Psicoterapia Sensoriomotriz Reseña Jesus Pinedo
Psicoterapia Sensoriomotriz Reseña Jesus Pinedo
Psicoterapia Sensoriomotriz Reseña Jesus Pinedo
I
Psychoanalytic approach to trauma. I
RESEÑA / REVIEW
Reseña del libro de Pat Ogden y Janina Fisher (2016). Psicoterapia Sensoriomotriz. Intervenciones para
el trauma y el apego. Bilbao, España: Desclée de Brouwer S.A. 670 pp. (Versión castellana del original
Sensorimotor Psychotherapy. Interventions for Trauma and Attachment. (2015). Nueva York, Estados
Unidos: Norton & Company, Inc.).
El libro de Pat Ogden y Janina Fisher describe una muy interesante aproximación al
trabajo corporal integrable en psicoterapias de corte verbal. Las autoras centran su
aportación en la idea, también planteada por Hugo Bleichmar (2011) entre otros, de que
el cuerpo es un recurso poco explotado en el trabajo psicoterapéutico. Las experiencias
de trauma y apego inadecuado condicionan y limitan nuestra capacidad para responder
con flexibilidad y adscribir sentidos nuevos en el presente. Dado que ese
condicionamiento se produce de forma procedimental y corporal –no solo cognitiva y
emocional-, la dependencia de la psicoterapia de lo exclusivamente verbal puede tener
una eficacia limitada si no incluye los procesos implícitos y no verbales basados en el
cuerpo.
Poder escuchar las señales corporales de forma pormenorizada, guiar en ello a los
pacientes, y hacer propuestas de trabajo dirigidas a las sensaciones y el movimiento puede
enriquecer psicoterapias más basadas en lo verbal, profundizando sus efectos al abarcar
más directamente lo procedimental.
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Clare Pain. El libro que nos ocupa es un manual de trabajo para terapeutas y pacientes
basado en los principios que en aquel se presentaron.
J. Fisher, la coautora del libro, fue psicoanalista “tradicional” –según sus palabras-
durante veinte años, antes de conocer y adquirir este modelo. Es profesora en el Trauma
Center, clínica y centro de investigación fundado por Bessel van der Kolk, y expresidenta
de la Sociedad para el Tratamiento del Trauma y la Disociación de Nueva Inglaterra.
El libro está estructurado de forma muy didáctica, “de una manera que terapeutas
entrenados de forma tradicional puedan encontrar aplicación inmediata en su práctica
clínica” (p. 19). Dividido en treinta y cinco capítulos cortos que presentan un tema
concreto relevante y se inician con recomendaciones para terapeutas y pacientes. Cada
uno consta además de hojas de trabajo que terapeuta y paciente pueden utilizar para
indagar en los temas presentados, aunque las autoras insisten en que no es, en ningún
caso, un tratamiento estandarizado, sino que debe adaptarse al paciente y su momento y
emplearse en el contexto de la relación terapéutica. Se estructura en cinco grandes
secciones. La primera, “Primeros pasos”, introduce los principios del enfoque y da
algunas recomendaciones. La segunda, “Conceptos y habilidades básicos”, plantea los
conceptos centrales del modelo, resumiendo el papel del cerebro, el cuerpo y el sistema
nervioso en el trauma y los problemas de apego y los elementos del cambio. Las restantes
tres secciones, “Desarrollar recursos”, “Abordar la memoria” y “Avanzar”, corresponden
a las tres grandes etapas del tratamiento y desarrollan los conceptos y métodos de las
mismas.
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A través de estos hábitos físicos que han quedado fijados, nuestros cuerpos reflejan, pero
también sostienen y perpetúan de un modo automático, nuestras expectativas relacionales
limitadoras. Así, lo que en su día fueron respuestas adaptativas a un entorno peligroso o
limitado, se mantienen en la edad adulta contribuyendo a reproducir las mismas
sensaciones, emociones, pensamientos y vínculos que entonces.
Las autoras hacen una distinción que creemos muy importante –porque tendrá
consecuencias clínicas-, en cuanto a cómo estos ajustes corporales difieren en entornos
traumáticos –en los que la sensación de peligro para la vida deviene en experiencias
abrumadoras que no pueden integrarse- y lo que llaman problemas de apego: limitaciones
en la crianza relacionadas con falta de sintonía, excesiva presión, desatención, etc. que
causan sufrimiento emocional pero no desregulación extrema.
