Cottrell, Leonard - El Toro de Minos v1.1 (RTF)
Cottrell, Leonard - El Toro de Minos v1.1 (RTF)
Cottrell, Leonard - El Toro de Minos v1.1 (RTF)
EL TORO DE MINOS
EL TORO DE MINOS
por LEONARD COTTRELL
(Las fotografías son de Cottrell, John Murray, Macmillan, Museo Ashmole y Methuen )
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PREFACIO A LA TERCERA EDICIÓN INGLESA
Cuando escribí la primera edición de este libro, hace casi 20 años, no tenía idea de
que su atractivo perduraría tanto tiempo, de que seguiría vendiéndose año tras año y de
que sería publicado en unos diez idiomas. Pero al parecer el llamado de los griegos de
Minos y de los micenios de Creta, que vivieron hace entre tres mil y cuatro mil años y
crearon en el continente europeo civilizaciones comparables a la de Egipto en la época
de su grandeza, es perenne, y cada generación de lectores con aficiones arqueológicas
queda fascinado por ellas.
Creo asimismo que gran parte de su atractivo se halla en los personajes que allí
figuran tan destacadamente, los grandes arqueólogos Heinrich Schliemann y sir Arthur
Evans, el primero de los cuales descubrió la civilización micénica de Grecia, mientras que
el segundo excavó y parcialmente reconstruyó el soberbio palacio minoico de Cnosos en
Creta, hogar legendario del rey Minos. Además de Cnosos, otros dos palacios, en Festos y
en Mallia, fueron descubiertos por arqueólogos italianos y franceses, y en años muy
recientes un cuarto, en Kato Zakro, en el extremo oriental de Creta, que tenía nexos
comerciales con Egipto y con el Oriente.
Estos hombres fueron los principales protagonistas, pero muchos otros sabios
distinguidos han seguido contribuyendo a hacer historia, entre ellos el finado profesor A.
B. Wace, con quien quedé en deuda de gratitud por haber leído mi manuscrito, por sus
valiosas sugerencias y por haber escrito la introducción. Hay otra destacada
personalidad, la del joven y brillante arquitecto Michael Ventris, también finado, quien,
durante un período de 17 años, desde que él mismo tenía 17, logró hacer lo que docenas
de sabios habían intentado sin éxito. Descifró el misterioso sistema de la escritura
micénica al que Evans había llamado "Lineal B" para distinguirlo de un sistema de
escritura similar pero diferente, el "Lineal A", que aun no ha sido descifrado. El sistema
"Lineal B" resultó ser una forma primitiva del griego tal como lo hablaban los micenios
(los "aqueos de hermosas grebas" de Homero), pueblo de habla griega que llegó a Grecia
mil años antes que los griegos de la época clásica.
De todo esto trata mi libro The Lion-Gate, secuela de El Toro de Minos. Ventris, por
desgracia, murió en un accidente automovilístico a la edad de 34 años.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN INGLESA
Este libro fue planeado el año 1951, se escribió en 1952 y 1953 y se publicó a
fines de 1953. Mientras se estaba imprimiendo, se produjeron en los medios
arqueológicos del Mar Egeo varios acontecimientos notables que ya no fue posible incluir
en la edición anterior, salvo en forma de un breve apéndice. Estos acontecimientos
fueron el descubrimiento en Micenas de un círculo de tumbas completamente "nuevo",
que contenía ricos tesoros de arte micénico, otros varios hallazgos notables fuera de las
murallas de la Ciudadela debidos al profesor Wace, y por último, aunque no de menos
importancia, el descifre parcial de la escritura minoico-micénica llamada "Lineal B",
logrado por Michael Ventris.
Como la primera edición se ha agotado y otra está a punto de aparecer, he
aprovechado la oportunidad para ponerla al día, añadiendo otros dos capítulos y
revisando el resto del texto, sin alterar, naturalmente, el contenido esencial del libro,
inspirado en una visita que hice a Grecia y Creta en la primavera de 1951. Los últimos
descubrimientos, aunque han abierto nuevas perspectivas llenas de posibilidades, no
afectan la parte histórica de la narración y en realidad no es posible apreciar
debidamente el significado de estos descubrimientos hasta haber estudiado las
conclusiones a que llegaron Schliemann y Evans.
Antes de seguir, quiero expresar mi gratitud a los autores cuyas obras han servido
para documentar este libro.
Cualquiera que intente escribir un libro sobre el desarrollo de la civilización
minoica tendrá que recurrir a la gran obra de Sir Arthur Evans, The Palace of Minos. Por lo
tanto, mi principal deuda de gratitud es con los ejecutores literarios de Sir Arthur, la
Imprenta Clarendon, y la Editorial Macmillan, que me permitieron no solamente tomar
citas del libro, sino también reproducir algunas de las notables láminas ilustrando
distintos aspectos de la cultura minoica, que tanto abundan en él.
Estoy también muy agradecido a la British Broadcasting Corporation que me
proporcionó la oportunidad de visitar Grecia y Creta en relación con mis programas
documentales de radio sobre Heinrich Schliemann y Sir Arthur Evans.
Tampoco quiero dejar de expresar mi gratitud al profesor Alan Wace, por revisar
mi manuscrito, por sus valiosas sugerencias y por su introducción.
Entre los muchos textos consultados que figuran en la biblioteca al final de este
libro, me han sido de especial utilidad la vida de Schliemann, de Emil Ludwig, y las obras
del propio Schliemann, en especial Ilios con sus interesantes detalles autobiográficos, y
los escritos de Schuchhardt, Dörpfeld y Karo.
Para los datos personales de la vida de Sir Arthur, la fuente más completa y
autorizada es Time and Chance, escrito por su hermanastra, la Dra. Joan Evans, y
publicado hacia fines de la segunda Guerra Mundial. Quiero expresar también mi
agradecimiento a Sir John Myres que, a los ochenta años ya cumplidos, tuvo la bondad de
recibirme en su casa de Oxford, proporcionándome impresiones personales sobre su
amigo íntimo que nunca hubiera podido obtener si me hubiera tenido que basar
exclusivamente en lo que se ha escrito sobre él.
Después de The Palace of Minos, el estudio más completo y ameno sobre la
civilización prehistórica de Creta es sin duda la Archaeology of Crete, de John Pendlebury.
Conocí la obra de Pendlebury gracias a H. W. Fairman, profesor de egiptología en la
Universidad de Liverpool, que había hecho excavaciones con Pendlebury en Egipto, en
Tell-el-Amarna, la ciudad de Akhenaton. Después de mi visita a Tell-el-Amarna en 1947,
sentí el deseo de conocer Cnosos, donde Pendlebury había desempeñado el cargo de
conservador durante una porción de años. Cuando al fin realicé mis deseos y estudié el
Palacio de Minos con la "Guía" de Pendlebury en la mano, recordé con pena al joven eru-
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dito que tanto amó al pueblo de Creta. Fue uno de los dirigentes de la Resistencia
cretense y murió en la contienda. De haber vivido quizás habría llegado a ser un sucesor
digno de Evans, que lo quería y respetaba.
Deseo igualmente expresar mi gratitud al personal de la Escuela Británica de
Atenas, que se encargó de hacer las gestiones necesarias para mi visita a Cnosos, y al
personal de la Escuela en Londres, en particular a su Secretaria, la competente Miss
Edith Clay. Me siento también muy agradecido al Dr. Frank Stubbings, profesor de
Literatura Clásica en Cambridge, por sus orientaciones de tipo profesional.
Salvo dos excepciones, todas las citas de la Ilíada y la Odisea son traducciones de
la moderna versión de E. V. Rieu, publicada en la colección "Penguin".
Finalmente, deseo dar las gracias al señor y a la señora Piet de Jong por su ayuda
y hospitalidad. Piet de Jong fue el último conservador inglés de Cnosos antes de ser
entregada esta zona arqueológica, junto con la Villa Ariadna, a las autoridades griegas en
1952. En 1922, Sir Arthur Evans lo había nombrado su arquitecto. El difícil y abnegado
trabajo que de Jong y su esposa realizaron para remediar las consecuencias del
abandono del palacio durante la época de la guerra, no fue la menos importante de sus
obras. De haber vivido todavía Sir Arthur, sin duda habría sido él primero en felicitar a su
antiguo arquitecto. Por lo tanto, yo, como un observador desinteresado, deseo hacer
constar el hecho de que, cuando el Palacio de Minos fue al fin entregado a las
autoridades griegas, la excelente condición en que se encontraba, al igual que la de la
Villa Ariadna, se debía principalmente a este modesto hombre de Yorkshire y su esposa
que tuvieron que hacer frente a las dificultades de la posguerra, que felizmente no tuvo
que padecer Sir Arthur.
LEONARD COTTRELL
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
INTRODUCCIÓN
Uno de los descubrimientos más importantes de los últimos ochenta años ha sido
sin duda el de la civilización de la Grecia prehistórica, la civilización egea como se la
suele llamar. Antes de 1870 la historia de Grecia empezaba aproximadamente con la
Primera Olimpíada en el año 776 antes de Cristo. Todo lo anterior a esta fecha era
legendario y mítico. La Edad de Homero, así como los héroes homéricos y sus ciudades,
eran también considerados como parte de una historia fantástica.
Ahora, gracias a la investigación arqueológica, la historia de Grecia ha retrocedido
más allá del principio del tercer milenio antes de Cristo. La Primera Olimpíada ya fue
posterior al principio de la Edad de Hierro. La arqueología ha reconstruido la historia grie-
ga antes del principio de la Edad de Hierro, abarcando también toda la Edad de Bronce e
incluso la época neolítica hasta los albores de la civilización.
Estos conocimientos se deben al trabajo de los sabios de muchas naciones, pero
principalmente a las geniales investigaciones de dos hombres Heinrich Schliemann y
Arthur Evans. La historia de sus descubrimientos parece una novela. Schliemann, el
modesto recadero que se convirtió en una gran figura del mundo mercantil, soñó desde
sus días escolares con descubrir Troya y demostrar que los poemas de Homero tenían
una sólida base histórica. Solía afirmar que había descubierto un mundo nuevo para la
arqueología, pero no pudo ver en vida todo su alcance. Sus excavaciones de Troya,
Micenas y Tirinto han abierto un campo casi ilimitado para la investigación. Sus
colaboradores y discípulos, fueron poco a poco completando los detalles que faltaban.
Más tarde, diez años después de la muerte de Schliemann, Evans, con sus excavaciones
de Cnosos en Creta, reveló otro aspecto de este nuevo mundo, un aspecto de un
esplendor insospechado. Evans hizo sus descubrimientos inspirado por el convencimiento
de que una cultura tan brillante como la de Micenas no pudo ser muda. Estaba seguro de
que los creadores de la gran cultura prehistórica de Grecia que Schliemann había descu-
bierto y cuyo esplendor perdura en los poemas homéricos, tenían que haber conocido la
escritura. Continuando la gran obra de Evans en Cnosos, otros han excavado en Creta y,
en los últimos años, con las nuevas excavaciones en Tirinto y en Micenas, y el descu-
brimiento de la Casa de Cadmo en Tebas y del Palacio de Néstor en Pylos, donde se ha
hallado gran número de tablillas de arcilla con inscripciones, el continente griego se ha
convertido de nuevo en un centro de gran interés. En el verano de 1952 se excavó otro
círculo de tumbas, una generación más antigua que el de las tumbas reales que
Schliemann descubrió en 1876 y se encontraron tablillas en una casa particular con
inscripciones que confirman nuevamente la verdad de la hipótesis de Evans.
En tiempos pasados primero Troya y después Creta fueron consideradas como las
fuentes más antiguas para la historia de Grecia, pero en vista de las excavaciones
realizadas en el continente griego durante los últimos treinta y cinco años, la solución del
problema de la llegada de los griegos y el comienzo de la civilización griega y europea
debe buscarse en el mismo continente de Grecia, donde, aunque muchos detalles están
aún por aclarar, la estratificación arqueológica principal es ahora indudable. La historia
de Grecia empieza con una Época Neolítica que termina como unos 3000 años a. C.
Sucede a ésta la Edad Antigua de Bronce, cuando un pueblo que ya conocía el bronce,
emparentado con los primeros habitantes de Creta y de las Cícladas, entró en Grecia por
las costas del sudeste. Aparentemente, este pueblo no era indoeuropeo e introdujo en
Grecia muchos nombres de lugares y plantas que terminan en —nthos, —ene, —ssos;
lugares con nombres tales como Korinthos, Mykene, Parnassos, y nombres de plantas
como terebinthos y kolokynthos, y otros nombres como labyrinthos y asaminthos. No
mucho después del año 2000 a. C. apareció en Grecia un nuevo pueblo que se cree
fueron los primeros griegos que penetraron en Hélade. No sabemos de dónde llegaron,
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pero es posible que vinieran por los Dardanelos. Del mismo modo que las gentes de la
Antigua Edad de Bronce parece que se fusionaron con el pueblo neolítico, este pueblo de
la Edad Media de Bronce, los primeros griegos, se mezcló también con los habitantes
anteriores. Así, a fines de la Edad de Bronce Media, poco después de 1600 a. C., la
población de Grecia era ya una raza mixta, aunque probablemente con la llegada de
nuevas corrientes de tribus griegas la proporción de los griegos aumentaba
constantemente.
Entre la Edad de Bronce Media y la Edad de Bronce Reciente, que empieza
alrededor de 1580 a. C., no hubo salto repentino sino simplemente una lenta evolución
de una fase a otra. La característica principal que marca el comienzo de la Edad de
Bronce Reciente es la influencia que entonces ejerció en el continente la civilización
minoica de Creta. Al parecer durante la Edad de Bronce Media, el contacto directo entre
el continente y Creta fue insignificante. Poco a poco, hacia el final de la Edad de Bronce
Media, la influencia de Creta fue haciéndose cada vez más marcada y al principiar la
Edad de Bronce Reciente el continente había adaptado y adoptado mucho de la cultura
minoica. Con el comienzo de la segunda fase de la Edad de Bronce Reciente (Minoico
Reciente II y Heládico Reciente III, 1500-1400), parece que se estrecharon mucho las
relaciones entre Cnosos, cuya cultura era por entonces notablemente diferente de la del
resto de Creta, y el continente. Esto no quiere decir que Cnosos colonizara o ejerciera
una dominación política sobre el continente. No cabe duda de que en la cultura del
continente por aquella época existía una gran influencia de origen cretense, pero
también en la cultura de Cnosos se encuentran muchos elementos del continente. La
exacta relación que prevalecía entonces entre Cnosos y el continente sería investigada y
definida más adelante. En la última fase de la Edad de Bronce Reciente (1400 hasta la
ultima parte del siglo XII a. C.) después de la destrucción del Palacio de Minos en Cnosos,
alrededor del año 1400 a. C., Micenas y el continente se convirtieron en la fuerza
predominante del mundo egeo. Al finalizar el siglo XII, entre la Edad de Bronce y la Edad
de Hierro tuvo lugar una transición que se distingue por un cambio gradual en la
cerámica. Esta es la época cuando, según la tradición, entraron en Grecia los dorios.
No debemos dar por sentado que con la llegada de los dorios se produjera en
Grecia un cambio racial o cultural. La cultura de la Edad de Hierro es una evolución
natural de la última fase de la Edad de Bronce y entre las dos etapas hay un período de
transición bastante amplio. Puesto que aceptamos que hubo griegos en Grecia desde el
principio de la Edad Media de Bronce en adelante, resulta contradictorio suponer, como lo
hacen algunos eruditos, que la historia y la cultura de Grecia no empiezan sino con la
Edad de Hierro. Desde la Edad Neolítica en adelante, la historia y la cultura de Grecia
estuvieron en un estado de evolución continua. La raza griega, los helenos, empezó a
desarrollarse desde el comienzo de la Edad de Bronce Media. Fue una raza mixta
formada por los pobladores neolíticos, los de la Edad de Bronce Antigua y las olas
sucesivas de pueblos de habla griega que empezaron a llegar a Grecia durante la Edad
de Bronce Media. Esta continuidad en el desarrollo de Grecia desde los tiempos primitivos
es una de las muchas cosas que hemos aprendido siguiendo los pasos de Schliemann y
Evans.
Así vemos como a través de la obra de dos exploradores geniales, se han añadido
a la historia de Grecia por lo menos dos milenios, al mismo tiempo que nuestro
conocimiento del desarrollo de la raza griega, a la que tanto debe nuestra civilización, se
ha incrementado en un grado que supera a todas nuestras esperanzas.
En este libro el Sr. Cottrell relata la historia de los dos hombres a los que se debe
esta tremenda expansión del conocimiento. Uno de ellos, Schliemann, no disfrutó de una
verdadera educación, habiéndose preparado y formado por sí solo. Como excavador abrió
un nuevo campo de investigaciones, porque en su época la excavación arqueológica
estaba aun en su infancia.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
Como tantos iniciadores, para que reconocieran la importancia de sus
descubrimientos, Schliemann tuvo que luchar con una falta de comprensión general.
Durante algún tiempo fue como un profeta solitario clamando en el desierto. Hoy se
reconoce universalmente el valor de sus descubrimientos así como su arrolladora
importancia y las débiles voces contrarias pueden muy bien ser ignoradas.
Evans tuvo todas las ventajas propias de la educación que se impartía en su época
en las escuelas publicas inglesas y en Oxford. Tuvo también la oportunidad de hacer
estudios superiores en una universidad alemana. Sus aficiones arqueológicas las heredó
en parte de su famoso padre y en parte fueron fruto de su propia inteligencia
investigadora que por todo se interesaba. Desde muy joven demostró que tema
disposición especial para los viajes de exploración, pero carecía totalmente de
preparación adecuada para trabajos de excavación. Por eso fue tan extraordinaria la obra
que llevó a cabo en Cnosos. Gracias a su educación, conocimientos y experiencia, supo
exponer ante el mundo los resultados obtenidos, en tal forma que todos pudieron
comprender la importancia de sus descubrimientos y apreciar su significado.
El Sr. Cottrell revela todo esto al lector, presentándolo con la amenidad de una
novela de aventuras, que en realidad lo es. Esta labor de exploración erudita constituye
efectivamente una aventura y debe relatarse como tal. Esperemos que esta obra del Sr.
Cottrell, tan amenamente escrita, estimule a otros jóvenes de esta generación y de las
futuras a imitar a estos dos grandes hombres, Schliemann y Evans. Descubrieron un
mundo para la arqueología y para los estudios clásicos, pero si mucho se ha aprendido,
mucho queda todavía por aprender. Uno de los grandes problemas es el del lenguaje y el
descifre de las tablillas de arcilla con inscripciones en la escritura llamada Lineal B. Si,
como ahora creen los más distinguidos investigadores en esta materia, el lenguaje de las
tablillas de Pylos, Cnosos y Micenas es griego, cuando se descifren nos descubrirán un
aspecto enteramente nuevo del mundo minoico-micénico así como de los albores del
griego y de los griegos, con cuyo genio estará eternamente en deuda toda la humanidad.
El representante más grande de ese genio es Homero, el poeta supremo del mundo,
cuyos inmortales poemas brillan con un resplandor más deslumbrante todavía a la luz de
los descubrimientos de Schliemann y de Evans, realmente trascendentales.
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PRÓLOGO
Partí de Atenas a mediodía en el Automotrice, un tren Diesel bastante rápido que
durante cuatro horas avanzó traqueteando a lo largo del rutilante Golfo de Salamina,
atravesando valles de un verde esmeralda pálido, trepando por entre peladas colinas de
piedra caliza gris, cruzando aldeas polvorientas rodeadas de oscuros cipreses semejantes
a lanzas enhiestas. La luz era blanca e intensa, esa mágica luz de Hélade que lo mismo
hace resaltar las estrías de una columna dórica que los duros rasgos del rostro de un
campesino. Pasamos por Megara, cerca del lugar donde el héroe Jasón lanzó al mar al
gigante Esciros (que se convirtió en tortuga), y después de recorrer millas de olivos
retorcidos el tren aminoró la marcha y se detuvo en Nuevo Corinto.
Tuve que esperar más de una hora en la miserable estación de ferrocarril, que
parecía haber sido ideada para acabar con todas las fantasías románticas que hubiera
uno podido tener sobre Grecia. Sentadas en el sucio andén, lleno de papeles
desperdigados, había unas mujeres de ojos tristes envueltas en informes ropas parduscas
y unos cuantos hombres silenciosos, con gorras de paños y sin cuellos. Entre ellos se
destacaba un joven taciturno con el rostro bello pero tenso y que representaba más años
de los que debía tener. Había perdido una pierna en la guerra civil y andaba
trabajosamente con muletas. Unas cuantas gallinas flacas picoteaban entre las vías y un
chiquillo andrajoso recorría el andén con una bandeja llena de "souflakia", trozos de
carne en broquetas de madera; pero tenía pocos clientes.
Así que aquello era Grecia. Me estaba bien empleado por mí egoísta preocupación
por el pasado. ¿Qué otra cosa podía esperar en la Grecia de 1951? Invadida por los
italianos primero y luego por los alemanes, para después, cuando otros países estaban ya
en paz, verse envuelta en una amarga guerra civil, Grecia se encontraba ahora
empobrecida y agotada. ¿Era aquel el momento indicado para que un insensato
romántico viniera a husmear entre las ruinas? Así me reprochaba a mí mismo,
lamentándome de no haber visitado el país en tiempos mejores, y de no tener el
temperamento de un reportero contemporáneo capaz de dedicarse intrépida y
entusiastamente a los problemas de este país en la actualidad.
Otro tren me llevó de nuevo al sur, arrastrándome lentamente alrededor de las
faldas de la montaña de 600 metros de altura, sobre la que se levanta el Acrocorinto. El
domo de piedra caliza que la forma, rematado por las ruinas del Templo de Atenea y por
la ciudadela desde donde los antiguos corintios dominaban el Istmo, surgía dramático de
la llanura, ya ensombrecida. Cuando su negra silueta se perdió de vista ya el sol se había
puesto, y sólo alguno que otro grupo de luces revelaba una aldea perdida entre los
pliegues de las colinas. Mis compañeros de viaje eran casi todos gente del campo. Las
mujeres, la mayoría de negro, con pañuelos en la cabeza y grandes cestos descansando
en sus regazos, charlaban entre sí, pero los hombres, curtidos por el sol, en general
guardaban silencio. De cuando en cuando una pipa se apartaba de debajo de un bigote
rizado y se oía una breve observación acompañada por el destello de unos fuertes
dientes blancos. Enseguida la pipa volvía a su sitio, los brazos se cruzaban y los ojos
oscuros bajo los negros turbantes circulares volvían a contemplar al extranjero, con
indiferencia pero sin hostilidad.
Mientras los observaba empecé a sentirme más animado. Tan fascinantes eran
aquellos rostros graves y pensativos que faltó poco para que me olvidara de apearme del
tren al llegar a mi destino. Por casualidad al mirar por la ventanilla cuando el tren se
había detenido ya cerca de un minuto, en un letrero iluminado por la luz amarillenta de
una lámpara de petróleo leí el nombre de la estación. El nombre era Micenas. Al bajar la
maleta de la rejilla y saltar del vagón, pensé en lo absurdo de la situación. Resultaba
extraordinario ver estampado en el andén de una estación el nombre de la orgullosa
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
ciudadela de Agamenón, la "áurea Micenas" de Homero, la escena de la tragedia épica de
Esquilo. Y, sin embargo, allí estaba el nombre y allí estaba yo en el andén, solo,
contemplando cómo se hundía lentamente en la noche la luz roja del furgón de cola del
pequeño tren.
Asomaba una luna llena, y los bosquecillos de olivos susurraban suavemente en la
brisa nocturna, impregnada de un débil aroma de tomillo. Miré a mi alrededor buscando
el coche que y mis amigos de Atenas me habían dicho que quizás estaría esperando para
llevarme a la posada de Charvati, a unos tres kilómetros de distancia, pero no estaba allí.
Así que echándome la maleta al hombro, me puse a caminar por el recto camino
bordeado de olivos que conducía a unas colinas bañadas en la luz de la luna. Al empezar
a andar me animé. Sin saber por qué tuve la sensación de que Micenas no me
desilusionaría
A través de los árboles brillaban unas cuantas luces. A lo lejos un perro ladró y otro
contestó. Las colinas estaban ya muy cerca y podían distinguirse las casas de la aldea,
desparramadas en sus faldas. Las casas quedaban a la izquierda del camino. A la derecha
la llanura de Argos se extendía hasta el mar, que, aunque no lo podía ver, sabía que
estaba a unos cuantos kilómetros. Me habían dicho que la posada se encontraba junto al
camino, situada en un claro entre los árboles. ¿Sería aquel pequeño edificio oscuro, con
la fachada lisa, sin una luz encendida? Sí, allí había un letrero colgado de un árbol junto al
camino. Encendí mi linterna y leí "La Belle Hélène de Menelaus".
Si hubiera anunciado un gran hotel iluminado con luces de neón, dotado de un
estacionamiento para coches y un portero de librea, el letrero de la posada habría
producido un efecto presuntuoso y vulgar; pero no así, colgado frente a aquella casa sin
pretensiones, en una aldea humilde. Llamé a la puerta, esperé, volví a llamar; la casa
parecía desierta. No se oía ningún ruido en el interior y no se veía ninguna luz. En la
lejanía volvió a ladrar un perro. Las adelfas se mecían en la brisa suave y otra vez me
llegó el leve y fresco aroma del tomillo. Me sentí extrañamente alegre y lleno de
expectación, y nada desanimado por aquella aparente indiferencia por mi llegada. Mis
anfitriones atenienses me habían advertido que aunque habían enviado un telegrama al
propietario de la posada no era seguro que le hubiera llegado a tiempo.
Entonces se oyeron unos pasos ligeros que cruzaban el vestíbulo y la puerta se
abrió. Primero apareció un esbelto brazo blanco que sostenía en alto una lámpara de
petróleo y a continuación la propietaria del brazo, que resultó ser una muchacha de unos
veintitrés años, de tez blanca, boca grande bien dibujada, barbilla redonda y ojos oscuros
y profundos bajo una frente tersa. Se detuvo por un momento contemplándome desde el
escalón más alto. Estaba vestida como una campesina, con una sencilla túnica color
crema y una chaquetilla escarlata echada descuidadamente por encima; pero su rostro
era como el de las doncellas esculpidas en el pórtico del Erecteón en la Acrópolis
ateniense. Aquello era absurdamente romántico: La llanura de Argos (a Helena de Troya
la habían llamado la "Helena argiva'"), el nombre en el letrero de la posada, el ambiente
homérico.
Dentro había dos hombres y una mujer de más edad, al parecer madre de la
muchacha que me había abierto. Era indudable que el telegrama no había sido recibido y
que mi llegada los había encontrado desprevenidos, pero ahora, repuestos de la
sorpresa, iban de un lado para otro de la casa, subían y bajaban las escaleras, entraban y
salían del comedor a la cocina, ansiosos por atenderme. El más viejo de los dos hombres,
alto, delgado y moreno, con la barba mal afeitada, parecía el encargado. Dio unas
órdenes a gritos, y se trajeron lámparas al comedor pavimentado con losas de piedra, la
muchacha extendió un mantel y puso la mesa y la madre subió precipitadamente las
escaleras para prepararme la cama. El otro hombre, aparentemente hermano del
primero, entró llevando un brasero de tres patas, con carbones encendidos, que colocó
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debajo de la mesa para que me calentara los pies. Al ir a salir apresuradamente el del
brasero, su hermano lo cogió por el brazo y señalándole dijo:
—¡Orestes!— y después, señalándose a sí mismo, añadió: ¡Agamenón!
Nos inclinamos y sonreímos. No me atreví a preguntar el nombre de la muchacha
porque habría sufrido una gran desilusión si no se hubiera llamado Helena o Andrómaca.
Volvió a entrar con mi comida: una soberbia tortilla, mi queso exquisito y una botella de
vino color oro pálido, el familiar retzina, con un gustillo a resina, que se bebe por toda
Grecia.
Terminada la cena me dediqué a dar vueltas por la habitación, examinando las
fotografías de las paredes: fotos de la ciudadela de Micenas con la Puerta de los Leones,
de sus ciclópeas murallas y de las enormes tumbas "tholoi" en forma de colmenas, que
tantas veces había estudiado en Inglaterra en voluminosos textos. Me emocionaba la
idea de que esas maravillas se encontraban escondidas entre las oscuras colinas, a
menos de un par de kilómetros, y de que las recorrería al día siguiente. Sobre una mesa
había un ejemplar del libro del profesor Wace sobre Micenas, recién publicado, con una
dedicatoria de su puño y letra a mis amables anfitriones. Wace, según me habían dicho
en Atenas, se había hospedado allí durante el año anterior mientras vigilaba su última
excavación en Micenas.
Cuando hojeaba las páginas de Wace sentí que Agamenón, mi anfitrión, estaba a
mi lado con el registro de la posada. Mientras sostenía el libro bajo la luz, me indicó con
un dedo moreno una entrada en una de las páginas, fechada en 1942. Era una firma
extranjera, difícil de descifrar al principio. Pero de pronto, con sobresalto, pude leer
Hermann Goering. Mi anfitrión pasó unas páginas y me señalo otra firma Heinrich
Himmler. Tomé el libro de su mano, me senté y leí atentamente todos los nombres
registrados durante los primeros años de la guerra. Encontré también el de Goebbels,
junto con otras muchas firmas de oficiales y soldados de las Panzerdivisionen, desde
generales a soldados rasos.
¿Qué había atraído a los jefes nazis y a tantos soldados alemanes a aquel lugar?
Habían ido a honrar la memoria de Heinrich Schliemann. Hacía ochenta años que el gran
arqueólogo alemán había llegado allí después de sus triunfos en Troya, y excavando
debajo de la ciudadela encontró tesoros que demostraban que la "áurea Micenas" de
Homero había sido un calificativo apropiado. Schliemann había muerto hacia mis de
cincuenta años y, sin embargo, su influencia todavía se hacía sentir ¿No había tenido
Schliemann la costumbre de dar nombres homéricos a sus obreros y de apadrinar a sus
hijos a menudo? Indudablemente el Agamenón que ahora me miraba hojear el registro
debió de ser uno de sus ahijados.
Ya acostado estuve un rato despierto, leyendo el libro de Wace a la luz de una
vela, escuchando el suave rumor de la brisa nocturna y el intermitente croar de una rana.
Cuando apague la vela estaba demasiado excitado para poder dormir. Una y otra vez mis
pensamientos volvían al hijo del párroco de Mecklemburgo que creyó en la verdad literal
de Homero; el hombre que convertido en comerciante por su propio esfuerzo, se hizo
después arqueólogo y cuyo instinto demostró ser más eficaz que los conocimientos de los
eruditos; ese personaje, exasperante, desconcertante y, sin embargo, simpático, con su
extraña combinación de astucia e ingenuidad: el doctor Heinrich Schliemann. Y de
Schliemann mi imaginación voló a Homero, el poeta que idolatraba y que le inspiró a
llevar a cabo aquellos descubrimientos que causaron tal revuelo en los medios
académicos.
Pero antes de poder comprender lo que Schliemann significó para los
historiadores, es necesario saber algo del mundo académico en el que irrumpió el
excéntrico alemán. A ese mundo y a su concepto de Homero, dedico mi primer capítulo.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
1. HOMERO Y LOS HISTORIADORES
Probablemente no todos los lectores de este libro conocerán a fondo la poesía
épica griega y las civilizaciones prehistóricas del Mar Egeo y muchos se encontrarán en
ese nebuloso, pero grato estado del conocimiento imperfecto que yo mismo disfrutaba
antes de dejarme arrastrar por el torbellino de la investigación homérica. Me refiero a
esas personas que conocen las obras de Homero, bien en el original o en una de esas
excelentes traducciones modernas (como las del señor E. V. Rieu, publicadas en la
colección "Penguin"), que tienen alguna idea de la historia clásica griega, y que
recuerdan que en cierta fecha del siglo pasado alguien desenterró la "Troya de Homero"
y la "Micenas de Homero", demostrando así, para deleite de todos, que la Ilíada y la
Odisea fueron "verdad". ¡Si los hechos fueran tan sencillos! Desgraciadamente no lo son.
Por otra parte, incluso los lectores que todavía no han leído al gran poeta épico de
Grecia estarán familiarizados con las narraciones históricas o legendarias, incluidas por
Homero en sus poemas. Sabrán cómo Paris, el príncipe troyano, robó a Menelao, rey de
Esparta, su bellísima esposa Helena y cómo Menelao y su hermano Agamenón, "Rey de
Hombres", condujeron las huestes aqueas contra Troya, a la que sitiaron durante diez
años. Conocerán también la cólera de Aquiles, la muerte del héroe troyano, Héctor, la
estratagema del Caballo de Madera, ideada por el astuto Ulises, que hizo posible el
saqueo de la ciudad de Príamo. Estarán familiarizados con la historia del largo retorno a
la patria del sufrido Ulises el Vagabundo. Todas estas leyendas forman parte de la rica
herencia de leyendas europeas. En Inglaterra, como en otros países, los poetas, desde
Chaucer hasta Louis MacNeice, se han inspirado en personajes y temas homéricos, como
sin duda lo seguirán haciendo los poetas de la posteridad. Porque Homero, padre de la
literatura europea, ha influido de algún modo en la manera de pensar y de hablar de
todos nosotros, e incluso de aquellos que nunca han leído a conciencia ni una línea suya.
