Los Robinsones Del Cosmos
Los Robinsones Del Cosmos
Los Robinsones Del Cosmos
Francis Carsac
PRÓLOGO
Ante todo, quién soy yo. Para vosotros, mis inmediatos descendientes, las precisiones
son inútiles. Pero muy pronto vuestros hijos, y los hijos de vuestros hijos, olvidarán incluso
mi existencia. ¡Cuan pocas cosas recuerdo de mi abuelo!
Era el mes de julio de 1975, cuando terminé mi primer año como ayudante en el
laboratorio de Geología en la Facultad de Ciencias de Burdeos, una ciudad de la Tierra.
Tenía entonces veintitrés años y, sin ser un Adonis, era un joven de buena presencia. Si
mi estatura, ahora reducida por la edad, me empequeñece en este mundo de jóvenes
gigantes, en la Tierra mis anchas espaldas y mi 1,83 m. imponían. ¡Para vosotros 1,83 m.
no es más que una talla mediana! Si queréis conocer mi antiguo aspecto, contemplad a
Juan, el mayor de mis nietos. Yo era, como él, moreno, de grandes manos, nariz acusada
y ojos verdes. Estaba muy contento de mi nombramiento. Así, había vuelto al mismo
laboratorio, donde años antes dibujaba mis primeros fósiles. Ahora, en cambio, me
divertía con los errores de los estudiantes al confundir formas próximas, que una vista
habituada distinguía inmediatamente.
Llegado el mes de julio, y habiendo terminado los exámenes, me disponía, con mi
hermano Pablo, a pasar unas vacaciones en casa de nuestro tío Pedro Bournat, director
del observatorio últimamente construido en los Alpes, cuyo espejo gigante de 5,5 m. de
apertura iba a permitir a los astrónomos franceses luchar en pie de igualdad con sus
colegas americanos. Mi tío era secundado en sus trabajos por su colaborador, Roberto
Menard, un hombre de cuarenta años, algo apagado, pero de gran sabiduría, y por un
ejército de astrónomos, matemáticos y técnicos, los cuales estaban ausentes, ya que se
encontraban en comisión de servicio o en vacaciones, cuando se produjo el cataclismo.
En aquel momento, no tenía a su lado más que a Menard y a sus dos alumnos Miguel y
Martina Sauvage, a quienes yo todavía no conocía. Miguel murió hace seis años y
Martina, vuestra abuela, me dejó, como ya sabéis, hace solamente tres meses. En aquella
época, yo estaba muy lejos de imaginar los sentimientos que iban a unirme a ellos. A decir
verdad, satisfecho de estar con mi tío y mi hermano —Menard no contaba en absoluto— y
debido a mi temperamento solitario, les imaginé como huéspedes molestos, a pesar, o
mejor quizá, a causa de su juventud: Miguel tenía entonces treinta años y Martina
veintidós.
Fue exactamente el 12 de julio de 1975, a las cuatro de la tarde, cuando tuve noticia de
los primeros signos anunciadores del cataclismo. Terminaba de hacer mis maletas,
cuando llamaron a la puerta. Fui a abrir y me encontré con la visita de mi primo Bernardo
Verilhac, geólogo como yo. Tres años atrás, había formado parte de la primera expedición
Tierra-Marte. El año anterior había vuelto a marchar.
—¿De dónde vienes ahora? —le pregunté.
—Hemos dado una pequeña vuelta, sin escala, más allá de la órbita de Neptuno. Como
un cometa.
—¿En tan poco tiempo?
—Pablo ha perfeccionado positivamente nuestra vieja astronave, "Rosny". ¡Ahora
alcanza con facilidad los 2.000 km. por segundo!
—¿Qué tal fue?
—¡Magnífico! Hemos tomado un montón de fotos espléndidas. Pero la vuelta ha sido
difícil.
—¿Accidente?
—No. Nos hemos desviado. Pablo y Claudio Rommier, el astrónomo de a bordo, lo
explican por la incursión de una enorme masa material, pero invisible, deslizada en el
sistema solar. También es cierto que Sigurd no comparte esta opinión y que Ray Mac Lee,
nuestro periodista, cree que los cálculos de la vuelta se realizaron después de celebrar
con exceso el paso de la órbita neptuniana.
Consultó su reloj.
—Las 4 y 20. Debo marchar. ¡Felices vacaciones! ¿Cuándo vendrás con nosotros?
Próximo objetivo: los satélites de Júpiter. Por cierto que habrá trabajo para dos geólogos,
como mínimo. Allí tendrás un buen tema para la tesis, bastante nuevo al menos.
Volveremos a hablar de ello. Tengo la intención de pasar a ver a tu tío este verano.
Cerró la puerta tras él. Jamás volveríamos a vernos. ¡Mi viejo Bernardo! Seguramente
ha muerto. Tendría ya noventa y seis años. Sostenía, por cierto, que los marcianos
poseen el secreto para doblar la vida de los hombres. Quizá vive aún, en algún lugar del
Espacio. Si hubiera sabido lo que debía acontecerme, no me habría abandonado.
Con mi hermano tomé el tren aquella misma noche. Al día siguiente, hacia las cuatro de
la tarde, llegamos a la estación de... no importa el nombre, no lo tengo anotado y no
puedo acordarme de él. Era una estación pequeña e insignificante. Nos aguardaban.
Apoyado en un coche, un hombre joven, rubio y más alto que yo, hizo señas. En seguida
se presentó.
—Miguel Sauvage. Vuestro tío se excusa de no haber podido venir, ya que se halla
retenido por un urgente e importante trabajo.
—¿De nuevo con las nebulosas? —preguntó mi hermano.
—Con las nebulosas, no. Mejor en el Universo. Ayer noche, yo quise fotografiar
Andrómeda, a causa de una "supernova" que habíamos descubierto. Hice el cálculo para
enfocar el gran telescopio y, afortunadamente, por curiosidad, eché un vistazo por la
mirilla, el pequeño anteojo que se regula paralelamente al gran "tele". ¡Andrómeda no
estaba! ¡La encontré... a 18 grados de su posición normal!
—Es curioso —observé, vivamente interesado—. Bernardo Verilhac me dijo ayer...
—¿Ha regresado? —cortó Miguel.
—Sí, atravesaron la órbita de Neptuno. Me dijo que sus cálculos resultaron falsos, o
que algo, a la vuelta, les había desviado de su ruta.
—Esto interesará mucho al señor Bournat.
—Bernardo pasará este verano por el observatorio. Entre tanto, voy a escribirle
pidiendo detalles.
Mientras estábamos hablando, el coche corría con rapidez por el valle. Una vía férrea
seguía la carretera.
—¿El tren llegará hasta el pueblo?
—No, es la línea construida recientemente por la fábrica de metales ligeros, que nos ha
sido cedida. Afortunadamente toda la instalación es eléctrica. En otro caso, habría sido
forzoso desplazarla, o desplazar el observatorio.
—¿Es importante esta fábrica?
—Trescientos cincuenta obreros, de momento. Su número doblará, como mínimo.
Tomamos la carretera en espiral que subía al observatorio, situado en la cima de un
pequeño montículo. A sus pies, en el valle, el pueblo se encaramaba graciosamente. Algo
más elevada se extendía la aglomeración de la industria y las casas prefabricadas del
personal. Una línea de alta tensión se perdía a lo lejos, detrás de las montañas.
—Proviene de la presa construida especialmente para la fábrica. Nos suministra
también la corriente —explicó Miguel.
En la base misma del observatorio se levantaban las casas de mi tío y sus ayudantes.
—¡Cómo ha cambiado en dos años! —observó mi hermano.
—Esta noche seremos muchos a cenar: vuestro tío, Menard, vosotros dos, mi hermana
y yo, Vandal, el biólogo...
—¡Vandal! Nos conocemos desde niños. Es un viejo amigo de la familia.
—Está aquí con uno de sus colegas de Academia, el célebre cirujano Massacre.
—Un nombre curioso para un cirujano —bromeó mi hermano Pablo—. Francamente no
me dejaría operar por él.
—Te equivocas. ¡Es el cirujano más hábil de Francia y probablemente de Europa!
Tenemos también con nosotros a un amigo y discípulo suyo, el antropólogo Andrés
Breffort.
—¿Breffort, el que ha investigado sobre los patagones? —pregunté.
—El mismo. Como veis, la casa es grande, pero bien poblada.
Tan pronto como llegamos, penetré en el observatorio y llamé a la puerta del despacho
de mi tío.
—¡Entre! —gritó.
—¡Ah!, eres tú —dijo, suavizando el tono de voz. Se levantó del sillón, desplegando su
gigantesca estatura, y me estrechó en un feroz abrazo. Lo veo todavía, con su cabello y
sus cejas grises, los ojos como carbón y su enorme barba de ébano en abanico sobre su
chaleco.
Un tímido "Buenos días, Sr. Bournat" me obligó a dar media vuelta, Allí estaba de pie
delante de su mesa, el insignificante Menard, con todos sus papeles plagados de signos
algebraicos. Era un hombrecito con barba de chivo y una inmensa frente llena de arrugas.
Bajo esta mezquina apariencia se ocultaba alguien capaz de hablar doce idiomas, de
extraer raíces inverosímiles y para quien las más áridas especulaciones matemáticas y de
física trascendental eran tan familiares como, para mí el contorno de las cercanías de
Burdeos. En estas materias, mi tío, observador e investigador admirable, no le llegaba a la
suela de los zapatos; pero compenetrados dominaban completamente la Astronomía y la
Física Nuclear.
El teclear de una máquina llamó mi atención hacia otro ángulo.
—Es verdad —dijo mi tío—. Olvidé presentarte. Señorita, mi sobrino Juan, una mala
pieza que jamás ha sabido sumar correctamente. ¡La vergüenza de la familia!
—No soy el único —protesté—. Pablo no es mejor que yo.
—Es cierto —admitió—. ¡Y pensar que su padre hacía malabarismos con las integrales!
La raza pierde. En fin, no seamos injustos con lo que son. Juan será un excelente geólogo
y espero que Pablo realizará un buen estudio sobre los asirios.
—¡Los hindúes, tío, los hindúes!
—¡Es igual, son de la misma ralea! Juan, te presento a Martina Sauvage, la hermana
de Miguel, nuestra ayudante.
—¿Cómo está usted? —me dijo, tendiéndome la mano.
Algo embobado, yo se la estreché. Esperaba encontrar una rata de laboratorio, con
lentes y nariz puntiaguda. En cambio, allí estaba una muchacha bien formada, como una
estatua griega, cabellos largos y tan negros como rubio era su hermano, la frente algo
caída quizás, pero con unos ojos espléndidos gris-verde y un rostro de una regularidad
desesperante, tanta era su perfección. No podía decirse que fuera bonita. No, era bella,
más guapa que ninguna mujer que yo hubiera visto nunca.
Me estrechó familiarmente la mano y se enfrascó de nuevo en sus cálculos. Mi tío me
llevó aparte.
—Veo que Martina ha causado impresión —bromeó—. No falla nunca. Imagino que se
debe al contraste con este lugar. Y ahora excúsame, pero es necesario que termine el
trabajo antes de cenar, para estar preparado para las observaciones de esta noche. Como
ya sabes, carezco todavía de personal. Cenamos a las siete y media.
—¿Es importante este trabajo? —pregunté—. Miguel me ha informado de que ocurren
extraños fenómenos...
—¡Extraños fenómenos! ¡Querrás decir que toda la Ciencia se va por los suelos!
Escucha esto: ¡Andrómeda, a 18 grados de su posición normal! Una de dos: o bien esta
nebulosa se ha desplazado, en cuyo caso, dado que anteayer estaba en su sitio, habría
alcanzado una velocidad físicamente imposible: o bien —y ésta es mi opinión al igual que
la de mis colegas de Monte Palomar— su luz ha sido desviada por algo que anteayer no
estaba allí. Y no solamente la suya, sino la de las estrellas situadas en la misma dirección,
la de Neptuno y quizá también... Existe una hipótesis, no del todo absurda; tú sabes, o
mejor dicho, tú ignoras que la luz es desviada por los campos de gravitación intensa. Todo
ocurre como si una enorme masa hubiera hecho su aparición entre nosotros y
Andrómeda, en el interior del sistema solar. ¡Y esta masa es invisible! Parece una locura,
un imposible, pero es cierto. —Bernardo me explicaba que a la vuelta de su última
expedición...
—¿Le has visto? ¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Qué día regresó?
—Anteayer por la noche, precisamente después de atravesar la órbita de Neptuno. Y
me dijo que se habían desviado al regresar. —¿Cuánto? ¿Y cómo?
—No se lo pregunté. Su visita fue una exhalación. Vendrá por aquí este verano.
—¡Este verano! ¡Conque este verano! Prepara un telegrama ordenándole que venga
inmediatamente con sus compañeros y el diario de a bordo. El hijo del jardinero lo llevará
a Telégrafos. ¡Esto puede ser la solución del enigma! ¡Este verano, tiene gracia! ¡Vamos,
muévete! ¿Aún estás por aquí?
Me eclipsé y redacté el telegrama, que Benito llevó corriendo, al pueblo. Nunca sabré si
Bernardo lo recibió.
Después me fui a la casa de mi tío, donde encontré a los invitados. Primero a Vandal,
de quien yo había sido alumno cuando preparaba mi licenciatura: alto y encorvado, de
plateada cabellera, aun cuando apenas contaba con cuarenta y cinco años. Me presentó
a su amigo Massacre, pequeño y moreno, de gestos elocuentes, y a Breffort, de buena
planta, huesudo y taciturno.
Puntualmente, a las siete y veinte, llegaron mi tío y su comitiva. Y a las siete y media
estábamos en la mesa.
Exceptuando a mi tío y a Menard, visiblemente preocupado, todos estábamos alegres
incluso Breffort, que nos explicó con ironía las dificultades que tuvo para evitar un
matrimonio realmente honorífico, pero poco agradable, con Ona, la hija de un jefe de la
Tierra de Fuego. Por mi parte, estaba fascinado a causa de Martina. Cuando estaba seria,
su bello rostro reposaba como un mármol frío, pero cuando sonreía, sus ojos
centelleaban, sacudía su abundante cabellera inclinando ligeramente la cabeza y, en
verdad, que estaba aún más guapa.
No gocé mucho tiempo de su compañía aquella noche. A las 8.15 horas, mi tío se
levantó y le hizo una seña. Salieron con Menard y, a través de la ventana, vi cómo se
dirigían hacia el observatorio.
II - EL CATACLISMO
Pasamos a la terraza para tomar el cate. El atardecer era suave. El sol poniente
enrojecía las elevadas montañas, sobre el Este. Miguel hablaba del descrédito en que
habían caído los estudios de astronomía planetaria desde que, según su expresión, la
misión Pablo Bernadac había iniciado la marcha "sobre el propio terreno". Después
Vandal nos puso al corriente de los últimos hallazgos en biología. Se hizo de noche. Una
media luna brillaba encima de las montañas, las estrellas centelleaban.
El relente nocturno nos forzó a entrar en el salón. Las luces estaban apagadas. Yo
estaba sentado frente a la ventana, al lado de Miguel. Todos los detalles de este atardecer
los tengo grabados, a pesar de los años, en mi memoria. Veía la cúpula del observatorio
destacando a contra luz, flanqueada de pequeñas torres, albergue de las lentes
accesorias. La conversación se había escindido en apartes, y yo hablaba con Miguel. Sin
saber por qué, me sentía feliz y ligero. Tenía la impresión de pesar muy poco y estaba tan
cómodo en mi sillón como un buen nadador en el agua.
En el observatorio, se iluminó una pequeña ventana, se apagó, volvió a iluminarse.
—El jefe necesita de mí —dijo Miguel—. Voy para allá.
Consultó su reloj fosforescente.
—¿Qué hora es? —le pregunté.
—Las 11.36 horas.
Se levantó y, ante su estupefacción y la nuestra, este sencillo gesto le proyectó contra
el muro, a unos tres metros largos.
—¡Pero... si no peso nada!
Yo me levanté también y, a pesar de mis precauciones, me fui de cabeza contra la
pared.
—¡Estamos apañados!
Aquello fue un concierto de exclamaciones de sorpresa. Durante unos instantes,
revoloteamos por la sala como polvo barrido por el viento. Todos percibimos la misma
sensación angustiosa, un vacío interior, un vértigo, la pérdida casi total del sentido del
equilibrio. Agarrándome a los muebles, llegué hasta la ventana. ¡Parecía una pesadilla!
Las estrellas bailaban una zarabanda desenfrenada, como cuando se reflejan sobre
una agitada ola. Palpitaban, se agigantaban, se apagaban, reaparecían, se deslizaban de
un lugar para otro.
—¡Mirad! —grité.
—Es el fin del mundo —gimió Massacre.
—Realmente parece el fin —me susurró Miguel. Y noté cómo sus dedos se incrustaban
en mi espalda.
Bajé los ojos, fatigados por el baile estelar.
—¡Las montañas!
¡Las cimas de las montañas desaparecían! Las más próximas estaban aún intactas,
pero las del fondo a la izquierda habían sido cortadas limpiamente, como el tajo de un
cuchillo en el queso. ¡Y aquello se precipitaba sobre nosotros!
—¡Mi hermana! —gritó Miguel con una voz ronca, y se abalanzó hacia la puerta.
Le vi trepar torpemente, a grandes zancadas de más de diez metros cada una, por el
sendero del observatorio. Con el cerebro vacío, más allá del mismo miedo, yo registraba
el progreso del fenómeno. Era como una gran navaja que se nos echaba encima, una
navaja invisible, debajo de la cual todo desaparecía. ¡Aquello duró, quizás, veinte
segundos! Oía las exclamaciones apagadas de mis compañeros. Vi a Miguel arrojarse
dentro del Observatorio. ¡De repente, éste desapareció! Tuve tiempo justo para ver cómo
unos centenares de metros más abajo, la montaña cortada a pico mostraba sus estratos
como en un diagrama geológico, iluminada por una extraña y lívida luz, una luz de Otro
Mundo. Instantes después, con un ruido ensordecedor, el cataclismo nos alcanzó. La casa
osciló, me agarré a un mueble. La ventana estalló, como empujada desde el interior por
una rodilla gigantesca. Fui aspirado hacia fuera, arrastrado por un viento de una potencia
inconcebible, agitado con mis compañeros, rodando por la pendiente, chocando con las
piedras y los arbustos, trastornado, medio asfixiado, sangrando copiosamente por la nariz.
Al cabo de unos pocos segundos, aquello terminó. Me encontré 500 m. más abajo, en
medio de cuerpos esparcidos, de restos de muebles, vidrios y tejas. El observatorio había
reaparecido y parecía intacto. Era de día, un curioso día correcto, ocre. Levanté la vista,
observé un astro solar, rojizo, lejano. Me zumbaban los oídos, tenía hinchada la rodilla
izquierda y los ojos inyectados. El aire olía de una manera especial.
Mi primer pensamiento fue para mi hermano. Yacía, la espalda contra el suelo, a pocos
metros. Me acerqué, admirado de gravitar de nuevo. Pablo tenía los ojos cerrados, y su
pantorrilla derecha, lastimada por un residuo de vidrio, sangraba. Cuando le vendaba con
el pañuelo, tornó en sí.
—¿Aún estamos vivos?
—Sí; estás herido, pero sin gravedad. Voy a ver a los demás.
Se enderezó:
—¡Vamos!
Vandal se incorporaba. Massacre tan sólo tenía los ojos algo descalabrados. Se dirigió
hacia Pablo, para examinarlo.
—No es nada. El vendaje es casi inútil, porque no hay ninguna gran arteria afectada.
Breffort había sido alcanzado de más gravedad. Tenía una amplia brecha en la cabeza
y estaba inconsciente.
—Precisa con urgencia una cura —dijo el cirujano—. Tengo todo lo necesario en casa
de vuestro tío.
Observé la casa. Había resistido bastante bien. Faltaba una parte del techo, habían
reventado postigos y ventanas, pero el resto parecía intacto. Entramos, llevando a Breffort
y a mi hermano. En el interior, los muebles tumbados vomitaban su contenido sobre el
suelo. A duras penas, enderezamos la mesa grande para colocar a Breffort. Vandal ayudó
a Massacre.
Entonces me di cuenta que hasta aquel momento no me había preocupado de mi tío.
La puerta del observatorio estaba abierta, pero nadie se movía.
—Voy a ver —dije, y me marché cojeando. Al dar la vuelta a la casa, apareció el
jardinero, el viejo Anselmo, a quien habíamos totalmente olvidado. La cara le sangraba en
abundancia. Le mandé a que le curaran. Subí la escalera del Observatorio. La cúpula
estaba desierta, y el gran telescopio abandonado. En el despacho, Menard reajustaba,
con aire sorprendido, sus lentes.
—¿Dónde está mi tío? —le pregunté.
Mientras frotaba sus cristales con un pañuelo, me contestó:
—Cuando aquello ocurrió, quisieron salir y no sé dónde están.
Me abalancé hacia fuera, llamando:
—¡Tío! ¡Miguel! ¡Martina!
Un "¡Hola!" me respondió. Detrás de unas rocas hundidas encontré a mi tío sentado,
apoyado en un bloque.
—Se ha torcido un tobillo —aclaró Martina.
—¿Y Miguel?
A pesar de las circunstancias, estuve admirando la forma de su hombro, bajo la ropa
destrozada.
—Ha ido a buscar agua a la fuente.
—Y bien, tío, ¿cómo se explica usted todo esto?
—¿Qué quieres que te diga? No sé ni una palabra. ¿Cómo están los demás?
Le puse al corriente.
—Va a ser necesario bajar al pueblo, para ver lo que ocurrió allí —observó.
—Por desgracia, el sol se pone.
—¿Se pone? Precisamente se está levantando.
—Se pone, tío. Hace un momento estaba más alto.
—¡Ah! ¿Estás hablando de este miserable lumiñón de cuero? Mira detrás tuyo.
Me volví y pude contemplar un radiante sol azulado detrás de las montañas
segmentadas. Era preciso rendirse a la evidencia: estábamos en un mundo que poseía
dos soles.