Para argumentar esta distinción acuden a Porges (2016), creador de la teoría polivagal, y
del término neurocepción (p. 13). La neurocepción es un proceso inconsciente y diferente
de la cognición que evalúa las características del entorno en términos de seguridad-
amenaza y determina el nivel de activación a través del sistema nervioso autónomo,
especialmente de las ramas del nervio vago. La rama parasimpática ventral de este nervio,
activada ante la neurocepción de seguridad, regula entre otros los músculos de la cara y
la cabeza, fomentando la conexión social. Al mismo tiempo, la neurocepción de seguridad
inhibe los sistemas de defensa ante la amenaza –que son regulados por el sistema
simpático y la otra rama del nervio vago, la dorsal- permitiendo conductas más flexibles
–no defensivas- y de regulación autónoma e interactiva. Estos niveles de activación
fisiológica variables pero dentro de una sensación global de seguridad neuroceptada
permanecen dentro del llamado margen de tolerancia de la persona.
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Hay que aclarar que, en este enfoque, las problemáticas denominadas “de trauma” no
implican necesariamente el recuerdo explícito de episodios traumáticos, sino que
incluyen a todo paciente con dificultades para la regulación. Lo importante es la
regulación y los recursos para ella, independientemente de que el origen del problema sea
un episodio concreto y recordado conscientemente, un recuerdo que aparece
posteriormente, un recuerdo que es meramente corporal, o un problema derivado de la
identificación con la desregulación de los cuidadores.
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Pero este no se limita a seguir de forma atenta la experiencia del paciente, sino que es
más directivo. Acompañar sin más esta experiencia podría conducir a los pacientes
desregulados a más desregulación y a aquellos con apego no traumático a seguir sus
secuencias habituales –dar vueltas de la misma manera- de manera frustrante. La
conciencia plena dirigida implica que puede guiar al paciente a atender parcelas de la
experiencia concretas que resulten útiles para el objetivo terapéutico. Se trata de que, una
vez observados los patrones habituales –de desregulación, sufrimiento o círculo vicioso
autoconfirmatorio -el terapeuta pueda preguntar o hacer propuestas que favorezcan
nuevas experiencias.
Una opción es profundizar en la experiencia que está ocurriendo, mantenerse con ella en
vez de evitarla o atravesarla rápidamente de modo automático. Ralentizar el proceso y
enfocar la atención permite comprender mejor los hábitos. Además, el terapeuta puede
sugerir un cambio de foco que aporte una nueva perspectiva. Por ejemplo, un paciente
puede estar en contacto con pensamientos desvalorizadores y tristeza mientras no es
consciente de cómo levanta su barbilla o aprieta sus puños. Llevar el foco de atención a
esos movimientos puede permitirnos acceder a una parte de la experiencia –orgullo,
enfado…- que está siendo inconsciente y que puede ser novedosa y útil terapéuticamente.
Hay que remarcar que estas y otras intervenciones en la psicoterapia sensoriomotriz están
marcadas por un ritmo deliberadamente lento, que prioriza la atención y la conciencia por
encima de lo expresivo o lo catártico, alejándose intencionadamente de otros enfoques
experienciales o corporales.
La respuesta de orientación
Uno de los motivos por los que el terapeuta dirige la atención del paciente hacia
determinados elementos es que esta función está, como el resto de comportamientos
corporales, guiada por hábitos muy arraigados que tienen que ver con la historia personal.
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El modelo del cerebro triuno de McLean, aunque haya recibido críticas, proporciona a
las autoras un mapa para conceptualizar y también explicar a los pacientes el sentido de
algunas experiencias.
Según Mc Lean, el cerebro está constituido por tres partes que, aun siendo
interdependientes, han evolucionado filogenéticamente separadas, incorporándose
sucesivamente como capas superpuestas. Aparecen en momentos distintos del desarrollo
y cumplen funciones diferentes.
Cada uno de estos “tres cerebros” procesa la información de forma diferente. El reptiliano
entiende y reacciona al entorno de forma refleja y corporal, el paleomamífero procesa la
información a través de las emociones y el neocórtex a través del pensamiento. El hecho
de que haya tres procesamientos simultáneos de la misma información hace que en
ocasiones –especialmente en casos de desarrollo en ambientes dañinos o en vivencias
traumáticas- no se dé una buena integración.
