Lo Narco

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Lo real del narco o la repolitización del periodismo

en la narrativa de Roberto Bolaño, Cristina Rivera


Garza y Pedro Ángel Palou

Laura Alicino
UNIVERSITÀ DI BOLOGNA

ABSTRACT

Starting from Zavala’s concern about the political neutralization of the


narcoculture products, this paper aims to rebuild a re-politization of journalism
from literature. We analyse the ethical, esthetical, and political implication of the
fictionalization of the journalist, together with their voice and body, in three
novels by Roberto Bolaño, Cristina Rivera Garza and Pedro Ángel Palou, which
deal with narcoviolence in an explicit or implicit way. The symbolic characters
created by those authors set an urgent discourse on the responsibility of art and
journalism about how to represent narco and its social effects.

Keywords: Mexican narrative, narcoculture, journalist fictionalization, politics of


the voice, politics of the body.

Partiendo de las preocupaciones de Zavala sobre la neutralización política


de los productos de la narcocultura, este ensayo mira a reconstruir las huellas de
una repolitización del periodismo desde la literatura. Se analizarán las
implicaciones estéticas, éticas y políticas de la ficcionalización del periodista, de
su cuerpo y su voz, en tres novelas de Roberto Bolaño, Cristina Rivera Garza y
Pedro Ángel Palou, que se ocupan directa o indirectamente de narcoviolencia. Las
figuras simbólicas reconstruidas por estos autores engendran un discurso
urgente sobre la responsabilidad de arte y periodismo acerca de la
representación del narco y de sus efectos en la sociedad.

Palabras clave: narrativa mexicana, narcocultura, ficcionalización del periodista,


políticas de la voz, políticas del cuerpo.

CONFLUENZE Vol. XII, No. 1, 2020, pp. 183-213, ISSN 2036-0967, DOI: https://doi.org/10.6092/issn.2036-
0967/11338, Dipartimento di Lingue, Letterature e Culture Moderne, Università di Bologna.
CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

Introducción

¿Es más creíble el presidente de la


República o el Blog del Narco?
Marco Kunz, 2016

En “Vuelta al narco mexicano en ochenta ficciones”, Marco Kunz (2016)


asevera que casi todas las así llamadas narcoficciones producidas en México se
basan en dos mitos fundadores del Estado y del crimen: el mito patrio del águila
y la serpiente – con el águila que simboliza el polo positivo del Estado y la
serpiente el polo negativo del crimen organizado – y el mito de San Jesús
Malverde (ivi, p. 56). Después de un destacado análisis teórico y antológico de las
muy diversas expresiones literarias que se ocupan de la narrativización del
narco, Kunz emblemáticamente se pregunta:

¿Se combaten realmente el águila y la serpiente? ¿O solo fingen combatirse? ¿No


podían ser cómplices en un simulacro de lucha? ¿No podría ser la presunta
contienda del estado-águila y el narco-serpiente una nueva guerra florida […]?
[…] Es decir se mata a cierta cantidad de personas para convencer a la opinión
pública de que hay una guerra encarnizada, pero en realidad los muertos
representan a las víctimas de unos sacrificios humanos cuya función es la misma
que en las culturas prehispánicas: asegurar que el mundo siga existiendo tal
como es. ¿Podría ser este el significado profundo y secreto del águila y la
serpiente en la actualidad (ivi, p. 74)?

El crítico termina respondiendo que no lo cree de verdad y que, de toda forma,


ésta no sería que “una narcoficción más en un país en que todo parece posible”
(ibidem). Casi dos años después, se publica una entre las investigaciones más
relevantes acerca de la naturaleza discursiva y ficcional del narco, que parece
responder perfectamente, desde un punto de vista simbólico y teórico, a las
preguntas de Kunz, o sea Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México de
Oswaldo Zavala (2018). Basándose en un gran número de referencias
bibliográficas de periodistas, académicos y escritores que han decidido
conformarse o no conformarse con las versiones oficiales de la narración sobre el
narco, Zavala nos da evidencia de que los cárteles representan, en realidad, “un
dispositivo simbólico, cuya función principal consiste en ocultar las verdaderas
redes del poder oficial que determinan los flujos del tráfico de drogas” (ivi, p. 14).
En este texto, ya imprescindible en la comprensión exhaustiva del fenómeno del
narcotráfico en México y de la construcción de la narcocultura, el crítico mexicano
desmiembra el discurso oficial basado justamente en la lucha entre estado-águila
y crimen-serpiente. Zavala critica expresamente el concepto de postsoberanía que

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más ha representado, en el ámbito político, esta lucha constante. La presunta


debilidad del Estado frente al narcotráfico, en tanto enemigo permanente, es una
construcción narrativa que tiene fechas de comienzo bien definidas. Entre ellas se
encuentra, por ejemplo, el literal “invento de una crisis de seguridad nacional”
(ivi, p. 47) que ha venido creando, a lo largo del último siglo, “mitologías
descontextualizadas” del narco (ivi, p. 29).
Uno de los efectos de todo esto ha sido particularmente visible en las
producciones culturales. De hecho, uno de los análisis recurrentes se basa en el
peligro que se esconde detrás de la espectacularización y sensacionalización
acrítica de la narcoviolencia en la literatura, en el cine, en el periodismo, en la
música o en las artes figurativas. Brigitte Adriaensen (2016b) ha proporcionado
un estudio interesante sobre los productos de la narcocultura en México, haciendo
hincapié en el dispositivo de la memoria como mercancía. Esta postura teórica le
ha permitido ver la ambivalencia de la producción cultural acerca de la violencia
y del narco en México. Por un lado, hay “la productividad cultural a escala
transnacional, más relacionada con la violencia que con la memoria propiamente
dicha” (ivi, p. 224) en que entran los narcocorridos, las producciones
cinematográficas tanto estadounidenses como mexicanas, las series televisivas
como Narcos o las narconovelas como La reina del sur de Arturo Pérez-Reverte.
También se mencionan las difusas entrevistas a los sicarios, publicadas en varias
revistas. Por el otro lado, Adriaensen subraya la importancia de proyectos como
Nuestra Aparente Rendición, portal virtual dirigido por la escritora de origen
catalana Lolita Bosch, que se dedica a recoger los testimonios de las víctimas de
la violencia en México, o El movimiento por la paz y la justicia, asociación activista
coordinada por el poeta mexicano Javier Sicilia (ibidem). Sin embargo, Adriaensen
especifica que, a pesar de la importancia de estas dos iniciativas, “llama la
atención la circulación relativamente escasa de testimonios publicados por las
víctimas” (ibidem). Asimismo, también Zavala asevera que en la mayor parte de
los trabajos sobre el narco la verbalización de la víctima es omnipresente, pero
solo en una dimensión corporal que muchas veces se vuelve un “significante
vacío” (Zavala, 2018, p. 30).
Por lo que concierne a la novela, producción cultural objecto de este
estudio, en el contexto mexicano desde que Rafael Lemus ha publicado su
famoso ensayo “Balas de salva” (2005) mucho se ha discutido, y se sigue
discutiendo, acerca de la calidad de las novelas que tematizan el fenómeno del
narco. La polémica se centra no sólo sobre el sensacionalismo acrítico con el que
muchos autores trabajan, sino también sobre la calidad estética de los productos.
Según nos recuerda Felipe Oliver Fuentes (2013), Lemus ha sido el primero en
intentar clasificar el fenómeno de la narrativa sobre el narco, definiéndola en
tono polémico un subgénero que no aporta nada desde el punto de vista estético-

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literario (ivi, p. 9). A lo largo de su estudio, Fuentes proporciona un exhaustivo


recorrido por las diversas posturas que se han venido generando en México,
citando a Lemus en polémica con Eduardo Antonio Parra (2005), pero también a
Heriberto Yépez y Álvaro Enrigue. Fuentes termina, muy irónica y lucidamente,
indicando que, si Octavio Paz “aseguró en más de una ocasión la existencia de
una literatura hispanoamericana pero no de una crítica literaria, al parecer las
cosas han cambiado y ahora tenemos una «narcocrítica» sin narcoliteratura” (ivi,
p. 16).
Además, en su estudio sobre la narrativa de Yuri Herrera, Margarita
Rémon-Ralliard (2016), citando el aporte de Luis Prados (2012), recuerda que los
intentos de clasificación de las obras que se ocupan directa o indirectamente de
narcotráfico y de narcoviolencia incluyen dos tipologías de narcoliteratura: una
“policíaca” y una “literaria”. La primera categoría abarca todas las narrativas que
usan el narco como personaje, mientras que la segunda lo interpela como
escenario de fondo. Una clasificación como esta deja inevitablemente afuera,
recuerda Rémon-Raillard, la producción de muchos autores, como la de Juan
Villoro o de Yuri Herrera (ivi, p. 187). Acaso, podríamos añadir que la
imposibilidad de una clasificación cierta refleja el carácter ambiguo del fenómeno
del narco, derivado precisamente de la construcción de su mitología simbólica en
la realidad política.
Partiendo de esta consideración, la dimensión metodológica en la que
queremos operar en este ensayo prefiere hablar de literatura sobre el narco, más
bien que de narcoliteratura, de acuerdo tanto con lo que postula Fuentes (2013)
como con lo que subraya Rémon-Raillard (2016):

[…] se trata de un fenómeno tentacular y heterogéneo que abarca no solo la


literatura, sino otros modos de producción culturales, pero que todos tienen en
común el realizar una lectura social del presente, no solo para hacer un retrato de
la sociedad actual y las implicaciones del narcotráfico en esta, sino para intentar
alcanzar algo más indecible, inasible e incomprensible, inherente a la naturaleza
violenta del ser humano (ivi, pp. 187- 188).

