La Edad Media - Robert Fossier
La Edad Media - Robert Fossier
La Edad Media - Robert Fossier
volumen echa por tierra la visión común que hace de la Edad Media una
época de oscurantismo, violencia y desorden. En contraposición, se plantea
como el período en que el hombre europeo aprendió a dominar su espacio,
domesticó la naturaleza y se adueñó del tiempo y de la máquina. Es, ante
todo, la época del nacimiento y consolidación de Europa como rectora del
mundo.
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Robert Fossier
La Edad Media
1. LA FORMACIÓN DEL MUNDO MEDIEVAL 350-950
ePub r1.0
Titivillus 29.02.2020
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Título original: LE MOYEN AGE. 1. Les mondes nouveaux
Robert Fossier, 1982
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
La Edad Media
ADVERTENCIA
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La acción de los senadores y sus clientelas en la ciudad
INICIO DE LA PRIMACÍA DEL CAMPO SOBRE LA CIUDAD
Pocos hombres y mucho espacio vacío
¿Qué ocurrió con la gran propiedad?
Una agricultura que seguía siendo vigorosa
La ciudad se marchita
EL PRESTIGIO DE ROMA SE OPONE A UN BAJO NIVEL DE
ROMANIZACIÓN
Una cultura elitista, humanística y superada
Capítulo 3. Introducción a una historia de Oriente (principios del siglo V), por
EVELYNE PATLAGEAN
EL ESPACIO DE BIZANCIO
El cuerpo del Imperio
A las puertas de la Romanía
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UNA FACHADA ANTIGUA Y SÓLIDA
La cabeza
Los medios
EL ABRUMADOR PESO DE LO SAGRADO
¿Qué cristianismo?
¿Y qué Iglesia?
Probables resbalones, desviaciones seguras
UNA SOLIDA BASE CAMPESINA
Producir y comer
El vigor de las comunidades aldeanas
Los vacíos
LA FUERZA DE LOS VALORES DE LA CIUDAD Y DE LAS
REALIDADES URBANAS
La ciudad, vestigio de la Antigüedad
La emergencia del episcopado urbano
El «pueblo» urbano, reflejo de la Antigüedad
La plaga de la indigencia y la irrupción de los monjes
Capítulo 4. La gloria del Imperio (mediados del siglo V - mediados del siglo
VII), por EVELYNE PATLAGEAN
LA ATRACCIÓN DEL ORIENTE
El desorden isáurico
Las discordias dogmáticas
JUSTINIANO: EL ESPLENDOR
El siglo de Justiniano
Grandeza y límites de la «reconquista romana»
JUSTINIANO: LAS DIFICULTADES
El peso de los hombres y del oro
La efervescencia de la ciudad
El decaimiento campesino
El mundo de los monjes
El fracaso religioso
EL MOMENTO CRUCIAL DE UNA ÉPOCA: 565 610
El fracaso de una política dinástica
El final de la reconquista
Capítulo 5. Del modelo hegirio al reino árabe (siglo VII, mediados del siglo
VIII), por HENRI BRESC y PIERRE GUICHARD
UN ORIENTE PRÓXIMO DESGARRADO ANTE UNA REVOLUCIÓN
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RELIGIOSA
Mahoma
De la predicación a las armas
EL MODELO DE ESTADO MEDINÍ
El Estado recluido íntegramente dentro de la mezquita
La «familia» ante los poderes
LA COSECHA DEL ISLAM
Desde el Turquestán hasta Libia
Y desde Libia hasta Aquitania
¿Agonía del mar latino?
¿ES POSIBLE UN REINO ÁRABE?
¿Cómo unificar todos esos pueblos?
¿Cómo obtener recursos?
La fiscalidad sigue el mismo ejemplo en Occidente
UNA RECUPERACIÓN ECONÓMICA DIFÍCIL
Una base rural encogida y anémica
Herencia urbana y nuevas ciudades tribales
LAS DISLOCACIONES Y EL FRACASO
Revueltas y aculturación
La crisis del 750
Capítulo 6. El mundo de los ‘abbásíes. El éxito del Islam, por HENRI BRESC
y PIERRE GUICHARD
MANDAR
Una monarquía «islámica»
¿Qué sentido tiene?
En Occidente, ¿berberización o arabización?
PRODUCIR
Una reforma fiscal, una revolución agrícola
Más desórdenes en el Oeste
Una producción agrícola sabia en un medio ingrato
TRIUNFO DE LA CIUDAD MUSULMANA
Capitales colosales
Focos de aculturación
Una civilización urbana sin igual en la Edad Media
Un poderoso dinamismo artesano y una expansión artística
Al Oeste, una reanimación y no un despegue…
…pero una misma sociedad urbana
LOS LAZOS DEL COMERCIO
¿Para qué clientela se produce?
Las falsas apariencias del «despegue» comercial
El mercado rey
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Rutas lejanas hacia el Este y productos de excepción
Mayores incertidumbres en Occidente
Pero los comerciantes extranjeros penetran ampliamente en el Islam
Elaboración de un modelo de sociedad
Capítulo 7. ¿Hacia una nueva Bizancio? (mediados del siglo VII - mediados
del siglo IX), por EVELYNE PATLAGEAN
LA MUTILACIÓN
Persas, árabes y eslavos: el asalto
Resignación y balance en el Este
Alejamiento e incomprensión en el Oeste
HACIA EL «IMPERIO DE ORIENTE»
La guerra, siempre la guerra
Nuevas estructuras para un nuevo Imperio
El nacimiento de una nueva sociedad: guerreros y campesinos
LAS IMÁGENES
La destrucción de imágenes en el siglo VIII
¿Por qué una crisis tan particular?
Irene, una mujer emperador
El triunfo de los monjes
EL «PRERRENACIMIENTO» BIZANTINO
La sucesión es aún difícil y siempre confusa
Un sosiego religioso
Hacia un nuevo rostro de la Iglesia
Ímpetu cultural, ímpetu imperial
BIZANCIO REANUDA LA OFENSIVA
El camino, la aldea y la moneda, recuperados
La ruptura del cerco al Oeste y al Norte…
…al Este y al Sur
Los griegos en territorio eslavo
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Unificación, legislación, enciclopedismo
El discurso del palacio
Implantar una dinastía
LA FUERZA DE LAS FAMILIAS, CULTURA DOMINANTE
Los poderosos linajes
Los límites de una cultura dominante
BIZANCIO A LA BÚSQUEDA DE UN MURO PROTECTOR
Bulgaria, espejo de Bizancio
Cristianizar más lejos
Inicio de la réplica contra el Islam
Progresos más inciertos en el Oeste
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En definitiva, solo el ejército sostenía al poder
Reflejos empañados en torno al Imperio
¿BLOQUEAR LA SOCIEDAD?
La obediencia al más próximo
Juramentos locales
Retorno a la llamada de la sangre
La unión imposible
¿RENOVAR LA IGLESIA?
Mezclar la Iglesia y el Estado
Cluny
La exaltación de la fe guerrera
Unos límites evidentes
La Iglesia, propietaria de lo sagrado
¿Hacia una célula familiar más compacta?
UN «RENACIMIENTO»
En busca de una nueva cultura
Los monjes, propagadores de una cultura espiritual
La vuelta al orden carolingio
Triunfo del pensamiento erudito
Primeros inicios de un arte europeo bajo el ropaje antiguo
Página 11
Las nuevas vías comerciales en los siglos VII y VIII
En los inicios del siglo IX: ¿primera expansión?
Mercaderes aún al margen de la sociedad
UN BALANCE DEL PERÍODO CAROLINGIO
Glosario
Cuadro Cronológico
Bibliografía
Sobre el autor
Notas
Página 12
ADVERTENCIA
Página 13
INTRODUCCIÓN
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y anticuado, y solo asusta a los adultos —incluyendo, de nuevo, a no pocos
hombres prominentes—; abundan los ejemplos de ilustres universitarios
dispuestos a tratar, aun improvisadamente, de Blum, Robespierre, Sully o
Epaminondas, pero que recogen velas ante Felipe IV el Hermoso. He dicho a
los adultos, pues, en efecto, está probado que al niño, por el contrario, le atrae
la Edad Media, afición que sigue a las que siente por la prehistoria o por la
China según Mao; ¿atracción por el exotismo, por lo «maravilloso»?, ¿o, más
bien, sensación natural de hallarse en el mismísimo centro de la vida
cotidiana? Y esta curiosidad se transmite a sus padres; como dicen los
responsables de los medios de comunicación de masas —llamados mass
media por quienes creen hablar inglés—, «la Edad Media se vende bien», y
cada vez mejor. Para ser más exactos, habría que decir que el aderezo y los
condimentos medievales tienen buena salida. Paciencia: un día, tal vez no
muy lejano, el hombre contemporáneo comprenderá lo que tan estrechamente
le vincula a aquellos siglos y que, aun perdida la memoria del origen, ha
hecho suyo. Lo cierto es que las reacciones mentales, intelectuales, o incluso
políticas, de nuestra época turbulenta resultarían más familiares y
comprensibles para un hombre del siglo X o del siglo XV que para un
individuo de cualquier otra época. Pero los viejos ídolos son difíciles de
derrocar, y de Cicerón a Bossuet, o de Pericles a Napoleón, Europa se
empecina en buscar sus orígenes allí donde no residen.
Considerémoslo con perspectiva. Mil años largos de historia plantean
ciertas dificultades a quien pretende juzgarlos con una sola frase. No obstante,
aparecen a lo largo de este período cinco hechos que han durado hasta
nuestros días y cada uno de los cuales bastaría para garantizar un lugar de
honor en la aventura humana a cualquier cultura:
— en el transcurso de esta larga fase de su historia en el ámbito europeo,
el hombre supo adueñarse del espacio, domesticar la naturaleza, sustituir el
esfuerzo de los esclavos por el de los animales;
— supo, a continuación, adueñarse del tiempo, no porque aprendiera a
medirlo, sino porque atinó a hacer uso racional del mismo;
— se desprendió de los vínculos paralizantes de la tribu o el clan para
fundar la pareja;
— dominó la máquina, y
— por último, y en la historia de todos los hombres, creó Europa.
«¡Cómo! —exclamará un buen número de lectores—, ¡otra vez Europa!
¡Es una verdadera idea fija!». Pues sí, esta es mi opinión, y ya es hora de
sacudirnos los pseudocomplejos con los que nos abruman hoy en día: el
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principal hecho ocurrido en la historia del planeta entre los años 500 y 1500
es la aparición de la primacía de Europa. Ni China, ni la India, ni el Islam, ni
África, ni América pueden aspirar a decir lo mismo, y no hace al caso saber si
más tarde esta primacía fue bien o mal utilizada. Pero afirmo sin reservas un
rasgo que no se suele poner suficientemente de relieve: de todas las regiones
habitables del mundo, Extremo Occidente es, con mucho, la peor dotada por
la naturaleza; no posee grandes yacimientos de metales ni petróleo —
demasiado bien lo sabemos—, sus suelos no cuentan entre los más fértiles, el
clima es inseguro, la vegetación irregular, los ríos mediocres, y adolece
además de una extrema división en compartimientos. ¿Quién ignora que Asia,
África o América rebosan de posibilidades muy superiores, aunque en
algunos casos todavía desaprovechadas? Hacer que este «diminuto cabo de
Asia», este mediocre pedazo del mundo diera de sí hasta imponerse a regiones
remotas, a culturas más viejas e ilustres que la suya, no debió de ser fácil para
nuestros antepasados ni pudo lograrse con rapidez, y no resulta sencillo
discernir qué fue lo que les ayudó durante tanto tiempo. ¿La providencia
divina? Poco creemos ya en ella. ¿El genio de las razas? A fuerza de
machacarnos con esta idea, solo se ha conseguido demostrarnos lo contrario.
¿El suelo y el clima? Acabo de afirmar sus deficiencias. No dispongo de
solución alguna para este problema, y tampoco la busco. Me limito a declarar
que el nacimiento de una Europa conquistadora del mundo constituye un gran
episodio de la historia humana, que este es meritorio, que no me sonroja, y
que se llama «la Edad Media».
Durante generaciones y generaciones, se ha hecho creer a los europeos
que serían «mejores personas», «mejores ciudadanos» o «mejores
demócratas» —según las modas de cada época— estudiando la segunda
guerra púnica o las jornadas de Octubre (que cada cual escoja la fecha:
ninguna importancia tiene para la verdad de estas palabras), y con ello se les
ha ocultado permanentemente el hecho esencial de que deben a la Edad
Media la casi totalidad de sus estructuras mentales o cotidianas. Tal es el
precio de una modestia sumamente rara en la historia de la humanidad: la
ciudad antigua, el Estado absolutista, los «grandes hombres», las «grandes
naciones», han sabido orquestar a la perfección su propia publicidad con
vistas al porvenir, y nuestro siglo bate todos los récords de autosatisfacción
estruendosa y propaganda falaz, acompañadas de vez en cuando, eso sí, de
fulminantes accesos de culpabilización. Opongámosles dos de las imágenes a
las que con mayor frecuencia recurría el moralista de la Edad Media central:
«Somos enanos erguidos sobre hombros de gigantes; así, vemos más que ellos
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y más lejos, no porque nuestra vista sea más aguda y nuestra estatura superior,
sino porque ellos nos llevan y nos alzan por encima de su estatura
gigantesca»; la segunda es la imagen de la «rueda de la fortuna», cuyo
movimiento regular y constante lleva a los hombres de la ruindad a la gloria,
y de la pujanza a la abyección. Visiones conservadoras y paralizantes, dice
Jacques le Goff; lo son, ciertamente, y conformes asimismo a la humildad
resignada que se espera de un creyente, porque la iniciativa es una audacia;
confina con la desmesura, y no hay que tentar a Dios. Aun así, un poco de
modestia nunca sienta mal a una cultura.
El descrédito de la época medieval en los siglos posteriores no ha
afectado, bien es verdad, al legado monumental y a ciertos rasgos anecdóticos
de la vida social, la caballería, el román courtois, la cruzada, los cuales
bastaron para alimentar, en el siglo XIX, el romanticismo «medieval». Hoy en
día, para demasiados hombres la visión sigue siendo la misma: la Edad Media
es un cementerio. No se aperciben de que el camino que toman en el campo,
el nombre que leen en un mojón, el brusco recodo de una calle en su barrio, el
bosque por el que pasan distraídamente y el trigo que ven madurar
constituyen un legado bastante más duradero; o de que al consultar su reloj, al
coger el tenedor, al ponerse su abrigo, al endosar un cheque o al utilizar un
pañuelo no son más que herederos. ¿Nimiedades? ¿Son también nimiedades
el sentido del pecado, el amor conyugal, la polifonía y el profesorado en las
ciudades? Se trata de una mentalidad característica de Europa: ni en el Islam
—por supuesto—, ni en la India, ni siquiera en la China contemporánea, se le
ocurre a nadie liquidar la herencia del pasado, tal vez porque no se ha
producido en tales civilizaciones ese fenómeno artificial y pasajero de
«rechazo» que nosotros llamamos «la Edad Moderna», verdadero foso o
«depresión» de tres siglos.
Sin embargo, para el historiador de profesión a quien, evidentemente,
irritan la ignorancia y el desprecio de sus contemporáneos por lo que él juzga
primordial, el lenitivo no está lejos. Pocos períodos se han beneficiado tanto
como este de los progresos de la investigación histórica. Así pues, el hecho de
pasar revista a las armas que se van a emplear no constituye aquí un acto
ritual de ejecución obligatoria antes de dar comienzo a una exposición que
pretende estar bien informada, sino una necesidad dictada por la rapidez con
que aumenta la panoplia y por el poco conocimiento que de esta circunstancia
tiene el público en general.
Durante mucho tiempo, todo cuanto sabíamos sobre estos diez o doce
siglos se basó únicamente en la documentación escrita; comparado con el de
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la Antigüedad, este acervo representaba un gran tesoro. No se ignoraban sus
puntos débiles: una literatura de clase escrita por y para una ínfima élite; un
conjunto de reglas minucioso y formalista, y probablemente más teórico que
real; documentos de la vida práctica que solo hacen referencia al mundo de
los privilegios y de la fortuna, y que la Iglesia, desprovista de otras armas, era
prácticamente la única en conservar, obligándonos así a ver esta sociedad con
ojos de eclesiástico o, en el mejor de los casos, de fabricante de paños y de
prestamista; las desigualdades de repartición geográfica; el silencio casi
absoluto de los cinco primeros siglos, seguido del parpadeo de unos pocos y
breves destellos en una persistente penumbra. No obstante, de este modo hubo
que trabajar durante un siglo, el del gran resurgimiento de los estudios
medievales, que abarca desde 1850 hasta después del último (por el
momento) de los conflictos mundiales: erudición paleográfica para establecer
los textos durante las tres cuartas partes de este lapso de tiempo, predominio
de la interpretación universitaria a partir de 1930. Según su genio propio —o
según los impulsos profundos venidos de su inconsciente «nacional»—,
Alemania, Francia, Bélgica, Inglaterra, Italia, aportaron sus contribuciones
respectivas, y el orden no es fortuito. Gracias a que nuestros predecesores
acumularon todos estos materiales, podemos hacer alarde de prescindir de los
mismos, nosotros pretenciosos «enanos» encaramados a los hombros de estos
«gigantes».
Ahora bien, desde hace treinta años… —pero no, mucho menos, apenas
quince—, una serie de potentes focos barren las zonas todavía oscuras o
hacen brillar en convergencias luminosas los pequeños «hechos» etiquetados
por nuestros mayores. Prácticamente, digámoslo de entrada, el medievalista
no ha innovado en ningún campo: se limita a tomar prestado, imitar, adaptar
una técnica que ya ha dado frutos en otro contexto; ¿y por qué habría de
sonrojarse? Tomemos los ejemplos de los números y de las palabras: los
primeros, escasos, discutibles, simbólicos, discontinuos, dificultaban la
dinámica de la historia medieval; las segundas, demasiado a menudo con el
ropaje del latín, podían no ser sino pedanterías, aproximaciones, topoi
copiados y vueltos a copiar de un autor a otro; y desde su situación, el
medievalista contemplaba admirativamente la filología, que operaba con el
latín clásico, y la estadística, que lo hacía con las modernas series de datos.
Más tarde cayó en la cuenta de que era preciso cuantificar y descifrar, costara
lo que costase, si quería llegar a los cimientos de la civilización de aquella
época: el número de hombres, el volumen de la producción, los mecanismos
mentales, el papel de lo imaginado y el de lo vivido. Renunciar a hacerlo
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significaba condenarse a la mera «impresión», a exquisitas vaguedades; el
Arte, ciertamente, no es ajeno a la Historia, pero con tal actitud, la Historia no
habría sido más que Arte. Poco importa el papel que en este proceso
desempeñaron las motivaciones materialistas o el entusiasmo por la
sociología; el resultado está ahí: la era preestadística también tiene sus leyes,
y el vocabulario medieval su técnica lingüística. En este mundo donde el
Número, lenguaje del infinito, es la forma de la expresión divina, y donde la
Palabra, el Verbo, es la esencia del poder, ¿cómo dejar de lado estos dos
pilares sin condenarse a una más que insuficiente visión del mismo?
Avanzamos, empezamos a contar, hacemos la autopsia de los términos; el
tratamiento informático de los datos hace su entrada en las clasificaciones, los
análisis de contenido, las concordancias numéricas, las convergencias
semánticas: la imagen del medievalista frente al ordenador ya solo hace
sonreír a los mentecatos.
Aislada, la palabra puede revelar la cultura, el inconsciente o los fines del
escribano, y constituye un indicio de la mentalidad individual; agrupadas, las
palabras evocan más que una noción, dan paso a la antropología histórica y
ponen al descubierto el trasfondo de la mentalidad colectiva, el rito, el tabú, la
usanza, el fantasma, que son, desde luego, elementos básicos de la psicología
social, pero que fundamentan asimismo relaciones concretas entre los
hombres: obediencia o rechazo. Es cierto que las comunidades humanas de
los altiplanos de México o del Perú, las de la cordillera anamita o del África
central de nuestros días, se hallan en condiciones geográficas e históricas que
no son directamente comparables a las que pudo conocer el mundo occidental
antes de 1300. No obstante, muchos rasgos de estructura familiar o espiritual
y de nivel técnico parecen similares o, si se prefiere, simétricos a los de la
Europa medieval. Lo que los textos no dicen, ni siquiera radiografiándolos, el
antropólogo puede sugerirlo. Sin duda resulta presuntuoso creer en la
existencia de una «Nueva Historia» cuando hace tanto tiempo que empezaron
a elaborar sus obras Georges Dumézil o Claude Lévi-Strauss, pero sí
podemos afirmar que estamos en presencia de un nuevo enfoque de la misma
historia.
Otro factor, más decisivo y también más concreto: desde hace veinte años
la arqueología ha iniciado sus excavaciones medievales. La búsqueda del
objeto, hasta tiempos recientes, solo parecía oportuna para culturas y épocas
que no conocían la escritura, como la prehistoria, o para las que nos habían
legado escasos documentos escritos, como la Antigüedad. Más allá de las
basílicas cristianas de los primeros siglos, se hacía historia del arte, que en
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ocasiones implicaba la necesidad de excavar en una cripta o de despejar una
muralla de las construcciones posteriores que la ocultaban. ¿Quién habría
soñado entonces con remover un campo, arrancar los arbustos crecidos en un
edificio en ruinas, sondar una cloaca urbana o revolver completamente un
cementerio? Y no faltan, aun hoy, doctas sociedades y hombres eminentes
para quienes la arqueología medieval es el estudio de las campañas de
construcción de Notre-Dame de París. Por otra parte, las técnicas de
excavación practicadas en los emplazamientos de la Antigüedad —
generalmente aislados— parecían inadecuadas para las ciudades y pueblos en
los que nuestras pisadas se sobreponen a las de los hombres medievales. El
método utilizado para la excavación pre o protohistórica, que no busca ni
termas ni templos sino fragmentos de vasijas o la huella dejada en el suelo —
al que ha dado una coloración más oscura— por una estaca descompuesta,
parecía adaptarse mejor a la exigente estratigrafía que reclama un
emplazamiento arqueológico medieval, ya que se puede admitir un error de
cien años en la datación en Mari o en Sagunto, pero no en una aldea
abandonada durante la Edad Media. Ahora bien, la larga averiguación previa,
las dificultades encontradas sobre el terreno y la probable insignificancia de
los resultados desalentaban por anticipado al investigador, cuyo objetivo se
cifraba en el «hallazgo», el objeto precioso, el tesoro, el esqueleto imprevisto.
Fue el avión quien vino a socorrer al medievalista, y ya antes de la segunda
guerra mundial, en Inglaterra, revelaba a Crawford y otros tal abundancia de
vestigios de cultivos o de aldeas fosilizadas bajo un sudario de hierba desde el
siglo XV que la investigación se puso en marcha; al arrasar las ciudades, la
guerra despertó curiosidad por los centros urbanos; al acabar con la reverencia
debida a los príncipes y a los prelados, los regímenes socialistas, con Polonia
en cabeza, se lanzaron tras la pista de la «cultura material», de los aperos y
herramientas, de la casa. Alemania y los Países Bajos siguieron el
movimiento, y también Inglaterra y los países escandinavos; más tarde,
Francia hizo lo propio, con su habitual desconfianza, aún hoy no superada del
todo; la última adhesión fue la de Italia, cansada de repartir su atención entre
la ruina antigua y el palacio renacentista. Los resultados obtenidos son
prodigiosos, y se refieren precisamente a momentos o ámbitos sobre los
cuales no había textos: períodos remotos, mundo de los humildes, técnicas y
enseres de la vida cotidiana. Por si fuera poco, métodos e investigadores de
diversas procedencias se entremezclan, con un espíritu de emulación que
raramente se observa en otros campos; aquí no existe ninguna Délos
reservada: en Toscana excavan ingleses, franceses en Sicilia, polacos en
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Francia, alemanes en Bélgica. Los prosélitos se multiplican, y no sería difícil
señalar a quienes, tras su desdén inicial, se hacen ahora los ruidosos heraldos
de lo que hasta hace bien poco les movía a burla. El trabajo realizado es tan
espectacular que los medios de comunicación, al acecho de todo cuanto
relumbra, reflejan su imagen y la hacen llegar hasta las masas cautivadas. Los
puristas hacen mal en lamentarse: en un tiempo en que los potentes solo
pagan en función de la rentabilidad, los caminos trillados conservan toda su
validez para quien se hallaba perdido y sin dinero.
Hay más. Este mundo medieval europeo y los que lo rodean son, todavía,
más tributarios de las fuerzas naturales que del espíritu; el cristianismo y el
islamismo no han saciado el apetito de la mayoría de los hombres. ¿Cómo
apreciarlo? ¿Cómo seguir la conquista del espacio sin instrumentos científicos
de medida? Es preciso, para ello, echar mano de la arqueología: el estudio de
los catastros y del mapa sustenta, evidentemente, desde hace tiempo, la
investigación sobre las etapas de la ocupación humana; pero el milenio
medieval disfrutó, como todas las restantes fases del trabajo de la tierra, de
cierto equilibrio entre las necesidades y el medio ambiente, de un
«ecosistema» cuyos elementos naturales pudieron desplazarse debido a la
acción del hombre o pese a ella. Y es fundamental hacerse una idea de tales
desplazamientos: si el estudio de los suelos fósiles o agotados o el de las
capas acuíferas subterráneas realiza pocos progresos, se ha puesto a punto en
Inglaterra y en Alemania un método de examen de las formas degradadas de
la vegetación, linderos de los bosques, setos, monte bajo; y, sobre todo, la
palinología, que durante mucho tiempo floreció de modo especial en Bélgica
y Alemania, permite calcular las variaciones, a lo largo de vastos períodos, de
los pólenes arbóreos o herbáceos, es decir, de la cobertura vegetal cercana a
los lugares sondeados, que hoy en día se han multiplicado por todo el norte y
noroeste de Europa, donde las formaciones turbosas —las más propicias— se
encuentran en abundancia; en cambio, la escasez de este tipo de análisis en la
parte sur del continente nos priva de observaciones capitales referentes a la
vertiente mediterránea. Esta exigüidad documental se palia parcialmente con
lo que es posible saber acerca de las oscilaciones climáticas generales
examinando el crecimiento de las especies arbóreas más longevas —en
especial las coníferas—, pero que muy raramente alcanzan los mil años de
vida, o bien mediante el estudio de los avances y retrocesos de las aguas,
glaciares alpinos u océanos. De entrada, caben vacilaciones ante la idea de
fundar un juicio en fenómenos de este tipo, lentos, desiguales, refrendados
por testigos incuestionables pero dispersos. Por esta razón, conviene formular
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apreciaciones exclusivamente relativas a largos períodos: si se observa esta
condición, los mencionados fenómenos adquieren un valor capital. He dicho
más arriba que no se podía señalar con certidumbre una causa que explicara el
impulso de Europa a partir de 900 o 1000; no han faltado historiadores —a
los que no tendría inconveniente en sumarme— para quienes dicha causa
radica en tres siglos de óptimas condiciones climáticas que beneficiaron los
suelos limosos, a los vegetales nutricios y a las especies animales, en cuanto a
sus aptitudes para producir y reproducirse.
¿Se cierra aquí el inventario? En absoluto, ya que no transcurre una sola
década sin que el medievalista al acecho se apodere de un arma creada para
otros fines; citemos, para concluir, una de las últimas: el esqueleto humano
proporciona al historiador un cúmulo de datos sobre el difunto, su sexo, su
edad en el momento de la defunción, su constitución y la causa probable de su
muerte, y hasta su alimentación; mientras vivió, este hombre reaccionó de
determinada manera frente a los ataques microbianos según cuál fuera su
grupo sanguíneo, y puede que este motivara un comportamiento social
particular; en efecto, si escuchamos a los biólogos de nuestra época, este
elemento serológico resulta más adecuado que ningún otro —estatura,
pilosidad, facies, pigmentación— para diferenciar «razas» entre los hombres;
el polaco Hirtzfeld estima que la naturaleza del grupo sanguíneo debe de
afectar al contenido en flúor de los huesos. Y si, por descontado, el
medievalista no dispone de sangre proveniente de los siglos que estudia,
osamentas en cambio no le faltan; ¡qué nuevo campo de investigación se
abriría sobre las capas de población y sus osmosis o sobre el comportamiento
de los hombres! Aún se trata solo de una simple hipótesis, pero basta para
mostrar que la historia de la Edad Media no es un juego cuyas cartas están
distribuidas en su totalidad y en el que unos cuantos iniciados entablan una y
otra vez la misma partida.
Tras estas consideraciones iniciales, llegamos al umbral de nuestra
materia. Pero ¿cómo guiar al lector a través de mil años, aunque sean de lenta
evolución, e indicarle sus grandes directrices, sus «líneas maestras» como
dice Léopold Génicot? He tomado el partido, tan discutible como cualquier
otro, de pasar revista únicamente a Europa occidental, y más concretamente a
la fase central de su historia medieval, los siglos XI y XII; porque al término de
la ruta será principalmente Europa la que se encontrará colocada en el centro
de la escena; y porque durante estos dos siglos de adolescencia presenta un
semblante en el que aún no han podido dejar su huella los fracasos y los
vicios.
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Una masa humana…
Lo primero que se ve son los hombres. Hoy en día, tras Marc Bloch y
Lucien Febvre, no hay un solo historiador, por lo menos en Francia, que se
atreva a declarar que no los toma como principal centro de interés; pero no
me refiero a esto, sino a que, cuando poso mi mirada en la Europa de la Edad
Media, no encuentro estados, circunscripciones herméticas, organismos
públicos, oficinas o tribunales, acuartelamientos o aduanas que fijen mi
atención; solo percibo un hormigueo de hombres en cuyo seno, si me
esforzara, distinguiría un rey, un obispo, un señor, un monje. Esta
pulverización, este retorno al átomo, recibe los nombres de «anarquía» o
«descomposición del tejido social» de parte de nuestros obsesos del
absolutismo estatal y de la centralización parisiense, que no ven ni conciben
que el horizonte de esta época es la aldea, y la célula de base el «fuego». Los
oropeles romanos, provisionalmente remendados por los carolingios, ya se
han ido a pique. Frente a la naturaleza, a la que hostiga sin cesar para
dominarla, ¿de qué le servirían al hombre de 1100 una diócesis, una nación y
un catastro? De momento, le basta con una parroquia, un castillo y mojones
que señalen las líneas divisorias entre los campos.
Y sin embargo, esta masa, supuestamente disgregada, presenta una
extraña coherencia; aísla fuera de sí a todos cuantos no se identifican con ella,
los confina en la soledad o el desprecio: judío, errante, extranjero, juglar,
todos se equivalen; y el mundo de los excluidos se incrementa con todos los
desechos de la sociedad, locos, leprosos, mendigos, ladrones, proscritos. Esta
«contramasa», que vive en los bosques, en el monte o junto a los fosos, es la
parte abandonada al Mal. Quien está solo está muerto desde un punto de vista
social. Porque entre todos los granos de arena que forman la sociedad existen
vínculos potentes: una misma sangre, el respeto de los mismos tabúes, la
adhesión a las mismas leyes, la transmisión de un mismo patrimonio mental;
quien se desvía o es expulsado deja de contar. En todas las sociedades, nada
fortalece tanto el conservadurismo como el principio de expulsión, aun
cuando no lo acompañe el odio. Naturalmente, el mundo medieval deja sitio
para las excepciones y los estados de transición: un pobre puede ser el
enviado de Cristo, en el viajero de paso puede ocultarse un narrador
fascinante, y la prostituta pertenece al mundo de la estabilidad social. Pero la
regla no varía: un individuo solo existe por sus padres, sus amigos o sus
vecinos. Señor, gañán o maestro pañero, poco importa, porque no se trata aquí
del nivel social; en cada uno de los distintos planos se teje una red de vínculos
horizontales, más importantes que todos los demás. Aplicando este criterio,
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más bien es hoy cuando reina la anarquía; en efecto, no resulta paradójico
afirmar que pocas sociedades han sujetado a los hombres tan estrechamente
como la de la «anarquía feudal».
La pertenencia a un grupo, una familia, un oficio, un barrio, una devoción
forma, pues, la trama del tejido social; por descontado, se pueden descubrir
niveles en los que el comportamiento es modificado por los medios de
existencia, el ámbito cotidiano; pero en el bordado que adorna el atuendo del
noble o en la carne que come el patrón del obrador hay más simbolismo que
valor económico; lo mismo ocurre, en el plano militar, con la torre que revela
la mansión aristocrática. A fuerza de revisar los documentos escritos, los
juristas han logrado hacernos creer también en la importancia de las
desigualdades jurídicas: ¿quién no relaciona la noción de servidumbre con la
época medieval? Y sin embargo, estas restricciones que traban a un puñado de
hombres —porque actualmente tenemos la certeza de que no se trataba sino
de una minoría— ¿tienen una incidencia sensible en las relaciones humanas?
¿Acaso el siervo queda excluido del grupo porque su testimonio no tenga
valor ante la justicia o porque no se le permita formar parte del ejército? La
respuesta es no, y no se ve, en el seno de esta masa, por dónde pasa la línea
que separa al individuo totalmente libre y al de más bajo estatuto. La cuestión
constituye incluso un excelente campo de batalla para especialistas: ¿en qué
momento un hombre cae en situación de «dependencia»? ¿En qué momento
traspasa el umbral de la desposesión de sí? «Inmediatamente —asevera la
historiografía marxista—. Llámesele o no “siervo”, el hombre de esta época
tiene un amo; como mucho, dispone de la libertad de escogerlo». Yo, por el
contrario, pienso que muy tarde, ya que, si se considera la cuestión desde esta
perspectiva, el rey sería el único individuo libre en los tiempos medievales, y
no habría prácticamente ninguno en nuestro siglo XX; lo cierto es que en un
cementerio o una aldea en ruinas nadie puede descubrir el menor signo de
falta de libertad, y yo me inclinaría a situar la invisible barrera en la
mentalidad colectiva, cuando la humillación, pública o secreta, hiere al
hombre disminuido: la chica que le desdeña, el amo que le azota, el agente
señorial que azuza a sus perros contra él.
Esta cuestión de palabras no es en absoluto vana: se refiere a un aspecto
esencial del mundo medieval de Occidente; el trabajador —y todos trabajan,
cada cual según su estado, si no de otro modo, rezando— produce para sí
mismo, y lo que produce, él lo consume; no es ni un objeto cuya fuerza es
aprovechada y explotada a la manera de la Antigüedad, ni una máquina a la
que se paga el esfuerzo que realiza para otro. Marx supo ver en este rasgo la
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principal originalidad del modo de producción medieval, distinto del
esclavismo y del asalariado, por cuanto el suplemento exigido por el amo
tiene una contrapartida que no era ni mucho menos trivial para los
trabajadores de la época. Si el «señor» se queda con una parte del trabajo de
los hombres es para, a cambio, protegerlos y juzgarlos; nosotros, por la misma
razón, pagamos impuestos, parte del fruto de nuestros esfuerzos: ¿podemos
considerarnos más o menos alienados que ellos?
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van a ser los nobles quienes renuncien al remoquete y adopten el nombre de
su feudo o de su alodio. Al moverse así de la meseta al valle y del valle a la
ciudad, esta población se ve obligada a efectuar un «período de prueba», a
pasar por una situación de «extranjería», con todos los riesgos que comporta,
antes de ser admitida como residente, como «vecina», por el grupo que la
acoge, y no le dispensa de ello el provenir de un lugar situado a solo una
legua. Y aún me sitúo entre 1000 y 1200; si retrocediera en el tiempo, vería
sin duda alguna imágenes más sorprendentes: el conjunto de este grupo
moviéndose, durante la alta Edad Media, de un lado a otro de un espacio rural
todavía poco dominado, en busca de una tierra nutricia; la inexistencia —en
mi opinión— de la aldea «clásica», con su cementerio y sus casas dispuestas
alrededor de la iglesia, antes de 900; en su lugar, una estructura incierta,
dispersa, un hábitat con unos cuantos siglos de duración que se desplaza por
los terrenos cultivables, en torno a una ruina antigua, un lugar fortificado o
una necrópolis, únicos puntos fijos donde echar el ancla. Nos encontramos
aún muy lejos de la estabilidad aldeana. ¿Quién no ve los efectos de esta
situación en el reparto de las parcelas, en lo errabundo de los itinerarios, en la
cohesión de los hombres por cuyas venas circula una misma sangre?
Este movimiento interno es más profundo. He mencionado más arriba el
conservadurismo básico de esta sociedad; más adelante, evocaré el espejo
ideal en el que se miran los intelectuales. Pero a falta de transformaciones
revolucionarias que logren imponerse derribando el artificial edificio
levantado por los doctos o venciendo la temerosa aversión de los demás, los
sobresaltos y sacudidas que agitan a la masa muestran que la osmosis existe.
Se habla, con excesiva ligereza, de la rigidez del cuerpo medieval, sin pensar
que un guerrero puede no descuidar la cuestión económica, o que un obispo
puede combatir, un campesino montar a caballo, un mercader casarse con una
joven de la nobleza. No es una sociedad de castas al estilo hindú; hoy, casi
todo el mundo ha llegado a convencerse de la constante renovación de la
nobleza por abajo y del papel omnipresente de la Iglesia, y esta «burguesía
ascendente» que desde Pericles escala uno a uno los interminables peldaños
de la escalera del poder progresa varios tramos en la Edad Media. Solo hay un
campo —pero de importancia capital— en el que este derribo de las barreras
interiores no parece muy contundente: en la forma del trabajo; tal vez porque,
justamente, cualquier persona puede emprender cualquier actividad. Los
economistas actuales deploran esta ausencia de división o de especialización
en la producción, que para ellos constituye el signo de la falta de progreso, del
desdén por el provecho, del inmovilismo técnico; la señalan como causa
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principal, a partir de 1300, de un estancamiento de larga duración, de una
esclerosis que afecta tanto a la agricultura como a la enseñanza universitaria;
y dirigen una emotiva mirada al sector lanero, quizás el único que franqueó el
umbral sagrado de la «industria». Fuera de él, un eremita fabrica cestos, un
carretero cava en el campo y un minero forja una espada.
Se han indagado las causas profundas de esta mezcla de estancamiento y
de abertura, de compacidad y de osmosis. Hay quien ha creído encontrarlas en
el ámbito de lo mental, en la falta de aprehensión científica del tiempo y del
espacio. Sin embargo, la cartografía y el reloj son logros medievales, y, a un
nivel más modesto, también la agrimensura y la campana que marca la
cadencia de las horas canónicas. Por tal motivo, no me satisface esta
explicación técnica. Más bien me atrevería a sugerir que la verdadera causa
hay que buscarla, como harían los etnólogos de nuestros días, en las fuerzas
que gravitan sobre el conjunto, favoreciendo las mezclas pero frenando los
progresos: el peso de lo sagrado y el espesor del miedo, dos aspectos también
fundamentales de toda sociedad «subdesarrollada».
Lo ininteligible domina
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cruz acuñada en el reverso de las monedas las pone a salvo del Diablo. Pero
esta Ley de Dios que parece regir por encima de la de los hombres, o más
bien englobarla, configura un mero teísmo: los preceptos que aplican estos
actos en sus manifestaciones exteriores se presentan con un hábito cristiano,
pero son tan hindúes, chinos o platónicos como cristianos. Conciernen,
sencillamente, a la moral social, cuyo fundamento es la noción del Bien,
identificado con el interés de la comunidad y con la costumbre.
Imposible ofrecer una prueba más terminante de ello que la que nos
proporciona la concepción de la sociedad cristiana ideal tal como la
formularon, entre 1025 y mediados del siglo XII, toda una serie de moralistas
entre los cuales no solo se cuentan hombres de Iglesia. No hace mucho,
Georges Duby ha dedicado un libro difícil pero capital a este trasfondo mental
en que se apoya la ideología dominante, a esta imagen de sí misma que quiere
crearse; «lo imaginario del feudalismo» se basa en la célebre partición de la
sociedad en tres funciones, en tres «órdenes» complementarios pero estancos:
la oración, la guerra y el trabajo, oratores, bellatores, laboratores. Ahora
bien, se trata de la tripartición europea estudiada por Georges Dumézil en
diversas áreas culturales: lo sagrado, la fuerza y la reproducción, tres vías que
informan toda la mitología antigua, por no decir también la contemporánea,
tres mitos que explican la ordenación del mundo. Nada tiene que ver, pues,
esta concepción con el cristianismo. Y tampoco hay en ella nada que podamos
considerar típico de la Edad Media, porque este esquema, puramente
intelectual, es desmentido por la realidad cotidiana a la que me he referido
más arriba; el hecho de que se esgrima con frecuencia se debe precisamente a
las constantes vulneraciones de que es objeto, y la obstinación en afirmarlo
obedece a la necesidad de mantener en orden una sociedad que no se reconoce
en él. Un esquema, en definitiva, conservador y religioso al mismo tiempo,
que integra lo sagrado en los estratos sociales, pero que resulta insuficiente
para impedirles evolucionar, y cuya comprensión solo está al alcance de un
puñado de letrados.
Por tal motivo creo indispensable, a mi vez, incitar a la colaboración de
etnólogos e historiadores. Porque para el hombre medieval, este ámbito de lo
sagrado, que la Iglesia usurpó orientándolo hacia una divinidad única y
antropomórfica, sigue siendo perceptible, con toda probabilidad, a través de
otros canales. En vano se intenta obstruirlos o captarlos: el mundo de los
muertos, las fuerzas naturales, los interdictos milenarios escapan al control
del clero y atribulan incluso el espíritu de santos eremitas cuando el Maligno
los emplea para tentarlos. No se trata de «superstición» o de «magia», como
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se dirá tras la operación coercitiva de la Contrarreforma, sino de un contacto
íntimo y espontáneo con lo invisible y lo incomprensible, con todo lo que está
más allá de los sentidos y del sentido común, fuerzas a las que no se sabe si
hay que combatir o acatar: los caprichos del cielo, la vida secreta de la
naturaleza, las virtudes de las piedras, el regreso de las almas atormentadas, la
reencarnación, el milagro, que va desde la lámpara que no se rompe al caer
hasta el impacto nervioso que hace ponerse en pie al paralítico tocado por una
reliquia. La Iglesia medieval, celosa guardiana de la Ley inmutable pero
pastora comprensiva de un rebaño medroso, retrocede, esquiva, adopta,
rectifica; cuando, hacia 1300, se crea lo bastante fuerte para romper, se
quebrará a sí misma. Por otro lado, esta pujanza de lo sobrenatural le sirve
para dar más fuerza a sus enseñanzas. El ejemplo de los tabúes sexuales es
uno de los mejores entre todos los que se pueden dar; puede que la Iglesia
tuviera un interés material en proscribir como incestuosos los matrimonios
entre parientes hasta el séptimo grado (sin lugar a dudas, equivalía a poner en
una situación difícil a la aristocracia guerrera, en extremo consanguínea), pero
para ello se apoyaba en la robustez, desde hacía milenios, del tabú del incesto
extendido hasta el primazgo. El hecho de que, en el siglo XIII, moderara la
prohibición hasta situarla en este nivel significa, a los ojos de muchos
historiadores, que ya no tenía motivos para temer a la nobleza; yo creo, más
bien, que la Iglesia no pudo, con su interdicto, triunfar sobre lo que ya existía,
consolidado desde muy antiguo y más fuerte que ella.
Sería abusivo limitar a lo ya dicho el peso de lo sagrado en la sociedad
medieval. Su imperio es más vasto: afecta al símbolo de los números y de las
figuras, lo cual desespera a nuestros contemporáneos, persuadidos de que las
matemáticas son una ciencia exacta. La medida es algo que atañe al príncipe y
a quienes tienen el poder en sus manos: poco importa entonces que equivalga
o no a la de la aldea vecina; es la medida del señor, y no hace falta más. Pero,
dado que desempeñan un papel cotidiano e inmediato en la vida de los
hombres, es preciso señalar específicamente dos de los terrenos en que reina
lo sagrado. La escritura en primer lugar; y no solo los libros santos y su glosa,
asunto de letrados y pensadores, sino todo lo que queda fijado en pergamino o
en piedra y, por este mero hecho, parece participar de lo eterno y lo divino.
Hace ya mucho tiempo que se ha observado que la reverencia por la escritura
se acentúa a medida que aumenta su rareza: el mismo Petrarca se recogía ante
un Homero a quien no podía leer; ¿cuál no sería la reacción de los campesinos
ante quienes un frailecillo blandía un título de propiedad? Formidable
tentación para los falsarios, que, en efecto, fueron legión durante los siglos en
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los que la prueba era de naturaleza divina; la voluntad de Dios ha protegido al
vencedor en la palestra o al sospechoso que logra superar una penosa prueba
de orden puramente físico; ¿quién pondrá en duda que también ha sido El
quien ha inspirado al redactor de un documento o de un código? Así, por una
curiosa inversión, Italia, que no cesa de escribir y que hojea los escritos de la
Antigüedad, ha dejado de creerlo y soslaya el Derecho, mientras que en
Alemania o en Francia, en los lugares sin códigos, se cotejan incansablemente
las usanzas de transmisión oral para mayor seguridad de no incurrir en error.
Tampoco cabe disimular, por otra parte, que tanto en un caso como en el otro,
el atropello legal acecha siempre al individuo. Ahora bien, no siempre resulta
fácil recurrir a la escritura; este texto escrito que solamente una minoría —
exigua durante muchos siglos— es capaz de descifrar debe llegar a
conocimiento de todos, y a través de una boca sagrada: la del sacerdote desde
el púlpito, la del príncipe a su paso por el lugar, la del eremita a quien se va a
consultar. A partir de este momento, la palabra, el verbum, tiene fuerza de
Ley, al igual que Cristo es el Verbo de Dios. Cuando la palabra ha salido de
aquellos labios, no queda ningún recurso; nadie puede ya ignorar la ley una
vez que ha oído enunciarla; evidentemente, si no ha tenido ocasión de oírla y
no sabe leer, no se le puede aplicar nuestro adagio de letrados: la ignorancia
de la ley no exime de su cumplimiento. ¿Cómo no pensar en todos aquellos
que, sin mediar por su parte una voluntad de infringirla, pecaron o
desobedecieron porque eran analfabetos? Solo una barrera podía contener a
las fuerzas que tendían a sumir la sociedad en el desgobierno, una barrera lo
suficientemente alta y sólida para mantener en una armonía relativa a la gran
masa de los hombres: el miedo, cuarto rasgo esencial de la sociedad medieval.
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atroz hay que conformarse a las usanzas, a la costumbre, de las que son
depositarios los viejos, los sabios, los seniores; es fácil apercibirse de cómo la
palabra senior experimenta un progresivo deslizamiento semántico que va
acompañado de un deslizamiento de su sentido jurídico. La mejor manera de
ser un hombre respetuoso de la costumbre consiste en estar vinculado a los
demás en la parroquia, la cofradía, el oficio, el conroi (o estatuto social
propio), al convento, en participar, en ser un miembro integrante de la
comunidad, alguien que hace como todo el mundo y espera recibir el mismo
trato que da. Y, en efecto, ¡cuántos individuos no libres se han infiltrado entre
los demás porque se han convertido en lo que la gente creyó que eran! Para
explicar el rigor de los monopolios de fabricación artesanal en la ciudad, la
fiebre del proteccionismo, el ansia de prohibir la libre competencia, de «hacer
buena mercancía» por parte de uno o «buena justicia» por parte de otro, no
hace falta invocar la preocupación por el bien público, la caridad cristiana o la
moral social; basta con recordar que todo transgresor sería excluido del grupo,
si no borrado del mundo.
Un carácter audaz puede probar suerte y rehusar este conservadurismo
abrumador, pero no escapará a la angustia de la salvación. Hombres de gran
lucidez conocen sus propias flaquezas y no tienen la soberbia de muchos de
sus sucesores. El pecado es fácil, las tentaciones numerosas, el
arrepentimiento indispensable: las limosnas in articulo mortis o en previsión
del mismo, el ingreso del agonizante en una orden religiosa o la cuenta
corriente abierta a Dios en las contabilidades de los banqueros florentinos no
son comedias; la sinceridad de tales acciones parece incuestionable, y la
mejor prueba la constituye el hecho de que esta búsqueda de redención revela
un increíble egoísmo: en beneficio de sí mismo o de su alma, el mercader
inquieto despoja a toda su familia, el señor dispone de sus bienes en contra de
toda prudencia, y Carlos V de Francia, en su lecho de muerte, anula todos los
impuestos. ¡Y que se apañen los supervivientes! Las virtudes cardinales se
conciben al pie de la letra, a la manera de ritos: la fe nunca es explorada ni
puesta en tela de juicio; la esperanza toma cuerpo cuando se llega al final del
recorrido; la caridad se compendia en la limosna. ¿Sequedad de corazón? No,
puesto que si así fuera veríamos crecer malsanas protuberancias en terreno
abonado: odio al otro, venganzas obtenidas mediante perfidia, negativa del
perdón…, lacras muy raras todas ellas en estos tiempos poco refinados, de
emociones bruscas pero profundas. Más bien miedo, acrecentado con la edad,
de no hallarse en condiciones de merecer la verdadera vida, la que sigue a la
muerte. Evidentemente, de nuevo, existe la resignación para acompañar al
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«creyente» en su «paso» por la tierra; así lo predicará la Iglesia,
prometiéndole reparación para más tarde.
Miedo de no ser como los demás, miedo de condenarse, nobles
sentimientos sobre los cuales no carecemos de testimonios. Nuestras fuentes
son menos locuaces sobre otro temor, solapado, siempre cerca, cotidiano;
oigamos a Marc Bloch:
No se trataba, como ocurre en nuestros días, de la angustia del peligro atroz pero colectivo…
que supone un mundo de naciones en armas; ni tampoco —o, por lo menos, no prioritariamente
— del temor a las fuerzas económicas que trituran al pequeño y al desasistido por la suerte. La
amenaza de todos los días pendía sobre cada destino individual;
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Sobre este hecho no cabe ninguna duda. Si se consultan los libros que narran
este lance, todos, aun los más recientes, son unánimes: «desorden inevitable»,
«desastre previsible», «reino decapitado», «disturbios mortales», «guerra
perdida», «impuestos agobiantes» y demás lamentaciones del mismo estilo;
en cuanto a Juan el Bueno, el monarca vencido, tras su lamentable aventura
no se le ocurre escribir más que: «¡Habéis perdido a vuestro padre!». Un
padre, en efecto: así lo comprendieron los hombre de aquellos tiempos; ¡y qué
padre! El «buen» caballero, el que guarda intacto el honor de su casa, el reino
de Francia: contra lo que cabría esperar, la monarquía se salva, como se
hubiera salvado el imperio en 1870 si Bazaine no hubiera rendido Metz. El
enemigo no se engañó sobre ese punto: al dejar que su prisionero entrara en
Londres como un rey —porque no podía permitirse obrar de otro modo—,
Eduardo, el soberano inglés, estaba renunciando a la corona de Francia.
¿Paradoja? En absoluto. Reacción del siglo XIV, frente a la cual nuestro
laborioso positivismo no raya a gran altura.
Por ello intentaré, ahora, poner de manifiesto los principales engranajes
del mecanismo, porque sus movimientos y sus eventuales modificaciones
determinan una evolución que sin duda no deja adivinar el cuadro que he
esbozado hasta aquí. Al hacerlo, espero dar razón, igualmente, de algunos de
los principales campos de la investigación actual, así como también de los
problemas fundamentales de la historia económica y social de la Edad Media
que constituyen la materia básica de este libro, y esta vez sin circunscribirme
a Europa.
Más hombres
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motivan grandes inflexiones en la historia de esta época. Dicho incremento
fue sin duda modesto en toda Europa hasta el siglo VIII, tras el más que
probable retroceso de los siglos V y VI; vino a continuación el principio de un
desarrollo demográfico relativamente fuerte en la zona mediterránea hasta el
siglo X, con indicios de expansión más discutibles en Occidente durante la
etapa carolingia; a partir de 1000, empezó en las zonas costeras del «mar
latino» una fase estacionaria, en la que solo el siglo XII constituyó tal vez una
excepción; en cambio —y este es el hecho principal—, a lo largo de por lo
menos dos siglos, en el norte y el noroeste de Europa tuvo lugar un
crecimiento continuo de la población que, según estimaciones verosímiles,
debió de triplicar el número de habitantes. El repliegue posterior, entre 1350 y
1500, o más prolongado aún en algunas zonas, fue grave, pero afectó a todos
los países; de modo que, al término de este proceso, la presión de la Europa
lluviosa seguía siendo la más potente, la más conquistadora.
Ello es así, al parecer, por múltiples razones, aparentemente no vinculadas
entre sí: se puede atribuir, por ejemplo, una importancia cierta a la estructura
familiar de tipo estrecho, escuetamente matrimonial, que triunfa en el oeste, y
que va acompañada de un «modelo» conyugal, como dicen los demógrafos,
más «natalista» que el inherente a las estructuras de tipo amplio a las cuales
permanece fiel el Islam, con entrega del niño a un ama de cría, nacimientos
separados por cortos intervalos, segundas nupcias y exogamia. Sin embargo,
me parece que hay que añadir a estas contingencias humanas los dos factores
susceptibles de multiplicar la fuerza aportada por cada trabajador: el animal y
la máquina. Y en este aspecto, es decididamente Europa, sobre todo la del
norte y el oeste, la de las lluvias, los bosques, los abundantes cursos de agua,
la hierba, quien se coloca en cabeza; más al sur, hay escasez de bovinos y de
caballos de tiro, los hombres se fatigan para mantener en estado de uso norias
y foggara, que tan solo les sirven para la irrigación, mientras que en el norte
se multiplican los molinos que trituran o golpean granos, nueces, aceitunas,
corteza de encina, hierro, pieles, serrín; Marx acertó plenamente al relacionar
la Edad Media «feudal» con el uso del molino de agua, primer maquinismo
nacido fuera de China o de la India. Personalmente, creo que la desaparición
del esclavo, utilizable hasta la muerte pero de bajo rendimiento, es anterior a
la aparición de los molinos, y que en este maquinismo hay que ver más bien
un efecto que una causa del tránsito a un nuevo modo de producción. Porque
de esto se trata: quien posea los animales, la máquina y las herramientas de
calidad dispondrá de un poder económico primero y político después, sobre
los demás; podrá organizar el préstamo, el alquiler o la utilización obligatoria
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de la máquina, y podrá obtener parte de su renta de la actividad de aquella.
Esta estructura no es exclusivamente rural; en la ciudad, el telar, voluminoso
y caro, podrá desempeñar el mismo papel y servir de punto de partida y de
apoyo a un asalariado que no precisa del molinero. Siempre es posible discutir
sobre la rentabilidad o, mejor aún, la productividad de la máquina o de tal y
cual animal de labranza; en la misma Edad Media se hizo: uno estimaba que
el caballo era demasiado frágil y costoso; otro temía quedarse sin corveas
manuales; un tercero, por el contrario, se consideraba amenazado de ruina o
desposeído. Pero lo principal no reside en estos incidentes, sino en el foso que
acababa de abrirse entre la técnica del norte y la del Mediterráneo y que
apenas se halla colmado en esta segunda mitad del siglo XX.
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jerarquía, más vale tomar o mendigar que producir, del mismo modo que es
preferible errar con la tribu a afincarse, o ser pastor que campesino: vieja
maldición bíblica, castigo de Caín, orgullo del beduino nómada, excusa de los
patricios ociosos. Pero hay más: Jesús y sus discípulos no trabajan, sino que
cogen el trigo ajeno, y María, que piensa, ha escogido la «mejor parte» frente
a Marta, que le da a la escoba; como mucho, el monje es el único personaje
que, a fuerza de cavar, busca la expiación en el esfuerzo y arruina su cuerpo
para salvar su alma. ¿Cómo explicar, sin este trasfondo, el malestar y la
incomodidad de la Iglesia en cuanto se refiere a dicha cuestión, el éxito de los
eremitas del siglo XI, de los cistercienses aislados del XII, de los frailes
mendicantes del XIII, por no hablar del monacato bizantino? La tentación de
despreciar el trabajo se hace tanto más viva cuanto más contaminado está por
los compromisos y más desprovisto de sentido se percibe, como ocurre en
nuestro desdichado siglo. En lo que respecta a su justificación práctica —
adquirir más libertad para, a continuación, acumular beneficios—, estaría
muy bien si hubiera un reparto equitativo. Como dice Léopold Génicot: «Sin
ser más marxista que otros, creo que la idea del beneficio ha estado siempre
presente en el corazón del hombre». Sin duda es así, pero ¿quién puede
alcanzar tal objetivo? Además, solo hay economía de beneficio cuando el
excedente producido se orienta hacia una ampliación de tales beneficios o de
los negocios, con reinversión y control del trabajo ajeno, estructura que
conocemos bien. En cambio, ¿qué es lo que vemos hasta, por lo menos, el
siglo XIII, con la excepción de unos cuantos grupos reducidos de mercaderes
que la historiografía resalta de un modo abusivo? El señor exige, y si es
necesario toma por la fuerza, una parte del producto de los esfuerzos de sus
hombres; si se trata de un guerrero, organiza correrías y pillajes; si de un rey,
establece un régimen tributario; si de un prelado, no perdona un solo dinero
que le corresponda; pero las sumas así reunidas son para gastar, distribuir,
derrochar; coger para dar, sin afán de atesorar ni de invertir, rasgo
compartido, incluso, por el mercader que liquida su fortuna cuando le llega la
muerte. Este proceder solivianta nuestro espíritu de ahorro burgués: no
rentable, inepto, primitivo… Sin embargo, los textos sagrados parecen
indicarnos que así lo quiere Dios; por otra parte, nosotros no tenemos en
cuenta la dimensión sagrada de la limosna, el banquete, la fiesta: no contar,
tal es la actitud «noble» o «santa». De ahí el curioso destino, en los manuales
escolares, de los personajes que, según nuestros valores, habría que alabar por
su «sensata economía» o su «habilidad maniobrera», pero a los cuales, por el
contrario, todavía les persigue el eco de las maldiciones, cuando no el
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desprecio, de sus contemporáneos: ¿hace falta que recordemos la animosidad
de que son objeto, entre los reyes de Francia, Luis XI o Felipe IV el Hermoso,
mientras todavía se lleva en palmas a san Luis —Luis IX—, el «santo varón»
que abandonó Aquitania a los ingleses e hizo marcar a los judíos como si se
tratara de ganado, y a Carlos V, «restaurador» del orden, quien logró realizar
la proeza de reunir los elogios de su tiempo y los de hoy, gracias a que, por un
lado, restableció las finanzas esquilmando a su pueblo hasta la saciedad, y por
el otro, tuvo la inspiración de anular todas sus medidas cuando vio venir la
muerte?. Porque los peores de entre los pecados, los que condenan al
individuo a la exclusión suprema —cuya sentencia le será comunicada el día
del juicio— son la superbia, el orgullo que le impulsa a no temer a Dios ni a
los hombres, y la avaritia, la ausencia de la gratuidad.
En este contexto psicológico, la producción, el trabajo o su inexistencia,
se integran en un esquema que, idealmente al menos, se justifica muy bien.
No me gusta la palabra «feudalismo», arcaica, germánica y de etimología más
que ambigua, y no me parece que «señorialismo» sea menos eufónica; pero,
dejando aparte el problema de las denominaciones, este es el «sistema» al que
me refiero, y no se podría comprender sin lo expuesto en las páginas
precedentes. Libre o no, el productor está recluido en su celda doméstica
indiferenciada: allí posee sus herramientas y su mano de obra familiar, y tiene
poder para decidir el reparto de tareas y obligaciones. Produce para vivir y
para mantener su instrumental de trabajo, hierros, animales, aperos
comprados a un artesano, todo lo cual implica un contacto con lugares de
intercambio, donde, sin embargo, no forzosamente interviene el dinero. Se
trata de su necessitas. Si es propietario de su vivienda o de las tierras que
cultiva, ha de velar por el buen estado de tales pertenencias; si arrendatario,
paga un canon sin remolonear mucho más que nuestros contemporáneos. Su
objetivo estriba en comer, no en invertir y prosperar. Pero debe entregar a un
señor, de una u otra forma —las hay muchas y diversas—, una parte de los
frutos de su esfuerzo. Este, por consiguiente, tiene que rebasar el mínimo
estrictamente «necesario». Ahora bien, la cesión de esta parte que le sirve al
señor para alimentar a los suyos y satisfacer sus ambiciones de poder, está
justificada por la contrapartida que el señor le brinda: la protección, la ley, el
orden y el recurso, que hoy, en principio, le serían garantizados por el Estado.
El hecho de que aquel exija más de lo necesario, y encima lo derroche, puede
indignarnos, pero sería ignorar que en estos abusos reside precisamente el
prestigio del señor; las «implicaciones del título» son solo un aforismo para
lacayos del siglo XIX. Entre las dos partes hay un contrato, sobrentendido
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hasta los alrededores de 1200, por escrito en el siglo XIII. Hasta entonces, los
sobresaltos se deben al incumplimiento de cláusulas tácitas pero que forman
parte de la costumbre; nos es difícil vislumbrarlos, ya que, en los documentos,
sus formas insólitas casi no han dejado huella. Una sentencia inicua dictada
por un tribunal aristocrático puede constituir un signo; una condena por
herejía da fe de una vulneración de las reglas más estridente; ¿pero qué
sabemos nosotros del agente señorial asesinado, de la hija del mayordomo
violada, de los almiares del señor incendiados, de los retrasos en el pago de la
talla? La tensión es constante, como también los reajustes determinados por
las fluctuaciones económicas, y hay que ser muy miope para no ver en ello un
tipo de lucha de clases adaptado a la coyuntura medieval. A partir de 1250 o
1275, las cosas cambian, primero porque renace el Estado, luego porque nada
funciona ya como debiera: el señor ya no cumple con sus deberes, el
productor ve peligrosamente amenazada su necessitas. Es una crisis de
sistema que comienza.
Un frágil «ecosistema»
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de nuevos labrantíos, los prótidos y lípidos animales provendrán del bosque,
que también hay que preservar por sus bayas, sus cortezas, sus ramas secas
para leña, sus troncos para construir. Si el bosque retrocede, y si no se puede
meter el ganado en un establo, se hace indispensable mejorar el rendimiento.
Conociéndola mejor, la historia de la alimentación constituiría un test de
primer orden para el historiador; Lynn White, al constatar los progresos de la
agricultura ya en el siglo X, exclamaba: «El siglo X rebosa de guisantes».
Habría podido añadir de glúcidos, de farináceas, de sopas espesas con que los
hombres se ceban, pan, gachas, tortas, sustancias todas que elevan a 4000 y
más la ración diaria de calorías por individuo, cuando 3000 nos parecería ya
una cifra estimable; en cambio, una carne de calidad mediocre, porque el
ganado está suelto en el bosque y mal alimentado, pocas vitaminas, un
régimen desequilibrado que solo el señor, quien se atiborra de los productos
de la caza, logra tal vez compensar. Los cementerios revelan las carencias
alimenticias, cuyas secuelas son perceptibles en los huesos; no cabe duda de
que la situación mejora a partir de 1100, pero la fragilidad de la especie sigue
estando sometida a los azares de la naturaleza: basta con un mal año o con
que después de 1300 empiece una fase húmeda para que se pudra el grano, se
cosechen espigas raquíticas, dejen de manar las ubres de los animales y
escasee el tocino; llega el hambre y poco después la peste. Y como, para no
dejar de comer, el noble hace la guerra, Europa entra en una fase de
«calamidades». ¡A quién le importa entonces la corona de Francia! Así, hay
que preservar a la vez el bosque y el labrantío, equilibrio difícil pero en el que
todos están interesados, porque de él dependen la necessitas de unos y el
despilfarro de los otros.
Se me objetará que sigo hablando exclusivamente de Europa, y, lo que es
más, de la del norte sobre todo. No sin razón: más al sur, ya en Languedoc —
¿y qué decir del Magrib o de Siria?—, las llagas son evidentes; porque, a las
dificultades originadas por el clima —las cuales hacen más sobrios a los
hombres, es verdad, pero sin que, como se pretende a veces, consigan
alimentarles realmente con leche de burra y unos cuantos dátiles, queso de
cabra y aceitunas— se suma la mediocridad de los suelos y lo accidentado del
relieve, que aísla al grupo y lo fuerza a vivir de lo que produce, es decir, de
muy poco. El algodón y el lino, la cebada o la caña de azúcar, la oveja y su
lana, la aceituna y el dátil conjuran el peligro de la desnutrición; pero en estas
zonas, sin intercambios, el ecosistema no es estable: falta de hierro, poca
madera, penuria de agua; es preciso remodelar las pendientes, irrigar con
grandes dificultades; y, dentro de todo, la porción cristiana de este mundo
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come carne de cerdo y bebe vino, una y otro desechados en el sur, donde el
calor echaría a perder la primera y haría temible el consumo del segundo.
En este precario equilibrio no hay que olvidar el papel de las ciudades; en
ellas solo se puede contar, para vivir, con los cerdos que limpian las calles de
inmundicias o con los huertos y campos englobados dentro del recinto
amurallado; la madera, el hierro, la lana trabajada en los telares urbanos
vienen de fuera; en cambio, solo en la ciudad puede encontrar el señor lo que
le distinguirá del patán: pieles, joyas, bordados, acaso caballos y armas entre
los que escoger; el monje encargará asimismo a un taller de la ciudad el
relicario cuyo labrado nunca se le ocurriría confiar al herrero de la aldea. Así,
la ciudad aparece, de modo inevitable, como un elemento en contradicción
con el ecosistema, por su propia índole; es decir: independientemente de que,
además, pase a la ofensiva, intentando controlar sus fuentes de abastecimiento
en comestibles o en materias primas. Y si se trata de un monstruo urbano
como Constantinopla, Bagdad, Córdoba, El Cairo, o incluso París y Milán en
la etapa final de nuestro período, estos leviatanes van a buscar hasta a veinte y
treinta leguas de sus puertas lo que necesitan para vivir. Aunque, como
mucho, solo un hombre de cada cinco u ocho habita en las ciudades, la
irrupción de estas en el equilibrio económico y social introduce un elemento
perturbador. Y especialmente en un plano cuya mención se habrá echado en
falta en las páginas precedentes y que, de manera deliberada, no he abordado
hasta aquí: el del dinero.
Naturalmente, no es ni absurdo ni imposible prolongar una economía de
trueque; pero ¿cómo fijar los valores respectivos de productos sujetos a los
azares de una procedencia lejana o de una naturaleza caprichosa que
modifican sin cesar sus precios en el mercado? El dinero, o más bien la
moneda, no aporta más que una comodidad técnica: así se comprendió
durante mucho tiempo; en Occidente, por lo menos, hasta el siglo X. Pero, en
estas condiciones, para procurarse en la ciudad, o incluso en el mercado de la
aldea, un objeto nuevo o precioso, hace falta numerario, sobre todo hacia
finales de temporada, cuando aún no se ha cosechado y sería imprudente
desprenderse de los víveres de reserva. El dinero que necesita el señor lo
exige del productor, y para suministrárselo y poder disponer también de una
cantidad para sí mismo, este último deberá vender, y por consiguiente,
producir más. De este modo comienza a perfilarse una economía de mercado,
a la que la ciudad añadirá su escaparate tentador y, más tarde, el salario
pagado a los obreros de los talleres. En definitiva, a medida que el dinero,
acompañado de su lacayo el beneficio, desempeña un papel de importancia
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creciente en las relaciones humanas, resultan afectados, no solo el
«feudalismo» —sistema sinalagmático de prestaciones en teoría equivalentes
—, sino también el ecosistema en bloque. En efecto, si el numerario posibilita
la adquisición de lo que falta, ya no hay necesidad de empeñarse en respetar
la división de la naturaleza en dos sectores, el infield y el outfield de los
geógrafos ingleses, el plain y el bosc de los romans courtois, el ager y el
saltas de los agrónomos romanos. El avance o el retroceso de las tierras
vírgenes corresponden entonces a modificaciones profundas de la relación
entre el hombre y la naturaleza, no a reajustes coyunturales; lo mismo se
puede decir con respecto a los vínculos que unen al productor y a su señor.
Así pues, no hay que ver en el «declinar del sistema señorial» el origen
exclusivo del desmoronamiento de la estructura medieval «clásica»; la causa
última reside en la ciudad. Con razón se buscan en ella las primeras
estructuras capitalistas, las primeras manifestaciones de los «valores
burgueses», los primeros signos del individualismo y de la mentalidad
emprendedora.
Tal vez a estas alturas el lector percibe mejor la espina dorsal de nuestra
exposición, lo que le da su dinamismo. En Europa occidental, la Edad Media
vio nacer, instalarse y, por último, desintegrarse poco a poco un determinado
tipo de producción, un determinado orden de relaciones humanas. Fuera de
Europa, las contingencias son demasiado distintas para poder pretender, sin
artificio, que exista la misma evolución. Por tal razón, nuestro trabajo no se
guía por una pauta como: nacimiento, vida y muerte del «feudalismo»; si tal
hiciéramos, concentraríamos sobre Europa toda la luz de los reflectores; y, al
finalizar el recorrido, no tendríamos ante nosotros más que un cadáver.
Desentendámonos, pues, de la evolución de esta estructura, que es una etapa
en la historia del hombre, frágil como todas las demás. Por el contrario, si
examino los comienzos de la época que vamos a recorrer y, a continuación,
desplazo la mirada hacia su período final, las modificaciones saltan a la vista:
en el punto de partida, el don y la protección rigen las relaciones humanas, y
su precio lo pagan, de diversas maneras, todos los hombres, algunos de los
cuales ni siquiera reciben este nombre; en el punto de llegada, una economía
de mercado —urbana o no—, la búsqueda del beneficio y el afán de invertir o
de expandirse animan a Europa, pero aparentemente solo a ella. En el
intervalo, ha tenido lugar un desgarramiento mental por el que los «valores
burgueses» que he evocado poco más arriba —espíritu emprendedor, gestión
racional, apetencia de lucro, interés privado— han sustituido a los «valores
nobles», limosna, sumisión, costumbre, bien público. Además, y en parte
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debido a la disolución del «feudalismo», el homo faber, el trabajador «en
estado bruto» de los primeros siglos, se ha convertido en un homo
oeconomicus, un productor cuyo esfuerzo encaja en un nuevo sistema
económico, en el que los intercambios, las inversiones y la búsqueda de
mercados suscitan iniciativas audaces y, a menudo, belicosas. La segunda
mitad del milenio medieval se caracteriza por un aumento notable del utillaje
técnico y por una expansión demográfica importante —pese al reflujo final—
que favorecieron incontestablemente a la Europa cristiana, y en especial al
norte y a la vertiente atlántica, las dos zonas que sacaron mejor partido tanto
de las novedades como de las constantes. Como dicen los economistas
actuales, a finales de la Edad Media, Europa «inició su despegue».
Este fenómeno capital, del que la subsiguiente conquista del mundo es la
culminación lógica, presenta una serie de aspectos que el historiador siente la
tentación de estudiar por sí mismos; actitud fundamentalmente desacertada.
Así ocurre, en primer lugar, con el vuelco sufrido por las relaciones entre el
campo y la ciudad: esta última, ávida, equipada y conquistadora, es la que
está ahora a la cabeza del mundo, en ella se hacen las fortunas y se elabora la
política, en ella se disciernen antes y mejor que en ninguna otra parte el
desarrollo de un capitalismo mercantil y artesanal, el asalariado, la
apropiación de los instrumentos de trabajo por parte de los amos. La
polarización social hacia los extremos de la escala humana aparece a
continuación, con un fundamento económico y no ya espiritual o jurídico
como antaño; dicha polarización rompe en dos cada uno de los antiguos
estratos, cada uno de los «órdenes» de los intelectuales, y constituye la base
de las rivalidades sociales, las «luchas» ahora más visibles, y también más
comprensibles para los sociólogos de hoy: grandes nobles palaciegos e
hidalgüelos hambrientos, campesinos prósperos y braceros con el vientre
vacío, maestros hereditarios de los oficios y obreros pagados a jornal,
mercaderes enriquecidos con ínfulas de nobleza, y desempleados peligrosos.
Y como el control ejercido sobre los hombres ya no es sino excepcionalmente
el del señor, como en su lugar se infiltra, se impone la fiscalidad del rey o la
justicia de sus agentes, hay quienes no vacilan en emplear la expresión
«feudalismo de Estado», y en considerar como su hija cruel a la ciega y
envilecedora monarquía absoluta del siglo XVIII ¿Cómo no deducir de los
datos disponibles que el poder vinculado al dinero y el interés personal —
denominado «bien público»— dominan ahora en Europa? Para sobrevivir, la
Iglesia no tardó en manifestar su convencimiento de que así era; y al igual que
había garantizado la absolución y la cobertura espiritual al «feudalismo»,
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bendijo y fomentó el otro efecto de este cambio capital: la expansión de
ultramar en busca de metales preciosos o de productos rentables. La
consecuencia fue la colonización de los restantes continentes, empresa
conjunta del mercader, que espera el provecho pero rehúsa las penalidades;
del príncipe, que subvenciona con la vista puesta en sus finanzas tanto como
en la gloria; del segundón ocioso, que siente despertar en él los apetitos del
pillaje, la violación y el racismo, y los eclesiásticos, que se persuaden de la
necesidad de salvar almas ajenas a su influjo.
Creo haber justificado el tono y la ordenación del proyecto. En el punto de
partida, tenemos unas áreas económicas y culturales, rivales pero
complementarias, a menudo herederas de un mismo legado y con idénticas
estructuras, pero cada cual con sus propias posibilidades y servidumbres: el
cuerpo mutilado de la Romanía, cuyas partes aún vivas conservan una notable
solidez; el Islam, catalizador de lo más selecto del patrimonio antiguo, pero
conjunto inconcluso de costumbres y culturas antaño irreductibles unas a
otras; por último, Occidente, masa bulliciosa e inorgánica en la que fermentan
monstruos y tesoros. En el punto de llegada, destaca sobre todo una
concentración de todas las fuerzas de futuro en el tercero de estos espacios,
que a partir de entonces organiza en su periferia las restantes áreas
económicas y culturales, eslava, turca, siria, egipcia, magribí, preparándolas
para servir de etapa intermedia en el momento del salto hacia los mundos que
aún quedan fuera de su alcance, América, África negra o Extremo Oriente. El
hecho de que este resurgimiento se impusiera, poco a poco, entre 1000 y 1500
constituye la razón por la que debía corresponder a Europa la parte principal
en nuestro campo de estudios. Por supuesto, se habría podido abordar por
separado cada una de las tres zonas referidas, con lo cual el relato ofrecería,
sin duda, una mayor cohesión local; o bien tratar uno tras otro los grandes
temas de esta evolución tras haber recalcado bien la base inicial y mostrado la
desembocadura, con lo cual se hubiera seguido mejor el desarrollo lógico. Sin
embargo, me parece que al tomar la cronología como criterio se pone más de
manifiesto el proceso esencial en su puesta en marcha y fases: la existencia, al
principio, de dos campos —y luego tres— en los que Europa occidental
ocupa, incontestablemente, el último lugar; más tarde, la acumulación
primitiva en sus manos de todos los triunfos, mientras el Islam y Bizancio, ya
alcanzados, se estancan; y por último, su primer salto hacia delante en medio
del estruendo provocado por múltiples crisis de las que surgirá una Europa
nueva, moderna, capitalista y conquistadora del mundo.
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LA FORMACIÓN DEL MUNDO MEDIEVAL
350-950
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PREÁMBULO
Encajada por la fuerza, desde hace cien años o más, en los cerebros
infantiles, grabada en todas partes, escrita, repetida, se erige al borde del
camino la perentoria afirmación: «La Edad Media empieza cuando se
extingue la civilización mediterránea antigua». Paul Valéry afirma que todas
las civilizaciones son mortales, y André Piganiol, por su parte, exclama: «¡El
Imperio Romano fue asesinado!». ¡Ceguera culpable! Las civilizaciones no
mueren; envejecen y acaban transformándose en otra: la que fue aplastada en
América por los cañones de los españoles salta a la vista en el siglo XX, desde
el Perú hasta Río Grande; las del África negra, violadas, esclavizadas o
corrompidas, no han desaparecido de la faz de la tierra, como lo prueba su
persistencia tanto en Luisiana como a orillas del Zambeze; ni han perecido
tampoco las del Cercano Oriente, la India o el extremo este y sudeste de Asia,
laceradas por conquistas, saqueos y opresiones; ni tampoco la nuestra, la de
Europa occidental, aun cuando su semblante en nuestra época sorprendería al
hombre de la Edad Media, de la Revolución francesa o del segundo Imperio.
Los eruditos del siglo XVII que situaban a Clodoveo y a Carlomagno en la
Antigüedad percibían mejor esta continuidad que sus sucesores del XIX.
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ellos —vínculos de cultura, de intereses, de costumbres comunes— siguen
actuando, desde Bretaña hasta Siria, pero la correspondencia que mantienen,
ya se trate de obispos o de retóricos, no versa sino sobre la urgencia de una
renovatio. En segundo lugar —para ellos este punto es menos primordial—,
se encuentran rodeados de demasiados extranjeros, a los cuales pagan, alojan
y emplean, pero cuya lengua, usanzas y hábitos alimentarios les resultan
chocantes y les apartan de ellos: Sidonio, obispo de Clermont, en cuya
diócesis hay godos instalados, los juzga demasiado familiares y pegajosos, y
se queja de su olor a cebolla y a manteca rancia. De este mal, apenas perciben
el origen cronológico, ya que dura desde 250 o 300 por lo menos, pero en
cambio, tienen la firme creencia de que su perpetuación no es ineluctable, y
de que su fin se acerca. Y estos dos sentimientos son tan netos, y al mismo
tiempo tan parecidos a los que caracterizan a nuestro siglo XX, que por lo que
a mí respecta pienso que nos hallamos en una situación idéntica a la de los
«romanos» en la época de las «invasiones», con la diferencia de que en la
actualidad estas vienen del sur y no del norte; inversión de los papeles…
Nosotros, que gozamos del privilegio de conocer el porvenir de los
hombres de aquellos tiempos, somos tal vez más sensibles a dos
características que ellos consignan raramente o que no creen duraderas.
Advertimos el hundimiento de las estructuras administrativas antiguas, el
bloqueo progresivo de los engranajes del Estado, la sustitución por otro tipo
de autoridad de la que emanaba de la res publica; de hecho, solo podemos
apreciar tales fenómenos con claridad en la Galia, en Bretaña, en España, en
Iliria y en África; en las restantes zonas, las crecientes divisiones regionales
siguen disimuladas, cubiertas por un manto de Noé, el «poder imperial». Nos
parece, asimismo, que los objetivos tradicionales de la Romanía se han
modificado: ya casi no se habla de limes, de fronteras que defender, de
civilizaciones que preservar o de ejército popular; se alzan voces para celebrar
la nueva sangre que irriga el imperio, la de los hombres que incesantemente
atraviesan el Rin, el Danubio, el Éufrates o el Atlas. Quienes así vuelven la
espalda al viejo reflejo obsidional de Roma son cristianos para quienes todos
los hombres son hermanos, pobre gente o intelectuales lúcidos que esperan la
renovación de parte de estos hombres sin pasado que llegan como soldados,
como campesinos, como herreros, como «domésticos». Sus «invasiones»
tienen a veces, es cierto, un aspecto global y violento que impresionó a los
cronistas de la época y que sigue propalándose en nuestros manuales
escolares; pero la infiltración individual, o por parejas, o por grupos
reducidos, comenzó ya a mediados del siglo ni, y los alemanes tienen razón
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en preferir el término de «desplazamiento de pueblos» (Vólkerwanderung) al
de «invasión», más cercano a la realidad. En cambio, yo impugno la verdad
de la tercera faceta, tan a menudo invocada, de este tránsito a «otra cosa»: el
«retroceso» cultural y político —ciertos autores se atreven a añadir
económico— que supuestamente provocaron estos «extranjeros», estos
«bárbaros», cuyo nombre no tenía entonces su connotación peyorativa actual.
Son sobre todo los franceses quienes se indignan —excepto algunos fanáticos
del retorno al celtismo como todavía se encuentran, los cuales se regocijan
con la ruina del antiguo conquistador—; los italianos y los españoles suspiran,
pero disciernen mejor los matices de la transición; los alemanes,
evidentemente, aplauden, sin perjuicio de derramar a continuación una
lágrima por el coloso abatido. Tal vez haga falta una mayor sencillez: ¿acaso
cualquier juicio moral o cualitativo no está atestado de trampas y de yerros?
Los cuerpos mezclados en los cementerios, los matrimonios mixtos que se
toleran, los derechos que se ajustan, revelan a mi parecer, una osmosis lenta,
irresistible, quizá más sufrida que deseada, pero que no se explicaría si, a
todos los niveles y en todos los terrenos, los dos mundos no estuvieran en un
pie de igualdad. ¡No en el Este! —se me replicará—; simple discordancia
cronológica, como se verá más tarde con los eslavos, los árabes o los
bereberes, amén de que oponer el arte de las estepas al helenismo constituye
una discusión vana. Por otra parte, allí donde los hay, los núcleos de
resistencia no tienen nada de una «reserva de élites»; solo la masa cuenta:
ciega o consentidora, se despertó, nueva, en la Edad Media.
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se combinan para justificar las «invasiones» y no pocas de sus peculiaridades.
No es tan seguro que esta afirmación se pueda aplicar también al este del
Imperio, donde, en todo caso, dichos factores aparecen menos pronunciados.
Por otra parte, en materia semejante ¿dónde fijar una línea irrebasable?
Apuntemos, pues, la causa y el contexto, pero renunciemos a asignarles una
fecha.
Dejemos asimismo de lado la mutación cultural, sobre la cual he dicho
dos palabras más arriba. Es cierto que el latín se corrompe y que el griego
pierde terreno; los espíritus refinados lo deploran y los testimonios abundan;
el arte helenístico se marchita y los monumentos son bastos. Pero la evolución
viene de lejos: ya en el siglo II se alzaban voces para quejarse de tales
deterioros. Los juicios de valor cuentan todavía menos en arte que en
literatura: son cuestión de gusto y de perspectivas. Además, ¿qué fecha
señalar en este campo cuando desde Ulpiano, en el siglo III, hasta la «ley
Gombetta» del VI no se cesa de escribir y de innovar?
La instancia espiritual merece que la examinemos con mayor detención.
Los dos mundos surgidos de la Romanía, así como más tarde el Islam, son
monoteístas y tienen sus raíces en los viejos cultos orientales. ¿Orientales? El
caso es que los neoplatónicos del siglo desempeñaron un papel no desdeñable
en esta evolución, también multisecular. ¿Limitaremos nuestra inspección al
cristianismo? No tiene muy buena prensa entre los historiadores de la
Antigüedad tardía; su propaganda igualitaria o de no violencia y su desprecio
por los asuntos meramente humanos pudieron arruinar desde el interior el
sentido cívico, el patriotismo, la ley, y abrir las puertas a los bárbaros, en
nombre de una justicia universal contraria a la de la urbe. Aceptemos este
razonamiento, pese a que tiene mucho de postulado. ¿Tenemos que escoger
como momento clave el del triunfo completo de la nueva fe, cimiento de una
nueva ideología? Esta opción nos lleva, en el este del Imperio, a penetrar en la
espesa selva de las disputas dogmáticas entre sectas de las diversas
provincias, con matices más o menos rebeldes, que en gran parte acabarán
barridas por el Islam; en el oeste, las necrópolis muestran que habrá de pasar
mucho tiempo, hasta los siglos VIII y IX, antes de que la religión oficial triunfe
definitivamente. ¿Es preferible, entonces, volvernos hacia el principio y
adoptar como fecha 325, año del primer concilio general, públicamente
autorizado por el emperador Constantino, en Nicea? Podría serlo, pero tras
haber superado la gravísima crisis del siglo III, la Romanía parece entonces
una construcción válida, y sigue intacta: no estamos en la Edad Media; de
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modo que, si obviamos este detalle, nada nos impide remontarnos todavía más
en el tiempo, hasta las persecuciones de Diocleciano a finales del siglo III.
La categoría de lo político, que hoy vemos como una apariencia engañosa,
menos importante que las estructuras sociales, preocupaba mucho a nuestros
padres, para quienes fijaba —y sigue fijando— la imprescriptible frontera
cronológica. Los acontecimientos entre los que escoger son muchos, y tienen
un aspecto más simbólico, pero la elección resulta igual de problemática.
¿Consideraremos llegado el «fin de la unidad de la Romanía» el día en que el
Imperio Romano dejó de estar entero en manos de un solo hombre? 395,
muerte de Teodosio. ¿Quién podía prever que nunca se reunificaría? Ahora
bien, varias décadas más tarde, en 476, tras haber expulsado de Roma, con la
mayor facilidad, al «último emperador de Occidente», el bárbaro de turno
envió a Zenón, el emperador de Constantinopla, las insignias imperiales: de
derecho, la unidad queda restablecida. ¿Nos decidiremos, entonces, por esta
última fecha? A ninguno de los contemporáneos le llamó la atención, y
cincuenta años después, Justiniano, emperador «romano» de Oriente, a falta
de hollar la urbe con sus propios pies, la hará ocupar por sus soldados.
¿Optaremos más bien por retroceder hasta la muerte de Constantino (337)?,
¿o por detenernos en Mayoriano, el último emperador que legisló en
Occidente (460)?, ¿o tal vez destacaremos una fecha intermedia, la de 378,
cuando el último ejército que aún se puede calificar de «romano» fue
pulverizado por los godos en Adrianópolis, al sur del Danubio? A menos que
nos pronunciemos por el saqueo de Roma efectuado por Alarico (410), que
tuvo una enorme y duradera resonancia en el Imperio aterrorizado y provocó
incluso las lágrimas de san Jerónimo en su retiro de Oriente; o por la
redacción de La ciudad de Dios, en la que san Agustín abandona la ciudad de
los hombres (425); o tal vez por el «consulado» de Clodoveo (510). En
realidad, poco importa que escojamos uno u otro de estos acontecimientos
como hito sobresaliente, porque ninguno de ellos constituye un hecho
verdaderamente nuevo y anunciador del futuro, ni tampoco hay ninguno que
sea símbolo de muerte. Si decidimos buscar la cesura en la historia de las
«invasiones», abundan los episodios susceptibles de parecemos significativos,
desde la instalación oficial de los francos al sur del Rin en 270, hasta la
penetración de los eslavos más allá de la cordillera balcánica hacia 600,
pasando por la travesía del Rin sobre los hielos en 406, la muerte de Atila en
453, y tantos otros que componen un amplio abanico de posibilidades. Más
nos vale renunciar.
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Quedan, por último, las mutaciones de la economía y de la sociedad, las
que realmente cuentan: retroceso de la esclavitud, fortalecimiento del
«patronato» rural, ruptura entre ciudad y campo, desequilibrio cada vez
mayor entre Occidente y Oriente, confusión entre Estado y patrimonio del
príncipe. Tales son los fenómenos importantes y que me propongo escrutar
más de cerca; pero antes de dar comienzo a este empeño, abandono sin
respuesta mi pregunta inicial: la Edad Media es la continuación natural de la
Antigüedad; entre 330 y 360, todavía no estamos en ella; después de 460,
seguramente sí.
Lo que dura
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rigores de los desiertos, en el sur, o a los de una tierra difícil, en el norte: los
recién llegados son gente de armas por necesidad. Pero beber una copa llena
de sangre fresca de caballo ¿es peor que echar un esclavo a las morenas o un
cristiano a los leones?
La otra faceta de la sociedad, en parte vinculada a la precedente, se suele
tratar, me parece, menos a menudo, y no provoca ninguna disputa de
principio: es la movilidad de los hombres. A primera vista, esta observación
sorprende. Pensamos en el universo urbano, en las villae bien afianzadas en
tierra, en las indestructibles calzadas; la misma legislación procura encadenar
a los hombres a su aldea y a su oficio, exigencias que Mayoriano todavía
repetirá en 460. El desorden debería mover a los individuos —y así ocurre
con frecuencia— a aglutinarse en torno a un padre, un señor, un jefe de
guerra; el rigor de los textos recluye en su clan, en su gens o en su familia al
hombre de esta época, tanto a uno como a otro lado del limes. Todo ello es
indiscutible. Pero se desatienden dos aspectos. El primero es coyuntural: los
disturbios guerreros, así como la opresión fiscal y el inverosímil yugo
administrativo que han de soportar, hace huir a los hombres. Renuncian a sus
raíces para tomar el camino de la ilegalidad y la inseguridad que durante
siglos constituirá el destino del solitario: huyen de Bélgica a Provenza, de
Gales a Armórica, de Siria al Ponto, de África a Sicilia, para escapar de los
alamanes, los sajones, los persas o los vándalos; los numerosos tesoros de los
siglos III y IV escondidos en los bordes de los caminos dan fe de estos éxodos
precipitados a los que no siguió ningún retorno. Pero las bandas hambrientas
y saqueadoras que merodean por las zonas rurales y llegan incluso a atropellar
las ciudades —circumcelliones de África, bagaudas de la Galia— tienen
visos de haber alcanzado el nivel de la protesta social y la insumisión crónica.
Tras la apariencia de una Romanía que aún perdura, progresa la
descomposición.
En cambio, hasta hace muy pocos años se contraponía un mundo de
campesinos sedentarios y mercaderes urbanos al de los pastores nómadas y
los agricultores itinerantes que deambulan y se desplazan sin cesar al otro
lado del limes. Han sido necesarios los fulminantes progresos de la
arqueología agraria para obligar a que se rectificara esta concepción
tradicional. No solo en zonas no romanizadas donde el hecho parecía natural
—como Frisia y las regiones centrales de Alemania—, sino que también a
este lado del Rin y del Danubio, en Inglaterra, en la Galia o en Retia, el
hábitat se revela inestable, ligero, móvil dentro de los límites de las zonas
cultivables, con una parcelación incierta y una distribución variable de las
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zonas de asentamiento. En compensación, hay una serie de puntos fijos: la
villa, si subsiste; el cementerio, cuando todavía sigue en uso; las ciudades,
naturalmente, y la centuriación, en los lugares donde se había trazado: este
fenómeno se hace más manifiesto a medida que se avanza hacia el sur y hacia
el este. De momento, y dado que carecemos de prospecciones abundantes y
serias realizadas en las costas mediterráneas, lo prudente es, en cuanto se
refiere a esta zona, admitir la validez de la imagen tradicional.
La esclavitud, fundamento de la producción, es otro rasgo que permanece.
Se ha constatado que, contrariamente a las afirmaciones repetidas durante
mucho tiempo, sajones, godos y eslavos la practican, y tampoco más al sur se
ha renunciado a ella, pese a las dificultades de reaprovisionamiento de ganado
humano. La Iglesia protesta sin demasiada energía, pero como juzga alienante
el trabajo, no tiene ninguna propuesta seria que ofrecer como alternativa. Así,
el esclavismo prosigue, con su bien conocido cortejo: estancamiento técnico,
falta de especialización, indivisión del trabajo, bajos rendimientos, riesgos de
rebeliones desesperadas y sangrientas. Mientras no se haya ido a pique este
modo de producción, la Antigüedad continuará.
Se suele decir que la ciudad y su territorio —la «ciudad antigua»— son
elementos típicos de la sociedad grecorromana, y que su eclipse señala el
comienzo de la Edad Media, tanto más cuanto que los pueblos recién llegados
conocían mal esta imagen, no estaban acostumbrados a la vida urbana y no
percibían su interés. Más adelante se abordará esta cuestión con más matices,
pero cabe indicar desde ahora mismo que la más reciente historiografía
contradice la idea de una supuesta muerte de las ciudades. Aunque a menudo
estén debilitadas y hayan perdido en importancia, aunque se vean privadas de
una parte del control que ejercían sobre el espacio rural circundante, estas
ciudades, incluso las situadas en plena Galia, en Bretaña, o en las
proximidades de los mundos germano, árabe o beréber, viven y no
permanecen pasivas. Que no se parecen en nada, ni siquiera en Oriente, a sus
antecesoras de los primeros siglos, ni por sus actividades, ni por su aspecto, ni
por su peso político o económico, es innegable; pero se trata de mutación y no
de agonía. Como mucho, se puede subrayar que la fiscalidad, incapaz de
mostrarse eficaz en el campo, se vuelve contra las ciudades, marchita su
vigor, provoca la huida de los habitantes, mina su autoridad; pero, con la
excepción de zonas duramente afectadas por los incendios o los exilios, todas
siguen estando presentes en plena alta Edad Media.
Decir que Chilperico o Recaredo no son fundamentalmente distintos de
Heraclio, Cosroes o Valentiniano indignará a los incondicionales de la
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Romanía. No obstante, todas las diferencias que existen entre ellos se reducen
a matices cuantitativos. La naturaleza de sus respectivos poderes es la misma:
hace ya mucho que el Estado ha dejado de ser el bien de todos; pertenece al
príncipe, quien, a veces, ni siquiera goza, frente al bárbaro que le sucederá,
del privilegio de un aura mágica como la de los soberanos merovingios, o de
una consagración por la Iglesia como la de los visigodos. Ya se trate del Sol,
de Zoroastro o del Dios de los cristianos, lo sagrado y lo divino son los
factores que justifican y legalizan la autoridad. El poder es guerrero,
carismático, personal; en él se mezclan lo profano y lo sagrado, y todo lo que
tiene relación con el príncipe es suyo: la tierra pública y el dinero, del mismo
modo que los soldados y los clientes. Me atreveré incluso a sostener que en
los monarcas sajones —pueblo sin contacto con Roma— o en los
merovingios, que tienen una mala reputación a medio camino entre lo odioso
y lo grotesco, hay más sentido de la cosa pública, de la ley como algo que
deben hacer respetar, del contacto con el «pueblo», que entre los autócratas
persas o los militares aventureros de Bizancio. ¿Por qué hablar entonces de
anemia política en el Oeste?; la esencia de la auctoritas no ha variado, y por
un Justiniano, ¡cuántos Mauricios hay en la historia de Bizancio! Ina,
Dagoberto o Teodorico admiten perfectamente la comparación: el mismo afán
por imponer un orden moral agobiante, la misma manera de apoyarse en los
allegados, el mismo recurso a la fuerza. Y el hecho de que en el Este subsista
durante varios siglos más que en Occidente una pesada maquinaria
burocrática al modo egipcio, que complica, retrasa o detiene con su
formalismo abstracto y tiránico cualquier esfuerzo mínimamente original, no
me parece una ventaja muy estimable.
Lo que ya no existe
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tenemos acceso, las quejas que emite nos conmueven: el universalismo
romano pasa al plano de los ideales o de los grandes recuerdos. Hace falta
toda la obstinación de una Iglesia conquistadora para afirmar que existe,
incluso más allá de Roma el vasto conjunto de sus fieles, y para valorar como
un éxito moral lo que es una mutilación intelectual.
Hay, además, la expresión concreta de este foso que se hace cada vez más
infranqueable; «sangría de oro», decía Marc Bloch, tal vez exageradamente;
en todo caso, contracción de las necesidades y de los contactos en el Oeste.
Aun en las regiones donde las ciudades permanecen más activas —Galia del
sur, España, Italia—, se pierden las intensas relaciones con Oriente del
período anterior: la primera necesidad estriba en comer, y la comida depende
más de los grandes propietarios rurales que de los mercaderes venidos de
Siria. Y como la aristocracia, senatorial o bárbara, sigue observando las
usanzas antiguas, tanto en la mesa como en el gusto por la ostentación,
podemos decir, a la manera de economistas pomposos: «Las balanzas
comercial y de pagos invierten sus tendencias: en lo sucesivo, y por mucho
tiempo, Occidente será deficitario». Quisiéramos tener una certidumbre
comparable en lo que atañe al ámbito rural y poder afirmar que las estructuras
todavía imprecisas de ocupación del suelo son, en adelante, la regla, que el
espacio inculto, el saltus romano, público o no, se convierte en la segunda
cara del ecosistema en formación. Pero la arqueología aún no ha aportado
pruebas concluyentes, y solo alcanza a señalar que la mayoría de las grandes
explotaciones del siglo II, así como las reconstruidas tras la tormenta de la
centuria siguiente, fueron abandonadas entre 400 y 600. ¿Pero en provecho de
qué otras estructuras? ¿Los vid que se dilatan?, ¿aldehuelas itinerantes?,
¿casae dispersas en el vasto marco de una plebs territorial?, ¿o, tal vez, un
poco todas ellas? Y cuando se trata de hacer sitio a los recién llegados, de la
hospitalitas a la que el Estado fuerza a los pudientes, ¿se trata de una
cohabitación, de un reparto o de una disgregación? Tema fundamental y
oscuro pero cuyo sentido general es aquí muy claro; a la importancia que la
retracción de las ciudades da al campo, se suma una transformación del
ámbito agrario, y quizá de las estructuras sociales implantadas en él.
Por último, el statu quo anterior se desmorona también en otro plano, pero
mucho más en el Oeste, lo cual agrava las oposiciones ya esbozadas. Poco
importa que se pueda discutir o no acerca de la extensión a todas las
provincias romanas del catastro y del impuesto cedular. En cambio, lo que no
ofrece dudas es que, por un lado, el fraccionamiento de Occidente en
unidades políticas menores regidas por soberanos y, por debajo de ellas, en
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dominaciones regionales replegadas sobre sí mismas u hostiles hacia las
demás, y, por el otro, las dificultades que en Oriente encuentra el poder
central, en principio único, para imponerse a las provincias más alejadas o
menos sumisas, socavan los dos pilares fundamentales de una autoridad
suprema: el reclutamiento de los ciudadanos para la guerra y la fiscalidad.
Hacía tiempo que se recurría a los servicios de mercenarios, y no nos
corresponde insistir aquí en la contribución de los inmigrados, en toda la
Romanía, al naufragio de las virtudes cívicas; a este respecto, el recurso a los
hombres libres en armas, convocados de manera desordenada e ilegal, y
mezclados a continuación con los guerreros profesionales que rodean al
príncipe —práctica usual en Occidente—, se parece más a las levas de
legiones de los buenos tiempos que la soldadesca extranjera que sirve a los
emperadores de Bizancio o de Ctesifonte junto con la escasa y poco entusiasta
tropa de los contribuyentes llamados a filas. En cuanto a los impuestos, ocurre
lo contrario: en el Este, sigue subsistiendo en teoría, y las sumas recaudadas
—no siempre sin problemas—, disminuidas además en el camino por los
robos o las retenciones abusivas, todavía llegan en parte —¡pero en qué
moneda!— al tesoro público; amarrar a la tierra al individuo sujeto a
contribución, o hacer al vecino responsable de su cuota, solo conduce a una
profusión de huidas frenéticas para eludir las requisas, el impuesto o la
incorporación al ejército. En el Oeste, donde la autoridad de las
administraciones públicas está completamente quebrantada, incluso en
España o en Italia, a los reyes, para desembarazarse de un importuno, les
basta con nombrarle recaudador: con ello obtienen la seguridad de no volverle
a ver. La única y curiosa excepción la constituyen los sajones, pero este
pueblo, sin ningún contacto con los romanos, es el único que parece haber
mantenido viva la idea de que al soberano se le debe un servicio material.
Aquí concluiría un cuadro de la situación a la manera de Ferdinand Lot.
En Francia, ya lo he dicho, esta es a menudo la óptica imperante. Sin
embargo, guardémonos de entonar el canto triunfal de un germanismo
sistemático: en esta descripción de una metamorfosis difícil, sepamos, como
los italianos, descubrir lo nuevo.
Europa occidental necesitó cinco siglos para levantar cabeza, pero durante
otros diez dominará el mundo. Debemos admitir, en vista de los resultados,
que hacia 500 hubo entre sus manos algo más que polvo y «saldos».
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Se suele dar demasiada poca importancia, porque la escasez de nuestra
documentación las hace raras, a las manifestaciones que saludaron con alegría
la llegada de los «invasores», del mismo modo que, tradicionalmente, se
condena la posterior conversión al Islam de tantas regiones que habían sido
antaño focos del cristianismo. Se ve, en dicho fenómeno, la excepción, la
traición, la desviación ideológica, siempre en nombre de Cicerón y de Marco
Aurelio; nunca se interroga a la abrumadora masa de los humildes: sin
embargo, de ahí parten las aclamaciones a los recién llegados, y tales
aclamaciones deberían movernos a pensar que nada dura ni resulta posible si
nueve hombres de cada diez no lo aceptan, pero que todo se hace viable si
responde a un deseo tenaz y mudo de la inmensa mayoría. Ahora bien, en el
siglo V, un sacerdote, Salviano, escribía precisamente: «Despojados,
apaleados, tras haber perdido el honor de ser romanos y todo derecho a la
libertad, los pobres fueron a buscar entre los bárbaros la humanidad de los
romanos». «¡Mito del buen salvaje!», exclaman, sarcásticamente, los
cultivados. Acaso tengan razón; pero con solo que la Iglesia meta baza y que
unos cuantos senadores estimen preservados sus intereses con el cambio, nos
encontramos de pronto con la Galia «merovingia». Este «retorno a las
fuentes» ¿se hizo con el beneplácito de la población? Pienso que sí, al igual
que más tarde ocurriría con la aquiescencia al Islam. El pueblo traicionado se
convierte en exigente y escoge una religión sin complacencia pero sin
sutilezas, un poder concreto y visible, un horizonte limitado pero seguro.
¿Cómo ver en esta actitud un simple retroceso?
Además, el impulso rural se acompaña a menudo de un resurgir
lingüístico, mental, familiar, amplio, que resquebraja el barniz grecorromano
en Galia, Iliria, Egipto, África, España. Y lo cierto es que lo que aportan los
recién llegados no merece en absoluto el desprecio del que les hacen objeto
los letrados henchidos de romanidad. La misma Galia —como se lamentaba
Camille Jullian— no había ganado tanto, al fin y al cabo, con la ocupación
romana; pasado el siglo V, no hay una sola tumba que no pruebe la
superioridad de las técnicas artesanales del «bárbaro» comparadas con las
mediocres prácticas mediterráneas: de esta superioridad tenemos la prueba
científica, gracias al arco eléctrico, en lo que respecta a las armas y las
herramientas; la calidad de las construcciones de madera, la ganadería porcina
y bovina, la caballería de guerra, el arte abstracto o la representación de
animales, que todavía nos cautiva, admite comparación con el legado
grecorromano; las estructuras familiares y los procedimientos agrarios no
tienen nada que envidiar al derecho romano o a los miserables cultivos
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meridionales. Si a ello añadimos el vigor demográfico que en esos años
parece huir del viejo mundo, el cuadro, según creo, queda completado.
Pero también tiene lugar un crecimiento en otro campo, y sobre este no
hay polémica posible, porque es cuantitativo e indiscutible: se trata del
ensanchamiento del mundo. Constituye un fenómeno capital, el único que
puede justificar la cesura entre Antigüedad y Edad Media en la época en que
la buscamos. Antes de 300 o 350, la «historia» concierne exclusivamente a
una larga franja de tierras que, desde Gibraltar hasta el Japón, está contenida
entre el trópico y los 50º de latitud norte: en los cuatro grandes imperios
mediterráneos o subtropicales que se reparten por esas fechas la zona
«civilizada», se escribe mucho y se progresa poco. Más al sur, en la Arabia
preislámica, en el África negra, donde diversos pueblos se agrupan, así como
en Indochina, existen zonas en las que se desarrollan otras culturas y hacia las
cuales, por otra parte, acuden los «imperios» para procurarse esclavos,
metales preciosos, materias primas. Pero sobre todo en el norte, florecen
nuevas áreas culturales que la arqueología actual revela progresivamente en
toda su riqueza y amplitud: las de los dacios, sármatas, germanos, celtas,
turcos tal vez. Estos pueblos son mudos, pero sus tumbas, sus hábitats, y a
veces sus hazañas cuyo eco llega hasta el sur, dan fe de su vigor, sus
capacidades, su diversidad. En adelante, estas dos zonas del norte y del sur
formarán parte de la historia: el mundo occidental abarca así desde el Báltico
hasta Guinea, y desde los Urales hasta Zanzíbar. Sea cual sea la causa que se
atribuya a esta dilatación, representa un cambio decisivo en la historia
humana, porque ofrece, de repente, una posibilidad de abertura y de progreso,
preludio natural a la expansión del siglo XVI, que de nuevo desplazará los
límites. Un cambio de esta magnitud no se produjo de la noche a la mañana.
En el interior mismo de la zona medular se podían percibir sus primeros
síntomas mucho antes de las «invasiones»; los centros vitales, los polos
económicos o intelectuales se acercan poco a poco a los mundos nuevos,
como si, por adelantado, fueran a su encuentro: de Roma a Milán y luego a
Tréveris; de Atenas a Constantinopla o Alejandría; pronto serán Bagdad, El
Cairo, Kairuán, York o Colonia. Mucho antes de que Alarico levante la mano
contra ella, Roma ya no está en Roma; el Mediterráneo ha dejado de ser el
lugar geométrico de la civilización en el Oeste, y no es más que un objeto de
disputa por parte de dominaciones ribereñas que se apoyan en un hinterland
profundo, desde siempre despreciado o desconocido. Frente a esta deserción
del centro, frente a esta agonía de la ciudad de los hombres, ¿cómo no
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comprender que un pensador del talante de Agustín haya querido arrastrar a
sus semejantes hacia la ciudad de Dios?
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Primera parte
LA FRAGMENTACIÓN DE
LAS CIVILIZACIONES
ANTIGUAS
(finales del siglo IV - finales del
siglo VII)
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Capítulo 1
AUTOPSIA DE OCCIDENTE
(principios del siglo V)
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descendientes». Ahora bien, ya en el 406 los germanos cruzaron el Rin; en el
455 el último vástago de la familia teodosiana, Valentiniano III, era
asesinado; y en el 476 el último emperador romano de Occidente, Rómulo
Augústulo, era depuesto. El Imperio se dividió en una serie de reinos
germánicos.
La admiración rayana en la obcecación, que Pacatus profesaba a Roma
tenía su justificación. Al esperar demasiado, contra todo pronóstico, de su
civilización, intentaba de alguna manera exorcizar el futuro. Era uno de los
numerosos adeptos de la civilización de la cultura grecorromana que habían
dado un sentimiento de universalidad a todo aquel que hubiera aceptado
entrar en el orbis romanus, el mundo romano civilizado. Asimismo es
importante conocer bien lo esencial de las estructuras que la Antigüedad
tardorromana legó a los reinos bárbaros antes de iniciarse la muerte lenta,
incluso interminable, de una Roma que no cesa de polarizar los afectos y de
cultivar las nostalgias. Entonces, una vez expuestas las originalidades de los
antagonistas germánicos y romanos, las crisis de los reinos germánicos se nos
aparecerán en toda su agudeza, en un desgarramiento entre el abandono de
viejas soluciones ya caducas y la creación de prácticas sociales o económicas
mejor adaptadas. Porque la llamada época de los reinos bárbaros es, en
realidad, y después de breves períodos de estabilidad, uno de los grandes
cambios que ha registrado la historia.
Con el fin de evitar cualquier juicio peyorativo por un a priori gramatical,
vamos a admitir en adelante que se abandone el término de bajo Imperio en
provecho del de romanidad tardía para designar el estado de la civilización
romana a partir de los siglos IV y V. En efecto, dicha civilización fue
profundamente reorganizada y transformada por los emperadores de las
familias constantiniana y valentiniano-teodosiana para poder hacer frente a la
amenaza germánica. Se impuso una mayor rigidez al sistema político de un
imperio que había sido liberal, y que ahora se convertía en burocrático y
cristiano. La sociedad soportó la dominación de diversas grandes familias
senatoriales cada vez más poderosas. Finalmente, la relativa prosperidad de
una economía cada vez menos esclavista aseguró un equilibrio inestable y
mantuvo intacto el prestigio de Roma ante todos los pueblos de dentro y fuera
del Imperio. Esa civilización fue, pues, a la vez un envite y un cebo que los
bárbaros tenían que intentar conquistar con una mezcla de admiración y de
temor.
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En el 395, el Imperio Romano ha sido dividido entre dos emperadores;
Honorio para Occidente, con Ravena como principal capital, y Arcadio para
Oriente, con capital en la nueva Roma, Constantinopla. Italia, las islas, el
norte de África, la península ibérica, la Galia hasta el Rin, Gran Bretaña hasta
Escocia, y los países ilirio, panonio, nórico y rético hasta el Danubio, forman
un conjunto político unificado por Roma pero terriblemente codiciado por los
bárbaros. A partir del 405, las dos partes del imperio se encuentran cada vez
más unidas, teóricamente por lazos de amistad. Pero, de hecho, sus
evoluciones divergentes las separan progresivamente, sobre todo en el arte y
en los medios que utiliza Oriente para desembarazarse de sus propios
bárbaros a costa de Occidente.
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del de las personas privadas. Estas distinciones racionales hacen del derecho
romano un instrumento de gobierno esencial por su flexibilidad y sobre todo
por su precisión. Otro binomio responde al de derecho público-derecho
privado: el de servicio militar (militia armata) y servicio civil (militia
officialis). Los cimientos de la sociedad romana se encuentran de ese modo
incluidos en el derecho: los ciudadanos privados son administrados por
funcionarios civiles y protegidos por funcionarios militares; y el conjunto de
esas personas públicas representa el Estado. Nos encontramos ante el apogeo
del derecho romano, cuya fuente es el emperador.
Otra fuente de inspiración para el poder imperial es la Iglesia. Desde el
391 se ha abolido el paganismo y el cristianismo se ha convertido en religión
de estado. Pero aunque se han cerrado los templos y se ha prohibido el culto
oficial a los dioses paganos, persisten las prácticas y las creencias de la
religión antigua. Aunque, entre el 400 y el 450, según las regiones,
desaparezcan las ofrendas de monedas a los genios salvadores de las aguas en
las fuentes termales, a menudo se desconoce, sobre todo en el campo, la
nueva religión. Y esta tendencia se acentúa en los extremos del mundo
occidental: desde Mauritania hasta Galicia, Armórica, Gran Bretaña, las
orillas del canal de la Mancha y las del mar del Norte. En cambio, casi todas
las ciudades están cristianizadas y tienen obispo. Los obispos participan en
los concilios que tienen importancia para la ortodoxia de la fe. El emperador
participa en ellos e interviene en los debates como mantenedor de la paz
divina. Según sea la fuerza de su carácter, se deja imponer definiciones
religiosas o las dicta él mismo, a veces incluso sin consultar a los interesados.
No obstante, no es el único que se arroga el papel de árbitro supremo en
materia religiosa. Aunque de vez en cuando hace detener y castigar a los
herejes, hay otro personaje, el papa, que se impone en Roma más fácilmente
al haberse trasladado el emperador a Ravena. La Roma de Rómulo y Remo
tiende a convertirse en una nueva capital fundada, una vez más, por otra
pareja de hermanos, Pedro y Pablo, unidos por el martirio de la fe. Los papas
de los siglos IV y V recogen toda la herencia romana y se erigen en cabezas de
todas las Iglesias, extendiendo su jurisdicción sobre ellas. Identifican
romanidad y cristianidad, y hacen de la ciudad por excelencia un símbolo de
eternidad puesto que ella se ha salvado por los bautizados. De este modo, el
cristianismo, mediante el poder pontifical, contribuye a reforzar el poder
Imperial, sin que por ello se le atribuya explícitamente la tutela espiritual del
mundo. Así, pues, los cristianos no vuelven a poner en cuestión el Imperio
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Romano. Por el contrario, lo sostienen y aceptan que la nueva religión acabe
siendo sinónimo de romanidad.
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instancia y el que gobierna de facto (sin por ello dejar de suscitar un odio tal
que pueda dar lugar a un asesinato imprevisible). En definitiva, el poder
imperial presenta una fachada sana y goza de numerosos soportes, pero lleva
implícito su propio enemigo: la ausencia de verdadera legitimidad si el
emperador no es un jefe de guerra.
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funciones de juez al frente de la ciudad. Paradójicamente, esta última medida
de centralización fue una de las más duraderas del mundo occidental romano.
Entre los pequeños funcionarios que rodeaban a los gobernadores o estaban
encargados de oficializar las sentencias, señalemos finalmente a los notarios
(notarii). a los que sería más apropiado llamar taquígrafos. Tomaban en notas
llamadas «tironianas» las deliberaciones y todas las decisiones políticas que
luego debían transcribir en alfabeto clásico. Estaban al corriente de muchos
secretos y a menudo llegaron a amasar grandes fortunas. En cambio, aquellos
a los que llamamos notarios y que los romanos llamaban tabeliones, porque
escribían los contratos, actas de venta y testamentos en tablillas, no podían
esperar nada similar. De origen modesto, eran los más humildes depositarios
de la cultura jurídica romana por los formularios que copiaban fielmente en
sus documentos, respetando escrupulosamente cada término. Se contentaban
con llenar los espacios en blanco de las fórmulas con los nombres de los
lugares, los datos cuantitativos y los nombres propios de los contratantes.
Había tabeliones en todas las ciudades e incluso en los grandes burgos
rurales. De ese modo, el derecho romano llegaba hasta las entrañas del medio
rural.
Asimismo, aunque chirriara la máquina financiera, la burocracia era
todavía lo bastante eficaz como para alcanzar a todos los contribuyentes.
Buena parte de los recursos del Estado procedía de las tierras públicas.
Formaban parte de ellas las haciendas confiscadas a los traidores y a los
templos paganos, los bienes intestados o inexplotados, las zonas destruidas
por las guerras o abandonadas por sus habitantes. Esos dominios, que los
administradores arrendaban a campesinos, procuraban ingresos cuantiosos al
Estado, y debían ser raros los territorios de ciudades en donde no los hubiera.
Entre los otros ingresos imperiales, los impuestos sobre las minas, las canteras
y las cecas representaban ingresos importantes.
Oficialmente, funcionaban solamente seis cecas en Occidente: Tréveris,
Lyon y Arles en la Galia; Aquileia y Roma en Italia, y Sirmium en Panonia
(Sremska Mitrovica). Constantino consiguió regularizar las acuñaciones
creando una moneda de oro, el sueldo (solidus), de 4,55 g. Esta moneda fue
emitida en gran cantidad y circuló tanto más fácilmente cuanto que el Estado
no aceptaba otras para el pago de los impuestos. Las monedas de plata
circulaban poco. Las de cobre se utilizaban para las pequeñas transacciones e
incluso para el pago de las tropas. La calidad de las monedas romanas, gracias
al beneficio que su acuñación procuraba al Estado y al impulso que daba a los
intercambios, desarrolló una verdadera economía monetaria.
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La prueba más clara de ello es la generalización progresiva del pago del
impuesto en moneda de oro a lo largo del siglo V, cuando normalmente se
calculaba en especie. En materia fiscal, la burocracia romana había alcanzado
un alto grado de complejidad y de variedad según las regiones del Imperio.
Teóricamente, coexistían dos formas de impuesto: el que gravaba la tierra (el
impuesto territorial), y el concerniente a cada persona (la capitación). Se
calculaban unidades abstractas de imposición agrupando ya tipos de tierra, ya
cierto número de cabezas. Ello requería la actualización regular de los
catastros y los censos. En teoría, dicha actualización debía realizarse para un
período de quince años o «indicción». Antes del inicio del año fiscal (el 1 de
septiembre), el Estado fijaba la tasa de imposición por unidad. Entonces, los
consejos de las ciudades nombraban a unos preceptores entre los curiales.
Ellos debían hacer saber a los contribuyentes el montante del impuesto que
les tocaba pagar, basándose en las tablillas de los registros de las oficinas. El
impuesto era pagadero en tres plazos a lo largo del año, lo cual evitaba las
aglomeraciones en los caminos y las bajas brutales de los precios de los
productos en los mercados. Mientras que había numerosos escribanos que
llevaban las cuentas en las oficinas, parece que el Estado romano no supo
crear la función pública del preceptor. Este, el curial o decurión, era una
persona privada, y respondía con su propia fortuna en caso de no recaudar los
impuestos. Muy a menudo también, esos agentes improvisados del Estado
exigían los impuestos con tal brutalidad que la opinión pública les veía
normalmente con malos ojos. Por otro lado, si no conseguían recaudar la
suma fijada, dejaban su condición de recaudadores y huían lejos de la ciudad
ante el temor de arruinarse. Si no se satisfacía completamente la parte del
impuesto a pagar en especie, el Estado podía proceder a la requisa. Y,
evidentemente, exigía siempre y escrupulosamente los atrasos impagados.
Así, pues, el sistema daba lugar a muchos abusos, aunque solo fuera por la
ausencia de regularidad en la revisión de los catastros y los padrones. Había
malversación de fondos en los niveles más elevados y extorsiones indebidas a
los campesinos. Los grandes terratenientes intervenían a menudo para hacer
subestimar su parte proporcional. Y sin embargo, el Estado seguía
percibiendo lo que necesitaba, aunque tuviera que gravar duramente la
agricultura. El único impuesto sobre los artesanos y los comerciantes, llamado
collado lustralis, solo aportaba alrededor de un 5 por 100 del montante del
impuesto territorial. Aparece entonces la cuestión de si el sistema impositivo
romano empobrecía a los contribuyentes, dado que las quejas contra la
fiscalidad fueron en aumento durante el siglo V. En primer lugar, hay que
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constatar que penalizaba a las familias numerosas y que, salvo excepciones
locales, gravaba del mismo modo las tierras buenas y las malas. Además,
cuando se pueden obtener cifras, parece que en Italia, por ejemplo, la
deducción total sobre las cosechas se acercaba a los dos tercios, sin incluir el
alquiler de la tierra. Probablemente, las cargas de la parte occidental del
Imperio eran más pesadas que las de Oriente, ya que las tierras egipcias
estaban gravadas a razón de dos quintos de la cosecha. No obstante, es
precisamente Egipto la provincia que aportaba más impuestos de Oriente. En
Occidente, África iba en cabeza. ¡Pero la suma total de su recaudación fiscal
equivalía a un tercio de la de Egipto! En consecuencia, está claro que
Occidente era menos rico que Oriente y que debía subvenir más difícilmente a
su defensa, estando como estaba abrumado por las cargas fiscales.
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oficio. Había unidades que solo existían en los registros oficiales. Los
regimientos de África e Hispania se componían casi exclusivamente de este
tipo de tropas.
Solamente había auténticos ejércitos de campaña en Italia, Galia y Gran
Bretaña: 30 000 hombres para las primeras y 5000 en la isla. Si, de acuerdo
con los demógrafos ingleses, estimamos que el conjunto de la población de
Europa occidental y África del norte se acercaba a los 26 000 000 de
habitantes, vemos que Roma estaba muy mal defendida. Lo hubiera estado
igualmente con un efectivo teórico de 250 000 hombres, pero tanto peor
cuanto que los contingentes realmente eficaces constaban de 65 000 hombres.
La principal causa de esta insuficiencia era el bajo rendimiento del
reclutamiento. Teóricamente, las levas afectaban a todos los ciudadanos del
Imperio cada año. Cada terrateniente debía proveer cierto número de
campesinos libres en función de la cantidad de unidades fiscales asignadas.
Los pequeños propietarios, que no llegaban a poseer una unidad fiscal, se
agrupaban en un consortium para designar a uno de ellos y encargarse de sus
gastos cuando partiera. Los soldados estaban exentos de todo impuesto,
mientras que los clérigos se libraban oficialmente del servicio militar. Este
duraba un mínimo de veinticinco años, pasados los cuales se obtenían los
privilegios de los veteranos: exención fiscal, donación de tierras y privilegios
honoríficos. A pesar de ello, los propietarios, antes que perder mano de obra,
preferían desembarazarse de los más perezosos o pagar el equivalente de un
recluta. Los que no podían librarse desertaban. Asimismo, en la práctica el
servicio militar se había convertido en hereditario, especialmente en el
ejército de cobertura, los limitanei. El reclutamiento solo era fácil en las
regiones fronterizas acostumbradas a la guerra. En cambio, África, Hispania,
el sur de Galia e Italia estaban desprovistas de buenas tropas. Así, resultaba
que el interior del Imperio era más vulnerable, a causa de su pacifismo, que
los confines fronterizos.
A falta de un ejército regular importante, los generales romanos tuvieron
que recurrir a los bárbaros. Se enrolaba a voluntarios que, enriquecidos,
volvían ala margen derecha del Rin, donde se han encontrado sus suntuosas
tumbas. Se instalaba incluso a prisioneros de guerra (suevos, sármatas o
burgundios) en tierras vacías del interior del Imperio y se les exigía también
un servicio militar. Se les llamaba laeti. Se enrolaba a contingentes enteros de
francos y godos para formar los regimientos escogidos de las tropas de
campaña. A menudo, sus oficiales se romanizaban y alcanzaban grados muy
elevados que les introducían directamente en el círculo imperial. A veces, la
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política de alianza con algunos pueblos se hacía mediante tratados (foedus)
que preveían la ayuda de sus tropas junto al ejército romano. Esos federados
formaron en seguida verdaderas tribus instaladas en territorio romano. En
Occidente, el caso más claro era el de los francos. Un primer grupo, los
francos renanos, se venía utilizando constantemente desde Constantino para la
vigilancia de la orilla izquierda del Rin, la ripa; de ahí que se les atribuyera el
término de «ripuarios». Un segundo grupo, los «salios», fue establecido en la
parte septentrional de la actual Bélgica por el emperador Juliano, en
Toxandría (norte de Brabante, en el Escalda inferior). Se limitaba la zona de
acantonamiento con fortines y guarniciones a lo largo de las carreteras de
Tongres a Bavai y de Bavai a Oudenburg. En estos dos casos vemos que los
bárbaros ya se encontraban en el interior del Imperio antes de que se hubieran
iniciado las «invasiones». Pero no se desconfiaba de los federados, que
seguían viviendo según su propia ley, gracias a su fidelidad, a la esperanza de
que se romanizaran y, sobre todo, al ejemplo de los germanos ya incorporados
en las tropas romanas. Los germanos voluntarios, que no siguieron
conservando sus leyes, estuvieron siempre presentes en gran número en las
tropas regulares. Según las estadísticas de las excavaciones de cementerios de
finales del siglo IV y principios del siglo V, situados al lado de fortines
romanos, de un 10 a un 20 por 100 de los guerreros eran germanos en los
alrededores de Vermand (cerca de Saint-Quentin), y un 70 por 100 en los de
Furfooz (en el sur de Bélgica). El Imperio había aceptado ese riesgo con el fin
de aumentar el número de tropas y, como veremos, ello podía llevar a
resultados inesperados o precarios.
Además, el hecho de que el ejército estuviera organizado por una
burocracia previsora significaba que podía atraerse a los germanos con los
beneficios que se distribuían y estimular la economía de mercado, aunque, se
fomentaba la especulación, abrumando con más cargas a la población. En
efecto, aparte de los donativos en moneda de oro a la llegada de cada nuevo
emperador al trono, de la paga, de los uniformes fabricados en talleres de
tejidos estatales y de las armas para los oficiales, que salían de las
manufacturas del Estado, a menudo decoradas, los soldados recibían caballos
distribuidos por las remontas del Estado para la caballería (poco más de un
quinto del ejército), y también raciones de pan, vino, carne y aceite, sin
olvidar el forraje. Una compleja organización de graneros estatales entregaba
diariamente a cada soldado aproximadamente un kilo de pan más de 600
gramos de carne de cerdo, un litro de vino y siete centilitros de aceite.
Finalmente, cada uno de los soldados de las tropas de campaña tenía derecho,
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según la ley de la «hospitalidad», a un «vale» de alojamiento que le
autorizaba a ocupar un tercio de la casa de un particular. Este tipo de vida
providencial, reflejo de una población civilizada sedentaria con un alto nivel
de consumo, no podía menos que parecer un verdadero paraíso a los pueblos
seminómadas de la Europa germánica o eslava. Resultaba más fácil y tentador
vivir al servicio del Imperio que al otro lado de la frontera.
Pero los germanos eran conscientes del gigantesco esfuerzo que suponía
pagar todos aquellos servicios y prever las necesidades de aquel ejército
romano. Gran parte del trigo de África y de la Italia anonaria convergía hacia
Roma y las guarniciones del Danubio o de la península en convoyes de barcos
o carros. De hecho, la diócesis de Italia anonaria, que englobaba el rico valle
del Po, se llamaba de ese modo porque proporcionaba la anona, es decir, las
raciones anuales de trigo. Otro tanto ocurría con las llanuras de Aquitania, la
cuenca de París y la cuenca de Londres, que subvenían a las necesidades de
las tropas renanas o interiores. Así pues, la administración tenía que
asegurarse entradas fiscales regulares. Sin embargo, ya hemos visto que ello
era imposible sin la ayuda de cargas muy gravosas. Había que prevenirse
contra posibles malas cosechas y bloquear la especulación que dichas
cosechas podían desencadenar mediante requisas a bajo precio que
provocaban el descontento de los productores. Con el fin de estar al corriente
de todo, el Estado mantenía a unos agentes de información y les aseguraba el
transporte gratuito a través del correo oficial (el cursus publicus), por lo que
había que hacer requisas de caballos, etc. En definitiva, el ejército romano era
un instrumento tan difícil de manejar como las oficinas civiles a menudo
sobrecargadas. Su misma existencia era una contradicción evidente entre un
rendimiento débil y un elevado consumo. Defendía al Imperio con la ayuda de
importantes tropas bárbaras que no se sabía si eran extranjeras o no. Era un
verdadero Jano bifrons por su demanda, ya que estimulaba la producción de
las tierras del interior a la vez que acentuaba la presión fiscal. En resumidas
cuentas, cuanto más progresaba a nivel técnico, más frágil se volvía; y cuanto
más eficaz era, más atraía al enemigo.
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Honorio (395-423) y Valentiniano III (423-455), que se encerraron en
Ravena, la sociedad romana se metió en su caparazón para escapar del
Estado, sin por ello dejar de aprovecharse de sus ventajas. Mientras que una
minoría de generales decididos, obispos autoritarios y monjes críticos se
debatía en inextricables dificultades y denunciaba la apatía general, todos
intentaban esquivar sus cargas y buscaban la protección o la seguridad de
otras estructuras políticas, ya se tratara del patronato de los grandes senadores
ya de las instituciones caritativas de la Iglesia.
Hemos visto que los que gozaban de privilegios del Estado eran, además
de los cabezas de familia romanos, los funcionarios y los soldados, que
gracias a que cobraban sus salarios en oro tenían un gran poder adquisitivo.
Los esclavos también forman parte de ese grupo, puesto que, a los ojos de los
que huían del reclutamiento y de los impuestos, gozaban de ventajas
extraordinarias: la exención de todas esas cargas. En efecto, no eran
ciudadanos y en teoría seguían siendo herramientas que hablaban. La mayoría
de domésticos eran esclavos, sobre todo en el caso de los soldados, que
acostumbraban a poseer dos o más. Se encuentran por centenares en las
residencias de los ricos senadores. Pero, aparte de esos trabajos humildes y
cotidianos que nadie quería realizar, la mano de obra libre hace la
competencia a la mano de obra servil. Tanto en las minas, en las canteras, en
las fábricas textiles o metalúrgicas del Estado, como sobre todo en el campo,
el rendimiento de un trabajador esclavo es siempre la mitad del de un hombre
libre, puesto que aquel no saca ningún provecho de su trabajo. El esclavo no
proporciona los beneficios que el dueño de una hacienda espera obtener.
Además, desde Valentiniano I se prohibió vender un esclavo sin la tierra que
cultivaba. Esta medida quería evitar la pérdida de la cosecha y, por lo tanto,
de impuesto, pero también pretendía asegurar al esclavo que cultivaba aquella
tierra la perspectiva de una ganancia personal a cambio del pago de un
arriendo al propietario. Así pues, se propone a ese esclavo casatus un estatuto
económico mejor con el fin de que se interese por su trabajo y rinda más.
Incluso parece, según los pocos datos que el historiador inglés Jones ha
podido recoger, que esos esclavos rurales eran muy poco numerosos. Si
alegamos la semejanza entre los sistemas sociales del Oriente y el Occidente
romanos, podemos suponer que, al igual que en algunas haciendas de Asia
Menor, solo formaban de un 10 a un 12 por 100 de los trabajadores agrícolas.
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En definitiva, la sociedad de la Antigüedad tardía ya solo es esclavista
jurídicamente hablando.
¿Se debía ello a la disminución en el número de esclavos? Los esclavos
por nacimiento siempre habían sido poco numerosos, pero los prisioneros de
guerra reducidos a la esclavitud no disminuyeron; incluso bajó su precio a
finales del siglo IV, lo que viene a demostrar que eran abundantes. Provenían
de las zonas fronterizas: Panonia (la actual Hungría occidental) y Mauritania
(Marruecos) principalmente. Los mismos bárbaros vendían a sus propios
compatriotas y a sus prisioneros de guerra a los romanos. No obstante, si los
prisioneros de guerra eran liberados, los germanos y otros pueblos no se
convertían siempre en esclavos rurales. Pasaban a ser soldados-campesinos
(laeti) instalados en un campo abandonado o incluso colonos adscritos a una
parcela. La antigua solución de las grandes tropas de esclavos acuartelados en
los grandes dominios ya no existía.
Esta reforma de la esclavitud era correlativa a la agravación del estatuto
de los colonos. Se denominaba así a todos los campesinos libres sujetos a
presión fiscal y al reclutamiento, ya fueran pequeños propietarios o tenentes.
En particular estos últimos envidiaban a los esclavos, que escapaban de los
impuestos y las levas. Los primeros estaban a menudo sobrecargados de
impuestos o a merced de cualquier mala cosecha. El endeudamiento o la
partición de la tierra entre los hijos les llevaban rápidamente a la quiebra.
Asimismo, los terrazgueros que, además del impuesto en oro, debían pagar el
alquiler, veían cómo se les llegaba a deducir la mitad o incluso dos tercios de
la cosecha. En vista de ello, Constantino bloqueó el precio de los alquileres.
Pero se sorteó esa prohibición mediante falsificaciones o exigiendo pagos en
especie (xenia), que afectaban normalmente a los productos ganaderos
(cerdos, pollos, huevos, etc.). Como, por otro lado, todos los campesinos
debían permanecer en el lugar donde habían nacido para facilitar la
percepción fiscal, muchos de los insolventes tendían a huir, aunque tuvieran
que abandonar sus tierras para deshacerse de las deudas. Entonces, el Estado
romano se ensañó fijando a los colonos al suelo, aun cuando seguían siendo
jurídicamente libres. Pero, por más que se repetían esas prohibiciones y a
pesar de la ayuda de los grandes terratenientes satisfechos de ver la mano de
obra atada de ese modo a la tierra, no se pudo evitar la continua degradación
de la situación. Incluso los campesinos libres no encontraron otra solución
mejor que la de vender su tierra a un gran propietario a cambio de que pagara
sus deudas o su impuesto en oro al recaudador. Más aún, algunos se
convertían en tenentes de su antigua propiedad, aunque tuvieran que pagar el
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impuesto y el alquiler en especie. Adscribiéndose ellos mismos a la tierra,
perdían su derecho a la propiedad y su estatuto de hombre libres. Aunque
jurídicamente seguían siendo libres, su comportamiento y su estatuto
económico eran prácticamente como los de los esclavos casati. La situación
empeoró por cuanto que en Occidente, a partir del 451, un simple campesino
que hubiera sido obrero agrícola se convertía, al cabo de treinta años, en
colono atado a la tierra de la misma hacienda. El monje Salviano resume bien
esa reducción de los libres al colonato y luego a la esclavitud.
Al haber perdido sus casas y sus parcelas a consecuencia del bandidaje o
por haber sido expulsados de allí por los agentes del fisco, los pequeños
propietarios se refugian en las propiedades de los poderosos y se convierten
en sus colonos… Al igual que si hubieran bebido de la copa de Circe, todos
los que se han instalado en las tierras de los ricos se metamorfosean y se
convierten en esclavos.
Si un campesino libre lograba resistir la tentación del colonato, podía
recurrir a otra práctica: el soborno del funcionario local o la búsqueda de un
poderoso que le hiciera ganar un pleito o le pagara un impuesto atrasado. En
ese caso, el poder político era más rentable que el poder económico. Ni tan
solo los oficiales superiores o los senadores encargados de alguna función
civil dejaban de desarrollar la vieja práctica romana del patronazgo. El
patrono garantizaba su protección al hombre libre, que era entonces aceptado
en la fidelidad a cambio de servicios mutuos. Se trataba normalmente de
prestaciones diversas, llegando incluso a la donación de tierras a cambio de la
supresión de deudas, cancelación de impuestos, etc. Este contrato de igual a
igual se podía romper si una de las partes se consideraba perjudicada, pero los
clientes, ya fueran campesinos que vivían en una aldea o simples particulares,
no acostumbraban a salir de esa protección en vista de las ventajas que
comportaba. Individuos de toda clase, burgos rurales enteros, caían bajo la
dominación más o menos disfrazada de los poderosos. Esta tercera forma de
escapar del Estado no fue, por así decirlo, reprimida en Occidente, y práctica
del patronazgo se extendió en todos los grandes dominios.
No debemos sin embargo concluir que todos los pequeños y medianos
propietarios desaparecieron, ni que todos los colonos vivían en la miseria.
Muchos escaparon a esa tendencia y hasta sabemos de terrazgueros adscritos
a una tierra con capacidad para alquilar otras o para ser decuriones, aunque su
número es de difícil precisión. A pesar de eso, la tendencia general era grave,
no solo porque creaba una economía sumergida, sino también porque
desarrollaba grupos sociales que perdían todo contacto con el Estado. Es
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paradigmática en ese sentido la aparición de clientelas armadas que se
creaban alrededor de algunos poderosos terratenientes o de algunos generales
preocupados por su protección personal contra las acciones armadas de los
funcionarios indignados ante sus abusos. Sabemos que todo legionario
romano prestaba juramento de fidelidad al emperador. Asimismo, todo
súbdito del Imperio se comprometía a no perjudicar jamás al emperador en
persona. Pero, a partir de principios del siglo V, aparecieron unos guardias
privados, llamados bucelarios, que prestaban fidelidad no solo al emperador,
sino también a un jefe militar prestigioso o a un gran senador. Prácticamente
obedecían más al general que les alimentaba con pan de la mejor calidad, el
bizcocho (de donde viene el nombre de bucelarios), que al emperador, que
raramente salía de Ravena. De momento, esos guardias personales no eran
más de un centenar alrededor de cada patrono, pero ya revelan peligrosamente
un riesgo de privatización del ejército.
Por otro lado, los más pobres buscan ávidamente otra protección: la de la
Iglesia. En efecto, después del concilio de Nicea (325), estaba prohibido a los
clérigos entrar en la clientela de un patrono laico. Lo que no estaba prohibido
era lo contrario, y entrar en el clero era muy ventajoso. Porque mientras que
las tierras eclesiásticas estaban gravadas con impuestos, los clérigos, en
cambio, estaban exentos de todo impuesto y del servicio militar. Por eso
aumentó tan prodigiosamente el número de clérigos en los siglos IV y V. La
Iglesia se convirtió en una verdadera estructura dentro del Estado romano.
Calcó su jerarquía de la de los funcionarios civiles, hasta el punto de que
había un obispo metropolitano en cada provincia y un obispo en cada ciudad
(para la cabeza del distrito y el territorio circundante). La militia Christi, la
cohorte de los soldados de Cristo, el clero, aparece frente a la militia armata
(los soldados) y a la militia officialis (los funcionarios). El metropolitano y
dos obispos coprovinciales tenían el derecho de supervisión de la elección de
un nuevo obispo por parte del pueblo y del clero. Ellos lo ordenaban si
estimaban que la elección era conforme con los cánones. Finalmente, los
obispos de algunas provincias se reunían en concilios (sínodos) qué podían
llegar a congregar a todos los obispos del Imperio (ecuménicos) bajo la
autoridad creciente del papa de Roma o de su legado. Tales concilios se
reunían para resolver los grandes problemas teológicos o disciplinarios. Cada
clérigo recibía, según su grado, un salario proveniente de las rentas de los
bienes de su iglesia local. El clérigo era, pues, un privilegiado, al igual que el
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funcionario y el militar. Incluso su jerarquía cedía a veces a los mismos males
que los otros dos cuerpos: las tentativas de corrupción. Desde finales del siglo
IV, la «simonía» (compra de cargos eclesiásticos) venía siendo denunciada y
luego rigurosamente prohibida por el concilio de Calcedonia (451). Ello
demuestra hasta qué punto la Iglesia se había convertido en una potencia
social.
En Hispania, las rentas de cada iglesia se dividían en tres partes: una para
los clérigos, una para el obispo y la otra para construir edificios. En Galia e
Italia, se reservaba una cuarta parte para las viudas y los pobres. Estos estaban
inscritos en una lista (matrícula) análoga a la de los clérigos. Se les mantenía
completamente a expensas de su iglesia. Además, durante el siglo V, se
desarrollaron muchas instituciones caritativas: hospitales para los enfermos,
hospicios para los peregrinos y los viajeros, orfelinatos para los niños
expósitos, etc. En Roma, el sistema de la matrícula estaba todavía más
desarrollado, en vista de la importancia de su población flotante; funcionaban
media docena de diaconías al servicio de los más miserables. Así pues, en el
fondo, la Iglesia era el patrono de los pobres.
Por ello, como verdadero estado dentro del Estado, no tardó en practicar,
al igual que los grandes propietarios y los jefes militares, un tipo particular de
patronazgo. A un campesino a veces le resultaba más ventajoso trabajar como
colono en tierras de la Iglesia que ser totalmente libre. La justicia del obispo
era más atrayente que la del funcionario, porque era más rápida y más directa.
No es extraño encontrar a obispos que protegen a los libertos que les han sido
confiados por testamento o a colonos y clientes que hubieran pertenecido a un
donante piadoso. El obispo se convertía, de ese modo, en verdadero patrono
alternativo dotado él también de fieles. Además, vigilaba cuidadosamente el
mantenimiento del territorio de asilo alrededor de su iglesia, donde se podían
refugiar los esclavos maltratados o los justiciables sin posibilidades de
defensa. Abrumados por una multitud de tareas administrativas, los clérigos
estaban cada vez más atados al mundo. Se estaban convirtiendo ellos también
en poderosos.
Por otra parte, ese era el punto de vista de otros cristianos que
reprochaban a los obispos y a los sacerdotes el que fueran tan mundanos. En
efecto, muchos laicos que practicaban la renuncia al mundo material mediante
el celibato y la pobreza, atacaban a la sociedad cristiana. Los monjes
consideraban que el mundo romano, convertido oficialmente en cristiano, solo
lo era nominal y superficialmente. Por eso dividieron a sus compatriotas en
dos grupos: los seculares, cristianos superficiales sumergidos en el siglo, con
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ocupaciones frívolas y estúpidas, y los conversi o sancti, verdaderamente
convertidos, de ardiente fervor, que habían renunciado a la impureza de un
mundo demasiado rico. A finales del siglo IV, la conversión de un noble
senador, Paulino de Burdeos, y la de su esposa Therasia, provocó un
verdadero escándalo, incluso entre los cristianos. Abandonó todas sus cargas,
vendió y distribuyó sus bienes entre los pobres y luego se retiró al santuario
de San Félix de Ñola, en Italia. También una rica matrona multimillonaria,
Melania, distribuyó sus bienes dispersos en Hispania, Italia, África y Bretaña.
Pero esos hombres vestidos con un manto negro y un capuchón, que
frecuentaban los caminos y socorrían a los viajeros, era en gran parte
parásitos, misántropos e incluso desertores que huían de las ciudades para
eludir sus responsabilidades. Y mientras que excepcionalmente uno de ellos,
Martín, que había sido oficial superior y se había convertido en eremita y
monje, fue propuesto para el obispado de Tours, los otros obispos no dejaron
de burlarse de sus vestidos hechos jirones ni de sus cabellos sucios. Incluso en
Cartago, los monjes no podían salir a la calle sin correr el riesgo de ser
abucheados.
De todos los grupos sociales del Occidente romano, los monjes parecen
ser los más marginales, los más contestatarios y los menos integrados. En
efecto, en ese inicio del siglo V, proliferaron todos los tipos de vida
monástica. Normalmente faltaban reglas, y cuando las había, eran muy
blandas. Vírgenes consagradas vivían en matrimonio espiritual con ascetas,
suscitando naturalmente todo tipo de habladurías. Había grupos de eremitas
que se desplazaban incesantemente, confundiendo el vagabundeo con el
desapego. A esos monjes de tipo egipcio se les llamaba «giróvagos», por
contraposición a los recluidos y a otros ascetas de tipo sirio que llevaban a
cabo penitencias extravagantes. Los monasterios de vida centralizada según la
regla de san Pacomio se oponían a los conventos compuestos por celdas
dispersas que practicaban la regla de san Basilio. Finalmente, se crearon en
los obispados unas comunidades de clérigos episcopales que practicaban la
cultura sagrada y la vida consagrada. En resumen, tanto en el «desierto» como
en los campos, tanto en la ciudad como en las casas particulares, proliferaban
diferentes modos de vida monástica criticados por los laicos y los monjes. Los
más exigentes, como Juan Casiano cuando llegó a Roma hacia el 405,
estimaban que los monjes en Occidente eran poco numerosos (en
comparación con Oriente, claro está), perezosos e indisciplinados.
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Mientras el clero atrae a los hombres libres y los monjes a los críticos, el
medio urbano tiene tendencia a vaciarse. Normalmente, la ciudad, como
capital y centro de un territorio, se administra sola. La asamblea de
ciudadanos aprueba las propuestas de nombramiento de los magistrados
municipales que presenta el consejo de los decuriones, la curia. De hecho, es
esta última la que dirige la ciudad. El primero de marzo de cada año elige a
los responsables de la recaudación de impuestos, del reclutamiento, de la
gestión de las minas, de los dominios imperiales y de los caballos para la
posta, sin olvidar a los responsables de insertar los documentos privados
(ventas, donaciones, testamentos, etc.) en el registro municipal oficial. Otros
cargos tenían que ver con el mantenimiento de los acueductos, el suministro
de leña para las termas, y la reparación de monumentos y murallas. El consejo
debía vigilar los precios. Por último, los curiales tenían que organizar los
juegos públicos, los combates de gladiadores o las cacerías de animales
salvajes y exóticos importados de lejos. Ahora bien, los ingresos de las
ciudades de Occidente eran escasos, y sus bienes territoriales hasta parecían
haber desaparecido a principios del siglo V. Así pues, todos los gastos
descansaban sobre la fortuna personal de los curiales, que servía tanto de
garante de la recaudación de impuestos como de fuente de los gastos públicos,
que respondían a la gran tradición derrochadora de la Antigüedad. Por ello,
fueran ricos o pobres, medianos o grandes propietarios, los curiales trataban o
bien de salir de su orden después de haber atendido a sus cargas municipales,
y en tal caso se les llamaba honorati, o bien de escapar a sus obligaciones
simplemente. A menudo les amenazaba la ruina, y entonces intentaban
ingresar en el ejército, en el clero o en los monasterios. Si no conseguían
entrar en uno de esos grupos privilegiados llegaban incluso a casarse con
esclavas para que su función no fuera hereditaria, a pesar del papel de
protector de los pobres que debía desempeñar el defensor de la ciudad.
Encontramos el mismo fenómeno a cada instante: la huida de la propia
condición para escapar del Estado. En el 458, el emperador Mayoriano intentó
consolidar los colegios de curiales, que estaban en proceso de desmembración
en Occidente. Pero los curiales no desaparecían de las ciudades solamente por
avaricia o empobrecimiento. Se oponían sobre todo a ser transformados en
funcionarios y a tener que ocuparse de tareas que les apartaban de sus
actividades habituales.
En particular, intentaban entrar en la nobleza senatorial. Esta se dividía en
varias clases, con títulos muy jerarquizados en función de los cargos
administrativos que se ejercían y de los títulos otorgados por el emperador. A
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principios del siglo V, su forma de reclutamiento había sufrido una profunda
renovación. Junto a las viejas familias que venían de la época republicana,
aparecieron linajes nuevos surgidos normalmente de los decuriones, aunque
también de simples soldados e incluso de oficiales bárbaros o de notarios.
Permanencia y cambio son las dos características contradictorias que marcan
el reclutamiento de senadores. Abogados y maestros podían también llegar a
ser senadores. Algunos de ellos vivían apenas con desahogo. En cambio,
algunos eran inmensamente ricos, especialmente los de la clase más elevada
que estaban exentos de impuestos y de cargos curiales. Evidentemente, tenían
que contribuir con sus rentas a los gastos suntuarios correspondientes a los
juegos que organizaban los cuestores, los pretores o los cónsules como en los
tiempos antiguos. Pero cumplir con ese deber era para ellos una cuestión de
honor, aunque de ello no se derivara ningún papel político importante. En
efecto, los senadores poseían grandes fortunas territoriales, y se podían
permitir el lujo de no ejercer apenas funciones administrativas al tiempo que
su patrimonio crecía. Dada su gran riqueza y su cultura, llevan una vida
holgada y ociosa. Los espectáculos de caza en los anfiteatros, las carreras de
caballos y la agradable comodidad de las termas eran para ellos el verdadero
placer y la vida ideal, de la que querían hacer partícipes a sus compatriotas
ciudadanos. Se comprende así por qué todas las esperanzas de ascensión
convergían en ese grupo social, y por qué se le incrustaron tantos
advenedizos, de modo que ese grupo senatorial, al que los emperadores ilirios
habían vaciado de poder político real, lo fue recuperando lenta e
insensiblemente. Efectivamente, un senador de primera clase, respetado por
su naturaleza y por el rango que ocupaba en las ceremonias oficiales, podía
intervenir directamente ante un alto funcionario o dar largas a un curial que le
reclamara sus impuestos. Los privilegios de la influencia se añadieron
insensiblemente al prestigio y, finalmente, los que solicitaban cargos a los
senadores se fueron convirtiendo en sus clientes. El patronazgo floreció al
amparo de las grandes familias senatoriales. El senador, intermediario
obligado entre el Estado y los ciudadanos, sustraía a su vez al contribuyente
de la autoridad pública. Y cuando finalmente se retiraban a sus posesiones,
sin perder contacto con la corte ni sus lazos familiares con altos funcionarios,
los senadores se convertían en potentados locales. No fue raro en el siglo V
que algún jefe de una familia senatorial obtuviera el Imperio mediante
usurpación, lo cual hacía casi dos siglos que no ocurría. Ese retorno a la
antigua fuerza del elemento senatorial es un signo de los nuevos tiempos que
se preparan.
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En resumen, la sociedad de la Antigüedad tardía ve nacer nuevos
poderosos y nuevos privilegiados: funcionarios, soldados, clérigos y
senadores, junto a los esclavos casati y los colonos adscritos a la tierra,
aunque ello pueda parecer una paradoja. Entre esos dos estratos sociales se
debaten y se agitan, ya sea para subir o para bajar, campesinos libres,
ciudadanos, curiales y monjes. Todos esos movimientos internos tienen por
objetivo escapar de la poderosa máquina estatal para convertirse en protector
o protegido, en patrono o en cliente. Esa huida general de las
responsabilidades y esa negativa a participar en el esfuerzo fiscal y militar
necesarios para el mantenimiento de la guerra, provienen de un deseo de
conservar los logros del tipo de vida creado por la paz romana. Por ello, el
Estado se consume intentando que cada uno cumpla con sus deberes, mientras
que la Iglesia proclama en vano una moral que no se sigue. En efecto, las
leyes romanas están llenas de prohibiciones de abandono del propio estatuto
social. El esclavo no puede ser sacerdote ni monje. Los colonos no pueden
abandonar la tierra que cultivan. Los miembros de las asociaciones de oficios
no las pueden abandonar. Los curiales no pueden entrar en el ejército ni ser
clérigos o monjes. El marido de una joven de familia curial se convierte en
curial. Un obispo no puede cambiar de sede episcopal. La hija de un senador
no puede casarse con un hombre libre ni con un esclavo. En definitiva, esas
leyes, que intentan atar a cada uno hereditariamente a su condición social,
demuestran con su minuciosidad y su vana repetición que la sociedad romana
sigue siendo fluida o se va coagulando lentamente alrededor de los poderosos
protectores sin que el Estado pueda aglutinar todas las energías. Asimismo,
las exigencias cristianas se acostumbran a ignorar y se consideran
impracticables. Muchos se hacían bautizar in articulo mortis para asegurarse
de que morían perdonados y salvados. Los cristianos practicaban el divorcio,
autorizado por la ley, a pesar de la proclamación de la indisolubilidad del
matrimonio. Las prácticas abortivas eran a menudo correlativas a la estructura
familiar, conyugal. Es decir: esa inobservancia de las órdenes del Estado y de
los consejos de la Iglesia demuestra que la política y la religión no penetran
seriamente en la sociedad. Y si llegan a penetrar, provocan una huida hacia
los lazos de hombre a hombre y hacia las soledades incivilizadas.
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sociedad pueden dominar. Estas afectan al número de hombres, a la extensión
de los grandes latifundios, a la economía monetaria y al nacimiento de un
nuevo tipo de ciudad. La política militar, fiscal y monetaria tiene un papel
verdaderamente preponderante en la evolución económica del Imperio
Romano de Occidente, pero ese papel, en vez de ser motor, es más bien
creador de grandes rupturas, incluso dentro de una coyuntura de expansión.
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Que existían territorios muy poco poblados e incluso vacíos lo confirma el
empleo de términos oficiales como tractus y saltus, que designan a las tierras
incultas, bosques, terrenos pantanosos, pastos, estepas, etc. Como
jurídicamente se consideraba que no tenían dueño, el Estado se consideraba
su propietario. Y ese derecho del Estado se hacía extensivo al subsuelo y por
lo tanto a las canteras y las minas. Ahora bien, parece que las roturaciones
romanas solo se impusieron a la naturaleza salvaje en las inmediaciones del
Mediterráneo. La irrigación y el drenaje solo afectaron a las costas del
Levante español y las de la península itálica. El sistema catastral romano, que
convertía el paisaje en una cuadrícula regular a partir de las carreteras,
transformó profundamente las planicies costeras sicilianas, africanas (sobre
todo en el actual Túnez) y también las orillas del Po, del Guadalquivir y del
Ebro. Desde el Languedoc y la Provenza debió subir por el Ródano hasta la
Champaña y la Picardía, e incluso pudo alcanzar la cuenca del Támesis. Pero,
en resumidas cuentas, el paisaje inculto lo superaba con creces, y el dominio
virtual del Estado debía ser inmenso. Las planicies y las montañas de Europa
estaban cubiertas de enormes masas boscosas. Estas representaban quizá tres
cuartas partes de la superficie de las regiones que venimos considerando. Los
bosques apenas se explotaban, excepto en Córcega, Cerdeña, los Apeninos,
Sierra Nevada y los Causses donde se necesitaba madera para los astilleros y
resina para fabricar la pez. Las mesetas españolas producían esparto a partir
de la retama.
No obstante, las principales actividades que se llevaban a cabo en las
zonas incultas eran las mismas del paleolítico: recolección, ganadería
extensiva y caza.
Se recogían frutas y bayas de las breñas, o bien se llevaban los cerdos a
pacer bajo los robles y las hayas de los bosques vecinos. Los productos de las
zonas incultas eran a menudo tan importantes que permitían llevar a cabo
explotaciones considerables: los cerdos de Bruttium (Calabria) alimentaban a
los ciudadanos pobres de Roma, y los de la Galia septentrional iban hacia el
Rin y el Ródano. Junto con la lana, uno de los principales subproductos de la
ganadería era el queso. Se producía abundantemente en Iliria, Dalmacia, Galia
y Gran Bretaña. África, Numidia, Hispania y Panonia suministraban caballos.
Mientras que en invierno se comía carne de cerdo salada, en otoño la caza
ofrecía, particularmente en los grandes dominios, la carne fresca de los
grandes herbívoros, ciervos, corzos, pequeños roedores, liebres, ardillas y, el
gran animal por excelencia, el jabalí. Tampoco debemos olvidar los recursos
de los ríos, los lagos y el mar. La pesca con red, con nasa o con almadraba era
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muy productiva puesto que los hombres, poco numerosos por otro lado, no
disponían de medios suficientes para agotar los recursos naturales.
En particular, las ingentes producciones de sal y de garum en casi todas
las costas del Imperio, verifican esa superabundancia. Las salinas se
extendían por las costas mediterráneas allí donde la insolación lo permitía. La
pesca del atún, del mújol y de la caballa, junto a la recogida de ostras,
permitía la fabricación de un producto para condimentar, el garum, en
verdaderas «fábricas de salazón». Ese líquido, que corresponde al actual
nuocman, se exportaba en ánforas especiales y, junto con la sal, remontaba los
ríos en grandes cantidades hasta llegar a todas las mesas. Se fabricaba
masivamente en las costas de Mauritania, la Bética, el Levante (desde
Cartagena a Barcelona), y también en las de Aquitania.
Había otros dos productos del saltus por los que el Estado se interesaba:
los minerales y las piedras para la construcción. Cuando no los explotaba
directamente a base de mineros y canteros adscritos hereditariamente a sus
corporaciones, se apropiaba el 10 por 100 sobre el producto extraído y
permitía que el propietario del suelo recibiese otro tanto. Parece que la
extracción fue activa gracias a ese régimen de explotación ventajoso. Las
minas de hierro más importantes eran las de la isla de Elba, las de la Nórica
(Baviera y Austria actuales), Iliria, Berry e Hispania. El oro procedía sobre
todo de Galicia y las Cevenas. El estaño seguía siendo suministrado por las
minas de Galicia y Cornualles, mientras que el plomo y la plata, a menudo
asociados, abundaban en las minas de Sierra Nevada, de las cordilleras
dináricas de Iliria o de las peninas de Gran Bretaña. El mármol blanco de
Luni en Italia (cerca de Carrara) y el de colores de los Pirineos o de África, se
apreciaban mucho en las construcciones, las columnas, los capiteles y los
sarcófagos, pero, en comparación con las sencillas piedras para la
construcción que se encontraban más o menos en todas partes, eran productos
de lujo. En resumidas cuentas, aunque en el saltus no abundan los cazadores
furtivos ni las chozas de carboneros, leñadores y pastores, no está por ello
menos explotado y contribuye de forma importante al equilibrio de la vida
cotidiana, del abastecimiento y de los trabajos de artesanía de los romanos.
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se podía adquirir la propiedad de tierras incultas o abandonadas. En efecto,
desde el siglo II, la ley romana reconocía dos tipos de derechos sobre una
tierra: la plena proprietas del propietario, y la possessio o derecho a
perpetuidad que detentaba un cultivador sobre la tierra del dueño titular al
haberla roturado. Ese doble derecho existía en todo el Imperio Romano. En el
siglo V, cualquiera podía explotar una marisma, o un meandro, o cualquier
otro aluvión fluvial, y convertirse en su dueño a perpetuidad sin tener que
pagar impuestos. Cualquier tierra abandonada que otro volviera a roturar
pasaba a su propiedad al cabo de dos años. Finalmente, una ley del 424
autorizaba a cualquiera que roturara una tierra pública, ya fuera del saltus
inculto o de una propiedad vacante que hubiera caído en manos del Estado, y
que la ocupara regularmente durante treinta años pagando el alquiler y los
impuestos correspondientes, a convertirse en su propietario oficial. Así, la
possessio se transformaba en proprietas.