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Las repercusiones prácticas de este mapa son variadas. De una parte, permite comprender
por qué determinados síntomas son resistentes a un tratamiento puramente verbal –
procesamiento descendente- al no estar generados cognitivamente. Por otra parte
fundamenta la intervención corporal, que proporciona un modo ascendente de
procesamiento en la que será el cambio en las sensaciones internas lo que facilite cambios
emocionales o de creencias.
Esta discriminación, que parece sin importancia, es central en este enfoque. Cuando la
experiencia es expresada en términos emocionales –“estoy aterrorizado”- o mentales –
“siento que tengo la culpa”- es más probable que se desregule o se convierta en un bucle
repetitivo y que aporta poca información nueva. Enfocar la sensación y atenderla en
detalle es un recurso útil cuando la excitación se desregula mucho y también cuando las
emociones o las creencias están alejadas del momento presente –no arraigadas en el
cuerpo-, sino autoalimentadas. Observar la sensación y nombrarla con su vocabulario en
vez de pasar a palabras referidas a emociones o pensamientos permite experimentar la
experiencia de modo más neutral sin desbordarse.
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En el trabajo con trauma, terapeuta y paciente evaluarán de modo seguro, a través de las
sensaciones corporales, el nivel de activación fisiológica. El paciente aprenderá a detectar
y a estudiar cuándo su activación amenaza con salir del margen de tolerancia, sea hiper o
hipoexcitándose. También a identificar los desencadenantes –imágenes, recuerdos,
pensamientos…- que lo provocan.
Las autoras se apoyan en autores como Bromberg (p. 42) y van der Hart (p. 45) al hablar
de disociación. El yo no es un ente fijo, sino un proceso asociativo emergente que depende
de una disposición innata al vínculo y está condicionado por las circunstancias de la
infancia. Este proceso genera déficits en la integración con diferentes niveles de gravedad.
Relación terapéutica
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Así, el terapeuta se convierte con su tono de voz, sus movimientos, su postura y sus
propuestas en un córtex auxiliar: un regulador relacional de la activación del paciente.
Esto implica estar más atento a los niveles de activación de este y a cómo se ven afectados
por la actuación del terapeuta que a su narrativa verbal. El terapeuta procura que la
experiencia del paciente esté en sus márgenes de tolerancia para que pueda ser integrada,
y modula sus respuestas para aumentar o disminuir esta activación con ese fin: puede
sobrerregular o subregular al paciente cuando sea necesario para los objetivos
terapéuticos.
Para poder ser un buen regulador, el terapeuta debe a su vez ser capaz de permanecer en
su propio margen de tolerancia. Pero la seguridad no es suficiente: el terapeuta debe, en
el marco de la seguridad, llevar al paciente a ampliar su margen, animarlo a salir de la
evitación y ayudarle a tolerar niveles de activación diversos. Para poder seguirle en este
desafío, el margen de tolerancia del propio terapeuta debe ser lo suficientemente amplio
como para sostener y acompañar oscilaciones. La atmósfera de la relación debe ser
“segura pero no demasiado segura” (p. 57): el trabajo debe darse dentro de los márgenes
de tolerancia, pero en los bordes superior e inferior para propiciar su expansión. Una
terapia que permanece constantemente en el centro resulta solo tranquilizadora y
evitativa, no aportando novedad.
Las siguientes tres secciones del libro se corresponden con las tres fases de terapia en el
modelo. Este modelo de tratamiento por fases (estabilización, abordar los recuerdos e
integración) fue desarrollado por P. Janet (1898) y continúa siendo una referencia para
pacientes con trastorno por estrés postraumático y trastornos disociativos, aunque en este
texto su estructura se amplía a pacientes no traumatizados.
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3. Fase 3: Avanzar. Fase ideada inicialmente para, una vez abordado e integrado lo
traumático, desarrollar aquellas áreas relacionadas con la vida cotidiana que
quedaron interrumpidas. Implica la superación de creencias o emociones
dolorosas, y la flexibilización del uso del cuerpo y del margen de tolerancia.
Tratar de abordar los síntomas explorando los recuerdos de los sucesos que los generaron
puede crear más desregulación, especialmente en casos de trauma. Es por eso por lo que
P. Janet recomendaba a principios del siglo pasado una primera fase de estabilización,
que la psicoterapia sensoriomotriz y otras terapias enfocadas al trauma recogen.
