Elisabeth Johnson - La Masculinidad de Cristo

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LA MASCULINIDAD DE CRISTO

La historia de Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, con­


fesado como el Cristo, está en el centro de la fe cristiana en Dios.
En el poder gracioso de Sofía-Espíritu desencadenado a través de
su historia y destino, la comunidad de discípulos vuelve a contar
y representa de modo continuo esa historia como la historia de
Dios con nosotros para sanar, redimir y liberar a todo el pueblo
y al cosmos mismo. Buenas noticias, por supuesto. Pero esas bue­
nas noticias se suprimen cuando la masculinidad de Jesús, que per­
tenece a su identidad histórica, se interpreta como esencial para
su función e identidad cris ticas redentoras. Entonces, el Cristo
actúa como un instrumento religioso para marginar y excluir a las
mujeres. Seamos muy claros: el que Jesús de Nazaret fuese un ser
humano masculino no se cuestiona. Su sexo era un elemento consti­
tutivo de su persona histórica junto con otras particularidades tales
como su identidad racial judía, su ubicación en el mundo de la
Galilea del siglo i, y así sucesivamente, y como tales hay que res­
petarlas. La dificultad surge, más bien, del modo en que la mascu­
linidad de Jesús se elabora en la teología y la práctica eclesial andró-
céntricas oficiales.

I. LA HISTORIA REAL DE LA MASCULINIDAD DE JE S U S

El análisis teológico feminista revela al menos tres modos en


que se produce tal interpretación distorsionada.
1. Dado que el hombre Jesús se confiesa que es la revelación
de Dios, el símbolo de Cristo señala la masculinidad como una
característica esencial del ser divino mismo. Esto se agrava con el
uso exclusivo de las metáforas del padre y del hijo para interpretar
la relación de Jesús con Dios, y por el uso del logos, conectado en
la filosofía griega con el principio masculino, para articular su rea­
lidad personal como Dios con nosotros: «Quien me ha visto, ha
visto al Padre» (Jn 14,9). Esto se toma literalmente como signifi­
490 E. A. Johnson

cando que el hombre Jesús es la encarnación del Logos masculino


y el revelador de un Padre-Dios masculino, pese a la evidencia en
las Escrituras y en la tradición de que el misterio de Dios trascien­
de toda denominación y crea la realidad femenina en la imagen y
semejanza divinas.
2. La creencia de que el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros como un varón indica que, gracias a su semejanza corpo­
ral natural, los hombres gozan de una identificación más estrecha
con Cristo que las mujeres. Los hombres son no sólo teomórficos,
sino que, en virtud de su sexo, son también cristomórficos de un
modo que va más allá de lo que es posible para las mujeres. Así,
sólo los hombres entre los seres humanos son capaces de represen­
tar a Cristo totalmente. Aunque las mujeres pueden ser receptoras
de la gracia divina, son inadecuadas para desarrollar acciones cris-
ticas públicamente debido a su diferencia sexual respecto de su
masculinidad. Para esta mentalidad, la idea de que la palabra po­
dría haberse convertido en carne femenina no es siquiera imagina­
ble seriamente; así que se piensa que las mujeres son incapaces de
identidad crística, y esto, pese a la doctrina de la Creación y a la
práctica de la Iglesia y la teología del bautismo.
3. Dado el dualismo que esencialmente separa a la humani­
dad masculina de la femenina, la masculinidad de Cristo pone en
peligro la salvación de las mujeres. La historia cristiana de la sal­
vación implica no sólo la voluntad compasiva de Dios para salvar,
sino también el método por el que esa voluntad es efectiva, a sa­
ber: sumergiéndose en la historia humana pecadora y transformán­
dola desde dentro. El primitivo aforismo cristiano «Lo que no se
asume no se sana» resume la idea de que la solidaridad salvadora
de Dios con la humanidad es lo crucial para el nacimiento de la
nueva Creación. Como confiesa en el credo de Nicea, «et homo
factus est». Pero si de hecho lo que se entiende es et vir factus est,
si la masculinidad es esencial para la función crística, entonces las
mujeres están separadas del lazo salvador, pues la sexualidad hu­
mana no fue asumida por el Verbo hecho carne. Así, para la pre­
gunta investigadora de Rosemary Radford Ruether «¿Puede un
salvador masculino salvar a las mujeres?», la interpretación de la
masculinidad de Cristo como esencial sólo puede responder n0\
La masculinidad de Cristo 491

