Cine Negro y Sociedad
Cine Negro y Sociedad
Cine Negro y Sociedad
europea –entre los que se puede destacar a Fritz Lang, Otto Premiger o Billy
Wilder- en las décadas de 1930 y 1940 huyendo del horror nazi.
cuenta la diversidad de argumentos de los que parten, en estos filmes se
expone una nada complaciente visión de la sociedad estadounidense,
marcada por el cada vez mayor poder de las organizaciones mafiosas, la
incapacidad del gobierno para atajar el clima de violencia e inseguridad
ciudadana o la falta oportunidades para una juventud que acaba siendo
absorbida por el mundo de la delincuencia.
Asimismo, otras películas de la época muestran su negativa visión
social al relatar historias basadas en la comisión de actos criminales –caso
de El halcón maltés (The Maltese Falcon, John Huston, 1941), El sueño
eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946), La jungla de asfalto (The
Jungle Asphalt, John Huston, 1950) o Atraco perfecto (The Killing, Stanley
Kubrick, 1956)- en los que se demuestra cómo la violencia y la realización
de actos ilegales no son exclusivos de ninguna clase social o condición
profesional, subrayando con ello el mensaje de la universalidad, así como
las insondables dimensiones, de la crisis ética en la que vivía Estados
Unidos. Las dos primeras películas citadas muestran el poder corruptor y las
malas praxis de algunos representantes de las clases acomodadas de la
sociedad, mientras que las otras dos se centran en las rutinas de una serie
de delincuentes habituales.
La crítica a la sociedad, y de forma especial a su capacidad de
corromper al individuo hasta convertirlo en un criminal, es detectable
también en Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953) o Sed de Mal
(Touch of Evil, Orson Welles, 1958), cuyo tema es la corrupción de los
cuerpos policiales del Estado, o en Perdición (Double Indemnity, Billy
Wilder, 1944), Laura (Laura, Otto Preminger, 1944), La mujer del cuadro
(The Woman in the Window, Fritz Lang, 1944) El cartero siempre llama dos
veces (The Postman Always Rings Twice, Tay Garnett, 1946), que narran
historias de ciudadanos aparentemente convencionales que, por diversas
circunstancias –a menudo relacionadas con la codicia y la pasión desbocada
que sienten por algún estereotipo de femme fatale-, terminan cometiendo
un asesinato.
1.2. El cine negro español: desarrollo diacrónico
En su condición de señas de identidad y elementos definitorios, tanto
el valor de crónica histórica como la proyección de una mirada
cuestionadora, nada complaciente, sobre la sociedad pueden detectarse en
la evolución del género negro a lo largo de todo el siglo XX en diversas
filmografías y tradiciones culturales. En el caso español, diversos
condicionantes –basados, fundamentalmente, en la inexistencia de una
tradición literaria nacional vinculada a la novela negra y en la forma a
través de la que la censura condicionó toda la creación cinematográfica
hasta mediados de la década de 1970- impidieron que el cine negro tuviera
un desarrollo convencional análogo al de otros países europeos como Italia
o, sobre todo, Francia –cuya producción de películas negras es, sobre todo,
desde los puntos de vista cualitativo y cuantitativo, la más fructífera y rica
después de la Estados Unidos, y de cuyo interés en el género y su reflexión
sobre él, de hecho, surgió la terminología de “film noir”3
-. A pesar de que
hubo durante la dictadura alrededor de una treintena de películas
vinculadas a los estilemas del género –algunas muy apreciables, como A
tiro limpio (Francisco Herrera-Dolz, 1963)-, lo cierto es que prácticamente
ninguna de las cintas producidas antes de 1975 pueden ajustarse a las
definiciones de cine negro expuestas en la parte inicial de este trabajo. Hay
en ellas elementos que remiten a los clásicos estadounidenses, como la
presencia de personajes de las fuerzas policiales y de los ámbitos de la
delincuencia, la utilización de ciertos recursos expresivos y formales o la
narración de historias basadas en actos criminales, pero no es posible, sin
embargo, detectar en modo alguno el carácter pesimista, problemático y
ambivalente típico del cine negro. De hecho, casi todas estas películas
tienen una intención pragmática que, muy alejada de cualquier intención
crítica –solo perceptible de forma indirecta y sugerida en casos muy
excepcionales-, parece dirigida a reforzar algunas ideas que el régimen
3 El término, surgido a mediados de la década de 1940, es un derivado de “série
noire”, acuñado por el editor de Gallimard Marcel Duhamel para referirse a las
novelas de autores estadounidenses como Dashiell Hammett, Raymond Chandler o
James M. Cain que integraban una colección de su catálogo caracterizada
visualmente por el color negro de sus cubiertas –la misma razón provocó que en
Italia, donde las obras de estos autores fueron incluidas en una colección con
tapas
amarillas, al género se le denomine “giallo”-. Poco después de la popularización
del
término, que hizo que a todas las novelas análogas a las publicadas en esa
colección por Gallimard se les denominase “roman noir”, críticos cinematográficos
como Nino Frank o Alain Chartier comenzaron a utilizar en sus críticas y artículos
sobre las adaptaciones de esas novelas –y, en general, sobre todas las películas
que presentasen similares características temáticas y formales- el término “film
noir”.
franquista difundió de forma continua a través de los medios de
comunicación y de sus instrumentos de propaganda: la fortaleza de los
cuerpos policiales, siempre victoriosos en su lucha contra el crimen; la
imagen de España como un país seguro en el que los delincuentes son
siempre apresados; la condición de enemigos de la patria a los que es
necesario reeducar de los criminales, a los que se observa siempre con
cierta mirada paternalista, etc. Así puede detectarse en películas como Los
atracadores (Francisco Rovira Beleta, 1962), 091, policía al habla (José
María Forqué, 1960) o El salario del crimen (Julio Buch, 1964), en las que
no hay vocación crítica, ni voluntad de reflexionar sobre la presencia de la
sociedad ni de cuestionar el orden establecido.
