Bonnefoyla Imperfeccion Es La Cima Por Yves Bonnefoy
Bonnefoyla Imperfeccion Es La Cima Por Yves Bonnefoy
Bonnefoyla Imperfeccion Es La Cima Por Yves Bonnefoy
Yves
Bonnefoy
La imperfección es
la cima
BIBLIOTECA
DIGITAL DE
AQUILES
JULIÁN
Muestrario de
Poesía 60
Biblioteca Digital
Coeditores:
MÉXICO 2
Fernando Ruiz Granados
José Solórzano
José Eugenio Sánchez
ARGENTINA
Mario Alberto Manuel Vásquez
Francisco A. Chiroleu
Patricia del Carmen Oroño
La imperfección es la
Ángel Balzarino
Fernando Sorrentino
Claudia Martin Trazar
cima
ESTADOS UNIDOS
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Aníbal Rosario
Yves Bonnefoy, Francia
José Alejandro Peña
César Sánchez Beras
ESPAÑA
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Elena Guichot
Teresa Sánchez Carmona
distribuida por Internet
Losu Moracho
Rocío Parada
HONDURAS
Muestrario de Poesía 60
Dardo Justino Rodríguez
VENEZUELA
Milagros Hernández Chiliberti Editor:
Tony Rivera Chávez
URUGUAY Aquiles Julián, República Dominicana.
Marta de Arévalo
APLA Uruguay
COLOMBIA Primera edición: Junio 2010
Ernesto Franco Gómez
Julio Cuervo Escobar Santo Domingo, República Dominicana
PERU
Luis Daniel Gutiérrez
Nicolás Hidrogo Navarro
Juan C. Paredes Azañero Muestrario de Poesía es una colección digital gratuita que se envía por la
REPÚBLICA DOMINICANA Internet y se dedica a promocionar la obra poética de los grandes creadores,
Ernesto Franco Gómez difundiéndola y fomentando nuevos lectores para ella. Los derechos de autor de
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Julio Enrique Ledenborg
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Carmen Rosa Estrada
Roberto Adames Este e-libro es cortesía de:
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PUERTO RICO
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ECUADOR
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EL SALVADOR
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COSTA RICA
Ramón Mena Moya
3
Contenido
La tarea del poeta y del poema / Aquiles Julián 5
El adiós 6
La rapidez de las nubes 7
Noli me tangere 8
La única rosa 8
Las ranas, la tarde 10
Una piedra 11
Una piedra 11
La lluvia de verano 12
En el mismo río 13
Pero que se calle esa que vela 14
A menudo en el silencio 14
La imperfección es la cima 15
Te acostará sobre la tierra 15
Fénix 15
El libro, para envejecer 16
Allí donde cae la flecha 16
Nombre verdadero 18
¿Qué asir sino lo que se escapa? 18
Para la tierra del alba 19
(Cubierta por el manto silencioso del mundo) 19
La rapidez de las nubes 20
Hic est locus patriae 20
(Temprano, esta mañana) 20
Atardecer 21
Los caminos 21
El rayo 22
(Soñar: que la belleza…) 22
Un poco de agua 23
La lluvia de verano 23
Una lápida 24
Las manzanas 25
El jardín 25
La nieve 25
El espejo 26
Los caminos 26
4
Virgen de la Misericordia 27
(Del movimiento y la inmovilidad de Douve) 27
Tendrás que atravesar la muerte para vivir 28
Un país que no nace ni muere 29
(Desperté, pero el viaje seguía…) 29
(El ladrido de un perro…) 30
La salamandra 30
El único testigo 30
Las nubes 31
Anti-Platón 33
Entre el señuelo de las palabras 35
Impresiones: sol poniente 36
Ante tus signos 37
El pozo: las zarzas 38
El pozo 38
Una piedra 39
(Cubierta por el manto silencioso del mundo) 39
Habla Douve 39
Las uvas de Zeuxis 40
De nuevo las uvas de Zeuxis 40
Aquella que inventó la pintura 41
Últimas uvas de Zeuxis 41
El autorretrato de Zeuxis 43
IV 44
La traducción de la poesía 45
Introducción a Giacometti 49
El bote de Samuel Beckett 52
El desierto de Retz y la experiencia de lugar 54
Lo indescifrable 62
Las tablas curvas 63
La lucidez de las quimeras 65
La poesía es siempre una exploración, un desafío, una búsqueda expresiva; una apuesta
por encender los poderes de la palabra y no para inútil pirotecnia, sino para iluminarnos
en medio de las tinieblas vitales.
A las palabras se les desvirtúa al grado de que las reducen a artefactos utilitarios sólo
empleables para la confusión, el engaño malicioso, la trampa artera.
El poeta devuelve a la palabra su fuerza, sus poderes. Y por el poema nos resensibiliza,
nos expande, nos restaura: nos rehumaniza.
Como Patricia Martínez García escribe a propósito de Yves Bonnefoy y su poesía: “Así,
para llevar a buen término su proyecto ontológico, la aprehensión verbal del ser como
presencia, el poeta presiente la necesidad de deshonrar al lenguaje en el que no estén
presentes las marcas más desasosegantes de la imperfección, y de reinventar unos
nuevos actos poéticos capaces de arrancarnos del orden bien articulado del
pensamiento conceptual, de la plenitud formal e intelectual, y de abrirse a esa errancia
ilimitada que es la existencia humana “l’obscure possible terrestre”.
Tarea del poeta es sensibilizarnos y permitirnos escapar de esas trampas. Alta tarea.
Seamos dignos de ella.
6
El adiós
Hemos vuelto a nuestro origen.
Fue el lugar de la evidencia, aunque desgarrada.
Las ventanas mezclaban demasiadas luces,
Las escaleras trepaban demasiadas estrellas
Que son arcos que se hunden, escombros,
El fuego parecía arder en otro mundo.
En mi sueño de ayer
El grano de otros años ardía a fuego lento,
Sin calor, en el suelo embaldosado.
Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.
Noli me tangere
De nuevo en el cielo azul vacila el copo
De nieve, el último copo de la gran nevada.
La única rosa
I
II
III
Y yo querría
correr, como en los tiempos de la abeja, buscando
con el pie el balón blando, ya que acaso
duermo, y sueño, y voy por los caminos de la infancia.
10
IV
II
Se entretenían, en la tarde
Sobre la terraza
11
Una piedra
Mañanas que poseíamos,
Yo recogía las cenizas, llenaba
El balde, lo colocaba sobre la baldosa,
Con él regaba en toda la sala
El olor impenetrable de la menta
Oh recuerdo,
Tus árboles en flor ante el cielo
Se puede creer que nieva
Pero la luz del sol se extiende sobre el camino
El viento de la tarde derramaba su abundancia de chubascos.
Una piedra
Todo era pobre, desnudo, transfigurable
Nuestros muebles eran sencillos como las piedras
Tan sólo amábamos el saliente del muro
Fue ese espigón donde probábamos los mundos.
La lluvia de verano
I
Tierra
El manto de la lluvia se extendía sobre ti.
Aquello era como el seno
Que hubiese soñado un pintor.
II
Y de pronto en el cielo
Percibíamos
Ese oro que la alquimia
Había buscado tanto.
Lo tocábamos, brillante
Sobre las ramas bajas,
De aquello amábamos el gusto
Del agua, sobre nuestros labios.
Y cuando recogíamos
Ramas y hojas secas
Ese humo al final de la tarde, brusco, ese fuego,
Era también el oro.
13
En el mismo río
I
Y hablar no es más
Que cortar el cuello
Del cordero que, confiado,
Se deja llevar por la palabra.
II
Él se levanta y, feliz
De tanta luz,
Estira su mano para agarrar
La roja uva.
III
Y tuviese un espejo
Donde todo el cielo
Se abriera, a grandes rayos, que colorearan
Toda la tierra.
Él se detiene a veces,
Aquí o allá,
Su pie arrastra, distraídamente,
El agua sobre la arena.
A menudo en el silencio
A menudo en el silencio de un abismo
Oigo – o deseo oír , no sé-
Un cuerpo que cae entre las ramas. Larga y lenta
Es esta caída; ningún grito
Viene nunca a interrumpirla y darle fin.
La imperfección es la cima
Sucedía que era preciso destruir y destruir y destruir,
Sucedía que la salvación sólo era posible a ese precio.
La imperfección es la cima.
Fénix
El pájaro irá al encuentro de nuestras cabezas.
Para él se alzará un hombro sangriento.
Cerrará alegre sus alas sobre la cima
16
Envejecerás
Y, al perder tu color en los árboles,
Al formar una sombra más lenta sobre el muro,
Al ser amenazada la tierra, al fin, de alma,
Retomarás el libro donde lo abandonaste,
Y dirás: Eran ésas las últimas palabras oscuras. -
II
Perdido, sin embargo. Tiene que decidir casi a cada instante, y ahora no puede hacerlo.
Nada le habla, nada le sirve de indicio. Incluso la idea de indicio se disipa. En la huella
dejada por la palabra, en lo que es, ha llegado el agua de la desierta apariencia, y es lo
único que brilla.
Cada palabra: algo cerrado, una superficie mate sin nada que vibre, una piedra.
Puede articularla, puede decir: el roble.
Pero cuando ha dicho: el roble —¿y por qué en voz alta?— la palabra permanece en su
espíritu, como la llave inútil que se vuelve pesada en la mano. Y la imagen de árbol se
corta, se fragmenta y se reúne más arriba, en lo absoluto, igual a cuando miramos las
abolladuras del vidrio en los ventanales antiguos.
17
El color arrojado fuera de la imagen por la hinchazón en el vidrio. Lo que se dice una
forma perforada de un falso arrebato. Como si se hubiera abierto la mano que empuña
colores y formas.
V
¿Pero por qué sube ahora por esta pendiente casi escarpada, aunque los árboles estén
tan tupidos como abajo, a lo largo de la estrecha encañada? Seguro que el camino no
pasa por ahí.
Y desde arriba tampoco conseguirá verlo.
Y ni siquiera podrá lanzar su llamada.
Lo veo no obstante subiendo entre los troncos, por las piedras.
Ayudándose con un palo corto cuando siente el suelo resbaloso por las hojas secas entre
las que siempre hay cascajo rodando entre los guijarros: con forma de rombos, filos
acerados, grises, manchados de rojo.
Lo estoy viendo —e imagino la cima. Hay algunos metros planos pero tan diferentes
pues los breñales llegan a veces a la altura de las ramas. La misma confusión, la misma
suerte que en cualquier parte del bosque, pero aquí es así entre todo lo que vive. Un
pájaro alza vuelo y no me ve. Un pino caído en noche de viento bloquea la cuesta que
otra vez comienza.
Y escucho dentro de mí la voz que emerge del fondo de la infancia: Ya estuve por aquí —
decía ella antaño—, conozco este lugar, aquí viví, pero fue antes de la existencia del
tiempo, fue antes de mí en la tierra.
Yo soy el cielo y la tierra.
Soy el rey. Soy ese montón de bellotas que el viento ha arrastrado hacia el hueco que aún
perdura entre estas raíces.