Mi reloj marcaba 0 h. 10 m.
I - LOS ESCOMBROS
II - SOLEDAD
2 maestros
2 carreteros
3 albañiles
1 carpintero
1 aprendiz de carpintero
1 garajista
1 párroco y 1 clérigo
1 sacristán
3 cafeteros
1 panadero
2 camareros
2 merceros
3 tenderos de ultramarinos
1 herrero y 2 ayudantes
6 picapedreros
2 policías
5 contramaestres
350 obreros
5 ingenieros
4 astrónomos
1 geólogo, tú
1 cirujano
1 médico
1 farmacéutico
1 biólogo
1 historiador, tu hermano
1 antropólogo
1 veterinario
1 relojero y especialista en radio
1 sastre y 2 aprendices
2 modistas
1 guarda jurado
Los demás son campesinos. En cuanto al viejo Boru, quiere ser clasificado como
"cazador furtivo". ¡Ah!, me olvidaba: el dueño del castillo, su hijo, sus hijas, su amante y al
menos doce esbirros. ¡Estos únicamente nos causarán complicaciones!
—¿Y los recursos materiales?
—Once coches en rodaje, sin contar el de tu tío y el 20 HP. de Miguel, que consume
demasiado; 3 tractores, uno de ellos con cadenas; 18 camiones, de los cuales hay 15 de
la fábrica; 10 motos y un centenar de bicicletas. Por desgracia, solamente disponemos de
12.000 litros de bencina y 13.600 de gas-oil. Pocos neumáticos de recambio.
—No te preocupes por la bencina, los haremos marchar con gasógeno.
—¿Y cómo los construirás estos gasógenos?
—En la fábrica.
—No hay electricidad. Tenemos generadores auxiliares a vapor, pero hay poco carbón
y no mucha madera.
—Habrá hulla no muy lejos de aquí, en las montañas. Debió "seguir". Difícil de explotar,
ciertamente, pero no tenemos dónde escoger.
—Encuéntrala. Es tu oficio. En cuanto a víveres, estamos abastecidos, pero será
necesario cuidar de ello hasta la cosecha próxima. Probablemente serán precisas las
cartillas de racionamiento. ¡Me pregunto cómo les haremos aceptar esto!
Las primeras elecciones en Telus tuvieron lugar al día siguiente. Se realizaron sin
programa definido: los electores fueron completamente advertidos de que iban a elegir un
comité de Salud Pública. Debía componerse de nueve miembros, elegidos por mayoría
relativa, votando cada elector en favor de una lista de nueve nombres. El resultado fue
una sorpresa. El primer electo con 987 votos sobre un total de 1.302 votantes, fue el
primer alcalde adjunto, Alfredo Charnier, un rico campesino. El segundo fue el maestro, su
primo lejano, con 900 votos; el tercero el señor cura, con 890 votos. Después venían Luis
Mauriere, con 802 votos; María Presle, campesina ilustrada, ex consejera municipal, con
801 votos; mi tío, 798 votos; Estrangers, 780 votos, y, ante nuestra sorpresa, Miguel, con
706 votos —¡era muy popular entre el elemento femenino!—, y yo, con 700 votos. Supe
después que Luis había hecho campaña en mi favor, alegando que yo sabría encontrar el
hierro y carbón necesarios. ¡El dueño del Café Principal, con gran despecho suyo, sólo
obtuvo 346!
Lo que más nos sorprendió fue la insignificante proporción de campesinos elegidos.
Quizá, en aquellas extrañas circunstancias, los electores se fijaron en los que por sus
conocimientos serían más capaces de sacar partido de todo; puede ser también que
desconfiasen los unos de los otros, y optaran por elegir a hombres ajenos a las querellas
del pueblo.
Como se imponía, ofrecimos la presidencia a Charnier. Este rehusó, y, finalmente, se
designó por turno al maestro y al párroco. Por la noche, Luis, que compartía una
habitación con Miguel y conmigo, nos dijo:
—Es necesario formar bloque. Vuestro tío vendrá con nosotros. Creo que podemos
contar con el maestro. Seremos cinco, es decir, la mayoría. Será menester imponer
nuestros puntos de vista, lo que no siempre será fácil. Tendremos el apoyo de los obreros,
quizá el de los ingenieros, y aún el de una parte de la gente del pueblo. No hablo de esta
forma por ambición personal, pero creo sinceramente que somos los únicos que
claramente sabemos lo que hace falta para dirigir este fragmento de tierra.
—En realidad —dijo Miguel—, tú nos propones una dictadura.
—¿Una dictadura? No, pero sí un gobierno fuerte.
—No veo muy clara la diferencia —dije yo—, pero creo, en efecto, que es necesario.
Tendremos oposición...
—El señor cura... —aventuró Miguel.
—No es seguro —cortó Luis—. Es inteligente, y como nosotros no vamos, en modo
alguno, a meternos con la cuestión religiosa, podemos tenerle incluso con nosotros. ¿Los
campesinos? Tendrán tanta tierra como puedan cultivar. No hay nada en el colectivismo
moderado que estoy proyectando, exclusivamente para la industria, que pueda
inquietarles. No, las dificultades van a provenir del espíritu de rutina. Al menos en un
futuro próximo. Más tarde, dentro de algunas generaciones, el problema podrá ser otro.
Hoy se trata de subsistir. Y si comenzamos a pelearnos o a permitir que reine el
desorden...
—Conforme, estoy de acuerdo.
—Yo también —dijo Miguel—. ¡Si me hubieran dicho que formaría parte de un
Directorio!
La primera reunión del Consejo se dedicó a la distribución de "carteras".
—Comencemos por la de Educación Nacional —dijo Miguel—. Propongo que el señor
Bournat sea nuestro ministro. No podemos, a ningún precio, dejar que nuestra herencia
se pierda. Cada uno de nosotros, "los científicos", deberá escoger entre los alumnos de la
escuela aquellos que nos parezcan más aptos. Les enseñamos, primero, el aspecto
práctico de nuestras ciencias respectivas. La teoría se enseñará a los más capaces, si los
hay. Será menester, también, escribir los libros necesarios para completar la biblioteca del
observatorio, que es, afortunadamente, vasta y ecléctica, y la de la escuela.
—Muy bien —dijo Luis—. Propugno para la Industria al señor Estranges; el señor
Charnier, Agricultura; tú, Juan, te haces cargo de las Minas, puesto de mucha importancia.
El señor cura tendrá la administración de Justicia y de Paz, y el señor maestro las
Finanzas, ya que el estudio de la economía política era su pasatiempo. Sería necesario
establecer una moneda o cualquier medio de cambio.
—¿Y yo? —preguntó Miguel.
—Tú puedes dirigir la policía.
—¿Yo, "poli"?
—Sí, un lugar difícil: el censo y empadronamiento, requerimientos, Orden Público, etc.
Tú eres popular, esto, te ayudará.
—¡No voy a durar mucho tiempo! Y tú, ¿de qué te haces cargo?
—Un momento. María Presle se ocupará de la Sanidad Pública, asistida por el doctor
Massacre y el doctor Julio. Para mí, si os parece bien, el Ejército.
—¿El Ejército?, ¿y por qué no la Flota?
—¿Quién sabe lo que este planeta nos reserva? ¡Y me sorprendería mucho si nuestro
habitante del castillo no hace muy pronto alguna de las suyas!
Luis no creía ser tan exacto. Al día siguiente, numerosos ejemplares de un cartel
"impreso" apareció por nuestras calles. Su texto era:
IV - VIOLENCIAS
Un reconocimiento efectuado por doce guardias en el sector del castillo fue acogido por
una ráfaga de ametralladora de 20 mm. Una prueba de ello fue un proyectil sin estallar.
—He aquí los hechos —dijo Luis—. Estos canallas tienen un armamento bastante más
poderoso que el nuestro. Contra esto —mostró el proyectil— nuestras escopetas para
conejos o una "cerbatana... En serio sólo tenemos un arma: el Winchester del viejo Boru.
—Y las dos ametralladoras —dije yo.
—¡Perfecto para el combate a treinta metros! ¿Y qué nos queda como munición
apropiada? Por otra parte no podemos dejarles el campo libre. Por cierto, Miguel, tu
hermana no está segura en el observatorio.
—¡Si estos canallas se atreven...!
—Se atreverán, muchacho. Disponemos de cincuenta hombres, sin buen armamento y
poca munición. Ellos son más de sesenta bien armados. ¡Y estas carroñas de pulpos
verdes, por en medio! ¡Si Constantino estuviera aquí!
—¿Quién es?
—Constantino, el ingeniero encargado de las espoletas. ¡Ah, claro! No estás al
corriente. Entre otras cosas, la fábrica tenía que construir espoletas de explosivos para
aviones. Tenemos un lote completo, pero solamente los cuerpos metálicos, no las cargas.
Claro está que debe haber en el laboratorio de química lo necesario para cargarlas, pero
nos falta el personal capaz de realizarlo.
Le cogí de las manos, dándole volteretas.
—¡Luis, muchacho, estamos salvados! ¿Sabías que mi tío es comandante de la
reserva de artillería?
—Bien, pero no tenemos cañones.
—¡Efectuó su último período en antiaéreos! Estará al corriente de la cuestión. Todo
marchará, si realmente encontramos los productos químicos necesarios. El y Beuvin se
encargarán de esto. En caso necesario, podrán funcionar, para lo que nosotros queremos,
con pólvora negra.
—Pero todo esto nos llevará diez o quince días, y mientras tanto...
—Sí, mientras tanto hay que tenerlos ocupados. Aguarda.
Corrí al hospital, donde estaba mi hermano convaleciente, acompañado de Breffort.
—Dime, Pablo. ¿Podrías reconstruir una catapulta romana?
—Sí, es fácil. ¿Por qué?
—Para atacar el castillo. ¿Qué distancia podemos alcanzar?
—Esto depende del peso que se desee lanzar. De treinta a cien metros con facilidad.
—Bien, traza los planos.
Volví con Luis y Miguel y les expuse mi plan.
—No está mal —observó Luis—, pero cien metros son cien metros y una ametralladora
de 20 milímetros alcanza más lejos.
—Cerca del castillo hay una concavidad a la que se llega por un desfiladero, si no
recuerdo mal. Se trata de instalar la catapulta en este hueco.
—Es decir —dijo Miguel—, tú quieres largarles cargas de explosivos y chatarra. ¿De
dónde sacarás el explosivo?
—Tenemos trescientos kilos de dinamita en la cantera. Se renovó la provisión, antes de
ocurrir el cataclismo.
—Así no tomaremos el castillo —dijo Miguel, moviendo la cabeza.
—Pero no se trata de esto, sino de ganar tiempo, de hacerles creer que
desperdiciamos munición en fútiles ataques. Para entonces las granadas estarán listas.
Expliqué a Miguel lo que Luis me había contado.
Por orden del Consejo, Beuvin mandó unas patrullas a sondear las defensas del
enemigo. Igualmente, llegado el caso, estas patrullas debían señalar la presencia de las
hidras. Fueron equipadas con un pequeño emisor de radio, fruto de los ocios de
Estranges. Después, iniciamos la construcción de la catapulta. Se sacrificó a un fresno
joven, que fue transformado en resorte. Se llevó a término la arboladura y se ensayó el
aparato con bloques de roca. Su alcance se reveló satisfactorio.
Nuestro pequeño ejército, bajo el mando de Beuvin, se encaminó hacia el castillo, con
tres camiones y tres tractores remolcando la catapulta. Durante ocho días no hubo más
que escaramuzas. En la fábrica se trabajaba febrilmente. Al noveno día, me fui al frente,
con Miguel.
—Y bien —preguntó Beuvin—, ¿está listo?
—Las primeras granadas llegarán hoy o quizá mañana —repuse.
— ¡Uf! Debo confesarle que no estaba tranquilo. Si llegan a hacer una salida...
Fuimos a los puestos de vigilancia.
—Más allá de esta cresta —nos dijo el viejo Boru, que en su calidad de ex sargento,
veterano de la guerra del 1939-45, mandaba los pelotones de vanguardia—, caemos bajo
el fuego de las ametralladoras. Que yo sepa hay cuatro: dos de 20 mm y dos más de 7,5
mm. Probablemente tienen también fusiles ametralladores.
—¿Fuera del radio de las catapultas?
—No hemos probado de alcanzarlas. Nos hemos guardado cuidadosamente de revelar
las posibilidades de nuestras armas —dijo Beuvin.
—¿Y al otro lado del castillo?
—Han fortificado el lugar con troncos de árboles. Además, la carretera cae bajo su
fuego. Imposible llevar allí material pesado.
—Aguardemos.
Trepando, llegamos hasta la cresta. Una ametralladora pesada la vigilaba.
—Podríamos intentar alcanzarla —dijo Miguel.
—Si, pero no atacaremos hasta que hayan llegado las granadas. Imagino que en la
próxima alba azul.
En aquel momento llegó un camión del pueblo, con mi tío, Estranges y Breffort.
Descargaron varias cajas.
—He aquí las granadas —dijo Estranges.
Estaban formadas por un tubo de fundición, armado de un detonador.
—Y las espoletas —dijo mi tío—. Las hemos ensayado. Alcance: 3 km. 500 m.
Precisión bastante buena. Su cabeza contiene un kilo de residuos de fundición y la
correspondiente trilita. Sigue un camión, con los caballetes de lanzamiento, y más cajas.
Hay 50 espoletas de este modelo. Fabricamos otras más potentes.
—¡Nuestra artillería en marcha! —dijo Beuvin.
En aquel momento un hombre bajó por la pendiente.
—Agitan una bandera blanca —dijo.
—¿Se rinden? —pregunté, incrédulo.
—No. Quieren parlamentar.
—Contestad —ordenó Beuvin.
Del bando enemigo se levantó un hombre y avanzó, agitando un pañuelo. Boru le
señaló un lugar a media distancia, en la "no man's land", y lo escoltó. Era Carlos
Honneger, en persona.
—¿Qué queréis? —preguntó Beuvin.
—Hablar con vuestros jefes.
—Aquí hay cuatro.
—Para evitar sangre inútil, os proponemos lo siguiente: vosotros disolvéis el Consejo y
entregáis las armas, y nosotros tomamos el poder. Nada os ocurrirá.
—Exacto, queréis reducirnos a la esclavitud —dije yo—. He aquí nuestra
contraproposición: Devolvéis las jóvenes que habéis raptado y deposición de armas.
Vuestros hombres serán puestos bajo vigilancia, y tú y tu padre, en presidio, para ser
juzgados.
—¡No te falta cinismo! Ya vendrás otro día con tus historias.
—Os advierto —dijo entonces Miguel— que si os vencemos y nosotros tenemos
muertos, seréis colgados.
—¡Me acordaré!
—En este caso, ya que no queréis entregaros —dije—, propongo poner a cubierto a las
muchachas, al igual que tu hermana y la señorita Ducher, bajo aquella armella, por
ejemplo.
—¡Ni hablar! Mi hermana no tiene miedo, como tampoco Magdalena. Si las demás se
mueren, yo me río. Habrá otras, después de la victoria; tu hermana, por ejemplo...
"Se encontró por el suelo, con la cara tumefacta. Miguel había sido más rápido que yo.
Se levantó.
—Habéis pegado a un parlamentario —dijo lívido.
—Tú no eres un parlamentario, sino un cerdo. ¡Venga, en marcha!
Fue conducido "manu militari". Apenas había franqueado la carena, cuando llegó el
segundo camión. Los caballetes de lanzamiento fueron montados rápidamente.
—Dentro de diez minutos abriremos fuego —dijo Beuvin—. ¡Lástima no tener un
observatorio!
—Este montículo —observé, designando, cien metros atrás, un desnivel de unos
cincuenta de altitud.
—Está bajo el fuego enemigo.
—Sí, pero desde allí debe verse hasta el castillo. Tengo una vista excepcional. Voy a
llevarme este teléfono. El hilo parece lo bastante largo.
—Voy contigo —dijo Miguel.
Partimos, desenrollando el hilo. A media altura, chasquidos de piedras saltando por
todas partes, nos indicaron que habíamos sido descubiertos. Nos echamos al suelo y,
contorneando el cerro, llegamos a la vertiente abrigada.
Desde arriba, veíamos perfectamente las líneas enemigas. El pequeño fortín de la
ametralladora pesada comunicaba detrás por una trinchera y estaba flanqueado de nidos
de fusiles ametralladores. De trecho en trecho se observaba a los hombres rebullir dentro
de pequeñas aberturas.
—Cuando lo del sastre, debían ser cincuenta o sesenta. Pero ahora, con su sistema de
fortificaciones, serán más numerosos —observó Miguel.
A un kilómetro, a vista de pájaro, a media pendiente, se levantaba el castillo. Pequeñas
formas negras entraban y salían.
—¡Es una pena que Vandal rompiera sus prismáticos!
—Ahora no tenemos más que telescopios. ¡Son potentes, pero poco manejables!
—Hubiera debido desmontar una pequeña "mirilla".
—Tendrás tiempo de hacerlo. Me extrañaría que nos apoderáramos hoy del castillo.
—¡Atención! ¡Atención! —se oyó por el teléfono—. Dentro de un minuto, abrimos fuego
contra el castillo. Observad.
Eché una vista sobre nuestro campo. La mitad de los hombres se desplegaban, justo
detrás de la carena. Otros estaban atareados alrededor de las catapultas. Estranges y mi
tío ultimaban cuidadosamente las plataformas de lanzamiento. Los camiones habían
regresado.
A las 8 h. 30 m., exactamente, seis flechas de fuego salieron de nuestro
atrincheramiento. Alcanzaron altura, dejando un rastro de humo, que se perdió. Las
espoletas consumieron su carga explosiva. Seis pequeños relámpagos iluminaron el
césped del castillo, transformándose en seis pequeñas nubes de humo. Segundos más
tarde, unas secas detonaciones llegaron hasta nosotros.
—30 metros, corto —señalé.
Allá arriba, cuatro figuras negras hicieron su aparición en la blanca escalinata.
De nuevo, otras seis cargas se levantaron. Una de ellas estalló en mitad del portal del
castillo, y las cuatro personas cayeron. Tres se levantaron, vacilantes, y arrastraron a la
otra hacia el interior de la casa. Uno de los explosivos desapareció por una ventana. Los
restantes percutieron los muros, sin producir graves daños, en apariencia.
—¡Tanto! —grité.
Una tras otra se esparcieron dieciséis granadas; una dio con el coche de Honneger, a
la derecha de la casa, y lo incendió.
—Basta de granadas —telefoneó Beuvin—. Observad las catapultas.
Se levantaron tres cargas. Fallaron, por poco, el fortín.
—Un poco largo —señaló Miguel.
Le empujé al suelo. No pudiendo alcanzar a nuestros hombres, escondidos detrás de la
cresta, la ametralladora tiraba sobre nosotros. Durante algunos minutos, no osamos
menearnos. Las balas silbaban encima de nuestras cabezas. Obuses de 20 mm. hollaban
la tierra, algo más abajo.
—¡Afortunadamente, carecen de morteros!
—Habrá que acondicionar este puesto de observación. Descendamos un poco.
La ametralladora y los fusiles ametralladores enmudecieron.
—Tiro de hostigamiento sobre territorio enemigo. Observad.
Los proyectiles cayeron al azar o desaparecieron entre los abetos, sin otro resultado
visible que el incendio de un pajar.
Los disparos recomenzaron, pero en esta ocasión apuntaban la cresta. Uno de
nuestros hombres, herido, se dejó caer por la pendiente. Había llegado otro camión,
llevando cargas de mayor calibre. Massacre descendió.
—¡Atención! Fuego de catapultas.
Esta vez, una carga dio de lleno sobre el fortín enemigo. Hubo gritos de dolor, pero la
ametralladora continuó su tiro.
—Superioridad de las armas de tiro curvo sobre las de tiro rasante, para la guerra de
trincheras —hizo notar Miguel—. Tarde o temprano destruiremos su guarida, y ellos, en
cambio, no pueden alcanzarnos.
—Me pregunto por qué no han ocupado la cresta.
—Demasiado fácil de rodear. ¡Mira qué te decía! Atención a la izquierda —telefoneó—.
Seis hombres trepan por allí.
Cuatro guardias acudieron al lugar amenazado. La cima de la cresta, batida por las
armas automáticas, era para nosotros insostenible, y el viejo Boru se había replegado con
sus hombres.
De las trincheras enemigas surgieron una treintena de hombres. Corrieron y se
agacharon.
—¡Ataque de frente!
Por la izquierda crepitaban ya las detonaciones. Beuvin dejó aproximar al enemigo
hasta quince metros, después mandó lanzar las granadas. Los tubos de fundición,
rellenos de explosivos, cumplieron bien su misión. Once muertos y heridos quedaron
sobre el campo. Antes de que el enemigo se replegara, el Winchester de Boru causó dos
bajas. Por la izquierda, cuatro muertos y tres heridos, uno de los cuales fue capturado.
Tenía el brazo derecho literalmente destrozado por los cartuchos de caza y murió,
mientras Massacre intentaba la obturación con un vendaje.
Durante un cuarto de hora, las catapultas no descansaron. Al doceavo intento, una
carga acertó el nido de la ametralladora, reduciéndola a un silencio definitivo. De los
cuatro fusiles ametralladores, tres fueron neutralizados, y el último debió encasquillarse,
pues cesó de tirar. Nuestros hombres atacaron, y a costa de dos heridos alcanzaron las
líneas enemigas, capturando tres prisioneros. Los demás lograron escapar.
Mientras nuestros pelotones de reconocimiento avanzaban con prudencia, regamos el
castillo de granadas. Hubo una decena de tiros acertados. Con curiosidad seguí la
trayectoria de las seis primeras del modelo superior. Esta vez los muros cedieron y una
ala se hundió.
