La Ruta Del Oro

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Ediciones del Archivo Histórico de Concepción

Luis H. Espinoza Olivares

La Ruta del Oro en


la antigua Frontera
del Biobío
Portada: Detalle Mural de Rere de
Eugenio Brito (1981).

Premio especial mejores obras literarias -


Escrituras de la memoria 2016.
Consejo Nacional de la Cultura y las Artes

La ruta del Oro en la Frontera del Biobío


© Luis H. Espinoza O.
© Ediciones del Archivo Histórico de Concepción
I.S.B.N.
Diseñado por Siegfried Obrist C.
Impreso en Trama Impresores S.A.
Concepción, octubre 2018.
ÍNDICE

Prólogo 9
Introducción 13
El valor del oro 15
En la búsqueda de la ruta del oro en la antigua Frontera 17
Comienza la aventura 21
Haualqui, puerta de entrada a la ruta del oro 34
Las leyendas del oro 36
Leyenda del Cerro o Piedra de la Costilla 37
En busca del tesoro de la Piedra de la Costilla 39
El trabajo en los lavaderos 52
Millahue: lugar donde hay oro 58
Leyenda del tesoro de Pedro de Valdivia 59
La leyenda de Quilacoya: ¿tres robles o tres mentiras? 60
En el río Quilacoya 62
El pueblo de Quilacoya 68
El oro de Quilacoya después de la muerte de Valdivia 70
Camino a la montaña del trueno 73
El Tesoro de El Llano 74

La leyenda de las lagunas de Talcamávida y Santa Juana 79
Talcamávida y su época dorada 81
Buena Esperanza de Rere en la Ruta del Oro 85
Rere, un pueblo donde el tiempo se ha detenido. 85
La leyenda de la Campana de Oro 88
Rere en la Ruta del Oro 90
La gran pepita de oro 92
El Banco de Rere 99
Los Pincheira asaltan el Banco de Rere 100
El Museo de Rere, un paseo por la época dorada del pueblo 103
Bibliografía 106
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

PRÓLOGO

El libro que el lector tiene en sus manos da cuenta de una travesía


por la historia y la geografía accidentada de Hualqui, en las riberas
del gran Biobío. No se trata de un viaje directo, con un destino claro
y por una ruta predeterminada; es más bien una búsqueda. Son varias
excursiones que se entrecruzan y van tejiendo un relato cargado de hu-
manidad y misterio.
El común denominador de las indagaciones de Luis Espinoza, de
sus conversaciones, periplos y revisiones bibliográficas, es el oro. El me-
tal precioso, que impulsó la ocupación de América, es también el objeto
de su ambición. No es la riqueza fácil lo que anhela, sin embargo, sino
un misterio más profundo. Se trata de desentrañar y rehacer los pasos
de incas, mapuches y conquistadores en el remoto pasado; y de ansiosos
gambusinos en décadas más recientes, impulsados todos por la pesquisa
del mineral.
Es que, hasta tiempos no tan lejanos, la abundancia de oro deter-
minó la centralidad de este territorio en la historia nacional, pero hoy
devenido periférico. Incluso antes que Chile fuera Chile, ya los incas
habían hollado la zona para extraer su riqueza aurífera; aquí dejaron
su huella, en forma de petroglifos, en el Cerro de la Costilla. Es una
historia que requiere más investigación, pero que respecto, a lo menos,
a este hecho esencial, no existen dudas.
Agotadas las vetas auríferas, entre vías que ya ningún ferrocarril
recorre, donde el bosque recupera sus espacios, cuesta imaginar la cen-
tralidad de estos lugares en el pasado. Por allí, en efecto, pasó el camino
que conducía a Concepción de Penco y luego de la Mocha, ciudad que
fue siempre la capital de la Frontera y cabeza de la ocupación hispana.
La elevación de sus colinas determinó que fuera la ruta elegida para
conectar la ciudad con la capital del reino, pues no la interrumpían las
lluvias del invierno.

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Luis H. Espinoza Olivares

El oro de sus minas llevó a Pedro de Valdivia a trasladar su resi-


dencia y posesiones al territorio de la actual provincia de Concepción.
El 26 de octubre de 1550, en efecto, a pocos días de fundar la ciudad
homónima, Valdivia se autoconcede las tierras de Talcahuano y An-
dalién, tomando para sí en encomienda los indígenas en ellas situados.
El Rey de España, en documento firmado en Toledo a 27 de agosto de
1560, que enumera los lebos que Valdivia se dejó en encomienda en la
“provincia de Arauco”, ratifica tales concesiones.
Las noticias de las explotaciones auríferas llegaron a Valdivia,
como tantos otras informaciones, del paso previo de los incas por las ac-
tuales tierras chilenas. La abundancia inicial justifica el título del “siglo
del oro”, con que se conoce al siglo XVI; un ciclo breve de abundancia,
que oprimió a los naturales e hizo la riqueza del gobernador.
La ambición de Valdivia, en todo caso, más que a la fortuna, apun-
taba al poder que le otorgaba la Gobernación de Chile y el afan de
“dejar memoria y fama de mí”, como señalaba al Emperador Carlos
V, en carta de 4 de septiembre de 1545. El oro compraba el favor de la
Corte y podría asegurar la amplia jurisdicción a que aspiraba Valdivia,
así como las posesiones propias. Lo refleja la escena que relata el cro-
nista Góngora y Marnolejo, en que el Conquistador, enfrentado a una
gran pepita extraida de sus minas, expresó: “Desde ahora comienzo a
ser señor”.
Pero el oro que hizo su grandeza, también perdió a Valdivia. En-
frentado a la gran sublevación de diciembre de 1552, que encabezara el
joven Leftraru, marcha al sur por la ruta de Quilacoya, que atraviesa el
río frente a Santa Juana y sigue por las colinas de Patagual hacia Colcu-
ra y Tucapel de la Frontera. El deseo de asegurar sus minas de Quilaco-
ya, amenazadas por la sublevación, le hacen perder un tiempo precioso.
Cuando llega a Arauco ya el levantamiento es imparable, al punto de
provocar su propia muerte en la batalla de Tucapel, en las cercanías del
actual Cañete. Es la visión del poeta-soldado Ercilla, quien recorrió la
zona un lustro más tarde, acompañando a las huestes del joven gober-
nador García Hurtado de Mendoza.

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La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

“Pero dejó el camino provechoso,


y, descuidado dél, torció la vía,
metiéndose por otro codicioso
que era donde una mina de oro había:
Y de ver el tributo y don hermoso
que de sus ricas venas ofrecía,
paró de la codicia embarazado,
cortando el hilo próspero del hado.
Más el metal goloso que sacaba
le tuvo a la sazón embebecido
después salió de allí, y se apresuraba
cuando fuera mejor no haber salido.
(La Araucana, Canto II).

Estas breves rememoranzas de los días tempranos de la Conquista,


muestran la centralidad de este territorio en la construcción de la his-
toria patria.
Los siglos pasaron y el oro dejó de iluminar las chayas de los gam-
businos. Las minas negaron su riqueza antes generosa y se hizo el si-
lencio en los improvisados campamentos. Aunque ya quedan pocos
que puedan contar, de primera mano, del auge económico y la gran
población que congregara el oro, las viñas y el trigo, quedan importan-
tes vestigios. Un legado de leyendas, nombres y tradiciones, que dan
testimonio de la abundancia y la riqueza de otrora. Las campanas de
Rere, nos transportan, con su tañido, en el tiempo e imaginamos cien-
tos de carretas, el rechinar de las locomotoras a carbón y, ¿por qué no?
nuevamente vemos delizarse por el río decenas de barcas, trayendo la
madera, los cueros y el trigo de la Frontera.
En busca de los ecos de aquellos días, Luis Espinoza ha recorrido
varias veces esas tierras algo perdidas en la memoria, para recuperar
las voces de los antiguos vecinos. Con su investigación, académica pero
también de campo, reviven las tradiciones, las leyendas explican su ori-
gen y, lo más importante, éstas quedan fijadas para siempre, con la fir-
meza y omnipresencia de un libro que circulará por los caminos mate-

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Luis H. Espinoza Olivares

riales y virtuales de internet y de las bibliotecas. Así se pone en valor un


territorio, su historia y cultura, para explicar mejor, desde el diminuto
microcosmos de un espacio de provincia, las fuerzas que movilizaron el
proceso de ocupación hispana del sur de Chile.
Es el aporte de este libro, que se complementa con bellas imágenes,
la mayoría obra del propio autor, que prueba con ello su paso por tantos
lugares que describe, a la vez que su sensibilidad frente al paisaje y los
personajes que lo conforman.
Si bien este libro responde más a una crónica testimonial que a una
investigación académica, no dudamos de su valor y contribución. Ojalá
invite a otros a recorrer, con la mirada aguda de Espinoza, su propia
historia de antiguos pueblos y lugares que la urbanización creciente va
desdibujando. Así revivimos y, ojalá, fijaremos en imágenes y un texto
impreso, la frágil memoria del pasado agrícola de Ñuble y Biobío.
El entusiasmo del autor se vio reconocido y estimulado por el apo-
yo recibido del Consejo Nacional de la Cultura, que el año 2011, a tra-
vés de la adjudicación de un proyecto FONDART, le permitió recorrer
una vez más la ruta y estructurar todos los testimonios e investigaciones
que venía realizando desde la década del ochenta, en muchos viajes a
los pueblos de la antigua frontera. En aquella oportunidad, a veces en
un viejo vehículo, otras simplemente a pie por los polvorientos caminos
y senderos, pudo recoger el aporte de muchas personas, algunos de los
cuales ya no están en este mundo.
También cabe agradecer al Consejo por el apoyo en el financia-
miento de este trabajo a través del Fondo del Libro, convocatoria 2018,
en el cual jugó un rol fundamental el haber obtenido, dos años antes,
el Premio Especial en el concurso Mejores Obras Literarias 2016 en el
área de “Escrituras de la Memoria”.
Los invito, entonces, a recorrer a través de este viaje imaginario la
historia de la antigua frontera del Biobío, para descubrir a través de la
riqueza del oro los escondidos tesoros patrimoniales, los antiguos relatos
y tradiciones que la gente ha guardado en su memoria a través de los
siglos.
Armando Cartes Montory

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La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

INTRODUCCIÓN
Cuando en 1553 los indios de la frontera del Biobío le mostraron
a don Pedro de Valdivia una batea llena con oro que habían extraído
del estero de Quilacoya, el gobernador no dudó en exclamar: “desde
ahora comienzo a ser un señor”. Con ello daba inicio a una de las rutas
auríferas más importantes del proceso de conquista española.
La historia del oro en esta zona, sin embargo, se remonta mucho
antes de la llegada de los conquistadores. Antiguos relatos señalan que
los incas del Perú llegaron hasta las orillas del gran Bío Bío a comienzos
del siglo XV, cerca de Hualqui, estableciendo un centro ceremonial en
el cual ofrecían sacrificios a sus dioses. Según la leyenda, habrían oculta-
do sus tesoros bajo una enorme pirámide hecha de piedra que les ser-
vía para realizar sus ceremonias. Hoy en día el lugar muestra las huellas
de muchos aventureros que han intentado desenterrar aquellas riquezas
junto a misteriosos petroglifos que aún no han sido descifrados. Un siglo
después don Pedro de Valdivia estableció cerca de allí una encomienda
de indios con el fin de explotar las minas de oro del estero de Quilacoya,
pero su muerte interrumpirá este breve auge minero.
Más tarde la época del oro se trasladará a Buena Esperanza de
Rere, un pueblo de gran atractivo histórico y por cuyos campos cruzan
una infinidad de esteros que arrastran ricas arenas auríferas que aún
son explotadas por los lugareños. La riqueza acumulada permitió que
los jesuitas fundieran a comienzos del siglo XVIII una enorme campa-
na que contiene gran cantidad de oro y cuyo tamaño, belleza y sonido
son inigualables. Incluso se logró la formación de un banco privado a
fines del siglos XIX, el que alcanzó a emitir billetes.
¿Podemos hablar entonces de una ruta del oro en la zona fronteri-
za del Biobío? Sin duda que sí, no obstante las múltiples dificultades e
interrupciones que afectaron su explotación a través de los siglos.
Para quienes deseen recorrer esta legendaria ruta que ahora inten-
tamos reconstruir, es preciso señalar que su verdadera riqueza no sólo

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Luis H. Espinoza Olivares

se sustenta en el oro sino que también está en su gente, en sus tradicio-


nes y manifestaciones culturales locales, así como también en los bellos
parajes que aún conservan ese sosiego que los ha caracterizado desde
tiempos remotos. La ruta del oro es, sin lugar a dudas, una invitación
para conocer y disfrutar de la gran ruta de las tradiciones.

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La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

El valor del oro


Bello, durable, versátil y muy escaso. Al parecer esas cualidades
han sido más que suficientes para que el oro sea tan apetecido por las
distintas culturas. No cabe duda que es el metal que ha moldeado con
mayor fuerza la historia de muchas naciones e imperios, llevando la
codicia humana a los lugares más recónditos del planeta. La conquista
de América y Chile no estuvo exenta de esta motivación. Una vieja sen-
tencia señalaba que la principal razón que tuvieron los conquistadores
para aventurarse hacia el Nuevo Mundo era precisamente “hacerse la
América”, es decir, convertirse en hombres ricos. Y para ello no había
forma más rápida de lograr ese objetivo que a través de la obtención
de metales preciosos, especialmente oro. Eso explica las innumerables
leyendas que surgieron en los primeros años de la conquista acerca de
la existencia de míticos lugares repletos del preciado metal como lo fue
“El Dorado” en Colombia y “La ciudad de los Césares” en la remota
Patagonia austral. Esta última provocó un interés inusitado entre las
autoridades españolas hasta bien entrado el siglo XVIII, y aún hoy al-
gunos albergan la esperanza de encontrarla.
Es ésta una ciudad encantada, no dada a ningún viajero descu-
brirla sólo al fin del mundo, la ciudad se hará visible para convencer a
los incrédulos de su existencia” - Tradición oral de Chiloé
Atribuirle al oro una misma significación para las diferentes cultu-
ras es un error, no obstante ser el metal de mayor interés. Los aboríge-
nes americanos lo utilizaban para la elaboración de elementos rituales y
decorativos relacionados con sus prácticas religiosas. Eso explica su ex-
trañeza al ver que los conquistadores fundieran las piezas para conver-
tirlas en lingotes que luego enviaban a España. En Chile la explotación
del oro en la época prehispánica sólo existió en la zona centro-norte,
precisamente entre los aborígenes que recibieron la influencia y el co-
nocimiento de los metales de parte de los incas peruanos. Es probable
que los mapuches de la zona del Biobío conocieran estos metales, pero
nunca llegaron a desarrollar técnicas metalúrgicas, es decir, no traba-
jaron con ellos. Sin embargo, con la llegada de los primeros conquista-
dores españoles a mediados del siglo XVI, se iba a dar comienzo a una

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Luis H. Espinoza Olivares

frenética búsqueda del preciado metal que se extenderá por varios siglos
y que traerá enormes consecuencias en la vida de los aborígenes y en el
proceso de conquista.

La caza, la recolección y una agricultura de subsistencia eran las


ocupaciones principales de los mapuches. A la llegada de los espa-
ñoles conocían los metales, entre ellos el oro, pero no los trabajan.
Grabado de una familia araucana, Claudio Gay (detalle).

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La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

En la búsqueda de la ruta del oro


En la frontera del biobio
Mi interés por el oro es atribuible a varias razones, ninguna de
ellas supeditadas a la natural codicia humana. El haber nacido en la
villa de Rere, un pintoresco pueblo con más de cuatro siglos de historia
y que jugó un rol fundamental en la conformación de la frontera en
los siglos coloniales, me condicionó también a interesarme en el pasa-
do de este vasto territorio, que sin duda posee un patrimonio histórico
que le ha otorgado una identidad muy particular. Corría el año 1987
y con motivo de un improvisado viaje por la zona pude enterarme del
trabajo de extracción de oro que realizaban algunos lugareños de ma-
nera artesanal, al modo como seguramente se hacía en los primeros
años de la conquista española. En efecto, en aquella oportunidad nos
internamos junto a unos amigos con el fin de explorar uno de los tantos
riachuelos que tributan al Biobío en su curso inferior. Era un pequeño
estero que se desplegaba entre las suaves serranías y que se empeñaba
en mantener su caudal en medio de pequeñas quebradas e irregulares
bosques, pero que de tanto en tanto daba lugar a la formación de bre-
ves remansos donde abundaba la pesca. Se trataba del río Gomero, un
mezquino afluente del Biobío de sólo unos cuantos kilómetros de largo
y que desembocaba cerca de una vieja estación ferroviaria del mismo
nombre. Unos amigos de infancia me habían hablado de lo tranquilo y
hermoso de aquellos parajes, que sin duda representaban una excelente
alternativa para alejarse por un tiempo de la rutina propia de la ciudad.
Al igual como lo hicieron muchos conquistadores siglos atrás, sa-
limos a mediados de enero de Concepción rumbo a la famosa “Re-
pública Independiente de Hualqui”, nombre que se explica por una
antigua leyenda que más adelante conoceremos. Allí nos esperaba una
vieja camioneta Ford que nos internó en la cordillera de la Costa a tra-
vés de ondulantes y polvorientos caminos de tierra hasta llegar al sector
de Santo Domingo, un tranquilo caserío jesuita donde al fondo de una
quebrada corría mansamente el río Gomero. Instalados en una de sus
frondosas riberas, comenzamos de inmediato a explorar su curso en la
búsqueda de lugares aptos para pescar. A poco andar nos encontramos
con un hombre que excavaba en medio del río. Era un buscador de oro.

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Luis H. Espinoza Olivares

Después de largos días de agotador trabajo había logrado hacer


un gran socavón sobre una de las orillas hasta tener el agua a la cintu-
ra. Pala en mano, se esforzaba por extraer la tierra desde el fondo y la
depositaba en una canoa que luego lavaba con agua. De vez en cuando
sacaba una especie de plato de madera que llamaba “chaya” con el cual
lavaba un poco de tierra a fin de “tantear” la cantidad de oro que había
en el lecho del río. Mediante movimientos ondulatorios lograba decan-
tar las pequeñas pepitas que iba juntando en un pequeño recipiente.
Era la primera vez que veía oro en su estado natural y me di cuenta que
no se trataba de un metal brillante, sino dorado. El sujeto era un agri-
cultor del sector de Rere que desde hacía muchos años se dedicaba en la
época estival a la búsqueda de oro en los diversos riachuelos de la zona.
Después de intercambiar un par de palabras, sus relatos comenzaron a
fluir con la sabiduría y el entusiasmo de quien sabe muy bien su oficio.
Nos aseguró que toda esta zona ha sido históricamente abundante en
oro, pero que era necesario tener agua para poder lavarlo, y lamenta-
blemente, los ríos y esteros son escasos en estos territorios del secano
costero. En cualquier riachuelo se puede extraer el metal sin mayor pro-
blema, pero hay que saber buscarlo y eso sólo lo da la experiencia. A
veces se requiere suerte para dar con un manto que contenga pepitas
grandes, pero en la mayoría de los casos sólo se consiguen pequeñas
piritas que se sacan con gran esfuerzo.
La sabiduría popular de aquel lugareño era impresionante. Incluso
nos invitó a “chayar”, es decir, a sacar oro utilizando ese gran plato de
madera que tenía una hendidura en su fondo. De manera increíble, des-
pués de algunos intentos logramos sacar una apreciable cantidad que
se fue acumulando paulatinamente al fondo de dicha hendidura, justo
debajo de una fina arena negra llamada fierrillo. Nos advirtió acerca de
la “fiebre” que produce el oro, sobre todo para aquellos que son muy
codiciosos, pues pese a nuestro entusiasmo, la cantidad que habíamos
sacado era ínfima. Nos señaló que toda la ciencia estaba en el mayor
peso que tenía el oro en relación a otros materiales. A lo largo de miles
de años el agua ha arrastrado este preciado metal que en algún tiempo
estuvo formando vetas en las riberas escarpadas de los múltiples esteros
y arroyos. Es por eso que en ocasiones hay que cavar muy profundo en
medio del río para llegar a una capa de un color verde pálido y muy

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La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

gredosa llamada “circa”, en donde generalmente descansa el oro. Las


diminutas piritas que habíamos logrado extraer formaron parte hace
milenios de un relieve que se fue erosionando paulatinamente debido a
la lluvia y el viento siendo depositadas en su ubicación actual, es decir,
el lecho profundo de los arroyos como el Gomero.
Sin duda que en tiempos de los conquistadores españoles la extrac-
ción de este preciado metal debió ser más auspicioso que hoy en día.
En primer término, el oro era más abundante debido a que los mantos
auríferos nunca habían sido explotados por los indios y por tanto se
encontraban vírgenes. Si a ello sumamos el hecho que dispusieron de
una abundante y barata mano de obra aborigen a través del sistema
de encomiendas o de servicio personal, se puede tener una idea clara
de lo rentable y atractiva que debió ser esta actividad en los primeros
tiempos de la conquista, sólo interrumpida por las constantes subleva-
ciones indígenas que tenían su origen en el mismo sistema de trabajo
forzado a que eran sometidos. De allí que esta comarca adquirió desde
un principio la fama de ser una zona de gran riqueza aurífera, la que se
vio reflejada desde el primer momento con los lavaderos que tuvo don
Pedro de Valdivia en el río Quilacoya y en donde, según la tradición
oral, aún existe un gran tesoro oculto en uno de los cerros. Esta riqueza
también se ve reflejada actualmente en el pueblo de Rere, distante unos
siete kilómetros de río Gomero, y en donde existe una enorme campana
fundida por los jesuitas en el s. XIII que contiene, según la tradición,
una gran cantidad de oro.
Luego de escuchar con entusiasmo los relatos de aquel hombre
que había dedicado gran parte de su vida a sacar oro a la usanza de sus
antepasados, decidimos continuar nuestro viaje, no sin antes guardar el
escaso pero significativo oro que habíamos logrado extraer, el cual aún
conservo en un pequeño frasco como fiel recuerdo de aquel día en que,
de algún modo, comencé a conocer e imaginar la famosa ruta del oro
en la antigua frontera del Biobío.
Nuestra excursión continuó por varios días más a lo largo del curso
del río Gomero, el cual recorrimos hasta que desembocó en el Biobío
cerca de un pequeño caserío nacido al alero de una estación ferroviaria.
Desde allí tomamos un antiguo tren que nos llevó a Concepción y del
cual conoceríamos interesantes detalles tiempo después.