A partir de 1975 y de los consiguientes cambios que para la creación
artística supuso el fin del franquismo, el cine negro comenzó a tener un
mayor peso en la filmografía española. A ello contribuyeron la libertad y la
posibilidad de vertebrar una mirada disiente y crítica que trajo consigo el fin
de la censura, la creación de hitos emblemáticos del género como El crack y
El crack II (José Luis Garci, 1981 y 1983) –en la que se utilizaban, con un
evidente manierismo formal, todos los estilemas del género- y las
adaptaciones de las obras de algunos de los escritores que configuraron la
tradición de novela negra española, como Manuel Vázquez Montalbán,
Andreu Martín o Francisco González Ledesma, que reflejaron sin ambages y
con crudeza problemáticas sociales y políticas de la España contemporánea
como el mantenimiento en la democracia de la posición de poder de elites
económicas y políticas afines al franquismo, la inestabilidad del nuevo
sistema de gobierno implantado en el país, la presencia de elementos
corruptos y violentos en las fuerzas de seguridad del Estados, el control al
que seguían sometidos los medios de comunicación, etc.
A pesar de que continúa sin ser un género especialmente transitado en
la filmografía española, a partir de la década de 1990 parece detectarse un
mayor interés de los directores nacionales por utilizar el cine negro como
vehículo para establecer miradas críticas sobre la realidad circundante y
denunciar las diferentes formas, tanto directas como latentes, a través de
las que la violencia se manifiesta en la realidad actual. Películas como Nadie
hablará de nosotras cuando hayamos muerto (Agustín Díaz Yanes, 1996) o
La noche de los girasoles (Jorge Sánchez Cabezudo, 2006), por ejemplo,
muestran a la perfección las camaleónicas formas a través de las que la
violencia puede imbricarse en la sociedad, abordando la primera un asunto
relacionado con actividades mafiosas y la segunda un crimen cometido por
personas absolutamente ajenas al mundo de la delincuencia. Esta vocación
social, que deja entrever un diagnóstico pesimista y nada complaciente,
también está presente en adaptaciones cinematográficas como Días
contados (Imanol Uribe, 1994), Plenilunio (Imanol Uribe, 2000), El
alquimista impaciente (Patricia Ferreira, 2002) o Las manos del pianista
(Sergio G. Sánchez, 2008) o Celda 211 (Daniel Monzón, 2009) –basadas en
novelas homónimas de Juan Madrid, Antonio Muñoz Molina, Lorenzo Silva,
Eugenio Fuentes y Francisco Pérez Gandul- en las que, a partir de historias
centradas en actos criminales, se abordan problemáticas como la
inseguridad ciudadana, la delincuencia marginal, el terrorismo etarra o la
corrupción inmobiliaria. La presencia de estos dos últimos asuntos4 que, en
cierto modo, han marcado la historia reciente española, evidencia la
voluntad de crónica que late en el cine negro, así como su capacidad para
convertirse en un instrumento al servicio del relato –disidente y crítico en
casi todos los casos- de los procesos de desarrollo y transformación de las
sociedades. Semejante característica es también perceptible en Grupo 7
(Alberto Rodríguez, 2012), en la que, frente al tono exultante y triunfalista
con que suelen recordarse los fastos del año 1992, se muestran, en un
clarísimo ejemplo de la “metafísica dual” definitoria del género a la que se
refería Sánchez Noriega (2002: 164), las malas e ilegales prácticas con la
que algunos representantes policiales intentaron atajar el problema de la
delincuencia y el narcotráfico en Sevilla en los meses previos a la
celebración de la Exposición Universal.
2. La caja 507 y el reflejo de la realidad social
2.1. Enrique Urbizu y el cine negro
De todos los directores de cine españoles contemporáneos, es sin duda
Enrique Urbizu el que hasta la fecha ha mostrado un mayor interés por
utilizar los resortes del cine negro, presentes en su filmografía de forma
4 La presencia de ETA está presente en las películas mencionadas de Uribe, así
como, tangencialmente, en la de Monzón, mientras que el oscuro trasfondo del
mundo de la construcción se refleja en las de Ferreira y Sánchez.
muy explícita en películas como Todo por la pasta (1991), La caja 507
(2002) o No habrá paz para los malvados (2011), y tangencialmente en
Cachito (1996) o La vida mancha (2003), filmes que, sin poder ser
catalogados como muestras de género, sí que utilizan algunos de sus
estilemas. De hecho, la crítica se ha llegado a referir a Urbizu como el
“mejor cultivador de cine negro que existe actualmente en el panorama
fílmico español” (Alarcón, 2001: 42). El propio realizador y guionista ha
confesado que su vinculación con el género se basa en su capacidad para
“mostrar la identidad y las cualidades de los que juegan saltándose las
reglas, y para ver como afecta eso a las sociedades” (Urbizu, 2008: 220),
más que en la atracción por una serie de recursos –habituales en sus
filmes- como el suspense, la acción, la densidad narrativa, el escenario
urbano, la presencia de la violencia, la ambivalencia del comportamiento de
los personajes o la contención en los diálogos. Para Urbizu, “el cine negro
permite hablar de economía, de política, de sociología, en definitiva: del
movimiento verdadero del sistema, permitiendo, además, hurgar en todo lo
oculto [y] (…) bucear en la sociedad que genera la película” (Sala, 2011).
