El Rey Indigno 10

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El rey indigno

Cuento
Había una vez un rey rico y poderoso, dotado de gran inteligencia, y aún

mayor soberbia. Tal era su orgullo, que nadie le parecía un rival

digno para disfrutar de su afición favorita, el ajedrez, e hizo correr

la voz de que daría la décima parte de sus riquezas a quien mostrara

tener la dignidad suficiente. En cambio, si el rey no lo consideraba

digno, sería decapitado de inmediato.

Muchos arriesgaron sus vidas desafiando al orgulloso rey. Fueran ricos o

pobres, torpes o inteligentes, el rey los encontraba siempre

indignos, pues o no eran sabios jugadores, o no podían rivalizar con

su poder. Con el tiempo, desaparecieron los temerarios rivales, y el rey

comprobó satisfecho que no había en la tierra nadie digno de

enfrentarse a él.

Años después, un pobre mendigo se acercó a palacio con la

intención de jugar contra el rey. De nada sirvieron las palabras de

aquellos con quienes se cruzó, que trataban de evitarle una muerte

segura, y consiguió llegar al rey, quien al ver su harapiento aspecto no


podía creer que a aquel hombre se le hubiera pasado por la cabeza ser

un digno rival suyo.

- ¿Qué te hace pensar que eres digno de enfrentarte a mí, esclavo? -

dijo el rey irritado, haciendo llamar al verdugo.

- Que te perdono lo que vas a hacer. ¿Serías tú capaz de hacer eso?

- respondió tranquilo el mendigo.

El rey quedó paralizado. Nunca hubiera esperado algo así, y cuanto más

lo pensaba, más sentido tenían las palabras de aquel hombre. Si le

condenaba a muerte, el mendigo tendría razón, y resultaría más digno

que él mismo por su capacidad para perdonar; pero si no lo hacía,

habría salido con vida, y todos sabrían que era un digno

adversario... Sin haber movido una ficha, se supo perdedor de la

partida.

- ¿Cómo es posible que me hayas derrotado sin jugar? Juegue o no

juegue contigo, todos verán mi indignidad. - dijo el rey abatido.

- Os equivocáis, señor. Todos conocen ya vuestra infamia, pues no

son las personas las indignas, sino sus obras. Durante años habéis

demostrado con vuestras acciones cuán infame e injusto llegasteis a ser

tratando de juzgar la dignidad de los hombres a vuestro antojo.

El rey comprendió su deshonra, y arrepentido de sus crímenes y su

soberbia, miró al mendigo a los ojos. Vio tanta sabiduría y dignidad en

ellos, que sin decir palabra le entregó su corona, y cambiando sus

vestidos, lo convirtió en rey. Envuelto en los harapos de aquel


hombre, y con los ojos llenos de lágrimas, su última orden como rey fue

ser encerrado para siempre en la mazmorra más profunda, como pago

por todas sus injusticias.

Pero el nuevo rey mostró ser tan justo y tan sabio, que sólo unos

pocos años después liberó al anterior rey de su castigo, pues su

arrepentimiento sincero resultó el mejor acompañamiento para

su gran inteligencia, y de sus manos surgieron las mejores leyes

para el sufrido reino.

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