Hace menos de cien años el único conocimiento, si es que así puede llamarse, que
se tenía de la historia antigua de Grecia era el que se podía obtener de la mitología
griega, y en especial de los famosos poemas épicos de Homero: la Ilíada y la Odisea. Casi
todo lo ocurrido antes del año 800 a. C. aproximadamente, era considerado como
leyenda. El historiador George Grote por ejemplo, cuya monumental History of Greece se
publicó en 1846, escribió en su prefacio:
Con tal severidad escribía el Sr. Grote, y no le faltaba razón, a la luz de lo que se
sabía en aquel tiempo. Pues, aunque los griegos clásicos (600-300 a. C.) consideraban
muchos de los poemas épicos como historia autentica, no había nada en ellos que un
historiador moderno pudiera considerar como prueba válida. Es cierto que en los poemas
épicos a veces se describen personajes que parecen figuras históricas convincentes,
cuyas acciones a menudo tienen lugar en un marco geográfico especifico, pero sin
embargo están tan entremezclados con mitos y sucesos sobrenaturales que resulta casi
15
imposible reconocer donde terminaba la leyenda y donde empezaba la realidad. Por
ejemplo, Ulises el Vagabundo, durante la primera parte de su viaje de regreso de Troya a
la patria, sigue una ruta que puede trazarse, isla por isla, en un mapa moderno y que de-
muestra el conocimiento que tenía Homero de la topografía del Egeo. Pero luego, el
Vagabundo abandona el mapa real y penetra en el ámbito de la fantasía, donde sólo
puede seguirlo nuestra imaginación, y visita la isla de Circe, la patria de los horribles
lestrigones y el país de los cíclopes, llegando hasta el mismo Hades.
Desde luego la Odisea, la "primera novela de Europa", puesto que se trata
indudablemente de una obra narrativa más o menos imaginaria, no es extraño que
contenga muchos elementos propios de un cuento de hadas. Pero incluso la austera
Ilíada, que relata el sitio de Troya, y que los griegos de los tiempos clásicos consideraban
como historia auténtica, tiene sus ingredientes míticos. Los dioses intervienen en la
guerra, se aparecen a los héroes y luchan en ambos ejércitos, aunque por lo general
disfrazados de guerreros humanos. Algunos de los héroes son de ascendencia divina:
Aquiles es hijo de Tetis, la ninfa marina, Helena es hija del mismo Zeus, Xanto, uno de los
caballos de Aquiles, tiene el don de la palabra y anuncia a su dueño su muerte próxima.
Pero hay que reconocer que estos son elementos secundarios en la narración que, en
general, es austera y genialmente realista, y que sólo pudo haber sido escrita por alguien
familiarizado con la llanura de Troya.
¿Quién fue este gran poeta en cuyas obras, para los griegos de la época clásica,
estaba contenida la historia de sus antepasados? El historiador Herodoto, que vivió
aproximadamente entre los años 484 y 425 a. C., creía que Homero había vivido unos
cuatrocientos años antes de su época, o sea, alrededor del siglo IX a. C., aunque fuentes
posteriores fijan la fecha aún más atrás, hacia el siglo XIII. En la actualidad se cree que la
fecha de Herodoto es la más acertada. No existen biografías auténticas suyas, aunque se
han urdido muchas leyendas en torno a su nombre. Varios lugares se disputan el honor
de haber sido su patria Esmirna, Argos, Atenas, Salamina y Quío. Este último es el lugar
más probable. La tradición insiste en que era un griego "jónico", o sea, uno de aquellos
griegos que los invasores dorios expulsaron del continente (alrededor de 1000 a. C.) y
que fundaron las colonias jónicas en la costa occidental de Asia Menor.
Un hecho es cierto: Homero, independientemente de que creara sus poemas
épicos en los siglos VIII, IX o X a C., recurrió a materiales mucho más antiguos procedentes
del acervo de mitos, leyendas y cuentos populares que había llegado hasta él desde un
remoto pasado. Sabemos también que gran parte de este material épico utilizado por
Homero sobrevivió junto con los poemas homéricos hasta los tiempos clásicos. Esto
puede ser demostrado por el hecho de que varias leyendas y cuentos a los que Homero
alude solamente de paso fueron desarrollados posteriormente por poetas y dramaturgos
en poemas épicos o dramas. Los historiadores llaman a este material que utilizaron
Homero y otros poetas posteriores, el Ciclo Épico.
Aunque no es mi propósito hacer un resumen de toda la Ilíada y la Odisea, creo
que puede ser una ayuda para los que no han leído estos poemas épicos, describir
brevemente los episodios que tienen alguna relación con los descubrimientos de
Schliemann.
La Ilíada, que es considerada generalmente como el poema más antiguo, trata de
un episodio de la guerra troyana la cólera de Aquiles y sus trágicas consecuencias. El
comienzo es impresionante.
Nótese que Homero llama "aqueos" a sus griegos. Este es el nombre que usa con
más frecuencia al referirse a ellos, aunque de vez en cuando los llama dánaos. También
suele aplicarles el nombre de la región o de la isla de que proceden, por ejemplo, los
locrenses, de Lócride, los arcadios, de "las tierras donde se alza la cima del monte
Cyllene", etcétera.
Empieza la Ilíada estando los aqueos acampados junto a sus barcos al borde de la
llanura troyana. Ante ellos se extiende Troya o Ilión, la ciudad del rey Príamo, que tienen
sitiada desde hace nueve años. (Troya puede encontrarse fácilmente en un mapa
moderno de Turquía. Está situada en la costa de Asia Menor, cerca de la entrada de los
Dardanelos).
Agamenón, "Rey de Hombres", es el jefe de las huestes aqueas. Su posición podría
compararse a la de un señor feudal de la Edad Media. Ejercía una soberanía relativa
sobre sus jefes subordinados (a los que también se llamaba reyes), sin disfrutar de una
autoridad absoluta. En el primer libro de la Ilíada, Aquiles, rey de los mirmidones, y el
más famoso guerrero en el ejército aqueo, desafía la autoridad de Agamenón colmándolo
de injurias porque lo ha amenazado con arrebatarle su joven esclava, Briseida, parte de
su legítimo botín de guerra.
Sin embargo, en el siglo noveno, cuando Homero escribía, Micenas tenía poca
importancia y, más tarde, en la época clásica, cuando todos los muchachos griegos
conocían y recitaban a Homero, Micenas era una ruina, igual que la "Orcómeno mínica" y
"Tirinto, la de las grandes murallas", y otras muchas ciudades que, según la leyenda,
fueron en otros tiempos ricas y famosas.
Este hecho intrigó a algunos eruditos porque, en confirmación de la leyenda de
que Agamenón había vivido en Micenas, efectivamente había grandes murallas que,
según generaciones posteriores, habían sido construidas por unos gigantes los cíclopes,
en Tirinto había murallas ciclópeas parecidas. Sin embargo, la mayor parte de los
eruditos se inclinaban a creer que las narraciones homéricas no eran sino leyendas
populares.
Pero volvamos a la Ilíada. La disputa entre Agamenón y Aquiles terminó en un
amargo rencor. Agamenón, decidido a afirmar su autoridad, se apodera de la joven
esclava de Aquiles para reemplazar a Criseida, que había tenido que devolver a Crises, su
padre. Este anciano era un sacerdote de Apolo, y el dios había desatado una plaga entre
los griegos porque Agamenón había raptado a la hija de Crises. Aquiles, aunque no se
decide a lanzar un ataque directo contra Agamenón, se retira con sus mirmidones a sus
tiendas y se niega a tomar parte en la batalla.
En el libro tercero, los ejércitos avanzan uno contra otro, pero Héctor, el más
famoso guerrero entre los troyanos, se adelanta y propone que su hermano Paris desafíe
a Menelao en un combate cuerpo a cuerpo, quedando Helena para el triunfador. Se
concierta una tregua y los dos ejércitos se colocan frente a frente para presenciar el
duelo. Paris es derrotado, pero la diosa Afrodita que lo protege, lo salva en el momento
crítico y lo lleva por arte sobrenatural a la ciudad, con gran descontento por ambas
partes, ya que Paris era tan poco popular entre sus compatriotas como entre los griegos.
Pero los dioses son inexorables y, tentado por la diosa Atenea, Pándaro, uno de los
aliados troyanos, dispara una flecha contra Menelao, hiriéndole, y se rompe por esta
causa la tregua. La lucha se entabla enconadamente, y el valiente Diomedes, un héroe
aqueo, logra incluso derribar al dios de la guerra Ares, además de herir a Afrodita cuando
la diosa intenta rescatar a su hijo Eneas. Héctor y Paris regresan al campo de batalla y de
nuevo Héctor lanza un desafío a cualquier griego que desee enfrentarse con él en
combate. El gran Ayax, hijo de Telamón, acepta el desafío, pero la lucha tenaz queda
indecisa y termina con un caballeroso intercambio de presentes entre los combatientes.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
Mientras tanto Aquiles permanece despechado en su tienda.
Conviene tener presentes los métodos de lucha que se describen en la Ilíada
porque tiene importante relación con los descubrimientos arqueológicos que se
describirán más adelante. Durante la época clásica de Grecia, en batallas tales como la
de Maratón (490 a. C.) y la de las Termópilas (480 a. C.), el soldado típico griego era el
hoplita, que, como dice el profesor Gilbert Murray, iba revestido
...de sólido metal de la cabeza a los pies; casco, peto y espaldar, un escudo
pequeño y redondo, y espinilleras, todo de metal.
(Rise of the Greek Epic)
Ahora bien, es cierto que la Ilíada está llena de alusiones al escudo redondo
"chapeado de bronce", al "choque de hombres con petos de bronce" y "al relampaguear
del bronce, de hombres muertos y de hombres matando". Los griegos de la época
clásica, al oír estas descripciones se imaginarían las pesadas armaduras propias de los
hoplitas, como las que se ven representadas en las pinturas de vasos griegos o en grupos
estatuarios clásicos. No sólo eso, sino que, como indica Murray, algunas, aunque no todas
las tácticas descritas, sugieren las disciplinadas maniobras a base de formaciones cerra-
das típicas de los guerreros del siglo V.
Se acercaban los troyanos, como hileras de olas en el mar, hilera tras hilera, en
relampagueante bronce, junto con sus comandantes.
...como una torre, hecho de bronce y de siete capas de cuero. Había fabricado
este escudo Tiquio, el maestro curtidor que vivía en Hila, con siete pieles de
corpulentos bueyes, que recubrió con una octava capa de bronce. Sosteniendo
ante el pecho este escudo, Ayax, hijo de Telamón, sin detenerse, se fue derecho
a Héctor para desafiarlo.
Indudablemente este escudo "como una torre" cubría todo el cuerpo y era
completamente diferente de cualquier tipo de escudo descrito en los tiempos clásicos, o
incluso en el siglo IX, cuando vivió Homero. ¿De dónde sacaría el poeta esta descripción?
Los eruditos estaban intrigados. No era ésta la única referencia a los escudos de cuero
que cubrían todo el cuerpo. En el Libro IV hay un pasaje que describe a Héctor volviendo
del campo de batalla a la ciudad.
Al volverse para huir, tropezó con el borde del escudo que lo protegía contra los
dardos y que le llegaba hasta los pies. Perdiendo el equilibrio, se desplomó de
espaldas y, al dar contra el suelo, el casco que le ceñía las sienes resonó con tal
estrépito que atrajo la atención de Héctor...
Lo cual fue una gran desgracia para Perifetes, pues si hubiera llevado un escudo
redondo pequeño del tipo clásico o como los del siglo IX no habría podido ocurrirle un
accidente semejante. ¿De dónde, se preguntaban los eruditos, obtuvo Homero la idea de
estos enormes y pesados escudos? ¿Y por qué se aludía también con más frecuencia aún
a escudos del tipo corriente?
Hay también otros anacronismos. Por ejemplo, en los tiempos de Homero y
posteriormente, las armas, las espadas como las lanzas, eran casi siempre de hierro. En
la Ilíada y la Odisea, salvo una o dos excepciones insignificantes, las armas son de
bronce. Se conoce el hierro, pero se usa casi exclusivamente para herramientas. Por otra
parte, los héroes homéricos utilizan carros de guerra, que al parecer no eran muy
corrientes en los días de Homero y que en los tiempos clásicos ya no se usaban.
Para completar nuestro breve resumen de la historia: Agamenón, preocupado por
las victorias obtenidas por los troyanos, envía una embajada a Aquiles formada por el
astuto Ulises, rey de Ítaca y héroe de la Odisea, Néstor, rey de Pilos, el más anciano y
respetado de los jefes aqueos, y el formidable Ayax, hijo de Telamón, el del enorme
escudo. Trasmiten a Aquiles la promesa de Agamenón de devolver a Briseida junto con
un espléndido regalo como compensación por el insulto recibido, pero el héroe contesta
despectivamente. Sólo cuando los troyanos amenazan los barcos se ablanda Aquiles, y
aun entonces se limita a permitir que su amado amigo y escudero Patroclo tome
prestada su armadura y parta a ayudar a los apurados griegos. Pero Héctor mata a
Patroclo y lo despoja de su armadura.
Al fin Aquiles se da cuenta del trágico resultado de su intransigencia. Con amarga
furia y equipado de nuevo con una deslumbrante armadura, hecha por el propio Efesto,
vuelve a la lucha con sus mirmidones. Los troyanos son obligados a retroceder, Aquiles
sale al encuentro de Héctor y, en un combate cuerpo a cuerpo, lo mata al pie de la
muralla de Troya y arrastra el cadáver por el polvo atado a su carro de guerra. Todas las
mañanas conduce el carro, con su carga alrededor de la pira en que yace Patroclo. Honra
a su amigo muerto con un gran funeral, después del cual se celebran juegos. Los héroes
compiten en carreras, boxeo, combates con lanzas, carreras de carros, tiro de flechas,
lucha y lanzamiento de jabalina.
El momento más grandioso de la Ilíada es sin duda el final, cuando el anciano rey
Príamo se acerca por la noche al campamento de los aqueos a rescatar el cuerpo de su
hijo muerto. Es uno de los pasajes más conmovedores en la literatura del mundo, y no
me disculpo por citarlo, según la admirable traducción del Sr. Rieu. Arrodillándose ante
Aquiles, el matador de su hijo, Príamo dice:
El otro gran poema épico, la Odisea, describe el largo y accidentado retorno del
"muy sufrido" Ulises a su patria, después del saqueo de Troya. En la Odisea nos
enteramos también de lo que les sucede a algunos de los otros héroes aqueos que
aparecen en la Ilíada. Allí nos encontramos con Menelao, de nuevo en su palacio de
Esparta, con la arrepentida Helena a su lado, que ya no es la femme fatale, sino la
perfecta ama de casa.
1 Respecto a este pasaje un escéptico arqueólogo, amigo mío, escribe "Sé que hay quien suele
decir que en la Odisea Helena está reformada y domesticada, pero parece necesitar un numero
excesivo de doncellas para traerle la labor"
21
El poeta clásico Esquilo, cuya soberbia tragedia está basada en el mismo tema,
presenta a la reina culpable aún con menos simpatía. Según su versión fue la propia
Clitemnestra la que mató al rey siendo Egisto su cómplice. Tal fue la tragedia ocurrida en
Micenas.
Antes de terminar este capítulo tengo que disculparme, con todos aquellos que
amen a Homero, por tan parco ofrecimiento de la mesa del gran hombre, aunque espero
que por lo menos sirva para tentar a otros a disfrutar plenamente del festín homérico.
Tampoco voy a intentar a estas alturas discutir el llamado "problema homérico": si los
poemas son la creación consciente y deliberada de un hombre, o representan la obra de
generaciones de poetas inspirados por una tradición común. Me limitaré ahora a recalcar
el extraordinario realismo de Homero y el problema que esto planteó a los investigadores
del siglo pasado. Aunque los poemas épicos, especialmente la Odisea, contienen mucho
de fantástico y sobrenatural, sin embargo, las descripciones de la vida diaria, de los
edificios (desde los palacios hasta la choza del porquero), de los trabajos del campo y del
mar, de la guerra, de las ocupaciones domésticas de las mujeres, de vestuario y joyería y
obras de arte, son tan intensamente reales que incluso a los profesores más escépticos
del siglo XIX les costaba trabajo comprender cómo podía el poeta habérselos imaginado.
También la geografía de Homero demuestra un conocimiento detallado, no solo del
continente griego sino de las islas del Mar Egeo, de los cabos, puertos y rutas marítimas,
de Siria y Asia Menor. Al describir la llanura troyana, hace al lector ver realmente sus
características físicas, el sinuoso río Escamandro y su compañero el Simois, los dos
manantiales cercanos a la ciudad, uno caliente y otro frío, la higuera que había al lado de
la puerta Escea y, dominándolo todo, el elevado Monte Ida, 2 donde Zeus se sentó a
contemplar la batalla.
Sin embargo, persiste el hecho de que cuando George Grote publicó su History of
Greece en 1846, aparte de estos detalles topográficos no había la menor prueba
material, ni el fragmento de un edificio, ni una muestra de cerámica, joyas o armas, que
demostrara que el mundo en que vivió Homero había existido alguna vez fuera de su
imaginación. Y el mundo académico aprobó sin vacilar el sobrio resumen de la guerra de
Troya, hecho por Grote.
Pero el viejo Schliemann era también borracho, escéptico y libertino, que sólo se
ocupaba de sus seis hijos alguna que otra vez, y aunque le enseñó latín a Heinrich, el
muchacho tuvo que abandonar la escuela a los catorce años para colocarse de aprendiz
en una tienda de abarrotes en la pequeña población de Fürstenburg.
23
...no había olvidado su Homero, pues aquella noche en que entró en la
tienda, nos recitó más de cien versos del poeta, observando la cadencia rítmica
de los mismos. Aunque yo no comprendí ni una sílaba, el sonido melodioso de las
palabras me causó una profunda impresión. Desde aquel momento nunca dejé de
rogar a Dios que me concediera la gracia de poder aprender griego algún día.
Con una de estas niñas, Minna, Schliemann tuvo un curioso noviazgo infantil.
Parece que la pareja se dedicó a visitar todas las cosas antiguas de los alrededores tales
como el castillo medieval de Ankershagen, donde se decía que un señor feudal llamado
Henning von Holstein había enterrado un tesoro.
En la mayor parte de los hombres esto no habría sido más que palabrería.
Schliemann sentía lo que decía, y aunque perdió a la Minna de sus años juveniles, se
pasó más de la mitad de la vida buscando una sustituta, sin decidirse a empezar su gran
obra arqueológica hasta encontrarla, treinta años después.
Mientras tanto su vida fue una aventura fantástica, como inventada por un
novelista romántico. Los eternos devaneos amorosos de su padre y sus violentos
arrebatos de borracho hicieron imposible la vida en el hogar paterno. Heinrich se marchó
y consiguió un empleo como ayudante de un tendero de comestibles con un sueldo
equivalente a nueve libras esterlinas al año, pero su constitución débil no era apropiada
para esta clase de trabajo. Un día, al tratar de levantar un barril muy pesado, se lastimó
el pecho y escupió sangre. Probó otro empleo pero sus pulmones débiles le obligaron a
dejarlo. Decidido a no regresar a su casa, se embarcó como grumete en un pequeño
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
velero, el Dorothea, que transportaba mercancías entre Hamburgo y Venezuela, pero el
barco naufragó frente a las costas de Holanda.
Después de dar tumbos en un bote salvavidas durante nueve horas, en medio de
una espantosa tormenta, Heinrich y sus ocho compañeros fueron arrojados por el mar a
un banco de arena cerca de la desembocadura del río Texel.
En Amsterdam, exhausto y hambriento, decidió fingirse enfermo para que lo
llevaran al hospital, desde donde escribió a un agente naviero amigo, un tal Sr. Wendt,
de Hamburgo, explicándole su situación. La carta llegó cuando Wendt daba una fiesta a
unos amigos, y enseguida hizo una colecta. Schliemann recibió entusiasmado 240
florines (aproximadamente veinte libras esterlinas). Poco después, con la ayuda del
cónsul general prusiano, encontró un empleo en la oficina de un comerciante de
Amsterdam, F. C. Quien, sellando letras de cambio y llevando y trayendo cartas al correo.
De la Casa Quien pasó a las oficinas de una antigua firma comercial, B. H. Schroder &
Co., como "corresponsal y tenedor de libros".
Desde el momento en que entró en la oficina de Schroder su suerte comenzó a
mejorar. Hasta entonces lo había ido pasando de mala manera; ahora contaba con dos
ventajas: un puesto en el que podía demostrar su talento y un patrón que sabía
apreciarlo y utilizarlo. El tímido joven, natural de Ankershagen, aficionado a las
antigüedades, el ayudante del tendero de comestibles que amaba a Homero, descubrió
que tenía una notable disposición para los negocios.
Cuando Schliemann empezó a trabajar con Schroder tenía ya cierta preparación. El
tiempo que había trabajado en la Casa Quien se había dedicado al estudio de las lenguas
modernas. De su salario anual de 32 libras esterlinas, apartaba la mitad para comprar
libros y pagar sus clases, viviendo con la otra mitad "en una miserable guardilla sin
estufa, donde en invierno tiritaba de frío y en verano me asaba de calor." Aprendió los
idiomas por un método original suyo, que consistía en leer largo rato en voz alta, sin
traducir, tomar una lección diaria y escribir ensayos sobre los asuntos que le interesaban,
que luego corregía con la ayuda de un profesor, repitiendo en la lección siguiente lo que
se había corregido al día anterior.
Cuando solicitó un puesto con B. H. Schroder & Co., se quedaron todos
asombrados al ver que aquel pálido y desmañado joven de veintidós años, con una
cabeza desproporcionadamente grande para su delgado cuerpecillo, dominaba siete
idiomas. Sin embargo, cosa que parecerá extraña, entre los siete idiomas que sabía no
figuraba el griego. Schliemann había dejado deliberadamente este idioma para lo último
por miedo a que "el poderoso hechizo de tan noble lengua pudiera ejercer en mí una
atracción tan grande que pusiera en peligro mis intereses comerciales". Primero tenía
que ganar dinero. Después quedaría en libertad para entregarse a la pasión de su vida.
A los pocos meses de su llegada, Schroder se dio cuenta de que el joven
Schliemann tenía todas las cualidades necesarias para ser un gran comerciante. Era
sagaz, incansable en lo referente a los negocios, y estaba dotado de una memoria
prodigiosa y de una notable minuciosidad para el detalle. Respaldando estas cualidades,
sirviendo de móvil, tenía un insaciable deseo de hacerse rico. Deseaba las riquezas no
por lo que en sí significaban, no por deseo de ostentación, sino porque le permitirían
dedicarse por entero a lo que más le interesaba. Y desde luego, cuando ya fuera rico,
podría regresar a Mecklemburgo y casarse con Minna.
Como era de esperar Schliemann ascendió rápidamente. A los veinticuatro años
decidió aprender ruso y a las seis semanas ya escribía cartas comerciales en este idioma
y podía hablar en su propia lengua a los comerciantes de añil rusos que acudían a
Amsterdam. Una de las principales actividades de la Casa Schroder era la exportación de
añil, sobre todo a Rusia. Schliemann, que ya no era un simple empleado, fue enviado por
los dueños del negocio como representante de la casa a San Petersburgo y después a
25
Moscú. En Rusia le fue tan bien que a los dos años de su llegada figuraba en el índice de
comerciantes del Primer Gremio y los bancos le habían concedido créditos por 57.000
rublos. Animado con su éxito, escribió a un amigo de la familia Meincke rogándole que
hablara a Minna en su nombre y la pidiera en matrimonio.
Pero, para desgracia mía, un mes más tarde recibí una respuesta
desalentadora: (Minna) se acababa de casar. Para mí esta desilusión fue el mayor
de los desastres que podían haberme ocurrido y, durante algún tiempo, estuve en
cama enfermo, totalmente incapaz de ocuparme de nada... ahora que el porvenir
se me presentaba tan brillante... pero ¿cómo podía pensar en realizar mis deseos
sin su participación?
Hacía catorce años que no veía a Minna. Para un hombre como Schliemann sólo
había un remedio para una herida sentimental de este género: el trabajo, que si no podía
matar el dolor, por lo menos podía amortiguarlo. Pronto pudo establecerse por su cuenta
y uno de los hombres de negocios más acaudalado de San Petersburgo le propuso al
alemán que formara una sociedad con su sobrino, con una garantía de 100.000 rublos.
Por el momento Schliemann no aceptó. Podía esperar.
Schliemann continuó amontonando dinero, viajando de capital en capital (Berlín,
París, Londres), se hospedaba siempre en los mejores hoteles, aunque en los cuartos
menos caros, fascinado por la nueva era industrial que veía desarrollarse a su alrededor.
Amaba las máquinas y la velocidad lo entusiasmaba, aunque los nuevos ferrocarriles eran
todavía demasiado lentos para su inquieto e impaciente temperamento. De cuando en
cuando buscaba solaz en el pasado. Cuando se encontraba en Londres por asuntos de
negocios, siempre dedicaba algunas horas a visitar el Museo Británico: "He contemplado
las cosas egipcias y es lo que más me ha interesado de todo lo que he conocido hasta
ahora". Y luego volvía a los embarques de añil, los libros de pedidos, la vida de hotel, los
paquebotes y los ferrocarriles. Al cumplir los treinta años ya había adquirido una inmensa
fortuna y empezaba de nuevo a pensar en casarse.
Pero aunque astuto y práctico en las cuestiones de negocios, Schliemann era
extremadamente tímido en el trato con las mujeres. Temía, con razón, que las mujeres
trataran de casarse con él por su dinero. Se daba cuenta de su fealdad y sentía celos de
los oficiales jóvenes y apuestos que cortejaban a las mujeres que a él le atraían. A cada
paso creía estar enamorado para luego dudar de sus sentimientos: "Siempre veo las
virtudes y nunca los defectos del bello sexo", escribió a su hermana. Y cuando al fin se
caso con Katherina, la sobrina de un amigo comerciante, el matrimonio pronto resultó un
fracaso. Su mujer era inteligente, pero de espíritu práctico y carente de imaginación,
completamente incapaz de comprender la naturaleza impetuosa y romántica de
Schliemann, que conservaba todavía gran parte del entusiasmo de un muchacho: "No me
amas y por lo tanto no te interesa la marcha de mis negocios ni compartes mis alegrías y
mis penas, sino que sólo piensas en satisfacer tus deseos y caprichos", decía a su mujer
en una carta a los dieciocho meses de casados. Y sin embargo, esta desdichada unión
duró quince años, llenos de querellas, reconciliaciones y violentos arrebatos de odio.
Katherina le dio un hijo y dos hijas.
A los treinta y tres años, Schliemann dominaba quince idiomas, además de los
siete que había aprendido diez años antes; ahora conocía el polaco, el sueco, el noruego,
el esloveno, el danés, el latín y el griego antiguo y moderno. Sin embargo, desesperaba
de llegar a gozar de la vida de investigación y estudio que había anhelado desde muy
joven: "Me faltan los conocimientos básicos" escribía desesperado, aunque después de
trabajar toda la semana en la oficina se pasaba los domingos, desde la mañana temprano
hasta bien entrada la noche, traduciendo a Sófocles al griego moderno. Por fin, ahora ya
podía leer a su amado Homero en el original.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
La gran ilusión de su infancia nunca lo abandonó. Seguía decidido a hacer
excavaciones en Troya, y estaba convencido de que allí encontraría la ciudad de Homero.
Con este propósito estudió y aprendió de memoria los grandes poemas épicos, que leía
como si se tratara de historia en lugar de poesía. Schliemann creía en Homero con la
misma fe ciega de los que interpretan la Biblia literalmente. Si Homero lo dijo, así debió
ser. Pero pasaron muchos años antes de que pudiera poner sus creencias a prueba.
Mientras tanto, en 1851, fue por primera vez a América, donde se hizo ciudadano
de los Estados Unidos, abrió un banco en California, durante la fiebre del oro, compró
grandes cantidades de oro en polvo y sin haberlo buscado, casi sin darse cuenta, se
encontró con otra gran fortuna. Su principal motivo al ir a Estados Unidos había sido
poner en orden los asuntos financieros de su hermano Luis que había muerto de tifo en
Sacramento; la fortuna que hizo con el oro en polvo fue cosa incidental. Schliemann
también fue victima del tifo y dirigió los asuntos del banco desde la cama, en una
habitación al fondo del edificio, mientras los buscadores de oro hacían cola con sus sacos
de polvo en la parte delantera. Aunque su vida estuvo en gran peligro, se repuso y
regresó a Europa.
Siete años después hizo un largo viaje por el Medio Oriente, en el curso del cual
cruzó el desierto desde El Cairo a Jerusalén, visitó Petra en Transjordania y aprendió un
idioma más: el árabe. Durante este viaje se cree que visitó la Meca disfrazado de árabe y
que incluso se hizo hacer la circuncisión para no ser descubierto.
En 1868, cuando ya tenía cuarenta y seis años y pensaba retirarse de los negocios,
fue a Norteamérica por segunda vez. A su regreso, después de una de sus separaciones
periódicas, intentó una vez más reconciliarse con su esposa, llegando a amueblar para
ella una magnífica casa en París. Pero todo fue en vano. La familia de su mujer no lo
quería, y la apoyaron en su propósito de oponerse a dar a sus lujos una educación
alemana, como hubiera deseado Schliemann. Katherina se quedó en Rusia contestando a
sus cartas suplicantes con amargas quejas. Desesperado, el desdichado millonario sin
hogar emprendió otro de sus agitados viajes a través de Europa, viajes que le
proporcionaban cada vez menos placer. Pero esta vez se dirigió a Grecia y, por vez
primera, pisó suelo homérico en la rocosa isla de Ítaca, cuna de Ulises el Vagabundo.
Allí encontró paz y deleite. Aunque llegó a Ítaca en pleno verano, tan grande era su
entusiasmo que, según sus propias palabras:
Le juro por mi madre que pondré todo mi afán y que dedicaré todas mis
energías y toda mi voluntad a hacer feliz a mi futura esposa. Aquí estoy
constantemente en compañía de mujeres hermosas e ingeniosas que con gusto
harían lo posible por complacerme y aliviar mis sufrimientos si supieran que estoy
pensando en divorciarme. Pero, amigo mío, la carne es débil y temo enamorarme
de una francesa y tener mala suerte otra vez.
Por lo tanto, le ruego que me envíe con su contestación el retrato de alguna
bella mujer griega. Le suplico que escoja para mí una esposa de un carácter tan
angelical como el de su hermana casada. No me importa que sea pobre, pero si
deseo que esté bien educada; tiene que ser entusiasta de Homero y tener fe en el
resurgimiento de mi amada Grecia. No me importa que sepa o no otros idiomas,
pero quiero que sea de tipo griego, con el cabello negro y, de ser posible,
hermosa. Pero lo que más deseo es que sea buena y cariñosa.
Si todo va bien pienso ir a Atenas en julio. Sin embargo, sólo me casaré con
ella si tiene afición al estudio, pues pienso que una mujer joven y hermosa sólo
podrá amar y respetar a un hombre de edad si tiene afición a la investigación,
actividad en la que él está más versado que ella.
En agosto, cuando llegó a Atenas, todas sus dudas se disiparon. Sofía no sólo era
más bella de lo que parecía en su fotografía, sino que también era sencilla y dulce de
carácter, y podía responder satisfactoriamente al catecismo de Schliemann, en el que se
incluían preguntas tales como:
29
3. EL "TESORO DE PRÍAMO"
Dejando atrás la atalaya y la higuera silvestre azotada por los vientos,
corriendo por el camino de carros, a alguna distancia de la muralla llegaron a los
dos cristalinos manantiales donde nace el voraginoso Escamandro. De uno mana
el agua caliente, y lo cubre un vapor semejante al humo que despide una
hoguera; pero en el otro, incluso el agua que brota en el verano, es tan fría como
el granizo, la nieve o el hielo...
Estos dos "cristalinos manantiales" que con tanto detalle describe Homero,
desconcertaron e intrigaron a todo el que visitó Troya en el siglo XIX, antes de llegar allí
Schliemann. Pues él no fue, ni mucho menos, el primero en buscar la ciudad de Príamo.
Desde el siglo XVIII los habitantes estaban acostumbrados al espectáculo de sabios
europeos sumergiendo termómetros en los manantiales que había en las laderas de la
colina, con la esperanza de encontrar los que describe Homero, pero los resultados nunca
fueron satisfactorios. El único lugar en el que se encontraron dos manantiales con
diferente temperatura fue la aldea de Bounarbashi, e incluso en éstos la diferencia era
sólo de unos grados. No obstante, durante algún tiempo, esta aldea y la rocosa colina de
Bali Dagh, que hay detrás de ella, fueron consideradas como el lugar de la Ilión de
Homero. Bounarbashi está situada en el extremo meridional de la llanura de Troya y las
rocosas alturas que se encuentran detrás sugieren a primera vista el sitio apropiado para
una ciudadela.