La dimensión social y política del cine negro, materializada en una
mirada cuestionadora sobre la concreción del mundo contemporáneo y
percibida por quienes han definido su cine como “crónica negra a la
española” (Prieto, 2012), está presente en su filmografía como una especie
de imperativo moral que le lleva “a mostrar la podredumbre moral y el mal
funcionamiento del sistema (…) como parte de [sus] obligaciones como
director de cine y como ciudadano” (Urbizu, 2008, p. 229). De ahí que
películas como Todo por la pasta o No habrá paz para los malvados se
aborden –partiendo de un argumento que se inicia con la comisión de un
delito, de la utilización de los recursos estilísticos más reconocibles del
género y de una intención de penetrar en los submundos del hampa que
habitualmente quedan fuera de los retratos sociales- casos de corrupción
policial, deficiencias en la seguridad nacional, asuntos de narcotráfico o
problemáticas casi inéditas en el cine nacional como la presencia en la
sociedad española de células de terrorismo islamista.
En Todo por la pasta, ambientada en los bajos fondos del Bilbao de
finales de la década de 1980 –con el subyacente problema del terrorismo
etarra, al que se hacen algunas referencias-, se relata la historia de unos
ladrones que roban de un bingo una gran cantidad de dinero destinada a
pagar a dos mercenarios que iban a cometer un crimen político ordenado
por la policía. La película fue definida al estrenarse en 1991 como “un
embrollo de policías corruptos, macarras, pistoleros, chulos y alcahuetas”
(Galán, 2004), y la crítica, que en líneas generales la valoró positivamente,
fue especialmente elogiosa con el tratamiento de los “personajes turbios” y
los “ambientes sórdidos” (Galán, 2004). La importancia del espacio, en la
que tienen gran importancia los exteriores nocturnos, llevó a Elsa
Fernández-Santos (Galán, 2004) a definir el marco urbano que muestra la
película como el de “una ciudad hampona, que bien podría ser Chicago,
pero que en este caso es Bilbao”, vinculando así a la cinta con los hitos
clásicos del cine negro.
Mientras, No habrá paz para los malvados relata la peripecia de Santos
Trinidad, un conflictivo agente de policía que, en uno de sus múltiples días
de borrachera, termina cometiendo varios asesinatos. Dado que sus actos
son presenciados por un testigo que logra huir de la escena del crimen, el
protagonista centrará todos sus esfuerzos en localizarlo para matarlo y
evitar que lo incrimine, en un periplo solitario que le lleva a recorrer la
ciudad como hacían los detectives clásicos del cine negro. Lo que comienza
siendo una simple persecución personal termina por convertirse en un caso
de terrorismo internacional, puesto que Santos Trinidad, en sus pesquisas,
acabará por descubrir que la persona a la que está buscando tiene
vinculaciones con células islamistas. De hecho, la película termina con el
enfrentamiento armado entre el policía y los terroristas, con lo que, sin
quererlo, un agente corrupto, alcohólico, violento, culpable de asesinato y al
que solo se mueve su propio egoísmo termina por evitar un atentado que
hubiera acabado con la vida de miles de personas. Se muestra así de forma
evidente la ambigüedad del antihéroe que representa Santos Trinidad,
apuntada a lo largo de la película tanto en su propia caracterización –gordo,
grasiento, sucio y con pelo desaliñado, muy alejado de la apariencia física
que habitualmente tienen los personajes encarnados por José Coronadocomo en su
autodestructivo comportamiento personal y profesional5
. No en
5 La forma de comportarse de Santos Trinidad recuerda a la del inspector Quinlan,
mítico personaje del imaginario colectivo del cine negro interpretado por Orson
Welles en Sed de Mal, que, al igual que el protagonista encarnado por Coronado,
vano, tal y como ha apuntado María Pilar Rodríguez (2013, p. 392), el
personaje “va perdiendo su consistencia física por medio de la
descomposición interna y externa”, culminada con su muerte final y
progresivamente expuesta en la película a través de su deterioro físico por
el desaforado consumo de alcohol y tabaco y por las heridas que sufre en
diversas peleas. Visualmente, la puesta en escena del filme subraya este
proceso de descomposición por la tendencia de situar al personaje en los
extremos, “vagando (…) como un fantasma, siempre al borde del precipicio,
evidenciando una tensa expresividad fruto de la violencia interiorizada que
le arde en su seno” (Argüelles, 2012). La ambivalencia del personaje que
representa Coronado, que pone al espectador en el brete de no saber si
juzgarlo como un héroe capaz de salvar a sus compatriotas de un atentado
criminal o si cómo un villano mezquino que ha intentado ocultar con más
violencia sus crímenes iniciales, aparece también en la elección de los
escenarios elegidos para rodar la película. A través del recorrido de Santos
Trinidad, No habrá paz para los malvados nos muestra las diferentes caras
que esconde la ciudad de Madrid, desde el submundo marginal del hampa –
magníficamente retratado a través de clubes de alterne, tabernas y pisos en
barriadas populares- hasta el lujo que se esconde en los grandes hoteles
que celebran reuniones políticas internacionales. Quizá la escena que de
forma más paradigmática expone la complejidad de la mirada y rodeada de
claroscuros, con la que habitualmente el cine negro observa la realidad
alejada de cualquier maniqueísmo es la que muestra a Santos Trinidad en
un vertedero deshaciéndose de las pruebas que lo relacionan con los
asesinatos cometidos. Mientras el personaje pasea entre toneladas de
basura, al fondo se observa la ciudad de Madrid, con un horizonte en el que
destacan los rascacielos que representan el poder económico y empresarial
que domina la sociedad.
