqueza cualquier chintz de claros colores.
Lo que hablase Cedric con la señora Heathery dio excelentes resultados, y lady
Montdore ni siquiera dio muestras de despreciar el té que fue servido al mismo
tiempo que llegó ella. En cualquier caso, ahora que volvía a ser feliz se mostraba de
mucho mejor humor, más tolerante con los esfuerzos de las personas humildes, como
yo, por agasajarla debidamente.
Su aparición me produjo todo un sobresalto, aunque a esas alturas yo debiera estar
ya más que acostumbrada a su sonrisa centelleante, a sus movimientos ágiles, a sus
rizos azul pálido, algo desordenados, en cierto modo atractivos, aunque en el fondo
semejantes a los rizos de un bebé. Ese día vino sin sombrero, con una cinta de tartán
para que no se le revolviera el pelo. Iba vestida con un abrigo gris, sencillo, pero de
corte muy hermoso, y una falda; nada más entrar en la sala, que estaba muy soleada,
se quitó el abrigo con un gesto curioso, grácil, coqueto, para revelar una blusa de
piqué y una cintura inequívocamente adolescente. Hacía un tiempo cálido,
primaveral; yo sabía que Cedric y ella se daban abundantes baños de sol en un
cenador que él había diseñado especialmente, a resultas de lo cual la tez se le había
puesto de un amarillo francamente horrendo, como si se la embadurnase de aceite
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—Bueno, pues te advierto que te pienso despertar a las seis de la mañana. Ahora,
querida, termínate el té y vámonos, hemos de volver. Estoy un tanto inquieto por ver
qué habrá hecho Archie con todos esos bronces. Hoy se iba a ocupar de la boulle y se
me ha ocurrido que... Es espantoso. Imagina que al volver a montarla la ha
convertido, por error, en un camión. ¿Qué diría mi queridísimo tío Montdore si de
pronto se encontrase con un enorme camión al estilo boulle en el medio de la Galería
Larga?
Desde luego, pensé, lord y lady Montdore habrían sido capaces de subirse,
encantados de la vida, siempre y cuando Cedric fuese a darles un paseo a bordo del
camión. Los tenía absolutamente hipnotizados. Todo lo que hiciera él se les antojaba
la perfección misma.
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hojitas amarillecidas en las que constaban los objetos de odio de mi tío, mohosos al
cabo de tantos años, y en cada uno se guardaba ahora una hoja limpia, nueva, con el
nombre de Cedric Hampton esmeradamente escrito en tinta negra. Un día hubo una
escena terrible en uno de los andenes de la estación de Oxford. Cedric fue al quiosco
a comprar el Vogue, pues había extraviado su propio ejemplar. Tío Matthew, que
estaba allí esperando un tren, reparó en que llevaba unos ribetes en las costuras de la
chaqueta que formaban un contraste exagerado. Fue demasiado para él, tanto que
perdió el dominio de sí. Se abalanzó sobre Cedric y comenzó a sacudirlo como a una
rata. En ese instante, por suerte llegó el tren, con lo que mi tío, que siempre tuvo un
temor exagerado a perder el tren, soltó a Cedric y fue corriendo a tomarlo. «Nadie
diría —comentó Cedric después— que ir a comprar el Vogue pueda llegar a ser algo
tan peligroso. No obstante, bien valió la pena. Traía unos adorables modelitos de
primavera.»
Las niñas, en cambio, estaban enamoradas de Cedric y enfurecidas conmigo,
porque no les permitía verlo en mi casa. Tía Sadie, que rara vez adoptaba una línea
dura en ningún aspecto, me había rogado solemnemente que impidiera tales
encuentros con ellas. Para mí, sus deseos eran órdenes. Por otra parte, desde mi
cúspide de la sofisticación por ser esposa y madre, también yo consideraba a Cedric
compañía inapropiada para las muy jóvenes y siempre que sabía que me iba a hacer
una visita ponía un gran cuidado en espantar a cualquier alumna de mi marido que
pudiera estar de visita en mi sala de estar.
***
Tío Matthew y sus vecinos rara vez se ponían de acuerdo en ningún asunto. Él
despreciaba las opiniones ajenas; ellos, por su parte, consideraban inconcebibles sus
violentos arranques de aprecio y de desprecio. Por norma general, se plegaban al
gusto de los muy equilibrados Boreley. En cambio, en lo referente a Cedric
estuvieron muy de acuerdo. Aunque los Boreley no cultivaban sus odios a la manera
de tío Matthew, también tenían sus propios prejuicios, cosas que «no se pueden
soportar»; por ejemplo, los extranjeros, las mujeres bien vestidas y el Partido
Laborista. Lo que menos «se puede soportar», sin embargo, eran «los estetas, ya
sabes, esos seres espantosamente afeminados, mariquitas, vaya». Por consiguiente,
cuando lady Montdore, a la que de todos modos tampoco soportaban con gusto,
instaló al espantoso y afeminado mariquita de Cedric en Hampton, y cuando se hizo
público y notorio que en lo sucesivo iba a ser vecino suyo, un vecino de por vida,
importantísimo además, no en vano se trataba del futuro lord Montdore, el odio
realmente hinchó sus almas. Al mismo tiempo, desarrollaron un morboso interés por
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conocer todos los detalles de la situación, detalles que les facilitaba Norma, quien se
enteraba de casi todo, me avergüenzo al decirlo, por lo que yo le contaba. Me
encantaba dejar a Norma boquiabierta y con los ojos como platos, tanto que no me
reservaba nada que pudiera servirme para tomarle el pelo y para enfurecer, a través
de ella, a los Boreley.
Pronto descubrí que el rasgo más molesto de todo el asunto, a sus ojos, era la
radiante felicidad en que vivía lady Montdore. A todos les había deleitado el
matrimonio de Polly, incluidas aquellas personas de las que habría sido lícito esperar
que se pusieran totalmente de parte de lady Montdore, como todos los padres que
tuvieran hijas bellas y en edad casadera, y que habían dicho con satisfacción: «Se lo
tiene bien merecido». La aborrecían y por eso se alegraron de verla hundida. Al
parecer, los pocos días de vida que aún le restaran a tan perversa mujer, que jamás
los invitaba a sus festejos, se hallaban debidamente oscurecidos por una pena negra
que pronto daría con sus canos cabellos en la tumba. Se alza el telón antes del último
acto y la platea esta repleta de Boreley atónitos, ávidos de presenciar la agonía, la
disolución, el redoble de tambores amortiguado, el catafalco, la procesión mortuoria
hasta el túmulo, el descenso al sepulcro, las tinieblas. De pronto... un momento, ¿qué
es esto? Aparece en escena, envuelta en un deslumbrante resplandor, la propia lady
Montdore, ágil como una gata, sus cabellos canos han adquirido un curioso matiz
azulino y viene además con un acompañante, un terrible habitante de Sodoma, de
Gomorra, de París, con el cual procede a bailar un enloquecido fandango con
muchísimo gusto. No es de extrañar que estuvieran contrariados.
Por otra parte, todo aquello me parecía lisa y llanamente espléndido, ya que me
agrada que mis semejantes sean felices y la nueva situación que se vivía en Hampton
había incrementado de manera muy notable la suma de la felicidad humana. Una
anciana dama, sin lugar a dudas una vieja egotista, que al final no se merecía más
que complicaciones y males de toda laya (claro que ¿quién de nosotros se merece
algo mejor?), de repente se había encontrado ante uno de los regalos de la vida, había
rejuvenecido y estaba entretenida, ocupada; un muchacho delicioso, encantador,
gran amante de la belleza y del lujo, puede que un tanto sobornable (claro que ¿quién
de nosotros no lo es si se topa con la oportunidad de serlo?), cuya vida hasta ese
punto había dependido de las veleidades de los barones, de pronto adquiere, de
manera sumamente respetable, además, dos padres que le consienten todos sus
caprichos y una herencia de riqueza enorme, otro regalo de la vida; Archie, el
camionero, harto de las noches largas y frías en la carretera, de las largas horas
embadurnado de grasa debajo del camión, pasa a ocuparse de bruñir los adornos de
bronce en una sala cálida y perfumada; Polly, casada con el amor de su vida; Boy,
casado con la máxima belleza de su tiempo: cinco regalos de la vida, cinco personas
felices y contentas, a despecho de todo lo cual los Boreley están que trinan, molestos
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y asqueados. Sin duda deben de estar en contra del género humano, pensé, si tanto
detestan la felicidad.
Todo esto se lo dije a Davey, quien torció un poco el gesto.
—Ojalá no tuvieras que hablar tanto de la edad de Sonia, de su decrepitud, de que
está al borde de la tumba —dijo—. Apenas tiene sesenta años, ¿sabes? Sólo son diez
más que tu tía Emily.
—Davey, es cuarenta años mayor que yo, luego por fuerza ha de parecerme vieja.
Me apuesto cualquier cosa a que las personas cuarenta años mayores que tú a ti te
parecen viejas. Reconócelo.
Davey lo reconoció. También estuvo de acuerdo en que es agradable ver que los
demás son felices, pero expresó la reserva de que sólo es muy agradable cuando uno
de veras aprecia a quien lo es y de que si bien en cierto modo él tenía aprecio por
lady Montdore, Cedric no le caía nada bien.
—¿No te cae bien Cedric? —dije asombrada—. ¿Cómo es posible, Davey? Yo lo
quiero muchísimo.
Replicó que si bien a un capullito de rosa de Inglaterra como yo Cedric sin duda
tenía que parecer un individuo llegado de otro mundo, de un mundo de tenebroso
glamour, él, Davey, en el transcurso de sus devaneos cosmopolitas y salvajes, antes de
conocer a tía Emily y sentar cabeza con ella, había conocido a infinidad de
congéneres del tal Cedric.
—Qué suerte tienes —dije—. A mí nunca me parecerían demasiados. Y si piensas
que lo encuentro tenebrosamente glamouroso, mucho me temo que has tomado el
rábano por las hojas, mi querido Davey. A mí me parece que es una especie de niñera
entrañable.
—¡Una niñera entrañable! Más bien un oso polar, un tigre, un puma, una bestia
imposible de domar. Al final siempre se vuelven desagradables de trato. Tú espera y
verás, Fanny, cómo bien pronto se ennegrece todo este resplandor de falsos oropeles.
Y Sonia quedará entonces mucho peor de lo que estaba, me atrevo a vaticinarlo. Es
algo que ya he visto demasiadas veces.
—No me lo creo. Cedric ama a lady Montdore.
