La Jarana

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Quaderns de Filologia. Estudis Literaris. Vol.

X (2005) 185-202

LA DERROTA DE LOS PEDANTES (1789) DE LEANDRO


FERNÁNDEZ DE MORATÍN Y LA DIFUSIÓN DEL
NEOCLASICISMO EN ESPAÑA

Ricardo Rodrigo Mancho


Universitat de València
______________________________________________________________

¿No adviertes cómo audaz se desenfrena


la juventud de España corrompida
de Calderón por la fecunda vena?
Nicolás Fernández de Moratín

El año de 1737 es esencial para la recuperación del espíritu del clasicismo


en España, pues la Poética de Ignacio de Luzán modela la pieza teórica
fundamental que servirá como palanca restauradora del buen gusto artístico,
apreciando la universalidad de la estética clásica de Aristóteles y Horacio,
invocando el dictamen de la razón natural y exhortando al seguimiento de las
reglas y al beneficio de la estudiosa aplicación, lo que, en el fondo, representa
una contundente operación de freno y depuración de los aspectos de la
cultura barroca que se consideran deleznables o degenerados por los excesos
del ingenio desbocado. Ignacio de Luzán acepta la licitud de que por
separado el arte pueda enseñar o deleitar, pero advierte que la grandeza del
arte radica en que pueda armonizarse lo útil con lo agradable. La poesía con
mayúsculas no es aceptable como diversión o pasatiempo sin trascendencia;
la finalidad superior de toda poesía es la de persuadir con deleite en las
enseñanzas morales, espirituales o cívicas1. Uno de los ejes fundamentales de
la estética de Luzán (1977: 161) gira en torno al concepto aristotélico2 de la
imitación, ya que concibe la poesía como “imitación de la naturaleza en lo
universal o en lo particular, hecha con versos, para utilidad o deleite de los
hombres, o para uno y otro juntamente”. El doble juego de imitación de lo
particular y lo universal permite no sólo la estética realista de los héroes y las
cosas como son individualmente, sino también la estética idealista de los

1
Luzán (1977: 173) había escrito: “Todas las artes, como es razón, están subordinadas a la política,
cuyo objeto es el bien público, y la que más coopera a la política es la moral, cuyos preceptos
ordenan las costumbres y dirigen los ánimos a la bienaventuranza eterna y temporal”.
2
Según José Luis Abellán (1981: 649), la coincidencia no es total.
186 RICARDO RODRIGO MANCHO

héroes y las cosas como son en la idea universal y modélica que nos
hacemos. Esta última modalidad convierte a los héroes en referentes o
portavoces de una manera de concebir la vida y el arte. En función del
mensaje y de los destinatarios de la obra se opta por una de las vías de
imitación. El espíritu utilitario y didascálico se complementa con los
principios de claridad, eficacia del arte, transparencia y disciplina. Al margen
quedan los valores de la estancada poética neogongorina: la inspiración, los
golpes de genialidad, la fantasía extrema y la exageración metafórica.
La Poética de Luzán expresó en el plano teórico los criterios del
Neoclasicismo o nuevo clasicismo español (Sebold, 1995). Los modelos
canonizados provienen de una triple vía de renovación: de la poesía clásica
greco-latina, de los literatos del Renacimiento que se habían hecho poetas
estudiando la docta antigüedad y de los escritores coetáneos que se habían
inspirado en los modelos precedentes. En efecto, Ignacio de Luzán fue un
adelantado de su tiempo: en un país anclado en la rutina continuista y la
tradición, la nueva propuesta hizo tambalear las piezas intocables de lo hasta
entonces considerado nacional y propio. La Poética (1737) se convirtió en
cabeza de puente de las nuevas propuestas estéticas, que a lo largo de los
lustros se actualizarían en obras de ruptura o de inspiración neoclásica.
Al cabo de unas décadas Leandro Fernández de Moratín3 sería el mejor
ejemplo de neoclasicismo militante en el plano creador, ya que sus obras
literarias proponen con lucidez y valentía metateórica la reflexión de Luzán,
denuncian la continuidad de los vicios nacionales, repudian los extremos
ininteligibles de los seguidores de la estética barroca y pregonan la
excelencia de lo sencillo, natural y verosímil. En opinión de Cook (1959:
337), el teatro de Moratín supo sacar partido del corsé rígido de las tres
unidades y “salvó al neoclasicismo de una muerte afrentosa”. Con todo,
Leandro Fernández de Moratín no sólo realizó importantes innovaciones
dramáticas sino que en el terreno de la prosa supo elaborar un nuevo
lenguaje, suelto y ágil. En opinión de François Lopez (1981), la literatura de
viajes y el epistolario de Moratín el joven establecen un magnífico puente
entre la escritura de Cervantes y Galdós. A poco que el lector se pierda en la
prosa llana y chispeante de estos libros se encontrará con un inmenso
escritor, experto en el manejo de la naturalidad y la gracia, detallista en sus
observaciones sobre las costumbres contemporáneas de la clase media y
proclive a la festividad castiza. En suma, hombre afable y cortés, descreído y
desencantado de la política, pero dotado con el ángel de la escritura, que sabe

