La Ruta Del Oro
La Ruta Del Oro
La Ruta Del Oro
Prólogo 9
Introducción 13
El valor del oro 15
En la búsqueda de la ruta del oro en la antigua Frontera 17
Comienza la aventura 21
Haualqui, puerta de entrada a la ruta del oro 34
Las leyendas del oro 36
Leyenda del Cerro o Piedra de la Costilla 37
En busca del tesoro de la Piedra de la Costilla 39
El trabajo en los lavaderos 52
Millahue: lugar donde hay oro 58
Leyenda del tesoro de Pedro de Valdivia 59
La leyenda de Quilacoya: ¿tres robles o tres mentiras? 60
En el río Quilacoya 62
El pueblo de Quilacoya 68
El oro de Quilacoya después de la muerte de Valdivia 70
Camino a la montaña del trueno 73
El Tesoro de El Llano 74
La leyenda de las lagunas de Talcamávida y Santa Juana 79
Talcamávida y su época dorada 81
Buena Esperanza de Rere en la Ruta del Oro 85
Rere, un pueblo donde el tiempo se ha detenido. 85
La leyenda de la Campana de Oro 88
Rere en la Ruta del Oro 90
La gran pepita de oro 92
El Banco de Rere 99
Los Pincheira asaltan el Banco de Rere 100
El Museo de Rere, un paseo por la época dorada del pueblo 103
Bibliografía 106
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PRÓLOGO
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INTRODUCCIÓN
Cuando en 1553 los indios de la frontera del Biobío le mostraron
a don Pedro de Valdivia una batea llena con oro que habían extraído
del estero de Quilacoya, el gobernador no dudó en exclamar: “desde
ahora comienzo a ser un señor”. Con ello daba inicio a una de las rutas
auríferas más importantes del proceso de conquista española.
La historia del oro en esta zona, sin embargo, se remonta mucho
antes de la llegada de los conquistadores. Antiguos relatos señalan que
los incas del Perú llegaron hasta las orillas del gran Bío Bío a comienzos
del siglo XV, cerca de Hualqui, estableciendo un centro ceremonial en
el cual ofrecían sacrificios a sus dioses. Según la leyenda, habrían oculta-
do sus tesoros bajo una enorme pirámide hecha de piedra que les ser-
vía para realizar sus ceremonias. Hoy en día el lugar muestra las huellas
de muchos aventureros que han intentado desenterrar aquellas riquezas
junto a misteriosos petroglifos que aún no han sido descifrados. Un siglo
después don Pedro de Valdivia estableció cerca de allí una encomienda
de indios con el fin de explotar las minas de oro del estero de Quilacoya,
pero su muerte interrumpirá este breve auge minero.
Más tarde la época del oro se trasladará a Buena Esperanza de
Rere, un pueblo de gran atractivo histórico y por cuyos campos cruzan
una infinidad de esteros que arrastran ricas arenas auríferas que aún
son explotadas por los lugareños. La riqueza acumulada permitió que
los jesuitas fundieran a comienzos del siglo XVIII una enorme campa-
na que contiene gran cantidad de oro y cuyo tamaño, belleza y sonido
son inigualables. Incluso se logró la formación de un banco privado a
fines del siglos XIX, el que alcanzó a emitir billetes.
¿Podemos hablar entonces de una ruta del oro en la zona fronteri-
za del Biobío? Sin duda que sí, no obstante las múltiples dificultades e
interrupciones que afectaron su explotación a través de los siglos.
Para quienes deseen recorrer esta legendaria ruta que ahora inten-
tamos reconstruir, es preciso señalar que su verdadera riqueza no sólo
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frenética búsqueda del preciado metal que se extenderá por varios siglos
y que traerá enormes consecuencias en la vida de los aborígenes y en el
proceso de conquista.
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Comienza la aventura
El punto de partida de este viaje se inicia en la ciudad de Concep-
ción. En estricto rigor debería haber comenzado en Penco, lugar donde
originalmente don Pedro de Valdivia fundó la ciudad de La Concepción
del Nuevo Extremo hacia 1550 y que fuera trasladada dos siglos más
tarde a su actual emplazamiento. Fue precisamente desde Penco donde
el primer gobernador de Chile organizó la conquista de la zona de la
frontera del Biobío y comenzó la explotación de uno de los placeres au-
ríferos más importantes de la conquista: los del río Quilacoya o Culaco-
yán, situados en la actual comuna de Hualqui y que, según las crónicas
de la época, debido a su gran riqueza, hicieron exclamar en más de al-
guna oportunidad a Valdivia que desde ahora “comenzaba a ser señor”.
