Cine y Feminismo
Cine y Feminismo
Cine y Feminismo
1
Este
artículo
resume
y
reelabora
ideas
y
conceptos
que
he
desarrollado
anteriormente
en
otros
trabajos
(Zecchi,
2013,
2014a,
2014b
y
2015).
Esta
evidente
—y
generalizada—
falta
de
comunicación
entre
teoría
y
práctica
fílmicas
merece
ser
señalada,
porque
a
mi
entender
llega
a
constituir
la
característica
más
sobresaliente
de
la
producción
fílmica
femenina
de
esta
época.
Se
trata
de
un
corpus
que,
por
su
indiscutible
discurso
«sexuado»,
estaría
paradójicamente
«rebelándose»
contra
las
intenciones
de
sus
directoras,
y
«revelándose»
como
feminista.
Esta
postura
de
rechazo
podría
verse
como
una
estrategia
de
supervivencia
—una
suerte
de
anti-‐feminismo
estratégico
(Zecchi,
2014a)—
o
una
respuesta
al
dilema
femenino
planteado
por
Kristeva
(1974)
para
evitar
la
automarginación.
Pero
también
es
una
actitud
política.
Se
podría
decir,
tomando
prestado
el
concepto
de
«political
unconscious»
de
Frederic
Jameson
(1981),
y
aplicándolo
a
cuestiones
de
género,
que
el
«inconsciente
genérico»
del
corpus
fílmico
de
las
directoras
de
los
90
contrasta
con
la
ideología
declarada
de
sus
mismas
autoras.
Todos
los
esfuerzos
parafílmicos
de
estas
cineastas
(entrevistas,
conferencias
y
hasta
ensayos)
insertan
su
discurso
en
el
sistema
hegemónico,
negando
así
la
subalternidad
sexual
de
su
experiencia,
pero
sus
películas
se
basan
en
la
experiencia
de
la
diferencia.
Ya
no
se
puede
simplemente
hablar
de
un
texto
que
se
escapa
de
las
intenciones
de
su
autor,
sino
de
un
corpus
entero
que
se
substrae
a
la
voluntad
colectiva
de
su
autoría.2
Por
su
parte,
los
ensayos
que
estudian
la
práctica
cinematográfica
de
mujeres
desde
la
teoría
fílmica
feminista
recurren
a
varias
estrategias
para
obviar
estos
términos
«malditos».
Es
el
caso
por
ejemplo
de
los
libros
que
aluden
por
medio
de
unas
metonimias
a
un
espacio
femenino
diferente
(subalterno):
Off
Screen
(1988),
de
Giuliana
Bruno
y
Maria
Nadotti;
The
Woman
at
the
Keyhole
(1990),
de
Judith
Mayne;
Feminist
Discourse
in
Spanish
Cinema.
Sight
Unseen
(1999)
de
Susan
Martin
Márquez;
Mujeres
detrás
de
la
cámara
(2001),
de
María
Camí-‐Vela,
o
mi
La
pantalla
sexuada
(Zecchi:
2014b).
Encontramos
también
los
que
evitan
cualquier
tipo
de
implicación
o
subordinación
usando
la
conjunción
coordinativa
«y»,
que
apuntaría
a
una
adición
no
jerárquica
de
dos
categorías
de
estudio
(mujeres
y
cine),
como
Women
and
Film:
Both
Sides
of
the
Camera
(1983),
de
Ann
Kaplan;
Women
and
Film
(1988),
de
Janet
Todd;
Women
and
Film:
a
Sight
and
Sound
Reader
(1993),
de
Pam
Cook
y
Philips
Dodd;
Mujeres
y
cine
en
América
Latina
(2004),
de
Patricia
Torres;
o
Directoras
de
cine
en
España
y
América
Latina:
Nuevas
voces
y
miradas
de
Pietsie
Feenstra
y
Esther
Gimeno
Ugalde
(2013).
Otros
describen
a
las
cineastas,
como
grupo
diferente:
Non
solo
dive
de
Monica
Dall’Asta
(2008)
o
Desenfocadas
(Zecchi:
2014a)
.
Hay
también
los
que
siguen
usando
el
genitivo
sajón,
vinculando
así
el
producto
artístico
con
quien
lo
produce,
como,
por
ejemplo,
Women’s
Pictures:
Feminism
and
Cinema
(1982),
de
Annette
Kuhn;
Women’s
Film
and
Female
Experience
(1984),
de
Andrea
Walsh,
o
Women’s
Cinema:
The
Contested
Screen
(2002),
de
Alison
Butler.
O
más
aún,
hay
propuestas
alternativas
emblemáticas
(títulos
que
llegan
a
crear
paradigmas):
Alice
Doesn’t
(1984)
de
Teresa
de
Lauretis,
o
el
más
reciente
La
pasión
del
significante
(2007)
de
Giulia
Colaizzi.
Sumo
a
estas
propuestas
otra
y,
frente
a
la
crisis
del
nombrar,
sugiero
definir
el
corpus
fílmico
producido
por
mujeres
con
la
misma
pasión
de
la
que
habla
Giulia
Colaizzi
(2007)
y
con
la
misma
urgencia
que
sentía
Ruby
Rich
(1978)
al
buscar
alternativas
fuera
del
imaginario
patriarcal.
