John Reed
John Reed
John Reed
El Mexico Insurgente.
Escrito: 1915.
Fuente digital de la version al español: Omegalfa.es
Html: Rodrigo Cisterna, 2014
INTRODUCCIÓN
EN LA FRONTERA
Después de dejar Chihuahua, el ejército federal de Mercado permaneció tres
meses en Ojinaga, a orillas del Río Grande, luego de su dramática y terrible
retirada a través de seiscientos cuarenta kilómetros de desierto.
Sin embargo, un día pude vadear el río y me dirigí al pueblo. Por suerte no me
descubrió el general Orozco. Nadie pareció querer detenerme. Todos los
centinelas que encontré, dormían la siesta bajo la sombra de los muros de adobe.
Muy pronto en contré a un amable oficial apellidado Hernández, a quien le
expliqué que buscaba al general Mercado. Sin preguntarme quién era yo, frunció
el ceño y cruzando los brazos espetó:
- ¡Yo soy el jefe del Estado Mayor del general Orozco, y no lo llevaré con el
general Mercado!
Se aguantó un poco, me miró con enojo, y haciendo una mueca de burla dijo:
-¿Quién sabe?
Finalmente pude ver al general Mercado. Era un hombre bajo, gordo, patético,
pre- ocupado e indeciso quien, lloriqueando y alardeando, me contó una extensa
anécdota acerca de la forma en que el ejército estadounidense había cruzado el
río para ayudar a Villa a ganar la batalla de Tierra Blanca.
¡Bájate del vagón! -le gritaba uno a una mujer mexicana con un bulto en los
brazos.
Estuve presente cuando una mujer vadeó el río con las faldas levantadas, sin
timidez, hasta los muslos. Llevaba un rebozo grande, abultado al frente como si
llevara algo.
El tendero alemán, que era un viejo llamado Kleinman, hacía diario una
fortuna apro- vechándose de los refugiados y abasteciendo al ejército federal al
otro lado del río.
Tenía tres hijas adolescentes muy hermosas que permanecían bajo llave en el
ático de la tienda porque una parvada de amorosos mexicanos y ardientes
vaqueros las ronda- ba como perros, atraídos desde muy lejos por la fama de
estas damitas. La mitad del tiempo el alemán se la pasaba trabajando como un
animal en la tienda, desnudo hasta la cintura, y el resto lo pasaba corriendo de un
lado para otro con un largo rifle ama- rrado a su cintura, espantando a los
pretendientes.
El viejo Mercado insiste en abrir y leer todas las cartas que pasan por sus líneas
- gritó con indignación.
En ocasiones, un refugiado rico, con una buena cantidad de oro cosido a las
mantas de su silla de montar, atravesaba el río sin que los federales lo
descubrieran. Había seis grandes y poderosos automóviles en Presidio esperando
a estas víctimas. Les cobraban cien dólares en oro para llevarlos hasta el
ferrocarril; y en el camino, en algún lugar desolado al sur de Marfa, era seguro
que hombres enmascarados los asal- taran y les quitaran todo lo que llevaban
encima. En dichas ocasiones el sheriff del condado de Presidio irrumpía en el
pueblo montado sobre un pequeño caballo pinto - una figura fiel a la mejor
tradición de la muchacha del dorado oeste-. Había leído to- das las novelas de
Owen Wister, y sabía a la perfección lo que un sheriff del oeste debería portar:
dos revólveres a la cadera, un portafusil bajo su brazo, un largo cuchi- llo en su
bota izquierda y un enorme rifle sobre su silla de montar. En su conversa- ción
utilizaba las más terribles maldiciones, y nunca atrapaba a un criminal. Se pasa-
ba todo el tiempo haciendo cumplir la ley del condado de Presidio contra portar
armas y jugando póker por las noches; después de un día de trabajo, siempre se le
podía encontrar en la trastienda del almacén de Kleinman jugando una partida
tranquila- mente.
PRIMERA PARTE
CAPÍTULO I
El territorio de Urbina
Un vendedor de baratijas procedente de Parral llegó al pueblo con una mula
cargada de macuche -se fuma macuche cuando no hay tabaco- y fui con la demás
gente a ver- lo para obtener noticias. Esto fue en Magistral, un pueblo montañés
de Durango a tres días a caballo de la vía del tren. Alguien compró un poco de
macuche, el resto de no- sotros le pedimos prestado y mandamos a un muchacho
por hojas de elote. Todos se animaron, charlaban alrededor del vendedor en tres
filas, pues hacía muchas semanas que el pueblo no oía acerca de la revolución. El
hombre estaba lleno de rumores alarmantes: que los federales habían forzado su
entrada a Torreón y se encaminaban hacia este lugar, quemando ranchos y
asesinando a los pacíficos; que las tropas de Estados Unidos habían cruzado el
Río Grande; que Huerta había renunciado; que Huerta iba hacia el norte para
tomar el mando de las tropas federales; que Pascual Orozco había sido balaceado
en Ojinaga; que Pascual Orozco se dirigía al sur con diez mil colorados. Contó
estos informes con mucho dramatismo. Caminaba con vi- gor hasta que su
pesado sombrero café-dorado se movía sobre su cabeza, retorcía su desgastada
cobija azul sobre su hombro, disparaba rifles imaginarios y desenfundaba
espadas ficticias, mientras que el público murmuraba: ¡má! adió, pero el rumor
más interesante fue que el general Urbina se pondría en camino al frente de
batalla en dos días.
En todo ese día sólo vimos a un ser humano -un anciano harapiento, envuelto
en un sarape rojinegro, sin pantalones, y aferrado al mango roto de un rifle.
Escupiendo, dijo que era un soldado; que después de tres años de pensarlo al fin
había decidido unirse a la revolución y pelear por la libertad. Pero en su primer
batalla dispararon un cañón, el primero que había oído en su vida; y de inmediato
se encaminó a su hogar en El Oro para quedarse ahi hasta que la guerra terminara
...
Antonio preguntó por don Jesús. Siempre hay seguridad en llamar a un don
Jesús en cualquier rancho, pues invariablemente es el nombre del administrador.
Por fin apare- ció un hombre de gran talla enfundado en pantalones ajustados,
camiseta de seda púrpura y un sombrero gris cargado con una trenza de plata, y
nos invitó a entrar. Las casas formaban el interior del muro, de uno a otro
extremo. A lo largo de las paredes y sobre las puertas colgaban festanes de carne
en tiras, hilos de pimientas y ropas secándose. Tres muchachas cruzaron la plaza
en fila, balanceando las ollas de agua sobre su cabeza, gritándose unas a otras en
la voz estridente de las mujeres mexica- nas. En una casa una mujer inclinada
amamantaba a su bebé; a la siguiente puerta otra estaba de rodillas en su
interminable labor de la molienda de maíz sobre un metate de piedra. La
población masculina se acuclillaba ante pequeñas fogatas de olotes, en- vueltos
en sus gastados sarapes, fumando sus hojas, observando el trabajo de las mu-
jeres. Al desmontar se levantaron y nos rodearon, dirigiéndonos en voz suave un
bue- nas noches, curioso y amigable.
¿De dónde veníamos? ¿A dónde íbamos? ¿Qué noticias teníamos? ¿Ya habían
toma- do los maderistas Ojinaga? ¿Era cierto que Orozco iba a matar a los
pacíficos? ¿Co- nocíamos a Pánfilo Silveyra? Él era un sargento, uno de los
hombres de Urbina. Él provenía de esta casa, era el primo de ese hombre. ¡Ah,
había mucha guerra! Antonio fue a negociar maíz para la mula.
De seguro que don Jesús no le cobraría nada ... ¡cuánto maíz podía comer una
mula
...! En una de las casas traté de hacer arreglos para la cena. La mujer extendió
las ma- nos.
- Todos somos muy pobres ahora -dijo-. Un poquito de agua, algunos frijoles,
tortillas
¿Leche? No, ¿huevos? No, ¿carne? No, ¿café? ¡Válgame Dios, no! Le ofrecía
dinero con el que quizá pudiera comprar algo en una de las casas vecinas.
Entonces se sentó en cuclillas mientras ella traía las dos sillas familiares y nos
invitó a sentamos. El cuarto tenía buen tamaño, un suelo sucio y un techo de
pesadas vigas con el adobe asomándose entre ellas. Las paredes y el techo
blanqueados, a primera vista, sin mancha alguna. En una esquina había una cama
de fierro, y en la otra una máquina de coser Singer, como en cualquier otra casa
que vi en México. También había una mesa de patas largas, sobre la que se veía
una imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, con una veladora encendida ante
ella. Arriba de esto, sobre la pared, col- gaba una ilustración indecente recortada
de las páginas de Le Rire, en un marco pla- teado; evidentemente un objeto de la
más alta veneración.
Durante la cena -tiras de carne ardiente por el chile, huevos fritos, tortillas,
frijoles y café negro amargo-, toda la población masculina del rancho nos
acompañaba, dentro y fuera del cuarto. Parecía que algunos en especial tenían
prejuicios contra la Iglesia.
- ¡Curas sinvergüenzas! -gritaba uno-. ¡Quién viene cuando estamos tan pobres
y se lleva el diezmo de lo que tenemos!
- ¡Cállense! -chilló la mujer-. ¡Es para Dios! Dios debe comer, igual que
nosotros ...
El marido mostró una amplia sonrisa. Una vez fue a Jiménez, por lo que se le
consi- deraba como un hombre de mundo.
¡Y nadie podía creer que esa ley había sido abolida en México en el año 1857!
- Es el bueno para los negocios del campo (esto es un hombre con gran éxito
como bandido y salteador de caminos).
- Hace unos cuantos años sólo era un peón como nosotros; y ahora es general y
un hombre rico.
Se encogió de hombros.
- Ellos no nos necesitan ahora. No tienen rifles para nosotros, ni caballos. Están
ga- nando. ¿Y quién los alimentará si no sembramos maíz? No, señor. Pero si la
Revolu- ción pierde, entonces no habrá más pacíficos. Entonces nosotros nos
levantaremos con nuestros cuchillos y nuestros látigos ... La Revolución no
perderá ...
Y así era, según lo que descubrí. Las grandes haciendas del norte de Durango,
un área mayor que la del Estado de New Jersey, fue confiscada por el gobierno
constituciona- lista a través del general, quien los gobernó con sus propios
agentes, y además se de- cía que dividió por mitades con la Revolución.
Viajamos todo el día, sin parar más que lo suficiente para comer algunas
tortillas.
Cerca de la puesta del sol vimos el muro de lodo café que rodeaba El Canutillo
con su ciudad de pequeñas casas y la antigua torre rosada de la iglesia
sobresaliendo por en- tre los álamos -a kilómetros de distancia al pie de las
montañas-. El pueblo de Las Nieves, una dispersa colección de adobes del mismo
color que la tierra de que se hacen, estaba frente a nuestros ojos, como un extraño
crecimiento en el desierto. Un río centellante, sin huella alguna de verdor a lo
largo de sus riberas que contrastase con la planicie tostada, trazaba un
semicírculo alrededor del pueblo. Y al chapotear a través del vado, entre las
mujeres arrodilladas lavando, el sol de repente se ocultó detrás de las montañas
occidentales. De inmediato un diluvio de luz amarilla, espesa como el agua,
ahogó la tierra, y una neblina dorada se levantó del suelo, sobre el que el ganado
flotaba sin patas.
Yo sabía que el precio de un viaje como el que había realizado con Antonio
costaba cuando menos diez pesos, y él era un árabe en los negocios. Pero cuando
le ofreci dinero, me abrazó y comenzó a llorar ... ¡Dios te bendiga árabe
excelente! Tienes razón, los negocios son mejores en México.
CAPÍTULO II
El león de Durango en casa
Frente a la puerta de la casa del general Urbina estaba sentado un viejo peón
con cua- tro cananas encima, ocupado en la genial tarea de llenar las bombas de
fierro corru- gado con pólvora. Apuntó con el pulgar hacia el patio. La casa, los
corrales y los al- macenes del general, dispuestos alrededor por los cuatro lados,
en un espacio tan grande como una manzana de casas en la ciudad, lleno de
puercos, pollos y niños a medio vestir. Dos cabras y tres magníficos pavos reales
se asomaban pensativamente desde el techo. Dentro y fuera de la sala, de donde
provenían aires fonográficos de la Princesa del dólar, estaba estacionado un tren
de gallinas. Una anciana salió de la cocina y vació una cubeta de basura al suelo.
Todos los puercos corrieron con gran ruido hacia allá. En la esquina del muro de
la casa estaba sentada la hija del general, mascando un cartucho. Había un grupo
de hombres parados y recostados alrededor de un pozo en el centro del patio. El
mismo general estaba sentado entre ellos, en un sillón roto de mimbre,
alimentando con tortillas a un venado manso y a una oveja negra coja. Ante él
estaba un peón arrodillado vaciando un saco de lona con algunos cientos de
cartuchos de máuser.
- No, señor, sólo soy un pacífico -dijo-. Yo vivo en El Canutillo, donde mi casa
está a sus órdenes ...
Mucho rato después, todos nos sentamos para cenar. Ahí estaba el teniente
coronel Pablo Seañes, un franco y simpático joven de veintiséis años, con cinco
balas en el cuerpo como pago por tres años de luchar. Su conversación estaba
salpicada de mal- diciones soldadescas, y su pronunciación era un poco dificil de
entender, a conse- cuencia de una bala en la quijada y una lengua casi partida en
dos por una espada. Era un demonio en el campo, decía, y muy matador después.
En la primera toma de To- rreón, Pablo y otros dos oficiales, el mayor Fierro y el
capitán Borunda, solos, ejecu- taron ochenta prisioneros desarmados, cada uno
los abatió con su revólver hasta que su mano se cansó de tirar del gatillo.
- ¡No quiero tener negocios con el diablo! -gritó, entre las risotadas de los
demás. Estaba también un capitán Fernando, un gigante canoso enfundado en
unos estrechos pantalones, quien había peleado en veintiún batallas. Sentía un
deleite especial con mi español fragmentario, y cada palabra que yo hablaba le
producía ataques de risa que tiraban el adobe del techo. Nunca había salido de
Durango, y declaraba que había un gran mar entre los Estados Unidos y México,
y que él creía que el resto de la tierra era agua. Junto a él estaba Longino
Güereca, con una hilera de dientes picados atra- vesándole su cara redonda y
gentil cada vez que sonreía, además de un historial de valor famoso en todo el
ejército. Tenía veintiún años y ya era primer capitán. Me contó que la noche
anterior sus mismos hombres habían intentado matarlo ... después, Patricio, el
mejor jinete de caballos salvajes en el Estado, y Fidencio; junto a él un indígena
puro de dos metros de estatura, quien siempre peleaba de pie. Por último Rafael
Zalarzo, un pequeño jorobado que Urbina llevaba en su tren para divertirlo, igual
que cualquier duque italiano de la Edad Media.
- I have mooch lices (tengo muchos piojos) -dijo, sonriendo con orgullo. Salí al
amanecer y caminé por Las Nieves. El pueblo pertenecía al general Urbina, la
gente, las casas, los animales, las almas inmortales. En Las Nieves, él y sólo él
apli- caba la más alta y la más baja justicia. La única tienda en el pueblo está en
su casa; compré unos cigarros al león de las sierras, quien era el encargado
detallista de la tienda por ese día. En el patio, el general platicaba con su amante,
una bella mujer de apariencia aristócrata, de voz parecida a la de una sierra de
mano. Cuando notó mi presencia vino hacia mi y me dio un apretón de manos,
diciendo que le gustaría que yo le tomase unas fotografías. Le dije que ése era mi
único propósito en la vida, y le pregunté si pensaba partir pronto hacia la
frontera.
Me empecé a preocupar.
Yo contesté:
- En ninguna parte de México estoy tan bien y tan feliz como en esta casa.
CAPÍTULO III
El general marcha a la guerra
Luego llegó la tropa con una polvareda café irregular a lo largo del camino. Al
frente volaba una pequeña figura regordeta, que portaba la bandera mexicana
agitándose sobre él; usaba un sombrero de ala ancha cargado con 2.5 kg de trenza
bañada de oro --que quizá alguna vez fue el orgullo de algún hacendado-. Cerca
de él venía Manuel Paredes con botas de montar hasta la cadera, abrochadas con
botones de plata del tamaño de un dólar, golpeando a su cabalgadura con la cara
del sable; Isidro Amaya que hacía corcovear a su caballo al agitar un sombrero
frente a sus ojos; José Valien- te, sonando sus inmensas espuelas de plata
incrustadas con turquesa; Jesús Mancilla, con su cadena de cobre brillante
alrededor del cuello; Julián Reyes, con sus estampas coloreadas de Cristo y la
Virgen; un grupo de revoltosos atrás, con Antonio Guzmán tratando de
controlarlos; la maraña de su reata hecha de pelo de caballo sobresalía del polvo.
Llegaron corriendo, se oyeron los gritos de los indígenas y el chasquido de los
revólveres, hasta que estuvieron a unos treinta y cinco metros, entonces jalaron
con violencia a los caballos hasta que se pararon tambaleantes con los hocicos
ensangren- tados; era una vertiginosa confusión de hombres, caballos y fuego.
Así era la tropa cuando la vi por primera vez. Eran unos cien hombres, en todas
las gamas de pintorescos harapos; algunos usaban overoles, otros el saco de
charro de los peones, mientras uno o dos portaban pantalones apretados de
vaquero.
El camino real sólo era una vereda dispareja; cada vez que tomábamos un
pequeño arroyo, la dinamita se caía con un sonido que enfermaba. De repente
una reata se rompió, y una caja cayó del coche y se estrelló en las rocas. Era una
mañana fría, sin embargo, la volvimos a amarrar con mucho cuidado ...
También nos hizo comprender que poseía ciertos derechos feudales sobre las
nuevas novias.
- ¡Sé que el muy cochino ... y mi hermana ...! ¡La Revolución tendrá algo que
ajustar con estos curas!
- Que tenga buen viaje -dijo-; escriba la verdad. Lo recomiendo con Pablito.
CAPÍTULO IV
La tropa en el arroyo
Me subí al coche con Rafaelito, Pablo Seañes y su amante. Ella era una criatura
ex- traña. Joven, delgada y hermosa; era veneno y piedra para todos excepto para
Pablo. Nunca la vi sonreír ni le oí decir una palabra amable; algunas veces nos
trataba con inmensa ferocidad, otras, con indiferencia bestial. Pero a Pablo lo
mecía como a un bebé. Cuando él se recostaba a lo largo del asiento con su
cabeza en el regazo de ella, ella lo tapaba con coraje contra su pecho, haciendo
ruidos como una tigresa con su cachorro.
Con aquel cariño inmenso me fui con el fin de por allá quedarme. ¡Sólo el
amor de esa mujer me hizo volver!
Yo soy uno de los hijos de la noche que vagan sin rumbo en la oscuridad. La
hermosa luna con sus rayos dorados es la compañera de mis tristezas. Me voy a
separar de ti, cansado de llorar; voy a zarpar, zarpar, por las orillas del mar. Verás
en el momento de nuestro adiós que no te vaya dejar amar a otro. Porque de ser
así, te rompería la cara y nos daríamos muchos golpes. Por eso me voy a hacer
americano. Ve con Dios, Antonia, despídeme de mis amigos. Espero que los
americanos me dejen pasar y me dejen abrir una cantina ¡al otro lado del río!
La tropa ya iba adelante, los podía ver avanzando en línea a lo largo de medio
kiló- metro, contrastando con el arbusto de mesquite negro; la diminuta bandera
verde- blanco-rojo, ondeando a la cabeza de ellos.
Las montañas se habían ocultado en algún lugar más allá del horizonte;
cabalgamos en medio de un gran valle desértico, rodeando por las orillas para
encontramos con el azul celeste del firmamento mexicano. Ahora que yo estaba
fuera del coche, un gran silencio y una paz más allá de todo lo que yo había
sentido, me envolvió; es casi im- posible ser objetivo con respecto al desierto;
uno se hunde en él, se convierte en parte de él.
- ¡Hey, señor -gritaban-, aquí viene el míster en un caballo! ¿Qué tal, míster?