La ciudad de La Concepción se convertía en un punto estratégi-
co destinado a proseguir la conquista al sur del Biobío. A pesar de sus
escasos hombres y recursos, el gobernador no tardó en adentrarse en
dichas tierras y fundar nuevas ciudades y fuertes en medio de una zona
que más tarde se convertiría en un sangriento campo de batalla. Surgen
así La Imperial, Valdivia, Villarrica, Angol, Tucapel, Arauco y Purén.
Junto con ello se preocupó de inmediato en buscar lugares donde hu-
biera oro en abundancia. Las ansias por encontrar de manera rápida
el preciado metal en las zonas recién exploradas exacerbó en muchas
ocasiones la imaginación de algunos cronistas, los que no trepidaban en
dejarse llevar por los rumores acerca del hallazgo de grandes depósitos
de oro cerca de la ciudad. Al revisar las crónicas del Padre Alonso de
Ovalle podemos encontrar el siguiente párrafo que da fe de esta suerte
de fiebre del oro:
“…me contó un capitán que entró en nuestra Compañía (de
Jesús) que a media legua de la ciudad de La Concepción hay una
laguna que da el agua a la cintura y que cuando los indios no tienen
qué gastar, envían a sus mujeres a esta laguna y buscan entre la arena
con los dedos de los pies la pepita de oro y reconociéndola con el tacto
se bajan por ella, y sacando dos o tres pesos de oro no buscan más y se
van con Dios y no vuelven hasta gastar aquello porque no son gente de
codicia” (Alonso de Ovalle cap. 4, p. 10).
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En los rostros de los pasajeros del tren “Corto del Laja” poco que-
da de ese inconfundible aire de gente de pueblo caracterizado por sus
modos y su vestimenta. La vinculación diaria que tienen con la ciu-
dad de Concepción los ha hecho citadinos, transformando sus pueblos
de origen en pequeñas ciudades satélites que a pesar de ser engullidas
por el fragor de la vida urbana penquista, aún mantienen cierto sosie-
go que las hace atractivas para su gente. Los nombres con que fueron
bautizadas estas localidades son el fiel testimonio de que alguna vez el
pueblo mapuche fue el amo y señor de estar tierras de la antigua fronte-
ra: Chiguayante, Hualqui, Quilacoya, Unihue, Chanco, Talcamávida,
Gomero y Buenuraqui representan vocablos cuyo significado e historia
iremos conociendo en la medida que avancemos en el descubrimiento
de la ruta del oro.
La vía corre paralela al remozado camino a Chiguayante. A poco
andar, entre antiguas casonas refaccionadas y modernos edificios nos
encontramos con un pequeño y olvidado obelisco que alguna vez fue
parte de una plazoleta que hoy sobrevive apretujada en el estrecho ban-
dejón central del camino. Una vieja placa testimonia el nombre que al-
guna vez tuvo aquella plaza: “Agua de las niñas”. Bajo el camino y la vía
férrea fluye una pequeña vertiente que desemboca mezquinamente en
el Biobío. Hoy, lamentablemente, ya nadie puede advertir esa cristalina
vertiente, la cual ha sido entubada hasta su desembocadura. Fernando
Campos Harriet en su libro “Leyendas y tradiciones penquistas” nos
cuenta que aquella vertiente tomó ese nombre tan particular debido a
que antiguamente las muchachas campesinas que venían a la ciudad en
carreta desde Chiguayante, La Leonera, Hualqui, Quilacoya y demás
poblados aledaños aprovechaban la pileta para lavar sus pies llenos de
polvo o empapados de barro, con el objeto de presentarse decentemen-
te al llegar a Concepción.
Dejamos “Agua de las niñas” para seguir rumbo a Chiguayante.