Pero había otro lugar posible, la colina de Hissarlik, mucho más cercana al mar, y
desde 1820 varios investigadores apoyaron esta hipótesis, aunque el lugar era mucho
menos espectacular que el elevado Bali Dagh y no contaba con los manantiales "frío y
caliente".
Schliemann que estuvo allí mismo en 1868, Ilíada en mano, se había declarado en
contra de Bounarbashi y en favor de Hissarlik. Pues ¿no había descrito Homero a Aquiles
persiguiendo a Héctor tres veces alrededor de la muralla de Troya, hazaña irrealizable de
haber estado la ciudad encaramada en el borde del Bali Dagh, pero factible de haber
estado situada en Hissarlik?
En cuanto a los manantiales caliente uno y frío el otro, había probado los de
Bounarbashi y encontrado, no dos, sino treinta y cuatro, "todos a una temperatura
uniforme de 62 grados Fahrenheit".
No, el lugar tenía que ser Hissarlik. Allí cerca, en tiempos históricos se había alzado
la ciudad helénica, más tarde romana, de Novum Ilium, "Nueva Troya", de la que todavía
quedaban ruinas. Esta fue la ciudad que construyeron los griegos de las últimas épocas y
los romanos de lo que creían el lugar tradicional de la "sagrada Ilión" de Príamo. El mismo
Alejandro Magno, antes de partir a conquistar el Oriente, había hecho ofrendas en su
templo. La tradición histórica, la geografía, y sobre todo el testimonio de los poemas,
todo combinado, habían convencido al alemán de que la Troya de Homero se encontraba
debajo de Hissarlik. Allí estaba el misterioso montículo que se alzaba cincuenta metros
sobre las escasas ruinas de la cuidad clásica. Otros investigadores habían hurgado en la
superficie, pero ahora, por primera vez, Heinrich Schliemann iba a emprender la
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
excavación en serio.
De septiembre a noviembre de 1871 ochenta trabajadores, bajo la dirección de
Schliemann, abrieron una profunda trinchera frente al escarpado declive septentrional,
cavando hasta una profundidad de diez metros bajo la superficie de la colina. El invierno
le obligó a suspender el trabajo, pero en marzo estaba allí de nuevo con Sofía, y esta vez
aumentó el personal hasta ciento cincuenta hombres, y trajo "las mejores carretillas,
picos y palas inglesas que me habían proporcionado mis buenos amigos John Henry
Schroder &.Co de Londres," junto con "tres superintendentes y un ingeniero para
confeccionar mapas y planos". También construyó, en lo alto de Hissarlik, una casa de
madera con tres habitaciones y una cocina.
Hay que tener en cuenta que cuando Schliemann empezó este trabajo
monumental carecía de toda experiencia que le ayudara, ni podía orientarse por la
experiencia de otros arqueólogos de campo, porque nunca se había intentado nada en
semejante escala. En aquel tiempo no existía ninguna técnica especial de excavación.
Hoy día, el estudiante de arqueología moderno, adiestrado mucho antes de que se le
permita ni siquiera acercarse a una zona arqueológica, en los cuidadosos métodos que
han dejado muy atrás incluso los de Hogarth y Pit-Rivers, se estremece cuando lee algo
sobre los procedimientos utilizados por Schliemann. Su enorme trinchera atravesó los
sucesivos estratos del montículo, y cuando tropezaba con un edificio de fecha
relativamente moderna que impedía el acceso a los niveles más bajos, que eran los
únicos que le interesaban, no se detenía, como habría hecho un excavador moderno, a
tomar fotografías y anotaciones, sino que lo demolía sin dilación.
Más adelante, orientado por Dörpfeld, su joven e inteligente ayudante, aprendió a
ser más paciente y metódico. Sin embargo, aunque sus métodos fueran al principio
burdos, no cabe duda de que su instinto era acertado, pues a medida que se excavaba en
el montículo fue descubriéndose que no había sólo una, sino muchas Troyas, unas
murallas se levantaban sobre murallas anteriores y bajo éstas aparecían otras aún más
antiguas. No habría podido desenterrar una ciudad entera antes de profundizar hasta la
siguiente, y pensando que la Troya que él buscaba, la Troya de Homero, debía
encontrarse muy honda, su único recurso era ir cortando los estratos como quien corta
un pastel de varias capas.
Durante los largos días que trabajó en la trinchera, lo acompañó su joven esposa y
por las noches, en la casita en lo alto del montículo, con sus delicados dedos le ayudaba
a escoger y clasificar los fragmentos de cerámica, ídolos de barro, restos de armas y
herramientas, que habían sido encontrados entre la tierra. La tarea era mucho más difícil,
complicada e ingrata de lo que Schliemann había imaginado. Tampoco les favorecía el
clima. El verano trajo polvo, moscas, y un calor bochornoso. Del tejado de la cabaña se
arrastraban víboras y había que matarlas. Los mosquitos postraron a Heinrich con
malaria, aunque Sofía se libró de esa enfermedad. En invierno ráfagas heladas del norte
"soplaban con tal violencia a través de las grietas de las paredes que por las noches ni
siquiera podíamos encender las lámparas, y aunque teníamos fuego en el hogar, el
termómetro marcaba temperaturas inferiores a cero".
En la primavera de 1873 escribía:
Y se quejaba de
31
los espantosos chillidos de los innumerables búhos que anidan en los
agujeros de mis trincheras. Hay en sus chillidos algo sobrenatural y lúgubre que
resulta insoportable, especialmente de noche.
La vejez había puesto fin a sus días de guerreros, sin embargo, eran
excelentes oradores aquellos consejeros troyanos, sentados allá en la torre, como
cigarras que chirrían alegremente desde un árbol del bosque.
También debían encontrarse en alguna parte las ruinas del palacio de Príamo,
donde habían estado los cofres que guardaban los objetos preciosos que el anciano rey
tomó para rescatar el cuerpo de su hijo.
Pesó también diez talentos de oro para llevarlos, tomo dos refulgentes
trípodes, cuatro calderos y una bellísima copa que le habían dado los tracianos
cuando visitó su país.
¿Pero había entre las murallas que había descubierto alguna con indicios de haber
pertenecido a la inmensa ciudad descrita por el poeta? Sólo las que se encontraban en el
estrato superior, y esto entristecía y desconcertaba a Schliemann, que insistía en que,
por ser la ciudad de Homero tan antigua, debía estar cerca de la base del montículo.
Allí cerca, hacia el noreste, desenterró dos grandes puertas situadas como a seis
metros una de otra, frente a las cuales se alzaba una masa de restos calcinados de un
espesor de dos a tres metros, que Schliemann pensó habían caído de las murallas en
llamas de su Torre Grande, "que en otro tiempo debió de haber rematado las puertas".
El chiquillo impaciente que había en Schliemann se sobrepuso siempre al
arqueólogo sensato. Se había esforzado mucho por encontrar lo que deseaba hallar, y
ahora, después de tres años de laboriosos trabajos, parecía que su fe había sido
justificada. Sin detenerse a comprobar sus deducciones, ni a consultar las opiniones de
otros sabios, anunció al mundo que había descubierto la Puerta Escea y el Palacio de
Príamo.
Muchos de los investigadores profesionales, en especial los alemanes, se habían
opuesto a las excavaciones de Schliemann. Durante más de un siglo, ellos y sus
predecesores habían teorizado, arrellanados en los cómodos sillones de sus estudios,
sobre la localización probable de Troya, pero a ninguno se le había ocurrido ir allí a
excavar. Y de pronto aparecía ese audaz comerciante, sin preparación académica, un
cualquiera, ansioso de publicidad (que como sabios ellos, pretendían odiar) que sin
método y precipitadamente derribaba sin piedad restos de edificios clásicos en una
alocada búsqueda de una ciudad que, probablemente, sólo había existido en la
imaginación de un poeta. Y lo que todavía era peor, su ingenua creencia en la
autenticidad histórica de Homero le había inducido a anunciar que había encontrado el
palacio de Príamo, un rey de cuya existencia histórica no había la menor prueba. Aquello
no era una labor de investigación, sino periodismo sensacionalista. Las plumas
académicas estaban mojadas en vinagre. Schliemann, a pesar de su aparente triunfo, se
sentía en el fondo desalentado por estos ataques. En mayo escribió a su hermano:
Hemos estado excavando aquí durante tres años con ciento cincuenta
obreros... hemos sacado 250.000 metros cúbicos de escombros, habiendo
33
rescatado de las profundidades de Ilión todo un excelente museo de
antigüedades muy notables. Sin embargo, ahora nos sentimos muy cansados y
puesto que hemos logrado nuestro propósito y realizado el gran ideal de nuestra
vida, el 15 de junio daremos por terminados nuestros trabajos en Troya.
Por fin, cuando el último objeto había sido colocado en el chal rojo de Sofía, los dos
descubridores, sintiéndose como niños desobedientes haciendo una travesura, se
encaminaron con fingida despreocupación hasta su casita en lo alto del montículo,
cerraron la puerta con llave, y extendieron ante ellos el tesoro.
Lo más bello de todo, sin comparación, fueron dos magníficas diademas de oro. La
más grande consistía en una finísima cadena de oro, para rodear la cabeza, de la que
colgaban setenta y cuatro cadenas cortas, y otras dieciséis más largas, cada una hecha
de láminas diminutas de oro, en forma de corazón. La orla de cadenas más cortas
descansaba sobre la frente que adornara; las cadenas más largas, rematada cada una de
ellas con un pequeño "ídolo troyano", colgaban hasta los hombros, quedando así el rostro
enmarcado en oro (véase lámina 2, derecha). La segunda diadema era semejante, pero
las cadenas estaban suspendidas de una estrecha banda de oro, y las cadenas de los
lados eran más cortas, sin duda con el propósito de cubrir solamente las sienes. Sólo en
la primera diadema había 16.353 piezas distintas de oro que consistían en anillos
diminutos, dobles anillos y hojas en forma de lancetas. En ambos objetos la elaboración
era fina y delicada.
Encontraron también seis pulseras de oro, una botella de oro, una copa de oro que
pesaba 601 gramos, una copa de ámbar y una vasija grande de plata que contenía,
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
además de las diademas, sesenta pendientes de oro, 8.700 sortijas pequeñas de oro,
prismas perforados, botones de oro y otros adornos. Vasos de plata y de cobre y armas
de bronce completaban el tesoro.
Pero Schliemann no podía apartar los ojos de las resplandecientes diademas. El
comerciante de cincuenta años que, desde niño, había soñado con tesoros troyanos,
permaneció sentado acariciando con los dedos las cadenas de oro, mientras la hermosa
muchacha griega que era su esposa lo contemplaba. Sofía tenía entonces veinte años y
su morena belleza había alcanzado la madurez: la joven parecía en aquel momento la
personificación de la "Helena de los blancos brazos" por la que los griegos y troyanos
habían entablado una cruel guerra cerca de aquel mismo lugar. ¿No sería todo aquello el
tesoro de Príamo? Así volaba su imaginación mientras, temblando de emoción, colocaba
sobre la frente de su mujer las resplandecientes diademas que él, en aquel momento,
creía habían adornado en otros tiempos a la misma Helena.
A partir de entonces, por mucho que los sabios se burlaran, Schliemann quedó
convencido de que Homero lo conduciría a los tesoros del mundo prehelénico.
37
4. “LA ÁUREA MICENAS”
EL CENTINELA:
Así empieza Agamenón, la gran tragedia de Esquilo, sin duda uno de los comienzos
más dramáticos jamás imaginados por un dramaturgo. Desde su atalaya en lo alto de la
ciudadela de Micenas, el cansado centinela contempla el valle en sombra, el mar y las
lejanas montañas. Espera que en aquellas cumbres distantes aparezca el resplandor de
los fuegos con los que los griegos han quedado en anunciar a los suyos la caída de la
remota Troya.
Aunque Esquilo escribió en la época clásica de Grecia, en el siglo V a. C., tomó sus
temas del ciclo épico antiguo que se mencionó en el primer capítulo, y en especial del
ciclo conocido con el nombre popular de “Los Retornos”, en el que se describen las
aventuras de los héroes aqueos durante el regreso a sus patrias después del saqueo de
Troya. De estos “Retornos” el más famoso fue el de Agamenón, “Rey de Hombres” y
Señor de Micenas, que fue asesinado a traición por su reina Clitemnestra y Egisto, su
amante. Advertida por el centinela del regreso de su dueño y señor, dispuso la muerte de
Agamenón, en venganza por el sacrificio de su hija Ifigenia a los dioses para conseguir
vientos favorables en la travesía a Troya. A su regreso, el confiado rey y sus compañeros
1 Agamenón y Menelao eran hijos de Atreo, por lo que se les solía llamar los “Atridas”. El “Atrida”
a que se hace referencia aquí es Agamenón.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
fueron asesinados en un banquete, aunque hay también una versión en la que se relata
que Clitemnestra mató a Agamenón en el baño.
En los tiempos de los griegos de épocas más recientes y de los romanos, cuando
los antiguos poemas épicos eran considerados no como leyendas sino como historia
autentica, se tenía la certeza de que Micenas había sido el lugar de los asesinatos.
Aunque ya casi todo estaba en ruinas, todavía se mantenían en pie las murallas
"ciclópeas" y las enormes tumbas "colmena" vacías, que alguno que otro viajero griego o
romano visitaba de cuando en cuando, como por ejemplo, el historiador griego Pausanias,
que vivió en el siglo II a.C., y vio Micenas, dejando una descripción de la que se reproduce
a continuación una parte:
Hace unos días encontró un muro superpuesto sobre otro y quiso demoler
el de arriba. Yo se lo prohibí y desistió. A la mañana siguiente, cuando yo no
estaba allí, ya lo había hecho quitar, dejando el muro inferior al descubierto.
Cuando el ephor se quejó a Sofía, ésta le dijo secamente que su marido era un
hombre entendido que sabía lo que estaba haciendo; que él, Stamatakis, no lo era y que
lo mejor que podía hacer era callarse. Contrató a más trabajadores, en contra de lo
acordado con la Sociedad y esto hizo que el trabajo avanzase más rápidamente, al mismo
tiempo que impedía que Stamatakis pudiera vigilar todo lo que se estaba haciendo
simultáneamente. Las cartas de este último se hicieron cada vez más angustiadas:
Si encontramos vasos griegos o romanos, los mira con desagrado y los deja
caer... A mí me trata como si fuera un bárbaro... Si el Ministerio no está contento
conmigo, ruego que se me retire de este destino.
Los rostros de los hombres estaban cubiertos con máscaras de oro, y sobre
el pecho tenían petos de oro. De las mujeres, dos tenían bandas de oro sobre la
frente, y otra una magnífica diadema de oro. Los dos niños estaban envueltos en
lámina de oro. Junto a los hombres estaban tendidos en el suelo sus espadas,
puñales, copas para beber, de oro y de plata, y otros utensilios. Las mujeres
tenían a su lado sus cajas de tocador de oro, alfileres de diversos metales
preciosos, y sus vestidos estaban adornados con discos de oro decorados con
abejas, jibias, rosetas y espirales... Desde luego este fue uno de los
descubrimientos arqueológicos más ricos de todos los tiempos.
Rico era ciertamente, pero lejos de ser bárbaro en su magnificencia. Más notable
que la simple abundancia del precioso metal, era el arte supremo que revelaban los
tesoros: un arte de tal vigor y madurez que debía ser el producto de una civilización
establecida hacía largo tiempo. Entre los objetos más bellos figuraban dos hojas de
puñales de bronce, incrustadas en oro, con dibujos tallados. En una se representaba la
caza de un león, con la bestia herida haciendo frente a un grupo de lanceros con
inmensos escudos en "forma de ocho". En la otra se veía, estilizada, una escena a la orilla
de un río, probablemente el Nilo: unos gatos salvajes escondiéndose entre los papiros
que crecen junto al sinuoso río, mientras arriba baten las alas unos pájaros asustados. En
ambas hojas de puñal el artista había demostrado una espontánea maestría en la dispo-
sición de sus complicados dibujos en un espacio tan estrecho, y el trabajo de incrustación
de oro era soberbio.
Además de estas hojas había otras igualmente bellas entre las que figuraban una
hoja de una espada de bronce con caballos corriendo y una hoja de puñal con leones, y,
en el reverso, azucenas de oro y ámbar. Las empuñaduras estaban ricamente
ornamentadas con oro laminado y fijadas a la hoja del puñal con remaches también de
oro.
En las sepulturas de las mujeres había diademas de oro decoradas con intrincadas
combinaciones de círculos, espirales y motivos convencionales en relieve; había también
hojas de oro dispuestas en forma de estrella (para adornar los vestidos), brazaletes,
pendientes, horquillas y diminutas figuras humanas y de animales, en oro. Abundaban las
cuentas y las sortijas de sello con miniaturas de mujeres de cintura estrecha, con elabo-
rados peinados y luciendo amplias faldas de volantes, parecidas a las crinolinas de la
época victoriana, aunque aquí cesa la semejanza, pues los corpiños ajustados de las
mujeres dejaban los pechos al descubierto.
Todos estos objetos preciosos habían permanecido ocultos, enterrados en aquella
árida ladera, durante treinta siglos, incólumes a pesar de los estragos de cinco
conquistas. Los dorios, los romanos, los godos, los venecianos y los turcos habían
llegado, y después de permanecer allí durante algún tiempo, se habían marchado. Pero
Micenas había guardado su secreto durante 3500 años.
Al hacer el descubrimiento, Schliemann no se dio cuenta de la verdadera
antigüedad de estos objetos. Para él eran indiscutiblemente homéricos, la justificación
triunfante de su fe. Fue un momento de emoción suprema que le proporcionó una
indecible satisfacción.
5 En su Mycenae.
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Por vez primera desde que los argivos la capturaron en el año 468 a. C. —
escribió—, la Acrópolis de Micenas tiene una guarnición cuyas hogueras,
vislumbradas en las noches desde toda la llanura de Argos, traen a la memoria
los vigías que acechaban el regreso de Troya del rey Agamenón y la señal que
avisó de su llegada a Clitemnestra y a su amante. Pero ahora la causa de la
ocupación por soldados es de un carácter pacífico, pues se trata simplemente de
infundir temor entre las gentes del campo e impedir que hagan excavaciones
clandestinas en las tumbas.
Las descripciones que hace Homero de escudos para los que no se encontraba
paralelo en la época clásica, ni tampoco en tiempos de Homero (900-800 a. C.) habían
intrigado a generaciones de eruditos. Ahora se les veía representados por primera vez.
Luego, en la Tumba IV, encontró Schliemann una copa de oro de una forma
extraordinaria. Tenía pie y dos asas con dos palomas, una enfrente de otra. Desde el
arranque inferior de cada asa una pieza lateral plana se unía con la base redonda.
Enseguida el investigador recordó la descripción de la copa de oro en la que el anciano
Néstor escanció el uno pramnio para Macaón y para él mismo (Ilíada, Libro XI):
Tenía cuatro asas. Cada una con un doble pie y, en lo alto, una frente a
otra, dos palomas comiendo.
Las discusiones sobre la "Copa de Néstor" han continuado hasta hoy día. El
paralelo es notable y, sin embargo, hay diferencias importantes, por ejemplo, la copa que
describe Homero tiene cuatro asas y es mucho más grande. Pero para Schliemann se
trataba de la copa del viejo caudillo pílico (lámina 11, derecha).
El paralelo más notable de todos, que ni el más escéptico puede negar, se
encuentra en el casco de colmillos de jabalí. En la Tumba IV se encontraron sesenta
dientes de jabalí, "todos los cuales tienen un lado cortado perfectamente plano y dos
agujeros que debieron de servir para sujetarlos a otro objeto, quizás a los jaeces de los
caballos. Pero en la Ilíada vemos que también se usaban en los cascos". Más tarde,
Schliemann y otros arqueólogos encontraron muchos más ejemplares de estos
ornamentos y también pequeñas placas de marfil con guerreros tocados con cascos
(probablemente de cuero o piel) cubiertos con piezas hechas de colmillos de jabalí,
Desde luego, Schliemann tuvo que reconocer que había encontrado muchas cosas
jamás mencionadas por Homero. Entre ellas figuraban tres objetos característicos, que
aunque Schliemann no hace sino enumerarlos entre otros, resultaron de gran importancia
en relación con descubrimientos posteriores en Creta. Por lo tanto los mencionaré aquí
brevemente. Primero, en la Tumba IV, Schliemann encontró:
Una cabeza de vaca7 de plata, con dos largos cuernos de oro... Adornando
la frente tiene un sol de oro, magníficamente decorado, con un diámetro de 5.5
centímetros (lámina 7)... Se encontraron también dos cabezas de vaca con una
chapa de oro muy delgada... que tenían una doble hacha entre los cuernos.
El tercer tipo de objetos y el más numeroso eran sellos; unos en forma de sortijas
de sello, otros como cuentas planas de piedras semipreciosas (algunos eruditos las
llaman "gemas"), grabadas a menudo en entallo con diminutas escenas de gran
animación. Fueron principalmente estas escenas las que proporcionaron a Schliemann y
a otros excavadores posteriores, una idea de la vida de este pueblo de la antigüedad.
Algunas de las escenas eran manifiestamente religiosas, otras de cacería y de batallas.
Ya hemos citado la descripción de Schliemann de una de estas escenas en las que se
representan los escudos que cubren todo el cuerpo. Aquí describe otro sello, en el que
cree ver la lucha entre Héctor y Aquiles, según el Libro XXII de la Ilíada:
Noche tras noche, cuando las excavaciones de la jornada habían terminado y las
hogueras de los soldados resplandecían sobre la Acrópolis micénica, Heinrich y Sofía se
dedicaban a estudiar atentamente los descubrimientos del día, pesando las macizas
copas de oro, admirando las vasijas de plata, alabastro y faenza, escudriñando con lupas
aquellas fascinantes y enigmáticas escenas en los sellos de piedra, esforzándose por
comprender aquel mundo muerto hacía tanto tiempo y que ellos habían vuelto a
descubrir.
Para Schliemann no cabía duda de que el mundo que había descubierto era el de
Homero, el mundo de la Ilíada. ¿Acaso no había descubierto las tumbas de Agamenón,
Casandra, Eurimedón y sus compañeros, muertos por Egisto en el banquete fatal? ¿Quién
podía dudarlo? Eurimedón había sido auriga; sobre la estela de la sepultura estaban
representados unos carros. Pausanias, el historiador, había mencionado cinco tumbas,
Schliemann había encontrado cinco tumbas. Se decía que Casandra había dado a luz
gemelos que fueron muertos con su madre; en una de las tumbas se encontraron los
cuerpos de dos niños, envueltos en oro.
En este estado de fe ciega Schliemann excavó la quinta, y para él, última, tumba. 8
Y allí, al igual que en Troya, encontró lo que tan ardientemente deseaba encontrar. Tres
cuerpos masculinos yacían en la tumba, con petos de oro sobre el pecho y máscaras de
oro sobre el rostro, y junto a ellos, sus armas ricamente incrustadas. Cuando quitó la
máscara del rostro del primer hombre, la calavera se desmoronó con el contacto del aire,
lo mismo ocurrió con el segundo cuerpo.
Schliemann levantó la máscara del suelo y la besó, y aquella noche, mientras por
toda la Argólide se extendía como un reguero de pólvora la noticia de que se había
encontrado el cuerpo bien conservado de un hombre de la edad heroica, el descubridor
se sentó y escribió un telegrama al rey de Grecia, que decía:
8 Después de marcharse Schliemann, Stamatakis descubrió y excavó una sexta tumba, que
contenía dos cuerpos.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
Mecklemburgo hasta la hora cumbre de su vida en la ciudadela de los Atridas. Al describir
sus sucesivos descubrimientos he tratado de ser fiel a su interpretación personal de ellos
y de verlos como él los vio, y no como ahora los consideramos nosotros a la luz de
posteriores conocimientos. Pero este libro es la historia de un viaje en busca de la verdad
y, Schliemann, como todos los exploradores, se extravió a veces. Por lo tanto, ha llegado
el momento de hacer nuestro primer alto para contemplar el camino ya recorrido, y las
colinas que todavía tenemos que cruzar. Hemos visto a Micenas a través de los ojos de
Schliemann. Ahora vamos a verla con los nuestros.
Por consiguiente, volvamos a nuestros días, al espacio cubierto de grava en frente
a "La Bella Helena", en la mañana después de mi llegada. En un banco, junto a un
pimentero achaparrado, está sentado Orestes, mirando hacia el valle de Argos, de donde
la brisa trae un leve olor marino. Y delante se extiende el estrecho y tortuoso camino a
Micenas.
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5. PAUSA PARA REFLEXIONAR
Aunque todavía estábamos en febrero, la mañana era clara y soleada. En el aire
impregnado del aroma del tomillo vibraba el tintineo de los cencerros de las ovejas. En
uno de los recodos del camino me encontré con un corro de pastorcillos embutidos en
andrajosos chaquetones procedentes del Ejército americano, bailando solemnemente al
son de un caramillo.
Delante se alzaban las colinas gemelas del Monte Zara y el Monte Hagios Elias,
recortadas contra el cielo azul, en Hagios Elias los arqueólogos han encontrado restos de
una atalaya micénica, probablemente aquella desde donde el vigía apostado por
Clitemnestra divisó las señales de fuego. Entre las dos cumbres podía verse la colina más
baja en la que se encontraba la ciudadela, su aspecto desde aquella distancia me dejó
algo decepcionado. Había esperado ver grandes murallas resaltando contra una tierra
verde, pero aquello no era precisamente el Castillo Gaillard ni Ludlow, aquí no había
suaves praderas sino una piedra caliza desnuda. A través de la delgada envoltura
asomaban los huesos de la colina, y la hierba primaveral no era sino un velo verde sobre
el gris, de modo que desde lejos las murallas y las rocas se fusionaban.
Pero de cerca todo causaba maravilla. A la izquierda del camino, donde da vuelta
un contrafuerte del valle, se abre en la ladera de la colina una enorme puerta de piedra,
de tres veces la estatura de un hombre, a la que se llega por un profundo corte, cuyos
lados eran de mampostería finamente labrada. Gracias a la abertura triangular sobre la
puerta la reconocí enseguida como la más grande de las tumbas "tholos" o "colmena", la
famosa "Cámara del Tesoro de Atreo". Penetrando por el corte, llamado "dromos", me
detuve bajo la enorme puerta y levanté la vista al dintel.
Tallado de un solo bloque de piedra caliza, pesa 120 toneladas. Cinco hombres
altos, tendidos en línea recta con los talones de uno junto a la cabeza del siguiente
apenas alcanzaron a abarcar toda su longitud. Tiene un ancho de casi cinco metros, y un
espesor de un metro. Sin embargo, de alguna manera los micenios habían logrado
colocarlo sobre las jambas de piedra sin grúas ni gatos, acoplándolo con precisión al
lugar donde ha permanecido más de tres mil años (lámina 1).
El interior de la tumba, fresco y oscuro, era como una cueva circular de muros lisos
formados por hileras circulares de bloques perfectamente labrados cuyo diámetro va
reduciéndose, cuanto más altas están, formándose una especie de inmensa colmena.
Esta gran cámara tiene un diámetro de cerca de 15 metros al nivel del piso, y más de
13.5 metros de altura. En el interior se tiene la impresión de que es todavía mayor.
Dentro y cerca del valle hay un gran número de estas tumbas "tholos", aunque en la
mayoría el techo se ha derrumbado y ninguna está tan perfectamente conservada como
ésta. Pausanias y otros escritores clásicos las llamaban "cámaras de tesoro", creyendo
que los antiguos señores de Micenas guardaban allí sus riquezas. Pero debido a otros
enterramientos encontrados en tumbas semejantes, en otras regiones de Grecia, ahora
se sabe que eran tumbas comparables a las pirámides de Egipto. Y aunque Sir Arthur las
juzgó más antiguas que las tumbas de fosa vertical, las excavaciones realizadas por el
profesor Wace y otros han demostrado definitivamente que son posteriores,
correspondiendo en realidad, a la época comprendida entre los años 1500 y 1300 a. C.
Antes de ir a Grecia había leído el libro del profesor Wace, recientemente
publicado, fruto de muchos años de paciente estudio y excavaciones en un lugar que
indudablemente ama, por lo cual ya empezaba yo a sospechar que su cariño por aquel
sitio debía de haberle llevado a elogiar con exceso sus monumentos. Pero ahora me
convencía de que todo el que penetra en este magnifico edificio no puede menos de
aprobar sus juicios sobre el desconocido arquitecto.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
Ante todo, hay aquí un plan definido que demuestra que antes de labrar
una sola piedra o comenzar a excavar, una experta inteligencia había
considerado los problemas planteados, encontrándoles solución. El plan de la
tumba revela una idea clara y una intención definida así como una atrevida
imaginación. Además denota que el autor del proyecto había estimado pesos,
empujes y esfuerzos, habiendo tomado las medidas necesarias para resistirlos. La
función del tremendo dintel de 100 toneladas, el sistema de juntas oblicuas en el
umbral, la precisión del edificio, todo, en fin, demuestra un notable intelecto. Este
maestro desconocido de la Edad de Bronce, que proyectó y construyó la “cámara
del Tesoro de Atreo”, merece figurar entre los grandes arquitectos del mundo.
A lo cual quiero contribuir con una observación personal que quizás sea de interés.
Durante mis viajes por Egipto y el Cercano Oriente me había familiarizado con muchas
construcciones antiguas, de modo que casi automáticamente había acabado por
considerar como oriental cualquier estructura grande anterior al año 1000 a. C. Pero aquí,
en suelo europeo, casi mil años antes que el Partenón, alguien había producido un
edificio grande en concepción, soberbio en lo que se refiere a la construcción de
armoniosas proporciones y, a mi juicio, inconfundiblemente europeo en espíritu.
Volviendo al camino, trepé hacia la Ciudadela. Al acercarme, las murallas se
distinguían ya más claramente, y con viva emoción comprendí que no iba a quedar
decepcionado. De cerca, la colina en que se alza la Acrópolis es mucho más escarpada de
lo que parece a distancia, sobre todo por el este. Las murallas de la fortaleza, que
llamaron "ciclópeas", pues creían que sólo los cíclopes (gigantes) pudieron haberlas
construido, casi circundan la cumbre de la colina, como el recinto de un castillo medieval.
Pocos espectáculos hay en el mundo tan impresionantes como estos oscuros baluartes
construidos con bloques sin labrar y sin argamasar, tan grandes y pesados, que treinta
siglos de viento, lluvia, terremotos, batallas y saqueos no han acabado de derrumbar. Ahí
se alzan interrumpidos del lado occidental por la orgullosa Puerta de los Leones, a través
de la cual pasaron Agamenón y sus hombres camino de Troya. Entonces, como ahora,
soplaba el viento del mar, azotando las crestas de los cascos de los guerreros cuando
descendían por el sinuoso valle hacia las embarcaciones, mientras las mujeres los
miraban marchar.
Sobre el gran portal cuadrado, con su enorme dintel de piedra monolítica, dos
leones rampantes, sin cabeza, pero todavía magníficos, soportan un pilar central. Quizás
fuera esto un símbolo sagrado de la Magna Madre Tierra, diosa de la fecundidad y fuente
de toda la vida. Estos leones son el monumento estatuario más antiguo de Europa
(lámina 3). Pasando por la puerta, sobre el umbral desgastado por las ruedas de los
carros, subí por la empinada rampa de la izquierda, que tuerce hacia arriba en dirección a
la cumbre de la Acrópolis. Después de unos cuantos metros me detuve y miré hacia
abajo, al espacio a mi derecha, entre la rampa y la muralla occidental de la fortaleza.
Inmediatamente debajo de mí quedaban seis fosas cuadradas abiertas, rodeadas por un
círculo de losas de piedra derechas de una altura de varios metros. Contemplaba las
sepulturas descubiertas por Schliemann y Stamatakis hacía cerca de ochenta años.
Donde en otros tiempos descansó la realeza de la "Áurea Micenas" crecían la hierba y las
flores silvestres primaverales (lámina 4).
Después de haber trepado trabajosamente sobre unos muros bajos y cruzado
estancias, con el cielo por techo y obstruidas por carrascales y esfódelos, me encontré en
el extremo oriental de la fortaleza, donde desde un arco en la recia muralla se dominaba
el estrecho valle. Desde este lugar ineludiblemente muy apropiado para una atalaya, el
centinela micenio tenía una magnífica vista del valle y del mar. Sólo un pueblo guerrero
pudo haber escogido un lugar semejante: por un lado las empinadas laderas rocosas de
la cañada la hacían inexpugnable y por los otros, las inmensas murallas debieron de ser
49
infranqueables en aquellos tiempos en que las armas más poderosas eran las lanzas y las
flechas (lámina 6, izquierda). ¿Cómo, me preguntaba, podía tomarse un lugar semejante?
Quizás por sorpresa o traición, como en el caso de Troya. Pero bien aprovisionada podía
haber resistido un sitio prolongado.