—Cedric —dijo Davey— sólo ama a Cedric. Por si fuera poco, proviene de la
jungla. Tan pronto le venga en gana, la hará trizas y volverá a ocultase en la maleza.
Te lo digo yo.
—Bueno —suspiré—, en tal caso los Boreley se podrán dar por contentos.
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tres años y Boy aún estaba en flor por entonces. Tenía esa apostura que a mí me
encanta, me parece adorable, robusto, con profundos surcos en la cara, tan de fiar...
—¡De fiar!
—Fanny, ¿por qué lo odias tanto?
—Oh, no lo sé. Pero es que me da repelús. Para empezar, es un esnob de tomo y
lomo.
—A mí eso me gusta —dijo Cedric—. Yo también lo soy.
—Es tan esnob que las personas de carne y hueso no le son suficientes, tiene que
conocer además a los muertos... siempre y cuando tengan títulos nobiliarios, claro.
Bucea en las memorias para poder hablar de su «querida duquesa de Dino» o decir
«como realmente dice lady Bessborough». Apesta a pedigrí. Sabe exactamente quién
estaba emparentado con quién, me refiero a las familias de la realeza, claro. Además
escribe libros sobre esas personas. Y cualquiera diría que se trata de su propiedad
privada y personal. ¡Ajj!
—Exactamente lo que yo suponía —dijo Cedric—. Un hombre apuesto, cultivado:
la clase de persona que más me gusta. Y además tiene grandes dotes. Sus labores de
punto son excepcionales y las docenas de toiles que ha dejado en la cancha de squash
son dignas del mismísimo Douanier. Paisajes con gorilas y todo eso. Son originales,
son osadas.
—¡Gorilas! Lord y lady Montdore y todo el que se preste a posar.
—¿Y no es original y osado representar a mi tío y a mi tía como si fueran gorilas?
Yo no me atrevería. La verdad es que Polly es una chica con suerte.
—Los Boreley piensan que tú terminarás por casarte con Polly, Cedric. —Norma
me había expuesto esta apasionante teoría el día anterior. Pensaban que sería un
golpe mortal para lady Montdore, así que por eso estaban ansiosos de que sucediera.
—Pues es una gran tontería por su parte, querida. Siempre habría dicho que basta
con mirarle a Uno y ver cómo es para comprender que se trata de algo muy poco
probable. ¿Y qué más dicen los Boreley de mí?
—Cedric, ven un día a conocer a Norma. No sabes cuántas ganas tengo de veros
juntos.
—Creo que prefiero abstenerme, querida, muchas gracias.
—¿Y por qué? Siempre me preguntas qué dice y ella siempre me pregunta qué
dices tú, de manera que creo que es mejor que os lo preguntéis el uno al otro y os
ahorréis a la intermediaria.
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—Lo que sucede es que ella me recordaría a Nueva Escocia y cuando eso me
sucede se me baja el ánimo una barbaridad, paso de grande pluie a tempête. El
carpintero me recuerda a Nueva Escocia, no me preguntes por qué, pero así es, y
cada vez que me lo encuentro tengo que apartar bruscamente la mirada, como un
maleducado. Creo que por eso París me sienta tan bien, allí no hay ni rastro de
Nueva Escocia, y también debe de ser ésa la razón de que haya aguantado al barón
durante tantos años. El barón podría ser oriundo de muchas tierras lejanas, pero
nunca de Nueva Escocia, eso te lo aseguro. En cambio, aquí son muy abundantes los
Boreley. Pero aunque no tengo ganas de conocerlos, siempre me agrada saber
noticias de ellos y qué se cuentan, de modo que prefiero dejar que sigan pensando
sobre Uno todo lo que les apetezca.
—Bueno, pues resulta que Norma no paraba de hablar de ti, hace poco me la
encontré de compras, porque parece ser que ayer mismo viniste tú de Londres con su
hermano Jock, y éste ya no puede pensar literalmente en ninguna otra cosa.
—Ah, qué emocionante. ¿Cómo supo que era yo?
—Por muchas razones. Las gafas, el ribete de la chaqueta, tu nombre en tus
maletas. En ti no hay nada anónimo, Cedric.
—Me alegro.
—Y resulta que según Norma fue presa del pánico, sentado todo el viaje con un
ojo pendiente de ti y el otro del cordón de parada urgente, pues supuso que te ibas a
lanzar sobre él en cualquier momento.
—¡Dios del cielo! ¿Y qué pinta tiene?
—Esto tendrías que saberlo bien. Parece ser que ibais solos los dos en el
compartimiento después de Reading.
—En fin, querida, sólo recuerdo a un terrible asesino con bigotes sentado en una
esquina. Lo recuerdo porque no dejé de pensar: «Qué suerte, qué suerte tengo de ser
Uno, y no alguien así».
—Supongo que era Jock. ¿Rubio apagado y muy blanco?
—Eso es. Vaya, así que era un Boreley, ¿no es eso? ¿Y tú te supones que suele
haber alguien, por ejemplo en los trenes, que se le insinúe?
—Él dice que no dejaste de lanzarle miradas hipnóticas, protegido por los cristales
de tus gafas.
—Lo cierto es que llevaba un tweed muy bonito.
—Y parece ser que le obligaste a tomar tu maleta del estante al llegar a Oxford,
diciéndole que tú no puedes levantar nada muy pesado.
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—Así es. No puedo. Era muy pesada. No había ni un mozo de cuerda a la vista,
como es costumbre. Podría haberme hecho daño. De todos modos, no pasó nada.
Tuvo la terrible amabilidad de bajarme la maleta.
—Sí, y ahora está furioso por haberlo hecho. Dice que tú lo hipnotizaste.
—Pobrecillo. Conozco bien esa sensación.
—¿Y qué llevabas en la maleta, Cedric, si se puede saber? Él dice que pesaba un
quintal.
—Complets —dijo Cedric— y unas cuantas cosillas para el cutis. He encontrado
una excelente crema reparadora, nuevecita, por cierto. Poca cosa, vaya.
—Y ahora dicen todos: «Ahí lo tienes. Si fue capaz de dejar traspasado al propio
Jock, no es de extrañar que tenga a los Montdore comiendo de la palma de su mano».
—¿Por qué demonios iba yo a querer que los Montdore comieran de la palma de
mi mano?
—Por los testamentos y esas cosas. Por vivir en Hampton.
—Querida, si de eso se trata, debo decir que Chèvres-Fontaine es veinte veces más
hermoso que Hampton.
—¿Y ahora podrías volver allí, Cedric? —pregunté.
Cedric me miró con cara de pocos amigos y siguió a lo suyo.
—En cualquier caso, ojalá se entendiera que no tiene mucho sentido andar
mareando la perdiz cuando se trata de un testamento. Lisa y llanamente, no vale la
pena. Tengo un amigo que acostumbraba a pasar varios meses al año con un anciano
tío suyo en el Sarthe, con el solo objeto de seguir gozando de un hueco en su
testamento. Para él era un suplicio, porque sabía que la persona a la que amaba le era
mientras tanto infiel en París, y el Sarthe es además una región sencillamente
lúgubre, no sé si lo sabes. A pesar de todo, siguió dando la murga. ¿Y qué pasó
entonces? Se muere el tío, mi pobre amigo hereda la casa del Sarthe y ahora se siente
obligado a vivir allí como un muerto en vida, para tratar de convencerse de que a fin
de cuentas tenía algún sentido el haber malgastado tantos meses de su juventud en el
Sarthe. ¿Entiendes lo que trato de decir? Se trata de un círculo vicioso. Y en mí no
hay nada vicioso. Lo único que sucede es que amo muchísimo a Sonia. Por eso me
quedo con ella.
La verdad es que le creí. Cedric vivía en el presente, sería impropio de él tomarse
la menor molestia por un asunto como el de un testamento. Si hay de veras
saltamontes, y lirios del campo, ninguno como él.
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***
Cuando Davey volvió de su crucero me llamó por teléfono y me dijo que vendría a
almorzar para hablarme de Polly. Me pareció oportuno que también viniese Cedric,
para que conociera las noticias de primera mano. Davey siempre mejoraba cuando
tenía un público más nutrido, incluso aunque no le gustaran los constituyentes del
mismo. Por eso, telefoneé a Hampton y Cedric aceptó la invitación con placer.
¿Podría quedarse conmigo, añadió, a pasar una o dos noches?
—Sonia se ha ido para someterse a una cura a base de naranjas. Como lo oyes,
ayuno completo, con la excepción de zumo de naranja. Pero no vayas a pensar que se
le hará muy cuesta arriba, seguro que hace trampas. Y tío Montdore está en Londres,
tiene una reunión en la Cámara, así que tan solo estoy un poco triste. Me encantaría
estar contigo y hacer un poco de turismo en serio por Oxford, algo que nunca tengo
tiempo de hacer si Sonia está conmigo. Será delicioso, Fanny, muchas gracias,
querida. Entonces, a la una. Allí estaré.
Alfred estaba muy ocupado entonces. Me encantó la idea de gozar de la compañía
de Cedric durante un día o dos. Preferí ahorrarme complicaciones, para lo cual avisé
a tía Sadie de que estaría presente. Y dije a mis amigas, las alumnas de mi marido,
que no querría verlas por allí al menos durante unos días.
—¿Quién es ese niño pecoso? —preguntó Cedric una vez, cuando un chiquillo que
estaba acuclillado ante la chimenea de mi casa se levantó y desapareció en cuanto le
lancé una mirada.
—Para mí que es el joven Shelley —respondí sin duda de un modo sentencioso.
—Pues para mí que es el joven Woodley.
Davey llegó primero.
—Vendrá también Cedric —le dije—, de modo que no empieces antes de que
llegue. —Me di cuenta de que estaba impaciente por darme las noticias.
—Caramba, Cedric... Últimamente no hay manera de venir a verte sin que esté
aquí ese monstruo. Es como si viviera en tu casa. ¿Qué opina Alfred de él?
—A decir verdad, dudo mucho de que ni siquiera lo conozca de vista. Ven a ver al
bebé, Davey.
—Siento llegar tarde, queridos —dijo Cedric, entrando como un brazo de mar—.
En Inglaterra hay que conducir despacísimo. ¿Por qué se llenan siempre las
carreteras de chaparros vestidos de tweed?
—Son coroneles —dije—. ¿Los coroneles de Francia no salen a pasear?
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—Están demasiado mal para eso. Han perdido una pierna, cuando no las dos, o
han sufrido los terribles efectos de los gases venenosos. Me parece que las guerras en
Francia han debido de ser mucho más cruentas que en Inglaterra, aunque sí conozco
a un coronel, en París, que a veces va de ronda por los anticuarios.