Esta ciudad fue durante muchos años un barrio de Concepción y tuvo
sus orígenes en el repartimiento de tierras que recibieron los vecinos
que se trasladaron desde Penco al nuevo sitio en que quedó emplazada
la ciudad a mediados del s. XVIII. Con el correr de los años los propie-
tarios comenzaron a construir sus casas con el fin de pasar algunos días
del año, sobre todo en verano, disfrutando de las bondades del clima y la
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tranquilidad del lugar. Se fue cimentando así una forma de vida en don-
de la casa-quinta con fines de descanso y el cultivo de frutales hicieron
de Chiguayante un sector muy atractivo. Pero no fue sino hasta 1991
que logró separarse definitivamente de Concepción para convertirse en
una comuna independiente. Según la tradición popular, es considerada
como “La tierra bella”, slogan que dista mucho de su significado como
vocablo indígena, el cual proviene de “Chiguayantu” y que se puede
traducir como “sol entre brumas” o “día nublado” (chiguay=bruma,
antu=sol). Llegamos a la estación de la naciente ciudad y después de
unos minutos seguimos viaje hacia Hualqui siguiendo la línea de varios
cerros de gran altura, uno de los cuales, el de mayor envergadura, recibe
el nombre de Manquimávida, voz mapuche que significa “Montaña de
cóndores” (Manque: cóndor, mahuida: montaña). Una serie de antenas
cubren ahora su empinada cima sobre la cual, según una antigua leyen-
da, se esconde un volcán dormido. Existe también la creencia que cuan-
do aquel cerro se cubre de un manto de niebla, es seguro que va a llover.
Continuamos el viaje sin perder de vista la majestuosidad de aque-
llas serranías. A poco andar llegamos a “Leonera Vieja”, el último sec-
tor poblado al sur de Chiguayante y desde el cual el paisaje cambia
bruscamente. El tren vuelve a reencontrarse con el ancho Biobío, el
que se muestra complaciente ante la mirada de los pasajeros. Los cerros
enchapados de pinos, aromos y quilas se vuelcan estrepitosamente hacia
la línea amenazando con sus ramas el paso del tren. Hacia el lado del
río aún se divisan las huellas agonizantes de un viejo paradero llamado
“Omer-Huet”, un lugar inventado para la detención y descanso de los
trenes con el fin de permitir los “cruzamientos”, en una época en que el
tráfico de pasajeros y carga era intenso. A veces nadie subía ni bajaba
allí, a excepción de los empleados ferroviarios que trabajaban en ese
lugar. Hoy ni siquiera ellos están, ni tampoco la humeante nariz de las
máquinas repletas de carbón que rugían como un toro salvaje cada vez
que reiniciaban la marcha.
Los trenes de ahora ya no se detienen en aquel lugar y pasan rau-
damente como orgullosas lenguas de vidrio olvidándose del humo, del
vapor embravecido, del cambiador, del fogonero, en fin, olvidándose del
pasado como si se tratara de una estación más, porque “Omer-Huet”
ya no existe, al menos en la memoria de las nuevas generaciones. Ya a
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Las angosturas del camino a Hualqui hacia 1838, obra del marino
francés Dumont D’Urville.
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“Lo que puedo decir con verdad de la bondad de esta tierra es que cuanto
vasallos de V.M. están en ellas y han visto la Nueva España, dicen ser mucho más
cantidad de gente que la de allá: es todo un pueblo y una sementera y una mina de oro”
(Carta de P. de Valdivia al rey, Concepción, 25 sept. de 1551).
El número de indígenas que hizo trabajar Valdivia en Quilacoya
como asimismo la cantidad de oro sacado de allí es muy difícil de de-
terminar. El cronista Góngora y Marmolejo hablaba de que en aquel
tiempo había 800 indios sacando oro. Distinta es la visión de don Pedro
de Córdova y Figueroa, quien muchos años después visitó la zona de
los lavaderos, señalando que donde hubo más actividad aurífera fue en
Quilacoya “…cuyo dilatado espacio está trasegado y desentrañado, y
bien se ve que aquella fue obra de diez y séis a veinte mil indios que allí
tuvo Valdivia, quienes le pagaban el tributo en oro” (p. 32).
Cualquiera sea la verdad, lo cierto es que el Gobernador quedó ex-
tasiado con la riqueza encontrada allí. Así lo confirma el cronista Gón-
gora y Marmolejo al señalar que en cierta ocasión los indios le trajeron
al gobernador una batea llena de oro “…este oro le sacaron los indios
en breves días. Valdivia habiéndolo visto no dijo más, según me dijeron
los que se hallaban presentes, de estas palabras: “Desde ahora comienzo
a ser señor” (Alonso de Góngora Marmolejo, pp. 33 - 34).
