John Reed

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John Reed

El Mexico Insurgente.
 

Escrito: 1915.
Fuente digital de la version al español: Omegalfa.es
Html: Rodrigo Cisterna, 2014

INTRODUCCIÓN
EN LA FRONTERA
Después de dejar Chihuahua, el ejército federal de Mercado permaneció tres
meses en Ojinaga, a orillas del Río Grande, luego de su dramática y terrible
retirada a través de seiscientos cuarenta kilómetros de desierto.

Desde el lado norteamericano del río, en Presidio, si uno se trepaba al techo de


lodo aplanado de la oficina de correos, se alcanzaban a ver más o menos dos
kilómetros de pequeños matorrales que crecían en la arena, a la orilla del
amarillento arroyuelo que era poco profundo, y aún más allá hasta la pequeña
meseta, donde se localizaba el pueblo, que apenas sobresalía en medio del
abrasante desierto circundado por abruptas y áridas montañas.

Asimismo, podía uno distinguir las casas de Ojinaga, pardas y cuadradas, y


algunas cúpulas orientales de viejas iglesias españolas. Era una tierra yerma, sin
árboles. Cualquiera esperaba ver minaretes. En el día, los soldados federales
vestidos con sus andrajosos uniformes blancos pululaban por el lugar cavando
trincheras sin ningún plan, pues se decía que Villa y su victorioso ejército
constitucionalista se acercaba. Brillaban súbitos destellos al reflejarse el sol en
los fusiles, y extrañas y densas nubes de humo se elevaban al cielo.

En el atardecer, cuando el sol se metía lanzando una llamarada como la de un


horno, pasaban patrullas a caballo rumbo a los puestos nocturnos de avanzada,
recortando sus siluetas en el horizonte. Y al anochecer ardían misteriosas
hogueras en el pueblo. Eran tres mil quinientos soldados que acampaban en
Ojinaga. Lo que quedaba de un ejército de diez mil dirigido por Mercado, y de
otros cinco mil que Pascual Orozco había llevado desde la ciudad de México para
reforzar el Norte. De estos tres mil quinientos hombres, cuarenta y cinco eran
comandantes; veintiuno coroneles y once, generales.

Mi intención era entrevistar al general Mercado; pero como un periódico había


publicado algunas cosas ofensivas contra el general Salazar, éste había prohibido
que los periodistas entraran al pueblo. Por esto envié una petición respetuosa al
general Mercado, pero el general Orozco la interceptó y me mandó la respuesta
siguiente: Estimado y honorable señor: Si tiene el atrevimiento de poner un pie
en Ojinaga, lo voy a mandar fusilar y con mi propia mano tendré el gusto de
llenarle la espalda de agujeros.

Sin embargo, un día pude vadear el río y me dirigí al pueblo. Por suerte no me
descubrió el general Orozco. Nadie pareció querer detenerme. Todos los
centinelas que encontré, dormían la siesta bajo la sombra de los muros de adobe.
Muy pronto en contré a un amable oficial apellidado Hernández, a quien le
expliqué que buscaba al general Mercado. Sin preguntarme quién era yo, frunció
el ceño y cruzando los brazos espetó:

- ¡Yo soy el jefe del Estado Mayor del general Orozco, y no lo llevaré con el
general Mercado!

Guardé silencio. Unos momentos después agregó:

- ¡El general Orozco odia al general Mercado! No se digna ir al Cuartel del


general Mercado, y el general Mercado no se atreve a ir al Cuartel del general
Orozco. ¡Es un cobarde! ¡Corrió de Tierra Blanca y después huyó de Chihuahua!

- ¿Qué otros generales no le agradan? -pregunté.

Se aguantó un poco, me miró con enojo, y haciendo una mueca de burla dijo:

-¿Quién sabe?

Finalmente pude ver al general Mercado. Era un hombre bajo, gordo, patético,
pre- ocupado e indeciso quien, lloriqueando y alardeando, me contó una extensa
anécdota acerca de la forma en que el ejército estadounidense había cruzado el
río para ayudar a Villa a ganar la batalla de Tierra Blanca.

Las polvorientas y blancuzcas calles del pueblo estaban llenas de mugre y


forraje; la vieja iglesia sin ventanas tenía tres enormes campanas españolas que
colgaban de un travesaño exterior, y una nube de incienso azul salía del agujero
de la puerta en el campamento de las mujeres que seguían al ejército y rezaban
día y noche para lograr el triunfo. Todo esto yacía bajo el ardiente y asfixiante
sol. Cinco veces habían toma- do y perdido Ojinaga. Era extraña la casa que
conservaba el techo, y todas las paredes mostraban grandes boquetes hechos por
las balas de cañón. En estos cuartos vacíos y en ruinas vivían los soldados, sus
mujeres, caballos, gallinas y puercos atrapados en incursiones por los
alrededores. Los rifles estaban amontonados en las esquinas, y las sillas de
montar se apilaban sobre el polvo. Los soldados vestidos con harapos, se
sentaban en cuclillas en torno a pequeñas hogueras encendidas en sus puertas,
hir- viendo olotes y carne seca; casi se morían de hambre. A todo lo largo de la
calle prin- cipal pasaba una procesión constante de gente enferma, exhausta y
muerta de hambre que a causa del temor a los rebeldes abandonaba sus casas y se
arriesgaba en un viaje de ocho días por el desierto más terrible del mundo.
Cientos de soldados detenían a esta gente en la calle y les robaban todo lo que
podían. Después, la gente atravesaba el río, y del lado norteamericano tenía que
sufrir el desprecio de los oficiales de adua- na e inmigración y de la patrulla
fronteriza del ejército, quienes hacían un registro para buscar armas.

Centenares de refugiados se pasaban por el río, algunos a caballo conduciendo


gana- do, otros en vagones y otros a pie. Los inspectores no eran nada corteses.

¡Bájate del vagón! -le gritaba uno a una mujer mexicana con un bulto en los
brazos.

Pero, ¿por qué?, señor... -balbucía ella.

¡Bájate o te bajo! -le gritaba él.

Estos inspectores registraban cuidadosa, brutal e innecesariamente a hombres y


muje- res.

Estuve presente cuando una mujer vadeó el río con las faldas levantadas, sin
timidez, hasta los muslos. Llevaba un rebozo grande, abultado al frente como si
llevara algo.

- ¡Eh, tú! -gritó el aduanero- ¿Qué traes debajo del rebozo?

Ella abrió poco a poco el frente de su rebozo, y contestó ingenuamente:

-No sé señor. Puede ser una niña, o tal vez un niño.


Estos fueron días de gloria para Presidio, un pueblo diseminado e
indescriptiblemente desierto de unas quince casas de adobe, regadas sin ningún
orden en la profunda are- na y con arbustos de álamo plantados a lo largo del río.

El tendero alemán, que era un viejo llamado Kleinman, hacía diario una
fortuna apro- vechándose de los refugiados y abasteciendo al ejército federal al
otro lado del río.

Tenía tres hijas adolescentes muy hermosas que permanecían bajo llave en el
ático de la tienda porque una parvada de amorosos mexicanos y ardientes
vaqueros las ronda- ba como perros, atraídos desde muy lejos por la fama de
estas damitas. La mitad del tiempo el alemán se la pasaba trabajando como un
animal en la tienda, desnudo hasta la cintura, y el resto lo pasaba corriendo de un
lado para otro con un largo rifle ama- rrado a su cintura, espantando a los
pretendientes.

A todas horas del día o de la noche, grupos de soldados federales desarmados


se es- currían del otro lado del río en la tienda e iban al salón de billar. Entre ellos
andaban personas oscuras y misteriosas con aire de importancia, eran agentes
secretos de los federales y los rebeldes. Alrededor, dentro del matorral,
acampaban cientos de des- provistos refugiados, y durante la noche no se podía
dar vuelta a una esquina sin des- cubrir una conspiración o una
contraconspiración. Había llaneros tejanos, tropas esta- dounidenses y agentes de
las compañías americanas que trataban de hacer llegar ins- trucciones secretas a
sus contactos del interior.

Un hombre llamado Mackenzie marchaba por toda la oficina de correos con


mucha desesperación, parecía que tenía cartas importantes para las minas de la
Compañía Americana de Extracción y Refinamiento de Santa Eulalia.

El viejo Mercado insiste en abrir y leer todas las cartas que pasan por sus líneas
- gritó con indignación.

Pero -dije- las permite pasar, ¿o no?

Claro -contestó-. ¿Pero usted cree que la Compañía Americana de Extracción y


Refi- namiento va a admitir que un maldito grasiento abra y lea sus cartas? ¡Es
un insulto que una compañía americana no pueda enviar una carta privada a sus
empleados! Si esto no trae la intervención agregó con misterio- ¡no sé qué lo
hará!
Eran muy diversos viajantes, agentes o representantes, contrabandistas de las
com- pañías de armas y municiones; también un pequeño hombre pendenciero,
vendedor de una compañía de retratos, que hacía amplificaciones a lápiz de
fotografias a cinco pesos cada una. Se colaba entre los mexicanos y obtenía miles
de pedidos por pintu- ras que se pagarían a su entrega, y que, desde luego, nunca
se entregarían. Era su pri- mer experiencia con mexicanos, y fue muy retribuido
por los cientos de pedidos que logró.

Para un mexicano es muy fácil ordenar un retrato, un piano, o un automóvil


mientras no tenga que pagarlo. Esto le da una sensación de riqueza.

El hombrecillo de las amplificaciones a lápiz, hizo un comentario sobre la


revolución mexicana. Dijo que el general Huerta seguro era un buen hombre,
pues él tenía enten- dido que emparentaba lejanamente, por el lado materno ¡con
la distinguida familia Carey de Virginia!

Un pequeño grupo de caballería patrullaba dos veces al día la ribera


norteamericana del río, y lo mismo hacía a conciencia una compañía de a caballo
en el lado mexica- no. Ambas partes se observaban con detalle a través de la
frontera. Algunas veces un mexicano, incapaz de controlar su nerviosismo,
disparaba un tiro a los norteamerica- nos y se iniciaba una batalla mientras ambas
partes se distribuían por los matorrales.

Un poco más adelante de Presidio dos tropas de la Novena Caballería Negra


estaban estacionadas. Un soldado de color fue a dar agua a su caballo en la ribera
del río, en cuclillas, y un mexicano que hablaba inglés lo acosó desde la otra
orilla:

¡Oye negro! -gritó, provocativo-. ¿Cuándo van a cruzar la frontera esos


malditos gringos?

¡Chile! -contestó el negro-. ¡No vamos a cruzar la línea. Vamos a levantarla y


llevar- la hasta el Canal de Panamá!

En ocasiones, un refugiado rico, con una buena cantidad de oro cosido a las
mantas de su silla de montar, atravesaba el río sin que los federales lo
descubrieran. Había seis grandes y poderosos automóviles en Presidio esperando
a estas víctimas. Les cobraban cien dólares en oro para llevarlos hasta el
ferrocarril; y en el camino, en algún lugar desolado al sur de Marfa, era seguro
que hombres enmascarados los asal- taran y les quitaran todo lo que llevaban
encima. En dichas ocasiones el sheriff del condado de Presidio irrumpía en el
pueblo montado sobre un pequeño caballo pinto - una figura fiel a la mejor
tradición de la muchacha del dorado oeste-. Había leído to- das las novelas de
Owen Wister, y sabía a la perfección lo que un sheriff del oeste debería portar:
dos revólveres a la cadera, un portafusil bajo su brazo, un largo cuchi- llo en su
bota izquierda y un enorme rifle sobre su silla de montar. En su conversa- ción
utilizaba las más terribles maldiciones, y nunca atrapaba a un criminal. Se pasa-
ba todo el tiempo haciendo cumplir la ley del condado de Presidio contra portar
armas y jugando póker por las noches; después de un día de trabajo, siempre se le
podía encontrar en la trastienda del almacén de Kleinman jugando una partida
tranquila- mente.

Tanto la guerra como los rumores de la misma mantenían a Presidio en


agitación. Todos sabíamos que tarde o temprano el ejército constitucionalista
saldría de Chihu- ahua para atacar Ojinaga. En realidad, los generales federales
ya estaban de acuerdo con el comandante en jefe de la patrulla fronteriza para
que hiciera arreglos en caso de que se retirara el ejército federal de Ojinaga.
Dijeron que cuando los rebeldes ata- caran, intentarían resistir por un buen rato
-dos horas más o menos- y que entonces les gustaría tener permiso para cruzar el
río.

Nosotros sabíamos que aproximadamente veinticinco millas al sur, en el Paso


de la Mula, cinco mil rebeldes voluntarios vigilaban el único camino a Ojinaga
por las montañas. Un día un correo se coló por las líneas federales y cruzó el río
con noticias importantes. Dijo que la banda militar del ejército federal había
marchado por la zona practicando sus marchas. Los constitucionalistas
capturaron a sus integrantes y los tuvieron en el mercado con rifles apuntando a
sus cabezas para que tocaran doce horas seguidas sin descanso.

Así -continuaba el mensaje- las penurias de la vida en el desierto se aliviaron


un poco. Nunca descubrimos la razón por la cual la banda practicaba sola en el
desierto, a cua- renta kilómetros de Ojinaga.

Los federales estuvieron en Ojinaga y en el próspero Presidio otro mes más.


Entonces Villa, a la cabeza de su ejército, apareció en el horizonte del desierto.
Los federales resistieron sólo una respetable cantidad de tiempo -nada más dos
horas o, para ser más exactos, hasta que Villa comandando una batería galopó
directamente hacia los cañones de los rifles- y después corrieron en tropel a
través del río. Los soldados ame- ricanos los condujeron como a ganado hacia un
corral, y más tarde los encerraron en un redil con alambre de púas en el Fuerte
Bliss, en Texas.
En esos momentos yo ya estaba en México, cabalgando a través del desierto
con cer- ca de cien hombres de las andrajosas tropas constitucionalistas rumbo al
frente de batalla.

PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I

El territorio de Urbina
Un vendedor de baratijas procedente de Parral llegó al pueblo con una mula
cargada de macuche -se fuma macuche cuando no hay tabaco- y fui con la demás
gente a ver- lo para obtener noticias. Esto fue en Magistral, un pueblo montañés
de Durango a tres días a caballo de la vía del tren. Alguien compró un poco de
macuche, el resto de no- sotros le pedimos prestado y mandamos a un muchacho
por hojas de elote. Todos se animaron, charlaban alrededor del vendedor en tres
filas, pues hacía muchas semanas que el pueblo no oía acerca de la revolución. El
hombre estaba lleno de rumores alarmantes: que los federales habían forzado su
entrada a Torreón y se encaminaban hacia este lugar, quemando ranchos y
asesinando a los pacíficos; que las tropas de Estados Unidos habían cruzado el
Río Grande; que Huerta había renunciado; que Huerta iba hacia el norte para
tomar el mando de las tropas federales; que Pascual Orozco había sido balaceado
en Ojinaga; que Pascual Orozco se dirigía al sur con diez mil colorados. Contó
estos informes con mucho dramatismo. Caminaba con vi- gor hasta que su
pesado sombrero café-dorado se movía sobre su cabeza, retorcía su desgastada
cobija azul sobre su hombro, disparaba rifles imaginarios y desenfundaba
espadas ficticias, mientras que el público murmuraba: ¡má! adió, pero el rumor
más interesante fue que el general Urbina se pondría en camino al frente de
batalla en dos días.

Un árabe hosco llamado Antonio Swayfeta iba a Parral la mañana siguiente en


una calesa de dos ruedas y me permitió acompañarlo hasta Las Nieves, donde
vivía el general. Por la tarde ya habíamos trepado las montañas hasta la gran
altiplanicie del norte de Durango y descendíamos por las grandes olas de la
amarillenta pradera, tan extensa que el ganado pastando se vía como puntos y al
final desaparecía en la base de las arrugadas montañas púrpura, que parecían
estar a tiro de piedra. Cedió la hosti- lidad del árabe y me contó la historia de su
vida, de la que no pude entender ni una sola palabra. Pero, en resumen, según lo
que pude captar, era en su mayoría comer- cial. Una vez estuvo en El Paso que
calificaba como la ciudad más hermosa del mun- do. Pero los negocios eran
mejores en México. Decía que en México había pocos jud- íos porque no
soportaban la competencia de los árabes.

En todo ese día sólo vimos a un ser humano -un anciano harapiento, envuelto
en un sarape rojinegro, sin pantalones, y aferrado al mango roto de un rifle.
Escupiendo, dijo que era un soldado; que después de tres años de pensarlo al fin
había decidido unirse a la revolución y pelear por la libertad. Pero en su primer
batalla dispararon un cañón, el primero que había oído en su vida; y de inmediato
se encaminó a su hogar en El Oro para quedarse ahi hasta que la guerra terminara
...

Antonio y yo no dijimos nada. De vez en cuando él se dirigía a la mula en


perfecto castellano. Una vez me informó que esa mula era puro corazón.

El sol se quedó suspendido un momento sobre la cresta de las rojas montañas


de pórfido, y después se ocultó tras ellas; la turquesa cúpula celeste se tiñó con el
polvo naranja de las nubes. Entonces todas las leguas ondulantes del desierto
destellaban y se acercaban bajo la suave luz. De pronto apareció la sólida
fortaleza de un rancho, de esos que uno ve una vez al día en esta vasta tierra -una
plaza imponente de paredes blancas con torres en cada esquina provistas de
cañoneras, y con un portal de acero fundido-. Se levantaba sombrío y amenazante
sobre una pequeña colina desnuda, co- mo cualquier castillo, con corrales de
adobe a su alrededor, y debajo, en lo que había sido un arroyo seco, todo el día
manaba el río subterráneo formando un estanque y volvía a desaparecer en la
arena. Delgadas líneas de humo brotaban desde dentro y se iban a lo alto contra
los últimos reflejos del sol. Desde el río hasta el portal se desli- zaban las
pequeñas figuras negras de las mujeres con cántaros de agua sobre sus ca- bezas;
y dos jinetes conducían ganado hacia los corrales. Ahora las montañas occi-
dentales eran de terciopelo azul, yel pálido cielo era una bóveda ensangrentada
hecha de seda acuosa. Para la hora en que llegamos al gran portal del rancho,
arriba sólo había una lluvia de estrellas.

Antonio preguntó por don Jesús. Siempre hay seguridad en llamar a un don
Jesús en cualquier rancho, pues invariablemente es el nombre del administrador.
Por fin apare- ció un hombre de gran talla enfundado en pantalones ajustados,
camiseta de seda púrpura y un sombrero gris cargado con una trenza de plata, y
nos invitó a entrar. Las casas formaban el interior del muro, de uno a otro
extremo. A lo largo de las paredes y sobre las puertas colgaban festanes de carne
en tiras, hilos de pimientas y ropas secándose. Tres muchachas cruzaron la plaza
en fila, balanceando las ollas de agua sobre su cabeza, gritándose unas a otras en
la voz estridente de las mujeres mexica- nas. En una casa una mujer inclinada
amamantaba a su bebé; a la siguiente puerta otra estaba de rodillas en su
interminable labor de la molienda de maíz sobre un metate de piedra. La
población masculina se acuclillaba ante pequeñas fogatas de olotes, en- vueltos
en sus gastados sarapes, fumando sus hojas, observando el trabajo de las mu-
jeres. Al desmontar se levantaron y nos rodearon, dirigiéndonos en voz suave un
bue- nas noches, curioso y amigable.

¿De dónde veníamos? ¿A dónde íbamos? ¿Qué noticias teníamos? ¿Ya habían
toma- do los maderistas Ojinaga? ¿Era cierto que Orozco iba a matar a los
pacíficos? ¿Co- nocíamos a Pánfilo Silveyra? Él era un sargento, uno de los
hombres de Urbina. Él provenía de esta casa, era el primo de ese hombre. ¡Ah,
había mucha guerra! Antonio fue a negociar maíz para la mula.

- Un tantito. Sólo un poquito de maíz -rogaba.

De seguro que don Jesús no le cobraría nada ... ¡cuánto maíz podía comer una
mula

...! En una de las casas traté de hacer arreglos para la cena. La mujer extendió
las ma- nos.

- Todos somos muy pobres ahora -dijo-. Un poquito de agua, algunos frijoles,
tortillas

... es todo lo que comemos en esta casa ...

- ¿Quién sabe? -respondió vagamente.

- Mi casa está a sus órdenes -dijo con determinación, y me pidió un cigarrillo.

¿Leche? No, ¿huevos? No, ¿carne? No, ¿café? ¡Válgame Dios, no! Le ofrecía
dinero con el que quizá pudiera comprar algo en una de las casas vecinas.

En ese momento llegó el marido y la reprendió por su falta de hospitalidad.

Entonces se sentó en cuclillas mientras ella traía las dos sillas familiares y nos
invitó a sentamos. El cuarto tenía buen tamaño, un suelo sucio y un techo de
pesadas vigas con el adobe asomándose entre ellas. Las paredes y el techo
blanqueados, a primera vista, sin mancha alguna. En una esquina había una cama
de fierro, y en la otra una máquina de coser Singer, como en cualquier otra casa
que vi en México. También había una mesa de patas largas, sobre la que se veía
una imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, con una veladora encendida ante
ella. Arriba de esto, sobre la pared, col- gaba una ilustración indecente recortada
de las páginas de Le Rire, en un marco pla- teado; evidentemente un objeto de la
más alta veneración.

Luego llegaron varios tíos, primos y compadres a preguntar si por casualidad


traía- mos algunos cigarros. A una orden del marido, la mujer trajo un carbón
encendido entre sus dedos. Fumamos. Se hizo tarde. Se desarrolló una animada
discusión con respecto a quién compraría las provisiones para nuestra cena. Por
último comprome- tieron a la mujer y pronto Antonio y yo nos sentamos en la
cocina, mientras ella se inclinaba sobre la plataforma de adobe en forma de altar
situado en la esquina, coci- nando sobre una fogata abierta. El humo nos
envolvió, escurriéndose por la puerta. A veces un puerco o unas cuantas gallinas
se metían, o un borrego buscaba tortillas, hasta que la voz enojada del amo de la
casa recordaba a la mujer que ella no estaba haciendo cinco o seis cosas a la vez.
Y ella se levantaba apresuradamente para espan- tar al animal con una rama
ardiendo.

Durante la cena -tiras de carne ardiente por el chile, huevos fritos, tortillas,
frijoles y café negro amargo-, toda la población masculina del rancho nos
acompañaba, dentro y fuera del cuarto. Parecía que algunos en especial tenían
prejuicios contra la Iglesia.

- ¡Curas sinvergüenzas! -gritaba uno-. ¡Quién viene cuando estamos tan pobres
y se lleva el diezmo de lo que tenemos!

- Y nosotros pagando un cuarto al gobierno por esta maldita guerra ...

- ¡Cállense! -chilló la mujer-. ¡Es para Dios! Dios debe comer, igual que
nosotros ...

El marido mostró una amplia sonrisa. Una vez fue a Jiménez, por lo que se le
consi- deraba como un hombre de mundo.

- Dios no come -enfatizó con decisión-. Los curas engordan a nuestras


expensas.

- ¿Por qué lo dan? -pregunté.

- Es la ley -dijeron varios al mismo tiempo.

¡Y nadie podía creer que esa ley había sido abolida en México en el año 1857!

Les pregunté por el general Urbina:


- Un hombre bueno, todo corazón, y otro dijo: Es muy valiente. Las balas se le
resba- lan como la lluvia sobre un sombrero ...

- Es el primo de la hermana del primer marido de mi mujer.

- Es el bueno para los negocios del campo (esto es un hombre con gran éxito
como bandido y salteador de caminos).

Y por último uno dijo con orgullo:

- Hace unos cuantos años sólo era un peón como nosotros; y ahora es general y
un hombre rico.

Pero no olvidaré en mucho tiempo el cuerpo enjuto y los pies descalzos de un


viejo con la cara de santo, quien dijo pausadamente:

- La Revolución es buena. Cuando termine, nunca, nunca, nos moriremos de


hambre, si servimos a Dios. Pero es larga, y no tenemos nada qué comer, ni ropa
qué poner- nos, pues el amo se ha ido de la hacienda; no tenemos herramientas ni
animales para trabajar; los soldados se llevan nuestro maíz y ahuyentan nuestro
ganado ...

-¿Por qué no luchan los pacíficos?

Se encogió de hombros.

- Ellos no nos necesitan ahora. No tienen rifles para nosotros, ni caballos. Están
ga- nando. ¿Y quién los alimentará si no sembramos maíz? No, señor. Pero si la
Revolu- ción pierde, entonces no habrá más pacíficos. Entonces nosotros nos
levantaremos con nuestros cuchillos y nuestros látigos ... La Revolución no
perderá ...

Cuando Antonio y yo nos envolvimos en nuestras cobijas en el suelo del


granero, ellos cantaban. Uno de los jóvenes se había conseguido una guitarra, y
dos voces, apoyándose una a la otra en esa peculiar y estridente armonía
mexicana de barbería, entonaban en voz alta algo acerca de una triste historia de
amor.

Durante todo el día siguiente cabalgamos a través de grandes terrenos que


cubrían más de dos millones de acres según me dijeron. El rancho era una de las
muchas pro- piedades de la hacienda El Canutillo. El hacendado, un español rico,
se había fugado del país hacía dos años.
-¿Quién es el dueño ahora?

-El general Urbina -dijo Antonio.

Y así era, según lo que descubrí. Las grandes haciendas del norte de Durango,
un área mayor que la del Estado de New Jersey, fue confiscada por el gobierno
constituciona- lista a través del general, quien los gobernó con sus propios
agentes, y además se de- cía que dividió por mitades con la Revolución.

Viajamos todo el día, sin parar más que lo suficiente para comer algunas
tortillas.

Cerca de la puesta del sol vimos el muro de lodo café que rodeaba El Canutillo
con su ciudad de pequeñas casas y la antigua torre rosada de la iglesia
sobresaliendo por en- tre los álamos -a kilómetros de distancia al pie de las
montañas-. El pueblo de Las Nieves, una dispersa colección de adobes del mismo
color que la tierra de que se hacen, estaba frente a nuestros ojos, como un extraño
crecimiento en el desierto. Un río centellante, sin huella alguna de verdor a lo
largo de sus riberas que contrastase con la planicie tostada, trazaba un
semicírculo alrededor del pueblo. Y al chapotear a través del vado, entre las
mujeres arrodilladas lavando, el sol de repente se ocultó detrás de las montañas
occidentales. De inmediato un diluvio de luz amarilla, espesa como el agua,
ahogó la tierra, y una neblina dorada se levantó del suelo, sobre el que el ganado
flotaba sin patas.

Yo sabía que el precio de un viaje como el que había realizado con Antonio
costaba cuando menos diez pesos, y él era un árabe en los negocios. Pero cuando
le ofreci dinero, me abrazó y comenzó a llorar ... ¡Dios te bendiga árabe
excelente! Tienes razón, los negocios son mejores en México.

CAPÍTULO II
El león de Durango en casa

Frente a la puerta de la casa del general Urbina estaba sentado un viejo peón
con cua- tro cananas encima, ocupado en la genial tarea de llenar las bombas de
fierro corru- gado con pólvora. Apuntó con el pulgar hacia el patio. La casa, los
corrales y los al- macenes del general, dispuestos alrededor por los cuatro lados,
en un espacio tan grande como una manzana de casas en la ciudad, lleno de
puercos, pollos y niños a medio vestir. Dos cabras y tres magníficos pavos reales
se asomaban pensativamente desde el techo. Dentro y fuera de la sala, de donde
provenían aires fonográficos de la Princesa del dólar, estaba estacionado un tren
de gallinas. Una anciana salió de la cocina y vació una cubeta de basura al suelo.
Todos los puercos corrieron con gran ruido hacia allá. En la esquina del muro de
la casa estaba sentada la hija del general, mascando un cartucho. Había un grupo
de hombres parados y recostados alrededor de un pozo en el centro del patio. El
mismo general estaba sentado entre ellos, en un sillón roto de mimbre,
alimentando con tortillas a un venado manso y a una oveja negra coja. Ante él
estaba un peón arrodillado vaciando un saco de lona con algunos cientos de
cartuchos de máuser.

El general no respondió a mis explicaciones. Me extendió una mano floja y la


retiró enseguida, pero no se levantó. Era un hombre robusto, de talla mediana y
complexión caoba, con una escasa barba negra hasta las mejillas que no
alcanzaba a cubrir la an- cha y delgada boca sin expresión; enormes fosas
nasales; los ojos brillantes, peque- ños, alegres, animales. Por unos cinco minutos
no los apartó de los míos. Mostré mis papeles.

No sé leer -dijo el general dándoselos a su secretario-o. ¿Así es que usted


quiere ir a la batalla? -me espetó en el más áspero español-. ¡Hay demasiadas
balas! -no dije nada-. ¡Muy bien!, pero no sé cuando me voy. A lo mejor en cinco
días. Ahora co- man.

Gracias, mi general, ya comí.

Vaya a comer -me repitió con calma-, ¡ándele!

Un hombrecillo sucio a quien llamaban doctor me escoltó hasta el comedor.


Alguna vez fue boticario en Parral, pero ahora era mayor. Tendríamos que dormir
juntos esa noche, dijo. Pero antes de que llegáramos al comedor alguien gritó:
¡Doctor!

Había llegado un hombre herido. Era un campesino con su sombrero en la


mano y un pañuelo ensangrentado alrededor de la frente. El doctorcillo se volvió
todo eficiencia. Despachó a un niño para que trajera las tijeras familiares y a otro
lo mandó por una cubeta de agua del pozo. Luego afiló con su cuchillo un palo
que había recogido del suelo. Sentando al hombre sobre una caja, le quito el
vendaje, revelando una cortada de cerca de dos pulgadas de largo con plastas de
mugre y sangre seca. Primero cortó el pelo alrededor de la herida, metiendo las
puntas de las tijeras sin cuidado. El hom- bre contuvo el aliento a duras penas,
pero no se movió. Entonces el doctor cortó len- tamente la sangre coagulada
encima, silbando con ánimo para sí mismo.
- Sí -recalcó- es una vida interesante la del doctor. Miró de cerca el borbotón
de san- gre; el campesino parecía una piedra enferma-. Y es una vida llena de
nobleza - continuó el doctor-. Aliviar el sufrimiento ajeno. Tomó el palo afilado
y lo encajó, ¡y con lentitud escarbó toda la herida!

- ¡Vaya! ¡El animal se desmayó! -dijo el doctor- ¡Vamos, sosténgalo mientras


lo lavo! -diciendo esto levantó la cubeta y vació su contenido sobre la cabeza del
paciente; el agua y la sangre escurrieron sobre su ropa.

- Estos peones ignorantes -dijo el doctor, cubriendo la herida con su vendaje


original-, no tienen valor. Es la inteligencia lo que construye el alma, ¿no?

Cuando el campesino volvió en sí, le pregunté:

- ¿Es usted un soldado? El hombre me mostró una dulce sonrisa de desprecio.

- No, señor, sólo soy un pacífico -dijo-. Yo vivo en El Canutillo, donde mi casa
está a sus órdenes ...

Mucho rato después, todos nos sentamos para cenar. Ahí estaba el teniente
coronel Pablo Seañes, un franco y simpático joven de veintiséis años, con cinco
balas en el cuerpo como pago por tres años de luchar. Su conversación estaba
salpicada de mal- diciones soldadescas, y su pronunciación era un poco dificil de
entender, a conse- cuencia de una bala en la quijada y una lengua casi partida en
dos por una espada. Era un demonio en el campo, decía, y muy matador después.
En la primera toma de To- rreón, Pablo y otros dos oficiales, el mayor Fierro y el
capitán Borunda, solos, ejecu- taron ochenta prisioneros desarmados, cada uno
los abatió con su revólver hasta que su mano se cansó de tirar del gatillo.

- ¡Oiga! -dijo Pablo-, ¿cuál es el mejor instituto para estudiar hipnotismo en


Estados Unidos? ... Tan pronto como esta maldita guerra se termine voy a
estudiar para hipno- tista ... Con eso se volteó y comenzó a hacer pases al
teniente Borrega, a quien muy adecuadamente le llamaban el león de las sierras,
por su prodigiosa presunción. Este último sacó su revólver:

- ¡No quiero tener negocios con el diablo! -gritó, entre las risotadas de los
demás. Estaba también un capitán Fernando, un gigante canoso enfundado en
unos estrechos pantalones, quien había peleado en veintiún batallas. Sentía un
deleite especial con mi español fragmentario, y cada palabra que yo hablaba le
producía ataques de risa que tiraban el adobe del techo. Nunca había salido de
Durango, y declaraba que había un gran mar entre los Estados Unidos y México,
y que él creía que el resto de la tierra era agua. Junto a él estaba Longino
Güereca, con una hilera de dientes picados atra- vesándole su cara redonda y
gentil cada vez que sonreía, además de un historial de valor famoso en todo el
ejército. Tenía veintiún años y ya era primer capitán. Me contó que la noche
anterior sus mismos hombres habían intentado matarlo ... después, Patricio, el
mejor jinete de caballos salvajes en el Estado, y Fidencio; junto a él un indígena
puro de dos metros de estatura, quien siempre peleaba de pie. Por último Rafael
Zalarzo, un pequeño jorobado que Urbina llevaba en su tren para divertirlo, igual
que cualquier duque italiano de la Edad Media.

Luego de haber quemado nuestras gargantas con la última enchilada, y


cuchareado nuestro último fríjol con una tortilla -no conocían los tenedores y
cucharas- cada uno de los caballeros tomó un trago de agua, hizo gárgaras, y lo
tiró al suelo. Cuando salí al patio, vi la figura del general emerger de la puerta de
su recámara, un poco tamba- leante. Llevaba un revólver en la mano. Se paró
durante un momento a la luz de otra puerta, y de repente entró, dando un portazo.

Yo ya estaba acostado cuando el doctor entró al cuarto. En la otra cama


reposaban el león de las sierras y su amante de turno, quienes roncaban
ruidosamente.

- Sí -dijo el doctor- hubo un pequeño problema. El general no ha podido


caminar du- rante dos meses por el reumatismo ... y algunas veces sufre mucho, y
se consuela con aguardiente ... esta noche trató de dispararle a su madre. Siempre
trata de dispararle a su madre ... porque la ama demasiado.

El doctor se dio un vistazo en el espejo y retorció su bigote-. Esta revolución,


no con- funda, es una lucha de los pobres contra los ricos. Yo era muy pobre
antes de la revo- lución y ahora soy muy rico.

Dudó por un momento, después comenzó a quitarse la ropa. A través de su


mugrosa camiseta el doctor me honró con su única oración en inglés:

- I have mooch lices (tengo muchos piojos) -dijo, sonriendo con orgullo. Salí al
amanecer y caminé por Las Nieves. El pueblo pertenecía al general Urbina, la
gente, las casas, los animales, las almas inmortales. En Las Nieves, él y sólo él
apli- caba la más alta y la más baja justicia. La única tienda en el pueblo está en
su casa; compré unos cigarros al león de las sierras, quien era el encargado
detallista de la tienda por ese día. En el patio, el general platicaba con su amante,
una bella mujer de apariencia aristócrata, de voz parecida a la de una sierra de
mano. Cuando notó mi presencia vino hacia mi y me dio un apretón de manos,
diciendo que le gustaría que yo le tomase unas fotografías. Le dije que ése era mi
único propósito en la vida, y le pregunté si pensaba partir pronto hacia la
frontera.

-Creo que en unos diez días -contestó.

Me empecé a preocupar.

- Aprecio su hospitalidad, mi general -le dije-, pero mi trabajo requiere que yo


esté donde pueda ver el avance hacia Torreón. Si es conveniente, me gustaría
regresar a Chihuahua y reunirme con el general Villa, que pronto saldrá para el
sur.

La expresión de Urbina no cambió, pero me espetó:

- ¿Qué es lo que no le gusta de aquí? ¡Usted está en su casa! ¿Quiere


cigarrillos?

¿Quiere aguardiente, o sotol, o coñac? ¿Quiere una mujer que le caliente la


cama du- rante la noche? ¡Todo lo que usted quiera yo se lo puedo dar! ¿Quiere
una pistola?

¿Quiere un caballo? ¿Quiere dinero? -sacó de su bolsillo un puñado de dólares


de plata y haciéndolos sonar los arrojó a mis pies.

Yo contesté:

- En ninguna parte de México estoy tan bien y tan feliz como en esta casa.

Durante la siguiente hora le tomé fotografias al general Urbina: El general


Urbina de pie, con y sin espada; el general Urbina montado sobre tres diferentes
caballos; el general Urbina con y sin su familia; los tres hijos del general Urbina
a caballo y a pie; la madre del general Urbina, y la amante de él; la familia
completa armada con espa- das y revólveres, incluyendo el fonógrafo, traído a
propósito; y uno de los niños mos- trando una pancarta en la que decía: General
Tomás Urbina R.

CAPÍTULO III
El general marcha a la guerra

Acabábamos de desayunar y yo ya me estaba resignando a pasar diez días más


en Las Nieves, cuando el general, de repente, cambió de parecer. Salió de su
cuarto gruñendo órdenes. En cinco minutos la casa era todo barullo y confusión;
los oficiales se apre- suraron a empacar sus sarapes; los mozos y soldados
ensillaban caballos; peones con los brazos llenos de rifles corrían de un lado para
otro. Patricio enjaezó cinco mulas al gran coche; una copia exacta del Deadwood
Stage. Un correo salió para alistar a la tropa que estaba acuartelada en El
Canutillo. Rafaelito cargó el equipaje del general hasta el coche; éste consistía de
una máquina de escribir, cuatro espadas, una de ellas ostentaba el emblema de los
caballeros de Pitias, tres uniformes, el hierro de marcar del general y un barril de
42 litros de sotol.

Luego llegó la tropa con una polvareda café irregular a lo largo del camino. Al
frente volaba una pequeña figura regordeta, que portaba la bandera mexicana
agitándose sobre él; usaba un sombrero de ala ancha cargado con 2.5 kg de trenza
bañada de oro --que quizá alguna vez fue el orgullo de algún hacendado-. Cerca
de él venía Manuel Paredes con botas de montar hasta la cadera, abrochadas con
botones de plata del tamaño de un dólar, golpeando a su cabalgadura con la cara
del sable; Isidro Amaya que hacía corcovear a su caballo al agitar un sombrero
frente a sus ojos; José Valien- te, sonando sus inmensas espuelas de plata
incrustadas con turquesa; Jesús Mancilla, con su cadena de cobre brillante
alrededor del cuello; Julián Reyes, con sus estampas coloreadas de Cristo y la
Virgen; un grupo de revoltosos atrás, con Antonio Guzmán tratando de
controlarlos; la maraña de su reata hecha de pelo de caballo sobresalía del polvo.
Llegaron corriendo, se oyeron los gritos de los indígenas y el chasquido de los
revólveres, hasta que estuvieron a unos treinta y cinco metros, entonces jalaron
con violencia a los caballos hasta que se pararon tambaleantes con los hocicos
ensangren- tados; era una vertiginosa confusión de hombres, caballos y fuego.

Así era la tropa cuando la vi por primera vez. Eran unos cien hombres, en todas
las gamas de pintorescos harapos; algunos usaban overoles, otros el saco de
charro de los peones, mientras uno o dos portaban pantalones apretados de
vaquero.

Algunos tenían zapatos, la mayoría de ellos usaba huaraches de cuero de vaca


y el resto iba descalzo. Sabás Gutiérrez lucía una vieja levita, cortada en la parte
de atrás para montar. Los rifles se balanceaban en sus sillas, cuatro o cinco
cananas cruzaban los pechos, había sombreros altos y de ala ancha, inmensas
espuelas que chirriaban al montar, sarapes de brillantes colores amarrados a la
espalda; tal era su uniforme.

El general estaba con su madre; y afuera de la puerta se encogía su concubina,


llori- queando, y sus tres niños alrededor de ella. Esperamos casi una hora,
entonces Urbina apareció de pronto en la puerta. Apenas les dirigió una mirada, y
cojeando sobre su gran cargador gris, espoleó furiosamente hacia la calle. Juan
Sánchez dio un toquido con su cometa rota, y la tropa, con el general a la cabeza,
tomaron el camino de El Canutillo.

Mientras tanto, Patricio y yo cargamos tres cajas de dinamita y una caja de


bombas en la cabina del coche. Me paré junto a Patricio, los peones soltaron la
cabeza de las mu- las, y el largo látigo se enroscó alrededor de sus vientres.
Galopando, salimos como un torbellino del pueblo; tomamos la ribera escarpada
del río a cuarenta kilómetros por hora. Lejos, por el otro lado, la tropa trotaba a lo
largo de un camino más directo.

El Canutillo lo pasamos sin detenernos.

- ¡Arre mulas! ¡Putas! ¡Hijas de la ...! -gritaba Patricio, haciendo zumbar el


látigo.

El camino real sólo era una vereda dispareja; cada vez que tomábamos un
pequeño arroyo, la dinamita se caía con un sonido que enfermaba. De repente
una reata se rompió, y una caja cayó del coche y se estrelló en las rocas. Era una
mañana fría, sin embargo, la volvimos a amarrar con mucho cuidado ...

Casi cada cincuenta metros encontrábamos por el camino pequeños montículos


de piedras con cruces de madera -cada una en memoria de un asesinato-. De vez
en cuando una cruz alta y blanqueada se levantaba a un lado del camino, para
proteger algún pequeño rancho del desierto contra las visitas del diablo. Un
chaparral negro brillante, de la altura del lomo de una mula arañaba el costado
del coche; la bayoneta española y los grandes cactus nos miraban como
centinelas desde el horizonte del desierto. Y, siempre, los poderosos buitres
mexicanos volaban sobre nosotros como si supieran que íbamos a la guerra.

Ya entrada la tarde, el muro de piedra que circunda el millón de hectáreas de la


hacienda de Torreón de Cañas apareció a nuestra izquierda, ubicado a través de
de- siertos y montañas como la gran muralla china por más de 50 kilómetros. Y,
poco después, la propia hacienda. La tropa había desmontado alrededor de la casa
grande, dijeron que el general Urbina se había enfermado, quizá no podría
levantarse en una semana.

La casa grande era un magnífico palacio lleno de pórticos aunque de un solo


piso, y cubría la cima entera del monte desértico. Desde el pórtico principal uno
podía ver veinticinco kilómetros de planicie amarilla y cambiante, además del
interminable panorama de montañas apiladas una encima de otra. Atrás de todo
esto se extendían grandes corrales y establos, donde las fogatas vespertinas de la
tropa ya lanzaban mu- chas columnas de humo amarillento. Debajo de la
hondonada, más de cien casas de peones formaban una gran plaza al aire libre
donde niños y animales jugueteaban; y las mujeres se arrodillaban ante su eterna
molienda de maíz. En el desierto una tropa de vaqueros cabalgaba con lentitud
hacia el hogar; desde el río, a un kilómetro de distancia, la cadena interminable
de mujeres envueltas en rebozos negros llevaba agua sobre la cabeza ... Es
imposible imaginar lo cerca que los peones vivían de la natura- leza en estas
grandes haciendas; sus propias casas están construidas de la tierra sobre la cual se
erigen, cocidas por el sol. Su comida es el maíz que cultivan; su bebida, el agua
del río que transportan con mucho trabajo sobre su cabeza; la ropa que usan se
teje de lana y sus huaraches se cortan del cuero de un becerro recién sacrificado.
Los animales son sus compañeros constantes, familiares de sus casas. La luz y la
oscuri- dad son su día y su noche. Cuando un hombre y una mujer se enamoran
vuelan el uno hacia el otro sin los formalismos del cortejo, y cuando se cansan
simplemente se se- paran. El matrimonio es demasiado costoso (seis pesos al
cura) y se le considera un gasto adicional demasiado pesado; pero es un poco más
obligado que la unión libre.

Desde luego los celos, son un asunto mortal.

Tomamos nuestros alimentos en una de las suntuosas y desprovistas salas de la


casa grande; un cuarto con el techo a cuatro metros del suelo, los muros de
grandes pro- porciones, cubiertos con tapiz barato de Estados Unidos. Una
cómoda gigantesca de caoba ocupaba uno de los costados de la habitación, pero
no teníamos ni cuchillos ni tenedores. Había una pequeña chimenea, en la cual
nunca se había encendido un fue- go, aunque un escalofrío de muerte estaba
presente día y noche. El cuarto contiguo estaba atiborrado de pesado brocado con
manchas, no había alfombra sobre el piso de concreto. No existían ni tuberías ni
plomería en toda la casa; se iba al pozo o al río por agua. Las velas eran la única
luz; ¡claro que el dueño hacía mucho que había sali- do del país!, pero la
hacienda debió ser espléndida y cómoda como un castillo medie- val.

El cura de la iglesia en la hacienda presidía la cena. Se le trajeron platillos


selectos, algunas veces los pasaba a sus favoritos después de servirse. Tomamos
sotol y agua- miel mientras el cura vaciaba toda una botella de anís. Achispado
por esto, su discurso fue sobre las virtudes del confesionario, en especial lo
referente a las jovencitas.

También nos hizo comprender que poseía ciertos derechos feudales sobre las
nuevas novias.

- Aquí las novias -dijo-son muy apasionadas ...


Noté que a los presentes no les gustó el comentario, sin embargo, en
apariencia, todos guardaban gran respeto. Cuando salimos del cuarto, José
Valiente chifló, temblando de tal manera que apenas comentó:

- ¡Sé que el muy cochino ... y mi hermana ...! ¡La Revolución tendrá algo que
ajustar con estos curas!

Dos altos funcionarios constitucionales instituyeron después un programa poco


popu- lar para exiliar a los sacerdotes; y la hostilidad de Villa hacia los curas es
muy cono- cida.

La tropa ensillaba sus monturas y Patricio estaba preparando el coche cuando


salí en la mañana. El doctor, quien estaba con el general, se dirigió a mi amigo, el
soldado Juan Vallejo:

- Su caballo es muy bonito -dijo- y tiene un buen rifle, préstemelo.

-Pero no tengo otros ... -dijo Juan.

-Soy su superior -le contestó el doctor.

Y eso fue lo último que supimos del doctor, el caballo y el rifle.

Me despedí del general, quien yacía en medio de una tortura en cama,


enviando in- formes telefónicos a su madre cada cinco minutos.

- Que tenga buen viaje -dijo-; escriba la verdad. Lo recomiendo con Pablito.

CAPÍTULO IV
La tropa en el arroyo

Me subí al coche con Rafaelito, Pablo Seañes y su amante. Ella era una criatura
ex- traña. Joven, delgada y hermosa; era veneno y piedra para todos excepto para
Pablo. Nunca la vi sonreír ni le oí decir una palabra amable; algunas veces nos
trataba con inmensa ferocidad, otras, con indiferencia bestial. Pero a Pablo lo
mecía como a un bebé. Cuando él se recostaba a lo largo del asiento con su
cabeza en el regazo de ella, ella lo tapaba con coraje contra su pecho, haciendo
ruidos como una tigresa con su cachorro.

Patricio sacó la guitarra de la caja donde la guardaba, y al acompañamiento de


Rafael, el teniente coronel cantó canciones de amor con voz cascada.
Los mexicanos saben muchas de ellas. No están escritas, pero a menudo se
componen extemporáneamente y se transmiten por tradición oral. Algunas son
muy hermosas, otras grotescas, y otras son satíricas como cualquier canción
popular francesa. Ésta decía así: Desterrado me fui para el Sur, desterrado por el
gobierno y al año volví.

Con aquel cariño inmenso me fui con el fin de por allá quedarme. ¡Sólo el
amor de esa mujer me hizo volver!

Después cantó Los hijos de la noche:

Yo soy uno de los hijos de la noche que vagan sin rumbo en la oscuridad. La
hermosa luna con sus rayos dorados es la compañera de mis tristezas. Me voy a
separar de ti, cansado de llorar; voy a zarpar, zarpar, por las orillas del mar. Verás
en el momento de nuestro adiós que no te vaya dejar amar a otro. Porque de ser
así, te rompería la cara y nos daríamos muchos golpes. Por eso me voy a hacer
americano. Ve con Dios, Antonia, despídeme de mis amigos. Espero que los
americanos me dejen pasar y me dejen abrir una cantina ¡al otro lado del río!

En la hacienda del centro nos dieron de almorzar. Ahí Fidencio me ofreció su


caballo para cabalgar durante la tarde.

La tropa ya iba adelante, los podía ver avanzando en línea a lo largo de medio
kiló- metro, contrastando con el arbusto de mesquite negro; la diminuta bandera
verde- blanco-rojo, ondeando a la cabeza de ellos.

Las montañas se habían ocultado en algún lugar más allá del horizonte;
cabalgamos en medio de un gran valle desértico, rodeando por las orillas para
encontramos con el azul celeste del firmamento mexicano. Ahora que yo estaba
fuera del coche, un gran silencio y una paz más allá de todo lo que yo había
sentido, me envolvió; es casi im- posible ser objetivo con respecto al desierto;
uno se hunde en él, se convierte en parte de él.

A galope, pronto me integré a la tropa.

- ¡Hey, señor -gritaban-, aquí viene el míster en un caballo! ¿Qué tal, míster?
¿Cómo le va? ¿Va a pelear con nosotros?

Pero el capitán Fernando que iba a la cabeza de la columna dio vuelta y rugió:
- Venga para acá, míster -el hombrón sonreía con deleite-. Debe cabalgar con
noso- tros -gritó palmeándome la espalda-. Tome, ahora -y me dio una botella de
sotol a medias-. Tómeselo todo. Demuéstrenos que es un hombre.

- Es mucho -dije, y me reí.

- Tómeselo -gritó a coro la tropa que se había juntado para ver. Me lo tomé. Un
coro de risas y aplausos se oyó. Fernando se inclinó y me tomó la mano.

- ¡Bien, compañero! -se agachó, disfrutando el momento. Los hombres me


rodearon, divertidos e interesados.

¿Iba a pelear con ellos? ¿De dónde era? ¿Qué estaba haciendo? La mayoria de
ellos nunca había oído hablar de periodistas; uno de ellos arriesgó la extraña
opinión de que yo era un gringo y un porfirista, de que debía ser fusilado.

Los demás, sin embargo, se opusieron totalmente a este punto de vista. Era
imposible que algún porfirista pudiera tomar tanto sotol de un solo trago. Isidro
Amayo contó que estuvo en una brigada durante la primera Revolución, en ella
también iba un pe- riodista, y que le llamaban corresponsal de guerra. ¿Me
gustaba México? Yo res- pondí:

- Me gusta mucho. También me gustan los mexicanos ¡y me gusta el sotol, el


aguar- diante, el mezcal, el pulque y otras costumbres mexicanas!

Todos rieron a carcajadas. El capitán Fernando se inclinó y me dio palmadas


en el brazo.

- Ahora está usted con los hombres. Cuando ganemos la Revolución habrá un
gobier- no de hombres; no de ricos. Cabalgamos por tierras de hombres. Eran de
los ricos, pero ahora son mías y de mis compañeros.

- ¿Y ustedes serán el ejército? -pregunté.

- Cuando ganemos la Revolución -fue la sorprendente respuesta- ya no habrá


ejército.

Los hombres están hartos de ejércitos. Es a través del ejército que don Porfirio
nos despojó.

-¿Pero qué pasaría si Estados Unidos invade México? Una verdadera tormenta
se des- encadenó.
- ¡Somos más valientes que los americanos! Los malditos gringos no llegarían
más allá de Juárez. ¡Que se atrevan! ¡Los perseguiríamos hasta que cruzaran la
frontera otra vez y quemaríamos su capital al día siguiente ...!

- No -dijo Fernando- ustedes tienen más dinero y más soldados, pero los
hombres nos protegerían. No necesitamos de un ejército. Los hombres pelearían
por sus casas y sus mujeres.

- ¿Por qué pelean ustedes? -pregunté.

Juan Sánchez, el que cargaba la bandera, me miró de manera curiosa.

- Pues, es bueno pelear; ¡no se tiene que trabajar en las minas ...!

Manuel Paredes dijo:

- Peleamos para restaurar a Francisco I. Madero en la presidencia.

Esta extraordinaria declaración está impresa en el programa de la Revolución y


por todas partes se conoce a los soldados constitucionalistas como maderistas.

- Yo lo conocí -continuó Manuel con lentitud-. Siempre estaba riendo, siempre.

- Sí -dijo otro-, cuando había pequeños problemas con un hombre,y el resto


quería pelear contra él o ponerlo en prisión, Pancho Madero decía: Déjenme
hablar con él por unos minutos. Yo puedo solucionarlo.

- Le gustaban mucho los bailes -dijo un indígena-; varias veces lo ví bailar toda
la noche, todo el día y la noche siguiente. Solía venir a las grandes haciendas y
daba discursos. Cuando comenzaba los peones lo odiaban, al terminar todos
estaban llo- rando ...

En ese momento un hombre comenzó una tonada monótona e irregular, tal


como las que siempre acompañaban a las baladas populares que brotan por
millares en cual- quier ocasión:
En mil novecientos diez Madero fue encarcelado
en Palacio Nacional el dieciocho de febrero.
Cuatro días estuvo preso en el salón de la Intendencia
porque no aceptaba renunciara la presidencia.
Entonces Blanquet y Díaz lo martirizaron ahí;
ellos fueron los verdugos que así saciaban su odio.
Lo golpeaban hasta que él se desmayaba,
con lujo de crueldad para hacerle renunciar.
Luego con hierros candentes lo quemaron sin piedad.
Y sólo se desmayaba; nada le hacían las llamas.
Pero todo fue en vano, por su enorme valentía,
porque prefería morir; ¡Qué gran corazón tenía!
Este fue el fin de la vida de aquél que era el redentor
de la República indígena y del pueblo, salvador.
Lo sacaron de Palacio; En un asalto murió,
dijo Huerta con cinismo, pero nadie le creyó.
¡Oh!, calle de Lecumberri ya se acabó tu alegría,
pues por ti pasó Madero rumbo a la Penitenciaría.
El veintidós de febrero siempre se recordará;
La Virgen de Guadalupe y Dios lo perdonarán.
Adiós, mi México lindo, donde Madero murió;
adiós, adiós al Palacio en que el apóstol cayó.
¡Señores no hay nada eterno y no hay nada sincero;
vean lo que le pasó a don Francisco I. Madero!

Cuando la canción iba a la mitad, todos los soldados la tarareaban, pero al


terminar se hizo un resonante silencio.

- Nosotros peleamos -dijo Isidro Amayo- por la libertad.

- ¿Qué quieren decir con libertad?

- ¡Libertad es cuando yo puedo hacer lo que quiero!

- ¿Pero supongamos que esto daña a otra persona?

Me contestó, muy seguro, con la gran frase de Benito Juárez:

-¡El respeto al derecho ajeno es la paz!

Yo no esperaba esto. Me sorprendió el concepto de libertad de estos mestizos


descal- zos. Creo que ésta es la única definición correcta de la libertad: ¡hacer lo
que uno quiere! Los norteamericanos me la citan triunfalmente como un ejemplo
de la irres- ponsabilidad de los mexicanos. Pero, pienso que es mejor definición
que la nuestra:

Libertad es el derecho de hacer lo que la justicia dice.

Cualquier estudiante mexicano conoce la definición de paz, y parece que


también entienden muy bien lo que significa. Sin embargo, dicen que los
mexicanos no quie- ren paz. Esto es una mentira, una mentira estúpida. ¡Dejemos
que los estadounidenses se tomen la molestia de ir preguntando por todo el
ejército maderista si quieren paz o no! La gente está cansada de la guerra.

Pero, para ser justos, debo escribir sobre lo que dijo Juan Sánchez:
¿Hay guerra en Estados Unidos ahora? -preguntó.

No -le respondí mintiendo.

¿No hay ninguna guerra en absoluto? -meditó por un momento-. ¿Cómo se


entretie- nen entonces...?

En ese instante alguien vio un coyote atisbando desde un arbusto, y toda la


tropa se dio a la caza con alboroto. Se esparcieron retozando por el desierto, los
últimos rayos del sol centelleaban en las cananas y espuelas, las puntas de sus
brillantes sarapes volaban detrás de ellos. Más allá el mundo chamuscado se
deslizaba con suavidad y una extensión de lejanas montañas color lila resaltó por
encima del calor de las olas como un caballo encabritado. Por aquí, si la leyenda
es cierta, pasaron los españoles cubiertos con sus armaduras de fierro en busca de
oro; una llamarada de carmesí y plata que dejó al desierto frío y desolado desde
entonces.

Al llegar a una loma, divisamos por primera vez la hacienda de La Mimbrera,


un gru- po amurallado de casas, tan fuerte como para soportar un sitio,
extendiéndose escar- padamente ladera abajo, con la magnífica casa grande en la
cumbre.

Frente a esta casa que había sido saqueada y quemada por Cheché Campa,
general de Orozco, dos años antes, subió el coche. Ya había una enorme fogata, y
diez compañe- ros estaban matando borregos. Ellos se tambaleaban al resplandor
rojo de la fogata, con los borregos forcejeando y balando en sus brazos; la sangre
caía a borbotones por el suelo brillando ante la candente luz como algo
fosforescente.

Cené junto con los oficiales en la casa del administrador, don Jesús, ell más
bello espécimen de hombría que jamás haya visto. Medía 1.80 metros, delgado,
piel blanca, un tipo puramente español de la más alta cuna. Recuerdo que a un
lado del comedor colgaba un rótulo bordado en rojo, blanco y verde, que decía:
¡Viva México! y otro que decía: ¡Viva Jesús! Al terminar de cenar me paré junto
al fuego pensando dónde dormiría, cuando el capitán Fernando tocó mi brazo.

- ¿Dormirá con los compañeros?

Atravesamos la gran plaza, bajo la opalescente luz de las estrellas del desierto,
y lle- gamos a un apartado granero de piedra. Dentro, unas cuantas velas pegadas
a la pared alumbraban los rifles recargados en las esquinas, los sables en el piso y
los compañe- ros enrollados en sus cobijas con la cabeza apoyada en el cuerpo de
otros. Uno o dos estaban despiertos, hablando y fumando. En una esquina, tres
estaban sentados en- vueltos en sus sarapes, jugando cartas. Cinco o seis tenían
buena voz y una guitarra.

Cantaban Pascual Orozco:

Dicen que Pascual Orozco chaqueteó porque don Luis Terrazas lo convenció;
le die- ron muchos millones y lo compraron y a derrocar al gobierno lo enviaron.

Orozco así lo creyó y a la guerra se marchó, pero el cañón maderista ése le dUo
que no.

Si a tu ventana llega Porfirio Díaz, dale para que coma tortillas frías; si a tu
ventana llega el general Huerta, escúpele en la cara y cierra la puerta.

Si a tu ventana llega Inés Salazar, cuida tu baúl para que no pueda robar; si a tu
ven- tana llega Maclovio Herrera, no tengas miedo y abre la casa entera. Cuando
llegué no me reconocieron, pero luego uno de los jugadores dijo:

- ¡Aquí viene el míster!

Al oirlo unos se levantaron y levantaron al resto.

- Está bien, es bueno dormir con los hombres, tome este lugar, amigo; aquí está
mi silla; aquí no hay nada malo; aquí un hombre se va derecho ...

- Que pase buena noche, compañero -dijeron-. Hasta mañana, pues.

Más tarde alguien cerró la puerta. El cuarto se llenó de humo y fetidez por la
respira- ción humana. Había muy poco silencio entre el coro de ronquidos y el
canto que con- tinuó, creo, hasta el amanecer. Los compañeros tenían pulgas ...

Yo me enrollé en mis cobijas y me acosté sobre el suelo de cemento muy feliz.


Fue el mejor sueño que tuve hasta entonces en México.

En cuanto amaneció subimos con gran algarabía una pronunciada barranca del
deso- lado desierto para calentamos. Era un frío amargo. La tropa estaba envuelta
en sara- pes hasta los ojos, se veían como hongos multicolores bajo sus enormes
sombreros.

Los rayos del sol quemaban al caer sobre mi cara, nos tomaron de improviso,
glorifi- cando los sarapes a colores más brillantes de lo que eran. El de Isidro
Amayo era de espirales azul marino y amarillo; Juan Sánchez tenía uno color
rojo ladrillo; contra ellos zigzagueaba un patrón centelleante de púrpura y negro.

Volteamos para ver cómo paraban el coche. Patricio nos hizo ademanes. Dos
de las mulas estaban muy cansadas, por lo nuevo de las veredas y el trotar
fatigoso de los últimos dos días. La tropa se dispersó en busca de mulas. Pronto
regresaron conduciendo dos hermosos animales que jamás habían sido
enjaezados. Apenas olieron el coche hicieron un desesperado intento por
liberarse. Entonces, toda la tropa regresó a su ocupación original: se convirtieron
en vaqueros. Era un bello panorama, las reatas balanceándose en el aire, los
repentinos tiros de los lazos, como si fueran serpientes; los caballitos frenados
contra la impresión de las mulas que corrían.

Esas mulas eran unos demonios. Una y otra vez rompieron las reatas; dos veces
tira- ron a caballo y jinete. Pablo vino al rescate. Se montó en el caballo de
Sabás, hincó las espuelas y persiguió a una mula. En tres minutos ya la había
lazado por la pata, tirado y atado. Entonces procedió de la misma manera con la
segunda. No era por nada que a los veintiséis años Pablo ya fuera teniente
coronel. No sólo podía pelear mejor que sus hombres, sino que montar mejor,
lazar mejor, disparar mejor, cortar leña mejor y bailar mejor.

Las patas de las mulas estaban amarradas, y las arrastró con reatas hasta el
coche donde se les deslizó el arnés a pesar de sus frenéticos esfuerzos. Cuando
todo estuvo listo, Patricio se subió al frente, agarró el látigo, y nos dijo que las
soltáramos. Los animales salvajes se levantaron en desorden, relinchando y
jalando; por encima del clamor se oía el chasquido del pesado látigo, y por
debajo a Patricio:

-¡Ándenle! ¡Hijas de la gran ch ...!

Y se lanzaron hacia adelante, corriendo, con el gran coche detrás atravesando


arroyos como un tren express. Pronto desapareció detrás de su propia nube de
polvo, para reaparecer horas más tarde, subiendo a paso lento por la ladera de una
gran colina, a muchos kilómetros de distancia ...

Panchito tenía once años y ya era soldado con un rifle demasiado pesado para
él y un caballo en el que tenían que subirlo. Su compadre era Victoriano, un
veterano de ca- torce años. Otros siete de la tropa eran menores de diecisiete
años. Había una mujer hosca de cara indígena, que montaba de lado y llevaba dos
cananas. Ella cabalgaba con los hombres y dormía con ellos en los cuarteles.

- ¿Por qué pelea? -le pregunté.


Con la cabeza señaló la figura impresionante de Julián Reyes.

- Porque él pelea -me contestó-. El que a buen árbol se arrima buena sombra le
cobija.

- Un buen gallo en cualquier gallinero canta -coreó Isidro.

- El que es perico dondequiera es verde -agregó otro.

- Caras vemos, corazones no sabemos -dijo José sentimentalmente.

A medio día lazamos una res y la degollamos. Como no había tiempo para
hacer una fogata, cortamos en tiras la carne y la comimos cruda.

- Oiga, míster -gritó José-, ¿los soldados en Estados Unidos comen carne
cruda?

Respondí que no creía que lo hicieran.