Un rápido interrogatorio de los prisioneros nos informó de la fuerza enemiga. Sus
pérdidas eran de 17 muertos y 20 heridos. Quedaban como defensores del castillo unos
50 hombres. Nuestra primera victoria nos aportaba dos fusiles ametralladores, una
ametralladora de 20 mm. intacta y municiones en abundancia. Nuestro pequeño ejército
cesó, en un momento, de ser una broma. Aguardando la vuelta de los exploradores,
continuamos el riego del castillo, en el que se declaró un incendio.
Al fin, los exploradores regresaron. La segunda línea enemiga, a 200 m. del castillo,
estaba compuesta de trincheras, con tres ametralladoras y un cierto número de fusiles
ametralladores. El viejo Boru, después de su informe, añadió:
—Me pregunto qué querían hacer con todas estas armas. No podían prever lo que ha
ocurrido. Será necesario informar a la policía.
—¡Pero, hombre, ahora la policía somos nosotros!
—¡Toma, es verdad! Esto simplifica las cosas.
Beuvin nos acompañó hasta la colina, estudió minuciosamente el paisaje y pidió a
Miguel, excelente dibujante en sus ratos perdidos, un croquis de los alrededores.
—Vosotros permaneceréis aquí, con dos hombres y la artillería. Yo me llevo a los
demás, con las catapultas y la ametralladora. Me llevo también tres proyectiles de
señalamiento. Cuando los veáis, cesad el fuego. La línea enemiga está situada en esta
pequeña altura, bordeando el jardín. ¡Tirad con acierto!
—¿Os lleváis a Massacre?
—No, se queda aquí. Es el único cirujano de este mundo.
—Bien. ¡Pero acuérdese de que usted es ingeniero!
Arrastrando la ametralladora y las catapultas, la tropa partió. Yo ordené a la artillería
iniciar el fuego sobre las trincheras. Durante tres cuartos de hora, a la cadencia de dos
granadas por minuto —era menester economizar las municiones, no teníamos más que
210 granadas, ¡y la fábrica había hecho prodigios!—, estuvimos salpicando al enemigo.
Desde nuestro observatorio, faltos de prismáticos, no pudimos apreciar los daños con
precisión. En general, el tiro era bien agrupado sobre la mitad y las dos extremidades,
donde se nos había señalado la presencia de ametralladoras. Estábamos en la salva 33,
cuando nuestra ametralladora comenzó a tirar. La granada 45 acababa de explotar
justamente en la cima de la colina, cuando vi montar la columna de humo de una granada
de señales. —¡Alto el fuego!
Al otro lado del castillo se produjo un tiroteo. Los nuestros atacaban también aquel
sector. Noté con alivio la ausencia de armas automáticas. Durante veinte minutos, la
batalla se mantuvo al rojo vivo, acentuada por la explosión de las granadas y el rumor
sordo de las cargas de catapulta. Al fin se hizo el silencio. Nos observamos, con ansiedad,
en muda interrogación sobre el éxito del ataque y cuáles serían nuestras pérdidas.
Saliendo por el bosque, apareció un guardia, esgrimiendo una nota. Bajó la pendiente y
llegó hasta nosotros.
—Esto marcha —nos dijo, jadeando.
Nos entregó un mensaje. Febrilmente, Miguel lo desplegó y leyó en voz alta: "Hemos
forzado las líneas, 5 muertos y 12 heridos. Fuertes pérdidas enemigas. Unos veinte
hombres se han atrincherado en el castillo. Tomad un camión y llevadnos caballetes
lanzagranadas y al doctor. Deteneos en la casa del guarda jurado. Tened cuidado, puede
haber elementos enemigos emboscados".
Encontramos a Beuvin en la casa del guarda.
—El asunto ha sido breve, pero de interés. Sus granadas dieron un excelente resultado
—dijo a mi tío—. Sin ellas... y sin sus catapultas... —añadió, volviéndose a mí.
—¿Quién ha muerto de los nuestros?
—Tres obreros: Salavin, Freux y Roberto. Dos campesinos, cuyo nombre todavía
desconozco. Tenemos tres heridos graves en la habitación de al lado.
Massacre fue allí inmediatamente.
—Nueve heridos sin gravedad, entre los cuales estoy yo mismo —mostró su mano
izquierda vendada—: una explosión en la base del pulgar.
—¿Y entre ellos?
—Muchos muertos y heridos. Las tres últimas salvas cayeron de lleno sobre sus
trincheras. Vengan a verlo.
Realmente había sido un "buen trabajo". La artillería no lo hubiera hecho mejor (o
peor). Al levantar la cabeza, una ráfaga de balas nos recordó la prudencia.
—Han conseguido llevarse una ametralladora ligera y un fusil ametrallador. Señor
Bournat, enseñe usted a estos dos hombres el manejo de sus caballetes de lanzamiento.
—No es necesario, voy yo mismo.
—¡No voy a consentir que se exponga!
—Hice toda la campaña de Italia en el año 43. Estos no son peores que los "Fritz" de
Hitler. En segundo lugar, hay plétora de astrónomos. Y tercero, soy comandante de la
reserva, y usted no es más que teniente. Vamos, ¡puede usted retirarse! —terminó,
bromeando.
—De acuerdo. Pero sea usted prudente.
Los lanzagranadas fueron dispuestos en batería, a unos 200 m. escasos del castillo. La
temible residencia estaba muy maltrecha. Toda el ala derecha, incendiada. Puertas y
ventanas habían sido protegidas con barricadas. Sobre el césped, un armatoste decrépito
y ennegrecido era lo que quedaba del lujoso coche de Honneger.
—¿Qué ha sido de nuestras muchachas? —preguntó Miguel.
—Uno de los prisioneros afirmó que habían sido encerradas en una cava de recias
bóvedas, desde el comienzo del combate. La señorita Honneger no parece compartir las
ideas de su familia. Según parece ha sido también encerrada por haber intentado
advertirnos de lo que tramaban su padre y su hermano. Apunte usted sobre la puerta y las
ventanas —dijo, dirigiéndose a mi tío.
Saludados por una ráfaga cada vez que levantábamos la cabeza, apuntalamos los
caballetes.
Mi tío puso el contacto eléctrico. Un suave deslizamiento, una explosión violenta.
—¡Diana!
Una segunda salva enfiló las aberturas así creadas; las granadas estallaban en el
interior. La ametralladora se calló. Tres salvas siguieron. Detrás nuestro, las
ametralladoras escupieron sus ráfagas entre las ventanas destruidas. Un brazo pasó a
través de una escotilla, bajo el techo, agitando una tela blanca.
—¡Se rinden!
En el propio interior del castillo hubo una serie de disparos. Aparentemente, los
partidarios de la lucha a ultranza y los de la rendición disputaban. La bandera blanca
desapareció, después volvió a aparecer. Los fusiles callaron. Recelosos, no
abandonamos las trincheras, pero cesamos el fuego. A través de la puerta destruida
apareció un hombre con un pañuelo desplegado.
—Acércate —ordenó Beuvin.
Obedeció. Era rubio, muy joven, pero tenía los rasgos estirados y los ojos hundidos.
—¿Si nos rendimos, salvaremos la vida?
—Seréis juzgados. Si no os rendís, todos habréis muerto antes de una hora.
Entregadme a los Honneger, y salid al jardín, brazos en alto.
—Carlos Honneger ha muerto. A su padre, lo hemos tenido que maniatar, pero está
vivo. Ha disparado contra nosotros, cuando hemos izado la bandera blanca.
—¿Y las muchachas?
—Están en la casa, con Ida, la señorita Honneger y Magdalena Ducher.
—¿Sanas y salvas?
Sacudió los hombros.
—Bien. Comprendido.
I - EL JUICIO
Sin ninguna incidencia, los doce sobrevivientes se alinearon sobre el césped, con las
manos detrás de la nuca y las armas al suelo. Los dos últimos habían llevado a Honneger,
todavía inconsciente, que fue cuidadosamente vigilado. Con una ametralladora en la
mano penetré con Miguel en el castillo, guiado por un prisionero. El interior estaba en un
estado lastimoso. En las paredes del salón, telas de grandes maestros, suntuosamente
enmarcadas, habían sido destrozadas por las balas. Dos extintores de gas carbónico,
vacíos, testimoniaban que había sido sofocado un amago de incendio. En el vestíbulo,
con el encerado y paredes llenas de metralla, encontramos, casi partido en dos, el
cadáver de Carlos Honneger. Por una escalera de piedra en caracol, descendimos a la
bodega, cuya puerta de hierro temblaba por golpes pegados desde el interior. Apenas
entreabierta, salió Ida Honneger. Miguel la agarró por las muñecas.
—¿Adonde vas?
—¿Y mi padre?, ¿y mi hermano?
—Tu hermano ha muerto. Tu padre... vive todavía.
—¿No iréis a matarlo?
—Señorita —dije yo—, diez de nuestros hombres han muerto por su causa sin contar
los vuestros.
—¡Oh, es espantoso! ¿Por qué lo han hecho? ¿Por qué? —dijo, echándose a llorar.
—Es todavía un misterio para nosotros —repuso Miguel—. ¿Dónde están las
muchachas que se llevaron? Y la señorita... ¡en fin, la estrella!
—¿Magda Ducher? Aquí, en la bodega. Las demás están encerradas en la otra cava, a
la izquierda me parece.
Penetramos en el subterráneo. Una lámpara de petróleo la iluminaba vagamente.
Magdalena Ducher estaba sentada en un rincón, muy pálida.
—No debe tener la conciencia muy tranquila —dijo Miguel, y añadió—: Levántese y
salga.
Libertamos a las tres campesinas. De nuevo en la planta, encontré a Luis, que había
llegado con el resto del Consejo.
—El viejo Honneger se ha reanimado. Ven, vamos a interrogarlo.
Estaba sentado sobre el césped, con su hija al lado. Cuando nos vio llegar, se levantó.
—Os he menospreciado, señores. Debí pensar en tener a los técnicos conmigo.
Habríamos dominado a este mundo.
—¿Para qué? —dije.
—¿Para qué? ¿No ve usted que era una ocasión única para dirigir la evolución
humana? Dentro de unas generaciones hubiéramos producido superhombres.
—¿Con su material humano? —dije sarcástico.
—Mi material humano no estaba falto de cualidades: valor, obstinación, desprecio de la
vida. Pero ustedes habrían jugado un gran papel en mis proyectos. Mi error ha sido creer
que podía tomar el poder contra ustedes. Debí hacerlo con ustedes.
Se inclinó hacia su hija, que lloraba.
—No sean duros con ella. Ignoraba todos mis proyectos y ha intentado hacerlos
fracasar, Y ahora, adiós, señores.
Con un gesto rápido se llevó algo a la boca.
—Cianuro —dijo, desplomándose.
—Bien, un hombre menos para juzgar —dijo Miguel, a guisa de oración fúnebre.
Nuestros hombres cargaban ya el botín en los camiones: 4 ametralladoras, 6 fusiles
ametralladores, 150 fusiles, 50 pistolas y munición en abundancia. Esta casa era un
verdadero arsenal. Hallazgo precioso: encontramos una pequeña imprenta, intacta.
—Me pregunto qué querían hacer en la Tierra, con todo este material.
—Según un prisionero, Honneger mandaba una liga fascista —dijo Luis.
—En definitiva, tanto mejor para nosotros. Así podremos luchar contra las hidras.
—A propósito, no se han vuelto a ver. Vandal está disecando, con la ayuda de Breffort,
la pequeña hidra conservada en un tonel de alcohol. Es formidable, este muchacho. Ha
enseñado ya, a unos cuantos chicos el arte de la alfarería, a la manera de los indios
sudamericanos.
Volvimos al pueblo. Eran las cuatro de la tarde. ¡La batalla había durado menos de un
día! Agotado, me dormí. Soñé con mi viejo laboratorio de Burdeos, la cara del "patrón",
deseándome unas buenas vacaciones. ("Estoy seguro que habrá algunas pequeñas
cosas para estudiar en el lugar donde usted va." ¡Oh, ironía! ¡Todo un planeta!). La recia
armazón de mi primo Bernard en la embocadura de la puerta, después, unos centenares
de metros más abajo, la montaña cortada a pico. Hacia las seis de la tarde, mi hermano
me despertó y fui a ver a Vandal. Estaba en una sala de la escuela; sobre una mesa,
delante de él, la hidra apestando a alcohol, medio disecada. Dibujaba esquemas en la
pizarra y, sobre el papel, Breffort y Massacre le ayudaban.
—¡Ah!, ya estás aquí, Juan —me dijo—. Daría diez años de mi vida para poder
presentar este espécimen en la Academia. ¡Una sesión extraordinaria!
Me condujo delante de sus esquemas.
—No he iniciado, más que muy primariamente, el estudio de la anatomía de estos
animales, pero ya se deducen varias cosas importantes. Bajo ciertos aspectos, no puedo
más que compararlos a animales muy inferiores. Tienen algo de nuestros celentéreos,
aunque no sea más que por la multitud de nematocistos, de células urticantes, contenidas
en su tegumento. Sistema circulatorio muy simple: corazón de dos válvulas, sangre
azulada. Una sola arteria se ramifica, y el resto de la circulación es lagunar. Posee
únicamente una gran arteria aferente al corazón. Las lagunas tienen una gran
importancia. Incluso deshinchadas, la densidad de estas hidras es notablemente débil.
Aparato digestivo de digestión externa, mediante la inyección de jugos digestivos a la
presa, y aspiración por un estómago-faringe. Intestino muy sencillo. Pero existen dos
cosas curiosas: 1a La dimensión y complejidad de los centros nerviosos. Tienen un
auténtico cerebro, situado en una cápsula quitinosa, detrás de la corona de tentáculos.
Estos son ampliamente inervados, como también un curioso órgano, situado bajo el
cerebro, que se parece un poco al aparato eléctrico de un pez-torpedo. Los ojos son tan
perfeccionados como los de nuestros mamíferos. No me extrañaría, por tanto, que este
animal fuera en un cierto grado, inteligente. 2 a Los sacos de hidrógeno. Pues es
hidrógeno lo que contienen estos enormes sacos membranosos, que abotargan el sector
superior del cuerpo, y ocupan las cuatro quintas partes de su volumen. ¡Y este hidrógeno
proviene de la descomposición catalítica del agua a baja temperatura! El agua es
conducida por un tubo hidróforo, de un tentáculo especial, donde debe realizarse la
descomposición. Imagino que el oxígeno pasa a la sangre, pues este órgano está
rodeado de múltiples arteriolas capilares. ¡Si un día domináramos el secreto de esta
catálisis del agua!
"Una vez hinchados los sacos de hidrógeno, la densidad del animal es inferior a la del
aire y flota en la atmósfera. La poderosa cola plana sirve de aleta, pero especialmente de
timón. El principal sistema de propulsión reside en unos sacos contráctiles, que proyectan
hacia atrás aire mezclado con agua, con una violencia inusitada, ¡a través de verdaderas
tuberías! En el espécimen que hemos conservado, he excitado eléctricamente los
músculos contráctiles; situé en el interior un anillo de hierro. ¡Mira cómo ha quedado!
Me tendió un gran anillo, plegado en forma de ocho.
—¡La potencia de estas fibras musculares es prodigiosa!
Al día siguiente, por la mañana, fui despertado por unos golpes en la puerta. Luis me
prevenía de que el juicio de los prisioneros iba a comenzar y que, como miembro del
Consejo, yo formaba parte del Tribunal. El Sol azul se levantaba.
El tribunal se había constituido en un gran hangar, transformado en sala de justicia.
Comprendía al Consejo reforzado por algunas representaciones.
Entre ellos, Vandal, Breffort, mi hermano, Pablo, Massacre, cinco campesinos, Beuvin,
Estranses y seis obreros. Nosotros ocupamos un estrado ante una mesa, y las
representaciones se sentaron a ambos lados, a continuación. Delante, un espacio vacío
para los acusados, y después un lugar con bancos reservado para el público. Todas las
salidas estaban custodiadas por hombres armados. Antes de introducir a los acusados, mi
tío, que por su edad y ascendiente moral había sido designado presidente, se levantó y
dijo:
—Ninguno de nosotros tuvo nunca que juzgar a sus semejantes. Formamos un tribunal
marcial extraordinario. Los acusados no tendrán abogados, pues no tenemos tiempo que
perder en discusiones interminables. Por otra parte tenemos el deber de ser tan justos e
imparciales, como sea posible. Los dos criminales principales han muerto. Y yo debo
recordaros que los hombres son preciosos en este planeta. Pero no olvidemos tampoco
que doce de los nuestros han muerto por causa de los acusados, y que tres de nuestras
jóvenes han sido odiosamente maltratadas. Introducid a los acusados.
Yo le susurré:
—¿Y Menard?
—Trabaja con Martina en una teoría sobre el cataclismo. Es muy interesante. Ya
volveremos a hablar de esto.
Uno a uno, entre guardias armados, entraron los treinta y un sobrevivientes, Ida
Honneger y Magdalena Ducher los últimos. Mi tío tomó de nuevo la palabra:
—Sois colectivamente acusados de asesinatos, raptos y ataques a mano armada.
Subsidiariamente de atentado contra seguridad del Estado. ¿Existe un jefe entre
vosotros?
Dudaron un momento, después, empujado por los demás, un enorme pelirrojo avanzó.
—Yo mandaba en ausencia de los "patronos".
—¿Tu nombre, edad y profesión?
—Biron, Juan. Treinta y dos años. Antes, yo era mecánico.
—¿Reconoces los hechos de los cuales sois acusados?
—Que los reconozca o no, da lo mismo, van a fusilarnos igualmente.
—No es seguro. Podéis haber sido engañados. ¡Haced avanzar a los demás! ¿Cómo
habéis podido actuar de esta forma?
—Bien, pues después de la hecatombe, el patrón nos hizo un discurso, diciendo que el
pueblo estaba en manos (excúseme) de una chusma, que era necesario defender la
civilización, y —dudó un momento— que si todo marchaba bien, nosotros seríamos como
los señores de otros tiempos.
—¿Habéis participado en el ataque al pueblo?
—No. Pueden preguntar a los demás. Todos los que tomaron parte han muerto. Eran
los guardaespaldas del hijo del patrón. Por cierto, que el patrón se puso furioso. Carlos
Honneger pretendió haber capturado a unos rehenes. En realidad, hacía mucho tiempo
que quería a esta muchacha. El patrón no estaba de acuerdo. Yo tampoco. Fue Levrain
quien le animó.
—¿Y cuáles eran los objetivos de vuestro patrón?
—Ya lo dije. Quería ser el dueño de este mundo. Tenía un montón de armas en el
castillo (en la tierra hacía contrabando de armas) y después nos tenía a nosotros. Intentó
el golpe. Nos tenía cogidos. En otro tiempo, todos habíamos hecho muchas tonterías. El
sabía que ustedes no tenían apenas armamento. ¡No imaginaba que iban a fabricarlo tan
aprisa!
—Bien. ¡Retírese! El siguiente.
El siguiente fue el muchacho rubio que había agitado la bandera blanca.
—¿Tu nombre, edad y profesión?
—Beltaire, Enrique. Veintitrés años. Estudiante de ciencias.
—¿Qué diablos ibas a hacer en este lío?
—Conocí a Carlos Honneger. Una noche había perdido todo el sueldo del mes al póker.
El pagó mis deudas. Me invitó al castillo y durante una excursión por la montaña me salvó
la vida. Después ocurrió el cataclismo. Yo no aprobé nunca los proyectos de su padre, ni
su conducta. Pero no podía abandonarle. Le debo la vida. ¡No disparé una sola vez contra
ustedes!
—Lo comprobaremos. Otro. ¡Ah!, una pregunta más. ¿Cuáles eran tus proyectos?
—Quería ser técnico en aeromodelismo.
—Esto podría servir más adelante. ¡Quién sabe!
—Quisiera decir también... que Ida Honneger... ha hecho todo lo posible para
prevenirles.
—Lo sabemos y lo tendremos en cuenta.
El desfile continuó. Estaban mezcladas todas las profesiones. La gran mayoría de los
acusados habían pertenecido más o menos a una liga fascista.
Yo no sé lo que pensaban los demás en aquel momento, pero por mi parte estaba
confuso. Muchos de aquellos hombres tenían un aspecto sincero, e incluso algunos,
honesto. Era evidente que los principales culpables habían muerto. Beltaire me había sido
simpático en su fidelidad a su amigo. Ninguno de los otros acusados le hizo cargo alguno.
Al contrario, habían confirmado, en su mayoría, que no había tomado parte en el
combate. El acusado número veintinueve entró. Declaró llamarse Julio Levrain, periodista,
de 47 años de edad. Era un hombre de talla reducida, delgado, de rasgos duros. Luis
consultó sus papeles.
—De las declaraciones de los testigos se desprende que usted no formaba parte de los
hombres de Honneger. Usted era un invitado, y algunos suponen que fuera incluso el gran
jefe. Usted no puede negar haber disparado contra nosotros. Además, los testigos se
lamentan de... en fin, digamos violencias de su parte.
—¡Es falso! No les veía jamás. Y yo era ajeno a toda esta cuestión. No era más que un
simple invitado.
—¡Hace falta desvergüenza! —exclamó el guardia de la puerta—. Le vi en la
ametralladora del centro, la que mató a Salavin y Roberto. ¡Le apunté tres veces sin poder
liquidarle! ¡Este canalla!
En la sala muchos guardias reunidos como espectadores, aprobaron sus palabras. A
pesar de sus protestas, fue conducido fuera de la sala.
—Introducid a la señora Ducher.
Entró con un aire abatido, a pesar del maquillaje. Parecía inquieta, desorientada.
—Magdalena Ducher, veintiocho años, actriz. ¡Pero yo no he hecho nada!
—Usted era la amante de Honneger, padre, ¿no es cierto?
—Sí —clamó una voz en la sala, que desencadenó una tempestad de risas—, de los
dos.
—Es falso —exclamó ella—. ¡Oh, es odioso! ¡Permitir que me insulten de esta forma!
—¡Está bien, está bien! ¡Silencio en la sala! Ya veremos. La siguiente.
—Ida Honneger, diecinueve años, estudiante.
Sus ojos enrojecidos no le impedían eclipsar completamente a la actriz.