Existen antecedentes aún más increíbles sobre el particular, como
el del padre jesuita Alonso de Ovalle en su Histórica relación del Reino
de Chile, quien escribía durante la primera mitad del s. XVII que “…
la gran riqueza (de oro) que han sacado los españoles de estas minas es
tanta, que oí decir a mis mayores que en los banquetes y bodas ponían
en los saleros en lugar de sal oro en polvo, y que cuando barrían las
casas, hallaban los muchachos pepitas de oro en la basura lavándolo en
las acequias” (p.10).
Es probable que esta evidente exageración de los hechos obedece
a la natural intención de atraer a más colonos al reino de Chile y de
este modo consolidar la conquista y evangelización de un territorio tan
extenso como indomable.
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agua entre la arena.” Por eso era conveniente “…hacer estos lavados
sobre planos inclinados, cubiertos de zaleas (cueros) de carnero bien
extendidos para que se enredase el oro en sus lanas.” Pero a pesar de
estos inconvenientes Molina agregaba que “…a veces la utilidad era
exorbitante, hallándose entre las arenas lavadas pedazos de oro que los
naturales llaman pepitas, aunque lo más general es recogerlo en polvos
y en granillos pequeños redondos y lenticulares, que juntan en bolsas de
los escrotos de los carneros…y que llevan a vender a las ciudades donde
es más apetecido y mejor pagado” (Juan Ignacio Molina, pp. 116 - 117).
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Siglos más tarde, a fines del s. XIX, Vicuña Mackenna hace refe-
rencia al fuerte que dejó Valdivia en las minas de Quilacoya, basado en
una visita que hicieron unos amigos suyos hacia el año 1879, entusias-
mados por las leyendas del oro que en esa época circulaban profusa-
mente en el país y para reconocer los vestigios de las minas. Los amigos
de Vicuña Mackenna se encontraron con interesantes indicios sobre el
particular. Veamos lo que nos relata acerca de aquel viaje:
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En el rio quilacoya
Esa tarde, después de conocer las historias relacionadas con los
lavaderos de oro que tuvo Valdivia en el s. XVI, tomamos rumbo hacia
el río Quilacoya en la busca de algunos indicios acerca de las faenas
auríferas y el fuerte que construyó el gobernador para el resguardo de
las minas. Nuestras esperanzas se basaban en las descripciones que hi-
cieran a fines del s. XIX aquellos amigos de don Benjamín Vicuña Mac-
kenna, cuando visitaron Quilacoya dejando registradas sus impresiones
en la obra La Edad del oro en Chile.
El camino seguía el vaivén de las montañas cercanas alejándose
del gran Biobío. Recordé entonces el viaje que hizo el doctor Aquinas
Ried, hacia 1847, utilizando este mismo camino cuando iba rumbo a la
zona de la Araucanía: “Al salir de Hualqui el camino atraviesa la cor-
dillera de la costa…Constantemente uno se ocupa en caracolear, subir
y bajar un laberinto de cerros. El viajero se siente perdido en medio de
un desorden interminable de subidas y bajadas… En muchas partes
encontramos grandes grietas abiertas de doscientos o trescientos pies de
profundidad que orillan el camino y amenazan destruirlo en el próxi-
mo aguacero. Cruzamos varios arroyos, de los cuales el principal es el
Quilacoya, que pasa por una hermosa hacienda del mismo nombre”(A-
quinas Ried, p. 7).
Hoy en día las dificultades del viaje ya no son tales, pero aún siguen
existiendo los caminos de tierra sumergidos entre los cerros y quebradas
cubiertas de vegetación, conservando de algún modo el romanticismo
de los viajes de antaño. Por lo menos el polvo es el mismo de aquel en-
tonces, tal vez más pródigo por el paso raudo de los vehículos forestales.
Es por eso que la creatividad popular ha denominado ocasionalmente
a esta vía como la “Ruta del polvo”. Pocos caballos transitan hoy en día
por estos caminos, y menos aún las tradicionales carretas tiradas por
bueyes. Lo que antaño fue un símbolo de la vida campesina de la comu-
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esa sabiduría que sólo tienen los relatos de estos viejos campesinos. El
hombre era don José Orellana, nacido y criado en el lugar por más de
75 años. Dedicado al trabajo de sus tierras y al cuidado de sus animales,
su vida ha estado marcada por incontables historias llenas de misterio.
Sus abuelos le habían contado acerca de los entierros que había en el
Cerro de la Cruz y que estaban resguardados por extraños animales
llamados culebrones.