- Es buena para los hombres. En la campaña no tenemos tiempo para nada más
que carne cruda. Nos hace más valientes.

Ya entrada la tarde alcanzamos al coche, galopamos con él a través del arroyo


seco y subimos al otro lado, pasamos el gran campo de rebota que flanquea la
hacienda de

La Zarca. A diferencia de La Mimbrera, la casa grande aquí está sobre un lugar


plano, con las casas de los peones formando grandes filas a los costados, y un
desolado de- sierto lleno de chaparral extendiéndose unos treinta kilómetros al
frente. Cheché Campa también había visitado La Zarca. La casa grande era una
negra ruina con agujeros por todas partes.

CAPÍTULO V
Noches blancas en La Zarca

Por supuesto, me alojé en el cuartel. Justo aquí quiero mencionar un hecho.


Los nor- teamericanos insisten en que los mexicanos son deshonestos por
naturaleza; según ellos yo debería esperar que me robaran mis pertenencias desde
el primer día. Llevaba dos semanas viviendo con una banda de exconvictos como
en cualquier ejército. No tenían ni disciplina ni educación. Muchos de ellos
odiaban a los gringos. No se les había pagado en seis semanas, y algunos estaban
tan desesperadamente pobres que no podían ni alardear de sus huaraches o de sus
sarapes. Yo era un extraño, desarmado, con buenas pertenencias. Poseía ciento
cincuenta pesos que escondía en la cabecera de mi cama al dormir, y nunca perdí
nada. Más que eso, nunca se me permitió pagar mi comida. En una compañía
donde el dinero era escaso y el tabaco casi desconocido, yo dormía aprovisionado
con todo lo que pudiera fumar gracias a los compañeros. Cada intento que yo
hacía por pagar algo era un insulto para ellos. La única cosa que se me permitía
pagar era el alquiler de la música para los bailes.

Mucho después de que Juan Sánchez y yo nos envolvimos en nuestras cobijas


esa noche, podíamos oír el ritmo de la música y los gritos de los que bailaban.
Debió haber sido medianoche cuando alguien abrió de par en par la puerta y
gritó:

¡Míster! ¡Oiga, míster! ¿Está dormido? ¡Venga al baile! ¡Arriba! ¡Ándele!

¡Tengo mucho sueño! -dije.

Después de varios argumentos el mensajero se fue, pero en diez minutos


regresó.

¡El capitán Fernando le ordena venir de inmediato! ¡Vámonos! En ese


momento los demás se despertaron.

- ¡Vaya al baile, míster! -gritaron.

Juan Sánchez se sentó y empezó a ponerse los zapatos.

- ¡Vámonos! -dijo- ¡El míster va a bailar! ¡Órdenes del capitán! ¡Vamos,


míster!

-Iré si toda la tropa va -dije.

Todos gritaron y la noche se llenó de jubilosos hombres poniéndose la ropa.

Veinte de nosotros llegamos juntos a la casa. Los peones que bloqueaban la


puerta y la ventana las abrieron para dejarnos pasar.

¡El míster! -gritaron- ¡El míster va a bailar!

¡Ahí viene, el compañero! ¡A bailar! ¡Vamos! ¡Van a bailar la jota!

El capitán me abrazó, diciendo con potente voz:


-¡Pero no sé bailar la jota!

Patricio, sonrojado y jadeante, me tomó del brazo.

- ¡Venga, es fácil! ¡Le voy a presentar a la mejor muchacha de La Zarca!

No tenía remedio. La ventana estaba atestada de caras y un centenar trataba de


colarse por la puerta. Era un cuarto común y corriente en la casa de un peón,
blanqueado, con un sucio piso lleno de bordos. A la luz de las velas se sentaban
dos músicos. La músi- ca tocó Puentes de Chihuahua. Se hizo un silencio
sonriente. Tomé a la joven del bra- zo, comencé la marcha preliminar alrededor
del cuarto, esto se acostumbra antes de que el baile comience. Valseamos
dolorosamente por uno o dos momentos, de pronto todos empezaron a gritar:

- ¡Ora! ¡Ora! ¡Ahora!

-¿Ahora qué se hace?

- ¡Vuelta! ¡Vuelta! ¡Suéltela! -en un perfecto coro.

-¡Pero es que no sé cómo!

-El tonto no sabe bailar -gritó uno.

Otro empezó una canción burlesca:

Los gringos son muy majes; nunca han estado en Sonora y cuando quieren
decir: Diez reales, dicen dolla an'a quarta ...

En eso Patricio llegó al centro y Sabás detrás de él; cada uno tomó a una
muchacha de la línea de mujeres que se sentaba en un extremo del cuarto. Y
cuando conducía a mi pareja a su asiento, ellos dieron vuelta. Primero unos
cuantos pasos de vals, después el hombre dio vueltas alejándose de la chica,
tronando los dedos, lanzando un brazo hacia arriba para cubrir su cara, mientras
que la chica ponía una mano sobre la cadera y bailaba tras él. Se acercaron uno a
otro, se retiraron, y bailaron uno alrededor del otro. Las chicas eran tontas y sin
gracia, con cara indígena y horribles, con hombros inclinados de tanto moler
maíz y lavar la ropa. Algunos de los hombres llevaban pe- sadas botas, otros no;
muchos usaban pistolas y cananas, unos cuantos llevaban rifles colgando de sus
hombros.

Antes del baile siempre se hacía una gran marcha; después, cuando la pareja
baila dos veces a lo largo de la habitación, caminan otra vez. Eran pasos doble,
valses y mazur- kas además de la jota. Cada muchacha mantenía los ojos fijos en
el suelo, nunca hablaba, y tropezaba pesadamente atrás de uno. Agreguen a esto
un piso sucio lleno de arroyos y tendrán una forma de tortura sin paralelo en el
mundo. Me pareció que bailé por horas, alentado por el coro:

- ¡Baile, míster! ¡No le afloje! ¡No se dé por vencido!

Después tocaron otra jota, y aquí fue donde casi me meto en líos. Bailé ésta
con buen éxito, con otra chica. Y después, cuando le pedí a mi compañera
anterior un paso do- ble, se enojó mucho.

- Me avergonzó delante de todos -dijo ella-; ¡usted dijo que no sabía bailar la
jota!

Cuando marchamos por la habitación, ella se dirigió a sus amigos:

- ¡Domingo! ¡Juan! ¡Vengan a quitarme este gringo! ¡No se atreverá a hacer


nada! Media docena de ellos se dirigieron a la pista, mientras el resto estaba a la
expectati- va; era un momento dificil. Pero de pronto, el buen Fernando se paró
en frente, revól- ver en mano.

- ¡El americano es mi amigo! -dijo- ¡Regresen a sus asuntos! ...

Como los caballos estaban cansados, descansamos un día en La Zarca. Detrás


de la casa grande había un jardín en ruinas, lleno de álamos grises, higueras,
viñas y gran- des cactus. Estaba amurallado con altas paredes de adobe en tres
costados, sobre uno de los cuales la antigua torre blanca de la iglesia flotaba en el
cielo azul. El cuarto costado daba a un estanque de agua amarilla; más allá se
extendía el desierto occiden- tal, kilómetros y kilómetros de la más árida
desolación. El soldado Marín y yo yacía- mos bajo una higuera, observando a los
buitres volar sobre nosotros con alas inmóvi- les. De pronto una música fuerte y
agitada rompió el silencio.

Pablo había encontrado una pianola en la iglesia, donde había escapaoo al ojo
de Cheché Campa el año anterior; dentro había un rollo, <>el vals de la viuda
alegre. No había otra cosa qué hacer más que sacar el instrumento al patio en
ruinas. Nos turna- mos para tocarlo todo el día. Rafaelito contribuyó con la
información de que la Viuda Alegre era la pieza más popular de México. Dijo
que un mexicano la había compues- to.

El hallazgo de la pianola nos dio la idea de hacer otro baile en la noche, en el


mismo pórtico de la casa grande. Se pusieron velas en los pilares, la débil luz
temblaba sobre los derruidos muros, quemaba y ennegrecía los marcos de las
puertas; la lucha de las viñas salvajes resultó en que se habían enredado sin
control alrededor de las vigas del techo. El patio entero estaba lleno de hombres
encobijados, de fiesta, aunque un poco incómodos en la gran casa a donde nunca
se les había permitido la entrada. Tan pron- to como la orquesta terminó una
danza, la pianola inmediatamente asumió su tarea.

Las canciones se sucedían sin descanso. Un barril de sotol complicó más las
cosas. Conforme la tarde pasaba, la reunión se hizo cada vez más regocijante.
Sabás, que era ordenanza de Pablo, bailó con la amante de Pablo. Los seguí. De
inmediato Pablo le pegó a ella en la cabeza con la cacha de su revólver, diciendo
que la mataría si bailaba con otro, y a su compañero también. Después de estar
sentado unos minutos meditan- do, Sabás se levantó, empuñó su revólver e
informó al arpista que había dado una mala nota. Luego le disparó. Otros
compañeros lo desarmaron, y se fue a dormir en medio de la pista de baile.

El interés en que el míster bailara, pronto cambió por otra cosa. Yo estaba
sentado junto a Julián Reyes, el del Cristo y la Virgen en el sombrero. Él estaba
muy alterado por el sotol, con los ojos llameantes como los de un fanático.

Se volvió hacia mí de repente:

-¿Va a pelear con nosotros?

-No -dije-. Soy un corresponsal. Tengo prohibido pelear.

- Es mentira -gritó-. No pelea porque tiene miedo. Ante los ojos de Dios,
nuestra cau- sa es justa.

- Sí, lo sé. Pero tengo órdenes de no pelear.

- ¿Qué me importan las órdenes? -chilló-. No queremos corresponsales. No


queremos palabras impresas en un libro. Queremos rifles y matar, si morimos
estaremos junto con los ángeles; ¡cobarde! ¡Huertista! ...

- ¡Ya basta! -gritó alguien.

Levanté la vista y miré a Longino Güereca parado tras de mí.

- Julián Reyes, tú no sabes nada. Este compañero viene desde muchos


kilómetros por mar y tierra para decirles a sus paisanos la verdad de la lucha por
la libertad. Va a la guerra sin armas, él es más valiente que tú, porque tú tienes un
rifle. ¡Ahora, sal, ya no lo molestes!

Se sentó donde Julián había estado, me dirigió su sonrisa amable y franca, y


tomó mis manos entre las suyas.

- Debemos ser compadres ¿eh? -dijo Longino Güereca-. Deberíamos dormir en


las mismas cobijas, estar siempre juntos. Cuando lleguemos a La Cadena te
llevaré a casa, para que mi padre te haga mi hermano ... Te enseñaré las minas
perdidas de oro de los españoles, las más ricas en el mundo ... Las trabajaremos
juntos, ¿eh? ... Sere- mos ricos ¿eh? ...

A partir de entonces Longino Güereca y yo estuvimos siempre juntos.

El baile se volvió cada vez más desenfrenado. La orquesta y la pianola se


alternaban sin descanso. Todos estaban borrachos. Pablo estaba alardeando
horriblemente sobre la matanza de prisioneros indefensos. De vez en cuando se
oía un insulto, había un encasquillar de rifles por todo el lugar. Y cuando una
pobre mujer cansada se alistaba para irse a casa, qué grito de advertencia se
levantaba:

- ¡No se vaya! ¡No se vaya! ¡Deténgase! ¡Venga para acá y baile! ¡Regrese
aquí! Entonces la descorazonada procesión paraba y regresaba sin ganas. A las
cuatro, cuando alguien esparció el rumor de que un gringo huertista estaba entre
nosotros, decidí irme a acostar. Pero el baile siguió hasta las siete ...

CAPÍTULO VI
¿Quién vive?

Al amanecer me levanté cuando escuché disparos, una trompeta vieja sonaba


sin pa- rar. Juan Sánchez estaba de pie frente al cuartel, tocando la diana; no
sabía cuál era el toque de diana, así es que los tocaba todos. Patricio había lazado
una res para el desayuno; el animal corrió jalando con fuerza hacia el desierto,
con el caballo de Patricio corriendo a un lado. El resto de la tropa, con sólo los
ojos sobresaliendo de los sarapes, estaban arrodillados con sus rifles al hombro.
¡Crash! En ese aire tranquilo, el grandioso sonido de las pistolas rompía con
enorme estruendo. La res jalaba de lado; su bramido nos llegaba desvanecido.
¡Crash!, cayó de cabeza; sus pa- tas se agitaron en el aire; la montura de Patricio
saltó con violencia, su sarape se agitó como una bandera. Justo entonces el
enorme sol se levantó en todo su esplendor por el este, vertiendo claridad sobre la
planicie desnuda como el mar ... Pablo salió de la casa grande, apoyándose en el
hombro de su esposa.

- Estoy enfermo -gruñó, acompañando la acción a las palabras-. Juan Reed


montará mi caballo.

Subió al coche, tomó la guitarra y cantó:

Me quedé al pie de un maguey, mi desagradecido querer con otro se fue.


Desperté con el canto de la golondrina: ¡Oh, qué cruda tengo! ¡Y el cantinero no
fia!

¡Oh, Dios quítame este malestar! Siento como si me fuera a morir. La virgen
del pul- que y el aguardiente me salvará. ¡Ay, qué cruda, y nada qué tomar ...!
Son cerca de noventa kilómetros desde La Zarca hasta la hacienda de La Cadena
don- de la tropa debía estacionarse. Cabalgamos un día, sin agua ni comida. El
coche pron- to nos dejó atrás. En poco tiempo la desolación del terreno dio paso a
una vegetación espinosa y hostil, el cactus y el mesquite. Nos deslizamos por un
zurco profundo entre el gigantesco chaparral, atragantados con la gran nube de
polvo álcali, rasguñados y picados por los arbustos espinosos. A veces salíamos a
un espacio abierto y se podía ver el camino recto que subía las barrancas del
desierto hasta donde el ojo ya no podía ver; pero sabíamos que ahí estaba,
extendiéndose más y más lejos. No soplaba ni el viento más ligero. El sol directo
nos daba con tal furia que le hacía flaquear a uno. La mayoría de la tropa, que se
había emborrachado la noche anterior, comenzó a sufrir terriblemente. Sus labios
tostados y partidos se pusieron de un tono azul oscuro. No oí ni una sola voz de
queja. Pero no había ese bromear y retozar leve de otros días. José Valiente me
enseñó a mascar ramas de mesquite, pero eso no me ayudó mucho. Ya
llevábamos varias horas cabalgando, cuando Fidencio señaló hacia el frente,
diciendo con voz ronca:

- ¡Ahí viene un cristiano!

Si uno reparaba en la palabra cristiano, en esos momentos, sólo significaba


hombre, este significado desciende de los indígenas desde tiempos inmemoriales.
Y cuando el hombre que la pronuncia tiene un parecido asombroso a la imagen
de Cuauhtemotzin, le provoca a uno una extraña sensación. El cristiano en
cuestión era un indígena en- trado en años que conducía un burro. No, no llevaba
agua. Pero Sabás brincó de su caballo y tiró el bulto del anciano al suelo.

- ¡Ah! -gritó- ¡Bueno! ¡Tres piedras! -Y, alzándola, mostró una raíz de planta
de sotol que parecía un agave barnizado exudando jugos intoxicantes.
La dividimos como se divide una alcachofa y pronto todos nos sentimos mejor.
Casi al terminar la tarde viramos en un recodo del desierto y vimos, al frente,
gigan- tescos álamos cenizos flanqueando la corriente del río de la hacienda
Santo Domingo. Un pilar de polvo café, como el humo de una ciudad en llamas,
se levantaba en el corral donde los vaqueros lazaban caballos. Desolada y
solitaria se erigía la casa grande que Cheché Campa había que- mado hacía un
año. Junto al río, al pie de los álamos, una docena de vendedores va- gabundos se
acuclillaban alrededor del fuego, sus burros rumiaban maíz. Desde la fuente hasta
las casas de adobe y de regreso, se movía una interminable cadena de cargadoras
de agua, el símbolo del norte de México.

- ¡Agua! -gritamos contentos, galopando colina abajo. Los caballos del coche
ya esta- ban en el río con Patricio. Saltando de sus monturas, la tropa se arrojó
sobre su estó- mago; hombres y caballos por igual metieron lacabeza, y bebimos,
y bebimos ... Fue la sensación más gloriosa que jamás haya experimentado.

- ¿Quién tiene un cigarro? -gritó alguien. Por unos cuantos benditos minutos
nos re- costamos fumando. El sonido de la música alegre me hizo sentar.

Ahí, ante mi vista, se movía la procesión más extraña del mundo. Primero
venía un peón harapiento con la rama en flor de cierto árbol. Detrás de él, otro
llevaba sobre la cabeza una pequeña caja similar a un ataúd, con largas cranjas
azules, rosas y platea- das; lo seguían cuatro hombres, llevando una especie de
dosel hecho de lanilla de alegres colores. Una mujer caminaba debajo de él,
aunque el dosel la cubría hasta la cintura; por encima de él yacía el cuerpo de una
niñita, con los pies descalzos y las pequeñas manos morenas cruzadas sobre el
pecho. Tenía una guirnalda de flores de papel sobre la cabeza, todo su cuerpo
estaba cubierto de ellas. Un arpista iba al final, tocando un vals popular llamado
Recuerdos de Durango. El cortejo fúnebre se movía lenta y alegremente, pasando
por un campo de rebota, donde los jugadores jamás ce- saban su partido de
pelota, hasta el pequeño cementerio.

- ¡Bah! -soltó Julián Reyes con furia-. ¡Esa es una blasfemia a los muertos!

El desierto era deslumbrante bajo los últimos rayos del sol. Cabalgábamos por
una tierra silenciosa y encantada, semejante a un reino submarino. Por todas
partes había cactus coloreados de rojo, azul, púrpura, amarillo, como el coral en
el fondo del océa- no. Detrás de nosotros, hacia el Oeste, el coche rodaba en
medio de un aura de polvo como el carruaje de Elías ... Hacia el Este, bajo un
cielo ya oscurecido con estrellas, estaban las corrugadas montañas, detrás de las
cuales se extendía La Cadena, el pues- to de avanzada del Ejército maderista. Era
una tierra para amar -México-, una tierra por la cual luchar. Los trovadores de
pronto comenzaban la interminable canción La corrida de toros, donde los jefes
federales son los toros, y los generales maderistas los toreros; cuando veía a los
hombres alegres, amorosos, humildes, quienes habían dado tanto de su vida y de
su comodidad por la valiente lucha, no pude evitar pensar en el pequeño discurso
que Villa dio a los extranjeros que abandonaron Chihuahua en el primer tren de
refugiados:

- Estas son las últimas noticias que llevan a su gente. Ya no habrá más palacios
en México. Las tortillas del pobre son mejores que el pan del rico; ¡vayanse! ...
Ya muy noche -eran más delas once- el coche se descompuso sobre el camino
rocoso entre las montañas. Me detuve a recoger mis cobijas; cuando me puse en
marcha, los compañeros ya se habían esfumado por el sinuoso camino. Yo sabía
que en algún lugar cercano estaba La Cadena. En cualquier momento un
centinela podía salir de entre el chaparral. Por más de un kilómetro descendí por
un camino escarpado que muchas veces resultó ser el lecho seco de un río,
serpenteando cuesta abajo entre las altas montañas. Era una noche negra, sin
estrellas, con un frío amargo. Por fin, las montañas se abrieron en una vasta
planicie; apenas pude distinguir la tremenda exten- sión de La Cadena y el paso
que la tropa debía guardar. A escasos cinco kilómetros más allá del paso se
encontraba Mapimí, donde había doce mil federales. Pero la hacienda todavía
estaba escondida por un doblez del desierto. Ya estaba muy cerca y no había sido
detenido. Veía una difusa plaza blanca de edifi- cios al otro lado del profundo
arroyo; y ningún centinela todavía.

- Es curioso -me dije- no tienen muy buena guardia por aquí.

Me metí en el arroyo y subí al otro lado. En una de las enormes habitaciones de


la casa grande había luces y música. Asomándome, vi al infatigable Sabás
girando con los pasos de la jota, a Isidro Amayo y José Valiente. ¡Un baile! En
ese instante un hombre, pistola en mano, se asomó por el marco de la puerta.

- ¿Quién vive? -me gritó con pereza.

-¡Madero! -respondí.

- ¡Qué viva! -contestó el centinela, y regresó al baile ...

CAPÍTULO VII
Un puesto de avanzada de la Revolución
Éramos ciento cincuenta los que estábamos en La Cadena, el puesto de
avanzada más occidental de todo el ejército maderista. Nuestra labor era cuidar
un paso, la Puerta de la Cadena; pero las tropas estaban acuarteladas en la
hacienda, a diez millas. Se ergu- ía sobre una pequeña meseta, con un profundo
arroyo de un lado, al fondo del cual un río subterráneo salía a la superficie por
unos cincuenta metros y volvía a desaparecer. Tan lejos como el ojo podía llegar
y hacia abajo, por el ancho valle, estaba el más despiadado tipo de desierto;
lechos de arroyos secos, además de un bosque de chapa- rral, cactus y plantas
espada. Hacia el Este se extendía La Puerta, rompiendo la tre- menda sucesión de
montañas que manchaban medio cielo, continuando hacia el Norte y hacia el Sur
más allá de la visión, arrugadas como si fueran la ropa de cama de un gigante. El
desierto arremetía para encontrar una abertura; más allá no había otra cosa más
que el intenso azul del inmaculado cielo mexicano. Desde La Puerta se podían
ver ochenta kilómetros de la vasta planicie árida que los españoles llamaron
Llano de los Gigantes, donde las bajas montañas yacen esparcidas por todo el
lugar; y a cuatro leguas de distancia las grises casas de un solo piso de Mapimí.
Ahí estaba el enemigo: mil doscientos colorados, o irregulares federales, bajo las
órdenes del infame coronel Argumedo. Los colorados son los bandidos que
hicieron la revolución de Orozco. Así se les llamaba porque su bandera era roja y
porque sus manos estaban llenas de san- gre por las matanzas. Ellos barrieron el
norte de México, quemando, saqueando, ro- bando a los pobres. En Chihuahua,
cortaron las plantas de los pies a un pobre diablo y le hicieron caminar un
kilómetro por el desierto antes de que muriera. Yo he visto una ciudad de cuatro
mil almas reducida a cinco después de una visita de los colorados. Cuando Villa
tomó Torreón, no hubo misericordia para los colorados; siempre los mataban.

El primer día que llegamos a La Cadena, doce de ellos cabalgaban haciendo


recono- cimiento. Veinticinco de la tropa estaban de guardia en La Puerta, y
capturaron a un colorado. Lo hicieron bajarse del caballo, le quitaron el rifle, la
ropa y los zapatos. Después lo hicieron correr desnudo por cincuenta metros de
chaparral y cactus, dis- parándole. Por último, Juan Sánchez lo tiró, gritando, por
lo tanto se ganó el rifle, que me trajo como regalo. Dejaron al colorado a merced
de las grandes avispas que revo- lotean con pereza en el desierto durante todo el
día.

Mientras esto ocurría, mi compadre, el capitán Longino Güereca, el soldado


Juan Vallejo y yo tomamos prestado el coche del coronel para un viaje al
pequeño y polvo- riento rancho de Bruquilla, que era el hogar de Longino. Estaba
a cuatro leguas desér- ticas al norte, donde un arroyo brotaba milagrosamente de
una pequeña colina blanca. El viejo Güereca era un peón de cabello cano y
huaraches. Había nacido esclavo en una de las grandes haciendas; pero los años
de trabajo, demasiado agobiantes para darse cuenta, lo habían convertido en uno
de esos raros seres en México: un dueño independiente de una parcela. Tenía diez
hijos; hijas de piel morena y suave, e hijos que parecían mozos de labranza de
Nueva Inglaterra; y una hija en la tumba.

Los Güereca eran gente orgullosa, ambiciosa y de buen corazón. Longino dijo:

- Éste es mi querido amigo, Juan Reed, mi hermano.

El anciano y su esposa me abrazaron dándome palmadas en la espalda, en la


forma afectuosa de los mexicanos.

- Mi familia no le debe nada a la Revolución -dijo Gino con orgullo-. Otros han
to- mado dinero, caballos y vagones. Los jefes del ejército se han hecho ricos de
la po- breza en las grandes haciendas. Los Güereca le habían dado todo a los
maderistas, sin haber tomado nada más que mi rango ...

El anciano, sin embargo, estaba un poco amargado. Levantando una reata de


pelo de caballo, dijo:

- Hace tres años yo tenía cuatro reatas como ésta. Ahora sólo tengo una. Uno
de los colorados se llevó una, la gente de Urbina se llevó otra, y la última se la
llevó José Bravo ... ¿qué diferencia hay en qué bando le roba a uno? Pero no lo
decía en serio, pues estaba muy orgulloso de su hijo menor, el oficial más
valiente de todo el ejército.

Nos sentamos a la mesa en un largo cuarto de adobe, comiendo el queso más


exquisi- to y tortillas con mantequilla fresca de cabra; la sorda y anciana madre
se disculpaba en voz alta, por la pobreza de la comida mientras su aguerrido hijo
recitaba su Ilíada personal de nueve días de lucha alrededor de Torreón.

- Llegamos tan cerca -decía- que el aire caliente y la pólvora quemada nos
apestaba en la cara. Llegamos demasiado cerca para disparar, así es que
amartillamos nuestros rifles ...

En este punto todos los perros comenzaron a ladrar al mismo tiempo.


Brincamos de nuestros asientos. Uno no sabía qué esperar en Cadena esos días.
Era un pequeño niño a caballo, gritando que los colorados estaban entrando por
La Puerta y alejándose a galope tendido.

Longino voló a enganchar las mulas al coche. La familia entera se puso a


trabajar con ahínco; en cinco minutos Longino se hincó sobre una rodilla, besó la
mano de su pa- dre, y en un instante ya estábamos devorando el camino.
- ¡Que no te maten! ¡Que no te maten! ¡Que no te maten! -podíamos oír los
gritos de la señora.

Pasamos un vagón cargado de mazorcas con una familia de mujeres y niños,


dos baú- les de hojalata y una cama de fierro, llena hasta el máximo. El hombre
de la familia montaba un burro.

Sí, los colorados venían; cientos de ellos se colaban por La Puerta. La última
vez que los colorados habían venido mataron a su hija. Por tres años había habido
guerra en este valle, y no se quejaba. Porque era por la patria. Ahora ellos irían a
los Estados Unidos donde ... Pero Juan flageló a las mulas cruelmente y no oímos
más. Adelante iba un anciano descalzo que plácidamente conducía algunas
cabras. ¿Había oído de los colorados? Bueno, había un chisme sobre los
colorados. ¿Estaban pasando por La Puerta, cuántos eran?

-¡Pues, quién sabe, señor!

Por fin, gritando a las tambaleantes mulas, llegamos al campo justo a tiempo
para ver a la victoriosa tropa dispersa por todo el desierto, tirando más rondas de
municiones de las que habían usado en la batalla. Se movían agachados, apenas
sobresaliendo con sus brutos de la barda de mesquite a través de la que
relampagueaban todos los enor- mes sombreros y los alegres sarapes, los últimos
rayos del sol brillaban sobre sus ri- fles levantados.

En la noche llegó un correo del general Urbina diciendo que estaba enfermo,
que quería que Pablo Seañes regresara. Así fue que el gran coche regresó con la
amante de Pablo, Rafaelito, el jorobado, Fidencio y Patricio; Pablo me dijo: -
Juanito, si quieres regresar con nosotros, te sientas junto a mí en el coche.
Patricio y Rafaelito me rogaron que fuera, pero ya había llegado tan lejos en el
frente que no quería regresar. Entonces, al día siguiente, mis amigos y
compañeros de la tropa, a quienes había aprendido a conocer tan bien en nuestra
marcha a través del desierto, recibieron órdenes de ir a Jarralitos. Sólo Juan
Vallejo y Longino Güereca se quedaron atrás.

La nueva guarnición de Cadena era de una especie diferente de hombres. Dios


sabe de dónde venían, pero siempre había un lugar en donde los soldados
literalmente se morían de hambre. Eran los peones más miserables que jamás
haya visto; la mitad de ellos no tenía sarapes. Se sabía que unos cincuenta eran
nuevos, nunca habían olido la pólvora; otro número igual estaba bajo las órdenes
de un terrible e incompetente vete- rano llamado mayor Salazar; los cincuenta
restantes estaban equipados con viejas carabinas y diez rondas de municiones por
cabeza. El oficial al mando era el teniente coronel Petronilo Hernández, quien
había sido mayor durante seis años en el ejército federal hasta que el asesinato de
Madero lo llevó al otro bando. Era un valiente hom- bre de buen corazón, con
hombros doblados, pero los años como oficial del ejército de la banda roja lo
habían incapacitado para conducir tropas como ésta. Cada mañana daba una
orden del día, distribuyendo guardias, poniendo centinelas, nombrando al oficial
en servicio. Nadie la leía. Los oficiales en este ejército no tenían nada que ver
con la disciplina o el orden de los soldados. Ellos eran oficiales porque habían
sido valientes y su trabajo era pelear a la cabeza de la tropa; eso era todo. Los
mismos sol- dados escogían a un general, bajo quien habían sido reclutados,
como si fuera su se- ñor feudal. Ellos se llaman a sí mismos su gente, y un oficial
de la gente de otro no tiene mucha autoridad sobre ellos. Petronilo era gente de
Urbina, pero las dos terceras partes de la guarnición de Cadena pertenecían a la
división de Arrieta. Esta era la razón por la cual no había centinelas al Oeste y al
Norte. El teniente coronel Alberto Redondo guardaba otro paso cuatro leguas al
Sur, así es que pensábamos estar segu- ros en esa dirección. Es cierto, veinticinco
hombres vigilaban La Puerta; que era fuer- te ...

CAPÍTULO VIII
Los cinco mosqueteros

La casa grande de La Cadena había sido asaltada, desde luego por Cheché
Campa el año anterior. En el patio estaban acorralados los caballos de los
oficiales. En la sala del propietario, que había sido alguna vez decorada con lujo,
había ganchos pegados en las paredes para colgar las sillas, bridas, etc.; los rifles
y sables se paraban contra la pared, las sucias cobijas yacían enrolladas tiradas en
el rincón. Por la noche, un fuego de olotes se quemaba en medio del piso; nos
acuclillamos alrededor, mientras Apolinario y Gil Tomás, de catorce años, que
había sido un colorado, contaban le- yendas de los tres sangrientos años.

- Al tomar Durango -dijo Apolinario- era gente del capitán Borunda; al que
llaman el matador, porque siempre mata a los prisioneros. Pero cuando Urbina
tomó Durango no hubo prisioneros. Así es que Borunda, sediento de sangre, hizo
redadas en todas las cantinas. En cada una tomaba algún hombre desarmado y le
preguntaba si era fe- deral.

- No, señor -decía el hombre-; ¡mereces la muerte porque no dijiste la verdad! -


gritaba Borunda, sacando su pistola-. ¡Bang! Todos nos reímos con ganas por
esto.

- Eso me recuerda -intervino Gil- el tiempo en que pelié bajo la dirección de


Rojas en la revuelta de Orozco (¡maldita sea su madre!). Un viejo oficial
porfirista se pasó a nuestro bando. Orozco lo mandó a enseñarle a los colorados
(¡animales!) los ejerci- cios. Había un tipo chistoso en nuestra compañía. Tenía
un excelente sentido del humor. Pretendía ser demasiado estúpido para aprender
el manual de armas. Así es que este maldito viejo huertista (¡que se fría en los
infiernos!), lo hizo que entrenara solo.

- ¡Armas al hombro! -el compañero lo hizo bien.

- ¡Presenten armas! -perfecto.

- ¡Porten annas! -actuaba como si no supiera cómo, así es que el viejo tonto fue
y le agarró el rifle.

-¡Así! -decía, jalándolo.

- ¡Ah! -dijo el tipo-. ¡Así!-y le encajó la bayoneta justo en medio del pecho.
Después, Fernando Silveyra, el tesorero, contaba unas cuantas anécdotas de los
curas, o sacerdotes que cuidaban tal como en Touraine del siglo XIII, los
derechos feudales de los terratenientes sobre las mujeres de sus siervos antes de
la revolución francesa. Fernando estaba bien enterado pues había sido preparado
para la carrera eclesiástica. Había al menos una veintena de nosotros sentados
alrededor de la hoguera, desde el más miserable peón en la tropa hasta el primer
capitán Longino Güereca. Ninguno profesaba una religión, aunque habían sido
alguna vez buenos católicos; pero tres años de guerra les habían enseñado a los
mexicanos muchas cosas. No habría otro Porfirio Díaz; no habría otra revolución
como la de Orozco; y la religión católica no volvería a ser la voz de Dios.

Entonces Juan Santillanes, un subteniente de veintidós años, quien con toda


seriedad me infonnó que era descendiente del gran héroe español Gil Bias, soltó
el viejo canto popular que comenzaba:

Soy el conde de Oliveros de la artillería española ... Juan enseñó


orgullosamente cuatro cicatrices; había matado unos cuantos prisioneros
indefensos con su pistola, dijo; prometiendo llegar a ser muy matador algún día.
Pre- sumió de ser el hombre más fuerte y valiente del ejército. Su concepto del
humor me causaba la sensación de alguien rompiendo huevos en el bolsillo de mi
saco. Juan era muy niño para su edad, pero muy agradable.

Otro amigo que tuve además de Gino Güereca fue el subteniente Luis
Martínez. Le decían el gachupín -nombre despectivo para los españoles- porque
parecía haber sali- do del retrato de algún joven noble español pintado por El
Greco. Luis era de raza pura, sensible, alegre, de buen espíritu. Apenas tenía
veinte años, y nunca había esta- do en una batalla. Sobre el contorno de su cara
llevaba una barba negra, que se toca- ba, sonriendo.

- Nicanor y yo apostamos que no nos rasuraríamos hasta tomar Torreón ... Luis
y yo dormíamos en cuartos diferentes, pero por la noche, cuando la fogata se
apagaba y el resto de los compañeros roncaba, nos sentábamos sobre nuestras
cobijas, una noche en su cuarto, otra en el mío, y hablábamos acerca del mundo,
de nuestras novias, de lo que seríamos y haríamos cuando lográramos una
posición. Cuando ter- minara la guerra, Luis iría a los Estados Unidos a
visitarme; y juntos regresaríamos a Durango a visitar a su familia. Me mostró la
fotografia de un pequeño bebé, presu- miendo de que ya era tío.

- ¿Qué harás cuando las balas empiecen a volar? -le pregunté.

- ¿Quién sabe? -se rió. ¡Creo que correré!

Era tarde, el centinela de La Puerta hacía rato que se había dormido.

- No se vaya -dijo Luis, agarrando mi saco-. Vamos a platicar otro ratito ...
Gino, Juan Santillanes, Silveyra, Luis, Juan Vallejo y yo, cabalgamos hasta el
arroyo para bañarnos en un pozo que se decía estaba por ahí. El lecho del río era
desolado, lleno de arena blanca caliente, enmarcado por un denso mesquite y
cactus. Cada kilómetro el río subterráneo se mostraba por un corto tramo, para
más adelante des- aparecer en un burbujeante anillo blanco de salitre. Primero
estaba la laguna de los caballos; los soldados y sus maltrechos caballos se
juntaban alrededor; uno o dos se acuclillaron en el anillo, lanzando agua con
jícaras a los sudorosos caballos ... Cerca de ellos se arrodillaban las mujeres en su
eterno lavar sobre las piedras. Más allá el viejo camino de la hacienda formaba
un atajo, donde la línea interminable de mujeres envueltas en rebozos negros
caminaba con cántaros de agua sobre la cabeza. Aún más arriba había mujeres
bañándose, envueltas en yardas de algodón azul claro o blanco y nenes morenos
desnudos salpicando en lo bajo. Por último, hombres morenos desnu- dos con
sombreros y sarapes de brillantes colores amarrados por encima de los hom-
bros, fumando sus hojas en cuclillas sobre las rocas. ¡Por allí arriba espantamos
un coyote, lo correleamos hasta el desierto, disparando nuestros revólveres, ¡ahí
va! Lo acorralamos en el chaparral en una carrera a muerte, echando tiros y
gritando. Des- pués, mucho después, encontramos la mítica laguna, un pequeño y
profundo valle desgastado en la roca sólida, con algas verdes que crecían en el
fondo.
Al regresar, Gino Güereca se emocionó mucho al ver que su nuevo tordillo
había lle- gado de Bruquilla; era un garañón de cuatro años que su padre había
criado para que lo montara al frente de la compañía.

- Es peligroso -anunció Juan Santillanes al apresuramos-. Lo quiero montar


primero, ¡me encanta domar caballos broncos!

Una gran nube de polvo amarillo llenó el corral, levantándose en el aire quieto.
A través de ella aparecieron las pálidas formas caóticas de muchos caballos
corriendo; sus pezuñas producían un trueno apagado. Los hombres apenas se
veían, todos balan- ceaban las piernas y agitaban los brazos, con los pañuelos
amarrados sobre la cara; se alzaban lazos de gran tamaño, cercando; la gran
bestia con el lazo apretado al cuello relinchaba y jalaba; un vaquero pasó la reata
alrededor de su cadera, acostándose hacia atrás, casi en el suelo los pies araban la
mugre. Otro lazo atrapó las patas tras- eras del caballo y ya en el suelo lo
ensillaron y le pusieron una rienda.

- ¿Quieres montarlo, Juanito? -sonrió Gino.

- Después de ti -respondió Juan con dignidad-. Es tu caballo ...

Pero Juan Vallejo ya estaba arriba del animal, gritándoles que lo soltaran. Con
una especie de gruñido y relinchido, el tordillo se levantó con furia, y la tierra
tembló con su feroz lucha.

Comimos en la antiquísima cocina de la hacienda, sentados en bancos


alrededor de una caja de empaque. El techo era de un café oscuro grasiento, por
el humo de las generaciones de alimentos. Todo un extremo del cuarto contenía
inmensos hornos, estufas y chimeneas de adobe, cuatro o cinco viejas matronas
se inclinaban sobre ellos, moviendo las cazuelas y volteando las tortillas. El
fuego era nuestra única luz, centelleando extrañamente sobre la anciana,
encendiendo la negra pared por sobre la cual subía el humo para laurear el techo
y finalmente escurrirse por la ventana. Estaba el coronel Petronilo, su amante,
una campesina de rara belleza con cara marcada por las viruelas que parecía
siempre reír para sí misma; don Tomás, Luis Martínez, el coronel Redondo, el
mayor Salazar, Nicanor y yo. La amante del coronel parecía in- cómoda en la
mesa; una campesina mexicana es un sirviente en su casa. Pero don Petronilo
siempre la trataba como si fuera una gran dama.

Redondo me contaba de la muchacha con la que se iba a casar. Me enseñó su


fotogra- fia, ella iba a ir a Chihuahua a comprarse su vestido de novia.
Tan pronto como tomemos Torreón-dijo.

¡Oiga, señor! -Salazar me tocó el brazo-. Ya supe quién es usted: es un agente


de negocios americano que tiene muchos intereses en México; yo lo sé todo
acerca de los negocios americanos. Usted es un agente de crédito; usted vino aquí
a espiar el movimiento de nuestras tropas y después les va a enviar en secreto la
información ¿no es cierto?

¿Cómo podría mandar en secreto alguna información desde aquí? -pregunté-.


Esta- mos a cuatro días de la línea de telégrafo.

Ah, ya sé -sonrió en complicidad, apuntando su dedo hacia mí-. Sé muchas


cosas, tengo muchas cosas en la cabeza.

Sé todo acerca de los negocios, estudié mucho en mi juventud. Estos créditos


ameri- canos están invadiendo México para robar a la gente mexicana ...

Usted está equivocado, mayor -interrumpió don Petronilo cortante-. Este señor
es mi amigo y huésped.

Mire, mi coronel -estalló Salazar con violencia inesperada-, este señor es un


espía.

Todos los americanos son porfiristas y huertistas. Haga caso de esta


advertencia antes de que sea demasiado tarde. Tengo mucho en la cabeza. Soy un
hombre muy listo. Saque a este gringo y mátelo de inmediato o se arrepentirá.

Luego se puso de pie. El mayor sufría terriblemente de gota, sus piernas


estaban en- vueltas en yardas y vendajes de lana, que las hacían parecer tamales.

Un clamor de voces estalló al mismo tiempo que los otros, pero otro sonido lo
inte- rrumpió -un disparo, luego otro y la gritería de hombres.

Entró un soldado corriendo.

- ¡Motín de rangos! -gritó- ¡No obedecen órdenes!

- ¿Quiénes? -preguntó don Petronilo.

- ¡La gente de Salazar!


- ¡Mala gente! -exclamó Nicanor mientras corríamos-. ¡Ellos eran colorados
captura- dos cuando tomamos Torreón, se nos unieron si no los matábamos! ¡Se
les ordenó que cuidaran La Puerta esta noche!

- Hasta mañana -dijo Salazar en este punto-. ¡Me voy a dormir!

Las casas de los peones de La Cadena, donde las tropas estaban acuarteladas,
rodea- ban una gran plaza, como una ciudad amurallada. Había dos portales, por
uno de ellos forzamos nuestra salida a través de la muchedumbre de mujeres y
peones que lucha- ban por salir; dentro, había luces tenues que se veían a través
de las entradas de las casas, tres o cuatro pequeñas fogatas al aire libre, una
manada de caballos asustados se agolpaba en una esquina; los hombres corrían
salvajemente hacia dentro y hacia fuera de sus cuarteles, rifle en mano; en el
centro del espacio abierto estaban parados un grupo como de cincuenta hombres,
casi todos armados, como para repeler un ata- que.

- ¡Vigilen esos portales! -gritó el coronel-. ¡No dejen que nadie salga sin una
orden mía!

Entonces, los soldados corrieron en tropel hacia los portales; don Petronilo
caminó hasta el centro de la plaza, solo.

- ¿Cuál es el problema, compañeros? -preguntó calmadamente.

- ¡Nos van a matar a todos! -gritó alguien desde la oscuridad.

- ¡Quieren escapar! ¡Nos iban a traicionar con los colorados!

- ¡Es mentira! -gritaron los del centro-. ¡No somos gente de don Petronilo!
¡Nuestro jefe es Manuel Arrieta! De pronto, Longino Güereca, desarmado, pasó
junto a nosotros como un relámpago y cayó sobre ellos con furia, lanzando lejos
sus rifles y tirándolos muy atrás. Por un momento parecía que los rebeldes lo
iban a agarrar, pero no se resistieron.

- ¡Desármenlos! -ordenó don Petronilo-, ¡y enciérrenlos! Condujeron a los


prisioneros como reses hacia un cuarto grande, con un guardia ar- mado en la
puerta. Mucho después de la media noche se les oía cantar alegremente. Eso dejó
a don Petronilo con unos cien efectivos, algunos caballos extra con llagas
purulentas en el lomo y doscientas cargas de municiones, más o menos. Salazar
se fue en la mañana, recomendando que toda su gente fuera fusilada;
evidentemente se sent- ía muy aliviado de poder deshacerse de ellos. Juan
Santillana estaba también a favor de la ejecución. Pero don Petronilo decidió
mandarlos con el general Urbina para juz- garlos.

CAPÍTULO IX
La última noche

Los días en La Cadena eran muy agitados. En el frío amanecer, cuando una
capa de hielo cubría las lagunas del río, un soldado galopaba por la plaza con un
novillo bravo en el extremo de su lazo. Cincuenta o sesenta soldados harapientos,
mostrando sólo los ojos entre los sarapes y el gran sombrero, comenzaban una
corrida de toros de aficionados, para el deleite del resto de sus compañeros,
quienes agitaban sus cobijas, gritando como se hace en una corrida normal. Uno
retorcía la cola al furioso animal; otro más impaciente, lo golpeaba con la cara de
su espada. En lugar de banderillas, encajaban dagas en su hombro; la sangre
caliente del animal se les embarraba cuando cargaba, y cuando al final caía, el
cuchillo piadoso penetraba su cerebro y la chusma caía sobre sus despojos,
cortando, arrancando, llevándose pedazos de carne cruda a sus cuarteles.
Entonces el quemante sol blanco se levantaba de pronto detrás de La Puerta,
calando en las manos y la cara. Los charcos de sangre, los dibujos raídos de los
sarapes, los límites lejanos del sombrío desierto, brillaban y resaltaban ... Don
Petronilo había confiscado varios coches en la campaña, que cinco de nosotros le
tomamos prestados para excursiones. Una vez fue un viaje a San Pedro el Gallo
para ver una pelea de gallos, bastante apropiada. Otra vez Gino Güereca y yo
fuimos a ver las inmensamente ricas minas perdidas de los españoles, que él
conocía. Pero nunca pasamos de Bruquilla; sólo nos tiramos bajo la sombra de
los árboles y comimos que- so todo el día.

Ya entrada la tarde, la guardia de La Puerta trotaba hacia su puesto; el suave


sol tard- ío pegaba sobre los rifles y las cananas; y mucho después del anochecer,
el destaca- mento relevado venía saliendo alegremente de la misteriosa oscuridad.
Los cuatro vendedores que había visto en Santo Domingo llegaron esa noche;
traían cuatro cargas de burro, de macuche, para vender a los soldados.

¡Es el míster! -gritaron, cuando me acerqué a su pequeña hoguera.

¿Qué tal, míster? ¿Cómo le va? ¿No tiene miedo de los colorados? ¿Cómo va
el negocio? -pregunté, aceptando el puñado de macuche que me ofrecie- ron.

¡El negocio! ¡Mucho mejor para nosotros si nos hubiéramos quedado en Santo
Do- mingo! ¡Esta tropa no podría comprar ni un cigarro si juntaran todo su
dinero! ... Se rieron de esto a carcajadas.
Uno de ellos comenzó a cantar un corrido extraordinario: La canción de la
mañana de Francisco Villa. Cantó un verso, después el siguiente hombre cantó
otro verso, y así, cada hombre componía una narración dramática de los hechos
del gran capitán. Du- rante media hora me quedé ahí, viendo los sarapes
envueltos con libertad sobre sus hombros, y la luz roja alumbrando sus caras
oscuras y sencillas. Mientras un hombre cantaba, los otros miraban con fijeza el
suelo, abstraídos en la composición: Aquí está Francisco Villa con sus jefes y
oficiales, es el que viene a ensillar a los mu- las federales.

Ora es cuando, colorados, alístense a la pelea, ¡pues Villa y sus soldados les
quitarán la zalea!

Hoy llegó su domador, Pancho Villa el guerrillero, ¡pa' correrlos de Torreón y


quitar- les hasta el cuero!

Los ricos con su dinero recibieron una buena, con los soldados de Urbina y los
de Maclovio Herrera.

Vuela, vuela, palomita, vuela sobre las praderas, diles que Villa ha llegado a
hacerles echar carreras.

La ambición se arruinará, y la justicia ganará, pues Villa llegó a Torreón para


castigar a los avarientos.

Vuela, vuela, águila real, lleva a Villa estos laureles que ha venido a conquistar
a Bravo y sus coroneles.

Ora hijos del Mosquito, que Villa llegó a Torreón, pa' quitarles lo maldito a
tanto mu- gre pelón.

¡Viva Villa y sus soldados! ¡Viva Herrera y su gente!

Ya vieron, gente malvada, lo que puede un valiente.

Ya con esta me despido; por la rosa de Castilla, ¡aquí se acaba el corrido del
general Pancho Villa!

Después de un rato me fui; dudo que me hubieran visto alejarme; siguieron


cantando alrededor de la fogata por más de tres horas.

En nuestro cuartel había otro entretenimiento. La habitación estaba llena del


humo de una hoguera en el piso, a través de él pude distinguir vagamente a unos
treinta o cua- renta soldados en cuclillas o desparramados a todo lo largo, en
perfecto silencio, pues Silveyra leía en voz alta la proclamación del gobernador
de Durango expropiando para siempre las tierras de las grandes haciendas para
dividirlas entre los pobres.

Leyó:

Considerando que la causa principal de descontento entre la gente de nuestro


Estado, que los ha forzado a levantarse en armas en el año 1910, es la falta
absoluta de pro- piedad individual; y que las clases rurales no tienen medios para
subsistir en el pre- sente, o ninguna esperanza para el futuro, excepto el servir
como peones en las haciendas de los grandes terratenientes, que han
monopolizado la tierra del Estado; Considerando que la rama principal de la
riqueza nacional es la agricultura, y que no puede haber verdadero progreso en la
agricultura sin que la mayoría de los granjeros tengan un interés personal en que
la tierra produzca ...

Considerando, por último, que los pueblos rurales se han reducido a la peor
miseria, debido a que las tierras comunes que alguna vez les habían pertenecido
fueron a au- mentar la propiedad de la hacienda más próxima, en especial bajo la
dictadura de Díaz, con lo que los habitantes del Estado perdieron su
independencia económica, política y social, y pasaron de la categoría de
ciudadanos a la de esclavos, sin que el gobierno fuera capaz de levantar el nivel
moral a través de la educación, debido a que la hacienda donde vivían era
propiedad privada ...

Por lo tanto, el gobierno del Estado de Durango declara necesidad pública que
los habitantes de las ciudades y pueblos sean los propietarios de las tierras
agrícolas ... Cuando el pagador terminó penosamente los ordenamientos que
seguían, y dijo la manera en que la tierra se solicitaría, etc., hubo un silencio.

- Eso -dijo Martínez-, es la Revolución mexicana.

- Es sólo lo que Villa está haciendo en Chihuahua -dije-. Es maravilloso, ahora


todos ustedes pueden tener una granja.

Un chasquido divertido se escuchó por todo el círculo, entonces, un pequeño


hombre calvo, con patillas amarillas y manchadas, se sentó y habló.

- Nosotros no -dijo-, los soldados no; después de que termine la Revolución ya


no quieren soldados. Son los pacíficos quienes obtendrán la tierra, aquéllos que
no pelea- ron, y la siguiente generación ...
Hizo una pausa y extendió sus mangas rasgadas cerca del fuego.

- Yo era maestro de escuela -explicó-, por eso sé que las revoluciones, como
las Re- públicas, son desagradecidas. He peleado por tres años; al final de la
primera revolu- ción el gran hombre, el padre Madero, invitó a los soldados a la
capital; nos dio ropa, comida, corridas de toros ... regresamos a nuestros hogares
y encontramos a los ambi- ciosos otra vez en el poder.

- Terminé la guerra con cuarenta pesos -dijo un hombre.

- Tuviste suerte -continuó el maestro de escuela-, no, no son los soldados, los
muertos de hambre, los no alimentados, los soldados comunes que hacen
ganancia con la Re- volución. Los oficiales sí, algunos; pues engordan con la
sangre de la patria; pero nosotros no.

- ¿Por qué pelean entonces? -pregunté.

- Tengo dos hijos, pequeños -contestó-. Ellos tendrán su tierra. Y tendrán otros
pe- queños hijos, que tampoco tendrán necesidad de comida ...

- El hombrecito sonreía-, tenemos un dicho en Guadalajara: No uses una


camisa de once metros pues aquel que quiere ser redentor siempre sale
crucificado.

- Yo no tengo hijos pequeños -dijo Gil Tomás de 14 años entre risotadas-.


Peleo para tener un rifle treinta-treinta de un soldado federal y un buen caballo
que haya pertene- cido a un millonario.

Sólo por divertirme pregunté a un soldado con una fotografia de botón de


Madero pegada a su saco, que quién era ése.

- ¡Pues, quién sabe, señor! -respondió-. Mi capitán me dijo que era un gran
santo. Yo peleo porque no es tan duro como trabajar.

-¿Qué tan seguido les pagan?

- Nos pagaron tres pesos hoy hace nueve meses -dijo el maestro de escuela y
todos asintieron-. Todos somos voluntarios en realidad. La gente de Villa es
profesional.

Entonces Luis Martínez sacó una guitarra y cantó una hermosa cancioncilla de
amor, que, según él, una prostituta había compuesto una noche en un burdel.
La última cosa que recuerdo de esa noche memorable fue a Gino Güereca
acostado cerca de mí en la oscuridad, platicando.

- Mañana -dijo- te llevaré a las minas de oro perdidas de los españoles; están
escondi- das en un cañón en las montañas occidentales, sólo los indígenas saben
de ellas, y yo.

Los indígenas a veces van ahí con sus cuchillos y sacan oro en bruto de la
tierra. Se- remos ricos ...

CAPÍTULO X
Llegan los colorados

Antes del amanecer siguiente, Fernando Silveyra, completamente vestido, vino


a la habitación; con calma nos dijo que nos levantáramos, que los colorados ya
venían. Juan Vallejo se rió:

-¿Cuántos son, Fernando?

- Unos mil -contestó en voz baja, buscando su bandolera.

El patio estaba inusitadamente lleno de hombres gritando y ensillando caballos.


Vi a don Petronilo, a medio vestir, en su puerta, su amante le ceñía la espada.
Juan Santi- llanes se estaba poniendo los pantalones con una prisa furiosa. Había
un estruendo constante de sonidos conforme los cartuchos se deslizaban en los
rifles. Un piquete de soldados corría de un lado para otro sin rumbo fijo,
preguntando a todos dónde estaba algo.

No creó que ninguno creyéramos realmente lo que pasaba. La placita de cielo


tranqui- lo sobre el patio prometía otro día caluroso. Los gallos cantaban. Una
vaca que había sido ordeñada se agachaba. Sentí hambre.

- ¿Qué tan cerca están? -pregunté.

-Cerca.

-Pero el puesto de avanzada, la guardia en La Puerta ...

Están dormidos -dijo Fernando, mientras se enfundaba la canana. Pablo Arriola


entró con gran revuelo incapacitado por sus grandes espuelas.
Un piquete de doce subió hasta aquí. Nuestros hombres pensaron que era sólo
una patrulla de reconocimiento, por eso, después de que los rechazaron, la
guardia de La Puerta se sentó a desayunar. Entonces Argumedo mismo y
cientos ... cientos ... Pero veinticinco podían sostener el paso contra todo un
ejército, hasta que el resto llegara ...

-Ya pasaron por La Puerta -dijo Pablo, empujó su silla y salió.

- ¡Los muy ...! -maldijo Juan Santillanes, girando las cámaras de su revólver-
¡Espe- ren a que los agarre!

- Ahora el míster va a ver algo de esos disparos que quería -gritó Gil Tomás-.
¿Qué tal míster? ¿Tiene miedo?

De alguna manera todo este asunto no parecía real. Me dije a mí mismo:

- Tú, tipo con suerte, vas a ver una pelea de verdad. Eso va a redondear la
historia. Cargué mi cámara y salí de prisa por el frente de la casa. No había
mucho qué ver. Un sol cegador se levantaba justo en La Puerta. Por leguas y
leguas de oscuro desierto hacia el Este nada vivía excepto la luz de la mañana. Ni
un movimiento. Ni un sonido. Aun así en algún lugar ahi afuera un puñado de
hombres estaban desesperadamente tratando de contener un ejército.

Un humo ligero flotaba en el aire sin movimiento desde las casas de los
peones. Esta- ba tan quieto que la molienda del alimento de tortilla entre dos
piedras se podía oír perfectamente, y el lento, suave, cantar de alguna mujer
trabajando cerca de la casa grande. Las ovejas balaban para que las dejaran salir
del corral. Sobre el camino a Santo Domingo, tan lejos que parecían acentos
coloreados en el desierto, cuatro ven- dedores arreaban a sus burros. Pequeños
grupos de peones se reunían enfrente de la hacienda, señalando, mirando hacia el
Este. Alrededor del portal del gran encierro donde los soldados estaban
acuartelados, unos cuantos soldados sostenían sus caba- llos por la brida. Eso era
todo.

De vez en cuando la puerta de la casa grande vomitaba hombres montados, dos


o tres al mismo tiempo, que galopaban hacia el camino de La Puerta con sus
rifles en la mano. Los podía ver cómo subían y bajaban sobre las ondas del
desierto, haciéndose cada vez más pequeños, hasta que la última fila montó,
donde el polvo blanco que pateaban atrapaba la fuerte luz del sol y el ojo no lo
podía soportar. Se habían llevado mi caballo; Juan Vallejo tampoco tenía el suyo.
Estaba de pie junto a mí, amartillando y disparando su rifle vacío.
-¡Miren! -gritó de pronto.

La cara occidental de las montañas que flanqueaban La Puerta estaba todavía


oscura. A lo largo de su base, hacia el Norte y también hacia el Sur, se formaban
pequeñas líneas delgadas de polvo que se extendía lentamente. Al principio sólo
había uno en cada dirección; después comenzaron otros dos más abajo, más
cerca, avanzando sin obstáculos, como una corrida de media, como una grieta en
un vidrio delgado. Era el enemigo, distribuyéndose alo ancho alrededor de la
línea de batalla, ¡para tomarnos por un lado!

Los pequeños grupos de soldados salían de la casa grande y se alejaban a


galope ten- dido. Pablo Arriola y Nicanor, partieron saludándome con viveza al
pasar junto a mí. Longino Güereca salió disparado sobre su caballo tordillo, a
medio domar; el gran bruto agachó la cabeza, relinchó y se encabritó cuatro
veces a través de la plaza.

- Mañana a las minas -gritó Gino sobre su hombro-. Estoy muy ocupado hoy,
muy rico, las minas perdidas de ...

Se alejó demasiado para que lo oyera. Martínez lo siguió gritándome con una
sonrisa que le tenía miedo a la muerte. Recuerdo que la mayoría de ellos usaba
lentes para automóvil contra el polvo. Don Petronilo montó en su caballo, con
lentes de campo sobre los ojos. Volví a mirar las lineas de polvo, se iban
encorvando ligeramente, el sollos glorificaba, como cimitarras. Don Tomás pasó
a galope. Gil Tomás le pisaba los talones. Pero alguien venía. Un caballito
apareció corriendo al amanecer y se en- caminó hacia nosotros; el jinete
sobresalía en contraste con el polvo radiante. Iba a una gran velocidad,
hundiéndose y subiendo por el quebrado terreno ... y al hincar las espuelas para
subir la pequeña colina donde estábamos, vimos una cosa horrible. Una cascada
de sangre chorreaba de toda la parte de su frente en forma de abanico; la par- te
inferior de su boca había sido casi arrancada por una bala de nariz chata. Dirigió
las riendas hasta llegar al coronel, trató con mucho esfuerzo, terriblemente, de
decir algo; pero nada inteligible brotaba de la herida. Las lágrimas corrieron por
las mejillas del pobre hombre. Dio un grito ahogado, aguijoneando con las
espuelas al caballo y voló por el camino de Santo Domingo. Otros venían,
también, a galope tendido, aquellos que habían estado de guardia en La Puerta.
Dos o tres pasaron a través de la hacienda sin parar. El resto se arrojó sobre don
Petronilo, en un arranque de furia.

- ¡Más municiones! -gritaron-, ¡más cartuchos! Don Petronilo volteaba hacia


otro lado.
-¡No hay! Los hombres enloquecían, maldiciendo, arrojando las pistolas al
suelo.

- Veinticinco hombres más para La Puerta -le gritaron al coronel. En unos


cuantos minutos la mitad de los hombres nuevos salieron galopando del cuartel y
tomaron el camino del Este. Los extremos cercanos de las líneas de polvo ahora
se habían perdido de vista detrás de un montículo de tierra.

- ¿Porqué no los manda a todos, don Petronilo? -le grité.

- Porque, mi joven amigo, toda una compañía de colorados está bajando por el
arroyo. Usted no los puede ver desde aquí, pero yo sí.

No había terminado de hablar cuando un jinete dio vuelta a la esquina de la


casa, se- ñalando por detrás de su hombro hacia el Sur, por donde venían.

- También vienen por ese lado -gritó-, ¡cientos! ¡Por el otro paso! ¡Redondo
sólo tenía cinco hombres de guardia! ¡Lo tomaron prisionero y entraron al valle
antes de que él se diera cuenta!

- ¡Válgame Dios! -exclamó don Petronilo.

Miramos hacia el sur. Por encima del ominoso amanecer del desierto se
divisaba una gigantesca nube de polvo blanco, brillando al sol, como una
columna bíblica de humo.

- ¡Los demás salgan y sosténganlos lejos! -gritó a los últimos veinticinco que
brinca- ron a sus sillas y se encaminaron hacia el Sur.

Entonces, de repente, el gran portal de la plaza amurallada arrojaba hombres y


caba- llos, hombres sin rifles, ¡la gente desarmada de Salazar! Se arremolinaban
como si tuvieran pánico.

- ¡Denos rifles! -gritaron- ¿Dónde están nuestras municiones?

- Sus rifles están en el cuartel -contestó el coronel-, pero sus cartuchos están
ahí afue- ra matando a los colorados.

Un gran clamor se levantó.

- ¡Se llevaron nuestras armas! ¡Quieren asesinarnos!


- ¿Cómo podemos pelear, hombre? ¿Qué podemos hacer sin rifles? -gritaba un
hom- bre en la cara de don Petronilo.

- ¡Vamos, compañeros! ¡Salgamos y estrangulémoslos con nuestras propias


manos! - exclamó uno.

Cinco hincaron las espuelas a sus monturas, volaron con furia hacia La Puerta,
sin armas, sin esperanza; ¡era sublime!

- ¡Nos van a matar a todos! -dijo otro-. ¡Vamos!

Y los otros cuarenta y cinco salieron atropelladamente por el camino a Santo


Domin- go.

Los veinticinco reclutas a los que se les había ordenado sostener el lado sur
habían cabalgado por medio kilómetro, se habían detenido, parecía que no sabían
qué hacer.

Vieron a los cincuenta desarmados que galopaban hacia las montañas.

- ¡Los compañeros están desertando! ¡Los compañeros están desertando!

Por un momento hubo un fuerte intercambio de gritos. Vieron la nube de polvo


que se erigía sobre ellos. Pensaron en el poderoso ejército de despiadados
demonios que lo componían, vacilaron, rompieron la formación y huyeron a todo
galope a través del chaparral en dirección a las montañas.

De pronto me percaté de los disparos que por algún tiempo ya estaba oyendo.
Sona- ban a una gran distancia, ni siquiera tan fuerte como el tecleo de una
máquina de es- cribir. Aún cuando llamó nuestra atención iba creciendo. El
pequeño y trivial chas- quido de los rifles se ahondó y se hizo serio. Enfrente
ahora era prácticamente conti- nuo, casi como el redoble de un tambor.

Don Petronilo estaba un poco pálido. Llamó a Apolinario y le dijo que


enganchara las mulas al coche.

- Si algo ocurre que no nos toque a nosotros -dijo apenas a Juan Vallejo-.
Llama a mi mujer y tú y Reed vengan con ella al coche. ¡Vengan, Fernando,
Juanito! Silveyra y Juan Santillanes salieron espoleando; los tres se esfumaron
hacia La Puer- ta.