Hay que decir que al hablar de recursos las autoras engloban conceptos muy variados:
estrategias de afrontamiento, respuestas al estrés, patrones corporales, habilidades,
capacidades, apoyo social, mecanismos de defensa… lo que puede resultar simplificador
pero también muy didáctico para los pacientes. Cualquier cosa que haya servido en el
pasado o sirva en el presente para regular el estrés y el malestar y para desarrollar
sentimientos agradables de calma o placer es un recurso.
Los recursos de supervivencia son aquellos que el paciente ha usado de manera instintiva
para sobrellevar el sufrimiento o el terror, pero que en el presente pueden resultar
limitadores o dañinos. Reformular conductas desadaptativas o limitadoras -como pueden
ser la sumisión, la adicción, la hipervigilancia o incluso las autolesiones- como recursos
que han ayudado a sobrevivir en situaciones difíciles puede ayudar a pasar del
autorreproche a la autocomprensión y la autocompasión. Tratan de dar una lectura
positiva para luego admitir que, aunque fueron ajustes útiles en el pasado, resultan
problemáticos ahora, bien por lo rígidos, bien por lo anacrónicos.
Los recursos creativos, por el contrario, son aquellas habilidades, capacidades o apoyos
externos que ayudan a gestionar el estrés, a procurar sensaciones placenteras y a crecer
de forma adaptativa.
Recursos somáticos
Especial atención merecen los recursos somáticos, que son “las funciones, las acciones y
las capacidades físicas que nos proporcionan una sensación de bienestar y de competencia
a nivel físico y que, a su vez, afectan de un modo positivo al modo en que nos sentimos”
(p. 279). Los recursos somáticos son individuales. Una misma acción, movimiento, o
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postura puede ser reguladora para una persona y desreguladora para otra. Por ejemplo,
para un paciente en un determinado momento la quietud puede ser tranquilizadora y el
movimiento desregulador, y para otro paciente ser al revés.
Identificar los recursos que ya usan de forma inconsciente permite a los pacientes
disponer de ellos con más facilidad cuando los necesiten. Hay tres tipos de recursos
somáticos que todas las personas usan de un modo automático. Los recursos de
centramiento implican movimientos o focalizaciones que facilitan conectar de forma
tranquilizadora con lo interior, como por ejemplo conectar con el centro de gravedad o
distintas formas de autocontacto. Los recursos de contención implican la sensación de
estar contenidos físicamente en nuestros cuerpos, con nuestra piel y nuestra musculatura
superficial, y de poder contener los sentimientos y la activación. Tensar diferentes partes
del cuerpo –por ejemplo la espalda o los pies contra el suelo- pueden ser recursos de
contención. Los recursos de movimiento son modos de regularse que involucran
movimientos variados. Hay personas que se regulan mejor moviéndose: balanceándose,
caminando, estirándose, bailando, etc.
La alineación del núcleo. Los seres humanos, como otros animales, adaptan la
posición de su columna en situaciones amenazantes: pueden curvarla, encogiéndose, para
protegerse y expresar sumisión, o bien tensarla y ponerla rígida para expresar dominio o
mostrarse poderosos. Las experiencias tempranas de dolor emocional, trauma o
determinadas expectativas de los cuidadores hacen que los niños organicen sus columnas
de forma adaptativa, por ejemplo hundiéndose para resultar invisibles o expandiendo el
pecho e hiperextendiendo la columna para parecer invulnerables. Esta adaptación, al
volverse crónica, puede reforzar creencias limitadoras sobre sí mismo y el mundo.
Una postura alineada se sitúa en el punto intermedio de tensión entre una columna rígida
y una hundida. Implica la sensación de que cada parte del cuerpo descansa, relajada y
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flexible sobre la parte inferior, lo que permite usar poca energía para mantener la
verticalidad de forma natural.
Por eso sugieren intervenciones conservadoras y graduales, en las que primero se estudian
los hábitos respiratorios: la frecuencia, profundidad, el hincapié en inspirar o expirar, o
el movimiento y tensión de los músculos participantes. Después, poco a poco, se
introducen pequeños cambios en los mismos y se permanece en contacto con los efectos
de esos cambios de manera atenta. En general, poner un poco de énfasis en la inspiración
aumentará ligeramente la activación, mientras que poner atención en la espiración ayuda
a relajarse. Investigar estos efectos ayuda al paciente a aumentar su capacidad para
regularse y a ampliar su margen de tolerancia. El terapeuta puede, también, ir enlazando
las observaciones sobre la respiración con correlatos verbales o emocionales, por ejemplo
enfocando cómo la respiración se modifica ante ciertas temáticas o estados en el
momento.