Agua no faltaba. La cisterna secreta de la que la guarnición micénica se abastecía
de agua está todavía allí, y, aparte de la Puerta de los Leones, este depósito subterráneo
es lo que más impresionaba en la fortaleza de Agamenón. Encontré la entrada en el lado
norte, no lejos de la "poterna", una entrada más pequeña que la Puerta de los Leones,
utilizada probablemente por los guerreros al salir a hacer una batida. En este lado, donde
los centinelas paseando por las murallas veían hacia el norte el paso que conducía a
Corinto, llegué a un arco en triángulo desde el cual arrancaban unas empinadas escaleras
que descendían, penetrando en la tierra (lámina 6, derecha). Primero cruzaban la enorme
muralla oblicuamente, hasta salir fuera, quedando bajo tierra. Después de un corto
trecho horizontal, el pasaje doblaba en ángulo recto hacia el oeste y descendía unos
veinte escalones más hasta que volviendo a doblar en el sentido contrario al que había
estado siguiendo, se hundía aún más con una fuerte pendiente. El pasaje allí estaba
húmedo y oscuro como boca de lobo, y conté más de sesenta escalones mientras
tanteaba el camino hacia abajo. Ya cerca del fondo encendí unas ramas y cuando
prendieron las llamas vi las brillantes paredes arqueadas del túnel, y a mis pies, un pozo
cuadrado de piedra lleno hasta el borde de agua clara.
Esta cisterna, de cerca de seis metros de profundidad, era la provisión secreta de
agua de la guarnición que podían utilizar durante todo el tiempo que estuvieran sitiados.
El agua llega por cañerías de barro de la misma fuente Perseia que el viajero griego
Pausanias vio hace 1700 años, pero la cisterna y el túnel que conduce a ella, según los
cálculos del profesor Wace, existía hacía ya 1500 años cuando Pausanias estuvo aquí. Y
la misma fuente que abastecía a los micenios todavía suministra agua a la aldea
moderna de Charvati.
De vuelta en la superficie, trepé todavía más alto, por empinados senderos
tortuosos, dejando atrás las ruinosas murallas, hasta llegar, sin aliento, al punto más alto,
donde se alzaba el Palacio, del cual, desgraciadamente, todo lo que en realidad queda
son unos cuantos muros del gran salón o megarón. El resto ha ido cayendo por las
laderas de la colina. Sin embargo, se pueden distinguir los cimientos del Patio Exterior, en
un lado del cual estaba el pórtico de la entrada que conducía al megarón. Los lectores de
la Odisea recordarán que cuando Telémaco va a visitar a Menelao para pedir noticias de
su padre, duerme bajo el pórtico:
Aquí, serena,
junto a mi obra estoy. Yo, no lo niego,
yo, de modo lo hice que a mis manos
no pudiera escapar. Red sin salida,
red fatal de opulenta vestidura,
cual peces coge el pescador, cogióle...
Éste es Agamenón, este es mi esposo.
¡Sí, que él es, pero muerto, y a mis manos!
¡Obra de hábil artífice! — Y he dicho.
¿Acertó Schliemann al afirmar que los cuerpos en las tumbas de fosa vertical eran
los de Agamenón y sus compañeros? Parece que no. Suponiendo que Agamenón fuera un
personaje histórico, habría vivido alrededor de 1180 a. C., fecha tradicional de la Guerra
Troyana (que la arqueología ha confirmado posteriormente). Pero ahora se sabe que los
entierros en tumbas de fosa vertical eran mucho más antiguos, correspondiendo
aproximadamente a la época comprendida entre los años 1600 y 1500 a. C. Sabemos
esto porque los descubrimientos posteriores a Schliemann, en multitud de antiguos
51
centros "micénicos" de Grecia y de las islas, han permitido a los investigadores
establecer un sistema de determinación de fechas basado en la comparación de tipos de
cerámica. Sería muy largo explicar con detalle cómo se hace esto, pero aun corriendo el
riesgo de incurrir en una simplificación excesiva, voy a intentar explicar el procedimiento
en pocas palabras lo mejor posible.
Como veremos más tarde, parece que Micenas fue el centro de un imperio que se
extendía sobre una gran parte del mar Egeo y se han descubierto muchos centros
micénicos y protomicénicos. Donde un lugar ha estado habitado largo tiempo es fácil
seguir el desarrollo de una cultura estudiando la cerámica y otros objetos encontrados en
capas sucesivas, considerándose, como es natural, la más profunda como la más antigua,
y la más alta la más reciente. Por ejemplo, si un tipo especial de cerámica se encuentra
siempre dentro del mismo estrato, en docenas de lugares distintos, y nunca aparece en
estratos superiores o inferiores, no cabe duda de que pertenece a un mismo período
cronológico. ¿Pero cómo es posible atribuir una fecha a determinado período, si los
habitantes de la Grecia prehistórica no dejaron inscripciones con fechas que
conozcamos? Por fortuna para la arqueología parte de esta cerámica antigua del Egeo fue
a parar a las tumbas egipcias, cuya fecha sí se conoce. Una vez establecida la fecha de
determinadas capas por la presencia de cerámica encontrada en tumbas egipcias de
fecha conocida es posible atribuir fechas, con bastante exactitud, a los objetos
encontrados entre capas de antigüedad conocida, o encima o debajo de ellas. Pero aun
así, no se ha podido fijar fechas con tanta precisión como en la cronología egipcia.
Pero el error de Schliemann se comprobó mucho antes de que se adoptara este
sistema de determinar fechas. El que lo descubrió fue su ayudante, el brillante joven
profesor Dörpfeld, que tanto hizo por introducir métodos más científicos en las últimas
excavaciones de Schliemann. El error podía haberlo descubierto el mismo maestro de no
haber tenido un deseo tan apasionado de demostrar que los cuerpos habían sido
enterrados todos al mismo tiempo. Schliemann había encontrado los cadáveres tendidos
sobre lechos de grava en el fondo de las fosas, cubiertos con una masa de arcilla y
piedras, que él, como era natural, supuso habían sido arrojadas dentro de las sepulturas
después de los entierros. "Los lados de las tumbas estaban forrados con una pared de
pequeñas piedras de cantera y arcilla, que se había conservado hasta alturas variables,
en la quinta tumba todavía llegaba hasta una altura de 2.35 metros", escribe
Schuchhardt. "Varias losas de pizarra estaban apoyadas contra esta pared. Otras se
encontraban tendidas, atravesadas o inclinadas sobre los cuerpos. El Dr. Schliemann
creyó que se trataba del revestimiento de las paredes de arcilla".1 Estas losas de pizarra
habían de tener gran importancia más tarde.
Los cuerpos yacían a pocos metros unos de otros, cada uno cargado y rodeado de
armas y ornamentos. Todos, según razonó Schliemann, fueron enterrados al mismo
tiempo, puesto que habría sido imposible cavar a través de la tierra superpuesta para
introducir un nuevo cuerpo, sin estorbar a los enterrados anteriormente, lo cual parecía
bastante lógico.
Pero en una de las tumbas, Schliemann encontró unos objetos descritos por él
como "cajitas de una fuerte lámina de cobre", rellenas de madera bastante bien
conservada y todo ello unido con recios clavos de cobre. No podía imaginarse qué podían
haber sido, y por fin sugirió que tal vez se utilizaran como apoyo para la cabeza. Fueron
llevadas al museo de Atenas con el resto de los tesoros.
Años más tarde, cuando Dörpfeld estaba ya trabajando con Schliemann, el joven
empezó a reflexionar sobre el problema todavía no resuelto de las tumbas de fosa
vertical. ¿Correspondían los cuerpos a un entierro simultáneo, a los entierros sucesivos
de una dinastía? Leyó y releyó las descripciones hechas por Schliemann de las tumbas tal
Fue en este último período cuando los micenios construyeron las murallas
ciclópeas con la Puerta de los Leones y la Poterna. Al mismo tiempo el cementerio de los
reyes primitivos, tenidos en gran veneración, fue rodeado con el círculo de losas que
Schliemann tomó equivocadamente por el ágora. Se aplanó el terreno y dentro del círculo
3 El descubrimiento más trascendental desde la época de Schliemann tuvo lugar en 1952. Véase el
Apéndice.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
se colocaron las losas sepulcrales con el altar circular en forma de pozo por el cual podía
verterse la sangre de los sacrificados para los héroes enterrados abajo. Al igual que en
Egipto, es probable que se hicieran ofrendas a los muertos ilustres en forma regular. Más
tarde, cuando la ciudadela cayó en ruinas, la tierra que se desprendía de las laderas fue
cubriendo poco a poco el círculo de tumbas y las piedras conmemorativas con sus
aurigas esculpidos, ocultándolos a los ojos curiosos durante más de treinta siglos.
¿Queda algo que apoye la creencia de Schliemann de que la civilización micénica
fue la que describió Homero? Sí y no.
Los argumentos basados en el escudo en "forma de ocho", el casco de colmillos de
jabalí, el uso de las armas de bronce y quizás también la "copa de Néstor" todavía se
aceptan y efectivamente son irrefutables. Incluso la objeción de que algunos de los
escudos de Homero son redondos puede ser refutada por los que apoyan el origen
micénico de los poemas. Es cierto que los escudos que aparecen en los puñales
encontrados en las tumbas de fosa vertical son grandes y tienen forma de ocho. Sin
embargo, en los restos de una casa micénica de una época posterior, cerca de la Puerta
de los Leones, se encontró el fragmento de un vaso, el famoso Vaso del Guerrero, que
demuestra claramente que los soldados micénicos usaban escudos redondos más
pequeños, con un entrante en la parte inferior. Se cree que este vaso pertenece al siglo
XIII a. C., cuando tuvo lugar la Guerra Troyana. Por lo tanto, los que apoyan esta teoría
afirman que los escudos redondos mencionados por Homero no demuestran por sí
mismos que el poeta viviera durante la época postmicénica.
Sin embargo, incluso Schliemann tuvo que reconocer que en la vida micénica
había muchos elementos muy distintos de las costumbres descritas por Homero. Citemos
unos cuantos ejemplos: los micenios enterraban a sus muertos, los héroes homéricos los
quemaban. Los micenios eran un pueblo de la Edad de Bronce, Homero conocía el hierro.
Las espadas de bronce micénicas están diseñadas para herir con la punta, las espadas
homéricas tienen hoja afilada para asestar tajadas.
Con el tiempo, incluso el mismo Schliemann se vio obligado a reconocer que el
Homero que compuso la Ilíada no pudo haber vivido durante los años de la Guerra
Troyana. Sin embargo, había iniciado una controversia que iba a durar más de medio
siglo, y que, aunque con menos pasión, persiste todavía. Las prensas de Europa han
producido centenares de libros y artículos en diversos idiomas y los sabios riñen sus
batallas verbales con la misma energía que Aquiles y Héctor mismos.
Pero el verdadero significado de Micenas y de los descubrimientos que poco
después siguieron en Tirinto no reside en sus analogías con los poemas homéricos. El
comerciante de añil convertido en investigador había abierto un mundo nuevo a la
arqueología. Los historiadores, acostumbrados al prudente escepticismo de Grote,
supieron de pronto que había existido en suelo europeo una civilización altamente
desarrollada, mil años más antigua que la griega, y que además no se limitaba a Micenas.
Los arqueólogos que investigaron otras zonas en el continente y en las islas hicieron un
importante descubrimiento. En la mayor parte de los lugares que según Homero enviaron
contingentes a la Guerra Troyana, y que por lo tanto fueron centros políticamente
importantes, lugares tales como Tirinto, Orcómeno, Lacedemonia, Amyclae, había restos
de poblados micénicos. El catálogo de barcos en la Ilíada presenta un cuadro bastante
fiel de la estructura política y militar de Grecia en los tiempos micénicos. En cierto modo
resultaba exasperante. Por una parte Homero parecía traicionar a sus devotos, por otra
los apoyaba magníficamente.
Poco a poco, el aspecto homérico de la cuestión fue perdiendo importancia a
medida que nuevas excavaciones daban a conocer la extensión y la duración que había
tenido esta antigua cultura ¿Pero quiénes eran estas gentes? ¿De dónde venían? ¿Qué
podía averiguarse sobre su religión y sus costumbres? ¿Tenían algún sistema de escritura
55
y sería posible descifrarlo? ¿Cuáles eran sus relaciones con los otros pueblos me-
diterráneos?
He aquí algunas de las preguntas a las que arqueólogos e historiadores tuvieron
que dedicarse durante los años siguientes. Algunas han quedado sin contestación. A
otras pueden darse respuestas parciales, que trataré de resumir al final de este libro.
Pero por el momento vamos a retroceder para volver a tomar el hilo de la historia de
Schliemann después de sus glorias micénicas, ya que él mismo siguió haciendo
descubrimientos antes de que otros se encargaran de continuar la tarea.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
6. "AQUÍ EMPIEZA UNA CIENCIA ENTERAMENTE NUEVA"
A unos pocos kilómetros de la ciudad de Argos, en el camino hacia Nauplia, se
encuentra una aldea. La aldea consiste en un café con unas cuantas mesas de hierro
bamboleantes, una cárcel, desde la que llega a intervalos el sonido de una trompeta,
algunas casas de adobe y tejas de terracota; burros y perros ladradores y un ambiente
general de pobreza. A uno de los lados del camino se extiende un brazo de la Bahía de
Argólide. Al otro quedan las inevitables hileras de polvorientos olivos, con viejas raíces
nudosas incrustadas en la tierra pardusca. Más lejos, hacia el norte, el terreno va
subiendo hacia las colinas donde está situada Micenas.
Al dejar el desvencijado autobús se andan unos pasos por la calle de la aldea, se
deja atrás la prisión, y allí delante tiene uno a Tirinto, después de Micenas el ejemplo más
grande que se conserva de una fortaleza micénica. Aunque no es tan romántico como
Micenas ni cuenta con el encanto de su leyenda, el lugar tiene un sombrío esplendor que
todavía justifica el nombre que le dio Homero "Tirinto, la de las Grandes Murallas". A
distancia parece surcar los tranquilos campos como un acorazado, largo, bajo y gris, con
la Acrópolis recortándose sobre el cielo como una torre de artillería. Tiene 270 metros de
longitud por 75 metros de ancho y unos 9 a 15 metros de altura.
Pero de cerca todas estas impresiones quedan subordinadas a las murallas
ciclópeas, construidas de increíbles bloques de piedra, en bruto, o toscamente
desbastados, que pesan más de diez toneladas cada uno. La anchura total de estas
murallas varía de 7.5 a 15 metros. Algunas son huecas, y tienen dentro largas galerías,
abovedadas en lo alto y agujereadas por aspilleras triangulares que desde fuera de la
fortaleza parecen negras bocas abiertas. Con sus agujeros que parecen cañoneras, la
semejanza con un castillo medieval es todavía más marcada que la de Micenas. Sin
embargo, Tirinto se construyó antes de 1200 a. C. Probablemente las aberturas se
hicieron para los arqueros, mientras que las galerías debieron de utilizarse como
comunicaciones protegidas con las armerías, las salas de guardias o las torres.
Cualquiera que se encontrase en Tirinto en 1884, habría visto dos hombres en
manga de camisa sentados bajo la sombra de una muralla, comiendo bocadillos de queso
y carne. El más viejo, un personaje con lentes, amplia frente y espeso bigote, hablaba
rápidamente, acompañando sus palabras con enérgicos ademanes, con su compañero,
mucho más joven, que permanecía sentado comiendo tranquilamente, o tomando con
satisfacción alguno que otro trago de su vaso de vino resinoso. De cuando en cuando
hacía una anotación, o interrumpía con unas cuantas palabras el monólogo de su
compañero, volviendo enseguida a su comida.
El hombre de más edad era Schliemann, ahora de sesenta y dos años, y el otro era
Dörpfeld, el inteligente joven arquitecto al que años más tarde describe Sir Arthur Evans
como "el descubrimiento más importante de Schliemann". Fue Dörpfeld quien poco a
poco introdujo la disciplina de la ciencia en las investigaciones del viejo arqueólogo, y le
enseñó el valor del cuidado y la paciencia en la excavación, de la exactitud en los
trabajos publicados y la templanza en la controversia. "Las cuestiones científicas —solía
decir a su patrón cuando se enfurecía— no pueden resolverse con insultos... sino sólo con
pruebas objetivas". Esto dice mucho de la visión y esencial humildad de Schliemann y de
lo mucho que apreciaba el genio de Dörpfeld aceptando (con alguno que otro arrebato de
rebeldía) sus acertados consejos.
También aquí se inspiró Schliemann en los autores clásicos. Pausanias había
descrito las murallas de Tirinto como "compuestas de piedras sin labrar cada una de las
cuales es tan grande que un par de mulas no puede mover ni siquiera la más pequeña de
ellas..." (lo que es una exageración, como indicó el cauto Dörpfeld). Según la tradición, la
fortaleza había sido construida por Proteo. Se supone también que la conquistó Heracles
57
y que vivió largo tiempo dentro de sus murallas, por lo que era llamado a veces "el de
Tirinto". En la época clásica Tirinto, con Micenas, envió cuatrocientos hombres a la batalla
de Platea. En 1876, poco antes de empezar sus excavaciones, Schliemann hizo unos
cuantos sondeos de prueba y descubrió unos muros de casas "ciclópeas" a una
profundidad considerable, y unas cuantas vacas de arcilla e "ídolos" de terracota
semejantes a los que aparecieron después en Micenas.
Pero de esto hacía ya ocho años, y ahora había vuelto, esta vez no con Madame
Schliemann, sino con un experto arquitecto, setenta trabajadores y "cuarenta carretillas
inglesas con ruedas de hierro, veinte palancas de hierro grandes... cincuenta picos,
cincuenta palas grandes" y demás equipo. Ya en el verano de 1884 había extraído
centenares de toneladas de tierra de las ciudadelas central y superior dejando al
descubierto, por primera vez, la planta de lo que, indudablemente, era un palacio
homérico. Se despejaron paredes, puertas, umbrales, y bases de pilares que Dörpfeld
midió y dibujó con todo cuidado. Las excavaciones no estaban todavía completas, pero se
había hecho lo bastante para proporcionar a Schliemann una gran satisfacción.
La planta del palacio, con su megarón, pórtico, patios y estancias colindantes
mostraba una semejanza inconfundible con el palacio de Ulises, tal como se describe en
la Odisea. Cierto que aquel edificio se encontraba en Ítaca, pero éste era tan semejante,
que incluso era posible, si se admiten unas cuantas discrepancias, imaginarse la lucha en
la que Ulises mata a los pretendientes. Schliemann estaba en su elemento. El
comerciante erudito, ya viejo, casi calvo y con gruesos lentes tenía motivos para sentirse
satisfecho mientras que apoyado contra la muralla, contemplaba la llanura de Argos,
bañada en sol. En el horizonte, hacia el norte, se alzaban las colinas que ocultaban
Micenas, escena del mayor de sus triunfos apenas hacía ocho años. ¡Pero qué años
aquellos!
Primero su viaje triunfal por Inglaterra en 1877, cuando treinta sociedades
culturales habían rivalizado una con otra para honrarlo, y reanudó su amistad con
Gladstone, al que había conocido en 1875. Por aquella época todavía no era raro que un
Primer Ministro combinara la política con los estudios clásicos. El interés de Gladstone por
los estudios homéricos era conocido, y Schliemann le pidió que escribiera un prefacio
para su libro, Micenas. El jefe liberal no pudo negarse, aunque cuando leyó el libro del
alemán confesó a Murray, el editor, que estaba "muy preocupado con esto, pues no soy
el hombre indicado". Sin embargo, escribió una extensa y bien razonada introducción en
la que, después de una cautelosa consideración de los hechos disponibles, apoyaba el
punto de vista de Schliemann de que los cuerpos encontrados en las tumbas de fosa
vertical eran los de Agamenón y sus compañeros asesinados.
Cuando Heinrich llegó a Inglaterra en 1877, Sofía había estado enferma y no había
podido acompañarlo. Mientras convalecía en Atenas leía llena de nostalgia las cartas de
su marido, rebosantes de entusiasmo, contándole que diez sociedades le habían pedido
una conferencia, que el día anterior había cenado con Gladstone y que el Primer Ministro
se había quedado con su fotografía, "así que por favor trae otras cuando vengas", que la
Sociedad fotográfica de Londres le había pagado cuarenta libras por dejarse tomar una
fotografía para venderla, y que "Hodge, el pintor, hace semanas que anda detrás de mi
para hacerme un retrato de tamaño natural para la Real Academia".
Por fin, en el verano (Sofía, ya una bella y seria mujer de veintiocho años), pudo
reunirse con él y ocupar su lugar en la plataforma de la Real Sociedad, donde, ante un
distinguido público de más de mil personas, recibió cada uno como premio un diploma
especial del Instituto Arqueológico. Ambos dieron conferencias en inglés, y elegantes
damas escucharon fascinadas, mientras Sofía les contaba cómo ella y su marido habían
pasado veinticinco días arrodillados en el suelo de las tumbas, sacando uno a uno los
áureos tesoros de los Atridas.
Fueron momentos inolvidables, que casi compensaban los amargos ataques de los
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
críticos que le habían hecho escribir:
Las críticas, unas justas o imparciales, otras de mala voluntad o dictadas por los
celos, habían de continuar durante toda la vida de Schliemann, y nunca dejaron de
causarle pena. Sin embargo, poco a poco, a medida que fueron pasando los años, la
opinión responsable llegó a conceder un gran valor a los descubrimientos del alemán, en
especial cuando, en años posteriores, buscó la colaboración de especialistas bien
preparados. Pero la leyenda del titiritero en busca de publicidad nunca llegó a
desaparecer, y con frecuencia tuvo motivos para lamentar amargamente el haber
publicado sus primeros hallazgos con excesiva precipitación.
En el año siguiente, 1878, sus triunfos en Inglaterra fueron coronados por una
alegría aun mayor: Sofía le dio un hijo. Siete años antes, cuando había empezado a cavar
en Troya, tuvieron una hija a la que Schliemann llamó Andrómaca, como la esposa de
Héctor. Pero ahora se había realizado su más ardiente deseo. Apenas llevaba el niño unas
cuantas horas en el mundo cuando su padre, embelesado, sosteniendo sobre su cabeza
un ejemplar de Homero leyó en voz alta cien líneas del poeta. Un rasgo de Schliemann el
romántico. Schliemann, en cuanto hombre práctico, se reveló en el solemne bautizo
ortodoxo, cuando en el momento en que el sacerdote iba a meter en el agua a la
criatura, su padre se adelantó, sumergió un termómetro en la pila y comprobó la
temperatura.
El mismo año empezó a construir una mansión en Atenas, en lo que es ahora la
calle de la Universidad. Cuando quedó terminada unos años después, era el edificio más
suntuoso de la capital, pocos en toda Grecia lo igualaban en magnificencia. En el tejado
dioses y diosas de mármol se alzaban recortándose contra el cielo azul. En el interior,
opulento pero frío, había vestíbulos con pilares y escaleras de mármol y un salón de baile
espléndidamente suntuoso donde los invitados a los que les interesaba examinar los
frisos de putti alrededor de las paredes, podían ver aquellas figuras diminutas que
representaban las principales actividades de la vida del anfitrión. Aquí algunas de las
figuras leían a Homero y Pausanias, allá otras cavaban y desenterraban el rico tesoro de
Micenas y de Troya ¿y quién era aquella figurilla de negro con anteojos de concha
contemplando el paisaje? ¡Quién si no el mismo Schliemann!
En las paredes y en las escaleras, sobre las puertas, en el interior y el exterior de
la casa había inscripciones tomadas de los autores griegos antiguos. Sobre la puerta del
estudio del gran hombre se leían las palabras pitagóricas:
Fueron estas cualidades las que hicieron que Virchow fuera un amigo y aliado tan
valioso para el impetuoso excavador. Su inteligencia serena y su formación científica
refrenaban los impulsos más violentos de Schliemann, sin dejar por eso de reconocer y
alentar su genio natural, y sin sentir escrúpulos por su falta de preparación académica. Y
como además Virchow era un hombre adinerado no se le podría echar en cara de que
influyera en él la riqueza del millonario.
Con Virchow vino también M. Émile Burnouf, Director Honorario de la Escuela
Francesa de Atenas, y los tres trabajaron juntos durante todo el verano. Burnouf
levantando planos y Virchow estudiando la flora, la fauna y las características geológicas
de la llanura de Troya, así como el estado en que se encontraban las ruinas y los
escombros que aparecieron durante la excavación.
Schliemann tuvo también oportunidad para hacer excursiones con Virchow por los
alrededores. Visitaron la desacreditada zona de Bounarbashi y tomaron la temperatura
de los manantiales en los alrededores, motivo de tantas discusiones, y Heinrich quedó
encantado cuando su amigo se mostró de acuerdo en que la diferencia de la temperatura
entre un manantial y otro era apenas perceptible. Juntos treparon al Monte Ida, y
encontraron la fuente del río Escamandro, que tan gran importancia tiene en la
topografía de la Ilíada. Hacia el fin de la temporada el ex comerciante de añil y el famoso
hombre de ciencia eran ya íntimos amigos, y cuando al año siguiente Schliemann publicó
su volumen de 800 páginas Ilios, fue Virchow el que escribió el prefacio.
Este pequeño pueblo, con sus murallas de ladrillo, que apenas debió de
contar con más de 3.000 habitantes... ¿podía identificarse con la gran Ilión
homérica de inmortal renombre, que resistió durante diez largos años los
heroicos esfuerzos de todo el ejército griego, de 110.000 hombres?
4 Dörpfeld identificó más tarde como la Troya homérica el sexto estrato desde el fondo. Así se
aceptó hasta que el profesor Blegen hizo excavaciones en Troya poco antes de la segunda Guerra
Mundial. Blegen ha identificado nueve capas o estratos, de las cuales la 7ª se cree que es la Ilión
de la Guerra Troyana.
61
matrimonio habían encontrado el oro antiguo, ya no lo acompañó Sofía. A veces le hacía
breves visitas: cuando estaba solo la echaba mucho de menos, y le escribía desde su
casita en la colina troyana:
Enciendo cuatro velas, pero el cuarto todavía está oscuro. Falta la luz de tus
ojos. La vida sin ti es insoportable.
Desde luego, Tucídides no hacía sino repetir una historia legendaria, pero
Schliemann tenía gran fe en las leyendas y en la tradición popular. Y Homero había
cantado al valiente lancero Idomeneo, jefe del contingente cretense en el sitio de Troya.
Yo visité esa cueva con los de Jong, poco después de desembarcar en Creta. Piet
de Jong, antiguo arquitecto de Sir Arthur Evans, era por entonces Conservador del Palacio
de Minos en Cnosos, a donde él y su mujer regresaban después de unas vacaciones. Nos
habíamos conocido en Atenas, a mi regreso de Micenas y Tirinto, y me habían invitado
amablemente a la Villa Ariadna, antiguo hogar de Sir Arthur en Cnosos y que más tarde
cedió a la Escuela Inglesa de Atenas. De Jong es un inglés de Yorkshire, de unos
cincuenta años, callado, de rostro anguloso tostado por el sol, y ojos serenos. Hasta que
decide si una persona le gusta o no, parece un poco taciturno, pero es bondadoso y
cordial y siempre está dispuesto a compartir sus vastos conocimientos prácticos del
Palacio con todo aquel que muestre un interés algo más profundo que el del turista co-
mún. Su mujer Effie es escocesa y tan locuaz y vivaracha como él tímido, graciosa,
observadora y de una maliciosa y pronta inteligencia, posee un repertorio interminable
de anécdotas sobre la arqueología y los arqueólogos, sobre Creta y los cretenses, y sobre
Sir Arthur Evans, el famoso sabio y excavador del Palacio de Cnosos, a quien los dos
conocieron bien y admiraban sin reseñas.
Mientras volábamos hacia el sur sobre el Egeo con sus innumerables islas
comprendí que abandonaba con pena el fantasma de Heinrich Schliemann. En Micenas y
Tirinto casi había sentido su presencia física —tan estrechamente está asociada su
personalidad a estos lugares—. Pero en Atenas dije adiós a su sombra, apropiadamente
ante su fantástico palacio Iliou Melathron, que se alza en la calle de la Universidad, frente
a la oficina de la compañía de aviación donde había esperado con los de Jong el autobús
para el aeropuerto. Las estatuas de mármol de Schliemann todavía se recortan contra el
cielo ateniense, aunque ahora contemplan a sus pies una calle atestada de brillantes
automóviles americanos y los tranvías más ruidosos del mundo. Cuando nuestro avión
planeó sobre la plaza de Faleron, recordé que Schliemann solía bañarse allí, antes del
desayuno, por mucho frío que hiciera, incluso cuando ya era viejo ("¡A pasearse! ¡A
bañarse!" solía decir a los hombres gruesos y de cuello rojizo, "¡Si no morirán de
apoplejía!").
Pasaba ahora a la órbita de otra personalidad tan fuerte como la de Schliemann,
pero mucho más refinada y compleja. Cuando en 1941 murió Sir Arthur Evans, a los
noventa años, había hecho algo que nadie había logrado antes: escribir él solo un nuevo
65
capítulo de la historia de la civilización. Sin embargo, en cierto modo, su obra fue
complementaria de la de Schliemann. Evans edificó sobre los cimientos construidos por
Schliemann y, a pesar de sus muchas diferencias de carácter y de temperamento, se
parecieron en tres cosas. Ambos fueron ricos, ambos grandes egotistas geniales
acostumbrados a hacer su voluntad y a utilizar su riqueza para lograr grandes fines,
ambos se hicieron arqueólogos ya en edad madura,1 después de haber triunfado en otras
carreras. Mientras el avión volaba sobre el mar, yo repasaba mis notas recordando lo que
sabía de la vida de Evans.
Arthur Evans nació en 1851, el mismo año en que Heinrich Schliemann, entonces
un joven de diecinueve años, compraba polvo de oro a los mineros de California, poco
después de descubrirse oro en aquella región, en 1849. El niño creció cerca de la
tranquila población de Hemel Hempstead, en Hertfordshire, en un lugar llamado Nash
Mills, donde se encontraba establecida, desde hacía mucho tiempo, la acreditada fábrica
de papel de John Dickinson y Compañía. John Evans, el padre de Arthur, se había casado
con su prima Harriet Ann Dickinson, cuyo padre, John Dickinson, era director de la
compañía.
Las familias Evans y Dickinson estaban estrechamente unidas por lazos
matrimoniales y en ambos había habido una porción de sabios distinguidos. La tradición
del estudio estaba muy arraigada en la familia: Lewis Evans, el bisabuelo de Arthur, había
sido miembro de la Real Sociedad, lo mismo que su tío abuelo, John Dickinson; su padre,
John Evans, era un distinguido geólogo, anticuario y coleccionista, miembro y Tesorero de
la Real Sociedad y, citando a Sir John Myres, "una de las principales figuras de ese grupo
de hombres entre los que figuraban Lubbock, Tylor, Francis Galton y Pitt-Rivers, que
establecieron en este país los nuevos estudios de antropología y arqueología prehistórica
sobre una base científica".
Arthur creció en una atmósfera cargada de esa erudición típica de la época
victoriana. En el estudio de su padre, en Nash Mills, había cajas con utensilios de
pedernal y de bronce; los sabios amigos de su padre se reunían a menudo en la fea, pero
cómoda casa junto al río, para charlar y discutir, y preparar los manuscritos que debían
presentar ante distintas sociedades de investigación. Durante el verano, Arthur y sus dos
hermanos, Lewis y Norman, hacían excursiones con su padre, buscando objetos de
pedernal en Inglaterra o en Francia. De los hermanos, Arthur se entendía mejor con Lewis
que con Norman, que era alegre, irresponsable y encantador, y que acabó por pelearse
con su padre, marchándose a América por una temporada. Lewis y Arthur heredaron
ambos el gusto al estudio de su padre y Arthur adquirió, desde pequeño, la afición a
coleccionar. Las monedas le fascinaban de manera especial y en este estudio le ayudó,
en cierto modo, un defecto físico. En Time and Chance, donde la doctora Joan Evans hace
un comprensivo retrato de su hermanastro, se encuentra este pasaje:
Evans era extremadamente miope y se resistía a usar gafas. Sin ellas podía
ver, con detalle extraordinario, cosas pequeñas a unos centímetros de distancia,
mientras que todo lo demás eran formas vagas. Por lo tanto, los detalles que veía
con exactitud microscópica sin que lo distrajera el mundo exterior tenían para él
un mayor significado que para las demás personas.2
Y fue precisamente este defecto de la vista lo que, con el tiempo, condujo a Arthur
Evans a Creta y le permitió dar a conocer e interpretar una civilización tan evolucionada
como la de Egipto. Le ayudó a esto su visión minuciosa, casi microscópica, de los
diminutos sellos cretenses en forma de cuentas y sortijas, cuyo estudio lo llevó al Palacio
...aunque quizás fuera más exacto decir que no había fantasmas por los que Evans
pudiera sentir simpatía.