pese a la creencia cristiana en la universalidad del intento salvador


de Dios b
La historia real del símbolo de Cristo presenta una sorpren­
dente evidencia de cómo una concentración desequilibrada de la
atención en la masculinidad distorsiona la teología de Dios, la an­
tropología cristiana y la buena nueva de la Salvación. Para recons­
truir la cristología es imperativo volver a pensar tanto la antropo­
logía fundacional, que ha llevado a tal fijación en la masculinidad,
cuanto el significado teológico del símbolo de Cristo.

II. ANTROPOLOGIA: DE UN PREDOMINIO DE LA MASCULINIDAD


A UNA CELEBRACION DE LA DIFERENCIA

La ubicación social de este uso problemático es una comunidad


eclesial donde la voz oficial, el voto y la presencia pertenecen por
ley sólo a los hombres. Recurriendo a expresiones intelectuales que,
por necesidad, soportan el statu quo, este patriarcado es funda­
mento sólido para la construcción antropocéntrica de las diferen­
cias de género que modelan el uso equivocado de la masculinidad
de Cristo. El imaginar un tipo diferente de comunidad unido por
relaciones de mutualidad y reciprocidad permite al pensamiento
feminista diseñar la antropología en una forma (gestalt) igualita­
ria, con efecto práctico y crítico. Entonces la masculinidad de Cris­
to está abierta a una interpretación simultáneamente menos impor­
tante y más liberadora.
Al comienzo de este esfuerzo era evidente qué modelo de antro­
pología no quería el pensamiento feminista, a saber: el modelo
dualista predominante que moldea a mujeres y hombres como
opuestos polares, cada uno con características únicas de las que el
otro sexo está excluido. Aquí, varón y mujer están relacionados
por la noción de complementariedad, que predetermina de modo
rígido las cualidades que cada uno debería cultivar y las funciones
que cada uno puede desempeñar. Aparte de la ingenuidad acerca
de su propio condicionamiento social, su confianza en estereotipos
y la denegación de la totalidad de la experiencia humana que ello1

1 R. Ruether, Sexism and God-Talk: Toward a Feminist Theology (Boston


983) 116-138.

32
492 E. A. Johnson

implica, esta posición actúa como una pantalla de humo para la


subordinación de las mujeres, dado que, por su definición, las mu­
jeres son siempre relegadas al ámbito privado y pasivo12.
Por contraste con esta antropología dual, las pensadoras femi­
nistas desarrollaron primero una antropología de la naturaleza indi­
vidual, que considera la diferencia sexual como biológicamente
importante para la reproducción, pero no determinadora de las per­
sonas como tales. Dado que el significado de masculino y femenino
está surgiendo aún históricamente, cada cual es libre de desarrollar
lo mejor de las características masculinas o femeninas en la bús­
queda de la totalidad, y puede asumir funciones públicas y priva­
das según sus dones. Aquí se resalta la semejanza básica más que
la diferencia, hasta el punto en que las diferencias se vuelven rela­
tivamente inconsecuentes. Aparte de su olvido de la importancia
de la encarnación sexual, que afectan mucho más que a la repro­
ducción en la vida de cada persona, este punto de vista también se
somete a crítica por tender a mantener un solo ideal humano, posi­
blemente andrógino, que puede ser destructivo de la diversidad
humana genuina.
Por otro lado, el pensamiento feminista resiste a una doble
corriente monótona de pensamiento, un punto de vista de la pola­
ridad sexual de la naturaleza humana que inevitablemente conduce
a un modelo dominante/subordinado. Y además, la reducción a
una igualdad de uniformidad ignorando la diferencia sexual es
también inaceptable. ¿Dos tipos separados de naturaleza humana
o unisexo?
Un modo de resolver tal bloqueo es ir más allá de esas opcio­
nes: una naturaleza humana exaltada en una interdependencia de
diferencias múltiples3. No un punto de vista binario de dos natu­

