La Destrucción Del Templo de Jerusalén

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la destrucción del templo

de jerusalén
En el año 70 d.C., el emperador Vespasiano encargó a su hijo Tito sofocar la
violenta revuelta que desde hacía cuatro años sacudía Judea. Tras un duro asedio,
Tito logró conquistar Jerusalén y destruyó y saqueó el Templo
28 de diciembre de 2012 · 06:00  Actualizado a  10 de septiembre de 2020 · 18:33
Lectura:
Alejandría
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en las primeras semanas del año 70 d.C. empezaron a llegar


a Alejandría embajadores de todo el mundo mediterráneo, enviados por los
gobernadores de las provincias del Imperio y Estados aliados; hasta el rey
de los partos se desplazó en persona a la capital egipcia. Todos acudían
con un único propósito: felicitar a Vespasiano, el general al que las
legiones de Roma acababan de proclamar nuevo emperador.

Vespasiano había llegado al Próximo Oriente cuatro años antes. Nerón,


antes de sucumbir a una conspiración contra su tiránico régimen, lo había
nombrado gobernador de Judea con una misión muy precisa: acabar con
la rebelión de los judíos contra Roma. Su antecesor en esa tarea, el
legado de Siria, Cestio Galo, había fracasado estrepitosamente, de manera
que Vespasiano se mostró prudente y no quiso atacar de inmediato
Jerusalén, la capital de Judea y baluarte de la resistencia. Pero ahora, antes
de partir hacia Roma para tomar posesión de su nueva dignidad, el recién
nombrado emperador quiso dejar encaminado el problema y encargó a su
hijo primogénito, Tito Vespasiano, la conquista de la ciudad sagrada de los
hebreos.

El primer asalto

Tito quedó al mando de cuatro legiones: la V Macedónica, la X Fretensis, la


XV Apollinaris y la XII Fulminata; en total, unos 60.000 hombres entre
legionarios, jinetes, tropas auxiliares, ingenieros e innumerable personal.
Una fuerza colosal, a la altura de lo que también era un descomunal
desafío. Jerusalén, en efecto, parecía una ciudad inexpugnable. Estaba
fortificada con tres murallas y albergaba, además del recinto del Templo,
dos tremendas fortalezas: el antiguo palacio de Herodes el Grande, con tres
torres imponentes, y la fortaleza Antonia, en el ángulo noroccidental del
Templo, con cuatro torres muy potentes.

El Muro de las Lamentaciones, en la imagen, es el único vestigio que queda hoy del Segundo
Templo de Jerusalén, erigido por Herodes y destruido por Tito durante la primera guerra judía.
Foto: Gavin Hallier / Corbis
Dentro de la ciudad había dos murallas: una separaba la Ciudad Nueva de
la antigua, situada al lado del Templo; la otra cortaba el paso desde este
barrio a la Ciudad Alta. Y, finalmente, había un cuarto muro entre la ciudad
alta y la baja. La tercera muralla defendía la zona septentrional de
Jerusalén, la más llana y propicia a un ataque. Los lados occidental, sur y
oriental eran prácticamente imposibles de franquear, pues el desnivel
entre los muros y los valles circundantes era muy pronunciado.

Además, en la ciudad se habían hecho fuertes varios grupos de zelotes, una


corriente de judíos exaltados que propugnaban desde hacía décadas la
rebelión contra el poder romano. Juan de Giscala, Simón bar Giora y
Eleazar ben Simón se repartían el dominio de Jerusalén, en medio de
recelos mutuos que desembocaron en una auténtica guerra civil, de la que
sería víctima uno de ellos, el sumo sacerdote Eleazar. En su furia sectaria
cometieron graves errores, como por ejemplo destruir los depósitos de
grano, que según algunos hubieran permitido a Jerusalén resistir
durante años un asedio. Pero a la llegada de Tito todos estaban
dispuestos a luchar hasta la muerte, y frenaron todos los intentos de los
judíos más moderados y pacíficos de llegar a un acuerdo con los romanos.

