Comentario La Fiesta de Las Balas

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Hugo López Araiza Bravo

Comentario crítico de “La fiesta de las balas”, de Martín Luis Guzmán

Hugo López Araiza Bravo

Análisis de Textos Literarios

Maestría en Traducción

Colegio de México

Martín Luis Guzmán escribió El águila y la serpiente a lo largo de varios años, y

fue publicándolo fragmentariamente en los diarios El Debate, La Prensa, La

Opinión y El Universal, a la manera de los novelistas por entregas del s. XIX. 1

Quizá por ello (y digo “quizá” porque hay numerosas novelas por entregas

decimonónicas en las que no sucede lo mismo) varios de sus episodios puedan

leerse de manera independiente. Tal es el caso de “La fiesta de las balas”, por

lo demás, uno de los más conocidos, pues caracteriza a un antihéroe

destacado de la Revolución Mexicana: Rodolfo Fierro, el hombre más temido de

la División del Norte.

La trama es la de un retrato a partir de una anécdota primordial: la

ejecución, por parte de Fierro, de 300 “colorados” tras una batalla triunfal. Su

estructura es completamente lineal, con tan sólo 3 saltos temporales

(representados por un significante cero) que no marcan analepsis ni prolepsis,

sino que ahorran a narrador y lectores el tedio de asistir a minutos u horas sin

1 QUINTANILLA, Susana “IV. El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán” (Serie


“Doce libros del siglo XX mexicano”), Letras Libres, abril de 2010,
<http://www.letraslibres.com/revista/convivio/iv-el-aguila-y-la-serpiente-de-martin-luis-
guzman?page=0,0>, (31 de agosto de 2014).
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acontecimientos de interés. De esta manera, la trama fluye sin perder nunca la

tensión.

Hay un significante cero más, pero éste se encuentra afuera del relato

principal. Separa a éste de su introducción, lo que me permite analizar la

cuestión del narrador. El águila y la serpiente se presenta como veladamente

autobiográfica. Los lectores de sus entregas periódicas asumían que lo que se

narraba era el testimonio del autor de sus propias correrías revolucionarias; los

lectores de la novela no tienen un trabajo tan sencillo, pues el narrador nunca

se identifica explícitamente. Hay, pues, además de la autofabulación propia de

toda autobiografía, una capa extra de ficción. Si lo analizamos exclusivamente

en “La fiesta de las balas”, veremos que, además, el narrador se desdobla. La

primera sección, la que se encuentra antes del significante cero, está narrada

sin lugar a dudas en primera persona. Funciona a manera de introducción, tal

como era común hacerlo en los cuentos del s. XIX. Tomemos por ejemplo “The

Murders in the Rue Morgue”, de Edgar Allan Poe, en el que el narrador, también

en primera persona, dedica cosa de media cuartilla a describir y alabar el

“carácter analítico” antes de entrar a la narración propiamente dicha. Aquí, el

narrador dedica esos primeros dos párrafos a justificar la historia que va a

contar. Formula una brevísima teoría historiográfica, en la cual contrapone

hechos históricos y hechos legendarios y se decanta por los segundos.

Sostiene que éstos son mucho más apropiados para describir ciertos

personajes y sucesos, pues gracias a la exaltación poética se acercan más a

las verdades esenciales. ¿Y qué mejor ejemplo que la sanguinaria ejecución de

los orozquistas por parte de Fierro? Así, de cierta manera, el narrador se

excusa por presentar una historia de dudosa veracidad histórica, pero que
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considera esencial por su verdad, digamos, ideológica: si hay una manera de

entender el villismo es a través del retrato legendario de su hombre más

temible. Ahora bien, el movimiento de justificación es doble. Por un lado, al

narrador parece fascinarle la “hazaña” de Fierro y justifica su contarla con su

teoría historiográfica; por otro, la historia de la ejecución es presentada como

un ejemplo de la teoría, para demostrarla. ¿Hay una perspectiva que prevalezca

sobre la otra? Para contestar habría que regresar a la estructura de la novela

en su totalidad. Ésta alterna sucesos protagonizados por el narrador, sucesos

que atestiguó y sucesos, como “La fiesta de las balas”, que escuchó y quiso

reproducir.2 De esta manera, El águila y la serpiente es una novela histórica que

