La Intimidad Del Hombre

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La intimidad del hombre

Pedro Laín Entralgo

Real Academia de la Lengua


Real Academia de la Historia
Como el cuerpo del hombre es el lugar morfológico-funcional de sus estructuras
psicoorgánicas, la intimidad es el modo en que la operación de esas estructuras se le
revela al hombre -a cada hombre- como personal y propia. Partiendo de nuestra existencia
cotidiana y de los comunes usos del lenguaje, indaguemos el sentido y la estructura de
esta concisa fórmula.
Vivimos cotidianamente tratando con otros hombres. Hombres presentes, en los
duros o rutinarios momentos de nuestra vida negociosa y en los momentos gratos e
ingratos de nuestra vida amistosa y familiar. Hombres ausentes y hombres del pasado, en
nuestras lecturas históricas y recreativas, comenzando por la que todas las mañanas nos
deparan -o nos disparan- las páginas del diario. Hombres del futuro, si por una razón o
por otra esperamos a una persona que ha de llegar y acaso no llegue. Cuando no dormimos
sin soñar, buena parte de nuestra vida consiste en tratar con otros hombres. Hasta en el
caso de los filósofos que quieren recluirse y vivir -como si esto fuese posible- en
metafísica soledad.
Bien. Pero ¿cómo tratamos con ellos? La mayor parte de las veces, y así tiene que
ser, sin preocuparnos de lo que esos hombres real y verdaderamente son, y atenidos tan
sólo a lo que en relación con nosotros pueden hacer y hacen: vender un libro, servir un
almuerzo, despachar una diligencia administrativa, pronunciar una frase trivial, docta o
ingeniosa. Hay ocasiones, sin embargo, en que nos interesa, o acaso nos apasiona, saber
qué son y cómo son en verdad las personas a quienes tratamos. No sólo en su figura y en
su atuendo, también en ese secreto dominio interior de su realidad de que proceden sus
palabras, sus gestos y sus acciones, y hacia el que entonces tratan de llegar, salvo
excepciones, nuestras acciones, nuestras palabras y nuestros gestos. Más breve y
directamente, en su intimidad. Pues bien: ¿qué es la intimidad del hombre que trato y
cómo puedo conocerla, si por ventura es posible tal conocimiento?
Mi vida personal, o lo que así suelo llamar, consiste, por otra parte, en hacer mil y
mil cosas sin que yo, al hacerlas, me detenga a pensar lo que real y verdaderamente soy:
leer un periódico o una novela, ver una película o un partido de fútbol, pronunciar o
escuchar una lección, conversar con amigos. Hay momentos, sin embargo, en que, aliada
a tal o cual vicisitud de mi vida, la soledad me incita o me fuerza a volver mi mirada
sobre mí mismo y a escudriñar quién soy, qué soy y cómo soy; a conocer por mí mismo
mi propia intimidad. Pues bien: ¿qué es la intimidad del hombre que soy yo y cómo puedo
lograr un conocimiento cierto de ella?
Pienso que las diversas respuestas tópicas a las dos interrogaciones precedentes
pueden ser ordenadas según las tres principales metáforas a que los hombres han solido
recurrir para describir o para nombrar su intimidad propia: una metáfora espacial o
arquitectural, otra dinámica y otra jurídico-moral.
La intimidad personal ha sido a veces concebida como un recinto, como el más
secreto y escondido recinto de nuestra vida anímica. Ciertas metáforas de San Agustín en
sus Confesiones, la idea teresiana de las sucesivas «moradas» que pueden ser distinguidas
en el alma, la «interior bodega» y el «hondón del alma» de San Juan de la Cruz, son otras
tantas expresiones de esa visión espacial y arquitectural de la intimidad. Esta sería la
cámara que alberga lo más recoleto y escondido de cada uno de nosotros.
Otras veces, la intimidad ha sido vista como un surtidor, como un punto a la vez
central y profundo de nuestra conciencia -y de nuestra subconciencia- del cual brotasen
nuestras acciones más personales: el centro emergente de nuestra vida en acto. «De mi
alma en el más profundo centro», dice el mismo San Juan de la Cruz en su Llama de amor
viva. «Surgió en mí -en mi intimidad- la idea de...», es expresión del habla coloquial. Y
la concepción de la persona como «centro de actos», que Max Scheler propuso, forma
filosófica de esta segunda metáfora de la intimidad viene a ser1.
Una tercera debe ser añadida. Cuando los hispanohablantes mencionamos nuestro
«fuero interno» y cuando Kant piensa que lo más radical de la persona humana es
ser homo noumenon y sujeto de actos morales, Kant y nosotros confesamos una
concepción jurídico-moral de la intimidad. «Fuero interno» es el ámbito de la vida en que
al hombre le es dado existir sui iuris, conforme a su propio derecho, según su propio
«fuero»: el ámbito de la acción en el cual él es verdaderamente libre, y por tanto
últimamente responsable. En este «fuero interno» consiste, asimismo, lo más propio
del homo noumenon kantiano.
Recinto secreto del alma, surtidor de la vida más genuinamente personal, ámbito de
libertad y centro de imputación de los actos morales. Sí, todo esto es la intimidad. Pero
acaso sea más correcta otra visión y, por consiguiente, otra concepción de la vida íntima.
Acaso sea preferible ver primariamente la intimidad no como un recinto, un surtidor o un
fuero interno, sino, zubirianamente, como el modo de ser de los actos psicoorgánicos en
el cual y con el cual mi vida se me hace real y verdaderamente propia. O, con otras
palabras, como el peculiar modo de ser de los actos en los que y con los que mi vida llega
a ser real y verdaderamente «mía».
Hay actos psíquicos, en efecto, que ocurren en mí, más aún, que son ejecutados por
mí, pero a los que yo no considero enteramente míos, bien por desagrado, bien por
indiferencia. Pertenecen a la zona de mi vida anímica que más de una vez he llamado yo
«esfera de lo-en-mí». Recordemos la respuesta-pregunta de Cristo a su madre en las bodas
de Caná: «Mujer, ¿qué nos va en ello a ti y a mí?» Con indiferencia y apartamiento unas
veces, con desagrado y rechazo otras, no son pocas las ocasiones en que ante un evento
que nos sucede y ha llegado a penetrar en nuestra vida interior nos decimos algo
semejante. Todo lo que nos mueve a esa actitud no es considerado por nosotros como real
y verdaderamente nuestro, aunque de hecho acontezca en nosotros.
Frente a tales actos -si se quiere, dentro de tales actos- hállanse los que yo considero
enteramente míos o propios, y ellos son los que constituyen la «esfera de lo-mío»: mis
creencias y mis dudas, mis saberes y mis ignorancias, mis amores y mis odios, mis
esperanzas y mis desesperaciones, mis gozos y mis tristezas. Son los actos y los hábitos
en que me va mi propia identidad, mi propio ser, aquellos sin los cuales yo no podría
sentirme «yo mismo», ni hablar de «mí mismo».
Nuestro problema, por tanto, es: ¿cómo tiene que estar constituida mi realidad para
que en ella pueda haber y haya efectivamente «lo mío»? Además de ser animal
bipedestante, locuente, pensante e instrumentífico, es decir, además de poseer las notas
con que desde fuera de mí suele ser descrita mi naturaleza y describo yo la naturaleza de
los demás hombres, ¿qué soy yo y cómo soy yo para que una parte de esa naturaleza sea
vivida en mi interior como personalmente «mía»? La respuesta a estas interrogaciones
debe ser, si se me admite utilizar como modelo el título del famoso libro de Burton, una
«anatomía de la intimidad». Intentaré diseñarlo con el requerido método.
Para que, de hecho, acontezca un acto personal de apropiación y yo viva como mío
lo que de él resulte es necesaria la cooperación de dos series de instancias, una relativa a
los hábitos que constituyen mi ser íntimo y tocante la otra a los modos y las vías de la
relación entre mi realidad, esa que por apropiada yo considero mía, y la realidad que, mía
o no, posee todo lo que para mí es real.
Hábitos de la persona que hacen posible la
apropiación
Tres me parecen principales: la idea de sí mismo, la libertad y la vocación.

