El Rey Indigno

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El Rey Indigno

Valor Educativo
Humildad y dignidad

Idea y enseñanza principal


Todas las personas tienen la misma
dignidad, independientemente de
su poder, riquezas o habilidades.
Sólo las obras pueden ser indignas

Cuento
Había una vez un rey rico y poderoso, dotado de gran inteligencia,
y aún mayor soberbia. Tal era su orgullo, que nadie le parecía un
rival digno para disfrutar de su afición favorita, el ajedrez, e hizo
correr la voz de que daría la décima parte de sus riquezas a quien
mostrara tener la dignidad suficiente. En cambio, si el rey no lo
consideraba digno, sería decapitado de inmediato.
Muchos arriesgaron sus vidas desafiando al orgulloso rey. Fueran
ricos o pobres, torpes o inteligentes, el rey los encontraba
siempre indignos, pues o no eran sabios jugadores, o no podían
rivalizar con su poder. Con el tiempo, desaparecieron los
temerarios rivales, y el rey comprobó satisfecho que no había en
la tierra nadie digno de enfrentarse a él.
Años después, un pobre mendigo se acercó a palacio con la
intención de jugar contra el rey. De nada sirvieron las palabras de
aquellos con quienes se cruzó, que trataban de evitarle una
muerte segura, y consiguió llegar al rey, quien al ver su
harapiento aspecto no podía creer que a aquel hombre se le
hubiera pasado por la cabeza ser un digno rival suyo.
- ¿Qué te hace pensar que eres digno de enfrentarte a mí,
esclavo? - dijo el rey irritado, haciendo llamar al verdugo.
- Que te perdono lo que vas a hacer. ¿Serías tú capaz de hacer
eso? - respondió tranquilo el mendigo.
El rey quedó paralizado. Nunca hubiera esperado algo así, y
cuanto más lo pensaba, más sentido tenían las palabras de aquel
hombre. Si le condenaba a muerte, el mendigo tendría razón, y
resultaría más digno que él mismo por su capacidad para
perdonar; pero si no lo hacía, habría salido con vida, y todos
sabrían que era un digno adversario... Sin haber movido una
ficha, se supo perdedor de la partida.
- ¿Cómo es posible que me hayas derrotado sin jugar? Juegue o
no juegue contigo, todos verán mi indignidad. -
dijo el rey abatido.
- Os equivocáis, señor. Todos conocen ya vuestra infamia, pues
no son las personas las indignas, sino sus obras.
Durante años habéis demostrado con vuestras acciones cuán
infame e injusto llegasteis a ser tratando de juzgar la dignidad de
los hombres a vuestro antojo.
El rey comprendió su deshonra, y arrependito de sus crímenes y
su soberbia, miró al mendigo a los ojos. Vio tanta sabiduría y
dignidad en ellos, que sin decir palabra le entregó su corona, y
cambiando sus vestidos, lo convirtió en rey. Envuelto en los
harapos de aquel hombre, y con los ojos llenos de lágrimas, su
última orden como rey fue ser encerrado para siempre en la
mazmorra más profunda, como pago por todas sus injusticias.
Pero el nuevo rey mostró ser tan justo y tan sabio, que sólo unos
pocos años después liberó al anterior rey de su castigo, pues su
arrepentimiento sincero resultó el mejor acompañamiento para su
gran inteligencia, y de sus manos surgieron las mejores leyes
para el sufrido reino.
Autor. Pedro Pablo Sacristán

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