—¿Y qué ejercicio hacen? —pregunté.
—Pues lo hacen de otra manera muy distinta, querida, te lo digo yo. Por cierto, no
habréis empezado a hablar de Boy, ¿verdad? Ah, qué lealtad por vuestra parte.
También me ha retrasado Sonia, que ha llamado por teléfono. Estaba de los nervios.
Parece que la habían sorprendido robando el desayuno de las enfermeras. Bueno, la
llevaron a presencia del director, que le habló de un modo francamente cruel,
advirtiéndole que si lo vuelve a hacer, o si ingiere aunque sólo sea una pizca de
algún alimento no permitido, la echará a la calle sin más contemplaciones.
Imaginaos: no se cena, sólo se toma zumo de naranja a media noche, y va y se
despierta al notar el olor de los arenques recién hechos. Como es natural, la
pobrecilla se coló en la cocina y birló uno de los arenques. La cazaron con el pescado
escondido bajo la bata. Me alegra decir que se lo había comido casi todo antes de que
se lo arrebataran. Lo que sucede es que se desmoralizó bastante desde el principio,
Davey, porque vio tu nombre en el libro de visitas. Parece que dio un chillido y dijo:
«¡Pero si es un esqueleto andante! ¿Qué pudo venir a hacer aquí?». Y a ella le dijeron
que fuiste precisamente a ganar peso. ¿Se trata de eso?
—Se trata —dijo Davey con impaciencia— de gozar de buena salud. Quien esté
demasiado gordo, debe perder peso; quien esté delgado, tiene que ganarlo. Siempre
habría dicho que hasta los niños lo entienden. Lo que sucede es que Sonia no puede
aguantar ese régimen ni siquiera un día. Carece de la más elemental disciplina.
—Igualito que Uno —dijo Cedric—. Claro que, en tal caso, ¿qué podremos hacer
para quitarnos esos kilos de más? ¿Ir a Vichy, quizá?
—Querido, fíjate en los kilos que ya ha perdido —dije yo—. La verdad es que está
tan flaca que no creo que deba adelgazar ni un kilo más.
—Tiene las caderas un poco demasiado anchas —dijo Cedric—. Un jersey y una
falda son la prueba infalible. Y con un jersey y una falda todavía no se le ve del todo
bien. Además, tiene un poco demasiado rollizo el costillar. Y dicen que el zumo de
naranja hace maravillas en la piel. Bueno, confío en que al menos aguante unos
cuantos días más. Y lo digo por ella, que conste. Dice que otra de las pacientes del
sanatorio le habló de un sitio que hay en el pueblo, un sitio donde se puede tomar té
al estilo de Devonshire, pero le rogué que ponga mucho cuidado. Después de lo
ocurrido esta mañana, seguro que estarán pendientes de ella. Y un simple desliz
podría ser fatal. ¿Tú qué opinas, Davey?
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interior; el agua para el baño nunca está caliente, ninguna de las ventanas encaja del
todo bien. Etcétera, etcétera. Las casas italianas están preparadas para el calor y lo
cierto es que en Sicilia puede hacer a veces un frío de mil demonios. El interior es
repugnante, todo de color caqui y roble falso. Si se ha de pasar mucho tiempo entre
cuatro paredes, es deprimente. Pero en esta época del año es ideal, se vive más bien
en la terraza, que tiene una techumbre de emparrado y buganvillas. Nunca he visto
un lugar tan perfecto. Hay macetas llenas de geranios por todas partes. Simplemente
divino.
—Ay, ay, ay. Como parece que me he quedado yo con el sitio que tenían ellos en
la vida, ojalá pudiéramos cambiarnos de vez en cuando —dijo Cedric—. A mí Sicilia
me encanta.
—Creo que estarán muy dispuestos —dijo Davey—. Me dio la impresión de que
los dos tienen una gran nostalgia de todo esto. En fin. Llegamos a tiempo de
almorzar. Me las vi y me las deseé para tomarme la comida. Toda italiana.
Aceitosísima.
—¿De qué hablasteis?
—Bueno, la verdad... en fin, todo fue una especie de queja interminable, por parte
de los dos, acerca de lo difícil que está todo. Todo es mucho más caro de lo que
pensaban. Y la gente, me refiero a los lugareños, tampoco les ayudan en nada, se
limitan a decir que sí, que sí a todas horas, pero no hacen una a derechas. Se supone
que tenían que disponer de hortalizas propias, en un huerto, a cambio de pagar un
salario al hortelano, pero en realidad tienen que comprarlo todo. Y están seguros de
que el hortelano vende los productos de la huerta en el pueblo. Suponen, en realidad,
que son sus propios productos los que están comprando. Cuando llegaron, por lo
visto no había ni una kettle donde calentar el agua. Las mantas estaban duras como
las tablas. No funcionaba ninguno de los interruptores. No había lámparas en las
mesillas. En fin, las quejas al uso entre las personas que toman de alquiler una casa
amueblada. Yo las he oído cientos de veces. Después del almuerzo apretó mucho el
calor, algo que a Polly le desagrada. Se encerró en su dormitorio con puertas y
ventanas y persianas cerradas, y yo tuve una sesión con Boy en la terraza. Entonces
vi con claridad cómo estaba el terreno. En fin: todo lo que puedo decir es que sé que
es un error, que no es correcto, ni bueno, despertar las bajas pasiones de una
jovencita, su instinto sexual, haciendo que se enamore locamente de uno. Lo cierto es
que el pobre Boy está cargando con un castigo terrorífico. No tiene literalmente nada
que hacer desde que se levanta hasta que se acuesta, nada más que regar los
geranios. Y ya se sabe que a los geranios les sienta muy mal el exceso de agua. Por
eso mismo se les han caído las flores y no tienen más que hojas, ya se lo dije. No tiene
nadie con quien hablar, no hay un club donde pueda recogerse, no tiene allí la
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Biblioteca de Londres, no tiene vecinos y, sobre todo, no tiene a Sonia para que lo
mantenga vivo. No cuento con que alguna vez se haya dado cuenta de que una
porción notable de su tiempo se la ocupaba Sonia por entero. La verdad es que Polly
no le hace compañía. Se ve a la legua. En muchos sentidos se le nota que está de los
nervios. Es demasiado insular, claro, no le gusta nada de lo que le rodea, odia aquel
sitio, odia a la gente, incluso odia el clima. Boy por lo menos es muy cosmopolita,
habla un italiano excelente, está dispuesto a interesarse por el folclore local y esas
cosas, pero es muy difícil interesarse por nada cuando uno está completamente solo,
y Polly es como un jarro de agua fría. Todo le parece un asco. Sólo echa de menos
Inglaterra.
—Tiene gracia —dije— que la suya sea una mentalidad tan estrecha y tan inglesa.
Sobre todo si se piensa que pasó cinco años en la India.
—Mi querida muchacha, el mayordomo era más grandioso y apretaba más el
calor, pero por lo demás, apenas habría una sola diferencia de peso entre Hampton y
la Casa del Virrey. Si acaso, la Casa del Virrey era la menos cosmopolita de las dos,
diría yo. Desde luego, no le ha servido de preparación para ocuparse de una casa
propia en Sicilia. No, la verdad es que lo aborrece, no hay vuelta de hoja. Así que allá
está el pobre hombre, encerrado un mes tras otro con una jovencita contrariada y
enojada a la que conoce desde que era bebé. Una verdadera pena, hay que
reconocerlo.
—Yo creía —dijo Cedric— que a él le maravillaban los duques, y Sicilia está llena
de duques celestiales, eso ya lo sabrás.
—Bastante celestiales, eso sí. Y casi siempre ausentes. En cualquier caso, él no los
tiene en la misma estima que a los duques de Francia o Inglaterra.
—Bueno, eso son tonterías: nadie podrá tener más grandeza que Monte Pincio. Si
él no los tiene en la misma estima (entiendo que algunos de los demás son un tanto
irreales) y si ha de vivir en el extranjero, no entiendo por qué no ha escogido vivir en
París. Allí tiene duques de verdad y los tiene a mansalva. Una cincuentena, para ser
exactos. Me lo dijo Souppes una vez. Y ya se sabe, en ese gremio sólo hablan los unos
de los otros.
—Mi querido Cedric, es que son muy pobres: no pueden permitirse el lujo de vivir
en Inglaterra, así que para qué hablar de París. Por eso siguen en Sicilia. Si no fuera
por eso, habrían venido en un santiamén. Boy perdió bastante dinero con la crisis del
pasado otoño y me dijo que si no hubiera conseguido un alquiler bastante ventajoso
por la propiedad de Silkin estarían prácticamente sin blanca. Hay que ver: si se
piensa en lo rica que podía haber sido Polly...
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—A Uno que no le miren con crueldad, ¿eh? —dijo Cedric—. Las cosas son como
son, es lo que tiene.
—De todos modos, es un asunto pasmoso. Y bien demuestra dónde puede
terminar una persona si se deja llevar por el sexo. Nunca he visto a nadie tan
contento como lo estuvo él en cuanto aparecí: como un perro que se ha soltado de la
correa. Quería saber inmediatamente todo lo que haya ocurrido por aquí. Y bien se
ve qué solo y qué aburrido está el pobre hombre.
Yo en cambio estaba pensando en Polly. Si Boy se sentía muy solo y muy aburrido,
difícilmente ella sería muy feliz. El éxito o el fracaso de todas las relaciones humanas
se debe al ambiente que cada persona sea capaz de crear a conciencia por y para el
otro. ¿Qué ambiente podía percibir Polly si estaba desilusionada? ¿Qué ambiente
podía así crear ella para regocijo de un Boy aburrido y solo? Todo su encanto, aparte
de su belleza —y ya sabemos que los maridos se acostumbran a la belleza de sus
esposas, de modo que deja de darles de lleno en el corazón—, todo su encanto, digo,
provenía antes de su cualidad de esfinge, que a su vez provenía de su sueño secreto,
de su rendido enamoramiento de Boy. En los primeros momentos en que el sueño se
hizo realidad, en Alconleigh, la felicidad le dio un aura irresistible, pero me di
perfecta cuenta de que una vez resuelto el enigma y disuelta la felicidad, Polly, sin su
ronda cotidiana de Madame Rita, de Debenham y de la peluquera, sin esa clase de
ocupaciones, y con la vitalidad por los suelos, sin posibilidad de inventarse nada
nuevo que de veras le interesara, fácilmente podría precipitarse por la pendiente del
malhumor y la tristeza. No era nada probable que hallase consuelo en el folclore
siciliano. Y tampoco en la nobleza siciliana.