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Luis H. Espinoza Olivares

Años más tarde, y luego de haberme licenciado de profesor de his-


toria y ejercer por algún tiempo la docencia, decidí lanzarme a la gran
aventura de descubrir la famosa ruta del oro en la zona de la frontera
del Biobío. A la sazón había investigado muchísimo acerca del tema,
motivado en primer término por aquel viejo buscador de oro que ha-
bíamos conocido en nuestra adolescencia y del cual nunca más supi-
mos, pero además por las coloquiales conversaciones que teníamos en
la universidad sobre el tema. Sentía la necesidad de conocer en terreno
aquella información que generalmente no se encuentra en las crónicas:
viejas historias de buscadores de oro y leyendas que han pasado de ge-
neración en generación en medio de pueblos y caseríos casi perdidos
en el tiempo. Fue el inicio de una aventura que iba a durar varios días
pero que estaba cierto permanecería en mi memoria para toda la vida.

Mapa de la Ruta del Oro.


La ruta conectaba Concepción a lo largo de la ribera norte del gran
Biobío con las antiguas villas de San Juan Bautista de Hualqui, Quila-
coya, San Rafael de Talcamávida y Buena Esperanza de Rere
Mapa adaptado para el autor por Jorge Zurita Pastén.

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La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Comienza la aventura
El punto de partida de este viaje se inicia en la ciudad de Concep-
ción. En estricto rigor debería haber comenzado en Penco, lugar donde
originalmente don Pedro de Valdivia fundó la ciudad de La Concepción
del Nuevo Extremo hacia 1550 y que fuera trasladada dos siglos más
tarde a su actual emplazamiento. Fue precisamente desde Penco donde
el primer gobernador de Chile organizó la conquista de la zona de la
frontera del Biobío y comenzó la explotación de uno de los placeres au-
ríferos más importantes de la conquista: los del río Quilacoya o Culaco-
yán, situados en la actual comuna de Hualqui y que, según las crónicas
de la época, debido a su gran riqueza, hicieron exclamar en más de al-
guna oportunidad a Valdivia que desde ahora “comenzaba a ser señor”.
La ciudad de La Concepción se convertía en un punto estratégi-
co destinado a proseguir la conquista al sur del Biobío. A pesar de sus
escasos hombres y recursos, el gobernador no tardó en adentrarse en
dichas tierras y fundar nuevas ciudades y fuertes en medio de una zona
que más tarde se convertiría en un sangriento campo de batalla. Surgen
así La Imperial, Valdivia, Villarrica, Angol, Tucapel, Arauco y Purén.
Junto con ello se preocupó de inmediato en buscar lugares donde hu-
biera oro en abundancia. Las ansias por encontrar de manera rápida
el preciado metal en las zonas recién exploradas exacerbó en muchas
ocasiones la imaginación de algunos cronistas, los que no trepidaban en
dejarse llevar por los rumores acerca del hallazgo de grandes depósitos
de oro cerca de la ciudad. Al revisar las crónicas del Padre Alonso de
Ovalle podemos encontrar el siguiente párrafo que da fe de esta suerte
de fiebre del oro:
“…me contó un capitán que entró en nuestra Compañía (de
Jesús) que a media legua de la ciudad de La Concepción hay una
laguna que da el agua a la cintura y que cuando los indios no tienen
qué gastar, envían a sus mujeres a esta laguna y buscan entre la arena
con los dedos de los pies la pepita de oro y reconociéndola con el tacto
se bajan por ella, y sacando dos o tres pesos de oro no buscan más y se
van con Dios y no vuelven hasta gastar aquello porque no son gente de
codicia” (Alonso de Ovalle cap. 4, p. 10).

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Luis H. Espinoza Olivares

En mi afán por dar comienzo a la búsqueda de los últimos vestigios


de la antigua ruta del oro, logré tomar contacto con uno de aquellos
amigos con quien, dos décadas atrás, habíamos compartido la memo-
rable excusión al río Gomero. De algún modo coincidíamos en nuestro
interés por descubrir la riqueza patrimonial de la región, y la historia de
la explotación aurífera desde los primeros tiempos hasta nuestros días
se nos presentaba como un interesante desafío. Al igual que las empre-
sas de conquista del siglo XVI, en donde cada cual ponía su esfuerzo y
algunos aportes para el éxito de la expedición, mi compañero disponía
de una vasta información sobre el tema y mantenía algunos contactos
con lugareños que nos podrían entregar valiosos datos. Además conta-
ba con un vehículo todo terreno que nos permitiría viajar de manera
segura por aquellos estrechos y maltratados senderos de la zona. El pun-
to de encuentro sería la ciudad de Hualqui, fundada por los españoles
hacia 1757, bajo el nombre de San Juan Bautista y que, con el correr de
los siglos, se había convertido en la puerta de entrada a la ruta del oro.
Para llegar a la pequeña ciudad de Hualqui se puede optar por
viajar a través de una carretera de unos 25 kilómetros o bien tomar el
tren “Corto del Laja”, un viejo y tradicional ramal ferroviario que data
de 1874 y que recorre a diario unos 80 kilómetros uniendo una serie
de localidades ribereñas al Biobío, muchas de las cuales se relacionan
con la ruta del oro y con la época de auge de la conquista española. Por
alguna razón me pareció más interesante viajar en tren, no obstante la
notable modernización que ha sufrido este tradicional medio de trans-
porte en los últimos años, pero que de alguna forma aún nos evoca
aquellos tiempos de esplendor en donde las locomotoras surcaban los
vastos campos y cruzaban los ríos y quebradas de la zona con el fin de
incorporar estas agrestes tierras de la frontera al resto del país.
Antes de la llegada del ferrocarril los viajeros debían sortear una
serie de dificultades arriba de sus caballos y mulas, recorriendo caminos
y senderos abruptos y peligrosos. A fines del s. XVIII don Ambrosio
O’Higgins, en ese entonces Intendente de Concepción, trazó un cami-
no que iba por el cerro Caracol para evitar que se interrumpiera en in-
vierno por las crecidas del Biobío. Este camino, llamado “Camino Real
o de La Laxa” unía a Concepción con Hualqui, Rere y finalmente con

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La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Los Ángeles, recorriendo en su primer tramo los mismos senderos que


trazaron los antiguos conquistadores en busca del preciado oro.
Algunos viajeros extranjeros de la primera mitad del siglo XIX nos
han dejado interesantes descripciones acerca de esta ruta entre Concep-
ción y la pequeña ciudad de Hualqui, utilizando este viejo camino colo-
nial del cual aún quedan vestigios. Sus escritos nos permiten viajar en el
tiempo e imaginarnos las enormes dificultades que implicaba transitar
por estos territorios en una época carente de los medios de transporte
con que contamos hoy.
El primero de ellos es a todas luces excepcional, pues se trata del
diario de un joven marino norteamericano, J. F. Coffin, que llegó ha-
cia 1817 a Talcahuano a bordo del bergantín “Canton” con un car-
gamento de fusiles y paños militares, tal vez destinados a los patriotas
chilenos. Lamentablemente el buque fue confiscado por los realistas y
el joven muchacho fue detenido en la provincia de Concepción durante
tres años, tiempo en el cual debió enfrentar innumerables peripecias.
Desalojados del barco, trabaron amistad con un comerciante de Talca-
huano, don Antonio Laso, quien los invitó a pasar su particular “cauti-
verio” en su estancia o casa de campo ubicada cerca de Hualqui, per-
maneciendo en este lugar cerca de seis meses. En su diario, traducido
y publicado en 1898, señalaba que “Las tres cuartas partes del camino
de Concepción hasta aquí (Hualqui) son extremadamente hermosas:
sigue a la derecha el curso del río Biobío y a la izquierda se ve una no
interrumpida cadena de montañas… A medida que uno se aproxima a
Hualqui, se ascienden las montañas y se encuentra un camino angosto,
escarpado y abrupto y que parece a primera vista absolutamente in-
franqueable”( J. F. Coffin, p. 91).
Pocos años después, en noviembre de 1826, el médico alemán
Eduard Poeppig seguiría la misma ruta partiendo de Concepción hacia
el interior del territorio: “…preferí esta vez las mulas (que los caballos)
para el transporte del equipaje. Dejamos Concepción y seguimos el ca-
mino que corre cerca del hermoso Biobío, admirándonos del gran nú-
mero de mosquitos. El río corre al lado del camino, el que está limitado
a la izquierda por cerros elevados y boscosos sobre los cuales florecen
algunas plantas interesantes…” (Eduard Poeppig, p. 347).

23
Luis H. Espinoza Olivares

Otro cronista digno de citar es el Dr. Aquinas Ried quien en el


verano de 1847 dejó plasmado en su diario personal el viaje a Hualqui,
junto a su guía: “Grandes árboles indígenas extienden sus ramudos bra-
zos sobre el camino; las lomas son muy verdes y el río (Biobío), a pesar de
lo avanzado de la estación estival, mantiene su caudal de aguas que ocu-
pan un ancho lecho y se mueven lentamente hacia el oeste…El camino
toma primero al Este y recorre así unas siete u ocho leguas ascendiendo
una antigua cadena de montañas que mira a un explayado delicioso.
Nos hemos detenido bajo el primer bosquecillo de peras y manzanas
silvestres…Después de un corto descanso, seguimos avanzando ahora
por cuestas, en que todo ha cambiado y que ponen espanto en el alma.
El Biobío queda por fin, tras de unos montes, y estampamos nuestros
nombres en la corteza de un árbol secular” (Aquinas Ried, pp. 45 - 46).
Finalmente, en el verano de 1853, el miembro de la Expedición
Astronómica Naval de los EE.UU. Edmond Reuel Smith, en una gira
efectuada a los indígenas del sur, salía a caballo de Concepción rumbo
a la Araucanía. En sus notas señalaba: “Dejamos la ciudad, llegamos
al Biobío, a cuyas orillas serpenteaba el camino por varias leguas. Sus
bordes son ondulados y en general están cubiertos de bonitos bosques,
y aún cuando la corriente es rápida, la superficie del agua es hermosa-
mente tranquila. Un viaje de pocas horas nos llevó al triste caserío de
Hualqui. El lugarejo carecía de atractivos para el viajero y como ya caía
la noche…nos detuvimos y después de algunos trajines descubrimos un
rancho en donde se podía obtener alojamiento para hombre y bestia.
Era una posada” (Edmond Reuel Smith, p. 2).
No obstante ser testimonios de la época republicana, no difieren
mucho de lo que debieron ser los viajes y exploraciones que realizaron
los primeros conquistadores que llegaron a la zona de la frontera del
Biobío. La presencia de sinuosos senderos introduciéndose tenazmente
entre los densos bosques nativos, sumado a las dificultades que impo-
nían los largos y lluviosos inviernos, sólo permitían el lento tránsito de
caballos o mulas, y muy ocasionalmente de carretas. Si a ello se suma los
constantes alzamientos de los indígenas de la zona derivada de las im-
posiciones a que se vieron sometidos por parte del español, entre ellas la
explotación de los lavaderos de oro, se tendrá una idea de las múltiples
dificultades que debieron enfrentar los hombres de aquellos tiempos.

24
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Hoy en día el ferrocarril “Corto del Laja” nos permite recorrer de


manera cómoda y rápida el primer tramo de la ruta del oro que comen-
zaremos en la antigua ciudad de Hualqui. El trayecto ferroviario que,
según señalamos, data de 1874, surge como ramal para unir la línea
central que pasaba por San Rosendo con el puerto de Talcahuano y
bordea plácidamente la ribera norte del gran Biobío siguiendo la misma
ruta que trazaron los antiguos viajeros arriba de sus mulas y caballos,
o simplemente a pie. Este gran río, cuyo nombre es de origen indígena
en alusión a la repetición fonética del canto del ave Fio Fío, especie
endémica del país y que más tarde se castellanizó como Biobío, recorre
más de 300 kilómetros desde la Cordillera de los Andes hasta el océano.
En su curso inferior recibe pequeños afluentes que han arrastrado por
siglos las ricas arenas auríferas que dieron lugar a la famosa ruta del oro.
Resulta extraño pensar que en algún momento este río fue nave-
gable en esta parte de su curso, precisamente entre Concepción y Naci-
miento. Hasta mediados del siglo XIX tres pequeños barcos a vapor de
casco plano y ruedas de paleta, el “Sotomayor”, el “Talca” y el “Biobío”
hacían la mencionada ruta en los períodos de mayor caudal llevando
pasajeros y cargamento de manera más rápida y expedita que aquellos
que se aventuraban por los escarpados senderos ribereños. Además ha-
bía una gran cantidad de lanchas planas a vela o con ayuda de palancas
que surcaban el Biobío, en tramos menores o simplemente para cruzar
de una a otra orilla. Los vapores demoraban dos días aguas arriba para
llegar a Nacimiento y sólo doce horas en su regreso a Concepción.
Una huella de aquellos tiempos lo íbamos a encontrar precisamen-
te en Hualqui, en donde la actual calle Errázuriz fue conocida hasta
bien entrado el siglo XX como “Calle del Embarcadero” en razón de
que su trazado daba precisamente hacia el Biobío donde había un pe-
queño muelle destinado a recibir aquellos pequeños vapores.

25
Luis H. Espinoza Olivares

Paseos en bote sobre el Biobío en el sector “Agua de las niñas”,


actual Pedro de Valdivia, hacia 1910.
Foto de Odber Heffer Bisset.
¿Qué pasó con los barcos y balsas que surcaban el Biobío transpor-
tando pasajeros y mercaderías? La explotación irracional de los bosques
nativos que contribuían a mantener la humedad y fertilidad de los sue-
los, creó las condiciones para que los agentes erosivos, principalmente
las lluvias, arrastraran cada invierno los sedimentos hasta el lecho del
río, haciendo inviable el tráfico de los pequeños barcos. A ello se suma
la construcción del ferrocarril de San Rosendo a Talcahuano, medio de
transporte mucho más rápido, económico y expedito que los antiguos y
lentos barcos a vapor, todo lo cual limitó aún más el tráfico fluvial sobre
el Biobío. Además, los trenes de carga permitían llevar mayores volúme-
nes de mercaderías y conectaban con todo el país.
Fue entonces que el río perdió su importancia como medio de
transporte a lo largo de su ancho cauce y, como una paradoja difícil
de entender, se fue convirtiendo lentamente en un obstáculo para la
comunicación entre ambas riberas, dificultad que fue resuelta de algún
modo con la construcción del puente ferroviario entre Concepción y
San Pedro de la Paz, hacia 1888. Entretanto, las localidades intermedias
del ramal vieron resurgir con fuerza los antiguos balseaderos o varade-
ros destinados a cruzar el río para transportar pasajeros y mercaderías.
Famosos fueron en su tiempo los de Santa Juana y Talcamávida, el de
Pileu cerca de Quilacoya, el de Tanabullín en Gomero, el de Hualqui y

26
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

el de Balseadero a la altura de San Rosendo, este último aún operativo


en gran parte del año.
Reminiscencias de esa época en que el río aún era navegable y las
razones de su decadencia como vía fluvial lo encontramos en la obra de
nuestro destacado escritor chileno Luis Durand:
“Hualqui, Gomero, Chiguayante, junto a la vía férrea. Al otro
lado Santa Juana y Talcamávida, puertos fluviales hasta donde se
llega en lanchas en las cuales viajan caballos y bueyes; chanchos y
ovejas…Recuerdo otra vez a la tía Meche que nos contaba que ella
cuando pequeña había viajado desde Santa Juana a Nacimiento en
un hermoso barco lleno de espejos y asientos tapizados. Eran ésos los
tiempos en que el Biobío era navegable, cuando su lecho aún no se ha-
bía esfangado con las tierras de aluvión que arrastraban las violentas
lluvias que erosionaban los lomajes.”
Luis Durand, Paisajes y gente de Chile, 1947-1952, pp. 128 y 129.

Iniciamos el viaje hacia Hualqui a las 08:30 horas desde la estación


de Concepción, un simple paradero del Biotrén que lamentablemente
remplazó al antiguo recinto ferroviario que data de 1939 y cuyos íconos
más visibles eran el reloj instalado en el edificio central y el mural “His-
toria de Concepción” del artista Gregorio de la Fuente, finalizado en
1945 y ubicado en el hall central de la sala de 1ª clase. Actualmente, la
estructura ha sido remozada para ser ocupada como sede del gobierno
regional.

Tres momentos de la estación de Concepción que reemplazó en


el mismo emplazamiento a la antigua estructura dañada por el
terremoto de 1939. Se aprecian los tradicionales coches tirados
por caballos y las góndolas de mediados del s. XX.

27
Luis H. Espinoza Olivares

En los rostros de los pasajeros del tren “Corto del Laja” poco que-
da de ese inconfundible aire de gente de pueblo caracterizado por sus
modos y su vestimenta. La vinculación diaria que tienen con la ciu-
dad de Concepción los ha hecho citadinos, transformando sus pueblos
de origen en pequeñas ciudades satélites que a pesar de ser engullidas
por el fragor de la vida urbana penquista, aún mantienen cierto sosie-
go que las hace atractivas para su gente. Los nombres con que fueron
bautizadas estas localidades son el fiel testimonio de que alguna vez el
pueblo mapuche fue el amo y señor de estar tierras de la antigua fronte-
ra: Chiguayante, Hualqui, Quilacoya, Unihue, Chanco, Talcamávida,
Gomero y Buenuraqui representan vocablos cuyo significado e historia
iremos conociendo en la medida que avancemos en el descubrimiento
de la ruta del oro.
La vía corre paralela al remozado camino a Chiguayante. A poco
andar, entre antiguas casonas refaccionadas y modernos edificios nos
encontramos con un pequeño y olvidado obelisco que alguna vez fue
parte de una plazoleta que hoy sobrevive apretujada en el estrecho ban-
dejón central del camino. Una vieja placa testimonia el nombre que al-
guna vez tuvo aquella plaza: “Agua de las niñas”. Bajo el camino y la vía
férrea fluye una pequeña vertiente que desemboca mezquinamente en
el Biobío. Hoy, lamentablemente, ya nadie puede advertir esa cristalina
vertiente, la cual ha sido entubada hasta su desembocadura. Fernando
Campos Harriet en su libro “Leyendas y tradiciones penquistas” nos
cuenta que aquella vertiente tomó ese nombre tan particular debido a
que antiguamente las muchachas campesinas que venían a la ciudad en
carreta desde Chiguayante, La Leonera, Hualqui, Quilacoya y demás
poblados aledaños aprovechaban la pileta para lavar sus pies llenos de
polvo o empapados de barro, con el objeto de presentarse decentemen-
te al llegar a Concepción.
Dejamos “Agua de las niñas” para seguir rumbo a Chiguayante.
Esta ciudad fue durante muchos años un barrio de Concepción y tuvo
sus orígenes en el repartimiento de tierras que recibieron los vecinos
que se trasladaron desde Penco al nuevo sitio en que quedó emplazada
la ciudad a mediados del s. XVIII. Con el correr de los años los propie-
tarios comenzaron a construir sus casas con el fin de pasar algunos días
del año, sobre todo en verano, disfrutando de las bondades del clima y la

28
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

tranquilidad del lugar. Se fue cimentando así una forma de vida en don-
de la casa-quinta con fines de descanso y el cultivo de frutales hicieron
de Chiguayante un sector muy atractivo. Pero no fue sino hasta 1991
que logró separarse definitivamente de Concepción para convertirse en
una comuna independiente. Según la tradición popular, es considerada
como “La tierra bella”, slogan que dista mucho de su significado como
vocablo indígena, el cual proviene de “Chiguayantu” y que se puede
traducir como “sol entre brumas” o “día nublado” (chiguay=bruma,
antu=sol). Llegamos a la estación de la naciente ciudad y después de
unos minutos seguimos viaje hacia Hualqui siguiendo la línea de varios
cerros de gran altura, uno de los cuales, el de mayor envergadura, recibe
el nombre de Manquimávida, voz mapuche que significa “Montaña de
cóndores” (Manque: cóndor, mahuida: montaña). Una serie de antenas
cubren ahora su empinada cima sobre la cual, según una antigua leyen-
da, se esconde un volcán dormido. Existe también la creencia que cuan-
do aquel cerro se cubre de un manto de niebla, es seguro que va a llover.
Continuamos el viaje sin perder de vista la majestuosidad de aque-
llas serranías. A poco andar llegamos a “Leonera Vieja”, el último sec-
tor poblado al sur de Chiguayante y desde el cual el paisaje cambia
bruscamente. El tren vuelve a reencontrarse con el ancho Biobío, el
que se muestra complaciente ante la mirada de los pasajeros. Los cerros
enchapados de pinos, aromos y quilas se vuelcan estrepitosamente hacia
la línea amenazando con sus ramas el paso del tren. Hacia el lado del
río aún se divisan las huellas agonizantes de un viejo paradero llamado
“Omer-Huet”, un lugar inventado para la detención y descanso de los
trenes con el fin de permitir los “cruzamientos”, en una época en que el
tráfico de pasajeros y carga era intenso. A veces nadie subía ni bajaba
allí, a excepción de los empleados ferroviarios que trabajaban en ese
lugar. Hoy ni siquiera ellos están, ni tampoco la humeante nariz de las
máquinas repletas de carbón que rugían como un toro salvaje cada vez
que reiniciaban la marcha.
Los trenes de ahora ya no se detienen en aquel lugar y pasan rau-
damente como orgullosas lenguas de vidrio olvidándose del humo, del
vapor embravecido, del cambiador, del fogonero, en fin, olvidándose del
pasado como si se tratara de una estación más, porque “Omer-Huet”
ya no existe, al menos en la memoria de las nuevas generaciones. Ya a

29
Luis H. Espinoza Olivares

fines de la década de 1980 cayó en desuso y el año 2005 se construyó,


a solo pasos del lugar, un moderno taller ferroviario para atender el au-
mento del material rodante en la zona. El nombre de ese lugar se debe
a un antiguo director de Ferrocarriles que falleció en un accidente. Tal
vez nunca pensaron que aquel paradero algún día también iba a morir.
Pero para quienes alcanzamos a conocer ese viejo enclave, aún queda
en la memoria la desteñida casa que servía de estación acompañada
por un añoso parrón y unos cuantos árboles frutales que entregaban su
fresca sombra al único funcionario que allí había, y que solía enfrentar
la soledad acompañado de un par de fieles perros. Hoy sólo quedan re-
cuerdos de aquel paradero, tan frágiles como las historias que crecieron
a su alrededor.
Unos cuantos kilómetros más allá, y junto al cerro desde donde
comienza a divisarse el pueblo de Hualqui, se conserva aún un estanque
circular de ladrillos que con el tiempo ha desaparecido a la vista debido
el tupido follaje. Allí existió desde los primeros tiempos un “caballo de
agua”, es decir un surtidor del vital elemento para las antiguas locomo-
toras a vapor que aprovechaban una cristalina vertiente que se deja caer
incansablemente desde los cerros durante todo el año. Curiosamente el
lugar ha sido bautizado como “El Agua del obispo” y una interesante
historia nos explica el porqué de ese nombre. Aprovechando la deten-
ción de los trenes, mucha gente se bajaba a beber de esa vertiente y a
estirar los pies después de un largo viaje. Cuenta la tradición que en
cierta oportunidad el obispo de Concepción se bajó allí junto a su co-
mitiva luego de un azaroso viaje de misión al pueblo de Hualqui. Al ver
el agua cristalina que parecía caer del cielo, exclamó: ¡Bendiga el cielo
esta fuente, así como la bendigo en el nombre del Padre, y del Hijo, y
del espíritu Santo! Los viajeros que observaban aquella escena grabaron
en su memoria aquel pintoresco hecho y desde entonces bautizaron es-
pontáneamente aquel lugar como “El Agua del Obispo”, nombre que
conserva hasta el día de hoy. El tiempo ha hecho que los trenes moder-
nos ya no necesitan de aquella agua para seguir su marcha y lo más
probable es que los viajeros ni siquiera perciban los restos del antiguo
estanque que durante años sirvió de abrevadero ferroviario.