Esa ley y ese principio, fundamental en el futuro, no se aplicaron de
momento más que en las tierras estatales cultivadas. Estas no cesaban de
aumentar gracias a la incorporación de tierras confiscadas, sin herencia o
vacantes. En Campania, en la región de Valence en la Galia y sobre todo en el
sur de Túnez, parecen haber existido agri deserti, abandonados como
consecuencia de una excesiva presión fiscal que no distinguía las tierras
fértiles de las tierras poco productivas. Detrás de la frontera renana o
danubiana había muchas tierras que habían sido evacuadas por razones de
seguridad. Por otro lado, naturalmente, la gente se atropellaba para obtener
tierras de la corona. Como los alquileres se podían pagar en oro, muchos
grandes propietarios se presentaban como compradores para ampliar de ese
modo sus patrimonios. Todo ello explica un fenómeno sorprendente de la
romanidad tardía: la tendencia a la extensión de la gran propiedad, sin que por
ello desaparecieran los pequeños y medianos propietarios y sin un aumento
correlativo de la superficie cultivada. Así pues, las tierras públicas actuaban
como reservas de seguridad para responder a la creciente demanda de tierras,
sin que hubiera ningún cambio importante en el número de brazos
disponibles.
Todo el mundo compraba tierras. Pero la igualdad jurídica que imponía el
derecho privado romano obligaba al marido y a la mujer a seguir siendo
dueños de sus bienes respectivos y a dividirlos por partes iguales entre los
hijos en testamentos extraordinariamente precisos y rígidos. Ello afectaba a
todos, desde el más humilde al mayor propietario, y a raíz de ello las grandes
centuriaciones primitivas se encontraban convertidas en pequeñas parcelas
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dispersas. Era necesario entonces hacer cambios continuamente para
reagrupar la tierra o bien alquilar o comprar más parcelas. Además, los
negociantes y los comerciantes solo podían invertir sus beneficios en
propiedades territoriales. La constante demanda de tierra se encontraba en el
extremo de un proceso que había empezado por su abandono. Al fin y al cabo,
en esta época la agricultura era la principal fuente de ingresos del Imperio.
Aunque dispersa, la tierra se podía dividir en dos tipos. Los campesinos
propietarios, los colonos adscritos a la tierra y los decuriones, cultivaban
parcelas (ager, agellus) o «colonias» (colonicae). A menudo falta
documentación para constatar la existencia de esas pequeñas y medianas
propiedades o de esas parcelas, pero existen sin duda alguna, aunque solo
figuren en el momento en que pasan a depender de un gran propietario. Este
da a menudo nombre a su hacienda: fundus Cornelianus, por ejemplo, ha
dado Corneilhan en el bajo Languedoc. Ahora bien, es muy raro que el fundus
o el praedium esté agrupado en una unidad. Además, podía estar dividido en
mitades, tercios y hasta octavos a merced de las herencias y las ventas. Así
pues, la frontera entre gran propiedad y pequeña propiedad era imperceptible.
Ya en la cúspide de la escala social, los fundi estaban agrupados en massae,
archipiélagos que emergían de la masa de las pequeñas y medianas
propiedades. El senador Paulino de Pella, aunque de origen bordelés, poseía
fundi a lo largo del Gironda, en Acaya y en el Epiro. En África, algunas
porciones del saltus que un gran terrateniente daba a roturar a un único
poseedor eran mayores que todo el territorio de una ciudad. Pero ello solo era
posible en el saltus. En los otros sitios, las grandes propiedades se
encontraban constantemente fragmentadas por enclaves ya fuesen minúsculos
o más importantes.
Por eso, los senadores de rango elevado se esforzaban por transformar las
pequeñas propiedades vecinas en tenencias mediante contratos de patronazgo,
o por comprarlas ni que fuera a un precio elevado, o por ampliar su influencia
alquilando tierras abandonadas. Ese doble movimiento de exclusión de
vecinos y de creación de campos nuevos o de roturación de antiguas
propiedades abandonadas llevó a la aparición de grandes propietarios que
eran a la vez possessores que tomaban en alquiler tierras del Estado
(cultivadas o incultas) para acabar convirtiéndose en sus propietarios en
virtud de la «prescripción treintañal». Ya a finales del siglo IV, san Ambrosio,
obispo de Milán, denunciaba duramente ese ávido deseo de acaparamiento y
esa sed de engrandecimiento en los dueños que eran a la vez funcionarios,
patronos y jueces, y que, ayudados por administradores (actores) y capataces
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(conductores), percibían alquileres elevadísimos y cánones en especie. En
efecto, ese sistema era particularmente indispensable en el caso de que el
propietario fuera una persona jurídica: el Estado o la Iglesia. El absentismo de
los dueños de los grandes dominios privados también requería ese tipo de
organización compleja en su administración. A principios del siglo V, los
potentes senadores residían todavía en la ciudad y dirigían a distancia a través
de sus intendentes. Tenían que estar al corriente de los precios del mercado.
En efecto, la Italia anonaria proveía del trigo y del vino fiscales para la
alimentación de los ciudadanos de Roma y para el ejército. Por su parte,
África, y en menor cantidad la Bética, abastecían de trigo a Italia con
regularidad. Aquitania y Champaña proveían a los ejércitos galo y renano.
Esa demanda constante impulsó a los grandes propietarios a extender sus
dominios. Ellos monopolizaron cada vez más los mercados dado que
conocían mejor los precios que los pequeños propietarios y porque tornaban
temporeros durante la época de la siega y de la vendimia.
Así pues, los rendimientos eran para ellos una preocupación primordial.
Hemos visto cómo se repartía la mano de obra y por qué se prefería el colono
adscrito al suelo al esclavo agrícola que ya había sido casatus, en vista de lo
poco que producía. Pero ello no impedía que los esclavos, a pesar de ser
pocos proporcionalmente, fueran todavía abundantes, puesto que unos
parientes del emperador Teodosio pudieron reclutar en el 409, a falta de algo
mejor y a pesar de la prohibición, un verdadero ejército compuesto por mano
de obra servil para luchar contra los bárbaros. De hecho, como había pocos
brazos disponibles, era necesario innovar. Los grandes propietarios
consultaban entonces a los agrónomos, de cuyos escritos se hicieron muchas
copias: Columela, Varrón y Paladio. Este último era un aquitano, prefecto del
pretorio en Roma en el 458. Escribió un tratado de agricultura que revela el
creciente interés de los senadores por los trabajos del campo. Por lo que se
refiere a los cereales, el barbecho bienal se acompañaba de escardas y labores
frecuentes. Se cultivaban cereales de primavera, que crecen en tres meses,
para paliar las malas cosechas de invierno.
Mejoraban la producción el cultivo de leguminosas (guisantes, alubias,
lentejas, etc.) y la práctica del abono en algunos casos. El arado y la azada se
utilizaban conjuntamente para voltear la tierra. Se cuidaban con especial
esmero los huertos y las viñas. Los primeros producían coles, cebollas y
rábanos en abundancia, pero generalmente se prefería el viñedo por su alto
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rendimiento y las posibilidades de especulación que ofrecía la venta del vino.
Por otro lado, es probable que los primeros esclavos casati lo fueran en los
viñedos, ya que estos tenían mucho interés en producir con el fin de obtener
beneficios del vino que se les dejaba y aumentar con ello sus peculios. El
cultivo del olivo estaba muy extendido en África, Hispania e Istria.
Es difícil valorar los rendimientos de los cereales. Para Columela, no se
podía obtener un ingreso normal a menos que hubiera 16 trabajadores
agrícolas por kilómetro cuadrado. Sin embargo, parece que, por falta de
hombres, solo había ocho a finales del siglo IV. Así pues, no se llegaba a la
proporción ideal. En consecuencia, era necesario aumentar los rendimientos a
toda costa. Columela aconsejaba sembrar cuatro moyos por hectárea, pero
Paladio prefería seis moyos. En ese último caso, se producirían veinte
hectolitros por hectárea, lo cual sería válido para tierras de mediano valor.
Según Columela, el rendimiento era de cuatro por uno en un año malo; es
decir, de cinco a siete quintales por hectárea. Nos quedamos con esa cifra por
prudencia, ya que Varrón precisa que en Etruria se obtenían proporciones del
diez al quince por uno y ello daría una producción de trece a veinte quintales
por hectárea aproximadamente.
Para una utilización óptima de la escasa mano de obra, los agrónomos
romanos aconsejaban el empleo de máquinas. Paladio incitaba enérgicamente
a construir molinos de agua «para moler el trigo sin tener que recurrir al
trabajo animal o humano». Efectivamente, había numerosos molinos flotantes
en el Tíber a su paso por Roma. Los de Barbegal en el Ródano, cerca de
Arles, parecían por su capacidad verdaderas molinerías. En el norte de Italia
se utilizaba la sena, que era una especie de carretilla con ruedas dentadas para
trillar el trigo en la era. En el norte de la Galia, el vallas, un carro con unas
cuchillas en la parte delantera que separaban las espigas del tallo, era
empujado por mulas y dirigido por un solo hombre que vigilaba su
funcionamiento. Con ello, se suprimía el empleo de muchos segadores.
Incluso parece que el arado con ruedas se podría haber conocido en las
llanuras del Po y del Danubio, así como en el norte de la Galia. Volvemos,
pues, a encontrarnos con las zonas poco pobladas que tenían la obligación de
alimentar a los ejércitos y que estaban por ello condenadas a la innovación.
Por ello, el fin del siglo IV es un período de gran producción y
prosperidad. ¿No es Paladio quien afirma que «la presencia del propietario
acarrea prosperidad a la hacienda»? ¿No es él quien recomienda tener «sin
falta herreros, carpinteros y fabricantes de tinajas y cubas en el dominio para
que la necesidad de acudir a la ciudad no obligue a los campesinos a
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abandonar su trabajo normal»? La tendencia a la autarquía en el dominio es el
precio de esos esfuerzos de productividad. El éxodo de los senadores hacia el
campo, que va acompañado del rechazo a ejercer funciones políticas, no es
solamente una dimisión; demuestra un interés renovado por la producción y la
especulación agrícolas. Por su disposición y su amplitud, los dominios rurales
del siglo IV descubiertos por la arqueología y la fotografía aérea demuestran
que no tienen nada que envidiar a los del Imperio clásico.
La ciudad se marchita
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invasiones, solamente una parte de los habitantes se refugiaba en la fortaleza,
mientras que los otros huían al campo. La ciudad romana del Imperio tardío
estaba dotada de capacidades retráctiles. En circunstancias normales, Burdeos
debía contar con 16 000 habitantes y París con 20 000. En tiempos de guerra
se podían vaciar de una sola vez. Y ello nos lleva a considerar una de las
distorsiones más graves entre la ciudad y el campo: el desplazamiento de la
producción y de las fuerzas económicas desde los centros urbanos a las zonas
rurales.
En efecto, eran raras las ciudades capitales que tenían artesanos y vendían
productos manufacturados. Ya hemos visto que había muy pocas cecas: seis
en las ciudades más importantes. Quizá la producción de vidrio en Colonia
era la única que seguía constituyendo una actividad importante. Pero las
manufacturas textiles de Amiens y Bourges dependían del Estado, así como
los navicularios (corporación de armadores del Estado que transportaban el
trigo fiscal) ya trabajaran en Ostia, en Cartago, en Aquileia o en Barcelona.
Es particularmente revelador el caso de los talleres de cerámica; estaban todos
instalados en el campo, cerca de grandes centros de consumo como los
campamentos militares o los alrededores de los grandes puertos. En
definitiva, la ciudad representaba cada vez más el Estado y la Iglesia; se
convirtió en lugar de intercambio, incluso en competencia con los vid,
grandes burgos rurales donde los campesinos se concentraban más a menudo
para vender sus productos.
En total, las ciudades habían perdido gran parte de su actividad económica
y se estancaron en la parte occidental del Imperio a medida que se vaciaban
de trabajadores y propietarios terratenientes; pero siguieron imponiendo su
ley política y religiosa. En el nivel de los intercambios comerciales y
monetarios se produjo una distorsión idéntica; el comercio exterior con los
países bárbaros, Irán y el Extremo Oriente estaba gravado en las fronteras con
un derecho de aduana nada menos que del doce y medio por ciento. Sin
embargo, el comercio con los países de Europa central era beneficioso porque
se vendían muchos productos manufacturados. En cambio, el déficit que
provocaban las compras de incienso del Yemen, de especias de la India y de
seda de China no era suficiente para desequilibrar la balanza de pagos del
Imperio. No había ninguna proporción entre ese comercio de lujo y el
comercio interior.
El Estado favorecía a este último, como siempre por razones fiscales y
militares. La red de carreteras romana se encontraba en su punto de máximo
apogeo; cubría todo Occidente permitiendo que las tropas y los correos de
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posta del cursus publicus se desplazaran rápidamente para la época: por
ejemplo, había seis días de camino de Milán a Roma. Pero precisamente los
transportes terrestres no favorecían las mercancías; era más caro transportar
600 kilos de carga en un carro tirado por una pareja de bueyes que en un par
de dromedarios. Por eso, estos últimos se utilizaron durante todo el Imperio y
llevaban todo el equipaje de las tropas. Era mejor el transporte por agua: más
práctico y más económico. La carga media de los barcos que transportaban
trigo era de 150 toneladas. Pero, una vez más, los navicularii intentaban
escapar de las exigencias del Estado y preferían utilizar barcos de veinte
toneladas, con lo cual no tenían que pagar tantos impuestos y podían obtener
más beneficios. También los barqueros del Tíber, el Po y el Ródano estaban
controlados por la administración.
Así pues, solamente eran rentables los transportes fluviales y marítimos,
tanto más cuanto que el Estado era el principal consumidor. Aunque solo se
pudiera navegar del 31 de marzo al 10 de octubre (o a veces hasta el 11 de
noviembre), aunque los viajes fueran lentos (cinco días de Narbona a Cartago,
treinta días de Alejandría a Marsella), las rutas marítimas estuvieron muy
frecuentadas, particularmente para transportar trigo, vino y aceite. Había
comunicación regular entre todos los puertos de cierta importancia. El
Mediterráneo seguía siendo el centro de esa economía de intercambio. Solo
hay dos excepciones dignas de señalar: se utilizaba frecuentemente el periplo
ibérico para ir a comprar estaño británico, y las flotillas que llevaban trigo de
la cuenca del Támesis iban regularmente de Londres a Maguncia. Pero aquí
nos encontramos una vez más con el papel promotor del Estado. En efecto,
parece que los negociantes privados eran poco numerosos si nos atenemos al
débil rendimiento del impuesto que les gravaba, la collatio lustralis. Junto a
los mercaderes ambulantes galos, hispánicos y africanos, encontramos a
activos comerciantes sirios y judíos. Pero, naturalmente, los productores
tenían tendencia a negociar directamente la venta de su trigo o su vino. El
mercado frumentario del norte de Italia estaba en manos de los grandes
senadores que jugaban al alza o a la baja según los períodos de siega o de
espera de la nueva cosecha: en seis meses los precios podían triplicarse o al
revés. Entonces, los pequeños campesinos propietarios negociaban
directamente sus excedentes, y la especulación era tanto más tentadora cuanto
que acostumbraba a ir unida a préstamos y a adelantos sobre las cosechas.
Ahora bien, la renta de la tierra en el norte de Italia parece que era del 10 por
ciento. Como la tasa de interés era oficialmente del 12 por ciento, y a menudo
mucho más, una fuerte demanda del Estado estimulaba en consecuencia el
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comercio privado que aportaba el complemento necesario y provocaba nuevos
empréstitos a intereses aún más elevados. Ello explica las diatribas
episcopales, sobre todo las de san Ambrosio, contra la usura.
Esos préstamos a interés elevado, particularmente para las empresas
marítimas (33 por ciento), precisaban de dinero contante y sonante, cuya
disponibilidad se multiplicó a principios del siglo V con la acuñación del
sueldo de oro, que era una moneda con gran poder adquisitivo que se
aceptaba en todas partes. Como las piezas de bronce, los folies, se devaluaban
sin cesar según la ley de Gresham que dice que «la mala moneda expulsa a la
buena», el Estado, los funcionarios, los soldados y los comerciantes exigían
ser pagados en oro. La adaeratio, esto es, el pago de los impuestos en sueldos
de oro (en vez de especie), se generalizó. Ahora bien, los contribuyentes, en
particular los colonos con una producción débil, no disponían de esas especies
monetarias. Por lo que a partir del 383, los emperadores hicieron acuñar
tremisses, tercios de sueldo de oro de 1,51 gramos, para responder mejor a la
demanda. Tampoco sirvió de nada pagar a los legionarios renanos con una
moneda minúscula de plata, el minimissimi. El brutal efecto deflacionista de
la moneda de oro obligó a los campesinos libres a convertirse en colonos
ligados al suelo, dependientes de un propietario o de un patrono al que debían
pagar su impuesto en especie, encargándose este de abonarlo al fisco en
moneda. Una reserva de oro con excesivo poder adquisitivo con relación a la
productividad provocó, ni más ni menos, el retorno a una economía natural.
Un sistema monetario estable había de acarrear, tarde o temprano, el
derrumbamiento de la economía unitaria romana, según el grado mayor o
menor de desarrollo económico en las diferentes provincias. Ello no afectó a
las provincias más ricas (África, Italia peninsular, las islas, el sur y el este de
Hispania y la Galia meridional), pero ese efecto mecánico disolvente, debido
a la ignorancia de las leyes elementales de la moneda por parte del gobierno
imperial, empezaba a pesar sobre las regiones pobres. Una vez más, la
separación entre el Estado y las ciudades por un lado, y el campo por otro
lado, amenazaba derrumbamiento. Oriente lo evitó en el año 498 mediante la
revaluación de la moneda de bronce, pero no ocurrió lo mismo en Occidente.
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nunca puso en tela de juicio la cultura helenística que había extendido a todo
Occidente, puesto que en nombre de su modelo, estaba convencida de que era
universal. Solamente los bárbaros y los esclavos eran extranjeros; todos los
demás hombres eran los únicos verdaderamente libres.
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técnicas. Al igual que en la agricultura, también aquí aparecieron
innovaciones: el libro (codex), con las páginas que pueden hojearse o donde
se pueden escribir notas, empezó a reemplazar al rollo. El pergamino, piel de
cordero cuidadosamente alisada, hacía la competencia al papiro egipcio, a la
vez caro y rugoso. Finalmente, la pluma de oca apareció sin eliminar a la caña
partida (el cálamo). La pluma permitía escribir en escritura cursiva más
rápida. Pero a pesar de todo, la enseñanza estaba en crisis: muchos jóvenes
alumnos refunfuñaban ante el aprendizaje del griego. Agustín, aunque era
profesor de retórica en Cartago, lo conocía muy mal. Paulino de Pella cuenta
que el aprendizaje de las dos lenguas le costaba tanto que llegó a ponerse
enfermo, después de lo cual decidió dedicarse a los placeres de la caza.
También en ese sentido, una enseñanza demasiado difícil provocó que la
aristocracia senatorial volviera a la naturaleza y a los placeres del campo.
Las críticas monásticas también influyeron en esa crisis de la enseñanza.
Los cristianos laicos no habían querido cambiar la enseñanza clásica
humanística que tanto admiraban, pero los monjes se daban cuenta de todo el
paganismo que la cultura grecorromana transmitía. Juan Casiano, que fundó
San Víctor de Marsella en el 410, reclamaba una cultura espiritual
fundamentada en la Biblia. Los monjes egipcios, de origen popular a menudo,
consideraban que la enseñanza de las humanidades era inútil porque era
inmoral. A esas críticas, que dividían profundamente al episcopado a medida
que los senadores de grandes familias entraban en él, respondió Agustín en su
De doctrina cristiana, que escribió entre el año 396 y el 427. Para él, la
cultura clásica era absolutamente indispensable como paso propedéutico
obligatorio hacia el conocimiento de la Biblia. El intelectual cristiano tenía
que ser gramático y retórico para convertirse en un exegeta perfecto y en un
brillante orador sagrado. Así, Agustín recuperó toda la cultura antigua para
ponerla al servicio de las letras sagradas. Pero, al mismo tiempo, la necesidad
de hacerse comprender por el pueblo le obligó a practicar un sermón claro y
simple, y por ello a abandonar buena parte del yugo de la retórica. Ese
aligeramiento y ese abandono eran las únicas soluciones para resolver la crisis
de la enseñanza, aunque fueran contra la latinidad. Sin embargo, todavía no se
había comprendido en Occidente el alcance genial de esa solución.
Así pues, el ideal universalista seguía intangible, y todas las élites
comulgaban, en el mismo culto a la eternidad de Roma, con el panegirista
Pacatus Drepanius como ya hemos visto. La uniformidad de la cultura, la
aceptación unánime de las ventajas de la civilización, el mismo tipo de vida
de este a oeste, apenas afectado por la diferencia entre el latín y el griego,
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hacían que los espíritus cultivados no se dieran cuenta de las realidades
geográficas de una romanidad con matices múltiples. Existían zonas muy
poco romanizadas que, casualmente, correspondían a los países pobres.
De Cartago a Tánger, en África, la fuerza de la civilización romana disminuía
lentamente; en las montañas incluso se desconocía su influencia. En el
noroeste de Hispania, las capitales de territorio no eran ni tan siquiera
ciudades sino conventus, lugares de reuniones tribales; en los montes
cántabros y en el País Vasco la romanización había fracasado por completo.
En la Galia, sobre todo en Armórica, eran importantes las supervivencias
galas. En Gran Bretraña, seguía vivo el fondo céltico que triunfó en el País de
Gales y en Escocia, al norte del muro de Adriano. En las zonas poco
romanizadas de la Tarraconense, de los Pirineos, en los Alpes y entre el Loira
y el Sena, bandas de campesinos, a veces llamados bandidos, se rebelaban
intermitentemente contra el fisco. Normalmente se les designaba con el
nombre de bagaudas, palabra de origen galo que significa «agrupación».
Finalmente, no olvidemos la germanización del norte de Bélgica por parte de
los francos. En definitiva, la unanimidad romana presentaba sombras que el
esplendor literario y artístico camuflaba.
Ese cuadro de contrastes nos muestra, pues, una romanidad segura de ella
misma y totalmente inconsciente de los desgarramientos internos. Se trataba
de un mundo asediado que se creía pacífico, por lo que desarrolló tres
instrumentas de paz: el derecho, con su distinción entre público y privado; el
ejército, con su dualidad (tropas de cobertura y tropas de campaña), y los
funcionarios al servicio de la justicia y de las finanzas. Pero, para mantener lo
que se había logrado y para conservar intacto su potencial urbano, se tuvo que
crear un sistema fiscal devorador. Para paliar la insuficiencia de hombres se
tuvieron que introducir bárbaros en las tropas. Para mejorar los rendimientos
se tuvieron que adscribir los colonos a la tierra y se tuvo que generalizar la
economía monetaria. Para aumentar el fervor romano, se tuvo que desarrollar
una enseñanza y hubo que apoyarse en la Iglesia. Pero tensando de ese modo
los resortes de la sociedad sin querer sacrificar nada de la herencia antigua, la
romanidad creó privilegios en los extremos de la sociedad e hizo aparecer
divergencias graves: decuriones y campesinos contra el Estado, monjes contra
clérigos, ciudades contra campo, etc. La sociedad escapaba del Estado a
través del patronazgo, el de los nuevos poderosos: militares, senadores y
obispos. El campo se modernizaba de espaldas a las ciudades, que se iban
vaciando de sus productores. El Estado, el único gran consumidor en un
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medio que no puede responder a su demanda, quiebra la naciente expansión
con una moneda de excesivo poder adquisitivo.
Como un lagarto que muda, el Imperio Romano, a principios del siglo V,
se encontraba atrapado por su vieja piel, que no acababa de abandonar, y
debilitado en su nueva epidermis. Se oponían y se contradecían en él la
resistencia y el movimiento, el arcaísmo y las innovaciones. La desgracia
quiso entonces que surgiera el bárbaro antes de que aquel proceso hubiera
tocado a su fin. Aquel cortó con su espada el apéndice caudal del animal,
salvando de ese modo la vida al Oriente bizantino, que inició entonces su
apogeo. Solo así se puede considerar el papel destructor del acontecimiento.
Dentro de esa dialéctica de las guerras y de las estructuras de civilización,
veamos ahora qué fue lo que se derrumbó y qué fue lo que se mantuvo.
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Capítulo 2
FRAGMENTACIÓN Y CAMBIO DE OCCIDENTE
(siglos V-VIII)
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supieron aprovechar las lecciones que recibieron al tiempo que conservaron
su originalidad, puesto que siguieron mandando sobre los romanos y sobre los
miembros del clero.
Al cruzar el Don, las tribus de los hunos quisieron someter a los alanos, a
los ostrogodos y a los visigodos. Estos últimos, vencidos, intentaron
refugiarse en el territorio romano como federados, pero la alianza oficial se
quebró rápidamente. En el 378, la caballería visigoda rompió en Adrianópolis
las filas del ejército romano mediante un ataque lateral. A partir de ese
momento, ese ejército germánico seguido de su pueblo intentó en vano
renovar la alianza con Roma. Con Alarico a la cabeza, los visigodos erraron
por todo el Imperio de Oriente en búsqueda de un estatuto. Después de
saquear Iliria, entraron en Italia y, al no poder negociar con la corte de
Ravena, que era profundamente antigermánica, tomaron Roma en el 410. Esa
caída de la Ciudad eterna tuvo gran repercusión en todo Occidente.
Entretanto, y aprovechando que el Rin no solo estaba desguarnecido de
tropas sino también helado, el 31 de diciembre del 406 cruzaron el río y
saquearon todo el norte de la Galia los vándalos, grupos de suevos y otros de
alamanes. Ante ese desastre, las tropas romanas de Gran Bretaña eligieron
emperador a su general Constantino que desembarcó en Boulogne y cerró la
frontera renana con la ayuda de tropas federadas francas. Habiendo
literalmente caído en una trampa, los vándalos y los suevos entraron entonces
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en Hispania y la saquearon a discreción. Al mismo tiempo, los\ bagaudas se
rebelaban de nuevo contra las recaudaciones fiscales ya exorbitantes a las que
estaban sometidos, mientras que los armoricanos, viéndose abandonados,
apoyaban al usurpador. Tal situación solo se resolvió lentamente gracias a las
iniciativas del general Constancio. Después de haber utilizado a las tropas
visigodas contra los vándalos en Hispania, acabó instalándolas en Aquitania,
de Toulouse al océano, concediéndoles oficialmente el estatuto de federados,
aliados del Imperio. A partir del 418, pues, empezó cierta estabilización con
la creación de un primer «reino» bárbaro en Occidente. Pero los daños habían
sido enormes. Dos tercios del ejército romano de campaña habían sido
destruidos y buena parte de los ingresos fiscales no se cobraba.
Es realmente sorprendente observar que el Imperio seguía existiendo. De
hecho, lo consiguió gracias al sistema de los federados. Tal era el caso de los
suevos instalados en la desembocadura del Duero, alrededor de Braga. Pero
los vándalos, después de haber sido instalados provisionalmente en la Bética,
la abandonaron (dejándole el nombre de Andalucía) para cruzar el estrecho en
número de 80 000, en el año 423. Desde ese punto avanzaron lentamente
hacia el Este, tomaron Bona (hoy Annaba), donde acababa de morir san
Agustín, en el 430, obtuvieron el estatuto de federados en el 435, y acabaron
por saquear Cartago en el 439. Fue entonces cuando el reino de los vándalos
conoció, bajo la dirección de Genserico y a diferencia de los otros reinos
bárbaros federados, una verdadera independencia de hecho. Dueño del
granero de trigo de Roma, se convirtió en el enemigo por excelencia, tanto
más peligroso cuanto que logró ocupar todas las islas del Mediterráneo
occidental.
Genserico intentó, efectivamente, acorralar a Roma entre los hunos que ya
se encontraban en el Danubio desde el 420 y él mismo. Pero tuvo que
habérselas con el general romano más hábil de la época, Aecio, que había
vivido su juventud como rehén en la corte de los hunos. Gracias a que estando
allí había trabado amistades, consiguió utilizar federados hunos y estabilizar
la situación en la Galia. En el 436, en particular, después de haber aplastado a
los burgundios instalados en Worms, los desplazó y los instaló en el Jura
meridional y alrededor del lago Lemán, en Sapaudia, de donde viene el
nombre de Saboya. Era el tercer reino federado. Conteniendo a los visigodos
y manteniendo su alianza con los francos, supo precaverse de las iniciativas
conjuntas de Atila, rey de los hunos, y de Genserico, rey de los vándalos.
Desde su campamento instalado en el corazón de las actuales llanuras
húngaras, Atila lanzó un ataque destinado a someter a tributo a todos los
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pueblos germánicos que habían entrado en el Imperio Romano. Precedido por
una reputación de terror y en busca de botín, destruyó Metz, sitió Orleans y
luego, ante la noticia de la llegada de Aecio con tropas romanas, se retiró a la
Champaña. Ahora bien, ahí tuvo que habérselas no solo con los soldados de
Aecio, sino también con los visigodos, los alanos, los burgundios, los
bretones de Armórica, los bagaudas, los sajones implantados en el Boulonnais
y todas las tribus francas. Tal coalición sugiere un cambio esencial de
mentalidad. Fue un ejército mayoritariamente germánico el que sorprendió a
los hunos cuando se retiraban cerca de Troyes, en Moirey, donde libraron la
célebre batalla de los «campos Cataláunicos» el 20 de junio del 451. Al año
siguiente, el papa León hizo fracasar una expedición de Atila que se dirigía
hacia Roma, y la muerte inesperada del «jan» acarreó la fragmentación
inmediata de los agrupamientos tribales que él había reunido bajo su control.
Parecía que el Occidente romano se había salvado una vez más. Pero el
asesinato del general Aecio, en el 453, por el emperador Valentiniano III,
celoso de sus éxitos y temiendo por su trono, volvió a favorecer el lento
proceso de agonía del Imperio. Los fieles de Aecio respondieron asesinando
al emperador; y en Ravena, un patricio bárbaro, Ricimero, se puso a hacer y
deshacer emperadores a su antojo. Así las cosas, el fraccionamiento del
Imperio siguió avanzando.
En Gran Bretaña, los bretones, desprovistos de tropas para hacer frente a
los ataques de los pictos y a las piraterías de los escotos llegados de Irlanda, y
después de haber pedido ayuda en vano, acabaron por recurrir a los anglos y
los sajones como federados. Estos dos últimos venían de Jutlandia, de las
bocas del Elba y del Weser. Más o menos mezclados con los frisones
reunidos en las bocas del Rin, y con los francos que habían encontrado en el
Boulonnais, cumplieron bien con su cometido al principio, hacia los años
450-455. Pero pronto se aprovecharon de la situación para dominar a los
bretones, instalándose en Kent, en los estuarios del Wash y del Humber. Entre
tanto, la resistencia bretona se organizó apoyándose en una emigración hacia
el continente y consiguió bloquear el avance anglosajón hasta finales del
siglo V. Y al mismo tiempo, los irlandeses establecieron su dominio en la
Caledonia céltica, que tomó su nombre: Scotland, Escocia, el país de los
escotos.
Socavado en sus contornos, el Imperio también fue golpeado desde el
interior. En el 455, Genserico desembarcó cerca de Roma y saqueó la ciudad
durante más de un mes. Aquí y allá, en medio de la apatía general, estallaron
revueltas antibárbaras: en Auvernia, en Cataluña, en Sicilia, en Iliria, etc. Sin
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embargo, todas ellas fracasaron por falta de coordinación y de apoyos
exteriores. Entre el Loira y el Somme, los generales romanos Pablo, Egidio y
Siagrio se apoyaron constantemente en los bretones para bloquear los
progresos de los reinos federados. De hecho, los visigodos avanzaban hacia el
Loira, hacia los Pirineos, el Mediterráneo, el Ródano, y tomaron Provenza en
el 476. Encargados por Ricimero de someter a los suevos que se estaban
desplegando en Hispania, los hicieron retroceder y ocuparon su sitio. Los
burgundios tomaron Lyon, desde donde remontaron el Saona hasta la meseta
de Langres y luego descendieron por el Ródano hasta el Durance.
En cuanto a Italia, el último ejército «romano», bajo la dirección de
Odoacro, un jefe de origen huno, acabó por sublevarse y reclamar un estatuto
idéntico al de los otros pueblos federados. El joven Rómulo Augústulo fue
despojado de sus insignias imperiales, y luego exiliado el 4 de septiembre del
476. El Imperio Romano de Occidente ya no existía; pero de momento nadie
se dio cuenta de ello. Volvía a haber un solo emperador, el de Oriente, con
residencia en Constantinopla, que se convertía en el responsable de
Occidente. Así es cómo los coetáneos interpretaron el acontecimiento. Por
otro lado, el emperador Zenón no reconoció la dignidad real de Odoacro. Este
no pudo defender la margen derecha del Danubio y dejó que los lombardos
ocuparan la actual Austria. Cuando los ostrogodos, instalados como federados
en el 471 en Panonia, hubieron agotado su territorio y quisieron atacar
Constantinopla, Zenón encargó a su rey Teodorico que fuera con sus tropas a
desalojar a Odoacro en su nombre, ya que él era emperador de Occidente. Las
tropas ostrogodas, de nuevo «oficialmente romanas», consiguieron eliminar a
Odoacro en el 493 después de duros combates. El reino ostrogodo de Italia
fue la última creación de un reino federado en Occidente. Teodorico intentó
extender su hegemonía hasta el Danubio, como representante del poder
imperial, y practicó una política de alianzas matrimoniales con todos los
reinos bárbaros: el visigodo, el burgundio, el suevo, el vándalo e incluso con
el reino franco, entonces en plena expansión.
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originarios del Salland, un pequeño territorio hoy situado en los Países Bajos,
en el bajo Rin. Instalados, como hemos visto, en el norte de Bélgica, los salios
se extendieron imperceptiblemente hacia Tournai y Cambrai, donde se
instalaron hacia 430-440. Uno de sus reyes, Childerico, intentó en vano tomar
París; fue enterrado en Tournai en el 481, en su capital, donde se encontró su
tumba en el siglo XVII. Su hijo Clodoveo (que viene de Chlodweg),
considerándose como un general romano dueño de un territorio abandonado,
venció a Siagrio en el 486 y tomó su capital, Soissons. Después, unificó el
reino franco eliminando a los reyezuelos vecinos mediante asesinatos o
astucias; logró entenderse con los bretones de Armórica, a los que reconoció
una casi total independencia. Finalmente, hizo retroceder a los alamanes hacia
el alto Rin, sin duda a raíz de la batalla de Zulpich (más conocida bajo el
nombre de Tolbiac), de fecha discutida (quizá el 496 o el 500).
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Fiero cuando quiso atacar a los reinos burgundio y visigodo, se dio cuenta
de que no podía avanzar sin el apoyo de la población galorromana. Esta había
rechazado el cristianismo heterodoxo de Arrio, el arrianismo, adoptado por
sus gobernantes, en particular por los visigodos. Clodoveo acabó dejándose
bautizar en la religión católica por Remigio, metropolitano de Reims, el 25 de
diciembre del 498 o el 499. Los obispos católicos del reino visigodo, felices
de haber encontrado por fin a un rey ortodoxo, pidieron su ayuda. Clodoveo,
apoyado además por el emperador Anastasio, que acababa de enemistarse con
Teodorico, rey de los ostrogodos, encabezó una campaña triunfal de Vouillé
(507) hasta Toulouse, que los aquitanos vieron como una guerra de liberación.
El reino visigodo se hubiera venido abajo si Teodorico, liberado de un
desembarco bizantino, no hubiera podido mandar tropas en ayuda de sus
hermanos de raza. Bloqueó a los francos y recuperó Provenza y Septimania
(el actual bajo Languedoc), evitando así que Clodoveo y los jefes francos
llegaran al Mediterráneo.
Sin embargo, cuando Clodoveo, después de haber reunido en Orleans un
concilio «galo», murió en París, su nueva capital, el 27 de noviembre del 511,
había fundado un nuevo tipo de reino germánico en el que las relaciones entre
vencedores y vencidos eran más sólidas que en ninguna otra parte. Es prueba
de ello el hecho de que el impulso que se había iniciado continuó, a pesar de
la división del «reino» entre los cuatro hijos de Clodoveo siguiendo la
tradición familiar. El reino burgundio, cuyo apogeo había sido obra del rey
Gundobaldo (485-516), fue dislocado en dos campañas, en el 523 y el 536, y
también fue dividido. Los ostrogodos, de nuevo con dificultades con el
Imperio, acabaron cediendo Provenza.
Pero los mayores éxitos de los francos tuvieron lugar al este del Rin. Los
territorios despoblados a raíz de las migraciones fueron ocupados por otros
pueblos. Los alamanes, de orígenes diversos como indica su nombre (alie
Marinen, todos los hombres), se habían asentado en el Palatinado y en
Alsacia desde el 406, pero sin abandonar las tierras que se extendían desde el
Rin al Danubio. De ahí, se extendieron hacia el Franco Condado y Suiza (la
parte hoy llamada alemánica), hasta un afluente de la margen derecha del
Danubio, el Iller. Allí se enfrentaron con otro pueblo, los bávaros, quienes,
entre el 488 y el 539, se instalaron en las tierras situadas entre ese último río y
el Enns, en toda la margen derecha del Danubio y hasta los Alpes. Y
finalmente en el norte, en las orillas del Saale, se instalaron los turingios.
Ahora bien, todos esos pueblos fueron sometidos más o menos al control de
los francos: los turingios en el 531 y los alamanes en el 536 por Teodeberto;
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los bávaros en el 555 por Clotario. De ese modo, toda la Germania meridional
estaba bajo tributo e influencia de los francos. Por primera vez, la Galia y la
Germania entraban en contacto estrecho dentro de un marco político común.
Clotario I, único rey de los francos después de la muerte de sus hermanos,
reinó del 558 al 561 sobre el conjunto político más importante de Occidente.
Pero el reino de los francos había de ejercer en adelante una hegemonía
incontestable.
En efecto, los otros tres reinos germánicos arríanos que sobrevivían
hacían un pobre papel. En África, el gobierno brutal de los sucesores de
Genserico vino acompañado de persecuciones anticatólicas, que fueron
violentas bajo Hunerico (477-484) y muy severas todavía con Trasamundo
(496-523). La realeza vándala se vació progresivamente de todo apoyo
interior. Hispania, adonde habían retrocedido los visigodos tras su derrota, se
encontraba bajo la tutela ostrogótica que la ayudó a reconstruir su monarquía.
Incapaces de elegir a un rey único y de conquistar el sur de la península
poblado por católicos hostiles al arrianismo, el reino visigodo se hubiese
fragmentado si una facción militar no hubiese llevado a Atanagildo al poder
en el 550. Finalmente, en la Italia ostrogoda, el reinado hábil y brillante de
Teodorico acabó bastante mal. Su política de rigurosa segregación de los dos
pueblos (godos arríanos y romanos católicos), se volvió contra él. Justo antes
de su muerte, no consiguió evitar el conflicto religioso, y los godos radicales
llevaron a Teodato al poder, con lo que se volvió a una política de dominación
puramente germánica.
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provincias del sureste de Hispania. El Mediterráneo volvía a ser
prácticamente imperial. Sin embargo, esa reconquista no se podía completar
sin la sumisión de la Galia franca. De hecho, los sucesores de Justiniano no
pudieron proseguir sus esfuerzos ni pudieron aprovecharse de las guerras
civiles entre los reyes merovingios entre el 561 y el 613.
Además, Italia, asolada por una gran peste, permaneció totalmente pasiva
ante la invasión lombarda. En cuatro años, del 568 al 572, los lombardos
ocuparon la llanura del Po y crearon los principados de Toscana, Espoleto y
Benevento. Los bizantinos solo pudieron resistir en la franja de territorio que
iba desde Venecia a Roma por Ravena y Perugia, mientras que Nápoles,
Calabria, el Bruttium y Sicilia quedaron intactos. Así pues, la influencia del
Oriente mediterráneo continuó en Occidente a través de la Italia sobre todo
meridional. Este hecho, de capital importancia para la posterior historia de
Europa, es, pues, una herencia de Justiniano. Apenas exageraríamos si
dijéramos que, hasta el siglo XIX, marcó el destino particular del
«Mezzogiorno». El espacio de los lombardos dejaron vacío en la llanura del
Danubio fue rápidamente ocupado por los jinetes nómadas de las estepas, los
avaros, que instalaron allí sus bases de partida para lanzar numerosas
incursiones de pillaje a los diferentes reinos germánicos. Por eso, desde
entonces se vieron obligados a entrar en la órbita franca con el fin de
protegerse. No obstante, la situación del Occidente bárbaro estaba más o
menos estabilizada para dos siglos.
En definitiva, y a pesar de los esfuerzos de Justiniano, el Imperio Romano
de Occidente tardó más de doscientos años en desaparecer. Ello es sin duda
fruto de su política de constantes alianzas con los ejércitos germánicos. Por
eso, esa lentísima agonía permitió la supervivencia de la civilización romana,
aunque los primeros reinos germánicos se hubieran desorganizado a causa de
su arrianismo y de su desarraigo. La romanidad todavía estaba presente en
Italia porque, de la primera generación de asentamientos germánicos, no
quedaban más que los visigodos en Hispania. En cambio, la segunda
generación (anglosajones, francos, alamanes, bávaros y lombardos) seguía
siendo fuerte gracias a que no había perdido la conexión con las tierras
germánicas que habían dejado atrás.
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Mientras que África siguió siendo bizantina, la Hispania visigoda
consiguió solucionar sus divisiones: Atanagildo estableció su capital en
Toledo y conservó la Septimania. Leovigildo (568-586) llevó a cabo una
fuerte ofensiva contra el reino suevo al que consiguió eliminar en el 585. Pero
el único resultado que obtuvo con sus ataques a los vascos fue provocar que
estos pasaran sus incursiones de pillaje a las vertientes septentrionales de los
Pirineos. Recaredo (587-601), que se convirtió oficialmente al catolicismo en
el 589 con todos los visigodos a los que más o menos obligó, unifica
interiormente el país, pero no logró expulsar completamente a los bizantinos
de la Bética y de Cartagena. Habría que esperar al 629 para que los últimos
puertos fueran evacuados de barcos y tropas del Imperio de Oriente. En
adelante, los visigodos unificaron totalmente la península ibérica. Solamente
quedaban pendientes los eternos problemas vasco y septimano ya que ninguna
de ambas regiones aceptó completamente el dominio de Toledo.
Pero mientras que la Hispania visigoda estaba aislada, la Galia merovingia
estaba abierta. Acabadas las guerras civiles en el 613, encontró una gran
estabilidad bajo Clotario II (584-629) y Dagoberto (629-639), únicos reyes de
los francos, por la casualidad de las sucesiones, en 25 años. Al igual que los
reyes visigodos, pacificaron las fronteras pero, confundidos por los ataques
vasco y bretón, solo pudieron instalar zonas militares en las puertas de sus
territorios. Lograron particularmente dominar las tendencias regionalistas en
Aquitania y Borgoña. En el este, Dagoberto incluso entró en contacto con el
reino eslavo del franco Samo y obtuvo un tributo anual de los sajones, que
habían ampliado su territorio del Elba al Rin. Pero luego, esa unidad de
mando desapareció, excepto durante el reinado de Childerico II (entre el 673
y el 675). Se desprendieron dos grandes conjuntos: Austrasia, del Rin al Mosa
con capital en Metz, y Neustria, del Mosa al Loira con capital en París. Entre
las dos, Borgoña, Aquitania y Provenza tenían que jugar con el equilibrio para
no ser dominadas ni por una ni por otra. Neustria, donde se encontraba la
mayoría de las tierras personales merovingias, logró llevar la iniciativa hasta
el 687. Pero, mientras esos reinos rivales estaban luchando, los pueblos
germánicos sometidos aprovecharon la situación para reaccionar contra la
hegemonía franca. Desde el siglo VI, y sobre todo a partir del 650, un pueblo
marítimo, los frisones, que había conquistado Zelanda y había participado en
las invasiones sajonas, empezó su expansión hacia las costas danesas y las
bocas del Rin, donde tomaron los puertos de Utrecht y de Dorestadt.
A partir del 641, Turingia volvió a ser independiente. Poco después, en el
valle del Garona, la lucha continua contra los vascos hizo nacer un principado
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independiente en Aquitania a partir de los años 671-672. En definitiva, se
preparaba una crisis en un reino merovingio todavía insuficientemente
dominado.
También los anglosajones siguieron un proceso comparable, con la
diferencia de que nunca conocieron tentativas de unificación. Bloqueados por
los bretones en la parte este de la isla desde el 490, aprovecharon los
conflictos con los francos en el continente, a partir de los años 550-560, para
seguir avanzando. Distintas bandas encabezadas por sus jefes de guerra,
repelieron paso a paso a los bretones arrinconándolos hacia el oeste. Partieron
los reinos bretones en tres trozos (Cornualles, País de Gales y Strathclyde),
llegando en dos sitios al mar de Irlanda. Arrinconados en las regiones
montañosas y pobres, los bretones aceleraron cada vez más su ritmo de
emigración a Armórica, la «Bretaña» continental, que tomó entonces su
nombre. En cuanto a los reinos anglosajones (Kent, Essex, Sussex, Wessex,
Northumbria, Mercia y Anglia Oriental), sus jefes colonizaron a la fuerza los
territorios e intentaron dominarse mutuamente sin mucho éxito. A finales del
siglo VII, había más o menos equilibrio entre ellos después de efímeras
hegemonías sucesivas de Kent, Northumbria y Mercia.
¿También Italia estaba condenada a la fragmentación? Restablecido
después de una crisis interna, el reino lombardo intentó someter a los duques
independientes. Para conseguirlo, lo mejor era luchar contra Bizancio. Como
las tropas imperiales retrocedían inexorablemente y las posesiones bizantinas
disminuían día a día, el papado se erigió en verdadero dueño de Roma e
intentó bloquear el avance lombardo desde el pontificado de Gregorio I el
Grande (590-604). Para ello, se apoyaba en los duques independientes, a los
que convirtió del arrianismo al catolicismo. Esa entrada en la Iglesia romana
tuvo lugar bajo el rey Ariperto I, en los años 652 y 653. En el 680, el
emperador reconoció las conquistas lombardas en Italia. Solamente seguían
siendo oficialmente romanas la parte meridional de la península, la Romana y
el Lacio, todas ellas unidas por una vía estratégica. Mientras tanto, el papado
estaba cada vez más aislado.
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pretorio. Eso se nota claramente en los pueblos germánicos más civilizados,
que mucho antes de su entrada en el territorio romano ya estaban en contacto
con el Imperio: los visigodos, los ostrogodos, los burgundios y los francos.
Analicemos de nuevo las principales características de la romanidad tardía: el
derecho, los funcionarios, los impuestos, el ejército, la esclavitud, los
senadores, el sistema territorial, la ciudad, la moneda y el comercio. Veremos
a continuación que el balance es realmente complejo.
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sentido. La instalación de los pueblos federados se había realizado conforme
al derecho de hospitalidad que caracterizaba a los funcionarios romanos, tanto
civiles como militares. Hemos visto cómo Constancio, falto de dinero y de
hombres, tuvo que enrolar a los visigodos como federados el 418. Pero, en
vez de asignarles como era normal pagas y alojamiento temporales,
transformó los «vales» de alojamiento en títulos de propiedades definitivos.
En efecto, como era necesario fijar al pueblo para tener un ejército
permanente y los godos conocían la propiedad privada desde hacía dos siglos,
era más ventajoso atribuirles dos tercios de una propiedad romana que un
tercio de una vivienda. Así pues, los visigodos inauguraron ese cambio de
proporción cuando fueron instalados entre Burdeos, Toulouse y Saint
Gaudens. Lo reiteraron cuando se implantaron en la península ibérica entre
Calatayud, Toledo y Burgos. Los burgundios obtuvieron el mismo régimen
entre Ginebra y Lyon. En cambio, en Italia se respetó la proporción primitiva
de un tercio, primero con las tropas de Odoacro y luego con los ostrogodos de
Teodorico alrededor de Pavía. El contrato de hospitalidad fue distinto según
los pueblos. En el caso de los burgundios, se expropió a todos los propietarios
romanos, y luego se realizó una distribución equitativa entre grandes y
pequeños propietarios. Se atribuyó a cada jefe de familia ampliada dos tercios
del ager, un tercio de los esclavos y la mitad del bosque, de los edificios y de
los huertos. En cambio, en el caso de los visigodos, el saltus permaneció
indiviso entre el antiguo propietario y el nuevo. El contrato de hospitalidad
tenía por objetivo hacer que los recién llegados y los romanos vivieran unos
junto a otros; pero ese intento fracasó muy a menudo. En Aquitania, las
usurpaciones de tierra envenenaron las relaciones, mientras que en otras
partes, a medida que ambas poblaciones se mezclaban gracias a sucesiones y
ventas de los lotes de tierra de los germanos, la comunidad amplia de los
bárbaros ya no existía. La hospitalidad, allí donde se practicó y al tiempo que
protegía a la romanidad, fue un elemento de mantenimiento de las estructuras
agrarias romanas.
Los códigos de derecho romano fueron todavía más importantes en ese
sentido, Para que la población les aceptara, los germanos toleraron que se
perpetuara el régimen jurídico de los vencidos. Gundobaldo, rey de los
burgundios (485-516), hizo resumir extractos de Papiniano para redactar la
ley de los romanos en territorio burgundio, la ley «Gombetta». Unos años más
tarde, Alarico II, rey de los visigodos, hizo abreviar el Código Teodosiano en
el 506 para los aquitanos; se trataba del Breviario de Alarico. E igualmente
para los itálicos, Teodorico, rey de los ostrogodos, publicó un edicto que
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contenía las principales prescripciones de Teodosio II. Además, Italia fue
privilegiada por lo que se refiere al mantenimiento del derecho romano. Al
caer en la órbita bizantina bajo Justiniano, recibió el Codex Justinianus,
publicado entre el 529 y el 534, y las Novelas, es decir las nuevas leyes
publicadas después del código y hasta el 565. Desde entonces, la península no
dejó de ser un foco de derecho romano, tanto público como civil, que se
extendió hacia África y la Hispania bizantina. El ejercicio y la práctica del
derecho romano prolongaron considerablemente la influencia de los vencidos.
Se perpetuó así la doctrina humanística de una sociedad en la que los
derechos de las personas privadas eran intangibles, en la medida en que no
comprometieran el interés del Estado y el bienestar público. La noción de un
Estado que, a cambio de la contribución de todos, organizaba la justicia en
interés de cada ciudadano, familia o comunidad social y religiosa, siguió
existiendo y desarrollándose en los países que siguieron siendo básicamente
romanos. Se afirmaba una diferencia fundamental con los germanos allí
donde, para resolver los conflictos, el proceso sustituía a la guerra.
Finalmente, no olvidemos que el derecho romano siguió siendo el derecho del
clero, incluso en los territorios germanizados, y que la justicia del obispo lo
propagaba. Por eso tuvo influencia en los derechos céltico, franco, gótico e
incluso lombardo. Si tal no era el caso, sobrevivía en islotes, como la ley
romana de Coire, en el actual cantón montañoso de los grisones en Suiza.
Las monarquías germánicas también intentaron utilizar el concepto
romano de Estado y la práctica del funcionariado retribuido con regularidad.
Los reyes que se instalaron según un tratado, respetaron escrupulosamente las
instituciones romanas. Es paradigmático en ese sentido el caso de Teodorico.
Constantinopla le había encargado oficialmente el gobierno de Italia, pero el
rey era de hecho un viceemperador que llevaba la púrpura imperial.
Proclamado «augusto» y con el título de patricio, cada año nombraba a uno de
los dos cónsules; el último a quien nombró fue Basilio en el 541. Utilizaba
directamente los servicios de las oficinas que todavía funcionaban en Ravena
bajo la dirección del jefe de oficios, continuó encargando al cuestor de palacio
de la correspondencia oficial y al conde de las sacrae largitiones de las
finanzas y de los talleres estatales. La administración local seguía en manos
de los dos prefectos del pretorio; el de Italia estaba instalado en Ravena y el
de la Galia en Arles, cada uno con sus oficinas. Las provincias seguían
teniendo su gobernador y las ciudades su conde, Roma conservaba sus
antiguas magistraturas y brillaba por su senado que, sin embargo, ya no tenía
ningún papel real y acabó por convertirse en un simple consejo municipal de
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Roma hasta su desaparición a finales del siglo VI. A raíz de la reconquista de
Justiniano en el 554, la península fue directamente incorporada al Imperio,
pero en el momento de las invasiones lombardas y al revelarse ineficaz la
administración romana, el emperador Mauricio (582-609) tuvo que introducir
innovaciones. Nombró un «exarca» que gobernara Italia desde Ravena con
amplios poderes, tanto civiles como militares, y que tenía bajo sus órdenes a
otros jefes militares, duques y condes. Pero no se modificó la jerarquía de los
funcionarios civiles. En el siglo VII, todo seguía intacto.
En África y en Hispania, las reformas bizantinas fueron idénticas. De
hecho, ni los vándalos ni los visigodos habían introducido cambios en los
organismos romanos. Los reyes vándalos se apoyaron en las oficinas romanas
del vicario de África y mantuvieron el cargo de gobernador de provincia. Los
visigodos, tanto en Toulouse como en Toledo, también utilizaron los cuadros
provinciales romanos y una especie de cuestor de palacio que, en el reinado
de Eurico, fue León de Narbona, verdadero consejero jurídico y político del
rey germánico. Pero, como podemos ver, ni los vándalos, ni los visigodos, ni,
con mayor razón, los burgundios (cuyo reino era demasiado pequeño),
tuvieron a su disposición los organismos de gestión de un prefecto del
pretorio cualquiera. Tuvieron que inventarse un «consistorio» y crear un
verdadero patrimonio real con los bienes territoriales confiscados y las antaño
tierras públicas del Estado. Teodorico fue el único que mantuvo una
separación estricta entre los dos tipos de tierras y que la impuso en Hispania.
En definitiva, esas monarquías «dualistas», en las que los vencedores
admiraban la civilización de los vencidos hasta el punto de utilizar la lengua
latina y los títulos y métodos de gobierno romanos, contribuyeron sin duda al
mantenimiento de las prácticas políticas del Imperio en todo el mundo
mediterráneo occidental. El mismo reino franco, instalado más por conquista
que por acuerdo diplomático con Roma, utilizó ciertos cargos del alto
funcionariado romano como el jefe de oficios y el refrendario, responsable del
sello y de la correspondencia Regia. No obstante, lo más impresionante es la
total vigencia del conde de la ciudad en todos los territorios. En la monarquía
merovingia, esa institución no afectó a los territorios germanizados hasta el
siglo VII.
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como soldados del Imperio. Así pues, todos los civiles romanos, excepto los
clérigos, tenían que cumplir con su deber fiscal, y las tierras que conservaban
en caso de hospitalidad eran para mantener el pago de los impuestos.
En efecto, todas las monarquías germánicas organizaron y mantuvieron la
recaudación del impuesto territorial y el personal. Para ello, se ayudaron de
catastros y polípticos, registros que contenían el censo de las personas y el
canon que cada una debía pagar, tanto en Italia como en África, la Galia o
Hispania. En los lugares donde se habían producido revueltas antifiscales, y
en las zonas de los armoricanos y los bagaudas particularmente, la alianza con
los bretones contenía expresamente la exención de todo impuesto a los
francos. De hecho, los reyes bretones independientes recaudaron impuestos
para sí y mantuvieron, como se demuestra en sus leyes redactadas hacia el
520, la práctica de un funcionariado encargado de cobrar los impuestos, el
tributarius. Así pues, volvemos a encontrar prácticas inalteradas, tanto al
nivel central como local. En Italia, Teodorico hizo recaudar y pagar,
escrupulosamente y en oro, todos los impuestos que hemos citado. En la
Hispania visigoda se pagaba regularmente el impuesto sobre los negociantes,
tanto para el comercio interior como para el exterior. El rey de los ostrogodos
veló muy particularmente por el abastecimiento gratuito de los ciudadanos de
Roma, y utilizó para ello a menudo el procedimiento de las requisas. El
aparato burocrático no se había movido, y de resultas tampoco cesaron las
quejas de los curiales y de los administrados. Así, en la Italia ostrogoda, antes
de pasar a cobrarlo en oro, el Estado cobraba el impuesto en especie según un
moyo muy gravoso, de una capacidad mayor en más de la mitad que la del
moyo normal. En la Galia merovingia, los registros no se actualizaban en
cada indicción de quince años. En consecuencia, estallaron revueltas
antifiscales más o menos en todas partes, sobre todo en período de epidemia,
guerra o hambre. En el 548, Partenius fue linchado por la plebe en Tréveris
porque había aumentado los impuestos; en el 584, en Neustria, Odón escapó a
una suerte igual refugiándose en una iglesia. El nombramiento de alguien
como responsable de la percepción de los derechos reales en las tierras
fiscales se interpretaba casi como una condena a muerte; por ejemplo, en el
caso de Bertoaldo en el 604, que fue mandado al oeste del Sena. Los motines
y su corolario, la huida y el abandono de las tierras por parte de los
contribuyentes, eran moneda corriente; por ejemplo, en Limoges en el 579, y
en Córcega, en Cerdeña y en Sicilia en el 595. Con respecto a esas islas,
Gregorio el Grande imploró a la emperatriz que redujera sus impuestos. Sin
embargo, el mecanismo de la anona había desaparecido a la muerte de
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Teodorico. Pero las exigencias fiscales seguían propagando la ruina en el
campo y en las ciudades. En el 534, la ciudad de Como quedó vacía de
población a resultas de una exigencia de caballos de posta. En Hispania, el rey
Chindasvinto (642-653) decidió transferir la recaudación de los impuestos de
los curiales a los condes. En Aquitania, el rey Eudes utilizó para ello a los
judíos. Pero todos esos esfuerzos eran inútiles contra la voluntad de la
población, tanto más obstinada en minar el sistema fiscal por haber
conseguido que la tasa del impuesto fuera consuetudinaria (es decir, fijada
nominal y oralmente, pero en la práctica devaluada cada año), ya que
consideraban su pago como un signo de servidumbre. En efecto, como se
había rebajado a los colonos a la categoría de los esclavos, eran prácticamente
esos dos grupos los que satisfacían el impuesto. En Hispania, el rey Egica, en
el 702, por más que prohibió la huida de los esclavos bajo penas severísimas,
no obtuvo ningún resultado. En el siglo VIII, el impuesto romano seguía
existiendo. Pero seguía ocasionando catástrofes sociales cada vez que se
recaudaba, especialmente en el 722 y en el 756, aun cuando se hubiera
convertido en irrisorio, o se recaudara aquí y allá a merced de las exenciones
arrancadas a los príncipes, y aun cuando fuera musulmán como en la
península ibérica. La recaudación del 756 provocó incluso una carestía de
víveres atroz. En definitiva, sometida al ataque conjunto de la población y el
clero, la fiscalidad, una de las bases fundamentales del estado romano, fue
desapareciendo a pesar de la voluntad de los reyes germánicos. Solo subsistió
en los países administrados directamente por Bizancio o en zonas muy
romanizadas como Hispania y Aquitania. Sus restos se extinguieron con
mucha dificultad en Asturias y en el sur de la Galia.
También se descubre esa evolución hacia el debilitamiento de los
principios romanos en el caso del ejército. Es evidente que la guerra era
asunto de los germanos federados y que concernía muy poco a los romanos.
En el ejército bizantino las órdenes se daban en latín y no en griego hasta el
siglo VIII, y esa práctica se acentuó en Italia, en África y en Hispania, donde
siempre se utilizaron federados. Por otra parte, Teodorico prohibió
tajantemente a los romanos que combatiesen entre ellos, y los vándalos y los
lombardos hicieron otro tanto. Pero en la Hispania visigoda y en la Galia
meridional se mantuvo el principio del servicio militar obligatorio para todos
los libres, incluidos los colonos que gozaban del mismo estatuto jurídico. Por
eso, durante el apogeo de los reinos germánicos en el siglo VIII, y con la
excepción de los lombardos y los anglosajones, los ejércitos tenían siempre
una gran proporción de autóctonos, «bárbaros federados», vascos y bretones
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aquí, avaros y sajones allí, y siempre guardias privados que luchaban al lado
de su general. Belisario, por ejemplo, estaba siempre rodeado de unos 7000
hypapistas (o fieles). Más tarde, los exarcas también se rodearon de ellos. Los
reyes ostrogodos y visigodos adoptaron la práctica romana de los bucelarios y
la generalización hasta el punto de que muchos senadores e incluso obispos
tenían los suyos propios. La paga también evolucionó. En Italia, el gobierno
bizantino daba como stipendium a sus soldados la posesión de tierras del
Estado. Ese sistema de soldados-campesinos (stratiotas) no dejó de tener
influencia en Occidente. Asimismo, el sistema bizantino del limes, zona
fronteriza con enclaves fortificados y vigilados por guarniciones permanentes,
también fue adoptado por los visigodos y los francos. El ejemplo más
conocido es el de las «guerches» levantadas contra los aquitanos y los
bretones, y de las que la toponimia guarda recuerdo en algunas aldeas del
oeste de Francia. El resultado de esa práctica defensiva era que perpetuaba las
zonas de barbarie indígena y, sobre todo, que generalizaba las divisiones
internas de un Occidente romano que antaño estaba unificado, especialmente
en la península itálica. En definitiva, en un aspecto en el que la superioridad
de los germanos debía de haber sido total, algunos rasgos romanos siguieron
intactos o se transformaron poco.
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prohibía libertar a más de cien esclavos a la vez, fue escrupulosamente
aplicada con el fin de evitar las caídas de producción. Además, los libertos
podían escoger entre la libertad romana total y la libertad con obsequium; es
decir, la obediencia al antiguo dueño que se convierte en su patrono, a menos
que se trate del santo patrón de una iglesia o monasterio (expresión
reveladora). Prácticamente, el liberto está en régimen de libertad vigilada; en
cualquier momento y por la mínima falta, puede ser devuelto a su estatuto
precedente. En resumen, la situación del mundo servil es quizá suficiente
económicamente hablando, pero no lo es en el plano jurídico. La
intransigencia de la Iglesia en cuanto a matrimonios y ordenaciones era lo
único que impedía que se siguieran separando parejas de esclavos y que
obligaba a libertar a todo futuro clérigo.
Las sociedades romanas sometidas a los reyes germánicos vieron cómo se
acentuaba una nueva división entre humiliores y potentiores, entre humildes y
ricos, y a menudo entre pauperes y potentes, pobres y poderosos. De hecho,
entre los más humildes y los pobres, se encontraban todos los hombres libres
que eran pequeños o medianos propietarios, todo tipo de trabajadores y
aquellos que no tuvieran protectores bien situados. En efecto, las grandes
familias senatoriales seguían ascendiendo gracias a la desaparición progresiva
de las gravosas funciones políticas que habían tenido que ejercer en el
Imperio. Escarmentados por sus últimas tentativas de usurpación imperial
(Avito, en el 451), o por su oposición contra el arrianismo de los germanos
orientales (Boecio en el 524), los senadores se retiraron a sus dominios. A
partir de ese momento, se denominó así a los miembros de una familia rica,
noble y de origen romano antiguo o reciente. Expulsados por los vándalos y
por los lombardos (aunque protegidos por Teodorico), aliados de los
visigodos y de los francos, esos antiguos advenedizos se perpetuaron en Italia
central, en la Galia meridional y en Hispania. Pero, en el curso del siglo VII,
abandonaron la práctica romana de los tres nombres y adoptaron el
antropónimo germánico. Incluso se repartieron los puestos de
responsabilidad: los cargos políticos laicos para los germanos y los cargos
episcopales para las familias senatoriales. El ejemplo de Gregorio el Grande
es revelador: su tatarabuelo fue papa y su familia descendía de los Gordianos.
Todavía en el siglo X, Gerberto de Aurillac afirmaba que eran antepasados
suyos Cesáreo de Arles y Aridio de Limoges, ambos senadores; uno del reino
burgundio y el otro aquitano, ambos del siglo VI. Los pactos con la nobleza
germánica hicieron desaparecer a algunas de las tres o cuatro mil familias
primitivas. En Italia, el rey ostrogodo Teias exterminó a los senadores que se
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le habían dado como rehenes. En Hispania, sus linajes se extinguieron a
principios del siglo VIII. Pero, en definitiva, las familias senatoriales formaron
un elemento indiscutible de continuidad en la transmisión de la herencia
romana y cristiana.
Su poder no era solo económico, sino también político y social. Como
funcionarios indispensables y obispos protectores de los pobres, los
senadores, a pesar de su culto por el Estado, desarrollaron las relaciones de
patronazgo que privatizaban cada vez más el poder público. En Italia, esos
grandes propietarios escapaban al control de los magistrados municipales
desde la época de Teodorico y protegían a un sinfín de campesinos libres que
se habían convertido en colonos. Otro tanto hacía la Iglesia de Roma en sus
patrimonios sicilianos e italianos; por ejemplo, un negociante de granos se
encomendaba a san Pedro, representado por su vicario en la tierra. Ya hemos
mencionado a las bandas de fieles que rodeaban a los funcionarios bizantinos
de Italia y a los poderosos de la Galia meridional. En la Hispania visigoda, los
bucelarios, para obtener la protección de un noble, le entregaban su tierra que
luego volvían a recibir como tenencia; también obtenían armas para luchar a
su servicio. Como eran libres, podían romper unilateralmente el contrato con
la condición de devolver la tierra y las armas, tras lo cual se dirigían a otro
poderoso. Si no, podían legarlas a sus descendientes con la condición de que
el heredero o heredera asumieran la misma obediencia y lealtad. Por eso los
patronos, que tenían tanto poder sobre sus esclavos, libertos y clientes libres,
eran judicialmente responsables de los actos criminales que les hubieran
hecho realizar. Una vez más, una práctica romana se volvía contra el Estado;
muchos nobles iban en adelante a extralimitarse en la aplicación de la ley, y
otros fundaron incluso dinastías reales, como en Aquitania, gracias al poder
económico y militar que lograron sustraer a la autoridad del monarca. El
contrato escrito del derecho romano, la convenientia, verdadero pacto entre
iguales, muestra que los lazos de hombre a hombre de tipo romano descansan
sobre un concepto cerebral de las relaciones sociales: el derecho crea el
hecho, y al mismo tiempo la división de la sociedad en múltiples grupos de
presión. Y la Iglesia, a pesar de que prohibía a los clérigos que se convirtieran
en clientes, hacía otro tanto con respecto a los pobres. Incluso reforzaba los
juramentos de fidelidad aceptando y animando a que se prestaran sobre las
reliquias de los santos patrones.
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En cambio, frente a las transformaciones que afectaron al ejército y al
Estado a causa de la caída de los ingresos fiscales y al ascenso de las
clientelas, el sistema territorial no cambió. Seguramente muchas tierras fueron
abandonadas por los estragos de las guerras y de la presión fiscal. La iglesia
de Ravena, al principio de la ocupación bizantina, tenía que pagar al fisco el
57 por 100 de sus rentas agrícolas. El campesino libre sin tierra que tenía que
pagar el arriendo y los impuestos, perdía dos tercios de su cosecha. Por eso, se
abandonaron a menudo las tierras más pobres y el cultivo se concentró en las
más fértiles. En consecuencia, el fenómeno de los agri deserti, de las tierras
desiertas, debió extenderse en provecho del saltas. Con ello, el patrimonio de
los reyes germanos creció considerablemente, sobre todo cuando se
instalaron; el número de tierras vacantes era realmente importante. Tanto los
reyes francos en el norte de la cuenca de París, como los reyes visigodos en el
centro de la península ibérica y los exarcas en Italia y en África muy
especialmente, incorporaron muchos dominios abandonados al Estado.
Cuando la tormenta hubiera pasado, las nuevas condiciones iban a permitir de
nuevo la roturación. La desaparición de la anona para abastecer a Roma y el
fin de las requisas de grano y forraje para mantener a ejércitos de campaña o
de cobertura volatilizados, permitían esperar mayores beneficios, incluso en
los lugares donde se seguía pagando un impuesto romano consolidado por la
costumbre. El segundo factor favorable era el mantenimiento de la distinción
jurídica fundamental entre propiedad y posesión, y la generalización, excepto
en África, de la prescripción treintañal. En cualquier momento podía
reanudarse la extensión de los cultivos, aunque para hacer producir una tierra
fueran precisos cinco años de gastos sin ingresos y diez años de labores
continuas. Lo esencial era recuperar el instrumentum massae, es decir el
utillaje, la mano de obra esclava. Ahora bien; hemos visto que la mano de
obra servil no disminuyó y que el patronazgo permitía fijar cada vez a más
colonos a la tierra. Por eso, en las zonas que se pacificaron rápidamente
(Numidia, Bizacena, Bética, Sicilia, Romana, Umbría, Campania, Provenza,
Aquitania, y finalmente Champaña), la antigua estructura territorial de
grandes dominios fragmentados en parcelas dispersas o centralizadas, de
pequeñas propiedades y de tenencias en enfiteusis (99 años), se perpetuó o se
reconstituyó. Las tablillas Albertini de finales del siglo V, descubiertas en los
confines algero-tunecinos, demuestran que las tenencias del alto Imperio
seguían existiendo y que los grandes propietarios las volvieron a comprar para
concentrar sus dominios. De modo similar, los papiros de Ravena del siglo VI
revelan que las grandes propiedades podían estar tan sumamente
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fragmentadas que sus rendimientos eran inferiores a los de los latifundia de
Sicilia. Las pizarras llamadas visigodas de Hispania nos describen un reparto
similar, mientras que el testamento de san Remigio, obispo de Reims, muestra
que sus dominios familiares estaban cultivados por población
predominantemente libre (es decir, colonos y terrazgueros libres). Así, poco a
poco, los grandes propietarios laicos y eclesiásticos ampliaron
considerablemente sus tierras a partir de finales del siglo VI y durante el siglo
VII; lo consiguieron aceptando que los esclavos y colonos les pagaran parte de
los censos en especie, comprando tenencias o roturando tierras incultas. La
catedral de Ravena acometió las marismas costeras y fluviales, mientras que
las basílicas de San Martín de Tours y de San Marcial de Limoges se
convirtieron en dueñas de grandes porciones de saltas fiscal después de
treinta años de ocupación. Pero junto a las parcelas de las grandes
propiedades, también se multiplicaban nuevas propiedades pequeñas y
medianas creadas por los administradores (actores, conductores) de los
grandes dominios o por hombres libres que supieron mantenerse
independientes. Si reaparecía la inseguridad, se agrupaban en los antiguos
enclaves fortificados, los oppida célticos o ibéricos, pero en general, los
grandes burgos rurales, los vid, siguieron despoblándose en provecho del
hábitat disperso en el campo. Conocemos mal las técnicas y los rendimientos
de la época; sin embargo es posible afirmar que la prosperidad había vuelto a
Italia con Teodorico (493-526 e incluso hasta el 534), y que había reaparecido
en la península bajo el dominio bizantino del siglo VII. Igualmente, en
Hispania y en la Galia esa época da la impresión de un retorno a la
prosperidad. En total, la superficie cultivada debió volver al nivel anterior a
las invasiones. La ruralización de la economía que se había iniciado en el
siglo IV se generalizó considerablemente, mientras que la constitución de
grandes dominios en provecho de las iglesias, no afectadas por las divisiones
sucesorias, se convirtió en uno de los rasgos principales de esa estructura
territorial que seguía siendo idéntica a la de sus orígenes romanos.
La ciudad subsistía
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(Arles, Tréveris y Milán) también desaparecieron como centros políticos.
Milán fue tomada por un jefe ostrogodo, Uraia, en el 539, que exterminó a su
población, vendió a sus mujeres como esclavas a los burgundios y las llevó a
Saboya y al Valais; la muralla de 133 hectáreas fue completamente arrasada,
y el general bizantino Narsés no consiguió darle su antiguo esplendor cuando
la reconstruyó. En Tréveris no se reanudó la vida urbana hasta el reinado de
Clodoveo. La única que se mantuvo fue Ravena, embellecida con iglesias
monumentales que todavía se mantienen en pie. Nacieron otras capitales
políticas: Pavía, Toulouse, Barcelona, Toledo, y París (502), Soissons, Reims
y Metz en la Galia. Dentro de las murallas de esas ciudades se instaló el
palatium regis (palacio real), a imitación de la residencia imperial romana,
con un séquito de amigos y compañeros del rey: una especie de consistorio
reconstituido. Asimismo, los oficiales domésticos equivalían al sacrum
cubiculum, la cámara imperial sagrada, y la cancillería a las oficinas del
antiguo magister officiorum. Esas capitales, a falta de un verdadero gobierno
central, se convirtieron más en ciudades de corte que en centros
administrativos. No obstante, lo que hoy llamaríamos el sector terciario no las
abandonó. A menudo, en esas ciudades, aparecen necrópolis reales dentro de
una basílica situada extramuros: Santa Leocadia en Toledo, San Dionisio en
París, San Martín en Metz, etc. Las más tardías fueron la de San Salvador en
Pavía y la de San Agustín en Canterbury. Las antiguas ciudades romanas se
convirtieron de ese modo en lugares de encuentro político-religioso. Cuando
no eran la sede del palacio real, eran la residencia del conde de la ciudad y del
obispo. En adelante, la carrera de un funcionario había de ser al revés de
como había sido hasta entonces: se iba primero a la corte para acabar
obteniendo un cargo en una ciudad. Sin embargo, ello no era obstáculo para
que la ciudad fuera lugar de reunión de peregrinos y comerciantes que
acudían a las grandes fiestas del santo patrón, a las ferias y a los mercados, sin
olvidar que el conde ejercía la magistratura de justicia local.
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Dijon y Cambrai en el siglo VI.
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escribían los contratos de venta y los testamentos ante notario, mientras que
los miembros de la curia municipal (que ya no estaban encargados de la
recaudación de impuestos) registraban y oficializaban sus documentos.
Finalmente, ese nuevo paisaje en que se había convertido la ciudad, era la
morada de las últimas corporaciones de oficios que todavía subsistían:
canteros y monederos.
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que las minas de la península ibérica y de Aquitania seguían explotándose.
Además, se generalizó la economía monetaria, puesto que había más cecas
que en el Imperio tardío; casi todas las capitales de territorio en Hispania y la
Galia tenían una. Los grandes burgos rurales e incluso las abadías o algunos
grandes dominios vieron cómo el monopolio de la acuñación se iba de las
manos de los reyes merovingios para caer en manos de agentes privados que
inscribían sus nombres en las monedas. Por ello, la abundancia de hallazgos
monetarios es un indicio seguro para detectar la vitalidad de los intercambios
económicos.
El descubrimiento de sueldos y de tercios de sueldo a lo largo de los
grandes ejes europeos permite, en efecto, encontrar las rutas comerciales de la
época, sobre todo cuando se trata de monedas extranjeras en un territorio. La
presencia de monedas bizantinas en las costas atestigua que el gran comercio
de Cartago y Ravena con Constantinopla, Antioquía y Alejandría no había
cesado. Los negociantes de Ravena compraban sederías en el taller imperial
de Constantinopla; el papiro de Egipto llegaba a Marsella; las especias de la
India y de China a Narbona, y el natrón egipcio posibilitaba que los vidrieros
de Colonia siguieran vendiendo sus delicados vasos a los anglosajones y a los
escandinavos. Pero también existía el comercio en sentido inverso, y
Occidente no perdía su oro en intercambios desiguales. El reciente
descubrimiento de los restos de un naufragio en el golfo de Fos, que data de
los años 600, demuestra que ese barco llevaba con destino a Oriente trigo a
granel, ánforas llenas de pez y cerámica decorada. Se mandaban mármoles
pirenaicos a Constantinopla. De Verdún salían convoyes de esclavos sajones
hacia Hispania o Grecia. Los vasos litúrgicos coptos tomaban el camino
contrario, y algunos barcos bizantinos penetraban incluso en el Atlántico para
ir a buscar estaño a Cornualles.
Los únicos verdaderos cambios del gran comercio en relación con el
siglo IV ocurrieron en Italia. Después de que Teodorico paliase el cese de las
importaciones de trigo africano mediante el recurso a los negociantes
hispanos y provenzales, y después de que desapareciera el comercio estatal, se
desvaneció toda especulación en el mercado italiano del trigo. Tomaba cada
vez mayor importancia un comercio libre de tipo mercantil destinado a
abastecer a la débil población de Roma, y que estaba en manos de los grandes
negociantes sirios o judíos. Se reducía a las rutas de Constantinopla hacia
Sicilia y Roma, mientras la instalación de los lombardos, a partir del 568,
cortó las rutas de los pasos alpinos hasta finales del siglo VII. Desde entonces,
el eje Fos-Marsella-Chalon-sur-Saóne-Metz-Tréveris volvió a adquirir
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importancia. Como los reyes merovingios y visigodos mantuvieron siempre la
red de vías romanas, los puertos de Narbona, Barcelona y Cartagena no
perdieron contacto con África ni con sus territorios de tierras adentro hasta el
Atlántico. El aceite y el garum hispanos llegaban al norte de la Galia; la sal de
las salinas atlánticas y mediterráneas circulaba por el Sena y el Mosela; y los
vinos de tipo griego, ya fueran de Samos o de la cuenca parisina, se
compraban hasta en las bocas del Rin. Evidentemente, una moneda con gran
poder adquisitivo favorecía menos a ese comercio interior que al gran
comercio marítimo; por ello, debía coexistir con el trueque. Sin embargo, la
creciente utilización de los ríos, la generalización del dromedario como
animal de carga en África, Hispania y la Galia, y la importancia de las
colonias de mercaderes griegos y judíos en las grandes ciudades e incluso en
el paso pirenaico del Col de la Perche, demuestran que el comercio entre los
reinos bárbaros con fuerte población romana nunca disminuyó y que incluso
se diversificó.
En resumen, es claro el legado romano en las regiones donde los
germanos se asentaron como federados y donde los bizantinos volvieron
como dueños del Imperio. Afectaba al derecho, a la esclavitud y a su par el
colonato, al patronazgo y a la oligarquía senatorial, al sistema agrario y a la
moneda de oro. El Mediterráneo siguió siendo un lago romano. En cambio,
otras herencias romanas se degradaron. El Estado, atacado violentamente por
los pueblos victoriosos o por la población vencida, solo conservaba a sus
funcionarios locales y veía cómo su sistema fiscal se deterioraba
inexorablemente. Las ciudades acabaron por vaciarse de toda actividad
productiva, incluso cuando se mantenían y tomaban un nuevo impulso; ya no
dirigían el campo. Además, algunas mutaciones del Oriente bizantino
repercutieron en el Occidente bárbaro, afectando particularmente a las
funciones públicas, al ejército, a la Iglesia e incluso a las corrientes
comerciales. Esa continuidad se compuso de rupturas reparadas, de evolución
regresiva (con el retorno al patronazgo de la época republicana), o progresiva
(con el ahondamiento de la huella romana). Finalmente, la sociedad de la
romanidad tardía, que intentaba sustraerse al Estado, lo logró.
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demográfica y lingüísticamente, dichos comportamientos modificaron los
cimientos de las poblaciones dominadas y qué nuevos conceptos del derecho,
de la monarquía, del ejército, de los lazos de hombre a hombre y de la
explotación del suelo introdujeron. Pero el comportamiento religioso de esos
bárbaros, generalmente arríanos, es una muestra de que todos, poco o mucho,
habían estado en contacto con la romanidad.
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llanura del Po: confiscaciones y matanzas de la población acompañaron a la
colonización militar masiva. En Gran Bretaña, los anglosajones avanzaron por
los valles y acabaron por expulsar a los bretones, que se refugiaron en el oeste
y en el norte de la isla, o por someterlos. De rechazo, estos últimos emigraron
a la Bretaña continental, donde ocuparon tierras vacías. El avance de los
francos, de los alamanes y de los bávaros fue del mismo tipo. La importancia
de las tierras desiertas o nunca cultivadas explica ese avance relativamente
pacífico de los pueblos renanos y danubianos. A medida que abandonaban su
propia zona de origen, otros pueblos se desplazaban tras ellos para ocupar su
lugar, como en el caso de los turingios y los sajones. Pero algunas zonas
estaban tan vacías que, en el siglo VII, los francos pudieron volver a la margen
derecha del Rin y colonizar una región que tomó su nombre: la Franconia.
Asimismo, los frisones y los francos llegaron a Kent y a las costas danesas,
mientras que los irlandeses crearon pequeños reinos en el País de Gales y en
Escocia.
Esos movimientos de población por infiltraciones lentas tuvieron
resultados mucho más duraderos que los de los anglosajones o los lombardos,
por ejemplo, que estuvieron condenados a luchar incesantemente. La fusión
de los galorromanos y los francos fue relativamente rápida, puesto que, ya en
el siglo VI, los territorios del norte del Sena se llamaban Francia aunque los
ocupantes fueran allí minoritarios. El estudio de los cementerios revela las
múltiples modalidades de la fusión. En efecto, del Rin al Loira aparecen entre
el 400 y el 550 modos variados de inhumación, siendo el único carácter
común el alineamiento por hileras. Se encuentra la práctica romana del
sarcófago asociada a la costumbre germánica de enterrar al muerto vestido,
armado, con ofrendas en alimentos y según una orientación que puede variar.
Los sajones y los frisones paganos del norte del Rin seguían practicando la
incineración, la inhumación de los caballos y la construcción de túmulos
funerarios. Si nos desplazamos al sur del Somme, la tipología franca pura
disminuye, las armas y las vasijas no son tan numerosas, y las tumbas de los
jefes se encuentran separadas del cementerio. En la margen izquierda del Rin
y en Alsacia, la presencia de espadas largas y de vasijas esféricas muestra la
existencia de población alamana. En la cuenca parisina la cristalización fue
temprana y las tumbas alineadas tienen cada vez menos ajuar. En el reino de
los burgundios, encontramos que las armas y joyas han desaparecido, pero la
cerámica galorromana y las inscripciones demuestran que hubo una fuerte
romanización, al igual que en Aquitania, donde casi no hay huellas de los
visigodos. Además, los escasos estudios antropológicos realizados muestran
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una asombrosa permanencia del fondo neolítico. En efecto, dos o tres
cementerios burgundios del Jura central y meridional, del norte de los Alpes y
de las orillas del lago Leman, revelan la presencia de un poblamiento
germánico gracias a ciertos caracteres dentarios mongoloides. Pero en otras
partes, en Normandía, por ejemplo, el cementerio de Frénouville muestra una
continuidad absoluta con los esqueletos galorromanos; la estatura es idéntica
(una media de 1,67 m para los hombres o de 1,55 m para las mujeres), y las
características craneales no tienen nada que ver con las de los escasos
anglosajones de Fleury-sur-Orne, que medían 1,80 m de media. Faltan
estudios antropológicos para los francos, pero parece que pocos (quizá solo
algunas familias nobles) cruzaron el Somme. En el fondo, la dominación
franca no fue étnica sino política; mejor es considerarla como obra de
galorromanos de ascendencia y raíz franca, si tenemos en cuenta su antiguo
contacto con el Imperio.
Ello explica su débil influencia lingüística: el latín hablado retrocedió
muy poco, apenas doscientos o incluso cien kilómetros desde el Rin. La
frontera del germánico se estabilizó ya en el siglo VI: partiendo de las costas
de Picardía, pasaba por el norte de Tournai e iba a lo largo del Sambre y el
Mosa hasta Maastricht y Aquisgrán; luego, dibujaba una curva hacia el sur,
dejando a Tréveris y Metz en territorio de habla latina; seguía la cresta de los
Vosgos, partía Suiza en dos al este de Avenches, y acababa en la línea de
división de aguas constituida por los Alpes. Era casi idéntica a la de hoy en
día, y refleja perfectamente las zonas de fuerte poblamiento o de fuerte
influencia germánicas. Porque en los lugares donde ni siquiera hubo un
funcionario franco pronunciando el latín con acento fuerte, la lengua
evolucionó menos y fue todavía más conservadora. En efecto, al sur del Loira
apareció otra frontera, la del occitano, cuyas características son las de un latín
como continuación del anterior. Se dibujaba, pues, una zona de fusión y de
contactos estrechos entre ambas civilizaciones entre el Somme y el Loira. No
ocurrió lo mismo en el norte de Italia, donde la lengua lombarda desapareció
en el siglo IX. En cambio, Gran Bretaña puede verdaderamente llamarse
Inglaterra, porque se dividió claramente en dos dominios lingüísticos según
un eje norte-sur: Escocia, Gales, Cornualles e Irlanda hablaban en céltico, al
igual que la Bretaña continental, mientras que el resto de la isla era de habla
anglosajona. En definitiva, el latín retrocedió poco, y en su pronunciación y
su ortografía se adivinaban ya las transformaciones que darían lugar a las
diferentes lenguas romances.
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Una sociedad tribal y guerrera
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penas, el ladrón prendido en delito flagrante era ahorcado inmediatamente.
Pero el criminal que hubiera matado a un miembro de una familia contraria,
practicando con ello el sagrado deber de la venganza (faida), podía
desencadenar guerras privadas durante muchas generaciones. Por eso, con el
fin de acabar con esos conflictos perpetuos, se podía parar la cadena de
venganzas haciendo pagar al asesino el «oro de la sangre» (Wergeld), es
decir, cierta suma tarifada según un catálogo muy preciso de los daños físicos
sufridos. Así pues, la justicia bárbara castigaba más severamente al ladrón que
al homicida y privilegiaba a la propiedad en detrimento de la persona humana.
Esa confusión entre lo privado y lo público provocó al mismo tiempo la
de lo civil y lo militar. El jefe de tribu, incluso cuando se había convertido en
general romano y después en rey, seguía siendo un soldado. Era un jefe de
guerra (Heerkönig) elegido por todos los hombres libres de la tribu; si
resultaba victorioso demostraba estar dotado de un verdadero carisma pagano,
del Mund, fuerza mágica simbolizada por genealogías divinas y por los
cabellos largos en la dinastía merovingia. Pero, excepto en esa última familia
y en la de los Balthos para los godos, la elección solía predominar porque, a la
menor derrota, el rey perdía su carácter sagrado así como el poder. Ya no era
el dispensador del botín ni el protector de las cosechas. Se le privaba entonces
inmediatamente del «ban», ese derecho a castigar y a gobernar que se le
reconocía normalmente con el poder correlativo de declarar la guerra y hacer
la paz. Respecto a ello, se ha hablado acertadamente de «monarquía absoluta
mitigada por el asesinato». La inestabilidad de las monarquías lombarda,
visigoda, anglosajona e incluso franca es una prueba palpable de ello. Al estar
fundadas en el valor militar, no superaban naturalmente las vicisitudes. Sin
embargo, ese tipo de monarquía era la clave del éxito de los bárbaros. Toda la
educación germánica estaba orientada hacia la exaltación de los instintos de
agresión para sobrevivir. El furor teutonicus, éxtasis guerrero que saca al
luchador fuera de sí, tenía como objetivo obtener la victoria al precio que
fuera. Así pues, la civilización germánica se fundaba en la violencia, a la que
se consideraba como la virtud principal. El término «franco» viene del
antiguo alto alemán frekkr que significaba audaz, valiente, del mismo modo
que «galo» equivalía a bravo. Todo hombre libre era pues automáticamente
un guerrero, normalmente a partir de los catorce años. La onomástica
germánica, que fue a menudo adoptada por los vencidos, refleja aquella
mentalidad: Chlodweg, que dio la forma culta Clodoveo y la forma corriente
Luis, significa «camino de gloria»… Y nunca insistiríamos suficientemente
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en la afirmación de que todo el vocabulario militar actual de la lengua
francesa viene de la lengua franca.
En definitiva, gracias a aquella educación guerrera, cualquier rey podía
disponer de todos los hombres libres agrupados por tribus y divididos, sobre
todo en el caso de los godos, en unidades de 10, 100, 500 o 1000 individuos.
Este último grupo era mandado por un millenarius. El thiufadus era el jefe de
los sirvientes que seguían al ejército para la intendencia y los equipajes. En
general, los francos y los anglosajones eran soldados de infantería temibles.
Cada uno debía aportar sus armas; el escudo, la francisca que se lanzaba de
lejos para dividir al frente contrario, el arco y la lanza, la pica de gancho y la
jabalina estaban destinados al combate a distancia. En cambio, la scramasax
(especie de puñal de 50 cm con un solo filo) y la espada larga servían para el
combate cuerpo a cuerpo. Estas armas eran particularmente temibles por un
método especial de forja que se utilizaba en su fabricación. El ánima se
componía de un cuerpo de soldadura con alternancia de bandas de hierro
dulce o carburado y era muy flexible. En cambio, los filos que se añadían
mediante soldadura eran de un acero muy duro y muy cortante. La espada
franca, manejada atacando con el filo y no dando estocadas (porque se
hubiera podido doblar) y después de varios molinetes, podía llegar a partir
una armadura. Esta, llamada broigne, era una casaca de cuero cubierta con
placas de hierro cosidas, pero era relativamente rara y se acostumbraba a
reservar para los jinetes. El armamento germánico garantizaba una clara
superioridad a sus poseedores, y por eso se comprende el extraordinario
prestigio de que gozaba el herrero en las sociedades germánicas
esencialmente militares.
La caballería fue siempre menos importante que la infantería. Era
corriente sobre todo en el ejército godo, el alamano, el lombardo y el avaro.
Los avaros eran jinetes nómadas que iban armados con un arco, flechas y un
carcaj, un escudo redondo y una espada. Su táctica consistía en simular una
carga general y luego, tras un corto combate, batirse en retirada rápidamente.
Cuando sus adversarios les perseguían de forma dispersa y sin orden alguno,
se volvían y los acribillaban de flechas mortales sin parar de galopar en la
misma dirección. Esa era también la táctica de los visigodos y de los vascos.
El ejército romano de Italia la adoptó bajo la dirección de Narsés y gracias a
ello pudo vencer en particular a la caballería pesada ostrogoda. En efecto, esta
estaba compuesta de hombres a caballo cuidadosamente enjaezados y
encaparazonados, aptos para el combate a muy poca distancia a base de
blandir la lanza. Existía, por ejemplo, entre los taifales, los alanos y los
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lombardos, porque era originaria de las llanuras de la Rusia meridional. Esos
jinetes acorazados eran poco numerosos, ya que el armamento era muy
costoso, pero su acción podía ser a veces decisiva.
Como todo debía contribuir a la victoria, no era raro que los celtas y los
germanos utilizaran esclavos para luchar, práctica que los romanos habían
rechazado sistemáticamente. La ley de los bretones precisaba que era habitual
que un esclavo cargase con las armas de su dueño. El término céltico gwass,
latinizado como vassus, designaba en las sociedades francas a un esclavo
encargado de un servicio a veces armado. Luego, el diminutivo vassalus daría
vasallo. Los jóvenes que luchaban junto a un patrono, a un «veterano» (en
latín senior, más viejo, que dio más tarde señor), acababan formando respecto
a su amo una especie de guardia privada en la que la fraternidad del combate
rompía los obstáculos jurídicos. El calor de la relación que experimentaban en
aquellos momentos cruciales convertía en seguida al amigo (Freund) en libre
(Frei). Mientras que entre los romanos las definiciones jurídicas creaban las
relaciones sociales, entre los germanos, las relaciones sociales modificaban
las definiciones jurídicas. La barrera entre libre y esclavo se podía salvar
mucho más fácilmente. Por lo demás, los propietarios germanos concedían
una independencia absoluta a sus esclavos casan. Sin embargo, durante el
siglo VII, como veremos más adelante, aquella indistinción social primitiva
fue desapareciendo en provecho del trinomio esclavos-libres-nobles.
Esa libertad, original o adquirida, caracterizaba afectivamente a la
mayoría de guardias privados o reales que rodeaban a los jefes de tribu y a los
personajes poderosos. Entre los visigodos y los ostrogodos, existían también
los «sayones», hombres allegados a los reyes que se encargaban de hacer
ejecutar las órdenes. De hecho, eran sus acompañantes, delegados capaces de
proteger a los débiles como su propio amo les protegía a ellos. Más tarde
aparecieron en el palacio de Toledo los gardingi, guardias del rey que le
debían fidelidad y servicio militar. Asimismo, entre los lombardos existían los
faramanni, miembros de un clan primitivo que eran instalados en un
campamento fortificado y obedecían como una guarnición al servicio de un
rey o de un duque, y los arimanni (los hombres del ejército, literalmente),
soldados que se podían convocar en cualquier momento y que estaban
entonces obligados a dejar la tierra en la que habían sido establecidos. Hay
que distinguirlos de los gasindi (literalmente, los servidores), a menudo
esclavos o libertos, que estaban encargados de determinadas funciones en
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palacio y debían fidelidad a su príncipe. Los reyes anglosajones también se
rodearon de un mismo tipo de guardias con un nombre muy parecido: los
gesiths. Unos, de baja condición, recibían de su amo (llamado hlaford, dador
de pan, que dio lord) el alimento y el vestido, mientras que otros se
beneficiaban de una concesión de tierra en precario o definitivamente. Todos
debían un servicio militar a su protector. Finalmente, entre los francos aparece
el mismo fenómeno: junto a la scara, tropa permanente de guerreros que
sirven al rey, encontramos alrededor de este a los antrustiones. Se trataba de
un tipo de guardia de corps del rey. En el curso de una ceremonia particular,
se encomendaban a él de rodillas, con sus manos dentro de las del rey. Le
juraban fidelidad y traste, que significaba lo mismo que treue en alto alemán
antiguo. En adelante, colocados bajo la protección (el maimbour) del amo que
les mantenía, le protegían con sus armas. Cualquiera que osara matar a uno de
ellos, debía pagar un Wergeld enorme: ¡600 sueldos! Ello muestra la
importancia que tenían los antrustiones y los lazos de hombre a hombre que,
en ese caso, eran de superior a inferior. En todas las sociedades germánicas y
celtas encontramos esta práctica de paternidad adoptiva que consistía en
alimentar en su propia casa a jóvenes a quienes se convertía en guerreros y
servidores, y más adelante en funcionarios. Esa práctica, llamada fosterage
entre los anglosajones, creaba verdaderos lazos carnales con los adolescentes
que en seguida eran proyectados a la vida adulta. Pieles a su padre educativo
hasta la muerte, esos «alimentados» (nutriti, como se les llamaba entre los
francos y los visigodos) formaron grupos de presión extraordinariamente
solidarios, sobre todo por el hecho de que habían prestado juramento de
encomendación. Aquellas cohortes de peleadores que no solo estaban al
servicio de los reyes, sino que pronto también lo estuvieron al de los jefes de
familia ampliada o de clan, se designaban con calificativos como amigos,
satélites o jóvenes.
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la hierba; tenían que quedar fijos. Entre los sajones, los pueblos estaban
cercados con un seto vivo, Zaun en alto alemán antiguo, que dio más tarde
town (ciudad, en inglés). En las costas del Boulonnais subsisten todavía hoy
aldeas fundadas por aquellos emigrantes: Baincthun, Offrethun, etc., cuya
terminación thun evoca su aspecto primitivo. En cambio, cuando se instalaron
en tierras romanizadas, probablemente encontraron dos tipos de hábitat: lo
que quedaba de los grandes dominios de tipo galorromano (villa del
propietario y casae de los colonos o esclavos), o bien, como lo demuestra la
arqueología al otro lado del Rin, grupos imprecisos de cabañas y cobertizos.
Así pues, se introdujeron en las estructuras establecidas y dieron simplemente
su nombre al lugar previamente habitado o recién creado. Los topónimos
compuestos por un nombre propio con una terminación en ingos dan, según
las regiones, indicaciones precisas sobre los asentamientos de los recién
llegados.
En Lorena se encuentran todavía hoy aldeas como Dudelange o Hayange
que demuestran esa asimilación franca. Los burgundios en el Franco Condado
y en Saboya crearon Bavans, Sermorens, etc., e incluso los visigodos dejaron
huellas en Aquitania con Brens, Escalatens, etc. En Flandes, algunos hábitats
francos terminan en ingue (Bonningues) y atestiguan un establecimiento en
grupo. Otros que estaban rodeados por setos se llaman Le Plouy, aludiendo a
las ramas de los árboles jóvenes doblegadas (en francés, ployées) y
entrecruzadas que cerraban el conjunto de casas. El término ham, que ha dado
hameau (caserío) revela un asentamiento a base de casas dispersas. Se
podrían hacer constataciones idénticas en Lombardía, en la meseta española y
en la cuenca de Londres, donde la toponimia céltica desapareció ante nombres
terminados en ings (como Hastings). Pero es evidente que los cambios más
importantes tuvieron lugar en Inglaterra y en el norte de la Galia.
El hábitat de los recién llegados utilizaba esencialmente la madera y la
chamiza. En Irlanda, los incontables fortines circulares diseminados en el
campo protegían a las explotaciones agrícolas de distintas formas. Unos
estaban rodeados de tapias de piedra seca, mientras que otros se protegían,
detrás de un foso y de una muralla de tierra, con tabiques de madera. Los
crannogs, islotes artificiales construidos sobre lagos o zonas pantanosas que
comunicaban con tierra firme mediante diques estrechos, se hacían con vigas
entrecruzadas, chamiza y arcilla. En ellos se guarecían, además de numerosos
artesanos, las familias más ricas. En los caseríos anglosajones, algunas
granjas rodeadas con una valla constaban de grandes chozas sostenidas por
postes y donde convivían hombres y animales. Las casas francas descubiertas
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por los arqueólogos presentan un aspecto similar: un piso por debajo del nivel
del suelo, con tubos de desagüe para el agua de la lluvia y con una chimenea
si esta no estaba fuera, paredes bajas, y un techo de caña que, apoyándose en
dos o cuatro postes, debía llegar hasta el suelo. Todo junto constituía una
vasta superficie habitable de unos 70 a 90 m2. Alrededor había silos
enterrados o sobrealzados, herrerías y talleres de tejidos, «fondos de cabaña»
excavados para trabajar (como lo demuestran las pesas de telar descubiertas),
pozos y setos que cerraban el conjunto. En Escandinavia, las granjas eran
mayores ya que, debido al clima, no se podía practicar ningún tipo de
estabulación libre. Por ello, de los aproximadamente 30 m de largo, un tercio
se reservaba a la vivienda de los hombres, otro tercio a los animales, y el resto
hacía de almacén de grano. Cuando aparecía un peligro, aquellas poblaciones
de ganaderos podían refugiarse en los fortines circulares de piedra desde
donde resistían a cualquier adversario. O podían, como los frisones, aislarse
en colinas artificiales (terpen), por lo general sobrealzadas detrás de las
dunas, desde la desembocadura del Elba hasta el Zuyderzee. El estudio de los
terpen ha revelado el mismo tipo de granja de madera, de unos 20 m de largo
y unos 5 de ancho, y dedicada esencialmente a la ganadería. En definitiva, los
asentamientos célticos y germánicos influyeron sobre todo en el campo y
desarrollaron una economía silvo-pastoril muy similar a la de la edad de
hierro.
Sin embargo, a pesar de la presencia de chozas sajonas en Boulogne y
Canterbury, no debemos concluir que había un atraso de los ocupantes con
respecto a los ocupados, sino más bien que se compenetraron rápidamente.
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para abastecer a aquellas tropas. Volvieron a aparecer zonas boscosas a lo
largo de muchas vías romanas, cubriendo a veces antiguos dominios; por
ejemplo, entre Colonia y Jülich, entre Bavai y Saint-Quentin (el actual bosque
de Mormal), y desde Pevensey y Hastings hacia Londres. Sobre todo en este
último caso, el Weald era una inmensa zona de caza que separaba Kent de
Sussex y ocupaba unos 200 km de largo por un poco menos de 50 de ancho.
Otra gran zona arbolada se extendía desde las costas de Essex al norte del
Támesis hasta las colinas de los Chiltern. En su mayor extensión, ese cinturón
boscoso, del que no quedan sino algunos pedazos, ocupaba de norte a sur más
de 60 km de ancho. Algunos bosques de Germania se utilizaban incluso como
verdaderos setos fronterizos y eran totalmente impenetrables. Las leyes
anglosajonas precisaban que aquel que no cruzara los bosques haciendo sonar
una trompa, podía ser considerado un bandido y cualquiera lo podía matar.
¡Eran ocasiones excepcionales para llevar a cabo entrenamientos de guerra!
De ese modo, grandes zonas, como el macizo de las Ardenas, pasaron a
depender de los reyes germánicos. Apareció un término especial para
designarlas: laforestis o zona forestal, los espacios situados fuera (for) de las
tierras cultivadas. Entre los lombardos, el bosque se llamaba gahagio. Se
trataba de que los príncipes, cuyo régimen alimenticio se basaba más en la
carne que en el pan, se asegurasen la existencia de caza y pesca para su
explotación personal. Además, crearon cotos de caza como reservas que a
menudo estaban cerrados. Lo esencial era obtener, según las estaciones del
año, ciervos, jabalíes, salmones, perdices y conejos. Pero el gran plato del rey
era, evidentemente, el uro, un enorme toro primitivo que constituía una
verdadera despensa ambulante. Las leyes germánicas, claro está, también
protegían con tarifas apropiadas a los halcones, a las cigüeñas pescadoras de
ranas, a los perros de caza y a los animales salvajes.
Así pues, las tierras incultas eran más importantes para los germanos que
para los romanos porque la ganadería les proporcionaba muchos más
recursos. A la civilización del olivo se opone la de la mantequilla. Como los
príncipes no tenían los medios materiales para apoderarse de todas las tierras
incultas, los campesinos utilizaban una parte de ellas. También a ellos les
interesaba que una gran parte del suelo se mantuviera inculta, puesto que
llevaban los cerdos a pacer, extraían miel salvaje, carbón vegetal, estacas,
postes, tablillas de madera para los tejados, etc. Y sobre todo, llevaban a los
bueyes y las vacas a las zonas pantanosas, y a las ovejas y las cabras a las
landas. Incluso parece que los lombardos introdujeron el búfalo en el norte de
Italia en el siglo VI. Estos animales domésticos no se utilizaban tanto por su
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carne como por la mantequilla, el queso, la leche, la lana y las pieles. Se
acostumbraban a criar menos caballos que cerdos o corderos, aunque su
escasez les convertía en un animal de gran valor. Los numerosos artículos
referentes a robos de reses y caballos en la ley sálica o la ley de los bretones
muestran qué importancia se daba a los productos de la ganadería. Entre los
irlandeses, el robo de vacas estaba considerado como un deporte noble,
porque era violento y peligroso. Todo ello no indica que se descuidara el
cultivo de cereales: el estudio de restos de polen de las turberas de toda la
zona renana lo demuestra, pero el centeno, la cebada y la avena tenían un
papel secundario. Los granos utilizados para la fabricación del pan y de la
cerveza se almacenaban en graneros construidos sobre pilotes. A la dieta del
pan, el vino y el aceite se añadió, pues, la de la carne, la cerveza y la
mantequilla.
Los únicos germanos que no cambiaron en nada fueron los escandinavos;
siguieron en la edad de hierro, en la etapa llamada de Vindel. Algunos
campesinos cazadores y roturadores se aventuraron a ir hacia el norte, donde
entraron en contacto con los lapones; con ellos desarrollaron un comercio de
pieles y de sal mediante un trueque mudo. Los túmulos funerarios de los reyes
de Upsala que datan del siglo VI muestran efectivamente una gran riqueza. De
hecho, el puerto de Helgö, en Suecia, cerca del lago Malar, estaba en relación
de 400 a 700 con la Europa continental y Gran Bretaña. La presencia de
talleres de orfebres que trabajaban los metales preciosos, así como el bronce y
el hierro, muestra que existían intercambios importantes, sin duda por mar.
Los barcos de la época (sin puente, quilla, ni mástil) funcionaban con remos y
se desplazaban a lo largo de las costas practicando un cabotaje continuo.
Parece que los marinos más audaces de la época eran los sajones y los
frisones, siempre dispuestos a cambiar lo que fuese así como a piratear.
Algunos terpen se especializaron en esos negocios. Cuando desembarcaban
en un país, los germanos del norte tomaban el término latino de vicus para
aplicarlo a los nuevos puertos que iban creando. Bajo la forma de wik o de
wich, aparecieron entonces Quentovic a mediados del siglo VI, Salperwick,
Andruicq en el canal de la Mancha, Hamvic o Hamwih (antecesor de
Southampton), Sandwich («el puerto de la arena»), Woolwich («el puerto de
la lana»), y otros. Esos nuevos puertos, con las casas de madera alineadas una
al lado de otra en la playa, con sus embarcaderos y sus correderas de troncos,
no compensaron probablemente el hiato de aproximadamente un siglo que
revela el subsuelo de las ciudades romanas de Gran Bretaña. Sin embargo, la
ruptura debió ser corta en el caso de Londres y en el de Canterbury.
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En efecto, Kent fue el primer reino bárbaro, sin contacto con Roma, que
acuñó monedas de oro, los «thrymsas», imitando a los tremisses romanos.
También los frisones plagiaron los tercios de sueldo bizantinos o romanos
para desarrollar su comercio. Pero no por ello eliminaron el trueque, ni el uso
de trozos de oro en forma de anillo, ni el de monedas romanas transformadas
en joyas, ni el de trozos de pulseras de oro, etc. Es corriente descubrir en las
tumbas germánicas o escandinavas balanzas de astil destinadas a pesar los
metales preciosos. Ello demuestra que, incluso en los países bárbaros que
ignoraban cómo acuñar moneda, existía un embrión de economía monetaria
basada en el patrón oro, y que la población estaba cada vez más sensibilizada
respecto a ese nuevo tipo de intercambio. Por lo demás, países como Bretaña
o Irlanda utilizaban la onza o la libra de estaño, o las vacas consideradas en
unidades como multas. Finalmente, mientras que las monedas extranjeras no
circulaban en países que acuñaban moneda, eran siempre aceptadas en todos
los reinos que no emitían. Así pues, la economía natural y la economía
monetaria estaban íntimamente compenetradas. Lo demuestran los mapas que
reflejan la dispersión de las fíbulas germánicas, de los vasos de bronce coptos
y de los sueldos bizantinos.
La unificación en la fe
Fuesen cuales fuesen las novedades que aportaron los celtas y los
germanos, existen dos campos en los que no llegaron a producirse rupturas
definitivas: la propiedad y la religión. Aunque para muchos pueblos todavía
eran más importantes los bienes muebles, las joyas y las cabezas de ganado, y
seguían practicando la utilización común de los espacios incultos, de hecho, la
comunidad de tierras primitiva propia de una agricultura de calveros,
itinerante, había desaparecido hacía ya mucho tiempo. Todos los pueblos
practicaban la propiedad privada cuando entraron en el Imperio, hasta el
punto de que no comprendieron qué era la propiedad pública. Era este un
punto de contacto entre vencedores y vencidos.
Asimismo, la conversión de muchos pueblos al arrianismo habría podido
unir a germanos y romanos fácilmente; pero no ocurrió así. Los visigodos, los
suevos, los vándalos, los burgundios, los ostrogodos y los lombardos, que ya
se separaban de los vencidos por su lengua, por su acantonamiento en
determinados lugares, por su oficio militar, su ley y por su economía pastoril,
fueron todavía más detestados por la adopción de una herejía que acababa de
desaparecer en el Imperio a finales del siglo IV. Predicada por Arrio en Egipto
a principios del siglo IV, consistía en rebajar a Cristo al nivel de criatura
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sobrehumana, con calidad de verdadero representante de Dios, pero
negándole una naturaleza divina; el arrianismo permitía crear una ideología
política que asimilase al jefe con el enviado de Cristo. Es por lo tanto
comprensible que un sacerdote godo, Ulfila, escogiese voluntariamente esa
religión cristiana que era más asequible para las tropas de guerreros que
sacralizaban el poder. Al mismo tiempo se asimilaban germanidad y
cristiandad y aquella herejía pasó a ser su razón de ser.
Por esta razón, aparte de los burgundios que fueron tolerantes con los
católicos galorromanos y cuyo rey Segismundo (516-523) se convirtió, la
mayoría de los pueblos arríanos mantuvieron una hostilidad latente o
manifiesta respecto a los vencidos. Sobre todo los visigodos persiguieron a
los católicos durante los reinados de Eurico y Alarico II, y su eliminación de
Aquitania se debió esencialmente a que los obispos católicos aquitanos
pidieron ayuda a los francos de Clodoveo recientemente bautizados.
Instalados en Hispania, los visigodos se enfrentaron al mismo problema.
Después de haber eliminado a los suevos que acababan de convertirse a
mediados del siglo VI, el rey Leovigildo (567-586) tuvo que enfrentarse a su
hijo Hermenegildo, que se había convertido al catolicismo. Con el fin de
evitar cualquier conversión de los visigodos, aplastó la revuelta de su hijo e
hizo exiliar a Leandro, obispo de Sevilla, que había sido el impulsor de la
conversión de Hermenegildo. Aquella política de Leovigildo no debió dar
resultado, porque su otro hijo, Recaredo, convertido en el 587, logró, a pesar
de algunas revueltas de miembros de la alta nobleza, hacer proclamar la
religión católica en toda Hispania a partir del concilio de Toledo del 589.
Además, la desaparición progresiva del arrianismo bajo el reinado de sus
sucesores favoreció la eliminación de los bizantinos de la costa sureste de la
península. En efecto, los católicos bizantinos ya no eran útiles a los hispanos.
Así pues, se consiguió una verdadera unanimidad celebrada por el hermano
de Leandro, Isidoro, obispo de Sevilla; es realmente cierto que las
mentalidades de la época eran incapaces de separar la unidad religiosa de la
unidad del reino.
En África, los vándalos no dudaron en perseguir violentamente a la
poderosa Iglesia de Cartago. Hunerico (477-484) intentó convertir a los
católicos a la fuerza y deportó a miles de ellos al sur tunecino. Trasamundo
(496-523) adoptó la misma actitud exiliando a muchos obispos. Se
comprende, pues, que la población africana acabase por pedir ayuda a los
bizantinos: el virulento arrianismo de los vándalos fue la causa principal de su
desaparición. En Italia, Teodorico, admirador de la civilización romana, había
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elegido una estricta política de segregación con el fin de evitar
enfrentamientos. Al construir un sistema rigurosamente dualista, en el que el
conde de los godos era el par en cada ciudad del conde de los romanos, en el
que los barrios arríanos de las ciudades estaban separados de los barrios
católicos, y al prohibir toda propaganda proarriana, esperaba hacer
desaparecer el obstáculo religioso. Era sin duda una política animada por un
espíritu muy romano. Pero con la ejecución del filósofo Boecio y la de su
suegro Símaco, presidente del senado, porque habían defendido a un senador
acusado de conspirar con el emperador, se enajenó a los católicos, tanto más
cuanto que después de haber encarcelado al papa que murió en la cárcel,
impuso a su sucesor. Por eso, cuando Teodato (534-536) vinculó todavía más
estrechamente sentimiento gótico y arrianismo, provocó inmediatamente la
reacción de Justiniano y la desaparición prácticamente total de su pueblo.
Así pues, el último pueblo germánico arriano era el de los lombardos.
También a ellos se les odió por las rupturas que provocaron, pero no corrieron
la misma suerte que los vándalos o los ostrogodos porque los bizantinos
fueron incapaces de destruirlos y a causa de un cambio de política pontificia.
Para evitar la toma de Roma, el papa Gregorio el Grande prefirió no contar
con el apoyo del exarca y negoció la paz directamente con los bárbaros.
Obtuvo dos treguas: en el 598 y en el 603. Esperaba que el bautizo del hijo
del rey Agilulfo según el rito católico, gracias a su madre Teodolinda, bávara,
llevaría a los lombardos a la ortodoxia como había hecho Clotilde con
Clodoveo. Pero no ocurrió nada de eso, porque la oposición era demasiado
fuerte y los lombardos estaban todavía muy desunidos. Hubo que esperar a los
años 652-653 para que el rey Ariperto I fuese bautizado, y al 680 para que
desapareciesen las últimas huellas de paganismo y de arrianismo entre los
lombardos, tanto los de la llanura del Po como los de la península. En lo
sucesivo, los pueblos germánicos ya no podían ser expulsados de los
territorios que habían conquistado, ya que habían desaparecido todos los
obstáculos para la total fusión.
Podemos ahora calibrar mejor la importancia de los trastornos que
provocaron los celtas y los germanos en el Imperio Romano. Sus
innovaciones fueron claras pero fácilmente localizables. Aunque poco
numerosos, su aportación lingüística dejó huellas en las antaño tierras
romanas. Su derecho original, donde no existía la noción de Estado ni de
dominio público, su justicia más indulgente con el homicida que con el
ladrón, y su culto al jefe de guerra, explican el papel principal que se atribuía
a la guerra y constituyen la causa esencial de su éxito. Fuesen infantes o
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jinetes, armados con su temible espada larga, impusieron un tipo de sociedad
basada en el elemento militar y en la que incluso el esclavo podía convertirse
fácilmente en un guerrero profesional fiel a un amo. Al no distinguir entre lo
civil y lo militar, segregaron grupos armados de todo tipo: gardingi, gasindi,
gesiths, antrustiones, etc., capaces de fragmentar las monarquías en tantos
particularismos como jefes. Al acentuar el hábitat disperso con sus caseríos de
casas cuidadosamente cercadas, crearon una verdadera diseminación de la
población, tanto en las zonas cultivadas como en las incultas. Más
acostumbrados a la vida del bosque y del pasto, no por ello fueron menos
capaces de impulsar una agricultura dinámica y, al ser sus pequeños grupos
tan solidarios, pudieron integrar rápidamente sus territorios en el del antiguo
Imperio, como se demuestra en sus iniciativas comerciales en el mar del
Norte y en su entrada en la economía monetaria. En resumen, salvado el
obstáculo de la religión arriana, los pueblos germánicos y los pueblos
romanizados, de algún modo semejantes por su trasfondo céltico común,
entraron entonces realmente en contacto y llevaron a cabo una fusión con
distintos matices según los lugares.
El ardor de la conversión
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Desde principios del siglo V, el obispo Paladio, y luego un bretón secuestrado
por los piratas irlandeses, Patrick, que murió hacia el 461, evangelizaron la
gran isla céltica. Influido por el monaquismo martiniano y el egipcio, con
fuerte tendencia eremítica, el apóstol de la verde Erín creó una Iglesia
original. Por falta de ciudades, solo pudo instalar obispos-abades de
monasterios, que fueron realmente muy numerosos. El principal, Armagh, se
convirtió en la sede metropolitana de la isla. Los monasterios se componían
de cabañas de piedra, una por ermitaño, agrupadas no muy densamente
alrededor de un pequeño santuario. Lo normal era que los monjes eligieran el
lugar, lo más desértico posible, que generalmente era una isla. El cristianismo
irlandés, muy atado a Roma, mantuvo un carácter muy ascético e
individualista, con usos litúrgicos y prejuicios particulares.
Esa actitud se manifestó muy tempranamente ante los invasores
anglosajones que privaron a sus compatriotas bretones, es decir, celtas y
cristianos como ellos, de su patria. Frente a la Inglaterra paganizada y al norte
de la Galia que había vuelto a caer en el paganismo a pesar de la conversión
más oficial que real de los francos en el 498, los irlandeses prefirieron dejar
que los anglosajones se condenaran y desembarcaran en Galicia y en la
Bretaña continental donde se desarrollaron otros monasterios irlandeses. Más
tarde, entraron en relaciones con los reyes merovingios para volver a
evangelizar el norte de la Galia. Efectivamente, el paganismo todavía era muy
fuerte al norte del Sena; basado en el culto a los manantiales, a los árboles y a
otras fuerzas de la naturaleza, seguramente no estaba provisto de un clero ni
de templos como entre los sajones y los frisones, aunque no por ello estaba
menos anclado en los espíritus bajo la forma de animismo o de magia. Más
allá del Rin, el paganismo se fundamentaba en una mitología que daba la
supremacía a los dioses: Odin, el padre universal; Thor, la fuerza brutal, y
Freyja, la fecundidad. A partir del 590, la llegada de Columbano, que recorrió
toda Europa, fue la señal que desencadenó la llegada de otros irlandeses. Para
evangelizar a la gente del campo, fundó el monasterio de Luxeuil, que se
convirtió rápidamente en una cantera de misioneros. Luego, después de que le
expulsaran de Borgoña, siguió fundando al este de París, bajó por el Mosela y
remontó el Rin siempre predicando. En Bregenz, dejó a su compañero Gall,
que fundó en la actual Suiza el convento que tomó su nombre. Acabó su
vagabundeo en los Apeninos ligures donde creó Bobbio en el 612 y donde
murió en el 629. Detrás de aquella alma de fuego, vinieron otros irlandeses
que supieron ampliar su influencia: un monje de Luxeuil restauró el obispado
de Basilea en el 615; otros crearon Péronne en Picardía, Fosses cerca de Lieja,
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y Honau en una isla del Rin al norte de Estrasburgo. Otros muchos nos son
desconocidos; obispos itinerantes, monjes errantes y reclusos olvidados en sus
agujeros, pero todos influyeron en las mentalidades hasta el punto de suscitar
émulos.
Por eso, a partir del 630, muchos laicos merovingios que se habían
convertido en sacerdotes o en obispos, los imitaron. Generalmente originarios
de regiones romanizadas, sobre todo de Aquitania, abandonaron
definitivamente sus países para ir a las tierras bárbaras, cosa que hicieron
hasta aproximadamente el 730. La mayoría se dirigió hacia Picardía, Flandes
y Renania. El más célebre fue san Eloy, obispo de Noyon-Tournai del 641 al
660, que, no contento con volver a cristianizar su antigua diócesis de Noyon,
se arriesgó a seguir hasta Amberes en plena zona germánica, a pesar de su
mal conocimiento de la lengua. Fracasó en la empresa, como san Amand,
obispo originario del Poitou que fue nombrado sin sede fija a partir del 630.
Fundó el monasterio de Elnone sobre un santuario pagano de manantiales
termales y que hoy se llama Saint-Amand-les-Eaux. Tampoco tuvo mucho
éxito en el obispado de Tongeren-Maastricht y recorrió muchas otras tierras
antes de morir en el 675 o el 676. Cuando cesó esta segunda ola de
misioneros hacia el 690, todo el país al sur de la línea Gante-Colonia se
englobaba ya en la órbita de la cristiandad romana.
Entre tanto, como los bretones, los galos y los irlandeses seguían
negándose a convertir a sus adversarios anglosajones, el papa Gregorio el
Grande (590-640) tomó la iniciativa de mandar una misión dirigida por el
monje Agustín a la isla. Este desembarcó en Kent en el 597. Con el fin de
reforzar los resultados de la primera misión, se mandó otra misión dirigida
por el abad Mellitus para reinstaurar las dos provincias eclesiásticas de
Londres y de York, y para dar autoridad a los monjes romanos sobre el clero
celta que seguía siendo hostil a los anglosajones. Después de los primeros
éxitos en Essex y en Northumbria, se encontraron bloqueados por una
reacción pagana a partir del 634; los misioneros tuvieron que replegarse en
Kent. A finales del siglo VII, tan solo Wessex y Anglia Oriental habían vuelto
al cristianismo romano.
Con el tiempo, los monjes celtas acabaron por interesarse en la conversión
de sus adversarios. El rey Oswald de Northumbria llamó a los monjes de la
isla de lona en el 635, que se establecieron en el sur de Escocia, en el
monasterio de Lindisfarne y luego en Whitby, en Mercia. A consecuencia de
esa colaboración, las discrepancias litúrgicas entre los irlandeses y los
romanos se fueron resolviendo. Ya en el 630, los monjes del sur de Irlanda se
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habían adscrito a la práctica del cálculo romano de la fecha de Pascua. En el
660, la conferencia de Whitby logró reunir a otro grupo de monjes celtas
gracias a la intervención del monje anglosajón Wilfrid, que por tal motivo
había realizado un viaje especial a Roma. Hacia el 680, bautizó a los últimos
paganos de Sussex y de la isla de Wight. En el 704, Irlanda del Norte, y en el
716 los monjes de lona, se avinieron a abandonar sus usos particulares.
Finalmente, los bretones de Cornualles y del País de Gales hicieron otro tanto
en el 755. De ese modo, todas las iglesias célticas y anglosajonas
reconocieron la autoridad espiritual de Roma.
Apenas evangelizada, Inglaterra relevó a Roma y empezó a interesarse por
sus hermanos germánicos del continente. Nacido en el 658 en Deira,
Willibrord fue mandado por el arzobispo de York, Egbert, a Frisia, donde
desembarcó en el 690. Gracias a la ayuda de Pipino el Viejo y del papa,
obtuvo como punto de partida el dominio de Echternach (en Luxemburgo)
donde fundó un monasterio. En el 695 fue nombrado arzobispo de una nueva
provincia eclesiástica que tenía como sede el antiguo campamento romano de
Utrecht. La nueva provincia debía englobar toda la Frisia, pero, a pesar de la
llegada de monjes ingleses, Willibrord no pudo cruzar el Rin hasta los años
726 o 728.
Cuando murió en el 739, todas las regiones situadas más acá del Rin
conocían el cristianismo. San Lamberto, asesinado en el 705, había
desplazado el obispado de Maastricht a Lieja, y su sucesor, san Huberto,
había acabado la evangelización de la margen izquierda del Rin. En aquel
momento una red de monasterios cubría el país, y los antiguos obispados
romanos estaban reinstaurados. Las zonas ocupadas por los alamanes y los
bávaros, gracias bien a los misioneros italianos, bien a los monjes del oeste de
Europa (Emerando en Ratisbona, Corbiniano en Freising y Ruperto en
Salzburgo), también habían vuelto a entrar más o menos en la órbita de la
cristiandad. La entrada en las regiones auténticamente paganas fuera del
antiguo Imperio Romano no empezó hasta la llegada de otro monje
anglosajón, Wynfreth. En el 719, el papa le impuso otro nombre: Bonifacio, y
le encomendó la creación de una iglesia franca en Germania, dependiente de
Roma. Muy pronto, su actuación demostró ser tan importante como la de san
Martín en la Galia. Reorganizó los obispados de Baviera, bautizó a miles de
paganos en Hesse y en Turingia, y luego, consagrado obispo en el 722 por
Gregorio II, intentó organizar la reforma de la iglesia franca mediante una
mejora en el reclutamiento del cuerpo episcopal y una extensión de los
obispados del otro lado del Rin. Fue nombrado arzobispo en el 732, pero no
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pudo ocupar su sede en Maguncia hasta el 747. Demasiado exigente a los ojos
de los primeros príncipes carolingios, prefirió pasar los tres últimos años de
su vida evangelizando la Frisia, donde fue asesinado en el 754. Había ganado
territorios inmensos para la causa cristiana y había establecido la jerarquía
eclesiástica en muchos obispados; su tumba en Fulda, monasterio que él había
fundado, se convirtió en uno de los principales centros de peregrinación de
Germania.
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su vez, los esclavos eran la demostración de que la nueva fe era una
liberación.
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y la Ascensión porque entonces debían acudir a la sede episcopal, y esta
parroquia rural se llamó a menudo en latín plebs. El término ha dado pieve en
Italia y numerosos topónimos bretones que empiezan por pié o plou como
Plougastel, Plélan, etc. Este sistema de organización de la Iglesia no fue más
allá de la línea Viterbo-Chieti en la península italiana, ya que las diócesis
meridionales eran tan pequeñas que podían ser ellas mismas una única
parroquia. Pero en Lombardía, en Engiadina, en el Friul y en las regiones
europeas donde menor fue la influencia de la organización romana en
ciudades, la estructura parroquial empezó a aplicarse en los vici, los grandes
burgos agrícolas, llegando más tarde a las grandes propiedades rurales. A
menudo, la iglesia primitiva era triple: había una primera parte dedicada a los
catecúmenos, una segunda era el baptisterio donde se bautizaba a los adultos
la noche de Pascua, y la tercera estaba abierta a todos los cristianos. En el
norte de Flandes, Willibrord cavó, a falta de baptisterio, pozos destinados al
bautizo de los convertidos. Pero, a principios del siglo VIII, la práctica de ese
sacramento por inmersión se podía considerar extinguida en todos los reinos
bárbaros, prueba del paso oficial de los adultos a la Iglesia. Así pues, la
construcción de parroquias rurales llevó a la formación de un verdadero tejido
social que reunía a la población en asambleas religiosas e incluso sociales.
Porque, de hecho, el vicario ejercía también funciones de tipo judicial y
financiero delegadas por el conde. Acababa de aparecer la célula base de la
civilización europea.
Esa célula tomó un aspecto particular en el norte de Europa con la
multiplicación de las capillas privadas. En efecto, a menudo los misioneros
obtenían el apoyo de un noble o de un rey, y acabaron aceptando su petición
de fundar, fuera de los vid, en tierras del fisco o de un gran dominio, iglesias
destinadas a satisfacer las necesidades espirituales de los campesinos. Como
el dueño de cada lugar hacía construir la iglesia a su costa y en sus tierras, la
consideraba de su propiedad y se reservaba el derecho a legarla, venderla o
cambiarla. Incluso acabó por sustraer al cura párroco del control del obispo.
Así aparecieron lo que en Inglaterra se llamó las lesser churches y en
Germania la Eigenkirche. También en Hispania, en la Galia y en Italia se dio
ese fenómeno. Este sistema favoreció una implantación en profundidad del
cristianismo, a pesar de los inconvenientes que tenía y que no aparecieron
hasta más tarde. Al mismo tiempo, atestigua la existencia del gran
movimiento de ruralización característico de la nueva civilización.
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De momento, el fenómeno de las iglesias propias no molestó a los
obispos, puesto que seguían gozando de gran autoridad. En efecto, no
olvidemos que, durante las invasiones, los obispos fueron los únicos que
siguieron en sus puestos, excepto evidentemente los de Inglaterra, el norte de
la Galia y los de otras diócesis que fueron expulsados por los arríanos.
Mientras que los altos funcionarios desaparecieron, esos obispos simbolizaron
la continuidad, y la encarnaron mediante su capacidad para negociar con los
recién llegados y su fuerza financiera con la que rescataron a sus fieles
esclavizados por los vencedores. A los ojos de aquellos paganos que luego se
convirtieron, parecían los propietarios del mundo sagrado y los cancerberos
de la eternidad. Además de poderosos en lo espiritual, también lo eran en lo
temporal: en el 507, tuvieron fuerza para abrir el acceso a Aquitania a los
francos. La mayoría era de origen senatorial; el episcopado fue cada vez más
un cargo reservado a las grandes familias, y los primeros germanos que
fueron obispos salían a menudo de las dinastías reales o de su parentela. No
fueron pocos, en el siglo VI, los casos de antiguos funcionarios, miembros de
esas familias poderosas, que se separaron voluntariamente de su esposa a los
40 años para ir a encabezar un obispado. Al no haber podido ordenarse
sacerdotes antes de los 30 años, muchos obispos tuvieron ocasión de ejercer
funciones políticas. Como, por otro lado, sus donaciones a las iglesias
catedrales y su herencia pasaban a veces al patrimonio eclesiástico, que crecía
día a día, dado que no había divisiones sucesorias, el poder temporal de los
obispos fue cada vez mayor. Se elaboró entonces una defensa culta de los
bienes eclesiásticos fundada en el principio de que aquellas tierras eran el
patrimonio de los pobres. Efectivamente, hemos visto que los obispos del
Imperio tardío se habían convertido en los patronos de los pobres. Ese papel
no dejó de acentuarse durante los siglos VI y VII, a consecuencia de la
generalización de las matrículas, de los xenodochia y de otros
establecimientos caritativos, como el cuidado de los niños abandonados o de
los huérfanos. Estas instituciones adquirían especial relieve cuando había una
ola de miseria o una epidemia. El patrocinio episcopal vio incrementada su
importancia gracias al tribunal del obispo y al derecho de asilo en el
perímetro, cada vez mejor definido, alrededor del atrium que precedía a la
catedral. Era indispensable para los campesinos que querían ponerse bajo la
advocación del santo patrón de la diócesis, y muchos libertos lo eran gracias
al obispo, mediante «la cuerda del altar», que era la forma romana, o
mediante «la acción de tirar un denario», que era la forma franca. Finalmente,
el obispo se imponía en tanto que constructor, como Nizier y Magnerico que
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restauraron Tréveris entre el 525 y el 587. En resumen, el obispo se convirtió
en un personaje poderoso en todos los reinos bárbaros, hasta el punto de que
algunos reyes intentaron apoderarse del derecho de nombramiento no
contentándose con aprobar la elección del metropolitano y los obispos
coprovinciales. Sobre todo en Hispania y en la Galia, donde por otro lado se
reunían concilios regularmente, vemos cómo los monarcas intentaron dominar
totalmente al episcopado.
A causa de esto, el estatuto y el lugar de los monjes cambió. Mientras que
en el siglo V eran marginales, ahora se convirtieron en un modelo mucho más
atractivo porque estaban menos comprometidos con el mundo. Proliferaron en
el siglo VI y adoptaron las antiguas reglas de Basilio o de Pacomio, o
practicaron el eremitismo del tipo de san Antonio. Florecieron en el
Mediterráneo lugares de ascesis y de cultura de todo tipo, tanto urbanos como
rurales, según los modelos de los monasterios de Marmoutiers y de las islas
Lerins. Los monjes, hombres de oración y de ciencia, se convirtieron entonces
en consejeros y profetas, en protectores espirituales de los poderosos y en
protectores materiales de los pobres. El rey burgundio Segismundo fundó San
Mauricio de Agaune para que se recitase la laus perennis, la alabanza
perpetua que cantaban turnándose durante el día tres grupos de monjes para
gloria de Dios. En aquella época, los monjes disponían de muy pocos bienes,
y el conjunto monástico, aparte de la iglesia, constaba de celdas dispersas,
talleres donde se trabajaban las esteras, los cestos, las pieles para hacer
pergaminos y, sobre todo, el taller donde se copiaban los manuscritos. Los
huertos y los campos vecinos permitían subvenir al abastecimiento de la
comunidad y al de los huéspedes de paso. El eremita mismo roturaba a veces
el calvero de un bosque o una tierra abandonada, de modo que en seguida
atraía a acólitos y tenía incluso que abandonar su primera instalación para
dejarla a los laicos que le habían seguido. Luego se instalaba un poco más
lejos, siempre a cierta distancia de los lugares habitados, pero sin perder
nunca del todo el contacto con los demás hombres. Pero fueran cenobitas,
eremitas o incluso reclusos, el monje o la monja seguían siendo laicos. En
efecto, el sacerdocio era muy raro en esa época. La actividad fundamental del
monje era esencialmente la oración y la ascesis; las comunidades monásticas
se reunían todos los días para rezar. Conocemos bien ahora los oficios
monásticos: el oficio de noche (maitines), del alba (laudes), de cuando salía el
sol (prima), del día (tercia, sexta y nona), de la tarde (vísperas o lucernario, la
hora en que se encendían las lámparas), y finalmente completas (antes de
acostarse). A esos hombres y mujeres que vivían aislados ya no se les veía
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como traidores, sino como especialistas de la beatitud y la salvación entre el
desorden y las catástrofes. Sus condenas y su serenidad les conferían un
verdadero carisma de lucidez. Por eso atrajeron a tantos más discípulos
cuanto que los obispos no tenían influencia sobre ellos, y cuanto que la
prohibición de entrar en la orden monástica sin la aprobación del funcionario
responsable se había desvanecido con la desaparición de las autoridades
oficiales romanas.
Las vocaciones cenobíticas y eremíticas se multiplicaron, sobre todo con
la llegada de los irlandeses, puesto que con ellos aumentaron la libertad y el
prestigio de la dedicación religiosa. La regla de san Columbano, difundida a
partir de Luxeuil, insistía en los votos de castidad, de pobreza, y en penas
impresionantes en las que el látigo no era lo menos utilizado. Pero de hecho,
ese rigor se compensaba con una llamada constante a hacer misiones, a
realizar peregrinaciones para Dios fuera del propio país, y con una gran
libertad de comportamiento hacia todas las autoridades políticas o
espirituales. El monje celta (predicador ambulante, profeta inspirado y sabio
sorprendente) y sus seguidores acababan a veces en el martirio, pero más a
menudo canonizados por el vulgo si habían fundado una iglesia o un
monasterio. Por eso, muchos les imitaban, incluso en sus excesos. Así pues, el
monje giróvago, cuyo superior y cuyo país de origen se desconocían, pero a
quien se identificaba por su tonsura particular (un semicírculo de cabellos de
oreja a oreja), viajaba a la ventura difundiendo una religión en la que los
milagros de curación o de castigo para redimir los pecados ocupaban el
primer lugar. En el fondo, el monaquismo irlandés era el punto de encuentro
ideal entre las mentalidades romana y germánica; la prueba está en que
rápidamente apareció una regla mixta que amalgamaba las de Columbano y
de Benito. El primer testimonio en ese sentido fue la regla de Waldebert,
tercer abad de Luxeuil, dada a las monjas de Faremoutiers hacia el 630.
Ello nos lleva a considerar la obra de san Benito de Nursia (c. 480-
553/556), que jugó un papel considerable en la transformación del
monaquismo. En la época, la regla que escribió durante los últimos 25 años de
su vida pasó inadvertida a causa de los desórdenes que había en Italia. Aquel
hombre, puro producto de la civilización romana, quiso poner orden entre
todas las reglas existentes. Eremita, y luego cenobita, fundó finalmente el
monasterio de Montecassino. Benito, probablemente de origen senatorial,
juzgó a la cristiandad de su tiempo como irremediablemente pagana. Por eso,
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con la ayuda de su regla, quiso crear otra milicia; no sería civil ni militar
como las romanas, ni la de Cristo como pretendía un clero demasiado
funcionarizado, sino una «milicia del corazón». La comunidad monástica,
sacando su fuerza de una relación cada vez más profunda con Dios, se basaba
en una simple consigna: ora et labora, reza y trabaja, considerándose este
último acto como resultado del primero. Esa regla, que requería a la vez rigor
y flexibilidad, exigía obediencia al padre abad y recomendaba incesantemente
que se tuviese en cuenta a los débiles. No se pudo difundir hasta que los
disturbios que provocó la entrada de los lombardos en Italia empezaron a
apaciguarse. Entonces, los Diálogos que escribió Gregorio el Grande hacia
los años 593-594 propagaron la vida y los milagros de san Benito. Pero,
paradójicamente, los países de profunda tradición romana como Italia,
Hispania, Provenza o Aquitania, se mostraron muy recalcitrantes; hubo que
esperar al relevo de las comunidades mixtas columbano-benedictinas como la
de Solignac, fundada por san Eloy en el 632. Convencidos de la excelencia de
la regla benedictina, los seguidores de la regla de san Columbano (fuesen
aquitanos, francos, anglosajones o celtas) acabaron por difundirla hasta que
en el siglo VIII fue la única aplicada.
La expansión monástica tomó entonces nuevas características. Después de
que algunas familias de la nobleza ayudasen a Columbano a dotar y a fundar
monasterios, algunos aristócratas se refugiaron en ellos o se convirtieron en
sus abades. Y en los tiempos de disturbios políticos y de trastorno total de la
situación, otros se escondieron en los cenobios para aguardar tiempos
mejores. En adelante, el santo patrón podía ser tanto un fundador noble, como
un propietario rico, como un monje piadoso. Es revelador en ese sentido el
caso de la basílica de los Santos Apóstoles, fundada en Metz antes del 630 por
Arnulfo, antepasado de los carolingios, y transformada luego en santuario
alrededor de su tumba en los años 715 o 717, la iglesia tomó el nombre de
San Arnulfo. Así, al igual que el episcopado, el monaquismo se convirtió en
un aliado de los príncipes. Incluso en la Galia merovingia, fue el principal
soporte de la fidelidad a otra familia frente al legitimismo merovingio de los
obispos. Aparte de Bonifacio, todos los grandes monjes anglosajones fueron
aliados y protegidos del linaje de los Pipínidas.
Fuera como fuese ese cambio de la correlación de fuerza entre los obispos
y los monjes, el auge monástico fue considerable. Estos establecimientos, que
en adelante iban a ser todos rurales, sirvieron de base a las misiones, ya
fuesen anglosajones, como Lindisfarne, Yarrow y Wearmouth, austrasianos,
como Wissemburg (fundado hacia el 660) y Nivelles, o germánicos, como
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Fulda y Reichenau. En Hispania, Fructuoso de Braga fundó una serie de
monasterios en Galicia. Finalmente, ese movimiento alcanzó a Italia: a
principios del siglo VIII aparecieron en plena zona de dominio lombardo los
monasterios de Novalesa, Nonantola y Farfa. Después de su destrucción en el
siglo VI, la abadía de Montecassino se reconstruyó en el 720. Al final, el
circuito de la aventura monástica se cerraba después de ese asombroso periplo
europeo desde las costas mediterráneas hasta las de los mares nórdicos en un
curioso viaje de ida y vuelta.
Así pues, del choque de las civilizaciones romana y germánica resultaron
continuidades, abandonos y fusiones. Hemos visto cómo las sociedades
romanas sobrevivieron, se robustecieron e incluso evolucionaron de forma
original. Consiguieron poco a poco escapar del Estado y formaron el mapa de
una vieja Europa que incluía a la península ibérica, la itálica y la Galia al sur
de la línea Nantes-Besan£on. Frente a ella, encontramos a una joven Europa,
la de las islas y el norte del continente, con un clima mucho más severo: las
llanuras del Po, del Sena, del Mosa y del Rin. En esas regiones, la aportación
celta y germánica fue notable y duradera, y a menudo se opuso a los
conceptos romanos. Pero una vez eliminado el obstáculo religioso, es
indudable que bajo el impulso del movimiento misionero, sobre todo el de los
celtas y los anglosajones, los bárbaros entraron en la Iglesia, depositaría de
buena parte de las tradiciones romanas. Como tercera potencia entre los
vencedores y los vencidos, creó mediante la red de parroquias un nuevo tejido
social. Como transformadora de las mentalidades, se convirtió en un centro de
atención de las rivalidades políticas. Mientras que los obispos caían en manos
de los reyes, los monjes se convertían a su vez en ostentadores de lo sagrado,
al tiempo que dejaban su posición marginal y entraban en la nueva sociedad
romano-germánica. Pero lo esencial de las innovaciones cristianas no estaba
solamente contenido en la regla de san Benito. Hubo que esperar a la crisis de
finales del siglo VII para que, de la alternativa entre los jefes germánicos y los
representantes cristianos, y después de aquella fase de acercamiento,
surgieran soluciones nuevas e imprevistas.
Página 149
Capítulo 3
INTRODUCCIÓN A UNA HISTORIA DE ORIENTE
(principios del siglo V)
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contrapartida, muy pocas oscilaciones a medio plazo. Así, pues, la
indispensable presentación adquiere en este caso valor de clave para todo lo
que sigue. Muchos de los verdaderos cambios se producen en el siglo que
precede al año 395, injertados en una antigua permanencia. Y, tal vez,
también el lector tenga la impresión de estancarse en el umbral de la historia
de Bizancio entendida como la de una cristiandad medieval.
La fecha convencional del 395 no podría iniciar un relato, sino un cuadro,
resultado de antecedentes más o menos remotos, progresivamente precisados
hasta alrededor del 460. Después de esta fecha el ritmo de los acontecimientos
y el movimiento de fuerzas internas se hacen más ágiles, la historia se agita
con más rapidez, hasta el límite brutalmente impuesto en las primeras décadas
del siglo VII como consecuencia de la pérdida del dominio meridional: Siria.
Palestina. Egipto y Cirenaica.
En cierto sentido, toda historia es la lectura de un mapa, pues nada es más
durable ni al mismo tiempo más determinante que los itinerarios que la
estructuran. Ciudades independientes nacidas en los tiempos de la
colonización griega en la costa del Asia Menor, viejas monarquías orientales,
reinos divididos por los generales de Alejandro en su fulgurante conquista,
reducción de estos reinos a provincias por los romanos, son otros tanto niveles
históricos superpuestos en el territorio en que se inicia la historia de Bizancio.
Pero las grandes articulaciones de este territorio son más valiosas que los
antecedentes de la historia bizantina, puesto que son los factores que
permanecen.
EL ESPACIO DE BIZANCIO
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septentrional ofrece las cabezas de puente antiguas, que Bizancio sabrá
recobrar. Los límites terrestres son más difíciles de trazar. Están señalados en
principio por el limes, la serie de fortificaciones que la arqueología revela en
Tripolitania, Palestina, Siria y a lo largo del Danubio. También están
marcados por los puestos aduaneros que los aranceles grabados sobre piedra o
más tarde, los sellos de los funcionarios permiten indicar en el mapa. Sin
embargo, no hay que concebir las fronteras de Bizancio como el trazo de un
cercado, sino como una franja históricamente sensible. Cada una de las
principales regiones del Imperio se abre sobre su propia frontera, y forma con
el otro lado un conjunto estructurado por las rutas del comercio y de la guerra.
O, mejor dicho, el Imperio de Oriente se presenta como una red orgánica y
viva, constituida por articulaciones interiores, por confines y por los lejanos
rumbos del gran comercio.
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Las caravanas cruzan el desierto oriental de Egipto y se adentran en él hacia
el sur, hasta la extremidad del Sinaí. Una ruta costera une las viejas ciudades
portuarias de Palestina y de Siria, de Ascalón a Antioquía, por Tiro, Beirut y
Laodicea. Otra, paralela, desde Homs y Damasco hasta Aila (Eilath), arranca
al borde del desierto sirio desde las ciudades a las que llegan, al oeste, los
desplazamientos agresivos o comerciales de los nómadas. Los itinerarios de
estos últimos son fluctuantes. Palmira y Petra han ido a menos, Bosra, Gerasa,
Resafa conocieron sus mejores días antes del siglo VII.
Un tercer eje norte-sur se sitúa entre los dos precedentes. Jerusalén
comienzan a partir del siglo IV a atraer desplazamientos humanos. Pero, en
Siria del norte, la ruta entre Homs y Antioquía pasa por Apamea; después, a
partir de Antioquía, se perfila otra transición, en este caso doble. Hacia la
costa, Antioquía está situada en el punto en que acaba el macizo boscoso de
Tauro, guarida de los salteadores isáuricos, cerrojo del Asia Menor. La ruta,
en efecto, deja la costa en Laodicea, para alcanzar Antioquía, situada no lejos
de la desembocadura del Orontes, y no vuelve a seguirla hasta después de
Tarso. Antioquía no es solamente el punto de encuentro de las rutas locales de
la Siria del norte, conjunto de cuencas y de colinas, región productora de
aceite de oliva, sino también el término occidental de la ruta hacia Edesa y
Nísibe, y hacia Mesopotamia. Por esto, no puede asombrarnos encontrarla
constantemente en el transcurso de la historia.
El Asia Menor es una segunda pieza, compleja, del Oriente romano
bizantino. Hasta Constantinopla es una costa dentada, salpicada de ciudades
activas, unas en la época bizantina, como Atalia (Andalia), otras desde la
Antigüedad, como Éfeso o Esmirna. La costa del mar Negro, con Sinope y
Trebisonda, contrapartida, no desempeñará un papel verdaderamente
importante hasta los últimos siglos del imperio, y en otra coyuntura. Lo que
llama la atención al contemplar la historia de Bizancio es la importancia del
interior, a pesar de unas condiciones naturales difíciles. Es que las montañas
boscosas de Panfilia y Pisidia, en medio de las cuales se hunden algunas
llanuras, y toda la meseta de Capadocia, se pueden definir como un territorio
capital en el plano estratégico y comercial. La ruta que va de la capital, o más
exactamente, de Nicomedia y Nicea, hasta las estribaciones armenias del
Cáucaso y el valle del Araxes, es una espina dorsal en la historia de la región.
Sebaste es su punto de cruce con la ruta del mar, por Cesárea de Capadocia, y
con la de Mesopotamia, por Melitene (Malatia) y Edesa (Urfa). Se alcanzan
entonces las fronteras del Imperio Romano de Oriente, constantemente en
peligro, disputadas al Imperio Persa hasta la caída de este en el siglo VII. Por
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un lado, los países caucasianos, Armenia e Iberia, puertas de la estepa o de los
accesos al Caspio, al Azerbaidján, y a una de las grandes vías de entrada al
Extremo Oriente. Por otro, la vieja y rica planicie que se extiende entre el
Éufrates y el Tigris, donde están establecidas Calínico, Edesa, Amida, Nísibe,
objeto de codicias seculares y rivales de Roma y de Persia. Pero, llegados a
este punto, los ejes de las rutas no llegan a definir el dominio de nuestra
historia. Hay que añadir otro apartado: los pueblos, las lenguas, las
civilizaciones.
La lengua griega siguió en Oriente a la conquista de Alejandro,
sobrepasando entonces sus antiguos emplazamientos, Grecia y sus fronteras
tracia y macedónica, las islas y las grandes ciudades de la costa del Asia
Menor. Antioquía y Alejandría son las fundaciones más ilustres de esta
expansión. Por consiguiente, se puede decir que, en principio, la influencia
del griego y del helenismo disminuye de la costa hacia el interior, así como
también de la ciudad hacia el campo. El latín se superpondrá con la conquista
romana, como atestiguan numerosas inscripciones. Pero estaba condenado a
decaer en un cierto lapso, por la división del Imperio en dos, naturalmente con
más rapidez en Oriente que en Iliria. En el siglo VI el griego se convirtió en la
lengua del Imperio y de la ortodoxia. Pero lleva aún la carga de la romanidad,
pues el latín se conserva como lengua jurídica y administrativa. Además,
desde el comienzo de la historia de Bizancio, el Oriente se caracterizó por el
vigor de las lenguas ya escritas.
El copto es la forma que toma entonces la antigua lengua de Egipto, con
su alfabeto derivado del griego1. El hebreo de la Palestina judía subsiste como
lengua de cultura, penetrado por lo demás por términos griegos y abierto a
una lengua vernácula próxima, el arameo, que asegura particularmente la
comunicación entre las comunidades judías de Palestina y las de Irán, muy
importantes. Más al norte, una vasta región sirio-mesopotámica escribe, al
menos desde finales del siglo III, el siriaco, dialecto del arameo, practicado
tanto en medios cristianos como en medios judíos, a una y otra parte de la
frontera política. En la misma época, el árabe aún no ha conocido más que
algunos alfabetos de reinos sedentarios aparecidos en los actuales territorios
de Jordania y Yemen. Por último, en el extremo noroeste, el antiguo reino de
Armenia, codiciado siempre por Roma y por Persia, recibe de Capadocia, a
finales del siglo III, la religión cristiana y encuentra hacia el año 400 un
alfabeto para su lengua. En resumidas cuentas, el siriaco y el copto sobre todo
constituyen, en el interior del Imperio de Oriente, vigorosas unidades, no
solamente lingüísticas sino también culturales, que no coinciden con las
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fronteras políticas y que difunden en el medio oriental influencias helénicas;
no obstante, estas unidades son al mismo tiempo otras tantas disidencias o,
por lo menos, insularidades, en primer lugar bajo la forma, a partir de
entonces dominante, de la confesión religiosa. La cristiandad siriaca, una vez
más la más importante de estas comunidades, dará un ejemplo secular desde
el concilio de Calcedonia (451). Además, existe una indiscutible relación
entre la precocidad de la escritura vulgar, vernácula, y la del triunfo de la
cristianización. Se verá claramente en la misión armenia, y se verá de nuevo
más tarde en el caso de la misión eslava. Pero el entramado social y cultural
de las lenguas desdibuja el trazado demasiado lineal de los territorios: el
siriaco es hablado a las puertas de Antioquía y en la misma ciudad en el siglo
IV; Juan Crisóstomo, que emplea el griego, observa un día de gran fiesta la
presencia de campesinos que no le comprenden; el discurso de Libanios, el
retórico portavoz de la ciudad, es exclusivamente helénico. En Jerusalén se
reza en las lenguas vernáculas de Oriente. En Palestina, los doctores judíos
discuten en hebreo, hablan arameo y entienden el griego. Por otra parte, el
griego y el hebreo se mezclan en las inscripciones judías del país. En
contrapartida, las de la sinagoga de Sardes, del siglo IV, están en griego, y
muchas comunidades utilizan en sus oficios la traducción griega de las
Escrituras, llamada de los Setenta, que Justiniano querrá imponer a todos.
Pero como acabamos de recordar, este mundo, en la diversidad de sus
lenguas, es también un mundo de lo escrito. Y las formas de lo escrito son tan
variadas como sus funciones. La ciudad practica asiduamente hasta principios
del siglo va la antigua costumbre de las inscripciones, sobre piedra o en
mosaico, de decisiones legislativas, aclamaciones, lápidas sepulcrales,
consagraciones de iglesias, límites de dominios o aldeas e, incluso, listas de
contribuyentes: una palabra múltiple, por lo general, aunque no únicamente,
en griego, y no solamente en las ciudades sino también en los campos
alejados. ¿En beneficio de quién? La pregunta no puede ser respondida
todavía. De todas formas, el número de textos que podían ser leídos hace
suponer una cierta alfabetización; a partir del siglo VIII se ha observado que el
número de inscripciones es bastante limitado y su contenido
considerablemente diferente, de lo que se infiere un cambio cultural a este
respecto en los territorios que seguían siendo bizantinos. Posteriormente, el
papiro, fabricado con las fibras de las largas hojas de la caña del mismo
nombre, se emplea en el trabajo de los despachos administrativos y de las
oficinas notariales, en la correspondencia y en las contabilidades privadas o
monásticas. Lo produce Egipto, donde crece la planta, y donde constituía ya
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un monopolio real en la época helenística. Egipto ha legado millares de
documentos de la época bizantina, conservados gracias a su clima seco.
Algunas piezas provienen también de Constantinopla, y de un importante
hallazgo hecho en una aldea del sur de Palestina, Nesana. Se aprecia en ellas
la escritura cursiva empleada en los negocios y contratos, los procedimientos
de medida, la manera de efectuar las cuentas y sus operaciones, variables de
una a otra región, según las tradiciones. Desgraciadamente, este frágil
material apenas ha sobrevivido en el Imperio de Oriente. Por otro lado, en el
curso de esta primera época, el papiro es ya sustituido, para la reproducción
de libros, por el pergamino, la piel de carnero especialmente preparada «a la
manera de Pérgamo» (pergamenum). El libro acaba de adquirir en los siglos
IV y V la forma con que lo conocemos hoy, la de codex, conjunto de hojas
encuadernadas. Pero su escritura es aún poco propicia para la reproducción
fácil y rápida, por lo que conservamos relativamente pocos manuscritos de la
época. Esta forma de escritura solo puede alcanzar una circulación limitada,
en el seno de una élite de poder y de saber, lo que no plantea ninguna
dificultad, ciertamente, para tal obra historiográfica, o tal tratado dogmático,
ni tampoco para los textos escriturarios destinados a la lectura pública en la
iglesia. Pero ¿qué relación se puede establecer entre lo escrito y lo oral en
caso de obras tan ampliamente apreciadas como auténticas, concernientes a
reputados santos? La cuestión sigue sin tener una respuesta.
Además, el discurso pronunciado no es el habla corriente, como se sabe,
pues permanece fiel tanto a las reglas de la retórica como al selecto lenguaje
de los clásicos, que los jóvenes estudian en la escuela. En esta forma, pues
solo conservamos el testimonio escrito, el discurso oral conserva, en el
umbral de nuestro período, la antigua importancia de su función urbana. Las
ciudades tenían tradicionalmente su retórico, portavoz y al mismo tiempo
profesor de elocuencia. Este personaje está muy definido en el siglo IV, y
Libanios de Antioquía, muerto hacia el 393, es un ejemplo perfecto de él.
Pero pasa a un segundo plano, aunque sin desaparecer aún, en el siglo V,
cuando surgen Procopio de Gaza, bajo el reinado de Anastasio, y Coricio de
Gaza, bajo el de Justiniano. A partir del siglo IV, la función del discurso
público pasó en parte a los obispos de las ciudades, procedentes del mismo
medio, con la misma formación clásica. Y con esta forma, se marchita en el
siglo V.
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En el 395, el Imperio de Oriente se encuentra frente a países cuyo
desarrollo político es muy desigual y cuya historia se está haciendo. Los
grandes rasgos de esta situación inicial, que siguieron en vigor hasta los
cambios geopolíticos del siglo VII, se prolongan más directamente hasta
alrededor del 460.
En primer lugar está la cuestión de los imperios. Pues el Imperio Romano
de Oriente no solo está en relación con el Imperio de Occidente, y
recíprocamente, sino también con el inmenso Imperio Persa, que se extiende
de la Mesopotamia a la India y del Caspio al golfo Pérsico, y es el único
Estado bárbaro que Bizancio acepta reconocer como semejante, sea en
condición de adversario, sea en condición de interlocutor. Se vuelve a
encontrar allí, en efecto, un soberano altísimo, una Iglesia de Estado,
subsistencia de la antigua religión zoroástrica, una administración y una
cultura escrita, ciudadanos y grandes propietarios y una moneda que circula
fuera de sus fronteras. Las ciudades de la Mesopotamia son ocupadas y
recuperadas alternativamente por las dos potencias, pero también el reino de
Armenia, cuyos límites y libertades oscilan a merced de los conflictos, y que
ya apoya su personalidad política sobre una Iglesia nacional. Otros reinos se
interponen también entre Bizancio y la desembocadura del mar Rojo en el
océano índico: el reino etíope en tierra africana, convertido al cristianismo en
el siglo IV por una misión llegada de Alejandría, con el Yemen delante, en el
ángulo meridional de la península arábica, estado urbano y comercial cuya
misión llegó de Etiopía en el siglo IV. Y finalmente, en el frente de la estepa
siria, los árabes nómadas, organizados en confederaciones de tribus,
agrupados alrededor de un jefe, unos a favor de los persas conducidos por los
lajmíes, otros a favor de Bizancio dirigidos por los gasaníes.
Los primeros movimientos, que prolongan los del siglo IV e incluso los
del III. se producen en los Balcanes. Las relaciones territoriales con el Imperio
de Occidente incluyen los países danubianos y, muy especialmente, el
problema germánico. Los godos habían franqueado la fatídica barrera del
Danubio, en el año 376, procedentes de Ucrania, donde eran acosados por los
hunos. Hambrientos, atraídos por la prosperidad y la seguridad de las
provincias imperiales, acudieron en tropel a Tracia, donde compatriotas,
vendidos antaño como esclavos, y tránsfugas les habían ayudado,
principalmente revelándoles los escondrijos del trigo. En el 378 alcanzaron
Andrinópolis, consiguiendo una victoria en el sitio en que, cosa inaudita, el
emperador Valente, responsable de Oriente, encontró la muerte. Durante todo
el final del siglo, soldados, bandoleros o agresores pulularon por la región, y
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hasta Constantinopla, junto con otros germanos. Pero en el año 400, los godos
del jefe Gainas, presentes en la capital, son exterminados y, al año siguiente,
el gobierno consigue desviar al jefe Alarico hacia Italia, liberando así la Iliria
bizantina. Sin embargo, esta permanecerá en peligro durante todo el siglo V,
hasta el momento en que el ejército y los mismos medios allegados al
emperador acogen a los guerreros germánicos.