Centrarse en esta lectura social, permite alejarnos un poco de lo que el mismo


Fuentes a definido una “polémica estéril” (Fuentes, 2016, p. 9) y demasiado
normativa, para mirar al aspecto activo de la literatura, representado justamente
por su dimensión social, o sea política como auspicia Zavala (2018). Esta premisa
metodológica nos permite introducir en el análisis también aquellos textos que
no hablan directamente del narco, pero que lo llevan entrelíneas, como una
presencia penetrante e invasiva que abarca todos los niveles de la sociedad,
haciendo que se configure no como un “factor causal”, sino como un “objeto del

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discurso” que se le construye alrededor (ivi., p. 81). Con respecto a esto, uno de
los puntos más interesantes que Zavala discute en su ensayo es una difusa
tendencia a la neutralización política de la producción sobre el narco (ivi, p. 53).
Los efectos de esta tendencia se vislumbran también en la asunción del
narcotráfico como fenómeno “endémico” de los países latinoamericanos, sin
considerar su portada en el contexto de la globalización actual (Adriaensen,
2016a, p. 10).
Por supuesto, la que menciona Zavala no es una tendencia que interesa
solamente las narrativas que vienen de América Latina, sino que es un discurso
global y transnacional. Baste con mencionar, por ejemplo, toda la discusión sobre
el trabajo del autor italiano Roberto Saviano. Su primera novela de no ficción,
Gomorra (2006), trata la problemática del imperio económico de la organización
mafiosa llamada Camorra, cuyo cuartel general se localiza en Campania, región
en el sur oeste de Italia. Se trata de un libro que luego se ha convertido en obra
teatral, en la película dirigida por Matteo Garrone y, luego, en una serie TV cult,
volviéndose un verdadero brand, si miramos a la relación del escritor con el
mercado global (Benvenuti, 2017). Muchos críticos, como Arturo Mazzarella
(2011) o Daniele Giglioli (2011) han subrayado la ambigüedad de fondo de la
obra y de sus elecciones estéticas. En particular, Saviano opta por una narrativa
del Yo-testigo, creando una escritura esencialmente performativa que hace real lo
que dice al solo decirlo, pero eliminando uno de los puntos de fuerza de la no-
ficción, o sea la sospecha sobre el ser y su voz (Mazzarella, 2011). Saviano trabaja
con un Yo omnipresente, cuyo intento es aplastar el vacío constitutivo del ser
contemporáneo. Para hacerlo, tiene que trasformar el testigo en víctima, forzando
mucho la trama y haciéndolo incapaz de cualquier forma de agencia (Giglioli,
2011). El sujeto-testigo está entonces neutralizado políticamente, como menciona
Zavala (2018). Por supuesto, se trata de un síntoma de la sociedad
contemporánea que Saviano radicaliza pero no problematiza.
Lo mismo ha pasado con su más reciente libro, ZeroZeroZero (2013), que
analiza el fenómeno del tráfico de cocaína en México y Colombia, junto a sus
repercusiones en Italia. Se trata de un libro en que el narcotráfico se identifica
como un enemigo permanente del Estado. Con respecto a este punto, cabe citar el
fundamental aporte teórico de Ignacio Sánchez Prado (2015) que, en su análisis
de la película Amores perros – dirigida por Alejandro González Iñárritu y
estrenada en 2000 – demuestra en qué manera la violencia se ha vuelto una
“nueva cifra de lo latinoamericano” (ibidem), y cómo el cine haya exportado esta
visión que ahora se reproduce apolítica y acríticamente en la cultura
transatlántica. De hecho, en el libro de Saviano la narcoviolencia se asume y se
exhibe justamente como una dimensión cultural endémica del mundo
latinoamericano, que se asocia explícitamente al demonio. Según han indicado

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Sergio Rodríguez-Blanco y Federico Mastrogiovanni (2018), Saviano no toma en


cuenta las dinámicas económicas del tardocapitalismo, sino que proporciona una
interpretación cultural de México, representándolo como centro diabólico de la
barbarie y de la economía mundial con respecto al tráfico de cocaína (ivi, p. 94).
Para responder a estas exigencias ficcionales, el autor italiano necesita optar por
una narración cinematográfica y performativa, con el resultado de reproducir el
discurso de las fuentes oficiales y de las narraciones hegemónicas de la violencia
ciega de los narcotraficantes, según ha recientemente indicado Walter Siti (2019).
Estas elecciones no hacen que producir aún más el efecto de reiterar la peligrosa
ritualización de las prácticas de la narcoviolencia y, por ende, así como ya
teorizaba Roland Barthes hace tiempo (1957), la normalización de los signos de la
cultura.
Partiendo de las preocupaciones de Zavala acerca de la difusa
neutralización política de los productos de la narcocultura, el intento de este
ensayo es reconstruir las huellas de la posibilidad de una repolitización de la
narración sobre el narco. Con respecto a esto, se analizarán las implicaciones
éticas, políticas y estéticas de la relación entre realidad y ficción en tres obras que
se ocupan directa o indirectamente de narcoviolencia: 2666 de Roberto Bolaño
(2003), La muerte me da de Cristina Rivera Garza (2008) y Todos los miedos de Pedro
Ángel Palou (2018). Las tres obras, por supuesto muy distintas entre sí,
verbalizan dicha relación a través de algunos puntos en común. Desde el punto
de vista estético, entretienen una relación estrecha con la crónica y pertenecen al
género policial, en su variante negra o thriller1. Desde el punto de vista temático,
las obras ficcionalizan la figura del periodista – respectivamente el personaje de
Oscar Fate, la Periodista de la Nota Roja y Daniela Real –, trabajando mucho
sobre la dimensión de lo indecible, de la política de la voz y del cuerpo. Un
cuerpo víctima y violado – sobre el que se desvelan los impulsos que Glen S.
Close ha denominado “necropornografía” (2016)2 – pero también un cuerpo vivo,
cuya agencia y resistencia se configura como inherentemente política. Las figuras
simbólicas reconstruidas por estos autores engendran un discurso urgente sobre
la responsabilidad conjunta de literatura y periodismo con respecto a la
representación del fenómeno del narco y de sus efectos sociales.

1
Con respecto a esto, Glen S. Close especifica que la novela sobre el narco se configura como una
variante de la novela negra, la cual ha representado uno de los géneros más relevantes del Post-
Boom latinoamericano (2014, p. 392).
2
En su ensayo, Glen S. Close (2016) demuestra en qué manera la narconovela, al adoptar la
fórmula de la novela negra, pone en escena un impulso que denomina “necropornográfico”. Éste
se da a través de un encuentro entre la “vocación pornográfica” (ivi, p. 82) de la variante negra
del policial y la tematización de la violencia extrema como pasa, por ejemplo, en las producciones
snuff (ibidem).

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Ahora bien, hablar de la relación entre realidad y ficción, o entre crónica y


narración, en Latinoamérica resulta casi tautológico si consideramos los orígenes
mismos de la literatura en prosa en todo el continente (González Echevarría,
1990), el papel fundamental desempeñado por la crónica modernista (Rotker,
1992) o, sobre todo en México, por el periodismo crítico post ’68 (Monsiváis,
1980). Sin embargo, cuando lo que se discute es la representación del fenómeno
del narco en la literatura y los efectos de su violencia, analizar los modos de esta
interacción a través de la ficcionalización del periodista resulta tajante por varias
razones. En primer lugar, por el papel fundamental que el oficio del periodista
desempeña en la sociedad, en tanto voz crítica y también develadora de verdades
incómodas. En segundo lugar, en el caso más específico de México, por el estado
de fuerte vulnerabilidad física y psicológica que sufren muchos periodistas de
investigación. Varias veces la UNESCO, junto a muchas otras asociaciones, ha
denunciado a México como uno de los países más peligrosos del mundo con
respecto al ejercicio del periodismo. El último informe del 19 de noviembre de
2019, titulado Intensified attacks, new defences, aclara que en los últimos años el
asesinato de periodistas en el mundo ha crecido del 18%, un aumento que ha
interesado sobre todo a México. Asimismo, en febrero de 2019 la Comisión
Nacional de Derechos Humanos de México (CNDH) ha denunciado que desde el
año 2000 en México hubo al menos 144 periodistas asesinatos. Baste con recordar,
entre otros, el vil asesinato del periodista y escritor Javier Valdés Cárdenas,
ocurrido en 2017. En su Narcoperiodismo (2016), texto que ilumina todas las
contradictorias relaciones entre el poder y el ejercicio del periodismo en el
contexto del narcotráfico, el periodista escribía:

El gran pecado, el imperdonable delito, escribir sobre los dolorosos


acontecimientos que sacuden a nuestro país. Denunciar los malos manejos del
erario, las alianzas entre narcos y mandatarios, fotografiar el momento exacto de
la represión, darles voz a las víctimas, a los inconformes, a los lastimados. El gran
error, vivir en México y ser periodista (ivi, p. 10).

