La Jarana
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La Jarana
X (2005) 185-202
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Luzán (1977: 173) había escrito: “Todas las artes, como es razón, están subordinadas a la política,
cuyo objeto es el bien público, y la que más coopera a la política es la moral, cuyos preceptos
ordenan las costumbres y dirigen los ánimos a la bienaventuranza eterna y temporal”.
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Según José Luis Abellán (1981: 649), la coincidencia no es total.
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héroes y las cosas como son en la idea universal y modélica que nos
hacemos. Esta última modalidad convierte a los héroes en referentes o
portavoces de una manera de concebir la vida y el arte. En función del
mensaje y de los destinatarios de la obra se opta por una de las vías de
imitación. El espíritu utilitario y didascálico se complementa con los
principios de claridad, eficacia del arte, transparencia y disciplina. Al margen
quedan los valores de la estancada poética neogongorina: la inspiración, los
golpes de genialidad, la fantasía extrema y la exageración metafórica.
La Poética de Luzán expresó en el plano teórico los criterios del
Neoclasicismo o nuevo clasicismo español (Sebold, 1995). Los modelos
canonizados provienen de una triple vía de renovación: de la poesía clásica
greco-latina, de los literatos del Renacimiento que se habían hecho poetas
estudiando la docta antigüedad y de los escritores coetáneos que se habían
inspirado en los modelos precedentes. En efecto, Ignacio de Luzán fue un
adelantado de su tiempo: en un país anclado en la rutina continuista y la
tradición, la nueva propuesta hizo tambalear las piezas intocables de lo hasta
entonces considerado nacional y propio. La Poética (1737) se convirtió en
cabeza de puente de las nuevas propuestas estéticas, que a lo largo de los
lustros se actualizarían en obras de ruptura o de inspiración neoclásica.
Al cabo de unas décadas Leandro Fernández de Moratín3 sería el mejor
ejemplo de neoclasicismo militante en el plano creador, ya que sus obras
literarias proponen con lucidez y valentía metateórica la reflexión de Luzán,
denuncian la continuidad de los vicios nacionales, repudian los extremos
ininteligibles de los seguidores de la estética barroca y pregonan la
excelencia de lo sencillo, natural y verosímil. En opinión de Cook (1959:
337), el teatro de Moratín supo sacar partido del corsé rígido de las tres
unidades y “salvó al neoclasicismo de una muerte afrentosa”. Con todo,
Leandro Fernández de Moratín no sólo realizó importantes innovaciones
dramáticas sino que en el terreno de la prosa supo elaborar un nuevo
lenguaje, suelto y ágil. En opinión de François Lopez (1981), la literatura de
viajes y el epistolario de Moratín el joven establecen un magnífico puente
entre la escritura de Cervantes y Galdós. A poco que el lector se pierda en la
prosa llana y chispeante de estos libros se encontrará con un inmenso
escritor, experto en el manejo de la naturalidad y la gracia, detallista en sus
observaciones sobre las costumbres contemporáneas de la clase media y
proclive a la festividad castiza. En suma, hombre afable y cortés, descreído y
desencantado de la política, pero dotado con el ángel de la escritura, que sabe
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Resulta difícil reseñar una bibliografía mínima sobre Leandro Fernández de Moratín. Por una
parte es aconsejable utilizar las noticias de su tiempo: Sempere y Guarinos (1785-1789), Melón
(1867 y 1970) y Silvela (1867-1868). Por otra parte, son imprescindibles las ediciones modernas:
Dowling (1971), Rossi (1974), Pérez Magallón (1995) y Martínez Mata (2003).
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Véase a modo de ejemplo la siguiente apuntación del Viaje a Inglaterra: “Es cosa de ver en los
espectáculos y los paseos a los canónigos, deanes, arcedianos u obispos ingleses con sus grandes
pelucas, muy graves, rollizos y colorados, llevando del brazo cada cual de ellos a su mujer, y
delante tres o cuatro chiquillos o chiquillas, muy lavaditas, muy curiositas y muy alegres. Estos
frutos de bendición manifiestan demasiado que no es la impotencia el defecto de los ministros del
Señor, pues saben desempeñar con igual acierto las obligaciones del altar y del tálamo” (Fernández
de Moratín, 2003: 43).
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Los instruía en amistosa conversación, sin hacerles sospechar que los instruía.