La migración de los hunos tiene un significado diferente. Sus
controvertidos orígenes se sitúan en todo caso en esa reserva del Asia Central
de donde surgen a lo largo de los siglos, con travesías y fortuna variables,
otros pueblos de jinetes que aparecieron más lejos, avaros, búlgaros,
magiares, turcos, mongoles. Lo que la arqueología deduce de su cultura
material manifiesta aportaciones siberianas, iraníes y helenísticas. En el 370
están a orillas del Volga, que dejan atrás en el 375. Su expansión en Ucrania y
el bajo Danubio se realiza en detrimento de los godos que se encuentran allí.
Avanzan en varias direcciones: hacia el oeste, llegando a Panonia (la actual
Hungría) en el 405; hacia el sur, con una trayectoria a través del Cáucaso que
atañe a la vez a Bizancio, Persia y, entre ambos, Armenia; y, finalmente,
hacia el Extremo Oriente, donde se hallan los heftalitas, en los confines de
Persia y la India, un reino atestiguado por sus monedas. Como todos los
bárbaros en movimiento en esta época, los guerreros hunos sirven como
mercenarios a Bizancio, a Persia e incluso a Armenia, o, lo que es más
frecuente, se dedican al saqueo. Sus incursiones en las provincias bizantinas
del Asia Menor, desde los últimos años del siglo IV y durante la primera mitad
del V, les proporcionan prisioneros a los que liberan a cambio de tributos que
Bizancio acepta pagarles a partir del 430. En consecuencia, su civilización
progresa. Su dominio se estabiliza a partir del 420, especialmente sobre el
Danubio medio, y toma la forma característica de un Estado fundado sobre el
cobro de tributos, sistema que alcanza con Atila su apogeo entre el 435 y el
453, año de su muerte. En el 449 recibe una embajada de la costa bizantina,
uno de cuyos miembros, Prisco, dejó una descripción de la residencia de
madera, de la etiqueta de la comida real y de su propio viaje por el país
sometido a los hunos, en que el interés llega a menudo a la admiración. En el
dominio persa, otra rama de los hunos combatirá al servicio de Armenia en el
452. Hacia finales del siglo, vuelve a hacerse la oscuridad sobre ellos,
ocultando a los sosegados «romanos» el lento avance de tormentas más
violentas.
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Este territorio, tan diverso por sus paisajes y por sus hombres, es un
espacio económico, social y político cuya organización se articula según tres
formas muy antiguas: la polis, ciudad y territorio al mismo tiempo, la primera
dominando —y atrayendo— al segundo; la aldea (komé), hábitat agrupado y
terruño a la vez pero a una escala más reducida, sobre todo diferente, y, en su
conjunto, campesino; y, por último, el desierto, el «espacio vacío» (eremos).
La historia social de Bizancio aparece constituida, pues, por las relaciones
entre estas formas, hasta los cambios que tienen lugar en el siglo VIII, pero,
fundamentalmente, hasta el umbral ya mencionado del 460. Aún está por
decidir nuestro modo de enfocar el tema. ¿Habrá que partir, como sin duda lo
haríamos espontáneamente, del conjunto de cuestiones económicas, medios y
agentes de la producción, productos, intercambios, estilo de las variaciones
coyunturales, todo ello lo bastante familiar como para que las respuestas, sean
cuales sean, parezcan la introducción más directa a la comprensión de una
sociedad tan remota, y de su evolución? O, por el contrario, ¿habrá que
considerar en primer lugar el sistema político y cultural, es decir, los poderes,
la ideología, los medios de comunicación, las costumbres de la vida material?
Es evidente que cada una de estas instancias remite a la otra. Sin embargo,
parece aconsejable empezar por la segunda, porque la red del poder imperial y
de su administración, la ciudad convertida en urbe provincial, la aldea rural, el
desierto pronto poblado de monjes, se ordenan en este caso como niveles
siempre presentes del pasado, para constituir una estructura social cuya
historia se sigue en el curso de este primer período de Bizancio: una historia
que solo podremos leer y comprender a través del entramado secular de sus
continuidades.
La cabeza
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victoria militar. Preside los concilios de la Iglesia y castiga como crímenes las
faltas a la ortodoxia o a las normas que esta define: el orden imperial es, en
efecto, desde Constantino, un orden cristiano. Es la fuente de Ja ley,
elaborada por su círculo de legistas. A este respecto, el gran acontecimiento
del siglo V es la promulgación, en el año 438, del Código Teodosiano,
recopilación puesta al día de las constituciones imperiales del siglo ni, y,
sobre todo, del IV; una recopilación exclusivamente latina, que será sustituida
en el Imperio de Oriente por las ulteriores codificaciones justinianeas. En una
palabra, el emperador es el símbolo viviente del sistema que ordena el mundo.
Marfiles, medallones, monedas y estatuas difunden su imagen, concebida a
partir de un repertorio antiguo, inspirado en parte en el vecino persa y
enriquecido finalmente por la cristianización.
El servicio tanto de su persona como de su vida conyugal y familiar está
asegurado por eunucos que ejercen una influencia política directa en las
rivalidades y las intrigas que le rodean. La sucesión está justificada al mismo
tiempo por la filiación y por la victoria, dos principios inevitablemente
contradictorios, hilos conductores de la historia bizantina. A ello se añade la
aprobación del ejército y de los órganos centrales, como el senado.
Ciertamente esto no sucede así durante la primera mitad del siglo V, ocupada,
tras la muerte de Arcadio en el año 408, por el reinado de su hijo Teodosio II,
hasta el año 450, puesto que los vínculos entre las familias imperiales de
Oriente y de Occidente son aún patentes. Por otra parte, hay que reparar
también en el papel desempeñado por las mujeres imperiales: la primera,
Eudocia, esposa de Arcadio, y la segunda, esposa de Teodosio II, tienen un
poderío a la medida de sus maternidades. Por el contrario, la hermana mayor
de Teodosio II, Pulquería, hace voto de virginidad en el palacio y recibe su
primer cometido al advenimiento de su joven hermano, después entra en
conflicto con su cuñada y, finalmente, transmite el Imperio al general con el
que se casa en el ocaso de su vida, Marciano (450-457). León I, sucesor de
este último, es el primer emperador coronado por el patriarca de
Constantinopla. La ceremonia, evidentemente, nació de la ausencia, en este
caso, de cualquier transmisión familiar o conyugal. Pero está muy en la línea
de la teoría imperial y se convierte, pues, en un elemento obligado de la
entronización.
Qué duda cabe que a partir de ella el nacimiento de Constantinopla revista
también un carácter simbólico. La historia ha demostrado hasta qué punto fue
acertada la elección del emplazamiento, teniendo en cuenta la red de rutas
norte-sur y este-oeste por tierra y por mar y, fundamentalmente, las
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necesidades estratégicas. Se ha observado igualmente que la partición del
Imperio correspondía a la superposición de civilizaciones cuyos estratos
residuales no podía borrar la conquista romana. Además, el poder imperial,
acostumbrado a estancias en Milán, Tréveris, Arles o Antioquía, según las
necesidades de la guerra, habría podido desear abandonar la vieja Roma, sede
de Pedro, es cierto, pero también de una aristocracia senatorial demasiado
marcada por la herencia histórica de la ciudad. Todo esto es verdad. Pero es
importante subrayar desde un principio que la Nueva Roma nace de un
traslado de la antigua. La minuciosa reproducción del emplazamiento, con las
siete colinas, la división en regiones y los principales edificios, transfiere a las
orillas del Bósforo la eternidad de Roma, tan esencial como la victoria
perpetua del emperador. En una sociedad como esta, la capital no es
simplemente la primera ciudad sino, ante todo, el corazón del poder imperial
en su inmutable duración. Sin embargo, la Nueva Roma, oriental y cristiana,
será diferente. El senado, reclutado entre los notables de las municipalidades
de las provincias, no igualará jamás la altura aristocrática y cultural del
senado romano de la misma época, ni su voluntad de poder. El emperador y
su pueblo quedan aquí cara a cara, sin intermediario político. EL emperador
vive en su palacio, lugar ceremonial cuya importancia no cesará de crecer.
Aparece ante el pueblo en su palco del hipódromo para presidir las carreras de
caballos celebradas bajo los auspicios de los cuatro colores, blanco, rojo, azul
y verde, los dos últimos los únicos atestiguados normalmente. El hipódromo
es la imagen del mundo y de su orden, y sus victorias los signos del destino.
El emperador oye allí los clamores, incluso despacha determinados asuntos, y
a veces ejerce una justicia expeditiva. Por su parte, las iglesias, sobre todo la
de los Santos Apóstoles, donde está sepultado Constantino, componen con sus
advocaciones el programa de la capital cristiana. En cuanto al pueblo, hereda
el antiguo privilegio del pan a bajo precio o gratuito, vinculado a la posesión
de un inmueble en la ciudad. Constantinopla cuenta también con casas de una
gran opulencia, cuyo lujo inspira los sermones de predicadores como Juan
Crisóstomo, así como los relatos de los provinciales. La ciudad se poblará
rápidamente y Teodosio II construye una segunda muralla después de la de
Constantino. Pero en el espacio intermedio, la población sigue creciendo.
Finalmente, la Nueva Roma posee el mismo dispositivo administrativo y
fiscal que la antigua, a cuya cabeza está el prefecto de la ciudad.
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Plano de Constantinopla.
Los medios
El ejercicio del poder imperial en las provincias se define ante todo por la
exigencia de la fiscalidad. Probablemente haya sido en el año 297 cuando
entró en vigor una reforma fiscal que, al parecer, retomaba los viejos
dispositivos de las monarquías helenísticas, en el marco del aparato
administrativo emanado del Imperio. Las recaudaciones fiscales proceden
fundamentalmente de la tierra, gravada según su condición: viñedo, olivar,
sembrado, pasto y maleza siguen un orden de valor decreciente, según un
cálculo de la superficie (jugatio). Los miembros de la familia, desde la
adolescencia a los 65 años, pagan un impuesto personal, la capitatio (caput,
«cabeza»). El conjunto de cálculos así efectuados representa la base tributaria
del contribuyente, y las declaraciones son puestas al día cada cinco años. Este
sistema perdurará durante siglos, a pesar de las apariencias, pues su solidez
corresponde a la prioridad del campo en la producción. El Estado ejerce así
un derecho eminente sobre todo el suelo del Imperio, lo que no representa
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ninguna novedad. Pero este derecho toma tanto la forma de una exigencia
fiscal sobre los contribuyentes, como la de una propiedad de las «tierras del
fisco» o, incluso, la de la propiedad específicamente imperial: merced a una
significativa ambigüedad, en esta época no se hace una distinción clara entre
ellas. El impuesto directo sobre el sector de productos artesanales y de
servicios no tiene una importancia comparable. En el año 498, Anastasio
suprime el impuesto «en oro y en plata» (chrysargyron), que gravaba desde
Constantino la producción urbana de bienes y servicios. Esta medida es
acogida con satisfacción por los portavoces de la Iglesia, que se indignan de
que el Imperio deduzca, por ejemplo, un tanto sobre las ganancias de la
prostitución. En contrapartida, las cargas fiscales específicas recaían sobre tal
o cual categoría de contribuyentes.
Este Imperio, con una administración tan sólidamente elaborada y
organizada, no tiene verdaderamente un presupuesto global de ingresos y
gastos. Los ingresos fiscales en sus diferentes formas no son más que las
respuestas a las exigencias públicas, dictadas en principio por las necesidades
del momento y del lugar. Son reclamados en el campo, base del sistema, en
forma de granos o de otros artículos y de suministros diversos como
vestimenta para el ejército. Deben cubrir los sueldos militares y los salarios
del palacio o de la función pública en los que intervienen raciones y
provisiones, y, finalmente, contribuir al abastecimiento de trigo de
Constantinopla y, al parecer, de Alejandría. Pero es esencial comprender que
la presentación de reclutas para el ejército, al igual que la remonta de
caballos, se efectúan a título de impuesto, y no constituyen una obligación
diferente de derecho público. Todas las exigencias se reparten, pues, en
función de la base tributaria definida como más alta. Las peticiones en especie
se pueden conmutar por un pago en monedas de oro (adaeratio), pero sigue
siendo la autoridad quien hace el cálculo y, sin duda, quien decide la opción.
Al final del siglo V, Anastasio decreta el pago obligatorio en monedas de oro,
lo que apenas modifica la realidad: tanto antes como después de esta medida,
la práctica de requisas en especie, la ausencia de una verdadera libertad de
conmutación o las compras que la autoridad efectúa a un precio arbitrario
(coemptio), constituyen otros tantos excesos de la carga fiscal oficial,
fácilmente ordenados a todos los niveles. También es una práctica normal, a
despecho de reiteradas ordenanzas, el sobrepasar el importe fijado para los
honorarios de los jueces. La función fiscal, en todas sus formas es, pues,
siempre la máxima, mientras que los cargos son venales y con una
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responsabilidad financiera ante el Estado: el sistema ofrece una perfecta
coherencia.
La ausencia de presupuesto, en el sentido moderno de la palabra, explica
igualmente otro aspecto de la fiscalidad de la época: la institución de tareas
obligatorias a manera de impuestos, por medio de las cuales el Estado se
asegura determinados servicios públicos según categorías apropiadas de
contribuyentes. El sistema afecta al campo, donde los campesinos sirven, a
título de prestación de interés público, al mantenimiento de los caminos, por
ejemplo. Pero concierne sobre todo a las ciudades, y fundamentalmente a los
gremios, los colegios, de los que se hablará más adelante. El abastecimiento
de trigo de Roma, cuya organización se reproduce en Constantinopla,
proporciona el ejemplo clásico. Desde los armadores hasta los panaderos,
pasando por los descargadores y los pescadores, toda la cadena es gratuita y
fiscal. Es el resultado de una responsabilidad colectiva de las personas y,
sobre todo, de las fortunas de las asociaciones, que se encargan de los repartos
individuales difíciles. En contrapartida, otra característica de este sistema
fraccionado es que a toda carga corresponde un privilegio, y a toda obligación
específica una exención de la obligación normal, una inmunidad. Tal es, por
ejemplo, la situación de 1000 establecimientos pertenecientes a la Gran
Iglesia de Constantinopla, que deben prestar el servicio de pompas fúnebres
de la capital. Pues la inmunidad es de ahora en adelante una de las claves de
las relaciones entre el Imperio y la Iglesia.
El ejercicio práctico del poder soberano está asegurado, por otra parte, por
una administración y un ejército. Al inaugurar el poder personal, Augusto
había superpuesto una administración aún patrimonial o, por así decirlo,
privada, a la red de funciones de la república senatorial. El sistema
administrativo y burocrático está claramente establecido a finales del siglo I,
pero sufre en el siglo III diversas modificaciones, que se prolongan
lógicamente en el siglo IV. Llevará siempre las huellas de su historia. En la
época de la que nos estamos ocupando, presenta un entorno imperial y
oficinas centrales por un lado, y ramificaciones provinciales por otro, en el
ámbito de las diferentes circunscripciones administrativas. Esto da la medida
de la importancia, no solo de la red de caminos, cuyo trazado es una antigua
herencia, sino del servicio de correos (cursus publicus) que salpica las rutas
de postas (mansiones), cuyo uso, muy codiciado y a menudo usurpado, está
reservado en principio a los funcionarios y a los obispos en sus
desplazamientos en virtud del cargo, así como a los portadores de mensajes
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oficiales. El mantenimiento de las rutas y el aprovisionamiento de caballos de
posta constituyen, pues, una carga fiscal de gran importancia.
El emperador está asistido por un consejo, que constituye a la vez el
tribunal imperial, y del que forman parte, principalmente, su portavoz (cuestor
del palacio sagrado), los dos ministros de finanzas, uno encargado del fisco y
otro del patrimonio imperial, y el maestro de oficios, también llamado
director de las oficinas centrales, estas a su vez especializadas, pero
conformando en su conjunto la cancillería imperial, es decir, la transmisión en
los dos sentidos entre el poder supremo y su imperio. Se emplea un cierto
número de técnicas y de conocimientos, que los jóvenes destinados a estas
carreras deben aprender, fundamentalmente, en la Escuela de Derecho de
Beirut: derecho, formulario administrativo, escrituras específicas,
procedimientos contables. Pero el sistema tiende constantemente a la
uniformización y a la total eficacia. Los cargos son retribuidos, pero al mismo
tiempo venales, lo cual tendrá importantes consecuencias en la fiscalidad. No
hay ninguna distinción entre el dominio del Estado y el dominio imperial.
Estas dos observaciones bastan para mostrar que nos hallamos frente a un
sistema histórico vivo, y además duradero, ya que volveremos a encontrar su
trama a lo largo de toda la historia de Bizancio.
En el ejército del Imperio de Oriente, a principios del siglo V,
encontramos dos categorías: las tropas de asalto, (comitatus), mandadas
directamente por el poder central, y las guarniciones de provincias y,
fundamentalmente, de fronteras. Los documentos en papiro de Egipto y de
Palestina, las inscripciones de Cirenaica y de Siria arrojan luz sobre la vida de
los miembros sedentarios de estas guarniciones, a menudo en servicio de
padres a hijos, que poseían e incluso cultivaban tierras. Así, el Oriente del
siglo V conoció un cierto desarrollo de los limitanei, o soldados de frontera,
cuya tierra está exenta de las obligaciones fiscales comunes, pues el servicio
militar es una de esas obligaciones en particular. En contrapartida, el
reclutamiento del ejército móvil se hace tanto entre los campesinos,
reclutados en virtud de la fiscalidad territorial, como entre los bárbaros,
contratados como mercenarios que se pagan con los ingresos de esa misma
fiscalidad. La proporción de bárbaros en el ejército imperial es considerable
desde mucho tiempo atrás, desde los soldados rasos hasta los mandos
supremos próximos al emperador. Los bárbaros combatían con sus propias
técnicas y, además, el mismo armamento imperial había recibido la impronta
de sus adversarios. El desarrollo de una caballería acorazada, particularmente,
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ya perceptible en el siglo IV, tendrá, por su eficacia y su coste, consecuencias
importantes en la historia de Bizancio.
Desde Constantino, el poder imperial de Bizancio es también la moneda
de oro, el sueldo (solidus), cuya estabilidad secular, mantenida hasta el
siglo XI, revela una función ante todo política. El sueldo y sus múltiplos, la
libra (72 sueldos) y el centenarión (100 libras), manejados en bolsas de cuero
selladas, servían para pagar los tributos a los bárbaros y las compras en el
exterior como la seda —que hace las veces de moneda internacional—, o los
grandes gastos como las construcciones, las dádivas imperiales y una parte
cada vez mayor de las retribuciones civiles y militares, que comportan
también, en principio, una parte de las raciones alimentarias y de los
aprovisionamientos. Esta importancia imperial del oro explica la aspereza de
las luchas por el control de las minas. El oro de Armenia es el objeto de las
guerras entre Bizancio y Persia en los siglos V y VI, aunque el uso monetario
interno de la segunda estuviera más bien fundamentado en la plata. Y será
tanto más codiciado desde que el oro balcánico, a partir del siglo IV, sea
menos accesible a Bizancio por diversas razones. El oro sudanés entra
también en el circuito bizantino en el siglo VI, si nos atenemos al testimonio
del mercader Cosmas Indicopleustes («el que navega hacia la India»). Pero,
sobre todo, el oro es el principal objeto de la exigencia fiscal, la forma
privilegiada del ahorro privado. Los sueldos y los tercios de sueldos figuran
en un lugar destacado en los pagos, los tributos, las ofrendas y en todos los
gastos que sobrepasan la calderilla cotidiana. Esta última se acuña en bronce,
en cobre mezclado con un poco de plata, y se muestra tan viva y sensible a la
coyuntura como la moneda de oro permanece inmóvil. La multiplicación de
piezas cada vez más pequeñas, en ocasiones cortadas en dos en las primeras
décadas del siglo V, indica el auge de las pequeñas transacciones. Pobre y sin
otro valor que el fiduciario, la moneda de bronce representa la única
elasticidad del sistema. También hay tensión entre el poder, que trata
periódicamente de crear una moneda relativamente fuerte para aliviar el
circuito del oro, y la masa de usuarios desprovistos de dinero. Entre estos dos
polos, el oro y el bronce, la moneda de plata apenas desempeña papel alguno
en el siglo V.
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nueva, la de los clérigos, la delegación en la Iglesia de una tarea pública,
específica y nueva también, la beneficencia, su autoridad garantizada por el
poder imperial en el campo de la disciplina de una sociedad cristiana, y sobre
todo en la definición de los dogmas de fe, tal es el balance conseguido por la
Iglesia en el siglo IV. La sumisión a los dogmas se convierte, pues, en un
deber cívico y su rechazo en una ofensa al Estado.
¿Qué cristianismo?
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movimiento que excluye paulatinamente a los disidentes de la colectividad
del imperio o, si se prefiere, que define cada vez más estrictamente los
contornos de la romanidad a través de la ortodoxia del credo. Esto es cierto en
cuanto al politeísmo, a pesar de las resistencias, pero también en cuanto a los
judíos, apartados de las funciones públicas y cuyas relaciones con los
cristianos se deterioran en la práctica, y, finalmente, en cuanto a las
heterodoxias cristianas, algunas de las cuales serán, por otra parte, excluidas
del Imperio por el avance del Islam.
El sistema cristiano del mundo y de la condición humana, como se ve en
Bizancio a principios del siglo V, es el producto de una historia anterior que, a
su vez, debe proseguir. Este sistema, del que trataremos más adelante, es
conocido por los sermones de los grandes obispos de las urbes de finales del
siglo IV y, sobre todo, por la masa de relatos piadosos y vidas de santos,
redactados en su mayor parte en el medio monástico, para la edificación de
los fieles y de los propios monjes o para la ilustración de monasterios y
santuarios de peregrinación. Sus grandes rasgos proceden de una profunda
transformación cultural, operada en el curso del siglo II e incluso del III,
contemporánea, pues, del primer auge del cristianismo, pero no constituye,
por tanto, una consecuencia evidente del mismo. En primer lugar, nos
encontramos con una imperiosa demanda de salvación personal. Desde el
siglo II, el Más Allá cristiano había sido descrito por una obra apócrifa, el
Apocalipsis de Pedro. A finales del siglo IV, monjes sirios ponen en
circulación un Apocalipsis de Pablo, más elaborado, que inaugura el modelo
bizantino, a pesar del inmediato recelo de la jerarquía eclesiástica. No
obstante, el tema del otro mundo no es entonces capital en la sensibilidad
religiosa de Bizancio. Lo que aparece en primer plano es la multiforme
presencia de los demonios, otra herencia del mismo período. A veces
invisibles y tan solo sentidos u oídos, a veces manifiestos en formas
apropiadas, perro negro, ratón o «etíope» gigantesco, a veces incluso vistos
sin que se les pueda describir, causan los accidentes, la enfermedad, el pecado
y ese estado mórbido llamado posesión demoníaca, a través del cual se
expresan los conflictos y desgracias de los hombres de esta época. Pero no es
necesaria su intervención para que se perciba la precariedad de la existencia
humana: las cosechas están amenazadas por las inclemencias del tiempo y las
langostas, las poblaciones por las epidemias, el futuro es oscuro, y sus
amenazas son a menudo el castigo por faltas colectivas, que es preciso
dilucidar.
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Es en este punto donde interviene el personaje del mediador, el hombre
santo, que puede sanar a los enfermos, aliviar a los lisiados, multiplicar el
alimento insuficiente, proteger los campos, revelar el porvenir, por medio de
milagros de características similares a las de los del Evangelio. Este poder,
masculino salvo insignificantes excepciones, es fruto de un retiro en soledad,
en cuyo curso el santo hace la experiencia de una ascesis que le sitúa fuera de
la condición humana corriente, por la privación de alimento y de sueño, la
exposición al frío, el enfrentamiento cuerpo a cuerpo con los demonios y,
sobre todo, la más estricta abstinencia sexual. Este último punto es también
un elemento de la transformación mencionada más arriba, tal vez el más
importante: la salvación y la santidad, y en el nivel común el mérito moral,
dependerán en lo sucesivo de la privación sexual voluntaria y continua.
Estaría fuera de nuestros propósitos tratar de considerar aquí los orígenes de
esta evolución, menos simples de lo que parece; pero sus consecuencias
culturales y sociales serán de primera importancia. De cualquier modo, los
siglos V a VII constituyen el período más hermoso de la historia de estos
santos, pues la sociedad en trance de cambio y, por tanto, móvil e inquieta, les
confiere una función que, aunque no es institucional, no por ello es menos
capital. El asceta ejerce libremente su mediación en toda la sociedad, desde su
aldea o desde el retiro a donde se le va a buscar. Todas las categorías sociales
desfilan al pie de las columnas en las que se encaraman los ascetas estilitas
como Simeón el Viejo, no lejos de Antioquía, o Daniel, en un arrabal de la
capital. La acción benéfica de los santos se ejerce después de su muerte en su
tumba, además de ser una de las justificaciones del monaquismo y de su
ascesis por medio del retiro al desierto. Estos movimientos son, sin duda, muy
complejos en la realidad, y conciernen a la historia social de las formas de
organización del espacio del que se habló más arriba.
La exigencia religiosa de la época honra también a los mártires, en sus
tumbas verdaderas o supuestas, de los que se espera los mismos beneficios, y
cuyas fiestas son ocasiones para una sociabilidad que abarca un radio más o
menos amplio. Más adelante, la devoción colectiva tendrá otros destinatarios
más, María sobre todo, hacia finales del siglo VI. Todo esto señala, en el
umbral de la historia bizantina, los elementos a la vez esenciales y duraderos
de la conciencia colectiva de arriba abajo de la escala social. Cuando el
emperador Anastasio consulta al estilita Daniel, cuando Procopio, el gran
historiador del siglo VI, compone un panfleto confidencial contra su amo
Justiniano donde le atribuye una naturaleza y unos poderes demoníacos, salta
a la vista que las creencias que acabamos de describir no conocen de ningún
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modo las barreras sociales o, si se prefiere, culturales, que supondría nuestra
razón moderna.
En pos de la creencia, las modificaciones seculares normalmente
asociadas a la cristianización afectan a la disciplina sexual, conyugal y
familiar, ya esbozadas en el siglo II. El discurso de san Pablo, que coloca la
virginidad en el primer lugar de su escala de valores, seguida de la castidad y
el matrimonio, expresa una corriente que vuelve a encontrarse en la cultura
imperial de su tiempo, y no en la del judaísmo rabínico, dominante a partir del
mismo siglo II. La elección de la virginidad, el rechazo de las segundas
nupcias, la ruptura de las relaciones conyugales consentida por los propios
cónyuges, la práctica del matrimonio espiritual, donde estas relaciones se
consideran ausentes desde un principio, así como las opciones ascéticas que
parecen haber gozado de favor en el siglo IV e incluso en el V, y que no
implican abandonar un marco social ni, fundamentalmente, la familia. No
obstante, la Iglesia la vigila con inquietud, pues prefiere la elección,
claramente expuesta, de matrimonio o retiro, que impondrá paulatinamente a
lo largo de los siglos. Así pues, condena violentamente los matrimonios
espirituales y tiende a constituir a las vírgenes en grupo en última instancia
mantenido por la beneficiencia, como en el caso de las viudas, definidas
canónicamente como tales cuando, alcanzada la edad de sesenta años, se
considera que su estado es definitivo. Por otro lado, la multiplicación de
solitarios y de comunidades de monjes es también una expresión de
abstinencia sexual. Pero esta abstinencia plantea tantos problemas que
volveremos a hablar de ella más adelante. La Iglesia es parte de su época, una
época favorable a la opción del celibato pero que, por otro lado, estrecha los
lazos de la familia. Sin duda, la diferencia a este respecto, entre la relativa
libertad romana y las costumbres del Oriente imperial, es antigua. La
formulación cristiana se afirma en todo caso sobre dos puntos: la constitución
del vínculo matrimonial y los impedimentos del matrimonio. La necesidad de
la bendición nupcial no llegará a ser de derecho en Bizancio hasta el final del
siglo VIII, y la libertad de divorcio de la ley romana se desvanecerá
lentamente, pero sin desaparecer jamás. La creciente validez de la petición de
mano, testimonio de una influencia oriental, y quizá más concretamente judía,
junto con su precocidad, especialmente en cuanto a las jóvenes, manifiestan
sobradamente la importancia social de las alianzas. La elaboración de
impedimentos a causa de la consanguinidad, la alianza o el bautismo están en
el mismo orden de cosas. La sociedad del Imperio de Oriente parece haber
tenido, en el punto de partida de nuestra historia, una tendencia a superponer
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los lazos de la alianza a los del parentesco, es decir, al matrimonio de primos
carnales. La vigilancia de la Iglesia supera poco a poco los impedimentos
enunciados sobre el particular en el Antiguo Testamento, y el legislador le da
la réplica. La extensión de las prohibiciones proseguirá hasta finales del siglo
X, que marca el límite del sistema: al fin y al cabo, tanto la infracción como la
regla tienen el mismo sentido de fortalecimiento del parentesco como célula
social. Es mucho menos evidente, por otra parte, que la moral conyugal haya
sido modificada directamente a principios del siglo IV. El giro a este respecto
se revela en todo el Imperio a partir del siglo II; además, la condición
femenina en tierra griega o helenizada no es, no fue jamás, la de la mujer
romana, aunque los sermones de Juan Crisóstomo lo puedan sugerir.
¿Y qué Iglesia?
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vírgenes y las viudas, a las que nos referimos más arriba. Las tumbas
provinciales muestran como diaconisas a viudas madres de hijos adultos.
Todo esto constituye la Iglesia de los clérigos, urbana o aldeana. ¿De qué
vive? El problema de los bienes de las iglesias, de los bienes personales de los
clérigos y de las relaciones entre ambos no ha dejado de plantearse desde que
Constantino reconoció la personalidad moral de los establecimientos
eclesiásticos. Muchos teóricos de la Iglesia deseaban que los sacerdotes no
tuvieran actividades lucrativas y vivieran por y para su tarea, como sucediera
antaño en el caso del sacerdocio del Templo judío: las Constituciones
Apostólicas, escrito utópico del siglo V, desarrollan aún más esta idea. De
hecho, las leyes del siglo IV, así como las lápidas funerarias de las provincias
bizantinas, dan cuenta de que los sacerdotes, y aún más los diáconos, ejercían
a menudo un oficio. En lo referente a las iglesias, a partir del siglo IV tienen
bienes y rentas, como, sin duda, el patrimonio de los templos del Asia Menor,
pero, sobre todo, constantemente, donaciones en inmuebles, dinero y rentas
que hacen los fieles, desde el emperador al campesino, y que las iglesias
exigen, al menos implícitamente, por la mediación religiosa, la salvación
esperada y la gracia recibida. La Vida de Olimpia, debida a Juan Crisóstomo,
celebra la fabulosa fortuna, en dinero e inmuebles, que esta mujer, que
escogió el celibato y el estado de diaconisa, legó a la iglesia de la capital. Esta
poseía, por ejemplo, centenares de tiendas de artesanías; la Iglesia de la
Resurrección de Jerusalén poseía inmuebles de renta en la ciudad. En el siglo
VI, el patriarca de Alejandría arma barcos comerciales. Las iglesias de aldea
se encuentran, en menor escala, en las mismas condiciones, pero puede
ocurrir que sean privadas, si la aldea en cuestión está situada en un dominio,
caso frecuente en Egipto.
Desde la época de Constantino, el principio rector del patrimonio
eclesiástico está claramente expresado: está destinado a la beneficiencia, que
apunta a un grupo social de reciente definición —pobres, vagabundos,
ancianos, enfermos—, del que trataremos más adelante. El régimen de este
patrimonio sufre las consecuencias: en primer lugar, los bienes de la Iglesia
son inalienables, las derogaciones oficiales son motivadas por circunstancias
particulares. Así, la Iglesia de Misia es autorizada a vender inmuebles porque
necesita fondos para rescatar prisioneros, que es una forma de beneficiencia.
En la práctica, las iglesias arriendan a menudo sus tierras a muy largo plazo.
Después, las iglesias y los clérigos entran en el sistema fiscal descrito más
arriba. Constituyen una categoría de contribuyentes con cargas específicas e
inmunidades compensatorias de estas últimas. Cargas de beneficiencia, pues.
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Inmunidades respecto de las cuales el legislador vacila largamente, tanto en
razón de la importancia de los bienes de la Iglesia como de los bienes
privados conservados por los clérigos. La cuestión trae pronto a colación esa
otra Iglesia, diferente por su origen y evolución, que es la de los monjes y que
el concilio de Calcedonia del año 451 reconoce por primera vez. Las
disposiciones fiscales y patrimoniales o los mecanismos de donación que
acabamos de indicar se aplicaron entonces a los monasterios, así como a las
instituciones de caridad, al cuidado de los mismos, que se multiplican en
aquel momento. A principios del siglo V, los monjes constituyen ya una
fuerza cultural y social muy importante, original conjugación de éxodos
campesinos y de impulsos espirituales de gentes instruidas, pero aún no son
una institución. Les dejamos, pues, en el lugar en que volveremos a
encontrarlos más adelante en el curso de la evolución de la sociedad.
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en conjunto a esta posición. Igualmente, la entrada en la clericatura o en el
monasterio podía aparecer como el medio de escapar a otras obligaciones,
como las de las curias urbanas o los colegios profesionales. El legislador se
esforzó desde el siglo IV por atajar estas evasiones haciendo hincapié en que
el patrimonio de los individuos quedaría en este caso en la asociación, en
razón, se les recuerda, de su responsabilidad colectiva.
Más adelante, no toda la Iglesia, ni mucho menos, suscribe el dogma cuyo
campeón secular es el poder. Las herejías que la dividen son, a decir verdad,
de dos tipos completamente diferentes. Unas definen en el interior del
Imperio territorios enteros que no comparten ya el credo de la capital. Otras,
con nombres diversos, se reducen a una única y poderosa corriente de
subversión del orden social cristiano en nombre de un cristianismo radical.
El gran debate teológico que atraviesa el siglo V se refiere a la relación de
las personas en la Trinidad o, en otras palabras, a la Encarnación. Según el
arrianismo, ya en el siglo IV, el Hijo es una criatura del Padre, que le precede;
en tanto que Verbo, Él creó a su vez al Espíritu Santo. El arrianismo, palabra
derivada del nombre del sacerdote alejandrino Arrio, había sido condenado en
el concilio de Nicea, en el año 325, y de nuevo en el segundo concilio
ecuménico de Constantinopla, en el 381. Nos es difícil, hoy día, no el entrar
en la polémica en sí, sino comprender la amplitud de los movimientos que
provocó. Únicamente podemos proponer dos observaciones sobre este punto.
La primera es que Cristo es ya en esa época objeto de una adoración lo
bastante ferviente, como para que el pueblo cristiano espere de sus doctores la
exaltación, al mismo tiempo, de su poder divino y de su proximidad humana.
La segunda observación es que los debates del siglo V revisten una dimensión
regional ya perceptible en la controversia arriana: la sede de Antioquía y la de
Alejandría, la capital, los monjes sirios y los monjes coptos, y tras ellos las
poblaciones, trazan en este debate una red de particularismos cuya duración,
que sobrepasa incluso la conquista árabe, da una buena prueba de su arraigo.
El Occidente germánico, por su parte, había recibido la evangelización en la
forma arriana, lo cual tiene su peso, en el contencioso evocado más arriba
entre los godos federados y los habitantes de Constantinopla alrededor del año
400.
Conocemos el debate por la polémica, las actas de los concilios y las
Historias eclesiásticas, principalmente la de Teodoreto, obispo de Ciro, que
llega hasta el 428. Este debate no se cerró en el siglo V, pues giraba en torno
de los términos «naturaleza» (physis) y «persona» (hypostasis). La escuela de
Antioquía profesa que las dos naturalezas, la divina y la humana, coexisten en
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la persona de Cristo, aunque permanecen perfectamente diferenciadas, de
manera que solo el hombre, en sí mismo, nació de María y sufrió en la cruz.
Nestorio, portavoz de esta doctrina, llegó a ser patriarca de Constantinopla en
el año 428, por lo que se apoyó en la autoridad imperial. La escuela de
Alejandría defiende, por el contrario, la unión de las dos naturalezas en la
persona de Cristo. A Nestorio se opone el patriarca Cirilo, respaldado por
Roma y por los monjes coptos, a cuya cabeza está Quenudi, abad del
monasterio Blanco de Atripa, en la Tebaida. El tercer concilio ecuménico,
reunido en Efeso en el año 431, se muestra favorable a las ideas alejandrinas y
condena a Nestorio. Los años que siguen ven el triunfo, no solamente
teológico, sino político, de Alejandría, y el creciente prestigio no solo de
Cirilo, que muere en el año 444, sino del patriarcado egipcio. La posición de
Alejandría se acentúa aún más, hasta llegar a profesar que la naturaleza de
Cristo es una, divina y humana a la vez, aunque más divina que humana. Nace
así el monofisismo, que es condenado por el cuarto concilio ecuménico,
reunido en Calcedonia en el año 451, en provecho de una fórmula intermedia,
defendida por el papa León I. El credo de Calcedonia sigue siendo el de la
ortodoxia de Constantinopla y la cristiandad romana, unidos contra el
preocupante auge de Alejandría. En contrapartida, las provincias de Siria,
Mesopotamia y Egipto constituyen a partir de entonces, y sin distinción de
clases sociales, un bloque monofisita disidente, del que la Armenia
independiente no está lejos. El credo monofisita perfila el rumbo que tomarán
a través de los siglos las cristiandades orientales y, para empezar, el de las
futuras conquistas del Islam en Bizancio. El nestorianismo, por su parte, se
difundirá por Irán y el Asia Central, gracias a las misiones que parten del foco
sirio.
Las herejías que se pueden considerar subversivas se conocen por las
condenas ortodoxas, las polémicas, los cánones conciliares, las fórmulas de
reconciliación y por algunos testimonios directos. Un descubrimiento llevado
a cabo en el alto Egipto en 1945 sacó a la luz toda una biblioteca heterodoxa,
en la que se encontraba el Evangelio apócrifo de Tomás, conservado en copto
(¿siglo III?); los Hechos de Tomás (conocidos en el siglo IV), en siriaco; el
Libro de Grados, también en siriaco y anterior al 350, todos ellos de idéntica
inspiración. Por último, la Iglesia griega incluyó en su hagiografía relatos que
ilustran de hecho estas ideas. Es la continuación de una actitud radical, que
procede de la gnosis, amplia especulación fundada en el siglo II sobre la
filosofía politeísta, el judaísmo o el cristianismo, y que profesaba la dualidad
del poder divino y de un creador del mundo, en suma, el divorcio del alma y
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de la Creación. La aplicación de tales principios suponía la negación de todas
las normas que cimentaban el orden de esa época. Hombres y mujeres vagan
y duermen juntos, mezclados unos con otros. Las mujeres se cortan el cabello
y llevan unas vestiduras masculinas. Los vínculos familiares se deshacen, los
esclavos huyen, los monjes escapan a sus superiores y a su retiro, el
matrimonio es condenado, los sacerdotes casados rechazados, el calendario y
las festividades de la Iglesia sustituidos por celebraciones privadas. El Libro
de Grados presenta una jerarquía de Perfectos y de Justos, estos últimos
comprometidos en las tareas corrientes de la vida, únicamente los primeros
admitidos a la contemplación divina. No es difícil intuir que tal corriente era
capaz de atravesar los siglos y, efectivamente, se la vuelve a encontrar más
tarde. Pero Epifanio de Salamina observa ya en el siglo IV, en su tratado sobre
herejías, que el movimiento no hace más que desarrollar con demasiado celo
los preceptos del abandono de bienes. En otras palabras, estas actitudes no
estaban, después de todo, tan alejadas del ascetismo ortodoxo.
Tal era el poder central y estos eran los rasgos culturales generales.
Consideremos ahora más de cerca esta sociedad así ordenada. Las provincias,
numerosas, y poco extensas, están regidas por su gobernador y se agrupan en
diócesis, a cuya cabeza se encuentran los vicarios de los prefectos del
pretorio. Estos últimos tienen bajo su jurisdicción la pirámide de las
autoridades provinciales. El Imperio de Oriente tiene un prefecto del pretorio
para Oriente y, por lo general, otro para Iliria. Por lo demás, estas divisiones
están sujetas a revisiones en las que no entraremos aquí. En contrapartida, se
trata ahora de llegar a los niveles más antiguos de la organización social en el
Oriente romano y bizantino: las ciudades, cuya vieja vitalidad se mantiene
hasta los brutales cambios del siglo VII; las aldeas, o, dicho de otra manera, el
espacio campesino, poco más o menos estables en sus formas inmemoriales
bajo el imperio de Roma y, después, el de Bizancio, y el espacio deshabitado,
revelador de los cambios históricos.
Producir y comer
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el esclavo hasta el emperador, comen pan de trigo; cuanto más arriba se está
en la escala económica, más fresco se come, mientras que los pobres, los
soldados, los solitarios del desierto, se alimentan de galleta o gachas; la
cebada, que siempre se vende a un precio inferior en un tercio al del trigo, es
el paliativo de los malos días. Se bebe vino, más o menos bueno, más o
menos rebajado con agua. La dosis de azúcar está asegurada por la miel, los
frutos secos y los dátiles, consumidos en abundancia en Egipto y en Palestina.
Los frutos frescos del tiempo aparecen, por el contrario, como un lujo. Todo
el mundo consume legumbres, «hierbas» o «raíces». Pero el abanico social de
la alimentación se abre cuando se pasa a las proteínas V a las grasas. Estas
últimas se obtienen del aceite, para la cocina y el aliño: aceite de oliva, de
desigual calidad, y aceite de diversas semillas para los más pobres. Se
consume poco queso, o ese otro producto lácteo al que los pueblos de la
estepa son tan aficionados. Se come pescado, fresco o en salazón, así como
caldo de pescado, algunos huevos y aves, y carne que, a veces, se reduce a
salchichas: téngase en cuenta que el mundo bizantino, a diferencia de Italia y
la Galia, no come cerdo, al menos en su parte meridional, Egipto, Siria y
Palestina, cosa, sin duda, menos frecuente en el Asia Menor y en los Balcanes
en la misma época. Sea como sea, es evidente que se consume más pescado
cerca de las costas, aunque no se desconozca el pescado de río; el pescado y
la carne son más accesibles para los ciudadanos que para los campesinos; y la
carne figura en las raciones de los soldados. Los que no pueden acceder a
estos productos, los más pobres de las ciudades y de los campos, son grandes
consumidores de leguminosas, la «carne del pobre», en palabras de dos
expertos de las Naciones Unidas.
Lo dicho hasta aquí constituye un bosquejo de la producción campesina,
pero se imponen aún tres observaciones. En primer lugar, se está a merced de
los cambios naturales. Parece ser que el rendimiento de las semillas oscila en
una proporción del 4 o 5 por 1, pero depende de las estaciones, cuyas
alteraciones pueblan la historiografía. Las sequías de otoño o de primavera
ponen en peligro las cosechas, las langostas las desvastan. Un invierno
demasiado riguroso asuela en el año 401 las regiones que habían padecido ya
el asalto bárbaro, el hambre, la enfermedad y la multiplicación de los
animales salvajes, debida sin duda a las circunstancias. El invierno vuelve a
hacer estragos, seguidos de una mortalidad de hombres y animales, en el 443,
en los alrededores de Constantinopla. El hambre, siempre definida por la falta
de grano, trigo o cebada, afecta a los campos más que a las ciudades, cuyas
posibilidades de aprovisionamiento son menos locales, y que disponen de más
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medios. Como puede comprenderse, el aprovisionamiento de las grandes
ciudades, y de la capital en primer lugar, o las necesidades del ejército,
imponen un esfuerzo excepcional. Por último, a causa de la lentitud y de las
dificultades del transporte a distancia, exigido hasta sus límites ya para los
suministros al fisco, los campesinos tienden a producir de todo en todo lugar,
tanto para sí mismos como para el mercado de la ciudad en cuyo radio de
acción viven. Incluso consumen, llevan al mercado urbano y entregan al fisco,
llegado el caso, otros productos. En Egipto y en el sur de Palestina se hacen
sandalias, esteras, cestas y recipientes para medir con fibra de palma. En las
montañas boscosas del Asia Menor se vende madera, de la que, por el
contrario, carece la llanura de Anatolia hasta el punto de que, tanto en aquel
tiempo como en la actualidad, allí se utiliza para calentarse boñiga seca. Los
campos proporcionan cuero, cuando hay en ellos ganado vacuno, lana y fibras
textiles como el apreciado lino de Egipto. Egipto suministra el papiro a todo
el Mediterráneo, inclusive el occidental.
Se alcanza a percibir así, al mismo tiempo, el equipo productivo rural, y
los problemas planteados por su organización económica y social, o sus
relaciones con las ciudades. Allí también reina la diversidad geográfica, de
donde se desprenden algunos rasgos comunes. La unidad de producción es la
familia campesina, que conocemos por las declaraciones fiscales y las leyes:
hombres que algunos mosaicos muestran en su trabajo; mujeres, que figuran
en las listas del fisco y que una ley del año 386 para el Ponto estima en la
mitad de un hombre para el cálculo de la capitación, pero cuyas actividades
ignoramos. La familia se completa con los esclavos, uno o dos, y a veces con
asalariados. Los bueyes sirven para labrar, para arrastrar en la era la pesada
plancha erizada de puntas que efectúa la trilla, para tirar de los carros. El asno
es también útil para el tiro, pero sobre todo como animal de carga. Los
caballos, utilizados por el ejército y por el correo público, y las mulas
transportan a las personas. En cuanto a las herramientas, las de metal son
escasas. Se labra la tierra con el arado romano. Se hace uso de diversos tipos
de hachas, podaderas y binadoras. Pero los equipamientos más importantes
son los que proporcionan una idea más cabal sobre el panorama social del
campo. La era donde se trilla el grano, el lagar para el vino o el aceite, la
muela movida por el asno y el molino de agua, allí donde ha sido posible
instalarlo, pertenecen al «amo de casa» campesino, a la aldea o, incluso, al
gran propietario.
El hábitat rural está en principio agrupado, pero algunos textos mencionan
asentamientos aislados. Está rodeado de «huertos» de policultivo, viñedos,
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tierras de labor y monte bajo; las parcelas de cada explotación están dispersas
por todo el terreno, sin que se distinga una organización colectiva del cultivo;
excepcionalmente, un relato palestino menciona a un chiquillo que lleva a
pacer juntos a los animales de los aldeanos. Por lo demás, las variantes son
infinitas: guaridas de salteadores montañeses de la provincia de Isauria, villas
de Siria provistas de baños e iglesias, aldeas alejadas y aisladas en invierno
que acotan el exilio de Juan Crisóstomo. Aunque el artesanado aldeano no
figura aún en los informes de los arqueólogos, salvo en Tracia, los textos
indican actividades comerciales: tal aldea de Siria del norte produce afamadas
nueces, tal otra ofrece un mercado, un albergue en el alto de una ruta
importante o en la proximidad de un santo célebre y su monasterio. Por otra
parte, los campesinos van a vender sus productos al mercado de la ciudad más
próxima, para conseguir así las monedas de oro y bronce necesarias para las
compras, los impuestos o los tributos. Venden también su propia fuerza de
trabajo en las obras de construcción, donde un hombre con su asno está mejor
pagado que un hombre solo.
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considerados como notables de cierto relieve y como grandes propietarios y
tener una residencia. Esta desigualdad está claramente representada en el
gobierno de la aldea por los «amos de casa», «del más pequeño al más
grande», con un dirigente y portavoz que suele ser el sacerdote. La
solidaridad aldeana se manifiesta también, por ejemplo, en una decisión de
construir que quedará recogida en una inscripción, en el encubrimiento de una
jovencita raptada, en la adhesión a una confesión herética, en la práctica del
bandolerismo. Además, entre las familias y la comunidad ocupan un lugar las
solidaridades intermedias de los «vecinos», cuya importancia es subrayada
por las disposiciones del siglo V que les reconocen un derecho preferente de
compra sobre las parcelas puestas en venta. Por lo demás, a juzgar por los
repartos de herencias que nos han llegado, los vecinos son a menudo parientes
y constituyen, en suma, un grupo complejo que la ley designa como «los más
próximos», en todos los sentidos del término. Pero por encima de la
colectividad dominan los que tienen poder sobre la aldea.
Se trata en este caso de instituciones tan antiguas como fundamentales en
una sociedad y una economía en que la tierra es esencial, a saber, el papel
fiscal de la comunidad aldeana y la dependencia campesina. Señalemos en
primer lugar que el estatuto de la aldea y el de sus habitantes no coinciden
necesariamente; que no todos los aldeanos pueden poseer lo mismo; que cada
cultivador puede ser al mismo tiempo independiente en relación con algunas
parcelas que son de su propiedad y dependiente en relación con otras; que la
aldea puede, por último, ser totalmente independiente, es decir, compuesta
por campesinos propietarios, o, por el contrario, depender totalmente de uno o
varios amos. En una palabra, la independencia campesina significa que la
tierra y el hombre no tienen otras obligaciones ni otras cargas que las
públicas, es decir, las fiscales: el campesino independiente paga directamente
su impuesto al fisco. La dependencia, por el contrario, implica que la
explotación campesina se ve incrementada por una deducción hecha en
provecho del dueño del suelo, y figura en el registro fiscal en el apartado de
este, por cuyo intermedio paga el impuesto. Pero el campesino dependiente o
«colono» es, sin embargo, un justiciable y un contribuyente de pleno derecho.
Puede incluso promover una acción judicial contra el dueño del suelo si
considera abusiva la deducción normalmente fijada por el derecho
consuetudinario. Pues el colono no está adscrito a su dueño, sino a la tierra,
según fórmula contenida en una ley del año 393. La única disminución de su
libertad personal es, pues, la prohibición que se le impone de desplazarse, con
lo que contribuiría a menguar una mano de obra que, por el estado de la
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técnica, no es nunca muy abundante. Sin embargo, el Oriente bizantino de
este período, fiel en esto a su antigua tradición, no conoce otra prestación que
la pública. La fuerza de trabajo campesina solo beneficia al dueño del suelo
en la parte que le corresponde de su producto, en especies o en dinero,
implicando este segundo caso el acceso directo del campesino al mercado. Se
vuelve a encontrar aquí la solidaridad de la comunidad, en particular cuando
esta es independiente. El fisco la considera, en efecto, solidariamente
responsable, lo que explica, por otra parte, los derechos de preferencia de
compra señalados más arriba. Además, la comunidad independiente se
procura solidariamente un patrono, un protector contra la exigencia fiscal.
La historia de los campos durante este primer período de Bizancio se
comprende, en efecto, no a través de la condición fijada al campesinado, sino
a través de los cambios que afectan al grupo social de los dueños del suelo.
Estos eran tradicionalmente los ciudadanos, de los que hablaremos más
adelante, los grandes propietarios, en cuya primera línea figuraba el
emperador, las iglesias y los establecimientos piadosos. Esta distribución
cambia completamente en detrimento de la burguesía urbana por la práctica
del patronazgo que impulsa a los campesinos a buscar una protección eficaz
contra el fisco, sean por su parte dependientes o no, pues, como hemos visto,
el problema es similar en ambos casos. Esta protección, el patronazgo, se
ejerce también ante los tribunales. Constituye, subrayémoslo, una clave de las
prácticas sociales de la época. El poder protector de los patronos tiene
diversos orígenes: el ascendente religioso, como en el caso del santo
misionero cuya historia nos refiere Teodoreto, y a quien una aldea aún pagana
de Siria del norte promete con esta condición una conversión colectiva; o la
fuerza de esos magnates a los que la ley prohíbe sin éxito desde finales del
siglo IV tener sus tropas y sus prisiones privadas, o amparar desertores, pero
en cuyo provecho aparece en el 409, para Egipto, el régimen de autopragia o
percepción autónoma del impuesto, que convierte a un dominio en una unidad
fiscal, señalada por sus límites. Se valen también de su solvencia y de sus
relaciones oficiales en procesos que no benefician a los colonos. Es evidente
que, con los mismos medios, la protección podía ser impuesta y no solicitada.
De cualquier forma, se tiene la impresión de que está en curso una
redistribución de los derechos efectivos sobre el producto de la tierra que, por
otra parte, también afecta negativamente a los propietarios legítimos. En una
palabra, la verdadera definición de la condición campesina en esta sociedad,
como en otras muchas del mismo tipo, es la confusión en una misma
deducción de la renta señorial y la renta fiscal.
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Los vacíos
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Belén, atrae a Palestina a algunos de sus penitentes romanos. Solitario o
comunitario, el retiro monástico pone en cuestión, en sus principios, tanto la
aldea como la ciudad: aun cuando el desierto no está lejos ni de la una ni de la
otra, aunque la ciudad acoja en este primer período toda una corriente de
monaquismo, el retiro es ante todo negación de la familia, célula social
primaria de la época, incluso cuando los vínculos de parentesco unan a veces
a los hombres en un camino ascético común.
En realidad, dada su flexibilidad, su carencia de una regla uniforme, este
primer movimiento plantea diversos problemas, que seguirán sin dilucidar a
lo largo de generaciones: el desierto y su salvación, o la ciudad con sus
tentaciones, su malignidad fundamental, pero también con sus pecadores, a
los que hay que convertir; la soledad o la comunidad de hermanos; el trabajo
o la contemplación; la convicción interior, la iniciativa espiritual o la
autoridad de la jerarquía y los marcos del dogma y del sacerdocio. El
monaquismo de Bizancio evoluciona a través de estos problemas, que nunca
resolverá por entero, ya que los términos se modifican de siglo en siglo. Las
respuestas a las que se llegó entre el 450 y el principio del siglo VII marcaron
el período con un sello muy fuerte.
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que faltan criterios cuantitativos y que las fuentes documentales son tan poco
homogéneas como las razones de su prosperidad y de su crecimiento.
Antioquía y Alejandría son ciudades igualmente importantes desde el punto
de vista cultural y comercial; la atracción de Jerusalén es únicamente
religiosa, pero eso ya es mucho; y una pequeña ciudad como Coricos de
Cilicia revela una intensa actividad por las inscripciones de su cementerio que
indican detalladamente los oficios de los difuntos. No obstante, se pudo llegar
a decir que esta era una época de «grandes ciudades», en el sentido de que,
una vez sobrepasado un cierto umbral, el hecho urbano cambiaba de
naturaleza. Y esto es cierto, sobre todo, respecto de Constantinopla, puesto
que no es una ciudad, ni la mayor de ellas, sino la capital, y en este sentido es
radicalmente singular.
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establecimientos de beneficiencia, los primeros de los cuales se fundaron a
finales del siglo IV.
La dominación romana había transformado fácilmente las asambleas
censatarias de los notables, propietarios rurales residentes en la ciudad, en
municipalidades provinciales. Las ciudades cobraban rentas: alquileres de los
campos de su territorio, o del suelo urbano, alquilado, por ejemplo, a los
tenderos de los pórticos, y arbitrios. Sin embargo, lo esencial de las
necesidades estaba cubierto tradicionalmente por los propios magistrados
municipales, cuyas funciones, lejos de ser retribuidas o venales, se
sustentaban en la fortuna, la generosidad o el deseo de gloria de los que las
ejercían. Las estatuas en la plaza pública, las inscripciones que les saludaban
como «padre de la ciudad» o «benefactor» (evergetes) daban gracias a los que
habían construido un baño o remediado una carestía. El Estado romano había
adoptado este antiguo sistema, encargando a las asambleas municipales (las
curias) tareas como el mantenimiento de los caminos, los aprovisionamientos
militares y todas las recaudaciones tributarias, bajo su responsabilidad
personal y colectiva. Bajo el gobierno de los Severos tuvo lugar un
endurecimiento del sistema, acompañado de la imposición de la herencia de la
condición curial, en la coyuntura militar y centralizadora del primer tercio del
siglo III. Este hecho tendría indefectiblemente consecuencias sociales ya
claramente perceptibles en el siglo IV.
Sin duda alguna, la curia opone al poder central la fuerza de la inercia y
de la solidaridad. Los cargos creados por el poder central para vigilarla
acaban siempre por ser ocupados por individuos reclutados en su seno. Las
curias se sitúan a su vez bajo un «patronazgo». Y el «patrón» saca provecho,
o simplemente prestigio, de este papel ambiguo, perfectamente codificado y,
sin embargo, capaz de suspender el normal funcionamiento de la institución
judicial o fiscal. El mismo emperador puede ser el patrón de una curia. Pero
muy a menudo el patronazgo de esta recae en uno de los «primeros». Las
curias atestiguan, en efecto, una creciente diferenciación social. El peso de las
cargas municipales empobrece a los más pobres, que pagan entonces con su
persona, o huyen al dominio de un gran propietario que les toma a su servicio.
En contrapartida, un grupo restringido se destaca sobre los demás: los
«primeros», los «diez primeros». Por último, las mayores fortunas tratan de
evadirse del marco local, considerado mediocre, de los deberes municipales
para entrar a formar parte del senado de Constantinopla o a las grandes
carreras que les ofrece la función pública. Por su parte, la burguesía municipal
protesta ante la admisión en la curia de fortunas juzgadas innobles al no estar
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cimentadas en la tierra sino en el beneficio mercantil. Pueden entreverse,
pues, los elementos de la decadencia de la institución municipal. Pero la
evolución es muy lenta, aun cuando haya comenzado ya a finales del siglo IV.
El poder central está representado en las ciudades más importantes por el
gobernador de la provincia y en las secundarias por al menos una oficina
fiscal. Los gobernadores tienen competencias esencialmente administrativas y
judiciales. Son, en principio, ajenos a la provincia, donde les está prohibido
adquirir bienes, y están integrados en el viejo estereotipo, ya que numerosas
inscripciones a lo largo de las provincias celebran su magnificencia de
edificadores. Pero una serie de leyes nos hablan de días menos gloriosos, al
prohibirles robar para sus construcciones las columnas de mármol de otros
edificios, o bautizar con su nombre empresas comenzadas por sus
predecesores. Pero los gobernadores no solo buscan el prestigio tradicional;
también temen los tumultos y por esta razón se preocupan del
aprovisionamiento. Y no tardan en formar parte de la verdadera capa dirigente
de la sociedad provincial. Están muy cerca de esos personajes de reciente
implantación, pero de primordial importancia, que son los obispos.
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o 354-407) es un hombre de Antioquía —donde su padre era magister
militum, el más alto cargo militar—, que representa la voz eclesiástica, junto
al obispo Flaviano, entre el 386 y el 397. En esta fecha se convierte en
arzobispo de la capital y mantiene una conflictiva relación con el palacio y,
sobre todo, con la emperatriz Eudocia. Muere en el exilio en el año 407, en el
interior de la Capadocia. Representa otra forma del mismo momento cultural,
la omnipotencia del discurso retórico que sirve para la reivindicación de la
omnipotencia del sacerdocio. Se convierte, pues, en el defensor de los
habitantes de Antioquía, el predicador de las normas cristianas, el juez
público, en este sentido, de sus interlocutores imperiales. Sinesios, obispo de
Cirene (c. 370-413), perfila en el interior de la Pentápolis libia la misma
figura cultural y social que sus compañeros de Capadocia. La serie se cierra
con Teodoreto de Ciro (c. 393-c. 466), antioqueno también, pero más dado al
trabajo en su despacho que al púlpito, como queda patente en su Historia
eclesiástica, en sus tratados contra los herejes y los paganos, en sus relatos
edificantes sobre los santos personajes de la Siria del norte, a la que
pertenecía su pobre diócesis. En él, la cultura antigua es algo más alejado de
la figura episcopal.
Elegidos por aclamación, tras una experiencia personal del mundo, los
obispos de esta época encontraron fácilmente su lugar en el sistema urbano
combinando de una manera nueva algunas de sus funciones. En cierto modo,
son los sucesores del portavoz tradicional, que era el retórico de la ciudad, y
toman parte, cada vez más, en la gestión urbana, fundamentalmente en las
ciudades secundarias. Se preocupan de los aprovisionamientos, de las
murallas, de las intervenciones ante el fisco relacionadas con los clérigos o su
diócesis, así como del arbitraje judicial, que será codificado por Justiniano. Al
igual que los demás notables, construyen, y sus edificaciones son
evidentemente específicas. Este estado de cosas se prolonga en el siglo VI,
como lo atestiguan las inscripciones, y en mayor medida en las grandes
ciudades. La Vida de Juan el Misericordioso, patriarca de Alejandría del 610
al 619, escrita en su mismo ambiente por Leoncio, obispo de Neápolis,
Chipre, ofrece todavía un cuadro de asombrosa vivacidad de las actividades
de la iglesia de la ciudad, entre las que se cuenta el comercio marítimo. En el
mundo sirio y copto la eminencia de los dirigentes monásticos es más precoz
y más profunda que en la sociedad de las ciudades griegas. Para estas últimas,
finalmente, la fuerza del poder episcopal se debe también a que responde
mejor a una nueva exigencia social que se va perfilando en su marco
aparentemente estático.
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El «pueblo» urbano, reflejo de la Antigüedad
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tal tipo de calzado. El artesanado de lujo, que nos ha legado los maravillosos
cofrecillos de marfil que se ofrecían en las bodas, llega también a su fin. De
hecho, el sector indicador del movimiento económico, sobre todo en las
ciudades, pero también en las aldeas y en los campos, es el de la construcción.
Indicador particular, específico de sociedades como la que aquí estudiamos, y
que encontrará su verdadero lugar después del 450.
Sin embargo, hay grandes fortunas mercantiles en las ciudades más
importantes, Alejandría, Antioquía y Constantinopla sobre todo. En primer
lugar los armadores y mercaderes del gran comercio, abastecedores de
especias y seda cruda: las rutas marítimas del mar Rojo y del golfo Pérsico
son tan conocidas antiguamente como la ruta terrestre que conduce la seda
china al Mediterráneo a través del Asia central y del Irán. Los beneficios del
gran comercio, sobre todo por mar, están en relación directa con los riesgos a
los que se exponen los que lo practican o lo financian. Están también los
«negociantes en plata», manipuladores de metal precioso, a la vez pesadores,
cambistas y productores de objetos que reciben la garantía de un sello
imperial, y engrosan tanto los tesoros privados como los de los monasterios.
Pero estas fortunas nunca forman parte del eje del poder político ni de los
movimientos importantes de capital.
La ciudad antigua había tenido un pueblo, el demos griego. Su papel era,
literalmente, el de hacer oír su voz públicamente para dar su conformidad,
protestar, reclamar, elegir o, al menos, aclamar: su clamor, en una palabra,
tenía fuerza legitimadora. La misma categoría política, pues, reúne a todos los
ciudadanos que no pertenecen a la curia, desde los grandes comerciantes y los
artesanos más calificados hasta aquellos que una ley del 312 exime de
cualquier obligación fiscal en razón de su indigencia. La historia del pueblo
de las ciudades de Oriente entre los siglos V y VII tiene un doble nivel, el
político y el social, y ahí reside precisamente el problema histórico. El pueblo
político desempeñaba su papel en los lugares de la ciudad privilegiados en
este sentido, el teatro en Antioquía, el hipódromo en Constantinopla y en
otras partes, pero también las plazas públicas; a ellos se añade ese lugar nuevo
que es la Iglesia, donde el pueblo de los fieles contesta al predicador, y de
donde sale en ocasiones para manifestarse en el exterior. Estas
manifestaciones, por violentas que sean, obedecen de hecho a un repertorio
que regula la propia violencia: ultrajes a las estatuas oficiales, lanzamiento de
piedras, griterío de consignas. A partir del 450-460 se exacerban, y su código
cristaliza en torno de las rivalidades entre el Azul y el Verde en las carreras de
caballos, en las calles y en los barrios.
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Para entender estas rivalidades se impone un paréntesis: se ha hecho
mención ya del hipódromo de Constantinopla, de su simbolismo cósmico y
del de las carreras que se realizaban allí. De los cuatro colores iniciales,
heredados de Roma, que llevaban los cocheros, solo se seguían usando
entonces el Azul y el Verde. Ignoramos, a decir verdad, su significado para
los hombres de esta época y no comprendemos, pues, por qué se adherían a
una u otra facción. Los colores ocultan un grupo muy complejo. En primer
lugar, sin duda, las cuadras de caballos de carreras y todo el personal que
gravita alrededor del espectáculo: los aurigas, pero también los bailarines y
los mimos. Todo esto provoca pasiones incontrolables y peligrosas para el
orden público. Prueba de ello son las infructuosas medidas de control, las
riñas en el hipódromo, o incluso las finas laminillas de plomo que llevaban
textos escritos con un punzón y destinadas a hechizar a determinada persona
de la facción opuesta. Por otro lado, el Azul y el Verde definen sectores de la
opinión, quizás de la sociedad, pero ¿cuáles? Esta cuestión ha hecho verter
mucha tinta sin obtener una respuesta concreta. El Azul podría representar el
Palacio, los altos funcionarios, la ortodoxia de Calcedonia, y el Verde la
Ciudad, la herejía llegado el caso, una marcada hostilidad frente a los judíos.
Entre el 460 y el 610 las facciones, o más probablemente sus cabecillas,
salen a la calle, luchan y llegan incluso, a partir del 530, a la delincuencia.
Pero las causas de esta escalada de violencia habrá que buscarlas en la historia
social de este largo siglo VI, la de sus ciudades más concretamente.
El objeto de los tumultos urbanos de la primera mitad del siglo V
enumerados por la historiografía debe poner en guardia contra toda lectura
demasiado simple. En la capital, hubo motines por la falta de subsistencias en
los años 409, 412 y 431, en que se atacó a los responsables: en el 412 los
manifestantes incendian la sede del prefecto de la ciudad, Monaxios; en el
431 el propio emperador «es recibido a pedradas por el pueblo hambriento»,
por citar a un contemporáneo. La popularidad personal también parece haber
sido uno de los motores de la efervescencia urbana. Puede verse cuando Juan
Crisóstomo es condenado por el concilio de Chena, celebrado el 403, por su
áspera censura de la emperatriz: la ciudad se manifiesta en favor de su
arzobispo, y cuando toma el camino del exilio, el 404, sus partidarios
incendian Santa Sofía. La agitación religiosa cristaliza, pues, en motivos muy
diferentes de la pasión teológica atribuida, no se sabe muy bien por qué, por
tantos historiadores a los bizantinos de a pie. Las riñas, a veces homicidas,
entre arríanos y ortodoxos, entre cristianos y judíos, atestiguan sin duda la
creciente importancia del factor confesional en el consenso unificador que
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esta sociedad busca, como cualquier otra. Este factor llegará a ser dominante
en lo sucesivo.
Es fácil ver que estas manifestaciones, a veces coronadas por el éxito,
siempre alarmantes, tienen una verdadera función política en una sociedad
que aún no había olvidado la antigua identificación entre vida pública y vida
urbana. Esto lleva a hacerse alguna pregunta más sobre la composición social
de este pueblo. Se aprehende como una forma, o más bien dos formas, una
antigua, otra cristiana, claramente distintas aún en la primera mitad del
siglo V. El pueblo antiguo está constituido por los beneficiarios del sustento
llamado «cívico» (politikoi) tanto en Constantinopla como en Alejandría, y de
lo que aún subsiste de la generosidad tradicional. A él pertenecen también los
hombres de las milicias urbanas, los «jóvenes» que montan guardia en las
murallas y que, al parecer, trabajan incluso en Constantinopla, en el recinto
amurallado de Teodosio II, y, por último, los miembros activos de las
facciones, que quizá fueran al mismo tiempo los milicianos a los que nos
acabamos de referir. Sin duda, era la clase inferior de las ciudades, del
pequeño empleado al muchacho avieso, pero no estaba desatendida. Además
su realidad no está contenida en su marco público. Durante los últimos años
del siglo IV, Libanios presenta a los actores de las revueltas en Antioquía, «los
300 lobos del teatro», sobre todo, como una hez urbana de gentes sin casa ni
hogar, extranjeros en la ciudad. Por clásico que sea el argumento, la constante
disponibilidad de revoltosos que representan, literalmente, «el pueblo» de la
ciudad le otorga alguna consistencia: lo recordaremos cuando veamos
confluir, después del 460, el crecimiento de las ciudades, con la cada vez más
frecuente sucesión de tumultos.
Las homilías cristianas multiplican, a partir de finales del siglo IV, las
alusiones a las necesidades de la beneficiencia y a las miserias que hay que
socorrer en el marco urbano, mientras la legislación de la época pone en
relación, con vacilaciones que no viene al caso referir aquí, la delegación en
la Iglesia de las tareas de beneficencia y las inmunidades fiscales concedidas
a los clérigos y a los bienes eclesiásticos. Pobres, errantes, enfermos y
baldados, mendigos y viejos son agrupados en una definición única de la
pobreza como incapacidad para asegurar la propia subsistencia, lo que es muy
bien visto. La respuesta a estas necesidades, también única, es el
establecimiento que asegura a la vez a los pobres el alojamiento y los
eventuales cuidados. El hospicio y su complemento, el hospital, nacen en el
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siglo IV, mientras que la Antigüedad clásica los había ignorado a pesar de su
práctica médica. Constituyen, pues, una importante innovación de época
tardía. En el siglo IV hay pruebas de la existencia de iniciativas privadas en
residencias particulares. El primer ejemplo eclesiástico es el establecimiento
abierto por Eustato, obispo de Sebaste, Armenia, desde el año 356 hasta su
muerte acaecida en el 380. En este aspecto, como en otros, inspira a Basilio
de Cesárea, que llega a obispo de su ciudad natal en el año 370 y crea una
especie de ciudad sanitaria a las puertas de Cesárea, la Basiliada. Eustato y,
tras él, Basilio ponen monjes al cuidado de sus establecimientos, lo cual se
constituye así en parte integrante del modelo, que es, pues, en sus comienzos,
urbanos. Las casas de caridad con personal monástico se multiplican,
fundamentalmente en la capital, ya en la primera mitad del siglo V. El motivo
cultural es, evidentemente, el primero que acude a la mente: la institución
cristiana estaba dispuesta a producir tales formas de ayuda para los que se
encontraban fuera de los marcos entonces normales de la vida social. Por otra
parte, las concibe a partir de los siglos II y III, en provecho de los aislados de
la comunidad cristiana, las vírgenes o las viudas, por ejemplo. Pero también
hay que contar con la coyuntura del momento. Los pobres a los que es preciso
socorrer se multiplican, al parecer, a partir del 360, más o menos, en relación
con el crecimiento de las ciudades, que son, más que nunca, centros de
atracción, sobre todo las más importantes. Se huye de las exacciones a los
funcionarios, de las sentencias inicuas de los gobernadores, de la carestía, de
los abusos de los terratenientes, y se busca un sustento, otorgado por la
tradicional generosidad de los notables o por esta nueva beneficencia
cristiana. Y, una vez más, los nombres de Constantinopla, Jerusalén,
Antioquía o Alejandría se sitúan a la cabeza, aunque por razones,
evidentemente, diferentes. También pudo deteriorarse la salud de las
poblaciones que, por lo que parece, debido a unos recursos poco elásticos,
crecían lenta pero firmemente. Por último, las enfermedades tienen su propia
historia: la lepra parece salir de la sombra en el último tercio del siglo IV; los
trastornos atribuidos a la posesión demoníaca se hacen absolutamente
comunes y los pacientes quedan en cierto modo inválidos, incapaces de llevar
a cabo una actividad continuada. Curiosamente, las fuentes documentales de
los años 400 a 450 no dan cuenta de ningún aumento de la criminalidad: esto
será un hecho en la época de Justiniano. Solamente se sabe que a los
«mendigos sanos» se les prohíbe permanecer en la capital, pero ¿tiene éxito la
medida? Por encima de todo, las miserias de los pobres asistidos o a punto de
serlo confiere una dimensión totalmente nueva a la población de las ciudades.
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Como vimos, el modelo monástico fue en sus orígenes antagonista de los
valores urbanos, pero la realidad desborda una vez más el modelo. Los
monjes intervienen en la ciudad como tropas de choque de los conflictos
dogmáticos, tanto en Antioquía como en Alejandría. La banda de los
cuarenta, que baja de Samosata a los Santos Lugares siguiendo a Barsauma,
destruye las sinagogas de las ciudades por donde pasa antes de diezmar a la
muchedumbre de judíos reunidos en Jerusalén en el año 438, con motivo de la
fiesta de los tabernáculos. Alejandro el Acemeta («que no se acuesta») es
expulsado de Antioquía antes de llegar a la capital hacia el 425, y encabezar
allí un auge monástico del que la beneficencia no es más que un aspecto. El
asilo es otro: los monasterios acogen las miserias sociales, los esclavos
fugitivos, los deudores insolventes, en el recinto definido en el concilio de
Efeso, en el año 431, como el espacio que va del edificio al muro exterior. El
Estado reconoce el principio, aunque se esfuerza por preservar sus derechos.
La subversión herética, por el contrario, no admite ninguna restricción, pues
el antagonismo entre monaquismo y ciudad oculta aún en parte, en pleno
siglo V, la dualidad entre regla y libertad. El monje que va a la ciudad se
pierde, según los relatos edificantes. Por el contrario, la subversión herética se
reconoce en las bandas errantes, a menudo mixtas, que se mezclan con el
mundo, es decir, van a la ciudad. El primer monaquismo de Constantinopla no
siempre es ortodoxo. En todo caso, aparece independiente, informal. La regla
no se entiende en el sentido occidental del término, sino como un código
ascético cuyo origen se remonta a Basilio de Cesárea, con un menor grado de
disciplina que en ciertos establecimientos del desierto, y muy poco o ningún
encuadramiento sacerdotal. Tanto en la ciudad como en el desierto, el monje
está fuera de los marcos de la autoridad y de la sociedad. Y de aquí el vigor
de la intervención de la «fuerza» monástica en las oposiciones teológicas, sus
violencias, su asociación con los pobres, su agresividad respecto del
episcopado como en el caso de Juan Crisóstomo en la capital, por ejemplo.
Además, los monjes son a menudo hombres del campo, en el sentido no
solamente social, sino también cultural, del término. Con ellos, el mundo
copto o sirio hace irrupción en el medio helenizado de Alejandría o de
Antioquía.
En este sentido, los monjes de principios del siglo V son plenamente,
como los pobres, un componente nuevo que modifica irreversiblemente la
vieja categoría urbana de «pueblo». Los monasterios de la ciudad no son
entonces casas sometidas a reglas, sino, por el contrario, abiertas. Los monjes
viven a veces en grupos muy pequeños, de dos o de tres, a semejanza de los
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ascetas del siglo IV que permanecían en el seno de sus familias, o más
exactamente, ya que son hombres solos y a partir de ahora fuera de todo
marco familiar, a semejanza de los grupos comparables del desierto. Se
comprende por ello la creciente severidad de las leyes que se esfuerzan por
impedir los libres desplazamientos de estos hombres de una a otra ciudad. El
concilio de Calcedonia, celebrado en el año 451, les prohíbe cambiar de sitio,
y somete la apertura y la actividad de sus establecimientos al obispo de la
ciudad. Sin éxito, puesto que la ley justinianea se esforzará finalmente por
apartarlos de las ciudades. Mientras tanto, la primera mitad del siglo V ofrece
claramente un panorama urbano de la Iglesia de los monjes que hemos visto
desarrollarse en el desierto y, claramente también, el antagonismo entre la
Iglesia de los monjes y la de los obispos, que no tendrá solución hasta el siglo
XI, que señala el triunfo de los primeros.
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Capítulo 4
LA GLORIA DEL IMPERIO
(mediados del siglo V - mediados del siglo VII)
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centro de esta disyuntiva se encuentra «la ciudad soberana», Constantinopla,
y su pueblo, de cuyo papel político hablamos en páginas anteriores.
El desorden isáurico
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interrumpe este reinado al año siguiente, poniendo en el poder primero a su
amante y después a su hermano Basiliscos; pero este último debe contar a su
vez con su propia esposa, y luego con su sobrino, amante de esta. Zenón
vuelve a tomar el poder en el 476 y lo conserva hasta su muerte, acaecida el
año 491.
La solución del problema ostrogodo en los Balcanes y la desaparición del
Imperio de Occidente en el 476 favorecen un nuevo equilibrio, abiertamente
oriental, en que los montañeses isáuricos ocupan un lugar destacado, hecho
del que la ascensión de Zenón y su entorno son la mejor aunque no la única
prueba. La turbulencia de los isáuricos era atestiguada ya en el siglo II, así
como su crónica insumisión. La segunda mitad del siglo V es, a todas luces,
uno de sus momentos culminantes. Antes incluso del advenimiento de Zenón,
entre el 467 y el 470, se señalan sus violencias en Rodas, donde cometen
raptos y homicidios, mientras la población de la capital les arroja piedras y
mata a algunos de ellos.
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rompen las relaciones entre los patriarcas de Constantinopla y de Alejandría,
en tanto que el monofisismo ocupa la sede de Antioquía, con el tercer
patriarcado de Pedro el Batanero (485-489). En desquite, Zenón cierra la
escuela de Edesa, centro de la doctrina nestoriana, cuyos maestros se exilian a
Persia. Este hecho contribuye a precisar un poco más la división religiosa.
Por su parte, la Palestina central está agitada por la rebelión de los
samaritanos, antiguos fieles de un Pentateuco gemelo del de los judíos,
trazado en un alfabeto propio, y de un santuario situado en el monte Gerizim.
En 456-457, en Neápolis (Nablus), su centro, samaritanos y simpatizantes
asesinan monjes monofisitas instigados por el patriarca de Jerusalén. Hacia
484 estalla una revuelta samaritana en Cesárea y en Nablus, con un intento de
usurpación, que se repite en 529. Este mismo año, un decreto que reprime su
culto provoca un levantamiento campesino, que es masivamente samaritano, y
lleva al poder a un tal Juliano. La revuelta alcanza la ciudad, a Nablus, a
Esquitópolis (Beth-Shean), donde la población está mezclada y donde los
rebeldes incendian bienes e iglesias. Cien mil hombres, según Procopio,
habrían perecido en el curso de los acontecimientos; sea como sea, los
propietarios, cristianos, se quedaron sin campesinos y solos frente al fisco.
Los judíos, numerosos en Palestina, participaron en el movimiento
samaritano. Aún en 555, unos y otros se desatan en Cesárea contra los
cristianos, matan, entre otros, al gobernador y destrozan las iglesias.
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Muerto Zenón en 491, a causa de una enfermedad, su viuda elige como
emperador a un funcionario de palacio ya sexagenario, el silenciario
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Anastasio, al tiempo que lo toma por esposo. Anastasio comienza por llevar a
cabo una guerra de pacificación contra Isauria, que no acaba hasta el 498. La
hora política de los isáuricos parece concluida; pero volverá a sonar. Por lo
demás, Anastasio se define menos por su nacimiento en Dyrhachium
(Durazzo), en el límite del mundo latino, que por su carrera administrativa y
por una estancia en Egipto. Con él, el poder imperial permanece
decididamente en el campo monofisita. Es apoyado por Filoxeno de
Mabboug, obispo de Hierápolis en el patriarcado de Antioquía, de expresión
siriaca, y uno de los grandes teóricos del monofisismo, y sobre todo por
Severo de Sozópolis, en Pisidia, griego de cultura y lengua, cuya aportación e
influencia desempeñaron un importante papel en la historia de la doctrina, y
que llegó a ser patriarca de Antioquía el año 512. En una palabra, Anastasio
mira hacia Siria, hasta el punto de acoger monjes severianos en la capital en
508, y nombrar como prefecto del pretorio a Marinos de Apamea en 512. Sus
relaciones con el patriarca de la capital fluctúan. Coronado por el patriarca
Eufemio mediante garantías respecto al credo calcedonio, Anastasio lo
destituye en 496. Su sucesor, Macedonio, que se mantiene fiel, como el
emperador en principio, a la línea oficial del henotikon, acaba por conocer la
misma suerte: es exiliado en 511. Anastasio se atrae así la abierta y violenta
hostilidad de la población partidiaria de Calcedonia, de la capital muy unida a
su patriarca. En el otro extremo del Imperio las opciones del emperador no
consiguen la adhesión. Mientras que la población de la capital se rebela contra
una fórmula monofisita introducida en la liturgia, y se saquea la casa del
prefecto Marinos, los obispos calcedonios de Iliria apelan al papa en 512.
En 513, la rebelión de Vitaliano estalla en otro lugar sensible del Imperio,
Tracia. Vitaliano, conde de los federados, pariente del patriarca Macedonio,
arrastra consigue a sus soldados bárbaros descontentos, a los que se añaden
los campesinos de la región, y se pone en contacto con Roma. Su tropa
alcanza Constantinopla en tres ocasiones. En primer lugar, llega victorioso en
514, e impone sus condiciones al poder central, aunque es derrotado en 515.
Pero la reticencia de una parte del episcopado balcánico en relación al
monofisismo no ha disminuido, a pesar de la represión. Y Roma se convierte
en el horizonte de esta reticencia.
¿Fue la alternativa de Anastasio el resultado de una convicción personal,
de las influencias intelectuales de las que acabamos de hablar, o bien se dejó
llevar hacia lo que se estaba convirtiendo en la cultura dominante de las
provincias orientales, que le parecieron en este caso más importantes que la
adhesión de la capital? Es prácticamente imposible responder a esta pregunta,
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pues la vida de los emperadores, en esta sociedad, nos es menos accesible aún
que la de los miserables. Sea como sea, al término de su reinado, los
patriarcas orientales, en su conjunto, están separados de Roma. Pero el
patriarcado ecuménico mantiene sus reservas, el de Alejandría es
decididamente monofisita, mientras que en Siria la victoria del monofisismo
no es total; en Palestina tampoco se ha producido, ya que las masas de la
provincia, en lugar de ser cristianas, seguían siendo, en importante
proporción, judías o samaritanas, mientras que, en consecuencia, el
monaquismo era fácilmente calcedonio o, tal vez, su origen tuviera otras
influencias. Pero en todas partes se libran luchas, en todas partes se pelean los
monjes, incluso en Siria, tanto de uno como de otro lado. En todas partes, en
fin, salvo en el caso particular de Palestina, o de personajes como Severo, la
discrepancia doctrinal es de raíz lingüística, y por tanto social, en una medida
aún no precisada. Pero fuera copto o sirio el monofisismo, y heleno el credo
de Calcedonia, las líneas del futuro ya están trazadas.
Anastasio muere en 518, después de su esposa. La elección del sucesor se
hace esta vez también en el palacio, antes de ser confirmado con arreglo a los
usos, primero por el senado, luego por el pueblo y el ejército y,
posteriormente, por el patriarca. Se hace cargo del poder el conde de los
excubitores, Justino, originario de la región de Skoplje, en la Ilírica latina, y
con más de sesenta años de edad. No había tenido hijos de su compañera
Lupicina, coronada a la sazón bajo el nombre de Eufemia, y muy rápidamente
asocia al poder a su sobrino Justiniano, nacido hacia 482. La misma situación
volverá a producirse en 565, a falta de progenitura imperial: Justino II es un
sobrino de Justiniano I. Sucesión imperial, pues, pero lateral. Y papel, una vez
más, de una emperatriz, no en la sucesión ya que muere en 548, antes que su
esposo, sino en el gobierno y el equilibrio del Imperio. Esta emperatriz,
Teodora, nacida en la capital, hija de un guardián de osos del hipódromo,
parece haber sido seenica, mujer del espectáculo, es decir, prostituta, y, por
tanto, tradicionalmente prohibida a un hombre como Justiniano, al que su
función pública colocaba en la categoría de los Ilustres. La ley que, en los
años 520-524, flexibilizó esta prohibición estuvo claramente destinada a
permitir su unión. La vida azarosa de Teodora la había llevado a través del
Oriente, que ella representa, en cierto modo, en la pareja pronto imperial,
incluidas las simpatías monofisitas, mientras que el tío y el sobrino se
mantuvieron en una posición calcedonia, por razones aún no esclarecidas.
JUSTINIANO: EL ESPLENDOR
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Con el advenimiento de Justiniano se abre la segunda parte del siglo, la
más dramática y la más brillante. La más famosa también. Todo el mundo ha
visto las siluetas imperiales que caminan entre dignatarios en la procesión
representada en los muros de San Vital de Ravena y conoce el perfume
escandaloso del nombre de Teodora, cuya participación en el poder supremo
aparece, sin embargo, menos insólita si se la ve desde la perspectiva de toda
la serie de reinados imperiales. De hecho, en razón de la misma magnitud del
poder justinianeo, la época ha suscitado gran abundancia de fuentes escritas o
iconográficas, cuyos tópicos sobre la pareja no son más que la falsa
quintaesencia. En primer lugar, un historiógrafo oficial, Procopio de Cesárea,
hombre de aguda y apasionada inteligencia que, después de los años
dedicados a relatar las guerras y las construcciones del soberano, escribe
hacia 550, como movido por la impaciencia, la Historia secreta, en la que se
encuentra el famoso relato de la infancia y juventud de Teodora. La obra
proyecta, asimismo, una sombra sobre otros personajes, sobre Belisario, el
gran general, sobre el prefecto del pretorio, Juan de Capadocia (531-541). De
igual modo, Juan el Lidio, nacido hacia 490, y durante mucho tiempo
vinculado a la prefectura del pretorio en Constantinopla, consagra a esta
ciudad el tercer volumen de su Tratado de las magistraturas del Estado
romano, donde este virtuoso y mediocre funcionario bosqueja cuadros de una
violenta obscenidad para atacar a Juan de Capadocia.
El siglo de Justiniano
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capital, de las provincias y de las tierras conquistadas. Si el Cádiz go es aún
un texto latino, a excepción de algunas leyes posteriores a 450, en las Novelas
domina el griego ya que el pequeño número de textos latinos tiene un destino
occidental, Italia, África, Iliria. Por otro lado, el reinado fue bastante largo
como para constituir un ejemplo político, o al menos para imprimir un sello
decisivo al modelo en curso de elaboración a partir de Constantino. Este
modelo está desarrollado en el discurso político, en el que el emperador dice
estar inspirado por el «amor de la humanidad», cuyas riendas ha recibido de
arriba, y por la presciencia de lo que es bueno para ella, de acuerdo con la
voluntad divina. El preámbulo del Digesto declara que no duerme jamás, y
Procopio invierte curiosamente la imagen en su Historia secreta, en la que lo
muestra, en efecto, insensible al sueño, pero debido a su naturaleza
demoníaca.
El poder justinianeo expresa también su esplendor en sus edificios y su
decoración, a lo largo de las provincias, y sobre todo en la capital, donde
Justiniano hace erigir dos símbolos, un palacio y Santa Sofía. Al igual que el
de Constantino, y los de los siglos IX-X, el Gran Palacio del siglo VI lo
conocemos imperfectamente. Las excavaciones han sacado a la luz exquisitos
mosaicos rurales de gusto helenístico, en los que puede verse un molino de
agua junto a un río, imagen nueva en esta época. El encargado de los asuntos
de Justiniano, el patricio Pedro, recopiló por su parte los protocolos de las
ceremonias de la corte de los siglos V y VI, trabajo que sigue la misma línea de
alarde ritualizado de la majestad imperial que conocemos por los fragmentos
conservados en el Libro de las Ceremonias de Constantino VII, compuesto a
mediados del siglo X.
Santa Sofía, comenzada el año 532, consagrada en 537, de nuevo en obras
en 558 tras el hundimiento de la cúpula, y consagrada por segunda vez en
562, la iglesia de la sabiduría divina, fabulosa por la cantidad de dinero que
costó y los tesoros expuestos, se convierte y permanece como el corazón
religioso del poder imperial de Bizancio, no solo para el emperador y la
población de su capital, sino para las naciones extranjeras. Las capitales de
los Estados eslavos no se olvidarán de ella. Bajo los 55 metros de altura de la
gran cúpula, en el interior de los 77 metros de anchura desplegados debajo, el
coro de Beauvais podría alojarse con holgura. Se fija así, y por mucho tiempo,
el prototipo, desigual y gigante, de la iglesia bizantina de planta central,
torpemente asentada, casi poco agraciadamente echada sobre el suelo, pero
cuyo interior, con el esplendor de los mosaicos, ofrece a Dios un cuadro cuyo
poderío recordará el del príncipe. El hecho de que San Vital, en Ravena,
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Italia, fuera más pequeña o que San Apolinar siguiera el modelo de la basílica
no es más que un rasgo regional: allí también se establece el vínculo entre el
emperador, presente en medio de sus oficiales, y el poder divino.
El programa justinianeo se sustentaba en los términos de unidad, de
romanidad y, también, de inmovilidad. El poder se esfuerza por eliminar
todas las disidencias en relación a una norma que es la del imperio cristiano.
Se concibe como nacido de una herencia, pero no abierto a ningún cambio.
Memoria pero no proyecto, perpetuidad pero no futuro: esta posición, poco
inteligible para una mentalidad de hoy, explicaría en lo sucesivo las
orientaciones de la política de Bizancio. Así queda demostrado, por ejemplo,
en la concepción legislativa: una vez recopilados el Digesto y el Código, todo
el material es destruido y todo comentario prohibido de ahora en adelante. En
realidad, paráfrasis y traducciones latinas eludieron la prohibición, mientras
que las mismas Novelas de Justiniano reflejan la presión de las circunstancias
y atestiguan el inicio de las evoluciones prácticas. Aunque su lengua es a
partir de ahora el griego, y el latín parece haber perdido su papel oficial, los
contactos culturales no son interrumpidos, pues son también contactos
políticos, como lo manifiesta de Roma a Constantinopla la actividad de los
Anicios, una de las más importantes familias romanas de la época, con la que
quizá estuvo emparentado el papa Gregorio Magno. Pero la reconquista de
Occidente sigue siendo el gran proyecto histórico o, mejor dicho, cultural
también, de Justiniano.
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este modo queda despejada para los navegantes bizantinos la ruta marítima
esencial que conduce de Eilath (Aila) hacia el golfo Pérsico y la India. El
conflicto se vuelve a abrir bajo Justino I, pues el rey de Himyar se pone de
parte del judaísmo, lo que significa que rechaza la tutela de Etiopía y del
patriarcado de Alejandría. Se apoya, por el contrario, en el principado árabe
de Hira, fiel por su parte a sus cultos tradicionales. Pero una nueva expedición
etíope somete el reino rebelde, circunstancia de la que Bizancio se beneficia.
Justino I consolida igualmente la posición bizantina en el Cáucaso. Según
hemos podido saber, tanto las expediciones como las operaciones de defensa
se hacen, a partir de ahora, con las fuerzas propias del Imperio. Desde los
años en que los isáuricos se enfrentaban a la población de Constantinopla o de
Rodas, en la víspera de su guerra con el poder central, eran mencionados
como temporeros en las obras de construcción monásticas de Siria del norte.
Tras la caída del reducto isáurico, son deportados a Tracia para reforzar la
defensa de la provincia. Y desde el reinado de León I constan como hombres
de armas en las tropas privadas reclutadas por los grandes propietarios para su
estrategia patrimonial, y a veces entregados por ellos a los ejércitos regulares,
en caso de necesidad. Estos bucellarii («comedores de bizcocho de soldado»)
desempeñaron un importante papel en las guerras justinianeas; y no fueron
solo hombres de Isauria, sino también de Tracia, por ejemplo. Justiniano
dispuso pues, a su advenimiento, de un ejército más provincial que formado
por bárbaros, aunque estos últimos no estuvieron jamás ausentes. Su lugar es
incluso preponderante en las expediciones de Italia e incluso (no nos
sorprendamos de ello) después de 540.
Justiniano deja un modelo, un horizonte, en la tradición imperial de
Bizancio: la restauración de la antigua unidad por la reconquista del
Occidente. Llamado con motivo de los conflictos dinásticos, intervino en 533
en África, donde su general, Belisario, hizo una campaña triunfal, y en 535 en
Italia, donde el mismo general desembarca en Sicilia, pasa luego el estrecho
de Mesina y entra en Roma en 536 y en Ravena en 540.
No se deben minimizar estos hechos, como se hace a menudo, porque
tuvieran una duración desigual. ¿Acaso el «triunfo» de Belisario en la antigua
Roma y la llegada de los «romanos» hasta el Po no suponen la vuelta a la
época de Constantino? Faltaban aún la Galia e Hispania, es cierto. Pero aún
había mucho tiempo por delante. En estas expediciones es donde queda más
de relieve la importancia de los bucelarios reclutados por millares y puestos al
servicio de generales como Belisario o Germanos, primo de Justiniano: signo
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al mismo tiempo de una cierta abundancia de hombres y del creciente poderío
privado del que veremos otros rasgos en las campañas.
Pero si la memoria de Bizancio permanece en el Oeste, su historia
presente y futura está en juego en los Balcanes y a lo largo de la frontera
oriental. Al principio del reinado, la guerra persa se lleva a cabo, con cierto
éxito, en Mesopotamia, en Lacica y, sobre todo, en Armenia. Está marcada
por las grandes ofensivas del enemigo, que le llevan hasta Antioquía en 529, y
sobre todo en 540, año en que la ciudad cae momentáneamente en su poder, y
se rompe el tratado concertado en 533. De 531 a 579, el trono de Persia está
ocupado por Cosroes I, cuyo reinado señala un gran siglo político y cultural,
el de la Persia sasánida que la conquista islámica ensombrecerá aunque sin
conseguir borrarla. Aquí también abundan los hombres y el dinero, ¿de plata
tal vez? Es posible. Los pueblos bárbaros pululan alrededor de las dos
potencias imperiales. Al norte, Justiniano somete definitivamente a los zanos
del Cáucaso. Los «hunos» irrumpen en Asia Menor como hicieron bajo el
mandato de Anastasio, pero sobre todo, al controlar las rutas continentales de
la seda china ejercen presión sobre Bizancio y sobre los persas, cuando no son
mercenarios de los unos o de los otros. Los «búlgaros» se hacen fuertes en los
Balcanes y asolan en 540 Tracia y Macedonia. En cambio, Bizancio consolida
en su beneficio y contra Persia la confederación de las tribus al mando de los
gassaníes, que establecen en la estepa siria su centro, Sergiópolis (Resafa), la
ciudad de san Sergio, mientras que los lajmíes están a la cabeza de una
organización similar que lucha en favor de los persas. Finalmente, en el sur,
Justiniano prosigue la acción diplomática, evangelizadora y militar que
constituye la política exterior de Bizancio, por una parte hacia Nubia, por
otra, y siempre, en las inmediaciones del mar Rojo, de la ruta marítima
bloqueada por Etiopía y el Himyar.
El punto de inflexión militar se sitúa un poco antes, según parece, que el
financiero y social, lo que hará del primero una causa del segundo. Ya en 540,
la reconquista occidental va perdiendo fuerza. En África, una insurrección
beréber amenaza lo adquirido entre 544 y 548. En Italia, el nuevo rey de los
ostrogodos, Totila, comienza en 541 una resistencia que se prolongará hasta
555. En 552, sin embargo. Bizancio emprende una guerra en Hispania con
motivo, allí también, de un conflicto a la vez dinástico y religioso que le
entrega una parte de la península. En 561 la conquista de Italia se consuma en
los Alpes venecianos. El mismo año se concierta un tratado por diez años con
Persia. En los Balcanes, la presión se agrava después del 544, se
desencadenan otras oleadas que cambian las circunstancias políticas: los
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hunos cutrigures, los «búlgaros» que tienen bajo su mando a los «esclavenos»
asolan cada vez con más intensidad Tracia y amenazan la capital, de la que
los hunos alcanzan ya la periferia. En 558 llega a Constantinopla la primera
embajada de otro pueblo turco, los avaros, que acampan en el Danubio en
561. Esta serie de incursiones, de batallas y de negociaciones que ocupan los
diez últimos años del reinado de Justiniano marca de hecho el principio de
una nueva época en esta parte del mundo.
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rebasaron a menudo el umbral del nacimiento de cuatro a seis niños. Ahora
bien, una sociedad cuya productividad era a la vez poco elástica y fuertemente
tributaria de la energía humana debía acusar muchas más oscilaciones de las
que nos muestran las cifras. Los factores negativos podrían ser las sangrías
catastróficas, por un lado, y por otro, ese segundo fenómeno que abarca pero
sobrepasa al primero, una alarmante disminución del número de parejas
genitoras.
Esta_disminución pudo tener causas demográficas. Una de ellas, de
primera magnitud, fue la_peste. La enfermedad bubónica está descrita en los
textos médicos, pero no identificada en la historia del alto Imperio, donde dos
graves epidemias, a finales del siglo II y a mediados del III, son difíciles de
definir exactamente, aunque podrían haber sido viruelas. En cambio, cuando
la peste irrumpe a finales de 541, procedente de Etiopía a través de Egipto,
Procopio y otros historiadores la describen con una precisión que prueba su
novedad. En la primavera de 542, llega a Constantinopla y asola el Imperio
tanto como Occidente. Una ley de marzo de 544, que prescribe la vuelta a
salarios anteriores, la declara acabada. Aunque, de hecho, permanece
amenazante, y la historiografía la menciona aquí y allí, en 557-558, 572-574,
590, 599, e incluso en el siglo VII. La epidemia de 541-544 causó sin duda
grandes estragos, amplificados por la perturbación social que comportó, y que
repercutieron en las pérdidas de hijos de las generaciones futuras. La década
abierta por la peste estuvo, por lo demás, marcada por otras calamidades, en
particular una epizootia catastrófica en 547-548. Todo el reinado de
Justiniano estuvo salpicado de frecuentes épocas de hambre. ¿Es preciso ver
aquí los signos de un período de sequía, de la que también sería un indicio la
creciente agresividad de los nómadas en los caminos orientales? Es posible.
Pero también puede pensarse que el alcance, en cualquier caso muy grande,
de los estragos de la peste y el hambre está en correlación con una población
llegada a un grado de densidad elevado en relación a los recursos, al término
del lento ascenso supuesto anteriormente que cesa después de 550. Sin
embargo, también el declive será lento. Pues implica causas sociales del
desequilibrio demográfico y de carencia de procreación, claramente visibles
desde 450-460, y que llegan a su máxima expresión bajo el reinado de
Justiniano, pero cuyo efecto sigue siendo acumulativo, a medio o largo plazo.
Si se ponen aparte las empresas militares, y el problema de las regiones
constantemente expuestas a los bárbaros, estas causas se inscriben en los tres
espacios definidos más arriba, el desierto, el campo y la ciudad, y en la
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relación que existe entre ellos. Las volveremos a encontrar, pues, en la
historia social del período.
La historia militar, la historia interna de la ciudades, de los monasterios o
de las construcciones no es posible sin una abundancia de moneda de oro que
la financie. La guerra vándala de León I, la edificación del complejo
monástico del Monte Admirable, al norte de Antioquía, bajo el mandato de
Zenón, son los primeros ejemplos. Pero son las medidas financieras y fiscales
de Anastasio las que se llevan la palma, después de estos primeros gastos
también elevados. El emperador suprime en 498 el impuesto en oro y plata
recaudado en concepto de bienes y servicios, incluida la prostitución,
mientras que declara que el impuesto sobre los campos se ha de cobrar en oro.
Por otra parte, crea una moneda fuerte de bronce, el follis, destinada a las más
importantes de las pequeñas transacciones, a fin de revalorizarlas y de aliviar
el circuito del oro. Finalmente, vuelve a poner orden en el sistema de aduanas
y en el de los pagos a los funcionarios, o al menos se esfuerza, antes de
muchos otros, en prohibir los aumentos practicados por estos últimos. Pero el
follis no cesa de depreciarse en términos de cambio con el oro, a pesar de una
medida de recuperación tomada por Justiniano en 529. Las dotes de las
jóvenes de las provincias, los tesoros de los monasterios, las rentas
constituidas en su beneficio, los donativos que se les hacen son valorados más
que nunca en oro, mientras el ahorro de los trabajadores pagados diariamente
lo es en bronce.
Frecuentemente se ha pensado que el oro del Imperio se consumió durante
los siglos V y VI a causa de los tributos pagados a los bárbaros, las compras en
el exterior, las especias llegadas de la India, la seda china conducida a través
de Persia y los mercenarios escandinavos, aunque la exportación de metal fue
oficialmente prohibida. Los hallazgos de sueldos, de Suecia a Ucrania,
parecen confirmar esta hipótesis, y es cierto que, según el testimonio del ya
citado mercader Cosmas, el sueldo de oro bizantino fue más importante que la
moneda de plata persa hasta en el mercado de Ceilán. Pero una parte del oro
pagado a los bárbaros o a los mercenarios tal vez volvía a entrar en el Imperio
a través de compras. El problema de la seda se solucionó con la introducción
del gusano en el Imperio hacia 553 o 559. Posteriormente, las reservas de oro
se renovaron por el metal de las minas del Sudán, pero sobre todo por la
constantemente posible conversión de los objetos atesorados por el palacio,
los poderosos y los establecimientos religiosos. Por fin, el gobierno de
Justiniano usa y abusa de los procedimientos tradicionales: venalidad de los
cargos; creación de un monopolio en provecho de las corporaciones de la
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capital, que ellas le pagan; monopolio imperial sobre la seda sin trabajar
cuando era aún importada; confiscación de los bienes de los paganos y herejes
del Asia Menor, en particular; incremento de la extorsión fiscal, cuyos medios
hemos descrito; retraso en la paga de los soldados, mientras que algunos
oficiales, tal como nos consta, omiten a sabiendas el tachar a los difuntos en
las listas. Todas estas presiones parecen acumularse a partir de 540, en el
mismo momento en que la peste y diversas calamidades afligen a la
población.
La efervescencia de la ciudad
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situación de monopolio, incluso ante la peste, que provoca un aumento
excesivo de todos los salarios, atestiguado por una novella de 544. En 539, se
dota a la capital de un magistrado especial, el quaesitor, que recibe la misión
de controlar a los recién llegados, de expulsarlos si su estancia no está
justificada, p de emplearlos en las obras públicas y en las panaderías. Esta ley
hace alusión al peligro de criminalidad, mientras que otra denuncia los
perjuicios de los proxenetas que amenazan en la ciudad a campesinos aún
niños. A falta de trabajo, los que llegan buscan una ayuda. Mientras los
inmuebles de Constantinopla y Alejandría conservan para sus habitantes de
derecho el privilegio de los «panes públicos», la beneficencia es de ahora en
adelante una atribución de la Iglesia. Esclavos y colonos prófugos, deudores
del fisco, pleiteantes desafortunados se refugian en el recinto de asilo,
malviviendo en espera de días mejores. Los campesinos, los errantes, los
inválidos de cualquier tipo piden socorro a los establecimientos de caridad,
que se multiplican en las grandes ciudades, y están al cuidado de monjes y,
cada vez más, construidos y dotados por los emperadores. Algunos ofrecen un
verdadero servicio hospitalario. Todos distribuyen alimentos, al menos
durante las fiestas. Las asociaciones piadosas laicas aportan también su
ayuda, recogiendo a los indigentes vivos o muertos.
Este movimiento de población provoca necesariamente un problema
político que la institución ciudadana tradicional es incapaz de asumir, pero
que se manifiesta por el recrudecimiento de los tumultos. En efecto, es
significativo que las causas explícitas no sean otra cosa que reivindicaciones
materiales. Sin duda, las dificultades de abastecimiento, las gestiones poco
eficaces, las medidas impopulares provocan una agitación violenta, incendios,
lanzamiento de piedras a las autoridades, muertes de hombres; incluso se
llegan a matar unos a otros alrededor de los puntos de agua en períodos de
sequía. Pero la «agitación de los pobres» en Constantinopla el año 533 contra
una «brusca devaluación de la calderilla» constituye un caso excepcional. Y
cuando el demos de Antioquía se subleva en 540 ante la proximidad de los
persas porque «busca la revolución», hace pensar que la motivación social
está sin duda alguna recubierta en la conciencia de los actores por una espera
de tipo escatológico. En cambio, se consideran características las refriegas
entre confesiones o los asaltos contra los isáuricos. Las reyertas callejeras
contra los judíos se multiplican en Alejandría y otras partes. La única
respuesta de la institución consiste en aumentar y estructurar el papel de las
facciones en el hipódromo.
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Recordemos que el simbolismo de los cuatro colores, pronto reagrupados
en dos, el Azul y el Verde, y el del hipódromo, imagen del mundo donde
reina el soberano, se remonta al siglo IV, al menos en nuestra historia, pues
sus antecedentes son aún más antiguos. El papel de estas facciones se afirma
sobre todo en el siglo V, y más concretamente a partir de Anastasio, antes de
eclipsarse a principios del siglo VII o, mejor dicho, de quedar reducido desde
entonces a un apacible componente del simbolismo oficial. Sus miembros de
plena dedicación constituyen a la vez la milicia ciudadana, que trabaja y hace
guardia en las murallas, y los interlocutores del diálogo ritualizado con el
soberano en el hipódromo. Aparecen estructurados, con un comandante, un
administrador, un consejo, un portavoz y un cierto capital. Los Verdes tienen
patronos conocidos. Pero la actividad de las facciones no se limita a la capital,
ni al espectáculo, ni está encerrada en el hipódromo, donde se pone de relieve
el pueblo antiguo frente al poder imperial. El Azul y el Verde se enfrentan en
peleas que llegan también a la calle, intervienen en la efervescencia de
variadas circunstancias y, si se tercia, contra el propio emperador. El episodio
más significativo a este respecto es la célebre sedición Nika («¡Victoria…!»)
que en 532 pone en peligro a Justiniano, y que es desencadenada por las dos
facciones a raíz de una represión motivada por los excesos de los Verdes. Si
hemos de creer a Procopio, por estas fechas, y tal vez por velada instigación
de Justiniano antes de su advenimiento, las facciones y sus «jóvenes» se
convirtieron abiertamente en organizaciones de bandolerismo, robando,
violando, matando por encargo. Su movilización no está ni mucho menos
vinculada al incremento del número de pobres y desarraigados. Se recluían,
por el contrario, hasta en las buenas familias. Y toda la ciudad de la
Antigüedad que toca a su fin está sin duda ahí, en esta delegación de todos los
antagonismos, en esta cristalización formal de la violencia latente sustentada
por las condiciones de la vida urbana.
El decaimiento campesino
Mientras que las ciudades crecen desmesuradamente, sobre todo las más
grandes, los campos no se vacían. Pero aunque la organización aldeana
permanezca inalterable, bajo una forma que recorre los siglos, el desarrollo de
la dependencia patrimonial y el auge de monasterios productivos en ciertas
regiones, Siria del norte, Mesopotamia, alrededores de Jerusalén, introducen
importantes modificaciones. En efecto, el dominio evoluciona menos como
explotador directo que como recaudador de rentas y, sobre todo, como poder
que privatiza en su beneficio el poder público, su orden, su exigencia fiscal, a
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menudo a partir de una delegación. Tenemos testimonios de tropas, policía y
cárceles privadas fundamentalmente a partir de 450. Constituyen un orden
que es a veces el de la propiedad legítima, y a veces el de una extensión
abusiva de esta por medio de la práctica del patronazgo, ya sea impuesto o
voluntariamente aceptado. Los bienes de los Apiones, en Egipto, cuyos
archivos poseemos, son en el siglo VI un pequeño Estado dentro del Estado. A
fin de cuentas, la actitud del poder central es ambigua, pues se halla dividido
entre una exigencia fiscal frustrada y una solidaridad natural con los grandes
propietarios —a cuya cabeza se sitúa el propio emperador, como se recordará
—, entre los que se cuentan también las iglesias, como las de Alejandría, cuya
forma de riqueza es la base del poderío social y político por excelencia tal
como se entendía entonces. Asimismo, las Novelas de Justiniano lamentan,
después de 530, que la prosperidad de las aldeas montañesas desafíe al poder
público del que las sustrae alguna protección local, a punta de cuchillo, se
entiende. El poder central se esfuerza, pues, en vigorizar el orden público
reuniendo es una sola mano los poderes civiles y militares tradicionalmente
separados, esbozo del sistema que se generalizará más tarde. Por otra parte,
bajo Justiniano y Justino II, se multiplican las concesiones de autonomía
fiscal dentro de los límites de un dominio en que los agentes del fisco no
pueden entrar y cuyo propietario recauda y abona el impuesto, lo que equivale
a reconocerle una parcela de la autoridad pública y un poder de deducción
fiscal sin limitación externa.
A la pesada carga campesina se añade aún la parte correspondiente a la
Iglesia, fundada sobre otra relación de poder. Nos encontramos aquí con
ofrendas voluntarias, regulares u ocasionales, aunque también con alguna que
otra extorsión practicada por el sacerdote rural que niega los sacramentos a
quien no los quiere pagar. La punción se hace en el marco del sistema de
creencia. Por lo demás, allí donde la iglesia es privada, lo que es frecuente en
Egipto, estas entradas específicas corresponden a la renta patrimonial.
Se adivina a partir de entonces una condición campesina desigualmente
dura según las regiones y los momentos. Los campesinos del Asia Menor son
abrumados, después de 545, por la conjunción del estrago demográfico
debido a la peste, de la creciente exigencia fiscal y de una serie de malos
años. Los de Tracia soportan en progresión creciente agresiones de los
bárbaros cada vez más duras. El poder central reprime las disidencias
religiosas regionales, las samaritanas de Palestina, las heréticas y paganas del
Asia Menor, a fin de conseguir la unidad ideológica y sacar a flote el tesoro
por medio de las confiscaciones. Estas disidencias tienen importantes
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cimientos campesinos. Sin embargo, si se observan las resistencias violentas,
como las de los samaritanos, los asesinatos y muertes voluntarias entre los
heréticos, o cómo los campesinos tracios engrosan en 513 los efectivos de la
tentativa de Vitaliano, no se observan revueltas campesinas propiamente
dichas. La~sociedad campesina reacciona descomponiéndose. No a través del
bandolerismo, que es una actividad normal en regiones como Isauria, sino
huyendo. La familia se desmembra, la tierra queda abandonada, el campesino
se deshace de su carga cuando se ve agravada por cualquier poder que exceda
los límites de lo soportable. El campo envía sus hombres a la ciudad, por
medio del ejército reclutado por los grandes y, sobre todo, indudablemente, al
campo y al convento.
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Reciben ofrendas en dinero, ya sea al contado o en forma de rentas que
aseguran su actividad y su desarrollo. Sus tierras, como todos los bienes de la
Iglesia, son inalienables y a veces proceden de un desmonte. Los límites de
asilo puestos en el campo de Sirio o de Panfilia sugieren una forma de la
atracción que podían ejercer estos monasterios. La Vida de Simeón Estilita el
Joven, muerto en 592, describe a los obreros, a veces venidos de lejos, los
enfermos curados que ofrecen su mano de obra ya que el dinero no es
aceptado, el taller de construcción siempre abierto, cuya importancia han
confirmado las excavaciones de Monte Admirable, cerca de Antioquía. Pero
ya en esta época también algunos monasterios se comportan como
hacendados, es decir, como recaudadores de rentas.
El movimiento de las fundaciones monásticas se inscribe con bastante
claridad en ese gran siglo que transcurre entre 457 y 565. Así, la cruzada
confiada al obispo monofisita Juan de Éfeso en 542-543, se salda con la
colonización monástica de las tierras confiscadas a los paganos del Asia
Menor. Las fundaciones disminuyen considerablemente a partir de 550, al
mismo tiempo que la presión humana, como puede pensarse, y los recursos
financieros. Sin embargo, los monasterios existentes tardaron siglos en
extinguirse, cuando no sobrevivieron hasta nuestros días, como San Sabas,
Santa Catalina del Sinaí, acabado de construir hacia 556, y algunos otros, que
mantienen la presencia histórica del helenismo bizantino en países donde
prevalece el cristianismo oriental y el Islam.
El fracaso religioso
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estableciendo, en primer lugar, una jerarquía calificada, todavía hoy, de
melkita («del soberano»), de acuerdo con su propia doctrina. Efrén, que ocupa
la sede de Antioquía de 527 a 545, es un alto funcionario, conde de Oriente.
Igualmente, Apolinar, patriarca melkita de Alejandría de 551 a 570, es un dux
(comandante militar). El poder central tiende a conferirle una autoridad total
sobre la provincia. Por su parte, la Iglesia monofisita adquiere una nueva y
durable fisonomía bajo el impulso de Jacobo Baradai, llegado a
Constantinopla hacia el año 528, miembro del círculo monofisita protegido
por Teodora, y ordenado gracias a la influencia de esta como obispo de Edesa
en 541. Esta dignidad le permite renovar, hasta su muerte acaecida el año 578,
un clero que estaba en vías de extinción y que tomará a partir de entonces
hasta nuestros días la denominación de jacobita. La confederación tribal
(filarquíá) de los árabes de Siria y las misiones que remontan el Nilo hacia
Sudán se suman al peso político del monofisismo, cuya floración intelectual
en el dominio sirio es entonces brillante, como lo ponen de manifiesto la
historiografía de Juan de Éfeso y la filosofía mística de Esteban bar Sudaili,
entre otros. En estas circunstancias no tiene ninguna posibilidad de éxito el
compromiso propuesto por Justiniano en 543 o 544, consistente en condenar
«tres capítulos» extraídos de las actas del concilio de Calcedonia. Ni unos ni
otros lo aceptan, aunque el papa Vigilio es convocado por este motivo a
Constantinopla, ciudad a la que llega en 547, en plena campaña bizantina de
reconquista. El balance del reinado en relación a los monofisitas es, pues,
nulo. Si bien es cierto que la sede de Alejandría sigue en manos de los
calcedonios tras Apolinar, que se sirvió de la violencia y la persuasión, ni el
campo ni los monjes la apoyan. La situación es similar en Antioquía y en
Siria, en tanto, según parece, el monofisismo progresa en la capital hacia el
final del reinado. La victoria del Islam, o más exactamente, la derrota de
Bizancio en Siria y en Egipto, quizá permite leer ya entre líneas en esta
historia.
La misma observación se puede hacer con respecto a los judíos, afectados
por incapacidades civiles, pero cuya religión no estaba sin embargo prohibida,
aunque sí los matrimonios con ellos y las conversiones al judaísmo.
Siguiendo el principio de su competencia imperial, Justiniano interviene en un
debate que divide las comunidades judías, y que, sin duda, incide en su
relación con el Imperio. En efecto, los judíos de este tiempo están divididos
entre la tradición griega, heredera del judaísmo alejandrino, y la corriente
rabínica, basada en la exégesis en lengua hebrea y aramea, y, en el siglo VI, en
las florecientes juderías de Persia. El Talmud de Babilonia quedó cerrado,
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según parece, hacia 500, pero la exégesis prosigue. En otras palabras, por un
lado está la cultura clásica, fundamentalmente la filosofía griega, y por otro,
un monumental conjunto de tradiciones, en que la cultura imperial no está
ausente, bajo formas menos refinadas por lo demás, pero que dominan la
profundización de la jurisprudencia y de las ideas religiosas que conferían a
los judíos en el conjunto una creciente particularidad. Así, la novella de 553
autoriza la lectura litúrgica de la ley en griego, preferentemente en la
traducción llamada de los «Setenta», y prohíbe el uso de los comentarios de
los rabinos, lo que apunta a una limitación de la norma aparentemente más
cercana a la antigüedad judía, pero también a la cultura imperial cristiana y,
por tanto, la más cercana a una eventual aproximación. La acogida dada por
los judíos de Oriente primero a los persas y después a los árabes mostrará que
su historia también iba en ese sentido.
La sangrienta represión de los maniqueos desde el inicio del reinado y, en
la misma época, de la antigua herejía montañista de Frigia, por conductas
subversivas simbólicas o reales, así como las medidas tomadas contra el
politeísmo tradicional, significan la voluntad imperial de depurar
definitivamente la herencia cultural. Pero también aquí sobreviene el fracaso
en la práctica. Maniqueos y montañistas se sitúan en la secular profundidad de
una corriente demasiado fundamental como para poder ser liquidada de esta
manera; volveremos a tratar de ellos más adelante. En cuanto al paganismo,
se encuentra en diferentes niveles sociales. La prohibición de enseñar hecha a
sus adeptos en 529, y el consecuente cierre de la Escuela de Filosofía de
Atenas, centro neurálgico del neoplatonismo, afectan a un medio intelectual
que permaneció hasta entonces fuera del magisterio de la Iglesia. Algunos
emigraron a Persia, donde fueron bien acogidos por Cosroes. En cambio, la
misión llevada a cabo por Juan de Éfeso entre los montañeses paganos de
Asia Menor, hacia 542, tuvo las trazas brutales de una colonización
monástica. En cualquier caso, los viejos cultos sobreviven en el patrimonio
colectivo, y reaparecen con asuntos que alcanzan mucho eco, como el que
implica hacia 580, con razón o sin ella, al mismo patriarca de Antioquía.
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otra Bizancio al emperador y a su Iglesia, a la capital y sus provincias. La
transición política, cultural y militar abierta en 565 prosigue, en realidad,
hasta 615-620, pero su importancia, a pesar de ser grande, no radica en la
persona de los soberanos. Solo en aras de la claridad del relato comenzaremos
por estos últimos.
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cabo, sin duda en 597, por los avaros y los eslavos, los «esclavenos» de las
fuentes bizantinas. La supuesta biografía de un judío convertido al
cristianismo, Jacob, se sitúa en las luchas de facciones a principios del
siglo VII, mientras que el relato georgiano de la toma de Jerusalén por los
persas, en 614, señala también la agitación de los bandos contrarios y el
apoyo prestado por los judíos a los enemigos orientales de Bizancio. Por otra
parte, las excavaciones aportan datos, aunque de manera local y parcial, sobre
la coyuntura.
A este respecto, Justino II inicia sin duda un resurgimiento, tras el declive
que había acompañado la vejez de Justiniano. Sus construcciones, su
generosidad o la restauración del consulado manifiestan en todo caso tal
voluntad. Pero la época, sobre todo con Mauricio, aparece atormentada por
los disturbios. Los ejércitos se agitan, descontentos por la paga irregular, y
otras medidas. En 588 las tropas impagadas de Oriente se desbandan y se
entregan al merodeo y al bandolerismo en los campos. En 602, el ejército del
frente balcánico se subleva y lleva a Focas al poder. Las grandes ciudades
parecen estar aún muy o demasiado pobladas y en una difícil coyuntura. Las
facciones de la capital desempeñan su papel en la caída de Mauricio y,
posteriormente, en la de Focas. La hagiografía de san Demetrio les atribuye,
bajo el reinado de este último, una explosión general, a lo largo y ancho de
todo el Imperio, de sediciones y criminalidad, motivadas, según él, por el
diablo. La tensión religiosa se inscribe en el mismo cuadro. Mauricio prosigue
una política activamente calcedoniana, quizá para recobrar la unidad que se
deshace. Intenta imponer el credo imperial en Armenia tras la victoria de 591,
y deja a su primo Domiciano, obispo de Melitene, ejercer en Mesopotamia
una brutal represión, por lo demás sin resultado. Por otra parte, el año 580
está marcado por un movimiento pagano, en el que están implicados los
patriarcas de Antioquía y Constantinopla, con un levantamiento en Heliópolis
y matanzas en Edesa. Los samaritanos vuelven a sublevarse una vez más en
594. Por último, las catástrofes jalonan este fin de siglo, como las pestes
mortales de 573-574, las importantes carestías de 582 y, sobre todo, de
600-603. Sin embargo, la verdadera característica del período es la presión
bárbara. Es ella la que asóla los campos y los caminos, la que aviva el
nerviosismo de los ejércitos y las ciudades, la que atiza los conflictos entre
comunidades, entre el poder central y las disidencias regionales. Un Tratado
táctico de la época, durante mucho tiempo atribuido erróneamente al propio
Mauricio, describe las armas y las maneras de combatir de los diversos
pueblos lanzados al asalto de Bizancio, con una significativa atención y
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calidad de observación. De hecho, son muchas las etnias que abastecen tanto
a los asaltantes como a los defensores mercenarios del Imperio. La impresión
que obtenemos es la de una muchedumbre que llega hasta las fronteras, al
menos relativamente; pues, una vez más, no disponemos de cifras que nos den
la medida, en nuestra escala, de estos movimientos de pueblos.
El final de la reconquista
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El Imperio Romano de Oriente a la muerte de Justiniano.
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sublevada contra ella con el apoyo de Bizancio: sin embargo, un tratado
pactado en 591 cede a Bizancio la mayor parte. La ofensiva persa se reanuda
con la caída de Mauricio. El comandante de la plaza de Edesa se subleva
contra Focas, desencadenando la ofensiva sasánida: los persas se ponen en pie
de guerra y penetran en el Oriente bizantino; en 609 están en Calcedonia,
frente a la capital, y su triunfal avance ocupa de nuevo, y esta vez mucho más
profundamente, los primeros años del reinado de Heraclio. Hemos visto cómo
se había trazado la demarcación que separaba del poder bizantino tanto a los
cristianos monofisitas como a los judíos. Los persas son los más beneficiados,
incluso tal vez más claramente que los árabes, algunos decenios después, pues
su poder aparecía desde hacía mucho tiempo como un posible recurso. La
inquieta espera de su llegada puede explicar, pues, la sangrienta agitación de
los judíos contra los cristianos en Antioquía en 609.
Así comienza, a partir de 560-570, la formidable redistribución de los
pueblos y las soberanías, que alcanzará su punto culminante en el siglo VII
con la expansión musulmana, seguida del nacimiento del primer Estado
búlgaro. Más allá de los textos que pintan con reiterados trazos la desolación
de Tracia, solo la arqueología podría decir en qué medida se descompone la
organización bizantina del espacio social. Gracias a ella sabemos que una
ciudad de la importancia de Antioquía jamás volvió a ponerse en pie tras la
invasión persa de 540, ni tampoco Alepo. El estudio de las construcciones en
Éfeso, Sardes y Gerasa muestra la depauperación de la segunda mitad del
siglo VI. La relación de monedas dispersas en un emplazamiento
arqueológico, que proporciona una tosca imagen de la circulación monetaria
local, manifiesta a menudo una caída a partir de Heraclio. El siglo VII abre, sin
lugar a dudas, una época de eclipse de la ciudad como forma económica y
social, brutalmente inaugurada para algunas, como Sardes, por la invasión
persa de 614, pero, por otra parte, manifiesta cambios más profundos: la
difuminación del antiguo trazado urbano, cuando los espacios públicos son
invadidos por construcciones privadas, o se emplean bloques de monumentos
antiguos para la construcción de murallas defensivas. Finalmente, los obispos
prevalecen decididamente sobre los curiales, pues desde hace mucho tiempo
están más próximos a los funcionarios imperiales que estos últimos. Por lo
demás, el diagnóstico no puede ser más que regional, y poco riguroso
cronológicamente. Así, el interior oleícola de Antioquía parece declinar en el
siglo VII, al mismo tiempo que el mercado urbano que constituye una
importante baza económica, o el comercio marítimo del que Antioquía está a
la cabeza. Por el contrario, alguna que otra pequeña ciudad del sur de
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Palestina, o algún que otro monasterio de Tierra Santa siguen adelante
apaciblemente, incluso en los primeros tiempos de la conquista árabe. ¿Puede
pensarse claramente en un cambio de la estructura del espacio y la
organización social, o no es más que una pura peripecia coyuntural?: la
respuesta a esta doble alternativa no es evidente ni única.
Sin embargo, la importancia cultural de la época es considerable. Vimos
ya la expresión literaria de las disidencias religiosas nacionales. La
cristiandad calcedoniana de lengua griega produce entonces algunos de los
más significativos relatos de su literatura edificante, a cuya cabeza habría que
situar La pradera (Limonarion), en la que el autor, Juan Moscos (el Carnero),
muerto en Roma en 619, reunió en el curso de peregrinaciones piadosas un
conjunto de historias cercanas a los cuentos, que se difundirá a través de las
literaturas medievales. Se escriben también relatos relativos a las imágenes y
a sus efectos milagrosos, pues se va perfilando la creencia y el culto rendido a
las representaciones (iconos) de Cristo, de su madre y de los santos. Las
figuras, que responden a una tipología fija, son ejecutadas en mosaico, o sobre
todo con una pintura encáustica sobre un soporte de madera ligeramente
ahuecada, por lo general de tilo. Entre sus antecedentes se cuenta el uso de los
retratos funerarios, como los que adornan las momias del Fayún cristianizado;
las imágenes colocadas sobre las tumbas de los mártires, y la imagen imperial
que, en los pretorios, el hipódromo y sobre los vestidos de seda ofrecidos por
el emperador, significa una verdadera presencia del soberano. Ya a finales del
siglo VI, se cree que existen imágenes de Cristo «que no son obra de mano
humana». La ciudad de Éfeso, levantada en armas contra los persas, atribuía
su salvación a una de ellas. En la misma época, el culto a María toma un auge
decisivo. Justino II acaba la construcción de las iglesias de Blanquernas y
Calcoprateia en la capital, y dota a la segunda de una capilla dedicada al Cinto
de la Virgen.
Estos santuarios cobran una importancia que no se borrará ya de la vida
religiosa de Constantinopla. La iconografía de María continúa, y su modelo se
dice que es un retrato ejecutado por el evangelista Lucas. El culto a los
hombres santos, vivos o muertos, contribuye igualmente al nuevo desarrollo
de las imágenes. Los relatos edificantes del final del siglo VI y del VII les
atribuyen poderes no solo de protección, sino de intervención directa en los
asuntos públicos y privados. La elaboración del personaje imperial está
vinculada en cierto sentido a esta evolución: llega a ser verdaderamente «la
imagen de Cristo», por emplear los términos de un texto que describe la
entronización de Justino II. Este es coronado en su palacio, y el ceremonial
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que le rodea evidencia sus vínculos con el patriarca, mientras que este último,
bajo el mandato de Mauricio, reivindica el título de «universal»
(oikoumenikos). Todo esto no es más que el esbozo de la teoría que se
desarrollará en el siglo IX. Justino II hace construir la «Sala de Oro», reducto
de la presencia imperial en el curso de las ceremonias. Un hecho significativo
es el que la imagen de Cristo se coloca allí por encima del trono imperial, con
lo que queda de manifiesto el vínculo estructural entre los dos poderes. Las
facciones, cuya violencia urbana vive entonces su paroxismo y sus últimas
décadas al mismo tiempo, son investidas del papel ceremonial que
desempeñarán a partir de ahora en el ritual del palacio y las apariciones
públicas del emperador. Sus hombres, que eran los actores de los conflictos
urbanos, se convertirán en representantes de la grandeza imperial,
conservando no obstante, al menos hasta el principio del siglo VIII, sus
responsabilidades en cuanto a la defensa de la capital.
En una palabra, todo el siglo de Heraclio y de Justiniano II se presiente ya
en la trama de los años que cierran el siglo de Justiniano I. Pero en esta
evolución falta un elemento, capaz de acelerar el movimiento, incluso de
desnaturalizar cruelmente sus rasgos. En tanto que el Imperio Romano y el de
los persas intentan recobrarse, se prepara una catástrofe, fulminante e
imprevista: los soldados del Islam surgen del desierto.
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Segunda parte
LA CONSTRUCCIÓN DE LOS
NUEVOS MUNDOS EN
ORIENTE
(siglo VII - finales del siglo X)
Página 225
Capítulo 5
DEL MODELO HEGIRIO AL REINO ÁRABE
(siglo VII, mediados del siglo VIII)[*]
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jerarquía mediante una imposición fija sobre la producción de las pequeñas
unidades campesinas.
Al igual que el mundo antiguo, del que la Dar al-lslám (conjunto de
países musulmanes) constituirá un reflejo no solo de sus grandes rasgos sino
incluso de sus más pequeños detalles, el mundo nuevo se presenta como una
totalidad; todos los elementos se relacionan y, en él, la adhesión es profunda y
vital: la duda constituye el enemigo principal, y es un riesgo de anarquía
social y de maldición que aniquila la personalidad. Poder, facciones, familia y
pensamiento religioso son los motores de la evolución social. La propiedad de
los medios de producción o el lugar que se ocupa en la circulación de bienes
son factores secundarios ya que dependen, en primer lugar, del ejercicio de un
poder del Estado que va siempre acompañado de una adhesión ideológica
total a una dinastía gobernante, que constituye la garantía de la justicia, la
armonía y la salvación. El modelo teocrático encarnado por el Profeta ejercerá
una misma influencia sobre todas las experiencias revolucionarias o
conservadoras que surgirán en el futuro. Serán, no obstante, el pensamiento
antiguo y, sobre todo, la gnosis los encargados de articular en programas
políticos esta sed de unidad y de salvación así como la esperanza apocalíptica.
Analizar las mutaciones del mundo islámico entre los siglos VIII y XI
aplicando esquemas de conflicto entre burgueses y militares «feudales»
puede, evidentemente, llegar a aclarar ciertos aspectos de una realidad que se
ha renovado repetidamente, pero sin duda también contribuirá a oscurecer una
originalidad y una permanencia sorprendentes.
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un simple reflejo de las peculiaridades lingüísticas y de las tradiciones
étnicas. En Egipto, en donde los melkitas son poco numerosos y la opinión se
aglutina en torno a la iglesia monofisita, la lengua copta constituye un
elemento unificador eficaz así como un signo de oposición a los griegos.
Hacia el 610 surge en este país un clima de terror tras el exilio del patriarca
Benjamín y la apostasía forzosa de los obispos, sacerdotes y monjes,
obligados a adoptar la solución impuesta por Heraclio (638) al problema
cristológico, el «monotelismo». Sirios y mesopotamios, de lengua aramea y
siriaca, se encuentran por el contrario divididos en tres confesiones: los
melkitas son numerosos entre la aristocracia de Jerusalén, donde un solo
patriarca mantiene la ortodoxia griega; los monofisitas, que se identifican con
la tendencia «jacobita» definida por Severo de Antioquía luego implantada
por Jacobo Baradai, un predicador itinerante, se agrupan en torno al patriarca
de Antioquía y su fuerza se apoya esencialmente en una base monástica;
tenemos, finalmente, el grupo constituido por la cristiandad iraquí e irania
cuyos obispos eligieron, desde el 484, la teología de Teodoro de Mopsuente y
establecieron, en el 485, un catholicos nestoriano en Ctesifón. Cuando, hacia
el año 491, el emperador Zenón expulsó a todos los nestorianos del Imperio,
solo logró reforzar la posición de esta Iglesia semioficial para todos los
cristianos del imperio persa. Si los jacobitas de Siria se sienten en comunión
con los coptos de Egipto, se encuentran, por otra parte, separados de los
siriacos de Mesopotamia así como de los armenios, los cuales, por su parte,
abrazan mayoritariamente la Iglesia oficial; la misma separación existe, por
otra parte, con respecto a los monotelitas de Antioquía, agrupados en torno al
monasterio de San Marón.
El imperio sasánida tampoco se encuentra sólidamente unificado: además
de las divisiones «horizontales» entre la aristocracia persa y los pueblos
vencidos y sometidos del Iraq y de Armenia, el mundo iranio en sí mismo
solo se ha convertido de manera aparente a la ortodoxia zoroastriana. Si bien
se han apagado los fuegos sagrados de las restantes ramas herederas del
antiguo mensaje del Avesta, el zorvanismo y otros movimientos heréticos
subsisten en el inconsciente o en el fervor popular, se enraízan en el seno de
la corte y agitan las masas. El príncipe Mani había predicado, en el siglo III,
un sincretismo y una moral de la verdad absoluta, de la división de los
principios buenos y malos, del rechazo de la carne y de cualquier obra de
muerte. Ejecutado en el año 276, Mani dejó una amplia herencia ideológica
que quedó inerme ante la represión. Hacia el año 500, en tiempo del sháh
Kubadh, el filósofo Mazdak arrastró al imperio a una guerra desastrosa:
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apoyado en un principio por el mayor de los príncipes herederos, provocó
luego su caída y facilitó el acceso al poder del más joven de estos príncipes,
Cosroes II (Jusráw II). Todo el nordeste del imperio se escapa, así, a la
religión zoroastriana: en torno a Balj (Bactria), la Bactriana y los antiguos
países iranianos situados más allá del Oxus o Amu Darya, la Fargána y la
Ushrusana en la montaña, los principados sogdianos de Samarcanda y Bujára
se convirtieron profundamente al budismo. En Balj se encuentran más de cien
pagodas (viharas), así como 3000 monjes y, sobre todo, el «nuevo Vihara»,
en Nawbihar, cuyo prior será el antepasado de la poderosa familia de visires
Barmekíes, en tiempo de los califas ‘abbásíes.
Estas debilidades son, por consiguiente, estructurales: oposición larvada
de enormes masas campesinas, sólidamente apoyadas por una red de
monasterios y de predicadores errantes; resistencia moral y fiscal combinada
en provincias enteras; finalmente, divisiones teológicas de los medios
políticos y religiosos de las cortes reales, los cuales se mostraban siempre
dispuestos a buscar una solución de conjunto o a seguir una «herejía».
Durante los años 600-610 se añade a esta situación el agotamiento debido a la
guerra encarnizada entre los dos imperios: esta se desarrolla en buena parte
con ayuda de guerreros pertenecientes a los dos principados árabes/vasallos,
ambos cristianos, el de los gassáníes, situado en los confines de Siria, y el de
los lajmíes de las riberas del Éufrates. De esta manera los árabes, hasta
entonces recluidos en la reserva de valores y principio de libertad que
constituye el desierto, se introducen de manera gradual en el gran conflicto
teológico y político de Oriente.
Estos árabes son, fundamental y etimológicamente, -nómadas. Al sur se
encuentran los árabes «puros» y al norte los «arabizados», todos ellos unidos
y federados por el centro caravanero y religioso de La Meca, custodiado por
la tribu de Quraysh. Al norte encontramos un mundo de pastores,
conservador, aferrado a los valores de la libertad que impone la estructura
tribal o el estado de guerra permanente entre los grupos; al sur se halla un
mundo urbano, aislado de la evolución religiosa y cultural de los países
semíticos debido a la barrera del desierto de Arabia, orgulloso de su tradición
de libertad (se trata del único pueblo semítico autónomo) y provisto de
estructuras sociales y culturales arcaizantes (ciudades-estado, panteones
locales). Las guerras, que lanzan nuevas fuerzas al asalto del Yemen, detienen
el proceso evolutivo del reino yemení de Himyar que avanza hacia un imperio
militar y hacia un monoteísmo judaizante. Por otra parte, se refuerza la
solidaridad de los árabes meridionales y septentrionales: en el 525 los etíopes
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de Axum, empujados por los bizantinos, conquistan Yemen y acaban con la
monarquía himyarí; no obstante, los supervivientes se alían con las tribus del
norte y dan nueva fuerza a una confederación, centrada en La Meca, que
acabará con la ocupación etiópica en el 571. Esta resistencia cristalizó en
torno al orgullo que los árabes sentían por su originalidad lingüística y
cultural. Asimismo valorizó un «humanismo tribal», con su énfasis en el
honor y su ética de libertad y virilidad, aunque subrayó también sus
contradicciones con las exigencias de monoteísmo.
Mahoma
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entre la herencia clásica y las grandes corrientes religiosas monoteístas. El
«escándalo» intelectual del nacimiento del Islam fuera de las áreas ya
convertidas al monoteísmo recuerda, de hecho, el carácter también subversivo
y marginal de la mayoría de estas tendencias religiosas en sus orígenes: el
Islam redescubre la radicalidad del judaísmo o del cristianismo primitivos
frente a los panteones y a las construcciones filosóficas complejas de su
tiempo. En el Islam, la cultura semítica de expresión griega encuentra, por vez
primera, su originalidad y su verdad: abandona las expresiones extranjeras
que la ahogaban así como las teologías filosóficas, por más que las recupere
más tarde.
En el momento en que empieza la predicación de Mahoma (Muhammad)
en La Meca, la Arabia central sigue experimentando la tensión provocada por
la invasión del Yemen por los etíopes cristianos, tal vez en represalia por las
persecuciones de las que fueron objeto los cristianos árabes de los oasis a
manos de los príncipes yemeníes judaizantes. El valor simbólico de la victoria
que obtiene la coalición árabe en el Año del Elefante (571) ante La Meca es
enorme. El santuario abriga, en efecto, los ídolos ciánicos y tribales, reunidos,
bajo la custodia de la tribu de Quraysh, en el «recinto de Abraham», en torno
a la Kaaba, «cubo», la primera casa, harto rudimentaria, de Ismael, el hijo de
Abraham. En ella cristaliza la relación con los orígenes mismos del
monoteísmo y justifica la elaboración de una vía original, propiamente árabe
al culto del Dios único a través de los hanifs, hombres piadosos cuya fe en
Dios contiene referencias explícitas a Abraham. Por otra parte, dado el
carácter de santuario federal, aunque informal, que tiene la Ka‘ba, La Meca
espera y desea la aparición de un profeta capaz de estructurar un panteón
jerarquizado, para que pueda consolidarse la hegemonía de las tribus y de los
qurayshíes. El poder de estos últimos se encontraba en auge debido a los
cambios sufridos por las vías comerciales: la decadencia de los transportes
marítimos a través del mar Rojo y la de las rutas caravaneras hacia el codo del
Éufrates, debido a la guerra entre persas y bizantinos, había estimulado el
desarrollo de una nueva ruta caravanera que pasaba por los oasis del Hidjáz,
entre el Yemen, productor de plantas aromáticas e importador de especias
indias, y Siria. El enriquecimiento y la irrupción de la economía monetaria
amenazaban el equilibrio tradicional de las estructuras ciánicas y de las
relaciones entre clanes; el dinero iba a sustituir a los valores del
«humanismo» tribal: virilidad, generosidad y solidaridad agnática. Esta es la
razón por la cual el movimiento iniciado por la predicación de Mahoma tiene,
por una parte, el carácter de revolución debido a su adhesión radical a una
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nueva moral familiar y, por otra, constituye una restauración de los valores
fundamentales del monoteísmo que, a lo largo de la historia del Oriente
Próximo, había mostrado su creciente decadencia. Construcción de una fe
«total» y, al mismo tiempo, revolución árabe que logre el retorno triunfante
del Dios único a los templos de los que había sido expulsado debido al olvido
del pacto fundamental de los hombres con Él, por paganismo o por la
complejidad de las disquisiciones de los teólogos, empeñados en conocer la
naturaleza divina. Mahoma se sitúa, desde un principio, en la tradición de los
grandes profetas del judaísmo y de las restantes ramas de la revelación: los
Shu‘ayb, Sálih, Hüd, los profetas de Moab y de los pueblos árabes del norte
desempeñan un papel fundamental en el Corán y evocan la omnipotencia
divina y la inminencia del Juicio.
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ante una doble presión: por una parte es consciente de que Dios habla por su
boca y, por otra, el rechazo de la idea por sus primeros conversos. Solo le
protege la moral tribal de la solidaridad a pesar de las condenas que lanza
contra el orgullo y la violencia de las familias qurayshíes. Insertado
gradualmente en la tradición monoteísta, su mensaje se cristaliza por la
adhesión de los primeros fieles, las «gentes de la Casa», sus parientes Jadidja,
su única esposa, ‘Ali, a la vez sobrino y yerno, el liberto Zayd, un verdadero
hijo adoptivo, más tarde algunos vecinos como el omeya ‘Uthmán y ‘Umar
ibn al-Jattáb, y finalmente personajes más humildes como Bilál, el esclavo
negro perseguido por su amo y rescatado por Mahoma. El mensaje profético,
que durante mucho tiempo permanece difuso, se integra en el rito de la
oración cotidiana y constituye, hacia el 619, una primera comunidad de
naturaleza particular, igualitaria y revolucionaria. A la muerte de su tío Abü
Tálib, que ha protegido al grupo de creyentes sin sumarse a la nueva religión,
el Profeta decide una ruptura sin precedentes: para escapar a la persecución se
impone la emigración y las mujeres y niños parten en dirección a la Etiopía
cristiana. Esto confirma la existencia de lazos con el cristianismo en un
momento en el que surgen versículos coránicos que exaltan a la Virgen y
recuerdan la concepción de Jesús por obra del Espíritu, con lo que adquiere
un lugar excepcional en la línea profética. Mahoma entabla contactos con los
hanifs y con los clanes árabes de Yathrib, la ciudad por excelencia en el
momento en que el Profeta se establezca en ella (Madina, Medina). Allí se
encuentran también varias tribus judías y se le ofrece el papel de arbitro. Su
emigración (hidjra, «hégira») hacia el refugio, el 24 de septiembre del 622,
funda el Islam como comunidad universal: es la «hégira», la emigración
provisional, ruptura y exilio voluntario. El Islam, religión de la duda en la que
nada puede escapar a la omnipotencia divina, se afirma por este acto original
como una religión del exilio que obliga a abandonarlo todo y a depender
únicamente de la voluntad divina.
La acogida por parte de los mediníes, los denominados «auxiliares», a los
inmigrantes que han llevado a cabo la hégira (los muhádjirún), seguida de la
conversión a la fe musulmana, bastante rápida, de los primeros, da lugar a la
constitución de la primera comunidad, la umma, pacto de solidaridad total,
adhesión íntima y familiar a la sombra de lo divino omnipresente; pues Dios
está hablando por boca de su Profeta con menos solemnidad en Medina que
durante los primeros tiempos de la revelación. Se comprende mejor, de esta
manera, la extraordinaria nostalgia que suscita en toda la historia del Islam
esta comunidad musulmana de la hégira, en la dar al-hidjra, «casa de la
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emigración», expresión con la que se denomina a Medina. Cada siglo será
testigo de las tentativas, incluso sectarias, de volver a la pureza de las
relaciones entre los hombres, y entre estos y Dios, a esta simplicidad del
Estado, simple caja común alimentada por las contribuciones voluntarias de
cada ciudadano o por el botín de guerra obtenido en la lucha contra los
infieles. Se trata de un pueblo armado, al que se reúne con facilidad, que vive
en una igualdad que traduce la igualdad fundamental de la oración. Este
«modelo» sostendrá siempre la marcha ofensiva del Islam en sus fronteras,
estrechamente ligado a la «vocación» de las almas por Dios, menos
preocupado por la conversión que por la conquista, menos predicador que
defensor activo de los derechos de Dios. Será el modelo que animará todos
los movimientos de retorno a un Islam primitivo, desde las secesiones
járidjíes hasta las insurrecciones cármatas, la «vocación» fatimí y, con el
transcurso de los siglos, volverá a encontrarse en el mahdismo sudanés del
siglo XIX o en la Sanüsiyya de la Libia contemporánea.
Medina es también el laboratorio en el que se definen las relaciones del
Islam con las religiones monoteístas: el contacto con el judaísmo en esta
ciudad resulta fructífero para el Profeta, que adopta sin reservas las
costumbres judías, las prohibiciones alimentarias, el ayuno (fijado entonces
en el día 10 del mes de muharram) y refuerza los lazos de su doctrina con la
religión de la ley. El Islam escapa de esta manera a la atracción de un
cristianismo que resulta únicamente moralizante e incapaz de fundar un
Estado, mientras que los elementos judaizantes se ponen inmediatamente al
servicio de la lucha militar que la umma ha emprendido en contra de los
paganos de La Meca. Estos subrayan, al igual que la oración comunitaria
dirigida hacia Jerusalén, la unidad de los musulmanes «combatientes» de la fe
y de la ley. No obstante, este hecho se produce debido a un malentendido
extraordinario: Mahoma se considera un profeta dentro de la línea que une a
Noé, Abraham y Moisés con Jesús; liga su mensaje con las llamadas y la
visión de Dios de sus predecesores y afirma inmediatamente su carácter
universal con lo que rompe con la noción de «pueblo elegido». Para los judíos
o judaizantes de Medina, Mahoma era únicamente un profeta árabe, destinado
a difundir en árabe y para los árabes una especie de religión paralela al
judaísmo. Tras un período de colaboración militar eficaz se producirá la
ruptura en dos etapas: expulsión de las tribus judías en el 625 y, más tarde,
aniquilación de los Qurayza en el 627 tras haber sido acusados de traición. El
profetismo de Mahoma apela, entonces, de manera más estrecha al personaje
de Abraham y al de su hijo Ismael y reafirma el papel central de la Ka‘ba de
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La Meca. Es el momento en el que se modifica la dirección de la oración, que
apunta ahora a La Meca, y en el que el ayuno se endurece y extiende a un mes
lunar entero de abstinencia de alimentos y continencia diurnas: se trata del
mes de ramadan (ramadán), que recuerda el aniversario de la primera
profecía. Finalmente, se abandonan las prescripciones alimentarias aunque se
conserven las interdicciones más tradicionales relativas al cerdo o a los
animales muertos. El horror por el consumo de la sangre, de origen judío e
implantado en Medina, marcará igualmente al musulmán.
Los principales resultados de la hégira son, no obstante, la militarización
de la comunidad y la vida basada en el botín que obtiene una umma
hegemónica y combatiente: en enero del 624, sin respetar las treguas sagradas
establecidas en torno a la Ka‘ba durante tres meses cada año, Mahoma inicia
una campaña de guerrillas contra los mekíes, atacando a las caravanas y
llegando a cambiar la naturaleza misma de la guerra. La «guerra elegante»,
cuya finalidad era hacer prisioneros y someter a las tribus bajo la apariencia
de una dependencia familiar, es sustituida por el Profeta por una guerra total,
sin piedad, que pretende la destrucción de las estructuras políticas o religiosas
del mundo mekí. La derrota sufrida en el año 627 por el ejército qurayshí,
bajo el mando de los omeyas Jálid y ‘Amr, implica el hundimiento moral de
la tribu. Sin renunciar a su militarización, el organismo mediní insistirá, a
partir de este momento, en el retorno a los valores fundamentales del pueblo
árabe: tras la conversión al Islam de los generales omeyas se llega a un
acuerdo entre La Meca y Medina, en el 628, que permite que los musulmanes
de Medina tengan, el año siguiente, la vía abierta para efectuar la
peregrinación a la Ka‘ba. Mahoma procede entonces a una recuperación y
sacralización de los ritos, restableciendo su significado dentro de la historia
de Abraham: siete circunvalaciones en torno a la Ka‘ba, siete carreras entre
Safa y Marwa, detención para rezar en el monte ‘Arafát, lapidación de Satán
en el valle de Mina y, finalmente, la Pascua, la «fiesta grande» que
conmemora, de manera aún más exclusiva que las pascuas judía y cristiana, el
sacrificio fundamental de Abraham. La peregrinación pacífica del año 629
garantiza a los qurayshíes, por consiguiente, que La Meca siga siendo el
centro político y comercial de Arabia a pesar de la islamización definitiva del
santuario. Por otra parte, las expediciones mediníes habían ampliado el
ámbito de influencia musulmana que, limitada en un principio a las tribus del
Hidjáz, se extendía ahora a amplias zonas del sur y de los confines siro-
palestinos. En el año 630 un gran ejército de 10 000 musulmanes comparece
para realizar la peregrinación: el hadjdj se convierte en una entrada victoriosa,
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se destruyen los ídolos y se restablece la unidad entre la tribu de quraysh y el
más ilustre de sus hijos. Al año siguiente se prohíbe definitivamente la
peregrinación a los no-musulmanes y se opera una identificación entre el
Islam y el marco sagrado que le precedió. No obstante, la capital del Estado
islámico no será nunca La Meca: entre el 630 y el 632, fecha de la muerte del
Profeta, al igual que bajo los primeros califas, la capitalidad se asociará
sólidamente con Medina, que seguirá siendo el principio de legitimidad, el
centro de insurrecciones eventuales de varios anticalifas y la residencia
predilecta de los parientes más próximos del Profeta, los descendientes de Ali.
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El ejemplo de la mezquita muestra tanto la unidad de función en el seno
de una organización única de la sociedad-Estado de los musulmanes, como el
conservadurismo de un sistema que reproducirá dócilmente el modelo de
Medina en todo el Dar al-lslám. Por todas partes los musulmanes construyen
santuarios que conservan la forma cuadrada del prototipo, su espacio
prohibido y cerrado, la asimetría de su organización, así como los grandes
rasgos de su mobiliario: el almimbar, estrechamente relacionado con la
oración del viernes a mediodía, que expresa la solidaridad militante del
pueblo en armas, es el lugar desde el que el predicador, también armado y
vestido ritualmente, proclama la legitimidad de la dinastía que ocupa el poder;
es la ceremonia de la jutba, que une a la comunidad. Un nicho vacío, el
mihráb, señala la «dirección espiritual» de la oración y está situado junto al
púlpito del predicador; en este mihráb ha querido verse un residuo de una
capilla reservada al califa, pero se trata de una hipótesis a descartar sin que
ello implique perder de vista el estrecho vínculo que une la mezquita con el
palacio, tanto si se trata del palacio califal como el del gobernador. Debe
exceptuarse el caso de Jerusalén, donde la Cúpula de la Roca constituye una
reminiscencia del lugar del sacrificio, consagrado ya por el templo de David,
y la mezquita al-Aqsá es la última mezquita, la del juicio y del fin de los
tiempos. En todos los demás casos, la mezquita aljama (djámi) o mezquita del
viernes se encuentra junto al palacio, unida a él por un pasadizo que
desemboca en el espacio cerrado llamado maqsüra, aislado de la parte
pública, donde reza el titular de la autoridad. Como en Medina, estas
mezquitas asumen durante mucho tiempo las funciones de lugar de reunión
del ejército, de hospital, de tribunal y de tesoro público: tal es el caso de
Damasco, donde el edículo del tesoro se alza sobre una columna en un ángulo
de la mezquita de los Omeyas.
En el año 632, a la muerte del fundador, se han establecido ya los grandes
principios de un Estado y de una sociedad. Tenemos, en primer lugar, «los
cinco pilares del Islam»: la profesión de fe monoteísta, la oración, el ayuno
del Ramadán, la peregrinación y, finalmente, la limosna legal del diezmo
(zakát, azaque), engranaje esencial del Estado. Por otra parte, aparecen las
«buenas costumbres», establecidas por el ejemplo del Profeta y por sus
«dichos», los hadices, manifestación en tono menor de la función profética,
pronunciados en Medina con motivo de la organización de la vida secular.
Los múltiples hadices serán jerarquizados en la práctica consuetudinaria de
los musulmanes y, más tarde, discutidos y organizados en corpus por los
primeros doctores de la ley. Estos corpus constituirán la sunna o tradición,
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que sigue en importancia al Corán (Qurán), recitación que contiene la
revelación divina, en la enumeración de las fuentes del derecho musulmán.
Entre las buenas costumbres antes aludidas, una de ellas, el djihdd,
«esfuerzo» militar contra los paganos y contra los que desconocen los
derechos de Dios, adquirirá pronto una jerarquía casi igual a la de los Cinco
Pilares. Otras tradiciones, más o menos islamizadas, se reintroducen en la
vida religiosa y en la organización de la familia: la circuncisión, por ejemplo,
la obligatoriedad del velo femenino que el Profeta solo recomendaba a las
mujeres de su casa y a las esposas de los creyentes; también, pese a haber sido
condenada por Mahoma, la endogamia, que constituía un signo de nobleza en
una sociedad basada en el linaje y era una garantía contra la dispersión de los
patrimonios que podía traer consigo la legislación mediní sobre la herencia
(una parte para cada hijo, media parte para cada hija); finalmente la
poligamia, autorizada por los múltiples matrimonios del Profeta, uniones
tanto políticas como amorosas, que fue estrictamente limitada por la doctrina
a cuatro esposas cuyos derechos debían ser iguales y respetados, incluso en el
plano de la sensualidad, cuyos valores son asumidos por el Islam.
La restauración de las costumbres de la aristocracia mekí y su difusión
como modelo en el conjunto de la Dar al-Islam es el signo de un compromiso
entre la sociedad igualitaria de los creyentes —siempre horizontal, teocrática
y enteramente dependiente de la voz de Dios en su administración o su
justicia— y la sociedad mekí cuyos valores anclados en un pasado lejano,
como la pureza del linaje familiar, la jerarquía tribal o la solidaridad agnática,
constituyen un instrumento extraordinario de poder pero también un riesgo de
inestabilidad. El sistema tribal se impone, en efecto, al ejército musulmán y
colonizará el Estado omeya: se apoya sobre una red eficaz de dependencias y
adhesiones y constituye una «república de primos» basada en un principio
aristocrático. A la muerte del Profeta, el Islam, conducido por los generales
omeyas, será el vehículo de transmisión del poder de las grandes familias. En
todas partes se impondrá un modelo genealógico que redescubrirá las viejas
costumbres agnáticas mediterráneas patrilineales. La poligamia, por su parte,
funcionará como un poderoso disolvente de las sociedades vencidas,
obligadas a entregar a sus mujeres. La guerra de conquista y el derecho
familiar constituyen, por consiguiente, de manera sorprendentemente
paradójica y en buena parte extraña a la profecía, una sociedad original cuya
gestión impondrá un considerable esfuerzo de interpretación y de reflexión.
Pero desde el momento mismo de su constitución, e incluso antes de su
triunfo sobre sus enemigos, la túnica sin costura del Islam mediní se desgarra
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en «escuelas», divididas en temas como los principios de la devolución del
poder, las relaciones entre el libre arbitrio y la omnipotencia divina, y el
vínculo entre la fe y la reflexión humana.
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primer converso después de Jadidja, creyente escrupuloso y activo en torno al
que cristaliza un partido cuando, a la muerte de ‘Umar, un tercer
«lugarteniente» (jalifa, «califa») se instala en el poder: se trata de ‘Uthmán,
un omeya apoyado por su clan y que empieza a colonizar el Estado. Este
provoca la oposición de los creyentes a la antigua usanza, fieles a la vieja
umma, o la de los testigos de la Revelación, los «recitadores» del Corán: al
ordenar el establecimiento de una vulgata o versión única del libro de la
Revelación, de la que se han censurado las maldiciones lanzadas en un
principio contra su clan, ‘Uthmán se precipita hacia su propio asesinato que
tendrá lugar en 656.
Alí, por consiguiente, llega muy tardíamente al poder, en medio de una
atmósfera de intrigas y venganzas. Acusado por el gobernador de Siria,
Mu‘áwiya, de haber instigado el asesinato de su pariente ‘Uthmán, ‘Ali
contemporiza y pierde a sus partidarios. Forzado a una guerra civil entre sus
hombres, agrupados en Küfa, y el ejército de Siria, evita un choque sangriento
al aceptar, en Siffin, someterse a un arbitraje que establecerá su
responsabilidad eventual en el asesinato. Esta debilidad provoca, no obstante,
el furor de los que protestan contra un juicio humano en un asunto de esta
índole. A partir de este momento el Islam sufrirá una división en tres partidos:
de entre los antiguos partidarios del yerno de Mahoma, algunos salen de la
umma inicial; son los járidjíes, intransigentes y rigoristas, que denuncian a los
imanes pecadores o a los creyentes relapsos y preconizan que la pureza de
conciencia es el único camino posible. En torno a ‘Ali solo permanece un
grupo de creyentes, que pronto serán sectarios y que no logran protegerle del
cuchillo de un járidjí. El hijo mayor del califa asesinado renuncia a luchar,
pero el menor, Husayn, se alza contra Mu‘áwiya y los omeyas: su martirio en
Karbala, en el año 680, provoca la creación de un «partido» (shia) pro-Alí, el
de los shiíes, legitimistas y minoritarios, refugiados en una atmósfera de
arrepentimiento trágico y teatral. En cambio, en torno a Mu‘áwiya, el
vencedor, se reúnen los moderados, los oportunistas, los indiferentes y los
ambiciosos que aceptan apoyar este poder militar reflejo de Quraysh y de las
tribus antiguas: han llegado los Omeyas.