—¿Estudiante de qué?
—De Derecho.
—Temo que esto no va a serle muy útil aquí. Sabemos que ha hecho todo lo posible
para evitar el drama. Por desgracia no lo consiguió. Al menos pudo suavizar la cautividad
de nuestras tres jóvenes. ¿Puede usted informarnos sobre los que vamos a juzgar?
—A la mayoría no les conozco. Biron no era mala persona. Y Enrique Beltaire merece
vuestra indulgencia. Me ha dicho que no había disparado. Y le creo. Era amigo de mi
hermano... Reprimió un sollozo.
"Mi padre y mi hermano no eran malos, en el fondo. Eran violentos y ambiciosos.
Cuando yo nací éramos muy pobres. La riqueza vino de un golpe y les perdió. ¡Oh, es
este hombre, este Levrain, quien fue la causa de todo! El fue quien hizo leer Nietzsche a
mi padre, que se creyó un superhombre. ¡El es también quien le puso en antecedentes de
este proyectó insensato de conquistar un mundo! ¡Es capaz de todo! ¡Le odio!
Se deshizo en lágrimas.
—Siéntese, señorita —dijo gravemente mi tío—. Vamos a deliberar. No tenga ningún
temor. La consideramos más bien como un testigo.
Nos retiramos, detrás de un telón, asistidos por el cuerpo de representantes. La
discusión fue prolongada. Luis y los campesino eran partidarios de penas severas. Miguel,
mi tío, el párroco y yo mismo defendíamos la moderación. Los hombres eran escasos. No
comprendiendo lo que había ocurrido, los acusados habían, como es lógico, seguido a
sus jefes. Finalmente llegamos a un acuerdo. Mi tío leyó el veredicto a los acusados
reunidos.
—Julio Levrain: se os considera culpable de asesinato, rapto y violencias con
premeditación. Sois condenado a muerte por la horca. La sentencia es ejecutiva dentro de
la hora próxima.
El bandido mantuvo su apostura, pero palideció horriblemente. Un murmullo recorrió la
fila de los acusados.
—Enrique Beltaire: se te considera inocente de toda actividad nefasta para la
comunidad. Pero como no hiciste nada para prevenirnos...
—No podía de ninguna manera.
—¡Silencio! Repito: como no nos has prevenido, serás clasificado como ciudadano
inferior, sin derecho a voto, hasta que, por tu condena, te hayas rehabilitado.
—¿Aparte de esto, soy libre?
—Sí, como todos nosotros. Pero si quieres permanecer en el pueblo, habrás de
trabajar.
—¡No pido más!
—Ida Honneger: Se te reconoce inocente. Pero serás inelegible durante diez años.
—Magdalena Ducher: nada existe contra usted exceptuando una dudosa moralidad y
relaciones, digamos sentimentales —risas entre el público—, con los principales
criminales. ¡Silencio! Queda privada de todo derecho político y afectada al servicio de
cocina.
—Los demás: sois condenados a trabajos forzados por un período de tiempo que no
podrá exceder de cinco años terrestres, que podréis reducir por vuestra conducta.
Quedáis privados a perpetuidad de todo derecho político, salvo destacada actuación en
beneficio de la comunidad.
Se produjo una ola de alegría en el grupo de acusados, que temían ser castigados con,
mayor dureza.
—Sois unos tipos formidables —nos gritó Biron.
—Se levanta la sesión. Conducid a los condenados.
El señor cura, fue al encuentro de Levrain, a petición de éste. Los espectadores, unos
aprobatorios, otros furiosos, se dispersaron. Yo descendí del estrado, dirigiéndome hacia
Beltaire. Le encontré que estaba consolando a Ida.
—Bien —dije a mi tío—. Ahora comprendo por qué se defendían tanto mutuamente.
—¿Dónde vas a alojarte? La Ducher irá a la cocina lo quiera o no. Para ti es distinto.
No puedes ni soñar en volver al castillo, será destruido y a la merced de la hidras. Por
aquí la habitación es escasa, con todas estas casas derruidas. Será menester también
buscarte un trabajo. La ley ahora prohibe la pereza.
—¿Dónde está esta ley? —preguntó Ida—. Queremos ser buenos ciudadanos. Y para
ello debemos conocerla.
—¡Ay, señorita! No está todavía redactada. Hay todo un montón de textos en los
procedimientos verbales y sesiones del Consejo. Por cierto, ¿no eres jurista?
—Acababa de terminar mi segundo año.
—He aquí un trabajo hecho a la medida para ti. Tú redactarás nuestro Código. Hablaré
de ello en el Consejo. En cuando a ti —dijo a Beltaire— te tomo conmigo. Me ayudarás en
el trabajo de ministro de Minas. Con tu formación científica serás muy pronto un excelente
perito. Notas: alimentación en la cantina y un techo, como el mío, sobre tu cabeza.
Miguel se unió a nosotros.
—Si quieres contratar a Beltaire, llegas tarde, acabo de hacerlo.
— Tanto peor. Tomaré a mi hermana. La astronomía tendrá que aguardar. Por cierto,
que ha bajado con Menard. Nos va a explicar sus teorías esta noche.
Observé a Helios en lo alto.
—Queda tiempo, pues. Oye, Miguel, ¿le molestaría a tu hermana compartir su
alojamiento con esta joven, en espera de que le encontremos otra cosa?
—Aquí está. Puedes preguntárselo.
—Hazlo por mí. ¡Me intimida el astrónomo que hay en tu hermana!
—Te equivocas. ¡Es una chica estupenda, y que te tiene mucha simpatía!
—¿Y tú qué sabes?
—Ella me lo dice muy a menudo.
Y marchó riéndose.
II - LA ORGANIZACIÓN
III - LA EXPLORACIÓN
Por aquel tiempo ultimé mi proyecto de exploración, a la vez que me di cuenta de que
quería a Martina. Cada noche subíamos juntos a casa de mi tío para la cena. Miguel nos
acompañaba, pero la mayoría de las veces se adelantaba. Yo confiaba a Martina mis
proyectos, y ella se manifestaba como una excelente consejera. De esta forma nos
comunicábamos nuestros puntos de vista sobre los respectivos trabajos, y poco a poco
llegamos al intercambio de recuerdos personales. Me enteré entonces de que era
huérfana desde los tres años, y Miguel la había educado. Como él era astrónomo, y como
ella estaba, asimismo, muy bien dotada para las ciencias exactas, la había animado en
este sentido. Por mi parte, yo había tenido la suerte, como primo hermano de Bernardo
Verillae, de conocer a los miembros de la primera expedición Tierra-Marte, y le puede
suministrar sobre ellos muchos detalles inéditos. Había sido incluso fotografiado por un
periodista entusiasta, entre Bernardo y Segismundo Olsson, como el "miembro más joven
de la expedición", lo que me valió muchas bromas en la Facultad. En cambio, cuando se
trató de incluirme a bordo, para el segundo "raid", yo rehusé, en parte, con el fin de no
afligir a mi madre, aún viva en aquel tiempo, lo que era honorable, y en parte por simple
miedo, lo cual lo era menos. Encontré los periódicos de la época en la biblioteca de mi tío
y enseñé a Martina la famosa fotografía. Ella me mostró otro cliché, que reproducía los
asistentes a una conferencia del jefe de la misión, Pablo Bernadac. Con un ligero trazo a
lápiz, encuadró en la quinta fila a un joven y a una muchacha.
—Miguel y yo. Tuvimos, en su calidad de astrónomo, un buen lugar. ¡Para mí fue una
jornada gloriosa!
—Quizá me encontré contigo aquel día —dije—. Yo ayudaba a Bernardo a pasar los
clichés en el aparato de proyección.
Con el auxilio de una lupa, pude reconocer el rostro de Martina, un poco aniñado.
Así charlábamos, noche tras noche. Un día en que Miguel nos aguardaba en el dintel
de la puerta, llegamos cogidos de la mano. Cómicamente él colocó las suyas sobre
nuestras cabezas.
—¡Mis queridos hijos, en tanto que jefe de familia, os doy mi bendición!
Nos contemplamos, incómodos.
—Y bien. ¿Me habré equivocado?
A un tiempo, contestamos:
—Pregúntaselo a Martina.
—Pregúntaselo a Juan.
Los tres rompimos a reír.
Al día siguiente, habiendo meditado concienzudamente mis proyectos, expuse al
Consejo mi plan de exploración.
—¿Puede usted —pregunté a Estranges— transformar un camión en una especie de
tanque ligero, blindado en duraluminio y armado de una ametralladora? Servirá para
explorar una parte de la superficie de Telus.
—¿Es necesario? —dijo Luis.
—Ciertamente. No ignoras que nuestros recursos son bastante precarios y la bolsa
mineral de hierro es apenas suficiente para dos años, sin forzarla demasiado. La llanura y
los pantanos que nos rodean son muy poco propicios para el descubrimiento de
yacimientos metalíferos. Sería necesario ir hacia las montañas. Quizá allí encontraríamos
también árboles suficientes para proporcionarnos madera de construcción, sin que
tengamos que destruir los bosques que nos quedan, de los que, por cierto, no estamos
sobrados. Quizá allí descubriríamos animales útiles, hulla. ¿Quién sabe? Quizá también
un lugar sin hidras. Es poco probable que se alejen de las marismas.
—¿Cuánto gas-oil piensas gastar?
—¿Qué consume el mejor camión?
—Veintidós litros los cien. Cargado, y en terreno desigual, puede llegar a treinta.
—Supongamos que me llevo 1.200 litros. Esto me proporciona un radio de acción de
2.000 kilómetros. No me alejaré tanto, pero hay que contar con los zigzags.
—¿Cuántos hombres te hacen falta?
—Siete, contándome a mí. Pienso tomar a Beltaire, a quien he enseñado a reconocer
los principales minerales. Miguel, si quiere venir.
—¡Seguro! Me apunto. Al fin haré astronomía "sobre el terreno".
—Tú me serás útil, especialmente para marcar el lugar con los datos topográficos. Por
lo que respecta a los otros miembros, ya veré.
El proyecto fue adoptado por unanimidad, excepto un voto, el de Charnier. Al día
siguiente, Estranges puso a los obreros manos a la obra para transformar el camión
convenientemente. Se escogió un camión con dobles ruedas traseras, se reemplazaron
los cristales demasiado frágiles por placas de plexiglás, provenientes de las reservas del
Observatorio. El sistema de cierre de las puertas fue reforzado con planchas de
duraluminio, pudiéndose, en caso necesario, obstruir las ventanas. Se comunicó la
plataforma con la cabina de conducción siendo aquélla alargada y transformada en
habitación. Los arcos de acero fueron recubiertos de espesas planchas de duraluminio.
Una cúpula superior albergó una ametralladora de 20 mm., cuya abertura se obtenía por
un sistema de pedales. Debíamos llevar, además: 30 cohetes de 1 m. 10 cm., de largo
alcance, dos fusiles ametralladores y cuatro fusiles de repetición. La ametralladora fue
aprovisionada con 800 cartuchos, los fusiles ametralladores con 600 y los fusiles de
repetición con 400. Seis bidones suplementarios de 200 litros contenían nuestro gas-oil.
Seis literas superpuestas en dos series de tres, una pequeña mesa plegable, unas cajas
llenas de víveres, utilizables al mismo tiempo como sillas; instrumentos explosivos, útiles,
un bidón de agua potable, un pequeño aparato de radio emisor-receptor, acababan de
obstruir el reducido espacio desde el interior hasta el techo. El habitáculo estaba
iluminado por dos bombillas y tres ventanas obturables. Unos disparadores permitían tirar
desde el interior. En el techo, alrededor de la cúpula, se colocaron seis neumáticos
nuevos. El motor fue enteramente revisado, y así tuve a mi disposición un vehículo
temible, bien armado, capaz de desafiar a las hidras, poseyendo, en carburante, una
autonomía de 4.000 kilómetros, y en víveres, de veinticinco días. En los ensayos por
carretera obtuvimos fácilmente una media de 60 km. hora, En terreno desigual no se
podía contar por encima de los 30.
Al mismo tiempo, me ocupé de la composición del equipo. Debía comprender:
IV - LOS SSWIS
V - EL REGRESO
Al día siguiente por la mañana, después de una corta y tranquila noche roja, decidimos
atravesar el río. Construimos una gran balsa, lo que nos llevó seis días enteros, durante
los cuales vimos numerosos animales, pero ninguna fiera. Probamos por primera vez la
carne teluriana. Un pequeño animal, una especie de miniatura de los "elefantes" de la
primera noche, nos suministró el asado. Comimos muy poco, y con aprensión, por si la
carne fuera tóxica o simplemente inasimilable para nosotros. Su gusto nos recordó el de
la ternera, quizás algo dura. Vzlik, ya casi restablecido, comió con glotonería. No hubo
trastornos digestivos y hasta el regreso a la zona de las hidras variamos un poco nuestra
minuta, siempre en pequeñas cantidades. En cambio, no nos atrevimos a probar los frutos
de los árboles que derribamos para la fabricación de la balsa, y con los que el Sswis se
deleitaba. Su vocabulario comenzaba a permitirle expresar ideas simples.
La travesía tuvo efecto sin dificultad. Recuperamos las cuerdas y los clavos que
habíamos empleado en la balsa, y después descendimos durante dos días a lo largo del
río, el cual tan pronto se agrandaba formando estancamientos casi lacustres, como corría
por entre las colinas. Observé que permanecía siempre manso y profundo. Sus orillas
hormigueaban de vida. Divisamos bandas sucesivas de "elefantes", de Goliats aislados o
por parejas, y de otras numerosas formas gigantes o minúsculas. Por dos veces vimos de
lejos a los "Tigrosauros". Este nombre sacado por Beltaire para la fiera que nos había
atacado fue adoptado a pesar de las protestas de Vandal, quien, muy atinadamente, hizo
observar que no tenía nada del tigre ni del saurio. Pero, como observó Miguel, lo esencial
era entenderse, y en el fondo poco importaba que el nombre vulgar del animal fuera el de
Tigrosauro, Leviatán o Tartempión...
Las aguas albergaban múltiples formas acuáticas, de las cuales ninguna se acercó lo
bastante a la orilla para que pudiéramos verla con claridad. Cuando se aproximaba la
noche del segundo día, llovió. Rodábamos por la llanura, con hileras de árboles a lo largo
de los ríos y riachuelos. La temperatura, que durante el mediodía se acercaba a los 35° a
la sombra, refrescaba por la noche descendiendo a 10 grados.
Al alba del tercer día, después de una noche agitada por causa de los rugidos de los
Goliats, divisamos una columna de humo, lejos al Sur, al otro lado del Dordoña.
¿Campamento Sswis o fuego entre la maleza? El terreno volvióse accidentado, unas
colinas bajas nos obligaban a dar rodeos. Cuando hubimos rebasado la última de ellas, el
aire se penetró de un perfume acre y violento, como el del Atlántico.
—El mar está próximo —dijo Beltaire.
Pronto lo señaló de lo alto de la torre. Instantes después todos lo vimos, verde y
agitado. El viento soplaba del Oeste, y las olas desencadenaban crestas de espuma. La
costa era rocosa, pero algunos kilómetros al Sur, el Dordoña terminaba en un estuario
arenoso.
Nos detuvimos en una playa de guijarros, a pocos metros de las olas. Vandal saltó a
tierra y comenzó a explorar este paraíso de los biólogos que es una costa marina. En los
aguazales una fauna inédita, algunas formas que parecían cercanas a las terrestres, otras
totalmente distintas. Descubrimos algunas conchas vacías, que parecían enormes
pectens, o, como decíamos en la Tierra, conchas de Santiago. Algunas medían más de
tres, metros. Otras, mucho más pequeñas, estaban aún pegadas a las rocas. Miguel, con
dificultad, arrancó una y la llevó a Vandal. El animal se manifestó más próximo de los
branquiópodos terrestres que de los moluscos lamelibranquios. Lejos, en el mar, apareció
un dorso negro entre dos olas, después se zambulló.
—Tengo ganas de bañarme —dijo Martina.
—No —decidí—. Quién sabe qué monstruos habitan estas orillas. Es demasiado
atrevido.
Mientras tanto, detrás de un promontorio, Schoeffer descubrió una gran balsa de más
de cien pies de largo y unos seis de profundidad. Un agua transparente descubría un
fondo de cantos rodados. Allí vivían únicamente algunas pequeñas algas y conchas.
Disfrutamos como niños. Mientras Vandal montaba la guardia con la ametralladora, yo
organicé una carrera. Miguel, nadador incomparable, ganó cómodamente, seguido por
Martina, Schoeffer y Breffort. Yo fui el penúltimo, ganando a Beltaire por una cabeza
escasa. Descubrí, después, un pedrusco esférico de unos cinco kilos, con lo cual me
desquité con facilidad en el lanzamiento del peso.
Vzlik nos había observado. Se lanzó, a su vez, al agua. Apenas utilizaba sus miembros,
nadando por ondulaciones de su cuerpo totalmente extendido. En mi opinión, podía dar
diez buenos metros de ventaja a Miguel en la travesía del estanque. Relevé a Vandal,
quien partió inmediatamente para hacer una amplia provisión de formas animales y
vegetales. Después continuamos nuestra ruta hacia el Norte. Seguimos la costa a unos
cien metros al interior. El terreno ofrecía bastantes dificultades. Una serie de viejos
anticlinales erosionados terminaban en punta de lanza en el mar. Tres horas y media
después de nuestra partida, volvimos a encontrar las marismas y las hidras. Eran
obscuras, de pequeño tamaño, no sobrepasando los cincuenta centímetros. No nos
atacaron. Continuamos la marisma por el Este. Al declinar el día, alcanzamos el final, y
torcimos de nuevo hacia el Oeste. La costa era, ahora, arenosa y baja. Contrariamente a
nuestra costumbre, rodamos a la luz de las lunas sobre un terreno ideal a cincuenta por
hora. Poco antes del alba roja, la costa tornóse caótica de nuevo, y otra vez tuvimos que
adentrarnos hacia el interior. Fue así como descubrimos el lago. Lo abordamos por la
orilla baja en el Sudoeste. Por el Este, estaba a cubierto de una cadena de colinas. Una
abundante vegetación lo envolvía en un círculo sombrío. Por su superficie, bajo la luz
lunar, corrían pequeñas olas fosforescentes. El espectáculo era suave y apacible, casi
irreal. Temiendo que no albergara las hidras entre sus aguas —no supimos hasta más
tarde que estos animales necesitan para su desarrollo de las charcas pantanosas—, no
nos acercamos. Durante cerca de un kilómetro nos deslizamos sobre un desierto.
Cedí la guardia a Miguel, y me fui a dormir. Estaba fatigado, y me figuré que no había
reposado más que unos segundos. No obstante, cuando abrí los ojos, el alba azul
penetraba por la ventana.
Miguel estaba inclinado sobre mí, con un dedo apoyado en los labios. Despertó a su
hermana sin hacer el menor ruido.
Al salir se nos escapó un grito de admiración. El lago era de un azul profundo, un azul
de glaciar, engarzado en un marco de oro y púrpura. Las rocas del río eran de un rojo
magnífico y la vegetación, los árboles y las hierbas de un color que oscilaba entre el metal
brillante y el oro viejo. Apenas si aquí y allá apuntaba la verde hojarasca. Al Este, las
colinas aparecían aún bruñidas por Helios.
—Es hermoso —dije.
—Es un lago magnífico —dijo Martina—. Jamás vi nada semejante.
—El lago mágico. Sería un bonito nombre —dijo Miguel.
—Así quedará —decidí—. Despertemos a los demás.
Seguimos el lago todo el día. La superficie ondulaba dulcemente bajo la brisa marina. A
poca distancia de su extremidad norte, pero separado de él por una poderosa barrera
rocosa, encontramos otra marisma que comunicaba con el mar. Mientras dábamos la
vuelta, decidí entrar en contacto con el Consejo. Al propio tiempo, Breffort señaló la
presencia de las hidras. Eran de la especie pequeña y reducida, y muy numerosas.
Inmediatamente, un verdadero enjambre rodeó al camión, sin intentar el ataque, y
contentándose con seguirnos. Después de haberlas observado un momento intenté
comunicar por radio con el Consejo. Fue imposible y no porque el aparato permaneciera
mudo. Jamás en toda mi vida había escuchado tal cantidad de silbidos, sonoridades y
parásitos. No sabiendo a qué atribuir semejante resultado, renuncié momentáneamente a
mis proyectos. Bruscamente, y en apariencia sin razón alguna, el enjambre de hidras
obscuras cesó de acompañarnos.
Rodábamos noche y día. A la siguiente alba azul no estábamos más que a ciento
cincuenta kilómetros del islote terrestre. No teníamos intención de llegar antes de la
noche, pues yo deseaba examinar los alrededores inmediatos. De repente el Consejo nos
llamó por radio y nos comunicó unas noticias que cambiaron completamente mis
proyectos.
Nos llamaba Luis. Llevaban tres días en constante lucha con las hidras. La víspera
habían muerto tres hombres y dos bueyes. Se dejaban caer en orden disperso, atacando
a ras de suelo, donde las granadas no podían alcanzarlas. La situación era crítica.
—Creo que la mejor solución será la evacuación de este rincón de tierra —repuse—.
Fuera de la zona pantanosa no hemos encontrado trazas de hidras.
—No será fácil, pero, en fin... ¡Un momento, que vuelven!
A través del altavoz percibí claramente la sirena.
—Aguarda al micro —dijo Luis—. Intentaré teneros al corriente. Quizá sería mejor...
Una serie de violentas detonaciones ahogaron sus palabras, después las escopetas
crepitaron. Salvo Miguel, que estaba al volante, y Breffort en la torre, todos estaban a mi
alrededor cerca de la radio. El Sswis, muy admirado, escuchaba también. Al cabo de un
momento no pudimos oír nada más que el silbido del receptor. Inquieto lancé una llamada.