La idea de sí mismo
Para que yo pueda tener como «míos» el curso y el resultado de un acto psíquico es
preciso que yo disponga en mí mismo de un centro de apropiación (algo a lo cual yo
pueda asimilar e incorporar eso a que voy a llamar «mío») y de un criterio vivencial o
existencial acerca de ese carácter de «mío» o «meidad» que posee lo asimilado e
incorporado (algo que mediante un saber prerracional y prediscursivo me permita afirmar
que ese acto psíquico y su resultado me pertenecen en propiedad). Con otras palabras:
que yo, en cuanto que también hacia dentro de mí soy inteligencia semiente y sentir
inteligente, de alguna manera y en alguna medida sepa quién soy yo, qué soy yo y cómo
soy yo. Tal es la función que en la íntima realidad de cada cual cumple la idea de sí
mismo.
Vaga y confusa en la infancia, y eruptiva y hasta dramática en la adolescencia y la
primera juventud, tácita o expresa en la madurez, desde su infancia existe en el hombre
la idea de sí mismo. Acertando o equivocándonos, todos sabemos, en efecto, qué nos
gusta de veras y qué de veras no nos gusta; a quiénes admiramos, envidiamos o
despreciamos; en qué creemos, en qué no creemos y de qué dudamos; qué y a quiénes
amamos u odiamos; qué esperamos y qué, en el fondo, no sabemos o no podemos esperar;
cuáles son nuestros talentos y nuestras limitaciones; por qué causas somos capaces de
sufrir, o si no somos capaces de sufrir por ninguna causa... Con esta idea -compleja
siempre, como hace ver cierto sutil análisis del médico y humorista Oliver Wendell
Holmes: en todo Tomás hay tres Tomases, el Tomás que él cree ser, el que los demás
creen que es y el que realmente es y sólo Dios conoce, y aún podría añadirse un cuarto
Tomás: el que él piensa que los demás creen que es-; con esta idea, digo, todo hombre va
por el mundo siendo actor de sí mismo, tomando o rechazando del mundo algo de lo que
este le brinda y, en la medida en que puede, haciéndose personalmente a sí mismo, siendo
él lo que nadie o como nadie él parece ser.
Desde cuatro principales puntos de vista puede ser considerada la idea de sí mismo,
el metafísico, el psicológico, el neurofisiológico y el sociológico. ¿Cómo tiene que estar
constituida la realidad del hombre -la concreción humana de la realidad en general- para
que ella pueda ser un «yo» de alguna manera consciente de sí mismo? Una teoría
metafísica de la autoconciencia será la respuesta a esta interrogación. Porque en el seno
mismo de la realidad autoconsciente de un hombre que está diciendo «yo» -«yo estoy
leyendo, o paseando, o mirando un paisaje»- late siempre, explícita o implícita, la idea de
sí mismo. Así constituida, la idea de sí mismo puede ser psicológicamente analizada. Una
descripción fenoménica y causal de lo que son el autoconocimiento, sus modos y sus
grados y un esquema de su total estructura -qué es en ella consciente y qué subconsciente:
instancias de la represión psíquica, ideal del yo, etc.- serán el resultado de ese análisis.
Por su parte, la neurofisiología y la neuropatología actuales han empezado a conocer con
cierta precisión el momento orgánico, neural, de la idea de sí mismo. Recuérdese lo dicho
al estudiar las estructuras signitivas de nuestra realidad. De ella cabe, en fin, un examen
sociológico: cómo de un modo general se expresa en la vida social -dicho de otra manera,
cómo ella es un componente esencial del homo socialis- y cuáles son los principales
modos con que se manifiesta, según el rol y el status del individuo y el grupo social a que
este pertenezca.
Ceñida la mirada al punto de vista psicológico, éstas parecen ser las principales líneas
de la exploración y los resultados principales del análisis: 1ª) La idea de sí mismo puede
ser clara o turbia. Clara la tuvieron las máximas figuras del género literario confesional,
San Agustín, Rousseau, Goethe, Amiel, y clarísima Don Quijote, cuando pronunció su
famoso «Yo sé quién soy». Turbia la tienen tantos y tantos hombres que, procediendo
según ella, porque constitutivamente pertenece ella a la realidad humana, en modo alguno
son capaces de expresarla con claridad. 2ª) Puede, asimismo, ser directa o interpretativa.
Es directa cuando el que la describe lo hace con expresiones inmediatamente precedentes
de su modo de vivirla: «Yo sé -o yo creo- que soy así». Es interpretativa, en cambio,
cuando su titular actúa como «novelista de sí mismo» o cuando hace «teatro para sí
mismo»; posibilidades ambas bastante más frecuentes de lo que se piensa. 3ª) Puede ser
certera o errónea. Por puro desconocimiento, por autocomplacencia o por autodetracción,
errónea es con frecuencia la idea de sí mismo, sobre todo cuando su titular la declara a
los demás. Pero por debajo de lo que a tal respecto digamos creer o pensar, casi siempre
late en nosotros un hondo sentimiento de lo que real y verdaderamente somos. Algo suele
hacer del vanidoso un simulador, hasta cuando más sinceramente -más vanamente-
parece sentir su vanidad. 4ª) La idea de sí mismo, en fin, es a la vez consciente e
inconsciente. Amplias zonas de la vida subyacente a la conciencia, en parte
genéricamente humanas, procedentes en parte del pasado biográfico del sujeto,
condicionan su contenido y sin cesar están operando en ella.
«Conócete a ti mismo», se viene diciendo en Occidente, primero en griego y en latín,
luego en todas las lenguas, desde los orígenes de la Antigüedad clásica. Esto es: «Ten
una idea de ti mismo que corresponda a lo que realmente eres». ¿Es posible cumplir
acabadamente esta regla? No lo creo. Un escollo psicológico y social, el autoengaño, y
otro antropológico, la opacidad última de nuestra realidad a que más de una vez me he
referido, pondrán siempre un hiato entre el Tomás que él cree ser y el Tomás que
realmente es y sólo Dios conoce.