30
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Junto a la vía férrea y al antiguo camino a Concepción, se en-


cuentra el “Agua del obispo”, un lugar lleno de historia y que por
muchos años apagó la sed no sólo de los viajeros sino también de
las antiguas locomotoras a vapor.

Sobre esta centenaria estructura y a trechos interrumpido por den-


sos matorrales, se puede divisar el antiguo camino de Hualqui, también
conocido a fines el siglo XVIII como Camino Real o de La Laja y que
sin duda fue el paso obligado de los primeros buscadores de oro en los
inicios de la conquista. Esta ruta aún era frecuentada en la década del
1950 por viajeros y carretas que llevaban carbón vegetal, frutas y chi-
cha a Chiguayante y Concepción. El médico alemán Eduard Poeppig
retrataba así su paso por este camino hacia 1826 al que llamaba “An-
gosturas de Hualqui” “… que son unos pasos estrechos de muy mala
reputación. Son tan angostos y llenos de zanjas profundas y separadas
por dorsos más elevados, debido a la costumbre de las mulas de pisar
siempre en las mismas huellas, que se tiene que ser un buen jinete para
hacer pasar el caballo sin daño después de cinco meses de lluvia…Al
atardecer alcanzamos la gran hacienda de Hualqui” (Edmond Reuel
Smith, p. 2).
Posteriormente, y debido a los continuos derrumbes que afectaban
su trazado durante el invierno como asimismo la necesidad de contar
con una ruta para el tránsito de los primeros vehículos motorizados que
comenzaron a llegar a la zona, se diseñó el actual camino pavimentado
que corre entre la vía férrea y el Biobío, el que en ciertos tramos se
construyó quitándole espacio al río a través de rellenos que, lamentable-
mente, cada cierto tiempo el caudal reclama.

31
Luis H. Espinoza Olivares

Así se muestra actualmente el antiguo camino a Hualqui (foto iz-


quierda) y que formó parte de la ruta del oro. A fines del s. XVIII
era nombrado como Camino real o de La Laja. Hoy en día es
un angosto sendero utilizado por carretas y esporádicos viajeros.
Desde uno de sus tramos se puede observar la vía férrea y el actual
camino pavimentado que bordea el Biobío.

El viajero Eduard Poeppig señalaba hacia 1826 que este sendero


tenía muy mala reputación, tal vez por la existencia de bandoleros. Ac-
tualmente algunos trazos de este viejo camino aún se pueden divisar
desde el tren poco antes de llegar a Hualqui.
Llegamos a Hualqui, principal centro urbano de la comuna del
mismo nombre, siendo recibidos por un sol espléndido. En este lugar
comienzan a descender los primeros pasajeros del tren. A simple vista
la ciudad es pequeña y muy pintoresca. Según las versiones de investi-
gadores locales, su nombre deriva del vocablo indígena “hualkún” que
significa “rodear “o “circuir” en abierta alusión al rodeo que hace pre-
cisamente el Biobío en este lugar. Otra versión menos aceptada señala
que deriva del pato “Guala”, ave silvestre abundante en la zona y que,
por efecto de la pronunciación, se habría castellanizado como Hualqui.

Las angosturas del camino a Hualqui hacia 1838, obra del marino
francés Dumont D’Urville.

32
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

La estación ferroviaria se veía remozada como producto del proce-


so de modernización iniciado con el Biotrén hacia el año 2002. No obs-
tante aquellos ajustes, aún permanecía casi intacta la antigua estructura
construida hacia 1963, gracias al programa de cooperación “Alianza
para el Progreso” impulsado por el gobierno de los Estados Unidos.
Como ya era pasado el mediodía decidimos almorzar en una enorme
casona de fines del siglo XIX que había sido habilitada como restaurant
de comidas típicas llamada “La casa colonial” y que por años albergó
un antiguo restaurante frecuentado por ferroviarios conocido como “El
tropezón”.

Antigua estación de Hualqui hacia 1957 (foto izquierda) cuando


los trenes conectaban a diario la ciudad con Santiago a través
del tren nocturno. Asimismo existían itinerarios diarios a Temu-
co y Valdivia.La llegada de los convoyes marcaban la vida de
los hualquinos como si se tratara de un reloj. A la derecha la
vieja casona que albergó por décadas el restaurante ferroviario
“El Tropezón”.

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Luis H. Espinoza Olivares

Hualqui, puerta de entrada a la ruta del oro


Establecida como fortín español en los inicios de la conquista, tuvo
desde sus inicios una existencia muy precaria debido a las constantes
rebeliones indígenas. Fue fundada más tarde en el s. XVIII por el go-
bernador Amat y Juniet, bajo el título de villa de San Juan Bautista de
Hualqui. Junto con la ciudad de La Concepción del Nuevo Extremo se
transformó en la puerta de entrada a la ruta del oro durante el proceso
de conquista y colonización de la antigua zona fronteriza, sobre todo
por los famosos lavaderos de Quilacoya, ubicados sólo algunos kilóme-
tros hacia el interior y que fueron descubiertos y explotados por los
incas y posteriormente por los españoles a partir de mediados del siglo
XV. Estos lavaderos siguieron en funcionamiento en forma intermitente
a lo largo de los siglos y aún hoy son trabajados de manera artesanal.
Una idea de la riqueza aurífera de esta zona lo entrega el informe
de don Juan Egaña al Real Tribunal de Minería en 1803 acerca del Par-
tido de Puchacay y cuya capital era precisamente la villa de Hualqui.
En este informe se indica que en esa fecha se encontraban en funcio-
namiento 36 lavaderos de oro ubicados en distintos riachuelos (o cercas
de estos) entre los que destacaban los de Panquegua, Florida, Meseta y
Roel. Extrañamente no se mencionan los lavaderos de Quilacoya. Se
adjunta en el informe el nombre de 38 propietarios o dueños de las
minas, las que rendían entre 20 y 200 pesos anuales de la época. (Juan
Egaña, pp. 213 - 214).
Hoy en día Hualqui ha dejado de ser la capital del Partido de Pu-
chacay, convirtiéndose en una comuna y ciudad de fuertes raíces cam-
pesinas que ha sabido conservar el encanto de sus tradiciones. Desde su
fundación debió enfrentar continuos períodos de crisis que en más de
alguna oportunidad hicieron pensar a las autoridades en abandonarla
definitivamente. Incluso la tradición popular consigna la existencia de
una antigua maldición que pesa sobre ella y sus habitantes, la que al
parecer ha ido desapareciendo. Incluso los problemas de atraso hicieron
que sus habitantes se rebelaran en cierta oportunidad proclamando a
Hualqui como república independiente.

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La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Detalle mural “Historia de Hualqui” de Kemel Nasr


ubicado en Avenida “El Águila”, Hualqui 2015.

Leyenda de la maldición de la machi


La “Maldición” tiene su origen en la desgraciada historia de amor
protagonizada por los hijos de los caciques del pueblo de Quilacoya y
Hualqui, quienes, al no poder cristalizar su amor debido a la tenaz
oposición de sus padres, decidieron casarse secretamente para luego lan-
zarse a las torrentosas aguas del gran Bío Bío convencidos de que sólo la
muerte podría unirlos eternamente. Cuenta la leyenda que al momento de
lanzarse sobre el río, sus cuerpos se golpearon en unas piedras blancas,
las que se tiñeron completamente de rojo con la sangre derramada. Fue
entonces que la machi de la tribu de Quilacoya montó en cólera al saber lo
sucedido, y en medio de su ira lanzó su famosa maldición a todos los ha-
bitantes de Hualqui y sus descendientes diciendo:” Este pueblo no surgirá
mientras las piedras no se laven y vuelvan a su color natural: el blanco”.
Y fue así como esta historia corrió de generación en generación a lo
largo de los siglos, una historia que ha servido para que los hualquinos
justifiquen el prolongado atraso en que estuvo sumergida esta hermosa
ciudad por mucho tiempo. Sin embargo, aquella vieja maldición parece
haber desaparecido para siempre debido a que hace algunas décadas se
encontró y comenzó a explotar al interior de Hualqui un yacimiento de
cuarzo, una piedra blanca que de manera simbólica ha logrado borrar
lentamente aquellas manchas de sangre de los dos jóvenes enamorados que
dieron origen a esta historia. -

35
Luis H. Espinoza Olivares

Las leyendas del oro


En nuestro libro Leyendas y tradiciones de la República de Hualqui. La
obra, procurando mantener un lenguaje ameno y sencillo, recopilamos
una treintena de relatos principalmente de raigambre campesina. De
algún modo fue el primer indicio concreto de que estábamos en el cami-
no correcto, pues muchas de esas historias se relacionaban con antiguos
entierros y tesoros escondidos. Leyendas como “La historia de la olla de
oro”, “Quilacoya y sus tres mentiras”, “El cerro o piedra de la costilla”,
“El diente de oro”, “El tesoro de don Pedro de Valdivia” y muchas otras
testimoniaban el fragor de una época que tuvo en la explotación aurífe-
ra una de sus principales actividades.
Sin embargo, una de nuestras mayores sorpresas la encontramos
en uno de los relatos más antiguos de este texto: “El cerro o piedra
de la costilla”. Allí descubrimos antecedentes de que la explotación del
oro en esta zona habría comenzado mucho antes de la llegada de los
conquistadores españoles. La narración se fundamenta en las crónicas
del Padre Diego de Rosales, quien en su obra Historia General del Reino de
Chile, escrita en el s. XVII señalaba que a mediados del s. XV el rey Inca
Huáscar había enviado tropas a Chile, las que llegaron a orillas del Bio-
bío en el sector de Quilacoya, cerca de la actual ciudad de Hualqui, el
mismo lugar donde un siglo más tarde don Pedro de Valdivia descubri-
ría los famosos lavaderos de oro que comenzó a explotar de inmediato.
El cronista señala que los incas instalaron allí un centro ceremonial en
uno de los cerros más elevados con el fin de ofrecer sacrificios a su rey.
Lo interesante es que aún hoy, después de más de 500 años, se pueden
encontrar algunos indicios del paso de aquellos grupos incásicos.

36
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Leyenda del cerro o piedra de la costilla


El lugar está constituido por una serie de piedras de gran tamaño,
algunas de ellas intencionalmente dispuestas y que presentan extraños
dibujos, principalmente rostros y puntos que debieron haber sido he-
chos con alguna herramienta de gran dureza. Como ya señalamos, la
leyenda se sustenta de manera sólida en las crónicas del Padre Diego de
Rosales, quien supuestamente la recibió de boca de los indios mapuches
que habrían expulsado a los incas hacia el norte.
Rosales señala que hacia el año 1425 los incas tuvieron en Qui-
lacoya una fortaleza “… y allí hay siete piedras a manera de pirámides
labradas que fueron puestas por los indios del Perú para hacer la cere-
monia llamada Calpa Inca, que se hacía para la salud del rey inca cada
año…y así escogían dos niños de edad de 6 años, varón y mujer, y los
vestían en traje de inca y los embriagaban y ligaban juntos, y así ligados
y vivos los enterraban, diciendo que el pecado que su rey hubiese hecho
lo pagaban aquellos inocentes en aquel sacrificio” (Diego de Rosales,
p. 339).

“Pasaron adelante (los incas) y


en Quilacoya tuvieron otra for-
taleza, y allí hay siete piedras a
manera de pirámides labradas
que fueron puestas por los in-
dios del Perú para hacer la ce-
remonia llamada Calpa Inca..”
(Diego de Rosales)
Ilustración de Jorge Zurita Pastén.

37
Luis H. Espinoza Olivares

El “Cerro o Piedra de La Costilla”, lugar donde se encontraron


estas evidencias de la presencia inca en la zona, recibe este singular
nombre por una piedra grabada con forma de abdomen y que fue des-
prendida a golpes por algún aventurero que presumiblemente buscaba
un tesoro entre los roqueríos. En conversación con algunos lugareños,
quienes han visitado en varias oportunidades el lugar, nos señalaron
que no obstante ser de difícil acceso, existen indicios de que el sitio ha
sido intervenido en reiteradas ocasiones con el afán de encontrar algún
tesoro junto a los restos de los niños sacrificados.
Eso explicaría las múltiples excavaciones y grabados realizados en
épocas posteriores sobre las mismas piedras o en la corteza de antiguos
árboles. Se cuenta que en cierta ocasión uno de estos aventureros inten-
tó mover las piedras con dinamita, destruyendo de esta forma un patri-
monio histórico que seguramente guardaba secretos mucho más valio-
sos que un frío y oculto tesoro que al parecer nunca se ha encontrado.

Transcripción de los petroglifos encontrados de manera dispersa


en el cerro La Costilla hacia 1962, realizado por el investigador
Luis Villalón W., en su “Informe de los petroglifos de la provincia
de Concepción”.
38
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Indagando en petroglifos peruanos, pudimos encontrar una gran


similitud entre los encontrados en el Cerro o Piedra de la Costilla con
aquellos de la zona de Pusharo, próximos al Cusco en Perú y que fueran
descubiertos a comienzos del s. XX, pero que sólo hace algunos años
han sido estudiados y protegidos con seriedad. La similitud en las caras
acorazonadas y la presencia de puntos en ambos casos, permitiría refor-
zar la idea de que efectivamente un grupo de indígenas peruanos logró
llegar a la zona explotando el oro del río Quilacoya y dejando como
evidencia de su paso los misteriosos petroglifos del Cerro de la Costilla.

Detalle de las caras acorazonadas existentes en La Costilla en


Hualqui, Chile (izquierda), y los de Pusharo en Perú (derecha). La
similitud entre ambos petroglifos confirmarían la presencia inca
en la zona de la frontera del Biobío.

En busca del tesoro de “la piedra de la costilla”


Entre los muchos aventureros que han visitado el Cerro de la Piedra de
la Costilla con el fin de encontrar el oro que los incas habrían enterrado bajo
aquellas piedras dimos con el paradero de don José Lermanda, un lugareño
que vive en Talcamávida, localidad situada a unos 25 kilómetros de Hualqui
a orillas del Bibío. A sus 60 años ha vivido innumerables aventuras, una de
las cuales se relaciona con las misteriosas formaciones de “La Piedra o Cerro
de la Costilla”. Cuando aún era un muchacho fue contratado junto a otros
amigos por dos hombres provenientes de Santiago quienes le ofrecieron una
buena paga con el fin de que los condujera a la Piedra de la Costilla.
Según relata Lermanda, uno de ellos le comentó que en su viaje desde
la capital habían pasado a la catedral de Chillán a buscar valiosa informa-
ción del lugar. Traían en su equipaje una serie de mapas y planos que pare-
cían muy antiguos. En sus conversaciones diarias mencionaban la existencia
de una gran cantidad de oro sepultado bajo las piedras. Cada mañana se

39
Luis H. Espinoza Olivares

levantaban muy de madrugada con la intención de seguir las sombras que se


desprendían de esas formaciones rocosas al recibir los primeros rayos del sol.
Marcaban los pasos en distintas direcciones y luego indicaban el lugar don-
de debían excavar o mover las piedras. Según señala Lermanda, estuvieron
trabajando cerca de una semana siguiendo cada una de las indicaciones de
aquellos hombres, pero no obtuvieron resultados. Lo curioso es que todo el
lugar retumbaba al caminar, como si hubiese algo oculto bajo tierra. Ampa-
rado en sus años de experiencia, asegura que el cerro está maldito y asegura
que el lugar posee una fuerza misteriosa difícil de entender.
Por su parte, Depolinares Altamirano Soto, un avezado historiador au-
todidacta de la zona, sostiene que una leyenda confirma la existencia de un
tesoro, precisamente las siete cargas de oro que Pedro de Valdivia enterró
antes de morir, pero que no estarían allí, sino en un lugar intermedio entre el
Cerro de la Costilla y el Cerro Alto.
A esas alturas, y cuando aún ni siquiera iniciábamos nuestro peregri-
naje por la ruta del oro, sentíamos que había suficientes fundamentos para
afirmar que estábamos en el camino correcto, sobre todo por la tradición
oral de los lugareños, llena de cuentos e historias relacionadas con entierros
y tesoros.
“Conocí a un hombre que cuando iba a buscar
sus animales al cerro de la Costilla, vio unas tinajas
a orillas del camino y cerca de unas rosas silvestres. Al
acercarse se percató que estaban llenas de oro y plata.
Como no pudo llevárselas, corrió a su casa a buscar
una carreta, pero al llegar las tinajas ya no estaban.
El hombre debió haber dejado una prenda sobre las
tinajas, un pañuelo o un chaleco. Es la única forma
de volver a encontrar esos entierros cuando uno vuelve a
buscarlos.”.
Relato de la Sra. María Sánchez, sector Ateuco,
comuna de Hualqui.

40
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Viaje al cerro de la costilla


Habíamos convenido previamente comenzar la exploración de la
ruta del oro ese mismo día y la bella ciudad de Hualqui era nuestro
punto de partida.
Iniciamos nuestra aventura a bordo de un vehículo todo terreno
debidamente equipado para recorrer los caminos y senderos rurales que
llegan a la Costilla. Nos acompaña un joven periodista de Concepción,
don Manuel Gutiérrez, que había querido unirse a la expedición para
conocer y registrar los misteriosos petroglifos con el fin de hacer un
reportaje sobre el tema. A sólo un kilómetro de viaje el asfalto es reem-
plazado por un tortuoso camino de tierra y la vegetación se hace cada
vez más densa, pero carece de las especies nativas que registraron los
antiguos viajeros. La mayoría lo constituyen bosques de pinos y euca-
liptos que muy de vez en cuando dan lugar a un pequeño y ralo soto-
bosque de especies autóctonas. Al igual que aquellos primeros viajeros,
pronto perdemos de vista el gran Biobío. Luego de subir por una serie
de pendientes polvorientas nos detuvimos a un costado del camino para
conocer la Santa de Piedra, un lugar que ha dado origen a una de las
festividades religiosas de mayor popularidad entre los habitantes de la
comuna de Hualqui. Cuenta la leyenda que hace muchísimos años un
joven campesino que cuidaba animales se encontró casualmente con
una hermosa piedra sobre la cual la madre naturaleza había esculpido
la figura de una pequeña virgen. El muchacho acudió de inmediato
donde la dueña del ganado para mostrarle su descubrimiento. La se-
ñora no tardó en limpiarla y hacerle una pequeña gruta para cobijarla
y ofrecerla a la oración de los fieles. Sin embargo, con el pasar de los
años la propiedad cambió de dueños y debido a su falta de fe la deja-
ron abandonada a merced de la lluvia y el tiempo. Bastaron un par de
meses para encontrarla nuevamente como había sido descubierta por
aquel muchacho. Pero nadie imaginó que la suerte de aquella santa iba
a cambiar repentinamente.
En efecto, al poco tiempo de ser abandonada, muchos animales
se enfermaron y murieron, en tanto que las cosechas dejaron de ren-
dir lo esperado. Todo parecía derrumbarse. Los propietarios se dieron
cuenta del error que habían cometido y no tardaron en recoger aquella
singular piedra para cuidarla sagradamente. Entonces el campo volvió

41
Luis H. Espinoza Olivares

a producir y servir de alimento a los numerosos animales. Después de


ocurrido estos hechos, la gente de los contornos supo la historia y co-
menzó a peregrinar hacia aquel lugar para orar y pedirle favores a la
Santa de Piedra, convirtiéndose en una tradición que se repite cada 8
de diciembre. Desde Hualqui, Quilacoya, Talcamávida y otros lejanos
sectores rurales, la gente acude llena de fe dando lugar a una fiesta po-
pular que ya es parte de la identidad de los hualquinos.

Vale la pena detenerse a conocer la “Santa de Piedra” ubicada a


escasos kilómetros de Hualqui y próxima al Cerro de la Costilla.
Según la leyenda, fue encontrada por algunos campesinos quie-
nes se dieron cuenta que de su cuidado y veneración dependía
la abundancia de frutos que les daría la tierra. Cientos de fieles
venidos de todas partes acuden cada 8 de diciembre a peregrinar
al lugar para pedir favores a la Santa y agradecer sus bendiciones.
Foto Gentileza Sra. Teresa Ruiz.

Después de unos minutos de descanso y contemplación del lugar


reanudamos el viaje rumbo al Cerro de la Costilla. Una serie de pen-
dientes cada vez más abruptas hacen presagiar que el camino no será
fácil. Averiguamos que existen otras tres vías alternativas para llegar
a nuestro destino, pero cada una de ellas debe enfrentar el desafío de
alcanzar la cumbre más alta y eludir las asperezas de una serie de cami-
nos estacionales trazados por las empresas forestales. Transitar por estos
lugares sin algún guía resulta sin duda una tarea muy riesgosa.