En el caso específico de la narcocultura, el periodismo – sobre todo el


periodismo narrativo, como subraya Zavala (2018) – ha desempeñado un papel
central en la construcción del imaginario colectivo sobre el narcotráfico, gracias al
vínculo estrecho tanto como problemático que se encuentra entre realidad y
representación. Según explica el crítico italiano Alberto Papuzzi (2003) la imagen
clásica del periodista, hoy en día todavía muy difusa, es la de paladino de la
verdad. Sin embargo, en los albores del siglo XXI, después de haber enfrentado la
crisis de las grandes narraciones (Lyotard, 1979) o la teorización del efecto de
realidad (Barthes, 1968) ya podemos dar por sentado que también la verdad
periodística es un concepto problemático, puesto que no existe la verdad, sino

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que existen las noticias (Papuzzi, 2003). Si podemos concordar con el hecho de
que hay una dimensión dura de la existencia que no podemos evadir, algo pasa
cuando la categoría de realidad se encuentra con otra dimensión profundamente
existencial del ser humano, o sea el discurso. Esto de encajar la realidad en un
discurso a través del lenguaje es tanto tarea del novelista como del periodista. El
juego se encuentra precisamente en el pasaje desde lo que podemos ver a lo que
podemos decir. Todo esto se relaciona con el hecho de que los periodistas
también, como los intelectuales y los escritores, siempre operan al interior de
circuitos de poder que moldean el discurso dentro del que se encaja la realidad.
En el caso de México, el periodismo narrativo es uno de los modos privilegiados
de la representación de la violencia actual (Zavala, 2018, p. 47) y por ende “se
asume como el acceso material a lo real del narco que aparece en las
simbolizaciones de novelistas, músicos, cineastas y artistas conceptuales”
(ibidem). Con respecto al tema del narco, en el pasaje entre el periodismo y la
ficción, la problematicidad de la relación entre realidad y representación
adquiere un valor esencial. José Luis Arriaga Ornelas y Rodrigo Marcial Jiménez
(2018) han recientemente demostrado como, en el periodismo mexicano, la
construcción representativa del fenómeno del narco se ha dado a través de una
metafórica epigénesis: “los periodistas comenzaron a escribir sobre algunos casos
específicos de obligada notoriedad y, jalando el hilo, fueron encontrando las
hebras de las que hoy está hecha la tela que día a día cortan los periodistas del
narco” (ivi, p. 20).
Si la relación que se establece entre periodismo y narrativa sobre el narco
es inevitable, un análisis de la figura del periodista en la literatura resulta
interesante al fin de formular un discurso metanarrativo, vuelto a declinar
políticamente la problematización de la responsabilidad de la escritura con
respecto a la representación de los efectos del narco en la sociedad. En una
reciente entrevista en línea (Alicino, 2019), el periodista Federico Mastrogiovanni,
autor de Ni vivos ni muertos (2014), explica que en México existen varios niveles
de producción periodística de tipo investigativo: las producciones de los
periodistas que tienen acceso a medios muy destacados y los demás periodistas,
que operan más bien en la dimensión local. Cuando se produce periodismo
narrativo, Mastrogiovanni asevera que puede existir una apropiación del
discurso de otros que corre el riesgo de mitificar la imagen del periodista víctima
y en peligro constante a todos los niveles de la cadena. Con respecto a esto, la
periodista argentina Leila Guerriero, en su Zona de obras (2014), ha proporcionado
una interesante deconstrucción del imaginario colectivo sobre el periodismo
narrativo, afirmando que “todos queremos ser periodistas narrativos, como si
[…] fuera una instancia superior […] algo mejor […] que ser periodistas a secas.
El efecto colateral es que, en nombre del periodismo narrativo, se publican textos

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que dicen ser lo que no son y pretenden ser lo que nunca serán” (ivi, p.45). Si
declinamos estos aspectos en el ámbito mexicano de la producción cultural sobre
el narco, la ficcionalización del periodista que se opera en el espacio literario
resulta sugestiva, porque ayuda a poner de relieve las contradicciones de su
oficio, así como las armas muy dúctiles con las que actúa, o no actúa, ética y
políticamente. Aunque el de la literatura puede representar un espacio
protegido, en contraposición a la dimensión real de asedio que vive el periodista
de investigación en México, las narrativas que nos disponemos a analizar no son
inocuas, porque trabajan justamente a través de una desmitificación y
deconstrucción de su figura, iluminando otra gran dimensión que amenaza
constantemente nuestra realidad o sea lo Real.

Oscar Fate o el cuerpo imposible del narco

¿Es la literatura una práctica intelectual


privilegiada capaz de crear un discurso
performativo y a la vez político?
Oswaldo Zavala, 2018

En la narrativa sobre el narco, uno de los ejemplos más emblemáticos de la


estrecha relación entre crónica y ficción acaso está representada por la que se
establece entre la obra de no ficción Huesos en el desierto de Sergio González
Rodríguez (2002) y La parte de los crímenes, el cuarto capítulo de 2666 de Roberto
Bolaño (2003). Una interacción de tipo intertextual que va desde el aspecto
temático, relativo a los feminicidios ocurridos en Ciudad Juárez entre 1993 y
2002, al aspecto más estrictamente formal. Como evidencia el estudio de Dunia
Gras Miravet (2013), La parte de los crímenes mantiene diversas relaciones con todo
el texto de González Rodríguez, pero sobre todo con el capítulo “La vida
inconclusa”, donde el periodista mexicano proporciona el terrible elenco de los
cuerpos de mujeres encontradas muertas en Ciudad Juárez. Se trata de un
larguísimo elenco hacia atrás en el tiempo en que González Rodríguez indica,
una por una, las fechas del hallazgo de los cadáveres, los nombres de las mujeres
cuando se saben, las causas de las muertes y el presunto culpable, si se conoce. La
parte de los crímenes se presenta formalmente casi como una amplificación de este
capítulo, según la categorización propuesta por Genette (1982). Bolaño utiliza los
detalles reales del elenco proporcionado por González Rodríguez, añadiéndole
otros inventados y componiendo una historia novelada de los femicidios. Todos
los nombres de las mujeres en la obra de Bolaño no corresponden con los que
encontramos en la obra de González Rodríguez, mientras que las descripciones

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de los hallazgos de los cadáveres y de las causas de las muertes corresponden a


las verdaderas.
A lo largo de toda la novela, se va construyendo una compleja relación
entre el referente real y el referente literario. Al principio de La parte de los
crímenes, hay solo algunos indicios que hacen referencia directamente al referente
real. Es sabido que, en un pueblo de la frontera norte de México, Santa Teresa, se
perpetran feroces asesinatos seriales de mujeres y niñas de todas las extracciones
sociales. A lo largo de la primera parte del capítulo, Bolaño juega perversamente
con estos detalles reales e inventados, con el fin de darle un rostro, una identidad
a las víctimas olvidadas e irreconocibles. La referencia a los acontecimientos
reales permanece como una alusión, hasta que Bolaño introduce en la trama el
periodista Sergio González. Se trata de un periodista de la Ciudad de México que
trabaja en el periódico La Razón y es fácil individuar una conexión con Sergio
González Rodríguez. Pese a esto, la introducción de este personaje asume un
significado mucho más complejo del simple homenaje, porque Bolaño está
también indicando el referente documental que constituye el hipotexto de La
parte de los crímenes. Llegado a este punto de la historia, el lector es embestido por
la violencia a través de la que el mundo ficticio de la novela choca con el mundo
real. Sin embargo, la pregunta es ¿de qué tipo de violencia estamos hablando?
Para comprender el papel que juega la ficcionalización del periodista en
2666, cabe detenerse un momento en la interesante lectura de Oswaldo Zavala
con respecto a la representación de la violencia en la obra de Sergio González
Rodríguez. El crítico mexicano considera que en Huesos en el desierto la violencia
se configura como un “significante vacío”, como si fuera un “objeto cultural más
esperando un dilatado comentario hermenéutico” (Zavala, 2018, p. 61). Este
aspecto es el resultado también de la elección del medio por parte de González
Rodríguez, o sea el ensayo cultural. En éste, el periodista mexicano
inevitablemente tiene que renunciar “a examinar la violencia en su inmediatez
histórica y política” (ibidem). De hecho, señala otra vez Zavala, González
Rodríguez insiste en la presencia del “mayor asesino serial de la historia
mundial” protegido por las instituciones (ivi, p. 184). Se trata de un tipo de
narración que es común a diversas obras, cuya contradicción es la asunción de un
mito que “radicaliza la violencia de género en la ciudad” (ibidem). El peligro que
proviene de esta despolitizada lectura cultural está bien verbalizado por Bolaño,
en su fundamental referencia a la función de la crónica:

A veces, pensaba [Sergio González], ser periodista cultural, en México, era lo


mismo que ser periodista de policiales. Y ser periodista de nota roja era lo mismo
que trabajar en la sección de cultura, aunque para los periodistas de policiales
todos los periodistas culturales eran putos (periodistas «pulturales», los

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llamaban), y para los periodistas culturales todos los de la nota roja eran
perdedores natos (Bolaño, 2003, p. 581).

En su reciente estudio titulado 2666. En búsqueda de una totalidad perdida, Pedro


Salas Camus (2018) indica que Bolaño proyecta en el periodismo un “deber ser
[…] ligado íntimamente a la búsqueda de la justicia social y a la defensa del
menos privilegiado” (ivi, p. 132). En el ámbito del reconocido “compromiso ético
que caracteriza la obra de Bolaño” (Noguerol Jiménez, 2017, p. 30), el papel de la
nota roja, junto a la literatura y a la cultura en general, sería escribir crímenes
normalmente no escribibles. Sin embargo, este intento por dar forma a la realidad
en Bolaño “requiere urgentemente de un metarrelato” (Salas Camus, 2018, p.
132). De hecho, la estructura de la crónica de González Rodríguez retomada por
Bolaño viene a configurarse como una clave de escritura y de interpretación, que
se expande justamente a la dimensión metanarrativa del texto.
Según subraya Cathy Fourez (2006), la nota roja representa un barómetro
tanto optimista como pesimista de la sociedad. Bolaño usa este barómetro desde
el punto de vista temático y estructural, para mostrar las contradicciones que se
producen en el espacio literario: los datos ficticios son extremadamente
verosímiles, los reales son horrendamente imposibles. Se trata de una aporía que
está muy bien representada por otro periodista de 2666, o sea Oscar Fate, el
estadounidense de origen africana protagonista también del tercer capítulo de la
obra, La parte de Fate. El periodista llega a Santa Teresa para seguir un encuentro
de box y se topa con el caso de los feminicidios, del narco y de la corrupción de
las instituciones. Según interpreta Zavala (2018), Fate encarna todo el problema
político de la representación del narco a través de su imposibilidad de entender
la dimensión sistémica de los feminicidios de Santa Teresa (ivi, p. 163). Aunque
haya un “paulatino proceso de concientización” (Salas Camus, 2018, p. 132) de
Fate con respecto a la violencia que lo rodea en Santa Teresa, todas sus acciones
son fortuitas, también la de salvar la vida de Rosa Amalfitano (Zavala, 2018, p.
163). El periodista actúa performativamente pero sin una verdadera consciencia
política (ibidem). En el pasaje en que Fate decide que es tiempo de investigar
sobre los feminicidios de Santa Teresa y lo comunica a su jefe, podemos leer:

Cuando su jefe de sección se puso al teléfono Fate le explicó lo que estaba


sucediendo en Santa Teresa. Fue una explicación sucinta de su reportaje. […]
– Oscar – le dijo el jefe de sección –, estás allí para cubrir un jodido
combate de box.
– Esto es superior – dijo Fate –, la pelea es una anécdota, lo que te estoy
proponiendo es muchas cosas más.
– ¿Qué me estás proponiendo?