A
principios
de
los
años
ochenta,
Elaine
Showalter
(1977)
había
acuñado
el
neologismo
«gynocriticism»
(ginocrítica)
para
proponer
que
no
se
intentara
hacer
encajar
a
las
mujeres
dentro
de
la
tradición
discursiva
masculina.3
A
pesar
de
que
el
movimiento
feminista
ha
ido
evolucionando
a
lo
largo
de
estas
últimas
décadas,
enriqueciéndose
con
otros
enfoques,
e
incluyendo
otras
diferencias,
el
término
de
Showalter
sigue
pareciéndome
útil,
porque
mantiene
que
existe
un
corpus
que
se
caracteriza
por
haber
sido
producido
por
unos
seres
marcados
por
su
sexo
y
oprimidos
por
su
género
(dixit
Teresa
de
Lauretis).
Siguiendo
el
neologismo
de
Showalter,
propongo
definir
este
corpus
como
«gynocine»,
un
término
más
amplio,
flexible
e
inclusivo
que
«cine
feminista»,
«cine
femenino»
o
«cine
de
mujeres».
En
primer
lugar,
«gynocine»
evita
las
limitaciones
implícitas
en
el
adjetivo
feminista
que
he
señalado
anteriormente
y
las
desplaza
desde
el
texto
a
su
interpretación.
En
otras
palabras,
soy
yo
quien
marca
genéricamente,
quien
crea
este
corpus
2
Con
todo,
en
los
últimos
tiempos,
gracias
a
la
labor
de
la
teoría
fílmica
feminista,
se
ha
empezado
a
revertir
este
fenómeno
y
cada
vez
más
cineastas
se
declaran
feministas.
En
España
es
muy
significativo
que
el
grupo
CIMA
(Asociación
de
Mujeres
Cineastas)
fundado
en
2006
haya
visto
entrar
en
sus
filas
mujeres
que
se
habían
declarado
acérrimas
enemigas
de
cualquier
discurso
sexuado,
como
por
ejemplo
la
misma
Icíar
Bollaín.
3
Con
la
ginocrítica,
Showalter
abogaba
por
desplazar
el
enfoque
de
la
crítica
feminista
desde
la
denuncia
del
sexismo
en
la
obra
de
autoría
masculina,
al
estudio
de
la
escritura
de
las
mujeres
como
un
espacio
literario
«propio».
Este
planteamiento
nacía
evidentemente
bajo
la
influencia
de
la
segunda
ola
del
feminismo,
que
se
centraba
en
la
diferencia
de
la
mujer
frente
al
hombre
a
través
de
la
celebración
de
una
perspectiva
ginocéntrica
(sobre
el
cuerpo
y
la
sexualidad
femenina).
Su
concepción
de
lo
femenino,
sin
embargo,
se
reducía
a
parámetros
algo
binarios
y
universalistas,
que
se
limitaban
a
la
mujer
heterosexual,
joven,
de
raza
blanca
y
de
clase
media.
por
medio
de
mi
lectura
y
desde
mi
punto
de
vista
feminista.
El
gynocine
no
es
necesariamente
feminista,
pero
su
lectura
sí
lo
es.
En
segundo
lugar,
si
no
todo
el
cine
es
gynocine,
todas
las
películas
dirigidas
por
mujeres
pertenecen
al
gynocine,
porque
todas
las
mujeres,
incluyendo
las
que
se
desmarcan
explícitamente
del
feminismo
y/o
las
que
han
entrado
en
el
mundo
de
la
dirección
en
las
condiciones
aparentemente
más
favorables,
pertenecen
a
un
sistema
social
marcado
por
las
relaciones
de
género
(un
«sex-‐gender
system»
para
usar
la
expresión
de
Gayle
Rubin,
1975)
del
cual
no
se
puede
prescindir.
En
otras
palabras,
ninguna
mujer
es
inmune
a
un
sistema
de
prácticas
y
de
instituciones
—los
«aparatos
ideológicos
del
estado»
de
Althusser—
que
discriminan
y
oprimen
en
términos
de
sexo-‐género.
Ninguna
mujer
es
inmune
a
las
discriminaciones
del
sistema
patriarcal,
ni
sus
más
fervientes
defensoras,
puesto
que
ninguna
mujer
vive
fuera
de
lo
que
Foucault
ha
llamado
«tecnologías
del
sexo»
y
que
de
Lauretis
(1987),
siguiendo
y
polemizando
con
Foucault,
ha
rebautizado
como
«tecnologías
del
género».
En
tercer
lugar,
el
gynocine
incluye
a
otras
«autoras»
porque
como
sabemos,
el
autor
de
una
película
no
es
necesariamente
su
director,
ni
su
guionista.
Marlon
Brando
nos
ha
enseñado
que
una
película
se
puede
hacer
perfectamente
sin
un
director
(Sarris,
1962),
e
Imperio
Argentina,
que
«rompía
materialmente
las
barreras
de
la
pantalla
para
conectar
fulminantemente
con
los
espectadores»
(Comas,
2004:
89)
llegó
pronto
a
formar
lo
que
Bazin
(1967)
definía
como
un
estándar
de
referencia,
con
un
estilo
personal
que
funcionaba
como
una
firma.
Finalmente,
el
gynocine
prescinde
de
una
vinculación
directa
con
lo
estrictamente
biológico,
porque
sus
productos
no
tienen
por
qué
ser
única
y
exclusivamente
filmes
dirigidos
por
mujeres:
películas
como
Solas,
de
Benito
Zambrano
(1999),
Nadie
hablará
de
nosotras
cuando
hayamos
muerto,
de
Agustín
Díaz
Yánez
(1995),
o
Things
You
Can
Tell
-‐
Just
by
Looking
at
Her,
de
Rodrigo
García
(2000),
para
citar
unos
ejemplos
conocidos,
podrían
pertenecer
a
este
corpus,
por
su
discurso
ginocéntrico
y
feminista.