42
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

La época más indicada para visitar el Cerro de la Costilla es a


comienzos de otoño, pues los días son más frescos y silenciosos. Como
se trata de una zona elevada, es muy común que una espesa neblina
inunde aquel santuario de piedras y cubra los añosos árboles, dándole
al paisaje un aspecto único. Sin embargo, el día se mostraba prístino y
algo cálido, lo que iba a favorecer la observación de los petroglifos y el
registro fotográfico de los mismos. Casi sin darnos cuenta nos introdu-
cimos en un camino secundario que se habría paso por un bosque de
pinos de escasos años.
De pronto, semejando inmensas panzas grises brotando desde la
tierra aparecieron las primeras piedras de lo que era el conjunto me-
galítico del Cerro de la Costilla. Sin duda un paisaje atípico y misterio-
so. De alguna forma los movimientos tectónicos y la incesante erosión
producida por el agua y los vientos habían modelado durante millones
de años aquel paisaje que terminó por cautivarnos. De inmediato nos
bajamos ansiosos por contemplar aquellas formas que se nos presen-
taban ante nuestra vista, pero de inmediato sentimos la decepción de
encontrarnos cerca de allí con una torre de alta tensión procedente del
complejo termoeléctrico de Coronel. Aún impávidos y mudos, sentía-
mos la impotencia de quienes saben que poco o nada se puede hacer
frente a la constante amenaza de
los proyectos energéticos sobre
sitios patrimoniales que por al-
guna razón no son considerados
en los estudios de impacto.
De algún modo nos sentía-
mos culpables de no haber lle-
gado a tiempo para impedir que
los intereses económicos intervi-
nieran un lugar que sin duda po-
see un enorme valor patrimonial
Una torre de alta tensión se
ha instalado casi encima del
Cerro de la Costilla.
Foto del autor, octubre de 2011.

43
Luis H. Espinoza Olivares

y que constituye tal vez el primer hito en la formación de la ruta del


oro en la antigua frontera del Biobío. Nos enteramos que hace un tiem-
po hubo conversaciones entre algunas instituciones involucradas en el
tema con el fin de hacer los estudios para declarar al Cerro de la Costilla
como monumento nacional. En dichos encuentros habían participado
representantes del municipio junto a la empresa forestal Celco, due-
ña de los terrenos, la que se mostró muy proclive a proteger el lugar;
miembros del Museo de Historia Natural de Concepción y directivos
del Consejo de Monumentos Nacionales, quienes se comprometieron
a realizar una investigación en terreno y un registro detallado de los
petroglifos para emitir posteriormente un informe que permita proteger
el sitio. Sin embargo, al definir las prioridades en materia de protección
del patrimonio nacional, las conversaciones y trámites suelen cobrar un
ritmo poco auspicioso.
Ya enterados de estos detalles, nos concentramos en disponer de lo
que quedaba del día para conocer y apreciar este interesante sitio. Di-
seminados en un campo de unos 150 metros y a orillas de un profundo
acantilado, fuimos descubriendo cada uno de los inmensos bloques de
piedra sobre los cuales, bajo una delgada capa de musgo, descubrimos
los misteriosos petroglifos. Se distinguían tres rostros con formas acora-
zonadas y de ojos profundos, como asimismo una línea de puntos que
supuestamente intentaban dar alguna pista sobre el lugar. Dos fechas
grabadas sobre las piedras, 1845 y 1919, daban fe del inusitado interés
que ha provocado el lugar en distintas épocas. Uno de nuestros acompa-
ñantes nos señaló el punto preciso donde estuvo la pirámide de piedras
construida por los incas para sus ceremonias y que ahora se encontraba
destruida. Nos sorprendió la enorme cantidad de fosos y excavaciones
realizadas por antiguos visitantes, seguramente atraídos por el oro que
habrían enterrado los indios junto a sus sacrificios. Cada uno de noso-
tros se dio tiempo para apreciar y recorrer el sitio en forma individual
por unas dos horas, tiempo en el cual pude sentir que efectivamente el
lugar tenía algo de místico. De alguna forma estaba conectándome con
una de las principales culturas americanas que logró llegar a esta zona
hace casi seis siglos, dejando un legado que lamentablemente no hemos
podido valorar ni tampoco cuidar. El oro que supuestamente lograron
extraer durante el poco tiempo que estuvieron en la zona debió ser usa-
do en sus ceremonias religiosas y en los sacrificios que realizaron, y ha

44
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

sido la excusa para que innumerables aventureros alteren el sitio destru-


yendo un legado patrimonial que es urgente rescatar.

Excavaciones como esta dan fe de la ambición por encontrar un


tesoro.
La famosa piedra de la Costilla fotografiíada en 1925 por Luis
de La Cerda
Uno de los tantos aventureros inmortalizó su paso por el lugar
hacia 1918.
Misteriosas figuras talladas en las rocas parecen mirar a los viaje-
ros como si vigilaran celosamente algún tesoro.

Al caer la tarde nos reencontramos en la parte más elevada de


aquel promontorio bajo el cual los enormes bloques de piedra daban
paso a un peligroso acantilado. Desde ese lugar se podía apreciar en
toda su magnitud el valle de Hualqui y, como telón de fondo, el her-

45
Luis H. Espinoza Olivares

moso Biobío corriendo lentamente entre los boscosos cerros de la cor-


dillera de la Costa. En una de las rocas superiores pudimos advertir la
presencia de un jote muy joven al cual, no obstante nuestra proximidad,
no le causaba ninguna incomodidad nuestra presencia. Lo vimos abrir
y cerrar sus alas un par de veces, hasta que por fin logró emprender el
vuelo con algo de dificultad. La gran cantidad de plumas y estiércol de
estas aves que se esparcían sobre las rocas demostraban que aquel pro-
montorio servía desde hace algún tiempo como lugar para que aquellas
aves se iniciaran en el arte del vuelo.
Establecidos sobre aquellas alturas pudimos observar la majes-
tuosidad de aquel paisaje, el cual se prolongaba incluso hasta algunas
cumbres de los Andes, especialmente el volcán Chillán y el Antuco.
Intercambiamos un largo rato nuestras impresiones del lugar mientras
el jote giraba plácidamente en lo alto de nuestras cabezas como si vi-
gilara nuestros movimientos. Compartimos nuestra merienda y luego
decidimos regresar a Hualqui con la conformidad de haber conocido
uno de los lugares de mayor valor patrimonial de la zona y que aún era
desconocido para la gran mayoría.
El sol ya se perdía tras los cerros y al alejarnos pude observar la
silueta de aquellas enormes piedras en cuyas paredes los incas dejaron
rastros de su cultura a través de los misteriosos petroglifos. Pero también
observé la silueta de aquella enorme torre de alta tensión como mudo
testimonio de la indiferencia del mundo moderno que no trepida en
intervenir nuestro patrimonio a cambio de un mal entendido progreso
económico.
De regreso en Hualqui nos alojamos en la casa de unos familiares,
quien amablemente nos tenía preparada una cena que duró hasta altas
horas de la madrugada. Al día siguiente habíamos acordado salir hacia
Quilacoya en busca del lugar donde don Pedro de Valdivia explotó los
famosos lavaderos de oro, poco después de fundar la ciudad de Con-
cepción en lo que es actualmente Penco. De esos famosos lavaderos que
hicieron exclamar al gobernador “desde ahora soy señor”, poco o nada
ha quedado, no obstante la proliferación de historias y leyendas que
intentaremos rescatar en nuestro viaje por redescubrir la ruta del oro en
la antigua frontera del Biobío.

46
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Como hemos señalado precedentemente, desde su fundación la


ciudad de Concepción se convirtió en un punto estratégico destinado a
proseguir la conquista al sur del Biobío. A pesar de sus escasos hombres
y recursos, el gobernador no tardó en adentrarse en dichas tierras y
fundar nuevas ciudades y fuertes en medio de una zona que más tarde
sería el escenario de una cruenta guerra. Junto con ello se preocupó de
inmediato en buscar lugares donde hubiera oro en abundancia con el
fin de financiar sus gastos y atraer a nuevas huestes de españoles. Al-
gunos cronistas se refieren a esta intensa búsqueda, la que no tardó en
dar frutos como consecuencia de las noticias que les proporcionaron los
propios indios acerca de la llegada de los incas al cerro de la Costilla un
siglo antes. De esta forma se logró dar con los lavaderos del río Quila-
coya hacia 1552.

Comienza la búsqueda de lavaderos y minas de oro. Los indígenas


informan a los españoles acerca de la existencia del preciado me-
tal en el río Quilacoya. Mural obra de Kemel Nasr.

47
Luis H. Espinoza Olivares

Entre las crónicas de la época y aquellas posteriores existe una


abundante información respecto de esta primera etapa en la extrac-
ción de oro en la antigua frontera del Biobío. Así por ejemplo Diego de
Rosales señalaba al respecto que en ese tiempo “…se puso cuidado en
todas partes en catear la tierra y descubrir minas de oro, y se hallaron
algunas riquísimas, particularmente en Quilacoya…” (Diego de Rosa-
les, p. 339).
El cronista Pedro de Córdova y Figueroa señalaba también sobre el
particular que después que Valdivia envió en busca de oro “…volvieron
los emisarios gozosos por la descubierta que habían hecho y que de-
mostraban ser muy ricas, principalmente las de Quilacoya, cuya noticia
la celebraron los españoles con demostraciones singulares de alegría”
(Pedro de Córdoba y Figueroa, p. 54).

Pedro de Valdivia, Gobernador de Chile entre 1540-1553.


Óleo de Francisco Mandiola, Biblioteca Nacional

Una vez descubierto el oro en Quilacoya, Valdivia se preocupó


personalmente de iniciar los trabajos en los lavaderos acompañado por
un buen contingente de soldados. Según la voluntad del rey de España,
los conquistadores tenían el derecho de cobrar a todos los indígenas
un tributo que debía ser pagado en dinero, especies o trabajo directo
como una forma de compensación a los méritos y sacrificios realizados
en estas alejadas tierras. Como los naturales no disponían de dinero ni
grandes bienes, entonces debieron pagar con su trabajo, y una de las
alternativas era lavando las arenas de los riachuelos para obtener oro.

48
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Vista del Biobío desde el antiguo camino de la cuesta.


Curso superior del río Quilacoya donde Valdivia explotó sus fa-
mosos lavaderos de oro.
La historia descansa mansamente a orillas de la ruta de oro.
“Chayado” de las arenas del río Quilacoya en busca del preciado
metal.

Según señala Vicuña Mackenna en su obra La edad del oro en


Chile, el metal era abundantísimo en aquel siglo, y aún en los tiempos
que escribía (fines del siglo XIX) mucha gente sacaba oro, salvo que se
hallaba diseminado en moléculas muy diminutas y difíciles de amalga-
mar y recoger. Lo señalado por este historiador tiene validez hasta el
día de hoy por cuanto al recorrer los sinuosos caminos y senderos de
la ruta del oro aún se pueden encontrar personas que se aventuran por
los riachuelos con el fin de lavar las arenas sin mayor dificultad y sacar
algunos gramos del preciado metal con las mismas herramientas de an-
taño. No es preciso saber mucho. Sólo se requiere un poco de paciencia
y esfuerzo para obtener un par de pepitas que, al cabo de un tiempo, se

49
Luis H. Espinoza Olivares

pueden vender a intermediarios locales o directamente en las joyerías


de Concepción. Pero eso ocurre muy ocasionalmente, pues al decir de
mucha gente, siempre es necesario tener un poco de suerte para dar con
un buen manto de oro.

Las pepitas de oro de gran tamaño encontradas en la zona han


sido poco usuales. Sin embargo, su hallazgo ha provocado en dis-
tintas épocas breves períodos de fiebre aurífera.

En tiempos de don Pedro de Valdivia el asunto era muy distinto.


En primer lugar, había más abundancia de oro pues las arenas no ha-
bían sido explotadas, a excepción del breve período de ocupación inca
en el “Cerro de la Costilla” y, en segundo término, existía suficiente
mano de obra entre los indígenas para el trabajo en los lavaderos, el cual
se hacía en cierto modo de manera forzada y a muy bajo costo a través
del sistema de encomienda creado por los españoles.

Ercilla en el campamento escribiendo La Araucana.


Diorama de Zerreitug, en la Galería de la Historia de Concepción

50
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

“Lo que puedo decir con verdad de la bondad de esta tierra es que cuanto
vasallos de V.M. están en ellas y han visto la Nueva España, dicen ser mucho más
cantidad de gente que la de allá: es todo un pueblo y una sementera y una mina de oro”
(Carta de P. de Valdivia al rey, Concepción, 25 sept. de 1551).
El número de indígenas que hizo trabajar Valdivia en Quilacoya
como asimismo la cantidad de oro sacado de allí es muy difícil de de-
terminar. El cronista Góngora y Marmolejo hablaba de que en aquel
tiempo había 800 indios sacando oro. Distinta es la visión de don Pedro
de Córdova y Figueroa, quien muchos años después visitó la zona de
los lavaderos, señalando que donde hubo más actividad aurífera fue en
Quilacoya “…cuyo dilatado espacio está trasegado y desentrañado, y
bien se ve que aquella fue obra de diez y séis a veinte mil indios que allí
tuvo Valdivia, quienes le pagaban el tributo en oro” (p. 32).
Cualquiera sea la verdad, lo cierto es que el Gobernador quedó ex-
tasiado con la riqueza encontrada allí. Así lo confirma el cronista Gón-
gora y Marmolejo al señalar que en cierta ocasión los indios le trajeron
al gobernador una batea llena de oro “…este oro le sacaron los indios
en breves días. Valdivia habiéndolo visto no dijo más, según me dijeron
los que se hallaban presentes, de estas palabras: “Desde ahora comienzo
a ser señor” (Alonso de Góngora Marmolejo, pp. 33 - 34).
Existen antecedentes aún más increíbles sobre el particular, como
el del padre jesuita Alonso de Ovalle en su Histórica relación del Reino
de Chile, quien escribía durante la primera mitad del s. XVII que “…
la gran riqueza (de oro) que han sacado los españoles de estas minas es
tanta, que oí decir a mis mayores que en los banquetes y bodas ponían
en los saleros en lugar de sal oro en polvo, y que cuando barrían las
casas, hallaban los muchachos pepitas de oro en la basura lavándolo en
las acequias” (p.10).
Es probable que esta evidente exageración de los hechos obedece
a la natural intención de atraer a más colonos al reino de Chile y de
este modo consolidar la conquista y evangelización de un territorio tan
extenso como indomable.

51
Luis H. Espinoza Olivares

El trabajo en los lavaderos


A diferencia de las modernas técnicas de extracción aurífera que
existen actualmente, durante los siglos de la conquista y la colonia era
imprescindible contar con un elemento básico para obtener el oro de
la naturaleza: el agua. De su escasez o abundancia dependía la explo-
tación. En tal sentido las minas situadas al norte de Santiago, que se
caracterizaban por la escasez de este elemento, debían esperar la tem-
porada de lluvias para su explotación, es decir entre los meses de abril
a septiembre. En cambio en la zona de Concepción, más abundante en
agua, el período de explotación se concentraba entre octubre y marzo,
meses en que las mejores condiciones climáticas permitían el trabajo en
los diferentes ríos y arroyos que bajaban su caudal. Sin embargo, debido
a la codicia de los conquistadores era usual que los trabajos se prolonga-
ran hasta por 8 meses, como lo indica el gobernador Bravo de Saravia
hacia 1568 quien señalaba que para financiar los gastos de su gobierno
le “…han ofrecido (los encomenderos) todo lo que se sacare en un mes
de los ocho que echan los indios a las minas y lavaderos…” (José Toribio
Medina, CHCh, Tomo 1, pág. 115). Se llamaban lavaderos porque era
necesario lavar las arenas para separarlas del oro mediante un trabajo
que solía ser muy rudimentario. Las herramientas se reducían a una
chaya o batea hecha principalmente de álamo, madera blanda para
tallar y además liviana para un trabajo que muchas veces se realizaba
de sol a sol. Mediante palas se buscaban las arenas auríferas en medio
del río y luego se lavaban en la batea realizando movimientos circulares
que permitían eliminar gradualmente las piedras y dejar finalmente las
pepitas de oro en el fondo.
El Abate Molina describe este procedimiento a fines del s. XVIII
con algunas modificaciones, señalando que el trabajo en los lavaderos
se reducía “… a recoger la arena o la tierra cargada de moléculas o
pajillas de oro que echan después en una naveta de cuerno llamada
poruña, que ponen debajo de una corriente de agua de algún arroyo
agitándola continuamente con el fin de que subiendo arriba la arena,
se deslice y escape de la naveta dejando como más pesado en el fondo
el oro casi puro.” Molina señalaba además que este método a veces
no era muy conveniente “…porque es imposible que dejen de perder-
se muchas partecillas metálicas que por su poco peso se irán con el

52
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

agua entre la arena.” Por eso era conveniente “…hacer estos lavados
sobre planos inclinados, cubiertos de zaleas (cueros) de carnero bien
extendidos para que se enredase el oro en sus lanas.” Pero a pesar de
estos inconvenientes Molina agregaba que “…a veces la utilidad era
exorbitante, hallándose entre las arenas lavadas pedazos de oro que los
naturales llaman pepitas, aunque lo más general es recogerlo en polvos
y en granillos pequeños redondos y lenticulares, que juntan en bolsas de
los escrotos de los carneros…y que llevan a vender a las ciudades donde
es más apetecido y mejor pagado” (Juan Ignacio Molina, pp. 116 - 117).

En la actualidad el sistema de extracción de oro en la zona no


ha variado mucho. La batea o chaya sigue utilizándose para la
búsqueda de lugares apropiados para trabajar (izquierda).Una vez
que se da con arenas ricas en el preciado metal, se instalan canoas
de madera o metal (derecha) mediante las cuales es posible lavar
mayores volúmenes de material y obtener un mejor rendimiento.

La codicia de los conquistadores por hacer trabajar de manera


abusiva a los indios en los lavaderos traía aparejado otro problema: los
constantes intentos de rebelión. Carentes de una legislación, los pobres
indígenas eran obligados a trabajar extensas jornadas lavando en sus
bateas de palo el cascajo de los esteros “…sin más salario que el látigo
y sin más alimento que un puñado de maíz tostado” (Benjamín Vicuña
Mackenna, p. 17). Es por eso que en una de las visitas que realizó el go-
bernador don Pedro de Valdivia a los lavaderos de Quilacoya, y viendo
la gran cantidad de indios, mandó hacer un fuerte donde pudieran estar
seguros los españoles que cuidaban los trabajos. En realidad ,Valdivia se
dirigía al fuerte de Tucapel con el fin de socorrerlo pues había recibido
noticias de que los indios lo tenían sitiado.

53
Luis H. Espinoza Olivares

“…salió el mismo domingo a vísperas con 36 hombres (de


Concepción) y fue a las minas que están cinco leguas de esta ciudad
que se dice Quillacuay (Quilacoya) donde estuvo ocho días a causa
de hacer un fuerte en que quedaran seguros los españoles que andaban
con los indios sacando oro, que serían 50 españoles y más de 12 mil
indios” (Jerónimo de Vivar, p. 169).
Sin embargo, el gobernador estaba más preocupado de los últimos
acontecimientos que del abundante oro que había en Quilacoya. Así lo
manifiesta el cronista Pedro Mariño de Lovera que fue uno de los espa-
ñoles que salió con Valdivia desde Concepción a Quilacoya. “Aquella
misma mañana, confirmando la melancolía de Valdivia en que llegó a
las minas, trajo el mayordomo del gobernador llamado Rodrigo Volan-
te una fuente llena de plata con seis libras de oro en polvo, y se la pasó
delante diciendo que aquel oro habían sacado sus indios el día antes…
más él estaba tan amargo que no le alegró el corazón.” (Mariño de Lo-
vera, Pedro, Crónica del Reino de Chile, pág. 152).
Mariño de Lovera, que presenció todo esto, se quedó en Quilacoya
cuidando las faenas y por eso no siguió a Tucapel donde en definitiva el
gobernador perdería la vida.
Alonso de Ercilla y Zúñiga en La Araucana señala que el camino
que generalmente tomaba Valdivia para atravesar la frontera del Biobío
e ir a visitar los fuertes, entre ellos el de Tucapel, era el que actualmen-
te coincide con los puentes que unen la ciudad de Concepción y San
Pedro de la Paz, para lo cual se utilizaban improvisadas barcas. Sin
embargo, como en aquella ocasión el Gobernador decidió visitar pri-
mero sus minas de Quilacoya, optó por cruzar el gran río por el vado de
Talcamávida lo que, según Ercilla, decidió su muerte en Tucapel días
después.
“Pero dejó el camino provechoso,
y, descuidado dél, torció la vía,
metiéndose por otro codicioso
que era donde una mina de oro había:
Y de ver el tributo y don hermoso
que de sus ricas venas ofrecía,
paró de la codicia embarazado,

54
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

cortando el hilo próspero del hado.


Más el metal goloso que sacaba
le tuvo a la sazón embebecido
después salió de allí, y se apresuraba
cuando fuera mejor no haber salido.
(La Araucana, Canto II).
Efectivamente, entre el 18 y 19 de diciembre de 1553 el Goberna-
dor sale de Quilacoya dejando las minas custodiadas y cruza el Biobío
por el vado de Talcamávida internándose en las serranías de Catiray en
dirección a Arauco y Tucapel, donde encontrará finalmente la muerte a
manos de Lautaro. La noticia de este desastre provocó que los indígenas
se sublevaran a lo largo de toda la zona de la frontera, abandonando los
lavaderos y obligando a los españoles a replegarse hacia el norte.

Benjamín Vicuña Mackenna, destacado político e historiador chi-


leno. En 1881 publicó La edad del oro en Chile, una obra impres-
cindible para quienes deseen profundizar acerca del tema.

Siglos más tarde, a fines del s. XIX, Vicuña Mackenna hace refe-
rencia al fuerte que dejó Valdivia en las minas de Quilacoya, basado en
una visita que hicieron unos amigos suyos hacia el año 1879, entusias-
mados por las leyendas del oro que en esa época circulaban profusa-
mente en el país y para reconocer los vestigios de las minas. Los amigos
de Vicuña Mackenna se encontraron con interesantes indicios sobre el
particular. Veamos lo que nos relata acerca de aquel viaje:

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Luis H. Espinoza Olivares

“En mayo de 1879 algunos de mis amigos del sur…se dirigie-


ron a reconocer los vestigios de las minas de Quilacoya, y he aquí lo
que uno de ellos nos decía en carta de Chillán, junio 4 de 1879: El
estero de Quilacoya nace en la cima de la montaña de la costa y, des-
pués de recorrer cinco leguas por inmensas pendientes y pasar al pié de
altos cerros todos auríferos, desemboca en el Bío Bío. Se tiene evidencia
que lo que se llama vega de Quilacoya está compuesta de arenas aurí-
feras…Hace algún tiempo que a don Manuel Barragán se le ocurrió
hacer un pique en la ribera del río, y a los doce metros encontró palas
gruesas y trabajadas con serrucho, y bajo esas palas, cieno de mal olor.
Este trabajo estaba ubicado frente al fuerte de don Pedro de Valdivia.
Existen todavía los fosos del fuerte de Valdivia y los perales
que circundaban el castillo. Existe también el rasgo de un canal que
sacaron sobre los cerros. Y como para decir a los codiciosos y viajeros
que en aquella tierra también se muere, existe aún una cruz sobre la
tumba de alguno de los compañeros del conquistador, conservada por
los moradores de aquella comarca con respetuoso cuidado”
Benjamín Vicuña Mackenna, La Edad del Oro en Chile, pp. 101-102.