En conjunto, no obstante, las doctrinas filosóficas y políticas que se
elaboran en el ámbito musulmán, resultan bastante desfavorables a los
Omeyas: el escándalo de Siffin, la desposesión y el martirio de la familia de
‘Ali suscitan la reflexión sobre la validez del imamato, sobre la
responsabilidad del hombre e incluso sobre la naturaleza del Corán o los
atributos divinos. La razón, específicamente musulmana para estos tiempos,
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reflejada en el kalám (teología dogmática), afirma la libertad humana contra
la «coacción», defendida implícitamente por los Omeyas, y contra la
predestinación. Los que insisten en la inaccesibilidad de Dios y en su unidad
forman una gran corriente de pensamiento, el «mu‘tazilismo»: se trata de una
organización clandestina, que lucha contra el antropomorfismo y contra la
inmoralidad de los califas omeyas y defiende la obligatoriedad de un
«gobierno del bien» y de rebelarse contra los jefes injustos o impuros. Estas
doctrinas abren camino a la propaganda de los descendientes de ‘Abbás que
se infiltran en el seno del movimiento miftazil. Alejados de los járidjies en el
tema de la condición del musulmán pecador, los mutazüíes se aproximan a
estos en la idea de un imán justo y que pueda ser destituido por los creyentes,
mientras que en el plano propiamente filosófico se encuentran más cercanos a
los medios shiíes.
La elaboración del Islam es, pues, principalmente, una profundización,
una reflexión racional sobre los elementos de la fe. Los contactos, los
préstamos de otras culturas y las polémicas resultan limitados. Desde luego, el
Islam queda sometido a los ataques de los teólogos cristianos de las escuelas
sirias como Juan Damasceno y Abü Qurra, pero la reflexión musulmana va
fundamentalmente dirigida contra el escepticismo radical de los «libertinos»,
los zindiqs, herederos del dualismo iranio. El problema del mal les motiva
mucho más que el del logos helénico del que hablan los cristianos de Siria.
Las tesis mu‘tazilíes excluyen cualquier responsabilidad divina en la
existencia del mal cuyo origen se encuentra únicamente en el libre arbitrio
humano; su doctrina de un «Corán creado» tiene como finalidad desechar los
argumentos de los adversarios del Islam que habían encontrado
imperfecciones en el texto sagrado, que es palabra divina. En esta atmósfera
de profundización intelectual, las opciones filosóficas implican siempre una
aplicación política inmediata. El Islam, religión y Estado, impone una
responsabilidad a este respecto a cada musulmán. La cristalización de los
partidos y, en particular, el de los seguidores de ‘Ali, trae consigo la
introducción de ideologías que, en un principio, eran totalmente extrañas al
Islam.
Por más que el movimiento de partidarios de ‘Ali se mantiene durante
mucho tiempo como una tendencia familiar, dirigida por los miembros más
antiguos de este linaje, y como un partido legal, surgen pronto sectarios que
introducen o desarrollan en él gérmenes de «exageración»: esperanzas
milenaristas que les conducen a atribuir una función profética a los imanes y,
en particular, a esperar la aparición del «bien guiado» (el mahdí). El fracaso
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en las empresas llevadas a cabo por los imanes, reconocidos sucesivamente
como mahdis, llevó al grupo a adoptar la idea de la clandestinidad en espera
del retorno de un mahdí salvador que sería descendiente de ‘Ali; de este modo
acabaron reconociendo, en la cadena de los imanes ocultos, las encarnaciones
de la divinidad, lo que les indujo a aceptar los temas helenísticos de la
metempsicosis y a empezar a reflexionar sobre la gnosis del mundo cristiano.
Hacia el 760, en los medios shiíes de Küfa el profetismo y el milenarismo,
protegidos por el recuerdo de los tiempos de Medina y de La Meca, se
prolongan en una pléyade de sectas siempre en ebullición: partidarios de ‘Alí
y creyentes en su probable retorno mesiánico; partidarios de su hijo
Muhammad ibn al-Hanafiyya; partidarios de Abü Háshim; devotos de la
descendencia de Husayn; activistas reagrupados en torno a la rama de Hasan,
dentro de la familia de ‘Ali, y partidarios fervientes de una oposición militar
(los zaydíes). Fronteras inciertas separan el «partido» legal de la shía,
engarzado con frecuencia en revueltas violentas y efímeras, de los
grupúsculos de carácter exageradamente místico, que se ven finalmente
obligados a refugiarse en una clandestinidad impotente. De este modo,
incluso antes de haber logrado alcanzar la máxima cantidad posible de su
cosecha, el Islam veía crecer la cizaña.
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siempre tuvieron conciencia tanto de sus deberes con respecto a la comunidad
—deberes de ejemplo moral, generosidad y justicia— como de su legitimidad
incierta o, por lo menos, compartida con las restantes ramas de la familia. Con
ellos la represión de las insurrecciones no alcanzará jamás la ferocidad de las
represalias ‘abbasíes posteriores: la jornada fatal de Karbala, en la que murió
Husayn, hijo y heredero de ‘Ali, es la única excepción.
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alcanza las marcas iranias del nordeste, limítrofes con el país de los turcos, y
las avanzadillas del imperio chino. Violentos enfrentamientos tribales
acompañan la reducción progresiva de estos viejos países iranios de la
Transoxania, mosaico de principados zoroastrianos o budistas que, en un
principio, fueron sometidos a tributo y, más tarde, suprimidos. El ejército de
conquista, puramente árabe, trasladado desde Küfa y Basra, se divide muy
pronto en partidos que se enfrentan en torno al problema del reparto del botín
entre los guerreros y la administración central de los Omeyas: los Banü Qays,
que se encontraban al frente de un grupo de tribus del Hidjáz, llegan a apoyar
a los adversarios de los Omeyas para pasar, después del 691, incluso a aliarse
con estos últimos en contra de los árabes de origen yemení. Muy pronto todas
estas tribus se llenan de «clientes» (mawálí): soldados de ocasión, antiguos
esclavos iranios, prisioneros de guerra. Su manumisión viene acompañada por
un deber de fidelidad y entrega a la tribu de la que formarán parte en lo
sucesivo, aunque dentro de una categoría inferior (mawlá indica la relación de
subordinación entre el señor y el subordinado). Son contingentes de mawálí, o
sea, iranios arabizados, los que participan, después del período 705-715, en la
conquista de Bujára, de Samarcanda, del Jwárizm y de los altos valles de
Fargána que abren la vía de entrada a la China. En el año 731, 1600 infantes
mawálíes y un millar de conversos de Samarcanda serán los que ayuden al
ejército regular árabe, formado probablemente por unos 40 000 hombres, a
terminar con la amenaza del jan turco de Turgesh. Ahora la frontera está bien
defendida y los chinos, que intentan una contraofensiva para recuperar el
control de sus antiguos tributarios de la Transoxania, son rechazados en el río
Talas (751): es cierto, por otra parte, que el Islam no parece preparado para
adentrarse más en las tierras del imperio chino. Más allá de los límites que se
han alcanzado, tanto si se trata del país de los turcos, del Cáucaso o de las
montañas situadas al sur del mar Caspio, del Afganistán o de Nubia, se
encuentra el «país de la guerra» y de las razzias o algazúas. En él actúan los
«voluntarios de la fe» junto al ejército regular. Poco a poco, la
sedentarización de los árabes y el menor papel que desempeñan los soldados
oficiales dará un mayor relieve a estos voluntarios, los gázis o guerrilleros. Su
prestigio crecerá sin cesar y, en época ‘abbásí, veremos que los gázis de la
frontera irania acuden en ayuda del ejército tribal árabe que se encuentra en
dificultades en el Taurus, frente a Bizancio.
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Las grandes expediciones tras la muerte del Profeta.
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Por este lado, al igual que en las islas del Mediterráneo oriental, la
conquista había proseguido bien en un principio, pero cuando surge la
reivindicación de un imperio universal, esta va unida a una fascinación acerca
del papel sagrado que desempeña la nueva Roma. Se cree que la toma de
Constantinopla acabará con ciertos secretos escatológicos y coronará el
triunfo del Islam. El esfuerzo que llevan a cabo los Omeyas es inmenso: no
obstante, en tierra, una vez agotado el impulso de las primeras victorias casi
milagrosas, el armamento y la táctica musulmana se encuentran, en pleno país
griego de Asia Menor, en equilibrio con las fuerzas bizantinas a las que se
había barrido fácilmente de otros países cristianos, como Egipto o Siria, pero
que resultaban tremendamente coriáceas en Constantinopla. En este momento
la guerra debe abrir paso a la caballería pesada, a un armamento constituido
por sables, lanzas y corazas costosos, y a una articulación cuidadosa entre los
distintos cuerpos del ejército. Resulta cara y produce escasos beneficios: de
acuerdo con la evolución de los conflictos, los Omeyas se verán obligados a
desmovilizar contingentes del ejército regular y a tacharlos de los registros de
soldada, atrayéndose con ello terribles oposiciones. En el mar, los árabes
dominaron bastante de prisa las técnicas de construcción de navíos así como
las de la guerra naval: desde el 648 llevan expediciones a Chipre, en el 655
obtienen una victoria decisiva en la «batalla de los mástiles» y, menos de 20
años después, se presentan ante Constantinopla, entre el 673 y el 680. Este
primer «asedio», que no lo es en realidad, se renueva con mayor seriedad en
717-718. No obstante, fracasa dos veces ya que los árabes no habían tenido en
cuenta la formidable posición bizantina así como la eficacia de la nafta, el
«fuego griego», que permite a los bizantinos incendiar los barcos enemigos,
liberar la ciudad y recuperar, al menos hasta aproximadamente 825-826, una
verdadera hegemonía marítima.
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menos, puede atribuírsele la fundación de un campamento, detrás de Cartago,
denominado al-Qayrawán, a pesar de la hostilidad de las tribus bereberes
vecinas. Después de 692 empieza una conquista metódica poderosa (se habla
de 40 000 hombres). Cartago cayó, al igual que las restantes plazas griegas,
bajo el ataque de Hassán ibn al-Nu‘mán. ¿Existió realmente una resistencia
organizada en los montes Awrás bajo el liderazgo de una mujer de la tribu de
los Djaráwa, la «Káhina»? Hoy en día se tienen ciertas dudas, pero, por lo
menos, se sabe que hicieron falta más de diez años para que resultara seguro
el camino que llevaba de Qayrawán a Volubilis. Por otra parte, los
gobernadores del Magrib, como Musa ibn Nusayr, juguetean con la
independencia, sintiéndose seguros dada la lejanía del centro de poder.
El episodio ibérico sigue aún suscitando hipótesis: ¿pidieron ayuda los
griegos y judíos levantinos contra la presión visigótica?, ¿se trataría de una
transacción comercial?, ¿aventura personal de un mawlá beréber de Musa,
Táriq ibn Ziyád? La usurpación de Rodrigo en la Bética y los sobresaltos de
la corte de Toledo pudieron tentar a codiciosos y oportunistas. En el verano
del 711 Táriq cruza el estrecho, dando su nombre a la montaña que domina su
orilla septentrional (Djabal Táriq, Gibraltar), dispersa el ejército de Rodrigo y
mata al rey en el río Barbate. Al año siguiente se le une Müsá, acompañado
esta vez de árabes que se apoderan de Sevilla, Mérida, Toledo y Zaragoza.
Las resistencias son raras, las huidas alocadas; esta conquista «fulminante»,
que dura como máximo dos o tres años, resulta característica tanto de la
prudencia como de la audacia de los musulmanes. Hacia el 714 la avalancha
musulmana llega al pie de la cordillera cantábrica, en la que se han refugiado
algunos guerreros, y hacia el 720 se desborda hacia el Rosellón y Narbona. La
rapidez y ulterior duración de esta «revolución occidental» exigen, no
obstante, explicaciones más completas que las que recurren a la fuerza o a la
sorpresa explotadas con habilidad.
En realidad, los ejércitos musulmanes encontraron en este país una
situación agitada que debe relacionarse con una crisis muy profunda del orden
sociopolítico de tradición romana que existía tanto en el África bizantina
como en la mayor parte de España. Las estructuras impuestas por Roma ya
habían desaparecido prácticamente de varias regiones, como los Pirineos
vascos, la zona cántabro-astur y, sobre todo, el África beréber ante la
reconstitución de formas sociales de tipo tribal o «segmentario» que parecen
enlazar con los modos de organización anteriores a la romanización. La
manifestación más visible de esta degradación de la herencia romana es, al
igual que en el resto de Europa occidental, la decadencia o desaparición de las
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ciudades, evolución que no afecta solo a las franjas de la romanidad que se
encuentran más amenazadas desde el punto de vista ecológico, como sucede
en las zonas predesérticas del norte de África que van siendo recuperadas para
la vida tribal. En las mismas riberas del antiguo mare nostrum, el «mar
romano» de los textos árabes, los centros de actividad urbana antigua e
intensa situados en la costa mediterránea de la península ibérica, como
Sagunto y Cartagena, han decaído de tal manera, entre la crisis del siglo III y
la invasión musulmana, que estas ciudades, a principios del siglo VIII son
simples aldeas insignificantes. Las luchas entre visigodos y bizantinos hasta
principios del siglo VII pudieron contribuir a esta decadencia —Cartagena fue
destruida por los soberanos de Toledo— pero no bastan para explicar una
evolución de conjunto que termina con la desaparición de la tercera gran
metrópolis romana de la costa levantina, Tarragona, que desaparece por
completo del mapa entre su destrucción durante la conquista musulmana y la
repoblación del solar llevada a cabo por los catalanes en el siglo XII. Las
antiguas ciudades romanas de la costa africana han desaparecido también, con
la excepción de algunas plazas del estrecho de Gibraltar en las que la
presencia bizantina se mantuvo durante más tiempo: es el caso de Tánger y
Ceuta.
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estrecho de Gibraltar por otra. Entre Nákur y Túnez solo se encuentran ruinas
de ciudades romanas y la situación no es mucho mejor al norte de Málaga, en
la costa mediterránea de la península. Solo Tortosa, dada su importancia
militar frente a los francos, conserva cierta significación, sin que pueda
descubrirse en ella actividad comercial alguna antes del siglo X. Al igual que
las grandes metrópolis, todos los centros urbanos que, como consecuencia de
su integración en el área de civilización islámica, empiezan a animar la vida
política, económica, social y cultural del Magrib central y occidental y de la
Hispania del Sur —el país de los vándalos (al-Andalus)— se sitúan en las
zonas interiores: es el caso de Tubna, Msila, Ashir, Tahert, Tremecén, al-
Basra, Sidjilmasa, Sevilla, Toledo o Zaragoza.
El caso de las Baleares puede ilustrar bien esta situación de vacío político
y de depresión de la vida urbana y de los intercambios comerciales.
Sometidas, en un principio, en el año 707, por la flota de Túnez que acababa
de crearse, se mantienen luego independientes de cualquier poder político
exterior durante casi dos siglos. En el año 798 son atacadas por piratas
procedentes, probablemente, de las costas andalusíes; el poder de Córdoba
considera que gozan de una tregua (sulh) cuya ruptura provocará, en 848, una
expedición punitiva de carácter semioficial. En el año 902 las Baleares son
consideradas, todavía, un país de guerra santa ya que en esta fecha un rico
ciudadano obtiene un permiso del emir de Córdoba para organizar un djihád
privado con el fin de conquistarlas. Es el momento en el que se islamizan las
islas, pero todavía durante unos 30 años constituyen una especie de emirato
autónomo que solo se integrará a la administración cordobesa tras la
proclamación del califato en el 929. Solo después de la conquista del 902 se
producirá el renacimiento de la vida urbana en Mallorca, con la fundación de
Palma (Madina Mayürqci) que tiene un rápido desarrollo, en un Mediterráneo
occidental en el que se reanima el tráfico internacional.
El mismo esquema se repite en el este: cuando en el 723 Willibaldo quiere
dirigirse a Oriente, encuentra navíos disponibles en Gaeta, Nápoles e incluso
en Sicilia, para llegar al Egeo y a Chipre, isla que ha obtenido un estatuto de
tributario de los Omeyas y que sigue manteniendo relaciones con Bizancio.
No obstante, apenas ha desembarcado en Siria, es detenido junto con la
tripulación chipriota, acusado de espionaje, y solo un anciano podrá dar
testimonio de que se trata de un peregrino. Liberado, detenido de nuevo,
liberado por segunda vez gracias, ahora, a un converso español, deberá
esperar durante mucho tiempo la llegada de un barco que le lleve
directamente de Tiro hasta Constantinopla. No se han cortado, desde luego,
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todas las relaciones, pero puede comprobarse cuántos peligros y obstáculos
rompen, en esta época, lo que había sido la unidad del mar y el gran comercio
de lujo mediterráneo. Solo los chipriotas parecen ser capaces de atravesar el
bloqueo naval y ello no es fruto de un objetivo económico sino una
consecuencia de la recuperación de la superioridad griega en el mar hasta el
año 826 que dará como resultado una decadencia de los centros urbanos de la
costa siria y una progresiva escasez de viajes marítimos, para no hablar, como
hacía Pirenne, de cierre total a la navegación. La primera consecuencia
desastrosa de la guerra omeya parece ser, pues, una «continentalización» del
imperio árabe.
Sin duda, en tierra y hasta el fin de la expansión, la guerra sigue siendo
uno de los elementos esenciales de la sociedad musulmana, pero existen
grandes diferencias con la época de la hégira en Medina. En aquel momento
todo el pueblo árabe se encontraba lanzado y comprometido en una empresa
de expansión armada y, con el transcurso del tiempo, la progresiva
disminución del papel desempeñado por el elemento tribal redujo la función
militar a un grupo de especialistas que, durante un período, siguieron siendo
los representantes de las tribus pero que, en época ‘abbásí, quedaron
reducidos únicamente a los árabes del Jurásán, los «hijos de la revolución».
No obstante, el sentimiento del deber militar del djihád, como afirmación
militar de los derechos de Dios, sigue teniendo mucha fuerza entre los
musulmanes, tanto si esta fuerza es espontánea como si es el resultado del
nuevo vigor que le dan los juristas. Los Omeyas establecen, a fin de cuentas,
un prototipo de califa combatiente. Una solución cómoda, al menos en
apariencia, puede encontrarse, tanto en el plano doctrinal como en el de la
praxis, en los mudjáhidüns voluntarios mantenidos por el califa. Con ella se
evita, salvo en caso de invasión, tanto una movilización general, que
evidentemente resulta embarazosa para el poder, como movilizaciones
excesivamente parciales. Pero esta práctica trae consigo dos reclutamientos
paralelos: el de los profesionales de la guerra, que pronto serán mercenarios o
esclavos acuartelados, y el de los voluntarios orgullosos de sus méritos. Aleja,
por tanto, la masa de los musulmanes del modelo de Medina y de la
democracia militar salvo en casos excepcionales. Incrementa, asimismo, la
tentación de una revolución conservadora que devolvería al musulmán «de
base» su derecho imprescriptible y su prestigio, ambos anulados. Las
secesiones de los járidjíes, de los partidarios de ‘Ali y de los movimientos que
derivan de los dos anteriores adquieren fuerza debido precisamente a este
hecho.
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¿ES POSIBLE UN REINO ÁRABE?
Las equivalencias de las monedas son cómodas, pero difunden sobre todo
un mensaje religioso, una profesión de fe: «No hay más dios que el Dios; es
único y no tiene asociado. Mahoma es el enviado de Dios», «Dios el único,
Dios el eterno; no ha engendrado ni ha sido engendrado; nadie es igual a Él».
Lo anterior constituye un «símbolo omeya», pero aparece también un segundo
símbolo profético: «Mahoma es el enviado de Dios para señalar la dirección
del camino recto y enseñar una religión verdadera que triunfe entre las
restantes religiones». Estas leyendas ocupan lo esencial del lugar disponible
en la moneda y a ellas solo se añade, en un principio, el nombre del califa, el
del acuñador, normalmente un cliente o mawlá, la indicación del taller y la
fecha: manifiestan, pues, un claro deseo de propaganda religiosa, de
afirmación serena y de arabización. La existencia de una auténtico
bimetalismo oro-plata viene reforzada por abundantes acuñaciones en cobre
(el fals, plural fulus, que deriva del follis bizantino) y da testimonio de la
existencia de un mercado complejo y escalonado, rural, local e interregional y
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de una primera tentativa de unificación económica del continente musulmán,
que en lo sucesivo se independiza del antiguo dominio mediterráneo.
Esta unificación simbólica se acompaña, en la realidad, de un control serio
de las fuerzas vencidas —grupos étnicos o grupos religiosos— cuya
debilitación es sorprendente y testimonia el agotamiento de las tradiciones
ante la presión de una ideología universalista. El mismo Irán, pueblo de
combatientes, nación dominante, llamado por el mazdeísmo a representar un
papel universal y a luchar permanentemente contra el mal, se hunde por
completo. Desde luego, algunos linajes «nobles» se mantienen en la provincia
de Lars y conservan el sentimiento orgulloso de su raza de origen y el
recuerdo de las dinastías nacionales. No obstante, son sobre todo las montañas
del litoral del mar Caspio, tradicionalmente insumisas y que se islamizaron
tardíamente, las que conservan durante más tiempo un poder autónomo: sus
«marqueses» (ispahbadhs) del Tabaristán, por ejemplo, herederos de los
gobernadores sasánidas, u otros similares, enquistados en un «país de guerra»
devastado por las constantes expediciones musulmanas, o amenazados por los
esfuerzos de los misioneros, podrán resistir durante un cierto tiempo. Al este,
el Islam se adapta a las condiciones de sumisión de los antiguos principados
sogdianos y bactrianos: en Balj una dinastía local conserva su autoridad,
primero sola hasta el 736, mientras los árabes se mantienen acuartelados en
una ciudad vecina, más tarde entra en competencia con el emir hasta ser
eliminada hacia el 870. Los príncipes de Largana y del Ushrusana, los
afganos de Gazna y, más tarde aún, hasta el 995, los shahs del Jwárizm
disfrutarán de la misma autonomía. En conjunto, estos acuerdos parciales y
frágiles entre la aristocracia irania y el poder islámico no implican la
constitución de un «refugio» nacional: el Islam penetra por todas partes y las
lenguas persas se arabizan en gran medida. Solo subsiste el recuerdo del
pasado espléndido de la poesía, de la arquitectura y de la dominación política
de los iranios que se traduce, a partir del momento en que los Omeyas
empiezan a reclutar secretarios de origen persa para las oficinas de la
administración, en la polémica de la shuübiyya: frente a los humanistas árabes
de Basra, los persas reafirman —¡en árabe!— los valores literarios y heroicos
del pasado iranio.
En los países cristianos de Iraq, Siria y Egipto, la afirmación de la libertad
religiosa y el fin de las persecuciones bizantinas trae consigo un renacimiento
de las iglesias minoritarias, la reconstrucción de los monasterios y el
reclutamiento de numerosos funcionarios monofisitas, a la vez que se produce
un gran desarrollo cultural en la iglesia jacobita siria en torno a la figura de
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Severo Sebojt. Cierto es que la presión fiscal acaba pronto con esta
«primavera del Islam», al incitar numerosas revueltas coptas e inducir al
califa a jugar al sectarismo de los minoritarios, enviando, por ejemplo,
preceptores zoroastrianos a la Djazira. Asimismo, las sectas, divididas, no
ofrecen excesiva resistencia a la aplicación estricta, con ‘Umar II ibn‘Abd
al-‘Aziz, de las reglas que establecen la superioridad del Islam: obligación de
respeto y de discreción (prohibición de las campanas y del culto público,
necesidad de adoptar una actitud de deferencia) y de llevar una señal
distintiva. La aplicación de la ley musulmana es obligatoria en cualquier
proceso entre un fiel de una confesión minoritaria y un musulmán o entre dos
minoritarios pertenecientes a distintas sectas, del mismo modo que está
prohibido poseer un esclavo musulmán o prestar testimonio contra un
creyente. La fiscalidad y la justicia constituyen, por otra parte, armas eficaces
de conversión, pero el califa evita su uso por temor a agotar la reserva fiscal
sobre la que se apoya la vida de la comunidad. En conjunto, por tanto, da
garantías a los súbditos dhimmíes (judíos y cristianos principalmente) contra
el exceso de celo y arbitra un largo debate entre los teóricos musulmanes y los
doctores pertenecientes a las minorías en torno al tema de las libertades
contestadas: derecho a reconstruir iglesias y sinagogas, mientras que está
prohibido construir de nueva planta edificios de esta índole; derecho de waqf,
esto es, derecho a que las instituciones religiosas tengan propiedades libres de
impuestos; derecho a heredar de parientes lejanos y a percibir legados
testamentarios de un musulmán. Los escribas cristianos, sobre todo
nestorianos, que servirán a los Omeyas y, más tarde, durante mucho tiempo, a
los ‘abbasíes, tratarán de ampliar estas libertades; no obstante, en un
principio, la partida de los escribas sirios de rito griego hace irreparable el
conflicto con Bizancio y convierte a una parte de la cristiandad oriental en
sospechosa de espionaje a favor de los griegos.
En Occidente, incluso fuera de los medios tribales islamizados que
estaban ya próximos estructuralmente de la sociedad árabe tradicional y que
podían adoptar fácilmente sus ideales al asimilar su lengua, llama la atención
la difusión rápida del árabe entre los indígenas islamizados, incluso entre los
que permanecieron fieles al cristianismo. En Toledo, ciudad particularmente
refractaria a la autoridad de los emires cordobeses y donde no parece que se
instalara más que un número reducido de orientales, se ve, desde fines del
siglo VIII, cómo el poeta muwallad (indígena converso) Girbib galvaniza la
resistencia de sus conciudadanos, que se han rebelado contra el poder
cordobés, componiendo poemas árabes. Conocemos, por otra parte, a
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mediados del siglo siguiente, las lamentaciones de Eulogio, clérigo mozárabe
(arabizado, que vive en medio de los árabes), a propósito del abandono de las
letras latinas por los cristianos de Córdoba y de la atracción que estos sienten
por la cultura árabe. Durante mucho tiempo, sin duda, se siguió utilizando en
la península los dialectos romances indígenas, aunque relegados al rango de
lengua popular no escrita; ahora bien, incluso a este nivel, sufrían la
competencia del árabe vulgar que acabó por suplantarlos por completo quizás
a partir del siglo XI. Con la semitización lingüística penetraron también
costumbres, modos de vida, mentalidades que contribuían a alejar la
población andaluza de sus raíces indígenas. Es curioso observar, por ejemplo,
que el matrimonio endógamo practicado, probablemente, por imitación de las
costumbres árabes, era tema de controversia entre los mozárabes del siglo IX.
En toda la fachada mediterránea encontramos, en la abundantísima toponimia
gentilicia difundida en el campo sin duda desde los siglos IX y X, el índice de
una relación entre los grupos humanos y la tierra, de tipo oriental o magribí,
que supone una modificación profunda de las estructuras de parentesco
respecto a la tradición local de origen romano-visigótico.
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orígenes del Islam ya que, durante largo tiempo, excluyó a los no-conversos
que, por otra parte, se veían obligados a convertirse en clientes (mawáli) si
querían integrarse en la sociedad musulmana «pura»; incluso su participación,
activa según ha podido verse, en las expediciones militares no les daba
derecho a soldada sino solo a una parte menor del botín.
Otro reparto, el de la tierra conquistada, iba a incrementar las
desigualdades dentro de la sociedad musulmana y a estabilizar, dada la casi
propiedad de amplios dominios, las jefaturas tribales y los mandos militares.
En teoría, el botín de bienes inmuebles (fay) se repartía entre todos los
combatientes, salvo un quinto reservado al Profeta, y más tarde a la
comunidad, que se atribuía a las fundaciones religiosas. En la práctica, los
musulmanes vacilaron entre dos tipos de reparto: el primero respeta el
principio y determina amplias distribuciones de tierras, que seguirán siendo
cultivadas por sus poseedores, los dhimmíes convertidos en súbditos y
situados en una posición jurídica inferior; estos pagarán los impuestos
consuetudinarios mientras que los musulmanes deberán abonar al Estado el
diezmo de sus ingresos. El segundo procedimiento se aplicó en el Sawád, la
«región negra», o sea, la zona arbórea que rodea a Bagdad, y prevé la
inmovilización de la tierra que se atribuye en waqf, o sea, en bien de mano
muerta, al conjunto de la comunidad de los creyentes: los habitantes pagan su
impuesto bajo un doble título, como capitación y como impuesto territorial,
constituyendo este conjunto un «ingreso de fundación piadosa» destinado al
servicio de los musulmanes. No obstante, en ambos casos el príncipe, en
nombre de la prioridad que reservan al jefe los usos tribales, conserva para sí
mismo una enorme reserva territorial, los bienes sawáfí: tierras conquistadas
pertenecientes al Estado sasánida, a las iglesias y templos de fuego,
propiedades de familias nobles expulsadas o bienes abandonados. Estas
tierras tenían, en un principio, una extensión mediocre y, en el Sawád, solo
producían ingresos de 4 millones de dirhams, que suponían una cantidad
mínima en relación a los 124 o 128 millones de ingresos totales anuales. No
obstante, los bienes sawáfí crecieron sin cesar debido a las confiscaciones o a
la aplicación del derecho de posesión del califa sobre los pastos.
El califa podía distribuir lotes de estas tierras sawáfí a los musulmanes
que tuvieran méritos particulares: la concesión implicaba la obligación de
trabajar las tierras, era revocable y, por tanto, no daba lugar a una propiedad
plena. Permitió pronto, no obstante, la formación de grandes dominios (daya)
en los que resultaba difícil distinguir la concesión usufructuaria inicial de las
compras sucesivas. Sin llegar a la constitución de una aristocracia territorial,
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ya que el derecho musulmán establece que la herencia debe dividirse entre los
hijos, estos lotes permitieron sin duda la implantación de una clase de
medianos propietarios musulmanes.
No obstante, en conjunto, la base financiera del Estado sigue fundándose
en el sistema de impuestos que se elabora a medida que avanza la conquista.
La evolución de la imposición y el esfuerzo de racionalización llevado a
cabo por los juristas (fuqahá0) contribuyeron poco a poco a simplificar esta
anarquía conservándose, finalmente, dos impuestos universales: la djizya,
impuesto que grava «las nucas» de los súbditos (los dhimmíes), precio por la
protección que pagan solo los hombres adultos, capaces de ir a la guerra;
dicho impuesto constituía una contribución elevada y oscilaba entre 1 y 4
dinares. El segundo impuesto era territorial, el jaradj, y su base tributaria más
frecuente (caso de Iraq o Irán) era la superficie de la tierra (misáha),
efectuándose el pago en efectivo o la mitad en especie. El gran problema era,
evidentemente, el de la progresiva conversión de los dhimmíes ya que, en este
caso, dejaban de pagar la capitación. Por ello los juristas tendieron a
relacionar el impuesto territorial con la tierra y no con el estatuto de su
poseedor: el impuesto pertenece a la comunidad y no puede disminuirse o
enajenarse. Una casuística refinada se ocupó de la clasificación de las tierras
según su status original: de todos modos, las opiniones de los doctores
diferían tanto que, en último término, el califa seguía siendo el último árbitro
en materia de impuestos.
Los musulmanes estuvieron durante mucho tiempo exentos de toda
imposición: eran rentistas del impuesto y solo estaban obligados a dar una
limosna voluntaria (zakát o sadáqa) cuya equivalencia con el diezmo fue
establecida por la costumbre. No debe subestimarse la importancia de la
misma: la Crónica de Dionisio de Tell-Marhé permite evaluar los distintos
impuestos en los que se descompone. En el siglo II del Islam el diezmo de la
cosecha que, en la Djazira, se abona según una tasa muy elevada, 2 dinares
por unidad de tierra, asciende a una cuantía que equivale al jaradj del vecino
Iraq; el diezmo de los rebaños beduinos, calculado no sobre los beneficios que
estos producen sino sobre el capital y que debe pagarse en metálico,
constituye una contribución tan elevada que hubo que reducir la tasa a 1/30 o,
para los rebaños pequeños, a 1/40. El sistema de imposición aplicado a los
musulmanes no resulta, por tanto, tan favorable como podría creerse: solo se
les exime de la capitación, que se consideraba infamante. A pesar de todo, el
amplio movimiento de conversiones, acompañado del crecimiento de las
ciudades improductivas y del abandono del campo, reducen los ingresos del
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Estado desde la época Omeya; así los ingresos fiscales procedentes de Egipto,
cuya media era de 12 millones de dinares bajo ‘Umar y sus sucesores, con
algunos aumentos esporádicos que llegaban hasta 14 o hasta 17,5 millones,
bajarán hasta 4 millones en tiempos de Hárün al-Rashid, en el siglo IX, y, más
tarde, oscilarán entre 3 y 4 millones bajo los fatimíes. En la Djazira jacobita
esta disminución se producirá más tarde: 58 millones bajo Hárün al-Rashid y
17,3 millones hacia el 870. Igualmente, los ingresos fiscales del Iraq,
estabilizados en torno a los 120 millones de dirhams en la época de la
conquista y que se mantenían al mismo nivel en tiempos de Hárün al-Rashid,
sufrirán una brusca caída en el siglo IX: 78 millones hacia el 870. Este
empobrecimiento del Estado se debe, sin duda, a numerosas causas, como las
distribuciones de bienes sawáfi y los cambios en el estatuto fiscal de los
contribuyentes. Sin necesidad de subestimar el gran peso de la presión fiscal,
que gravaba tanto las actividades económicas como los ingresos individuales,
resulta fácil comprender la preocupación que sentía el fisco por no dejar
escapar a nadie y detener el movimiento de disminución de los ingresos.
En estas condiciones, la fiscalidad contribuye a desarrollar una
administración quisquillosa: el tadil, una auténtica inquisición periódica, es el
encargado de fijar el censo de las riquezas. En la Djazira esta inspección se
realiza cada diez años a partir del 690 y actúa de forma despiadada, en
particular con los poseedores ilegítimos de tierras públicas. Nadie puede
viajar sin llevar el recibo del recaudador que le protege frente a una posible
detención e investigación: se trata de evitar la huida ante los impuestos que
amenaza con generalizarse. Acabará por exigirse, como prueba de que el
contribuyente ha cumplido con sus deberes fiscales, llevar un sello de plomo
sujeto al cuello con una correa. Por otra parte, la dureza del impuesto crece,
en virtud de la arbitrariedad del censo que llevan a cabo los funcionarios de la
administración central, frecuentemente elegidos entre los miembros de una
minoría distinta de aquella a la que pertenezcan sus contribuyentes. La
imposición se endurece también debido a la necesidad de pagar en oro o plata;
para obtener efectivo el campesino se ve, por tanto, obligado a vender
inmediatamente la cosecha, antes de la recolección, a precios desde luego
inferiores a los que se obtendrían unos meses más tarde. Las autoridades
locales, que son responsables del pago de los impuestos y son, al mismo
tiempo, grandes propietarios, se convierten entonces en prestamistas. La usura
tiende a dislocar la estructura igualitaria de la comunidad rural y da lugar a la
multiplicación de los vínculos de protección entre autoridades locales y
campesinos empobrecidos. Todo ello trae consigo no solo la huida ante los
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impuestos, sino también la aparición de violentos motines de los campesinos.
Estas revueltas van dirigidas en contra de los especuladores pero también en
contra de los exiliados que han huido de los impuestos y a los que se persigue
para obligarles a volver a la comunidad que se ha visto empobrecida por su
huida. ¡No estamos muy lejos de Bizancio!
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probablemente tierras que les habían sido arrebatadas a pesar de haber sido
garantizadas por un tratado de paz (sulh), pactado en el momento de su
sumisión. Por otra parte, la misma crónica contiene múltiples alusiones al
establecimiento de registros fiscales por parte de estos primeros
gobernadores, de varios de los cuales se dice que efectuaron una descriptio
populi, sin duda con la intención de regularizar la percepción del jaradj.
El sistema monetario, que constituye un corolario de la fiscalidad, se
introduce tanto en África como en al-Andalus con una notable rapidez. Los
tipos impuestos por la reforma del califa ‘Abd al-Malika a fines del siglo VII
en Oriente van precedidos por algunas monedas híbridas latino-árabes. Ahora
bien, aunque la existencia misma de estas últimas da testimonio de la
conciencia adquirida por las autoridades de la necesidad de facilitar la
transición, la brevedad de su emisión (del 703 al 716 en África) muestra
también que se deseaba instaurar el sistema oriental lo antes posible. En al-
Andalus existe una ruptura completa e inmediata con la moneda visigoda, y
las monedas de transición, latinas o bilingües imitadas de los modelos
africanos, solo duran desde el 711 hasta el 717; después de esta última fecha
solo se encuentran dinares que se ajustan, en su epigrafía y metrología, al tipo
fijado por la reforma de ‘Abd al-Malik. Un problema que no está claro, en
cambio, es el de la interrupción de la acuñación de moneda de oro en al-
Andalus a mediados del siglo VIII. En efecto, a partir del 745, y tras una
interrupción que dura unos 15 años, debida sin duda a la crisis política de
mediados del siglo VIII, las cecas andalusíes solo acuñarán dirhams conformes
a los tipos acuñados previamente por el califato de Damasco, y esta situación
durará hasta la proclamación del califato en Córdoba en el 929. En esto, como
en otros rasgos institucionales, al-Andalus parece conservar estrictamente la
tradición omeya. Es posible que, al no haber osado asumir inmediatamente el
título califal, los soberanos de Córdoba no se creyeran autorizados tampoco a
disputar a los ‘abbásíes el monopolio de la acuñación de oro. Puede pensarse
también que el oro era, entonces, raro en todo el Occidente, y señalar el
sincronismo de la interrupción de estas acuñaciones en al-Andalus y en la
Galia en el siglo VIII. En el Magrib los idrisíes, sin duda por las mismas
razones, únicamente acuñaron dirhams. En lo que se refiere a los dinares
emitidos por los aglabíes de Ifriqiyá, probablemente sirvieron sobre todo para
pagar el tributo debido al califa, mientras que la circulación interior se debió
basar fundamentalmente en la plata.
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La base rural del Oriente Próximo afectado por la conquista musulmana
no debió sin duda transformarse de manera inmediata. La preocupación
fundamental del conquistador tenía carácter fiscal, según acabamos de ver con
detalle: heredaba situaciones locales, impuestos bizantinos y sasánidas, y se
dirigía a unas comunidades campesinas para cobrarlos. Aunque la invasión
árabe provocara una cierta sedentarización de las tribus, en Siria, la Djazira y
Egipto, esta instalación de algunos beduinos (poco más de 150 000
combatientes de Siffin) no pudo tener consecuencias importantes sobre la
base rural del imperio. Por otra parte, el atractivo que suponían las ciudades
improductivas desorganizó las comunidades rurales y determinó una ola de
deserciones. La ciudad islámica, que vive de las rentas del suelo y de la
fiscalidad y acumula tanto el prestigio religioso como el militar, atrae a la
población de los nuevos conversos que se ven rechazados por la dureza de la
fiscalidad campesina: en la ciudad escapan al jaradj, que les asimila a los
súbditos dhimmíes; adquieren la libertad y el anonimato o incluso el
privilegio de verse admitidos, como mawálí, en una tribu.
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zona agrícola. De, hecho las oleadas de abandono de las tierras son más
amplias y más tardías que estas instalaciones. La deforestación y, más tarde,
la crisis demográfica son los dos factores que desangran por completo los
mercados urbanos y provocan la debilitación de los valores tribales ante un
Estado opresor. En el caso de Siria el desencadenante es el desplazamiento
del centro político del imperio hacia el Iraq después del 750. En Egipto la
disminución de la superficie irrigada y el abandono de las franjas occidental
y, sobre todo, oriental del Delta son consecuencias tardías, en el siglo X, del
encenagamiento de la rama pelusiaca del Nilo. A este respecto no es seguro
que una reflexión más atenta por parte del Estado musulmán hubiera podido
evitarlo, ya que de las siete ramas principales del río utilizadas en la época
ptolemaica solo quedaban tres en uso a la llegada de los árabes: las de
Pelusium, Damieta y Roseta.
No conviene recargar demasiado las tintas del cuadro. A lo largo de las
franjas desérticas, en Siria, por ejemplo, el período omeya vio aparecer
múltiples castillos que eran, a la vez, lugares de cita de los que partían
expediciones de caza y centros de grandes explotaciones agrícolas que se
mantenían gracias a un control minucioso del agua, recogida en embalses y
conducida hacia los grandes recintos cultivados, que se encontraban rodeados
por altas paredes de piedra y ladrillo crudo. Qasr al-Hayr al-Sharqi, el
«oriental», construido por el califa Hishám en el 777, comprende un poderoso
conjunto fortificado de 71 m de lado que rodea a un patio de 45 por 37 m,
defendido por 12 torres redondas; es una residencia lujosa, maravillosamente
decorada por frescos y ornamentación vegetal de estuco que recibe sus
vituallas de un jardín y un huerto (hayr) de 7 km de largo por 1,5 de ancho.
Otros esfuerzos precoces de valoración de tierras, construcción de diques y
canales, erección de nuevos castillos y hasta fundación de pueblos se
atribuyen a los príncipes omeyas Sa‘íd y Maslama. Todo ello da testimonio de
que el interés de los poderosos se inclina hacia las tierras irrigadas del bajo
Iraq, que constituirán el centro de aplicación de la revolución agrícola de la
época ‘abbásí. Ya Ibn Wahshiyya, en su Agricultura Nabatea, describe estas
explotaciones, estas dayas, llevadas por un dueño y un administrador y
pobladas por trabajadores no especializados y poco islamizados. Pese a ello se
tuvo que recurrir a la ayuda de técnicos para construir los canales y fabricar
las grandes norias con cangilones para elevar el agua. En su doble condición
de aldeas y grandes granjas, dichas explotaciones comprenden un sector
artesanal de herreros, alfareros y carpinteros. Sólidamente ancladas en una
antigua tradición de gestión, sin utilizar todavía un personal exclusivamente
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constituido por esclavos, estas grandes explotaciones son el centro en el que
se conserva el calendario solar preislámico y un saber técnico impregnado de
magia.
El estatuto de los campesinos presenta, en su conjunto, una gran variedad.
La gran explotación utiliza una mano de obra asalariada, por lo menos
alimentada y mantenida en una dependencia casi servil, aunque se trata de un
caso minoritario. Las comunidades rurales siguen siendo muy fuertes en Siria
y en la Djazira, donde ejercen un derecho de propiedad colectivo sobre el
suelo que implica repartos periódicos. En Egipto, en cambio, es el Estado el
que impone cada año a una comunidad, enlace de su autoridad, la repartición
de la tierra de regadío y los cultivos obligatorios. El peso de los impuestos y
los abusos del fisco no favorecen la constitución de grandes propiedades —en
contradicción, como hemos visto, con las reglas de la herencia—, sino más
bien el reforzamiento de las relaciones de clientela entre los notables y los
habitantes del llano. El campesino busca la protección (taldjPa o himáya) de
un «poderoso» que se hace cargo de los impuestos y obtiene, a cambio, un
derecho eminente sobre la tierra de su protegido, pudiendo explotarla en
régimen de aparcería o devolverla al campesino y exigir un diezmo o medio
diezmo como precio de su protección. Este fenómeno no implica la
constitución de grandes dominios estables distribuidos en concesiones
feudales. La resistencia de la comunidad campesina es muy fuerte y se
encuentra a menudo organizada según el modelo genealógico que resulta, por
tanto, solidario; sigue existiendo la posibilidad de huir hacia la ciudad, algo
que se explica bien debido a la fragilidad de la clase de los «poderosos». La
fuerza y la riqueza están estrechamente asociadas a la fortuna política, que
cambia demasiado a menudo. La propiedad de la tierra se ve continuamente
afectada por desgracias y confiscaciones. ¿Es todo ello el resultado de una
defensa de los equilibrios naturales del régimen social islámico?, ¿una
reminiscencia del carácter centralista del Estado nacido de las conquistas?,
¿un medio para impedir que, gracias a la riqueza y al poder, se constituya una
clase social capaz de influir sobre el califa y de arrebatarle su derecho
eminente e imprescriptible sobre las tierras? La gran propiedad se constituye
rápidamente pero se divide también rápidamente y no puede mantenerse más
que bajo la forma del waqf religioso; las obras pías destinadas a los pobres, a
las mezquitas, a los trabajos de interés colectivo (baños, alhóndigas, canales)
son de pequeña envergadura pero la práctica de fideicomisos familiares
encargados de su gestión podría constituir una base temible para la
constitución de grandes propiedades. Pese a ello debe tenerse en cuenta que
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los waqfs suelen ser bienes ciudadanos y que el campo suele notar poco sus
efectos.
En conjunto, el estatuto del campesino, que ya era humilde y se veía
amenazado en época bizantina o sasánida, se ha degradado. Se le denomina
raqiq, esclavizado, término que implica una situación personal desprovista de
honor. En las tierras que tiene en régimen de explotación, propiedades
antiguas o extendidas por el juego de las protecciones, la parte que
corresponde al campesino resulta de lo más mediocre: la aparcería (musáqá)
no le deja, en las tierras fértiles, más que una cantidad comprendida entre la
mitad y una cuarta parte de la cosecha; el contrato de mujábara, especie de
sociedad en la que el propietario, además de la tierra, proporciona las
herramientas, la utilización de su ganado y las simientes, solo deja al asociado
la quinta parte del grano cosechado; una situación idéntica se produce en el
Magrib, donde el régimen de los jamrnás («quinteros») tiene la misma
estructura. Esta condición social y económica tan degradada no es, en modo
alguno, universal ni homogénea: la llanura tiene ricos y pobres, campesinos
sin tierras y vagabundos que apenas se notan. Sin duda hay incluso una
complementariedad entre la gran propiedad y la comunidad rural. La primera
puede absorber y organizar, en las tierras irrigadas, un exceso de población
rural o incluso, cuando la comunidad ha alcanzado sus límites ecológicos y no
queda ya tierra que repartir, ofrecer a los excluidos, los hijos menores de las
familias, un medio de trabajo prestándoles los bueyes y las simientes.
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amurallada y provista de un foso hasta el 771, cuando se produzca la
insurrección de los járidjíes surgidos de entre los propios beduinos; estas
obras no se deben, por tanto, a que se sienta ningún temor a los vencidos.
En estas ciudades se desarrolla un urbanismo original, variado. Su
fundamento es la estructura tribal que ha presidido la fragmentación en lotes y
la distribución de circunscripciones que corresponden a los contingentes,
todos ellos organizados según el modelo genealógico. En Basra encontramos
cinco barrios, cada uno de los cuales ha sido elegido por una confederación de
tribus: Azd, Tamim, Bakr, ‘Abd al-Qays, y ‘Abd al-Adiya. En Küfa el plano
recuerda el de un campamento romano con cuatro avenidas principales que se
cruzan ortogonalmente en el centro, marcado por la mezquita y el palacio. Las
calles son muy anchas, hasta 25 m, y en el centro de cada concesión tribal
(hanifs) se encuentra el cementerio del grupo. La topografía de Küfa respetará
los límites diseñados para esta instalación que, en un principio era semirrural.
Así, las chozas construidas con cañas y las tiendas de campaña no serán
sustituidas por casas de obra hasta treinta años después de la fundación. En
Fustát la arqueología confirma una cronología similar: una ciudad de tiendas
en la que las calles separan a las hanifs tribales. Aquí, no obstante, el plano es
más confuso y muestra una red de calles que constituyen laberintos, con
callejones sin salida y plazas a veces cerradas en forma de pata de oca o de
estrella. Este plano reproduce, sin duda, las originalidades tribales y ha
marcado toda la topografía ulterior de la ciudad. Incluso en Fez, fundada en el
paso del siglo VIII al IX, el plano de la nueva capital idrisi se basa en una
repartición tribal.
El urbanismo de las ciudades nuevas se caracteriza por un cierto número
de rasgos comunes: estructura basada en el grupo tribal, más o menos aislado,
administrado por sus propios jefes con la colaboración de los «síndicos» —
cuya función adquiere gran importancia ya que conocen las reglas
genealógicas de la tribu—. Es una estructura simple que permite la
movilización rápida de un pueblo unido, con un aparato jurídico y político
muy elemental ya que las cuestiones relativas a la herencia son competencia
de la tribu, y un centro religioso e intelectual, la mezquita, en continua
efervescencia. Toda esta simplicidad se desvanece poco a poco ante los
progresos de una vida económica cuyo objetivo principal seguirá siendo el
aprovisionamiento de los grupos urbanos. La organización se complica
entonces sin perder su significación fundamental de metrópolis rentista que
«digiere el botín»; a esto hay que añadir las rentas de la tierra, constituidas
fundamentalmente por los impuestos que los vencidos deben abonar a la
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comunidad vencedora. En todas estas ciudades se construye la Casa de la
Moneda, la Casa del Tesoro e incluso, en Küfa, una Casa del Botín y un
arsenal en Basra que, en un principio, apunta hacia el Golfo Pérsico y, muy
pronto, hacia la India. En Fustát la vida comercial se encuentra anclada en la
tradición de los comerciantes locales pero la experiencia de los mekíes se
desarrolla en torno a un mercado agrícola local que, poco a poco, se alimenta
con productos más exóticos, procedentes de la India y de China. Esta
transformación de las ciudades cambia, en realidad, su apariencia tribal de
forma muy lenta, pero acentúa las diferencias de riqueza entre las grandes
«casas» que controlan la dirección de los clanes y los linajes inferiores.
Las aglomeraciones nuevas, aunque constituyen el ideal de la vida urbana
para los árabes que han inmigrado en las antiguas tierras del Creciente Fértil,
de Egipto o de al-Andalus, ejercen su autoridad sobre una gran red de
ciudades heredadas del pasado. Se produjeron, sin duda, algunas fundaciones
en tiempo de los primeros califas y bajo los Omeyas, sobre todo en el Iraq y
en las zonas fronterizas, pero lo esencial sigue siendo la estructura bizantina o
sasánida. La continuidad de la toponimia y el hábitat son particularmente
apreciables en la Siria septentrional, en los confines de Anatolia o en Irán. Al
este, donde la urbanización recibe un latigazo debido a la instalación de
grandes contingentes árabes, puede contemplarse un desdoblamiento de las
aglomeraciones antiguas y, junto a las ciudades persas, que frecuentemente
son ciudadelas de escasa importancia, los recién llegados desarrollan un
suburbio (hanifs), junto a la carretera, en el que se sitúan los órganos de la
ciudad islámica, la gran mezquita y el palacio con el mercado. En Nishápür,
situada sobre la carretera que atraviesa el Jurásán hacia la Transoxania y la
China, la ciudadela y la ciudad interior quedan englobadas en un conjunto
más amplio. La autonomía, que dura largo tiempo, de los antiguos
«marqueses» sasánidas hace que numerosas ciudades como Marw, Balj,
Samarqand y Bujára queden al margen de la islamización. Por todas partes se
nota que se ha roto la estructura de la ciudad, ajena al esquema unitario que
solo se recompondrá lentamente; en Marw, que durante mucho tiempo resultó
inaccesible a los árabes que acampaban en el oasis, hubo que esperar a que
Abü Muslim construyera un nuevo centro político hanifs hacia el 750. En
Siria la continuidad es aún más fuerte: la ocupación árabe se ha amoldado a la
estructura de los distritos militares, los hanifs, en las ciudades antiguas. Desde
luego, las ciudades del litoral, tal como ha demostrado la arqueología, sufren
una decadencia rápida en el momento de las grandes expediciones por el
Mediterráneo, pero fuera de ellas el número de monedas de cobre que llevan
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los cuños distintivos de las distintas cecas confirma la supervivencia de
Tiberíades, Emesa (Hims), Qinnasrin y Alepo. En las plazas fronterizas, como
Tarso, Adana, Missisa, la presencia del ejército mantiene una vida activa y
democrática: un pueblo de combatientes, ejército regular a sueldo o
voluntarios retenidos por el botín o las fundaciones pías vive en ellas, se
entrena, lucha, se desgarra en oposiciones tribales o disputa la autoridad del
gobernador.
Damasco, que ha sido elegida como capital administrativa de la dinastía
omeya, simboliza esta misma continuidad de una manera diferente. Ha
heredado de la tradición antigua y de la dominación bizantina un recinto
fortificado, una red de aprovisionamiento de agua, un acueducto, numerosas
canalizaciones y múltiples depósitos de agua de los que parten las
conducciones que alimentan las fuentes, mezquitas, baños públicos (hanifs) y
casas. Se han podido establecer las etapas de la evolución topográfica de la
capital siria: establecimiento de una red de mercados (hanifs, zocos) en torno
a la gran avenida con columnas de la ciudad romana, conquistada
gradualmente por las tiendas lo que le hace perder su trazado rectilíneo y su
aspecto monumental; transformación de la antigua ara sagrada del templo de
Júpiter Damasceno (Ba‘l Haddád) en una mezquita con patio central
comunicada con la residencia del califa; finalmente, dislocación de la red de
calles perpendiculares, por obra del particularismo tribal, que puede aún
vislumbrarse bajo la nueva estructura en forma de colmena, con calles
acodadas y barrios fortificados.
Estas transformaciones tienden a aproximar a Damasco, capital
efectivamente arabizada, a las ciudades nuevas, los hanifs. De hecho, muchas
ciudades antiguas siguen fieles al sistema helénico y, por otra parte, los
secretarios del califa, incluso conversos, siguen fieles a la cultura helénica,
expresión que todavía es sinónima de ciencia e incluso de tecnología, y son
partidarios acérrimos de una ciudad racional fundamentada en la astrología, la
geometría y las técnicas propias del ingeniero. A partir de este momento, todo
lo que afecta a la vigilancia y a la regulación de la vida urbana constituye un
asunto público y escapa a las contingencias tribales. A este respecto, todo lo
que se sabe de las ciudades de Occidente se dirige en el mismo sentido: el de
un abandono progresivo del modelo tribal. La historia de la hanifs («control
del mercado»), función de vigilancia y de regulación de la vida social y
económica que resulta fundamental en la ciudad hispano-musulmana, nos
proporciona un buen ejemplo, con la ventaja de afectar directamente a la
historia económica. El cargo aparece con seguridad en las fuentes andalusíes
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a partir de la llegada al poder del segundo emir omeya de Córdoba, Hishám I,
en el año 787, pero nada prueba que se trate de una estricta novedad. La
función se considera suficientemente importante en la jerarquía administrativa
como para que su titular, de origen oriental, sea un visir que figuraba en
primera fila en el registro (hanifs) en el que se anotaban las pensiones
atribuidas a los dignatarios del gobierno y de la administración. Se sabe
también que, en el 805, al-Hakam I hizo ejecutar al hanifs (funcionario
encargado del mercado), implicado en una conjuración, y que, al año
siguiente, la gestión de su sucesor provocó una revuelta popular en la capital.
El primer manual de hanifs, tratado relativo al gobierno del zoco, que
conservamos y que constituye el primero de una serie de manuales jurídico-
administrativos orientales y sobre todo occidentales del mismo género, es
obra de un andalusí, Yahyá ibn ‘Umar, residente en Ifriqiyá al final del
período aglabí, el cual responde a las consultas de los funcionarios de los
mercados de Süsa y de Qayrawán siguiendo las doctrinas sobre la materia del
propio Malik ibn Anas y de los grandes doctores del malikismo egipcio,
andalusí e ifriqí. Esta obra es, por consiguiente, totalmente representativa de
este mundo musulmán del siglo VIII en el que la falta de una unidad política
práctica entre Oriente y Occidente y los inevitables matices regionales no
impiden la elaboración de una civilización común a partir de bases idénticas.
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futuro y en este plano hace la competencia al Islam inspirándose, al mismo
tiempo, en sus instituciones.
Revueltas y aculturación
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partidarios de la igualdad de todos ante la ley, sean estos musulmanes
antiguos o conversos recientes. Por esta razón sus convicciones deberían
haber promovido la sublevación de los clientes, los hanifs, cuya nueva fe,
moldeada sobre las estructuras tribales de sus vencedores, no había recibido la
recompensa debida por los servicios prestados. No obstante, el movimiento
quedó restringido solo a los beduinos: su anarquismo agresivo sigue
concediendo excesiva importancia a su mérito como pioneros del Islam. Su
táctica de golpes de mano realizados a caballo solo puede garantizarles éxitos
efímeros: entre 684 y 699, amenazan el Iraq, el Fars y el Kirmán. Aplastados
por el gobernador al-Hadjdjádj, que crea la nueva ciudad de Wásit para vigilar
Basra y Küfa, los járidjíes se dispersan por la periferia del imperio, en el
Sidjistán, y sobre todo por el Magrib donde crean un principado autónomo en
Tiaret en 766.
Por el contrario, el movimiento shi‘í arrastra muchas más adhesiones,
particularmente en las ciudades en las que los hanifs son numerosos, por más
que los partidarios de ‘Ali no se dirijan, en un principio, a ellos. Simple
legitimismo dinástico, el shi‘ismo promete una era de justicia tras el
restablecimiento del linaje de Mahoma y de ‘Ali. Ofrece a los hanifs una
función revolucionaria adaptada a la concepción común de su parentesco con
los seguidores de ‘Ali: sus clientes, elegidos, honrados como miembros de la
familia, se sienten hermanos espirituales de los pretendientes. Se trata de una
adhesión compleja, aunque sincera, de estos hombres dispuestos a servir a la
comunidad. Los hanifs de Küfa participan masivamente en el «movimiento de
los Penitentes» del 684 y, sobre todo, en la insurrección de al-Mujtár en el
687 que estableció en Küfa un embrión de Estado y pretendió gobernar en
nombre de los sucesores de ‘Ali. Las grandes «casas» le abandonaron y esto
dio lugar a su fracaso, pero el impulso estaba ya dado porque el shi‘ismo
encarna una aspiración profunda a una monarquía totalmente islámica; al
mismo tiempo se envuelve en una religiosidad mística en la que el martirio de
la familia de ‘Ali se asocia el parentesco profético, constituyendo un conjunto
que conmueve profundamente a los intelectuales.
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nacional de los iranios contra los árabes ni de una revolución de los hanifs
contra la aristocracia tribal, sino de buscar una solución islámica al problema
de la Hacienda estatal. Si bien el centro de la insurrección es, de nuevo, la
provincia del Jurásán, de hecho son árabes y, en particular, las tribus que se
vieron privadas, hacia el 733, de los sueldos del hanifs y fueron excluidas del
ejército, quienes marchan sobre Marw armadas con garrotes. Las consignas
del movimiento no muestran ninguna hostilidad hacia los árabes e incluso la
población propiamente árabe de Küfa será invitada a apoyar y sancionar las
decisiones de los generales jurásáníes. En ningún momento se observa resto
alguno de un programa que pretenda corregir las desigualdades e injusticias
de las que eran víctimas los hanifs, sino tan solo una promesa de renovación
del Estado. Ha surgido simplemente un mensaje revolucionario que se ha
recibido en un terreno favorable y que unifica diversos descontentos, todo ello
en medio de una atmósfera vagamente milenarista en la que no faltan los
rasgos místicos característicos de los sectores extremistas del shi‘ismo.
Por otra parte, la situación particular del Jurásán explica el éxito que allí
tuvo un movimiento revolucionario: arabizado debido a la afluencia de 50 000
familias de Küfa y de Basra que constituyen una poderosa fuerza de
ocupación, la provincia, marca extrema del Islam, en contacto con los países
iranios todavía independientes o paganos de la Transoxania y del Afganistán,
es aún «tierra de guerra santa», de botín y de tributo. Abundan en ella los
conflictos tribales entre los de Mudar o qays y los yemeníes y existe una
oposición violenta a todo lo que viene de Siria, por tanto, a los Omeyas. El
problema de los hanifs solo se plantea en términos de honor y dignidad; desde
‘Umar II están inscritos en los registros de los contingentes militares y,
después del 738, una reforma fiscal ha aligerado sus cargas. Por el contrario,
los árabes, en particular los yemeníes, tienen una revancha pendiente con los
Omeyas que en 733 les suprimieron los privilegios de la soldada, con la
excepción de 15 000 familias que se mantuvieron en los registros. La elección
del Jurásán y, en particular, de la tribu yemení de los Juza‘a como base del
movimiento revolucionario explica asimismo el éxito de una propaganda
clandestina y, en último término secundaria, la de los ‘abbásíes, un linaje
mediocre y de pretensiones tardías. Por otra parte, su parentesco masculino
indiscutible con el Profeta los sitúa en un plano de igualdad con los
descendientes de ‘Alí e incluso el testamento de uno de estos últimos, Abü
Háshim, en favor del ‘abbási Ibráhim, permite que se alíe con ellos una parte
de la opinión shi‘í. Durante casi 20 años los ‘abbásíes desarrollan un
movimiento político (en Küfa con Abü Saláma) y militar (en el Jurásán bajo
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Abü Muslim) hostil a los Omeyas, sin especificar jamás el nombre o el linaje
del «imam digno» para el que trabajan. Sus adeptos se limitan a referirse al
deber y al derecho a vengar a los miembros de la familia del Profeta,
asesinados por los tiranos omeyas; la bandera negra y las ropas del mismo
color de sus seguidores constituyen únicamente una señal de luto y de
venganza; se unen también al espíritu mesiánico.
El lugar que ocupan los hanifs en todo este asunto aclara la importancia de
los lazos familiares y de adopción espiritual: Abü Muslim, iranio que ha
entrado como hanifs en una tribu árabe de Küfa, adopta el título de «general
(hanifs) de la familia» y de «representante» del linaje. Adoptado por el imam
Ibráhim en el 746, recibe de este una especie de misión, según la cual, aunque
no pueda reivindicar el poder para sí mismo, puede, en cambio, transmitir su
autoridad subdelegada. Este es un procedimiento de transmisión que será
recuperado, más tarde, por los fatimíes. En Küfa, Abü Saláma, también un
liberto, adopta un título que había sido utilizado por Mujtár durante la
revuelta del 686, en nombre del hijo de ‘Ali, «auxiliar» (hanifs) de la familia,
literalmente «el que lleva el peso de la carga», una denominación que implica,
por lo menos, un parentesco espiritual —recuérdese que en el Corán Aarón es
llamado hanifs de Moisés—. Estos hermanos espirituales asumen todos los
riesgos y se hacen cargo de la propaganda y de las operaciones militares,
protegiendo a sus superiores, los príncipes ‘abbásíes o descendientes de ‘Ali
que se ocultan en una clandestinidad absoluta y que no se mostrarán, en modo
alguno, agradecidos: Abü Saláma será ejecutado inmediatamente después de
la victoria ‘abbásí y Abü Muslim en el 754, por orden del califa al-Mansür.
El éxito de la revolución se explica precisamente por la ambigüedad que
rodeó al nombre del imán, permitiendo recuperar toda una serie de revueltas
anteriores de los partidarios de ‘Ali, asociarse al movimiento teológico de los
mu‘tazilíes, del que hablaremos más tarde, y adoptar de ellos la idea central
de un «mando» del bien que se opone a una mala autoridad. Al mismo
tiempo, potencia plenamente la carga de los odios tribales y, en particular, la
oposición de los yemeníes a la hegemonía qaysí. La revolución es proclamada
abiertamente en el 747 y se transmite mediante el telégrafo óptico constituido
por un sistema de señales con hogueras en la región de Marw la noche del 25
de ramadán. La declaración se hace en nombre del «imam esperado» y derrota
a la dinastía omeya que se encuentra debilitada por todas partes. En dos años
el ejército de los «garrotes» barre los contingentes califales de Irán e Iraq y el
28 de noviembre del 749 se proclama a Abü-l-‘Abbás en la gran mezquita de
Küfa pese a todo el despecho que sienten los príncipes sucesores de ‘Ali. Al
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año siguiente los miembros de la familia omeya, a los que se ha atraído a un
encerrona en Siria, son asesinados sin piedad; solo uno logra huir, tan lejos
como puede, hasta Córdoba. El nuevo poder se instala en Iraq, en Anbár-
Háshimiyya, lo que constituye un primer signo de ruptura con los Omeyas, en
medio de una atmósfera de crueldad y odio tribal que llega a desenterrar a los
muertos omeyas con el fin de arrancar a la dinastía depuesta cualquier resto
que pudiera quedar de grandeza. La revolución ‘abbásí manifiesta, por tanto,
una tremenda violencia ideológica pese a ser, en primer lugar y de hecho, un
simple cambio de dinastía.
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Capítulo 6
EL MUNDO DE LOS ‘ABBÁSÍES.
El éxito del Islam[*]
MANDAR
Esta monarquía afirma los derechos absolutos del linaje de ‘Abbás, tío del
Profeta, en virtud de un derecho de antigüedad. Rechaza todo imamismo de
tipo shi‘í (Abü-l-‘Abbás adopta, por otra parte, el título de «príncipe de los
creyentes y no el de imán») así como cualquier transmisión testamentaria de
los herederos de ‘Ali a los ‘abbásíes. Parientes honrados y protegidos por la
dinastía, los herederos de ‘Ali y sus primos los dja‘faríes son excluidos en lo
sucesivo de toda legitimidad dinástica y ni siquiera forman parte de la hanifs,
el consejo consultivo que determina, a falta de una designación por parte del
califa, quién es el sucesor «más excelente» entre los miembros de la familia,
que ha quedado reducida al linaje de ‘Abbás. Abü-l-‘Abbás restaura una
historia interrumpida y establece un retorno absoluto a las fuentes a partir del
momento en que se prestó juramento al Profeta. Restaura también la unidad
de la hanifs, suprimiendo los privilegios del ejército árabe y estableciendo la
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igualdad entre todos los musulmanes. Proclama, finalmente, la
responsabilidad y la autoridad absoluta del «príncipe de los creyentes» con
respecto a la comunidad. Tal como puede verse, la monarquía islámica no
rompe con el fundamento absolutista del régimen de los Omeyas ni reduce la
extremada concentración del poder; por el contrario, suprime el contra-poder
de los jefes de tribu que constituían el ejército. Todo el ejercicio de la
autoridad se encierra en el seno de la «familia bendita».
Ahora son las estructuras familiares, ampliadas gracias a la clientela y el
parentesco ritual, las que aseguran la gestión del Estado islámico. Los
‘abbásíes sirven al califa como gobernadores de provincia o jefes del ejército
y se seccionan amplios territorios del imperio para que ellos gobiernen y, de
manera particular, para el presunto heredero que, con frecuencia, manda el
ejército de las marcas situadas en el frente bizantino. Estos gobernadores
favorecen, de hecho, los autonomismos subterráneos, inevitables dada la
inmensidad y la ausencia de unidad cultural y económica del imperio, en
particular en el inmenso Oriente iranio que Hárün al-Rashid confía a su hijo
al-Mamün, proclamado heredero de su otro hijo, o que al-Mutawakkil confía
a al-Mu‘tazz, mientras que el presunto heredero, al-Muntasir, gobierna el
Oeste. También el ejército se reconstituye sobre la base de utilizar solo a
mercenarios y apoyarse en la solidaridad de partidos: compuesto por
jurásáníes, su núcleo está constituido por los hanifs, «hijos» del régimen,
mientras que los antiguos contingentes árabes son eliminados gradualmente
del ejército, tachados de los registros de soldada o acantonados en las marcas.
Bajo al-Mansür, la gestión del aparato administrativo se confía, a un fiel
ayudante del califa y, para denominar su cargo, se utiliza de nuevo el título de
visir hanifs del que había hecho uso Abü Saláma. Si se trata de un secretario
(hanifs), buen conocedor de la gestión de las numerosas y complejas oficinas,
su relación con el califa será íntima, familiar y también conflictiva: además de
recibir una delegación, que tiende a ser total, de las prerrogativas califales
(absolutismo visiral que, no obstante, se encuentra moderado por la
revocación, ejecución o confiscación), el visir, y otros cortesanos, se ven
introducidos, forzosamente, en la intimidad de la familia como «secretarios-
tutores», es decir, verdaderos padres adoptivos, preceptores de los príncipes y
tutores que pronto resultarán molestos.
La base administrativa del imperio se desarrollará rápidamente y su
eficacia se verá reforzada. El gobierno de los ‘abbásíes constituye el apogeo
de la especialización de los departamentos estatales y del control, la obra
maestra de los secretarios. El Tesoro omeya (hanifs) desarrolla un conjunto de
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servicios que controla los impuestos territoriales, diezmos, bienes confiscados
y el tesoro privado; más tarde, en el siglo IX, el servicio de los impuestos
territoriales se reestructura en tres que son responsables, respectivamente, del
Occidente, Oriente y el Sawád (región de Bagdad) y que, en su conjunto,
están sometidos a un departamento encargado del control. Esta estructura, que
resulta por otra parte inestable y sometida a reorganizaciones, se reproduce en
provincias y permite un conocimiento precoz de los recursos fiscales e incluso
la elaboración de presupuestos centrales, que se elevan a 400 millones de
dirhemes bajo los primeros ‘abbásíes, a 300 millones hacia el año 850 e
incluso a más de 200 millones hacia el año 900. Los servicios de la tesorería,
que reciben solo una parte de los ingresos derivados de la fiscalidad ya que
las provincias gozan de autonomía financiera, pagan, a través de los divanes
de los gastos y del ejército, los sueldos de los funcionarios y de los militares,
las pensiones de los miembros de la familia y las necesidades de la corte.
Finalmente, las oficinas de la cancillería y del sello registran las decisiones de
política general y los diplomas en los que constan los nombramientos,
mientras que el servicio de correos organiza una red oficial de
comunicaciones y de vigilancia policial sobre el conjunto del imperio, a la
manera sasánida o romana.
Este sistema, estable solo en teoría, se encontraba no obstante sometido a
las fuertes tensiones que agitaban a la familia y a la corte califal, esto es,
fundamentalmente, los conflictos sucesorios que forman parte, de modo
inevitable, de la estructura misma del régimen. Ninguna sucesión se ve libre
de ellos: a la muerte de Abü-l-‘Abbás al-Saffáh, el tío de al-Mansür prueba su
suerte alegando su derecho de mayor antigüedad; al-Mansür debe apartar a su
primo, designado por al-Saffáh, para transmitir el califato a su hijo al-Mahdí.
Cuando este muere, posiblemente asesinado, se rompe el orden sucesorio y
al-Hádi obtiene ventaja sobre su hermano Hárún. Este, liberado de la prisión a
la muerte de al-Hádi, trata de imponer un orden sucesorio entre al-Amin y al-
Mamün. Fracasa y, a su muerte, el Estado se ve desgarrado por una dura
guerra civil que estalla en el momento en que el califa elimina de la sucesión
a su medio hermano. Al-Ma'mün, con el ejército del Jurásán mandado
principalmente por Táhir, marcha sobre Bagdad y asedia la ciudad desde
agosto del 812 hasta septiembres del 813, viéndose obligado a vencer la
resistencia heroica de la población. Estos conflictos se ven animados, por otra
parte, por la competencia de los secretarios-tutores y por las ambiciones de las
reinas madres, cada una de las cuales espera derrotar a sus rivales del gineceo
califal. Esta atmósfera de intrigas desatadas acaba por afectar el carácter
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mismo del poder califal: al-Mahdi muere, tal vez asesinado, y se abriga la
misma sospecha sobre la muerte de al-Hádi; al-Amin, por otra parte, morirá a
manos de los soldados de Táhir.
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hanifs, dotado de ciencia y virtud y puente con lo divino. Estas convicciones
integran los antiguos temas de los extremistas shiíes y están de acuerdo con la
cosmología neoplatónica que acaban de descubrir los sabios árabes. A ellas
responderán los ‘abbásíes con una táctica imitativa de escaso alcance: el hijo
de al-Mansür, que se llamaba ya Muhammad ibn‘Abd Alláh, precisamente el
nombre que la tradición religiosa atribuye al hanifs salvador, llega a adoptar
el título caüfal de al-Mahdi; al-Mamün se autodenominará hanifs e incluso
hanifs, «vicario de Dios». Todo ello presagia una extraordinaria inflación de
los títulos califales, cada vez más cargados de significado religioso: expresan,
en una lengua todavía fresca, la elección, la fortuna o la victoria que Dios
ofrece a su protegido. Estas fórmulas no están aún estereotipadas pero
constituyen un simple recurso para cubrir las apariencias y los mismos califas
se ven afectados por el sentimiento de superioridad de los descendientes de
‘Ali: entre 816 y 818 al-Mamün decide transmitir el califato a ‘Ali al-Ridá,
perteneciente a la familia de ‘Ali y, para ello, lo convierte en su yerno y lo
nombra heredero suyo. Este sueño de reconciliación fracasa debido a la
oposición armada de Bagdad y el hanifs muere probablemente envenenado.
Tras este fracaso, al-Mutasim y su hijo al-Wathiq realizarán, entre 827 y
847, una última tentativa de dar un sentido a la monarquía islámica: se trata
de imponer una ideología común, la del mutazilismo, al imperio musulmán.
En 827 al-Mamün adopta el dogma del «Corán creado». En 833 empieza la
hanifs o inquisición, cuyas investigaciones lleva a cabo el jefe de la policía de
Bagdad, bajo la autoridad del gran cadí, y los gobernadores de las provincias,
los cuales apartan del servicio de la dinastía a todos los adversarios
ideológicos del pensamiento mu‘tazilí, a los dualistas iranios y a los
negadores de la unidad divina (denominados, ambos, hanifs), a los
antropomorfistas que admitían la realidad de los atributos divinos y la visión
de Dios en el paraíso, y a los que negaban la libertad humana. La represión
alcanza a los doctores los cuales son interrogados por la autoridad e incluso
por el propio califa, viéndose conminados a la aceptación de los dogmas
mu‘tazilíes. La mayoría se someten, de forma más o menos sincera, pero
surge una resistencia entre los tradicionistas, agrupados en torno a la figura de
Ahmad ibn Hanbal, que fue interrogado y encarcelado dos veces. Algunas
víctimas proporcionan mártires a la propaganda hanbalí y la inquisición será
abandonada de manera brutal a principios del reinado de al-Mutawakkil. El
gran cadí Ibn Abi Duád es destituido en 825 y el califa se resigna a condenar,
por rescripto, todo estudio de teología dogmática (hanifs). Este fracaso, si
bien no compromete el futuro de la investigación teológica y filosófica,
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contribuye no obstante a que estas disciplinas sean consideradas sospechosas
por muchos tradicionalistas. Por otra parte, las doctrinas se encuentran
forzosamente limitadas por su concordancia con la letra del Libro sagrado.
Finalmente, este fracaso trae consigo, asimismo, el fin de un nuevo tipo de
gobierno: el que ha sido asumido por el gran cadí en un momento en que los
visires ven limitadas sus funciones a lo estrictamente fiscal y financiero.
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manos de los guardias de palacio; con ello reaparecen, una vez más, los
conflictos entre los príncipes ‘abbásíes. El fracaso de la monarquía islámica
es total, pues priva al Estado de sus fundamentos, revela la existencia de
relaciones de pura fuerza, disfrazadas de manera hipócrita con pomposos
títulos califales, contribuye a crear corrientes contradictorias en la opinión
pública, refuerza el shi‘ísmo milenarista que predica la esperanza en un reino
de justicia y, finalmente, favorece a los doctores o ulemas (hanifs) que están
decididos a hablar en nombre de la Comunidad y a oponerse a los abusos de
los militares. Tal vez sea el Occidente islámico, en el que se está operando un
cambio moral y político profundo y duradero, el que les ofrezca un ejemplo.
La evolución política de la parte occidental del inmenso imperio
musulmán presenta, en efecto, ciertas características particulares. Al-Andalus
y el Magrib occidental y central a partir de la crisis de mediados del siglo VIII,
así como Ifriqiyá después del 800, se organizan en estados independientes que
prescinden, en la práctica, de la autoridad del califato oriental. Si bien la
aparición de los emiratos de Tahert y de Fez se debe, en buena parte, al hecho
étnico beréber, la constitución de los de Córdoba y Qayrawán no revela
ningún particularismo local indígena. Todo sucede en función de una
aristocracia dirigente de origen oriental que encuentra apoyos o resistencias
en los medios tribales árabes o bereberes. Por otra parte, incluso en los
estados «bereberes» de Tahert y de Fez, las dinastías son, respectivamente,
irania y árabe. También eran árabes, o al menos pretendían serlo, los
pequeños emires del principado sálihí de Nákür. Solo en las fronteras aún
inciertas de este Islam occidental podemos encontrar jefes políticos, más o
menos independientes, de origen indígena: es el caso de los midraríes
bereberes de Sidjilmasa o de los «señores» muladíes (hanifs) del valle del
Ebro. Por consiguiente, en el orden político, procede de Oriente todo lo que
domina la segmentación tribal y la disgregación local, si bien hay que intentar
medir, en primer lugar, la influencia árabe y oriental en los comienzos de
estos estados musulmanes del Occidente mediterráneo.
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concesiones territoriales importantes y los gobernadores enviados por el califa
de Damasco realizaron ímprobos esfuerzos para legalizar el reparto de las
mismas. No sabemos casi nada sobre las modalidades de la desposesión de los
indígenas, la proporción de tierras que los conquistadores se apropiaron de
este modo y el procedimiento por el que fueron distribuidas (sobre base
individual o ciánica). Podríamos interrogarnos hasta el agotamiento en torno a
la aplicación efectiva de las normas jurídicas, aún mal definidas en aquel
momento, que habrían debido regir la apropiación y el reparto de las tierras
por los conquistadores, pero lo cierto es que nunca sabremos lo que sucedió
en realidad. En lo que respecta al modo de explotación de las propiedades
(hanifs) adquiridas de este modo, puede suponerse que los nuevos poseedores
conservaron, en un principio, el régimen en vigor en el momento anterior a la
conquista que, al menos en al-Andalus, parece haber mantenido, en las
grandes propiedades de la aristocracia dirigente, una mano de obra rural que
se encontraba en una situación jurídica todavía próxima a la esclavitud de tipo
romano. No obstante, las conversiones al Islam y el propio espíritu de la
nueva civilización debieron favorecer la evolución de la condición de estos
campesinos adscritos hacia formas de colonato aparcero que resultaran lo
menos desfavorables posible para los explotadores. Pese a ello, Ibn Hawqal,
que escribe poco después de mediados del siglo X, pero parece referirse a la
época de los conflictos sociales, políticos y religiosos que conoció la parte
musulmana de la península al final del siglo anterior, señala todavía la
existencia de grandes propiedades explotadas por campesinos cristianos de
condición servil cuyas revueltas siempre eran de temer.
Tampoco conocemos con seguridad el número de árabes o arabizados que
se instalaron en Occidente. Según Talbi el efectivo total de los ejércitos
orientales afincados en Ifriqiyá asciende a unos 180 000 hombres. La cifra es,
sin duda, inferior para la península (¿unos 50 000?) y los efectivos orientales
que llegaron a al-Andalus no deben sumarse a los del Magrib, ya que sin duda
muchos venían del norte de África y no directamente de Oriente. Solo puede
hablarse de algunas decenas de millares de guerreros, la mayoría de los cuales
debió instalarse de modo definitivo y que, en la mayor parte de los casos,
vinieron acompañados por sus familias. Se concentraron sobre todo en
Ifriqiyá, en el sur de la península y en la marca superior (valle del Ebro), y, de
manera secundaria, al norte de Marruecos, en torno a Tánger. Más tarde,
algunos árabes de al-Andalus y de Ifriqiyá acudieron para poblar Fez, que
había sido fundada de nuevo por la dinastía idrísí. Resulta menos importante
evaluar el peso demográfico inicial de este elemento árabe que darse cuenta
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de la importantísima función social que desempeñó. Se ha llamado la atención
sobre el hecho de que, en Ifriqiyá este elemento étnico no solo logró mantener
su individualidad sin diluirse en la masa ambiente, sino que se afirmó «como
grupo piloto del cuerpo social al que invadió con su lengua, su religión y los
ideales que difundía. Por otra parte no puede dudarse de su fecundidad física
y si, desde el punto de vista biológico, la aparición de generaciones de hanifs
o muladíes y de hanifs (descendientes de varones árabes y mujeres indígenas)
debe considerarse como resultado de una cierta forma de fusión, desde el
punto de vista social se trata de una dilatación del elemento árabe».
Estas observaciones son también válidas para al-Andalus, en donde, al
menos durante dos siglos, los árabes siguieron formando un grupo
aristocrático activo, distinto del resto de la población y suficientemente
numeroso, sobre todo en las regiones meridionales, para poder medirse con
ventaja, a fines del siglo IX, con los indígenas islamizados (hanifs) y con los
cristianos mozárabes rebeldes contra su dominación. En particular, en este
último país puede pensarse que la organización patrilineal y endógama de los
linajes árabes «arrebatadores de mujeres» que, por otra parte, eran dominantes
social y políticamente, les proporcionó una fuerte ventaja sobre una
aristocracia indígena debilitada por la derrota, carente de un sólido soporte
cultural y cuyas estructuras familiares resultaban mucho más débiles. Esta
última parece haberse visto marginada, eliminada o absorbida de manera
progresiva, de tal modo que, después del siglo IX, no se la ve desempeñar
ningún papel.
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La España musulmana y cristiana en la primera mitad del siglo IX.
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interrogados sobre las costumbres de su pueblo: «Nos ramificamos en varias
tribus, clanes y familias… No practicamos mucho la ayuda mutua entre
nosotros… Luchamos unos con otros y luego nos reconciliamos; hacemos la
paz con unos mientras guerreamos con los otros». Estos bereberes explican,
asimismo, que son gobernados por las asambleas (hanifs) y que para resolver
sus litigios recurren al arbitraje «de las personas que han adquirido algunos
conocimientos y de los maestros de escuela». Precisan, finalmente, que no
están sometidos a ningún Estado y que entregan directamente a los pobres la
limosna del diezmo que exige la norma islámica.
Una síntesis de esta índole entre las exigencias musulmanas y los modos
de organización tradicional de la sociedad tribal debió realizarse en una buena
parte del Magrib, en particular en toda la zona járidjí, en la que las tribus solo
estaban sometidas a la supremacía lejana y vaga del imán de Tahert, como es
el caso de los Nafüsa del sur de Ifriqiyá, los cuales, según al-Ya‘qübi, no
pagaban el impuesto territorial a ningún gobierno. El mismo autor precisa que
en su tiempo (fines del siglo IX) los nafüsa no hablaban árabe. El
mantenimiento de las estructuras sociales indígenas debió favorecer, en la
mayoría de los casos, la conservación del beréber como lengua corriente. Pero
debe tenerse en cuenta que, de manera paralela, estas tribus bereberes se
islamizaron sin reservas y aceptaron, asimismo, el árabe como lengua de
cultura, con todo lo que ello podía implicar en lo relativo a la modificación
progresiva de los ideales sociales, de las mentalidades y de los
comportamientos cuando no se mostraban conformes con los que transmitía la
nueva lengua «oficial». Puede entreverse, por ejemplo, un nivel de
arabización bastante elevado entre los kutáma de la pequeña Kabilia cuando,
hacia el año 900, los misioneros fatimíes acudieron, para difundir el shiísmo,
a esta región rural situada en las fronteras del emirato aglabí que se había
mantenido, no obstante, prácticamente independiente del poder de Qayrawán
en el marco de una organización tribal bien conservada. Y si bien, por una
parte, a los kutáma les repugna la idea de aceptar la autoridad política y las
obligaciones fiscales que tratan de imponerles los representantes del Estado
aglabí establecidos en las ciudades situadas al pie de sus montañas, el éxito de
los fatimíes revela, por otra parte, la existencia entre ellos de una fascinación
por el Oriente al que consideran como la fuente de todo conocimiento. Esta
concepción tuvo necesariamente que favorecer la penetración de la lengua
árabe y de los ideales sociales que transmitía.
Lo que acabamos de decir acerca de las tribus bereberes del Magrib
resulta también evidentemente cierto, a fortiori, en el caso de las que se
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trasladaron a al-Andalus en el momento de la conquista de la península a
principios del siglo VIII. El medio tribal beréber andalusí no tenía, sin duda, la
importancia ni la solidez del Magrib pero los textos no dejan duda alguna
acerca de su existencia. Numerosas regiones de al-Andalus, como las
montañas andaluzas, zonas del Guadiana y del Tajo (Djawf o región de
Mérida y Marca Inferior), la Sierra Morena (Fahs al-Ballüt), el norte del Garb
(centro del actual Portugal), las zonas montañosas situadas entre Toledo y la
región valenciana (Santaver), así como buena parte de la misma región
levantina (Sharq al-Andalus), habían recibido una importante aportación
étnica beréber de la que quedan restos en la toponimia actual: Mestanza, en
las montañas situadas al norte de Córdoba; Mequinenza, en la región de
Tortosa; Cehegín, en la provincia de Murcia, y los diversos Adzaneta de la
región valenciana, que dan, todavía hoy, testimonio de la implantación de
grupos tribales coherentes de bereberes Mistasa, Miknása, Sinhádja (al-
Sinhádjiyyin) y Zanáta. Ejemplos de la misma índole pueden multiplicarse sin
dificultad. Ciudades o distritos rurales de la Marca Inferior, del Levante y de
las montañas andaluzas llevaban nombres de otras tribus como los nafüsa, los
magíla, los lamaya, cuya instalación debió producirse, con frecuencia, a
través de una ocupación de hecho de los territorios que habían conquistado,
legalizada a continuación, en la medida de lo posible, por los representantes
del poder. Así, el jurista ifriqí de fines del siglo X, al-Dáwüdi, en la parte de
su Kitáb al-amwál (tratado sobre el régimen de las propiedades territoriales),
relativa al occidente musulmán, se hace eco de tradiciones relativas a la
ocupación de Hispania durante la cual cada grupo de conquistadores —
recuérdese que los ejércitos estaban organizados sobre una base tribal— se
había apoderado de las tierras a su alcance sin que, en un principio, se hubiera
realizado un reparto legal. Consecuencia de este hecho fue que las
transformaciones, sobre todo de orden económico, siguieron a la ocupación
del suelo más lentamente en Occidente que en Oriente donde las reformas
legales pusieron en marcha un proceso de cambios agrarios que fue duradero
y rápido.
PRODUCIR
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Abü Yüsuf en su Libro sobre el impuesto territorial presentado a Hárün al-
Rashid, había sido puesta en práctica por sus predecesores bajo el califato de
al-Mahdi. Dicha reforma empieza por constatar que los campos del Iraq están
siendo abandonados y que este hecho aumenta la carga impositiva sobre los
campesinos que permanecen en su comunidad; señala asimismo la existencia
de conflictos sociales avivados por la necesidad de pagar en metálico en un
momento en que la cosecha no se ha realizado todavía. Los juristas del califa
observan asimismo que la imposición de las parcelas abandonadas, que recae
sobre la comunidad, quita a los campesinos los medios financieros necesarios
para valorar las tierras desiertas. Por consiguiente, a petición de las
comunidades campesinas del Sawád, el gobierno del califa decidió volver al
reparto de las cosechas.
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ampliar los perímetros cultivados. Se acompaña también por una política de
restauración: se conceden las tierras «muertas» a los que las trabajan de
nuevo. Hay más: la desgravación sistemática de las tierras irrigadas tiene en
cuenta los costos de la irrigación. En tierra de jaradj, el Estado exige el 40 por
100 del trigo y de la cebada obtenidos en cultivos no irrigados y solo el 30 por
100 de los que se obtienen en los regadíos; grava el 33 por 100 de la cosecha
de las viñas, de los forrajes (trébol y alfalfa) y de los restantes cultivos
obtenidos en regadío en las huertas; finalmente solo grava el 25 por 100 de
los cultivos «de verano» (como las legumbres, sandías, sésamo, colocasia,
berenjenas y también algodón y caña de azúcar). En tierra sometida al diezmo
esta política es aún más clara: 10 por 100 para los granos regados «de manera
natural» (sin intervención de máquinas, por lluvia, crecida o regadío por
gravedad), 5 por 100 para los granos regados con ayuda de máquinas
costosas, 10 por 100 de nuevo para los frutos secos, legumbres secas, fibras
textiles y cereales secundarios (mijo, arroz, sésamo), pero exención del
impuesto para las hortalizas y los forrajes. Se trata, a la vez, de cultivos
veraniegos (melón, calabaza, berenjena), de cultivos que se desarrollan bajo el
suelo (pepino, zanahoria, espinaca, melón de primavera) y de forrajes cuyo
interés para el suelo había sido reconocido por los agrónomos (fijan el
nitrógeno, sirven de abono verde o de alimentación para el ganado, dejan
libres los terrenos de pasto y suministran estiércol).
Pueden comprobarse los objetivos económicos precoces de esta reforma
compleja: el coeficiente decreciente del impuesto en relación a la
productividad del suelo incita a la valoración y al desarrollo del mismo sin
que, por ello, el Estado pierda ingresos ya que estos se recuperan gracias a las
cantidades cosechadas que son superiores a lo previsto. El Estado, por otra
parte, se hace cargo de la construcción o excavación de los canales de
irrigación. La reforma favorece la adopción de especies nuevas, la renovación
de las cualidades productivas del suelo y la multiplicación de cosechas a lo
largo del año (cultivos subterráneos y cultivos veraniegos). Además, la
desgravación afecta a los productos que resultan más fácilmente
comercializables en los mercados ciudadanos: el trigo duro de verano irrigado
que permite fabricar pastas alimenticias, el arroz cuya progresión en el mundo
musulmán no ofrece dudas, las frutas y hortalizas cuyo consumo se ve
favorecido por las modas culinarias codificadas en los libros ‘abbásíes de
recetas (carnes condimentadas con especies, frutos secos o plantas aromáticas,
carnes con almendras, pistachos o granadas, arroz y carne azucarados y con
leche agria, carne con hortalizas, puerros, cebollas, guisantes y berenjenas).
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No hay que disimular que, a pesar de algunos relanzamientos indiscutibles
de una economía alimentaria que, sobre todo en Oriente, había sufrido una
notable inseguridad durante más de dos siglos, la situación de las poblaciones
rurales se mantuvo en el nivel mediocre del que hemos hablado al referirnos a
la época omeya: el explotador suele ser un pequeño propietario o un aparcero,
menos frecuentemente un esclavo, que se encuentra dominado, a la vez, por el
rico propietario que le protege y por las exigencias de la ciudad vecina. Esta
última, como en la Antigüedad, desempeña un papel fundamental. No
obstante, antes de considerarlo, conviene echar un vistazo hacia el Oeste.
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explotadores que entran en conflicto con las decisiones abusivas del poder
central, el cual, tras haberles concedido tierras en iqta’, se las retira por
razones diversas (de naturaleza político-administrativa) o dispone de ellas de
nuevo por haber sido abandonadas de manera temporal como consecuencia de
guerras, teniendo que enfrentarse, a continuación, con las reclamaciones de
los antiguos poseedores o de sus herederos. Se asiste, por ello, a litigios entre
el Estado que, como representante de la comunidad musulmana, ejerce una
especie de propiedad eminente sobre el suelo y los titulares de concesiones
convertidas en explotaciones agrícolas que tal vez no cultiven personalmente
(aunque en algunos casos cabe suponer que lo hicieron) pero que son
asimilables a colonos militares y no a grandes propietarios de tierras. El
poder, por ejemplo, quiere imponer talas obligatorias de árboles, por
necesidades de la flota, a los colonos sicilianos. Pero estos rehúsan
argumentando que solo están obligados al servicio de guerra, al ajinad. El
poder intenta imponerles su voluntad por la fuerza, pero solo consigue que
abandonen las tierras. Del mismo modo unos bereberes andalusíes ven cómo
se les impugna una iqtá‘, resisten por las armas y, finalmente, son expulsados.
En todo ello interesa menos el resultado de estos conflictos que la relación de
fuerzas que revelan entre el poder y ciertos grupos de poseedores del suelo
capaces de rehusar un cierto nivel de exigencias estatales llegando, en caso de
necesidad, a oponerse por la fuerza.
Este nivel de exigencias estatales, en principio limitado por el mismo
derecho musulmán y que no podía, de modo verosímil, elevarse al infinito,
dada la omnipresencia de los juristas, variaba sin duda en función de la
capacidad de resistencia de los distintos grupos. Si bien los dhimmíes, a los
que se había dejado la posesión de sus tierras, no podían oponerse en gran
medida a la percepción de un jaradj elevado, no sucedía lo mismo con los
soldados conquistadores que se habían establecido en iqtás, ni con las tribus
bereberes islamizadas del Magrib, provistas de fuertes estructuras tribales o
municipales. Sin necesidad de hablar de las tribus járidjíes independientes del
emirato de Tahert o de las del Magrib occidental, sabemos que, en el interior
mismo del Estado aglabí, se había conservado una organización tribal en
muchos lugares relativamente alejados de las regiones costeras. Así, cerca de
Bádja, al-Ya‘qübi señala la existencia de un territorio ocupado por los
bereberes wazdadja, «de humor independiente, que rehúsan toda obediencia al
príncipe aglabí». Los señores árabes autónomos de Setif y de Balazma se
enorgullecían de haber acabado con los kutáma y de haberles «reducido a un
verdadero estado de servidumbre y vasallaje» porque habían logrado
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imponerles, de manera temporal, el pago de los impuestos coránicos mientras
que estos bereberes pretendían, por su parte, satisfacerlos entregando
directamente la cantidad correspondiente a los pobres bajo forma de limosna.
Puede verse que los kutáma elevaban en gran manera el nivel de su resistencia
a las exigencias estatales ya que de hecho rehusaban cualquier tipo de
fiscalidad.
Estos hechos no afectan solo al Magrib. En Sicilia y en al-Andalus
grandes partes del territorio conquistado habían sido concedidas a los grupos
de conquistadores, algunos de los cuales, a la manera de los kutáma de la
Pequeña Kabilia, aprovechaban el alejamiento o la debilidad del poder y se
sustraían también a toda obligación fiscal: este es el caso, siempre según al-
Ya‘qübi, de las tribus bereberes establecidas en la región valenciana que no
reconocían la autoridad de los Omeyas cordobeses. En el momento de la gran
crisis de fines del siglo IX, la mayor parte del territorio andalusí escapa a la
autoridad de los emires. Pese a ello no parece que las poblaciones hayan
caído, de manera general, bajo la férula de feudalismos locales que las hayan
oprimido y por todas partes se las ve resistiendo con las armas a todos los
intentos de restablecimiento de la autoridad de los emires, en castillos que se
encuentran por todo el país y que son refugios situados en lugares elevados o
auténticos pueblos fortificados en lugar de castillos «señoriales». Estas
poblaciones parecen estar mayoritariamente islamizadas y lo poco que
sabemos de ellas contradice lo que frecuentemente se afirma, sobre al-
Andalus de manera especial, acerca de la existencia de grandes masas de
colonos en situación harto mísera por encontrarse sometidos a la presión del
fisco o a la arbitrariedad de los grandes propietarios. Si esta pudo ser la
situación de los sectores menos favorecidos de entre los campesinos, caso de
los mozárabes que trabajaban las propiedades de la jüssa urbana tras la
conquista, no puede decirse lo mismo de la mayor parte de los propietarios de
tierras, descendientes de los conquistadores árabes y bereberes o de indígenas
conversos, que vivían en el marco de los pueblos o qura y solo dependían de
una fiscalidad estatal sobre la que sabemos muy poco pero que, en un
principio, no tenemos motivo alguno para suponer opresiva o para creer que
se salía de los límites marcados por las normas generales del derecho público
musulmán.
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libro de matemáticas prácticas, destinado a los geómetras de los servicios de
impuestos y de irrigación, describe en el siglo XI, con precisión y mesura,
mediante la resolución de problemas sencillos, la manera de perforar canales,
el costo de los mismos, el esfuerzo físico que requieren las máquinas de
elevación de agua movidas a brazo o con la ayuda de un buey, que permiten
irrigar los campos situados por encima del nivel de los canales y de los ríos.
Se trata de un servicio público organizado por un cuerpo de agentes técnicos
del Estado, niveladores y geómetras, que están al frente de equipos formados
por varios centenares de obreros libres, que trabajan a destajo y son pagados
en función de la cantidad de tierra que han extraído o acumulado para formar
un terraplén. De acuerdo con el terreno se perfora o se construye utilizando
grandes cantidades de haces de cañas o arbustos que se consolidan con arcilla.
Las máquinas permiten un riego constante y varias cosechas y se utilizan la
noria giratoria, con cangilones, que riega 35 ha. diarias, asegurando la
irrigación de más de 100 ha en cultivos de verano y de 150 en cultivos de
invierno, y el balancín, movido por 4 o 5 hombres, que puede acarrear en su
cubo hasta 600 litros (de 44 a 78 ha en cultivo de verano y de 100 a 138 en
cultivo de invierno). De manera paralela, en las montañas se difunde una
técnica irania, la del qanát (un canal subterráneo que capta, montaña arriba, el
agua de la capa freática y guía su recorrido a lo largo de un trazado que
aparece señalado, en la superficie, por una red de pozos de aireación y de
mantenimiento), que permite a la vez regar los suelos ligeros, arrancados a la
montaña y «cálidos», y drenar los mardjs, zonas pantanosas en las que se
encuentran aguas estancadas. Se trata de una hidráulica sabia que conoce los
peligros de la irrigación mal dosificada así como los de la salinización que
pueden afectar a los terrenos mal drenados.
Evidentemente, en el conjunto del imperio musulmán domina la
agricultura pluvial. Si bien esta solo utiliza el agua de lluvia o, como mucho,
el agua que proporcionan la pequeña hidráulica de los pozos, de las cisternas
o de las pequeñas norias elevadoras de los huertos, no deja por ello de ser
sabia: sabe «cerrar» el suelo por bina para evitar la evaporación, preparar un
suelo nivelado con una ligera pendiente para repartir adecuadamente el agua,
escalonar los trabajos necesarios para «romper» la tierra —tras las primeras
lluvias— y hacer circular el aire en primavera y, finalmente, ofrecer los
surcos al sol. Toda la ciencia geopónica de la Antigüedad, la de los romanos y
griegos (Varrón, Columela, traducido al árabe en el siglo IX, el bizantino
Casiano Baso, autor de la Agricultura de los romanos, y el pseudo-
Constantino VII) y también la de los persas (Qustüs ibn Askuraskina),
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apoyada en la cosmología aristotélica, en una observación atenta e incluso en
la experiencia, se difunde a través de una literatura agronómica cuyas
manifestaciones en al-Andalus han sido estudiadas recientemente y entre las
que se cuentan: procedimientos para abonar y enterrar pajas y cenizas,
práctica del barbecho labrado con cultivo subterráneo del nabo,
multiplicación de los procedimientos de arado, encierro móvil de los animales
sobre el barbecho muerto (para evitar el exceso de estiércol), rotación
generalizada de los pastos naturales y de los cultivos, que evita el
endurecimiento de los suelos pisoteados. Se trata de un saber verificado y
vivificado por la experiencia, cuyo lugar favorito es, sin duda, el jardín de las
cortes de los príncipes, y que se difunde a través del libro, que unifica las
técnicas, las registra de acuerdo con el método de los tradicionistas
(maximizar la cantidad de informaciones, falta de certeza absoluta) y las
critica por un método experimental.
La actitud de innovación audaz y de investigación que se transparenta en
el trabajo de los agrónomos ayuda a comprender el éxito que obtiene la
revolución de los cultivos: los new crops que se introducen o seleccionan en
los centros hortícolas de Irán, Siria y Egipto se difundirán muy rápidamente
en todo el conjunto del Dar al-Islám. Este enriquecimiento del patrimonio
floral forma parte de un amplio movimiento plurisecular que tiende a
asimilar, en el Mediterráneo, las plantas subtropicales que habían sido
ignoradas en la Antigüedad. Estos nuevos productos son, en primer lugar,
plantas de estación corta: la espinaca, que es la verdura de Isfahán (isfánáj), la
colocasia, la berenjena, también de origen iranio y que conserva en todas
partes su nombre persa (bádindján) apenas transformado (melenzana,
melinjano, etc). Estas plantas permiten un cultivo subterráneo siempre y
cuando se abone y labre bien la tierra. Aún más importante resulta la
introducción de los cultivos de verano (arroz, algodón, melón, sorgo, trigo
duro, caña de azúcar) que ofrecen, en las mismas condiciones, la posibilidad
de conseguir una segunda cosecha de verano, algo que antes se ignoraba por
completo. Los agricultores —sobre todo arboricultores y horticultores— del
Mediterráneo adoptan asimismo otras plantas: nuevos árboles frutales,
limoneros, naranjos, plataneras, cocoteros y mangos, plantas de las que se
obtienen tintes como la aleña y el índigo, plantas con raíces verticales como el
nabo, destinadas asimismo a producir cosechas subterráneas. Su difusión
resulta precoz y vasta: la Sicilia árabe conocerá, en el siglo XI, cultivos
especiales de algodón, aleña e índigo, «cañas persas», la producción de azúcar
refinado, tal vez las plataneras, con toda seguridad las palmeras datileras y,
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asimismo, la morera que se multiplica, de forma paralela, en el mundo
bizantino para el cultivo del gusano de seda.
El calendario agrícola que redacta al-Maqrízi para Egipto muestra la
importancia de los nuevos cultivos: la crecida del Nilo, que empieza en junio,
en el mes copto de abib, y alcanza su plenitud en tüt (septiembre), va seguida
inmediatamente por la siembra de los cereales, trigo y cebada, que se
cosecharán en abril, hortalizas que madurarán en noviembre, garbanzos,
lentejas, lino y trébol, cuyas cosechas se escalonarán desde abril hasta junio e
irán seguidas del cobro del primer plazo del impuesto territorial establecido
en función del catastro levantado en septiembre sobre las superficies
inundadas. En marzo y abril, sobre las superficies regadas con las máquinas
que extraen agua del Nilo y de los canales contiguos —sobre todo en el delta,
en el que se reciben las aguas acumuladas, durante la crecida, en la reserva
natural del lago Qárün, en Fayyüm, regularizada por esclusas antiguas— se
siembra el arroz cosechado en octubre, la colocasia, las berenjenas, los
pepinos, el melón, el sésamo, las espinacas, la lübiyü (alubia o judía de la
Antigüedad) y el índigo, sembrado en mayo y cuyo período de crecimiento
dura 100 días. Las cosechas de los cultivos de verano (sayjt) coinciden con la
recolección de frutas, cerezas, higos, melocotones, peras, plátanos, limones y
uvas, así como con el pago del segundo plazo del impuesto catastral.
Estas nuevas plantas se encuentran estrechamente asociadas a la política
de desarrollo por intensificación y valoración de las tierras: la caña de azúcar,
la colocasia y el cocotero mejoran las tierras salobres y absorben el exceso de
salinidad, mientras que el algodón enriquece las tierras de mala calidad. En
conjunto los árboles frutales, legumbres, hortalizas y plantas industriales
implican un mercado urbano rico, suficientemente provisto de granos y
productos agrícolas de primera necesidad, así como una cocina desarrollada y
refinada. Concuerdan con el desarrollo urbano de la época y contribuyen a
diversificar y mejorar cualitativamente la alimentación. Estas plantas
subtropicales necesitan mucha agua así como mucho laboreo y grandes
cantidades de abono; concentran, por tanto, el esfuerzo de desarrollo,
irrigación e innovación agrícola en los suburbios bien regados de las grandes
ciudades, mientras que el dry farming, realizado por otra parte de manera muy
sabia, se hace cargo de la alimentación de base.
La revolución en los cultivos se basa, en los regadíos, en la aportación de
agua y abono. La crecida y la irrigación por gravedad no resultan suficientes y
todo el esfuerzo de innovación pretende alargar el período de regadío
utilizando máquinas y canalizaciones, así como renovar las cualidades
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productivas del suelo. Si bien el abono animal no sufre grandes
transformaciones, el conocimiento empírico de la aportación de nitrógeno que
traen consigo las leguminosas (habas, lentejas, altramuces, garbanzos,
bejines) y de las plantas forrajeras verdes (alfalfa, guisante gris, trébol de
Alejandría), que se utilizan también como abono (si se las entierra en su
estado natural o bajo forma de abonos compuestos o cenizas), se asocia con la
multiplicación de las formas de uso de la azada y del arado con el fin de
favorecer la penetración del agua, mullir la tierra y eliminar las plantas
parásitas. El deseo de crear cortezas superficiales duras favorece la adopción
de plantas de raíz vertical de las que se conocen bien sus efectos mullientes,
así como de abonos compuestos por pajas y cenizas, en particular las que se
obtienen en las calderas de los baños. Una observación interesante preconiza
la elección de leguminosas de raíz corta, que fertilizan las capas superficiales
y son esenciales para el crecimiento de los cereales. Otra preocupación clara
es la de aportar al suelo elementos «cálidos» —en particular el abono de ave y
la muy cotizada palomina— pero, por razones evidentes, se descarta el abono
de cerdo y el abono humano.
En conjunto, la reforma fiscal —limitada a Iraq y esencial para las
finanzas califales— se encuentra estrechamente ligada con la revolución
agrícola —que puede compararse a la del siglo XVIII en Inglaterra— y sus
objetivos económicos comunes constituyen, en cierto modo, una premonición
de las reflexiones de los fisiócratas, pues pretenden intensificar la producción
y, gracias a ello, lograr que las sociedades campesinas no resulten aplastadas
por una fiscalidad muy dura y, al mismo tiempo, alimentar a las numerosas
metrópolis, muy pobladas y grandes consumidoras. Se trata de reformas muy
ligadas a la existencia del mercado libre ciudadano y, de alguna manera,
evitan la necesidad de una anona y de la distribución autoritaria de los
excedentes. Pero esta agricultura ‘abbásí, que permite una siembra con
rendimientos muy elevados, increíbles para el historiador de la Edad Media
Occidental (en Egipto se obtiene una media de 10 granos cosechados por cada
grano sembrado llegando a alcanzarse máximas comprendidas entre 20 y 30
granos por grano sembrado; en la Sicilia medieval, que hereda los métodos de
cultivo árabes, se obtienen medias de 8 y máximas que llegan a 20 y 22), así
como rendimientos también elevados por superficie sembrada (de 2 a 20
irdabbs de trigo porfaddán, o sea, entre 3,6 y 36 hl por ha, una media de
18 hl), es una agricultura frágil que requiere un control constante del agua en
las zonas de regadío y, siempre, abundancia de abono. Resulta, por ello,
sensible a las destrucciones repetidas de canales y ganado. No obstante, debe
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rechazarse la visión «asiática» de una sociedad hidráulica: Egipto, Iraq y el
Jurásán disponen de sistemas regionales de irrigación, al nivel del nomo, de la
comarca y del distrito, que solo pueden ser destruidos como consecuencia de
la repetición de catástrofes. Por el contrario, esta agricultura se ve
escasamente afectada por los desplazamientos de población y por el abandono
de los emplazamientos de los pueblos. En un mundo ampliamente inexplotado
y en el que hay una inmensa reserva de tierras, el capital más precioso está
constituido por la técnica y por el control del agua.
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Capitales colosales
esencial del hábitat a la ribera oriental, más elevada, protegida por antiguos
diques de tierra, pero carente de una defensa militar natural.
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La ciudad redonda, fundada en 762 y acabada en 766 gracias a una
fantástica movilización de 100 000 artesanos y obreros, presenta un plan
radioconcéntrico. Es de forma redonda perfecta, herencia de las ciudades
iranias, a través de una mística de la realeza cósmica (cuatro puertas, 360
torres, una orientación astrológica rigurosa que obliga a «desorientar» la
mezquita unida al palacio), en la que los aspectos defensivos y simbólicos
adquieren una importancia privilegiada: rodeada por un foso de 20 m de
anchura, una muralla con una espesura de 9 m aísla un espacio vacío de una
anchura de 57 m que bordea la muralla principal de una altura de 31,2 m y
espesor de 50 m en la base y 14 m en la cima. En cada puerta, una
construcción defensiva abría paso hacia el exterior a través de pasillos
acodados y permitía el acceso a los sectores del anillo habitado, estrictamente
aislados tanto entre sí como del mundo exterior. Tras la primera muralla, un
espacio de 170,7 m constituye el anillo construido, reservado a los partidarios
de los ‘abbásíes y a los militares: este anillo se encuentra cerrado en su cara
interna por un muro con un grosor de 20 m y 17,5 m de altura. En el centro de
este conjunto, de 2352 m de diámetro, se encuentra una inmensa explanada
vacía y, en la intersección de los dos ejes que pasan por las puertas, aparece el
palacio de Oro de 200 m de lado, con su cúpula verde y encuadrado por
cuatro iwánes colosales, y la gran mezquita de 100 m de lado. Nadie podía
entrar en el espacio central si no era a pie y provisto de la correspondiente
autorización. Una minuciosa vigilancia multiplica meticulosamente los puntos
de control, los cuerpos de guardia, y los pasadizos cubiertos vigilados desde
las bóvedas. El comercio, de modo particular, es recluido en las cuatro
«avenidas» cubiertas, cada una de las cuales alberga 108 tiendas, hasta ser,
finalmente, expulsado al Karj donde al-Mansür construye una segunda
mezquita aljama. Entonces la ciudad se convierte en el «dominio personal»
del califa.
Capital de los seguidores de los ‘abbásíes, se encuentra exclusivamente
poblada por los responsables y pensionistas de la revolución, por los soldados
jurásáníes (los «hijos del régimen», Abna al-Dawlá) y miembros de la familia
entre los que se incluyen los descendientes de ‘Ali, primos de los ‘abbásíes, y
se desarrolla rápidamente siguiendo dos ejes: en primer lugar, la corte califal
se desplaza hacia el este; en vida del propio al-Mansür abandona la ciudad
redonda para desplazarse al «jardín de la Eternidad» (Juld), instalado en la
cabeza de puente que lleva a la ribera oriental; más tarde, bajo al-Mahdi se
dirige a la Rusafa y, con al-Ma'mün, al Hasani. Cada soberano considera una
cuestión de honor el construir una nueva residencia ostentosa y los materiales
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de construcción que se utilizan facilitan esta política: se trata de ladrillo crudo
barato recubierto con ladrillo cocido y paneles de estuco. Tras los cincuenta
años de estancia en Samarra, cuando los ‘abbásíes regresan a Bagdad en el
892, el Hasani se convierte en el centro incomparable del poder califal.
Mientras que los palacios de los primeros califas de la dinastía eran unitarios,
el Hasani abarca dentro de su recinto varios conjuntos: el Tadj («corona»), el
Firdaws («paraíso») y 11 pabellones más. Un lujo deslumbrante acumula en
el Hasani todos los símbolos del poder: 38 000 cortinas de seda, 12 500
vestidos honoríficos, 25 500 grandes cortinas, 8000 colgaduras, 22 000
tapices, 1000 caballos, 4 elefantes y 2 jirafas, 5000 corazas, 10 000 piezas de
armadura; todo ello se presenta ante los embajadores de Bizancio en el año
917. La guardia personal se compone, entonces, de 20 000 pajes-soldados y
10 000 esclavos a los que hay que añadir un número mal conocido de criados.
Bajo al-Muqtadir (908-932) se cuenta con 15 000 esclavos y con la guardia
mudjárí, además de una guarnición de 14 000 hombres.
La capital se desarrolla en otros lugares, incluso en la orilla occidental en
donde los miembros de la familia han recibido parcelas para instalar
residencias y dependencias. Se construyen nuevos barrios, casas de vecindad
y mercados, situados en torno a los palacios, en zonas parceladas, pero
también hipódromos privados, campos de polo y residencias de los «clientes»
de los príncipes ‘abbásíes. Se advierte que los palacios califales se rebajan
con frecuencia hasta convertirse en residencias de la jássa, mientras que el
urbanismo se organiza en grandes avenidas trazadas en función de estos
palacios; en la orilla oriental, la Gran Avenida, paralela al Tigris, tiene, en el
siglo X, una topografía muy semejante a la de Samarra: las residencias se
construyen en la misma ribera, con accesos al río y vistas del agua; frente a
ellas se encuentran los alojamientos de los soldados, los establos y las
mezquitas privadas. Este urbanismo abierto, con amplios espacios, recortado
por la presencia de jardines, parques de animales y reservas de caza, con un
hábitat horizontal y sin pisos, se opone a los callejones sin salida de los
barrios cerrados y protegidos y, en particular, a los mercados. No existe
ninguna fortificación, con la única excepción del muro de tierra construido
apresuradamente por al-MustaAn para proteger la orilla oriental en el 865,
durante el año en el que se defiende del asedio de las tropas de su rival al-
Mu‘tazz.
Samarra («se alegra quien la ve») fue fundada por al-Mu‘tasim en 836
como una segunda Bagdad, con el fin de hacer frente al problema de la
seguridad personal del monarca (tras la guerra civil y la insurrección de
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Bagdad) y renovar el prestigio dinástico. Tiene las mismas características que
Bagdad y una evolución similar: su emplazamiento parece bastante mal
escogido ya que carece de agua potable y, previamente, no existía en él más
que algunos pueblos y conventos cristianos; no ofrece pues las mismas
ventajas de situación que Bagdad. Se trata, de una «fundación» absoluta: en
un principio se construyó un palacio aislado, el Qatul (en este caso se trata de
un octógono), seguido por un segundo palacio, colosal, en el que al-Mu‘tasim
se instala en 838 y en torno al cual se disponen la mezquita aljama y algunas
zonas aparceladas. Entre 859 y 861 al-Mutawakkil construye una segunda
ciudad, la DjaTariyya, con su palacio y su mezquita (llamada de Abü Dulaf,
que quedó por acabar en el momento del asesinato del califa en el 861),
provista asimismo de varios complejos palaciegos (Balkuwara, el «castillo del
Novio») construidos para los príncipes. El plano de Samarra no revela la
existencia de ningún programa defensivo: falta de fortificaciones, escasos
canales, y presencia de enormes complejos palaciegos, con inmensas avenidas
una de las cuales tiene más de 7 km. Según el modelo jurásání, los palacios
están separados de la calle por un canal cruzado por puentes y se encuentran
gigantescos hipódromos, parques de caza y pabellones residenciales situados
sobre la ribera occidental irrigada. No puede discernirse el emplazamiento de
los mercados sobre el plano, que revela, ante todo, la gigantesca distribución
ortogonal de las arterias privadas. Si bien existió una zona para los
comerciantes, los proveedores del califa y de la jássa, la ciudad aparece ante
todo como un centro militar y administrativo que distribuye, a lo largo de más
de 35 km, residencias y cuarteles, habitados simultáneamente sin que ello
implique que Bagdad haya sido abandonada en favor de la nueva capital: se
trata de la capital de una dinastía vigorosa, deportiva y guerrera, que
desconfía de sus tropas y de las posibles conjuras, en la que residirán siete
califas durante 50 años. En esta ciudad, enormemente larga, la segregación de
los grupos étnicos enrolados en el ejército evita la fusión y el contacto con la
población civil y mantiene las oposiciones sobre las que se basa la seguridad
personal del califa. Por otra parte la misma inmensidad de la ciudad garantiza
el disponer de tiempo suficiente para huir en el caso de que se produjese un
golpe armado: hace falta un día entero para cruzar la capital a pie.
Samarra y, más tarde, la Bagdad oriental después del 892 exageran la
tendencia a lo colosal y lo grandioso de las primeras fundaciones de al-
Mansür: la instalación extensiva y la ocupación del terreno se aproximan a lo
absurdo. En Samarra (6800 ha), el califa y los notables compran
escrupulosamente un suelo poco costoso: el espacio está libre, vacío, inmenso
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y, en ambas capitales, el uso del ladrillo crudo limita, afortunadamente, los
gastos que, pese a ello, resultan enormes. Salvo en el caso de los paneles
estucados y pintados al fresco, la decoración puede desplazarse fácilmente:
mármol, mosaico, cedro y teca. Se llegan a desmontar los paramentos y los
arcos para poder trasportar los ladrillos cocidos, que son muy costosos ya que
el combustible escasea, dejando con ello al descubierto los cascotes de
ladrillo crudo que son rápidamente erosionados por las inundaciones y por el
viento. Con todo, los gastos se encuentran a la altura de las grandes empresas:
la ciudad redonda costó entre 18 y 100 millones de dirhams según las distintas
fuentes, el palacio de las Pléyades le costará a al-Mu‘tadid 400 000 dinares y
el del príncipe büyí Mu‘izz al-Dawla un millón. La prodigalidad de al-
Mutawakkil impresiona a los historiadores musulmanes: según al-Ya‘qübi, el
canal inacabado de la Dja‘fariyya costó, por lo menos, un millón y medio de
dinares. En ambas ciudades, la extensión del espacio construido por adición
de nuevos barrios pone de relieve el carácter personal y autocrático de las
fundaciones: nunca se decide abandonar los antiguos palacios y barrios. El
califa manifiesta una total confianza en su destino, reforzada por las
predicciones favorables de los astrólogos, a las que se adaptan los arquitectos,
los cuales se limitan a ejecutar la voluntad del califa incluso cuando es
extravagante desde un punto de vista técnico: tal es el caso de Samarra que
carece de agua y de puentes cómodos, está expuesta a las crecidas y alejada
de las grandes rutas imperiales. De hecho, Samarra, una vez ha sido
abandonada por la corte y por el ejército, no conocerá la prosperidad de
Bagdad durante la ausencia del príncipe y se retraerá a una zona minúscula
situada cerca de la gran mezquita de al-Mutawakkil.
Focos de aculturación
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iranios que se han arabizado rápidamente y que se instalan asimismo en los
barrios en función de los vínculos de solidaridad: es el caso de los artesanos
de al-Ahwáz (las gentes de Tustar, especialistas del tejido de la seda y del
algodón). Junto a la élite administrativa, militar y religiosa, Bagdad y Samarra
ven cómo se desarrolla la ‘ümma, un pueblo turbulento, solo en parte
productivo (tejedores, albañiles, escultores de la madera, ladrilleros y
alfareros), en parte inactivo o activo de modo irregular (cargadores,
barqueros, guardaespaldas, maceras y los numerosos ladrones), preocupado
por los conflictos político-religiosos y por el patriotismo municipal.
Profundamente islamizado y también arabizado, este pueblo se compromete,
sin temor, con el sistema: son los «desnudos» que resisten durante 14 meses,
armados solo con bastones, frente a las tropas de Táhir en 812-813, cuando
surge el conflicto entre los califas al-Amin y al-Ma'mün.
La gran ciudad representa un papel que, sin duda, es esencial en el
fenómeno de la aculturación: si bien Bagdad sigue siendo una ciudad
cristiana, con su patriarcado nestoriano y sus conventos e iglesias nestorianas,
jacobitas y melquitas, así como la capital del judaísmo, con sus escuelas
talmúdicas y la presencia, en la corte, del exilarca, por otra parte la
solidaridad de los barrios cristaliza en torno a las mezquitas dedicadas a los
mártires, aquellas que guardan las tumbas de los imanes shi‘íes, en Kazimayn,
y las de los doctores perseguidos por la inquisición mu‘tazilí, situadas en
torno al mausoleo de Ibn Hanbal. La cultura astrológica, astronómica y
médica florece en palacios, observatorios, hospitales públicos y en la Casa de
la Sabiduría, fundada por al-Mamün con el fin de reunir en ella la suma de
todos los conocimientos de la antigüedad griega, pero a ella se yuxtapone —
sin que ello implique que no se produzcan fenómenos de interacción y de
circulación de ideas y personas— un Islam popular, vigoroso y atento a los
debates ideológicos, fácilmente intolerante y siempre agitado por los
conflictos entre las escuelas. El shiísmo aparece en Bagdad a partir del año
780 y pronto empieza, impulsada por los hanbalíes, una auténtica resistencia
puritana contra la inmoralidad de los poderosos.
Samarra y Bagdad son los prototipos de la vida cortesana, dedicada al lujo
y a los placeres que provocan la revuelta de los barrios puritanos y
constituyen un modelo para las provincias: el estilo arquitectónico y
decorativo elaborado por los arquitectos califales se impone en la capital del
Egipto tülüní. La gran mezquita de Samarra, construida en 849-852 y la de
Abü Dülaf (859-861), ambas inmensas (100 m por 160 y 104 m por 155,
respectivamente) se presentan como auténticas fortalezas en medio de
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amplios espacios libres: muros gruesos, planta redonda de las torres situadas
en los ángulos y de los contrafuertes que aparecen a lo largo de las fachadas,
alminares enormes. Volveremos a encontrar en la mezquita de Ibn Tulün
(879), que tiene una planta distinta (en este caso cuadrada), la tendencia al
gigantismo, la construcción de ladrillo en grandes pilares rectangulares, la
posición del alminar en el eje del mihrab y, sobre todo, la superposición de
placas de yeso decorado con rosetas e inscripciones epigráficas que sugiere un
traslado de los artistas. Del mismo modo la cocina bagdadí, la etiqueta y la
compostura y la música llegarán a al-Andalus de la mano del liberto Ziryáb,
el «Petronio andalusí», antiguo esclavo de al-Mahdí, cocinero, bailarín y
maestro de buenos modos. Son, desde luego, las grandes ciudades, las que
crean el modelo del «hombre honrado» musulmán, el adib. Sus amplios
conocimientos que le permiten brillar en la conversación y que se ajustan a las
reglas del buen gusto son los que cabe esperar que surjan, en muy buena
parte, de la formación que se exige al secretario, al kátib.
El enciclopedismo árabe codifica, en efecto, una erudición colosal,
ecléctica y algo heteróclita; refleja las tertulias en las que se charla y recita
poesía y en las que se utiliza una terminología pedante y considerable.
Emplea una memoria infinita, reforzada por procedimientos mnemotécnicos,
y desarrolla una cultura histórica, biográfica, genealógica y geográfica que
cristaliza en anécdotas, que pueden utilizarse fácilmente como ejemplos
morales, y en descripciones maravillosas de presentación agradable: todo ello
coincide bastante exactamente con los saberes que se exigen al secretario. Si
bien este debe, además, tener una formación de jurista (impuestos, estatutos
territoriales y estatutos «gubernamentales»), conocer la caligrafía y la retórica
administrativa, es su cultura general o su mundología lo que le permitirá
progresar en su carrera: se trata de un conjunto de conocimientos que abarcan
la poesía, la cocina, la música, la astronomía, etc., todo al servicio del adad, o
sea, el buen gusto. Y dado que la capital había reunido y sometido a las
normas del Islam y del arabismo las adquisiciones culturales de Irán y del
helenismo, el manual de la cultura mundana hará confluir la etiqueta de los
espejos de príncipes persas y el saber aristotélico, conocido
fundamentalmente a través de las traducciones siriacas del seudo-Aristóteles.
Responde asimismo a las críticas irónicas de los secretarios iranios y forja un
humanismo original que está de acuerdo con las tradiciones árabes.
Debido al sincretismo que empieza a actuar en Oriente, las ciudades serán
los catalizadores fundamentales del saber. A este respecto, la creación de la
«Casa de la Sabiduría» en Bagdad por al-Mamün, en 832, constituye una
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fecha básica para la historia del pensamiento humano, pues marca el
encuentro de la filosofía y de la ciencia helénicas con la cultura árabo-irania e
hindú. Los musulmanes recibieron con avidez y respeto a los grandes autores
griegos: la traducción de Platón, Aristóteles y también la de Hipócrates,
Galeno, Dioscórides, Ptolomeo, Euclides, Arquímedes, Herón de Alejandría o
Filón de Bizancio constituyeron un acicate para los doctores que
reflexionaban sobre la revelación coránica o, de manera más simple, sobre las
virtualidades de la lengua, el empirismo de la medicina o la observación
astronómica. Al-Kindi (m. 873) y al-Farábi (m. 950) fueron los primeros en
adoptar la lógica aristotélica y el movimiento mu‘tazilí del que hemos
hablado antes obtuvo gracias a ella buena parte de su fuerza argumentativa.
La magnitud de las «bibliotecas» que se constituyeron de este modo nos
parece, hoy, extraordinaria: en los comienzos del período fatimí en Fustát se
nos habla de 18 000 manuscritos antiguos, de 40 almacenes de libros, de
400 000 volúmenes, cifra, esta última, que se repite, en Occidente, para la
Córdoba de la misma época.
El campo científico sacó provecho, esencialmente, de este sincretismo.
Por otra parte, cualquier pensador, es a la vez, filósofo, biólogo y matemático:
el «Ptolomeo de los árabes», Isháq ibn Hunayn (m. 910) reunió y desarrolló
las teorías antiguas sobre la visión, la óptica y la luz, mientras que sus
contemporáneos Abü Ma‘shar (m. 886) y Thábit ibn Qurra (m. 900) hicieron
lo mismo con el movimiento de los planetas y la trigonometría
respectivamente. No obstante, debe observarse que, por una parte, antes de la
aparición de las grandes síntesis iranias del siglo XI, se trata esencialmente de
asimilar, verificar y propagar: por ejemplo, las teorías geocéntricas griegas
del cosmos todavía no se ponen en tela de juicio. Por otra parte, en un punto
esencial, la reflexión científica musulmana se separa de la herencia helénica.
Nos referimos al cálculo: en esta ocasión la India —y no Ptolomeo o Diofanto
— constituirá el punto de apoyo fundamental de la reflexión matemática;
nada mejor para probarlo que la obra, amplia y precoz, de al-Jwárizmi (m.
830), introductor del sistema decimal y del cero hindúes y también
vulgarizador del sistema de ecuaciones de segundo y tercer grado que también
toma de la matemática hindú. Su libro al-Djabr, es decir, el «número que
restaura» la unidad, cubrió, en lo sucesivo, toda reflexión algebraica.
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Cilicia, donde reside al-Ma‘mün) y las capitales provinciales (Fustát, que será
más tarde la capital de Ibn Tülün, en Egipto) se injertan, con mejor o peor
fortuna, en un desarrollo urbano evidente. Surgen numerosas aglomeraciones
en Iraq (Haditha, Qasr ibn Hubayra, Rahba, Djazirat ibn ‘Umar), en el norte
de Siria (Hisn Mansür, Hárüniyya, Masisa e Iskandarüna, reconstruidas frente
a los bizantinos) y en Palestina (Ramla), mientras brotan las ciudades iranias
en torno al arrabal árabe. Debe, no obstante, tomarse todo esto con una cierta
reserva y no creer en exceso en un aparente desarrollo urbano: ciertos éxitos
brillantes pueden ocultar el desplazamiento de las poblaciones y la decadencia
de las antiguas metrópolis. Esto es lo que sucede en Egipto con el abandono
casi total de Alejandría, que queda reducida a menos de la mitad del espacio
encerrado dentro de las murallas de la Antigüedad y se instala, en lo sucesivo,
en el cordón litoral anexo al muelle del Heptastadio, un pequeño puerto sin
importancia que ni siquiera tiene un pequeño taller para la fabricación de
moneda. De la misma manera en Siria se producirá la regresión de Antioquía.
En realidad, la evolución demográfica se conoce muy mal y los cálculos son
puramente hipotéticos. Recordemos principalmente el fin de las grandes
epidemias bajo los ‘abbásíes tras la etapa en que las pestes se producen
repetidamente desde los primeros decenios del siglo VII hasta
aproximadamente el año 745. Puede pensarse, por tanto, que la urbanización
no tiene como premisa una punción de la población rural tan catastrófica
como bajo los Omeyas o, al menos, que pudo repararse más fácilmente.
Si bien, en general, una red urbana sustituyó a otra (en Siria, donde son
numerosos los abandonos de las ciudades costeras, también en Egipto, en los
confines de la Anatolia y quizá también en Irán), en Iraq se produjo en
cambio una auténtica urbanización colosal: Bagdad mide, en el año 892, entre
6000 y 7000 ha, por lo menos cuatro veces más que Constantinopla y 13
veces más que Ctesifonte. La ciudad parece contar con medio millón de
habitantes: a principios del siglo X, en dos de las cuatro mezquitas en las que
se pronuncia la jutba (a la que, en principio, se convoca a todos los varones
adultos) se cuentan 64 000 asistentes. Se trata de un peso demográfico
completamente nuevo ya que el crecimiento de Bagdad no va acompañado
por la decadencia de las ciudades de tamaño mediano, por lo menos antes de
que los Zandjs incendien Basra en 871. Solo puede explicarse debido a la
movilización de los recursos financieros de un imperio, que permite el
«despegue» de las grandes capitales y por el aumento de la productividad
agrícola en las tierras sometidas a cultivo intensivo, que permite la
supervivencia de estas enormes aglomeraciones en las que el artesanado solo
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contribuye en una parte mínima a los ingresos fiscales y a la creación de
riqueza. Las ciudades no venden su producción al campo y la circulación de
bienes entre la ciudad y el campo es puramente fiscal. El propio peso de las
ciudades constituye un límite infranqueable para el desarrollo urbano.
La expansión que acompaña a la urbanización en el imperio ‘abbási no
implica la unidad del urbanismo. Debe dejarse de lado la idea de un «tipo
musulmán» de ciudad, en la que la mezquita ocupa una posición central y los
mercados están dispuestos en un orden iniciático fijo: las capitales omeyas y
‘abbásíes siguen un modelo contrario al de la ciudad centrada en el palacio.
Bagdad y Samarra oponen su topografía de grandes avenidas, muy distintas
de los callejones de los barrios de los mercados, al espacio limitado y
recortado de Fustát, en el que se mantiene la disposición tribal, y a la
estructura de las ciudades antiguas descompuestas por la privatización y la
usurpación del suelo de las calles. No obstante, en todas partes se impone un
modelo de casa con pequeñas variantes: se trata de la bayt de Samarra, que
conocemos gracias a las excavaciones realizadas en la capital califal,
constituida por un amplio domicilio rodeado de paredes sin ventanas y cuyas
habitaciones geométricas se abren a un patio central. El análisis de las
excavaciones de Fustát confirma que este modelo data del siglo IX: se trata de
tres habitaciones, alineadas tras un pórtico o antesala con tres vanos, de las
que la central presenta dos entrantes laterales (habitación en T invertida, de
acuerdo con la denominación usual). El patio dispone de un estanque, la
disposición general es frecuentemente asimétrica, y tanto las habitaciones
como el patio están embaldosados de forma irregular.
Sobre este esquema común, que encontramos tanto en el Magrib como en
Siraf, la necesidad y el azar injertan una serie de rasgos particulares: en las
casas de mercaderes de Siraf falta la antesala, pero las paredes altas y gruesas
soportan pisos que se utilizan como almacenes. En Fustát, al igual que en los
palacios de los príncipes, se combinan dos patios que, a veces, se componen
de dos bayts, situadas una frente a la otra, con el fin de obtener apartamentos
funcionales: en unos casos se oponen la zona de recepción y la zona familiar
o secreta (harim), en otros las habitaciones de verano y las de invierno. Todas
las excavaciones arqueológicas muestran un mismo lujo: calidad de la
construcción, buena piedra y ladrillo cocido, fábrica bien cuidada y excelentes
morteros, decoración de estuco y, sobre todo, abundancia de agua pese a las
dificultades existentes para obtenerla. En Siraf la traen dos acueductos
procedentes de la montaña y que se dirigen hacia el emplazamiento de la
ciudad, árido y aplastado por el calor. En Fustát existen depósitos
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jerarquizados (para el riego de las calles, lavado y consumo) excavados en las
rocas, que se encuentran próximos a un sistema potente de evacuación de las
aguas residuales, canalizaciones y fosas sépticas protegidas por muros y que
se limpian regularmente desde el exterior de las casas: prueba de ello es su
contenido arqueológico, homogéneo y contemporáneo de la época en que
fueron abandonadas. El ingenio, el afán de limpieza y la eficacia se
descubren, incluso, en Fustát en la construcción, en las terrazas en las que se
encuentran sistemas de captación de vientos frescos que, a continuación, se
distribuyen mediante canalizaciones: todo ello llevará, en los siglos X y XI, a
la multiplicación de instalaciones hidráulicas. Así, en una casa simétrica
ordenada en torno a una canalización a cielo abierto, una fuente, provista de
una cascada que humedece y refresca el aire, conduce a un estanque con
surtidores y criaderos de peces rojos, rodeado de arriates y zanjas para los
árboles. Este modelo, que ya es fatimí, tiene una doble simetría orientada y
corresponde a las casas de grandes dimensiones.
La tipología diversificada de las ciudades islámicas y la originalidad de
las formaciones urbanas y de sus topografías no deben hacernos olvidar que la
generación de las ciudades ‘abbásíes presenta rasgos comunes: surge una
clase que sube y que recibe el nombre de «patriciado», constituida por gentes
que viven de las rentas de la tierra, por profesionales de la religión y por
mercaderes, y que se codea con los representantes del poder central, los
secretarios, o sea, los funcionarios de las oficinas, y los militares. Con
diversos orígenes religiosos (nestorianos, zoroastrianos, musulmanes) y
sociales (juristas y profesores de tradiciones —hadith—, dihgans, antiguos
funcionarios sasánidas del distrito, mercaderes de la ruta de la seda que lleva
desde el Jurásán hasta la Transoxania y la China), pero estrechamente
asociados en función de los matrimonios que los llevan a fusionarse,
rápidamente, en familias de actividades económicas muy variadas, los linajes
patricios de Nishápür unen el prestigio de la ascendencia árabe y musulmana
de los conquistadores (los Harashi, familia de cadíes, descienden, por
ejemplo, del califa ‘Uthmán, de quien toman el nombre) y las realidades del
poder económico local: los Harashi-‘Uthmání reciben también numerosas
propiedades por sus matrimonios con hijas de funcionarios y se asocian, en el
siglo X, a mercaderes de origen persa, los Balawi.
Una imagen arqueológica extraordinariamente precisa de la hegemonía de
la clase dominante nos la proporcionan las excavaciones de Fustát y de Siraf:
son mansiones inmensas, que parecen fortificadas, protegidas por los
alojamientos de los porteros y, a veces, con entradas acodadas. Su extensión
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resulta sorprendente: en Siraf los domicilios excavados miden entre 210 y
540 m2 de superficie en la planta baja, con una media de 361 m2, sin contar la
planta alta. En Fustát la planta, menos clara (los muros, con frecuencia, han
sido arrasados al nivel de los cimientos), y la irregularidad de la parcelación,
nos permiten, a pesar de todo, reconocer conjuntos muy amplios y hacen
surgir dos módulos distintos: uno, sencillo, con un solo patio, que tiene de
180 a 200 m2, y otro, con doble patio, y 400, 500 y hasta 1200 m2. En ambos
lugares, el emporium iranio y la metrópolis egipcia, estas enormes mansiones
ocupan todo el espacio, especialmente en el campo de excavaciones de Fustát
B (350 m de longitud por una anchura comprendida entre 50 y 100 m), en el
que enmarcan amplios complejos industriales (talleres de alfarería y vidrio).
No se encuentra ningún tipo de hábitat de menor envergadura con la
excepción de ciertos restos de squatters tardíos situados en los islotes muy
destruidos que rodean la encrucijada principal. Las casas patricias, que en
Fustát han sido denominadas «castillos», aparecen perfectamente unidas sin
dejar entre sí espacio alguno que permitiera la presencia de un tejido de casas
pequeñas que ocupara los huecos. Tampoco se encuentran casas de alquiler,
del tipo de la antigua ínsula, que los visitantes caracterizaban por sus
múltiples pisos. ¿Dónde vive el «vulgo», la clase baja? y ¿dónde están las
tiendas? Si puede pensarse que los inmigrantes vivían en habitaciones de
alquiler situadas sobre las terrazas de los patricios y que los trabajadores
habitaban en los mismos talleres, estas constataciones multiplican los límites
de la pretendida exuberancia de los mercados y del desarrollo de la clase
media de los artesanos. Surge, entonces, una imagen de la ciudad que
manifiesta la dependencia íntima de los asalariados y supone la integración de
los débiles en el seno de estas grandes casas: esto ilustra la existencia de
clientelas familiares y, de manera más general, la base familiar de la
organización urbana.
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profesionales a partir de un «pacto de honor» artesano cuyo gran maestro
habría sido el barbero del Profeta, Salmán el Persa, llamado «el Puro». Se ha
podido demostrar que esta especulación es tardía y que establece una
confusión entre el nacimiento de la jutuwwa, una sociedad política sin
carácter profesional, contaminada por los ritos iniciáticos de los ismá'ilíes,
que surge a fines del siglo IX, y la organización estatal dedicada a la
supervisión del trabajo urbano.
Esta última es muy antigua: en ciertos oficios se organiza desde la época
omeya y, bajo los ‘abbásíes, empieza a someterse al control de los guardianes
del comercio, los almotacenes o muhtasibs. Estos son especialistas elegidos
para garantizar la calidad del producto, supervisar los precios y asegurar que
los maestros se inscriban en los registros fiscales. Bajo su guía los oficios se
mantienen abiertos: el aprendizaje, la admisión en la profesión y su ejercicio
no están sometidos a ninguna regla restrictiva o coercitiva. Tampoco se
impone la localización topográfica de las actividades por más que se vea con
buenos ojos la agrupación de los oficios que permite una vigilancia más fácil.
Si nace un «espíritu de cuerpo», ello se debe al mismo peso sociológico que
hace que los hijos sigan las profesiones de sus padres o de sus tíos y solo
podemos citar un número limitado de casos de conflictos de grupo entre
oficios (encargados de baños contra comerciantes de sal en La Meca, oficios
de la alimentación contra zapateros y mercaderes de telas en Mosul, en 919 y
929). En este cuadro institucional o contra él, el mundo artesano no
manifiesta ninguna aspiración democrática determinada y no se constata
ninguna penetración masiva de las teorías ismá'ilíes en los medios
profesionales; por otra parte, el interés que manifiestan los escritores por el
mundo del trabajo no es más que una reminiscencia escolar de la cultura
antigua.
En todas las ciudades del mundo islámico, las necesidades del consumo
imponen la presencia de los oficios relacionados con la alimentación y con la
transformación final de los productos. Junto a los proveedores de las
residencias aristocráticas (mercaderes de hortalizas y frutas, frecuentemente
especializados de manera muy específica en un único producto, comerciantes
en granos, lecheros, mercaderes de vinagre, vino y vino de dátiles,
pescaderos, vendedores de mariscos, carniceros y vendedores de aves de
corral) y a todos los oficios relacionados con las cadenas de producción
(desde el mercader de ganado hasta el matarife, descuartizador, carnicero,
tripero y fabricante de salchichas; igualmente y, desde el mercader en grano
hasta el molinero, vendedor de harina, panadero, hornero y una gran variedad
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de tipos de pastelero), el mercado o zoco ve surgir gran número de fabricantes
de diversos platos cocinados, destinados a la alimentación de las clases
populares que no cocinan, bien sea por temor a los incendios o por falta de
medios para comprar alimentos al por mayor, y recurren a la casa de comidas.
Son platos de pescado, arroz, legumbres, carnes en salsa (de buey, que se
contrapone al cordero considerado como la carne de los ricos, y de camello),
menudos, buñuelos y dulces de miel. La comunidad social y cultural se
expresa, desde al-Andalus y Sicilia hasta el Irán, gracias a la difusión de esta
cocina callejera; existen platos que permanecen sólidamente implantados, en
el Palermo del siglo XX, con sus nombres árabes (cália o sfincio). También el
hammam surge por todas partes: se ha olvidado su origen griego, que se ha
visto desplazado por la necesidad ritual que impone el Islam. También en
todas partes se desarrollan los oficios relacionados con la construcción, que
son muy numerosos, los fabricantes de muebles (cofres, asientos, armarios),
las profesiones relacionadas con el cuero (esenciales para el mobiliario y los
recipientes), con los tejidos (el sastre, cuyo salario elevado y prestigio social
subrayan el carácter altamente técnico del oficio) y las artes del fuego
(herrero y ceramista).
La circulación interregional de productos de artesanía afecta, además de a
un gran número de productos alimenticios que se conservan (confituras, frutas
confitadas, frutos secos, verduras en vinagre) y pueden transportarse sin
excesiva dificultad, a los productos elaborados de alta calidad y, en particular,
a los textiles, armas, papel y cerámica decorativa. Las técnicas, pese a la
unidad política, se difunden lentamente y su difusión se debe más a la
emigración de los operarios que a la imitación (así, en Fustát, los fabricantes
de pañuelos de lino proceden de Amida, en Mesopotamia). Esto concuerda
con la extraordinaria capacidad visual que adquieren los clientes para
reconocer las calidades, los orígenes y la habilidad manual adquirida por las
sucesivas generaciones que trabajaban con una continuidad perfecta, de tal
modo que se llegan a inventar expresiones para denominar los trabajos
efectuados, de acuerdo con las normas y procedimientos tradicionales de las
regiones de origen, por los obreros emigrados: de esta manera, los tapices
tejidos en Ramla, Palestina, por operarios procedentes del Tabaristán
recibirán el nombre de tabarí ramli. La localización de estas «especialidades»
se debe en gran parte a las materias primas que, cuando son pesadas, resultan
de transporte difícil. De este modo, la metalurgia se sitúa principalmente en
las regiones mineras: es el caso de las industrias de armamento armenias,
afganas y de la Transoxania, de la siderurgia damascena, que no se encuentra
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lejos del hierro del Taurus y de la Cilicia, de las forjas del Dágistán, del
Adhárbaydján, de Níshápür, de Isfáhán, de la calderería de Mosul y de la
industria del latón en Herát y Baykand. Pero Damasco, donde se desarrolla
una industria del cobre, y el delta egipcio, donde Tinnis crea una industria
especializada de cuchillería, muestran el papel que adquieren los medios
artesanales de tradición antigua y de alto nivel técnico a la hora de establecer
tales centros y poner de relieve su fama.
La industria textil —sin duda la de mayor importancia y la que acapara lo
esencial de las inversiones familiares dedicadas a la adquisición del
mobiliario y al establecimiento de una reserva eventual— presenta una
especialización análoga de los centros de producción que, de la misma
manera, se distribuyen en función de las materias primas: lana de Egipto, de
Siria y del arco de montañas que va del Taurus al Irán a través de Armenia y
del Tabaristán, lino del delta egipcio, algodón del Jurásán y de la Djazíra,
seda cruda del Jurásán y de al-Ahwáz. Evidentemente, el transporte, más
fácil, de ciertas materias primas, que se cotizan de manera especial, favorece
la multiplicación de centros y la diversificación a ultranza de los productos:
tapices de Tiberíades, de Armenia, del Adhárbaydján, del Tabaristán, del
Jurásán y de Transonia, tapices bordados con agujas del Fars, mantos a rayas
del Yemen, tejidos de algodón del Kima, pañuelos del Tabaristán, satén del
Jurásán, brocado y dibádj (trama y urdimbre de seda) de Tustar, tafetán attábí
de seda y algodón de Siria, vestidos del Fars, tejido siqlatün con grandes
círculos ornamentados de Bagdad, gasas de lino egipcio, el sharb y el qasab
del delta. Esta breve lista solo nos permite atisbar la gran variedad de
productos existentes, entre los que se encuentran ciertas imitaciones
declaradas de modelos de prestigio como los «cinturones armenios» de Tib,
en al-Ahwáz.
Por otra parte, nos encontramos ante la primera fase original de un arte
decorativo que puede calificarse de «musulmán», de la misma manera que el
arte de los Aqueménidas acabó por ser «persa». Dicho de otro modo, al
encontrarse en presencia de tradiciones frecuentemente antiguas y poderosas
como la exuberancia floral hindú, el arte que representa figuras de animales
en el Oriente Medio mesopotamio y las representaciones «historiadas» y en
materiales suntuosos de Egipto y Siria bizantinos, los califas o su entorno no
pensaron por un momento en imponer una tradición exótica que, por otra
parte, no les proporcionaba el arte árabe preprofético. Atrajeron en torno a
ellos, y sin pretender una colaboración exclusiva, a artistas de las regiones
más diversas y, en una primera etapa, les permitieron trabajar de acuerdo con
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modelos que, indiscutiblemente, eran bizantinos o sasánidas, como sucedió en
Damasco o en la cúpula de la mezquita de la Roca en Jerusalén. En el 722, el
califa omeya Yazid II trató de presionar sobre el arte al prohibir, incluso antes
que los bizantinos y sufriendo tal vez la influencia de una concepción muy
rigorista en el Oriente Medio, toda representación de criaturas, considerada
como una manifestación inadmisible de «competencia» con Dios. Pero, si
bien los edificios dedicados al culto se adaptaron a estas exigencias —que,
por otra parte, fueron suscritas con mayor suavidad por los ‘abbásíes—,
subsiste un número suficiente de motivos decorativos en edificios privados,
así como de cerámicas o miniaturas anteriores al siglo X, en los que aparecen
figuras humanas: tal es el caso del palacio de Qusayr‘Amra, en Jordania, y
ello nos permite dudar de la eficacia del espíritu iconoclasta musulmán.
A partir de aquí, y en una segunda etapa, la concurrencia de las diversas
corrientes estéticas hizo surgir una fuente de inspiración original que resultó,
en definitiva, bastante homogénea de un extremo al otro del Dar al-Islám.
Dado que la pared, la puerta, la columna o el plato no deben utilizarse como
comentario o ilustración de un versículo sagrado o de un tratado jurídico,
carece de importancia que el arte apunte, o no, a la realidad, a lo concreto. Por
ello la expresión artística musulmana será abstracta, se situará al margen de la
vida, como puro sueño y misterio, sin más significado que la armonía de las
formas. La estilización, la geometría, la imbricación y la repetición infinita de
las figuras constituyen su tema fundamental. Curvas, contracurvas, rombos,
mocárabes y ornamentos florales que se multiplican, debido a un horror al
vacío que es, aquí, totalmente medieval, sobre el estuco, la madera, el marfil,
el barniz de los azulejos, el tejido, el vestido, hasta alcanzar un exceso que
resulta agobiante para nuestra estética occidental. Los dos únicos elementos
que podrían romper esta monotonía exuberante no alteran mucho el conjunto:
el primero es el «arabesco», o sea, la inscripción piadosa en rasgos estilizados
que se mezcla con la decoración, la cual, a su vez, toma sus formas del
aspecto mismo de la escritura árabe que se construye a base de bucles y cortos
segmentos curvados. Estas inscripciones resultan, a veces, difíciles de
distinguir de la ornamentación floral vecina. En lo que respecta a la
introducción, típicamente «oriental», de motivos a base de figuras de
animales, tanto si se trata de monstruos como de fauna real, elefantes,
camellos, leones, pavos reales, pero también aves fénix, dragones, unicornios,
pájaros de fuego, que encontramos luchando, enfrentados, formando filas, la
estilización les hace perder buena parte de su interés «óptico», que es
sustituido por el valor simbólico que encarnan y que resulta bien conocido.
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Sin duda, es algo artificial el contemplar el nacimiento de este arte desde
la ciudad: muchos palacios rurales han desaparecido. Pero la riqueza y el
costo probable del arte desarrollado en la corte o asociado con el culto
justifican su asociación con los centros fundamentales de aculturación que
son los enormes conjuntos urbanos.
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metrópolis se llevó a cabo, ya desde la época de los gobernadores, y, más
tarde, durante el período aglabi, una red completa de obras hidráulicas —
depósitos de almacenamiento y canalizaciones— de la que todavía quedan
restos en los alrededores de la ciudad.
La línea general de la evolución es la misma en todo el occidente
musulmán aunque debe tenerse en cuenta que, en la mayoría de los casos, se
trata de la reanimación y de la reestructuración de ciudades antiguas en
decadencia más que de la fundación de ciudades nuevas. La excepción
principal está constituida, evidentemente, por Fez, fundada hacia el 789 bajo
Idris I y, más tarde, ampliada a principios del siglo IX por Idris II, quien
distribuyó a los árabes procedentes de Ifriqiyá y al-Andalus en barrios
tribales. En Túnez, la mezquita catedral (la Zaytüna) fue construida por el
gobernador Ibn al-Habháb (732-741) y se vio rodeada, rápidamente, de zocos.
En el Magrib occidental, la urbanización del país se desarrolló dentro del
marco de los principados idrisíes, cuyos centros fueron ciudades fundadas en
el siglo IX, como al-Basra, o pequeños núcleos preislámicos. De entre ellos,
varios acuñan moneda y las abundantes emisiones de dirhemes dan testimonio
de la progresiva «monetarización» de la economía.
Apenas conquistada Córdoba, el gobernador al-Samh (719-721) hace
reconstruir en piedra el puente romano sobre el Guadalquivir y restaurar la
muralla parcialmente derruida. La historia de las ampliaciones sucesivas de la
mezquita aljama, corazón material y espiritual de la aglomeración, ofrece
claros indicios sobre el crecimiento de la gran metrópolis andalusí. En al-
Andalus, este edificio tiene un papel que puede compararse al santuario de
Qayrawán, en el Magrib: hacia el año 766 o 768 se empezó a construir, en el
emplazamiento de la catedral, adquirida a los cristianos, un edificio al que se
hicieron continuas adiciones hasta mediados del siglo X, con lo que adquirió
un tamaño grandioso. La sala de oración (180 m por 120 m), más grande que
las de Samarra o Fustát, comporta 19 naves sostenidas por más de 850
columnas de mármol, unidas por una doble red de arcos de piedra blanca y
ladrillo rojo. Varias cúpulas recubiertas de mosaico, una decoración floral a
base de estuco y paneles de alabastro grabados con inscripciones piadosas dan
testimonio de una inspiración claramente autóctona, «visigótica», por no decir
romana. Este edificio, el más considerable que nos ha legado el Islam
medieval, constituye, por sí solo, una prueba de la amplitud de medios y de la
fuerza política y económica de los emires omeyas que se refugiaron en
España tras la matanza del 750. Para los viajeros árabes, Córdoba es la única
rival posible de Bagdad. La célebre «revuelta del arrabal» del 818 muestra la
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extensión, ya considerable en esta época, que han adquirido los barrios
populares situados frente a la antigua ciudad romana, al otro lado del
Guadalquivir. Habrá que esperar, no obstante, a la primera mitad del siglo X,
bajo el califato, para que Córdoba, como Qayrawán, se vea superada por una
ciudad principesca, Madinat al-Zahrá‘.
Estas ciudades o, al menos, las más notables de entre ellas, se convierten
rápidamente en núcleos de vida intelectual. Esto no afecta solo a las capitales
políticas sino también a los centros de mayor envergadura: Túnez, por
ejemplo, tiene, al igual que Qayrawán, sus sabios y sus tradicionistas y su
mezquita era, ya antes del período aglabí, un centro de cultura y de enseñanza
famoso. Una ciudad geográficamente tan marginal como Zaragoza, situada en
la frontera del mundo franco, no es solo una plaza fuerte y un centro de
intercambios comerciales. Por el contrario, a través de los diccionarios
bibliográficos andalusíes puede adivinarse, desde los primeros tiempos del
Islam y durante todo el período del emirato de Córdoba, la existencia de una
notable vida religiosa e intelectual de la que da testimonio la treintena de
hombre de religión, juristas y letrados oriundos de esta ciudad o que vivieron
en ella antes de la proclamación del califato (929) cuyos nombres fueron
considerados dignos de ser preservados por los biógrafos en sus repertorios.
Lo mismo sucede en Toledo, a pesar de que esta ciudad fue, étnicamente,
poco arabizada y que estuvo permanentemente en estado de disidencia
política con el poder central de Córdoba, llegando incluso a aliarse contra él
con los cristianos del norte de la península. Desde los comienzos del emirato
encontramos en Toledo a un grupo de personajes dedicados al estudio de las
letras y de las ciencias religiosas que viajan a Oriente para escuchar las
enseñanzas de Málik ibn Anas (m. 795). A su retorno, estos estudiantes se
convirtieron en maestros y difundieron sus conocimientos entre sus
compatriotas. Algo más tarde, en la primera mitad del siglo IX, otro grupo se
dirige, en viaje de estudios, a Qayrawán para recibir, en esta ciudad, la
enseñanza del gran jurista málikí Sahnün. Resulta obvio, en efecto, que tanto
en Toledo como en Zaragoza, toda la ciencia procede de Oriente, bien sea de
manera directa a través del viaje que muchos eruditos han realizado con el fin
de buscar el conocimiento en sus mismas fuentes, bien de manera indirecta a
través de Córdoba o de Qayrawán, ciudades en las que también se transmite la
enseñanza de los maestros orientales. Uno de los elementos sociales más
activos está constituido, en los centros de población importantes, por el grupo
de doctores en ciencias religiosas y jurídicas del que se conoce, por ejemplo,
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el papel importante que representó en el levantamiento del arrabal de Córdoba
del 818.
En su calidad de capitales políticas y administrativas, lugares en los que
reside la aristocracia militar, centros de producción y de intercambio, focos de
vida intelectual y de irradiación cultural, las ciudades del Occidente
musulmán se animan rápidamente, a medida que se desarrolla el nivel de
civilización y de integración al mundo musulmán de estos lejanos límites del
Dar al-Islám. Se ha señalado, a propósito de Ifriqiyá, donde la sociedad se
encuentra, en buena parte, dominada por el hecho ciudadano, la existencia de
una tendencia excesiva a considerar las ciudades como organismos amorfos,
dóciles y sumisos sin reservas al poder. La ciudad ifriqí del siglo IX es, por el
contrario, el centro neurálgico que agrupa las fuerzas vivas de la región, un
lugar de tensión permanente entre los múltiples clanes burgueses o
aristocráticos y, por su propia naturaleza, un medio de fermentación perpetua,
tal como puede observarse a través de la historia agitada de Qayrawán, Túnez,
Trípoli o Palermo durante la época aglabí. Este dinamismo se percibe también
en al-Andalus, pero debe tal vez subrayarse que, en ambos casos, parece
agotarse en una agitación cuya lógica comprendemos mal, ya que está
marcada por revueltas y luchas de clanes, bastante estériles en apariencia,
que, posiblemente, deban relacionarse con la falta de estructuración y de
autonomía orgánica de las ciudades de la Edad Media musulmana.
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al-Andalus), mientras que a otros les han sido concedidas amplias
concesiones territoriales, razón por la cual se encuentran relativamente
«desmovilizados», en la medida en que no dependen directamente del Estado
para su subsistencia. Este último, por otra parte, confía más, para las
operaciones de policía y expediciones de importancia limitada, en la guardia
del príncipe o en las tropas acuarteladas formadas por mercenarios o soldados
de condición servil que han sido reclutados entre los bereberes, esclavones
(esclavos de origen europeo) o negros, por encontrarlos siempre a su
disposición y por considerarlos más seguros, dada su experiencia de las
múltiples revueltas del ejército tradicional. No obstante, en caso de campaña
importante o de peligro inminente, siempre puede apelar a este último.
Se clasifica también dentro de la élite a la categoría importantísima de los
fuqahá, es decir los intelectuales, especialistas en las ciencias jurídico-
religiosas o fiqh, cuyos nombres llenan los diccionarios biográficos y que,
partiendo a veces de un origen humilde, podían elevarse gracias a su ciencia
hasta los más altos puestos del Estado. De este modo, el cadí de Qayrawán,
Asad ibn al-Furát, encargado en el 827 de dirigir al ejército que se embarcaba
para Sicilia, al acordarse de su pasado de modesto alfaquí en medio de los
honores que le rodeaban, se dirigió a sus compañeros exhortándoles a cultivar
la ciencia del derecho que —según les decía— podía abrirles todas las
puertas, incluso la del mando de los ejércitos. Muchos acceden a funciones
oficiales, en primer lugar a las de la judicatura (cadí o juez, mufti o consejero
del cadí) o a cargos relacionados con el servicio de las mezquitas (dirección
de la oración y de la predicación). Los más famosos entran en los consejos de
los soberanos, pero algunos tienen el prurito de rechazar cualquier
compromiso con el poder, lo que, evidentemente, incrementa su fama entre el
pueblo. Orgullosos de este prestigio pueden, a veces, llegar muy lejos en la
crítica o, incluso, en la oposición declarada a determinada medida adoptada
por el poder. Algunos se dedican, simplemente, a la enseñanza y esta
actividad les proporciona, por lo menos, una parte de sus medios de
subsistencia.