3
Resulta difícil reseñar una bibliografía mínima sobre Leandro Fernández de Moratín. Por una
parte es aconsejable utilizar las noticias de su tiempo: Sempere y Guarinos (1785-1789), Melón
(1867 y 1970) y Silvela (1867-1868). Por otra parte, son imprescindibles las ediciones modernas:
Dowling (1971), Rossi (1974), Pérez Magallón (1995) y Martínez Mata (2003).
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 187

manejar el lenguaje con soltura, agilidad, agudeza y ritmo; la corrección de la


frase se complementa con la sobriedad de los adornos, la elegancia, el
excelente uso de las expresiones familiares y la vivacidad del diálogo4. Este
retrato robot de Leandro Fernández de Moratín quedará mejor perfilado si se
complementa con el ángulo incisivo de La derrota de los pedantes (1789),
pues en este libro es patente la franqueza, la ironía juvenil y el sarcasmo
frente a los seguidores de la retórica grandilocuente.
El puente estético entre Ignacio de Luzán y Leandro Fernández de
Moratín pudo establecerse gracias a la labor mediadora y docente de Nicolás
Fernández de Moratín, literato y escritor de profundas convicciones
clasicistas que se afanó por introducir el arte dramático en la senda de las
poéticas de la docta antigüedad. En su infancia y juventud Leandro aprendió
la doctrina neoclásica de su mismo padre y de los amigos que se reunían en la
fonda de San Sebastián: allí leían las sátiras, la poética de Boileau, las
tragedias francesas y las obras originales de los allí reunidos. Los
contemporáneos de don Nicolás lo consideraron un hombre de talento
extraordinario y sus escritos esbozan el perfil de un erudito, estudioso y
conocedor de la filosofía del arte, que veía en los poetas de la antigüedad y en
los literatos del Renacimiento los modelos de perfección del talento humano.
Don Nicolás no dudó en apuntalar los nuevos principios del clasicismo y en
combatir los errores nacidos del mal gusto. En La Petimetra (1762), ejemplo
de comedia nueva escrita con arreglo a las reglas del arte, antepuso un
prólogo defendiendo la importancia de las tres unidades, la imitación de la
naturaleza, el decoro y la verosimilitud, y expresó el deseo de limpiar la
escena española de impropiedades y exageraciones. En sus tres Desengaños
al teatro español (1762-63) recomendó las reglas neoclásicas y volvió a
cargar contra los seguidores desaforados del conceptismo y del culteranismo
(el tercer Desengaño fue dirigido contra los autos sacramentales). La Diana o
el arte de la caza (1765) brinda a sus lectores un tratado didáctico en forma
de sextinas narrativas.
Entre los años de 1773 y 1780 don Nicolás desempeñó la cátedra de
Poética en el Colegio Imperial de San Isidro. De las palabras de Leandro
Fernández de Moratín (1821) se desprende que en sus clases explicaría las
poéticas de Aristóteles (reimpresa en Madrid en 1778), Luzán y Boileau:

4
Véase a modo de ejemplo la siguiente apuntación del Viaje a Inglaterra: “Es cosa de ver en los
espectáculos y los paseos a los canónigos, deanes, arcedianos u obispos ingleses con sus grandes
pelucas, muy graves, rollizos y colorados, llevando del brazo cada cual de ellos a su mujer, y
delante tres o cuatro chiquillos o chiquillas, muy lavaditas, muy curiositas y muy alegres. Estos
frutos de bendición manifiestan demasiado que no es la impotencia el defecto de los ministros del
Señor, pues saben desempeñar con igual acierto las obligaciones del altar y del tálamo” (Fernández
de Moratín, 2003: 43).
188 RICARDO RODRIGO MANCHO

Los instruía en amistosa conversación, sin hacerles sospechar que los instruía.
Indagaba con ellos la razón del arte, y advertían libremente en las obras más
célebres los descuidos y los aciertos. Repetíales con frecuencia que él no
enseñaba a nadie a ser poeta, porque sin un favor especial de la naturaleza
ninguno lo es; pero les prometía que con el estudio de la poética adquirirían buen
gusto y sólida doctrina, para saber la dificultad que tiene el serlo, y estimar el
mérito de los más distinguidos autores; a la manera que en una escuela de bellas
artes, si no se forman grandes artífices, resultan a lo menos aficionados
inteligentes (1821: XXXIII-XXXIV).

Aunque don Nicolás era hombre de arranque imaginativo e improvisación


fácil, a sus estudiantes les recomienda replegar la fantasía por medio del
método, la reflexión, el estudio de los buenos modelos y el seguimiento de
los preceptos del arte. Frente a la enseñanza doctrinaria y dogmática, él opta
por una metodología innovadora en que el estudiante ejercitase la reflexión y
el razonamiento:

No ejercitaba en sus alumnos la memoria, sino el entendimiento; más les hacía


raciocinar que aprender; ni para captarse la benevolencia de sus padres y tíos les
proponía un determinado número de preguntas, a que debía corresponder otro
igual de respuestas, a manera de letanía: ridícula instrucción, a la cual se reducían
todos los exámenes públicos que se hacían entonces (1821: XXXIV-XXXV).

Prefería la comprensión y el juicio abierto de los hechos antes que las


respuestas mecánicas, prefijadas o cerradas. Abominaba de la instrucción
memorística que conducía a la pedantería y fatuidad de las cotorras:

Decía que no hallaba diferencia entre este género de enseñanza y la que se da a


papagayos, de los cuales nunca se exige que entiendan lo que dicen; basta que lo
digan; y cuando en los certámenes de otros estudios oía chillar a sus discípulos,
respondiendo atropelladamente a las preguntas que se les hacían, según el
arancel impreso, decía a los suyos: “Vean ustedes aquí una bandada de cotorras y
tordos, que están hablando de lo que no entienden. El que guste de ser pedante y
fatuo, literato superficial y hablador intrépido, venga a estas aulas, que el maestro
se lo enseñará” (1821: XXXV).

Nicolás Fernández de Moratín combinó con maestría el amor a los


clásicos y el apego a la tradición literaria española. Así, en su teatro se
encuentran huellas de Lope, Calderón, Moreto y Tirso; y en la poesía supo
fundir la herencia de los clásicos (Anacreonte, Virgilio, Ovidio, Juvenal,
Marcial...) con el amor al romancero, el Libro de Buen Amor, La Celestina,
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 189

La lozana andaluza y Quevedo. Las clases de don Nicolás eran un verdadero


ejercicio de neoclasicismo militante, pues concebía la educación como un
crisol donde confluían las distintas tradiciones literarias europeas:

Asistía a la suya un joven de excelente disposición para la poesía, sobrino de un


caballero muy acomodado, el cual deseando que continuase en aquel estudio, al
ver su constante aplicación y el ingenio que manifestaba, le dijo a Moratín que
indicase, entre los poetas clásicos, de cuál nación debía preferirlos, para
arreglarle con ellos y algunos otros una selecta librería. Moratín le respondió:
“Griegos y españoles, latinos y españoles, italianos y españoles, franceses y
españoles, ingleses y españoles”. Los que tengan algún conocimiento del arte
advertirán cuánto dijo en esta respuesta (1821: XXV-XXXVI).