Ahora los podíamos ver; cientos de pequeñas figuras negras a caballo, por
todos lados a través del chaparral; el desierto hervía con ellos. Los gritos salvajes
de los indígenas llegaron hasta nosotros. Una bala perdida voló encima de
nosotros, después otra; des- pués una no perdida, y un ejambre silbando
ferozmente. ¡Pás! Cayeron las paredes de adobe como pedazos de barro. Los
peones y sus mujeres corrían de casa en casa, dis- traídos por el miedo. Un
soldado, con la cara negra por la pólvora, y llena de odio por la matanza y el
terror, pasó galopando, gritó que todo estaba perdido ... Apolinario apresuró a las
mulas con su arnés al lomo y comenzó a engancharlas al coche. Sus manos
temblaban. Tiró una rienda, la recogió, la volvió a tirar, temblaba. De pronto tiró
todos los arneses al suelo y echó a correr. Juan y yo corrimos. Justo entonces una
bala perdida mató a una mula. Ya nerviosos, los animales se jaloneaban con
fuerza. La punta del cambiavía del vagón voló de una carga de rifle. Las mulas
corrieron en tropel hacia el norte perdiéndose en el desierto. Después llegó la
chusma, una horda de soldados salvajes en masa, fueteando a sus aterrorizados
caballos. Pasa- ron junto a nosotros sin detenerse, sin darse cuenta, todos llenos
de sangre, sudor y negrura. Don Tomás, Pablo Arriola, después de ellos el
pequeño Gil Tomás, su caba- llo tembló y cayó muerto de miedo en frente de
nosotros. Las balas rozaban el muro por todos lados.

- ¡Vámonos míster! -dijo Juan- ¡Vámonos!

Comenzamos a correr. Cuando tomé la pendiente opuesta al banco del arroyo,


miré hacia atrás. Gil Tomás iba justo tras de mí, con su sarape rojinegro
alrededor de los hombros. Don Petronilo se alcanzó a ver; contestaba el fuego
sobre su hombro; Juan Santillanes iba a su lado. Adelante corría Fernando
Silveyra, agachándose sobre el cuello de su caballo. Por toda la hacienda había
un círculo de galopes, disparos y gri- tos de hombres.

Tan lejos como la vista podía distinguir, por sobre cada montículo del desierto,
ven- ían más.

CAPÍTULO XI
La huida del míster

Juan Vallejo ya iba lejos, adelante, corriendo tenazmente con su rifle en una
mano. Le grité que se saliera de la carretera y obedeció, sin mirar atrás. Yo lo
seguí. Era una verdadera recta que cruzaba el desierto hacia las montañas. Éste
era liso como una mesa de billar. Nos podían ver desde kilómetros. Mi cámara
resbaló entre las piernas.

La dejé caer. Mi abrigo se convirtió en una terrible carga. Me lo quité.


Veíamos a los compañeros huyendo locamente en dirección al camino de Santo
Domingo. Más allá de ellos apareció inesperadamente una partida de hombres al
galope: era el grupo de flanqueo por el Sur. La gritería se soltó otra vez,
perdiéndose perseguidores y perse- guidos en un recodo del cerrito. ¡Gracias a
Dios que la vereda se apartaba del camino!

Yo seguí corriendo, corría y corría ... hasta que ya no pude más. Entonces di
unos cuantos pasos y corrí otra vez. Sollozaba en vez de respirar. Me agarrotaban
las pier- nas terribles calambres. Aquí había más chaparral, más maleza; los
cerros al pie de las montañas estaban cerca. Pero la vereda era visible en toda su
extensión desde atrás. Juan Vallejo había llegado a la base de los cerros, dos
tercios de un kilómetro adelan- te. Lo vi trepando por una pequeña altura. De
pronto aparecieron tres hombres arma- dos detrás de él y levantaron un vocerío.
Miró a su alrededor, tiró su rifle lejos, entre la maleza, y echó a correr para salvar
el pellejo. Le dispararon, pero se detuvieron para recoger el fusil. Él desapareció
sobre la cumbre; ellos también.

Yo corría. No sabía qué hora era. No estaba muy asustado. Todo parecía
increíble, como una página de Ricardo Harding Davis. Me pareció que si no
escapaba no des- empeñaría bien mi cometido. Seguí pensando para mis
adentros: Bueno, esto es cier- tamente una experiencia. Voy a tener algo sobre lo
cual escribir.

Entonces oí unos gritos atrás y resonar de pezuñas de caballos. Como a unos


treinta metros a mi espalda corría el pequeño Gil Tomás; las puntas de su sarape
volaban rectas. Y como a unos cien metros atrás de él corrían dos hombres
oscuros con bando- leras cruzadas y rifles en las manos. Hicieron fuego. Gil
Tomás levantó su lívida y pequeña cara indígena hacia mí y corrió. Dispararon
otra vez. Una bala zumbó sobre mi cabeza. El muchacho vaciló, se detuvo, giró
sobre sus talones y se dobló de pron- to, cayendo dentro del chaparral. Ellos se le
echaron encima. Vi las pezuñas del caba- llo que iba adelante al golpearlo. Los
colorados hicieron saltar sus monturas sobre las ancas pasando sobre él,
disparando una y otra vez ...

Corrí hacia el chaparral, subí un cerrito, me enredé con las raíces de un


mezquite, caí, rodé por una inclinación arenosa, yendo a parar en una pequeña
barranca. Un espeso mezquital cubría el lugar. Antes de poder moverme, llegaron
los colorados preci- pitándose hacia abajo de la ladera.

- ¡Allá va! -aullaron-, y, haciendo saltar sus caballos sobre el barranco, a


menos de cuatro metros de donde yo estaba tumbado, galoparon hacia el desierto.
Yo me dormí profundamente.
No pude haber dormido mucho, porque cuando desperté, el sol estaba todavía
casi en el mismo lugar; se oían unos cuantos tiros dispersos hacia el Occidente,
en dirección a Santo Domingo. Fijé la vista a través de la enmarañada maleza
hacia el cálido fir- mamento, donde una enorme ave de rapiña revoloteaba en
círculos sobre mí, como dudando si estaría yo vivo o muerto, A menos de veinte
pasos estaba un indio sin zapatos con el rifle caído sobre su caballo inmóvil. Vio
al ave de rapiña y tendió des- pués la mirada inquieta por el desierto. Yo no me
moví. No sabía si era uno de los nuestros o no. Después de un rato se encaminó
despacio al Norte sobre el cerro y des- apareció.

Esperé como una media hora para arrastrarme fuera del barranco. Todavía se
escu- chaban tiros en dirección de la hacienda: estaban rematando a los heridos,
según supe más tarde. No pude verlo. El vallecito en que estaba, corría más o
menos de Oriente a Occidente. Me dirigí al Occidente, hacia la sierra. Pero
todavía estaba demasiado cer- ca de la vereda fatal. Me agaché y corrí sobre el
cerro, sin mirar atrás. Más adelante había otro y después otro. Corriendo en los
cerros, caminando en los bajos a cubierto, avancé continuamente al Noroeste,
hacia las siempre cercanas montañas. Pronto no escuché más ruidos. El sol
quemaba todo abajo; las extensas cordilleras reverberaban con el calor del árido
terreno. El crecido chaparral me destrozaba las ropas y la carne. Bajo los pies, los
cactos, las plantas espinosas y las mortíferas espadas, cuyas largas espigas
entrelazadas me hacían girones las botas, sacando sangre a cada paso; y deba- jo
de ellas la arena y afiladas piedras. Era una caminata horrible. Las grandes
formas erectas de la bayoneta española tenían una gran semejanza con hombres.
Se erguían por todas partes del horizonte. Me detuve, envarado, en la cima de un
cerro alto, entre un grupo de ellas, mirando hacia atrás. La hacienda estaba tan
lejos que sólo era una mancha blanca en la inmensa vastedad del desierto. Una
delgada línea de polvo se movía de la hacienda hacia La Puerta: los colorados
llevaban sus muertos a Mapimí. El corazón me dio un brinco. Un hombre venía
del valle silenciosamente. Tenía un sarape verde sobre un brazo; nada en la
cabeza sino un pañuelo con cuajarones de sangre. Sus piernas desnudas estaban
cubiertas de sangre por las espadas. De pronto me vio y se quedó parado; después
de una pausa me hizo señas. Fui adonde estaba; no dijo ni una palabra, pero guió
nuestra marcha atrás para bajar al valle. Como a unos treinta metros más adelante
se detuvo y señaló algo. Un caballo muerto tendido en la arena con las patas al
aire; a su lado yacía un hombre, destripado por un cuchillo o espada
-evidentemente un colorado, porque su cartuchera estaba casi llena. El hombre
del sarape verde sacó una fea daga, todavía manchada con sangre, se arrodilló y
em- pezó a escarbar entre las espadas. Yo traje piedras. Cortamos una rama de
mezquite e improvisamos una cruz con ella.

Hecho esto procedimos a su entierro.


¿Para dónde va usted, compañero? -le pregunté.

Para la sierra -me contestó-. ¿Y usted?

Señalé al Norte, donde sabía que estaba el rancho de los Güereca.

-El Pelayo está sobre ese camino, a ocho leguas.

-¿Qué es El Pelayo?

-Otra hacienda. Allá están algunos de los nuestros en El Pelayo; así creo ...

Partimos con un adiós.

Seguí adelante por varias horas, corriendo en lo alto de los cerros, tambaleando
entre las crueles espadas, resbalando por las escarpadas laderas de los lechos
secos de los ríos. No había agua. No había comido ni bebido. El calor era intenso.

Cerca de las once, al rodear el recodo de una montaña, vi el exiguo pedazo gris
que era Brusquilla. Aquí pasaba el camino real; el desierto aparecía plano y
abierto. A menos de un kilómetro iba un minúsculo jinete, caminando despacio.
Pareció haber- me visto; se acercó y miró en dirección a mí un buen rato. Yo me
quedé inmóvil.

Luego siguió adelante, haciéndose más y más pequeño, hasta que al fin no
quedó sino un leve soplo de polvo. No había otra señal de vida en muchos
kilómetros. Me agaché y corrí al lado del camino, donde no había polvo. A media
legua al occidente estaba la casa de los Güereca, oculta por la gigante hilera de
álamos que bordeaban la corriente de su arroyo. Más lejos divisé un pequeño
punto rojo en la cima del cerro en que es- taba; cuando me acerqué, vi que era el
padre de los Güereca, escrutando hacia el oriente. Vino corriendo hacia abajo al
verme, agarrándome las manos.

- ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Es cierto que los colorados tomaron La
Cadena?

Le dije brevemente lo que había sucedido.

- ¿Y Longino? -exclamó, retorciéndome el brazo-. ¿Has visto a Longino?

- No -contesté-. Todos los compañeros se retiraron a Santo Dommgo.

- No debes quedarte aquí -dijo el viejo, temblando.


Deme un poco de agua; casi no puedo hablar.

- Sí, sí, bebe. Allí está el arroyo. Los colorados no deben encontrarte aquí -el
viejo miró a su alrededor angustiado; contemplaba el pequeño rancho que tanto
trabajo le había costado adquirir. Nos acabarían a todos.

En aquel momento apareció en el umbral de la puerta la anciana madre.

- Ven acá, Juan Reed -gritó-. ¿Dónde está mi muchacho? ¿Por qué no viene?
¿Lo mataron? ¡Dime la verdad!

- ¡Oh, yo creo que todos salieron bien! -le contesté.

- ¡Y tú! ¿Has comido? ¿Ya desayunaste?

- No he tomado ni una gota de agua desde anoche, ni he comido. Vine a pie


desde La Cadena.

- ¡Pobre muchachito! ¡Pobrecito! -sollozó abrazándome-. Ahora siéntate, te


cocinaré algo. El viejo Güereca se mordía los labios agonizando de temor. La
hospitalidad ganó la partida.

- Mi casa está a tus órdenes -murmuró-. ¡Pero date prisa! ¡Ándale! ¡No deben
verte aquí! ¡Yo iré al cerro para vigilar si alguien viene!

Tomé varios cuartillos de agua, engullí cuatro huevos fritos y algo de queso. El
viejo había retornado y se revolvía impaciente.

- Envié a todos mis hijos a Jaral Grande -dijo-, supimos esta mañana que todo
el valle está huyendo a las montañas. ¿Ya estás listo?

- Quédate aquí -dijo la señora-. ¡Te ocultaremos de los colorados hasta que
venga Longino!

Su esposo le gritó exasperado:

- ¿Estás loca? ¡No deben hallado aquí! ¿Ya estás listo? ¡Ven en seguida!

Me encaminé cojeando a través de una maizal amarillo, quemado.

- Sigue esta vereda -me dijo el viejo-, atraviesa aquellos sembrados y el


chaparral. Te llevará a la carretera para Pelayo. ¡Que te vaya bien! Nos
estrechamos las manos y, un momento después, lo vi remontando de regreso el
cerro, con sus huaraches que parecían volar.

Crucé un valle inmenso cubierto con mezquites que le llegaban a uno a la


cabeza. Pasaron dos veces unos hombres a caballo, probablemente pacíficos, pero
yo no con- fiaba. Más allá de ese valle, otro, de más de dos kilómetros de
extensión. Había mon- tañas áridas por todos lados; asomaba por delante una
cordillera de cerros fantásticos: blancos, rosados y amarillos. Después de unas
cuatro horas, con las piernas tiesas y los pies sangrando, un dolor de cabeza y
todo dando vueltas a mi alrededor, salvados todos los obstáculos, se presentaron
a mi vista los álamos y las chaparras paredes de adobe de la hacienda El Pelayo.

Los peones me rodearon, escuchando mi relato.

¡Qué caray! -murmuraban-. ¡Pero si es imposible caminar de La Cadena hasta


aquí en un día! ¡Pobrecito! ¡Estarás cansado! Ven y come. Esta noche habrá una
cama. Mi casa es tuya -dijo don Felipe, el herrero-. ¿Pero estás seguro de que los
colorados no vienen para acá? En la última visita que nos hicieron -señaló las
paredes ennegre- cidas de la casa grande- mataron a cuatro pacíficos que no
quisieron unirse a ellos. - Me tomó el brazo-. Ven ahora, amigo, a comer.

¡Si hubiera algún lugar para bañarme primero!

Sonrió al oírme y me condujo atrás de la hacienda, a la orilla de una corriente


peque- ña cuyos márgenes eran de un verdor intenso y sobre la cual colgaban
unos sauces. El agua fluía de abajo de una pared alta, sobre la que asomaban las
nudosas ramas de un álamo gigante. Entramos por una puertecilla; allí me
dejaron.

Adentro, se elevaba bruscamente el terreno y, la pared, de un rosa desteñido,


seguía el contorno de la tierra. Hundido, en el centro del lugar, había un estanque
de agua cris- talina. El fondo era de arena blanca. A un extremo de la alberca
brotaba el agua de un agujero en el fondo. Se levantaba de la superficie un vapor
ligero. Era agua caliente. Dentro del estanque estaba un hombre de pie, con el
agua hasta el cuello. Tenía un círculo afeitado arriba de la cabeza.

- Señor -dijo-, ¿es usted católico?

-No.

- Gracias a Dios -dijo brevemente-. Nosotros los católicos somos propensos a


ser in- tolerantes. ¿Es usted mexicano?
-No, señor.

- Está bien -contestó, sonriendo tristemente-. Yo soy sacerdote y español. Se


me ha hecho saber que no soy persona grata en esta hermosa tierra, señor. Dios es
bueno. Pero es mejor en España que aquí en México ...

Me metí lentamente en la profunda transparencia del agua caliente. El dolor,


las las- timaduras y el cansancio huyeron, estremeciendo mi cuerpo. Me sentí
otro. Flotando allí, en el tibio abrazo de aquel estanque maravilloso, con las
torcidas ramas grises del álamo sobre nuestras cabezas, discutimos sobre
filosofia. El cielo ardiente se iba en- friando poco a poco; la brillante luz del sol
se esparcía poco a poco sobre la pared rosada.

Don Felipe insistió que durmiera en su casa, en su cama. Ésta consistía de un


bastidor de hierro con tablillas sueltas de madera, atravesadas. Sobre esto había
tendida una andrajosa manta. Mi ropa me abrigó. Don Felipe, su mujer, su hijo,
ya grande, su hermana y sus dos pequeños niños, todos los cuales dormían en la
cama, se acostaron sobre el mullido suelo. Había también dos personas enfermas
en la habitación -un hombre muy anciano, cubierto de manchas rojizas-, y un
muchacho con las amígdalas muy inflamadas. De vez en cuando entraba una
bruja centenaria que atendía a los pacientes. Su sistema era sencillo. Al anciano
le aplicaba un pedazo de hierro que calentaba en la vela y se lo ponía sobre las
manchas. Para el caso del muchacho, hizo una pasta de masa de maíz y manteca,
restregándola gentilmente con los codos, al mismo tiempo que rezaba en voz alta.
Estos menesteres se desarrollaron a intervalos durante toda la noche. Entre uno y
otro tratamiento, despertaban los niños que insist- ían en que se les
amamantara ... La puerta se cerró al llegar la noche, y no había nin- guna
ventana.

Sin embargo, toda esta hospitalidad significaba un verdadero sacrificio para


Don Fe- lipe, particularmente en las comidas, al llegar las cuales abría su baúl de
hojalata y me ofrecía con toda reverencia su precioso café y azúcar. Era, como
todos los peones, increíblemente pobre y pródigamente hospitalario. El ofrecer su
cama fue un signo del más alto honor. Y cuando traté de pagarle en la mañana,
rehusó escucharme si- quiera.

- Mi casa es de usted -repitió-. Un extranjero puede ser Dios, como decimos


nosotros. Finalmente, le dije que deseaba que me comprara un poco de tabaco;
sólo así tomó el dinero. Yo sabía que sería bien empleado, ya que se puede
confiar en que un mexica- no jamás llevará a cabo un encargo. Es deliciosamente
irresponsable. A las seis de la mañana salí para Santo Domingo en un calesín de
dos ruedas, guiado por un viejo peón llamado Froilán Mendárez. Eludimos el
camino principal, saltando a lo largo de una mera rodada tras de una cordillera de
cerros. Después de haber ca- minado como una hora, tuve un pensamiento
desagradable.

- ¿Y si los compañeros hubieran huido más allá de Santo Domingo y


estuvieran allí los colorados?

- ¡De veras! ¿Qué sucedería? -musitó Froilán, azuzando a la mula.

- Pero si están allí, ¿qué haremos?

Froilán se quedó pensativo.

- Podemos decir que somos primos del presidente Huerta -sugirió, sin
sonreírse. Froilán era un peón sin zapatos; su cara y manos, indescriptiblemente
dañadas por la edad y la porquería; yo era un gringo harapiento.

Seguimos dando saltos por varias horas. En cierto paraje salió de la maleza un
hom- bre armado y nos marcó el alto. Sus labios estaban partidos y resecos por la
sed. Las espadas habían acuchillado terriblemente sus piernas. Había escapado
por la sierra, subiendo y cayendo toda la noche. Le dimos toda el agua y el
alimento que teníamos, y partió hacia Pelayo.

Mucho después del mediodía llegó nuestro calesín a la última cumbre del
desierto; abajo de nosotros se extendía, dormida, la hacienda de Santo Domingo,
con sus altos álamos como palmeras en derredor del manantial que parecía un
oasis. Mi corazón palpitaba con violencia a medida que bajábamos. En la cancha
del gran rebote estaban jugando a la pelota dos peones. Salía del manantial la
larga cadena de aguadores. Algún fuego arrojaba un humo delgado entre los
árboles. Alcanzamos a un peón que llevaba haces de leña.

- No -contestó-, no habían llegado los colorados. ¿Los maderistas? Sí, llegaron


ano- che cientos de ellos, todos a la carrera. Pero en la tarde habían vuelto a La
Cadena, para levantar el campo.

Rompió un inmenso vocerío, que venía de alrededor del fuego debajo de los
álamos:

- ¡El Míster! ¡Aquí viene el Míster! ¿Qué tal, compañero? ¿Cómo escapaste?

Eran mis viejos amigos, los vendedores. Se apiñaban en torno a mí,


ansiosamente, preguntaban, estrechaban mi mano, me abrazaban.
- ¡Ah, pero te anduvo cerca! ¡Caramba! Pero yo tuve suerte. ¿Sabías que
mataron a Longino Güereca? Sí, pero él se había echado a seis colorados antes de
que lo mata- ran. Y también a Martínez, Nicanor y Redondo.

Me sentí muy mal. Enfermo al pensar en tantas muertes sin objeto, en esa
mezquina lucha. El alegre y buen mozo Martínez; Gino Güereca, a quien había
llegado a querer tanto; Redondo, cuya novia estaba entonces en camino para
Chihuahua a comprar su traje de bodas; y el jovial Nicanor. Parecía que al darse
cuenta Redondo de que había sido flanqueado, lo abandonaron sus hombres, por
lo que partió solo al galope hacia La Cadena, cayendo en las garras de trescientos
colorados, los que materialmente lo hicieron pedazos a tiros. Gino, Luis Martínez
y Nicanor, con otros cinco, defendieron el lado oriente de la hacienda sin ayuda,
hasta que se les agotaron las municiones y los rodeó un círculo de gente que
disparaba sobre ellos. Allí murieron. Los colorados se llevaron a la mujer del
Coronel.

- Pero ahí está un hombre que pasó por todo eso -dijo uno de los vendedores-.
Peleó hasta que no tuvo un cartucho; entonces se abrió paso entre el enemigo con
un sable. Miré a mi alrededor. ¡Rodeado por un círculo de peones boquiabiertos y
con el brazo en cabestrillo que atestiguaba su hazaña, estaba Apolinario! Me vio,
saludó fríamente, como lo hubiera hecho con uno que hubiese huido del combate,
y siguió su relato. Estuvimos jugando rebote Froilán y yo durante toda la tarde.
Era un día soporífero, con ambiente de paz. Una brisa ligera hacía susurrar las
ramas altas de los grandes árboles; el sol poniente, desde más allá del cerro que
está detrás de Santo Domingo, coloreaba las elevadas copas de los árboles. Era
una extraña puesta de sol. El cielo se hizo opaco con una nube ligera antes del
mediodía. Primero se puso de color rosado; después, escarlata; luego todo el
firmamento se tomó de pronto de un intenso color de sangre.

Un hombre gigantesco, borracho -un indio de mucho más de dos metros de


estatura-, se tambaleaba en el campo abierto, cerca de la cancha de rebote, con un
violín en la mano. Se lo acomodó bajo la barba y pasó su arco furiosa y
desentonadamente sobre las cuerdas, bamboleándose de un lado a otro al tocar.
Entonces salió del grupo de unos peones un enano manco y comenzó a danzar.
Una tupida multitud formó un rue- do en tomo a los dos, riendo alegremente.

En aquel preciso momento hicieron su aparición, contrastando con el cielo


color de sangre, sobre el cerro del oriente, los angustiados, los vencidos; hombres
a caballo y a pie, heridos; todos abrumados, enfermos, tristes, vacilantes y
cojeando hacia Santo Domingo ...
CAPÍTULO XII
Isabel

En esta forma, frente a un cielo carmesí, llegaron los soldados, extenuados,


vencidos, bajando del cerro. Algunos a caballo; sus animales con las cabezas
bajas, cansados - dos soldados en un caballo, en algunos casos-. Otros a pie, con
vendajes ensangrenta- dos en la frente y en los brazos. Las cartucheras vacías, sin
rifles. Las caras y las ma- nos malolientes por la suciedad y el sudor, teñidas
todavía por la pólvora. Más allá del cerro estaban desparramados todavía en los
quince kilómetros del árido desierto que nos separaban de La Cadena. No
quedaban más de cincuenta, incluyendo a las mujeres; los restantes estaban
dispersos, rezagados, en las montañas infecundas y los pliegues del desierto que
se prolongaban por kilómetros, por lo que todavía tardarían horas en llegar.

Don Petronilo venía al frente, con la cabeza baja y los brazos cruzados; las
riendas caían, sueltas, sobre el cuello de su indeciso, tambaleante caballo. En
seguida, atrás de él, venía Juan Santillana, pálido y enjuto, su cara envejecida.
Fernando Silveyra, todo harapos, arrastrado por su montura. Cuando vadearon la
escasa corriente, levan- taron los ojos y me miraron. Don Petronilo saludó
débilmente con la mano; Fernando gritó:

- ¡Pero cómo, allí está el Míster! ¿Cómo escapaste? Creímos que te habrían
matado seguramente.

-Jugué una carrera con las cabras -contesté.

Juan se echó a reír.

-¿Un susto mortal, eh?

Los caballos metieron ansiosos los hocicos en la corriente, bebiendo con


desespera- ción. Juan, cruelmente, metió las espuelas y atravesó el arroyo para
abrazarnos. Pero don Petronilo desmontó en el agua, entorpecido, como en
sueños y, vadeando hasta arriba de las botas, vino adonde yo estaba.

Estaba llorando silenciosamente. Su expresión no había cambiado, pero corrían


por sus mejillas grandes lágrimas.

- ¿Los colorados capturaron a su mujer! -susurró Juan en mi oído.

Yo estaba embargado de pena por el hombre.


- Es una cosa terrible, mi coronel -le dije gentilmente-, el sentir la
responsabilidad por todos esos valientes que murieron. Pero no fue por culpa de
usted.

- No es eso -contestó pausadamente, mirando por entre las lágrimas el


lastimoso acompañamiento que se arrastraba bajando del desierto.

- Yo también tenía muchos amigos que murieron en la batalla -proseguí-. Pero


ellos murieron gloriosamente, luchando por su país.

- No lloro por ellos -exclamó, retorciéndose las manos-. Hoy perdi todo lo que
más quería. Se llevaron a mi mujer, que era mía, mi nombramiento y todos mis
papeles, y todo mi dinero. Pero me tortura la pena al pensar en mis espuelas de
plata, incrustadas de oro, que compré el año pasado en Mapimí. Se despidió,
abatido.

Comenzaron a venir los peones de sus casas, lanzando gritos compasivos y


ofertas cariñosas. Echaban sus brazos a los cuellos de los soldados, atendían a los
heridos, les daban tímidamente palmaditas en las espaldas y les llamaban
valientes. Extremada- mente pobres, ofrecían alimentos, camas y forrajes para los
caballos, invitándolos a permanecer en Santo Domingo hasta que se sintieran
bien. Yo tenía ya un sitio para dormir. Don Pedro, el principal cabrero, rebosante
de calor su generoso corazón, me había dado su cuarto y su cama; desplazó a su
familia a la cocina, adonde se trasladó tamo bién él. Lo hizo sin la esperanza de
una recompensa, ya que pensó que yo no tenía dinero. En todas partes salían de
sus casas hombres, mujeres y niños, a fin de hacer lugar para los vencidos y
fatigados soldados.

Fernando, Juan y yo fuimos a pedir un poco de tabaco a los cuatro vendedores


acam- pados bajo los árboles al pie del manantial. No habían vendido nada
durante una se- mana; casi se morían de hambre, pero nos cargaron
generosamente de macuche.

Hablamos del combate, tendidos y apoyados en los codos, observando los


despedaza- dos restos de la guarnición en la cumbre del cerro.

- ¿Sabe usted que Gino Güereca murió? -dijo Fernando-. Yo lo vi caer. Su


hermoso caballo tordillo que montaba por primera vez, estaba espantado por el
freno y la silla.

Pero cuando llegó donde silbaban las balas y retumbaban los cañones, se
tranquilizó en seguida. Ese caballo era de raza pura ... Sus padres deben haber
sido todos guerre- ros. En torno a Gino había cuatro o cinco héroes más; casi
todos sus cartuchos esta- ban agotados. Pelearon hasta que en el frente y de
ambos costados se les cerraron las líneas dobles de colorados galopando. Gino
estaba a pie, al lado de su caballo; de pronto una rociada de balas tocó al animal
en varias partes; suspiró y cayó muerto.

Sus acompañantes dejaron de tirar en una especie de pánico.

-¡Estamos perdidos! -gritaron.

-¡Corran ahora que es tiempo todavía! -les decía Gino, sacudiendo su rifle
humeante sobre ellos.

-¡No -gritó-, den tiempo a los compañeros para que se vayan!

- Poco después lo cercaron estrechamente; no lo volví a ver hasta que lo


sepultamos esta mañana ... Aquello era un infierno. Los rifles se habían calentado
al grado que no se podían tocar sus cañones; el remolino caliginoso que salía de
ellos al disparar lo retorcía todo, como si fuera un espejismo ...

Juan interrumpió:

- Caminamos en línea recta hacia La Puerta cuando comenzó la retirada, pero


casi inmediatamente nos dimos cuenta de que no tenía objeto. Los colorados
rompían nuestras pequeñas formaciones como si fueran inmensas olas marinas.
Martínez iba adelante. No tuvo siquiera oportunidad de disparar su rifle, y éste
era también su pri- mer combate. Lo hirieron montado ... Pensé entonces en lo
que usted y Martínez se querían. Las conversaciones que tenían ustedes eran muy
afectuosas; por las noches no se dejaban dormir mutuamente ...

Los elevados penachos de los árboles se habían entristecido por la falta de luz;
parec- ían estar erguidos entre la lluvia de estrellas arriba, en la honda cúpula.
Los vendedo- res habían avivado su pequeña fogata; el tranquilo murmullo de su
charla en voz baja llegaba hasta nosotros. Las puertas abiertas en las chozas de
los peones arrojaban su titubeante luz de velas. Venía del río una silenciosa línea
de muchachas vestidas de negro con cántaros de agua en sus cabezas. Las
mujeres molían su maíz con el monó- tono crujir de las piedras. Los perros
ladraban. El repiqueteo de los cascos marcaba el paso de la caballada hacia el río.
A lo largo del enrejado, frente a la casa de don Pe- dro, los guerreros fumaban y
peleaban otra vez la batalla, pataleando en derredor y gritando las descripciones
que hacían.
- Tomé mi rifle por el cañón y lo estrellé en su cara grotesca, así como ...
-narraba otro, gesticulando.

Los peones, acuclillados alrededor, oían sin respirar ... Y, mientras tanto, la
macilenta procesión de los vencidos se arrastraba por el camino al cruzar el río.

No había oscurecido todavía. Me fui a la orilla para observarlos, con la vaga


esperan- za de hallar a alguno de mis compadres, que pudiera aparecer aún como
perdido. Y fue allí donde vi por primera vez a Isabel.

No había nada interesante en ella. Creo que me di cuenta de su presencia,


principal- mente, porque era una de las pocas mujeres en aquella desventurada
compañía. Era una muchacha india de piel muy oscura, como de veintiséis años
de edad, con el cuerpo rechoncho de su raza explotada; facciones agradables; el
pelo cayendo adelan- te, sobre sus hombros, en dos largas trenzas; y grandes
dientes que brillaban con su sonrisa. Nunca pude saber si era simplemente una
mujer que trabajaba como peón en derredor de La Cadena, cuando ocurrió el
ataque, o si era una mujer de las que siguen a los campamentos del ejército.

Caminaba trabajosamente, impasible, entre el polvo, atrás del caballo del


capitán Félix Romero, y así lo había hecho al través de veinte kilómetros. Él no
le hablaba, ni siquiera volvía atrás la vista; seguía adelante indiferente. Algunas
veces se cansaba de llevar su rifle y se lo daba para que lo cargara, con un frío: -
¡Toma! ¡Lleva eso! Averigüé más tarde que cuando volvieron a La Cadena
después de la lucha, para se- pultar a los muertos, la había encontrado vagando a
la ventura en la hacienda, osten- siblemente fuera de su razón, y qué, necesitando
una mujer, le había ordenado que lo siguiera; lo que hizo, sin preguntar,
siguiendo las costumbres de su país y de su sexo. El capitán Félix dejó beber
agua a su caballo. Isabel se detuvo también, se arrodilló y sumergió su cara en el
agua.

- Ven acá -le ordenó el capitán-. ¡Ándale! Se levantó sin proferir palabra y
vadeó el arroyo. En el mismo orden subieron a la otra orilla; allí desmontó el
capitán, extendió la mano hacia el rifle que ella llevaba y dijo:

- ¡Arregla mi cena!

Echó a andar hacia las casas donde el resto de los soldados estaban sentados.
Isabel se acuclilló sobre sus rodillas y juntó ramas secas para hacer fuego. Poco
des- pués ardía una pequeña hoguera. Llamó a un chiquillo con la rígida y
chillona voz que tienen las mujeres mexicanas:
- ¡Oye, chamaco, tráeme un poco de agua y maíz para darle de comer a mi
hombre!

Y levantándose sobre sus rodillas, ante el vivo resplandor de las llamas,


sacudió hacia abajo su larga, lacia y negra cabellera. Llevaba una especie de
blusa de color azul pálido, desvaído, de tela corriente. Tenía manchas de sangre
seca sobre el pecho.

-¡Qué batalla, señorita! -le dije.

Brillaron sus dientes al sonreír y, no obstante, había un vacío enigmático en su


expre- sión. Los indios tienen caras como máscaras. Bajo la de ella pude ver que
estaba te- rriblemente cansada y hasta un poco histérica. Pero hablaba bastante
tranquila.

- Y bien -dijo-. ¿Es usted el gringo que corrió tantos kilómetros de los
colorados, dis- parándole por detrás?

Luego se rió deteniendo el aliento en medio de la risa, como si hubiese sentido


un dolor.

El chamaco llegó dando traspiés, trayendo una vasija de barro y una brazada de
ma- zorcas de maíz que echó a sus pies. Isabel desató de su challa pesada artesa
de piedra, el metate, que usan las mujeres mexicanas, y empezó a desgranar
mecánicamente el maíz, echándolo dentro.

-No recuerdo haberte visto en La Cadena -le dije-. ¿Estuviste allá mucho
tiempo?

- Demasiado -contestó sencillamente sin levantar la cara, agregando


repentinamente-:

¡Ah, esta guerra no es cosa para mujeres! -Lloraba. Don Félix salió de la
oscuridad, con un cigarro en la boca.

- Mi comida -gruñó-. ¿Está pronto?

-¡Luego, luego! -contestó ella. Él se fue otra vez.

- ¡Oiga, señor, quienquiera que usted sea! -dijo Isabel suavemente,


mirándome-. Mi amante murió ayer en el combate. Este hombre es ahora mi
hombre; pero por Dios y todos los hombres, no puedo dormir con él esta noche.
Permítame quedarme entonces con usted.
No había el menor rasgo de coquetería en su voz. Aquel espíritu equívoco,
infantil, se encontraba en una situación que no podía soportar, y había hallado la
salida instinti- vamente. Dudo inclusive que supiera por qué se rebelaba ante la
idea de pensar en este hombre nuevo, cuando el cadáver de su amante no se había
enfriado todavía. Yo no era nada para ella, ni ella lo era para mí. Eso era lo que
importaba.

Asentí. Abandonamos juntos el fuego. El maíz del capitán se desparramaba de


la arte- sa. A poco andar nos lo encontramos en la oscuridad.

- ¡Mi comida! -dijo exasperado. Su voz cambió-. ¿A dónde vas?

- Me voy con este señor -contestó Isabel nerviosamente-. Me voy a quedar con
él ...

- ¿Tú ...? -comenzó a tragar gordo-. Tú eres mi mujer. ¡Oiga, señor, ésta que
está aquí es mi mujer!

- Sí -dije-. Es su mujer. Yo no tengo nada que ver con ella. Pero está muy
cansada y no se siente bien; le he ofrecido mi cama por esta noche.

- ¡Eso está muy mal, señor! -exclamó el capitán con voz tronante-. Usted es
huésped de esta tropa y amigo del coronel, pero ésta es mi mujer y yo la quiero ...

- ¡Oh! -Isabel comenzó a llorar-. ¡Hasta pronto señor! Me cogió del brazo y tiró
de mí para caminar.

Todos habíamos estado viviendo en una pesadilla de lucha y muerte. Creo que
todos estaban un poco aturdidos y excitados. Yo lo estaba. Pero ya los peones y
los solda- dos habían empezado a reunirse en torno nuestro; al seguir adelante, la
voz del ca- pitán subió de tono, detallando al grupo reunido la injusticia de que
era víctima:

- ¡Apelaré al coronel! -decía-. ¡Se lo diré al coronel!

Nos pasó adelante, dirigiéndose hacia el cuartel del coronel, con su cara
evasiva y voz borboteante.

- ¡Oiga, mi coronel! -gritó-. Este gringo se lleva a mi mujer. Es el más grave de


los insultos.

- Bueno -replicó el coronel con calma-, si ambos desean irse, creo que no
podemos hacer nada para impedírselo, ¿verdad?
La noticia circuló con la rapidez del rayo. Una legión de muchachos nos seguía
de cerca, lanzando las regocijadas groserías que acostumbran gritar detrás de los
cortejos rústicos a los recién casados. Pasamos el bordo donde estaban sentados
los heridos y los soldados, que hacían visajes y observaciones escabrosas,
agudas, como si se trata- ra de un matrimonio. Todo ello no era soez o sugestivo;
sus bromas eran sanas y ale- gres. Se sentían sinceramente felices por nosotros.

Cuando nos acercamos a la casa de don Pedro nos dimos cuenta de que había
muchas velas adentro. Él, su mujer e hija estaban atareados con las escobas,
barriendo y vol- viendo a barrer el piso de tierra y rociándolo con agua. Habían
puesto ropa nueva de cama y encendido el candelero de fiesta ante la mesa del
altar de la Virgen. Sobre el marco de la puerta colgaba un festón de botones en
flor, de papel, reliquias decoloradas de muchas Navidades ante- riores (porque
era en invierno) y no había flores naturales.

Don Pedro estaba risueño, radiante. No importaba quiénes fuéramos, o cuáles


fueran nuestras relaciones. Éramos un hombre y una mujer solteros, y para él se
trataba de una fiesta nupcial.

- Que pases una feliz noche -dijo con voz queda, y cerró la puerta. La sobria
Isabel hizo los menesteres del cuarto y apagó todas las velas, excepto una.

Entonces oímos, afuera, los preludios de la música. Alguien había alquilado la


or- questa del pueblo para darnos una serenata. Más tarde, durante la noche,
tocaron con- tinuamente afuera de la puerta de nuestra habitación. De la casa
vecina oímos ajetreo de sillas y mesas para despejar la pieza; y poco antes de
dormirme comenzaron a bai- lar combinando económicamente la serenata con el
baile.

Sin la menor turbación, Isabel se acostó a mi lado en la cama. Su mano alcanzó


la mía. Se arrimó junto a mi cuerpo, buscando su calor, musitó hasta mañana y se
dur- mió. Y calmada, dulcemente, me embargó el sueño ...

Al despertar la mañana siguiente, se había ido. Abrí la puerta y miré fuera. La


mañana era deslumbrante -todo azul y oro-, una región etérea ataviada de grandes
nubes blan- cas fulgurantes y un cielo ventoso; el desierto, bronceado y
luminoso. Bajo los ceni- cientos árboles sin hojas, el fuego matinal de los
vendedores saltaba horizontalmente, impelido por el viento. Las oscuras mujeres,
arropadas contra el viento, cruzaban a campo abierto hacia el río, en fila, con sus
cántaros rojos en la cabeza. Los gallos cantaban; las cabras clamaban por la
ordeña; un centenar de caballos levantaban una polvareda del suelo al ser
llevados al río.
Isabel estaba en cuclillas sobre una pequeña hoguera cerca de la esquina de la
casa, palmeando tortillas para el desayuno del capitán. Sonrió al verme; me
preguntó cortésmente si había dormido bien. Ahora estaba muy contenta; podía
vérsele por la forma en que cantaba haciendo su trabajo.

Luego llegó el capitán, quien me saludó en forma agria con la cabeza.

- Espero que ya esté listo -refunfuñó, tomando las tortillas que ella le dio-.
Necesitas mucho tiempo para hacer un pequeño desayuno. ¡Caramba! ¡Cómo!
¿No hay café? Se fue, mascando a dos carrillos.

- Alístate -gritó sobre el hombro, volviéndose-. Salimos dentro de una hora.

- ¿Te vas? -le pregunté curiosamente. Isabel me miró con los ojos muy
abiertos.

- Claro que me voy. ¡Seguro! ¿No es él mi hombre? -miró hacia él con


admiración.

Ya no era una rebelde ...

- Es mi hombre -dijo-. Es muyguapo y valiente. Por ejemplo, en la batalla, el


otro día... Isabel había olvidado a su amante.

SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO I
Villa acepta una medalla

Cuando Villa estuvo en Chihuahua, dos semanas antes del avance sobre
Torreón, el cuerpo de artillería de su ejército decidió condecorarlo con una
medalla de oro por heroísmo personal en el campo de batalla.

El lugar de la ceremonia fue el Salón de Audiencias del Palacio del


Gobernador en Chihuahua, con brillantes arañas de luces, pesados cortinajes
rojos y papel tapiz ame- ricano de colores chillones en la pared, donde había un
trono para el gobernador: una silla dorada con garras de león por brazos,
colocada sobre un estrado, bajo un dosel de terciopelo carmesí, coronado por un
capitel de madera pesado y dorado, el cual remataba en una corona.
Estaban finalmente alineados a un extremo del Salón de Audiencias los
oficiales de artillería, con elegantes uniformes azules guarnecidos con terciopelo
negro y oro, relucientes espadas nuevas y áureos sombreros bordados,
rígidamente sujetos bajo los brazos. Desde la puerta de aquel salón, en lomo de la
galería, abajo de la escalinata monumental, al través del grandioso patio interior
del Palacio, y afuera, pasando por las imponentes puertas a la calle, estaban
formados a pie firme y en doble fila los sol- dados, presentando armas.
Agrupadas como una cuña entre la multitud, había cuatro bandas de música
regimentales. El pueblo de la capital estaba sólidamente represen- tado por
millares en la Plaza de Armas, frente al Palacio.

- ¡Ya viene! ¡Viva Villa! ¡Viva Madero! ¡Villa, el amigo de los pobres! Se oyó
un vocerío que venía de atrás de la multitud y se extendía como una llamarada a
un ritmo creciente hasta que parecía levantar a millares de sombreros sobre las
ca- bezas. La banda comenzó a tocar el himno nacional mexicano, mientras Villa
llegaba caminando a pie por la calle.

Vestía un viejo uniforme caqui, sencillo; le faltaban varios botones. No se


había rasu- rado, no llevaba sombrero y tenía el pelo sin peinar. Caminaba con
pasos ligeros, un poco encorvado, con las manos en los bolsillos de sus
pantalones. Al entrar al pasadi- zo entre las rígidas filas de soldados, pareció un
poco desconcertado, sonriente y sa- ludando a un compadre aquí y otro allá en las
filas. El gobernador Chao y el secreta- rio de gobierno del Estado, Terrazas,
vestidos con uniforme de gala, se le reunieron al pie de la gran escalinata. La
banda tocó sin restricciones y, al entrar Villa al Salón de Audiencias, a una señal
de alguno en el balcón del Palacio, la enOrme multitud con- gregada en la Plaza
de Armas se descubrió, mientras los brillantes oficiales agrupados en el recinto
saludaban muy estirados.

¡Una apoteosis napoleónica!

Villa titubeó un momento,jalándose el bigote y, al parecer, muy molesto;


finalmente, se encaminó hacia el trono, al que probó sacudiendo sus brazos y
sentándose después, con el gobernador a la derecha y el secretario de gobierno a
la izquierda.

El señor Bauche Alcalde se adelantó unos pasos, levantó la mano derecha en la


posi- ción exacta que tomó Cicerón al acusar a Catilina y, pronunciando un breve
discurso, ensalzó a Villa por su valentía personal en el campo de batalla en seis
ocasiones, las que describió con vivos detalles. El jefe de la Artillería, que lo
siguió, dijo:
- El ejército lo adora. Iremos con usted a donde nos lleve. Usted puede ser lo
que quiera en México.

Hablaron otros tres oficiales usando los presuntuosos y profusos periodos


necesarios para la oratoria mexicana. Lo llamaron El Amigo de los Pobres, El
General Invenci- ble, El Inspirador de la Bravura y el Patriotismo, La Esperanza
de la República India.

Y durante todo esto, Villa, cabizbajo en el trono, con la boca abierta, recorría
todo en su derredor con sus pequeños ojos astutos. Bostezó una o dos veces; pero
la mayor parte del tiempo parecía meditar, con algún intenso divertimiento
interno, como un niño pequeño en una iglesia, que se pregunta qué significa todo
aquello. Sabía, desde luego, qué era lo correcto; quizá sintió una ligera vanidad,
ya que esta ceremonia convencional era dedicada a él. Pero al mismo tiempo le
fastidiaba. Por último, con una actitud solemne, se adelantó el coronel Servín con
la diminuta caja de cartón que contenía la medalla. El general Chao tocó a Villa
con el codo, po- niéndose éste de pie.

Los oficiales aplaudieron calurosamente; afuera, la muchedumbre lanzó


vítores; la banda en el patio comenzó a tocar una marcha triunfal.

Villa extendió las manos ávidamente, igual que un chiquillo por un juguete
nuevo. Se le hacía tarde para abrir la caja y ver lo que había dentro. Un silencio
expectante in- vadió a todos, a la multitud en la Plaza inclusive. Villa vio la
medalla, se rascó la ca- beza y, en medio de un respetuoso silencio, dijo
claramente:

- ¡Ésta es una miserable pequeñez para darla a un hombre por todo el heroísmo
de que hablan ustedes!

¡Fue un pinchazo a la burbuja imperial, que provocó allí mismo la risa de


todos! Esperaban que hablara, para decir el discurso convencional de aceptación.
Pero al ver en torno del salón a todos aquellos hombres educados, brillantes, que
dijeron morirían por Villa, el peón, y lo decían sinceramente; lo mismo que al
mirar al través de la puerta a los soldados harapientos, que habían olvidado su
rígida compostura y se api- ñaban ansiosos en el corredor, con los ojos fijos y
anhelantes en el compañero que tanto querían, se dio cuenta de lo que significaba
la Revolución.

Frunciendo el ceño, como hacía siempre que reflexionaba intensamente, se


inclinó sobre la mesa frente a sí y habló, en voz tan baja que la gente apenas
podía oírlo:
- No hay palabra para hablar. Lo único que puedo decir es que mi corazón es
todo para ustedes.

Le dio con el codo a Chao y se sentó, escupiendo violentamente en el suelo; y


fue Chao quien pronunció el clásico discurso.

CAPÍTULO II
El ascenso de un bandido

Durante veintidós años Villa fue un bandolero. Cuando sólo era un muchacho
de die- ciséis años, repartiendo leche en las calles de Chihuahua, mató a un
funcionario del gobierno y se fue al monte. Se dice que el funcionario había
violado a su hermana, pero es más probable que la causa haya sido la
insoportable altanería de Villa. Eso, en sí, no le hubiera puesto fuera de la ley por
mucho tiempo en México, donde la vida humana vale tan poco; pero, ya fugitivo,
cometió el imperdonable crimen de robarle ganado a los ricos hacendados. Desde
entonces, hasta el estallido de la revolución de Madero, el gobierno mexicano
tenía puesto un precio a su cabeza.

Villa era hijo de peones ignorantes. Nunca fue a la escuela. No tenía el más
leve con- cepto de lo complejo de la civilización, y cuando, por último, volvió a
ella, era un hombre maduro, de una extraordinaria sagacidad natural, que se
encontraba en pleno siglo XX con la ingenua sencillez de un salvaje.

Es casi imposible obtener datos exactos sobre su vida como bandolero. Hay
relatos de atentados que cometió en los viejos archivos de los periódicos locales
y en los infor- mes del gobierno, pero esas fuentes son parciales; su nombre se
hizo tan famoso co- mo bandido, que todos los robos de trenes, asaltos y
asesinatos en el norte de México eran atribuidos a Villa ... No obstante, creció un
inmenso acervo de leyendas popula- res entre los peones, en torno a su nombre.
Hay muchas canciones y corridos cele- brando sus hazañas, los que se oyen
cantar a los pastores de carneros, al calor de sus hogueras, por la noche, en las
montañas, que son la reproducción de las coplas here- dadas de sus padres o que
otros compusieron extemporáneamente. Por ejemplo, se cuenta la historia de
cómo Villa, enfurecido al saber de la miseria de los peones de la hacienda de Los
Álamos, reunió una pequeña banda y cayó sobre la Casa Grande, la cual saqueó,
distribuyendo los frutos del pillaje entre la gente pobre. Arreó millares de cabezas
de ganado de los Terrazas y las llevó a través de la frontera. Caia sobre una mina
en bonanza y se apoderaba del oro o plata en barras. Cuando necesitaba maíz,
asaltaba el granero de algún rico. Reclutaba casi abiertamente en las rancherías
alejadas de los caminos muy transitados y de los ferrocarriles, organizando a los
ban- didos en las montañas. Muchos de los actuales soldados rebeldes
pertenecían a su banda, y varios de los generales constitucionalistas, como
Urbina. Sus dominios con- finaban sobre todo al sur de Chihuahua y al norte de
Durango; pero se extendían des- de Coahuila, cruzando la República, hasta el
Estado de Sinaloa.

Su arrojo y bravura románticos son el tema de muchos poemas. Cuentan, por


ejemplo, que un tal Reza, de su partida, fue capturado por los rurales y sobornado
para traicio- nar a Villa. Cuando éste lo supo, anunció que iría a Chihuahua por
Reza. Llegó en pleno día y entró en la ciudad a caballo, tomó un helado en la
Plaza -el corrido es muy explícito sobre este punto- y se dedicó a recorrer las
calles hasta que encontró a Reza paseando con su novia en el concurrido Paseo
Bolívar. Era domingo cuando lo mató y escapó. Durante las épocas de miseria
alimentaba a regiones enteras y se hacía cargo de la gente desalojada de sus
poblados por las tropas que obedecían las leyes arbitrarias de Porfirio Díaz sobre
tierras.

Era conocido en todas partes como El Amigo de los Pobres. Fue una especie de
Robin Hood mexicano.

Durante todos estos años aprendió a no confiar en nadie. Cuando hacía sus
jornadas secretas a través del país con un acompañante leal, acampaba a menudo
en un lugar despoblado y allí despedía a su guía; dejaba una fogata ardiendo y
cabalgaba toda la noche para alejarse de su fiel acompañante. Así fue cómo Villa
aprendió el arte de la guerra; y hoy, en el campo, cuando llega el ejército para
acampar en la noche, Villa tira las bridas de su caballo a un asistente, se echa el
sarape sobre los hombros y se va, solo, a buscar el abrigo de los cerros. Parece
que nunca duerme. En medio de la noche se presenta de improviso en cualquier
parte de los puestos avanzados, para ver si los centinelas están en su lugar;
cuando retorna en la mañana, viene de una direc- ción distinta. Nadie, ni siquiera
el oficial de mayor confianza en su Estado Mayor, conoce nada de sus planes
hasta que está listo para entrar en acción.

Cuando Madero empezó su campaña en 1910, Villa era todavía un bandido.


Tal vez, como dicen sus enemigos, vio la oportunidad para exculparse; quizá,
como parece probable, lo guió la rebelión de los peones. De todos modos,
después de cerca de tres meses de haberse levantado en armas, apareció
repentinamente en El Paso y puso su persona, su banda, sus conocimientos y toda
su fortuna, a las órdenes de Madero. Las inmensas riquezas que, decía la gente,
debía haber acumulado durante sus veinte años de bandolerismo, resultaron ser
363 pesos de plata, muy usados. Villa se convirtió en capitán del ejército
maderista, y como tal fue con Madero a la Ciudad de México, donde lo
nombraron general honorario de los nuevos rurales. Se le agregó a las tropas de
Huerta, cuando éste salió al Norte para combatir la rebelión de Orozco. Villa era
comandante de la guarnición de Parral, y derrotó a Orozco con una fuerza
inferior en la única batalla decisiva de la campaña.

Huerta puso a Villa al mando de las avanzadas, para que él y los veteranos del
ejérci- to maderista hicieran la tarea más peligrosa y llevaran la peor parte,
mientras los vie- jos batallones de líneas federales se quedaban atrás protegidos
por su artillería. En Jiménez, Huerta mandó inesperadamente a Villa ante una
corte marcial, acusándolo de insubordinación, diciendo haberle telegrafiado una
orden a Parral, la cual mani- festó Villa no haber recibido. La corte marcial duró
quince minutos, y el futuro y más poderoso antagonista de Huerta fue
sentenciado a ser fusilado.

Alfonso Madero, que pertenecía al Estado Mayor de Huerta, detuvo la


ejecución; pero el presidente Madero, obligado a dar apoyo a las órdenes de su
general en jefe de la campaña, encarceló a Villa en la penitenciaría de la capital.
Durante todo este perio- do, Villa permaneció leal a Madero, sin vacilaciones,
actitud sin precedente en la his- toria mexicana. Por largo tiempo, Villa había
deseado ansiosamente tener una educa- ción. No perdió el tiempo en
lamentaciones ni intrigas políticas. Se puso a estudiar con todas sus fuerzas para
aprender a leer y escribir. Villa no tenía ni la más mínima base para hacerlo.
Hablaba un lenguaje ordinario, el de la gente más pobre, el del lla- mado pelado.
No sabía nada de los rudimentos o filosofia del idioma, por lo que tuvo que
empezar por aprender aquéllos primero, porque siempre quería saber el por qué
de las cosas. A los nueve meses podía escribir regular y leer los periódicos.
Ahora es interesante verlo leer, o más bien, oírlo, porque tiene que hacer una
especie de dele- treo gutural, un zumbido con las palabras en voz alta, como si
fuera un pequeño que apenas puede o empieza a leer. Al fin, el gobierno de
Madero se hizo de la vista gorda ante su fuga de la prisión; bien fuera para evitar
complicaciones a Huerta, dado que los amigos de Villa habían exigido una
investigación, o bien porque Madero estuviera convencido de su inocencia y no
se atreviera a ponerlo abiertamente en libertad.

Desde ese tiempo hasta que estalló el último levantamiento, Villa vivió en El
Paso, Texas, y salió de allí en abril de 1913, para conquistar a México con cuatro
acompa- ñantes, llevando tres caballos, dos libras de azúcar y café y una de sal.

Hay una anécdota relacionada con eso. No tenía dinero suficiente para comprar
caba- llos, ni sus amigos tampoco. Decidió enviar a dos de ellos a una pensión
local de ca- ballos de alquiler, donde sacaron algunos todos los días durante una
semana. Pagaban siempre cuidadosamente el alquiler, de modo que cuando
solicitaron ocho caballos, el propietario de la pensión no vaciló en confiar que se
los devolverían. Seis meses des- pués, cuando Villa entró victorioso en Juárez, a
la cabeza de un ejército de cuatro mil hombres, su primer acto público fue remitir
con un mensajero una cantidad doble de lo que costaban los caballos robados.

Reclutó a sus hombres en las montañas cerca de San Andrés. Era tan grande su
popu- laridad, que en el término de un mes había levantado un ejército de tres mil
soldados; en dos meses había arrojado a las guarniciones federales de todo el
Estado de Chihu- ahua, obligándolas a refugiarse en la misma ciudad de este
nombre; a los seis meses había tomado Torreón; y en siete meses y medio había
caído en su poder Ciudad Juárez; el ejército de Mercado había salido de
Chihuahua y el norte de México estaba casi liberado.

CAPÍTULO III
Un peón en política

Villa se nombró gobernador militar del Estado de Chihuahua, comenzando el


extraor- dinario experimento -extraordinario porque no sabía nada acerca de estos
asuntos- de organizar con su propia cabeza un gobierno para 300,000 personas.

Muchas veces se ha dicho que Villa tuvo éxito porque disponía de consejeros
educa- dos. En realidad, estaba casi solo. Los consejeros que tenía pasaban la
mayor parte de su tiempo dando respuesta a sus preguntas impacientes y
haciendo lo que él les decía que hicieran. Yo acostumbraba ir algunas veces al
Palacio del gobernador en la ma- ñana temprano y esperarlo en su despacho.
Silvestre Terrazas, secretario de gobierno, Sebastián Vargas, tesorero del Estado,
y Manuel Chao, entonces interventor, llegaban como a las ocho, muy bulliciosos
y atareados, con enormes legajos de informes, su- gestiones y decretos que
habían elaborado. Villa mismo se presentaba como a las ocho y media, se
arrellanaba en su silla y les hacía leer en alta voz lo que había. A cada minuto
intercalaba una observación, corrección o sugestión. De vez en cuando movía su
dedo atrás y adelante y decía:

-No sirve.

Cuando todos habían terminado, comenzaba rápidamente y sin detenerse a


delinear la política del Estado de Chihuahua: legislativa, hacendataria, judicial y
aun educativa.

Cuando llegaba a un punto en que no podía salir del paso, decía:


- ¿Cómo hacen eso?

Entonces, después que le era explicado ciudadosamente el porqué, le parecía


que la mayor parte de los actos y costumbres del gobierno eran
extraordinariamente innece- sarios y enredosos. Un caso: proponían financiar la
revolución emitiendo bonos del Estado que redituaran el 30 ó 40 por ciento de
interés. Villa dijo:

- Entiendo que el Estado deba pagar algo al pueblo por el empleo de su dinero,
pero ¿cómo puede ser justo que le sea devuelto éste triplicado o cuadruplicado?

No podía admitir que se adjudicaran grandes extensiones de tierra a los ricos y


no a los pobres. Toda la compleja estructura de la civilización era nueva para él.
Había que ser filósofo para explicar cualquier cosa a Villa; sus consejeros sólo
eran hombres prácticos.

Se presentaba el problema de las finanzas, que para Villa se planteaba de la


siguiente manera. Se percató que no había moneda en circulación. Los
agricultores y ganaderos que producían carnes y vegetales ya no querían venir a
los mercados citadinos porque nadie tenía dinero para comprar. La verdad era
que aquellos que poseían plata o bille- tes de banco mexicanos los tenían
enterrados. Chihuahua no era un centro industrial; las pocas fábricas que tenía
estaban cerradas; no había nada que pudiera cambiarse por alimentos. De suerte
que comenzó en seguida una paralización comercial, y el hambre amenazaba a
los habitantes de las ciudades. Recuerdo vagamente haber sabi- do de varios
planes grandiosos para aliviar la situación, presentados por los conseje- ros de
Villa, quien dijo:

- Bueno, si todo lo que se necesita es dinero, vamos a hacerlo.

Así fue como se echaron a andar las prensas en los sótanos del palacio del
gobernador e imprimieron dos millones de pesos en papel sólido, en los cuales
aparecían las fir- mas de los funcionarios del gobierno, con el nombre de Villa
impreso en medio de los billetes con grandes caracteres. La moneda falsa que
inundó después El Paso se dis- tinguía de la legítima por el hecho de que los
nombres de los funcionarios aparecían firmados y no estampados.

La primera emisión de moneda no tenía otra garantía que el nombre de Villa.


Fue lanzada principalmente para reanimar al pequeño comercio interior del
Estado, a fin de que la gente pobre pudiera adquirir víveres. Sin embargo, fue
comprada inmedia- tamente por los bancos de El Paso a 18 y 19 centavos de
dólar, porque Villa la garan- tizaba.
Él no sabía nada, desde luego, de los manejos aceptados para poner su moneda
en circulación. Empezó a pagar al ejército con ella. El día de Navidad convocó a
los habitantes pobres de Chihuahua y les dio 15 pesos a cada uno
inmediatamente. En seguida lanzó un pequeño decreto, ordenando la aceptación a
la par de su moneda en todo el Estado. El sábado siguiente afluían todos a los
mercados de Chihuahua y de otras ciudades, agricultores y compradores. Villa
lanzó otra proclama fijando el pre- cio de la carne de res a siete centavos la libra,
la leche a cinco centavos el litro, y el pan a cuatro centavos el grande. No hubo
hambre en Chihuahua. Pero los grandes comerciantes, que habían abierto
tímidamente sus tiendas por primera vez desde la entrada de Villa en Chihuahua,
marcaron sus artículos con dos listas de precios: una para la moneda de plata y
billetes de banco mexicanos, y la otra para la moneda de Villa. Éste paró en seco
la maniobra con otro decreto, ordenando una pena de sesenta días de cárcel para
cualquiera que rechazara su moneda.

Pero ni así salían la plata y el papel moneda de su escondite bajo tierra, y Villa
los necesitaba para adquirir armas y otras cosas para su ejército. De modo que
hizo la sencilla declaración pública de que, después del 10 de febrero, sería
considerada ile- gal la circulación de la plata y papel moneda que se ocultaba,
pudiendo cambiarse antes de esa fecha toda la que se deseara, por su propia
moneda, a la par, en la Teso- rería del Estado. Pero las grandes sumas en poder
de los ricos siguieron ocultas. Los financieros dijeron que sólo se trataba de una
baladronada, y se mantuvieron firmes. Entonces el 10 de febrero apareció un
decreto, fijado en todas las paredes de la ciudad de Chihuahua, anunciando que a
partir de esa fecha toda la plata acuñada y los bille- tes de banco mexicanos
serían moneda falsa y no podrían ser cambiados por la mone- da de Villa en la
Tesorería. Además, cualquiera que tratara de hacerlo circular, que- daría sujeto a
sesenta días de prisión en la penitenciaría. Se levantó un griterío clamo- roso, no
sólo de los capitalistas sino también de los astutos avaros de poblados distan- tes.

Como dos semanas después de la emisión de este decreto, yo estaba


almorzando con Villa en la casa que le había confiscado a Manuel Gameros, y
que usaba como su residencia oficial. Llegó una delegación de peones con
huaraches, de un pueblo en la Sierra Tarahumara, para protestar contra el decreto.

- Pero, mi general -decía el que llevaba la voz-, nosotros no sabíamos nada del
decre- to y usábamos los billetes y la plata en nuestro pueblo. Ignorábamos lo de
su moneda, no supimos ...

- ¿Ustedes tienen mucho dinero? -interrumpió Villa de pronto.

- Sí, mi general.
- ¿Tres, cuatro o cinco mil, tal vez?

- Más que eso, mi general.

- ¡Señores! -Villa los miró furtiva y ferozmente-, veinticuatro horas después de


la emisión de mi moneda llegaron muestras de ella a su pueblo. Pero ustedes
creyeron que mi gobierno no duraría. Hicieron hoyos debajo de sus casas y
enterraron allí su plata y billetes de banco. Ustedes supieron de mi primera
proclama un día después de que ésta se fijó en las calles de Chihuahua, pero no le
hicieron caso. Ustedes también supieron del decreto declarando falsos la plata y
los billetes ocultos, tan pronto como éste fue lanzado. Creyeron que siempre
habría tiempo para cambiar, si era necesario. Pero ahora les entró miedo y
ustedes tres, que tienen más dinero que nadie en aquel lugar, montaron en sus
mulas y llegaron hasta aquí. Señores, su dinero es moneda falsa. ¡Ustedes son
hombres pobres!

- Válgame Dios -y comenzó a llorar el más viejo de los tres, que sudaban
copiosa- mente.

- ¡Pero si estamos arruinados, mi general! Lo juro ante usted: nosotros no


sabíamos; hubiéramos aceptado. ¡No hay alimentos en el pueblo!

El general en jefe meditó por un momento.

- Les daré otra oportunidad -dijo-, no lo haré por ustedes, sino por la gente
pobre del pueblo que no puede comprar nada. El miércoles próximo, al mediodía,
traen todo su dinero, hasta el último centavo, a la Tesorería; entonces veré lo que
puede hacerse.

La noticia corrió de boca en boca, llegando hasta los sudorosos financieros


que, som- brero en mano, esperaban en el salón; y el miércoles, mucho antes del
mediodía, no se podía pasar la puerta de la Tesorería, obstruida por la curiosa
muchedumbre allí con- gregada.