VI
Tiene diez años. Edad en la que uno mira el desplazamiento de las sombras, ¿o eso viene
por sacudimientos? y el desgarramiento en el papel de las paredes, y el clavo plantado
en el yeso, metal oxidado con ínfimos desconchados alrededor de la incomprensible
materia. ¿Estará perdido? Por cierto, avanza desde hace tiempo entre los grandes
enigmas. Siempre ha estado solo. Se ha sentado en el tronco del árbol caído, y llora.
¡Perdido! Es como si el más allá, que obtura la línea de fuga, viniera a inclinarse ante él y
le tocara los hombros.
Levantar pues los ojos. Cuando dos direcciones se solicitan de una misma manera, en un
cruce de caminos, el corazón late más fuerte y más sordo, pero los ojos son libres. Esta
noche, en casa, cuando ponga los leños en el fuego como a su antojo se lo permiten: los
verá arder en otro mundo.
Cuando habla para él mismo: las palabras resonarán en otro mundo.
Y más tarde, mucho más tarde, largos años después, solo, siempre solo en su habitación
con el libro que ha escrito: lo cogerá entre sus manos, mirará las letras negras del título
en la cartulina teñida de azul. Separará algunas páginas para que permanezcan de pie en
la mesa.
Después acercará un cerillo encendido, una mancha marrón y luego negra surgirá en el
color, se ampliará, se perforará, un ribete de fuego claro morderá los bordes que él
aplastará con los dedos antes de levantar el folleto para volver a inscribir el signo en otro
18
VII
El ladrido de un perro acabó con sus temores. Un punto de sol entre las nubes, por la
tarde. Los charcos que el escolar ve brillar en las palabras, en el horizonte de su vida,
cuando introduce su pluma áspera en la confusión del precipitado dictado.
Y cualquier rama ante el cielo, debido al ensanche, a la opresión de su masa. Lo invisible
borbotea, como las nacientes en los deshielos, con violencia. Y las bahías rojas, entre las
hojas.
Y la luz que vuelve; la flama en la que todo comienza y todo llega a su fin.
Nombre verdadero
Al castillo que fuiste lo llamaré desierto,
a tu rostro ausencia, noche a tu voz,
y cuando te derrumbes sobre la tierra estéril
al fulgor que te trajo lo llamaré la nada.
Palabra próxima a mí
Qué buscar sino tu silencio,
Qué resplandor tan profundo
Tú amortajada conciencia,
En mi sueño de ayer
El grano de otros años ardía a fuego lento,
Sin calor, en el suelo embaldosado.
Descalzos, lo apartaban nuestros pies como un agua límpida.
Luego, de atardecida,
El astil de la luz se inmoviliza,
Las sombras y los sueños tienen el mismo peso.
Atardecer
Rayas azules, negras.
Los surcos que se encaran a la base del cielo.
La cama, vasta y rota como el río crecido.
- Mira, se hace de noche,
Y el fuego a nuestro lado habla en la salvia eterna.
Los caminos
Caminos, entre
La masa de los árboles. Dioses, entre
El espesor del canto incansable de pájaros.
Y tu sangre enarcada bajo una mano pensativa,
Oh mi luz toda, oh próxima.
El rayo
Pero ahí
Donde el campo viene a chocar contra el almendro,
Ves, una fiera ha saltado
De ayer a hoy a través de las hojas.
* Contra tu cuerpo
duermen, desnudos,
los seres y las cosas
y tus dedos
ponen un velo de claridad
en los párpados cerrados.
23
¿Y qué pensar
de esas manzanas amarillas?
Ayer, asombraban, por esperar así, desnudas
después de la caída de las hojas,
hoy encantan
por cómo sus hombros
están, modestamente, subrayados
por un ribete de nieve.
Un poco de agua
A este copo
que se posa en mi mano, deseo
asegurarle lo eterno
haciendo de mi vida, de mi calor
de mi pasado, de estos días de ahora,
un instante simplemente: este instante, sin límites.
Pero ya no es más
que un poco de agua, que se pierde
en la bruma de los cuerpos que andan en la nieve.
La lluvia de verano
I
Caminábamos, y era
en otro mundo,
se embriagaban nuestras bocas
con el olor de la hierba.
Tierra,
la tela de la lluvia se adhería a ti.
Se parecía al seno
que soñara un pintor.
II
Brillante, lo tocábamos
en las ramas bajas,
nos gustaba el sabor
de su agua en nuestros labios.
Y cuando recogíamos
ramas y hojas caídas,
aquel humo en la noche luego, brusco, aquel fuego
seguía siendo el oro.
Una lápida
Nos habíamos obsequiado la inocencia,
ardió durante tiempo con sólo nuestros cuerpos
y por la hierba sin memoria iban desnudos nuestros pasos,
éramos la ilusión que se llama recuerdo.
Las manzanas
¿ Y qué habrá que pensar de esas manzanas
Amarillas? Ayer
Sorprendían, desnudas, por su espera
Tras la caída de las hojas,
El jardín
Nieva.
Entre copos la puerta
Da por fin al jardín
De más que el mundo.
La nieve
Vino de más allá que los caminos
Y tocó el prado, el ocre de las flores
Con esa mano que con vaho escribe;
Al tiempo lo venció con el silencio.
El espejo
Ayer aún las nubes
Pasaban por el fondo
Oscuro de este cuarto.
Pero el espejo ahora está vacío.
Nevar,
Desanudarse el cielo.
Los caminos
I
II
Virgen de la Misericordia
Todo, ahora,
Al abrigo
Bajo tu manto leve
Solo de bruma y bordados
Señora de la misericordia de la nieve
Contra tu cuerpo
Duermen, desnudos,
Los seres y las cosas, y tus dedos
Velan con su claridad esos parpados cerrados
II
III
IV
La salamandra
III
Estoy cerca de ti, Douve, te alumbro. No hay nada entre nosotros más que esta lámpara
de piedra, este poco de quieta oscuridad, nuestras manos que la sombra espera. Te
quedas sorprendida, inmóvil salamandra.
Así te quedas, tras vivir el instante en que la carne más próxima transmuta en
conocimiento.
El único testigo
Luego de librar su cabeza a las llamas bajas
del mar, de perder sus manos
en su profundidad ansiosa, luego de arrojar
a las materias acuáticas su cabellera;
muerta ya, pues morir es ese camino
de verticalidad bajo la luz,
y ebria aún, incluso muerta: yo fui,
ménade consumada, gozo pétreo y pérfido,
31
Las nubes
(fragmento)
Nubes, sí,
De una a otra, navíos recién llegados
Con su carga de música. Creo, a veces,
Que la necesidad se metamorfosea
Como cuando en el final del Cuento de Invierno
Todos se reconocen entre sí, cuando se comprende
De un nivel a otro en la luz
Que aquellos que habían arrojado orgullo, duda,
De comarca en comarca con el decir oscuro
Se reencuentran, se conocen. Palabra en ese instante
Sus silencios, y silencio sus pocas palabras
No se sabría si de felicidad o de dolor
“Yendo de un extremo al otro”.
Parecen, dice
Algún testigo, meditando, y se aleja,
Escuchar una noticia
De un mundo redimido o de un mundo muerto.
Nubes,
Y aquellas dos púrpuras, un padre, una hija,
Y aquella mucho más cercana, la estatua
De una mujer, madre de la belleza, madre del sentido,
En la cual vemos que luego de haber estado inmóvil por mucho tiempo,
Sofocada en su voz de siglo en siglo,
Denegada, animada
Por la magia de la escultura
Toma vida, va a hablar. Un rayo en sus ojos
Que se abren en el abismo del zafre claro,
Pero un rayo sonriente como si,
Condenada a seguir el sueño en su flujo estéril
Pero a la vez descubriendo el oro en la arena virgen,
Hubiera meditado ya y consentido.
El hombre por otra parte se aproxima, su rostro
Desgarrado se apacigua de tanta felicidad.
Mide los grados de la hora que avanza
En ráfagas, ya que el cielo cambia, llega la noche,
Y vacila donde esta lo espera, noche estrellada
Que se derrama, música. Se vuelve,
De cara al universo. Sus trazos brillan
Con la fosforescencia de lo absoluto,
Y el día se retoma para todos nosotros, como una vena
Que se hincha de sangre—copa de los árboles
Resquebrajadas por el relámpago, ríos, castillos
33
Anti-Platón
I
Se trata de este objeto: cabeza de caballo más vasta que la naturaleza donde toda una
ciudad se incrusta, sus calles y sus murallas corriendo entre los ojos, abrazadas al
meandro y a la prolongación del hocico. Un hombre supo edificar de madera y de
cartones esta ciudad, iluminarle sus flancos con luna verdadera, se trata de este objeto:
la cabeza de cera de una mujer que gira desgreñada sobre el plato de un fonógrafo.
Todas las cosas de aquí, país del mimbre, de los vestidos, de la piedra, o para decir
mejor: país del agua sobre los mimbres y las piedras, país de vestidos manchados. Esta
risa de sangre cubierta, les digo, traficantes de lo eterno, simétricos rostros, ausencia de
mirada, pesa mucho más en la cabeza del hombre que las perfectas ideas, ésas que sólo
saben desteñirse en su boca.
II
El arma monstruosa un hacha con cuernos de sombra llevada sobre las piedras,
Arma de la palidez y del grito cuando giras herida en tu traje de fiesta,
Un hacha ya que es necesario que el tiempo se aparte de tu nuca, Oh pesada y toda la
densidad de un país sobre tus manos al caer el arma.
III
Qué sentido prestar a esto: un hombre forma con cera y colores el simulacro de una
mujer, la adorna con todas las semejanzas, la obliga a vivir, le prodiga con un sabio
juego de iluminaciones esa vacilación incluso al borde del movimiento que también
expresa la sonrisa.
Luego se arma de una antorcha, abandona el cuerpo entero a los caprichos de la llama,
asiste a la deformación, a las rupturas de la carne, proyecta en el instante mil figuras
posibles, se ilumina de tantos monstruos, ¿experimenta como un cuchillo esa dialéctica
fúnebre en que la estatua de sangre renace y se divide en la pasión de la cera, de los
colores?
34
IV
Cautivo de una sala, del ruido, un hombre mezcla cartas. Sobre una: «¡Eternidad, te
odio!» Sobre otra: «¡Que este instante me libere!»
Y sobre una tercera el hombre aún escribe: «Indispensable muerte.» Así, sobre la fisura
del tiempo camina, iluminado por su herida.
VI
VII
Nadie puede arrancarlo de la obsesión de la cámara oscura. Inclinado sobre una cubeta
intenta fijar el rostro bajo la capa de agua: siempre el movimiento de los labios triunfa.
Rostro sin mástil, rostro extraviado, ¿bastará tocar sus dientes para que ella muera? Al
paso de los dedos puede sonreír, como cede la arena bajo los pasos.
VIII
IX
Se le dice: cava este poco de tierra mueble, su cabeza, hasta que tus dientes hallen una
piedra.
invasora, triunfa holgadamente de una eternidad sin juventud y de una perfección sin
quemadura.