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– Un retrato del mundo industrial en el Tercer Mundo – dijo Fate –, un aide-


mémoir de la situación actual de México, una panorámica de la frontera, un relato
policial de primera magnitud, joder (Bolaño, 2003, pp. 372-373).

Por supuesto, hay una intención de desobediencia civil por parte del Fate
periodista, pero que se vincula, muy emblemáticamente con la dimensión de la
construcción argumentativa de la realidad. Es aquí donde toma importancia el
policial en tanto forma estética fundamental de “organización del relato” (Pezzè,
2017). Entre la descripción de los hallazgos de los cuerpos de mujer, Bolaño
introduce la trama policial, en la que varios exponentes del cuerpo de policía se
persiguen uno a otro sin nunca llegar a una solución. Un sucederse de chantajes,
homicidios y falsos sospechosos que construyen un mundo casi surreal.
Junto a la vertiente antidetectivesca del género policial (Spanos, 1972), el
uso que Bolaño hace del enigma mueve a la dimensión de lo indecible y de lo
ominoso, la cual tiene la función de verbalizar justamente la imposibilidad de
Fate por entender lo que realmente pasa en Santa Teresa. Esta imposibilidad de
entendimiento acaso no es el fruto de la supuesta existencia de un mal absoluto,
al cual el título 2666 se podría referir como un guiño irónico más bien que como
una epifánica desvelación, sino de construcciones culturales, de una
representación mitológica del “rostro inexistente del narco” (Zavala, 2018, p.
158). Bolaño verbaliza perfectamente esta postura con una poderosa técnica
narratológica, o sea la mîse en abyme. La escena de Fate que, en el cine en que iba
en su adolescencia, mira una narcopelícula poco antes de irse a Santa Teresa es
emblemática en este sentido:

Permaneció sentado en la butaca durante una sola escena. Un tipo blanco era
detenido por tres policías negros. Los policías no lo llevan a una comisaría sino a
un aeródromo. Allí el tipo detenido ve al jefe de los policías, que también es
negro. El tipo es bastante listo y no tarda en comprender que son agentes de la
DEA. Con sobrentendidos y silencios elocuentes, llegan a una especie de trato.
Mientras hablan, el tipo se asoma a una ventana. Ve la pista de aterrizaje y una
avioneta Cessna que carretea hacia un lado de la pista. De la avioneta sacan un
cargamento de cocaína. El que abre las cajas y extrae los ladrillos es negro. Junto
a él hay otro negro que va tirando la droga en el interior de un barril con fuego,
como los que usan los sin casa para calentarse durante las noches de invierno.
Pero estos policías negros no son mendigos sino agentes de la DEA, bien
vestidos, funcionarios del gobierno. El tipo deja de mirar por la ventana y le hace
notar al jefe que todos sus hombres son negros. Están más motivados, dice el jefe.
Y después dice: ahora puedes largarte. Cuando el tipo se va el jefe sonríe pero la
sonrisa no tarda en convertirse en una mueca (Bolaño, 2003, p. 302).

Laura Alicino 194


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

Fate entra en el cine cuando la película ya está a punto de terminar y, sin


embargo, es perfectamente capaz de interpretar los signos de la cultura que
Estados Unidos ha creado alrededor del narco. Está aquí la marca metanarrativa
de lo que luego será el punto central de La parte de los crímenes, o sea el
reposicionamiento del “Estado como el significante central del narcotráfico”
(Zavala, 2018, p. 162) a través del que Bolaño “descubre el narco […] siempre
adentro de las estructuras del Estado” (ibidem). Todo esto es el resultado de un
complejo discurso teórico, que llama en causa también los modos de la escritura.
Si el periodismo proporciona los detalles precisos de los hechos conocidos, la
crónica de González Rodríguez amplía los detalles no escribibles, los habita y los
interpreta, mientras que el policial de Bolaño los socava, los fuerza y los desplaza
de la realidad a la ficción, donde la amenaza al lector está constantemente
representada por la presencia siniestra y obsesiva del referente extratextual.
¿Dónde se queda, entonces, en este juego perverso, lo político? Se queda
probablemente en la acción del único actor que atraviesa las tres dimensiones del
periodismo, de la crónica y de la literatura, o sea el cuerpo. Desde Foucault hasta
las teorizaciones feministas, ya sabemos que en la era contemporánea el cuerpo
ha dejado de representar una imagen de estabilidad y certeza, para volverse un
lugar de inestabilidad que adquiere significado a través del lenguaje, o sea
justamente de los discursos que lo representan (Vázquez-Medina, 2013). Con
respecto a 2666, Andrea Pezzè indica muy emblemáticamente que los cuerpos de
mujeres “son un sistema de signos cuya interpretación es lingüística en la
biografía e icónica en las huellas que presenta cada cadáver. Sin embargo,
pueden contar lo sucedido solo a través de signos icónicos que otros son
llamados a interpretar” (Pezzè, 2017, p. 189). El papel que estos cuerpos juegan al
interior de un archivo, pero sin la dimensión testimonial (ibidem), los vuelve
cadáveres poderosos que, junto a todos los demás cuerpos de la novela,
“manifiestan las ataduras de la vida biológica con la productividad económica”
(ivi, p. 191), o sea que son cuerpos inherentemente políticos.
Justamente a través de la actuación del cuerpo, Bolaño logra destruir el
discurso oficial del binomio entre víctima-Estado y carnífice-narco. Es una mujer,
Rosa Méndez, en La parte de Fate, quien nos da la medida de cómo se disuelve
este binomio, explicándolo a Rosa Amalfitano. Vale la pena mencionar el largo
pasaje:

Un día Rosa Méndez le contó a Rosa Amalfitano lo que se sentía al hacer el amor
con un policía.
–Es lo máximo –le dijo.
–¿Por qué, cuál es la diferencia? –quiso saber su amiga.
–Pues no sabría explicártelo muy bien, mana –dijo Rosa Méndez–, pero es como
coger con un hombre que no es del todo un hombre. Es como volver a ser niña,

“Lo real del narco o la repolitización del periodismo…” 195


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

¿me entiendes? Es como si te cogiera una roca. Una montaña. Tú sabes que vas a
estar allí, arrodillada, hasta que la montaña diga ya está. Y que vas a quedar
llena.
–¿Llena de qué? –le preguntó Rosa Amalfitano–, ¿llena de semen?
–No, mana, no seas lépera, llena de otra cosa, es como si te cogiera una montaña
pero como si te cogiera dentro de una gruta, ¿me entiendes? […]
–¿Quieres que te cuente otra cosa?
–A ver –dijo Rosa Amalfitano.
–Yo he follado con narcos. Te lo juro. ¿Quieres saber qué se siente? Pues se siente
como si te cogiera el aire. Ni más ni menos, el mero aire.
–O sea que follar con un policía es como si te cogiera una montaña y coger con
un narco es como si te follara el aire.
–Sí –dijo Rosa Méndez–, pero no el aire que respiramos ni el que sentimos
cuando vamos por la calle, sino el aire del desierto, un temporal de aire, que no
tiene el mismo sabor que el aire de aquí, ni tampoco huele a naturaleza, a campo,
sino que huele a lo que huele, un olor propio que no se puede explicar,
simplemente es aire, puro aire, tanto aire que a veces te cuesta respirar y crees
que vas a morir ahogada.
–O sea –concluyó Rosa Amalfitano–, que si te folla un policía es como si te follara
una montaña dentro de la misma montaña, y que si te folla un narco es como si te
follara el aire en el desierto.
–Simón, mana, si te coge un narco siempre es a la intemperie (Bolaño, 2003, pp.
414-415).

Rosa Méndez proporciona exactamente la dimensión simbólica del cuerpo


político del Estado – o sea un ser humano que no parece ser humano, una
montaña que, a pesar de su estructura del poder piramidal, “te folla” en una
gruta, dentro de su sistema – y el cuerpo evanescente del narco que, como la falta
de su rostro (Zavala, 2018), no es que aire y siempre “te folla” afuera, a la
intemperie. Lo percibes, pero no lo ves. Aquí se encuentra la perfecta inversión y
la problematización del papel de víctima del narcotráfico, que el Estado se ha
venido construyendo a lo largo de los último dos siglos. La acción política de
Fate debería ser la del “otro” mencionado por Pezzè (2017, p. 189), o sea leer el
cuerpo archivo de la violencia de Santa Teresa (ibidem). Sin embargo, Fate no
puede hacer otra cosa sino experimentar su falta de interpretabilidad de la
realidad, o sea “la dramática imposibilidad de observar lo real del narco”
(Zavala, 2018, p. 166). Aquí resulta contundente otra pregunta postulada por
Zavala: “¿qué ocurre con esos personajes que sí comprenden las redes de
criminalidad y del poder? ¿Qué ocurre cuando la intervención se vuelve
deliberadamente política?” (ivi, p. 164). Intentar responder a esta pregunta nos
lleva al análisis de la segunda novela de este corpus, La muerte me da de Cristina
Rivera Garza.