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necesidad de poner límites e incluso la expresión al otro de esos límites es, antes que
nada, corporal.
En el trabajo somático con este recurso, el terapeuta ayuda a conectar con aquellas
sensaciones corporales del paciente que informan de los deseos y los límites: de cuánta
distancia física y cuánto contacto es aceptable, de qué informaciones quiere o no recibir,
de en qué medida desea seguir o parar con algo. Además, se explora la comunicación del
límite de forma no verbal. Pacientes con historias en que los límites han sido obviados
pueden aprender a decir no verbalmente, mientras sus cuerpos se encogen, vacilan,
retienen la respiración o eluden la mirada. Conforme reconocen y modifican estos hábitos,
se sienten más coherentes y capaces.
Mientras que las terapias verbales se centran en crear narrativas coherentes del pasado, el
enfoque sensoriomotriz enfatiza el enfoque ascendente del recuerdo, y procura
reorganizar el impacto del pasado sobre el cuerpo. La segunda fase de la terapia, una vez
reconocidos y adquiridos los recursos físicos para poder regular la activación fisiológica,
implica abordar la memoria.
Memoria implícita
Memoria explícita
Por otra parte, lo que se persigue con aquellos recuerdos que sí son explícitos es
reorganizarlos. Las autoras afirman, con Siegel (2003), que “la recuperación de la
memoria explícita es una forma de modificación mnémica más que una rememoración
exacta de los hechos” (p. 389). El motivo por el que simplemente relatar un evento
doloroso o traumático no solo no ayuda a integrarlo, sino que puede agravar sus efectos,
es que recordarlo del mismo modo una y otra vez hace que se consolide. La terapia debe
conseguir que la información sea recordada en el contexto de una nueva experiencia, de
tal forma que la memoria se reorganice de formas más saludables. Poder recordar
permaneciendo en contacto con los recursos actuales de regulación y una sensación de
seguridad o calma es un modo. Otro modo es enfocar, en el recuerdo, los recursos que
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fueron útiles antes, durante y después del suceso doloroso. Habitualmente, el recuerdo
está organizado por sensaciones de indefensión, incapacidad, terror o humillación.
Reenfocar la atención hacia elementos diferentes del recuerdo puede ayudar a conectar
con sensaciones diferentes y a reorganizar la memoria explícita.
Conciencia dual
La conciencia dual es una forma de conciencia plena dirigida aplicada al trabajo con la
memoria. En ella, se presta atención a cómo se despliega la experiencia en el presente a
través de sus elementos constitutivos –pensamientos, emociones, sensaciones,
percepciones y movimientos- al tiempo que se evoca el suceso. La conciencia dual
permite que la atención oscile entre el recuerdo y la experiencia presente, de tal manera
que se pueda conseguir una evocación dependiente de estado permaneciendo en el margen
de tolerancia para que la memoria se reorganice. El terapeuta puede empezar
preguntando: “¿Qué notas al regresar a ese día? Tal vez observes ciertas imágenes, o tu
cuerpo cambie. Podrías tener una respuesta emocional o un pensamiento. Limítate a
permanecer con ello y dime qué sucede cuando empiezas a recordar”. Se ayuda al
paciente a que esté con un pie en el pasado y otro en el presente. A partir de aquí, dónde
se haga hincapié en esta oscilación dependerá del paciente y su nivel de regulación. Para
aquellos pacientes más desconectados, el foco se pondrá más en el recuerdo para activar
la memoria dependiente de estado, aunque podamos incidir en las sensaciones del
presente para estudiar la tendencia a la evitación. Para los pacientes que tiendan más a la
desregulación, predominará la conciencia de la experiencia en el presente mientras
recuerdan como manera de permanecer en el margen. Si la desregulación aumenta, la
exploración en conciencia dual debe ser interrumpida hasta que se regulen con la ayuda
de recursos somáticos.