El año de 1874 encontró a Arthur Evans de regreso de su elevado nido de águilas
en Broadway Tower, contemplando la abundancia veraniega del valle de Evesham, y
preparando intensamente sus exámenes finales. Al año siguiente obtuvo un primer lugar
en Historia Moderna, y después fue a Göttingen para estudiar otro año, antes de buscar
una forma de ganarse la vida. No sentía mucho entusiasmo por dedicarse a la
preparación de monografías y la única alternativa parecía ser una carrera académica.
Hizo oposiciones a vacantes en las escuelas de Magdalen y All Souls, pero no tuvo éxito,
en parte quizás por su carácter intransigente y sus opiniones impopulares que no eran
aceptables para los elementos más conservadores de la sociedad de Oxford, pues por
esta época, Arthur Evans se estaba convirtiendo en un enfant terrible, muy interesado en
la política de los Balcanes.
Había regresado a Bosnia con su hermano Lewis. En Brood fueron arrestados como
espías rusos, situación que la pugnacidad de Arthur no contribuyó a mejorar. Estuvo en
Bosnia durante la insurrección de 1875 y en Sarajevo cuando Herzegovina se rebeló con-
tra Turquía. Tanto los insurgentes musulmanes como los cristianos lo apreciaban y lo
trataban bien. Las cartas a su casa estaban llenas de amargas críticas de la actitud
indiferente del Gobierno inglés hacia la causa de la libertad de los Balcanes. En realidad
no era raro que los estadistas ingleses y europeos se resistieran a exponer la paz de
Europa por el amor a los pueblos oprimidos de Bosnia y Herzegovina, por mucho que lo
merecieran y por muy heroicos que fueran. Pero el joven exaltado que había vivido entre
esas gentes, presenciando sus sufrimientos e identificándose con ellas, perdía la
paciencia con las sutilezas de la diplomacia de las grandes potencias.
Publicó un libro sobre Bosnia y Herzegovina, envió un ejemplar a Gladstone (que
acusó recibo) y quedó muy complacido cuando el G.O.M. citó sus testimonios sobre las
atrocidades turcas. Al año siguiente, en 1877, las Grandes Potencias barajaron de nuevo
las cartas y los desgraciados bosnios de Evans vieron su país ocupado por Austria. C. P.
Scott, el gran editor del Manchester Guardian, partidario de Gladstone y enemigo de los
turcos, nombró a Arthur corresponsal especial en los Balcanes, con base en Ragusa. Fue
un empleo ideal para el joven Evans, que entusiasmado se puso en camino con algo de
dinero y víveres para los refugiados, reunidos por ingleses simpatizantes.
Los años que siguieron fueron los años culminantes de la juventud de Evans. Joan
Evans los describe con detalle en Time and Chance; aquí no disponemos de espacio más
que para mencionar de pasada algunas de las vicisitudes más notables: Arthur,
explorando con un cierto riesgo personal el país ocupado por los insurgentes;
investigando el sórdido horror de los campos de refugiados plagados de enfermedades;
buscando y entrevistando a Desptovitch, el jefe insurgente, en su fortaleza; cruzando a
nado un río desbordado, desnudo, con un cuaderno de notas y unos lápices metidos en el
sombrero; usando su abrigo forrado de rojo con el forro para fuera, para parecer lo más
oriental posible, en su visita a un fuerte musulmán; y enviando incesantemente brillantes
artículos a su editor, cada día más encantado. Más tarde, estas Cartas al Manchester
Guardian, fueron publicadas en forma de libro.
Sin embargo, en medio de sus actividades políticas y periodísticas, encontraba
tiempo para excavar edificios romanos, explorar cantillos medievales, copiar antiguas
inscripciones bosnias y aun para añadir en la posdata a una carta que escribía a su casa
relatando sus aventuras: "Decidle a papá que he conseguido una nueva hacha de piedra
plana." Seguían interesándole la arqueología y la numismática. Después de sus correrías
por el interior regresaba a Ragusa más enamorado de los Balcanes que nunca y no tardó
en ser una excéntrica figura familiar en esa encantadora ciudad. A causa de su miopía
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
llevó durante toda su vida un grueso bastón, al que su familia llamaba "Prodger". Los
ragusanos pronto se acostumbraron a Evans con su Prodger, el "inglés loco del bastón",
que se rumoreaba llevaba consigo una bolsa de oro...
Por aquella época se suscitó un conflicto personal entre el joven periodista y
Holmes, cónsul británico en Sarajevo, que recomendó a su gobierno que no dieran mucho
crédito a las historias sobre las atrocidades turcas. Evans salió inmediatamente en busca
de pruebas y fue en una de estas peligrosas expediciones cuando atravesó a nado un río
de agua helada, crecido a causa de la lluvia y de la nieve derretida, para visitar un puesto
avanzado insurgente. Pronto el Guardian empezó a recibir pruebas bien documentadas
de aldeas quemadas y listas con los nombres de las víctimas, pruebas que ni el mismo
cónsul inglés pudo desmentir. Evans ganó la batalla.
Poco después se declaró la guerra entre Turquía y Montenegro y el joven
corresponsal se puso de nuevo en camino, unas veces a pie, otras a caballo, regresando
siempre con nuevos materiales para sus interesantes artículos. Mientras se encontraba
en las montañas montenegrinas, recogiendo datos para sus informes, Evans se enteró de
que un anticuo amigo de Oxford, Freeman, el historiador, se dirigía con sus dos hijas, a
Ragusa, donde pensaba pasar unos días. Arthur admiraba mucho a Freeman, que había
sido uno de los principales organizadores de la ayuda a los Balcanes en Inglaterra. En su
ansiedad por llegar a Ragusa antes de que partieran los Freeman, cabalgó sin detenerse
durante siete horas; perdió el vapor en que debía pasar un estrecho, y en su lugar tomó
una lancha y lo cruzó remando él mismo, montó a caballo en el otro lado y siguió a
caballo durante todo el día siguiente hasta llegar a Ragusa.
Margaret Freeman, que no había visto al joven erudito desde hacía varios años,
cuando lo conoció en Oxford, se encontró con un joven bronceado, ágil y activo, "no
carente de atractivo," escribía su hermana cautelosamente. Margaret se enamoró de él y
en febrero de 1878, cuando ambos se encontraron de nuevo en Inglaterra, se
prometieron. Muy apropiadamente (Margaret era también aficionada al estudio)
celebraron su compromiso yendo a ver juntos la exposición de antigüedades troyanas,
que había traído a Londres el Doctor Heinrich Schliemann.
Estábamos a mitad del trayecto entre Atenas y Creta. Nuestro avión avanzaba con
un zumbido soporífero sobre el azul invernal del Egeo. Un barco diminuto trazaba una
línea blanca que se iba ensanchando a través del agua neblinosa que iluminaba el sol.
Schliemann, como Homero, había ido a Creta en barco. Pero Evans... ¿había volado
Evans? Me volví en mi asiento para preguntárselo a Piet de Jong.
"Oh, sí, le gustaba volar. Volaba con frecuencia, incluso antes de 1930, cuando
volar era mucho menos seguro y menos corriente que ahora. Le gustaba probar todo lo
que era nuevo..."
"Y además en los viajes por mar siempre se ponía malísimo —añadió Effie—. Así
que un viaje por mar era para él una verdadera agonía. Pero, en cambio, volando nunca
se marcaba."
Les enseñé el pasaje en mis notas en el que describía a Prodger, el famoso bastón
de Evans, y ambos se sonrieron al recordarlo.
"Ese inolvidable bastón suyo —rió Piet— era como parte de él mismo. Parecía una
especie de bastón de mando. Es imposible imaginarse a Sir Arthur sin él. Le diré —
continuó inclinándose hacia adelante para dar énfasis—, he caminado Piccadilly abajo
con Sir Arthur, a mediodía, cuando aquello está atestado de coches, y si veía al otro lado
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de la calzada un amigo o algo que le llamara la atención en un escaparate, allí iba él,
cruzando en medio del tráfico y blandiendo ese dichoso bastón sobre su cabeza, seguro
de que los coches se apartarían para dejarlo pasar. Y la cosa es que así lo hacían."
"Exactamente igual que si hubieran estado en Herácleo" —añadió Effie.
"¿Tenía algo de autócrata?" —pregunté.
"Puede llamarlo así, pero no realmente. Era más bien una especie de déspota
benévolo, lo que se dice un “gran señor”. Algunos cretenses le tenían miedo, pero él
amaba a Creta sinceramente."
"Claro está —continuó Piet— que nosotros sólo lo conocimos bien ya de cierta
edad, cuando era un hombre rico y formado, con sus costumbres muy arraigadas. Pero
incluso de joven debió de tener una voluntad de hierro. Le entusiasmaba la lucha. Fíjese
cómo luchó contra los austriacos en defensa de sus amados bosnios hasta que lo
deportaron. Y después qué hace sino ir a su tierra donde empieza otra pelea, ahora
contra las autoridades de la universidad con motivo del Museo Ashmole. Y todo esto fue
mucho antes de que viniera a Creta."
"En eso era como Schliemann —añadió la señora de Jong—. Ambos ejercieron sus
carreras con éxito, mucho antes de dedicarse a la excavación."
Ella y su marido volvieron a sus libros. Yo miré un rato hacia abajo, medio
hipnotizado por el interminable ondular de la superficie del "vinoso mar"... Luego,
haciendo un esfuerzo, volví otra vez a mis notas, al mundo de Arthur Evans cuando era
joven.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
8. PRELUDIO A CRETA
Después de su matrimonio con Margaret Freeman en 1878, Arthur regresó con su
joven esposa a su amada Ragusa, donde compraron una preciosa casa de estilo
veneciano, la Casa San Lazzaro. Evans seguía de corresponsal del Manchester Guardian,
pero se dedicaba principalmente a la historia, las antigüedades y la política de los países
eslavos meridionales
Entre tanto también seguía interesado en la arqueología. Lo vemos excavando
tumbas de montículo, comprando monedas griegas y romanas, estudiando la historia
dálmata y ensalzando, en líricas cartas a la familia, el paisaje ilirio y los soberbios
edificios venecianos de Ragusa. Pero Margaret, tan enamorada de él como él de ella, no
podía acostumbrarse a Ragusa. Lo pintoresco no le atraía y no soportaba la suciedad. El
clima, la comida extraña, las moscas, las pulgas y los mosquitos, todo la angustiaba,
hasta que finalmente su salud se quebrantó. Además tenía otras preocupaciones. En
1880 regresó a Inglaterra para someterse a una operación con la esperanza de poder
tener hijos, pero no dio resultado.
Al año siguiente estalló una nueva insurrección contra los austriacos e
inmediatamente Evans partió para la ciudadela insurgente en Crivoscia, centro de la
rebelión, y pronto los lectores del Manchester Guardian volvieron a leer artículos de su
brillante pluma, en los que cada derrota austriaca era aclamada con regocijo.
No era ningún secreto que Evans y sus amigos ingleses, que tenían una gran fe en
el movimiento insurrecto, esperaban un levantamiento de los pueblos eslavos. Las
autoridades austriacas de Ragusa juzgaron que aquello era demasiado y calificaron a
Evans de sospechoso. Su casa era vigilada, así como su mujer y sus sirvientes, y cuando
fue evidente (pues Evans tenía poca maña para los subterfugios) que en la Casa San
Lazzaro se celebraban reuniones entre gentes conocidas como simpatizantes de los
insurgentes Evans y su mujer recibieron orden de marchar. Por fin, al ver que no hacía
ningún caso, acabaron por arrestarlo y lo metieron en la cárcel de Ragusa. El 23 de abril
de 1881, después de interrogarlo y declararlo culpable, lo dejaron en libertad e
inmediatamente lo expulsaron del país, junto con su esposa. Volvieron a Inglaterra,
donde la familia, ya tranquila, los recibió jubilosa. Un pariente escribía:
71
...va a establecerse una cátedra de arqueología y se me ha aconsejado con
insistencia que me presente, pero no sé si me decidiré, a no ser que vea una
verdadera posibilidad de conseguirla, cosa que a decir verdad veo difícil. En
primer lugar se va a llamar Cátedra de Arqueología Clásica y tengo entendido que
los electores, entre los que figuran Jowett y Newton del Museo Británico (quienes
me impidieron hace tiempo obtener la beca de arqueología) consideran que la
arqueología termina con la Era Cristiana. De todos modos, limitar un curso de
Arqueología a la época clásica es a mi juicio, tan razonable como crear una
cátedra de Geografía Insular o de Geología del Mesozoico.
Pero para Arthur Evans todo esto fue como un desafío. Con su espíritu combativo
se lanzó a la lucha dispuesto a transformar el Museo Ashmole en un centro de estudios
arqueológicos. Si la Biblioteca Bodley se había llevado las monedas, debía devolverlas. La
antigua galería de Tradescant había quedado despojada y convertida en una sala de
exámenes, pues bien, él, Arthur Evans, la restauraría y la devolvería a su función original.
No solamente eso, sino que conocía a Drury Fortnum, distinguido coleccionista de objetos
artísticos renacentistas, que sólo esperaba para entregar a la Universidad su magnífica
colección a que hubiera un lugar apropiado para instalarla. ¿Qué mejor lugar que la Ga-
lería Tradescant?
Encontró la mascarilla del viejo Tradescant rodando en el polvo del sótano del
Museo, junto con la de Bethlen Gabor, y las instaló en un lugar de honor. Finalmente
trazó planos detallados para un Museo Ashmole revivido y glorificado, mejorado,
modernizado y restaurado. Lleno de entusiasmo fue a ver a Jowett para obtener la
aprobación de sus proyectos, pero el Vice-Canciller se excusó estaba muy ocupado. No
tenía tiempo de estudiar los planos porque estaba a punto de salir de Oxford por un mes.
De todos modos, indicó, la Universidad, por el momento, no podía gastar dinero en el
Museo Ashmole porque se necesitaba para las nuevas cátedras. Arthur regresó furioso a
la casa de Broad Street.
La familia quedó sobrecogida. Habría pelea y a Arthur le entusiasmaba la idea de
una pelea "Me parece verlo —escribe un pariente— olfateando el aire viciado y pateando
como un caballo de guerra "
La lucha fue larga y dura Evans, volviéndose diplomático muy a su pesar, se obligó
a tener paciencia, a maniobrar y a negociar. Drury Fortnum volvió a ofrecer su colección
a Oxford con una buena dotación, a condición de que la Universidad estudiara la creación
de un Museo Central de Arte y Arqueología, bajo la dirección del Conservador del Museo
Ashmole. La directiva del Museo se dejó convencer fácilmente, pero Jowett se defendió
hasta el fin, hasta que, al encontrarse en una minoría de uno, no tuvo más remedio que
transigir. Se aprobó el informe de Evans, que celebró la ocasión dando una fiesta para
200 invitados en la Galería Superior del Museo.
Pero todavía tuvo que luchar durante años hasta obtener los fondos necesarios
para renovar el museo. Tanto la política universitaria como la administración le aburrían
sobremanera y siempre que le era posible buscaba distracción en la investigación
arqueológica (en Aylesford excavó un campo de urnas célticas recientes) o en viajar por
el extranjero en compañía de su mujer. Juntos visitaron Crimea, Yalta, Kertch, Batum,
Tiflis, Grecia y Bulgaria, donde fueron detenidos en la frontera como sospechosos de
espionaje, y desde donde Margaret escribió "...no se que habría hecho sin mi
matachinches. En dos noches matamos 221, más 118, más 90, o sea 429 en total". Esto
ocurría en 1890 y uno se pregunta si las jóvenes estudiantes de hoy día, con pantalones
o sin ellos, mostrarían tanta serenidad como Margaret en una situación semejante. Otro
de los grandes intereses de Arthur era la numismática (el estudio de las monedas
antiguas), materia aparentemente árida para el profano, que él supo enfocar en forma
imaginativa. Por ejemplo, el hecho de reconocer en las diminutas monedas sicilianas, las
firmas de los artífices, que sólo su microscópica vista podía percibir, le permitió
establecer una comprobación cronológica de estilos y de relaciones políticas entre las
73
ciudades sicilianas, fue esta intuición para el estilo, en todas sus sutiles ramificaciones, lo
que le permitió más tarde interpretar los detalles de la civilización minoica tal como se
revela en los diminutos sellos de Creta.
Una de las peculiaridades del cargo directivo del Ashmole —escribió Sir John
Myres— es que sus normas administrativas son tan liberales que permiten y
admiten viajar, teniendo en cambio el director la obligación de dar conferencias
periódicas sobre los progresos de los estudios que atañen al museo. Para un
hombre de las cualidades y el temperamento de Evans era el puesto ideal, y fue
en estos años que estuvo al frente del Museo a los que pertenece la mayor parte
de su erudita labor. Pero entre sus primeras y posteriores actividades, el año
1894 marca una crisis, pues fue a principios de este cuando visitó Creta por vez
primera.
Mientras reunía el material para este libro, tuve la buena suerte y el privilegio de
conocer a Sir John Myres (que ya había cumplido los ochenta años) en Oxford y pronto
pude aclarar una cuestión que me había intrigado durante algún tiempo: cómo fue que
Sir Arthur Evans, interesado principalmente en los países balcánicos y en la numismática,
llego a estar tan íntimamente asociado con Creta.
"Durante más de una generación —me dijo Sir John— la opinión continental había
atribuido la mayor parte de los rasgos característicos de la civilización griega a la
influencia de Egipto y Mesopotamia. Pero alrededor de 1890 se manifestó una reacción, y
en 1893 Salomón Reinach publicó un libro llamado Le mirage Oriental que era un desafío
formal a todas las teorías orientalistas. Reinach sostenía que el occidente siempre había
demostrado una considerable originalidad y un genio propio. Evans, como lo demuestran
sus estudios en arqueología céltica que acababa de terminar, había quedado muy
impresionado con este punto de vista diferente".
"Por entonces —continuó Sir John— yo todavía era estudiante, mientras que Evans
se encontraba por lo general viajando por el extranjero, y en realidad no lo conocí hasta
haber terminado mis estudios. Lo conocí en una fiesta en North Oxford. Charlamos un
poco y le hablé de mi proyecto de ir a Grecia y trabajar en algo relacionado con la
civilización prehistórica".
"Evans me animó en mi provecto y dijo que me vería a mi regreso. En julio y
agosto de 1892 estuve en Creta y recorrí gran parte del occidente de la isla".
Sentado allí con Sir John en su tranquilo estudio del viejo caserón, cerca de
Woodstock Road, contemplando su distinguido rostro con su barba blanca (como un
antiguo rey nórdico), no pude menos de pensar en el "joven Ulises de barba negra" con
quien Sir Arthur Evans, sólo diez años mayor que él, había cavado en busca de
fragmentos micénicos debajo de la Muralla "Pelásgica" de la Acrópolis ateniense en 1892.
Sobre el joven Myres, decía Evans en una carta a su mujer:
No creo que nadie pueda comprender jamás lo que Margaret ha sido para
mí —escribe a su padre—. Todo parece sombrío y desolado. Trataré de recordar
su espíritu tan valiente y franco pero tendrá que pasar tiempo para que recobre
el valor.
Pero 1893, un año trágico para Arthur Evans, fue también un año decisivo en su
vida. Durante su estadía en Atenas en febrero y marzo se confirmó su interés en el arte
micénico. Estudiando los diminutos objetos encontrados por Schliemann en Micenas y
Tirinto, tuvo la intuición de un descubrimiento.
En ese año, rebuscando entre los puestos de los vendedores de antigüedades en el
Callejón de los Zapatos, de Atenas, él y Myres dieron con unas piedras pequeñas de tres
y cuatro lados, taladradas a lo largo del eje y grabadas con símbolos que parecían
pertenecer a algún sistema de jeroglíficos. Desde luego, la mayoría de los anticuarios
estaban entonces familiarizados con la escritura jeroglífica egipcia, pero el que hubiera
existido en Europa un sistema semejante parecía inconcebible. Sin embargo, allí, en
aquellos diminutos sellos y sortijas de sello, sometidos al escrutinio de la intensa mirada
microscópica de Evans, parecía que había símbolos diminutos que quizás
correspondieran a alguna forma de escritura. Evans preguntó al vendedor de dónde
procedían esos sellos.
"De Creta" —le contestó.
Evans se quedó meditando largo tiempo sobre esto. Ya había pensado que Creta,
con su situación como escala casi equidistante de Europa, Asia y Egipto, pudo haber
facilitado la difusión de la escritura jeroglífica. Había considerado la posibilidad de que
algunos de los relieves egipcios antiguos representando a los invasores del valle del Nilo
podían incluir entre ellos a gentes de las islas Egeas. Ya había conocido al distinguido y
amable arqueólogo italiano Frederico Halbherr, que había empezado a excavar centros
cretenses hacía un año. También estaban interesados Stillman, un periodista americano,
y Joubin, de la Escuela Francesa de Atenas: también ellos habían querido hacer
excavaciones en Creta, pero las autoridades turcas no lo habían permitido. Sin embargo,
con precaución y paciencia, y recurriendo con tacto al dinero, quizás podría conseguirse
algo...
En la primavera de 1894, Arthur Evans hizo su primera visita a Creta.
Desde el momento en que desembarcó en Herácleo se sintió como en su patria. En
Ragusa se había entusiasmado con la arquitectura veneciana, aquí, en Herácleo,
esculpido en las almenas de la gran muralla veneciana que rodeaba la ciudad, estaba el
León de San Marcos. Se conservaban bellos edificios venecianos, y como Creta se
encontraba todavía bajo el dominio turco, lado a lado con iglesias cristianas había
mezquitas. Había una pintoresca mezcla de razas europeas y orientales, un paisaje
impresionante de dentadas cumbres de piedra caliza, escalpadas hondonadas, valles de
un verdor idílico en primavera, playas de deslumbrante arena blanca todo a lo largo de
un mar de un azul profundo y traslúcido. Y sobre todo, se respiraba por todas partes un
sentido perenne de la historia. Cretenses, helenos, romanos, francos, venecianos,
turcos... todos habían dejado su huella en la isla.
Homero la había visitado. Había sido la patria legendaria del rey Minos y de su hija,
la princesa Ariadna, que dio al héroe Teseo el precioso hilo que lo guió a sus brazos
después de dar muerte al Minotauro. Zeus, rey de Dioses, había nacido allí. En el norte de
la isla se alza el monte Ida coronado de nieve, donde, según se decía, todavía podía
encontrarse la cueva sagrada en la que nació. Y detrás del puerto de Herácleo, al norte,
75
se yergue el Monte Jukta, tumba legendaria del Dios. Porque, decían los habitantes,
bastaba mirar las montañas desde un cierto ángulo y con una cierta luz, para poder ver
reclinado el perfil del propio Zeus.
Como Schliemann, Evans se dirigió al lugar donde según las leyendas se
encontraba Cnosos, a unas cuantas millas de Herácleo. Allí, seguramente, pensó Evans,
encontraría nuevos ejemplares de los sellos de cuentas de collar con "pictografías", y
muchas más cosas. Quizás pudiera encontrar alguna tablilla grabada como la Piedra de
Roseta egipcia, con una inscripción bilingüe que pudiera servir de clave para descifrar el
primitivo lenguaje cretense.
Ya un caballero cretense, llamado muy apropiadamente Minos, había abierto
trincheras en Cnosos habiendo descubierto macizos muros y un almacén de inmensos
pithoi (grandes vasijas de piedra), lo que fue más que suficiente para estimular la
curiosidad de Evans. Anunciando audazmente que obraba en nombre del "fondo de
Exploración Cretense" (que por entonces no existía) adquirió del propietario musulmán
una opción sobre una parte del terreno. Esto no le servía gran cosa, salvo por el hecho
importante de que, bajo la ley otomana, tenía el derecho de veto sobre cualquiera que
quisiera hacer excavaciones. Cinco años más tarde, cuando las fuerzas turcas
abandonaron Creta y el príncipe Jorge de Grecia fue nombrado Alto Comisario de las
Potencias (Gran Bretaña, Francia, Italia y Rusia), Evans regresó a Creta, obtuvo los
derechos de excavación en el resto del terreno, y empezó a excavar. Esta vez el Fondo
de Exploración Cretense ya existía y tenía como patrocinador al Príncipe Jorge de Grecia.
"La Escuela Británica de Arqueología de Atenas también participó en el trabajo —escribió
Myres—, estando representada por su Director, D. J. Hogarth, cuya experiencia en
excavaciones en gran escala fue inapreciable. Se recibieron aportaciones monetarias y
en el invierno se iniciaron las excavaciones".
Incluso antes de que se clavara el primer pico en el suelo de Cnosos, Evans estaba
ya convencido de que en Creta, cuyo paisaje, tradiciones y habitantes habían
conquistado su corazón, encontraría la clave que le permitiría descubrir el antiguo mando
prehelénico cuya existencia parecían indicar los hallazgos de Schliemann en Micenas. En
años anteriores, antes de empezar a excavar, había regresado a Creta una y otra vez,
explorando la isla en toda su extensión, solo y con su amigo Myres. Me contó Sir John que
en una ocasión treparon hasta las tierras más altas de Lasithi y comenzaron a explorar la
gran gruta sagrada de Zeus, en Psycro.
Estas "piedras de leche", de las que pueden verse hoy día muy buenos ejemplares
en el Museo Ashmole, tienen forma lenticular por lo general redonda, pero a veces
ovalada, y están perforadas de lado a lado para suspenderlas de un hilo. El antiguo
pueblo cretense las usaba alrededor del cuello o de la muñeca, como los brazaletes
modernos de identidad. Y hasta parece que fue en realidad su función el equivalente
antiguo de una tarjeta de identidad. Cada una tenía grabado un dibujo, por lo general
pictórico, pero con frecuencia de signos jeroglíficos. Era la insignia del propietario, que
podía poner en sus bienes como una marca o sello. Estos sellos diminutos, con sus
escenas en miniatura, fascinaban a Evans y en busca de ellos llegó hasta los rincones
más recónditos de la isla. En todas partes encontró indicios de una civilización en otro
tiempo floreciente y restos de palacios y ciudades, muchas de ellas en los lugares más
salvajes e inaccesibles. Pero rara vez encontraba en alguna parte evidencias de restos
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
helénicos o “clásicos”. Incluso antes de empezar a excavar en Cnosos, Evans pudo
escribir:
Los grandes días de Creta fueron aquellos de los que todavía encontramos
un reflejo en los poemas homéricos, el período de la cultura micénica, a la que, al
menos aquí, aplicaríamos gustosamente el nombre de "minoica" (por Minos).
Nada sorprende con más frecuencia al arqueólogo al explorar estos antiguos
restos que la relativa escasez y falta de importancia de las reliquias del período
histórico. La edad de oro de Creta se encuentra mucho más allá de los límites de
los tiempos históricos... su cultura no sólo manifiesta, dentro de los tres mares,
una uniformidad nunca lograda después, sino que es prácticamente idéntica a la
del Peloponeso y a la de una gran parte del mundo Egeo.
En marzo de 1899 Evans regresó a Creta en medio de una de las peores tormentas
que se recordaban. Lo acompañaban D. G Hogarth, once años más joven que él, pero con
mucha más experiencia en la técnica de la excavación, y Duncan Mackenzie, un escocés
de voz suave, "un mechón de pelo rojizo, un temperamento desigual, gran dominio de
idiomas y una gran experiencia en llevar el registro de una excavación." Sin perder
tiempo contrataron obreros cretenses y los pusieron a trabajar cavando en el montículo
de Kefala, en Cnosos.
Casi inmediatamente surgió un gran laberinto de edificios. El 27 de marzo Arthur
Evans pudo anotar en su diario:
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9. ISLA DE LEYENDA
La antigua cueva de Ilitia es un agujero negro en una ladera desnuda, a unos
cuantos kilómetros al este de Herácleo. Aunque muy cerca del camino que sube
serpenteando a las colinas; la entrada de la cueva está escondida por una higuera de tal
modo que sin la ayuda del chofer dudo que hubiéramos podido encontrarla.
Los tres (los de Jong y yo) nos sentamos en la falda de la colina, más arriba de la
cueva, contemplando las laderas cubiertas de helechos y las olas que abajo arremetían
contra la playa. Tan tranquila era la tarde que el murmullo del mar llegaba hasta nosotros
como un suave arrullo, tan clara la atmósfera, que la isleta de Día (una ninfa que Zeus
favorecía y a la que Hera enfurecida había transformado en monstruo marino) parecía
estar a tiro de piedra desde la altura donde estábamos sentados.
Por el valle cercano un riachuelo, el Amniso, corría directamente al Egeo. Hace
miles de años hubo un puerto en su desembocadura, que había conocido Ulises ("llegó a
Amniso, donde se encuentra la gruta de Ilitia"), pero la acumulación de sedimentos lo
había inutilizado siglos atrás y hacía ya mucho tiempo que Herácleo lo había sustituido
como puerto principal en el norte de Creta. Pero la cueva sagrada de la ninfa Ilitia,
protectora de las mujeres en los partos, todavía estaba allí, y cuando Piet y yo
exploramos sus profundidades con una antorcha improvisada con ramas, una colonia de
murciélagos revoloteaba chillando en las oscuras grietas del techo. La última vez que yo
había visto estos animalejos en tal número había sido dentro de la pirámide de Snofru, en
Egipto, hacía cinco años. Pero Homero los había visto exactamente igual hacía unos 2700
años, y los había comparado con las farfulladoras sombras de los pretendientes muertos
a los que Hermes condujo a las sombrías salas del Infierno:
En las colinas de piedra caliza de Creta hay muchas grutas sagradas semejantes
que contienen testimonios de las multitudes de peregrinos que las visitaron hace siglos.
Los suelos rocosos están atestados de fragmentos de cerámica y los restos de vasijas
votivas ofrecidas por los devotos. Cerca de la estalagmita sagrada, pilar enano en las
profundidades de Ilitia, alrededor del cual había restos de los muros de un santuario que
de Jong me mostró, había montones de estos fragmentos. De Jong cogió uno y lo acercó a
la luz de la antorcha.
"Romano" —comentó, y lo tiró.
Luego rebuscó en el lodo del fondo de la gruta y sacó un fragmento de un vaso de
paredes delgadas como los que yo había visto en Micenas.
"Micénico" —dijo.
Y yo me metí el pedazo en el bolsillo mientras volvíamos a la luz del sol.
En una atmósfera semejante es fácil olvidarse del presente. El avión del que
habíamos descendido hacía apenas unas horas, los soldados griegos que hacían
maniobras cerca del aeropuerto, los empellones, el polvo, el ruido, las acogedoras
tiendas de la destartalada Herácleo, donde habían recibido a Effie como a una antigua
amiga, todo se había borrado y otros recuerdos empezaban a surgir en su lugar. La
historia de la desgraciada Dia me trajo a la mente otros mitos y leyendas unidos a esta
encantadora isla, la más grande del archipiélago griego. Creta ha sido durante 3000 años
lugar de reunión y campo de batalla de las culturas minoica, helénica, romana,
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
veneciana, turca y la de los francos, y situada allá lejos en el sur, en el profundo mar azul
oscuro, casi equidistante de Europa, Asia y África, todavía conserva su ambiente remoto.
Cuando Schliemann hizo excavaciones en Troya y en Micenas, se había dejado
guiar por una ingenua fe en la verdad literal de los poemas homéricos. Su propósito de
excavar en Creta seguramente estaba inspirado por la misma creencia, pues Homero
menciona Creta muy a menudo, sobre todo en la Odisea. Pero Arthur Evans, como hemos
visto, se había sentido atraído por la isla más bien por curiosidad científica que por fe en
sus leyendas. Después de averiguar que la misteriosa escritura jeroglífica, que no era ni
egipcia ni babilónica, procedía de Creta, su ambición fue interpretar esa escritura y
demostrar su tesis de que "en lo que ahora constituye la zona de influencia de la
civilización europea, debieron de existir en otros tiempos sistemas de escritura a base de
dibujos semejantes a los que ahora todavía se emplean entre las razas más primitivas de
la humanidad". Al mismo tiempo, las narraciones de Homero y de los autores clásicos
acerca de Creta le eran también familiares y como estas leyendas tienen gran relación
con lo que sigue, creo que vale la pena recordar algunas de ellas.
La más antigua de las tradiciones era la del nacimiento de Zeus, el Dios Padre de
los griegos, en una gruta de Creta meridional. Según unos esta gruta se encontraba en el
pico central del Monte Ida y, según otros, en una montaña más al oriente, Lasithi, más
baja pero también majestuosa, que los antiguos cretenses llamaban Dicte.
Rea, esposa de Cronos, le dio varias hijas, Hestia, Deméter y Hera, "calzada de
oro", pero siempre que daba a luz un hijo, el celoso Cronos devoraba al niño, con el
propósito, dice el poeta Hesíodo, de
que ningún otro de los orgullosos hijos del cielo pudiera reinar entre los
dioses inmortales. Porque sabía, por la Tierra y el Cielo estrellado, que estaba
destinado a ser vencido por su propio hijo a pesar de su fuerza, por los artificios
del gran Zeus.