La libertad
Para que yo pueda tener como «míos» el curso y el resultado de un acto psíquico, es
preciso que ese acto no me sea impuesto -salvo que yo termine aceptando resignadamente
la imposición-; es decir, que de un modo u otro sea libre. La libertad, el hábito y el
ejercicio de la libertad, es condición inexcusable para que se produzca y exista una vida
psíquica real y verdaderamente apropiada. ¿Cuándo, por ejemplo, hace el hombre «suyo»
el cumplimiento de una ley que se le ha prescrito? Platón dio para siempre la respuesta:
cuando el preámbulo de esa ley, «exposición de motivos» suele llamársele, le persuada
íntimamente de que es justa, y por tanto de que, allá en el fondo insobornable de su
persona, libremente debe él hacerla «suya». Mil formas distintas puede adoptar esta
elemental regla platónica.
Desde Kant nos enseñan los filósofos que la libertad del hombre puede y debe ser
«de» y «para»: libertad «de» todos los obstáculos externos e internos que impidan o
dificulten ser efectivamente libre; libertad «para» moverse hacia las metas cuyo logro
uno se haya propuesto. Pues bien, concebido el acto libre según su momento «para», por
tanto en su integridad, cuatro me parecen ser los modos cardinales de la libertad: 1º) La
libertad de opción o de preferencia, la facultas electiva de que habla la definición clásica.
Yo soy libre eligiendo entre moverme o no moverme, entre comer o no comer, entre leer
tal libro o tal otro. 2º) La libertad de aceptación o de rechazo. Yo actúo libremente cuando
ante la presión de un determinado uso social o bajo la sugestión de tal o cual ofrecimiento,
por mí mismo puedo aceptarlos o rechazarlos. «Animal capaz de decir no ante los
estímulos», llamó Scheler al hombre, y «capaz también de decir sí ante ellos», habría que
añadir, cuando ese «sí» sea el término de un acto de decisión. 3º) La libertad de
imaginación y creación. La opción puede adoptar a veces un modo muy singular: cuando
el sujeto decide ser libre no optando entre las diversas posibilidades que se le ofrecen,
sino saliendo del trance mediante la invención de una posibilidad nueva: idear un
artefacto inédito, resolver de manera original un problema matemático, crear un concepto
filosófico, escribir o pintar con estilo personal, y no según alguno de los que la tradición
ofrezca. La creación es consecuencia, pues, de un supremo acto de libertad y pone al
creador ante otro acto libre ulterior y distinto: aceptar como propia la obra creada o
renegar tajantemente de ella y del acto que a ella condujo. Quemando sus versos
juveniles, Virgilio quiso libremente demostrar y demostrarse que no los quería tener por
suyos, que deseaba darlos por no escritos. 4º) La libertad de ofrecimiento y donación.
Ofreciendo y donando amorosamente lo «mío» -a una persona determinada, a una causa,
a la humanidad entera, a Dios-, yo actúo libremente y afirmo mi propia realidad
apropiándome lo que ofrezco por una vía muy sutil, y a veces sublime: la vía de la
generosidad, la abnegación o el sacrificio. Porque de manera muy sutil y sublimada sigue
siendo nuestro lo que amorosamente ofrecemos y damos.
Prefiriendo, aceptando, creando y ofreciendo, yo hago mi vida en tanto que mía, me
la apropio en mi intimidad, aunque jurídicamente yo sea siervo o esclavo. No sólo soy
agente y paciente de ella, soy también su actor y -esto es lo decisivo- su autor. En la
medida, claro está, en que el hombre puede ser autor de sí mismo.