La gran pasión de Villa eran las escuelas. Creía que la tierra para el pueblo y
las es- cuelas resolverían todos los problemas de la civilización. Las escuelas
fueron una obsesión para él. Con frecuencia se le oía decir:

- Cuando pasé esta mañana por tal y tal calle, vi a un grupo de niños.
Pongamos allí una escuela.
Chihuahua tiene una población menor de 40,000 personas. En diversas
ocasiones, Villa estableció más de cincuenta escuelas allí. El gran sueño de su
vida era enviar a su hijo a una escuela de los Estados Unidos. Tuvo que
abandonar la idea por no tener dinero suficiente para pagar el medio año de
enseñanza, al abrirse los cursos en febre- ro.

Más tardó en tomar posesión del gobierno de Chihuahua que en poner a


trabajar a sus tropas en la planta eléctrica, en la de tranvías, de teléfonos, la del
agua y en el molino de harina de trigo de los Terrazas. Puso soldados como
delegados administradores de las grandes haciendas que había confiscado.
Manejaba el matadero con soldados, vendiendo la carne de las reses de los
Terrazas al pueblo, para el gobierno. A mil de ellos los comisionó como policía
civil en las calles de la ciudad, prohibiendo bajo pena de muerte los robos o la
venta de licor al ejército. Soldado que se embriagaba era fusilado. Aun trató de
manejar la cervecería con soldados, pero fracasó porque no pudo encontrar un
experto en malta.

- Lo único que debe hacerse con los soldados en tiempo de paz -decía Villa-, es
po- nerlos a trabajar. Un soldado ocioso siempre está pensando en la guerra. En
cuanto a los enemigos políticos de la revolución era tan sencillo como justo, así
como efectivo. Dos horas después que entró al palacio del gobernador, vinieron
en grupo los cónsules extranjeros a pedirle protección para los doscientos
soldados federales que habían quedado como fuerza policíaca, a solicitud de los
extranjeros. Antes de contestarles,

Villa preguntó rápidamente:

-¿Quién es el cónsul español?

Scobell, el vicecónsul inglés, dijo:

-Yo represento a los españoles.

- ¡Muy bien! -dijo Villa-. Dígales que hagan sus maletas. Cualquier español
que sea detenido dentro de los límites del Estado después de cinco días, será
llevado a la pa- red más cercana por un pelotón de fusilamiento.

Los cónsules hicieron un gesto de horror. Scobell empezó a protestar


violentamente, pero Villa lo hizo callar.

- Esto no es una determinación inesperada de mi parte -dijo-. He estado


pensando en ella desde 1910. Los españoles deben irse.
El cónsul norteamericano, Letcher, dijo:

- General, no discuto sus motivos, pero creo que está usted cometiendo un
grave error político al expulsar a los españoles. El gobierno de Washington
vacilará mucho tiem- po antes de ser amigo de un bando que hace uso de tan
bárbaras medidas.

- Señor cónsul -contestó Villa-, nosotros los mexicanos hemos tenido


trescientos años de experiencia con los españoles. No han cambiado en carácter
desde los conquista- dores. No les pedimos que mezclaran su sangre con la
nuestra. Los hemos arrojado dos veces de México y les hemos permitido volver
con los mismos derechos que los mexicanos; y han usado esos derechos para
robarnos nuestra tierra, para hacer esclavo al pueblo y para tomar las armas
contra la libertad. Apoyaron a Porfirio Díaz. Fueron perniciosamente activos en
la política. Fueron los españoles los que fraguaron el complot para llevar a
Huerta al Palacio Nacional. Cuando Madero fue asesinado, los españoles
celebraron banquetes jubilosos en todos los estados de la República. Consi- dero
que somos muy generosos.

Scobell insistió con vehemencia diciendo que cinco días era un plazo
demasiado cor- to, que él no podría comunicarse posiblemente con todos los
españoles del Estado durante ese término; entonces Villa lo extendió a diez días.
A los mexicanos ricos que habían oprimido al pueblo y que se habían opuesto a
la revolución los expulsó del Estado y les confiscó rápidamente sus vastas
propiedades. De un plumazo pasaron a ser propiedad del gobierno
constitucionalista cerca de siete millones de hectáreas e innumerables empresas
comerciales de la familia Terrazas, así como las inmensas posesiones de los Creel
y los magníficos palacios que había en la ciudad. Sin embargo, al recordar cómo
los Terrazas, desde el destierro, habían finan- ciado la rebelión de Orozco, dio a
don Luis Terrazas, jr., su propia casa como cárcel en Chihuahua. Algunos
enemigos políticos, particularmente odiados, fueron ejecuta- dos prontamente en
la penitenciaria. La Revolución tiene un libro negro en el que están consignados
los nombres, los delitos y las propiedades de aquellos que han oprimido y robado
al pueblo. No se atreve a molestar a los alemanes, quienes han sido
especialmente activos en la política, a los ingleses y a los norteamericanos. Sus
páginas en el libro negro serán abiertas cuando se establezca el gobierno
constitucio- nalista en la Ciudad de México; allá también le ajustará las cuentas
el pueblo mexica- no a la Iglesia católica.

Villa supo que estaban escondidas en alguna parte de Chihuahua las reservas
del Banco Minero, que eran cerca de 500,000 pesos en oro. Uno de los directores
del banco era don Luis Terrazas quien, al negarse a revelar el sitio donde se
ocultaba el dinero, fue sacado una noche de su casa por Villa y un pelotón de
soldados, que lo montaron en una mula y lo condujeron al desierto, colgándolo
de un árbol. Lo descol- garon apenas a tiempo de salvarle la vida, y para que
guiara a Villa a una antigua fra- gua en la fundición de los Terrazas, bajo la cual
fue descubierta la reserva de oro del Banco Minero. Terrazas volvió a su prisión
muy enfermo. Villa envió un aviso a su padre a El Paso, proponiéndole dejar en
libertad a su hijo a cambio de pago, como rescate, de los 500,000 pesos.

CAPÍTULO IV
El lado humano

Villa tiene dos mujeres, una tranquila y sencilla mujer que lo ha acompañado
durante sus largos años de proscrito, que reside en El Paso; la otra, una joven
delgada, como una gata, que es la señora de su casa en Chihuahua. Villa no hace
un misterio de ello, aunque últimamente los mexicanos educados, formalistas,
que se han reunido a su alrededor cada vez en mayor número, han tratado de
ocultar los hechos. Entre los peones no sólo no es extraño, sino que acostumbran
tener más de una compañera. Se han esparcido muchas historias sobre las
violaciones de mujeres por Villa. Le pre- gunté si eran verídicas. Se jaló el bigote
y se me quedó mirando fijamente largo rato con una expresión inescrutable.

- Nunca me he molestado en desmentir esos rumores -dijo-. También dicen que


soy un bandido. Bien; usted conoce mi historia. Dígame: ¿ha conocido alguna
vez a un esposo, padre o hermano de una mujer que yo haya violado? -hizo una
pausa y agregó-: ¿O siquiera un testigo?

Fascina observarlo descubrir nuevas ideas. Hay que tener presente que ignora
en ab- soluto las dificultades, confusiones y reajustes de la civilización moderna.

- El socialismo, ¿es alguna cosa posible? Yo sólo lo veo en los libros, y no leo
mucho. Una ocasión le pregunte si las mujeres votarían en la nueva República.
Estaba exten- dido sobre su cama, con el saco sin abotonar.

- ¡Cómo!, yo no lo creo así -contestó, alarmado, levantándose rápidamente-.


¿Qué quiere usted decir con votar? ¿Significa elegir un gobierno y hacer leyes?
Le respondí que sí y que las mujeres ya lo hacían en los Estados Unidos.

- Bueno -dijo, rascándose la cabeza-. Si lo hacen allá, no veo por qué no deban
hacer- lo aquí.
- Puede ser que sea como usted dice -y agregó-, pero nunca había pensado en
ello. Las mujeres, creo, deben ser protegidas, amadas. No tienen una mentalidad
resuelta. No pueden juzgar nada por su justicia o sinrazón. Son muy compasivas
y sensibles. Por ejemplo -añadió-, una mujer no daría la orden para ejecutar a un
traidor.

- No estoy muy seguro de eso, mi general -le contesté-. Las mujeres pueden ser
más crueles y duras que los hombres. Me miró fijamente atusándose el bigote. Y
después comenzó a reírse. Miró despacio hacia donde su mujer ponía la mesa
para almorzar.

- Oiga -exclamó-, venga acá. Escuche. Anoche sorprendí a tres traidores


cruzando el río para volar la vía del ferrocarril. ¿Qué haré con ellos? ¿Los
fusilaré o no? Toda turbada, ella tomó su mano y la besó.

- Oh, yo no sé nada acerca de eso -dijo ella-. Tú sabes mejor.

- No -dijo Villa-. Lo dejo completamente a tu juicio. Esos hombres trataban de


cortar nuestras comunicaciones entre Juárez y Chihuahua. Eran traidores,
federales. ¿Qué haré? ¿Los debo fusilar o no?

La idea pareció divertirlo mucho. Le daba vueltas y más vueltas en su mente,


me mi- raba y se alejaba otra vez.

-Oh, bueno, fusílalos -contestó la señora. Villa rió entre dientes, complacido.

- Hay algo de cierto en lo que usted dice -hizo notar. Y durante varios días
después acosó a la cocinera y a las camareras preguntándoles quién les gustaría
para presiden- te de México.

Nunca se perdía una corrida de toros. Todas las tardes, a las cuatro, se le
encontraba en la gallera, donde hacía pelear a sus propios gallos con la entusiasta
alegría de un muchacho. En la noche jugaba al faro en alguna casa de juego. En
ocasiones, ya avanzada la mañana, mandaba buscar con un correo rápido a Luis
León, el torero; llamaba personalmente por teléfono al matadero, preguntando si
tenían algunos toros bravos en el corral. Casi siempre los tenían y, entonces
corríamos a caballo por las calles, como más de medio kilómetro, hasta los
grandes corrales de adobe. Veinte vaqueros separaban al toro de la manada, lo
derribaban y ataban para recortarle los cuernos. Entonces Villa, Luis León y
todos los que querían tomaban las capas rojas profesionales del toreo y bajaban a
la arena. Luis León, con la cautela del conocedor; Villa, tan porfiado y tosco
como el toro, nada ligero con los pies, pero rápido como un animal con el cuerpo
y los brazos. Villa se iba directamente hasta el animal que piafaba enfurecido, y
lo golpeaba, atrevido, en la cara, con la capa doble y así, por media hora,
practicaba el deporte más grande que jamás he visto. Algunas veces, los cuernos
recortados del toro alcanzaban a Villa en las asentaderas de sus pantalones y lo
lanzaban a través del coso; entonces se volvía y cogía al animal por los cuernos y
luchaba con él, bañado de sudor el rostro, hasta que cinco o seis compañeros se
col- gaban de la cola del toro y lo arrastraban bramando y levantando una gran
polvareda. Villa no bebe ni fuma, pero a bailar no le gana el más enamorado
galán en México. Cuando se dio al ejército la orden de avanzar sobre Torreón,
Villa hizo un alto en Camargo para apadrinar la boda de uno de sus viejos
compadres. Bailó continuamen- te, sin parar, dijeron, toda la noche del lunes,
todo el día martes y la noche, llegando al frente el miércoles en la mañana con
los ojos enrojecidos y un aire de extrema lan- guidez.

CAPÍTULO V
Los funerales de Abraham González

El hecho de que a Villa no le gusten las ceremonias pomposas, inútiles, hace


más impresionante su presencia en los actos públicos. Tiene el don de expresar
fielmente el sentir de la gran masa popular. En febrero, exactamente un año
después de que fuera asesinado Abraham González por los federales en el Cañón
de Bachimba, or- denó Villa grandes honras fúnebres, que debían celebrarse en la
ciudad de Chihuahua. Salieron en la mañana temprano dos trenes, llevando a los
oficiales del ejército y a los cónsules y representantes de las colonias extranjeras,
para traer el cuerpo del extinto gobernador, que yacía en su tumba en el desierto,
bajo una rústica cruz de madera. Villa ordenó al mayor Fierro, superintendente de
ferrocarriles, que tuviera listos los trenes, pero Fierro se emborrachó y olvidó
todo; cuando Villa y su rutilante Estado Mayor llegaron la mañana siguiente, a la
estación ferroviaria, el tren ordinario de pa- sajeros a Juárez apenas iba saliendo y
no había otro equipo disponible. El mismo Vi- lla saltó a la locomotora, que ya
estaba en movimiento, y obligó al maquinista a vol- ver con el tren a la estación.
Enseguida recorrió todo el convoy ordenando a los pasa- jeros se bajaran, y lo
desvió en dirección a Bachimba. No bien había salido de los ferrocarriles
convocó a Fierro y lo destituyó como superintendente de los ferrocarri- les,
nombrando a Calzada en su lugar. Ordenó a este último volver inmediatamente a
Chihuahua para preparar un informe completo acerca del manejo de los
ferrocarriles, a fin de que estuviera listo para cuando él regresara.

En Bachimba, Villa estuvo de pie, silencioso, al lado de la tumba, mientras le


corrían lágrimas por sus mejillas. González había sido íntimo amigo suyo.
Diez mil personas soportaban el calor y el polvo de Chihuahua en la estación
de fe- rrocarril, cuando llegó el tren funerario; el doliente cortejo desfiló por las
calles estre- chas, marchando atrás el ejército, a la cabeza del cual caminaba Villa
al lado del fére- tro. Lo esperaba su automóvil, pero rehusó tomarlo, enojado,
caminando dificultosa y obstinadamente entre la polvareda de las calles con los
ojos clavados en el suelo. En la noche hubo una velada en el Teatro de los
Héroes: una sala inmensa, abarrotada de peones sensibles, con sus mujeres. Los
palcos lucían esplendorosos con los oficia- les vestidos de gala, y apretados
detrás de ellos en los cinco piso altos, los pobres an- drajosos. Debe decirse que
la velada es una institución netamente mexicana. Primero, un discurso, seguido
por una recitación acompañada con música de piano; después, otro discurso, que
precede a un coro patriótico, cantado con voces chillonas por un grupo de niñas
torpes, indígenas, de las escuelas públicas; otro discurso; un solo de soprano del
Trovador por la esposa de algún funcionario del gobierno; otro discurso más y,
así, por cinco horas por lo menos. Siempre que se trata de un funeral importan-
te, de un día de fiesta nacional, del aniversario de un presidente o, de hecho, en
cual- quier ocasión de alguna importancia, debe celebrarse una velada. Es la
forma honorí- fica y convencional de conmemorar cualquier fasto. Villa se sentó
en el palco de la izquierda del foro, desde donde dirigía con un timbre el
desarrollo del acto. El foro parecía brillantemente fúnebre, revestido de lanilla
negra, grandes ramos de flores artificiales, retratos malísimos, al pastel, de
Madero, Pino Suárez y del difunto gober- nador, así como focos eléctricos de
colores verde, blanco y rojo. Al pie de todo ello había una sencilla caja negra de
madera, muy pequeña, que contenía los restos de Abraham González.

La velada se desarrolló en forma ordenada, fatigosa, como por dos horas. Los
orado- res locales, trémulos de miedo, iban al foro y prodigaban la acostumbrada
y excesiva oratoria castellana. Unas niñas, que se atropellaban entre sí,
asesinaron el Adiós de Tosti. Villa, con los ojos fijos en aquella caja de madera,
no se movía ni hablaba. En el momento oportuno tocó mecánicamente la
campanilla, pero después ya no soportó más el cansancio. Un mexicano gordo,
enorme, iba por la mitad de la ejecución del Largo, de Haendel, en el piano,
cuando Villa se levantó. Puso los pies en la barandilla del palco y saltó al foro, se
arrodilló y tomó la urna en sus brazos. El Largo de Haen- del se fue
extinguiendo. Un asombro silencioso paralizó al auditorio. Sosteniendo la caja
negra en sus brazos, tal como lo haría una madre con su niño, sin mirar a nadie,
Villa empezó a bajar los escalones del foro y subió al pasillo. La concurrencia se
le- vantó instintivamente. A medida que iba pasando por las puertas que se abrían
ante él, lo iban siguiendo silenciosos los demás. Caminaba a grandes pasos,
arrastrando su espada por el suelo, entre las filas de los soldados que esperaban.
Cruzó la oscura plaza hasta el Palacio del Gobernador y, ya allí, colocó con sus
propias manos la urna mortuoria sobre la mesa cubierta de flores que la esperaba
en el Salón de Audiencias. Se había establecido que hicieran la guardia cuatro
generales cada turno de dos horas. Las velas arrojaban en derredor una luz opaca
sobre la mesa y el piso; el resto del salón estaba en tinieblas. Una masa compacta
apiñada en la puerta respiraba silencio- sa. Villa se despojó de la espada y la tiró
ruidosamente a un rincón. Tomó su rifle de la mesa y se dispuso a hacer la
primera guardia.

CAPÍTULO VI
Villa y Carranza

Les parece increíble, a quienes no lo conocen, que esta figura notable, que en
tres años ha surgido de la oscuridad a la posición más destacada en México, no
aspire a la presidencia de la República. Esa actitud está en perfecto acuerdo con
la sencillez de su carácter. Cuando se le interroga sobre el particular, contesta
siempre con toda cla- ridad. Nada de sofismas sobre si puede o no ser presidente
de México. Ha dicho: - Soy un combatiente, no un hombre de Estado. No soy lo
bastante educado para ser presidente. Apenas aprendí a leer y escribir hace dos
años. ¿Cómo podría yo, que nunca fui a la escuela, esperar poder hablar con los
embajadores extranjeros y con los caballeros cultos del Congreso? Sería una
desgracia para México que un hombre in- culto fuera su presidente. Hay una cosa
que yo no haré: es la de aceptar un puesto para el que no estoy capacitado. Existe
una sola orden de mi jefe (Carranza) que me negaría a obedecer si me la diera: la
de ser presidente o gobernador.

Lo interrogué sobre esta cuestión, por mandato de mi periódico, cinco o seis


veces. Al fin, se exaltó:

- Ya le he dicho a usted muchas veces -me dijo- que no hay ninguna


posibilidad de que yo seapresidente de México. ¿Tratan los periódicos de crear
dificultades entre mi jefe y yo? Ésta es la última vez que contesto a esa cuestión.
Al próximo corresponsal que me haga esa pregunta, haré que lo azoten y lo
envíen a la frontera. Mucho después acostumbraba decir -refiriéndose a mí,
refunfuñando jocosamente-, como al chatito, que siempre le preguntaba si quería
ser presidente de México. La idea pareció divertirlo. Siempre que yo iba a verlo
después de aquello, decía, al fina- lizar nuestra plática:

- Bueno, ¿no me va a preguntar ahora si quiero ser presidente de México?


Siempre aludía a Carranza como mi jefe, y obedecía sin reservas la más pequeña
in- dicación del primer jefe de la revolución. Su lealtad a Carranza era
perfectamente obstinada. Parecía creer que se reunían en Carranza todos los
ideales de la revolución. Ello, a pesar del hecho, que muchos de sus consejeros
trataron de hacerle ver, de que Carranza era esencialmente un aristócrata y un
reformista, y de que el pueblo luchaba por algo más que reformas.

El programa político de Carranza, delineado en el Plan de Guadalupe, elude


cuidado- samente cualquier promesa para resolver la cuestión de la tierra, con
excepción de un vago respaldo al Plan de San Luis Potosí, de Madero; y es
evidente que se propone no apoyar ninguna restitución radical de la tierra al
pueblo hasta que sea presidente inter- ino y, después, proceder muy
cautelosamente. Entre tanto, parece haber dejado esta cuestión al juicio de Villa,
así como otros detalles para conducir la Revolución en el Norte. Pero Villa, que
es un peón que piensa como tal, más que razonar consciente- mente para concluir
que la verdadera causa de la Revolución tiene como origen el problema de la
tierra, ha obrado con prontitud característica y sin rodeos. Tan pronto como
terminó los detalles del gobierno del Estado de Chihuahua y nombró a Chao
gobernador provisional, lanzó un decreto concediendo 25 hectáreas de las tierras
con- fiscadas a cada ciudadano varón en el Estado, declarando a dichas tierras
inalienables por cualquier causa durante un periodo de diez años. Lo mismo
sucedió en el Estado de Durango, y como no hay guarniciones federales en los
otros Estados, seguirá el mismo procedimiento.

CAPÍTULO VII
Las leyes de la guerra

También en el campo de batalla, Villa tuvo que inventar un método


completamente original para luchar, ya que nunca había tenido oportunidad de
aprender algo sobre la estrategia militar formalmente aceptada. Por ello es, sin
duda, el más grande de los jefes que ha tenido México. Su sistema de pelear es
asombrosamente parecido al de Napoleón. Sigilo, rapidez de movimientos,
adaptación de sus planes al carácter del terreno y de sus soldados,
establecimiento de relaciones estrechas con los soldados rasos, creación entre el
enemigo de una supersticiosa creencia en la invencibilidad de su ejército y en que
la misma vida de Villa tiene una especie de talismán que lo hace inmortal: éstas
son las características salientes. No sabía nada de los patrones en vi- gencia sobre
estrategia o disciplina. Una de las debilidades del ejército federal es que sus
oficiales están completamente impregnados de la teoría militar tradicional. El
soldado mexicano está, todavía, mentalmente, a fines del siglo dieciocho. Es,
sobre todo, un guerrillero, suelto, individual. El papeleo sencillamente paraliza su
acción.
Cuando el ejército de Villa entra en combate, no se preocupa de saludos,
respeto in- flexible para los oficiales, cálculos trigonométricos sobre la
trayectoria de los proyec- tiles, teorías sobre el por ciento de blancos con mil
disparos por el fuego de un rifle, de las funciones de la caballería, infantería o de
la artillería en cualquier posición par- ticular, o de la obediencia ciega al
conocimiento inasequible de sus superiores. Esto me recuerda a uno de los
desastrados ejércitos republicanos que Napoleón condujo a Italia. Es probable
que Villa no sepa gran cosa sobre estas cuestiones; pero sí sabe que los
guerrilleros no pueden llevarse a ciegas, en pelotones y en formación perfecta al
campo de batalla; porque los hombres que pelean individualmente, por su libre y
espontánea voluntad, son más valientes que las grandes masas que, acicateadas
por los planazos de las espadas de los oficiales, disparan en las trincheras. Y
cuando la pelea es más encarnizada, cuando una avalancha de hombres morenos
invaden in- trépidos, con rifles y bombas de mano, las calles barridas por las
balas de una ciudad tomada por asalto, Villa está entre ellos, igual que cualquier
soldado raso.

Hasta hoy, los ejércitos de México siempre han llevado con ellos a cientos de
mujeres y niños de los soldados; Villa fue el primero en pensar y llevar a cabo las
marchas relámpago de las caballerías, dejando a las mujeres atrás. Hasta la época
presente, ningún ejército mexicano había abandonado su base; siempre se
pegaban al ferrocarril y a los trenes de aprovisionamiento. Pero Villa sembró el
terror entre el enemigo de- jando sus trenes y lanzando todos sus efectivos
armados al combate, como lo hizo en Gómez Palacio. Fue el inventor en México
de la más desmoralizadora forma de com- bate: el ataque nocturno. Cuando se
retiró con todo su ejército en vista del avance de Orozco desde la Ciudad de
México, después de la caída de Torreón el pasado mes de septiembre, atacó
durante cinco días consecutivos a Chihuahua sin éxito; pero fue un golpe terrible
para el general de los federales, al levantarse una mañana, el saber que al abrigo
de la noche Villa se había escurrido en torno de la ciudad, capturando un tren de
carga en Terrazas y cayendo con todo su ejército sobre la relativamente inde-
fensa Ciudad Juárez. ¡No fue un paseo militar! Villa se encontró con que no
disponía de bastantes trenes para transportar a todos sus soldados, aun cuando
había tendido una emboscada y capturado un tren de tropas federales, enviado al
sur por el general Castro, comandante federal en Ciudad Juárez. De modo que
telegrafió a dicho gene- ral, firmando con el nombre del coronel que mandaba las
tropas del tren, lo siguiente:

Locomotora descompuesta en Moctezuma. Envíe otra y cinco carros.

Castro, sin sospechar, despachó inmediatamente otro tren. Villa le telegrafió


enton- ces:
Alambres cortados entre Chihuahua y este lugar. Se acercan grandes grupos de
fuer- zas rebeldes por el Sur. ¿Qué debo hacer?

Castro contestó: Vuélvase de inmediato.

Villa obedeció, telegrafió alegremente desde cada estación que pasaba. El


general federal fue informado del viaje hasta como una hora antes de la llegada,
que esperó sin avisar siquiera a su guarnición. De tal suerte que, fuera de una
pequeña matanza, Villa tomó Ciudad Juárez casi sin disparar. Y estando la
frontera tan cerca, se las arregló de modo que pasó de contrabando bastante
parque y armas para equipar a sus fuerzas casi desarmadas, saliendo una semana
después a perseguir las fuerzas federa- les a las que alcanzó en Tierra Blanca,
derrotándolas y haciéndoles una gran mortan- dad.

El general Hugo L. Scott, que mandaba las fuerzas norteamericanas en Fort


Bliss, remitió a Villa un folleto con las Reglas de la Guerra adoptadas por la
conferencia de La Haya. Pasó varias horas estudiándolo. Le interesó y divirtió
grandemente, luego dijo:

- ¿Qué es esta Conferencia de La Haya? ¿Había allí algún representante de


México? ¿Estaba alguien representando a los constitucionalistas? Me parece una
cosa graciosa hacer reglas sobre la guerra. No se trata de un juego. ¿Cuál es la
diferencia entre una guerra civilizada y cualquier otra clase de guerra? Si usted y
yo tenemos un pleito en una cantina, no vamos a ponemos a sacar un librito del
bolsillo para leer lo que dicen las reglas. Dice aquí que no deben usarse balas de
plomo; no veo por qué no. Hacen lo mismo que las otras.

Por mucho tiempo después anduvo haciendo a sus acompañantes y a sus


oficiales preguntas como éstas:

- Si un ejército invasor toma una ciudad al enemigo ¿qué debe hacerse con las
muje- res y los niños?

Hasta donde se puede ver las Reglas de la Guerra no tuvieron éxito en cambiar
los métodos originales de Villa para la lucha. Ejecutaba a los colorados siempre
que los capturaba, porque decía:

- Son peones como los revolucionarios y ningún peón debe estar contra la
causa de la libertad, a menos que sea un malvado.

A los oficiales federales también los mataba porque, explicaba:


- Son hombres educados y debían saber lo que hacen.

Pero a los simples soldados federales los ponía en libertad porque eran
forzados y, además, creían que luchaban por la patria. No se registra un caso en
que haya matado injustificadamente a un hombre. Cualquiera que lo hiciera era
fusilado en el acto, con excepción de Fierro.

A éste, que había asesinado a Benton, le decían El Carnicero en todo el


ejército. Era un grande, hermoso animal, el mejor y más cruel jinete y hombre de
pelea quizá, en todas las fuerzas revolucionarias. En su desenfrenada sed de
sangre, Fierro llegó a matar a cien prisioneros con su revólver, deteniéndose
únicamente para cargarlo. Ma- taba por el placer de hacerlo. Durante dos
semanas que estuve en Chihuahua, Fierro mató a quince ciudadanos inofensivos,
a sangre fría. Pero siempre hubo una curiosa relación entre él y Villa. Era el
mejor amigo de éste; y Villa lo quería como si fuera su hijo y siempre ló
perdonaba.

Villa, que nunca había oído hablar de las Reglas de la Guerra, llevaba en su
ejército el único hospital de campaña de alguna efectividad, como no lo había
llevado nunca ningún ejército mexicano. Consistía en cuarenta carros-caja,
esmaltados por dentro, equipados con mesas para operaciones y todo el
instrumental quirúrgico más moder- no, manejados por más de sesenta doctores y
enfermeras. Durante los combates, todos los días corrían trenes rápidos llenos de
heridos graves, del frente a los hospitales de base en Parral, Jiménez y
Chihuahua. Se hacía cargo de los federales, para su aten- ción, con el mismo
cuidado que para sus propios hombres. Delante de su tren de aprovisionamiento
iba otro tren, conduciendo dos mil sacos de harina, café, maíz, azúcar y
cigarrillos, para alimentar a toda la población famélica del campo, en las
cercanías de las ciudades de Durango y Torreón.

Los soldados lo idolatraban por su valentía, por su sencillo y brusco buen


humor. Lo he visto con frecuencia cabizbajo en su catre, dentro del reducido
vagón rojo en que viajaba siempre, contando chistes familiarmente con veinte
soldados andrajosos ten- didos en el suelo, en las mesas o las sillas. Cuando el
ejército tomaba o abandonaba un tren, Villa estaba presente, con un traje sucio y
viejo, sin cuello, pateando a las mulas en la barriga y empujando a los caballos
para dentro o fuera de los carros de ganado. Cuando tenía sed, le arrebataba su
cantimplora a un soldado y bebía de ella, a pesar de las indignadas protestas del
poseedor; después le decía:

- Ve al río y di que Pancho Villa dice que te la debe llenar.


CAPÍTULO VIII
El sueño de Pancho Villa

Resulta muy interesante conocer el apasionado ensueño, la quimera que anima


a este luchador ignorante "que no tiene bastante educación para ser presidente de
México. Me lo dijo una vez con estas palabras:

Cuando se establezca la nueva República, no habrá más ejército en México.


Los ejér- citos son los más grandes apoyos de la tiranía. No puede haber dictador
sin su ejérci- to. Pondremos a trabajar al ejército. Serán establecidas en toda la
República colonias militares, formadas por veteranos de la revolución. El Estado
les dará posesión de tierras agrícolas y creará grandes empresas industriales para
darles trabajo. Laborarán tres días de la semana y lo harán duro, porque el trabajo
honrado es más importante que pelear, y sólo el trabajo así produce buenos
ciudadanos. En los otros días reci- birán instrucción militar, la que, a su vez,
impartirán a todo el pueblo para enseñarlo a pelear. Entonces, cuando la patria
sea invadida, únicamente con tomar el teléfono desde el Palacio Nacional en la
Ciudad de México, en medio día se levantará todo el pueblo mexicano de sus
campos y fábricas, bien armado, equipado y organizado para defender a sus hijos
y a sus hogares. Mi ambición es vivir mi vida en una de las colo- nias militares,
entre mis compañeros a quienes quiero, que han sufrido tanto y tan hondo
conmigo. Creo que desearía que el gobierno estableciera una fábrica para curtir
cueros, donde pudiéramos hacer buenas sillas y frenos, porque sé cómo hacerlos;
el resto del tiempo desearía trabajar en mi pequeña granja, criando ganado y
sembrando maíz. Sería magnífico, yo creo, ayudar a hacer de México un lugar
feliz.

TERCERA PARTE
CAPÍTULO I
El hotel de doña Luisa

Me dirigí hacia el sur de Chihuahua en un tren de tropas, con destino a las


avanzadas cerca de Escalón. Agregado a los cinco vagones de carga, llenos de
caballos y llevan- do los soldados arriba, en los techos, iba un coche en el que se
me permitió viajar en compañía de doscientos pacíficos escandalosos, hombres y
mujeres. Era horripilan- temente sugestivo: los vidrios de las ventanas, rotos; los
espejos, lámparas y los asientos de felpa, destrozados, con agujeros de bala a la
manera de un friso. No se había fijado hora para nuestra salida, y nadie sabía
cuándo llegaría el tren a su desti- no. La vía acababa de ser reparada. En lugares
donde antes hubo puentes nos sumerg- íamos en barrancos y subíamos, jadeando
a la orilla opuesta, sobre una vía desvenci- jada que acababan de poner y que se
doblaba y crujía debajo de nosotros. Durante todo el día contemplamos, a lo
largo del camino, montones inmensos de rieles de ace- ro, retorcidos, levantados
con cadena por una locomotora que tiraba de ellos: la obra perfecta de Orozco del
año anterior. Corría el rumor de que los bandidos de Castillo planeaban volarnos
con dinamita en cualquier momento durante la tarde.

Peones con grandes sombreros de paja y bellísimos sarapes desteñidos; indios


con ropas azules de trabajo y huaraches de cuero; mujeres con caras regordetas y
chales negros en la cabeza, y niños que lloraban, se amontonaban en los asientos,
pasillos y plataformas, cantando, comiendo, escupiendo y charlando. De vez en
cuando venía, haciendo eses, un hombre andrajoso con una gorra que decía
conductor en letras do- radas, ya sin lustre, muy borracho, abrazando a sus
amigos y pidiendo muy enérgica- mente los boletos y salvoconductos de los
extranjeros. Yo me presenté a él con un pequeño obsequio: una moneda del cuño
de los Estados Unidos.

- Señor -me dijo-, usted puede viajar gratis de hoy en adelante por toda la
República. Juan Algomero está a sus órdenes.

Un oficial uniformado muy elegante, a cuyo costado colgaba una espada, iba
en la parte trasera del coche. Manifestó que iba para el frente, a ofrendar su vida
por la pa- tria. Su único equipaje consistía en cuatro jaulas de madera para
pájaros, llenas de alondras de las praderas. Más atrás todavía estaban sentados
dos hombres, uno frente al otro, al través del pasillo, cada uno con un saco blanco
con algo que se movía y cloqueaba. Tan pronto como el tren se puso en
movimiento, abrieron los sacos, des- empacando a dos grandes gallos, que
vagaban poco después por los pasillos, comién- dose las migajas, colillas de
cigarros. Los dueños levantaron las voces acto seguido.

- ¡Pelea de gallos, señores! ¡Cinco pesos sobre este hermoso y valiente gallo;
cinco pesos, señores!

Los hombres se levantaron de sus asientos y corrieron al centro del carro


ruidosamen- te. A nadie parecía faltarle los cinco dólares necesarios. En diez
minutos los dos em- presarios estaban arrodillados en el centro del pasillo,
echando a pelear a sus gallos. Mientras nosotros, aturdidos, dábamos tumbos de
un lado a otro, a punto de caer y sosteniéndonos dificilmente, el pasillo se llenó
de un remolino de plumas volantes y del brillo de los acerados espolones.
Terminado esto, se levantó un joven al que le faltaba una pierna, tocó en una
flauta de lata el Whistling Rufus. Alguien tenía una botella de tequila, de la cual
todos bebimos un buen trago. Se oyeron gritos del fondo del coche:

- ¡Vamos a bailar! ¡Vengan a bailar!

Un momento después había cinco parejas, todos hombres, desde luego, que
danzaban vertiginosamente al compás de una marcha. Un campesino, viejo y
ciego, subió ayu- dado a su asiento, desde donde, tembloroso, declamó una larga
balada sobre las heroicas hazañas del gran general Maclovio Herrera. Todos
prestaron silenciosa aten- ción y arrojaron unos centavos en el sombrero del
anciano. De vez en cuando llega- ban hasta nosotros los ecos de los cantares de
los soldados que iban en los carros-caja de adelante y el sonido de sus disparos
contra algún coyote que veían entre los mez- quites. Entonces todo el mundo, en
nuestro carro, se abalanzaba a las ventanillas sa- cando sus pistolas y haciendo
fuego furiosa y rápidamente.

Durante toda la larga tarde caminamos a paso lento hacia el Sur; los rayos
solares del Occidente nos quemaban al darnos en la cara. A cada hora, más o
menos, parábamos en alguna estación hecha pedazos por un bando u otro durante
los tres años de Revo- lución; allí era asediado el tren por los vendedores de
cigarrillos, piñones, botellas de leche, camotes y tamales, envueltos en hojas de
maíz. Las viejas bajaban del tren, chismorreaban y hacían un pequeño fuego
donde preparaban el café. Acuclilladas, fumaban sus cigarrillos de hoja de maíz y
se contaban interminables historias amoro- sas.

Ya entrada la noche llegamos a Jiménez. Dándome de codazos con toda la


población, que vino a encontrar el tren, pasé entre las antorchas llameantes de la
pequeña hilera de puestos de dulces y salí a la calle, donde los soldados,
borrachos, alternaban con muchachas pintarrajeadas paseando del brazo, hasta
llegar al Hotel Estación, de doña Luisa. Estaba cerrado. Di golpes en la puerta y
se abrió una ventanilla a un lado, apa- reciendo el rostro, coronado por una
cabellera blanca, en desorden, de una mujer in- creíblemente vieja. Me miró de
soslayo al través de un par de lentes de anillo de acero y advirtió:

-¡Bueno, creo que estás bien!

Se oyó un ruido de trancas que se quitaban y se abrió la puerta. La misma doña


Luisa apareció a la entrada, con un gran manojo de llaves que le colgaban de la
cintura. Tenía por una oreja a un chino al que se dirigía en un español copioso y
nada pulcro, en la siguiente forma:
- ¡Chango! ¿Quién te mete en andar diciendo a un huésped del hotel que no
había tortas calientes? ¿Por qué no haces más? Agarra tus trapos mugrosos y
¡fuera de aquí ahora mismo!

Le dio un tirón, por último, y soltó al acobardado oriental.

- ¡Estos bárbaros malditos! -dijo agregando en inglés-: ¡Los asquerosos


pordioseros! ¡No creo una palabra de las proferidas por un chino indecente, capaz
de vivir con cin- co centavos de arroz al día!

- Hay tantos malvados generales borrachos hoy por aquí, que tuve que cerrar la
puer- ta. No quiero a los mexicanos ... hijos de ... aquí.

Doña Luisa es una norteamericana, gordinflona, de más de ochenta años de


edad; una especie de abuela benévola de la Nueva Inglaterra. Ha vivido como
cuarenta años en México, y se hizo cargo durante treinta años o más del Hotel
Estación, al morir su esposo. La guerra o la paz no existían para ella. Sobre la
puerta ondeaba la bandera norteamericana, y en su casa ella era la única que
mandaba. Cuando Pascual Orozco tomó Jiménez, sus hombres, ya borrachos,
iniciaron un reinado de terror en la ciudad. Orozco mismo, el feroz, el invencible,
que podía matar a una persona o no según se sintiera, al verla, llegó borracho al
Hotel Estación con dos de sus oficiales y varias mujeres. Doña Luisa se le plantó
frente a la puerta, sola, y le dijo en la cara:

- Pascual Orozco, llévese a sus desprestigiadas amigas y lárguese de aquí.


¡Estoy al frente de un hotel decente!

Entonces hizo ademán de excusa apologística indicando la puerta.

Y Orozco se fue.

CAPÍTULO II
Duelo en la madrugada

Anduve a pie más de medio kilómetro, por la calle increíblemente destruida


que lleva a la ciudad. Pasó un tranvía, tirado por una mula que galopaba,
reventando de solda- dos medio borrachos. Corrían por todas partes calesas
rebosantes de oficiales, con muchachas sobre sus rodillas. Bajo los polvorientos y
deshojados álamos, cada venta- na tenía a su señorita, acompañada de un
caballero arrebujado en su cobija. No había luz. La noche estaba fría, seca y llena
de una sutil y exótica animación; las guitarras vibraban; se oían fragmentos de
canciones, risas y murmullos de voces apagadas, gritos cuyos ecos venían de las
calles distantes, llenando la oscuridad. De vez en cuando pasaban grupos de
soldados a pie, que salían de las tinieblas y se desvanecían otra vez,
probablemente en camino para el relevo de una guardia.

Vi un automóvil que corría viniendo de la ciudad, en la prolongación de una


calle tranquila, cerca de la plaza de toros, donde no había casas. Al mismo
tiempo se oyó el galope de un caballo que venía de otra dirección y precisamente
frente a mí, ilumina- ron los faros del auto al caballo y su jinete, un joven oficial
tocado con un sombrero Stetson. El automóvil chirrió al parar en curva y una voz
desde adentro gritó:

- ¡Alto!

- ¿Quién habla? -preguntó el jinete, sentado a la cabalgadura sobre sus ancas.

- ¡Yo, Guzmán! -y saltó el otro a tierra donde, al darle la luz, apareció un


mexicano gordo, vulgar, con una espada al cinto.

- ¿Cómo le va, mi capitán? -El oficial se bajó de su caballo. Se abrazaron,


dándose palmadas en la espalda con ambas manos.

- Muy bien. ¿Y a usted? ¿A dónde va?

- A ver a María.

El capitán sonrió.

- No lo haga -repuso- yo también voy a verla, y si lo encuentro a usted allí,


segura- mente lo mataré.

- Pues voy de todos modos. Soy tan rápido como usted con mi pistola, señor.

- Pero no ve usted -replicó el otro suavemente- ¡que no podemos ir los dos!

-¡Perfectamente!

- ¡Oiga! -dijo el capitán a su chofer. Voltée su carro de manera que alumbre


parejo la acera ... Y ahora demos treinta pasos cada uno en sentido contrario,
dándonos la es- palda, hasta que usted cuente tres; entonces el primero que ponga
una bala a través del sombrero del otro, ése gana ...
Ambos sacaron sendas pistolas y se detuvieron en la luz, inspeccionando los
cilindros de sus armas.

- ¡Listo! -gritó el jinete.

- Aprisa -dijo el capitán-. No deben ponerse obstáculos al amor.

Dándose las espaldas, habían empezado a marcar la distancia.

-¡Uno! -gritó el chofer.

-¡Dos!

Rápido como un destello el gordo bajó el brazo que llevaba levantado, giró
sobre sí mismo en la vacilante, tenue luz, y un poderoso estruendo fue
perdiéndose lentamente en la oscura noche. El sombrero Stetson del otro hombre,
cuya espalda no se había vuelto aún, hizo un pequeño y raro vuelo a poco más de
tres metros lejos de él. Giró sobre sí mismo; pero el capitán ya estaba subiendo a
su automóvil.

- ¡Bueno! -dijo alegremente-. Gané. ¡Hasta mañana entonces, amigo! Y el


automóvil aceleró su velocidad desapareciendo calle abajo. El jinete se encaminó
despacio a donde estaba su sombrero, lo levantó y examinó. Yo había comenzado
a irme poco antes ...

En la plaza la banda del batallón tocaba El Pagaré, la canción que inició la


rebelión de Orozco. Era una parodia de la original que se refería al pago de
Madero a sus familia- res de 750,000 dólares por perjuicios de guerra, tan pronto
como él fuera presidente y que se extendió como un incendio forestal por la
República, teniendo que suprimirse por la policía y los soldados. El Pagaré está
prohibido todavía en la mayor parte de los círculos revolucionarios, y he sabido
de casos de fusilamientos por cantarlo; pero en Jiménez prevalecía el mayor
desenfreno en aquellos momentos. Más aún, los mexicanos, a diferencia de los
franceses, no sienten una fidelidad absoluta por los símbolos. Bandos
rabiosamente antagónicos usan la misma bandera; en la plaza de casi toda
pequeña ciudad se yerguen todavía estatuas laudatorias de Porfirio Díaz; aún en
las mesas de los oficiales, en el campo de batalla, he bebido en vasos estampados
con algo así como la efigie del dictador, en tanto que abundan los uniformes del
ejér- cito federal entre las filas de los revolucionarios.

Pero El Pagaré es una tonada alegre y movida, y bajo los centenares de


foquitos eléc- tricos colgados en la plaza, marcha una doble procesión, divertida,
dando vueltas. Por el lado de afuera, en grupos de cuatro, van los hombres, la
mayoría soldados. En la de adentro, con dirección opuesta, las muchachas pasean
del brazo. Cuando se encuen- tran, se arrojan puñados de confeti mutuamente.
Nunca se hablan, no se detienen; pero si una muchacha le gusta a un hombre, éste
le desliza en la mano una nota amo- rosa al pasar; ella responde con una sonrisa
si le agrada el pretendiente. Así se cono- cen; más tarde, la muchacha se las
arreglará para dar al caballero su dirección; esto conducirá a largas pláticas en su
ventana, en la oscuridad y, después, podrán ser amantes. Era un asunto delicado
el de la entrega de las referidas notas. Todos los hombres llevaban pistola, y la
muchacha de cada uno de ellos es su propiedad celo- samente vigilada. Es una
cuestión de muerte dar una nota a la muchacha de alguien. La apretada
muchedumbre se agita alegremente, emocionada por la música ... Más allá de la
plaza asomaban las ruinas de la tienda de Marcos Russek, saqueada por es- tos
mismos hombres hacía menos de dos semanas, y a un lado se destacaba la vieja
torre color rosa de la iglesia, entre sus fuertes y grandes árboles, con el letrero de
hie- rro y vidrio iluminado, y un Santo Cristo de Burgos brillando sobre la puerta.
Allí, a un lado de la plaza, tropecé con un grupo de cinco norteamericanos,
extendi- dos sobre un banco. Estaban andrajosos más allá de lo indecible, todos,
excepto uno, un jovenzuelo delgaducho, que lucía un uniforme de oficial federal
y polainas, además de llevar un sombrero mexicano, sin la parte superior.

Los dedos asomaban de sus zapatos; ninguno tenía más que los restos de los
calceti- nes; todos sin afeitar. Un joven, casi un chiquillo, llevaba el brazo en
cabestrillo, hecho de una piltrafa de sábana. Me hicieron lugar alegremente, se
levantaron, me rodearon, dijeron ruidosamente lo bueno que era encontrar a otro
norteamericano en- tre todos esos mugrientos.

- ¿Qué hacen ustedes aquí, colegas? -les pregunté.

- ¡Somos soldados de fortuna! -dijo el jovencito del brazo herido.

- ¡Oh ...! -interrumpió otro-. ¡Soldados de ...!

- Esto es así, ves -comenzó a decir el soldado jovencito-. Hemos venido


peleando en la brigada Zaragoza; estuvimos en la batalla de Ojinaga y todo.
Ahora nos vienen con una orden de Villa para dar de baja a todos los
norteamericanos en filas y embarcarlos para la frontera. ¿No es esta orden una
porquería?

- Anoche nos dieron nuestras bajas honorablemente y nos echaron del cuartel
-dijo uno al que le faltaba una pierna y tenía el pelo rojo.
- Y no hemos encontrado dónde dormir, ni nada que comer ... -interrumpió un
peque- ño de ojos grises, al que llamaban El Mayor.

- ¡No traten de conquistarse al tipo! -increpó indignado el soldado-. ¿No vamos


a re- cibir cada uno cincuenta pesos por la mañana?

Nos fuimos a un restaurante cercano durante un momento. Al volver, les


pregunté qué iban a hacer.

- Para mí, los buenos Estados Unidos -suspiró un moreno y bien parecido
irlandés, que no había hablado antes-. Regreso a San Francisco para guiar un
camión otra vez. Estoy harto de mugrosos, mala comida y mal modo de pelear.

- Yo tengo dos bajas honorables del ejército de los Estados Unidos -anunció
orgullo- samente el joven soldado-. Serví en toda la campaña contra España, sí,
señor. Soy el único soldado en este grupo.

Los otros se burlaron y dijeron groserías con caras hoscas.

- Creo que sentaré plaza nuevamente cuando pase la frontera.

- Yo no -dijo el cojo-. Me buscan por dos acusaciones de asesinato que no


cometí; lo juro por Dios que no. Fue una trampa en mi contra. Un pobre diablo
no tiene defensa en los Estados Unidos. Cuando no están fraguando alguna
acusación falsa contra mí, me encarcelan por vago, no obstante que soy bueno. Y
así siguió muy serio, agregan- do-: Soy un buen trabajador; lo que pasa es que no
encuentro trabajo.

El Mayor levantó su carita insensible de crueles ojos.

- Salí de una escuela correccional en Wisconsin -dijo-, y creo que hay algunos
polic- ías esperándome en El Paso. Siempre había querido matar a alguno con un
rifle; esto lo hice en Ojinaga, y todavía no estoy satisfecho. Nos dijeron que
podemos quedarnos si firmamos los documentos de ciudadanía mexicana; creo
que los firmaré mañana temprano.

- Usted no lo hará -gritaron los otros-. Ésa es una mala pasada. Supongamos
que vie- ne la intervención y que tienes que disparar contra tu propia gente. A mí
no me verás firmando mi conformidad para ser un mugroso.
- Eso se arregla fácilmente -dijo El Mayor-. Cuando vuelva a los Estados
Unidos, les dejo mi nombre aquí. Me quedaré hasta que tenga lo bastante para
retornar a Georgia y poner una fábrica con mano de obra infantil.

El otro jovenzuelo comenzó a llorar de repente.

- Me hirieron el brazo en Ojinaga -sollozó-, y ahora me echan sin dinero y no


puedo trabajar. Cuando llegue a El Paso, me echarán el guante los policías y
tendré que es- cribir a papá que venga y me lleve a casa, a California. Escapé de
allá el año pasado - agregó.

-Mire, Mayor -aconsejé-, es mejor que no se quede usted aquí si Villa no


quiere nor- teamericanos en sus filas. Ser ciudadano mexicano no le servirá de
nada si viene la intervención.

- Quizá tenga usted razón -admitió El Mayor contemplativamente-. ¡Oh, déjese


de sermones, Juan! Creo que me iré de polizón a Galveston y abordaré un barco
para América del Sur. Dicen que ha estallado una revolución en el Perú.

El soldado tenía como treinta años; el irlandés veinticinco, y los otros entre
dieciséis y dieciocho o algo así.

- ¿Para qué vinieron aquí, colegas? -pregunté.

- ¡Acaloramiento! -contestaron el soldado y el irlandés riéndose. Los tres


muchachos me miraron con semblantes ansiosos, serios, en que se retrataban su
hambre y penali- dades.

- ¡Pillaje! -dijeron al mismo tiempo.

Eché una ojeada a sus ropas destrozadas, a la multitud de voluntarios


andrajosos que deambulaban por la plaza, a quienes no se les había pagado en
tres meses, y reprimí un impulso violento de gritar de alegría. Los dejé en
seguida, duros, fríos: no encaja- ban en un país apasionado; despreciaban la causa
por la cual habían luchado; se bur- laban de la incorregible jovialidad de los
mexicanos. Al irme les dije de paso:

- ¿A qué compañía pertenecen ustedes, compañeros? ¿Cómo se llamaban


ustedes mismos?

- ¡A la Legión Extranjera!
Deseo expresar aquí que he visto pocos soldados de fortuna, con excepción de
uno -y ése era un hombre de ciencia, tan seco como el polvo, que estudiaba la
acción de los altos explosivos sobre los cañones de campaña-, que no hubiera
sido vagabundo en su país.

Ya era muy noche cuando regresé al hotel. Doña Luisa me guió a ver mi cuarto
y me detuvo un momento en la cantina. Dos o tres soldados, evidentemente
oficiales, esta- ban allí bebiendo; uno de ellos bien entrado en copas. Era un
hombre picado de virue- las, con un bigote negro incipiente; sus ojos no podían
enfocar su visión. Pero cuando me vio, comenzó a cantar una divertida y pequeña
copla:

¡Yo tengo una pistola con mango de marfil, para matar a todos los gringos que
vienen por ferrocarril!

Consideré que era diplomático ausentarme, porque nunca se puede saber qué
hará un mexicano cuando está borracho. Su naturaleza es muy compleja.

Doña Luisa estaba en mi cuarto cuando llegué. Cerró la puerta, poniéndose un


dedo misteriosamente en los labios, y sacó de bajo su falda un ejemplar del año
anterior del Saturday Evening Post, que presentaba un increíble estado de
disolución.

- Lo saqué de la caja para usted -me dijo-. La condenada revista vale más que
cual- quier cosa en la casa. Unos norteamericanos que se iban a las minas me han
ofrecido quince dólares por ella. Usted ve, no hemos recibido desde hace un año
ninguna re- vista norteamericana.

CAPÍTULO III
El reloj salvador

Después de aquel exordio, ¿qué podía yo hacer sino leer la preciosa revista,
aunque ya la había leído? Encendí la lámpara, me desvestí y me metí en la cama.
Pero enton- ces oí unos pasos vacilantes afuera, en el corredor; mi puerta se abrió
bruscamente. Apareció, enmarcado en la puerta, el oficial de la cara picada que
había estado be- biendo en la cantina. Traía un gran revólver en una mano. Se
quedó inmóvil un mo- mento y me miró parpadeando malignamente; después
entró y cerró la puerta con un golpe violento.

- Soy el teniente Antonio Montoya, a sus órdenes -anunció-. Supe que estaba
un grin- go en este hotel y he venido para matarlo.
-Siéntese -le dije con toda cortesía.

Vi que estaba bien borracho. Se quitó el sombrero, se inclinó


ceremoniosamente y acercó una silla. Entonces sacó otra pistola que traía debajo
de su saco, y puso ambas sobre la mesa. Las dos estaban cargadas.

-¿Quiere usted un cigarro?

Le ofrecí un paquete. Tomó un cigarrillo dándome las gracias, y lo encendió en


la lámpara. En seguida recogió las pistolas y me apuntó con ellas. Sus dedos
apretaban lentamente los gatillos, pero los aflojaban otra vez. Yo estaba tan fuera
de mí que no podía hacer otra cosa sino esperar.

- La única dificultad que tengo -me dijo- es la de resolver cuál revólver debo
usar.

- Dispénseme -le dije, trémulo- pero, según creo, ambos parecen un poco
anticuados. Ese Colt cuarenta y cinco seguramente es un modelo de 1895, y en lo
que toca al Smith y Wesson, hablando entre nosotros, es únicamente un juguete.

- Es verdad -contestó, mirándolas un poco triste-. Si lo hubiera pensado antes


habría traído mi automática nueva. Mil perdones, señor. Suspiró y apuntó de
nuevo los cañones de sus armas a mi pecho, con una expresión de tranquilidad
satisfecha, agregando:

- Sin embargo, ya que así es, haremos lo mejor que podamos. Yo estaba a
punto de saltar, agacharme o gritar. De pronto fijó la vista sobre la mesa, donde
estaba mi reloj de pulsera, de dos dólares.

- ¿Qué es eso? -me preguntó.

- ¡Un reloj!

Rápidamente le mostré cómo ponérselo. Inconscientemente fue bajando poco a


poco las pistolas. Así como un niño ve el manejo de algún nuevo juguete
mecánico, del mismo modo lo observaba encantado, con la boca abierta y una
atención absorta.

- ¡Ah! -respiró- ¡Qué bonito está! ¡Qué precioso!

- Es de usted -le dije, quitándomelo y entregándoselo. Miró al reloj, después a


mí, se encendió poco a poco su color, resplandeciendo de alegre sorpresa. Lo
puse en su mano extendida. Reverente, cuidadosamente, lo ajustó a su muñeca
velluda. Se levantó entonces, radiante, feliz, mirándome. Las pistolas cayeron al
suelo, sin ser notadas. El teniente Antonio Montoya me echó sus brazos al cuello.

- ¡Ah, compadre! -Lloraba emocionado.

Al otro día me lo encontré en la tienda de Valiente Adiana, en la ciudad. Nos


senta- mos amigablemente en el cuarto de atrás, bebiendo el aguardiente local,
mientras el teniente Montoya, mi mejor amigo en todo el ejército
constitucionalista, me contaba las penalidades y peligros de la campaña. La
Brigada de Maclovio Herrera había es- tado durante tres semanas en Jiménez al
acecho, sobre las armas, esperando la llama- da urgente para avanzar sobre
Torreón.

- Esta mañana -dijo Antonio-, los escuchas constitucionalistas interceptaron un


tele- grama del comandante federal en la ciudad de Zacatecas para el general
Velasco, en Torreón. Decía que después de madura consideración, había decidido
que Zacatecas era un lugar más fácil de atacar que de defender. Por lo tanto,
informaba que su plan de campaña era el siguiente: al aproximarse las fuerzas
constitucionalistas, evacuaría la ciudad y después la tomaría otra vez.

- Antonio -le dije-, voy a salir mañana para hacer una larga jornada,
atravesando el desierto. Voy a Magistral en algún vehículo. Necesito un mozo.
Le pagaré tres dóla- res semanales.

- ¡Está bueno! -exclamó el teniente Montoya-. Lo que usted quiera; así podré ir
con mi amigo.

- Pero usted está en servicio activo -le dije-. ¿Cómo puede usted abandonar a
su regi- miento?

- Oh, no hay cuidado por eso -contestó Antonio-. No le diré nada de esto a mi
coro- nel. No me necesitan. ¿Para qué? Tienen a cinco mil hombres.

CAPÍTULO IV
Símbolos de México

Antes del amanecer, cuando los árboles polvorientos y las casas grises, bajas,
están todavía tiesas por el frío, dejamos caer el látigo sobre los lomos de nuestras
mulas y salimos rechinando sobre las disparejas calles de Jiménez, rumbo al
campo abierto. Embozados hasta los ojos en sus sarapes, dormitaban unos
cuantos soldados al lado de sus linternas. Un oficial, borracho, estaba durmiendo,
tirado en el arroyo.

Nos llevaba una vieja calesa cuya palanca rota estaba remendada con alambres.
Las guarniciones habían sido rehechas de pedazos de hierro viejo, pieles y
cuerdas. Anto- nio y yo íbamos juntos, en el asiento; a nuestros pies dormitaba un
joven, serio al pa- recer, llamado Primitivo Aguilar. Primitivo fue contratado para
abrir y cerrar las puer- tas, amarrar las guarniciones cuando se rompieran, así
como vigilar el vehículo y las mulas por la noche, ya que se decía que los
caminos estaban infestados de bandidos.

El campo se tornaba en una vasta, fértil llanura, surcada por canales de riego
som- breados por largas alamedas de grandes árboles, sin hojas, y grises como
cenizas. Un sol blanco, tórrido, resplandeció sobre nosotros como si fuera la
puerta de un horno, mientras en los lejanos y extensos campos desiertos humeaba
una delgada niebla. Se movía con nosotros y a nuestro alrededor una nube blanca
de polvo. Nos detuvimos al pasar por la hacienda de San Pedro, regateando con
un peón anciano por un saco de maíz y paja para las mulas. Más adelante había
un primoroso edificio, bajo, enyesado, color rosa, alejado del camino y entre un
bosquecillo de verdes sauces.

-¿Qué es aquello?

-Oh, es un molino de trigo.

Almorzamos en una pieza de la casa de un peón, larga y blanqueada, con el


piso de tierra, en otra gran hacienda cuyo nombre he olvidado, pero que
perteneció a Luis Terrazas, y ahora, confiscada, es propiedad del gobierno
constitucionalista. Aquella noche acampamos junto a un canal para riego,
distante varios kilómetros de cualquier lugar habitado; era el centro de los
dominios de los bandoleros.

Después de una cena de picadillo y chiles, tortillas, frijoles y café negro,


Antonio y yo dimos instrucciones a Primitivo. Debía hacer guardia al lado del
fuego con el revólver de Antonio, y si oía algún ruido, despertarnos. Pero no
debía dormirse de ninguna manera. Si lo hacía, lo mataríamos. Entonces
Primitivo dijo:

-Sí, señor.

Muy seriamente, abrió los ojos y empuñó la pistola. Antonio y yo nos


enrollamos en nuestras cobijas junto al fuego. Debo haberme dormido
inmediatamente, porque cuando me despertó Antonio al le- vantarse, mi reloj
marcaba solamente media hora más tarde. Del lugar que se le había asignado a
Primitivo para hacer su guardia, salían unos ronquidos sonoros. El teniente se
encaminó hacia allá.

- ¡Primitivo! -exclamó.

Nadie respondió.

- ¡Primitivo, necio! -Nuestro centinela se revolvió en su sueño y se volteó para


el otro lado, haciendo ruidos que indicaban comodidad.

- ¡Primitivo! -gritó Antonio, pateándolo duramente.

No dio muestras de responder.

Antonio dio unos pasos atrás y le asestó tan tremendo puntapié en el trasero,
que lo levantó algunos centímetros en el aire. Primitivo despertó sobresaltado. Se
levantó precipitadamente y alerta, blandiendo la pistola.

- ¿Quién vive? -gritó Primitivo.

Al otro día salimos de las tierras bajas. Entramos al desierto, haciendo rodeos
sobre algunas planicies onduladas, arenosas y cubiertas de mezquites oscuros, y
de vez en cuando uno que otro nopal. Empezamos a ver al lado del camino a esas
diminutas, siniestras cruces de madera, que la gente del campo coloca sobre el
lugar donde algún hombre tuvo una muerte violenta. Por todo el horizonte
alrededor nuestro había mon- tañas áridas, color púrpura. A la derecha, al cruzar
una inmensa arroyada seca, se di- visaba una hacienda blanca, verde y gris, que
parecía una ciudad. Una hora más tarde pasamos el primero de aquellos grandes
ranchos cuadrangulares, fortificados, que se encuentran una vez durante el día,
perdidos, en los rincones de este gran país. La no- che se cernía veloz arriba, en
el cenit sin nubes, mientras todo el horizonte estaba iluminado aún por intensa
claridad; pero entonces, súbitamente, desapareció el día y brotaron las estrellas,
como cohetes, en la comba celeste. Antonio y Primitivo canta- ban Esperanza,
mientras seguíamos nuestro camino, con ese extraño, raro tono mexi- cano, que
suena más parecido que a ninguna otra cosa al de un violín que tuviera las
cuerdas gastadas. Aumentó el frío. En leguas y leguas a la redonda era una tierra
mar- chita, un país de muerte. Transcurrían horas antes de que viéramos una casa.
Antonio decía saber vagamente de la existencia de un ojo de agua en alguna parte
más adelante. Pero hacia la medianoche descubrimos que el camino sobre el cual
ven- íamos se perdía de pronto entre un espeso mezquital. Nos habíamos
apartado del ca- mino real en algún paraje. Era tarde y las mulas estaban
cansadas. Parecía que no se podía hacer otra cosa sino acampar en seco, dado que
no sabíamos de la existencia de agua por allí cerca.

Habíamos desguarnecido y dado de comer a las mulas y hacíamos nuestro


fuego, cuando en algún lado del espeso chaparral se oyeron pasos cautelosos.
Caminaban un trecho y se detenían. Nuestra pequeña hoguera de madera seca
crepitaba impetuosa, alumbrando un tramo de poco más de tres metros. Más
lejos, todo era oscuridad. Pri- mitivo saltó hacia atrás para ponerse al abrigo del
vehículo; Antonio sacó su revólver; todos teníamos frío al lado del fuego ... El
ruido se oyó otra vez.

- ¿Quién vive? -dijo Antonio. Se oyó un pequeño ruido, como apartando yerbas
entre la maleza, y después una voz:

- ¿De qué partido son ustedes? -inquirió titubeante.

- Maderistas -contestó Antonio-. ¡Pase!

- ¿Hay seguridad para los pacíficos? -preguntó el invisible.

- Bajo mi palabra -grité-. Salgan para poderverlos.

Al instante tomaron forma dos vagas siluetas a la orilla del resplandor del
fuego, casi sin hacer ruido. Eran dos peones; los vimos tan pronto como se
acercaron, bien en- vueltos en sus desgarradas cobijas. Uno de ellos era viejo,
cubierto de arrugas, encor- vado, con huaraches de su propia manufactura; sus
pantalones eran guiñapos que le colgaban sobre las piernas encogidas; el otro, un
joven muy alto, descalzo, con una cara tan pura y sencilla que casi rayaba en
idiotez. Amistosos, acogedores como la luz del sol, ansiosamente curiosos como
niños, se acercaron con las manos extendidas. Se las estrechamos a cada uno,
saludándolos con la ceremoniosa cortesía mexicana.

- Buenas noches, amigo. ¿Cómo está usted?

- Muy bien gracias. ¿Y usted?

- Bien gracias. ¿Y cómo está toda la familia?

- Bien, gracias. ¿Y la suya?

- Bien, gracias. ¿Qué tienen de nuevo por aquí?