representa la totalidad del conflicto revolucionario, desde todos los puntos de

vista. Lo que nos lleva de vuelta al narrador. Antes de ese primer significante

cero, durante la introducción que he tratado, era una primera persona. Después

de él, entra en la trama propiamente dicha. Al no haber sido ni protagonista ni

testigo de los eventos narrados, lo hace en tercera persona. Se convierte,

incluso, en una tercera persona omnisciente, pues relata tanto las acciones

como las palabras y pensamientos de sus personajes. Es el desdoblamiento del

narrador al que me refería más arriba: si bien comienza como un narrador en

primera persona, se ve obligado por las circunstancias a mudar a tercera

omnisciente. Es interesante cómo, tras la introducción, ya no interviene en su

narración: ni opina al respecto ni forma paralelismos con lo que él vivía al

mismo tiempo; desaparece, pues, para darle todo el peso a la trama

2 Hablo de “narrador” porque estamos hablando de la novela. Si bien en sus entregas


periódicas Martín Luis Guzmán presentaba las aventuras como propias y se
identificaba con el narrador (sus artículos podían leerse como testimonios o crónica
periodística), en la novela ya en forma no queda duda de la separación entre autor y
narrador.
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independiente de sí mismo, tal como lo hacen los narradores en tercera

persona.

También es interesante ver el manejo del registro a lo largo de la

narración. El narrador se mantiene siempre en un español culto. Por momentos

(por ejemplo, en la penúltima oración) raya en lo poético. Sus personajes, en

cambio, hablan un dialecto muy específico (español del norte de México) e

introducen modismos propios de su clase social y profesión revolucionaria ( e.g.

“ya vienen ay”, “la mitigüeson”, “Dácala pues”3). Este recurso estilístico,

además del realismo que le confiere a la caracterización de los personajes, es

sumamente útil en los diálogos, pues éstos, en los intercambios largos, no

están mediados por el narrador, de modo que cada personaje se identifica por

su manera de hablar. Cada uno tiene su voz.

Ya que mencioné el realismo, hay que entrar más a fondo en él. A pesar

de que el narrador anuncie que el episodio no pertenece a las narraciones

“estrictamente históricas”, sí se mantiene dentro de un realismo bastante

convencional; todos los sucesos son compatibles con lo que creemos nuestra

realidad cotidiana (porque, tristemente, hasta la guerra es cotidiana). Al que

esté por reclamar que la “hazaña” de Fierro tiene tintes de hipérbole, voy a

contestar que en la locura que significó la Revolución, a nadie le resulta

extraño que un hombre ejecutara a trescientas personas sin detenerse. Eso en

cuanto a la naturaleza de lo que acontece en la historia, que nunca pasa a lo

paranormal o a lo fantástico. En cuanto al estilo, su realismo es acorde al que

gustaban los novelistas franceses del s. XIX: pictóricamente descriptivo. Se ve

3 Sin embargo, se adivina en el autor todavía un dejo de recato cuando se trata de


insultos. El “jijos de la rejija” de uno de los guardias y el “jijo de la tiznada” de Fierro
parecen más propios de una mente eufemística que del léxico de los soldados, quienes
no suelen hacer aspavientos a la hora de sustantivar el verbo chingar.
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sobre todo en el pasaje que trata del corral que servirá de escenario a la

carnicería; el narrador no se contenta con delinear su disposición general, sino

que entra a detalle en cuanto a sus materiales, medidas y demás señas, de

modo que uno sería capaz, si se lo propusiera, de reproducirlo fielmente.

Para cerrar cabe preguntarse si el objetivo declarado del narrador

(presentar la “mejor pintura de Rodolfo Fierro”) se cumple. Tenemos a un

hombre capaz de ejecutar a 300 prisioneros sin otra preocupación que que se

le escape alguno ni otra consecuencia que su dedo acalambrado. Un hombre al

que sus subordinados temen casi tanto como sus enemigos, pues su relación

con ellos sólo fluctúa entre la orden y la amenaza 4. Ciertamente coincide con la

imagen que el imaginario colectivo mexicano (cabe preguntarse si no será

justamente a partir de este episodio) ha formado de Fierro. Se cumple, sí.

Faltaría después complementarla con la que ofrece Rafael F. Muñoz en “Oro,

caballo y hombre”, en la que Fierro se encuentra en la posición contraria: su

cima a mudado la letra inicial por una ese. Será una comparación que habrá

que realizar en otra ocasión.

4 Llaman aquí la atención sus intercambios con su asistente. La pareja se delínea


como heredera de las relaciones entre amo y escudero propia de nuestra literatura
desde sus inicios, sólo que aquí Fierro carece de la mínima nobleza requerida para un
caballero andante. El s. XX está desencantado con la guerra y sus gestas épicas;
reconoce que sus participantes voluntarios, quienes la sostienen como vocación, no
son dignos de encomio.

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