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bíamos logrado sacar oro, una tarea nada de difícil en aquellas tierras
que durante milenios han guardado en sus entrañas grandes vetas del
preciado metal, pero que producto de los agentes erosivos se encuentra
tan diseminado que resulta muy difícil hacer rentable su extracción.
No obstante el ínfimo valor comercial de aquel hallazgo, nos sentíamos
felices de haber logrado sacar aquellas diminutas pepitas. Don José nos
miraba con un dejo de nostalgia desde lo alto de un padrón, tal vez
recordando esos años mozos en que también probó suerte sobre las are-
nas del río Quilacoya con la esperanza de convertirse algún día en un
hombre rico. Alzó sus manos en señal de despedida y luego siguió su
camino arreando como todas las tardes sus animales hacia su humilde
hogar. Sin duda aquellas cosas sencillas constituían su verdadero tesoro.
Durante algunos minutos revisamos el lugar convencidos que de-
bido al poco tiempo que funcionaron los lavaderos en la conquista, los
cambios naturales producidos después de casi cinco siglos y la impre-
cisión de los datos aportados por los cronistas, resultaba casi imposible
encontrar algún vestigio material de aquella época tan aciaga. Sólo nos
quedaban las múltiples historias acerca de míticos entierros de oro y
un paisaje que llamaba a la contemplación. Después de refrescarnos y
comer algo, continuamos el viaje siguiendo la huella de un camino que
corría paralelo al río. Un par de kilómetros más adelante, un viejo letre-
ro nos indicaba que el pueblo de Quilacoya estaba próximo.
El pueblo de quilacoya
La historia del pintoresco pueblo de Quilacoya, situado a orillas
del estero homónimo y muy cerca del Biobío, está ligado a la ruta del
oro sólo por el nombre. Su origen no tiene relación alguna con aquella
riqueza que buscaban afanosamente los primeros conquistadores, sino
más bien fue el resultado de la llegada del ferrocarril a través de la cons-
trucción del ramal San Rosendo- Talcahuano hacia 1874.
Al momento de la llegada de los incas y los españoles en los si-
glos XV y XVI respectivamente, el lugar estaba habitado por los indios
“Quilacoyas” quienes vivían dispersos en el valle. Durante los primeros
años de la conquista ofrecieron una férrea resistencia al invasor español,
motivada principalmente por los trabajos forzados a que fueron someti-
dos para extraer el oro en el curso superior del río. Durante los siglos co-
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cuidado y recato esconden los dichos indios las minas de oro o plata que
tienen y si algún indio haya algún oro le mandan que calle y es entre
ellos muy general el silencio de ello y así no lo saben, pero es cosa no-
toria que en Quilacoya, Relomo y Viderregua hay muchos mineros de
oro…” (Ob. Cit. CHCh, tomo 4 pág. 390)
Esta situación determinó que el gobernador Martín García Oñez
de Loyola intentara llegar a acuerdos con los indios de paz de Quilacoya
y sus contornos. “El 26 de sept. de 1593, tuvo un parlamento que duró 2
días con los caciques y recuas de guerra, naturales y comarcanos de este
asiento de Quilacoya, quienes resolvieron dar la paz y obediencia a Su
Majestad y al gobernador, y entre algunas condiciones se estableció lo
siguiente: Que las minas de oro que tienen en su tierra no se les mande
labrar a ellos hasta asegurar esta provincia de los indios de guerra. Que
la labor de las minas la hagan al presente los indios de paz y que ellos
por ahora no labren sino partan sus rescates, porque están ocupados en
hacer sus casas y sementeras y darán sus mitas ordinarias.” (Ob. Cit.,
CHCh, tomo 4, pág. 378). Participan de este parlamento los caciques
Cateande, Lienande, Foroande, Panguipillán, Animangue, Hupalcheu-
gue, Fermoin, Manquetur, Payleleco entre otros.
Al año siguiente del Parlamento de Quilacoya, el capitán Hernan-
do Vallejo señalaba “… que ha estado dos meses con su cuadrilla de
indios en el asiento de las minas de Quilacoya sacando oro y que han
estado y están con mucha seguridad, quietud y paz, … y los indios mis-
mos van a todas partes a catear y buscar oro solos y sin guardia alguna
y nunca han tenido inquietud alguna ni sospecha ni recelo de ello…”
(Ob. Cit. CHCh, tomo 4, pág. 451).