- Nada. ¿Y usted? Nada. Siéntese.

-Oh, gracias, estoy bien de pie.

-Siéntese ... Siéntese ...

- Mil gracias. Dispénsenos un momento.

Sonrieron y desaparecieron en la espesura. Reapareciendo poco después, con


grandes brazadas de ramas secas de mezquite para nuestro fuego.

- Nosotros somos rancheros -dijo el anciano, inc1inándose-, tenemos unas


cuantas cabras, y nuestras casas están a sus órdenes, así como nuestros corrales
para sus mu- las y nuestra pequeña provisión de maíz. Nuestros ranchitos están
muy cerca de aquí, en el mezquital. Somos muy pobres, pero esperamos que nos
hagan el honor de acep- tar nuestra hospitalidad.

Era una ocasión para obrar con tacto.

- Mil veces muchas gracias -dijo Antonio atentamente-, pero tenemos, por
desgracia, una gran prisa y debemos seguir adelante muy temprano. No queremos
molestar en sus casas a estas horas.

Dijeron que sus familias y sus casas estaban a nuestro servicio, para usarlas
como lo estimáramos conveniente, con el mayor placer de su parte. No recuerdo
cómo pudi- mos evadir por fin la invitación, sin ofenderlos; pero sí sé que nos
llevó como media hora de conversación y cumplidos. Nosotros sabíamos, en
primer término, que si aceptábamos, no podríamos salir muy temprano en la
mañana, perdiendo así varias horas; porque en las costumbres mexicanas, la prisa
en salir de una casa denota des- contento con la estancia en ella; en segundo
lugar, porque no se puede pagar por el alojamiento, aunque sí tiene que hacerse
un buen regalo a los anfitriones, cosa que ninguno de nosotros podía ofrecer.

Al principio rehusaron cortésmente nuestra invitación para cenar; pero después


de mucho insistir los persuadimos, al fin, para que aceptaran unas tortillas y
chile.

Era enternecedor y risible a la vez el hambre que tenían, así como sus esfuerzos
para ocultarlo.

Después de comer, cuando ya nos habían traído un cubo de agua, pensando con
un juicio cabal y bondadoso, se quedaron con nosotros un rato al calor de nuestro
fuego, fumando de nuestros cigarrillos y calentándose las manos. Recuerdo cómo
colgaban los sarapes de sus hombros, abiertos por delante para que así les llegara
a sus cuerpos escuálidos el calor agradable, y cómo eran nudosas y viejas las
manos que extendía el anciano, y cómo brillaba la luz rojiza sobre la garganta del
otro, encendiendo el fuego de sus grandes ojos. A su alrededor se extendía el
desierto, separado únicamente por nuestra hoguera, listo para saltar sobre
nosotros al extinguirse aquélla. Arriba, las estrellas no perdían su brillo. Los
coyotes aullaban en la lejanía, más allá del fuego, como si fueran demonios
angustiados. Repentinamente imaginé a aquellos dos seres humanos como
símbolos de México: corteses, afectuosos, pacientes, pobres, tanto tiempo
esclavos, tan llenos de ensueños, que pronto serían liberados.

- Cuando vimos venir su calesa para acá -dijo el viejo riéndose- sentimos
oprimirse nuestros corazones en nuestros pechos. Creíamos que ustedes podían
ser soldados, que venían, quizá, a llevarse nuestras pocas y últimas cabras. Han
venido tantos sol- dados durante los últimos años, tantos ... La mayoría federales;
los maderistas no vie- nen, a menos que tengan hambre. ¡Pobres maderistas!

- Ay -dijo eljoven-, mi hermano que tanto quería, murió en los once días de
combate alrededor de Torreón. Han muerto miles en México, y muchos más que
caerán. Tres años es bastante para guerra en una tierra.

- ¡Demasiado! ¡Válgame Dios! -murmuró el viejo meneando su cabeza-. Pero


vendrá un día ...

- Se ha dicho -hizo notar el anciano temblequeando- que los Estados Unidos


codician a nuestro país; que los soldados gringos vendrán y se llevarán mis
cabras al fin ...

- Eso es mentira -exclamó el otro, animándose-. Son los norteamericanos ricos


los que nos quieren robar, igual que nos quieren robar los mexicanos ricos. Es el
rico en todo el mundo el que quiere robar al pobre.

El anciano tiritó de frío y arrimó su gastado cuerpo más cerca del fuego.

- He pensado con frecuencia -dijo suavemente-, por qué los ricos, teniendo
tanto, quieren más. Los pobres, que no tienen nada, ¡quieren tan poco! Sólo unas
cabras ... Su compadre alzó su cara como un hidalgo, sonriendo dulcemente.

- Nunca he estado fuera de esta pequeña región; ni siquiera en Jiménez -dijo-.


Pero me dicen que hay muchas tierras ricas, al Norte, al Sur y al Oriente. Pero
ésta es mi tierra y la quiero. En los años de vida que tengo, durante los que
vivieron mi padre y mi abuelo, los ricos se han quedado con el maíz y lo han
retenido con los puños ce- rrados ante nuestras bocas. Y solamente la sangre les
hará abrir las manos para sus semejantes.

El fuego se había apagado. Dormía en su puesto de guardia el alerta Primitivo.


Anto- nio contemplaba el rescoldo; una leve sonrisa de satisfacción se dibujaba
en su boca; sus ojos brillaban como estrellas.

- ¡Adió! -dijo de pronto, como cuando se ve una visión-. ¡Cuando entremos en


la Ciudad de México, qué baile haremos! ¡Qué borrachera me voy a poner! ...

CUARTA PARTE
CAPÍTULO I
¡A Torreón!

Yermo es un lugar desolado: kilómetros y kilómetros de arenoso desierto,


cubierto aquí y allá por mezquites, chaparros y raquíticos nopales, que se
extienden al Occi- dente hasta unas montañas morenas, dentadas, y al Oriente,
una llanura donde oscila el horizonte.

El pueblo está formado por un tanque de agua, averiado, con un poquito de


ésta, sucia y alcalina; una estación de ferrocarril demolida, hecha trizas por los
cañones oroz- quistas hace dos años, y un cambiavías. No había agua ni para
remedio a menos de sesenta kilómetros; tampoco forrajes para los animales.
Durante los tres meses de frío agudo y en los comienzos de la primavera,
soplaban vientos secos que arrastraban un polvo amarillento, azotando al
poblado.

En medio de este desierto estaban enfilados sobre una sola vía diez largos
trenes, en torno de los cuales se levantaban columnas de fuego por la noche y de
humo negro por el día, que se extendían atrás, hacia el norte, más allá de donde
alcanzaba la vista. A su alrededor, en el chaparral, acampaban nueve mil
hombres, sin techo para cobi- jarse, cada uno de ellos con un caballo amarrado de
un mezquite, donde colgaban su sarape y unas tiras de carne roja expuestas al aire
y al sol para que pudieran secarse. De cincuenta carros se estaban descargando
mulas y caballos. Un soldado andrajoso cubierto de polvo y sudor entró en uno
de los carros de ganado; montó en un caballo y le metió rudamente las espuelas,
lanzando un alarido. En el acto se oyó un terrible repiqueteo de cascos de los
animales asustados; súbitamente brincó un caballo por la puerta, abierta
ordinariamente hacia atrás, vaciándose el carro de los caballos y mulas que en
gran cantidad llevaba. Reuniéndose al salir, emprendieron la huida presos del
terror, resoplando por las abiertas narices al oler el campo abierto.
Inmediatamente se convirtieron en vaqueros numerosos soldados que vigilaban,
levantando de entre el polvo sofocante sus reatas de lazar, mientras los animales
sueltos circulaban en torno, echándose encima unos de otros poseídos de pánico.
Oficiales, ordenanzas, generales con sus Estados Mayores y simples soldados,
galopaban, corrían y se cruzaban en una intrincada confusión, con sus cabezadas
y buscando sus monturas. Al fin, las mulas fugitivas fueron llevadas a los
furgones. Los soldados que habían llegado en los últimos trenes vagaban en
busca de sus brigadas. Por allá, adelante, algunos le tiraban a un conejo. De los
techos de los carros-caja y de los de plataforma, donde habían acampado por
centenares, las solda- deras y sus enjambres de chiquillos semidesnudos miraban
hacia abajo, dando sus informes a gritos y preguntando a todo el mundo si habían
visto a Juan Moñeros, Jesús Hernández, o cualquiera que fuera el apellido de su
hombre ... Un soldado que arrastraba un rifle iba de aquí para allá gritando que
no había comido hacía dos días, porque no podía encontrar a su mujer que le
hacía las tortillas, opinando que lo había abandonado, largándose con algún ... de
otra brigada. Las mujeres, en los techos de los carros, decían: ¡Válgame Dios! y
se encogían de hombros, arrojándole algunas tortillas de hacía tres días y
pidiéndole, por el amor que le tuviera a Nuestra Señora de Guadalupe, que les
prestara un cigarrillo.

Una tumultuosa y sucia muchedumbre asaltó la locomotora de nuestro tren,


pidiendo agua a gritos. Cuando el maquinista los detuvo, revólver en mano, les
dijo que había bastante agua en el tren correspondiente; se fueron y dispersaron,
sin objetivo, al pa- recer; pero no tardó en venir otro grupo a ocupar sus puestos.
Mientras tanto, una aguerrida masa de gente y animales bregaba por un sitio ante
las pequeñas llaves, de donde salía agua constantemente, de los doce enormes
carros-tanques del tren que conducía el precioso líquido.

Arriba se levantaba, en la calma del aire caliente, una espesa nube de polvo,
que med- ía como cinco kilómetros de largo y cerca de uno de ancho y que,
mezclada con el humo negro de las locomotoras, hacía pensar y preocupaba a las
avanzadas federales, a más de treinta kilómetros de distancia sobre las montañas
atrás de Mapimí. Cuando Villa salió de Chihuahua para Torreón, clausuró el
servicio de telégrafos al Norte, cortó el de trenes a Ciudad Juárez y prohibió, bajo
pena de muerte, que nadie llevara o transmitiera informes de su salida a los
Estados Unidos. Su objeto era sor- prender a los federales y su plan funcionó a
maravilla. Nadie, ni aun en su Estado Mayor, sabía cuándo saldría Villa de
Chihuahua; el ejército había demorado tanto allí, que todos creíamos que tardaría
dos semanas más en salir. Todos quedamos sorpren- didos al levantarnos el
sábado en la mañana, y saber que el telégrafo y los ferrocarri- les habían sido
cortados y que tres grandes convoyes, llevando a la Brigada González Ortega, ya
habían salido. La Zaragoza salió al día siguiente, y las propias fuerzas de Villa,
en la mañana subsiguiente. Moviéndose siempre con la celeridad en él carac-
terística, Villa concentró todo su ejército al día siguiente en Yermo, sin que los
fede- rales supieran que había salido de Chihuahua.

Hubo un tumulto en torno al telégrafo portátil, de campaña, que fue instalado


en las ruinas de la estación. Adentro sonaba el aparato. Soldados y oficiales,
mezclados, se apretujaban en las ventanas y la puerta; cada vez que el telegrafista
gritaba algo, reso- naba una estruendosa algarabía y risas. Al parecer, el hilo
telegráfico, por un mero accidente, se había conectado a un alambre que no
habían destruido los federales, un hilo que se conectaba con el militar, federal, de
Mapimí a Torreón.

- ¡Oigan! -gritó el operador-. ¡El coronel Argumedo, que manda a los


cabecillas colo- rados en Mapimí, está telegrafiando al general Velasco en
Torreón! ¡Dice que ve humo y una gran nube de polvo al norte, y cree que
algunas tropas rebeldes se están movilizando al sur de Escalón!

Anocheció con un cielo nublado y un viento creciente que comenzó a levantar


el pol- vo. Resplandecían en los techos de los carros-cajas las fogatas de las
soldaderas, a lo largo de los varios kilómetros de trenes. Afuera, en el desierto,
tan lejos, que parecían puntas de alfiler en flama, al final, se extendían las
incontables hogueras del ejército, medio oscurecidas por las oleadas de tupida
polvareda. La tempestad nos ocultó com- pletamente de los centinelas federales.

- Aun Dios -hizo notar el mayor Leyva- ¡aun Dios está del lado de Francisco
Villa! Cenamos en nuestro carro-caja transformado, con el joven, membrudo e
inexpresivo general Máximo García y su hermano, el todavía más alto y cara
colorada Benito García, y un mayor bajito de cuerpo, Manuel Acosta, dotado con
las bellas maneras de su raza. García había estado bastante tiempo al mando del
avance en Escalón. Él y sus hermanos -uno de los cuales, José García, ídolo del
ejército, había sido muerto en combate- eran apenas hacía cuatro años ricos
hacendados, dueños de enormes latifun- dios. No obstante, se sumaron a
Madero ... ¡Recuerdo que nos trajo una botella de whisky, negándose a discutir la
revolución y declarando que luchaba por un whisky mejor! Mientras yo escribía
lo anterior, llegó un informe de su muerte, ocasionada por una bala en la batalla
de Sacramento ...
Afuera, entre la tempestad de polvo, en su carro plataforma, inmediatamente
delante del nuestro, están tendidos algunos soldados alrededor de su hoguera, con
las cabezas en el regazo de sus mujeres, cantando La Cucaracha, la que describe
en centenares de versos satíricos lo que harán los constitucionalistas cuando les
quiten Juárez y Chihu- ahua a Mercado y a Orozco.

A pesar del viento, se sentía el inmenso y tétrico murmullo del ejército y, de


vez en cuando, se oía el grito agudo de un centinela marcando el alto: ¿Quién
vive? -y la respuesta:

¡Chiapas!

-¿Qué gente?

-¡Chao! ...

Durante toda la noche resonaron a intervalos los imponentes silbidos de las


diez máquinas, haciéndose señales, entre sí, adelante o atrás.

CAPÍTULO II
El ejército en Yermo

En la madrugada del día siguiente vino al carro, para desayunar, el general


Toribio Ortega -un hombre trigueño, enjuto, a quien los soldados llaman El
Honrado y El más Bizarro-. Es, sin lugar a dudas, el corazón más sencillo y el
soldado más desinteresa- do de México. Nunca fusila a sus prisioneros. Se ha
negado a recibir de la Revolución un solo centavo aparte de su escaso sueldo.
Villa lo respeta y confia más en él, quizá, que en ningún otro de sus generales.
Ortega era un hombre pobre, un vaquero. Allí sentado, con los codos sobre la
mesa, sin acordarse de su desayuno, con los grandes ojos brillantes y su sonrisa
benévola, de través, nos contaba por qué estaba luchando.

- No soy un hombre educado -decía-. Pero sé bien que pelear es el último


recurso a que debe apelar cualquier persona. Sólo cuando las cosas llegan al
extremo de no poder aguantar más, ¿eh? Y si vamos a matar a nuestros
hermanos, algo bueno debe resultar de ello, ¿eh? ¡Ustedes, en los Estados
Unidos, no saben por lo que hemos pasado nosotros, los mexicanos! Hemos visto
robar a los nuestros, al pobre, sencillo pueblo, durante treinta y cinco años, ¿eh?
Hemos visto a los rurales y soldados de Porfirio Díaz matar a nuestros padres y
hermanos, así como negarles la justicia.
Hemos visto cómo nos han arrebatado nuestras pequeñas tierras, y vendido a
todos nosotros como esclavos, ¿eh? Hemos anhelado tener hogares y escuelas
para instruir- nos, y se han burlado de nuestras aspiraciones. Todo lo que hemos
ambicionado era que se nos dejara vivir y trabajar para hacer grande nuestro país,
pero ya estamos can- sados y hartos de ser engañados ...

Afuera, entre el polvo que se arremolinaba bajo un cielo de nubes flotantes,


impetuo- sas, había largas filas de soldados a caballo, en la oscuridad, esperando
que pasaran sus oficiales al frente, para examinar atentamente a su paso los rifles
y las cartuche- ras.

- Jerónimo -dijo un capitán a un soldado-, vuelve al tren del parque y llena los
huecos que hay en tu cartuchera. ¡Imbécil, has gastado tus cartuchos tirando a los
coyotes! Cruzando el desierto, rumbo al Occidente, hacia las montañas lejanas,
caminaban cordones de caballería, los primeros hacia el frente. Pasaron como mil
hombres, en diez líneas diferentes, que divergían como si fueran los rayos de una
rueda; sus espue- las tintineaban con un sonido metálico; flotaban rectas sus
banderas verdes, blanco y rojo; las bandoleras cruzadas lucían sin brillar; los
rifles colgaban atravesados sobre sus sillas. Pasaron con sus altos sombreros
pesados y sus cobijas multicolores. Detrás de cada compañía se afanaban diez o
doce mujeres para seguirlas a pie, llevando los utensilios de cocina en la cabeza o
la espalda; alguna acémila iba cargada con sacos de maíz. Al pasar frente a los
carros, saludaban a sus amigos en los trenes.

-¡Poco tiempo California! -gritó uno.

¡Oh! Allá te espera un colorado -contestó otro.

Apuesto a que andabas con Salazar en la rebelión de Orozco. Nadie


acostumbraba decir ¡Poco tiempo California!, como no fuera Salazar cuando
estaba borracho.

El otro hombre pareció avergonzado.

- Bueno, puede ser que haya estado -reconoció-. Pero espera que se me pongan
a tiro mis viejos compañeros. ¡Te demostraré entonces si soy maderista o no!

Un indito que venía atrás gritó:

- Yo sé la clase de maderista que eres tú, Luisito. ¡En la primera toma de


Torreón, Villa te dio a escoger, entre cambiar de chaqueta o recibir un cabronazo
o balazo en la cabeza!
Y así, bromeando y cantando, caminaban poco a poco al sudoeste; se
empequeñecían e iban desvaneciendo, hasta desaparecer finalmente entre el
polvo.

Villa en persona estaba recostado en un carro, con las manos en los bolsillos.
Llevaba un sombrero viejo, doblado hacia abajo, una camisa sucia, sin cuello, y
un traje oscu- ro, maltratado y brilloso por el uso. Hombres y caballos habían
brotado, como por arte de magia, frente a él, en toda aquella planicie polvorienta.
La confusión de sillas y frenos era tremenda, así como los toques de los clarines.
La Brigada Zaragoza se alistaba para abandonar el campamento: una columna de
flanqueo de dos mil hombres que debía dirigirse al Sudoeste, para atacar
Tlahualilo y Sacramento. Villa parecía haber llegado apenas a Yermo. Se había
detenido en Camargo el lunes en la noche, a fin de concurrir al casamiento de un
compadre. En su cara se reflejaban los signos del cansancio.

- ¡Caramba! -decía con una sonrisa-, ¡empezamos a bailar el lunes en la noche,


toda la noche y todo el día siguiente, y anoche también! ¡Qué baile! ¡Y qué
muchachas! ¡Las de Camargo y Santa Rosalía son las más bellas de México!
¡Estoy rendido! Fue un trabajo más duro que el de veinte combates ...

Luego se dispuso a escuchar el informe de un oficial del Estado Mayor que


llegó co- rriendo a caballo; le dio una orden concisa sin vacilar, y el oficial partió.
Dio instruc- ciones al señor Calzada, gerente del ferrocarril, sobre el orden que
habían de seguir los trenes hacia el Sur. Indicó al señor Uro, intendente del
ejército, qué provisiones debían ser distribuidas de los trenes con tropas. Al señor
Muñoz, director del telégra- fo, le dio el nombre de un capitán federal, rodeado
por los hombres de Urbina la se- mana anterior y muerto con todos sus soldados
en los cerros cerca de La Cadena, or- denándole conectar con el hilo telegráfico
federal y remitir un mensaje al general Ve- lasco en Torreón, fingiendo que se
trataba de un informe del mencionado capitán des- de Conejos y pidiendo
órdenes. Parecía saberlo y ordenarlo todo.

Almorzamos con el general Eugenio Aguirre Benavides, el tranquilo, pequeño


y jo- ven comandante de la Brigada Zaragoza; miembro de una de las familias
cultas mexi- canas que se habían agrupado en torno a Madero en la primera
Revolución; con Raúl Madero, hermano del presidente asesinado, segundo jefe
de la Brigada, que se educó en una universidad norteamericana y más bien parece
un vendedor de bonos de Wall Street; con el coronel Guerra, educado en Cornell,
y el mayor Leyva, sobrino de Or- tega, un jugador que hizo histórica su actuación
con el club de futbol de Notre Dame ...
La artillería estaba emplazada, lista para la acción, dentro de un gran círculo,
con los furgones abiertos y las mulas acorraladas en el centro. El coronel Servín,
comandante de las baterías, sentado, o más bien encaramado sobre un gran
caballo bayo, una minúscula, ridícula figura de poco más de metro y medio de
alto, agitaba la mano gritando su saludo al pasar el general Ángeles, Secretario de
Guerra de Carranza, un hombre de alta estatura, flaco, la cabeza descubierta;
llevaba una zamarreta parda, y colgando de uno de sus hombros un mapa de
guerra de México, que se le había caído a un pequeño jumento. Varios hombres
trabajaban sudorosos en lo más denso de las nubes de polvo. Los cinco artilleros
norteamericanos estaban acuclillado s al lado de un cañón, fumando. Me
saludaron con un alarido:

- ¡Oye, compañero! ¿Qué diablos nos hizo meternos en este lío? No hemos
comido desde anoche. Trabajamos doce horas. Escucha: ¿quieres tomar
fotografías de noso- tros?

Posaron con un ademán amistoso el soldadito londinense que había estado a las
órde- nes de Kitchener, después el capitán canadiense, Treston, que se
desgañitaba para que su intérprete pudiera transmitir a sus hombres algunas
órdenes acerca de las ametra- lladoras; el capitán Marineli, el gordo soldado
italiano de fortuna, que arrojaba a bor- botones una mescolanza interminable e
ininteligible de francés, español e italiano, al oído de un oficial mexicano,
aburrido.

Fierro llegó a caballo, espoleándolo cruelmente y ya sangrando del hocico.


Fierro, el apuesto, duro y altanero, a quien llamaban El Carnicero, porque mataba
a sus prisio- neros indefensos personalmente, lo mismo que a sus propios
hombres, sin provoca- ción alguna.

Ya avanzada la tarde partió la Brigada Zaragoza rumbo al Sudoeste, sobre el


desierto, y llegó otra noche.

El viento aumentó junto con la oscuridad, haciéndose cada vez más frío.
Mirando hacia el cielo, tachonado de fulgurantes estrellas, vi que todo lo demás
estaba oscure- cido por los nubes. Al través de las pesadas ráfagas de polvo
volaban millares de hile- ras delgadas de chispas, que venían de las hogueras
hacia el Sur. La carga de carbón a los fogones de las locomotoras producía
resplandores repentinos a lo largo de los tre- nes estacionados en varios
kilómetros. Al principio creímos oír estampidos de artiller- ía gruesa en la
lejanía. Pero de pronto, inesperadamente, el cielo se despejó y, des- lumbrante, se
abrió de horizonte a horizonte; los truenos retumbaban terribles, la llu- via se
generalizó, cayendo tan espesa como una inundación. Las actividades humanas
del ejército quedaron en silencio por unos instantes. Todas las hogueras
desaparecie- ron. Entonces se escuchó un inmenso alarido de enojo y risa a la
vez, así como de desconcierto de los soldados, afuera, en la llanada, lo mismo
que el más asombroso lamento de las mujeres que jamás he oído. Las dos
manifestaciones duraron única- mente un minuto. Los hombres se envolvieron en
sus sarapes y se hundieron en el abrigador chaparral; los cientos de mujeres y
niños expuestos al frío y a la lluvia en los carros plataforma y en los techos de los
carros-caja, tomaron acomodo para espe- rar con estoicismo indio a que
amaneciera. En el carro del general Maclovio Herrera, que iba adelante, había
borrachera, risotadas y canciones acompañadas de una guita- rra ...

Rompió el alba con toques de clarines, que se antojaban los del mundo entero a
la vez; al mirar fuera, por la puerta del carro, contemplé el desierto a varios
kilómetros de distancia: era un hervidero de hombres armados, ensillando y
montando. Un sol cálido asomó por las montañas de occidente, brillando en un
cielo claro. La tierra arrojó por unos instantes un vapor undoso; después, otra vez
polvo y una superficie sedienta. Allí podía no haber llovido nunca. Humeaba un
centenar de fogatas en los techos de los carros; las mujeres volteaban sus ropas
lentamente al sol, charloteando y bromeando. Pululaban centenas de chiquillos en
derredor, mientras las madres tend- ían sus vestiditos al sol. Mil bulliciosos
soldados se gritaban uno a otro que ya había comenzado el avance; muy lejos, a
la izquierda, en algún regimiento, había regocijo, porque estaban disparando al
aire. Durante la noche habían llegado otros seis largos trenes, y todas las
máquinas hacían señales con sus silbatos. Me fui adelante para to- mar el primer
tren que saliera; cuando pasaba por el carro de Trinidad Rodríguez, un voz
femenina, chillona, gritó:

- ¡Eh, muchacho! Ven a almorzar.

Asomando parte del cuerpo en la puerta, estaban Beatriz y Carmen, dos


mujeres co- nocidas de Juárez, que habían traído al frente los hermanos
Rodríguez. Entré y me senté a la mesa, donde había como doce hombres, varios
de ellos médicos del tren hospital: un francés, capitán de artillería, y un grupo de
varios mexicanos, oficiales y soldados. Era un carro-caja ordinario, igual que
todos los carros privados, con venta- nillas en la pared y tabiques para aislar al
cocinero chino en la cocina, así como literas colocadas a los lados y al fondo. El
almuerzo se componía de platos colmados de car- ne roja con chile, escudillas de
frijoles, montones de tortillas frías, y seis botellas de champaña Monopole. El
semblante de Carmen no era saludable; su dieta alimenticia, quizá, le daba un
aire de estupidez; pero la cara descolorida, blanca y el pelo rojo de Beatriz,
cortado a la Buster Brown, le daban una especie de alegría maliciosa. Era
mexicana, pero hablaba un inglés de los barrios bajos de Nueva York, sin acento
ex- tranjero. Saltando de la mesa, se puso a bailar en derredor, tirando de los
cabellos a los comensales.

-Hola, gringo condenado.

Y se rió de mí.

- ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Vas a ser el recipiente de una bala si no tienes
cuidado!

Un joven mexicano malhumorado, ya un poco ebrio, le dijo, furioso, en


español:

- ¡No le hables! ¿Entiendes? ¡Le diré a Trinidad que invitaste al gringo que
entrara a almorzar, y te hará fusilar!

Beatriz echó su cabeza para atrás y se rió a carcajadas.

- ¿Oyeron lo que dijo? ¡Cree que soy de su propiedad, porque estuvo una vez
conmi- go en Juárez ...! ¡Dios mío! -prosiguió-. ¡Qué divertido se antoja el viajar
por ferroca- rril y no tener que comprar boleto!

- Mira, Beatriz -la interpelé-, pudiera ser que las cosas no salieran bien más
allá. ¿Qué harías si nos pegaran?

- ¿Quién, yo? -exclamó-. ¡Vaya, creo que no tardaría en hacer amigos entre los
fede- rales! ¡Soy buena para hacer mezclas!

- ¿Qué estás diciendo? ¿Qué dices? -preguntaron los otros en español.

Con el más perfecto descaro, Beatriz les hizo la traducción de lo dicho. Y en


medio del tumultuoso escándalo que siguió, me escabullí ...

CAPÍTULO III
La primera sangre

El tren del agua salió primero. Yo iba en el botaganado de la máquina, el que


ya me encontré ocupado permanentemente por dos mujeres y cinco criaturas.
Habían hecho una pequeña fogata con ramas de mezquite en la estrecha
plataforma de hierro, para hacer las tortillas; flotaba sobre sus cabezas un tendido
de ropa, que se secaba con el aire agitado que salía de la caldera ...
Era un hermoso día, un sol tibio alternaba con grandes nubes blancas. El
ejército se movilizaba hacia el Sur en dos gruesas columnas; una a cada lado del
tren. Flotaba una inmensa nube de polvo sobre ellas; hasta donde la vista podía
alcanzar, camina- ban pequeños grupos de jinetes rezagados, poco a poco,
apareciendo de vez en cuan- do una gran bandera mexicana. De los trenes, que se
movían lentamente, salían co- lumnas de humo a cortos intervalos, decreciendo
hasta que en el Norte del horizonte sólo quedaba una mancha vaporosa.

Me fui al vagón del conductor para tomar agua, encontrando a éste echado en
su litera leyendo la Biblia. Estaba tan absorto y divertido, que no se dio cuenta de
mi presencia durante un buen rato. Cuando lo hizo, exclamó encantado:

- Oiga, encontré una gran historia sobre un mozo que se llamaba Sansón, que
era muy hombre, y su mujer. Ella era española, creo, por la mala partida que le
jugó. ¡Empezó siendo un buen revolucionario, un maderista, pero ella lo
convirtió en un pelón! Pelón quiere decir, literalmente, cabeza rapada y es el
término de la jerga aplicado a un soldado federal, porque ese ejército se
reclutaba, en su mayor parte, entre gente de las prisiones.

Había mucha excitación en el tren. Nuestra avanzada de guardia, con su


telegrafista de campaña, había salido de Conejos la noche anterior, a causa de lo
cual se había derramado la primera sangre de la campaña; fueron sorprendidos y
eliminados atrás de una saliente de la montaña que está al oriente, unos cuantos
colorados que explo- raban al norte de Bermejillo. El telegrafista, además, tenía
otras noticias. Conectó otra vez con el alambre federal y envió un mensaje al
comandante federal de Torreón, firmado con el nombre del capitán muerto y
solicitando órdenes, en virtud de que parecía se acercaba una gran fuerza rebelde
del Norte. El general Velasco contestó que el capitán debía sostenerse en Conejos
y mandar avanzadas para descubrir el número de hombres que tenía la fuerza
citada. Al mismo tiempo, el telegrafista había oído un mensaje de Argumedo, que
tenía el mando federal en Mapimí, diciendo que ¡todo el norte de México estaba
avanzando sobre Torreón, junto con el ejército grin- go!

Conejos era exactamente lo mismo que Yermo, con la única diferencia de que
no ten- ía tanque de agua. Salieron casi enseguida mil hombres a caballo, a la
cabeza de los cuales iba el anciano general Rosalío Hernández, el de la barba
blanca, siguiéndolos el tren de reparaciones hasta unos cuantos kilómetros del
ferrocarril, en un lugar don- de los federales habían quemado dos puentes unos
meses antes. Afuera, más allá del último pequeño vivac del inmenso ejército, se
extendía en derredor nuestro el desier- to, que dormía silencioso entre sus oleadas
caliginosas. No soplaba viento. Los hom- bres se reunían con sus mujeres en los
carros plataforma; aparecieron las guitarras, oyéndose toda la noche centenares
de voces que cantaban, procedentes de los trenes.

A la mañana siguiente fui a ver a Villa a su carro. Era un vagón rojo, con
cortinas de saraza en las ventanas; el famoso y reducido carro que Villa ha usado
en todas sus andanzas desde la caída de Juárez. Estaba dividido por tabiques en
dos cuartos, la cocina y la recámara del general. Esta pequeña habitación, de
poco más de tres por siete metros, era el corazón del ejército constitucionalista.
Allí, donde había escasa- mente espacio para los quince generales que se reunían,
se celebraban todas las juntas de guerra. En dichas juntas se discutían las
cuestiones vitales inmediatas de la campa- ña; los generales decidían lo que debía
hacerse, pero Villa daba entonces las órdenes que más le convenían. Estaba
pintado de un gris oscuro. En las paredes había fotogra- fias de mujeres artistas
en posturas teatrales; un gran retrato de Carranza, uno de Fie- rro y el del mismo
Villa.

Dos literas doble ancho de madera plegadas contra la pared, en una de las
cuales dormía Villa yel general Ángeles; en la otra, José Rodríguez y el doctor
Raschbaum, médico de cabecera de Villa. Era todo ...

- ¿Qué desea, amigo? -dijo Villa, sentándose al extremo de la litera, en paños


meno- res color azul. Los soldados que ho1gazaneaban en torno, indolentes, me
hicieron un sitio.

- Quiero un caballo, mi general.

- ¡Caray! ¡Nuestro amigo, aquí, quiere un caballo! -sonrió Villa


sarcásticamente, entre un diluvio de carcajadas de los otros-. ¡Vaya, ustedes los
corresponsales, pedirán la próxima vez un automóvil! Oiga, señor reportero:
¿sabe usted que cerca de mil de mis hombres no tienen caballo? Aquí está el tren.
¿Para qué quiere usted un caballo?

- Porque así puedo ir con las avanzadas.

- No -sonrió-. Hay demasiados balazos; vuelan demasiadas balas en las


avanzadas ... Se vestía rápidamente mientras hablaba, a la vez que tomaba tragos
de café, de una sucia cafetera que tenía a su lado. Alguno le dio su espada con
empuñadura de oro.

- ¡No! -dijo desdeñosamente-. Este será un combate, no una parada militar.


¡Déme mi rifle!
De pie en la puerta de su carro, miró pensativo durante un momento las largas
hileras de jinetes, pintorescos, con sus cartucheras cruzadas y su variado equipo.
Dio enton- ces unas cuantas órdenes rápidamente y montó en un hermoso
semental.

- ¡Vamonos! -gritó Villa. Las cornetas resonaron triturantes y un repiqueteo


argentífe- ro, domeñado, seco, repercutió al formarse las compañías y salir
trotando hacia el Sur, entre el polvo ...

De esa manera desapareció el ejército. Durante el día nos pareció oír un


cañoneo del Sudoeste, de donde se decía que bajaría Urbina de las montañas para
atacar a Mapimí. Ya entrada la tarde, llegaron noticias de la captura de
Bermejillo, y un correo de Be- navides dijo que éste había tomado T1ahualilo.

Nosotros teníamos una impaciencia febril por salir. Al caer la tarde, el señor
Calzada anunció que el tren de reparaciones saldría dentro de una hora; de modo
que agarré una cobija y caminé cerca de un kilómetro hacia adelante de la hilera
de trenes para tomarlo.

CAPÍTULO IV
En el carro del cañón El niño

El primer carro del tren de reparaciones era un carro plataforma blindado de


acero, sobre el cual iba emplazado el famoso cañón constitucionalista El Niño,
con un armón abierto detrás, lleno de granadas. Le seguía un carro blindado lleno
de solda- dos, después un carro de railes de acero, y cuatro más cargados con
durmientes de ferrocarril. Venía en seguida la locomotora, el maquinista yel
fogonero con sus cartu- cheras colgando y sus rifles en la mano. Seguían después
dos o tres carros-caja con soldados y sus mujeres. Era una empresa peligrosa. Se
sabía que estaba una gran fuerza federal en Mapimí; la región tenía enjambres de
sus avanzadas por todas par- tes. Nuestro ejército ya iba muy adelante, con
excepción de los quinientos hombres que custodiaban los trenes en Conejos. Si el
enemigo podía capturar o destruir el tren de reparaciones, el ejército quedaría
cortado, sin agua, alimentos ni municiones. Íba- mos en la oscuridad. Estaba
sentado sobre la recámara de El Niño, charlando con el capitán Diar, comandante
del cañón, mientras él aceitaba la cerraja de su querida pie- za y se rizaba los
parados mostachos. Oí un ruido curioso, como un crujido que se tratara de evitar:
era en el cubil blindado detrás del cañón, donde dormía el capitán.

-¿Qué es eso?
- ¿Eh? -contestó nervioso-. ¡Oh, nada, nada!

Al mismo tiempo salía una india joven, con una botella en la mano. No tenía
segura- mente más de diecisiete años y era muy agradable. El capitán me fulminó
con una mirada y, súbitamente, me volvió la espalda.

- ¿Qué haces aquí? -le gritó colérico-. ¿Por qué vienes aquí?

- Creí que querías tomar un trago -balbuceó.

Percibí que estaba sobrando allí y pedí una disculpa. Apenas si me hicieron
caso. Pero al subir por la parte de atrás al carro, no pude evitar el detenerme y
escuchar. Se hab- ían vuelto al cubil; ella estaba llorando.

- ¿No te he dicho -rugió el capitán-, que no te presentes cuando haya extraños


aquí?

No quiero que te estén mirando todos los hombres de México ... Me puse de
pie sobre el techo del carro de acero que se mecía al avanzar, aun yendo
despacio, hacia adelante. Al frente, tendidos boca abajo en el otro extremo de la
plata- forma, iban dos hombres con linterna, examinando cada metro de vía,
buscando alambres que podían significar minas plantadas para volarnos. Debajo,
a mis pies, estaban comiendo los soldados y las mujeres, alrededor de fogatas que
ardían en el suelo. Por las aspilleras del carro escapaban humo y risas ... Se veían
otros fuegos detrás, en torno a los cuales estaban acuclilladas personas
desarrapadas, en los techos de los carros. Arriba, en el cielo sin nubes, brillaban
las estrellas. Hacía frío. Después de una hora de camino, llegamos a un tramo de
vía destrozada. El tren se detuvo con una sacudida, la locomotora silbó y pasaron
rápidamente varias antorchas y linternas. Vinieron unos hombres corriendo. Las
luces se juntaron estrechamente, mientras el sobreestante examinaba el
desperfecto. Surgió un fuego, después otro, en la maleza.

Los soldados de la guardia del tren, dispersos en derredor, arrastraban sus rifles
y formaban vallas impenetrables en tomo a las hogueras. Sonaban las
herramientas y el típico grito de los obreros: ¡Ahora!, descargando rieles de la
plataforma. Pasaban tra- bajadores en fila con un riel sobre sus hombros; después
otros con durmientes. Se congregaron cuatrocientos hombres en el sitio de la
reparación, trabajando con extra- ordinaria energía y buen humor, hasta que los
gritos de las cuadrillas poniendo rieles y durmientes, así como los golpes de los
machos martilleando los pernos, se confun- dieron en un estruendo continuo y
ensordecedor. Era una vieja fechoría, probable- mente de un año atrás, hecha
cuando los mismos constitucionalistas iban retrocedien- do al Norte ante las
fuerzas del ejército federal al mando de Mercado; no obstante, todo se arregló en
una hora.

Después, otra vez y otra. Ya un puente quemado, tramos de diversos tamaños,


treinta o cuarenta metros de vía levantada, retorcida como guías de parras por una
cadena y una locomotora. Avanzamos lentamente. En un gran puente, en cuya
reparación se emplearon dos horas, hice una pequeña fogata para calentarme.
Calzada pasó y me saludó.

- Tenemos allá adelante un carro de mano -me dijo-, y vamos allá a ver a los
muertos.

¿Quiere venir?

- ¿Cuáles muertos?

- Escuche: esta mañana mandaron una avanzadilla de ocho rurales de


Bennejillo. Lo supimos por el alambre del telégrafo e informamos, en el flanco
izquierdo, a Benavi- des, quien mandó un pelotón para tomarlos por la
retaguardia, empujándolos al Norte, por una carretera de diez kilómetros, hasta
que fueron a chocar con nuestra fuerza principal, sin dejar a uno vivo. Están
regados en todo ese trecho, allí donde fueron cayendo.

Un momento después íbamos veloces rumbo al Sur en el carro de mano. A


nuestros lados, derecho e izquierdo, iban dos sujetos silenciosos que parecían
sombras a caba- llo; eran guardias de caballería, con sus rifles listos bajo el
brazo. Pronto dejamos las hogueras y los resplandores del tren; nos envolvió y
absorbió el vasto y callado de- sierto.

- Sí -dijo Calzada-, los rurales son bravos. Son muy hombres. Los rurales son
los me- jores combatientes que jamás hayan tenido Díaz y Huerta. No traicionan
a la Revolu- ción. Siempre son fieles al gobierno establecido, porque son la
policía. Hacía un frío atroz. Ninguno de nosotros hablaba mucho.

- Nosotros vamos delante del tren en la noche -dijo el soldado que iba a la
izquierda-, de modo que si hay alguna bomba de dinamita debajo ...

- La podemos descubrir y desenterrar, echándole agua, ¡caramba! -dijo el otro


sarcás- ticamente. Los otros se rieron.
Empecé a pensar en lo anterior, y me dio escalofríos. La quietud mortal del
desierto semejaba un secreto que se quiere conocer. No se veía a cuatro metros de
la vía.

- ¡Oiga! -gritó uno de los jinetes-. Es aquí precisamente donde estaba uno.

Rechinaron los frenos y saltamos, dando tumbos, hacia abajo del empinado
terraplén; la luz de nuestras linternas saltaba adelante. Había algo amontonado al
pie de un pos- te telegráfico, algo infinitamente pequeño y astroso, parecía una
pila de trapos viejos. El rural estaba tirado boca arriba, torcido a un lado de las
caderas. Los aprovechados rebeldes lo habían despojado de todo lo de valor:
zapatos, sombrero, ropa interior. Le habían dejado la andrajosa chaqueta con sus
empañados galones de plata, porque ten- ía siete agujeros de bala, y los
pantalones, porque estaban tintos en sangre. Induda- blemente era más grande en
vida; ¡la muerte encoge tanto ...! Una barba roja, áspera, hacía grotesca la palidez
de su rostro, hasta que se notaba que debajo de ésta, de la suciedad y las largas
líneas de sudor por la terrible lucha y la carrera a caballo, su boca estaba serena y
dulcemente abierta como si durmiera. Le habían volado la tapa de los sesos.

- ¡Caray! -dijo un guardia-. ¡Vaya un tiro para el sucio tipo! ¡Le atravesó
precisamen- te la cabeza!

Los otros se echaron a reír.

- Escucha: no vayas a creer que ese tiro se lo dieron peleando, ¿o lo crees así,
pende- jo? -le gritó su compañero-. No; siempre dan una vuelta y regresan
después para ase- gurarlos.

- ¡Apresúrense! Ya encontré al otro -gritó una voz desde la oscuridad.

Podíamos reconstruir la última lucha de este infeliz. Se había tirado de su


caballo, ya herido, porque había sangre en el suelo dentro de un arroyito seco. Se
podía ver aún el sitio donde estuvo su caballo, mientras le ponía otros cartuchos a
su mauser con ma- nos febriles, y corría azorado, primero para atrás, de donde
llegaban sus perseguido- res corriendo y lanzando gritos salvajes, y luego hacia
el norte, de donde venían cen- tenares y centenares de jinetes sedientos de sangre,
con el demonio de Pancho Villa a la cabeza. Debe haber peleado bastante tiempo,
tal vez hasta que lo rodearon comple- tamente bajo una cortina de balas, porque
encontramos cientos de cartuchos quema- dos. Y después, cuando disparó el
último tiro, hizo una salida precipitada hacia el Oriente, tocado a cada paso por
las balas; se ocultó un momento bajo el puente ferro- viario y corrió al desierto,
afuera, donde cayó. Tenía veinte heridas de bala en el cuerpo. Le quitaron todo,
menos las ropas interiores. Yacía extendido, en una actitud de acción
desesperada: tensos los músculos, un puño cerrado, entre la arena, como si
estuviera lanzando un golpe; en su cara se veía la más feroz y regocijada sonrisa.
Fuerte, salvaje, hasta que, visto más de cerca y observando el rasgo sutil de
debilidad que la muerte imprime a la vida, resaltaba una expresión delicada de
imbecilidad sobre todo él. Le habían dado tres tiros en la cabeza, ¡qué
exasperados deben de haber estado!

Una vez más, nos seguimos arrastrando hacia el Sur, al través de la noche
fría ... Unos cuantos kilómetros, y otro puente dinamitado, o un tramo de vía
destrozado. En lo alto, las antorchas que danzaban, las grandes fogatas que
saltaban del desierto, los cuatrocientos hombres que, indómitos, salían y se
volcaban furiosamente sobre un trabajo ... Villa había ordenado darse prisa ...

Como a las dos de la mañana tropecé con dos soldaderas acuclilladas en torno
de una hoguera; les pregunté si podían darme tortillas y café. Una era india, ya
vieja, con el pelo cano y una sonrisa perpetua; la otra, una muchacha delgada,
menor de veinte años, que amamantaba a un niño de cuatro meses. Estaban
encaramadas en la extre- midad de un carro-plataforma; habían hecho su fuego
sobre un montón de arena, de- bido a los saltos y bamboleos del tren. A su
alrededor, de espaldas, con los pies so- bresaliendo aquí y allá, había una gran
masa desordenada de seres humanos que dormían y roncaban. El resto del tren, a
estas horas, iba a oscuras; era el único pedaci- to de luz y calor en la noche.
Entablamos conversación mientras yo comía a bocados mi tortilla y la vieja
sacaba con sus dedos una brasa ardiendo para encender su ciga- rrillo de hoja de
maíz, imaginando dónde estaría esta noche la brigada de su Pablo; y la muchacha
daba de comer y canturreaba a su hijo, con sus aretes azules de esmalte
balanceándose en las orejas.

- ¡Ah!, qué vida ésta para nosotras las viejas -dijo la muchacha-. ¡Adió!; pero
segui- mos a nuestros hombres en la campaña, para no saber después si están
vivos o muer- tos. Me acuerdo bien cuando Filadelfo me llamó una mañana,
antes de amanecer - vivíamos en Pachuca- y me dijo: ¡Ven, vamos a pelear
porque hoy asesinaron al buen Pancho Madero! Nosotros nos amábamos
solamente hacía ocho meses; nuestro pri- mer niño no había nacido todavía ...
Todos creíamos que la paz había llegado de fijo para México. Filadelfo ensilló el
burro y salimos a la calle cuando apenas empezaba a amanecer; llegamos al
campo donde todavía no iniciaban sus labores los labriegos. Y yo dije: ¿Por qué
debo ir también? Él contestó: ¿Tengo que morir de hambre enton- ces? ¿Quién
me hará las tortillas si no es mi mujer? Tardamos tres meses en llegar al Norte;
yo estaba enferma y el niño nació en un desierto, igual que aquí; murió porque no
teníamos agua. Esto ocurrió cuando Villa salió al Norte, después de haber
tomado Torreón.

La vieja la interrumpió:

- Todo eso es cierto. Vamos tan lejos y sufrimos tanto por nuestros hombres,
para luego ser tratadas bárbaramente por los estúpidos animales de los generales.
Yo soy de San Luis Potosí, mi hombre era de la artillería federal cuando Mercado
vino al Norte. Hicimos todo el camino hasta Chihuahua; el viejo imbécil de
Mercado, gru- ñendo siempre por el transporte de las viejas. Dio órdenes para
que saliera su ejército al Norte para atacar a Villa en Juárez, prohibiendo que
fueran las mujeres. ¿Es así como vas a proceder, desgraciado? -me dije-. Pero
entonces evacuó Chihuahua y co- rrió llevándose a mi hombre para Ojinaga. Me
quedé en Chihuahua y conseguí otro hombre del ejército maderista cuando entró.
Uno fino, apuesto y joven también, mu- cho mejor que Juan. No soy mujer para
dejarme pisotear de nadie.

- ¿Cuánto es por las tortillas y el café? -pregunté.

- Lo que usted quiera -dijo la joven débilmente.

Les di un peso. La vieja estalló en un torrente de oraciones:

- ¡Dios y su Santa Madre, el Santo Niño y Nuestra Señora de Guadalupe nos


han en- viado el forastero esta noche! No teníamos ni un centavo con qué
comprar café y harina ...

Noté, de pronto, que palidecía la luz de nuestra fogata, dándome cuenta,


sorprendido, de que estaba amaneciendo. Llegó corriendo un hombre a lo largo
del tren; venía del frente, gritando algo ininteligible, mientras que menudeaban
los gritos y risas a su paso. Los que dormían levantaron, curiosos, la cabeza
queriendo saber de qué se tra- taba. En un momento nuestro carro inanimado
volvió a la vida. El hombre pasó, gri- tando todavía algo acerca de padre; su cara
alborozada por alguna broma tremenda.

- ¿Qué sucede? -pregunté.

- ¡Oh! -exclamó la vieja-. ¡Su mujer en el carro de adelante, que acaba de tener
un niño!

Se miraron una a la otra, asombradas. Seguramente habían pensado que yo era


uno de los tantos soldados, sin blanca, que se atestaban en el tren.
Bermejillo estaba precisamente frente a nosotros, con sus casas de adobe,
enyesadas de blanco, azul y color de rosa, tan delicadas y vaporosas como una
aldea de porcela- na. Por el Oriente, cruzando el desierto, todavía sin polvo,
venía entrando al poblado una pequeña hilera de jinetes consumados, con una
bandera verde, blanca y roja que ondeaba sobre sus cabezas ...

CAPÍTULO V
A las puertas de Gómez Palacio

Habíamos tomado Bermejillo la tarde del día anterior. El ejército irrumpió en


un ga- lope furioso cinco kilómetros al norte del poblado, entrando por allí a toda
carrera, arrollando a la sorprendida guarnición, que se desbandaba hacia el Sur.
Fue una pelea que se prolongó más de ocho kilómetros, hasta la hacienda de
Santa Clara, matándose ciento seis colorados. Pocas horas después se avistó a
Urbina arriba de Mapimí. En- tonces los ochocientos colorados que estaban allí,
informados de las asombrosas noti- cias de que todo un ejército constitucionalista
lo estaba flanqueando a su derecha, evacuaron la plaza y huyeron
precipitadamente a Torreón. En toda la campiña circun- vecina los federales,
aturdidos, se retiraban llenos de miedo hacia la ciudad.

Ya entrada la tarde vino por la vía angosta, del rumbo de Mapimí, un trencito
de vol- teo, del que salían los sonoros acordes de una orquesta de cuerda de diez
ejecutantes, que tocaban Recuerdos de Durango, a cuyo compás había yo bailado
con frecuencia, junto con la tropa. Los techos, las puertas y las ventanas estaban
atestadas de gente que cantaba y marcaba el compás de la música con los pies, en
tanto que los rifles disparaban al aire saludando su entrada a la ciudad. Este
curioso cargamento desem- barcó en la estación, saliendo entre ellos ¡nada menos
que Patricio, el valiente coche- ro del general Urbina, a cuyo lado tantas veces
había yo viajado y bailado! Me echó los brazos al cuello gritando:

- ¡Juanito! ¡Aquí esta Juanito, mi general!

Nos preguntamos y.contestamos recíprocamente en pocos minutos un millón


de co- sas. ¿Iba yo a la batalla de Torreón? ¿Sabía yo del paradero de don
Petronilo? ¿Y de Pablo Sáenz? ¿Y de Rafaelito? Y cuando conversábamos así,
alguien gritó:

-¡Viva Urbina!

El mismo general, el héroe, corazón de león, de Durango, se puso de pie en lo


alto de los escalones. Estaba cojo, se apoyaba en dos soldados. Tenía un rifle en
una mano - un Springfield viejo, de desecho, con las miras bajas y llevaba una
cartuchera doble en la cintura. Permaneció allí un instante, sin expresión en
absoluto, taladrándome con sus ojillos duros, inquisitivos. Creí que no me había
reconocido, pero de pronto, grito súbitamente con voz chillona:

- ¡Ésa no es la cámara que usted tenía! ¿Dónde está la otra?

Estaba a punto de contestarle, cuando prorrumpió:

-Ya sé. La dejó en La Cadena. ¿Corrió usted muy de prisa?

- Sí, mi general.

-¿Y viene usted a Torreón para correr otra vez?

-Cuando eché a correr de La Cadena -le hice notar, molesto-, ya don Petronilo
y las tropas iban a más de un kilómetro adelante.

No contestó, pero bajó cojeando por los escalones del carro, mientras que se
oía un alarido de risas de los soldados. Llegando hasta mí, puso la mano sobre mi
hombro y me dio una palmadita en la espalda.

-Me alegro de verlo, compañero ... -dijo.

Habían empezado a llegar, por el desierto, los heridos rezagados de la batalla


de Tlahualilo, al tren hospital, que estaba lejos, casi al principio de la fila de
trenes. So- bre la superficie de la árida llanura, hasta donde podía verse, había
solamente tres cosas con vida: un hombre sin sombrero, cojeando, con la cabeza
atada con un trapo sanguinolento; otro, tambaleándose junto a su caballo,
también vacilante, y muy atrás, una mula sobre la cual iban dos individuos
vendados. Y en medio de la saliente y calurosa noche, oíamos desde nuestro
carro los quejidos y los gritos de los que sufr- ían.

En la mañana del domingo estábamos otra vez sobre El Niño, a la cabeza del
tren de reparaciones, que se movía lentamente en la vía delante del ejército. El
Chavalito, otro cañón montado en la plataforma, iba acoplado detrás; después
venían dos carros blindados y luego los carros de trabajo. Ahora no había
mujeres. El ejército tenía un aire diferente, avanzaba serpeando en dos grandes
columnas, una a cada lado nuestro; había pocas risas o gritos. Ahora ya
estábamos cerca, solamente a doce kilómetros de Gómez Palacio; y nadie sabía
lo que habían planeado los federales. Era increíble que nos dejaran acercar tanto
sin hacer alguna resistencia. Al sur de Bennejillo entramos inmediatamente en un
nuevo paisaje. Después del desierto veíamos ahora campos bordeados con
canales para irrigación, a lo largo de los cuales crecían inmensos ála- mos verdes,
gigantes columnas de frescura después de la calcinada desolación que
acabábamos de pasar. Aquí eran campos de algodón cuyas borlas blancas, sin
pizcar, se pudrían en sus tallos o maizales con escasas hojas verdes, que apenas
se veían. En los grandes canales corría ligero un buen volumen de agua a la
sombra. Los pájaros cantaban. Las infecundas montañas occidentales se
aproximaban más, a medida que avanzábamos al Sur. Era tiempo de verano:
cálido, húmedo, tal como el de nuestro hogar. Sobre nuestra izquierda había una
planta despepitadora abandonada; centena- res de pacas blancas tumbadas al sol,
así como deslumbrantes pilas de semillas de algodón, que estaban tal y como las
habían amontonado los trabajadores meses antes ...

Las compactas columnas del ejército hicieron alto en Santa Clara, y empezaron
a des- filar a derecha e izquierda; algunas filas ligeras de soldados sofocados por
el sol iban despacio; se refugiaban bajo la sombra de los grandes árboles, hasta
que fueron des- plegados en un gran frente los seis mil hombres, a la derecha,
sobre sementeras y cru- zando los canales, más allá del último campo cultivado;
y a la izquierda, al través del desierto, hasta la misma base de las montañas, sobre
la lisura de todo el terreno plano. Sonaron los clarines, unos desde lejos y otros
cerca, y el ejército avanzó en una sola y poderosa línea sobre toda la región. Por
encima de sus cabezas se levantaba una es- plendente columna de polvo dorado,
que tenía más de ocho kilómetros de anchura. Ondeaban las banderas. En el
centro, alineado también, venía el carro del cañón, y a su lado marchaba Villa
con su Estado Mayor. En los pequeños poblados a lo largo del camino, los
pacíficos, con sus sombreros altos y blusas blancas, observaban maravi- llados y
silenciosos el paso de los extraños huéspedes. Un viejo pastor arreó sus ca- bras
para su casa. La ola espumante de soldados se le echó encima, gritando, por una
mera travesura, para que las cabras corrieran en diversas direcciones. Kilómetro y
medio de ejército se reía a grandes gritos, mientras las cabras, asustadas,
levantaban una gran polvareda con sus mil pezuñas al huir. En el poblado de
Brittingham hizo alto la enorme columna, mientras Villa y su Estado Mayor
galopaban hacia unos peo- nes, que observaban desde sus pequeños terrenos.

¡Oyes! -dijo Villa-. ¿Han pasado algunas tropas por aquí últimamente?

¡Sí, señor! -contestaron varios a la vez-. Algunos de la gente de don Carlos


Argume- do pasaron ayer muy de prisa.

¡Hum! -meditó Villa-. ¿Han visto a ese bandido de Pancho Villa por aquí?

-¡No, señor! -contestaron a coro.


¡Bien, ése es el individuo a quien yo busco! ¡Si pesco a ese diablo, le irá mal!

¡Le deseamos que tenga éxito! -le gritaron los pacíficos con toda urbanidad.

-¿Ustedes nunca lo han visto, o sí?

¡No, ni lo pennita Dios! -dijeron fervorosamente.

¡Bueno! -sonrió Villa-. ¡En lo sucesivo, cuando la gente les pregunte si lo


conocen, tendrán que admitir el vergonzoso hecho! ¡Yo soy Pancho Villa! -y
diciendo eso es- poleó su caballo, seguido de todo el ejército ...

CAPÍTULO VI
Aparecen otra vez los compañeros

Tal había sido la sorpresa de los federales y habían huido con tanta
precipitación, que las vías ferroviarias estaban intactas en muchos kilómetros.
Pero ya cerca del mediod- ía empezamos a encontrar pequeños puentes
quemados, humeando todavía, así como postes de telégrafo cortados con hacha,
actos destructivos mal y apresuradamente realizados, de modo que eran
fácilmente reparables. Pero el ejército ya iba lejos, ade- lante. Al caer la tarde,
como a trece kilómetros de Gómez Palacio, llegamos a un lu- gar donde estaban
levantados ocho kilómetros de vía. En nuestro tren no había ali- mentos; sólo
teníamos una manta para cada uno, y hacía frío. La cuadrilla de repara- ciones
empezó a trabajar, bajo el resplandor de las antorchas y fogatas. Gritos y mar-
tilleo sobre el acero, golpes amortiguados de los durmientes que caían ... Era una
no- che oscura, había pocas estrellas, medio apagadas. Nos habíamos instalado en
torno a una fogata, hablando, soñolientos, cuando de pronto el aire se estremeció
con un so- nido extraño, más pesado que el de los martillos y más hondo que el
del viento. Reso- naba y hacía enmudecer. Después vino un redoble persistente,
como de tambores le- janos y, en seguida, la conmoción. ¡El estruendo! Los
martillos quedaron inmóviles, las voces callaron, estábamos helados ... En alguna
parte, fuera del alcance visual, en la oscuridad -había tal calma que el aire
transportaba todos los sonidos- Villa y su ejército se habían arrojado sobre
Gómez Palacio; la batalla había empezado. El soni- do se agudizó, persistente y
lento, hasta que los estampidos de los cañones se con- fundían uno con otro, y el
fuego de fusilería sonaba como lluvia de acero ...

- ¡Ándele! -gritó una voz áspera desde el techo de un carro con un cañón-.
¿Qué están haciendo? ¡Éntrenle a la vía! ¡Pancho Villa está esperando los trenes!
Se arrojaron furibundos a la obra cuatrocientos fanáticos. Recuerdo cómo
suplicamos al coronel comandante que nos permitiera ir al frente. No quiso. Las
órdenes eran estrictas: nadie podía salir de los trenes. Le rogamos, le ofre- cimos
dinero, casi nos arrodillamos ante él. Al fin se ablandó un poco.

- A las tres en punto -dijo-, daré a ustedes el santo y seña y les permitiré irse.

Nos enroscamos desalentados en torno a una pequeña hoguera que teníamos,


tratando de dormir o, por lo menos, de calentarnos. Alrededor nuestro y adelante,
danzaban los hombres a lo largo de la vía destruida; cada media hora, más o
menos, avanzaba el tren unos treinta metros y se detenía otra vez. La reparación
no era difícil; los rieles estaban intactos. Se usaba un carro de auxilio, al cual se
ataba una cadena con el riel a la derecha y se arrancaba de su sitio con todo y
durmientes hechos pedazos. Pero en- cima de todo siempre se oía el monótono e
inquietante sonido de la batalla, que se filtraba a través de la oscuridad, más allá.
Era fatigoso oír siempre lo mismo, aquel sonido; y, sin embargo, yo no podía
dormir ...

Cerca de la medianoche llegó galopando un soldado de las avanzadas, a la


retaguardia de los trenes, para informar que a una gran fuerza de caballería, que
venía del Norte, se le había marcado el alto, pero decían que era la gente de
Urbina que venía de Ma- pimí. El coronel no sabía de ninguna fuerza de tropa
que fuera a pasar a esa hora de la noche. En un minuto todo era frenesí de
preparativos. Por acuerdo del coronel salie- ron al galope veinticinco hombres,
como locos, para la retaguardia, con instrucciones de detener a los recién
llegados durante quince minutos si eran constitucionalistas; pero si no eran,
detenerlos a toda costa, lo más que fuera posible. Los obreros fueron llevados al
tren rápidamente y les dieron sus rifles. Se apagaron todas las fogatas y luces,
menos diez. Nuestra guardia de doscientos hombres se deslizó sin ruido entre la
espesura del chaparral, cargando sus rifles al caminar. El coronel y cinco de sus
hom- bres tomaron sus puestos a cada lado de la vía, desarmados, con antorchas
levantadas sobre sus cabezas. Entonces empezó a salir de la negra oscuridad la
cabeza de la co- lumna. Estaba formada por hombres distintos a los bien vestidos,
comidos y equipa- dos del ejército de Villa. Eran hombres escuálidos,
harapientos, arrebujados en sara- pes descoloridos, hechos jirones, sin zapatos,
tocados con sombreros pesados, típica- mente del campo. Colgaban, enrolladas
en sus sillas, duras reatas de lazar. Sus cabal- gaduras eran flacas, caballitos
medio salvajes de las montañas de Durango. Camina- ban adustos, desdeñosos.
No sabían el santo y seña ni les importaba saberlo. Canta- ban, al avanzar, las
monótonas y anticuadas melodías que componen y cantan los peones para sí
cuidando el ganado por la noche en las enormes planicies de las tierras altas del
Norte.
De pronto, cuando estaba yo de pie a la orilla de la línea alumbrada, vi un
caballo que pasaba sentándose sobre sus patas traseras y oí una voz que gritaba:

- ¡Hola, Míster!

El sarape que lo cubría voló por el aire; el hombre saltó del caballo, y acto
seguido me abrazaba Isidro Amaya. Detrás de él se oyó un diluvio de gritos:

- ¡Qué tal, Míster! ¡Oh, Juanito, cuánto nos alegramos de verte! ¿Dónde has
estado?

¡Dijeron que te habían matado en La Cadena! ¿Corriste de prisa ante los


colorados?

¿Mucho susto, eh?

Echaron pie a tierra, agrupándose en derredor; llegaron cincuenta hombres a la


vez para darme palmaditas en la espalda; ¡todos mis amigos más queridos en
México, los compañeros de la tropa en La Cadena!

De la enorme hilera de hombres bloqueados en la oscuridad, se levantó una


gritería en coro:

- ¡Vámonos! ¿Qué sucede? ¡Aprisa! ¡No podemos estar aquí toda la noche!

Y los otros contestaron gritando:

- ¡Aquí está el Míster! ¡Aquí está el gringo de quien contábamos que bailó en
La Zar- ca! ¡El que estaba en La Cadena!

Entonces los otros avanzaron, agolpándose también, hacia adelante. Eran mil
doscientos en total. Silenciosos, adustos, ansiosos, olfateaban el combate más
adelante, desfilaban ante la línea doble de antorchas que alumbraban en alto. A
uno de cada diez hombres lo había conocido antes. Al pasar, el coronel les
gritaba:

- ¿Cuál es la contraseña? ¡Levanten hacia arriba el ala de sus sombreros por


delante!

¿No saben la contraseña?

Enronquecido, exasperado, se desgañitaba gritándoles. Pasaban serena y


altivamente, sin prestarle la menor atención.
- ¡Al diablo con su contraseña! -gritaron en masa, riéndose de él-. ¡No
necesitamos ninguna contraseña! ¡Sabrán bastante bien de qué lado estamos
cuando empecemos a pelear!