Las Vegas de Quilacoya, lugar donde Valdivia sacó oro y cons-


truyó un fuerte en el s. XVI El tiempo se ha encargado de borrar
todo rastro de los lavaderos.

56
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

En la actualidad resulta muy difícil encontrar señales de los lava-


deros aludidos por estos viajeros, pues el “fuerte” que construyó el Go-
bernador era sólo una frágil empalizada imposible de resistir el embate
de los indios y menos aún el paso del tiempo. No así los fosos del mismo
fuerte que según los amigos de Vicuña Mackenna aún permanecían a
fines del s. XIX y que en una visita que realizamos al lugar fue imposi-
ble encontrar. Por lo demás, la extracción del oro por parte de los indios
que trabajaban para Valdivia fue breve y no hubo tiempo para consoli-
dar las labores a través de construcciones más permanentes y sólidas. La
insurrección indígena provocada por los maltratos a que eran sometidos
los naturales y la muerte del gobernador en Tucapel, en 1553, luego de
visitar las minas de Quilacoya, obligaron a abandonar los trabajos.
Sin embargo, al recorrer la zona es posible encontrar algunos indi-
cios que nos hacen recordar el esplendor de aquella época dorada. Los
lugareños aún sacan oro del mismo modo como lo hicieron los viejos
conquistadores, es decir, con chayas y bateas que ellos mismos cons-
truyen y que en ocasiones suelen ser de metal. Supimos de una anti-
gua familia hualquina que ha sido propietaria por largos años de vastos
sectores donde supuestamente estuvieron los lavaderos de oro de don
Pedro de Valdivia. Al visitarlos, pudimos conocer algunos objetos rela-
cionados con la explotación de este preciado metal en aquel lugar. Uno
de los más interesantes corresponde a una serie de medidas destinadas a
pesar el oro, en una época de explotación posterior al auge que alcanzó
en el siglo XVI, como asimismo herramientas que supuestamente per-
tenecieron a los indígenas que trabajaron allí.

Ingenioso sistema de medidas destinadas a pesar el oro que se


extraía en el estero Millahue.

57
Luis H. Espinoza Olivares

Millahue, lugar donde hay oro


Al interior de la comuna de Hualqui corre un estero que es tri-
butario del Quilacoya y cuyo nombre de origen indígena es muy elo-
cuente: “Millahue”, es decir, lugar donde se encuentra oro (milla: oro,
hue: lugar). Desde época muy antigua la gente de los contornos ha ex-
traído ocasionalmente el preciado metal desde el riachuelo. Incluso en
la década de 1980 el gobierno de aquel entonces impulsó a través de
la ENAMI algunos planes auríferos en los ríos y esteros de la zona que
históricamente habían sido explotados desde los inicios de la conquista.
En Hualqui pudimos contactarnos con uno de esos viejos busca-
dores de oro de aquel tiempo: don José Belarmino Padilla Fernández.
Don José tuvo a su cargo una cuadrilla de diez trabajadores en el sector
Millahue, epicentro del plan aurífero de esa época. El proyecto incluía
la entrega de palas, chayas, canoas, picotas, botas, carpas, sacos de dor-
mir y una moto bomba para succionar el agua del río y lavar con mayor
rapidez el oro en las canoas. El metal extraído se reunía y se vendía
usualmente en las joyerías de Concepción, asignándoles un porcentaje
a cada trabajador. Don José nos señaló que aprender el oficio de lavar
las arenas le resultó relativamente sencillo, pero había que armarse de
mucha paciencia, sobre todo cuando no se encontraban buenos depó-
sitos. El trabajo sólo le permitió sobrevivir en una década en que el
país atravesaba una gran crisis económica, pero en ningún caso se hizo
un hombre rico. Como en todas las cosas, sólo unos pocos tuvieron la
suerte de su lado y pudieron extraer algunas pepitas que les permitieron
soñar por un tiempo.
Entre tantas desventuras se da tiempo para narrarnos algunas his-
torias que nacieron al alero del descanso nocturno después de cada ago-
tadora jornada. Cuenta que en cierta oportunidad estaban sentados en
la noche alrededor de una fogata cuando repentinamente escucharon
un ruido en el río. Sorprendidos, tomaron sus linternas y fueron a ver
lo que pasaba. Con alivio se dieron cuenta que se trataba de un enorme
pez que trataba de subir río arriba. Se sacaron los zapatos y se lanzaron
en medio de la corriente para atraparlo, pero misteriosamente el enor-
me pez desapareció. Eso les ocurrió dos noches seguidas. Al tercer día
pasó un hombre a caballo y les dijo que nunca iban a atrapar ese pez
porque era el mismísimo diablo que cuidaba el oro del río.

58
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Don Belarmino Padilla en plena faena de extracción del material


observando las pepitas de oro de su chaya.
Gentileza familia Padilla, 1980.
Los buscadores de oro con frecuencia se encuentran con turistas a
quienes les enseñan la forma de extraer el preciado metal. Niños
“jugando” a sacar oro con una chaya en el sector de Nereo, en el
curso superior del río Quilacoya.
Gentileza del profesor de la escuela rural de Redolino don René Ibáñez
Méndez, Hualqui, año 1982.

Leyenda del tesoro de valdivia


En la tradición oral de los habitantes de la comuna de Hualqui
podemos encontrar una serie de historias y relatos que dan testimonio
de la existencia en el pasado de una rica producción aurífera en la zona,
principalmente durante el gobierno de Valdivia y en tiempos posterio-
res. En el libro Leyendas y tradiciones de la República de Hualqui, es-
crito por el profesor Luis Espinoza, encontramos un interesante relato
acerca del “Tesoro de don Pedro de Valdivia” que tiene su asidero en
la inmensa fortuna que logró acumular el gobernador gracias a la ex-
plotación de los lavaderos de Quilacoya. Pero, cabe preguntarnos ¿Qué
pasó con la inmensa riqueza acumulada por don Pedro de Valdivia en
las minas de Quilacoya?

Algunos cronistas señalan que luego de ser capturado en Tucapel,


Valdivia fue obligado a beber oro derretido (Grabado del s. XIX)

59
Luis H. Espinoza Olivares

Benjamín Vicuña Mackenna en su libro La Edad del Oro en Chile,


da algunas luces de lo que ocurrió con esa fortuna, al señalar que “...
después de la muerte de Valdivia, las opulentísimas minas de Quilacoya,
que en un día natural rendían hasta dos quintales de oro, según lo afir-
ma quien lo viera y lo pesara, fueron precipitadamente desamparadas y
no quedó de ellas más memoria que la de dos botijas que junto a unos
perales enterró uno de los mayordomos de Valdivia al huir, y que más
tarde misterio de encantadores transmutaron de lugar y de sepultura
para hacer perder la huella a los ávidos cristianos” (p. 101).
¿Hubo realmente un tesoro? No cabe duda que así fue, aunque
Valdivia no pudo disfrutar de él, ni tampoco ninguno de sus compa-
ñeros, pues el tiempo se encargó de borrar todo indicio acerca de su
existencia, pero no pudo borrar la leyenda que de allí nació.
Otra interesante historia que recrea la época gloriosa de las minas
de Quilacoya hace alusión al significado del nombre del lugar y se re-
laciona con la visita que hiciera el gobernador a los lavaderos antes de
morir, dejando sólo un par de hombres para su custodia. He aquí este
interesante relato:

La leyenda de quilacoya ¿tres robles o tres mentiras?


Existen tres versiones acerca del significado de Quilacoya. La pri-
mera de ellas se traduce como “Tres robles” (quila: tres, coila: roble).
La segunda plantea que significaría “Tres princesas” (quila: tres, coya:
princesa), pero un antiguo relato señala que su verdadero significado
sería “tres mentiras”. La historia es la siguiente:
A los pocos días de que el gobernador Valdivia abandonara los
lavaderos, los indios que trabajaban allí comenzaron a dar señales de
sublevación. Para revertir el escaso número de españoles que cuidaban
las faenas, el capitán español a cargo del lugar ideó un ingenioso plan
que consistía en hacer desfilar a sus escasos hombres para atemorizar a
los indios. Repartió entre los aborígenes algunas vasijas de mudai (chi-
cha de maíz), y aprovechando la oscuridad de la noche y los arbustos
cercanos, les ordenó a sus soldados desfilar en círculo alrededor de los
matorrales con el fin de que aparentaran una superioridad numérica.
De ese modo cada soldado debía desfilar en tres oportunidades, ponien-
do cuidado de no ser descubierto.

60
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Sin embargo, en el segundo intento uno de los indígenas saltó de


entre los cuerpos de sus compañeros y comenzó a gritar: ¡Coila, coila,
coila...!, es decir, mentira, mentira, mentira. Los soldados continuaron
desfilando disciplinadamente ignorando los gritos de aquel indígena,
mientras se perdían en la oscuridad de los matorrales.
- ¡ Coila, coila, coila...! - insistió poco después y con más ener-
gía aquel indígena cuando los vio pasar por tercera vez, apuntando en
forma amenazante a uno de los soldados que desfilaba. El resto de los
indios, embriagados con el mudai, hicieron caso omiso de los gritos de
su compañero, cuyas palabras terminaron perdiéndose en la espesura
de la selva araucana.
Nadie se dio cuenta, más que el indio de negros cabellos, acerca
de aquel engaño, pues entre las filas españolas se destacaba un soldado
calvo que no podía pasar desapercibido, más aún cuando le brillaba
el cuero cabelludo cada vez que pasaba ante las fogatas. El capitán no
había considerado esa particularidad que en un momento dado hizo
peligrar su treta. Para fortuna de ellos, el desesperado indígena no logró
alertar a sus compañeros y los españoles se salvaron gracias a sus “tres
mentiras”, es decir, “quila-coila”.

La escasa tropa desfiló en tres oportunidades con el fin de aparen-


tar ser más numerosos
Ilustración de Jorge Zurita Pastén en el libro de comics Leyendas de Hual-
qui, editado por la I. Municipalidad de Hualqui, 2012.

61
Luis H. Espinoza Olivares

Esta historia se conoció y se difundió de generación en generación,


y para muchos habitantes de Quilacoya ha servido para explicar el ver-
dadero origen del nombre de su pueblo, es decir “Tres Mentiras”(Luis
Espinoza, Luis: “ Leyendas y tradiciones de la República de Hualqui” p. 25).

En el rio quilacoya
Esa tarde, después de conocer las historias relacionadas con los
lavaderos de oro que tuvo Valdivia en el s. XVI, tomamos rumbo hacia
el río Quilacoya en la busca de algunos indicios acerca de las faenas
auríferas y el fuerte que construyó el gobernador para el resguardo de
las minas. Nuestras esperanzas se basaban en las descripciones que hi-
cieran a fines del s. XIX aquellos amigos de don Benjamín Vicuña Mac-
kenna, cuando visitaron Quilacoya dejando registradas sus impresiones
en la obra La Edad del oro en Chile.
El camino seguía el vaivén de las montañas cercanas alejándose
del gran Biobío. Recordé entonces el viaje que hizo el doctor Aquinas
Ried, hacia 1847, utilizando este mismo camino cuando iba rumbo a la
zona de la Araucanía: “Al salir de Hualqui el camino atraviesa la cor-
dillera de la costa…Constantemente uno se ocupa en caracolear, subir
y bajar un laberinto de cerros. El viajero se siente perdido en medio de
un desorden interminable de subidas y bajadas… En muchas partes
encontramos grandes grietas abiertas de doscientos o trescientos pies de
profundidad que orillan el camino y amenazan destruirlo en el próxi-
mo aguacero. Cruzamos varios arroyos, de los cuales el principal es el
Quilacoya, que pasa por una hermosa hacienda del mismo nombre”(A-
quinas Ried, p. 7).
Hoy en día las dificultades del viaje ya no son tales, pero aún siguen
existiendo los caminos de tierra sumergidos entre los cerros y quebradas
cubiertas de vegetación, conservando de algún modo el romanticismo
de los viajes de antaño. Por lo menos el polvo es el mismo de aquel en-
tonces, tal vez más pródigo por el paso raudo de los vehículos forestales.
Es por eso que la creatividad popular ha denominado ocasionalmente
a esta vía como la “Ruta del polvo”. Pocos caballos transitan hoy en día
por estos caminos, y menos aún las tradicionales carretas tiradas por
bueyes. Lo que antaño fue un símbolo de la vida campesina de la comu-

62
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

na de Hualqui, hoy sólo es un vago recuerdo que ha sido reemplazado


por el tráfico de las camionetas que llevan leña, carbón y productos
agrícolas a las distintas ferias locales.
Seguimos, pues, subiendo las boscosas colinas dejando a nuestro
paso una densa estela de polvo. De pronto aparecen a nuestra vista
algunas casas patronales que se arriman a un retazo de calle asfaltada,
dando forma a un pintoresco caserío. Sin duda en el pasado el polvo
debió ser un gran problema para los habitantes del lugar. El nombre del
sector no daba para mayores comentarios: “la calle”.
Unos metros más allá dejamos el asfalto para montarnos nueva-
mente sobre el pedregoso camino de tierra. Nos llama la atención un
letrero que anunciaba “empanadas de horno”. Nos detuvimos para ob-
tener información acerca de los lavaderos de oro y para probar aquellas
delicias de campo a que nos invitaba el anuncio. Entramos hasta una
rústica casa rodeada de plantas de frutillas y tomates y de cuyas paredes
colgaban algunas ristras de ají y cebollas. Bajo un parrón de uva Italia
retozaba un perro que no parecía molestarse por nuestra presencia ni
por el constante piar de un par de graciosas gallinas coyoncas. Estas
aves son muy raras por su pequeño tamaño y el denso plumaje que tie-
nen en sus patas. Arrimados a la casa, un par de zapallos continuaban
madurando a la luz del sol. Al acercarnos sorprendimos a la dueña
literalmente con las manos en la masa.
Era doña Olga, dueña del pequeño predio quien, junto a su mari-
do don Sergio Pérez estaban empeñados en consolidar su negocio apro-
vechando el creciente tráfico por el sector. Nos presentamos y luego
decidimos comprar una docena de empanadas que fuimos a disfrutar
a la sombra del parrón, convencidos que sería la excusa perfecta para
entablar una conversación con los propietarios.
Don Sergio se esmeró en atendernos y no titubeó en traernos una
botella de vino de su cosecha, ingrediente perfecto para acompañar las
deliciosas empanadas caseras. Mientras charlábamos nos confesó que
ha vivido desde niño en el sector “La Calle” y su casa, como muchas
que se ubican a orillas de la ruta del oro (o del polvo), ofrece todo tipo
de productos del campo: empanadas, tortillas, miel, frutillas, huevos de

63
Luis H. Espinoza Olivares

campo, cebollas para escabeche, harina tostada y también un buen pi-


peño como el que estábamos degustando.
Cuando le comentamos acerca del oro de Quilacoya, no tardó en
señalarnos que algunos amigos acostumbraban a lavar las arenas en los
riachuelos durante el verano, pero reconoce que no es una actividad
muy rentable, pues de otro modo habría mucha más gente dedicada
a ese oficio. Recuerda que cuando aún era pequeño tuvo un tío que se
dedicó a sacar oro durante mucho tiempo, pero no tiene la certeza de
la cantidad que logró extraer. De lo que sí estaba seguro es que se gastó
todo en sus vicios, hasta que se murió. Don Sergio nos comentó que en
aquel entonces existían muchas creencias entre los buscadores de oro,
y una de las que más le llamó la atención era que las personas que se
dedicaban a sacar ese metal con mucha codicia estaban predestinados
a tener mala suerte. Por eso su tío en aquel tiempo decidió pagarle a un
mediero para que hiciera el trabajo por él, pero al poco tiempo se dio
cuenta que le “estaban haciendo la muela”, es decir, que aquel hombre
no le entregaba todo el oro que sacaba. Con los años aquel oficio quedó
en el olvido.

Don Sergio Pérez y su esposa sa-


cando las empanadas del horno de
barro. Todos sus ingredientes pro-
vienen del mismo campo, inclu-
yendo el grueso “pipeño” que las
acompañará en la mesa.

Luego de una larga sobremesa nos despedimos de don Sergio y


su señora, agradeciendo esa hospitalidad tan propia de los campos de
antaño, pero que con el correr del tiempo se ha ido perdiendo en la me-
dida que los habitantes de las zonas rurales se insertan cada vez en un
mundo caracterizado por la globalización. Continuamos nuestro viaje
hacia el río Quilacoya, algo animados por el vino con que habíamos
acompañado nuestra comida. Ahora el camino descendía violentamen-
te por entre los cerros cubiertos de bosques buscando las angostas terra-

64
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

zas que en ciertos trechos amenazaban con derrumbarse. Unos cuantos


senderos secundarios se repartían hacia el sur y sureste en dirección a
localidades rurales como Ateuco, Vegas de Diuca y Santo Domingo.
Algunos letreros empolvados indicaban los caminos a seguir para llegar
a antiguos pueblos que sobrellevan una rica historia, como lo son Rere
y Talcamávida y que más adelante tendremos la oportunidad de visitar
por cuanto son parte importante de la ruta del oro.
De pronto el paisaje se abre y aparecen en toda su magnificencia
algunas cumbres elevadas de la Cordillera de la Costa como el Cerro
de la Cruz y el Cerro Alto, a los pies de los cuales fluye mansamente el
rio Quilacoya. Como estábamos en período estival, el caudal era sen-
cillo y en ocasiones bastaba dar un salto para cubrir ambas orillas. Sin
embargo, durante la época de lluvias se vuelve caudaloso e imposible
de cruzar ni siquiera a caballo. Esta inagotable fiereza le ha permitido
durante siglos arrancar y arrastrar a lo largo de su cauce las ricas arenas
auríferas existentes en su curso superior, las que se han ido acumulando
a una profundidad cada vez mayor, en la medida que se aproxima a
tributar sus aguas al gran Biobío.
Detuvimos el vehículo a orillas del río, justo a los pies de un paisaje
dominado por los cerros de La Cruz y el Cerro alto. El primero de ellos
debe tal vez su nombre a la cruz que habrían encontrado los amigos
de Vicuña Mackenna cuando visitaron los lavaderos de don Pedro de
Valdivia a fines del s. XIX, y en el cual, según la tradición popular, esta-
ría enterrado el tesoro del gobernador. Estas señales nos indicaban que
estábamos cerca del lugar donde hace más de cinco siglos don Pedro de
Valdivia tuvo uno de los yacimientos de oro más importante del reino
de Chile y que, al decir de los cronistas, no sólo lo convirtieron en “se-
ñor”, sino que también lo condujeron irremediablemente a la muerte.
De pronto, en la lejanía del camino, vimos aparecer la figura de un
anciano campesino que se esmeraba en arrear una docena de vacunos
junto a una cuadrilla de perros. Cuando estuvo cerca nos saludó con
amabilidad como si nos hubiese conocido de toda la vida. Sin duda
esa es una de las cualidades más apreciadas de la vida en el campo:
la cercanía en las relaciones personales. Correspondimos el saludo y
nos acercamos con el fin de entablar una conversación, la que al igual
que las aguas del cercano arroyo, comenzó a fluir de inmediato con

65
Luis H. Espinoza Olivares

esa sabiduría que sólo tienen los relatos de estos viejos campesinos. El
hombre era don José Orellana, nacido y criado en el lugar por más de
75 años. Dedicado al trabajo de sus tierras y al cuidado de sus animales,
su vida ha estado marcada por incontables historias llenas de misterio.
Sus abuelos le habían contado acerca de los entierros que había en el
Cerro de la Cruz y que estaban resguardados por extraños animales
llamados culebrones.

Don José Orellana ha pasado sus 75 años de vida en Chi-


llancito, junto al estero de Quilacoya. Vive a un costado
de la ruta del oro. Cuenta que mucha gente ha ido en
busca del tesoro de don Pedro de Valdivia, el que estaría
enterrado en el cerro de La Cruz, pero hasta el momento
nadie lo ha encontrado.

66
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Cuando joven fue con unos amigos en la búsqueda de uno de estos


tesoros que supuestamente estaba en la cumbre, pero la oscuridad de la
noche y los extraños ruidos que empezaron a escuchar cuando estaban
excavando terminaron por asustarlos. Él cree que el tesoro terminó por
“correrse” de lugar en el preciso momento que estaban pronto a descu-
brirlo y por eso no pudieron encontrarlo.
Don José ha visto pasar innumerables buscadores de oro a lo lar-
go de su vida, pero ninguno ha regresado con algún tesoro entre sus
manos. Tal vez tengan temor de contarlo o simplemente la codicia los
aleja cada vez más de lo que andan buscando. Al escuchar sus pausa-
das palabras nos damos cuenta que el verdadero tesoro que uno podría
encontrar en estas tierras es tener una vida sana y vivir muchos años
acompañado de sus fieles perros, sin que nada les falte, pues todo se lo
da la tierra.
En nuestro equipaje llevábamos una chaya artesanal hecha de ála-
mo que nos había facilitado un amigo antes de partir de Hualqui. Nos
ubicamos a un costado del río y comenzamos a sacar arena con una
pala. Sabíamos que mientras más profundo excaváramos tendríamos
más posibilidades de sacar algo de oro. Don José nos miraba, despreo-
cupado ya de sus animales que habían optado por beber un poco de
agua y ramonear las largas trenzas de los sauces. Sus cuatro perros lo
escoltaban con la fidelidad que sólo ellos saber dar. Por alguna razón
nos observaba con cierta incredulidad, no obstante haber reconocido
que cuando joven también había sacado un poco de oro del río, pero
comprendimos que a su edad la riqueza poco importaba.
Después de unos minutos de trabajo habíamos hecho un socavón
lo suficientemente profundo como para iniciar el lavado de las arenas.
Depositamos el material en la chaya y de inmediato comenzamos a agi-
tarla con la torpeza propia de un principiante. Nuestros ojos se mostra-
ban cada vez más impacientes en la medida que iba quedando menos
material que lavar. Como nos había indicado hacía veinte años atrás
aquel buscador de oro que encontramos en el río Gomero, pronto fue
quedando una fina capa de arena negra llamada fierrillo bajo la cual
generalmente se escondían las diminutas pepitas de oro. De pronto,
ante nuestros ojos advertimos una o dos pequeños puntos dorados que
parecían escabullirse entre la arena y el agua. No cabía duda que ha-

67
Luis H. Espinoza Olivares

bíamos logrado sacar oro, una tarea nada de difícil en aquellas tierras
que durante milenios han guardado en sus entrañas grandes vetas del
preciado metal, pero que producto de los agentes erosivos se encuentra
tan diseminado que resulta muy difícil hacer rentable su extracción.
No obstante el ínfimo valor comercial de aquel hallazgo, nos sentíamos
felices de haber logrado sacar aquellas diminutas pepitas. Don José nos
miraba con un dejo de nostalgia desde lo alto de un padrón, tal vez
recordando esos años mozos en que también probó suerte sobre las are-
nas del río Quilacoya con la esperanza de convertirse algún día en un
hombre rico. Alzó sus manos en señal de despedida y luego siguió su
camino arreando como todas las tardes sus animales hacia su humilde
hogar. Sin duda aquellas cosas sencillas constituían su verdadero tesoro.
Durante algunos minutos revisamos el lugar convencidos que de-
bido al poco tiempo que funcionaron los lavaderos en la conquista, los
cambios naturales producidos después de casi cinco siglos y la impre-
cisión de los datos aportados por los cronistas, resultaba casi imposible
encontrar algún vestigio material de aquella época tan aciaga. Sólo nos
quedaban las múltiples historias acerca de míticos entierros de oro y
un paisaje que llamaba a la contemplación. Después de refrescarnos y
comer algo, continuamos el viaje siguiendo la huella de un camino que
corría paralelo al río. Un par de kilómetros más adelante, un viejo letre-
ro nos indicaba que el pueblo de Quilacoya estaba próximo.