—Ay —dije—. Si Boy no está contento, no creo que Polly pueda estarlo. Pobrecita
Polly.
—Pobrecita Polly, ya lo creo, pero al menos hay que reconocer que ha sido idea
suya —dijo Davey—. A mí se me rompe el corazón de pensar en el pobre Boy. En fin,
tampoco podría decir que no se lo advertí. Mejor dicho: se lo advertí una y mil veces.
—¿Y hay alguna señal de que esté embarazada? —pregunté.
—No, al menos que yo haya visto, aunque... ¿cuánto llevan casados? ¿Dieciocho
meses? Sonia tardó dieciséis años en concebir a Polly.
—¡Dios santo! —exclamé—. No creo yo que el Listillo, de aquí a dieciocho años,
sea capaz de...
Me detuve en seco al ver un conocido gesto de malestar en el rostro de Davey.
—Tal vez sea eso lo que les entristece —terminé diciendo de manera poco
convincente.
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—Es posible. De todos modos, no podría yo decir que me haya formado una
impresión muy prometedora.
En este punto alguien llamó a Cedric por teléfono.
—Entre tú y yo, Fanny, y sin que lo sepa nadie más —me dijo Davey bajando la
voz—, esto no puede seguir así. Creo que Polly tiene serios problemas con Boy.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Por alguna cocinera?
—No —dijo Davey—, nada de cocineras.
—¡No me digas! —dije horrorizada.
Volvió Cedric y dijo que a lady Montdore la habían sorprendido con las manos en
la masa, hartándose de pastelillos en un salón de té. La habían expulsado del
sanatorio. Le había dicho que el automóvil pasaría a recogerlo en el camino de
regreso, para poder gozar de su compañía al volver a casa.
—Ya lo decía yo —dijo contrariado—. Ahora me quedaré sin la pequeña visita que
pensaba hacerte y que tantas ganas tenía de disfrutar contigo.
Me pareció de pronto que Cedric posiblemente había dispuesto la cura a base de
zumo de naranja no tanto con vistas a que lady Montdore perdiera unos cuantos
kilos sino, más bien, pensando en librarse él de lady Montdore, con kilos o sin ellos,
durante una semana o dos. Vivir con ella debía de ser muy fatigoso incluso para
Cedric, a pesar de su espíritu animoso y su energía desbordante. Bien podía haber
pensado que se había ganado unas breves vacaciones, tras casi un año de
convivencia.
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tirolés—, pero hay una yegua muy vieja, Fanny, sujeta a tu verja. ¿Sabes algo al
respecto? ¿A quién pertenece?
—No me diga, querida señora Cozens, que el primer caballo que es de mi
propiedad resulta que es hembra —apuntó Cedric con una resplandeciente sonrisa
«cepillo».
—El animal es una yegua —dijo Norma— y si es suya tengo la obligación de
decirle que debería darle vergüenza tenerla en tan lastimosa condición.
—Ah, pero es que me ocupo de ella hace tan sólo diez minutos. Mi intención es
darle más lustre. Espero que cuando vuelva a verla, de aquí a unos meses,
sencillamente no la reconozca.
—¿Quiere decir que ha comprado ese animal? ¡Si habría que llevárselo ahora
mismo a la perrera!
—¿A la perrera? ¿Y por qué? ¡Si no es una perra!
—Me refiero al matadero —aclaró Norma con impaciencia—. Hay que sacrificarla
de inmediato, está para el arrastre la pobre. Si no lo hace, lo denuncio ante la
Sociedad Protectora de Animales.
—Oh, por favor, no lo haga. No la estoy tratando con crueldad, sino muy al
contrario. El espantoso individuo al que se la compré sí la trataba con brutalidad, la
iba a llevar al matadero. Por eso decidí salvarla de sus sucias garras. No pude
soportar la expresión de pena que se le había puesto en la cara.
—Bien, muchacho, ¿y qué es lo que piensa hacer con ella?
—Pues había pensado... dejarla en libertad.
—¿Dejarla en libertad? No sé si se da cuenta de que no es un pájaro, oiga. No
puede ir por ahí poniendo en libertad a los caballos. Al menos, en Inglaterra no
puede.
—Sí que puedo. Tal vez no en Oxford, pero donde yo vivo hay un vieux parc,
solitaire et glacé, donde tengo la intención de dejarla libre, de que disfrute de días
felices lejos del matadero. ¿No le parece que matadero es una palabra horrible,
señora Cozens?
—Los pastos de Hampton están arrendados, caballero —dijo Norma. Justo el tipo
de detalle que un Boreley sin duda habría referido a cualquiera.
Cedric no le prestó atención.
—Se la llevaban por la calle en una camioneta, por la parte trasera de la cual
asomaba la cabeza. Y vi en el acto que la yegua echaba de menos a una persona
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amable que la sacara del atolladero en que se encontraba. Por eso hice detenerse a la
camioneta y la compré. Bien se nota lo aliviada que se siente.
—¿Y cuánto ha pagado?
—Bueno, al hombre le ofrecí cuarenta libras. Era todo lo que llevaba encima, así
que me dejó que me la quedara por esa cantidad.
—¡Cuarenta libras! —exclamó Norma patidifusa—. ¡Si podría haber comprado un
buen caballo de caza por mucho menos!
—Mi querida señora Cozens, es que yo no quiero un caballo de caza ni en pintura.
Me daría demasiado miedo. Además, fíjese en las horas a las que hay que levantarse;
la otra mañana los oí de batida por el bosque y no eran ni las seis y media. En fin,
mucho me temo que para Uno es excesivo eso de «a las siete en pie, muerto a las
once». No, no. Yo sólo quería este viejo trotón. No es una yegua que a Uno vaya a
exigirle grandes cosas. Ni siquiera querrá que la monte muy a menudo, como podría
suceder con un caballo más joven. Así que allí estará a sus anchas y seguro que no se
queja si de vez en cuando me entran ganas de charlar con ella un rato. Ahora, la gran
cuestión, por la que vine a molestar a Fanny, que es una mujer muy pragmática, es
ésta: ¿cómo me la llevo a casa?
—Oiga, si le da la ventolera de comprar todos los caballos que están para el
arrastre, ¿cómo supone que se van a alimentar los sabuesos y los lebreles? —
preguntó Norma con una gran exasperación. Estaba emparentada con varios
monteros mayores de la caza del zorro. Y su hermana tenía una jauría de perros de
presa, de modo que sin duda conocía con detalle todos sus problemas.
—No se apure, que no compraré todos los caballos —dijo Cedric para apaciguarla
—. Sólo he querido comprar éste porque me ha caído en gracia. Bien, señora Cozens,
le ruego que deje de estar encolerizada y que me indique cómo puedo llevármela a
casa, pues bien sé que puede usted ayudarme siempre y cuando quiera, y por eso me
voy a conformar con la buena suerte de habérmela encontrado precisamente en un
momento en que tanto la necesitaba.
Norma comenzó a ablandarse, como a tanta gente le sucedía con Cedric. Era
extraordinaria la velocidad a la que sabía abrirse paso, superando incluso una gruesa
costra de prejuicios y, al igual que en el caso de lady Montdore, la gente que más le
detestaba era por lo común la que tan sólo le había visto de lejos, la que no había
llegado aún a conocerle. Ahora bien, así como lady Montdore contaba con «todo
esto» para ayudarle a superar su desaprobación, Cedric dependía por completo de su
encanto, de su apostura, de su profundo e innato conocimiento de la naturaleza
humana y, sobre todo, de la naturaleza femenina.
—Por favor —dijo sin dejar de mirarla, parpadeando a la vez.
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con Sonia, ¿qué te parece? La competencia les sentaría muy bien a las dos, pues a
Sonia sin duda le daría muchos ánimos ver a una mujer mucho más joven que ella y
ya tan deteriorada.
—Ni se te ocurra —dije—. Norma siempre subraya que no puede soportar a lady
Montdore.
—¿Es que la conoce? Bueno, dudo mucho de que nada, salvo un estiramiento muy
a fondo, pudiera servirle de mucho a la señora Cozens, pero siempre podríamos
enseñarle el truco del «cepillo» y darle cierto encanto para que el titular de la cátedra
Waynflete cumpla algo mejor su cometido. Y si eso fallara, y me temo que es mucho
esperar, siempre podría acudir en su auxilio algún Woodley bien parecido. No,
querida: no me refiero a Uno —añadió en respuesta a la mirada que le lancé—. Las
cutículas son irremediablemente anafrodisíacas.
—¿No dijiste que preferías no verla jamás, que te recordaba demasiado a Nueva
Escocia?
—Sí, eso me había parecido, pero es que en el fondo es demasiado inglesa. Por esa
razón me fascina: ya sabes cuan anglófilo me estoy volviendo. Las cutículas son más
bien cosa de Nueva Escocia, pero tiene el alma misma del condado de Oxford, así
que cultivaré su amistad como un poseso.
Media hora más tarde, cuando Cedric se marchó sentado junto al conductor del
furgón de caballos, Norma, jadeando aún tras los esfuerzos que hizo con la yegua,
que en principio se negó en redondo a entrar en la caja, me dijo:
—¿Sabes una cosa? Al fin y al cabo, ese chico tiene algo de bondad. Qué pena, qué
vergüenza más bien, que no haya ido a un colegio privado de los decentes, en vez de
criarse en las aberrantes colonias.
Con gran asombro por mi parte, y con secreto enojo, Cedric y Norma se hicieron
muy amigos. Él iba a visitarla cuando estaba en Oxford casi tan a menudo como a mí.
—¿Y se puede saber de qué habláis? —le dije contrariada.
—Ah, pues son charlas breves y agradables, de esto y de aquello. A mí me
encantan las inglesas. Son tan apacibles...
—Bueno, yo también le tengo cariño a la buena de Norma, pero es que no consigo
imaginar qué es lo que ves en ella, Cedric.
—Pues supongo que le veo lo mismo que tú —respondió como si tal cosa.
Al cabo de un tiempo, la convenció de que celebrase una cena a la cual prometió
que llevaría a lady Montdore. Lord Montdore ya no salía nunca, se hundía feliz y
contento en la vejez. Como su esposa disponía de un acompañante a todas las horas
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del día, no sólo le permitía echarse una buena siesta todas las tardes, sino que incluso
le animaba a ello, y acostumbraba a cenar en la cama, o bien se acostaba nada más
cenar. La llegada de Cedric tenía que haberle resultado una bendición. Mucha gente
adquirió pronto la costumbre de invitar a lady Montdore en compañía de Cedric, y
no de su esposo; justo es decir que era mucho mejor acompañante. Salían en esta
época mucho más que cuando llegó Cedric, en parte porque el pánico y el revuelo
que causó la crisis financiera ya empezaban a remitir, volviendo así muchos a recibir
en sus casas. A lady Montdore le gustaba demasiado el trato en sociedad para
abstenerse de cultivarlo durante mucho tiempo, y Cedric, establecido ya de firme en
Hampton, sobrecargado de regalos carísimos, podía ser exhibido ante las amistades
de ella sin ningún miedo a perderlo.