Hubo el ruido de una puerta al abrirse; después Luis habló jadeante:
—¡Forzad la marcha! Si es posible, llegad aquí antes del anochecer. Estas porquerías
se están colando por las aberturas y es muy difícil sacarlas del interior de las casas. ¡Salir
sería suicidarse! ¡Al menos hay tres mil! Marchando por las calles podréis cazarlas. ¡Daos
prisa! ¡En algunos lugares incluso levantan las tejas!
—¿Has oído, Miguel? ¡Dale!
—A todo gas. ¡Sesenta por hora!
—Estaremos en el pueblo dentro de unas dos horas —anuncié—. ¡Animo!
—Es una suerte que estéis tan cerca. Tengo dos o tres por aquí sobre el techo, pero la
cubierta del granero es sólida. La malo es que por teléfono no puedo comunicarme con
todos los grupos.
—¿Estás solo?
—No, tengo a seis guardias conmigo y a Ida. De su parte, que Beltaire no se inquiete.
—¿Y mi tío?
—Encerrado con Menard en el Observatorio. No corre ningún peligro. Tu hermano está
con los ingenieros en el refugio 7. Tienen una ametralladora ligera, y parece que la utilizan
bien. Te dejo. Es necesario que tome contacto con los otros grupos.
—¡Sobre todo no salgas!
—No te preocupes...
Breffort se asomó y gritó:
—¡Alerta! ¡Hidras!
—Trepé hasta él. Delante nuestro, a un kilómetro aproximadamente, y a cinco o seis
metros de altura, un centenar de hidras de la especie verde planeaban formando una
nube.
—¡Rápido, las granadas, antes de que se dispersen!
Los tubos lanzagranadas se enderezaron. Agachándome, vi a Vandal y a Martina por
un lado, y a Beltaire por otro, que introducían las granadas en las trampas móviles.
—Baja, Breffort. Ocúpate del control de las granadas. Yo me encargo de la
ametralladora.
—¡Fuego!
Trazando su trayectoria, mis granadas se lanzaron sobre las hidras, seguidas por su
estela blanca. Afortunadamente estallaron en mitad de las nubes. Los consabidos jirones
cayeron, a contraluz, como una oscura lluvia. Las hidras se proyectaron sobre nosotros. A
partir de este momento, tuve que actuar solo. Derribé a una docena. Las demás,
circularon un momento a nuestro alrededor; después, dándose cuenta de su impotencia,
se alejaron a ras del suelo.
Sin más incidentes, llegamos a la mina de hierro. Estaba desierta. Al cabo de un
momento, la puerta de un refugio se abrió. Y un hombre nos hizo una señal. Miguel
acercó el camión, y reconocí a José Amar, el contramaestre.
—¿Dónde están los demás?
—Se han marchado con el tren transformado en tanque, y todas las armas.
—¿Y usted?
—Me quedé para advertirles. El Consejo ha telefoneado que llegaban. Los muchachos
del tren han construido una bomba de agua hirviente.
—Bien. Suba con nosotros. ¿Hace mucho que se fueron?
—Una hora.
—¡Adelante, Miguel!
Amar contempló a Vzlik con asombro.
—¿Quién es este ciudadano?
—Un indígena. Se lo explicaremos más tarde.
Diez minutos después, comenzamos a oír las detonaciones. Al fin, avistamos el pueblo.
Todas las puertas y ventanas estaban fortificadas, y el tejado de algunas casas estaba
plagado de hidras. Los monstruos revoloteaban a poca altura. El tren de la mina de hierro
estaba detenido en la "estación", y su ametralladora pesada disparaba contra cualquier
hidra que se separase de las casas.
—¡A los puestos de combate! Pablo al volante. Miguel, Braffort, a los puestos
ametralladores. Martina, Vandal, pasadme las municiones. Beltaire y Amar, aprovisionad
los fusiles ametralladores. Vzlik, en un rincón donde no moleste. ¿Estamos? Bien, Pablo,
acércate al tren.
Los mineros habían trabajado con acierto. Con placas de metal, planchas y maderos,
habían transformado el tren en una fortaleza. Un centenar de hidras, abotargadas, yacían
por el suelo, a su alrededor.
—¿Cómo diablos, las habéis cazado? —pregunté al mecánico, que se encontraba al
lado de Biron.
—Fue una idea mía. Las hemos hervido. Mirad, otras que vuelven a la carga. Va usted
a verlo. No disparéis —gritó a los de la ametralladora situada en el primer vagón.
—No disparéis —repetí a los del camión. Unas treinta hidras se acercaban.
—Cuando te lo diga, pon la bomba en marcha —dijo Biron al conductor.
Cogió una especie de manguera, cuyo extremo de cuero, con un mango de madera,
pasó a través de un boquete.
—¡Retroceded el camión!
Los monstruos estaban a treinta metros, aproximándose a toda velocidad. Fueron
acogidos por un chorro de agua hirviendo que tumbó a una buena docena. Las demás se
batieron en retirada. Entonces, la ametralladora del tren disparó, y yo me uní a su fuego.
—Como ve, es muy sencillo —dijo Biron—. Hubiéramos cazado muchas más, si la
primera vez hubiera tenido la serenidad de aguardar a que estuvieran más cerca. Pero no
me atreví, y ahora desconfían un poco.
—¿Quién tuvo esta idea?
—Yo, como le dije. Pero Cipriano, mi chófer, me ayudó a ponerla en práctica.
—Es una invención excelente, que nos permitirá economizar municiones. Sería
necesario, quizás perfeccionarlo. Hablaré de ello al Consejo. Estoy seguro de que esto os
valdrá la rehabilitación de vuestros derechos políticos. Ahora, nos vamos al pueblo. ¿En
qué casa se encuentra Mauriere?
—En la emisora, me parece.
—Empezaremos por allí. ¿Todo el mundo en su puesto? Adelante, despacio. ¡Apuntad
bien, y disparad poco!
Llegamos sin ser atacados a la plaza del pozo. El tejado de la casa que albergaba la
emisora, estaba cubierto de hidras. Todos los disparos hacían blanco, pero se requería
más de uno para derribarlas. Por el miedo de herir a nuestros amigos, no me atrevía a
usar las granadas ni la ametralladora. Estúpidamente, los monstruos permanecían
inmóviles sobre el tejado, removiendo las tejas. Su inmovilidad, dadas sus anteriores
demostraciones de inteligencia, nos sorprendió un poco. Pudimos precisar nuestros tiros,
apuntando al cerebro. Al cabo de un tiempo la casa estaba desembarazada de su cubierta
viviente.
De vez en cuando sonaba en el pueblo una detonación. Dos o tres veces oí el silbido
de la locomotora, saludando una nueva victoria del agua hirviente. Despejada la puerta,
Luis salió y saltó al camión.
—¿Cómo va?
—Mejor, desde que estáis aquí. Pero estos cochinos animales han penetrado en tres
casas. Hemos tenido una docena de bajas.
—¿Quién?
—Alfredo Charnier, su mujer, y una de sus hijas. Cinco más del pueblo, cuyos nombres
no sé todavía. Magdalena Ducher, la actriz, y tres obreros. La comunicación telefónica
está deteriorada en algún lugar entre la central y la fábrica. Probad de vigilarla. Ignoro
como va por allí. Bien, yo vuelvo a la central.
Siguiendo el hilo telefónico, encontramos el punto de ruptura. A cincuenta metros, tres
hidras se agazapaban sobre un techo. Salté a tierra con un hilo de cobre y reparé el
conductor. Apenas había terminado, cuando la ametralladora disparó. Las hidras
despegaban. Usando mi táctica habitual, me lancé al suelo, después, tan pronto como
hubieron pasado, salté del camión. Dos veces recomencé este pequeño juego, juego
singular, con riesgo de mi vida.
Después emprendimos la limpieza de los tejados. Metódicamente, comenzamos por la
plaza del pozo, que estuvo lista una hora después. Atacamos, entonces, la calle principal.
Apenas hicimos los primeros disparos, todas las hidras se levantaron, como obedeciendo
a una señal. Inmediatamente, aquello fue un alud de hombres y mujeres saliendo de las
casas, armados de lanzagranadas. En los dos minutos siguientes, al menos se elevaron
ciento cincuenta de ellas. El cielo estaba repleto de manchas verdes —las hidras— y
negras —la explosión de las granadas—. Reagrupadas como una nube, muy alta, las
hidras huyeron.
—He comprobado un hecho curioso —dijo Luis. Desde que llegaron las hidras, oía con
mucha dificultad tus mensajes. Una algarabía formidable.
—Es curioso, yo observé algo similar, cuando estábamos rodeados por las pequeñas
hidras obscuras —dije—. ¿Será que estos animales emiten ondas hertzianas? Esto
podría explicar su extraordinaria precisión de movimientos. Habrá que hablar con Vandal.
El consejo se reunió la misma noche. Por causa de la muerte del señor cura y Charnier
no éramos más que siete. Di cuenta de la misión y presenté a Vzlik, en presencia de los
otros miembros de la expedición, que estaban allí a título consultivo. Luis nos puso
entonces al corriente de los problemas que se habían planteado en nuestra ausencia, de
los cuales el más grave era la nueva técnica de las hidras. Llegaban de noche y se
emboscaban por entre la maleza, atacando a los paseantes. No se podía salir más que en
grupos armados.
—Por radio tú nos has propuesto —añadió— emigrar hacia la región del Monte-Señal.
No deseo nada mejor. Pero, ¿cómo? Si hay que hacer el trayecto en camión, nuestra
reserva de combustible no será suficiente, y si hay que hacerlo a pie están las hidras y los
Sswis... ¡Y debiéramos, además, abandonar nuestro material! Incluso con los camiones,
no sé de qué forma podríamos transportar las locomotoras, las máquinas, utensilios,
etcétera. —No es así cómo había proyectado la cosa. —¿Cómo, entonces? ¿Quizá en
avión? —No, en barco.
—¿Y de dónde lo sacarás este barco? —He pensado que Estranges podría hacernos
los planos. No le pido un superdestructor de 30 nudos de velocidad. No, un carguero
pequeño conviene mejor a nuestra empresa. Estamos cerca del mar. Por otra parte,
hemos seguido el Dordoña desde un punto situado a doscientos kilómetros de Cobalt-City
hasta su desembocadura. Es perfectamente navegable. Cada vez que pude verificar una
sonda encontré más de diez metros. El mar parece tranquilo. A fin de cuentas, no sería
más que un viaje de setecientos kilómetros escasos por mar y doscientos cincuenta por el
río.
—¿Y cómo marchará este barco? —preguntó mi tío.
—Con un gran Diesel de la fábrica o una máquina de vapor. ¡Si tuviésemos material de
sondeo para ver si el petróleo es profundo!
—Esto lo tenemos —dijo Estranges—. Todo el que haga falta, El material que se
empleó en los sondeos de la segunda presa que debía construirse quedó depositado en
la fábrica. Cuando se produjo el cataclismo, acababa de recibir una carta advirtiéndome
que vendrían a llevárselo.
—¡Esto tiene más gracia que lo del Robinsón suizo! ¿Hasta qué profundidad se puede
llegar con vuestras máquinas?
—Llegaron hasta 600 ó 700 metros.
—¡Caramba! ¡Esto es mucho para una presa!
—Tengo la impresión de que la compañía que los efectuó buscaba algo más. En fin, no
podemos quejarnos. Además, tengo entre los obreros a tres hombres que, en otro tiempo,
trabajaron en los petróleos de Aquitania.
—Mejor que mejor. A partir de mañana todos al trabajo. ¿Todo el mundo está de
acuerdo en que abandonemos este lugar?
—Solicito una votación —dijo María Presles—. Comprendo que es difícil permanecer
aquí, pero ir a un país con esta gente... —Designó el Sswis, que escuchaba silencioso.
—Me imagino que podremos entendernos con ellos —intervino Miguel—. Pero es mejor
que votemos.
El resultado del escrutinio fue de dos votos en contra —María Presles y el maestro— y
cinco votos a favor.
—Sabe usted, tío, no le garantizo que podamos trasladar el Observatorio —dijo—. Al
menos inmediatamente.
—Lo sé, lo sé. Pero si nos quedamos aquí vamos a perecer todos.
I - EL ÉXODO
Unos días después partí en el "tanque", seguido por tres camiones cargados de
material. Otro llevaba el carburante que tenía que accionar el motor de la perforadora.
Nos pusimos inmediatamente al trabajo. Como había imaginado, la bolsa de petróleo no
era muy profunda; la encontramos a 83 metros. Llenamos, no sin dificultad, un camión
cisterna. En el pueblo se había instalado una rudimentaria refinería, que nos proporcionó
un combustible de suficiente calidad. Permanecí ausente dos meses y medio. Vzlik, que
había venido conmigo, hacía grandes progresos de francés, y yo hablaba con él como con
un compatriota. Como explorador, me fue muy útil. Su resistencia era extraordinaria, y a
toda marcha sobrepasada los 90 km. por hora. Todas las noches me ponía en contacto
con el Consejo por radio. Los planos del barco estaban terminados e iniciada la ejecución
de las piezas. En el pueblo llevaban una vida de infierno. Las incursiones de hidras eran
continuas, difíciles de rechazar, y perdimos diecisiete hombres y una gran cantidad de
ganado. Asimismo, teníamos noticias y cartas por medio de los conductores de los
camiones-cisternas, los cuales maldecían todas las veces que era menester regresar a la
zona terrestre.
Al cabo de un tiempo volví al pueblo con Vzlik, dejando la explotación bajo la dirección
de un contramaestre. Muchas cosas habían cambiado durante mi ausencia. En los
campos de labranza, como una orla, se habían construido refugios ligeros, pero sólidos,
con el fin de llevar a término las faenas de la cosecha, sin demasiado riesgo. La fábrica
producía grandes cantidades de raíles. No eran laminados— no teníamos laminadores de
raíles—, sino moldeados. Eran algo primarios, pero bastaban. Una nueva vía conducía
hasta la costa. Allí se alzaba el astillero naval. La quilla del navío estaba ya en su lugar.
Tendría 47 metros de largo por 8 de ancho. Estranges opinaba que podría marchar a 7 u 8
nudos. Cerca se habían construido los depósitos de carburante; por el momento teníamos
40.000 litros. En medio de una actividad febril, pasaron ocho meses. La botadura,
terminado el casco del navío, tuvo lugar en buenas condiciones. Hubo que terminar las
instalaciones interiores y construir un dique de carga. Realizamos las primeras pruebas
cuando tocaba a su término el segundo año de nuestra estancia en Telus. Se sostenía
bien, pero marchaba con lentitud, pues no pasaba de los seis nudos de velocidad de
crucero.
Miguel y Breffort realizaron una rápida incursión a la región del cobalto, llevándose
semillas de plantas gramíneas terrestres, con el fin de que nuestro ganado, al llegar,
encontrase pastos convenientes. Se llevaron también a Vzlik, encargado de negociar con
su tribu. Debía aguardarnos en la confluencia del Dron y del Dordoña. Antes de partir nos
hizo una interesante revelación: un río profundo, aunque estrecho, que se unía al Dron,
pasaba a treinta kilómetros escasos del emplazamiento que habíamos escogido. Miguel
comprobó que era navegable hasta cincuenta kilómetros del mismo.
Construimos también una barcaza remolcable. Veintinueve meses terrestres, después
de nuestra llegada, el primer convoy tomó la ruta del Sur. El barco transportaba a setenta
y cinco hombres, armas, útiles, placas de aluminio, acero y raíles. Yo lo dirigí, ayudado
por Miguel y Martina. La barcaza llevaba una locomotora, una grúa desmontable y
carburante. Navegamos con prudencia, y la mayor parte del tiempo con la sonda. A veces
hubo que alejarse de la costa. El mar estaba en calma.
Preferentemente, me colocaba en la proa o sobre el puente. El agua era muy verde.
Alrededor del barco navegaban formas imprecisas. No estaba tranquilo, ignorando qué
clase de monstruos podía ocultar este océano. El Conquistador —así se llamaba nuestro
barco— estaba armado con una ametralladora de 20 mm. y otra de 7 mm. Pero me sentí
aliviado cuando penetramos en el estuario del Dordoña.
Remontamos el río a pequeña velocidad. Buena la hicimos. A pesar de la débil
corriente, nos quedamos estancados por dos veces en el estuario, con marea baja, por
suerte. Con excepción de Miguel, Martina y yo mismo, ningún miembro de la tripulación
conocía otra fauna teluriana que las hidras. Su admiración no tenía límites. Una noche, un
tigrosauro consiguió saltar sobre el puente desde la orilla, hiriendo a dos hombres, antes
de ser derribado por una ráfaga de ametralladora. Cuando llegamos a unos kilómetros de
la confluencia del Dron, de las hierbas secas de la orilla salieron dos Sswis a toda
velocidad. Minutos más tarde se elevaron tres columnas de humo; era la señal convenida
con Vzlik.
Nos aguardaba solo en el extremo de la lengua de tierra. Cien metros atrás estaban,
formando un grupo triangular, unos cincuenta Sswis de su raza.
—Salud —dijo con su voz silbante.
—Salud, Vzlik —respondí.
El Conquistador se inmovilizó, sin lanzar anclas de todas maneras, pues una traición
siempre era posible.
—Sube a bordo —continué.
Se lanzó al agua y trepó por la escalerilla de cuerdas.
En aquel momento, el mecánico lanzó un vistazo por el ojo de buey de la sala de
máquinas.
—Entonces, ¿es con estos ciudadanos que vamos a vivir? —dijo.
Vzlik se volvió y repuso:
—Ya verás como no son malos.
Me sería imposible describir el estupor que se pintó en la cara del mecánico.
—¡Cuernos!, ¡pero si habla francés!
Su admiración me sorprendió. Después recordé que la mayor parte de los habitantes
del pueblo solamente habían entrevisto al Sswis, quien durante su estancia estuvo
conmigo casi siempre de expedición.
Miguel y Martina nos alcanzaron.
—Y bien, Vzlik —dijo ella—, ¿cuál es la respuesta a nuestras proposiciones?
—Hemos escogido la paz. Os cedemos en plena propiedad el Monte-Señal, que
nosotros llamamos Nssa, y el territorio comprendido entre el Vecera, el Dordoña y el Dron,
hasta los Montes Desconocidos, a los que llamamos Bsser, salvo el derecho de paso
permanente para nosotros. En contrapartida, vosotros debéis comprometeros a
suministrarnos hierro, en cantidad suficiente para nuestras armas, y a prestarnos ayuda
contra los Sswis negros —los "Sslwips"—, los tigrosauros y los Goliats. Disfrutaréis de
derecho de paso sobre nuestro territorio, como asimismo para perforarlo; en cambio os
será prohibida la caza, a no mediar acuerdo con el Consejo de las tribus.
—Aceptamos —dije—. En cuando al hierro, necesitaremos tiempo para fabricarlo.
—Lo sabemos. He explicado a los Sswis cómo lo explotáis. El Consejo de los jefes
quisiera veros.
—De acuerdo, vamos.
Se botó al agua un piraucho. Yo bajé con Miguel y Vzlik. Martina se quedó sobre el
puente, y, discretamente, se acercó a la ametralladora.
—Be quiet but careful (permanece tranquila, pero alerta) —le dije en mal inglés, para
que Vzlik no pudiera enterarse.
Con cuatro golpes de remo llegamos a la orilla. Doce Sswis se habían adelantado, y
nos observaban Para nuestros ojos terrestres se parecían extraordinariamente, y si Vzlik
se hubiese mezclado entre ellos hubiésemos sido incapaces de reconocerlo. Después nos
hemos habituado a su aspecto, y ahora les distinguimos con facilidad, aunque, a decir
verdad, son mucho menos diferentes entre sí que nosotros.
Vzlik, en cuatro palabras, les comunicó nuestra aceptación de sus condiciones.
Contestaron, dándonos la bienvenida, en términos concisos, muy distintos del florido
lenguaje que las novelas de aventuras de mi infancia atribuían a los salvajes terrestres.
Entonces entregué a cada uno, en prenda de amistad, un excelente cuchillo de acero,
semejante al que Vzlik poseía. Sus palabras de agradecimiento demostraron que el regalo
les había gustado, pero su rostro permaneció impasible.
Volvimos al barco con Vzlik, y lentamente comenzamos a remontar la corriente.
Llegamos a la gran curva del Isla —así había bautizado al nuevo río—, más allá del cual
la navegación no es posible, por la existencia de rápidas corrientes. Era una gran
extensión de agua, de una anchura superior a los doscientos metros. En la orilla norte se
abría una pequeña rada, como un puerto. Decidí efectuar allí el desembarco.
Al caer la noche lanzamos el ancla. Dedicamos la jornada del día siguiente a derribar
árboles, destinados a la construcción de un desembarcadero. Se terminó ocho días
después. Instalamos los raíles y se inició la delicada maniobra de colocación de la grúa.
Aunque estaba desmontada, era muy pesada. Al filo del mediodía nos sobrevino un
trágico accidente: un joven obrero de veinticinco años, León Bellieres, fue aplastado por
un andamio. Como teníamos prisa, lo enterramos en seguida. Y el puerto, en su memoria,
se llamó "Puerto León".
Montada la grúa, el trabajo fue más fácil. Penosamente, desembarcamos la pequeña
locomotora y los tres vagones. Lo demás fue muy sencillo.
El Conquistador retornó bajo el mando de Miguel. Quedamos allí sesenta, y
comenzamos la edificación de un fortín de madera para estar al abrigo de los trigosauros,
como también de una posible traición de los Sswis. Una emisora de radio nos mantenía
en contacto con el Consejo. Después edificamos unos almacenes, recubiertos con placa
de duraluminio. Allí abarrotamos todo el material que habíamos llevado. Entre tanto un
equipo había comenzado los trabajos de la vía férrea, de cincuenta kilómetros de longitud,
que debía conducir a Cobalt-City.
Estábamos en el kilómetro 4, y habíamos empleando ya toda la reserva de raíles,
cuando llegó el Conquistador con un nuevo cargamento, veintitrés días más tarde.