¿Cómo le va? ¿Va a pelear con nosotros?
Pero el capitán Fernando que iba a la cabeza de la columna dio vuelta y rugió:
- Venga para acá, míster -el hombrón sonreía con deleite-. Debe cabalgar con
noso- tros -gritó palmeándome la espalda-. Tome, ahora -y me dio una botella de
sotol a medias-. Tómeselo todo. Demuéstrenos que es un hombre.
- Tómeselo -gritó a coro la tropa que se había juntado para ver. Me lo tomé. Un
coro de risas y aplausos se oyó. Fernando se inclinó y me tomó la mano.
¿Iba a pelear con ellos? ¿De dónde era? ¿Qué estaba haciendo? La mayoria de
ellos nunca había oído hablar de periodistas; uno de ellos arriesgó la extraña
opinión de que yo era un gringo y un porfirista, de que debía ser fusilado.
Los demás, sin embargo, se opusieron totalmente a este punto de vista. Era
imposible que algún porfirista pudiera tomar tanto sotol de un solo trago. Isidro
Amayo contó que estuvo en una brigada durante la primera Revolución, en ella
también iba un pe- riodista, y que le llamaban corresponsal de guerra. ¿Me
gustaba México? Yo res- pondí:
- Ahora está usted con los hombres. Cuando ganemos la Revolución habrá un
gobier- no de hombres; no de ricos. Cabalgamos por tierras de hombres. Eran de
los ricos, pero ahora son mías y de mis compañeros.
Los hombres están hartos de ejércitos. Es a través del ejército que don Porfirio
nos despojó.
-¿Pero qué pasaría si Estados Unidos invade México? Una verdadera tormenta
se des- encadenó.
- ¡Somos más valientes que los americanos! Los malditos gringos no llegarían
más allá de Juárez. ¡Que se atrevan! ¡Los perseguiríamos hasta que cruzaran la
frontera otra vez y quemaríamos su capital al día siguiente ...!
- No -dijo Fernando- ustedes tienen más dinero y más soldados, pero los
hombres nos protegerían. No necesitamos de un ejército. Los hombres pelearían
por sus casas y sus mujeres.
- Pues, es bueno pelear; ¡no se tiene que trabajar en las minas ...!
- Le gustaban mucho los bailes -dijo un indígena-; varias veces lo ví bailar toda
la noche, todo el día y la noche siguiente. Solía venir a las grandes haciendas y
daba discursos. Cuando comenzaba los peones lo odiaban, al terminar todos
estaban llo- rando ...
Pero, para ser justos, debo escribir sobre lo que dijo Juan Sánchez:
¿Hay guerra en Estados Unidos ahora? -preguntó.
Frente a esta casa que había sido saqueada y quemada por Cheché Campa,
general de Orozco, dos años antes, subió el coche. Ya había una enorme fogata, y
diez compañe- ros estaban matando borregos. Ellos se tambaleaban al resplandor
rojo de la fogata, con los borregos forcejeando y balando en sus brazos; la sangre
caía a borbotones por el suelo brillando ante la candente luz como algo
fosforescente.
Cené junto con los oficiales en la casa del administrador, don Jesús, ell más
bello espécimen de hombría que jamás haya visto. Medía 1.80 metros, delgado,
piel blanca, un tipo puramente español de la más alta cuna. Recuerdo que a un
lado del comedor colgaba un rótulo bordado en rojo, blanco y verde, que decía:
¡Viva México! y otro que decía: ¡Viva Jesús! Al terminar de cenar me paré junto
al fuego pensando dónde dormiría, cuando el capitán Fernando tocó mi brazo.
Atravesamos la gran plaza, bajo la opalescente luz de las estrellas del desierto,
y lle- gamos a un apartado granero de piedra. Dentro, unas cuantas velas pegadas
a la pared alumbraban los rifles recargados en las esquinas, los sables en el piso y
los compañe- ros enrollados en sus cobijas con la cabeza apoyada en el cuerpo de
otros. Uno o dos estaban despiertos, hablando y fumando. En una esquina, tres
estaban sentados en- vueltos en sus sarapes, jugando cartas. Cinco o seis tenían
buena voz y una guitarra.
Dicen que Pascual Orozco chaqueteó porque don Luis Terrazas lo convenció;
le die- ron muchos millones y lo compraron y a derrocar al gobierno lo enviaron.
Orozco así lo creyó y a la guerra se marchó, pero el cañón maderista ése le dUo
que no.
Si a tu ventana llega Porfirio Díaz, dale para que coma tortillas frías; si a tu
ventana llega el general Huerta, escúpele en la cara y cierra la puerta.
Si a tu ventana llega Inés Salazar, cuida tu baúl para que no pueda robar; si a tu
ven- tana llega Maclovio Herrera, no tengas miedo y abre la casa entera. Cuando
llegué no me reconocieron, pero luego uno de los jugadores dijo:
- Está bien, es bueno dormir con los hombres, tome este lugar, amigo; aquí está
mi silla; aquí no hay nada malo; aquí un hombre se va derecho ...
Más tarde alguien cerró la puerta. El cuarto se llenó de humo y fetidez por la
respira- ción humana. Había muy poco silencio entre el coro de ronquidos y el
canto que con- tinuó, creo, hasta el amanecer. Los compañeros tenían pulgas ...
En cuanto amaneció subimos con gran algarabía una pronunciada barranca del
deso- lado desierto para calentamos. Era un frío amargo. La tropa estaba envuelta
en sara- pes hasta los ojos, se veían como hongos multicolores bajo sus enormes
sombreros.
Los rayos del sol quemaban al caer sobre mi cara, nos tomaron de improviso,
glorifi- cando los sarapes a colores más brillantes de lo que eran. El de Isidro
Amayo era de espirales azul marino y amarillo; Juan Sánchez tenía uno color
rojo ladrillo; contra ellos zigzagueaba un patrón centelleante de púrpura y negro.
Volteamos para ver cómo paraban el coche. Patricio nos hizo ademanes. Dos
de las mulas estaban muy cansadas, por lo nuevo de las veredas y el trotar
fatigoso de los últimos dos días. La tropa se dispersó en busca de mulas. Pronto
regresaron conduciendo dos hermosos animales que jamás habían sido
enjaezados. Apenas olieron el coche hicieron un desesperado intento por
liberarse. Entonces, toda la tropa regresó a su ocupación original: se convirtieron
en vaqueros. Era un bello panorama, las reatas balanceándose en el aire, los
repentinos tiros de los lazos, como si fueran serpientes; los caballitos frenados
contra la impresión de las mulas que corrían.
Esas mulas eran unos demonios. Una y otra vez rompieron las reatas; dos veces
tira- ron a caballo y jinete. Pablo vino al rescate. Se montó en el caballo de
Sabás, hincó las espuelas y persiguió a una mula. En tres minutos ya la había
lazado por la pata, tirado y atado. Entonces procedió de la misma manera con la
segunda. No era por nada que a los veintiséis años Pablo ya fuera teniente
coronel. No sólo podía pelear mejor que sus hombres, sino que montar mejor,
lazar mejor, disparar mejor, cortar leña mejor y bailar mejor.
Las patas de las mulas estaban amarradas, y las arrastró con reatas hasta el
coche donde se les deslizó el arnés a pesar de sus frenéticos esfuerzos. Cuando
todo estuvo listo, Patricio se subió al frente, agarró el látigo, y nos dijo que las
soltáramos. Los animales salvajes se levantaron en desorden, relinchando y
jalando; por encima del clamor se oía el chasquido del pesado látigo, y por
debajo a Patricio:
Panchito tenía once años y ya era soldado con un rifle demasiado pesado para
él y un caballo en el que tenían que subirlo. Su compadre era Victoriano, un
veterano de ca- torce años. Otros siete de la tropa eran menores de diecisiete
años. Había una mujer hosca de cara indígena, que montaba de lado y llevaba dos
cananas. Ella cabalgaba con los hombres y dormía con ellos en los cuarteles.
- Porque él pelea -me contestó-. El que a buen árbol se arrima buena sombra le
cobija.
A medio día lazamos una res y la degollamos. Como no había tiempo para
hacer una fogata, cortamos en tiras la carne y la comimos cruda.
- Oiga, míster -gritó José-, ¿los soldados en Estados Unidos comen carne
cruda?
- Es buena para los hombres. En la campaña no tenemos tiempo para nada más
que carne cruda. Nos hace más valientes.
CAPÍTULO V
Noches blancas en La Zarca
Los gringos son muy majes; nunca han estado en Sonora y cuando quieren
decir: Diez reales, dicen dolla an'a quarta ...
En eso Patricio llegó al centro y Sabás detrás de él; cada uno tomó a una
muchacha de la línea de mujeres que se sentaba en un extremo del cuarto. Y
cuando conducía a mi pareja a su asiento, ellos dieron vuelta. Primero unos
cuantos pasos de vals, después el hombre dio vueltas alejándose de la chica,
tronando los dedos, lanzando un brazo hacia arriba para cubrir su cara, mientras
que la chica ponía una mano sobre la cadera y bailaba tras él. Se acercaron uno a
otro, se retiraron, y bailaron uno alrededor del otro. Las chicas eran tontas y sin
gracia, con cara indígena y horribles, con hombros inclinados de tanto moler
maíz y lavar la ropa. Algunos de los hombres llevaban pe- sadas botas, otros no;
muchos usaban pistolas y cananas, unos cuantos llevaban rifles colgando de sus
hombros.
Antes del baile siempre se hacía una gran marcha; después, cuando la pareja
baila dos veces a lo largo de la habitación, caminan otra vez. Eran pasos doble,
valses y mazur- kas además de la jota. Cada muchacha mantenía los ojos fijos en
el suelo, nunca hablaba, y tropezaba pesadamente atrás de uno. Agreguen a esto
un piso sucio lleno de arroyos y tendrán una forma de tortura sin paralelo en el
mundo. Me pareció que bailé por horas, alentado por el coro:
Después tocaron otra jota, y aquí fue donde casi me meto en líos. Bailé ésta
con buen éxito, con otra chica. Y después, cuando le pedí a mi compañera
anterior un paso do- ble, se enojó mucho.
- Me avergonzó delante de todos -dijo ella-; ¡usted dijo que no sabía bailar la
jota!
Pablo había encontrado una pianola en la iglesia, donde había escapaoo al ojo
de Cheché Campa el año anterior; dentro había un rollo, <>el vals de la viuda
alegre. No había otra cosa qué hacer más que sacar el instrumento al patio en
ruinas. Nos turna- mos para tocarlo todo el día. Rafaelito contribuyó con la
información de que la Viuda Alegre era la pieza más popular de México. Dijo
que un mexicano la había compues- to.
Las canciones se sucedían sin descanso. Un barril de sotol complicó más las
cosas. Conforme la tarde pasaba, la reunión se hizo cada vez más regocijante.
Sabás, que era ordenanza de Pablo, bailó con la amante de Pablo. Los seguí. De
inmediato Pablo le pegó a ella en la cabeza con la cacha de su revólver, diciendo
que la mataría si bailaba con otro, y a su compañero también. Después de estar
sentado unos minutos meditan- do, Sabás se levantó, empuñó su revólver e
informó al arpista que había dado una mala nota. Luego le disparó. Otros
compañeros lo desarmaron, y se fue a dormir en medio de la pista de baile.
El interés en que el míster bailara, pronto cambió por otra cosa. Yo estaba
sentado junto a Julián Reyes, el del Cristo y la Virgen en el sombrero. Él estaba
muy alterado por el sotol, con los ojos llameantes como los de un fanático.
- Es mentira -gritó-. No pelea porque tiene miedo. Ante los ojos de Dios,
nuestra cau- sa es justa.
- ¡No se vaya! ¡No se vaya! ¡Deténgase! ¡Venga para acá y baile! ¡Regrese
aquí! Entonces la descorazonada procesión paraba y regresaba sin ganas. A las
cuatro, cuando alguien esparció el rumor de que un gringo huertista estaba entre
nosotros, decidí irme a acostar. Pero el baile siguió hasta las siete ...
CAPÍTULO VI
¿Quién vive?
¡Oh, Dios quítame este malestar! Siento como si me fuera a morir. La virgen
del pul- que y el aguardiente me salvará. ¡Ay, qué cruda, y nada qué tomar ...!
Son cerca de noventa kilómetros desde La Zarca hasta la hacienda de La Cadena
don- de la tropa debía estacionarse. Cabalgamos un día, sin agua ni comida. El
coche pron- to nos dejó atrás. En poco tiempo la desolación del terreno dio paso a
una vegetación espinosa y hostil, el cactus y el mesquite. Nos deslizamos por un
zurco profundo entre el gigantesco chaparral, atragantados con la gran nube de
polvo álcali, rasguñados y picados por los arbustos espinosos. A veces salíamos a
un espacio abierto y se podía ver el camino recto que subía las barrancas del
desierto hasta donde el ojo ya no podía ver; pero sabíamos que ahí estaba,
extendiéndose más y más lejos. No soplaba ni el viento más ligero. El sol directo
nos daba con tal furia que le hacía flaquear a uno. La mayoría de la tropa, que se
había emborrachado la noche anterior, comenzó a sufrir terriblemente. Sus labios
tostados y partidos se pusieron de un tono azul oscuro. No oí ni una sola voz de
queja. Pero no había ese bromear y retozar leve de otros días. José Valiente me
enseñó a mascar ramas de mesquite, pero eso no me ayudó mucho. Ya
llevábamos varias horas cabalgando, cuando Fidencio señaló hacia el frente,
diciendo con voz ronca:
- ¡Ah! -gritó- ¡Bueno! ¡Tres piedras! -Y, alzándola, mostró una raíz de planta
de sotol que parecía un agave barnizado exudando jugos intoxicantes.
La dividimos como se divide una alcachofa y pronto todos nos sentimos mejor.
Casi al terminar la tarde viramos en un recodo del desierto y vimos, al frente,
gigan- tescos álamos cenizos flanqueando la corriente del río de la hacienda
Santo Domingo. Un pilar de polvo café, como el humo de una ciudad en llamas,
se levantaba en el corral donde los vaqueros lazaban caballos. Desolada y
solitaria se erigía la casa grande que Cheché Campa había que- mado hacía un
año. Junto al río, al pie de los álamos, una docena de vendedores va- gabundos se
acuclillaban alrededor del fuego, sus burros rumiaban maíz. Desde la fuente hasta
las casas de adobe y de regreso, se movía una interminable cadena de cargadoras
de agua, el símbolo del norte de México.
- ¡Agua! -gritamos contentos, galopando colina abajo. Los caballos del coche
ya esta- ban en el río con Patricio. Saltando de sus monturas, la tropa se arrojó
sobre su estó- mago; hombres y caballos por igual metieron lacabeza, y bebimos,
y bebimos ... Fue la sensación más gloriosa que jamás haya experimentado.
- ¿Quién tiene un cigarro? -gritó alguien. Por unos cuantos benditos minutos
nos re- costamos fumando. El sonido de la música alegre me hizo sentar.
Ahí, ante mi vista, se movía la procesión más extraña del mundo. Primero
venía un peón harapiento con la rama en flor de cierto árbol. Detrás de él, otro
llevaba sobre la cabeza una pequeña caja similar a un ataúd, con largas cranjas
azules, rosas y platea- das; lo seguían cuatro hombres, llevando una especie de
dosel hecho de lanilla de alegres colores. Una mujer caminaba debajo de él,
aunque el dosel la cubría hasta la cintura; por encima de él yacía el cuerpo de una
niñita, con los pies descalzos y las pequeñas manos morenas cruzadas sobre el
pecho. Tenía una guirnalda de flores de papel sobre la cabeza, todo su cuerpo
estaba cubierto de ellas. Un arpista iba al final, tocando un vals popular llamado
Recuerdos de Durango. El cortejo fúnebre se movía lenta y alegremente, pasando
por un campo de rebota, donde los jugadores jamás ce- saban su partido de
pelota, hasta el pequeño cementerio.
- ¡Bah! -soltó Julián Reyes con furia-. ¡Esa es una blasfemia a los muertos!
El desierto era deslumbrante bajo los últimos rayos del sol. Cabalgábamos por
una tierra silenciosa y encantada, semejante a un reino submarino. Por todas
partes había cactus coloreados de rojo, azul, púrpura, amarillo, como el coral en
el fondo del océa- no. Detrás de nosotros, hacia el Oeste, el coche rodaba en
medio de un aura de polvo como el carruaje de Elías ... Hacia el Este, bajo un
cielo ya oscurecido con estrellas, estaban las corrugadas montañas, detrás de las
cuales se extendía La Cadena, el pues- to de avanzada del Ejército maderista. Era
una tierra para amar -México-, una tierra por la cual luchar. Los trovadores de
pronto comenzaban la interminable canción La corrida de toros, donde los jefes
federales son los toros, y los generales maderistas los toreros; cuando veía a los
hombres alegres, amorosos, humildes, quienes habían dado tanto de su vida y de
su comodidad por la valiente lucha, no pude evitar pensar en el pequeño discurso
que Villa dio a los extranjeros que abandonaron Chihuahua en el primer tren de
refugiados:
- Estas son las últimas noticias que llevan a su gente. Ya no habrá más palacios
en México. Las tortillas del pobre son mejores que el pan del rico; ¡vayanse! ...
Ya muy noche -eran más delas once- el coche se descompuso sobre el camino
rocoso entre las montañas. Me detuve a recoger mis cobijas; cuando me puse en
marcha, los compañeros ya se habían esfumado por el sinuoso camino. Yo sabía
que en algún lugar cercano estaba La Cadena. En cualquier momento un
centinela podía salir de entre el chaparral. Por más de un kilómetro descendí por
un camino escarpado que muchas veces resultó ser el lecho seco de un río,
serpenteando cuesta abajo entre las altas montañas. Era una noche negra, sin
estrellas, con un frío amargo. Por fin, las montañas se abrieron en una vasta
planicie; apenas pude distinguir la tremenda exten- sión de La Cadena y el paso
que la tropa debía guardar. A escasos cinco kilómetros más allá del paso se
encontraba Mapimí, donde había doce mil federales. Pero la hacienda todavía
estaba escondida por un doblez del desierto. Ya estaba muy cerca y no había sido
detenido. Veía una difusa plaza blanca de edifi- cios al otro lado del profundo
arroyo; y ningún centinela todavía.
-¡Madero! -respondí.
CAPÍTULO VII
Un puesto de avanzada de la Revolución
Éramos ciento cincuenta los que estábamos en La Cadena, el puesto de
avanzada más occidental de todo el ejército maderista. Nuestra labor era cuidar
un paso, la Puerta de la Cadena; pero las tropas estaban acuarteladas en la
hacienda, a diez millas. Se ergu- ía sobre una pequeña meseta, con un profundo
arroyo de un lado, al fondo del cual un río subterráneo salía a la superficie por
unos cincuenta metros y volvía a desaparecer. Tan lejos como el ojo podía llegar
y hacia abajo, por el ancho valle, estaba el más despiadado tipo de desierto;
lechos de arroyos secos, además de un bosque de chapa- rral, cactus y plantas
espada. Hacia el Este se extendía La Puerta, rompiendo la tre- menda sucesión de
montañas que manchaban medio cielo, continuando hacia el Norte y hacia el Sur
más allá de la visión, arrugadas como si fueran la ropa de cama de un gigante. El
desierto arremetía para encontrar una abertura; más allá no había otra cosa más
que el intenso azul del inmaculado cielo mexicano. Desde La Puerta se podían
ver ochenta kilómetros de la vasta planicie árida que los españoles llamaron
Llano de los Gigantes, donde las bajas montañas yacen esparcidas por todo el
lugar; y a cuatro leguas de distancia las grises casas de un solo piso de Mapimí.