Sin embargo, como todos los parlamentos realizados durante la
conquista, los acuerdos eran muy vulnerables y pronto se rompían dan-
do lugar a la reanudación del conflicto. No obstante la aparente quie-
tud demostrada por los indios de Quilacoya en esos años, ni el propio
gobernador ni los conquistadores sospechaban que tras aquella actitud
sumisa de los naturales se estaba fraguando lentamente, al igual que
en tiempos del gobernador Pedro de Valdivia, una gran insurrección.
Prontamente se vieron los primeros atisbos de rebelión a lo largo de la
frontera del Biobío, los que se extenderán a toda la zona de la Arau-
canía. Producto de esta segunda gran sublevación serán abandonadas
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todas las ciudades y fuertes construidos al sur del Biobío a lo largo del si-
glo XVI, y el mismo gobernador Oñez de Loyola, al igual que Valdivia
en 1553, encontrará la muerte en el desastre de Curalaba hacia 1598.
Terminaba así el primer siglo de la conquista, período en el cual la
ambición por pacificar la extensa zona de la Araucanía y sacar de sus
entrañas la esquiva riqueza aurífera, se verán enfrentados a la tenaci-
dad de una raza “…que no ha sido por rey jamás regida ni a extranjero
dominio sometida” (Alonso de Ercilla, La Araucana, canto 1). El ancho
Biobío se transformaba en la frontera natural entre ambos pueblos, y
la riqueza del oro nuevamente quedará dormida por algún tiempo a la
espera de una nueva pacificación de los espíritus.
Años más tarde y al amparo del sosiego de que disfrutará la zona
de la frontera, nuevos yacimientos aparecerán en zonas cercanas a Qui-
lacoya, como lo son Talcamávida y muy especialmente Buena Esperan-
za de Rere, dando lugar a un renacimiento de la actividad aurífera que
se prolongará hasta bien entrado el siglo XIX.
Muchos años después, a comienzos del s. XIX, precisamente en
1818 y en plena lucha por la independencia, el joven norteamericano
J. F. Coffin describe su estadía en una hacienda de Hualqui y el interés
por saber de estos antiguos lavaderos, a los cuales confunde con plata:
“Al llegar aquí, uno de mis primeros cuidados fue indagar lo relativo
a las minas y si había alguna en las inmediaciones, habiendo sabido
con pena que, aunque existen muchas, sólo se trabaja ahora una, y eso
parcialmente. Es de plata y se halla situada en Calicoa (Quilacoya), lu-
garejo que dista cuatro leguas de Gualqui. Hemos estado a visitarla
considerando la fama que han alcanzado por su riqueza. Lo único que
se ve es un pozo en las faldas del cerro rodeado de montones de piedras
de color gris…sólo se hallaban trabajando seis u ocho peones, habién-
dose ocultado los demás por temor a que los reclutasen para soldados.
Unas cuantas palas, barretas, picos y taladros de construcción primitiva
constituían las herramientas del establecimiento” (p. 96).
Algunos años después, en el verano de 1845, el naturalista polaco
Ignacio Domeyko recorre la zona, dando cuenta de la riqueza aurífe-
ra existente, aun cuando no especifica si los lavaderos estaban todavía
en funcionamiento. He aquí las impresiones que dejó sobre el lugar:
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“En esta parte existen los más antiguos lavaderos de oro explotados en
tiempos de Valdivia, y aquí mismo se contornea el ancho y majestuoso
Biobío para dar vuelta hacia el poniente engalanado con una vegeta-
ción lujosa y amena. En esta parte se halla Rere con su campana de oro,
Gualqui, Florida y un sinnúmero de pequeñas propiedades, que no por
ser pequeñas dejan de agradar como si fueran moradas de ostentosa
opulencia” (Ignacio Domeyko, p. 14).
Finalmente, a fines del siglo XIX encontramos las notas dejadas
por los amigos de Vicuña Mackenna en su viaje a Quilacoya en búsque-
da de algunos indicios de los lavaderos y cuyas descripciones ya hemos
citado en las páginas anteriores. Vale la pena recordar las impresio-
nes dejados por estos viajeros hacia 1879: “Existen todavía los fosos
del fuerte de Valdivia y los perales que circundaban el castillo. Existe
también el rasgo de un canal que sacaron sobre los cerros. Y… existe
aún una cruz sobre la tumba de alguno de los compañeros del conquis-
tador, conservada por los moradores de aquella comarca con respetuoso
cuidado” (Benjamín Vicuña Mackenna, pp. 101-102).