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El sitio de Jerusalén duró cinco meses, de marzo a septiembre del año 70, y
conocemos su desarrollo gracias a Flavio Josefo, un judío al servicio de Tito
que lo relató detalladamente en su libro La guerra de los judíos. Tito inició el
ataque por el norte. Sus tropas desplegaron la impresionante maquinaria de
asedio romana: balistas y otros ingenios castigaban a los defensores con un
bombardeo de piedras y jabalinas, mientras la infantería trataba de perforar
las murallas mediante arietes, vigas de madera montadas sobre plataformas
o en torres móviles. Para realizar esta operación era necesario nivelar el
terreno, por lo que los soldados construyeron terraplenes de madera con
tierra encima.
La madera se obtuvo de los bosques próximos, que quedaron totalmente
talados en un radio de 20 a 25 kilómetros. Al ver que los romanos
estrechaban cada vez más el cerco, los judíos respondieron arrojando
antorchas encendidas contra las máquinas de guerra romanas. En una
ocasión, incluso, hicieron una salida en masa para incendiar el material
bélico romano, pero fueron rechazados por tropas de élite de Alejandría y
por la bravura personal de Tito, que arremetió contra los judíos al frente de
su caballería y mató él mismo a doce de ellos, según relata Flavio Josefo.

Tito, el artífice de la derrota judía.


Foto: BPK / Scala. Efigie de Tito en un camafeo. Siglo I. Museo Estatal de
Hesse, Kassel.

Caen las murallas

Las máquinas de asalto abrieron un boquete en la tercera muralla, la más


exterior, y los romanos penetraron en la Ciudad Nueva. Ocupada la zona,
los romanos pudieron preparar el asalto a la Ciudad Vieja, la fortaleza
Antonia y el Templo. Ante la feroz resistencia de los sitiados, cuenta Josefo
que Tito permitía a sus soldados crucificar cada día a quinientos prisioneros
judíos frente a las murallas para intimidar a los que resistían: «Eran tantas
sus víctimas que no tenían espacio suficiente para poner sus cruces ni
cruces para clavar sus cuerpos».
El siguiente objetivo de los romanos fue la segunda muralla, que no tardó en
desplomarse. Luego pusieron sitio a la fortaleza Antonia. Tito ordenó
construir cuatro nuevos montículos o plataformas para asentar los arietes y
otros artilugios y lanzar el asalto. Pero Juan de Giscala había hecho excavar
túneles desde la fortaleza hasta el lugar donde estaban los terraplenes;
dentro puso madera untada de pez y betún y ordenó prenderle fuego. El
resultado fue que el suelo bajo los terraplenes se hundió, sumiendo en la
confusión a los romanos. Unos días después, un comando de judíos
penetró entre las tropas romanas y, pese a ser atacado con flechas y
espadas por todas partes, logró incendiar las armas de asalto enemigas.
«En esta guerra no se han visto hombres más audaces y más terribles que
éstos», escribe Josefo.
Tito levantó entonces un muro de circunvalación en torno a la muralla de la
ciudad, a fin de que nadie de entre los sitiados pudiera salir de noche en
busca de alimentos. El bloqueo se hizo sentir pronto y la cruda realidad de
la hambruna se adueñó de Jerusalén. Josefo, que entró en la ciudad como
embajador del general romano, testimonia los devastadores efectos de esta
estrategia: «Los tejados estaban llenos de mujeres y de niños deshechos, y
las calles de ancianos muertos. Los niños y los jóvenes vagaban hinchados,
como fantasmas, por las plazas y se desplomaban allí donde el dolor se
apoderaba de ellos [...] Un profundo silencio y una noche llena de muerte se
extendió por la ciudad». A ello se sumaba el régimen de terror impuesto por
los jefes de la rebelión, que ordenaban asesinar a quienes intentaban huir u
ocultar algún alimento. Josefo cuenta el caso de una mujer que mató, asó y
devoró a su propio hijo y ofreció a los jefes de la rebelión los restos para
que participaran en el macabro banquete.

Tras la conquista de Jerusalén y la caída de Masada, en 72-73, el emperador Vespasiano hizo


acuñar una serie de monedas para conmemorar esta victoria. Arriba, reverso de sestercio con
inscripción que reza: Iudaea Capta, «Judea conquistada». 
Foto: Museo de Israel, Jerusalén.