La vocación
Para que yo pueda, en fin, tener como «míos» el curso y el resultado de un acto
psíquico es, asimismo, preciso que de algún modo pertenezca ese acto al ámbito de lo
que yo me siento llamado a ser, a mi vocación. Porque, cuando me examino a mí mismo
en mi intimidad, además de saber quién soy yo, qué soy yo y cómo soy yo, yo sé qué es
lo que debo ser y hacer para ser real y verdaderamente yo. Con las salvedades, por
supuesto, que respecto del cabal cumplimiento del «Conócete a ti mismo» antes quedaron
hechas.
Para que un acto psíquico sea «mío», ¿es necesario que pertenezca al campo de mi
vocación? ¿Sólo puede ser íntimamente «mío» aquello para lo cual yo estoy vocado?
¿Acaso no ejecuto diariamente como muy «míos» actos poco o nada vocacionales? Para
responder con alguna precisión a estas leves interrogaciones, varias salvedades deben ser
hechas.
La primera concierne a la común manera de entender la palabra «vocación». Suele
empleársela, en efecto, para designar la interior llamada hacia el ejercicio de una
determinada actividad: vocación para el sacerdocio o para la milicia, vocación de
matemático, de pintor o de médico; y procediendo así, se olvida que como fundamento
de todas las posibles vocaciones particulares hay otra previa y general, la vocación del
hombre, consistente en la libre aceptación de la condición humana, con todas las
consecuencias que esa aceptación lleva consigo. El hombre, en efecto, no sólo es hombre
por naturaleza, también lo es por vocación, y esta vocación de hombre es la más radical
y básica de todas las humanas. Para ejemplificar los dos sentidos que puede poseer el
ablativo voluntate -ser mera concomitancia o ser principio de operación-, Tomás de
Aquino usa una vez esta expresión: ego sum homo mea voluntate (Summa Theol. I, q. 41,
a. 2), y con ella enseña que, hablando sinceramente así, el hombre es hombre por su
voluntad -por ejemplo: no suicidándose, aceptando las limitaciones y los usos propios de
la condición humana, etc.-, y no sólo por su naturaleza. «Aunque la vocación es siempre
individual, se compone de no pocos elementos genéricos», advirtió lúcidamente Ortega.
Pues bien, yo propongo dar un paso más y afirmar que el fundamento real de todos esos
«ingredientes genéricos» de cada vocación individual es pura y simplemente la condición
humana de quien como suya la vive2. Para mí, toda vocación personal auténtica es la
especificación, la tipificación y, en último extremo, la personalización de una genérica y
fundamental vocación del hombre.
Debe también tenerse en cuenta que una misma persona puede sentir y vivir en sí
misma más de una vocación, sin mengua de la respectiva autenticidad de todas ellas. Con
muy buenas razones habló Marañón de la posibilidad de una «segunda vocación». Pero
no dos, sino varias, y a veces no fácilmente compatibles entre sí, puede sentir un alma;
por ejemplo, las de médico escritor, moralista, historiador, español, hombre de su tiempo
y padre de familia, para no salir de las que el propio Marañón sintió dentro de sí y tan
egregiamente supo realizar en su vida.
Es preciso no olvidar, en fin, que esa no fácil compatibilidad entre las distintas
vocaciones de un mismo hombre puede hacerse verdadera contradicción. Tal es una de
las principales razones del drama patente o latente que es la vida humana. «Dos almas,
ay, habitan en mi pecho», exclama su protagonista en un conocido verso del Fausto; «Yo
no soy un libro hecho con reflexión, / yo soy un hombre con su contradicción», reza el
dístico germano antes transcrito, y desde hace siglos vienen repitiendo los moralistas
el video meliora, proboque, deteriora sequor. Muchos, casi todos, podríamos hacer
nuestras esas tres sentencias. Lo cual demuestra que junto a las vocaciones «nobles» o
«perfectivas» -ser dignamente hombre, ser matemático, filósofo o poeta-, en virtud de
querencia ingénita o como consecuencia de razones biográficas, hay a veces en nosotros,
bien de manera constante, bien de modo esporádico o recurrente, vocaciones «innobles»
o «defectivas», y también ellas pueden ser cauce de apropiación íntima. Como muy suyo
vivió Nerón, estoy seguro, el incendio de Roma, y para afirmarse a sí mismo social e
íntimamente iba cometiendo Don Juan sus conocidas tropelías.
No pretendo con lo que antecede enunciar todos los motivos de reflexión que el tema
de la vocación suscita: vocación y vocante (¿qué, quién me llama a ser cuando me siento
vocado a algo?), vocación y condición humana (¿qué clase de realidad es la nuestra, que
desde su mismo fondo necesita ser llamada a ser algo para ser auténticamente?), vocación
y felicidad (¿por qué y cómo es la vocación el camino más corto hacia la felicidad?),
vocación y constitución (¿qué ponen la constitución psicoorgánica y la aptitud en el
nacimiento de las distintas vocaciones?), vocación y educación (¿en qué medida y de qué
modo la educación puede ayudar a que una vocación nazca?). Tantos más. Basta lo dicho,
sin embargo, para lo que ahora me proponía: mostrar que la vocación, ingrediente
constitutivo de la intimidad humana, es la vía regia para que los actos psíquicos y los
resultados de ellos puedan ser íntimamente vividos como «propios», sean efectivamente
«apropiados» por la persona que los ejecuta.