Este grupo social unificado por su formación y por su función (se trata,
siempre, de establecer lo que es conforme a derecho), así como por sus
orígenes y actitud con respecto al poder, representa un papel fundamental en
la sociedad musulmana entre fines del siglo VIII y principios del X. Son los
alfaquíes los que difunden en Ifriqiyá y al-Andalus la doctrina málikí, una de
las escuelas más rigoristas dentro del Islam ortodoxo. Aunque pueden
proceder de las categorías sociales más diversas, la mayoría de ellos parece
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haber surgido de una especie de clase media, situada al margen de la división
entre al-jássa y al-al-‘ámma y constituida por los comerciantes que formaban
una burguesía de hecho aunque no estuviera reconocida por la jerarquía
oficial; pese a esto último debe señalarse que, en Córdoba, los notables más
acomodados de los arrabales y de los bazares aparecen, a veces, ocupando el
último lugar dentro del orden protocolario. En efecto, a través del laconismo
de las biografías en torno al tema de los medios de existencia de estos
alfaquíes, se entrevé que un número considerable de ellos procedían de
familias de mercaderes e incluso se dedicaban, ellos mismos, al comercio en
una civilización en la que esta actividad no era, en modo alguno, objeto de
ningún descrédito social ni religioso, sino más bien lo contrario.
Numerosas obras atraen la atención sobre la imbricación de intereses entre
comerciantes y alfaquíes y subrayan el respeto de los primeros por la ciencia
del derecho y la interconexión de las redes de circulación de los mercaderes y
los intelectuales puesta de manifiesto por los esquemas de viaje que
combinaban los intereses de ambos órdenes, así como el hecho de que la ley
islámica fue codificada en la época en que la sociedad urbana musulmana
estaba dominada por una mentalidad comercial. Puede discernirse, entre los
alfaquíes andalusíes del siglo IX, la existencia de una oposición entre un
primer grupo de juristas estrechamente especializados en elfiqh e interesados
por el ejercicio del poder, y una generación posterior, abierta a las ciencias
religiosas que entonces hacían, cuyos representantes se dirigieron a Oriente y
adquirieron un prestigio superior al de sus rivales. Tal vez los segundos sean
el resultado de una creciente integración de al-Andalus en las redes de
intercambio del mundo musulmán, así como de la ascensión de las clases
urbanas ligadas al desarrollo de la producción y del comercio. A pesar de ello
no debe llevarse demasiado lejos la identificación entre clase comerciante y
clase intelectual: en primer lugar porque existen categorías de comerciantes
con un nivel social muy diferente (los tudjdjár, que se dedican al gran
comercio y están relacionados con los medios dirigentes, y los pequeños
tenderos de los zocos ciudadanos, que forman parte de la ‘ámma y están
sometidos a la jurisdicción del sáhib al-süq). Desde luego, los intereses de
estas dos categorías no son los mismos. La prosperidad del comercio a gran
distancia que, en buena parte, es practicado también —especialmente en
Occidente— por mercaderes no musulmanes, judíos y cristianos, carece de
relaciones estrechas con el contexto económico regional o local. Sería
abusivo, por otra parte, presentar a los alfaquíes como una clase
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exclusivamente urbana, por más que se encuentren muy ligados al medio
ciudadano por su formación y, frecuentemente, por sus actividades ulteriores.
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en el siglo X en Egipto y, poco después, en España, particularmente en Játiva,
iniciándose así un comercio de exportación de papel de gran calidad hacia
Egipto. Se trata de un papel fabricado con trapos desmenuzados a los que se
añade cola de almidón, que se alisan, finalmente, sobre una capa superficial
de harina y almidón y cuya masa se colorea con frecuencia. Toda una gama
de colores (amarillo, azul, violeta, rosa, verde, rojo) muestra la perfección
técnica que se ha alcanzado, mientras que su uso como envoltorio
(cucuruchos y paquetes) a partir del siglo XII da testimonio de la
democratización del producto.
La arqueología nos permite seguir la circulación de Oriente a Occidente
de un producto de gran difusión como la cerámica. La herencia bizantina y
sasánida (vidriado plomífero y decoración estampada) se une, en un principio,
al deseo de imitar las producciones chinas importadas a través del golfo (el
verde celadón y los gres T’ang). Varias escuelas nacen dentro de una
atmósfera de revolución técnica impetuosa que revela un extraordinario
espíritu inventivo: Irán imita los splash ware T’ang (policromía con trazos de
color por debajo del vidriado) y añade una variante propiamente islámica, la
incisión por esgrafiado bajo la decoración coloreada. Susa, Rayy y Samarra,
para imitar la porcelana blanca de los Song (cuyo procedimiento de
vitrificación a alta temperatura sigue siendo desconocido), inventan una loza
monocroma blanca con incisiones delicadas bajo el vidriado estannífero y,
sobre el blanco opaco de la loza, añaden una decoración seudoepigráfica y
temas florales en azul cobalto. El conjunto constituye una de las grandes
aportaciones de los fabricantes de loza islámicos que será adoptado, a su vez,
por la China e inspirará las fábricas de Delft. En Nishápür y en la región que
la rodea aparecerá una cerámica ornamentada con barnices de colores sobre
barniz blanco que adopta, en torno al motivo Tao, una decoración a base de
epigrafía cúfica. En Samarra, finalmente, se lleva a cabo la elaboración
precoz del lustre metálico: la cocción, en una atmósfera reductora, de las
piezas de loza hace aflorar en la superficie las sales metálicas, mezcladas en
exceso con el vidriado, e imita la vajilla metálica condenada por los doctores
rigoristas. Estos productos (con excepción de los barnices jurásáníes)
aparecen asociados al lujo de las capitales califales y se difunden muy
rápidamente por la gran vía que va de Oriente a Occidente. Son exportados,
tal como sucede con los azulejos polícromos brillantes que se utilizan, en 862,
en la mezquita de Qayrawán y con los que llegan, en 936, a la capital
española de Madinat al-Zahrá, cerca de Córdoba. También son objeto de
imitaciones: azulejos bícromos de Qayrawán, reflejos metálicos y esgrafiado
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del Egipto fatimí, en el que trabajan artesanos de la loza coptos que llevan a
cabo obras religiosas. A partir del 771 se fabrica, en Fustát, vidrio esmaltado
de acuerdo con una técnica semejante y, hacia el 900, junto a los vidrios
tradicionales tallados y grabados con torno, surge un vidrio decorado con
trazos de color. Estos últimos ejemplos muestran las estrechas relaciones
existentes entre las distintas artes que utilizan el fuego, subrayan la función
ejercida por las capitales provinciales como etapas en la migración de técnicas
y justifican la solidez de las relaciones de intercambio en todo el ámbito
islámico.
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en otros centros textiles que, dada su especialidad, tienen una fama particular
hay talleres descentralizados o, mejor, marcos administrativos dirigidos por el
«señor del tiráz», con capacidad jurídica para movilizar a los artesanos a
cambio de una remuneración justa. El taller califal no es una manufactura sino
una administración. En cada centro existe una residencia-almacén que, en el
caso del tiráz egipcio, es un vínculo simbolizado por la barca nilótica del
«señor» que recoge los productos y procede a verificar el funcionamiento de
su máquina administrativa. El estatuto eminente de este alto funcionario
queda subrayado por su presencia en las ceremonias califales, en las que
presenta los vestidos reservados al príncipe de los creyentes.
El tiráz (una palabra persa que significa «bordado») forma parte en
realidad de los derechos exclusivos de la majestad soberana, al igual que la
oración y la moneda. En efecto, en los tres casos se exalta el nombre del
príncipe: el tiráz es una banda de tejido en el que aparece su aláma, su divisa,
bordada en oro o en color. Solo puede llevarlo el soberano o, en virtud de una
orden expresa suya, aquellos a los que hace objeto de una gracia especial. Su
carácter político queda subrayado por la presencia de eulogias y bendiciones
propiamente dinásticas y, a veces, bajo los fatimíes, por expresiones tomadas
del credo ismá'rlí y por inscripciones con los nombres de los visires o
allegados al califa —sus mawáli, sus clientes— que han ordenado la
fabricación del tiráz. Es una prerrogativa soberana que se asocia con el
derecho califal de revestir la Ka‘ba con un velo de seda tejido por el taller
estatal, con la práctica de la distribución de un turbante y una vestimenta
negra al predicador oficial encargado de la oración. No es de extrañar, por
ello, que Hárün al-Rashid mencione el tiráz en su testamento junto al
impuesto territorial, el correo o el Tesoro, entre los engranajes del Estado y
precisamente como expresión de la gloria del califa. Del mismo modo, el
primer indicio de la revuelta de al-Ma'mün será suprimir el nombre de su
hermano de los bordados del Jurásán. A partir de los Omeyas, Egipto parece
privilegiado en la repartición geográfica de los talleres: Ajmim, luego Fustát
y, más tarde, Bansha, Dabiq y los tiraz del Sa‘id, el Alto Egipto. Las
indicaciones que nos suministran los fragmentos que se han encontrado en
Samarra y en Egipto establecen la diferencia entre una oficina destinada a la
producción reservada al califa, tiraz al-jássa, y otra de carácter público, tiraz
al-‘ámma, que, bajo al-Amin, se encuentra en Fustát, y cuyos productos
gozaban de una distribución más amplia y eran, sin duda, distribuidos a los
funcionarios, a los servidores del califa (en particular a los predicadores
oficiales) y a los militares, o incluso vendidos. Esta comercialización no deja
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de ser hipotética: se encuentra excluida en Tinnis en 1047, por el testimonio
de Nasiri Jusráw, pero podría justificar la gran dispersión de los hallazgos.
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unificación comercial ya que subsisten aduanas interiores como el masín de
Djedda, que grava las mercancías procedentes de Egipto. Asimismo las
acuñaciones monetarias respetan durante largo tiempo las peculiaridades
regionales, los monometalismos en plata y oro. Solo de forma muy lenta se
producirá una unificación de la circulación, tal como lo atestiguan los tesoros,
mientras permanecen áreas comerciales muy distintas que traducen
importantes desniveles en los precios: Iraq y la Djazira por una parte, Siria y
Egipto por otra. La abundancia misma de las emisiones monetarias no puede
haber impulsado de manera decisiva la circulación comercial y la producción.
La economía del imperio resulta perfectamente rígida al no producirse una
revolución técnica —de la que solo hay indicios en la cerámica y, de manera
tardía, en el siglo X, en la industria textil de lujo— y solo en una etapa mucho
más tardía se constituirán nuevos mercados gracias a la democratización de
las sederías de la que dan testimonio los documentos judíos de la Genizá en
Egipto. La puesta en circulación de metales preciosos solo trae consigo un
alza de precios. Los datos que se han podido recoger con enorme paciencia
permiten apreciar su enorme importancia: en el siglo VIII los precios del grano
y del pan se multiplican, al menos, por cuatro. El fenómeno se explica, en
parte, por la reducción de las superficies cultivadas acompañada por un
probable crecimiento demográfico, pero debe aceptarse el testimonio del
propio Hárün al-Rashid: un dirhem de al-Mansür valía más que uno de los
dinares que él acuña 30 años más tarde.
Por consiguiente, la conquista musulmana solo contribuye a unificar la
clase mercantil, a particularizar los tipos de mercaderes e instituciones
comerciales, en particular las formas de cooperación descritas por las obras
jurídicas a partir del siglo VIII. Junto al artesano productor-distribuidor que
vende directamente al cliente, el mundo musulmán ve desarrollarse la figura
del cambista, liberado de los límites institucionales que enmarcaban su esfera
de acción. Se produce un retroceso en la distribución estatal (desaparición de
la anona). La gran propiedad autárquica y la autosubsistencia campesina
desaparecen ante el mercado libre, estimulado por la fiscalidad. El
comerciante se ve, asimismo, liberado de las obligaciones tradicionales:
obligación de afiliarse a una asociación, derecho preferente y monopolístico
de compra por parte del Estado o de la corporación. Por otra parte, sigue
sometido a la obligación de residencia en factorías en el extranjero, se le
encargan misiones de espionaje y está ligado al poder, que lo utiliza como
banquero y recaudador de impuestos. Al igual que en el conjunto del mundo
antiguo, su rápido enriquecimiento se encuentra regulado por grandes
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confiscaciones, de modo que el comerciante se ve sometido a sangrías
brutales: en el año 912 se pone una multa de 100 000 dinares al mercader
egipcio Sulaymán.
En el siglo VIII surge una jerarquía dentro de los comerciantes. En la parte
más baja de la escala se encuentra el mercader itinerante que recoge las
mercancías en los centros de producción y las traslada a los mercados
periódicos. Por encima está el «viajero» que va a ver la mercancía en países
lejanos llevando consigo la correspondiente lista de encargos, un capital en
metálico o en especias que deberá comercializar por cuenta de un gran
mercader del tercer tipo. Este último, el mercader «estacionario», el único que
tiene derecho al título respetuoso de tádjir, actúa desde los lugares más
importantes, a través de encargos y también con informaciones que circulan
por cartas y gracias a la cooperación amistosa e informal cuyo apogeo se
encuentra en el mundo de la Genizá. En el interior del grupo de los tádjir,
poco numerosos y fabulosamente ricos como el egipcio Sulaymán, circulan
los productos preciosos y el dinero fiduciario de los bancos, órdenes de pago
siempre al portador, órdenes de pago de ejecución diferida (suftadjas),
pagaderas a la vista por los corresponsales del tádjir. Suftadjas y cheques
(sakkas) circulan ampliamente alcanzando las mayores distancias, pero el
préstamo con interés resulta raro y se limita a graves necesidades
extracomerciales. Probablemente es considerado inmoral y solo aparecerá en
los negocios de manera tardía, en el siglo XII, mientras que la letra de cambio
no se utiliza en el mundo musulmán, que conserva su unidad monetaria y
numismática ideal y solo trabaja con su moneda de cuenta, el diñar o dirhem
«puros», con la que se relacionan todas las monedas reales.
Las estructuras de la cooperación comercial se constituyen muy pronto.
En las obras de Málik ibn Anas (m. 795), fundador de la escuela jurídica
málikí, y del hanafi al-Shaybáni (m. 803), autor de un Libro de las sociedades
y de un Libro del préstamo, surgen las formas que se introducirán o
reinventarán en Italia en el siglo X. Tenemos, en primer lugar, la «sociedad»
(sharika) que constituye un capital común, limitado a una sola operación, a
una mercancía, a una suma en efectivo, o, por el contrario, ilimitado y
universal lo que, en este último caso, coincide con la solidaridad de un grupo
familiar. El contrato impone a los socios un deber de garantía colectiva así
como de representación recíproca, que encuentra también su complemento y
sus raíces en una colaboración amistosa, informal y patriarcal. En el préstamo
con participación (qirád, muqárada), conocido en el Hidjáz a partir del siglo
VI, el gran comerciante confía un capital o unas mercancías a un «viajero» que
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obtendrá como recompensa una parte de los beneficios (un tercio si no se
responsabiliza de las pérdidas eventuales), con lo que se le pagarán su trabajo
y los riesgos personales en que incurra durante el viaje. El préstamo de
mercancías, prohibido en teoría debido a la incertidumbre que pesa sobre la
formación de los precios, se admite de hecho en la escuela hanafi. En efecto,
la escuela hanafi tiende, en conjunto, a respetar las antiguas costumbres
mercantiles y al desarrollo de formas jurídicas que constituyen subterfugios
legales para rehuir la prohibición de las prácticas usuarias y que son
rechazados por las escuelas jurídicas rivales de los sháfi‘íes y málikíes.
La clase de los comerciantes, un grupo cerrado, poco numeroso y cuyos
miembros se conocen bien entre sí, lleva a cabo la operación que implica la
pesada tarea de negociar las mercancías de sus corresponsales sin solicitar por
ello compensación, comisión o beneficio alguno, únicamente con la seguridad
de obtener, en el futuro, una revancha amistosa. Esta tarea implica el deber de
ayudar a los «viajeros», asegurar la expedición, así como la vigilancia y
transporte de los productos y, sobre todo, de mantener siempre informados a
los amigos lejanos acerca del movimiento de los precios, de la calidad y
cantidades de los bienes disponibles en el mercado y de las ocasiones que
ofrecen navíos y caravanas capaces de desplazarlos hasta su destino.
Los manuales de mercaderes como el de al-Dimashqi, escrito en el
siglo XI en medio fátimí, y las cartas de los comerciantes de El Cairo se
muestran de acuerdo en la constante práctica de la búsqueda de una
información segura, y en la rapidez en las operaciones, sin las cuales no
pueden obtenerse los altos beneficios a los que aspiran los mercaderes: entre
el 25 y el 50 por 100 del precio de coste, en el que se incluyen los gastos de
adquisición, transporte y venta. Excluyen de su esfera de acción y de sus
intereses el comercio destinado a las masas, con lo que se dibuja la figura del
gran comerciante al que solo le importan las mercancías preciosas (piedras de
gran valor, especias raras de importación, tejidos de precio elevado) y,
principalmente, las materias primas, además del artesanado de transformación
(orfebrería, droguería y farmacia, bordado de tejidos con hilo de oro). Se trata
de un comerciante que conoce bien las técnicas «capitalistas» (prestar y tomar
en préstamo, prestar con participación), y que se interesa fundamentalmente
en la reinversión de sus capitales, en el subarriendo de los impuestos y en las
operaciones inmobiliarias y agrícolas. Se constituye así una aristocracia
mercantil, que en modo alguno se encuentra prisionera de su función
comercial y está al servicio de un consumo ostentoso, principesco y
aristocrático.
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El mercado rey
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obstante, la ley de la oferta y la demanda no determina el precio de las
vituallas que, en un principio, es «político» y ha sido calculado por el «señor
del zoco» en función de las necesidades de una masa turbulenta. Esta
«tasación» de las mercancías puede adquirir, de manera precoz, el aspecto de
una intervención de la autoridad bajo la forma de un granero público
destinado a regularizar la carestía. La Sicilia normanda heredará, así, en el
siglo XII la institución de esta rahba. Por su parte, el mercado rural obedece a
otras reglas, ya que los vendedores se ven obligados a vender productos
voluminosos y perecederas a cualquier precio para obtener las cantidades en
efectivo que necesitan para pagar los impuestos. Finalmente, el mercado
artesano resulta evidentemente especulativo ya que apunta a la calidad, a la
originalidad y a la acumulación de trabajo en el objeto. El precio no viene
determinado por la productividad ni por la ley de la oferta y la demanda sino
por la moda y por la técnica consumada del fabricante, más artista que
artesano. La historia de los precios se limita fatalmente, por una parte, a la de
las carestías, en una coyuntura uniformemente favorable al consumidor
urbano y, por otra, a la fastuosidad de los ricos o a sus deseos de ostentación.
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estado ‘abbásí (caballos de China y de Arabia, armaduras afganas, de los
jazares y yemeníes, arneses chinos, espadas indias y también francas); un
consumo ostentoso de productos tropicales (especias, drogas, marfil, maderas
preciosas y, en particular, la teca procedente de la India), nórdicos (pieles
procedentes de Siberia a través del Jwárizm) o incluso exóticos (papel, seda y
verdeceledones de la China, animales para su exhibición en un zoo, fieltro de
los turcos de Dzungaria); finalmente, una circulación interregional de
productos de uso cotidiano que resultan, pese a ello, lujosos. Son las
especialidades artesanales y agrícolas, el papiro egipcio, el azúcar y las
golosinas del Jwárizm y del Ahwáz, los productos textiles como los tejidos de
seda del Ahwáz, el lino egipcio, los tapices y tejidos de lana de Armenia y de
la Djazira, y las numerosas variedades de productos alimenticios de calidad
como las alcaparras confitadas de Büshandj, faisanes del Djurdján, trufas de
Balj, ciruelas de Rayy, manzanas y membrillos de Isfahán. El producto más
precioso, el esclavo, es objeto de un gran tráfico. Se traen esclavos de la India
(técnicos), Zandjs (negros) del Sahel africano oriental, así como eslavos y
turcos que son traídos por búlgaros y jazares a través del Jurásán. Hacia el año
870 Bernardo el Monje sale de Bari, capital de un emirato dedicado a la trata
de esclavos, acompañado por seis navíos cargados de cautivos que son
lombardos afincados en el sur de Italia. Se trata de 9000 prisioneros de los
que 3000 van destinados a Túnez, 3000 a Trípoli y 3000 a Alejandría. El
comercio del mundo musulmán aparece como la conjunción de múltiples
corrientes de importación que no se preocupan de las balanzas económicas y
se fundamentan en el principio del placer.
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No hay que extrañarse, por lo tanto, de que, en la historia del desarrollo
del tráfico comercial, las rutas que se explotan de manera más temprana y
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rápida sean precisamente las que llevan a lugares más lejanos los productos
más raros y más preciosos. Las excavaciones de Satingpra, en el istmo
malayo, un punto de paso obligado entre el océano índico y el golfo de Siam,
muestran la presencia, entre los siglos VI y IX, de gres procedente de la China
y verdeceladones T’ang junto con vidrios de Alejandría. Las fuentes chinas
mencionan mercaderes persas a partir de los años 671, 717, 748. En el año
758 se produce la primera ruptura de relaciones entre la China y el golfo ya
que los mercenarios musulmanes queman Cantón y la ruta de la China
permanecerá cortada hasta el año 792. Una vez reanudadas las relaciones, la
ruta se verá de nuevo abandonada tras el período 875-878 en el que los
rebeldes matan a 120 000 mercaderes musulmanes en Cantón. Si bien esta
cifra está claramente exagerada, las fuentes árabes confirman la importancia
de este puerto —cuyo alminar sirve de faro—, la precocidad de las
expediciones comerciales (hacia el año 750 los comerciantes musulmanes
acuden a Cantón para comprar áloe) así como su regularidad. En el año 851 se
publica un portulano, la Relación de la India y de la China, a nombre del
mercader Sulaymán, siendo revisado en el año 916 por el comerciante Abü
Zayd de Siráf y completado, en el año 950, por las Maravillas de la India de
Buzurg, negociante del puerto de Ram-Ormuz. Este texto describe el
itinerario que lleva de Basra hasta los puertos del golfo (Suhár y Masqat,
seguidos por Siráf y Ormuz) y luego a la costa de Malabar, evitando
cuidadosamente a los piratas de la costa del Beluchistán y del Sind, para
seguir hasta Ceilán, donde se establece una colonia musulmana desde el 700,
y hasta Kalah, en Malasia, donde los árabes tomaron contacto con los chinos
después de los acontecimientos de los años 875-878. Desde Kalah, por el
Champa, el antiguo país de los jmers, los navíos musulmanes llegaban, tras
tres meses de navegación, hasta los puertos de Cantón y de Zaytún, en la
desembocadura del Yang-Tsé. La presencia musulmana se consolida a lo
largo de esta ruta y surgen las colonias del Sind (Daybul y Mansúra), de la
costa de la India (antes del 956 al-Mas‘üdi visita una ciudad de 10 000
musulmanes en Saymür), de Sumatra y de Java. Sulaymán y Abü Zayd
precisan que los navíos son escasos y que regresan con mercancías raras y
preciosas: áloe, teca, porcelana, alcanfor, brasil y estaño de Malasia.
Añadamos otro testimonio de la arqueología: la presencia de porcelana blanca
translúcida china y de verdeceladón en Samarra, Rayy, Susa y Nishápür.
La segunda gran «fachada» del comercio del imperio califal comenzó a
animarse desde la época sasánida, se desarrolló con los táhiríes, alcanzó su
apogeo bajo los sámáníes y entró en brusca decadencia a partir del año 1000.
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Es la ruta de las pieles, procedente de la taiga rusa, polaca y siberiana, y
también la ruta de los esclavos. La trata se efectúa desde los centros urbanos
de los pueblos turcos del Volga, Bulgár, capital de los búlgaros, situada cerca
de Kazan, y la ciudad de los Burtas, que se encuentra cerca de Nijni-
Novgorod. Los descubrimientos de monedas islámicas permiten establecer
una cronología y una geografía de los intercambios: un tesoro, encontrado en
Novgorod y perfectamente fechado por la dendrocronología, permite asegurar
la existencia de un intervalo breve entre la fecha de la acuñación más reciente
y el momento en el que fue enterrado (no más de 15 años). De un conjunto de
66 fechas estudiadas de este modo, 2 son del siglo VIII, 20 del IX, 41 del X y
solo 3 del siglo XI, cronología que resulta confirmada por el análisis de los
tesoros que han sido publicados de manera íntegra y que revelan una
superioridad aún mayor del siglo X sámání. En lo que respecta a la
distribución en el espacio de estas monedas, parece falseada en parte por una
fuerte concentración de tesoros en la costa báltica (en el año 1910 se
enumeran 11 tesoros en el «gobernorado» de San Petersburgo y 42 en
Livonia). Esto suele explicarse por el drenaje que debieron efectuar los
vikingos de las riquezas acumuladas por los pueblos que transitaban la región,
bien como botín de guerra o como consecuencia de los intercambios. Pero un
mapa de estos descubrimientos muestra que estaban enterrados,
fundamentalmente, en los límites meridionales de la gran zona de bosques, en
los antiguos «gobernorados» de Kazan (14 tesoros), de la Viatka (15) y de
Yaroslav (11). La enorme cantidad de riquezas escondidas en Rusia (varios
tesoros superan los 1500 dirhemes y el de Vladimir alcanza el número de
11 077, de los que 140 son ‘abbásíes, 4 táhiríes, 16 dja‘faríes, 2 sádjíes, 16
büyíes y 10 079 sámáníes), así como también en Polonia, Escandinavia e
incluso en Gran Bretaña y Alemania, ascienden a un total de media tonelada
de plata pura (120 000 dirhemes en Rusia y más de 40 000 en Escandinavia),
que solo puede constituir una pequeña parte del flujo de monedas islámicas.
Todo ello revela la importancia del movimiento comercial así como su
carácter puramente importador.
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quizás, descubiertas por Sidi‘Uqba a partir del año 666 y más tarde
exploradas e islamizadas, en los siglos X y XI, por los bereberes Sanhádja. La
costa mediterránea, por otra parte, se encuentra esterilizada por la guerra y las
algazúas. De hecho, el mar se encuentra en manos de los piratas «sarracenos»,
cuya primera expedición conocida es el conato de invasión de las Baleares en
el año 798. A continuación, en los primeros años del siglo IX, las fuentes
mencionan ataques contra las islas pequeñas situadas junto a las costas de
Sicilia e Italia meridional, así como contra Cerdeña, Córcega y, en el año 812,
Civitavechia y Niza. Se trata de flotas importantes y aparentemente bien
organizadas, procedentes sobre todo de las costas levantinas de al-Andalus y,
de manera secundaria, del Magrib occidental, y que llevan a bordo,
principalmente, a bereberes si es que debemos interpretar estrictamente el
apelativo de mauri con que los designan las fuentes carolingias. Pero las
crónicas árabes que se ocupan de esta época, generalmente basadas en anales
semioficiales, no nos proporcionan información alguna acerca de estas
operaciones, ya que suele tratarse de empresas de carácter privado cuyo punto
de partida se encuentra en regiones que, de hecho, escapan al control de los
poderes políticos establecidos en las grandes capitales del Islam occidental, o
que, incluso, llegan a encontrarse en un estado de disidencia abierta. Esta
piratería andalusí se desarrolla en la segunda mitad del siglo IX en el que lleva
a cabo ataques contra el litoral de la Provenza y establece una instalación
permanente en la base de Fraxinetum, que perdurará desde el año 890 hasta el
970.
También Italia se ve seriamente inquietada por los sarracenos. En realidad
las incursiones marítimas, como el célebre ataque a Roma del año 846,
probablemente obra de piratas andalusíes, tiene menor importancia que la
actuación de las bandas de mercenarios musulmanes, al servicio de las
pequeñas dinastías del sur de la península desde antes de mediados del siglo,
que rápidamente han escapado a todo control. También aquí los musulmanes
dispondrán de establecimientos permanentes que, en el caso del emirato de
Barí (841-871), llegarán a adoptar la forma de un auténtico, aunque pequeño,
Estado. El propósito de todas estas agresiones sarracenas, es, ante todo, la
captura de esclavos por los que se obtiene un buen precio en los mercados del
mundo musulmán, en los que existe una fuerte demanda. Los mercaderes del
sur de Italia exportaban esclavos a Ifriqiya desde finales del siglo VIII, pero
quizá ciertos aventureros decidieron acudir para apoderarse de la mercancía
con las armas en la mano dada la insuficiencia de la oferta y la esperanza de
lograr mayores beneficios. En vano, en el año 836 el príncipe de Benevento
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pretendió prohibir su comercio a los napolitanos. Las expediciones contra las
islas se han querido justificar, también, por el deseo de abastecerse de madera
para la construcción naval. Si bien las flotas sarracenas no dejaban de atacar
los barcos mercantes cuando se encontraban con ellos, estos no constituían,
sin duda, su principal objetivo. No se puede, por tanto, tal como se ha hecho a
veces, argumentar partiendo de esta piratería para postular la existencia, en
esta época, de un comercio todavía importante en el Mediterráneo occidental.
La situación resulta diferente en el Mediterráneo central, donde Sicilia y
las ciudades del sur de Italia mantienen relaciones estrechas con el mundo
bizantino del mismo modo que Ifriqiya se encuentra ligada, económica y
políticamente, de forma más directa con el imperio ‘abbásí que el resto del
Magrib y al-Andalus. En este sector el mar se ha visto siempre recorrido por
importantes corrientes de intercambio y ha estado controlado por las flotas
bizantinas, de modo que los poderes establecidos en Qayrawán se ven
forzados a interesarse por él. Las relaciones entre las ciudades comerciantes
del antiguo ducado de Nápoles (la propia Nápoles, Gaeta y Amalfi) y la costa
africana se mantienen de manera sostenida incluso después de la conquista
musulmana la cual, como hemos visto, estimuló probablemente ciertos
tráficos como la trata de esclavos. Por su parte, los aglabíes de Túnez tratan
de no perder oportunidad alguna de participar en empresas que podrían
escapárseles y, por ello, toman la iniciativa de una operación de djihád, la
conquista de Sicilia, que se inicia en el año 827. No obstante, incluso durante
el emirato aglabí, los centros urbanos y las regiones del interior como Mila,
Laribus, Sbiba, el Záb, el Nafzáwa adquieren tanta importancia en el
equilibrio general del país como los centros costeros de Túnez o Süsa.
Ciudades marítimas como Gabes o Trípoli deben su peso a ser etapas o metas
de las caravanas terrestres procedentes de Egipto más que a su condición de
puertos.
Ciudades caravaneras importantes son, también, Tahert (fundada en el año
761) y, sobre todo, Sidjilmása (757), gran centro comercial situado en el
límite del Sahara Occidental. Son etapas en las rutas que recorren el Magrib
en dirección este-oeste y, sobre todo, puntos de partida de un tráfico
importantísimo con el África negra a través del desierto, consistente en la
exportación de sal y productos manufacturados y en la importación de
esclavos y, sobre todo, de oro. Este comercio desarrolla otras ciudades del sur
de Marruecos como Agmát o Tamdult, ciudad esta última fundada por un
emir idrisí en el siglo IX. Asimismo contribuye a explicar la importancia de
las ciudades situadas al borde del desierto, durante el emirato aglabí, o sea de
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Tozeur en la Qastiliya y de Tubna en el Záb. Pero conocemos muy mal la
cronología del desarrollo de este comercio, controlado enteramente por los
bereberes járidjíes del emirato de Tahert. Parece, en particular, que el papel de
Sidjilmása no fue preponderante hasta el siglo X cuando los fatimíes
extendieron su control al conjunto del Magrib y redujeron Tahert, hasta
entonces uno de los polos principales de este tráfico, al papel de simple etapa
en la ruta este-oeste. Otro sector animado por intercambios comerciales que
tampoco conocemos bien es la frontera entre el imperio carolingio y los
Estados surgidos de su desmembración. Las ciudades de la Marca Superior
(Zaragoza, Huesca y Lérida) ven pasar por ellas a comerciantes judíos, y
probablemente también a mozárabes, que se dirigen a los países de los francos
por una parte a través de Barcelona y, por otra, por Pamplona y los Pirineos
occidentales, para volver con esclavos blancos (saqáliba), pieles y, tal vez,
armas.
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Jurdádhbih empieza a escribir en 844), un grupo penetraba en el mundo del
Islam, mientras que se autorizaba a otro a atravesarlo en su istmo central con
la finalidad de llegar al Océano índico. El primer movimiento lleva, en efecto,
a los mercaderes rusos, de raza eslava, desde las «regiones más remotas»
(precisamente las de los cazadores de la taiga y de la tundra) hacia el mar
Caspio a través del Don, el Volga y la capital de los Jazares. Atraviesan el
Caspio y desembarcan en la costa del Djurdján desde donde se dirigen, por
caravana, hasta Bagdad y allí unos eunucos eslavos les sirven de intérpretes.
Otros mercaderes van a Bizancio por el Dniéper y el mar Negro. Todos
venden pieles, esclavos (palabra que deriva etimológicamente de eslavo) y
armas francas (espadas fabricadas con técnicas superiores), así como sus
propios servicios. Estos rusos no hacen, evidentemente, más que prolongar el
amplio movimiento hacia el este de los varegos. Se trata, sin duda, de eslavos
conducidos por escandinavos e Ibn Jurdádhbih precisa que son cristianos. En
otras circunstancias el itinerario dejará de ser comercial para convertirse en
ruta de invasión: entre los años 864 y 884, y más tarde en el año 909, en 913,
en 943, en 969, y en 1030-1032 los rusos franquearán el Cáucaso o
atravesarán el Caspio para atacar el Tabaristán y el Adharbaydján, llegando a
ocupar la capital de este último. Como puede verse, el comercio resulta
inseparable del pillaje. Puede observarse que los pueblos turcos del Volga,
jazares y búlgaros (estos últimos acuñaron, no obstante, monedas bastante
abundantes que imitaban las musulmanas) no desempeñaron el papel de
intermediarios que la geografía parecía reservarles. Este gran movimiento de
hombres en compañía de sus mercancías atestigua la irregularidad de las
transacciones y su carácter rudimentario lo que está de acuerdo, a fin de
cuentas, con los altos precios que se pagan.
El movimiento de los judíos «rádháníes» constituye un tema más
importante y muchos más discutido por los historiadores, que han llegado a
negar la misma autenticidad del texto, convirtiéndose en el núcleo central de
un debate. Durante mucho tiempo se ha querido ver en el relato de Ibn
Jurdádhbih la prueba de la especialización comercial de la comunidad judía y,
en fecha más reciente, la de su supremacía en unas rutas que estaban abiertas
a todos. Ambas posturas deben descartarse y, si bien hay que aceptar que
ciertos detalles del itinerario indicado por Ibn Jurdádhbih provienen de una
«contaminación» con otras rutas, en conjunto debe admitirse que revela un
episodio breve pero significativo. Estos mercaderes judíos, políglotas (hablan
persa, griego, árabe y las lenguas francas, españolas y eslavas) traen de
Occidente eunucos, esclavas, muchachos, seda, pieles y espadas. Se embarcan
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en el país de los francos, en el mar occidental (queda, por tanto, excluida
Narbona y debe tratarse de uno de los puertos oceánicos del imperio
carolingio), franquean el istmo de Suez entre Faráma (la esclusa) y Qulzum
(Suez), llegan a los puertos de la península arábiga, al-Djark y Djidda y,
finalmente, a la India y la China. El regreso, en este primer itinerario, lo
efectúan siguiendo el mismo camino, provistos de especias y plantas
aromáticas. Una variante pasa por Antioquía y llega al Éufrates, a Bagdad y al
puerto de Ubulla para acabar en las mismas regiones del Extremo Oriente.
Una tercera ruta parte de al-Andalus y del país de los francos y pasa por
Tánger, el Sus, Ifríqiya, Egipto y Siria. Finalmente, la cuarta ruta, avanza
«por detrás de Bizancio» y por el país de los eslavos, llega a la capital de los
jazares y penetra en el mundo islámico por el Djurdján. A través de Balj y la
Fargána, llega a China.
Es probable que Ibn Jurdádhbih haya unido, en su descripción de las rutas
rádháníes, varios segmentos de itinerarios que, en un principio, eran
independientes. El paso por Marruecos y Túnez parece, de manera particular,
haber sido añadido para completar y no se relaciona con el conjunto. Muchos
otros elementos, en cambio, concuerdan perfectamente con informaciones que
tenemos documentadas por otras fuentes. Hacia el año 825 Luis el Piadoso
concedió privilegios comerciales a unos mercaderes judíos llamados Donato,
Samuel, Abraham de Zaragoza, David y José de Lyon y, de forma paralela,
según Ibn Jurdádhbih los rádháníes regresaron «junto al rey de los francos».
El hecho de que no se mencione Alejandría en el itinerario se corresponde con
la etapa en la que este puerto quedó relegado por ser la sede de una república
de corsarios. El paso de una ruta «por detrás de Bizancio» se encuentra
confirmado por la existencia de una hilera de tesoros —en su mayoría algo
más tardíos, del siglo X, que contienen monedas sámáníes y búlgaras— en
Galitzia y Bohemia. En el año 973 el andalusí al-Turtüshi encontró, en
Maguncia, especias indias y dirhemes sámáníes fechados en el período
913-915, lo que constituye un buen indicio de la existencia de esta ruta.
Queda aún una duda acerca de la apertura precoz del mar Rojo y, de manera
particular, que esta resultara accesible a grupos minoritarios como los judíos:
observemos, simplemente, que en el año 950 Buzurg encuentra en el océano
índico a un mercader judío, un dhimmí, que disfrutaba de la «paz califal»
mucho antes que los comerciantes de la Genizá. Puede, por tanto,
considerarse que los itinerarios son verosímiles así como aceptar la lista de
productos mencionados. Solo queda por identificar quiénes son los rádháníes.
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En ellos se ha querido ver a judíos oriundos del mundo musulmán ya que
Rádhán es el nombre de un distrito del Sawád, situado al este del Tigris. Esta
etimología resulta decisiva y debe descartarse la que recurría al persa Rahdar
(«el que conoce los caminos») o la que, de manera fantástica, pretende
relacionar a los rádháníes con el Rhodanus o Ródano. Pero el texto atestigua
de manera explícita el carácter europeo de estos mercaderes judíos que
aparecen como «judíos del rey». No obstante, si aceptamos que este comercio
aventurero y marginal tiene un carácter particular y que establece una relación
azarosa y atrevida (aunque se efectúe con suficiente regularidad como para
que el señor del correo llame la atención sobre ella a los secretarios del
monarca), puede concebirse qué un nombre de origen iraquí, con el que se
designe una familia o una pequeña comunidad, hay sido, conservado por un
grupo inmigrado o englobado por la conquista en el imperio franco. Este
grupo pudo conservar el uso del árabe y del persa (indicio revelador de la
verosimilitud de la hipótesis) y aprovechar su carácter de bisagra o puente y
de la indefinición de su estatuto jurídico para lanzar operaciones comerciales
que resultan inauditas desde un punto de vista comercial pero que, sin duda y
tal como hemos visto, eran bastante normales para los mercaderes del Dar al-
Islám. Puede pensarse, evidentemente, en los judíos de Narbona,
reconquistada por Carlomagno, cuyo prestigio se mantuvo muy alto en los
siglos sucesivos pero nada lo confirma y las relaciones de los rádháníes con
España pueden explicarse mediante el itinerario oceánico, mencionado por
Ibn Jurdádhbih, que pasaba por Gibraltar. Pero, en su conjunto, la
Rádhániyya, que no tuvo sucesores, corresponde a la expansión del imperio
carolingio. Se extingue con la crisis —invasiones normandas y reanudación
de la ofensiva musulmana hacia la Provenza— pero anuncia en gran medida
las características del gran comercio del siglo XI. El papel de las minorías y
del mar Rojo y desarrollo de las rutas sámáníes hacia la India.
El mundo ‘abbásí nos aparece como el heredero directo del Dar al-Islám
omeya. La estructura del mundo antiguo se encuentra aún en pie, la capital
absorbe las disponibilidades monetarias que proporciona un aparato fiscal
eficaz, el poder permanece indiscutible, tanto el del Estado como el de su
clase administrativa, principal beneficiaría de la redistribución social del
impuesto, pero capaz también de aspirar, como por capilaridad, la fortuna y el
prestigio de las viejas aristocracias transmitidas por herencia familiar o
surgidas de la guerra. Una lista cerrada y jerarquizada, bien delimitada por la
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memoria de los síndicos de las familias privilegiadas, pero provista de una
apertura que permite el ascenso de los esclavos mediante el parentesco
adoptivo. Las luchas de facciones en el seno de los estratos más abiertos y
más cambiantes de esta clase privilegiada expresan las tensiones para lograr el
poder, o sea la fortuna. La dislocación del ejército árabe y de su aristocracia
de grandes linajes deja que compitan entre sí letrados y oficiales. Estos dos
grupos están constituidos, por una parte, por los técnicos de la belleza del
lenguaje y de la caligrafía y por los administradores fiscales distinguidos y,
por otra, por profesionales ambiciosos nacidos en las capas sociales más
modestas, más remotas, y en los lugares más miserables: se trata, en último
término, de los esclavos turcos y jazares. La competencia y los conflictos no
oponen, sin embargo, a los grupos sociales sino a las facciones, que son
alianzas móviles y momentáneas.
El pueblo musulmán, ahora sólidamente constituido gracias a la
conversión masiva y la aculturación de las minorías, unificado por la
circulación de la enseñanza y su normalización, parece excluido de la vida
política, dominada por la autocracia califal y por el poder real de las
camarillas, así como también del poder económico. Cabe imaginarse una vida
social duramente sometida a la pirámide de las clientelas, agrupadas en torno
a las grandes fortunas de la administración y del círculo de los mercaderes
que aprovisiona a la jássa, la élite. Todo da testimonio de esta hegemonía que
aparece traducida en imágenes arqueológicas y urbanísticas. No obstante, una
realidad social, una conciencia colectiva, un «Islam horizontal» subsisten y
rebrotan, hundiendo sus raíces en el modelo surgido de la hégira. La jássa,
excesivamente móvil y dislocada por las confiscaciones no puede fundar nada
auténticamente estable. La verdadera fuente de toda estabilidad sigue siendo
el saber y la normalización de la enseñanza multiplica tanto candidatos como
posibilidades y desestabiliza las fracciones cuya posición parece adquirida de
forma definitiva. Las clases populares, cuya filosofía se adapta bien a esta
revancha, oponen a esta movilidad las virtudes de la estabilidad y de la
humildad. Sus esperanzas se vuelven hacia la polémica religiosa, el
milenarismo y el afecto que sienten por los nobles descendientes de ‘Alí que
sufren en una semiclandestinidad y que estudian las «ciencias religiosas».
De este modo la figura del «doctor» gana peso y adhesión por parte de las
masas. No aparece solo como el jefe de partido, sabio, buen filósofo y
dispuesto a levantar prontamente el estandarte de la revuelta y de la pureza.
Es, también y cada vez más, un maestro cuyo enraizamiento en la masa se
establece gracias al contacto cotidiano, en la mezquita o en su domicilio, con
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los hijos del pueblo cuya pobreza y dependencia comparte en gran número de
casos. La ámma, el pueblo bajo que vive sin duda aglomerado y aglutinado en
torno a los poderosos del momento, protegido y explotado a la vez, encuentra,
no obstante, en la economía monetaria, en el mercado, la posibilidad de
despegarse y de adquirir una independencia moral que contrastan con la
estructura jerarquizada de las tribus de la primera generación de las ciudades
islámicas. Al ganar poco, no descubren garantías ideológicas ni fidelidades
afectivas en el vínculo que les une a los poderosos. Pueden por ello deslizarse
hacia otros señores y, sobre todo, reencuentran su libertad en su adhesión, en
un principio tumultuosa y, más tarde, secreta, a las esperanzas
revolucionarias. El milenarismo no tiene asignada ninguna misión social si no
es la inversión de papeles y la esclavitud de los amos como consecuencia
lejana del retorno al modelo egalitario surgido de la hégira. Realmente, no
hay modo de salirse de un doble modelo: uno realista, en el que solo el poder
trae consigo la riqueza y en el que el saber es una introducción al ejercicio del
poder, y un segundo, ideal, en el que el poder es un servicio que solo se
justifica por el saber. La mirada, el juicio y la valoración de los criterios
constituyen, en ambos casos, el privilegio de los doctores.
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Capítulo 7
¿HACIA UNA NUEVA BIZANCIO?
(mediados del siglo VII - mediados del siglo IX)
Los heráclidas ocupan el trono en línea directa entre 610 y 711, con
algunas peripecias. Su sucesión requiere dos observaciones. En primer lugar,
se afirma en línea directa; se sustenta en la institución de los coemperadores,
asociados por el soberano reinante a su poder, pero detiene enérgicamente las
pretensiones de los hermanos. Posteriormente, la descalificación de los
candidatos vencidos obedece, desde entonces, a un «código» de mutilaciones
corporales que se abre paso en la práctica judicial en el siglo VII e incluso ya
bajo Justiniano, antes de ser ratificada por la legislación de León II y de su
hijo en 726. Código, ya que la mutilación se percibe en relación simbólica con
el caso. La de la nariz está cargada de una significación sexual que explica su
aplicación a los adúlteros de ambos sexos por la legislación de 726, y
significa, en consecuencia, una privación de la potencia, una de cuyas
expresiones es el poder soberano; de aquí su empleo, en modo alguno
descabellado, para descalificar a los competidores imperiales a lo largo del
siglo VII.
LA MUTILACIÓN
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matrimonio seguía, sin duda, una costumbre provincial, atestiguada por las
condenas de la Iglesia y de la ley imperial en los siglos V y VI. Asimismo, la
transmisión del nombre de padre a hijo, y no del nombre del abuelo o del tío,
parece indicar una familia ajena a la cultura dominante, tal vez una familia
armenia, como escribe un historiador armenio de la época. En todo caso, el
matrimonio provoca la reprobación pública y, tras la muerte de Heraclio y de
su hijo y sucesor en 641, Martina y su hijo Heraclonas son apartados del
poder violentamente. El trono pasa a manos del hijo de Heraclio el Joven,
Constante II el Barbudo (641-668), luego al hijo de Constante II,
Constantino IV (668-685), coemperador desde 654 y, posteriormente, a partir
de 659, coemperador con sus hermanos más jóvenes, Heraclio y Tiberio.
Estos comparten el trono con él hasta 681, año en que los aparta del poder y
les hace cortar la nariz. Su hijo Justiniano II reina de 685 a 695. Derrocado y
mutilado de la misma manera, de donde el sobrenombre de Nariz-Cortada,
vuelve, no obstante, al trono en 705, con la ayuda del kan de los búlgaros,
hasta 711. En el intervalo, un general isáurico, Leoncio (695-698), marca el
retorno a escena de la belicosa provincia, con la ayuda de la facción Azul. La
guerra en el mar contra los árabes provoca un levantamiento que, con la
colaboración de la facción Verde, sustituye a Leoncio por un comandante de
la flota, Apsimar, emperador bajo el nombre de Tiberio II (698-705). Árabes,
búlgaros, estos nombres señalan muy a las claras que las piezas colocadas en
el tablero ya no son las del principio del siglo VII, al que debemos volver
ahora.
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Esta larga sucesión de padre a hijo, principal diferencia con el siglo VI, y
principal similitud con lo que seguirá, cuenta, en efecto, menos que los
cambios territoriales que modifican para siempre el marco histórico de
Bizancio, y que los cambios estructurales que, en el mismo momento, separan
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a fin de cuentas el futuro del pasado. Sin embargo, el siglo VII, claro está,
procede del VI. Este último se distinguió ya por una serie de agresiones
militares. Pero, bajo el empuje de la oleada eslava, al norte, en pos de su
asentamiento, y de los jinetes turcos en busca de botín, bajo la reconquista
justinianea al oeste, bajo la rivalidad de los imperios bizantino y persa en
Oriente, se perfila a partir de entonces por todas partes un igual valor social y
cultural de la guerra. Valor que da, en cierto sentido, la clave de un siglo VII
con campañas de primavera anuales, y que reúne en una misma civilización a
Bizancio, a su agresor balcánico, que se está estructurando, y a su antagonista
persa pronto relevado por el Islam.
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plata persa, había demostrado en el siglo VI su absoluta preferencia por el oro.
Pero esta moneda no sobrevivió a los heráclidas. En 615 se aumenta el precio
especial del pan dado a los scholes, fuerza armada del palacio; en 618 se
suprime el viejo privilegio de los panes, vinculado a la domiciliación en la
capital, pues su abastecimiento de trigo está ahora comprometido por el
avance persa. Por otro lado, el tesoro de la Iglesia de Constantinopla es
entregado al emperador por el patriarca Sergio, y convertido en moneda. Y en
622, sin duda fortalecida por esta aportación en metales preciosos, Bizancio
pasa a la ofensiva. Heraclio ataca Persia poniendo en marcha campañas de
primavera, en un movimiento que atraviesa Armenia y se sustenta en los
pueblos cristianos del Cáucaso. En 628, las fuerzas de la romanidad se
apoderan de la residencia real persa de Dastagerd, cuyo fabuloso tesoro es
saqueado: Teófanes, que compone su crónica a principios del siglo IX,
recuerda sus riquezas: especias, sederías y tapices, además de oro y plata. Este
mismo año, el rey de Persia es derrocado con la complicidad de su hijo
Shiraw, que le sucede y pide la paz. El Imperio vuelve a tomar la
Mesopotamia romana, Siria, Palestina y Egipto, y Heraclio entra en
Constantinopla en 629, cargado de botín. La reliquia de la Cruz es devuelta a
Jerusalén en 630. El Imperio Persa parece desde entonces abatido por su
secular adversario. El Imperio de los romanos triunfa, y su soberano adopta
por primera vez oficialmente el título de basileus, del que la práctica bizantina
se había apoderado desde hacía mucho tiempo, pero que en principio
correspondía al rey de Persia. Se consumaba así una secular evolución que, en
primer lugar, había revestido el poder personal del emperador de los símbolos
cósmicos tomados de la iconografía y el ceremonial del modelo iranio, y que
realzaba, para acabar, su propio título.
Pero solo cuatro años después de la conclusión de este conflicto, el Islam
se lanza al asalto. La derrota bizantina del río Yarmük, en 636, y la toma de
Cesarea de Capadocia en 640, son los hechos que enmarcan la conquista de
Siria. La toma de Dwin en 642 constituye una cabeza de puente armenia para
los árabes. Jerusalén cae en 638, mientras que Palestina resiste mucho más
tiempo. Por último, la conquista de Egipto, iniciada en 638, acaba con la toma
de Alejandría, símbolo del helenismo y del Imperio, en 642. El califato
desempeña, a partir de entonces, hasta el siglo X, el antiguo papel de Persia
frente a Bizancio, adversario militar, interlocutor político y cultural, y vecino
territorial, pero sobre una extensión sin precedentes, ya que sus victorias
marítimas se añadieron, a partir de Constante II, a la conquista terrestre.
Dicho esto, la historia de las relaciones entre las dos potencias a lo largo de
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este período no debe expresarse en términos de frontera: por el contrario, no
podría comprenderse sin tener en cuenta la franja que sigue abarcando de
Tauro a Armenia, pasando por Mesopotamia, y que, definida por
personalidades al mismo tiempo lingüísticas y confesionales, será el arbitro y
el motivo, a la vez, de los futuros conflictos.
En primer lugar, los eslavos y los avaros continúan avanzando desde los
Balcanes. La colección de los Milagros de san Demetrio, protector de
Tesalónica, narra un asedio de la ciudad, que hay que situar entre 610 y 626, a
raíz del cual, los que los bizantinos llaman en esta época «esclavenos»,
alcanzaron por primera vez el mar en sus características embarcaciones,
hechas con un tronco de árbol ahuecado (monoxylas). En 626, los avaros y los
esclavenos sitian juntos la capital pero son repelidos. Más adelante veremos la
decisiva repercusión religiosa de este acontecimiento en Bizancio. Señalemos
aquí que sella la decadencia del poderío avaro en esta parte de Iliria, pero en
cambio no detiene la pacífica afluencia de eslavos, que se coincide en suponer
agrupados a la sazón en formaciones de carácter tribal. Se instalan
especialmente en los campos que rodean Tesalónica.
Finalmente, en el oeste, la reconquista justinianea, revelaba su profunda
fragilidad. La casi totalidad de su territorio hispánico es abandonado entre
616 y 631. Pero, sobre todo, se perfila ya el problema italiano de los siglos VII
y VIII, el de un centro político e histórico convertido en periférico por la
fundación de Constantinopla. Un problema latente hasta el final del reinado
de Justiniano, y evidente desde la invasión lombarda y el pontificado de
Gregorio Magno. El exarcado de Ravena no puede aportar a Bizancio la
solución que cada vez más se halla en Roma, en las manos del papa. En 616,
un tal Juan de Conza subleva la Campania y reivindica el poder, en tanto que
en Ravena el exarca Juan es asesinado junto a algunos otros, tal vez a causa
de un retraso en el pago del sueldo a las tropas reclutadas desde ese momento
en la plaza. Eleuterio, encargado por Heraclio de restablecer el orden, se
proclama a su vez emperador, y el arzobispo de Ravena le envía al papa para
su coronación. Es asesinado en el camino, pero el asunto tiene un valor
premonitorio.
La lectura guerrera de la cronología de Heraclio es solo la primera. La
guerra no tiene lugar sin ideología. La que Heraclio comanda personalmente
es concebida como una guerra santa. Tal es la versión que da la época de la
identificación entre romanidad y cristiandad, vigente a partir de Constantino.
Su punto de referencia es la devolución de la Cruz a Jerusalén, que concierne
directamente a Heraclio, cuyo hijo y sucesor, por lo demás, es llamado el
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«nuevo Constantino». El ideal de la guerra santa se expresa en la obra del
poeta oficial Jorge de Pisidia, y el discurso puesto por Teófanes en boca de
Heraclio, a principios del siglo IX, muestra que en este papel quedó registrado
en la conciencia histórica de Bizancio. El cometido del patriarca se perfila
entonces en la misma perspectiva, cuando la Iglesia se desprende de su tesoro,
cuando el patriarca Sergio comparte la delegación de la autoridad imperial en
la capital mientras el emperador está en campaña y, sobre todo, a partir del
decisivo episodio de 626. Este año, Constantinopla sufre el cerco concertado
de persas y avaros. El emperador está lejos. Sergio hace pasear por las
murallas las imágenes de Cristo y de su madre, hacia las que crecía la
devoción desde hacía varias décadas. En ese momento, los contemporáneos
manifiestan que se ve una silueta de mujer desplazarse sobre estas mismas
murallas y lanzar dardos contra los asaltantes. Constantinopla establece ese
día un vínculo definitivo con su protectora, cuyo vestido, retirado de la iglesia
de Blanquernas a causa de la amenaza avara y colocado en Santa Sofía hasta
619/ 620, era ya un objeto de culto. A partir del sitio de 626 fue cantada en su
honor la versión definitiva del himno «[qué hay que oír] sin sentarse»
(akathistos), siempre presente en la liturgia griega. Nada ilustra mejor el
futuro sesgo de la cristiandad bizantina que todo este episodio, que se
constituyó en uno de sus puntos de referencia. Por otra parte, Justiniano II
coloca en las monedas la imagen de Cristo, en lugar de la cruz, sustituida,
solo bajo el mandato de Tiberio II, por la antigua imagen de la Victoria. La
secuencia es significativa.
La unidad de la romanidad se manifiesta, pues, como la de una confesión.
Heraclio, que prohíbe a los judíos el acceso a la Jerusalén reconquistada,
decreta su conversión obligatoria en el Imperio, lo que ninguno de sus
antecesores había osado hacer: el argumento de la Antigüedad que había
protegido con dudosa eficacia el judaísmo se revela así caduco, frente a un
nuevo sistema de valores. Por otro lado, los triunfos de los persas y luego de
los árabes en Oriente hay que situarlos al mismo nivel que las discrepancias
provinciales que surgen a partir de los siglos V y VI. Heraclio lo sabe. En 616,
el patriarca Sergio comienza a elaborar, en honor de los monofisitas, una
fórmula de conciliación sobre la «energía única» que mantiene unidas las dos
naturalezas en la persona de Cristo. Tras algunos éxitos con el clero de
Armenia y de Antioquía, y la condescendiente atención del papa Honorio, el
poder central choca con la intransigencia calcedonia del nuevo patriarca de
Jerusalén (634), Sofronio, y con la de los monofisitas más radicales de
Alejandría, duramente reprimidos entonces por su propio patriarca, Ciro. Un
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nuevo documento, la Ekthesis, sobre la «voluntad única» de Cristo
(monotelismo), publicado en 638 y aprobado por un concilio reunido en la
capital, es aceptado en Alejandría y, en cambio, rechazado por el papa
Severino, y condenado en un sínodo por su sucesor Juan IV. La doctrina del
emperador y de su asociado frente a la del papa es también un anuncio de lo
por venir, mientras que el Oriente monofisita pasa durante siglos a la
condición de minoría reconocida por un poder islámico. Sin embargo, el
helenismo ortodoxo no se extingue tan de prisa. En Palestina, y sin hablar de
Jerusalén, muchos monasterios decaen poco a poco hasta el siglo IX, mientras
que otros, como San Sabas, en el desierto de Judá, se mantienen —y llegan
hasta la actualidad—, al igual que Santa Catalina en el monte Sinaí.
Precisamente la península del Sinaí es objeto en el siglo VII de una figuración
mitad real, mitad fantástica que proviene de los relatos del monje griego
Anastasio, poblados de demonios y de «sarracenos» errantes. Este mismo
autor escribe también una Guía (Hodegos) de la polémica calcedonia contra
los monofisitas.
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temporada de navegación (abril-setiembre), para retirarse finalmente en 677.
Otros reveses obligan al califato a negociar. La réplica bizantina debió una
parte de su eficacia a la utilización contra los navíos árabes de lo que los
cruzados llamaron el «fuego griego», mixtura inflamable y combustible
incluso en el agua, compuesta de nafta, azufre y pez, que se aventaba por
medio de tubos.
La lucha en el mar, y la constitución de los árabes en potencia marítima
estimularon la profunda reorganización del sistema fiscal y administrativo de
Bizancio en función de la guerra, pero de esto hablaremos más adelante. Al
restablecer la paz en 688, Justiniano II acepta desplazar hacia el interior a los
mardaítas, pueblo montañés y belicoso que se interpone en el macizo del
Amano entre Bizancio y el territorio conquistado por los árabes, protegiendo
a la primera por sus incursiones en el segundo. Deja también el Asia Menor
más al descubierto, mientras que los mardaítas, transplantados a Panfilia, de
donde emigrarían más tarde a Grecia, proporcionan hombres a las fuerzas
marítimas del Imperio.
En los Balcanes, los asentamientos eslavos son a partir de ahora de la
envergadura suficiente para que se los reconozca como verdaderos enclaves,
los sklaviniai de los textos bizantinos, en Mesia (margen derecho del
Danubio) y, sobre todo, en Macedonia. Desde el siglo XIX se ha discutido
apasionadamente en Grecia sobre los límites de la eslavización, por motivos
de conciencia nacional. La tesis griega reconoce una densa eslavización
alrededor de Tesalónica, ciudad que tiene una función de cerrojo, y una
avanzada en el oeste del Peloponeso; pero, por el contrario, refuta la idea de
una penetración duradera en Grecia central y el este del Peloponeso, así como
en toda la Tracia. Este último territorio es, por su parte, objeto de
transferencias de población que son un instrumento habitual del poder
bizantino, como se vio en relación con la última parte del siglo VI. De hecho,
hay que distinguir entre población y cultura, pues el verdadero problema es el
de la aculturación de los eslavos. La arqueología y la toponimia, que son aquí
indispensables, casi no permiten, por el momento, una exacta cronología. Los
textos mencionan importantes conflictos, es evidente: incursiones que se
extienden hasta Epiro y el Taigeto, piratería, desembarcos en las islas del
archipiélago y, sobre todo, la serie de ataques contra Tesalónica, cercana y
codiciada. En 658, Constante II pone en marcha, para liberarla, una verdadera
guerra de pacificación contra los islotes eslavizados. El cronista Teófanes
emplea por primera vez, a esta altura de su relato, el término sklaviniai para
designarlos. En 689 todavía, Justiniano II conduce una expedición contra los
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eslavos de Macedonia, en la que instala un contingente para custodiar el paso
del Estrimón, mientras que una parte de su población es deportada al Asia
Menor para reforzar la defensa contra los árabes. Por lo demás, las últimas
décadas del siglo abren una nueva etapa en la historia de los eslavos de las
tierras balcánicas.
En efecto, están marcadas por un acontecimiento decisivo, el nacimiento
del primer Estado búlgaro, o mejor dicho, del primer reducto de poder
reconocido por Bizancio como interlocutor en el frente balcano-danubiano.
Procedentes de la misma matriz turca que los hunos y los avaros, tal vez
emparentados con los hunos utrigures y cutrigures de principios del siglo VI,
los búlgaros, o más exactamente una de sus ramas, hostigan la orilla izquierda
del Danubio, en el umbral del Imperio, ya en el reinado de Heraclio. Al igual
que las etnias del mismo origen, presentan el aspecto de una élite de guerreros
a caballo, con una cultura que deja ver influencias siberianas e iranianas,
conducida por un kan cuyo poder es hereditario. Participan en el sitio de 626.
Hacia 635, el búlgaro Currat se subleva contra la autoridad avara, lo que le
vale el título de patricio otorgado por Heraclio, junto con diversos presentes.
La hora de los avaros ya ha pasado en los Balcanes, y suena ahora la de los
búlgaros. En 679, el kan Asparuc cruza el Danubio bajo el empuje de los
jazares, otro pueblo turco del que volveremos a hablar. Al establecer sus
tribus entre el río y los Balcanes, se halla a partir de entonces en un territorio
muy eslavizado, en el que los búlgaros serán una minoría dirigente.
Posteriormente, en 681, firma un acuerdo con Constantino IV que le reconoce
autoridad sobre este territorio, oficialmente del Imperio, la antigua provincia
de Mesia, mediante el pago de un tributo. Bulgaria, como la designan ya los
autores bizantinos, ocupa desde ahora su lugar en la historia de esta parte del
mundo medieval, entre Bizancio y los países bárbaros, en la otra orilla del
gran río del que tiene en su poder un extremo. La capital está en Plisca, donde
las excavaciones han revelado una civilización característica aún del mundo
uralo-altaico, y marcada como otras por influencias iranias: una escritura, aún
misteriosa; símbolos solares, amuletos con dibujos de animales; jinetes con
arco, así como la imagen de un chamán con sus campanillas, hechicero
tradicional de la estepa siberiana. El kan recibe su poder de un dios celeste y
reside en un palacio, rodeado de sus dignatarios. Desde 705, el kan Tervel,
hijo de Asparuc, interviene en los asuntos imperiales, ayudando a
Justiniano II, refugiado a su lado, a reconquistar el trono que había perdido.
Recibe en recompensa el título de César. La aculturación está en marcha
desde el siglo VIII, tanto por la cohabitación con los eslavos como por los
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contactos con Bizancio, cuyos frutos podrán verse en el siglo IX. Por último,
los búlgaros son desde ahora seguidos por otro pueblo turco, los jazares, que
alcanzan el mar Negro, hacia 679, y, por otra parte, Crimea. Ocupan desde
entonces el curso medio del Volga. Justiniano II, expulsado de su trono,
encontrará apoyo en ellos al casarse con la hermana de su kan. La hora de los
jazares llegará en el siglo VIII.
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Siracusa en 663, hasta su asesinato en 668, tras haber atravesado el sur de la
península, bajo la dominación lombarda, y ser acogido por el papa en Roma.
Este desplazamiento está dictado tanto por las dificultades en la capital como
por la amenaza de los árabes de África sobre las posesiones italianas de
Bizancio. Conduce al emperador a jugar la carta ravenesa: el arzobispo de
Ravena obtiene de él la independencia (autocefalia). La ruptura entre Roma y
Ravena se acaba, al menos formalmente, en 680, fecha en la que
Constantino IV convoca en la capital el VI concilio ecuménico, que abroga las
propuestas monotelitas, y en el que toma parte el papa Honorio.
Pero la historia camina hacia una separación. En 692, Justiniano II
convoca un concilio «bajo la cúpula (del palacio)» (en Troullo), de una
importancia capital en la historia de Bizancio y de su posteridad. En efecto,
después de los concilios dogmáticos de 553 y 680-681, los participantes se
reúnen para poner a punto la disciplina, convertida desde entonces en el
fundamento de la organización cristiana de Bizancio, como resultado de la
evolución canónica anterior. Se inspira en la coyuntura obsidional en que la
Nueva Roma se siente desplazada por el Islam, por los eslavos y los búlgaros
aún paganos, desafiada en su propio seno o en sus márgenes por los judíos,
por los armenios, por la fidelidad colectiva a los viejos ritos y a las viejas
fiestas, pero también por el brote incontrolado de la invención cristiana. El
matrimonio recibe una reglamentación que permanecerá después inmutable:
formalización de un sistema de prohibiciones a causa del parentesco o la
alianza, así como del parentesco espiritual nacido del bautismo, que el
concilio lleva mucho más allá del esbozo justinianeo; autorización para
mantener un vínculo conyugal anterior en el caso de los que se hacen
sacerdotes, pero prohibición en cambio para los que acceden al episcopado;
esta es sin duda una de las razones, aunque no la única, que explicarán más
tarde el reclutamiento esencialmente monástico del episcopado bizantino. La
clericatura, y sobre todo el sacerdocio, son objeto de prohibiciones, algunas
de las cuales no son nuevas, como el préstamo con interés, la explotación de
una taberna, la asistencia a los espectáculos y al hipódromo, tachada de
paganismo; se hace alusión también al delito de simonía y al de la venta de la
eucaristía. Otros cánones revelan la seducción que continuaba ejerciendo el
modelo judío de sacerdocio, fundamentalmente entre los armenios, que le
confirieron un carácter hereditario, y que lo honraron con ofrendas de carne
cocida con este fin. El concilio manifiesta una gran preocupación por separar
los sacerdotes de los laicos, y al mismo tiempo por hacer que estos últimos
cumplieran con los tiempos litúrgicos y la asiduidad dominical. Al igual que
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mantiene la prohibición escrituraria de consumir sangre, proscribe, conforme
a una antigua tradición, todo contacto con los judíos: tomar parte en su
comida pascual, frecuentar su baño, cohabitar con ellos, consultarles en caso
de enfermedad. Pero, sobre todo, sus cánones sacan a la luz una doble tensión,
vigorosa, contradictoria solo a primera vista. Por un lado, condena la fidelidad
a los viejos ritos y fiestas: calendas de principio de año, mascaradas de tipo
carnavalesco, culto a Dionisos, juramentos «a la manera helénica», es decir,
pagana. Por otro, se enfrenta a las formas libres, y por tanto, al menos,
sospechosas, de la práctica cristiana. La prohibición hecha a los laicos de
predicar y enseñar, la de bautizar en un oratorio particular, así como la de la
vida errante de los monjes, se sitúan en esta tradición. Precisar que un laico
no puede administrar la comunión, que un recluido debe acatar un noviciado
monástico, significa reconocer el hecho de una cristianización cada vez más
difícil de someter al poder normativo de la Iglesia, pues es cada vez más
profunda. Por otra parte integra, como acabamos de decir, elementos del
calendario antiguo reducidos de tal manera a lo esencial para la conciencia
colectiva que atravesaron los siglos hasta llegar a la práctica griega y
balcánica de nuestros días. La costumbre de dar la comunión a los cadáveres,
y la de servir al día siguiente de la Navidad el plato de sémola de la
parturienta manifiestan idéntica integración. Pero esos hacedores de milagros,
esas adivinadoras, esos exhibidores de osos, esos locos de Dios, auténticos o
fingidos, de los que se hace mención en las prohibiciones de 692, atravesaron,
de hecho, los siglos de Bizancio, como lo muestran los comentarios de los
grandes canonistas del siglo XII, especialmente Teodoro Balsamen.
En todas estas disposiciones, el concilio no tiene en cuenta el contencioso
con Roma o, más bien, se afirma independiente de él. Se define como la
continuación del VI concilio ecuménico de 680-681, pero de hecho decide
sobre cuestiones específicamente orientales, y además otorga a
Constantinopla el mismo rango que a Roma. Esta última rechaza la costumbre
del matrimonio para los clérigos y no acepta hasta 721 la extensión del
impedimento de matrimonio a causa de parentesco por el bautismo. Sin
embargo, la situación de 649 no se repite, el arresto del papa Sergio fracasa,
las milicias de Roma y del grupo ravenés se unen para defenderlo. El papa
Constantino hace una visita oficial a Constantinopla bajo el segundo reinado
de Justiniano II, y se llega a un compromiso. Sin embargo, a pesar del vigor
del helenismo romano en los siglos VII y VIII, este sosiego es provisional y la
fisonomía de las dos Iglesias es cada vez más distinta.
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HACIA EL «IMPERIO DE ORIENTE»
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protegido al sudoeste por el macizo del Tauro, al norte de Tarso, y al noroeste
por las primeras estribaciones de Armenia. Es, en una palabra, el viejo país
monofisita y, más al sur, nestoriano, a partir de Edesa, constituyendo, como
hemos visto más arriba, un paso entre Bizancio y la Persia sasánida. La propia
Armenia, dominada por los linajes que poseen la tierra, las armas y el
sacerdocio, supone desde mediados del siglo VII un punto de conflicto entre
Bizancio y los árabes, consciente de su valor estratégico. Por último, los
jazares, a los que se vio aparecer tras los búlgaros en el siglo precedente,
constituyen entonces un Estado apoyado sobre el Volga y el Caspio, y
limitado por el Don y el Cuban. Los jazares contribuyen a fijar el límite
caucasiano del Islam. Dirigen los itinerarios comerciales importantes, por los
que, sin duda, la influencia judía alcanza al kagan y a sus allegados ya en 740,
antes de atraerse su adhesión. La ayuda que prestan a Lilípico Bardanes y,
más tarde, al matrimonio de Constantino V manifiestan que son en ese
momento una potencia con la que se cuenta en esta parte del mundo.
Los árabes ponen la mira en la capital del Imperio. El ataque por tierra y
por mar, que bloquea la ciudad en 717-718, es repelido con la colaboración de
los búlgaros; será el último. Pues aunque la ofensiva árabe prosigue en 726
con sus asaltos anuales, es frenada bruscamente en 739 por la ofensiva
bizantina cerca de Afión Karahisar, y la flota egipcia es aniquilada por largo
tiempo en el mar, a la altura de Chipre, reconquistada en 747. En 746,
Constantino V entra en Siria y recobra Germaniqueia. La siguiente década es
significativa. Armenia se rebela contra los árabes en 751: el emperador
recupera y destruye Teodosiópolis y Melitene e instala la población en Tracia
en 755, con el evidente propósito de debilitar la zona más crítica del Asia
Menor y reforzar la frontera balcánica; a continuación, rehúsa pagar a los
búlgaros un tributo que había concedido previamente, con lo que vuelve a
estallar la guerra. En 755, los búlgaros alcanzan los accesos a la capital, pero
los bizantinos vuelven a sacar ventaja y la población desplazada contribuye a
las fortificaciones. En 758, es aplastado un levantamiento eslavo en Tracia y
en Macedonia, y los eslavos son a su vez transportados al Asia Menor. El
combate se extiende también al mar Negro. En 773, la flota bizantina remonta
el Danubio y el kan Telerig se somete. Pero estos datos aislados no deben
llevar a error al lector: no se trata de una lucha ofensiva o defensiva de
Bizancio para conseguir la paz, sino de un movimiento de sociedades
coetáneas, donde la guerra, cualesquiera que sean sus motivaciones explícitas,
es una actividad común. Y, por cierto, no es la única forma de las relaciones
internacionales, dejando incluso de lado la cuestión italiana y pontificia, que
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se ventila, al menos teóricamente, en el interior del Imperio. Los tratados, el
matrimonio jazar de Constantino V y el matrimonio bizantino del kan Telerig,
bautizado en Constantinopla en 777, así como los artesanos que parten de
Constantinopla para la construcción de la mezquita de los omeyas en
Damasco, son una buena muestra de la alternancia y de la ambigüedad de las
relaciones, pero sobre todo sitúan la guerra, entre otras prácticas, en la acción
progresiva y duradera que pone en su lugar a los pueblos y los Estados de esta
historia. En el interior, la guerra aparece como un motor social; las
transformaciones en marcha dan buena prueba de ello.
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final del siglo VII: Asia Menor, corazón del Imperio, está dividida entre el
thema de los armeniacos al nordeste, nacido, según parece, entre 669 y 692; el
de los anatólicos (es decir, de Oriente), más o menos de la misma época, y
simétrico al sudoeste; el Opsiquion, ampliamente extendido al norte, frente a
Constantinopla; el thema de Tracia, que se separa de él entre 680 y 685, a raíz
de la invasión búlgara. A 732 pertenece el primer testimonio de un estratega
del thema marítimo de los Cibirreotas, en donde Attalia (Andalia) se
convierte en la principal ciudad.
Las fuerzas marítimas están organizadas sobre el mismo modelo. Para
empezar, un mando general tiene bajo su jurisdicción, en el último cuarto del
siglo VII, la flota de karabisianoi (del griego karabi, navío), reclutada por
Bizancio para ir contra la flota árabe. Pero se revela impotente en el momento
del sitio de Constantinopla en 717, además de haber respaldado a Artemio-
Anastasio en la competencia por el trono. Victorioso, León III la suprime.
Desde entonces, las fuerzas marítimas de Bizancio comprenden por una parte
una flota imperial, que custodia Constantinopla y los estrechos, desde las
bases de Abidos e Hierón, y está, asimismo, encargada de las expediciones
ofensivas, y por otra parte flotas provinciales, a manera de guardacostas, entre
las que las flotas themáticas reciben ayuda de los themas marítimos como el
de los Cibirreotas, los del Egeo y el Dodecaneso («las doce islas») a finales
del siglo IX, y los de Samos y Quíos a finales del siglo X. El siglo IX y la
primera mitad del X señalan el apogeo del sistema de themas. Las grandes
circunscripciones de un principio son progresivamente divididas. A mediados
del siglo X, la importancia estratégica de la frontera oriental favorece una
nueva concepción: a los themas «grandes» o «romaicos» del interior se
oponen entonces los themas «fronterizos» o «armeniacos», reducidos a una
fortaleza con su territorio. En el thema todos los poderes están en manos del
estratega hasta el declive de la institución. Desde finales del siglo X, el
estratega tiende a estar subordinado militarmente al duque, que manda los
tagmata en todo un sector de la frontera; por otra parte, la autoridad judicial
de un juez pretor tiende igualmente a distinguirse de la suya. En el curso del
siglo IX, el sistema queda anticuado. Planteaba, evidentemente, un problema
de financiación y de reclutamiento, que no es otro que el de las relaciones
entre la guerra y la sociedad a lo largo del período.
En la fiscalidad instaurada por Diocleciano y siempre en vigor, el
abastecimiento de los hombres que prestan servicio militar, así como los
gastos de su equipo, representan cargas fiscales que pesan esencialmente
sobre los campos, mientras que las conmutaciones en moneda permiten el
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reclutamiento de mercenarios, a los que se añaden los bárbaros federados, es
decir, firmantes de un pacto de establecimiento en territorio bizantino,
especialmente en las fronteras. El sistema se reveló insuficiente para
satisfacer las necesidades del Imperio, teniendo en cuenta los territorios
perdidos, el constante y primordial esfuerzo bélico, y la evolución técnica, e
inevitablemente social, que concedía el más importante papel estratégico a los
jinetes acorazados, los más costosos de los combatientes. En una fecha que
nos es difícil precisar, sin duda antes del final del siglo VIII, los contribuyentes
son clasificados en «civiles» y «militares», y son inscritos en dos registros
diferentes. El aprovisionamiento directo de reclutas y de equipo tiende a
convertirse en la obligación específica de los contribuyentes «militares».
Todavía en los primeros años del siglo IX, el emperador Nicéforo I (802-811)
toma medidas que su contemporáneo, el cronista Teófanes, considera como
vejatorias, y que constituyen, de hecho, la conservación de soluciones
tradicionales o, mejor dicho, antiguas: la solidaridad de la comunidad aldeana
con respecto al armamento de los reclutas del lugar es la aplicación de un
principio ya enunciado en leyes a inicios del siglo V; el préstamo impuesto a
los armadores más ricos para la constitución obligatoria de un dominio evoca
la financiación por Trajano de la caja alimentaria que creó. De hecho, en el
curso del siglo IX, la obligación de servir, y de equiparse a este fin, aparece
reservada a las «casas militares», familias de propietarios de un alodio cuya
tierra, «militar» también, es desgravada a este efecto: la Vida de Eutimio el
Joven, cuya muerte se sitúa en 898, se refiere a él como el hijo de uno de
estos propietarios de alodios. El principio es también antiguo, es el mismo
que había justificado la exención de los bienes de la Iglesia en razón de su
labor benéfica en los siglos V y VI, e incluso, desde igual época, el de los
patrimonios de los limitanei, los soldados acantonados en las fronteras. Pero
los «militares» de los que tenemos testimonios a partir del siglo IX están
dispersos por todo el Imperio, o más exactamente, por todos sus themas.
El reclutamiento marítimo implica, por su parte, una especialización que
justifica el llamamiento a las poblaciones costeras, sobre todo, en esta época,
a los mardaítas del monte Amanus, desplazados a Panfilia por Justiniano II.
La unidad de combate es el dromon, barco estilizado, movido a remo, capaz
de transportar de 100 a 200 hombres, y equipado desde entonces con fuego
griego. La financiación de las flotas de los themas marítimos no está aún
aclarada, aunque cabe suponer que se basaba en el mismo principio de bienes
especialmente exentos. La tendencia al reclutamiento de mercenarios se
pondrá también de manifiesto cuando se recurra a los marinos rusos.
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El nacimiento de una nueva sociedad: guerreros y campesinos
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al poder, después de la muerte de León IV, a uno de los hermanos de este,
Nicéforo; o Alejo Moselé, drongarios de la Vela (comandante de la guardia
encargado de la seguridad del emperador y del palacio), enviado por Irene
para reprimir una rebelión en el thema de los armeniacos, del que llega a ser
estratega. Estos dos ejemplos, entre otros, sugieren que el papel de los
armenios en el círculo imperial corresponde al de la frontera oriental en la
estrategia de Bizancio. Como se dirá más adelante, la conciencia de linaje que
caracteriza la clase dominante en el siglo IX parece abrirse paso, según el
testimonio de la historiografía, con el reinado de Constantino IV. Es posible
que las aristocracias armenias fueran también en este caso un factor evolutivo.
Esta sociedad así estructurada es cada vez menos urbana. Por lo demás, el
Imperio ha perdido, en el sur, las regiones tradicionalmente ricas en vida
urbana, Siria y Palestina, y las grandes ciudades de Alejandría y Antioquía.
Lo que queda, en Asia Menor y en Tracia, acusa, de manera muy marcada, los
golpes del siglo VII, la invasión persa, y en un menor grado árabe, en el primer
caso, y la eslava y búlgara en el segundo. Las excavaciones lo demuestran,
poniendo de relieve tanto las modificaciones del espacio urbano y de su
organización, como el descenso de la circulación monetaria en el
emplazamiento: la actividad y la población disminuyen al mismo tiempo, lo
que explica, por ejemplo, que a la altura del siglo VIII se encuentren en
Corinto tumbas en la acrópolis, es decir, en el corazón del hábitat. La reforma
de los themas modifica las funciones administrativas de las ciudades,
beneficiando, por lo demás, a algunas, como Atalia. Los grandes días del
episcopado urbano han pasado, en tanto que la persecución de Constantino V
aleja los centros de atracción monástica, que se dispersan por la montaña
bitinia. Las agresiones continúan: guerra abierta de los árabes, que perjudica
los mercados costeros como Atenas; incursiones búlgaras que inquietan
continuamente a Corinto. Y, por último, una peste general asuela el Imperio.
Sin embargo, las viejas ciudades no sucumben, como puede verse en algunas
Vidas de santos, simplemente se eclipsan, hasta su reactivación en el siglo IX.
La capital sigue también este proceso, según parece. La arqueología en este
caso no nos aporta demasiados datos, pero los textos dicen que en el siglo VIII
la población no era suficiente para el mantenimiento de las murallas, o que un
cierto número de cisternas quedaron fuera de uso, lo que revela una menor
necesidad de agua. A raíz de la importante peste sufrida, Constantino V
transfirió allí gente de las islas, del Peloponeso y del thema de la Hélade (la
Grecia del este y el centro). La ciudad recibe los ataques árabes, junto con el
asalto de la flota de 673 a 677, y posteriormente el sitio por tierra y mar de
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717-718. La actividad árabe en el Mediterráneo la priva, por lo demás, de las
tradicionales salidas al mar. Pero no hay duda de que el corte no es tan radical
como se creyó durante mucho tiempo. Constantinopla no recibe ya el trigo de
Egipto, pero no deja de recibir papiro. Y, sobre todo, sigue siendo la capital,
lo que basta para asegurarle condiciones incomparables de supervivencia. Por
su parte, Tesalónica conserva la importancia que le confirieron los
movimientos étnicos de la orilla derecha del Danubio, y el papel de puerta
comercial y cultural del Imperio, que tendrá su momento de mayor esplendor
en el siglo IX.
No obstante, la sustancia y la continuidad del Imperio se hallan entonces
en los campos, lo que hace resaltar la institución de los bienes militares. El
balance de los movimientos de población de los siglos VII y VIII no les fue,
probablemente, desfavorable, sobre todo en las regiones donde se conjugaban
la afluencia de eslavos y de búlgaros, y la solicitud estratégica de los
emperadores. Estos últimos empleaban a los que llegaban para defender la
frontera contra las siguientes oleadas, y practicaban como refuerzo, desde
finales del siglo VI, los traslados de población entre Tracia y el Asia Menor.
En el siglo VIII, los eslavos de la región del Egeo, dotados del estatuto de
«aliados», constituyen núcleos autónomos, y culturalmente distintos, cuyos
contornos religiosos y lingüísticos no se borrarán hasta el siglo IX. Otros
cercaron el Peloponeso, a mediados del siglo VIII. Como consecuencia de sus
expediciones, Constantino V trasladó eslavos al Asia Menor, y a Tracia
armenios y sirios recogidos en la región de Germaniqueia, Melitene y
Erzerun, debilitando, al mismo tiempo, una cristiandad disidente. Todo esto
sugiere una importante aportación demográfica, pero no una gran renovación
para los eslavos, ni en las estructuras sociales, como creyeron muchos
historiadores. En efecto, el período que va del final del siglo VII al siglo IX
apenas está documentado a este respecto, por lo que se ha examinado con
gran atención un texto aislado, cuya fecha y región de origen ni siquiera se
pueden fijar con precisión, el Código rural, conocido por numerosos
manuscritos de contenido jurídico. Se trata de un libro de derecho
consuetudinario, donde se contemplan tipos de contratos agrarios, litigios,
delitos como el robo de herramientas, especialmente grave en el momento de
los trabajos estacionales, tala de árboles, cosecha, corte de madera, etc. El
lugar es una comunidad aldeana donde se combinan la propiedad privada, la
indivisión y la propiedad comunal. La comunidad está, por lo demás,
investida de una responsabilidad fiscal, sobre todo en el caso de las tierras
abandonadas. Y precisamente alrededor de este último punto gira la discusión
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histórica. En efecto, muchos artículos hacen alusión al «reparto de la tierra de
la aldea», y es ahí donde la escuela rusa ve la prueba de que la estructura de la
comunidad eslava, basada en la redistribución periódica de las tierras, había
sido introducida en el campo bizantino. Dejando de lado la cuestión misma de
una comunidad semejante en esta época y en estas regiones, otros autores han
observado que estos artículos se explican suficientemente por la propia
fiscalidad bizantina, la redistribución de las tierras abandonadas por el fisco, o
por la comunidad solidariamente responsable. Hecho que, cuando las fuentes
escritas de los siglos IX-XI permitan establecer un cuadro relativamente exacto
de la organización rural bizantina, se situará efectivamente en la larga
continuidad de la institución fiscal.
LAS IMÁGENES
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lugar, por los propios judíos, como demuestra el movimiento desencadenado
en Irak bajo el califa Hishám, por un tal Severo, cristiano de Siria convertido
al judaísmo. En 721-722, León III decreta la conversión obligatoria de los
judíos.
En el año 726, vuelven a empezar las incursiones anuales de los árabes en
Asia Menor; León III, con su hijo y coemperador Constantino, promulga una
codificación bajo el título de Eklogé («selección»), primera recopilación
sistemática del Código Justiniano de 529. Pero ¡qué diferencia entre el viejo
monumento y esta obra contenida ahora en sesenta páginas impresas en
octavo! Sin embargo, no hay una gran ruptura en su contenido; el Eklogé
ratifica la profunda evolución práctica del derecho desde 565, e incluso, de
hecho, desde 529: igualdad de los cónyuges ante el delito de adulterio y
respecto de la edad del consentimiento, importancia de los esponsales,
desarrollo de las penas corporales, básicamente las mutilaciones que
recuerdan simbólicamente el delito. Se abre paso una definición de la
autoridad imperial, que perfila una figura de legislador inspirado directa y
únicamente en lo alto, como un nuevo Moisés.
Pero este mismo año, León III ordena retirar la imagen de Cristo que
remata la Puerta de Bronce del Gran Palacio, y sustituirla por una cruz. El
encargado de hacerlo fue inmediatamente asesinado por la muchedumbre.
En 727, el thema de Hélade se subleva, pero el movimiento es aplastado; la
defensa de las imágenes suscita una primera obra, los tres Discursos de Juan
Damasceno. Este, cuyo nombre real era Mansur, nació en Damasco en el seno
de una gran familia cristiana, ocupó importantes cargos en la corte califal y se
hizo monje con el nombre de Juan, en el convento de San Sabas en Palestina.
Los partidarios de las imágenes le deben la argumentación que se convertiría
en clásica, y que requiere distinguir radicalmente los ídolos condenados en las
Escrituras, de la imagen cristiana, mediación entre lo divino y lo humano
hecha posible por la Encarnación. Como se verá, con las referencias heréticas
de la Antigüedad tardía y sus filosofías, el debate fundamental gira en torno a
esta.
Los discursos del monje de San Sabas abren también otra perspectiva,
pues ponen en cuestión la competencia del emperador para decidir en materia
teológica. De hecho, entre 727 y 729, León III intercambia con el papa
Gregorio II cartas en las que intenta sin éxito obtener el aval de este último:
han llegado hasta nosotros en una traducción griega, y señalan la posición de
arbitro que el papa conservará durante mucho tiempo todavía en los asuntos
religiosos de Bizancio; pero, por otra parte, ahondan la sima abierta en el
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siglo VII. Pues, efectivamente, el emperador no podía decidir solo en este
terreno, lo que acababa de hacer, al menos en la práctica. Tampoco tenía el
consentimiento del patriarca Germanos, entronizado en 715; hemos
conservado las cartas de reprobación dirigidas por este último a dos obispos
de Asia Menor, Constantino de Nacoleia y Tomás de Claudiópolis, que
habían tomado la iniciativa de hacer destruir las imágenes en sus respectivas
diócesis. El silention (consejo) del 17 de enero de 730, destituye a Germanos
y lo sustituye por su propio synkellos, primer personaje de la administración
patriarcal. El decreto se cumple. El papa Gregorio III, elegido en 731, reúne
en seguida un sínodo que lo condena. Entonces, probablemente en 732-733, el
emperador vuelve a poner bajo la jurisdicción de su patriarca los patrimonios
pontificales de Sicilia, Calabria e Iliria, lo que significa la devolución de sus
rentas, pero también la apertura de un grave contencioso con Roma. A su
muerte, en 741, prosigue la contienda armada, esta vez en el seno de la
familia imperial. Artavasdos, yerno del difunto emperador y comandante del
thema de Opsiquion, ataca allí a Constantino, de camino al frente. Victorioso,
se hace coronar en Constantinopla, al tiempo que asocia al trono a su hijo
mayor Nicéforo, y confía al menor, Nicetas, el mando supremo de las fuerzas
armadas. También le destina el thema armeniaco, que él tuvo a su cargo, y el
de Tracia. En contra de Constantino V, restaura el culto a las imágenes. Pero
este último se repliega en Amorión, centro del thema de Oriente, antaño al
mando de su padre, y desde allí vuelve a tomar el poder y entra en
Constantinopla en noviembre de 743.
El reinado de Constantino V, sobre el telón de fondo de las notables
victorias que hemos recordado, se caracteriza por una elaboración doctrinal en
la que él mismo desempeña un relevante papel, y por una cristalización del
conflicto abierto, de hecho, entre el poder del emperador y el de la Iglesia por
su respectiva evolución. En 754 se reúne un concilio en Hieria, en las afueras
de la capital, donde se halla la residencia de verano de los emperadores. A
causa de la vacante en la sede patriarcal en ese momento, lo preside Teodosio,
obispo de Éfeso e hijo del emperador Tiberio III, quien define la doctrina de
la iconoclasia. Se contaba con el antecedente de un escrito de Constantino V,
reconstituido a partir de citas hechas en el siguiente siglo por el patriarca
Nicéforo, durante la segunda iconoclasia. El soberano señala allí la
imposibilidad que ve para la representación de Cristo: no se lo puede
representar por la imagen de su naturaleza divina, y tampoco cabe limitarse a
representar su naturaleza humana; su única imagen está, pues, en la eucaristía.
El concilio de 754 afirma su veneración de María y los santos. Pero, según el
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testimonio de las fuentes del siglo IX, Constantino había expuesto su
razonamiento de la siguiente manera: María, en tanto mujer, solo pudo llevar
en su interior un hombre y tras el nacimiento de este volvió a ser una mujer
corriente, del mismo modo que una humilde bolsa pierde su valor cuando se
le han sacado las monedas de oro. El culto a los santos era, sin duda, un
objetivo prioritario de la ofensiva de Constantino V. Hemos visto cómo,
desde el final del siglo VI, el desarrollo de la veneración de las imágenes se
conjugaba con el prestigio de los santos y, por tanto, de los monjes, servidores
y mediadores de su culto. La iconoclasia de Constantino V es en primer lugar
una lucha contra el poder de los monjes a partir de 760. A este respecto
contamos con el testimonio de la Vida de Esteban el Joven, compuesta en
806, que narra su martirio, infligido por la muchedumbre de la capital en 764,
obedeciendo una orden del emperador; y el de la Crónica de Teófanes, escrita
bajo el reinado de Miguel II (813-820), que da cuenta de los malos tratos y
vejaciones infligidas a los monjes a partir de 766 por Miguel Lacanodracon,
estratega del thema de los tracesios, quien, entre otras cosas, obligaba a
monjes y monjas a casarse entre sí. A los edificios de los monasterios se les
da un uso secular y sus bienes son confiscados. Por el contrario, Constantino
intenta apoyarse en la jerarquía episcopal. Una primera consecuencia de esta
política es la adopción definitiva por parte de Roma de la alianza franca,
según el acuerdo firmado en Quierzy en 756 entre Pipino y el papa Esteban II.
Desde entonces, el papa es políticamente independiente, y confirmado, en
virtud de su independencia, en su papel de instancia de apelación, que le
aseguraba en todo caso la dignidad histórica de su sede. Veremos más
adelante el uso que hicieron de ello los bizantinos del siglo IX.
El concilio de 754 le da a Constantino V la justificación para una
destrucción efectiva de las imágenes y de las decoraciones donde se
encontraban las representaciones incriminadas, por lo demás poco numerosas,
sin duda, en este época. Justino II había sustituido en las monedas la imagen
de Cristo por la cruz con que Tiberio II había reemplazado la antigua figura
de la Victoria. En las acuñaciones del siglo VIII, Cristo fue sustituido a su vez
por las efigies imperiales, y esto mismo sucedió durante la efímera
restauración de las imágenes bajo el mandato de Artavasdos. También en los
edificios parece haber prevalecido la iconografía imperial, por ejemplo, a
través de escenas del hipódromo. Pero a la muerte de León IV en 780, el
poder queda en manos de su viuda, Irene, dada la corta edad de su hijo
Constantino. En 784, el patriarca iconoclasta se ve obligado a dimitir; en 786,
un concilio reunido en Constantinopla, en la iglesia de los Santos Apóstoles,
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es bloqueado por la tropa; en 787 se convoca otro en Nicea. Este concilio
restaura las imágenes y toma además una serie de disposiciones sobre la
disciplina eclesiástica que constituye un testimonio esencial sobre el estado
cultural y social de la Iglesia de Bizancio a finales del siglo VIII.
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Nos queda, pues, por considerar la explicación imperial. Cuando León III
hace reemplazar la imagen de Cristo por una cruz en la Puerta de Bronce,
trastoca una evolución reciente, ya que, como se recordará, es Justiniano II
quien sustituye en las monedas la cruz por la imagen de Cristo, que los
emperadores iconoclastas eliminan a su vez para poner su propia efigie. Esta
secuencia es reveladora de un debate sobre la fundamental relación entre
Cristo y el emperador, en las dos facetas de este último, encarnación del
derecho y portador de la victoria, que siempre ha poseído, pero cuya
interpretación crítica se perfila mejor a partir del final del siglo VI. Al sustituir
a Cristo por la cruz, León III le confiere, por así decirlo, cierta trascendencia
y, consecuentemente, valora la delegación terrestre del basileus. Igualmente,
el prólogo del Eklogé presenta a este último como un nuevo Moisés, por una
inspiración que debe, evidentemente, más a la lectura del Pentateuco que a los
judíos coetáneos. Tal identificación contribuye también a concentrar la luz
sobre el soberano terrestre, primera figura de un período de extremada
ansiedad, debida al avance árabe, y agravada unos meses antes por un
violento temblor de tierra en Creta. El retorno de la cruz es el del signo que
había conducido a Constantino I a la victoria.
Con Constantino V se va más lejos, pues se percibe desde entonces el
conflicto que animará, más allá de la primera restauración de las imágenes y
de la segunda iconoclasia, todo el siglo IX y el principio del X. La oposición
no es tanto entre el emperador y la Iglesia como, en el seno de esta última,
entre el bando, cada vez más pujante y finalmente victorioso, de los monjes y
un episcopado en cuya cúspide el patriarca ecuménico comparte el gobierno
del mundo con el emperador. Constantino V parece dominar personalmente la
controversia. Esta competencia cultural, y no solamente legislativa, del poder
imperial anuncia las actitudes de León VI y Constantino VII, para los que será
esencial. Y en este caso corre paralela a una insolvencia teórica del
patriarcado de la capital. En las provincias, el episcopado apenas se deja oír
en este plano, al menos en tanto que cuerpo constituido. Tal vez este relativo
silencio se deba al declive de la vida urbana. Sea como sea, deja el campo
libre a los monjes. La Crónica compuesta por el monje Teófanes relata
episodios que muestran, en todo caso, que Constantino V atacaba
directamente, como antagonista del suyo, al poder monástico, así como el
culto a los santos, que era su soporte más evidente, mientras que era
respaldado por el clero secular. Las bodas puestas en escena por el estratega
de los tracesios se mofan del schema, el hábito negro que desde el siglo IV
atraía para los monjes el respeto y la veneración de los cristianos. La
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destrucción de los libros que contenían los «apotegmas de los padres»,
recopilación de historias edificantes o milagrosas del antiguo monaquismo,
indica que a través de los iconos, el basileus se revestía del prestigio local y
cotidiano del «hombre santo», cuyo auge vimos en los siglos V y VI y que aún
estaba vigente. Por otra parte, Teófanes imputa a Constantino V el valerse de
brujos, o dicho de otra manera, de hombres santos desleales. El suplicio de
Esteban, abad del convento del monte San Auxencio, cerca de Calcedonia, en
764, es presentado por el narrador monástico, que escribe en 806, como el
crimen de un emperador y de una capital aún fieles a las fiestas del viejo
calendario.
Pero las fuerzas vivas del monaquismo en tiempos de Constantino V están
fuera de la capital. Quizá la represión fuera la causa de un éxodo de monjes
griegos hacia Italia y hacia Roma, cuyas consecuencias culturales fueron
notables: así, puede verse, en el concilio de 787, la firma del higúmeno de San
Sabas en el Aventino. Pero, sobre todo, el monaquismo forma entonces las
personalidades que surgieron en 787, en el momento de la primera
restauración de las imágenes. Platón, nacido en Constantinopla en el seno de
una familia adinerada, perdió a sus padres en la gran peste de 746 (o 747).
Educado por un tío, entra con su ayuda en el servicio de pesos, un apartado de
las finanzas imperiales, antes de optar por la vida monástica en un convento
del Olimpo, del que llega a ser higúmeno en 780. Volveremos a
encontrárnoslo más adelante. Su sobrino e hijo espiritual, Teodoro de Studa,
nacido hacia 759, será el primer artífice del definitivo triunfo de la Iglesia de
los monjes en Bizancio.
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emperador a sus hermanos. León IV no les ha hecho coemperadores. La edad
de Constantino VI implica entonces que la sucesión de padre a hijo se
resuelva en la práctica por la regencia de su madre, Irene, y por tanto, por la
atribución del poder imperial a una mujer. Si se considera la parte de guerra y
victoria que pesa sobre el personaje imperial, se comprenderá que esta
decisión entrañaría dificultades. Las intrigas de palacio, las opciones
religiosas, las posiciones tomadas por los ejércitos provinciales cristalizan en
torno a este problema, cuyos actores parecen cobrar vida de repente para
nosotros, gracias a la posesión de fuentes más directas, más numerosas y más
elocuentes. Pero, sin duda, hay una trampa, que no siempre han evitado los
historiadores. Trazar un retrato que parece dado no consiste en reproducir las
opciones y los agravios difuntos, ni tampoco en proyectar sobre el pasado la
engañosa transparencia de una cultura y una moral actuales. Pero a quien
quiera hacer el esfuerzo de imaginación necesario, el siglo XI le ofrece un
material abundante y, desde su comienzo, la biografía del patriarca Tarasio,
redactada por el diácono Ignacio, la narración de las tareas del patriarcado, la
historia familiar de María de Amnia, esposa de Constantino VI, escrita hacia
821 por uno de sus primos, el monje Nicetas, y, en fin, la considerable obra de
Teodoro de Studa, todos ellos capaces de enriquecer con su discurso y su
testimonio la trama establecida por la Crónica de Teófanes.
Entonces, ¿cuál es la verdad de Irene? ¿Lúe, para empezar, una madre
preocupada por asegurar el futuro de un hijo demasiado joven frente a sus tíos
paternos, en quienes convergían las fidelidades de los ejércitos de Oriente y
las de los allegados a Constantino V? ¿Percibió desde un primer momento la
perspectiva de un imperio propio, ásperamente disputado, poco después, a su
propio hijo? No lo sabremos nunca. ¿Por el hecho de haber nacido en Atenas
habría aportado al palacio la tradición de una piedad que ninguna disidencia
regional pudo nunca enturbiar, lo que explicaría que, vivo aún León IV,
hubiera sido condescendiente con los monjes? Es posible. Por otro lado, su
condición de mujer en la familia imperial la consagraba a una vida palaciega
y urbana, y le dictaba la elección de sus cartas y sus apoyos. El período que
transcurre entre la muerte de León IV y su propia caída en 802 se puede
dividir claramente en tres fases.
En primer lugar, de 780 a 790, una situación de regencia, en que Irene está
asociada al poder imperial. Ante todo, frustra todas las esperanzas puestas en
el César Nicéforo, hermano de León IV, que encarnaba la continuación de la
actitud iconoclasta y militar de Constantino V. Irene pondrá en juego a los
monjes, cuya simpatía se ha ganado, la capital y sus civiles, el personal del
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palacio. Y tendrá en contra los ejércitos de los themas de Oriente. En ese
momento es respaldada por dos hombres. Uno es un eunuco de su casa,
Estoraquio, que llega a ser logóteta del dromo (policía, correo político,
asuntos exteriores) y que conduce en 781 la campaña contra los eslavos
sublevados en Macedonia y en Grecia, aunque su mutilación le impida toda
aspiración al trono. El otro es el jefe de una oficina de la cancillería imperial
(a secretis), Tarasio, un laico al que ella convierte en patriarca en 784, tras
haber empujado a la dimisión al patriarca iconoclasta Pablo. Hace que el
«pueblo» reunido en el palacio de la Magnaura elija a Tarasio, imprimiendo
así la marca imperial a un antiguo procedimiento. Ambos preparan a partir de
entonces la restauración de las imágenes a través de negociaciones con Roma
y con los patriarcas orientales. El 31 de julio de 786 se convoca un primer
concilio en la iglesia de los Santos Apóstoles, que es perturbado por los
soldados iconoclastas de la guardia. Irene envía entonces las tropas
iconoclastas de la capital al frente del Asia Menor y las sustituye por tropas
partidarias de las imágenes, que hace venir de Europa. Se celebra entonces un
nuevo concilio en Nicea, del 24 de setiembre al 13 de octubre de 787. Es el
VII y último concilio reconocido como ecuménico por la Iglesia salida de
Bizancio. El protocolo final es firmado en la Magnaura, donde son aclamados
«el nuevo Constantino y la nueva Helena», referencia al modelo de
emperador cristiano que refuerza la elección de la ciudad donde tuvo lugar el
concilio de 325. La asamblea de 787 subraya la distinción entre «veneración»
y «adoración» de las imágenes, y da o recuerda disposiciones generales sobre
los bienes de la Iglesia, la disciplina de los clérigos y los criterios de validez
de la liturgia. Admite la recepción de los iconoclastas arrepentidos en el seno
de la Iglesia. De hecho, no es una asamblea homogénea ni unánime.
El problema de la reconciliación en el seno mismo de la clericatura abre
un debate que se prolongará, por diversos motivos, hasta el siglo X. Por un
lado, Tarasio inaugura el tipo de patriarca reclutado directamente en el
servicio público, e inclinado a una actitud primordialmente política de
colaboración con el soberano delegado de Cristo. Por otro lado, Platón y su
sobrino Teodoro encarnan la exigencia de una prioridad absoluta de la Iglesia,
investida de la misión de dictar el derecho a todos, comprendido el
emperador: y esta Iglesia es la Iglesia de los monjes. Platón fundó en una
propiedad familiar, en la región de Olimpo, el convento de Sacudión del que
llega a ser higúmeno a partir de 781, pues la regencia de Irene supone, en
primer lugar, la liberación del monaquismo. La rigurosa organización de
Sacudión está elaborada sobre la base de un retorno a las fuentes, es decir, al
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modelo cenobítico de Basilio de Cesárea. Teodoro, nacido en 759, es hijo de
la hermana de Platón, y toda su familia ha abandonado el mundo. Se convierte
en monje en Sacudión y se adhiere a la reforma emprendida por Platón, al que
sucederá. Sus seguidores no aceptan la reintegración de los obispos
iconoclastas.
Al año siguiente, Irene casa a su hijo. La esposa es María, nieta de
Filareto, un hacendado de Amnia, en Paflagonia. Otro nieto, el monje Nicetas,
escribió en 812 la historia de su abuelo y padrino, que, según cuenta, le
consagró, siendo aún niño, al hábito religioso para que realizara esta tarea. El
relato, importante fuente para nuestro conocimiento de la sociedad de su
tiempo, se desarrolla en dos planos. El primero, edificante, suple la ausente
ilustración sobre el linaje, en una época en que se empezaba a tener en cuenta,
por la hagiografía de Filareto, a quien una caridad demasiado ardiente despoja
poco a poco de todos sus bienes, como a un Job cristiano; el matrimonio
imperial es fuente de una nueva prosperidad, que el autor puede contemplar
después de la beatitud eterna. El segundo plano es el familiar: el autor hace la
relación exacta del estado de los hijos y de los nietos de Filareto, y describe el
regreso de los enviados imperiales, que buscaban por las provincias una
jovencita cuyo origen no importaba, pero que debía tener unas determinadas
características. De la práctica del concurso para la provisión de una esposa
imperial, hay testimonios en esta época por algunos casos más. Quizás
estuviera inspirada en la vieja costumbre irania ilustrada por la historia de
Esther, pero, sea como sea, es sin duda el equivalente femenino de la elección
viril por la victoria militar.
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le queda otra solución que servirse de una parte del elemento armenio, que a
continuación sufre también las consecuencias de la represión. Tras perder el
apoyo de este esencial thema, pierde el de los monjes. En 795 envía a María a
un convento y encuentra a un sacerdote, José, que bendice su unión con su
amante Teodota, pariente de Teodoro, que más tarde será conocido como el
de Studa. Desencadena así, no solamente el engranaje de su propia pérdida,
sino también un conflicto revelador del estado de los poderes, y capital. El
gesto de Constantino VI es, en efecto, contrario a la legislación sobre la
separación de los cónyuges elaborada por la Iglesia a partir del siglo IV y
formalizada por la legislación de Justiniano: a falta de un acuerdo común, el
repudio de una esposa se limita a casos poco numerosos y estrictamente
definidos. El patriarca Tarasio no opone resistencia, ya que se sitúa, como
vimos, en la línea del patriarcado político, en la que se situarán los patriarcas
reclutados, como él, en el servicio público. En cambio, Platón, higúmeno de
Sacudión, y su sobrino Teodoro encuentran en este asunto el motivo para
afirmar la autoridad primordial de la norma eclesiástica en todas las
circunstancias, y al mismo tiempo la competencia prioritaria de la Iglesia de
los monjes. Constantino los encarcela y posteriormente los exilia, en marzo de
797. Se halla desde entonces aislado frente a las intrigas de palacio,
conducidas por su madre. Un día del verano de 797, Irene lo hace cegar «en la
habitación púrpura donde le había traído al mundo». Entonces, prosigue la
Crónica de Teófanes, «el sol se oscureció, las naves equivocaron su rumbo; y
todo el mundo convino en que si el sol ocultaba sus rayos, era porque se había
dejado ciego al emperador». El cronista da así la clave de un relato cuya
atrocidad literal ha llamado mucho la atención de los historiadores. La
«habitación púrpura» es la del nacimiento imperial, que cobrará una creciente
importancia en el siglo IX, y sobre todo después, en la descendencia de
Basilio I, como criterio de legitimidad durable del poder: Constantino VI es,
pues, descalificado por la ceguera en el corazón mismo de su herencia; y, por
otra parte, la equivalencia, más explícita aún en griego, entre los rayos del sol
y la vista, remite el carácter solar de la soberanía imperial, bien conocido a
partir del siglo III y desde Constantino, y permite comprender por qué la
ceguera es escogida en Bizancio como la mutilación incompatible con la
posesión o la esperanza del poder supremo. Constantino se limita, a partir de
entonces, junto a Teodota, a una vida puramente privada. Deja dos problemas
sin resolver: el conflicto provocado por su matrimonio en el seno mismo de la
Iglesia, y el ejercicio del poder imperial por una mujer, que lo asume sola, y
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sin poder invocar en lo sucesivo ninguna delegación temporaria. Es la tercera
parte del período que acabará en 802 con la caída de Irene.
Un acontecimiento decisivo, al comienzo de esta parte, en el mismo año
797, es la instalación de Teodoro y su tío, con sus monjes, en la capital. Un
número de monjes a partir de entonces demasiado grande para Sacudión, una
amenaza árabe, pero sobre todo, sin duda, la coyuntura llegada a su punto
culminante, todo esto comporta la instalación definitiva de la comunidad en la
capital, donde vuelve a abrir un viejo convento abandonado, el convento de
Studa o Studiu (en genitivo), llamado así en recuerdo de un patricio que lo
habría fundado en el siglo V. Como se recordará, Platón y su sobrino se
consideraban promotores de una vuelta a los puros principios monásticos de
Basilio de Cesárea. De hecho, Teodoro dota a Studia de una regla sistemática,
que no tiene precedente. La distribución minuciosa de las horas, la
elaboración de las penitencias monásticas, la variedad de ocupaciones, que
reparten a los monjes en diversos talleres y en los campos, la existencia de un
hospital para los monjes y un hospicio, incluso de una escuela, constituyen
una clara alusión a los principios de Basilio de Cesárea, e incluso a las
comunidades de Pacomio y, en todo caso, a los monasterios de Siria y
Palestina en los siglos V y VI. Pero el carácter exhaustivo y coherente de la
Regla la convierte, sin embargo, en el primer documento que merece
verdaderamente este nombre en el medio bizantino. La modernidad de Studa
reside, sobre todo, en el hecho de ser urbano y estar, además, situado en la
capital, por lo que desempeña un relevante papel cultural, aparte de un papel
político: en la estructura del Imperio, Studa seguirá siendo en el futuro, bajo
diferentes formas, el interlocutor monástico tanto del emperador como del
patriarca. El problema del poder supremo tiene a partir de entonces tres
términos.
La eliminación de Constantino VI por su madre no ocasionó, repitámoslo,
una dificultad moral, sino política: cuando la Crónica de Teófanes relata el
eclipse de sol y la ceguera de Constantino VI, reprueba un atentado contra el
soberano legítimo, y no el crimen de una madre contra su hijo. La acción de
Irene tampoco hace mella en Teodoro de Studa, que considera a Constantino
culpable de haber perturbado el orden del que la Iglesia es guardiana, y que
Irene ha restablecido. Esta última debe dedicarse, de diferentes maneras, y a
fin de cuentas sin éxito, al verdadero problema —el hecho de que el
emperador sea una mujer—, agravado por un contexto de reveses militares y
diplomáticos en parte ligados a la ascensión de los carolingios, consagrada
por la coronación de la Navidad del año 800. Irene intenta una solución
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simbólica, cuyo alcance no hay que subestimar en el limitado medio del
palacio donde está en juego el poder. Toma el título de basileus
(«emperador»), tanto en lo referente a las leyes como a su aparición en las
monedas. El día de Pascua de 799 se pone el traje de púrpura y oro, toma la
cuadriga tirada por caballos blancos y arroja las monedas que constituyen la
pompa imperial. Un mimetismo sin duda más significativo que el proyecto de
matrimonio con Carlomagno, que solo Teófanes toma en serio. Por otra parte,
Irene continúa beneficiando a sus interlocutores de siempre, los «ciudadanos»
de la capital, cuya carga fiscal aligera, y los monjes, a los que destina su
generosidad y su celo. La ley que, al declarar suficiente la bendición para
santificar un matrimonio de pobres, le confiere a esta una nueva importancia,
y la prohibición de las terceras nupcias señalan la voluntad de adaptar la ley
civil a la formalización canónica cuyos artífices son, a la sazón, los estuditas.
Irene no ha previsto todavía su sucesión, al parecer, al menos en la línea
dinástica, ya que hace cegar a los hermanos de León IV que, a excepción de
Nicéforo, aún conservaban la vista. Rodeada por las rivalidades de sus
eunucos, Estoraquio y Aetio, y de sus familiares, la muerte del primero en
800 la deja más sola. Sucumbe a una revolución de palacio, que la exilia, y
que está al mando del logo teta del Tesoro (ministro de Economía), Nicéforo.
Es confinada en la isla de los Príncipes y después en Lesbos, donde muere en
agosto de 803.
Con el advenimiento de Nicéforo I comienza el siglo IX y la lenta
ascensión de Bizancio hacia el esplendor clásico de la dinastía fundada en 867
por Basilio I.
EL «PRERRENACIMIENTO» BIZANTINO
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se presentan, ante todo, como los de un auge cultural sin precedentes, si no sin
patrimonio, que proporciona al historiador abundantes textos. Y este último,
ocupado continuamente en la clasificación de las instancias determinantes,
percibe en el primer plano de su estudio la cultura, en el sentido que elige
entonces dar a este término: discursos de los poderes sobre sí mismos,
referencias de estos discursos, medios técnicos de su difusión, sistema de
representaciones fabricado o aceptado en los diferentes niveles del sistema
social. La historiografía del siglo IX plantea un problema difícil, pues la
conocemos a través de la producción del siglo X, enteramente orientada, como
se verá, a la justificación de los orígenes de la dinastía. A esto hay que añadir
numerosas Vidas, desde la del patriarca Ignacio, en el centro del debate
político, a la de Joaniquio, el modelo ascético de Bitinia, muerto en 846, así
como las historias de los piratas sarracenos o de los santos de la Italia
meridional y de las islas.
Las tensiones históricas y las relaciones exteriores de Bizancio se pueden
definir, pues, en términos culturales: la cultura clásica y la creencia, la Iglesia
patriarcal y la Iglesia monástica, la capital y las provincias, pero también el
helenismo y las minorías, Bizancio y los pueblos y, por último, ordenando,
resumiendo y explicando toda la estructura, la figura imperial. Y esta cultura
no se expresa solo en los textos, sino también en una iconografía triunfante
después de mediados del siglo IX. Añadamos a esto las fuentes escritas fuera
del Imperio, sobre todo la imponente aportación de los cronistas y geógrafos
musulmanes, así como la documentación de la arqueología, que tiene aún
mucho que revelar.
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linaje, que señala progresivamente, desde el final del siglo VIII, en el seno del
medio dirigente, a aquellos cuya notabilidad se remonta ya a una generación
anterior. En ocasiones nombre propio convertido en nombre de linaje, como
en el caso de Focas, en ocasiones nombre extranjero helenizado, sobre todo
los de procedencia armenia, y, menos frecuentemente, tomado de un
toponímico, el nombre de familia se suele presentar como la fijación de un
sobrenombre. Cuando proviene de la lengua hablada, por ejemplo
Onomagulo, «de carrillos de asno», es revelador al mismo tiempo de la
apertura social de la aristocracia en vías de constitución y de un nivel de la
lengua que los textos apenas conservaron en relación a esta época.
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Nicéforo I, que sustituye a Irene en 802 es, como acabamos de ver, un
ministerio de Economía (logothetos tou genikou); su éxito se sitúa en la lógica
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de este reino de mujer cuyo centro es el palacio. Sale victorioso de dos
intentos de socavar su poder, debido uno a Bardanes Turco en 803, y el otro a
Arsaber en 808: estos dos nombres armenios y el apodo del primero, remiten
al polo oriental de Bizancio, políticamente decisivo desde el siglo VIII y por
mucho tiempo todavía. Sin embargo, Nicéforo casa a su hijo Estoriquio,
asociado al trono en 803, con una ateniense, Teófana, porque está
emparentada con Irene y ha resultado la ganadora del concurso de belleza que
constituye entonces la versión femenina de la victoria imperial. Su hija
Procopia se casa con Miguel Rangabé, cuyo padre, Teofilactos Rangabé,
apoyó a Nicéforo, hermano de León IV, y ejerció el cargo de drongarios
(«comandante») del Dodecanese. Pero en 811, la guerra búlgara acaba con el
emperador. Tras una campaña victoriosa, en cuyo curso tomó Plisca,
Nicéforo I cae muerto en combate, y el kan Krum se hace una copa con su
cráneo revestido de plata. La profunda impresión producida por esta batalla se
transparenta en historias como la del soldado Nicolás, que ve a un personaje
sobrenatural observar el desarrollo de la batalla, que se sabe a salvo en razón
de su castidad de la noche anterior, y abraza entonces el estado monástico.
Estoraquio es herido y muere unos meses después sin dejar heredero. El trono
le corresponde entonces a Miguel, padre de dos hijos y tres hijas: como se ha
visto en el capítulo precedente, a partir de Heraclio las familias imperiales
llegan a ser numerosas. Miguel I es vencido a su vez por los búlgaros en 813.
Según parece declaró entonces: «El Imperio de mi suegro y de su linaje no
tenía el beneplácito divino». Esta declaración, aunque no sea literalmente
auténtica, es, al menos, perfectamente coherente con el pensamiento de la
época. Abandonado por la victoria, Miguel I es enviado a un convento con su
esposa y sus hijos.
La sucesión imperial será disputada entonces por tres hombres que habían
participado de la sublevación de Bardanes Turco: León, un armenio, estratega
del thema anatólico, Miguel el Tartamudo, originario de Amorion, en Frigia,
y Tomás el Eslavo, nacido en los alrededores de Comana, en el thema
armeniaco. Instalado en el trono en 813, León V entrega el mando militar a
Tomás y, sobre todo, a Miguel el Tartamudo, a cuya hija, además, apadrina.
En 820, una conjura en favor de este le quita la vida. Miguel II hace frente
entonces al levantamiento encabezado por Tomás, su adversario de siempre.
Este último, que se hace llamar Constantino VI, se apoya en una coalición de
fuerzas: el Asia Menor, y fundamentalmente la zona fronteriza del nordeste,
en contacto con los iberos, los armenios y los abasgos, el descontento fiscal y
los marinos de las flotas themáticas. En cambio, los estrategas de Anatolicón
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y Opsiquion le son hostiles. Consigue la ayuda del califa al-Ma‘mün, y sitia
Constantinopla en diciembre de 821. Miguel II se rehace con la ayuda del kan
búlgaro Omurtag y de la flota imperial, que le sigue siendo fiel, y Tomás
muere en el suplicio en octubre de 823. El episodio, más que un eco del
conflicto planteado en torno a las imágenes, es sin duda uno de esos
sobresaltos que recuerdan de tanto en tanto que Constantinopla, entre el
Mediterráneo y Anatolia, no es la capital de un imperio homogéneo.
Miguel II se había casado con Eufrosina, la hija de Constantino VI, salida
a este efecto del convento, trabando de este modo una continuidad con la gran
dinastía del siglo VIII. Asocia al Imperio a su hijo Teófilo, que le sucede a su
muerte en 829. Este hace ejecutar a los asesinos de León V, a los que su padre
debía el trono. Esta acción, así como el matrimonio de Miguel II, coloca el
poder imperial por encima de las rupturas de hecho. Teófilo se casa con una
joven vencedora del concurso ya mencionado, y a su muerte, en 842, deja un
hijo aún niño, Miguel, nacido en 829. Su viuda, Teodora, cuyas hermanas se
han casado con aristócratas, gobierna entonces con la colaboración de sus
hermanos, Petronas y, sobre todo, Bardas, el logothetos tou dromou (ministro
de Asuntos Exteriores, Correos y Policía), el eunuco Teoquisto, agregado al
poder antaño, al advenimiento de Miguel II, padrino de bautismo de Teodora
y, según un cronista árabe, algo más, a pesar de su mutilación. El reinado de
Irene entre Aetio y Estoriquio parece repetirse. Sin embargo, la salida será
diferente. Los hombres tienen otra envergadura. Teoctisto, Bardas y el propio
Miguel III, emergen poco a poco del descrédito acumulado sobre ellos por los
rumores de la polémica contemporánea y las informaciones de la
historiografía posterior. La situación se resuelve de otra manera. Primero,
domina Teoctisto, hasta el año 855, en que Teodora quiere separar a su hijo
de su amante Eudocia Ingerina para obligarle a tomar esposa. Teoctisto es
asesinado con la complicidad de Bardas, y Teodora apartada del poder.
Bardas ocupa el trono y recibe el título de César. Por último, se inicia la
fulgurante ascensión del futuro emperador Basilio, fundador de una dinastía
que rodeará sus orígenes de historias justificativas.
Basilio, casi desconocido, originario de Andrinópolis y tal vez de
ascendencia paterna armenia, que había venido a probar fortuna a la capital,
se convierte en el compañero indispensable de Miguel, y su caballerizo.
Además, Miguel le proporciona mujeres, en primer lugar Tecla, una de sus
hermanas, a la que puede verse en las monedas con su madre y él, y después
su ya citada amante, Eudoxia Ingerina, con la que Basilio se casa, una vez
devuelta a su familia su propia mujer. Basilio elimina a Bardas en 865.
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En 866 es asociado al Imperio. Y en 867 asesina al propio Miguel III en su
cámara, tras la comida imperial, con la ayuda de conjurados parientes o
amigos; la escena nos ha llegado a través de relatos de una violencia
shakespeariana. El encadenamiento de sucesos políticos que conducen a
Basilio al poder supremo se desarrolla en su totalidad en el palacio.
Un sosiego religioso
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por una serie de talleres, entre los cuales pronto destacará el de copia. Aunque
el origen de Teodoro se sitúa en la alta función pública de la capital, el
reclutamiento social de Studa parece bastante abierto, lo que es lógico, puesto
que expresa la intransigencia radical de una Iglesia. Studa no será, por lo
demás, el único en encarnar el partido monástico, aunque conserve la
dirección: el auge del monaquismo provincial es también un aspecto de la
época.
El conflicto entre la facción patriarcal partidaria del compromiso y la
reivindicación estudita de la intransigencia se prolongará durante todo el
siglo IX con diferentes excusas, y su verdadera clave sigue siendo la
definición de las relaciones entre lo político y lo religioso en la cumbre del
poder. La posición de Nicéforo I es opuesta a la de Irene. Apremiado por el
esfuerzo bélico y, por lo tanto, financiero, pone término a las disposiciones
que favorecen los bienes de los monasterios y otros establecimientos
piadosos. Por otro lado, ha heredado el contencioso originado en las
designaciones episcopales de la primera iconoclasia, y por el divorcio y las
segundas nupcias de Constantino VI: se pone en cuestión el estatuto del
sacerdote que consintió en celebrarlas. El patriarca Tarasio muere en 806 y el
emperador lo sustituye por un personaje de similares características, Nicéforo,
miembro, en primer lugar, del secretariado imperial al que ya había
pertenecido su padre, y enviado en virtud de este cargo al concilio de 787, y
después retirado a un monasterio de su fundación. Aunque el emperador
consultó a Teodoro a propósito de esta designación, la voluntad de
compromiso del nuevo patriarca suscita la oposición de los estuditas. El
monasterio es ocupado por la tropa en 808; en 809, un sínodo condena a los
estuditas, pero declara, no obstante, el primer matrimonio de Constantino VI
como el único válido: una prueba, por si había necesidad de ella, de que lo
que está realmente en juego es menos el respeto del canon que la
reivindicación del poder religioso, o más precisamente de su autonomía
determinante en el seno del poder en general. Los dirigentes de Studa se
exilian, y Teodoro apela en vano a Roma: paso lógico, pues el papa es el
primero de los cinco patriarcas y el único contrapeso concebible en
Constantinopla, de la que Roma sigue separada por el contencioso relativo a
los patrimonios confiscados durante el reinado de León III, y por la alianza
franca. Y paso característico, en lo sucesivo, por parte de los monjes, que lo
repetirán, no sin que el propio emperador recurra a veces a él. Bajo el
mandato de Miguel I, dócil a los estuditas, este primer episodio acaba con una
reconciliación.
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León V conduce el Imperio a la iconoclasia, en un contexto de angustia
causada por la gravedad del peligro búlgaro, ya comprobada por los reveses
de 811 y 813. Este mismo año, la población de la capital acudía a la tumba de
Constantino V, cuyas victorias recordaba. Debido a sus incursiones en Tracia,
los búlgaros comprometían además el abastecimiento de grano de la capital,
lo que provocaba carestía. León V quiere ser un nuevo León III, aun cuando
haga coronar a su hijo Smbat con el nombre de Constantino. La deliberada
voluntad de restaurar el modelo victorioso del siglo precedente explica sin
duda, por una parte, la decisión iconoclasta. En primer lugar comporta, en
815, la destitución del patriarca Nicéforo, cuya cooperación con el poder no
llega al rechazo de las imágenes. Es sustituido por Teodoto Meliseno,
emparentado, como se ha visto, con Constantino V. Un mes más tarde, un
concilio reunido en la iglesia de Santa Sofía, en Constantinopla, define la
doctrina. Esta asamblea fue precedida por un trabajo de recopilación de
manuscritos con vistas a constituir un legajo de textos justificativos. La
comisión estaba dirigida por Juan Morocarciano, futuro patriarca. Las actas
del concilio no sobrevivieron a la restauración de 843 y solo podemos
hacernos una idea de ellas a través de las citas y refutaciones del patriarca
exiliado. Teodoro es desterrado también después de haber apelado al papa una
vez más; algunos de sus partidarios son ejecutados. Miguel II, también él
iconoclasta, intenta en vano una reconciliación, llamando en primer lugar a
los exiliados y tolerando el culto privado de las imágenes. Pero Teodoro exige
la restauración del patriarca Nicéforo y la reunión de un concilio, y se remite,
contra el emperador, a la autoridad de la sede de Roma. Miguel escribe en
824 una carta de justificación al emperador carolingio Luis II, en la que
expone lo que había llegado a ser en la práctica la devoción a los iconos, y le
pide su apoyo en Roma. La misiva no surte efecto. La Iglesia latina no ignoró
el conflicto de los poderes en Bizancio, en el que ella seguía siendo una
eminente instancia de apelación. Pero la polémica sobre las imágenes, que
constituyó una de las fases de este conflicto, le siguió siendo tan ajena como,
al menos en esta época, la veneración de las imágenes mismas.
Tras la muerte de Teodoro en 826, y de Nicéforo en 828, la cuestión se
marchita, aunque sin cerrarse. Teófilo adopta una posición más severa.
Prohíbe pintar imágenes y castiga con rigor a los monjes, más que nunca
asociados a su culto. En 836, se imprimen con hierro candente versos
injuriosos en el rostro de dos frailes «fichados», Teodoro y Teófano, monjes
palestinos. Asimismo, se taladran las manos con las que pintaba el monje
Lázaro. Juan Morocarciano, cuyo papel hemos visto en 815, llega a ser
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patriarca en 837. Pero Teodora y sus hijos veneran en secreto los iconos en el
palacio, y la iconoclasia imperial no sobrevive a la muerte de Teófilo en 842.
Juan es destituido en 843 y reemplazado por el monje siciliano Metodio,
tiempo atrás víctima de la represión de Miguel II por ser portador de un
mensaje pontificio de apoyo a los iconos.
La restauración solemne y definitiva de la devoción a las imágenes tiene
lugar el primer domingo de Cuaresma, fiesta conocida desde entonces y hasta
nuestros días por las Iglesias nacidas de Bizancio como domingo de la
Ortodoxia. No obstante, se asegura la continuidad del poder imperial y de la
dinastía al relatar el arrepentimiento de Teófilo en su lecho de muerte, la
visión, concedida a la piadosa emperatriz, de Cristo perdonándole en su
tribunal, y el hallazgo por el patriarca del nombre de Teófilo borrado
milagrosamente de una lista de emperadores heréticos depositada la víspera
sobre el altar. Se restaura la Sala de Oro del palacio: la imagen de Cristo
corona nuevamente el trono imperial, en tanto que, en la puerta occidental, se
ve a la Virgen con el emperador, el patriarca y los santos.
Se acaba así la segunda iconoclasia. Se distingue de la primera por la
ciencia de la que se hace alarde en las justificaciones, tanto en uno como en
otro campo, por lo que hemos podido juzgar. La profundización filosófica de
la teoría de las imágenes y la profundización política de la Encarnación son
fruto de esta época. La obra continuada hasta su muerte por el patriarca
Nicéforo, aún inédita en parte, lo muestra claramente, con sus referencias
aristotélicas. Este hecho va ligado, sin duda, a la madurez de un movimiento
que disponía ya de una tradición, por una y otra parte, pero sobre todo al
resplandor intelectual del siglo IX, período brillante, creador y curioso,
indudablemente en mayor medida que la gran edad clásica abierta a
continuación por el advenimiento de Basilio I.
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carácter erudito de la segunda iconoclasia: no podemos dudarlo aunque se
hayan perdido los libros de la vertiente iconoclasta. La serie de manuscritos
fechados, que en primer lugar recogen textos de las Escrituras y teológicos,
continuará después con obras técnicas como los tratados de agrimensura o de
medicina y, finalmente, con la literatura en el sentido más amplio de la
palabra.
El reinado de Teófilo señala verdaderamente los comienzos del
«renacimiento» del siglo IX, que es en realidad, como todos los renacimientos,
el florecimiento de una modernidad. Dos hombres desempeñan aquí un
considerable papel. Uno es Juan Morocarciano, llamado Juan el Gramático,
hombre de ilustre origen y gran cultura clásica, a pesar de lo que dijeran de él
sus adversarios, que le designaban con el diminutivo popular de Jannis. Su
inclinación, al parecer, le llevó hacia la ciencia griega, y sin duda hacia la
magia, inseparable de ella en el pensamiento de la época. Tuvo influencia
sobre Teófilo, del que había sido su preceptor y quien le envía en misión a
Bagdad. León el Filósofo (o el Matemático), nació en Constantinopla hacia
790, recibió una primera formación constituida por la retórica, pero también
por la filosofía y por la aritmética. Enseña en privado, en su propia casa, sobre
todo matemáticas, y posteriormente Teófilo le confía una enseñanza oficial.
Llega a ser metropolitano de Tesalónica en 840, pero vuelve a Constantinopla
tras la restauración de 843. Iconoclasta moderado, sabemos que repartía sus
trabajos fundamentalmente entre Platón, corrigiendo su propio ejemplar,
Euclides y la influencia de los astros sobre el destino. El futuro patriarca
Focio, nacido hacia 810, estaba ya en actividad bajo el mandato de Teófilo.
Prosiguiendo entonces una carrera de alto funcionario, en cuyo curso irá
también a Bagdad, encuentra tiempo para componer, hacia 838, en honor de
su hermano, su famosa Biblioteca, conjunto de 279 reseñas de libros que ha
leído, entre las cuales algunas, más detalladas, constituyen el único testimonio
de obras antiguas hoy perdidas. La curiosidad de Focio le lleva menos hacia
la ciencia y la filosofía que hacia la retórica, que englobaba entonces, no hay
que olvidarlo, la historia. Parece que tuvo también una especie de círculo de
lectura y de enseñanza.
El propio Teófilo no solo fue el jefe de los hombres de los que acabamos
de hablar y el inspirador de una política creadora de una élite pública y de un
aparato cultural del poder. La figura imperial participa con él de la
elaboración en curso, y le confiere la dimensión intelectual, y no ya solamente
teológica, como en el caso de Constantino V, que ofrecerá en los siglos IX y X.
Su curiosidad respecto del poder y la civilización del califato se traduce, entre
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otras cosas, en sus copias del arte del palacio omeya, problema específico de
un emperador iconoclasta, que no podía mantener la decoración crística
tradicional desde el final del siglo VI. La victoria imperial es puesta en escena
en las entradas triunfales que le conducen a Constantinopla tras sus éxitos de
831 y 837. Su protocolo ha sido conservado por el Libro de las ceremonias de
Constantino VII. Y aunque Teófilo no dejó leyes a sus sucesores, sus virtudes
de juez supremo son, no obstante, ilustradas por los relatos piadosos relativos
a su absolución, y en la colección de Vidas de emperadores compuesta en el
círculo de Constantino VII: la descendencia de Basilio I subraya así la
dignidad ininterrumpida del poder imperial, más allá del personaje de
Miguel III, negativo puesto que fue asesinado.
En resumidas cuentas, la cultura oficial de la segunda iconoclasia está
marcada por la relectura de lo antiguo y por una curiosidad específicamente
laica, incluso en el caso del patriarca Juan, pero no así en el de Focio, cuyas
preocupaciones siguen siendo cristianas, y que no ocupa, de hecho, un primer
plano hasta la siguiente generación, después de 843. Esta heredará, pues, un
modelo cultural basado en referencias antiguas elevadas a la categoría de
clasicismo, y a partir de entonces en manos de un poder que es de nuevo, y
para siempre, partidario de las imágenes. No se puede negar la parte que
corresponde a lo individual, al placer particular de los protagonistas de este
«renacimiento», pero corresponde al historiador comprobar su coherencia
política y explicarla.
La segunda iconoclasia es también, cosa que no es extraña, un período de
auge monástico. Studa prosigue su existencia, como lo prueban el manuscrito
citado más arriba, copiado bajo el mandato de Teófilo, la hagiografía estudita,
relatos de las experiencias de Teodoro y de su sucesor Nicolás, compuestos en
el monasterio durante el reinado de Basilio I, y la formación dada en el
monasterio, de la que el patriarca Ignacio será un ilustre ejemplo. Studa no es
ajeno a la cultura antigua, a la que aborda desde otro punto de vista, el de la
primacía de la Iglesia de los monjes en el Imperio. Pero la segunda
iconoclasia es también contemporánea, y sin duda causa, en parte, de una
proliferación provincial de monasterios, cuyas consecuencias serán
importantes. El Olimpo de Bitinia, cerca de Brusa, se convierte en el ámbito
predilecto, donde se lleva a cabo la carrera ascética de los modelos de la
época. Mientras Pedro, higúmeno del monasterio de Atroa (773-837),
continúa siendo una autoridad provincial, Joaniquio, nacido en el reinado de
Constantino V en una familia iconoclasta y muerto en 846, llega a ser un
punto de referencia a la medida del Imperio. Las Vidas de estos santos
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hombres, escritas en ese tiempo, narran al mismo tiempo las actitudes de la
piedad laica. Son menos curanderos que sus predecesores de los siglos V y VI,
y mucho más videntes. La previsión del futuro y del destino que un León el
Matemático pedía a los cálculos astrológicos es asumida por sus fieles como
una aplicación de su santidad. Por lo demás, su visión no se limita a iluminar
los hechos alejados en el espacio o en el tiempo. Penetra en el secreto de los
corazones culpables, a los que arranca la confesión, preludio de la penitencia.
La autoridad del «padre espiritual» deviene entonces, en todos los niveles de
la sociedad, un elemento esencial del poder monástico. Además, las
hagiografías subrayan cuidadosamente que sus héroes son sacerdotes.
También a partir de ahora, la devoción común hacia las imágenes confirma
sus rasgos futuros y ya tradicionales. La carta de Miguel II a Luis II
manifiesta la presencia viva que se esperaba de los iconos, haciéndoles
apadrinar a los hijos en su bautismo, por ejemplo. Andando el tiempo, se
referirá que Teodora y sus hijos tenían los suyos en un armario de su
residencia, y que el bufón de Teófilo se deslizaba en él diciendo:
«¡Emperador, tened cuidado con las muñecas de la emperatriz!».
Por tanto, sería erróneo definir esta época por la distinción entre una
cultura erudita y una cultura popular. Ante todo, podemos decir, manifiesta
una cultura común, en la que destacan en primer término la creencia y la
práctica cristianas, a las que se superpone efectivamente un nivel erudito,
recobrado de lo antiguo en los medios dirigentes, sea que trate del círculo
imperial o del de Studa, que, como es evidente, no escogen exactamente lo
mismo de la herencia de la Antigüedad. Pero, si la curiosidad científica parece
haber sido una característica de los intelectuales iconoclastas, la construcción
de un relato biográfico, por ejemplo, está en todas partes sometida a las
mismas reglas retóricas y la lengua en todas partes alejada de la que los
propios autores hablaban cotidianamente. Igualmente, sería erróneo hacer una
distinción entre la cultura de la capital y la de las provincias, al menos en el
plano erudito: el estudio de las escrituras y los grabados de los manuscritos
muestra la difusión del trabajo. En cambio, en el plano que llamamos común,
se percibe una cierta cultura regional: volveremos a tratar este tema a
propósito de la frontera de Oriente en la segunda mitad del siglo IX.
La cultura dominante inmediatamente posterior a 843 se elaboró ya, de
hecho, durante la segunda iconoclasia, e incluso desde principios del siglo. La
segunda restauración de las imágenes modifica aún menos que la primera la
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elaboración en curso de la figura imperial. Solo el trabajo teórico e
historiográfico llevado a cabo de Basilio I a Constantino VII, su nieto, irá más
lejos todavía. Pero el reinado de Miguel III cosecha, por su parte, los frutos
del auge cultural que le precedió. El poder imperial continúa ligado a una
enseñanza superior, en primer lugar con el impulso de Teoquisto —que hace
remunerar la enseñanza de la filosofía a Constantino-Cirilo, futuro apóstol de
los eslavos— y, posteriormente, de Bardas. Este último organiza hacia
855-856 la escuela de la Magnaura, en el palacio imperial, donde las
enseñanzas de geometría, astronomía y gramática son colocadas bajo la
autoridad de León el Filósofo. Existe la misma continuidad en lo tocante a la
posición simbólica del soberano y de su poder. El palacio sigue siendo el
lugar de su representación, con el ceremonial de las audiencias de los
embajadores o el de la comida imperial, que se prolonga en el hipódromo, las
procesiones y las cacerías. La adoración de las imágenes inspira al patriarca
Metodio, desde 843, el oficio del domingo de la Ortodoxia (el primero de
Cuaresma), celebrado en todas las iglesias del Imperio, en cuyo transcurso
son aclamados los nombres de los soberanos, y reprobados los de los herejes.
En una palabra, la ideología imperial cambia de posición en 843, pero no su
pretensión cósmica. La vuelta a las imágenes significa para ella la definitiva
opción por la Encarnación del poder supremo, la vuelta a la tierra del «Cristo-
emperador». El relato del perdón milagroso otorgado a Teófilo revela
claramente que 843 no significa una ruptura en la línea de la dinastía.
El radicalismo monástico señala también su continuidad, subrayando por
el contrario el corte entre el gobierno iconoclasta y la ortodoxia restaurada,
con una exultación de la que las miniaturas de un grupo de salterios de la
segunda mitad del siglo IX ofrecen una sorprendente ilustración. A partir de
entonces, el conflicto entre los poderes vuelve a encontrarse en los mismos
términos que a principio de siglo, entre una Iglesia auxiliar del soberano y la
reivindicación de Studa. El propio Metodio, aunque monje, no se alinea en las
posturas de sus pares, con los que se irrita después, por verles demasiado
pasivos ante el retorno a las imágenes. A su muerte, acaecida en 847, Teodora
elige a Ignacio, el hijo eunuco y monje de Miguel I. Representa una concesión
a los estuditas y, habida cuenta de que se trata de un hombre de linaje
imperial, vincula el poder presente con una dinastía pasada. Sin embargo,
significa la apertura de otro conflicto, pues Teodora no ha hecho votar al
sínodo, de donde surge una oposición episcopal a Ignacio, una de cuyas voces
es Gregorio Asbestas, obispo de Siracusa. En 858, Ignacio es desterrado por
Miguel III y Bardas, por haber negado la comunión a este último, acusado de
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incesto con su nuera, y negarse también a aprobar la reclusión de Teodora y
sus hijos en un convento. Es sustituido por Focio, a la sazón director de la
cancillería imperial y, como se recordará, sobrino de Tarasio y aliado de
Teodora. Recibe de una sola vez los diversos grados de la clericatura y se
hace consagrar por Gregorio Asbestas, al que Ignacio había destituido y que
había apelado a Roma. Desde entonces, una guerra de impugnaciones
enfrenta a Focio y a Ignacio y sus partidarios, con apelaciones al arbitraje del
papa Nicolás I: este último encuentra en ello la ocasión para reabrir el
expediente de los patrimonios confiscados por el emperador León III, y se ve
comprometido, por otra parte, en la rivalidad con Bizancio, junto a los
búlgaros, como se verá más adelante. En septiembre de 867 se reúne un
sínodo en Constantinopla bajo la presidencia de Miguel III, que firma las
actas. Focio obtiene de otros patriarcas de Oriente la excomunión del papa,
declarado hereje en virtud de la doctrina romana sobre el Espíritu Santo, que
para los griegos procede «del Padre a través del Hijo», y para los latinos
«tanto del Padre como del Hijo». Esta divergencia, ya explícita en el siglo VI,
se convierte, a partir de 867, en un criterio de la ortodoxia según Bizancio,
que se volverá a encontrar en el cisma de 1054. Además, Focio declara ilícita
la intervención del papa y hace circular por Oriente las conclusiones del
sínodo. A partir de entonces, no solo hay un conflicto interno, que separa dos
concepciones de las relaciones entre el soberano y la autoridad de la Iglesia.
Existe también, de cara al exterior, la asociación del emperador y su patriarca,
esbozada ya, como se recordará, en tiempos de Heraclio, y desarrollada en lo
sucesivo a la medida de los espacios que se abren al poderío imperial, sobre
todo en lo que se refiere a los eslavos.
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embajadas y el comercio, el sistema de estas últimas, de sus prestigios, de sus
beneficios.
A principios del siglo IX, requieren la atención tres grandes zonas que a
veces se interfieren. La primera está en el oeste: comprende los mares, el
Egeo y el Mediterráneo central, con sus islas, Calabria, el Adriático y la costa
dálmata, y la laguna veneciana: todo esto aún oficialmente bizantino. A
continuación vienen las provincias balcánicas, con sus islotes eslavos aún
parcialmente distintos, y los traslados de población efectuados por el Imperio;
los estrechos y la costa occidental del mar Negro dominan la ruta de
Constantinopla; frente a Bizancio está el Estado búlgaro, y, en la costa norte,
donde Bizancio dispone del puesto avanzado de Querson, elevado a la
categoría de thema a partir de 833, la zona al mando del Estado jazar, entre el
Don y el Volga. Por último, al este se halla una región sensible desde el
siglo VII, el gran arco de circunferencia apoyado en el Tauro por un lado y en
el Cáucaso por el otro, por donde toca, en los confines del Imperio, los viejos
países cristianos de Armenia e Iberia. Además, tanto en Melitene, Manzicerta
y Arzen como en Tiflis, están instalados desde el siglo VIII los emiratos árabes
fronterizos, poco dóciles a Bagdad, incluso rebeldes si llega el caso, pero
familiares, en cambio, de los príncipes armenios de la región, con cuyas hijas
se casan a veces.
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oriental, conduce a Querson y a Trebisonda. Un poder vulnerable que decae
en provecho de los rusos, cuando estos comienzan a navegar por el Volga y
alcanzan el Caspio a finales del siglo IX.
Dentro del amplio movimiento de productos y monedas que se lleva a
cabo a través de los tres espacios consumidores, el Oriente musulmán, el
Occidente y Bizancio, el saldo de esta última no es sin duda tan deficitario
como se ha dicho. Constantinopla y Tesalónica siguen siendo centros de
redistribución cuyo papel no admite competencia, y cuya actividad comercial
queda en manos de los propios bizantinos. Atenas y Corinto dan señales de
renacimiento desde el principio del siglo IX. La moneda, por último, aporta
una prueba de lo que decimos.
Como se recordará, a partir de Constantino, el sistema monetario de
Bizancio se fundamentaba en el sueldo de oro, acuñado a razón de 72 piezas
por libra de 327 g de peso aproximadamente, y una ley muy elevada, 24
quilates (keratia). El sueldo, medio para los pagos públicos, los impuestos, las
pagas, las rentas concertadas para los particulares o los establecimientos
piadosos y los tributos sufragados por el Imperio, era igualmente muy
apreciado en los mercados internacionales. Por otra parte, una moneda de
bronce, aleación donde predominaba el cobre, servía, por el contrario, para los
intercambios de la vida cotidiana: los poderes públicos tendían a hacerla más
pesada, y por tanto más eficaz, en tanto que el uso la atraía hacia abajo, hacia
gastos cada vez más fraccionados, haciéndola cada vez más ligera. Entre
ambas, la moneda de plata aparecía como un recurso ocasional y discontinuo.
Ahora bien, desde el siglo VIII, el sistema bizantino fundado en el oro se
encontró situado entre un Occidente que se limitaba por aquel entonces a la
plata, signo de una capacidad financiera y monetaria inferior, y un Oriente
islámico más próximo al bimetalismo, pues el califato acuña un diñar de oro
inspirado en Bizancio y un dirhan de plata heredero de la moneda persa, e
inspirador a su vez de acuñaciones bizantinas. Añadamos que estas monedas
se vuelven a encontrar y a ser competitivas en las nuevas vías del mundo
escandinavo y eslavo, ganadas por los mercenarios y aportadas por los
comerciantes.
A partir del reinado de León III se acuñaban monedas de plata
conmemorativas, aunque tendían a un uso comercial. Teófilo reanuda una
acuñación regular de la moneda de plata (miliarision), con un aumento
temporal del peso. Miguel II acuña ya una moneda de bronce más pesada
(fallís) continuada por Teófilo, cuya moneda permanece estable a lo largo de
dos siglos. Estos dos movimientos, en tanto que la moneda de oro sigue
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inmutable, indican a las claras una aceleración de los intercambios locales y
del tráfico a larga distancia. El mapa de los hallazgos de piezas aisladas,
perdidas por sus usuarios, perfila sumariamente las direcciones de los
intercambios, así como su respectiva importancia. En el siglo IX aún circulaba
poca moneda en Bulgaria, mientras que en Moldavia, al igual que en
Transilvania, la moneda seguía las rutas de los pastores, que sin duda
conducían el ganado a las ferias. En la costa del mar Negro circulaban
monedas de bronce, tal vez en relación con el mercado de abastos de la
capital. Solo había moneda de oro de Teófilo en los Balcanes del oeste, sobre
todo en el interior. Por último, y fundamentalmente, existía un auge
económico en la costa del Egeo y en la Grecia central, donde penetran las
monedas árabes, las piezas de cobre de los emiratos árabes de Creta y los
dirham de plata vueltos a acuñar en miliarisia en Corinto y sobre todo en
Atenas. Estas indicaciones son esenciales para representarse un mundo en que
la guerra y la piratería, por un lado, y los intercambios, por otro, estudiados en
los libros de historia en capítulos distintos, forman de hecho la trama de una
misma realidad.
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En 825, los árabes de Córdoba, expulsados de Alejandría, donde se habían
refugiado, toman Creta: privan así a Bizancio de una posición estratégica y
comercial de primera importancia, que le asegura el control de las rutas
marítimas en el centro del Mediterráneo. Una expedición bizantina, que no
será la única, puesta en marcha en 828-829, no obtiene ningún resultado
positivo. Los árabes fundan Candía en la isla, que conservarán en su poder
hasta el siglo X. En 827, los aglabidas de África desembarcan en Sicilia,
aprovechando una sublevación local contra la autoridad bizantina: Sicilia,
convertida en thema hacia 700, ocupaba una posición periférica gracias a la
cual conservaba la tradición de una cierta autonomía. No obstante, su Iglesia
era griega desde su incorporación al patriarcado ecuménico efectuada por
León III. Las fuerzas árabes asedian Palermo en 830 y se apoderan de ella en
831. La conquista prosigue durante mucho tiempo, ya que Siracusa no caerá
hasta 878 y Taormina hasta 902. Los árabes pasan de Sicilia a la Italia del
Sur, donde Bizancio tenía el ducado de Calabria, Otranto, etc., y de manera
más teórica aún que en el caso de Venecia, el ducado de Nápoles, del que
dependió Amalfi hasta 839 aproximadamente. Los árabes toman Tarento en
839-840, lo que les permite amenazar el tráfico marítimo de Venecia. Una
embajada bizantina se dirige a Venecia en 840 y la flota veneciana interviene
este mismo año contra Tarento, pero sin éxito. En 842, los árabes se adueñan
de Barí. Desde sus posiciones insulares, asuelan periódicamente las costas
griegas, por ejemplo la península de Atos. Las Vidas de santos de la época se
hacen eco continuamente de estos desembarcos. El desastre causado por una
incursión sarracena abre, por ejemplo, la Vida de la santa monja de
Tesalónica, Teodora, nacida en 812 y que abandonó, siendo aún niña, su isla
natal de Egina. La historia de la dominación árabe en Creta es singularmente
carente de acontecimientos. Conviene apreciar en su justa dimensión el
vínculo existente en esta época entre Bizancio y su periferia italiana. Las
exigencias fiscales y militares del poder central en Sicilia pudieron provocar
una fractura en esta isla donde este mismo poder parecía tan lejano. Mientras
que la historia de Venecia, de Nápoles o de Amalfi es característica del
mundo en que la independencia de hecho, indiscutible, es paralela a una
fidelidad formal al Imperio, puesta de manifiesto por los títulos que Bizancio
otorga a los dirigentes, y a veces traducida en ayuda concreta de estos
últimos: una superposición que nos es difícil concebir y que, sin embargo, es
inherente a la definición misma del Imperio.
En los Balcanes, el comienzo de siglo está marcado, como se ha visto, por
la guerra entre Bizancio y el Estado búlgaro. El kan Krum lleva a cabo una
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política de ofensiva en numerosas direcciones, con desigual fortuna, ya que
Nicéforo I se había apoderado de la capital, Plisca, poco antes de la derrota en
la que encontró la muerte el año 811. Tras haber amenazado Constantinopla
en 813, Krum muere a su vez en 814, y su hijo Omurtag pacta en 814 u 815
una paz de treinta años con Bizancio, en cuyo curso, como también hemos
visto, ayuda a Miguel II contra el levantamiento de Tomás el Eslavo. El
problema de los islotes eslavos en territorio del Imperio aún no se ha
solucionado en esta fecha. Más arriba recordamos la sublevación de 805 en la
región de Patras. En 841 se produce otra. Pero, en lo que atañe a los búlgaros,
durante algunos decenios reinará la paz: la eslavización de la nación, el
progreso del cristianismo y la maduración de la estructura política requieren
dar otros pasos, que se inician con la llegada al poder del kan Boris en 852. El
hecho de que un nuevo pueblo turco, los húngaros, procedente de la estepa,
alcance las bocas del Danubio hacia 837, no representa todavía ningún
problema en el horizonte de Bizancio.
Más al Este hay que hacer la misma observación respecto al dominio
jazar. El poder de los jazares se basa en los pagos impuestos a las tribus de la
región y a los usuarios de las rutas del gran comercio. Los judíos se habían
instalado entre ellos hacia 740, y la adopción oficial del judaísmo por el grupo
dirigente es un hecho comprobado en la segunda mitad del siglo IX, que
traduce evidentemente el propósito de abandonar el viejo politeísmo turco por
una forma religiosa más acorde con la madurez política del Estado. Una
opción análoga a la que los Estados eslavos o eslavizados tomaron a partir de
860, y notable puesto que preservaba su independencia frente a la cristiandad
y el Islam, las dos esferas políticas vecinas, pero por este mismo hecho
insuficiente para garantizarlas. Sus relaciones con Bizancio en la costa norte
del mar Negro son pacíficas. Hacia 833, solicitan a Constantinopla ingenieros
bizantinos que vienen a construirles la fortaleza de Sarkel, a orillas del Don.
Bizancio convierte entonces en thema su antigua cabeza de puente de
Querson, término marítimo de la ruta del gran comercio llegado de Kiev. Y
precisamente es el Estado de Kiev, es decir, los rusos (del griego ros), el que
constituye la nueva amenaza de esta parte del mundo, tanto para los jazares,
cuyo lugar tomaron finalmente en el siglo X, como para Bizancio, bajo cuyas
murallas aparecen sus naves por primera vez en 860. Pero en toda esta
historia la guerra está en segundo término y la volveremos a encontrar más
adelante, al tratar de la integración al sistema dominante requerida por los
jóvenes Estados, y proporcionada por Bizancio en la forma de misión
cristiana.
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…al Este y al Sur
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de nuevo el territorio, y tuvieron que luchar contra los emires de Tiflis. En
813, su primo y homónimo de Iberia recibe la misma investidura. El linaje
ocupa desde entonces una posición dominante en el Cáucaso.
Los emires de la frontera se instalan en Melitene, Tarso y Arzen. Se
cuentan entre los protagonistas de esta sociedad de las fronteras que, de Tauro
a Armenia, aparece en el siglo IX, se extiende en el X, y se convierte, hasta la
llegada masiva de los turcos en el siglo XI, en uno de los rostros de Bizancio,
como Constantinopla o la región de Tesalónica. Un mundo tan estable en su
propia coherencia como fluctuante en sus fidelidades políticas y guerreras.
Los guerreros del Imperio se pasan allí, si se tercia, al otro campo, como en el
caso del estratega Manuel, de origen armenio, refugiado, en tiempos de
Miguel II, en el bando musulmán, tras una falsa acusación, y que más tarde
volvió al lado de Teófilo en 830, para ocupar el cargo de doméstico de los
scholes («comandante de la guardia») y ministro de los correos públicos,
además de estar unido al soberano por los vínculos del bautismo y del
parentesco. Los emires actúan en el radio de la región; por ejemplo,
emprenden ataques contra la vecina Armenia, cuyos habitantes llevan consigo
entre 812 y 825, al igual que hace Teófilo en su campaña de conquista de 837.
Su gloria local los coloca entre los héroes de los cantares épicos, conservados
a través de los siglos hasta nuestros días en la poesía popular griega, pero
cuyos primeros acentos se dejaron oír allí, como sabemos, en el siglo IX, y tal
vez desde el reinado de Teófilo: cantos de amor y de guerra, donde los
«sarracenos» son los enemigos, sin duda, pero donde «el emir» también está a
veces situado en el bando bizantino debido a sus amores con una cristiana,
figura de una ambigüedad tan significativa que entrará, algunas generaciones
más tarde, en la epopeya de Digenis Akritas, el guerrero «de doble raza».
La misma región y la misma época son testigos, finalmente, del auge de la
secta cristiana de los paulicianos. Los paulicianos mantenían entre su Dios y
el mundo creado una distinción radical que recordaba las enseñanzas del
gnóstico Marción (siglo II). Su rechazo de la imagen y, en consecuencia, del
estatuto de María y de los santos, los acercaba a los iconoclastas, aunque ellos
eludían el uso simbólico de la cruz. En cambio, les separaba de los
iconoclastas su absoluto rechazo de los sacramentos y de la jerarquía
eclesiástica, que justificaban como un retorno a la pureza de la cristiandad
apostólica. Se colocaban bajo la autoridad de «maestros» inspirados, entre los
que a veces se producían fricciones, y cuya doble serie encontrada por la
investigación llevada a cabo bajo el mandato de Basilio I permite remontarse
hasta finales del siglo VII. Dos de ellos fueron ejecutados en 682 y 688. Su
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negación de cualquier tipo de jerarquía les destinaba igualmente a la
persecución de los soberanos iconoclastas: uno de sus maestros fue, en efecto,
convocado e interrogado por León III. Solo durante el reinado de Irene la
secta pudo tal vez servir de refugio a los iconoclastas: el mismo fue, en todo
caso, un momento de apogeo. El patriarca Nicéforo consiguió de Miguel I que
los paulicianos fueran condenados a muerte, en tanto que Teodoro de Studa se
oponía a tanto rigor: los dos hombres eran en esto fieles al respectivo orden
de sus valores, pues el patriarca afirmaba, tanto con esta severidad como con
su flexibilidad en el asunto de las segundas nupcias de Constantino VI, la
prioridad que concedía al orden político del Imperio hasta en sus aspectos
religiosos.