Ahí estaba el enemigo: mil doscientos colorados, o irregulares federales, bajo las
órdenes del infame coronel Argumedo. Los colorados son los bandidos que
hicieron la revolución de Orozco. Así se les llamaba porque su bandera era roja y
porque sus manos estaban llenas de san- gre por las matanzas. Ellos barrieron el
norte de México, quemando, saqueando, ro- bando a los pobres. En Chihuahua,
cortaron las plantas de los pies a un pobre diablo y le hicieron caminar un
kilómetro por el desierto antes de que muriera. Yo he visto una ciudad de cuatro
mil almas reducida a cinco después de una visita de los colorados. Cuando Villa
tomó Torreón, no hubo misericordia para los colorados; siempre los mataban.
Los Güereca eran gente orgullosa, ambiciosa y de buen corazón. Longino dijo:
- Mi familia no le debe nada a la Revolución -dijo Gino con orgullo-. Otros han
to- mado dinero, caballos y vagones. Los jefes del ejército se han hecho ricos de
la po- breza en las grandes haciendas. Los Güereca le habían dado todo a los
maderistas, sin haber tomado nada más que mi rango ...
- Hace tres años yo tenía cuatro reatas como ésta. Ahora sólo tengo una. Uno
de los colorados se llevó una, la gente de Urbina se llevó otra, y la última se la
llevó José Bravo ... ¿qué diferencia hay en qué bando le roba a uno? Pero no lo
decía en serio, pues estaba muy orgulloso de su hijo menor, el oficial más
valiente de todo el ejército.
- Llegamos tan cerca -decía- que el aire caliente y la pólvora quemada nos
apestaba en la cara. Llegamos demasiado cerca para disparar, así es que
amartillamos nuestros rifles ...
Sí, los colorados venían; cientos de ellos se colaban por La Puerta. La última
vez que los colorados habían venido mataron a su hija. Por tres años había habido
guerra en este valle, y no se quejaba. Porque era por la patria. Ahora ellos irían a
los Estados Unidos donde ... Pero Juan flageló a las mulas cruelmente y no oímos
más. Adelante iba un anciano descalzo que plácidamente conducía algunas
cabras. ¿Había oído de los colorados? Bueno, había un chisme sobre los
colorados. ¿Estaban pasando por La Puerta, cuántos eran?
Por fin, gritando a las tambaleantes mulas, llegamos al campo justo a tiempo
para ver a la victoriosa tropa dispersa por todo el desierto, tirando más rondas de
municiones de las que habían usado en la batalla. Se movían agachados, apenas
sobresaliendo con sus brutos de la barda de mesquite a través de la que
relampagueaban todos los enor- mes sombreros y los alegres sarapes, los últimos
rayos del sol brillaban sobre sus ri- fles levantados.
En la noche llegó un correo del general Urbina diciendo que estaba enfermo,
que quería que Pablo Seañes regresara. Así fue que el gran coche regresó con la
amante de Pablo, Rafaelito, el jorobado, Fidencio y Patricio; Pablo me dijo: -
Juanito, si quieres regresar con nosotros, te sientas junto a mí en el coche.
Patricio y Rafaelito me rogaron que fuera, pero ya había llegado tan lejos en el
frente que no quería regresar. Entonces, al día siguiente, mis amigos y
compañeros de la tropa, a quienes había aprendido a conocer tan bien en nuestra
marcha a través del desierto, recibieron órdenes de ir a Jarralitos. Sólo Juan
Vallejo y Longino Güereca se quedaron atrás.
CAPÍTULO VIII
Los cinco mosqueteros
La casa grande de La Cadena había sido asaltada, desde luego por Cheché
Campa el año anterior. En el patio estaban acorralados los caballos de los
oficiales. En la sala del propietario, que había sido alguna vez decorada con lujo,
había ganchos pegados en las paredes para colgar las sillas, bridas, etc.; los rifles
y sables se paraban contra la pared, las sucias cobijas yacían enrolladas tiradas en
el rincón. Por la noche, un fuego de olotes se quemaba en medio del piso; nos
acuclillamos alrededor, mientras Apolinario y Gil Tomás, de catorce años, que
había sido un colorado, contaban le- yendas de los tres sangrientos años.
- Al tomar Durango -dijo Apolinario- era gente del capitán Borunda; al que
llaman el matador, porque siempre mata a los prisioneros. Pero cuando Urbina
tomó Durango no hubo prisioneros. Así es que Borunda, sediento de sangre, hizo
redadas en todas las cantinas. En cada una tomaba algún hombre desarmado y le
preguntaba si era fe- deral.
- ¡Porten annas! -actuaba como si no supiera cómo, así es que el viejo tonto fue
y le agarró el rifle.
- ¡Ah! -dijo el tipo-. ¡Así!-y le encajó la bayoneta justo en medio del pecho.
Después, Fernando Silveyra, el tesorero, contaba unas cuantas anécdotas de los
curas, o sacerdotes que cuidaban tal como en Touraine del siglo XIII, los
derechos feudales de los terratenientes sobre las mujeres de sus siervos antes de
la revolución francesa. Fernando estaba bien enterado pues había sido preparado
para la carrera eclesiástica. Había al menos una veintena de nosotros sentados
alrededor de la hoguera, desde el más miserable peón en la tropa hasta el primer
capitán Longino Güereca. Ninguno profesaba una religión, aunque habían sido
alguna vez buenos católicos; pero tres años de guerra les habían enseñado a los
mexicanos muchas cosas. No habría otro Porfirio Díaz; no habría otra revolución
como la de Orozco; y la religión católica no volvería a ser la voz de Dios.
Otro amigo que tuve además de Gino Güereca fue el subteniente Luis
Martínez. Le decían el gachupín -nombre despectivo para los españoles- porque
parecía haber sali- do del retrato de algún joven noble español pintado por El
Greco. Luis era de raza pura, sensible, alegre, de buen espíritu. Apenas tenía
veinte años, y nunca había esta- do en una batalla. Sobre el contorno de su cara
llevaba una barba negra, que se toca- ba, sonriendo.
- Nicanor y yo apostamos que no nos rasuraríamos hasta tomar Torreón ... Luis
y yo dormíamos en cuartos diferentes, pero por la noche, cuando la fogata se
apagaba y el resto de los compañeros roncaba, nos sentábamos sobre nuestras
cobijas, una noche en su cuarto, otra en el mío, y hablábamos acerca del mundo,
de nuestras novias, de lo que seríamos y haríamos cuando lográramos una
posición. Cuando ter- minara la guerra, Luis iría a los Estados Unidos a
visitarme; y juntos regresaríamos a Durango a visitar a su familia. Me mostró la
fotografia de un pequeño bebé, presu- miendo de que ya era tío.
- No se vaya -dijo Luis, agarrando mi saco-. Vamos a platicar otro ratito ...
Gino, Juan Santillanes, Silveyra, Luis, Juan Vallejo y yo, cabalgamos hasta el
arroyo para bañarnos en un pozo que se decía estaba por ahí. El lecho del río era
desolado, lleno de arena blanca caliente, enmarcado por un denso mesquite y
cactus. Cada kilómetro el río subterráneo se mostraba por un corto tramo, para
más adelante des- aparecer en un burbujeante anillo blanco de salitre. Primero
estaba la laguna de los caballos; los soldados y sus maltrechos caballos se
juntaban alrededor; uno o dos se acuclillaron en el anillo, lanzando agua con
jícaras a los sudorosos caballos ... Cerca de ellos se arrodillaban las mujeres en su
eterno lavar sobre las piedras. Más allá el viejo camino de la hacienda formaba
un atajo, donde la línea interminable de mujeres envueltas en rebozos negros
caminaba con cántaros de agua sobre la cabeza. Aún más arriba había mujeres
bañándose, envueltas en yardas de algodón azul claro o blanco y nenes morenos
desnudos salpicando en lo bajo. Por último, hombres morenos desnu- dos con
sombreros y sarapes de brillantes colores amarrados por encima de los hom-
bros, fumando sus hojas en cuclillas sobre las rocas. ¡Por allí arriba espantamos
un coyote, lo correleamos hasta el desierto, disparando nuestros revólveres, ¡ahí
va! Lo acorralamos en el chaparral en una carrera a muerte, echando tiros y
gritando. Des- pués, mucho después, encontramos la mítica laguna, un pequeño y
profundo valle desgastado en la roca sólida, con algas verdes que crecían en el
fondo.
Al regresar, Gino Güereca se emocionó mucho al ver que su nuevo tordillo
había lle- gado de Bruquilla; era un garañón de cuatro años que su padre había
criado para que lo montara al frente de la compañía.
Una gran nube de polvo amarillo llenó el corral, levantándose en el aire quieto.
A través de ella aparecieron las pálidas formas caóticas de muchos caballos
corriendo; sus pezuñas producían un trueno apagado. Los hombres apenas se
veían, todos balan- ceaban las piernas y agitaban los brazos, con los pañuelos
amarrados sobre la cara; se alzaban lazos de gran tamaño, cercando; la gran
bestia con el lazo apretado al cuello relinchaba y jalaba; un vaquero pasó la reata
alrededor de su cadera, acostándose hacia atrás, casi en el suelo los pies araban la
mugre. Otro lazo atrapó las patas tras- eras del caballo y ya en el suelo lo
ensillaron y le pusieron una rienda.
Pero Juan Vallejo ya estaba arriba del animal, gritándoles que lo soltaran. Con
una especie de gruñido y relinchido, el tordillo se levantó con furia, y la tierra
tembló con su feroz lucha.
Usted está equivocado, mayor -interrumpió don Petronilo cortante-. Este señor
es mi amigo y huésped.
Un clamor de voces estalló al mismo tiempo que los otros, pero otro sonido lo
inte- rrumpió -un disparo, luego otro y la gritería de hombres.
Las casas de los peones de La Cadena, donde las tropas estaban acuarteladas,
rodea- ban una gran plaza, como una ciudad amurallada. Había dos portales, por
uno de ellos forzamos nuestra salida a través de la muchedumbre de mujeres y
peones que lucha- ban por salir; dentro, había luces tenues que se veían a través
de las entradas de las casas, tres o cuatro pequeñas fogatas al aire libre, una
manada de caballos asustados se agolpaba en una esquina; los hombres corrían
salvajemente hacia dentro y hacia fuera de sus cuarteles, rifle en mano; en el
centro del espacio abierto estaban parados un grupo como de cincuenta hombres,
casi todos armados, como para repeler un ata- que.
- ¡Vigilen esos portales! -gritó el coronel-. ¡No dejen que nadie salga sin una
orden mía!
Entonces, los soldados corrieron en tropel hacia los portales; don Petronilo
caminó hasta el centro de la plaza, solo.
- ¡Es mentira! -gritaron los del centro-. ¡No somos gente de don Petronilo!
¡Nuestro jefe es Manuel Arrieta! De pronto, Longino Güereca, desarmado, pasó
junto a nosotros como un relámpago y cayó sobre ellos con furia, lanzando lejos
sus rifles y tirándolos muy atrás. Por un momento parecía que los rebeldes lo
iban a agarrar, pero no se resistieron.
CAPÍTULO IX
La última noche
Los días en La Cadena eran muy agitados. En el frío amanecer, cuando una
capa de hielo cubría las lagunas del río, un soldado galopaba por la plaza con un
novillo bravo en el extremo de su lazo. Cincuenta o sesenta soldados harapientos,
mostrando sólo los ojos entre los sarapes y el gran sombrero, comenzaban una
corrida de toros de aficionados, para el deleite del resto de sus compañeros,
quienes agitaban sus cobijas, gritando como se hace en una corrida normal. Uno
retorcía la cola al furioso animal; otro más impaciente, lo golpeaba con la cara de
su espada. En lugar de banderillas, encajaban dagas en su hombro; la sangre
caliente del animal se les embarraba cuando cargaba, y cuando al final caía, el
cuchillo piadoso penetraba su cerebro y la chusma caía sobre sus despojos,
cortando, arrancando, llevándose pedazos de carne cruda a sus cuarteles.
Entonces el quemante sol blanco se levantaba de pronto detrás de La Puerta,
calando en las manos y la cara. Los charcos de sangre, los dibujos raídos de los
sarapes, los límites lejanos del sombrío desierto, brillaban y resaltaban ... Don
Petronilo había confiscado varios coches en la campaña, que cinco de nosotros le
tomamos prestados para excursiones. Una vez fue un viaje a San Pedro el Gallo
para ver una pelea de gallos, bastante apropiada. Otra vez Gino Güereca y yo
fuimos a ver las inmensamente ricas minas perdidas de los españoles, que él
conocía. Pero nunca pasamos de Bruquilla; sólo nos tiramos bajo la sombra de
los árboles y comimos que- so todo el día.
¿Qué tal, míster? ¿Cómo le va? ¿No tiene miedo de los colorados? ¿Cómo va
el negocio? -pregunté, aceptando el puñado de macuche que me ofrecie- ron.
¡El negocio! ¡Mucho mejor para nosotros si nos hubiéramos quedado en Santo
Do- mingo! ¡Esta tropa no podría comprar ni un cigarro si juntaran todo su
dinero! ... Se rieron de esto a carcajadas.
Uno de ellos comenzó a cantar un corrido extraordinario: La canción de la
mañana de Francisco Villa. Cantó un verso, después el siguiente hombre cantó
otro verso, y así, cada hombre componía una narración dramática de los hechos
del gran capitán. Du- rante media hora me quedé ahí, viendo los sarapes
envueltos con libertad sobre sus hombros, y la luz roja alumbrando sus caras
oscuras y sencillas. Mientras un hombre cantaba, los otros miraban con fijeza el
suelo, abstraídos en la composición: Aquí está Francisco Villa con sus jefes y
oficiales, es el que viene a ensillar a los mu- las federales.
Ora es cuando, colorados, alístense a la pelea, ¡pues Villa y sus soldados les
quitarán la zalea!
Los ricos con su dinero recibieron una buena, con los soldados de Urbina y los
de Maclovio Herrera.
Vuela, vuela, palomita, vuela sobre las praderas, diles que Villa ha llegado a
hacerles echar carreras.
Vuela, vuela, águila real, lleva a Villa estos laureles que ha venido a conquistar
a Bravo y sus coroneles.
Ora hijos del Mosquito, que Villa llegó a Torreón, pa' quitarles lo maldito a
tanto mu- gre pelón.
Ya con esta me despido; por la rosa de Castilla, ¡aquí se acaba el corrido del
general Pancho Villa!
Leyó:
Considerando, por último, que los pueblos rurales se han reducido a la peor
miseria, debido a que las tierras comunes que alguna vez les habían pertenecido
fueron a au- mentar la propiedad de la hacienda más próxima, en especial bajo la
dictadura de Díaz, con lo que los habitantes del Estado perdieron su
independencia económica, política y social, y pasaron de la categoría de
ciudadanos a la de esclavos, sin que el gobierno fuera capaz de levantar el nivel
moral a través de la educación, debido a que la hacienda donde vivían era
propiedad privada ...
Por lo tanto, el gobierno del Estado de Durango declara necesidad pública que
los habitantes de las ciudades y pueblos sean los propietarios de las tierras
agrícolas ... Cuando el pagador terminó penosamente los ordenamientos que
seguían, y dijo la manera en que la tierra se solicitaría, etc., hubo un silencio.
- Yo era maestro de escuela -explicó-, por eso sé que las revoluciones, como
las Re- públicas, son desagradecidas. He peleado por tres años; al final de la
primera revolu- ción el gran hombre, el padre Madero, invitó a los soldados a la
capital; nos dio ropa, comida, corridas de toros ... regresamos a nuestros hogares
y encontramos a los ambi- ciosos otra vez en el poder.
- Tuviste suerte -continuó el maestro de escuela-, no, no son los soldados, los
muertos de hambre, los no alimentados, los soldados comunes que hacen
ganancia con la Re- volución. Los oficiales sí, algunos; pues engordan con la
sangre de la patria; pero nosotros no.
- Tengo dos hijos, pequeños -contestó-. Ellos tendrán su tierra. Y tendrán otros
pe- queños hijos, que tampoco tendrán necesidad de comida ...
- ¡Pues, quién sabe, señor! -respondió-. Mi capitán me dijo que era un gran
santo. Yo peleo porque no es tan duro como trabajar.
- Nos pagaron tres pesos hoy hace nueve meses -dijo el maestro de escuela y
todos asintieron-. Todos somos voluntarios en realidad. La gente de Villa es
profesional.
Entonces Luis Martínez sacó una guitarra y cantó una hermosa cancioncilla de
amor, que, según él, una prostituta había compuesto una noche en un burdel.
La última cosa que recuerdo de esa noche memorable fue a Gino Güereca
acostado cerca de mí en la oscuridad, platicando.
- Mañana -dijo- te llevaré a las minas de oro perdidas de los españoles; están
escondi- das en un cañón en las montañas occidentales, sólo los indígenas saben
de ellas, y yo.
Los indígenas a veces van ahí con sus cuchillos y sacan oro en bruto de la
tierra. Se- remos ricos ...
CAPÍTULO X
Llegan los colorados
-Cerca.
- ¡Los muy ...! -maldijo Juan Santillanes, girando las cámaras de su revólver-
¡Espe- ren a que los agarre!
- Ahora el míster va a ver algo de esos disparos que quería -gritó Gil Tomás-.
¿Qué tal míster? ¿Tiene miedo?
- Tú, tipo con suerte, vas a ver una pelea de verdad. Eso va a redondear la
historia. Cargué mi cámara y salí de prisa por el frente de la casa. No había
mucho qué ver. Un sol cegador se levantaba justo en La Puerta. Por leguas y
leguas de oscuro desierto hacia el Este nada vivía excepto la luz de la mañana. Ni
un movimiento. Ni un sonido. Aun así en algún lugar ahi afuera un puñado de
hombres estaban desesperadamente tratando de contener un ejército.
Un humo ligero flotaba en el aire sin movimiento desde las casas de los
peones. Esta- ba tan quieto que la molienda del alimento de tortilla entre dos
piedras se podía oír perfectamente, y el lento, suave, cantar de alguna mujer
trabajando cerca de la casa grande. Las ovejas balaban para que las dejaran salir
del corral. Sobre el camino a Santo Domingo, tan lejos que parecían acentos
coloreados en el desierto, cuatro ven- dedores arreaban a sus burros. Pequeños
grupos de peones se reunían enfrente de la hacienda, señalando, mirando hacia el
Este. Alrededor del portal del gran encierro donde los soldados estaban
acuartelados, unos cuantos soldados sostenían sus caba- llos por la brida. Eso era
todo.
- Mañana a las minas -gritó Gino sobre su hombro-. Estoy muy ocupado hoy,
muy rico, las minas perdidas de ...
Se alejó demasiado para que lo oyera. Martínez lo siguió gritándome con una
sonrisa que le tenía miedo a la muerte. Recuerdo que la mayoría de ellos usaba
lentes para automóvil contra el polvo. Don Petronilo montó en su caballo, con
lentes de campo sobre los ojos. Volví a mirar las lineas de polvo, se iban
encorvando ligeramente, el sollos glorificaba, como cimitarras. Don Tomás pasó
a galope. Gil Tomás le pisaba los talones. Pero alguien venía. Un caballito
apareció corriendo al amanecer y se en- caminó hacia nosotros; el jinete
sobresalía en contraste con el polvo radiante. Iba a una gran velocidad,
hundiéndose y subiendo por el quebrado terreno ... y al hincar las espuelas para
subir la pequeña colina donde estábamos, vimos una cosa horrible. Una cascada
de sangre chorreaba de toda la parte de su frente en forma de abanico; la par- te
inferior de su boca había sido casi arrancada por una bala de nariz chata. Dirigió
las riendas hasta llegar al coronel, trató con mucho esfuerzo, terriblemente, de
decir algo; pero nada inteligible brotaba de la herida. Las lágrimas corrieron por
las mejillas del pobre hombre. Dio un grito ahogado, aguijoneando con las
espuelas al caballo y voló por el camino de Santo Domingo. Otros venían,
también, a galope tendido, aquellos que habían estado de guardia en La Puerta.
Dos o tres pasaron a través de la hacienda sin parar. El resto se arrojó sobre don
Petronilo, en un arranque de furia.
- Porque, mi joven amigo, toda una compañía de colorados está bajando por el
arroyo. Usted no los puede ver desde aquí, pero yo sí.