Alrededor de esta piedra hierve el tiempo. Con sólo tocar esta piedra: las lámparas del
mundo giran, una iluminación secreta circula. Traducción de Pablo Montoya
O poesía,
No puedo refrenarme de llamarte
Por tu nombre que ya no es amado entre aquellos que hoy vagan
Entre las ruinas de la palabra.
Asumo el riesgo de dirigirme a ti, directamente,
Como en la elocuencia de las épocas
En que eran colgadas, la víspera de los días festivos,
En la más alta columna de las grandes salas,
Guirnaldas de hojas y de frutos.
O poesía,
Yo sé que se te desprecia y niega,
Que se te considera un teatro, incluso una mentira,
Que se te agobia con errores de lenguaje,
36
Y si permanece
Cosa distinta a un viento, un arrecife, un mar,
Yo sé que tú serás, hasta en la noche,
El ancla lanzada, los pasos indecisos encima de la arena,
Y la madera que se recoge, y la chispa
Bajo las ramas mojadas, y, entre la inquieta
Espera de la llama que duda,
La primera palabra tras el largo silencio,
El fuego primigenio para encender debajo del mundo muerto.
El Pozo
Oyes la cadena chocar en la pared
Al descender el balde en el pozo que es la otra estrella,
A veces la estrella vespertina, la que llega sola,
A veces el fuego sin rayos que aguarda en la mañana
Que pastor y bestias salgan.
Pero siempre el agua está encerrada en el fondo del pozo,
Siempre la estrella allí queda sellada.
Bajo las ramas descubrimos sombras:
Son los viajeros que pasan por la noche
Encorvados, la espalda bajo una masa negra,
Diríase, como si dudaran en una encrucijada.
Algunos parecen esperar, otros se borran
En un chisporroteo sin luz.
El viaje del hombre, de la mujer es largo, más largo que la vida,
Es una estrella al borde del camino, un cielo
Que imaginamos ver entre dos árboles.
39
Una piedra
El verano pasó violento por las salas frescas,
Sus ojos estaban ciegos, su flanco desnudo,
Gritó, y el llamado trastornó el sueño
De los que allí dormían en lo simple de su día.
Se estremecieron. Cambió el ritmo de su aliento,
Sus manos abandonaron la copa del sueño.
Ya el cielo otra vez volvía sobre la tierra,
Llegó la tormenta de las siestas de verano, en lo eterno.
Habla Douve
Que se apague la palabra
En la cara del ser en donde estamos expuestos
En esta aridez que atraviesa
Solo el viento del desierto.
40
(...)
Se le ocurrió sostener, en su mano izquierda siempre, una antorcha que escupía una
humareda negra, de las más espesas. Y sus ojos se nublaban, ya no veía, habría debido
pintar mal, sus uvas no habrían debido ya evocar sea lo que fuere de terrestre, -¿por qué
entonces las aves se abalanzaban más voraces que nunca, más furiosas, contra sus
manos, sobre la imagen, llegando incluso a morderle los dedos, que sangraban sobre el
azul, el verde ambarino, el ocre rojo?
Se le ocurrió no pintar más, simplemente observar, a dos pasos frente suyo, la ausencia
de algunos frutos que hubiera querido añadir al mundo. Unas aves revoloteaban a
distancia, otras se habían posado sobre las ramas, junto a su ventana, otras sobre sus
potes de color.
41
Ensangrentado por los picos eternamente voraces, sus telas rasgadas por la terrible
impaciencia, sus ojos quemados por la humareda que les oponía en vano, no por ello
abandonaba su trabajo, se habría dicho que percibía en los vapores cada vez más
espesos, donde se difuminaba el color, donde se dislocaba la forma, algo más que el
color o la forma.
II
Se daba un respiro, a veces. Sentado a algunos pasos de su caballete entre los zorzales y
las águilas y todas esas otras rapaces que se apaciguaban tan pronto dejaba de pintar e
incluso parecían casi dormir, aletargadas en sus plumas, piando a veces vagamente en el
olor a estiércol.
III
¡Y qué sorpresa por lo demás entrada esta tarde cuando, habiéndose puesto de pie de un
salto, habiendo cogido el pincel, habiéndolo sumergido en el rojo -¡qué alboroto ya,
generalmente, qué graznidos de ira!-, debió constatar, su mano temblando, que las aves
no le prestaban atención alguna, esta vez.
42
Y eran uvas, no obstante, lo que comenzaba a pintar. Dos racimos, casi dos racimos
enteros ahí donde ayer de nuevo los picos infalibles habían arrancado ya hasta la última
de las fibras donde se hubiese cuajado un poco de color.
IV
Y, no obstante, ni siquiera esos racimos densos, una de esas artimañas con las que había
ensayado, a veces, engañar al hambre del mundo. Así había esbozado, ¡ah,
ingenuamente, por cierto! uvas rayadas de azul y rosa, otras cúbicas, otras en forma de
dios Término ahogado en su gran barba. ¡En vano, en vano! Su proyecto ni siquiera
tenía el tiempo de cobrar forma. La idea era devorada apenas surgía en el espíritu, era
arrancada de su mano cuando intentaba llegar a la tela. Como si existieran en la
inagotable naturaleza uvas estriadas, granos duros de seis caras que se arrojaran sobre
la mesa, por un desafío al azar, racimos como estatuas de mármol para la delectación de
las aves.
Pinta en paz, ahora. Puede hacer sus racimos cada vez más semejantes, apetitosos,
puede cubrirlos con ese tierno vaho que hace resaltar tan agradablemente contra la paja
de la cesta su oro irisado de gris y de azul.
Envalentonado, llega incluso a poner nuevamente racimos verdaderos cerca suyo, como
antaño. Y un gorrión, un zorzal -¿es pues un zorzal?- llegan, por momentos, a
encaramarse al borde de la cesta real, pero con un ademán los aleja, y estos ya no
vuelven.
VI
Largas, largas horas sin nada más que el trabajo en silencio. Las aves han retomado
frente a la casa sus grandes piruetas desde lo alto del cielo, y cuando pasan cerca de
Zeuxis, que llega a pintar sobre la terraza, lo hacen con la misma indiferencia que si
rozaran una mata de tomillo, una piedra.
Hubo una vez esta tropa reluciente de cotorras y abubillas que se congregó sobre las
terrazas próximas, y gritó alto y fuerte lo que creyó ser cólera, pero instantes después,
tras alguna decisión, tanto cotorras y abubillas como zorzales habían partido.
VII
O bien, se dice otra ocasión, ¿ha dormido? ¿Y soñado? En el preciso momento en que las
aves destrozaban sus dedos, comían su color, él habría estado sentado, cabeceando, en
un rincón del taller sombrío.
Pero, ¿por qué ahora ya no duerme? ¿En qué mundo se habría despertado? ¿Por qué se
arrepentiría, como se da cuenta que lo hace, de sus días de lucha y de angustia? ¿Por qué
llega a desear dejar de pintar? ¿E incluso, que ya no exista pintura?
VIII
Zeuxis vaga por los campos, recoge piedras, las arroja, vuelve a su taller, toma sus
pinceles, tiembla de cuerpo entero cuando un ave, rápida como una flecha, llega a tomar
uno de los granos de la cesta. Espera entonces, va a la ventana, observa los grandes
vuelos migratorios elegir un techo, allá lejos en la luz del atardecer, reduciendo a polvo
azul el racimo del sol que declina.
Extraña, el ave que había venido a posarse ayer, al borde de esta misma ventana. Era
multicolor, era gris. Tenía esos ojos de rapaz, pero por cabeza un agua calma donde se
reflejaban las nubes. ¿Traía un mensaje? ¿O la nada del mundo no es más que esa bola
de plumas que se erizan, cuando el pico busca entre ellas una pulga?
IX
Es algo como una charca, el último cuadro que Zeuxis pintó, tras larga reflexión, cuando
ya declinaba hacia la muerte. Una charca, un breve pensamiento de agua brillante,
calma, y si uno se asomaba a ella percibía sombras de granos, sus bordes vagamente
dorados con la fantástica silueta que delínea en los ojos infantiles el racimo entre los
pámpanos, sobre el cielo luminoso todavía del crepúsculo.
Frente a estas sombras claras otras sombras, estas negras. Pero que se sumerja la mano
en el espejo, que se remueva ese agua, y la sombra de las aves y la de los frutos se
mezclan.
El autorretrato de Zeuxis
Han encontrado el famoso retrato que Zeuxis había pintado al final de su larga vida. Ahí
está sobre un cimacio, en esta galería de un traspatio de barrio pobre. Parece que Zeuxis
no hubiera podido observar más que una parte de su rostro. La mitad izquierda falta
pero no se trata de algo inacabado, más bien hay ahí como un abismo al borde del cual el
pintor ha debido asomarse, con un nudo en la garganta a causa del vértigo; y si a su vez
44
uno se aproxima a este abismo se ven muy abajo del borde que se desmorona y se
resquebraja los magros arbustos que crecen en la ladera de la roca y grandes aves tristes
que devoran sus bayas. Más abajo todavía, la agitación de un agua sin color.
IV
Así permanecimos despiertos en lo más alto
de la noche del ser. Un arbusto se quebró.
La traducción de poesía
Otro desistimiento obligado en este mismo poema: fish , flesh, fowl (pescado, posta,
pollo), con los que Yeats reúne en tres palabras la variedad de la vida, e incluso y sobre
todo, por la aliteración, su impulso, su aparente finalidad. ¡Bastante arduo! Pero peor
aún, hay allí una expresión fabricada, que hace que se pueda soñar que la lengua común
preserva así el vigor de esta lengua adámica que tantos poetas añoran. Sailing to
Bizantium exige pues interrogar la sabiduría popular, la nación. El aquí, en el momento
mismo en el que es cuestión de arrancarlo, por el espíritu puro. Contradicción, profunda
en Yeats, constante, tanto que fecunda de punta a punta su obra, pero que no se puede
más que perderla en francés, que no ofrece para estas palabras brevedad semejante: las
lenguas no poseen sus "fortunas" en los mismos puntos. Traduje: "todo lo que nada,
vuela, se lanza", lo que no retiene el impulso sino por una significación, no dentro de la
46
sustancia verbal. Por otra parte, y por una vez, el verbo es menos que el sustantivo:
este fish, etcétera, que parecía repetir el acto primero, divino, de la denominación.
Donde un texto tiene sus oportunidades, sus nudos, su espesor "su inconsciente-, la
traducción debe pasar a una superficie, libre para tener por otra parte sus propios
nudos. No se puede traducir un poema.
Pero tanto mejor, porque un poema es menos que la poesía, y hallarse desprovisto de él,
es de otra manera,un estímulo. Un poema "un cierto número de palabras en un cierto
orden sobre la página, es una forma, donde es abolida la relación con el otro, con la
finitud: lo verdadero. Y el autor puede complacerse en ello, es sosegador, se ama hacer-
ser objetos que permanezcan, pero rápidamente se siente pesar de haberse puesto en
contradicción con el lugar y el tiempo del verdadero intercambio. Un medio, el poema,
una hipótesis de espíritu, no un fin. Publicarlo, una verificación, un tiempo de reflexión
que uno se otorga, pero no es aceptarlo, absolutizarlo. Y el mejor lector de forma
parecida es aquel que ama el poema, sí: pero cómo puede no amarse un ser:
considerando sólo los valores de los cuales se ufana, en el sentido que lleva. Nada de
idolatría por lo escrito; pero tampoco nada de aversión iconoclasta en adelante. Más
bien, compasión, una especie de existencia compartida. Pero ¡qué saqueo desde
entonces! Todas estas "riquezas" del texto, ambigüedades, paragramas, polisemias, etc.,
privadas del derecho de imponernos sus crucigramas.