No
son
textos
que
forman
un
mero
«hommage»
(para
usar
el
juego
de
palabras
de
Teresa
de
Lauretis,
1987)
o
meros
«hombrenajes»
(para
mantener
el
juego
entre
hombre
y
homenaje
en
español),
sino
que
son
demostraciones
de
que,
como
diría
Judith
Mayne,
hemos
llegado
a
una
«nueva
etapa
de
sofisticación
teórica
dentro
del
feminismo»
(2000:
67),
o
de
que,
añadiría
Judith
Butler
(2007),
el
género
está
en
disputa.
La
operación
de
«nombrar»
no
es
un
ejercicio
baladí,
sino
muy
necesario
para
el
feminismo.
No
hay
que
desestimar
el
poder
de
poner
nombre
a
las
cosas,
porque
como
ha
afirmado
Cheris
Kramarae
(1985)
los
nombres
influyen
en
la
realidad.
Y
además,
como
nos
ha
enseñado
Adrienne
Rich
(1972),
todo
lo
que
se
deja
de
representar
o
de
nombrar,
todo
lo
que
se
omite
de
las
biografías,
lo
que
se
censura,
lo
que
se
olvida,
o
que
la
historia
registra
de
forma
errónea,
se
reduce
a
algo
que
no
solo
no
se
puede
mencionar,
sino
de
lo
que
es
imposible
hablar.
Sin
nombres
se
corre
el
riesgo
de
perder
significado
y
así
dejar
de
existir.
2.
Rescatar
un
legado
De
forma
sistemática
—y
nada
inocente—,
la
historia
del
cine
(masculina)
ha
desacreditado
a
las
mujeres,
ha
omitido
representarlas
y
nombrarlas,
y
ha
dejado
a
las
generaciones
más
recientes
sin
modelos.
Sus
nombres
y
logros
han
sido
borrados
por
los
guardianes
del
canon.
Por
eso,
cada
generación
de
cineastas
se
ha
visto
obligada
a
empezar
prácticamente
desde
cero
para
volver
a
descubrir
de
nuevo
el
pasado,
para
forjar
una
y
otra
vez
su
conciencia
de
género.
Sin
embargo,
pese
a
su
desaparición,
el
trabajo
de
las
mujeres
fue
fundamental
para
el
desarrollo
del
cine.
Años
antes
de
Griffith,
la
francesa
Alice
Guy
ya
había
fundado
su
propia
productora
cinematográfica,
la
Solax
Films
(1910).
Llegó
a
dirigir
más
de
450
películas
con
las
que
experimentó
el
coloreado
y
la
sincronización
del
sonido,
y
fue
la
autora
de
la
primera
película
de
ficción,
La
Fée
aux
Choux
(1896).
En
Italia,
durante
las
dos
primeras
décadas
del
siglo
XX,
el
cine
verista
de
la
salernitana
Elvira
Notari
arrasaba:
los
estrenos
de
sus
cintas
causaban
verdaderos
atascos
de
tráfico
en
la
Via
Toledo,
delante
del
Cinema
Vittoria
en
Nápoles.
Ella
también
había
creado
su
productora
(la
Dora
Film)
con
la
cual
realizó
más
de
60
largometrajes
y
100
cortos,
acompañada
por
su
marido
(quien
la
asistía
como
cámara)
y
por
su
hijo
(el
protagonista
de
la
mayoría
de
sus
cintas);
y,
como
Alice
Guy,
Notari
había
experimentado
con
el
coloreado
y
con
la
sincronización.
En
los
Estados
Unidos,
Lois
Weber,
con
su
productora,
la
Lois
Weber
Production,
fue
pionera
en
el
uso
de
la
polivisión
(precursora
del
Cinerama);
dirigió
más
de
70
películas
para
las
que
había
escrito
los
guiones,
algunos
sobre
temas
tan
candentes
y
controvertidos
como
los
anticonceptivos,
el
aborto
o
la
prostitución.
En
España,
en
1896
los
hermanos
Lumière
eligieron
los
estudios
de
la
pareja
de
fotógrafos
Anaïs
Napoleon
y
Antonio
Fernández,
en
las
Ramblas
de
Santa
Mónica
de
Barcelona,
para
sus
primeras
demostraciones,
y
la
Sala
Napoleón
se
convirtió
en
el
concurridísimo
primer
cinematógrafo
de
España.
Además
de
fotógrafos
y
empresarios,
los
llamados
«hermanos
Napoleón»
fueron
también
realizadores
de
numerosos
documentales,
entre
los
que
destaca
el
de
la
visita
del
Rey
Alfonso
XIII
a
Barcelona
en
1904.
También
fue
muy
exitosa
la
bailarina
valenciana
Helena
Cortesina
con
la
película
Flor
de
España,
que
produjo,
dirigió
e
interpretó
en
1921.
Fue
la
primera
película
española
que
se
exhibió
en
América
Latina,
una
puesta
en
escena
«colosal»
en
la
que
aparecía
una
corrida
de
toros.
En
Egipto,
Aziza
Amir
produjo,
dirigió
y
protagonizó
la
primera
película
narrativa
del
cine
árabe,
Laila,
de
1927,
que
atrajo
a
la
elite
social
y
artística
a
su
estreno
en
El
Cairo.
Estos
son
solo
algunos
de
los
ejemplos
más
significativos
que
se
han
conseguido
rescatar.
Hay
más.
