Niebla La Novela y El Misterio Del Ser
Niebla La Novela y El Misterio Del Ser
Niebla La Novela y El Misterio Del Ser
AIH. Actas IV (1971). Niebla: la novela y el misterio del ser. PAUL R. OLSON
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Hemos dicho que la cuestión del Ser como tal es lógicamente previa
a la cuestión de la existencia humana, pero como preocupación de la
cardíaca —para decirlo con una palabra muy unamuniana— es ésta
la cuestión primera y principal. Sobre todo, desde luego, para el propio
Unamuno, y aunque los filósofos más sistemáticos la encuadran dentro del
«concepto más general», como lo llamó Aristóteles, ellos también acaban
por ceñirse al aspecto del concepto que realmente nos importa, el del ser
del hombre. De modo que habría buenos motivos para decir que es éste
el concepto más universal de todos —no en el sentido en que habla
Aristóteles de universalidad, sino en otro más concreto—, así como es
la pregunta más universal la que investiga este concepto.
Porque, en realidad, no hacen falta ni Heidegger ni Parménídes para
que nos convenzamos de la universalidad de esta cuestión, a pesar de los
muchos variantes que se encuentran en ella. Tomo un ejemplo que nos
depara la antropología estructural, y que nos puede ser particularmente
útil por la forma en que se presentan varios detalles de su elaboración.
Se trata del análisis hecho por Levi-Strauss de los mitos del Reino de
Tebas, que culminan en la historia de Edipo y su prole. Según este aná-
lisis, los elementos principales del mito forman una dialéctica de afirma-
ción y negación alternadas del origen autóctono del hombre —es decir,
como brote directo de la madre-tierra—, por una parte y, por otra
parte, una dialéctica complementaria de afirmación y negación de la ge-
neración sexual. Entran en juego, pues, dos teorías sobre el origen del
hombre, que responden, según el antropólogo francés, a una pregunta
fundamental: ¿cómo es que el uno —un individuo— procede de dos?
Ahora bien, en el pensamiento de Unamuno la cuestión de los orígenes
del individuo es, en realidad, tan constante como la de su finalidad. Entre
los pensamientos sueltos que constituyen el recién publicado Diario íntimo
de 1897 aparece, por ejemplo, uno que reza así: «¿La muerte es un mis-
terio? También el nacimiento lo es. ¿Cómo de los hombres salen hom-
bres?». Ni que decir tiene que no es por falta de conocimientos científicos
por lo que puede persistir el misterio en la mente del hombre moderno
(ni tampoco en la antigüedad griega), sino porque en el fondo de lo que
se trata es de un misterio de ontogénesis psíquica más bien que física.
Además, hay que reconocer que la tan traída y llevada «cuestión
única» no se limita a problemas de ultratumba, porque aun cuando Una-
muno parece dedicar su atención a ellos casi exclusivamente, como en
Del sentimiento trágico, se ve que le preocupan como parte de toda la
trayectoria vital del hombre, tanto en su aspecto terrenal como en los
de sus orígenes y destino final. No ha de sorprendernos, pues, que en
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amor maternal, como bien ha dicho Ricardo Gullón. Es así como hemos
de entender lo afirmado por Víctor Goti cuando dice que Augusto está
enamorado ab origine, y aún más lo que dice el propio Pérez: «sí yo la
había visto, sí yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es
casi innata». Porque es evidente que la imagen casi innata, el amor pri-
mero, ab origine, son maternales, tanto más evidente porque a estas
palabras Augusto añade en seguida, «¡Madre mía, ampárame!». También
es significativo, por mucho que parezca ser un lugar común de la retórica
amorosa, que Augusto acabe por hacer tanto énfasis en la unicidad de
Eugenia, aunque al principio no se había fijado en otro detalle de su
apariencia que en sus ojos: «pero ¿es que no hay otras?», se pregunta, y
luego contesta: «Sí; ¡hay otras para el otro! Pero como la una, como
ella, como la única, ¡ninguna!, ¡ninguna! Todas éstas no son sino remedos
de ella, de la una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia!». Con lo cual se
recuerda la soledad y unicidad de doña Soledad, objeto del amor filial
del que el amor para Eugenia es un trasunto fiel hasta en lo de parecer
dechado para todos los otros amores.
Del amor filial está excluido, desde luego, todo erotismo sexual, y
por eso mismo la imagen innata está identificada con una mujer inacce-
sible, de «mano blanca y fría, blanca como la nieve y como la nieve fría»,
de «recia independencia de carácter», y además comprometida con otro
—o más bien, con uno, en relación con quien Augusto se siente como
otro, como objeto ante una sujetividad ajena—. Cuando tuvo el primer
aviso de la existencia del novio, Augusto dijo, «¡Lucharemos!», pero su
propia necesidad de seguir identificando a Eugenia con la figura maternal
exige también que siga manteniéndola inaccesible, y lejos de luchar para
ganarla como esposa, no pide más que el permiso para venir de cuando
en cuando a bañar su espíritu en la pura presencia de la joven. Acaba por
decidirse a hacer un sacrificio heroico por la felicidad de ella, deshipote-
cando su casa, buscando una buena colocación al novio, y emprendiendo
luego un viaje largo y lejano —es decir, negándose completamente para
simbolizar así una subordinación infantil y total de su yo a la joven, lo
que es, en el fondo, lo que realmente desea.
Pero la vida consciente, el yo, se defiende contra los deseos incons-
cientes mortalmente peligrosos. A pesar de haber afirmado que todas las
otras mujeres no son sino remedos de Eugenia, Augusto comienza a
dirigir sus deseos amorosos —una vez condensados de su estado difuso
y nebuloso— hacia otras muchas mujeres, «casi todas las que veía», como
dice en cierto momento, Pero principalmente hacia la Rosario, la chica
del planchado, quien va despertándole al amor sexual, sin que Augusto
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Olson
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The Johns Hopkins University
(Estados Unidos)
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