Laura Alicino 196


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

La Periodista de La Nota Roja o lo real de la voz

La muerte no es una cifra, es un límite real, una


dimensión matérica, un olor. Y su expansión
desmedida nos contamina.
Ileana Diéguez, 2012

La muerte me da de Cristina Rivera Garza (2007) es una novela que


pertenece al género negro. Narra las vicisitudes de una detective que intenta
resolver, junto a su asistente Valerio, un caso de homicidios seriales perpetrados
en contra de cuatro hombres, cuyos cuerpos se encuentran castrados en la vía
pública de una ciudad que nunca se menciona. El primer cadáver es encontrado
por una profesora universitaria que se llama Cristina Rivera Garza y que, desde
aquel momento, se volverá “la Informante”. En la trama interviene también una
periodista, cuyo nombre es La Periodista de La Nota Roja. La firma del asesino o
de la asesina está constituida por una serie de versos de la poeta argentina
Alejandra Pizarnik, dejados junto a los cadáveres mutilados. Sin embargo, se
trata de una obra sui generis, puesto que la autora trasciende completamente las
reglas del género negro.
Desde el punto de vista estético, La muerte me da se construye sobre una
densa red de relaciones intertextuales, tanto con la obra de Alejandra Pizarnik
como con Gulliver’s Travels de Jonathan Swift. Estas relaciones ofuscan la trama
serial, haciendo que el lector se mueva constantemente entre la dimensión
fantástica y la realidad. La novela está llena de situaciones casi surreales, como
muestra por ejemplo la presencia de Grildrig – uno de los nombres con los que se
define al doctor Gulliver en la obra de Swift – que en la novela de Rivera Garza
se llama también la Mujer Increíblemente Pequeña. Encontramos la descripción
de la violencia exacerbada y callejera del México contemporáneo, que se expresa
en la brutal descripción de los cuerpos desmembrados. Está presente también la
dimensión criminológica ya que la autora construye la psicología del asesino, o
de la asesina, que comunica a través de mensajes anónimos con la Informante.
Hay, sin embargo, también un intento de alejarse de la dimensión mimético-
realista de la tradición negra, introduciendo el nivel de lectura metanarrativo y la
trama fantástica, cuyo papel es precisamente subvertir la tendencia
naturalizadora de los signos de la cultura (Alicino, 2014). Estas transgresiones
genéricas hacen que también esta novela, como la de Bolaño, pertenezca a la
categoría de la antidetective fiction teorizada por Spanos (1972) o del policial
metafísico, en la categorización proporcionada por Francisca Noguerol Jiménez
(2009).

“Lo real del narco o la repolitización del periodismo…” 197


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

Desde un punto de vista meramente metodológico, la introducción de La


muerte me da en este corpus resulta bastante singular, al ser ésta una novela que no
presenta al narco ni como protagonista, ni como escenario de fondo. De hecho, la
palabra narco no está siquiera presente a lo largo de todo el texto. Sin embargo,
según ha indicado Glen S. Close (2014), aunque la novela no se relaciona
directamente con la escalada de violencia que México ha conocido en el sexenio
de Calderón, en la mal llamada guerra contra el narco, el año de su publicación y
su fruición3 coinciden con la escalada de la recepción de la violencia extrema,
derivada de las políticas de dicho sexenio. Rivera Garza elije una dimensión
metanarrativa en que el papel jugado por La Periodista de La Nota Roja –
personaje que parece secundario, pero que al final del libro desvela toda su
devastaste omnipresencia – es fundamental para abrir una discusión teórica
acerca de la responsabilidad de arte y periodismo en el contexto de la violencia,
así como de la narcoviolencia en particular. Con respecto a esto, La muerte me da no
se centra solo en el efecto de la violencia, en los cuerpos destrozados en la calle,
sino que ilumina brutalmente también el proceso. Y es justamente aquí, en el
“proceso de trituración” (Rivera Garza, 2007, p. 341) de los cuerpos, que coincide
con el proceso de trituración del texto, donde encontramos la llave de la
posibilidad o imposibilidad de decir el horror. De acuerdo con lo que plantea
Rémon-Raillard acerca de la narrativa de Yuri Herrera – autor que opta por la
categoría narrativa de la alegoría sin citar expresamente la frontera o el
narcotráfico –, lo que nos interesa es entrar en los intersticios de la “relación entre
arte y poder” (2016b, p. 186). En el caso de las producciones culturales sobre el
narco, dicha relación entre arte y poder se vincula también a la que se da entre
arte y violencia, cuyas huellas representan casi un “tópico en el arte mexicano”
(ibidem). A esto se le añade la que Fuentes define una sorprendente presencia de
figuras “vinculad[a]s al mundo de las letras” en la narrativa sobre el narco
(Fuentes, 2016, p. 224). También La muerte me da propone un discurso que forma
parte de estas preocupaciones y que vale la pena abordar, desde la dimensión de
la ficcionalización de La Periodista de la Nota Roja.
La primera aparición de la periodista se da cuando la mujer llega a la
oficina de Cristina Rivera Garza, profesora de literatura en la universidad.
Muchos capítulos después, hay también un encuentro entre La Periodista de la
Nota Roja y la Detective. Lo que sabemos de la periodista está, entonces, filtrado
por los ojos de las dos mujeres. En la percepción de la Informante leemos:

De grandes ojos cafés, con las manos ajadas por labores sin identificar pero
claramente no intelectuales, la mujer de cabello lacio y pantalones de mezclilla
tomó asiento frente a mi escritorio antes de pasar a explicar, con suma timidez,

3
Recordemos que La muerte me da gana el premio Sor Juana Inés de la Cruz en 2008.

Laura Alicino 198


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

con algo de evidente vergüenza, que ella era en realidad una periodista. –¿En
realidad? –le pregunté sin poder evitar el sarcasmo. –Tengo que aclararlo
siempre porque como estoy asignada a la Nota Roja la gente piensa que no tengo
estudios. (Rivera Garza, 2007, p. 50)

Mientras que en la percepción de la Detective leemos:

La Detective piensa que, bajo el fulgor de la luz artificial, la mujer que tiene
frente a sí le parece inverosímil, más una caricatura que un ser humano. Más un
bosquejo que una mujer. Acaso por eso la ve y la deja de ver, intermitente. Hojas
tamaño carta entre sus manos. Reloj de pulsera. La gente que camina del otro
lado de la pared blanca. La mirada puesta sobre todo eso (ivi, p. 173).

En las dos descripciones, tanto la Informante como la Detective


emblemáticamente coinciden en percibir una naturaleza evanescente de la
periodista, un desfase entre su esencia y su presencia casi fantasmática. Esta
verbalización por supuesto pone cuestiones contundentes acerca de la relación
entre crónica y narración, así como de la representación de la realidad en el
medio escrito. Si en 2666 lo que se desvanece es el cuerpo del narco, en
contraposición a la persistencia montañosa y omnipresente del Estado, aquí a
desvanecerse es también el cuerpo del periodismo. Lo que la Periodista de la
Nota Roja representa y personifica es la distinción entre la realidad y lo que,
desde Lacan, nos hemos acostumbrado a llamar lo Real (Lacan, 1978). Según
señalamos en la introducción, el desfase entre la realidad y su representación se
encuentra en la base tanto del discurso periodístico, sobre todo del periodismo
narrativo, como del discurso literario. La Periodista de la Nota Roja parece estar
consciente de esto, puesto que repite constantemente las palabras “en realidad”.
Asimismo, tiene muy bien claro que lo que va a producir, a partir de sus
investigaciones, no es una pieza periodística sino “[u]n libro. […] Para mí […] no
para el periódico” (ivi, p. 51).
La pregunta es ¿cuál es la naturaleza de este desfase y cómo se vincula con
los actores de esta historia de violencia? Desde el punto de vista teórico, Rivera
Garza se enfrenta a la cuestión de la representación de la realidad en el ensayo
Los muertos indóciles (2013). Aquí considera que, en un mundo como el
contemporáneo, el mundo postindustrial, en donde las formas de la sospecha
han puesto en tela de juicio la posibilidad misma de lo real, resulta
“extremadamente fácil y probablemente debido atacar a las formas de realismo
que se basan en una concepción rígida y transparente de la representación” (ivi,
p. 107). Sin embargo, hay otras narraciones que han puesto en tela de juicio la
noción de realismo, entregando escrituras que parten de la evidencia más
exasperante, para luego desplazarse al mundo de la incertidumbre. Rivera Garza