El compromiso estético de Nicolás Fernández de Moratín se manifestó


con sonadas polémicas. En los tres tratados críticos, titulados Desengaños al
teatro español (1762-63), Moratín defendió el criterio antibarroco que José
Clavijo y Fajardo había expresado en su periódico El Pensador. Los ataques
contra el culteranismo barroco, contra el mundo estético de los autos
sacramentales y contra el teatro español no ajustado a los cánones de la razón
cabe interpretarlos como activa colaboración en la campaña que culminaría
con la prohibición de los autos sacramentales en 1765; este significativo
aporte le valió el furor y la enemistad de la España calderoniana. Unos años
más adelante El arte de las putas sólo pudo circular manuscrito y fue
prohibido por la Inquisición en 1777: se trata de un poema trasgresor, una
especie de guía carnal de Madrid que pone en tela de juicio la moral sexual
tradicional y que aboga por la legalización del meretricio. Otro incidente
acalorado, de tono más personal, lo mantuvo con Ramón de la Cruz. Cuando
el dramaturgo neoclásico no consiguió que los cómicos interpretaran su
comedia La Petimetra (1762) ni su tragedia Lucrecia (1763), atribuyó tal
negativa a la perniciosa influencia de Ramón de la Cruz, por lo que arremetió
contra su enemigo en el primero de los Desengaños al teatro español:

Y advierta Vd. que no son los académicos de la Española, ni los de las Ciencias
de Londres o París, ni de los Arcades de Roma, sino los mismos comediantes y
aún más los poetastros y versificantes saineteros y entremeseros que andan
siempre agregados a las compañías: éstos son los jueces que en España tiene la
poesía (1996: 153).

Don Ramón respondería a estos ataques llevando a escena a su enemigo


en el entremés titulado La visita del hospital del mundo (1764). El autor de
190 RICARDO RODRIGO MANCHO

las famosas quintillas es identificado como un Ingenio soberbio de talento,


triste y de melancólica figura derivada de ayunos.
Desde sus años de infancia, el joven Leandro Fernández de Moratín se
había familiarizado por igual con la visión clasicista del arte y con los
aguijones intelectuales, las refriegas y el forcejeo erudito. El magisterio de su
padre había arraigado en el joven literato, amante del teatro que, aunque de
carácter un tanto reservado o retraído en público, llevaba ya latente el registro
burlón y satírico que le es tan propio. Juan Antonio Melón (1970) pondera la
gracia y el talento cómico para imitar a los personajes públicos y para alegrar
la conversación con gracias, chistes, donaires y agudezas. Cuando se hallaba
en la intimidad con sus amigos, Leandro daba rienda suelta al torrente de
imitaciones y gracias, zahiriendo a los ridículos palaciegos de la corte y
parodiando a los literatos:

Alegraba nuestra conversación con tantas gracias, chistes, donaires y agudezas,


que era nuestra compañía continua risa. Remedaba con facilidad todos los
caracteres. Sobresalía entonces en Madrid, por su elegancia en vestido y peinado,
el abate Guevara y Vasconcelos, secretario de la Academia de la Historia,
hombre honrado y bueno, aunque muy afectado y pagado de su poco saber.
Moratín imitaba su gesto, su voz, su continente y sus palabras, y le hacía decir los
más graciosos disparates que se pueden imaginar. El caso es que él apenas le
conocía; y yo, que le había tratado, veía con admiración cómo decía y hacía, al
imitarle, las mismas expresiones, palabras y gestos del original que copiaba.
También imitaba a veces el carácter afectado de Jovellanos, el del poeta Huerta,
el del buen Carlos III en sus diálogos con el Conde de Losada, y otros muchos,
con gracia inimitable; y estos chistes salían tan espontáneamente de su boca que
él mismo no conocía la gracia que tenían hasta que reflexionaba un poco y se
reía de lo que había dicho (1970: 25-26).

La vis cómica de Moratín el joven también se actualizaba en la imitación


de los caracteres de las clases medias y las expresiones de los lugareños de la
Alcarria, para las cuales era un “cómico perfecto”5. Tras una apariencia

5
Juan Antonio Melón (1970: 26) conocía bien la habilidad histriónica de su amigo Leandro y su
capacidad para adoptar distintos e insólitos registros: “Moratín era muy aficionado al teatro desde
sus primeros años y concurría a él las veces que podía o le convidaban y también gustaba mucho de
ir al café de la Fontana de Oro y de oír las conversaciones de los concurrentes cuyos caracteres
ridículos nos imitaba después con propiedad y tal vez los recargaba para aumentar nuestra
diversión. Cuando imitaba a un payo o lugareño de la Alcarria lo hacia con tanta gracia y exactitud
que hacía reír a todos o les llegaba a fastidiar o irritar contra las sandeces y brutalidades del rústico y
ordinariote labriego. Había nacido para cómico perfecto porque sus gestos, acciones y variedad de
tonos en la voz eran muy expresivos, y sus versos y comedias, leídos por él, tenían un mérito muy
superior”.
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 191