Las
primeras
décadas
del
cine
contaba
con
una
enorme
presencia
de
directoras,
y
en
algunos
países
era
mayor
que
la
de
hoy.4
Se
trata
de
figuras
de
mucho
éxito
que,
junto
a
sus
compañeros
varones,
contribuyeron
a
que
el
cine
se
hiciera
arte.
Sin
embargo,
un
entramado
de
ilaciones,
falsificaciones
y
desapropiaciones
—verdaderas
mentiras
y
manipulaciones
de
los
hechos,
que
en
algunos
casos
persisten
hasta
hoy
en
día—
desautorizaron
y
borraron
a
estas
pioneras
de
la
historia
del
séptimo
arte.
Cuando
el
cine
pasó
de
empresa
artesanal
a
negocio
lucrativo,
las
mujeres
no
solo
dejaron
de
tener
un
sitio
detrás
de
la
cámara,
sino
que
también
desaparecieron
de
las
páginas
de
los
libros
de
historia.
Me
limitaré
aquí
a
citar
unos
ejemplos.
Como
se
ha
visto,
Alice
Guy
realizó
en
1896
La
fée
aux
choux,
la
primera
película
de
ficción
de
la
historia
del
cine.
No
obstante,
en
muchos
textos,
este
mérito
se
lo
llevan
o
bien
Georges
Méliès,
por
su
Le
Cabinet
de
Méphistophélès
de
1897,
o
bien
Edwin
Porter,
por
The
Great
Train
Robbery,
una
película
siete
años
posterior
a
la
de
la
directora
francesa.
A
su
vez,
Aziza
Amir
dejó
de
ser
la
directora
de
la
primera
película
narrativa
del
cine
árabe,
cuando
su
Laila
se
empezó
a
atribuir
a
un
hombre;
de
hecho,
cuando
se
fundaron
en
1935
los
Misr
Studios,
todas
las
mujeres
desaparecieron
del
campo
de
la
realización
en
el
cine
árabe.
En
Italia,
el
crítico
Roberto
Paolella,
en
su
distinguida
Storia
del
cinema
muto
(1956),
atacó
el
cine
napolitano
de
la
Dora
Film
y
atribuyó
la
dirección
de
las
películas
de
Elvira
Notari
a
su
marido,
dando
origen
a
la
falacia
de
que
la
directora
se
encargaba
solo
de
las
historias.
Afortunadamente,
tres
décadas
después,
el
hijo
de
la
realizadora
lo
desmintió
devolviéndole
la
autoría
a
su
madre.
En
España,
el
nombre
de
Anaïs
Napoleon
se
fue
eclipsando
por
el
apodo
«Hermanos
Napoleón»,
que
paulatinamente
pasó
a
referirse
a
dos
varones:
al
marido
y
al
hijo
de
la
fotógrafa.
Más
aún,
Flor
de
España,
la
película
realizada
por
Helena
Cortesina,
se
empezó
a
atribuir
en
la
postguerra
a
un
cura,
José
María
Granada,
que
figuró
como
codirector
o,
en
algunos
casos,
hasta
como
único
director
de
la
cinta.
En
Hollywood,
prácticamente
solo
una
directora
—Dorothy
Arzner—
resistió
el
paso
desde
el
cine
mudo
al
sonoro.
Arzner
dirigió
la
primera
película
sonora
de
la
Paramount,
The
Wild
Party
(1929)
para
la
cual
inventó
la
jirafa,
como
soporte
para
el
micrófono,
sirviéndose
de
una
caña
de
pescar.
Sin
embargo,
de
este
invento
hizo
alarde
el
director
Lionel
Barrymore
en
su
autobiografía,
y
el
periodista
Bosley
Crowther
se
lo
atribuyó
a
Eddie
Mannix.
Significativamente,
Andrew
Sarris,
el
crítico
que
había
importado
a
los
Estados
Unidos
la
llamada
politique
des
auteurs,
en
su
influyente
The
American
Cinema:
Directors
and
Directions
1929-‐1968,
menosprecia
a
las
mujeres
que
se
dedicaban
a
la
dirección
cinematográfica
y,
como
comenta
Giulia
Colaizzi
«les
niega
el
estatus
de
autoras,
las
hace
invisibles
e
insignificantes
para
la
historia
y
la
teoría
fílmicas»
(2007:
68).
Este
menosprecio
y
estos
«errores»
persisten
hasta
hoy
en
día
en
sitios
tan
populares
como
el
Internet
Movies
Database
(que
atribuye
la
dirección
de
Laila
a
Wadad
Orfi)
o
tan
prestigiosos
como
la
Historia
del
cine
italiano
de
Gian
Piero
Brunetta
(que
en
sus
varias
ediciones
sigue
ignorando
a
Elvira
Notari),
o
en
The
Illustrated
History
of
the
Cinema
(que
pasa
por
alto
a
Alice
Guy),
o
en
el
Cervantes
Virtual
(que
entre
los
pioneros
del
cine
cita
a
José
María
Granada
como
director
de
Flor
de
España
y
omite
a
Helena
Cortesina).
El
Diccionario
técnico
del
cine
de
Akal
cita
a
Eddie
Mannix
y
a
Lionel
Barrymore
como
inventores
de
la
jirafa,
sin
mencionar
a
Dorothy
Arzner;
y
a
Abel
Gance
y
Claude
Autant-‐Lara
en
relación
a
la
polivisión,
olvidando
a
Lois
Weber.