1 Para esto y para el modelo siguiente, cf. A. Carr, Transforming Grace:


Women’s Experience and Christian Tradition (San Francisco 1988) 117-133,
y M. A. O ’Neill, Toward a Renewed Anthropology: «Theological Studies» 36
(1975) 725-736.
3 Cf. M. Marx Ferree y B. Hess (eds.), Analyzing Gender: Perspectives
from tbe Social Sciences (Beverly Hills, CA, 1987); J . Scott, Deconstructing
Equality-Versus-Difference: «Feminist Studies» 14 (primavera 1988) 33-50.
El uso teológico de este modo es evidente en R. Chopp, Tbe Power to Speak:
Feminism, Language, God (Crossroad, NY, 1989).
La masculinidad de Cristo 493

ralezas masculina y femenina predeterminadas para siempre, ni una


abreviación en un solo ideal, sino una diversidad de modos de ser
humano: un conjunto multipolar de combinaciones de elementos
humanos esenciales, de los que la sexualidad es solamente uno. La
existencia humana tiene un carácter multidimensional. Si la mascu­
linidad y la feminidad pueden imaginarse en un contexto más holís-
tico, puede concebirse de modo más correcto su relación mutua.
Todas las personas están constituidas por un número de cons­
tantes antropológicas, elementos esenciales que son intrínsecos para
su identidad. Éstos incluyen la relación con el propio cuerpo y, por
consiguiente, con la propia sexualidad, como el medio de la con­
ciencia humana; la relación a través del cuerpo con la red ecológica
entera del planeta; la relación con otras personas significativas
como la matriz en donde surge la individualidad; la relación con
las estructuras sociales, políticas y económicas; el condicionamiento
por el tiempo y el lugar históricos; la función de la teoría en la
práctica de la cultura propia como opuesta al instinto solo; y la
orientación a la esperanza y al tirón del futuro4. Estas constantes
se condicionan mutuamente entre sí, y en sus combinaciones infi­
nitas son constitutivas de la humanidad de cada persona. Cambie­
mos de modo significativo cualquiera de ellas y surge una persona
diferente.
Es falto de perspicacia el considerar la sexualidad como siem­
pre y en todo lugar más fundamental para la existencia histórica
concreta que cualquiera de las demás constantes. Tomemos, por
ejemplo, casos documentados de crueldad con mujeres esclavas ne­
gras en el sur de Estados Unidos antes de la guerra civil. ¿Basán­
dose en qué diría uno a una mujer maltratada como esa que el sexo
es más fundamental que la raza y el sistema económico de la escla­
vitud en el diseño de su identidad? Los pensadores afroamericanos
actuales sobre la mujer son muy críticos con el feminismo blanco
por resaltar en exceso la discriminación sexual con exclusión del
prejuicio racial y de clase que las mujeres negras sufren también.
Estas tendencias están tan intrínsecamente unidas mutuamente en
su experiencia, que las mujeres de color no pueden distinguir el1*

1 E. Schillebeeckx, Christ: The Experience of Jesús as Lord (Crossroad,


NY, 1980) 731-743.
494 E. A. Johnson

sufrimiento que procede de una más que de otra 5. Otro ejemplo:


en la vejez, cuando disminuye la atracción sexual, las diferencias
biológicas entre mujeres y hombres pierden importancia compara­
das con la cuestión de los recursos disponibles para vivir los últi­
mos años de la vida con dignidad o en la miseria.
Concentrarse en la sexualidad, con exclusión de otros elementos
igualmente constitutivos, es el equivalente de usar un microscopio
para este factor clave de la vida humana cuando lo que se necesita
es un telescopio para captar las galaxias de la rica diferencia hu­
mana. La sexualidad debe integrarse en una visión holística de las
personas humanas en vez de convertirse en la piedra de toque de
la identidad personal y, así, distorsionarse. El modelo antropoló­
gico de una naturaleza humana ejemplificada en una multiplicidad
de diferencias va más allá de los modelos contrastantes, ya sea del
dualismo del sexo o de la uniformidad de los individuos abstractos
hacia la exaltación de la diversidad como enteramente normal. El
objetivo es reordenar los sistemas de dos términos y de un término
en un esquema de término múltiple que permita la conexión en la
diferencia más que garantizar constantemente la identidad mediante
la oposición o la uniformidad. El respeto puede, así, extenderse a
todas las personas en sus infinitas combinaciones de constantes
antropológicas, ilimitadamente concretas.
Y la diferencia misma, más que un lamentable obstáculo para
la comunidad, puede actuar como una fuerza creadora modeladora
de la comunidad. Como valora la poetisa Audre Lorde: «L a dife­
rencia es la conexión primera y poderosa...» 6
Una antropología multipolar permite a la cristología integrar
la masculinidad de Cristo usando la interdependencia de la dife­
rencia como una categoría primaria más que resaltar la sexualidad
de un modo ideológico y distorsionado.