Que se sepa ver, en efecto, lo que motiva el poema; que se sepa revivir el acto que a la
vez lo ha producido y se atasca en él: y libres de esta forma anquilosada que no es nada
sino un trazo, la intención, la intuición primeras (digamos una aspiración, una obsesión,
cualquier cosa universal), pudieran ser de nuevo intentadas en la otra lengua, y tanto
más verídicamente en adelante en cuanto la misma dificultad se manifiesta allí: la
lengua de traducción, paralizante como la primera de este cuestionamiento que es una
palabra. Sí, la dificultad de la poesía es que la lengua es sistema, cuando la palabra de
ella es presencia. Pero comprender eso, es reencontrarse con el autor que se traduce,
percibiendo mejor las tiranías que él sufre, los movimientos de pensamiento que allí
opone; y las fidelidades que le faltan. Porque las palabras van a tratar de amaestrarnos
con su modo de ser. De auxiliares de la buena traducción comenzada, van a hacerse los
abogados del mal poema que ella deviene, ellas van a rebajar la experiencia en provecho
de un texto; será necesario desconfiar, verificar la necesidad ontológica de nuestras
imágenes nuevas más bien que su semejanza término a término (exterior desde luego) a
aquellas del poema original. Y es una pesada tarea, pero a cambio, somos ayudados por
este autor que se traduce, cuando es Yeats, cuando es John Donne o Shakespeare. Y en
lugar de ser, como antes, ante la masa de un texto, henos aquí de nuevo en el origen, allí
donde se acrecía lo posible y por una segunda travesía, donde se posee el derecho de ser
sí mismo. Un acto, ¡en fin! Se aventuraba con las lagunas de su lengua, se "bricolaba"
como gusta decirse hoy, he aquí ahora que se revive la limitación del otro, tanto como se
escucha lo que se ha podido aprender allí, ya que es necesario existir primero, antes de
escribir. Que se sepa que el poema no es nada y la traducción es posible, lo que no es
fácil de decir; esto no es más que la poesía recomenzada.
47
Y yo les concedo la razón. Pero haría falta por lo tanto, que luchando así contra mí, yo
acepte el desafío sin más y hable de papilla, ¿o incluso de agua de pudín? Arriesgando
ser un fresco, yo habría sido literal. Pero si es cierto que he seguido siendo por otra
parte, así sea poco, discípulo de Racine, esta aparente fidelidad, va a producir lo
pintoresco simple, es este el pecado de las traducciones románticas, mal desbastadas del
verbalismo de antes "que va en todo caso, a paliar en mí y no resuelve un problema.
¡Mejor Ducis! Mejor escuchar Shakespeare hasta el momento en que yo pudiera
aventajarlo en toda mi escritura y no simplemente reflejarlo, aquí. Y esperando, y con
conocimiento de causa (yo añadiría una nota), convierte engelatina con una palabra a
mí, implicado en otras prosecuciones. Ceniza... La traducción ha fracasado, en el plano
local. Pero el acto de traducir ha comenzado, y llegará más tarde, de otro lado" todavía
aquí.
Y ahora, de nuevo de Yeats, en La congoja del amor, cuando él habla de la joven de los
"melancólicos labios rojos" que está "condenada como Odiseo y las naves laboriosas".
Laboriosa, ésta palabra evoca las largas travesías difíciles y los balanceos del navío, pero
también el problema afectivo, la tristeza, sin contar con que to be in labour, es dar a luz,
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Falta de tiempo, yo no haré sino evocar otra pregunta preliminar. ¿En cuáles
condiciones esta especie de traducción, esta traducción de la poesía, no es ella una
empresa insensata? "Traducid vuestro prójimo", propuse una vez. ¿Pero quién puede
serlo suficientemente?
Introducción a Giacometti
¿En todos los momentos sin excepción? Se me objetará que esta preocupación no es
muy aparente en el período que va de la llegada del joven Alberto a Francia hasta su
ruptura con los surrealistas: secondo período, digamos, pues el primero, más
importante de lo que suele creerse, fueron sus años de adolescencia y de primera
madurez en el medio familiar de Suiza, junto a su padre, pintor también. A lo largo de
todos estos años, de 1930 a 1934, que vieron a un Giacometti influenciado, primero, por
Henri Laurens y por otros escultores postcubistas, luego por el pensamiento de Georges
Bataille, y finalmente por las experiencias iniciadas o encabezadas por André Breton,
parece predominar en su búsqueda un recurso a las formas esquematizadas,
simplemente alusivas a objetos exteriores que sólo evocan, así, el hecho humano o la
vida psíquica desprendiéndose, al parecer, de cualquier idea de una persona particular.
Aunque Alberto se proponga entonces, a veces, hacer el retrato de su padre o de su
madre, lo hace para elaborar enseguida una figura osadamente estilizada, y el modelo
sólo parece entonces un pretexto para una obra que reivindica una realidad autónoma. Y
esos retratos, además, sólo son uno de los momentos del trabajo de aquellos años,
cuando el escultor se encuentra en el verano con sus padres en el pueblo natal. Y de
regreso a París se entrega de nuevo a una invención de signos plásticos o de símbolos
que sólo se refieren a la realidad de la existencia, porque dan libre curso a la expresión
de un deseo del artista que los produce o –en la época surrealista– cuestionan los
50
II
Pero este desconocimiento del Otro sólo es, a mi entender, una apariencia, incluso en
este período en el que Giacometti participó de modo activo en las investigaciones de la
vanguardia, convencido por su parte, al menos desde comienzos de siglo, de la
autonomía de la creación artística. Y es fácil advertir que una mirada procedente del
exterior de las obras que Giacometti emprende entonces, obsesiona constantemente su
trabajo e incluso se inscribe en él un modo a veces solapado, pero también muy directo
otras, con una gran intensidad, incluso. Así sucede con esos retratos de sus padres de los
que he hablado antes, algo que no es nada sorprendente, puesto que su padre o su
madre estaban, por aquel entonces, ante él, y contaban también mucho para él, incluso
con una autoridad cuyo dominio seguía padeciendo. Pero advirtamos el modo como esa
mirada que habla de la importancia, en la preocupación del artista, de un ser exterior a
la obra, sabe abrirse camino por entre los signos constitutivos de ésta.
plano, por aquel entonces, de los deseos, inhibiciones y fantasías de su ser psíquico
propio, particular. Siempre he creído que Giacometti es un genial escultor, pero era
todavía mejor pintor, y que, aunque fuera ese pintor inmenso, tal vez estuvo más cerca
incluso de la verdad, más cerca de la liberación en algunas litografías. No es por reservas
sobre la importancia de su trabajo de investigación gráfica que paso tan rápidamente
sobre esta última, cuyas etapas más antiguas ni siquiera he evocado, en especial desde
los años cincuenta.
III
¿Y no encierra esta comprobación una razón más –y muy fuerte– para no confesarse a sí
mismo lo que uno desea? Confesárselo implicaría que uno comprende que también –y
tal vez sobre todo– se desea otra cosa. Que uno anhela ver, claro, pero no de manera
total.
Observo que cualquier exposición, por poco importante que sea, de obras de Giacometti,
es vivida por muchos como un acontecimiento que destaca sobre las demás
manifestaciones artísticas. Al parecer una emoción, una adhesión, un efecto que no se
asemeja al interés o la admiración que despiertan otros artistas. Las miradas que
ascienden de las profundidades de esos iconos parecen, en efecto, despertar en seres
jóvenes una esperanza difícil de formular, pero agitadora, que logra que, tras haberla
tenido, ya no se sea el mismo. ¿Cuántas veces esas imágenes, como la del Buda
misteriosamente sonriente, han bastado para aportar pensamiento y mantenerlos vivos?
Sólo el porvenir dirá si Giacometti habrá sido sólo una de las posibilidades que un siglo
deja pasar, o si fue uno de los signos precursores de una nueva forma de vivir en esta
tierra.
52
Las mesas están contra la pared, la barra habitual, con las botellas, sin duda vacías. El
gran suelo desnudo, muy gastado, como si se hubiera bailado miles de veces en un
pasado que no toca más nuestro presente, agua que se retira de la orilla. Y fotografías en
los muros, que son la razón de nuestra visita, pues estas nos dirán cómo la comunidad
de antaño, la sociedad de las dos islas poco a poco se ha dispersado, se ha extinguido.
Hombres y mujeres de la otra bruma, la del papel amarillento, como una metáfora de la
memoria que se disipa. Algunas miradas se dirigen hacia nosotros, reprochándonos
distraídamente, como si estuvieran absortas en una visión más lejana, tal vez en un
saber, que no podemos hacer nuestro. La Irlanda de los años 40 o 50, tan misteriosa
como un barco buscando la ribera.
“Y este de aquí”, exclama el capitán de alta mar, mostrándonos la fotografía de un viejo
sentado frente al agua, con la pipa en la mano, muy derecho, muy delgado, inmóvil.
“¡Ah, cómo bebía! Para pescar el cangrejo se iba durante días, solo en su barquita, pero
ya al partir estaba ebrio, con los frascos de whiskey que llevaba junto con los canastos y
las redes. Cómo se las arreglaba para enfrentar el mal tiempo, para volver, y volvía, sin
embargo, estaba en manos de Dios.” Veo ese bello rostro, que se parece al de Samuel
Beckett, olvido el alcohol, que es sólo una de las técnicas de la universal escritura -esta
mano que busca la de Dios-, pienso en el escritor que acaba de deslizarse, él también,
entre las sombras, y se aleja y se pierde en este tumulto ennegrecido de lluvia o de
bruma, pero que desensombreció, de cualquier modo, aquí y allá y más allá, un poco de
luz de sol amarillo. Beckett, me digo, escribió como este viejo partía, solo en medio del
mar. Se quedaba, como él, largos días y noches bajo estas nubes de aquí que se
amontonan, forman castillos en el cielo, acantilados, dragones escupiendo fuego en los
bordes, en las fallas, y de pronto se deshacen, rayo súbito, “spell of light” hacia las tres
de la tarde -y de entonces hasta el rápido anochecer, el tiempo cesa, es como el oro en la
frágil concavidad de la oleada.
Beckett esta allí ahora, en ese bote acaso visible todavía allí donde la cresta del ma r se
eriza en el sol que se pone. Y lo que dicen sus libros, no lo escuchamos mas que a través
del ruido constante de la ola, o intermitente de la lluvia.