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Todos los mamíferos, incluidos los seres humanos, están equipados con una serie de
respuestas defensivas instintivas ante la amenaza neuroceptada. Estas respuestas
instintivas son de dos tipos: movilizadoras e inmovilizadoras.
Las defensas movilizadoras impulsan a actuar con una excitación alta e incluyen la lucha,
la huida y el grito de ayuda –llanto de apego en bebés-. Además hay algunas defensas
movilizadoras aprendidas que se han hecho automáticas por su uso repetido y que se
activan en contextos no relacionales: girar el volante, agarrarse al caer, apartar el cuerpo
ante un objeto que se aproxima o alzar los brazos, etc.
Hay dos tipos de defensas inmovilizadoras: la respuesta de paralización implica una alta
excitación simpática, una hipertensión muscular, hiperatención y dificultad para moverse
–el ciervo ante los faros-. La respuesta de apagamiento, por el contrario, se alimenta de
la rama dorsal del nervio vago (parasimpático) y promueve una inmovilidad laxa o
apagada, con hipoexcitación, disminución del ritmo cardiaco e incluso desmayo –
colapso-.
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El trabajo con estas defensas implica tomar conciencia de ellas a través del fragmento de
memoria, en conciencia dual y dentro del margen de tolerancia y permitir que se
desarrollen en el presente. La atención lenta a estos impulsos –no su expresión catártica-
permite integrarlos, regularlos y enriquecerlos. Por ejemplo, una persona que se
paralizaba sistemáticamente ante el maltrato y sigue haciéndolo en el presente puede
entrar en contacto, durante la evocación del fragmento de memoria, con cierto impulso
movilizador en sus brazos o piernas que toman forma de huida o protección activa –
límite- que le ayudará a restablecer una sensación subjetiva de mayor poder y autonomía.
La secuencia sensoriomotriz
La energía necesaria para las defensas animales ante la sensación de amenaza proviene
de la secreción de adrenalina que prepara al cuerpo para luchar, huir o pedir ayuda. La
evocación de fragmentos de memoria traumática puede provocar descargas de la energía
somática en forma de temblor, movimientos involuntarios como tics, hormigueos,
sacudidas, etc., similares a la que se movilizó para estimular la supervivencia y que se
sienten no como impulsos –como ocurría con las defensas- sino como movimientos que
ocurren por sí solos. Este incremento de energía fisiológica debe abordarse y procesarse
corporalmente –de forma ascendente- para que la persona recupere la sensación de
seguridad.
Cuando los pacientes intentan manejar por sí solos estos incrementos de energía,
rápidamente asocian las sensaciones a emociones fuertes, y estas a pensamientos como
“estoy en peligro” o “soy incapaz”, con lo cual las sensaciones se incrementan hasta
niveles intolerables, y tratan de evitarse por todos los medios implicando ciclos de
evitación/intrusión. Los intentos –descendentes- por tranquilizarse, ya sean solos o en
terapia, no son suficientes, dado el arraigo subcortical de la experiencia. Y tratar de dar
sentido a la vivencia como manera de manejarla tampoco funciona, ya que el sentido está
teñido, distorsionado, por la desregulación. Dar sentido a la experiencia solo puede
hacerse cuando la sensación de peligro ha terminado, no antes.
Los ingredientes de esta técnica son tres. Primero: mantener la atención centrada en la
sensación, excluyendo lo emocional y lo cognitivo, mientras se informa de ella. Segundo:
confiar y trasmitir confianza en que el cuerpo tiende a regular la activación por sí mismo.
Tercero: observar la sensación como un proceso, una secuencia y no una sensación fija,
y guiar al paciente para observarla. Preguntas como “observa el hormigueo de tu brazo,
¿dónde comienza y dónde termina?, ¿qué pasa después del hormigueo?” inciden en la
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evolución de la sensación. Así, el paciente aprende a permitir que su cuerpo se calme sin
tratar de controlarlo.
Es tarea del terapeuta diferenciar las emociones cuya desregulación sugiere que provienen
de la neurocepción de una amenaza vital –con fuerte implicación del SNA- de aquellas
que, aun pudiendo ser intensas, expresan dolor emocional.