Estuvieron pasando despacio durante horas; desvaneciéndose, así lo parecía, en


la oscuridad; sus caballos volvían las cabezas, nerviosos, para oír el estampido
lejano de los cañones; los hombres, con los ojos fijos adelante, en las tinieblas,
avanzaban para entrar en combate, con sus viejos rifles Springfield, que habían
servido durante tres años, con su escasa dotación de diez cartuchos para cada
uno. Y, cuando todos habían entrado a la batalla, pareció que ésta se aceleraba
adquiriendo nueva vida ...

CAPÍTULO VII
Amanecer sangriento

El continuo estruendo de la batalla se escuchó toda la noche. Las antorchas


danzaban, los railes resonaban, los mazos golpeaban los pernos, los hombres de
las cuadrillas de reparaciones gritaban frenéticos mientras trabajaban. Eran más
de las doce. Desde que habían llegado los trenes donde comenzaba la vía
inutilizada, habíamos avanzado menos de un kilómetro. De vez en cuando
llegaba un rezagado del grueso de las trompas de la hilera de trenes, apareciendo
en la claridad con su rifle sesgado al hom- bro y desaparecido en la oscuridad
hacia el delirio del estruendo en la dirección de Gómez Palacio. Los soldados de
nuestra guardia, acuclillados en torno a sus pequeñas hogueras en el campo,
mitigaban su tensa expectación; tres de ellos cantaban una cancioncita en compás
de marcha, que decía así:

No quiero ser porfirista, no quiero ser orozquista, ¡pero sí quiero ser voluntario
en el ejército maderista!

Curiosos y excitados, recorrimos los trenes, arriba y abajo, preguntando a la


gente lo que sabía y lo que pensaba. Yo nunca había oído un verdadero sonido
destinado a matar gente; esto me hacíasentir un frenesí de curiosidad y
excitación. Éramos como perros encerrados en un patio cuando hay un pleito de
perros afuera. Al fin cedió el acceso y me sentí profundamente cansado. Caí en
un sueño pesado sobre un pequeño borde abajo de la boca del cañón, donde los
obreros tiraban sus llaves de tuercas, ma- zos y barretas cuando el tren avanzaba
unos treinta metros, amontonándose ellos mismos allí, con sus gritos y
payasadas.
Desperté al amanecer con la mano del coronel sobre el hombro; el frío se
dejaba sen- tir.

- Ya puede irse -me dijo-. La seña es Zaragoza, y la contraseña, Guerrero.


Nuestros soldados se reconocen por sus sombreros levantados al frente. ¡Que le
vaya bien! Hacía un frío terrible. Nos envolvimos en nuestras mantas como si
fueran sarapes y cruzamos trabajosamente entre el vértigo de las cuadrillas de
reparaciones que marti- lleaban sin cesar bajo las flamas oscilantes de las
hogueras; pasamos frente a cinco hombres armados, que dormitaban alrededor de
su fogata a la orilla de la oscuridad.

- ¿Salen para la batalla, compañeros? -gritó uno de las cuadrillas-. ¡Cuídense


de las balas! -Con lo que se echaron a reír todos.

Los centinelas exclamaron:

- ¡Adiós! ¡No los maten a todos! ¡Dejen unos cuantos pelones para nosotros!

- Vámonos juntos -dijo, escudriñándonos-. En la oscuridad, tres son un


ejército.

Caminamos dando traspiés sobre la vía destrozada, sólo para conseguir verlo
de cer- ca. Era un soldado algo regordete, con un rifle y una cartuchera medio
vacía sobre el pecho. Expresó que acababa de traer a un herido del frente al tren
hospital, y que re- gresaba para allá.

- Toquen esto -dijo, extendiendo el brazo. Estaba húmedo. No podíamos ver


nada.

- Sangre -prosiguió sin inmutarse-. Su sangre. Era mi compadre, de la Brigada


Gonzá- lez Ortega.Él, como muchos, muchos otros, fue hoy en la noche allá; nos
cortaron por la mitad.

Más allá de la última antorcha donde estaban desencajando la vía y echándola


sobre los cimientos del camino, nos esperaba una figura tenebrosa.

Era lo primero que habíamos oído o pensado, acerca de los heridos.


Escuchábamos el estruendo de la batalla, la que había continuado persistente, sin
cesar, pero nosotros la habíamos olvidado; el estrépito era monstruoso,
monótono. El fuego de rifle nos lle- gaba como si estuvieran rasgando una lona
fuerte; el de cañón tronaba como un mar- tinete clavando pilotes. Estábamos
ahora solamente a cerca de diez kilómetros. Salió de la oscuridad un grupito de
hombres, cuatro llevando algo pesado e inerte en una manta que colgaba entre
ellos. Nuestro guía levantó su rifle y marcó el alto, la contestación fue un quejido
prolongado desde la manta.

Oiga, compadre -dijo uno de los camilleros, secamente-. ¿Dónde está el tren
hospi- tal? ¡Por el amor de la Virgen!

¡Válgame Dios! ¡Cómo podremos nosotros! ...

¡Agua! ¿Tienen un poco de agua?

Estaban parados con la manta tirante entre ellos; escurrían algo de ella;
goteaba, go- teaba, sobre las traviesas de la vía.

La pavorosa voz volvió a gemir:

-¡Qué beber! ...

Y cayó en una serie de quejumbres y estremecimientos. Dimos nuestras


cantimploras a los camilleros, quienes silenciosa, bárbaramente, las vaciaron, sin
acordarse del herido. Después, hoscos, siguieron en la oscuridad ...

Aparecieron otros, solos, o en pequeños grupos. Eran sombras vagas, sencillas,


vaci- lantes, en la noche; parecían ebrios; eran hombres indescriptiblemente
cansados. Uno se arrastraba entre dos que lo sujetaban; se detenía con los brazos
al cuello de los otros. Un niño tambaleaba con el cuerpo inerte de su padre a la
espalda. Pasó un caba- llo con la nariz pegada al suelo; colgaban atravesados de
la silla dos cuerpos; camina- ba detrás un hombre azotando al animal en el
trasero, renegando a chillidos. Pasó, pero oíamos su voz aguda, disonante,
mortal, del dolor postrero; un hombre, colgado de la silla de una mula, gritaba
mecánicamente, a cada paso de la acémila. Junto a un canal de irrigación, debajo
de dos enormes álamos, brillaba una pequeña fogata. Tres hombres dormían a
pierna suelta, con sus cartucheras vacías, sobre el suelo disparejo; al lado del
fuego estaba sentado un individuo que sostenía con ambas manos su pierna cerca
del calor. Era una pierna perfecta hasta la rodilla, pero desde allí comenzaba una
mezcla de trapos sanguinolentos, tiras de calzones y pedazos de carne. El hom-
bre, sentado, simplemente la contemplaba. No se movió siquiera al acercarnos;
sin embargo, su pecho se levantaba y caía con una respiración normal, y su boca
estaba entreabierta, como si soñara en pleno día. Al lado del canal estaba otro
arrodillado. Una bala de plomo le había perforado la mano entre los dos dedos de
en medio, ex- pandiéndose después hasta hacerle una profunda cavidad
sangrienta interna. Había envuelto en su trapo un pedacito de madera que mojaba
indiferente, en el agua, para medir la herida.

Pronto estuvimos cerca de la batalla. Apareció una luz débil, gris, en el oriente,
a través de la vasta llanura plana. Los nobles álamos se erguían apretados en
hileras gruesas, siguiendo los canales hacia occidente; abundaban los trinos de
los pájaros. Iba aumentando el calor; se sentía el agradable olor de la tierra
mojada, de la yerba y del maíz en desarrollo; un tranquilo amanecer de verano.
Rompiendo la quietud, co- mo una locura insensata, estalló el estrépito de la
batalla. El histérico rechinar del fuego de rifle parecía llevar un continuo grito en
voz baja, aunque al escucharse con atención, se esfumaba. El nervioso y
mortífero tableteo de las ametralladoras, como el de un gigantesco picamaderos.
El estampido del cañón, como el profundo resonar de las grandes campanas, y el
silbido de sus granadas. ¡Bum! ¡Tras! ¡Juí-í-íe-e-a-a-a-a! El enorme y cálido sol
se hundió en el ocaso entre una neblina sutil de la tierra fértil; sobre las áridas
montañas del Oriente comenzaban a culebrear las oleadas de calor.

La luz del sol iluminó los nacientes y verdes penachos de los altísimos álamos
que orlaban el canal paralelo al ferrocarril a nuestra derecha. La arboleda
terminaba allí; más allá, todo el muro de las áridas montañas se tornaba color de
rosa, amontonándo- se cordillera sobre cordillera. Estábamos ahora, otra vez, en
el estéril desierto, cubier- to por numerosos y polvorientos mezquites. Con
excepción de otra alameda que iba del oriente al occidente, cerca de la ciudad, no
se veían otros árboles en toda la llanu- ra, a no ser dos o tres desparramados a la
derecha. Tan cerca estábamos ya, a menos de cuatro kilómetros de Gómez
Palacio, que veíamos, siguiendo la vía levantada, has- ta la propia ciudad, así
como el depósito del agua, negro y redondo, atrás del cual estaba la Casa
Redonda y al través de la vía, frente a ellos, las paredes bajas, de ado- be, del
Corral de Brittingham. Se levantaban a la izquierda las chimeneas, los edifi- cios
y los árboles de La Esperanza, la fábrica de jabón, rosa claro, tranquila, como una
ciudad pequeña. Casi directamente, a la derecha de la vía del ferrocarril así parec-
ía, el rígido y pedregoso pico del Cerro de la Pila, empinado hasta la cumbre que
lo coronaba, asiento del depósito del agua, y que se extiende en declive hacia el
Occi- dente, en una serie de picos más pequeños, una serranía dificil de más de
kilómetro y medio de largo. La mayor parte de Gómez Palacio se extiende atrás
del cerro, y hacia la parte extrema occidental de éste las residencias y huertas de
Lerdo, que constituyen un alegre oasis en el desierto. Las grandes montañas
grises del occidente forman un gran declive circular, atrás de las dos ciudades,
cayendo al alejarse al Sur otra vez en pliegues y repliegues de una desolación
incolora. Y directamente, al sur de Gómez Palacio, se extiende sobre la base de
esta cordillera, Torreón, la más rica de las ciuda- des del Norte de México.
El tiroteo era continuo, pero parecía estar circunscrito a un lugar determinado
en un mundo de desorden, fantástico. Venían por la vía, a la luz de la mañana
tibia, extra- viados, un río de hombres heridos, despedazados, sangrantes,
envueltos en sucios y sanguinolentos vendajes, inconcebiblemente agotados.
Pasaban frente a nosotros; uno llegó a caerse, permaneciendo inmóvil entre el
polvo y, no obstante, no le hicimos caso. Los soldados, sin cartucheras, vagaban
a la ventura fuera del chaparral, arras- trando sus rifles; precipitándose entre la
maleza otra vez al otro lado del ferrocarril, negros por la pólvora, manchados de
sudor, sus ojos, vacuos, hacia el suelo. Un polvo delgado, sutil, se levantaba en
nubes lentas a cada paso, envolviéndolo todo, abrasan- do los ojos y la garganta.
Un reducido grupo de jinetes salió despacio de la espesura a la vía, mirando hacia
la ciudad. Uno de ellos bajó de su cabalgadura y se acuclilló junto a nosotros.

- Fue terrible -dijo de pronto-. ¡Caramba! ¡Entramos allá anoche a pie! Estaban
dentro del tanque del agua; habían hecho agujeros en éste para los rifles.
Tuvimos que subir y meter los cañones de los rifles nuestros por los agujeros; los
matamos a todos; ¡una trampa de muerte! ¡Y después el Corral! Tenía dos hileras
de miradores: uno para los que estaban rodilla en tierra, y otro para los que se
hallaban de pie. Allí estaban tres mil rurales; tenían cinco ametra- lladoras para
barrer el camino. Y la Casa Redonda, con sus tres hileras de trincheras afuera y
pasos subterráneos, de modo que se podían arrastrar bajo el fuego y cazarnos por
detrás ... Nuestras bombas fallaron, ¿y qué podíamos hacer con los rifles? ¡Madre
de Dios! Pero fuimos tan rápidos, que les llegamos por sorpresa. Capturamos la
Casa Redonda y el depósito del agua. Pero esta mañana llegaron miles y miles
-refuerzos de Torreón- y su artillería, y nos desalojaron otra vez. Subieron hasta
el tanque del agua y metieron los cañones de sus rifles por los mismos agujeros
matando a todos.

¡Los hijos de los diablos!

Observábamos el lugar a medida que hablabá; oíamos el estruendo infernal y


los chi- llidos; no obstante, ninguno se movió -y no había señales de tiroteo-ni
humo siquiera, excepto cuando estallaba una granada de metralla con su ruido
mortífero, en la prime- ra hilera de árboles distante kilómetro y medio, y arrojaba
una humareda blanca. El creciente rasgar del fuego de rifle y el tableteo de las
ametralladoras, e incluso al mar- tilleo del cañón, no se manifestaban todavía. La
polvorienta y plana llanura, las arbo- ledas y chimeneas de Gómez Palacio y su
pedregoso cerro, permanecían silenciosos en el caluroso ambiente. Se oía el
indiferente gorjeo de los pájaros, que venía de los álamos, a la derecha. Uno
podía tener la impresión de que sus sentidos estaban min- tiéndole. Era un sueño
increíble, a través del cual se filtraba, como fantasmas entre el polvo, la grotesca
caravana de los heridos.
CAPÍTULO VIII
Llega la artillería

A la derecha, a lo largo de la base de la línea de árboles, se levantaba una densa


pol- vareda. Los hombres gritaban, los látigos chicoteaban, y hubo un crujir y
retintiñear de cadenas. Nos metimos a una vereda que atravesaba el chaparral y
salía a una po- blación perdida en el matorral, cerca del canal. Se parecía mucho
a un pueblo chino o centroamericano: cinco o seis chozas de adobe tapizadas con
barro y varitas. Se lla- maba San Ramón, y ahí un pequeño piquete de hombres,
tocaba a cada puerta, supli- cando que les dieran tortillas y café, agitando su
dinero en el aire. Los pacíficos se acuclillaban en sus diminutos corrales,
vendiendo macuche a precios exhorbitantes; sus mujeres sudaban frente al fuego,
palmeando tortillas y sirviendo un remedo de café. Por todo el derredor, y en los
espacios abiertos, había hombres durmiendo, pa- recían muertos, y hombres con
brazos y cabezas ensangrentados retorciéndose y gru- ñendo. Un oficial llegó
galopando, bañado en sudor y gritó:

- ¡Levántense, pendejos! ¡Levántense y regresen a sus compañías! ¡ Vamos a


atacar! Unos cuantos se desperezaron y se volvieron a tirar, maldiciendo, y se
levantaron sobre sus exhaustos pies; otros todavía dormían.

- ¡Hijos de la ...! -lanzó el oficial y espoleó su caballo sobre ellos, tropezándose


y pateando ...

El suelo hervía con hombres que se apresuraban a quitarse del camino


gritando. Bos- tezaban, se estiraban, a medio dormir, y arrastraban sus pies
lentamente hacia el fren- te, sin rumbo fijo ... Los heridos sólo se arrastraron sin
cuidado hacia la sombra de algún arbusto.

A lo largo del canal corría una especie de carreta, y por ella llegaba la artillería
cons- titucionalista. Uno podía distinguir las cabezas grises de las extenuadas
mulas y los enormes sombreros de sus conductores, y los látigos enroscados; lo
demás estaba cubierto por el polvo. Más lentos que el ejército, habían cabalgado
toda la noche. Pa- saron junto a nosotros, los carruajes y los vagones sonaban, los
largos y pesados ar- mamentos amarillos por tanto polvo. Los conductores y los
artilleros estaban de buen humor. Uno, un estadounidense, cuyas facciones eran
absolutamente irreconocibles debajo de una capa de lodo que lo cubría todo,
hecho de sudor y tierra, gritó para pre- guntar si estaban a tiempo, o si la ciudad
había caído.
Le contesté en español que había muchísimos colorados por matar, y por toda
la línea se dejó oír un grito de alegría.

- Ahora les vamos a enseñar -gritó un enorme indígena montado sobre una
mula-. Si pudiéramos entrar en su maldita ciudad sin pistolas, ¿qué haríamos con
ellos?

Los álamos terminaban justo detrás de San Ramón, y bajo los tres últimos,
Villa, el general Ángeles y el alto mando estaban sentados sobre sus monturas en
la ribera del canal. Más allá, el canal corría sin protección a través de la desnuda
planicie hasta la ciudad, donde se alimentaba del río. Villa vestía un viejo traje
café, sin cuello, y un viejo sombrero de fieltro. Estaba cubierto de mugre y había
cabalgado para arriba y para abajo de las líneas toda la noche. Pero no mostraba
ni rastro de cansancio.

Cuando nos vio, nos llamó.

- ¡Hola, muchachos! ¿Les está gustando?

- ¡Mucho, mi general!

Estábamos rendidos y mugrosos. Se divirtió mucho al vernos. Nunca pudo


tomar en serio a los corresponsales, de ninguna manera, y se le hacía demasiado
extraño que un periódico norteamericano deseara gastar tanto dinero sólo para
obtener noticias.

- Bien -dijo con una sonrisa-. Estoy contento de que les guste, porque van a
obtener lo que quieren.

Las primeras piezas de artillería habían llegado, las depositaron en frente del
alto mando, desarmadas. Los tiradores rasgaron las cubiertas de lona y levantaron
el pesa- do coche. El capitán de la batería atornilló la mira telescópica y la
palanca de la guía.

Los pequeños remaches de latón brillaban a filas destelleantes; dos hombres se


tam- balearon bajo el peso de una sola, y la pusieron en el suelo, mientras el
capitán medía el tiempo de las granadas. El seguro se cerró con estrépito,
corrimos hacia atrás.

¡Cabúlr.-shok! Un silbido ensordecedor ¡Piuuuu!, siguió después de la granada,


y apareció una pequeña flor de humo blanco al pie del cerro de la Pila, y unos
segundos después, una detonación lejana. A unos cincuenta metros, a todo lo
largo frente al cañón, pintorescos hombres harapientos miraban inmóviles a
través de sus catalejos.

Estallaron en un coro de gritos:

- ¡Demasiado bajo! ¡Demasiado a la derecha! ¡Sus armas están a todo lo largo


del risco! ¡Déle quince segundos más!

Enfrente, hacia abajo, el fuego de los rifles se había limitado a un mero


escupir, y las ametralladoras callaban. Todos observaban el duelo de artillería.
Eso fue como a las cinco y media de la madrugada, y ya hacía mucho calor. En
los campos, atrás, se oía el curioso tronar de los grillos; las frondosas copas
llenas de frescura de los álamos lanzaban una lánguida brisa alta; los pájaros
volvieron a cantar.

Otra arma fue puesta en línea, y el cerrojo del primero fue preparado para
disparar. Se dejó oír el golpe del gatillo, pero no el rugido. Los artilleros abrieron
con rapidez el cierre y tiraron el humeante proyectil de latón al pasto. Bala mala.
Vi al general Ángeles en su deslavado suéter café, sin sombrero, observando a
través de la mira y ajustando el blanco. Villa espoleaba a su inquieto caballo
hacia el furgón. ¡Cabúm- shok! ¡Piiuuu! Esta vez la otra arma. Ahora veíamos
estallar la bala en lo alto de la colina pedregosa. Y después cuatro explosiones
flotaron hacia nosotros, y simultá- neamente las balas del enemigo, que habían
estado explotando aisladas sobre la línea de árboles más cercana a la ciudad,
siguió hasta el desierto y brincó hacia nosotros en cuatro tremendas explosiones.
Cada una acercándose más. Se agregaron cañones a la línea; otros se apostaron a
la derecha a lo largo de la diagonal de árboles, y una larga línea de vagones,
mulas de carga y hombres que gritaban y maldecían se vieron por el polvoriento
camino hacia la retaguardia. Las mulas libres regresaban y los conducto- res se
tiraban exhaustos bajo el chaparral más cercano. Las granadas federales, bien
lanzadas y con tiempos excelentes, explotaban ahora a unos cuantos metros
adelante de nuestra línea. El ritmo de disparo era casi incesante ¡Crashiuuu! Por
encima de nuestras cabezas, golpeaban rudamente los árboles frondosos, cantaba
la lluvia de plomo. Nuestras armas contestaban espasmódicamente. Las balas
caseras, actualiza- das en una maquinaria de mineria adaptada en Chihuahua, no
eran confiables. El ca- pitán Marinelli, el soldado italiano de fortuna, nos rebasó
a galope, mirando tan cerca como pudo al periodista, con un aire serio y
napoleónico. Echó uno o dos vistazos al camarógrafo, sonriendo con gracia, pero
apartó la vista con frialdad. En su labor de hombre trabajador, ordenó que
llevaran su arma a refugio, siendo dicha obra dirigida en persona por él. Justo
entonces una bala explotó ensordecedoramente como a unos cincuenta metros
frente a nosotros. Los federales estaban atinándole al blanco. Mari- nelli se
separó de su cañón, montó en su caballo, lo enganchó, y se hizo para atrás
galopando con dramatismo, el arma se bamoleaba atrás de la espalda por la
alocada carrera. Ninguna de las otras armas se había retirado. Empujando su
espumeante car- gador frente al camarógrafo, se echó al suelo, tomando una pose.

- Ahora -dijo-. ¡Ya puede tomar mi fotografia!

- ¡Lárguese al infierno! -dijo el camarógrafo y todos soltaron la carcajada.

La débil nota de un clarín nos llegó a través del estrépito. De inmediato


llegaron las mulas arrastrando sus aparejos, también llegaron hombres
vociferando. Los armones fueron cerrados de golpe.

- Bajamos por enfrente -gritó el coronel Servín-. No les damos. Estamos


demasiado lejos ...

Entonces la línea se levantó de un golpe, dispersándose por el desierto, bajo el


fuego de las balas.

CAPÍTULO IX
La batalla

Regresamos por la tortuosa vereda a través del mesquite, cruzamos la vía


descom- puesta y nos pusimos en camino por la polvorienta planicie hacia el
Sudeste. Mirando atrás a lo largo de la vía del tren podía ver humo y el frente
redondo del primer tren a varios kilómetros de distancia. En frente de él una
multitud de pequeños puntos acti- vos que pululaban a su alrededor,
distorsionados como objetos que se ven en un espe- jo ondulado. Caminamos en
medio de un aura de polvo fino. El gigantesco mesquite descendía hasta que
apenas nos llegó a las rodillas. A la derecha, la alta colina y las chimineas de la
ciudad descansaban tranquilamente bajo el ardiente sol. El tiroteo de rifles casi
había cesado en ese momento, y sólo los deslumbrantes relámpagos de humo
blanco espeso marcaban nuestras balas ocasionales a lo largo del risco. Podía-
mos ver nuestras armas meciéndose hacia abajo de la planicie, distinguiéndose a
lo largo de la primera línea de álamos, donde los dedos buscadores de las
granadas del enemigo esculcaban continuamente. Pequeños cuerpos de caballería
se desplazaban aquí y allá por el desierto. Algunos dispersos, a pie, llevaban a
cuestas sus rifles.

Un viejo peón agobiado por la edad, y vestido con harapos, deambulaba por el
arbus- to bajo, juntando ramas de mesquite.
- Oiga, amigo -le preguntamos-. ¿Hay alguna forma de acercamos más a la
batalla? Se enderezó y se quedó mirándonos.

- Si ustedes hubieran estado en esto tanto tiempo como yo -dijo- no se


preocuparían por ver la batalla. ¡Caramba! Los he visto tomar siete veces
Torreón. Algunas veces atacan desde Gómez Palacio, otras desde las montañas,
pero siempre es lo mismo, la guerra. Hay algo interesante en ella para los
jóvenes, pero nosotros los viejos, esta- mos cansados de la guerra.

Alzamos la vista y nos quedamos contemplando la planicie.

- ¿Ven ese canal seco? Bueno, si ustedes se meten ahí y lo siguen, los lleva
hasta la ciudad. Y después, como una conclusión, agregó sin curiosidad-: ¿De
qué bando son?

- Constitucionalistas.

- ¿Ven?, primero eran los maderistas, después los orozquistas y ahora, eh


¿cómo es que les llaman? Soy demasiado viejo y no tengo mucha vida por
delante. Pero esta guerra, se me hace que todo lo que consigue es que muramos
de hambre ... Vayan con Dios.

Y reanudó su lenta tarea, mientras nosotros descendíamos por el arroyo. Era un


canal de irrigación en desuso que corría un poco al Suroeste, su fondo estaba
cubierto de hierbas de agua polvorientas, y al final de su recta longitud,
escondido a nuestra vista por una especie de espejismo, parecía una laguna
brillante. Paramos un poco, de ma- nera que estuviéramos ocultos al exterior.
Continuamos, nos pareció que durante horas. El agrietado suelo y las riberas
polvorientas del canal reflejaban el espantoso calor sobre nosotros hasta el punto
de hacemos desfallecer. Una vez que la caballería pasó bastante cerca de nosotros
a la derecha, con sus enormes espuelas de fierro retin- tineando, nos acurrucamos
hasta que terminaron de pasar. No quisimos arriesgamos.

Abajo del canal, el fuego de artillería sonaba muy distante, pero en una ocasión
que con todo cuidado me asomé por la ribera, descubrí que estaban muy cerca de
la pri- mera línea de árboles. Las granadas seguían explotando a lo largo de ella,
y hasta pude ver el vientre del iracundo torbellino que surgía de las vetas de
nuestro cañón y sentí la vorágine de las oleadas de sonido que me golpeaba como
una descarga cada vez que disparaba. Estábamos como a un kilómetro del frente
de nuestra artillería, y evidentemente, nos acercábamos al tanque de agua en las
mismas orillas de la ciudad.
Al detenernos otra vez, las granadas nos pasaban rozando, chillando
agudamente, hasta estallar de pronto en el arco del cielo, oyéndose el cruel eco de
su explosión. Allá adelante, donde la vía principal del tren cruzaba el arroyo, se
amontonaba una pequeña pila de cuerpos. Obvio resultado del primer ataque.
Casi ninguno chorreaba sangre; los sesos y los corazones se podían ver a la
perfección a través de los diminu- tos orificios de las balas de acero de los
máuser. Yacían limpiamente, con una calma no terrena. Mostraban las caras
vacías de los muertos. Alguien, quizá sus mismos avarientos compañeros los
habían despojado de armas, zapatos, sombreros y ropa buena.

Un soldado que dormía, acuclillado al borde del montón, con su rifle sobre las
rodi- llas, roncaba profundamente. Las moscas lo cubrían. Los muertos estaban
plagados de ellas. Pero el sol aún no los afectaba. Otro soldado estaba recargado
contra el borde del canal que daba a la ciudad, sus pies descansaban sobre un
cadáver. Disparaba metódicamente para espantar algo que había visto. Bajo la
sombra del puente, cuatro hombres jugaban cartas. Jugaban sin cuidado, sin ojos
inyectados por la falta de sue- ño. El calor era horrible. De vez en cuando una
bala perdida pasaba silbando. ¡Piiiu- uu!

El extraño grupo tomó nuestra aparición como cualquier cosa. El francotirador


se dobló fuera de vista, y con cuidado puso otro cartucho en su rifle.

- Supongo que no traerán otra gota de agua -preguntó-. ¡Adió! ¡No hemos
bebido nada desde ayer!

Se tragó toda el agua, observando furtivamente a los jugadores, pues ellos


también estarían sedientos.

- Dicen que vamos a atacar el tanque de corral otra vez, cuando la artillería esté
en posición de apoyarnos.

- ¡Chihuahua, hombre! ¡Pero sí duro anoche! Nos hicieron trizas en la calle.

Se limpió la boca con el dorso de la mano y comenzó a disparar otra vez. Nos
queda- mos junto a él y observamos. Estábamos a unos cien metros del mortífero
tanque de agua. A través de la vía y de la amplia calle se extendían los muros de
adobe café de Britting en apariencia inocentes ahora, con sólo unos puntos
negros, evidencia de la doble línea de troneras.

- Allí están las ametralladoras -dijo nuestro amigo-. ¿Las ven, esos pequeños
tubitos que se asoman en el borde?
No los pudimos ver. El tanque de agua, el corral y la ciudad dormían por el
calor. El polvo se acumulaba inmóvil creando una débil neblina. A unos cuarenta
y seis metros frente a nosotros había un canal con poca agua, seguramente había
sido alguna vez una trinchera federal, pues la mugre se había apilado. Doscientos
soldados polvorien- tos estaban tirados allí, mirando hacia la ciudad, era la
infantería constitucionalista.

Estaban desparramados por el suelo, en actitudes de cansancio. Algunos


dormían bajo el ardiente sol; otros con pereza llevaban mugre con sus ajadas
manos de atrás hacia adelante.

Ante ellos habían apilado montones irregulares de rocas. La infantería, en el


ejército constitucionalista, es simplemente la caballería sin caballos; todos los
soldados de Villa van a caballo excepto la artillería, y aquellos para quienes no se
puede procurar caballos.

De pronto la artillería en nuestra retaguardia se agilizó en un momento, y sobre


nues- tras cabezas pasó una lluvia de balas.

- Esa es la señal -dijo el hombre de nuestro lado.

- Vamos -gritó- vamos a atacar a los pelones.

El hombre que roncaba gruñó y abrió los ojos lentamente. Bostezó y tomó su
rifle sin una sola palabra. Los jugadores empezaron a reunir las ganancias. Se
suscitó una dis- puta por la propiedad del paquete de cartas. Rezongando y
todavía peleando, salieron y siguieron al francotirador hasta el borde del canal. El
fuego de los rifles sonaba a lo largo del borde de la trinchera en el frente. Los que
dormían se echaron boca abajo, detrás de sus pequeños refugios, sus codos
trabajaban vigorosamente en el cerrojo de sus rifles. El tanque de agua de acero
vacío, resonaba con la lluvia de balas. Moronas de adobe volaban desde el muro
del Corral. Al instante el muro brilló con los cañones destelleantes, y las armas se
levantaron rechinando con fuego cubierto. Las balas lle- gaban hasta el cielo
silbando; tamborileaban en el humeante polvo hasta que nos en- volvió una
cortina giratoria de nubes desde la casa y el tanque; podíamos ver a nues- tro
amigo correr agachado a ras del suelo, el hombre somnoliento lo seguía erecto,
frotándose los ojos. Atrás, corrían los apostadores, aún discutiendo. En algún
lugar de la retaguardia se oyó un clarín, el francotirador que avanzaba al frente,
se paró de frente, frenando, como si hubiera dado contra un muro sólido. Su
pierna izquierda se dobló debajo de él, y se hundió desesperadamente hacia una
de sus rodillas a pleno campo abierto, agitando su rifle con un grito.
- Los muy malditos -gritó, disparando rápidamente hacia el polvo- les voy a
enseñar a esos ... ¡los pelones! ¡Pájaros de cuenta! -Sacudió su cabeza con
impaciencia, como un perro con una oreja herid a .

Descendió al fondo del canal y pateó al que dormía.

Se le escapaban gotas de sangre. Agachándose con rabia, disparó el resto de su


carga, y después se tiró al suelo y se arrastró por un tramo. Los otros pasaron
junto a él, ape- nas dirigiéndole una mirada. Ahora las trincheras hervían con
hombres que vertigino- samente se ponían de pie como gusanos cuando uno
levanta una piedra. El tiroteo de rifles tableteaba constantemente. Pasaron detrás
de nosotros corriendo, descalzos y en huaraches, con cobijas sobre sus hombros,
se tiraban y se deslizaban por el canal, y a todo correr ganaban la otra ribera,
cientos de ellos caían.

Casi nos impedían ver el frente, pero a través del polvo y de los espacios entre
las piernas que corrían podíamos ver a los soldados en la trinchera, brincar dentro
de su barricada como si rompiera una ola, y luego el polvo impenetrable se cerró.
La fiera aguja de las ametralladoras cosía en uno solo todos los sonidos. Con una
mirada a través de la nube levantada por un ventarrón caliente, pudimos ver la
primera línea morena de hombres que se apiñaban como si estuvieran borrachos,
y las ametrallado- ras que escupían sobre la pared, de un rojizo apagado a la luz
del sol. Entre estos, un hombre regresó corriendo, le escurría el sudor por la cara,
traía un arma. Corría rápi- do, a veces derrapándose, a veces cayendo, hasta
llegar a nuestro canal y luego subió la otra ribera. Otras formas vagas se
desplazaron en la polvareda.

- ¿Qué pasa? ¿Cómo va? -le grité.

No me contestó, pero siguió corriendo. De pronto, se escuchó un crujido


monstruoso y un torbellino de gritos, pues una granada había explotado en el
torbellino frente a nosotros. ¡La artillería enemiga! Mecánicamente traté de
escuchar nuestras armas.

Excepto por un ocasional ¡bum!, estaban calladas, nuestras balas caseras se


habían descompuesto otra vez. Otra vez las granadas. Del polvo salió corriendo
un enjambre de hombres, individualmente, en pares, en grupos, una
muchedumbre en estampida.

Nos cayeron encima, a nuestro alrededor; nos ahogaron con una inundación
humana, gritando:
- ¡A los álamos! ¡A los trenes! ¡Viene la federación!

Luchamos junto a ellos y corrimos también, directo hacia la vía del


ferrocarril ... Atrás de nosotros las granadas buscaban en el polvo, y la
mosquetería mortal. Enton- ces notamos que por todo el camino adelante estaba
lleno de jinetes a galope, lanzan- do gritos indígenas y agitando sus rifles. ¡La
columna principal! Nos hicimos a un lado para que ellos pasaran como un ciclón,
unos quinientos hombres. Los vimos apuntar desde sus sillas y comenzar a tirar.
El retumbar de las pezuñas de sus caballos parecía un trueno.

- ¡Mejor ni se metan! ¡Está demasiado caliente! -gritó uno de la infantería con


una sonrisa.

- Bien, te apuesto a que yo estoy más caliente -contestó un jinete, y todos nos
reímos.

Caminamos lentamente de regreso por la vía del ferrocarril, mientras que el


fuego detrás de nosotros se envolvía en un continuo rugir. Un grupo de peones,
pacíficos, enfundados en altos sombreros, cobijas y camisas de algodón blanco,
estaban de pie con los brazos cruzados, mirando hacia la vía en dirección a la
ciudad.

- Miren, amigos -dijo exhausto un soldado- no se queden aquí parados. Les


pueden pegar un tiro.

Los peones se miraron unos a otros y sonrieron débilmente.

- Pero, señor -dijo uno-, aquí es donde siempre nos paramos cuando hay
batalla.

Un poco más adelante me topé con un oficial, un tal Germán, que deambulaba
por ahí, guiando su caballo por la brida.

- Ya no lo puedo montar -me dijo con sinceridad-. Me temo que morirá si no


duerme.

Está demasiado cansado.

El caballo, un enorme garañón, se tropezaba y balanceaba al caminar. Grandes


lágri- mas brotaban de sus ojos a medio cerrar y rodaban por la nariz.

Yo estaba rendido, no había dormido ni comido, además el calor del sol era
insopor- table. Caminamos otro kilómetro y me detuve a mirar atrás, vi que las
balas del ene- migo se incrustaban en la línea de árboles con más frecuencia que
nunca. Parecía que habían conseguido la medida perfecta. Justo entonces vi que
la línea gris de las máquinas, se apostaba sobre sus mulas y comenzaba a
moverse desde los árboles hacia la retaguardia, en cuatro o cinco puntos
diferentes. Nuestra artillería había sido sacada de sus posiciones a base de
granadas ... Me tiré a descansar a la sombra de un gran arbusto de mesquite.

Casi de inmediato, pareció llegar un cambio en el sonido de los rifles, como si


la mi- tad de ellos hubiese sido cortada de repente; al mismo tiempo sonaron las
notas de veinte clarines. Levantándome noté que una línea de jinetes subía por la
vía gritando algo. Le siguieron más, galopando, hacia el lugar donde el ferrocarril
pasaba detrás de los árboles al adentrarse en la ciudad. La caballería había sido
repelida. De pronto toda la planicie se llenó de hombres, a caballo y a pie, todos
corriendo hacia la reta- guardia. Un hombre tiró su cobija, otro su rifle. Creció la
muchedumbre en el ardiente desierto, pisando con fuerza el polvo, hasta que la
planicie quedó apiñonada. Justo en frente de mí un jinete salió del arbusto
gritando:

- ¡Vienen los federales! ¡A los trenes! ¡Vienen tras de nosotros!

¡Todo el ejército constitucionalista venía hacia acá! Agarré mi cobija como


pude y corrí lo más rápido que dieron mis piernas. Un poco más adelante, llegué
a un cañón abandonado en el desierto, con las bridas cortadas, las mulas se
habían ido. Al pie había ametralladoras, cananas y decenas de sarapes. Todo era
un lío. Al llegar a un espacio abierto, divisé una gran multitud de soldados en
plena retirada, sin rifles; de pronto tres hombres a caballo pasaron a galope
tendido en frente de ellos, agitando los brazos y gritando:

- ¡Regresen! -gritaban- ¡No vienen! ¡Regresen, por el amor de Dios!

A dos no los reconocí, el otro era Villa.

CAPÍTULO X
Entre combates

Como a dos kilómetros, se detuvo la retirada. Me topé con los soldados que
regresa- ban, con la expresión de alivio que muestra alguien que teme a un daño
desconocido y de repente se ve librede él. Éste era el poder de Villa; podía
explicar las cosas a la gente común, de una manera que ellos comprendían
rápidamente. Los federales, co- mo de costumbre, no habían aprovechado la
oportunidad de infligir una derrota per- durable a los constitucionalistas. Quizá
temían una emboscada, como la que Villa había dispuesto en Mapula, cuando los
victoriosos federales salieron a perseguir al ejército de Villa después del primer
ataque sobre Chihuahua y fueron repelidos su- friendo una gran matanza. De
todas maneras, no salieron. Los hombres regresaron pesadamente. Trataban de
encontrar sus cobijas y armas en el mesquite, y las de otra gente también. Se les
podía oír gritando y haciendo bromas por toda la planicie.

-¿A dónde va con ese rifle?

¡Esa es mi cantimplora!

¡Yo tiré mi sarape aquí, justo sobre este arbusto. Y ahora ya no está!

¡Oh, Juan! -le gritaba un hombre a otro- ¡Siempre te dije que podía ganarte en
una carrera!

Pero no me derrotó, compadre. Yo iba como a cien metros adelante de usted,


¡volan- do por el aire como una bala de cañón! ...

La verdad era que después de montar doce horas el día anterior, luchar toda la
noche y toda la mañana bajo el sol abrasador, con la espantosa tensión de cargar
una fuerza sin trincheras frente a la artillería y de ametralladoras, sin comida ni
agua ni sueño, los nervios del ejército habían explotado. Pero desde el momento
en que regresaron después de la retirada, el resultado final jamás se puso en tela
de juicio. La crisis psi- cológica había pasado ...

El tiroteo de los rifles ya había cesado del todo, y hasta los disparos de cañón
del enemigo eran pocos y lejanos. En el canal, bajo la primera línea de árboles,
nuestros hombres se atrincheraron. La artillería se había retirado hasta la segunda
línea de árboles, a dos kilómetros de distancia, y bajo la fresca sombra, los
hombres se tiraron pesadamente a dormir. La tensión había desaparecido.
Conforme el sol fue llegando a su cenit, el desierto, la colina y la ciudad
guardaron silencio por el calor. Algunas veces un intercambio de tiros hacia la
derecha o hacia la izquierda, indicaba el lugar en que los puestos de avanzada
intercambiaban saludos. Pero aun eso pronto se dejó de oír.

En los campos de algodón y maíz hacia el norte, entre los tiernos objetos
verdes, los insectos deambulaban. Los pájaros ya no cantaban. El calor era
insoportable. Las hojas estaban quietas pues no había aire.

Por aquí y allá humeaban las fogatas, donde los soldados volteaban tortillas
hechas de la escasa harina que habían traído en sus alforjas; y aquellos que no
tenían alimento vagaban por ahí suplicando una migaja. Todos, simple y
generosamente, dividían la comida. Yo fui llamado en una docena de fogatas con
un:

- ¿Oiga compañero, ya desayunó? Aquí hay un cacho de mi tortilla, venga y


coma. Hileras de hombres acostados boca abajo a lo largo del canal de irrigación,
sacaban agua sucia en el hueco de sus manos. Tres o cuatro kilómetros atrás
podíamos ver el furgón del cañón y los primeros seis trenes opuestos al gran
rancho de El Vergel; la incansable cuadrilla de reparaciones trabajaba duro bajo
el sol. El de provisiones to- davía no subía. El coronel Servín llegó hasta donde
estábamos, montado con los pies colgando en un inmenso caballo bayo, aún
fresco y limpio después de la terrible labor de una noche.

- Todavía no sé lo que haremos -dijo- sólo el general Villa lo sabe, y nunca lo


dice. Pero no asaltaremos otra vez hasta que la brigada Zaragoza regrese.
Benavides tuvo una batalla dura en Sacramento, doscientos cincuenta de los
nuestros murieron, dicen. El general pidió a los generales Robles y Contreras,
que habían estado atacando por el sur, traer a todos sus hombres para reunirlos
aquí. Dicen, no obstante, que vamos a atacar de noche esta vez, para neutralizar
su artillería -y continuó galopando. Cerca del mediodía, columnas de humo sucio
comenzaron a levantarse en varios pun- tos de la ciudad, y hacia la tarde un
viento lento pero caliente, nos trajo el enfermizo olor del aceite crudo mezclado
con la carne humana chamuscada. Los federales esta- ban quemando las pilas de
muertos. Caminamos de regreso a los trenes y nos meti- mos al coche privado del
general Benavides, en el tren de la brigada Zaragoza. El mayor al mando había
hecho cocinar algo en el cuarto del general. Comimos desespe- radamente,
después nos fuimos a tirar a lo largo de la línea de árboles, durmiéndonos durante
horas. Muy entrada la tarde nos dirigimos una vez más hacia el frente. Cien- tos
de soldados y peones de los alrededores, hambrientos a rabiar, se acercaban
humildemente a los trenes, esperando recoger desperdicios, sobrantes o cualquier
cosa que pudieran comer. Sentían vergüenza, sin embargo; cuando pasábamos
junto a ellos fingían una indolencia falsa. Recuerdo habernos sentado a platicar
con unos soldados sobre el techo de un furgón, cuando vimos a un chico cruzado
por cananas y agobiado bajo el peso de un gran rifle. Sus ojos buscaban en el
suelo. Una tortilla rancia, a medio podrir, enterrada en la mugre por muchos pies,
llamó su atención. Se lanzó sobre ella, se la comió de un solo bocado. Después
miró hacia arriba y nos vio.

- ¡Como si me estuviera muriendo de hambre! -dijo y se la sacó con mucho


dolor ... Abajo, a la sombra de los álamos, a través del canal que venía de San
Ramón, el ca- pitán canadiense Treston vivaqueaba con su batería de
ametralladoras. Las armas y sus pesados tripodes fueron descargadas de las
mulas, y por todos lados habían rega- do sus piezas desarmadas. Las mulas
pastaban en los ricos y verdes campos. Los hombres estaban acuclillados
alrededor de las fogatas, o tirados cuan largos eran so- bre la ribera del canal.
Treston agitó una tortilla llena de ceniza, estaba masticando y tragando.

- ¡Oiga, Reed! ¡Venga y tradúzcame, no puedo encontrar a mis intérpretes, y si


en- tramos en acción vaya lío en el que me voy a ver! Usted verá, no conozco ese
maldito idioma. Cuando llegué, Villa me asignó dos intérpretes para que
estuvieran junto a mí todo el tiempo. Y ni siquiera puedo encontrar a esos
malditos hijos de las armas; ¡ellos siempre se largan y me meten en cada
problema!

Me encargué del asunto y le pregunté que si había una probabilidad de entrar


en ac- ción.

- Yo pienso que iremos esta noche, en cuanto oscurezca -respondió-. ¿Quiere ir


con las ametralladoras e interpretar?

Le dije que sí.

Un hombre harapiento, cerca de una fogata, a quien jamás había visto antes, se
le- vantó y vino hacia mí sonriendo.

- Cuando lo vi pensé que usted era un hombre que no había probado el tabaco
por un buen tiempo. ¿Quiere usted la mitad de mi cigarrillo? -Antes de que yo
pudiera pro- testar, me enseñó un cigarrillo café y lo rompió en dos pedazos.

El sol se ocultó gloriosamente detrás de las dentadas montañas púrpura frente a


nos- tros. Por un minuto, un perfecto abanico de luz parpadeante brotó del cielo
de azul inmaculado. Los pájaros se despertaron en los árboles; las hojas se
agitaban. La tierra fértil exhaló una aperlada neblina. Una docena de soldados
harapientos, que estaban reunidos, comenzaron a improvisar los aires y las letras
de una canción acerca de la batalla de Torreón. Un nuevo corrido veía la luz ...

Llegó hasta nosotros el sonido de otros aires del atardecer quieto y fresco.
Sentí que mi cariño se volcaba sobre esta gente sencilla y gentil. Eran tan
amables ... Fue después de haber visitado el canal para beber agua, que Treston
dijo casualmente:

- Uno de nuestros hombres encontró esto flotando en el canal, hace un rato. No


puedo leer español, por lo tanto no sé lo que significa. El agua de estos canales
proviene del río que cruza la ciudad, así que pensé que pudiera ser un papel
federal. Lo tomé. Era un pedacito de papel doblado, como si fuera la esquina y el
frente de un paquete. En grandes letras negras se leía ARSÉNICO, y en tipo más
pequeño, ¡Cui- dado! ¡Veneno! Le pregunté, sentándome de pronto:

- ¿Se han dado casos de gente enferma por aquí?

- Es curioso que lo pregunte -dijo-. Muchos de nuestros hombres han tenido


calam- bres muy fuertes en el estómago, y yo no me siento muy bien. Justo antes
de que us- ted llegara, una mula de repente se tambaleó y fue a morir al otro
campo, también un caballo al otro lado del canal. Dijimos que probablemente era
la fatiga o la insolación ...

Afortunadamente, el canal llevaba mucha agua corriente, así es que el peligro


no era mucho. Le expliqué que los federales habían envenenado el canal.

- Dios mío -dijo Treston-. Quizá eso era lo que me estaban tratando de decir.
Unas veinte personas me decían algo de envenenado ¿Qué quiere decir eso?

- Eso es lo que significa -le contesté-; ¿dónde puedo conseguir un cuarto de


café fuer- te?

- Ah sí, nosotros ya sabíamos, por eso les dimos agua a nuestros caballos en
otro ca- nal. Ya lo sabíamos hace tiempo, dicen que en el frente hay diez caballos
muertos, y que muchos hombres se están revolcando.

Un oficial llegó a caballo, gritando que debíamos regresar al Vergel y acampar


ahí a un lado de los trenes durante la noche. El general había dicho que todos,
excepto los guardias de avanzada, debían descansar fuera de la zona de fuego.
Que el tren de la comisaría había llegado y que estaba justo atrás del tren
hospital. Tocaron los clarines y los soldados comenzaron a regresar por el
territorio, agarrando a las mulas, apa- rejándolas en medio de una gritería,
bravuconería y risas, ensillando a los caballos y armando las ametralladoras.
Treston se subió al caballo, yo caminé junto a él. Así que no habría un ataque
nocturno. Ya era casi de noche. Del otro lado del canal, nos uni- mos a las formas
sombrías de una compañía de soldados que trotaban hacia el norte, todos
envueltos en sus cobijas, sombreros y sus retintineantes espuelas. Me llamaron:

- Oye, compañero, ¿dónde está tu caballo? -admití que no tenía.

- Súbete atrás de mí -me animaron cinco o seis al mismo tiempo.


Uno se apeó justo junto a mí y montamos en su caballo. Trotamos a través del
mes- quite hasta atravesar el campo pardusco y hermoso. Alguien comenzó a
cantar y dos más se le unieron. Una luna llena brillaba en medio de la clara
noche.

- Oiga, ¿cómo se dice mula en inglés? -me preguntó el jinete.

Conseguimos una lata de café en la fogata más cercana, y nos sentimos mejor.

-Stubborn fathead mule -le dije.

Por varios días muchos extraños me paraban y me preguntaban, en medio de


risota- das, cómo es que los norteamericanos decíamos mula ...

El ejército acampó cerca del rancho El Vergel. Cabalgamos hasta un campo


moteado de fogatas, donde los soldados vagaban sin rumbo fijo por la oscuridad,
preguntando dónde estaba la brigada de González Ortega, o la gente de José
Rodríguez, o las ame- tralladoras. En dirección de la ciudad la artillería estaba
acampando en un amplio semicírculo, alerta, con las armas apuntando hacia el
sur. Al Este, el campamento de la brigada Zaragoza de Benavides había llegado
desde Sacramento, causando un in- menso reflejo en el cielo. En dirección del
tren de provisiones, una fila de hombres semejante a las de las hormigas, cargaba
sacos de harina, café y paquetes de cigarri- llos ... Cientos de diferentes coros
cantores rompían la noche ...

Recuerdo en particular cómo vi a un pobre caballo envenenado de repente


doblarse y caer. La manera en que pasamos cerca de un hombre doblado a la
mitad en el suelo, en medio de la oscuridad, vomitando violentamente; cómo,
después de haberme en- vuelto en mis cobijas, de pronto me atacaron terribles
calambres, y me arrastré hasta la maleza, ya no tuve fuerzas para regresar. De
hecho, hasta el gris amanecer yo me revolqué en el suelo muy enfermo.

CAPÍTULO XI
Un puesto de avanzada en acción

Muy temprano en la mañana del martes, el ejército estaba en camino otra vez
hacia el frente, bajando la vía y atravesando los campos. Cuatrocientos demonios
furiosos sudaban y martillaban la vía arruinada; el primer tren había avanzado un
kilómetro durante la noche. Había muchos caballos esta mañana. Yo compré uno
con silla por setenta y cinco pesos, unos quince dólares en oro. Trotando hacia
San Ramón, me emparejé con dos jinetes de mirada salvaje, con grandes
sombreros, con retratitos impresos de Nuestra Señora de Guadalupe, cosidos a
ellos. Dijeron que iban a un puesto de avanzada en el ala derecha, cerca de las
montañas, sobre Lerdo, donde su compañía estaba apostada para sostener una
colina ¿por qué quería ir yo con ellos? ¿Además, quién era yo? Les mostré mi
pase firmado por Francisco Villa. Todavía se mostraban hoscos.

- ¿Cómo sabemos si este nombre escrito aquí es el de él? Somos de la brigada


Juárez, gente de Calixto Contreras.

Pero después de una corta consulta, el más alto de ellos soltó un venga.

Dejamos atrás la protección de los árboles, dirigiéndonos en diagonal hacia el


Oeste, donde estaban los campos de algodón en declive, directo por una
escarpada colina alta, que ya temblaba por el calor. Entre nosotros y los
suburbios de Gómez Palacio, se extendía una planicie desnuda y llana, cubierta
con mesquite bajo y cortada por canales de irrigación secos. El cerro de la Pila,
con su artillería asesina escondida, estaba en perfecto silencio, excepto por un
lado de ella. Tan claro era el aire, que pu- dimos distinguir un grupito de figuras
jalando lo que parecía ser un cañón. Justo afue- ra de las casas más cercanas,
algunos jinetes cabalgaban. De inmediato llegamos al norte, haciendo una amplia
desviación, cuidando de no ser emboscadas, pues este terreno intermedio estaba
continuamente vigilado por piquetes y partidas de explora- ción.

Como a dos kilómetros más allá, casi a lo largo del pie de la colina, corría el
alto ca- mino que va desde el Norte hasta Lerdo. Lo reconocimos
cuidadosamente desde la maleza. Un campesino pasó chiflando, conduciendo un
rebaño de cabras. Al borde de este camino, bajo un arbusto, había un jarro de
arcilla lleno de leche. Sin la menor duda, el primer soldado tomó su revólver y le
disparó. El jarro se hizo añicos, y la leche se desparramó por todos lados.

- Envenenada -dijo-. La primera compañía estacionada aquí tomó de eso,


murieron cuatro. - Continuamos cabalgando.

Arriba, en la cresta de la colina, vimos unas cuantas figuras negras acuclilladas,


con sus rifles apoyados contra las rodillas. Mis compañeros les hicieron una señal
con el brazo, y nos dirigimos hacia el norte, a lo largo de la ribera de un pequeño
río que desfilaba por una angosta franja de pastos verdes, en medio de la
desolación. El pues- to de avanzada acampaba a ambos lados del agua, en una
especie de pradera. Pre- gunté dónde estaba el coronel, y por fin lo encontré,
estirándose, a la sombra de una tienda que había construido colgando su cobija de
un arbusto.
- Bájese del caballo, amigo -dijo-. Estoy contento de darle la bienvenida a mi
casa. (Señalando en broma al techo de su tienda). Está a su disposición. Aquí hay
cigarri- llos, hay carne cociéndose en el fuego.

En la pradera, completamente ensillados, pastaban los caballos de la tropa, eran


unos cincuenta. Los hombres estaban desparramados por el pasto a la sombra de
un mes- quite, platicando y jugando cartas. Este era un tipo de hombres diferente
de los bien armados, con buena montura y relativamente disciplinados de Villa.

Estos eran simples peones que se habían levantado en armas, como los amigos
de La Tropa, una raza dura y feliz de montañeses y vaqueros, entre los cuales
había muchos que habían sido forajidos en sus viejos tiempos. Sin paga, mal
equipados, indiscipli- nados. Sus oficiales simplemente eran los más valientes.
Armados con los antiguos Springfield y un puñado de cartuchos por cabeza,
habían peleado casi continuamente durante tres años.

Por cuatro meses, ellos, las tropas irregulares de jefes de la guerrilla como
Urbina y Robles, habían sostenido el avance alrededor de Torreón, peleando casi
a diario con- tra los puestos de avanzada federales y sufriendo las penurias de la
campaña, mientras el ejército principal se guarnecía en Chihuahua y Juárez. Estos
hombres harapientos, eran los soldados más valientes del ejército de Villa.

Apenas hacía quince minutos que había llegado, observaba la res cociéndose
en las llamas, y satisfacía la ansiosa curiosidad de una muchedumbre en lo que
respecta a mi rara profesión, cuando se escuchó un sonido de galope, y una voz
que dijo:

-¡Están saliendo de Lerdo! ¡A los caballos!

Cincuenta hombres, de mala gana, de una manera perezosa llegaron a sus


caballos. El coronel se levantó, bostezando. Se estiró.

- ¡Esos animales federales! -gruñó- Siempre están en nuestras mentes. Nunca


tiene uno tiempo para pensar en cosas más agradables. ¡Es una vergüenza que no
nos dejen ni comer!

Al poco rato todos estábamos sobre nuestras monturas, trotando ribera abajo de
la corriente. Muy lejos, enfrente nuestro sonaban los rifles. Por instinto, sin
ninguna orden, rompimos al galope a través de las calles de un pueblito, donde
los pacíficos estaban parados sobre los techos de sus casas, mirando hacia el Sur,
con pequeños envoltorios de sus pertenencias junto a ellos. Estaban preparados
para huir si la bata- lla era adversa para nosotros, pues los federales castigan
cruelmente a los pueblos que ayudan a su enemigo. Más allá yacía la pequeña
colina rocosa. Nos apeamos, y tiran- do las riendas por encima de las cabezas de
los caballos, subimos a pie. Una docena de hombres ya estaba ahí. Tiraban
espasmódicamente en dirección a la ribera verde de árboles, detrás de la cual
estaba Lerdo. Los disparos, dispersos e invisibles, salían desde el medio del
desierto. A un kilómetro de distancia más o menos, pequeñas figu- ras negras se
apostaban alrededor en unos arbustos, Una nube de polvo fino caía co- mo una
lluvia desde otro destacamento que marchaba lentamente hacia el Norte por su
retaguardia.

- Ya tenemos uno seguro, y otro a punto -dijo un soldado escupiendo.

- ¿Cuántos creen que son? -preguntó el coronel.

-Unos doscientos.

El coronel se levantó, atisbando sin cuidado la planicie soleada. De inmediato


una ronda de tiros barrió su frente. Una bala pasó rozando por encima de
nosotros. Los hombres ya estaban trabajando, sin orden alguna. Cada soldado
escogió un lugar cómodo para recostarse boca abajo, amontonó un pequeño
monte de piedras frente a él para protegerse. Se recostaron desperezándose,
aflojándose los cinturones y quitán- dose los sacos para estar a gusto. Entonces
comenzaron lenta y metódicamente a dis- parar.

- Allí va otro -anunció el coronel-. Es tuyo, Pedro.

-No es de Pedro -interrumpió otro desafiante-. Ya le di.

- Vaya que si lo hiciste -lanzó Pedro. Pelearon de palabra ...

El fuego en el desierto era bastante generalizado, y podíamos ver a los


federales des- lizándose hacia nosotros, protegidos por cada arbusto y arroyo.
Nuestros hombres apuntaban con mucho cuidado, observando largo rato antes de
jalar el gatillo. Habían estado durante muchos meses con escasas municiones
alrededor de Torreón y habían aprendido a economizar. Pero ahora en cada colina
y arbusto a lo largo de la línea, había un pequeño grupo de francotiradores, y
viendo hacia atrás, a las anchas plani- cies y campos, entre la colina y la vía del
tren, vi una cantidad innumerable de jinetes y escuadrones que se escurrían a
través de la maleza. En diez minutos, llegarían qui- nientos hombres a coparnos.
El fuego de los rifles creció en toda la línea, intensi- ficándose hasta que fue
como de un kilómetro de ancho. Los federales pararon. Ahora las nubes de polvo
comenzaron a retirarse en dirección a Lerdo.
El fuego del desierto había decaído. Después, desde quién sabe dónde, vimos a
los enormes buitres planear serenos e inmóviles en lo azul ...

El coronel, sus hombres y yo, democráticamente almorzamos a la sombra de


las casas del pueblo. Nuestra carne era, desde luego, salada. Así es que tuvimos
que comer como pudimos la res y el pinole, que parece ser de canela y salvado
pulverizados. Jamás he disfrutado de un almuerzo así ... Y cuando me retiré les
obsequié dos puña- dos de cigarrillos.

El coronel me dijo:

- Amigo, siento que no hayamos tenido tiempo para platicar. Hay muchas
cosas que quiero preguntarle de su país; si es cierto, por ejemplo, que en sus
ciudades los hom- bres están completamente paralizados de las piernas y no
montan a caballo por las calles, sino que se mueven en automóviles. Yo tuve un
hermano que trabajó en la vía del ferrocarril cerca de la ciudad de Kansas, y me
contó cosas maravillosas. Pero un día un hombre le llamó grasiento y le pegó un
tiro sin que mi hermano pudiera hacer nada. ¿Por qué su gente no quiere a los
mexicanos? A mí me gustan los norteameri- canos. Usted me gusta a mí. Aquí
tiene un obsequio se desabrochó una de sus enor- mes espuelas de fierro,
incrustadas con plata, y me la dio-. Pero nunca hemos tenido tiempo para hablar.
Estos ... siempre nos molestan, y entonces nos tenemos que levan- tar y matar a
unos cuantos de ellos antes de volver a disfrutar otro momento de paz ... Bajo los
álamos encontré a uno de los fotógrafos, y a un camarógrafo de cine. Esta- ban
recostados boca arriba, junto a una fogata, alrededor de la cual se acuclillaban
veinte soldados, devorando con ansia tortillas de harina, carne y café. Uno
orgullosa- mente mostró un reloj con pulsera de plata.

- Ese era mi reloj -explicó el fotógrafo-. No habíamos comido nada en dos días,
cuan- do pasamos cerca de estos muchachos y nos dieron el alimento más
increible que jamás hayamos probado. ¡Después de eso simplemente no pude
evitar obsequiárselos!

Los soldados habían aceptado el obsequio en conjunto, y estaban poniéndose


de acuerdo en que cada uno debería usarlo por dos horas, desde ese momento
hasta el fin de sus días...

CAPÍTULO XII
El asalto de los hombres de Contreras
El miércoles, mi amigo el fotógrafo y yo andábamos deambulando por el
campamen- to cuando Villa llegó hasta nosotros en su caballo. Se veía cansado,
mugroso, pero feliz. Dominando su caballo con las riendas, frente a nosotros, los
movimientos de su cuerpo eran sencillos y llenos de gracia, como los de un lobo,
sonrió y nos dijo:

- Bien, muchachos, ¿cómo les va ahora?

Le contestamos que estábamos muy a gusto.

- No he tenido tiempo de preocuparme por ustedes, así es que deben cuidarse


de no meterse en lugares peligrosos. Los heridos están mal. Hay cientos. Son
valientes esos muchachos; la gente más valiente de este mundo -continuó
fascinado-. Pueden ir a ver el tren hospital. Ahí hay algo bueno para que ustedes
escriban en sus periódicos ...

Y en verdad fue grandioso. El tren hospital estaba justo detrás del tren de
trabajo. Cuarenta furgones barnizados por dentro, y por fuera marcados en un
costado con una cruz azul enorme, y una gran leyenda: SERVICIOS
SANITARIOS. Aquí se ocupa- ban de los heridos en cuanto llegaban del frente.
Se les acomodaba en las instalacio- nes quirúrgicas más modernas. Los atendían
sesenta competentes doctores extranjeros y mexicanos. Cada noche los furgones
llevaban a los más graves hasta los hospitales base en Chihuahua y Parral.

Fuimos hasta San Ramón, y más allá del extremo de la línea de árboles que
cruza el desierto. Ya había empezado a arreciar el calor. Enfrente, una serpiente
de fuego de rifles se desenrrollaba a lo largo de las líneas, y después una
ametralladora se oyó: ¡Spat-spat-spat! Cuando emergimos a campo abierto, un
solitario máuser comenzó a abrir fuego hacia la derecha en algún lugar. No le
dimos importancia al principio.

Pero pronto notamos que había un pequeño sonido pesado por el terreno
alrededor de nosotros. Motas de polvo volaban cada tantos minutos.

- Dios mío -dijo el fotógrafo- algún desgraciado anda tras de nosotros. Por
instinto ambos corrimos. Los disparos de rifle se hicieron más rápidos. Era una
gran distancia a través de la planicie. Después de un rato redujimos el paso a
trote. Por último, caminamos, el polvo se levantaba como siempre, teníamos la
sensación, después de todo, de que no tenía caso correr. Después nos olvidamos
del asunto ... Media hora después nos arrastramos a través de los arbustos por
medio kilómetro desde las afueras de Gómez y llegamos a un diminuto rancho,
compuesto por seis u ocho chozas de adobe. En el refugio que una de las casas
ofrecía, estaban desparra- mados unos sesenta hombres harapientos de Contreras.
Jugaban cartas, platicaban con pereza. Allá abajo, justo a la vuelta de la esquina,
que apuntaba como una guía hacia las posiciones federales, una tormenta de
balas barría continuamente, removiendo el polvo. Estos hombres habían estado
en el frente durante toda la noche. La contraseña era ningún sombrero y todos
estaban descubiertos de la cabeza bajo el tórrido sol. No habían dormido ni
comido, y no había ni una gota de agua en dos kilómetros a la re- donda.