Indagaba con ellos la razón del arte, y advertían libremente en las obras más
célebres los descuidos y los aciertos. Repetíales con frecuencia que él no
enseñaba a nadie a ser poeta, porque sin un favor especial de la naturaleza
ninguno lo es; pero les prometía que con el estudio de la poética adquirirían buen
gusto y sólida doctrina, para saber la dificultad que tiene el serlo, y estimar el
mérito de los más distinguidos autores; a la manera que en una escuela de bellas
artes, si no se forman grandes artífices, resultan a lo menos aficionados
inteligentes (1821: XXXIII-XXXIV).
Y advierta Vd. que no son los académicos de la Española, ni los de las Ciencias
de Londres o París, ni de los Arcades de Roma, sino los mismos comediantes y
aún más los poetastros y versificantes saineteros y entremeseros que andan
siempre agregados a las compañías: éstos son los jueces que en España tiene la
poesía (1996: 153).
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Juan Antonio Melón (1970: 26) conocía bien la habilidad histriónica de su amigo Leandro y su
capacidad para adoptar distintos e insólitos registros: “Moratín era muy aficionado al teatro desde
sus primeros años y concurría a él las veces que podía o le convidaban y también gustaba mucho de
ir al café de la Fontana de Oro y de oír las conversaciones de los concurrentes cuyos caracteres
ridículos nos imitaba después con propiedad y tal vez los recargaba para aumentar nuestra
diversión. Cuando imitaba a un payo o lugareño de la Alcarria lo hacia con tanta gracia y exactitud
que hacía reír a todos o les llegaba a fastidiar o irritar contra las sandeces y brutalidades del rústico y
ordinariote labriego. Había nacido para cómico perfecto porque sus gestos, acciones y variedad de
tonos en la voz eran muy expresivos, y sus versos y comedias, leídos por él, tenían un mérito muy
superior”.
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 191
adusta y reservada, guardaba sus mejores perrerías para los literatos rivales.
Es conocida la inquina hacia Vicente García de la Huerta, de quien escribió
un poema burlesco titulado La Huerteida: tan alto era el punto en que lo
ridiculizaba que Leandro pensó que se había excedido y rompió el borrador,
si bien se acordaba de memoria de buena parte del jocoso cantar6.
Ubicado en las coordenadas de la estética neoclásica, el joven Moratín
comienza su producción literaria proyectando composiciones poéticas y obras
dramáticas que pongan al descubierto o que golpeen con escarnio y burla
ridiculizadora aquellas maneras de comportamiento literario que están en
discordancia con los valores éticos y estéticos del escritor. Pertrechado con
las armas de la sátira clásica, Moratín considera que ha llegado el momento
de un compromiso intelectual similar al de su padre, como es el de lanzar un
ataque definitivo contra los partidarios de una retórica pasada de moda y, con
ello, escarmentar a los herederos de una moral cívica periclitada y
antiilustrada. El oficio aprendido de su difunto padre le obliga moralmente a
ello. Con la Lección poética7 (1782) y La derrota de los pedantes (1789)
Leandro Fernández de Moratín prepara el terreno que conducirá a La
comedia nueva o el café (estrenada el 7 de febrero de 1792). Es decir, el
ilustre escritor experimenta en distintos géneros hasta que encuentra un arma
artística capaz de hacer blanco en el corazón de los seguidores de Calderón,
en el sancta sanctorum de su lenguaje, como era el teatro de su tiempo. Por
tanto, La derrota cabe leerla como texto embrionario, como esbozo de
diálogos y réplicas que teatralizará más tarde en su famosa comedia nueva.
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En la “Vida de don Leandro Fernández de Moratín”, inserta en Moratín (1846: XVII-XVIII), se
recoge la siguiente anécdota: “Hubo un día de decir que había escrito un poema titulado La
Huerteida, en burlesca celebridad de don Vicente García de la Huerta; pero que conociendo se
había sobradamente deslizado en la senda del ridículo, había rasgado el borrador, aunque de algo se
acordaba. Rogáronle todos que recitase los trozos que tuviese más presentes, y después de muchas
negativas y repetidas instancias, lo dijo desde el principio hasta el fin, imitando con tal propiedad la
fraseología, el ahuecamiento de la voz, los visajes, manoteo y prosopopeya de su protagonista, que
según el testimonio de Melón, fue cosa de desternillarse de risa”.