Por lo tanto, cuando Rea dio a luz a Zeus, tuvo que tramar
algún plan... para mantener oculto el nacimiento de su amado hijo... Así que
los dioses la enviaron a Lycto, a la fértil tierra de Creta, cuando ya iba a nacer el
gran Zeus, el más joven de sus hijos.
lo tomó en sus brazos y lo ocultó en una remota gruta debajo de los lugares
secretos del suelo sagrado, en los espesos bosques del Monte Egeo.
A Cronos, la Tierra le dio una piedra que, pensando que era su hijo recién nacido,
el dios
Así fue, decían los griegos, cómo pudo Zeus sobrevivir, vencer a su padre y reinar
como Rey de Dioses.
Otra antigua tradición, referente a Minos, rey de Creta, dice que fue "hijo de Zeus",
o, según otra versión, su amigo y compañero predilecto. Se decía que Minos había sido
un famoso legislador y el fundador del primer gran poderío naval del Mediterráneo. No
existían inscripciones ni monumentos que apoyaran esta creencia, pero la tradición
hablada era viva y la aceptaban, como hemos visto, historiadores tales como Tucídides.
79
Las tradiciones relativas a Minos son varias, y en cierto modo contradictorias.
Todas están de acuerdo en que disponía de una inmensa flota que dominaba el
Mediterráneo oriental. En unas leyendas se le alaba como gran legislador; pero en otras
se habla de Minos el Tirano, como en una de las leyendas más perdurables, la historia de
Teseo y el Minotauro, que vale la pena citar, tal como la relata Apolodoro.
El rey Minos, habiendo sometido a Atenas, le exigía como dueño y señor un tributo
anual que consistía en doce nobles atenienses de ambos sexos, para sacrificar al
Minotauro. Este monstruo había sido engendrado por Pasífae, esposa de Minos, una
ninfómana a la que sólo un toro podía satisfacer. Minos lo había encerrado en un
laberinto, debajo del gran palacio de Cnosos proyectado por Dédalo, el mejor de sus
artífices.
Tan tortuoso era este laberinto, con sus retorcidos pasajes, callejones sin salida y
vueltas falsas, que ningún hombre, una vez dentro, podía salir de él sin ayuda. Y en el
interior se escondía el Minotauro acechando a sus víctimas para devorarlas. Cada año,
según la leyenda, doce jóvenes de ambos sexos, escogidos entre lo más florido de la
juventud ateniense, encontraban la muerte de este modo.
Llegó entonces el año en que el héroe Teseo, hijo del anciano Egeo, Señor de
Atenas, se encontró entre aquellos que se habían de enviar a Creta, pero, escribe
Apolodoro:
Dédalo, el forjador, otra gran figura legendaria, era una combinación de artista,
artífice e ingeniero a quien Minos había nombrado jefe de las Obras Reales. Fue Dédalo el
que hizo para Pasífae la vaca simulada dentro de la cual se ocultaba cuando deseaba
seducir al toro.
Los métodos que utilizó "Ariadna, la de la oscura cabellera" para persuadir al
ingenioso forjador, no se mencionan, aunque pueden imaginarse. De todos modos sus
deseos se cumplieron, pues, dice Apolodoro
siguiendo su consejo, la joven dio a Teseo una clave (un hilo) que Teseo ató
a la puerta cuando entró en el laberinto, y arrastrándolo tras sí, penetró en el
interior. Y luego que hubo encontrado al Minotauro, en el fondo del Laberinto, lo
mató golpeándolo con los puños, y guiándose por el hilo, logró salir. Y por la
noche llegó con Ariadna y los niños (con esto el escritor alude probablemente a
los restantes atenienses destinados al sacrificio) a Naxos. Allí Dionisio se enamoró
de Ariadna y la raptó, y llevándosela a Lemnos, la gozó y engendró a Thoas,
Staphylus, Oenopion y Peparthus.
Apenado por la pérdida de Ariadna, Teseo olvidó desplegar las velas
blancas de su barco al llegar al puerto, y Egeo (su padre), al ver desde la
Acrópolis el barco con una vela negra, creyó que Teseo había perecido, así que se
precipitó al vacío y murió...
El reto resultó irresistible para Dédalo que, al parecer, sentía un gran desprecio por
las inteligencias vulgares, semejante al que siente el técnico moderno por el engomado
caballerete de los grandes almacenes. Dédalo sabía muy bien que su nuevo Señor,
Cócalo, era tan incapaz de resolver matemáticamente las curvas y repliegues del caracol,
como el gallardo pero estúpido amante de Ariadna de aprenderse de memoria los rodeos
y revueltas del Laberinto. Así que lo mismo que había proporcionado a Teseo la clave del
hilo, cosa que hasta él podía comprender, le facilitó al rey de Sicilia un método para pasar
el hilo por el caracol, admirable por su sencillez:
Y después sigue uno de los incidentes más misteriosos que relata la crónica:
...pero al salir del baño, Minos pereció a manos de las hijas de Cócalo.
81
viejas calles angostas, y sigue adelante pasando las sombrías murallas venecianas hasta
el tortuoso camino del valle que conduce a Cnosos. Era extraño ver el nombre "casi tan
viejo como el Tiempo" pegado a uno de los desvencijados autobuses cretenses que nos
adelantó traqueteando entre una nube de polvo.
Las casas se fueron quedando atrás. Las laderas del valle se hacían cada vez más
empinadas, y a nuestra izquierda corría acompañándonos un riachuelo que iba cruzando
antiguos puentes de arco. Durante varias millas el camino subía y bajaba, hasta que al
bajar una de las cuestas la señora de Jong me indicó un grupo de casas al pie de la
colina.
"Ésa —dijo - es nuestra aldea. Y estas —señalando a las bien cuidadas hileras de
vides que trepaban por las laderas— son nuestras viñas".
"Mi mujer quiere decir —interrumpió su marido— que esas son las viñas que
pertenecen a la Escuela. Sir Arthur traspasó a la Escuela Inglesa de Arqueología de
Atenas los terrenos que rodean el Palacio, y nosotros los cuidamos."
El coche se detuvo delante de una agradable casita de campo encalada detrás de
un muro de piedra,
"¿Dónde está el Palacio?" —pregunté.
"Allá a la izquierda, detrás de esos árboles —dijo Piet—. Ya lo verá por la mañana".
"Me figuro que estará deseando un baño —dijo su esposa—. Aquí está Manoli —
continuó saludando con un torrente de griego a un sonriente cretense muy moreno—. Él
lo llevará a la villa. Su cuarto ya está listo".
"¿Villa? —pregunté —. ¿Es un hotel?
"No, no, no —contestó la señora de Jong—. La Villa Ariadna es el antiguo hogar de
Sir Arthur. La construyó en 1912 para tener una base permanente para su trabajo, y al
mismo tiempo un lugar donde poder recibir a sus amigos. Durante muchos años solía
pasar la primavera y el verano en la Villa. Después, cuando se sintió ya demasiado viejo
para venir con regularidad, entregó la casa a la Escuela, como hogar de reposo para los
estudiantes. Esta —continuó, indicando la confortable casita cubierta de enredaderas—
es nuestra casa, la llamamos la Taverna. Pero usted se quedará en la Villa allá arriba. ¿La
ve allí?"
Me señaló una majestuosa fachada que se vislumbraba detrás de una pantalla de
palmeras y adelfas. Un estrecho sendero serpenteaba por la colina entre arbustos de
bugambilias. Aunque había dejado Inglaterra en febrero, envuelta en un manto de
escarcha, aquí la temperatura era ya agradable, casi tibia, y se sentía la llegada de la
primavera.
"¿Hay alguien allí?"
"No —dijo la señora de Jong. Febrero es demasiado pronto para los estudiantes,
tendrá la casa para usted solo... pero no tema, no hay fantasmas; en todo caso sólo hay
fantasmas amistosos. Mira, Piet, qué luna tan maravillosa!" Siguió charlando sin
detenerse a respirar, mientras yo seguía a Manoli, envuelto en el fragante crepúsculo,
hacia la Villa Ariadna, cuando la oí gritar: "¡Cenamos a las ocho!"
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
10. SE ACEPTA EL DESAFÍO
Creta es una isla larga y estrecha, mucho más extensa de este a oeste (260
kilómetros) que de norte a sur (60 kilómetros en el lugar más ancho). Dividen el país
cadenas de majestuosas montañas (la elevación máxima es de 2400 m), casi sin árboles,
que van de este a oeste, aproximadamente, en el sentido de la dimensión mayor de la
isla. Pero de cuando en cuando la cadena de montañas es interrumpida por profundas
gargantas, cruzándola de norte a sur, que empiezan como pasos poco profundos, cerca
de la costa, y poco a poco se van haciendo más hondas a medida que penetran en el
interior. En uno de estos valles, cerca de la costa norte y a pocos kilómetros de Herácleo
(antiguamente llamada Candia) se encuentra Cnosos.
Cuando Evans inició sus excavaciones allí, en el primer año de nuestro siglo, tenia
ante sus ojos:
(a) Un valle poco profundo, orientado de norte a sur aproximadamente, con el pueblo de
Herácleo hacia el norte.
(b) Una carretera moderna a lo largo de la parte occidental, o sea a la derecha del valle,
mirando hacia el sur.
(c) Al este, a la izquierda del camino, un montículo llamado Kefala, con la cima
relativamente plana, pero con una fuerte pendiente por la parte oriental, o sea, a la
izquierda, que termina en un profundo barranco, por el que fluía el río Kairatos.
(d) Delante, hacia el sur, otro barranco de lados empinados que separa el montículo de
Kefala de la carretera del valle hacia el sur, que cruzaba el barranco por un puente.
Hemos encontrado —anuncia en una carta escrita por esta época— una
especie de barra de arcilla cocida, parecida a un cincel de piedra, aunque rota en
un extremo, con signos de escritura y algo que parecen números, que me hizo
recordar enseguida una tableta de arcilla, de época desconocida, que yo había
copiado en Candia, también procedente de Cnosos... y también rota. En ambas se
distingue una especie de escritura cursiva.
Esto fue lo que creyó Evans al principio también. Pero poco a poco, cuando el
Palacio quedó descubierto en toda su gloria, empezó a darse cuenta de que, de todas
maneras, lograra o no descifrar la misteriosa escritura, se le había presentado una
oportunidad que jamás se le había ofrecido a un solo hombre, la oportunidad de escribir,
casi sin ayuda, la historia de los primeros 2000 años de la civilización europea. Evans
aceptó el desafío, y salió triunfante.
El 5 de abril se hizo un notable descubrimiento: el hallazgo del primer retrato de un
"minoico", uno de esos misteriosos seres que habían habitado el Palacio de Cnosos hace
más de 1500 años a. C. (Fue Evans el que inventó el nombre minoico, por Minos, el rey
legendario que gobernó Creta). Para el descubridor fue un gran día, y en su diario se
revela su gran emoción.
Este cuarto, que en su informe al Times Evans llamó "La Cámara del Concilio de
Minos," se comprendió más tarde que había tenido un propósito religioso. Pero allí, en su
lugar, estaba (y todavía está) el regio trono de Minos, más de dos mil años más antiguo
que cualquier otro de Europa (lámina 14, arriba).
Cuanto más exploraban el lugar Evans y su personal, más extenso y complicado
resultaba. "A un descubrimiento seguía otro —escribe John Evans—. Una estatua egipcia
de diorita, una gran zona pavimentada y con escalinatas, un fresco representando ramas
de olivo en flor, otro de un muchacho" (más tarde se descubrió que era un mono)
"recogiendo azafrán, otro con unos personajes en una solemne procesión, un gran relieve
de estuco pintado con un toro embistiendo..."
Este último descubrimiento fue el que más impresión le causó a Evans. Ya había
visto, entre los objetos que Schliemann encontró en las fosas verticales micénicas, una
magnífica cabeza de toro, en plata, con una roseta entre los cuernos (lámina 7). Ahora en
Cnosos aparecía otra vez el animal, en un magnífico relieve de estuco, que
evidentemente había adornado en otros tiempos el pórtico norte del Palacio. El toro
aparecía no solamente allí, sino en otros lugares, en frescos y en relieves y con
frecuencia en sellos. Inevitablemente la leyenda de Teseo y el Minotauro volvió a la
mente de Evans. "¡Que papel representaban aquí estos animales! —escribió—. ¿No se
debería la actual tradición del Toro de Minos a la presencia de un toro entre las ruinas, en
la época de los dorios?"
Poco después vino el descubrimiento más notable de todos los hechos en Cnosos:
los restos de un fresco lleno de vida que representaba, sin sombra de duda, a un joven en
el acto de dar un salto mortal sobre el lomo de un toro que embiste, mientras que una
muchacha, con el mismo traje de "toreador", espera detrás del flanco del animal para
cogerlo (lámina 25). Pronto aparecieron otras variantes de la misma escena,
demostrando que entre aquel pueblo de la antigüedad había indudablemente existido
una forma de deporte en la que el toro desempeñaba un papel importante. En ninguna de
estas escenas se veía a los contendientes llevando arma alguna, ni tampoco al toro
muerto. Pero una y otra vez, en los murales, en los sellos, en una delicada estatuilla de
marfil, se repetía la misma escena increíble: la esbelta y ágil figura del juvenil saltador de
toros en el acto de lanzarse a dar un salto mortal sobre los cuernos de una bestia que
embiste. ¿Se trataría, después de todo, de alguna especie de sacrificio ritual? ¿Serían
estos jóvenes y estas muchachas los rehenes atenienses que, según la tradición, se
enviaban cada año como tributo al Minotauro?
¿Quienes eran estas gentes? ¿Serían "micenios" contemporáneos de las personas
cuyos cuerpos había encontrado Schliemann en las tumbas de fosa vertical de Micenas?
¿O eran todavía más antiguos? Aunque la civilización descubierta en Cnosos era
semejante a la de Micenas, todo indicaba una mayor antigüedad, y lo que hasta entonces
se había considerado "micénico" era en realidad derivado de Creta (aunque los micénicos
no fueran necesariamente de estirpe cretense). En una tentativa para determinar cuánto
tiempo había existido en Cnosos la civilización, Evans hizo profundos sondeos en el
montículo de Kefala. Los estratos identificados en esta forma probaron definitivamente
que en Cnosos habían existido pobladores humanos, casi continuamente, desde el
período neolítico (o sea la Edad de Piedra Reciente, que terminó alrededor del año 3000
a. C.) en adelante, incluyendo la penúltima fase de la civilización cretense, el período al
que Evans dio más tarde el nombre de Minoico Reciente III, período que terminó
aproximadamente en el año 1200 a. C. Había indicios de una o dos interrupciones, pero
ninguna de larga duración. La civilización no había tenido un principio primitivo, un largo
proceso de desarrollo, una época floreciente y una decadencia. Evans comprendió por
87
qué había sido esto. En aquellos tiempos remotos, cuando no existían potencias navales,
Creta, aislada en medio del mar, había permanecido a salvo de las invasiones Egipto, la
potencia más cercana, no disponía de gran poderío naval. El contacto entre Egipto y
Creta había sido sólo cultural y comercial.
Poco a poco, Creta había forjado un imperio marítimo. Evans y sus asociados
encontraron en todas partes pruebas de la íntima relación entre los señores de Cnosos y
el océano. En los muros y en los pilares, en los frescos y en los grabados de los sellos,
aparecía el tridente, emblema del poderío naval. Los fabricantes de la exquisita cerámica
cretense, en especial en las etapas media y final de su desarrollo, empleaban con
frecuencia temas marinos como motivos decorativos, criaturas del mar tales como los
pulpos, los delfines, el erizo de mar y la estrella de mar (lámina 23). El mismo Palacio de
Cnosos, en contraste con las austeras fortalezas de Micenas y Tirinto, apenas estaba
fortificado. Cnosos no necesitaba murallas, el océano era suficiente protección. Todo
parecía confirmar la antigua tradición del rey Minos, a quien se atribuía la creación del
primer gran imperio naval del Mediterráneo. ¿Era entonces Creta el punto de partida de
la civilización del Mar Egeo? ¿Sería esta la contestación al enigma que Heinrich
Schliemann había intentado descifrar?
Arthur Evans así lo creía, y estaba decidido a demostrarlo. Ya en uno de esos
audaces arranques imaginativos que lo distinguían del erudito pedante, había escrito lo
siguiente para el Times en agosto de aquel año:
Fue una fortuna para el mundo que esta gran oportunidad de excavar hasta las
raíces mismas de la cultura europea, correspondiera a un hombre que combinaba la
paciencia y la devoción a la verdad del erudito, la intuición, la sensibilidad e imaginación
del poeta. En parte por suerte, pero principalmente gracias a su buen juicio, Evans había
encontrado, a la mitad del camino de la vida, una tarea para la que estaba especialmente
dotado. Pero, como sabía él muy bien, tenía que abordar el problema a su manera, sin
que lo estorbaran comités y organismos oficiales, y con responsabilidad ante sí mismo
únicamente. Al principio las excavaciones habían sido financiadas por el "Fondo de
Exploración Cretense", pero el costo de excavar en una zona arqueológica de tal
importancia era muy grande, y habiendo estallado la guerra en África del Sur hacía poco,
no había mucho dinero para dedicar a la arqueología. Se pensó en hacer un nuevo
llamamiento para reunir fondos bajo la dirección de George Macmillan, de la famosa casa
editorial, amigo de toda la vida de la familia Evans. Pero Arthur Evans expresó
claramente sus propósitos en una carta que escribió a su padre en noviembre de 1900.
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11. LA GRUTA DONDE NACIÓ ZEUS
Pero Rea, enamorada de Cronos, dio a luz
espléndidos hijos: Hestia, Deméter y Hera, calzada de
oro, y el fuerte Hades, de corazón despiadado, que
mora debajo de la tierra, y el estrepitoso Movedor de
la Tierra, y el sabio Zeus, padre de dioses y hombres,
que sacude con el trueno la vasta tierra. El gran
Cronos los devoraba en cuanto salían del vientre de
su madre, con el propósito de que ningún otro de los
orgullosos hijos de los cielos remara entre los dioses
inmortales...
Así escribió el poeta Hesíodo, unos 700 años o más antes de Cristo, relatando en
conmovedores versos las tradiciones que había heredado de una época lejana.
Unos años antes de que Arthur Evans consiguiera al fin el permiso para cavar en
Cnosos, había explorado la montaña de Lasithi, que los antiguos llamaban Dicte, donde,
según decían, había nacido Zeus. En la primavera de 1900, aunque Evans estaba absorto
en el reciente descubrimiento del Palacio de Cnosos no se había olvidado de la enorme
gruta en la ladera de la montaña, en las alturas de Lasithi. Allí en 1896 había descubierto
una mesa de libaciones con inscripciones, aunque las rocas caídas no le habían permitido
penetrar mucho en la cueva. Pero luego acudió al formidable D. G. Hogarth, entonces
director de la Escuela Británica de Arqueología de Atenas, con mucha más experiencia en
excavaciones en el Medio Oriente que la que tenía Evans. En mayo de 1900, mientras
Evans y Mackenzie trabajaban en el montículo de Kefala, Hogarth se decidió a atacar de
firme la gruta del Dicte o, como a veces se le llama, "la gruta santuario de Psychro".
Hogarth tuvo de su parte todas las ventajas, porque al fin la paz remaba en la isla, y los
habitantes de la localidad, que anteriormente se habían mostrado recelosos de los
extranjeros, ahora estaban favorablemente dispuestos hacia los ingleses, que los habían
ayudado a liberarse de los turcos.
Al igual que Evans, Hogarth era un hombre de imaginación y sensibilidad. Cuando
empezó a explorar el lugar donde había nacido Zeus estaba bien enterado de sus
asociaciones mitológicas. En su artículo publicado en la Monthly Review (enero a marzo
de 1901) escribió:
Allá, la bondadosa Madre Tierra envío primero a la reina Rea, encinta, poco
antes de dar a luz, que luego, por la noche, se puso en camino para depositar al
recién nacido en la vecina colina. Creció este niño que había de ser el Inmortal
Zeus ante quien hasta el mismo viejo Tiempo debería inclinarse, y que en
tiempos posteriores siguió frecuentando la gruta donde naciera, porque allá,
como nos dice Luciano en su mejor estilo, condujo a la doncella Europa,
ruborizada y temerosa, y allí su hijo (Minos) que ella concibió ese día, buscó a su
padre, cuando, cual otro Moisés, quiso dar leyes a los cretenses. Mientras los
cretenses esperaban arriba, dice la leyenda, Minos descendió a la gruta, y
reapareciendo al fin con el Código, dijo que lo había obtenido del propio Zeus.
Esta cueva que Hogarth y sus ayudantes iban a examinar, era la gruta sagrada que
nunca había sido explorada en toda su extensión. El gran arqueólogo comprendió que le
había sido otorgado un privilegio excepcional y escribió:
...durante muchos siglos las tierras altas de Creta no han ofrecido un medio
adecuado para el explorador erudito. La región de Lasithi que rechazó a los
venecianos y admitió, sólo una vez a los turcos en armas, se ha conservado
menos conocida que ninguna otra parte del mundo clásico. Celosos y nerviosos
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
funcionarios en la costa, y en el interior montañeses arrogantes y también
celosos, han mantenido virgen a la mayor parte del suelo de Creta hasta nuestros
días.
A mi juicio una de las cualidades más admirables de los grandes arqueólogos del
siglo XIX, como Hogarth, es su vigoroso estilo literario. Hogarth, Petrie, Evans, Breasted;
todos sabían escribir. Pero al mismo tiempo eran también hombres de acción decididos,
como lo demuestra claramente Hogarth en el siguiente párrafo:
91
mopolita, que en 1870 había peleado o saqueado como voluntario con los
franceses, envió a una mujer de edad con su hija para que ayudaran a su propio
hijo y el hielo se rompió. La alegre muchedumbre, blandiendo cedazos, todos
pidiendo que los reclutaran enseguida, y con sus hermanas, primas y tías, que
traían la comida del mediodía, hicieron del pequeño llano delante de la caverna el
lugar más alegre de Lasithi...
Los renuentes cavadores trabajaban cada vez más y más abajo en la oscuridad,
hasta que las lejanas luces parecían, a los hombres que quedaban arriba, como gusanos
de luz, y empezaban a andar a tientas en el lodo que había dejado el agua. Entonces
ocurrió algo maravilloso.
93
12. "Y EL ASOMBRO ES CADA VEZ MAYOR"
Hogarth había demostrado que otra de las tradiciones antiguas tenía cierto
fundamento. Mientras tanto, Evans y Mackenzie siguieron cavando en Cnosos hasta que
el 2 de junio de 1900 tuvieron que suspender la tarea, pues el calor era insoportable y
además el valle había resultado palúdico. Sin embargo, en febrero de 1901, Evans estaba
de regreso en Herácleo (llamada entonces Candia), donde alquiló una casa turca como
base permanente. Todos los días, escribe Joan Evans,
Evans, Mackenzie y Fyfe iban en mula a Cnosos, pasando por una especie
de puerta en forma de túnel, sobre el foso de la ciudad, y dejando atrás a los
mendigos leprosos que se congregaban en las afueras. A Arthur Evans le gustaba
siempre ir aprisa, hasta en mula, y siempre sintió envidia del excelente caballo de
Halbherr, hasta que por fin adquirió una jaca turca muy rápida.
Ahora Evans veía claramente que, mientras los edificios alrededor del patio, en lo
alto del montículo, se emplearon principalmente para fines oficiales, los espaciosos
alojamientos domésticos de la Familia Real se habían construido mucho más abajo, en
una plataforma cortada en el escarpado declive oriental, dominando el río y el valle. De
aquí la necesidad de esta escalinata monumental, originalmente de cinco tramos, de la
que todavía existen tres. La Gran Escalinata, como la llamó Evans, y el grupo de
habitaciones para nobles a que ésta conducía, son en sí mismos un monumento a la
pericia de Evans y de sus arquitectos. Mientras cavaban en el lado de la colina tenían que
ir sosteniendo, reforzando y en parte restaurando aquellas altas murallas tambaleantes
que, de no haberlo hecho así, se habrían desplomado, convirtiéndose en un montón de
escombros. Más adelante se explicará cómo lograron esto.
A medida que el trabajo avanzaba fueron apareciendo más y más fragmentos de
frescos, pero la mayoría tan pequeños que el restaurar un cuadro original era algo así
como resolver un complicado rompecabezas, con la dificultad adicional de que gran parte
de las piezas se habían perdido y por lo tanto había que imaginárselas. Sin embargo, este
era precisamente el tipo de reconstrucción imaginativa que atraía a Evans, quien además
tuvo el acierto de contratar a un notable artista suizo, M. Gilliéron, que tenía una
extraordinaria disposición para la labor de ir acoplando pacientemente los diminutos
fragmentos, reconstruyendo con acierto y buen sentido lo que se había perdido, y
haciendo después reproducciones exactas que se procuraba colocar en la posición de los
originales. Estos fueron trasladados a la dudosa seguridad del museo de Candia.
Naturalmente, todos los objetos que se encontraban pertenecían a las autoridades
cretenses, con excepción de unos cuantos artículos de los que existían duplicados, que
Evans pudo llevar a Inglaterra y que pueden verse, junto con algunas de las magníficas
reproducciones de frescos de Gilliéron, en el Museo Ashmole de Oxford.
Evidentemente, durante los años de su mayor gloria, las galerías, pórticos y
salones para ceremonias del Palacio de Minos, habían resplandecido con ricos y
voluptuosos colores, verdes, azules y canelas delicados, pintados sobre un enlucido de
yeso. Los minoicos debieron copiar esta técnica decorativa de los egipcios, pero entre el
arte severo y altamente convencional de la mayor parte de los murales egipcios, y el
95
refinado y minucioso naturalismo de los frescos minoicos, no hay la menor semejanza. Y
digo intencionadamente "con la mayoría de las pinturas murales egipcias", porque hay un
período (solamente uno) en la historia del arte egipcio que muestra una semejanza
notable con el de Creta.
Se trata del famoso período herético, bajo el reinado del faraón Akhenaton, cuando
por primera y única vez desaparecieron de pronto las rígidas convenciones jerárquicas
del arte egipcio y los artistas reales (se supone que bajo la dirección personal del propio
Akhenaton) pintaron seres humanos, animales y flores tal y como los veían y no
conforme a una tradición religiosa aceptada.
El significado de esta innovación es que ocurrió alrededor del año 1400 a. C., la
fecha generalmente aceptada en que el desastre final (terremoto, invasión extranjera, o
ambas cosas) destruyó los palacios de Creta, incluyendo el de Cnosos. Se siente uno
inclinado a pensar que, aunque no hay nada que lo pruebe, artistas cretenses refugiados
quizás huyeran a la corte de Akhenaton en este período.
Algunos de los frescos representan escenas con seres humanos, otros eran
encantadores motivos decorativos, inspirados con frecuencia en la naturaleza flores y
hierbas, con mariposas revoloteando entre ellas. El símbolo de la Hacha Doble, que ya
hemos encontrado en los tesoros de las tumbas micénicas, se repite con frecuencia, lo
mismo que nuestro ya conocido escudo en forma de ocho. En Micenas, Schliemann lo
había encontrado representado en diminutos sellos y signáculos, pero aquí se empleaba
en tamaño natural, como decoración mural. Ahora se podía ver claramente cómo estaba
hecho el escudo de una piel de toro, tal como decía Homero, reforzada con piezas
transversales, probablemente de madera. Evans creía que uno de los salones de
ceremonias, que llamó "El Salón de las Hachas Dobles", debió de tener auténticos
escudos colgados de las paredes como parte de la decoración, y mandó hacer copias en
metal pintado, que colgó en su lugar. Pueden verse en la lámina 27.
Pero de todos estos frescos en color, los más fascinantes son los que
representaban hombres y mujeres minoicos, en especial mujeres. Cuando se
descubrieron y Gilliéron los restauró, causaron asombro en todo el mundo. Y no es
extraño, pues eran totalmente diferentes de los clásicos griegos, diferentes de los
egipcios, diferentes de los babilónicos, diferentes de todas las representaciones, en
pintura o escultura, de los pueblos antiguos que han sobrevivido del remoto pasado. En
lo que se refiere a las mujeres minoicas, en sus trajes, actitudes y estilos de peinados, la
comparación más aproximada que los asombrados eruditos pudieron hacer fue con las
bellezas de moda de su propia época: ¡1900!. Un sabio francés, al contemplarlas,
exclamó incrédulo "¡Mais, ce sont des parisiennes!"
Estas aristocráticas damas minoicas asisten evidentemente a alguna ceremonia de
la corte, quizás a la recepción de algún embajador extranjero o, lo que es más probable,
a una exhibición de ese extraño y siniestro deporte en el que los jóvenes saltadores
exhiben su peligrosa habilidad, brincando sobre los toros. Las figuras se muestran en lo
que parece ser una tribuna y en el fondo, esbozados con trazos estilizados como de un
caricaturista moderno, hay una apretada multitud de rostros, con el pelo negro, puntos
blancos por ojos y collares también blancos. Los colores que predominan son el rojo de
óxido y el ante. En el centro de la tribuna está lo que a juicio de Evans era el santuario de
la diosa minoica, caracterizado por los "cuernos de consagración" que decoran el tejado
(otra alusión al Toro). Pero a ambos lados de este santuario central hay grupos de damas
dibujados con mucho más cuidado y son estas las que aparecen en la lámina 22.
He aquí el minucioso análisis que hace Evans de estas escenas:
...a ambos lados del diminuto santuario hay grupos de damas sentadas,
vistosamente ataviadas a la última moda, con peinados complicados,
entretenidas en alegre charla sin enterarse en absoluto de lo que ocurre ante
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
ellas. A primera vista se comprende que son las damas de la corte, vestidas de
gala. Acaban de salir de manos del peluquero con el cabello rizado cayendo sobre
los hombros; lo llevan ceñido en la frente con una cinta y cae por la espalda en
largas trenzas separadas, entrelazadas con sartas de cuentas y joyas... las
mangas son abullonadas, y el ajustado corpiño y las faldas de volantes recuerdan
también la moda moderna. A través del pecho se distingue una banda estrecha
que sugiere una diáfana camisa, pero los pezones de los pechos que se indican
abajo... dan un efecto de décolleté. Los trajes están alegremente coloreados con
cenefas azules, rojas y amarillas, con líneas blancas y a veces estrías negras...
La animada conversación entre la N° 3 (la dama a cuyo tocado pertenece la
redecilla) y su vecina, atraen inmediatamente la atención. La última pone énfasis
a su declaración extendiendo hacia adelante el brazo derecho hasta colocar casi
la mano en el regazo de la otra, mientras que su confidente levanta la suya en un
ademán de asombro: ¡No me digas! ...Estas escenas de confidencias femeninas,
de comentarios y chismes de sociedad nos llevan muy lejos de las producciones
del arte clásico de cualquier época. Un estilo tan animado y una atmósfera tan
rococó nos acerca mucho a los tiempos modernos...
A medida que el mundo se iba enterando de estas maravillas por los expresivos
relatos que Evans enviaba al Times y a otros periódicos, y por los comentarios de otros
visitantes, se hizo aparente en toda su grandeza la realización de Evans y lo inmenso de
la tarea que lo esperaba. Cuando regresó a Inglaterra en junio de 1901, el
reconocimiento de la importancia de los descubrimientos cretenses fue general e
inmediato: ingresó en la Real Sociedad (6 de junio de 1901), recibió títulos honorarios en
Edimburgo y Dublín (también en 1901), y diplomas de sociedades extranjeras.
A continuación, Evans anunció en un discurso a la Asociación Británica en Glasgow,
la solución que proponía al difícil problema de determinar la antigüedad de los estratos
en Cnosos. Era una solución magistral y atrevida y, aunque en años posteriores el mismo
Evans había de modificarla y ampliarla, en lo esencial su principio de dividir la cultura
minoica en tres amplios períodos de desarrollo, Minoico Antiguo, Medio y Reciente,
sincrónicos con los Imperios Antiguo, Medio y Nuevo, de Egipto, se siguen aceptando
todavía hoy día. Inventar un sistema tal ya era en sí mismo no pequeña realización para
un hombre, pero Evans reconoció que en los años venideros tenía ante él la tarea de
levantar una estructura de conocimientos sólidos de una masa amorfa de piedra,
cerámica y frescos en fragmentos, y, como un constructor honrado, primero tenía que
procurar que sus cimientos fueran firmes.
97
13. DENTRO DEL LABERINTO
En 1902, cuando Evans regresó a Cnosos para su tercera temporada de
excavación, empezaron a presentarse dificultades económicas. Evans ya había gastado
unas 4.500 libras. La mitad de esta cantidad la había aportado él mismo, pero el resto se
lo había proporcionado el Fondo de Exploración Cretense. Para aquellos no familiarizados
con el financiamiento de los trabajos arqueológicos, conviene decir que, por lo general,
los fondos para un determinado proyecto son reunidos por una sociedad o grupo de
sociedades interesadas en él. La mayor parte de los suscriptores son particulares de
medios moderados, pero hay también universidades, museos y otras instituciones
culturales con recursos más amplios. Pero, naturalmente, estas personas quieren que su
dinero rinda, en especial los museos que en un principio solían dar por sentado que se les
haría entrega de parte de lo que encontrara para agregarlo a sus colecciones.