«Mi» realidad y «la» realidad


Mi idea de mí mismo, mi libertad y mi vocación hacen que sean íntimos, y por tanto
real y verdaderamente «míos», los actos que yo ejecuto. Ellos y sus resultados son, pues,
mi más auténtica realidad; tanto, que sólo desde la secreta realidad que me otorgan puedo
sentir como «realmente mía» la de mi cuerpo.
Mi cuerpo me hace y se me hace real en cuanto que en mi intimidad siento que yo
soy mi cuerpo. De otro modo, este sería algo semejante a un cadáver manejable o el
resultado ideal de como tal cadáver imaginarlo.
Ahora bien: esa realidad personal que posee mi intimidad, ¿de qué modo es para mí,
genéricamente, realidad? ¿Qué relación existe entre «mi» realidad y «la» realidad, para
que -en la medida que sea- tenga yo la certidumbre de no ser en mi fuero interno una
etérea creación de mi autosentir y mi autopensar? ¿Cómo puedo yo afirmar que, viviendo
en mí lo mío, vivo también en la realidad?
A mi modo de ver, mediante tres recursos principales: la creencia, el amor y la
esperanza. Examinémoslos uno a uno.

La creencia
Llamamos creencia a la aceptación prerracional y transrracional de que es real
aquello que vemos y una parte de aquello en que pensamos, y de que no lo será -si llega
a cumplirse- aquello que esperamos. En nuestro caso, la íntima aceptación de que son
reales, no imaginarios o hipotéticos, los resultados de los actos psíquicos que yo
considero «míos».
La creencia es, en efecto, el momento último y decisivo de aquella fonction du
réel que para describir la vida anímica de los psicasténicos hace tantos años describió
Pierre Janet. El físico teórico puede estar muy cierto de la corrección y la adecuación de
sus cálculos; mas para estar seguro de que éstos no son aegri somnia o simples
construcciones de su mente, necesita creer -saber creyentemente- que hay un mundo real
al que tales cálculos podrán ser convincentemente aplicados. Otro tanto sucede cuando
damos por real y verdaderamente reales, valga la redundancia, las cosas que diariamente
vemos y tocamos; porque lo que entonces sucede en nosotros es que creemos que la
opacidad y la dureza del muro que nuestros ojos ven y nuestras manos tocan no son
arbitrarias creaciones de nuestra sensibilidad. Cuidado: no se trata de una gnoseología
fideísta. La experiencia y la razón son, por supuesto, condición necesaria para la
formación de nuestros juicios de realidad. Pero la primaria «impresión de realidad» que
otorga al hombre su relación sensorial con el mundo (Zubiri) no podría convertirse en
plena «convicción de realidad» sin creer que efectivamente es real lo que impresiona
nuestros sentidos.
Otro tanto sucede, a mi entender, con los contenidos de nuestra intimidad. Esos
contenidos son para nosotros reales y no meramente imaginarios, porque creemos -
sabemos experiencial y creyentemente- que expresan nuestra propia realidad y la realidad
del mundo en que vivimos. Mi íntimo disgusto por la mala conducta de alguien que yo
consideraba amigo es real porque sé y creo que es real mi propio sentimiento y porque sé
y creo que es real la conducta que me ha disgustado, y lo mismo, mutatis mutandis, el
íntimo deleite de contemplar uno de mis cuadros preferidos, el íntimo gozo de asistir al
triunfo de un hijo y todos los posibles contenidos de mi intimidad. La creencia es siempre
lo que vincula «mi» realidad con «la» realidad.
Páginas atrás aludí a la abundante bibliografía sobre la creencia que desde Kant hasta
Ortega ha venido acumulándose. No es este lugar idóneo para glosarla3. El propósito de
este libro hace suficiente, pienso, lo que tan sumariamente acabo de exponer.

El amor
Llamamos genéricamente amor a nuestra vinculación personal con una parcela de la
realidad -otra persona, un animal, una cosa, un país, una institución, etc.-, íntimamente
movidos por la intención de procurar su bien y su perfección y por la convicción de que,
conseguidos, ese bien y esa perfección serán vividos por nosotros como si fuesen
nuestros. Pues bien: la relación entre el amante y lo amado, que nace de la realidad y en
ella se funda, garantiza y refuerza nuestra convicción de ser efectivamente real la cosa
amada.
Desde Aristóteles hasta Einstein se nos viene enseñando que sin cierto previo amor
al cosmos no habría ciencia del cosmos, y la tan repetida frase agustiniana sobre la
relación entre el amor y la verdad -non intratar in veritatem nisi per caritatem- no debe
ser entendida sólo en su sentido religioso. La certidumbre de que una verdad es verdad
real, en el sentido que Zubiri da a esta expresión, y no sólo verdad de razón o verdad
lógica, sólo el amor creyente la concede4. Muy bien supo sentirlo el poeta Antonio
Machado:

En mi soledad
he visto cosas muy claras,
que no son verdad.

Apliquemos estas reflexiones a nuestro problema, y veamos en la conjunción del


amor propio -no entendido como afición al propio lucimiento o a la eminencia personal,
sino como amor a la realidad y a la perfección de uno mismo- y del amor al mundo, esto
es, a las personas, a las obras, las acciones y las cosas que nos rodean, la segunda de las
vías por las cuales queda convincentemente referida a «la» realidad en general la realidad
de lo «mío», mi realidad íntima.