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En 1782 la Real Academia Española distinguió con el accésit la Lección poética. Sátira contra los
vicios introducidos en la poesía castellana, que Leandro Fernández de Moratín presentó bajo el
seudónimo de Melitón Fernández. El premio se adjudicó a otra serie de tercetos compuestos por
Juan Pablo Forner con el título de Sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana. El
artificio ficcional de Moratín es sencillo: el autor ha escrito esta sátira dirigiéndola a un tal Fabio,
como si respondiera a una carta de éste, pero la lección poética es irónica. En el fondo, Moratín trata
de evidenciar los vicios de los malos poetas del Barroco, sus metáforas absurdas, la confusión de
géneros, los lances inverosímiles y la fantasía desenfrenada que sólo buscaba el aplauso fácil del
público iletrado. El conjunto de los doscientos dos tercetos desaprueba el estilo afectado y
pedantesco de Góngora, Villamediana y Silveira, considera faltos de invención La Araucana de
Ercilla, la Mejicana de Gabriel Laso, la Nueva Méjico de Villagrán y la Austríada de Juan Rudo, y
tilda de imperfectos el Bernardo de Balbuena y Las lágrimas de Angélica de Luis Barahona de
Soto. Moratín advierte a los escritores de su generación que éstos son los modelos equivocados;
mejor era el magisterio de Garcilaso y fray Luis de León.
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El siglo XVIII alumbró numerosos libros misceláneos en los que la intención pedagógica o satírica
se impregna de elementos narrativos o ficticios La lista sería interminable. Valgan como ejemplo
Fray Gerundio de Campazas (1758-1768), las Cartas marruecas (1789), Eusebio (1786-1788).
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Son de aquellos que de todo tratan y todo lo embrollan, para quienes no hay
conocimiento ni facultad peregrina: unos, que hacen tráfico del talento ajeno y le
machacan y filtran y le revuelven y le venden al público dividido en tomo; otros,
que no habiendo saludado jamás los preceptos del arte, y careciendo de aquella
sensibilidad, don del cielo, que es sola capaz de dar el gusto fino y exacto que se
necesita para juzgarlas, se atreven a decidir con aire magistral de todo lo que no
es suyo; persiguen y ahogan los mejores ingenios con sátiras tan mordaces como
desatinadas, y aspiran por medios viles a levantar su gloria sobre la ruina de los
demás. Otros, y éstos son los más en número y los más insolentes, que pasan la
vida atando en insufribles versos una polilla asquerosa, que embadurnan y
apestan el teatro con unas cosas que llaman comedias, compuestas de retazos
mal arrancados de aquí y de allá, atestadas de más defectos que los originales que
copian, y sin ninguna de aquellas perfecciones que disculpan o hacen olvidar los
errores de las antiguas (Moratín, 1973: 53-54).
¿Qué es poética? El arte de hacer coplas. ¿Qué son coplas? Unos montoncitos de
líneas desiguales, llamadas versos. ¿Qué es un verso? Un número determinado
de sílabas. ¿Qué dificultad ofrece su composición? Los consonantes. ¿Cómo se
adquieren estos consonantes? Comprando un Rengifo por tres pesetas. ¿Qué otra
cosa es necesaria además de esto para hacer cualquiera obra poética digna de la
luz pública? Un poco de práctica, y otra poca de vergüenza (Moratín, 1973: 68).
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Tuvo lugar el 23 de septiembre de 1789, cuando el infante Fernando tenía cinco años.
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Cesará entonces esta guerra maldita que mantenéis unos con otros sobre la
observancia del arte de las obras de ingenio; porque la razón sola os enseñará que
no es dado a la más fecunda fantasía hacer nada perfecto, si las reglas, las
abominadas reglas no la señalan los debidos límites; y que igualmente yerran los
que gradúan el mérito de sus producciones por los defectos que evitan y la
escrupulosa nimiedad en la observancia de los preceptos, cuando falta en ellas la
invención, el talento peculiar de cada género, y aquel fuego celestial que debe
animarlas (Moratín, 1973: 81).
Sin arte, sin estudio y sin saber no hay poetas ni poesía. El público
civilizado lo sabe. Un asunto tan digno de la cítara de Apolo, como es la jura
del futuro Fernando VII, requiere poetas ilustrados. La turba infeliz de
rimadores se conformará con rogar al cielo que dilate el ilustre tronco de los
Borbones, enriquecido por el espíritu de piedad de Carlos III y la fortaleza y
generosidad de Carlos IV. En plena vorágine de la Revolución Francesa,
Apolo declara que “la virtud sola hace a los reyes imágenes de la Divinidad
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en la tierra” (Moratín, 1973: 82) y advierte que sin ella los estados más
poderosos caen en la ruina espantosa. Más adelante, al persuadir a los pelmas
que dejen las armas y vuelvan a sus casas a cuidar de sus mujeres e hijos,
Apolo les recuerda que para ser buenos ciudadanos no es menester ser malos
poetas, que la nación nada perdería con su silencio, “que los hombres habían
nacido para trabajar y muy pocos entre ellos para saber” (Moratín, 1973: 85-
86) y que, por lo tanto, “dejasen el encargo de sostener el honor de la
literatura nacional a otros talentos muy superiores” (Moratín, 1973: 86).
