LOS DADOS ETERNOS Poemas Vallejo

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LOS DADOS ETERNOS PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA BLANCA

Dios mío, estoy llorando el ser que vivo; Me moriré en París con aguacero,
me pesa haber tomádote tu pan; un día del cual tengo ya el recuerdo.
pero este pobre barro pensativo Me moriré en París -y no me corro-
no es costra fermentada en tu costado: tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
¡tú no tienes Marías que se van!
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
Dios mío, si tú hubieras sido hombre, estos versos, los húmeros me he puesto
hoy supieras ser Dios; a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
pero tú, que estuviste siempre bien, con todo mi camino, a verme solo.
no sientes nada de tu creación.
Y el hombre sí sufre: ¡el Dios es él! César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
Hoy que en mis ojos viejos hay candelas, le daban duro con un palo y duro
como en un condenado,
Dios mío, prenderás todas tus velas, también con una soga; son testigos
y jugaremos con el viejo dado... los días jueves y los huesos húmeros,
Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte la soledad, la lluvia, los caminos...
del universo todo,
surgirán las ojeras de la Muerte,
como dos ases fúnebres de lodo.

Dios mío, y esta noche sorda, oscura,


ya no podrás jugar, porque la Tierra
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura.

César Vallejo, poeta peruano (1892-1938)

LOS HERALDOS NEGROS


Masa
Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido Al fin de la batalla,
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas; Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma Se le acercaron dos y repitiéronle:
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones «¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos,
como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido se empoza, Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
como charco de culpa, en la mirada. clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! muerte!»

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,

con un ruego común: «¡Quédate hermano!»

Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra

le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado;

incorporóse lentamente,

abrazó al primer hombre; echóse a andar...

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