XXI. Sobre El Aburrimiento y La Felicidad

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La clandestina virtud

CHESTERTONIANA Cerrar
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XXI. Sobre el aburrimiento y la felicidad

POR ISMAEL CARVALLO


7 MAY, 2023

No existe sobre la tierra un tema sin interés; lo único que puede existir es una persona sin interés, dice
Chesterton en la primera línea de su texto “Acerca del señor Rudyard Kipling y cómo achicar el
mundo” (Herejes, Acantilado). No quiero forzar las cosas ni ponerme estupendo así nomás, pero
créanme si les digo que algo así había yo pensado –y de hecho lo sigo pensando con firmeza– pero en
los términos del aburrimiento, porque para mí el aburrimiento no existe (yo no sé qué es estar
aburrido), lo que existe son las personas aburridas.

El tema se expande de manera explosiva nomás lo tocas, y llega a implicaciones filosóficas o literarias
ciertamente interesantes. Aristóteles, por ejemplo, dice en su Ética a Nicómaco (que es algo así como el
primer gran tratado antiguo sobre la felicidad) que el fundamento de la felicidad está en la capacidad
del entendimiento para mantenerse activo y alerta de manera permanente, eterna, razón por la cual
sólo la vida contemplativa o teorética (la vida de la inteligencia) es lo que abre las puertas a la
felicidad en tanto que ámbito de activación de la facultad suprema del hombre, que es la facultad
intelectual. Es por eso que para Aristóteles solamente el filósofo puede ser feliz.

Recuerdo a estos efectos aquella respuesta tan aristotélica que le dio Miles Davis a un entrevistador
por ahí de los 90 del siglo pasado más o menos cuando le preguntó por lo que para él era la felicidad,
a lo que respondió categórico y, como siempre, lacónico como tumba: knowledge. Pues eso mismo
decía Aristóteles.

Y también los estoicos, de alguna manera, al hacer de la razón y la vida racional, es decir de la
inteligencia, el punto de apoyo sobre el que se levanta el sentido de la vida, oponiéndose con ello a los
epicúreos, para los que el fundamento de todo lo dicho era el placer.

Gustavo Bueno solía recordar siempre que las tres divisas existenciales de los sabios estoicos eran las
de la imperturbabilidad del alma, los intereses universales y la ausencia total de vanidad. La
combinación de las tres te ofrece una ecuación extraordinaria y muy bien coordinada para lo que aquí
venimos comentando, anclada sobre todo, a mi juicio, en la de los intereses universales (no existe
sobre la tierra un tema sin interés, diría Chesterton), porque al estar en la disposición intelectual de
interesarte por todo es imposible que aparezca en tu vida el aburrimiento, pues dada la amplitud y
vastedad de lo existente en el mundo y en la historia es prácticamente imposible que tengas tiempo
para todo (“had we but world enough and time” [si tuviéramos mundo y vida suficientes], decía
Andrew Marvell en ese epígrafe tan perfecto según lo detectó y seleccionó Eric Auerbach para el
frontispicio de su monumental y estoicamente universal Mímesis); y una vez que eres consciente de
que, por virtud de la universalidad de tus intereses, es prácticamente infinita tu ignorancia, pasas a
ser entonces consciente también, en automático –y salvo que seas imbécil–, de que te es imposible la
vanidad, que es lo que de hecho está detrás de aquella famosa afirmación del Sócrates platónico
según la cual “yo –es decir Sócrates– solo sé que no sé nada, y por eso soy más sabio”, o para decirlo
en nuestros términos: yo solo sé que, por virtud de mis intereses universales por todo, no sé nada, o
casi; pero por eso soy más sabio que los otros o que muchos, que al pensar que ya lo saben todo nos
permiten confirmar que lo hacen porque sus intereses son muy estrechos, es decir, que no son
universales.