“Lo real del narco o la repolitización del periodismo…” 199


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

define este tipo de realismo como un realismo-problema (ivi, p. 108). Según la


autora, se trata de narraciones que cuentan lo real no con base en lo que ha
sucedido realmente, sino con base en lo que se ha quedado atrás. Son narraciones
de emergencia que se desarrollan detrás de un objetivo, que amenaza
constantemente al sujeto de la representación y al sujeto representante con la luz
cegadora del flash (ivi, p. 109). La bombilla que ilumina un espacio de realidad es
también la marca de la suspensión de la realidad tal como es.
Cuando en el centro de la narración se coloca al cuerpo como actor, en su
representación vibra fuerte el trauma que es la huella de un evento que se
deposita en el cuerpo justamente porque no ha podido ser acogido en el lenguaje
(Giglioli, 2011). Dar evidencia de esta imposibilidad, no vacilar frente a la
ambigüedad del discurso es una de las llaves de la acción política tanto de la
literatura como del periodismo narrativo en la sociedad. El objeto que produce
esta imposibilidad es acaso el más obvio y no considerado, o sea la voz. De
hecho, es emblemático que, en la descripción de la Periodista de la Nota Roja, la
Informante perciba “un notorio desfase entre las palabras y la voz que las
enunciaba” (Rivera Garza, 2007, p. 51). Un desfase que no deja inmune también a
la Detective, que es aquí la única representante del Estado. Cuando le pregunta a
La Periodista de la Nota Roja a quién le interesaría buscar el culpable de los
asesinatos, la Detective “se pregunta si es ésa, en verdad, su voz. Si es ella la que,
en realidad, está diciendo lo que se oye decir.” (ivi, p. 174). La ambigüedad de la
voz es un punto fundamental que nos acerca al análisis de lo político del
discurso.
En su estudio sobre la naturaleza ontológica de la voz en tanto objeto,
Mladen Dolar (2007) demuestra su carácter ambiguo y problemático, pero sobre
todo no logocéntrico. La voz en tanto objeto tiende constantemente al significado,
pero se encuentra siempre en tensión con la verdad de la cosa en sí, que no
puede ser alcanzada ni dicha, como nos ha demostrado Lacan (ivi, p. 129). Esta
división y tensión se vuelve, a nivel lingüístico, la distinción entre sentido y
significado. Hay, entonces, dos dimensiones divergentes de la voz: una que
tiende a la significación y una que resiste al obstáculo del significado, que no se
puede decir. Moviéndonos desde la dimensión lingüística a la política de la voz,
según Dolar la institución misma de lo político depende de la división intrínseca
de la voz en tanto mera voz, habla y voz inteligible (ibidem).
Si la mera voz es la que básicamente nos diferencia de los animales, la que
individua las necesidades más basilares, el habla es la que “manifiesta lo
provechoso y lo nocivo, y en consecuencia lo justo y lo injusto, el bien y el mal”, o
sea que introduce un criterio de juicio (ivi, p. 130). A la base de esta tensión se
encuentra precisamente la distinción entre zoe, la nuda vida, y bios, la vida en la
comunidad, o sea la vida política. Dolar, entonces, establece la relación entre el

Laura Alicino 200


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

binomio phoné/logos y zoe/bios, para luego subrayar que, si la zoe persiste en lo


social, “la mera voz persiste en el habla posibilitándolo y a la vez recorriéndolo
fantasmalmente con la imposibilidad de simbolizarlo” (ivi, p. 131). El resultado
de todo esto es que el estatuto ontológico de la voz se encuentra en el vacío que
ella representa, en la intersección entre phoné y logos y entre zoe y bios. Muy
emblemáticamente, en la obra de Rivera Garza, la voz que cumple con esa
ambigüedad de fondo es la voz del poder estatal, representado por la Detective,
y la voz de la Periodista de la Nota Roja, exponente de lo que también se ha
denominado cuarto poder. Parecería que a la base de toda la violencia
exacerbada que hay en La muerte me da se encuentre precisamente esta
ambivalencia de la voz, como nos demuestra la constante referencia metatextual
a la pregunta pizarnikiana “¿Por qué no preguntar quién carajo habla?”, que se
repite varias veces a lo largo de toda la novela. Si la voz es central y ambivalente,
entonces el pasaje desde la voz al logos es un pasaje político.
La Periodista de la Nota Roja recoge este pasaje cuando intenta dar forma
a la realidad que la rodea a través del discurso escrito, de la letra, con la
producción de un libro. Sin embargo, en el anhelo desesperado a la prosa, que
representa acaso la madre de todo realismo, lo que La Periodista de la Nota Roja
es capaz de producir no es que poesía4. En la penúltima sección de la novela, el
editor Santiago Matías de la editorial Bonobos recibe con inmensa sorpresa el
manuscrito La muerte me da. La firma del autor corresponde con una persona
inexistente, Anne-Marie Bianco. El manuscrito es un poemario constituido con
algunas de las frases que el lector ha encontrado en la novela. La Informante,
quien recibe también la obra, sabe que la autora es La Periodista de la Nota Roja,
que al final se vuelve, muy emblemáticamente, la culpable más probable de los
homicidios seriales:

–Descríbela otra vez, por favor –me pidió [la Detective]. Ya había tomado una
pluma y una servilleta cuando dijo:
–Siempre me pareció un bosquejo, la preparación para algo que podía llegar a ser
una mujer –era obvio que la recordaba–. Una caricatura tensa. Los planos de una
casa a punto de ser construida o de caer.
La interrumpí. Lo que dije como en un trance fue:
–Tímida. Apocada. Repetía continuamente las palabras «en realidad», como si
temiera no ser convincente de otra manera, como si tuviera necesidad de serlo.
Eso. Convincente. Pelo lacio. Orzuela –continué–. Una cierta joroba en la espalda.

4 El anhelo desesperado a la prosa está verbalizado también desde una compleja perspectiva
metanarrativa. De hecho, justo a la mitad de la novela, Rivera Garza inserta un ensayo de su
autoría en que analiza los diarios de Alejandra Pizarnik (Rivera Graza, 2007, pp. 177-205). Aquí,
se discute justamente lo que para Pizarnik significaba escribir en verso junto a su desperada
imposibilidad de escribir en prosa.

“Lo real del narco o la repolitización del periodismo…” 201


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

Un mundo ahí, sobre sus hombros. Testaruda. Incapaz de recibir un no como


respuesta. Necia. Imposible que su nombre fuera en realidad Anne-Marie Bianco.
Manos agrietadas por el trabajo –me detuve entonces. En seco. La miré–. Manos
agrietadas por un trabajo que no era, a todas luces, el de reportera.
–Maldición –masculló La Detective […] (Rivera Garza, 2007, p. 343).

La poesía es la única forma a través de la cual La Periodista de la Nota


Roja ha podido dar forma a la realidad que la rodea. Una poesía obscura, de
palabras rotas, en donde la violencia y la muerte se mezclan con el erotismo y la
imposibilidad también de constituir una identidad fija de género. En el
poemario, se individúa expresamente la relación directa entre la periodista y la
muerte en dos poemas que se titulan “La Periodista de la Nota Roja y la muerte:
Una relación” (ivi, p. 313) y “La Periodista de la Nota Roja y la muerte: Otra
relación” (ivi, p. 318). Así que, de repente, la periodista se vuelve autora y
vehículo discursivo de la violencia, lo cual pone preguntas fundamentales acerca
del papel jugado por la prensa en la construcción de su origen y evolución,
también por lo que concierne a la cuestión de género. Según lo que sostiene
Marius Littschwager (2011), en su estudio comparado sobre la representación de
la violencia de género en 2666 y en La muerte me da, en una época en que la
tragedia del asesinato serial de mujeres y niñas, y también la producción
espectacular de cuerpos violentados, decapitados, castrados y desollados es una
atroz normalidad cotidiana, pasar los límites genéricos, indagar su relación con
respecto a si mismo y a la representación de la realidad, significa afrontar de
frente la necesidad de explicar en qué modo esa misma realidad puede volverse
el cementerio en el que vivimos. La poesía, o sea el arte, juega aquí un papel
fundamental al representar la dimensión de vacío entre sentido y significado
(Dolar, 2007).
Para acoger el trauma, el lenguaje mismo debe ser traumatizado y
retorcido, violentado y abierto a nuevas posibilidades. Lo que La Periodista de la
Nota Roja nos devuelve, a través de la poesía, es entonces un realismo-problema
que abraza totalmente la definición de Real postulada por Jacques Lacan (1978).
Si la realidad es lo que está fuera del sujeto y es permanente en la medida en que
es independiente de su voluntad, lo Real es, en cambio, lo que asalta al sujeto y
resiste a cualquier tipo de definición. Lo Real es un estado de emergencia, es el
evento que despierta bruscamente al sujeto del sueño de la realidad permanente.
Lo Real tiene “la naturaleza del evento y no del sentido”, o sea que es traumático
porque no puede ser elaborado, simbolizado, es un hecho innominable (Giglioli,
2011, p. 17). Este vacío de sentido, esta imposibilidad de conocimiento es el hueco
creado por la castración en La muerte me da. Ésta es la verbalización de un estado
de emergencia, de algo que está ahí afuera, en los cuerpos que se arrojan

Laura Alicino 202


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

eternamente por las calles de México, que resisten a ser dichos, pero que al
mismo tiempo necesitan ser materializados. Esta necesidad es el llamado ético y
político que engendra lo que Dolar llama la voz inteligible, que es la voz tácita e
implícita que todo hombre escucha y que presupone una postura política, o sea
que demanda un acto de subjetivación (2007, p. 147). La Periodista de la Nota
Roja asume su vacío en tanto causa y vehículo de la violencia, mientras que el
Estado ni siquiera responde:

Valerio habría recordado justo entonces su voz [de la Detective]. Su otra voz. La
voz con la que se había dado por vencida. Antes, años atrás. La voz que le había
anunciado lo obvio: que los niños y las mujeres y los hombres seguían muriendo.
Seguirían muriendo. La voz con la que constataba un hecho. Una voz sin acento
(Rivera Garza, 2007, p. 349).