- También vienen por ese lado -gritó-, ¡cientos! ¡Por el otro paso! ¡Redondo
sólo tenía cinco hombres de guardia! ¡Lo tomaron prisionero y entraron al valle
antes de que él se diera cuenta!
Miramos hacia el sur. Por encima del ominoso amanecer del desierto se
divisaba una gigantesca nube de polvo blanco, brillando al sol, como una
columna bíblica de humo.
- ¡Los demás salgan y sosténganlos lejos! -gritó a los últimos veinticinco que
brinca- ron a sus sillas y se encaminaron hacia el Sur.
- Sus rifles están en el cuartel -contestó el coronel-, pero sus cartuchos están
ahí afue- ra matando a los colorados.
Cinco hincaron las espuelas a sus monturas, volaron con furia hacia La Puerta,
sin armas, sin esperanza; ¡era sublime!
Los veinticinco reclutas a los que se les había ordenado sostener el lado sur
habían cabalgado por medio kilómetro, se habían detenido, parecía que no sabían
qué hacer.
De pronto me percaté de los disparos que por algún tiempo ya estaba oyendo.
Sona- ban a una gran distancia, ni siquiera tan fuerte como el tecleo de una
máquina de es- cribir. Aún cuando llamó nuestra atención iba creciendo. El
pequeño y trivial chas- quido de los rifles se ahondó y se hizo serio. Enfrente
ahora era prácticamente conti- nuo, casi como el redoble de un tambor.
- Si algo ocurre que no nos toque a nosotros -dijo apenas a Juan Vallejo-.
Llama a mi mujer y tú y Reed vengan con ella al coche. ¡Vengan, Fernando,
Juanito! Silveyra y Juan Santillanes salieron espoleando; los tres se esfumaron
hacia La Puer- ta.
Ahora los podíamos ver; cientos de pequeñas figuras negras a caballo, por
todos lados a través del chaparral; el desierto hervía con ellos. Los gritos salvajes
de los indígenas llegaron hasta nosotros. Una bala perdida voló encima de
nosotros, después otra; des- pués una no perdida, y un ejambre silbando
ferozmente. ¡Pás! Cayeron las paredes de adobe como pedazos de barro. Los
peones y sus mujeres corrían de casa en casa, dis- traídos por el miedo. Un
soldado, con la cara negra por la pólvora, y llena de odio por la matanza y el
terror, pasó galopando, gritó que todo estaba perdido ... Apolinario apresuró a las
mulas con su arnés al lomo y comenzó a engancharlas al coche. Sus manos
temblaban. Tiró una rienda, la recogió, la volvió a tirar, temblaba. De pronto tiró
todos los arneses al suelo y echó a correr. Juan y yo corrimos. Justo entonces una
bala perdida mató a una mula. Ya nerviosos, los animales se jaloneaban con
fuerza. La punta del cambiavía del vagón voló de una carga de rifle. Las mulas
corrieron en tropel hacia el norte perdiéndose en el desierto. Después llegó la
chusma, una horda de soldados salvajes en masa, fueteando a sus aterrorizados
caballos. Pasa- ron junto a nosotros sin detenerse, sin darse cuenta, todos llenos
de sangre, sudor y negrura. Don Tomás, Pablo Arriola, después de ellos el
pequeño Gil Tomás, su caba- llo tembló y cayó muerto de miedo en frente de
nosotros. Las balas rozaban el muro por todos lados.
Tan lejos como la vista podía distinguir, por sobre cada montículo del desierto,
ven- ían más.
CAPÍTULO XI
La huida del míster
Juan Vallejo ya iba lejos, adelante, corriendo tenazmente con su rifle en una
mano. Le grité que se saliera de la carretera y obedeció, sin mirar atrás. Yo lo
seguí. Era una verdadera recta que cruzaba el desierto hacia las montañas. Éste
era liso como una mesa de billar. Nos podían ver desde kilómetros. Mi cámara
resbaló entre las piernas.
Yo seguí corriendo, corría y corría ... hasta que ya no pude más. Entonces di
unos cuantos pasos y corrí otra vez. Sollozaba en vez de respirar. Me agarrotaban
las pier- nas terribles calambres. Aquí había más chaparral, más maleza; los
cerros al pie de las montañas estaban cerca. Pero la vereda era visible en toda su
extensión desde atrás. Juan Vallejo había llegado a la base de los cerros, dos
tercios de un kilómetro adelan- te. Lo vi trepando por una pequeña altura. De
pronto aparecieron tres hombres arma- dos detrás de él y levantaron un vocerío.
Miró a su alrededor, tiró su rifle lejos, entre la maleza, y echó a correr para salvar
el pellejo. Le dispararon, pero se detuvieron para recoger el fusil. Él desapareció
sobre la cumbre; ellos también.
Yo corría. No sabía qué hora era. No estaba muy asustado. Todo parecía
increíble, como una página de Ricardo Harding Davis. Me pareció que si no
escapaba no des- empeñaría bien mi cometido. Seguí pensando para mis
adentros: Bueno, esto es cier- tamente una experiencia. Voy a tener algo sobre lo
cual escribir.
Esperé como una media hora para arrastrarme fuera del barranco. Todavía se
escu- chaban tiros en dirección de la hacienda: estaban rematando a los heridos,
según supe más tarde. No pude verlo. El vallecito en que estaba, corría más o
menos de Oriente a Occidente. Me dirigí al Occidente, hacia la sierra. Pero
todavía estaba demasiado cer- ca de la vereda fatal. Me agaché y corrí sobre el
cerro, sin mirar atrás. Más adelante había otro y después otro. Corriendo en los
cerros, caminando en los bajos a cubierto, avancé continuamente al Noroeste,
hacia las siempre cercanas montañas. Pronto no escuché más ruidos. El sol
quemaba todo abajo; las extensas cordilleras reverberaban con el calor del árido
terreno. El crecido chaparral me destrozaba las ropas y la carne. Bajo los pies, los
cactos, las plantas espinosas y las mortíferas espadas, cuyas largas espigas
entrelazadas me hacían girones las botas, sacando sangre a cada paso; y deba- jo
de ellas la arena y afiladas piedras. Era una caminata horrible. Las grandes
formas erectas de la bayoneta española tenían una gran semejanza con hombres.
Se erguían por todas partes del horizonte. Me detuve, envarado, en la cima de un
cerro alto, entre un grupo de ellas, mirando hacia atrás. La hacienda estaba tan
lejos que sólo era una mancha blanca en la inmensa vastedad del desierto. Una
delgada línea de polvo se movía de la hacienda hacia La Puerta: los colorados
llevaban sus muertos a Mapimí. El corazón me dio un brinco. Un hombre venía
del valle silenciosamente. Tenía un sarape verde sobre un brazo; nada en la
cabeza sino un pañuelo con cuajarones de sangre. Sus piernas desnudas estaban
cubiertas de sangre por las espadas. De pronto me vio y se quedó parado; después
de una pausa me hizo señas. Fui adonde estaba; no dijo ni una palabra, pero guió
nuestra marcha atrás para bajar al valle. Como a unos treinta metros más adelante
se detuvo y señaló algo. Un caballo muerto tendido en la arena con las patas al
aire; a su lado yacía un hombre, destripado por un cuchillo o espada
-evidentemente un colorado, porque su cartuchera estaba casi llena. El hombre
del sarape verde sacó una fea daga, todavía manchada con sangre, se arrodilló y
em- pezó a escarbar entre las espadas. Yo traje piedras. Cortamos una rama de
mezquite e improvisamos una cruz con ella.
-¿Qué es El Pelayo?
-Otra hacienda. Allá están algunos de los nuestros en El Pelayo; así creo ...
Seguí adelante por varias horas, corriendo en lo alto de los cerros, tambaleando
entre las crueles espadas, resbalando por las escarpadas laderas de los lechos
secos de los ríos. No había agua. No había comido ni bebido. El calor era intenso.
Cerca de las once, al rodear el recodo de una montaña, vi el exiguo pedazo gris
que era Brusquilla. Aquí pasaba el camino real; el desierto aparecía plano y
abierto. A menos de un kilómetro iba un minúsculo jinete, caminando despacio.
Pareció haber- me visto; se acercó y miró en dirección a mí un buen rato. Yo me
quedé inmóvil.
Luego siguió adelante, haciéndose más y más pequeño, hasta que al fin no
quedó sino un leve soplo de polvo. No había otra señal de vida en muchos
kilómetros. Me agaché y corrí al lado del camino, donde no había polvo. A media
legua al occidente estaba la casa de los Güereca, oculta por la gigante hilera de
álamos que bordeaban la corriente de su arroyo. Más lejos divisé un pequeño
punto rojo en la cima del cerro en que es- taba; cuando me acerqué, vi que era el
padre de los Güereca, escrutando hacia el oriente. Vino corriendo hacia abajo al
verme, agarrándome las manos.
- ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado? ¿Es cierto que los colorados tomaron La
Cadena?
- Sí, sí, bebe. Allí está el arroyo. Los colorados no deben encontrarte aquí -el
viejo miró a su alrededor angustiado; contemplaba el pequeño rancho que tanto
trabajo le había costado adquirir. Nos acabarían a todos.
- Ven acá, Juan Reed -gritó-. ¿Dónde está mi muchacho? ¿Por qué no viene?
¿Lo mataron? ¡Dime la verdad!
- Mi casa está a tus órdenes -murmuró-. ¡Pero date prisa! ¡Ándale! ¡No deben
verte aquí! ¡Yo iré al cerro para vigilar si alguien viene!
Tomé varios cuartillos de agua, engullí cuatro huevos fritos y algo de queso. El
viejo había retornado y se revolvía impaciente.
- Envié a todos mis hijos a Jaral Grande -dijo-, supimos esta mañana que todo
el valle está huyendo a las montañas. ¿Ya estás listo?
- Quédate aquí -dijo la señora-. ¡Te ocultaremos de los colorados hasta que
venga Longino!
- ¿Estás loca? ¡No deben hallado aquí! ¿Ya estás listo? ¡Ven en seguida!
-No.
- Podemos decir que somos primos del presidente Huerta -sugirió, sin
sonreírse. Froilán era un peón sin zapatos; su cara y manos, indescriptiblemente
dañadas por la edad y la porquería; yo era un gringo harapiento.
Seguimos dando saltos por varias horas. En cierto paraje salió de la maleza un
hom- bre armado y nos marcó el alto. Sus labios estaban partidos y resecos por la
sed. Las espadas habían acuchillado terriblemente sus piernas. Había escapado
por la sierra, subiendo y cayendo toda la noche. Le dimos toda el agua y el
alimento que teníamos, y partió hacia Pelayo.
Mucho después del mediodía llegó nuestro calesín a la última cumbre del
desierto; abajo de nosotros se extendía, dormida, la hacienda de Santo Domingo,
con sus altos álamos como palmeras en derredor del manantial que parecía un
oasis. Mi corazón palpitaba con violencia a medida que bajábamos. En la cancha
del gran rebote estaban jugando a la pelota dos peones. Salía del manantial la
larga cadena de aguadores. Algún fuego arrojaba un humo delgado entre los
árboles. Alcanzamos a un peón que llevaba haces de leña.
Rompió un inmenso vocerío, que venía de alrededor del fuego debajo de los
álamos:
- ¡El Míster! ¡Aquí viene el Míster! ¿Qué tal, compañero? ¿Cómo escapaste?
Me sentí muy mal. Enfermo al pensar en tantas muertes sin objeto, en esa
mezquina lucha. El alegre y buen mozo Martínez; Gino Güereca, a quien había
llegado a querer tanto; Redondo, cuya novia estaba entonces en camino para
Chihuahua a comprar su traje de bodas; y el jovial Nicanor. Parecía que al darse
cuenta Redondo de que había sido flanqueado, lo abandonaron sus hombres, por
lo que partió solo al galope hacia La Cadena, cayendo en las garras de trescientos
colorados, los que materialmente lo hicieron pedazos a tiros. Gino, Luis Martínez
y Nicanor, con otros cinco, defendieron el lado oriente de la hacienda sin ayuda,
hasta que se les agotaron las municiones y los rodeó un círculo de gente que
disparaba sobre ellos. Allí murieron. Los colorados se llevaron a la mujer del
Coronel.
- Pero ahí está un hombre que pasó por todo eso -dijo uno de los vendedores-.
Peleó hasta que no tuvo un cartucho; entonces se abrió paso entre el enemigo con
un sable. Miré a mi alrededor. ¡Rodeado por un círculo de peones boquiabiertos y
con el brazo en cabestrillo que atestiguaba su hazaña, estaba Apolinario! Me vio,
saludó fríamente, como lo hubiera hecho con uno que hubiese huido del combate,
y siguió su relato. Estuvimos jugando rebote Froilán y yo durante toda la tarde.
Era un día soporífero, con ambiente de paz. Una brisa ligera hacía susurrar las
ramas altas de los grandes árboles; el sol poniente, desde más allá del cerro que
está detrás de Santo Domingo, coloreaba las elevadas copas de los árboles. Era
una extraña puesta de sol. El cielo se hizo opaco con una nube ligera antes del
mediodía. Primero se puso de color rosado; después, escarlata; luego todo el
firmamento se tomó de pronto de un intenso color de sangre.
Don Petronilo venía al frente, con la cabeza baja y los brazos cruzados; las
riendas caían, sueltas, sobre el cuello de su indeciso, tambaleante caballo. En
seguida, atrás de él, venía Juan Santillana, pálido y enjuto, su cara envejecida.
Fernando Silveyra, todo harapos, arrastrado por su montura. Cuando vadearon la
escasa corriente, levan- taron los ojos y me miraron. Don Petronilo saludó
débilmente con la mano; Fernando gritó:
- ¡Pero cómo, allí está el Míster! ¿Cómo escapaste? Creímos que te habrían
matado seguramente.
- No lloro por ellos -exclamó, retorciéndose las manos-. Hoy perdi todo lo que
más quería. Se llevaron a mi mujer, que era mía, mi nombramiento y todos mis
papeles, y todo mi dinero. Pero me tortura la pena al pensar en mis espuelas de
plata, incrustadas de oro, que compré el año pasado en Mapimí. Se despidió,
abatido.
Pero cuando llegó donde silbaban las balas y retumbaban los cañones, se
tranquilizó en seguida. Ese caballo era de raza pura ... Sus padres deben haber
sido todos guerre- ros. En torno a Gino había cuatro o cinco héroes más; casi
todos sus cartuchos esta- ban agotados. Pelearon hasta que en el frente y de
ambos costados se les cerraron las líneas dobles de colorados galopando. Gino
estaba a pie, al lado de su caballo; de pronto una rociada de balas tocó al animal
en varias partes; suspiró y cayó muerto.
-¡Corran ahora que es tiempo todavía! -les decía Gino, sacudiendo su rifle
humeante sobre ellos.
Juan interrumpió:
Los elevados penachos de los árboles se habían entristecido por la falta de luz;
parec- ían estar erguidos entre la lluvia de estrellas arriba, en la honda cúpula.
Los vendedo- res habían avivado su pequeña fogata; el tranquilo murmullo de su
charla en voz baja llegaba hasta nosotros. Las puertas abiertas en las chozas de
los peones arrojaban su titubeante luz de velas. Venía del río una silenciosa línea
de muchachas vestidas de negro con cántaros de agua en sus cabezas. Las
mujeres molían su maíz con el monó- tono crujir de las piedras. Los perros
ladraban. El repiqueteo de los cascos marcaba el paso de la caballada hacia el río.
A lo largo del enrejado, frente a la casa de don Pe- dro, los guerreros fumaban y
peleaban otra vez la batalla, pataleando en derredor y gritando las descripciones
que hacían.
- Tomé mi rifle por el cañón y lo estrellé en su cara grotesca, así como ...
-narraba otro, gesticulando.
Los peones, acuclillados alrededor, oían sin respirar ... Y, mientras tanto, la
macilenta procesión de los vencidos se arrastraba por el camino al cruzar el río.
- Ven acá -le ordenó el capitán-. ¡Ándale! Se levantó sin proferir palabra y
vadeó el arroyo. En el mismo orden subieron a la otra orilla; allí desmontó el
capitán, extendió la mano hacia el rifle que ella llevaba y dijo:
- ¡Arregla mi cena!
Echó a andar hacia las casas donde el resto de los soldados estaban sentados.
Isabel se acuclilló sobre sus rodillas y juntó ramas secas para hacer fuego. Poco
des- pués ardía una pequeña hoguera. Llamó a un chiquillo con la rígida y
chillona voz que tienen las mujeres mexicanas:
- ¡Oye, chamaco, tráeme un poco de agua y maíz para darle de comer a mi
hombre!
- Y bien -dijo-. ¿Es usted el gringo que corrió tantos kilómetros de los
colorados, dis- parándole por detrás?
El chamaco llegó dando traspiés, trayendo una vasija de barro y una brazada de
ma- zorcas de maíz que echó a sus pies. Isabel desató de su challa pesada artesa
de piedra, el metate, que usan las mujeres mexicanas, y empezó a desgranar
mecánicamente el maíz, echándolo dentro.
-No recuerdo haberte visto en La Cadena -le dije-. ¿Estuviste allá mucho
tiempo?
¡Ah, esta guerra no es cosa para mujeres! -Lloraba. Don Félix salió de la
oscuridad, con un cigarro en la boca.
- Me voy con este señor -contestó Isabel nerviosamente-. Me voy a quedar con
él ...
- ¿Tú ...? -comenzó a tragar gordo-. Tú eres mi mujer. ¡Oiga, señor, ésta que
está aquí es mi mujer!
- Sí -dije-. Es su mujer. Yo no tengo nada que ver con ella. Pero está muy
cansada y no se siente bien; le he ofrecido mi cama por esta noche.
- ¡Eso está muy mal, señor! -exclamó el capitán con voz tronante-. Usted es
huésped de esta tropa y amigo del coronel, pero ésta es mi mujer y yo la quiero ...
- ¡Oh! -Isabel comenzó a llorar-. ¡Hasta pronto señor! Me cogió del brazo y tiró
de mí para caminar.
Todos habíamos estado viviendo en una pesadilla de lucha y muerte. Creo que
todos estaban un poco aturdidos y excitados. Yo lo estaba. Pero ya los peones y
los solda- dos habían empezado a reunirse en torno nuestro; al seguir adelante, la
voz del ca- pitán subió de tono, detallando al grupo reunido la injusticia de que
era víctima:
Nos pasó adelante, dirigiéndose hacia el cuartel del coronel, con su cara
evasiva y voz borboteante.
- Bueno -replicó el coronel con calma-, si ambos desean irse, creo que no
podemos hacer nada para impedírselo, ¿verdad?
La noticia circuló con la rapidez del rayo. Una legión de muchachos nos seguía
de cerca, lanzando las regocijadas groserías que acostumbran gritar detrás de los
cortejos rústicos a los recién casados. Pasamos el bordo donde estaban sentados
los heridos y los soldados, que hacían visajes y observaciones escabrosas,
agudas, como si se trata- ra de un matrimonio. Todo ello no era soez o sugestivo;
sus bromas eran sanas y ale- gres. Se sentían sinceramente felices por nosotros.
Cuando nos acercamos a la casa de don Pedro nos dimos cuenta de que había
muchas velas adentro. Él, su mujer e hija estaban atareados con las escobas,
barriendo y vol- viendo a barrer el piso de tierra y rociándolo con agua. Habían
puesto ropa nueva de cama y encendido el candelero de fiesta ante la mesa del
altar de la Virgen. Sobre el marco de la puerta colgaba un festón de botones en
flor, de papel, reliquias decoloradas de muchas Navidades ante- riores (porque
era en invierno) y no había flores naturales.
- Que pases una feliz noche -dijo con voz queda, y cerró la puerta. La sobria
Isabel hizo los menesteres del cuarto y apagó todas las velas, excepto una.
- Espero que ya esté listo -refunfuñó, tomando las tortillas que ella le dio-.
Necesitas mucho tiempo para hacer un pequeño desayuno. ¡Caramba! ¡Cómo!
¿No hay café? Se fue, mascando a dos carrillos.
- ¿Te vas? -le pregunté curiosamente. Isabel me miró con los ojos muy
abiertos.