Transportaba grandes cantidades de carburante, raíles, provisiones y una pequeña
excavadora. Llevaba cincuenta hombres de refuerzo. Al tercer viaje desembarcaron las
primeras mujeres con los niños. En el pueblo la situación había mejorado un poco, pero
las hidras continuaban apareciendo todos los días. En viajes siguientes nos mandaron
ganado bovino y lanar, a los que encerramos en un terreno vallado, sembrado de hierbas
terrestres. Todas las noches los conducíamos dentro del fortín, pues merodeaban los
tigrosauros, y antes de que perdieran la afición a visitarnos hubo que matar a cinco o seis.
Conforme iba llegando la gente se construían nuevas cabañas. Cada familia disponía
de dos habitaciones, durmiendo en común los solteros, que por cierto disminuían
notablemente. Puerto-León iba tomando el aspecto de una población al estilo del Oeste
americano, sin los "saloons" y los revólveres. La moral había aumentado: todos estaban
contentos de haberse librado de la amenaza de las hidras. La vía férrea se iba
prolongando. Alcanzó el kilómetro 20, después el 30 y el 40. En la extremidad del tendido,
un pequeño pueblo interino se iba desplegando. Y llegó al valle, donde debía edificarse
nuestra capital. En el pueblo "terrestre" no quedaban más que cincuenta hombres,
encargados de desmontar la fábrica, bajo la dirección de los ingenieros. Mi tío y Menard
estaban decididos a permanecer hasta el último barco: por el momento no había forma de
desmontar el Observatorio. Quedaría cerrado con el mayor cuidado, en espera de que
nuestros medios fueran más potentes. De todas maneras, debían seguirnos una lente de
50 cm. y un telescopio de 1 m. 80 cm. Transportar el gran reflector de 5,50 metros estaba
por encima de nuestras fuerzas.
Guardo un recuerdo delicioso de este primer establecimiento. Nuestras casas, mitad
obra mitad duraluminio, se desparramaban en desorden por las laderas del valle.
Abundaban los animales, pero no había allí ni tigrosauros ni Goliats. Las formas que
veíamos todos los días eran herbívoras o pequeñas fieras, análogas a nuestras zorras o
nuestros gatos. Entre paréntesis, los gatos terrestres se multiplicaron, y nos fueron muy
útiles, destruyendo a los pequeños roedores que amenazaban nuestras cosechas.
Un acantilado calcáreo nos suministró cemento. En primer lugar, construimos la fábrica
metalúrgica, a trescientos metros de la mina de hulla. A medida que iban llegando las
máquinas fueron colocadas en su lugar.
En la época en que la fábrica comenzó a funcionar, me casé con Martina. Fue una
ceremonia muy sencilla. No tuvimos el honor de ser la primera pareja que se casara en
Telus, Beltaire e Ida lo habían hecho en Cobalt dos meses antes que nosotros. Pero como
se trataba, según la expresión de Vzlik, de "un matrimonio de jefes", los Sswis mandaron
una delegación cargada de regalos. Como Vzlik les había explicado que yo apreciaba las
piedras de una manera especial, me trajeron todo un montón, y entre ellas unos cristales
variados y muy bellos y excelente mineral de cobre. Este último me interesó
particularmente, por lo que pregunté el lugar en que había sido encontrado. Provenía de
las colinas situadas al Sudeste del Monte Tenebroso, donde abundaba.
Hacía tiempo que deseaba visitar la tribu de Vzlik, por lo que aproveché Ja ocasión y
partimos en "viaje de bodas" en el camión blindado. Volví a pasar por el puente que
habíamos tendido sobre el Vecera, y que los Sswis habían respetado y utilizaban. Por la
noche llegamos a las cavernas. Se abrían sobre un alto acantilado, orientado hacia el
Oeste, sobre el pico de una pendiente abrupta. Abajo corría un pequeño riachuelo. Los
Sswis, avisados por Vzlik, nos aguardaban. Fuimos conducidos a la presencia del jefe, un
Sswis muy viejo, cuya piel descolorida era de un gris verdoso. Estaba recostado sobre
una gruesa litera de hierbas secas, en una gruta cuyas paredes estaban cubiertas de
notables pinturas, que representaban Goliats o tigrosauros atravesados por flechas.
Parecían haber sido utilizadas para ritos mágicos. Tuvimos la satisfacción de vernos
representados con el camión, en forma bastante parecida; pero en este caso las flechas
rituales habían sido cuidadosamente borradas. Quedé sorprendido por la limpieza de
estas residencias troglodíticas. Las aberturas estaban casi enteramente cerradas por
pieles tendidas sobre marcos de madera. Lámparas de aceite, un aceite vegetal,
iluminaban las grutas.
—Su civilización es notablemente humana —dijo Martina.
—Sí. Tengo la impresión de que entre sus formas de vida y las de nuestros
antepasados paleolíticos no debe existir otra diferencia que la de su limpieza.
El viejo Sliouk —tal era el nombre del jefe— se levantó al vernos. Nos dio la
bienvenida, por medio de Vzlik. Detrás suyo, contra la pared rocosa, estaban sus armas:
un gran arco, flechas, venablos. Salvo un gran collar de piedras relucientes, iba
completamente desnudo. Yo le entregué un cuchillo, unas puntas de flecha de acero y un
espejo. Quedó fascinado por este último, y durante la comida que siguió —entonces ya
sabíamos que podíamos comer la carne teluriana— no cesó de manipularlo. Su hija
estaba presente. Los Sswis son muy corteses con sus mujeres, y para un pueblo primitivo
las tratan muy bien. Son más pequeñas que los machos, regordetas y de piel más clara.
Tuve la impresión de que Vzlik y Ssonai se entendían muy bien, lo cual me alegró, pues si
Vzlik, a la muerto de su suegro, llegaba a ser jefe de la tribu, nuestra posición resultaría
reforzada.
Permanecimos ocho días con ellos. Tuve largas conversaciones con Vzlik, y le
pregunté muchas cosas que hasta aquel momento ignoraba. Pude así hacerme una idea
de su organización social. Los Sswis son monóganos, contrariamente a sus enemigos, los
Sswis negros o Slwips. La tribu comprendía cuatro clanes, cada uno de ellos gobernado
por un jefe secundario, que no se unían estrechamente más que en tiempos de guerra o
caza. La tribu cuenta con ocho mil individuos, comprendidas las "mujeres" y los niños. En
un grado más elevado, once de estas tribus estaban confederadas, pero su solidaridad
estaba en función de una amenaza grave. Además de la caza, los Sswis tienen como
recursos alimenticios un cereal que "cultivan", si es que puede emplearse esta palabra
para designar un trabajo consistente en sembrar y cosechar dos veces por año. Conocen
el arte de ahumar la carne, con lo cual pueden hacer provisiones.
Los Sswis están rodeados, excepto por el Norte, por sus enemigos negros. Otras de
estas tribus viven más lejos hacia el Sur, donde la leyenda sitúa su origen.
Son ovíparos. Las hembras ponen dos huevos por año, del tamaño de un huevo de
avestruz terrestre. Los hijos aparecen después de treinta días de incubación y son
capaces de alimentarse inmediatamente. Los lazos familiares son muy relativos a partir
del segundo grado de parentesco. Los Sswis viven bastante tiempo, entre 90 y 110 años
terrestres, cuando no mueren en combate, lo cual no es frecuente. Generalmente son de
una bravura extraordinaria y muy agresivos. Respetuosos de las alianzas, matan al
enemigo por este solo hecho. El robo dentro de la tribu es desconocido. ¡Fuera, es otro
asunto! Casi todos poseen una inteligencia semejante a la de los hombres y están bien
dotados para el progreso.
Me doy cuenta de que estoy divagando al hablaros de cosas que todos conocéis. Ya
que hoy muchos de ellos se han mezclado en nuestra vida, ¡hasta el extremo de trabajar
como obreros o matemáticos!
A la vuelta, en lugar de regresar directamente, pasamos por Puerto-León. El
Conquistador acababa de llegar de su último viaje, cargado de tejas, ladrillos, y con el
telescopio de 1,80 m. Nos traía también a mi tío y a Menard.
II - EL AVIÓN
Pasó más de un año, según la medida terrestre. Desde nuestra llegada a Telus habían
ya transcurrido cuatro de nuestros antiguos años. Según los cálculos de Menard, esto
correspondía a tres años telurianos. Cobalt-City tomaba forma. Era ya una animada
población de más de 2.000 habitantes, con su central eléctrica, su fundición, su fábrica
metalúrgica, rodeada de campos de labranza, donde crecían el trigo y el Skin, el cereal
Sswis. Poseía un pequeño hospital, donde Massacre formaba a sus alumnos, una escuela
e incluso un embrión de Universidad, en la que yo, por mi parte, enseñaba cinco horas
semanales. El ganado pacía por las vecinas colinas, en las que la vegetación terrestre
aumentaba de día en día entre las hierbas telurianas. Las minas de carbón, de hierro y
otros metales eran explotadas de acuerdo con nuestras necesidades. Una vía férrea nos
comunicaba con el caserío de Alumina, a 55 kilómetros al Norte, donde cuarenta hombres
formaban el personal de la mina de tauxita. Puerto-León agrupaba a 600 habitantes.
Animado por mis proyectos de exploración, mandé instalar un astillero naval, que estaba
terminando un navío más rápido que el Conquistador. El primer esfuerzo de los ingenieros
había sido para fabricar utilaje con el material de base que poseíamos.
Cada tres semanas partían hacia los pozos de petróleo dos camiones cisternas por una
autopista de 700 kilómetros. El yacimiento se agotaba rápidamente y llegaba el momento
de hacer regresar a los, sesenta hombres que permanecían allí. Teníamos decenas de
millares de litros de combustible en reserva y ya había encontrado otros puntos
petrolíferos a 100 kilómetros tan sólo.
En resumen, si de vez en cuando no hubiéramos encontrado a los Sswis, que se
paseaban por nuestras calles, y sin los dos soles y las tres lunas, hubiéramos podido
afirmar que estábamos de regreso en la Tierra. Fue entonces cuando aconteció el hecho
más importante de nuestra historia después de la proyección sobre Telus.
Yo me había acostado tarde, aclarando mis notas y dibujando rudimentarios planos
geológicos en mi gabinete de trabajo, que ocupaba la planta baja de nuestra pequeña
casa. Antes de subir a dormir fui hasta el aparato de radio y llamé al contramaestre de
guardia de los pozos de petróleo para darle instrucciones. Después olvidé cerrar el
receptor. Martina me despertó al cabo de media hora.
—¡Escucha, están hablando abajo!
—Debe ser fuera.
Fui hasta la ventana y la abrí. Todo estaba obscuro y la calle desierta. El pueblo dormía
y todas las luces estaban apagadas. Solamente el faro de la torre de guardia barría el
espacio, iluminando las casas.
—¡Has debido soñar! —dije, y me acosté de nuevo.
—¡Se oye otra vez!
Puse atención, y, en efecto, pude oír vagamente unas voces. Luego, por un hábito
terrestre:
—Debí dejar la radio abierta —dije medio dormido. E inmediatamente—: ¡Santo cielo!
¿Quién puede hablar a estas horas?
Bajé de un salto. El receptor, encendido, estaba mudo. Por la ventana veía la noche,
claveteada de estrellas. Las luces se habían ocultado. De súbito saltó una voz del
aparato:
—"Here is W. A. calling New-Washington... Here is W. A. calling New-Washington..."
(Aquí W. A. llamando a New-Washington.) Hubo un silencio. "Here is W. A...."
El sonido era muy claro. La estación emisora debía estar muy próxima.
—¡Escucha!—dijo de nuevo Martina. Yo estaba inmóvil, casi sin respiración. Se oía un
ligero ronquido de motor.
—¿Un avión?
Me precipité hacia la ventana. Un punto luminoso se desplazaba por las estrellas. Volví
al aparato de radio, maniobré febrilmente con las manecillas, buscando la longitud de
onda receptiva del avión.
—"W. A. Who are you?" —dije en mi pobre inglés. Al fin encontré la longitud de onda
correcta.
—"W. A. Who are you? Here New-France!" (W. A. W. A. ¿Quiénes sois? Aquí Nueva
Francia.)
Pude oír una exclamación ahogada, y una voz me respondió, en un francés excelente:
—Aquí W. A., avión americano. ¿Dónde estáis?
—Debajo de vosotros. Enciendo una lámpara exterior.
El avión nos sobrevolaba.
—Veo vuestra luz. Nos es imposible aterrizar de noche. Volveremos más tarde.
¿Cuántos sois?
—Unos cuatro mil. Todos franceses. ¿Y vosotros?
—En el avión, siete. En New-Washington, once mil, americanos, franceses
canadienses y noruegos. Conservad vuestra longitud de onda. Volveremos a llamaros.
—¿Cuándo despegasteis?
—Hace diez horas. Estamos explorando. Por la mañana volveremos. Ahora vamos
hacia el Sur. Cesad las llamadas, pero situad a un hombre de guardia a la escucha.
Vamos a llamar a New Washington. Estamos muy contentos de saber que no estamos
solos. Hasta pronto...
Después repitió la sintonía: Here is W. A. Siguió una larga conversación, que apenas
comprendí. Anunciaban nuestro descubrimiento.
No pudimos aguantarnos. Fuimos a despertar a mi hermano, que habitaba, con Luis y
Breffort, una casa a cien metros de la nuestra, y después a mi tío, Miguel, Menard y todos
los dirigentes. Finalmente la efervescencia cundió en todas partes, y la noticia por teléfono
llegó a Puerto-León, con la orden de activar la construcción del Temerario. Al fin
amaneció. Hicimos los preparativos para recibir dignamente a los aviadores. Balizamos un
vasto prado, de duro suelo, con una flecha blanca indicando la dirección del viento.
Después volví a la emisora. Martina había cuidado de la vigilancia.
—¿Nada?
—Nada.
—¡No obstante, no lo hemos soñado! Aguardamos durante dos horas, rodeados de una
multitud que se apretujaba sobre mi mesa de trabajo, mueble "tabú", de tal forma que
incluso Martina habitualmente no la tocaba. En el Ayuntamiento, donde había la otra radio,
el mismo espectáculo. De repente:
—¡W. A. llama a Nueva Francia! ¡W. A. llama a Nueva Francia!
—Aquí Nueva Francia, escucho...
—Estamos volando por encima de tierra ecuatorial. Dos de los cuatro motores nos
fallan. No podemos volver. Nos es imposible comunicar con New-Washington. Os oímos
muy mal. Para el caso de que perezcamos, he aquí la posición de New-Washington con
relación a la vuestra: Latitud 41°, 32, Norte. Longitud 62°, 12, Oeste.
—¿Y vuestra posición actual?
—Con relación a la vuestra, unos 8 grados latitud Norte y 12 grados de longitud.
—¿Estáis armados?
—Sí. Ametralladoras de a bordo y fusiles.
—Probad de aterrizar. Venimos en vuestro socorro. Para llegar hasta allí tardaremos —
calculé rápidamente— unos veinte o veinticinco días. Unos animales que se parecen a los
rinocerontes son comestibles. ¡No comáis frutos sin conocerlos!
—Racionándolos, tenemos víveres para treinta días. Vamos a aterrizar, nos falla otro
motor.
—¡Desconfiad de las hidras si las veis! ¡No dejéis que se acerquen!
—¿Qué son las hidras?
—Una especie de pulpos volantes. Los reconoceréis fácilmente. ¡Disparad en seguida!
—Entendido. Descendemos hacia la llanura, entre unas montañas muy altas y el mar.
¡Hasta pronto!...
La voz calló. Aguardamos, angustiados. A más de seis kilómetros de distancia, siete
hombres luchaban por su vida. Nuestra espera duró una hora; después la voz continuó:
—Lo hemos conseguido. El avión ha quedado parcialmente destruido, pero todos
estamos a salvo. Desgraciadamente nos vimos obligados a vaciar casi todo el
combustible y nuestros acumuladores están poco cargados. Aunque muy
espaciadamente, emitiremos para orientaros.
—Ya os advertiremos al marchar. Radiaremos cada veinticuatro horas terrestres. Aquí,
ahora, son las 9 h. 37. ¡Animo y hasta pronto!
Me fui inmediatamente hacia Puerto-León. El Temerario realizó las primeras pruebas
aquel mismo día. Era un barco de pequeñas dimensiones, de 48 metros de largo por 5 de
ancho, que desplazaba unas 140 toneladas. Dos Dieseis de la antigua fábrica, muy
potentes, le permitían una velocidad máxima de 25 nudos. A 12 nudos podía recorrer más
de 10.000 millas. Teniendo en cuenta nuestros limitados medios, era una obra maestra.
Estaba armado con una ametralladora de 20 mm. y, dado que las municiones eran
relativamente escasas, con una artillería de lanzagranadas. Estas armas habían sido
perfeccionadas desde los tiempos heroicos de la batalla de las hidras. A proa y a popa,
cuatro tubos pareados lanzaban hasta cinco kilómetros, con una precisión aceptable,
proyectiles de 12 kilos. A babor y a estribor, cañones de menor calibre alcanzaban hasta
siete kilómetros.
Verificados con rapidez los ensayos —ida y vuelta hasta la desembocadura del
Dordoña— mandé embarcar víveres y municiones. Partimos al día siguiente. La
tripulación se componía de doce hombres. Miguel como navegante y Birón de mecánico.
De entre aquéllos, cinco habían pertenecido a la marina. Por mi parte, yo había cruzado el
Mediterráneo tres veces con un pequeño velero de un amigo mío y tenía algunas
rudimentarias nociones de navegación. Llevábamos una camioneta equipada —una
reducción de nuestro camión-tanque— y una emisora de radio.
A pequeña velocidad, descendimos por el río. Al salir del estuario lancé una llamada.
Del avión respondieron brevemente. En aquel momento el Temario comenzó a bailar;
acabábamos de entrar en el océano.
Al cabo de una milla ordené poner proa al Sur. La costa era plana y poblada. Según los
pocos Sswis que consiguieron regresar del territorio enemigo, se trataba de una inmensa
llanura que se extendía hacia el interior, hasta una elevada cadena de montañas invisibles
desde el mar.
Yo estaba en el puente con Miguel. El barco marchaba a 12 nudos, los motores
rodaban con plenitud, el mar estaba tranquilo. Como no tenía otra cosa en que ocuparme,
saqué un poco de agua de mar y la analicé en el pequeño laboratorio. Era muy rica en
cloruros. Reduciendo momentáneamente la marcha, dispusimos una chalupa, de grosera
factura, al remolque. Capturó toda una fauna, de la cual ciertos elementos recordaban a
los peces terrestres y en cambio otros eran completamente distintos.
Aquella noche el sol se ocultó con una demostración de púrpuras. A causa del mayor
espesor de la atmósfera de Telus, las puestas de sol son más coloridas que en la Tierra,
aunque Helios sea más azulado que nuestro viejo sol. Llegada la noche, nos pusimos a
seis nudos de velocidad, a pesar de un brillante claro de luna. No me interesaba
desvencijar al Temerario contra un escollo desconocido. Cuando amaneció, habíamos
recorrido 450 kilómetros. Al Este, la costa continuaba siendo llana. Hacia el mediodía, nos
encontramos ante un inextricable dédalo de islotes y de bancos de arena, y antes de
aventurarnos en pasajes inciertos ordené la marcha mar adentro y perdimos la tierra de
vista. Establecimos un turno de mando: yo tomé el primero, Miguel el segundo y nuestro
jefe de tripulación, montañero de origen, pero que había servido quince años en la flota, el
tercero.
Cuatro días después, sin haber desviado la proa del Sur, avistamos tierra, que de no
tratarse de una isla, se flexionaba hacia el Sudoeste. Nos encontrábamos a los 32° de
latitud Norte. La temperatura era cálida, pero soportable. Por la noche del propio día
vimos a lo lejos una forma enorme y negra recreándose en el agua. Como precaución,
mandé cargar las armas y dispuse a los hombres para hacer fuego, pero se alejó sin
inquietarnos. Me puse en comunicación con Cobalt-City, y supe que, a pesar de todos sus
esfuerzos, no habían conseguido ponerse al habla con New-Washington.
Nos alejamos nuevamente de la costa. Una mañana, cuando iba a dar orden de virar
hacia el Este, el vigía señaló una costa al frente. Decidí practicar un reconocimiento.
Avanzando con la sonda, llegamos a doscientos metros de una playa desolada. La
posición verificada por Miguel fue de 19° 3' 44" latitud Norte y 28° 22' longitud Oeste con
referencia a Cobalt-City. Parecía tratarse del cabo de una isla. Abandonando el anterior
proyecto de desembarcar, pusimos rumbo al Sudeste. Un mensaje lanzado al avión
quedó, al principio, sin respuesta. Dos horas después nos llamaron ellos mismos y nos
dijeron que acaban de rechazar un ataque de las hidras, que no eran verdes, sino
obscuras y de un tamaño enorme: de doce a quince metros de largo.
Sin más incidentes que un poco de mar gruesa, que el Temerario salvó sin dificultad,
llegamos a la vista del continente sobre el que había caído el avión, continente que, según
decían los aviadores, estaba separado del que comprendía a Cobalt-City por un estrecho.
Para encontrarlo nos fue menester tantear hacia el Norte. Después de haber contorneado
una enorme península, recorrimos la costa por debajo los 10 grados de latitud. La
temperatura era agobiante y tuvimos que ponernos amplios sombreros y regar con
frecuencia el puente metálico. A veces el mar se cubría de una bruma cálida y sofocante,
más penosa aún que la insolación cegadora de Helios.
Finalmente, una noche llegamos a un punto de la costa, que, según nuestros cálculos,
nos dejaba más cerca del avión. Descorazonados, examinamos la orilla. Era un verdadero
laberinto. Los árboles crecían hasta el mar, sobre una playa fangosa, muelle, crujiente de
una vida indistinta, y que desprendía un hedor terrible. Me pregunté con ansiedad cómo lo
haríamos para desembarcar. En segundo plano, lejos, una gigantesca cadena lanzaba
sus picos a más de 15.000 metros.