La insistencia del director y guionista por retratar las deficiencias del
sistema –que, como veremos, es también característica esencial de La caja
507- muestran el deseo de Enrique Urbizu de utilizar el género negro para
denunciar la ambigüedad moral de una sociedad en la que la parte más
oscura y repugnante puede ubicarse en ocasiones en las mismas entrañas
termina resolviendo los casos a los que se enfrenta aunque para ello tenga que
cometer delitos y llevar a cabo un método de trabajo no demasiado ortodoxo.
del poder. El tono pesimista y crítico de la mirada que sobre la realidad
proyectan sus cintas se complementa con la constante presencia en ellas de
una violencia soterrada que casi nunca se muestra de forma explícita o
directa. Tal y como ha señalado el propio director, “la violencia es un tema
con demasiadas implicaciones éticas –y más cuando se habla de las
relaciones entre la violencia y el sistema- como para reducirlo a una
cuestión formal” (Urbizu, 2008, p. 221). De ahí que en sus películas no
haya planos que se recreen con detalle en la espectacularidad de los actos
violentos, sino que se prefieran mostrar sus causas –insistiendo en retratar
el paisaje social y moral que los provoca- y sus consecuencias –
ejemplificando así la podredumbre ética del sistema- de forma realista, sin
ambages estilísticos de ningún tipo y mostrando toda la sordidez que suelen
llevar aparejados.
2.2. Análisis narrativo y formal de La caja 507
Estrenada en el año 2002 La caja 507 supuso un hito en la filmografía
de Enrique Urbizu, formada por aquel entonces por seis títulos, al
convertirse en la primera de sus películas en la que compaginaba las
labores de director y guionista de una historia original6. La escritura del
guion fue realizada en colaboración con Michel Gaztambide, quien desde
entonces ha trabajado regularmente con Urbizu y quien, en consecuencia,
es co-guionista de películas posteriores como La vida mancha o No habrá
paz para los malvados.
El método de trabajo habitualmente empleado por Gaztambide y
Urbizu se basa en la observación de la realidad, puesto que, tal y como
explicó el primero en una entrevista, antes de comenzar a planificar las
historias y escribir, ambos desarrollan una intensa labor de documentación
basada en la lectura de periódicos: “Tenemos una caja de archivos
constantemente en movimiento con noticias de prensa o internacional. Al
leerlas y ver su evolución, vas encontrando noticias que se van convirtiendo
en trama” (Gaztambide, 20127 ). Urbizu (2008, p. 225), al referirse de
6 En Cachito (1995), basada en un relato de Arturo Pérez Reverte, Urbizu también
fue director y guionista responsable de la adaptación –junto a Francisco Pino,
Jesús
Regueira e Imanol Uribe-. 7 Las reflexiones de Michel Gaztambide proceden de una
entrevista inédita realizada
por los autores del artículo en marzo de 2012.
forma concreta al proceso de escritura del guion de La caja 507, llegó a
afirmar que “todo estaba en los periódicos. (…) Cuando nos atrancábamos
en el guión no teníamos más que ir a la hemeroteca y ver lo que estaba
pasando”. Y uno de los temas que recurrentemente se repetían en las
noticias nacionales de los años 2000 y 2001, cuando Urbizu y Gaztambide
permanecían enfrascados en la elaboración del guion de la película, era el
de la corrupción política en la Costa del Sol.
A pesar de que el caso judicial que se llevó a cabo contra la
corrupción urbanística en la zona –habitualmente denominado “Operación
Malaya”- no comenzó sus investigaciones hasta finales de 2005, desde
finales de la década de 1990 las denuncias a la actividad delictiva de los
responsables políticos y los empresarios –sobre todo, los vinculados al
mundo de la construcción- fueron constantes. De hecho, algunos como
Jesús Gil –alcalde de Marbella entre 1991 y 2002- ya habían sido
condenados por diversos delitos de prevaricación y malversación de
caudales públicos. Aunque la repercusión social y mediática de lo ocurrido
en la Costa del Sol aún no había alcanzado el grado de intensidad que
lograría en los últimos años de la década de 2010 por la implicación en el
caso judicial de destacados personajes públicos y por la indignación con la
que ciudadanía, en pleno contexto de crisis económica, comenzó a
reaccionar ante los casos de corrupción, cuando Urbizu y Gaztambide
comenzaron a trabajar en el filme existían ya numerosas voces críticas en la
sociedad que protestaban contra lo que estaba sucediendo en la zona,
víctima no solo de las malas prácticas políticas sino también de un
progresivo proceso de urbanización que destruía litorales vírgenes de gran
riqueza natural. El propio Urbizu ha cuestionado el modo en el que el país
se había convertido “geopolíticamente en el desagüe de Europa (…) desde el
momento en que la Costa del Sol se convirtió en lugar de acogida y refugio
de nazis al acabar la II Guerra Mundial” (Urbizu, 2008, p. 227). En opinión
del director, en el litoral malagueño “se ha[bía] dado una discretísima
bienvenida a todos los mafiosos del mundo –italianos, marselleses,
europeos del Este, árabes…-, quienes viven como unos grandes señores
gracias a un sistema institucional corrupto que ha fomentado que se
invierta mucho dinero negro en urbanismo y en recalificaciones (Urbizu,
2008, p. 227).
Con semejante contexto social como punto de partida, y la premisa –
siempre presente en el de Urbizu- de que las películas deben “acercar al
espectador al funcionamiento del sistema (…) para criticarlo, mostrando sus
malas prácticas y sus elementos deficitarios para la comunidad” (Urbizu,
2008, p. 218), La caja 507 lleva a cabo una narración sostenida a través de
una estructura de guion muy sencilla en la que introducción, desarrollo y
conclusión están perfectamente definidos, y en la que apenas hay lugar
para elementos retóricos: todo lo que aparece en la historia tiene un valor
funcional, lo que redunda en la intensidad del ritmo del filme.