SEGUNDA PARTE
CAPÍTULO I
Villa acepta una medalla
Cuando Villa estuvo en Chihuahua, dos semanas antes del avance sobre
Torreón, el cuerpo de artillería de su ejército decidió condecorarlo con una
medalla de oro por heroísmo personal en el campo de batalla.
- ¡Ya viene! ¡Viva Villa! ¡Viva Madero! ¡Villa, el amigo de los pobres! Se oyó
un vocerío que venía de atrás de la multitud y se extendía como una llamarada a
un ritmo creciente hasta que parecía levantar a millares de sombreros sobre las
ca- bezas. La banda comenzó a tocar el himno nacional mexicano, mientras Villa
llegaba caminando a pie por la calle.
Y durante todo esto, Villa, cabizbajo en el trono, con la boca abierta, recorría
todo en su derredor con sus pequeños ojos astutos. Bostezó una o dos veces; pero
la mayor parte del tiempo parecía meditar, con algún intenso divertimiento
interno, como un niño pequeño en una iglesia, que se pregunta qué significa todo
aquello. Sabía, desde luego, qué era lo correcto; quizá sintió una ligera vanidad,
ya que esta ceremonia convencional era dedicada a él. Pero al mismo tiempo le
fastidiaba. Por último, con una actitud solemne, se adelantó el coronel Servín con
la diminuta caja de cartón que contenía la medalla. El general Chao tocó a Villa
con el codo, po- niéndose éste de pie.
Villa extendió las manos ávidamente, igual que un chiquillo por un juguete
nuevo. Se le hacía tarde para abrir la caja y ver lo que había dentro. Un silencio
expectante in- vadió a todos, a la multitud en la Plaza inclusive. Villa vio la
medalla, se rascó la ca- beza y, en medio de un respetuoso silencio, dijo
claramente:
- ¡Ésta es una miserable pequeñez para darla a un hombre por todo el heroísmo
de que hablan ustedes!
CAPÍTULO II
El ascenso de un bandido
Durante veintidós años Villa fue un bandolero. Cuando sólo era un muchacho
de die- ciséis años, repartiendo leche en las calles de Chihuahua, mató a un
funcionario del gobierno y se fue al monte. Se dice que el funcionario había
violado a su hermana, pero es más probable que la causa haya sido la
insoportable altanería de Villa. Eso, en sí, no le hubiera puesto fuera de la ley por
mucho tiempo en México, donde la vida humana vale tan poco; pero, ya fugitivo,
cometió el imperdonable crimen de robarle ganado a los ricos hacendados. Desde
entonces, hasta el estallido de la revolución de Madero, el gobierno mexicano
tenía puesto un precio a su cabeza.
Villa era hijo de peones ignorantes. Nunca fue a la escuela. No tenía el más
leve con- cepto de lo complejo de la civilización, y cuando, por último, volvió a
ella, era un hombre maduro, de una extraordinaria sagacidad natural, que se
encontraba en pleno siglo XX con la ingenua sencillez de un salvaje.
Es casi imposible obtener datos exactos sobre su vida como bandolero. Hay
relatos de atentados que cometió en los viejos archivos de los periódicos locales
y en los infor- mes del gobierno, pero esas fuentes son parciales; su nombre se
hizo tan famoso co- mo bandido, que todos los robos de trenes, asaltos y
asesinatos en el norte de México eran atribuidos a Villa ... No obstante, creció un
inmenso acervo de leyendas popula- res entre los peones, en torno a su nombre.
Hay muchas canciones y corridos cele- brando sus hazañas, los que se oyen
cantar a los pastores de carneros, al calor de sus hogueras, por la noche, en las
montañas, que son la reproducción de las coplas here- dadas de sus padres o que
otros compusieron extemporáneamente. Por ejemplo, se cuenta la historia de
cómo Villa, enfurecido al saber de la miseria de los peones de la hacienda de Los
Álamos, reunió una pequeña banda y cayó sobre la Casa Grande, la cual saqueó,
distribuyendo los frutos del pillaje entre la gente pobre. Arreó millares de cabezas
de ganado de los Terrazas y las llevó a través de la frontera. Caia sobre una mina
en bonanza y se apoderaba del oro o plata en barras. Cuando necesitaba maíz,
asaltaba el granero de algún rico. Reclutaba casi abiertamente en las rancherías
alejadas de los caminos muy transitados y de los ferrocarriles, organizando a los
ban- didos en las montañas. Muchos de los actuales soldados rebeldes
pertenecían a su banda, y varios de los generales constitucionalistas, como
Urbina. Sus dominios con- finaban sobre todo al sur de Chihuahua y al norte de
Durango; pero se extendían des- de Coahuila, cruzando la República, hasta el
Estado de Sinaloa.
Era conocido en todas partes como El Amigo de los Pobres. Fue una especie de
Robin Hood mexicano.
Durante todos estos años aprendió a no confiar en nadie. Cuando hacía sus
jornadas secretas a través del país con un acompañante leal, acampaba a menudo
en un lugar despoblado y allí despedía a su guía; dejaba una fogata ardiendo y
cabalgaba toda la noche para alejarse de su fiel acompañante. Así fue cómo Villa
aprendió el arte de la guerra; y hoy, en el campo, cuando llega el ejército para
acampar en la noche, Villa tira las bridas de su caballo a un asistente, se echa el
sarape sobre los hombros y se va, solo, a buscar el abrigo de los cerros. Parece
que nunca duerme. En medio de la noche se presenta de improviso en cualquier
parte de los puestos avanzados, para ver si los centinelas están en su lugar;
cuando retorna en la mañana, viene de una direc- ción distinta. Nadie, ni siquiera
el oficial de mayor confianza en su Estado Mayor, conoce nada de sus planes
hasta que está listo para entrar en acción.
Huerta puso a Villa al mando de las avanzadas, para que él y los veteranos del
ejérci- to maderista hicieran la tarea más peligrosa y llevaran la peor parte,
mientras los vie- jos batallones de líneas federales se quedaban atrás protegidos
por su artillería. En Jiménez, Huerta mandó inesperadamente a Villa ante una
corte marcial, acusándolo de insubordinación, diciendo haberle telegrafiado una
orden a Parral, la cual mani- festó Villa no haber recibido. La corte marcial duró
quince minutos, y el futuro y más poderoso antagonista de Huerta fue
sentenciado a ser fusilado.
Desde ese tiempo hasta que estalló el último levantamiento, Villa vivió en El
Paso, Texas, y salió de allí en abril de 1913, para conquistar a México con cuatro
acompa- ñantes, llevando tres caballos, dos libras de azúcar y café y una de sal.
Hay una anécdota relacionada con eso. No tenía dinero suficiente para comprar
caba- llos, ni sus amigos tampoco. Decidió enviar a dos de ellos a una pensión
local de ca- ballos de alquiler, donde sacaron algunos todos los días durante una
semana. Pagaban siempre cuidadosamente el alquiler, de modo que cuando
solicitaron ocho caballos, el propietario de la pensión no vaciló en confiar que se
los devolverían. Seis meses des- pués, cuando Villa entró victorioso en Juárez, a
la cabeza de un ejército de cuatro mil hombres, su primer acto público fue remitir
con un mensajero una cantidad doble de lo que costaban los caballos robados.
Reclutó a sus hombres en las montañas cerca de San Andrés. Era tan grande su
popu- laridad, que en el término de un mes había levantado un ejército de tres mil
soldados; en dos meses había arrojado a las guarniciones federales de todo el
Estado de Chihu- ahua, obligándolas a refugiarse en la misma ciudad de este
nombre; a los seis meses había tomado Torreón; y en siete meses y medio había
caído en su poder Ciudad Juárez; el ejército de Mercado había salido de
Chihuahua y el norte de México estaba casi liberado.
CAPÍTULO III
Un peón en política
Muchas veces se ha dicho que Villa tuvo éxito porque disponía de consejeros
educa- dos. En realidad, estaba casi solo. Los consejeros que tenía pasaban la
mayor parte de su tiempo dando respuesta a sus preguntas impacientes y
haciendo lo que él les decía que hicieran. Yo acostumbraba ir algunas veces al
Palacio del gobernador en la ma- ñana temprano y esperarlo en su despacho.
Silvestre Terrazas, secretario de gobierno, Sebastián Vargas, tesorero del Estado,
y Manuel Chao, entonces interventor, llegaban como a las ocho, muy bulliciosos
y atareados, con enormes legajos de informes, su- gestiones y decretos que
habían elaborado. Villa mismo se presentaba como a las ocho y media, se
arrellanaba en su silla y les hacía leer en alta voz lo que había. A cada minuto
intercalaba una observación, corrección o sugestión. De vez en cuando movía su
dedo atrás y adelante y decía:
-No sirve.
- Entiendo que el Estado deba pagar algo al pueblo por el empleo de su dinero,
pero ¿cómo puede ser justo que le sea devuelto éste triplicado o cuadruplicado?
Así fue como se echaron a andar las prensas en los sótanos del palacio del
gobernador e imprimieron dos millones de pesos en papel sólido, en los cuales
aparecían las fir- mas de los funcionarios del gobierno, con el nombre de Villa
impreso en medio de los billetes con grandes caracteres. La moneda falsa que
inundó después El Paso se dis- tinguía de la legítima por el hecho de que los
nombres de los funcionarios aparecían firmados y no estampados.
Pero ni así salían la plata y el papel moneda de su escondite bajo tierra, y Villa
los necesitaba para adquirir armas y otras cosas para su ejército. De modo que
hizo la sencilla declaración pública de que, después del 10 de febrero, sería
considerada ile- gal la circulación de la plata y papel moneda que se ocultaba,
pudiendo cambiarse antes de esa fecha toda la que se deseara, por su propia
moneda, a la par, en la Teso- rería del Estado. Pero las grandes sumas en poder
de los ricos siguieron ocultas. Los financieros dijeron que sólo se trataba de una
baladronada, y se mantuvieron firmes. Entonces el 10 de febrero apareció un
decreto, fijado en todas las paredes de la ciudad de Chihuahua, anunciando que a
partir de esa fecha toda la plata acuñada y los bille- tes de banco mexicanos
serían moneda falsa y no podrían ser cambiados por la mone- da de Villa en la
Tesorería. Además, cualquiera que tratara de hacerlo circular, que- daría sujeto a
sesenta días de prisión en la penitenciaría. Se levantó un griterío clamo- roso, no
sólo de los capitalistas sino también de los astutos avaros de poblados distan- tes.
- Pero, mi general -decía el que llevaba la voz-, nosotros no sabíamos nada del
decre- to y usábamos los billetes y la plata en nuestro pueblo. Ignorábamos lo de
su moneda, no supimos ...
- Sí, mi general.
- ¿Tres, cuatro o cinco mil, tal vez?
- Válgame Dios -y comenzó a llorar el más viejo de los tres, que sudaban
copiosa- mente.
- Les daré otra oportunidad -dijo-, no lo haré por ustedes, sino por la gente
pobre del pueblo que no puede comprar nada. El miércoles próximo, al mediodía,
traen todo su dinero, hasta el último centavo, a la Tesorería; entonces veré lo que
puede hacerse.
La gran pasión de Villa eran las escuelas. Creía que la tierra para el pueblo y
las es- cuelas resolverían todos los problemas de la civilización. Las escuelas
fueron una obsesión para él. Con frecuencia se le oía decir:
- Cuando pasé esta mañana por tal y tal calle, vi a un grupo de niños.
Pongamos allí una escuela.
Chihuahua tiene una población menor de 40,000 personas. En diversas
ocasiones, Villa estableció más de cincuenta escuelas allí. El gran sueño de su
vida era enviar a su hijo a una escuela de los Estados Unidos. Tuvo que
abandonar la idea por no tener dinero suficiente para pagar el medio año de
enseñanza, al abrirse los cursos en febre- ro.
- Lo único que debe hacerse con los soldados en tiempo de paz -decía Villa-, es
po- nerlos a trabajar. Un soldado ocioso siempre está pensando en la guerra. En
cuanto a los enemigos políticos de la revolución era tan sencillo como justo, así
como efectivo. Dos horas después que entró al palacio del gobernador, vinieron
en grupo los cónsules extranjeros a pedirle protección para los doscientos
soldados federales que habían quedado como fuerza policíaca, a solicitud de los
extranjeros. Antes de contestarles,
- ¡Muy bien! -dijo Villa-. Dígales que hagan sus maletas. Cualquier español
que sea detenido dentro de los límites del Estado después de cinco días, será
llevado a la pa- red más cercana por un pelotón de fusilamiento.
- General, no discuto sus motivos, pero creo que está usted cometiendo un
grave error político al expulsar a los españoles. El gobierno de Washington
vacilará mucho tiem- po antes de ser amigo de un bando que hace uso de tan
bárbaras medidas.
Scobell insistió con vehemencia diciendo que cinco días era un plazo
demasiado cor- to, que él no podría comunicarse posiblemente con todos los
españoles del Estado durante ese término; entonces Villa lo extendió a diez días.
A los mexicanos ricos que habían oprimido al pueblo y que se habían opuesto a
la revolución los expulsó del Estado y les confiscó rápidamente sus vastas
propiedades. De un plumazo pasaron a ser propiedad del gobierno
constitucionalista cerca de siete millones de hectáreas e innumerables empresas
comerciales de la familia Terrazas, así como las inmensas posesiones de los Creel
y los magníficos palacios que había en la ciudad. Sin embargo, al recordar cómo
los Terrazas, desde el destierro, habían finan- ciado la rebelión de Orozco, dio a
don Luis Terrazas, jr., su propia casa como cárcel en Chihuahua. Algunos
enemigos políticos, particularmente odiados, fueron ejecuta- dos prontamente en
la penitenciaria. La Revolución tiene un libro negro en el que están consignados
los nombres, los delitos y las propiedades de aquellos que han oprimido y robado
al pueblo. No se atreve a molestar a los alemanes, quienes han sido
especialmente activos en la política, a los ingleses y a los norteamericanos. Sus
páginas en el libro negro serán abiertas cuando se establezca el gobierno
constitucio- nalista en la Ciudad de México; allá también le ajustará las cuentas
el pueblo mexica- no a la Iglesia católica.
Villa supo que estaban escondidas en alguna parte de Chihuahua las reservas
del Banco Minero, que eran cerca de 500,000 pesos en oro. Uno de los directores
del banco era don Luis Terrazas quien, al negarse a revelar el sitio donde se
ocultaba el dinero, fue sacado una noche de su casa por Villa y un pelotón de
soldados, que lo montaron en una mula y lo condujeron al desierto, colgándolo
de un árbol. Lo descol- garon apenas a tiempo de salvarle la vida, y para que
guiara a Villa a una antigua fra- gua en la fundición de los Terrazas, bajo la cual
fue descubierta la reserva de oro del Banco Minero. Terrazas volvió a su prisión
muy enfermo. Villa envió un aviso a su padre a El Paso, proponiéndole dejar en
libertad a su hijo a cambio de pago, como rescate, de los 500,000 pesos.
CAPÍTULO IV
El lado humano
Villa tiene dos mujeres, una tranquila y sencilla mujer que lo ha acompañado
durante sus largos años de proscrito, que reside en El Paso; la otra, una joven
delgada, como una gata, que es la señora de su casa en Chihuahua. Villa no hace
un misterio de ello, aunque últimamente los mexicanos educados, formalistas,
que se han reunido a su alrededor cada vez en mayor número, han tratado de
ocultar los hechos. Entre los peones no sólo no es extraño, sino que acostumbran
tener más de una compañera. Se han esparcido muchas historias sobre las
violaciones de mujeres por Villa. Le pre- gunté si eran verídicas. Se jaló el bigote
y se me quedó mirando fijamente largo rato con una expresión inescrutable.
Fascina observarlo descubrir nuevas ideas. Hay que tener presente que ignora
en ab- soluto las dificultades, confusiones y reajustes de la civilización moderna.
- El socialismo, ¿es alguna cosa posible? Yo sólo lo veo en los libros, y no leo
mucho. Una ocasión le pregunte si las mujeres votarían en la nueva República.
Estaba exten- dido sobre su cama, con el saco sin abotonar.
- Bueno -dijo, rascándose la cabeza-. Si lo hacen allá, no veo por qué no deban
hacer- lo aquí.
- Puede ser que sea como usted dice -y agregó-, pero nunca había pensado en
ello. Las mujeres, creo, deben ser protegidas, amadas. No tienen una mentalidad
resuelta. No pueden juzgar nada por su justicia o sinrazón. Son muy compasivas
y sensibles. Por ejemplo -añadió-, una mujer no daría la orden para ejecutar a un
traidor.
- No estoy muy seguro de eso, mi general -le contesté-. Las mujeres pueden ser
más crueles y duras que los hombres. Me miró fijamente atusándose el bigote. Y
después comenzó a reírse. Miró despacio hacia donde su mujer ponía la mesa
para almorzar.
-Oh, bueno, fusílalos -contestó la señora. Villa rió entre dientes, complacido.
- Hay algo de cierto en lo que usted dice -hizo notar. Y durante varios días
después acosó a la cocinera y a las camareras preguntándoles quién les gustaría
para presiden- te de México.
Nunca se perdía una corrida de toros. Todas las tardes, a las cuatro, se le
encontraba en la gallera, donde hacía pelear a sus propios gallos con la entusiasta
alegría de un muchacho. En la noche jugaba al faro en alguna casa de juego. En
ocasiones, ya avanzada la mañana, mandaba buscar con un correo rápido a Luis
León, el torero; llamaba personalmente por teléfono al matadero, preguntando si
tenían algunos toros bravos en el corral. Casi siempre los tenían y, entonces
corríamos a caballo por las calles, como más de medio kilómetro, hasta los
grandes corrales de adobe. Veinte vaqueros separaban al toro de la manada, lo
derribaban y ataban para recortarle los cuernos. Entonces Villa, Luis León y
todos los que querían tomaban las capas rojas profesionales del toreo y bajaban a
la arena. Luis León, con la cautela del conocedor; Villa, tan porfiado y tosco
como el toro, nada ligero con los pies, pero rápido como un animal con el cuerpo
y los brazos. Villa se iba directamente hasta el animal que piafaba enfurecido, y
lo golpeaba, atrevido, en la cara, con la capa doble y así, por media hora,
practicaba el deporte más grande que jamás he visto. Algunas veces, los cuernos
recortados del toro alcanzaban a Villa en las asentaderas de sus pantalones y lo
lanzaban a través del coso; entonces se volvía y cogía al animal por los cuernos y
luchaba con él, bañado de sudor el rostro, hasta que cinco o seis compañeros se
col- gaban de la cola del toro y lo arrastraban bramando y levantando una gran
polvareda. Villa no bebe ni fuma, pero a bailar no le gana el más enamorado
galán en México. Cuando se dio al ejército la orden de avanzar sobre Torreón,
Villa hizo un alto en Camargo para apadrinar la boda de uno de sus viejos
compadres. Bailó continuamen- te, sin parar, dijeron, toda la noche del lunes,
todo el día martes y la noche, llegando al frente el miércoles en la mañana con
los ojos enrojecidos y un aire de extrema lan- guidez.
CAPÍTULO V
Los funerales de Abraham González
La velada se desarrolló en forma ordenada, fatigosa, como por dos horas. Los
orado- res locales, trémulos de miedo, iban al foro y prodigaban la acostumbrada
y excesiva oratoria castellana. Unas niñas, que se atropellaban entre sí,
asesinaron el Adiós de Tosti. Villa, con los ojos fijos en aquella caja de madera,
no se movía ni hablaba. En el momento oportuno tocó mecánicamente la
campanilla, pero después ya no soportó más el cansancio. Un mexicano gordo,
enorme, iba por la mitad de la ejecución del Largo, de Haendel, en el piano,
cuando Villa se levantó. Puso los pies en la barandilla del palco y saltó al foro, se
arrodilló y tomó la urna en sus brazos. El Largo de Haen- del se fue
extinguiendo. Un asombro silencioso paralizó al auditorio. Sosteniendo la caja
negra en sus brazos, tal como lo haría una madre con su niño, sin mirar a nadie,
Villa empezó a bajar los escalones del foro y subió al pasillo. La concurrencia se
le- vantó instintivamente. A medida que iba pasando por las puertas que se abrían
ante él, lo iban siguiendo silenciosos los demás. Caminaba a grandes pasos,
arrastrando su espada por el suelo, entre las filas de los soldados que esperaban.