En
suma:
la
producción
femenina
ha
sufrido
—y
en
gran
medida
sigue
sufriendo—
una
sistemática
desautorización
que,
sin
miedo
a
exagerar,
se
podría
considerar
como
un
auténtico
robo.
4
Además
de
las
que
acabo
de
mencionar,
hay
que
recordar
también
a
Ida
May
Park,
Lilian
Gish,
Ida
Lupino,
Lilian
Ducey,
Grace
Cunard,
Ruth
Ann
Baldwin,
Cleo
Madison,
Elsie
Jane
Wilson,
Vera
McCord,
Margery
Wilson,
May
Tully,
Jane
Murfin,
Lucille
McVey,
Elizabeth
Pickett,
Frances
Marion,
Ruth
Jennings
Bryan,
Mildred
Webb,
Mary
Pickford
y
Dorothy
Arzner
(en
los
Estados
Unidos);
Alicia
Armstrong
de
Vicuña,
Gabriela
von
Bussenius
Vega,
y
Rosario
Rodríguez
de
la
Serna
(en
Chile);
Ángela
Ramos
de
Rotalde,
María
Isabel
Sánchez
Concha
Aramburú,
Teresita
Arce
y
Stefanía
Socha
(en
Perú);
Mimí
Derba,
Adriana
and
Dolores
Ehlers,
Cándida
Beltrán
Rendón,
Cube
Bonifant,
Elena
Sánchez
Valenzuela,
Adela
Sequeyro
y
Adelina
Barrasa
(en
México);
Esfir
Shub
y
Olga
Preobrazhenskaya
(en
Rusia);
Francesca
Bertini,
Diana
Karenne,
Giulia
Rizzotto,
Gemma
Bellincioni,
Elettra
Raggio,
Bianca
Virginia
Camagni,
Daisy
Sylvan,
Diana
D’Amore,
Fabienne
Fabrèges
y
Elvira
Giallanella
(en
Italia);
Germaine
Dulac,
Suzanne
Devoyod,
Jeanne
Roques,
Jane
Bruno-‐Ruby,
Lucy
Derain
y
Marie-‐Louise
Iribe
(en
Francia);
Dinah
Shurey,
Alma
Reville,
MaryField
y
Elinor
Glyn
(en
Inglaterra);
Bahiga
Hafiz,
Amina
Mohamed,
Fatima
Rushdi
y
Assia
Dagher
(en
el
mundo
árabe);
y
un
largo
etcétera.
Por
suerte,
para
invertir
este
proceso
de
desautorización,
la
teoría
fílmica
feminista
avanza
de
la
mano
con
la
investigación
de
archivos,
la
conservación
y
restauración,
con
el
trabajo
docente,
con
la
denuncia
de
las
manipulaciones
y
elisiones
de
la
historia
del
cine
y
con
la
práctica
fílmica
de
las
mujeres.
Marjorie
Rosen
en
su
Popcorn
Venus
había
afirmado
que
«eran
nuestras
pioneras.
Pero
por
demasiado
tiempo
sus
contribuciones
se
han
ido
cubriendo
de
polvo,
negándonos
un
legado,
una
piedra
angular
sobre
la
que
construir»
(1973:
380).
Desde
los
años
70
estamos
quitándoles
el
polvo
a
estas
cineastas,
para
sacarlas
a
la
luz
y
reconocer
debidamente
su
obra.
Poco
a
poco,
estamos
rescatándolas
del
olvido
y
devolviéndolas
a
la
historia
del
cine.
Así
que,
visto
en
perspectiva,
el
trabajo
de
las
directoras
actuales
no
es
tanto
la
conquista
de
un
campo
de
propiedad
masculina,
sino
más
bien
la
reconquista
del
espacio
en
el
cual
las
mujeres
habían
sido,
sin
duda
alguna,
figuras
ineludibles
y
fundamentales.
3.
Definir
un
lenguaje
propio
La
directora
francesa
Viviane
Forrester,
en
un
texto
poético
titulado
«Le
regard
des
femmes»
(1976),
con
un
tono
entre
proclama
y
advertencia
al
estilo
de
«Le
rire
de
la
Meduse»
de
Hélène
Cixous
(1975),
denunciaba
la
ausencia
de
la
mirada
femenina
en
el
cine.
A
la
pregunta
¿qué
ven
los
ojos
de
las
mujeres?,
Forrester
contestaba
que
no
lo
sabía.
Sabía
sólo
lo
que
veía
ella,
como
individuo
femenino,
pero
no
sabía
lo
que
veían
las
otras
mujeres.
En
cambio
sí
sabía
lo
que
veían
los
hombres:
un
mundo
mutilado
y
privado
de
la
mirada
femenina.
Forrester
concluía
con
una
advertencia:
las
mujeres
estaban
por
tomar
—o
ya
habían
tomado—
la
práctica
de
hacer
cine,
y
para
ello
aprenderían
a
observar
y
a
observarse
con
«una
mirada
natural»
(1976:
13).
¿A
qué
se
refiere
Forrester
con
«una
mirada
natural»?
¿Hay
una
mirada
«naturalmente»
femenina,
fuera
de
la
normativización
patriarcal?
¿Cómo
ven,
cómo
mirarían
las
cineastas
desde
este
«afuera»?
¿Y
qué
verían?
Puesto
que
en
el
lenguaje
fílmico
la
relación
entre
significante
y
significado
no
es
arbitraria
como
en
el
lenguaje
verbal,
sino
fundamentalmente
denotativa
(el
significante,
la
imagen,
es
su
significado),
al
representar
«otros»
significantes,
al
cambiar
las
representaciones,
¿se
generarían
nuevos
significados
y
por
tanto
otro
lenguaje
fílmico?