Con todo este chorreo el impertinente autorzuelo es devuelto con su
gente, que lo recibe con pellizcos, capones y gargajos. Insatisfechas las
aspiraciones de los malos poetas la batalla era inevitable y, con ella, la
derrota definitiva del bando de los pedantes y el triunfo de los poetas del
Parnaso. Entre los defensores de Apolo se hallan los mejores literatos del
Renacimiento y algunos destacados de la época barroca: Garcilaso, Diego
Hurtado de Mendoza, Alonso de Ercilla, Barahona de Soto, Cervantes,
Francisco de Figueroa, Cristóbal de Virués, Lope de Vega, los hermanos
Argensola, Bernardo de Valbuena, Juan de Jáuregui, Francisco de Rioja, el
conde Bernardino de Rebolledo y Quevedo. Mientras duraba la embajada,
Mercurio hizo provisión de armas ofensivas acudiendo al almacén de los
malos libros. Ha montado una batería de libros dispuestos para el
lanzamiento donde figuran todas las materias imaginables: medicina,
historias sacro-profanas, filosofía, sermonarios, crónicas de religión, disputas
ridículas, genealogías, comentarios, glosas e interpretaciones del derecho.
Las referidas a la crítica literaria y la creación son nombradas sin pestañeos.
La serie de Comentos de Góngora (las más famosas son las de José Pellicer
de Salas y Tovar, Francisco de Cascales, Cristóbal de Salazar Mardones y
García de Salcedo Coronel) y los Reyes nuevos de Lozano son los primeros
proyectiles, a los que siguen otras descargas del libros de autores del Barroco
español y portugués: el conde de Villamediana, Salvador Jacinto Polo de
Medina, Gabriel de Bocángel, José Tafalla, Eugenio Gerardo Lobo, José
Pérez de Montoro, José Joaquín de Benegasi y Luján, el cura de Fruime,
Boscán y Garcilaso a lo divino, Miguel de Silveira, Botelho Moraes y sor
Violante de Céu. Otra serie la forman los autores de poemas largos, hacia los
cuales Leandro Fernández de Moratín siente especial encono: Jerónimo
Sempere, Luis Zapata, Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Francisco Ruiz de
León, Francisco Terrazas, Gaspar Pérez de Villagrá, Lorencio de Zamora,
Juan Yagüe de Salas y Antonio Enríquez Gómez. A continuación también
saldrían volando los autores en prosa (el falso Avellaneda, Gracián, Salas
Barbadillo y Juan de Zabaleta) y los dramaturgos de la época de Calderón,
como son Cáncer y Velasco, León y Marchante, Antonio Bazo, Tomás de
Añorbe y Corregel, Alonso Antonio Cuadrado, Fernández de Anduaga, e
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La acerada mano de Moratín supo descargar azotes tan palmarios que algunos poetas se vieron
retratados. En la “Vida de don Leandro Fernández de Moratín”, inserta en Moratín (1846: XVII-
XVIII), se recoge el siguiente comentario: “Había en aquel tiempo la peste de malos poetas que en
todas épocas; pero con la desgracia además de que eran aplaudidos por gran parte del pueblo, que
ya admiraba sus rebozados e ininteligibles conceptos, ya se recreaba con sus frialdades e insulseces.
Quiso Moratín distraer el mal humor consiguiente a su posición, ridiculizándolos según merecían, y
en 1789 publicó su folleto titulado La derrota de los pedantes, en que algunos se vieron retratados,
y no pudiendo perdonar al autor, en quien traslucían bajo el velo del anónimo la misma pesada
mano que en su Lección poética les había descargado sin piedad su primer azote”. Pocos años más
tarde, los autores Cristóbal Cladera, Gaspar Zavala y Zamora y Luciano Francisco Comella se
vieron directamente señalados por el don Hermógenes y el don Eleuterio de La comedia nueva.
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Aracil (1983: 49) teoriza sobre este aspecto: “Què és el racionalisme oligàrquic? El rètol ja diu
molt. La noció bàsica és que la raó és el privilegi i monopoli d’una oligarquia –i no pas un patrimoni
comú a la Humanitat”.
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Bajtin (1929) ha señalado la diferencia entre la novela y la sátira menipea.
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Arce (1981: 23-36) ha afirmado que estamos ante un poeta auténticamente neoclásico, aunque
coincida cronológicamente con los albores del Romanticismo, pues pocos elementos expresivos y
formales son suficientes para evocar la idea de perfección y belleza.
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BIBLIOGRAFÍA