54
XVIII”? Es posible. ¿Pero por que empaparla de esa impresión de irrealidad, en que el
exceso de ensueños contrasta, después de todo, con la falta de ciencia? ¿Deseó más bien,
incitado por las proposiciones inciertas de la primera arqueología, reunir todas las
civilizaciones, desde la época de las cavernas hasta la de la China Contemporánea, para
extraer de ellas el proyecto de un pensamiento más elevado, digno del francmasón que
tal vez era, o digno de Jefferson, quien acudió en 1786 a admirar aquella obra pensando
.en el porvenir de América y del mundo? También es posible
que haya intentado aparear las mas preciosas esencias vegetales -llevadas por orden de
el al valle- y las más hermosas esencias arquitectónicas en una especie de herbolario en
que se vieran representadas naturaleza y cultura, y que fuera así comparable, en
compañía de esas aguas que corren entre uno y otro espacio, y de las brisas del verano, a
una página del Paraíso. También puede uno pensar que estableció un acercamiento
entre el paganismo egipcio y grecorromano, el cristianismo y el budismo, para
reflexionar en la unidad trascendente de las religiones. o simplemente que quiso
meditar, ante la torre inacabada e inacabable, en la grandeza y la decadencia de las
sociedades, o tal vez en la humanidad como tal. Lo cierto es que resulta más inherente a
nuestro sentimiento, cualquiera que este sea, la idea de que tales lugares de culto sin
ritos, de vida cotidiana sin habitantes, fuera del rico testigo ocioso que erraba de uno a
otro sitio, de naturaleza sutilmente violentada pero de hecho victorioso ya, no forman en
su totalidad más que un solo y vasto santuario de esa melancolía que un día será vista,
es posible pensarlo, como el alma de nuestro Occidente: el país del ocaso, de lo divino
que emprende su retirada del mundo.
Pero parte de la atracción que ejerce sobre nosotros el Desierto de Retz proviene, por
supuesto, de que resulte tan difícil interpretarlo, ya sea a través de sus formas visibles, o
por lo que sabemos del tal Monville, que no cesa de modificar sus concepciones -aun
después de convertidas ya en edificios acabados- como si se hubiera pasado quince anos
persiguiendo una visión que era acaso esencialmente inasible: la de alguna Gradiva del
espíritu. Lo cierto es que nos gusta acercamos a lo que otros seres tienen de
incomprensibles para nosotros. Pero, a fuerza de reflexionar sobre el Desierto, acaba por
presentarse a nuestra mente otra explicación que, admitámoslo, parece mas sensata; y
esta es la que intentare ahora formular, apelando a una categoría del pensamiento que
me parece en esta ocasión el mejor medio para hacerlo. Sin embargo, tendré que
comenzar por definirla, porque rara vez se recurre a ella; y tendré que recordar a
grandes rasgos su historia, que por otra parte es también la historia de una grandeza y
de una decadencia.
Esta categoría, que concierne a nuestras relaciones con el mundo, y también con la
sociedad, es la del lugar, y lo que propongo entender por lugar no es un simple
fragmento de espacio, sino cierto punto del espacio en el que se centra nuestra atención,
y por el que esta se ve retenida, por oposición, relativa o absoluta, a otros puntos, a otras
partes que nos despiertan interés por la tierra. Se habla, así, de un lugar de nacimiento,
o del lugar tal como nos lo impone el recuerdo -es decir, este lugar para siempre, y
ningún otro-, o de los lugares entre los cuales nuestras aspiraciones nos hacen elegir uno
solo, o sonar en el. Definido dé esta manera, el lugar no es una simple visión del
espíritu; es una experiencia efectiva, y mas aún: es, de hecho, la realidad misma tal
como la experimenta la existencia, porque esta se encuentra primero con el mundo del
seno de su lugar, y no llega -por ejemplo- a la noción de naturaleza sino por un segundo
esfuerzo del pensamiento.
56
Y el hecho de que esa categoría no forme parte de nuestra reflexión tan inmediatamente
como lo hace la del espacio o la del tiempo, para no citar sino las mas cercanas a ella, no
le resta importancia ni actúa en detrimento de su antigüedad en la experiencia humana
de hecho, se la reconoce fácilmente en los comportamientos más elementales de las
sociedades más arcaicas.
No es necesario ir muy lejos en el examen de los tratados de historia de las religiones,
por ejemplo, para dar con este tipo de situaciones en las que una impresión de carácter
sacro, o sea de realidad más intensa, más eminente que la de otros sitios, es atribuida a
cierto valle, a cierta cumbre, o a alguna gruta, y hasta a una simple roca -caso, este
último, en que lo que ha contado es la apariencia fuera de lo común, que parecería
impregnar con la propiedad que la caracteriza todo el espacio que la rodea. Lugares
sagrados, lugares santos, lugares superiores que deben a veces su existencia a la epifanía
de un signo, pero que no por ello son menos identificables como un aquí por oposición
aun en otra parte.
El lugar es así la desembocadura del espíritu en el ser. Es lo que atrae y retiene a la
impresión de realidad como el pararrayos al rayo. Y la categoría que nos ocupa es válida
en todos los niveles de nuestra relación con el mundo, porque puede lo mismo
identificar un punto de la tierra que convertirse en vía de la trascendencia; porque no
sólo habla de las raíces de nuestra vida más cotidiana sino que hace posible también la
experiencia metafísica. De allí su valor como medio de ahondar la historia de las
sociedades, la cual nos permitirá comprender que la designación del lugar tiene también
una historia, cuya importancia podremos apreciar en el caso de la explicación del
Desierto de Retz. Para decirlo en pocas palabras, aunque habría que hacer una larga
investigación, desde el momento en que el lugar tiene la capacidad de acoger en su seno
lo que una sociedad dada percibe como lo divino, todas las sociedades determinadas por
la religión tendrán que reconocerlo como el punto de apoyo de su experiencia.
Así, durante todos los siglos en que las cosas sigan siendo las mismas, lo que concierne
al lugar corno tal seguirá presente en el centro de la conciencia del mundo -10 cual
explica el templo, y más tarde la iglesia, así como el hecho de que se pueda hablar de un
Apolo délfico o de una Virgen de Lourdes, y aun hacerlos objeto de una devoción
diferenciada de cualquier otra, sin que la unidad de esas figuras divinas vuelva a ser
cuestionada. El dios tiene su lugar, y no es posible acercarse al dios sino recurriendo a la
categoría del lugar, lo cual sigue siendo cierto aun cuando el pensamiento de lo divino
parecer-fa deshacerse de toda determinación secundaria para expresarse por lo
universal.
Así, porque el Dios de la Edad Media cristiana goza siempre de su lugar, el universo
mismo concebido en adelante como templo, el cosmos con sus astros y sus ángeles
agrupados en círculo alrededor del trono, la creación ha sido decretada un lugar -no se
ha renunciado a la categoría de lugar.
Y como en las sociedades religiosas el poder no puede consolidarse si no es en torno a lo
sagrado, como una calca de la trascendencia, aun el propio soberano carecerá en ellas de
palacio mientras no dote a este de esa clase de autoridad que es el privilegio de ciertos
lugares y que logra hacer de la idea misma de lugar una evidencia para el pensamiento.
Recordemos, sin más, el castillo medieval asentado en el centro de su pequeño universo
bajo la oriflama que proclama su dominio absoluto sobre las más mínimas vidas de los
alrededores.
57
Tal poder identifica su existencia con la de su lugar; el lugar es para el lo que son el
tronco y las raíces para el árbol. Y el siervo, a su vez, en lo más profundo de su ser,
acepta que no existe, ni llega a conocerse, ni se comprende sino como perteneciente al
lugar. Hay país en el término “paisano”.
Sin embargo, ese mismo paisano, en vísperas de la Revolución, aspirara a vivir de otro
modo, a poder desplazarse, sustituir la sujeción al lugar por la autoridad de una ley que,
desde ese punto de vista, resulta abstracta: no tanto cerrada a la idea de lugar como
menos válida para todo lugar. En lo cual puede advertirse una de las señales de la gran
decadencia que sufrió tal idea, al menos en su calidad de principio organizador de la
sociedad civil, a partir del momento en que se cuestionó nuevamente a la monarquía
que se proclama “por derecho divino”. Por supuesto, la razón, que tiende a lo universal y
triunfa en el dominio de las ciencias, no puede reconocerle al lugar y a su manifestación
de trascendencia otra realidad que la de un orden subjetivo, por lo cual mina de paso en
tal base de su prestigio a la autoridad señorial que se niega a reconocer la nueva ley,
fundada sobre la igualdad de los seres humanos y también sobre la autonomía de cada
uno de ellos. Y esto es algo que explica en cierta medida la construcción del enorme
palacio de Versalles: esta se debió a una premonición de la ya mencionada decadencia y
representa un esfuerzo realizado para ponerle remedio. Lo que así se quiso fue que un
lugar concentrara en el la belleza, la solemnidad, el fasto suficientes para que nadie
pudiera desconocer su evidencia. Si esta se disipa en las feudalidades secundarias, ¿que
todo lo sagrado se congregue en un centro de centros para que en semejante lugar al
menos, así sea por última vez, un bien alimentado fuego siga ardiendo y el poder de los
reyes parezca la realidad misma! Sin embargo, nada logra en Versalles que los indicios
de deterioro en el ascendiente del lugar sobre la sociedad no se hagan visibles. Ese
palacio no se alza en el corazón histórico, geográfico, de la comunidad que controla, ni
tiene la estructura centrada y a menudo y naturalmente circular de los lugares de poder
verdaderamente vividos; no es mas que una larga fachada rectilínea ante la cual hay sólo
una extensión de naturaleza simple, indefinida, mal localizada y que parece vacía.
Podría decirse -pero la verdad es que esta es la función misma, irreprimible, del arte-
que los elementos que afirmaban algo, aunque ya de una manera abstracta, lo hacían
como cobrando conciencia, adelantándose así a su época, de su propia irrealidad. mismo
en que también lo hace la universalidad de la ley Por ejemplo, las grandes ruinas con
que nos encontramos en Piranesi, no están allí para oponer el pasado al presente, ni la
grandeza a la decadencia, sino porque este visionario advierte que ciertas fuerzas
reprimidas por la idea del lugar o la del soberano -ciegos brotes de la naturaleza,
pulsiones inconscientes, deseos de siempre que se ven censurados-, se ponen a crecer, se
diría que infinitamente, y acaban así con el sentido de esos monumentos, que muestran
en toda su violencia y en su carácter de proyecto servil. El artista constata, y
no sin inquietud ¿cómo podría controlarse esa desmesura de la materia?-, el
desmoronamiento del lugar mismo allí donde reinaba su evidencia; ve en el cómo se
evapora la tierra.
Los arquitectos de la época de Luis XVI son menos lúcidos o pesimistas que Piranesi,
pero igualmente perceptivos. Porque los del Renacimiento, Palladio por ejemplo en la
Rotonda, hacían de la armonía de las proporciones la confirmación del ser propio de ese
lugar escogido -para toda una vida, para la felicidad, para conciencia de uno mismo- que
pretendía ser la villa el espacio, en suma, esa manera de ver el mundo que habían
perfeccionado los teóricos de la perspectiva, se manifestaba a través de aquella hermosa
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lugar: la percepción del final de su papel activo en el seno de la sociedad, el registro del
seísmo en cuyo fondo se derrumba.