Escrutamos la costa a la búsqueda de un lugar más hospitalario. Algunos kilómetros
más allá encontramos el estuario de un río, por el que penetramos, a pesar de la violencia
de la corriente. Con la sonda lo remontamos hasta 90 kilómetros. Aquí, unos bancos de
limo nos detuvieron. Todas nuestras armas estaban cargadas y duplicada la vigilancia.
Las orillas, casi siempre encharcadas, alimentaban una vida inmunda, casi protozoica.
Extraños amasijos de jalea viviente, animada de un movimiento amiboide, trepaban por el
limo, coloreados en gris o en verde ácido. El aire estaba saturado de un olor putrefacto, y
el termómetro marcaba ¡48 grados a la sombra! Llegada la noche, toda la orilla se iluminó
de móviles fosforescencias de diversos colores.
Después de mucho buscar, encontramos en la orilla derecha un banco de rocas, que
parecían desnudas, y desprovistas de seres vivientes. Acercamos al Temerario,
maniobrando con las dos hélices. Los cables fueron amarrados con piquetes de hierro,
plantados en el blando esquisto. Fue colocado el puente de madera, que permitió a la
camioneta ganar tierra.
—¿Quién se va? —preguntó Miguel— Tú, yo, ¿y quién más?
—Tú, no. Es menester que alguien capaz de conducir al Temerario se quede aquí.
—Entonces, te toca a ti quedarte. Tú eres el único geólogo; en cambio, hay un montón
de astrónomos.
—El jefe soy yo, y te ordeno que te quedes. Irás en el segundo viaje. Ponte al habla
con el avión. ¿En qué dirección se encuentra y a qué distancia?
—Unos treinta kilómetros al Sudoeste. Cuando supieron que estábamos tan cerca,
gritaron de alegría:
—No teníamos más que dos litros de agua potable y hemos acabado los comprimidos
para esterilizar más.
—Imagino que estaremos aquí antes de dos horas —repuse—. Preparaos. Si tenéis
combustible, encended un fuego. El humo nos guiará.
Me senté al volante. Andrés Etienne, un marinero, se ocupó de la torre armada con dos
lanzagranadas. Un poco emocionado, abracé a Miguel, saludé a los demás y partimos.
Dejé la dirección técnica en manos de Jeans y sus oficiales, reservando para mí y para
Miguel el mando general. Envié un mensaje a Cobalt. Después, aconsejado por Wilkins,
intenté comunicar con New-Washington. Con gran sorpresa de mi parte, lo conseguí.
Jeans les explicó sucintamente lo ocurrido, y nos transmitió el agradecimiento de su
gobierno y una invitación.
—Sintiéndolo mucho, no puedo aceptar de momento —respondí—. No tenemos
bastante carburante para recorrer los 10.000 kilómetros que nos separan de New-
Washington. Primero pasaremos por Cobalt-City.
—¿Cómo es que vosotros, franceses, habéis bautizado así vuestra ciudad? —inquirió
O'Hara.
—Pues, porque es idéntica a uno de los pueblos de vuestro "Far-West" por allá el 1880.
¡Al menos tal como nosotros lo imaginamos!
Apenas dejamos el río nos dirigimos hacia el Nordeste. Soplaba un fuerte viento, y el
Temerario, con gran malestar de algunos estómagos, danzaba notablemente. Estuvimos
hablando, medio en francés, medio en inglés. Cuando nos faltaba una palabra, Biraben
hacía de intérprete. Nuestro primer día en el mar pasó sin incidentes. Por la noche,
aunque el mar se había calmado, aminoramos la marcha. Me fui a dormir, dejando a
Smith en el puente. Un cambio de oscilación del Temerario me despertó. Escuché, con la
sensación de que ocurría algo anormal. Inmediatamente lo comprendí: los motores se
habían parado. Me vestí a toda prisa y subí al puente. Pregunté a un hombre de servicio:
—¿Qué pasa?
—No lo sé, señor, acabamos de parar.
—¿Dónde está el comandante americano?
—A popa, con el ingeniero. Miguel sacó la cabeza por un tragaluz.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué hemos parado?
—No lo sé. Ven conmigo.
—Voy.
Al decir esto se produjo como una tromba de agua contra el casco; después una
sacudida hizo vacilar el barco. Oí un sonoro Damn it! (¡Maldición!), después una
exclamación de sorpresa y un grito, un grito terrible:
—¡Todo el mundo dentro!
Smith me cayó encima, proyectándose sobre el callejón. Wilkins se zambulló
literalmente en el interior. Smith sacó la cabeza sobre el puente, comprobó que estaba
desierto y cerró la puerta. A la luz de una lamparilla vi su rostro, lívido, descompuesto. Vi
como la cubierta del puesto de tripulación se cerraba con violencia. Hubo otra sacudida, y
el Temerario dio un bandazo a estribor. Yo tropecé y caí sobre el tabique.
—¿Puede saberse qué ocurre?
Wilkins, al fin, contestó:
—¡Calamares gigantes!
Quedé horrorizado. Desde mi primera infancia, cuando leía Veinte mil leguas de viaje
submarino, estaba atemorizado por estos animales. Conseguí articular:
—Come with me (¡Ven conmigo!) Temblándonos las piernas subimos la escalerilla, que
conducía a la cubierta. Lancé una ojeada a través de las claraboyas: el puente estaba
desierto y relucía bajo las lunas. En la extremidad delantera, una especie de cable grueso
oscilaba detrás del afuste de los lanzagranadas. A diez metros a babor, emergió, por un
instante, una masa de un mar de tinta; después aquello fue un volteo de brazos, recortado
por la luz lunar. Calculé la longitud de aquellos brazos en veinte metros. Miguel se unió al
grupo y después los demás americanos. Smith explicó el incidente. Cuando las dos
hélices se detuvieron a la vez, estaba a popa con Wikins, y vio a dos ojos enormes que
relucían débilmente. El animal les lanzó un tentáculo. Fue entonces cuando oímos el grito.
Intentamos poner de nuevo en marcha el motor. Así lo hicimos, las hélices batieron el
agua, el Temerario vibró y avanzó unos metros. Después los motores se calaron con una
serie de sacudidas.
—Esperaremos el día —aconsejó Wilkins. La espera resultó larga. Al amanecer
pudimos comprobar la extensión del peligro. Como mínimo estábamos rodeados de veinte
monstruos. No se trataba de calamares, aunque a primera vista pudieran parecerlo.
Tenían un cuerpo fusiforme, agudo por la parte trasera, sin aletas, de diez o doce metros
de largo por dos o tres de diámetro. De la parte delantera partían seis brazos enormes de
unos veinte metros de largo y cincuenta centímetros de diámetro. Estaban dotados de
garras relucientes, aceradas, y terminaban en punta de lanza. Los ojos, igualmente en
número de seis, se encontraban en la base de los tentáculos.
—Aparentemente son primos hermanos de las hidras —dije.
—Por el momento, muchacho, me importa un comino —replicó Miguel—. Si se echan
encima del Temerario...
—¡Soy idiota! ¡Cómo no habré puesto lanzagranadas en los torreones!
—Es tarde ya. Pero ¿y si pasáramos una de las ametralladoras del avión por un ojo de
buey? Sería necesario, también, esconder las hélices. ¡Si salimos de ésta!...
Grité a la tripulación.
—Llevad una ametralladora y cintas de munición. Sobre todo, no paséis por el puente.
—¡Atención! —gritó Miguel. Un monstruo se acercaba con gran revuelo de tentáculos.
Con uno de ellos agarró la valla de estribor y la arrancó.
—Si pudiéramos matar a uno con la ametralladora, quizá los demás se lo comerían.
El tubo acústico de las máquinas susurró:
—Las hélices están libres, señor.
—Bien. Estad atentos. Cuando yo lo ordene marchad adelante, a toda velocidad.
Los marineros subieron una ametralladora. Bajé el cristal e hice penetrar el cañón del
arma. En el momento en que iba a disparar, Miguel me golpeó la espalda.
—Aguarda. Es mejor que lo haga un americano Están habituados a sus armas.
Pasé la ametralladora a Smith, verdadero afuste viviente. Visó minuciosamente un
calamar que se posaba entre dos olas y disparó. El animal dio un verdadero salto fuera
del agua, después se zambulló. En el momento en que Smith se disponía a liquidar a otro,
se desencadenó una tempestad. Una decena de brazos gigantescos despejaron el
puente, arrancando los pasamanos, retorciendo la pequeña grúa y hundiendo la chapa de
protección de la ametralladora pequeña. Se rompió un cristal y penetró un tentáculo por la
toldilla reventando el marco del tragaluz. Se agitó furiosamente. Miguel cayó sobre el
tabique. Wilkins y yo, horrorizados e inmóviles, no pudimos dar un paso. Jeans yacía por
tierra, derribado. El primero en reaccionar fue Smith. Cogió un hacha fijada en el muro y
con un magnífico golpe de carnicero cortó limpiamente el tentáculo. A través de la puerta
entreabierta salté al aparato de radio que lanzaba un S. O. S. antes de que los mástiles
fueran arrancados. El Temerario se inclinó notoriamente, y oí a un marinero que gritaba:
—¡Nos hundimos!
Por el ojo de buey vi el mar agitado de tentáculos. Después llegó el deus est machina
que nos salvó.
A unos doscientos metros emergió una cabeza enorme y chata de más de diez metros,
presidida por una boca inmensa con blancos y acerados dientes. El recién llegado se
precipitó sobre el primer calamar y lo seccionó en dos. Después, él y dos de sus
congéneres que corrieron a flanquearle y los calamares libraron un combate feroz. ¡No
podría asegurar si duró una hora o un minuto! El mar se calmó y no quedó otra cosa que
restos de carne flotando a la deriva. Necesitamos más de diez minutos para darnos
cuenta de que estábamos salvados. Entonces, enfilamos hacia el Norte a toda marcha.
Por la noche avistamos a babor un archipiélago de arrecifes encrespados, como
siluetas en ruinas enderezadas contra el sol poniente. Nos acercamos con precaución. A
escasos cables de distancia, apreciamos entre dos rocas dentadas un bullicio
sospechoso. Instantes después, reconocimos una banda de calamares, y, con el timón a
estribor, y a toda velocidad, los dejamos detrás nuestro.
La noche, muy clara, nos permitió avanzar bastante aprisa. Rozamos un calamar
aislado, medio dormido, que fue fulminado por nuestras granadas. Por la mañana
estábamos ante una isla.
O'Hara subió al puente, llevando el mapa que había dibujado, según las fotografías con
rayos infrarrojos, tomadas desde el avión. Pudimos identificar la isla que teníamos delante
con una tierra muy abrupta orientada Este-Oeste, situada entre el continente ecuatorial de
donde veníamos y el continente boreal. La fotografía, tomada desde mucha altura, no
precisaba detalles, pero se podía distinguir una cadena montañosa y grandes bosques. Al
Sudeste, más allá de un estrecho, se podía observar la punta de otra tierra. Decidimos
alcanzar el extremo Este de la primera isla, el poniente de la segunda y la gran península,
al sur del continente boreal.
Recorrimos la costa Sur de la primera isla. Era rocosa, abrupta e inhospitalaria. Las
montañas no parecían muy elevadas. Al atardecer llegamos al extremo Este y bajamos
anclas en una pequeña bahía.
Al alba roja, el río se dibujó llano y monótono, con algo de vegetación. Cuando Helios
se levantó divisamos con claridad una sabana que moría en el mar por una estrecha playa
de arena blanca. Nos acercamos, e hicimos el feliz descubrimiento de que la playa
terminaba de súbito, de manera que la costa distaba pocos metros de fondos de diez
brazas. Nos fue fácil colocar el puente móvil y desembarcar el coche, en el cual habíamos
substituido el lanzagranadas por una de las ametralladoras del avión, más manejable.
Miguel, Wilkins y Jeans se instalaron en él. No fue sin aprensión que los vi desaparecer
en lo alto de una pendiente. Las hierbas aplastadas trazaban la pista del coche, lo cual,
llegado el case, facilitaría su búsqueda. Con la protección de las armas de a bordo bajé a
tierra y visité los alrededores. Entre las hierbas, puede recoger una docena de especies
distintas de curiosos "insectos" telúricos. Unas pisadas indicaban la presencia de fauna
más voluminosa. Dos horas más tarde, el ronquido de un motor anunció el retorno de la
camioneta. Miguel bajó solo.
—¿Dónde están los demás?
—Se quedaron allí.
—¿Dónde, allí?
—Ven, ya lo verás. Hemos hecho un descubrimiento.
—¿De qué se trata, pues?
—Ya lo verás.
Intrigado pasé el mando a Sinitb, y ocupé un lugar en el coche. La sabana ondulada,
entrecortada de bosques. Cerca de uno de ellos erraba una manada de animales
parecidos a los Goliats, pero sin cuernos. Después de una hora aproximada de camino vi
un dolmen de varios metros de altura, y derecho, encima de él, a Jeans. Miguel se detuvo
al pie. Bajamos, y por el otro lado entramos en un abrigo, debajo de la roca.
—¿Qué piensas de esto? —me preguntó Miguel.
Sobre la pared habían sido grabados una serie de signos; signos que se parecían
curiosamente a los caracteres primitivos. Primero imaginé que se trataba de una broma,
pero la pátina de la piedra me convenció muy pronto de mi error. Quizá habían tres o
cuatrocientos signos.
—Hay más. Ven a verlo.
—Espera, voy a tomar un arma.
Fuimos para allá, ametralladora en mano. A doscientos metros el suelo descendía
hacia un valle silencioso, en cuyo fondo se encontraba un amontonamiento de placas de
metal y vigas torcidas, todo lo cual, sin embargo, había conservado un aspecto general
fusiforme. Wilkins rodaba por entre los destrozos.
—¿Qué es esto? ¿Un avión?
—Quizá sí. ¡Pero no terrestre, esto es seguro!
Me acerqué, me adentré por el embrollo de restos. La chapa descansaba sobre la fina
arena. Era de un metal amarillento, que no reconocí, pero del que Wilkins aseguró que
era una aleación de aluminio.
El ingeniero me dejó curioseando el trasfondo de las placas, y se dirigió hacia la punta
de aquel amasijo. Oímos una exclamación; después nos llamó. El extraño ingenio había
sufrido allí menos desperfectos, conservando su forma de punta de cigarro. En un tabique
intacto había una abertura. Reinaba una semiobscuridad en la cabina troncocónica en que
penetramos, y al principio no pude ver nada más que la silueta imprecisa de mis dos
compañeros. Después, mis ojos se habituaron a la penumbra y distinguí una especie de
tabla de a bordo, con unos signos parecidos a los de la inscripción, unos signos metálicos,
estrechos, unos cables de cobre, rotos y colgantes, y crispada sobre una palanca de
metal blanco, una mano momificada. Enorme, negra, aún musculada a pesar de su
desecamiento, no tenía más que cuatro dedos dotados de garras que debían ser
retráctiles. La muñeca estaba cortada.
Por instinto, nos miramos. ¿Cuánto tiempo haría que esta mano se estaba momificando
en esta isla perdida, en una última maniobra? ¿Quién era aquel ser que había pilotado
aquel ingenio? ¿Provenía de otro planeta del sistema de Helios, de otra estrella, o como
nosotros, había sido desalojado de su propio universo? Preguntas a las que hasta mucho
tiempo después no hallaríamos más que una respuesta incompleta.
Estuvimos escudriñando hasta la noche, entre los restos del aparato. Nuestros
hallazgos fueron mediocres. Algunos objetos de metal, cajas vacías, fragmentos de
instrumentos, un libro de páginas de aluminio, pero por desgracia sin ninguna ilustración,
un martillo de forma muy terrestre. Detrás, donde debieron colocarse los motores, bloques
informes y enmohecidos, y en un espeso tubo de plomo, un fragmento de metal blanco
que analizado en New-Washington resultó ser uranio.
Tomamos fotografías y volvimos. Era normal que nuestros hallazgos fueran escasos:
algunos pasajeros de aquella máquina habían sobrevivido, como lo probaba la inscripción,
y debieron llevarse todo lo que podía ser de utilidad. No teníamos tiempo de registrar la
isla. Después de haberla bautizado como "Isla Misterio" partimos hacia la situada al
Nordeste. Desembarcamos con dificultad, y no pudimos pasar el coche a tierra. La
pequeña parte que visitamos era árida, poblada únicamente de "víboras" salvo algunos
"insectos". Sin embargo, encontramos algunos útiles sswis, en obsidiana. Más movida y
fructífera resultó la exploración de la punta Sur del continente boreal.
Al amanecer llegamos a una pequeña cala rodeada de altos peñascos, fantásticamente
recortados. El desembarco del coche fue laborioso, y el sol estaba alto cuando partí con
Miguel y Smith. No sin dificultad, llegamos hasta una meseta que se extendía hacia el
Norte y el Este hasta perderse de vista. Al Sur se elevaban pequeñas montarías. Nos
dirigimos hacia ellas, a través de la sabana manchada por pequeños bosques. El país
estaba extremadamente poblado de variados animales: Goliats, elefantes, formas más
pequeñas, aisladas o en rebaño. A nuestro paso, despertamos a una pareja de
tigrosauros que no nos atacó, afortunadamente, pues nuestra camioneta no hubiera
resistido el choque. A las tres de la tarde, cuando terminábamos de comer, apareció en la
lejanía una nutrida manada. Se acercó, y reconocimos a los Sswis de la raza grande y
roja, la raza de Wzlik. Me acordé que este último me había dicho en repetidas ocasiones
que su tribu provenía del Sur, y que pocas generaciones antes se habían separado de su
pueblo por razones que continué ignorando. Este encuentro nos incomodaba, pues nos
cerraba el camino de las montañas, y si avanzábamos, dado su temperamento belicoso,
la batalla parecía inevitable. Pero quizá no nos vieron, el caso es que torcieron a la
izquierda y desaparecieron en el horizonte. Rápidamente, tuvimos consejo de guerra. Yo
me incliné por el retorno inmediato, pues nos habíamos alejado del Temerario y
estábamos en un país desconocido. Pero Miguel y Smith eran de la opinión de seguir
adelante, y no regresar hasta el día siguiente. Continuamos, pues, hacia las montañas, y
a las cuatro estábamos ante un acantilado que se levantaba delante de la cadena
montañosa. A unos treinta metros de altura me pareció ver unas colmenas. Cuando
estuvimos más cerca, pudimos observar unas fortificaciones constituidas por unas torres
espaciadas a unos veinte pasos entre sí, y de una altura de diez metros. Al pie del
acantilado, en una franja de cinco o seis metros, no había ni un árbol ni un matorral. Los
Sswis galopaban entre las torres. Parecían muy agitados, y con los prismáticos vimos que
nos señalaban con el dedo. Dudando, reduje la marcha.
De repente, una cosa larga y negra salió de lo alto de una torre que estaba frente a
nosotros. Silbante, una gigantesca jabalina que debía pesar sus buenos treinta kilos, se
clavó en tierra, a pocos pasos de nosotros. Frené, y después, recuperando mi sangre fría,
viré acelerando.
—¡En zigzag! —me gritó Miguel.
Me volví, y pude ver una docena de dardos por los aires. Vibrando, se clavaron en el
suelo a nuestro alrededor, y yo con un golpe de volante tuve que evitar a uno. Nuestra
ametralladora funcionó. ¡Smith estaba a sus anchas! Había sido campeón de tiro de la
aviación americana. Miguel me contó después que en un abrir y cerrar de ojos había
incendiado seis torreones. No pude ver nada de esta fase del combate. Estaba agachado
sobre el volante, con el pie sobre el acelerador, fastidiado por un piso desigual, la cabeza
hundida entre los hombros y temiendo a cada instante sentir cómo una jabalina se
clavaba en mi espalda. ¡En realidad, faltó muy poco para ello! Al llegar a los primeros
árboles que limitaban con la zona devastada, se produjo a mi espalda un choque violento,
un ruido metálico. Yo alteré el rumbo con violencia. Cuando, minutos después, pasé el
volante a Miguel, vi que una jabalina había atravesado el techo, pasado entre las piernas
de Smith y terminando su carrera con la punta hundida contra una lata de buey asado,
clavándose contra el suelo. El asta sobrepasaba el techo de más de dos metros. Sin
detenernos, la aserramos, y puede examinar la punta: era triangular, dentada, ¡y de acero!
Por la noche hicimos una corta parada, y caminando discutimos nuestra aventura.
—Es curioso —dije— que estos Sswis conozcan el metal, y que sea además un acero
de buen temple. Se trata, ciertamente, del pueblo de donde proviene la tribu de Vzlik, lo
cual significa que pocas generaciones atrás estaban todavía en la edad de piedra. Los
Sswis son realmente muy inteligentes, pero me sorprende tal rapidez de progreso.
Miguel reflexionaba.
—Quizá esto esté en relación con nuestro descubrimiento de la isla.
—Puede ser, tienen catapultas o, mejor dicho, ballestas que alcanzan a más de
quinientos metros.
—En todo caso —dijo Smith en inglés—, al menos les he destruido seis torres.
—Si. Ahora marchémonos. ¡Este país no es seguro!
Rodamos toda la noche. En este planeta yo ya había vivido otras noches agitadas,
¡pero ninguna como aquélla! Las tres lunas se habían levantado, y toda la fauna de este
mundo parecía haberse reunido en aquel rincón. Tuvimos que abrirnos camino a través de
manadas de elefantes, atraídos por los faros. Después fue un tigrosauro al acecho quien,
salvo un positivo pánico que nosotros compartimos ampliamente, salvó nuestro fuego, sin
aparentes daños. Tres Goliats nos obligaron a cambiar de ruta, y dos de nuestros
neumáticos sufrieron el mordisqueo de víboras. Sin embargo, antes de levantarse el día
vimos ya los cohetes lanzados desde el Temerario, y al alba estábamos a bordo.