Cruzó la oscura plaza hasta el Palacio del Gobernador y, ya allí, colocó con sus
propias manos la urna mortuoria sobre la mesa cubierta de flores que la esperaba
en el Salón de Audiencias. Se había establecido que hicieran la guardia cuatro
generales cada turno de dos horas. Las velas arrojaban en derredor una luz opaca
sobre la mesa y el piso; el resto del salón estaba en tinieblas. Una masa compacta
apiñada en la puerta respiraba silencio- sa. Villa se despojó de la espada y la tiró
ruidosamente a un rincón. Tomó su rifle de la mesa y se dispuso a hacer la
primera guardia.
CAPÍTULO VI
Villa y Carranza
Les parece increíble, a quienes no lo conocen, que esta figura notable, que en
tres años ha surgido de la oscuridad a la posición más destacada en México, no
aspire a la presidencia de la República. Esa actitud está en perfecto acuerdo con
la sencillez de su carácter. Cuando se le interroga sobre el particular, contesta
siempre con toda cla- ridad. Nada de sofismas sobre si puede o no ser presidente
de México. Ha dicho: - Soy un combatiente, no un hombre de Estado. No soy lo
bastante educado para ser presidente. Apenas aprendí a leer y escribir hace dos
años. ¿Cómo podría yo, que nunca fui a la escuela, esperar poder hablar con los
embajadores extranjeros y con los caballeros cultos del Congreso? Sería una
desgracia para México que un hombre in- culto fuera su presidente. Hay una cosa
que yo no haré: es la de aceptar un puesto para el que no estoy capacitado. Existe
una sola orden de mi jefe (Carranza) que me negaría a obedecer si me la diera: la
de ser presidente o gobernador.
CAPÍTULO VII
Las leyes de la guerra
Hasta hoy, los ejércitos de México siempre han llevado con ellos a cientos de
mujeres y niños de los soldados; Villa fue el primero en pensar y llevar a cabo las
marchas relámpago de las caballerías, dejando a las mujeres atrás. Hasta la época
presente, ningún ejército mexicano había abandonado su base; siempre se
pegaban al ferrocarril y a los trenes de aprovisionamiento. Pero Villa sembró el
terror entre el enemigo de- jando sus trenes y lanzando todos sus efectivos
armados al combate, como lo hizo en Gómez Palacio. Fue el inventor en México
de la más desmoralizadora forma de com- bate: el ataque nocturno. Cuando se
retiró con todo su ejército en vista del avance de Orozco desde la Ciudad de
México, después de la caída de Torreón el pasado mes de septiembre, atacó
durante cinco días consecutivos a Chihuahua sin éxito; pero fue un golpe terrible
para el general de los federales, al levantarse una mañana, el saber que al abrigo
de la noche Villa se había escurrido en torno de la ciudad, capturando un tren de
carga en Terrazas y cayendo con todo su ejército sobre la relativamente inde-
fensa Ciudad Juárez. ¡No fue un paseo militar! Villa se encontró con que no
disponía de bastantes trenes para transportar a todos sus soldados, aun cuando
había tendido una emboscada y capturado un tren de tropas federales, enviado al
sur por el general Castro, comandante federal en Ciudad Juárez. De modo que
telegrafió a dicho gene- ral, firmando con el nombre del coronel que mandaba las
tropas del tren, lo siguiente:
- Si un ejército invasor toma una ciudad al enemigo ¿qué debe hacerse con las
muje- res y los niños?
Hasta donde se puede ver las Reglas de la Guerra no tuvieron éxito en cambiar
los métodos originales de Villa para la lucha. Ejecutaba a los colorados siempre
que los capturaba, porque decía:
- Son peones como los revolucionarios y ningún peón debe estar contra la
causa de la libertad, a menos que sea un malvado.
Pero a los simples soldados federales los ponía en libertad porque eran
forzados y, además, creían que luchaban por la patria. No se registra un caso en
que haya matado injustificadamente a un hombre. Cualquiera que lo hiciera era
fusilado en el acto, con excepción de Fierro.
Villa, que nunca había oído hablar de las Reglas de la Guerra, llevaba en su
ejército el único hospital de campaña de alguna efectividad, como no lo había
llevado nunca ningún ejército mexicano. Consistía en cuarenta carros-caja,
esmaltados por dentro, equipados con mesas para operaciones y todo el
instrumental quirúrgico más moder- no, manejados por más de sesenta doctores y
enfermeras. Durante los combates, todos los días corrían trenes rápidos llenos de
heridos graves, del frente a los hospitales de base en Parral, Jiménez y
Chihuahua. Se hacía cargo de los federales, para su aten- ción, con el mismo
cuidado que para sus propios hombres. Delante de su tren de aprovisionamiento
iba otro tren, conduciendo dos mil sacos de harina, café, maíz, azúcar y
cigarrillos, para alimentar a toda la población famélica del campo, en las
cercanías de las ciudades de Durango y Torreón.
TERCERA PARTE
CAPÍTULO I
El hotel de doña Luisa
- Señor -me dijo-, usted puede viajar gratis de hoy en adelante por toda la
República. Juan Algomero está a sus órdenes.
Un oficial uniformado muy elegante, a cuyo costado colgaba una espada, iba
en la parte trasera del coche. Manifestó que iba para el frente, a ofrendar su vida
por la pa- tria. Su único equipaje consistía en cuatro jaulas de madera para
pájaros, llenas de alondras de las praderas. Más atrás todavía estaban sentados
dos hombres, uno frente al otro, al través del pasillo, cada uno con un saco blanco
con algo que se movía y cloqueaba. Tan pronto como el tren se puso en
movimiento, abrieron los sacos, des- empacando a dos grandes gallos, que
vagaban poco después por los pasillos, comién- dose las migajas, colillas de
cigarros. Los dueños levantaron las voces acto seguido.
- ¡Pelea de gallos, señores! ¡Cinco pesos sobre este hermoso y valiente gallo;
cinco pesos, señores!
Un momento después había cinco parejas, todos hombres, desde luego, que
danzaban vertiginosamente al compás de una marcha. Un campesino, viejo y
ciego, subió ayu- dado a su asiento, desde donde, tembloroso, declamó una larga
balada sobre las heroicas hazañas del gran general Maclovio Herrera. Todos
prestaron silenciosa aten- ción y arrojaron unos centavos en el sombrero del
anciano. De vez en cuando llega- ban hasta nosotros los ecos de los cantares de
los soldados que iban en los carros-caja de adelante y el sonido de sus disparos
contra algún coyote que veían entre los mez- quites. Entonces todo el mundo, en
nuestro carro, se abalanzaba a las ventanillas sa- cando sus pistolas y haciendo
fuego furiosa y rápidamente.
Durante toda la larga tarde caminamos a paso lento hacia el Sur; los rayos
solares del Occidente nos quemaban al darnos en la cara. A cada hora, más o
menos, parábamos en alguna estación hecha pedazos por un bando u otro durante
los tres años de Revo- lución; allí era asediado el tren por los vendedores de
cigarrillos, piñones, botellas de leche, camotes y tamales, envueltos en hojas de
maíz. Las viejas bajaban del tren, chismorreaban y hacían un pequeño fuego
donde preparaban el café. Acuclilladas, fumaban sus cigarrillos de hoja de maíz y
se contaban interminables historias amoro- sas.
- Hay tantos malvados generales borrachos hoy por aquí, que tuve que cerrar la
puer- ta. No quiero a los mexicanos ... hijos de ... aquí.
Y Orozco se fue.
CAPÍTULO II
Duelo en la madrugada
- ¡Alto!
- A ver a María.
El capitán sonrió.
- Pues voy de todos modos. Soy tan rápido como usted con mi pistola, señor.
-¡Perfectamente!
-¡Dos!
Rápido como un destello el gordo bajó el brazo que llevaba levantado, giró
sobre sí mismo en la vacilante, tenue luz, y un poderoso estruendo fue
perdiéndose lentamente en la oscura noche. El sombrero Stetson del otro hombre,
cuya espalda no se había vuelto aún, hizo un pequeño y raro vuelo a poco más de
tres metros lejos de él. Giró sobre sí mismo; pero el capitán ya estaba subiendo a
su automóvil.
Los dedos asomaban de sus zapatos; ninguno tenía más que los restos de los
calceti- nes; todos sin afeitar. Un joven, casi un chiquillo, llevaba el brazo en
cabestrillo, hecho de una piltrafa de sábana. Me hicieron lugar alegremente, se
levantaron, me rodearon, dijeron ruidosamente lo bueno que era encontrar a otro
norteamericano en- tre todos esos mugrientos.
- Anoche nos dieron nuestras bajas honorablemente y nos echaron del cuartel
-dijo uno al que le faltaba una pierna y tenía el pelo rojo.
- Y no hemos encontrado dónde dormir, ni nada que comer ... -interrumpió un
peque- ño de ojos grises, al que llamaban El Mayor.
- Para mí, los buenos Estados Unidos -suspiró un moreno y bien parecido
irlandés, que no había hablado antes-. Regreso a San Francisco para guiar un
camión otra vez. Estoy harto de mugrosos, mala comida y mal modo de pelear.
- Yo tengo dos bajas honorables del ejército de los Estados Unidos -anunció
orgullo- samente el joven soldado-. Serví en toda la campaña contra España, sí,
señor. Soy el único soldado en este grupo.
- Salí de una escuela correccional en Wisconsin -dijo-, y creo que hay algunos
polic- ías esperándome en El Paso. Siempre había querido matar a alguno con un
rifle; esto lo hice en Ojinaga, y todavía no estoy satisfecho. Nos dijeron que
podemos quedarnos si firmamos los documentos de ciudadanía mexicana; creo
que los firmaré mañana temprano.
- Usted no lo hará -gritaron los otros-. Ésa es una mala pasada. Supongamos
que vie- ne la intervención y que tienes que disparar contra tu propia gente. A mí
no me verás firmando mi conformidad para ser un mugroso.
- Eso se arregla fácilmente -dijo El Mayor-. Cuando vuelva a los Estados
Unidos, les dejo mi nombre aquí. Me quedaré hasta que tenga lo bastante para
retornar a Georgia y poner una fábrica con mano de obra infantil.
El soldado tenía como treinta años; el irlandés veinticinco, y los otros entre
dieciséis y dieciocho o algo así.
- ¡A la Legión Extranjera!
Deseo expresar aquí que he visto pocos soldados de fortuna, con excepción de
uno -y ése era un hombre de ciencia, tan seco como el polvo, que estudiaba la
acción de los altos explosivos sobre los cañones de campaña-, que no hubiera
sido vagabundo en su país.
Ya era muy noche cuando regresé al hotel. Doña Luisa me guió a ver mi cuarto
y me detuvo un momento en la cantina. Dos o tres soldados, evidentemente
oficiales, esta- ban allí bebiendo; uno de ellos bien entrado en copas. Era un
hombre picado de virue- las, con un bigote negro incipiente; sus ojos no podían
enfocar su visión. Pero cuando me vio, comenzó a cantar una divertida y pequeña
copla:
¡Yo tengo una pistola con mango de marfil, para matar a todos los gringos que
vienen por ferrocarril!
Consideré que era diplomático ausentarme, porque nunca se puede saber qué
hará un mexicano cuando está borracho. Su naturaleza es muy compleja.
- Lo saqué de la caja para usted -me dijo-. La condenada revista vale más que
cual- quier cosa en la casa. Unos norteamericanos que se iban a las minas me han
ofrecido quince dólares por ella. Usted ve, no hemos recibido desde hace un año
ninguna re- vista norteamericana.
CAPÍTULO III
El reloj salvador
Después de aquel exordio, ¿qué podía yo hacer sino leer la preciosa revista,
aunque ya la había leído? Encendí la lámpara, me desvestí y me metí en la cama.
Pero enton- ces oí unos pasos vacilantes afuera, en el corredor; mi puerta se abrió
bruscamente. Apareció, enmarcado en la puerta, el oficial de la cara picada que
había estado be- biendo en la cantina. Traía un gran revólver en una mano. Se
quedó inmóvil un mo- mento y me miró parpadeando malignamente; después
entró y cerró la puerta con un golpe violento.
- Soy el teniente Antonio Montoya, a sus órdenes -anunció-. Supe que estaba
un grin- go en este hotel y he venido para matarlo.
-Siéntese -le dije con toda cortesía.
- La única dificultad que tengo -me dijo- es la de resolver cuál revólver debo
usar.
- Dispénseme -le dije, trémulo- pero, según creo, ambos parecen un poco
anticuados. Ese Colt cuarenta y cinco seguramente es un modelo de 1895, y en lo
que toca al Smith y Wesson, hablando entre nosotros, es únicamente un juguete.
- Sin embargo, ya que así es, haremos lo mejor que podamos. Yo estaba a
punto de saltar, agacharme o gritar. De pronto fijó la vista sobre la mesa, donde
estaba mi reloj de pulsera, de dos dólares.
- ¡Un reloj!
- Antonio -le dije-, voy a salir mañana para hacer una larga jornada,
atravesando el desierto. Voy a Magistral en algún vehículo. Necesito un mozo.
Le pagaré tres dóla- res semanales.
- ¡Está bueno! -exclamó el teniente Montoya-. Lo que usted quiera; así podré ir
con mi amigo.
- Pero usted está en servicio activo -le dije-. ¿Cómo puede usted abandonar a
su regi- miento?
- Oh, no hay cuidado por eso -contestó Antonio-. No le diré nada de esto a mi
coro- nel. No me necesitan. ¿Para qué? Tienen a cinco mil hombres.
CAPÍTULO IV
Símbolos de México
Antes del amanecer, cuando los árboles polvorientos y las casas grises, bajas,
están todavía tiesas por el frío, dejamos caer el látigo sobre los lomos de nuestras
mulas y salimos rechinando sobre las disparejas calles de Jiménez, rumbo al
campo abierto. Embozados hasta los ojos en sus sarapes, dormitaban unos
cuantos soldados al lado de sus linternas. Un oficial, borracho, estaba durmiendo,
tirado en el arroyo.
Nos llevaba una vieja calesa cuya palanca rota estaba remendada con alambres.
Las guarniciones habían sido rehechas de pedazos de hierro viejo, pieles y
cuerdas. Anto- nio y yo íbamos juntos, en el asiento; a nuestros pies dormitaba un
joven, serio al pa- recer, llamado Primitivo Aguilar. Primitivo fue contratado para
abrir y cerrar las puer- tas, amarrar las guarniciones cuando se rompieran, así
como vigilar el vehículo y las mulas por la noche, ya que se decía que los
caminos estaban infestados de bandidos.
El campo se tornaba en una vasta, fértil llanura, surcada por canales de riego
som- breados por largas alamedas de grandes árboles, sin hojas, y grises como
cenizas. Un sol blanco, tórrido, resplandeció sobre nosotros como si fuera la
puerta de un horno, mientras en los lejanos y extensos campos desiertos humeaba
una delgada niebla. Se movía con nosotros y a nuestro alrededor una nube blanca
de polvo. Nos detuvimos al pasar por la hacienda de San Pedro, regateando con
un peón anciano por un saco de maíz y paja para las mulas. Más adelante había
un primoroso edificio, bajo, enyesado, color rosa, alejado del camino y entre un
bosquecillo de verdes sauces.
-¿Qué es aquello?
-Sí, señor.
- ¡Primitivo! -exclamó.
Nadie respondió.
Antonio dio unos pasos atrás y le asestó tan tremendo puntapié en el trasero,
que lo levantó algunos centímetros en el aire. Primitivo despertó sobresaltado. Se
levantó precipitadamente y alerta, blandiendo la pistola.
Al otro día salimos de las tierras bajas. Entramos al desierto, haciendo rodeos
sobre algunas planicies onduladas, arenosas y cubiertas de mezquites oscuros, y
de vez en cuando uno que otro nopal. Empezamos a ver al lado del camino a esas
diminutas, siniestras cruces de madera, que la gente del campo coloca sobre el
lugar donde algún hombre tuvo una muerte violenta. Por todo el horizonte
alrededor nuestro había mon- tañas áridas, color púrpura. A la derecha, al cruzar
una inmensa arroyada seca, se di- visaba una hacienda blanca, verde y gris, que
parecía una ciudad. Una hora más tarde pasamos el primero de aquellos grandes
ranchos cuadrangulares, fortificados, que se encuentran una vez durante el día,
perdidos, en los rincones de este gran país. La no- che se cernía veloz arriba, en
el cenit sin nubes, mientras todo el horizonte estaba iluminado aún por intensa
claridad; pero entonces, súbitamente, desapareció el día y brotaron las estrellas,
como cohetes, en la comba celeste. Antonio y Primitivo canta- ban Esperanza,
mientras seguíamos nuestro camino, con ese extraño, raro tono mexi- cano, que
suena más parecido que a ninguna otra cosa al de un violín que tuviera las
cuerdas gastadas. Aumentó el frío. En leguas y leguas a la redonda era una tierra
mar- chita, un país de muerte. Transcurrían horas antes de que viéramos una casa.
Antonio decía saber vagamente de la existencia de un ojo de agua en alguna parte
más adelante. Pero hacia la medianoche descubrimos que el camino sobre el cual
ven- íamos se perdía de pronto entre un espeso mezquital. Nos habíamos
apartado del ca- mino real en algún paraje. Era tarde y las mulas estaban
cansadas. Parecía que no se podía hacer otra cosa sino acampar en seco, dado que
no sabíamos de la existencia de agua por allí cerca.
- ¿Quién vive? -dijo Antonio. Se oyó un pequeño ruido, como apartando yerbas
entre la maleza, y después una voz:
Al instante tomaron forma dos vagas siluetas a la orilla del resplandor del
fuego, casi sin hacer ruido. Eran dos peones; los vimos tan pronto como se
acercaron, bien en- vueltos en sus desgarradas cobijas. Uno de ellos era viejo,
cubierto de arrugas, encor- vado, con huaraches de su propia manufactura; sus
pantalones eran guiñapos que le colgaban sobre las piernas encogidas; el otro, un
joven muy alto, descalzo, con una cara tan pura y sencilla que casi rayaba en
idiotez. Amistosos, acogedores como la luz del sol, ansiosamente curiosos como
niños, se acercaron con las manos extendidas. Se las estrechamos a cada uno,
saludándolos con la ceremoniosa cortesía mexicana.
- Mil veces muchas gracias -dijo Antonio atentamente-, pero tenemos, por
desgracia, una gran prisa y debemos seguir adelante muy temprano. No queremos
molestar en sus casas a estas horas.
Dijeron que sus familias y sus casas estaban a nuestro servicio, para usarlas
como lo estimáramos conveniente, con el mayor placer de su parte. No recuerdo
cómo pudi- mos evadir por fin la invitación, sin ofenderlos; pero sí sé que nos
llevó como media hora de conversación y cumplidos. Nosotros sabíamos, en
primer término, que si aceptábamos, no podríamos salir muy temprano en la
mañana, perdiendo así varias horas; porque en las costumbres mexicanas, la prisa
en salir de una casa denota des- contento con la estancia en ella; en segundo
lugar, porque no se puede pagar por el alojamiento, aunque sí tiene que hacerse
un buen regalo a los anfitriones, cosa que ninguno de nosotros podía ofrecer.
Era enternecedor y risible a la vez el hambre que tenían, así como sus esfuerzos
para ocultarlo.