A pesar de que de manera manifiesta era incapaz de soportar a lady Montdore,
Norma se puso literalmente de los nervios ante la inminencia de la cena. Vino a
visitarme cada dos por tres para comentar el menú con todo detalle, para seleccionar
a los invitados, y al final me imploró que acudiera a su casa el día mismo de la cena
para prepararle un buen postre. Dije que lo haría con una sola condición: que
comprase un cuarto de litro de nata. Trató de escabullirse cual anguila para no tener
que cumplir el encargo, pero yo fui inflexible. Preguntó entonces si no me sería
suficiente con la propia capa de nata que se formaba en la leche. Le dije que no, que
tenía que ser nata pura, sin adulterar. Dije que yo me encargaría de llevarla y que le
diría cuánto me había costado. A regañadientes, aceptó. Aunque era una mujer
acaudalada, yo bien lo sabía, nunca gastaba más de un penique de lo estrictamente
indispensable en los asuntos de la casa, ni en la mesa, ni en ropa (con la excepción de
su ropa de montar, pues siempre se presentaba bellamente ataviada en las cacerías, y
estoy segura de que sus caballos subsistían gracias al equivalente equino de la nata).
Así pues, me presenté en su casa, tras haberme provisto de los ingredientes
adecuados, y le preparé una crema de Chantilly. Cuando regresé a mi casa sonaba el
teléfono. Cedric.
—Me ha parecido mejor advertirte, querida, que esta noche le vamos a dar
calabazas a la pobre Norma.
—Cedric, ni se te ocurra. Imposible. Nunca había oído una cosa tan espantosa. ¡Si
hasta ha comprado nata!
Soltó una carcajada poco amable.
—Pues tanto mejor para los perrillos escuchimizados que se suelen ver rondando
por su casa.
—¿Y por qué vais a darle calabazas? ¿Hay alguien enfermo?
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—Ni lo más mínimo, querida, muchas gracias. Lo que pasa es que Merlin quiere
que esta noche vayamos a cenar con él. Ha recibido un foie gras fresco y ha invitado a
una marquesa fascinante que tiene unas pestañas de cuatro dedos de largo. Se las ha
medido, va en serio. ¿Cómo iba a Uno a resistirse, dime?
—Uno debe resistirse —dije algo frenética—. Ahora no puedes darle calabazas a la
pobre Norma, te lo aseguro. No te puedes ni imaginar qué molestias se ha tomado.
Además, miserable muchacho, piensa en nosotros, en los que no podemos darle
calabazas. Piensa en la noche atroz que pasaremos sin tu compañía.
—Lo sé, pobrecitos. Qué atrocidad.
—Cedric, lo único que puedo decirte es que eres un canalla.
—Sí, querida, mea culpa. Pero no es que yo quiera darle calabazas, sino que sé
positivamente que no me queda más remedio. Ni siquiera es ésa mi intención, te
aseguro que no. Es que hay en mí algo que me obliga a obrar de este modo. En
cuanto cuelgue el teléfono tras hablar contigo, sé que la mano se me irá sola al
teléfono y volveré a oír mi voz, muy en contra de mi voluntad, tenlo en cuenta,
pidiendo a la operadora el número de Norma y me quedaré horrorizado al oír a mi
voz dar tan mala noticia a la pobre Norma. Y tanto peor ahora que me has dicho lo
de la nata. Pero es lo que hay. De todos modos, llamé para decirte que no te olvides
de que tú siempre estás de parte de Uno. No me seas desleal, Fanny, te lo ruego.
Cuento contigo, queridísima, para que impidas por todos los medios que Norma se
enfurezca. Ya verás cómo, si no la azuzas para que se ponga de mal humor, seguro
que no le importa un comino, ni siquiera un comino, que no acuda a la cena. Así
pues, solidaridad entre las chicas trabajadoras. Y te prometo que iré mañana a verte y
te lo contaré todo acerca de las pestañas.
Por extraño que pueda parecer, Cedric tenía toda la razón. Norma no se sintió en
modo alguno molesta. Su disculpa, y se limitó a decirle la verdad, tan sólo vino a
añadir un toque de finura, al comentar que lady Montdore había ido al colegio con la
marquesa; por eso, la excusa se consideró razonable, ya que una cena con lord Merlin
era algo que se reconocía en todo Oxford como una de las culminaciones de la
felicidad humana. Norma me llamó para decirme que la cena quedaba aplazada, y lo
hizo con la voz de una anfitriona de sociedad que aplaza cenas en su casa
prácticamente todos los días de la semana. Luego adoptó una manera de hablar más
normal en Oxford.
—Lo peor es lo de la nata, porque ahora resulta que vendrán el miércoles y la nata
no se puede conservar con este tiempo. ¿Podrás venir a preparar otro postre el
miércoles por la mañana, Fanny? Excelente, así te pagaré juntos los dos, si te viene
bien. Todo el mundo es libre, claro. Con suerte, las flores sí aguantarán hasta
entonces. Nos vemos, Fanny.
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Sin embargo, el miércoles Cedric llamó para comunicar que estaba en cama con
fiebre alta y el jueves tuvo que irse a Londres en ambulancia, a que le operasen de
una peritonitis. Pasó varios días en suspenso entre la vida y la muerte. Hubo que
esperar nada menos que dos meses para celebrar la dichosa cena.
Por fin, pese a todo, se volvió a fijar la fecha, se hizo otro postre y, por sugerencia
de Norma, invité a mi tío Davey, para que hiciera pareja con su hermana, la criadora
de perros de caza. Norma tenía tan poca estima por los profesores como la propia
lady Montdore; en cuanto a los estudiantes, aunque sin duda tenía conocimiento de
su existencia, no en vano daban a su marido y al mío una manera de ganarse la vida,
nunca pensó en ellos como seres humanos, que tal vez pudieran cenar fuera de casa.
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Con aquellos que tienen horizontes un poco más amplios puede mostrarse muy
serio, te lo aseguro.
Lo cierto es que Cedric sabía sacar a colación franjas blancas o negras, anchas o
estrechas, a gusto de cualquiera.
—Bueno, Fanny, ¿qué te parece? —me preguntó, a la vez que daba un pellizco a la
falda de tul de lady Montdore—. La encargamos por teléfono mientras estábamos en
Craigside. ¿No te mueres de ganas de tener televisión? En Mainbocher lisa y
llanamente no podían creerse que Sonia hubiera perdido tantísimo peso.
Estaba muy delgada, desde luego.
—Me paso una o dos horas —dijo ella a la vez que miraba cariñosamente a Cedric
— en una sauna y después viene el simpático señor Wixman, cuando estamos en
Hampton, dos veces por semana. Me da unas tundas que me deja molida. Y la
mañana se me va en un pispás. Cedric ya siempre se encarga de tratar con la
cocinera. He descubierto que, desde mi sauna, no puede una tomarse mucho interés
por la comida.
—Querida Sonia —intervino Davey—, espero que hayas consultado con el doctor
Simpson a propósito de todo esto. Me espeluzna ver en qué estado te encuentras. La
verdad es que has adelgazado en demasía, no eres más que piel y huesos. Y has de
saber que, a nuestros años, es muy peligroso andar jugando con el peso. Supone un
sobreesfuerzo terrible para el corazón.
Fue generoso que Davey dijera «a nuestros años», ya que lady Montdore era con
certeza catorce años mayor que él.
—¡El doctor Simpson! —dijo ella despectivamente—. Mi querido Davey, se ha
quedado terriblemente atrás con los tiempos que corren. Si ni siquiera me ha
comentado nunca lo benéfico que puede ser hacer el pino... Y Cedric dice que en
París y en Berlín llevan años haciéndolo. Debo decir que, desde que aprendí, me
siento más joven a cada día que pasa. La sangre me corre por las glándulas, no sé si
me explico, y las glándulas se me ponen contentas.
—¿Y eso cómo lo sabes? —dijo Davey bastante irritado. Siempre se había mofado
de todo régimen de salud, salvo del que él siguiera en esos momentos. Y consideraba
todos los demás peligrosas supersticiones que imponían a los crédulos y a los
estúpidos los matasanos sin escrúpulos—. Es muy poco lo que sabemos de las
glándulas —siguió diciendo—. ¿Por qué iba a ser eso benéfico? ¿Acaso la Madre
Naturaleza ha querido que hagamos el pino? ¿Hacen los animales el pino, Sonia?
—El perezoso y el murciélago —dijo Cedric— se pasan las horas colgados del
revés. Eso no me lo negarás, Davey.
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—Claro, pero ¿se sienten el perezoso y el murciélago rejuvenecer a cada día que
pasa? Lo dudo. Puede que los murciélagos sí. Los perezosos, seguro que no.
—Vamos, Cedric —dijo lady Montdore, muy enojada con los comentarios de
Davey—. Hemos de marcharnos a casa.
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—Cielo, ¿quién si no? No iba a estarlo lady Patricia, digo yo. Ésa es la razón de
que vuelva. ¿Vas a reconocer que ha sido todo un detalle de nuestra parte venir a
contártelo?
—Todo un detalle, ya lo creo.
—¿Así que ahora nos invitarás a almorzar cualquier día de estos?
—El que vosotras queráis. Y haré profiteroles de chocolate con nata de verdad.
—¿Y podremos cerrar los ojos de puro temor reverencial?
—Cedric, si a eso te refieres, está en Londres. Siempre podréis cerrarlos ante Jock
Boreley.
—Fanny, qué bruta eres. ¿Podemos subir a ver al pequeño David?
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El tiempo se volvió intensamente frío. Nevó mucho. Los periódicos venían a diario
con historias terroríficas, ovejas enterradas por las tempestades de nieve, pájaros
congelados en las ramas en que se habían encaramado, frutales irremisiblemente
perdidos en plena floración, y la situación parecía desgarradora para quienes, como
la señora Heathery, creen a pie juntillas todo lo que ven impreso en un periódico sin
recurrir a sus experiencias pasadas. Traté de darle ánimos diciéndole que, como de
hecho era verdad, en muy poco tiempo los campos estarían cubiertos por las ovejas,
los árboles de pájaros y las carretillas de fruta, como siempre. Sin embargo, aunque el
futuro no me inquietaba en modo alguno, el presente se me antojaba desagradable en
extremo por el hecho de que el invierno retornase estando tan avanzada la
primavera, en un momento en que no sería del todo raro contar con un tiempo
espléndido, casi de verano, cálido, para sentarse al aire libre durante una o dos horas.