adusta y reservada, guardaba sus mejores perrerías para los literatos rivales.
Es conocida la inquina hacia Vicente García de la Huerta, de quien escribió
un poema burlesco titulado La Huerteida: tan alto era el punto en que lo
ridiculizaba que Leandro pensó que se había excedido y rompió el borrador,
si bien se acordaba de memoria de buena parte del jocoso cantar6.
Ubicado en las coordenadas de la estética neoclásica, el joven Moratín
comienza su producción literaria proyectando composiciones poéticas y obras
dramáticas que pongan al descubierto o que golpeen con escarnio y burla
ridiculizadora aquellas maneras de comportamiento literario que están en
discordancia con los valores éticos y estéticos del escritor. Pertrechado con
las armas de la sátira clásica, Moratín considera que ha llegado el momento
de un compromiso intelectual similar al de su padre, como es el de lanzar un
ataque definitivo contra los partidarios de una retórica pasada de moda y, con
ello, escarmentar a los herederos de una moral cívica periclitada y
antiilustrada. El oficio aprendido de su difunto padre le obliga moralmente a
ello. Con la Lección poética7 (1782) y La derrota de los pedantes (1789)
Leandro Fernández de Moratín prepara el terreno que conducirá a La
comedia nueva o el café (estrenada el 7 de febrero de 1792). Es decir, el
ilustre escritor experimenta en distintos géneros hasta que encuentra un arma
artística capaz de hacer blanco en el corazón de los seguidores de Calderón,
en el sancta sanctorum de su lenguaje, como era el teatro de su tiempo. Por
tanto, La derrota cabe leerla como texto embrionario, como esbozo de
diálogos y réplicas que teatralizará más tarde en su famosa comedia nueva.

6
En la “Vida de don Leandro Fernández de Moratín”, inserta en Moratín (1846: XVII-XVIII), se
recoge la siguiente anécdota: “Hubo un día de decir que había escrito un poema titulado La
Huerteida, en burlesca celebridad de don Vicente García de la Huerta; pero que conociendo se
había sobradamente deslizado en la senda del ridículo, había rasgado el borrador, aunque de algo se
acordaba. Rogáronle todos que recitase los trozos que tuviese más presentes, y después de muchas
negativas y repetidas instancias, lo dijo desde el principio hasta el fin, imitando con tal propiedad la
fraseología, el ahuecamiento de la voz, los visajes, manoteo y prosopopeya de su protagonista, que
según el testimonio de Melón, fue cosa de desternillarse de risa”.
7
En 1782 la Real Academia Española distinguió con el accésit la Lección poética. Sátira contra los
vicios introducidos en la poesía castellana, que Leandro Fernández de Moratín presentó bajo el
seudónimo de Melitón Fernández. El premio se adjudicó a otra serie de tercetos compuestos por
Juan Pablo Forner con el título de Sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana. El
artificio ficcional de Moratín es sencillo: el autor ha escrito esta sátira dirigiéndola a un tal Fabio,
como si respondiera a una carta de éste, pero la lección poética es irónica. En el fondo, Moratín trata
de evidenciar los vicios de los malos poetas del Barroco, sus metáforas absurdas, la confusión de
géneros, los lances inverosímiles y la fantasía desenfrenada que sólo buscaba el aplauso fácil del
público iletrado. El conjunto de los doscientos dos tercetos desaprueba el estilo afectado y
pedantesco de Góngora, Villamediana y Silveira, considera faltos de invención La Araucana de
Ercilla, la Mejicana de Gabriel Laso, la Nueva Méjico de Villagrán y la Austríada de Juan Rudo, y
tilda de imperfectos el Bernardo de Balbuena y Las lágrimas de Angélica de Luis Barahona de
Soto. Moratín advierte a los escritores de su generación que éstos son los modelos equivocados;
mejor era el magisterio de Garcilaso y fray Luis de León.
192 RICARDO RODRIGO MANCHO

La derrota de los pedantes (1789) es una sátira de ficción que adopta la


convención del viaje al Parnaso. Un claro antecedente es el Viaje del Parnaso
(1614) de Cervantes, escrito en tercetos y prosa: Apolo, sitiado por los malos
poetas, envía a Mercurio a buscar el auxilio de los buenos poetas; Mercurio
pide informes a Cervantes y el resultado es una especie de catálogo de
escritores. Otro texto de la misma época, la República literaria de Saavedra
Fajardo (escrito en prosa en 1612 y publicado en 1615), no trata de un viaje
al Parnaso sino de una visita a una ciudad o república literaria (muy parecida
a Salamanca). El parentesco de La derrota con las Exequias de la lengua
castellana de Juan Pablo Forner es indudable: Aminta (Forner) y Arcadio
(José Iglesias de la Casa) viajan al Parnaso guiados por Cervantes; se
encuentran con buenos y malos poetas, ven el cadáver de la lengua castellana,
maltratada por los escritores y presencian el entierro. El espíritu mordaz de
La derrota está vinculado también con la Sátira contra los vicios
introducidos en la poesía española (1782) de Juan Pablo Forner, formidable
sátira en tercetos endecasílabos criticando la imprudencia e insolencia del
bando de los autores barrocos (Lope, Calderón, Moreto y Góngora).
El argumento de La derrota es sencillo y al mismo tiempo clarificador8:
un grupo de malos poetas intenta el asalto al Parnaso pero es derrotado por la
camarilla de Apolo. De inicio, se bosqueja la personalidad de un héroe
negativo y degradado, icono de la anarquía estética y el código tradicional,
para contrastarla a continuación con el modelo de virtud dieciochesca
propuesto por Apolo. A partir de estos escasos elementos ficcionales se
pretende difundir el credo estético neoclásico para ganar nuevos adeptos.
En el palacio del Parnaso (consagrado a Apolo y las musas) reina un
profundo silencio porque el hijo de Júpiter, bien comido y mejor bebido, está
durmiendo la siesta. Ronca “como un provincial” (Moratín, 1973: 11)
haciendo retumbar las bóvedas. De repente se levanta un gran estruendo
porque el palacio ha sido asaltado por un ejército de ignorantes, atrevidos
pedantones, rimadores ridículos, traductores galicados, literatos presumidos,
críticos ignorantes y autores superficiales. Tanta ha sido la confusión que la
musa Clío aparece desmayada y casi moribunda, el peinado deshecho, el brial
roto y las narices reventadas; menos mal que dentro (donde se alojan los
poetas cortesanos y amigos, comensales de Apolo) ha sido auxiliada por
Bernardo de Balbuena, Alonso de Ercilla y Juan de la Cueva. Polimnía
conoce bien a los asaltantes: se trata de un ejército de seudoliteratos que tiene
tiranizado el teatro español, que empuerca diariamente los papeles públicos y
que se ha instalado como intérprete artístico de la nación:

8
El siglo XVIII alumbró numerosos libros misceláneos en los que la intención pedagógica o satírica
se impregna de elementos narrativos o ficticios La lista sería interminable. Valgan como ejemplo
Fray Gerundio de Campazas (1758-1768), las Cartas marruecas (1789), Eusebio (1786-1788).
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 193

Son de aquellos que de todo tratan y todo lo embrollan, para quienes no hay
conocimiento ni facultad peregrina: unos, que hacen tráfico del talento ajeno y le
machacan y filtran y le revuelven y le venden al público dividido en tomo; otros,
que no habiendo saludado jamás los preceptos del arte, y careciendo de aquella
sensibilidad, don del cielo, que es sola capaz de dar el gusto fino y exacto que se
necesita para juzgarlas, se atreven a decidir con aire magistral de todo lo que no
es suyo; persiguen y ahogan los mejores ingenios con sátiras tan mordaces como
desatinadas, y aspiran por medios viles a levantar su gloria sobre la ruina de los
demás. Otros, y éstos son los más en número y los más insolentes, que pasan la
vida atando en insufribles versos una polilla asquerosa, que embadurnan y
apestan el teatro con unas cosas que llaman comedias, compuestas de retazos
mal arrancados de aquí y de allá, atestadas de más defectos que los originales que
copian, y sin ninguna de aquellas perfecciones que disculpan o hacen olvidar los
errores de las antiguas (Moratín, 1973: 53-54).

Mercurio, hermano de Apolo, pide una tregua en nombre de la autoridad.


Quiere que un portavoz de los alborotadores explique su pretensión, pero
como no se ponen de acuerdo, coge del pescuezo a uno de los vocingleros
para que hable por todos. El perillán en cuestión es el que mejor puede
representarlos porque es un compendio de todos los defectos, especialmente
hábil en el arte de componer versos y prosa ilegibles. Se trata de un prolífico
versificador que en menos de un cuarto de hora de encierro es capaz de
componer sus quejas en forma de ovillejos, madrigales y sonetos caudatos.
Su jerga es ridículamente pomposa (“¿Es soporoso nocturno rapto, que en la
atezada calígine...”; Moratín, 1973: 59) y repleta de latinajos a destiempo o
mal traducidos. En cuarenta y cinco años de incontinencia verbal ha llenado
su buhardilla de arratonadas comedias, follas, tragedias, loas, sainetes
tabernarios, epopeyas, sonetos, madrigales, romances y estrambotes en
alabanza de Nise. Para la proclamación del soberano ha compuesto
cuatrocientos endecasílabos en prosa llana y es capaz de versificar todo libro
que caiga en sus manos. Tan sabroso currículo de parlanchín se completa con
su encomiable labor de crítico, comentarista de los Comentarios de Góngora
y traductor al castellano de los Prólogos de García de la Huerta.
El autorzuelo (antecedente de don Eleuterio y don Hermógenes) es
llevado a la presencia de Apolo. El encuentro tiene lugar en un salón
magnífico y espacioso, decorado de acuerdo con las escenas que mejor
representan el espíritu de la cultura, el clasicismo y la libertad (en las bóvedas
“se veían florecer las ciencias y las artes a la sombra de la libertad”; Moratín,
1973: 64). El contraste entre la magnificencia de Apolo y la ridiculez del
coplero es demoledor:
194 RICARDO RODRIGO MANCHO

Si mucho se admiró el coplero de aquel aparato y magnificencia, no menos se


admiraron todos los demás al ver su figura ridícula, porque era el hombre la más
triste visión que imaginarse puede: revijuelo, arrugadito, moreno, remellado,
tuerto de un ojo, romo, calvo, algo tiñoso, chiquirritillo y contrahecho; si bien es
verdad que le desfiguraban en parte las barbas, el sudor negro, el polvo, el cisco y
las telarañas que le cubrían el rostro. Revolvíase en sus bayetas pardas, raídas y
llenas de chorreaduras de aceite y caldo, con un ribete de arambeles por las
orillas, a modo de randas o cucharetero; sus movimientos eran más vivos de lo
que su edad prometía, la acción teatral y la voz gangosa, chillona y desapacible
(Moratín, 1973: 65).

En presencia de Apolo improvisa dos sonetos de sentido indescifrable y


explica sus pueriles nociones estéticas:

¿Qué es poética? El arte de hacer coplas. ¿Qué son coplas? Unos montoncitos de
líneas desiguales, llamadas versos. ¿Qué es un verso? Un número determinado
de sílabas. ¿Qué dificultad ofrece su composición? Los consonantes. ¿Cómo se
adquieren estos consonantes? Comprando un Rengifo por tres pesetas. ¿Qué otra
cosa es necesaria además de esto para hacer cualquiera obra poética digna de la
luz pública? Un poco de práctica, y otra poca de vergüenza (Moratín, 1973: 68).

Sintiéndose poeta se cree con la obligación de tañer la cítara en todas las


ocasiones, circunstancias políticas y en todos los ramos de la literatura y la
filología. Ahora ya no puede dedicarse a tejer esteras, coser zapatos, alquilar
camas o vender achicoria, y amenaza con dejarse inspirar por los oráculos de
un trasgo, una ninfa o cualquier geniezuelo. Cualquier asunto es un buen
pretexto para versificar: podría hablar de los chinches, de cómo hacer pan de
avellanas en los años malos o del aplauso que le merece la próxima jura de
Fernando VII9. No obstante, el espacio donde más a gusto se encuentra es en
el del teatro: allí ha encontrado el desquite de todos los sinsabores que ha
padecido. El coplero explica que él y sus compañeros quieren una patente de
elegancia, firmada y sellada por Apolo, que evite las perrerías y molestias de
los críticos. Quiere que el ramo de la literatura se “estanque como los naipes
y el aguardiente” para ser él y sus compañeros los únicos administradores que
puedan dar lecciones de arte; y además solicita que un bando obligue a todos
los eruditos a comprar sus composiciones “poly-metri-encomiásticas”
referidas a la jura del nuevo príncipe. A su llegada al bifronte cerro Luzán los
había ahuyentado del Parnaso advirtiéndoles que estaban catalogados como