Ahora
bien,
como
no
existe
ninguna
realidad
social
fuera
de
su
propia
construcción,
¿dónde
se
situarían
las
representaciones
femeninas
«auténticas»,
en
el
sentido
de
no
esencialistas
y
no
universalizadas?
En
este
contexto,
resulta
ser
particularmente
efectiva
la
metáfora
acuñada
por
Teresa
de
Lauretis
(1984)
de
scene
off-‐
screen
(escena
fuera
de
campo).
El
fuera
de
campo
es
el
lugar
simbólico
de
resistencia
y
de
deconstrucción
de
los
estereotipos,
el
lugar
simbólico
de
la
representación
de
las
mujeres
como
sujetos
históricos
por
medio
de
una
mirada/lengua
«auténtica».
Solo
unos
meses
antes
del
artículo
de
Forrester,
la
teórica
británica
Laura
Mulvey,
con
su
«Visual
Pleasure
and
Narrative
Cinema»
(1975),
el
primer
estudio
sistemático
de
las
dinámicas
de
representación
del
cine
comercial,
desde
el
psicoanálisis,
había
definido
cómo
ven,
y
qué
ven,
los
ojos
de
los
hombres
(todavía
dentro
de
una
economía
heteronormativa).
Para
Mulvey,
el
lenguaje
cinematográfico
hegemónico
promovía
el
placer
visual
(la
escopofilia
activa
y
pasiva)
de
un
público
sexuado
como
masculino,
reificaba
la
mujer
transformándola
en
fetiche,
y
construía
una
ficción
argumental
que
situaba
al
hombre
como
objeto
de
la
acción
y
a
la
mujer
como
pausa
contemplativa,
como
«to-‐be-‐looked-‐at-‐ness»
(«ser-‐mirada-‐idad»,
según
la
traducción
de
Santos
Zunzunegui).
Un
amplio
sector
de
la
teoría
fílmica
feminista
reaccionó
al
artículo
de
Mulvey,
bien
para
distanciarse
(Ruby
Rich,
1978;
Doane,
1982
y
1987;
Mayne,
1993;
White,
1995;
etc.),
bien
para
sumarse
a
sus
premisas
(Kaplan,
1983;
Melchiori,
1988;
etc.)
y
afirmar
que
la
mirada
femenina
es
un
imposible:
la
mirada
es
necesariamente
masculina,
incluso
cuando
el
sujeto
es
mujer.5
A
pesar
de
que
el
artículo
de
Laura
Mulvey
«no
era
una
teoría
prescriptiva
para
la
práctica
fílmica»
(Lisa
Cartwright
y
Nina
Fonoroff,
1994),
alentó
una
oleada
de
experimentos
de
cine
feminista:
directoras
como
Marguerite
Duras,
Chantal
Akerman,
Sally
Potter,
Susan
Pitt,
Yvonne
Rainer,
el
grupo
de
las
Frauen
und
film
y
la
misma
Laura
Mulvey,
entre
otras,6
produjeron
un
corpus
que
se
desmarcaba
del
discurso
fílmico
dominante,
por
medio
de
la
eliminación
del
placer
visual
y
de
la
ficción
argumentativa.
Es
evidente
que
estos
intentos
—
5
En
época
más
reciente
ha
habido
un
cambio
desde
estos
enfoques
de
base
lacaniana,
a
otras
aproximaciones,
de
carácter
etnográfico,
que
se
han
centrado
en
la
espectadora
«real»
que
negocia
y
cuestiona
la
lectura
impuesta
por
la
mirada
dominante
(Stacey,
1994;
Kuhn,
2002
y
2004;
y
Massey,
2000).
6
Me
refiero
a
películas
no
narrativas
como
The
Riddle
of
the
Sphinx
(Laura
Mulvey,
1976);
Jeanne
Dielman,
23
quai
du
Commerce,
1080
Bruxelles
(Chantal
Akerman,
1975);
Nathalie
Grangier
(1972)
e
India
Song
(1975)
dirigidas
por
Marguerite
Duras;
Thriller
(1979)
y
Gold
Diggers
(1983)
dirigidas
por
Sally
Potter;
Film
About
a
Woman
Who
(Yvonne
Rainer,
1974),
y
Asparagus
(Suzan
Pitt,
1979),
entre
otras.
realizados
fundamentalmente
en
los
años
70
y
80—
no
constituían
un
lenguaje
«auténticamente»
femenino,
sino
que
eran
más
bien
estrategias
de
desafío
contra
el
status
quo
fílmico
patriarcal
faloscopocéntrico.
Estos
desafíos
estéticos
de
negación
escopofílica
y
diegética,
que
Teresa
de
Lauretis
había
definido
como
«des-‐estética»
(1985),
terminaron
por
ser
experimentos
cinematográficos
un
tanto
moralistas
(Bruno
y
Nadotti
,
1998;
María
Ruido,
2000),
que
llegaban
a
la
paradoja
de
reducir
inevitablemente
el
gynocine
al
espacio
que
ya
le
había
sido
asignado
a
las
mujeres:
los
márgenes.
Para
la
directora
italiana
Liliana
Cavani,
dicha
automarginación
era
un
ejercicio
elitista,
puesto
que
estos
experimentos
no
podían
tener
ningún
resultado
si
no
apelaban
a
un
público
más
amplio
y
si
se
mantenían
separados
de
la
lucha
política.