Finalmente, los arietes romanos lograron derrumbar un muro de la fortaleza


Antonia. Aunque Juan de Giscala había erigido un murete interior, éste
también fue tomado y los defensores no tuvieron otra salida que huir al
Templo adyacente. Éste constituía en sí mismo una tremenda fortaleza y los
romanos tuvieron que organizar un nuevo sitio. En esta ocasión, los arietes
no bastaron, y los legionarios hubieron de emplear escaleras de asalto para
superar la muralla exterior del templo y entrar en el llamado patio de los
Gentiles. Juan de Giscala y Simón bar Giora se refugiaron en el recinto
interior, desde donde rechazaron las ofertas de rendición de Tito.

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La batalla del Templo


El gran atrio del Templo estaba rodeado por un suntuoso pórtico que pronto
se convirtió en escenario de los combates. En una ocasión los judíos
tendieron una trampa a sus enemigos. Se retiraron a una de las estoas
porticadas, y cuando los romanos la asaltaron y ascendieron hasta los
tejados prendieron fuego a maderos que previamente habían acumulado
allí. Murieron muchos asaltantes, bien por el fuego o arrojándose al patio,
donde fueron rematados. Instados por Tito, los legionarios prosiguieron la
lucha con redoblada ferocidad. Eran muchos los que exigían al general que
destruyera totalmente el Templo, a lo que Tito se resistía, según cuenta
Josefo. El mismo autor afirma que fue un soldado quien, sin orden expresa,
lanzó por su cuenta una tea contra esta zona interior del templo, de forma
que el fuego prendió rápidamente. Tito corrió a impedirlo, pero los soldados
no le hicieron caso y arrojaron más teas. Pronto toda la zona santa del
Templo fue pasto de las llamas.
La batalla cuerpo a cuerpo continuó en la Ciudad Baja, que también fue
saqueada e incendidada. Los archivos, la cámara del Sanedrín y todas las
casas y mansiones que se habían salvado hasta entonces quedaron ahora
arrasados. La represión de los legionarios romanos fue feroz. Josefo lo
expresa con una imagen impactante: «Degollaron a todos aquellos con los
que se toparon, taponaron con sus cadáveres las estrechas calles e
inundaron de sangre toda la ciudad, de modo que muchos incendios fueron
también apagadados por esta carnicería».
Masada, convertida en fortaleza por Herodes un siglo
antes, fue el último foco de resistencia judía frente a Roma.
Tras un duro asedio las legiones tomaron la plaza en el
año 73.
Pero las operaciones no terminaron aquí: quedaba aún la parte alta de la
ciudad, separada por una muralla, donde se habían hecho fuertes Simón
bar Giora y sus partidarios.El antiguo palacio de Herodes, protegido por sus
tres tremendas torres, seguía alzándose imponente ante las legiones de
Tito. Los romanos construyeron nuevas plataformas para situar los arietes,
que reanudaron su tarea. La muralla de la Ciudad Alta se derrumbó por
varios sitios y los romanos penetraron por las estrechas callejuelas sin
encontrar casi oposición. A estas alturas, el cansancio, el hambre y el
desaliento habían minado los ánimos de los sitiados, que se rindieron a los
pocos días. Simón bar Giora escapó por unos pasadizos subterráneos, para
reaparecer más tarde vestido de blanco y púrpura, enloquecido por el
hambre y la sed. Fue capturado y murió ejecutado en Roma.

Esclavizados y desterrados

Judea quedó casi arrasada. Aunque las cifras de muertos o desaparecidos


que da Josefo sean exageradas, quizás hubo unos 250.000 damnificados
en un país que no debía de llegar al millón de habitantes. La inmensa
mayoría fueron vendidos como esclavos; unos pocos se destinaron a
combates de gladiadores; otros, a las minas de Egipto, y los menos
volvieron a su vida normal en un territorio arruinado. En verdad, como
sostenía el propio Josefo, el dios de los judíos se había puesto del lado
Roma.

Relieve del arco de Tito, en Roma, con una representación del triunfo del emperador. En la
imagen puede verse la exhibición de los tesoros del templo, entre ellos la menorah de siete
brazos.
Foto: Erich Lessing / Álbum.

Tito ordenó destruir por completo el Templo y las demás construcciones


herodianas; sólo dejó en pie las tres torres del palacio de Herodes como
testimonio de «la fortuna del conquistador», escribe Josefo. El templo de
David y Salomón ya había sido destruido por los asirios en el año 586 a.C.,
para ser reconstruido poco después y ampliado según el grandioso plan de
Herodes. Pero esta vez no habría nadie para reconstruirlo.

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