¿Por que interpretarlo así? Porque cada uno de sus componentes -la casa china, el
obelisco, la iglesia, etc ., tuvo, desde diversos puntos de vista, el carácter de centro, de
polo de atracción en tomo al cual se organiza la sociedad. Esos monumentos, lo mismo
en la antigüedad egipto-romana que en China, o en la Edad Media francesa, hubieran
creado en torno a ellos el campo gravitacional que llame un lugar. ¿Pero aquí?. . .
Por un lado están situados a una distancia demasiado corta los unos de los otros -10 cual
se percibe inmediatamente, como cierto visitante, un jardinero escocés, lo subrayó
desde aquella época con cierto malestar-, por lo cual es imposible no percibirlos todos
juntos, a veces casi con una sola mirada. Por otro lado, los lugares no pueden
yuxtaponerse, por lo menos desde la perspectiva de una misma y única persona; es
preciso, para captar su influjo, su atractivo, aceptar sus palabras, sus signos, todo un
sistema de dogmas y de valores, y escoger entre ellos algunos a expensas de los que se
encuentran junto a ellos. De estas dos premisas resulta, en el Desierto de Retz, que los
lugares no se perciben ya como si formaran parte de una misma vecindad, por diferentes
que puedan ser, como a veces sucedía desde la época del señor de Monville, y aun desde
tiempos más remotos, por ejemplo en Jerusalén, donde se codean los lugares santos de
diversos cultos.
En Retz se contradicen, se aniquilan los unos a los otros, y todo lo que persiste es un
azoro del espíritu que descubre un vacío en el mismo sitio en que la iglesia, o la casa, o la
piedra que allí se alzaba, lo habían habituado a reorientarse en la vida, a liberarse de la
exterioridad del espacio por la percepción de sus significados y de los valores que
proponían.
Y como en los alrededores del Desierto seguía habiendo después de todo para el
visitante de aquel entonces lugares con las características propias del lugar -grandes
castillos, por ejemplo, o campanarios que hacían sonar todas sus campanas-, aquellas
pocas fanegas debieron de parecerle a tal viajero, dado su vacío, y sin duda
confusamente pero con la fuerza necesaria para conmoverlo, una especie de agujero en
la trama de la realidad que el estaba acostumbrado a vivir. Una desgarradura en la red
de los lugares; una implosión del lugar como tal, consecuencia aquí de una
experimentación decisiva. Y ésta, entendámoslo también, se sitúa mucho más adelante
en el tiempo, mucho más cerca del porvenir, que todo lo representado en aquel
momento en los “caprichos” de los pintores -puesto que tales artistas, al recurrir a
aspectos del mundo que sentían siempre como vagamente compatibles, no hacían sino
deslizar su experiencia del lugar realmente vivido hacia el terreno de lo simplemente
sonado, sin poner en tela de juicio esa manera de estar en el mundo. El
Desierto de Retz, por su parte, mina esa idea y acaba con ella, con la categoría sobre la
cual se habían fundado desde su origen la religión y el poder para imponerse a la
sociedad. Emprende contra las tradiciones debilitadas de los anos prerrevolucionarios
una polémica que se dice, simbólicamente, por el irónico dominio, en el centro de ese
valle que no tiene centro, de esa columna a la que se refiere como “destruida” y no,
simplemente, como “en ruinas” -columna, por otra parte, maciza tal vez en aquel
entonces, pero que hoy en día es un hueco en el que nos sugieren alojamos.
El Desierto de Retz es, en suma, un acto de crítica, por las mismas razones y con la
misma fuerza que los escritos filosóficos del Siglo de las Luces o que la construcción, en
el terreno político, de un pensamiento relativo a los derechos del individuo. Pero tal
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crítica, ¿es acaso inconsciente? No cabe duda de que lo es, ya que resulta difícil llegar a
las nociones y los comportamientos que su análisis pone de manifiesto, sin recurrir para
ello a la ayuda del fenomenólogo, del sociólogo, y de la perspectiva histórica. Pero es
también, después de todo, creo yo, una crítica capaz de llegar hondo y no sin
consecuencias. No hay que olvidar, en efecto, que Retz no está lejos de Versalles, donde
se intentó por última vez, como dije antes, asegurarle a un lugar la calidad del ser, la
virtud de una trascendencia -así como lograr que los visitantes, y el rey en primer lugar,
acudieran a Retz desde el gran castillo, o desde Marly, como si se tratara sin lugar a
dudas de lo que entonces solía llamarse un “desierto”, es decir un lugar de meditación.
Este revelaba sin embargo implícitamente, aunque de manera inmediata, el carácter
ilusorio, o mejor dicho engañoso, de ciertas maniobras tardías del imaginario
aristocrático, por ejemplo la granja donde buscaba un refugio la reina. Esta granja
ficticia se proponía preservar la imagen de unos campesinos a los que una monarquía
amenazada se propone tener siempre presentes: la de los felices habitantes de una
comarca, capaces de confirmar que la autoridad del lugar se impone a la de la misma
razón, por lógica y universal que esta última se pretenda. En el Desierto de Retz sólo
son bienvenidos, por lo contrario, quienes ya no esperan tener acceso a un centro y
someterse a su poder invisible.
Y por ello resulta gratamente simbólico que los trabajos efectuados para acondicionar el
Desierto se hayan terminado en 1789, en un momento grandioso de la historia: cuando
la Revolución esta a punto de precipitar, entre otras transformaciones -aunque ningún
de ellas tan radical- la disociación entre lugar y ser.
Mas allá de esta “ruptura ontológica”, en la que se anuncia el “Dios ha muerto”
nietzcheano, sera posible sin duda seguir pensando en términos de lugar, o de
trascendencia de un lugar, pero habrá que hacerlo dentro de las perspectivas de una
linea de mira propia del individuo, sin mas mediaciones entre este y lo absoluto
que los signos instituidos por una subjetividad.
Pero si el Desierto atrae a primera vista, como lo dije al principio, como una especie de
enigma, el de las intenciones, el del pensamiento que se conjugaban en quien lo
concibió, no carece por su parte de misterio si es que podemos recurrir a una palabra de
tal peso para referirnos simplemente a espejeos, a evanescencias capaces de ejercer un
encanto durable pero no de cifrar en ellos una trascendencia. Como todo pensamiento,
en efecto, el de aquella mente singular no pudo haberse elaborado, convertirse en
estructura significativa, sin apartar de sus derroteros todo el resto de la conciencia, con
sus recuerdos y sus deseos; y por lo tanto es de suponerse que en esas casas chinas, o en
los templos de Pan, o en las tiendas tártaras, se deslizó, furtiva aunque no por ello
menos seductora, la expresión de aquellos deseos. Por otra parte, justamente cuando la
presión del lugar cesa de ejercerse sobre una conciencia, es cuando
la palabra inconsciente puede desplegar sus fantasmas, ya que estos son tan sólo
ensamblajes de signos. No hay por que dudar, entonces, de que las “fabricas” de Retz,
desbordantes de formas y de figuras extrañas, puedan ser objeto de un psicoanálisis
capaz de descifrar en ellas las condensaciones, los cambios de uso -si suponemos, por
supuesto, que se sabe lo suficiente acerca de la existencia de su autor, lo cual me parece
muy poco posible.
Nos encontramos, así, ante la sensibilidad romántica, la que se consolida en Rousseau
durante sus ensoñaciones de paseante solitario y puede, muy pronto, como
61
sucede en Hólderlin o en Wordsworth, buscar los componentes del lugar -que sigue
siendo por lo tanto, en la esfera personal, tan legftimo como necesarie entre los bienes
todavía dormidos de la belleza de este mundo.
El valle romántico, al que la poesía se abre paso, no es una de las tierras con que sonaba
lo “pintoresco” de finales del Antiguo Régimen cuando arrojaba una mirada nostálgica
sobre los modos de vida tradicionales.
Aquel valle acaba de liberar a lo sagrado y lo divino, usurpados antes por el monarca y
por las iglesias; convierte al lugar, imposición sufrida en otros tiempos desde el
nacimiento, en lo que sera en adelante la consecuencia de una libre elección, de lo que es
hoy la capacidad de amar un camino sólo por lo que este es; o un arroyo, o el repliegue
de una colina bajo unos grandes arboles, porque son la naturaleza misma, tan variada
como infinitamente simple, presente en nuestros cuerpos y en nuestros corazones. Y por
todo ello, presentido ya en Ruysdael, afirmado en Constable, la nueva experiencia es
mas rica y fructífera que la del caballero de Monville, aunque es este quien la preparó.
Dicho de otro modo, el Desierto de Retz, esa obra de la razón, es también un sueno,
como lo son esas otras críticas del mismo pasado de Europa, pero llevadas a cabo por
medio de la ficción, que fueron las novelas góticas. Y tal es el basamento onírico que han
preferido reconocer algunos de sus visitantes, los que acudían lo más a menudo por la
noche en la época en que el dominio -el conjunto de edificios y parque quedó
abandonado, lo cual arruinó el trabajo dedicado a las falsas ruinas los frecuentadores
mas consecuentes del lugar fueron los surrealistas del mas reciente período de
postguerra, capitaneados por André Breton.
Con todo, nada resultaría tan equivocado y para terminar insisto sobre el punto- como
someter a sólo esta interpretación parcial una obra que se inscribe ante todo en la
historia de la conciencia divina: la que aspira a liberar al espíritu, pero no del
pensamiento de la trascendencia, ni mucho menos del deseo de atarse a un lugar
de la tierra, sino de la autoridad que los soberanos y los dogmas imponen a esas
necesidades para perpetuar el ejercicio de sus poderes. El Desierto de Retz es un acto de
autentica modernidad, por lo cual es conveniente, como se ha comenzado a hacerlo,
desembarazarlo de zarzas, desbrozar y podar sus arboles, reconstruir los muros que se
han derrumbado, y reparar en ellos aquellas brechas que no son grietas simuladas.
Terminados tales trabajos, un dispositivo metafísico habrá recobrado
la claridad de su diseño definitivo, y la historia de Occidente se vera nuevamente
enriquecida con un episodio pletórico de sentido.
62
Lo indescifrable
Voy por senderos estrechos que atraviesan largas colinas
arboladas y dominan la llanura, en la que brilla a lo lejos
un lago, prisionero de otras colinas.
Aprieta el calor de la siesta y el mundo parece desierto en
la media luz intensa de los olivos y los pinos; pero a cada
uno de mis pasos, aquí y allá, surgen entre el follaje los dos
pilares de un umbral, alguna reja entreabierta: hay
entonces casas, y hasta muchas, en la comarca; pero todas
ellas disimuladas por un recodo de la avenida que llega,
supongo, desde esas entradas silenciosas, a graderías,
dobles escalinatas, puertas bajas.
Y me acerco a las placas afianzadas sobre este hierro o esa
piedra -pero qué difícil es descifrar las inscripciones
trazadas en ellas, denominaciones que sin embargo suelen
ser tan triviales en estas tierras del verano, nombres que
con tanta constancia se repiten, signos tan vacíos de
sentido: no sólo son largos los textos -verdaderas frases-; las indicaciones son además
oscuras, enredadas, y están erizadas de palabras de las que nada sé, si acaso se trata de
palabras. Me parece también que su complejidad se acentúa, y muy aprisa. La primera
vez había leído, entre manchas de musgo, bajo veladuras: “Mientras uno de ellos (. . .)
otro (. . .) y otro más... ”. Estaba aquello incompleto, debido tal vez al deterioro, pero
evocaba algún sentido, no se desprendía inmediatamente de la memoria.