Desde aquel entonces y a lo largo de todo el siglo XX la explota-
ción de las arenas auríferas del río Quilacoya, como también de la ma-
yoría de los esteros que tributan en el curso inferior del Biobío, será una
tarea asumida sólo por algunos lugareños que de manera intermitente
combinarán sus labores agrícolas con la extracción del preciado metal.
No obstante la lejanía de aquellos gloriosos tiempos en que las vetas
brotaban con abundancia, el oro sigue siendo un símbolo de identidad
de una zona caracterizada por su historia y tradiciones.
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A sólo metros del camino que une Talcamávida con Rere, y a unos
cuantos pasos del río Gomero nos encontramos con una rústica casa de
materiales ligeros. Al adentrarnos para conversar con sus moradores
nos encontramos con don Eduardo Salas, y su esposa quienes viven
allí desde hace algunos años cuidando un predio particular. Cada ve-
rano recorren el río Gomero con sus dos chayas (de madera y latón)
buscando el esquivo y preciado metal que les pueda hacer la vida más
llevadera. Es una familia oriunda de Hualqui que alterna el oficio de
campesinos con el de buscador de oro. Es el sacrificio que deben hacer
para sobrevivir. Nos cuenta que comenzó a sacar oro en el río Millahue
en la década de los ochenta, aprovechando el “Plan aurífero” que im-
plementó el gobierno de ese entonces para paliar el gran desempleo
que había. Los ubicaron en un campamento cerca del río, les dieron las
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apreciadas por la gente y que sin duda constituye hoy en día una de las
maravillas del mundo colonial español: la hermosa campana de oro, tan
fascinante en tamaño y tañido como lo son las innumerables leyendas
que la rodean.
La leyenda de la campana de oro
El glorioso pasado religioso del pueblo de Rere no sólo se ha nu-
trido de hombres ejemplares y hechos notables sino también de obras
que por su esplendor constituyen verdaderas maravillas del arte. Si
tuviéramos que buscar las siete maravillas de Chile, sin duda que su
famosa campana de oro estaría en un lugar privilegiado. Construida
en 1721 por los misioneros jesuitas, constituye hoy en día la reliquia
más preciada del pueblo, la que junto a su leyenda le otorgan un valor
incalculable. No se sabe a ciencia cierta cómo y dónde fue construida.
Lo más probable es que fuera en el mismo pueblo y aprovechando los
conocimientos que tenían los jesuitas sobre el particular. Grabado en su
parte exterior se lee la siguiente leyenda: “Nuestra Sra. de la Buena Es-
peranza, en tiempos del Señor Visitador y Cura Don Miguel González
Dionisio Rico de Ruedas me fecit (me hizo) año 1720”
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La leyenda cuenta que fue hecha con donativos reales y las joyas
de oro, plata, cobre, bronce y otros metales que donaron los vecinos,
cuyo peso llegó a ser de 1.200 kilos y su sonido resultó tan impresionan-
te que puede escucharse a varios kilómetros a la redonda. Estas maravi-
llosas cualidades provocaron la ambición de las autoridades eclesiásticas
de Concepción quienes, a instancia de los frailes de Yumbel, intentaron
llevársela en más de una ocasión. Algunas versiones señalan que su des-
tino sería el campanario de la iglesia de San Sebastián, santo que en ese
entonces ya atraía a miles de peregrinos. Otros señalan que la intención
era llevársela a la catedral de Concepción. Como quiera que sea, lo más
interesante de esta historia fue su traslado.
Por su enorme tamaño y peso se dispuso de un par de yuntas de
bueyes. Sin embargo, y debido a alguna fuerza misteriosa, a medida que
los fornidos bueyes avanzaban la campana se volvía más pesada. Fue
necesario conseguir otra yunta, y otra y otra, hasta alcanzar según las
versiones más de 40, pero ni aun así pudieron sacarla del pueblo. Hubo
que dar vuelta y regresarla a su legítimo lugar. Desataron de inmediato
las yuntas dejando solamente una y entonces, movidos tal vez por algún
espíritu milagroso, la llevaron al trote y sin ningún esfuerzo hasta la igle-
sia del pueblo. Cuentan que los vecinos la recibieron con gran alegría
y la regresaron de inmediato al campanario. Y allí permanece hasta el
día de hoy, tan hermosa y formidable como lo ha sido siempre, sin que
nadie se atreva a pensar siquiera en sacarla del pueblo nuevamente por-
que eso significaría llevarse el alma de Rere.