Las autoras nombran a una paciente, abusada de niña por su padre, que tenía distintos
problemas emocionales de adulta, como estallidos de ira desproporcionada. Una de las
partes de la intervención que describen es el trabajo con la rabia ante un fragmento de
memoria de aquella época partiendo de cierta tensión que aparecía en sus hombros y que,
atendida y desarrollada, evolucionó hacia el impulso de levantarlos para protegerse. En
lugar de una rabia ciega o destructiva, la acción que quería ocurrir era la defensa activa
que no pudo darse en su momento. Este procesamiento ascendente resultó fortalecedor,
además de una relectura de su sentimiento actual.
La última sección del libro está destinada a la última fase de la terapia según Janet. En el
contexto del trauma y la desregulación, son necesarias las fases anteriores: reducir
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Por otra parte, muchos pacientes pueden acudir a terapia con problemáticas que no
incluyen el trauma o la desregulación grave. Las autoras llaman problemas de apego –
por contraposición a problemas de trauma- a aquellas crianzas que, sin ser amenazadoras
o trasmitir peligro, han sido limitadoras en determinados ámbitos o han desatendido
algunos aspectos de los hijos, lo que ha supuesto cierto grado de sufrimiento emocional.
Este sufrimiento ha requerido ajustes inevitables por parte del niño con el objetivo de
maximizar la atención que tienen también sus expresiones corporales en forma de hábitos,
tensiones o patrones limitadores, que pueden ser explorados y ampliados mediante el
trabajo ascendente.
Muchas de las creencias nucleares sobre uno mismo, los otros y el mundo, se generan
procedimentalmente. El sentido que los seres humanos necesitan dar a su experiencia para
que esta sea predecible es inicial y primordialmente corporal, lo que implica que las
creencias están reflejadas y sustentadas por las pautas procedimentales del cuerpo.
Aunque estas creencias pueden modificarse con la experiencia, algunas de ellas,
especialmente las generadas para hacer frente al trauma o al dolor emocional, se muestran
especialmente resistentes, y tienden a confirmarse al repetir las acciones que fueron
adaptativas en el pasado. Los correlatos posturales, motrices y perceptivos de estas
creencias pueden identificarse y desafiarse con trabajo corporal.
Las creencias que han resultado adaptativas para manejar el trauma conllevan
desregulación y giran en torno al peligro extremo y la indefensión (p. ej. “si me quedo
solo me moriré”). Las creencias limitadoras desarrolladas en relaciones de apego no
traumáticas pueden estar acompañadas de emociones dolorosas en el extremo del margen
de tolerancia pero no acarrear pánico sino dolor emocional (p. ej. “siempre estaré solo”).
Las primeras se abordan con procesamiento ascendente, desarrollo de recursos y trabajo
de la memoria traumática. El abordaje de las segundas supone acceder a las emociones
dolorosas de desaprobación, falta de apoyo o rechazo que las generaron para poder
expresarlas e integrarlas, de forma que puedan ser desafiadas mediante significados
nuevos.
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La forma de caminar está determinada no solo por la anatomía, sino también por el
desarrollo y el contexto psicológico. El patrón característico de cada persona surge de una
combinación de imitación y ajuste a las expectativas de figuras importantes, y es una
conducta habitual que refleja, sostiene y confirma las creencias y tendencias emocionales
sobre el lugar en el mundo. Un modo de caminar vacilante, con la columna hundida y la
cabeza gacha, en la que los brazos cuelgan flácidos a los lados del cuerpo, ha podido
surgir de un ambiente traumático del pasado o de una creencia antigua como “es inútil
tratar de conseguir lo que necesito”. Explorar este hábito permite obtener información
procedimental relevante e investigar opciones de cambio ascendente.
Estos dos estilos y el llamado estilo pendular, que oscila entre ambos, pueden ser
entendidos como hábitos adaptativos a un entorno concreto que han quedado fijados y
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Por último, la psicoterapia sensoriomotriz trabaja también con las llamadas conductas de
búsqueda de proximidad de Bowlby, modos innatos para procurar la cercanía de las
figuras de apego –que incluyen, por ejemplo, el contacto visual, el manejo de la distancia
física o de gestos como extender la mano hacia el otro-. Estas conductas innatas pueden
ser distorsionadas e incluso abandonadas en contextos de crianza traumática o cuidado
inadecuado en los que han encontrado respuestas de rechazo o abuso importantes. Estas
respuestas quedan registradas procedimentalmente en forma de expectativa de futuro y
provocan que la persona contenga o incluso desactive de forma adaptativa las conductas
que originariamente las provocaron. Estas dificultades para el contacto visual o físico
pueden ser observadas y trabajadas en sesión para dotarlas de significado, procesarlas
emocional o corporalmente y proveerlas de recursos que las hagan más saludables y
ajustadas al presente.