La película relata la historia de Modesto Pardo, director de una
sucursal bancaria en una localidad de la Costa del Sol. Una mañana de
trabajo, es víctima de un sofisticado atraco: recibe una llamada telefónica
en la que se le informa de que su esposa ha sido retenida en su casa y que
solo quedará en libertad si accede a abrir las cajas fuertes que hay en el
sótano de la sucursal en la que trabaja. Temeroso de que a su mujer le
ocurra algo si se niega o intenta llamar a la policía, Modesto hace lo que le
piden. Una vez en el sótano, es golpeado, amordazado y dormido con
somníferos mientras los atracadores fuerzan las puertas de las cajas fuertes
y se llevan el contenido de algunas de ellas. Cuando despierta y puede
liberarse de las cuerdas con las que ha sido atado, Modesto descubre que
está solo y encerrado en el sótano, sin posibilidad de que nadie oiga sus
gritos y tendrá que permanecer allí al menos dos días, hasta que el banco
vuelva a abrir el lunes por la mañana. Para intentar que la espera sea lo
menos aburrida posible, comienza a observar el contenido de alguna de las
cajas que no ha sido robado por los ladrones. Descubre así los documentos
que se guardaban en la caja 507, que ponen de manifiesto que el incendio
que asoló un paraje forestal cercano a la playa años atrás, en el que falleció
su hija adolescente, fue provocado con el fin de que unos terrenos pudieran
ser recalificados y convertidos en suelo urbanizable. Desde el momento en
que recupera su libertad, la vida de Modesto Pardo cambiará radicalmente y
se guiará por un único objetivo: vengarse de quienes provocaron la muerte
de su hija y le engañaron haciendo pasar por un accidente lo que realmente
fue un delito. Así, mientras su mujer se recupera del coma provocado por el
maltrato al que le sometieron los atracadores, el protagonista de la película
se embarcará en una investigación que le llevará a descubrir una trama
urbanística y política en la que aparecen implicados políticos, jueces,
policías, bomberos, periodistas, empresarios e incluso miembros de clanes
mafiosos. En paralelo a la búsqueda de Modesto, el exagente de policía
convertido en mercenario Rafael Mazas –de quien se dice en la película que
llegó a ser “la mano derecha del alcalde-, implicado en la manipulación del
informe del incendio y en el proceso de corrupción que facilitó la
construcción en aquel paraje de una urbanización de lujo, intenta localizar a
los atracadores del banco, pensando que ellos han robado los
comprometedores documentos que se guardaban en la caja 507. Su
camino, lógicamente, terminará por cruzarse con el de Modesto.
Más allá de sus evidentes diferencias –uno es un honesto y sencillo
empleado de banca; otro un hombre que ha hecho de la violencia y la falta
de escrúpulos su forma de vida-, los dos personajes principales de la
película presentan algunos nexos. El más evidente es el que hace referencia
a la importancia que para ambos tiene el contenido de la caja fuerte. Para
Modesto, el descubrimiento de los documentos supone iniciar una aventura
que, a través de la venganza y del deseo de que haga justicia con los
responsables de la muerte de su hija, dota de sentido a una vida que
parecía discurrir anodina y sin demasiado sentido desde la muerte de su
hija. La investigación a través de la que tratará desenmascarar a todos los
implicados en la trama de corrupción urbanística se convertirá en la energía
que hará actuar al personaje de formas y en contextos hasta entonces
desconocidos para él. También para Rafael los documentos de la caja 507
adquieren una extrema importancia, hasta el punto de que su propia vida
llega a depender de su localización. Dado que su función era mantenerlos
ocultos para preservar la identidad de los involucrados en el asunto del
incendio –y, por extensión, en una red de corrupción y criminalidad de
inmensas dimensiones-, el expolicía es consciente de que el robo ha puesto
su vida en peligro y de que, si no los recupera, sus superiores tomarán
represalias contra él. Los dos personajes, por tanto, son hombres que están
inmersos en un infierno personal que en la película se muestra a través de
la contención con la que están interpretados –Modesto por Antonio Resines
y Rafael por José Coronado-, reforzada por el continuo uso de primeros
planos y por su forma de comunicarse. Sus diálogos, intercalados
habitualmente entre significativos silencios, acostumbran a ser escuetos y
funcionales. En ocasiones, están dotados del mismo tono cáustico y
sentencioso con el que se expresaban los protagonistas del cine clásico.
Piénsese, en ese sentido, en que, a la pregunta de “¿Quién es usted”
efectuada por uno de los personajes de la película, Modesto simplemente
responde: “Yo soy el final de la historia”.
En su periplo, tanto Modesto Pardo como Rafael Mazas desarrollarán
un recorrido que les llevará por diversas localidades y ambientes de la
Costa del Sol, el Campo de Gibraltar y Marruecos. Todos los espacios
exteriores por los que pululan los protagonistas tienen como horizonte un
paisaje de grúas y urbanizaciones, subrayando así la denuncia de la
corrupción inmobiliaria y de la sustitución de la riqueza natural del litoral
mediterráneo por moles de ladrillo que vertebra la película. A pesar de este
fondo común, los escenarios de la película presentan un carácter ambiguo,
casi contradictorio, que, tal y como fue explicado por el propio Urbizu,
responde a su configuración en la realidad:
Por un lado, no hay parcela de costa sin edificar. Todo está lleno de
majestuosas urbanizaciones, llenas de campos de golf y de gente
podrida de dinero. Por otro, hay pueblos que no tienen agua potable
en el grifo, que tienen que esperar a que venga el camión cisterna
para poder beber agua sin contaminarse, y hay personas que,
viviendo a trescientos metros del lujo más absoluto, están realmente
“tiesas” (Urbizu, 2008, p. 226).