Tanto la Detective como La Periodista de la Nota Roja representan el vacío


constitutivo del sentido que se encuentra precisamente entre phoné y logos así
como entre zoe y bios, con el resultado de no tener nombre, de no tener una
identidad. Mientras que La Periodista de la Nota Roja asume este vacío y
responde al llamado político de la voz inteligible, volviéndose culpable a través
del discurso, la Detective, o sea el Estado, elige una actuación sin actuar, como
muestran las palabras de su asistente Valerio en el pasaje precedente. Justo al
final de la novela, el corto circuito creado por el discurso sobre el culpable de los
asesinatos hace que se pierda completamente la distinción entre el polo positivo
y negativo. La figura de un asesino o asesina serial, que parecía representar el
centro de la novela, pierde totalmente su fuerza. Bajo esta perspectiva, lo que el
proceso de trituración del cuerpo y del texto ilumina ya no es la narración oficial
del asesino serial, sino la emblemática “relación sin entraña” (Rivera Garza, 2011,
p. 55) que el Estado ha venido creando con sus ciudadanos, cuyas huellas se
vislumbran en los cuerpos destrozados en la calle o en el “cuerpo de la mujer que
cuelga del puente peatonal que va de la primera a la segunda década del siglo
XXI” (ibidem).

Daniela Real o lo real del cuerpo

¿Es la nota roja una gran novela colectiva, con


episodios culminantes como hitos de la pequeña
historia?
Carlos Monsiváis, 1994

Diferentemente de la propuesta estética de Rivera Garza, que elige un


análisis abiertamente metanarrativo y alegórico de la relación entre crónica y

“Lo real del narco o la repolitización del periodismo…” 203


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

narración y entre arte y poder, en Todos los miedos Pedro Ángel Palou (2018)
propende por una narración del suspenso que da un nombre y una realidad muy
reconocible a los actores de su novela, haciendo hincapié en la dimensión
emocional del lector, más bien que en la acción. La trama gira alrededor de dos
historias complementarias y, sin embargo, casi paralelas. Por un lado, hay la
historia de la periodista Daniela Real, quien está metida en la investigación de un
caso de trata de jóvenes mujeres finalizada a la prostitución, en la que están
implicados representantes del narco y del Estado. Entre ellos destaca Gerardo
Careaga, “el subprocurador especial contra la delincuencia organizada” (ivi, p.
29). Daniela pasa la mayor parte de la novela a intentar salvarse de los ataques
físicos y psicológicos que quieren silenciarla, con el fin de lograr publicar sus
investigaciones. Por el otro lado, se desarrolla la historia de Fausto Letona,
expolicía con cáncer en fase terminal e hijo de un general corrupto. Letona opera
en la novela como un justiciero independiente – una realidad en el México
contemporáneo, como asevera el autor mismo (Aranda, 2018) –, cuyo objetivo es
salvar la vida de Daniela Real sin que ella se dé cuenta.
En su trayectoria artística, Palou se ha dedicado mucho a la novela
histórica, indagando luces y sombras de los personajes más ambiguos del pasado
mexicano, a través de un uso peculiar de la relación entre documento y ficción 5.
En el caso de Todos los miedos, el intento del autor es producir una obra del
presente. En sus palabras: “escribir una novela muy contemporánea, y
prácticamente documental, sobre todo lo que ha ocurrido en la Ciudad de
México con respecto a la violencia” (ibidem). Tanto la forma del texto, como la
forma del contenido contribuyen a engendrar una discusión urgente acerca de
cómo narrar nuestro presente sin caer en el peligro de la reificación y,
posiblemente, cómo sobrevivir en este escenario. Asimismo, se amplía el discurso
sobre la relación entre escritura y poder en un entorno necropolítico (Mbembe,
2003), como es el de México, en que hay que actuar políticamente a pesar del
miedo, acaso el verdadero protagonista de toda la novela. Un miedo que muchas
veces no es específico, sino relativo a un estado de excepción permanente en el
que parece vivir el México contemporáneo. Un miedo que es, de hecho, “todos
los miedos”. En su ensayo sobre el cuerpo roto, Ileana Diéguez asevera que “el
miedo se ha vuelto nuestro más cercano compañero, porque tanto se ha
dispersado y expandido hasta volverse la niebla que nos ronda, hasta
habituarnos a vivir con ella” (Diéguez, 2012, p. 1). No es tarea fácil en México
actuar políticamente con las armas de la palabra, si consideramos la histórica y
muy compleja relación que la que Ángel Rama definía Ciudad Letrada (1984) ha

5
Se consideren, entre otras, obras como Zapata (2006), Pobre patria mía. La novela de Porfirio Díaz
(2011) o No me dejen morir así. Recuerdos póstumos de Pancho Villa (2015).

Laura Alicino 204


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

tenido con el poder. El mismo Palou indica que, desde la revolución institucional,
el Estado

conformó un sistema de privilegios para la intelectualidad, fundamentando su


oferta en base a la disyuntiva de la promoción y permanencia en el medio –
apoyada por el propio Estado mediante becas y cargos – o bien mantener su
independencia con riesgo de ser condenados al olvido (Palou, 2007, p. 84).

Al proponer una escritura del presente, Palou elige un tiempo de la


historia muy tenso que se desarrolla en veinticuatro horas y con una
concentración de la acción en once horas, desde las 3:20 de la mañana hasta las
11:05 de la noche. Esta elección no representa un mero expediente narrativo,
vinculado a las exigencias del thriller, sino que abre una discusión mucho más
sutil acerca del escenario de fondo que Palou quiere reconstruir. No se puede
eludir el hecho de que el marco en que operan los personajes de Todos los miedos
es asimilable a las tres unidades de tiempo, espacio, y acción teorizadas en la
Poética de Aristóteles. Lo que estamos leyendo no es sólo una novela del presente
en todo su realismo, sino que es también una tragedia. Aquí el papel de los
personajes se lee también como una poderosa mîse en scene de sí mismos. Se trata
de una elección que nos hace pensar en el fundamental aporte del escritor y
dramaturgo Rodolfo Usigli que, en su Ensayo de un crimen (1944), ya en la
primera mitad del siglo XX nos daba a conocer las contradicciones de la clase
burguesa postrevolucionaria. Una joya del género policial mexicano en que las
peripecias del asesino/esteta Roberto De La Cruz acaso anticipaba, con un guiño
metarreal, toda la discusión acerca de la construcción cultural alrededor de la
narcoviolencia. Esta forma del texto es un punto de partida fundamental para
comprender la acción de los personajes de Todos los miedos. De hecho, ellos
operan en una realidad que depende de la construcción cultural, cuando no
inherentemente escénica, que los rodea.
La pregunta es si es posible actuar políticamente en esta realidad y si la
escritura, periodística o ficcional, permite un irse afuera de esquemas
prestablecidos. ¿Con qué medios es posible sobrevivir y cuál es el precio que
pagamos en términos éticos? Para responder a estas preguntas, en Todos los
miedos Palou no toma en cuenta sólo un discurso alegórico sobre el papel que
juega el periodismo en su constante diálogo con la ficción, sino también la
dimensión muy corporalmente auténtica de los actores que lo representan, o sea
los periodistas, con todas sus fuerzas, sus debilidades y ambigüedades.
Daniela Real es una periodista independiente, que vive de sus recursos
sintiendo en su piel un doble estado de excepción, el de ser periodista de la nota
roja en un sistema que no la protege y el de ser una mujer. Su nombre encarna,

“Lo real del narco o la repolitización del periodismo…” 205


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

ya desde el principio, todas estas contradicciones, al ser fácilmente asimilable a


periodistas de carne y hueso, que se han ocupado de la trata de mujeres y de
narco, como Daniela Rea, pero personifica también el legado ético y político que
estos periodistas encarnan con su acción de escritura, o sea la sospecha sobre el
ser6. Junto a la parte policial del texto, la dimensión teórica alrededor de la que se
desarrolla la narración de Palou es otra vez la de lo Real lacaniano, que nos pone
en frente de la ambigüedad en que nos hemos acostumbrado a vivir todos los
días:

Recuerda, de golpe, el pleito con el vecino, los gritos, las amenazas y aún le
parece más pesado volver a enfrentarse con la selva espesa de lo real. Se dice esa
frase y le gusta, como si por fin hubiese hallado una metáfora no gastada, un
pensamiento original. Ese es otro de sus malestares, sentir que se le pudre la
prosa, que sus artículos cada vez más directos y simples son perfectamente
olvidables. Y es que de qué carajo le sirven las palabras cuando se ha puesto al
servicio de las víctimas, en contra del horror. Se olvidan sus palabras, pero no los
hechos (Palou, 2018, p. 43-44).

Así como pasa con La Periodista de La Nota Roja en la novela de Rivera Garza,
también Daniela Real tiene muy bien claro el desfase entre la letra escrita y los
hechos. Si es verdad, como sostiene Carlos Monsiváis, que “en la nota roja la
tragedia se vuelve espectáculo” (1994, p. 24), se comprende otra vez el anhelo
desesperado de Daniela Real a una prosa que, sin embargo, se le pudre entre sus
manos.
Lo real de la representación de la realidad se repercute también en la
realidad muy auténtica de su cuerpo roto, algunas líneas después:

Al fin logra levantarse.


El ruido de la regadera, la promesa del agua hirviendo sobre el cuerpo
deshecho la reconforta mientras se desnuda. Mira su cuerpo en el espejo. […]
La otra que es ella y mira no le agrada. Es una desconocida. En esto radica
el pánico, en convertirte en un extraño de ti mismo. El vapor termina por ocultar
su imagen y llenar el cuarto de baño entero. Sólo entonces se coloca debajo de la
regadera […].
Como si allí adentro, húmeda, al fin desapareciera. (Palou, 2018, p. 44)

6
En una entrevista con el semanario ZetaTijuana, Palou declara que por supuesto hay un
reconocimiento del trabajo de Daniela Rea, con un guiño a su nombre en la novela, pero su
intento es hacer un homenaje a todos los valientes periodistas mexicanos que se han dedicado a
investigar la trata de mujeres y las desapariciones forzadas (Mendoza Hernández, 2018).