Por ejemplo, en un gesto a priori tan simple como extender la mano una persona puede
advertir cómo simultáneamente necesita alejar el tronco, bajar la cabeza, desviar la
mirada, mantener el codo muy pegado al cuerpo o el antebrazo tenso… y evoca
emociones de miedo al rechazo, creencias como “no merezco recibir”, y conecta con
fragmentos de memoria –que se elaborarán- que contribuyeron a formar ese hábito.
En la medida en que los pacientes han superado con éxito los objetivos de regular su
activación e integrar el pasado doloroso, se pueden empezar a plantear crecer en nuevas
direcciones, lo que implica desarrollar el placer y afrontar nuevos retos.
Cuando las autoras afirman, citando a Bromberg (2006), que el contexto de un buen
tratamiento debe ser “seguro, pero no demasiado seguro” (p. 189), están recordando que
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Comentario
Estamos de acuerdo con las autoras en que el cuerpo es el gran olvidado en las
psicoterapias verbales, y en que es un importante reto incluirlo de forma efectiva y
coherente en la práctica clínica por el enorme potencial que su uso encierra. Este potencial
viene dado por diferentes elementos.
En segundo lugar, el cuerpo puede ser no solo una fuente de información, sino también
un foco para el cambio. Sabemos que muchos de los hábitos, creencias matrices o
patrones emocionales limitadores están inscritos con una fuerza que a veces supera el
trabajo que actúa sobre las narrativas. Los patrones somáticos –perceptivos, atencionales,
musculares- reflejan pero también sostienen y confirman los patrones emocionales y
cognitivos que se resisten a cambiar. En este sentido, las autoras proponen intervenciones
interesantes y variadas que tratan de acceder a la memoria dependiente de estado,
focalizando la atención en el cuerpo y observando cómo se despliega la experiencia para
posteriormente proponer pequeños cambios experimentales que permitan obtener más
información de lo procedimental o bien desafiarlo suavemente. Todo el trabajo incide en
ir más allá de recordar, procurando un estado de evocación que facilite reinscripciones de
la memoria cuando ésta está lábil.
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Ogden y Fisher señalan en el inicio del libro que este es un modelo a integrar, no un
enfoque en sí mismo. Esto puede ayudar a ver con más calma algunos vacíos que
percibimos inevitablemente. La importancia de la relación terapéutica, con sus elementos
de sostén, de experiencia emocional correctiva y de estudio de lo transferencial se
señalan, pero apenas se profundiza en ellos. Las intervenciones resultan, sin tener esto en
cuenta suficientemente, demasiado tecnificadas, pudiéndose ignorar en qué medida
ciertas propuestas y sus respuestas puedan tener más de tema relacional que de técnica.
En esta línea, para algunos terapeutas acostumbrados a trabajar de forma poco directiva,
las propuestas pueden resultarles invasivas o muy condicionantes. Sin embargo, pese a la
directividad reconocida, se hace hincapié continuamente en el carácter cooperativo y
atento a la respuesta del paciente en cada propuesta terapéutica. Además, muchas de las
intervenciones están guiadas por la conciencia plena relacional, que significa observar la
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experiencia como se presenta momento a momento sin juzgarla. El reto para terapeutas
entrenados en observar cómo se desarrolla esta experiencia a nivel afectivo y cognitivo
puede ser añadir en su foco lo corporal: observar, reflejar y preguntar también en esa
dirección.
La articulación del tratamiento en fases puede resultar ajena, pero las fases bien
entendidas resultan de sentido común: en esencia, los pacientes desregulados deben, antes
de afrontar su historia o su dolor emocional intenso, tener cierta capacidad de
autorregularse, y eso es también un objetivo terapéutico.
La presentación del libro da una impresión de rigidez y protocolo que no hace justicia al
modelo, que bien integrado puede resultar muy flexible y rico. Creemos que para aquellos
profesionales que quieran aprender sobre este enfoque terapéutico, el libro anterior de Pat
Ogden, El trauma y el cuerpo, resulta más argumentado, profundo y fluido. La utilidad
de este es su didactismo, sus fichas y la posibilidad de compartirlo con determinados
pacientes.
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Referencias
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