El pueblo de quilacoya
La historia del pintoresco pueblo de Quilacoya, situado a orillas
del estero homónimo y muy cerca del Biobío, está ligado a la ruta del
oro sólo por el nombre. Su origen no tiene relación alguna con aquella
riqueza que buscaban afanosamente los primeros conquistadores, sino
más bien fue el resultado de la llegada del ferrocarril a través de la cons-
trucción del ramal San Rosendo- Talcahuano hacia 1874.
Al momento de la llegada de los incas y los españoles en los si-
glos XV y XVI respectivamente, el lugar estaba habitado por los indios
“Quilacoyas” quienes vivían dispersos en el valle. Durante los primeros
años de la conquista ofrecieron una férrea resistencia al invasor español,
motivada principalmente por los trabajos forzados a que fueron someti-
dos para extraer el oro en el curso superior del río. Durante los siglos co-

68
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

loniales la población indígena y española dio lugar a un proceso natural


de mestizaje, pero el asentamiento continuó siendo disperso y dedicado
a labores agrícolas y ganaderas de menor importancia. Tal vez esta con-
dición impidió la fundación de una villa por parte de las autoridades
españolas. Sólo en las postrimerías del siglo XIX el establecimiento de
una estación ferroviaria favoreció el aglutinamiento espontáneo de los
lugareños, lo que dio lugar a un pequeño caserío que hoy ostenta un
moderado crecimiento.
Su gente, sencilla y cálida, continúa dedicándose a labores agríco-
las de subsistencia, complementándola con la actividad forestal, conser-
vando el aire de pueblerinos en un ambiente que invita al descanso y en
donde las leyendas del oro son un testimonio de tiempos mejores.

Cerámica indígena perteneciente al complejo arqueológico El Vergel


(1.300 d.C). encontrada en Quilacoya en 2010 durante las excavaciones
del agua potable (Gentileza Sr. Marco Sánchez, director Museo de Histo-
ria de Concepción).
Convertido en uno de los pocos ramales que aún continúa operativo en el
país el “Corto del Laja” cruza el puente sobre el río Quilacoya bajo el cual
durante siglos corrió agua, sangre y por supuesto, oro.

69
Luis H. Espinoza Olivares

El oro de quilacoya después de la muerte de valdivia


La muerte del gobernador hacia 1553 y el abandono de la ciudad
de Concepción interrumpirán por un tiempo el trabajo en los lavaderos
de Quilacoya. Dos años después de estos sucesos, el rey de España le co-
municaba al gobernador de Chile, don Jerónimo de Alderete, sobre los
beneficios de reabrir las minas de oro y cuidar que todo lo que se sacase
fuese fundido en presencia de un representante para garantizar el envío
que le correspondía a la corona española. Incluso sugería el envío de
esclavos negros para el trabajo de las minas. Esta insistencia del rey obe-
decía a las deudas que tenía contraídas y que era necesario saldar. Sin
embargo, el constante estado de guerra en que vivía la zona de la fron-
tera hará inviable la extracción regular de esta riqueza. A pesar de todo,
años más tarde el gobernador García Hurtado de Mendoza, informado
de la riqueza que allí había y luego de visitar la ciudad de Concepción
se preocupó de reiniciar los trabajos en Quilacoya: “ y hallando a los in-
dios mandó los echasen a las minas nombrando a Pedro de Leiva como
capitán de las minas de Quilacoya donde los dichos indios sacaban can-
tidad de oro y donde Su Majestad tuvo muchos quintos, mediante el
cuidado y solicitud de dicho capitán Pedro de Leiva durante el tiempo
que en ellas estuvo” (CHCh, tomo XV, pág. 415).
A juzgar por la escasez de información posterior, el trabajo que
hizo este capitán de las minas fue breve, pues prontamente resolvió ra-
dicarse en la ciudad de Los Confines (Angol) donde era vecino. Sólo a
fines del siglo XVI, especialmente en la última década, encontramos
algunas referencias acerca de la labor minera. Hacia 1583 el gober-
nador Alonso de Sotomayor, en su afán por consolidar la conquista en
la frontera del Biobío, señalaba que “Las minas de los términos de Chillán
y Concepción son pobres y no se saca cosa de mucha consideración y cada día van a
menos, lo mismo que los indios. Con la paz tendrán alguna mejora”. (Parecer del
gob. Alonso de Sotomayor sobre las minas de Chile hacia 1583, CHCh,
tomo 3, p. 230).
No cabe duda que los indios no tenían ningún interés en extraer
oro por cuanto lo asociaban a la explotación de su trabajo personal y
al aprovechamiento que hacían de ello los conquistadores. Es muy elo-
cuente lo que manifestaban en ese entonces algunos mulatos que vivían
entre los indios de la zona, quienes señalaban que “…con grandísimo

70
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

cuidado y recato esconden los dichos indios las minas de oro o plata que
tienen y si algún indio haya algún oro le mandan que calle y es entre
ellos muy general el silencio de ello y así no lo saben, pero es cosa no-
toria que en Quilacoya, Relomo y Viderregua hay muchos mineros de
oro…” (Ob. Cit. CHCh, tomo 4 pág. 390)
Esta situación determinó que el gobernador Martín García Oñez
de Loyola intentara llegar a acuerdos con los indios de paz de Quilacoya
y sus contornos. “El 26 de sept. de 1593, tuvo un parlamento que duró 2
días con los caciques y recuas de guerra, naturales y comarcanos de este
asiento de Quilacoya, quienes resolvieron dar la paz y obediencia a Su
Majestad y al gobernador, y entre algunas condiciones se estableció lo
siguiente: Que las minas de oro que tienen en su tierra no se les mande
labrar a ellos hasta asegurar esta provincia de los indios de guerra. Que
la labor de las minas la hagan al presente los indios de paz y que ellos
por ahora no labren sino partan sus rescates, porque están ocupados en
hacer sus casas y sementeras y darán sus mitas ordinarias.” (Ob. Cit.,
CHCh, tomo 4, pág. 378). Participan de este parlamento los caciques
Cateande, Lienande, Foroande, Panguipillán, Animangue, Hupalcheu-
gue, Fermoin, Manquetur, Payleleco entre otros.
Al año siguiente del Parlamento de Quilacoya, el capitán Hernan-
do Vallejo señalaba “… que ha estado dos meses con su cuadrilla de
indios en el asiento de las minas de Quilacoya sacando oro y que han
estado y están con mucha seguridad, quietud y paz, … y los indios mis-
mos van a todas partes a catear y buscar oro solos y sin guardia alguna
y nunca han tenido inquietud alguna ni sospecha ni recelo de ello…”
(Ob. Cit. CHCh, tomo 4, pág. 451).
Sin embargo, como todos los parlamentos realizados durante la
conquista, los acuerdos eran muy vulnerables y pronto se rompían dan-
do lugar a la reanudación del conflicto. No obstante la aparente quie-
tud demostrada por los indios de Quilacoya en esos años, ni el propio
gobernador ni los conquistadores sospechaban que tras aquella actitud
sumisa de los naturales se estaba fraguando lentamente, al igual que
en tiempos del gobernador Pedro de Valdivia, una gran insurrección.
Prontamente se vieron los primeros atisbos de rebelión a lo largo de la
frontera del Biobío, los que se extenderán a toda la zona de la Arau-
canía. Producto de esta segunda gran sublevación serán abandonadas

71
Luis H. Espinoza Olivares

todas las ciudades y fuertes construidos al sur del Biobío a lo largo del si-
glo XVI, y el mismo gobernador Oñez de Loyola, al igual que Valdivia
en 1553, encontrará la muerte en el desastre de Curalaba hacia 1598.
Terminaba así el primer siglo de la conquista, período en el cual la
ambición por pacificar la extensa zona de la Araucanía y sacar de sus
entrañas la esquiva riqueza aurífera, se verán enfrentados a la tenaci-
dad de una raza “…que no ha sido por rey jamás regida ni a extranjero
dominio sometida” (Alonso de Ercilla, La Araucana, canto 1). El ancho
Biobío se transformaba en la frontera natural entre ambos pueblos, y
la riqueza del oro nuevamente quedará dormida por algún tiempo a la
espera de una nueva pacificación de los espíritus.
Años más tarde y al amparo del sosiego de que disfrutará la zona
de la frontera, nuevos yacimientos aparecerán en zonas cercanas a Qui-
lacoya, como lo son Talcamávida y muy especialmente Buena Esperan-
za de Rere, dando lugar a un renacimiento de la actividad aurífera que
se prolongará hasta bien entrado el siglo XIX.
Muchos años después, a comienzos del s. XIX, precisamente en
1818 y en plena lucha por la independencia, el joven norteamericano
J. F. Coffin describe su estadía en una hacienda de Hualqui y el interés
por saber de estos antiguos lavaderos, a los cuales confunde con plata:
“Al llegar aquí, uno de mis primeros cuidados fue indagar lo relativo
a las minas y si había alguna en las inmediaciones, habiendo sabido
con pena que, aunque existen muchas, sólo se trabaja ahora una, y eso
parcialmente. Es de plata y se halla situada en Calicoa (Quilacoya), lu-
garejo que dista cuatro leguas de Gualqui. Hemos estado a visitarla
considerando la fama que han alcanzado por su riqueza. Lo único que
se ve es un pozo en las faldas del cerro rodeado de montones de piedras
de color gris…sólo se hallaban trabajando seis u ocho peones, habién-
dose ocultado los demás por temor a que los reclutasen para soldados.
Unas cuantas palas, barretas, picos y taladros de construcción primitiva
constituían las herramientas del establecimiento” (p. 96).
Algunos años después, en el verano de 1845, el naturalista polaco
Ignacio Domeyko recorre la zona, dando cuenta de la riqueza aurífe-
ra existente, aun cuando no especifica si los lavaderos estaban todavía
en funcionamiento. He aquí las impresiones que dejó sobre el lugar:

72
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

“En esta parte existen los más antiguos lavaderos de oro explotados en
tiempos de Valdivia, y aquí mismo se contornea el ancho y majestuoso
Biobío para dar vuelta hacia el poniente engalanado con una vegeta-
ción lujosa y amena. En esta parte se halla Rere con su campana de oro,
Gualqui, Florida y un sinnúmero de pequeñas propiedades, que no por
ser pequeñas dejan de agradar como si fueran moradas de ostentosa
opulencia” (Ignacio Domeyko, p. 14).
Finalmente, a fines del siglo XIX encontramos las notas dejadas
por los amigos de Vicuña Mackenna en su viaje a Quilacoya en búsque-
da de algunos indicios de los lavaderos y cuyas descripciones ya hemos
citado en las páginas anteriores. Vale la pena recordar las impresio-
nes dejados por estos viajeros hacia 1879: “Existen todavía los fosos
del fuerte de Valdivia y los perales que circundaban el castillo. Existe
también el rasgo de un canal que sacaron sobre los cerros. Y… existe
aún una cruz sobre la tumba de alguno de los compañeros del conquis-
tador, conservada por los moradores de aquella comarca con respetuoso
cuidado” (Benjamín Vicuña Mackenna, pp. 101-102).
Desde aquel entonces y a lo largo de todo el siglo XX la explota-
ción de las arenas auríferas del río Quilacoya, como también de la ma-
yoría de los esteros que tributan en el curso inferior del Biobío, será una
tarea asumida sólo por algunos lugareños que de manera intermitente
combinarán sus labores agrícolas con la extracción del preciado metal.
No obstante la lejanía de aquellos gloriosos tiempos en que las vetas
brotaban con abundancia, el oro sigue siendo un símbolo de identidad
de una zona caracterizada por su historia y tradiciones.

Camino a la montaña del trueno


Dejamos el pequeño poblado de Quilacoya y los históricos lava-
deros de oro situados en los parajes interiores para seguir bordeando la
ribera norte del Biobío a través de una sinuosa ruta que conduce a las
localidades de Unihue y Talcamávida. La primera de ellas es un caserío
relativamente nuevo y fue un asentamiento indígena en tiempos de la
conquista, quedando como rezago de aquello el significado del nombre
del lugar que en mapudungún se traduce como “lugar de camarones”.
Tal denominación se ajusta perfectamente a las características domi-

73
Luis H. Espinoza Olivares

nantes del paisaje y la abundancia de llanos y vegas que en época de


invierno se inundan, creando el ambiente propicio para el desarrollo de
estos sabrosos crustáceos. Su origen, al igual que el poblado de Quila-
coya, se remonta al trazado del ferrocarril hacia 1874, lo que permitió
aglutinar a las familias campesinas dispersas dando lugar al actual vi-
llorrio. Su gente se dedica principalmente a la agricultura y la actividad
forestal, y no existe una gran conexión con la extracción de oro. No
obstante, algunos relatos dan cuenta de un tiempo de mayor grandeza
como ocurre con el tesoro de El Llano.

La antigua estación ferroviaria de Unihue con sus techos cubiertos


de herrumbre dan testimonio del paso del tiempo y de la soledad
en una zona aún alejada del bullicio de las grandes ciudades. Hoy
ha sido reemplazada por un moderno edificio.

El tesoro del llano


Hace muchos años en Unihue vivían unos monjes que habían
acumulado muchas riquezas. Se decía que tenían diez cofres repletos de
oro y plata. Un día, no se sabe por qué motivo, huyeron repentinamente
al otro lado del río Biobío, es decir a Santa Juana. Sin embargo, debido
al peso, en el bote sólo podían llevar la mitad de la carga. Entonces
decidieron enterrar los otros cofres en una extensa explanada junto al
río llamada El Llano: tres de plata y dos llenos de oro. Desde entonces
mucha gente se ha aventurado en busca de este inmenso tesoro, pero
al parecer aún no ha sido encontrado, pues los Tué-tué o brujos de
la noche se encargan de desorientar a quienes andan en su búsqueda.
Cuentan que una vez un hombre estaba cerca del tesoro, pero los brujos

74
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

lo desorientaron tanto que fue a dar a la orilla del Bíobío en medio de


una densa niebla. Entonces vio pasar un misterioso barco que apenas
se iluminaba entre la bruma. Fue tanto su miedo que huyó del lugar
hasta encontrar el camino de regreso y nunca más volvió a buscar aquel
tesoro.
A escasos kilómetros de Unihue nos encontramos con pequeñas
localidades y sectores cuyos nombres nos evocan bellas palabras indí-
genas. Es el caso de Chanco cuyo significado es “brazo de agua”, y
Curiñancu que se traduce como “águila negra”. Un poco más allá, si-
guiendo la empolvada ruta llegamos por fin a la villa de Talcamávida,
la segunda urbe de la comuna después de Hualqui, voz mapuche que
significa “Montaña del Trueno” (Tralca. trueno/ Mahuida: montaña)
y a cuyo costado poniente se ubica una hermosa laguna llamada “Ra-
yencura” (flores entre las piedras) que según los lugareños esconde una
hermosa leyenda. El origen del poblado se remonta a mucho antes de
la llegada de los españoles pues fue asentamiento de los indios llamados
“Antileo”, quienes se ubicaron a orillas del Biobío. El hallazgo de pie-
dras horadadas y restos de cerámica, como asimismo la profusa toponi-
mia indígena dan testimonio de ello.

Piedras horadadas pertenecientes a los indios de Talcamávida y


que fueron encontradas a orillas del Biobío.
Colección privada del Sr. Depolinares Altamirano Soto.

75
Luis H. Espinoza Olivares

Afortunadamente contábamos con un gran aliado en Talcamávi-


da: don Depolinares Altamirano Soto, un viejo historiador autodidacta
que después de trabajar durante años en la Empresa de Correos y Te-
légrafos de Chile, se ha dedicado por muchos años a investigar sobre la
historia del pueblo y de la zona. La presencia de personajes como don
Depolinares, más conocido como “Don Polo” es una constante en cada
uno de los pueblos de la antigua frontera del Biobío. Acaso es el resul-
tado de la necesidad de sentirse parte de una historia local que ha pasa-
do desapercibida en la historiografía chilena relegándola a un segundo
lugar en aras de los grandes procesos que han conformado la nación.
Don Polo, como otros tantos “tesoros humanos vivos” de la zona, están
llamados a impulsar cada vez con más fuerza la preservación de estas
historias locales con el fin de rescatar la memoria y conservarla para las
futuras generaciones.

Depolinares Altamirano Soto, más conocido como don Polo, es


un amante de la historia de Talcamávida. Su casa es un verdadero
museo donde guarda una interesante colección de antigüedades.
Una de ellas es esta antigua chaya destinada a sacar oro en los
riachuelos de la zona.

76
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Don Polo sabe mucho de la historia de Talcamávida, a tal punto


que su modesta casa se ha convertido en un verdadero museo que de vez
en cuando recibe a turistas y personas interesadas por saber de la histo-
ria del pueblo y conocer los diversos objetos que ha logrado coleccionar.
Viejas ollas, teteras, planchas, lámparas, libros y documentos antiguos,
mapas, cerámica, piedras horadadas, armas, herramientas, fotografías,
fósiles, piedras petrificadas y una serie de otros objetos muy antiguos
forman parte de su colección privada que inició desde muy joven.
Tan interesante como su colección es su conocimiento de la his-
toria de la antigua villa de Talcamávida, la que iremos conociendo a
través de su narración y la visita a los diversos sitios representativos del
glorioso pasado que la caracterizó y su vinculación con la riqueza del
oro.
Habíamos llegado a Talcamávida cuando la tarde caía sobre las
famosas serranías de Catiray, ubicadas al otro lado del Biobío y a cuyos
pies se levanta la bella ciudad y el antiguo fuerte de Santa Juana de
Guadalcazar. Don Polo nos recibió muy amable en su casa y de inme-
diato comenzó a fluir su inagotable interés por dar a conocer la historia
del pueblo, como asimismo de cada uno de las antigüedades que con-
forman su museo privado.
Nos señala que uno de los objetos más preciados es un viejo docu-
mento original, enviado y firmado por el Presidente Manuel Bulnes al
párroco de Talcamávida en 1842, como asimismo archivos eclesiásticos
originales del año 1792. Además, cuenta con distintas colecciones que
ha atesorado en sus largos años como historiador tales como estribos,
lámparas, planchas, candelabros, santos y vírgenes talladas en madera,
monedas, radios, llaves, armas, fósiles etc. Cada uno de estos objetos
posee un valor particular y don Polo no vacila en contarnos la historia
que encierra cada uno de ellos.
Nos alojamos en casa de unos amigos y al día siguiente, muy de
madrugada, nos dirigimos donde don Polo para iniciar el prometedor
recorrido por los lugares de mayor importancia patrimonial. El primer
sitio que visitamos fue la hermosa laguna “Rayencura”, de cuya leyenda
se puede explicar el origen del nombre “Talcamávida” como también la
forma cómo se originó este cuerpo de agua.

77
Luis H. Espinoza Olivares

Parte de la riquísima co-


lección privada de don
Depolinares Altamirano
Soto, en Talcamávida.
Planchas - Antiguas Te-
teras - Sopletes de cobre-
Secador de tinta- Estribo
- Lámpara minera - Co-
pón de misa- Candelabro de bronce - Tronco petrificado a la entrada de la casa
museo de don Polo - Tintero y pluma - Aparato de telégrafo que se usó en Talca-
mávida hasta la década de 1970 - Hoja petrificada - Cristo de madera - Pisapa-
peles - Máquina de coser.

78
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

La leyenda de las lagunas de talcamavida y santa juana


Reposando a un costado del pueblo se encuentra este refrescante
cuerpo de agua cuyo nombre, “Rayencura”, significa “flor entre piedras”.
Lo interesante es que a poca distancia de allí y cruzando el Biobío, se
encuentra una laguna similar: la de Santa Juana, llamada “Rayenantu”
(flor asoleada). Una antigua leyenda, relatada por don Polo nos señala el
origen de estos bellos ojos de agua:
Ella da cuenta que antes de la llegada de los españoles las tribus de
Talcamávida y Catiray (hoy Santa Juana) eran enemigas. Un bello ro-
mance entre los hijos de los caciques de ambas parcialidades parecía que
iba a poner fin a esa rivalidad. La hija menor del cacique de Talcamávida
era pretendida por el hijo mayor del jefe indio de Santa Juana. Conside-
rando el gran amor que se profesaban, las respectivas familias decidieron
celebrar una reunión con el fin de convenir los regalos que daría el joven
al padre de la niña. Sin embargo, el día en que se realizó el “cahuín” o la
fiesta para celebrar el esperado matrimonio, el cacique de Talcamávida
no quedó conforme con los regalos dados por el pretendiente de su hija
por estimarlos de poca monta. Así, y por causas ajenas al amor de los dos
muchachos, ambas familias volvieron a enemistarse.
Y como si eso hubiera sido poco, un hijo del cacique Huilquilemu
(bosque de zorzales), hoy el pueblo de Rere, sabiendo lo ocurrido, se pre-
sentó ante el cacique de Talcamávida ofreciendo una enorme cantidad
de obsequios por la joven araucana. La proposición fue aceptada y se
preparó la fiesta.
Al caer la tarde de un lluvioso día de invierno se hizo la ceremonia
del matrimonio ante una enorme asistencia. Luego se dio inicio a la fiesta
con abundancia de licores, especialmente el “mudai” o chicha de maíz. Al
acercarse la medianoche y luego de cruzar sigilosamente el gran Biobío
en sus frágiles embarcaciones, se presentaron los indios de Santa Juana
resueltos a tomar venganza del desaire recibido. Los del festín emprendie-
ron la retirada hacia el monte cercano mientras los indios de Santa Juana
se apoderaban de la joven india. De inmediato emprendieron la huida
hacia el río perseguidos por sus adversarios. Mientras sucedía lo que de-
cimos, se desencadenó una tempestad nunca antes vista, con truenos,
relámpagos y viento huracanado.