La esperanza
Psicológicamente considerada, la esperanza es la razonable confianza en que,
mediante mi esfuerzo, llegará a cumplirse aquello que yo proyecto y espero. Si esa
razonable confianza no fuese acompañada y sustentada por algún esfuerzo mío, entonces
no debería hablarse de esperanza, sino de ilusión vana. Y si yo estoy totalmente seguro
de que con sólo mi esfuerzo y mi previsión racional lograré lo que proyecto, mi confianza
en el éxito será calculadora presunción, no esperanza verdadera. Como de la teologal
dicen los teólogos, la esperanza del hombre, cualquier esperanza, puede ser «firme», pero
no «cierta». El «fruto cierto» que una vez dice esperar fray Luis de León no pasa de ser
una animosa exageración poética5.
Mas también es posible hablar de la esperanza en términos de realidad y no sólo en
términos de psicología; y procediendo así, el esperar se nos muestra como un razonable
confiar realmente vivido en mí y por mí, e instalado de manera asimismo razonable en la
realidad de mi mundo, en que mediante mi esfuerzo y con la cooperación de algo que
trasciende a mi esfuerzo, llegaré al futuro estado de mi realidad que yo proyecto y espero.
Esperar es, en suma, el hábito de confiar en el futuro de lo real; hábito cuyo necesario
presupuesto existe en la naturaleza de todos los hombres y cuya efectiva constitución
puede ser favorecida o coartada por la disposición individual, la situación histórica, la
educación y la buena o la mala fortuna de cada uno. Así se entiende que haya personas
propicias a la esperanza, por tanto fácilmente esperanzadas, y personas proclives a la
desesperanza, por tanto habitual o frecuentemente desesperanzadas.
Ahora bien, el hábito de confiar en lo real reobra sobre la intimidad de la persona
que lo posee, y entonces coadyuva a vivir creyentemente -¿qué es lo primero, la creencia
o la esperanza?; ¿se espera porque se cree o se cree porque se espera?; con gran ahínco
se planteó Unamuno y se plantea Moltmann este sutil problema- la efectiva realidad de
nuestro mundo íntimo.

Intimidad e inquietud
Al modo propio de vivir nuestra intimidad personal pertenece esencialmente -aunque
no excluyentemente- la inquietud. Veámoslo estudiando la razón de su génesis, los varios
modos con que de hecho se presenta y el alcance de su presencia en la vida real del
hombre.

Génesis de la inquietud
La idea de sí mismo, la libertad y la vocación, hábitos de la persona que hacen posible
sus actos de apropiación personal y, por consiguiente, su intimidad.
La creencia, el amor y la esperanza, vías regias para la recta y satisfactoria conexión
entre «mi» realidad íntima y «la» realidad en general. Tales son los elementos principales
de la anatomía de la intimidad. Gracias a ellos puedo hacer efectivamente «míos» mis
actos psíquicos y sus respectivos resultados; por tanto, todo lo que en mí van poniendo
cuanto en mi vida es experiencia y cuanto en mi actividad es creación.
Bien. Lo «mío» es mío. Pero ¿en qué medida y de qué modo es real y verdaderamente
mío lo «mío»? ¿En qué medida y de qué modo estoy yo real y verdaderamente seguro de
que lo «mío» es real? ¿De qué manera se halla implantado en la realidad lo que yo tengo
por «mío», y con ello mi propio yo, yo mismo? ¿En qué forma puedo yo poseer «lo mío»?
Veamos.
La creencia, decía yo, es una aceptación prerracional y transrracional de que es real
aquello que veo y una parte de aquello en que pienso. La creencia me permite referir con
seguridad «mi» realidad íntima a «la» realidad en general y al fundamento de ésta. Para
decirlo con el ya acuñado término de Zubiri, ella es la que me hace vivir la constitutiva
«religación» de mi persona a ese fundamento de toda posible realidad. Pero ¿cómo lo
hace? No, desde luego, por modo de evidencia, no con la entera certidumbre sensorial
con que digo «Esa pared es blanca», ni con la inconmovible evidencia intelectual con que
afirmo que «Dos y dos son cuatro». Antes recordé una sentencia de Santo Tomás según
la cual el acto del que cree es en alguna medida comparable al acto del que duda, del que
opina y del que sospecha. Por muy firme que mi creencia sea, siempre se hallará veteada
por la duda. Lo cual vale tanto como afirmar que a la creencia le pertenece
constitutivamente la inquietud.
¿Irán mejor las cosas en lo tocante al amor? Si el panfilismo, el mutuo amor entre
todos los hombres, fuese la regla de la existencia humana, si la agresividad, la
competición hostil y la lucha por la vida no existiesen en la naturaleza, si mi amorosa
atención hacia el otro y la del otro hacia mí nos garantizasen a los dos nuestra mutua
transparencia, si mi amor de mí mismo no pudiese ser objeto de descarrío, tal vez. Pero
junto al amor, fundidos a veces con él, por extraño que esto parezca, están el odio, la
hostilidad, la envidia, el menosprecio, la indiferencia, o por lo menos la permanente
tentación hacía estos sentimientos; y aunque por mí sean cumplidos todos los requisitos
que en la precedente definición del amor se consignan, ¿puedo yo estar seguro respecto
de la perduración y la verdadera realidad de lo amado, sea persona, institución o cosa?
Recuérdese, por otra parte, lo que parcial y penúltimamente tiene de cierto el implacable
análisis sartriano de la relación amorosa. No; tampoco el amor -el amor más puro e
intenso- puede quedar exento de inquietud, ni deja de estar traspasado por ella. No será
otra nuestra conclusión en el caso de la esperanza. La esperanza humana puede ser firme,
pero no cierta, recordaba yo antes. El proyecto mejor calculado puede fracasar. Cabe
incluso decir, con Jaspers, que el fracaso es compañero inevitable de toda existencia
auténtica, porque nadie, incluido el más esforzado y vocacional de los creadores, hace
todo lo que quiere o querría hacer, ni siquiera todo lo que puede y podría hacer. Pocas
obras lo demuestran con tanto patetismo como la realidad y la génesis de la Pietà
Rondanini de Miguel Ángel. Bajo forma de temor o de angustia, también la esperanza se
halla empapada por la inquietud.
Desde los orígenes de la lírica y la tragedia griegas se halla expresado este radical,
inexorable ingrediente de la condición humana; pero referido, como en él había de
suceder, al ansia constante de un definitivo y trascendente reposo en el Dios cristiano,
nadie lo ha expresado con tanta contundencia y tanta resonancia como el San Agustín de
las Confesiones: Inquietum est cor meum... Ante la esperanza de un plenificante estado
final de la humanidad, pero sometido de hecho a los ásperos vaivenes de la dialéctica de
la historia, ¿no diría lo mismo Carlos Marx? Y si mira hacia el fondo de sí mismo, haya
sido brillante o adecuado el quehacer de cada día, ¿no será ese el sentir del más
empedernido agnóstico? Animal insecurum llamó al hombre el fino filósofo Peter Wust.
La cura o Sorge, el «cuidado», es una esencial determinación óntica de la existencia,
afirmará Heidegger. Ortega verá en la figura del náufrago la metáfora más adecuada a la
condición insegura del hombre y difundirá entre nosotros el elegante y penetrante tornasol
confesional de una vieja divisa borgoñona: Rien ne m'est sûr que la chose incertaine.
Zubiri, por su parte, ha construido una original y rigurosa doctrina metafísica de la
inquietud. Sí; como San Agustín, y seamos creyentes, ateos o agnósticos, todos podemos
decir con sinceridad, si no vivimos encallados en el negocio y la diversión de la existencia
cotidiana, que en el elemento de la inquietud tenemos que movernos para hacer nuestra
vida. Radical e inexorablemente, nuestra intimidad se nos presenta como un continuo y
cambiante proceso de autoedificación y autoposesión en la inquietud6.