En
otras
palabras,
un
proyecto
político
feminista
no
podía
ser
el
producto
de
lo
que
Gramsci
llamaba
una
intelligentsia
(un
grupo
de
intelectuales
aislado
de
la
sociedad),
sino
que
tenía
que
ser
un
producto
cultural
orgánico
que
se
dirigía
al
gran
público.7
A
finales
de
los
años
80
se
empezaron
a
abandonar
los
intentos
de
desestética
para
volver
a
considerar
el
cine
narrativo.
En
el
artículo
«Narrative
Is
Narrative:
So
What
Is
New?»,
Lisa
Cartwright
y
Nina
Fonoroff
(1994)
explican
que
las
llamadas
New
Narrative
Filmmakers,
a
pesar
de
reconocer
que
la
«obvia»
relación
entre
imagen
y
sentido
es
una
construcción
ideológica,
no
tenían
más
remedio
que
aceptarla
provisionalmente
como
«realidad»
en
sus
películas,
confesando
que
el
placer
que
ofrece
la
ficción
argumental
resulta
necesario.
La
narrativa
puede
utilizarse
como
arma
poderosa
para
acuñar
modelos
femeninos
que
no
se
ven
en
el
cine
hegemónico
y
para
la
deconstrucción
de
los
estereotipos
patriarcales
que,
en
el
cine
comercial,
han
reducido
a
las
mujeres
(sujetos
históricos)
en
Mujer
(esencia,
eterno
femenino,
otra
en
relación
al
hombre).
Para
Teresa
de
Lauretis
(1984,
1987),
una
de
las
primeras
teóricas
en
criticar
la
eliminación
del
placer
visual
y
la
narrativa,
el
cine
feminista
debe
ser
«narrativo
y
edípico
con
una
venganza»
(1987:
108).
Si
en
los
principios
del
cine,
el
lenguaje
fílmico
era
muy
elemental
y
limitado,
y
tanto
los
hombres
como
las
mujeres
se
representaban
por
medio
de
signos
convencionales,
sin
posibilidad
de
matices,
con
el
desarrollo
de
la
industria
cinematográfica
los
personajes
masculinos
han
ido
adquiriendo
profundidad.
En
cambio,
la
representación
de
las
mujeres
se
ha
quedado
bidimensional,
esencialista
e
universalizante
(Johnston,
1973).
Los
personajes
femeninos
en
el
cine
hegemónico
son
siluetas
y
estereotipos
(la
buena,
la
mala,
la
vamp),
significantes
sin
significado,
fruto
de
una
simple
ecuación:
mujeres
=
la
Mujer
(de
Lauretis,
1987).8
Es
más,
estudios
sobre
la
representación
de
la
mujer
en
el
cine
comercial,
de
enfoque
sociológico
(Haskell,
1974;
Aguilar,
2010),
han
señalado
una
involución:
de
ser
objeto
de
la
seducción,
la
Mujer
se
ha
ido
transformando
en
víctima
de
la
violencia
y
ha
pasado
del
centro
de
la
historia
a
los
márgenes,
hasta
desaparecer
casi
por
completo.
La
gran
mayoría
de
los
productos
del
cine
comercial
ni
siquiera
pasa
el
test
de
Bechdel,
un
ejercicio
que
no
determina
tanto
si
una
película
es
feminista,
como
simplemente
si
aparecen
en
ella
mujeres
como
sujetos
hablantes
con
nombre
propio.9
En
cambio,
el
gynocine
ha
ido
presentando
modelos
de
mujeres
que
tienen
voz
y
agencia
en
todos
los
géneros.10
Las
cineastas
narran
historias
con
temáticas
raramente
exploradas
por
el
cine
comercial:
su
versión
de
lo
privado
(la
sexualidad
femenina,
los
deseos,
el
lugar
de
la
mujer
en
la
familia,
su
experiencia
con
la
maternidad,
su
percepción
de
la
violencia
sexual)
y
también
su
versión
de
la
historia
pasada
y
presente.
Sus
películas
están
protagonizadas,
por
lo
general,
por
una
mujer
(de
cualquier
edad)
totalmente
dueña
del
espacio
extra-‐doméstico,
insertada
en
la
esfera
pública
sin
añorar
la
privada.
Más
aún,
la
gran
mayoría
de
las
cineastas
realiza
cintas
que
desnaturalizan
la
representación,
revelando
a
menudo
que
el
dispositivo
fílmico
es
una
7
Además,
la
adopción
de
técnicas
experimentales
en
producciones
comerciales
de
cultura
popular
(como
en
la
publicidad
y
en
la
MTV)
había
puesto
en
duda
el
valor
subversivo
de
un
acercamiento
anti-‐narrativo.
De
hecho,
a
pesar
de
deconstruir
la
narratividad
y
la
escopofilia,
lo
experimental
no
alteraba
necesariamente
el
discurso
hegemónico
del
cine
tradicional
con
respecto
a
la
mujer.
Más
aún,
el
cambio
desde
el
texto
fílmico
anti-‐narrativo
a
la
ficción
fílmica
argumental
se
debía
también
a
razones
económicas,
puesto
que,
como
nota
Ruby
Rich
(1999)
en
los
Estados
Unidos,
el
National
Endowment
for
the
Humanities
dejó
de
financiar
estos
experimentos
feministas.
8
Johnson
incide
en
que
al
ser
siluetas
sin
profundidad,
no
se
pueden
estudiar
por
medio
de
una
aproximación
sociológica
(1973).
9
El
test
de
Bechdel
apareció
en
la
tira
de
comic
de
Alison
Bechdel,
Dykes
To
Watch
Out
For,
titulada
«The
Rule»
(1985).