5 B. Hooks, Ain’t I a to rn an ? Black Women and Reminism (Boston


1981), y una respuesta de S. Thistlethwaite, Sex, Race, and God: Christian
Feminism in Black and White (Crossroad, NY, 1989).
6 A. Lorde, Sister Outúder (Freedom, CA, 1984) 112.
III. CRISTO : DE LA IMAGEN ESTA TIC A DEL HOMBRE PERFECTO
A LA COMUNIDAD ESCATOLOGICA Y VIVA

La hermenéutica feminista ha abierto un camino mostrando


cómo el relato evangélico de Jesús resiste el ser utilizado para justi­
ficar el predominio patriarcal en cualquier form a7. Su predicación
y estilo de vida expresaron y vivían lo opuesto, planteando un reto
que hizo caer sobre su cabeza la ira de la autoridad religiosa y civil.
Le crucificaron. A la luz de esta historia, la masculinidad de Jesús
puede considerarse que tiene una significación social definida. Si
una mujer hubiese predicado el amor compasivo y establecido un
estilo de autoridad que sirve, se le hubiese respondido con un enor­
me encogimiento de hombros. ¿No es esto lo que se supone que
las mujeres hacen por naturaleza? Pero desde una posición social
de privilegio masculino, Jesús predicó y actuó de este modo, y en
ello está el llamamiento. La cruz también es un símbolo de la
«kenosis del patriarcado», el autovaciamiento del poder dominante
masculino en favor de la nueva humanidad del servicio compasivo
y de la mutua habilitación8. El relato evangélico de Jesús deja en
claro que el núcleo del problema no es que Jesús fuese un varón,
sino que más varones no hayan sido como Jesús.
¿Qué ocurre entonces con Cristo? Las claves para la interpre­
tación feminista pueden encontrarse en la resurrección, la cristolo-
gía de la sabiduría y el símbolo bíblico del Cuerpo de Cristo.
La resurrección es un misterio de fe envuelto en el misterio de
Dios. Niega un literalismo simple que imagina a Jesús existiendo
aún como en la época de su vida terrenal, solamente que ahora
invisible. Jesús ha muerto realmente, con todo lo que esto implica
de cambio: se ha ido del centro de la historia según la carne. La fe
en la resurrección afirma que Dios tiene la última palabra para esta
víctima ejecutada de la injusticia estatal, y esa palabra, benditamen­
te, es vida. Jesús, con toda su historicidad, es elevado a la gloria
por el poder del Espíritu. Lo que esta afirmación resonante sígní-

7 Cf. E. Schiissler Fiorenza, In Memory of Her: A Feminist Theological


Reconstruction of Christian Origins (Crossroad, NY, 1983); R. Nakashima
Brock, Journeys by Heart: A Cbristology of Erotic Power (Crossroad, NY,
1988).
* R. Ruether, op. cit., p. 137.
4% E. A. Johnson