Cervantes andaba en las mismas, navegando entre el aristotelismo, el estoicismo y el socratismo


platónico al hacer que el fundamento de la vida del Quijote fuera una aventura moral y de
conocimiento histórico que no tiene fin, manifestada como la búsqueda a perpetuidad de una misión
que lo anclara en la tierra a través de la igualmente infinita indagación histórica en textos pretéritos
sobre lo que son el deber, la justicia o el bien, haciéndolo además desde el criterio trágico y fatal, y
aquí estaba el carácter moral de la aventura de su inteligencia, de que, si no era posible poder vivir de
esa manera, era preferible morir, que es lo que ocurre al final cuando al caer en cuenta de que él no
era Don Quijote sino Alonso Quijano de la misma forma en que Dulcinea del Toboso no era tal, sino
Aldonza Lorenzo, y que su misión heroica y moral era en realidad una idea creada por él mismo nada
más, don Quijote muere.

Pero muere sin saber nunca lo que era el aburrimiento, me parece a mí, porque, o estaba leyendo en
los libros de caballerías para encontrar los modelos a seguir, o estaba dándose a la tarea efectivamente
recorriendo los territorios de La Mancha sobre los lomos de Rocinante. Es decir, que o estaba en las
letras (la lectura), o estaba en las armas (la acción).

Para Chesterton, en todo caso, el problema con el aburrimiento tiene que ver con la incapacidad que
se tiene para encontrarle el sentido poético a las cosas, porque todo, en el fondo, es poético, según nos
dice él como buen cristiano que era, porque sólo un cristiano que de verdad lo sea puede considerar
poético absolutamente todo lo existente en la medida precisa en que todo es obra de la creación
divina: todo, incluso el mal o la fealdad, son creadas por el Señor, que es algo que, según Lezama
Lima, está vertido en el sentido de la fascinación de los estoicos por el mundo, y que yo interpreté en
otro lugar como el dispositivo central de algo así como un realismo estético católico de Lezama, que le
permitió conjugar la idea de ocupatio de los estoicos, entendida como la total ocupación de un espacio
por un cuerpo (yo siempre esperaba algo, decía Lezama, pero si no sucedía nada entonces percibía
que mi espera era perfecta, y que ese espacio vacío, esa pausa inexorable tenía yo que llenarla con lo
que al paso del tiempo fue la imagen), con la idea de transfiguración con la que el mundo católico
reinterpreta la metamorfosis griega en síntesis que encontró acabada expresión en el hilemorfismo
aristotélico trabajado por Santo Tomás para dar tratamiento filosófico a los dogmas cristianos, sobre
todo el de la encarnación.

Todo esto está muy bien para un hombre creyente y religioso. Lezama, y Chesterton, lo eran, pero yo
no; soy un ateo radical, porque no hay Dios que pueda existir, y la idea de creación sólo sirve para
distinguir a la mujer del hombre, porque sólo la mujer es creadora en el sentido más genuino de la
creación, que es el de la vida.
De suerte tal que, para mí, por cuanto a esta cuestión tan peliaguda del aburrimiento, me queda
solamente trazar una ruta mediante la que se explique mi forma de estar en el mundo (entendiendo
ese «estar en el mundo» desde la perspectiva histórica y social de configuración y despliegue del
entendimiento, de mi entendimiento) y de aferrarme a él no habiendo nada más allá de lo que aquí
me es dado experimentar para hacerlo. Tal ruta se iniciaría en Aristóteles y pasaría por los estoicos
para tocar base en el materialismo mecanicista de Hobbes y el ateísmo sistemático de Spinoza,
moviéndose luego, en esa línea ya firme e inamovible del materialismo, en el cientificismo
newtoniano y el racionalismo marxista-engelsiano y el historicismo materialista de Gramsci que
encuentra su síntesis más contundente y catedralicia en el materialismo filosófico ateo-católico de
Gustavo Bueno al que llegué impulsado previa y existencialmente por la pasión individualista y
bergsoniana de Vasconcelos.

Sólo desde esta posición me es posible afirmar con Chesterton y los estoicos, en efecto, que no existe
sobre la tierra un tema sin interés; lo único que puede existir es una persona sin interés o
efectivamente, y aquí venimos al caso, aburrida.

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