Después de comer, cuando ya nos habían traído un cubo de agua, pensando con
un juicio cabal y bondadoso, se quedaron con nosotros un rato al calor de nuestro
fuego, fumando de nuestros cigarrillos y calentándose las manos. Recuerdo cómo
colgaban los sarapes de sus hombros, abiertos por delante para que así les llegara
a sus cuerpos escuálidos el calor agradable, y cómo eran nudosas y viejas las
manos que extendía el anciano, y cómo brillaba la luz rojiza sobre la garganta del
otro, encendiendo el fuego de sus grandes ojos. A su alrededor se extendía el
desierto, separado únicamente por nuestra hoguera, listo para saltar sobre
nosotros al extinguirse aquélla. Arriba, las estrellas no perdían su brillo. Los
coyotes aullaban en la lejanía, más allá del fuego, como si fueran demonios
angustiados. Repentinamente imaginé a aquellos dos seres humanos como
símbolos de México: corteses, afectuosos, pacientes, pobres, tanto tiempo
esclavos, tan llenos de ensueños, que pronto serían liberados.
- Cuando vimos venir su calesa para acá -dijo el viejo riéndose- sentimos
oprimirse nuestros corazones en nuestros pechos. Creíamos que ustedes podían
ser soldados, que venían, quizá, a llevarse nuestras pocas y últimas cabras. Han
venido tantos sol- dados durante los últimos años, tantos ... La mayoría federales;
los maderistas no vie- nen, a menos que tengan hambre. ¡Pobres maderistas!
- Ay -dijo eljoven-, mi hermano que tanto quería, murió en los once días de
combate alrededor de Torreón. Han muerto miles en México, y muchos más que
caerán. Tres años es bastante para guerra en una tierra.
El anciano tiritó de frío y arrimó su gastado cuerpo más cerca del fuego.
- He pensado con frecuencia -dijo suavemente-, por qué los ricos, teniendo
tanto, quieren más. Los pobres, que no tienen nada, ¡quieren tan poco! Sólo unas
cabras ... Su compadre alzó su cara como un hidalgo, sonriendo dulcemente.
CUARTA PARTE
CAPÍTULO I
¡A Torreón!
En medio de este desierto estaban enfilados sobre una sola vía diez largos
trenes, en torno de los cuales se levantaban columnas de fuego por la noche y de
humo negro por el día, que se extendían atrás, hacia el norte, más allá de donde
alcanzaba la vista. A su alrededor, en el chaparral, acampaban nueve mil
hombres, sin techo para cobi- jarse, cada uno de ellos con un caballo amarrado de
un mezquite, donde colgaban su sarape y unas tiras de carne roja expuestas al aire
y al sol para que pudieran secarse. De cincuenta carros se estaban descargando
mulas y caballos. Un soldado andrajoso cubierto de polvo y sudor entró en uno
de los carros de ganado; montó en un caballo y le metió rudamente las espuelas,
lanzando un alarido. En el acto se oyó un terrible repiqueteo de cascos de los
animales asustados; súbitamente brincó un caballo por la puerta, abierta
ordinariamente hacia atrás, vaciándose el carro de los caballos y mulas que en
gran cantidad llevaba. Reuniéndose al salir, emprendieron la huida presos del
terror, resoplando por las abiertas narices al oler el campo abierto.
Inmediatamente se convirtieron en vaqueros numerosos soldados que vigilaban,
levantando de entre el polvo sofocante sus reatas de lazar, mientras los animales
sueltos circulaban en torno, echándose encima unos de otros poseídos de pánico.
Oficiales, ordenanzas, generales con sus Estados Mayores y simples soldados,
galopaban, corrían y se cruzaban en una intrincada confusión, con sus cabezadas
y buscando sus monturas. Al fin, las mulas fugitivas fueron llevadas a los
furgones. Los soldados que habían llegado en los últimos trenes vagaban en
busca de sus brigadas. Por allá, adelante, algunos le tiraban a un conejo. De los
techos de los carros-caja y de los de plataforma, donde habían acampado por
centenares, las solda- deras y sus enjambres de chiquillos semidesnudos miraban
hacia abajo, dando sus informes a gritos y preguntando a todo el mundo si habían
visto a Juan Moñeros, Jesús Hernández, o cualquiera que fuera el apellido de su
hombre ... Un soldado que arrastraba un rifle iba de aquí para allá gritando que
no había comido hacía dos días, porque no podía encontrar a su mujer que le
hacía las tortillas, opinando que lo había abandonado, largándose con algún ... de
otra brigada. Las mujeres, en los techos de los carros, decían: ¡Válgame Dios! y
se encogían de hombros, arrojándole algunas tortillas de hacía tres días y
pidiéndole, por el amor que le tuviera a Nuestra Señora de Guadalupe, que les
prestara un cigarrillo.
Arriba se levantaba, en la calma del aire caliente, una espesa nube de polvo,
que med- ía como cinco kilómetros de largo y cerca de uno de ancho y que,
mezclada con el humo negro de las locomotoras, hacía pensar y preocupaba a las
avanzadas federales, a más de treinta kilómetros de distancia sobre las montañas
atrás de Mapimí. Cuando Villa salió de Chihuahua para Torreón, clausuró el
servicio de telégrafos al Norte, cortó el de trenes a Ciudad Juárez y prohibió, bajo
pena de muerte, que nadie llevara o transmitiera informes de su salida a los
Estados Unidos. Su objeto era sor- prender a los federales y su plan funcionó a
maravilla. Nadie, ni aun en su Estado Mayor, sabía cuándo saldría Villa de
Chihuahua; el ejército había demorado tanto allí, que todos creíamos que tardaría
dos semanas más en salir. Todos quedamos sorpren- didos al levantarnos el
sábado en la mañana, y saber que el telégrafo y los ferrocarri- les habían sido
cortados y que tres grandes convoyes, llevando a la Brigada González Ortega, ya
habían salido. La Zaragoza salió al día siguiente, y las propias fuerzas de Villa,
en la mañana subsiguiente. Moviéndose siempre con la celeridad en él carac-
terística, Villa concentró todo su ejército al día siguiente en Yermo, sin que los
fede- rales supieran que había salido de Chihuahua.
- Aun Dios -hizo notar el mayor Leyva- ¡aun Dios está del lado de Francisco
Villa! Cenamos en nuestro carro-caja transformado, con el joven, membrudo e
inexpresivo general Máximo García y su hermano, el todavía más alto y cara
colorada Benito García, y un mayor bajito de cuerpo, Manuel Acosta, dotado con
las bellas maneras de su raza. García había estado bastante tiempo al mando del
avance en Escalón. Él y sus hermanos -uno de los cuales, José García, ídolo del
ejército, había sido muerto en combate- eran apenas hacía cuatro años ricos
hacendados, dueños de enormes latifun- dios. No obstante, se sumaron a
Madero ... ¡Recuerdo que nos trajo una botella de whisky, negándose a discutir la
revolución y declarando que luchaba por un whisky mejor! Mientras yo escribía
lo anterior, llegó un informe de su muerte, ocasionada por una bala en la batalla
de Sacramento ...
Afuera, entre la tempestad de polvo, en su carro plataforma, inmediatamente
delante del nuestro, están tendidos algunos soldados alrededor de su hoguera, con
las cabezas en el regazo de sus mujeres, cantando La Cucaracha, la que describe
en centenares de versos satíricos lo que harán los constitucionalistas cuando les
quiten Juárez y Chihu- ahua a Mercado y a Orozco.
¡Chiapas!
-¿Qué gente?
-¡Chao! ...
CAPÍTULO II
El ejército en Yermo
- Jerónimo -dijo un capitán a un soldado-, vuelve al tren del parque y llena los
huecos que hay en tu cartuchera. ¡Imbécil, has gastado tus cartuchos tirando a los
coyotes! Cruzando el desierto, rumbo al Occidente, hacia las montañas lejanas,
caminaban cordones de caballería, los primeros hacia el frente. Pasaron como mil
hombres, en diez líneas diferentes, que divergían como si fueran los rayos de una
rueda; sus espue- las tintineaban con un sonido metálico; flotaban rectas sus
banderas verdes, blanco y rojo; las bandoleras cruzadas lucían sin brillar; los
rifles colgaban atravesados sobre sus sillas. Pasaron con sus altos sombreros
pesados y sus cobijas multicolores. Detrás de cada compañía se afanaban diez o
doce mujeres para seguirlas a pie, llevando los utensilios de cocina en la cabeza o
la espalda; alguna acémila iba cargada con sacos de maíz. Al pasar frente a los
carros, saludaban a sus amigos en los trenes.
- Bueno, puede ser que haya estado -reconoció-. Pero espera que se me pongan
a tiro mis viejos compañeros. ¡Te demostraré entonces si soy maderista o no!
Villa en persona estaba recostado en un carro, con las manos en los bolsillos.
Llevaba un sombrero viejo, doblado hacia abajo, una camisa sucia, sin cuello, y
un traje oscu- ro, maltratado y brilloso por el uso. Hombres y caballos habían
brotado, como por arte de magia, frente a él, en toda aquella planicie polvorienta.
La confusión de sillas y frenos era tremenda, así como los toques de los clarines.
La Brigada Zaragoza se alistaba para abandonar el campamento: una columna de
flanqueo de dos mil hombres que debía dirigirse al Sudoeste, para atacar
Tlahualilo y Sacramento. Villa parecía haber llegado apenas a Yermo. Se había
detenido en Camargo el lunes en la noche, a fin de concurrir al casamiento de un
compadre. En su cara se reflejaban los signos del cansancio.
- ¡Oye, compañero! ¿Qué diablos nos hizo meternos en este lío? No hemos
comido desde anoche. Trabajamos doce horas. Escucha: ¿quieres tomar
fotografías de noso- tros?
Posaron con un ademán amistoso el soldadito londinense que había estado a las
órde- nes de Kitchener, después el capitán canadiense, Treston, que se
desgañitaba para que su intérprete pudiera transmitir a sus hombres algunas
órdenes acerca de las ametra- lladoras; el capitán Marineli, el gordo soldado
italiano de fortuna, que arrojaba a bor- botones una mescolanza interminable e
ininteligible de francés, español e italiano, al oído de un oficial mexicano,
aburrido.
El viento aumentó junto con la oscuridad, haciéndose cada vez más frío.
Mirando hacia el cielo, tachonado de fulgurantes estrellas, vi que todo lo demás
estaba oscure- cido por los nubes. Al través de las pesadas ráfagas de polvo
volaban millares de hile- ras delgadas de chispas, que venían de las hogueras
hacia el Sur. La carga de carbón a los fogones de las locomotoras producía
resplandores repentinos a lo largo de los tre- nes estacionados en varios
kilómetros. Al principio creímos oír estampidos de artiller- ía gruesa en la
lejanía. Pero de pronto, inesperadamente, el cielo se despejó y, des- lumbrante, se
abrió de horizonte a horizonte; los truenos retumbaban terribles, la llu- via se
generalizó, cayendo tan espesa como una inundación. Las actividades humanas
del ejército quedaron en silencio por unos instantes. Todas las hogueras
desaparecie- ron. Entonces se escuchó un inmenso alarido de enojo y risa a la
vez, así como de desconcierto de los soldados, afuera, en la llanada, lo mismo
que el más asombroso lamento de las mujeres que jamás he oído. Las dos
manifestaciones duraron única- mente un minuto. Los hombres se envolvieron en
sus sarapes y se hundieron en el abrigador chaparral; los cientos de mujeres y
niños expuestos al frío y a la lluvia en los carros plataforma y en los techos de los
carros-caja, tomaron acomodo para espe- rar con estoicismo indio a que
amaneciera. En el carro del general Maclovio Herrera, que iba adelante, había
borrachera, risotadas y canciones acompañadas de una guita- rra ...
Rompió el alba con toques de clarines, que se antojaban los del mundo entero a
la vez; al mirar fuera, por la puerta del carro, contemplé el desierto a varios
kilómetros de distancia: era un hervidero de hombres armados, ensillando y
montando. Un sol cálido asomó por las montañas de occidente, brillando en un
cielo claro. La tierra arrojó por unos instantes un vapor undoso; después, otra vez
polvo y una superficie sedienta. Allí podía no haber llovido nunca. Humeaba un
centenar de fogatas en los techos de los carros; las mujeres volteaban sus ropas
lentamente al sol, charloteando y bromeando. Pululaban centenas de chiquillos en
derredor, mientras las madres tend- ían sus vestiditos al sol. Mil bulliciosos
soldados se gritaban uno a otro que ya había comenzado el avance; muy lejos, a
la izquierda, en algún regimiento, había regocijo, porque estaban disparando al
aire. Durante la noche habían llegado otros seis largos trenes, y todas las
máquinas hacían señales con sus silbatos. Me fui adelante para to- mar el primer
tren que saliera; cuando pasaba por el carro de Trinidad Rodríguez, un voz
femenina, chillona, gritó:
Y se rió de mí.
- ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Vas a ser el recipiente de una bala si no tienes
cuidado!
- ¡No le hables! ¿Entiendes? ¡Le diré a Trinidad que invitaste al gringo que
entrara a almorzar, y te hará fusilar!
- ¿Oyeron lo que dijo? ¡Cree que soy de su propiedad, porque estuvo una vez
conmi- go en Juárez ...! ¡Dios mío! -prosiguió-. ¡Qué divertido se antoja el viajar
por ferroca- rril y no tener que comprar boleto!
- Mira, Beatriz -la interpelé-, pudiera ser que las cosas no salieran bien más
allá. ¿Qué harías si nos pegaran?
- ¿Quién, yo? -exclamó-. ¡Vaya, creo que no tardaría en hacer amigos entre los
fede- rales! ¡Soy buena para hacer mezclas!
CAPÍTULO III
La primera sangre
Me fui al vagón del conductor para tomar agua, encontrando a éste echado en
su litera leyendo la Biblia. Estaba tan absorto y divertido, que no se dio cuenta de
mi presencia durante un buen rato. Cuando lo hizo, exclamó encantado:
- Oiga, encontré una gran historia sobre un mozo que se llamaba Sansón, que
era muy hombre, y su mujer. Ella era española, creo, por la mala partida que le
jugó. ¡Empezó siendo un buen revolucionario, un maderista, pero ella lo
convirtió en un pelón! Pelón quiere decir, literalmente, cabeza rapada y es el
término de la jerga aplicado a un soldado federal, porque ese ejército se
reclutaba, en su mayor parte, entre gente de las prisiones.
Conejos era exactamente lo mismo que Yermo, con la única diferencia de que
no ten- ía tanque de agua. Salieron casi enseguida mil hombres a caballo, a la
cabeza de los cuales iba el anciano general Rosalío Hernández, el de la barba
blanca, siguiéndolos el tren de reparaciones hasta unos cuantos kilómetros del
ferrocarril, en un lugar don- de los federales habían quemado dos puentes unos
meses antes. Afuera, más allá del último pequeño vivac del inmenso ejército, se
extendía en derredor nuestro el desier- to, que dormía silencioso entre sus oleadas
caliginosas. No soplaba viento. Los hom- bres se reunían con sus mujeres en los
carros plataforma; aparecieron las guitarras, oyéndose toda la noche centenares
de voces que cantaban, procedentes de los trenes.
A la mañana siguiente fui a ver a Villa a su carro. Era un vagón rojo, con
cortinas de saraza en las ventanas; el famoso y reducido carro que Villa ha usado
en todas sus andanzas desde la caída de Juárez. Estaba dividido por tabiques en
dos cuartos, la cocina y la recámara del general. Esta pequeña habitación, de
poco más de tres por siete metros, era el corazón del ejército constitucionalista.
Allí, donde había escasa- mente espacio para los quince generales que se reunían,
se celebraban todas las juntas de guerra. En dichas juntas se discutían las
cuestiones vitales inmediatas de la campa- ña; los generales decidían lo que debía
hacerse, pero Villa daba entonces las órdenes que más le convenían. Estaba
pintado de un gris oscuro. En las paredes había fotogra- fias de mujeres artistas
en posturas teatrales; un gran retrato de Carranza, uno de Fie- rro y el del mismo
Villa.
Dos literas doble ancho de madera plegadas contra la pared, en una de las
cuales dormía Villa yel general Ángeles; en la otra, José Rodríguez y el doctor
Raschbaum, médico de cabecera de Villa. Era todo ...
Nosotros teníamos una impaciencia febril por salir. Al caer la tarde, el señor
Calzada anunció que el tren de reparaciones saldría dentro de una hora; de modo
que agarré una cobija y caminé cerca de un kilómetro hacia adelante de la hilera
de trenes para tomarlo.
CAPÍTULO IV
En el carro del cañón El niño
-¿Qué es eso?
- ¿Eh? -contestó nervioso-. ¡Oh, nada, nada!
Al mismo tiempo salía una india joven, con una botella en la mano. No tenía
segura- mente más de diecisiete años y era muy agradable. El capitán me fulminó
con una mirada y, súbitamente, me volvió la espalda.
- ¿Qué haces aquí? -le gritó colérico-. ¿Por qué vienes aquí?
Percibí que estaba sobrando allí y pedí una disculpa. Apenas si me hicieron
caso. Pero al subir por la parte de atrás al carro, no pude evitar el detenerme y
escuchar. Se hab- ían vuelto al cubil; ella estaba llorando.
No quiero que te estén mirando todos los hombres de México ... Me puse de
pie sobre el techo del carro de acero que se mecía al avanzar, aun yendo
despacio, hacia adelante. Al frente, tendidos boca abajo en el otro extremo de la
plata- forma, iban dos hombres con linterna, examinando cada metro de vía,
buscando alambres que podían significar minas plantadas para volarnos. Debajo,
a mis pies, estaban comiendo los soldados y las mujeres, alrededor de fogatas que
ardían en el suelo. Por las aspilleras del carro escapaban humo y risas ... Se veían
otros fuegos detrás, en torno a los cuales estaban acuclilladas personas
desarrapadas, en los techos de los carros. Arriba, en el cielo sin nubes, brillaban
las estrellas. Hacía frío. Después de una hora de camino, llegamos a un tramo de
vía destrozada. El tren se detuvo con una sacudida, la locomotora silbó y pasaron
rápidamente varias antorchas y linternas. Vinieron unos hombres corriendo. Las
luces se juntaron estrechamente, mientras el sobreestante examinaba el
desperfecto. Surgió un fuego, después otro, en la maleza.
Los soldados de la guardia del tren, dispersos en derredor, arrastraban sus rifles
y formaban vallas impenetrables en tomo a las hogueras. Sonaban las
herramientas y el típico grito de los obreros: ¡Ahora!, descargando rieles de la
plataforma. Pasaban tra- bajadores en fila con un riel sobre sus hombros; después
otros con durmientes. Se congregaron cuatrocientos hombres en el sitio de la
reparación, trabajando con extra- ordinaria energía y buen humor, hasta que los
gritos de las cuadrillas poniendo rieles y durmientes, así como los golpes de los
machos martilleando los pernos, se confun- dieron en un estruendo continuo y
ensordecedor. Era una vieja fechoría, probable- mente de un año atrás, hecha
cuando los mismos constitucionalistas iban retrocedien- do al Norte ante las
fuerzas del ejército federal al mando de Mercado; no obstante, todo se arregló en
una hora.
- Tenemos allá adelante un carro de mano -me dijo-, y vamos allá a ver a los
muertos.
¿Quiere venir?
- ¿Cuáles muertos?
- Sí -dijo Calzada-, los rurales son bravos. Son muy hombres. Los rurales son
los me- jores combatientes que jamás hayan tenido Díaz y Huerta. No traicionan
a la Revolu- ción. Siempre son fieles al gobierno establecido, porque son la
policía. Hacía un frío atroz. Ninguno de nosotros hablaba mucho.
- Nosotros vamos delante del tren en la noche -dijo el soldado que iba a la
izquierda-, de modo que si hay alguna bomba de dinamita debajo ...
- ¡Oiga! -gritó uno de los jinetes-. Es aquí precisamente donde estaba uno.
Rechinaron los frenos y saltamos, dando tumbos, hacia abajo del empinado
terraplén; la luz de nuestras linternas saltaba adelante. Había algo amontonado al
pie de un pos- te telegráfico, algo infinitamente pequeño y astroso, parecía una
pila de trapos viejos. El rural estaba tirado boca arriba, torcido a un lado de las
caderas. Los aprovechados rebeldes lo habían despojado de todo lo de valor:
zapatos, sombrero, ropa interior. Le habían dejado la andrajosa chaqueta con sus
empañados galones de plata, porque ten- ía siete agujeros de bala, y los
pantalones, porque estaban tintos en sangre. Induda- blemente era más grande en
vida; ¡la muerte encoge tanto ...! Una barba roja, áspera, hacía grotesca la palidez
de su rostro, hasta que se notaba que debajo de ésta, de la suciedad y las largas
líneas de sudor por la terrible lucha y la carrera a caballo, su boca estaba serena y
dulcemente abierta como si durmiera. Le habían volado la tapa de los sesos.