9
Tuvo lugar el 23 de septiembre de 1789, cuando el infante Fernando tenía cinco años.
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 195

“copleros adocenados y misérrimos” y que sus obras estaban destinadas al


quemadero, dicho lo cual se armó la contienda.
La réplica de Apolo, ejemplo de luz, claridad y lógica, aporta la lección
literaria y moral desde la óptica moratiniana de los ideales neoclásicos. Apolo
desprecia al enjambre de charlatanes y se pregunta qué fatalidad domina en la
literatura española: “Por qué los que debían escribir callan cuando los que
aún no saben leer escriben? ¿Que tan grande será la tiranía de la ignorancia,
tan común será ya la superfluidad y el pedantismo, que no se atrevan los que
lloran en silencio esta general corrupción a declamar altamente contra ella?”
(Moratín, 1973: 79). Como buen defensor del nuevo clasicismo Apolo se
muestra inclinado al fructífero intercambio con otras tradiciones literarias,
nutridas por los modelos de la antigüedad greco-latina. Los autores del Siglo
de Oro español desatendieron este principio, pero no los renacentistas
españoles:

Su lectura os dará a conocer cuáles fueron los principios de la renovación de las


letras en España, cuáles las causas de su esplendor y las de su decadencia: veréis
también lo que debéis tomar necesariamente de los extranjeros, y lo que tenéis en
vuestro suelo digno de imitarse con incesante afán (Moratín, 1973: 80).

Sabiamente combinados los adelantos de las otras naciones con el


dominio del estilo y del lenguaje de la propia se erradicará el vergonzoso
papanatismo y la apología acrítica disfrazada de patriotismo. La verdad, la
razón y la observancia de las reglas deben desterrar la falsa sabiduría:

Cesará entonces esta guerra maldita que mantenéis unos con otros sobre la
observancia del arte de las obras de ingenio; porque la razón sola os enseñará que
no es dado a la más fecunda fantasía hacer nada perfecto, si las reglas, las
abominadas reglas no la señalan los debidos límites; y que igualmente yerran los
que gradúan el mérito de sus producciones por los defectos que evitan y la
escrupulosa nimiedad en la observancia de los preceptos, cuando falta en ellas la
invención, el talento peculiar de cada género, y aquel fuego celestial que debe
animarlas (Moratín, 1973: 81).

Sin arte, sin estudio y sin saber no hay poetas ni poesía. El público
civilizado lo sabe. Un asunto tan digno de la cítara de Apolo, como es la jura
del futuro Fernando VII, requiere poetas ilustrados. La turba infeliz de
rimadores se conformará con rogar al cielo que dilate el ilustre tronco de los
Borbones, enriquecido por el espíritu de piedad de Carlos III y la fortaleza y
generosidad de Carlos IV. En plena vorágine de la Revolución Francesa,
Apolo declara que “la virtud sola hace a los reyes imágenes de la Divinidad
196 RICARDO RODRIGO MANCHO

en la tierra” (Moratín, 1973: 82) y advierte que sin ella los estados más
poderosos caen en la ruina espantosa. Más adelante, al persuadir a los pelmas
que dejen las armas y vuelvan a sus casas a cuidar de sus mujeres e hijos,
Apolo les recuerda que para ser buenos ciudadanos no es menester ser malos
poetas, que la nación nada perdería con su silencio, “que los hombres habían
nacido para trabajar y muy pocos entre ellos para saber” (Moratín, 1973: 85-
86) y que, por lo tanto, “dejasen el encargo de sostener el honor de la
literatura nacional a otros talentos muy superiores” (Moratín, 1973: 86).
Con todo este chorreo el impertinente autorzuelo es devuelto con su
gente, que lo recibe con pellizcos, capones y gargajos. Insatisfechas las
aspiraciones de los malos poetas la batalla era inevitable y, con ella, la
derrota definitiva del bando de los pedantes y el triunfo de los poetas del
Parnaso. Entre los defensores de Apolo se hallan los mejores literatos del
Renacimiento y algunos destacados de la época barroca: Garcilaso, Diego
Hurtado de Mendoza, Alonso de Ercilla, Barahona de Soto, Cervantes,
Francisco de Figueroa, Cristóbal de Virués, Lope de Vega, los hermanos
Argensola, Bernardo de Valbuena, Juan de Jáuregui, Francisco de Rioja, el
conde Bernardino de Rebolledo y Quevedo. Mientras duraba la embajada,
Mercurio hizo provisión de armas ofensivas acudiendo al almacén de los
malos libros. Ha montado una batería de libros dispuestos para el
lanzamiento donde figuran todas las materias imaginables: medicina,
historias sacro-profanas, filosofía, sermonarios, crónicas de religión, disputas
ridículas, genealogías, comentarios, glosas e interpretaciones del derecho.
Las referidas a la crítica literaria y la creación son nombradas sin pestañeos.
La serie de Comentos de Góngora (las más famosas son las de José Pellicer
de Salas y Tovar, Francisco de Cascales, Cristóbal de Salazar Mardones y
García de Salcedo Coronel) y los Reyes nuevos de Lozano son los primeros
proyectiles, a los que siguen otras descargas del libros de autores del Barroco
español y portugués: el conde de Villamediana, Salvador Jacinto Polo de
Medina, Gabriel de Bocángel, José Tafalla, Eugenio Gerardo Lobo, José
Pérez de Montoro, José Joaquín de Benegasi y Luján, el cura de Fruime,
Boscán y Garcilaso a lo divino, Miguel de Silveira, Botelho Moraes y sor
Violante de Céu. Otra serie la forman los autores de poemas largos, hacia los
cuales Leandro Fernández de Moratín siente especial encono: Jerónimo
Sempere, Luis Zapata, Gabriel Lobo Lasso de la Vega, Francisco Ruiz de
León, Francisco Terrazas, Gaspar Pérez de Villagrá, Lorencio de Zamora,
Juan Yagüe de Salas y Antonio Enríquez Gómez. A continuación también
saldrían volando los autores en prosa (el falso Avellaneda, Gracián, Salas
Barbadillo y Juan de Zabaleta) y los dramaturgos de la época de Calderón,
como son Cáncer y Velasco, León y Marchante, Antonio Bazo, Tomás de
Añorbe y Corregel, Alonso Antonio Cuadrado, Fernández de Anduaga, e
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 197