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A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX aún se mantenía una im-
portante actividad aurífera en la zona de Rere. En el informe de don Juan
Egaña al Real Tribunal de Minería, fechado en 1803 se señalaba que en
aquel lugar “…se hallaban los famosos lavaderos de oro nombrados la Es-
tancia del Rey, de donde se sacaron pedazos de oro puro…”(Juan Egaña, p.
217). En el mismo informe se indica más adelante la existencia de un gran
número de lavaderos repartidos por todo el Partido de Rere, señalando los
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El banco de rere
La antigua grandeza del pueblo de Rere, basada en gran parte en
la extracción de oro y en su agricultura, se verá reflejada en la forma-
ción de un banco privado hacia 1889. No obstante su corta existencia,
fue el fiel reflejo de una época de gran esplendor que se había iniciado
siglos antes y que ya a fines del siglo XIX mostraba sus primeros signos
de decadencia. Sin embargo, Rere aún figuraba en ese entonces como
un punto relevante en la minería del oro en Chile. Así lo apuntaba el
historiador Pedro Lucio Cuadra en su obra Apuntes sobre la geografía
física y política de Chile, escrita en 1886, al indicar sobre el particular
que “más al sur tenemos los lavaderos de Millahue (Hualqui), Rere, An-
gol y Osorno, de tanta nombradía en los primeros años del coloniaje”(p.
157).
La creación de esta sociedad anónima denominada “Banco de
Rere” se detalla en el Diario Oficial del 4 de abril de 1889: “En San Luis
Gonzaga, Departamento de Rere, a 15 de enero de 1889 comparecie-
ron los señores…(se mencionan unas 60 personas, la mayoría de ellos
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Hoy en día la ruta del oro sigue más viva que nunca, pero ella no
sólo se sustenta en la búsqueda de placeres auríferos, sino también en
las innumerables tradiciones que se conservan en cada uno de las locali-
dades y pueblos en los que algún día pasaron indios y conquistadores en
busca del preciado metal que los convirtiera en verdaderos señores. En
cada uno de estos pueblos quedan buscadores de oro que de tanto en
tanto escudriñan las arenas de los riachuelos, vendiendo lo producido
en las joyerías del gran Concepción.
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noble raigambre amasaron una fortuna a lo largo del siglo XIX, riqueza
que se ve reflejada en la colección de monedas y billetes antiguos, el más
importante, sin duda, el emitido por el “Banco de Rere”. Y, por último,
una colección de chayas o bateas destinadas a sacar oro en la infinidad
de esteros, que en aquel tiempo fluían con abundancia sobre las profun-
das quebradas cercanas al pueblo de Rere.
No cabía duda que Rere era un pueblo
cuya historia estuvo moldeada por el oro. Su
famosa campana junto a su leyenda, las herra-
mientas utilizadas por los buscadores de fortuna
existentes en las casas-museos y el hallazgo de
antiguos mineros cuya memoria habla de tiem-
pos mejores, son signos inequívocos de la exis-
tencia de una ruta patrimonial marcada por la
riqueza aurífera.
De algún modo este famoso pueblo nos in-
dicaba que habíamos llegado al final de esta aventura. Más allá de Rere,
alejado de los suaves pliegues que caracterizan la cordillera de la Costa,
los indicios acerca de la existencia de oro son escasos. Aparecen otros
paisajes y otras historias que tarde o temprano alguien las develará con
el fin de conformar nuevas rutas, ricas en personajes, en costumbres y
en tradiciones
Convencidos de que merecíamos un descanso, nos quedamos
aquella noche en Rere para contemplar las centenarias casonas de ado-
be, con el fin de sentir de algún modo la magia y el esplendor de un
pueblo que, a pesar de los siglos, sigue manteniendo el encanto de las
innumerables villas que fundaron los españoles a lo largo de la antigua
frontera del Biobío.
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Otros títulos publicados
Carretas, Carros de Sangre y Tranvías en
Concepción: transporte público entre 1886 y 1908
Gustavo Campos J.
Alejandro Mihovilovich G.
Marlene Fuentealba D.