V - EL PELIGRO
Unos días más tarde, llegamos a la desembocadura del Dordoña, sin más contratiempo
que una avería en los motores que nos obligó a marchar un día a la vela. Avisados desde
Cobalt por radio, no nos sorprendimos de encontrar en la confluencia de la isla a Martina,
Luis y Wzlik, en una barca a motor. Subieron a bordo, siendo remolcada su embarcación
hasta Puerto-León. Hacía más de un mes que estábamos fuera. Es inútil que diga que
estuve contento de ver de nuevo a Martina. Muchas veces en el curso del viaje creí no
regresar.
Luis me tendió el texto del último radiomensaje recibido desde New-Washington. Lo leí
con asombro, y lo pasé a los americanos. Biraben se lo tradujo. Su contenido podía
reducirse así: New-Washington se hundía lentamente en el mar, y de no modificarse la
regresión, máximo dentro de seis meses, la isla habría desaparecido totalmente. El
gobernador nos lanzaba, pues, un S. O. S.
El Consejo se reunió en presencia de los americanos. Jeans tomó la palabra en
francés:
—En New-Washington tenemos un crucero francés, dos torpederos, un carguero y un
pequeño petrolero. Tenemos también dieciséis aviones en estado de vuelo, entre los
cuales hay tres helicópteros, pero en cambio no nos queda más combustible. ¿Podría
usted vendérnoslo?
—No se trata de esto —repuso mi tío—. Acudir en vuestro socorro es un deber
elemental. Pero el gran problema radica en el transporte. Como barco, no tenemos más
que el Temerario, que es muy pequeño.
—Conservamos aún el casco del Conquistador —dije—, y especialmente las barcazas
remolcables que podrían fácilmente ser transformadas en petroleros. ¿Qué opinan
ustedes? —pregunté a nuestros ingenieros.
Estranges reflexionó.
—Diez o doce días de trabajo para construir los depósitos. Otro tanto como mínimo
para los dispositivos de seguridad. En total, un mes. Dos depósitos de 10 x 3 x 2 m., con
una capacidad para 122.000 litros. Mitad bencina mitad aceites pesados.
—Preferiríamos menos bencina y más aceites pesados.
—Es posible. ¿Cuál es la cifra exacta de vuestra reserva?
—Seis millones de litros —dije—. Detuve la explotación, falto de lugar para el
almacenamiento.
—¿Cuánto hay de New-Washington a Puerto-León?
—Unos 450 kilómetros.
—Sí —dije—, pero en alta mar pueden ser más.
—¿Si le confiamos al Temerario y a algunos de nuestros hombres, podría usted
conseguirlo? —preguntó mi tío a Jeans.
—Respondo de ello. Vuestro pequeño navío es excelente.
—De acuerdo. Intentémoslo.
Un mes después, el Temerario partió con un remolque cargado con 145.000 litros de
carburante.
Como Miguel me contó más tarde, el viaje no tuvo historia. No encontraron calamares,
ni monstruo alguno. New-Washington estaba situado sobre una tierra baja, con dos
colinas sembradas de casas. Fueron acogidos por salvas de los cañones de los navíos de
guerra. Toda la ciudad, situada al borde del mar, estaba adornada. La banda de música
del crucero tocó el himno americano, y después la Marsellesa. Los oficiales observaban
con asombro al pequeño Temerario, que se deslizaba por el puerto. Los aceites pesados
pasaron directamente a los pañoles del petrolero argentino, el cual aparejó en el acto. La
bencina fue transportada en camión al campo de aviación.
Miguel fue recibido por el presidente de New-Washington, Lincoln Donalson, y después
a bordo del Surcouf, a cuyos oficiales y tripulantes les encantó poder saludar a un pedazo
de Francia.
Los ciudadanos de New-Washington se entregaron a un trabajo encarnizado,
desmontando y abarrotando los navíos con todo lo que podía ser salvado. Después,
regresó el Porfirio Díaz; y el cargo noruego, el Surcouf y los dos torpederos partieron,
cargados hasta los topes de material y de hombres. Miguel me anunció su salida por
radio. Por mi parte, le informé de que habíamos obtenido de Wzlik, gran jefe de los Sswis,
desde la muerte de su suegro, la concesión a los americanos de un territorio, que en
realidad pertenecía a los Sswis negros, pero sobre el que su tribu tenía ciertos derechos,
y una parte de otro que les pertenecía realmente, comprendido entre el Dron y los Montes
Desconocidos. Para nosotros, había obtenido un pasadizo a lo largo del Dordoña hasta su
desembocadura, cerca de la que queríamos construir un puerto, Puerto del Oeste. No
estábamos inactivos.
Se habían construido unas casas para los americanos cerca de las montañas, en la
parte propiamente Sswis de su territorio, justamente al otro lado del Dron, enfrente de
nuestra factoría del "Cromo".
Poco tiempo después llegó el primer convoy. Lo anunció una mañana el vigía situado
en la desembocadura del Dron. El Surcouf y el carguero, demasiado grandes, no pudieron
ir más lejos, y bajaron anclas. Los torpederos remontaron el Isla. Los emigrantes arribaron
a sus nuevas tierras por medio de pequeñas embarcaciones remolcadas. Por el momento,
se decidió que los americanos se contentarían con el territorio propiamente Sswis,
dejando para más tarde la conquista —pues una conquista sería necesaria— del sector
Sslwip.
Miguel regresó por avión poco antes del séptimo y último convoy. La isla estaba casi
sumergida totalmente, pero ya Nueva América contaba con una ciudad y siete pueblos, e
iban a recolectarse las primeras cosechas. Nuestra población se incrementó con
seiscientos hombres del Surcouf, sesenta argentinos que prefirieron vivir en un "país
latino" y unos cincuenta francocanadienses, a quienes aunque al principio desagradó
nuestro colectivismo, reducido por otra parte a las instalaciones industriales, se
apercibieron muy pronto de que nada les impedía la práctica de su religión. Los noruegos,
en número de doscientos cincuenta —cuando el cataclismo habían recogido a los
sobrevivientes de un paquebote de su nacionalidad— se establecieron, a petición suya,
en un enclave de nuestro territorio, cerca de la desembocadura del Dordoña. Crearon allí
un puesto de pesca. En realidad, la segregación nacional no fue absoluta, ya que hubo
matrimonios internacionales. Afortunadamente, entre los americanos las mujeres eran
mayoría, y muchos de los marinos del Surcouf se habían casado ya en el viejo New-
Washington. Un año después de este éxodo, cuando acababa de nacer mi primer hijo
Bernardo, Miguel se casó con una linda noruega de dieciocho años, Inge Unset, hija del
comandante dei carguero.
Ayudamos a los americanos a establecer sus fábricas. En contrapartida, nos cedieron
el utilaje de cuatro aviones. Con dos colegas americanos encontré en su territorio, pero en
país Sslwip, importantes yacimientos de petróleo.
Cinco años más tarde tuvo lugar la fundación de los Estados Unidos de Telus. Pero
antes debo consignar la conquista del territorio Sslwip. ¡Y que nosotros estuvimos a un
paso de la guerra con los americanos!
Fueron los Sslwips quienes desencadenaron la batalla. Una noche, un centenar de
ellos sorprendió a un pequeño puesto americano, destrozando a diez de los doce
hombres que componían la guarnición. Los dos restantes lograron escapar en coche. Tan
pronto fue conocida la noticia, despegaron dos aviones a la caza de los asesinos. Fue
imposible encontrarlos, pues los bosques cubrían extensiones inmensas y las llanuras
aparecieron solitarias. Una columna ligera en misión de represalia sufrió grandes pérdidas
sin resultados positivos. Entonces los americanos acudieron a nosotros, que teníamos
mayor experiencia, y a nuestros, aliados Sswis.
¡Fue la guerra más extraña que se pueda imaginar! Los americanos y nosotros,
montados en camiones, con cuatro o cinco aviones evolucionando encima de nuestras
cabezas, un helicóptero observador, y rodeados por seres de otro mundo, armados con
arcos y flechas. La campaña fue dura, y tuvimos nuestras derrotas. Comprendiendo
rápidamente que en combate abierto, tendrían desventaja, los Sslwips comenzaron a
hostigar nuestras fronteras, a envenenar los pozos y las fuentes, a hacer incursiones
sobre Nueva América, en territorio Sswis e incluso a través de las montañas, sobre Nueva
Francia. Fue en vano que los torpederos descubrieran y bombardearan a dos pueblos de
la costa. Igualmente que los aviones destruyeran otros poblados. Cuando nos adentramos
en territorio enemigo, más allá de la futura frontera de Nueva América, los Sslwips
creyeron practicable el asalto definitivo. Al amanecer, una banda que sobrepasaba los
cincuenta mil se precipitó de todas partes sobre nuestro campo. Inmediatamente, Jeans,
jefe de la expedición, lanzó una llamada a los aviones que despegaron de New-
Washington y de Cobalt. A 1.000 kilómetros por hora, iban a llegar dentro de poco, pero
¿podríamos aguardar? La situación era crítica: éramos 500 americanos y 300 franceses,
ciertamente bien armados, y 5.000 Sswis, contra 50.000 enemigos armados con arcos
que alcanzaban a cuatrocientos metros. Era imposible aprovecharse de la movilidad de
los camiones: el enemigo nos rodeaba a treinta de fondo. Dispusimos un círculo con
nuestros vehículos, salvo nuestro viejo camión blindado y, con las ametralladoras
dispuestas, aguardamos.
A seiscientos metros, abrimos fuego; fue un error haber aguardado tanto, pues poco
nos faltó para ser arrollados. Era en vano que nuestras armas automáticas derribaran a
los Sslwips como el trigo en sazón, en vano que los Sswis lanzaran flecha tras flecha. En
un momento tuvimos diez muertos y más de ochenta heridos, y los Sswis cien muertos y
el doble de heridos. La bravura de los Sslwips era maravillosa, y su vitalidad fenomenal.
Vi a uno que con el hombro destrozado por un proyectil de 20 mm. corrió hasta la muerte,
y se derrumbó a dos pasos de un americano. Al tercer asalto llegaron los aviones. No
pudieron intervenir, pues el barullo había comenzado de nuevo. En esta fase del combate,
Miguel recibió una flecha en el brazo derecho, y yo otra en la pierna izquierda; heridas,
por otra parte, sin gravedad. Tan pronto como el enemigo fue rechazado, los aviones
entraron en combate con las ametralladoras, granadas y bombas. Fue la victoria. Cogidos
en descubierto, los Sslwips se desbandaron, y nuestros camiones les persiguieron,
mientras que Vzlik, a la cabeza de los Sswis, batía y despedazaba a los aislados. Hubo
aún alguna ofensiva, y, por la noche, encontramos a uno de nuestros camiones con todos
los ocupantes muertos, acribillados a flechazos.
Aprovechando la noche, los sobrevivientes escaparon. Tuvimos entonces que luchar
con los tigrosauros, atraídos en gran número por la carnicería, que nos causaron seis
bajas. Nuestras pérdidas totales ascendieron a 22 muertos americanos, 12 franceses, 227
Sswis, y a 145 americanos, 87 franceses y 960 Sswis heridos. Los Sslwips dejaron sobre
el campo de batalla a veinte mil de los suyos, por lo menos.
Después de esta exterminación, los americanos construyeron una serie de fortines en
su frontera, cuya defensa fue facilitada por una falla escarpada del terreno de más de
setecientos kilómetros, que iba del mar a las montañas. Los dos años siguientes
transcurrieron en silenciosa labor. Vimos con pena, que los americanos se acantonaban
cada día más dentro de su territorio. Solamente nos frecuentábamos, salvo casos
individuales —tales como la tripulación del avión y nosotros— para cambiar primeras
materias y productos manufacturados. Los americanos abrieron explotaciones mineras,
menos ricas que las nuestras, pero que bastaban ampliamente para sus necesidades.
Muy pocos de entre nosotros hablaban inglés y viceversa. Las costumbres eran
distintas. Nuestro colectivismo, aunque muy parcial, les era sospechoso, y tachaban a
nuestro Consejo de dictatorial. Tenían también tenaces prejuicios contra los "nativos",
prejuicios que en modo alguno podíamos compartir, ya que doscientos pequeños Sswis
frecuentaban nuestras escuelas.
En cambio, manteníamos excelentes relaciones con los noruegos. Les habíamos
suministrado los materiales necesarios para la construcción de chalupas, y ellos nos
aprovisionaban en abundancia de los productos del mar. Habían sobrevivido algunas
especies terrestres que se multiplicaban en proporciones sorprendentes. Los peces
telurianos son excelentes.
El "período heroico" había pasado, y para cortar de raíz la crítica de los americanos
reorganizamos nuestras constituciones, aunque dentro del estilo francés. Se decidió que
Nueva Francia se compondría de: 1) El estado de Cobalt, de cinco mil habitantes, con
Cobalt-City (800 h.) por capital, y la ciudad de Puerto-León (324 h.); 2) El territorio de
Puerto del Oeste, con una capital del mismo nombre, de 600 habitantes; 3) El territorio de
los pozos de petróleo, donde no quedaban más de 50 hombres; 4) El territorio de las
minas, sobre el lago mágico, con Beaulieu (400 h.) y Puerto del Norte (60 h.). O sea, que
en total, Nueva Francia contaba con 6.000 habitantes. Puerto-León, Puerto del Oeste y
Beaulieu tenían Consejo municipal. El gobierno se compuso del Parlamento, elegido por
sufragio universal, compuesto por cincuenta miembros, que tenía la función legislativa,
votaba todas las decisiones y nombraba a los ministros; y del Consejo inamovible, de
siete miembros, que en un principio fueron mi tío, Miguel, Estranges, Beuvin, Luis, el
señor cura y yo mismo. Este Consejo tenía un veto suspensivo de seis meses, como
igualmente la iniciativa de las leyes. En caso de urgencia, y por una mayoría de los dos
tercios, podía arrogarse el poder, por un período renovable de seis meses. Se
constituyeron tres partidos políticos: el partido colectivista, cuyo jefe fue Luis, y que tuvo
veinte escaños; el partido campesino conservador, igualmente, con veinte escaños; el
partido liberal, bajo la dirección de Estranges, que tuvo los diez restantes, y que de
acuerdo con la buena tradición francesa, que otorga el gobierno a la minoría, proporcionó
los ministros.
Nuestro cambio de Gobierno no transformó en absoluto nuestra manera de vivir. Si las
fábricas y las máquinas, como también las minas y la flota, eran propiedad colectiva, la
tierra pertenecía como siempre a los campesinos que la cultivaban. Desarrollamos
nuestra red ferroviaria y de carreteras. Los americanos hicieron otro tanto. Tenían más
máquinas de vapor que nosotros que, en cambio, conseguimos construir potentes
motores eléctricos. La vía más larga iba de Cobalt-City a puerto del Oeste, por Puerto
León.
Nuestras relaciones con los americanos se enfriaron aún más. El primer incidente fue el
del destructor canadiense, servido por una mayoría de francocanadienses. Estos
decidieron venir a vivir con nosotros, y quisieron, como era lógico, llevarse el barco.
Aquello fue el origen de numerosas dificultades. Finalmente, cedimos el armamento a los
americanos, transformando el barco en un carguero rápido. El segundo punto de fricción
fue nuestra negativa a explotar en común los yacimientos petrolíferos, situados a poca
profundidad, en territorio Sswis, al lado del Monte Tenebroso. Los americanos tenían
petróleo, aunque más profundo, y nosotros sabíamos que los Sswis verían con muy malos
ojos a los americanos en sus tierras. Pero el 5 de julio del año 9 de la era teluriana, se
produjo el conflicto.
Aquel día, una docena de Sswis quisieron, usando la facultad que les reconocía el
tratado, atravesar la punta del sector Este de Nueva América, situada en su propio
territorio. Se dirigían a nuestro puerto de los montes de Beaulieu para intercambiar
productos de caza por puntas de flecha de acero. Penetraron, pues, en América, y cuando
estaban ya a la vista de nuestro puerto, a la otra orilla del alto Dron, fueron detenidos por
tres americanos armados con ametralladoras, quienes les interpelaron brutalmente,
ordenándoles volverse atrás, cosa perfectamente absurda, pues estaban a cien metros de
vuelo de pájaro de Beaulieu, y a quince kilómetros de la frontera en sentido inverso. En
francés, el jefe de los Sswis, Awithz, se lo hizo observar. Furiosos, dispararon tres
ráfagas, matando a dos Sswis e hiriendo a dos, uno de ellos, Awithz, que fueron hechos
prisioneros. Los demás atravesaron el Dron bajo una lluvia de balas. Comunicaron lo
ocurrido al jefe de nuestro puesto, Pedro. Lefranc, el cual para percatarse mayormente de
la situación, fue con ellos hasta la orilla. Una ráfaga desde el otro lado mató a otro Sswis e
hirió a Lefranc. Fuera de sí los hombres del pueblo respondieron con una decena de
granadas que demolieron e incendiaron una granja del sector americano. Quiso el azar
que yo pasara por allí acompañado de Miguel, instantes más tarde. Montando a Lefranc y
a los Sswis heridos en mi camión, corrí hacia Cobalt. Allí me personé rápidamente en la
residencia del Consejo, quien convocó el Parlamento, que votó el estado de urgencia.
Lefranc, acostado en una camilla, hizo su declaración corroborada por la de los Sswis.
Estábamos dudando sobre qué decisión tomar cuando nos llegó un radiomensaje desde
el puente de los Sswis sobre el Vecera. Desde el puesto se oían con claridad los
tambores de guerra y se observaban numerosas columnas de humo en territorio Sswis.
Por un procedimiento desconocido, Vzlik estaba ya al corriente y reunía a sus tribus. No
cabía duda que ante tal circunstancia las tribus confederadas marcharían con él.
Conociendo el carácter vindicativo y absolutamente despiadado de nuestros aliados,
pensé inmediatamente en las granjas americanas existentes a lo largo de la frontera, y en
lo que podría ocurrir dentro de pocas horas. Por helicóptero mandé un mensajero a Vzlik,
rogándole que esperara un día, y, rodeado del Consejo, fui a la emisora de radio para
tomar contacto con New-Washington.
Los acontecimientos se precipitaron. Cuando llegamos, el encargado de la radio me
tendió un mensaje: El destructor americano bombardeaba Puerto del Oeste. El Temerario
y el Surcouf respondían. Para estar dispuestos para cualquier eventualidad, se lanzó la
orden de movilización. Los aviones debían estar atentos para despegar, con las armas
cargadas y los depósitos llenos. Por radio suplicamos al gobierno americano suspender
las hostilidades y aguardar la llegada de plenipotenciarios. Aceptaron, y nos enteramos
que el bombardeo de nuestro puerto había cesado. Por otra parte el destructor había
quedado maltrecho a causa de una granada teledirigida desde el Surcouf que lo había
alcanzado a proa.
Miguel, mi tío y yo partimos inmediatamente por avión. Media hora después estábamos
en New-Washington. La entrevista fue al principio tempestuosa. Los americanos
adoptaron una arrogancia tal que Miguel tuvo que recordarles que sin nosotros a aquellas
horas habrían sido presa de los monstruos marinos o derivarían, muertos de hambre, en
sus navíos sin carburante. Finalmente se designó una comisión de encuesta, compuesta
por Jeans, Smith, mi tío, yo y el hermano de Vzlik, Isszi. Los dos americanos jugaron con
limpieza y reconocieron los errores de sus compatriotas. Los culpables fueron
condenados a diez años de prisión. Los Sswis fueron indemnizados con 10.000 puntas de
flecha.
Después de esos incidentes, cosa curiosa, las relaciones se distendieron. Al terminar el
año 10, eran lo bastante buenas para que pudiéramos promover la fundación de los
Estados Unidos de Telus. El 7 de enero del año 11, una conferencia reunió a los
representantes americanos, canadienses, argentinos, noruegos y franceses. Se adoptó
una constitución federal. Esta reconocía a cada estado una amplia autonomía, pero
establecía un gobierno federal situado en una ciudad que se fundó en la confluencia del
Dron y el Dordoña, en el punto en que habíamos derribado el primer tigrosauro. Fue
"Unión". Doscientos kilómetros cuadrados fueron declarados tierra federal. Nos fue difícil
reconocer a los americanos la inviolabilidad presente y futura de los territorios Sswis.
Finalmente ésta se limitó a los de nuestros aliados actuales, o la de los Sswis que lo
fueran en un plazo de cien años.
Las colonias que se fundarían en el futuro serían tierras federales hasta que su
población llegase a 50.000 almas. Entonces adquirirían el rango de estados, con libertad
de escoger sus constituciones internas. El 25 de agosto del año 12, el Parlamento federal
se reunió por vez primera, y mi tío fue elegido presidente de los Estados Unidos de Telus.
La bandera federal flotó por fin, azul oscura, con cinco estrellas blancas, simbolizando los
cinco estados federados: Nueva América, Nueva Francia, Argentina, Canadá de Telus y
Noruega. Las dos lenguas oficiales fueron el inglés y el francés. No voy a entrar en el
detalle de las leyes que se votaron, pues están vigentes todavía. El gobierno federal fue el
único autorizado para poseer una flota, un ejército, una aviación y fábrica de armas.
Previendo el futuro, le reconocimos también la energía atómica, que un día, sin duda,
llegaremos a poseer en Telus.
VI - EL CAMINO TRAZADO
EPÍLOGO
Esto es todo. He terminado. Acabo de quemar mis cuadernos. Fuera, luce Helios. Sol
se ha escondido ya. Desde mi casa, situada en las afueras de Cobalt-City, puedo ver los
campos en los que ondula el trigo aún verde. Mi biznieto Juan ha llegado de la escuela.
Un avión planea, todo está tranquilo. Unos Sswis pasean por la calle y hablan, en francés,
con nuestros conciudadanos. Cobalt-City cuenta con 25.000 habitantes. Por la ventana
veo sobre la cima del Monte París el observatorio donde mi tío tuvo la alegría de terminar
sus estudios sobre Ares con el gran telescopio, que fuimos a buscar hace más de
cuarenta años. Veo pasar a la nieta de Miguel, Martina, que en rubio se parece tanto
como es posible a mi Martina. Ella y mi nieto Claudio... Pero esto ya es el futuro. Vuestro
futuro, ciudadanos de los Estados Unidos de Telus...
FIN