- Hay un cuartel federal allá arriba que está disparando -explicó un chiquillo
como de doce años-. Tenemos orden de atacar cuando la artillería llegue. Un
anciano se acuclillaba contra la pared, me preguntó de dónde venía. Le dije que
de Nueva York.

- Bien -dijo-, no sé nada de Nueva York. Pero apuesto a que ustedes no tienen
ganado fino que corra por la calle como el que tenemos en las calles de Jiménez.

- No se ve ni una sola cabeza de ganado en las calles de Nueva York -le dije.

- ¿Qué? ¿Ninguna cabeza de ganado? ¿Usted quiere decir que no conducen


ganado por las calles? ¿Ni ovejas?

Dije que no.

Me miró como pensando que yo era un gran mentiroso. Entonces dirigió sus
ojos hacia el suelo y pensó con profundidad.

- Bien -pronunció finalmente-, ¡entonces yo no quiero ir allá!

Dos chiquillos traviesos comenzaron a jugar la roña. En un segundo veinte


hombro- nes se correteaban unos a otros por todo el patiecillo. Los jugadores de
cartas habían hecho una pausa y cuando menos ocho hombres estaban tratando de
jugar a alguna cosa y discutían sobre las reglas casi a gritos. O quizá no había
suficientes cartas para todos.

Cuatro o cinco se habían tirado a la sombra de una casa, cantando tonadas de


amor satíricas. En todo este tiempo el continuo estrépito infernal allá arriba jamás
cesó. Las balas pegaban en el polvo como gotas de lluvia. De vez en cuando, uno
de los hom- bres se estiraba, apostaba su rifle en la esquina y disparaba ...

Nos quedamos ahí una media hora. Después, trajeron dos cañones grises desde
la maleza y los llevaron hasta sus posiciones en el canal seco, a treinta y cinco
metros hacia la izquierda.
- Creo que ya nos vamos -dijo el muchacho.

En ese momento, tres hombres llegaron a caballo desde la retaguardia.


Oficiales, evi- dentemente. Estaban expuestos al fuego de los rifles que llegaba
por encima de los techos de las chozas, pero levantaron sus caballos con las balas
zumbando por todos lados, burlándose de ellas.

El primero en hablar fue Fierro, el soberbio y enorme animal que había


asesinado a veinte personas.

Miró con desprecio a los harapientos soldados desde su silla.

- Bien, bonito grupo para tomar una ciudad -dijo-, pero no tenemos a nadie más
aquí. Éntrenle cuando oigan el clarín.

Avanzó cruelmente de manera que su gran caballo se retrajo y luego se levantó


haciendo giros con sus patas traseras. Fierro se alejó cabalgando hacia atrás,
diciendo mientras lo hacía:

-Inútiles, esos tontos de Contreras.

- ¡Muerte al carnicero! -dijo un hombre furioso-. Ese asesino mató a mi cuñado


en las calles de Durango. ¡Sin crimen ni insulto! Mi compadre estaba muy
borracho, cami- naba frente al teatro. Le preguntó la hora a Fierro, y Fierro le
dijo: ¡Tú ...! Cómo te atreves a hablarme antes de que yo te hable primero.

El clarín sonó, todos se levantaron agarrando sus armas. Los jugadores


suspendieron momentáneamente el juego, pero continuaban sus gritos furiosos,
se acusaban unos a otros de haberse robado las ganancias.

- ¡Oiga -gritó un soldado-, le apuesto mi silla a que yo regreso y usted no! Esta
maña- na le gané una bonita silla a Juan.

- Muy bien, ¡mi nuevo caballo pinto! ... Riendo, haciendo bromas,
jugueteando, salieron desde el refugio de las casas rumbo a la lluvia de acero.
Corrieron a tumbos por la calle, como si fueran animalitos caseros que no están
acostumbrados a correr. Al avanzar levantaron una polvareda que los cubría, y
hacían un ruido endemoniado.

CAPÍTULO XIII
Un ataque nocturno
Dos o tres de nosotros teníamos una especie de campamento junto al canal casi
junto a los álamos. Nuestro coche, con su abastecimiento de comida, ropa y
cobijas, aún estaba a treinta kilómetros. La mayor parte del tiempo lo pasamos
sin alimento.

Cuando nos las ingeniamos para conseguir unas cuantas latas de sardina o un
poco de harina en el tren del comisario, fuimos afortunados. El miércoles, un
hombre de la muchedumbre consiguió una lata de salmón, café, galletas y un
paquete grande de cigarrillos. Conforme cocinábamos, mexicano tras mexicano,
al pasar rumbo al fren- te, desmontaba y se nos unía. Después del más elaborado
intercambio de cortesías, en el cual teníamos que persuadir a nuestro invitado de
comer de nuestra cena, doloro- samente debíamos renunciar a ella. Y él se
deshacía en cortesías y montaba otra vez y se alejaba sin gratitud. Aunque con un
sentimiento de amistad.

Nos tiramos sobre la ribera, bajo la penumbra dorada, fumando. El primer tren
enca- bezado por un coche plataforma, sobre el cual iba montado el cañón El
Niño, ya había llegado a un punto opuesto al extremo de la segunda línea de
árboles. A escasos dos kilómetros de la ciudad.

Hasta donde uno alcanzaba a ver, la cuadrilla de reparaciones trabajaba


afanosamente sobre la vía. De pronto oímos una terrible explosión. Una pequeña
borla de humo se levantó frente al tren. Se oyó un grito de júbilo entre los árboles
y el campo de bata- lla. El Niño, el consentido del ejército, por fin había entrado
a la línea de fuego. Aho- ra los federales tendrían que sentarse a observar. El
Niño era un arma de tres pulga- das, la más grande que teníamos. Después nos
enteramos que una locomotora salió del depósito de trenes de Gómez, y un
disparo de El Niño le había dado justo en me- dio del horno, volándola en mil
pedazos.

Atacaríamos esta noche, decían; mucho después del anochecer subí a mi


caballo, Bucéfalo, y cabalgué hasta el frente. La señal era Herrera, y la
contraseña Chihuahua número cuatro. Así es que para asegurarme de que me
reconocieran como uno de los nuestros, debía poner un alfiler en la parte trasera
del sombrero. Por todos lados se habían dado las órdenes más estrictas en cuanto
a que ninguna hoguera debía encen- derse en la zona de fuego; nadie debería
encender un cerillo hasta que la batalla co- menzara. Los centinelas dispararían
contra cualquiera que desobedeciera esos manda- tos. Bucéfalo y yo cabalgamos
por la noche absolutamente silenciosa, y sin un solo rayo de luna. Por ningún
lado se oía ruido ni se veía luz en la vasta planicie frente a Gómez, excepto por el
lejano martilleo de la incansable cuadrilla de reparaciones, trabajando en la vía.
En la ciudad misma, las luces eléctricas brillaban, y hasta un tranvía rumbo a
Lerdo se perdió tras el cerro de La Pila.

Entonces alcancé a oír un murmullo de voces cerca del canal frente a mí; un
puesto de avanzada seguramente.

¿Quién vive? -se escuchó un grito. Antes de que tuviera oportunidad para
contestar, ¡bang!, disparó. La bala zumbó cerca de mi cabeza. ¡Fiuuu!

No, tonto -se oyó una voz exasperada-. ¡No dispares inmediatamente después
de pe- dir la identificación! ¡Espera hasta que diga la respuesta incorrecta!
Escúchame ahora.

Esta vez la formalidad fue satisfecha por ambos lados. Y el oficial dijo: ¡Pase
usted!

Pero alcancé a escuchar el gruñido del primer centinela.

-Si nunca le atino a nadie cuando disparo ...

Moviéndome con cuidado en la oscuridad, a tumbos, llegué hasta el rancho San


Ramón. Sabía que todos los pacíficos habían huido, así es que me sorprendió ver
una luz que brillaba entre los bordes de la puerta. Tenía sed y no me importó
lanzarme al canal. Apareció una mujer con una tribu de cuatro chiquillos
colgados de sus faldas.

Me trajo agua y de repente me dijo:

- Oh, señor, ¿usted sabe dónde están las ametralladoras de la brigada


Zaragoza? Mi hombre está ahí y no lo he visto desde hace siete días.

-¿Entonces usted no es un pacífico?

- Claro que no -me contestó indignada, señalando a sus hijos-. Nosotros


pertenecemos a la artillería.

Abajo, en el frente, el ejército se extendía a lo largo del canal al pie de la


primera línea de árboles. En la absoluta oscuridad murmuraban entre sí,
esperando la orden de Villa para la guardia de avanzada a un cuarto de kilómetro
adelante, que precipitaría los primeros disparos de rifle.

- ¿Dónde están sus rifles? -pregunté.


- Esta brigada no usará rifles esta noche -contestó una voz-. Por allá a la
izquierda, cuando ellos ataquen las trincheras, ahí hay rifles, pero debemos
capturar Brittingham Corral esta noche, y los rifles no sirven. Nosotros somos
hombres de Contreras, la brigada Juárez. Verá, ¡tenemos órdenes de caminar
hasta los muros y lanzar estas bombas adentro! -me mostró la bomba. Estaba
hecha de un cartucho corto de dinami- ta cosido dentro de una tira de cuero de
vaca, con una mecha metida en uno de los extremos. Continuó-: La gente del
general Robles está allá a la derecha, tienen grana- das pero también rifles. Ellos
van a asaltar el cerro de La Pila ...

En la noche calurosa y quieta, percibimos de pronto el sonido de un fuerte


tiroteo en dirección de Lerdo, donde Maclovio Herrera iba con su brigada. Casi
al mismo tiem- po, desde el fuego de rifle surgió un tableteo. Un hombre llegó
hasta la línea con un cigarro encendido que brillaba como una luciérnaga en el
hueco de sus manos.

- Enciendan sus cigarrillos con éste -dijo- y no enciendan las mechas hasta que
estén justo debajo del muro.

- Capitán, ¡caramba! Va a estar muy, muy duro. ¿Cómo vamos a saber la hora
exacta? Otra voz, profunda, áspera, habló desde la oscuridad.

- Yo les diré, sólo síganme.

Un grito acallado: ¡Viva Villa!, brotó de entre ellos.

A pie, sosteniendo un cigarro encendido en una mano -nunca fumaba- y una


bomba en la otra, el general Villa subió por la ribera del canal y se sumergió en la
maleza.

Otros hicieron lo mismo ...

Por toda la línea rugía ahora el fuego de los rifles, aunque estaba muy atrás de
los árboles y no pude ver nada del ataque.

La artillería estaba en silencio, las tropas muy cerca, lo que no permitía que se
usaran granadas por ninguna de las facciones. Cabalgué hacia la derecha, donde
subí con mi caballo por una ribera de canal muy escarpada. Desde ahí pude ver
los diminutos fue- gos danzando, las armas se oían rumbo a Lerdo. Brotes
aislados, que parecían un co- llar de joyas a lo largo de nuestro frente. Hacia el
extremo izquierdo, un ruido nuevo y más profundo nos indicó el lugar donde
Benavides hacía una demostración contra Torreón en debida forma, con
ametralladoras de tiro rápido. Permanecí esperando en tensión el ataque.

Se suscitó con la fuerza de una explosión. Hacia el lado del Brittingham Corral
que yo no pude distinguir. El ritmo acompasado de cuatro ametralladoras, y una
explosión continua de rifles haciendo parábolas, convirtieron el ruido previo en el
más profundo silencio. Un rápido resplandor enrojeció el cielo, después se
oyeron las impresionan- tes explosiones de dinamita. Me pude imaginar a los
salvajes gritones que invadían la calle contra esa flama invasora. Arremetiendo,
pausando, luchando para abrirse paso, con Villa a la cabeza, hablándoles por
encima del hombro como siempre. Se desenca- denó un tiroteo más cerrado hacia
la derecha, lo que indicaba que el ataque contra el cerro de La Pila había llegado
a las faldas. Al mismo tiempo en el lejano extremo del risco hacia Lerdo se
vieron destellos. ¡Maclovio había tomado Lerdo!

De pronto apareció ante mi vista un paisaje mágico. Hacia arriba por tres lados
de la escarpada loma del cerro subía lentamente un cerco de luz. Era la flama
constante del tiroteo de rifles proveniente de los atacantes. El valle también
mostraba ríos de fuego, que se intensificaron conforme el cerco convergía hacia
ellos. Una llama brillante se dejó ver en la cima, después otra. Un segundo más
tarde llegaron los temibles saludos del cañón. Tiró contra la pequeña línea de
hombres que trepaban con la artillería. ¡Pe- ro aún así seguían subiendo por la
negra colina!

El cerco de fuego se había roto en muchos lugares, pero nunca se desintegró.


De ma- nera que pareció emerger combinado con el resplandor fulgurante y
mortal del valle. Entonces, de pronto, decayó por completo; unas cuantas
luciérnagas aisladas siguie- ron cayendo por la ladera, en tonos vivos. Y cuando
pensé que todo estaba perdido, maravillándome del heroísmo inútil de estos
peones que subieron una colina haciendo frente a la artillería. ¡Un momento! El
cerco de flamas volvió a encenderse con lenti- tud y a subir ...

Esa noche atacaron siete veces el cerro, a pie. Siete octavos de ellos
muneron ... Todo este tiempo el crujir infernal y el juguetear de la luz roja sobre
el corral, no paró ni un momento. En ocasiones parecía entrar a una tregua, para
volver a comenzar con más furia. Atacaron el corral ocho veces. En la mañana
cuando entré a Gómez, a pe- sar de que los federales habían quemado muertos
constantemente durante tres días, había tantos en el vasto espacio frente a
Brittingham Corral que apenas pude cabalgar por entre ellos. Alrededor del cerro
nos topamos con siete capas distintas de cadáve- res de rebeldes ...
Los heridos comenzaron a peregrinar a través de la planicie, en medio de una
densa oscuridad. Sus gritos y gemidos, que ahogaban cualquier otro sonido se
oían por en- cima del clamor de la batalla. Es más, hasta se podía oír el crujido de
los arbustos cuando se metían por ahí, y el arrastrar de sus pies por la arena. Un
jinete pasó por el camino delante mío, maldiciendo furioso por tener que
abandonar la batalla debido a su brazo roto. Sollozaba entre maldiciones.
Después pasó un hombre a pie, quien se sentó junto a la ribera, tratando
desesperadamente de pensar en toda suerte de cosas para evitar una crisis
nerviosa.

- ¡Qué valientes somos los mexicanos -dijo angustiado- matándonos unos a


otros así! ...

Regresé al campamento muy fastidiado. Una batalla es la cosa más tediosa del
mun- do, sin importar el tiempo que dure, es siempre lo mismo. En la mañana fui
a conse- guir noticias en el cuartel general. Habíamos capturado Lerdo, pero el
cerro, el corral y el cuartel aún eran del enemigo. ¡Toda esa matanza para nada!

CAPÍTULO XIV
La caída de Gómez Palacio

El Niño estaba a menos de un kilómetro de la ciudad, y los trabajadores de la


cuadri- lla de reparaciones trabajaban en el último tramo de vía bajo un intenso
fuego de gra- nadas. Los dos cañones al frente de los trenes llevaban todo el peso
de la artillería, y con valentía contestaban el fuego. Lo hacían tan bien, que
después de que una grana- da federal mató a diez trabajadores, el capitán de El
Niño puso fuera de combate a dos ametralladoras en el cerro. Ante ello, los
federales dejaron en paz a los trenes y volcaron su atención en sacar, a base de
granadas, a Herrera de Lerdo.

El ejército constitucionalista estaba abatido. En los cuatro días de lucha se


habían perdido cerca de mil hombres y casi dos mil estaban heridos. Hasta el
excelente tren hospital era insuficiente para hacerse cargo de los heridos. En la
enorme planicie donde nosotros nos encontrábamos dominaba sobre todo el
asqueroso olor de los cadáveres. En Gómez debió ser horrible. El jueves, el humo
de veinte piras funerarias manchaba el cielo. Pero Villa estaba más determinado
que nunca. Gómez debía caer, y rápido. Ya no tenía municiones ni
abastecimientos suficientes para sostener un sitio. Más aún, su nombre ya era una
leyenda entre el enemigo. Dondequiera que Pancho Villa apareciera en una
batalla ellos comenzaban a pensar que ya estaba perdida. El efecto, también en
sus mismas tropas era de suma importancia. Así es que planeó otro ataque
nocturno.

La vía está completamente reparada -informó Calzada, superintendente de los


ferro- carriles.

Bueno -dijo Villa-. Traigan a todos los trenes desde la retaguardia esta noche
¡porque vamos a entrar a Gómez en la mañana!

Llegó la noche, asfixiante, silenciosa, se podía oír el cantar de las ranas en los
cana- les. A través del frente de la ciudad los soldados yacían esperando la orden
de ataque. Heridos, exhaustos, a punto de estallar, llegaron al frente. Casi al
punto de la última etapa de la desesperación. Esta noche ellos no serían
rechazados. Tomarían la ciudad o morirían. Al acercarse las nueve de la noche,
hora en que el ataque debería iniciar- se, la tensión llegó a un nivel peligroso.

Dieron las nueve, pasaron. Ni un sonido ni un movimiento, por alguna razón la


orden había sido retrasada. Las diez. De repente, hacia la derecha una andanada
de disparos explotó desde la ciudad. A todo lo largo de nuestra línea no se hizo
esperar la res- puesta. Después de unos cuantos disparos el fuego federal cesó por
completo. Desde la ciudad se percibieron sonidos aún más misteriosos. Se
apagaron las luces eléctri- cas. En la oscuridad ocurrió un movimiento sutil,
indefinible. Al fin, la orden de avance se dio. Nuestros hombres se arrastraron en
la oscuridad. La primera fila dio un grito, y la verdad se esparció por todas las
filas hasta el campo, en un grito triunfal. ¡Gómez Palacio había sido evacuada!

A grandes voces el ejército inundó la ciudad. Unos cuantos disparos aislados


sonaron cuando los guardias capturaron algunos de los saqueadores federales,
pues el ejército federal había devastado toda la ciudad antes de abandonarla.
Después nuestro ejército comenzó el saqueo. Sus gritos, el cantar de los
borrachos y los sonidos de las puertas derribadas nos llegaron hasta la planicie.
Pequeñas lenguas de fuego surgieron donde los soldados quemaron unas casas
que habían servido de cuartel a los federales. Pero el saqueo se limitó, como
siempre, a la comida y la ropa para cubrirse. No lo perpe- traron en los
domicilios particulares. Los jefes del ejército no podían dar crédito a sus ojos.
Villa dio una orden específica declarando que todo aquel soldado que tomaba
algo, esto era de él, ningún oficial podría quitárselo.

Hasta este momento no habían ocurrido muchos robos en el ejército, al menos


hasta donde sabemos. Pero la mañana que entramos a Gómez la psicología de los
soldados había cambiado. Me desperté en nuestro campamento junto al canal,
para encontrar que mi caballo había desaparecido. Bucéfalo había sido robado
durante la noche, jamás lo volví a encontrar. Durante el desayuno varios soldados
llegaron para com- partir nuestro alimento, cuando se fueron, nos dimos cuenta
que faltaban un cuchillo y un revólver. La verdad es que todos robaban a todos.
Así es que yo también robé lo que necesitaba.

Había una gran mula gris pastando en el campo cercano, con una cuerda
alrededor de su cuello. Puse mi silla sobre el animal y me la llevé al frente. Era
un noble bruto, que valía cuatro veces más que Bucéfalo, como pronto descubrí.
Todos con los que me encontré deseaban esta mula. Un soldadoque marchaba
con dos rifles me detuvo.

- Oiga compañero, ¿dónde consiguió esa mula?

- Me la encontré en un campo -dije tontamente.

- Justo lo que pensé -exclamó- ¡ésa es mi mula! ¡Bájese y devuélvamela ahora


mis- mo!

- ¿Esta es su silla? -pregunté.

- ¡Por la madre de Dios, claro que sí!

- Entonces usted miente sobre la mula, pues la silla es mía -continué, dejándolo
atrás dando gritos por el camino.

Un poco más adelante, un anciano peón que caminaba, de repente corrió a


abrazar al animal por el cuello.

- ¡Ah, por fin! ¡Mi hermosa mula que había perdido! ¡Mi Juanito!

Lo aparté a pesar de sus halagos y sus pretensiones del pago al menos de


cincuenta pesos, en compensación por su mula. En la ciudad, un hombre de la
caballería, cruzó fTente a mí, pidiendo su mula. Era bastante feo y tenía un
revólver. Me le escapé di- ciendo que yo era un capitán de la artillería y que la
mula pertenecía a la misma. Cada pocos metros salía un nuevo propietario de esa
mula. Decía que cómo me atrevía a montar a su pequeño Panchito, o Pedrito o
Tomasito. Por fin un hombre salió del cuartel, con una orden escrita del coronel,
quien había visto la mula desde su ventana.

Le mostré mi pase firmado por Francisco Villa. Esto fue suficiente ...

A través del extenso desierto donde los constitucionalistas habían peleado por
tanto tiempo, el ejército se reunía proveniente de todas direcciones. En largas
columnas semejantes a serpientes, el polvo colgaba por encima de cada una de
ellas. Y a lo lar- go de la vía, tan lejos como el ojo podía percibir, venían los
trenes, haciendo sonar sus triunfantes silbatos. Iban atestados de mujeres y
soldados que lanzaban porras. Dentro de la ciudad, el amanecer había caído en
silencio y orden absolutos. Con la entrada de Villa y su alto mando, el pillaje
había cesado. Los soldados otra vez respe- taban la propiedad de los demás. Unos
mil trabajaban arduamente recogiendo cadáve- res y llevándolos al borde de la
ciudad, donde se les quemaba. Quinientos más vigila- ban la ciudad. La primer
orden emitida fue que cualquier soldado capturado bebiendo, sería ejecutado.

En el tercer tren, estaba nuestro coche, el furgón privado de los corresponsales,


fotó- grafos y camarógrafos de cine. Allí, al menos teníamos nuestros equipajes,
comida, cobijas, y a Fong, nuestro amado cocinero chino. El coche pasó a estar
cerca de la estación, en la primera fila de trenes. Al reunirnos en su hermoso
interior, caliente, polvorientos y exhaustos, los federales nos lanzaron cerca de
Torreón unas cuantas granadas bastante cerca de nosotros. Yo estaba de pie en la
puerta del coche, oí el estrépito del cañón pero no le di importancia. De pronto vi
cómo un pequeño objeto volaba por el aire, parecido a un gran escarabajo,
dejando atrás una espiral de humo negro. Pasó cerca de la puerta del coche con
un ruido como de ¡zzzmb!, y a unos me- tros más allá explotó con un terrible
¡crash-fiuu!, entre los árboles de un parque, don- de una compañía de caballería y
sus mujeres acampaban.

Un centenar de hombres con pánico se abalanzaron a sus caballos y galoparon


frené- ticamente hacia la retaguardia. Las mujeres los siguieron. Parece que
murieron dos mujeres y un caballo. En la desesperación, las cobijas, el alimento,
los rifles fueron a dar al suelo. ¡Rum!, otra explosión al otro lado del coche.
Estaban muy cerca, detrás de nosotros. En la vía veinte largos trenes, cargados
con mujeres histéricas, gritaban. Las máquinas trataron de retroceder de
inmediato, con un desesperado sonar de silba- tos. Explotaron dos o tres granadas
más. Entonces alcanzamos a oír la respuesta de El Niño.

El efecto en los corresponsales y periodistas fue peculiar. Apenas explotó la


primera granada, alguien sacó la botella de whisky, de un impulso. Nos la
turnamos. Nadie pronunció palabra. Pero todos tomamos un gran trago. Cada vez
que una granada explotaba cerca, todos nos balancéabamos y brincábamos.
Después de un rato ya no nos importó. Comenzamos a felicitamos por ser tan
valientes al quedarnos en el coche bajo el fuego de la artilleria. Nuestra valentía
aumentó conforme el fuego decreció, por último terminó. También conforme el
whisky escaseó. Nos olvidamos de cenar. Recuerdo que en la oscuridad dos
anglosajones beligerantes llegaron a la puerta del coche, amenazando a los
soldados que pasaban, abusando de ellos en el lenguaje más descortés. Nosotros
también teníamos problemas, uno de ellos casi estrangula a un anciano porque
andaba con su equipo cinematográfico. Ya muy entrada la noche to- davía
tratábamos sinceramente de persuadir a los dos jóvenes de no salir sin la señal y
sin reconocer las filas federales en Torreón.

- ¿A qué hay que tenerle miedo? -gritaron- ¡Un grasiento mexicano no tiene
agallas!

¡Un americano puede dominar a cincuenta mexicanos! ¿Viste cómo cOrrieron


esta tarde cuando las granadas pegaron en esa cosecha? ¿Y cómo nosotros -hic-
nos que- damos en el coche?

QUINTA PARTE
CAPÍTULO I
Carranza - una impresión

Al ser firmado el tratado de paz en Juárez, con lo que la revolución de 1910 se


dio por terminada, Francisco I. Madero se encaminó hacia el sur rumbo a la
Ciudad de Méxi- co. En cualquier lugar donde hablaba, las multitudes de peones
entusiastas y triunfa- les, aclamaban al vencedor y lo consideraban el libertador.

En Chihuahua se dirigió a la gente desde el balcón del palacio de gobierno.


Habló emocionado de las penurias que había pasado y los sacrificios que habían
hecho una pequeña banda de hombres para derrocar para siempre la dictadura de
Díaz. Se emo- cionó, viendo hacia la parte interior de la habitación, llamó a un
hombre alto, de bar- ba, con imponente presencia. Pasándole el brazo sobre los
hombros, dijo con voz cas- cada por la emoción:

- ¡Éste es un hombre bueno! Amenlo y hónrenlo siempre.

Era Venustiano Carranza, un hombre de vida ejemplar y altos ideales. Un


aristócrata descendiente de la raza española dominante. Un terrateniente: Su
familia siempre había sido propietaria de grandes tierras. Era uno de esos nobles
mexicanos, quienes como aquellos nobles franceses, como Lafayette en la
revolución francesa, entraron de lleno en la lucha por la libertad.

Cuando la revolución de Madero estalló, Carranza tomó el campo de batalla en


una forma realmente medieval. Armó a los peones que trabajaban en sus grandes
territo- rios y los condujo a la guerra como cualquier señor feudal. Cuando
terminó la revolu- ción, Madero lo nombró gobernador de Coahuila.

Ahí estaba cuando Madero fue asesinado en la capital y Huerta usurpó la


presidencia enviando una carta circular a los gobernadores de los diferentes
Estados, ordenándo- les reconocer la nueva dictadura. Carranza se rehusó hasta a
contestar la carta, decla- rando que no tendría ningún trato con un asesino y
usurpador. Emitió una proclama llamando a los mexicanos a las armas,
proclamándose a sí mismo Primer Jefe de la Revolución. Invitó a los amigos de
la libertad a salir junto a él. Marchó desde su capi- tal y tomó el campo de
batalla, donde asistió a la primera lucha alrededor de Torreón. Después de poco
tiempo, Carranza salió con sus fuerzas atravesando la República desde Coahuila,
donde las cosas ocurrían, hasta el Estado de Sonora, donde nada ocurría. Villa
había comenzado a luchar en el Estado de Chihuahua; Urbina y Herrera en
Durango; Blanco y otros en Coahuila y González cerca de Tampico. En tiempos
extremos como estos es nrmnal que haya una desorganización preliminar en
cuanto a los propósitos finales de la guerra. Entre los líderes militares, sin
embargo, no había ningún desacuerdo.

Villa había sido electo, por unanimidad, comandante en jefe del ejército
constitucio- nalista, gracias a una junta extraordinaria de todos los líderes
guerrilleros indepen- dientes, ante Torreón. Un evento poco conocido en la
historia mexicana.

Pero en Sonora, Maytorena y Pesquiera ya discutían sobre quién sería el


gobernador del Estado. Revoluciones amenazadoras se cernían entre ellos. El
propósito declarado de Carranza al cruzar hacia el occidente del país con su
ejército, era resolver esta dis- puta. Aunque esto no parece viable. Otras
explicaciones aclaran que deseaba asegurar un puerto para los constitucionalistas
en el occidente. Que quería resolver la disputa sobre la posesión del río Yaqui.
Todo esto ocurrió en la quietud de un Estado compa- rativamente pacífico donde
él podría organizar mejor el gobierno provisional de la nueva República.

Se quedó ahí durante seis meses, sin hacer nada en apariencia, manteniendo a
un con- tingente de más de seis mil hombres excelentes, prácticamente
inoperantes; asistiendo a banquetes y corridas de toros. Estableciendo y
celebrando innumerables días festi- vos nacionales, y emitiendo proclamaciones.
Su ejército, dos o tres veces el tamaño de las guarniciones descorazonadas de
Guaymas y Mazatlán, sostenían un flojo sitio en esas locaciones. Mazatlán
apenas había caído, creo. Lo mismo que Guaymas. Hace unas semanas, el
gobiemo provisional de Maytorena amenazaba con contrarre- voluciones para el
general Alvarado, el jefe de armas de Sonora, porque no garantiza- ba la
seguridad del gobernador. Evidentemente proponía desmembrar la Revolución
debido a que Maytorena estaba a disgusto en el palacio de Hermosillo. Durante
todo ese tiempo no se dijo ni una sola palabra sobre la cuestión de la tierra, hasta
donde mi conocimiento llega. Las tierras de los indios yaqui, cuya expropiación
es el punto más negro en toda la negra historia de Díaz, se convirtió en nada más
que una promesa. Con respecto a eso, toda la tribu se unió a la Revolución. Unos
meses después la ma- yoría regresó para comenzar de nuevo su desesperanzada
campaña contra el hombre blanco.

Carranza hibernó hasta principios de la primavera siguiente. Cuando consideró


haber alcanzado su propósito en Sonora, volvió su rostro hacia el territorio donde
se libraba la verdadera Revolución.

En esos seis meses, el aspecto de los asuntos había cambiado. Excepto la parte
norte de Nuevo León, y la mayor parte de Coahuila, el norte de México era
constituciona- lista casi de mar a mar. Villa contaba con fuerzas bien armadas y
disciplinadas, 10,000 hombres. Entró en la campaña de Torreón. Todo esto lo
alcanzó casi indivi- dualmente. Carranza pareció sólo contribuir con
felicitaciones. De hecho Villa había constituido un gobierno provisional.

Una inmensa masa de políticos oportunistas rodeaba al Primer Jefe, clamando


devo- ción a la causa. Liberales en proclamaciones, y en extremo celosos, entre
ellos, y de Villa.

Poco a poco la personalidad de Carranza se engolfó en la de su gabinete,


aunque este mismo permaneciera tan prominente como siempre.

Era una situación curiosa, los corresponsales que permanecieron a su lado


durante estos meses, me contaron el grado de exclusión al que llegó el Primer
Jefe. Casi nun- ca lo veían. En muy raras ocasiones hablaban con él. Varios
secretarios, oficiales, miembros del gabinete, se interponían entre ellos y él;
educados, corteses, diplomáti- cos, gente respetuosa, quienes transmitían sus
preguntas a Carranza por escrito, reci- biendo a su vez respuestas por escrito del
mismo, de manera que nunca pudiera suce- der un error. Pero, hiciera lo que
hiciera, Carranza dejó solo a Villa, para hacerse res- ponsable de las derrotas o
los errores. Así, Villa se vio forzado a entablar pactos con gobiernos extranjeros,
como si él mismo fuera la cabeza del gobierno. No existe duda alguna de que los
políticos de Hermosillo buscaban que Carranza sintiera envidia por el creciente
poder de Villa en el Norte. En febrero, el Primer Jefe comenzó un viaje
vacacional hacia el Norte, acompañado por sus tres mil hombres, con el objeto
osten- sible de enviar refuerzos a Villa, además de constituir su capital
provisional en Juárez cuando Villa había salido para Torreón.
Sin embargo, dos corresponsales, que habían estado en Sonora, me dijeron que
los oficiales de su inmensa guardia personal creían que los habían mandado
contra Villa mismo.

En Hermosillo, Carranza se alejó de los grandes centros mundiales. Nadie


sabía nada, excepto que podía estar preparándose para lograr grandes objetivos.
Pero cuando el Primer Jefe empezó a desplazarse hacia la frontera
norteamericana, la atención del mundo se centró en él, aunque en realidad todo
esto reveló muy poco sobre tal hecho. Se esparcieron rumores sobre la
inexistencia de Carranza. Por ejemplo, un periódico dijo que estaba loco, y otro
alegó que había desaparecido.

Yo estaba en Chihuahua en este momento, mi periódico me envió estos


rumores, or- denándome ir al encuentro de Carranza. Era un punto de gran
excitación, por el asesi- nato de Benton. Todas las protestas y amenazas medio
encubiertas de los gobiernos estadounidenses y británicos convergieron sobre
Villa. Al tiempo en que recibí la orden, Carranza y su gabinete habían llegado a
la frontera, rompiendo el silencio de seis meses de una manera sorprendente. La
declaración del Primer Jefe al Departa- mento de Estado fue más o menos la
siguiente:

Han cometido ustedes un error al dirigir representaciones en el caso de Benton


al ge- neral Villa. Deben serme dirigidas a mí como Primer Jefe de la revolución
y cabeza del gobierno provisional constitucionalista. Más aún, los Estados
Unidos no tienen derecho a dirigir, ni aun a mí, ninguna representación relativa a
Benton, que es súbdi- to inglés. No he recibido a ningún enviado del gobierno de
la Gran Bretaña. Hasta que lo reciba, no daré contestación a las representaciones
de ningún otro gobierno. Mientras tanto, se hará una minuciosa investigación de
las circunstancias en que ocu- rrió la muerte de Benton; aquellos que resulten
responsables de ella serán juzgados estrictamente de acuerdo con la ley. Villa
recibía al mismo tiempo una insinuación muy clara, según la cual debía abste-
nerse de tratar asuntos internacionales. A lo que Villa accedió, muy agradecido.
Esa era la situación cuando fui a Nogales. Nogales, Arizona (EE.UU.) y Nogales,
Sonora (México), forman en realidad una gran ciudad dispersa. La frontera
interna- cional corre a lo largo del centro de la calle; en la diminuta aduana se
desperezan unos cuantos centinelas andrajosos, fumando cigarrillos
interminables, sin molestar a nadie absolutamente, excepto cuando se trata de
aplicar los impuestos de exportación sobre todo lo que pasa aliado
norteamericano. Los habitantes de la población nortea- mericana cruzan la línea
fronteriza a fin de obtener cosas buenas para comer, para jugar, bailar y sentirse
libres; los mexicanos pasan al lado norteamericano cuando alguien los persigue.
Llegué a la medianoche y fui en seguida a un hotel en la ciudad mexicana,
donde se hospedaban el gabinete y la mayoría de los políticos de Carranza, que
dormían de a cuatro en un cuarto, sobre literas en los pasillos, en el suelo y aun
en las escaleras. Se me esperaba. Al otro lado de la línea, un cónsul ecuánime,
constitucionalista, a quien había explicado mi gestión, que él consideró
evidentemente de gran importancia, ya había telegrafiado a Nogales que todo el
futuro de la revolución mexicana dependía de que míster Reed entrevistara al
Primer Jefe de la Revolución inmediatamente, a su llegada a Nogales.

Sin embargo, todo el mundo dormía, y el propietario del hotel, a quien se había
hecho salir de su oficina privada, dijo que no tenía la menor idea de los nombres
de ninguno de los caballeros o dónde dormían. Manifestó, sí, haber oído decir
que Carranza esta- ba en la ciudad. Recorrimos el hotel, tocando a todas las
puertas y preguntando a los mexicanos, hasta que tropezamos con un caballero
sin afeitar, gentil, quien dijo ser el administrador de aduanas del nuevo gobierno
en todo México.

Despertó al ministro de Marina, que sacó a su vez al tesorero de la nación y


éste hizo poner en movimiento al secretario de Hacienda, el que por fin nos llevó
al cuarto del ministro de Relaciones Exteriores, el señor Isidro Fabela. Este señor
dijo que el Pri- mer Jefe se había acostado ya y que no podía recibirme; pero que
él mismo podría proporcionarme en seguida una declaración de lo que el señor
Carranza pensaba exac- tamente acerca del incidente Benton.

Ninguno de los periódicos había citado jamás el nombre del señor Fabela, por
lo que todos urgían a sus corresponsales para que informaran a su respecto, ya
que parecía ser un miembro importante del gobierno provisional, no obstante que
sus anteceden- tes eran completamente desconocidos. Se decía que había
ocupado en diferentes oca- siones casi todos los puestos en el gabinete del Primer
Jefe. Más bien de mediana estatura y de porte distinguido, afable, cortés,
seguramente de una educación esmera- da, su rostro era decididamente judaico.
Hablamos un largo rato, sentados a la orilla de su cama. Me dijo cuáles eran los
propósitos e ideales del Primer Jefe, pero no pude deducir de ellos nada acerca de
su personalidad.

-Oh, sí -dijo-, desde luego yo podría ver al Primer Jefe en la mañana. Claro que
me recibiría.

Pero cuando llegamos a cosas concretas, el señor Fabela me dijo que el Primer
Jefe no contestaría a ninguna cuestión al momento. Todo debía ser por escrito,
manifestó, debiendo someterse primero a Fabela. Éllo transmitiría a Carranza y
traería su res- puesta. De conformidad con lo anterior, entregué al señor Fabela, a
la mañana si- guiente, un cuestionario como de veinticinco preguntas, escritas en
un pliego. Las leyó con suma atención.

¡Ah! -exclamó-; aquí hay muchas cuestiones a las que, estoy seguro, no
contestará el Primer Jefe. Le aconsejo a usted eliminarlas.

Bueno, si no las contesta, está bien -le dije-. Pero desearía ofrecerle la
oportunidad de verlas. Él puede negarse simplemente a contestarlas.

No -dijo Fabela afablemente-. Es mejor que usted las bOrre ahora. Yo sé


exactamen- te a qué contestará y a qué no. ¿No ve usted que algunas de sus
preguntas podrían predisponerlo para dar respuesta a las otras? ¿Usted no
desearía que eso ocurriera, no es así?

Señor Fabela -le dije-. ¿Está usted seguro de saber con exactitud lo que se
negará a contestar don Venustiano?

Yo sé que rehusaría contestar a éstas -replicó, indicando cuatro o cinco que


más bien se referían especificamente al programa del gobierno constitucionalista:
la distribu- ción de la tierra, las elecciones por el voto directo y el derecho de los
peones al sufra- gio.

Le traeré sus respuestas en veinticuatro horas -me dijo-. Ahora mismo lo


llevaré a ver al jefe; pero debe usted prometerme esto: que no le hará ninguna
pregunta, que senci- llamente entrará usted en la habitación, estrechará sus manos
y le dirá: ¿Cómo está usted?, y saldrá inmediatamente.

Así se lo prometí y, junto con otro reportero, lo seguí al cruzar la plaza, hasta
el pe- queño y bello palacio amarillo municipal. Nos detuvimos en el patio. El
lugar estaba atestado de mexicanos que se daban importancia, fastidiando a otros
que hacían lo mismo, corriendo de puerta en puerta con portafolios y manojos de
papeles. De vez en cuando, al abrirse la puerta de la secretaría, hería nuestros
oídos el estrépito de las máquinas de escribir. En el pórtico se veía a oficiales
uniformados esperando órdenes.

El general Obregón, comandante del ejército de Sonora, delineaba en voz alta


los planes para su marcha al sur sobre Guadalajara. Salió de Hermosillo tres días
des- pués, conduciendo a su ejército a través de más de seiscientos kilómetros de
una re- gión amiga, en tres meses. Aunque Obregón no había demostrado una
capacidad de dirección que asustara a nadie, Carranza lo nombró general en jefe
del ejército del noroeste, en igual rango que Villa. Estaba hablando con él una
mujer mexicana, grue- sa, pelirroja, ataviada con un vestido negro de raso, estilo
princesa, bordado de azaba- che y con espada al cinto. Era la coronela Ramona
Flores, jefe de Estado Mayor del general constitucionalista Carrasco, que operaba
en Tepic. Su esposo había muerto siendo oficial en la primera revolución,
legándole una mina de oro, con cuyo produc- to había puesto en pie un
regimiento y marchado al campo de batalla. Recostados en el muro cercano,
estaban dos sacos con barras de oro, que había traído al Norte para comprar
armas y uniformes para sus tropas. Los norteamericanos en busca de contra- tos y
concesiones, muy corteses, se revolvían de un lado a otro, activamente, con el
sombrero en la mano. Los siempre alerta vendedores viajeros de armas y
municiones, hablaban al oído de quienes querían escucharlos, elogiando sus balas
y cañones. Custodiaban las puertas de Palacio cuatro centinelas armados, además
de los que haraganeaban en el patio. No se veían otros, con excepción de dos que
cuidaban una puerta pequeña a la mitad del corredor. Éstos parecían más
inteligentes que los otros.

Cualquiera que pasara era examinado ciudadosamente, y los que se detenían a


la puerta, eran sometidos a un interrogatorio de acuerdo con alguna fórmula
previamen- te preparada. Esta guardia se renovaba cada dos horas; el relevo
estaba al cuidado de un general y, antes de hacerse el cambio, tenía efecto una
larga conferencia.

- ¿Qué habitación es ésa? -pregunté al señor Fabela.

-Es el despacho del Primer Jefe de la Revolución -me contestó.

Esperé tal vez durante una hora, notando en ese lapso que nadie entraba en el
aposen- to, a no ser el señor Fabela y aquellos que lo acompañaban. Al fin, vino
hacia mí y dijo:

-Bien, el Primer Jefe lo recibirá ahora.

Lo seguimos. Los soldados de la guardia interpusieron sus rifles.

¿Quiénes son estos señores? -preguntó uno de ellos.

Está bien. Son amigos -contestó Fabela, y abrió la puerta. Adentro estaba tan
oscuro, que al principio no veíamos nada. Las persianas estaban echadas en las
dos ventanas. A un lado había una cama, todavía sin hacer; al otro, una mesa
cubierta de papeles, sobre la cual se veía también una bandeja que contenía los
restos del desayuno. En un rincón estaba una cubeta de estaño, llena de hielo, con
dos o tres botellas de vino dentro. Al acostumbrarse nuestros ojos a aquella luz,
vimos la gigantesca figura, vestida de caqui, de don Venustiano Carranza,
sentado en un gran sillón. Había algo extraño en la manera como estaba, tal como
si lo hubieran colocado allí advirtiéndole que no se moviera. Parecía no pensar,
ni haber estado trabajando; no podía imaginárselo haciéndolo en aquella mesa. Se
podía tener la impresión de un cuerpo inmenso inerte: una estatua.

Se levantó para saludamos; era de una estatura elevada, como de más de dos
metros. Noté un poco asombrado que usaba gafas ahumadas en aquella
habitación oscura; aunque colorado y con la cara llena, me pareció que no estaba
bien de salud: la sensa- ción que dan los tuberculosos. Aquel reducido aposento
oscuro, donde dormía, comía y trabajaba el Primer Jefe de la Revolución, y del
cual rara vez salía, parecía dema- siado pequeño, como una celda.

Fabela había entrado con nosotros. Nos presentó a uno después del otro a
Carranza, que hizo un visaje, una sonrisa sin expresión, vacía; se inclinó
ligeramente y nos es- trechó las manos. Nos sentamos todos. Indicando al otro
reportero, que no hablaba español, Fabela se expresó así:

- Estos caballeros han venido a saludarlo en nombre de los grandes periódicos


que representan. Este caballero dice que desea ofrecer a usted sus más
respetuosos deseos por su triunfo.

Carranza se inclinó otra vez ligeramente y se levantó al mismo tiempo que


Fabela, como si indicara que la entrevista había terminado.

- Me permito asegurar a los caballeros -dijo-, mi agradecida aceptación de sus


buenos deseos.

Nos estrechamos otra vez las manos, pero al hacerlo con la mía, le dije en
español:

- Señor don Venustiano: Mi periódico es amigo suyo y de los


constitucionalistas. Estaba allí, de pie, como antes, una gran máscara de hombre.
Pero al hablarle, dejó de sonreír. Su expresión era tan vaga como antes, y
repentinamente, comenzó a hablar:

- A los Estados Unidos les digo que el caso Benton no es de su incumbencia.


Benton era súbdito británico. Responderé a los enviados de la Gran Bretaña
cuando vengan a mí con la representación de su gobierno. ¿Por qué no vienen a
mí? ¡Inglaterra tiene un embajador en la Ciudad de México, que acepta ser
invitado a comer con Huerta, se quita el sombrero para saludarlo y estrecha su
mano! Cuando Madero fue asesinado, las potencias extranjeras fueron en
bandada, como aves de rapiña sobre los cadáveres; adularon al asesino porque
tenía unos cuantos súbditos en la República, que eran pe- queños traficantes y
realizaban negocios sucios.

El Primer Jefe terminó tan bruscamente como había empezado, con la misma
inmovi- lidad de expresión, pero abría y cerraba los puños y se mordía los
bigotes. Fabela hizo apresuradamente un ademán hacia la puerta.

- Los caballeros están muy agradecidos a usted por haberlos recibido -dijo,
nerviosa- mente.

Pero don Venustiano no le hizo caso. Repentinamente empezó a decir otra vez,
levan- tando la voz más y más alto.

- Esas naciones pensaron cobardemente que podían obtener ventajas apoyando


al go- bierno del usurpador. Pero el avance rápido de los constitucionalistas les
ha demos- trado su error, y ahora se encuentran en un predicamento.

Fabela estaba visiblemente nervioso.

- ¿Cuándo comienza la campaña de Torreón? -preguntó, tratando de cambiar


de tópi- co.

- El asesinato de Benton se debió a un ataque depravado sobre Villa por un


enemigo de los revolucionarios -rugió el Primer Jefe, hablando fuerte y más
rápido-, y la Gran Bretaña, la que intimida a todo el mundo, no se siente capaz de
tratar con nosotros, para no humillarse enviando a un representante ante los
constitucionalistas; por eso ha tratado de usar a los Estados Unidos gritó,
sacudiendo los puños-, ¡que se dejan aso- ciar con esas potencias infames!

El infeliz Fabela hizo otra intentona para contener el torrente peligroso. Pero
Carran- za dio un paso adelante, y levantando el brazo, gritó:

- ¡Yo les digo a ustedes que si los Estados Unidos intervienen en México sobre
la base de esta pequeña excusa, la intervención no logrará lo que desea, sino que
provo- cará una guerra, la cual, además de sus propias consecuencias, ahondará la
profunda odiosidad entre los Estados Unidos y toda América Latina; un
aborrecimiento que pondrá en peligro todo el futuro político de los Estados
Unidos!

Dejó de hablar cuando lo hacía en tono más elevado, como si hubiera sentido
algo en su interior que se lo impidiera. Yo pensaba en mi fuero interno: he aquí la
voz de México fulminando a sus enemigos; pero esto no parecía ser tanto así
como la reali- dad de un viejo ligeramente senil, cansado y colérico.

Ya fuera, a la luz del sol, me decía el señor Fabela, muy agitado, que no debía
publi- car lo que había oído o, por lo menos, debía permitirle ver el despacho.

Me quedé en Nogales uno o dos días más. Al día siguiente de la entrevista, me


fue devuelto el papel escrito a máquina donde estaba mi cuestionario; contenía
las res- puestas manuscritas, por cinco tipos diferentes de letras. Los periodistas
eran gente privilegiada en Nogales; siempre eran tratados con la más refinada
cortesía por los miembros del gabinete provisional; sin embargo, nunca podían
llegar hasta el Primer Jefe. Traté, frecuentemente, de obtener de los miembros del
gabinete la más mínima información sobre los planes que tuvieran para el arreglo
de los disturbios causados por la Revolución; pero no daban señales de tener
ninguno, fuera del de la formación de un gobierno constitucional. En todas las
ocasiones que hablé con ellos, nunca pude descubrir de su parte un destello de
simpatía o comprensión hacia los peones. En cambio, algunas veces sorprendí
entre ellos altercados acerca de quién iba a ocupar los puestos elevados en el
nuevo gobierno de México. El nombre de Villa era dificil- mente mencionado, y
cuando se hacía, era de esta manera:

Tenemos la mayor confianza en la lealtad y obediencia de Villa. Como hombre


de combate, Villa lo ha hecho muy bien; pero muy bien, en verdad. Pero no debe
intentar mezclarse en los asuntos del gobierno; porque, desde luego, sabe usted,
Villa es so- lamente un peón ignorante. Ha dicho muchas tonterías y cometido
muchos errores, los cuales tendremos que corregir.

No hay ningún mal entendido entre el general Villa y yo. Obedece todas mis
órdenes como cualquier soldado raso, sin hacer objeciones. Es inconcebible que
pudiera hacer cualquier otra cosa.

Y apenas había pasado un día, cuando Carranza hacía esta declaración, desde
su cuar- tel general:

Yo había pasado bastante parte de tiempo en los corrillos del Palacio


Municipal; pero no había vuelto a ver a Carranza, después de la única vez
descrita.

Era hacia la caída de la tarde; la mayoría de los generales, los vendedores de


armas y los políticos se habían ido a comer. Estaba sobre la orilla de la fuente en
medio del patio, hablando con unos soldados, cuando de pronto se abrió la puerta
de aquel pe- queño despacho, apareciendo Carranza enmarcado en ella, con los
brazos sueltos a lo largo del cuerpo, su admirable cabeza de viejo hacia atrás, la
mirada perdida en la lejanía, sobre nuestras cabezas y por arriba de las paredes en
dirección a las llamara- das de nubes en el occidente. Nos levantamos e
inclinamos, pero no nos vio. Cami- nando despacio, salió y se encaminó a lo
largo del pórtico, hasta la puerta del palacio. Los dos centinelas presentaron
armas. En cuanto pasó, se echaron sus rifles al hombro y se fueron tras él. Se
detuvo en la puerta y estuvo allí un largo rato mirando la calle. Los cuatro
centinelas adoptaron una postura de atención. Los dos que iban detrás de él
descansaron armas y se detuvieron. El Primer Jefe de la Revolución enlazó sus
manos por detrás; sus dedos se movían violentamente. Entonces se volvió, y mar-
chando entre los dos guardias, regresó al pequeño y oscuro despacho.

SEXTA PARTE
CAPÍTULO I
El Cosmopolita

El Cosmopolita es el salón de moda en Chihuahua: un infierno de casa de


juego. Fue propiedad de Jacobo La Touche, alias El Turco; un hombre gordo,
tambaleante, que llegó sin zapatos a Chihuahua con un oso bailarín hace
veinticinco años, y que se convirtió en multimillonario. Poseía una lujosa
residencia en el Paseo Bolívar, la que era mejor conocida por el mote de El
Palacio de las Lágrimas, porque fue construida con los productos de las
concesiones de juego de El Turco, que habían dejado en la miseria a muchas
familias. Pero el viejo inicuo se escabulló con el ejército federal en retirada al
mando del general Mercado, y cuando Villa entró a Chihuahua obsequió El
Palacio de las Lágrimas al general Ortega, como regalo de Navidad, y confiscó
El Cosmopolita.

Cuando tenía unos cuantos pesos sobrantes de mi lista de gastos, acostumbraba


fre- cuentar El Cosmopolita. Juanito Roberts y yo hacíamos escala en nuestro
camino del hotel, para tomar unos cuantos ponches calientes en un bar chino,
regenteado por un mongol canoso llamado Chi-Li. De allí proseguíamos a las
mesas de juego, con la despreocupada apariencia de grandes duques en
Montecarlo. Se entraba primero a una habitación larga y baja, alumbrada con tres
linternas ahu- madas; era donde se jugaba a la ruleta.

Sobre la mesa había un letrero que decía:


Sírvase no poner los pies sobre la mesa de la ruleta.

Era una rueda vertical, no horizontal, erizada de espigas que tropezaban con
una tira de acero flexible, y que detenía al fin la rueda sobre un número. La mesa
tenía poco más de tres y medio metros de largo a cada lado de la ruleta, estando
siempre atestada, cuando menos, con cinco hileras de muchachos imberbes,
peones y soldados, muy excitados y gesticu- lando al tirar un río de billetes de
poco valor sobre sus nÚmeros y colores y discu- tiendo sobre las ganancias.
Aquellos que perdían lanzaban gritos terribles de cólera; al echar el gurrupié su
dinero al cajón, la rueda estaba inmóvil a menudo durante tres cuartos de hora o
una hora, mientras que algún jugador que había perdido diez centa- vos, agotaba
su vocabulario contra el cajero, el dueño del negocio, sus antepasados y
descendientes por diez generaciones anteriores y posteriores y sobre Dios y su
familia por permitir que tamaña injusticia no fuera castigada. Al fin, salía
murmurando ame- nazador:

- ¡A ver! ¡Ya veremos!, mientras los otros le hacían lugar para que se fuera,
mascu- llando: ¡Ah! ¡Qué mala suerte!

Cerca de donde se sentaba el gurrupié había un sitio gastado en el paño, con un


bo- toncito de marfil en el centro. Cuando alguien estaba más de lo debido en la
ruleta, el gurrupié oprimía el botoncito, parando la ruleta para seguir jugando.
Esto era visto por todos como un recurso legítimo, ya que ¡caramba!, ¡no tiene
objeto tener una casa de juego para perder!

Se usaba la más sorprendente diversidad de monedas, dado que la plata y el


cobre habían desaparecido de la circulación en Chihuahua hacía mucho, con
motivo de la conturbada época revolucionaria. Pero todavía circulaban algunos
billetes de banco mexicanos, además de la moneda de curso legal, impresa en
papel de escribir ordina- rio por el ejército constitucionalista y que no valía nada;
certificados emitidos por las compañías mineras, pagarés, notas de mano,
hipotecas y un centenar de vales diver- sos de varios ferrocarriles, plantíos
agrícolas y empresas de servicios públicos.

La mesa de ruleta no nos interesaba ya. No había suficiente campo de acción


para nuestro dinero. De modo que nos abríamos paso hacia un cuartito, lleno de
humo azu- lado, donde había una jugada perpetua de póker, en torno a una mesa
en forma de abanico, cubierta con el clásico tapete verde. En una pequeña
entrada, al lado derecho de la mesa, se sentaba el tallador; las sillas para los
jugadores estaban distribuidas alrededor. Se jugaba contra la banca; el tallador
sacaba un diez por ciento para la casa en cada apuesta. Cuando alguno
comenzaba a volar mostrando una cartera bien pro- vista, el tallador lanzaba un
agudo silbido y aparecían dos caballeros afables, emplea- dos de la casa, quienes
tomaban parte en seguida en el juego. No había límite para apostar, mientras se
tuviesen fichas, o el respaldo de billetes de banco a la vista. El caballero que
hablaba primero tenía que decir si sería póker cerrado o abierto el que jugaría. El
cerrado era el más divertido, porque para un mexicano es inconcebible que la
próxima carta no sea la que necesita para tener una mano magnífica, y apuesta
au- mentando sobre cada carta con una excitación creciente, desatinada.

Aquí no regían las reglas estrictas del juego norteamericano, que restringen
toda la acción. Juanito y yo levantábamos las cartas por una punta para
mostránoslas, tan pronto como las daban. Y, cuando yo parecía en camino de
ligar una buena mano, Juanito, simplemente, empujaba todo lo que tenía delante
hacia mí; pero si la próxima carta para Juanito prometía una mejor perspectiva
que mi mano, entonces yo empuja- ba todo lo de Juanito y lo mío, hacia él. Al
tiempo de darse la última carta, todas las fichas de los dos estaban apiladas en
medio de nosotros, neutrales, y cualquiera de los dos, el que tenía la mejor mano,
apostaba todo nuestro capital conjuntamente. Por supuesto que nadie objetaba
esta manera de jugar; pero a fin de hacerle contrape- so, el tallador echaba su
silbido a los dos jugadores de la casa y les daba a cada uno disimuladamente, una
mano de abajo de la baraja.

Mientras tanto, un chino corría desaforadamente entre la mesa y el mostrador


de un fonducho situado enfrente, al cruzar la calle, trayendo emparedados, chile
con carne y tazas de café a los jugadores que comían y bebían ruidosamente
durante el juego, derramando el café y la comida entre las apuestas.

En algunas ocasiones se levantaba un jugador de aquellos que han viajado


mucho por países extranjeros y daba una vuelta en torno a su silla, para sacudirse
una racha de mala suerte; o bien, pedía una baraja nueva, adoptando un aire
derrochador, sin cere- monias ni cumplidos. El tallador se inclinaba
ceremoniosamente; arrojaba la baraja en uso al cajón y presentaba una nueva. La
casa tenía solamente dos juegos de naipes. Ambos como de un año de uso y
profusamente decorados con las comidas de todos los jugadores, pasados y
presentes.

Claro que se jugaba al juego norteamericano. Pero algunas veces entraba un


mexica- no que no estaba bien familiarizado con los artificios de la baraja
norteamericana. Por ejemplo, en la mexicana no hay ochos, nueves ni dieces.
Una de las personas, un mexicano fatuo, presuntuoso, jugaba allí una noche,
precisamente, cuando pedí que se jugara una mano de póker abierto. Antes de
qué el tallador pudiera silbar, el sujeto había sacado un gran rollo de dinero de
todas denominaciones, y comprado cien pesos de fichas. Siguió el juego. Recibí
tres corazones sucesivamente, obtuve el dinero de Roberts y empecé a jugar para
ligar color. El hombre contempló sus cartas por un buen rato, como si fueran algo
nuevo para él. En seguida se puso rojo y con una gran excitación apostó quince
dólares. Al recibir la carta subsiguiente palideció y apostó veinticinco dólares; al
ver su última carta, enrojeció intensamente otra vez y apostó cincuenta dólares.

Por algún milagro yo había ligado color. Pero la forma desorbitada de apostar
del hombre me había amedrentado. Sabía que un color era bueno para casi
cualquier cosa en póker abierto, pero no pude sostener ese ritmo de apostar, y le
pasé la mano para que lo hiciera. Se sublevó ante el hecho y protestó airado:

- ¿Qué quiere usted decir: paso? -gritó, sacudiendo ambos puños. Se le explicó
y se calmó.

- Muy bien; entonces -dijo-, ya no tengo más que estos quince dólares, y no
permite comprar más fichas, los apuesto todos -y los empujó al centro de la mesa.

- ¿Qué tiene usted? -casi gritó al inclinarse temblando sobre el tapete.

Extendí mi color. Con una risa de triunfo, dio un palmetazo sobre la mesa.

- ¡Escalera! -exclamó, extendiendo cara arriba un cuatro, un cinco, un seis, un


diez y una sota.

Los pagué.

Había extendido ya un brazo para recoger el dinero, cuando toda la mesa


prorrumpió clamorosamente:

-¡Está equivocado!

-¡Eso no es escalera!

- ¡El dinero pertenece al gringo!

Se extendió sobre la mesa, con ambos brazos alrededor del dinero.

- ¡Cómo! -gritó ásperamente, mirando para arriba-. ¿No es escalera? ¡Véanla!


¡Cua- tro, cinco, seis, diez y sota!

El tallador interrumpió:
- Pero debía ser cuatro, cinco, seis, siete y ocho -dijo-. En la baraja
norteamericana hay ocho, nueve y diez.

- ¡Qué ridiculez! -expresó con desprecio el hombre-. ¡He jugado naipes toda mi
vida y nunca he visto ocho, nueve o diez!

Pero ya entonces casi todo el gentío de la ruleta se había amontonado en la


puerta, agregando su clamor al nuestro.

- ¡Claro que no es escalera!

- ¡Sí que lo es! ¿No hay aquí un cuatro, cinco, seis, diez y sota?

- ¡Pero la baraja norteamericana es diferente!

- ¡Pero no estamos en los Estados Unidos! ¡Estamos en México!

- ¡Oye, Pancho! -grito el tallador-. ¡Ve en seguida y llama a la policía!

La situación no cambiaba. Mi opositor continuaba echado sobre la mesa con el


montón de dinero bajo sus brazos. El lugar se había convertido en un verdadero
pan- demónium lleno de voces que discutían acaloradamente, llegándose en
algunos casos a insultos personales; ya algunos buscaban algo en la cintura.
Acerqué mi silla contra la pared, prudentemente. Al fin llegó el jefe de la policía
con cuatro o cinco gendar- mes. Era un hombre alto, sin rasurar, cuyos bigotes
retorcidos le llegaban hasta los ojos, vestido con un uniforme sucio, holgado, y
con charreteras de felpa roja. Al lle- gar, todo el mundo le comenzó a explicar
inmediatamente el caso. El tallador hizo una bocina con las manos y gritó a
través del ruido ensordecedor; el hombre que esta- ba sobre la mesa se puso
lívido, insistiendo a gritos que era un ultraje el que las reglas gringas vinieran a
echar a perder un juego mexicano, perfectamente bueno, como lo era aquel juego
de póker abierto.

El jefe escuchaba retorciéndose el bigote; se le hinchaba el pecho por la


importancia que adquiría al ser factor decisivo en una averiguación que envolvía
tan grandes can- tidades de dinero. Me miró. No dijo nada, pero me incliné con
toda cortesía. Me de- volvió el saludo, inclinándose. Entonces, volviéndose a su
policía, señaló con un dedo dramáticamente al hombre de la mesa.

-¡Aprehendan a este cabrón! -dijo.


Fue un final apropiado. Chillando y protestando, el infeliz mexicano fue
llevado a un rincón, donde quedó de pie frente a la mesa.

- El dinero pertenece a este caballero -prosiguió el jefe de policía-. En cuanto a


usted, seguramente no tiene nociones de lo más elemental de este juego. Tengo
para mí que ...

- Quizá -dijo Roberts, cortésmente, dándome un codazo-, ¿el señor capitán


quisiera enseñar al caballero ...?

- Yo tendría sumo agrado en prestarle unas fichas -agregué, recogiendo el


montón de dinero.

- ¡Oiga! -me dijo el jefe-. Me gustaría mucho hacerlo. ¡Muchísimas gracias,


señor! Acercó una silla y con toda cortesía le fue entregada la mano.

- ¡Abierto! -dijo, con el aplomo de un veterano.

Nos pusimos a jugar. El jefe de la policía ganó. Recogía sus fichas igual que un
juga- dor profesional, pasando la mano a su vecino, y jugando nuevamente.

- Ve usted -dijo el jefe de la policía-, esto es fácil si se observan las reglas.

Se retorció el bigote, barajó las cartas y mandó veinticinco dólares. Ganó otra
vez. Después de un buen rato, uno de los policías se aproximó respetuosamente y
le dijo:

Perdone, mi capitán, ¿qué debemos hacer con el preso?

¡Oh! -exclamó el jefe, mirando fijamente. Agitó su mano, distraído-. Déjenlo


en li- bertad y vuelvan a sus puestos.

Mucho después que había girado la última rueda en la mesa de la ruleta, que se
hab- ían apagado las luces y echado a la calle al jugador más apasionado,
nosotros seguía- mos jugando en el departamento del póker. A Roberts y a mí
nos quedaban como tres pesos a cada uno. Bostezábamos y cabeceábamos de
sueño. Pero el jefe de la policía se había quitado la chaqueta y se agazapaba
como un tigre sobre sus cartas. Ahora perdía constantemente ...