incluso las comedias de Cervantes. A todos ellos siguió una metralla de


“misceláneas, novelas, famas póstumas, justas poéticas, coronaciones,
entradas, beatificaciones, loas, certámenes de escuela, autos sacramentales,
autos de nacimiento, funerales, villancicos, motetes, folías y una pestilente
multitud de tonadillas modernas, bien frías, bien necias, bien escandalosas y
despreciables” (Moratín, 1973: 91).
Viendo que la batalla estaba casi ganada, Mercurio puso en práctica una
picardía que tenía consultada con Apolo. Dirigió un último discurso a los
pedantes pidiéndoles que eligiesen “como buenos hermanos” un represen-
tante que redactase un memorial dirigido a Apolo. La zalagarda que se armó
fue tan intensa que empezaron a disputar entre ellos quién debía ser el
elegido: de ahí salió su ruina. El ejército contó con la inestimable ayuda de
las musas, que eran las más diligentes en procurar la destitución de la infeliz
gavilla de autorcillos. El paisaje después de la batalla todavía requería una
última precaución. Cascales, Cervantes y Luzán examinaron la locura de los
vencidos y, en vista del informe, a una parte se la envió a casa y a “los
restantes (incluso el tuerto), que a juicio de los examinadores eran incurables,
los encerraron en las jaulas de los locos, donde hoy se hallan tan en cueros
como siempre y tan sabios como su madre los parió” (Moratín, 1973: 95). En
efecto, sólo las luces y el rigor pueden reprimir esta absurda pesadilla.
Con esta asombrosa sátira, Leandro Fernández de Moratín censuró la
caterva de malos poetas que eran aplaudidos por una gran parte del público
necio de su tiempo, que se admiraba de los ininteligibles conceptos o se
recreaba con sus ramplonas ocurrencias. Sin talento ni instrucción se atreven
a publicar sus versos, e incluso presumen de saberlo todo, cuando, en
realidad, nunca se aproximaron a la literatura antigua ni a las reglas del arte
ni a los escritores que las han venerado. Son versificadores ignorantes que
desconocen su lengua, carecen de un plan poético y consagran sus poemas a
ridículos asuntos. En vez del estudio, la revisión, la razón y la preceptiva,
ellos optan por el hacinamiento de figuras retóricas, la hinchazón, la
redundancia, el uso de metáforas absurdas, la confusión de estilos y la
afectación. El vulgo no tiene la culpa de su ignorancia literaria, pero sí los
escritores necios, metidos en el negocio de la escritura por razones
inconfesables.
En esta república de las letras no se discute con balas de fogueo, como
podría ser la exposición razonada, basada en el respeto, la moderación la
jovialidad o la comprensión. La pugna literaria y la discrepancia intelectual
son crudas y directas, desacreditando al contrario con la burla, la crueldad
intelectual y la ridiculización, lo que provocará una respuesta en los mismos
198 RICARDO RODRIGO MANCHO

términos10. La estupidez humana no se destierra con fórmulas eutrapélicas


sino con la ridiculización inteligente, con la risa grotesca y el escarnio, lo
cual es un indicativo de que nada hay que pueda ser aprovechado de esta
absurda raza de botarates metidos a escritores. Sólo cabe el arrepentimiento o
el silencio.
Como su amigo Juan Pablo Forner, Leandro Fernández de Moratín es un
polemista nato, propenso a fórmulas socarronas y humorísticas al servicio de
la crítica literaria neoclásica. No hay que olvidar que, como decía Bergson
(1940), nuestra risa es siempre la risa de un grupo y está, por tanto, orientada
hacia una función ideológica útil. Los rasgos físicos e intelectuales del bando
de copleros son los propios de los personajes perdedores de antemano: viejos
dementes y con alguna tara física, de imaginación excéntrica, rústicos y
groseros en sus hábitos, inadaptados e indecorosos en su gritería en el palacio
de Apolo y acostumbrados a solucionar los problemas con los puños y las
trifulcas. Por si el dibujo es incompleto se añade que tienen telarañas en el
rostro, que deben los alquileres del desván y que todavía no han almorzado.
Es decir, nada que pueda igualarse a la dignidad y grandeza de la camarilla de
Apolo, las musas y los escritores elegidos.
La conclusión salta a la vista. Leandro Fernández de Moratín es un
ideólogo sin fisuras que se apropia del sentido común, del saber y del espacio
desde el cual se puede hablar de estética. Podríamos hablar de maniqueísmo
o mejor de racionalismo oligárquico11, ya que la razón y el saber son
privilegio y monopolio de unos pocos que no admiten discusión. Aunque
también es cierto que la dualidad, el humor, los estados psíquicos anormales
y las excentricidades son elementos consustanciales a la naturaleza de la
sátira menipea12. Una rama de la Ilustración española concentra sus esfuerzos
en la crítica de la nobleza improductiva: Jovellanos, Cadalso y Meléndez