Pronto, sin embargo, las frases grabadas en la sombría piedra se hicieron interminables,
como esos discursos de obsesos que se oyen a veces tras las paredes y que se pierden en
los rumores del inmueble sólo, ay, para volver a empezar. Pienso también en las
letanías. En los tratados de arcaicas teologías que enumeraban los atributos
contradictorios, cambiantes, de dioses o de demonios olvidados.
En los números irracionales, o trascendentes, de la aritmética. ¡Y si no se tratara más
que de palabras! En cierto lugar creí distinguir una alusión al dios celta “de cuatro
cabezas en un solo...“, patrono infrecuente, aun en los pórticos de las viejas iglesias, con
el que sin embargo llega uno a encontrarse; pero aquel fragmento de sentido se
mezclaba, por desgracia, con grumos que parecían de una naturaleza muy distinta,
aglomerados de vocales o de consonantes atribuibles al azar, como los de esas piedras
que se amontonan, a trechos, en los cauces de aguas que se pierden. ¡Cuánto hay que
afanarse, y casi en vano! En esas regiones extremas del Nombre hay una profundidad,
resonante pero sofocada, de barranco que nadie visita -sobre todo por culpa de los
árboles que allí se entrelazan, casi horizontales, sobre las pendientes.
Saco entonces mi lápiz y la pequeña libreta que, por si acaso, llevo a veces en el bolsillo,
y me pongo a anotar lo escrito en una placa que surge de improviso ante mis ojos y que
me parece bastante sencilla: unas cuantas líneas en las que el sol, al filtrarse por el árbol
del umbral, forma breves islas movedizas. Si copio esas frases, será como tener una
memoria con qué releerlas y tal vez descifrarlas.. .
63
Pero esta vez son las propias letras las que plantean un problema. Es un hecho, por
ejemplo, que los brazos de esa “Y” que pensaba haber identificado fácilmente, se
bifurcan, se arquean, se quiebran, y desdoblados además una y otra vez en trazos
rivales, se mezclan, destruyen las simetrías significantes hasta un punto -otra vez en el
infinito- en que ya no sé si lo que estoy viendo es una nueva grafía, un colmo de
complejidad de la forma, o simplemente
la huella, en la materia, de fuerzas indiferentes -cristalizaciones, erosiones, estallidos,
ciegas descargas- que conformaron y ahora deforman lo que llamo este lugar. ¿Dónde
estoy? ¿Tiene siquiera sentido hacerse ya esta pregunta? Con la gastada punta del lápiz
intento imitar sobre mi hoja, que ahora brilla un poco, esas figuras enigmáticas, esa
presencia quizá ausencia; pero me encuentro, también, con que el trazo que deseo
reproducir, al inscribirse en una piedra que es aquí dura, allá deleznable, se ahueca.. ¿Y
cómo repetir, aunque se orle de gris el negro de mi lápiz, esa profundidad del tallado en
el mismo punto en que pesara un día, con esperanza –y quién sabe si perceptible todavía
en la vibración de una hendidura-, la mano que fue palabra? ¡Ah, si pudiera nacer allí el
color! ¡Si cundiera en esta duda, como un fuego!
Me obstino. ¿Y qué otra cosa podría hacer? Sé que he ligado mi destino, desde hace
tiempo, en forma irreversible, a esta falla de altas paredes, de suelo pedregoso que se
aleja y, poco más allá, tuerce entre las hierbas: la forma -en la que luchan el sentido, que
todo niega, y la ajenaía, el oscuro desplome, el ruido sin fondo, la materia.
Tanto va Breton al porvenir que al fin ese pensamiento, esa presencia se imponen. Y con
todo, muy rara vez en su vida el guía espiritual del surrealismo había podido hablar sin
suscitar grandes reservas; y pocos de los que le fueron más fieles pudieron seguir
siéndolo sin interrupciones. Por mi parte, y me tomo así como ejemplo de algunos
jóvenes en 1944, fui ciertamente requerido desde la primera lectura, di de inmediato mi
adhesión, vine a París para encontrarme con los surrealistas, conocí a Breton y formé
parte de su nuevo grupo -pero bastante pronto juzgué necesario alejarme. No, en
cualquier caso, sin conservar toda mi admiración, todo mi respeto a aquél del que iba a
separarme. En realidad lamentaba ya lo que mi timidez, o mi orgullo, me impedían creer
posible: que, pasada la hora de las reuniones en el café de la Place Blanche, Breton
aceptara escuchar, en privado, las dudas, las objeciones, las preguntas, las sugerencias
también, que después de todo, si uno lo quería, como era desde luego el caso, tenía
el deber de comunicarle.
Pero desde luego hace mucho de esos asentimientos o esos desacuerdos al filo de los
días; y hoy, treinta años después de la muerte de Breton, me parece que muchos de
aquellos para quienes la palabra poesía conserva un sentido comienzan a sumarse a sus
grandes proposiciones con una confianza renovada, y con claramente más interés que
por los otros poetas de su época o de la posguerra.
Y me da gusto. Pues sean cuales fueren esas reservas que se desea oponerle, es evidente,
a mis ojos, que Breton planteó, y de una manera decisiva, las únicas preguntas serias:
¿qué es la realidad, qué debe ser la “vida verdadera”?
Hay que resaltar que la vida, la realidad, sus relaciones, eran singularmente mal
comprendidas, y muy maltratadas, cuando Breton comenzó a escribir. No nos
demoremos, es demasiado evidente, en la tiranía que habían ejercido los poderes de la
época de la guerra Sobre los cuerpos y los espíritus, o en el campo de ruinas en que el
pretendido humanismo había dejado errar a los supervivientes. Pero comprobemos que
ya se había vuelto muy claro que el pensamiento nacido de la ciencia, y que sólo conoce
la realidad de una manera tan fragmentaria como abstracta, no puede ayudar en nada a
comprender su condición a los seres que quieren abarcarla de una sola mirada para
descubrir en ella algún sentido. Y muy pronto, y lógicamente, íbamos a ver a un Georges
Bataille, consciente del carácter ilusorio de las ideas que nos hacemos del mundo,
abrirse una vía entre esos espejismos hasta la materia subyacente para, en la orilla de
ese desierto en la noche, respirar esa última bocanada de conciencia de si propiamente
humana-que es la percepción del no-sentido, el contacto de ese absoluto. Experiencia
“interior” que Bataille en Documents ilustró con fotografías que vuelven de golpe
totalmente ajenas las cosas, las situaciones más ordinarias, como ese famoso dedo gordo
del pie en gran escala, epifanía del reverso del mundo tanto como lo había sido el
surgimiento del suelo agrietado en el anteojo de Galileo. La sexualidad misma, de la que
la existencia saca su energía, aparecía en ese brusco descentramiento como un aspecto
no de la vida sino de la materia, una fuerza condenada a elevarse .a través de las
existencias para desgarrarlas, destruirlas.
Y cómo no seguir esa mirada desengañada hasta en ese abismo, que es un hecho, pero
cómo además no reconocer que esa visión descentrada, que ese pensamiento
66
Yves Bonnefoy:
La poesía busca restablecer la plenitud
Yves Bonnefoy : Esta observación al comienzo, querida Ángela García: después que he
visto, con ocasión de nuestro encuentro en Malmö, el film sobre el festival de Medellín,
que me ha producido tanta emoción... Por diversas razones se me ha hecho imposible,
en el pasado, ir a Medellín, yo sabía también que en el futuro no podría, experimenté un
vivo pesar de que fuera así, y estaba entonces presto a ver el film con el gran interés que
inspira la simpatía.
Más lo que me fue revelado ha sobrepasado mi expectativa. En esta inmensa sala, donde
se aglomeraban centenares y centenares de jóvenes evidentemente llenos de fervor,
animados del deseo de reformar la sociedad, de poner fin a sus injusticias y a sus
espantosas violencias, he visto pasar hombres y mujeres que respondían a esta tan
hermosa espera con palabras intensamente serias, que eran de la poesía. De ninguna
manera, en efecto, se tenía en esta tribuna de aquellos discursos que siguen en la
abstracción, por muy generosos que sean, se limitan a las ideas, invadidas ellas mismas,
68
algunas veces, por la ideología. Había cada instante grandes y fuertes imágenes
evocando la dramática vida cotidiana de América Latina de una manera sobrecogedora,
eran símbolos que hablaban tanto al corazón como al espíritu; y el ritmo unía a todos
allí, en la noche, diseminados bajo múltiples luces pero reencontrando todos y todas la
esperanza, la gran esperanza insensata pero irresistible, de que el futuro iba por fin a
empezar.
Después, lo que resalta también de este video, lo que uno está obligado a constatar, a
pensar, es que acontecimientos de este tipo, tan espontáneos, tan naturalmente vividos
por una comunidad, tan ricos de recursos de la lengua más simple, más directa, esto
revela los límites de las obras de nuestra época, que consideran, imprudentemente, que
no es la palabra la que cuenta, sino lo escrito, y que escribir, es dejar al lenguaje
manifestarse, desplegarse, a través del autor –que está conminado a borrarse en él- en el
seno de textos donde aparecen sobre todo los modos de funcionamiento de
significaciones múltiples hasta el infinito, y de interpretación nunca acabada. ¡Esta
suerte de creación, sí, por qué no, pero que permanezca en este lado del drama del siglo,
y de sus problemas! Privilegiar así el lenguaje, es olvidar que ya no es más que una red
de palabras, mientras que las palabras no nacen ni mueren, no conocen la necesidad ni
sus urgencias, no presienten nada del deseo frustrado, de la injusticia sufrida, no viven
ni la infelicidad, ni por consecuencia, las palabras, como tales, las palabras que no
atraen de sí mismas para arriesgarlas en el cambio, las palabras no saben lo que es
amar, porque amar es precisamente reconocer, en otro ser, lo que en él es más que
palabras. –No hay que dejarse obnubilar demasiado por el lenguaje. Más aún pensar en
69
aquellos que esperan que se les hable. He aquí la objeción que creo que Medellín tiene el
derecho de hacer, la que uno tiene el deber de escuchar.
No crea, sin embargo, que al mirar esta película he concluido que no había allí sino una
sola y única poesía, aquella que va por la calle, a las prisiones, que quiere hablar de la
inquietud. Hay obras como aquellas de Medellín, obras que hablan lo simple
directamente. Pero hay otras que guardan sus autores en una referencia a sí mismos que
es, para los otros, de acceso difícil, y que no hacen alusión a las necesidades y a los males
de la sociedad, al punto que se podría pensar que ellas se desinteresan. Pero esto no es el
caso, es simplemente que estos poetas llevan el trabajo de disgregación del pensamiento
conceptual, este trabajo específicamente poético, en las situaciones de su propia
existencia, donde hay muchas trabas a quebrar, alienaciones a combatir. Y se encuentra
de hecho, con ellos, con las raíces mismas de la palabra, lo que no puede ser más que un
verdadero aporte, a pesar de la apariencia, a la comunidad toda. Yo estoy convencido: la
poesía es una, una e indivisible. Baudelaire o Góngora tienen el mismo ideal, el mismo
designio, el mismo horizonte delante de sí, poetas que escriben como lo hacen los
prisioneros sobre las paredes de su calabozo.