La ambivalencia espacial aparece desde la primera secuencia del
filme, en la que se muestra el incendio que costó la vida a la hija de
Modesto Pardo. Las primeras escenas de la película tienen lugar en un
paisaje virginal, repleto de frondosa vegetación a pocos metros de la orilla
del mar, en el que han acampado la hija del protagonista y su novio para
pasar la noche. Las idílicas connotaciones del escenario cambiarán
radicalmente con el devastador incendio, convirtiendo así un lugar
paradisíaco en un espacio de muerte y destrucción. Semejante ambigüedad
–habitual en el género negro por su capacidad de “sumergir al espectador
en un universo sin valores reconocibles, donde el universo siempre es
inestable y donde todo es intercambiable” (Heredero y Santamarina, 1996,
p. 27)- continúa presente durante toda la película a través de dos
procedimientos. En primer lugar, se expone a través del contraste de los
escenarios, que oscilan entre el lujo de las mansiones o de los edificios de
oficinas de las grandes corporaciones por las pasan Pardo y Mazas buscando
informaciones y la sordidez de algunos espacios, como algunos bares y
clubes de alterne a los que acude el expolicía o la casa en la que se refugian
los atracadores del banco después del atraco. En segundo lugar, se muestra
también en la fotografía de la película, caracterizada por una variación
lumínica especialmente perceptible en la diferencia entre las escenas
rodadas en exteriores –dominadas por una intensa luz que dota de un
atractivo colorido al azul del cielo o del mar, o al verde la vegetación- e
interiores –sombrías y tenebrosas-. Esta combinación de escenarios y de
tonalidades cromáticas y luminosas muestra la artificiosidad de la armonía y
la sensación de seguridad que se desprende de la imagen “de postal” de la
Costa del Sol que la película proyecta a través de los numerosos planos
generales con los que muestra los lugares en los que transcurre la acción.
No solo se evidencia que junto al lujo y los ambientes de las elites
económicas instaladas en la zona convive un submundo de violencia,
delincuencia y marginalidad, sino que también se ponen de manifiesto las
relaciones que se vinculan entre ambos espacios físicos y sociales. Así se
demuestra, por ejemplo, en la escena de la reunión entre Modesto Pardo y
un grupo de mafiosos italianos involucrados en el caso de corrupción que
acabó con la vida de su hija, que tiene lugar en una mansión ubicada en
una lujosa urbanización, o en el sórdido bar en el que tienen lugar las
negociaciones entre Rafael Mazas y uno de los políticos corruptos
responsables de favorecer con sus decisiones los intereses de diversos
conglomerados empresariales en lugar de los de la ciudadanía a la que
representa. El carácter idílico de muchos de los escenarios exteriores de la
película también contrasta con la violencia que late en ellos, mostrada tanto
de forma indirecta –a través de las repercusiones de las decisiones que se
toman en muchos de los centros de poder políticos, económico y
empresarial, de las que es ejemplo la muerte de la hija de Modesto- como
directa –a través de los asesinatos que se cometen en mansiones como la
de los mafiosos italianos-.
La ambigüedad afecta también a la construcción de los personajes
que aparecen en La caja 507. En líneas generales, su comportamiento se
ajusta a lo señalado por Sánchez Noriega (2008, p. 13) sobre los
protagonistas del cine negro, tipos que “acostumbran a situarse en los
márgenes de la ley, llevando a cabo una conducta en la que no siempre
coinciden legalidad y moralidad”. El fresco de delincuencia y criminalidad
que presenta la película incluye la presencia de personajes absolutamente
identificados con los representantes del hampa, como los mafiosos italianos,
los atracadores del banco o el propio Rafael Mazas. Su presencia en la
película está al servicio, más que de ofrecer un retrato de los bajos fondos
de la sociedad –como ocurría, por ejemplo, en Todo por la pasta-, de
establecer un vínculo entre el más reconocible mundo de la delincuencia y
los ambientes que aparentemente están alejados de él, como las elites de
poder o las vidas de personajes anodinos como Modesto.
El personaje de Modesto representa de forma paradigmática la
dialéctica entre lo legal y lo ético. A pesar de que su comportamiento tras
conocer los documentos contenidos en la caja 507 incluye extorsiones e,
indirectamente, provoca varias muertes, el estímulo de obtener el paradero
de los responsables de la muerte de su hija que mueve todas sus acciones
es humano y comprensible, lo que provoca la empatía con el espectador. Al
proceso de identificación emocional con el protagonista también contribuyen
la muestra, explícita en pantalla, del sufrimiento de Modesto cuando es
golpeado y vejado por los atracadores –así como la presencia, sugerida y no
verbalizada ni expuesta físicamente, de la tristeza que arrastra desde la
muerte de su hija-, y la caracterización del personaje como un hombre
absolutamente convencional. Su casa es una vivienda normal, carente de
lujos, al igual que su coche y que la ropa que habitualmente viste. Tampoco
sus gustos ni aficiones parecen demasiado caros, tal y como evidencia el
diálogo que tiene con su mujer la mañana del atraco cuando, antes de salir
de casa, queda con ella para ir al supermercado “como todos los sábados”
para comprar y comer después en un centro comercial. Es, en definitiva,
alguien con una existencia gris –tal y como indica su apellido- y rutinaria al
que incluso uno de los personajes de la película llega a definir como “un
pobre hombre”.
La transformación de Modesto, mostrada de forma progresiva a lo
largo del filme a través de su penetración en unos ambientes de
criminalidad –y, al mismo tiempo, de responsabilidad política- que
comienzan por resultarle totalmente ajenos pero por los que termina
moviéndose con total soltura, se explicita en la secuencia final de la
película. En ella, después de haber pactado con uno de los grandes
empresarios implicados en los casos de corrupción no denunciarle ante la
justicia a cambio de una compensación económica y de la depuración de
responsabilidad, en el seno de la propia trama corrupta, de todos los
implicados en el incendio que acabó con la vida de su hija, Modesto va a
visitar a su mujer, quien, ya recuperada del coma, convalece en un centro
de rehabilitación de alto standing. El lujo de las instalaciones, escenificado
en la gran terraza con vistas al mar en la que los dos personajes se
encuentran, contrasta con la sencillez de la vivienda habitual de Modesto.