Expresiones de la inquietud
Varios son los modos de expresarse la ineludible realidad íntima de esta condición
de la existencia humana. Por lo menos, los siguientes:
1º La inquietud de si es real y verdaderamente preferible lo que en cada momento yo
prefiero. O bien, pasando del orden ético al orden no-ético, la inquietud de si será o no
será cierta la interpretación con que en el ámbito de mi intimidad yo personalizo para mí
mi experiencia de tantos y tantos eventos. Cabría decir, radicalizando a Popper, que la
falsabilidad es un momento constitutivo de la actividad íntima del hombre. En uno como
en otro caso se trata de la inquietud ante la posibilidad del error.
2º La inquietud respecto de mi suerte en la consecución de lo preferido o proyectado,
aunque no haya sabido optar por lo que real y verdaderamente fuera preferible y calcular
del modo más cuidadoso el avance hacia lo por mí proyectado. Ehrlich fracasó 605 veces
en el intento de preparar el salvarsán -que, por lo demás, tampoco resultó ser lo que él
quería-, y la NASA dista mucho de acertar siempre. Es la inquietud por la posibilidad del
fracaso.
3º La inquietud relativa a si yo puedo o no puedo llamar verdaderamente «mío»,
baste pensar en la posibilidad de arrepentirme de cualquiera de mis juicios al día siguiente
de habérmelo formulado, a lo que como «mío» pueda tener yo en mi intimidad. No sé si
muchos lo habrán enunciado tan sugestiva y sentenciosamente como el poeta Manuel
Machado, cuando con evidente y penetrante ironía revisa la cuestionable certidumbre de
los tres términos que componen la expresión «grabada en el alma mía»:

¿Grabada? Lugar común.


¿Alma? Palabra gastada.
¿Mía? No sabemos nada.
Todo es conforme y según.

Es la inquietud por la posibilidad de la no-posesión.


4º La inquietud respecto de si yo seguiré siendo yo -el yo que soy ahora- cuando, si
en verdad llega, llegue a realizarse lo por mí proyectado. El curso o las secuelas de una
enfermedad orgánica o psíquica, ¿me impedirán vivir como mío ese logro? Es
la inquietud por la posibilidad de la muerte biográfica.
5º La inquietud respecto de si yo seguiré viviendo o ya no viviré cuando lo que ahora
proyecto o lo que ahora ejecuto llegue a cumplirse. «No hay joven que no pueda morir al
día siguiente, ni viejo que no pueda vivir un año más», dicen que dijo Cicerón y solía
repetir, pasados sus noventa años, don Ramón Menéndez Pidal. El «ser-para-la-muerte»,
más aún, para una muerte en tantos casos imprevista, pertenece constitutivamente a
nuestra existencia, se ha repetido mil y mil veces desde la difusión del Sein und Zeit de
Heidegger. La inquietud por la posibilidad de la muerte biológica es la que con esa
expresión nos traspasa.
6º La inquietud, en fin, respecto de si yo seguiré existiendo allende mi muerte, o si
con ella quedaré reducido, como persona, a la pura «nada»; si el destino de mi realidad
personal será tan sólo que mi cuerpo pase a ser pura materia cósmica. Cuentan que al
final de su vida solía preguntarse San Alberto Magno: numquid durabo?, «¿es que voy a
perdurar?»; expresión que no parece violento interpretar en dos sentidos, uno religioso,
el de la perseverancia, y otro metafísico, el de la perduración. Es la inquietud por la
posibilidad de la muerte metafísica, la angustia ante la propia aniquilación.