II
A.G. : Normalmente la poesía habla del porvenir. Normalmente se compara éste con la
esperanza. El panorama del mundo contemporáneo es de tal gravedad, está tan lleno de
zonas oscuras que parece ingenuo creer en el porvenir. ¿Puede la poesía preservar su
canto al porvenir, a la esperanza sin equivocarse en su apreciación del hombre que
insiste en autodestruirse?
Pero todo no está quizás echado a perder, y en este caso es imperativo que la esperanza
esté ahí, la esperanza propia de la poesía, pues sólo ella puede distinguir lo que es el
verdadero bien, e indicarlo y despertar en los espíritus desmoralizados en el fin de los
tiempos el deseo de recuperarlo. A despecho de alarmas que es legítimo que sintamos,
sí, es necesario al menos seguir esperando, seguir creyendo en un futuro que tenga
sentido. Digamos que nuestra época –esta única en la historia, esta la más radicalmente
histórica, pues es la existencia misma de la historia que ella pone en peligro-, ve
producirse una carrera de velocidad entre, de una parte, las fuerzas de destrucción en la
sociedad, pero también, por desgracia en la naturaleza, y de otra parte esta inteligencia,
la poesía. ¿Quien ganará? Puede que la imbecilidad y la cobardía de los poderes dejen
establecer por siempre los cambios climáticos que pondrán fin a la vida humana, pero
hay que, y habrá que pensar hasta el extremo que este no será el caso. Todo como si
estuviéramos en un barco en plena tempestad: ¿sería ahora el momento de hacerse las
preguntas, no continuaríamos remando, vaciando, buscando con los ojos el faro? La
poesía, es apostar al ser. Y aún si todo se desplomara realmente, esto sería su modo de
ser verdadero, pues el bien que ella no esperara alcanzar, permanecerá en el
pensamiento que uniría los últimos seres humanos en un respecto mutuo y un
intercambio de amor. ¡La tierra, la sociedad humana, habría podido ser tan bella! No
renunciemos a esta aseveración. No demos a nuestros enemigos la alegría de vernos
dejar de esperar.
escuela es la oportunidad última. Es por las raíces que la vida remonta en las plantas
secas).
III
A.G. : Muchos de los dramas humanos de los últimos siglos, guerras y fenómenos de
desplazamiento constante tienen como motivo el retorno. ¿Piensa usted que hay una
simbología especial en la palabra retorno referida a las sociedades modernas?
Y.B. : Aceptaría de buena gana la palabra “retorno” para calificar lo que busca la poesía.
Ella es el deseo de ser partícipe de la inmediatez de las cosas, de los fenómenos; ella
tiene una intuición de la unidad inmanente a todo lo que es, y es como si intentara
levantar un velo para hacernos retornar a un estado que hubiéramos vivido antes de que
el lenguaje conceptual nos impusiera sus lecturas del mundo, siempre parciales.
Agreguemos simplemente que este origen, no podemos buscarlo sino anticipadamente,
en nuestro trabajo poético sobre la palabra, pues somos seres parlantes, de manera
irreversible. Solo los místicos, algunos de ellos, pueden pretender este retorno al ser-
del-mundo anterior a las palabras, pero dejando perder, de golpe, su relación con los
otros seres, el nexo social. Esto no es lo que quiere la poesía.
Así las cosas, es con mucha tristeza que vemos hoy, tantos seres desplazados por las
guerras o las hambrunas soñando en volver al lugar primero de su existencia. Se
comprende su deseo, se comprende demasiado bien. En su medio de origen ellos habían
tenido, a causa de lugares cargados de sacralidad, ritos, tradiciones, a causa también de
la connivencia de palabras, de su lengua y de cosas de su país, una experiencia más rica,
más íntima, de la presencia del mundo. Me acuerdo que Paul Celan lamentaba que las
palabras que tenía que emplear, en francés o incluso en alemán, para designar plantas,
por ejemplo, no fuesen en cierta medida a recortar su experiencia de niño, a causa de un
desajuste entre la naturaleza de aquí y aquella cercana de los prados y bosques de la
Bukovina natal. ¿Pero estos exilados podrían alguna vez volver a sus casas sino en los
furgones de la sociedad industrial que extiende por todas partes la misma uniformidad?
Estos sueños de retorno no son más que esto: sueños, con el riesgo de que alimenten
ideologías, que no hicieron más que subsistir como caricaturas de lo que quedaba en la
memoria. No es con retornos a los modos de ser del pasado que las comunidades de hoy
deben buscar apaciguar su sed de presencia en el mundo, es dirigiéndose adelante, para
intentar “cambiar la vida”. Con, como lo acabo de decir, la voluntad de pensar que no es
nunca demasiado tarde para vencer. Malmö, primavera del 2002
72
Los poemas de Bonnefoy se mezclan entre una poética experimental muy visible y una
formalización cercana a la estética del silencio, con versos cortos e intensos, que se
manifiestan de manera especial en aquellos textos que parten de la evocación de una
pintura. Ambicioso empeño que da lugar a una poesía híbrida: trabajada, a la vez, desde
dos planteamientos (lírica del sentimiento y de la experiencia; poesía más metafísica y
esencialista). Pero, sobre todo, son poemas imborrables, a veces esplendorosamente
líricos, de descomunal belleza, a los que sólo cabe el calificativo de geniales y
profundamente sabios —al igual que sus ensayos de arte.
Entre 1943 y 1953, abandona la matemática (pero guardará el gusto por la sobriedad y la
inventiva disciplinada de ésta). Se consagra a la poesía, la literatura y también a la
historia del arte, pues sigue las enseñanzas de uno de los más originales estudiosos
franceses, André Chastel. Al principio se vincula al surrealismo, movimiento del que se
apartará en 1947, al percibir cierta gratuidad en sus producciones: véase André Breton à
l'avant de soi. Pero los poetas que le van a influir, por ser a su juicio los verdaderos
revolucionarios en la lírica, son Gérard de Nerval, Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud,
a quien dedica un libro pionero, y Stéphane Mallarmé; sobre todos ellos ha escrito
páginas influyentes una y otra vez.
France; allí desarrollará una fructífera actividad hasta 1993, con sus lecciones
magistrales y sus invitaciones a figuras de relieve, como Jean Starobinski.
Se dice que es el poeta francés más importante de la segunda mitad del siglo XX; su
poesía, muy concenntrada, no es muy extensa. Pero su actividad plural ha sido
incesante, y su obra ensayística ha cobrado una dimensión fuera de serie. Bonnefoy ha
recibido varios premios; el de la Crítica (1971), el Balzan (1995) y el Franz Kafka, que le
fue entregado en Praga el 30 de octubre de 2007.
Poesía y relatos
Tomado de Wikipedia
78
Muestrario de Poesía
1. La eternidad y un día y otros poemas / Roberto Sosa 32. Nunca de ti, ciudad y otros poemas / Czeslaw Milosz
2. El verbo nos ampare y otros poemas / Hugo Lindo 33. El barco en llamas y otros poemas / Jaroslav Seifert
3. Canto de guerra de las cosas y otros poemas / Joaquín 34. Uno escribe en el viento y otros poemas / Gonzalo
Pasos Rojas
4. Habitante del milagro y otros poemas / Eduardo 35. El animal que llora y otros poemas / Antonio
Carranza Gamoneda
5. Propiedad del recuerdo y otros poemas / Franklin Mieses 36. Los andamios del mundo y otros poemas / Ledo Ivo
Burgos 37. Dominican Style y otros poemas / Alexis Gómez Rosa
6. Poesía vertical (selección) / Roberto Juarroz 38. Poesía francesa actual / Muestra de 40 autores
7. Para vivir mañana y otros poemas / Washington 39. Número equivocado y otros poemas / Wislawa
Delgado. Szymborska
8. Haikus / Matsuo Basho 40. Desde la república de la conciencia y otros poemas /
9. La última tarde en esta tierra y otros poemas / Mahmud Seamus Heaney
Darwish 41. La tierra giró para acercarnos y otros poemas /
10. Elegía sin nombre y otros poemas / Emilio Ballagas Eugenio Montejo
11. Carta del exiliado y otros poemas / Ezra Pound 42. Secreto de familia y otros poemas / Blanca Varela
12. Unidos por las manos y otros poemas / Carlos 43. Tal vez no era pensar y otros poemas / Idea Vilariño
Drummond de Andrade 44. Bajo la alta luz inmerso y otros poemas / Mariano
13. Oda a nadie y otros poemas / Hans Magnus Brull
Enzersberger 45. Las ocupaciones nocturnas / Jorge Enrique Adoum
14. Entender el rugido del tigre / Aimé Césaire 46. La gruta de las palabras y otros poemas / Vladimir
15. Poesía árabe / Antología de 16 poetas árabes Holan
contemporáneos 47. La vida nada más, la sola vida y otros poemas /
16. Voy a nombrar las cosas y otros poemas / Eliseo Diego Gastón Baquero
17. Muero de sed ante la fuente y otros poemas / Tom 48. El futuro empezó ayer / Luis Cardoza y Aragón
Raworth 49. Los errores necesarios y otros poemas / Joaquín
18. Estoy de pie en un sueño y otros poemas / Ana Istarú Giannuzzi
19. Señal de identidad y otros poemas / Norberto James 50. Jardín de Piedra / Fernando Ruiz Granados
Rawlings 51. Hablar desde la inseguridad / Rafael Cadenas
20. Puedo sentirla viniendo de lejos / Derek Walcott 52. El hombre acorralado y otros poemas / Luis Alfredo
21. Epístola a los poetas que vendrán / Manuel Scorza Torres
22. Antología de Spoon River / Edgar Lee Masters 53. Territorios Extraños /José Acosta
23. Beso para la Mujer de Lot y otros poemas / Carlos 54. Cuadernos de Voronezh / Osip Mandelstam
Martínez Rivas 55. La traición de los sueños / Francisco de Asís
24. Antología esencial / Joseph Brodsky Fernández
25. El hombre al margen y otros poemas / Heberto Padilla 56. Quemaremos los días por venir / Radhamés Reyes-
26. Réquiem y otros poemas / Ana Ajmátova Vásquez
27. La novia mecánica y otros poemas / Jerome 57. Sobre toda palabra / Rafael Guillén
Rothenberg 58. Días de Carne / César Sánchez Beras
28. La lengua de las cosas y otros poemas / José Emilio 59. Bajo la noche enemiga y otros poemas / Ulises
Pacheco Varsovia
29. La tierra baldía y otros poemas / T.S. Eliot 60. La imperfección es la cima / Yves Bonnefoy
30. El adivinador de hojas y otros poemas / Odysseas
Elytis
31. Las ventajas de aprender y otros poemas / Kenneth
Rexroth
79
Colección
Muestrario de
Poesía
2010