10
La acerada mano de Moratín supo descargar azotes tan palmarios que algunos poetas se vieron
retratados. En la “Vida de don Leandro Fernández de Moratín”, inserta en Moratín (1846: XVII-
XVIII), se recoge el siguiente comentario: “Había en aquel tiempo la peste de malos poetas que en
todas épocas; pero con la desgracia además de que eran aplaudidos por gran parte del pueblo, que
ya admiraba sus rebozados e ininteligibles conceptos, ya se recreaba con sus frialdades e insulseces.
Quiso Moratín distraer el mal humor consiguiente a su posición, ridiculizándolos según merecían, y
en 1789 publicó su folleto titulado La derrota de los pedantes, en que algunos se vieron retratados,
y no pudiendo perdonar al autor, en quien traslucían bajo el velo del anónimo la misma pesada
mano que en su Lección poética les había descargado sin piedad su primer azote”. Pocos años más
tarde, los autores Cristóbal Cladera, Gaspar Zavala y Zamora y Luciano Francisco Comella se
vieron directamente señalados por el don Hermógenes y el don Eleuterio de La comedia nueva.
11
Aracil (1983: 49) teoriza sobre este aspecto: “Què és el racionalisme oligàrquic? El rètol ja diu
molt. La noció bàsica és que la raó és el privilegi i monopoli d’una oligarquia –i no pas un patrimoni
comú a la Humanitat”.
12
Bajtin (1929) ha señalado la diferencia entre la novela y la sátira menipea.
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 199

Valdés ejemplifican este deseo de regeneración social. Pero Moratín tiene


una idea sacralizada de la creación literaria y en sus textos arremete contra
los insolentes que han profanado el altar literario con ofrendas consideradas
irrespetuosas. La escritura es un espacio apto sólo para los elegidos por
Apolo, es decir, sólo para los que profesan la misma fe neoclásica. Aunque
Moratín se esfuerza en perfilar una imagen propia de campechanía y
prudencia, sus escritos responden en el fondo a una actitud de superioridad
intelectual, elitista e iluminada, de apóstol convencido de los ideales
neoclásicos. Cuando los neoclásicos se refugian en la intimidad o cuando
escriben sus papeles satíricos, no dejan ni rastro del comedimiento y la
contención neoclásica, sino que con afán intelectual se lanzan sobre su presa
y la zarandean y ridiculizan sin tregua. Ellos se saben depositarios de la razón
absoluta.
La derrota de los pedantes es uno de principales libros dedicados a
explicar el discurso teórico y dramático del Neoclasicismo: la concepción
universal de la retórica y su conexión con los modelos renacentistas, la
racionalidad frente a las desmesuras del Barroco, la función educativa del
arte y el sometimiento a las preceptivas. El bando calderoniano había
presentado al Neoclasicismo como un movimiento reducido a observar la ley
de las tres unidades, pero Leandro Fernández de Moratín ha querido estudiar
los conceptos claves en el armazón teórico ilustrado: el aprendizaje, la
elección del tema, la preparación de un plan, la claridad y la contención
retórica, el orden, la racionalidad, la imitación de la naturaleza, el buen gusto,
la verosimilitud y las unidades teatrales forman un todo compacto e
interrelacionado con la finalidad de crear un espacio racional de
comunicación artística. La tragedia y la comedia neoclásica insistirán una y
otra vez en la necesidad de asumir las jerarquías para construir un modelo
social de comportamiento basado en la hombría de bien, la virtud ilustrada, la
mejora social de las clases medias, la estabilidad familiar, el trabajo
productivo, la moderación, el progreso y la civilización. Para el equilibrio
social son totalmente inadecuados los hombres que actúan sin disciplina ni
sentido social, ciegos e insumisos ante la autoridad, incontrolados y
levantadizos, no sometidos al mecanismo de las normas morales, sociales
económicas y estéticas. Por ello, estas conductas negativas, que son vistas
como desestabilizadores del orden social, se estrellan y son calificadas con
términos del campo semántico de la locura o el extravío mental. Para el
mundo ilustrado, cada individuo tiene su función social.
La trayectoria literaria de nuestro escritor seguirá unida fielmente a la
concepción estética neoclásica. En una de sus últimas composiciones, titulada
Elegía a las Musas, reafirma su fe en la poética neoclásica, a la que había
guardado fidelidad a lo largo de su vida. En esta dolorosa despedida de las
200 RICARDO RODRIGO MANCHO

musas y de la patria (por parte del poeta exiliado) se respira la atmósfera


clásica, puesto que el poeta, con un pie ya en el estribo, devuelve a las
“sacras Musas” lo que de ellas recibió13:

Esta corona, adorno de mi frente,


esta sonante lira y flautas de oro
y máscaras alegres, que algún día
me disteis, sacras Musas, de mis manos
trémulas recibid, y el canto acabe,
que fuera osado intento repetirle.
He visto ya cómo la edad ligera,
apresurando a no volver las horas,
robó con ellas su vigor al numen.
Sé que negáis vuestro favor divino
a la cansada senectud, y en vano
fuera implorarle; pero en tanto, bellas
ninfas, del verde Pindo habitadoras,
no me neguéis que os agradezca humilde
los bienes que os debí. Si pude un día,
no indigno sucesor de nombre ilustra,
dilatarle famoso, a vos fue dado
llevar al fin mi atrevimiento. Sólo
pudo bastar vuestro amoroso anhelo
a prestarme constancia en los afanes
que turbaron mi paz, cuando insolente,
vano saber, enconos y venganzas,
codicia y ambición la patria mía
abandonaron a civil discordia...

Con estos versos Moratín se despide de la creación poética en un clima de


dignidad clásica y por medio de una retórica transparente y contenida en la
expresión de su dolor. Todavía en la “cansada senectud” el escritor reafirma
su fe en los principios que aprendiera de su padre y que adoptase en su
juventud. Porque para él, el arte es su verdadera religión y La derrota fue un
artificio literario para expresar su continuada confianza en la poética clásica,
una obra destinada a cantar el triunfo de los valores de la Ilustración y la
nueva sensibilidad estética.

13
Arce (1981: 23-36) ha afirmado que estamos ante un poeta auténticamente neoclásico, aunque
coincida cronológicamente con los albores del Romanticismo, pues pocos elementos expresivos y
formales son suficientes para evocar la idea de perfección y belleza.
La derrota de los pedantes (1789) de Leandro Fernández de Moratín... 201

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