Para
pasar
el
test
la
película
debe
contar
con
tres
simples
condiciones:
1)
Tiene
que
enseñar
a
dos
mujeres
con
nombre,
2)
que
hablen
entre
ellas,
3)
de
algo
que
no
sea
el
hombre
protagonista.
10
En
los
últimos
tiempos,
se
está
trabajando
sobre
la
versión
femenina
de
los
géneros
cinematográficos
(por
11
Sobra
indicar
que
el
estudio
de
Silverman
tiene
algunos
de
los
problemas
que
se
han
identificado
en
el
planteamiento
de
Mulvey:
en
primer
lugar,
y
sobre
todo,
su
dependencia
del
psicoanálisis.
Mientras
que
Doane
(1980)
sigue
el
mismo
planteamiento
de
Silverman,
otros
trabajos
más
recientes
divergen
de
sus
premisas
y
conclusiones
(Sjogren,
2006).
feministas,
al
punto
de
que
el
diálogo
de
la
práctica
con
la
teoría
ha
llegado
a
ser
un
hecho
característico
de
la
producción
actual
de
las
cineastas.
12
Para
terminar,
queda
por
responder
a
la
pregunta
inicial
de
si
hay
un
lenguaje
fílmico
«auténticamente»
femenino.
Si
la
deconstrucción
de
las
normas
narrativas
visuales
y
acústicas
del
cine
hegemónico
y
el
recurso
a
lo
háptico
son
obvias
idiosincrasias
del
gynocine,
menos
obvio
es
poder
determinar
si
se
trata
de
estrategias
feministas
o
si
hay
un
discurso
fílmico
—un
lenguaje—
femenino.
A
este
propósito,
la
directora
española
Inés
París
ha
puesto
de
manifiesto
sus
sospechas
sobre
el
intimísimo
tan
característico
del
discurso
fílmico
de
las
mujeres.
Para
la
cineasta
no
es
un
rasgo
propio
de
su
discurso,
sino
más
bien
el
resultado
de
la
falta
de
presupuestos
que
les
impide
hacer
un
cine
con
otro
lenguaje.13
No
hay
que
olvidar
que,
a
diferencia
de
la
literatura
que
ha
hecho
correr
ríos
de
tinta
sobre
la
écriture
féminine,
el
cine
no
se
puede
concebir
sin
presupuestos.
Tampoco
se
puede
entender
como
el
trabajo
de
un
individuo,
sino
de
un
equipo
formado,
por
lo
general,
de
personas
de
sexos
diferentes.
La
psicoanalista
inglesa
Joan
Rivière
(1929)
había
comentado
que
la
práctica
de
las
mujeres
—sobre
todo
de
las
que
están
en
posición
de
poder—
de
actuar
exagerando
su
feminidad,
disfrazándose
«de
mujeres»
para
aparecer
menos
amenazantes
(menos
masculinas),
es
un
comportamiento
tan
común,
que
no
se
puede
marcar
una
clara
división
entre
lo
que
es
«genuinamente»
femenino
y
la
mascarada.
Rivière
concluye
su
estudio
comentando
que
«el
lector
puede
preguntarse
cómo
se
puede
distinguir
entre
feminidad
verdadera
y
mascarada.
En
realidad,
no
pretendo
sugerir
que
exista
tal
diferencia.
Que
la
feminidad
sea
intrínseca
o
superficial,
es
exactamente
lo
mismo»
(1994:
203).14
Considerando
que
el
ser
directora,
en
el
contexto
misógino
de
la
industria
cinematográfica,
implicaría
un
acto
de
travestismo
(Mulvey,
1981),
una
suerte
de
mascarada
(Doane,
1982)
o,
como
se
ha
visto,
de
antifeminismo
estratégico,
se
hace
imposible
poder
determinar
si
su
mirada,
su
voz,
y
su
discurso
son
el
resultado
de
una
estrategia
feminista
o
si
se
trata
de
un
lenguaje
propio,
«auténticamente»
femenino.
Al
fin
y
al
cabo,
parafraseando
a
Rivière,
da
igual,
mientras
que
haya
cada
vez
más
mujeres
haciendo
cine.
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12
Baste
pensar
en
la
presencia
subliminar
del
libro
Ways
of
Seeing
de
John
Berger
en
la
mayoría
de
las
películas
de
Isabel
Coixet.
Se
trata
de
un
guiño
de
la
directora
hacia
la
teoría
visual.
13
Es
el
caso
de
Katherine
Bigelow
que,
gracias
a
grandes
presupuestos,
ha
sorprendido
a
Hollywood
con
sus
género,
una
teorización
que
rechaza
la
existencia
de
una
esencia
femenina
anterior
al
complejo
de
Edipo
y
a
la
socialización
patriarcal.
Antes
de
Butler,
Luce
Irigaray
(1977)
había
trasladado
dicha
noción
a
las
dinámicas
del
deseo,
según
las
cuales
la
mujer,
al
ponerse
la
máscara,
renuncia
a
su
propio
placer
para
transformarse
en
instrumento
del
placer
masculino.
Por
su
parte,
para
Claire
Johnston
(1973),
la
mascarada
no
corresponde
sólo
a
disfrazarse,
sino
también
a
«quitar
el
disfraz»,
es
decir
denunciar
(deconstruir/desenmascarar)
las
construcciones
(los
disfraces)
patriarcales
que
han
enmascarado
a
las
mujeres,
revelando
así,
por
tanto,
su
estado
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su
esencia
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