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Luis H. Espinoza Olivares

Detalle mural “Histo-


ria de Talcamávida”
de Kemel Nasr, 2015.
Los combatientes llegaron a las orillas del Biobío, el cual iba muy
caudaloso. Allí se dio la última y más trágica batalla. Unos pugnaban
el borde del mismo río por tomar las embarcaciones y los otros por im-
pedirlo. El desastre fue completo: asidos los unos de los otros y siempre
peleando, iban cayendo al profundo río y pereciendo ahogados mien-
tras relámpagos, truenos, lluvia y viento hacían más terrible y tenebrosa
aquella noche.
Al amanecer del otro día se vio la cruenta realidad: casi nadie de
los dos bandos había salvado con vida. El desastre fue total y pavoroso.
Sucumbieron los tres caciques, sus hijos y los mejores mocetones, ade-
más de los dos jóvenes pretendientes y la muchacha disputada.
Corrió la fama de lo acontecido por todos los contornos, se hizo
célebre el caso y se transmitió de generación en generación. El cerro
recibió desde entonces la denominación que se extendió a todo el lugar:
“Tralcamahuica”, es decir, “Montaña del Trueno”, nombre que hasta
hoy conserva.
Al día siguiente de aquella trágica noche se dice que aparecieron
en Santa Juana y Talcamávida las dos lagunas gemelas que hoy en día
son un gran atractivo para la zona. La leyenda afirma que se formó con
el llanto de las almas de aquellos que perecieron esa noche fatal y por
el estremecimiento que sufrió la tierra en aquella tempestad infernal de
truenos, relámpagos, lluvia y viento, que más que tempestad pareció
acabo de mundo. Otra versión señala que se formaron al nacer una
vertientes, justo en el lugar donde fueron enterrados los dos jóvenes
enamorados.

80
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Las lagunas “Rayencura” y “Rayenantu”, situadas en Talcamávi-


da y Santa Juana, se entrelazan a través de una hermosa leyenda.

Talcamávida y su época dorada


Situada en un pequeño valle a orillas del gran Biobío, este pinto-
resco poblado tuvo su origen, según los relatos y los documentos seña-
lados por don Polo, en un pequeño fortín construido por don García
Hurtado de Mendoza hacia 1560, poco tiempo después de la muerte de
don Pedro de Valdivia. Los constantes ataques indígenas lo destruyeron
en reiteradas ocasiones, haciendo muy difícil el asentamiento español.
A pesar de las condiciones naturales del valle y el río, el cual alcanza
un ancho de casi 2 kilómetros en este lugar, fue usado por los conquis-
tadores como “vado” o lugar de cruce de sus tropas en la época estival
debido a su escaso caudal. En tanto en invierno era común el uso de
balsas con el fin de trasladar los caballos y enseres, tráfico que se hizo
más intenso a partir del siglo XVII, con la fortificación de la frontera del
Biobío iniciada por el gobernador Alonso de Ribera.
Con don Polo visitamos el lugar en que se asentó el fuerte de Tal-
camávida a orillas del Biobío y que estuvo operativo hasta bien entrado
el s. XVIII.

81
Luis H. Espinoza Olivares

Plano del fuerte de Talcamávida hacia 1756. A la derecha, vista


del sitio donde se estableció el fuerte del cual sólo subsisten los
fosos que se aprecian en primera línea.
El vado o paso de Talcamávida fue utilizado por los conquista-
dores para cruzar la antigua frontera del Biobío. En diciembre
de 1553 don Pedro de Valdivia pasó por este lugar, procedente
de las minas de oro de Quilacoya para ir en auxilio del fuerte de
Tucapel, donde encontró la muerte. Al frente se pueden divisar las
montañas de Catiray, al pie de las cuales se encuentra la ciudad
y el fuerte de Santa Juana de Guadalcazar, edificado hacia1626 y
cuyos restos aún se conservan.

La estrecha relación entre Talcamávida y Santa Juana no sólo se limita


a la leyenda de sus hermosas lagunas, ni a la existencia de dos fuertes espa-
ñoles que podían comunicarse por señales entre una y otra orilla del río, sino
que también estuvieron unidos desde el siglo XIX por el ferrocarril. Durante
décadas, según nos relata don Polo, Santa Juana fue una ciudad que vivió
prácticamente aislada de Concepción y de la zona norte del país a causa del
gran obstáculo que significaba el río Biobío. En ese entonces el camino a
San Pedro y Concepción era una simple ruta rural, que frecuentemente se
interrumpía a causa de las lluvias y derrumbes. Por tal razón, a fines del siglo
XIX fue adquiriendo importancia el contacto con Talcamávida debido al
ferrocarril. Comienzan entonces a surcar el río una serie de botes y lancho-
nes de poco calado para conectar diariamente ambas localidades a lo largo
de todo el año con el fin de transportar pasajeros, correspondencia y diversas
mercaderías. Con la construcción del camino pavimentado hacia Concep-

82
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

ción en la década de 1980 y la cada vez menor frecuencia de trenes, el oficio


de “botero” y las distintas embarcaciones fueron lentamente desaparecien-
do. Hoy en día sólo de vez en cuando uno que otro pequeño bote surca las
aguas del Biobío trayendo al cura de Santa Juana para la misa dominical.

Imágenes del cruce del Biobío desde Talcamávida a Santa Juana,


a mediados del s. XX.
Gentileza, Depolinares Altamirano Soto.

El pasado ferroviario de Talcamávida, como parte del ramal San


Rosendo-Talcahuano, aún conserva algunas construcciones que ha-
blan de un tiempo de grandeza. Junto con la estación, construida hacia
1963 gracias a la cooperación de la Alianza para el Progreso, destaca el
puente sobre la vía férrea que fue diseñado a comienzos del siglo XX
siguiendo el modelo del arco romano. A pesar del intenso tráfico que
ha debido soportar durante décadas, su estructura se ha mantenido casi
incólume, transformándose en un hito del patrimonio histórico de la
villa de Talcamávida.

83
Luis H. Espinoza Olivares

La estación de Talcamávida en la década de 1970, cuando aún el


servicio ferroviario conectaba a diario Concepción con Santiago a
través del famoso tren “Mil” o “Japonés”. A la derecha, el puente
sobre la vía férrea a la entrada del pueblo, una obra de ingeniería
que forma parte del patrimonio histórico del pueblo.
Gentileza, Depolinares Altamirano Soto.

Si bien Talcamávida no nos presentó elementos importantes que se


relacionaran directamente con la extracción de oro, no es menos cierto
que a lo largo de su historia jugó un rol fundamental como punto estra-
tégico para asegurar la frontera del Biobío. El fortín instalado allí debía
proteger la actividad aurífera de los sectores cercanos y estaba conecta-
do con el fuerte de Santa Juana de Guadalcazar a través de pequeños
barcos y balsas. Lamentablemente, esta fortaleza está emplazada en una
propiedad particular y, como es la tónica en muchos sitios patrimoniales
de la zona, no existen iniciativas de organismos públicos o privados des-
tinadas a proteger el lugar y los escasos restos que aún quedan. De todos
modos, la localidad nos mostró un riquísimo patrimonio que abarca
elementos de los tiempos prehispánicos hasta nuestros días, el que prin-
cipalmente está representado por diversos objetos históricos que han
sido encontrados por particulares o conservados por los descendientes
de las antiguas familias fundadoras de la villa.
Al término del día y luego de visitar y conocer la historia de cada
uno de los principales sitios patrimoniales de Talcamávida guiados por
don Polo, nos aprestamos a seguir viaje hacia uno de los pueblos con
mayor historia de la zona y que, al decir de algunos, es un lugar donde
el tiempo parece haberse detenido. El pueblo en cuestión era Rere, una
antigua villa cuyo significado original proviene del mapudungun: Pája-
ro carpintero.

84
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

La presencia de antiguas casonas de adobe es un testimonio de la


historia de Talcamávida. En nuestro deambular por las calles del
pueblo nos encontramos con el vendedor de cochayuyos, uno de
los pocos oficios que aún perduran. La creencia popular señala
que cuando uno de estos vendedores aparece por el pueblo es se-
ñal de que al día siguiente lloverá.

Buena esperanza de rere en la ruta del oro


Dejamos la Montaña del Trueno (Talcamávida) y la hospitalidad
de don Polo para adentrarnos en los cerros que nos conducen por un
agreste camino al histórico pueblo de Rere, distante unos 21 kilómetros
hacia el noreste. A mitad del recorrido, en el sector llamado Santo Do-
mingo, nos encontramos con el río Gomero, un pequeño caudal que
tiene fama de arrastrar ricas arenas auríferas y que habíamos conocido
dos décadas atrás.
Fue precisamente allí donde comenzamos nuestra aventura por
descubrir la ruta del oro en la zona de la frontera del Biobío. Hace al-
gunos años se estableció en aquel lugar un plan aurífero que dio buenos
frutos. Actualmente, los lugareños siguen extrayendo el oro a lo largo de
todo el río del mismo modo como lo hacían los indígenas siglos atrás.
Hicimos el intento de sacar un par de piritas con buenos resultados.
Comprobamos que cualquier persona puede sacar oro de aquel río. Sin
embargo, es tan fino que necesitaríamos un par de días para sacar sólo
un gramo, el cual se puede vender en diversas joyerías de Concepción.

85
Luis H. Espinoza Olivares

A orillas de la ruta del oro, en


una explanada que sirve de pa-
tio a lo que otrora fue la escuela
rural de Santo Domingo, se se-
can lentamente los “orejones”
de manzanas y peras destinados
a alimentar los cerdos. La fabri-
cación de esta fruta deshidrata-
da es una vieja tradición que se
ha ido perdiendo en los cam-
pos. En tiempos pasados inclu-
so se fabricaban para consumo
humano en época de invierno.
Una pausa en el camino nos permite ensayar el lavado de
las arenas del río Gomero en busca de oro, el cual aparece rápi-
damente en el fondo de nuestras chayas como diminutos puntos
dorados que nos hacen soñar con una lejana fortuna.

A sólo metros del camino que une Talcamávida con Rere, y a unos
cuantos pasos del río Gomero nos encontramos con una rústica casa de
materiales ligeros. Al adentrarnos para conversar con sus moradores
nos encontramos con don Eduardo Salas, y su esposa quienes viven
allí desde hace algunos años cuidando un predio particular. Cada ve-
rano recorren el río Gomero con sus dos chayas (de madera y latón)
buscando el esquivo y preciado metal que les pueda hacer la vida más
llevadera. Es una familia oriunda de Hualqui que alterna el oficio de
campesinos con el de buscador de oro. Es el sacrificio que deben hacer
para sobrevivir. Nos cuenta que comenzó a sacar oro en el río Millahue
en la década de los ochenta, aprovechando el “Plan aurífero” que im-
plementó el gobierno de ese entonces para paliar el gran desempleo
que había. Los ubicaron en un campamento cerca del río, les dieron las

86
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

herramientas y les pagaban tres mil pesos al mes, el equivalente al PEM


(Programa de Empleo Mínimo) que creó el gobierno militar, en tanto
que el oro que sacaban podían venderlo en las joyerías de Concepción.
A veces había gente de los pueblos cercanos que les compraban el oro
haciendo de intermediarios.

Don Eduardo y su esposa viven actualmente en un pequeño rancho a


orillas del río Gomero. Durante el verano se transforma en un centro
de operaciones para su sacrificada labor de buscar oro con el fin de
ganarse la vida. Para ello utilizan dos chayas y guardan en un pequeño
frasco los preciados gramos de metal que sacaron en los últimos días.
La hernia que aqueja a don Eduardo le hacen pensar que su oficio
como buscador de oro tiene sus días contados.

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Luis H. Espinoza Olivares

Don Eduardo sostiene en sus manos la rejilla que utiliza en la ca-


noa y en cuyas celdas queda atrapado el oro. Sobre la mesa se observa
una chaya, una balanza para medir los gramos antes de venderlo, un
plato de metal y un imán para separar el oro de la arena o fierrillo.
Debido al peso, la canoa o batea la deja escondida a orillas del río.
Las herramientas son las mismas que utilizaron hace siglos los antiguos
conquistadores en su afán por lavar las arenas de los pequeños esteros
y riachuelos que cada invierno aumentan su caudal, depositando sus
pepitas en lo profundo de su lecho.
“Un día estaba sacando oro en Santo Domingo con mis herma-
nos. Ellos se adelantaron río arriba para chayar y encontrar mejores
lugares para lavar el oro. Yo me quedé con otro muchacho y luego
decidimos seguirlos, pero nos alcanzó la noche y tuvimos que dormir
en nuestra carpa de nylon. Estábamos durmiendo cuando de pronto
escuché ruidos en el río. Me levanté y al salir de la carpa me encuentro
con un señor muy viejo de barba blanca que andaba con un bastón.
Hablamos un buen rato sobre el oro que había en el río y se notaba que
el anciano sabía mucho del tema. Luego siguió su camino y yo volví a
dormir. Al día siguiente alcanzamos a nuestros hermanos río arriba
y les conté lo sucedido. Mi hermano mayor me dijo que ese caballero
había muerto hace tiempo, y era muy conocido en el sector, y que aho-
ra acostumbraba a aparecer como fantasma.” (Versión de Cristopher
Padilla, de la localidad de Hualqui).

Rere, el pueblo donde el tiempo se ha detenido


Dejamos la modesta casa de don Eduardo Salas, situada a orillas
del río Gomero y reanudamos viaje hacia Rere, remontándonos por
un camino que se hace más angosto y sinuoso. La vegetación es menos
abundante y a medida que avanzamos se van abriendo las suaves lomas
dejando entrever entre sus pliegues al legendario pueblo de Rere. La
tierra ha cambiado de semblante volviéndose más blanca y en ocasio-
nes con un leve tono rosado. Las cárcavas son más frecuentes y forman
pequeñas serranías que se envuelven en ralos manchones de vegetación,
principalmente mutillas, una pequeña y dulce baya que los campesinos
utilizan para hacer el “enmutillado”, un licor que se obtiene después de
un prolongado reposo de esta aromática baya en aguardiente.

88
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Como decía mi padre, Rere es el “Macondo” de Chile, ese pue-


blo mágico y misterioso en el cual el tiempo parece transcurrir a otro
ritmo (si es que transcurre). Calles viejas y endurecidas por el paso de
tantas vidas, centenarias casonas sostenidas por el polvo y la humedad
acumuladas durante siglos, rejas oxidadas y adobes recalentados por
el sosiego de cada verano. Son descripciones que hablan por sí solas.
Hay algo en Rere que sencillamente no se puede explicar. Sólo se puede
sentir.
Al transitar por las primeras calles del pueblo se tiene la sensación
de que uno regresa en el tiempo, precisamente a esa época de esplendor
que se extendió hasta fines del siglo XIX. Hoy sólo quedan los vestigios
de esa grandeza casi olvidada aferrándose a los muros de adobe y las
tejas enrojecidas con que se visten las antiguas casonas del pueblo.
Fundado como estancia agrícola hace más de 400 años, este an-
tiguo pueblo jugó un rol fundamental en el proceso de pacificación de
la zona fronteriza del Biobío durante los siglos coloniales, razón por la
cual se estableció como fuerte español con el fin de proteger las semen-
teras y acoger las eventuales retiradas de los puestos fronterizos ubica-
dos más al sur. Además, se constituyó en una las principales misiones
que establecieron los jesuitas en Chile, adquiriendo el rango de colegio.
Por su tranquilidad y posición estratégica era escogido por los Go-
bernadores españoles para establecerse durante algún tiempo. Debido
al auge del trigo y la explotación del oro, sumado a la creciente po-
blación, la que según los censos coloniales era mayor a la de Concep-
ción, adquirió administrativamente el rango de Partido, cuyos límites
llegaban hasta la cordillera de los Andes. Este auge permitió que Rere
contara con un banco privado, que incluso llegó a emitir billetes. Asi-
mismo, el impulso de los jesuitas permitió dejar una de las reliquias más

89
Luis H. Espinoza Olivares

apreciadas por la gente y que sin duda constituye hoy en día una de las
maravillas del mundo colonial español: la hermosa campana de oro, tan
fascinante en tamaño y tañido como lo son las innumerables leyendas
que la rodean.
La leyenda de la campana de oro
El glorioso pasado religioso del pueblo de Rere no sólo se ha nu-
trido de hombres ejemplares y hechos notables sino también de obras
que por su esplendor constituyen verdaderas maravillas del arte. Si
tuviéramos que buscar las siete maravillas de Chile, sin duda que su
famosa campana de oro estaría en un lugar privilegiado. Construida
en 1721 por los misioneros jesuitas, constituye hoy en día la reliquia
más preciada del pueblo, la que junto a su leyenda le otorgan un valor
incalculable. No se sabe a ciencia cierta cómo y dónde fue construida.
Lo más probable es que fuera en el mismo pueblo y aprovechando los
conocimientos que tenían los jesuitas sobre el particular. Grabado en su
parte exterior se lee la siguiente leyenda: “Nuestra Sra. de la Buena Es-
peranza, en tiempos del Señor Visitador y Cura Don Miguel González
Dionisio Rico de Ruedas me fecit (me hizo) año 1720”

La campana de oro de Rere es considerada la


reliquia más valiosa del pueblo y posee un ma-
ravilloso sonido. Según la leyenda fue construida
junto a otras dos campanas más pequeñas, en
1721, con donativos reales y joyas donadas por
los vecinos.
Con más de cuarenta yuntas de bueyes fue im-
posible sacar la campana de la villa. Sin embar-
go, para regresarla sólo bastó una. (Detalle mu-
ral “Historia de Rere, de Eugenio Brito, 1981).
Campanario construido en 1927 para albergar
la legendaria campana de oro de Rere.

90
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

La leyenda cuenta que fue hecha con donativos reales y las joyas
de oro, plata, cobre, bronce y otros metales que donaron los vecinos,
cuyo peso llegó a ser de 1.200 kilos y su sonido resultó tan impresionan-
te que puede escucharse a varios kilómetros a la redonda. Estas maravi-
llosas cualidades provocaron la ambición de las autoridades eclesiásticas
de Concepción quienes, a instancia de los frailes de Yumbel, intentaron
llevársela en más de una ocasión. Algunas versiones señalan que su des-
tino sería el campanario de la iglesia de San Sebastián, santo que en ese
entonces ya atraía a miles de peregrinos. Otros señalan que la intención
era llevársela a la catedral de Concepción. Como quiera que sea, lo más
interesante de esta historia fue su traslado.
Por su enorme tamaño y peso se dispuso de un par de yuntas de
bueyes. Sin embargo, y debido a alguna fuerza misteriosa, a medida que
los fornidos bueyes avanzaban la campana se volvía más pesada. Fue
necesario conseguir otra yunta, y otra y otra, hasta alcanzar según las
versiones más de 40, pero ni aun así pudieron sacarla del pueblo. Hubo
que dar vuelta y regresarla a su legítimo lugar. Desataron de inmediato
las yuntas dejando solamente una y entonces, movidos tal vez por algún
espíritu milagroso, la llevaron al trote y sin ningún esfuerzo hasta la igle-
sia del pueblo. Cuentan que los vecinos la recibieron con gran alegría
y la regresaron de inmediato al campanario. Y allí permanece hasta el
día de hoy, tan hermosa y formidable como lo ha sido siempre, sin que
nadie se atreva a pensar siquiera en sacarla del pueblo nuevamente por-
que eso significaría llevarse el alma de Rere.

Un particular letrero a la entrada de Rere invita a los turistas a


“saborear” la rica historia del pueblo.

91
Luis H. Espinoza Olivares

Rere en la ruta del oro


La antigua villa de Rere siempre estuvo ligada a la explotación del
oro, actividad que se combinó con las funciones agrícolas, militares y
religiosas que le dieron identidad desde sus inicios. Una vez interrum-
pido el auge minero en los lavaderos de Quilacoya, la actividad aurífera
se trasladó a los alrededores de Buena Esperanza de Rere. A comienzos
del s. XVIII, precisamente en 1712, el explorador A. Frezier señalaba
en su desembarco y estadía en Concepción que “en todos los alrede-
dores de la ciudad (de Concepción) se encuentra oro, especialmente a
doce leguas hacia el Este en un lugar llamado la Estancia del Rey (Rere)
donde se extrae por medio del lavado pedazos de oro puro que en el
lenguaje del país se llaman pepitas y se encuentran algunas de 8 y 10
marcos y de muy alta ley” (p. 54).
A mediados del mismo siglo en un informe del gobernador de Chi-
le don Manuel de Amat y Juniet se señalaba que “… por medio de la
villa (de Rere) corre un estero pequeño que le da buen beber, y se origi-
na de la misma quebrada en cuyas arenas tienen los pobres fincado su
alimento diurno, porque ocurren por la madrugada a lavarlas y sacar la
cantidad de oro que les basta para el día… y todo el terreno es panadizo
de oro y se saca de todos los arroyos. En tiempos pasados fue célebre
una pepita que se halló en la hacienda de un minero nombrado Satur-
nino Matamala, la cual tenía la figura de un gallo pequeño.” (Manuel
de Amat y Juniet, Informe al rey sobre la descripción física del Reino
de Chile, p. 59).

Lavado del oro en los


riachuelos de Rere. Al
fondo, la campana re-
gresando a su lugar lle-
vada, según la leyenda,
por una sola yunta de
bueyes.
Detalle mural “Histo-
ria de Rere” de Euge-
nio Brito, Parroquia de
Rere, 1981.