Con este motivo surgió una seria desavenencia entre D. A. Hogarth, Director de la
Escuela Británica de Atenas, que había excavado la gruta-santuario de Zeus, y Evans, con
quien Hogarth colaboraba ahora en Cnosos. Hogarth, como arqueólogo profesional,
naturalmente recibía un salario y los gastos, Evans, que gozaba de una posición
acomodada, no comprendía esto para él aquello era algo así como hacer dinero con la
religión. Por parte de Hogarth (y ambos eran hombres de carácter fuerte) existía una
gran irritación por los métodos de excavación poco económicos que Evans empleaba y,
en especial, la costosa reconstrucción de edificios, que aunque muy conveniente para el
profano que visitaba el lugar, no tenía nada que ver con lo que, desde el punto de vista
arqueológico, era necesario. Hubo, por ambas partes, intercambio de censuras, como
puede verse por la siguiente carta de Hogarth:
Estos costosos métodos de excavación como los de reunir fondos y los que
practica en la vida corriente son típicamente suyos. Usted es hijo de rico y
probablemente nunca se ha visto apurado de dinero. Petrie en cambio es el polo
opuesto. Me doy cuenta de que cada método tiene sus ventajas. Si usted gasta
mucho más, en proporción, que Petrie, los resultados que obtiene, en lo que se
refiere a la publicación, son superiores y se comprende que no se ha escatimado
nada para lograr precisión. Con los toscos planos e ilustraciones de Petrie no se
tiene la misma impresión. Tampoco prepara las zonas arqueológicas que excava
en condiciones que realcen su interés para el espectador.1
El gran inconveniente de su método es que no es conveniente para el
bolsillo de las gentes. Todo el sistema de hombre de la caverna de P., ha sido
adoptado deliberadamente para convencer al suscriptor de que hasta el último
centavo se invierte en excavar. Indudablemente no conseguirá suscripciones
públicas a no ser que las solicite in forma pauperis, y esto no puede usted
hacerlo. Todo el mundo lo conoce como coleccionista de objetos raros y valiosos
y como hijo de su padre y el público no se dejará convencer y no hablo por
hablar, pues a cada paso tengo que escuchar insinuaciones sobre la manera
principesca en que se hacen en Creta las cosas, y últimamente he oído que los
rumores, extendidos supongo por los grandes grupos de turistas acerca de
nuestras casas cretenses han hecho que algunos antiguos suscriptores hayan
decidido no hacer más aportaciones. Respecto a las casas reconozco que yo soy
tan responsable como usted. En un grado menor me encuentro en la misma
dificultad: mi mujer y yo no tenemos el aspecto de P. y la suya. ¡Pero para vivir
de suscripciones públicas convendría que lo tuviéramos!
A partir de esa fecha (1902), durante treinta años, Arthur Evans dedicó su vida a la
excavación y reconstrucción del Palacio minoico más grande de Creta, produciendo
simultáneamente, durante una gran parte del tiempo, una serie de obras escritas que
seguramente perdurarán más que la propia fortaleza de Minos. Pues en este mundo febril
que hemos heredado, tan odiado por Evans, ningún monumento de piedra, por muy
antiguo, bello o venerado que sea, está seguro, todo por igual se encuentra a la merced
de un "muchacho en un bombardero". Pero quizás, incluso después del holocausto de una
guerra atómica, queden en algún remoto lugar los grandes volúmenes del Palace of
Minos, de Evans. Y si esto sucediera, nuestros descendientes que sobrevivan podrán, si
así lo desean, saber tanto como nosotros acerca de la civilización prehistórica del mar
Egeo, aunque no quede ni una sola piedra del Palacio.
En un libro de este alcance sería imposible al mismo tiempo que impropio, tratar
de explicar en detalle toda la obra de Evans y sus colegas profesionales, como Halbherr,
Hogarth, Boyd, Seager y Marinatos, realizada en Creta durante los primeros veinte años
de nuestro siglo. Lo único a que aspiro es a despertar la curiosidad del lector por los
libros que relatan la historia completa y con unos cuantos breves extractos de una
muestra de su calidad. La lista completa se encuentra al final del libro, pero como punto
de partida para cualquiera que desee aumentar sus conocimientos sobre la civilización
minoica hay cuatro obras notables que me han proporcionado un gran placer, no sólo por
la información que contienen, sino porque además están muy bien escritas. Primero,
desde luego, viene el Palace of Minos, del propio Evans. Pero esta obra es monumental y
antes de emprender su lectura recomendaría tres obras de menor extensión, que son
The Archaeology of Crete, de John Pendlebury, Time and Chance, de Joan Evans,
especialmente útil para conocer los antecedentes de la familia Evans y los primeros años
de la vida de éste, y Crete, the Forerunner of Greece, de B. M. y H. W. Hawes.
Es fácil cometer el error de imaginar que un sólo arqueólogo, Evans, descubrió la
civilización prehistórica de Creta. Cierto que él fue el principal descubridor, trabajó en la
zona más favorable y dispuso de más dinero para gastar en excavaciones, pero a partir
de 1900, cuando las condiciones de paz hicieron posible la investigación, toda una serie
de arqueólogos llevó a cabo excavaciones y exploraciones en distintos lugares de la isla.
Pronto fue evidente que había veintenas de centros minoicos en espera del pico y la pala.
Halbherr excavó un Palacio en el sur de Faestos sólo superado por el de Cnosos en
tamaño y magnificencia.
Cerca, en Hagia Triadha, el mismo Halbherr desenterró una "Villa Real" con
soberbios frescos, donde aparecieron algunos de los más excelentes ejemplos del arte
minoico, incluyendo el famoso vaso del "cosechero", un bello sarcófago, y el ritón de
esteatita de los boxeadores (lámina 28). La señorita Boyd y el Sr. R. B. Seager
encontraron en el este de la isla, en Gurnia, restos abundantes de una ciudad minoica. En
este caso Evans había dado la clave, habiendo informado a la señorita Boyd que en las
regiones altas, a 600 metros sobre el istmo, había tumbas de la Edad de Hierro. Al exca-
varlas en 1900 la señorita Boyd quedó convencida de que en las cercanías había habido
Para este considerable espacio de tiempo, que abarca unos dos mil años, la
división adoptada aquí en tres secciones principales, el Minoico "Antiguo",
"Medio" y "Reciente", cada uno a su vez dividido en tres períodos, no resulta
excesivamente minuciosa. Corresponde a cada período un promedio de duración
de unos dos siglos y medio, siendo, naturalmente, los períodos más antiguos los
más largos. Desde luego esta triple división, ya sea que consideremos el curso de
la civilización minoica como un todo o en sus tres etapas, es en esencia lógica y
científica. En toda fase característica de cultura señalamos el período de
desarrollo, madurez y decadencia. Incluso dentro de los límites de muchos de
estos períodos hay tantas clases de cerámica distintas que ha sido conveniente
dividirlos en dos secciones (a) y (b).
Las tres fases principales de la historia minoica corresponden,
aproximadamente, a las etapas antigua, media y reciente del Nuevo Imperio de
Egipto...
A partir de 1903, Evans dividió su tiempo entre Oxford y Cnosos. Solía venir a
Creta a fines del invierno o principios de la primavera, trabajando hasta que el calor del
verano hacía imposible seguir excavando, y regresaba a Inglaterra en el verano o en el
otoño. Unos cuantos años antes, había vendido su casa de Holywell, en Oxford, y había
comprado un terreno de 25 hectáreas en Boars'Hill, fuera de la ciudad, donde construyó
una casa que llamó Youlbury, por los campos de brezos que dominaba, y en sus horas de
ocio, cuando estaba en Inglaterra, entretenía su imaginación planeando un jardín de
romántico paisaje, "tratando", según las palabras de un pariente, "de hacer que su
poquito de Berkshire se pareciera lo más posible a Bosnia." La siguiente cita de una de
sus cartas ilustra su intenso amor por la belleza natural:
Evans decidió que las numerosas tabletas de arcilla, que tanta emoción le habían
causado cuando las encontró cerca de las despensas o almacenes occidentales, no eran
sino simples inventarios... "parece ser que los documentos, en su mayor parte, se
refieren a informes y listas de personas y posesiones". Sólo consiguió descifrar los
números. John Pendlebury, el brillante joven erudito amigo de Evans que fue Conservador
de Cnosos por el año 1930, tuvo que reconocer en su Archaeology of Crete que
...es imposible todavía decir cuál lenguaje era el de los minoicos salvo que
no era griego sería inútil hacer conjeturas. El material está allí y está ordenado.
No nos queda sino esperar que aparezca una clave bilingüe. Quizás se encuentre
un día en Komo un documento de embarque en egipcio y minoico. E incluso
entonces puede resultar que sea un idioma muerto que no ha dejado
descendientes que ayuden a descifrarlo.2
Parte del material está contenido en el libro de Evans Scripta Minoa que publicó en
1909, después de persuadir, lleno de optimismo, a la Prensa Clarendon a hacer una serie
completa de tipos minoicos.
Incapaz de descifrar la escritura, que sospechaba no expresaba datos históricos,
Evans se vio obligado a interpretar la civilización minoica a través de sus edificios, su arte
y, sobre todo, por medio de los diminutos sellos de piedra grabados que con tanta
abundancia se encontraban, y de los que ya había reunido una gran colección.
"Completos en sí mismos —escribe— estos pequeños sellos tallados sirven a menudo
como epítome de otras obras de arte en mayor escala, como pinturas y relieves de las
3 Algunos investigadores no están de acuerdo con Evans. El profesor Nilson, por ejemplo, cree que
las figuras que Evans creyó correspondían a una misma diosa, en realidad representaban varias,
cada una con sus atributos propios.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
inmortalizar en ellos pinturas y crónicas escritas de acontecimientos históricos. Al
parecer, a los minoicos no les interesó perpetuar la memoria de triunfos, batallas,
tratados y conquistas, como los egipcios y los sanguinarios asirios. 4 En cambio pintaron
deliciosas escenas inspiradas en la naturaleza, con flores y pájaros y árboles, procesiones
de jóvenes nobles como el Copero y el maravilloso fresco del Rey Sacerdote descubierto
cerca de la entrada sureste, escenas de ceremonias públicas, deportes o rituales, en las
que las engalanadas damas de la corte aparecen charlando, y una y otra vez, en los
muros de los corredores en las estatuillas, y en las diminutas cuentas sellos: el Toro.
¿Tendría también el toro algún significado religioso? Evans observó que en los
sellos, en las pinturas al fresco y en otras partes aparecía el símbolo estilizado de los
cuernos del toro. A veces se presentaba en un friso junto al techo de un santuario de la
Diosa Madre, y otras en conjunción con ese otro símbolo minoico tan familiar, el Hacha
Doble. En el lado sur del Palacio Evans encontró restos de un gigantesco ejemplo de
estos "Cuernos de Consagración" que sin duda en otro tiempo habían servido de remate
al techo del Palacio, de modo que todo el que se aproximaba por el camino meridional
pudiera verlos. Evans volvió a instalarlos en el mismo lugar (lámina 13). Sin embargo, a
medida que progresaron sus investigaciones, llegó a la conclusión de que quizás el toro
no fue venerado como deidad, y que más bien era considerado como el animal favorito
de la divinidad terrestre, y por lo tanto a veces se le ofrecían sacrificios. La presencia de
la diosa minoica (tal como se ve en las pinturas de las paredes) en el deporte de saltar
sobre el toro, parecía sugerir que esta ceremonia era también un sacrificio. Teseo y el
Minotauro, las siete doncellas y los siete jóvenes de Atenas, ¿había alguna relación entre
todo ello?
Los frescos representando el salto sobre el toro, fascinaban incluso a los profanos,
ajenos al círculo exclusivo de los arqueólogos profesionales. Dondequiera que se
reproducían estas extraordinarias pinturas, con los esbeltos acróbatas minoicos, hombres
de piel oscura y muchachas de piel más pálida, casi desnudos, surgía la controversia ¿Era
posible tal proeza? En la Villa Ariadna, en su estudio en Youlbury, Evans estudió
atentamente las pinturas tratando de penetrar el misterio. He aquí cómo describe el
famoso fresco, reproducido en la lámina 25.
4 Y el que los minoicos hubieran estado en contacto con los egipcios durante más de 1000 años
hace que esto sea aun más notable.
5 Identificado en forma convencional como tal por su piel más oscura.
109
ponga delante". De modo que, como hasta ahora nadie se ha ofrecido a resolver el
problema en la práctica, el misterio continua siendo un misterio.
Fue mientras estudiaba el culto minoico al toro cuando Evans hizo un
descubrimiento que ilustra perfectamente su imaginativa interpretación de detalles
diminutos. Es uno de muchos ejemplos. En la lámina 24 se reproducen dos escenas de las
dos famosas copas de oro encontradas en Vafeio, más de diez años antes de que Evans
empezara a cavar en Cnosos. Al principio se creyó que estas ricamente labradas vasijas
eran "micénicas". Después de los hallazgos de Evans en Cnosos se reconoció que su
estilo era minoico y que probablemente habían sido importadas de Creta, o producidas
en el continente por artistas cretenses. El descubrimiento de los frescos con los toros en
Cnosos despertó un nuevo interés en las copas de Vafeio por ser la captura de toros
salvajes el tema de sus expresivos relieves. En una de las copas, unos jóvenes minoicos
de delgado talle, se esfuerzan en acorralar a un toro en un claro del bosque. Entre los
árboles hay una red extendida y hacia ella van encaminando a los toros. En otro de los
relieves de Vafeio se ve a un toro enredado en la red, pero en la escena que aparece en
la figura el animal se ha escapado de la trampa, arrojando al suelo a un cazador que cae
de espaldas impotente, mientras que otro se agarra desesperadamente a los cuernos del
animal en un esfuerzo para abatirlo. Según Evans la figura en los cuernos era la de una
muchacha "que ha trabado las piernas y los brazos alrededor de los cuernos del
monstruo de tal manera que el animal no puede herirla con ellos".
Según Evans estas escenas estaban relacionadas con los frescos representando el
salto sobre los toros que adornaban las paredes del Palacio de Minos. Primero se
perseguía a los animales en el campo abierto y se les cazaba en trampas. Después se les
hacía actuar en la plaza de toros del Palacio de Cnosos ante un público más refinado. En
ambos casos hombres y mujeres jóvenes se exponían en la lucha con los animales.
Pero lo que da más idea del extraordinario don de observación de Evans es la
escena de la segunda copa de Vafeio, representada en la lámina 24, abajo.
Anteriormente otros arqueólogos habían considerado que los dos animales eran dos
toros, desde luego, aparte de las cabezas, se parecían mucho. Sin embargo, Evans descu-
brió que el animal de la izquierda es una vaca traída como señuelo por los cazadores
para atrapar al toro. El artista minoico, dándose cuenta de que el cuerpo de la vaca
quedaría casi enteramente oculto por el del toro, tuvo que encontrar algún medio para
indicar su sexo, lo que hizo mostrándola con la cola levantada, la reacción normal de una
vaca cuando está excitada sexualmente. Fue este detalle insignificante el que dio la
clave a Evans. Las tres escenas en la copa quedaron perfectamente claras. La primera
(que no se ve en la lámina) muestra al toro olfateando la cola de la vaca. En la segunda
(la ilustrada)
...la traidora compañera del toro —escribe Evans— lo atrae con amorosa
conversación, denotando con la cola levantada la reacción sexual. La
extraordinaria expresión humana de las dos cabezas al volverse una a otra es
muy característica del espíritu artístico minoico.
Estos relieves los habían conocido los arqueólogos durante más de veinte años
antes de que Evans indicara su verdadero significado.
Temporada tras temporada Evans siguió excavando pacientemente, despejando y,
cuando era necesario, reconstruyendo el Palacio de Cnosos. Algunos irreflexivos
visitantes del Palacio han criticado a veces a Evans por su "restauración con hormigón
armado". Estas críticas no son justas; Evans no tenía otra alternativa.
Los pisos superiores —escribía—, de los que hay tres en los alojamientos
domésticos, no estaban apoyados, como en casos semejantes en otros edificios
antiguos, sobre macizos elementos de mampostería o ladrillos, ni sobre columnas
de piedra. Habían sido sostenidos principalmente por medio de una estructura de
madera cuyos enormes postes, al igual que los fustes de las columnas procedían
de la madera de los bosques de cipreses, que entonces existían en los valles de
las cercanías o con materiales similares importados de allende el mar. La
destrucción de estos soportes de madera, sea por causas químicas o por haberse
quemado, naturalmente habían dejado grandes vacíos en los espacios
intermedios. Los pisos superiores, en forma que a veces parecía milagrosa, se
habían mantenido aproximadamente a su nivel primitivo gracias a la masa de
escombros que se había formado debajo, con adobes desprendidos de los muros
superiores.
Al mismo tiempo, siempre que se retiraban estos materiales intrusos no
quedaba nada que evitara el derrumbe de los restos de la estructura superior
sobre un nivel más bajo.
Quizás se encuentre aquí la clave del misterio de esas zonas lustrales, con
escaleras que se hunden en la misma tierra, utilizadas quizás para alguna ceremonia de
propiciación de la divinidad terrestre.
Durante sus últimas excavaciones, Evans tuvo una curiosa experiencia, que afirmó
su fe en la teoría de los terremotos. Había estado excavando el exterior de los muros del
Palacio, en el lado sureste, cuando sus trabajadores "encontraron la esquina de una casa
pequeña... del Período Minoico Medio III... Esta casita había sido destruida por enormes
bloques, desprendidos sin duda por un violento temblor de tierra y lanzados a distancias
a veces hasta de seis metros... La casa nunca se había vuelto a construir sino que al igual
que otra en la zona colindante al oeste, estaba llena de materiales procedentes del
mismo derrumbe".
La casita debió de pertenecer a un artesano, dedicado a la fabricación de
lámparas, pues entre las ruinas se encontró una porción de éstas sin terminar. Cerca de
esta "Casa de los Bloques Caídos" había otra que debió quedar destruida al mismo
tiempo, y aquí los excavadores hicieron un descubrimiento significativo. En las esquinas
noroeste y sureste del sótano meridional se habían colocado las cabezas de "dos grandes
toros de la raza urus, los cuernos de uno de los cuales tenían más de 30 centímetros de
circunferencia". Estas reliquias de sacrificio que estaban cuidadosamente colocadas
cerca de los altares de trípode, según Evans sólo podían tener un significado: "El
metódico relleno del edificio y su abandono final como habitación humana habían sido
precedidos de solemne ofrecimiento expiatorio a los Poderes Subterráneos".
Los toros habían sido sacrificados a la divinidad terrestre. Mientras examinaban los
restos los excavadores se imaginaban sin esfuerzo la solemne amonestación que habría
pronunciado el sacerdote, hacía 4000 años, contra todo el que intentara oponérsele.
Entonces, cuenta Evans, al terminar los trabajadores la tarea de despejar esta
"Casa del Sacrificio" a las 12.15 de la tarde del 20 de abril de 1922, “se experimentó en
este lugar, y en toda la región, un breve pero fuerte temblor, acompañado de un
profundo ruido retumbante, suficiente para tirar de espaldas a uno de mis hombres”.
Y recordó que en la Ilíada, en el Libro XX, Homero había escrito:
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
En toros se goza el que estremece la tierra.
113
15. EL PALACIO DE LOS REYES DEL MAR
A la mañana siguiente, temprano, después de que Manoli sirvió el desayuno en el
austero comedor, eché a andar a lo largo del tortuoso sendero dejando atrás al
Emperador Adriano y las bugambilias. Bajé una cuesta y me encaminé por la angosta
senda hacia el Palacio. Sentía la invisible presencia de Sir Arthur, que debió de recorrer
este camino miles de veces, blandiendo su formidable Prodger y contestando a los
respetuosos saludos de los aldeanos.
Cnosos está situado en una depresión medio oculta por los árboles, con viñedos
que trepan por los declives de las suaves colinas que la cercan por el este, el oeste y el
sur. Sólo queda abierto el lado norte, orientado hacia el mar. Y aunque el Palacio se alza
en un montículo, es un montículo que se formó con los restos de más de 2000 años de
ocupación.
Al llegar a la casita del portero salió a mi encuentro Piet de Jong y juntos cruzamos
la pantalla formada por los cipreses. Al salir a la luz del sol pude contemplar por vez
primera el Palacio de Minos, aunque no en su totalidad. Un muro de mampostería
cuidadosamente labrado ocultaba la vista inmediatamente delante, pero a la derecha, o
sea hacia el sureste, divisé el espacioso patio noroeste y la entrada noroeste del Palacio.
Al otro lado del umbral, pasando junto a unos muros bajos y por cuidados pavimentos,
dimos una vuelta a la izquierda, y me encontré con el fragmento reconstruido del
Propileo, con sus columnas. Aquí fue donde Evans encontró el fresco del Copero, el
primer retrato que se descubrió de un minoico. Los originales cuelgan ahora en el Museo
de Herácleo, pero aquí, en la pared inundada de sol, estaba una de las excelentes copias
de Gilliéron. Por una fracción de segundo el purista en mí protestó contra esta
reproducción, pero pronto quedó silenciado.
Porque no es posible comparar un palacio cretense con los grandes monumentos
de Egipto, donde el aire seco ha conservado los muros, columnas y arquitrabes en su
estado original durante 3000 años. Aunque el clima de Creta es en verano cálido y seco,
en invierno llueve torrencialmente y, después de los destructores seres humanos, el
mejor enemigo de los monumentos, es probablemente la humedad. Su poder destructivo
resulta todavía mayor cuando, como en Cnosos, se utilizaba mucha madera en la
construcción. Las paredes, principalmente en los palacios antiguos, tenían un armazón de
madera, y las columnas que sostenían los tejados, los porches y las escaleras eran
también de este material. Cuando el Palacio fue saqueado (o se incendió a causa de un
terremoto, cosa que todavía no ha sido dilucidada), se quemó la mayoría de los pilares,
postes y vigas de madera y los que se libraron del fuego se han ido pudriendo a través de
los años con la humedad de la tierra.
Los muros se vinieron abajo y los techos se derrumbaron, de modo que Evans y
sus colegas, para reproducir la apariencia original del Palacio, no tuvieron más remedio
que recurrir a una esmerada reconstrucción de las partes típicas, tales como el Propileo y
el Pórtico Norte (lámina 17). Quizás, impulsado por su entusiasmo, Evans se excedió
(esto es cuestión de opinión), pero en muchos lugares de la zona sólo tenía dos
alternativas: reconstruir o dejar un montón de escombros. No obstante, como me indicó
de Jong, todos los fragmentos de la obra original que fue posible rescatar, se
conservaron, y una proporción impresionante del Palacio de Cnosos, especialmente de
los alojamientos domésticos, es de mampostería minoica auténtica, intacta después de
treinta siglos.
Piet me mostró el sistema que había adoptado Evans, en sus cuidadosas
reconstrucciones, para identificar la parte original del Palacio.
"En un muro medio derruido —me dijo— encontrábamos a veces los restos de las
ranuras donde habían estado empotrados los elementos estructurales de madera.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
Cuando reconstruíamos el muro reemplazábamos la madera podrida con hormigón
armado, que pintábamos de un color ante pálido, imitando madera. El resto lo
reconstruíamos, hasta donde era posible, con los bloques de piedra originales."
Los dos coperos1 marchaban en procesión, lenta y solemnemente, los talles
delgados, los hombros anchos, las facciones orgullosas y aristocráticas, y el pelo negro
rizado (lámina 15). Ahora al fin ya empezaba a sentir la extraña maravilla de Cnosos. Nos
encontrábamos tan sólo a unos cuantos kilómetros de Egipto, con el que los minoicos
habían estado en contacto durante 2000 años, y sin embargo, no había nada de egipcio
en los rostros o los trajes de estas gentes. Recordé las paredes pintadas que había visto
en las tumbas de Luxor, aquellas solemnes y tiesas figuras hieráticas, con sus vestiduras
de lienzo, estos minoicos eran completamente distintos. Parecían más europeos que
asiáticos, aunque Evans creía que procedían originalmente de Asia. Sin embargo,
tampoco se parecían a los griegos clásicos. ¿Quiénes eran? ¿De dónde habían venido? ¡Es
exasperante que no nos hayan dejado una historia escrita!
Pero de Jong, el arquitecto práctico, me decía en ese momento:
"La gente pregunta a menudo por qué harían sus columnas con el diámetro inferior
más pequeño que el superior. ¿Sabe usted por qué?"
"No. ¿Había alguna razón especial?"
"Es algo que nunca se ha podido aclarar satisfactoriamente. Yo creo que la teoría
más razonable es que, como las columnas estaban hechas de troncos de árboles, las
colocaban con las raíces hacia arriba, o sea con la parte más ancha del tronco en lo alto,
para evitar que los árboles volvieran a retoñar. O tal vez fuera con el propósito de
disponer de más espacio libre abajo. Estas columnas —añadió dando palmadas en los
grandes postes del Propileo, pintados de un color rojizo— son desde luego de hormigón
armado. Pero sabemos que estuvieron aquí porque encontramos cerca, en el suelo, sus
bases y capiteles".
Le pregunté cómo se pudo averiguar la altura y la proporción de las columnas. Me
explicó que esto se había logrado estudiando y comparando los restos de elementos
arquitectónicos semejantes, encontrados en otros lugares del Palacio. A veces, aunque la
madera había desaparecido, quedaban en la tierra impresiones de las columnas.
"Sabe usted —me dijo Piet—, una de las dotes más extraordinarias de Sir Arthur
era su capacidad para ver las cosas tal como habían sido. Sólo con examinar unas pocas
piedras rotas, unas columnas caídas y unos cuantos fragmentos de un fresco, podía
describir con exactitud el aspecto que tenía originalmente todo el cuarto o el edificio. Y
se impacientaba enormemente si su arquitecto no lo veía exactamente igual que él. Sin
embargo, cuando el arquitecto había examinado y medido el lugar y estudiado todos los
testimonios arquitectónicos, el resultado era que Sir Arthur casi siempre tenía razón".
Entre los testimonios más valiosos se encuentran los frescos, que con frecuencia
representaban edificios con las columnas típicamente minoicas, de menor diámetro en la
parte inferior que en la superior. Estos frescos fueron de gran utilidad cuando se hicieron
las reconstrucciones. También se obtuvieron muchos conocimientos útiles respecto a la
forma y la apariencia de las casas minoicas, de las representaciones encontradas en
pequeñas placas de faenza de unos pocos centímetros cuadrados de superficie.
"¿Pero, y el colorido? —pregunté—. Los colores debieron de ser magníficos ¿Cómo
pudieron averiguar, por ejemplo, que las columnas eran de un color rojizo y que los
capiteles eran unas veces azules y otras negros?"
"Por los frescos —me contestó, mientras doblábamos a la izquierda y entrábamos a
la gran galería que conducía a los almacenes— Ya los verá. Pero primero quiero mostrarle
algo —. Y me condujo a un amplio corredor pavimentado de piedra al que daban
Se encontró que la pared entre las escaleras, más arriba del primer tramo,
presentaba un peligroso desplome, lo que significaba un continuo riesgo para el
resto de la estructura. Bajo la dirección de nuestro fiel maestro de obras,
Gregorios Antoniou, primero se aseguró el muro con puntales de madera y
cuerdas, y luego se cortó toda la base por ambos lados, en toda su longitud.
Anteriormente se habían preparado piedras en forma de cuña y cemento para
insertar en la hendidura, mientras que en la terraza, más arriba, estaban sesenta
hombres listos para tirar de las cuerdas aseguradas al muro. De este modo se
pudo mover la enorme masa que fue enderezándose hasta topar contra el sólido
armazón de madera que había sido preparado para recibirla, y que luego fue
retirado una vez colocada la estructura en su posición vertical definitiva. De esta
manera ha sido posible mantener la escalera y la balaustrada en su forma
primitiva, de modo que el mundo moderno pueda apreciar la concepción
estructural original de esta gran obra de hace unos 3600 años.
Todos los gastos de esta obra tremenda fueron cubiertos por el propio Evans, que
desde luego disponía de bastantes recursos. Debemos reconocer que no todos los
hombres ricos gastan su dinero en yates y en carreras de caballos. Por otra parte, incluso
para el defensor más apasionado de la intervención estatal, es difícil imaginar un
gobierno moderno "progresista" gastando un cuarto de millón de libras esterlinas en
conservar un monumento antiguo, aun cuando éste fuera de importancia vital para la
historia de la civilización. Si Cnosos hubiera sido descubierto en 1952, Evans,
probablemente, habría tenido que solicitar una subvención del empobrecido British
Council.
La lucha por conservar la Gran Escalinata fue verdaderamente dramática. Se
presentaron todas las complicaciones posibles entre los arqueólogos por una parte y el
tiempo y la descomposición por la otra. He aquí como lo describe el propio Evans en The
Palace of Minos.
Y no era eso todo. Una porción de embalses recogía los sedimentos en su curso
hacia abajo de modo que cuando el agua llegaba al fondo de los escalones estaba limpia,
y podía utilizarse para lavar. Y Evans, con uno de esos sugestivos toques homéricos, a los
que era tan aficionado, añade:
Las virtudes del agua de lluvia para el lavado de la ropa blanca justifica la
suposición de que el tanque se utilizaba para este uso y es posible que las
Nausícaas minoicas3 acudieran a él desde las salas altas del Palacio.
Parece ser que en esta parte noreste del Palacio estuvieron los talleres para los
artesanos. En uno de ellos Piet me mostró un bloque de basalto espartano, color púrpura,
a medio serrar, que estaba allí en el suelo, tal como el obrero lo había dejado. ¿Por qué
habría abandonado su trabajo sin terminarlo? De nuevo me invadió esa ligera sensación
de inquietud que había sentido por primera vez al ver las señales del fuego en los gran-
des almacenes. Volvimos a cruzar el patio hacia el lado occidental, donde en una galería
encima del Salón del Trono había colgadas algunas de las estupendas copias de los
3 Nausícaa, hija de Alcínoo, rey de los feacios, fue sorprendida por Ulises cuando ella y sus
doncellas jugaban en la orilla del mar después de haber lavado la ropa blanca de la familia.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
frescos, ejecutadas por Gilliéron, que había venido a ver desde tan lejos. Allí estaban el
fresco de los saltadores de toros, el de la tribuna con las damas parloteando, productos
de una civilización que 1600 años antes de Cristo ya había alcanzado y dejado atrás su
apogeo, una civilización en realidad ya decadente. Todo el encanto, la inteligencia y el
refinamiento de una cultura rica, ya declinante, estaban presentes en estas delicadas
pinturas. Pero también había algo más, algo que me había obsesionado desde el
momento en que entré en el Palacio, una sensación de fatalidad, un olor a muerte.
Evans creía que la causa de la final destrucción de Cnosos fue un terremoto.
Pendlebury, un investigador más joven, suponía que el Palacio había sido saqueado,
probablemente por fuerzas del continente de Grecia. Me inclino a creer que Pendlebury
tenía razón. A mi juicio la pintura minoica, tal como está representada en los frescos de
Cnosos, había pasado de su apogeo antes del año 1400, había madurado con exceso y se
había desintegrado, y cuando llegaron los invasores, quienesquiera que fueran,
probablemente los "aqueos cubiertos de bronce", de Homero, solamente apresuraron un
fin que era inevitable.
Pero el fin, en aquel día de primavera, 1400 años antes de Cristo, cuando el viento
sur soplaba con violencia, debió ser terrible. Todavía hoy queda algo de aquel terror
adherido en las señales del fuego, en las paredes y en los sucios ennegrecidos, los
fragmentos de madera carbonizados sombríos testimonios del día fatal en que llegaron
los conquistadores. Uno se queda mudo de asombro ante la delicada belleza de las
pinturas en las paredes, ante los esbeltos jóvenes de tez morena, un tanto afeminados,
con sus estrechas cinturas y negro cabello rizado, ante los grupos de elegantes damas
charlando, con su piel como pálido marfil, sus collares adornados de piedras preciosas y
las amplias faldas de volantes. Y luego se piensa en aquel último día: las mujeres
corriendo y gritando a lo largo de los corredores con los frescos, la lucha desesperada en
las puertas y en las escaleras, el artesano interrumpido en su trabajo, dejando a medio
terminar un vaso de piedra, el guerrero tendido muerto encima de su gran escudo, el olor
del humo, el estruendo de las vigas al desplomarse, las salpicaduras de sangre en el
blanco de las piedras de yeso del pavimento...
"Venga a ver el Salón del Trono" —dijo Piet.
El Salón del Trono es la habitación más impresionante de Cnosos, y me alegré de
que de Jong la hubiera dejado para lo último. Entramos en la antecámara, de techo bajo,
abrimos una puerta de madera y nos encontramos en el Salón del Trono. No muy grande,
es de forma rectangular, con el lado más ancho a la derecha. En esta larga pared, a
mano derecha hay pintados dos magníficos grifos agachados, monstruos semejantes a
leones con cabeza de pájaro en el típico color canela, sobre un fondo azul pálido. Entre
los dos grifos guardianes se alza el trono del propio Minos, todavía en su lugar original,
con su alto respaldo con el "borde ondulado" y su asiento de forma amoldada al cuerpo.