Además, la transformación que se ha producido en el protagonista se
ejemplifica en el diálogo que mantiene con su mujer, en el que le cuenta
que se ha comprado ropa nueva, que está pensando en cambiar de coche y
en el que, finalmente, reconoce que ha “cambiado”. Con esta afirmación se
confirma cómo el personaje no es al final de la película el mismo que era al
principio. Su giro copernicano, producido al romperse el equilibrio rutinario
y convencional sobre el que giraba su vida, hace que la honestidad que le
caracterizaba sea sustituida por un descreimiento absoluto en el sistema
político y social que le rodea, y por una falta de escrúpulos que le lleva a
resarcirse de la muerte de su hija impartiendo su propia justicia. Gracias a
la apropiación de los documentos –ilegal, puesto que permanecían en una
caja fuerte de un banco cuyo contenido nunca debería haber conocido-,
Modesto extorsiona a los implicados en la trama de corrupción, provoca
además que algunos de ellos se enfrenten de forma violenta, produciéndose
así varios asesinatos, y obtiene grandes cantidades de dinero. De ahí que la
película haya sido definida como “la crónica de la inmersión en las
alcantarillas del Estado del Bienestar por parte de Modesto (…), cuyo
imparable descenso al Hades de la democracia española destapará una
vasta e intrincada red de corrupción que terminará por absorberlo e
integrarlo en sus filas” (Rico, 2013). De alguna forma, se puede decir que el
protagonista, por más que partiera de nobles intenciones, termina por
actuar como un delincuente más, con lo que se evidencia la
descorazonadora mirada que la película proyecta sobre la sociedad,
interpretada como un sistema degradado capaz de corromper incluso a
seres tan aparentemente honestos como Modesto. El pesimismo que
desprende La caja 507 no reside, pues, en su negativa visión de la realidad,
sino en su constatación de que es imposible intentar cambiar las cosas de
forma ética.
El resto de personajes que aparecen en la película ejemplifica la
decadencia moral de las instituciones, así como su connivencia con el delito.
A través de las investigaciones que Modesto lleva a cabo para desvelar la
identidad de los responsables de quemar el terreno de uso agrícola en el
que murió su hija para poder recalificarlo como zona urbanizable y construir
en él, el filme va presentando a una galería de corruptos que, en diversas
escalas, contribuyen a la podredumbre y al mal funcionamiento del sistema.
Así, el protagonista comienza entrevistándose el jefe de bomberos en la
época del incendio, quien le asegura que falseó el informe para hacer pasar
por accidente lo que fue una acción premeditada a cambio del pago de una
cantidad de dinero ofrecida por personas vinculadas al poder político. La
degradación de las instituciones y los servicios municipales también se
ejemplifica en las figuras del propio Rafael Mazas, quien era jefe de policía
por aquel entonces y no investigó lo sucedido, o del concejal de Urbanismo
que, tal y como descubre Modesto, cometió cohecho.
Pero la mirada crítica de la película no se detiene solo en el poder
político. Otras instituciones como la prensa o la justicia son cuestionadas en
el filme. La falta de objetividad, así como el sometimiento de los intereses
empresariales a la libertad de expresión, se evidencia al exponer cómo el
periódico al que acude Modesto a denunciar el caso de corrupción decide
silenciarlo y no publicar ninguna noticia sobre el tema. El hecho de que el
protagonista decide acudir a un medio de comunicación y no denunciar en
los tribunales lo averiguado en sus pesquisas demuestra la ineficacia del
sistema judicial, así como la desconfianza que los ciudadanos tienen en su
comportamiento. De hecho, cuando un redactor le pregunta a Modesto por
qué no acude a un juzgado con toda la documentación que ha recopilado,
este le contesta que los periódicos “hacen más daño, destruyen la
reputación de la gente”, poniendo con ello de manifiesto su escepticismo
ante la justicia.
También las malas prácticas de las empresas de capital privado son
denunciadas en la película, que muestra cómo, en su afán por conseguir el
mayor beneficio económico posible, diversas sociedades recurren a técnicas
delictivas, manteniendo para ello relaciones con grupos mafiosos como el
liderado por el personaje Crecchi que aparece en la película. El propio
Modesto Pardo en un diálogo en el que, utilizando como ejemplo el suceso
que acabó con la vida de su hija, explica el modus operandi habitual de
algunas empresas que operan en la zona:
Compraron toda esa tierra mucho antes del incendio a través
de una cooperativa agrícola llamada Deisol que por supuesto
ya no existe. Deisol se lo vendió a Cavendish, una empresa con
sede en Gibraltar y poco tiempo después, la comisión de
urbanismo recalificó los terrenos. Cavendish hace los ingresos,
paga las comisiones y realiza los sobornos que sean
necesarios, todo con dinero negro, claro… (…) Este no fue el
único caso. Han repetido la operación a lo largo de toda la
costa.