CAPÍTULO II
Valle Alegre
Como era un día de fiesta, claro, nadie trabajaba en Valle Alegre. Habría
peleas de gallos a eso del mediodía, al aire libre, atrás de la cantina de Catarino
Cabrera, casi directamente frente a la casa de Dionisio Aguirre, donde
descansaban las grandes recuas de burros de sus viajes por las montañas,
mientras los arrieros se contaban sus chascarrillos tomando tequila. A un lado del
asoleado arroyo seco que llaman pompo- samente calle, los peones estaban
alineados en hileras dobles, acuclillados, silencio- sos, somnolientos, chupando
sus cigarrillos de hoja de maíz, mientras esperaban. Los afectos a empinar el
codo iban y venían de la casa de Catarino, de donde escapaba una nube de humo
de tabaco y un fuerte hedor de aguardiente. Unos chiquillos juga- ban a la una la
mula con una puerca grande, amarilla; en los lados opuestos cantaban,
desafiantes, los gallos que iban a pelear, amarrados de una pata. Uno de los
propieta- rios, profesional que conocía su negocio, insinuante, calzando sandalias
y con calceti- nes color cereza, se paseaba arrogantemente mostrando un fajo de
sucios billetes de banco, gritando:

-¡Diez pesos, señores! ¡Sólo diez pesos!

Era extraño; nadie parecía demasiado pobre para apostar diez pesos. Así pasó
el tiem- po hasta eso de las dos; pero nadie se movía, excepto el sol, que había
avanzado unos cuantos metros, llevando la orilla oscura de la sombra al oriente.
En la sombra hacía mucho frío, y en el sol éste abrasaba.

En la orilla sombreada estaba Ignacio, el violinista, envuelto en su raído


sarape, dur- miendo la borrachera. Cuando estaba ebrio tocaba una melodía: el
Adiós, de Tosti. Y cuando estaba muy borracho, recordaba fragmentos de la
Canción de Primavera, de Mendelssohn. En realidad, es el único músico de alta
categoría en todo el Estado de Durango y poseedor de una celebridad merecida.
Ignacio era brillante e industrioso, tenía un gran número de hijos, pero su
temperamento artístico fue demasiado para él. El color de la calle era rojo -rica,
profunda, arcilla roja- y el campo abierto, donde estaban los burros, pardo olivo;
morenas las paredes de adobe cayéndose y bajas las casas, en cuyos techos se
amontonaban las cañas de maíz o colgaban hilos cubiertos de chiles rojos. Había
un árbol gigantesco de mezquite verde, con raíces que recorda- ban las patas de
una gallina, con una capa de paja seca y maíz. Abajo caía la ciudad por la cuesta
hasta el arroyo; los tejados se juntaban como bloques, creciendo sobre ellos
hierbas y flores; salían columnillas ondulantes de humo azul de las chimeneas y,
de cuando en cuando, algunas palmeras que sobresalían entre ellas. Las casas se
ex- tendían hasta la planicie amarilla donde se hacían las carreras de caballos y,
más allá, las áridas montañas se achataban, atezadas como leones, ya ligeramente
azules, ora púrpura y rugosas, hendidas o dentadas, al través de un cielo brillante
y ardoroso. En línea recta, abajo y en la lejanía, por el arroyo, se veía un valle
inmenso, como la piel de un elefante, donde saltaban las oleadas de calor.

Flotaba en el ambiente un lánguido vaho de ruidos vivientes: gallos que


cantaban, cerdos que gruñían, rebuznos interrumpidos de burros, rumores de
cañas secas de maíz que se quiebran al quitarse de sobre los mezquites, una mujer
cantando al moler su maíz sobre el metate, el lloriquear de una gran cantidad de
niños.

El sol quemaba bastante. Mi amigo Atanasio estaba sentado en la acera sin


pensar en nada, con los pies sucios, desnudos a no ser por sus huaraches, su
enorme sombrero, de un descolorido color pálido, bordado con un galón dorado,
ya sin lustre, su sarape color azul de loza que se ve en las alfombras chinas,
adornado con soles amarillos. Se levantó cuando me vio. Nos quitamos los
sombreros y nos abrazamos al estilo mexi- cano, dándonos palmaditas en la
espalda, mutuamente con una mano, mientras nos estrechábamos con la otra.

- Buenas tardes, amigo -murmuró-. ¿Cómo te sientes?

- Muy bien; muchas gracias. ¿Y tú? ¿Cómo te han tratado?

- Deliciosamente. Muchísimas gracias. He deseado mucho volver a verte.

- ¿Y tu familia? ¿Cómo está? -Es mucho más discreto no preguntar por la


esposa en México, debido a que poca gente está casada.

- Su salud es de lo mejor. Gracias. Muchas gracias ¿Y tu familia?

- ¡Bien, bien! Vi a tu hijo con el ejército en Jiménez. Me dio muchos, muchos


recuer- dos para ti ¿Quieres un cigarrillo?

- Gracias. Permíteme el fuego. ¿Hace ya muchos días que estas en Valle


Alegre?

- Solamente para la fiesta.

- Espero que tu visita sea afortunada. Mi casa está a tus órdenes.

- Gracias. ¿Cómo es que no te vi en el baile anoche? ¡Tú, que fuiste siempre un


baila- dor tan simpático!

- Desgraciadamente Juanita fue a visitar a su madre a El Oro, y ahora, por lo


tanto, soy un platónico. Ya estoy viejo para las señoritas.
- Ah no. Un caballero de tu edad esta en la flor de la vida. Pero, dime. ¿Es
cierto lo que he sabido, que los maderistas están en Mapimí?

- Sí. Villa tomará pronto a Torreón, dicen, y entonces será únicamente cosa de
unos cuantos meses, antes de que la revolución esté consumada.

- Yo creo que sí. Pero, dime: tengo un gran respeto por tu opinión. ¿A cuál
gallo me aconsejas que le apueste?

Nos acercamos a los contrincantes y los vimos de cerca, mientras sus dueños
nos gri- taban en los oídos. Estaban sentados en la orilla de la acera
negligentemente, mante- niendo apartados a sus animales. Eran casi las tres de la
tarde.

- Pero, ¿habrá hoy pelea de gallos? -les pregunté.

- ¡Quién sabe! -dijo uno de ellos, arrastrando las palabras.

El otro apenas si balbuceó que posiblemente sería mañana. Lo que pasaba era
que habían olvidado los espolones de acero en El Oro, y que habían enviado a un
mucha- cho por ellos en un burro. El Oro se hallaba a cerca de diez kilómetros de
camino de montaña.

Sin embargo, nadie se apuraba; de modo que también nosotros nos sentamos.
Hizo su aparición entonces Caterino Cabrera, el dueño de la cantina, así como
jefe político constitucionalista de Valle Alegre, muy borracho; iba del brazo de
don Prisciliano Saucedes, el antiguo jefe bajo el gobierno de Díaz. Don
Prisciliano es un buen mozo, un viejo castellano de cabello blanco, que prestaba
dinero a los peones con el veinte por ciento de interés. Ferviente revolucionario,
don Caterino, que había sido director de escuela, presta dinero a una tasa usuraria
un poco menor a los mismos peones. Don Caterino no usa cuello, pero lleva un
revólver al cinto y dos cartucheras. Don Prisci- liano fue despojado de la mayor
parte de sus propiedades durante la primera revolu- ción por los maderistas de la
ciudad, y después, desnudo, atado sobre su caballo y azotado por la espalda con
el plano de una espada.

- ¡Ay! -dijo en respuesta a mi pregunta-. ¡La revolución! ¡Yo tengo la mayor


parte de ella sobre la espalda!

Y entraron los dos en la casa de don Prisciliano, donde Caterino cortejaba a su


bellí- sima hija.
En ese instante, con el estrépito de los cascos de un caballo, apareció como
relámpago el alegre y galanteador Jesús Triana, que fue capitán a las órdenes de
Orozco. Pero Valle Alegre está a tres días a caballo de la vía férrea y la política
no es un asunto importante allí; de tal manera que Jesús monta su caballo robado,
impunemente, por las calles. Es un joven de elevada estatura, con unos dientes
brillantes, un rifle, bandolera y pantalones de cuero, sujetos a los dos lados con
botones tan grandes como un peso y sus espuelas de doble tamaño. Dicen que sus
modales atrevidos, y el hecho de que mató a Emeterio Flores por la espalda, le
ganaron la mano de Dolores, la hija menor de Manuel Paredes, el contratista
carbo- nero. Se lanzó arroyo abajo al galope, mientras su caballo arrojaba una
espuma san- guinolenta por el despiadado freno de barbada.

El capitán Adolfo Meléndez, del ejército constitucionalista, deslucía a la vuelta


de la esquina un uniforme nuevo, flamante, de pana verde botella. Llevaba una
elegante espada dorada que perteneció alguna vez a los Caballeros de Pitias.
Adolfo vino a Valle Alegre con una licencia de dos semanas, la que ha
prolongado indefinidamente con el objeto de procurarse una mujer: la hija de
catorce años del aristócrata de un pueblo. Dicen que su casamiento fue suntuoso,
fuera de toda ponderación; que oficia- ron dos sacerdotes y que los servicios
duraron una hora más de lo acostumbrado. Pero esto puede haber constituido una
buena economía para Adolfo, que ya tiene una espo- sa en Chihuahua, otra en
Parral y una tercera en Monterrey y, desde luego, tenía que apaciguar a los padres
de la novia.

Una gritería alborozada anunció a las cuatro y media la llegada del chiquillo
que traía los espolones para los gallos. Se supone que se puso a jugar a las cartas
en El Oro, olvidando de momento el objeto de su viaje.

Pero, claro, no se le hizo ningún reproche. Lo importante era que había


llegado. Hicimos un gran círculo en el espacio abierto donde estaban los burros,
para que los dos galleros comenzaran a echar sus animales. Pero a la primera
embestida, el gallo al que todos habíamos apostado nuestro dinero extendió las
alas y, ante el asombro de los espectadores, voló hasta el árbol del mezquite y
desapareció finalmente rumbo a las montañas. Diez minutos después los dos
galleros se repartían ante nosotros, indi- ferentes, los dineros recaudados, y todos
nos fuimos a casa muy contentos.

Fidencio y yo fuimos a comer al hotel de Carlitos Chi. En todo México, en


cada pe- queña población, hay un chino que monopoliza los negocios de hoteles
y restaurantes. Carlitos y su primo Fu estaban casados con hijas de familias
respetables, de morado- res pueblerinos. A nadie le parecía aquello inusitado. Los
mexicanos parecen no tener ningún prejuicio racial. El capitán Adolfo, ataviado
con un brillante uniforme caqui amarillo y espada, se presentó con su recién
desposada novia: una muchacha lánguida muy morena; tenía el pelo cortado en
un cerquillo sobre la frente y llevaba unos are- tes relucientes, como arañas.
Carlitos plantó delante de cada uno de nosotros un cuar- to de botella de
aguardiente y, sentándose a la mesa, se dedicó a flirtear muy cortés- mente con la
señora Meléndez, mientras Fu servía la comida, animada por alegre charla social
en un lenguaje mexicano chapurreado.

Se hacían los preparativos para la celebración de un baile aquella noche en la


casa de don Prisciliano, y Carlitos, muy atentamente, ofreció enseñar a la esposa
de Adolfo un nuevo estilo de baile que había aprendido en El Paso, llamado el
trote del pavo. Así lo había venido haciendo; pero Adolfo comenzó a ponerse
hosco y anunció que no creía poder ir a la casa de don Prisciliano, ya que
consideraba indebido que las esposas jóvenes se exhibieran demasiado en lugares
públicos. Carlitos y Fu manifes- taron su pesar, tanto más que varios de sus
paisanos estarían aquella noche en el po- blado, procedentes de Parral y, dijeron
claro, querían armar juntos un pequeño holgo- rio chino.

Así que Fidencio y yo partimos, finalmente, no sin prometer solemnemente


que vol- veríamos a tiempo para las festividades chinas después del baile.

Afuera, la luz de una hermosa luna inundaba todo el poblado. Los tejados, sin
orden, semejaban aeroplanos plateados subiendo; las copas de los árboles
resplandecían. El arroyo corría a lo lejos como si fuera una catarata congelada,
mientras el valle inmen- so se hundía en una suave y densa niebla. Los
murmullos humanos se multiplicaban en la oscuridad: las risas excitadas de las
jóvenes; el alentar de una mujer en una ven- tana, ante el vertiginoso torrente de
palabras del hombre que se reclinaba en sus rejas; una docena de guitarras que se
acompañaban sin saberlo; las espuelas sonando níti- damente de un joven que se
apresuraba para ir a ver a su novia. Hacía frío. Al pasar por la puerta de la casa de
Cabrera, sentimos un vaho alcohólico, como humo calien- te. Más adelante se
cruzaba el arroyo sobre unas piedras, donde unas mujeres lavaban sus ropas.
Subiendo al margen opuesto vimos iluminadas las ventanas de la casa de don
Prisciliano, al mismo tiempo que oíamos los acordes de la orquesta de Valle Ale-
gre.

Las puertas y las ventanas abiertas estaban pletóricas de hombres, peones de


talla elevada, morenos, silenciosos, envueltos en sus cobijas hasta los ojos,
mirando el bai- le con ojos ansiosos y solemnes: era un bosque de sombreros.
Fidencio había retornado a Valle Alegre, después de una larga ausencia;
estando afue- ra, lo vio un joven alto y, haciendo a un lado su sarape, girando, tal
como si fuera un ala, abrazó a mi amigo, gritando:

- ¡Feliz regreso, Fidencio! ¡Te esperábamos ya hace muchos meses!

El grupo se arremolinó, se apretujaban como un trigal azotado por el viento; las


tra- zadas oscuras volaban contra la noche. Repetían el grito:

- ¡Fidencio! ¡Aquí está Fidencio! Tu Carmencita está adentro, Fidencio.


¡Debías haber tenido cuidado de tu novia! ¡No podías estar ausente tanto tiempo
y esperar que te siguiera fiel!

Los que estaban adentro repitieron los gritos haciéndose eco de los de afuera;
el baile, que acababa de empezar, se suspendió repentinamente. Los peones
hicieron una valla bajo la cual pasamos, dándonos palmaditas en las espaldas con
amistosas palabras de bienvenida y afecto; en la puerta se apiñaba un docena de
amigos para abrazamos, iluminados los rostros de alegría.

Carmencita era una indita regordeta, con un vestido de los que se compran
hechos, azul chillón, que no le quedaba bien; estaba de pie cerca de un rincón al
lado de un tal Pablito, su compañero, un joven mestizo como de dieciséis años,
mal encarado. Ella simulaba no prestar atención a la llegada de Fidencio; estaba
parada, muda, con la vista fija en el suelo, como corresponde a una mujer
mexicana que es soltera. Fidencio echó unas cuantas balandronadas entre sus
compadres al verdadero estilo que lo hacen los hombres, durante unos minutos,
intercalando en su conversación algunos términos viriles en voz alta. Y acto
seguido, con aire de altivez, cruzó la pie- za en línea recta adonde estaba
Carmencita y la tomó por el brazo derecho, gritando:

- ¡Bueno, ahora vamos a bailar!

Y los músicos, sonrientes, sudorosos, dándose codazos, comenzaron a tocar


una pie- za.

Los filarmónicos eran cinco: dos violines, un cornetín, una flauta y un arpa.
Ejecuta- ron Tres Piedras. Las parejas se alinearon, marchando solemnemente
por la sala. Después de dar dos vueltas, comenzaron a bailar, saltando con
dificultad sobre el áspero y duro piso de tierra, repleto de espuelas que
resonaban; cuando habían baila- do dos o tres veces, sin sentarse, paseaban otra
vez, después bailaban nuevamente, y otro paseo; así cada periodo de baile
tomaba como una hora.
Era una habitación larga, de techo bajo, con paredes blanqueadas y el cielo rosa
de vigas entrelazadas con barro arriba; en un ángulo estaba la inevitable máquina
de co- ser cerrada y convertida en una especie de altar, cubierta con una tela
diminuta bor- dada, sobre la cual ardía la llama de una vela perpetua, ante una
estampa impresa en colores, muy charra, de la Virgen, que colgaba de la pared.
Don Prisciliano y su espo- sa, que amamantaba a un niño, rebosaban de alegría
en sus sillas, al otro extremo de la pieza. Había gran cantidad de velas ardiendo a
un lado y metidas en el muro en todo el derredor, desde donde dejaban huellas de
hollín por encima de ellas en lo blanco de la pared. Los hombres producían un
prodigioso pataleo y retintín con las espuelas al bailar, vociferando ruidosamente
entre sí. Las mujeres no hablaban; tenían los ojos clavados en el suelo.

Hasta mí llegaban fragmentos de la conversación de los peones:

- Fidencio no debió haber estado ausente tanto tiempo.

- ¡Caramba! Vean de la manera que Pablito pone mal gesto allá. Creyó
seguramente que Fidencio había muerto y que Carmencita era suya.

En seguida la voz de uno que esperaba:

- ¡Tal vez habrá pelea!

El periodo de baile terminó al fin, y Fidencio llevó a su prometida


correctamente a su asiento contra la pared, al concluir de tocar la música. Los
hombres salieron apresu- radamente a la calle donde, al resplandor de una
antorcha, vendía botellas de licor fuerte el gallero perdidoso. Brindamos a
nuestra salud alborozadamente en el parque de las trampas galleras. Las
montañas alrededor resplandecían con la luna. Y así, po- co después, porque los
intervalos entre los periodos de baile eran muy cortos, oímos la música empezar
de nuevo como una erupción volcánica, exuberante, tocando un vals. Fidencio
volvió a la sala de baile, siendo el centro de atracción de veinte jóvenes curiosos
y entusiastas, porque él había viajado ... Se fue derecho a Carmencita; pero en el
momento en que la sacaba a la sala, Pablito se deslizó detrás de ellos, sacando un
enorme y anticuado pistolón. Se oyeron una docena de gritos:

- ¡Cuidado Fidencio!

Se volvió rápidamente, encontrándose el revólver apuntando a su estómago.


Durante unos segundos nadie se movió. Fidencio y su rival se miraban con ojos
iracundos. Se oyó el piñonear amortiguado de las automáticas por todas partes, al
sacar los caballe- ros sus armas y amartillarlas, porque algunos de ellos eran
amigos de Pablito. Oí al- gunos que dijeron en voz baja:

- ¡Porfirio, vete a casa y trae mi escopeta!

- ¡Victoriano! ¡Mi rifle nuevo! Está sobre la cómoda en el cuarto de mamá.

Un enjambre de chiquillos como nube de peces voladores se dispersaron a la


luz de la luna, para traer las armas de fuego. Mientras tanto, se conservó el status
quo. Los peones se habían encuclillado fuera de la zona de peligro; pero de tal
modo, que pu- dieran atisbar por arriba de los antepechos de las ventanas, por
donde vigilaban los acontecimientos con un interés regocijado. La mayor parte de
los músicos buscaban refugio, orillándose hacia la ventana más próxima. Sin
embargo, el arpista se había colocado detrás de su instrumento. Don Prisciliano y
su esposa, quien amamantaba todavía su niño, se levantaron y encaminaron
majestuosamente hacia alguna parte del interior de la casa. Esto no era asunto
suyo; además, no deseaban interponerse en los placeres de la gente joven.
Fidencio empujó con cuidado a Carmencita con un brazo, para llevársela,
mientras tenía la otra mano suspendida como una garra. Y, en medio de un
sepulcral silencio, dijo:

- ¡Tú, cabroncito! ¡No te quedes ahí apuntándome con eso, si tienes miedo de
dispa- rar! ¡Jala del disparador ahora que estoy desarmado! ¡No tengo miedo a
morir, aun si es a manos de un mentecato, enclenque, que no sabe cuándo utilizar
una pistola!

La cara del muchacho se contrajo en un gesto de rencor; creí que iba a disparar.

- ¡Ah! -murmuraron los peones-. ¡Ahora! ¡Ahora es cuándo!

Pero no lo hizo. Después de unos cuantos segundos, vaciló su mano, y


lanzando una injuria, volvió la pistola a su bolsillo. Los peones se incorporaron,
así como la multi- tud que estaba en las puertas y ventanas, todos contrariados. El
arpista se levantó y comenzó a templar su arpa. Todo era guardar revólveres y
pistolas en sus fundas; la vivacidad del charloteo social creció nuevamente.
Cuando llegaron los chicos con un arsenal completo de rifles y escopetas, ya se
había reanudado el baile. De modo que las armas fueron apiladas en un rincón.

Fidencio permaneció allí mientras Carmencita reclamaba sus atenciones


amorosas y hubo alguna posibilidad de fricción. Se contoneaba entre los hombres
y recogía la admiración de las señoras, ganando a todos a bailar en velocidad,
languidez y algaza- ra.
Pero pronto se cansó de aquello; el estímulo del encuentro con Carmencita
perdió su atractivo para él. De modo que salió del salón, a la luz de la luna,
encaminándose por el arroyo a tomar parte en la fiesta de Carlitos Chi.

Al aproximamos al hotel nos dimos cuenta de un sonido curioso, como


quejidos ape- nas perceptibles, que parecían música. La mesa había sido retirada
del comedor y llevada a la calle; en la habitación se hallaba el troteador del pavo,
Fu y otro celestial. En un rincón, sobre un bastidor, habían colocado un barril de
aguardiente, debajo del cual estaba tendido el mismo Carlitos, que tenía en la
boca un tubo de cristal, con el cual extraía -a la manera de un sifón- el licor del
barril.

Había una gran caja de cigarrillos mexicanos, abierta a golpes por un lado; los
paque- tes de cigarrillos estaban regados por el suelo. En otras partes de la pieza
estaban dos chinos más, durmiendo el profundo sueño de los extremadamente
borrachos, envuel- tos en unas cobijas. Los dos que habían bailado, cantaban,
mientras tanto, su propia versión de la que fuera popular canción y pieza de baile
en los Estados Unidos, lla- mada Ojos Soñadores. En contraste con esto, un
fonógrafo, instalado en la cocina, tocaba la espléndida marcha del Tannhauser, El
Coro de los Peregrinos. Carlitos se quitó el tubo de la boca, le puso un dedo
encima, y nos dio la bienvenida con un him- no que cantó así:

¡Tira para la playa, marinero, tira para la playa! ¡No hagas caso al humilde
lavandero, sino tira para la playa!

Nos examinó con un ojo lagañoso, y nos previno:

- ¡Cuidado ustedes, que Carlitos está aquí con nosotros esta noche!

Después de lo cual volvió el sifón a su boca.

Participamos en aquellas festividades. Fidencio ofreció la exhibición de los


pasos de un nuevo fandango español, según lo bailaban los condenados langostas
-como lla- man los mexicanos a los españoles-. Zapateó berreando por todo el
salón, chocando con los chicos y bramando La Paloma.

Finalmente, se desplomó, sin respiración, sobre una silla, y empezó a comentar


acerca de los muchos encantos de la novia de Adolfo, a quien había visto por
primera vez aquel día. Manifestó que era una vergüenza que un alma tan joven y
alegre estuviera atada a un hombre de edad madura; dijo que él representaba a la
juventud, la fuerza y la gallardía, y que él estaba mejor dotado para ser su
compañero, que Adolfo. Agre- gando que, según avanzaba la noche, sentía que la
deseaba más y más. Carlitos Chi, con su tubo de vidrio en la boca, asentía
comprensivamente a cada una de esas aseve- raciones. Tuve una idea afortunada.
¿Por qué no enviar por Adolfo y su mujer e invi- tarlos a que nos hicieran
compañía en la fiesta? Fueron levantados a puntapiés los chinos que dormían en
el suelo, a fin de pedirles su opinión. Dado que no hablaban inglés ni español,
dieron su respuesta en chino. Fidencio hizo la traducción.

- Dicen -manifestó que Carlitos debe llevar la invitación.

Estuvimos de acuerdo. Carlitos se levantó, tomando Fu su lugar con el tubo de


vidrio. Hizo la declaración de que los invitaría en los más irresistibles términos y,
fajándose su revólver, desapareció.

Diez minutos después oímos cinco disparos. Analizamos la cuestión


pormenorizada- mente, sin llegar a comprender por qué había salvas de artillería
a aquellas horas de la noche, con la posible excepción de que probablemente dos
de los asistentes, al salir del baile, se estuvieran dando de balazos antes de irse a
dormir. Carlitos tardaba; en- tretanto ya estábamos considerando la viabilidad de
enviar una expedición para bus- carlo, cuando llegó.

Bueno, ¿qué pasó, Carlitos? -le pregunté-. ¿Vendrán?

No lo creo así -contestó dudosamente, bamboleándose en el umbral de la


puerta. ¿Oíste el tiroteo? -interrogó Fidencio.

Sí, muy cerca -dijo Carlitos-. Fu, ¿si fueras tan amable de quitarte de abajo de
ese tubo ...?

¿Qué sucedió? -preguntamos.

Bueno -dijo Carlitos-, toqué a la puerta de Adolfo y le dije que teníamos aquí
una fiesta y queríamos que viniera. Me disparó tres tiros y yo le disparé dos.

Y al decir esto, Carlitos tiró de una pierna de Fu, sacándolo, y tranquilamente


se echó otra vez debajo del tubo de vidrio.

Debimos haber permanecido allí algunas horas después de eso. Recuerdo que
ya amaneciendo llegó Ignacio y nos tocó el Adiós, de Tosti, al compás del cual
bailaron todos los chinos muy seriamente.

Como a las cuatro de la mañana apareció Anastasio. Abrió la puerta, de golpe,


y se plantó allí con una pistola en la mano.
- Amigos -exclamó-, ha ocurrido algo muy desagradable. Mi esposa, Juanita,
regresó de la casa de su madre como a la medianoche, en un burro. Fue detenida
en el camino por un hombre embozado en un poncho, que le dio una carta
anónima en que se deta- llaban todas mis pequeñas diversiones cuando fui la
última vez de paseo a Juárez. He visto la carta. ¡Y es sorprendentemente exacto
lo que dice! Relata cómo fui a cenar con María y después la acompañé a su casa.
Dice cómo llevé a Ana a los toros. Des- cribe el pelo, el cutis y el carácter de
todas las otras mujeres y lo que gasté con ellas. ¡Caramba! ¡Y es rigurosamente
exacto, al centavo! Cuando llegó a casa, yo estaba tomando una copa en la
cantina de Catarino con un viejo amigo. El forastero miste- rioso se presentó en
la puerta de la cocina con otra carta en la que decía que yo tengo tres esposas más
en Chihuahua lo que, Dios lo sabe, no es cierto, ¡porque sólo tengo una! No es
que me preocupe, amigos, pero esas cosas han trastornado horriblemente a
Juanita. Claro, yo he negado esos cargos, pero ¡válgame Dios! ¡Las mujeres son
tan poco razonables! Contraté a Dionisio para vigilar mi casa, pero se fue al
baile; con tal motivo, levanté y vestí a mi pequeño, para que me avisara de
cualquier nuevo atenta- do; he venido aquí en busca de ayuda para proteger a mi
hogar de esta desgracia. Manifestamos que haríamos cuanto fuera necesario por
Atanasio -cualquier cosa- esto es, que lo ameritara. Declaramos que eso era
terrible, y que a ese forastero perverso había que exterminarlo.

-¿Quién puede ser?

Atanasio repuso que probablemente era Flores, que había tenido un niño con su
seño- ra antes de que él se casara con ella, pero que nunca había podido
conquistar sus afec- tos. Lo obligamos a tomar aguardiente y bebió muy
pensativo. Carlitos Chi se des- prendió del tubo, picado en su afán de investigar,
tomando su lugar Fu, a quien envió a buscar armas. Volvió en diez minutos con
siete revólveres cargados, de diferentes marcas.

Casi inmediatamente golpearon furiosamente la puerta, entrando como tromba


el pe- queño hijo de Atanasio.

- ¡Papá! -gritó, mostrando un papel-. ¡Aquí hay otro! El hombre tocó por la
puerta de atrás, y cuando mamá fue a ver quién era, pudo ver solamente una gran
manta roja, que lo cubría completamente, hasta el pelo. Le dio una nota y corrió,
llevándose un pan grande por la ventana.

Con manos trémulas Atanasio desdobló el papel y leyó en voz alta:

- Su esposo es el padre de cuarenta y cinco niños en el Estado de Coahuila.


(Firmado: Alguno que lo conoce).
- ¡Madre de Dios! -gritó exasperado Atanasio, poniéndose de pie, en un gesto
de pe- sar y cólera-. ¡Eso es mentira! ¡Siempre me han calumniado! ¡Adelante
amigos míos! ¡Defendamos nuestros hogares!

Cogiendo nuestras armas nos lanzamos afuera, en la oscura noche.


Tambaleando, jadeantes, por la escarpada cuesta hacia la casa de Atanasio, muy
juntos, para que así ninguno pudiera ser confundido por los otros con el forastero
misterioso. La esposa de Atanasio estaba en la cama, llorando histéricamente.
Nos dispersamos entre la ma- leza y hurgamos por los callejones alrededor de la
casa, pero no resultó nada. En un rincón del corral estaba tirado Dionisio, el
velador, profundamente dormido, con su rifle al costado. Pasamos por arriba del
cerro hasta llegar a la orilla de la ciudad. Ya despuntaba la aurora; un coro
interminable de gallos era lo único que se oía, además de la inefable música del
baile en la casa de Don Prisciliano, que probablemente se- guiría todo ese día y la
noche siguiente. A distancia, el inmenso valle era como un gran mapa, tranquilo,
claro, enorme. Todos los ángulos de las casas, las ramas de los árboles y la brizna
de hierba en los tejados, resaltaban con la maravillosa claridad de la luz al romper
el alba.

A lo lejos, sobre una ladera de la montaña rojiza, iba un hombre cubierto con
un sara- pe rojo.

- ¡Aja! -grito Atanasio-. ¡Allá va!

Y abrimos el fuego unánimemente sobre la manta roja. Éramos cinco, y


teníamos seis cartuchos cada uno, que repercutieron pavorosamente entre la casa
y retumbaron de montaña en montaña, repitiéndose cada uno centenares de veces.
De pronto, el pobla- do arrojó una multitud de hombres, mujeres y niños a medio
vestir. Seguramente pen- saron que había estallado una nueva revolución. Una
anciana arrugada, muy vieja, salió de una pequeña y oscura casa a la orilla del
pueblo, restregándose los ojos.

- ¡Oigan! -gritó-. ¿A qué le están tirando?

- ¡Tratamos de matar a ese hombre maldito de la frazada roja, que está


emponzoñan- do nuestros hogares y haciendo de Valle Alegre un lugar imposible
para que viva una mujer decente! -gritó Atanasio.

La anciana esforzó sus ojos legañosos sobre nuestro blanco.

- Pero -dijo tranquilamente-, ése no es un mal hombre. Es mi hijo que va a


cuidar las cabras.
Entretando, el sujeto de la cobija roja, sin mirar atrás siquiera, seguía su
apacible ca- mino hasta desaparecer.

CAPÍTULO III
Los pastores

El romance del oro se aferra a las montañas del norte de Durango, igual que un
per- fume perdurable.

Dicen que en aquella región estuvo aquel fabuloso Ofir, de donde habían
sacado los aztecas y sus misteriosos predecesores, el áureo metal rojo que
encontró Cortés en el tesoro de Moctezuma. Antes de alborear la historia de
México, los indios arañaban esas laderas inhóspitas de los cerros, con toscos
cuchillos de cobre. Todavía pueden verse los rastros de sus labores. Y después de
ellos, los españoles, con sus yelmos resplandecientes y brillantes armaduras de
acero, llenaron con lo extraído de esas montañas, las naves orgullosas de los
tesoros de las Indias. A más de mil seiscientos kilómetros de la capital mexicana,
sobre desiertos sin caminos y montañas terrible- mente pedregosas, se arrojó un
fragmento lleno de colorido, de la civilización más brillante de Europa, entre los
cañones y altas cimas de esta desolada tierra; y tan lejos quedaba de su base para
obtener relevos, que mucho después de haber desaparecido para siempre el
régimen colonial hispano, éste persiste aquí todavía. Los españoles esclavizaron a
los indios de la región, claro, y los estrechos valles, arrastrados por los torrentes,
están todavía plenos de siniestras leyendas. Cualquiera puede relatar histo- rias
de antaño, en torno a Santa María del Oro, y sobre la época en que flagelaban a
los hombres en las minas, mientras los sobrestantes españoles vivíancomo
príncipes. Pero era un raza fuerte: eran montañeses, siempre dispuestos a
rebelarse. Hay una leyenda sobre cómo los españoles, al descubrir que estaban
solos, aislados a doscien- tas leguas de la costa, en medio de una raza indígena,
numerosa y hostil, intentaron salir una noche de las montañas. Pero surgieron
hogueras en los picos más altos, y las poblaciones montañesas vibraron al son de
sus tambores de guerra. Los españoles desaparecieron para siempre entre los
desfiladeros inaccesibles. Y desde esa época, hasta que ciertos extranjeros
pudieron obtener concesiones mineras allí, el paraje ha tenido siempre una mala
reputación. Las autoridades del gobierno mexicano raramen- te llegan allí.

Hay dos poblados que fueron los principales de los españoles buscadores de
oro en esta región, y donde todavía es fuerte la tradición hispana: Indé y Santa
María del Oro, más conocida por El Oro. Indé fue llamada así por los españoles,
románticamen- te, por su persistente creencia de que este Nuevo Mundo era la
India; Santa María fue bautizada con ese nombre sobre idéntico principio, por el
que se canta un Tedeum en honor de una victoria sangrienta; es un
agradecimiento al cielo por el hallazgo del oro rojo, Nuestra Señora del Oro.

En El Oro pueden verse todavía las ruinas de un monasterio al que llaman


ahora, de una manera vaga, El Colegio, con sus pequeños y típicos tejados de
arco, en una hile- ra de celdas monásticas de adobe, que se pudren rápidamente
bajo soles ardientes y lluvias torrenciales. Rodea en parte lo que fue el patio del
claustro, destacándose un árbol enorme de mezquite sobre la olvidada lápida
mortuoria de una antigua tumba, que tiene la inscripción señorial de doña Isabel
Guzmán. Claro que nadie recuerda quién fue doña Isabel, o cuándo murió. Aún
existe, en la plaza pública, una antigua y bella iglesia española, con su cielo raso
de vigas. Y sobre la puerta del minúsculo palacio municipal está casi borrado el
escudo de armas, entallado, de alguna antigua casa española.

Pero he aquí el romance: Como los moradores se cuidan poco de la tradición y,


ape- nas si guardan alguna memoria de los antiguos habitantes que dejaron esos
monumen- tos, la exuberante civilización indígena ha destruido todas las huellas
de los conquis- tadores.

El Oro se distingue como la ciudad más alegre de toda la región montañosa.


Hay bai- les casi todas las noches; y es bien sabido en todas partes que El Oro es
la cuna de las muchachas más bonitas de Durango. En El Oro también se
celebran los días de fiesta con más alborozo que en otras localidades. Todos los
que hacen el carbón vegetal, los pastores de cabras, arrieros y rancheros, de
muchos kilómetros a la redonda, vienen en los días festivos; de tal modo que un
día de fiesta se convierte, generalmente, en dos o tres de asueto, porque se
necesita un día para la fiesta, otro para ir, y un tercero para el regreso al hogar.

¡Y qué Pastorelas las de El Oro! Durante las fiestas de los Santos Reyes, una
vez al año, representan Los Pastores en todos lados de esta parte del país. Es una
antigua representación autodramática, de la especie que efectuaban en toda
Europa en el Re- nacimiento, del género que originó el drama Isabelino, y que
ahora ha desaparecido completamente del mundo. Fue transmitido de la madre a
la hija, desde la más remota antigüedad. Se le llama Luzbel -Lucifer en español-,
y describe al hombre malo en medio de su pecado mortal. Lucifer, el gran
enemigo de las almas, y la eterna piedad de Dios hecho carne en el Niño Jesús.

En la mayor parte de los poblados hay solamente una representación de Los


Pastores. Pero en El Oro hay tres o cuatro en la noche de los Santos Reyes, y otra
en diferentes épocas del año, según el impulso del espíritu festivo. El cura, o sea
el sacerdote del poblado, es todavía el que entrena a los actores. La
representación, sin embargo, ya no se lleva a cabo en la iglesia. De generación en
generación, se le han venido aña- diendo cosas, algunas deformándola en
demasiado profana, demasiado realista para la iglesia; pero aún indica la gran
moral religiosa medieval.

Fidencio y yo cenamos temprano la noche de los Santos Reyes. Después me


llevó a un pasadizo estrecho, como callejón entre paredes de adobe, que conducía
por un lugar baldío a un corralito, detrás de una casa de donde colgaban chiles
rojos. Por debajo de las piernas de dos burros contemplativos se escurrían perros
y gallinas, uno o más cerdos, y un enjambre de niños morenos desnudos. Sobre
una caja de madera estaba sentada una vieja bruja, arrugada, fumando un
cigarrillo de hoja de maíz. Al llegar nosotros se levantó, murmurando algunas
palabras de saludo ininteligibles. No tenía dientes; se levantó la tapa de la caja y
sacó una olla colmada de aguardiente acabado de hacer. El alambique estaba en
la cocina. Le pagamos un peso de plata, y la bebida circuló entre los tres, con
muchos cumplidos y deseos por nuestra salud y prosperidad. El cielo crepuscular
sobre nuestras cabezas se puso amarillo y después verdoso, en tanto que brillaban
unas cuantas estrellas sobre las montañas. Oíamos risas y guitarras de la parte
baja del poblado, así como los ruidosos gritos de los car- boneros que remataban
su día de fiesta muy animados. La vieja señora bebió más de lo que le
correspondía ...

¡Oiga, madre! -preguntó Fidencio-. ¿Dónde van a dar Los Pastores esta noche?
Hay muchos Pastores -le contestó mirándolo de reojo-. ¡Caramba! ¡Qué año éste
para Pastores! Hay unos en la escuela, otros detrás de la casa de Don Pedro, otros
en la casa de Don Mario, y unos más en la casa de Petrita, la que se casó con
Tomás Re- dondo, que murió el año pasado en las minas. ¡Que Dios lo haya
perdonado! ¿Cuáles son los mejores? -interrogó Fidencio, dando con el pie a una
cabra que pre- tendía entrar en la cocina.

¡Quién sabe! -y se encogió de hombros dudosamente-. Si no tuviera tan duros


los huesos, iría a la de don Pedro. Pero saldría descontenta porque ya no hay, en
estos días, Pastorelas como las que hacíamos cuando yo era muchacha.

Fuimos, por lo tanto, a la de don Pedro, bajando por una calle accidentada,
dispareja, donde se detenían a cada paso los juerguistas escandalosos que se
habían quedado sin blanca, y que deseaban encontrar algún sitio donde beber a
crédito. La casa de don Pedro era grande, como correspondía al hombre más rico
del pueblo. La plaza abierta, rodeada por sus construcciones que, de otro modo,
hubiera sido un corral ordinario; pero don Pedro podía disponer hasta de un patio,
en el que abundaban los arbustos fragantes y nopales, con una fuente rústica de
cuyo centro salía el agua por un tubo de hierro viejo. Se entraba al patio por un
pasaje negro y estrecho, abovedado, en el que estaban sentados los músicos que
tocaban. Por el lado de afuera, en la pared, estaba encajada una antorcha de pino
por uno de sus extremos; debajo de ella, un hombre que cobraba cincuenta
centavos por la entrada. Observamos durante un rato, pero parecía que nadie
pagaba por entrar. Lo rodeaba una multitud de escandalosos, ale- gando que ellos
tenían prerrogativas especiales para poder pasar gratuitamente. Uno, porque era
primo de Don Pedro; otro porque era su jardinero; un tercero porque esta- ba
casado con la hija de su suegra en su primer matrimonio; una mujer insistía en
que era la madre de uno de los actores. Pero había otras entradas, en las que no
estaba ningún guardián; y al través de ellas -cuando no podía engatusar al que
estaba en la puerta principal- se colaba rápidamente la muchedumbre. Pagamos
nuestra entrada en medio de un asombrado silencio, y pasamos.

Una espléndida luna blanca inundaba con su luz el lugar. El patio se inclinaba
hacia arriba, a la montaña, por donde no había pared que impidiera ver las
grandes planicies relucientes de tierra adentro, que se volcaban para confundirse
con el cielo bajo, color jade. Del tejado poco elevado de la casa colgaba un dosel
de lona sobre un sitio plano, apoyado en postes torcidos, como si fuera la tienda
de campaña de un rey beduino. Su sombra tomaba la claridad de la luna en una
sombra más negra que la noche. Afuera del lugar, en su derredor, alumbraban
seis antorchas clavadas en el suelo, despidiendo nubes delgadas de humo negro.
No había ninguna luz bajo el dosel, a no ser los fuga- ces destellos de incontables
cigarrillos. A lo largo de la pared de la casa estaban de pie las mujeres, vestidas
de negro, con mantillas del mismo color en la cabeza, mien- tras los hombres de
la familia se acuclillaban sobre sus pies. Todos los espacios, entre sus rodillas,
estaban ocupados por los niños. Hombres y mujeres por igual fumaban
cigarrillos, que bajaban tranquilamente, de manera que los chicos pudieran dar
una fumada. Era un auditorio tranquilo: hablaba poco y con suavidad, esperando
contento, miraba la luz lunar en el patio y escuchaba la música, cuyo sonido
venía, lejano, des- de el pasaje de entrada. De improviso rompió a cantar un
ruiseñor en alguna parte entre los arbustos, y todos quedamos estáticos,
silenciosos, escuchándolo. Fueron despachados algunos chiquillos a decir a los
músicos que se callaran mientras el pája- ro cantaba. Aquello era conmovedor.

Durante todo este tiempo no había ninguna señal de los actores. No sé cuánto
tiempo estuvimos sentados allí, pero nadie hacía comentario alguno sobre el
particular. El auditorio no estaba allí precisamente para ver a Los Pastores; estaba
para ver y oír lo que pasara e interesarlo en ello. Pero siendo un hombre del oeste
norteamericano, inquieto y práctico, ¡ay de mí!, rompí el encanto del silencio
para preguntar a una mujer que estaba junto a mí, cuándo empezaría la función.
- ¡Quién sabe! -me contestó tranquilamente. Un hombre que acababa de llegar,
después de darle vueltas a mi pregunta en su men- te, se inclinó de través.

- Tal vez mañana -dijo. Noté que la música ya no tocaba-. Parece -prosiguió-,
que hay otra Pastorela en la casa de doña Petrita. Me dicen que los actores que
iban a trabajar aquí, se han marchado allá para verla. Y los músicos también se
han ido para allá. He estado considerando seriamente el irme yo también.

Lo dejamos, pensando todavía seriamente; el resto del auditorio se había


acomodado para pasar una velada de charla placentera, olvidando por completo,
aparentemente, la Pastorela. Afuera, el recogedor de boletos, con nuestro peso,
había reunido desde hac- ía largo rato a los que lo rodeaban para buscar la
agradable alegría de una cantina.

En esas circunstancias, nos encaminamos lentamente por la calle hacia la orilla


del poblado, donde las enyesadas paredes de las casas de los ricos contrastaban
con los simples adobes de las de los pobres. Allí terminaban todas las pretendidas
calles; íbamos por las veredas de los burros, entre chozas desparramadas de
acuerdo con el antojo de sus dueños, atravesando corrales en ruinas hasta la casa
de la viuda de don Tomás. La construcción de ésta era de ladrillos de lodo,
secados al sol, parte de ellos encajados en la misma montaña, y que semejaban a
lo que debe haber sido el establo de Belén. Y como si deseara completar la
analogía, estaba echada una hermosa vaca a la luz de la luna, debajo de la
ventana, resoplando y rumiando su paja. Veíamos, al través de la ventana, y la
puerta, sobre un mar de cabezas, el reflejo de la luz de las velas en las vigas y
oíamos un canto plañidero, de voces infantiles, al mismo tiempo que golpear
cayados en el suelo al compás del sonido de cencerros.

Era un cuarto blanqueado, bajo de techo, con piso de tierra y, arriba, traviesas
entrela- zadas con lodo, igual que cualquier habitación campesina de Italia o
Palestina. En el extremo más distante de la puerta estaba una mesita en la que
había montones de flo- res de papel, donde ardían dos grandes cirios de iglesia.
Arriba, en la pared, colgaba un cromo de la Virgen y el Niño. En medio de las
flores se asentaba un modelo de madera, minúsculo -una cuna- en la que se veía
un muñeco plomizo que representaba al Niño Jesús. Todo el resto del cuarto,
menos un reducido espacio en el centro, esta- ba repleto de gente: una valla de
niños sentados con las piernas cruzadas alrededor del escenario, muchachos y
muchachas de mediana edad, arrodillados, y detrás de ellos, hasta obstruir la
puerta, peones encobijados, sin sombrero, anhelantes y curiosos. Por alguna
preciosa casualidad, una mujer, sentada junto al altar, amamantaba a un niño con
el pecho descubierto. Estaba otra mujer con sus niños apoyada en la pared y junto
a ellos una entrada angosta, con una cortina, que daba a otro cuarto desde donde
pod- íamos oír las risas ahogadas de los actores.

- ¿Ya comenzó? -pregunté a un muchacho que se hallaba junto a mí.

- No -contestó-; salieron a cantar una canción únicamente para ver si el


escenario es lo bastante grande.

Era un grupo divertido, bullicioso, cambiando chistes y charlando por arriba de


sus cabezas. Muchos de los hombres estaban animados por el aguardiente,
cantando pe- dacitos de canciones obcenas, con los brazos echados por arriba del
hombro entre sí, y surgiendo a cada rato pequeños pero violentos incidentes, que
podían conducir a cosas mayores, ya que todos iban anrmados. Y, en aquel
momento precisamente, se oyó una voz que decía:

- ¡Chist! ¡Van a empezar!

Se levantó el telón y Lucifer, arrojado de la gloria debido a su indomable


orgullo, estaba delante de nosotros. Era una muchacha joven; todos los actores
eran mucha- chas, diferenciándose de las representaciones autodramáticas
preisabelinas, en que los actores eran muchachos. Llevaba una indumentaria en la
que cada pieza había sido transmitida desde una remota antigüedad. Era roja,
desde luego, de cuero rojo; el co- lor medieval asignado a los diablos. Pero la
parte excitante de esto era precisamente que el uso del uniforme de un legionario
romano fue tradicional -porque los soldados romanos que crucificaron a Cristo
eran considerados un poco menos que diablos en la Edad Media-. Estaba vestida
con un amplio jubón saya de cuero rojo, bajo el cual tenía unos calzones
festonados, que le llegaban casi arriba de los zapatos. Parecía no haber mucha
coherencia en ello, a menos que recordemos que los legionarios roma- nos
usaban pantalones de cuero en Bretaña y España. Su casco estaba muy deforma-
do, por las plumas y flores que le habían agregado; pero debajo de éstas se podía
en- contrar la semejanza con el caso romano. Su pecho y espalda estaban
cubiertos por una coraza, la que en lugar de acero estaba hecha de espejos
pequeños. Tenía una espada colgada a un costado. Sacándola, se pavoneó en
torno del escenario e imitando la voz de un hombre, dijo:

¡Yo soy luz; en mi nombre se ve! Pues con la luz que bajé todo el abismo
encendí ...

Un monólogo espléndido de Lucifer, arrojado de la gloria:


Yo soy luz, como lo proclama mi nombre, y la luz de mi caída ha iluminado a
todo el gran averno. Porque no quise humillarme, yo, que fui el capitán general,
que lo sepan todos los hombres, yo soy ahora el maldito de Dios ... A vosotras,
oh montañas, y a vos, oh mar, me quejaré, y así, ¡ay de mí!, descansará mi pecho
oprimido ... Fortuna despiadada, ¿por qué eres tan severamente inflexible? ... Yo,
que ayer moraba tran- quilo allá en el firmamento rutilante, soy ahora el
desheredado, el desamparado. A causa de mi loca envidia y ambición, por mi
arrebatada soberbia, mi palacio de ayer ya no existe, y hoy estoy triste entre estas
montañas, mudos testigos de mi aflictiva y lastimosa condición ... ¡Oh,
montañas! ¡Felices vosotras! ¡Felices con todo, ya seáis desnudas y desiertas, o
alegres y frondosas de verdor! ¡ Oh, vosotros, veloces arroyos que corréis libres,
miradme! ...

¡Bueno, bueno! -prorrumpió el público.

¡Así se va a sentir Huerta cuando entren los maderistas a la Ciudad de México!


-gritó un revolucionario incorregible, entre las risas de todos.

Miradme en mi tribulación y pecado ... -prosiguió Luzbel.

Pero entonces salió un gran perro de atrás del telón, meneando alegremente su
cola. Intensamente satisfecho de sí mismo, se dio a oler a los niños, lamiendo una
cara aquí y allá. Un chiquitín le pegó fuertemente y, el perro asustado y atónito,
salió precipita- damente por entre las piernas de Lucifer, en medio de aquella
sublime peroración. Lucifer cayó por segunda vez y, levantándose entre la
desatada hilaridad del audito- rio, lo amenazó con su espada. Entonces se echaron
encima del perro cuando menos cincuenta espectadores y lo arrojaron aullando,
con lo que siguió la representación. Laura, casada con Arcadio, un pastor, entró
cantando a la puerta de su casucha, es decir, salió de entre el telón ...

- ¡Qué apaciblemente cae la luz de la luna y las estrellas en esta noche


soberanamente hermosa! La naturaleza parece estar a punto de revelar algún
maravilloso secreto. Todo el mundo está en paz, y todos los corazones, imagino,
están rebosando de alegr- ía y contento ... Pero, ¿qué es esto de tan agradable
presencia y fascinante figura? Lucifer, pavoneándose ensoberbecido, le declaró
su amor, con una audacia latina. Le respondió que su corazón pertenecía a
Arcadio; pero el superdiablo puso de manifies- to la pobreza de su esposo,
prometiéndole riquezas, palacios deslumbrantes, joyas y esclavos.

- Siento que estoy comenzando a amarte -dijo Laura-. No puedo engañarme a


mí misma, no puedo luchar contra mi voluntad.
En esta parte hubo risas sofocadas entre el público:

- ¡Antonia! ¡Antonia! -dijeron todos riéndose y dándose codazos-. ¡Ésa es


precisa- mente la forma en que Antonia abandonó a Enrique! ¡Siempre tuve la
creencia de que el diablo andaba en ello! hizo notar una de las mujeres.

- Si es así no tendrás dificultades -dijo Laura con calma-, así quedaré libre, y
aun bus- caré la oportunidad para matarlo.

Esto fue terrible, aun para Lucifer, quien sugirió que sería mejor hacer sentir a
Arca- dio el tormento de los celos, y en un regocijado aparte, dijo satisfecho
refiriéndose a ella:

- Ya sus pies van directamente camino del infierno.

Las mujeres, aparentemente, sintieron una gran satisfacción por esto. Se


codeaban, sintiéndose virtuosas, unas a otras. Pero una muchacha dijo al oído de
la otra, suspi- rando:

- ¡Ah! ¡Pero debe ser maravilloso amar de ese modo!

Arcadio volvió, para que Laura le echase en cara su pobreza. Venía


acompañado de Bato, una mezcla de Yago y Autólico, que oyó el diálogo entre el
pastor y su mujer haciendo irónicos apartes. Se despertaron las sospechas de
Arcadio, al observar el anillo con una piedra preciosa, que Lucifer había dado a
Laura; y cuando ésta lo dejó, arrogante y procaz, desahogó sus sentimientos
ofendidos.

- Precisamente cuando era más feliz creyendo en su fidelidad, me amarga el


corazón con su crueldad inhumana. ¡Qué haré conmigo mismo!

Pero Laura tenía escrúpulos de conciencia por el pobre Arcadio. Lucifer


insinuó que Arcadio estaba enamorado de otra en secreto; aquello determinó la
cuestión.

-Buscar una nueva consorte -contestó Bato.

Pero al ser rechazado lo propuesto, Bato dio la siguiente humilde receta para
zanjar la dificultad:

- Mátala sin dilación. Hecho esto, quítale la piel y guárdala ciudadosamente.


En caso de que contraigas nuevas nupcias, que sea esa piel la sábana de tu
desposada; así te evitarás otras calabazas. Y para fortalecer más su virtud, dile
tranquila pero enérgi- camente: Queridita, esta tu sábana fue la piel de mi primera
esposa; cuida de manejar- te con cautela, a menos que quieras, tú también, correr
la misma suerte. Recuerda que soy hombre duro y quisquilloso y que no reparo
en bagatelas. Al comenzar esta perorata los hombres comenzaron a sonreír, pero
cuando terminó, reían a carcajadas.

Un peón viejo, sin embargo, se volvió furiosamente hacia ellos:

- ¡Ése es un remedio infalible! -dijo-. Si así se hiciera más a menudo, no habría


tantas dificultades conyugales.

Pero Arcadio pareció no verlo así, y Bato recomendó entonces una actitud
filosófica:

- Reprime tus querellas y abandona Laura a su amante. Libertado así de


obligaciones, te harás rico, podrás comer y vestir bien y disfrutar verdaderamente
de la vida. El resto importa muy poco ... Por lo tanto, aprovecha esta oportunidad
y toma el camino para hacer tu propia fortuna. Pero no olvides, te lo ruego, una
vez que te hayas hecho rico, regalar a esta pobre panza mía con buenos festines.

- ¡Qué vergüenza! -gritaron las mujeres, animándose-. ¡Qué falsedad! ¡El


desgracia- do!

Una voz aguda, de hombre, gritó:

- ¡Hay en eso algo de verdad, señoras! Si no fuera por las mujeres y los chicos,
todos podríamos ir vestidos con ricos trajes y montar a caballo. Se desató una
acalorada discusión en tomo a este punto. Arcadio perdió la paciencia con Bato,
y este último exclamó quejumbrosamente:

- Si tienes alguna estimación por el pobre Bato, vamos a cenar. Arcadio le


contestó con firmeza que no, hasta que hubiera desahogado su corazón.

- Desahoga, y mi enhorabuena -dijo Bato-, hasta que te canses. En cuanto a mí,


le pondré un nudo a mi lengua, de tal manera que aunque hables como una
cotorra, permaneceré mudo.

Se sentó sobre una gran piedra y fingió dormir; mientras tanto, durante quince
minu- tos, Arcadio se descargaba dirigiéndose a las montañas y a las estrellas:

- ¡ Oh, Laura, inconstante, ingrata e inhumana! ¿Por qué me has causado tal
dolor?
Has herido mi honor y mi fe y atormentado mi alma. ¿Por qué has escarnecido
mi ferviente amor? ¡Oh, vosotras, escarpadas, quietas y majestuosas montañas,
ayudad- me a expresar mi infortunio! Y vosotros, rígidos, inconmovibles riscos;
y vosotros, bosques silenciosos, ayudadme a sosegar mi corazón en su dolor ... El
auditorio compartió con Arcadio su duelo, dentro de una sentida y silenciosa
com- pasión. Unas cuantas mujeres sollozaban abiertamente.

Al fin, Bato no pudo contenerse.

- ¡Vamos a cenar! -exclamó-. ¡Los duelos con pan son menos ...!

Una algazara de risas cortó el final de la frase.

Arcadio: - A ti solamente, Bato, he confiado mi secreto. Bato (aparte): - ¡No


creo que pueda guardarlo! Ya me hormiguea la boca por decirlo.

Este imbécil aprenderá que un secreto y una promesa no deben confiarse a


nadie. Entró cantando un grupo de pastores y pastoras de ovejas. Iban ataviados
con sus tra- jes domingueros; ellas con sus mejores galas, sombreros de verano
con flores; lleva- ban enormes cayados apostólicos de madera, de los que
colgaban flores de papel y cordones de cencerros.

Hermosa es esta noche sin comparación, bella y apacible como nunca, y feliz
el mor- tal que la contempla. Todo proclama que el Hijo de Dios, el Divino
Verbo hecho car- ne humana, pronto verá la luz de Belén y se consumará la
redención de los hombres. Después siguió un diálogo entre Fabio el avariento, de
noventa años de edad, y su vivaracha y joven esposa, al cual contribuyeron todos
los presentes, sobre el tema de las grandes virtudes de las mujeres y las grandes
flaquezas de los hombres.

El auditorio participó violentamente en el debate, esgrimiendo lo dicho en la


repre- sentación, en un ir y venir verbal; los hombres y las mujeres, alineados
sólidamente por sexos, en dos grupos hostiles. Las mujeres se apoyaban en las
palabras del drama, pero los hombres tenían el poderoso ejemplo de Laura, de
qué echar mano. Pronto se pasó a un terreno en el que salieron a relucir las
virtudes y los defectos de ciertas pa- rejas matrimoniales en El Oro. La
representación se suspendió por unos momentos. Uno de los pastores de ovejas,
Bras, robó a Fabio su mochila de entre las piernas al quedarse dormido. Entonces
se generalizó la chismografia y la murmuración. Bato obligó a Bras a dividir con
él lo que contenía la alforja robada, la cual abrieron, sin encontrar algo para
comer, que era lo que buscaban. En su desencanto, ambos mani- festaron su
anuencia para vender sus almas al diablo por una buena comida. Lucifer se
percató de la declaración e intentó obligarlos a sostenerla. Pero después de una
batalla de ingenio entre los rústicos y el diablo -en la que la audiencia se puso
como un solo hombre contra los ardides y malas artes de Lucifer- decidiéronse
por jugar a los dados la resolución, en que perdió el diablo. Pero éste ya les había
dicho dónde había que comer, y se marcharon en pos de comida. Lucifer
blasfemó contra Dios por intervenir en favor de los dos despreciables pastores,
admirándose de que se hubiera extendido una mano más poderosa que la suya
para salvarlos. Se maravilló ante la piedad eterna por el hombre indigno, que
siempre había sido pecador invariable en todos los tiempos, mientras que él,
Lucifer, había sentido sobre sí la ira de Dios tan pesadamente. De pronto se
escuchó una música muy melodiosa -eran los pastores de ovejas cantando detrás
del telón- y Lucifer meditaba sobre las profecías de Daniel, indicando que el
Divino Verbo debía estar hecho de carne. Seguía anunciando la música entre los
pastores de ovejas el nacimiento de Cristo. Lucifer, encolerizado, juró que usaría
todo su poder con el fin de que todos los mortales saborearan el in- fierno alguna
vez, ordenando a éste que se abriera para recibirlo en su centro. Al nacer Cristo,
todos los espectadores se persignaron, y las mujeres rezaban entre dientes. La
cólera impotente de Lucifer contra Dios fue recibida con gritos de: ¡Blas- femia!
¡Sacrilegio! ¡Que muera el diablo por insultar a Dios!

Bato y Bras volvieron enfermos, por glotones, y creyendo que estaban a punto
de morir, pidieron auxilio desesperados. Entonces entraron los pastores y las
pastoras de ovejas, cantando y golpeando el suelo con sus cayados, al mismo
tiempo que promet- ían curarlos.

Al comenzar el acto segundo, Bato y Bras, ya completamente sanos, fueron


descu- biertos cuando tramaban un nuevo complot para robar y comerse los
alimentos que estaban reservados para un festival del poblado, y al irse por tal
motivo, reapareció Laura, cantando sobre su amor hacia Lucifer. Se oyó música
celestial, increpándola por sus pensamientos adúlteros, por lo que renunció al
amor culpable y declaró que se contentaría con Arcadio.

Las mujeres del auditorio susurraban y se hacían señales con la cabeza, riendo
satis- fechas ante tan ejemplares sentimientos. Se escucharon suspiros de alivio
por todo el recinto, en vista del cariz que tomaba el desenlace del drama.

Pero poco después se oyó el ruido de un techo que se caía, entrando el auxilio
cómi- co, en las personas de Bato y Bras, llevando un canasto de comida y una
botella de vino. Todo el mundo se animó con la presencia de estos amados
pícaros; una alegría anticipada se extendió en todo el local. Bato propuso que se
comería la mitad, su par- te, mientras que Bras haría guardia, con lo que Bato se
comió también la parte de Bras. En medio de la reyerta que siguió antes de que
pudieran ocultar las huellas del delito, volvieron los pastores y las pastoras en
busca de los ladrones. Bato y Bras inventaron muchas y absurdas razones para
expli- car la procedencia de la comida y la bebida, hasta que finalmente lograron
convencer a sus acusadores que eran de origen diabólico. Con el objeto de cubrir
mejor los ves- tigios del hurto, invitaron a los otros a que se comieran el resto.

Esta escena, la más divertida de toda la representación, apenas podía oírse por
el es- truendo de las risotadas que interrumpían cada frase. Un jovenzuelo se
estiró y dio un puñetazo, en broma, a un compadre.

- ¿Te acuerdas cómo salimos del paso cuando nos atraparon ordeñando las
vacas de don Pedro?

Lucifer retornó, siendo invitado a participar en la fiesta. Los incitó


maliciosamente a continuar discutiendo sobre el robo, situando poco a poco la
culpa sobre el extraño, a quien todos coincidían en haber visto. Desde luego,
ellos se referían a Lucifer; pero, invitados a descubrirlo, pintaron a un monstruo
mil veces más repulsivo que en la realidad. Nadie sospechaba que el forastero
amable que estaba sentado entre ellos era Lucifer.

No tengo, espacio para describir aquí, cómo, al fin fueron descubiertos y


castigados Bato y Bras; cómo se reconciliaron Laura y Arcadio; cómo le fue
reprochada su ava- ricia a Fabio y éste reconoció el error de sus procedimientos;
cómo fue mostrado el Niño Jesús tendido en el pesebre, con los tres Reyes del
Oriente, fuertemente indivi- dualizados, y cómo, por último, fue descubierto
Lucifer y arrojado nuevamente al infierno.

El drama duró tres horas, absorbiendo toda la atención del auditorio. Bato y
Bras - particularmente Bato- obtuvieron su más entusiasta aprobación.
Simpatizaron con Laura, sufrieron con Arcadio odiando a Lucifer, con el odio de
las galerías contra el villano del melodrama.

Una sola vez se interrumpió la representación: cuándo entró repentinamente un


joven sin sombrero y gritó:

- ¡Ha llegado un hombre del ejército; dice que Urbina ha tomado a Mapimí!
Aun los actores que cantaban en ese momento, se callaron. En aquel instante
golpea- ban en el suelo con los cayados y los cencerros. Inmediatamente un
torbellino de pre- guntas cayó sobre el recién llegado. Pero enseguida se disipó el
interés, y los pastores de ovejas reanudaron su canción donde la habían
suspendido.
Cuando salimos de casa de doña Petrita, cerca de la medianoche, la luna se
había ocultado detrás de las montañas del occidente; un perro que ladraba era
todo el ruido que se oía en la noche callada y oscura. Caminando Fidencio y yo
para casa, con nuestras armas al hombro, cruzó por mi mente, como un
relámpago, la idea de que ésta era la clase de arte que precedió a la edad de oro
del teatro en Europa, la flora- ción del Renacimiento. Resultaba divertido meditar
lo que hubiera sido el Renaci- miento mexicano, si éste no hubiese llegado tan
atrasado.

Pero ya se acercan los grandes mares de la vida moderna a las estrechas casas
de la Edad Media mexicana: la maquinaria, el pensamiento científico y la teoría
política.

México tendrá que seguir durante algún tiempo en su Edad de Oro del Teatro.

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