La vida en la inquietud
Inquietud por la posibilidad de error, de fracaso, de no-posesión, de muerte
biográfica, de muerte biológica, de muerte metafísica. Inquietud, en suma, por nuestra
falibilidad y nuestra fragilidad constitutivas. Desde el fondo de nosotros mismos, todos
podemos decir, mirando íntimamente nuestra realidad propia: inquietum est cor meum,
mi corazón vive en la inquietud.
Pero, aunque radicalmente inquieto e inseguro, náufrago, si se quiere, lo cierto es
que mientras vivo no me hundo, más aún, que navego. A la manera como, según la
conocida leyenda de su escudo, sigue existiendo la ciudad de París, de la vida del hombre
se puede constantemente decir fluctuat nec mergitur, «fluctúa y no se hunde». Más allá
va la valoración kierkegaardiana de la inquietud, si uno se decide a entenderla en su
sentido más radical: «Todo conocimiento cristiano es inquietud, y debe serlo, pero esta
misma inquietud edifica», escribe Kierkegaard en su Tratado de la desesperación. Pero
cuando es la pasión de la verdad lo que desde dentro nos mueve a conocer, ¿no es cierto
que de todo conocimiento, no sólo del conocimiento cristiano, podrá decirse eso? Fluctúo
amenazadamente en lo real, pero en lo real existo últimamente, y a través de la inquietud
de esa constante fluctuación me edifico. Así va creciendo mi vida; y aunque en ella no
lleguen a ser enteramente seguros, por muy firmes que sean, mis creencias, mis amores
y mis esperanzas no son de raíz trampa y falsedad. Sigo siendo «hombre por mi
voluntad», no me suicido ni, pese a lo que a veces pueda decir, renuncio a mi condición
humana. Mi vida no es puro error, puro fracaso, pura no-posesión y puro poder morir
biográfica o biológicamente, ni es, tampoco, contra lo que Sartre dijo y luego dejó de
decir, una «pasión inútil». Gracias en muy buena parte a mi inquietud voy haciendo mi
vida; gracias a que real y verdaderamente soy real, y a que lo sé, mi vida no es pura
inquietud. Así lo siento y lo pienso en mi intimidad y -mediante los recursos que más
tarde examinaremos- así lo siento y lo pienso en los demás, cuando con ellos trato.

Cuerpo e intimidad
Repetiré lo dicho: en tanto que cuerpo humanamente viviente, nuestro cuerpo es el
lugar morfológico funcional de las varias estructuras psicoorgánicas en que y con que se
realiza y manifiesta nuestra realidad; y en tanto que corporalmente encarnada y
corporalmente suscitada, la intimidad es el modo en que y con que la actividad de esas
estructuras se le revela a cada hombre como personal y propia. Descriptivamente
considerados, el cuerpo y la intimidad se hallan entre sí en complementariedad polar;
ellos son, en efecto, los dos polos en que operativamente se expresa la unitaria realidad
psicoorgánica de la persona.
Desde el nacimiento mismo, la consideración no meramente analítica de la dinámica
del cuerpo -la que le contempla conforme a la unidad viviente que él y la psique forman,
no la que exponen los habituales tratados de fisiología- necesariamente debe remitir a la
intimidad que en él opera, sea esta la incipiente e imprecisa del niño, sea la ya reflexiva
y bien constituida del adulto. Bellos estudios recientes de J. de Ajuriaguerra y sus
colaboradores acerca de la postura de los niños, del modo más claro lo demuestran:
postura corporal e incipiente y preconsciente intimidad se corresponden finamente entre
sí. La intimidad del adulto, por otra parte, no es un modo de vivir resultante de abstraer
del yo el cuerpo y el mundo. Bastaría tener en cuenta, para advertirlo, considerar cómo a
cada modo de ejercitar la vida íntima de la persona -la que se lleva a cabo cuando uno,
estando solo, quiere cerrar los ojos e íntimamente concentrarse en algo que entonces le
interesa de veras- le corresponde como actitud especialmente favorable una determinada
posición del cuerpo. En Le penseur de Rodín, la más honda genialidad del escultor
consistió en patentizar vigorosamente la relación entre la posición del cuerpo esculpido
y la actividad íntima de pensar intensamente. En sus trabajos iniciales, cuando la impronta
de la Naturphilosophie todavía era fuerte en él, Joh. Müller señaló la correspondencia
entre los movimientos de extensión y los movimientos de flexión con las actitudes
psíquicas de «entregarse al mundo» y «encerrarse en la intimidad». A la misma
conclusión nos llevaría, en fin, un estudio detenido y sensible de las posiciones corporales
con que los distintos pueblos han expresado ritualmente la entrega de la persona a lo que
en verdad es íntimo en la vida religiosa.
¿Cómo, desde un punto de vista filosófico, a la postre metafísico, deben ser
concebidas la unidad real y la complementariedad polar entre el cuerpo y la intimidad?
¿Cómo puede entenderse satisfactoriamente que el cuerpo del hombre sea impensable sin
intimidad y que a la vida íntima le sea inherente el cuerpo? Dejemos la tarea a los filósofos
versados en neurofisiología y a los neurofisiólogos para quienes la meditación filosófica
sea, desde dentro de su oficio, verdadera necesidad intelectual. Aun cuando el
presupuesto filosófico y los resultados de sus diálogos no hayan sido enteramente
satisfactorios, esa es la excelente vía que Popper y Eccles iniciaron en el libro The Self
and its Brain. Metódicamente limitado yo a los límites y las exigencias de la antropología
médica, debo limitarme a dejar consignado ese grave, controvertido y acaso nunca
enteramente resoluble problema.

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/la-intimidad-del-hombre/html/fc54d318-
c0ec-11e1-b1fb-00163ebf5e63_2.html

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