fica con precisión es inconcebible. Su vida está ahora oculta en el


sagrado misterio de Dios, mientras que su presencia es conocida
solamente a través del Espíritu: dondequiera que dos o tres per­
sonas se reúnan, se parta el pan y se alimente a los hambrientos.
Pero esto indica una transformación de su humanidad tan profunda
que escapa a nuestra imaginación. La humildad del planteamiento
apofático reconoce que el lenguaje acerca de la masculinidad de
Cristo en este punto actúa bajo el signo negativo de la analogía,
más distinta que similar a cualquier masculinidad conocida en la
historia.
La cristología de la sabiduría del Nuevo Testamento elabora a
Jesucristo en términos de la poderosa figura femenina de Sofía que
es creador, redentor y divino renovador del pueblo de Israel y, por
supuesto, del planeta entero (cap. 7,10). Diciendo sus palabras,
realizando sus actos y encontrando su rechazo, Jesús es descrito
como el hijo de Sofía, su profeta, y en definitiva incluso su encar­
nación (Le 11,49 y Mt 23,34; Jn 1). Esta identificación es lo que
vincula al profeta crucificado con la creación misma del mundo, y
sitúa los pies de la Iglesia en el camino a Nicea. La cristología de
Jesús Sofía hace añicos el predominio masculino basado en el len­
guaje exclusivo acerca de Jesús como el Logos masculino eterno
o el Hijo del Padre, permitiendo la articulación de incluso una alta
cristología encarnacional en poderosas y bellas metáforas feme­
ninas 9.
Desde el comienzo, los cristianos están marcados por la confe­
sión de que Jesús Sofía es el Cristo, el ungido, el bendito. Pero
esta confesión también da testimonio de la verdad que la amada
comunidad comparte en esta cristiandad, participa en la vida, muer­
te y ascensión de Cristo hasta tal punto que también tiene un ca­
rácter cristomórfico. Desafiando a un ingenuo fisicalismo que resu­
me la totalidad del Cristo en el Jesús ser humano, metáforas como
el Cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12-27) y las ramas que sostienen el
vino (Jn 15,1-11) expanden la realidad de Cristo para incluir a toda
la humanidad redimida, hermanas y hermanos, aún en el camino.

9 E. Johnson, Jesús, the Wisdom of God: A Biblical Basis for a Non-


Androcentric Christology: «Ephemerides Theologicae Lovaniensis» 61 (1985)
261-294.
La masculinidad de Cristo 497

Entre el sufrimiento y los conflictos de la-historia, los miembros


de la comunidad de discípulos están en Cristo y sus propias vidas
asumen un modelo crístico. La cristología cósmica bíblica expande
la noción de Cristo aún más (Col 1,15-20), viendo que el universo
mismo está destinado a ser cristomórfico en un nuevo cielo y una
nueva tierra reconciliados10.

IV. LAS MUJERES COMO «IMAGO C H R IST I»

El igualitarismo fundamental del bautismo y las tradiciones del


martirio expresan el carácter de las mujeres como imago Christi en
modos que son apreciados de nuevo. Uno en Jesús Cristo, mujeres
bautizadas precisamente en su existencia corporal femenina, y no
aparte de ello, están vestidas con Cristo (Gál 3,27-28). Pablo indica
el significado de esta identificación con mucha precisión utilizando
la idea evocadora de la imagen/icono. La esperanza nos hace actuar
con gran osadía, escribe él, pues descubrimos nuestros rostros para
mirar fijamente a Cristo. Luego, a través del poder del Espíritu,
«todos nosotros somos transformados en esa misma imagen de un
grado de gloria a otro» (2 Cor 3,18). El inclusivo «todos nosotros»
deja en claro que toda la comunidad, mujeres tanto como hombres,
recibimos el don de la transformación «en la misma imagen», en
griego, el mismo eikon, es decir, la imagen/icono de Cristo. Otro
ejemplo: en el designio de Dios, la comunidad es llamada «a con­
formarse a la imagen» de Cristo (Rom 8,29). El idioma griego es
instructivo, pues los miembros de la comunidad son identificados
como sym-morphos al eikon, es decir, compartiendo la forma de la
semejanza, o formados según la imagen de Cristo. No se hace ni se
necesita distinción alguna basándose en el sexo. El ser cristomór­
fico no es don distintivo del sexo. La imagen de Cristo no se halla
en la similaridad sexual con el Jesús ser humano, sino en coheren­
cia con la forma narrativa de su vida compasiva y liberadora en el
mundo, a través del poder del Espíritu.