Laura Alicino 206


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

La respuesta de Daniela Real a la voz inteligible (Dólar, 2007), que demanda una
acción política en la sociedad, está representada por supuesto por las palabras
que decide escribir. Sin embargo, su acción tiene un precio, o sea volverse el
paradigma político de su cuerpo roto. Daniela Real no puede renunciar a la
contradicción ínsita en el ser humano, para eludir el peligro de la neutralización
política de su trabajo. Aquí, el cuerpo no representa sólo un espectáculo
victimario aséptico, que Zavala (2018) denuncia en muchas narconarraciones,
sino “un objeto emblemático no artístico sobre el cual se instalan relatos de
poder”, en palabras de Ileana Diéguez (2012, p. 4).
Ahora bien, si Daniela Real vive en un ritmo cerrado, casi en un trance
emocional donde su cuerpo sufre las huellas de la violencia objetiva y subjetiva
del sistema social y político en que está envuelta (Žižek, 2007), Fausto Letona casi
opera como su contrapunto, como un ambiguo coro griego explicándonos, con
sus flujos de conciencia, la dimensión más honda de la realidad. Parece que
Fausto Letona lo tenga muy bien claro desde el principio que lo que Daniela Real
está combatiendo no se encuentra afuera del sistema, sino muy dentro: “[e]l
crimen organizado está dentro, infiltrado hasta lo más hondo del gobierno”
(Palou, 2018, p. 37). La base de esta constatación nos llega de una emblemática
paradoja, o sea de la amenaza que Daniela Real constantemente recibe a través
de la voz de sus asaltantes y a través de la letra que dejan en su espejo al
momento de destruir su departamento: “Ten miedo de lo que crees que sabes”
(Palou, 2028, p. 22). La voz que Daniela escucha al oído sin saber de donde
venga, se mueve en la dimensión que Dolar llama “la voz autoritaria” (2007, p.
138), que es aquí “fuente y palanca inmediata de violencia” (ibidem). Esta
ambigüedad de la voz, que se sienta en el vacío entre zoe/bios y phoné/logos, llama
en causa el mismo espacio vacío ocupado por el estado de excepción entre
violencia y derecho (Agamben, 2003). ¿Qué quiere decir aquí actuar
políticamente?
Para centrar su acción política, los cuerpos de Todos los miedos necesitan
operar desde el afuera del sistema. En la escena en que Fausto Letona nos da a
conocer la primera vez en que decidió operar afuera de la ley, volviéndose él
mismo un matón/justiciero, leemos:

La primera vez fue el instinto, no el placer lo que lo movió a actuar. […] De


dónde surge la motivación para actuar así, para matar sin remordimiento a quién
está dispuesto a echarse a un inocente nomás porque sí, porque la vida no vale
nada. […] Todo lo que late pulula, come y mata en su propia alma. Él empieza a
conocer a ese loco que lo habita (Palou, 2018, p. 35-42).

Para abrazar el papel de rebelión que su estado de outsider le proporciona, Fausto


Letona necesita partir desde un desconocimiento de su propio cuerpo,

“Lo real del narco o la repolitización del periodismo…” 207


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

desconocer su otro que de toda forma lo habita, o sea su enfermedad terminal.


También su cuerpo roto, junto al de Daniela Real, se vuelve “metáfora del
desmontaje de otro corpus” (Diéguez, 2012, p. 8), o sea del cuerpo político del
Estado.
Hacia el final de la novela, a través del testimonio de Rosaura, que se ha
escapado de la trata de mujeres, Daniela ya sabe que “Gerardo Careaga, el
subprocurador […] es la cabeza acá visible en la ciudad. No hay nadie que se
mueva sin su autorización” (Palou, 2018, p. 120). Aquí se encuentra el guiño
irónico en el que se diluye la poderosa metáfora del cuerpo político del Estado,
cuya cabeza representa la suprema ratio, mientras que el narco ya pierde su aura
de omnipotencia al transformarse en el mero brazo que mata, por fin, a Daniela
Real. Espejo de este cuerpo político que se disuelve es también el disolverse de la
supuesta perfección unitaria de la tragedia aristotélica. En uno de los flujos de
conciencia de Fausto Letona, mientras que sigue las operaciones de relevamiento
de las pruebas en la casa del Buldog, uno de los matones al sueldo de Careaga,
que “puede ser un narco cualquiera” (ivi, p. 84), leemos:

[…] en México la verdadera novela policiaca no terminaría con el descubrimiento


del criminal. No. La novela policiaca auténtica consistiría en revelarle al lector
quien fue el que ordenó el encubrimiento de la verdad, o quién fue el que inventó
a un culpable inexistente, una escena del crimen del todo actuada, inverosímil
(ivi, p. 161).

El reto de la acción política de Fausto Letona, emblemáticamente afuera de


la ley y que hace paradójicamente uso de droga para curar su dolor terminal,
representa el contrapunto de la actuación de Daniela Real la cual, a pesar de
escribir e inviar su investigación a un periódico, no puede salvarse. Ni siquiera
puede salvarla Letona. Lo único que el hombre logra es matar deliberadamente
al subprocurador Gerardo Careaga, con la misma modalidad de matón que
supuestamente la justicia debería condenar. Hacia el final de la novela, Letona es
el único que parece salvarse, pero el mal terminal que lo persigue mina la
pretensión de una acción sobre el presente. Daniela Real ya lo sabía en el
momento en que, muchas páginas antes, piensa que el trabajo del cronista, junto
al del historiador, hace que el presente se vuelva también futuro y pasado del
País entero:

El morbo no se ha aplacado a pesar de la violenta costumbre de ver el crimen


cohabitar a su lado por años. Curiosamente es un morbo descafeinado, que se
sacia rápido en la medida en que se saben unos pocos hechos. El nombre del
muerto, la identidad del atropellado. El sentido de un final. Es el morbo del
historiador, no del cronista. Porque el cronista, como ella, es un testigo. Y los

Laura Alicino 208


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

testigos, en lo que queda de este país, prefieren estarse quietos, no intervenir


(Palou, 2018, p. 77).

El cuerpo en riesgo, roto y deshecho de Daniela Real, en tanto mujer, periodista y


ciudadana también, se vuelve al fin y al cabo un cuerpo político colectivo, que es
metáfora del cuerpo roto del País entero en donde, explica Palou, “lo interesante
[…] no es descubrir quién fue el asesino, sino saber cómo se encubrió el
asesinato” (Aranda, 2018).

A modo de cierre o la repolitización del periodismo desde la literatura

Pensar el narco, a sus efectos en la sociedad, y declinarlo políticamente al


interior del discurso es entonces el reto con el que se han enfrentado los tres
escritores que hacen parte del corpus de este estudio. Lejos de proporcionar una
visión absoluta del fenómeno del narcotráfico, que sería comprensiblemente
imposible, los personajes de Oscar Fate, de la Periodista de La Nota Roja y de
Daniela Real acaso representan la capacidad de responder a una sed de justicia
del periodismo y de las artes que necesariamente demanda una acción política.
Actuar políticamente desde la literatura no significa, por supuesto, dar
respuestas ciertas a una realidad que no las tiene, sino desvelar el punto de
ebullición de esta misma realidad, indagarlo hasta la médula.
Lo que estos periodistas logran hacer, en la dimensión ficcional del libro,
es mostrar la falacia de la representación del narco. No se trata sólo de mostrar el
efecto de la narcoviolencia, sino de poner en marcha un esfuerzo colectivo entre
periodismo y literatura para individuar su Real. Stendhal, desde las páginas de
Rojo y negro, ya lo tenía muy claro que “[l]a política, en una obra de imaginación,
es un pistoletazo en medio de un concierto. Produce un estruendo que, sin ser
enérgico, desgarra el oído” (2001, p. 459). La acción política de los periodistas de
estas tres historias está representada, justamente, por el modo en que han
intentado apoderarse del vacío de significado producido por este estruendo. El
fin de esta acción no es proporcionar una epifánica respuesta a los problemas del
México contemporáneo, pero sí puede ser un punto de partida privilegiado para
abatir el muro de lo obvio que, desde hace demasiado tiempo, se le ha construido
alrededor del narco.
Fausto Letona es, acaso, el personaje que nos proporciona el primer paso
para salirnos del impasse, justo en el momento en que se deshace del cuerpo
corrupto de su padre:

Ninguna ceremonia. Por el wáter. Las cenizas solo son lo que queda de los
huesos. Lo demás del cuerpo se lo lleva el aire, desaparece sin dejar rastro. Como

“Lo real del narco o la repolitización del periodismo…” 209


CONFLUENZE Vol. XII, No. 1

humo. Jaló y sin ningún aspaviento se fue el kilo ochocientos gramos que había
sido los huesos de su padre (Palou, 2018, p. 37).

Lo que nos queda, muy visible, después de que también el humo de las cenizas
se haya desvanecido, es una historia que todavía está por escribirse.

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Laura Alicino
es doctora en Literaturas Comparadas y Culturas Postcoloniales por la
Universidad de Bolonia. En su investigación, se ocupa principalmente de
literatura hispanoamericana contemporánea, con un enfoque específico sobre
intertextualidad y escritura documental. Ha publicado varios ensayos en revistas
nacionales e internacionales acerca de literatura colonial, cómic, periodismo
narrativo, novela histórica, novela policial, narrativa y poesía documental.
Contacto: laura.alicino2@unibo.it

Recibido: 20-12-2019
Aceptado: 31-05-2020

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