Pero los paulicianos tenían también una definición provincial. En el
origen de la secta se encuentra, sin duda, un armenio. De todos modos, la
Iglesia armenia reprime, y tal vez expulsa en el siglo VIII, a unos herejes que
son, también sin duda, los paulicianos. A lo largo del siglo VIII, los
movimientos de los maestros de la secta les llevan a una y otra parte de la
frontera con el Islam, en la región del alto Éufrates y de Melitene, y uno de
ellos alcanza Antioquía de Pisidia. Durante el mandato de León V, el maestro
Sergio y los suyos se refugian junto al emir de Melitene. Posteriormente, sin
dejar esta situación fronteriza que tanto les conviene, la secta se instala en un
territorio propio: hacia 830 toma posesión de la ciudad de Argaún, bajo la
protección del emir de Tarso. A partir de entonces, los paulicianos son
guerreros de frontera, enemigos de Bizancio. En 843 o 844 surge un pequeño
Estado pauliciano, cuyo jefe es Carbeas, sin duda un tránsfuga bizantino, y su
capital Tefrik, fundada antes de 856. Los paulicianos se constituyen así en los
guerreros auxiliares del emir de Melitene. A su muerte, en 863, Carbeas es
sustituido por su sobrino y yerno Crisoqueir («Mano de Oro»). Los nombres
de Carbeas y de Crisoqueir se vuelven a encontrar en la epopeya de Digenis
Akritas, gesta de la frontera oriental, que no aporta datos concretos. En el lado
bizantino, la defensa de la frontera descansa, durante la primera mitad del
siglo IX, en los thema («desfiladeros»), mandos militares convertidos
posteriormente en thema, como Carsiano, Seleucia y Capadocia.
La guerra propiamente dicha se inicia en 830 con una ofensiva del califa
al-Ma‘mün, y prosigue en Anatolia, al ritmo de campañas anuales y de
triunfos de unos y de otros, entre los que destaca la toma de Amorión por los
árabes en 838: un resonante acontecimiento, ya que la ciudad era la cuna de la
dinastía en el poder rápidamente recogido por relatos relativos a los traidores
que habían entregado Amorión y a los 42 mártires que permanecieron firmes
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en su fe cristiana. La muerte de Teófilo y la de al-Mamün, en 842, señalan un
corte. Con la mayoría de edad de Miguel III se inicia una política más
ofensiva. El empuje árabe de 860, apoyado por los paulicianos de Carbeas, y
la campaña del emir de Melitene en 863 que llega hasta la ciudad de Amiso,
van seguidas, ese mismo año, por dos grandes victorias, una de ellas
conseguida por el tío del emperador, Petronas.
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viejos politeísmos eslavos o búlgaros llegaban a ser, en cualquier caso,
insuficientes a partir del momento en que el modelo del soberano se perfilaba
mejor, en detrimento de la aristocracia que tendía a dominar, y también desde
el momento en que este soberano deseaba un reconocimiento internacional de
principio, y no solo un tratado en que se aceptara una extensión territorial. El
acontecimiento de la conversión de los Estados eslavos es pues, en esta época,
una decisión política tomada en la cumbre, aunque su efectiva cristianización
fuera otra historia, sensiblemente más larga. Por el lado bizantino, la misión
es igualmente una solución satisfactoria para poner en orden la periferia,
tradicional también, como acabamos de decir, a la que, no obstante, el auge
cultural descrito más arriba dará un relieve y una eficacia sin precedentes. Por
último, la misión en tierra eslava, considerada como un nuevo mundo,
inmenso y prometedor que se abre entonces entre el Elba y el Danubio,
suscita de hecho el interés no solo de Bizancio, sino también del imperio
carolingio y del papa. Esto ocasionará una lucha que desembocará, a fin de
cuentas, en una división de las influencias que trazará el límite más o menos
definitivo entre la Iglesia griega y la latina. Los jazares, como vimos,
escogieron el judaísmo aisladamente, a pesar de que la cristiandad de
«Gothia» se extendía por su territorio, de Crimea a Kubán y a Kertch, y de
que la conversión de sus vecinos, los abasgos, se remontaba al siglo VII. Pero
la estructura del poder jazar era también especial. El movimiento misionero se
concreta a partir de 860. Ese año, algunos embajadores venidos de Kiev tras
el ataque ruso contra la capital habrían recibido el bautismo: al menos eso da
a entender una homilía de Focio, a la sazón patriarca. Pero el gesto no fue
imitado de inmediato. El verdadero acontecimiento lo constituyen las
misiones de Constantino, cuyo nombre religioso era Cirilo, y de su hermano
Metodio.
Constantino y Metodio habían nacido en Tesalónica, puerta bizantina del
mundo eslavo, de padre funcionario y, tal vez, de madre eslava. Constantino
había estudiado en Constantinopla y posteriormente había enseñado filosofía
a instancias de Teoquisto. Su conocimiento del eslavo, apenas diferenciado en
esta época de un país a otro, le capacita para resolver el problema esencial de
la misión, la escritura de la lengua, condición previa para la difusión del
cristianismo en su forma bizantina. En primer lugar, en 860 se dirige a
territorio jazar, donde se dice que polemizó en hebreo con los maestros judíos
en presencia del soberano. Cualesquiera hayan sido las circunstancias de este
paso aislado, Constantino y Metodio son enviados en 863 junto al príncipe de
la Gran Moravia, Svatopluk, en respuesta a su petición de un misión. Ambos
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idearon una primera escritura del eslavo llamada glagolítica (a partir del
vocablo ruso thema, «verbo»), instrumento decisivo de penetración cultural, y
por tanto política, del Imperio. No se está de acuerdo en si fue Moravia o
Bulgaria el lugar en que se tradujo el más antiguo código escrito, la Ley de los
justiciables, calcado del Eklogé de León III y Constantino V, el código en
vigor en Bizancio en esta época. El bautismo del soberano búlgaro, Boris, se
sitúa en 865. La cuestión se venía madurando desde su advenimiento, en 852.
Pero Boris se inclina entonces hacia los francos y la alianza franca. Una
demostración militar y marítima de Bizancio hizo variar la situación, y Boris
recibió el bautismo, sin duda en 865, con el padrinazgo del emperador, que le
dio su propio nombre, Miguel, con lo que le convertía en su «hijo espiritual».
El parentesco bautismal proporcionaba un nuevo vigor a un sistema, de
hecho, antiguo y ya atestiguado en el siglo VI, el de un parentesco
jerarquizado entre los soberanos, sistema que alcanzaría su verdadero apogeo
en torno a Bizancio en los siglos IX y X. Un segundo aspecto de la conversión
del soberano era la situación jurídica de la Iglesia así fundada. Boris deseaba
sin duda que fuera independiente, y Bizancio, por el contrario, que dependiera
del patriarca ecuménico. En esta coyuntura, Boris dirige al papa Nicolás I, en
866, la célebre carta en que le interroga tanto sobre la cuestión jerárquica,
como sobre las normas a seguir en lo sucesivo y sobre la posibilidad de
conservar algunas costumbres tradicionales, sobre todo en materia
matrimonial. Sus preguntas no recibieron una respuesta satisfactoria para él.
Añadamos que su bautismo había desencadenado una sublevación de la
aristocracia búlgara, en el sentido étnico del término, los boyardos, que
durante mucho tiempo fueron hostiles tanto a Bizancio como a la población
eslava del país: esta configuración, que se volverá a encontrar en Kiev,
demuestra el significado político de las conversiones reales expresado más
arriba. Pero la continuación de la historia pertenece ya al reinado de Basilio I,
cuando alcanza su máximo esplendor en el Imperio convaleciente el
renacimiento de las fuerzas vivas del Oriente cristiano.
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Capítulo 8
EL RENACIMIENTO EN EL ESTE
( mediados del siglo IX - mediados del siglo X)
Con la toma del poder por Basilio I en 867, tras la muerte de Miguel III,
conviene comenzar un nuevo capítulo. En efecto, hoy en día sabemos que este
cambio inauguraba una época de apogeo del Imperio o, mejor dicho, daba el
último toque al modelo que debía quedar en la historia general como el
ejemplo y la herencia de Bizancio. De hecho, Basilio (867-886), su hijo
León VI (886-912) y su nieto Constantino VII (913-957) tienen que justificar
a la vez el homicidio inicial, la ruptura así introducida y su propia continuidad
dinástica. Resuelven tan bien este problema que la dinastía resiste las
conmociones del siglo X, a saber, la minoría de edad de Constantino VII, que
introduce el reinado de su suegro Romano I Lecapenos (920-944), y más tarde
la minoría de edad de sus nietos, a la muerte de su hijo Romano II en 963. Y
lo resuelven como herederos no solamente de la tradición imperial anterior,
desde Constantino, sino, más directamente, del auge ideológico y cultural de
la primera mitad del siglo IX. Tal es, en efecto, el sentido político profundo de
lo que se ha llamado el renacimiento macedónico, de este clasicismo que
viene a coronar la empresa cultural de las generaciones precedentes. De modo
que los textos e imágenes que constituyen nuestra documentación sobre la
historia de estos tres reinados y del de Romano I son en gran parte el producto
de una elaboración deliberada, en la que los emperadores tomaron parte
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personalmente. Esta elaboración, evidente aunque todavía no enteramente
elucidada, es el primer objetivo que se impone al historiador del período.
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convierte en una ciudad provincial fortificada, cuyo movimiento hacia la
acrópolis, se explica sin duda, el menos en parte, por el enarenamiento del
puerto. Se ha intentado también considerar los hallazgos de monedas aisladas
sobre el emplazamiento como un indicador de la actividad humana: se piensa,
en efecto, que la proporción de monedas perdidas por los particulares es más
o menos constante en todo momento, y que la variación de su cantidad de un
nivel a otro del emplazamiento excavado expresa, en consecuencia, la de la
propia circulación monetaria. El método es por supuesto imperfecto. Tropieza
en particular con el hecho de que las piezas de un emperador continúan en
circulación durante mucho tiempo, al menos medio siglo, después de su
muerte. Sin embargo, es sorprendente encontrar un mismo vacío en el
diagrama en el caso de Atenas, Corinto, Antioquía y Sardes, un vacío que
abarca el siglo VII, el VIII y una parte del IX, mientras que, de manera
evidentemente variable, los cuatro emplazamientos acusan una recuperación
que empieza, en líneas generales, con Basilio I.
Por último, la función productiva de las ciudades de provincia no se
percibe claramente. Además de las construcciones públicas, iglesias, murallas
y otras, la arqueología revela, como se espera, un tejido urbano salpicado de
cultivos y, por tanto, una división todavía incompleta del trabajo y una
producción al modesto nivel de las necesidades locales, pesas, alfarería, en
tanto que los cueros o los tejidos corrientes no se han conservado. No
obstante, constituye una producción digna de tenerse en cuenta en relación a
la época, como lo muestran las excavaciones americanas de los niveles
bizantinos de Corinto.
Lo escrito añade información a la puramente arqueológica y sugiere la
interpretación de esta última. En primer lugar, deja constancia de las
funciones que recaen en este tiempo en las ciudades. Estas pierden su antigua
competencia con la organización de los themas: una ley de León VI abroga
los últimos restos de responsabilidad de las curias. Pero la administración del
thema, la sede de un obispo, un astillero, una oficina de la aduana terrestre o
marítima conservan aquí o allí, y a menudo juntas, actividades ciudadanas, de
las que, a decir verdad, es difícil concretar su alcance local. El término
kastron, que subsiste en numerosos toponímicos griegos terminados en castro
(por ejemplo, Palaiocastro), llega a reunir así los sentidos de «plaza fuerte» y
de «pequeña ciudad provincial», lo que sin duda encierra un profundo
significado. La actividad económica parece ser esencialmente el comercio, de
cuyo auge en el siglo IX ya se ha hablado, aunque esto solo es cierto en
situaciones favorables, como en Querson, Tesalónica y Trebisonda, las dos
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primeras en la salida de las rutas del mundo eslavo y la tercera a la llegada de
la ruta del Extremo Oriente. Los panegyreis, reuniones religiosas, comerciales
y lúdicas a la vez, dan cuenta de un tipo muy antiguo, y muy apreciado por
los fieles, aunque no enteramente por la Iglesia. La fiesta de san Demetrio en
Tesalónica y la de san Juan en Efeso son tradicionales; en cambio, la de san
Eugenio de Trebisonda es instituida bajo el reinado de Basilio I. Muchas de
estas fiestas permanecen durante siglos, y algunas han llegado hasta nuestros
días. Si tal solemnidad no basta para conferir una verdadera importancia
comercial a una ciudad, sí es a menudo su signo, y la red de estas jornadas a
través del Imperio conserva por su parte un papel específico en las ciudades.
Lo mismo ocurre con las oficinas del comercio marítimo, instaladas para
controlar el tráfico de viajeros y productos con el extranjero, y que dependen
de la oficina del mar abierta en la capital, sede del drongarios, comandante
supremo de la flota, cuya nueva importancia caracteriza la estrategia marítima
de Basilio I y de sus sucesores. Los sellos de los «jefes y condes» (archontes
cometes) de estas oficinas manifiestan su actividad, por ejemplo en Sinope y
Querson, en Esmirna y Efeso, en Tesalónica, Tebas y Atenas, en Corinto y
Patras, en Palermo y Cagliari, sin contar naturalmente los estrechos, entre los
que el puesto de Abidos había recibido ya un reglamento aduanero bajo el
mandato de Anastasio, a la medida del tráfico comercial asociado a
Constantinopla. La hagiografía indica los ejes de las rutas, señala los
desembarcos árabes, de los que los emplazamientos excavados prueban que
no impidieron la reactivación urbana. La historiografía sugiere algo que estará
aún más claro en la segunda mitad del siglo, que la política de reconquista
pudo ser, por el contrario, un factor estimulante para determinadas ciudades,
en tanto que suponía una punción peligrosamente fuerte sobre la producción
de grano.
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restituye su antiguo prestigio, situándole inmediatamente después del
emperador y el patriarca; los relatos, en número creciente, de los viajeros y
embajadores árabes; los tratados firmados en 907 y 911 con Rusia y Kiev y
cuyo texto, perdido en griego, se ha conservado en la más antigua crónica
rusa, el Relato de los tiempos pasados, del siglo XI, y, por último, la literatura
tradicional de las «maravillas» de la ciudad y de sus orígenes más o menos
legendarios. A partir de este material se cree adivinar, a pesar de todo, una
evolución similar, salvando las distancias, a la de la provincia. Como se
recordará, la ciudad estaba rodeada de dos murallas, la de Constantino y la
posterior de Teodosio II. El espacio exterior a esta última tendió a
despoblarse, mientras que el espacio intermedio no estará verdaderamente
ocupado antes del siglo XII: comprende los monasterios y las grandes
cisternas. En cambio, el espacio interior densificó su hábitat a partir del siglo
VI, con sus casas de madera, rara vez con más de dos plantas, ocupadas por
inquilinos. Subsistían, sin embargo, las calles, las plazas, los jardines, las
residencias particulares, además del conjunto central del Gran Palacio, que
doblaba en densidad todo lo demás. Se ha estimado que, en sus mejores
tiempos, en la víspera de la peste de 541-544, o bien bajo el mandato de los
Comnenos, la ciudad no sobrepasó nunca los 400 000 habitantes. Esta cifra
fue, sin duda, alcanzada por la decadencia del siglo VIII, ya que la población
no era suficiente para cuidar las murallas, y un cierto número de cisternas
estaban inutilizadas. Pero da, por el contrario, una impresión de recuperación
y de actividad tal vez desde 760. En 766, un equipo de obreros repara, durante
una sequía, un acueducto derribado tras el sitio de 626. Pero es Basilio I quien
hace revisar las cisternas colmadas desde Heraclio.
Tal vez sea ya de por sí significativo que León VI promulgara el Libro del
prefecto, el primero desde las Novelas de Justiniano que reglamentó
sistemáticamente la actividad productiva de la capital a través de las
asociaciones de oficios, de los chacineros a los notarios, y de los fabricantes
de cirios a los mercaderes de seda. El texto ofrece el cuadro de un consumo
urbano diversificado, y por tanto de una activa demanda. El palacio
desempeña por su parte una función productiva de lujo, vinculada a su
función política. De los talleres imperiales salen los tejidos de seda
adamascada, y las placas y cofrecitos de marfil esculpido que servían
tradicionalmente para los regalos diplomáticos, que llevaron en el siglo X las
imágenes del poder bizantino a la corte de los Otones. El palacio posee
asimismo sus copistas y pintores, que ejecutan libros suntuosamente
iluminados, y otros simplemente destinados a equipar de textos la biblioteca
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imperial. El trabajo de la administración central es otra actividad específica de
la capital: el palacio adquiere, también en este terreno, una primordial
importancia en los siglos IX y X, por las responsabilidades de dirección
confiadas a su personal, por el tribunal del emperador, a la vez tribunal
supremo y jurisdicción de apelación, por la cancillería y sus expediciones a la
provincia. El patriarca dispone de una organización administrativa central.
Por último, la propia capital se encuentra siempre bajo la autoridad del
prefecto de la ciudad, fundamentalmente encargado de la policía, que dispone
también de diversas oficinas.
Desde entonces, Constantinopla es un foco del comercio internacional, y
tal vez también su centro de redistribución más importante. Los dos célebres
documentos que son los tratados pactados con los rusos en 907 y 911
muestran la significativa indistinción de la diplomacia y del comercio, así
como el principio de asignar a los extranjeros lugares de residencia
específicos, en este caso el barrio de la iglesia de San Marcos. Los amalfitas
son los primeros comerciantes de Oriente que se instalan en la capital: su
colonia está presente en 944. Se dedicaban a exportar a Italia mercancías
prohibidas para la exportación, como la seda púrpura. Tenemos pruebas de la
existencia de una mezquita, a finales del siglo X, pero los musulmanes
emprenden antes el camino de la ciudad. Finalmente, los judíos constituyen
desde siempre un grupo, al que se añaden, precisamente en esta época,
comerciantes llegados del extranjero.
La tradición urbana de Constantinopla prosigue sin interrupción desde el
siglo IV, y en esta primera mitad del siglo X subsisten muchos rasgos antiguos
tales como los barrios, el hipódromo o las representaciones de las relaciones
entre el emperador y su pueblo. Y, no obstante, es otra ciudad, del monasterio
de Studa a la iglesia de Blanquernas, lugar predilecto de las oraciones
dirigidas a la Virgen; del palacio a las casas aristocráticas, llenas de parientes,
amigos, compañeros de fortuna, abiertas, como el propio palacio, al santo
hombre que ve a distancia y predice el futuro, y de los talleres de los
artesanos a los mercados de los comerciantes extranjeros. Constantinopla no
experimenta ya los sobresaltos del siglo VI, ni aun los del XI, que expresarán
una etapa efervescente de su evolución. Tal como es, sigue siendo única en la
conciencia de los habitantes del Imperio y en el horizonte de todo el mundo
medieval. La distinción entre la capital y las provincias reviste una
significación tan grande como la de las ciudades y los campos, a los que
brevemente nos referiremos a continuación.
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Solidez de la aldea
La historia del campo presenta dos aspectos que conviene asociar sin
confundirlos: por un lado, la vida y el trabajo de los campesinos, el hábitat,
las técnicas agrarias y las producciones anexas; por otro, la deducción sobre la
producción, la relación entre los campesinos y los dueños de la tierra, allí
donde estos últimos son distintos, lo que implica el problema del estatuto de
los campesinos y, sobre todo, de las formas de dependencia. Hemos visto que
los campesinos de épocas anteriores habitaban en aldeas, agrupadas casi
siempre, dotadas de una organización colectiva sin duda muy antigua, anterior
en todo caso a la llegada de los eslavos que, por lo demás, no podrían dar
cuenta de los hechos orientales: aldeas patrimoniales o formadas por
propietarios, o incluso compuestas, reuniendo a unos y otros, cuando no era el
caso de un cabeza de familia que se declaraba dependiente de unas tierras y
propietario de otras. La época que se inicia en 867 proporciona al estudio
histórico del campo documentos que invitan a detenerse en ella. Ante todo,
las primeras escrituras de los archivos del Monte Atos, las más antiguas de las
cuales datan del reinado de Basilio I, trasladadas al monasterio de Lavra partir
de 963, al mismo tiempo que los bienes otorgados y conservados por él hasta
nuestros días. A continuación, una serie de leyes (novellae) del siglo X sobre
las desavenencias entre los campesinos, el fisco y los dueños de la tierra,
difíciles a veces de fechar o de restablecer en su texto original a causa de la
multiplicación de copias en los libros destinados a la práctica de los juristas,
provistos en cambio algunos de ellos de glosas marginales que aclaran su
aplicación. También del siglo X es un curioso Tratado de percepción fiscal,
conocido por un manuscrito de la biblioteca Marciana de Venecia, destinado a
facilitar el trabajo de los funcionarios en visita de inspección.
El autor explica en este texto que la aldea comporta normalmente un
centro agrupado, pero que la unidad puede romperse en virtud de desacuerdos
entre vecinos o de otras circunstancias, como el exceso de población y la
fragmentación de una familia convertida en demasiado numerosa. La
comunidad aldeana, cimentada en las relaciones de vecindad, que a menudo
son también las de parentesco, está gobernada por el consejo de «dueños de
casa». Un gran propietario puede estar presente en la comunidad de la aldea si
posee una o varias parcelas de la tierra de esta. Por otra parte, el dominio
bizantino está esencialmente constituido en esta época, según parece, por un
conjunto de rentas y de derechos como la montanera o el pastoreo sobre la
tierra comunal. No existe la corvea de explotación. La prestación personal,
atestiguada en los documentos de inmunidad, sigue siendo un requerimiento
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público, sobre todo para el mantenimiento de los caminos y los puentes. La
explotación directa dispone, cuando existe, de esclavos capturados y de
asalariados. De hecho, un cuadro fiel exigiría que se estudiaran por separado
las regiones y, por tanto, las producciones.
Por otra parte, los campos soportan también, desde el comienzo de
Bizancio, lo esencial del impuesto. La comunidad aldeana independiente, y
eventualmente el dominio privado o monástico, se constituyen en motor
fiscal. El campesino independiente paga su impuesto en el primero y el
dependiente en el segundo. La dependencia campesina se define, pues, por
sus pagos, no por su estatuto personal, aunque la obligación comunal y fiscal
implica desde siempre una vinculación con la tierra. La continuidad del
Estado en Bizancio era, en efecto, incompatible con una mengua civil en la
categoría de hombres libres, o sea, los no-esclavos. Los historiadores rusos, y
más tarde los soviéticos, pudieron, pues, sostener con razón que la renta
comunal y la renta fiscal de esta época tenían idéntica naturaleza. Esta
propuesta explica bastante bien las relaciones sociales en el campo bizantino
de este tiempo y la posición del Estado en el seno de estas relaciones. Se
comporta, en efecto, como un propietario eminente, haciendo perseguir a los
contribuyentes refugiados en dominios privados, lo que sin duda es un
antiguo procedimiento, haciendo responsable a la aldea de las parcelas
abandonadas por uno de sus habitantes, y disponiendo, con plenos derechos
de propiedad, de las tierras abandonadas más de treinta años (klasmata), para
enajenarlas por venta, alquiler o donación. Esta confusión estructural implica
también el germen de la del dominio público y el dominio imperial, que será
flagrante en la época de los Comnenos, posterior etapa de la evolución social
de Bizancio. En una palabra, la condición campesina no podía variar entonces
más que en virtud de circunstancias locales. La escala concreta de los recursos
campesinos se mide, como antaño y siempre, a través de esta clasificación de
origen público, en términos de medios de trabajo y ante todo de labranza. A
partir del siglo XI, la propia terminología fiscal distinguirá a los que poseen
«un par de bueyes» o «un buey» de los que «no poseen nada», estando
inscritos, no obstante, en los registros. Más abajo aún, el campesino «libre»
no es titular del estatuto de independencia, ni de ningún otro, está ausente de
los marcos fiscales del campo, es un individuo fluctuante. Los documentos
del siglo X autorizan su inscripción en el registro de tal dominio monástico,
para provecho tanto del fisco como del propietario, siempre dispuesto a
aumentar su fuerza de trabajo. Finalmente, más abajo solo se encuentran los
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esclavos, mano de obra de la familia campesina o de los dominios, a manera
de asalariados de refuerzo.
El principio de clasificación fiscal de los campesinos no tiene nada de
sorprendente, pues el campo es ante todo proveedor del grano, necesidad vital
de las ciudades y los ejércitos. Tanto los dueños de la tierra como los
campesinos tienen acceso al mercado, cosa que es muy necesaria ya que estos
últimos pagan sus impuestos y sus cánones en especie en su mayor parte.
Existe el mercado comunal, que incluso parece ser una ventaja codiciada por
los grandes propietarios. Para el abastecimiento de Constantinopla se echa
mano sin duda de las haciendas de los alrededores de la ciudad, de Bitinia, de
Tracia: por Tesalónica pasa una vía terrestre, mientras que el puerto de
Rodosto recibe el trigo por mar. Al este, otro itinerario que pasa por
Trebisonda exporta hacia Querson el trigo de las riberas del mar Negro. Lo
que no excluye, en cambio, que el trigo búlgaro sea importado a través de
Mesembría y Anquialo. Pero recuérdese la frecuencia de los desplazamientos
de las poblaciones transplantadas a Tracia: la práctica sigue en vigencia, y
asegura sin duda no solo una mejor cobertura de la frontera, sino también un
refuerzo de la mano de obra, variable esencial de una productividad cuyas
técnicas no cambian.
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confiera una función regional de «desierto» desde el final del siglo VIII. Un
oscuro asceta, Pedro, es objeto de un canon (poema litúrgico) que se remonta
al reinado de Teófilo. Pero el verdadero desarrollo se atribuye a Eutimio el
Joven, que llega del Olimpo de Bitinia a Atos en busca de soledad hacia 859.
En 871 funda el convento de Peristerai, en Calcídica, y su compañero Juan
Colobo funda el de Colobu, primero en Siderocausia y luego, más en el
interior, en Hieriso, en el mismo estrecho de la península. Una resolución de
Basilio I, fechada en 833, libra a esta tanto de los funcionarios recaudadores
de impuestos como del habitual pastoreo de los habitantes, pero la primera
delimitación entre Hieriso y Atos no tiene lugar hasta 942, en el mismo
momento (941-942) en que esta última recibe su primera renta, deducida por
Romano I de los ingresos de un convento que le pertenecía. Una acta de 908
la hace independiente de Colobu, y menciona por primera vez, a propósito del
paso dado por los monjes atónitas con este motivo, el envío a la capital de un
protos (primero), dirigente de la colectividad. Un acta de 958 habla del protos
y de las tres asambleas anuales, es decir, la institución convertida ya en
tradicional. La montaña reúne entonces las formas de vida solitaria o
semisolitaria y las comunidades del monaquismo griego. El convento de
Xeropótamu es anterior a 956. Pero las grandes fundaciones no comienzan
antes de 963.
La justificación de las inmunidades que el emperador otorga a las
fundaciones monásticas, y de las donaciones de tierras o de rentas que
reciben, hace hincapié sobre el papel intercesor de los monjes, cuya función
de «padre espiritual» que les corresponde siempre en la sociedad es una
aplicación. Su labor asistencial apenas es invocada como lo era en el Oriente
de los siglos IV-VI, o como lo será en la capital en el XII. El cambio remite sin
duda a la disminución de la población, sobre todo en las ciudades convertidas
en bizantinas después del siglo VII. Por otro lado, el desarrollo patrimonial de
los monasterios atónitas desde el siglo X no puede explicarse sin la
renovación de la población aportada a la región por los eslavos. Un célebre
informe del monasterio de los Iberos (Iviron) nos da, en el siglo X, un ejemplo
referido a los alrededores de Tesalónica, y muchos otros documentos lo
atestiguan en los siglos X y XI, a través de los nombres eslavos de algunos
campesinos y a veces de algún lugar.
Los bienes militares, soporte del servicio armado en los themas,
constituyen igualmente, como hemos visto, una categoría estatutariamente
inmune. El sistema está plenamente atestiguado, al menos en lo referente a la
segunda generación, por la Vida de Eutimio el Joven. E\ mismo, y aún más
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otro héroe de la hagiografía, Lucas el Estilita, en el siglo X, aparecen situados
a un buen nivel de la escala de la propiedad territorial; son miembros de una
«casa» propietaria de un patrimonio inmune a cambio del servicio que presta
uno de sus miembros. Tal patrimonio puede, por otra parte, ser fraccionado
entre varios propietarios y el servicio personal puede ser conmutado en
especie, según la antigua costumbre. Una ley de Constantino VII concreta la
situación social de esta clase fiscal hacia mediados del siglo X. El legislador
prohíbe las enajenaciones que rebajen el valor global de determinado
patrimonio por debajo de 4 libras para el ejército de tierra de los themas y de
sus flotas, y de 2 libras para los marinos de la flota imperial. Respecto a las
muy poco numerosas cifras de los documentos de los archivos de los siglos IX
y X, el valor mínimo de 4 libras aparece ya alejado del nivel inferior de la
escala patrimonial, y por tanto social. Sin duda, la época señala el apogeo de
la institución. Pero esta no es en ningún momento el único soporte de la
guerra, y menos aún del propio reclutamiento. Las aldeas independientes y los
dominios proporcionan reclutas a manera de impuestos, como se recordará.
Sobre todo, el reclutamiento de mercenarios entre las etnias de la frontera y
los extranjeros es una vieja práctica cuya importancia no cesa de crecer desde
el principio del siglo X, en las mismas fuerzas themáticas, así como en la
marina y las fuerzas centrales (tagmata), de las que forman parte
especialmente los rusos a partir de principios del siglo X. Los cimientos
sociales de los grandes jefes de guerra son, en fin, mucho más complejos en
relación a su primordial importancia política, por lo que trataremos de ellos
más adelante.
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León VI a Basilio II, es incuestionablemente el centro y el este del Asia
Menor, y sus propiedades se encuentran allí, cuando las posee.
La historia social de los campesinos y la de los dueños de la tierra
marchan, pues, a la par por sus relaciones con el Estado. Las concesiones de
inmunidad, conservadas en los archivos monásticos de los que disponemos,
enumeran exactamente los casos de exención de impuestos para sus
beneficiarios, cuya lista nominal ofrece el documento. El Estado renuncia así
a una parte de su renta fiscal. Pero el reparto más significativo, y el más
conflictivo también, es puramente práctico. Los funcionarios, que compran su
cargo y que son pagados en el acto por los contribuyentes o los justiciables,
agravan desde siempre el descuento fiscal, tanto como pueden, en su propio
provecho, aunque, es cierto, han de soportar la eventual responsabilidad de un
déficit en la percepción. Los grandes propietarios se esfuerzan a la vez por
extender el campo de dependencia y reducir su propio pago fiscal. Las
novellae del siglo X describen, a fin de condenarlos, los procedimientos ya
clásicos: desplazamientos fraudulentos de los límites del dominio reconocidos
por el registro fiscal, entrada en la comunidad aldeana por ventas o
donaciones ficticias, comparables a la cesión de lo precario de Occidente, o
incluso convirtiéndose en el hijo adoptivo de un campesino miembro de la
comunidad.
Los propietarios usurpadores son conocidos como los «poderosos»,
detentadores de una parcela del poder público, lo que les proporciona
capacidad de presión o de protección. Los miembros de la jerarquía episcopal
o monástica pueden contarse entre ellos, al igual que determinado
campesinado pujante. Se instaura así una rivalidad en la detracción sobre el
producto de la tierra entre el Estado y los «poderosos», cuyo motivo pudo ser,
qué duda cabe, el prestigio político y social tanto como el beneficio
propiamente dicho. El envite está constituido por los propietarios desprovistos
de poder. Los más modestos de los bienes militares pueden verse así
afectados, lo que explica la insistencia de la ley sobre su carácter inalienable.
Pero los poderosos anexionan ante todo los bienes de los campesinos
independientes, que el legislador designa con un término tan significativo
como los «pobres», en un sentido menos económico que social de la palabra.
Bizancio da cuenta, pues, de la misma pareja potenslpauper del Occidente
carolingio. Los «poderosos» penetran, como se acaba de decir, en las
comunidades independientes que acaban por privatizar. El legislador se
dedica, en consecuencia, en la primera mitad del siglo X, a reafirmar el
antiguo derecho de «preferencia de compra» reconocido a los «próximos»,
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vecinos, parientes, aliados y fiscalmente solidarios, mientras que León VI lo
había debilitado.
En 927-928 una hambruna que sigue a un invierno riguroso arruina a
muchos «pobres»: una novella de 934 se esfuerza por paliar las catastróficas
enajenaciones que se habían hecho y otra de 947 debe volver a dictar las
mismas disposiciones. Esta lucha de la administración contra las fuerzas
locales, llevada por una y otra parte al corazón del poder público, no es
ninguna novedad. Ya la habíamos observado en el siglo VI, e incluso antes.
Pero la fisionomía de los unos y los otros, así como la misma teoría del poder
público han cambiado. ¿Se está llegando a una Bizancio feudal? El problema
no se planteará verdaderamente hasta después del 960.
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En el momento en que Basilio toma el poder, la sede patriarcal está
ocupada por Focio y en una situación de ruptura con Roma. Basilio hace
intervenir a Ignacio, buscando así el apoyo de Roma y de los intransigentes;
con esta finalidad le envía a Roma las actas del concilio de 867. La reacción
romana es contundente. En 869-870, Focio es condenado, Ignacio
rehabilitado y los hombres ordenados a partir de 858 suspendidos, a menos
que reconozcan por escrito la supremacía pontificia. Focio, aunque exiliado,
conserva su influencia. Incluso regresa a Constantinopla en 873, vuelve, sin
duda, a enseñar en el círculo de la Magnaura y dirige la educación de los hijos
de Basilio I, entre los que se cuenta el futuro León VI. Se reconcilia con
Ignacio. Por lo demás, este último disentía de Roma en relación a la
cristiandad búlgara en que tomaba partido a favor de Constantinopla: de este
modo se interferían, en sentido contrario, la cuestión eclesiástica y la cuestión
política. A la muerte de Ignacio, en 877, Focio vuelve a la sede patriarcal y la
ocupa hasta 886. En 879, convoca un concilio al que acuden legados
pontificios y que le rehabilita mediante concesiones de Roma a Bulgaria. Tras
la muerte de Basilio I, es destituido y sustituido por Esteban, hermano del
nuevo emperador. Muere retirado hacia 893.
Focio es una figura primordial del siglo IX, determinante para el futuro.
Como vimos más arriba, compuso la Biblioteca, al tiempo que se dedicaba a
la carrera pública bajo el reinado de Teófilo. Hizo además una labor de
hombre de Iglesia, cuando escribió durante su primera deposición, entre 868 y
872, sus respuestas sobre cuestiones difíciles a Anfiloquio, metropolita de
Cízica, las Amphilochia. Fundamentalmente, hizo oír la voz patriarcal del
Imperio Bizantino y de la romanidad cristiana. Predica en Santa Sofía, donde
algunos de sus sermones señalan acontecimientos de profunda resonancia: el
primer ataque de los rusos en 860, la colocación o reposición en la Iglesia de
una imagen de la Virgen, que manifiesta el lugar que ocupa en la devoción
imperial de Basilio I. Será el inspirador del prólogo que encabeza el
Epanagoge (Restauración de las leyes), que se sitúa después de 879, carta
completa en lo sucesivo de las relaciones entre las dos figuras, la del
emperador y la del patriarca, el primero responsable del bienestar del Imperio,
defensor de la ortodoxia del dogma, intérprete y responsable de las leyes; el
segundo, único intérprete de los cánones y los concilios. Esto es una buena
muestra de la interpretación específicamente bizantina de las relaciones entre
el poder político y militar, y el poder religioso, modelo para las cristiandades
eslavas, y sobre todo, más tarde, para la tercera Roma moscovita; y también
del desarrollo lineal de las premisas constantinianas, con la continuidad de los
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dos poderes unidos en la misma capital, en el sentido simbólico y no
solamente geográfico que hay que dar, como hemos dicho, a este término en
el Imperio Romano cristiano. Pero en una capital que no era sin embargo más
que la Nueva Roma, la segunda, mientras que el papado recogía solo la
eminente dignidad histórica e imperial de la primera. Esta fundamental
diferencia puede explicar la diferente evolución del problema de los dos
poderes, en Occidente y en Bizancio.
La solución bizantina no tiene nada que ver con el concepto confuso y sin
fundamento de «cesaropapismo», inventado por algunos historiadores de
Bizancio. Está, en cambio, en la base de la discordia entre las cristiandades
latina y greco-eslava. Desde este punto de vista, se concibe que se haya
atribuido a Focio el Nomocanon en XIV títulos (883). El Nomocanon,
concordancia entre las leyes (nomoi) y los cánones, presentada
metódicamente, esbozada ya en el siglo VI, se remonta en su primera forma al
siglo VII. La redacción del siglo IX produce a su vez el nacimiento de una
posteridad que se prolonga hasta el siglo XVI, bajo la dominación turca, y que
vuelve a encontrarse, por otra parte, en la cristiandad rusa. Por último, la
biografía del patriarca Ignacio, que escribía entre 901 y 912, afirma que Focio
compuso para Basilio una genealogía tan brillante como falsa, que escribió
«en caracteres antiguos», y que la ocultó en la biblioteca imperial, de donde
un cómplice la sacó ante el soberano. Más adelante trataremos el tema
historiográfico de la dinastía, elemento esencial de su política. Señalemos
solamente que Focio desempeña en esta malévola narración el papel que fue
efectivamente el suyo cerca de Basilio y que él representa ingeniosamente, a
todas luces, el papel de teórico del poder imperial.
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Libro genealógico, compuesto en honor de su linaje, a mediados del siglo XI,
por un tal Ahima‘az de Oria, cerca de Otranto. El autor ofrece en un hebreo
versificado historias de milagros y sortilegios que deben sin duda mucho al
ambiente del sur de Italia de su época, preciosas indicaciones sobre la
situación, a menudo mediadora, de los judíos de la región en el siglo IX, entre
bizantinos, árabes y lombardos, y un relato de este infortunio, del que, según
él, se libró la comunidad de Oria gracias a la intervención del rabino Chefatia,
abuelo del narrador. Una vez en Constantinopla, convenció al emperador,
tanto por su talento polemista como por la curación de su hija endemoniada.
Si la medida de excepción es cierta, tal vez se explica en el contexto de esta
región de Italia, donde acababa de comenzar, como se verá, la reconquista
bizantina.
La cruzada contra los paulicianos de la frontera oriental constituye un
éxito completo del reinado de Basilio I, al menos en el plano más aparente de
las operaciones militares. La guerra empezada en tiempos de Miguel III
prosigue con las incursiones que lleva a cabo Crisoqueir, yerno y sucesor de
Carbeas, hasta Éfeso y Nicea en 869. Es entonces cuando se sitúa la embajada
a la que Pedro de Sicilia se refiere en su informe sobre los paulicianos.
En 872, Crisoqueir emprende una campaña en Galatia, y resulta muerto por
uno de los suyos en el curso de una batalla con los bizantinos. Basilio lanza
otras ofensivas contra Melitene en 873 y en 876. Por último, en 872, la caída
de Tefrik señala el final del paulicianismo militar y político, cuyo desarrollo
favorecido por los emires de Melitene y Tarso hemos visto ya. Esta victoria
forma parte de la empresa de reconquista puesta en marcha por Basilio en
Oriente. Entre 871 y 882, Bizancio vuelve a adueñarse, en efecto, de los pasos
del Tauro y del Antitauro, garantes de su protección. Pero el problema
religioso sigue abierto: los bogomilos a partir del siglo X, en Bizancio y los
Balcanes, y los tondraquitas en la Armenia del siglo XI podrían ser a su vez
los retoños de la vieja corriente que despreciaba la carne y la jerarquía, el
engendramiento y el mundo, que la cristiandad de Oriente conocía desde el
siglo IV. Nos encontramos frente a un problema de continuidad que sigue sin
aclararse.
Basilio I es también, conforme al modelo, un emperador legislador, el
primero del siglo IX. Más arriba hemos hecho alusión al Epanagoge, de 879
como muy pronto, cuya aplicación no es, por otra parte, segura. A partir de
876, el Manual de las leyes (Procheiron) vuelve a tomar la legislación
privada y penal corriente del Eklogé de los emperadores León III y
Constantino V, al tiempo que utiliza las Institutas de Justiniano. El
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Epanagoge afirma de manera patente la referencia clásica indispensable en lo
sucesivo, no solo en la apertura teórica ya evocada, sino en la misma
ordenación de los capítulos, que empieza por las definiciones de derecho
público como emperador, patriarca o prefecto de la ciudad, ausentes del
código del siglo VIII, y no por los esponsales y matrimonios como este último.
Además, Basilio ordena una revisión general del cuerpo de las leyes
(Anakatharsis), que no dará de hecho su fruto hasta la época del mandato de
su sucesor. Se hace leer «relatos históricos» y vidas de hombres ilustres, y se
informa asimismo sobre la disciplina y las acciones de los santos de su
tiempo. Se conserva una colección de homilías de Gregorio Nacianceno para
el uso litúrgico, hecha por él entre 880 y 886, y adornada con una serie de
pinturas suntuosas, a cuya cabeza se encuentra su propio retrato y el de su
esposa, entre sus hijos León y Alejandro, así como imágenes de la soberanía
cristiana: el arcángel Gabriel coronando a Basilio bajo una gran cruz con la
leyenda: «¡Jesucristo vencedor!», y Cristo dominando la escena y
bendiciendo con un libro en la mano. Este manuscrito, insigne producto del
taller imperial, presenta la expresión iconográfica de la ideología imperial que
sigue siendo la del siglo X, la forma y el fondo del modelo en el que el joven
imperio otomano se inspirará tan acertadamente. A pesar de todo, Basilio no
fue todavía en sí mismo un emperador docto, aunque conozcamos bajo su
nombre las instrucciones a su hijo, una especie de espejo del príncipe. La
sabiduría y la escritura de una obra propia como rasgos inherentes a la figura
imperial solo se perfilaron firmemente en su hijo León VI, y sobre todo, en su
nieto Constantino VII.
La obra legislativa de León VI no es quizás a este respecto la más
significativa, aunque marca una etapa importante en el compromiso clasicista
que inaugura la ideología de los sucesores de Basilio I. Las novellae, dirigidas
en su mayor parte al favorito Estiliano Zautcés, muerto en 896, deben sin
duda mucho, si no todo, a este último, al que volveremos a encontrar más
adelante, y manifiestan el deseo de este tipo de textos de poner al día, o de
completar, el derecho vigente. En cambio, la gran obra de las Basílicas
(Basilika, «las Imperiales») emprendida bajo el reinado de Basilio I, como
hemos visto, ofrece un repertorio metódico del derecho clásico, o sea, del
justiniano, que será a su vez objeto de scholies («comentarios») y, desde el
siglo X sin duda, de un resumen (sinopsis) enriquecido por la continuación de
las novellae imperiales a partir del siglo X, y diversos fragmentos, para uso de
los funcionarios que eran a menudo sus poseedores. Se han conservado
numerosos manuscritos a partir del siglo XI.
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Después de todo, era tradicional que el emperador distinguiera con su
nombre y su voluntad, sino con su puño y letra, una obra jurídica. Sin
embargo, se atribuye también al propio León VI una producción que no tiene
los mismos precedentes. En primer lugar, un Tratado militar (Taktika),
nutrido de referencias a los tácticos antiguos, pero, no obstante, de una
inspiración teórica absolutamente contemporánea en la definición del
emperador como responsable de la paz y, por esta razón, obligado a hacer la
guerra, y principalmente en la del general, cuyas cualidades guerreras están
fundadas en la nobleza de su origen. A continuación, las homilías
pronunciadas desde el púlpito de Santa Sofía, como el elogio fúnebre de su
padre: notable intrusión del soberano político en el terreno eclesiástico, que
ofrece una prueba más, si es que era necesaria, de la unión de los dos poderes
en el modelo bizantino, aunque estallasen los conflictos entre sus titulares o
en sus definiciones. Y, por último, la historiografía oficial subraya que
León IV era un cualificado copista.
La competencia cultural del emperador culmina con Constantino VII,
aunque sin duda es insuficiente su explicación no solo por una inclinación
personal, sino por la inacción en la que le deja, hasta 944, el gobierno de su
suegro Romano I Lecapenos, convertido en emperador gracias a la corta edad
del porfirogéneto. Por el contrario, cabe pensar que la responsabilidad
ideológica del poder soberano no estuvo nunca en manos de su legítimo
heredero, incluso cuando Romano I asumía la práctica. Dejando aquí de lado
sus novellae, los discursos y el Libro de las ceremonias, Constantino
compuso dos tratados, De los themas y De la administración del Imperio
(título dado a la primera edición en 1611). Este último, escrito entre 948 y
952, considera las relaciones con los pueblos bárbaros, sus principios y su
práctica, que varían de uno a otro caso. Nos proporciona no solo una compleja
teoría de las relaciones internacionales de Bizancio, sino también un conjunto
de valiosas noticias sobre el pasado y el presente de los pueblos en cuestión,
rusos, pechenegos y turcos. Posteriormente, Constantino aparece como el
inspirador y organizador de un trabajo colectivo de gran envergadura, que se
hace por medio de la biblioteca constituida en el palacio y del taller de copia
del que disponía esta última. El trabajo consiste, en primer lugar, en la
compilación de repertorios de textos antiguos sobre determinados temas,
como las labores de la tierra (Geoponika), las emboscadas o las embajadas;
dan prueba, al igual que sus semejantes de Bagdad, de la afición del siglo X
por las enciclopedias, característica de una época de equilibrio y clasicismo.
Pero también constituye un trabajo historiográfico, el más importante para
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nosotros, que establece bajo su dirección la historia oficial no solo de la
dinastía, sino también la de los soberanos que le precedieron en los siglos VIII
y IX: su objeto era mostrar la perfecta continuidad del poder, constantemente
en las manos de los hombres más dignos. Encarga a un equipo anónimo,
conocido como «los continuadores de Teófano» una serie de biografías
imperiales, a partir de León V, que reflejan también el gusto de la época,
lectora de Plutarco. El propio Constantino aparece, con cierta verosimilitud,
como autor de la Vida de Basilio, importante narración donde se da cuenta de
los prodigios anunciadores de su grandeza futura, desde la antigua águila que
se cierne sobre su sueño de niño hasta las visiones piadosas, las virtudes del
buen soberano y, sobre todo, la misericordia fiscal, así como la genealogía
que hacía de Basilio un descendiente de los reyes arsácidas de Persia, la
misma de la que sin duda Focio había hecho una primera redacción. El último
libro alcanza de hecho hasta 961. Constantino encargó también a José
Genesio un Libro de los emperadores, de León V a Miguel III.
La historia más evidente de Bizancio entre 886 y 959 se nos presenta, una
vez más, a pesar de todo, centrada en el palacio. El sentido del espacio
palatino y de las ceremonias que allí se desarrollan está ilustrado de manera
fehaciente por el tratado de las prelaciones (taktikon), fundamentalmente para
las comidas imperiales, compuesto por el maestro de ceremonias Filoteo en
899. El autor señala en el texto el lugar de cada uno en función de su
dignidad; por ejemplo, la del patricio y de su cargo: sitúa así la jerarquía
episcopal, militar, civil, los servicios y guardias del palacio, los «amigos
búlgaros» y otros mandatarios. Para Filoteo, el sistema de días festivos en el
palacio no es más que el propio sistema imperial, por lo que este documento
adquiere un relevante interés. Constantino VII, en su Libro de las ceremonias,
hace hincapié más en el desarrollo mismo de las ceremonias que en las
prelaciones, en relación a las fiestas del año cristiano o imperial, las etapas de
la vida en la familia imperial y las recepciones particulares. Tampoco faltan
los relatos de los embajadores árabes referentes a todo este período.
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Los themas bizantinos en los siglos VIII-X.
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actividad cultural de León VI y de Constantino VII no fuera tampoco un
simple capricho de hombres de elevada dignidad, sino una parte integrante de
su obra de soberanos.
Las otras fuentes, aunque no emanen del palacio, no se comprenden más
que en función de él. Es por definición el punto de mira del relato
historiográfico, sea cual sea. A las obras citadas más arriba se añade una
crónica que continúa la de Jorge el Monje, escrita bajo el mandato de
Miguel III, e interrumpida el año 842. Su tradición manuscrita, aún
incompletamente analizada, está llena de adiciones, variantes y
continuaciones bajo nombres de autores de los que apenas sabemos nada,
como es el caso del continuador de Jorge el Monje, Simeón el Magistros, o el
Logoteta (funcionario de finanzas), y algunos otros. Y de hecho poco importa,
pues, al nivel de los relatos en sí mismos, se distinguen perfectamente las
polémicas, sobre todo en torno a Basilio y Focio, en cuyo tono y propósito los
autores manifiestan su pertenencia a la alta función pública, o a algún
ambiente aristocrático de la capital. El palacio como lugar político es también
el punto de mira de las biografías patriarcales. Dos de ellas revisten un
particular interés, la Vida de Ignacio y la Vida de Eutimio, que aparecerán en
el momento de la crisis desencadenada por el cuarto matrimonio de León VI.
De hecho, la Vida de Ignacio está escrita por Nicetas, convertido en el monje
David, en el contexto de esta crisis. Ignacio es presentado como ejemplo de la
resistencia de la Iglesia a la omnipotencia imperial, frente a los compromisos
de Focio. Es también un ejemplo de la misma virtud que propone el monje
contemporáneo del patriarca Eutimio al componer la Vida de este último en el
monasterio de Samada, fundado por él.
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Implantar una dinastía
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Martinacio, al que posiblemente perteneciera también Eudocia Ingerina. León
le era hostil, e incluso llegó a apartarlo de él durante un tiempo. El autor
contemporáneo de la Vida de Teófano, un laico familiar de los Martinacios,
atribuye esta actitud a las sospechas despertadas en el ánimo de Basilio por el
monje mago Teodoro Santabarenos. El día de san Elias tuvo lugar una
solemne reconciliación. Y en 886, antes de morir a causa de un accidente de
caza, Basilio designó a León su sucesor. Alejandro quedó como coemperador
y León sustituyó a Focio por Esteban. Esta reunión de las supremas funciones
en la hermandad imperial es significativa. Caracteriza un modelo que el
imperio otoniano aplicará a su manera, cuando Brunon, hermano de Otón I,
sea arzobispo de Colonia. O, si se quiere, es una primera aplicación de la
figura familiar, consanguínea o metafórica, que traduce la estructura política
de este tiempo.
León abandona a su esposa: la biografía de esta mujer, su hagiografía más
bien, la pintará como seguidora de una vocación ascética, puesta de relieve
por los milagros operados posteriormente en su tumba. Desde el siglo X,
figura, en efecto, en el calendario de los santos de la Iglesia bizantina. León
«se une amistosamente», según la expresión de su tiempo, con Zoé Zantcina,
cuyo marido había sido envenenado a raíz de esta relación, y la lleva a vivir al
palacio. Era hija de un armenio, Estiliano Zautcés, a quien León le
encomendó la gestión de sus asuntos y para quien creó el título de «suegro del
emperador» (basileopator), aunque el parentesco fuera ilegítimo. Zautcés,
convertido en logothetos tou dromon, responsable del correo, del interior y de
una parte de las relaciones internacionales, desempeñó hasta su muerte, en
896, un papel del que quedó constancia por el hecho de que la mayor parte de
las novellae de León VI están dirigidas a él. Teófano murió en noviembre de
897, y León se casó con Zoé, que murió asimismo en 899, dejando una hija.
Los parientes de Zoé que, por lo demás, habían conspirado, debieron dejar el
palacio. A falta de heredero, León se casó en terceras nupcias con una
jovencita originaria del thema de Opsiquion, Eudocia Baiana, que murió en
901, con un hijo recién nacido. León había alcanzado el límite de la tolerancia
canónica en materia de segundas nupcias sin haber resuelto el problema de su
sucesión: él mismo había renovado algunos años antes la prohibición de
terceras nupcias, lo que hacía que su descendencia fuera ilegítima, y le
censuraba sus segundas nupcias. Vivió con una cuarta mujer, Zoé
Carbonopsina («la de ojos ardientes») sin casarse, por tanto. Parece ser que
esta mujer era pariente de Himerio, comandante supremo de la flota
(drongarios tou ploimou) en los primeros años del siglo X. En 905 dio al
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emperador el tan esperado heredero, el futuro Constantino VII. A partir de
entonces, se podía añadir un nuevo capítulo al secular conflicto entre el bando
integrista en el seno de la Iglesia y los patriarcas políticos procedentes de la
función pública.
Esta serie de cuatro matrimonios sorprende en primer lugar como ejemplo
de una historia familiar catastrófica. Los motivos del emperador pudieron ser:
la animadversión, sin duda, frente a Teófano y el amor por la primera Zoé en
todo caso, pero también, incuestionablemente, la preocupación por la
sucesión imperial, puesta de manifiesto en él en virtud de las dificultades que
encontraba, y no porque fuera un problema nuevo; asimismo, siguiendo el
ejemplo de Teófilo, que condenó a los cómplices de su padre, León hizo
enterrar a la víctima del suyo, Miguel III, en la iglesia de los Santos
Apóstoles, lugar de las sepulturas imperiales. Por último, de las cuatro
mujeres, la primera y, sin duda, la última, en menor grado, pertenecen a
familias ilustres, mientras que Zautcés aparece, por su mismo nombre, como
miembro de un linaje de corta tradición. Sus parientes están bien situados
hasta la muerte prematura de Zoé, que deshace una fortuna aún poco
afianzada. Los demás personajes aún están en escena o acaban de salir en el
momento en que el nacimiento de Constantino reaviva un enfrentamiento
apenas aplacado. El patriarca Esteban, hermano de León IV, había muerto en
893. La sede ecuménica estaba ocupada desde 901 por el patriarca Nicolás I,
un hombre en la línea de Focio, pariente y tal vez ahijado de este último, en
todo caso bastante próximo a él como para haber buscado refugio en un
monasterio tras su destitución. Nicolás I, pariente del comandante de la
guardia y «hermano adoptivo» del emperador, además de ser su secretario
particular (mystikos), tenía unas experiencias y unos contactos que le
destinaban a mostrarse partidario de un compromiso favorable al palacio.
León consigue, en primer lugar, que bautice a su hijo en Santa Sofía en enero
de 906; el monje Eutimio actuó como padrino. En la primavera siguiente, un
sacerdote celebra el matrimonio y León corona a Zoé. El conflicto queda
abierto desde entonces entre el patriarca, que prohíbe al emperador avanzar
más allá de la sacristía de Santa Sofía, pero que acepta y prepara un proceso
de penitencia, aunque el emperador lo rechaza y pide el arbitrio de Roma, y
un bando rigorista, a cuya cabeza se encuentra esta vez no el higúmeno de
Studa, como un siglo antes, sino Aretas, convertido en arzobispo de Cesárea.
Sin embargo, la relación de fuerzas y el envite del conflicto han
cambiado. Nicolás, preocupado por la unidad de la Iglesia, disgusta a León,
que le conduce a la dimisión en 907, acusándole de complicidad en la reciente
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conspiración de Andrónico Ducas. El emperador lo sustituye por Eutimio, que
no manifiesta la intransigencia monástica que se esperaba de él. El autor de su
Vida lo describe, sin embargo, como un notable «padre espiritual», uno de
esos directores espirituales cuya omnipotencia es uno de los factores de la
práctica religiosa desde el siglo IX: le atribuye cierta influencia sobre el
emperador. Pero, en realidad, Eutimio cede ante la apelación hecha por León
a Roma y a los patriarcas orientales y, si hemos de creer a su biógrafo, ante su
amenaza de promulgar una ley que autorice las cuartas nupcias. El
matrimonio es entonces legitimado. León se hace representar en una placa de
mosaico colocada en Santa Sofía sobre la Puerta Imperial: se le ve postrado
en actitud de arrepentimiento a los pies de Cristo, que domina la escena entre
la Virgen y un ángel, salvado ya que se encuentra a su derecha. Muere en 912
y Alejandro toma el poder. Vuelve a ofrecer a Nicolás el trono patriarcal, lo
que implica la destitución de los obispos nombrados por Eutimio. Los
partidarios de este último le perdonan la rehabilitación de Nicolás. Alejandro
muere en junio de 913, en medio de las dificultades ocasionadas por los
asuntos búlgaros. Nicolás forma entonces parte del consejo de regencia y el
peso del Imperio reposa sobre él una vez apartada Zoé. Se reconcilia con
Eutimio antes de la muerte de este en 917. En 920 un Tomo de Unión puso fin
oficialmente al contencioso, aunque no consiguió apaciguar los
resentimientos.
El conflicto y su desenlace dan que pensar sobre el estado de las
relaciones entre el emperador y la Iglesia de Bizancio en este principio del
siglo X. La reivindicación del poder monacal, aún presente en el conflicto
entre Ignacio y Focio, no aparece aquí prácticamente. El propio patriarcado
político es, a fin de cuentas, subyugado por la voluntad imperial. La victoria
de esta última queda de manifiesto no solo por la legitimación de una unión
contraria al derecho vigente, sino también por la amenaza esgrimida como
argumento por León VI. Auténtico o no, es significativo que incluso un monje
lo tuviera en cuenta en la biografía de otro monje, un monje puesto, además,
como modelo.
En mayo de 919, Constantino VII se casa con la hija de Romano
Lecapenos, que vuelve a tomar el título de «suegro imperial» (basileopator),
hacía poco ostentado por Zautcés; posteriormente recibe el de César, como
Bardas, tío de Miguel III (septiembre 920), para convertirse finalmente en co-
emperador de su yerno (diciembre de 920). Para comprender este
acontecimiento, hay que volver a aludir a dos líneas directrices de los
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decenios precedentes, que corren paralelamente: las relaciones internacionales
de Bizancio y el movimiento de personas y linajes en el círculo imperial.
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un hijo ya adulto en 906, Constantino, casado con una hija de Gregorio,
llamado el Ibero, que era a la sazón domestikos de los scholai. Este mismo
año, comprometido, con razón o sin ella, ante el emperador por su favorito, el
eunuco árabe-cristiano Samonas, Andrónico se separa de «sus parientes, sus
hijos y sus hombres», según un autor de la época. Se encierra en primer lugar
en la fortaleza de Cavalla, cerca de Conia, y posteriormente se refugia en
Bagdad. Sin embargo, su hijo Constantino vuelve a Constantinopla y se deja
tentar por el poder en 913, tras la muerte de León VI, cuando era domestikos
de los scholai. Su intento fracasa, pierde un hijo en la conspiración y otro, aún
niño, es castrado, una medida excepcional que da cuenta de la importancia
otorgada al asunto. Otro Ducas, Nicolás, muere en la guerra contra los
búlgaros en 917. A pesar de todo, tras esta erradicación, el linaje Ducas
vuelve a salir a la luz en el siglo XI, y esta vez por más tiempo, aunque
probablemente proviniera de otra rama.
El segundo caso que expondremos es el de Romano I Lecapeno.
Basándose en un célebre pasaje de Constantino VII, se suele señalar su
modesta condición. Aunque nadie discute su origen armenio, los hechos no
son sin embargo tan simples. Es cierto que no nos remontamos más allá de su
padre Teofilacto, «el Insostenible» (Abastaktos), cuyo sobrenombre no se
transmitió, y de quien solo sabemos que salvó la vida de Basilio I en el curso
de una desafortunada campaña en Tefrik. Sea cual sea la verdad de la
aventura, al menos se puede concluir que el servicio de guerra se remonta al
padre de Romano, aunque este último no hiciera de ella una profesión. Sin
embargo, una pariente de Romano se había casado con Adralesto, estratega
del thema de Oriente, hacia mediados del siglo IX, pues fue abuela del monje
Miguel Maleino, nacido en 894. Pero Romano I es el primero que se distingue
en su actuación pública. Esto se traduce, en primer término, en el rango de los
suegros de sus hijos, sus consuegros: mientras su hija Helena se casa con el
joven emperador, su hija Ágata se convierte en la mujer de un Argiro, León,
cuyo linaje está en ese momento en plena ascensión, y se remonta a
Miguel III; su hijo Constantino se alía con el patricio Panterio, y su hijo
Cristóforo con el patriarca Nicetas. Cristóforo y Constantino son asociados al
Imperio, así como su hermano Esteban, mientras que el menor, Teofilacto, es
investido del patriarcado, según el esquema puesto en práctica por los hijos de
Basilio I, y el hijo bastardo, Basilio el Pájaro, desempeña el papel de eunuco
en el palacio, y, posteriormente, ocupa junto a Constantino VII la privilegiada
posición de guardián de la cámara (parakoimomenos).
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Tras los Ducas y los Lecapenos, nuestro tercer ejemplo nos conduce a
mediados del siglo X. Se trata del linaje de los Focas, del que provendrá el
emperador Nicéforo II, y a cuyo alrededor, por el juego de las alianzas, se
organiza poco a poco la mayor constelación aristocrática de la época. La
genealogía, presumiblemente puesta en circulación por los propios Focas, se
remonta hasta un tatarabuelo de Nicéforo II, un tal Focas, cuyo nombre
corresponde al de un mártir venerado en la región de Sínope. Parece ser que el
emperador (¿Teófilo?) se fijó en él «por la fuerza de su cuerpo y la nobleza de
su alma», y lo puso a la cabeza de una turma, división principal de un thema.
Un comienzo verosímil y comparable al de Teofilacto Abastactos, acción
ejemplar al menos, característica de una sociedad en que la fortuna obtenida
con la guerra servía para inaugurar nuevas estirpes ilustres. El nombre de
Focas se convierte en linaje: su hijo, Nicéforo Focas, es ya uno de los
generales más brillantes de Basilio I y de León VI: ya vimos cómo se destacó
en la Italia meridional. Sus nietos, Bardas, cuyo nombre procede de algún tío
o abuelo armenio, y León, se distinguen bajo la regencia de Zoé, madre de
Constantino VII Romano Lecapenos encuentra en ellos unos rivales,
respaldados por sus alianzas. Bardas se casa con una Maleina, de cuyo linaje
dio cuenta ya la historiografía bajo el mandato de Miguel III y Basilio I, y
cuyo abuelo fue patricio y general, mientras que una de sus abuelas estaba
emparentada con Romano Lecapenos: los Maleinos eran oriundos del thema
de Carsianon, donde su pariente Eudocimo, tal vez estratega del thema, murió
en olor de santidad hacia 840. León, hermano de Bardas, fue cuñado del
parakoimomenos Constantino, eunuco favorito de León VI al final de su
reinado. Uno de los hijos de Bardas, Nicéforo, nacido hacia 912, será
emperador, tras una carrera a la que nos referiremos más adelante, cargo en el
que posiblemente fue secundado por su hermano León; una de sus hermanas
se casó con un sobrino de Juan Curcuas, el mismo del que Romano I deseaba
una hija para el hijo de Constantino VII. De esta unión nacerá otro emperador,
sobrino y asesino de Nicéforo II, Juan I Zimisces, que se casará en primeras
nupcias con una hija de los Escleras, otro linaje dominante, atestiguado desde
el principio del siglo IX. Esta anticipación genealógica solo pretende mostrar
al lector que los Focas están emparentados a lo largo de dos generaciones, la
de Bardas y la siguiente, con algunas familias que competían por obtener el
poder supremo, ninguna de las cuales, por otra parte, se remontaba más allá
del siglo IX, por lo que hemos podido juzgar.
El acierto de Romano Lecapenos consistente en la elección de su hija para
Constantino VII representa de hecho la eliminación de León Focas, que en
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917 estaba al mando de una expedición en Bulgaria, por el drongario de la
flota, respaldado en el palacio, ante la emperatriz Zoé y el patriarca Nicolás I.
Los esponsales imperiales incitan a León Focas, destituido de su cargo de
domestikos de los scholai, o lo que es igual, apartado del palacio por Romano,
a sublevar los themas de Oriente. Su intento fracasa y es eliminado
definitivamente dejándolo ciego. Su hermano Bardas conserva, en cambio, el
mando e interviene en respuesta al ataque ruso de 941. Pero la impecable
estrategia de Romano I, basada en una numerosa descendencia, no basta para
garantizar el futuro de los Lecapenos. En 928 fracasa una conspiración en
favor de Cristóforo urdida por su suegro. Tras la muerte de Cristóforo en 938,
sus hermanos Esteban y Constantino apartan a Juan Curcuas, el general ya
citado, que Romano I deseaba como suegro para su nieto, el futuro
Romano II. Por último, destituyen a su padre, pero son a su vez destituidos
por Constantino VII, que recobra así la realidad del poder en enero de 945, y
les envía a reunirse con su padre en el monasterio. Aunque una hija de
Cristóforo se casó con Pedro, zar de Bulgaria, el linaje desaparecía
definitivamente de la escena política, y Constantino VII vuelve a tomar en
cuenta, naturalmente, a los Focas. Bardas Focas se convierte en domestikos de
los scholai y sus hijos Nicéforo y León en estrategas. El hijo de
Constantino VII, Romano, asociado al trono desde 945, siendo aún niño, se
había casado bajo el gobierno de su abuelo con una hija bastarda de corta
edad de Hugo de Provenza, que murió pronto. Hacia 956 toma por esposa a
una joven hermosa y misteriosa, se decía que camarera de mesón, llamada
Anastaso, convertida tras el matrimonio en Teófano. Esta elección eludía el
inconveniente de los cuñados aristocráticos y ambiciosos. La historiografía de
la época la representa como teniendo a Romano hechizado. Volveremos a
encontrarla más adelante, inaugurando en los relatos de su tiempo el papel de
la voluptuosidad impulsada al crimen, inusitado a nivel imperial.
Constantino muere en 959, tal vez envenenado por su hijo, instigado por
Teófano. Se ha querido trazar de él un relato intelectual, a la vista de su obra,
que corre el riesgo, como tantos otros, de transmitir al lector de hoy sus
propias sugestiones. Pero no hay que olvidar, se quiera o no, que no era solo
emperador. Romano I y algunos generales como Juan Curcuas asumían muy
bien la función guerrera del poder imperial, como lo hicieron los Focas
cuando Constantino se apoyó en ellos tras la caída de los Lecapenos.
Constantino, que no dejó de ser emperador hasta el día de su muerte, ejerció
por su parte, como ya dijimos, la función del discurso, orientado a la
justificación de la dinastía de los descendientes de Basilio en el trabajo
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historiográfico, al simbolismo del poder en el Libro de las ceremonias, y a la
ubicación definitiva de las tradiciones y conocimientos necesarios para su
ejercicio universal en los libros sobre los temas y la administración del
Imperio.
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ortodoxia. El palacio, el monasterio de Studa, el patriarcado, la capital, en una
palabra, son, al mismo tiempo, el caldo de cultivo de esta cultura dominante,
centralizada pero no localizada. Los documentos administrativos de las
provincias, de los que empezamos a disponer a partir de Basilio I, y sobre
todo las cartas conservadas del siglo X aportan la prueba de lo contrario. La
carta, mensaje individual, era también un género de la retórica tradicional, lo
que motivó la composición de algunas colecciones que han llegado hasta
nuestros días, en las que se encuentran misivas de hombres que partieron a las
provincias como funcionarios u obispos, dirigidas a sus amigos de la capital, a
sus protectores, a veces al mismo emperador o al patriarca, e incluso cartas de
estos últimos. Conocemos así cartas de Focio y de Nicolás I, del secretario
imperial de Romano I, Teodoro Dafnopatés, al igual que un conjunto muy
valioso para el estudio de la segunda mitad del siglo. De estas cartas, así
como de las reflexiones anotadas por Aretas, convertido en obispo de Cesárea
de Capadocia hacia 904, hasta su muerte en 932, se desprende la nostalgia
medio convencional, medio sincera, de letrados alejados de sus semejantes y
perdidos en medio de gentes sin instrucción.
La cultura dominante es, en fin, el discurso figurativo de las imágenes.
Muchas de ellas han desaparecido, como los mosaicos de la iglesia Nueva de
Basilio I, hoy día destruida. Pero no nos faltan testimonios de la restauración
deliberada de los antiguos cánones a este nivel en el desarrollo de la escultura
sobre marfil, que servía para decorar cofrecillos y tapas de libros; en la
producción de platería cincelada; en la pintura de manuscritos de contenido,
sin embargo, religioso, como el admirable Salterio de París, de principios del
siglo X. Esta es la cultura dominante que Bizancio exporta a Preslav, y más
tarde a Kiev, a través de sus productos y sus artesanos. Pero, no obstante,
cabe preguntarse sobre sus límites sociales, provinciales, incluso nacionales,
se puede decir, en el interior del inmenso imperio.
La primera certidumbre es que su lengua está desde ahora, y ya
irreversiblemente, alejada de la lengua hablada por todos, comprendida la
élite política. Fonéticamente, las tendencias que han conducido a la
pronunciación actual del griego eran ya seculares en el siglo X, especialmente
la evolución hacia el sonido único I de otras vocales y diptongos. Pero la
misma configuración de la lengua, por la simplificación de la flexión
principalmente, anuncia desde esta época lo que conocemos hoy. Los errores
de las copias de los manuscritos son esclarecedores a este respecto. En cuanto
al vocabulario del griego moderno, lo vemos aparecer según los textos, en
algunas Vidas de santos en particular, mucho antes del siglo X. El
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renacimiento clásico de los siglos IX y X, que vuelve a ensalzar los tratados de
retórica antigua, acentúa el corte, tanto político como cultural, entre los dos
niveles de la lengua, que desempeña en Bizancio el mismo papel que el uso
del latín y de las lenguas vernáculas en la cristiandad medieval de Occidente.
La lengua vernácula hará su entrada en el terreno de la escritura en los siglos
XII y XIII. En cambio, el principio de un doble lenguaje subsistió en Grecia
hasta el siglo XX, con un significado ideológico, en resumidas cuentas,
inalterado. En esta primera mitad del siglo X, pues, la lengua hablada no
aparece a nuestra vista más que en manifestaciones indirectas, como la Vida
(mutilada) del patriarca Eutimio, compuesta por un monje de su monasterio
de Samacia, que al menos antes que el único manuscrito, escrito hacia
1080-1100 y hoy día perdido, fue corregido por su editor. Se encuentra
también en algunas canciones anatólicas de guerra y amor, algunas coplas
cortesanas conservadas en el Libro de las ceremonias, y también, aunque no
se ha tenido muy en cuenta, en determinados nombres de linajes que surgen
en la historiografía de los siglos IX y X: Garidas, «el del camarón», o
Gonguilios, «el del colinabo», formaciones cuyo significado social hemos
señalado.
Por otra parte, qué duda cabe que la propia cultura dominante no es
impermeable y sufre influencias periféricas. Así, un Evangelio copiado en el
siglo X, y tal vez no ilustrado hasta el siglo XI, muestra una influencia islámica
en los ornamentos de los títulos hechos por el escriba, así como en las orlas
arquitectónicas de las figuras de los evangelistas; este Evangelio procede de la
frontera oriental. En cambio, otro manuscrito, el tratado ascético de Juan de la
Escala (klimakos), copiado en Italia en el siglo IX, tiene una decoración
similar a la occidental contemporánea. La Italia meridional produce, por otra
parte, manuscritos característicos por su escritura, ornamentación y pinturas.
Igualmente, la arquitectura armenia, floreciente en la época del reinado de
Ani, ejerce entonces en Bizancio una influencia que se pondrá de manifiesto
en la segunda mitad del siglo, con la llegada al poder de Juan Zimisces, en la
época en que los georgianos desempeñaron también un papel. Los caminos de
Bizancio son, pues, el terreno de un trabajo de aculturación.
Los judíos, que hemos vuelto a encontrar en la Italia meridional, nos
proporcionan otro ejemplo, situados como estaban, con una cultura propia y
floreciente, en la intersección entre Bizancio, el Islam y la latinidad. No
ocurre lo mismo en el caso de la minoría judía en el Imperio, arrinconada por
el rigor de la identificación en curso entre la romanidad y la cristiandad
ortodoxa, y por añadidura asociada, con o sin razón, como se recordará, a los
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movimientos iconoclastas. La conversión de los judíos aparece por este hecho
como cada vez más necesaria. Basilio I la decreta, como vimos, en 873 o 874,
y León VI recuerda esta medida en una novella que ordena a los judíos a
seguir en lo sucesivo la ley cristiana, al estar la suya caduca. Un relato
hagiográfico compuesto tras la muerte de Basilio sitúa bajo su mandato la
peripecia de Constantino de Sinnada, un judío que se sintió cristiano por
haber trazado, siendo aún muy joven, una cruz en la boca después de un
bostezo, según la costumbre, y que se hizo en seguida monje. Sea lo que
fuera, Romano I dio a su vez un decreto de conversión en 932, que parece
haber provocado un éxodo, tal vez hacia Jazaria, y luego hacia la Rusia
kieviana, sobre cuya cultura la influencia judía fue directa e importante. La
minoría judía no fue, pues, aniquilada en Bizancio, ni entonces ni más tarde,
aunque no encontró el terreno adecuado para una floración comparable a la
que se observa entonces en Italia, Renania o en tierras del Islam. Sin
embargo, se observa permeable a la cultura bizantina, la cultura judía erudita
o cuasierudita que produjo la curiosa descripción del rey Salomón que estaba
en el hipódromo en medio de los cuatro colores, cuyo hebreo integra palabras
griegas y cuyo autor conocía la capital, e incluso el palacio, tal vez en la
primera mitad del siglo X. La situación de los judíos en Bizancio cambió
después de 960.
Pero ¿qué sucedió con la cultura de la mayoría? Ante todo conviene
aclarar la ambigüedad que se desprende de este término. Refirámonos, por
ejemplo, a la cultura material. Han llegado hasta nosotros muchos objetos
entre los que algunos, marfiles, tejidos de seda, joyas y cerámica de lujo,
remiten, si no al palacio, al menos a la élite. Pero también conservamos otros,
procedentes de niveles más modestos de consumo, cruces y amuletos, iconos
portátiles de piedra dura, cerámica ordinaria. Comprobamos, de todos modos,
la uniformidad del repertorio iconográfico religioso y, por tanto, del sistema
de representaciones y creencias. En cambio, la hagiografía de finales del
siglo IX y del siglo X está a menudo más cerrada socialmente que la de los
siglos V al VII, que pintaba un cuadro social muy diverso, incluso a través de
sus tópicos. Los santos contemporáneos de Basilio y de sus sucesores son
monjes, padres espirituales e interlocutores de los emperadores y los grandes
personajes, como ya se ha dicho. El vulgo solo ocupa en los relatos, en el
mejor de los casos, un segundo lugar indiferenciado. Está presente, sin
embargo, cuando los aldeanos de la región de Latros se dirigen a Pablo el
Joven (muerto en 955) para pedir la lluvia, o cuando las gentes de Tesalónica
se concentran al paso de Eutimio el Joven (muerto en 898) para tratar de
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tocarlo, los días que baja del monte Atos a la ciudad. El triunfo del monje,
implícito en la restauración de 843, envite de todos los conflictos, de
Constantino VI a León VI, es definitivo a mediados del siglo X. Será a lo
largo de los siglos la voz común de la cultura bizantina a todos los niveles de
la sociedad. Un monje que vive en un monasterio, sumiso al higúmeno, el
recluido, el solitario, es sospechoso. Pero existe. Y la práctica religiosa, la
representación del otro mundo, que serán los del helenismo moderno, afloran
claramente en el siglo X.
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Evidentemente, el emperador sigue siendo el jefe supremo de la guerra.
Hemos visto en el capítulo precedente dónde se libraba: Oriente y el Cáucaso;
Bulgaria, la costa norte del mar Negro, y Kiev; el Mediterráneo oriental y
central, y el Adriático de Tarento a Venecia. Se combina constantemente con
otras relaciones, a menudo sobre los mismos ejes, como el comercio a gran
escala, la misión y las embajadas. Y todas juntas, como ya hemos visto,
imprimen al mundo de este tiempo las divisiones que se pueden aún
reconocer en el nuestro: la cristiandad greco-eslava, la cristiandad latina, el
Islam. También vimos cómo Bizancio vuelve a encontrar, en la periferia que
se afana en constituirse en país eslavo desde el siglo XI, el doble poder
cristiano del papado y del Imperio Carolingio, y posteriormente del Imperio
Otomano, en tanto que el Islam le disputa en el Este las viejas formaciones
cristianas del Cáucaso y el camino mesopotámico.
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llevando consigo libros en lengua eslava, lo que supone un decisivo desarrollo
de la cristiandad local. Clemente evangeliza Macedonia, en torno a Prespa y
Ohrid, anexionada a Bulgaria en la primera mitad del siglo IX, y se convierte
en obispo de Ohrid en 893, mientras que Naum, antes de reunirse con él,
actúa en los alrededores de Plisca y del monasterio real, otorgado por Boris-
Miguel sobre el modelo bizantino, San Panteleimón de Preslav. En 889, Boris
abdica y se hace monje. Le sucede su hijo mayor Vladimir, que se pone de
parte de los boyardos y se enfrenta al clero y a la alianza franca. Boris-Miguel
entra en Plisca en 893. Ciega y encarcela a Vladimir, convoca una asamblea
que proclama zar a su segundo hijo, Simeón, educado en Constantinopla, y
decreta el traslado de la capital a Preslav.
Se rompe así todo lazo con el pasado búlgaro, en el sentido turco de la
palabra, para el mayor provecho tanto de la monarquía como de una unidad
nacional ya fuertemente eslavizada. La decisión de 893 implica también la
sustitución del eslavo por el griego como lengua oficial del Estado y la
Iglesia. La escritura glagolítica es sustituida por la escritura «cirílica»,
siempre en uso, mucho más flexible y próxima a la escritura griega. Bizancio
mantiene una política que asegura la más eficaz aculturación, a través de las
traducciones de su literatura religiosa e incluso profana, y de la difusión de su
iconografía. Simeón se convierte en el «hijo» del emperador, el más cercano,
pues, en la metáfora familiar, que organiza el mundo en torno a él a los ojos
de los bizantinos. El reinado de Simeón (893-927) supone para Bulgaria una
edad de oro política, cultural y militar, en la que se forma la coyuntura
bizantino-búlgara del siglo X. Bulgaria se convierte entonces en un segundo
Bizancio, hasta el punto de que Simeón reivindicará para sí mismo el título de
basileus; y arrostrará sobre su propia retaguardia las presiones de los pueblos
eslavos y turcos, cuyas peripecias se enfrentaron con las de la política
bizantina en el mismo terreno, las llanuras de Ucrania y del Danubio.
La crisis estalla en 894, cuando el monopolio del comercio búlgaro se
otorga a dos comerciantes de Grecia, Estaurico y Cosmas, «amigos» de
Estiliano Zaucés. Estos trasladan la sede de Constantinopla a Tesalónica,
medida perjudicial para los búlgaros, en cuanto apartaba del tráfico la ruta
Plisca-Constantinopla. Además, las mercancías búlgaras se veían afectadas
por elevados gravámenes. Simeón invade entonces Tracia. León VI hace
intervenir en contra de él en 895 a los magiares de la región situada entre el
Dniéster y el Prut, mientras que la flota bizantina bloquea las bocas del
Danubio. Simeón replica empujando a los magiares más allá del río y
lanzando contra ellos a los pechenegos instalados en el Dniéper. Los
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magiares, quebrantados, se dirigen hacia el oeste, y de su definitiva
instalación en la llanura danubiana surge Hungría, con el apoyo germánico, en
detrimento del Estado moravo, cuya destrucción consuman. Entran así en
escena otros dos pueblos turcos. Los magiares no son recién llegados, ya que
habían alcanzado el Danubio en 837. Los pechenegos siguen a su vez la
trayectoria clásica de los pueblos de la estepa, y los volvemos a encontrar
como la gran fuerza complementaria al norte del Danubio, durante todo el
siglo X y la primera mitad del XI, sin que nunca su organización nómada se
fije de forma estática.
En 896 se restablece la paz mediante un tributo anual pagado por
Bizancio. Pero tras la muerte de León VI en 912, su hermano Alejandro
suspende el pago, antes de morir, él también, en 913. Valiéndose de este
motivo, Simeón ataca y alcanza en septiembre del mismo año las murallas de
la capital. Pero el fondo del problema no era en realidad ese. La lección
política de Bizancio y la grandeza de su propio reino, y sin duda también la
minoría del porfirogeneta Constantino VII, habían inspirado otro propósito al
búlgaro educado en Constantinopla: convertirse en basileus, es decir, no solo
desmultiplicar el poder imperial por un basileus de los búlgaros, sino centrar
en Bulgaria el poder del basileus de los romanos. Una prodigiosa aplicación
del modelo que muestra hasta qué punto sigue siendo único al este de la
cristiandad del siglo X. El patriarca Nicolás, situado por la minoría de edad de
Constantino a la cabeza de los asuntos, le escribe cartas sobre este tema que
hemos conservado. El ataque de 913 le abre a Simeón las puertas de la
capital, donde se le promete que una de sus hijas se casará con Constantino, y
donde el patriarca coloca sobre su cabeza una corona que fue en realidad,
según se dice, acompañada de la fórmula «basileus de los búlgaros». Pero
Simeón no lo entendió así: tenemos constancia al menos de un sello, de
plomo y no de oro, cuyo texto griego le da el título de «basileus de los
romanos». Las hostilidades prosiguieron, y el matrimonio de Constantino VII
con la hija de Romano Lecapenos no hizo más que avivarlas, pues fue una de
sus causas. De septiembre de 914, y la apertura de las hostilidades por
Simeón, hasta 924, y su último ataque contra Constantinopla, tienen lugar
diez años de guerra, en cuyo curso las dos potencias, Bizancio y Bulgaria,
intentan por igual poner en juego a pueblos secundarios, los servios eslavos y
cristianos, y los pechenegos paganos y turcos. Simeón muere en 927 y su hijo
Pedro hace las paces, acepta el compromiso rechazado por su padre, con un
tributo anual bizantino, y recibe como esposa a una nieta de Romano I
Lecapenos, María: una sutil solución, que otorga a un asociado privilegiado
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una descendiente del emperador, pero no una porfirogeneta, afianzada según
la fórmula familiar que caracteriza el sistema internacional centrado en
Bizancio. Hemos visto que en el siglo VIII Constantino V se casaba con la hija
del kagan de los jazares, convertida con este fin en la cristiana Irene. Hemos
visto también que Boris de Bulgaria se convertía tras su bautismo en el hijo
espiritual de Miguel III. El Imperio, único por definición, considera, pues, al
creciente conjunto de soberanos como una familia. Y en esta familia el
matrimonio búlgaro de María abre con precaución la categoría de las alianzas
matrimoniales propiamente dichas, a las que Constantino VII consagra una
larga reflexión en su tratado sobre la Administración del Imperio. A
excepción de los «francos», las considera prohibidas para la descendencia
porfirogeneta. La alianza de Basilio II con Svjatoslav de Kiev a través de la
hermana del primero, Ana, resquebrajará este principio.
La paz de 927 permite a Bizancio recuperar su autoridad sobre los servios.
La sociedad búlgara prosigue por su parte una evolución cuyas principales
características son la eslavización, que absorberá en lo sucesivo a la vieja
aristocracia de los boyardos, y la cristianización, que progresa fuera de las
ciudades y representa un medio de unificación cultural y nacional. Una
sociedad cada vez más compleja y al mismo tiempo cada vez más aculturada,
como atestigua el desarrollo de la herejía bogomila bajo el reinado de Pedro
(927-969). La fecha de su aparición está señalada por el sacerdote búlgaro
Cosmas, en su célebre Tratado contra la secta, compuesto bajo el reinado del
emperador Juan I Zimisces, y aún mejor por una respuesta del patriarca
Teofilacto (933-956) a una consulta de Pedro sobre el problema. La
enseñanza de la herejía, atribuida por el sacerdote Cosmas a un pope llamado
Bogomil («que Dios compadezca» o «que ruega a Dios»), cuyo nombre es
demasiado elocuente para ser ficticio, recuerda de manera insistente los temas
dualistas de los paulicianos, su reprobación del mundo y sus poderes,
comprendido el de la Iglesia, de la carne y de la procreación. Temas seculares
en Oriente, como se ha visto, pero cuya procedencia es lícito buscar en una
cristiandad nueva de los Balcanes: recuérdese a este respecto las llegadas
forzadas de paulicianos a Tracia en el siglo IX, tras el desmantelamiento de su
territorio, y posteriormente, cuando engrosan las filas de los ejércitos
imperiales. Pero el Tratado de Cosmas muestra al mismo tiempo el terreno
local en que el movimiento adquiere un evidente e incuestionable aspecto de
descontento social contra la Iglesia integrada por obispos y monjes, y contra
los ricos en general. Sin embargo, se estaba lejos de limitar su alcance, puesto
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que volveremos a encontrar a los bogomilas en el desasosiego religioso del
siglo XI.
Por lo demás, Bizancio y Bulgaria no están ya solas cara a cara. Los rusos
aparecieron ya en el capítulo precedente. Tras su ataque de 860, una carta
enviada por Focio a los patriarcas orientales daba cuenta de su conversión.
Pero, sin duda, no fue más que formal, puesto que en 874 un acuerdo preveía
la cristianización del Estado, para lo que el patriarca Ignacio designaba un
arzobispo. El proyecto se ve comprometido por la llegada al poder de Oleg,
hijo de Rurik: la historia del encuadramiento escandinavo de Kiev es
comparable en este punto a la del encuadramiento protobúlgaro en Bulgaria.
La conversión real esperará la maduración política del Estado ruso, a finales
del siglo X. A principios de ese siglo, los navíos rusos amenazan a los jazares
y Constantinopla. Hemos mencionado más arriba los tratados firmados con
los rusos en 907 y 911, que regulaban las disposiciones desde entonces en
vigor para las embajadas y los intercambios en la capital. Los conocemos a
través de la Crónica de los tiempos pasados, la crónica kieviana cuya
tradición textual y crítica provocan más de una dificultad. En cambio, el
ataque de 941 está atestiguado también por las fuentes bizantinas. La Crónica
presenta además el texto de un tratado fechado en 944. Se encuentra allí la
tarifa de rescate de los prisioneros hechos por los rusos, el cupo de seda que
estos pueden comprar, así como datos sobre la protección de los pescadores
de Querson. La importancia de los rusos en el horizonte bizantino queda de
manifiesto en el capítulo que les dedica, a mediados del siglo, el tratado de
Constantino VII sobre la Administración del Imperio. Su evolución les
conduce al problema de la cristianización y, en 957, Olga, viuda de Igor,
recibe el bautismo en Constantinopla con el nombre de Helena, el mismo,
como se recordará, de la esposa de Constantino VII. Aquí también la historia
búlgara parece repetirse, y en 959, en efecto, intenta también la solución
latina y solicita un obispo y sacerdotes a Otón I.
La cristianización de los eslavos continúa siendo un envite de la rivalidad
de poder con Roma y con el Imperio Carolingio. Al oeste, los servios, antaño
convertidos bajo el reinado de Heraclio, y vueltos después al paganismo,
piden misioneros y reciben el bautismo en el curso de los años 867-874, lo
que refuerza la influencia bizantina en el nordeste del Adriático. Bizancio se
enfrenta a Venecia y al problema de la piratería eslava: los piratas narentani
son cristianizados bajo el reinado de Basilio I. Se enfrenta principalmente con
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Croacia, Roma y los francos. Pero las islas y las ciudades de Dalmacia siguen
estando en la common-wealth bizantina hasta el siglo XII. Por último, el
Adriático constituirá también un envite de la guerra con los árabes. El avance
bizantino se pone de relieve por la creación del thema de Dalmacia entre 868
y 878, mientras que un estratega del Estrimón figura en la lista de las
prelaciones de Filoteo en 900.
En el Cáucaso, el reconocimiento de una monarquía armenia se inscribe
en la lucha secular entre Bizancio y los árabes en la región fronteriza del
Tauro, en Armenia. La guerra pauliciana estaba allí a la orden del día en 867,
como se recordará. Después de algunas tentativas infructuosas Basilio lleva a
cabo, a partir de 871 y hasta 882, una reconquista triunfal que proporciona a
Bizancio los puntos claves de la frontera, el Tauro y el Antitauro, así como
los pasos del Éufrates. La posición territorial de los paulicianos es barrida,
como ya vimos. En 885, Bagdad envía una corona al armenio Achot
Bagratuni, como pago de un tributo, y Basilio hace lo mismo. La capital del
reino es la del linaje, Bagaran. Achot, que muere en 891, y su hijo Smbat
(892-914) combaten a los emires de Mesopotamia y de Acerbaidján y, tras
ellos, consecuentemente, el linaje rival, los Ardzrunis del Vaspuracán,
encuentra la oportunidad de obtener un apoyo. El reino bagratida
experimenta, sin embargo, un apogeo a partir del primer tercio del siglo X,
con Ani como capital, un desarrollo intelectual y monumental,
contemporáneo, por lo demás, del primordial papel desempeñado por los
generales armenios en Bizancio, a cuya cabeza se encontraba Juan Curcuas.
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kleisoura («desfiladero») una primera etapa antes de la constitución del
thema. Este es el caso de Licando, mencionado en 908 y después hacia 916, y
Sebasteia, mencionada antes de 908 y más tarde en 911. Igualmente son
mencionados un thema de Carsianon desde 873, y entre 899 y 901 (lo más
tarde en 911), un thema de Mesopotamia que no es más que un principado
armenio cedido a León VI y del que el príncipe armenio de Taron se convierte
en estratega entre 900 y 930. Todos estos hombres de la frontera van y
vienen, pues, de una fidelidad a otra, como siempre, sin alejarse después de
todo. Bizancio, por su parte, utiliza deliberadamente la cristiandad regional.
Los armenios repueblan, desde el principio del siglo, las inmediaciones del
emirato de Melitene, abandonadas por la derrota de los paulicianos. Ocupan el
thema de Mesopotamia. Después de 950, e incluso bajo el mandato de
Romano I, la migración armenia hacia el oeste reviste un carácter más
regional y más masivo que la de los guerreros en busca de fortuna que se
alineaban ante el emperador en los siglos VII y IX. Los themas fronterizos
posteriores a 950 se reducen a menudo a una plaza fortificada donde reside el
estratega. Son, pues, más pequeños y, por otra parte, calificados así frente a
los «grandes» themas del interior, o incluso, cosa que es significativa, de
«armeniacos» frente a los themas «romaicos». En efecto, sus fuerzas se
componen de armenios, sirios jacobitas y también de paulicianos,
familiarizados con el terreno, e incapaces, en cambio, de constituir una
amenaza para la capital. Finalmente, durante el mismo período, las guerras de
los grandes linajes armenios, de sus aliados georgianos y de los emires de
Melitene, a principios del siglo X, son objeto de una historia propia, en las
fronteras de Bizancio y del califato, conocida, o más bien accesible, a través
de las fuentes armenias, sirias y árabes (cristianas y musulmanas) mejor que
por las fuentes bizantinas, que no aportan aquí más que un complemento
informativo. Es la historia de sociedades nacionales, insuficientemente
exploradas aún, a pesar de investigaciones filológicas y arqueológicas
prometedoras y ya fecundas, pero de la que al menos hay que subrayar su
riqueza e importancia en el umbral oriental de la cristiandad.
No obstante, en los últimos años de Constantino VII, Saif al-Dawla vuelve
a tomar la delantera. Nicéforo Focas sustituye en 954 a su padre a la cabeza
del ejército y consigue la victoria en el campo bizantino. En 958, el sobrino
de Nicéforo, Juan Zimisces, entra en Samosata. Ambos están desde entonces
en el camino que les conducirá al trono.
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En el Mediterráneo la situación es diferente a causa tanto de los aliados
como de las posturas enfrentadas. En el mar, de Rodas y Creta a Sicilia y al
Gargano, la carrera árabe plantea a los ribereños y a los transportes marítimos
un problema de seguridad. En Sicilia e Italia meridional, cualquier maniobra
bizantina reviste necesariamente los contornos de la reconquista, del gran
proyecto justinianeo, que renace periódicamente en la historia del Imperio
para gloria de Basilio y su dinastía en los siglos IX y X, y para la de los
Comnenos en el XII. Y, sin embargo, también allí el cuadro está dominado en
867 por los progresos árabes y modificado, respecto al modelo justinianeo,
por el hecho carolingio y por la existencia de los principados lombardos en el
sur. Es evidente que las dos situaciones están relacionadas entre sí, cosa que
salta a la vista leyendo, por ejemplo, las Vidas de dos monjes de la época, uno
siciliano, Elias el Joven, nacido en Enna hacia 823 y muerto en Tesalónica en
903, y un calabrés, Elias de la Gruta (Speleotés), nacido en Reggio entre 860
y 870, y muerto hacia 960 en su convento. Ambos son fundadores de
monasterios al pie del Aspromonte, en la punta extrema de Calabria. Ambos
mantienen vínculos con Roma, puestos de manifiesto por el lugar que ocupa
su estancia romana en su biografía. Y ambos navegan mucho y son
empujados en particular hacia el Peloponeso por las circunstancias. Elias el
Joven está, sin embargo, en contacto con el gobernador de Calabria y con
León VI.
Dicho esto, la historia de las incursiones árabes en las costas griegas e
italianas y la de las campañas marítimas en la Italia meridional tienen un
alcance diferente. El dominio marítimo de los árabes se traduce en golpes de
diversa magnitud. En 896, los habitantes de Egina huyen al continente a raíz
de un asalto, que conocemos por la Vida de Lucas el Joven, cuya continuación
tiene Grecia por escenario. En 904, una expedición conducida por un
renegado bizantino, León de Trípoli, se aventura hasta los Dardanelos para
atacar Constantinopla y luego se desvía hacia Tesalónica. El relato de la toma
de la ciudad, hecho por el clérigo Juan Cameniatés, muestra que el
apresamiento de cautivos para vender era un motivo para tales expediciones.
Juan Cameniatés presenta a los asaltantes según el estereotipo bizantino del
salvaje, a través del que se distingue, a pesar de todo, la considerable
violencia del acontecimiento, cuya resonancia estuvo en proporción a la
ciudad que afectaba. En 925, Oria sufrió un desembarco referido en una carta
(en hebreo) del médico y filósofo judío Shabbetai Donnolo, que pertenecía a
la comunidad local ya mencionada aquí a propósito del decreto de conversión
de Basilio I. Sin embargo, junto a los muertos y desaparecidos que producían
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estas incursiones, la proximidad árabe ofrecía también aspectos cotidianos.
Un manuscrito fechado en 916 contiene la historia de Atanasia de Egina, que
había perdido a su marido once días después de las bodas, durante una
incursión árabe, y que obedece luego un decreto imperial que ordenaba a
todas las viudas y solteras de la isla a tomar un esposo «bárbaro». Sin duda, el
caso es ejemplar ya que este último se dejó persuadir posteriormente para
hacerse monje… La circulación de monedas árabes, sobre todo las de los
emires en Atenas, ha sido ya señalada, y el descubrimiento de un lugar de
culto musulmán en la misma ciudad, mejor aún, el uso ornamental de
caracteres cúficos en la decoración de las iglesias de las inmediaciones,
manifiesta, alrededor del siglo X, una presencia árabe pacífica. En una
palabra, un Bizancio marítimo se extiende de Sicilia a la Apulia y de Calabria
a Tesalónica y el Egeo, donde la gama de contactos con el Islam es
comparable en cierta medida a la que mencionamos a propósito del Bizancio
continental en el este. Por ello, ese Bizancio de las islas y las costas está en
relación incluso con el Asia Menor, a decir verdad, por el envite chipriota, y
por las ofensivas marítimas de los emires de Tarso.
La política imperial apunta, pues, a dos objetivos, la reconquista de las
rutas marítimas y la de Italia. El primero apenas será cumplido antes de la
segunda mitad del siglo X. Sin duda alguna, Basilio cosecha de entrada éxitos
en el Adriático. Libera Ragusa en 868 y toma Bari en 876 al emperador
Luis II, que la había ganado a los árabes en 871. Esta victoria es el germen del
futuro thema de Longobardía, uno de cuyos estrategas es mencionado por
primera vez en 911, que se extiende, como su nombre indica, en detrimento
de los príncipes lombardos de la región, o mejor dicho, por encima de ellos,
como un eminente poder. En 885-886, una campaña victoriosa de Nicéforo
Focas entrega a los bizantinos Amantea, Tropea y Santa Severina, mientras
que en 901 los árabes toman Reggio. Hasta la mitad del siglo, la
denominación administrativa sigue siendo la del thema de Sicilia, aunque más
tarde la terminología se hace eco de los hechos: el tratado sobre la
Administración del Imperio (entre 948 y 952) menciona a un estratega de
Calabria. De este modo, Bizancio es de nuevo un asociado político y un
adversario militar en la Italia del sur a partir del reinado de Basilio I. Y esta
historia oficial se superpone a la de un helenismo provincial, cuya obediencia
política se debe a Constantinopla y la religiosa a Roma. La conocemos por la
literatura monástica a la que ya hemos aludido, una de cuyas partes se perdió
en accidentes posteriores, y cuyos vestigios dan ya cuenta holgada de la rica
complejidad de una cultura de confines, que solo declinará lentamente tras la
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conquista normanda del siglo XI. Subsisten también restos arqueológicos cuyo
inventario no se ha acabado de hacer, así como documentos de archivos muy
excepcionales, cuyo número tal vez se acrecentará. Por último, el muy
discutido problema de los dialectos griegos de Calabria, aún hoy en día vivos,
forma parte, en todo caso, de la historia.
La extensión de Bizancio en la Italia meridional no resuelve el problema
general de las comunicaciones marítimas. A lo largo del siglo X los árabes
acaban, por el contrario, de cercar Sicilia, desde donde amenazan Calabria y
donde, sin embargo, sobrevive el helenismo. Las claves del mar están de
hecho en Creta y Chipre, y Bizancio fracasa allí, en 904 en Tesalónica, como
vimos. La flota bizantina está al mando del logothetos tou dromou Himerio,
que desembarca en Chipre en 910, tras una victoria en el Egeo en 905 o 906.
Pero en 911, a la vuelta de una inútil expedición a Creta, su flota es destruida
a la altura de Quío. Sin embargo, la segunda mitad del siglo IX es testigo de
una importante reorganización de la marina bizantina. El drongario de la flota
imperial se convierte en comandante supremo, apoyado por la oficina del mar.
En 899 aparece la primera mención de un nuevo thema marítimo, el de
Samos. Bizancio se apresta igualmente a un gran esfuerzo de construcción
marítima, y fortifica algunos importantes puntos costeros como Tesalónica,
tras el desastre de 904, y Atalia.
Alrededor de 950, Bizancio es, pues, al este de la cristiandad, un modelo
imperial, una moneda, una cultura dominante, y su periferia, pero también una
sociedad de guerreros y clérigos, de ciudadanos y campesinos, que hay que
comparar con el Occidente contemporáneo. Pero, sin duda, no es una
sociedad sin agitaciones. Es preciso ir descifrándolas a través del descontento
fiscal de una provincia, la disidencia de una herejía, la disconformidad de una
cultura regional o las empresas de un jefe militar. Todo esto compone la
dinámica de una historia que prosigue su curso, tras la muerte de
Constantino VII, hacia lo que hay que llamar con justicia, a pesar de una
contradicción en los términos que no es solo una en realidad, un Estado
«feudal».
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Tercera parte
LOS PRIMEROS
ESTREMECIMIENTOS DE
EUROPA
(siglo VII - mediados del siglo
X)
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Capítulo 9
¿MONARQUÍAS BÁRBARAS, IMPERIO
CRISTIANO O PRINCIPADOS INDEPENDIENTES?
Los reinos germánicos y celtas del siglo VI experimentaron un equilibrio
frágil aunque real a mediados del siglo VII, con grandes variaciones
regionales. A ese equilibrio siguió, a partir del 650 aproximadamente y hasta
mediados del siglo VIII, y de nuevo del 850 al 950 (después del intermedio
carolingio), una serie de crisis multiformes. Parecía iniciado un nuevo ciclo
de destrucciones.
En realidad, las consecuencias de las regresiones de la romanidad y de los
progresos de las novedades germánicas produjeron el que se cuestionaran los
éxitos anteriores. Las dos fuerzas que habían colaborado en la vuelta al orden,
los reyes y los clérigos, no pudieron impedir la desaparición irremediable de
las costumbres y las instituciones romanas ni contener el empuje de una
nueva clase social, la nobleza. La causa de ello se encuentra en una nueva
evolución de la población que pasó de un estado de profunda debilidad a una
renovación imputable al restablecimiento del orden. Esas fuerzas nuevas
pudieron enfrentarse al Estado y a la Iglesia gracias a los lazos de hombre a
hombre, pudieron transformar radicalmente los métodos agrícolas y crear
nuevos métodos de intercambio y de expansión marítima. Al mismo tiempo,
una nueva cultura permitió reinsertar la herencia de la Antigüedad en aquel
mundo trastornado. Ya no se trataba de una redistribución de las cartas, sino
de otro juego y de otra civilización. El lento y frágil enderezamiento de la
población liberada del peso fiscal llevó a recuperar las tierras perdidas y
dirigió un primer ataque a las tierras yermas. La privatización del Estado
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provocó la aparición de nuevos poderosos; los grandes propietarios nobles
sometieron a la Iglesia a sus secularizaciones e hicieron aparecer principados
regionales. De aquella situación confusa surgieron innovaciones
fundamentales: los lazos de hombre a hombre, el espacio marítimo nórdico, el
dominio bipartito, la houlke (navío frisón), la moneda de plata y la Biblia
como fundamento de toda la cultura. La mezcla de los mundos germánico y
romano tuvo lugar mediante un lento desplazamiento desde el Mediterráneo
hasta el mar del Norte de la herencia antigua, hasta tal punto que el
prerrenacimiento intelectual y artístico fue mayor en el territorio más
germanizado: Gran Bretaña. De ese modo, durante el episodio carolingio, se
hizo sentir «el estremecimiento de superficie» de que habla G. Duby como
precursor de un despertar ulterior.
Casi todas las innovaciones agrícolas y técnicas se dieron en tres regiones:
la cuenca del Támesis, el norte de la Galia y Germania y la llanura del Po.
Ahora bien, esas fueron las regiones donde las rupturas fueron mayores;
después de haber sido tierras de futuro durante el Imperio tardío, estas
llanuras de vocación cerealística habían visto interrumpido su primer
desarrollo por las invasiones germánicas o por la peste. Convertidas en zonas
de contacto entre los recién llegados y sus antiguos ocupantes, funcionaron
como bisagra entre el mundo antiguo y el nuevo, entre la vieja Europa y la
joven Europa. Los bárbaros mostraron allí sus notables dotes de adaptación y
dieron a aquellos territorios, desde principios del siglo VIII, el esplendor que
en condiciones normales tenían que haber conocido en el siglo V. De los
lugares donde los trastornos fueron más profundos surgieron las soluciones
más nuevas: a lo largo de una zona de fractura que era al mismo tiempo una
línea de fuerza, de Italia a Gran Bretaña, pasando por Austrasia y Frisia. La
clave de aquellas grandes mutaciones e innovaciones estaba en la alianza
compleja entre la violencia guerrera germánica y la fe pacífica romana.
En efecto, el trinomio romanidad-cristiandad-germanidad provocó, tras
fuertes agitaciones, una emulsión desconocida hasta entonces. Se transformó
de amalgama heteróclita en cóctel original. La dosificación fue
particularmente acertada entre los francos de Austrasia o entre los sajones que
aceptaron las lecciones de sus maestros meridionales, sin por ello perder su
originalidad. Convertidos en dueños del nuevo espacio económico, amigos y
protectores de una Iglesia por cuya reedificación procuran, fueron los
adversarios resueltos de todo poder regional y de cualquier potencia religiosa
herética o extranjera como el Islam y Bizancio. Cuando se legitimó a Pipino
con la unción real que le faltaba, y cuando los magnates religiosos hicieron
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comprender a los primeros carolingios que el Imperio Romano se había
venido abajo definitivamente con la caída de Jerusalén en el 638 y que era
preciso reconstruirlo, entonces el cóctel se volvió explosivo. El bárbaro
germánico, traumatizado por haber saqueado la Roma pagana en el 410,
intentó reparar su falta convirtiéndose en el salvador de la Roma cristiana.
Ello le permitió, gracias al papado, abrirse camino hacia la hegemonía
europea.
La segunda mitad del siglo VII y la primera mitad del siglo VIII vieron
cómo se resquebrajaba el equilibrio de los reinos bárbaros a consecuencia de
crisis internas. Estas llevaron a una verdadera inversión de las posiciones que
reforzó a los reinos anglosajones, lombardo y, sobre todo, franco. Las causas
políticas de aquellas crisis provenían del rechazo de las instituciones
monárquicas germánicas heredadas de Roma y del ascenso de las
aristocracias. Tras la fragmentación del Imperio apareció la fragmentación de
los reinos.
Pulverizaciones y desapariciones
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acabó cayendo ante la nobleza austrasiana dirigida por la familia de los
Arnulfianos, que consiguió detentar de forma hereditaria la mayordomía de
palacio. En Tertry, en el 687, Pipino II, llamado «de Heristal», instauró
definitivamente la supremacía de Austrasia sobre Neustria, culminando la
obra que habían iniciado Pipino I y Grimoaldo, su abuelo y su padre. Se
preparaba el nacimiento de una nueva dinastía. El origen de su poder ya no
estaba entre el Sena y el Escalda, sino en el Mosa. Dueño de un importante
capital territorial y financiero, Pipino, mayordomo de palacio de Austrasia
desde el 679 y mayordomo de Neustria desde el 687, se tituló entonces
príncipe de los francos e intentó recuperar las tierras del reino que se habían
independizado. Pero, prácticamente, solamente pudo rechazar a sus
adversarios más peligrosos, los frisones, al volver a ocupar Utrecht. En otras
partes, en el sur del Loira y en Borgoña particularmente, su autoridad era
nula. Incluso su muerte en el 714 provocó una revuelta en Neustria, dominada
rápidamente por su enérgico hijo bastardo Carlos, en la sangrienta batalla de
Vinchy en el 717. Este tomó el sobrenombre de Martel, que expresa bien
cómo «martilleó» a los rebeldes y luego suprimió la independencia de los
frisones, los alamanes, los borgoñones y los provenzales.
Al igual que los reyes merovingios, los monarcas visigodos no pudieron
hacer frente al ascenso de la aristocracia. Esta rechazó la idea de herencia
dinástica e intentó incesantemente hacer elegir a su candidato. La Iglesia
intentó en vano convertir al rey en intocable mediante la unción real, que ya
estaba generalizada en el 672 cuando Wamba fue elegido. Pero no por ello
cesaron las rebeliones. Cuando los árabes empezaban a ser una amenaza para
la península ibérica, esta se encontraba dividida entre el rey Rodrigo y los
hijos de uno de sus predecesores, Witiza. Hemos visto cómo el ataque del
Islam la derrumbó como a un castillo de naipes. En el 718, el invasor ocupó
Narbona y la Septimania. Desde ahí, los bereberes lanzaron sus primeros
ataques contra la Galia, pero en el 721 fracasaron ante Eudes, príncipe de
Aquitania, a las puertas de Toulouse. Al volverse hacia el valle del Ródano,
saquearon Autun en el 725. En el 732, después de asolar Aquitania, se
enfrentaron a Carlos Martel al norte de Poitiers y sufrieron su segunda
derrota. Pero hubo que esperar a una grave crisis interior en al-Andalus para
que Pipino el Breve pudiese reocupar Narbona en los años 752-759, mientras
que el emir de Córdoba ‘Abd al-Ráhmán fundaba con dificultad, en el 756, un
nuevo régimen político.
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La Galia en la primera mitad del siglo VIII.
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Wessex tendió a convertirse en el centro de gravedad político de la isla bajo la
dirección del rey Ina (689-726), que dominaba desde el paso de Calais al
canal de Bristol. Pero mientras continuaban las rivalidades entre reinos, Gran
Bretaña dirigía cada vez más su mirada hacia el mar del Norte y el canal de la
Mancha, es decir, hacia los francos. Del mismo modo, en Italia crecía la
atracción hacia los francos, sobre todo a medida que se acentuaba la
fragmentación. Los territorios italo-bizantinos se fueron separando del
Imperio; el exarcado de Ravena tendía a convertirse en una Romana
independiente; el ducado de Roma pasó a la autoridad del papa; el ducado de
Nápoles, Calabria y Sicilia eran los únicos que seguían siendo fieles. Además,
la adopción de la herejía iconoclasta por parte de Constantinopla opuso
todavía más al papado con los bizantinos. Por eso, cuando Liutprando, rey de
los lombardos (712-744), reanudó la política de expansión y de unificación, el
papado se encontró totalmente aislado. Ya en el 739 pidió ayuda en vano a
Carlos Martel. Y cuando Astolfo, rey de los lombardos, avanzó hasta
amenazar a Roma, la situación se agravó sensiblemente.
Desde el 741, el hijo de Carlos Martel, Pipino III «el Breve», asumía sin
ningún título la dirección del reino de los francos. Ante el hecho de que las
autonomías regionales seguían siendo fuertes, planteó la siguiente cuestión al
papa Zacarías: «¿Quién debe ser el rey en Francia, el que posee el poder o el
que no lo tiene en absoluto?». Respondió el papa que debía ser el primero
para que no se alterase el orden, y Pipino se hizo aclamar rey y consagrar por
los magnates en Soissons. En el 754, el papa Esteban II, que había ido a la
Galia a pedir su ayuda contra los lombardos, lo consagró por segunda vez en
San Dionisio, al igual que a sus dos hijos y a su esposa. Surgía una nueva
dinastía, mientras que Childerico III, el último merovingio, era tonsurado y
encerrado en un monasterio. A la raza sacralizada por la sangre sucedía la
raza consagrada mediante la unción. El carisma pagano se borraba ante el de
la gracia divina. Con la nueva dinastía nacía una nueva legitimidad; esa
dinastía no tardaría en llamarse «carolingia».
Pero poco después surgió una segunda novedad igualmente importante,
consecuencia de la anterior. Para agradecer al papa su ayuda, Pipino el Breve,
influido quizás por la célebre «falsa donación» de Constantino que le habrían
podido mostrar entonces (pretendía que el emperador, antes de partir hacia
Oriente, había dado toda Italia al papa Silvestre), dirigió dos expediciones, en
el 754 y en el 756, contra los lombardos. Pipino obligó a los lombardos a
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«restituir» al papa veintidós ciudades de Italia central que habían sido
bizantinas. Eran los inicios del «patrimonio de san Pedro» destinado, según
las intenciones del papa, a consolidar y asegurar su poder universal sobre la
cristiandad. Estamos ante la aparición de un nuevo equilibrio.
Así terminó, a mediados del siglo VIII, la crisis de los reinos bárbaros. De
los ocho grupos políticos fundados en los siglos V y VI, solamente tres se
mantenían en pie: los anglosajones, los lombardos, y los francos. Pero solo los
francos seguían siendo poderosos y dinámicos, ya que realmente habían
empezado a suprimir las autonomías regionales y pretendían reconstruir una
unidad política que ya no era solamente nórdica y franca, sino europea e
internacional. Los francos habían establecido numerosos lazos económicos y
culturales con los anglosajones, los lombardos e incluso los asturianos del
norte de la península ibérica. Así pues, eran el centro de gravedad de una
Europa que se estructuraba de nuevo. Habían salido vencedores de las crisis y
de las mutaciones del siglo VII, eran los dueños de un nuevo espacio
económico nórdico desconocido en el siglo V, amigos y protectores de la
Iglesia, adversarios resueltos de cualquier principado independiente y de
cualquier potencia religiosa herética (como Bizancio), o considerada como
pagana (el Islam); por todas estas razones, el papado los empujaba hacia la
hegemonía. Los bárbaros germánicos que habían saqueado Roma en el 410,
ahora, tres siglos más tarde, querían restaurarla y asegurar la supremacía de la
Roma cristiana. Pero, después de haber creado el patrimonio de san Pedro,
origen del futuro Estado pontificio que duró hasta 1870, Pipino el Breve
abandonó al papa enfrentado siempre a los ataques continuos de los
lombardos y prefirió ocuparse de restablecer el orden interior en su reino,
donde todavía había restos de principados regionales. A pesar de una primera
sumisión de Frisia en los años 732-734, y de expediciones continuas contra el
este, solamente estaban en sus manos verdaderamente Borgoña y Provenza.
Por eso, después de sus dos expediciones italianas, preparó
cuidadosamente sus campañas contra Wifredo, príncipe de Aquitania.
Empezó por aislarlo tomando la Septimania musulmana y garantizando a los
hispanogodos, que tomaron Narbona después de un largo sitio (752-759), el
mantenimiento de su ley y de una verdadera autonomía. Luego, del 760 al
768, cada año casi sin interrupción, el rey de los francos lanzó una expedición
contra Aquitania. Ciudad tras ciudad, condado tras condado, se apoderó de
todo el principado hasta el Garona. Después de haber destruido 35
monasterios y cortado la expansión de la última zona de civilización
meridional durante dos generaciones, murió de vuelta de la última incursión y
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fue enterrado en San Dionisio. En adelante, el triunfo de los germánicos sobre
el viejo sur romano había de ser completo. En cambio, sus asaltos repetidos
contra los alemanes, los sajones y los bávaros habían fracasado.
CARLOMAGNO
Pipino el Breve había dividido su reino entre sus dos hijos, Carlomán y
Carlos, como los merovingios. Pero ese repartimiento duró poco, ya que el
primero murió en el 771 y su hermano se encontró a la cabeza de todo el
territorio. Al principio, siguió la política de su padre: «dilatación del reino» o
más exactamente recuperación de las antiguas tierras merovingias. Pero las
circunstancias y el temperamento de Carlos habían de llevarle por otros
derroteros.
La «dilatado regni»
Ese gigante de siete pies (1,92 III), con voz de falsete y gran bigote, fue
rey a los 21 años. En primer lugar, era un soldado aguerrido en las campañas
de Aquitania y un cazador tan empedernido que un año antes de morir, en el
813, cuando tenía sesenta y seis, todavía iba tras el jabalí en las Ardenas. Fue
un estratega sagaz, pero empírico al mismo tiempo, que seguía sus empresas
con clarividencia, las interrumpía en caso de derrota y las acababa con
prudencia. Para consolidar definitivamente la posesión de Elisia, empezó por
intentar anexionar Sajonia, desde el Rin hasta el Elba. En el 722, destruyó el
gran santuario pagano de los sajones, el Irminsul, y empezó una lenta
conquista atrayéndose una parte de la nobleza. Pero llamado por el papa
Adriano, a quien amenazaba Desiderio, rey de los lombardos, Carlos franqueó
los Alpes y sitió durante largo tiempo la capital lombarda, Pavía, que se rindió
en el 774. Entonces, el rey de los francos se hizo coronar rey de los
lombardos, confirmó el patrimonio de san Pedro y recibió el título de
«patricio» de los romanos, lo cual le tenía que arrastrar a otras intervenciones.
Cuando había vuelto de nuevo a la conquista de Sajonia, tuvo que
abandonarla al recibir la llamada de rebeldes musulmanes y cristianos en al-
Andalus. En el año 778, cruzó los Pirineos por los dos extremos, pero fracasó
al no ver claro en el embrollo hispanomusulmán que había alrededor de
Zaragoza. De vuelta, al pasar por el desfiladero de Roncesvalles, el 15 de
agosto, su retaguardia, dirigida por Rolando, marqués de Bretaña, fue
exterminada por vascos y musulmanes unidos. Ante esa noticia, toda Sajonia
se rebeló.
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Carlos intentó superar esa primera gran crisis de los años 778-779
tomando una serie de medidas oportunistas destinadas a calmar las
oposiciones internas y a someter a los irreductibles en el exterior. En el 781
dio como reyes a los aquitanos y a los lombardos a sus dos hijos, Luis y
Pipino. Luego redactó un terrible «capitular» contra los sajones e inició siete
años de expediciones continuas. Después de una grave derrota en el monte
Suntal, hizo decapitar a 4500 jefes nobles sajones para extirpar el prestigio
religioso de aquellos sacerdotes guerreros. Por otro lado, recibió juramento de
fidelidad de los habitantes de la ciudad de Gerona en el 785; de ese modo,
consiguió llegar al flanco sur de los Pirineos. En el 787, sometió teóricamente
al duque lombardo de Benevento, que debía pagarle tributo, pero de resultas,
empezó a inquietar al Imperio Bizantino, cuyos territorios se encontraban
próximos. En el 788 obtuvo la condena y la destitución de Tasilón III, duque
de Baviera, a causa de las repetidas negativas de este a someterse. Desde
entonces, colocó a la cabeza de aquella región a su cuñado, Geroldo, para
acabar con la independencia de los bávaros.
Hemos de creer que esas medidas no bastaron porque, a partir de los años
791-795, estalló una nueva crisis: hubo una incursión musulmana en la
Septimania, una rebelión del duque de Benevento, malas cosechas y hambre
y, finalmente, un intento de asesinato contra su persona por parte de su hijo
Pipino. La recuperación se garantizó de nuevo gracias a una mezcla de
flexibilidad y de fuerza. Para suprimir la posibilidad de conspiraciones, hizo
prestar un juramento de fidelidad a todos sus súbditos. Con el fin de consumar
la conquista de Sajonia, cesó el régimen de excepción inaugurado por el
capitular precedente (¿782-785?) y lo sustituyó por una práctica de igualdad
entre francos y sajones. A continuación emprendió numerosos ataques contra
los nómadas avaros, que eran una amenaza para las tierras italianas y bávaras,
en el 791 y el 795. En el 796 se apoderó finalmente de su ring, fortaleza
circular sita entre el Danubio y el Tisza. El botín que allí obtuvo le permitió
recompensar ampliamente a sus fieles servidores. Así pues, la victoria de
nuevo era la principal fuente de su autoridad y del respeto que se le
confesaba. Carlomagno es incomprensible sin sus fracasos, que le atrajeron la
simpatía, y sin sus triunfos, que le aportaron prestigio y grandeza.
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anglosajón, en el 781; el lombardo Pablo Diácono, en el 782; el hispano-
visigodo Teodulfo, etc.), dio impulso al fortalecimiento de su poder. Ya se
había restaurado la realeza, con las unciones de los años 751 y 754, y también
el papado, dueño de Roma, con las donaciones y confirmaciones de Pipino y
de Carlos. Así pues, el paralelo bíblico con David y Samuel aparecía a
menudo bajo la pluma de los letrados carolingios, sobre todo la de Alcuino,
que llamaba a Carlos rey-sacerdote. El papa Adriano I no dudó en otorgar al
soberano el epíteto romano imperial de Magnus (grande) que le quedó.
Luego, en un mosaico de San Juan de Letrán, se le comparó al emperador
romano y cristiano por excelencia: Constantino. En él se le representa
recibiendo de manos de san Pedro, como Constantino, el estandarte, símbolo
del poder. Aparecieron, pues, dos movimientos ideológicos; uno alrededor de
Carlos y el otro alrededor del papado. Pero ambos intentaban, más o menos
oscuramente o conscientemente (no lo sabemos), llevar al rey de los francos y
de los lombardos hacia un poder que Alcuino calificó, en el 798, de «imperio
cristiano». Pero, mientras que para el papado la restauración del Imperio
significaba volver a tener autoridad sobre el patriarca de Constantinopla y la
Iglesia de Oriente, parece que en los círculos allegados a Carlomagno había
intenciones más laicas al respecto. El mismo Teodulfo suprimió la idea
jurisdiccional de la supremacía del papa sobre toda la Iglesia, cuyo pontífice
habría sido investido por san Pedro. Carlomagno, mediante la pluma de
Alcuino, precisó que, si era misión del papa ayudar a Carlos con la oración
para que fuese victorioso, solo a él, el rey de los francos, correspondía
«defender donde fuese, en el exterior, a la Iglesia de Cristo contra los ataques
de los paganos y las devastaciones de los infieles, y velar desde dentro para
que se reconociese la fe católica». Los intelectuales que rodeaban al rey
franco consideraban al papa como un servidor espiritual del príncipe. Los
clérigos pontificios estimaban que ambos poderes, papado e Imperio,
provenían de san Pedro, y por consiguiente que lo espiritual era superior a lo
material.
Mientras que esas corrientes políticas se debatían en la ambigüedad, el
«proyecto imperial» se materializó bruscamente. En Bizancio, la emperatriz
Irene había hecho sacar los ojos a su hijo, Constantino VI, y había tomado el
poder en su lugar. ¿Significaba ello para los francos que ya no había
emperador? El 25 de abril de 799, el papa León III, a quien había encarcelado
una facción de nobles romanos, escapó y consiguió refugiarse en la corte de
Carlos, en Paderborn. Fue entonces cuando se entablaron las negociaciones
definitivas. De los tres poderes (Imperio, papado y realeza), solamente la
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realeza, concretada por el rey de los francos, se mantenía todavía intacta. Así
pues, le correspondía a aquel príncipe restaurar al segundo y apoderarse del
primero, a la sazón vacante. De ese modo, el 25 de diciembre del año 800, en
Roma, en la basílica de San Pedro, el papa colocó la corona imperial sobre la
cabeza de Carlos y la muchedumbre de los francos en armas aclamó al nuevo
emperador. Decían: «Carlos, coronado por Dios, gran y pacífico emperador
de los romanos, vida y victoria». Finalmente, el papa se arrodilló ante el
nuevo emperador. Según Eginardo, su biógrafo, el rey de los francos salió
furioso de aquella ceremonia.
En efecto, el papa había invertido el ceremonial habitual. En Bizancio,
donde se había conservado el protocolo romano, las aclamaciones de la
multitud y el ejército precedían a la coronación por parte del patriarca. Ello
significaba que el poder imperial provenía del pueblo y el ejército. León III, al
coronar en primer lugar a Carlos, antes de que estallasen las aclamaciones,
afirmaba que todo poder proviene de Dios mediante su intermediario. Así, la
concepción laica del Imperio que tenía Carlomagno se batía en retirada, y de
ello venía su furor, puesto que de aquel modo la independencia del emperador
se veía fuertemente hipotecada. Esta querella es capital para la comprensión
de todo el ideal político de la Edad Media. Allí empezaron las difíciles
relaciones entre el Imperio y el papado; Napoleón prefirió acabarlas
brutalmente en 1804, cuando se colocó él mismo la corona imperial sobre la
cabeza.
Durante los últimos catorce años de su reinado, Carlomagno intentó
clarificar la noción de Imperio y hacer triunfar su concepción personal.
Consideraba que el Imperio debía ser franco; por ello nunca abandonó sus
títulos de rey de los francos y rey de los lombardos. En el 806, previo que, a
su muerte, su reino se dividiría entre sus tres hijos (Luis, Pipino y Carlos),
como con los merovingios. La muerte de sus dos últimos hijos le obligó a
desechar tal proyecto, pero ello demuestra que pensaba como franco. Además,
englobó en el Imperio al pueblo cristiano y, en consecuencia, a la Iglesia. La
manera con que hizo condenar el adopcionismo (una herejía hispana) y la
iconoclasia bizantina durante el concilio de Frankfurt en el 796, sin tener en
cuenta la opinión del papa, muestra que a su modo de ver este no era más que
el primero de los obispos. Así pues, asumió perfectamente la tradición de
Constantino. Asimismo, transformando y corrigiendo las leyes germánicas,
adoptaba la idea romana del emperador como fuente de la ley. Pero las
relaciones con Constantinopla fueron más difíciles, porque desde allí se había
considerado la coronación del 800 como una usurpación por parte de un
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bárbaro de un título cuya única depositaría era Constantinopla. Una primera
serie de negociaciones fracasó en el 802. Luego, al apoderarse Pipino en Italia
de los territorios bizantinos de Venecia e Istria en el 810, una nueva embajada
obtuvo en el 812, a cambio de la restitución de aquellas conquistas, el
reconocimiento de Carlomagno como «emperador y augusto», con la
condición de que no pudiese presentarse como «emperador de los romanos».
En adelante, hubo, pues, dos emperadores. En cuanto fue evidente que el
único hijo de Carlos le sucedería, el problema de la investidura imperial se
clarificó. En la capilla de Aquisgrán, Carlomagno hizo que los grandes
aclamaran el título imperial en favor de su hijo y le colocó la corona sobre la
cabeza. Finalmente había hecho triunfar su concepción de que Roma y los
romanos, la Iglesia y el papa ya no tenían nada que ver. Los nuevos romanos
eran los francos y de ahora en adelante Roma estaba en Aquisgrán.
Sombras y límites
Los últimos años del reinado de Carlomagno estuvieron ocupados por las
necesidades del gobierno. Por ello, del 800 al 814, disminuyeron las
conquistas. En efecto, a partir del 794, Carlos pasó todo los inviernos en
Aquisgrán, donde estaba ocupado con las construcciones del palacio y de la
capilla. Entre tanto, sus ejércitos hacían grandes progresos en Hispania, donde
el rey Luis asistió a la toma de Barcelona en el 801 y a la de Tarragona en el
808. Sin embargo, no pudo conservar Pamplona, tomada en el 811, y el país
de los vascos (incluidos los territorios que estos ocupaban en Navarra y
Gascuña) solo fue sometido en teoría. La única zona que se dominaba
efectivamente era la marca de Hispania, más tarde llamada Cataluña. En
Italia, los bizantinos conservaban Venecia, Istria, Apulia, Calabria, Sicilia y
Cerdeña; el duque lombardo de Benevento era prácticamente independiente.
En cambio, en Sajonia, Carlos hizo constantes esfuerzos por consolidar la
frontera con los eslavos. En el 804, conquisto Nordalbingia (Holstein) y
colonizó, con francos, ambas márgenes de la desembocadura del Elba donde
fundó Hamburgo. Lanzó expediciones contra los sorabos en el 806, contra los
bohemios en los años 805-806, los wilzes (809-812), y los linones (808-811).
Al mismo tiempo se enfrentó con los daneses; su rey, Gotfrid, se convirtió en
una amenaza entre el 810 y el 813. Cerró el istmo mediante un muro de tierra
con una empalizada: el Danevirke. Todo ello cuando ya las incursiones de sus
compatriotas los vikingos alcanzaban las costas del Imperio.
Así pues, cuando el emperador murió el 28 de enero del 814, y fue
enterrado en la capilla de Aquisgrán, había agrupado a casi todo el mundo
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germánico y el latino durante cuarenta y siete años de reinado. Pero aquella
unificación, debida bien al azar de las circunstancias favorables, bien a su
obstinada perseverancia (tardó 33 años en conquistar Sajonia), no logró hacer
desaparecer las originalidades regionales en Aquitania, en Lombardía, en
Baviera, etc. No obstante, su prestigio en el exterior fue inmenso. El califa de
Bagdad, Harün al-Rashid, intercambió embajadas con Carlomagno sobre la
suerte de los peregrinos cristianos en Jerusalén, y le reconoció quizás un
cierto derecho de protección sobre ellos. Sus relaciones fueron excelentes con
el rey Offa de Mercia, así como con el de Asturias. Pero esos dos reinos, al
igual que Irlanda, quedaron completamente fuera del Imperio.
En efecto, mientras que el emirato de Córdoba era cada vez más poderoso,
el reino de Asturias estaba territorialmente separado del imperio nuevo por la
creación de un principado navarro, en zona vasca, que era ferozmente
independiente y estaba por cristianizar. El rey Alfonso II (791-842) empezó
por hostigar seriamente a los musulmanes con expediciones lejanas (una de
ellas llegó incluso a Lisboa). La guerra continua tuvo por resultado la
aparición de una verdadera tierra de nadie intensamente despoblada en las
márgenes del Duero. La zona más expuesta se llenó de torres y de castillos
fortificados, lo que le dio el nombre de Castilla. Mientras que Alfonso II
acondicionaba una nueva capital en Oviedo, el descubrimiento de un
sarcófago, a principios del siglo IX, en Galicia, tuvo consecuencia políticas y
religiosas importantes. Se creyó que habría contenido las reliquias del apóstol
Santiago, aunque probablemente se trataba de las de un Santiago de Mérida,
transportadas a Galicia cuando la huida de los musulmanes. Santiago de
Compostela se convirtió pronto, por su peregrinación, en una afirmación de la
fe cristiana frente al Islam y en una incitación a la lucha. Como Carlomagno,
los reyes asturianos desarrollaron un espíritu de precruzada. Todo estaba
preparado para una reconquista de la península.
A pesar de que había buenas relaciones intelectuales y económicas, el
mundo céltico y anglosajón quedó fuera del alcance de Carlomagno. Para
empezar, Bretaña siguió totalmente independiente, con sus jefes locales y su
organización eclesiástica particular, a pesar de las expediciones del 786, 789 y
811. Al final, se cerró simplemente con una marca fronteriza centrada en
Rennes y Nantes. Las intervenciones del emperador a favor de un rey
anglosajón u otro jamás se tradujeron en una influencia real sobre la isla de
Gran Bretaña. En efecto, bajo la dirección del rey Offa (757-796), Mercia
estuvo a punto de unificar toda la parte meridional de la isla. Offa consiguió
reunir Sussex y Anglia Oriental; estableció su protección en Wessex y, para
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luchar mejor contra los bretones, hizo construir una gran fortificación de
tierra con empalizadas llamada el Dyke de Offa. Incluso obtuvo una alianza
con Northumbria. Sin embargo, aquel esbozo de unidad no duró mucho, pues
al morir Offa reaparecieron los antiguos reinos. Northumbria se independizó,
mientras que Wessex, bajo la dirección de Egbert (802-839), acabó
dominando el antiguo reino de Offa. Luego obligó a Northumbria a
obedecerle y suprimió el reino bretón de Cornualles. Por primera vez, la
hegemonía de Wessex reunía en una sola formación a toda la Inglaterra
sajona. Frente a aquella unificación, los reinos célticos e irlandés hacían un
pobre papel, víctimas de continuas luchas intestinas. La Italia bizantina
presentaba el mismo panorama: el duque de Benevento estaba incesantemente
en estado de guerra con el ducado de Nápoles, al que intentaba usurpar
territorios. Venecia era la única que se mantenía al margen con su dux
independiente, al no mezclarse en los litigios entre ambos imperios.
DE LA UNIDAD A LA PLURALIDAD
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El Imperio Carolingio en el año 814.
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Helisachar, por ejemplo) y se rodeó de clérigos como Agobardo, un hispano,
que luego había de ser arzobispo de Lyon y cuyas ideas políticas
romanizantes constituían un todo coherente. Para ellos, el Imperio era único y
sus instituciones políticas debían traducir rigurosamente su esencia cristiana,
ya que la Iglesia, que era superior a él, era la única detentadora de la
verdadera justicia. Este programa de unidad del Imperio apenas fue
modificado después de la muerte de Benito de Aniane, ocurrida en el 821,
cuando volvieron a gozar del favor del rey los antiguos consejeros de
Carlomagno como Adalardo, abad de Corbie, y el hermanastro del emperador,
Wala, antiguo gobernador de Sajonia. También ellos eran partidarios de la
racionalización de las instituciones en pro de una mayor eficacia.
Querían someter integralmente la Iglesia y el papado al control del
emperador. Este último, cuyo físico no tenía la prestancia del de Carlomagno
(era de estatura baja y tenía las manos y los pies muy grandes), poseía una
mentalidad abierta ante todos los que intentaban influir sobre él. Desprovisto
del empirismo de su padre, creyó sinceramente que su programa era aplicable,
olvidándose del azar que le había convertido en el único superviviente entre
sus hermanos suprimiendo así toda posibilidad del reparto tradicional entre
los germánicos. Entre tanto, las guerras exteriores y los botines, elementos
indispensables de riqueza y de autoridad, siguieron hasta el 825 con
expediciones contra los obodritas en el Elba en el 817, contra los croatas (820,
821, 822), contra los bretones (818, 822, 824), y contra los musulmanes de la
península ibérica (822, 824). Las pocas incursiones de saqueo de los vikingos
en las costas no parecieron, de momento, peligrosas.
Por ello, la política imperial y religiosa pudo pasar a primer plano. Luis el
Piadoso, contrariamente a su padre, que se había negado a hacer evangelizar a
los daneses por razones políticas, aprovechó el bautizo del rey Haroldo,
refugiado en su corte, para mandar al misionero Anscario a Dinamarca, y
luego a Birka, en Suecia. A pesar de la creación de un arzobispado inmenso
con sede en Hamburgo, los resultados fueron escasos. En cambio, bajo la
inspiración de Benito de Aniane, el emperador convocó una serie de concilios
en Aquisgrán (816, 817, 818 y 819) con el fin de reorganizar la Iglesia. Todos
ellos se caracterizaron por una verdadera imposición del ideal monástico a los
clérigos seculares. La renuncia de Luis el Piadoso a la posibilidad de convertir
las tierras de la Iglesia en «precario», aunque estas sobrepasaran el mínimo
vital indispensable para cada obispado o abadía, tuvo consecuencias políticas
importantes. De resultas, la propiedad eclesiástica volvió a iniciar un
crecimiento imparable. Finalmente y a raíz de una entrevista con el papa
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Esteban IV en Reims en el 816, reconoció la existencia del patrimonio de san
Pedro. Así, la Iglesia se reformaba y se sustraía a la influencia de los laicos.
Ahora bien, ello era contrario a las intenciones de Carlomagno, que había
intentado controlar al clero. La Iglesia, gracias a la independencia que le
concedía Luis, podía convertirse en una potencia externa al Imperio.
Luis el Piadoso estaba demasiado convencido de la necesidad de defender
y glorificar a la Iglesia para ver los peligros de su política de reformas, que a
sus ojos solo tenía intenciones morales. De igual modo, abandonó la
concepción paternal de un imperio laico por encima de la Iglesia. Desde el
momento de su llegada al trono, renunció a los títulos de rey de los francos y
rey de los lombardos, importantes para su padre, y se tituló «por la
providencia divina, emperador augusto». El principio unitario cristiano se
afirmaba finalmente en Reims en el 816, en el momento en que el papa
renovó la coronación y consagró a Luis el Piadoso, como si la ceremonia laica
del 813 fuese nula y solo la intervención pontificia pudiese crear al
emperador. Finalmente, para acabar de realizar su programa y ordenar su
sucesión en un sentido unitario, Luis el Piadoso creó en el 817 la Ordinatio
Imperii. Conforme a las prácticas germánicas del reparto con las que no podía
encararse, dejó intactos los tres vicereinos: Italia, confiada a Bernardo, hijo de
Pipino, por Carlomagno; Baviera, reino creado el 814, que dio a su hijo Luis,
y Aquitania, finalmente, atribuida en el mismo año a su otro hijo Pipino. Pero
sometió estrechamente esos tres reyes a su hijo mayor, Lotario, a quien hizo
coronar emperador y único heredero del Imperio. Por otro lado, el padre
mismo coronó a su hijo Lotario, como Carlomagno había hecho con él en el
813. En resumen, el Imperio indivisible quedaba por encima de los tres
reinos. Pero la nobleza, inquieta ante el gran favor otorgado a la Iglesia,
protestó alegando que los derechos de Bernardo habían sido silenciados en la
Ordinatio Imperii del 817 y empujó al rey de Italia a la rebelión. Luis el
Piadoso la aplastó y le hizo sacar los ojos por su tentativa de usurpación. Pero
su sobrino murió a causa de ello y los consejeros eclesiásticos del emperador
impusieron a este último una penitencia pública que cumplió en el 822 en el
palacio de Attigny. No contentos con esta primera humillación del poder
imperial, Adalardo, Wala, Agobardo e Hilduino (archicapellán y abad de san
Dionisio), siguieron serrando la rama sobre la que estaban sentados. Enviaron
a Lotario como rey a Italia y le hicieron coronar y consagrar emperador por el
papa Pascual I en Roma en el año 823, como si la coronación del 817 hubiese
sido también inútil. Con esas prácticas, el clero ataba el título imperial a lo
sagrado y a la coronación; hacía de él una prerrogativa exclusivamente
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religiosa en manos del papa y de la sede de san Pedro. Pero como
contrapartida, Lotario, en el 824, puso a Roma y al papa bajo su autoridad.
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Había cesado la expansión. El fisco real había visto disminuir sus bienes
territoriales de forma considerable y quebrantarse seriamente la fidelidad de
los nobles y los vasallos a causa de las numerosas reiteraciones de los
juramentos de fidelidad a nuevos reyes siempre cambiantes. La idea imperial
les pareció demasiado abstracta para ser defendible, mientras que el clero,
acaparándola, influyó en el sentido de someter la dirección de lo temporal a lo
espiritual. De resultas, este mismo clero se vio envuelto en el fracaso de una
empresa que había querido dirigir. Pero a pesar de todo, conservó el tema del
Imperio del que naturalmente se convertía en propietario. Los clérigos
intentaron incesantemente profundizarlo con la esperanza de hacer resucitar
aquella solución política.
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a Carlos el Calvo, a este otro monarca. Pero lo más difícil fue asignar a cada
rey un número igual de fiscos reales. Situados principalmente en el norte de
Europa, los de Neustria se atribuyeron a Carlos; los que había entre el Mosa y
el Rin a Lotario, y los del Rin medio, desde Maguncia a Espira por la margen
izquierda del río, a Luis el Germánico. Así se explica el trazado curioso de las
fronteras que no tenía en cuenta para nada las unidades lingüísticas. A
grandes rasgos, y con las correcciones precisadas más arriba, los países del
este del Rin se atribuyeron a Luis. Carlos el Calvo obtuvo las tierras situadas
al oeste del Escalda, del Mosa, del Saona y del Ródano, pero con excepciones
como el Lionesado, la zona de Vienne, el Vivarais y Uzége, que se reservaron
a Lotario.
Este último quedó como dueño de Frisia, de las regiones entre el Mosa y
el Rin, de Borgoña, Provenza y la Italia franca. Instalado en ambas capitales,
Aquisgrán y Roma, fue normalmente el emperador preeminente sobre los
otros dos reinos. Teóricamente, a los ojos de los coetáneos, existía un solo
imperio en cuyo interior había tres reinos. En la práctica, muy pronto empezó
la costumbre de llamar al reino de Luis el de los francos orientales y al de
Carlos el de los francos occidentales; otros hablaban de Francia oriental y
Francia occidental. Entre ambos, en lugar de un nombre étnico, fue el de
Lotario, y luego el de su hijo homónimo, el que designó al reino. El país de
los «Lothringen», de la gente de Lotario, de donde viene Lorena, fue en sus
inicios un conjunto artificial ligado a un hombre. La Lotaringia llevaba en su
mismo nombre la fuente de su descomposición ulterior; ni tan siquiera tenía
continuidad territorial a causa del difícil obstáculo que la partía en dos: los
Alpes.
Así pues, el Imperio se fue vaciando poco a poco de su contenido y de su
realidad. Al principio, los tres hermanos intentaron vivir en buena armonía
bajo la égida del clero que propuso un régimen llamado «de fraternidad» y de
concordia. El compromiso duró, a pesar de algunos choques y de diversas
alianzas, hasta la muerte de Lotario I en el 855. Pero al morir el emperador y
dividir su reino entre sus tres hijos, el título y la función sufrieron de nuevo
una degradación. En efecto, si bien es cierto que Luis II se convirtió en
«emperador», de hecho solo dominaba Italia. Carlos obtuvo Provenza.
Finalmente, Lotario II dominó sobre los territorios que iban del morro de
Alsacia hasta Frisia: la Lotaringia propiamente dicha. Los tíos no tardaron en
acechar la herencia de los sobrinos. En el 863, la presa era el reino de Carlos
de Provenza, que murió sin heredero. Sus dos hermanos se lo dividieron al
capricho de los deseos de las aristocracias. Luego, como Lotario II no tenía
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heredero de su esposa Teutberga, quiso divorciarse de ella para casarse con su
amante Waldrade, que le había dado un hijo. La crisis del divorcio de
Lotario II (861-869) provocó de nuevo la intervención del clero, con
Hincmar, arzobispo de Reims (845-882), y sobre todo con el papa Nicolás I
(858-867), que se mantuvieron siempre hostiles a aquel atentado contra la
indisolubilidad del matrimonio, fuesen cuales fuesen las consecuencias de su
intransigencia. Por ello, al morir Lotario II también sin heredero, sus dos tíos
se pusieron de acuerdo para dividirse la Lotaringia, en el tratado de Mersen, el
8 de agosto del 870, pero sin que este satisficiese a nadie. La Lorena siguió
siendo objeto de discordias hasta aproximadamente el año 1000.
Carlos el Calvo, después de haber expulsado a Girard de Vienne de
Provenza para poner en su lugar a su cuñado Boson, esperó la muerte de
Luis II de Italia, que tampoco tenía heredero. Cuando esta sobrevino, el
mundo intelectual representado por el clero estimó que Carlos el Calvo era el
único que podía restablecer la unidad imperial. El papado, que había visto
cómo Luis II había defendido victoriosamente Italia contra los árabes,
necesitaba un hombre fuerte. Juan VIII coronó a Carlos como emperador el
25 de diciembre del 875, en San Pedro de Roma, tres cuartos de siglo después
que a su abuelo. Pero el nuevo emperador no pudo hacer nada: sufrió una
derrota sangrienta ante Andernach en octubre del 876 al intentar quitar la
Lorena oriental a su sobrino Luis el Joven. A pesar de que Hincmar
presionaba para combatir a los escandinavos en Francia, Carlos quiso someter
a los nobles italianos rebelados y murió de regreso en el valle del Maurienne,
el 8 de octubre del 877.
El fracaso fue tan patente que el Imperio permaneció vacante del 877 al
881. De los tres hijos de Luis el Germánico, solo uno, Carlos el Gordo,
consiguió reunificar la Francia oriental y luego hacerse reconocer como rey
de la Francia occidental por parte de los grandes. Por ello, a instancias del
papa, fue coronado emperador en Roma en junio del 885, puesto que había
reconstruido la unidad territorial del Imperio. Pero las llamadas de las
poblaciones a las que acosaban los invasores escandinavos o musulmanes y
las revueltas de los grandes fueron superiores a él, y Carlos el Gordo abdicó y
murió en enero del 888, en medio de la anarquía general. A partir de entonces,
el título de emperador no fue más que un juguete. Los grandes de Italia lo
otorgaron, en el 891, a Guido de Espoleto, a quien el papa Formoso coronó, y
luego a Arnulfo de Germania en el 896. Luis el Ciego, rey de Provenza, se lo
atribuyó en el año 911, y luego Berenguer, rey de Italia, en el año 915. Pero
nadie tomó el relevo a partir del 924 cuando este último murió.
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En resumidas cuentas, al nivel de la idea política, aquella caída del
Imperio se había acompañado de una coloración cada vez más clerical. La
concepción laica de Carlomagno había desaparecido. Como hemos visto, y
bajo la influencia de los clérigos, ya Lotario I había sido coronado emperador
en Roma en el 823 por el papa Pascual I, a diferencia de su padre, que había
sido coronado en Aquisgrán. Después del año 843, el movimiento se
precipitó: la consagración y la coronación estuvieron cada vez más ligadas, y
en adelante se iban a producir en Italia y de manos del papa. En el 850, Luis II
fue consagrado y coronado por el papa Juan IV, sin aclamación de los grandes
ni del ejército. En el 875, Juan VIII consagró a Carlos el Calvo, le coronó y le
hizo prestar juramento de que sería el defensor de la Iglesia: los grandes
aceptaron aquella proclamación imperial sin participar. Lo mismo ocurrió con
Carlos el Gordo. Así pues, el papado hizo triunfar su concepción de un
Imperio Romano, y no ya franco, otorgado por el vicario de san Pedro en la
ciudad eterna. La idea imperial se había convertido en una prerrogativa de los
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papas como consecuencia de la incapacidad de los laicos para asumirla. Los
pontífices aseguraban la unidad moral de la cristiandad, inspiraban y
controlaban a los reyes y definían qué era el Imperio Romano por oposición al
de Oriente, rebajado a la categoría de imperio de los griegos. Luis II, que solo
era un emperador italorromano, no dudó en decir a Basilio I en el año 871:
«Nosotros somos los sucesores de los antiguos emperadores por asentimiento
de Dios y del papa». Al rechazar así al imperio bizantino, el papado fue más
consciente de las nuevas realidades políticas en que se habían convertido
Roma y Occidente. El fracaso de los carolingios hizo que su herencia pasase a
manos de la Iglesia. El alto clero consiguió emanciparse de la tutela imperial.
Nicolás I, al afirmar que la Iglesia de Roma era la cabeza de todas las Iglesias
y la madre de todos los emperadores, forjó la argumentación que utilizarían
más tarde los reformadores gregorianos. Así pues, el imperio carolingio no
era un gran recuerdo, sino que se había convertido en una idea-fuerza, en un
programa sólidamente estructurado. De la crisis carolingia surgieron las bases
de un ideal teocrático destinado a triunfar gracias precisamente a aquella
derrota. Esas bases eran una Iglesia libre y un imperio único a su servicio.
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que se debía al rey legítimo. Pero no por ello se consiguió la sumisión de
Aquitania. Carlos prefirió, a partir del 860, crear grandes dominios militares,
una especie de marcas interiores, que confió a leales de los que pudiese fiarse.
Se atribuyeron muchos condados entre el Loira y el Sena a Roberto el Fuerte
para que luchase contra los escandinavos. Creó otra marca alrededor de Autun
y desvinculó las marcas de Hispania y de Gotia del reino de Aquitania. Pero
la mínima ausencia o debilidad le obligaban bien a reconocer, por ejemplo,
mediante el capitular de Quierzy-sur-Oise (877), el derecho de los hijos de los
condes a suceder a sus padres, bien a tolerar la intervención de los grandes en
el nombramiento de los missi dominici, sus enviados. Sus hijos, Luis el
Tartamudo (877-884), Luis III (879-882) y Carlomán, debieron a menudo su
salvación a la intervención de Hincmar hasta que este murió. En efecto, el
hijo menor de Luis el Tartamudo fue apartado del trono por un no carolingio,
Eudes, elegido por la nobleza.
En la Lotaringia y en Italia, donde se encontraban todos los grandes
linajes francos, como en Francia occidental, las rebeliones nobiliarias fueron
idénticas. Después de que fuese eliminado el todopoderoso Girard, conde de
Vienne. Boson aprovechó la situación para hacerse aclamar rey en Borgoña y
en Provenza por los grandes (Mantaille, 879). Las fuentes indican claramente
la causa de la usurpación: su mujer, hija del emperador de Italia, Luis II, no
podía estar en una posición que no fuese real. En Italia, dos familias francas
se disputaban el trono: la de Guido de Espoleto y la del conde Berenguer,
marqués de Friul. En resumen, sería pesado enumerar todos los casos de
revueltas para apoderarse del trono en todas esas regiones.
Ante esa anarquía, el clero intentó intervenir reforzando la idea
monárquica. Los obispos proclamaban que solo la unción, y no solamente la
elección, hacía al rey. Por inspiración de Hincmar en particular, después de la
consagración de Carlos el Calvo (848), se condenó cualquier rebelión contra
el rey como un acto de impiedad. Cuando se consagró a Carlos el Calvo como
rey de Lorena en Metz (869), Hincmar afirmó que la unción era el signo de
que Dios le había elegido. Cuando Luis el Tartamudo fue coronado en Reims
(877), recibió el cetro como símbolo del reino que debía conducir a su destino
final en manos de Dios. Así pues, a finales del siglo IX todo el ceremonial de
la consagración de los reyes de Francia occidental en Reims estaba ya
establecido. Se trataba de una ceremonia envuelta de una atmósfera de
sublimación cristiana en la que aparecía la leyenda de la Santa Ampolla. En el
momento en que renacía la elección real, la Iglesia acababa de introducir una
doctrina de la legitimidad del poder del rey de Francia occidental. Como
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había ocurrido con el ideal imperial, esa teoría, convertida en prerrogativa del
clero, fue la base del poderío capeto. En definitiva, y a pesar del fracaso
momentáneo de finales del siglo IX, las grandes ideas políticas carolingias se
habían convertido en uno de los fundamentos de las monarquías medievales
clásicas.
En Francia oriental no fue necesario que ningún teórico clerical se
manifestase. El reino, continuamente amenazado por los daneses y los
eslavos, descansaba esencialmente sobre el elemento étnico franco. Las
necesidades de la guerra y la política de matrimonios entre los príncipes
reales y las hijas de altos linajes impidieron la división del reino entre los tres
hijos de Luis el Germánico. En realidad, la realeza todavía era fuerte cuando
murió el último rey carolingio, Arnulfo, en el año 911, y ello fue un hecho
capital.
LA CATÁSTROFE FINAL
Las únicas causas del fracaso de la unidad no habían sido la torpeza de los
clérigos o la incapacidad de los reyes. La conjunción de los peligros
exteriores e interiores fue mucho mayor y mucho más ruinosa. Por otro lado,
las invasiones escandinavas, musulmanas o húngaras tuvieron efectos
suplementarios: crearon la división e hicieron renacer fenómenos de defensa
local. Así pues, la reaparición de los principados territoriales no se debió
solamente a las ambiciones de la nobleza; las necesidades militares también
jugaron un papel importante.
El terror «normando»
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pleno Báltico (en Gotland y en la región finesa). Los «hombres de los
puertos», los vikingos (a menos que no esté equivocada la etimología), eran
pescadores, a veces de altura, y también se revelaron a veces como leñadores
audaces, al igual que los godos (sus posibles antepasados) lo habían sido en
otro tiempo. Con sus largas naves sin puente (esnéques) podían navegar por
alta mar según los vientos, las corrientes y los bancos de peces, y su escaso
calado posibilitaba una penetración profunda por los ríos y una gran
capacidad de maniobrar rápidamente. En el plano militar parece justificado
hablar de un armamento mediocre que solamente se perfeccionó con la
adopción de los cascos y espadas francos; pero como no les interesaba
cargarse de prisioneros, puesto que buscaban los objetos preciosos y los
víveres, los normandos quemaron y mataron en todos los lugares que
atacaron. Sus incursiones fulminantes con las que enmascaraban su reducido
número, y sus saqueos, causaban terror y pánico a unas poblaciones que
apenas reaccionaron, sobre todo hasta que se reorganizó la resistencia en el
interior; entonces, sorprendidos en campo abierto, los normandos fueron casi
siempre vencidos. Por lo demás, no debemos olvidar que los eclesiásticos, los
únicos que nos describen los estragos de los que ellos fueron las primeras
víctimas, debieron exagerar la nota.
Sus primeras oleadas de ataques, iniciadas el año 788 y aceleradas a partir
del 840, no empezaron a encontrar seria oposición hasta el 880,
aproximadamente, y aquella oposición duró hasta el final de su primera fase
de expansión (930). En general, los noruegos buscaban sobre todo tierras para
colonizar, mientras que los daneses tan solo buscaban botín. Los monasterios
les atraían particularmente por sus tesoros de orfebrería litúrgica o por sus
bodegas llenas de vino. Los suecos, también llamados varegos, fueron más
negociantes que saqueadores. Los itinerarios preferidos por los escandinavos
eran las islas anglosajonas y célticas que frecuentaban los noruegos, el mar
del Norte y el canal de la Mancha, donde había daneses, y el Báltico y los ríos
rusos frecuentados por los suecos. De hecho, muchas regiones no vieron
jamás a un invasor, pero el anuncio de una incursión, aunque fuese lejana,
desencadenaba huidas masivas, éxodos hacia las murallas de las ciudades, y,
en todo caso, grandes perturbaciones de la vida social.
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Las islas británicas en los siglos VIII y IX.
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la ayuda de numerosos transportes de sus embarcaciones por tierra. Pero, a
partir del 840, los daneses atacaron en las partes más ricas del Imperio
Carolingio. Duurstede fue saqueado por primera vez, luego (842) atacaron
Quentovic, que fue temporalmente destruido; en el 843 tomaron, saquearon e
incendiaron Nantes; Burdeos padeció la misma suerte dos veces (844 y
847-848): Hamburgo fue completamente arrasado en el 845, etc. Sería
farragoso completar la letanía de las ciudades y de los monasterios atacados,
saqueados e incendiados. En cada nueva incursión, los daneses remontaban
los ríos hasta el límite de la navegabilidad, robaban caballos y sorprendían a
los monjes o a las gentes que estaban demasiado confiadas porque vivían
lejos de la costa. Incluso encontraron aliados entre los celtas, contentos de
luchar contra los anglosajones.
A partir del 850, se organizó sistemáticamente la explotación de los
países. Se instalaban en bases de invierno situadas en las desembocaduras de
los grandes nos: en Walcheren para el Escalda, en Jeufosse para el Sena y en
Noirmoutier para el Loira. En verano, penetraban hacia el interior para
saquear regiones que todavía no habían sido atacadas. Exigían entonces,
después de cada éxito, el pago de un tributo, el danegeld (el dinero danés),
pagable en numerario por las poblaciones a cambio de la retirada de los
atacantes. Después de saquear Francia, pasaban al otro lado del canal de la
Mancha para exigir otros tributos. Pero cuando, en el 856, Roberto el Fuerte
murió en Brissarthe durante un combate contra los vikingos, las cosas
empezaron a cambiar. Son indicio de ello los primeros intentos de puentes
fortificados por iniciativa de Carlos el Calvo, o de construcciones de castillos
para las poblaciones locales a partir del 860. La victoria del rey de Francia
Luis III en Saucourt en el 881, y luego la del hijo de Roberto el Fuerte, el
conde Eudes, al defender París de los daneses en el 885, iniciaron una lenta
recuperación. En el 891, Arnulfo de Carintia tomó por asalto el campamento
vikingo de Lovaina.
Pero los vikingos no dejaron de atacar otras costas. Llegaron hasta los ríos
de la España cristiana y musulmana, y saquearon Sevilla en el 844. Luego
entraron en el Mediterráneo, remontaron el Ródano hasta Arles y saquearon el
puerto italiano de Luni (855-860). El reino de Francia oriental fue el único al
que apenas afectaron aquellos ataques. En cambio, en el mar del Norte, la
acción de los noruegos y los daneses desembocó por primera vez en una
colonización y una ocupación de los territorios. Algunos marinos noruegos se
instalaron en las islas Shetland y Far Oer, y luego, en el 870, colonizaron
sistemáticamente Islandia, que estaba completamente desierta a la sazón. En
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Irlanda, después de tomar la isla de Man, acabaron creando cuatro pequeños
reinos costeros en continua guerra con los reyezuelos irlandeses. En
Inglaterra, los daneses fueron todavía más peligrosos. A partir del 866
ocuparon York, luego Northumbria, Mercia y finalmente Anglia Oriental en
el 878. Pero Alfredo, rey de Wessex, después de repetidas derrotas, consiguió
organizar la resistencia. La victoria de Ethanburth en el 878 y la reconquista
de Londres le permitieron firmar un tratado de paz con Guthorm, el jefe
danés. Reconocía a los invasores todo el territorio al norte del Támesis, del
Lea y de la vía romana de Londres a Chester (Watlingstreet). A Alfredo solo
le quedaba Wessex, una pequeña parte de Mercia, Sussex y Kent, o sea, un
tercio de Inglaterra. El territorio danés se llamó «Danelaw».
En el 911, un ejército danés dirigido por Rollón se convirtió en una
amenaza tan grande que el rey de Francia occidental, Carlos el Simple a la
sazón, prefirió concederle el usufructo de las tierras situadas a un lado y otro
del Sena, alrededor de Ruán y de Evreux (tratado de Saint-Clair-sur-Epte).
Convertidos al cristianismo a base de muchos esfuerzos e instalados, los
normandos no tardaron en ocupar Bayeux, Sées, Avranches y Coutances, y
luego, después de una crisis pasajera, «Normandía» se convirtió en un ducado
con instituciones originales bajo la dirección del duque Ricardo I (942-956).