El cielo estaba cubierto por una manta espesa y amarilla, de la cual caían
arremolinados los dibujos en blanco y negro de los copos, así todos los días. Una
mañana estaba sentada ante la ventana, mirando despreocupada cómo caía la nieve,
preguntándome cuándo volvería a lucir el sol, pensando en que Christ Church
parecía una bola de nieve tras los visillos que formaban los copos y pensando
también en el frío que haría en casa de Norma esa noche, sin que lady Montdore
atizase el fuego, y lo aburrida que sería la velada sin Cedric y sin su franja blanca
estrechada o ensanchada. Por fortuna, pensé, había vendido el broche de diamantes
que me regaló mi padre y con el producto de la venta había instalado una calefacción
central. Me dio entonces por rememorar cómo era la casa dos años antes, cuando los
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operarios aún trabajaban en la remodelación, y cómo había mirado por esa misma
ventana, completamente sucio el cristal, rociado de yeso, y cómo vi a Polly avanzar
contra el viento con su futuro esposo. A medias deseaba que Polly volviera a mi vida,
a medias lo rechazaba. Yo estaba esperando otro bebé y me encontraba cansada, la
verdad es que estaba para poco.
De pronto, todo el tiempo de la mañana se transformó por completo, pues en mi
sala de estar, embarazadísima, tan bella como siempre, con abrigo y sombrero rojo, a
juego, apareció Polly. Y todo sentimiento de rechazo se disolvió y cayó en el olvido.
En la misma sala de estar se encontraba también el Listillo, bastante envejecido y
fatigado.
Cuando Polly y yo dimos por terminados los besos, los abrazos y las risas, y
terminamos de decirnos «Cuánto me alegro de verte», o «¿Por qué no me has escrito
nunca?», dijo de pronto:
—¿Te podrás plegar a mi voluntad?
—Pues supongo que sí. Ahora mismo no tengo nada entre manos. Estaba mirando
la nieve.
—Ay, la nieve, qué maravilla —dijo—, igual que las nubes, después de aquel cielo
azul, siempre igual de azul. Bien, pues se trata de lo siguiente, Fanny. Boy tiene una
infinidad de cosas que hacer y yo no estoy para esos trotes, como bien se ve. Por eso
quería que me hicieras compañía, pero quiero que me digas con sinceridad si no es
molestia, porque siempre puedo irme a la sala de espera de Elliston. Dichosa
bendición, Elliston, después de todas las tiendas del extranjero. Por poco lloro de
felicidad cuando pasé hace un momento por delante del escaparate. ¡Qué bolsos!
¡Qué cretonas! ¡Qué espanto es el extranjero!
—Pero es maravilloso —dije—. Entonces, ¿los dos almorzáis aquí?
—Boy tiene previsto un almuerzo de negocios —dijo Polly enseguida—. Puedes
marcharte, querido, si lo deseas. Fanny, ya lo ves, está dispuesta a acogerme. No te
tomes la molestia de esperar más. Y luego vuelves a recogerme cuando hayas
terminado, ¿de acuerdo?
Boy, que se estaba frotando las manos para entrar en calor delante de la chimenea,
se marchó cabizbajo, envolviéndose el cuello con la bufanda.
—Y no tengas ninguna prisa —le gritó ella abriendo la puerta—. A ver, querida
Fanny. Quiero que te pliegues a un capricho más y que vengas a almorzar conmigo a
Fuller. ¡No, no digas nada! Ibas a decir que, con este tiempecito que tenemos... ¿No?
No te apures, pediremos un taxi. ¡Fuller! No te puedes ni imaginar cuánto he echado
de menos el lenguado de Dover y la tarta de nueces. O un día como éste allá en
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—No creo que debas preocuparte por ella ni lo más mínimo —le dije—. Tu madre
ha cambiado radicalmente en estos dos años.
No estaba yo en condiciones de decirle lo que en realidad pensaba, esto es, que a
lady Montdore ya le importaba un comino lo que se hiciera de Boy o de Polly, creía
que incluso podría mostrarse amistosa con ellos. Todo dependía de la actitud que
tomara Cedric. Así era todo, de un tiempo a esta parte, en lo que a ella se refiriese.
Al rato estábamos sentadas en nuestra mesa en Fuller, entre los paneles de roble
ahumado y la pulcritud del local: «¿No te parece que todo está limpísimo, delicioso?
¿No te parecen correctísimas las camareras? Y qué rubias son; en el extranjero, no te
imaginas qué morenos son todos los camareros». Habíamos pedido sendos
lenguados de Dover, y Polly insistió en que sin más tardanza le hablase de Cedric.
—¿Recuerdas —dijo— que Linda y tú lo teníais pendiente de examen, por saber si
sería válido?
—Lo cierto es que jamás lo habría sido —dije—. Eso te lo digo con toda seguridad.
—Ya me lo imagino —dijo Polly.
—¿Cuánto sabes acerca de él?
De pronto me invadió la culpabilidad por saber tanto y confié en que Polly no
pensara que me había pasado al enemigo. Cuando a una le gusta la caza, es muy
difícil resistirse a correr con la liebre que se fuga y con los perros que la acosan.
—En Sicilia, Boy se hizo amigo de un duque italiano, un tal Monte Pincio. En su
nuevo libro está escribiendo sobre otro Pincio de épocas pretéritas. Resulta que ese
espagueti conoció a Cedric en París, así que nos contó muchas cosas de él. Dijo que es
bellísimo.
—Sí, eso es cierto.
—¿Cómo de bello, Fanny? ¿Más que yo?
—No. Nadie se le queda mirando arrobado, como le sucede a todo el mundo
contigo.
—Ay, querida, qué amable eres, pero me temo que ya no es así.
—Es exactamente igual que siempre. Pero se te parece bastante. ¿Eso no te lo dijo
el duque?
—Sí. Dijo que éramos como Viola y Sebastian. Debo decir que me muero de ganas
de conocerlo.
—A él le pasa igual contigo. Hemos de concertar un encuentro.
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—Sí, pero después de que nazca el bebé. No mientras esté hecha un adefesio con
semejante barriga. Ya sabes que los mariquitas odian a las mujeres embarazadas. El
pobre Monte Pincio hacía lo que fuera preciso, últimamente, para no tener que
verme. Anda, sigue contándome cosas de Cedric y de mi madre.
—Yo, la verdad, creo que él adora a tu madre. Es como su esclavo, no la deja sola
ni un instante, siempre está muy animado, a ella le levanta el ánimo... No creo que
nadie pudiera llegar a tales extremos si no es por amor.
—No me extraña —dijo Polly—. Yo también la quise mucho antes de que
empezara a dar la lata con lo de la boda.
—¡Ya lo sabía yo!
—¿Que ya sabías el qué?
—Bueno, una vez me dijiste que la habías odiado durante toda tu vida, en el fondo
sabía que no era verdad.
—Lo que pasa —dijo Polly— es que cuando odias a una persona no te puedes ni
imaginar cómo es el no odiarla. Igual sucede con el amor. Claro está que, con mi
madre, que es tan excelente como acompañante, siempre tan vitalista, lo natural es
que la quieras mucho y mucho antes de que descubras lo perversa que puede llegar a
ser. Y no creo que tenga tanta prisa por librarse de Cedric como la que tuvo por
librarse de mí.
—No, ninguna prisa —dije.
La mirada azulada de Polly cayó sobre mi cara.
—¿Quieres decir que está enamorada de él?
—Enamorada... No lo sé. Lo quiere muchísimo. Él le resulta muy entretenido,
imagínate. Su vida es ahora pura diversión. Además, seguramente es consciente de
que el matrimonio no está hecho exactamente para él, pobre Cedric.
—Oh, no —dijo Polly—. Boy coincide conmigo en que ella no sabe nada, lo que se
dice nada, de todo eso. Dice que una vez tuvo ella una metedura de pata garrafal al
referirse a los sodomitas y confundirlos con las Dolomitas. Se corrió el cuento por
todo Londres. No, yo más bien supongo que está enamorada. Se le da de maravilla
eso de enamorarse, sin duda. Hubo un tiempo en que me dio por pensar que le
gustaba Boy, imagínate, aunque él dice que no. En fin, todo esto es muy molesto,
porque supongo que no me echa de menos ni siquiera un momento, pero yo la echo
en falta muy a menudo. Bueno, ¿y qué tal está mi padre?
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—¡Santo Dios! —exclamó Polly—. ¡Pues cómo han cambiado los tiempos! ¿Ni
siquiera irá la vieja súper dama?
—No, ni siquiera la nueva infanta preferida de tu madre. Cedric se ha mostrado
inflexible en este punto.
—Fanny, tienes el deber de acudir al baile. Irás, ¿verdad?
—Querida, me va a ser imposible. Cuando estoy embarazada, nada más cenar me
caigo de sueño, date cuenta. La verdad es que no podría aunque quisiera. Ya nos
enteraremos de todo a su debido tiempo. Y de labios del propio Cedric.
—¿Y cuándo se celebra?
—Creo que dentro de menos de un mes. El dieciséis, me parece.
—Qué cosas. Ese mismo día salgo de cuentas. Qué oportuno. Cuando todo haya
pasado podremos vernos, ¿verdad? Prométeme que te ocupas tú de todo.
—No te preocupes. Será imposible impedir que Cedric te vea. Tiene un tremendo
interés por ti. Para él, eres como Rebeca.
Boy regresó a mi casa cuando estábamos terminando el té. Parecía aterido de frío,
muy fatigado, pero Polly no quiso hacerle esperar mientras preparaban una nueva
tetera. Le permitió tomarse una taza de té tibio antes de llevárselo.
—Supongo que habrás perdido la llave del coche, como siempre —dijo sin
ninguna delicadeza cuando bajaban las escaleras.
—No, no, la tengo en el llavero.
—Qué milagro —dijo Polly—. En fin, adiós, querida. Te llamaré por teléfono y ya
estaremos juntas otro rato.
***
Cuando vino Alfred, poco más tarde, no esperé a contarle mis impresiones.
—¡He visto a Polly! Imagínate, se ha pasado el día entero aquí conmigo. Ah,
Alfred. Ya no está enamorada de él.