Como ocurre en todo el cine negro, y también en toda la filmografía
de Urbizu, la violencia tiene una gran importancia en La caja 507. Su
presencia es doble: por un lado, aparece de forma implícita al exponer de
qué forma la violencia subyace en nuestro mundo, amparada e incluso
ejercida por quienes detentan el poder, y convertida en el único modo de
relacionarse con su entorno de algunos personajes como Rafael; por otro,
se muestra de forma muy directa en algunas escenas de tiroteos,
asesinatos o palizas. Ahora bien, la película no se recrea en la violencia,
sino que simplemente la expone, señalando las consecuencias de su
presencia en la sociedad. De hecho, las secuencias de la película que mayor
dosis de violencia contienen están rodadas y montadas de tal manera que al
espectador jamás se le enseña el acto en sí, sino las consecuencias que
este genera. Así ocurre, por ejemplo, con la escena de la muerte de Mónica,
la pareja de Rafael, ocurrida tras un brutal ensañamiento que no se
muestra en pantalla y que el espectador solo puede deducir tras presenciar
del cuerpo, inerte, ensangrentado y con indicios de haber sido salvajemente
golpeado, en un plano de escasos segundos de duración. La contención y la
ausencia de elementos retóricos –dos características del filme a las que nos
hemos referido- guían el tratamiento de la violencia que lleva a cabo Urbizu,
que, incluso en las escenas de acción, en las peleas y en los tiroteos, deja
que las muertes se produzcan fuera de campo para que la cámara pueda
después mostrar, solo con interés funcional y sin ornamentos de ningún
tipo, las consecuencias del uso de armas de fuego o de la fuerza física.
3. La caja 507 y el reflejo de una sociedad en crisis
Estrenada un lustro antes del estallido de la crisis económica, La caja
507 es, en cierto sentido, una película profética, pues aborda cuestiones
que, como la corrupción política, el enriquecimiento rápido o el urbanismo
desaforado, han intensificado los efectos del resquebrajamiento del sistema
económico español. Aunque la actual coyuntura económica ha sido
provocada por movimientos de los mercados internacionales y, por tanto,
no se ha de buscar una interpretación localista a un fenómeno global que ha
tenido repercusiones en todo el mundo, parece evidente que diversos
factores vinculados a la realidad nacional han contribuido a endurecer las
consecuencias de la crisis, provocando que el paro, la recensión o la deuda
pública hayan sido mayores en España que otros países. Entre esos
factores, desarrollados a lo largo de los primeros años de la década de 2000
–y, por tanto, integrantes del contexto social y político que refleja la
película-, tradicionalmente se han situado el fin del “boom” inmobiliario y la
generalización de la corrupción política. Mientras que el primero provocó el
derrumbe del sector de la construcción –de vital importancia para la
economía española, a la que aportaba, además de ingentes cantidades de
dinero, numerosísimos puestos de trabajo-, el segundo agudizó, tanto por
el despilfarro y la ineficacia como por el desvalijamiento, los problemas
presupuestarios de las instituciones públicas.
Tal y como se ha ido detallando a lo largo de este trabajo, La caja
507 refleja, a partir de una trama argumental intrahistórica protagonizada
por un personaje anónimo, de qué forma se fue produciendo el auge
inmobiliario –mostrando la voracidad y las malas artes de algunas empresas
constructoras, empeñadas en edificar más que lo que la demanda
aconsejaba- en una zona muy concreta del litoral mediterráneo: la Costa
del Sol. Además de mostrar un paisaje en continua transformación por la
sustitución de parajes naturales por espacios urbanizados, la película
denuncia las ilícitas vinculaciones del sector de la construcción con los
poderes políticos, mostrando así la decadencia ética y la corrupción
imperantes en el sistema.
El argumento de La caja 507 remite al de otras películas nacionales
como las ya mencionadas El alquimista impaciente y Las manos del pianista
o como Cinco metros cuadrados (Max Lemcke, 2011), en las que se reflejan
–tangencialmente en la primera, de forma mucho más explícita y directa en
las otras dos- los problemas derivados del auge y la especulación
inmobiliaria. Pero, sin duda, el producto audiovisual nacional con que mejor
se puede emparentar al filme de Urbizu es la serie de televisión Crematorio
(Jorge Sánchez Cabezudo, 2010), adaptación con altas dosis de creatividad
(Sánchez Noriega, 2000) de la novela homónima de Rafael Chirbes en la
que se relata la vida de Rubén Bertomeu, un constructor sin escrúpulos que
logra enriquecerse gracias a sus negocios en el litoral levantino en las
décadas de 1990 y 2000. Vinculada también a los cánones temáticos y
formales del género negro, la serie de Sánchez Cabezudo muestra un
panorama de podredumbre moral muy similar al de la película de Urbizu, al
denunciar cómo el entramado empresarial y urbanístico de Bertomeu ha
sido creado gracias a sus conexiones ilícitas con el poder político a base de
chantajes y extorsiones, y su colaboración con grupos mafiosos del Este de
Europa. Crematorio muestra cómo la fastuosa imagen de la vida del
constructor, desarrollada entre el idílico paisaje de la huerta y la costa
mediterráneas, no es más que una fachada formal bajo la que se esconde
un sórdido mundo de delincuencia y violencia.
Al igual que la serie, La caja 507 no se limita a mostrar de forma
aséptica la realidad social española que precedió –y, en cierto modo,
provocó- la crisis, sino que lanza una mirada cuestionadora hacia ella. De
ahí que, en cierto modo, pueda decirse que la película versa sobre la crisis
de valores de la sociedad. Tal y como señaló José Luis Sampedro, el
verdadero problema de la contemporaneidad no reside en las
particularidades de la coyuntura económica, sino, fundamentalmente, en el
comportamiento de una “civilización que ha degradado los valores que
integraban su naturaleza”, dejándose guiar por la falta de escrúpulos y la
obsesión por acumular riquezas. Esa reflexión humanista, que viene a
señalar la responsabilidad del ser humano en la crisis económica –
separándose así de las interpretaciones que señalan que sus causas hay
que buscarlas en la opacidad del eufemismo de “los mercados”-, está muy
presente en la película de Enrique Urbizu a través de una mirada pesimista
sobre la sociedad. Atendiendo a los cánones del cine negro, La caja 507 se
convierte así en diagnóstico nada complaciente sobre un mundo
contemporáneo en plena transformación azotado por una crisis económica
y, sobre todo, por una crisis de valores.
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