Mientras que su instalación fue definitiva en aquella región, fue un fracaso
completo en Bretaña, de donde fueron expulsados en el 937. En Irlanda, los
jefes noruegos se fueron convirtiendo poco a poco y entraron en contacto con
la sociedad céltica. A partir del 979, sus territorios se convirtieron
progresivamente en enclaves cada vez más aislados respecto a la isla. En
cambio, en Inglaterra, el reino danés de York estuvo expuesto a una vigorosa
reconquista por parte de los reyes de Wessex y de Mercia. El sucesor de
Alfredo, Eduardo el Viejo (899-925), y luego su hijo Aethelstan (925-939),
consiguieron recuperar todas las tierras perdidas y someter a los colonos
daneses. Tras haber vencido a los escoceses, Aethelstan se pudo incluso
proclamar «rey de toda la [Gran] Bretaña». A pesar de la recuperación de los
vikingos alrededor del año 1000, de hecho, el protectorado danés ya había
aceptado fundirse con el reino anglosajón. La estabilidad reaparecía al tiempo
que nacía la unidad.
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visto que a partir del 827, los sarracenos atacaron la Sicilia bizantina que
conquistaron ciudad tras ciudad hasta el 902, cuando cayó la última,
Taormina. Desde ahí, estaban en una posición excelente para saquear las
ciudades costeras de la península italiana: Roma en el 845, Comacchio en los
años 875-876, etc. A pesar de la resistencia de Luis II, a veces victorioso,
conquistaron Bari y Tarento. Fue necesario un enérgico contraataque
bizantino para expulsarlos de Calabria. En cambio después del 882,
establecieron una base en la desembocadura del Garigliano, y en los años
882-883 destruyeron la abadía de Montecassino. Los musulmanes de al-
Andalus, después de haber saqueado Marsella, Arles y todo el litoral,
intentaron instalar una base en la Camarga. Pero no lograron aquel objetivo
hasta el 888, en la Garde-Freinet, al pie del macizo que tomó su nombre: los
montes de los «Maures». Atrincherados en aquellos campamentos, podían
saquear impunemente los monasterios y las ciudades del interior y entregarse
con toda tranquilidad a la caza de esclavos. Con los musulmanes allí
instalados, el futuro era mucho más sombrío, porque nadie había conseguido
verdaderamente frenarlos, y todo el Mediterráneo occidental parecía estar
condenado a la inseguridad: todos los intentos de organizar una flotilla costera
fracasaron. Además, aunque parecía preocuparles más la instalación que el
saqueo, los sarracenos llevaron a muchos cautivos como esclavos al Magrib;
de modo que muchas conquistas se vieron facilitadas por la huida de las
poblaciones que temían por su suerte.
Muy lentamente se les fue conteniendo, aunque conservaron las Baleares
(tomadas el 903) y toda Sicilia, de modo que separaban al Mediterráneo
occidental de Egipto. En el 916, se eliminó la base del Garigliano, pero el
imperio griego no pudo restablecer su autoridad real en aquellas tierras. En
cuanto a la Garde-Freinet, aquel núcleo desde donde partían incursiones
sorprendentemente audaces, incluso hasta Saboya, no pudo ser eliminado
hasta los años 972-973 gracias a una expedición ordenada por el emperador y
dirigida por los condes de Provenza y de Turín a la vez. En la península
ibérica, las relaciones con el Islam eran de una naturaleza demasiado distinta
para que se desarrollase un ritmo similar: se trataba de establecer un
equilibrio entre un emirato cordobés en el apogeo de su poderío y los
pequeños dominios cristianos de las montañas gallegas y cantábricas. El reino
asturiano consiguió, de la mano de Ordoño I (850-866) y de Alfonso II
(866-911), y a menudo gracias a alianzas con mozábares y con musulmanes
sublevados, llegar a las orillas del Miño y del Duero. En el 884 se concluyó
una tregua que colocaba provisionalmente fuera de peligro a los cristianos
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hispánicos, y a principios del siglo XI, García I fijó su capital en León, en
medio de los territorios reconquistados.
Pero de todas aquellas nuevas invasiones, la de los húngaros fue la peor.
Esos jinetes nómadas, de origen turco-mongol, se dieron cuenta tras una
primera incursión de que Panonia había quedado vacía después de que
Carlomagno aplastara a los avaros, ya que los vecinos eslavos habían
renunciado a ocupar aquella zona de bajo valor cerealista. Sus ocho tribus
cruzaron los Cárpatos por tres lugares distintos y se instalaron entre el
Danubio y el Tisza. A partir del 899, sus incursiones de saqueo se sucedieron
regularmente; atacaron en Germania, en Italia y en Francia occidental, donde
llegaron incluso en el 924 a Mende y Nimes. Saqueaban los monasterios,
evitaban las ciudades fortificadas, devastaban los campos, torturaban y
aniquilaban a los hombres, mataban a los niños, esclavizaban a todas las
mujeres jóvenes para que cultivasen sus tierras y se llevaban todo el ganado.
En el 937, los magiares cruzaron toda Germania, Champaña, Borgoña, Italia
hasta los Abruzos y regresaron por Emilia y Venecia. Además del pánico que
provocaron aquellas devastaciones sin remedio, el sentimiento de impotencia,
como un tiempo atrás había ocurrido con los hunos, paralizó la resistencia
contra los «ogros»; los fortines hechos a toda prisa en tiempo del sajón
Enrique I (Heinrichsbürger) se revelaron poco eficaces ante aquella situación.
Pero una última gran expedición acabó provocando una reacción general. El
rey de Germania Otón I consiguió aplastar a los húngaros a orillas del Lech
cerca de Ausburgo el 10 de agosto del 955. Con ello se cortó definitivamente
la expansión húngara. Además, los progresos de la sedentarización y de la
evangelización hicieron que la inseguridad que habían creado fuera
desapareciendo y les llevaron a acantonarse en Panonia («Hungría» desde
entonces).
La fragmentación
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Simple, el heredero carolingio legítimo, que no pudo recuperar el trono hasta
el 893. En Borgoña, el duque Rodolfo se hizo aclamar rey. En Provenza, Luis,
el hijo de Boson, logró conservar un cierto poder real sobre el país.
Finalmente, en el 933, estos dos últimos reinos se unificaron en un solo reino:
el reino de Arles. Pero en la práctica, aquellos reyes no eran verdaderamente
obedecidos. Tan pronto como los magnates reconocían a un rey, aunque solo
fuera de forma oral, empezaban a conspirar y a rebelarse contra él. En el
siglo X, la verdadera unidad política estaba en los principados territoriales. Se
designa con ese nombre a «un territorio en el que el rey solamente interviene
por mediación del príncipe», según la expresión de Jan Dhondt. Ese príncipe
era a menudo un antiguo funcionario carolingio que había conseguido unir las
tierras personales y las de su jurisdicción pública en una región. Habría ido
gobernando y ejerciendo en provecho propio los derechos reales. Así se
creaba una dinastía que utilizaba un particularismo tradicional y local como la
lengua, el dialecto, la civilización o el tribalismo subsistente. Ese empuje, a la
vez anárquico y descentralizado, intentaba crear un orden al nivel de
conjuntos más homogéneos y más defendibles que los reinos. En el fondo, los
principados territoriales eran una resurgencia de los que habían nacido a
finales de la época merovingia, después del 673.
Hemos visto cómo surgía el más antiguo: Aquitania. Tras numerosas
revueltas y la desaparición del título de reino en el 877, se dividió en dos
partes. Guillermo el Piadoso, dueño de Auvernia y Lemosín, se proclamó
duque de los aquitanos en el 909. Su dominio se extendía hasta los condados
de Mácon y de Lyon, pero sus descendientes perdieron territorios y el título;
ambos pasaron al conde de Poitou, Guillermo III, «Cabeza de Estopa», que
tomó el título de duque de «toda Aquitania». Pero al mismo tiempo,
Guillermo III estaba bloqueado en el sur por la familia de Raimundo,
fundador del condado de Toulouse. Durante todo el siglo X, Poitou y
Aquitania estuvieron en continua rivalidad. En la orilla izquierda del Garona,
una familia condal, los Sancho, consiguió imponerse y apropiarse del título de
duque de Gascuña a partir del 977. En los condados de Cataluña, la marca
franca se disolvió lentamente, al principio en dos principados: Gotia (la
antigua Septimania) e Hispania. Luego, del 878 al 897, Wifredo el Velloso, el
último conde de Barcelona nombrado por el rey de Francia occidental,
fortaleció su poder local, se apropió de los derechos fiscales y convirtió el
título de conde en hereditario dentro de su familia. Fue prácticamente
independiente, y solo prestaba un juramento de fidelidad teórico al soberano
legítimo.
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En el norte de Borgoña, Ricardo, conde de Autun, Mácon y Chalón,
después de haber incrementado sus posesiones a partir del 890, hizo que el
rey le reconociera el título de duque. En el norte, un conde de Flandes,
Balduino, aprovechó el desorden reinante para raptar a la hija de Carlos el
Calvo, Judith, e implantar a su familia. En el 891, Balduino II se apoderó del
Artois y amplió sus territorios hasta Canche. En Bretaña, que volvía a ser
independiente, los condes locales se disputaban el título de duque.
Finalmente, la familia de Eudes, que había obtenido la realeza en el 888,
provenía del marqués Roberto el Fuerte, instalado por Carlos el Calvo en
Turena, Anjou y Blésois. Esta familia añadió a aquellas posesiones el
condado de París y numerosas abadías.
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que desligó al país del reino de Asturias y fundó una dinastía. En el este, en el
905, Navarra se erigió en reino y anexionó temporalmente en el 925 un
pequeño condado cristiano independiente: Aragón. En Inglaterra se observa
una fragmentación similar. Como Carlos el Calvo, Eduardo el Viejo y
Aethelstan crearon grandes regiones de dominio militar que agrupaban a
numerosos condados bajo la autoridad de un eal-dorman. Conocemos dos en
Wessex, uno en Mercia, etc. De hecho, recuperaban los antiguos reinos
anteriores a la unificación, pero no gozaban todavía de la independencia que
tenían los príncipes continentales. Su evolución fue más tardía y no se llegó al
mismo punto hasta el siglo XI.
Este examen del nacimiento de los principados territoriales en Francia
occidental, en la península ibérica y en Inglaterra es por otro lado muy
revelador, porque en cada proceso vemos aparecer el medio militar que
posibilitó aquella independencia: el castillo. A las torres de piedra y a los
conjuntos fortificados de Cataluña (Castlania, país de los castlans) y de
Castilla, correspondían en Wessex los burths del rey Alfredo. Toda una red de
castillos reales se fue construyendo al sur del Humber. Pero en Francia, el rey
perdió el privilegio de construir fortificaciones: el edicto de Pitres, del 864,
prohibía la construcción de firmitates y de haias (fortalezas y setos), pero en
la práctica los nobles se apoderaron rápidamente de aquella prerrogativa so
capa de defender a la población contra los vikingos y los sarracenos. Esas
fortalezas y setos eran como unas colinas rodeadas de estacas y de una
empalizada de árboles entrelazados; eran impenetrables, y todos los nobles
construyeron algunas. En Provenza, el primer castillo privado apareció en el
950, y en el Lacio el más antiguo que conocemos data de los años 945-946.
En el norte, el ejemplo que mejor se puede datar y que sería de los mismos
años es el de la mota de Douai. Así pues, un mosaico de poderes locales
cuadriculaba el campo y reestructuraba completamente el paisaje. ¿Empezaba
una nueva época a mediados del siglo X?
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Tras el fracaso de los últimos emperadores italianos, el reino de Italia
(centrado en la llanura del Po), cayó en manos de Hugo de Arles (926-947),
que se mostró perfectamente incapaz para hacerse obedecer, tanto más cuanto
que sus amplios proyectos de dominar Roma y unirse con Borgoña se
frustraron. No pudo evitar el nacimiento de grandes marcas dominadas por
príncipes laicos, como el marquesado de Friul, el de Ivrea (que incluía los
condados de Turín y Asti) y el de Toscana. Pero en los lugares donde las
ciudades eran numerosas, los obispos eliminaron a los condes y se arrogaron
la protección de sus ciudades. Por eso aparecieron importantes principados
eclesiásticos en Parma, Módena, Plasencia, Cremona y Bérgamo. En esos
principados, cada obispo ejercía los derechos reales, construía castillos, etc.
El resto de la península estaba atiborrado de pequeños principados surgidos
en los antiguos territorios lombardos: Espoleto, Benevento, Salerno, Capua…
Pero era más preocupante el destino del ducado de Roma, que cayó en manos
de una familia aristocrática, la de los Teofilactos (904-932), en la que
destacan Teodora y Marozia, dos mujeres que hicieron y deshicieron papas a
su antojo, y luego en la familia de Alberico, marqués de Espoleto, a partir del
954. De ello resultó una considerable postración del papado.
Ahora bien, la evolución de Germania fue totalmente diferente. Por un
lado, es cierto que reaparecieron agrupamientos territoriales en base a
antiguos particularismos regionales, étnicos o incluso a veces tribales, que ya
anteriormente habían tenido duques independientes. Son los casos, por
ejemplo, de los duques turingios, suabos o bávaros. Pero de hecho,
Carlomagno había destruido los antiguos ducados nacionales, y a veces los
había remodelado formando ducados-frontera. Los antiguos Stamme, unidos
por una misma ley que se convirtió en territorial y por una organización
militar igual, tuvieron que adaptarse a la defensa contra los húngaros. En
Baviera, la familia Liutpold tuvo un papel capital en la lucha contra el
invasor. En Suabia (antiguo país de los alamanes), la familia ducal, los
Ahaholfingianos, desposeída en el 746, reapareció y luego sucumbió ante los
Hunfroi. En Franconia, los Conradinos aplastaron a partir del 902 a los
Babenberg, héroes de la lucha contra los escandinavos. Cuando murió el
último rey carolingio de Francia oriental, Luis el Niño (899-911), el jefe de
los Conradinos, Conrado I, fue elegido rey. No pudo evitar que los
agrupamientos territoriales siguiesen administrándose como reinos
independientes: Lorena, Frisia con su régimen totalmente particular, Turingia,
las marcas orientales de Bohemia y de Carintia, etc. Pero a pesar de todo, los
cinco grandes duques (Baviera, Franconia, Sajonia, Lorena y Suabia) no
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consiguieron nunca que sus títulos fuesen hereditarios, como se había logrado
en Francia occidental. El rey no les reconoció ninguna existencia jurídica.
Aquel fracaso de los principados territoriales de Germania se debió
esencialmente a Sajonia. Esta era la región más próxima a sus orígenes
tribales, aunque también la más marcada por la organización carolingia que
había destruido sistemáticamente los cuadros anteriores. Era el prototipo de
país nuevo por excelencia, en el que el orden carolingio se había implantado
en su forma más pura. Los daneses mataron al conde Liudolfo en el curso de
un combate en el 880, y su hermano Otón, que le sucedió, obtuvo tales
victorias sobre los escandinavos, los eslavos y los húngaros, que acabó
dominando todo el país de forma totalmente independiente. Era tan poderoso,
que el rey Conrado sugirió poco antes de su muerte que el hijo de Otón,
Enrique el Pajarero, fuese rey. Enrique I, elegido en el 918, fortificó
sistemáticamente todos los grandes centros y contemporizó hábilmente con
los húngaros con el objetivo de someter mejor a los duques. Obtuvo tal
prestigio a raíz de sus victorias sobre los wilzes, los eslavos de la margen
derecha del Elba y los checos, que al morir él, en el 936, los cinco duques
aceptaron elegir como rey a su hijo Otón.
Desde su llegada al trono, aquel descendiente del jefe sajón rebelde,
Widukind, demostró que estaba actuando como sucesor de Carlomagno. Se
hizo coronar y consagrar como rey en Aquisgrán. Luego se enfrentó dos veces
con los duques rebeldes, a los que fue sometiendo, y los sustituyó por
miembros de su familia a los que destituía a su antojo. Incluso a veces
suprimió algún ducado, como Franconia, que unió a Sajonia. Tras haber
bloqueado (bloqueo que iba a durar 200 años) el proceso de fragmentación
del reino sometiendo a la aristocracia laica, se apoyó en el clero para gobernar
y reinició el programa de expansión, a costa de los eslavos, que habían
inaugurado los primeros carolingios. Hizo entrar al duque de Bohemia en su
fidelidad y creó dos marcas en el Elba y Suabia contra los polacos que confió
a Hermann Billung y a Gero. Mientras que esos marqueses alcanzaban el
Oder gracias a repetidos ataques, Otón convirtió a Magdeburgo en la base de
una metrópolis eclesiástica que dominase sobre todos los eslavos que se
convirtieran en el futuro. Finalmente, su rotunda victoria sobre los húngaros
en Lechfeld hizo de él el salvador de Occidente. Widukind, su pariente, monje
del monasterio de Corvey en Sajonia, alabó en sus Res gestae la gloria del
pueblo guerrero sajón, vencedor definitivo sobre las hordas orientales. El rey
fue en adelante llamado Otón «el Grande», el que había iniciado la expansión
germánica hacia el este, el «Drang nach Osten». Añádase a ese panorama
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triunfante la incorporación de Lorena, que arrancó al débil rey de Francia a
partir del 942 y a cuya cabeza colocó a su hermano Brunon, arzobispo de
Colonia, y finalmente el vasallaje constante en el que se mantuvo al rey de
Borgoña. Otón era ya más que un rey; era el «tutor y provisor de Occidente».
Desde entonces, el camino hacia el Imperio estaba ya marcado.
Aprovechando la situación de anarquía reinante en Italia en el 951, Otón se
apoderó de la corona de Italia y se casó con la última reina legal del reino,
Adelaida. En el 961, llamado por el papa, que quería liberarse de los señores
romanos, entró en Roma y se hizo coronar emperador. Ello ocurría el 2 de
febrero del 962. Acto seguido, demostró ser el dueño de la situación al
promulgar un edicto que colocaba las elecciones pontificias bajo su control:
en adelante, ningún papa podía ser consagrado si no había prestado
anteriormente juramento de fidelidad al emperador. Restablecía así las
ambiciones de Carlomagno y la práctica de Lotario I en el 824. Por otro lado,
tomó el mismo título que el ilustre fundador: «emperador augusto». Por el
momento, nadie observó que aquel imperio se reducía a los países germánicos
e italianos. Además, las rebeliones de los príncipes italianos y de los papas
demuestran que el parecido era engañoso. Sin embargo, después de nuevas
expediciones para someter Italia, hizo consagrar a su hijo Otón II y se
apoderó de Apulia y Calabria con el objetivo de obtener a cambio la mano de
la princesa bizantina Teófano para su heredero (972). En el momento de su
muerte (973) era el soberano más poderoso de Europa, pero no había recreado
el Imperio Franco de Carlomagno; solamente había fundado un Imperio
Romano Germánico.
Por otro lado, el único reino que no le pertenecía, Francia occidental, era
prácticamente su protectorado. En efecto, los reyes carolingios restaurados, en
particular Carlos el Simple (893-922) y Luis IV de Ultramar, intentaron
apoderarse de Lorena para volver a tener unos cimientos políticos y
territoriales sólidos. Pero a consecuencia de ello cayeron en la dependencia de
los reyes de Germania, que no podían tolerar aquel crecimiento. En el año
954, el jovencísimo hijo de Luis IV, Lotario, pasó a la tutela de Brunon,
arzobispo de Colonia. Como su padre y su abuelo, Lotario volvió a emprender
aquella política de conquista condenada al fracaso. Pero la causa de tal
política eran los crecientes progresos de la familia de los robertianos. En
efecto, Roberto, hermano de Eudes, obtuvo la realeza en los años 922-923; su
hijo, Hugo el Grande, al que los fracasos habían hecho prudente, avanzó
lentamente: acechaba el momento en que Lotario se encontrase reducido al
máximo. Al ser nombrado duque de los francos (del Loira a Flandes) y al ser
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teóricamente duque de Aquitania y de Borgoña, era más poderoso que el rey,
que se encontraba limitado a los dominios de Attigny. Compiégne y Laon.
Pero al mismo tiempo no era más que un príncipe entre todos los demás. Ya a
mediados del siglo X era evidente que su familia acabaría apoderándose del
trono, puesto que la realeza se encontraba en un estado tal de debilidad que ya
era imposible que se repusiese. No obstante, por el momento no podía
desaparecer a causa de la protección germánica que la mantenía.
Así pues, Europa presentaba un nuevo aspecto político a principios del
siglo XI. Mientras que en el oeste dominaba la fragmentación, en el este se iba
hacia el fortalecimiento y la expansión. Alrededor del Imperio estaban
naciendo nuevos reinos. Dinamarca se consolidó con el bautizo del rey
Harald II Diente Azul (966). Con la introducción del cristianismo se
preparaban en Noruega y en Suecia dos nuevas entidades. También iban a
entrar en el concierto europeo Polonia, con el bautizo de Miesko (966), y
Hungría. En definitiva, a pesar del poderío del «Sacro Imperio Romano
Germánico», Europa ya no era una, sino que estaba diversificada. A la
oposición norte-sur de la época bárbara, se añadía ahora la oposición este-
oeste surgida en la época otoniana. Se había terminado la era de los grandes
trastornos; todos los bárbaros se habían integrado en reinos cristianos que
dirigían sus miradas hacia Roma. El Imperio ya no representaba a la
cristiandad: la Roma antigua, tomada en el 410, había muerto del todo y la
Roma franca del año 800 no logró rehacer la unidad. En cambio, los
programas políticos y religiosos elaborados en el curso del siglo IX estaban a
punto. Su aplicación en el siglo XI demuestra que el fracaso carolingio no fue
más que una peripecia surgida de las invasiones y de las ambiciones de la
nobleza. Los imperios Carolingio y Otoniano fueron una etapa indispensable
en la reconstrucción del Estado. En efecto, el auge de los principados y el
triunfo de las estructuras feudales no pueden explicarse sin la intervención de
Carlomagno y de sus sucesores. Por eso es importante analizar por qué los
coetáneos tuvieron la impresión de que los tiempos del emperador de la barba
florida habían sido una edad de oro que acabó en una edad de hierro.
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Capítulo 10
LA «RENOVACIÓN» CAROLINGIA
Las dos primeras generaciones de la época carolingia, la de Pipino el
Breve y la de Carlomagno dieron indiscutiblemente la impresión de que se
estaba produciendo un verdadero despegue de la civilización. Consideraron
que su mundo bárbaro y pagano se convertía en civilizado y cristiano.
Tradujeron esta dilatación y este bautismo de un mundo nuevo con un
término preciso, el de renovación. Esta palabra, salida de un renacimiento
intelectual que se buscaba desde fines del siglo VII, fue en particular utilizada
en la expresión Renovado regni Francorum, renovación del reino de los
francos. Los clérigos del entorno de los primeros carolingios idearon la nueva
formación política no sobre los recuerdos de la Roma antigua sino a partir de
la respuesta de Cristo a Nicodemo (Juan, III, 3): «Os hace falta nacer de
arriba». Al primer nacimiento debe suceder un segundo nacimiento a través
del agua del bautismo. Entonces aparece una criatura nueva por segunda vez
(renovatio). Por consiguiente, el renacimiento carolingio fue concebido como
el bautismo de una vieja sociedad bárbara o como la cristianización de un
mundo pagano y pecador. Los monjes y clérigos de Saint-Martin de Tours,
Saint-Denis, Reims, Corbie, Corvey o Fulda estimaban que esta nueva
sociedad debía aparecer primero en el marco de un nuevo Estado y una nueva
Iglesia. La reforma política no consistía solo en reinventar el Imperio y en
volver a crear la monarquía, debía transformar todas las estructuras políticas y
eclesiásticas. Se manifestó además a través de un indiscutible florecimiento
artístico e intelectual: el primer renacimiento de nuestra historia. Pero surgió
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en gran parte de las lecciones y de las innovaciones de fines de la época
merovingia.
Las monarquías germánicas reposaban en la libre elección del rey por los
guerreros en función de sus aptitudes para ganar en la batalla. Por eso la
sucesión dinástica, prenda de continuidad política, tuvo algunas dificultades
para enraizarse. En Hispania, tras la desaparición de la familia de los Balthos,
en el 531, la elección recayó en manos de los dignatarios del palacio de
Toledo y de los obispos. Mientras los primeros se rebelaban sin cesar contra
su propio elegido, los segundos hicieron cuanto pudieron por reforzar la
monarquía. A partir del 633 se reunieron concilios en Toledo, ante cada gran
avatar, para asistir al rey, deliberar sobre las cuestiones políticas y religiosas,
votar las leyes que les eran propuestas o que estaban en preparación, juzgar
los casos de alta traición, etc. Para reforzar la legitimidad real, el cuerpo
episcopal practicó, siguiendo el ejemplo del profeta Samuel, la unción real,
reutilizada entre el 621 y el 641. En el 672 ya está atestiguada como normal
por el rey Wamba. Pero este fortalecimiento sacro de la legitimidad real no
tuvo mucho efecto. Los nobles de origen visigótico consiguieron tomar parte
en los concilios y el número de laicos aumentó a expensas de los obispos de
origen romano. En el 711 esta inversión de la tendencia desembocó en un
conflicto agudo entre los hijos del rey Witiza y el nuevo elegido, Rodrigo, que
fue fatal para la monarquía visigoda.
En el caso de los lombardos, la elección también prevaleció, después del
584, con ocasión del restablecimiento de la monarquía. Pero se practicaba una
especie de sucesión restringida gracias a la posibilidad que tenían las mujeres
de transmitir sus derechos a la corona. Este fue el caso a partir de Teodelinda
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hasta principios del siglo VIII. El pueblo lombardo, más próximo a sus
orígenes que el de los visigodos, practicaba todavía en el siglo VII la asamblea
de hombres libres. Esta reunión del pueblo en armas tuvo lugar aún en el 643,
con ocasión de la proclamación del edicto de Rotario. Más tarde, las
reuniones de duques o gastaldi («intendentes de las propiedades reales»),
obispos y abades sustituyeron a las de hombres libres. Ratificaban los
tratados, elaboraban los textos de leyes y ejercían así un efectivo derecho de
control sobre el rey. En cuanto a las monarquías tribales anglosajonas, estas
eran aún más germánicas e incluso escandinavas en su concepción. El término
de eyning o cyng (más tarde king) significa «hijo de», «miembro de la
familia». Ello prueba que era rey todo aquel que poseía una genealogía, la
cual remontaba la mayoría de las veces al dios Wotan. Existía, pues, un
carisma pagano de la monarquía. Pero también allí las necesidades de la
guerra hacían que la heredabilidad real no fuese automáticamente practicada.
A fines del siglo VII, en particular, parece corriente la elección de un jefe de
guerra. Se trataba casi siempre de que los nobles escogiesen entre los hijos del
rey difunto. Entre los doce reinos anglosajones existentes hacia el año 600 se
puede incluso constatar la coexistencia de tres a cuatro reyes en el interior
mismo de Sussex o de Essex. A pesar del título de bretwalda («dominador de
los bretones») que se arrogaban algunos reyes, ninguno consiguió alcanzar
verdaderamente una posición dominante. Además, cada uno era asistido por
un consejo de sabios (witenagemot) que promulgaba con él la ley del reino.
Así se hizo con la ley de Kent, bajo el reinado de Ethelberto, o con el nuevo
código de Wihtred de Kent, en el 695. En la misma época, alrededor del rey
Ina se agrupaban obispos y jefes de familias nobles que ocupaban importantes
funciones. Visiblemente, esta asamblea sustituía a los sacerdotes paganos y a
los guerreros libres que rodeaban al rey originariamente. En Escandinavia
nada había cambiado, el rey estaba incluso completamente sometido a la
decisión de la asamblea tribal, reunión de sacerdotes y guerreros.
Quizás solo la monarquía merovingia intentaba escapar a las concepciones
primitivas del «Estado» germánico. Los sucesores de Clodoveo, utilizando a
fondo el carisma pagano de los cabellos largos y de la dinastía siempre
victoriosa, capaz de distribuir el botín en abundancia, procuraron eliminar el
reparto del reino entre los herederos. A esa concepción del reino, propiedad
privada de un jefe vencedor, se la llama «patrimonialidad» y condujo a las
guerras civiles que hemos visto durante la segunda mitad del siglo VE
Clotario II y Dagoberto se esforzaron con éxito en suprimirla mediante
asesinatos sin piedad. Pero a partir de la muerte de Dagoberto, el reparto
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reapareció. En el 614 el edicto de Clotario II, que establecía que todos los
altos funcionarios debían ser originarios del territorio administrado, bloqueó
lentamente la unidad monárquica. Por otra parte, el resurgimiento del reparto
en el 640 hizo revivir el bloque Neustria-Borgoña contra Austrasia, mientras
que Aquitania y Provenza se alejaban irremediablemente de las capitales
merovingias. Ciertamente, a partir del 687 no hubo más que un solo rey,
Teodorico III, pero como el intendente de los dominios reales, el
«mayordomo de palacio» Pipino II de Heristal, había tomado el poder
efectivo, esta unidad era puramente ficticia. En efecto, en Neustria y otras
partes, las facciones aristocráticas eran totalmente independientes. La
asamblea de hombres libres que Clodoveo y sus sucesores reunían
regularmente antes de cada campaña militar, y que se llamaba Campo de
Marte en honor al dios de la guerra, solo era controlada en Austrasia, allí
donde Pipino conducía continuas ofensivas contra sus adversarios los frisones
y otros vecinos germánicos. Fue en esta época cuando los pipínidas
difundieron la leyenda de estos reyes merovingios holgazanes llevados por
carros de bueyes de dominio en dominio. En realidad, el jefe de guerra había
reducido al rey a este estado de dependencia, y como no osaba tocarlo a causa
de la legitimidad que le daban los obispos, intentaba ridiculizarlo. En
resumen, a principios del siglo VIII, por todas partes la monarquía se
encontraba en estado de debilidad o de crisis abierta, literalmente privatizada
por las facciones nobiliarias o las asambleas de altos funcionarios. Solo
permaneció poderosa donde su fuente seguía manando: la guerra. La paz
terminó por destruir la monarquía germánica.
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fenómeno tenía una mayor amplitud en la Galia. Ya en el 656 en Aquitania la
dignidad y la función de patricio de Toulouse dieron lugar a un principado
romanizante que en tiempos de Eudes (hacia 700-735) se transformó en un
virreino. Igualmente Alamania, Turingia y Baviera reencontraron su antigua
independencia con una dinastía local. La Frisia, que en parte había sido
conquistada por Pipino II, recuperó su territorio en la desembocadura del Rin.
La Borgoña se fragmentó en pequeños ducados, y aprovechando la lucha
contra el Islam un patricio se puso al frente de la Provenza. En resumen, por
doquier aparecieron agrupaciones políticas autónomas que correspondían en
cada caso a rasgos regionales caracterizados por su población o su
civilización. En algunas regiones, era el retorno a las tribus originales
(turingios, vascos) o una nostalgia del pasado romano real y ficticio a la vez
(Aquitania); en otras partes era la afición al poder de un noble ambicioso
(Espoleto) o el desarrollo de actividades marítimas originales (Frisia); en una
palabra, todo concurrió a la multiplicación de estas monarquías locales. En los
países germánicos, la ruptura debida a la gran peste no hizo sentir sus efectos,
pero unas estructuras administrativas incompletas y la ausencia de la noción
de bien público produjeron los mismos efectos.
La concepción romana del funcionario solo sobrevivió de forma plena y
completa en la Italia bizantina, alrededor del exarca. Este mandaba a los
gobernadores civiles (judices), nombrados con la recomendación de los
obispos y los notables de las provincias. Tenía también bajo su autoridad a los
duques y funcionarios militares que él mismo nombraba.
La solidez del Estado romano-bizantino era envidiada por los visigodos y
los lombardos. Sus reyes imitaban los títulos y los fastos de la corte de
Constantinopla. Pero en el caso de los monarcas de Pavía todo esto no llegó
muy lejos. Como no habían conservado un sistema fiscal, la treintena de
duques dispersos por el reino se quedaron con las tierras de las que se habían
apoderado y otro tanto ocurrió con sus subordinados, los sculdhais. Los
gastaldi no pudieron oponer mucha resistencia, más aún cuando las farae, los
clanes primitivos, habían desaparecido. Solo quedaban los arimanni
(«hombres del ejército») instalados en las tierras del fisco. Estos fueron
puestos bajo las órdenes de los gastaldi, que tenían el derecho de juzgarles.
Como el fisco había sido ampliado por las conquistas de Aistulfo en la
Liguria y en Emilia, este último pudo entonces imponer el servicio militar a
todos los súbditos de su reino. Esto permitió el fortalecimiento de un embrión
de administración central en Pavía alrededor de un «mayordomo de palacio»,
un chambelán, un condestable y un senescal, jefe de los criados. Estos
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oficiales privados existían en todas las demás cortes germánicas con títulos
diversos. En la Hispania visigótica eran llamados «conde del Patrimonio»,
«conde del Tesoro», quien se encargaba de la tesorería junto con los «condes
de las cámaras», el «conde del establo» para la remonta de los caballos y el
«conde de los espatarios» para la guardia personal del rey. A esto se añadía
una cancillería con un «conde de los notarios» para tomar documentos por
escrito. En la Galia, la cancillería estaba en manos de un refrendario.
Visiblemente, en Hispania existía la distinción entre lo público y lo privado,
ya que se distinguía entre el tesoro público y la cámara del rey. Asimismo, en
la administración local existía todavía el conde de la ciudad, vieja institución
romana, ayudado por los vicarios; pero hay que subrayar que los condes de
los ejércitos eran comandantes divisionarios de los ejércitos provinciales. La
distinción entre lo civil y lo militar existía aún porque la percepción de
impuestos directos continuaba en la península ibérica en el siglo VIII. En
cambio, su desaparición gradual en la Galia e incluso en Aquitania, donde los
príncipes los hacían recaudar por los judíos, permitía al conde de la ciudad
acumular, por osmosis con su homólogo germánico, el grafio, actividades
militares, judiciales y financieras. Así se explica su tendencia a la usurpación.
En el siglo VIII, muchos condes de la Galia merovingia, en particular en las
fronteras, se convirtieron en verdaderos potentados locales. Pero aun cuando
en la Hispania visigoda sobrevivían la noción de funcionario y la separación
entre condes civiles y condes militares, es sorprendente encontrar la vieja
tendencia a la deserción. El rey Égica era incluso tan impotente contra esta
práctica que se vio forzado a enrolar en sus ejércitos a los clérigos y esclavos
de los dominios reales. Así, bien sea por impotencia de una administración
central todavía privada o por exceso de poder de una administración central
pública, la monarquía no era obedecida a menos que incrementara las tierras
de su fisco y que adoptara el sistema del soldado-campesino.
En Inglaterra, la casa del rey era aún más de orden privado que la de los
merovingios. Como en el caso de los francos, los príncipes atraían a los hijos
de las familias nobles, les alimentaban y les educaban, esperando obtener, a
partir de estos jóvenes, adultos que fuesen servidores fieles y agradecidos. En
sus palacios de madera, las funciones de botellero y copero parecían más
importantes que las de administrador de los dominios, el chambelán y el
condestable. Evidentemente, todo sistema fiscal había desaparecido y los
impuestos habían sido privatizados y asimilados a los otros tributos que
pagaban los campesinos por sus tierras. El rey tenía sus propios dominios. En
todos los demás obtenía rentas en alimentos (feorm, del latín firma)
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suficientes para alimentarle a él y a su mesnada durante un día y una noche:
los aldeanos depositaban en el tun del rey cerveza, trigo, ganado, miel y
queso, como lo prueban las leyes de Ina del 690. Este feorm (que ha dado
ferme en francés y farm en inglés) era a veces conmutado en moneda. Por
último, se le añadían los tributos de los pueblos vencidos. Cada rey se
desplazaba de un dominio, cercado por un seto, a otro para consumir estas
provisiones. Por su parte, los merovingios hacían otro tanto y la leyenda de
los reyes holgazanes es una buena prueba de estos viajes de una tierra a otra.
Así, en el siglo VII, desprovistos de una verdadera organización central, los
reyes anglosajones no dejaron de elaborar algunos elementos de
administración local. Hacia el 690, algunos nobles (ealdormen) recibían en
Wessex un scir (más tarde shire, condado). Quizás se trataba ya de una
circunscripción territorial que tenía como subdivisión la centena, que ya
existía en el norte del reino franco. Pero no podemos afirmar nada por falta de
pruebas. Allí, «el Estado» germánico aún estaba en la fase de comunidad sin
domicilio fijo y con la violencia como única institución de base.
Esta privatización del Estado se extendía incluso a la Iglesia. Hemos visto
cuáles eran los esfuerzos de los reyes por nombrar los obispos. Era normal
que intentasen apoderarse del único poder ajeno al suyo. Además, los obispos,
teniendo en cuenta sus cargos y la codicia de los poderosos hacia las tierras
eclesiásticas, buscaron la forma de hacer garantizar sus bienes por los
monarcas. En particular obtuvieron de los reyes francos exenciones de
impuestos, donaciones de talleres monetarios y títulos de inmunidad que
prohibían a todo conde ejercer su función en los patrimonios de los obispados
y más tarde de las abadías. El obispo o el abad cumplían entonces las tareas
del funcionario y rendían cuentas directamente al príncipe. La Iglesia secular,
más tarde la regular, entró así en el juego del poder. Los pipínidas se
apoyaron en gran parte en los monasterios. Carlos Martel fue aún más lejos y
nombró fríamente laicos al frente de obispados o de monasterios, que fueron
así transformados en bases de poder político a su servicio. Un pariente
llamado Hugo fue nombrado a la vez obispo de Ruán, abad de Jumiéges y de
Saint-Wandrille. Milon, otro aliado de la familia, sin estar consagrado,
acumuló durante 40 años los obispados de Tréveris y de Reims, así como el
abadiato de Mettlach. En las regiones mediterráneas, supuestos obispos
ocuparon las sedes, cuando en realidad llevaban una vida de jefes de guerra,
hasta el punto de que más tarde los redactores de las listas episcopales se
negaron a inscribir en ellas sus nombres. Se había ido mucho más lejos de la
compra de obispados (la simonía) que estigmatizaba Gregorio el Grande en
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un carta a la reina Bruneguilda. Prácticamente, la Iglesia era arrastrada hacia
su privatización por el Estado, e incluso laicizada, ya que los grandes
propietarios nombraban a los curas de sus Eigenkirche (iglesias propias). La
crisis de la monarquía comportaba la del obispado y la del abadiato. Todo
favorecía al príncipe guerrero que sabía hacerse respetar y encontrar nuevos
medios de mandar y recompensar.
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fue «renovado» con la adición del término christiana. El Estado no podía
existir si no era cristiano. Para conseguirlo, tal como dice un capitular de
823-825, el emperador velaba por la Iglesia, mantenía la paz y la justicia; pero
de hecho, la carga estaba dividida de tal manera que «cada uno, allí donde
habite y en el rango social donde se halle situado, sepa que tiene una parte del
peso, de lo que resulta —dice el emperador— que yo debo ser vuestro
admonitor y que vosotros debéis ser mis auxiliares». Todos los súbditos
debían colaborar al buen funcionamiento del Estado, empezando por los
escribanos eclesiásticos que proponían Espejos de los príncipes, verdaderos
manuales de política para uso de los miembros de la familia real. Smaragdo,
Agobardo, Jonás, obispo de Orleans, e Hincmar contribuyeron ampliamente a
esta educación. Arnulfo, rey de la Francia oriental, en el sínodo de Tribur, en
el 895, no dudó en definir esta concepción como un arte de «gobernar según
el derecho eclesiástico». La base del Estado carolingio era, pues, en primer
lugar, de esencia espiritual y eclesiástica.
A la ley de la Iglesia se añadía la ley laica. Esta verdadera repatriación del
Estado desde el Oriente bizantino hasta la Europa del norte se acompañó de
una búsqueda de unidad en la legislación. Carlomagno volvió a ocuparse de la
vieja asamblea anual de hombres libres, que Pipino el Breve había transferido
del 1 de marzo al 1 de mayo, en el 756. El «Campo de mayo», llamado
también «asamblea general», era la ocasión, antes de partir de expedición,
para ver causas importantes y anunciar a los grandes, laicos y eclesiásticos,
las decisiones reales y luego imperiales. Se enviaba una lista de proposiciones
a los nobles y clérigos, que las discutían separadamente y reconocían si eran
conformes a derecho. Entonces eran proclamadas en voz alta delante del
pueblo en armas, después puestas por escrito, capítulo por capítulo (capitula).
Esta enumeración en pequeños parágrafos dio al texto, copiado en cuatro
ejemplares, de los cuales uno era depositado en los archivos de palacio, el
nombre de «capitular». Las decisiones eran aplicables inmediatamente
después de su proclamación verbal por el soberano, a causa del derecho de
ban que le permitía mandar y castigar.
Pero ahí Carlomagno innovó, para hacer sus decisiones aún más eficaces.
Las hizo escribir para reforzar la orden verbal e incluso para reemplazarla, ya
que hasta entonces pretendían obedecer solo los individuos presentes durante
la publicación de las leyes. Los capitulares fueron mucho más instrumentos
de reglamentación administrativa que actos legislativos. Algunos concernían
exclusivamente a Italia. Fueron documentos de referencia copiados,
difundidos e incluso releídos en el interior de cada condado. Recurriendo al
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documento escrito. Carlomagno prolongó el alcance de sus decisiones. En el
campo de las leyes propiamente dichas, mantuvo la personalidad de las
mismas. A lo largo de todo el Imperio y a pesar de las protestas de Agobardo,
arzobispo de Lyon, quien hubiera querido una ley única a la manera romana,
los antiguos códigos continuaron siendo aplicados. Mientras los romanos
conservaban sus leyes, igual que los hispano-visigodos en Septimania, los
bávaros, los burgundios o los lombardos, Carlomagno hizo correcciones y
suplementos a las leyes francas, alamánicas y bávaras. Hizo poner por escrito
la ley de los frisones y la ley de los sajones. En cada proceso mixto que
opusiera a un miembro de una comunidad étnica a uno de otra, este debía
declarar, antes de que empezara la audiencia, de qué ley dependía. Señalemos
sin embargo que toda la gente de Iglesia dependía, fuera cual fuera su origen,
del derecho romano, así como de las decretales pontificias, cuyas colecciones
se acumularon en el curso del siglo IX. El clero realizó en efecto un esfuerzo
legislativo y reglamentario mucho más importante que el de los laicos.
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laico, por oposición a Roma, la ciudad de lo sagrado, la capital religiosa. A
partir del 840, las necesidades de las guerras convirtieron de nuevo a los reyes
en viajeros. Carlos el Calvo intentó también hacer de Compiégne su capital,
pero no lo consiguió, mientras que Hincmar conseguía hacer de Reims la
capital religiosa del reino de Francia occidental.
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Plano del palacio de Aquisgrán.
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palacio», demasiado peligroso, desapareció. Pero dentro de la clásica
confusión entre cargos privados y cargos públicos, el senescal (sinisskalk, el
criado más viejo) se ocupaba del aprovisionamiento de la mesa y, junto con el
botellero, del suministro de los vinos. Al mismo tiempo supervisaba la gestión
de las tierras fiscales mediante los domestici, verdaderos administradores de
los grandes dominios reales. El «chambelán» continuaba ocupándose del
tesoro privado del soberano, pero entonces era ayudado por «sacelarios» que
vigilaban las entradas en numerario. El condestable, con dos mariscales,
aseguraba la remonta de los caballos y el transporte para el abastecimiento del
ejército. Recién incorporado, el conde de palacio sustituía al soberano cuando
se ausentaba para resolver los procesos de súplica que se multiplicaban, y
debía utilizar, como el chambelán, los servicios de algunas oficinas
rudimentarias. Todos estos grandes oficiales laicos podían recibir de
improviso el encargo de una misión diplomática o un mando militar. Por
último, el emperador podía convocar a sus vasallos o a los grandes (proceres)
laicos o eclesiásticos, para pedirles su consejo. Y eran numerosos los porteros
encargados de levantar o bajar las cortinas ante cada solicitante o embajador
que llegara para pedir una audiencia.
El personal clerical, ocupado sobre todo en estimular el renacimiento del
documento escrito y de la correspondencia, estaba agrupado en la Capilla.
Este organismo religioso tenía como finalidad primitiva conservar la más
insigne reliquia del reino de los francos: el manto de san Martín o, más
exactamente, la mitad que quedaba, la «capa». La Capilla era dirigida por un
abad o un obispo de importante familia, Fulrad con Pipino el Breve, Angilram
y luego Hildebold, fueron consejeros importantes, en el reinado de
Carlomagno. El gran capellán tenía, entre sus clérigos, notarios que
registraban en notas abreviadas (llamadas tironianas, del nombre del liberto
de Cicerón) las deliberaciones y decisiones, y que luego redactaban en forma
oficial los documentos y diplomas reales. Su jefe, el protonotario, que
vigilaba también el envío de la correspondencia oficial y la publicación de la
legislación eclesiástica, hacia el año 808 acabó por tomar el título de
canciller. Este nombre le venía de que, en la capilla, se situaba delante del
cierre de piedra calada, llamado «cancel», que separaba a los clérigos de los
laicos. En época de Luis el Piadoso, con el desarrollo de sus servicios, incluso
fue llamado archicanciller. Cuidaba de los archivos del palacio, donde eran
conservados todos los documentos enviados al rey y las copias de todos los
que él expedía.
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La orden emanada del palacio era inmediatamente ejecutable al nivel de la
unidad principal de la administración local, el condado. Según las últimas
investigaciones, parece que en el Imperio se podían enumerar cerca de
setecientos condados, llamados pagi o bien, en la zona germánica, gau. En
algunos casos excepcionales pagi y gau eran subdivisiones de condados.
Visiblemente, eran las antiguas ciudades romanas convertidas en diócesis o
los antiguos territorios tribales. En Germania, la red de los condados no era
aún estrictamente continua. Cada condado era dirigido por un conde
nombrado por el rey, pagado por él, desplazado según su voluntad o
revocable por una falta cometida. El cargo, llamado honor, como en el
Imperio Romano, o bien aun ministerium (oficio, servicio), era remunerado de
varias maneras. El conde obtenía el usufructo de bienes territoriales
imperiales, llamados también por asimilación honores o incluso res de
comitatu, que estaban situados dentro de su circunscripción. Recibía un tercio
de las multas infligidas a los justiciables y un tercio de los peajes percibidos
en su territorio. Como las multas eran en general fijadas al tercio de la
composición, el conde de hecho conservaba en su poder la novena parte de la
suma desembolsada por el condenado. Finalmente, tenía derecho a un tercio
de las multas infligidas por la ruptura del ban real, es decir veinte sueldos de
los sesenta previstos. Sus ingresos eran pues muy importantes. Los condes
estaban investidos de poderes múltiples: ejecutaban las órdenes reales y cada
primavera convocaban los hombres libres al ejército (hueste, del latín hostis,
el enemigo). Aseguraban la presidencia de un tribunal real, el malí público, a
razón de al menos tres sesiones por año, en cada subdivisión del condado,
para todas las causas mayores que implicaran asesinatos, adulterios o traición.
A menudo, incluso eran llamados para una misión especial y se ausentaban de
su condado al menos tres o cuatro meses, aunque solo fuera para conducir los
soldados al lugar de concentración de las tropas.
Sus funciones eran tan numerosas que a fines del reinado de Carlomagno
aparecieron unos subordinados, los vizcondes, encargados de sustituirles en
su ausencia. Pero estos solo existieron en la Galia. De todas formas, en
territorio latino, el conde se apoyaba en vicarios (vicarii) encargados de
causas menores (juicios de deslindamiento, robos, etc.), y en territorio
germánico, en «centenarios», responsables de una pequeña tropa de hombres
encargada de hacer reinar el orden. Vicarios y «centenarios» formaban un
tribunal cada quince días. En conjunto, el conde y sus auxiliares debían
formar un personal administrativo de unas doce personas. Esto permitiría
suponer que el Imperio Carolingio disponía de unos ocho o nueve mil
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funcionarios públicos, cifra que, como se ve, es inferior a la del Imperio
Romano tardío que mantenía, recordémoslo, sobre una superficie un tercio
más grande, quince mil funcionarios, de los cuales dos mil solo en Tréveris.
En resumen, la administración carolingia, con el personal de Aix cuyo
número ignoramos, debía quizás igualar la de la Romanidad tardía. Así, el
retraso político de las monarquías bárbaras había sido borrado.
No olvidemos tampoco que existían otros grandes funcionarios.
Carlomagno conservó la institución merovingia de los duques, o bien creó
condes especiales, llamados condes de la marca (Markgraf, de donde procede
marqués). Les confió varios condados situados en zonas fronterizas
peligrosas. A la vez que administraban su propio condado tenían autoridad en
lo civil y en lo militar sobre los demás, para poder responder rápidamente a
las amenazas de invasión antes de que el rey o el emperador hubieran tenido
tiempo de ser prevenidos. Las marcas más importantes fueron las de Hispania
y Bretaña, así como las que fueron establecidas frente a los daneses, los
wendos y los avaros. En resumen, cada marqués era el jefe de la
administración en el territorio que le había sido concedido. Allí representaba
la autoridad real. No es sorprendente que en Germania, ya en 891, Poppon
haya sido nombrado marqués por Arnulfo, igual que Liutpold, en Baviera, en
el 898, y que hayan sido siempre considerados funcionarios fieles por el rey,
mientras en Francia occidental, Roberto, marqués de Neustria en el 893, o
Ricardo, marqués de Borgoña, solo hacían lo que les venía en gana. La
administración imperial, con el conde, no era solo romana de espíritu,
también era de esencia germánica con esta concepción muy descentralizada
de los poderes civiles y militares.
Esta imbricación de las marcas en los reinos y de los reinos en el Imperio
fue consolidada por la creación de los missi dominici. Estos enviados
especiales del soberano, ya documentados en época merovingia, fueron
sistematizados por Carlomagno a partir del 775, y sobre todo después del 802,
cuando su cometido de inspección fue cuidadosamente delimitado. Circulaban
en grupos de dos, tres y a menudo más, y en general eran al menos un conde y
un obispo. Velaban por la publicación de los capitulares, presidían el tribunal
en lugar del conde, inquirían sobre los abusos de poder de este último,
imponían sanciones y a continuación hacían su informe al emperador.
Escogidos entre los miembros de las grandes familias para que no fuesen
tentados por la malversación o la venalidad, eran además íntegramente
alimentados y transportados a expensas del antiguo cursus publicus romano,
con la ayuda de cartas de requisición. Algunos estaban encargados de
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misiones ad hoc: inspeccionar los dominios reales en una región, inquirir
sobre tal o cual conde. Pero a la mayor parte les fueron encomendados
territorios denominados missatica. Estos territorios donde los missi eran
nombrados regularmente todos los años correspondían, en el 802, a la Francia
y la Borgoña del norte. En el 827, alcanzaron el Rin, el Loira y el Ródano.
Por consiguiente, esta institución centralizadora no entró realmente y de
manera continua en Aquitania, Provenza, Italia y Germania. Se tiene pues la
prueba de que el gobierno de Carlomagno y de sus sucesores solo fue
verdaderamente eficaz en la Galia del norte, allí donde justamente se
encontraban las bases de su poder económico. El respeto de la autonomía de
los reinos fue un medio de integrarlos a largo plazo, medio que por otra parte
fue más tarde utilizado de nuevo por los capetos con la técnica del «apanage».
En todo caso, los missi dominici fueron tan eficaces que, bajo el reinado de
Carlos el Calvo, los grandes exigieron que se les diese posesión de los
missatica donde intervenían. Sea como fuere, este debilitamiento de los missi
dominici no impidió que continuaran su acción en los tres reinos. En el 875
todavía existía uno en la ciudad de Cambrai y algunos son mencionados aún
en el siglo X.
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Circunscripciones de los missi dominici.
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La actividad esencial de estos funcionarios centrales y locales parece
haber sido ante todo la justicia, incluso antes que la hacienda y el ejército. Por
otro lado, fue en este campo en el que Carlomagno intervino más
frecuentemente. Sus capitulares incluyen numerosas prescripciones para
mejorar la justicia administrada por el tribunal del conde. Suprimió los
rachimburgi, hombres libres de la comunidad aldeana que asesoraban en
materia de derecho, y los reemplazó por scabini (échevins), especie de jueces
profesionales permanentes, a razón de siete por malí. Los primeros aparecen
hacia el 774 en el norte de Francia. Para compensar e incluso eliminar la
prueba por «conjurados» (el acusado era absuelto si un mayor número de
personas que las del acusador juraban que era inocente), intentó desarrollar la
prueba por testigos o aun la prueba por escrito. Pero las tentativas de eliminar
la ordalía, prueba de origen pagano, destinada a resolver los casos dudosos,
no tuvieron éxito. Se continuó haciendo andar al acusado descalzo sobre
nueve rejas de arado al rojo vivo o bien, para los más ricos, se siguió con la
práctica del duelo judicial con la ayuda de un campeón. Quien degollaba al
otro era absuelto, ya que la victoria era siempre considerada como una
intervención divina. Carlomagno organizó la apelación al tribunal de palacio
mediante queja por falso juicio. Pero hemos visto cómo rápidamente el conde
de palacio fue desbordado por la afluencia de causas. El principio del sistema
judicial carolingio, con sus dos distinciones, alta justicia (conde) y baja
justicia (vicario, «centenario»), permaneció intacto durante el resto de la Edad
Media, incluso después de su acaparamiento por los antiguos funcionarios.
Los hombres del conde o del «centenario» hacían ejecutar la sentencia.
La intervención de los emperadores fue aún más activa en el campo de la
hacienda. Carlomagno y Luis el Piadoso, sin olvidar a sus consejeros,
insistieron enormemente para establecer contabilidades escritas de sus
posesiones territoriales. El capitular de Villis, que ordenaba inventarios
exactos de lo que debían hacer los campesinos en los dominios fiscales, y los
célebres brevium exempla, un tipo de fichas descriptivas de los recursos
disponibles en un fisco dado, aún están ahí para probar el gran esfuerzo de
productividad y conocimiento matemático de los recursos del Imperio. La
tradición romana de los catastros, relación de censos o de capitación se
perpetuaba en los «polípticos» eclesiásticos. Los clérigos, los emperadores y
los reyes debieron conocer, si no siempre el número de hombres, al menos la
cantidad de fiscos y unidades territoriales (mansos) de que disponían. La
prueba está, como hemos visto, en el hecho de que los expertos que
intervinieron en el reparto del 843 tenían en las manos documentos que les
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permitían hacer una partición equitativa de las tierras públicas. Además, los
tributos percibidos en dinero por Carlos el Calvo para pagar la retirada de los
daneses, en los años 845, 860-861, 862 y 866, fueron cobrados a razón de una
cierta tasa por cada tipo de manso. Para que las 6000 libras de plata del
danegeld del 866 fueran así percibidas era preciso que el gobierno central
conociera el número exacto de unidades imponibles. El renacimiento de la
escritura y de la cifra permitió, pues, a los carolingios llegar a una cierta
eficacia en materia de hacienda.
Por orden de importancia, los fiscos, tierras públicas cultivadas e incultas,
iban en cabeza. Además de los bienes familiares, podían ampliarse por
conquista en países como Sajonia o Italia, por desherencia, por confiscación a
expensas de los traidores o mediante condena judicial. Como estos dominios
servían esencialmente a la manutención de los reyes, al pago de los
funcionarios y, como veremos, cada vez más a la remuneración de los
servicios de los vasallos, este capital territorial estaba constantemente
amenazado de disminución. La guerra también era indispensable para
mantenerlo. En otros casos, como en tiempos de Carlos Martel, los reyes
podían lanzarse sobre las tierras eclesiásticas para distribuirlas entre los
nobles a fin de granjearse su fidelidad. Luis el Piadoso debió decidirse a ello a
raíz de las primeras revueltas. Sus hijos hicieron lo mismo y a fines del
siglo IX casi todos los grandes dominios reales habían sido dispersados,
mientras que los de la Iglesia habían pasado a manos de los laicos. Sin
embargo, podemos señalar que la mayor parte de estos fiscos estaban situados
en Neustria y Austrasia. Precisamente allí era donde se encontraban los
últimos de que dispuso la dinastía. Carlomagno disponía de unos doscientos
palacios, seiscientos fiscos y doscientas abadías. Los otros ingresos estaban
formados por el segundo tercio de las multas judiciales (freda), por las multas
por infracción al derecho de ban (cuarenta sueldos sobre los sesenta restantes)
o por no acudir al ejército (heriban). Venían a continuación los impuestos
indirectos, los peajes percibidos en puentes, por carros, en mercados o bien en
puertos de montaña, a razón del 10 por 100 ad valorem. El conjunto era
entregado al tesoro real, una vez descontada la remuneración al agente
encargado de percibir estos impuestos indirectos. Vista la enormidad de las
sumas (en particular los 60 sueldos), algunos debían pagarlas en especies,
armas, caballos, esclavos, etc. La acuñación de la moneda real proporcionaba
una media de doce denarios por los doscientos cincuenta y cuatro acuñados
con una libra de plata. Los antiguos impuestos romanos, censo y capitación,
no habían desaparecido. Pero, como hemos visto, entonces su montante era
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fijo. Esta «costumbre» ciertamente aún existía en Aquitania, Provenza. Italia
y algunas otras regiones, pues Carlomagno mandó hacer un inventario exacto
allí donde sobrevivía. Entre los ingresos «muebles» citemos además los
regalos, a menudo muy importantes, que los nobles debían hacer en el Campo
de mayo, y los tributos entregados por los bretones o el duque de Benevento
(7000 sueldos anuales). Y no olvidemos los botines: fueron necesarios quince
carros para transportar los tesoros que los avaros habían acumulado en su
ring. En resumen, la guerra y la importancia de los fiscos enmascaraban la
necesidad de reanimar el antiguo sistema fiscal romano que continuó
periclitándose, más aún cuando se había convertido en un símbolo de
servidumbre.
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numerosos soldados de infantería armados con una lanza, un escudo, un arco
y doce flechas. Pero tenían un papel poco importante al lado de los
combatientes a caballo, cuya función era provocar el choque y la victoria
final. Al lado de la caballería ligera de los bretones, sajones, austrasianos,
gascones e hispanos, destacaba la importancia creciente de la caballería
pesada. Armados con una espada larga, un tahalí, una lanza y protegidos por
una broigne («loriga»), pesada capa de cuero cubierta de placas de hierro,
como mínimo eran propietarios o tenentes de doce mansos. Su armamento
costaba en líneas generales de treinta y seis a cuarenta sueldos, o sea el muy
elevado precio de veinte vacas. Carlomagno y Luis el Piadoso, sobre todo,
utilizaron hábilmente estos combatientes a caballo acorazados. La mayoría de
sus operaciones militares consistieron en concentraciones de tres o cuatro
columnas sobre un objetivo preciso, o bien, a la inversa, para las operaciones
de pillaje, en la dispersión de un gran ejército desplegado, como los dedos de
una mano, a través del país a someter. Esta estrategia original explica el éxito
de los francos.
El número de soldados fue también un elemento considerable del éxito.
En el 811, por ejemplo, cuatro ejércitos pudieron operar a la vez en el Elba, el
Danubio y el Ebro, así como en los confines bretones. Cada uno comprendía
de seis a diez mil soldados de infantería, más dos mil quinientos a tres mil
combatientes a caballo, de los cuales ochocientos iban acorazados. Sin
movilización general, el Imperio era capaz de poner en pie de guerra
alrededor de cincuenta y dos mil hombres, de los cuales doce mil eran
combatientes a caballo. En resumen, se estima que los emperadores podían
reunir cien mil soldados de infantería y treinta y cinco mil de caballería.
Incluso si consideramos estos cálculos como demasiado optimistas, es cierto,
de todos modos, que los carolingios tuvieron en sus manos un instrumento
militar particularmente bien entrenado y ciertamente superior a los sesenta y
cinco mil hombres realmente eficaces de que disponía el Imperio Romano
tardío de Occidente. Por el contrario, estamos muy mal informados sobre las
flotas de guerra. En el 811, Carlomagno restauró el sistema romano de
vigilancia costera en Gante, Boulogne y desembocaduras de la Gironda y del
Ródano, para luchar contra los escandinavos. Cada flotilla tenía tropas de
embarco dispuestas a partir a la primera alerta. No tenemos ningún detalle
sobre sus operaciones pero a la vista de los resultados se puede dudar de su
utilidad.
El ejército carolingio se cohesionó sobre todo por otra iniciativa de
Carlomagno: la introducción del vasallaje en el Estado. Recordemos la
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importancia de las clientelas en el ascenso de la dinastía. Mientras estos
vínculos eran de dominio privado y el beneficio era un regalo absolutamente
gratuito del señor al vasallo, Carlomagno sistematizó la unión del beneficio
con el vínculo personal. Exhortó a todos los hombre libres a entrar en la
obediencia de un señor por la ceremonia de la encomendación. A cambio del
servicio militar de este hombre, el señor estaba entonces obligado a ofrecerle
no ya su mantenimiento a domicilio como antaño, sino el usufructo vitalicio
de uno de sus propios bienes territoriales. El servicio del vasallo se convertía
también en la causa del beneficio. Toda una jerarquía de subordinados se creó
de este modo. Carlomagno mismo se vinculó a unos vasallos reales (vassi
dominici) a los que dotó («casó») con tierras fiscales. Considerando que los
bienes eclesiásticos le pertenecían, ya que los protegía concediéndoles el
beneficio de la inmunidad (es decir, mediante la prohibición a todo oficial
público, conde o duque, de ir a cumplir sus funciones públicas en aquellas
tierras), exigió a los obispos y a los abades que entrasen a su vez en los
vínculos personales por medio de la encomendación. Así se explica que estos
grandes personajes eclesiásticos hayan figurado en el ejército rodeados de sus
propios vasallos. A través de esa red de fidelidades entrecruzadas y
centralizadas en su persona, el emperador esperaba hacer reposar el edificio
político en el respeto a la palabra dada, en la fe jurada sobre los evangelios o
sobre las reliquias y, sobre todo, en las obligaciones mutuas del señor y del
vasallo y en el llamamiento a los guerreros. No es menos evidente que una
doble contradicción minaba e incluso arruinaba esta forma pública vital: la
que oponía un ideal cristiano pacífico a la obligación de saquear para vivir y
perdurar, y la que, a falta de medios para ser obedecido con seguridad,
obligaba al príncipe a caer en manos de las ambiciones privadas y las
clientelas.
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carolingio o de la bufe germánica) de toda Inglaterra, puesta por escrito en
esta época, demuestra que la monarquía anglosajona era capaz de conocer las
rentas imponibles sobre cada unidad territorial. A partir de Eigfrith, el hijo de
Offa, consagrado en el 796, la unción real se convirtió, a imitación de los
francos, en un medio de consolidar la monarquía. Igualmente, la prerrogativa
jurídica del rey fue puesta de nuevo en vigor por Alfredo, que publicó un
código que recogía algunas leyes de sus predecesores, y que limitaba el
derecho de venganza (faide) y reforzaba las obligaciones debidas a los
señores por sus hombres. El gobierno central de los reyes anglosajones es mal
conocido, pero a nivel local sabemos que el ealdorman dirigía varios
condados en el plano militar. En cada condado (shire) se encontraba un
agente real, el shire-reeve, que más tarde se convertiría en el sheriff. Presidía
dos veces al año el tribunal de justicia delante de los grandes propietarios
rurales, anunciaba las decisiones reales y recibía las rentas y tributos debidos
al rey. Fue el agente principal de la reforma militar decidida por Alfredo. Este
creó, como hemos visto, toda una red de burgos fortificados. Cada uno debía
ser construido y luego defendido con la ayuda de los habitantes del país. El
sheriff fijaba las contribuciones de cada cual en función de su riqueza.
Finalmente, en virtud del fyrd, análogo a la hueste franca, el rey tenía el
derecho de convocar a todos los sajones al servicio militar anual. Para obtener
un ejército permanente, prefirió reclutar la mitad de cada contingente dos
veces al año, durante tres meses. Además, para resistir a los daneses, hizo
construir una flota de guerra, utilizando las técnicas de los marineros frisones.
Finalmente, también aquí, los hombres libres fueron más o menos obligados a
entrar en la encomendación de un señor propietario territorial (thane), forzado
también a cumplir unas obligaciones militares.
En Danelaw o en Islandia, el elemento dominante siguió siendo la
asamblea de hombres libres, es decir de los guerreros. Los reyes escandinavos
solo eran jefes de guerra sometidos a estas asambleas. En Islandia, la
asamblea lo dirigía todo: la Althing fue así el primer «parlamento» europeo.
A la manera de los reinos irlandeses, la Bretaña, casi siempre
independiente en los siglos VIII, IX y X, conservó un gobierno estrictamente
local. Cada parroquia (plebs) era dirigida por un noble de familia antigua, el
machtiern. Como en Escocia, residía en un dominio donde tenía su corte (lis).
Allí ejercía funciones judiciales y recogía los impuestos romanos convertidos
en consuetudinarios. Por otra parte, no ejercía funciones militares como en las
islas, pero a partir del 830 un bretón de la región de Vannes, Nominoé,
convertido oficialmente en missus dominicus de Luis el Piadoso, intentó
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edificar un poder central. En el 845, tras haber derrotado a Carlos el Calvo en
Bailón, hizo independiente a la Iglesia bretona creando una metrópolis
eclesiástica en Dol. Instituyó y nombró condes y missi dominici. Sus hijos,
Erispoé y Salomón, se proclamaron reyes. Vivían rodeados de fieles,
guerreros privados que les servían a la antigua manera céltica. Pero su
esfuerzo por imitar la monarquía carolingia fue interrumpido por las
invasiones escandinavas, y la Bretaña continuó de hecho viviendo bajo la
dirección de sus machtierns.
Por el contrario, en Galicia y en Asturias, el reino neovisigodo continuaba
las prácticas gubernamentales del reino de Toledo. Nada cambió, ni siquiera
el viejo impuesto romano, el tributum, que seguía cobrándose. Solo
desapareció la moneda, mientras que las necesidades de la guerra
omnipresente concentraban todos los poderes en manos del rey. La monarquía
se hizo pronto hereditaria en lugar de ser electiva. El príncipe estaba rodeado
de gardingos que le habían prestado juramento de fidelidad. Todos los
hombres libres le debían el servicio militar. El rey les daba armas o bien les
pagaba concediéndoles una tierra del fisco (préstamo). Nombraba condes que
tenían bajo sus órdenes sayones y merinos. Estos eran amovibles y
administraban justicia en función de las leyes del Fuero Juzgo de Recesvinto.
Incluso la Iglesia se hallaba totalmente en manos del soberano. Del 755 al
1037, más de cien monasterios fueron fundados por los reyes asturianos.
Nombraban obispos e incluso creaban obispados sin intervención de Roma.
En resumen, el aislamiento de la monarquía y la necesidad continua de
encontrar hombres para luchar en el fossatum, la zona fronteriza desertizada
que la separaba del Islam ibérico, hicieron que los reyes cristianos hispánicos
creasen un sistema mucho más centralizado y mucho más obedecido. La
nobleza no tenía tiempo de implantarse en sus tierras. El clero meditaba sin
cesar sobre las innumerables miniaturas del Apocalipsis. Una sociedad sin
clases, bajo la dirección de un rey guerrero al frente de campesinos-soldados,
luchaba por su supervivencia.
El régimen político del Imperio Otónida también se parecía mucho al de
un gobierno de guerra. Como hemos visto, no hacía más que imitar y
reutilizar el programa y las estructuras administrativas carolingias. Otón I,
iletrado hasta los treinta y cinco años, guerrero y cazador, como Carlomagno,
desplazó el Estado carolingio a Germania, indiscutible progreso para una
región que solo había conocido el régimen carolingio en estado puro en
Sajonia. Ya Enrique el Pajarero había inaugurado su reinado con el lema
Renovado regni Francorum, renacimiento del reino de los francos. Como
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Alfredo, fortificó sistemáticamente las grandes abadías, los grandes burgos
rurales y hasta ciudades como Ratisbona y Augsburgo. Ampliando el sistema
de los que contribuían y los que partían (un solo guerrero por cuatro mansos),
prescribió que de cada nueve agrarii milites solo uno tendría guarnición en el
centro fortificado; sin embargo, los alojamientos de los ocho restantes estaban
previstos para el caso de movilización general. Estos guerreros profesionales,
dotados de tierras, protegían asila vida de los centros donde se reunían los
tribunales del conde, los concilios, los mercados, etc. Enrique I. al mismo
tiempo que hacía un llamamiento al campesinado sajón para luchar contra la
caballería húngara, desarrolló progresivamente los milites armad, es decir, los
hombres a caballo y acorazados. Hacia mediados del siglo X, Otón I y Otón II
podían reunir, tan solo al norte de los Alpes, unos quince mil hombres, de los
cuales más de ocho mil iban a caballo y acorazados. ¡La proporción de la
infantería pasó así, en relación a la época de Carlomagno, de tres cuartos a
menos de la mitad! Y esto en un territorio que no representaba más que un
tercio del imperio de Carlomagno. Esto permite suponer pues que las tropas
del Imperio Otónida eran iguales en número a las de Carlomagno, pero que la
inversión a favor de la caballería pesada anunciaba una época diferente, la de
los guerreros profesionales. Señalemos finalmente que este ejército estaba aún
más estrechamente vinculado al soberano, ya que estaba compuesto, tanto su
guardia personal como sus vasallos, por ministeriales o Dienstlehen, es decir
antiguos esclavos encargados de un servicio militar y que ocupaban un manso
de aquel. Volvemos a encontrar aquí la tradición germánica primitiva del
dependiente de origen servil, tanto más fiel al jefe de la guerra cuanto que le
debía toda su fortuna. La fraternidad militar de los tiempos antiguos aún
servía para reforzar un sistema carolingio que Carlomagno había querido
basar en los vínculos de hombre a hombre. Indiscutiblemente, el instrumento
militar en Europa occidental no hizo más que progresar regularmente en
número y calidad, hasta el punto de superar las cifras del Imperio Romano
tardío.
¿BLOQUEAR LA SOCIEDAD?
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en parte sobrevivieron. El fracaso político es también incierto, ya que el mejor
sucesor de Carlomagno, Otón, supo reencontrar su inspiración. El estudio de
los mecanismos mentales que llevaron a la disociación interna del Imperio
puede esclarecer este fracaso. En efecto, estallaron incomprensiones y
divergencias no solo en cuanto a la obediencia al rey y al emperador, sino
también en lo que se refiere a las exigencias religiosas de la Iglesia, tanto más
peligrosas ya que implicaban la supervivencia en el más allá. Los grandes
rechazos son la clave de la explicación de los desordenados años que van del
850 al 950. El impulso que no había podido desencadenarse dentro del orden
imperial estalló entonces en el orden local, el del feudalismo.
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Iglesia intentaba hacer del emperador o del rey un personaje intocable y
sagrado, hasta el punto de que efectivamente jamás tuvo lugar ningún
atentado contra la persona real, pero no pudo impedir que su soberanía se
redujese cada vez más. Y aun contribuyó a ello pidiendo, con Hincmar en
particular, que los obispos, cuando eran investidos por el rey con el obispado
y con sus bienes, ya no fuesen sometidos a la immixtio manuum, es decir por
las manos, a la manera franca, a la entrega de sí mismos en una relación de
inferior a superior. Ciertamente, este rechazo se hacía apoyándose en el
axioma evangélico de que nadie puede servir a dos señores, pero de todos
modos esto debilitaba el poder real. Desde entonces se asistió a un primer
fenómeno de degradación: el rey solo podía hacerse obedecer si concedía
favores. En Coulaines, en el 843, se vio obligado a prometer a la Iglesia no
despojarla de sus bienes para obtener beneficios, y a los grandes no quitarles
sus cargos (honores) de forma arbitraria. Si no aplicaba estas decisiones, los
súbditos podían considerarse desligados de su juramento de fidelidad. La
inversión entre la obediencia y el don era total. La formulación contractual de
igual a igual, de tipo romano, quitaba al rey todo medio de presión,
enmascaraba la rapacidad de los grandes y limitaba el poder real mediante la
referencia a las leyes de Dios.
Condenado a dar, el rey distribuyó bienes fiscales sin cesar. Después del
840, en efecto, la fidelidad ya no retenía a un solo noble, ni siquiera tras la
ceremonia de encomendación, a pesar de ser tan sobrecogedora.
Efectivamente, las guerras civiles y los múltiples repartos habían enturbiado
completamente el respeto al señor, rey o emperador. ¡En Borgoña, del 806 al
839, los nobles debieron encomendarse seis veces seguidas a un nuevo rey! Y
esto únicamente para obedecer las órdenes legales de Luis el Piadoso. En
estas condiciones, ¿cómo practicar una fidelidad de por vida? A cada revuelta,
el vasallo era convocado a la hueste. ¿A quién debía seguir?, ¿al hijo
sublevado, señor directo, o al emperador escarnecido, señor supremo? Casi
automáticamente, el vasallo, e igualmente el vasallo del vasallo, seguían al
señor más próximo, el que directamente podía quitarles el beneficio si no
obedecían. Así, el contrato y el poder directo eliminaban la autoridad suprema
a través de la pantalla que constituía el señor interpuesto entre el rey y el
vasallo. Así pues, para atraer de nuevo la fidelidad era necesario un nuevo
don de tierras. Carlos el Calvo distribuyó a sus fieles, en treinta y siete años,
cuatro veces más tierras que Carlomagno en cuarenta y seis años en toda la
extensión del Imperio. Carlomán, desde el inicio de su reinado, por miedo a
no ser obedecido, concedió tierras a diestro y siniestro, antes incluso de que
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cualquier oposición se hubiera manifestado. Así, en el siglo X, una vez que el
capital de tierras fiscales se había dilapidado y reducido a algunos dominios
en la cuenca parisiense, los vasallos se apartaron de un rey que no tenía nada
más para darles. Incluso empezaron a recibir beneficios de varios señores
diferentes, última prueba de que la fidelidad se había convertido en una
palabra vana.
Juramentos locales
Pero ha de señalarse que estos bienes eran otorgados solo por un tiempo o
de por vida, y que si el caso de confiscación injusta era a partir de entonces
imposible, las recuperaciones nunca habían sido prohibidas. Ahora bien, ya en
el reinado de Carlos el Calvo, los honores del conde empezaron a ser
asimilados a sus beneficios. En el 867, cuando quiso sustituir al conde de
Bourges, Gérard, y nombrar en su lugar a Effroi, este último fue obligado a
apoderarse del condado a mano armada. En ello dejó la vida y Gérard
conservó su condado como un bien patrimonial. A fines del siglo IX, ningún
conde era revocable. Sin embargo, sus bienes fiscales y sus beneficios habrían
podido ser recuperados a su muerte. Pero pronto esta posibilidad desapareció.
El linaje del difunto se interpuso e intentó convencer al rey o al poderoso de
que era oportuno, por razones de interés bien comprendido, dejar al heredero
en las mismas tierras. Desde el 868, Hincmar encontraba normal, para sus
vasallos de la iglesia de Reims, «dejar los beneficios, en vista del servicio
militar, a los hijos de los padres que han servido bien a la Iglesia…». En el
877, Carlos el Calvo, por el capitular de Quierzy-sur-Oise, que procuraba
salvaguardar su derecho de disposición de los honores y los beneficios,
constataba que en su ausencia, durante su viaje a Italia, era preciso tolerar que
los hijos sucedieran a los padres, sin perjuicio de que a su vuelta fuesen
confirmados o se hiciesen nuevas nominaciones. Era confesar que la sucesión
hereditaria se había convertido en la norma habitual. En efecto, esta se instaló
insensiblemente a pesar de algunos retrocesos y se comprende que, en el
curso del siglo X, Luis IV y Lotario lucharan encarnizadamente por conquistar
la Lotaringia, donde el fenómeno aún no había aparecido y donde, por
consiguiente, habrían podido reconstituir su fisco. El vínculo personal
desapareció. El beneficio pasó de manos del propietario a las del detentador.
El regalo, recompensa de una fidelidad de toda una vida, se convirtió en la
base de un poder político nuevo, el señorío rural. El poder siguió el mismo
camino que la tierra. Después de haber pasado del imperio al reino, descendió
del rey al príncipe territorial, más tarde al señor del castillo.
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Así pues, el vínculo de fidelidad negativa y el vínculo de la
encomendación se habían hundido, ya que el primero había sido absorbido al
nivel del condado y el segundo se había hecho automático, fuera cual fuera el
heredero. Otros dos subsistían. Eran los vínculos de igual a igual y los de
sangre. Pero estos también se volvieron contra el Estado. Sin embargo, no
implicaban una dependencia del noble hacia el soberano, como la
encomendación. Las convenientiae meridionales tenían por finalidad
establecer la paz o alianzas entre familias nobles, y los reyes, excepto en
Coulaines en el 843, no quisieron utilizarlas debido a las condiciones
restrictivas que podían comportar. Daban pues ventaja a la aristocracia al
invertir los papeles. Lo mismo sucedía con el juramento prestado con la mano
para la trustis, la fidelidad. Implicaba, como hemos visto, un apoyo
incondicional, en la vida y la muerte, para cualquier causa. Si esta guardia
personal era privada, como en el caso de los nobles constituidos en
convenientia, pero con una duración y una intensidad sin límite, la trustis
podía volverse aún más peligrosa para el poder público. Por esto fue
severamente prohibida por Carlomagno. Luego, en Dijon, en el 857, Carlos el
Calvo reiteró, probablemente en vano, la misma prohibición, pidiendo a los
missi que tomaran medidas contra los habitantes que se dedicaban al pillaje, a
las mutilaciones, al asesinato, que organizaban trustis, mandaban su rebaño a
pastar en los prados cercados y devastaban las cosechas. Los esclavos
también formaban asociaciones de este tipo, auténticos grupos de presión
cuya ley era justamente tener solo la ley que ellos decidieran. Este tipo de
agrupación local era totalmente extraña a la noción de bien público. A la
organización vertical de la sociedad oponía vínculos horizontales entre los
hombres libres de un lugar. El Estado carolingio se apoyaba sobre tales
mentalidades sin imbricarse.
Igualmente, prohibió en vano las ghilde («guildas») en el 778 y el 884.
Estas agrupaciones de juramento mutuo estaban prohibidas incluso cuando
estaban destinadas a reforzar organizaciones de socorro mutuo contra el
naufragio y el incendio, pues la ley de estos «medios» era radicalmente ajena
al Estado cristiano. La Iglesia, en particular, las denunció muy violentamente
e Hincmar nos explica por qué eran peligrosas estas conjurationes. Sus
miembros se reunían en banquetes y allí, después de muchas comilonas y
borracheras, se hacían juramentos mutuos de ayuda y promesas de apoyo
financiero o físico. De ello resultaban asesinatos o incluso auténticas guerras
civiles. Las guildas parecen haber sido numerosas en el norte de Francia. Se
perpetuaron en particular en el comercio marítimo, y los escribanos
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eclesiásticos continuaron denunciando su apego al beneficio, la dureza de
corazón y sobre todo la ausencia de cualquier tipo de ley en estas
agrupaciones de negociantes que efectivamente solo tenían un objetivo:
asegurar el éxito del grupo, pasase lo que pasase. La trustis o la guilda solo
tenían un imperativo, la supervivencia a toda costa. Eran perfectamente ajenas
al nuevo mundo que querían construir los carolingios y que solo podían
rechazar.
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herencia, y de las luchas infatigables de su hermanastra Hiltrude para que el
duque de Baviera lo vengase, fue ciertamente la causa de su empecinamiento
por obtener un reino para su hijo Carlos el Calvo. Pero el apoyo que le
proporcionó el «chambelán» Bernard, de origen carolingio, fue interpretado
como una traición por los Eticónidas Hugo y Matfrid, quienes intentaron
acabar con Judith por todos los medios. Seguramente se trataba de un
gigantesco ajuste de cuentas entre dos grandes familias austrasianas, la de los
pipínidas, que había conseguido apoderarse del trono, y la de los Eticónidas,
desposeídos de Alamania como los Welf lo habían sido de Baviera. Si esta
hipótesis pudiera ser consolidada, ¿la caída del Imperio Carolingio sería solo
el resultado de una faida interminable? El linaje habría destruido la dinastía y
reducido su legitimidad a un accidente histórico.
Esta permanencia de los antiguos vínculos jurados o carnales explica la
contradicción insoluble con el programa aquitano-hispano de Luis el Piadoso,
Benito de Aniane, Agobardo y otros consejeros eclesiásticos. Dos mundos y
dos mentalidades se enfrentaban. Mientras que, por un lado, dos linajes se
lanzaban a una lucha encarnizada por conservar el poder o vengar las
esperanzas aniquiladas, por otro, el arzobispo de Lyon, Agobardo, no
encontró nada mejor que poner aceite en el fuego con un solemne discurso a
los grandes. Con una incomprensión total de la situación, se dedicó, en una
paráfrasis blasfematoria de las Lamentaciones de Jeremías, a hacer un ataque
particularmente misógino de la mala conducta de la emperatriz, que los otros
testimonios no confirmaron. Creyendo defender el Imperio, lo arruinaba aún
más. Ofrecía armas inesperadas a los adversarios de Judith y del emperador,
quienes además no habían aceptado su nuevo matrimonio. El nudo de víboras
se había vuelto inextricable por la intervención clerical, y las divisiones de los
años 830-840, inscritas en esta torpeza. La faida visceral y la abstracción
moralizante tuvieron el efecto del azufre en el agua: una deflagración
instantánea.
La unión imposible
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era condenado a una multa de 60 sueldos. Ahora bien, los mismos que en
nombre del Deuteronomio condenaban el préstamo con interés, se
convirtieron a su vez en prestamistas. Los abades, en particular, prestaban
sumas importantes, cayendo así bajo el peso de la prohibición. Esta fue
beneficiosa para los campesinos, a los que, si no salvó de la ruina, si al menos
de la prisión por deudas, pero fue un impedimento considerable para el
comercio y quizás aún más para el alma de los negociantes que se
preocupaban por su reposo eterno. Explica al mismo tiempo que bastantes
obispos hayan confiado la gestión de sus capitales a administradores judíos.
Así, el programa chocó con obstáculos tales que, o bien quedó pulverizado,
como en el caso de los pesos y las medidas, que se diferenciaron según las
regiones, o bien fue eludido, como ocurrió con la usura, y en el mejor de los
casos aplazado en su aplicación, como lo fue respecto al sistema monetario,
que se mantuvo.
Queda una última causa del fracaso político que condujo a la
fragmentación en principados territoriales: la oposición entre pueblos, que Jan
Dhondt ha descrito con el término de «disolvente étnico». Por mi parte, vista
la ausencia de unidad racial en muchos casos, prefiero el término de
particularismo regional. En efecto, no acabaríamos nunca de citar los clichés
mentales de los contemporáneos de los siglos IX y X para definir a sus
vecinos. Cuando Luis el Piadoso desconfiaba de los francos del oeste, prefería
apoyarse en los germanos, es decir en los sajones, que consideraba buenos,
leales y fieles. También Notker de Saint-Gall oponía a este sólido núcleo «los
galos (es decir, los francos del oeste), los aquitanos, los borgoñones, los
hispanos, los alamanes y los bávaros», que en tiempos de Carlomagno estaban
muy orgullosos de poderse vanagloriar del título de «esclavos de los francos».
Pero aquel tiempo no duró mucho y la unidad no les sedujo, a pesar de las
apelaciones del hispano Agobardo para formar un imperio donde, a la manera
del ideal expresado por san Pablo, no hubiera «ni aquitanos, ni lombardos, ni
burgundios, sino uno en todos y todos en Cristo». Al «corazón de hierro» de
los francos se oponía la necedad de los welchos, la ligereza y la continua
propensión a la traición de los romanos. La historia de las relaciones con los
aquitanos es particularmente reveladora. Carlomagno a menudo tuvo miedo
de que el joven Luis el Piadoso se dejara contaminar por las costumbres
insolentes de sus administrados. Temores bastante justificados puesto que
Luis volvió a Aquisgrán, en el 814, acompañado de consejeros aquitanos que
le hicieron aplicar un programa excesivamente osado para la época y
demasiado avanzado respecto a las mentalidades. Por el contrario, las familias
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francas instaladas por Carlomagno en Aquitania se meridionalizaron muy de
prisa, seducidas por el modo de vida muy opulento y refinado de estos
romanos. A partir del día en que los francos de Lombardía y Aquitania
adoptaron costumbres y nombres mediterráneos y se pasaron a la vieja Europa
abandonando la joven Europa, el ejército carolingio y la concepción de un
Imperio franco se hundieron. Igualmente, en sentido contrario, el día en que,
pronunciada por Luis el Piadoso, era propuesta la concepción aquitano-
hispana de un Imperio igualitario y uniforme, se despertaron los sentimientos
germánicos y la oposición a los traidores meridionales. «Los romanos son
estúpidos, los bávaros sabios», dice el glosario de Kassel. ¿Y qué decir
entonces de los inasimilables vascos o de los obtusos bretones?
«Completamente ajenos a toda civilización, propensos a la cólera, tienen
costumbres incultas y chapurrean una jerga estúpida», decía Raúl Glaber a
principios del siglo XI. El foso cultural entre estos diferentes pueblos fue una
de las causas del desmembramiento del Imperio. Se demuestra con el simple
hecho de que, después del 930, el rey de Francia occidental no intervino más
en el sur del Loira. Cuando, en el 987, el conde de Barcelona solicitó ayuda
contra el Islam, en nombre de la antigua solidaridad, a su señor el nuevo rey
Hugo Capeto, este ni tan siquiera se tomó la molestia de moverse.
Pero se podría replicar que la fragmentación alcanzó también al núcleo
primitivo del Imperio, Neustria, Austrasia, el norte de la Borgoña, donde la
centralización, implantada con la ayuda de los missi, designados en un puesto
fijo, había sido particularmente fuerte. Allí donde las antiguas poblaciones
galo-romanas se enorgullecían de llamarse «francos», la unidad debió haber
subsistido. Sin embargo no fue así, puesto que la aristocracia seguía aún
respetando al rey solo en función de sus victorias. La concepción germánica
del Estado se desplazó entonces hacia el este, a Sajonia, donde el carisma de
la violencia se reencarnó en el linaje de Widukind, el único jefe sajón que
había sabido resistir a Carlomagno, familia representada por Enrique y Otón.
Entonces, la idea romana del Estado cayó en manos de los aquitanos Girard
de Vienne, Géraud d’Aurillac, Gerberto, y de los cluniacenses, cuyos
primeros abades, como Odón, eran también meridionales. El Estado fue
todavía para los primeros una propiedad personal y para los segundos un
servicio público. La unión fracasada de estas dos grandes mentalidades
produjo separaciones que anunciaban sin embargo otras disputas, en
particular en el siglo XI, entre papado e Imperio.
¿RENOVAR LA IGLESIA?
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El factor principal de la renovación de las instituciones políticas fue el
grupo clerical de los intelectuales, auténticos «consejeros de Estado», especie
de tecnócratas de un sistema imperial o real. En todas partes encontramos su
influencia y su deseo de «bautizar» las estructuras. Cuando los primeros
carolingios comprendieron perfectamente que no podían hacer nada sin la
Iglesia, y se persuadieron de que debían defender y promover la fe cristiana,
ya no se sabe muy bien, en medio de tal imbricación, quién sostenía a quién.
En efecto, las reformas de la Iglesia, las misiones o los éxitos intelectuales y
artísticos se debían a iniciativas que venían tanto de unos como de otros.
Es evidente que la primera serie de concilios, del 743 al 747, que marcó el
fin del mayorazgo de Carlos Martel, solo pudo reunirse con su autorización.
Primero se solucionó el problema de los bienes de la Iglesia que habían sido
cedidos a los vasallos. Frente a las necesidades de la guerra, los obispos
aceptaron estas sustracciones temporales de las tierras eclesiásticas, a
condición de que el titular pagara un censo de reconocimiento al abad o al
obispo propietario del bien, y que este volviese al patrimonio eclesiástico a la
muerte del beneficiario. Fue la precaria «por orden del rey». Bonifacio
esperaba obtener a cambio una depuración del clero y el restablecimiento de
los arzobispados. Pero los príncipes y los laicos tenían demasiado interés en
conservar su poder sobre la Iglesia, como para dejarlo tan pronto.
Chrodegang, obispo de Metz (742-766), puso a punto una regla para los
sacerdotes que rodeaban a cada obispo en su catedral, los canónigos.
Inspirada en los usos de san Agustín, intentaba hacerles vivir en común, en el
refectorio y en el dormitorio, haciéndoles atender el servicio de la catedral y
los oficios monásticos. Pero fue preciso esperar prácticamente hasta el
concilio de Aquisgrán, en el 816, para que esta regla se generalizara y se
aplicara en todos los capítulos canónicos. Indiscutiblemente, tuvo como
resultado unificar la vida y la cultura espiritual del alto clero. Esta primera
generación de reformadores fue relevada por una segunda, con Angilram,
obispo de Metz, y Teodulfo, obispo de Orleans, y una tercera, durante el
reinado de Luis el Piadoso, donde destaca sobre todo la acción de Jonás,
obispo de Orleans, y de Agobardo, arzobispo de Fyon.
Con Carlomagno, las relaciones entre Estado e Iglesia fueron más
estrechas. Y hemos visto cómo intentaba dominarla Carlomagno.
Efectivamente, como en tiempos del Impero Romano, nadie podía entrar en la
clericatura sin su acuerdo. Nombraba todos los obispos e incluso, a veces, los
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abades. Para obtener un contingente más importante de vasallos, llegó a poner
un abad laico al lado del abad regular. Hizo entrar al clero en el vasallaje,
obligó a los grandes dignatarios a ir a la hueste con sus contingentes de
vasallos, a participar en el tribunal de la asamblea general, a vigilar a los
condes nombrándoles missi dominici, o incluso a formar parte de la capilla
real. Sus capitulares legislaban también para la Iglesia y están llenos de
consideraciones de moral cristiana. Por último, Carlomagno presidía los
concilios.
Esta penetración recíproca de la Iglesia y el Estado tenía ventajas
indiscutibles para la primera. El emperador era el protector normal de las
tierras de la Iglesia, a las que otorgaba el privilegio fiscal de la inmunidad y la
protección del ban. Carlomagno creó el advocatus para proteger y descargar
al obispo o abad inmunista de funciones que le estaban prohibidas (juicios por
crímenes de sangre, etc.). Este laico estaba encargado de ejercer, en los
territorios inmunes, las obligaciones del conde. El alto personal clerical estaba
así mejor situado para ocuparse de su función espiritual. Cuando, a partir del
814, la reforma episcopal estuvo casi terminada con el establecimiento de
dieciséis arzobispados en lugar de las metrópolis desaparecidas al norte de los
Alpes, las múltiples funciones del obispo pudieron entonces ser mejor
atendidas: visitar cada año las parroquias rurales y las iglesias privadas
pertenecientes a los grandes propietarios, ordenar curas párrocos a los
esclavos emancipados que estos les presentaban, crear escuelas de chantres y
de lectores, vigilar los monasterios, nombrar jorepiscopoi si el ámbito
episcopal era demasiado extenso, rezar y defender la fe y, por último,
asegurar el servicio de la catedral con los canónigos. A partir de la reforma de
estos, promulgada en el 816, los ingresos de bienes episcopales fueron
divididos en dos partes: la mensa (o mesa) episcopal y la mensa capitular (o
mesa de los canónigos). La segunda mensa fue repartida en tantas
«prebendas» como canónigos. Cada prebenda estaba calculada para poder
mantener y alimentar un canónigo cada año. Finalmente, el obispo emitía una
legislación sinodal que estaba destinada a regular la situación de los diáconos
y los sacerdotes.
En efecto, el nivel requerido para estos últimos fue mejorado, primero por
exigencias precisas en cuanto a su instrucción: saber escribir y leer, conocer el
símbolo de los apóstoles, el Padrenuestro, el sacramental gregoriano, los
exorcismos, el penitencial, el calendario, el canto «romano», es decir,
gregoriano, la Pastoral de Gregorio el Grande… en resumen, un mínimo
estricto de aculturación. Con sus sermones, el cura del pueblo desempeñaba
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un papel capital en la transmisión de las iniciativas episcopales y fortalecía, a
través de sus exhortaciones, la obediencia al rey. La estructura eclesiástica,
ahí, era mucho más eficaz que la del Estado, porque afectaba en su sede, de
forma estática, a todos los campesinos, mientras que el conde y sus
subordinados solo podían hacerlo desplazándose. Así, los carolingios hicieron
todo lo que pudieron para hacer del cura un personaje más respetado y para
facilitar su celibato. Dadas las confiscaciones de tierras por causa de precaria,
Carlomagno aceptó, por un capitular del 775, que se diera una compensación
al clero. Generalizó una medida esbozada por el concilio de Macón, en el 585:
el diezmo. Todas las tierras, incluso las del rey, debían entregar a las iglesias
rurales la décima parte de su producción. Un cuarto de este diezmo se enviaba
al obispado. Finalmente, en el 827, Luis el Piadoso hizo obligatoria la
propiedad, para cada iglesia rural, de un manso con dos esclavos para
cultivarlo y satisfacer las necesidades del cura. De esta manera, toda actividad
fuera de la espiritual podía serles prohibida.
Si la estrecha alianza de Carlomagno con el clero permitió al obispo
desempeñar un papel brillante, esta tuvo consecuencias aún más importantes
para el mundo monástico, cuya variedad era infinita a mediados del siglo VIII.
El emperador vio, en el monasterio, un medio ideal de dominación, destinado
a eludir a obispos recalcitrantes como los de Aquitania, o bien a implantar la
fe, sobre todo en Germania. Favoreció las abadías que tenían una misión
político-religiosa, como Saint-Denis y Fulda, o que le permitían ser mejor
obedecido, como Aniane, fundada en el 782, Charroux, en Aquitania, y
Lorsch y Hersfeld, a orillas del Rin y del Fulda. Las transformó en abadías
reales, lo que, con la inmunidad, reforzó su estabilidad a pesar de los servicios
y prestaciones debidos al rey. En efecto, Carlomagno desconfiaba de los
monasterios donde se encerraban hombres libres, porque esto disminuía su
potencial militar. No quería la libre elección del abad y prefería el sistema del
abad laico que le permitía, a cambio del disfrute de tierras abaciales, obtener
un mayor número de vasallos para la hueste. Pero, al exigir tantos servicios de
seiscientos o seiscientos cincuenta monasterios del Imperio, de los cuales
doscientos estaban bajo su dependencia directa, Carlomagno tuvo dificultades
para unificarlos porque los hundía demasiado en el mundo.
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Plano de la iglesia abacial de Fulda.
En Fulda, creación de san Bonifacio, la iglesia abacial fue reconstruida entre 791 y 819. El edificio, de
tres naves y presbiterio en hemiciclo, se completaba en el oeste por un importante crucero continuo,
ampliamente saledizo, sobre el que se abría un segundo ábside semicircular.
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grandes. También allí, Luis el Piadoso había puesto los fundamentos del
programa gregoriano.
La prueba es que Otón acentuó todos los defectos de una Iglesia cada vez
más sometida a los príncipes y a los laicos, a pesar de los buenos
reclutamientos que hicieron él y sus sucesores. Nombrando a los obispos e
incluso a los abades, como Carlomagno, Otón terminó por encontrar
ventajoso ceder los poderes del conde a sus excelentes servidores en el
interior de su ciudad episcopal: Spira, Magdeburgo, Maguncia, Coire y
Colonia. Luego acrecentó los poderes del tribunal episcopal en los territorios
eclesiásticos que gozaban de la inmunidad. Después les concedió la
percepción de peajes y el derecho de acuñar moneda para evitar el
acaparamiento por parte de los príncipes laicos. Por último, dio a los obispos
los derechos condales en todo el condado. Estos condes-obispos fueron unos
funcionarios perfectos a ojos del rey de Germania. Aseguraban el cobro de los
derechos reales por la gracia del privilegio de inmunidad. Aportaban al rey su
contingente militar: mil ochocientos veintidós combatientes a caballo de los
obispados y mil doscientos de los monasterios reales, ¡o sea, un cuarto del
total! Finalmente, cuando morían estos condes-obispos, que carecían de
herederos, el obispado y el condado revertían automáticamente en el rey. Este
fue el resultado del sistema carolingio: el Kirchensystem, un clericalismo que
integraba la Iglesia en el Estado, el cual no podía sobrevivir sin ella.
Cluny
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Cluny vio confirmados sus privilegios de exención por el papa Juan XI. Pero
al otorgar el sacerdocio a casi todos los monjes, Cluny abandonó la antigua
tradición del laico especialista en la plegaria. Luego, en el 951, el abad de
Cluny recibió la autorización para poner bajo su autoridad todos los
monasterios que reformase. Los abades Odón (926-942) y Maíeul (954-994)
ejercieron una influencia enorme sobre sus contemporáneos, en particular el
segundo, por su papel al lado de Otón el Grande. Este último, sin embargo, no
aceptó nunca la solución cluniacense que disminuía su potencial militar y
administrativo. Las iniciativas de Gerardo de Brogne, abad del monasterio del
mismo nombre, que este había fundado para poder ser libre en su propio
alodio, y las iniciativas de Juan de Vandiéres, restaurador de Gorze, en el 993,
quedaron confinadas a la Lorena. Así se reveló la incompatibilidad entre las
dos visiones de la Iglesia que habían tenido Carlomagno y Luis el Piadoso.
Para uno, una libertad vigilada y un Estado superior; para el otro, una
independencia parcial y un Estado diferente. Debido a ello, sus herederos iban
a chocar en el siglo XI.
La exaltación de la fe guerrera
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Luis el Piadoso fueron añadidos otros cinco obispados. Una nueva metrópolis,
Hamburgo, creada en el 804, intentó englobarlos, pero fue un fracaso ya que
Colonia y Maguncia, los otros dos arzobispados, se opusieron. Los
monasterios desempeñaron entonces un gran papel en la conversión, en
particular la nueva Corbie, Corvey, fundada en el 815 por monjes de la
antigua Corbie.
Otro pueblo pagano fue evangelizado: los avaros. Tras un ataque de estos
nómadas en el 788, la respuesta fue lanzada en una atmósfera de guerra santa.
¡Al día siguiente de la toma del ring todo el ejército ayunó y siguió a las
procesiones de los clérigos durante tres días! La misión fue confiada a Arn,
arzobispo de Salzburgo, que aplicó las modalidades fijadas y precisadas por
un concilio a fin de evitar los excesos cometidos en Sajonia. Efectivamente,
todo transcurrió sin incidentes pero, en cambio, Carlomagno, en el 804,
prohibió formalmente al frisón Liudger ir a evangelizar Dinamarca, con la
cual estaba en guerra. Así se afirmaba una concepción primitiva de la misión,
entendida como instrumento de expansión del Imperio.
Con Luis el Piadoso las motivaciones fueron diferentes. La voluntad de
dominación política pasa a un segundo lugar en provecho de la conversión en
el interior de la civilización circundante. Pero esto implicaba al mismo tiempo
que los resultados fuesen mucho más lentos. Además, el miedo a los vikingos
paralizó largo tiempo a los misioneros. La ignorancia de su vida provocó
fracasos resonantes, sobre todo porque aquellos no veían por qué tenían que
convertirse a la fe de los vencidos y a un Dios que se dejaba crucificar
pasivamente. En 826-828, Luis el Piadoso había encargado a Anscario
acompañar a un rey danés, Harold, hasta su casa. Este se había hecho bautizar
para obtener el apoyo político del emperador. Pero fue apaleado por sus
propios compatriotas. Con anterioridad, en respuesta a la demanda de
sacerdotes por parte de los suecos, en el 823 les había sido enviado Anscario.
Luis había creído que los suecos esperaban el bautismo, cuando en realidad
querían establecer lazos comerciales. El misionero fue muy bien acogido en
Birka, pero casi no convirtió a nadie. A su retorno, cuando apenas había sido
nombrado arzobispo de una nueva metrópolis, Hamburgo, destinada a la
creación de una Iglesia escandinava, esta fue quemada por los vikingos en el
845. Retirado en Bremen, intentó en vano mantener los lazos con Birka y
murió sin obtener resultados. Todo fue abandonado.
En efecto, era necesario solucionar lo más urgente: la conversión de los
daneses instalados en Inglaterra desde el 888, y en Normandía desde el 911.
Muy a menudo, estos aceptaban el bautismo para obtener el derecho a
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comerciar, y así llegaban a recibirlo varias veces. La inestabilidad de estos
neófitos era pues el mayor obstáculo. El cristianismo solo se implantó
verdaderamente con los esfuerzos del arzobispo de Ruán, Hervé, que utilizó
de nuevo los métodos progresivos y prudentes de Gregorio el Grande. Con los
escandinavos, el factor decisivo fue la acción de los reyes. Cuando en el 949
el rey de Dinamarca, Gorm, tomó la decisión de convertir a su pueblo,
permitió al obispo de Hamburgo, Adalgag, crear tres obispados, Slesvig, Ribe
y Aarhus. Harald del Diente Azul, su sucesor, se hizo bautizar con toda su
guardia personal. Sin embargo, en Noruega y en Suecia la progresión fue más
lenta y hacia el año 1000 estaba lejos de estar terminada, incluso en Islandia,
donde aquel año el cristianismo fue aceptado como religión oficial por el
Althing.
El reino de Francia oriental encontró muy pronto, en el Elba y a lo largo
de los montes de Bohemia y de Leitha, a las tribus eslavas paganas. Aunque
la historia de estos contactos sea tratada en otro capítulo, es importante ver
que ahí reapareció la concepción de Carlomagno. A partir del 874, el
arzobispo de Maguncia intentó hacer franquear el Saale a sus misioneros para
evangelizar a los sorabos. Pero la resistencia de los eslavos transformó estas
tentativas en expediciones guerreras, hasta el punto de que germanización y
cristianización fueron a la par. Pronto los obodritas, los liutizos, los sorabos y
los lusacos resistieron ferozmente los ataques de los marqueses de Otón. Este
último, en el 937, creó un monasterio en Magdeburgo, lo transformó en
obispado en el 955 y luego, en el 968, en arzobispado. Esta nueva metrópolis
debía recibir bajo su dependencia otros tres obispados creados en el 947. Pero
no duraron mucho. Teóricamente, estaba incluso previsto que Magdeburgo
englobara a todos los eslavos, comprendidos los polacos. Pero también allí, el
arzobispo, tras el bautismo del príncipe Miesko en el 966, chocó con los
deseos de independencia de la nueva Iglesia. Salzburgo sufrió las mismas
dificultades con el príncipe húngaro Vaík, bautizado en el 955. Como se
puede constatar, la concepción carolingia de una misión imperial e
imperialista comportaba la guerra, el fortalecimiento del paganismo, luego su
supresión violenta y la sumisión de la Iglesia al Estado. En cambio, la práctica
de Luis el Piadoso y sus émulos, más romana y meridional de espíritu,
conducía a la muy lenta creación de iglesias locales en una cristiandad
pluralista.
Esta ampliación de la cristiandad había sido percibida ya por los
contemporáneos de la época de Carlomagno. En relación a la zona romana
mediterránea, nació un nuevo espacio geográfico: Europa. Pero adoptó un
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sentido político y religioso que no coincidía exactamente con la noción de
Imperio. Un clérigo irlandés, Catulfo, calificaba a Carlomagno de «jefe del
reino de Europa». Nithard, nieto del emperador, declaró hacia el 840 que
«Carlos, llamado por todas las naciones el gran emperador, ha dejado a
Europa entera saciada con sus bondades». Este concepto de Europa interesaba
pues a todos los pueblos cristianos, latinos y romanos, porque según
Teodulfo, que hablaba en hispano-visigodo impregnado de fe romana: «Es la
Iglesia de Roma quién fija la fe romana». Así, todo europeo era romano en el
sentido religioso y ya no político del término, mientras que no europeo era el
que no hablaba latín sino griego. El conflicto del papa Nicolás I con el
patriarca Focio, en el curso de un cisma que duró del 863 al 867, es revelador
de este primer rechazo del Oriente cristiano en provecho de una Europa
cristiana. Por otra parte, algunos años después, el papa Juan VIII no dudó en
tomar el título, en otros tiempos atribuido a Carlomagno, de «rector de
Europa». Así se revelaba la naturaleza profunda de una nueva civilización
cuya unidad no podía ser política sino religiosa.
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intentaron en vano cristianizarlos, autorizándolos primero fuera de las iglesias
y luego en su interior. Pero aún fue peor, porque las iglesias parroquiales se
convirtieron entonces en el lugar de verdaderas bacanales en el sentido
pagano y moderno del término. Raoul, arzobispo de Bourges, se vio obligado
a prohibirlas severamente en su diócesis y a replicar intentando transformar
este sitio eclesiástico en un espacio sagrado.
Se comprende mejor ahora cómo repercutían estas costumbres paganas en
los hábitos más cotidianos y por qué los ciento veinte a ciento treinta días de
ayuno reclamados por la Iglesia tenían como objetivo bloquear los hábitos
alimentarios que provocaban somnolencia, embrutecimiento y, al mismo
tiempo, violencias instintivas bajo el efecto del alcoholismo ambiental. El
trasfondo pagano estaba siempre cerca de la superficie, detrás de cualquier
acontecimiento. ¿Por qué, por ejemplo, en el 834, Lotario I hizo ahogar a
Gerberga, hija del héroe conde Guillermo, en un tonel, «a la manera de las
hechiceras»? Quizá se trataba de una ordalía: si hubiera salido con vida,
entonces habría sido considerada inocente. Esto prueba en todo caso que el
emperador, en el cual el partido unitario había puesto sus esperanzas, creía en
la existencia de las brujas y en su capacidad de encadenar a alguien
(¿Bernard?) con filtros amorosos. Las ordalías estaban efectivamente tan
ancladas en las mentalidades que el arzobispo Agobardo, por más que las
denunció, encontró para defenderlas, algunos años después de él, a otro
obispo igualmente culto pero de origen germánico: Hincmar. Para él, Dios,
que había juzgado a los israelitas con la prueba del agua que fue el paso del
mar Rojo y castigado a Sodoma y Gomorra con la del fuego, no podía tolerar
ser engañado por una vulgar trampa en el curso de una ordalía. Una
interpretación fundamentalista de las Escrituras venía así en socorro de una
mentalidad pagana cristianizada solo en ciertas zonas del inconsciente
religioso.
Esta imperfecta penetración de las novedades cristianas en los espíritus
fue facilitada por errores de evangelización. El caso más claro concierne a la
noción pagana de lo sagrado. En todos los pueblos de origen indoeuropeo la
sacralidad exterior del individuo manifiesta de dos maneras su ambivalencia.
En latín, la palabra sacer significa «consagrado a los dioses y manchado con
una mácula imborrable, augusta y maldita». Es, pues, bastante próxima a la
noción de tabú. En cambio, sanctus designa más bien al que está protegido de
toda profanación por una intervención divina. Esta dualidad existía también
en antiguo alto alemán bajo la forma de las palabras weihs y hails. Esta última
no tenía el sentido peligroso de su homologa latina. Significaba «dotado por
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un dios de buena suerte, salud, etc». Sin embargo, los misioneros
anglosajones escogieron, para traducir sanctus, la palabra hails y no weihs.
Esta confusión entre sagrado y santo perpetuó el culto al jefe guerrero,
sacerdote de su tribu, propietario de lo sagrado. El significante cristiano
continuó siendo utilizado e interpretado con un sentido pagano por los fieles
germánicos. La aculturación del nuevo sentido cristiano no podía nacerse con
esta perpetuación del vocabulario primitivo. El jefe de guerra o el santo
permanecían como personajes llenos de una fuerza divina que era preciso
atraerse con aclamaciones (heii. vida, salud, victoria), sacrificios, ceremonias
y plegarias. No debe sorprendernos, pues, que la sacralización del jefe de
guerra pudiera mantenerse mucho tiempo en Germania y que permitiera la
revivificación del Imperio en el linaje sajón y sagrado de los otónidas.
Toda presencia de algo sagrado exterior a la persona o «poseído» por un
individuo fuera de lo común, debía ser exorcizada cuando era mala o bien
captada cuando era buena. También las prácticas mágicas y astrológicas
continuaron realizándose. El concilio de Leptines, en el 743, las prohibía
todas en un catálogo particularmente revelador… Pero sobrevivieron mucho
tiempo, como, por ejemplo, la técnica que consistía en hacer desaparecer un
eclipse de luna, acontecimiento particularmente maléfico para la fecundidad
de las mujeres. Mientras Rábano Mauro (h. 780-856) preparaba un sermón en
su abadía de Fulda, una tarde, se alzó un inmenso clamor. «Se oía el bramido
de cuernos como si fuera una llamada a la guerra y los gruñidos de los cerdos;
se veía gente lanzando flechas y dardos hacia la luna, y otros que lanzaban
fuegos al cielo en todas direcciones… Afirmaban que no sé qué monstruo
amenazaba a la luna y que si no la ayudaban sería devorada. Finalmente, otros
rompían los jarros que tenían en sus casas con el mismo objetivo». Ahora
bien, hacía más de cien años que esta abadía había sido fundada. ¡Debería
haber irradiado su mensaje como mínimo en las proximidades de sus
edificios! Bajo una cristianización superficial, las dos mentalidades, la antigua
y la nueva, quedaban estancadas. La prohibición de esta ceremonia mágica ni
tan siquiera había sido percibida.
Igualmente, los concilios carolingios protestaron en vano contra los
penitenciales. Carlomagno había hecho obligatoria la presencia de un
penitencial en la biblioteca básica de cada sacerdote rural. De hecho, eran
muy numerosos y las tarifas penitenciales variaban de uno a otro. Por su
clasificación de los pecados nos revelan la importancia del perjurio y de los
comportamientos paganos, pero por el modo de conmutación de las penas de
ayuno a pan seco y agua en número de misas o en moneda, nos muestran
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cómo el concepto antiguo de un contrato con la divinidad (do ut des, te doy
una penitencia para que me des el perdón) se mantenía vivo. La gratuidad
total del perdón de los pecados era ignorada. Los clérigos de la época de Luis
el Piadoso lo percibieron. El concilio de Chalón, en el 813, pidió la supresión
de los penitenciales. El de París, en el 829, decidió quemarlos. Ordenaron la
vuelta a la penitencia antigua. En realidad, los penitenciales, que
correspondían más bien a una religiosidad aún en el estadio de la pena del
talión, continuaron pululando. El único resultado práctico fue la coexistencia
de dos penitencias: por un pecado grave, público, penitencia pública, y por un
pecado grave, confesado secretamente en confesión, penitencia tarifada según
el catálogo de los penitenciales. Este compromiso condujo una vez más a
separar dos mentalidades, una consciente de un dios personal pero terrible y
otra persuadida de que el poder sagrado podía ser dominado mediante
prácticas rituales.
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carolingio del término. Descubrimos entonces en qué medida las comidas
desequilibradas y las raciones alimenticias de más de 6000 calorías
provocaban enfermedades a base de avitaminosis o exceso de glúcidos, como
las polineuritis paralizantes o la gota. Enfermedades características del tercer
mundo actual, el paludismo o el tracoma, causaban estragos. Los
desheredados que se arrastraban por el suelo de las basílicas eran, pues,
hombres y mujeres que por medio de una penitencia lo esperaban todo del
poder de los santos. De esta manera, la Iglesia, con una primera
cristianización ambigua, hacía desplazarse la esfera pagana de lo sagrado
benéfico o maléfico hacia el mundo de la eternidad divina o santa. Se
convirtió en propietaria de lo sagrado, encargándose luego de depurarlo, pero
alcanzó así a un pueblo doliente al que hizo pasar del miedo a los malos
espíritus a la esperanza en los santos protectores. La aparición de las primeras
estatuas relicario, como las vírgenes negras, a partir del 946, muestra, a pesar
de su aspecto a los ojos de los intelectuales aún próximo al ídolo, que a partir
de entonces la bondad maternal de María introducía la idea de la encarnación
de Dios.
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raptos. La primera prohibición tenía como objetivo dislocar las parentelas y
los linajes y pulverizar finalmente las herencias. También encontró feroces
oposiciones y en numerosos casos no fue observada antes de mediados del
siglo XI. El rapto, en el espíritu de los contemporáneos, tenía como finalidad
evitar la oposición de los padres y convertir el matrimonio en definitivo
mediante la consumación de la unión. Esto negaba la igualdad de los sexos y
la libertad del consentimiento, proclamadas por todos los textos conciliares.
De hecho, aun ahí la voluntad de los padres permaneció como un elemento
constitutivo fundamental del matrimonio. Por último, en cuanto a la
indisolubilidad, el hecho que más influyó en la época carolingia fue el
divorcio de Lotario II, que intentó en vano hacer válida su separación de su
esposa Teutberga, estéril, para casarse con su concubina Waldrade, que le
había dado un sucesor. Del 850 al 868 el asunto tomó una mayor dimensión
política, puesto que estaba en juego la Lotaringia. Sin embargo, Hincmar y
Nicolás I se opusieron claramente al divorcio y el reino, sin heredero legal,
como hemos visto, fue repartido. De hecho, esta proeza no resolvió nada.
Muchos príncipes y aristócratas siguieron eludiendo la prohibición. En el 887,
Carlos el Gordo quiso separarse de su mujer Richegarde, a la que acusó de
adulterio. Esta no solo ofreció justificarse, tanto a través de un duelo judicial
como de la ordalía con rejas de arado ardiendo, sino también demostrar que
aún era virgen. Entonces el emperador afirmó haber padecido impotencia y la
relegó a un convento, despreciando las leyes religiosas. Como podemos ver,
la sociedad carolingia era un mundo en plena transición, víctima de
transformaciones capitales y de reacciones de rechazo brutales. La ley de la
Iglesia interfería en las viejas tradiciones, quebraba los conformismos y
suscitaba querellas de resultados catastróficos.
El bautismo de la sociedad carolingia por la Iglesia no fue pues total. Del
mismo modo que la noción romana de bien público no pudo eliminar
completamente la de un Estado propiedad de los vencedores, la Iglesia no
pudo inclinar totalmente a las poblaciones hacia la reunión de un pueblo de
bautizados. La prueba está en que Hincmar fue el primero en definir la Iglesia
como un pueblo de Dios y en que estuvo dispuesto a unirse in extremis a la
concepción de una Iglesia propietaria de lo sagrado mediante el culto de los
santos. El cristianismo estaba obligado a comportarse como cómplice y como
adversario del paganismo. Los contemporáneos rechazaron pues el juramento
de fidelidad, la relación de superior a inferior, los vínculos verticales en
provecho de trustis y guildas, poner fin a la venganza o al desprecio hacia los
pueblos vecinos, abandonar los viejos miedos y prácticas paganas, y la
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indisolubilidad del matrimonio para las mujeres estériles. Todos estos
bloqueos acumulados, estos éxitos parciales y estos conflictos fueron el
premio de una sociedad que el clero intentaba renovar. La inversión
intelectual de tres generaciones de letrados carolingios no fue suficiente para
triunfar en un tarea semejante. Es admirable que la empresa fuera intentada,
sorprendente que su programa solo fracasara en parte en los aspectos político
y espiritual, y revelador que se haya deslizado del plano del orden universal al
del orden local, puesto que después del 950 lo volvemos a encontrar intacto,
de nuevo en manos de los otónidas, los cluniacenses y los primeros capetos,
quienes lo utilizaron para domesticar la violencia y el feudalismo.
UN «RENACIMIENTO»
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mundanidad. Ello solo pudo exasperar a los monjes preocupados por la
cultura espiritual y a los obispos preocupados por la catequesis práctica. Las
violentas críticas monásticas contra el paganismo de las letras antiguas junto
con las proposiciones concretas de una nueva cultura cristiana hechas por san
Agustín condujeron, poco a poco, a preferir el sermo rusticas (la lengua
simple) al sermo scholasticus (el esteticismo de la escuelas) y a proponer la
Biblia en lugar de Virgilio como textos de estudio.
Hombres como Cesáreo de Arles (470-542) y Benito de Nursia (h.
480-556) rechazaron voluntariamente la escuela antigua para volverse hacia
una cultura espiritual. En realidad, el estudio de la Biblia precisaba de un
mínimo de conocimientos literarios para comprender las dificultades del texto
y, de hecho, las buenas letras antiguas se pusieron al servicio del cristianismo.
Los niños oblatos ofrecidos al padre abad por sus padres fueron educados por
los primeros monjes en base al aprendizaje de memoria del salterio. La regla
de san Benito hacía obligatoria la lectura de las obras de espiritualidad,
alrededor de veinte horas por semana. El conocimiento de los Padres del
desierto y de la Biblia debía bastar para todo. Y Cesáreo de Arles fue incluso
más lejos, ya que quiso someter a los clérigos de su obispado de Arles a la
disciplina monástica según los ejemplos agustiniano y de Lérins.
En el fondo, las escuelas monástica y episcopal nacieron antes de su
manifestación oficial. En el 527, el concilio de Toledo, y en el 529, el concilio
de Vaison-la-Romaine, decidieron que los jóvenes lectores debían ser
educados en cada casa episcopal de tal manera que, una vez que estuvieran
bien instruidos, a la mayoría de edad, si escogían convertirse en curas,
pudiesen enseñar al pueblo. Parece que incluso se quiso extender estas
escuelas a las parroquias rurales. Pero fueron muy raras. En realidad, solo
funcionaron las de las ciudades episcopales, y gracias a la personalidad de los
obispos, antiguos senadores convertidos en profesores de sus jóvenes curas,
estaban mucho más impregnadas de cultura clásica que las escuelas
monásticas. A pesar de todo la falta de clérigos era tan importante que poco a
poco las exigencias en materia de conocimientos se redujeron de forma
continuada. En el siglo VII, las necesidades de la evangelización, que habían
agotado los recursos en hombres versados en las Escrituras, llegados de las
regiones mediterráneas, dieron paso a un auténtico estiaje cultural. Bonifacio
denunciaba la ignorancia de algunos curas, a veces incluso su analfabetismo o
su incapacidad de pronunciar correctamente las fórmulas consagradas en
latín. Asimismo, mientras las grandes familias laicas germánicas ya habían
adoptado la escritura en los testamentos y aceptado una cierta cultura con
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fines utilitarios, hecha de conocimientos jurídicos y morales, a principios del
siglo VIII algunos aristócratas no sabían ni tan siquiera escribir su nombre.
La renovación surgió de la obra de los grandes pioneros de la cultura
cristiana, que fue propagada por los monjes celtas y anglosajones.
Presintiendo el retroceso irremediable del griego, Boecio, miembro de una de
las más grandes familias senatoriales de Italia, tradujo al latín los principales
textos de Aristóteles, la geometría de Euclides y la astronomía de Ptolomeo.
Si sus traducciones fueron más tarde indispensables para el ejercicio de la
lógica, su Consolación de filosofía, escrita en prisión, se convirtió en una obra
muy apreciada, impregnada de sabiduría estoica. A pesar de la fe cristiana del
autor, esta obra queda como el ejemplo mismo de la cultura moral pagana,
desprovista de referencias a Cristo y muy alejada de la que buscaban los
monjes. Otro gran funcionario de Teodorico, Casiodoro (480-575), adoptó en
su vejez la vida monástica. En su monasterio de Vivarium intentó lanzar el
proyecto de una universidad cristiana, pero fracasó. De su obra quedan las
Instituciones, auténtico manual de las siete artes liberales (gramática, retórica,
dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música), integradas en tanto
que ciencias profanas en el interior de una cultura sagrada. Otro senador,
Gregorio el Grande, uno de los últimos que pasaron por la escuela antigua, se
convirtió al monaquismo hacia el 573. Fue también un gran letrado, a pesar de
sus protestas de ignorancia. Excelente pedagogo, tuvo sobre todo mucha
influencia a través de sus Diálogos, una vida de san Benito en preguntas y
respuestas, y a través de la Pastoral, verdadero manual del obispo perfecto o
del buen cura. Sea como fuere, no rechazaba las «ciencias exteriores» y las
consideraba instrumentos para llegar a la comprensión de la palabra de Dios y
de las cosas espirituales. Asimismo, Isidoro de Sevilla (h. 570-636) tuvo una
formación monástica, pero a sus dotes de exégeta, moralista y teólogo añadió
sus cualidades de poeta, epistológrafo, gramático y músico. Compuso una
enorme enciclopedia, las Etimologiae, que recoge en veinte libros todos los
conocimientos científicos de la Antigüedad poniéndolos al servicio de la
ciencia cristiana. Isidoro de Sevilla sentó así los fundamentos de toda la
cultura medieval. Sus manuales fueron utilizados en todas partes y las
Etimologiae consultadas sin cesar. La nueva cultura estaba ya fundada: era
ascética, bíblica, humanística y latina.
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los monjes. La evangelización de Irlanda tuvo como resultado la
transformación de los celtas en latinistas, tanto más cualificados cuanto que
debían aprender esta lengua extranjera. Recibieron de Aquitania e Hispania
toda la nueva cultura y se lanzaron a la exégesis e incluso al esteticismo. En
resumen, muy rápidamente, los monasterios difundieron activamente la
cultura, y ya hemos visto cómo los misioneros irlandeses se desperdigaron
por el continente. En la Galia y en el norte de Italia las fundaciones de
Columbano se convirtieron a su vez en nuevos centros de cultura, en los que
la escuela monástica y el scriptorium para copiar manuscritos eran los centros
de una vida espiritual e intelectual activa. Poco a poco, en Bobbio, en
Luxeuil, en Corbie (fundada en el 659) y en Chelles, se percibió que el
impulso puramente ascético de los irlandeses iba unido a una preocupación
por la cultura religiosa que se hacía más profunda gracias a la influencia de la
regla benedictina.
Asimismo, la evangelización de Inglaterra condujo, gracias a las
influencias conjugadas de los monjes irlandeses de lona que fundaron
Lindisfarne y Whitby y de los monjes romanos que propagaron las escuelas
catedralicias y monásticas a partir de Canterbury, a la eclosión de numerosos
centros de cultura. Los anglosajones, con Wilfrid hacia el 653, Benito Biscop
y muchos otros, adoptaron entonces la costumbre de viajar a Roma para
obtener los numerosos manuscritos de Casiodoro elaborados en Vivarium, sin
olvidar las prácticas litúrgicas y el modo de canto romano llamado más tarde
canto gregoriano. En el 664, un monje griego y un monje africano, Teodoro y
el abad Adriano, fueron enviados a Inglaterra por el papa. Se ocuparon, uno
de la escuela catedralicia de Canterbury, y el otro de la escuela monástica de
San Pedro y San Pablo. En Wearmouth y Yarrow, en Northumbria, Benito
Biscop hizo venir al archichantre de Latran y maestros de obras «capaces de
construir a la moda romana». Estas escuelas monásticas de Northumbria, en la
confluencia de las corrientes irlandesa y romana, fueron el marco de la vida
del mayor sabio de la alta Edad Media, Beda el Venerable (673-735). A los
siete años ingresó en Wearmouth, en el 685 se instaló en Yarrow, donde más
tarde enseñó durante cuarenta años sin interrupción. Autor de libros
científicos, históricos y exegéticos, escribió con una pluma clara y fácil, muy
lejos de las oscuridades del esteticismo de los autores irlandeses. Willibrord,
que había estudiado en la verde Erin, también estaba marcado por este género,
así como Bonifacio. Pero el éxito de Beda fue mucho más grande
precisamente por su simplicidad. A partir de entonces las letras insulares, con
Beda, crearon un programa de estudios que englobaba claramente la
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gramática, la poesía y todos los fenómenos naturales, es decir, un embrión de
las ciencias naturales o astronómicas. Cuando Beda murió, su discípulo
Egbert recibió como oblato al joven Alcuino, nacido hacia el 730, y le
transmitió este nuevo programa que había dado a Inglaterra una indiscutible
superioridad intelectual. Ahora bien, Alcuino fue, como veremos, el
«maestro» de la Europa carolingia.
El retroceso del conocimiento en el continente fue, en efecto,
particularmente claro a principios del siglo VIII, sobre todo a causa de la
política de secularización de Pipino y de Carlos Martel. Solo una élite de
monjes consiguió mantener un cierto nivel. Entonces, monasterios como
Luxeuil, Corbie, Saint-Denis y, sobre todo, Fleury-sur-Loire entraron en
relación con Italia. En efecto, se produjo un cierto despertar de la cultura en
Pavía, Milán, Cividale, Luca y Benevento, bajo la influencia del rey
Liutprando. En el 715, el futuro Pipino el Breve fue enviado a la corte de
Pavía por su padre Carlos Martel. Hacia 670-672, unos monjes llevaron a
Fleury-sur-Loire las reliquias llamadas de san Benito, que habían robado en
Montecassino, pero también manuscritos italianos. Durante la primera mitad
del siglo VIII, los monasterios galos situados al norte del Loira reconstituyeron
sensiblemente sus bibliotecas. Sin embargo, los monjes de la Galia del norte
eran menos instruidos que los de los nuevos monasterios fundados por los
misioneros en Turingia, Alamania y Baviera. En efecto, los anglosajones y
sus émulos velaban por poner hombres muy cultivados al frente de sus nuevas
fundaciones: Murbach, Wissemburgo, Reichenau, Nieder-Altaích,
Kremsmunster, Mondsee y, sobre todo, Fulda, en 744. Por otra parte, en cada
caso las concepciones irlandesas y anglosajonas rivalizaban o se
compenetraban en las nuevas escuelas.
La apertura de la Galia y de la Germania francas a las influencias
exteriores preparaba una importante renovación intelectual y artística. Se
sentía ya que los motivos animales, vegetales o abstractos que caracterizaban
al arte germánico de las hebillas de cinturón o de las fíbulas tendían a
retroceder frente a la reaparición de la escultura en altorrelieve, bien sea en el
tempietto de Cividale o en las criptas de Jouarre. Las páginas-tapiz de los
manuscritos ilustrados de Northumbria, por más que sean puramente
abstractas por su práctica del descentrado asimétrico, y resplandecientes de
color, no estuvieron por ello menos abiertas a las influencias italianas con la
aparición de rostros humanos y drapeados. Igualmente, las miniaturas de los
manuscritos de Corbie, Luxeuil y Saint-Denis tienen aún motivos estilizados
y sin modelado, pero están impregnadas de un expresionismo nuevo. Esta
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mezcla de concepciones germánicas y antiguas o bizantinas se percibe aún
mejor en la orfebrería, arte de los reinos bárbaros por excelencia. Las coronas
votivas ofrecidas por Recesvinto y Suintila a la catedral de Toledo, las joyas
de Monza o la cruz de san Eloy en Saint-Denis, demuestran que el gusto
romano por la simetría y la atracción germánica por los colores
resplandecientes podían combinarse bien.
Es evidente que gracias a la obra monástica fueron salvaguardados el
pensamiento antiguo y la síntesis de las expresiones artísticas romana, gótica
o celta. Europa debe, pues, un reconocimiento eminente al puñado de
hombres que, antes de la aportación oriental del siglo XI, preservó los legados
de la Antigüedad. Pero también es preciso constatar que, privilegiando el
objetivo de la conversión dentro y fuera de la romanidad, los escribanos
anglosajones, italianos o neustrianos eliminaron sistemáticamente las formas
«inútiles» de la cultura antigua, como la lírica, el teatro o la arquitectura
urbana con fines sociales. Preservaron, pero poniendo unos cimientos brutos.
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tras la reforma del clero, pasar a la refundición de la liturgia. Carlomagno
pidió al papa, en el 774, una colección entera de textos conciliares y decretos
pontificios para codificar la legislación eclesiástica en un texto base.
Desencadenó así el auge de un derecho propio de la Iglesia, que más
tarde, a mediados del siglo IX, fue reforzado por la colección llamada de las
Falsas decretales. En el 786, obtuvo del papa Paulo I un sacramental
gregoriano que le permitió introducir la liturgia romana y eliminar en el
Imperio las liturgias precedentes: galicana, visigótica o irlandesa. De allí
surgió toda una revolución musical con la invención de la polifonía. Fue el
resultado conjunto de la creación del neuma, signo que permite señalar la
altura de un sonido en una partitura, y del tropo, sílaba de un texto situada
bajo el neuma. A partir de entonces, una composición musical podía ser
conservada por escrito. Así se sentaron las bases del contrapunto melódico,
que perduró hasta el Tratado de la armonía de Rameau en 1750.
El perfeccionamiento de los manuscritos en los talleres monásticos se
tradujo en otros progresos. Algunos escribanos de Corbie pusieron a punto,
hacia el 770, a partir de una letra minúscula anglosajona, una minúscula
redonda que ahora llamamos «Carolina». Aún hoy en día, a causa de su
legibilidad, sigue siendo, desde su reintroducción en la imprenta en el
siglo XV, con el nombre de «romana», el carácter básico de todos los
tipógrafos. Con esta caligrafía más clara y más agradable fueron copiados de
nuevo numerosos manuscritos. Durante todo el siglo IX, los monasterios y las
catedrales recibieron la orden de crear escuelas. El concilio de Maguncia del
813 ordenó la creación de escuelas rurales para la formación de jóvenes curas.
Poco a poco, sobre todo en el norte de Europa, apareció una red escolar. Esto
hizo preciso para cada una de ellas la posesión de Biblias en número siempre
importante. Alcuino hizo establecer una, mientras que Teodulfo publicó una
Biblia crítica establecida según todas las variantes de los manuscritos
subsistentes. Los autores paganos no fueron dejados de lado. Las bibliotecas
monásticas de Inglaterra y del Imperio se llenaron entonces de textos latinos
clásicos o patrísticos. Alrededor de ochocientos cincuenta autores fueron así
escogidos, y muchas ediciones actuales de obras antiguas se basan en
manuscritos carolingios del siglo IX. En cambio, a pesar de la afluencia al
continente de sabios irlandeses expulsados por los vikingos, muy pocas obras
griegas fueron copiadas o traducidas después del 840.
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operó cuando esta lengua incluso ya se dejaba de hablar. El concilio de Tours,
en el 813, ordenó a todos los sacerdotes predicar en lo sucesivo «en lengua
romance rústica o germánica». El francés antiguo o el alto alemán estaban
pues ampliamente difundidos en esta época. Al mismo tiempo que aparecían
los primeros textos en lengua germánica, el catalán empezaba a diferenciarse
del futuro castellano. En la Galia se produjo un fraccionamiento lingüístico
entre las lenguas del norte del Loira, que fueron más tarde denominadas
«lenguas de oil» (que se debe pronunciar oui, ya que es así como se asiente en
francés), y las más próximas al latín, que se llamarían occitanas o lenguas de
oc. Así, las lenguas europeas aparecen netamente constituidas en el momento
en que el latín empezaba su desarrollo como lengua muerta universal. Esto
corresponde al nacimiento de una Europa compuesta por varios reinos pero
unificada por una misma cultura cristiana. En cada una de las nuevas lenguas
nacía al mismo tiempo otra tradición, principalmente guerrera. En efecto,
Carlomagno ordenó poner por escrito los poemas épicos germánicos.
Desgraciadamente, no ha subsistido nada de ellos. Circulaban epopeyas en
lengua romance, transmitidas por vía oral, de generación en generación, como
la célebre Chanson de Roland. Existía toda una cultura popular de iletrados,
pero de ello no nos ha quedado nada.
Así, los clérigos tenían casi el monopolio de la cultura letrada erudita.
Aprendían a leer con el salterio, a escribir con la gramática y a redactar bien
con la ayuda de la retórica. Las demás materias del trivium (gramática,
retórica y dialéctica) y del quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y
música) eran poco o nada enseñadas. Pero esto era suficiente para que los
escritores que tomaban la pluma progresaran de generación en generación,
aunque todos fuesen hombres de Iglesia. Las obras pedagógicas de Alcuino,
la Historia de los lombardos de Pablo Diácono, los poemas de Teodulfo y los
Anuales redactados en los monasterios eran obras de clérigos. El único laico
de su generación que escribió, Eginardo, ha dejado una biografía clásica de
Carlomagno, llena ciertamente de giros estilísticos tomados de Suetonio, pero
de gran valor histórico. En la segunda generación, durante el reinado de Luis
el Piadoso, los frutos de este renacimiento intelectual se hicieron más
originales. Las obras de reflexiones políticas de Jonás de Orleans, Agobardo o
Adalardo, los poemas religiosos de Walafrid Strabon o de Sedulio Scoto, las
cartas bien escritas de Loup, abad de Ferriéres, muestran una mayor madurez
y un buen dominio del humanismo antiguo. La Historia de los hijos de Luis el
Piadoso, de Nithard, es la obra histórica de un laico preocupado por la
autenticidad y la exactitud. Por ejemplo, optó por insertar en su texto un
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documento coetáneo de capital importancia: los juramentos de Estrasburgo,
del 842. Los progresos fueron tales que la destrucción de bibliotecas por parte
de los vikingos no obstaculizó en nada este renacimiento.
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La tercera generación de letrados carolingios, después del 840, constituye
el apogeo de este renacimiento y supera ampliamente a las precedentes. La
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teología renació, después de tres siglos de silencio, con las polémicas que
opusieron a Rábano Mauro, abad de Fulda y luego arzobispo de Maguncia, y
al monje Gottschalk, acusado de creer en la predestinación de la salvación
solo para ciertos fieles y no para todos. Este lejano precursor del jansenismo
fue condenado en el 845. Un irlandés, Juan Scoto Erígena, tradujo a partir del
original griego los textos de Pseudo-Dionisio el Areopagita y creó la reflexión
filosófica cristiana con su De divisione naturae, gran síntesis acabada en el
866, de tendencia neoplatónica, que no parece haber sido demasiado
comprendida por los contemporáneos. El pensamiento político se precisó aún
más con la obra de Hincmar, arzobispo de Reims del 845 al 882, a través de
sus cartas y su De ordine palatii. Hombre de acción, pastor y jurista, Hincmar
dejó una obra capital para la definición de la Iglesia, considerada un pueblo
de Dios, que no tenía nada de gregoriana. Hizo de Reims, gracias a la
biblioteca y a la escuela que desarrolló, un centro intelectual e histórico,
particularmente al escribir la tercera parte de los Anuales llamados de Saint-
Bertin. Reims se pareció a Fulda como centro de desarrollo de un
pensamiento político y literario que apoyaba a la monarquía. Por otra parte,
en el siglo XI, Reims fue ilustrada por el analista Flodoardo, por el historiador
Richer, apasionado por Salustio, y sobre todo por Gerberto, monje de
Aurillac, quien, tras haber hecho sus estudios en Cataluña, enseñó en las
escuelas de Reims del 972 al 980 y del 983 al 997. En efecto, Gerberto fue el
primero en superar la herencia intelectual carolingia y así abrió una nueva
época.
Al mismo tiempo, no hay que olvidar la penetración de las reformas
escolares carolingias en Germania. En Lorsch, Wurzburgo, Reichenau y
Saint-Gall fueron copiados nuevamente numerosos manuscritos antiguos.
Excepto en Fulda, la expansión intelectual aún no se manifestó en el siglo IX,
porque la aculturación estaba solo en su primera generación. En Saint-Gall, en
particular, Notker el Tartamudo (muerto en el 912), autor de una vida
novelada de Carlomagno, y Notker el Hocicón (muerto en 1020), el único que
hizo traducciones en alto alemán de Boecio, Catón, Virgilio, Terencio y
Aristóteles, eran famosos maestros de escuela. En Corvey, Widukind
(925-1004?) escribió las Res gestae saxonicae, obra histórica escrita en un
latín bastante bueno que describe los grandes hechos de la dinastía otónida. Es
muy curioso observar que, después del reinado de Otón I, este renacimiento
se efectuó primero en la lengua vernácula y luego en latín. El mismo
fenómeno tuvo lugar en Inglaterra, donde el rey Alfredo hizo traducir al
anglosajón la Biblia, la Pastoral de Gregorio el Grande, obras patrísticas,
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especialmente la Historia contra los paganos de Paulo Osorio y, sobre todo,
la Historia eclesiástica de Beda. En el siglo XI, las obras pedagógicas de
Aelfric (h. 955-1020), una gramática latina y el Coloquio, diálogo entre un
maestro y un discípulo, de Byrhtferth, el célebre Enchiridion, demuestran que
los escolares ingleses poseían a menudo un mejor latín que el de sus
condiscípulos del continente. En cambio, la obra del obispo Liurprando de
Cremona (muerto hacia el 970), la Legado, historia apasionada de su
embajada a Constantinopla, nos revela la importancia y la calidad de los
laicos cultivados, en la Italia lombarda. En este país no se planteaba el
problema de la lengua vernácula ya que el latín aún no se había convertido en
el italiano. Pero en Cataluña y Asturias, las guerras interminables relegaron la
cultura al interior de los claustros, sin que surgiera ningún escritor de talla. En
resumen, el renacimiento cultural carolingio no se debilitó nunca y continuó
enriqueciéndose hasta el punto de permitir una nueva expansión a partir de
fines del siglo X.
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y su simbolismo recuerda los palacios bizantinos, el Santo Sepulcro de
Jerusalén y el baptisterio de San Juan de Letrán en Roma o la iglesia de San
Vital en Ravena.
Este arte carolingio, que quería parecer antiguo, hacía alternar el mármol
de color y la piedra blanca tallada en cubos con el ladrillo largo, como en la
puerta triunfal de Lorsch. Fue transmitido sin ninguna ruptura a Germania
gracias al notable edificio que es la segunda abadía de Corvey, construida del
873 al 885, con su célebre Westwerk. Las primeras iglesias otonianas
continuaron utilizando sus propias fórmulas, diversificándolas, por ejemplo
en Minden (913-952) o bien, en Francia occidental, en Cluny II (955-981). Si
hacia el 960-970 fueron construidas nuevas iglesias, estas eran
indistintamente carolingias y románicas. Tampoco en este sentido se perdió
nada.
Las otras artes habían seguido también esta expansión. El interior de las
iglesias estaba adornado con mosaicos de fondo dorado, como el que subsiste
en Germigny-des-Prés, o con frescos que cubrían todos los muros, como en
Saint-Germain de Auxerre o bien en Saint-Jean de Mustaír. La escultura
reapareció en semiplano sobre los canceles, luego en altorrelieve en las
estatuas. El trabajo del marfil y de los metales preciosos permitió la creación
de cálices y relicarios con una decoración suntuosa destinada a crear una
impresión de poder fuera de lo común. Pero el arte más logrado fue el del
libro. La influencia antigua, y particularmente la helenística, hizo reaparecer
la tercera dimensión en los manuscritos de pompa, escritos con letras de oro o
plata sobre fondo púrpura del taller de Aquisgrán. Después del 814, la
dispersión de los artistas por los centros de Saint-Denis, Tours, Reims o Metz
permitió la manifestación de temperamentos poco comunes. Los plumazos
agudos del autor del Salterio de Utrecht o las atmósferas atormentadas de
gran intensidad, como las del miniaturista del Evangeliario de Ebbon, revelan
que el arte figurativo ya había conquistado un lugar de primera fila, muy por
delante de los manuscritos que perpetuaban la tradición abstracta irlandesa en
Saint-Bertin o en Saint-Amand. Y aun allí, los manuscritos otónidas pintados
en Reichenau, Tréveris, Echternach o Colonia, a pesar del hieratismo
adoptado de Bizancio, constituyen innovaciones carolingias. Las bases del
arte occidental acababan de ponerse: sentido de la línea y del volumen, juego
de colores, rechazo del arte por el arte y afirmación de una grandeza divina y
humana.
En este balance de la renovación carolingia está pues inextricablemente
mezclado lo político y lo religioso, lo romano y lo cristiano. Conducidas por
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tres generaciones de clérigos, las dinastías carolingias e incluso otónidas
hicieron reposar sus construcciones políticas, religiosas, intelectuales y
artísticas sobre la ley laica y la ley religiosa. Reencontraron el sentido romano
del Estado modificando el derecho de ban germánico con la llamada a la
moral cristiana. Construyeron el Imperio con la ampliación de sus tierras
fiscales y la práctica de continuas operaciones guerreras. Introdujeron el
vasallaje en el Estado. El empirismo de un Carlomagno preparó las medidas
más radicales de un Luis el Piadoso, mucho más favorable a la Iglesia que su
padre. Esta última, protagonista esencial de la renovación, fue de hecho la
única estructura que dio al Imperio, así como a los otros reinos europeos, un
alma común y una organización común que tuvo el mérito de alcanzar a las
poblaciones mucho más profundamente que los agentes locales del poder real.
Por eso, Carlomagno y Otón lo hicieron todo para someterla, mientras que
Luis el Piadoso creyó más justificado darle una cierta libertad. La
continuación de la misiones más allá del Imperio permitió esta distinción
entre el Estado y la Iglesia y la aparición de la noción de Europa. La unidad
ya no pudo lograrse mediante la uniformidad política, sino a través de una
cultura común. La generalización de las escuelas monásticas y catedralicias y
la adopción de una cultura basada en la Biblia y el humanismo antiguo,
transformaron los espíritus e hicieron entrar definitivamente a la Germania en
el concierto europeo. Finalmente el renacimiento artístico, con sus numerosas
construcciones, comprendidas las de la España cristiana y las de la Inglaterra
sajona, demuestra que a partir de modelos antiguos se difundieron auténticas
innovaciones para satisfacer las exigencias litúrgicas. El programa de
renovación mediante el bautismo fue pues muy real. Carlomagno y luego Luis
el Piadoso lo orientaron en direcciones diferentes. Pero ambos no hicieron
más que sistematizar y coordinar las soluciones descubiertas en el momento
de la crisis merovingia. La continuación y la ampliación de las novedades de
fines del siglo VII caracterizaron la evolución social y económica de los
hombres que hicieron posible los renacimientos carolingio y otónida.
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Capítulo 11
LA ACUMULACIÓN PRIMITIVA
(siglos VI-IX)
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LOS HOMBRES
Esta primera gran peste de la historia medieval siguió las mismas rutas
marítimas que más tarde seguiría la de 1348; alcanzó simultáneamente la
Iliria y África, y después toda la Hispania oriental y meridional. En el 543,
contaminó la Toscana y la llanura del Po a través de Roma, mientras que por
Marsella remontó el Ródano y el Saona; luego descendió por la margen
izquierda del Rin para detenerse ante las puertas de Reims y de Tréveris. En
el 544 llegó incluso a las costas de Irlanda y del País de Gales. Una segunda
oleada irrumpió en el 559 en Istria y Ravena, en el 570 rebrotó en Ostia y
Génova, y en el 571 en Marsella, alcanzando esta vez la Auvernia, el Berry y
la Borgoña. Una tercera ola epidémica tuvo lugar en 580-582 y en 588-591.
Hispania oriental fue asolada hasta Toledo inclusive; después afectó a
Cataluña, la Narbonense y la región de Albi, y nuevamente a Marsella y al
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valle del Ródano, excepto Lyon. Volvió desde Antioquía a Ravena e Istria y
contaminó Italia central hasta Roma. Al mismo tiempo, la disentería había
afectado a toda la cuenca parisiense. Una cuarta oleada, en 599-600, afectó
los mismos territorios italianos, Marsella y África. Luego la virulencia del
bacilo pareció atenuarse. En el 654, únicamente la Provenza, el Lacio y Pavía
fueron contaminados. En el 664, un foco anglosajón se desencadenó hacia el
sur de la isla e irradió hasta Northumbria, el País de Gales e Irlanda. La peste
reincidió en 682-683. En el 694, la Narbonense experimentó aún una
reaparición de la epidemia. En el 746 y el 767, finalmente, Sicilia y el sur de
Italia fueron alcanzadas por última vez.
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En conjunto, a la inversa de su homologa de 1348, la peste «justinianea»
probablemente causó menos muertos porque penetró bastante poco en el
interior del territorio. El mapa muestra que estaba vinculada a las grandes
rutas comerciales más frecuentadas, en particular a los ríos, y que no progresó
más allá de los puntos de intercambio. Los puertos y las ciudades debieron
pagar un fuerte tributo a la calamidad, la cual al mismo tiempo se enquistó
perceptiblemente en las zonas rurales, a excepción de la península italiana,
donde el hambre ya había provocado el vacío con anterioridad. En efecto,
según Procopio, en 538-542 hubo cincuenta mil muertos a causa del hambre
en el Picenum. En cuanto a los doscientos obispados de la península, sesenta
desaparecieron definitivamente; es evidente que la peste terminó lo que el
hambre había empezado. No debió quedar nada en Carpetania (la Mancha
española), Auvernia e Italia, donde hacía 590-591 se abatió la langosta en
densas oleadas. En resumen, a excepción de Aquitania y la Hispania atlántica,
todo el viejo mundo romano urbanizado fue asolado por la peste. Esta ruptura
demográfica disminuyó la población y benefició a los bereberes, a los vascos
y a los bretones, que empezaron entonces a descender de sus montañas hacia
las llanuras vacías o bien a salir de su territorio para expandirse a costa de las
monarquías visigótica y franca. Favoreció pues el retroceso de la civilización
romana, en beneficio de la barbarie indígena. En las islas afectó mucho más a
los celtas que a los anglosajones y permitió a estos últimos reemprender su
avance. Además, como casi nunca alcanzó a los países germanizados o
germánicos, favoreció especialmente a los lombardos, que desde el 568
entraron en una llanura del Po cuya población estaba diezmada y luego se
infiltraron fácilmente en la península. En el trascurso del siglo VII, grupos
tribales eslavos, encuadrados por los avaros, se instalaron a lo largo de los
cursos de agua de la costa occidental del Adriático, en el ducado de
Benevento «en tierras que habían permanecido desiertas hasta esta época», tal
como hicieron los búlgaros en la Pentápolis. En resumen, mientras que la
península italiana estuvo disminuida durante todo el siglo VII e incluso aislada
del resto de Europa bajo los golpes de los lombardos, en otras partes, en
particular al norte del Loira, en Galicia, Aquitania, Baviera e Inglaterra, pudo
producirse la recuperación demográfica. Entre el Rin y el Mosela, cerca de
Coblenza, el cementerio de Rübenach-Krefeld muestra cómo la población
local se duplicó del siglo VI al VII. Demográficamente hablando, el centro de
gravedad de la población se desplazó de la Europa mediterránea hacia el norte
de la Europa continental, que no fue alcanzado por la gran peste.
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Mientras este desfase en provecho de los países germánicos se aceleraba,
especialmente en el Mosa y el Rin inferiores, las peculiaridades regionales se
acentuaron. Al oeste del Escalda, en particular, las poblaciones
permanecieron diseminadas. A fines del siglo VII, los campos de la ciudad de
Thérouanne estaban aún vacíos cuando dos irlandeses, Lugle y Luglien, la
atravesaron. Igualmente, los habitantes de la llanura del Po solo empezaron a
aumentar en número después del 700. Una de las raras regiones meridionales
que experimentaron un incremento de su población fue la cordillera de los
Pirineos, la Narbonense y Aquitania. La primera causa de esto fue la
persecución de los judíos por parte de los reyes visigodos, que les hicieron
afluir a las llanuras del bajo Languedoc. La segunda fue la ocupación
musulmana de Hispania y las recaudaciones consecutivas de impuestos. Los
cristianos hispano-visigodos se refugiaron entonces en las cordilleras
Cantábricas; luego, tras la gran hambre de 749-750, en los Pirineos, en sus
flancos septentrionales, casi en los límites meridionales de las Cévennes y a
menudo incluso más lejos. Esta emigración de hecho solo se detuvo después
del reinado de Carlomagno. Asimismo, el abandono de las ciudades romanas
del levante hispánico y la débil ocupación beréber que le siguió explican la
insuficiente ruralización y la aparición de la piratería a partir de pequeños
puertos de la costa, a falta de otros recursos. En la vertiente pirenaico-vasca,
del Adour al Garona, la red urbana también desapareció, a falta
probablemente de población local o de aportes del exterior. Un fenómeno
idéntico debió producirse en las costas centrales de la península italiana.
Quizá sea preciso incluso fechar en esta época el abandono de las llanuras
irrigadas del Lacio que tomaron entonces el nombre de marismas pontinas.
Dicho esto, allí donde las últimas investigaciones permiten afirmar que la
curva demográfica se recuperó, los aspectos propiamente humanos de esta
recuperación deben ser tomados en consideración a fin de comprender bien su
naturaleza. En este sentido, el cementerio galo-romano, luego merovingio, de
Frénouville (Calvados), cuyas tumbas van del siglo ni al VII, es
particularmente revelador. Mientras que el poblado galo-romano estaba
habitado por 250 personas, durante los tres siglos merovingios su cifra osciló
entre 1100 y 1400. ¡El número de habitantes, como mínimo se había
quintuplicado! Como la presencia de anglosajones es difícilmente discernible
y el número de guerreros poco importante, es casi seguro que estos aldeanos
pacíficos aumentaran en número durante el siglo VII Pero esto se produjo
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siempre en condiciones muy próximas a las del tercer mundo actual. La
esperanza de vida al nacer era muy débil, apenas de treinta años, y la
mortalidad infantil muy fuerte; de un cuarenta y cinco por cien. En la época
merovingia la longevidad media se situaba alrededor de los cuarenta o
cincuenta años para los hombres, pero solo alrededor de treinta a cuarenta
años para las mujeres. Natalidad y mortalidad debían ser muy elevadas:
cuarenta y cinco por mil de media en los dos casos, pero en realidad
fluctuarían según incesantes variaciones recíprocas. Todo permite suponer,
pues, una recuperación demográfica delicada, con ausencia de célibes y con
matrimonios desde la pubertad. Además, esta fragilidad debía ser
incrementada por una clara consanguinidad, como lo demuestran la evolución
de los diámetros horizontales de los cráneos y ciertas taras en número
superior a la media. Todo este aumento demográfico, aparecido en el siglo VII,
pero mucho más claramente en el siglo VIII, podía peligrar al menor
acontecimiento militar o con el primer pillaje.
Esta lenta recuperación después del choque de la gran peste justinianea
tuvo, como hemos visto, consecuencias en la ocupación del suelo.
Sucesivamente se desarrollaron grandes zonas boscosas en las tierras
abandonadas y luego aparecieron algunas roturaciones. Fue el caso de la
región entre el Rin, el Mosela y el Eifel, así como de la baja llanura del Po.
Cuando los bosques alcanzaban los llanos borgoñones, los valles del
Auxerrois experimentaban el fenómeno inverso. Una vez que las treinta y
pico parroquias instaladas en las antiguas villae galo-romanas quedaron
arruinadas, se crearon otras a lo largo del valle del Loing, a partir del siglo VII,
según un itinerario nuevo, e incluso a veces la planicie forestal se vio
afectada. Pero al final, una vez recuperado el terreno perdido, el progreso fue
débil. Los resultados de los análisis polínicos efectuados en la Bélgica media
y en las Ardenas apuntan en el mismo sentido. Desde principios del siglo V,
árboles, helechos y zarzales progresaron a costa de los prados y los cultivos.
Estos últimos reaparecen en los siglos VI y VII, pero hacia el año 700 se
produjo un fuerte empuje de las hayas y los alisos. Luego vuelven a ser
numerosos los pólenes de plantas cultivadas. Aquí, el fin de la época
merovingia representaría quizás un retroceso temporal de los cultivos,
ocurrido antes de que los pipínidas, auténticos dueños de aquellas regiones,
donde se han localizado noventa grandes dominios agrícolas que les
pertenecían a lo largo del Mosa, transformaran definitivamente el país tras su
victoria de Tertry en el 687.
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Inglaterra, después de la reocupación de ciertas tierras cultivadas en época
romana y del bloqueo de la conquista, experimentó también un inicio de la
roturación en el curso del siglo VIII. Este nuevo desarrollo de la colonización
anglosajona a partir de una vieja inmigración sería detectable, según algunos
historiadores ingleses, gracias a los raros topónimos acabados en inga que se
encuentran en Weald, Cambridgeshire y East Anglia. Pero los análisis
polínicos no conducen a los mismos resultados que en el continente. En
cambio, el estudio arqueológico de los terpen frisones demuestra que, a pesar
de las transgresiones marinas, la Groninga y la Frisia incrementaron su
población regularmente y que, por falta de espacio para cultivar o para
producir forraje, se volvieron cada vez más hacia el comercio marítimo. El
proceso fue, pues, rigurosamente opuesto al de las costas del levante
hispánico. Es un buen ejemplo del cambio del equilibrio en provecho de la
Europa del norte. En resumen, este primer empuje de la población y de la
roturación se observa claramente en Inglaterra, la Galia del norte y la llanura
del Po.
Así, la crisis demográfica de los siglos V y VI produjo una ruptura
perjudicial sobre todo para el área mediterránea urbanizada, luego una lenta
recuperación que empezó en el siglo VII y que se aceleró en el siglo VIII en las
tierras de la Europa germánica y germanizada. Pero esta recuperación era aún
demasiado débil, especialmente para justificar la preeminencia austrasiana o
sajona.
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En algunas regiones, uno de los factores de este incremento fue el aflujo
de inmigrantes. Los mozárabes, conmovidos por la derrota de Zaragoza, en el
778, y aplastados tras sus inútiles revueltas en Córdoba, en 850-859, y en
Bobastro, en 850-928, tomaron por costumbre dirigirse al reino asturiano, a
Cataluña y al sur del reino de Aquitania. Allí fueron bien acogidos, como lo
testimonian los preceptos de Carlomagno del 802, renovados por Carlos el
Calvo en el 884. Pudieron instalarse en las tierras desiertas de Septimania, y
esta emigración duró hasta fines del siglo IX. Asimismo, en Inglaterra, la
construcción de grandes murallas de tierra, alineadas a través de valles y
colinas, como el Dyke de Offa, demuestra que la población había sido
suficientemente numerosa como para roturar bosques de gran extensión. Los
frisones, que abandonaban sin cesar sus terpen, ciertamente también se
encontraban estrechos en su territorio. Anglosajones y daneses, al otro lado
del mar del Norte, imitaban sus técnicas poniendo en cultivo las marismas de
Wash y los Fens de East Anglia. Finalmente, los movimientos de
colonización vikinga ciertamente acrecentaron las poblaciones locales de
Danelaw y Normandía. En Islandia, fueron alrededor de veinte mil personas,
señores noruegos y esclavos irlandeses mezclados, las que colonizaron la isla
a fines del siglo IX. A estas pruebas de aumentos locales de la población se
añaden indicios de densidades de población rural interesantes.