92
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

La famosa mina de don Saturnino Matamala aún perdura, como


fiel testimonio de la época del oro en Rere. Se ubica en el sector de Las
Minas y consta de una estrecha galería de aproximadamente 40 metros
de largo, que se adentra en un cerro separándose en dos túneles inte-
riores. A un costado, una segunda galería yace cubierta por escombros.
Hasta hace algunos años aún se encontraban indicios de haber sido
explotada en época reciente.

Registro fotográfico de nuestra visita a las minas de oro de Mata-


mala, también conocidas como mina de Las Petacas. Según testi-
monios, fueron explotadas hasta el año 1934, no obstante existir
indicios actuales de que aún se saca material del lugar.
Al interior de la mina la oscuridad y el silencio son la única com-
pañía posible.
El hallazgo de una antorcha (a la izquierda) nos indica que no
somos los únicos aventureros que han osado entrar en la mina. A
la derecha, dos galerías se abren al final del socavón siguiendo las
codiciadas vetas de oro.

El descubrimiento de don Saturnino Matamala hará entrar a Rere


en la famosa Ruta del Oro, ruta que ya había comenzado a gestarse en
el s. XV, con el descubrimiento por parte de los incas de los famosos la-

93
Luis H. Espinoza Olivares

vaderos de oro de Quilacoya, que posteriormente serán explotados por


don Pedro de Valdivia, en los inicios de la Conquista.
“A legua y media de Rere esta la quebrada llamada Colchagua, receptáculo
de todas las corridas de los ricos minerales de Matamala y Rere al decir de aquellos
habitantes, más ricos que los de Quilacoya” (Benjamín Vicuña Mackenna, p.
101-102).

La “Ruta del oro” no sólo


enlaza antiguos pueblos y vi-
llorrios como Rere, Yumbel
y Río Claro sino también a
pintorescos personajes que
guardan una historia llena
de sacrificios en torno a una
vida siempre ligada al cam-
po. A pesar de la timidez
inicial, la información que
nos entregaron fue de vital
importancia para enriquecer nuestro conocimiento del pasado
aurífero de la zona. Gracias a ellos supimos de la existencia de
otros yacimientos que existieron antaño, como las minas de caolín
y cuarzo, que en un tiempo fueron explotadas para la floreciente
industria de la loza y los cerámicos de la región.

A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX aún se mantenía una im-
portante actividad aurífera en la zona de Rere. En el informe de don Juan
Egaña al Real Tribunal de Minería, fechado en 1803 se señalaba que en
aquel lugar “…se hallaban los famosos lavaderos de oro nombrados la Es-
tancia del Rey, de donde se sacaron pedazos de oro puro…”(Juan Egaña, p.
217). En el mismo informe se indica más adelante la existencia de un gran
número de lavaderos repartidos por todo el Partido de Rere, señalando los

94
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

propietarios de los mismos que en total sumaban 58 personas.


Asimismo, don Juan Egaña insistía en la necesidad de desarrollar aún
más el trabajo en los lavaderos con el fin de volver al antiguo esplendor
económico que caracterizó a Rere en los siglos precedentes. No obstante
sus recomendaciones, la lucha por la independencia nacional interrumpirá
temporalmente la explotación minera, la que volverá con nuevos bríos una
vez consolidada la república en las primeras décadas del siglo XIX.
Como mudos testigos de aquellos remotos tiempos de esplendor, mu-
chos lugareños continúan lavando las arenas de ríos y esteros en busca
del oro con suerte desigual. Uno de ellos es don Luis Pincheira, tal vez la
única huella viviente de lo que fue en algún tiempo el viejo cateador de los
esteros y quebradas de la zona. En conversaciones con antiguos vecinos de
Rere nos enteramos que es uno de los pocos buscadores de oro que aún
continúan sacando el preciado metal de la misma forma como lo hicieron
muchos años antes su abuelo Abraham y su madre Valeria. Los Pincheira
han sido por más de un siglo una familia de mineros que logró avecindarse
hace años precisamente en el sector de “Las Minas”, un lugar en que an-
taño se sacó mucho oro.
Cual personaje de Macondo, con la piel curtida y la mirada algo ex-
traviada, lo encontramos descansando sobre un viejo sillón en el patio de
su casa. El peso de los años no le permite trabajar como antes, pero aún re-
cuerda los tiempos en que se aventuraba por esteros y quebradas en busca
de los mantos y vetas del preciado metal. Ahora ha llegado el momento de
hacer otras cosas, como disfrutar de los sobrinos y nietos que cada verano,
apenas salen de sus vacaciones, llegan a disfrutar de la libertad que les da
el campo.
Sentado sobre un viejo sillón y
afirmado en su antigua chaya que usó
durante muchos años para sacar oro en
quebradas y riachuelos, don Luis Pin-
cheira mantiene su vista extraviada en los
recuerdos. Hoy sus sobrinos y nietos jue-
gan a buscar oro cada verano en el estero
que corre cerca de su casa, en el sector de
“Las Minas de Matamala” en Rere.

95
Luis H. Espinoza Olivares

Don Luis Pincheira hacia 1983 cuando fue entrevistado por el


diario “El Sur” de Concepción, para la realización de un repor-
taje sobre los viejos buscadores de oro en Rere, publicado en el
suplemento Escolaridades. Don Luis decía en aquel entonces: “Si
la suerte es buena, se puede obtener un gramo diario. Si la suerte
es mejor se pueden obtener unas pepitas grandes. Cuando el año
es seco hay menos oro, pues no ha corrido el agua que arrastra el
metal de otros lugares”.

El sistema para sacar oro es simple y rudimentario, del mismo


modo que se hacía en los siglos coloniales. Cada primavera visitan los
esteros y quebradas que han arrastrado gran cantidad de material du-
rante el invierno en busca de las arenas ricas en oro. Con una pala se
cava lo más profundo posible hasta llegar a la circa, una capa de tierra
verdosa donde ha quedado atrapado el metal. Se coloca la circa en la
chaya, que es un plato de madera de álamo con una hendidura en el
fondo y luego se lleva al agua para lavar esa arena. De haber oro, por
muy pequeño que sean las pepitas, este se irá al fondo de la chaya debi-
do a su mayor peso. El oro lo pesan en una balanza hechiza que puede
medir diez, cinco y un gramo. Para contrapesar la balanza usan granos
de trigo. Diez granos del cereal equivalen a un gramo de oro. Cuando
era joven, don Luis trabajaba en invierno para aprovechar los chorrillos
de agua que corrían por las quebradas y que pocos días más tarde ya
estaban secos. Con el tiempo, el agua ha llegado a ser tan escasa como
el oro.

96
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Don Luis Pincheira pesando el oro en su rudimentaria balanza


cuando era aún muy joven. Una décima más, una décima menos.
Al final, el oro era vendido por unos cuantos pesos que tan lue-
go se recibían, tan pronto desaparecían. (Foto diario “El Sur” de
Concepción, 16 septiembre de 1983).
El oro que extraían los lugareños se vendía usualmente en Con-
cepción y Santiago. Algunos intermediarios compraban la pro-
ducción local, como es el caso de don José Moreno en Rere. Hoy
en día ya ha dejado de adquirir el preciado metal, pero aún con-
serva como recuerdo pequeñas muestras como las que se señalan
en las fotos. Al pesarlas, obtuvimos 46 gramos, una pequeña fortu-
na que al menos permite sobrevivir sin grandes sobresaltos.

97
Luis H. Espinoza Olivares

“Nací en el fundo Las Toscas, ubicado entre Rere y Río Claro


hacia 1940. Este fundo colindaba con unas minas de caolín. La vida
giraba en torno al pueblo de Rio Claro, donde llegaba el tren Nocturno
desde Santiago. Entre las familias amigas estaba la del dueño de un
negocio grande de abarrotes. Se decía que los campesinos llegaban
allí a vender sus pepitas de oro que encontraban en los lavaderos”.
(Recuerdos de infancia de Silvia Bello Salazar, Concepción, 2011),
Actualmente no existen evidencias sobre una explotación aurífera
de importancia en los parajes aledaños al antiguo pueblo de Rere, no
obstante muchos particulares todavía se atreven cada verano a lavar las
arenas de ríos y esteros con suerte desigual. Don Manuel Astete, veci-
no del sector de Tomentucó, afirma que muchos lugareños buscan las
pepitas de oro a la salida del invierno entre las quebradas de la zona y
sin más esfuerzo que recogerlas con sus manos. Incluso en el sector de
Buenuraqui, voz indígena que significa “bandurrias en el cielo” y que
es un pequeño y solitario paradero del viejo ramal que une San Rosen-
do con Talcahuano, un antiguo lugareño llamado Juanito Castillo, hoy
fallecido, buscó por muchos años un tesoro que los jesuitas enterraron
luego de ser expulsados de Chile hacia 1767. Lo salía a buscar en las
noches de luna llena en un pequeño bosquecillo de árboles nativos que
aún se conserva en el lugar.

En el sector de Las Minas”, cerca de Rere, la erosión ha hecho de


las suyas arrastrando sin compasión las arenas, muchas de ellas
cargadas con pepitas de oro.
Junto a la ruta del oro, una solitaria tumba descansa desde el año
1914. Las pestes de antaño obligaban a enterrar los cuerpos lejos
de pueblo de Rere.

98
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

A orillas de la ruta del oro, en el sector de Los Chequenes y a sólo


un kilómetro del pueblo de Rere, la Sra. Norma Montoya Jara ha
preservado por generaciones los secretos de la artesanía en greda.
Uno de sus grandes orgullos fue haber moldeado un copón de
greda para el Papa Juan Pablo II en su visita a Chile en 1987.

El banco de rere
La antigua grandeza del pueblo de Rere, basada en gran parte en
la extracción de oro y en su agricultura, se verá reflejada en la forma-
ción de un banco privado hacia 1889. No obstante su corta existencia,
fue el fiel reflejo de una época de gran esplendor que se había iniciado
siglos antes y que ya a fines del siglo XIX mostraba sus primeros signos
de decadencia. Sin embargo, Rere aún figuraba en ese entonces como
un punto relevante en la minería del oro en Chile. Así lo apuntaba el
historiador Pedro Lucio Cuadra en su obra Apuntes sobre la geografía
física y política de Chile, escrita en 1886, al indicar sobre el particular
que “más al sur tenemos los lavaderos de Millahue (Hualqui), Rere, An-
gol y Osorno, de tanta nombradía en los primeros años del coloniaje”(p.
157).
La creación de esta sociedad anónima denominada “Banco de
Rere” se detalla en el Diario Oficial del 4 de abril de 1889: “En San Luis
Gonzaga, Departamento de Rere, a 15 de enero de 1889 comparecie-
ron los señores…(se mencionan unas 60 personas, la mayoría de ellos

99
Luis H. Espinoza Olivares

agricultores de la zona) quienes reducen a escritura pública los estatutos


con que se regirá la sociedad anónima denominada Banco de Rere…El
capital social se fija en cien mil pesos, representado por mil acciones de
cien pesos cada una…”. Por lo menos un centenar de personas se com-
promete en la compra de las acciones. La mayoría de ellos adquiere sólo
una, pero hay excepciones como la del Sr. Juan José Martínez Luna y
don José María Moreno Tejeda, que adquieren 150 acciones cada uno.
No obstante el interés que significó la constitución del banco y la
entusiasta participación en la compra de las acciones, los estatutos de-
finitivamente no fueron aprobados por el gobierno de Balmaceda. Sin
embargo, los flamantes directores habían mandado a confeccionar los
billetes a una casa inglesa, “Waterlow and Sons”, y cuando estos llega-
ron al país, el banco ya había desaparecido. El fracaso de esta iniciativa
radica en la escasa credibilidad de que gozaban los billetes emitidos por
bancos privados y las diversas irregularidades que presentaron.

Billete de veinte pesos del Banco de Rere. Fueron impresos en


Londres, Inglaterra, y hoy constituyen una valiosa pieza de co-
lección.

Los pincheira asaltan el banco de rere


Juan Carriel, un vecino de un pequeño caserío de Gomero, a ori-
llas del Biobío, señala que su abuela, Zenobia Carriel Pincheira, era so-
brina nieta de los famosos hermanos Pincheira que asolaron gran parte
de la región en el siglo XIX. Ella nació y se crió en el sector de Tana-
bullín, cerca de Gomero. Cuando era niña, recuerda que los Pincheira

100
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

iban a robar ganado al norte y lo traían a Tanabullín para luego cruzar


el Biobío y venderlo al sur, entre los indios.
Señala también que los Pincheira planearon robar el Banco de
Rere convencidos de que la gente había depositado el oro que sacaban
en los esteros de los contornos, pero lo que encontraron en sus bodegas
fueron sólo géneros que la gente guardaba en el banco debido a su valor.
Todo lo enterraron en Tanabullín. Un gitano que pasó por el lugar le
dio el dato a mi abuela y encontraron la caja con las telas ya estropeadas.

Don Daniel Santelices es un hijo de Rere. En su restaurante “Casa Vieja”


no sólo ofrece comida típica, sino también parte de la historia del pueblo. A
lo largo de la “Ruta del oro” es usual encontrar antiguas casonas converti-
das en restaurantes en cuyas paredes y repisas sus dueños exponen distintos
objetos, que han conservado de sus abuelos o que han encontrado enterra-
dos en distintos lugares. Son las famosas “casas-museos” que guardan en su
interior la historia de los pueblos.
Las verdaderas vetas de oro de Rere están en su historia y su valioso patri-
monio cultural. Al decir de uno de sus habitantes, el tiempo parece haberse
detenido en el pueblo. Hay algo en Rere que no se puede explicar, sólo se
puede sentir.

101
Luis H. Espinoza Olivares

Hoy en día la ruta del oro sigue más viva que nunca, pero ella no
sólo se sustenta en la búsqueda de placeres auríferos, sino también en
las innumerables tradiciones que se conservan en cada uno de las locali-
dades y pueblos en los que algún día pasaron indios y conquistadores en
busca del preciado metal que los convirtiera en verdaderos señores. En
cada uno de estos pueblos quedan buscadores de oro que de tanto en
tanto escudriñan las arenas de los riachuelos, vendiendo lo producido
en las joyerías del gran Concepción.

Viejo puente del año 1929 bajo el cual


fluye el estero “Cachapoal”, que cruza
el pueblo de Rere y en el cual hasta hace
poco se extraía oro. La tradición cuenta
que antiguamente era tal la abundancia
del metal que muchas gallinas confun-
dían las pepitas de oro con trigo o maíz y
se las tragaban guardándolas en su buche.
Al igual que en Talcamávida, en Rere
encontramos a un amante de la historia
del pueblo: don Luis Bermedo. En su ca-
sa-museo reúne las antigüedades que ha
podido recuperar durante su vida, tales
como la rueda de carretilla que utilizaban
los mineros del oro a comienzo del s. XX
(foto inferior).
Imágenes antiguas, cántaros de greda,
herramientas y viejos documentos de la
historia de Rere se confunden en medio
de las alcayotas, dulces y mermeladas ca-
seras y por supuesto, la deliciosa miel que
don Luis cosecha cada año en su campo
cercano al pueblo.

Sus antepasados se dedicaron alguna vez


a la explotación del oro en los riachuelos
de la zona, pero a lo largo del tiempo las
vetas se han ido agotando haciendo más
difícil su extracción. Reconoce que to-
davía hoy algunos campesinos sacan oro
para complementar sus ingresos, pero es
un trabajo sólo para aventureros.

102
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

El museo de rere, un paseo por la época dorada del pueblo


Don Luis Bermedo conoce bastante de la historia de Rere. Para
profundizar sobre el tema nos invitó a recorrer el pueblo a través de las
pocas calles polvorientas que van quedando. El “progreso” ha hecho
que estas se vistan de adoquines como una forma de conservar de algún
modo el espíritu de las viejas villas fundadas en la época colonial. Nos
comenta que durante las excavaciones para instalar el alcantarillado se
encontraron osamentas a un costado de la iglesia las que presumible-
mente corresponderían a un famoso y milagroso sacerdote jesuita que
estuvo en el colegio de la orden que existió en el pueblo a mediados del
siglo XVIII. El padre se llamaba Pedro Mayoral, y a un costado de la
iglesia se encuentra una placa de mármol que recuerda sus milagros
entre los indios y españoles de aquellos tiempos. Para los rerinos es con-
siderado un santo, e incluso se realiza una novena en su honor.
Junto a la iglesia existe una palma chilena de más de tres siglos de
antigüedad, la que en su grueso tronco muestra profundas hendiduras
que según la creencia popular corresponden a las heridas provocadas
por las flechas y lanzas de los indios que atacaron en reiteradas ocasio-
nes el pueblo a lo largo de su historia. Al llegar al museo nos sorprende
encontrar que la estructura corresponde a una refaccionada “Casa de
Socorro”, un edificio típico que se construyó a mediados del siglo XX y
que fue la antecesora de las postas de salud actuales. Sin duda un acierto
de las autoridades municipales de la comuna de Yumbel, territorio al
cual pertenece Rere.
Según don Luis, el museo nos permite viajar a la época de oro del
pueblo. Al entrar se respira de inmediato el aire de grandeza que carac-
terizó a esta zona durante siglos: elementos de la cultura mapuche ha-
blan del pasado prehispánico del lugar; antiguas herramientas agrícolas
dan testimonio de la fertilidad que tuvieron alguna vez estas tierras;
antiguos libros y artefactos religiosos confirman el gran trabajo que los
jesuitas realizaron en la misión y el colegio que durante siglos mantuvo
la fe de españoles e indígenas. Fragmentos de armas españolas y mapu-
ches nos conducen a los continuos ataques que debió enfrentar el fuerte
español instalado en el lugar a comienzos del siglo XVII; viejos muebles
y relojes dan fe de una época de mayor opulencia y donde las familias de

103
Luis H. Espinoza Olivares

noble raigambre amasaron una fortuna a lo largo del siglo XIX, riqueza
que se ve reflejada en la colección de monedas y billetes antiguos, el más
importante, sin duda, el emitido por el “Banco de Rere”. Y, por último,
una colección de chayas o bateas destinadas a sacar oro en la infinidad
de esteros, que en aquel tiempo fluían con abundancia sobre las profun-
das quebradas cercanas al pueblo de Rere.
No cabía duda que Rere era un pueblo
cuya historia estuvo moldeada por el oro. Su
famosa campana junto a su leyenda, las herra-
mientas utilizadas por los buscadores de fortuna
existentes en las casas-museos y el hallazgo de
antiguos mineros cuya memoria habla de tiem-
pos mejores, son signos inequívocos de la exis-
tencia de una ruta patrimonial marcada por la
riqueza aurífera.
De algún modo este famoso pueblo nos in-
dicaba que habíamos llegado al final de esta aventura. Más allá de Rere,
alejado de los suaves pliegues que caracterizan la cordillera de la Costa,
los indicios acerca de la existencia de oro son escasos. Aparecen otros
paisajes y otras historias que tarde o temprano alguien las develará con
el fin de conformar nuevas rutas, ricas en personajes, en costumbres y
en tradiciones
Convencidos de que merecíamos un descanso, nos quedamos
aquella noche en Rere para contemplar las centenarias casonas de ado-
be, con el fin de sentir de algún modo la magia y el esplendor de un
pueblo que, a pesar de los siglos, sigue manteniendo el encanto de las
innumerables villas que fundaron los españoles a lo largo de la antigua
frontera del Biobío.

104
La Ruta del Oro en la antigua Frontera del Biobío

Transitar por los polvorientos caminos de la ruta del oro es una


aventura que nos lleva, inexorablemente, a la historia de la zona fron-
teriza del Biobío. Son los mismos senderos que cruzaron hace más de
cinco siglos los incas peruanos y más tarde los conquistadores españoles
en busca de nuevas tierras para engrandecer su imperio. A su paso de-
jaron la huella de su ambición en cada uno de estos caminos. El oro fue
el horizonte que mantuvo sus esperanzas en una tierra hermosa pero a
su vez agreste y belicosa. Esas esperanzas fueron mayores que las reales
riquezas que encontraron, pero de algún modo les permitieron conti-
nuar con sus sueños de convertirse en grandes señores, aún a costa de la
explotación de los indígenas y de los inmensos sacrificios por mantener
un territorio que se oponía tenazmente a ser sometido.
Hoy en día el oro sigue fluyendo mansamente por la infinidad de
riachuelos y esteros que atraviesan la zona de la frontera del Biobío y
algunos lugareños continúan afanosamente luchando por extraerlo de
sus entrañas. Es una tarea inagotable que de algún modo refleja la pro-
longación de aquellos remotos tiempos de conquista.
Sin embargo, existe otra riqueza que con el paso de los siglos se
ha vuelto aún más valiosa que el mismo oro: es la historia de la antigua
frontera del Biobío forjada por generaciones de hombres y mujeres con
todo ese caudal de tradiciones, leyendas y costumbres que a lo largo
de los años han ido conformando una ruta de gran valor patrimonial.
Caminar por ella es un desafío ineludible que nos conduce al pasado y
nos invita a valorar y proteger nuestra identidad cultural.

Frontera del Biobío, invierno de 2015.-

105
Luis H. Espinoza Olivares

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106
Otros títulos publicados
Carretas, Carros de Sangre y Tranvías en
Concepción: transporte público entre 1886 y 1908
Gustavo Campos J.
Alejandro Mihovilovich G.
Marlene Fuentealba D.

Cerámica en Penco: industria y sociedad 1888-1962


Boris Márquez Ochoa, 2ª ed.

Chillán: las artes y los días


Armando Cartes M., editor

Guía Patrimonial Cementerio General de Concepción


Verona Loyola Orias, 2ª ed.

Estudios de Historia Económica regional del Biobío


Leonardo Mazzei de Grazia

Estudios sobre la ‘Capital del Sur’: Ciudad y sociedad


en Concepción 1835-1930
Marco Antonio León L., 2ª ed.

Las Piezas del Olvido


Cerámica Decorativa en Penco 1962-1995
Boris Márquez Ochoa

Los Cazadores de Mocha Dick


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y norteamericanos al sur del océano de Chile
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de Concepción
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Armando Cartes Montory

Rere, apuntes para su historia


Bernarda Umanzor Q.
Jaime Silva B.

El mercado regional de Concepción y


su articulación al mercado virreinal y mundial.
SigloXVII
Luis Inostroza Córdova

Pascual Binimelis y Campos. Constructor


del Concepción moderno, 1819-1890.
Boris Márquez Ochoa
v

Ediciones del Archivo Histórico de Concep-


ción tiene por misión promover el conocimien-
to de la historia y el patrimonio cultural del
centro sur de Chile, mediante la publicación de
trabajos y fuentes que contribuyan a su rescate
y difusión.

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