—¿Nunca te paras a pensar en otra cosa? Siempre andas hablando de quién está
enamorado de quién o de quién no lo está —dijo en un tono exasperado.
Norma, bien lo sabía yo, no mostraría el menor interés. Me moría de ganas de que
vinieran Davey o Cedric para ponerles al corriente.
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Así pues, Polly se acomodó en la casa de su tía, en Silkin. Siempre había sido más
la casa de lady Patricia que la de Boy, pues fue ella quien vivió allí en todo momento,
mientras Boy iba y venía y visitaba Hampton y Londres, cuando no hacía un viaje de
vez en cuando al continente. La casa estaba decorada con una falta de gusto muy
femenina, es decir, sin el menor gusto, sin comodidad tampoco. Era un poco más
acogedora que la casa de Norma, pero no mucho. Además, era un edificio antiguo,
no viejo al estilo de los de Banbury Road, y se hallaba de veras en el campo, no en un
barrio de Oxford. Contenía uno o dos muebles de verdadero valor; donde Norma
habría puesto unas cretonas, los Dougdale tenían las labores de punto de Boy. Sin
embargo, eran muchas las similitudes, sobre todo arriba, donde los suelos eran de
linóleo y todos los cuartos de baño, a pesar de que los Dougdale no habían tenido
hijos, eran a la vez un cuarto infantil que olía intensamente a un jabón no del todo
agradable.
Polly no quiso transformar nada. Se instaló como si tal cosa en la cama de lady
Patricia, en el dormitorio de lady Patricia, cuyas ventanas daban a la tumba de lady
Patricia. «Amada esposa de Harvey Dougdale —decía la inscripción de la lápida,
erigida pocas semanas después de que el pobre Harvey Dougdale tuviera una nueva,
flamante y amada esposa—. No envejecerá como hemos de envejecer quienes aún
quedamos.»
Creo que a Polly nunca le importaron ni mucho ni poco las casas, conjunto de
edificios que, para ella, constaba de Hampton por un lado y, por otro, de todas las
demás. Al margen de lo que a Polly le importara en la vida, y ése era un misterio que
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el tiempo aún tendría que desvelar, no era su hogar, ni mucho menos. De ninguna
manera era eso que los franceses llaman una femme d'intérieur, y todas sus
disposiciones domésticas eran tan casuales que se hallaban a un paso del caos.
Tampoco, por desgracia, lo era Boy. En cuanto a él, una desilusión total se había
apoderado de su ánimo. Y ella se comportaba con él exactamente con aquella misma
frialdad, con la misma brusquedad que antiguamente caracterizara su actitud hacia
su madre, siendo la única diferencia patente que así como lady Montdore siempre le
inspiró un poco de miedo, era Boy, en este caso, quien estaba algo acoquinado ante
ella.
Boy estaba muy ocupado con su nuevo libro. Iba a titularse Tres duques, y los
caballeros cuyos retratos trazaba eran considerados por Boy perfectos ejemplos de la
aristocracia decimonónica en sus respectivos países. Los duques en cuestión eran
Paddington, Souppes y Monte Pincio, los tres maestros, al parecer, en las artes de la
anécdota, el adulterio y la buena mesa, miembros del Jockey Club, jugadores y
cazadores de renombre. Tenía una fotografía que utilizaría en el frontispicio de su
libro, en la que aparecían los tres juntos, tomada en una cacería que se celebró en
Landçut: los tres aparecían ante media hectárea de terreno repleta de animales
muertos, cada uno con su panza prominente, sus barbas, su sombrerito de cazador
de ciervos, sus polainas blancas. Parecían nada menos que tres reyes Eduardo
puestos en fila. Polly me contó que había terminado el apartado de Pincio mientras se
hallaban en Sicilia, pues el titular del ducado había puesto a su disposición todos los
documentos necesarios. Ahora estaba trabajando en Paddington con la ayuda del
bibliotecario del duque, así que iba en automóvil a Paddington Park todos los días,
siempre con el cuaderno en la mano. La idea consistía en que, cuando terminase,
viajaría a Francia para indagar sobre la figura de Souppes. Nadie había puesto la
menor objeción a que Boy escribiera acerca de sus antepasados: siempre les dotaba
de un encanto adicional, les atribuía de manera verosímil vicios deliciosos, al lado de
todo lo cual su firma era una garantía, un sello de un linaje de alcurnia, pues nunca
se habría ocupado de nadie cuya familia no se remontase a los tiempos anteriores a la
Conquista, en el caso de Inglaterra, o bien, tratándose de extranjeros, cuyo árbol
genealógico no comprendiera al menos un emperador de Bizancio, un papa o un
Borbón anterior a Luis XV.
***
Llegó el día del baile en Montdore House y pasó como si tal cosa sin que hubiera
señal de que Polly hubiese dado a luz. Tía Sadie acostumbraba de siempre a decir
que todas las mujeres inconscientemente hacen trampas acerca de la fecha prevista
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para dar a luz, con el objeto de que el tiempo de espera parezca acortarse, aunque de
proceder así las últimas semanas se les hacen interminables. Polly dependía mucho
de mi compañía y enviaba su automóvil la mayoría de los días para que fuese a pasar
una o dos horas con ella en Silkin. El clima por fin volvió a ser un lujo y pudimos dar
cortos paseos e incluso sentarnos en un rincón abrigado del jardín, envueltas en
sendas mantas.
—¿No te encanta —dijo Polly— cuando el tiempo de pronto se pone así después
del invierno, cuando las cabras y las gallinas parecen felices de estar vivas?
No me pareció que le interesara gran cosa la idea de tener un hijo, aunque una vez
me dijo: «¿No tiene gracia poner el polvo de talco y todas las cosas del bebé y estar
pendiente de alguien que ni siquiera existe?».
—Ah, eso es algo que siempre pienso yo también —dije—. Y en el preciso instante
en que llega, se convierte en parte tan esencial de tu vida que ni siquiera aciertas a
imaginar cómo fue todo antes de que llegara el bebé.
—Supongo. Ojalá se diera prisa. En fin, ¿qué hay del baile? ¿Has sabido algo? Yo
sigo pensando que tendrías que haber ido, Fanny.
—No me habría sido posible. El rector de Wadham y Norma sí que fueron. No,
juntos no, claro está. Pero son los únicos asistentes a los que he visto por el momento.
Parece que fue de un esplendor increíble, Cedric se cambió cinco veces de atuendo.
Comenzó con unas medias hechas de pétalos de rosa y una peluca rosada, y terminó
como Doris Keane en Romance, con una peluca negra. Llevaba diamantes de verdad
en la máscara. Tu madre se vistió de joven veneciana, para mostrar las piernas que
tiene ahora, y ambos se subieron a una góndola para hacer extraordinarios obsequios
a todo el mundo, a Norma le tocó una cajita para el rapé hecha de plata. Y se
prolongó hasta las siete de la mañana. Qué pena, qué mal describe todo el mundo un
baile al que ha asistido.
—No te apures, ya saldrá en el Tatler.
—Sí, dicen que estallaron los flashes durante toda la noche. Cedric se habrá
asegurado de tener fotografías que mostrarnos.
Llegó entonces Boy.
—Bueno, Fanny, ¿y qué has oído del baile?
—Oh, acabamos de hablar del baile —dijo Polly—. No vamos a empezar otra vez.
¿Qué hay de tu trabajo?
—Podría traérmelo aquí si te apetece.
—¿Sabes? No creo que tus labores de punto sean trabajo de verdad.
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Polly estaba envuelta en una nube de flores. La hermana se hacía notar todo lo
posible. Para completar el cuadro, tendría que haber encontrado a un monstruo de
cara amoratada, llorando a pleno pulmón, en el moisés que estaba allí cerca. Acusé
en verdad su ausencia como si fuera la de una persona que conociera de toda la vida.
—Ay, pobre... —empecé a decir, pero Polly había heredado prácticamente en su
totalidad el talento de su madre para excluir de la realidad todo lo que fuera
desagradable; por eso, de inmediato comprendí que cualquier muestra de simpatía
habría estado fuera de lugar y le habría molestado, de modo que, al estilo de las
Radlett, exclamé al ver dos camelias en flor, en sendos tiestos, a uno y otro lado de la
cama.
—Las ha enviado Geoffrey Paddington —dijo—. Reconoce que es un amorcito,
Fanny. La hermana ayudó a la hermana de Geoffrey cuando dio a luz a sus hijos.
¿Y a quién no había ayudado la hermana? Seguramente, Boy y ella habrían
sostenido conversaciones deliciosas, pensé, durante la primera noche que Polly pasó
con fiebre. Seguramente los dos la velaron sentados en el vestidor. No dejó de entrar
en el dormitorio durante todo el tiempo en que yo estuve, ya fuera para traer una
bandeja, para llevarse una jarra vacía, para traer más flores, para cualquier cosa, con
tal de interrumpir nuestra charla y soltar algún cotilleo. Había visto enseguida en
qué estado me encontraba yo y también había comprendido que yo era un pez
demasiado chico para sus redes, aunque era la afabilidad en persona y dijo que tenía
la esperanza de que ahora acudiese yo a diario a hacerle compañía a lady Polly.
—¿Ve usted alguna vez a Jeremy Chaddesley Corbett en Oxford? —me preguntó
—. Es uno de mis bebés preferidos.
Al cabo, entró con las manos vacías y bastante sonrojada, casi, como si tal cosa
fuera posible en ella, alterada, y anunció que lady Montdore estaba en la planta baja.
Me pareció que así como habría sido capaz de amortajarnos a cualquiera para
introducirnos en el féretro sin perder la calma, la aparición de lady Montdore había
afectado gravemente sus nervios de sólito tan templados. También Polly tuvo una
repentina alteración.
—¡Ah! —dijo débilmente—. ¿Está el señor... quiero decir mi... o sea, está Boy ahí?
—Sí, ahora mismo se encuentra con ella. Me ha pedido que le pregunte si da
permiso para verla. Si no lo desea, lady Polly, puedo decirle que hoy no le conviene
recibir otra visita. Y la verdad es que no debería, es el primer día de su convalecencia.
—Me marcho —dije poniéndome en pie.
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—No, no, no, Fanny, de ninguna manera, querida. No estoy segura de que quiera
verla, pero de ninguna manera querría quedarme con ella a solas. Siéntate, por favor
te lo pido.
Se oían voces en el jardín.
—Acércate a la ventana —dijo Polly—. ¿Son ellos?
—Sí, y también está Cedric —le dije—. Los tres están paseando por el jardín.