A partir del estudio del políptico de la abadía de Saint-Germain-des-Prés,
Ferdinand Lot estima que la densidad media de estos dominios era en la
cuenca parisiense de veintiséis a veintinueve habitantes por kilómetro
cuadrado. Otros historiadores, que han estudiado el políptico de Saint-Bertin
(844-859), atribuyen a partir de estos documentos densidades de treinta y
cuatro habitantes por kilómetro cuadrado al territorio situado entre el Yser y
las laderas del Artois, de veinte habitantes en una zona más al norte, de nuevo
doce en los alrededores de Lille y de cuatro en el valle del Mosela. Del mismo
modo, se ha calculado que la zona de los terpen frisones tenía, hacia el 800,
veinte habitantes por kilómetro cuadrado en las arcillas marítimas, para
descender hasta cuatro en las arenas del sur del Drenthe. El estudio del
políptico de Saint-Rémi de Reims (hecho del 845 al 882) aporta idénticos
datos. Un burgo rural como Viel-Saint-Rémy tenía cincuenta habitantes por
kilómetro cuadrado; dominios como Villers-le-Tourneur, veinticuatro; Sault-
Saint-Rémi, cuarenta y cinco, y Courtisols, quince. Cuando a estos territorios
cultivados se añaden todas la dependencias, la mayoría situadas en pleno
saltus, evidentemente las densidades caen respectivamente a treinta y siete,
trece, veinticinco y quince habitantes por kilómetro cuadrado. En resumen, en
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la Champaña seca, a mediados del siglo IX, es posible avanzar como cifra de
densidad media en las tierras cultivadas una treintena de habitantes por
kilómetro cuadrado, y en las tierras incultas una decena. Estas estimaciones,
que se apoyan en documentos de la práctica dominical, no pueden ser puestas
en duda seriamente, porque probablemente los polípticos pecan más bien por
defecto que por exceso en el recuento de campesinos, con la reserva, es cierto,
de que podamos estar seguros de la superficie que cubren. Demuestran que se
realizó un indiscutible progreso en relación a la Antigüedad tardía, en las
mismas tierras catastradas, procedentes de la herencia familiar de Saint-Rémi,
ya que la cifra del siglo V, de ocho trabajadores agrícolas por kilómetro
cuadrado, había sido superada y que el índice ideal de dieciséis braceros
fijada por el agrónomo Columela ¡se había doblado! Revelan, finalmente, la
diferencia de uno a tres que separaba a las zonas del saltus y las del ager. La
población de la época carolingia, estaba, pues, formada por un entramado de
pequeños villorrios muy poblados en medio de grandes territorios más o
menos incultos.
Como podemos ver, zonas más cultivadas que otras atraían a la población.
A principios del siglo X, la vertiente catalana de la montaña pirenaica estaba
totalmente superpoblada, con densidades que alcanzaban, a más de mil metros
de altitud, como mínimo los dieciocho habitantes por kilómetro cuadrado.
Igualmente, la alta Lombardía y el Piamonte estaban más ocupados que los
Apeninos y la baja llanura del Po. A fines del siglo IX, la llanura del Limagne
estaba claramente saturada. En resumen, a partir de esta gran irregularidad
geográfica de la expansión demográfica, especialmente nítida en la cuenca
parisiense, Picardía, Flandes, el eje del Mosa y la región de Colonia, no es
arriesgado proponer algunas hipótesis sobre la población total del Imperio.
Para un millón doscientos mil kilómetros cuadrados, se han propuesto
alrededor de quince millones de habitantes. Ferdinand Lot calcula de catorce
a quince millones, pero para la superficie actual de Francia. Jan Dhondt, en
cambio, no atribuye más de tres millones al mismo territorio, setecientos mil
en Germania y la misma cantidad en Inglaterra. Sin embargo, no olvidemos
los diecinueve mil funcionarios y los cincuenta y dos mil soldados con que
podía contar Carlomagno. Más vale, pues, aceptar los quince millones como
un mínimo seguro y quizás suponer un total de dieciocho millones, a razón de
diez habitantes por kilómetro cuadrado para las tierras incultas (75 por 100 de
las tierras) y treinta para las tierras cultivadas (25 por 100). Así, la población
del Imperio Carolingio sería ligeramente superior, teniendo en cuenta su
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menor superficie, que la del Imperio Romano tardío, que era, según se cree,
de veintiséis millones.
Todo esto, una vez más, es solo una aproximación, igual que la de los
demógrafos ingleses que atribuyen al Imperio Otónida, en el siglo X,
alrededor de diez millones de habitantes. De todos modos, un hecho es
absolutamente cierto: la interrupción de este crecimiento demográfico
después del 840, y probablemente hasta el 950. Los estudios sobre el
abandono de aldeas muestran que el fin de la colonización agrícola en el Eifel
se sitúa a mediados del siglo IX. Hasta el 972, las razzias de los sarracenos
ciertamente vaciaron la Provenza oriental de su población. En el 867, nueve
mil cristianos del Benevento fueron llevados esclavizados, en seis barcos
musulmanes, a Trípoli de África y Alejandría. Los esclavos capturados por
los vikingos en sus razzias acabaron sus días en Islandia, Noruega o bien en
Dinamarca. Las mujeres desnudas, atadas por los cabellos en fila india a los
carros húngaros, poblaron las planicies del Danubio. Al mismo tiempo, los
esclavos y la mano de obra agrícola huían de los vikingos para escapar de sus
manos. Un capitular de Carlos el Calvo reconocía que valía más que se
escondieran en los bosques de los alrededores. En el 853, un éxodo general
afectó la Neustria, a causa de los saqueos de bretones y daneses. No
olvidemos tampoco las masacres debidas a las guerras civiles. En el 841, en
Fontenoy-en-Puisaye, varios miles de soldados habrían caído muertos. En el
923, Rodolfo de Borgoña y Berenguer del Friul chocaron en la llanura del Po:
quinientos combatientes de la caballería pesada, miembros de las más grandes
familias, quedaron, según se nos dice, en el campo de batalla. Flodoardo nos
indica el número preciso de muertos en cada raid de los vikingos: mil
doscientos normandos muertos en el sitio de Clermont-Ferrand en el 923, mil
trescientos cerca de Étampes en el 925, mil cien en Fauquembergue en el 926.
Semejantes pérdidas ciertamente detuvieron el crecimiento de la población, y
los desplazamientos intensos de mano de obra agrícola redujeron el cultivo de
los suelos.
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o política, es decir, los esclavos y los nobles, y los que no tenían ninguna
influencia ni protectores, los hombres libres y todos los que formaban parte
solo de pequeños grupos. Del mismo modo, la división social vigente en
Sajonia o entre los daneses y los suecos, que oponía de manera severa a los
nobles (edhelingi) que debían gobernar, a los libres (frilingi) y a los esclavos
(lazzi) que debían obedecer, no se correspondía en absoluto con la realidad
que se vivía, ya que los status sociales cambiaban muy rápido y nadie estaba
seguro de conservar el suyo, sea porque deseara cambiarlo, sea porque le
expulsaran.
Hemos visto la fuerza y el poder del clero. El concilio de Aquisgrán del
816 clasificaba la fortuna de las iglesias según el número de mansos que
poseyeran. La primera categoría poseía de tres mil a ocho mil mansos, la
segunda de mil a dos mil, y la tercera agrupaba las instituciones más
pequeñas, de doscientos a trescientos mansos. La catedral de Augsburgo tenía
mil quinientos siete mansos, la de Ratisbona mil cien. En cambio,
monasterios como Wissemburgo, Lorsch y Saint-Gall poseían cada uno
alrededor de cuatro mil, ¡y Luida llegaba hasta los quince mil! Los monjes de
Lontenelle (Saint-Wandrille), que se quejaban de haber sido despojados por
los carolingios, oficialmente eran señores de al menos cuatro mil mansos. Un
«pequeño» monasterio como Saint-Bertin alcanzaba ya, con doscientos
cincuenta y cuatro mansos, solo para el uso de los monjes, ¡una superficie de
más de diez mil hectáreas! Alcuino fue abad a la vez de Lerriéres, Saint-Loup
de Sens, Saint-Josse, Flavigny, Cormery y Saint-Martin de Tours. Se le
reprochaba que fuera amo de más de veinte mil esclavos. Además, la
impresión de una desproporción entre los bienes de las catedrales y los de los
monasterios, es corroborada por las diferentes cargas que soportaban las
primeras. Aparte del servicio de hostelería para los viajeros, de ayudar a los
pobres y de la escuela para los oblatos, los monjes desempeñaban menos
tareas de asistencia que los canónigos de las catedrales. Todos los servicios
creados en época antigua y merovingia: xenodochia, matrícula de pobres,
derecho de asilo, tribunal episcopal, etc., siguieron recayendo sobre ellos,
mientras que sus propiedades territoriales eran inversamente proporcionales a
sus necesidades, sobre todo en comparación con las de los monjes. Se
comprende que en estas condiciones los obispos carolingios practicaran
prodigiosas argucias jurídicas para someter completamente a los monasterios.
El célebre asunto de los documentos falsos de Le Mans, donde el obispo
intentó en vano poner a Saint-Calais bajo su autoridad, es revelador de la
aspereza de estos conflictos, de los cuales el rey y los grandes se
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aprovechaban a menudo para obtener un beneficio material. Así, a pesar del
hecho de que los bienes episcopales estuvieran en el límite de la
supervivencia, como lo demuestra la obstinada actividad epistolar de Hincmar
destinada a recuperar sus tierras, no existía ninguna solidaridad entre
seculares y regulares. Por otra parte, hemos visto cómo utilizaba Carlomagno
en Aquitania a los monasterios contra los obispados. El privilegio de exención
obtenido por Cluny en el 910 fue, en parte, un resultado de esta lucha para
sustraerse al obispo.
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Era preciso pagar los servicios de los «compañeros» del rey convertidos
en importantes cargos de función. En la Galia, el rey merovingio era el mayor
propietario territorial de toda Neustria, Borgoña del norte y la parte occidental
de Austrasia. Mientras que en tierra hispánica o en la Galia meridional la
distinción entre propiedad y posesión permanecía clara, no ocurrió lo mismo
en el caso de los francos, que consideraron todo salario como un don perpetuo
y todo cargo como un bien propio. Al igual que los anglosajones y los
lombardos, consiguieron conservar las tierras fiscales mezcladas con los
regalos reales o con el botín que habían recibido. Solo el rey lombardo
bloqueó el proceso de desaparición de su fisco en la mitad del camino,
ampliándolo con sus conquistas del siglo VIII. Consiguió formar una clientela
propia, pero no logró demoler las de los duques. En la Galia merovingia, a
medida que las tierras fiscales pasaban a manos de los poderosos, estos
adquirieron al mismo tiempo el privilegio de inmunidad que las caracterizaba.
Las ventajas de estos bienes, que estaban exentos de toda intervención de los
administradores públicos, fuera del control de los intendentes reales
(domestici, al servicio del «mayordomo de palacio») y libres de todo censo
del Estado, fueron otorgadas junto con las tierras a los nuevos propietarios.
Estos aprovecharon la circunstancia para someter más rigurosamente a los
esclavos y colonos, y empezaron a sustraer importantes masas de la población
rural al rey.
Llegó un momento en que el fisco real fue insuficiente para responder a
las demandas. Hacia el 600, el rey Recaredo encontró una solución:
arguyendo que las tierras eclesiásticas eran roturaciones efectuadas en tierras
públicas y que él era el protector de la Iglesia, atribuyó a un duque una parte
de los bienes territoriales de un monasterio, como salario por sus funciones
militares. Dagoberto lo imitó en seguida, en el 630, e ingresó en su fisco
numerosas tierras monásticas o episcopales, para entregarlas en usufructo a
sus soldados. Cuando aparecieron los principados, el método se generalizó y
los pipínidas hicieron lo mismo para ahorrar sus propios dominios. A través
de este contrato, llamado de precaria, la tierra de la Iglesia era entregada a un
grande laico a ruego (precaria) del príncipe. Carlos Martel lo utilizó de forma
tan desmesurada que así pudo disponer de un numeroso ejército. Pero
desorganizando completamente las estructuras eclesiásticas se granjeó los
anatemas del clero. Como siempre en esta época, crisis del Estado y crisis de
la Iglesia estaban estrechamente ligadas, ya que los grandes dominios
eclesiásticos tenían desde Clodoveo el mismo régimen que los fiscos reales, y
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así se comprende mejor porque fueron puestos laicos a la cabeza de obispados
o abadías.
Al mismo tiempo, las insuficiencias políticas, las violencias privadas, las
faidas entre linajes y las exacciones de ciertos cargos de función empujaban a
buscar más ávidamente que nunca la protección de los poderosos. En los
países meridionales se multiplicaban los vínculos de hombre a hombre,
siempre fundamentados en la fidelidad, que era un contrato revocable de igual
a igual, y en el mantenimiento por parte del patrón. Hemos visto la
importancia de los gardingi visigodos y de los gasindi lombardos. En
Hispania, el rey Ervigio (680-687) admitió a los primeros en el officium
palatinum, el consejo del rey. En Italia, los segundos se convirtieron en
gastaldos. Todos eran retribuidos con tierras del fisco real. En la Galia
merovingia, donde la relación de superior a inferior entre el señor y sus
vasallos o bien entre el rey y sus antrustiones era más forzada, se percibía sin
embargo un mismo ascenso social. Se mezclaban con la alta aristocracia a
pesar de su origen humilde. Igualmente, los gesiths anglosajones, de guardias
personales que eran, accedieron al nivel de nobleza intermedia, los thegns.
Así surgieron alrededor de los reyes y los poderosos unas redes de
subordinación que formaban varios círculos concéntricos. A cambio de una
función doméstica o privada, o de un servicio anual o perpetuo, reyes, jefes de
guerra y poderosos, llamados optimates o proceres, concedían a sus
«séquitos» auténticos regalos (beneficia, de donde más tarde salió el término
beneficio) en múltiples formas: mantenimiento a domicilio, don de armas,
salarios por usufructo de una tierra o bien en plena propiedad, o incluso en
precaria, etc.
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Clodulfo, su hermano, fueron obispos. También los grandes monasterios
fueron reservados a los parientes del príncipe, como Adalardo y luego Wala,
en Corbie, o bien a los amigos, como Eginardo, el biógrafo de Carlomagno,
abad laico de Selingenstadt, San Juan Bautista de Pavía, Saint-Servais de
Maastricht, Saint-Pierre y Saint-Bavon de Gante. El emperador favoreció ya a
las antiguas familias nobles de Austrasia ya a las nuevas, como las de Sajonia,
Lombardía, Baviera, Hispania visigoda o Frisia. Una sola familia de este
último país proporcionó, hacia el 804, el obispo de Chálons, Hildegrin, el
abad, luego primer obispo de Munster, san Liudger, y su sucesor, tío o
sobrino, no se sabe, Gerfrid. Tomemos otro ejemplo: la familia alamánica de
los Eticónidas, dueña de Alsacia al final de la época merovingia. Entre el 709
y el 746, el nieto de Etich, Liutfrid, conquistó para Carlos Martel los
territorios situados al este del Rin. En época de Carlomagno y Luis el
Piadoso, Hugo fue conde de Tours. Una de sus hijas se casó con el emperador
Lotario I, la otra con el conde Conrad, de la familia de los Welf, hermano de
la emperatriz Judith. El tercero, su hijo Girard, se convirtió en conde de París,
luego de Vienne y finalmente en regente del reino de Provenza. Matfrid, otro
descendiente de Etich, fue conde de Orleans y, junto con Hugo, uno de los
principales opositores de Luis el Piadoso. Sus descendientes monopolizaron
el condado de Eifel y su hija se casó con Boson, el cual, como hemos visto, se
proclamó rey. Este linaje estuvo en lucha constante, como consecuencia de
sus alianzas con los Unroch, contra otra gran familia austrasiana, la de los
Guillermo. Carlomagno nombró conde de Toulouse al primero de este
nombre en el 790. Este héroe de canción de gesta, vencedor de los
musulmanes, se retiró a un convento que había fundado en el 804. Pero un
poco más tarde encontramos a su hijo Bernardo, marqués de Septimania,
luego chambelán de Luis el Piadoso, denunciado por Hugo y Matfrid como
amante de la emperatriz. Conspirador audaz y sin escrúpulos, Bernardo
terminó siendo condenado por lesa majestad por Carlos el Calvo y ejecutado
en el 844. Su hijo mayor, Guillermo, también traicionó y fue ejecutado en
Barcelona en el 850. Su hijo menor, Bernardo Plantevelue, hizo lo mismo,
pero recobró el favor del soberano y se convirtió en marqués de Septimania y
conde de Auvernia. Finalmente, el nieto, Guillermo el Piadoso, asentó
definitivamente la independencia del ducado de Aquitania y fundó el
monasterio de Cluny en el 909. Los bienes territoriales de esta familia
germánica, «importada» en las regiones mediterráneas, se extendían entonces
de Austrasia a la región de Toulouse, pasando por la de Autún, el Maçonnais
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y la Auvernia. Igualmente, los bienes de los Guido y los Lambert iban de la
Bretaña a Italia.
Todos estos linajes estaban aliados con los carolingios, pero, apenas salían
de Francia, se mezclaban con las viejas familias senatoriales y se implantaban
con una rapidez sorprendente en el territorio donde habían sido nombrados
condes o marqueses. La «meridionalización» de los Guillermo y los Bernardo
fue impresionante. Además, estas grandes familias debieran haberse unido
para hacer triunfar sus intereses. Sin embargo, no fue así. Lucharon unas
contra otras. El linaje de origen sajón de Roberto el Fuerte, aliado de los
carolingios, fue introducido en los condados de Tours y Angers no solo para
luchar contra los vikingos, sino también para eliminar a los Guido-Lambert.
También hubieron querellas semejantes entre Ramiro II, rey de Asturias, y
Fernán González (923-970), rebelado y preso en dos ocasiones. Sin embargo,
estos ricos aristócratas eran cultos, como lo demuestra el testamento de
Eberardo, marqués del Friul en el 865, que repartió numerosos libros entre sus
hijos. Paradójicamente, sabían cómo debía ser la sociedad, lo que les
enseñaban los Espejos de los príncipes, pero hacían lo contrario. No hay nada
más sorprendente que leer los consejos de fidelidad al rey que Dhuoda, madre
afectuosa, dirige a su hijo Guillermo en el 841, ¡pues este murió decapitado
por traición en el 850! Sin embargo, la fidelidad existía. Los condes visigodos
de Cataluña permanecieron leales hasta el 888, fecha de elección de Eudes,
rey ilegítimo a sus ojos, ya que no era carolingio. Y la fidelidad de la nobleza
sajona a Luis el Piadoso y Luis el Germánico nunca se desmintió.
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privado y derecho público, esta mezcla de dos tradiciones tenía como objetivo
hacer absolutamente irrescindible este contrato, hasta la muerte de los dos
asociados. Todo perjurio comportaba la confiscación de las tierras concedidas
en usufructo (como fue justamente el caso de Baviera), e incluso la muerte
eterna, la condenación, ya que el juramento era prestado ante Dios. El vínculo
personal, el parentesco adoptivo que acababa de nacer y el afecto que se
derivaba de ello en la tradición germánica debían detener al vasallo en la
pendiente de la ruptura, y se explica así que en numerosos casos el contrato
fuera respetado. La Iglesia, que glorificaba sin cesar los contratos de derecho
romano o de derecho canónico, intentó impregnar la sociedad carolingia de
esta noción. Además, el interés bien concebido de la nobleza la empujaba a
aceptar la entrada en encomendación. La obtención de un beneficio a cambio
del servicio militar ampliaba su capital territorial. El rey o emperador ganaba
con ello en autoridad o en poder. A partir de entonces, con la generalización
de esta práctica, un conde tuvo tres clases de bienes: tierras personales o
familiares, adquiridas por compra o recibidas en plena propiedad por dote o
por testamento y llamadas, por esta razón «alodios». En segundo lugar, los
honores, tierras fiscales recibidas en usufructo como salario por su función.
Ciertamente, esta posesión estaba limitada a la duración del cargo
administrativo y un desplazamiento hacia otro condado implicaba
automáticamente un cambio de titular para los bienes del comitatus.
Finalmente, el conde disponía de una tercera clase de tierras: los beneficios
recibidos esta vez a título vitalicio a continuación de la entrada en vasallaje.
En efecto, tras poner sus manos entre las del rey o señor, y hacer el juramento
de fidelidad, recibía la investidura del «beneficio», con la ayuda de un
símbolo: un puñado de tierra o una rama con hojas que representaban el
usufructo de la tierra concedida (y, otra vez, no su propiedad). Carlomagno
empujó a los nobles a hacer lo mismo con los hombres libres, lo que le
proporcionó numerosos subvasallos, además de los vasallos reales que
dependían de él directamente. Así, la sociedad estaba estructurada desde la
base hasta la cumbre por toda una cadena de vínculos de hombre a hombre,
incluyendo a los obispos y abades. Además, el emperador precisó bien que los
contratos así concluidos eran indisolubles, excepto en caso de crimen o
injusticia del señor con su vasallo. La unión del beneficio y el vasallaje se
extendió así por todos los territorios que van del Rin al Loira.
En todas partes los emperadores y los reyes intentaron generalizar estos
contratos: en Italia septentrional y en Aquitania. En el 884, Carlos el Calvo
empujó a los hispano-visigodos libres a «entrar en el vasallaje de nuestro
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conde». Pero parece que esta invitación fue hecha en vano. Excepto entre las
familias francas instaladas al sur del Loira y en la llanura del Po, los antiguos
juramentos de fidelidad con contenido negativo continuaron practicándose.
Las funciones públicas, tanto en Hispania como en el sur de la Francia
occidental, fueron siempre remuneradas con un stipendium, un salario
constituido por el goce de una tierra pública. En el siglo X incluso apareció el
término de feo o fevum para designar este modo de pago. Aunque esta
palabra, «feudo», aparezca por primera vez en las regiones mediterráneas, la
sociedad llamada feudal aún no aparecía ahí, al contrario de lo que ocurría en
el norte. No existe ninguna relación entre la fidelidad y el feo. Los contratos
de igual a igual entre nobles, las convenientiae, se hicieron cada vez más
numerosos, en el siglo X, en el Languedoc, Cataluña y Lombardía. Este
mantenimiento de las viejas tradiciones romanas representa el límite de las
influencias septentrionales y un comportamiento muy diferente de la alta
nobleza.
En Inglaterra y en Germania, países siempre próximos a sus orígenes, el
intento carolingio de unir la fidelidad con la encomendación por las manos o
el vasallaje con el beneficio, también encontró obstáculos. Los nobles
ingleses propietarios solo estaban vinculados al rey por el juramento de
fidelidad. En Sajonia y en Francia oriental, la vieja práctica del juramento de
encomendación, que permitía a los esclavos entregarse por las manos a un
señor, no había desaparecido. Por eso, muchos grandes de altas familias
nobles, a diferencia de las de Francia occidental e Italia, rechazaron esta
práctica y esta ceremonia, que les parecían infamantes. En cambio, las viejas
comunidades de guerreros libres, las trustes, que se encomendaban al jefe por
la mano, tocando su mano y ya no dándole las dos manos, lo que era
considerado signo de inferioridad, continuaban conservando sus atractivos
para ellos. En Gran Bretaña, los thegns, que habían recibido tierras en un
manor real o que incluso disfrutaban de más de un manor, le debían toda
clase de servicios en moneda. Formaban comunidades horizontales naturales
agrupadas en familias amplias alrededor del señor, fuera este el rey o pronto
un ealdorman. Le debían el servicio militar únicamente porque le habían
jurado fidelidad. En Castilla, la behetría (benefactoría) recompensaba al
guerrero fiel, pero no constituía un derecho. En Italia, la encomendación
estaba siempre separada de la concesión del beneficio. Del mismo modo, en
Frisia, las comunidades aldeanas permanecieron aún más próximas a los
orígenes e impidieron el surgimiento de cualquier tipo de señor. Así se
explica que la relación de inferior a superior finalmente solo haya podido
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desarrollarse entre el Rin y el Loira, allí donde el poder carolingio era
particularmente fuerte.
Por esto aparecieron cuatro clases de vasallos. En la cumbre, los vasallos
reales (vassi dominici), integrados por aristócratas y grandes propietarios;
luego los vasallos señores de cuatro a treinta mansos, que dependían de los
grandes, laicos o eclesiásticos; después los vasallos no establecidos, es decir,
«no casatus» (no dotados de tierras), que formaban la escolta de un poderoso.
Entre los escandinavos, este grupo de guerreros, análogo a la trustis, era
llamado hird. Finalmente, el cuarto grupo, más o menos híbrido, a medio
camino entre los vasallos ordinarios y los no dotados de tierras, era el de los
ministeriales, antiguos esclavos encargados de un servicio para su señor,
como los caballarii de Saint-Bertin, que detentaban mansos de unas cuarenta
hectáreas y acompañaban a su señor a caballo. Se les encontraba sobre todo
en las tierras germanizadas: Flandes, Lotaringia y Germania. Solo los
primeros formaban parte de la gran aristocracia. Los segundos formaban una
nobleza intermedia, aún bastante mal conocida. Los siguientes estaban justo
encima de los esclavos y los últimos fueron considerados siempre como parte
integral de los esclavos. En otros sitios solo existían fieles o thegns, todos
libres, evidentemente.
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para casarse con otra, esta vez legalmente. Así, poco a poco, a causa
esencialmente de los sacramentos del matrimonio y de la ordenación, apareció
la personalidad jurídica del esclavo.
Desde luego, las liberaciones de esclavos eran poco numerosas e incluso
estaban prohibidas en las tierras de la Iglesia. Pero indiscutiblemente se
produjeron. Apareció un nuevo tipo: la liberación in albis para el hijo de un
libre y una esclava, nacido en la casa del amo, que era automática. En
resumen, excepto en países germánicos, como Flandes, Sajonia y Baviera, el
grupo de los esclavos estaba en disminución constante. En ciertas tierras de
Saint-Germain-des-Prés, no representaban más que el diez por ciento de la
mano de obra. En Champaña, en tres villae de Saint-Rémi de Reims, no eran
más que el ocho, el siete y el cuatro por ciento del total de la mano de obra.
Estamos muy lejos de las tasas del doce por ciento características de los
dominios del Imperio Romano tardío. Evidentemente, esta categoría estaba en
retroceso. Los esclavos carolingios tenían un estatuto económico y una
personalidad jurídica en algunos dominios. Hemos visto que podían
convertirse en ministeriales, comerciantes o guardias personales. Algunos se
convirtieron en obispos, como Ebbon, arzobispo de Reims, y Arn, arzobispo
de Salzburgo; otros, en condes, y esto provocó, por otra parte, el furor de sus
contemporáneos.
Pero una vez más, la evolución fue diferente según las áreas de
civilización. En la joven Europa, los antiguos esclavos liberados pedían la
protección real o eclesiástica. Como siempre, la búsqueda de un protector era
más interesante que la independencia total. ¡Qué importaban los tributos,
simbólicos o no! Por otra parte, la mayoría de las veces, estos se desviaban de
los individuos a las tierras. Además, como demuestra la lectura de los
polípticos, eran los propios campesinos «libres y colonos» quienes juraban
ante los enviados del gran propietario haber entregado el importe exacto de
las cargas que debían cumplir. El poder del amo no podía imponerles
demasiadas, ya que hubieran huido. Sin embargo, este no era el caso en la
Europa septentrional, en la época carolingia. Por eso, antiguos esclavos
liberados, colonos y otros campesinos con un estatuto más o menos preciso
entraron en una dependencia más o menos ventajosa según las regiones, que
daría lugar más tarde al apelativo «servidumbre». En el 941, en Cambrai, los
esclavos aún estaban diferenciados de los dependientes. En cambio, esta
evolución era mucho menos rápida en la Europa romanizada. Los esclavos de
tipo antiguo son mencionados en los cartularios meridionales hasta mediados
del siglo XI. Visiblemente, se continuó considerando a todos los colonos y
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otros tenentes como mancipia, esclavos para todo. En el 889, Géraud
d'Aurillac se contentó con aplicar la ley del reinado de Augusto, incluida en el
código de Justiniano, y liberó tan solo a cien esclavos cuando seguramente
poseía muchos más. Las liberaciones eran hechas siempre cum obsequio: el
antiguo amo continuaba conservando toda su autoridad de patrón sobre el
antiguo esclavo. Además, la rigidez de la ley romana fue reforzada por la
presencia de esclavos musulmanes prisioneros de guerra. En ciertas regiones,
como Cataluña y el Lacio, es preciso esperar hasta la mitad de siglo X para
ver desaparecer a los últimos esclavos entre los campesinos libres, gracias a
las roturaciones. Ya no suponía ninguna ventaja quedarse al lado del amo. En
otras zonas, en el sur de Italia y Aquitania, el esclavo de tipo romano, es
decir, ni eslavo ni musulmán ni extranjero, aún tardó en desaparecer, a causa
del conservadurismo jurídico de estos países.
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designaba ya un alodio, propiedad integral de un campesino, ya una tenencia
de un esclavo casatus o de un colono perteneciente a un gran dominio. Por
otra parte, en las regiones mediterráneas era llamada colonica y el campesino
estaba estrictamente fijado a ella. Es cierto que, en el 802, el capitular para los
missi señalaba que ciertos colonos del fisco o de la Iglesia tenían beneficios u
oficios (ministerio) y formaban parte del círculo de allegados al señor. La
situación económica de los colonos era, pues, muy variable.
De todos modos eran todos tenentes de un manso o de una colonica, de
una hufe en territorio germánico o de una hide en tierra anglosajona. Esta
tenencia era a menudo definida como «la tierra de una sola familia». Su
superficie estaba pues calculada para permitir teóricamente la vida del hogar
del colono. En Italia era definida como la cantidad de tierra que se podía
labrar con dos bueyes durante un año. La superficie variaba mucho según las
regiones y la calidad de los suelos. A veces tenía de doce a veinticuatro
hectáreas. En Inglaterra podía pasar de dieciséis a cuarenta y ocho hectáreas.
En cada una se encontraba la morada, a menudo una choza donde vivía la
familia del campesino. Estos colonos eran convocados cada año a la hueste
real y al malí condal. Hemos visto que si tenían menos de cuatro mansos
debían asociarse para llegar a esta cifra, para que uno de ellos pudiera ir.
Algunos se las arreglaban para conservar un pequeño alodio o bien para
obtener una tierra en precaria de un abad o de un obispo. En el Imperio
Otónida los leibeigen eran campesinos dotados de una cierta libertad de
movimiento, pero parece que pertenecían en plena propiedad al señor
eclesiástico. De estos dependientes salieron los artesanos y los mercaderes.
En Inglaterra, el gesith podía ser asimilado al colono porque estaba vinculado
a la tierra y no tenía derecho a legar lo que poseía. En cambio, con el ceorl
entramos en la categoría de los hombres totalmente libres, que podían ser
tanto patronos como artesanos, orfebres, herreros o mercaderes. Estos
también debían prestar el servicio militar y pagar ciertas tasas. Podían
purgarse en justicia de una acusación con el juramento de tres conjurados de
su grupo social. Su wergeld era particularmente elevado: doscientos sueldos,
es decir, el equivalente de treinta y tres bueyes. Podían enriquecerse
claramente e incluso entrar en la nobleza. En el Imperio Carolingio, sus
homólogos eran los franci, hombres libres, o aun los pagenses. En líneas
generales, eran propietarios de alodios que equivalían como mínimo a cuatro
mansos y como máximo a doce. El umbral de la riqueza y la nobleza parece
haber estado en más de un centenar de hectáreas, ya que un capitular del 805
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precisa que un individuo de estas características debía automáticamente ir a la
hueste con el equipamiento del combatiente acorazado a caballo.
Pero al lado de estos propietarios medios, señores de más de cincuenta
hectáreas, encontramos numerosos hombres libres. Una categoría desconocida
hasta entonces, los «huéspedes», apareció en las tierras incultas, cerca de las
tierras de cultivo. En la Italia lombarda, los campesinos libres concluían
contratos de libellum con los grandes propietarios por un período de
veintinueve años renovable, o bien por dos o tres generaciones. Este alquiler
por veintinueve años tenía como finalidad evitar que se convirtieran en
propietarios al cabo de treinta años por la ley romana de la prescripción
trentenaria, pero era muy ventajoso para estos pequeños propietarios.
Igualmente, el contrato de complantatio, utilizado sobre todo para la viña,
continuó siendo un excelente medio para multiplicar el número de pequeños
propietarios, porque al cabo de cinco años se dividía en dos la parcela puesta
en explotación. Por último ¡cuántos cultivadores completaron sus ganancias
alquilando sus brazos! En Corbie, trabajaban en los huertos de los monjes a
cambio de su alimentación. En Prüm y en Saint-Bertin se les llamaba
prebendara porque eran pagados con raciones diarias. Este era el estadio del
libre más pobre, el de simple asalariado en especie.
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abad de Saint-Gall o bien, en el 864, rechazar los transportes de margas o las
trillas que les imponían.
Este mundo de libres estaba en plena transformación. Tan pronto era
elevado hacia lo alto de la jerarquía social, en los reinos hispánicos
particularmente, como arrastrado por el envilecimiento de su situación, a
consecuencia de los abusos de poder de los condes (servicio militar
demasiado largo o convocatorias a los tribunales demasiado frecuentes), o
bien de los intentos de los grandes propietarios por sujetarlos a su autoridad.
También es sorprendente ver, en los capitulares, que los libres a menudo eran
llamados «pobres». Es evidente que un hombre libre que no acudía a la
convocatoria de la hueste era automáticamente condenado a pagar una multa
de sesenta sueldos. Entonces quedaba irremediablemente arruinado. Los
métodos utilizados por los grandes propietarios de la Antigüedad tardía para
transformar a un campesino libre en colono continuaban siendo practicados.
Todos los capitulares y concilios carolingios dan fe de ello. Protestaban
contra los poderosos que despojaban a los pequeños propietarios de alodios.
Como en época merovingia, pues, el pobre era sobre todo un libre que no
tenía protector político. A partir del 840, la Iglesia, que soportaba
materialmente a todos estos nuevos pobres, reclamaba sin cesar la restitución
de sus propias tierras para darles pan. Al norte del Loira, antes del 840,
cuando pudo haberse hecho un esfuerzo muy nítido en favor de las matrículas
y los hospitales, parece que la situación empeoró con las invasiones. La
imposibilidad de pagar las deudas tras una mala cosecha, la rapacidad de
jueces y condes, los peligros de los saqueos y la posibilidad de ser capturado
como esclavo por los piratas o los húngaros, precipitaron a numerosos
campesinos libres en la dependencia de los poderosos o, de hecho, les obligó
a recorrer los caminos. Saint-Riquier alimentaba cuatrocientos pobres cada
día. En Corbie, cada pobre recibía un pan y medio, o dos kilos y medio de
pan, por su jornada y el viaje. Tales cargas debieron ser insostenibles durante
la segunda mitad del siglo IX, y la excomunión o el miedo al infierno solo se
tradujeron en limosnas de los poderosos de manera insuficiente. Los pobres
eran, pues, oprimidos de toda clase. Además de los campesinos,
empobrecidos y despojados, había jóvenes, viejos, enfermos, lisiados,
peregrinos que habían dejado su patria y extranjeros expulsados de su hogar,
por ejemplo los irlandeses, o bien refugiados que huían de los vikingos. Se
comprende que la amenaza de ser reducido a la esclavitud acrecentara la
necesidad de buscar un protector y luego encontrar un estatuto ventajoso. Así
era favorecido el sistema del señorío rural. La libertad, que había sido una
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ventaja social innegable durante el período de la expansión carolingia, se
convirtió en un inconveniente. Así se explica el desplazamiento hacia la
servidumbre a lo largo del siglo XI.
De nuevo encontramos estas contradicciones propias de una sociedad que
atravesaba un despertar demográfico y un comienzo de expansión, y que
luego se encontró bloqueada brutalmente por desórdenes internos y externos.
La paz y luego la violencia continua explican estas oposiciones entre clérigos
seculares y regulares, entre grandes familias aristocráticas, estos movimientos
de ascenso social o de proletarización en el mundo de los libres. La lenta
desaparición de los esclavos es otro factor sorprendente de esta época.
Cualesquiera que fueran las variantes regionales, invita a examinar la
economía agraria a fin de saber si los violentos contrastes de esta sociedad
eran debidos a un régimen de escasez fundamental o de abundancia real.
LA TIERRA
Progresos agrícolas
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884, el rey Carlomán fue mortalmente herido en el curso de una cacería de
jabalí. Entre los pescados, cada vez más consumidos por la ampliación de los
días de ayuno (de 120 a 130 días al año), parece que los más apreciados eran
las anguilas y las truchas. Los monjes de Bobbio recibían quinientos peces
cada año, en censos de sus campesinos; los de Saint-Germain-des-Prés y de
Corbie, doscientas anguilas. Se pescaban también muchas lampreas,
esturiones y salmones, en las costas y los ríos. El potencial animal debió ser
muy explotado, porque desaparecieron entonces los uros y pronto también los
castores, ya que después del siglo IX no vuelven a ser mencionados.
Los polípticos distinguen a menudo la silva grossa de la silva minuta. Este
último tipo de bosque, explotado, proporcionaba toda la madera de trabajo,
pértigas para los setos, estacas para las viñas, lechos vegetales para los
animales, etc. El bosque de castaños, cada vez más extendido en Italia, se
desbordaba fuera de la zona mediterránea. Los sauces que crecían en estado
natural a lo largo de los ríos eran podados cuidadosamente, para obtener
mimbre y fabricar harneros y cestos. Los bosques de hayas y robles eran
frecuentemente protegidos a expensas de los bosques resinosos, a los que se
continuaba destruyendo para obtener la pez. En efecto, valía más dejar que se
desarrollaran los árboles portadores de hayucos y bellotas para los cerdos. La
carne salada de estos últimos seguía siendo la alimentación cárnica
fundamental de los campesinos. Los pastos de las comunidades rurales
también estaban situados en el saltus, y numerosos litigios estallaban entre
ellas y los grandes propietarios vecinos por falta de delimitaciones precisas.
Se criaban corderos para obtener lana, quesos, sebo y pergamino. El ganado
bovino era alimentado sobre todo para tirar del arado, pero había poco en los
pastos. Además, los productos silvopastorales eran tan importantes en el
equilibrio alimentario, y la explotación de las tierras incultas tan activa, que
paradójicamente se tomaron medidas para protegerlas. No olvidemos que, en
Europa meridional, ¡oficialmente aún eran propiedad pública! Pero incluso
allí donde la apropiación privada había sido tolerada, Carlomagno, en el
capitular De villis, intervino para recomendar que «allí donde debe haber
lugares para roturar, que se hagan roturar, pero que no se permita avanzar los
campos sobre los bosques; y allí donde debe haber bosques, que no se tolere
cortar demasiado o que se sigan deteriorando». Este miedo a ver roto el
equilibrio entre el saltas y el ager, entre las tierras incultas y las zonas
cultivadas, en provecho de los campos, puede parecer curioso. Esta
preocupación muestra dos cosas: que los recursos silvopastorales eran
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demasiado importantes para ser despreciados y que había al mismo tiempo
una tendencia constante a roturar.
En efecto, indiscutiblemente, la tendencia a la roturación existía en la
Europa carolingia. Los campesinos del monasterio de Montierender eran
impulsados a hacerlo gracias a la ayuda técnica del seto forestal. En
Germania, el bifang continuó practicándose e incluso a veces era previsto
sistemáticamente. En el 867, un diploma de Lotario II concedía la propiedad
de un espacio sin cultivar: el futuro propietario podía crear cien mansos o
dejar pastar allí mil puercos. En Italia, los gualdi publici, el equivalente de las
forestes carolingias, también eran acometidos por campesinos libres o
antiguos colonos. Pero los movimientos más claros de roturación se perciben
sobre todo en el Languedoc, el sur de Aquitania, Cataluña y Asturias. Los
emigrantes hispanos recibían de los reyes carolingios la autorización para
acometer las tierras públicas desiertas y convertirse en sus propietarios al
cabo de treinta años de ocupación continua. Estas tenencias por aprisio
acabaron por conducir al nacimiento de pequeños propietarios rurales libres,
completamente aislados en sus alodios. Así, descendieron lentamente de sus
montañas superpobladas hacia las llanuras. A la inversa, en Auvernia, desde
fines del siglo IX, la llanura del Limague, saturada de hombres a causa de su
fertilidad, se lanzó al asalto de las tierras «yermas» (desiertas) escalando las
primeras laderas situadas por encima de Sauxillanges y Brioude. Es cierto que
se trata de una zona muy al margen de los conflictos de la época. En la
cordillera cantábrica, también superpoblada, se produjo el mismo fenómeno,
con la garantía jurídica del mismo contrato, llamado esta vez de pressura. La
palabra designa lo mismo. Se trataba de ocupar, de abrir una tierra vacía y de
arrancarla del áspero desierto (eremus squalidus). En Galicia y el norte de
Portugal, más de catorce topónimos neovisigodos corresponden a esta ola de
poblamiento, en la cual se fusionaban todas las condiciones sociales para
detenerse temporalmente a orillas del Duero. Pero, en resumen, estos
movimientos de roturación estaban claramente localizados. En otras partes
parecen poco importantes. El hambre de tierras, incluso en época carolingia,
era débil pero no despreciable.
¿Es preciso creer que la imbricación del saltus y el ager aportaba recursos
suficientes? Primero señalemos la existencia de prados cultivados y
regularmente segados, como muestra el calendario carolingio de Vienne para
el mes de julio. Parecen particularmente importantes en el norte de Francia
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occidental, Frisia e Inglaterra. Es evidente que la cría de ganado bovino,
carneros y caballos estaba más desarrollada en estas regiones. En Frisia se
hablaba corrientemente de tierras de 16 ovejas, 15 vacas, 12 bueyes o 40
carneros. Alcuino, para alabar al obispo de Utrecht, encontró un curioso
neologismo: vaccipotens: ¡poderoso en vacas! En las remontas imperiales, los
intendentes debían hacer entrar con cuidado a los potros en el establo antes
del 11 de noviembre. El Mulomedicus, tratado de medicina veterinaria para
bestias de carga, se encontraba en las bibliotecas de ciertos monasterios.
Pero lo esencial de las tierras cultivadas evidentemente estaba reservado
al cultivo de cereales. En los países mediterráneos podemos ver que el trigo y
la cebada eran los más frecuentemente sembrados. En Europa occidental, para
luchar contra la humedad, se utilizaba más bien el centeno y el trigo. La
cebada era más característica de Inglaterra, junto con la avena, ya que servían
para la elaboración de cerveza. Pero los cereales pobres aún eran muy
apreciados: el mijo y el sorgo en la llanura del Po y en la Gascuña, y la
espelta en Francia. Finalmente, las legumbres secas: habas, garbanzos y
lentejas, desempeñaban un papel de primer orden porque podían conservarse
mucho tiempo.
El cultivo era aún más intensivo en tres lugares privilegiados: el huerto,
los vergeles y las viñas. Los textos mencionan a menudo huertos, cercados o
aun setici cuya superficie no excedía una hectárea. Cuidadosamente
trabajados con la azada y abonados, producían coles, nabos, puerros,
pastinacas, ajos, chalotes, etc. En el plano del monasterio de Saint-Gall,
modelo que fue frecuentemente imitado, figuran los bancales del huerto con
las diferentes especies de legumbres verdes y condimentos que en teoría
debían plantarse. Pero el huerto también tenía un objetivo curativo y
numerosas plantas medicinales eran cultivadas allí por los monjes o los
campesinos de los dominios imperiales. El capitular De villis aconseja plantar
sesenta y dos especies de plantas, de las cuales un tercio eran de uso
alimentario. Los vergeles son menos conocidos y parecen poco importantes.
El de Saint-Gall estaba situado en el cementerio; los manzanos, perales,
ciruelos, nísperos, laureles, castaños, higueras, membrillos, melocotoneros,
avellanos, almendros, moreras y nogales no debían ser muy numerosos,
quizás uno por especie; y también era preciso que el clima les fuese propicio.
Cultivar un solo tipo de árbol parecía impensable. Esto solo ocurrió con el
olivo, que era ignorado en Cataluña pero remontaba el Ródano hasta Donzére.
La viña arborescente o bien a ras del suelo estaba en cambio cada vez más
extendida. Era apropiada para un obispo, un gran propietario noble o un
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campesino libre, para quien consiguiera hacerla crecer lo más al norte posible,
a fin de disponer de una cantidad apreciable de vino para consumir. Entre los
dominios que dependían del fisco de Annapes, uno de ellos producía vino,
Treola. Se trata del actual terruño de Lille (cuyo antiguo nombre se ha
convertido en Nuestra Señora de Treille), donde hoy en día sería preocupante
hacer crecer cepas de viña. Los viñedos eran tan importantes que Luis el
Germánico obtuvo los de la orilla izquierda del Rin, en el reparto de Verdún,
en el 843, porque no tenía otros en Francia oriental, y de aquí el curioso
trazado de la frontera. Como el vino era el único verdadero tónico de la
época, se hacían prodigios para proveerse de él. Los monjes de Redon
hicieron plantar viñas hasta en Vilaine. El obispado de Tongres acabó por ser
desplazado a Lieja, en gran parte a causa de las viñas de las laderas del Mosa.
Otras abadías de Flandes y Austrasia preferían comprar parcelas de viña en
Laon, Champaña e incluso en la orilla de los lagos de Italia del norte. El
artículo 8 del capitular De villis está enteramente consagrado a los cuidados
que se debía tener en los dominios imperiales con las prensas, toneles, etc. En
suma, todo podía producirse en las tierras de los ricos, y podía pensarse en el
ideal de autarquía expresado por los textos carolingios. Pero ¿era
verdaderamente realizable?
Sea cual fuere el modo de unión entre sus dos partes, el gran dominio no
podía de hecho ser autárquico, a pesar del ideal pregonado, puesto que debía
alimentar lo que hoy llamaríamos el sector terciario. Además, le era
rigurosamente imposible procurarse sal y hierro sin comprarlos en el exterior.
Hacía falta pues salir obligatoriamente de la agricultura de subsistencia
mediante innovaciones técnicas y aumentos del rendimiento. En Corbie
habían seis fundidores de mineral y seis herreros fabricantes de lingotes de
hierro, y en la Celle-les-Bordes treinta y dos esclavos debían producir cada
año una tonelada de hierro, es decir, el equivalente a más de un millar de
azadas. Ciertamente, la industria de armamento consumía mucho, pero
justamente Carlomagno prohibió la exportación de espadas por razones a la
vez estratégicas e internas. En el fisco de Annapes fueron construidos cinco
molinos y cuatro cervecerías. Las tierras de Saint-Germain-des-Prés tenían 83
u 84 molinos de agua. Algunos, en Corbie, tenían de tres a seis ruedas.
Irminón se enorgullecía de haber instalado siete y renovado cuatro.
Desgraciadamente, esto no quiere decir que el molino de sangre hubiera
desaparecido, sino simplemente que se intentaba economizar la mano de obra
allí donde gestores conscientes de las necesidades y lectores atentos de los
agrónomos antiguos intentaban valorizar el gran dominio.
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El arado de ruedas pesado, tirado por seis a ocho bueyes, existía en Île-de-
France. Las excavaciones arqueológicas han descubierto en Frisia la
existencia de surcos asimétricos y simétricos, prueba de que fueron hechos
por dos tipos de aparatos: el arado romano y un instrumento de origen eslavo
(rejas moravas del siglo VIII) o germánico (citado en el edicto lombardo de
Rotario, en el 683, y en la ley de los alamanes, en el 725, con el nombre de
plum, la Pflug germánica y la plough sajona). Ahora bien, cuanto más al
norte, mayor era la proporción de prados de siega en relación a las tierras
arables, lo que permitía alimentar bien a los bueyes que tiraban de los
ingenios agrícolas. Además, el arado de ruedas, si realmente se utilizaba,
podía acentuar el avance económico de los países situados al norte del Loira,
ya que solo él permitía poner en cultivo las tierras pesadas compuestas por
limo de las planicies o sedimentos arcillosos glaciares. Como por azar, aun en
el siglo XIX, el límite norte del arado de ruedas muestra los territorios
favorecidos por esta innovación: Galicia, Francia, Inglaterra, Germania y la
baja llanura del Po. Añadamos finalmente la aparición de la herradura,
señalada por primera vez en el 855, y el desarrollo de la collera rígida
representada en el Apocalipsis de Tréveris en el año 800.
En cuanto a los tratamientos dados a la tierra, estos mejoraron. La labor de
la tierra yerma en el mes de junio está representada en el calendario de
Vienne. Pero hemos visto las dificultades que Carlos el Calvo encontró para
imponer las corveas de cargamentos de marga para mejorar la fertilidad del
suelo; en cambio, las corveas de estiércol existían ya en el dominio de Viel-
Saint-Rémy, mientras que la entrega de paja para el lecho de animales era
impuesta a los tenentes de Gerson. Y Carlomagno ordenó que se echara abono
compuesto en campos y parcelas. En fin, la rotación trienal de los cultivos
quizás estaba señalada en un diploma de Saint-Gall en el 763, y en Turingia
en el 783. En el capitular De villis y en el políptico de Montierender aparece
como algo corriente. Este sistema no parece haber sido exportado fuera de
Francia y Germania en los siglos IX y X. Sin embargo, combinada con el
cultivo de las leguminosas, que fijan el nitrógeno en el suelo y mantienen su
fertilidad, la rotación trienal podía hacer aumentar las cosechas en un 33 por
100. Avance considerable que explicaría que el hambre de tierras fuera
moderado y las roturaciones poco extensas, excepto en los frentes pioneros
hispánicos e italianos, donde además continuaba el uso del arado romano y
del sistema bienal. Por eso es difícil suscribir las afirmaciones de ciertos
historiadores que consideran que los rendimientos eran muy débiles. Los
menos pesimistas estiman, en efecto, que el grano rendía tres por uno. Ahora
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bien, ¡Columela declaraba que cuatro por uno era un rendimiento de mal año!
Nuestros grandes propietarios laicos y eclesiásticos que poseían a Columela y
a Paladio en su biblioteca, ¿podían tolerar y encontrar normal un resultado tan
miserable? De hecho, estos rendimientos han sido calculados a partir de los
Brevium exempla de Annapes, donde aparentemente, a la vista de las
cantidades de cereales mencionadas, la tasa era de 1,6 por 1. Pero, como bien
indica el término que designaba estas cosechas (conlaboratus), se trataba
solamente de una parte de los productos del dominio. El capitular De villis
precisa, en efecto, que los intendentes debían dividir en varias partes las
cosechas de los dominios fiscales, una para el rey (el conlaboratus), una para
el intendente militar, una para los prebendara, una para las mujeres del
gineceo, etc. A cada parte correspondía una lista diferente. Una contabilidad
semejante, tan diversificada, en los fiscos imperiales y eclesiásticos, invita
pues a considerar las cifras dadas no como las de la totalidad de la producción
sino más bien como una parte de los ingresos en especie del propietario. De
este modo, los rendimientos habrían estado situados ciertamente, entre 5 y 7
por 1, vistas las otras cantidades de trigo que quizá fueron contabilizadas en
otra parte, fuera de los documentos que han sobrevivido. Esto nos daría una
cosecha media de diez a catorce quintales por hectárea, cifra enorme a
primera vista. Y si la reserva era cultivada de forma descuidada y extensiva
por trabajadores no remunerados y refunfuñantes, en cambio los mansos
debían ser cuidadosamente labrados, cavados y escardados con la azada para
producir aún más. Consideremos, en efecto, las viñas. En las de Saint-
Germain-des-Prés, los monjes imponían un tributo fijo a los esclavos y
colonos que las cultivaban en forma de tenencias. Estos tenían, pues, interés
en producir mucho para vender el excedente. Efectivamente, el rendimiento
medio era de treinta hectolitros por hectárea en la reserva. Era ligeramente
superior en las tenencias y, en total, cada año, deducido todo el consumo,
quedaban seis mil hectolitros de vino para vender para los monjes, y aún más
contando la producción de los campesinos, ¡quizás alrededor de diez mil
hectolitros!
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Un dominio inculto: el dominio de Fesmy en el año 845.
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medio litro de vino por día, en época de Carlomagno pasó a más de un kilo y
medio de pan y a un litro y medio de vino. Añadamos cien gramos de queso y
más de doscientos gramos de legumbres secas en puré. Este no era un
régimen de ricos privilegiados, ya que los laicos que vivían en los grandes
monasterios: Corbie, Saint-Germain, Saint-Denis o Soissons, tenían raciones
idénticas o casi, a las que es preciso añadir como mínimo cien gramos de
tocino o cerdo salado. Este fuerte consumo, que será necesario explicar, no
era extensivo a los hambrientos o a las poblaciones presas de la escasez. La
gran variedad de recursos, junto a la eficacia del gran dominio, allí donde
existía, incluso privilegió a ciertas regiones. Las corveas de transporte
impuestas a los campesinos para llevar vino o trigo hacia los puertos fluviales
o a los mercados urbanos demuestran que se vendían cantidades importantes.
Ciertos campesinos de Saint-Germain-des-Prés debían incluso ir hasta
Quentovic. Indiscutiblemente, una producción agrícola sostenida, dotada de
rendimientos superiores a los de la Antigüedad tardía, desembocaba
finalmente en una economía de mercado, el menos para el puñado de grandes
explotaciones que iluminan estas escasas fuentes.
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tenencias, era aún más claro en el tercer tipo «dominical» que deriva de él.
Estas curtes, llamadas gewanne en Flandes, estaban muy próximas al hábitat
del señor. La reserva comprendía amplias parcelas dedicadas a la
cerealicultura, llamadas también condominae (pertenecientes al dueño). Los
esclavos y los tenentes la trabajaban, estos últimos en función de un número
importante de días de «corvea», a menudo de uno a tres por semana. En este
último caso se trata cada vez de tierras pesadas, compuestas por aluviones
fluviales o limos, que necesitaban el empleo del arado de ruedas con reja de
hierro.
Además, este nuevo sistema de aprovechamiento de un gran dominio por
bipartición parece desarrollarse en la misma época al sur y al oeste de
Inglaterra. Las leyes de Ina, a fines del siglo VII, describen, en efecto, grandes
dominios donde señores laicos habían recibido el usufructo de tierras
ocupadas por tenentes. Se trataba de tierras que estos últimos habían roturado.
Estos gesiths eran considerados colonos libres. A menudo eran confundidos
con los geburs, esclavos casad en el mismo tipo de tierras que las de los
gesiths, que llevaban el nombre de gesithland, gafolland («tierra que paga el
impuesto») o incluso outland («tierra del exterior»), por oposición a la inland,
la tierra interior, reservada al dueño. No se puede precisar si la corvea en la
reserva era impuesta a los tenentes, pero ciertamente pagaban tributos y
antiguos impuestos al señor. Grandes probabilidades inclinan pues a pensar
que el sistema del manor, como se le llamó más tarde, fue creado poco antes
de la proclamación de las leyes de Ina, rey de Wessex.
¿Cuándo y cómo fue inventada esta unión orgánica por medio del tributo
en días de corvea entre la reserva y las tenencias? El segundo tipo de gran
dominio, con parcelas instaladas en amplias llanuras, parece haber sido
inaugurado en los dominios imperiales de África en el siglo II. Los colonos
poseedores de tenencias debían al intendente de uno a seis días de trabajo
cada año. En un solo dominio de la Iglesia de Ravena, a finales del siglo VI,
tres tenentes estaban obligados a cumplir uno a seis días de corvea a la
semana. Pero esto parece absolutamente excepcional. La generalización del
principio fue probablemente obra de Dagoberto, entre el 623 y el 635, cuando
confirmó las leyes de los alamanes y los bávaros. Estableció que en todos los
dominios fiscales y eclesiásticos los esclavos debían hacer tres días de corvea
a la semana en la tierra del dueño, la reserva, mientras que los colonos,
además de pagar los tributos habituales, debían cumplir un trabajo a destajo,
llamado más tarde riga (raya o surco de labranza), en los campos, prados y
viñas del propietario. Así, mientras que era normal hacer trabajar a los
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esclavos reales en el dominio, como antaño, la extensión de los tributos en
trabajo a los colonos creó un nuevo sistema de explotación de las tierras que
paliaba la insuficiencia de la mano de obra servil e intentaba reemplazarla por
un colonato en el que se mezclaban los antiguos esclavos, los libertos, los
antiguos libres y los nuevos libres. Estas tres soluciones evolutivas se
extendieron entonces, gracias a su flexibilidad, de manera diferente según las
regiones. Mientras que en Austrasia los nobles aprovecharon la decadencia
del poder real para desarrollar la corvea privada en sus propias tierras, el
tercer tipo de gran dominio se desarrolló mejor, gracias a la fuerte autoridad
del jefe de guerra sobre sus servi ministeriales, sus acompañantes más o
menos libres, a los cuales convertía en sus administradores. La ley de los
alamanes, puesta de nuevo por escrito en 717-719, y la de los bávaros,
744-748, demuestran la extensión de estas grandes propiedades y el
agravamiento de las corveas que pesaban sobre los colonos. Es probable que
en Wessex ocurriera lo mismo. En cambio, en la Italia padana y en Sabina, el
segundo tipo de gran dominio, con unas relaciones más o menos laxas entre la
reserva y las tenencias, fue mucho más corriente a causa del dinamismo de la
conquista agraria en células dispersas. Por doquier, en la Galia meridional, la
Hispania del noroeste, y la Italia central y meridional, el primer tipo, los
campos creados en el saltus, es decir, en el fondo del viejo gran dominio de la
Antigüedad tardía, se perpetuó, multiplicándose, como lo demuestran los
topónimos herm y hermas en Aquitania y en Galicia. En resumen, esta
«invención» de un gran dominio bipartido dio sus mejores resultados fuera de
los territorios de la vieja Romanidad, allí donde la distinción entre esclavo y
libre era vaga, y sobre todo allí donde el dueño tenía fuerza guerrera a su
disposición: entre los lombardos, los francos de Austrasia y los anglosajones.
El tercer tipo, llamado villa en nuestros documentos, era una explotación
agrícola que, sobre todo en el caso de los reyes y los eclesiásticos, intentaba
crear grandes conjuntos macizos, mediante una operación de concentración de
tierras, en los que las tenencias estaban lo más próximo posible a la reserva
para facilitar la prestación de corveas por parte de los tenentes. Su superficie
era de al menos cien hectáreas y llegaba a alcanzar algunos miles. Agrupaba
en la reserva, llamada entonces manso señorial, grandes parcelas de tierras
arables, prados, bosques y zonas no cultivadas, sin olvidar las viñas. Los
edificios de la explotación, la curtís, se encontraban allí junto con los
graneros, las bodegas, los molinos, etc. La mano de obra de esta reserva
estaba compuesta por esclavos que vivían en casas cerca del patio. Otros eran
dotados de tierras (casati) en mansos vecinos (mansos serviles) que
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cultivaban para cubrir sus propias necesidades, pero constantemente eran
llamados por el dueño o su administrador para realizar trabajos en la reserva.
Ahora bien, como no bastaban en el momento de los grandes trabajos:
labranzas, siegas de heno o cereal y vendimias, entonces era preciso llamar a
los colonos detentores de mansos llamados ingenuiles (= libres) y que de
alguna manera pagaban el alquiler de su tierra con trabajos de distinta especie.
O bien trabajaban un lote de tierra de la reserva, el ansange, o eran obligados,
como en Saint-Bertin, a hacer corveas de riga, es decir, a labrar un cierto
número de rayas o surcos. En otros casos, debían un cierto número de días o
de «noches» de trabajo en la reserva: reparar los setos, conducir cargamentos
de vino o trigo hasta un lugar preciso, y las mujeres hilar o tejer en el gineceo,
es decir, el taller de la reserva. Por último, cabe añadir los tributos en especie
o en dinero que existían por doquier y en todos los tipos de gran dominio:
huevos, capones, tablillas o chillas, lechones o trozos de tocino, o algunos
denarios para el censo o el rescate de cualquier vieja prestación. Este sistema
nos es revelado sobre todo por los grandes polípticos del norte de Francia:
Saint-Germain-des-Prés, Saint-Bertin, Saint-Rémi de Reims, Montierender y
Prüm, en suma, en la región comprendida entre el Sena y el Rin.
Pero tras la aparente simplicidad del sistema se esconde de hecho una
gran complejidad y grandes variantes de un dominio a otro. Este régimen no
fue jamás conforme al modelo teórico. En el políptico de Saint-Germain-des-
Prés, escrito a principios del siglo IX, la superficie en tierras arables de los
mansos serviles varía de 0,25 ha. a 9,25 ha. y la de los mansos libres de
1,50 ha. a 15 ha. Si ciertos mansos eran ocupados efectivamente por una sola
familia, otros estaban repartidos entre varias parejas, ¡mientras que numerosos
mansos solo eran ocupados por un único colono y otros estaban registrados
como vacíos! Además, ciertos mansos serviles estaban en manos de libres y
viceversa. Por esto, los tributos se desplazaban del tenente al manso y este,
fuese cual fuese su estatuto, debía pagarlos. Esto explica la uniformización de
la condición campesina alrededor del colonato y la aparición de la
dependencia intermedia que solo podemos calificar de no libertad. Estas
disparidades, incluso en el interior de la región que vio florecer el gran
dominio clásico bipartido, solo pueden explicarse por la dificultad que
encontraron los dueños para imponer su sistema, hacer desplazarse a los
campesinos hacia mansos que no querían y suscitar las iniciativas de tenentes
que preferían, más que ampliarse, permanecer en un manso dividido por el
juego de las herencias. La resistencia de los campesinos a esta reorganización
fue la causa de estas variantes innumerables.
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Por eso, este «sistema» solo estaba próximo a la ejemplaridad en regiones
recientemente conquistadas para el cultivo, cuyos mansos y reservas habían
sido previstos y creados desde el principio de manera mucho más amplia y
compacta, como en el norte de la Francia occidental o bien en las tierras
nuevas de Baviera o de Franconia. En otras partes la concentración necesaria
jamás pudo lograrse, y a menudo el vocabulario que designaba las antiguas
parcelas aparece como una filigrana. En el Beauvaisis, por ejemplo, ¡vemos
un vasto huerto (seticus) convertido en reserva! A pesar de estas dificultades,
esta organización «dominical», con su vínculo orgánico entre la reserva y los
mansos, se difundió a través del reino carolingio, adaptándose a las
situaciones locales. En Saint-Rémi de Reims, se dejó fríamente fuera del
sistema a algunos campesinos llamados forenses. En el Maine, Anjou y
Touraine, las viejas parcelas creadas a partir de roturaciones hechas por
esclavos fueron transformadas en mansos. Basta revisar todos los diplomas
reales emitidos por Carlos el Calvo para darse cuenta de que, durante su
reinado, este régimen de organización del suelo había alcanzado los territorios
entre el Sena y el Loira. Pero su frontera no llegaba hasta la Bretaña, no
traspasaba el Loira; llegaba a Cosne, evitaba el Morvan y en Borgoña no se
aventuraba más allá de Macón, mientras que caracterizaba el centro y el norte
de la Lotaringia. Esta expansión corresponde exactamente a la zona cubierta
por las missatica, donde la autoridad carolingia fue más fuerte. Sin duda
alguna, la difusión de este tipo de gran propiedad fue estimulada por el poder
político, quizá con el propósito de armonizar los recursos fiscales y
eclesiásticos; y en consecuencia, los de los nobles que servían al Estado
carolingio. Las ventajas económicas que se obtenían eran tales que todo debía
ser intentado para obtener su generalización. No concluyamos por ello que
este sistema cubría todo el territorio, ya que tenemos numerosas pruebas de
que la pequeña propiedad seguía siendo mayoritaria incluso en estas regiones.
Simplemente, era un instrumento político para organizar las estructuras
gubernamentales: avituallamiento de las tropas, beneficios para los vasallos,
honor para los condes, alimentos para los pobres, etc.
Allí donde la influencia política de los reyes era directa, este tipo de
dominio se reforzó. Esto está claro para la Inglaterra sajona, donde, tras las
luchas contra los daneses, el manor inglés estrechó los lazos entre la reserva y
las tenencias. En un dominio de Hampshire, los ceorls que detentaban hides
entregaban al señor cuatro denarios por año y por hide, cerveza, trigo y
cebada; labraban alrededor de una hectárea de la reserva y la sembraban con
su propia semilla, segaban menos de una hectárea de prado y estaban
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obligados a presentarse en la reserva cada semana para cumplir corveas
(excepto tres veces al año). Sin embargo, antes solo los geburs y los gesiths
eran requeridos de esta manera. En cambio, cuando el poder real era indirecto,
especialmente en los virreinos, vemos desaparecer este tipo carolingio de gran
dominio y reaparecer los dos primeros. En Aquitania, las grandes propiedades
comprendían varias tierras que se explotaban directamente, llamadas mansos
señoriales o capmansos, y numerosos mansos dispersos, a menudo muy lejos
de los primeros. No existía ningún vínculo entre los primeros y los segundos.
Asimismo, en Germania, la curtís era con frecuencia solo un centro de
percepción de tributos. La yuxtaposición de dos sectores, reservas y tenencias,
se percibe también en las zonas italianas de roturación: baja llanura del Po y
Sabina. En otras partes, eran los esclavos quienes trabajaban en la reserva, y
en las tenencias lo hacían campesinos libres, contractuales, los libellarii, que
debían entregar una parte de la cosecha al dueño y a veces uno o dos días al
año de corvea. Italia poseía un sistema de grandes dominios mucho más
flexible que el de Francia. La casa colonica, la tenencia campesina, jamás
estuvo superpoblada porque no se hizo ninguna tentativa de concentración o
reagrupamiento de tierras. La resistencia de los campesinos era más grande y
el poder político más débil.
Remodelar la ciudad
Una de las primeras tareas de Carlos Martel fue facilitar, con el capitular
del 744, la creación de mercados rurales en cada vicus. Se multiplicaron
rápidamente. Allí se intercambiaban productos de primera necesidad con una
única monedilla, el denario (per denarata), expresión que ha dado la palabra
francesa denrée («producto»), lo que se compra con un denario. Su éxito fue
tal que Carlos el Calvo, en el 864, intentó limitar su número. Otros mercados
aparecían al lado de las ciudades, en particular las ferias de vino, como las de
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Troyes, Chappes, cerca de Bar-sur-Seine, y Saint-Denis, que se abría cada año
el 9 de octubre. En Germania, los reyes multiplicaron las autorizaciones para
crear puertos y mercados. Un poste de madera (stapl) era clavado en las
proximidades de una fortificación circular de tierra, como los grods eslavos, o
de un emplazamiento urbano antiguo, o incluso en una playa. De ahí viene el
nombre del puerto de Étaples y la palabra «etapa», que significaba
primitivamente lugar de intercambio. El fenómeno era tan generalizado, que
solo puede ser una prueba suplementaria del aumento de la oferta de
productos para intercambiar.
Esto repercutió en las ciudades. Recordemos el número de iglesias,
catedrales y abadías construidas o reconstruidas en los siglos VIII y IX. Tras el
concilio de Aquisgrán, se organizó la vida canónica: fue necesario
acondicionar en el interior de cada ciudad episcopal un claustro y casas para
los canónigos. Esto desembocó en un auténtico remodelaje de las ciudades
antiguas. A menudo, en esta ocasión, la vieja muralla del siglo ni fue abatida
y sus piedras utilizadas para construir nuevos edificios. Además, el cambio de
liturgia implicaba la desaparición de múltiples santuarios temporales
merovingios a fin de reagruparlos en vastas naves. En Lyon, Leidrade reparó
los techos de Saint-Jean y de Saint-Etienne, amplió su palacio episcopal,
edificó el claustro canonical y restauró dos iglesias y tres monasterios. Metz,
Arras, Reims, Le Mans y Vienne estaban visiblemente en pleno crecimiento.
Arrabales poblados por mercaderes nacían en el exterior de las antiguas
murallas. Metz poseía veinticuatro iglesias, de las cuales diecisiete estaban
fuera de los muros. Pronto un frenesí de grandeza sacudió a los constructores
de iglesias. Mientras que las iglesias merovingias superaban solo
excepcionalmente los 20 metros de largo, la primera iglesia de Reichenau,
que tenía 21 metros en el 724, pasó a 43 metros en el 746. Saint-Just de Lyon,
reconstruida por Agobardo, alcanzó más de 60 metros de largo. La catedral de
Colonia, empezada en el 800, llegaba los 94,5 metros; Fulda, tenía 39 metros
en el 744, y en el 842 había pasado a 98 metros. Finalmente, Saint-Gall,
según su plano y las excavaciones, batía el récord con 102 metros. Luego,
hacia el 820-830, esta carrera hacia el gigantismo se detuvo por falta de
nuevos medios financieros. La catedral de Hildesheim, construida entre el 852
y el 872, solo tenía 60 metros. Todo esto revela la misma dicotomía que
hemos encontrado varias veces: expansión hasta mediados del siglo IX y luego
recesión.
Las ciudades antiguas se despertaban. En Roma, los papas restauraron o
reconstruyeron más de una veintena de iglesias, desde Adriano I, muerto en el
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795, hasta León IV, muerto en el 852. En los reinos hispánicos astur-leoneses,
desde Ordoño I, hacia el 860, hasta Ramiro II, hacia el 940, veinticuatro
ciudades recuperadas a los musulmanes fueron enteramente repobladas con
cristianos descendidos de las montañas, en particular Astorga, Burgos y
Ávila. En Inglaterra, las antiguas ciudades romanas se habían convertido
todas en obispados: Canterbury, Rochester, Londres, Winchester, Dorchester,
Leicester y York. Pero, a partir del reinado de Alfredo, fueron pronto
superadas por los puertos, los wic y sobre todo los burhs, a la vez ciudades y
mercados fortificados. La aparición de ciudades nuevas fue también
característica del norte de Francia. En la desembocadura del Aa, a partir del
puerto, y al pie de dos abadías, Saint-Bertin y Saint-Omer, se desarrolló una
aglomeración comercial. En el Escalda, alrededor de los monasterios de
Saint-Pierre, en el monte Blandin, y de Saint-Bavon, a partir de un castillo
construido en el 900, nació poco a poco Gante, y más arriba, en un fisco
imperial, Valenciannes. Ratisbona, cuyo obispado fue creado en el 739,
incorporó más adelante, en el 917, el barrio de Saint-Emmeran y el de los
mercaderes a su núcleo primitivo.
Esta recuperación fue evidentemente frenada por las invasiones
escandinavas. Quienes habían practicado importantes brechas en las murallas
galo-romanas debieron darse prisa en taponarlas. En el 869, Carlos el Calvo
ordenó fortificar las ciudades. Primero se rodeó a los arrabales con
empalizadas y castillos de madera, luego un muro de piedra circundó Saint-
Vaast en Arras, Saint-Rémi en Reims y Saint-Martial en Limoges. En Saint-
Omer, las dos abadías fueron unidas por una sola muralla a partir del 879. El
obispo de Metz reconstruyó la muralla romana y englobó una iglesia exterior.
En Troyes, tras el incendio del 887, la población se agrupó dentro del recinto
galo-romano, que fue reedificado. En Provenza, en cambio, las pérdidas
fueron muy claras; ciertos arrabales y algunas ciudades, como Fréjus o
Cimiez, se vaciaron. Lo mismo ocurrió en los puertos germánicos, que tenían
construcciones de madera dispersas a lo largo de la orilla: Hamvih, Quentovic
y Duurstede, donde los incendios y los pillajes fueron desastrosos. Todos
terminaron por ser completamente abandonados, a pesar de algunas
recuperaciones después de los pillajes, por la razón esencial de que eran
ciudades de crecimiento rápido creadas solo por una expansión de tipo
primitivo y que no estaban sostenidas por construcciones sólidas. A principios
del siglo X, ya habían desaparecido, de la misma manera que Haithabu fue
abandonada poco a poco, a pesar de sus espesas murallas de tierra, en
provecho de Slesvig, obispado y verdadera ciudad nueva. En total, pues, el
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despertar de las ciudades había sido frenado. Pero la mayor parte de los
progresos realizados fue conservada y el estancamiento que siguió no puede
ser asimilado a un retroceso.
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de mercancías. Mientras que el sueldo o el tercio de sueldo obligaban al
campesino a vender sus excedentes de trigo en grandes cantidades para pagar
el impuesto, a partir de entonces con un denario podía procurarse un cerdo o
el moyo de trigo que le faltaba. En tanto que en el siglo VI la utilización del
oro monetarizado tan pronto hundía brutalmente los precios como los hacía
subir vertiginosamente, caricaturizando los azares de la coyuntura, a partir del
siglo VII la moneda de plata permitió a los precios subir o descender más
lentamente, en función de una demanda mejor repartida en el tiempo y en el
volumen. En fin, la pérdida en poder adquisitivo de la unidad monetaria
quedaba ampliamente compensada por la ganancia en número de usuarios de
la nueva moneda. Ciertamente, el denario no permitía comprar un huevo o un
pan, puesto que ningún submúltiplo fue acuñado. Pero no estaba ahí el
problema de la sociedad de la época, cuyos gastos se hacían a nivel de un
hogar familiar muy amplio o mediante trueque. Lo importante era el acceso a
la economía monetaria de toda una masa de productores y consumidores para
su propio uso. En consecuencia, el sceatta y el denario permitieron un
aumento ciertamente importante del volumen de los intercambios, del número
de clientes y de la velocidad de circulación de las monedas. Por eso sus
cantidades fueron insuficientes, como permite constatarlo su devaluación
continua durante la época de los primeros carolingios. Pero al mismo tiempo,
esto demuestra que la deflación había cedido definitivamente el paso a la
inflación y que la expansión acababa de empezar realmente.
Aquí también fue decisiva la acción de Carlomagno, aunque no hiciera
más que generalizar soluciones anteriores. Antes de Pipino el Breve, el
denario se devaluó y cayó a 1,10 gr. El primer gesto del rey fue volver a
ocuparse de la acuñación monetaria y emitir monedas de calidad. En el 751
apareció un nuevo denario, de 1,23 gr. A partir de entonces fueron precisos 12
denarios, y ya no 40, para completar un sueldo. Luego, mientras el rey se
esforzaba por hacer desaparecer las acuñaciones privadas, el denario pasó a
1,30 gr. Convertido en dueño de Italia, Carlomagno eliminó la moneda de oro
como patrón. Por último, en 793-794, por el capitular de Frankfurt, decidió
imitar el denario de Offa (penny) y lanzó una nueva moneda con un peso de
1,70 gr. Esto coincidía con la refundición de todo el sistema de pesos y
medidas. El «grano» de cebada, unidad de peso germánica, fue sustituido por
el grano de trigo, unidad de peso romana, que pasó así de 0,048 gr a 0,053 gr
y de este modo la libra-peso fue elevada a 409 gr. Al mismo tiempo apareció
una nueva unidad monetaria, el óbolo, que valía medio denario. Durante el
reinado de Luis el Piadoso, hacia 829-835, una nueva revaluación situó al
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denario en 1,75 gr. Luego, durante el de Carlos el Calvo, aunque el
monopolio completo de la acuñación monetaria había sido recuperado, para
suprimir la falsificación el rey intentó, con el edicto de Pitres del 864,
concentrar las emisiones en solo nueve talleres. Asimismo, el denario fue
llevado de nuevo a 1,50 gr. Pero la reforma fracasó y durante el reinado de
sus sucesores reapareció insensiblemente la devaluación en el peso. En el
siglo X, los denarios de tipo inmóvil de Carlos el Calvo pesaban alrededor de
1,30 gr. La acuñación privada reapareció en Corbie hacia 884-887 y hacia
900-910 con el monedaje de los duques de Aquitania; y los príncipes
territoriales hicieron otro tanto. En cambio, el Imperio Otónida y el reino
anglosajón continuaron centralizando la acuñación monetaria, conservando
así el sistema carolingio.
Triunfo de la plata
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mercaderes internacionales, italianos o judíos, que frecuentaban Alejandría,
podían entonces hacer dos tipos de especulación. O bien compraban plata en
una relación de 1 a 15, por ejemplo, y la revendían en Occidente para acuñar
denarios en una relación de 1 a 12, de modo que, antes de la reforma del 794,
ganaban en peso de plata y en número de denarios, o bien preferían importar
dinares y venderlos al precio internacional, a cambio de metal plata a precio
europeo, que era más elevado. Ganaban entonces con la diferencia del precio
del metal plata entre Occidente y Oriente. Los emperadores carolingios, que
tenían horror a la especulación, preferían en estas condiciones equiparar el
valor nominal del denario con el valor intrínseco de la plata y entonces
revaluar. Esta política no frenó en nada los intercambios, a pesar del aumento
del poder de compra, porque temporalmente la moneda de oro, gracias a estos
intercambios, reapareció para transacciones muy grandes.
En efecto, aparte de algunas piezas de oro de prestigio emitidas en el 814
y el 815 por Luis el Piadoso, sabemos que en Italia, Francia e Inglaterra
circulaban monedas de oro llamadas mancusi. Eberardo, marqués del Friul, en
su testamento, fechado en el 838, legó cien mancusi a uno de sus hijos. Offa
(757-796) había acuñado monedas de este tipo. Se trataba de una imitación
del diñar musulmán. Por otra parte, la palabra árabe manqush significa
«grabado». Esta circulación de monedas de oro probablemente quedó
reducida a las personalidades más ricas del Imperio, y fue más a menudo
tesaurizada que puesta en circulación. De todos modos, estas monedas, según
las menciones de los textos y los hallazgos, corresponden a la zona de los
intercambios comerciales más intensos de la época: el eje Italia, Frisia,
Inglaterra. Pero los descubrimientos son muy poco numerosos. Sobre treinta y
seis hallazgos, solamente seis conciernen el período 750-850. Delimitan pues
la misma época de prosperidad que hemos señalado, en la que la cantidad de
productos para intercambiar hacía preciso el retorno al oro en ciertos casos.
Otros siete hallazgos, del 880 al 950, efectuados en las costas, provienen de
los pillajes de los vikingos. Así pues, la aportación del oro musulmán jugó un
papel muy débil en la economía carolingia, el de simple apunte y anuncio del
papel que jugará en los siglos XII y XIII. Además, cuando la plata musulmana
dejó de llegar a Escandinavia, las monedas de plata inglesas y carolingias,
raras en el siglo IX (102 en Escandinavia y 115 en Polonia), se convirtieron
entonces en mayoritarias. Nos encontramos, pues, en plena génesis de una
zona monetaria de plata que salía a la conquista de mercados extranjeros.
Instrumento de expansión, el denario era también un instrumento político.
Carlomagno y Luis el Piadoso utilizaron a fondo una iniciativa de Dagoberto
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y san Eloy: la moneda acuñada en palacio. Se trataba de centralizar las
emisiones monetarias a fin de que el fraude fuera nulo. Esta acuñación fue
practicada hasta el reinado de Eudes, incluido, y quizás aún más tarde. Los
lugares donde las monedas han sido descubiertas muestran claramente las
zonas más importantes en el plano comercial: la Francia al norte del Loira,
Frisia e Inglaterra. Carlos el Calvo, con su edicto del 864, quiso concentrar
los talleres, además del palacio, en Quentovic, Ruán, Reims, Sens, París,
Orléans, Chalon-sur-Saóne y Melle (donde se encontraban las minas de
plata). He aquí las grandes metrópolis económicas del reino de Francia
occidental, a las que haría falta añadir los puertos del Mosa y el Rin. El
estudio de la circulación de las monedas de Carlos el Calvo demuestra, en
efecto, que en todo el reino predominaba la circulación local, excepto en la
Francia propiamente dicha, del Sena al Rin. Por Ruán, Quentovic y Duurstede
llegaban las monedas de Aquitania, Inglaterra e Italia. Ninguna venía de
Lotaringia o Germania, donde aún no habían talleres de acuñación. En
cambio, las monedas acuñadas en Francia inundaron literalmente los países
renanos, Neustria y Borgoña. Además, el 20 por 100 de esta circulación
estaba constituida por óbolos, prueba de las numerosas pequeñas
transacciones. Así, podemos confirmar la importancia económica de esta
región, verdadero centro de gravedad político, agrícola y comercial del
Imperio Carolingio.
Quedan entonces los países que no acuñaban moneda: el norte de
Hispania, Irlanda, Escocia y Escandinavia. Los vikingos fueron durante
mucho tiempo reacios al instrumento monetario y sus primeras monedas
datan, de hecho, del siglo X. Pero en realidad, el trueque fue influenciado por
la proximidad de las monedas robadas. Los vikingos utilizaban láminas de
plata, de peso idéntico, denominadas plata cortada (hacksilber). Otros
utilizaban collares de plata marcados con una señal regular y que se rompían
pieza a pieza según las necesidades. Exigían que el danegeld les fuese
entregado en lingotes de plata tras la fundición de las monedas. La economía
escandinava estaba, pues, en camino de imbricarse en la de la Europa del
norte. Pero entonces, ¿por qué recurrieron a los raids de pillaje en lugar del
comercio? La única hipótesis que permite explicar la multiplicación de los
raids después del 840 es la siguiente: a falta de medios de intercambio para
compensar sus compras de trigo y vinos, los vikingos acabaron por tomar la
plata allí donde la encontraban. La razzia tuvo como finalidad paliar sus
carencias en un gran comercio que no dominaban, al contrario de los varegos,
que consiguieron imponerse pacíficamente en Rusia. Los vikingos obtuvieron
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por la fuerza lo que el freno de la expansión ya no podía procurarles mediante
el trueque habitual. En efecto, la desaparición del oro en el momento álgido
de sus expediciones y la devaluación del denario a partir del 864, son el
reflejo de una disminución de los intercambios y de una inversión de la
tendencia en el precio del metal plata, que volvía a aumentar.
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la isla de Rialto, Venecia, empezaba a convertirse en la más importante. En
726-727, como más tarde haría Ravena, Venecia eligió por primera vez a su
duque, rebelándose contra la iconoclasia bizantina. El primer dogo, Pablo, y
su sucesor Orso, no tardaron en extender su dominación marítima, mientras
que sus marinos vendían madera y esclavos eslavos a los bizantinos y a los
musulmanes. Venecia, gracias, por un lado, a sus relaciones continentales a
través de Pavía y a las rutas alpinas, y, por el otro, a sus relaciones marítimas,
se convirtió en un poderoso organismo económico en la desembocadura de la
llanura del Po, cuyo progreso agrícola, interrumpido en los siglos V y VI,
volvía a generarse. El desarrollo de Ravena y de su puerto, Classis, ahora
lleno de arena, da testimonio de un primer intento debido a la Romanidad
tardía. Más al norte, pero también más cerca del paso del Brennero y de los
territorios germánicos, Venecia sostuvo un segundo intento: este sería el
bueno.
La situación era la misma al otro extremo de las rutas comerciales, pero
menos madura. La progresión franca en dirección a Frisia y la llegada de los
monjes y de los negociantes anglosajones cambiaron los ejes comerciales.
Periclitó la vieja vía romana que pasaba por Boulogne, Thérouanne, Arras,
Cambrai, Maastricht y Colonia, mientras que, en el Mosa, Verdún, Mouzon,
Dinant, Namur y Huy se convirtieron en centros de intercambio tanto más
importantes cuanto que eran la salida natural de los productos de los grandes
dominios carolingios vecinos. En el siglo VIII, finalmente, el obispado de la
región terminó por instalarse en Lieja. El eje mosano se hizo fundamental. A
causa de esto se desarrollaron dos puertos. Los sajones de Quentovic en el
Canche se habían convertido en cristianos hacia el 660, y la actividad de este
puerto, así como la de Ruán, estaba cada vez más vinculada a Inglaterra, ya
fuese en dirección a Hamvih, ya hacia las abras del estrecho de la Mancha y
Londres. Relaciones cada vez más frecuentes animaban las costas de Irlanda,
Inglaterra y el norte de la Galia, hasta el Poitou. Los productos
intercambiados eran esclavos de las islas, vinos del continente, estaño de
Cornualles, plomo de Melle, en el Poitou, y sal de la desembocadura del
Loira. Quentovic era de alguna manera el punto de convergencia de todos
estos intercambios con el mundo anglosajón. Pero sufría la competencia de
una potencia marítima claramente superior, la de los frisones. Del Escalda al
Elba, estos consiguieron dominar todas las costas y las desembocaduras de los
ríos. Una vez vencidos y dominados por Carlos Martel, en el 734,
prosiguieron sin embargo su expansión a partir de su principal emporium:
Duurstede. Fundada probablemente a principios del siglo VII, entre los
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tortuosos Lek y Rin, se convirtió rápidamente en el punto de contacto de
todos los negociantes venidos de Inglaterra, del Rin o de Escandinavia. Con
sus grandes casas de madera y sus desembarcaderos hechos de maderos
puestos uno al lado de otro sobre pilotes, atrajo lo esencial de la vida marítima
del mar del Norte e incluso del Báltico. Las excavaciones arqueológicas han
demostrado la importancia de su comercio y, más allá de los productos
clásicos ya mencionados, de la exportación de cristalerías renanas a Suecia, y
de la producción y venta de paños de lana, llamados frisones porque
justamente eran fabricados en el país. Incluso se han hallado tablas de toneles
untadas con pez, prueba de un comercio de vino de tipo mediterráneo. La
actividad de los frisones fue multiforme. Remontaban el Rin para comprar
trigo en Maguncia y Worms; remontaban el Mosela hasta Tréveris, el Sena
hasta Saint-Denis. En Inglaterra estaban presente en Londres y en York. En
Escandinavia se instalaron en Ribé, en Haithabu, en el istmo danés y en
Birka; en Suecia, cerca del lago Malar. Este embrión de red comercial
evidencia que un nuevo espacio marítimo había nacido en torno al mar del
Norte a partir de los grandes ejes fluviales reno-mosanos.
Nos podemos interrogar sobre las causas de este desarrollo, que apareció
de pronto. Hemos visto sus bases humanas y económicas. Pero la innovación
técnica fue ciertamente una de las claves de la expansión. A principios del
siglo VIII, el uso de la vela cuadrada se había convertido en habitual en los
barcos de remos frisones, lo cual liberaba espacio y mano de obra. Pero
además, los frisones inventaron un nuevo tipo de barco en el curso del
siglo VIII, la houlke. Este barco redondo con un mástil era capaz de soportar el
oleaje de alta mar, tanto como remontar los ríos. A semejanza del barco
descubierto en Utrecht, podía llevar diez toneladas de flete. Por tanto, esto
constituía un primer progreso en relación a los tonelajes de la Antigüedad
tardía. La potencia marítima frisona es pues la prueba del advenimiento de un
nuevo espacio comercial marítimo en Europa del norte y el signo de un
desplazamiento del centro de gravedad de la civilización más allá de los
antiguos límites del Imperio Romano. El gran eje económico europeo de Italia
a los Países Bajos acababa de aparecer.
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puertos nórdicos, los mayores peajes del Imperio, en los que se cobraba a su
paso el 10 por 100 ad valorem de toda mercancía. El eje económico europeo
estaba, pues, bien definido. El sector mediterráneo era activo sobre todo en el
Adriático. Venecia acabó por eliminar a Comacchio y se apoderó de su
monopolio de la sal. En el 883, acuñaba moneda y luchaba contra los
esclavones, los croatas y los serbios paganos, a los que redujo en esclavitud y
vendió a los musulmanes a pesar de las prohibiciones. Pero proporcionaba
también madera para los talleres navales egipcios y armas. Dos mercaderes lo
aprovecharon para robar, en el 828, en Alejandría, las reliquias del apóstol san
Marcos, que se convirtió entonces en el patrón de la nueva potencia. En
Bizancio vendían los mismos productos que en Egipto, además de trigo, y
adquirían sederías y especias. Las ciudades de Campania hicieron lo mismo,
aliándose incluso más claramente con los musulmanes vecinos. En cambio,
del Tíber al Ebro, la guerra continua con el Islam y la piratería impidieron un
comercio regular. Solo la ruta continental que atravesaba el Languedoc y los
Pirineos occidentales u orientales permitía un comercio regular con al-
Andalus. Judíos y cristianos vendían esclavos, en particular eunucos. En
época de ‘Abd-al-Rahmán III, hacia el 930, Córdoba contaba con una guardia
personal del califa formada por catorce mil eslavos. Él mismo era hijo de una
cautiva cristiana, de la que heredó los ojos azules y el pelo rubio. Los
andalusíes compraban tambien pieles, armas francas y telas, y cedían a los
cristianos perfumes, especias, sedas y cueros teñidos de Córdoba. En cambio,
a pesar del diñar de Offa, no existe ninguna prueba de que hubieran
relaciones marítimas continuadas de al-Andalus con Inglaterra.
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Las rutas del comercio vikingo.
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tejidos, trabajo del hierro y del cobre, del hueso y el ámbar. El número de
monedas francas que allí han sido descubiertas demuestra que su actividad
aumentó regularmente desde Pipino el Breve hasta Luis el Piadoso; luego,
durante el reinado de Lotario I, se produjo la ruina y a fines de siglo la
desaparición.
Desde Duurstede se abrían dos grandes rutas comerciales. La primera
bordeaba los terpen frisones y permitía alcanzar el istmo danés; luego, por
tierra, el puerto de Haithabu, otro gran centro internacional. Por supuesto, los
frisones venían a vender sedas, especias, vinos y otros productos occidentales,
a cambio de pieles, cueros, ámbar, cera, miel e incluso mantequilla, que era
transportada en tazones de esteatita. A partir de allí se podía ir de isla en isla
hasta Birka, en Suecia, otro centro cosmopolita, o bien a Kaupang, en
Noruega. Desde estos puertos, los escandinavos iban hacia las riberas sur del
Báltico y penetraban en Rusia. Pero desde mediados del siglo IX, los vikingos,
como hemos visto, cortaron claramente el gran comercio frisón, y las
excavaciones arqueológicas muestran en todas partes su dominio en este
sector y hasta en las costas inglesas e irlandesas. Las colonias danesas o
noruegas de York y Dublín practicaron un comercio totalmente distinto
orientado hacia Dinamarca e Islandia. En el siglo X llegaban a Dublín los
esclavos y los vinos continentales, las pieles y los colmillos de morsa del cabo
Norte y de Groenlandia, seda y especias procedentes del Báltico, a través de
Rusia. Incluso llegaban a Londres telas de lana irlandesas.
El sector Duurstede-Londres, Quentovic-Londres y Ruán-Hamwih fue
también muy activo, en particular para las exportaciones de vinos parisienses
y de sal de la desembocadura del Loira. En contrapartida, los anglosajones
exportaban estaño y telas. En resumen, se desarrollaron dos mundos
marítimos que practicaban tanto el comercio pesado como el de objetos de
lujo. El más joven, el espacio nórdico, parecía bloqueado por la desaparición
en el siglo X de todos sus grandes puertos: Quentovic, Hamwih, Duurstede,
Haithabu, Birka y Kaupang. Pero este retroceso solo era aparente, porque los
sucesores de estos emporia demasiado jóvenes ya nacían desde mediados del
siglo X. En cambio, el espacio mediterráneo, con Venecia, acababa de tomar
una ventaja considerable que no disminuyó ni fue bloqueada.
Quien dice comercio dice mercaderes. Estos eran de todo tipo y muy
difíciles de comprender, pues no interesaban mucho a los escribanos del
mundo clerical. De la época precedente surgían los judíos, siempre intactos en
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sus comunidades del Languedoc y, entonces, también de la Champaña. Sus
grupos más importantes estaban situados a lo largo de los grandes ejes
comerciales: Narbona, Arles, Vienne, Mácon, Verdún, Troyes y las grandes
ciudades renanas. Carlos el Gordo trasladó el de Lucca a Maguncia. Otro se
estableció pronto en Magdeburgo, al extremo de la gran ruta continental que
por Praga y Polonia alcanzaba Kiev. A principios del siglo X, en el peaje de
Raffelstetten, en la confluencia del Enns y el Danubio, era habitual y de muy
antigua costumbre que entrasen en el Imperio con convoyes de esclavos.
Otros, llamados radaníes, castraban a los esclavos en Verdún y los expedían a
al-Andalus, hacia Zaragoza y Toledo, o bien se embarcaban con su
cargamento en dirección a Egipto. Estos mercaderes profesionales,
cuidadosamente protegidos por los emperadores, a los que servían a veces
como embajadores, eran ciertamente muy ricos. En el 877, Carlos el Calvo los
gravó con el décimo del valor de sus mercancías, en contraste con otros
negociantes a los que impuso solo un onceavo. Estos últimos eran sin duda de
orígenes diversos, pero es preciso decir que destacan los frisones. Sus
colonias estaban instaladas a lo largo del Rin, desde Birten hasta Estrasburgo,
y a partir del siglo X en los ríos germánicos, en Hildesheim, Brunswich o
Magdeburgo. Otros estaban implantados en Hamwih, York, Haithabu y Birka,
en Suecia, pero solo permanecieron allí durante la primera mitad del siglo IX.
Estos pequeños comerciantes independientes fundaban barrios
comerciales en el interior de las ciudades, las más de las veces a la orilla de
los ríos. En Birka, como en York, ya se beneficiaban de un privilegio de
extraterritorialidad. Los únicos rivales de los frisones eran los anglosajones,
pero sus relaciones eran especialmente activas en Francia. Presentes en Ruán
y Saint-Denis, los vemos también en la desembocadura del Loira. En el
siglo X atravesaban los Alpes para comerciar en Pavía. Los mercaderes suecos
y daneses de Birka y Haithabu frecuentaban sobre todo York y Duurstede.
Pero eran menos numerosos y estaban menos especializados. Finalmente, no
podemos olvidar a los mercaderes italianos y particularmente a los
venecianos, «que no siembran ni labran» y que vivían únicamente del
comercio. Esta afirmación es por lo demás completamente falsa: así, por
ejemplo, el dogo Justiniano Partecipiazo, en su testamento del 829, nos dice
que era un gran propietario y que obtuvo de este capital territorial mil
doscientas libras de plata que invirtió en los negocios marítimos. En el 840,
Lotario I concluyó con los venecianos un tratado comercial de libre
circulación en el interior de Italia que demuestra que ya estaban en vigor los
contratos de commenda, que permitían acumular un capital mueble para el
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comercio marítimo. Por otra parte, los venecianos no estaban solos, ya que en
los mercados interiores iban codo a codo con los mercaderes de Comacchio,
Pavía, Cremona, etc. En el sur, gracias a sus contactos con Bizancio,
salernitanos, amalfitanos y napolitanos se lanzaron también por las mismas
rutas marítimas. No olvidemos tampoco las pléyades de comerciantes más o
menos ocasionales, peregrinos al acecho de buenos negocios, vendedores
ambulantes, carreteros, portadores de cargas dentro de caravanas y
ministeriales de abadías encargados de cumplir ciertos pedidos a cuenta de
Saint-Denis, Saint-Vaast de Arras o Saint-Germain de Auxerre. En el punto
de unión de este pequeño y de este gran mundo social se encontraba el
monedero, cambista y prestamista a menudo obligatorio.
Por otra parte, este gran comercio era organizado por los reyes y los
emperadores. Carlomagno fijó los precios de los productos en el 794 y
prohibió en el 805 la exportación a los eslavos de las corazas y las excelentes
espadas francas. Luis el Piadoso, en el 825, eximió a los mercaderes de
palacio del servicio militar y de las requisiciones y los peajes dentro del
Imperio. Hemos visto el cuidado que se ponía en vigilar o prohibir el
comercio de esclavos cristianos. Pero los emperadores lo hacían mejor
cuidando la red de carreteras romanas, que lo necesitaban. Los missi dominici
estaban encargados de vigilar que los puentes públicos y los albergues fueran
reparados o reconstruidos. En el 821 debían obligar a los campesinos a
reconstruir los doce puentes sobre el Sena (Pont-sur-Seine, más abajo de
Troyes) que permitían ir de Meaux a Sens, luego a Troyes y, por lo tanto, a
las ferias vecinas. En el 853, Carlos el Calvo recordaba a los que habían
recibido el usufructo de las tierras fiscales que debían prestar, a cambio, el
servicio de reparación de carreteras. Así se explica, en particular, el excelente
estado de conservación de las célebres «calzadas de Bruneguilda» en el norte
de Francia. Pero también las invasiones danesas tuvieron resultados
catastróficos para la red de carreteras, ya que el primer medio de defensa que
se utilizó, a partir del 850, consistía en cortar los puentes e inundar las
calzadas a fin de bloquear su penetración. Ahora bien, más tarde, la iniciativa
privada sustituyó a la del Estado y la red de carreteras romana fue
desmantelada, aunque otras rutas menos buenas aparecieron aquí y allá. Una
vez más, encontramos un frenazo del comercio semejante al de la segunda
mitad del siglo IX. De nuevo se trataba solo de un frenazo porque, a pesar de
la presencia de los moros en Provenza, que cortaban de vez en cuando los
pasos de los Alpes, Géraud d’Aurillac consiguió realizar siete veces el viaje
de Lyon a Roma cruzando el Grand-Saint-Bernard.
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A partir de entonces quedaba establecido el armazón económico y
comercial de la Edad Media central. Solo experimentaría variaciones y
desplazamientos ligeros. Fuesen cuales fuesen las consecuencias para la
sociedad y la economía carolingia, de la ralentización del 850 al 950, los
inicios de la expansión demográfica permitieron mejoras sociales como la
desaparición muy lenta de la esclavitud, pero también mejores modos y
métodos de cultivo de las tierras. Al menos en el gran dominio bipartido
desarrollado en Francia, la producción agrícola, estimulada por un poder
político preocupado por la rentabilidad y gracias a una contabilidad precisa,
aumentó considerablemente. Permitió obtener excedentes que fueron la base
de un primer despertar comercial al que ya no faltaron medios monetarios. Al
mismo tiempo, las rapiñas guerreras, dentro y fuera del Imperio, permitieron
esta primera «acumulación» primitiva indispensable para el desarrollo
ulterior. Toda la sociedad se vio afectada por este principio de expansión.
Pero esto fue particularmente claro allí donde el gobierno directo de los
carolingios era muy eficaz, en Francia, del Sena al Rin. Allí fueron sentados
por escrito los polípticos de los más grandes dominios conocidos, allí se
desarrollaron los más grandes puertos, allí también fueron mejor reparadas las
vías romanas. En resumen, la «edad de oro» de Carlomagno y de Luis el
Piadoso no fue un mito. Además, tanto más dura fue la caída y tanto más
dolorosos fueron los desórdenes, cuanto que la paz y la prosperidad habían
sido vislumbradas. Fa «edad de hierro» fue tomada por una edad de bronce, la
disminución de la actividad por una parada completa. Sin embargo, la energía
desplegada en los márgenes hispánicos o escandinavos están ahí para probar
lo contrario.
«Que cada cual aprenda aquí que quien comete la locura de descuidar el
interés público y se libra insensatamente a sus deseos personales y egoístas,
ofende con ello a tal punto al Creador que torna a los mismos elementos
contrarios a su extravagancia… Porque en tiempos de Carlomagno, de
dichosa memoria, que murió hace ya cerca de treinta años, cuando el pueblo
caminaba por una misma vía recta, la vía pública del Señor, la paz y la
concordia reinaban en todas partes; pero ahora, al contrario, como cada cual
sigue el sendero que le place, por todos lados se manifiestan las disensiones y
las querellas. Entonces había en todas partes abundancia y alegría, ahora hay
miseria y tristeza». Así termina, melancólicamente, la Historia de los hijos de
Luis el Piadoso, escrita por el historiador Nithard, algunos meses antes de su
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muerte en combate, en junio del 844. Él mismo era abad laico de Saint-
Riquier, hijo ilegítimo de Angilberto y Berthe, una hija de Carlomagno. Por
su propia situación personal y su visión dicotómica de los tiempos
carolingios, resume bastante bien las contradicciones de una época que buscó
desesperadamente el equilibrio.
Del 406 al 962, de la muerte de un Imperio al nacimiento de un tercero
que se pretendía semejante al segundo, el cual había sido presentado como el
renacimiento del modelo, la primera impresión podría ser la de un desolador y
angustioso eterno retorno. Invasiones, masacres, reinos, guerras civiles,
Imperio, guerras civiles, invasiones, masacres, Imperio… estaríamos tentados
a decir: y así sucesivamente. Dos ciclos infernales se abrieron y cerraron del
406 al 751 y del 751 al 962. Pero su repetición solo fue una ilusión engañosa.
El teatro de los acontecimientos permite darse cuenta de que los períodos de
desórdenes que van del 650 al 750 y del 850 al 950 eran en realidad aquellos
en que las tradiciones y las innovaciones se fundieron en una aleación
desconocida hasta entonces. Tras la vuelta al principio se adivinaba una línea
de progreso.
En efecto, consideremos cómo evolucionó cada uno de los tres grandes
actores de estos dramas: romanos, germanos e Iglesia. La sociedad romana
solo tenía un objetivo: la paz, que intentaba desarrollar a través del derecho
público y el derecho privado, de un ejército profesional y unos funcionarios al
servicio del bien público, el Estado. Pero, acorralado por las necesidades de la
guerra, desarrolló un sistema fiscal devorador, introdujo a los germanos en el
ejército, fijó a los colonos en la tierra, desarrolló la economía monetaria y se
apoyó en la Iglesia. Entonces se produjeron oposiciones que descuartizaron el
mundo romano y empujaron a la sociedad a escapar del Estado, mientras
aparecían nuevos poderosos: militares, senadores y obispos. En el siglo IX,
¿qué quedaba en pie? Él derecho romano estaba todavía vivo en una parte de
Europa; el conde, último funcionario romano, se había apropiado de los
poderes y las tierras públicas del fisco estaban en gran parte en sus manos; las
carreteras romanas eran aún utilizables, los mercaderes judíos seguían allí y el
sistema monetario reposaba todavía en la libra y en el sueldo. En cuanto al
patronazgo, este permitió establecer vínculos de hombre a hombre, una
fidelidad de igual a igual, salarios en tierra y santuarios que extendían su
protección sobre los campesinos vecinos.
Los germanos aportaron la personalidad de las leyes, la primacía del jefe
de guerra, la sacralización de la violencia, la confusión entre lo público y lo
privado, el vasallaje y la encomendación por las manos. Concedían a la
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ganadería un papel de primer orden, así como a la comunidad fraternal
amplia, y otorgaban fácilmente a los esclavos su libertad. En el siglo IX se
fusionaron con casi todas los poblaciones, crearon tropas en las que dominaba
cada vez más la caballería pesada, mantuvieron las leyes de cada pueblo, la
trustis y las guildas, y generalizaron los vínculos de hombre a hombre hasta el
punto de que las instituciones feudovasalláticas pronto invadieron toda la
sociedad.
Por su parte, la Iglesia había vaciado todas sus estructuras en las del
Estado romano. Desconfiada con los monjes y las herejías, implantó el
papado en Roma y se le reprochó estar instalada en un mundo al que
admiraba demasiado. En el siglo IX, convertida en heredera del legado
romano, escogió de él lo que favorecía sus designios. Convertida en
propietaria del Imperio, de la realeza y de la noción de Estado, integró a los
monjes benedictinos entre sus miembros y conquistó para la fe a todos los
países celtas y germánicos. La cristiandad fue finalmente la única unidad
superviviente de las dos tentativas de resurrección del Imperio, y Roma fue a
partir de entonces la única capital permanente de Occidente.
En realidad, estas distinciones son puramente intelectuales, porque
civilización romana y civilización germánica de hecho habían sido unidas en
profundidad por el cristianismo, gracias por otra parte a los compromisos de
este último con ellas. Su acercamiento se produjo en dos tiempos: apogeo de
los reinos bárbaros, en los siglos V y VI, y apogeo del reino de los francos en
los siglos VIII y IX. De estas dos fusiones surgieron considerables novedades,
especialmente en el período capital de la crisis de los reinos bárbaros. Fueron
la recuperación demográfica, la privatización del Estado y de la Iglesia a
través de la Eigenkirche, la toma del poder por parte de nuevos poderosos, los
aristócratas y sus vasallos, la génesis de los principados territoriales, el
nacimiento de grandes dominios bipartitos, la creación de la moneda de plata,
la aparición de los venecianos y de los frisones en las rutas marítimas, y
finalmente la puesta a punto de una nueva cultura cristiana. Todas las
premisas del éxito de Carlomagno estaban reunidas antes incluso de los
inicios de su reinado. Su talento consistió en haber sabido ponderarlas y hacer
de ellas un conjunto equilibrado.
Se podría creer que esta época constituye el nudo gordiano de la alta Edad
Media y, en rigor, borrar todo lo que ocurrió del 750 al 850, porque, después
del Imperio, volvieron con fuerza los rasgos característicos de aquella época,
con la única diferencia de que los escandinavos habían reemplazado a los
frisones. Pero la repetición, de nuevo, solo era una ilusión. El Imperio
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Carolingio no fue una ola en la playa que viene, culmina y se retira, dejando
en su sitio la arena de los últimos merovingios. Se trataba de una
reorganización en profundidad de la sociedad a través de la conjugación del
sentido romano del Estado, del ejército sometido al derecho de ban y de la
moral cristiana.
La introducción del vasallaje en el Estado fue un acontecimiento capital,
la primera tentativa laica de estructurar la sociedad hasta el último de los
hombres libres, tal como lo hacía la Iglesia a través de la parroquia. Pero el
Estado carolingio solo podía tener éxito utilizando al máximo la ayuda de la
Iglesia para transformar los espíritus y vampirizando literalmente al clero.
Esta solución, por otra parte, fue utilizada de nuevo por Odón. Pero Luis el
Piadoso modificó radicalmente el programa de Carlomagno; llamándose a sí
mismo «bonachón», quiso acelerar una centralización que nadie comprendía y
obligar a sus súbditos a aceptar unas estructuras políticas que imbricaban a los
reinos en un Imperio único. Estimuló la renovación hasta suponer a la Iglesia
una influencia que esta aún no tenía. Acelerando la puesta a punto de un
programa demasiado avanzado en relación a las mentalidades de la época,
provocó un verdadero síncope del organismo social. Carlos el Calvo también
lo hizo estallar en pedazos al suprimir la autonomía gubernamental del reino
de Aquitania. Demasiado pronto y demasiado rápido. Los carolingios dejaron
en su sitio una obra interrumpida. Era preciso adoptar de nuevo un ritmo más
natural. Esto solo se consiguió en las células locales, por el abandono del
ideal de unidad. Mentalmente sobre todo, la sociedad carolingia estaba
despedazada en actitudes contrarias en las que la moral de la sangre y del
linaje se oponía a la de un Estado civilizado y la de una Iglesia que era pueblo
de bautizados. La incomprensión total de clanes que permanecían en el
estadio de vendetta hizo fracasar una manera de pensar globalizante. La vieja
sabiduría pagana, todavía fuerte, había hecho retroceder una ciencia cristiana
aún demasiado poco convincente.
Sin embargo, social y económicamente hablando, la obra era realizable.
Recordemos el estiaje demográfico de los veintiséis millones de habitantes
del Imperio Romano de Occidente en el siglo V, la sangría de la gran peste
justinianea, el ligero incremento en tiempos del buen rey Dagoberto, el
frenazo de las crisis del siglo VII, el nuevo arranque en el siglo VIII y los
quince a dieciocho millones de habitantes del Imperio de Carlomagno, luego
el nuevo frenazo del 850 al 950. Comparemos el número de estos hombres
con la continua disminución de las cargas de los campesinos, que hizo
derretirse literalmente el montante de los impuesto romanos al hacerlos
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consuetudinarios, con el aumento de la producción en los grandes dominios,
con la supresión del sistema monetario del oro y con la fijación por escrito de
las cargas de los tenentes. ¿No habría aquí dos grandes ciclos agrarios de tipo
maltusiano?
Contrariamente al esquema clásico, las disponibilidades alimentarias no
habrían limitado la población; habría sido la debilidad de la recuperación
demográfica frente a los pillajes y a las guerras civiles la que ralentizó el
despertar económico. Cuando desaparecieron las últimas punciones del
Estado carolingio, el servicio militar de los hombres libres y las requisiciones
de avituallamiento para el ejército en los dominios fiscales privatizados,
entonces las grandes roturaciones pudieron emprender su desarrollo. Tal sería
quizá la mejor explicación de estos dos despegues, frenados apenas se habían
puesto en marcha. Como la presión cultural jamás fue suficiente para permitir
que los proyectos políticos calasen en la sociedad, la privatización y el
abandono de las cargas específicas del Estado se convirtieron en el único
medio de liberar energías. La producción, que disponía de todos los medios
técnicos y financieros necesarios para un verdadero crecimiento, podía
entonces ser reorientada, en particular, el gran dominio, que había perdido su
razón política de existencia. Y los campesinos, a pesar de las violencias
nobiliarias, pudieron entonces aprovecharse de este relajamiento de la
autoridad central, al que aún no había sucedido el refuerzo de la autoridad
local, el señorío banal, para ir al asalto de las tierras vírgenes.
Todo esto solo era cierto en el centro del antiguo Imperio Carolingio. Las
marcas, Hispania, Inglaterra y Germania, bloqueadas por la lucha contra el
Islam, los daneses y los eslavos, permanecieron en un estadio arcaico cuya
expansión era la guerra. El Estado guerrero de tipo germánico, a la manera de
Carlomagno, de Alfonso III el Magno, de Alfredo y de Otón, conservaba toda
su razón de ser. La población, con sus rangos acentuados por las batallas,
permaneció uniforme en el plano social e hizo progresar lentamente su
frontera. Pero bastaba con que la paz definitiva llegase para que todo
cambiara, como en Cataluña y el Lacio a partir del 950. El corazón del
Imperio Carolingio se encontraba, pues, adelantado respecto al resto del
continente.
En el siglo V, en efecto, todo giraba en torno al Mediterráneo. Ahora bien,
hemos visto a la Europa meridional debilitarse poco a poco en provecho de
una Europa septentrional. Todas las innovaciones beneficiaron esencialmente
a la llanura del Po, Francia al norte del Loira y el valle del Támesis. Así, entre
la vieja Europa romana y la joven Europa germánica, el corte no fue total.
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Allí donde las rupturas debidas a las invasiones fueron más fuertes, también
brotaron las fusiones y las originalidades más nuevas. La línea de fractura se
convirtió en un cinturón de fuerza. Venecia, Pavía, los pasos alpinos, el
Saona, el Rin, el Mosa, el Sena, la Mancha, Londres y York formaban una
diagonal que estructuraba la nueva civilización y ponía en comunicación lo
antiguo con lo nuevo. Venecia había reemplazado a Ravena, Aquisgrán había
tomado el lugar de Tréveris. Pronto Brujas sustituiría a Duurstede. Los
centros de decisión operaron un desplazamiento significativo hacia las zonas
más dinámicas. Al mismo tiempo, el paso del Rin por Carlomagno, que había
triunfado allí donde Augusto había fracasado, permitió la creación del
Imperio Romano Germánico. El Rin, tras el reparto de Verdún, fue a la vez
vínculo de unión y línea de separación. A la Europa del Oeste, en perpetuo
movimiento, se opuso una Europa del Este que intentaba cuajar en estructuras
arcaicas. Del sur al norte, del oeste al este, la cristiandad europea, en el
siglo X, ya había tomado el aspecto que aún tiene hoy en día, el de una
taracea.
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Glosario
Este glosario de los términos técnicos empleados a lo largo del texto tiene
por objeto ayudar al lector a encontrar el sentido de una expresión o de una
palabra que le ha sido presentada en un desarrollo anterior, y cuya definición
le sería difícil encontrar rápidamente. Por ello se han excluido los términos
que no aparecen más que una vez y que, por lo tanto, no necesitan una
explicación más amplia. De igual manera, se han descartado todas las
expresiones que, por ser insólitas, no figuran ni siquiera en diccionarios más
detallados. No ha parecido necesario repetir aquí lo que cada uno ha podido
leer en el texto: se trata simplemente de breves definiciones destinadas a
ubicar el curso del relato en su perspectiva natural, sin añadir datos o
comentarios.
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akker (del latín ager): superficie de tierra roturada (o cultivada desde tiempo
atrás) cuyo producto es absorbido en su mayor parte por el amo; el resto
corresponde al explotador directo.
akritai: guerreros bizantinos estacionados como guarnición en las fronteras
orientales del Imperio.
alfaquí: jurista, y, tardíamente, letrado.
alhóndiga: véase funduq.
alodio, allodium: alleu (fr.) (del alto al. All-od, ¿bien total?): bien particular
cuyo propietario no está sometido a más coerciones que las derivadas de su
condición de hombre libre, súbdito de un soberano.
‘ámil: ‘agente recaudador fiscal designado por el califa.
‘ánima: la masa urbana de los artesanos, comerciantes, ociosos y gentes sin
trabajo de las ciudades musulmanas, por oposición a la jdssa.
anisar (sing. misr): ciudad nueva del Islam, generalmente formada en torno a
una guarnición militar.
ansange: parcela generalmente amputada de la «reserva» de un propietario
terrateniente y concedida como lote para cultivar bien a un oficial del
«dominio», bien a un esclavo a quien se quiere dotar con tierras, o bien a un
hombre libre a cambio de servicios domésticos.
antrustion: hombre libre, de rango social elevado, unido a la persona de un
rey franco o de uno de sus representantes mediante un juramente de
fidelidad (véase trustis).
aprisio: contrato de alquiler-posesión, concebido como la complantatio, y con
una duración de 30 años; particularmente utilizado en Septimania para
establecer a los godos que procedían de la Hispania invadida por los
musulmanes.
archontes cometes: en Bizancio, jefes de los departamentos marítimos;
eventualmente, jefes de departamentos, en general.
arimanni (los hombres del ejército): entre los lombardos, hombres libres
guerreros, instalados en lotes de tierra y susceptibles de ser convocados por
el rey o sus agentes.
‘atás: pensión pagada a los guerreros musulmanes retirados de los combates y
residentes en la ciudad.
atrium: espacio de asilo alrededor de una iglesia, donde solía estar el
cementerio o las casas de los huéspedes; lugar de reunión de la comunidad,
y tierra considerada como «común» de los hombres libres de la aldea.
baríd: servicio de correos en el imperio persa y, después, en el Islam; órgano
de transmisión de las decisiones fiscales o militares del soberano.
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basílica: o bien un edificio (destinado a funciones judiciales y, después, de
culto) concebido según la planta de las salas de recepción de los príncipes
antiguos romanos o persas; o bien, texto de origen real que crea
jurisprudencia en la legislación bizantina postjustinianea.
bastarnae: convoyes de forraje, de remonta o de armas, que acompañaban a
los ejércitos francos en campaña; se abastecían generalmente con lo
suministrado por los hombres no combatientes.
behetría: beneficio en tierra o en especie concedido por un soberano
castellano-leonés a un guerrero fiel.
beneficium: regalo, al principio de toda clase, más bien a cambio de un
servicio prestado; quizás una donación de tierra en plena propiedad.
bretwalda: dominador de los bretones: título tomado por algunos reyes
sajones para des tacar su superioridad sobre los restantes jefes locales.
breuil, broilum: véase coto de caza.
broigne, brogne, brunia: capa de cuero reforzada con anillos de metal que
protegía el tórax del guerrero carolingio; armamento pesado y costoso
reservado a los combatientes ricos.
buccelarii, bucelarios: los que comen el pan de los servicios de intendencia;
designaba a los soldados de baja extracción social que formaban la guardia
personal de un grande y que eran aptos para cualquier servicio.
burhs: aldeas nuevas sajonas.
caballarii: tenentes de parcelas a menudo grandes, y que efectuaban servicios
a caballo para su amo (mensajes, vigilancia, transporte, ¿servicios de
labranza?); con frecuencia, eran de origen servil.
cadí (qádi): oficial de justicia en la ciudad o en el campo, en el mundo
islámico.
calzada, calceata: vía romana.
camarero, camerarius: servidor y, después, oficial palatino entre los
germanos, responsable de la camera real, y, por extensión, de su tesoro
personal y de su guardarropa.
canciller, cancellarius: responsable de la validación y de la autentificación de
las cartas redactadas en palacio; un eclesiástico al corriente de los usos
diplomáticos.
capitular: texto ordenado por capítulos (capitula) donde se contenían las
disposiciones enunciadas y aprobadas con ocasión de la reunión del Campo
de mayo que precedía a cada partida del ejército en la época carolingia.
caraíta: disidente judío, que pretende limitarse a la estrictísima lectura (qara
en hebreo) de la Ley mosaica.
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cármatas (qarmati, pl. qarámita): secta musulmana de espíritu igualitario y
de inspiración próxima al ismailismo.
casatus: dícese de un individuo al cual se ha concedido una tierra para que la
explote, a cambio de una fidelidad o un servicio.
cenobitismo: vida en común de los religiosos; en principio, el «monje»
(monos) vivía solo, según la etimología de la palabra.
centena, hundred: en su origen, designaba el territorio donde el orden era
mantenido, en la zona germánica, por un grupo de cien guerreros; por
extensión, circunscripción inferior al condado.
ceorl: hombre libre sajón.
códice, codex: libro, tal y como nosotros lo concebimos hoy, es decir,
formado por hojas encuadernadas, por oposición al rotulus (rollo) de la
Antigüedad.
cognatismo: estructura familiar amplia pero donde las relaciones de origen
masculino y femenino se admiten en pie de igualdad, lo que limita la
autoridad del tronco inicial (véase agnatismo).
colonge, colonica: tenencia de un colono; posteriormente, podrá designar a un
conjunto de pegujales dispersos por varios lugares.
colono: tenente de una tierra mediante contrato, en principio, libre por lo que
respecta a su persona pero sujeto a obligaciones fiscales o militares; en el
mundo bizantino, cayó en la dependencia de un poderoso.
collatio lustralis: impuesto exigido a los mercaderes independientes.
collegia: agrupamientos profesionales del mundo antiguo urbano,
generalmente eran controladas por los poderes públicos.
comitatenses: ejército de campaña en Bizancio.
comitatus: o bien la función del conde y, por extensión, sus derechos, sus
rentas y el territorio donde las percibe o ejerce; o bien, tropas de asalto en
Bizancio.
condestable (de comes stabuli): doméstico y, después, oficial de corte,
responsable de la remonta de la caballería de los reyes germánicos; ejerce
un control militar sobre el ejército.
condomina: parcelas generalmente agrupa das, explotadas directamente por
un amo.
conroi: grupo de guerreros parientes o amigos, a veces ligados entre sí por
juramentos de fidelidad, y que se ejercitan en el combate o guerrean de
común acuerdo.
convenientia: en derecho romano, contrato sinalagmático escrito; designó
después cualquier acuerdo jurídico sancionado por un texto (fidelidad,
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arriendo de tierras, etc.) donde las dos partes se trataban en pie de igualdad.
coto de caza: espacio generalmente cerrado, situado en tierra no cultivada
(bosque, landa…) y que se reservaba el amo del suelo o el soberano para la
caza y el deporte.
cúfica: (de Küfa, ciudad de la Baja Mesopotamia): escritura cursiva
relativamente alejada de la escritura sagrada, esta reservada a las
inscripciones coránicas.
curíales, decuriones: orden de los agentes municipales en la Antigüedad
tardía.
cursus publicus: servicio de correos romano, utilizado para la transmisión
rápida de las órdenes militares o de gestión de los emperadores o de los
gobernadores.
chambelán: véase camarero.
chrysobulloi, crisóbulas: documentos imperiales bizantinos autentificados
por una bula de oro.
danegeld: tributo en plata o en oro pagado a los normandos en el siglo IX.
Danelaw: porción noreste de Inglaterra prácticamente «bajo la ley danesa» en
el siglo X.
daya: gran propiedad en usufructo, en el mundo musulmán, decuriones: véase
curiales.
denario, denarius: objeto de comercio, «artículo»; simbolizaba el
instrumento monetario, pero bajo todas sus formas: moneda de plata
(Occidente), de oro (diñar del Islam), así como también la ley de la moneda
(denario de ley).
dhimmí: subdito no musulmán, «protegido» por el Islam.
Dienstleute, Dienstmannen: gentes de servicio.
dihqans: propietarios terratenientes que se ofrecieron voluntarios para la
percepción de los impuestos en el mundo musulmán y que percibían en su
favor una parte de los ingresos.
dirham (del griego Drachma): moneda de plata musulmana.
diwan, diván: el libro, el registro y, por extensión, el servicio público,
cualquiera que sea, en Oriente: diwán del ejército, de las finanzas, de
correos, etc.
djarid: medida persa para los cereales pagados en concepto de djizya.
djihád: la extensión de la fe por todos los medios, sobre todo, la guerra santa,
aunque esta forma violenta no está forzosamente implicada por el
significado del término.
djizya: el impuesto «sobre las nucas», es decir, pagado por los dhimmíes.
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djund: contingente árabe, después, de cualquier otro pueblo, asoldado por el
poder central; por extensión, circuscripción militar.
drakkar: navío de aparato entre los escandinavos, algunas veces dotado de
puente y ocupado por un edículo donde se colocaban los despojos del jarl
muerto (véase jarl).
dromon: navío de guerra bizantino del tipo mediterráneo de la galera de la
Antigüedad.
dromos: el cursus publicus bizantino, es decir, correos, la policía e incluso las
relaciones exteriores; el logoteta del dromo juega un papel preponderante
en el palacio imperial.
drongarios: comandante de una circunscripción marítima en Bizancio;
después, jefe de la flota.
dunatoi: los poderosos, los ricos, los primeros.
earl: conde sajón.
earldorman: miembro de un clan sajón susceptible de acceder al condado;
posesor de tierras.
échevin: véase scabini.
edhelingi: véase aedelingi.
Eigenkirche: les ser churches en Inglaterra o «iglesias propias» en los reinos
hispánicos, designaban a las iglesias y, por extensión, a las parroquias
fundadas o apropiadas por un gran propietario terrateniente, el cual
designaba al sacerdote de la iglesia, se quedaba con el diezmo y explotaba
los bienes eventuales, a veces, con mesura y piedad.
enfiteusis: tipo de contrato romano de 18 años, por lo menos, y 99 años como
máximo, que preveía el pago de un alquiler, llamado canon, y la atribución
de la propiedad al tenente, al final del contrato.
eremos, yermo: el desierto, el espacio vacío, la soledad.
esnéque: navío de combate y de transporte escandinavo, sin puente, y casi
siempre dotado de remos.
estilita: dícese de un asceta encaramado en una columna para entregarse a la
meditación.
exarca: gobernador bizantino, colocado en las fronteras del Imperio y que,
por ese hecho, gozaba de grandes libertades.
exilarca: representante y defensor de las comunidades judías en los imperios
orientales.
faida: la venganza familiar en las costumbres germánicas.
fals: véase follis.
faqih: véase alfaquí.
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fara: elemento del clan lombardo.
faramanni: véase arimanni.
feo, feum, fevum: antes de finales del siglo X, forma que adquirió el don,
generalmente en propiedad, pero a título de recompensa por un servicio
prestado; renovable a la manera del stipendium romano; se emparenta más
con el salario que con el regalo, beneficium.
feorm (¿del latín firma?): entre los sajones, renta en alimentos; por extensión,
exigencias de avituallamiento y de albergue exigido por el soberano y sus
agentes.
fiqh: la ciencia jurídica y religiosa en el Islam.
firmitas: fortín, «fortaleza»; obra de defensa hecha de tierra y madera, de
pequeñas dimensiones.
fisco: el bien público y los servicios con él relacionados; se identificó poco a
poco con las tierras públicas romanas, reales, imperiales.
fodrum: las requisiciones en forraje exigidas para el ejército germánico.
foggara: técnica de irrigación en zona subtropical que permitía conducir el
agua, sin experimentar una notable evaporación, a través de canalizaciones
subterráneas.
follis: moneda fraccionaria de bronce, en Occidente y en Bizancio; fals, fulus,
monedas de cobre en el Islam.
for, fuero: texto normativo concedido por el poder central a una comunidad
de hombres, que regulaba sus privilegios; aquitano e hispánico.
fossatum: particularmente, la zona fronteriza hispánica que separaba a
cristianos y musulmanes.
freda: las multas de justicia en los países germánicos.
frilingi: hombres libres entre los sajones, fuero: véase for.
funduq, fondaco (it.): albóndiga, mercado cerrado y vigilado en las ciudades
del Islam, donde la venta al por mayor se admitía bajo ciertas condiciones;
por extensión, el mercado y, después, el barrio de los comerciantes
extranjeros.
fundus: conjunto territorial y jurídico que formaba un gran dominio con un
hábitat central que, a menudo, reagrupaba a todos los trabajadores del
terruño.
fuqahá: plural de faqih.
fíituwwa: sociedad urbana iniciática en las ciudades del Islam, que
constituyeron una fuerza política susceptible de apoyar un movimiento
religioso, frecuentemente, shín.
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fyrd: el ejército de los hombres libres entre los sajones, y las diversas
obligaciones que de ello derivaban para los hombres.
gafolland: en territorio sajón, el suelo que paga el impuesto.
gardingi, gardingos: guardias jurados y personales del rey en la Hispania
visigoda; o guardias personales del rey encargados de un servicio militar
concreto.
garum: espesa salsa de pescado, muy apreciada en la Antigüedad, que servía
para sazonar algunos platos; parece próxima a los condimentos anamitas.
gasindi: entre los lombardos, servidores de origen servil.
gastaldi: entre los lombardos, intendentes de las propiedades regias, que se
elevaron al rango de responsables de funciones públicas.
gau: circunscripción germánica que se debe poner en relación tanto con el
pagus, es decir, el espacio territorial que tenía cierta cohesión étnica o
geográfica, como con el condado, área de administración pública.
gebur: esclavo casatus, entre los sajones.
geniza: archivos de una sinagoga, particularmente la de El Cairo.
gesiths: guardias sajones, parecidos a los gasindi lombardos; con frecuencia,
eran dotados de tierras y quedaban asimilados a colonos; trabajaban la
Gesithland.
giróvago: dícese de un monje que ha abandonado su comunidad, o que nunca
la ha tenido, y que erra predicando y mendigando.
gnosis: actitud filosófica, desarrollada en los primeros siglos después de
Cristo, que se proponía articular en un programa coherente las aportaciones
del pensamiento pagano y las enseñanzas cristianas.
grafio, Graf, Markgraf: conde en los países germánicos, particularmente
encargado de defender las zonas fronterizas.
grod, gorod: «ciudad» eslava; campamento fortificado en torno al cual se
agruparon artesanos y comerciantes.
gualdi publici: equivalente al fisco entre los lombardos.
guilda: agrupamientos de hombres libres, artesanos, comerciantes, etc., bajo
juramento de prestarse ayuda y socorro mutuos.
gynecia, gineceos: talleres de mujeres reservados al tejido, a la cerámica, etc.;
generalmente, estaban ubicados en los «fondos de cabana» de la Alta Edad
Media occidental.
hacksilber: plata rota, es decir, fragmentos de piezas de plata o de orfebrería,
a veces, también monedas, recortadas por los vikingos para facilitar su
comercialización al peso.
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hadith ihadiz: juicios y axiomas atribuidos a Mahoma y que no figuran en la
«recitación», esto es, el Corán; el concepto se ha ampliado a las glosas que
se refieren a este último.
hadjdj: la peregrinación a La Meca.
haia: bosque generalmente público; pero parece designar también una
empalizada de ramajes erigida con finalidades defensivas.
hanif: hombre piadoso, que vive en medio de la comunidad y que sirve de
ejemplo a los fieles en el Islam.
henotikon: fórmula de conciliación entre ortodoxos y monofisitas.
heriban: la ausencia a la convocatoria militar entre los francos; castigada con
una fuerte multa.
herísliz: abandono del ejército, deserción en campaña.
hide, hufe: véase manso.
hidjra: emigración; por excelencia, la partida de Mahoma hacia Yathrib
(Medina), la «hégira».
himáya: protección ejercida por un personaje poderoso, en tierra del Islam,
sobre los débiles; a veces, paga el impuesto debido por estos para
asegurarse su devoción.
honor: cargo público cuya remuneración se basa en unos beneficios
eventuales y en las rentas de una tierra afectada a la función; por extensión
se aplica a dicha tierra.
hospitalitas: costumbre de alojamiento de tropas en campaña durante la
Antigüedad tardía, convertida en una obligación para los propietarios
terratenientes romanos quienes estaban obligados a ceder una parte de sus
bienes (viviendas, tierras, rentas o esclavos) a las guarniciones bárbaras.
houlke, hougge: navío frisón de vela y casco en forma de cascara de nuez.
hueste: (del latín hostis): el ejército de los hombres libres germánicos (véase
fyrd).
hufe: véase manso.
hundred: véase centena.
imam, imán: guía de la plegaria a Alláh; puede no ser más que el director de
la oración; por extensión, jefe espiritual con ocasión de cualquier nueva
toma de conciencia religiosa.
immixtio manuum: unión de las manos de dos individuos; generalmente, un
superior encierra entre las suyas las manos de un inferior; símbolo de
entrega.
immunitas: situación jurídica de una tierra, muy a menudo de la Iglesia, que
los agentes de la autoridad central no pueden someter al impuesto ni
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controlar ni requerir nada sin el consentimiento del poder en ella
establecido; privilegio, en un principio, únicamente fiscal.
indicción: período de quince años correspondiente a los períodos de
rectificación del catastro romano o bizantino; por este hecho, elemento de
cronología.
infield: suelo explotado por los hombres, por oposición al outfield que
permanece en estado salvaje. No implica forzosamente la labranza. Inland
tiene un sentido comparable.
iqtá‘: en tierra del Islam, concesión en principio temporal de una tierra fiscal
por el soberano a un servidor, un guerrero o un gran propietario
terrateniente.
ismatlí: de Ismael, hijo de Abraham, protector de los árabes y eslabón entre el
mundo bíblico y el Islam; epónimo recuperado por las formas contestatarias
del Islam, particularmente, el shrasmo; en ciertos casos el propio nombre
del jefe religioso ha sustituido a la expresión genérica.
jan: o bien un jefe de tribus asiáticas turco-mongolas federadas; o bien, un
centro de intercambio de monedas en tierras del Islam, una especie de
«bolsa».
jaradj: el peso, el tributo territorial, en tierra del Islam.
járidjíes: los «que se salieron», los que optaron por una aplicación rigorista,
casi «puritana» de la Ley musulmana; terreno fértil para el shfismo.
jarl: jefe de clan escandinavo.
jássa: en las ciudades islámicas, la parte rica y organizada que formaban la
aristocracia, los servicios de corte, los funcionarios; por oposición a la
ánima (véase ‘ámma).
jitta: en las ciudades islámicas, concesión de una parte del suelo urbano para
la implantación de una tribu o de uno de sus elementos.
jugatio, jugum: superficie fiscal en la Antigüedad tardía y Bizancio y, por
extensión, los impuestos que la afectan; se calculaba en función del trabajo
anual de un yugo de bueyes.
jutba: la proclamación, con ocasión de la plegaria musulmana del viernes, de
la santidad del dogma y del nombre del jefe de los creyentes.
ka‘ba: el cubo, la casa primitiva de Ismael, centro de reunión de las creencias
premusulmanas, adoptado y santificado por el Profeta como lugar
preferente del hadjdj (= peregrinación).
kalám: la teología dogmática musulmana.
kan: véase jan.
kátib: secretario, escriba, en el Islam.
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klasmata: tierras que han permanecido incultas durante treinta años y que son
ocupadas para ser redistribuidas (Bizancio).
kogge: navío báltico de estructura parecida a la de la houlke.
konigsfrei: antiguo colono dotado de tierras y sometido al impuesto por el
conde germánico.
kouter, kutter (¿del latín cultural)?: tierras entregadas a tenentes, en Europa
del norte, y puestas por ellos en cultivo, a cambio de diversas obligaciones
que conservaban un carácter comunitario.
latifundia: grandes dominios, en general, reservados a la ganadería extensiva
bajo el control de esclavos; eran fruto, en la cuenca mediterránea, de las
concentraciones de tierras.
lavra, laura: agrupamiento de carácter piadoso de hombres y mujeres, que
vivían aislados conforme a las exigencias ortodoxas y que se reagrupaban
en los fines de semana para realizar los oficios en común.
lazzi: esclavos sajones o escandinavos.
leibeigen, leibingen: campesinos, poseedores de su propio cuerpo, es decir,
que poseían la libertad de poder desplazarse.
leti: mercenarios; generalmente germánicos (aunque también pueden ser
iranianos o celtas), enrolados por los romanos y acantonados formando
efectivos bastante densos en campo raso.
libellum, libellarii, livello (ital.): contrato de arriendo de tierras de 29 años de
duración, y sin graves contrapartidas en servicios y prestaciones.
libra: peso romano (alrededor de 327 gramos y que en Occidente aumentó a
406 y, después, a 491) mediante el cual se estimaban las mercancías;
particularmente, elemento de peso para la plata y el oro, pero que no era
utilizado sino a título de estimación de una cantidad de artículos que valían
tal o cual peso de metal precioso.
limitanei: soldados del limes, es decir, de la frontera de la Antigüedad;
ejército de cobertura. Riparienses tiene un sentido parecido.
logoteta: responsable de un «departamento» administrativo en Bizancio.
loriga: véase broigne.
machtiern: jefe de linaje bretón que ejercía un control sobre la o las
parroquias en las cuales estaban ubicados sus bienes.
madrasa: casas de estudios y de reflexión, en territorio islámico.
mahdi, mahdismo: el «bien guiado», el anunciador profético de un retorno a
la pureza; su aparición y su reconocimiento acompañaban a todos los
movimientos de contestación religiosa en el Islam, sobre todo, entre los
shfies.
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maimbour: véase mundeburdium.
malí: asamblea de hombres libres germánicos; por extensión, tribunal del
Estado.
mancipia: los esclavos.
mancuso: expresión que designaba, entre los cristianos, las monedas de oro o
de plata del Islam; su etimología es problemática (¿de manqush: grabada?).
mansio: relevo de correos, romano y griego.
manso, hide (entre los sajones) hufe (entre los germanos): superficie de tierra
susceptible de alimentar a una familia de trabajadores, con todas las
variaciones que ello entraña; el manso podía estar repartido en una o varias
parcelas; base fiscal y militar de las exigencias públicas.
maqsura: espacio cerrado en la mezquita, donde se colocaba el imam que
dirigía la oración.
marescalci: mariscales, servidores que asistían al senescal y que estaban
encargados de organizar los convoyes para el abastecimiento del ejército.
markgraf: véase grafio.
martyria: tumbas de santos, lugares de devoción.
massae: conjunto de tierras, generalmente dispersas en una amplia extensión
(en Lombardía).
matricula, matricularii: lista de derechohabientes en la Antigüedad tardía,
ya fuese con ocasión del servicio de la anona, ya fuese en la época en que
los obispos tenían las listas de los inscritos; lista de los asistitos (por
ejemplo, «matrícula de pobres»).
mawálí: clientes, armados o no, en el Islam (plural de mawlá, señor, pero
también esclavo liberto).
medersa: véase madrasa.
mensa: porción de un temporal eclesiástico reservada a la mesa (mensa) del
abad o de la comunidad; puede ser un reparto de tierras o un reparto de las
rentas.
merinos: en el reino astur-leonés, jueces amovibles especializados en derecho
visigodo.
mihráb: nicho abierto en el muro qibla de la mezquita y que indicaba la
dirección de la oración.
minbar: en la casa de Mahoma, lugar donde se sentaba el Profeta; en la
mezquita, púlpito donde el imam puede subir para predicar o recitar.
ministerium, ministeriales: oficio, función, profesión y quienes la ejercen;
tomó el sentido general de agente del poder local.
Página 612
misáha: medida de tierra que servía en el Islam oriental de base a la
percepción del jaradj.
misr: véase amsár.
monofisismo: creencia cristiana según la cual la naturaleza humana y la
naturaleza divina en la persona de Cristo se hallan confundidas en una sola
donde predomina la divina.
monotelismo: solución bizantina de compromiso religioso según la cual en
Cristo las dos naturalezas son distintas, pero animadas por una única acción
y voluntad de esencia divina.
montañistas: iluminados cristianos que atribuían a la intercesión de los santos
un papel esencial en la espera de un paraíso próximo; tendencias
milenaristas.
mozárabes: cristianos que vivían entre los musulmanes, esencialmente en al-
Andalus.
mudéjares: musulmanes que vivían entre los cristianos, esencialmente en los
reinos hispánicos.
mufti: jurisconsulto de profesión, consultado como consejero por el soberano.
muhádjirún: musulmanes que siguiendo a Mahoma, emigraron de La Meca a
Medina.
muhtasib (almotacén): guardián, del mercado, por ejemplo; por extensión,
responsable del orden público.
mujahena: sociedad formada por la puesta en común de bienes muebles que
permitían el lanzamiento de un asunto comercial en el Islam.
Mund, mundeburdium, maimbour: fuerza mágica adquirida por ciertos
clanes germánicos y sus jefes, debido a una ascendencia divina; protección
así ejercida sobre los parientes y los clientes; por extensión, forma de
protección del fuerte sobre el débil.
muqásama: en territorio islámico, reparto de los tributos debidos al soberano
y a los amos efectuado en la misma era.
musáqá: aparcería en territorio islámico.
mutazilí: creencia musulmana según la cual la espera de un imam justo
sostiene una fe muy rigorista; convicción de que se establecería entonces
una sociedad sin clases, un gobierno del bien.
muwallad (muladí): en al-Andalus y en el Magrib, indígena recientemente
convertido al Islam.
nestorianismo: creencia, en la frontera del cristianismo, según la cual Cristo
no ha sido más que el «templo» provisional del Verbo divino.
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neuma: notación destinada a guiar la voz en el canto llano, marcando las
acentuaciones y las duraciones del sonido; no comporta pentagrama
musical.
nomisma: la figura y, por extensión, la moneda griega que incluye la efigie
del soberano.
noria: rueda con cangilones destinada a la irrigación y movida por un curso
de agua, por animales o por esclavos cuando se trata de una capa
subterránea.
novella: considerandos y decisiones de jurisprudencia post-justinianea.
oblato: individuo que se daba a una Iglesia, con sus bienes, para recibir a
cambio protección y medios de existencia.
óbolo: trébedes para incienso; por extensión lejana, moneda fraccionaria del
denario.
obsequium: respeto, obediencia debidos por el liberto a su antiguo amo; por
extensión, obligación moral del débil respecto al poderoso.
outfield: el suelo que el hombre no domina; outland tiene un sentido
comparable.
pagus, pagenses: país, habitantes del país; no tiene significación
obligatoriamente rural; circunscripción propia de la Antigüedad tardía, o
más antigua aún, que ofrece una cierta homogeneidad de estructura, física,
étnica, lingüística, etc.
pallium: banda de lana blanca adornada con cruces negras llevada por el papa
y que este entrega al obispo metropolitano cuando este viene a realizar la
visita ad limina (hasta las puertas de Roma) para recibir la confirmación de
su designación.
panegírico: discurso de corte en honor de un soberano vivo o muerto.
patriarca: título episcopal ligado en principio a las ciudades que jugaron un
papel esencial en el desarrollo de la fe cristiana.
patronazgo: protección de un «patrono», de un amo; puede concernir a una
Iglesia, a un hombre, a una tierra.
paulicianos: disidentes cristianos, particularmente en Armenia, hostiles a las
imágenes, a la jerarquía eclesiástica, a los sacramentos, al matrimonio, etc.
pauperes: los desvalidos.
penitenciales: colección de castigos corporales o religiosos que se presentan
en forma de catálogos de faltas que se deben castigar, según el estatuto
social del pecador.
penny: denario sajón.
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Pflug, plough, plum: ¿se trata del «arado de ruedas» germánico o se refiere a
otro instrumento aratorio?
pieve (ital.): véase plebs.
placitum: asamblea de los hombres libres; progresivamente, tribunal local.
plebs, plou, pieve (ital.): parroquia de la Alta Edad Media.
políptico: hojas ensambladas; en la práctica diplomática, el término se aplica
a los inventarios de bienes y de prestaciones confeccionados por los señores
entre los siglos VI y X; en su mayoría, se refieren a dominios de la Iglesia.
politikoi: panes distribuidos en las ciudades por los poderes públicos
bizantinos.
porfirogénito: nacido en la «cámara de púrpura» imperial en Bizancio;
designaba al soberano legítimo nacido durante el reinado de su padre.
praedium: sentido parecido al de fundus.
prebenda, prebendarii: conjunto de rentas, territoriales o no, que permiten el
mantenimiento de un canónigo; designa también cualquier donación de
víveres y dinero que permiten la supervivencia: los prebendarii eran
entonces clientes «alimentados» (por el amo).
precaria: tierra de la Iglesia cedida mediante un censo de reconocimiento a
un propietario laico, a «petición» (precaria, de precor) del propio
beneficiario, o del rey (precaria sub verbo regis).
préstamo: concesión de tierra fiscal en el reino astur-leonés hecha a un
gardingo.
protonotario: oficial público bizantino encargado del envío de los despachos
y de la correspondencia oficiales.
qádi: véase cadí.
qibla: muro de la mezquita hacia el cual se dirige el creyente; indicaba el este
y, después, la dirección a La Meca; podía convertirse en un símbolo
místico.
quilate: (de keratia, unidad de peso, de uso en Mesopotamia): utilizado para
el pesaje de las mercancías y, después, para calcular la ley del oro (1 unidad
= 24 quilates).
rachimburgi: hombres libres de la comunidad germánica encargados, con
ocasión del malí, de asesorar en cuestiones de derecho.
raqiq: sin honor; designaba al campesino dependiente en el Islam.
reeve: intendente sajón colocado al frente de la administración de los
dominios; el shire-reeve (sherif) era el intendente del earl sajón.
refrendario: agente público, generalmente de Iglesia, encargado de verificar
la autenticidad de las cartas redactadas en el Palacio germánico.
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reserva: designa, por conveniencia erudita ya que la palabra no es medieval,
la parte del dominio que permanecía a disposición directa del amo y que
este explotaba mediante corveas o gracias a la mano de obra servil.
riga: el surco, designaba a la corvea que consistía en abrir y mantener cierto
número de surcos en la tierra del amo.
riparienses: véase limitanei.
rotulus (rollo): pergaminos cosidos uno a continuación del otro y enrollados
en uno o dos pequeños palos; principio del «libro» de la Antigüedad,
persistió en la Edad Media para los documentos contables y ciertos
documentos litúrgicos o de carácter judicial.
sacellaires: agentes subalternos al servicio del camarero y encargados de
vigilar las entradas de numerario en la Cámara.
sacramental: libro de oraciones del oficio cristiano y de los recitados
necesarios cuando se impartía un sacramento.
sakka: efecto de crédito, equivalente a una promesa de pago a plazos; cheque.
salterio: libro que contiene los salmos bíblicos.
saltus: la tierra virgen romana: bosques, landas, rozas; por extensión, la tierra
no apropiada privadamente y de la que, normalmente, el dueño era el
soberano.
saqáliba: esclavos de raza blanca en el Islam occidental; ¿deriva de
«eslavos»?
sawáfi: bienes confiscados a la aristocracia vencida por los musulmanes,
sobre todo a la aristocracia pena, o bien a las Iglesias cristianas.
sayones: en los reinos hispánicos, oficial inferior de la administración de
justicia y un agente ejecutivo.
scabini: jueces profesionales permanentes, que asisten al malí o al placitum,
primero en los países de derecho escrito y después en todo Occidente.
sceattas: moneda de plata sajona (¿del alemán Schatz, tesoro?).
scriptorium: escritorio laico o monástico.
sculdhais: agente del rey lombardo encargado de la administración de un
barrio de la ciudad.
schola: tropas de guarnición en Bizancio.
senescal (de sinisskalk, el criado de más edad): responsable del
aprovisionamiento del palacio entre los reyes germánicos.
setici: tierras agrupadas en torno a la vivienda y explotadas por el tenente para
su propio uso: jardines y huertos.
sháh, sha: título del soberano persa sasaní, reutilizado por los turcos
posteriormente.
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sharika: sociedad comercial basada en la aportación de la mitad del capital y
puesta a punto para la realización de un solo negocio (en el mundo
islámico).
shfa: el partido, la parte legítima del Islam; a partir de la evicción de los álíes,
se identifica con el mesianismo que espera su retorno; shi‘ísmo.
shire: condado sajón.
silention: en Bizancio, consejo en torno del basileus.
sklaviniai: las zonas ocupadas de manera bastante densa por los sklavenos,
nombre genérico aplicado a los eslavos.
Stámme: agrupamientos germánicos donde se mezclaban las especificidades
étnicas, lingüísticas y culturales; solo más tarde designaría a un conjunto
territorial.
stápl: poste de madera hincado en el agua; por extensión, muelle fluvial o
marítimo; «etapa».
stipendium: sueldo o salario; puede ser en tierras.
stratiota: en Bizancio, campesino-soldado.
sueldo, solidus: moneda de oro bizantina, en su origen acuñada para el pago
de las soldadas (de ahí su nombre). En Occidente, servía para estimar el
valor de una mercancía o de una multa, cualquiera que sea el tipo de pago
ulterior: denarios, objetos, lingotes, etc.
suftadja: letra de crédito con pago diferido, eventualmente en otro lugar;
¿antecedente de la letra de cambio?
sulh: tregua o acuerdo de paz entre dos tribus musulmanas.
ta‘dil: investigación pública destinada a medir antes del acto impositivo el
nivel de las fortunas (en el Islam).
tádjir: en el Islam, mercader sedentario que envía a puntos lejanos a factores
y comisionistas.
tagmata: cuerpos de tropa bizantinos que formaban el ejército central (véase
comitatus).
taldjPa: protección moral y política ejercida por un poderoso en beneficio de
un cliente con un cierto nivel social (véase himáya).
terpen: montículos insumergibles, eventualmente realzados de forma regular,
que forman un cordón litoral a lo largo de la costa de los Países Bajos.
thane: gran propietario terrateniente sajón.
thegns: nobles sajones.
themas, themata: circunscripción territorial bizantina; tropas estacionadas en
ella y que estaban encargadas de la defensa cerca de las fronteras.
thing: asamblea de los hombres libres escandinavos.
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tiráz: marca del Estado colocada en los tejidos, en el Islam; por extensión,
talleres públicos donde se fabricaban los vestidos y otras mercancías bajo
control público.
tironianas (de Tiro, ¿nombre del liberto de Cicerón?): dícese de las notas
abreviadas (no es una estenografía) que servían de medio rápido de
correspondencia en las cancillerías cristianas.
tractus: sentido parecido a saltus.
tremisses: pequeñas monedas de oro equivalentes a la tercera parte del
sueldo; trientes tiene un sentido parecido.
treuwa: tregua; acuerdo obtenido en justicia.
trientes: véase tremisses.
tropo: notación musical del canto llano destinada a modificar el sonido de la
voz en una sola silaba.
trustis: juramento de fidelidad (véase antrustion); podía designar a un grupo
unido por juramento.
‘ulamá: doctores de la ley musulmana.
vassus (¿del celta gwass, muchacho?): dependiente honorable.
verbum regis: la orden real, sobre todo, pronunciada cuando la reunión en el
Campo de mayo.
vicaria: división de los derechos (y, después, del territorio) donde el conde
ejercía su honor; el vicarius ejercía generalmente una justicia menor, la
policía de los caminos, la vigilancia en la percepción de impuestos; su
papel militar quedaba poco definido.
vicecomitatus: vizconde; en principio, podría tener los derechos del conde en
ausencia de este último; prácticamente se convierte en un agente subalterno
fijo.
vicus: aldea agrupada; conjunto de tiendas y puestos de venta en torno de un
centro religioso o de un palacio; es posible que el wich escandinavo (que
significa la bahía) llegase a adquirir, por contaminación, el mismo sentido.
villa: en principio, un gran dominio bipartito; muy pronto, designó
simplemente a un lugar habitado; después, tomó el sentido de «aldea».
visir, wazir: el que «tiene un cargo», auxiliar; por extensión general, principal
ayuda del califa.
vogt: véase advocatus.
waqf: tierra exonerada, que generalmente procedía de un bien de la Iglesia; se
diría en Occidente, de «mano muerta»; uno de los medios de remuneración
de las fidelidades en tierra del Islam.
wazir: véase visir.
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Wergeld: el oro de la sangre; el total de la composición pecuniaria que tenía
derecho a exigir una víctima o su parentela en función del estatuto y del
nivel social.
Westwerk: macizo occidental de las iglesias carolingias que generalmente
incluía un segundo crucero y dos torres de fachada.
wich: véase vicus.
wiláya: control, sobre todo, del mercado; área sobre la cual se ejercía dicho
control.
witenagemot: consejo de sabios entre los sajones; guiaba al rey.
xenia: dones en especie impuestos a los colonos bizantinos, una vez
alcanzado el techo del alquiler imponible.
xenodochia: abrigos y hospicios para peregrinos, enfermos y mendigos, de
origen a menudo irlandés.
zakat, sadaqa, ushr (en al-Andalus): la limosna voluntaria debida por el
creyente en tierra del Islam.
zar: (de César): título llevado por los soberanos búlgaros.
zindíq: secta herética musulmana, adepta al dualismo, que practicaba un
escepticismo radical hacia los textos sagrados y una libre crítica.
zoco (de süq): mercado al por menor en la ciudad musulmana.
Página 619
CUADRO CRONOLÓGICO
Página 620
MUNDOS GERMANO-CELTAS
400
Honorio emperador de
occidente
406 El Rin franqueado por los
germanos
407 Las legiones evacuan Gran
Bretaña Construcción de San Gereón
de Colonia y del Martirio de
412 Visigodos instalados en la Tréveris
Galia
418 Arles capital de los galos
419 Visigodos en Hispania
425
450
Página 621
MUNDOS MEDITERRÁNEOS
400
425
450
Página 622
MUNDOS GERMANO-CELTAS
Leyes de Eurico en
Hispania
Ley «Gombetta»
500
525
525 Montecassino
529 Concilio de Valson: una
530-536 Conquista del reino escuela por obispado
Burgundio, de Provenza y de
Turingia por los francos Eliminación del arrianismo
537 ¿Regla de San Benito?
550
556 Martín de Braga con los
558-561 Clotario I, único rey suevos
franco
559 Peste en Occidente Muerte de San Benito
Raids francos en Babiera y en
Sajonia
Manuscritos y miniaturas
568 Avance de los avaros hasta irlandeses (inicios)
Página 623
568 Avance de los avaros hasta irlandeses (inicios)
Baviera
570-591 Recurrencia de la
peste
Página 624
MUNDOS MEDITERRÁNEOS
500
525
550
552 Introducción del gusano de
seda en Grecia 553 Las instituciones de
Casiodoro
563 Fin de la reconquista en Italia
565 Muerte de Justiniano
568 Instalación de los avaros en
Panonia Historia secreta de Procopio
Entrada de los lombardos en
Italia Santa Irene de Constantinopla
Página 625
MUNDOS GERMANO CELTAS
599-605 Peste
600
625
650
651 Fundación de Fleury-sur-
Emisión de los sceattas sajones Loire
Página 626
Leyes de Mercia
670 Cripta de Jouarre
Página 627
MUNDOS MEDITERRÁNEOS
600
Contraofensiva griega
622 La «Hégira»
625
650
Página 628
Magrib
Página 629
MUNDOS GERMANO-CELTAS
Escuelas de Northumbria
(Yarrow, Wearmouth)
680 Pipino de Héristal,
mayordomo
700
Principado de Aquitania
711 Fin del reino visigodo 711 Fin de la acuñación de oro
713-744 Liutprando, rey de los en Occidente
lombardos
714 Carlos Martel, mayordomo
718 Los árabes en el Languedoc
722 Los asturianos frenan a los
árabes en Covadonga 719 San Bonifacio evangeliza
Hesse y Turingia
722 San Bonifacio, obispo de
Germania
724 Fundación de Reichenau
725
750
Página 630
El comercio frisón
Página 631
MUNDOS MEDITERRÁNEOS
700
725
775
Reconstrucción de
lamezquita al-Aqsa en
765-768 Embajadas francas en Jerusalén
Bagdad
767 Rito hanif
768 El Studion en Constantinopla
Página 633
MUNDOS GERMANO-CELTAS
800
825
El políptico de Irminión
829 Arreglo del denario de Lupo de Ferriéres
830 Los árabes en Palermo plata
838 Levantamiento de Aquitania
840-875 Incursiones vikingas
endémicas 840 Muerte de Eginardo
843 Tratado de Verdún 842 Los juramentos de
Estrasburgo
843 Acuerdo de Coulaines
845 Saqueo de Roma por los
sobre los honores
árabes
845 Comienzo del Danegeld Nithard
Juan Escoto
Rábano Mauro
850
Página 634
852 Primeros éxitos de la 852 Formación de guildas en el Biblia de Carlos el Calvo
Reconquista norte de Europa
855 Muerte del emperador
Lotario 864 Edicto de Pitres 858 Fundación de Vézelay
Salterio de Utrecht
866 Alfonso III, rey de Castilla 869 Las ciudades deben
870 Repartición carolingia de amurallarse
Merseen Los judíos radanitas
870-871 El «año terrible» en 871 Monasterio St. Géraud
Inicio de la formación de d’Aurilac
Inglaterra los principados territoriales
871-899 Alfredo, rey de Wesses
Página 635
MUNDOS MEDITERRÁNEOS
800
800 Los idrisíes en Marruecos 800 Fundación de Fez Vida de San Filareto
Los aglabíes en Túnez Introducción del O indio
811 Krum, rey de los búlgaros Traducciones de Aristóteles,
Muerte de Nicéforo Ptolomeo, Arquímedes, etc
Desarrollo de las culturas
813-833 al-Ma’mün, califa
de caña, de arroz y de
818-879 Tahiríes y samaníes en
algodón en Iraq 818 Rito shafí
Irán
820 Creta reocupada por el Islam
820 Obra de al-Jwárzimi
825
830-845 Los aglabíes en Sicilia e 830 Bloqueo del trigo egipcio Apertura de «casas de la
Italia 836 Fundación de Samarra sabiduría»
840 Creación de la guardia Metodio, patriarca
mameluca
Desarrollo del iqtá‘ 843 Fin de la iconoclasia
Viajes de Ibn Kurdadbih
845 Saqueo de Roma por el Islam
Formación de la Gran
Moravia
850
Página 636
867 Usurpación de Basilio I
867 Focio, patriarca
868 Los tuluníes en Egipto
Página 637
MUNDOS GERMANO-CELTAS
900
925
Reagrupamientos
poblacionales
929 Acuñación del oro en
931-964 La «pornocracia»
Hispania
romana
933 Reino de Arles Los duques alemanes
933 Reforma de Gorze
llevados a la obediencia
934 San Maximino de Tréveris
936 Otón I, rey de Germania
937 Apogeo de los ataques 941 Última mención de siervo
húngaros en Francia septentrional 942 Reforma del clero anglosajón
946 Catedral de Clermont
950
Nuevas murallas en Flodoardo
951 Expedición de Otón a Italia Génova
Página 638
951 Expedición de Otón a Italia Génova
Abadía de Gernrode
Página 639
MUNDOS MEDITERRÁNEOS
900
925
950
950 Muerte de Al-Farabí
Terminación de la mezquita
de Córdoba
961-964 Los griegos retoman
Página 640
de Córdoba
961-964 Los griegos retoman
Creta y Chipre 962 El Gran Lavra del Athos
Página 641
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Véase también:
Página 655
ROBERT FOSSIER (Le Vésinet, Francia, 1927 - Meudon, Francia, 2012).
Fue un historiador francés dedicado a la Edad Media. Fue uno de los
medievalistas más importante del siglo XX, muy influido por la Escuela de los
Annales, pero sin alcanzar tanta fama como Georges Duby y Jacques Le Goff.
Amplió el conocimiento de la Edad Media en los campos de la historia social
y económica.
Fue uno de los difusores de la teoría del incastellamento junto con Pierre
Toubert. Contribuyó a desmitificar muchos conceptos que se tenían sobre la
Edad Media. En una de sus entrevistas declaró «estoy convencido de que los
hombres de la Edad Media somos nosotros».
Página 656
Notas
Página 657
[*] La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada
Página 658
[*] La transcripción de los términos árabes de este capítulo ha sido realizada
Página 659
Página 660