10 Elisabeth Schüssler Fiorenza, Wisdom Mythólogy and the Christological


Hymns of the New Testament, en Robert Wilkens (ed.), Aspects of Wisdom
in ]udaism and Early Christianity (Notre Dame 1975) 17-41.
498 E. A. Jóhnson

Teológicamente, la capacidad de mujeres y hombres para ser


sym-morphos con el eikon de Cristo es idéntica.
Una valoración similar de las mujeres en la imagen de Cristo
fluye a través del discurso acerca de quienes sufren por la fe. En
una narración magnífica, Lucas hace explícito este cristomorfismo:
«Pero Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discí­
pulos del Señor, fue al gran sacerdote y le pidió cartas para las
sinagogas en Damasco, de modo que si encontrase a alguien perte­
neciente al Camino, hombres o mujeres, podrá llevarlos atados a
Jerusalén».
Cuando la luz del cielo destella, cuando la voz pregunta: «¿Por
qué me persigues?», cuando Saulo pregunta: «¿Quién eres tú, Se­
ñor?», surge la respuesta inmediata: «Soy Jesús, a quien tú estás
persiguiendo» (Hch 9,1-5). Las mujeres perseguidas son aquí iden­
tificadas de modo explícito con Jesús, como los hombres, sin dis­
tinción. El intento asesino de Saulo y sus acciones atormentadoras
contra las discípulas son acciones contra Cristo, sin calificación.
Escribiendo sobre los mártires, siglos después, el Concilio Vati­
cano II continúa esta tradición duradera de interpretación. El mar­
tirio transforma a un discípulo en una imagen intensa de Cristo,
imago Christi, pues el mártir «perfecciona esa imagen incluso hasta
el derramamiento de sangre» 11. En este texto conciliar no se hace
distinción alguna basándose en el sexo de los mártires, ni debería
hacerse. Las cuatro monjas norteamericanas asesinadas en El Sal­
vador en 1980 y los seis jesuítas universitarios asesinados con su
ama de llaves y su hija, diez años después, dan todos un testimonio
de la unicidad de sus propias personas y de las circunstancias que
es teológicamente idéntico.
La liturgia bautismal hasta este mismo día establece la realidad
de que la capacidad fundamental de ser iconos de Cristo es un don
no limitado por el sexo; las mujeres son el Cuerpo de Cristo. La
tradición del martirio reconoce que al entregar sus vidas, las muje­
res son cristomórficas de un modo más profundo y gráfico. El efec­
to práctico y crítico de esta verdad evangélica destruye cualquier
conexión intrínseca entre masculinidad y Cristo y se plantea como
un desafío al gobierno patriarcal.

Lumen gentium, núm. 42.


V. LA M A SCU LIN ID A D D E JE S U S EN E L C R IST O EN TERO

Se han reunido elementos clave de una cristología feminista,


aunque aún no se han sintetizado. En esa síntesis, el símbolo de
Cristo el redentor ocupará su lugar, pero su nexo simbólico cam­
biará, expandiéndose para incluir símbolos tomados de la expe­
riencia femenina 12. Sin las anteojeras de la antropología dualista,
el símbolo de Cristo mismo se interpretará de modo inclusivo y
escatológico. En el poder del Espíritu, la historia de Jesús libera
una historia de discipulado igualmente entre mujeres y hombres,
que avanza en fragmentos anticipatorios de curación y liberación.
Entre una multiplicidad de diferencias, la masculinidad de Jesús
se aprecia como intrínsecamente importante para su propia iden­
tidad histórica personal y el reto histórico de su ministerio, pero no
teológicamente determinadora de su identidad como el Cristo ni
normativa para la identidad de la comunidad cristiana. En el poder
de Espíritu-Sofía, mujeres y hombres son cristomórficos, como ne­
gros y blancos, viejos y jóvenes, judíos y griegos, y el cosmos mis­
mo, todos en el camino hacia el nuevo cielo y la nueva tierra. De
modo ideal, si la igual dignidad humana de las mujeres es recono­
cida alguna vez en la teoría y la praxis eclesiales, este debate sobre
la masculinidad de Cristo se desvanecerá. En una Iglesia más justa,
nunca se habría convertido en un asunto tal.
E. A. J ohnson
[Traducción: A. Villalba ]

12 Cf. la recuperación por M. Grey, Feminism, Redemption and tbe


Ckristian Tradition (Mystic 1990).

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