—¡No es posible! ¡He de ver a Cedric! Hermana, tenga la amabilidad de bajar a
decirles que suban de inmediato.
—No, lady Polly, ahora no. Y le ruego que no se excite. Tiene que evitar toda
alteración. Queda absolutamente fuera de lugar que reciba usted hoy a un
desconocido. El doctor Simpson dijo que solamente parientes cercanos y sólo de uno
en uno. Supongo que a su madre debe usted recibirla al menos durante unos
minutos, si así lo desea. Pero no vendrá nadie más. Y mucho menos un joven
desconocido.
—Mejor será que reciba a mi madre —dijo Polly—. De lo contrario, esta ridícula
disputa se eternizará. Además, la verdad es que me muero de ganas de verla, de
saber qué aspecto tiene. Ay, de todos modos, lo que en realidad ansío es conocer a
Cedric.
—Parece que tu madre está de talante muy amistoso —dije sin dejar de mirar por
la ventana—. Se le ve reír y charlar por los codos. Viene muy elegante, con un traje
azul marino y gorro de marinero. Boy se está portando de maravilla. Pensé que se
quedaría patitieso al verla en carne y hueso, pero está fingiendo que no se ha dado
cuenta de nada. Mira a Cedric sin quitarle ojo de encima. Y se ve que se llevan
estupendamente.
Muy astuto por su parte, me dije para mis adentros: si era capaz de entenderse con
Cedric, muy pronto volvería a gozar del favor de lady Montdore. Y quizá llegara
entonces el momento de realizar una pequeña modificación en el testamento de lord
Montdore.
—Qué ganas de ver el gorro de marinero. Bueno, acabemos. De acuerdo, hermana,
dígale que suba. Espere. Déme antes un peine y un espejo, ¿quiere? Adelante, Fanny:
sigue con la narración.
—Bueno, pues Cedric y Boy están charlando sin cesar. Me parece que Boy admira
el traje de Cedric, una especie de tweed azul, algo crudo, muy bonito, ribeteado de
escarlata. Lady Montdore es una constante sonrisa y no deja de mirar en derredor. Ya
la conoces.
—La imagino perfectamente —dijo Polly a la vez que se peinaba.
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No me hizo ninguna gracia decir que en ese preciso instante lady Montdore se
había asomado por encima de la tapia del cementerio para mirar hacia la tumba de
su cuñada. Boy y Cedric la habían dejado allí y se alejaban despacio hacia la verja de
hierro forjado que daba paso al huerto, charlando, riendo y gesticulando sin cesar.
—Adelante —dijo Polly—, no te pares, Fanny.
—Ahora llega la hermana, se ha acercado a tu madre, que está resplandeciente.
Las dos lo están, nunca he visto sonrisas semejantes. ¡Dios Santo, cómo lo está
disfrutando la hermana! Ahora vienen hacia aquí. A tu madre se le ve muy feliz. Está
radiante. Me voy a poner sentimental, se le nota a la legua que ha tenido que
extrañarte mucho, en lo más profundo, durante todo este tiempo.
—Bah, tonterías —dijo Polly, aunque se le veía complacida.
—Querida, tengo la sensación de que es mejor dejaros a solas. Permíteme que
escape por el dormitorio de Boy.
—Oh, no. Eso sí que no, de ninguna manera, Fanny. Si lo haces, Fanny, me enojaré
mucho. Insisto tajantemente en que te quedes. No puedo verla a solas, tanto si está
radiante como si no.
Tal vez se le había pasado por la cabeza, como de hecho se me ocurrió a mí en ese
momento, que la radiante felicidad de lady Montdore podría disiparse por completo
con sólo ver a Polly en el dormitorio de lady Patricia, que estaba hasta en los menores
detalles igual que siempre, y en el mismo lecho en que lady Patricia había expirado,
con lo cual su repugnancia ante lo que había hecho Polly quizá adquiriese una nueva
realidad. Incluso a mí me pareció un tanto desagradable, al menos hasta que no me
hice a la idea. Sin embargo, el exceso de sensibilidad nunca fue uno de los defectos
de lady Montdore. Por otra parte, la gran llama de la felicidad que Cedric había
prendido en su corazón había quemado del todo aquellas emociones que no tuvieran
relación directa con él. Él era la única persona del mundo que ahora poseía, a ojos de
ella, una sustancia cierta.
Así pues, su brillantez ni siquiera titiló un instante. Irradiaba buen humor en el
momento en que besó primero a Polly y después a mí. Miró en derredor.
—Veo que has cambiado de sitio la cómoda —comentó—. Está mucho mejor así,
hay más luz. Unas flores adorables, querida, estas camelias. ¿Me regalas una para
prendérsela a Cedric en el ojal? Ah, regalo de Paddington, ¿verdad que sí? Pobre
Geoffrey, me temo que es un poco megalómano. No he ido a visitarlo desde que
accedió al título. Su padre, claro está, era muy distinto, era un hombre encantador,
un gran amigo nuestro. El rey Eduardo lo tenía también en gran estima y Loelia
Paddington era sencillamente un amor. La gente se subía a la silla para verla pasar.
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En fin, así que murió el pequeñito. Supongo que es lo mejor. Hoy en día, los niños
comportan unos gastos terribles.
La hermana, que entró en la habitación justo a tiempo de oír ese comentario, se
llevó una mano al corazón y a punto estuvo de desmayarse. Iba a tener algo que
contar encantada de la vida a sus próximas pacientes, pues jamás, en todos sus años
de comadrona, había oído nada ni remotamente parecido en labios de una madre,
menos aún diciéndoselo a su única hija. Polly, que miraba a su madre boquiabierta,
procurando asimilar todos los detalles de su nueva apariencia, no se dejó conmover.
Era demasiado característico del modo en que lady Montdore contemplaba la vida: a
una persona que se había criado con ella no podía resultarle ni raro ni chocante. En
cualquier caso, dudo mucho de que a ella le importara demasiado la pérdida del
bebé. Se me antojaba como una vaca a la que le arrancan el ternero nada más nacer,
sin ser consciente de la pérdida.
—Qué lástima que no pudieras acudir al baile, Fanny —siguió diciendo lady
Montdore—. Tendrías que haber venido al menos media hora, aunque sólo fuera
para echar un vistazo. Fue sencillamente bellísimo. Vinieron de París muchos amigos
de Cedric, todos ellos con unos disfraces asombrosos y debo decir que, si bien nunca
me han caído en gracia los franceses, todos muy corteses y muy cordiales, y
disfrutaron de todo lo que habíamos hecho por ellos. Todos comentaron que nunca
hubo una fiesta así, al menos desde los tiempos de Robert de Montesquiou, y la
verdad es que me lo creo. Costó cuatro mil libras nada menos, el agua para las
góndolas era prohibitiva, eso para empezar. Bueno, así se enteran esos extranjeros de
que Inglaterra aún no está desahuciada, ni mucho menos. Fue una excelente
propaganda. Me adorné con todos mis diamantes. A Cedric le he regalado una
estrella giratoria, con un mecanismo de relojería, que lució en el hombro. Eficacísima,
os lo aseguro. Disfrutamos una barbaridad cada instante. Ojalá leyerais las cartas que
he recibido a propósito del festejo, son conmovedoras de verdad, la gente no ha
disfrutado apenas de placeres durante el último año más o menos, por eso están
todos tan agradecidos, naturalmente. La siguiente vez que venga a verte traeré
fotografías. Así podrás hacerte una idea excelente de cómo fue todo.
—¿Qué vestido te pusiste, mamá?
—De Longhi —dijo lady Montdore en tono evasivo—. Veronica Chaddesley
Corbett estuvo muy bien, disfrazada de prostituta, en aquellos tiempos las llamaban
de otro modo, y también vino Davey, Fanny, ¿no te ha contado nada? Iba disfrazado
de la Peste Negra. Todo el mundo hizo un gran esfuerzo por estar a la altura. Es una
verdadera lástima, chicas, que no pudierais venir.
Se hizo un silencio. Miró en derredor.
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—Pobre Patricia —dijo tras un suspiro—. Bueno, ya no importa, todo eso es agua
pasada. Boy nos ha hablado de su libro, es una idea excelente, Tres duques. Y Cedric
está muy interesado, porque el joven Souppes, el hijo del príncipe des Ressources, a
quien frecuentábamos en Trouville, es amigo suyo. Chèvres-Fontaine, el palacete que
Cedric alquilaba todos los veranos, es propiedad de su primo carnal. ¿No es una
curiosa coincidencia? Por eso, Cedric podrá contarle a Boy muchísimas cosas de las
que nunca ha tenido ni noticia, y los dos han pensado en viajar más adelante a París,
juntos, a hacer más indagaciones. De hecho, es posible que vayamos todos. ¿No os
parece que será divertido?
—Yo no —dijo Polly—. Yo no pienso pisar el extranjero nunca más.
En ese instante, Boy entró en el dormitorio y yo discretamente me marché, a pesar
de la mirada enfurecida que me llegó desde la cama de la convaleciente. Fui al jardín
a encontrarme con Cedric. Estaba sentado en el murete del cementerio, el pálido
brillo del sol sobre sus cabellos dorados, que me parecieron cuidadosamente rizados,
sin duda a resultas del baile. Le vi arrancar con intensa concentración, uno por uno,
los pétalos de una margarita.
—Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere, no me interrumpas, ángel
mío. Me quiere, no me quiere, ¡ay, ay, ay!, ¡cielo santo! ¡Él me quiere! Ahora bien
puedo decirte, queridísima, que acaba de comenzar la segunda etapa más importante
de mi vida.
Un siniestro rayo de luz cayó de repente sobre el futuro.
—¡Oh, Cedric! —dije—. ¡Te pido por favor que tengas mucho cuidado!
***
No tendría por qué haber sentido la menor alarma, desde luego. Cedric se las
ingenió para maniobrar a las mil maravillas. Tan pronto se hubo recuperado Polly
por completo, esto es, en cuanto recobró la salud y la belleza, introdujo a lady
Montdore y a Boy en el gran Daimler y se los llevó a Francia. Así quedó el campo
despejado para un Morris Cowley que, con absoluta puntualidad, se veía aparcado a
la entrada de Silkin todos los días. Antes de que pasara mucho tiempo, Polly ocupó
su sitio en el automóvil que la trasladó a Paddington Park, donde se quedó a vivir.
El Daimler regresó entonces a Hampton.
—Y aquí estamos, querida, haciendo exactamente lo que nos viene en gana, que es
por cierto el gran objetivo que Uno tenía en esta vida.
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Fin
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