A cada lado del trono y extendiéndose hasta las paredes que lo flanquean, había bancos
de piedra muy bajos. La impresión de "sala capitular de catedral", como sugirió Evans,
era muy intensa (lámina 19).
Enfrente del Trono, a la izquierda de la puerta, unos anchos escalones descienden
hasta uno de esos misteriosos pozos, las "zonas lustrales" o "impluvios rituales" que
Evans creía se habían utilizado en relación con alguna ceremonia de ungimiento. En la
antecámara todavía se encuentran las vasijas de piedra y de loza que habían sido
encontradas allí, y que al parecer se utilizaban en esta ceremonia. Hay otros cuartos
pequeños que se comunican con el Salón del Trono. Uno de ellos parece haber sido una
cocina, y tal vez en ciertas ocasiones, el Rey-Sacerdote se retirara a este grupo de
habitaciones, aislándose del resto de la comunidad por un determinado período, quizás
de días, quizás de semanas.
Era todo tan desconcertante. ¡Si al menos los minoicos hubieran dejado algo
121
escrito que pudiésemos comprender!
"Bueno —dijo Piet—, esto es todo en lo que se refiere al Palacio propiamente dicho,
aparte del Pórtico Norte y de la Zona Teatral, que veremos esta tarde. Ahora tengo que
regresar a la Taverna, pero usted, si le apetece, puede quedarse, con tal de que no se
olvide de cerrar la puerta al salir".
Mientras se iba alejando el ruido de los pasos del Conservador, me senté en el
trono más antiguo del mundo, que por cierto era muy cómodo. No llegaba ningún ruido
del exterior. Enfrente de mí, la débil luz procedente del piso superior se filtraba hasta el
pozo ritual, flanqueado por sus columnas color canela, más esbeltas abajo que arriba. Y
entonces me vino a la memoria un pasaje de un libro, que después de The Palace of
Minos, es probablemente la obra más autorizada y erudita que se ha escrito sobre la
civilización minoica: The Archaeology of Crete, de John Pendlebury. Pendlebury opinaba
que Cnosos fue saqueada por una fuerza invasora procedente del continente,
probablemente hombres del imperio colonial de Minos, decididos a librarse del yugo
minoico.
Cuando terminó la primera Guerra Mundial, Evans regresó a Creta. Los costos eran
más altos, pero él era un hombre rico y después de volver a contratar a sus trabajadores
cretenses, continuó excavando y restaurando el Palacio de Cnosos. Piet de Jong, el
tercero de los arquitectos que colaboraron con Evans, empezó a trabajar con él en 1922.
Después de la primera Guerra Mundial, de Jong había trabajado para el profesor Wace en
Micenas y a Evans le habían hecho tan excelente impresión los planos que el arquitecto
había levantado de la fortaleza micénica que lo invitó a ir a Cnosos.
En 1921 apareció el primer volumen del Palace of Minos, tan largo tiempo
esperado, al que siguieron a intervalos, durante catorce años, nuevos volúmenes. La obra
era verdaderamente monumental cuatro grandes tomos (los volúmenes 2 y 4 eran tan
enormes que hubo que publicar cada uno en dos tomos) que sumaban un total de 3.000
páginas, con más de 2.400 ilustraciones, muchas de ellas en color. La mayor parte de
esta obra la escribió en Youlbury, su hogar de Berkshire. Su hermanastra, la doctora Joan
Evans, nos describe cómo trabajaba:
La dificultad de una obra tal era excepcional, porque durante los cuarenta y
dos años desde que Evans llegó a Creta, se fueron haciendo nuevos
descubrimientos. Pero desde la primera hasta la última de sus 3.000 páginas la
enorme obra se lee como una saga: siempre resulta evidente la trama general,
dentro de la cual cada tema y cada digresión tienen su lugar.
De esta obra, casi única entre los libros de arqueología, en la que se combinan los
detalles de erudición con los brillantes pasajes descriptivos, ya he citado algunos párrafos
típicos. Me gustaría añadir uno más que revela admirablemente la imaginación poética
de Evans. En las líneas siguientes, tomadas del Volumen 3, describe la Gran Escalinata,
tal como fue restaurada:
Esta capacidad imaginativa fue lo que ayudó a Evans a resolver uno de los más
complejos problemas arqueológicos que se le presentaron: el del significado de las
misteriosas zonas lustrales, de las "criptas de pilares" subterráneas e incluso del toro
mismo. Durante mucho tiempo había sospechado que estos hoyos y criptas estaban
asociados a la propiciación de una divinidad de la Tierra, representada quizás por la
propia Diosa minoica en su calidad de Reina del Averno. Tenía la seguridad de que el toro
también figuraba en ese culto y ya sabemos el significado que atribuyó a los bueyes
sacrificados encontrados en la Casa de los Bloques Caídos. Pero la confirmación vino en
forma dramática, durante una calurosa noche de junio, cuando sir Arthur descansaba en
una de las alcobas del sótano de la Villa Ariadna.
Cuando tuvo esta experiencia Evans tenía setenta y cinco años. Unos años antes
había decidido dejar el Palacio y la Villa Ariadna junto con sus terrenos a la Escuela
Británica de Arqueología de Atenas. Las negociaciones para el traspaso se prolongaron
durante vanos años.2 Después de los setenta años se había aficionado a volar, que
además de entusiasmarle no le causaba ningún trastorno físico, como le solía suceder
con los viajes por mar. Todos los años volaba a Atenas, y si era posible tomaba un
hidroavión hasta Creta.
Ya cumplidos los ochenta, todavía disfrutaba viajando y se entusiasmaba con los
incidentes inesperados:
En 1932, después de una ausencia de medio siglo, regresó a sus amados países
Croacia y Dalmacia. Volvió a ver la Casa de San Lazzaro, donde había llevado a Margaret
después de su matrimonio, e incluso encontró, en el abandonado jardín, flores que ellos
habían plantado. También visitó la cárcel en la que había estado prisionero y le dijo al
guardián: "Yo suelo venir aquí cada cincuenta años".
Como los amigos y colegas de toda la vida se iban muriendo uno a uno, el anciano
erudito empezaba a sentir la soledad y el aislamiento que son la penalidad de todos
aquellos que sobreviven mucho tiempo a su propia generación. En la introducción al
cuarto y último volumen de su gran obra, se adivina una grave tristeza contenida en su
recuerdo que dedica a sus amigos y colegas. Después del tributo a Duncan Mackenzie, ya
citado, continua:
Pero el tributo más caluroso lo reservó para su antiguo amigo el profesor Frederico
Halbherr, el arqueólogo italiano que "fue el primero en este campo, el patriarca de la
excavación cretense", que gracias a su profundo conocimiento de las condiciones locales
había ayudado a Evans a hacer su exploración preliminar de la isla, en una época difícil y
peligrosa, y había preparado el terreno para las excavaciones de Cnosos.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
Su sonrisa, su amabilidad, conquistaban todos los corazones, y su memoria
todavía vive entre los aldeanos cretenses. La “red” bajo la cual dormía seguro por
la noche, y su corcel árabe, negro como el azabache que trepaba por las rocas
“como una cabra salvaje”, y en el que galopaba por los caminos turcos, desde
Faestos hasta Candia en poco más de cinco horas, son ahora casi legendarios.
Así, poco a poco, pacíficamente, la mayor parte del país quedaba bajo el
dominio de los recién llegados. Finalmente llegó la etapa en que fue necesario
hacer nuevas conquistas impuestas por la necesidad de reprimir la piratería o,
más probablemente, de evitar que otros marinos comerciaran en su terreno.
Tal fue el origen del imperio marítimo de Minos, cuyas tradiciones perduraron
hasta los tiempos clásicos y que fueron aceptadas por historiadores tales como Tucídides.
A principios del Período Minoico Reciente (aproximadamente 1550-1100 a. C.),
Creta ya era una potencia mundial, comparable a Egipto y al Imperio Hitita. Aquella fue la
época en que los orgullosos embajadores de los keftiu aparecen sobre las paredes de las
tumbas egipcias, no ofreciendo tributos como miembros de un estado dominado, sino
portando presentes de un monarca a otro.
Hacia 1550 a. C., había buenos caminos comunicando las ciudades minoicas
protegidas por puestos de policía. Para entonces Cnosos se había convertido en el centro
de un sistema burocrático extraordinariamente centralizado y, desde su soberbio Palacio,
el rey de Creta regía sobre muchos dominios de allende los mares. De ahí el tamaño y la
complejidad del Palacio: se trataba no sólo de la residencia de un rey, sino también de un
centro administrativo.
...no hay hombre sobre la tierra, ni nunca lo habrá, que se atreva a posar
un pie hostil en tierra de Feacia. Los dioses nos quieren demasiado para
permitirlo. Lejos de todo se encuentra esta patria nuestra, batida por el mar;
somos la vanguardia de la humanidad y ningún pueblo tiene contacto con
nosotros.
¿Puede darse una mejor descripción de Creta en los días de su apogeo? Más
adelante, en otro pasaje, se encuentran las siguientes palabras:
Porque los feacios no se interesan por arcos ni carcajes, sino que dedican
sus energías a los mástiles y los remos, y a las bellas embarcaciones que gustan
de pilotear a través de los mares cubiertos de espumas.
Pero las cosas en que encontramos placer inagotable son las fiestas, la lira,
la danza, lino limpio en abundancia, un baño caliente y nuestros lechos. Así es
que, comenzad ya, mis incomparables bailarines y, mostrad vuestros pasos para
que cuando vuelva a su hogar, nuestro huésped pueda decir a sus amigos lo que
aventajamos a los demás hombres en el arte de la navegación, en la velocidad de
nuestros pies, en la danza y en el canto.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
¿No podría ser esto el recuerdo popular de la vida de lujo del Palacio de Cnosos?
En tiempos de Homero, por lo menos quinientos años después de la caída del poder
cretense, nada quedaba en la propia Creta que pudiera indicar a los recién llegados que
la isla había sido en otro tiempo el centro de un Imperio grandioso. Los dorios curiosos
encontraron en las ruinas de Cnosos algunos fragmentos de los frescos de los toros, con
muchachos y doncellas, y esto puede haber sido el origen de la leyenda de Minos y de las
cautivas atenienses, de Teseo y el Minotauro. En cuanto al laberinto, simplemente se
basó en el labrys, palabra no griega, que significa Hacha Doble, el símbolo que con más
frecuencia aparece representado en los muros de Cnosos. En lo que se refiere a la
misteriosa maraña de cuartos y corredores del subsuelo del Palacio, donde Minos tenía
encerrado al monstruoso toro, puede haberse tratado de la historia fantástica contada
por algún audaz dorio, que de vuelta a Grecia, así interpretó su excursión por las grandes
alcantarillas del Palacio (que eran lo bastante grandes para que pudiera pasar un
hombre) y que, desde luego, eran cosa desconocida en sus primitivas comunidades.
De este modo, gracias a Evans y sus colegas, que se basaron en los cimientos
puestos por Schliemann y Dörpfeld, podemos estudiar un gran campo, completamente
nuevo, de la vida prehistórica de Europa. Ha quedado demostrado que las antiguas
leyendas y mitos contienen más verdad de lo que querían reconocer los áridos
historiadores. Esto se lo debemos agradecer en primer lugar a Schliemann, que confió en
las tradiciones antiguas y que tuvo los medios y la fuerza de voluntad necesarios para
probar lo que él creía. En cuanto a la investigación paciente y científica, al análisis y la
síntesis, se lo debemos a Evans y la multitud de investigadores que le han sucedido.
Homero ahora aparece no como un simple creador de sueños y de historias
fantásticas. Escribió en un período de crepúsculo cultural, no había visto los muros de
Ilión, ni a Agamenón cruzando la Puerta de los Leones de Micenas, no se había sentado
en la sala de los frescos del rey Minos, en Cnosos, pero los que le precedieron habían
conocido esas maravillas. Por eso en los poemas se encuentran conservadas, como
moscas en ámbar, descripciones de salas majestuosas, de obras de arte, de armas y
armaduras, y de un modo de vida ya desaparecido en la época de Homero, pero que la
pala del arqueólogo ha demostrado que había existido.
Nuestros tiempos también pertenecen a otro período crepuscular, sobre todo en lo
que se refiere a las humanidades. Los Schliemann y los Evans, hombres que disponían de
tiempo y riquezas que les permitían buscar conocimiento por su valor intrínseco, ya están
muertos; sus sucesores, que trabajan con menores recursos, están logrando magníficos
resultados. Por ejemplo, el profesor Wace, en su reciente libro Mycenae, da un paso más
en el campo a un mejor conocimiento de los micenios. ¡Pero cuánto queda aún por
conocer! La misteriosa escritura minoica, que Evans esperó poder descifrar cuando fue a
Creta, es todavía una incógnita,6 y en Creta, a pesar del trabajo de los investigadores y
arqueólogos de Gran Bretaña, Francia, América, Italia y otros países del mundo, quedan
todavía más restos bajo el suelo que los que hasta ahora han sido extraídos de él. El valle
en donde se encuentra el Palacio de Minos, si fuera explorado, quizás revelaría tumbas y
tesoros similares a los del "Valle de las Tumbas de los Reyes", de Egipto. ¿Pero cómo se
puede llevar a cabo semejante trabajo hoy día? ¿Dónde se encuentra el hombre acau-
dalado, que sea también un genio, que pueda financiar, y no digamos planear, semejante
trabajo? ¿Qué gobierno se atrevería a solicitar 250.000 libras para excavar y reconstruir
un palacio de 3000 años de antigüedad? No puede uno menos de pensar con tristeza
cuánto tardará el mundo en estabilizarse y civilizarse lo bastante para seguir con el gran
trabajo comenzado por Schliemann y Evans.
6 Después de la publicación de la primera edición de este libro, la escritura "Lineal B ha sido
parcialmente descifrada. Véase Apéndice B.
139
Me desperté temprano con el sol brillando a través de las ventanas sin cortinas.
Desayuné en la terraza, con el Palacio a unos cuantos cientos de pies más abajo, bañado
por el sol, que hacía que sus muros blancos brillaran como la nieve y que dibujaba los pa-
tios, los corredores y las amplias escaleras con sombras negras como la tinta. El monte
Ida, con su cresta de nieve, se destacaba alto y sereno en el azul inocente de la mañana.
Más allá de la achatada colina en que se levanta el Palacio, la llanura de Messara, rica y
verde, se extendía hasta fundirse con las colinas que la circundan.
Estas visitas apresuradas, superficiales, pensaba yo mientras revolvía mi café, son
características también del ritmo de nuestra época. Hace cincuenta años, y hasta menos
que eso, jóvenes modestos podían pasar meses en lugares como éste planeando sus
carreras, un libro, o una tesis universitaria, o quizás simplemente disfrutando. Hoy estas
experiencias sólo pueden tenerlas tres "clases privilegiadas": la minoría, cada día más
pequeña, de turistas que puedan permitirse el lujo de pagarse los gastos, la minoría,
todavía más pequeña, de los que viajan por cuenta de las Universidades, y los escasos,
afortunados periodistas que "tienen una suerte loca" y que están conscientes todo el
tiempo del boleto de avión de vuelta que llevan en el bolsillo y del editor que espera con
impaciencia...
Las pasiones nacionalistas, las sospechas, la intolerancia, las mentiras de la
propaganda, todos los males que Evans combatió, han estado a punto de destruir el
mundo que él conoció. Sin embargo, en nuestra época de ansiedad, debemos aprovechar
todas las oportunidades que se nos presentan. Por un breve espacio de tiempo el dominio
de lo irracional se ha debilitado un poco, lo bastante apenas para que algunas personas
puedan disfrutar del estímulo de los viajes y del intercambio amistoso entre pueblos, lo
que en otros tiempos era considerado como prueba de civilización.
Me alejé de la posada, bajando la cuesta, y lentamente subí la magnífica escalera,
tan majestuosa como la de Versalles, que conduce a la entrada de este Palacio de 4000
años de antigüedad (lámina 29, abajo). Seguí largos corredores, crucé innumerables
puertas, ascendí escaleras que en otro tiempo llevaban a las habitaciones superiores.
Atravesé el gran Patio Central, subí más escaleras, caminé por otros corredores, hasta
que llegué al límite extremo del Palacio, donde la colina en que se encuentra acaba en un
precipicio sobre la fértil llanura de Messara.
De pronto, desde abajo, hiriendo el aire matinal, llegó hasta mí el sonido agudo de
una trompeta. ¿Un heraldo anunciando la llegada de una embajada de Egipto? No, no se
trataba más que de un cuerno de pastor.
A la derecha y a la izquierda se elevaban suaves colinas, bañadas por el sol de la
mañana, las colinas donde se encontraron las tumbas tholos de algunos de los primeros
pobladores de Creta. Más allá se encontraba la llanura de Messara propiamente dicha, de
un verde jugoso con dibujos geométricos hechos por las filas de olivos de un gris
polvoriento que proyectaban sus largas sombras matinales sobre la hierba húmeda. Entre
las antiguas y grises piedras del palacio crecían asfódelos rosas, con sus apretadas flores
inmóviles en el aire tibio y sin viento. Había también anémonas silvestres rojas y azules
y, a mis pies, incontables matas de la diminuta acedera amarilla.
La primavera... la primavera había llegado a Creta desde el sur, atravesando el
mar color de vino de Homero, que había sido el camino seguido por los primeros
pobladores de Creta hace cinco o seis mil años. Dentro de día y medio me encontraría
caminando por los pavimentos lavados por la lluvia del frío y ventoso Londres. Pero había
visto la llegada de Perséfone a
141
APÉNDICE "A"
Estas palabras resultaron proféticas, lo mismo que las últimas líneas del libro, que
decían:
Un nuevo capítulo habrá sido añadido a nuestra historia, una historia que
puede no acabar nunca, pues si los Schliemann y los Evans lograron triunfos,
¿quién puede asegurar que ya se han desentrañado los últimos secretos y que los
arqueólogos del futuro no llegarán a alcanzar mayores victorias aun sobre los
ejércitos del Tempo y de la Ruina?
Aquel escritor viajero del siglo II, Pausanias, cuyas observaciones no fueron
1 Debemos mencionar que hay algunos investigadores que no están de acuerdo con esta teoría del
profesor Wace y que sostienen que sí hubo interrupción en la cultura.
145
aceptadas como verdad por los eruditos del siglo XIX, cada día merece más crédito a
medida que las excavaciones realizadas en Micenas van confirmando su exactitud. El
primero en vindicarlo fue, como es natural, Schliemann, quien, como dije en el capítulo
IV, creyó en la verdad literal de la siguiente afirmación:
147
En la tumba Iota había dos esqueletos de hombre, uno de los cuales estaba provisto de
una espada de bronce con puño de marfil, un cuchillo de bronce con puño de cristal de
roca, y una lanza de bronce. En muchas de las tumbas se encontraron delicadas copas y
vasijas, algunas de arcilla con decoraciones pintadas, otras de piedra, y otras de
alabastro. Una de las tumbas, descubierta a poco de iniciarse las excavaciones, contenía
vasijas de bronce y plata, dos copas de oro, adornos para la cabeza, de oro, y una
máscara de una aleación de oro y plata. Una vez más la “áurea Micenas” de Homero ha
hecho honor a su fama.
El método de inhumaciones es similar al utilizado en las tumbas de fosa vertical de
Schliemann. La profundidad de las tumbas varía, pero todas son del tipo de fosa. Al cavar
la tumba, se dejaba un reborde estrecho a cierta altura del fondo. Los cuerpos eran
colocados sobre una capa de guijarros, junto con los regalos funerarios. Después se
tendían vigas de madera apoyadas en los rebordes, formando así el techo de la tumba.
Sobre estas vigas se colocaban cañas muy juntas y se cubría todo con una capa espesa
de una arcilla verdosa o, a veces, con losas de piedra, para hacer la tumba impermeable.
Después se rellenaba con la tierra, pero como se había excavado más tierra de la
necesaria para llenar la fosa, se apilaba sobre la tumba formando un pequeño montículo,
sobre el que se colocaba la estela funeraria.
Cuando querían hacer otra inhumación, corrían el cuerpo del primer ocupante
hacia un lado para dejar lugar al recién llegado. Si a pesar de eso faltaba espacio,
quitaban algunas de las jarras de arcilla de la fosa y las colocaban sobre el techo, debajo
del montículo. No usaban ataúdes.
Desgraciadamente todavía no se tiene idea de quiénes fueran las personas enterradas en
estas tumbas. Pausanias fue informado que eran los cuerpos de Egisto y de sus
compañeros, los asesinos de Agamenón, que no habían sido considerados dignos de ser
enterrados dentro de la Ciudadela. Pero ahora sabemos que son de una época anterior
(probablemente vanos cientos de años) a la atribuida a Agamenón. Se trata de cuerpos
de miembros de la realeza micénica que vivieron entre 1650 y 1550 a. C., mucho antes
de la época de la guerra de Troya.
La gente de Micenas que conoció Pausanias el año 127 d. C., cuando la famosa
ciudad de Agamenón yacía en ruinas, sabían de su historia solamente por las leyendas y
por los poemas homéricos y, por lo tanto, no tenían idea de la cronología tal y como la
conocemos hoy. Sin embargo, recordaban los nombres de sus famosos antepasados, los
poderosos guerreros que hicieron expediciones a Oriente y trajeron oro, plata, marfil y
otros objetos preciosos. No hay duda de que el marfil provenía de Siria, ya que sabemos
que se cazaban elefantes en el valle del río Orontes, 1500 años antes de Cristo. Tampoco
hay duda de que tuvieron estrechas relaciones culturales con el imperio insular de Creta,
que quizás más tarde llegaron a destruir.
El Dr. Papadimitriou ha llegado a la conclusión de que los círculos de tumbas no
eran planos, sino que sobre cada tumba se elevaba un montículo. Cuando se terminaban
las ceremonias funerarias y se había rellenado la tumba, los parientes y amigos del
muerto celebraban un banquete funerario sobre ella, como lo prueba la cantidad de
restos de animales encontrados en la tierra que cubría cada túmulo. "Esta costumbre —
indica el arqueólogo— es mencionada en la Ilíada de Homero, cuando se describe el
funeral de Patroclo, en el que los griegos se reúnen cerca del cadáver en un banquete
dado por Aquiles, quien mató animales, toros, ovejas y cerdos en tal cantidad que la
sangre corría alrededor del cuerpo".
Hay una cosa que todavía me intriga y que presento a mis lectores para que
mediten sobre ella. Sabemos ahora que los micenios sabían escribir, se han encontrado
tabletas de arcilla en casas particulares de Micenas (aunque de dos o trescientos años
después de la época de los Círculos de Tumbas) con inscripciones en la escritura
conocida con el nombre de "Lineal B". También se han encontrado vasijas y jarras con
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
inscripciones en el mismo tipo de escritura. ¿Por qué, entonces, si los micenios se
molestaban en escribir inventarios de sus bienes y en marcar sus jarras de aceite, no
gravaban en las lápidas funerarias los nombres de sus reyes muertos? y los egipcios
cubrían las paredes de sus tumbas con inscripciones; lo mismo hacían los fenicios. Los
griegos de tiempos más recientes y los romanos también inscribían sus lápidas, pero los
micenios no. ¿Por qué?
He preguntado esto a varios amigos arqueólogos y todos están de acuerdo en que
es un misterio. El Doctor Frank Stubbings, profesor de lenguas clásicas en Cambridge,
que también ha excavado en Micenas con Wace, me escribió:
Como los expertos no pueden dar una contestación definitiva, voy a aventurarme a
proponer dos posibles respuestas a este problema. Ninguna de las dos tiene una buena
base histórica o arqueológica, y las presento solamente como hipótesis. La primera me la
sugirió el Antiguo Egipto.
Los egipcios tenían un sistema de escritura antes del año 3000 a. C. y, sin
embargo, no encontramos nada que se pueda parecer a literatura hasta mil años
después. La escritura egipcia fue inventada con un fin exclusivamente utilitario era un
implemento de trabajo, un medio por el cual una persona podía comunicarse con otras
sin necesidad de verlas y hablarles, un medio de llevar cuentas y registros. Más tarde los
egipcios, como todos los pueblos civilizados, descubrieron que las palabras tienen un
encanto propio y surgieron escritores de historias y romances que usaban el idioma
solamente para proporcionar placer. De este modo, el oficio se convirtió en arte.
Es probable que los micenios adoptaran la escritura con el mismo objeto práctico
de llevar registros y cuentas, como un medio puramente mecánico en el que la
aristocracia no se interesó un implemento útil para los mercaderes, comerciantes,
2 Evans descubrió dos formas de escritura en Cnosos, la "Lineal A", la más antigua, y la "Lineal B",
que también se encuentra en el continente. Es esta última la que ha sido parcialmente descifrada
por Ventris. (Véase Apéndice B).
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funcionarios, etc., pero que era indigno de reyes y príncipes.
Parece indudable que los poemas épicos en los que se inspiró Homero para su
Ilíada y Odisea fueron originalmente recitados, pues Homero menciona trovadores y no
escritores. Me parece muy probable que a los príncipes micenios, sentados en sus
salones después de un banquete, les gustara oír narrar las hazañas de sus antepasados,
cantadas o recitadas en versos épicos, pero que a nadie se le ocurrió escribir esos
poemas ya que no era necesario hacerlo. Los trovadores tenían memorias prodigiosas y
la escritura no era nada más que para cosas prosaicas.
Si esta teoría es acertada es muy poco probable que se llegue a encontrar
literatura escrita del período micénico, y en las generaciones futuras tendrán que seguir
dependiendo, como nos pasa ahora, de los poemas de Homero para tener idea de lo que
pensaban y sentían los micenios.
Sin embargo, todavía queda en pie la pregunta de "¿por qué no registraron los
micenios por lo menos los nombres, las hazañas de sus reyes en las tumbas, como han
hecho pueblos de otras civilizaciones antiguas?" Esto me lleva a la segunda teoría que la
ausencia de nombres de la realeza micénica se deba a un tabú religioso.
Según los antropólogos, aún en nuestros días, en tribus primitivas, existe el tabú
que prohíbe que se mencione el nombre del Jefe. Lo mismo sucedía en el Antiguo Egipto.
Rara vez se hacía referencia al faraón usando su nombre. Se le llamaba "Uno", o "el
Gobernante", o se escondía su identidad con nombres tales como "el Toro" o "el Halcón".
En la "Historia de Sinuhé", el escritor describe la muerte de Amenemhat como sigue:
En el año 30, en el noveno día del tercer mes de la Inundación, el dios entró
en su horizonte.
Desde 1802, cuando Grotefend leyó por primera vez correctamente parte
del antiguo silabario persa, la técnica básica necesaria para tener éxito en el
desciframiento, ha sido probada y desarrollada con escrituras anteriormente
consideradas ilegibles. Cada operación necesita ser planeada en tres fases
distintas: un análisis detallado de los signos, palabras y contexto de todas las
inscripciones disponibles, para conseguir todas las claves posibles en lo que se
refiere al sistema ortográfico, significado y estructura del lenguaje; una
sustitución experimental de valores fonéticos para llegar a palabras o inflexiones
de algún lenguaje conocido o postulado; y una última comprobación, de
preferencia con ayuda de material virgen, para asegurarse de que los resultados
obtenidos no se deben a la fantasía, a la coincidencia o a un razonamiento
circular.
(Antiquity, Vol. XXVII, diciembre de 1953)
Una vez conocidos los valores de un silabario, sus signos pueden ser
ordenados en una tabla en la que cada columna corresponde a una vocal y cada
línea horizontal a una consonante. Una parte principal del análisis consistió en
ordenar los signos lo mejor posible antes de atribuirles valores fonéticos. Esto fue
posible gracias a las pruebas indudables de que ciertos grupos de signos tenían la
misma vocal (por ejemplo, no ro to), y otros la misma consonante (por ejemplo,
wa we wi wo).
Había también varios pares de combinaciones que se alternaban de tal modo que
parecían corresponder a la forma masculina y femenina de una misma palabra, y el Dr.
Kober descubrió la existencia de inflexiones.
Durante los quince meses que siguieron a la publicación hecha por Bennett de las
tabletas de Pylos, Ventris llegó a formarse una cierta idea de la estructura gramatical del
idioma "Lineal B" y a fijar las posiciones relativas de muchos de los signos en su tabla.
Esta teoría de que la escritura "Lineal B" puede estar relacionada con el silabario
chipriota, aunque tentadora no puede ser demostrada todavía. El silabario tiene pocas
semejanzas superficiales con las escrituras “Lineal A” o “B”, con excepción de las formas
de algunos de los signos elementales.
si uno atribuye a los signos los valores que les dio Ventris, en griego leeríamos:
2 Ventris: “Greek Records in the Minoan Script”, Antiquity, Tomo XXVII, diciembre, 1953.
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
el pte-no falta, 1 CARRO.
Se tiene alguna duda sobre si el material de escritura "Lineal B" con que se
cuenta hasta ahora es lo bastante abundante para proporcionar una prueba
indiscutible de que se ha encontrado la solución, pero se espera poder hacer una
comprobación definitiva con las tabletas, todavía sin publicar, encontradas en
Pylos por Blegen en 1952 y 1953. De todos modos, no preveo una competencia
seria de otros sistemas de desciframiento, no por orgullo personal sino por esta
ventaja extraordinaria si las tabletas están escritas en griego, es muy difícil que
puedan ser explicadas en forma distinta a la que hemos propuesto, pero si no lo
están, se trata de un idioma que, en las circunstancias actuales, no puede
descubrirse.
...lo envió a Licia con siniestras credenciales suyas. Le dio una tableta
doblada en la que había trazado cierto número de signos misteriosos con
significado mortal, y le dijo que se la entregara a su suegro, el rey de Licia, lo que
ocasionaría su muerte.
Escogió los mejores hombres de toda Licia y los emboscó. Ni uno solo volvió
a casa. El incomparable Belerofonte los mató a todos. Por fin el rey comprendió
que era un verdadero hijo de los dioses.
Hasta hace poco se consideraba que este pasaje de la Ilíada era una interpolación
posterior, pero Stubbings escribe:
Desde hace bastante tiempo algunos de nosotros hemos dicho que durante el M.
R. II en Cnosos (aun que no en el resto de Creta) existieron características que
corresponden al continente: tumbas de colmena, salas del trono, el estilo
palatino, objetos de alabastro, imitaciones de cazos efirianos, etc. Del mismo
modo, como Luisa Banti señala, los frescos de Cnosos están más de acuerdo con
el continente que con el resto de Creta. Además solamente en Cnosos, de toda
Creta, se encuentra la escritura “Lineal B”, que ha aparecido también en tabletas
de Pylos y Micenas y en vasijas de Tebas, Micenas, Orcómenos, Tirinto y Eleusis.
La es entura “Lineal B” esta más extendida en el continente que en Creta, y
además es griego. No hay duda de que en el M. R. II había griegos en Cnosos. Los
micenios eran griegos, se trataba de un pueblo del Heládico Medio, tal como
evolucionaron después de relacionarse con la civilización minoica y el Cercano
Oriente durante el Heládico Reciente I o más bien desde poco antes de terminar
el Heládico Medio hasta el final del Heládico Reciente I. De este modo el
desciframiento de las tabletas confirma el resultado al que ya se había llegado
por medios arqueológicos.
Todavía hay otro aspecto. La primera fecha conocida para el alfabeto fenicio, en la
forma en que fue adoptado por los griegos, es en siglo VIII a. C. Los historiadores
consideraban que después de la invasión doria hubo una Edad de Tinieblas durante la
cual los griegos eran analfabetos. Ahora sabemos que la escritura micénica "Lineal B" fue
utilizada hasta la caída de Pylos, probablemente hacia fines de la Edad de Bronce. Wace
formula la pregunta siguiente:
¿Es posible que un pueblo tan inventivo, inteligente y despierto como el griego
dejara alguna vez de leer y escribir después de haber aprendido a hacerlo?
Lo que hace falta ahora son más documentos de Pylos, de Micenas y de otras zonas, y un
centro habitado de la Edad de Hierro Antigua para descubrir cuál era la situación de la
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escritura y del lenguaje en aquella época. La llamada Edad de Tinieblas, según Wace,
está en tinieblas solamente para nosotros.
Tabla con los valores fonéticos sugeridos, correspondiendo a 68 de los 88 signos del
sistema "Lineal B".
Cottrell, Leonard – El toro de Minos
BIBLIOGRAFÍA
El autor y los editores agradecen la colaboración que, respecto a las citas, han
prestado: The Clarendon Press, J. M. Dent & Sons, Ltd; W. D. Hogarth, Esq; The Illustrated
London News; Loeb Classical Ligrary; Longmans, Green & Co., Ltd; Macmillan & Co., Ltd;
Methuen & Co., Ltd; Penguin Books, Ltd; Putnam & Co., Ltd; The Society for the Promotion
of Hellenic Studies y The Times. [Todas las citas se han traducido del inglés, menos las
tomadas de Esquilo y de Plutarco (T)]