- ¡Caray! -dijo un guardia-. ¡Vaya un tiro para el sucio tipo! ¡Le atravesó
precisamen- te la cabeza!
- Escucha: no vayas a creer que ese tiro se lo dieron peleando, ¿o lo crees así,
pende- jo? -le gritó su compañero-. No; siempre dan una vuelta y regresan
después para ase- gurarlos.
Una vez más, nos seguimos arrastrando hacia el Sur, al través de la noche
fría ... Unos cuantos kilómetros, y otro puente dinamitado, o un tramo de vía
destrozado. En lo alto, las antorchas que danzaban, las grandes fogatas que
saltaban del desierto, los cuatrocientos hombres que, indómitos, salían y se
volcaban furiosamente sobre un trabajo ... Villa había ordenado darse prisa ...
Como a las dos de la mañana tropecé con dos soldaderas acuclilladas en torno
de una hoguera; les pregunté si podían darme tortillas y café. Una era india, ya
vieja, con el pelo cano y una sonrisa perpetua; la otra, una muchacha delgada,
menor de veinte años, que amamantaba a un niño de cuatro meses. Estaban
encaramadas en la extre- midad de un carro-plataforma; habían hecho su fuego
sobre un montón de arena, de- bido a los saltos y bamboleos del tren. A su
alrededor, de espaldas, con los pies so- bresaliendo aquí y allá, había una gran
masa desordenada de seres humanos que dormían y roncaban. El resto del tren, a
estas horas, iba a oscuras; era el único pedaci- to de luz y calor en la noche.
Entablamos conversación mientras yo comía a bocados mi tortilla y la vieja
sacaba con sus dedos una brasa ardiendo para encender su ciga- rrillo de hoja de
maíz, imaginando dónde estaría esta noche la brigada de su Pablo; y la muchacha
daba de comer y canturreaba a su hijo, con sus aretes azules de esmalte
balanceándose en las orejas.
- ¡Ah!, qué vida ésta para nosotras las viejas -dijo la muchacha-. ¡Adió!; pero
segui- mos a nuestros hombres en la campaña, para no saber después si están
vivos o muer- tos. Me acuerdo bien cuando Filadelfo me llamó una mañana,
antes de amanecer - vivíamos en Pachuca- y me dijo: ¡Ven, vamos a pelear
porque hoy asesinaron al buen Pancho Madero! Nosotros nos amábamos
solamente hacía ocho meses; nuestro pri- mer niño no había nacido todavía ...
Todos creíamos que la paz había llegado de fijo para México. Filadelfo ensilló el
burro y salimos a la calle cuando apenas empezaba a amanecer; llegamos al
campo donde todavía no iniciaban sus labores los labriegos. Y yo dije: ¿Por qué
debo ir también? Él contestó: ¿Tengo que morir de hambre enton- ces? ¿Quién
me hará las tortillas si no es mi mujer? Tardamos tres meses en llegar al Norte;
yo estaba enferma y el niño nació en un desierto, igual que aquí; murió porque no
teníamos agua. Esto ocurrió cuando Villa salió al Norte, después de haber
tomado Torreón.
La vieja la interrumpió:
- Todo eso es cierto. Vamos tan lejos y sufrimos tanto por nuestros hombres,
para luego ser tratadas bárbaramente por los estúpidos animales de los generales.
Yo soy de San Luis Potosí, mi hombre era de la artillería federal cuando Mercado
vino al Norte. Hicimos todo el camino hasta Chihuahua; el viejo imbécil de
Mercado, gru- ñendo siempre por el transporte de las viejas. Dio órdenes para
que saliera su ejército al Norte para atacar a Villa en Juárez, prohibiendo que
fueran las mujeres. ¿Es así como vas a proceder, desgraciado? -me dije-. Pero
entonces evacuó Chihuahua y co- rrió llevándose a mi hombre para Ojinaga. Me
quedé en Chihuahua y conseguí otro hombre del ejército maderista cuando entró.
Uno fino, apuesto y joven también, mu- cho mejor que Juan. No soy mujer para
dejarme pisotear de nadie.
- ¡Oh! -exclamó la vieja-. ¡Su mujer en el carro de adelante, que acaba de tener
un niño!
CAPÍTULO V
A las puertas de Gómez Palacio
Ya entrada la tarde vino por la vía angosta, del rumbo de Mapimí, un trencito
de vol- teo, del que salían los sonoros acordes de una orquesta de cuerda de diez
ejecutantes, que tocaban Recuerdos de Durango, a cuyo compás había yo bailado
con frecuencia, junto con la tropa. Los techos, las puertas y las ventanas estaban
atestadas de gente que cantaba y marcaba el compás de la música con los pies, en
tanto que los rifles disparaban al aire saludando su entrada a la ciudad. Este
curioso cargamento desem- barcó en la estación, saliendo entre ellos ¡nada menos
que Patricio, el valiente coche- ro del general Urbina, a cuyo lado tantas veces
había yo viajado y bailado! Me echó los brazos al cuello gritando:
-¡Viva Urbina!
- Sí, mi general.
-Cuando eché a correr de La Cadena -le hice notar, molesto-, ya don Petronilo
y las tropas iban a más de un kilómetro adelante.
No contestó, pero bajó cojeando por los escalones del carro, mientras que se
oía un alarido de risas de los soldados. Llegando hasta mí, puso la mano sobre mi
hombro y me dio una palmadita en la espalda.
En la mañana del domingo estábamos otra vez sobre El Niño, a la cabeza del
tren de reparaciones, que se movía lentamente en la vía delante del ejército. El
Chavalito, otro cañón montado en la plataforma, iba acoplado detrás; después
venían dos carros blindados y luego los carros de trabajo. Ahora no había
mujeres. El ejército tenía un aire diferente, avanzaba serpeando en dos grandes
columnas, una a cada lado nuestro; había pocas risas o gritos. Ahora ya
estábamos cerca, solamente a doce kilómetros de Gómez Palacio; y nadie sabía
lo que habían planeado los federales. Era increíble que nos dejaran acercar tanto
sin hacer alguna resistencia. Al sur de Bennejillo entramos inmediatamente en un
nuevo paisaje. Después del desierto veíamos ahora campos bordeados con
canales para irrigación, a lo largo de los cuales crecían inmensos ála- mos verdes,
gigantes columnas de frescura después de la calcinada desolación que
acabábamos de pasar. Aquí eran campos de algodón cuyas borlas blancas, sin
pizcar, se pudrían en sus tallos o maizales con escasas hojas verdes, que apenas
se veían. En los grandes canales corría ligero un buen volumen de agua a la
sombra. Los pájaros cantaban. Las infecundas montañas occidentales se
aproximaban más, a medida que avanzábamos al Sur. Era tiempo de verano:
cálido, húmedo, tal como el de nuestro hogar. Sobre nuestra izquierda había una
planta despepitadora abandonada; centena- res de pacas blancas tumbadas al sol,
así como deslumbrantes pilas de semillas de algodón, que estaban tal y como las
habían amontonado los trabajadores meses antes ...
Las compactas columnas del ejército hicieron alto en Santa Clara, y empezaron
a des- filar a derecha e izquierda; algunas filas ligeras de soldados sofocados por
el sol iban despacio; se refugiaban bajo la sombra de los grandes árboles, hasta
que fueron des- plegados en un gran frente los seis mil hombres, a la derecha,
sobre sementeras y cru- zando los canales, más allá del último campo cultivado;
y a la izquierda, al través del desierto, hasta la misma base de las montañas, sobre
la lisura de todo el terreno plano. Sonaron los clarines, unos desde lejos y otros
cerca, y el ejército avanzó en una sola y poderosa línea sobre toda la región. Por
encima de sus cabezas se levantaba una es- plendente columna de polvo dorado,
que tenía más de ocho kilómetros de anchura. Ondeaban las banderas. En el
centro, alineado también, venía el carro del cañón, y a su lado marchaba Villa
con su Estado Mayor. En los pequeños poblados a lo largo del camino, los
pacíficos, con sus sombreros altos y blusas blancas, observaban maravi- llados y
silenciosos el paso de los extraños huéspedes. Un viejo pastor arreó sus ca- bras
para su casa. La ola espumante de soldados se le echó encima, gritando, por una
mera travesura, para que las cabras corrieran en diversas direcciones. Kilómetro y
medio de ejército se reía a grandes gritos, mientras las cabras, asustadas,
levantaban una gran polvareda con sus mil pezuñas al huir. En el poblado de
Brittingham hizo alto la enorme columna, mientras Villa y su Estado Mayor
galopaban hacia unos peo- nes, que observaban desde sus pequeños terrenos.
¡Oyes! -dijo Villa-. ¿Han pasado algunas tropas por aquí últimamente?
¡Hum! -meditó Villa-. ¿Han visto a ese bandido de Pancho Villa por aquí?
¡Le deseamos que tenga éxito! -le gritaron los pacíficos con toda urbanidad.
CAPÍTULO VI
Aparecen otra vez los compañeros
Tal había sido la sorpresa de los federales y habían huido con tanta
precipitación, que las vías ferroviarias estaban intactas en muchos kilómetros.
Pero ya cerca del mediod- ía empezamos a encontrar pequeños puentes
quemados, humeando todavía, así como postes de telégrafo cortados con hacha,
actos destructivos mal y apresuradamente realizados, de modo que eran
fácilmente reparables. Pero el ejército ya iba lejos, ade- lante. Al caer la tarde,
como a trece kilómetros de Gómez Palacio, llegamos a un lu- gar donde estaban
levantados ocho kilómetros de vía. En nuestro tren no había ali- mentos; sólo
teníamos una manta para cada uno, y hacía frío. La cuadrilla de repara- ciones
empezó a trabajar, bajo el resplandor de las antorchas y fogatas. Gritos y mar-
tilleo sobre el acero, golpes amortiguados de los durmientes que caían ... Era una
no- che oscura, había pocas estrellas, medio apagadas. Nos habíamos instalado en
torno a una fogata, hablando, soñolientos, cuando de pronto el aire se estremeció
con un so- nido extraño, más pesado que el de los martillos y más hondo que el
del viento. Reso- naba y hacía enmudecer. Después vino un redoble persistente,
como de tambores le- janos y, en seguida, la conmoción. ¡El estruendo! Los
martillos quedaron inmóviles, las voces callaron, estábamos helados ... En alguna
parte, fuera del alcance visual, en la oscuridad -había tal calma que el aire
transportaba todos los sonidos- Villa y su ejército se habían arrojado sobre
Gómez Palacio; la batalla había empezado. El soni- do se agudizó, persistente y
lento, hasta que los estampidos de los cañones se con- fundían uno con otro, y el
fuego de fusilería sonaba como lluvia de acero ...
- ¡Ándele! -gritó una voz áspera desde el techo de un carro con un cañón-.
¿Qué están haciendo? ¡Éntrenle a la vía! ¡Pancho Villa está esperando los trenes!
Se arrojaron furibundos a la obra cuatrocientos fanáticos. Recuerdo cómo
suplicamos al coronel comandante que nos permitiera ir al frente. No quiso. Las
órdenes eran estrictas: nadie podía salir de los trenes. Le rogamos, le ofre- cimos
dinero, casi nos arrodillamos ante él. Al fin se ablandó un poco.
- A las tres en punto -dijo-, daré a ustedes el santo y seña y les permitiré irse.
- ¡Hola, Míster!
El sarape que lo cubría voló por el aire; el hombre saltó del caballo, y acto
seguido me abrazaba Isidro Amaya. Detrás de él se oyó un diluvio de gritos:
- ¡Qué tal, Míster! ¡Oh, Juanito, cuánto nos alegramos de verte! ¿Dónde has
estado?
- ¡Vámonos! ¿Qué sucede? ¡Aprisa! ¡No podemos estar aquí toda la noche!
- ¡Aquí está el Míster! ¡Aquí está el gringo de quien contábamos que bailó en
La Zar- ca! ¡El que estaba en La Cadena!
Entonces los otros avanzaron, agolpándose también, hacia adelante. Eran mil
doscientos en total. Silenciosos, adustos, ansiosos, olfateaban el combate más
adelante, desfilaban ante la línea doble de antorchas que alumbraban en alto. A
uno de cada diez hombres lo había conocido antes. Al pasar, el coronel les
gritaba:
CAPÍTULO VII
Amanecer sangriento
No quiero ser porfirista, no quiero ser orozquista, ¡pero sí quiero ser voluntario
en el ejército maderista!
- ¡Adiós! ¡No los maten a todos! ¡Dejen unos cuantos pelones para nosotros!
Caminamos dando traspiés sobre la vía destrozada, sólo para conseguir verlo
de cer- ca. Era un soldado algo regordete, con un rifle y una cartuchera medio
vacía sobre el pecho. Expresó que acababa de traer a un herido del frente al tren
hospital, y que re- gresaba para allá.
Oiga, compadre -dijo uno de los camilleros, secamente-. ¿Dónde está el tren
hospi- tal? ¡Por el amor de la Virgen!
Estaban parados con la manta tirante entre ellos; escurrían algo de ella;
goteaba, go- teaba, sobre las traviesas de la vía.
Pronto estuvimos cerca de la batalla. Apareció una luz débil, gris, en el oriente,
a través de la vasta llanura plana. Los nobles álamos se erguían apretados en
hileras gruesas, siguiendo los canales hacia occidente; abundaban los trinos de
los pájaros. Iba aumentando el calor; se sentía el agradable olor de la tierra
mojada, de la yerba y del maíz en desarrollo; un tranquilo amanecer de verano.
Rompiendo la quietud, co- mo una locura insensata, estalló el estrépito de la
batalla. El histérico rechinar del fuego de rifle parecía llevar un continuo grito en
voz baja, aunque al escucharse con atención, se esfumaba. El nervioso y
mortífero tableteo de las ametralladoras, como el de un gigantesco picamaderos.
El estampido del cañón, como el profundo resonar de las grandes campanas, y el
silbido de sus granadas. ¡Bum! ¡Tras! ¡Juí-í-íe-e-a-a-a-a! El enorme y cálido sol
se hundió en el ocaso entre una neblina sutil de la tierra fértil; sobre las áridas
montañas del Oriente comenzaban a culebrear las oleadas de calor.
La luz del sol iluminó los nacientes y verdes penachos de los altísimos álamos
que orlaban el canal paralelo al ferrocarril a nuestra derecha. La arboleda
terminaba allí; más allá, todo el muro de las áridas montañas se tornaba color de
rosa, amontonándo- se cordillera sobre cordillera. Estábamos ahora, otra vez, en
el estéril desierto, cubier- to por numerosos y polvorientos mezquites. Con
excepción de otra alameda que iba del oriente al occidente, cerca de la ciudad, no
se veían otros árboles en toda la llanu- ra, a no ser dos o tres desparramados a la
derecha. Tan cerca estábamos ya, a menos de cuatro kilómetros de Gómez
Palacio, que veíamos, siguiendo la vía levantada, has- ta la propia ciudad, así
como el depósito del agua, negro y redondo, atrás del cual estaba la Casa
Redonda y al través de la vía, frente a ellos, las paredes bajas, de ado- be, del
Corral de Brittingham. Se levantaban a la izquierda las chimeneas, los edifi- cios
y los árboles de La Esperanza, la fábrica de jabón, rosa claro, tranquila, como una
ciudad pequeña. Casi directamente, a la derecha de la vía del ferrocarril así parec-
ía, el rígido y pedregoso pico del Cerro de la Pila, empinado hasta la cumbre que
lo coronaba, asiento del depósito del agua, y que se extiende en declive hacia el
Occi- dente, en una serie de picos más pequeños, una serranía dificil de más de
kilómetro y medio de largo. La mayor parte de Gómez Palacio se extiende atrás
del cerro, y hacia la parte extrema occidental de éste las residencias y huertas de
Lerdo, que constituyen un alegre oasis en el desierto. Las grandes montañas
grises del occidente forman un gran declive circular, atrás de las dos ciudades,
cayendo al alejarse al Sur otra vez en pliegues y repliegues de una desolación
incolora. Y directamente, al sur de Gómez Palacio, se extiende sobre la base de
esta cordillera, Torreón, la más rica de las ciuda- des del Norte de México.
El tiroteo era continuo, pero parecía estar circunscrito a un lugar determinado
en un mundo de desorden, fantástico. Venían por la vía, a la luz de la mañana
tibia, extra- viados, un río de hombres heridos, despedazados, sangrantes,
envueltos en sucios y sanguinolentos vendajes, inconcebiblemente agotados.
Pasaban frente a nosotros; uno llegó a caerse, permaneciendo inmóvil entre el
polvo y, no obstante, no le hicimos caso. Los soldados, sin cartucheras, vagaban
a la ventura fuera del chaparral, arras- trando sus rifles; precipitándose entre la
maleza otra vez al otro lado del ferrocarril, negros por la pólvora, manchados de
sudor, sus ojos, vacuos, hacia el suelo. Un polvo delgado, sutil, se levantaba en
nubes lentas a cada paso, envolviéndolo todo, abrasan- do los ojos y la garganta.
Un reducido grupo de jinetes salió despacio de la espesura a la vía, mirando hacia
la ciudad. Uno de ellos bajó de su cabalgadura y se acuclilló junto a nosotros.
- Fue terrible -dijo de pronto-. ¡Caramba! ¡Entramos allá anoche a pie! Estaban
dentro del tanque del agua; habían hecho agujeros en éste para los rifles.
Tuvimos que subir y meter los cañones de los rifles nuestros por los agujeros; los
matamos a todos; ¡una trampa de muerte! ¡Y después el Corral! Tenía dos hileras
de miradores: uno para los que estaban rodilla en tierra, y otro para los que se
hallaban de pie. Allí estaban tres mil rurales; tenían cinco ametra- lladoras para
barrer el camino. Y la Casa Redonda, con sus tres hileras de trincheras afuera y
pasos subterráneos, de modo que se podían arrastrar bajo el fuego y cazarnos por
detrás ... Nuestras bombas fallaron, ¿y qué podíamos hacer con los rifles? ¡Madre
de Dios! Pero fuimos tan rápidos, que les llegamos por sorpresa. Capturamos la
Casa Redonda y el depósito del agua. Pero esta mañana llegaron miles y miles
-refuerzos de Torreón- y su artillería, y nos desalojaron otra vez. Subieron hasta
el tanque del agua y metieron los cañones de sus rifles por los mismos agujeros
matando a todos.
A lo largo del canal corría una especie de carreta, y por ella llegaba la artillería
cons- titucionalista. Uno podía distinguir las cabezas grises de las extenuadas
mulas y los enormes sombreros de sus conductores, y los látigos enroscados; lo
demás estaba cubierto por el polvo. Más lentos que el ejército, habían cabalgado
toda la noche. Pa- saron junto a nosotros, los carruajes y los vagones sonaban, los
largos y pesados ar- mamentos amarillos por tanto polvo. Los conductores y los
artilleros estaban de buen humor. Uno, un estadounidense, cuyas facciones eran
absolutamente irreconocibles debajo de una capa de lodo que lo cubría todo,
hecho de sudor y tierra, gritó para pre- guntar si estaban a tiempo, o si la ciudad
había caído.
Le contesté en español que había muchísimos colorados por matar, y por toda
la línea se dejó oír un grito de alegría.
- Ahora les vamos a enseñar -gritó un enorme indígena montado sobre una
mula-. Si pudiéramos entrar en su maldita ciudad sin pistolas, ¿qué haríamos con
ellos?
Los álamos terminaban justo detrás de San Ramón, y bajo los tres últimos,
Villa, el general Ángeles y el alto mando estaban sentados sobre sus monturas en
la ribera del canal. Más allá, el canal corría sin protección a través de la desnuda
planicie hasta la ciudad, donde se alimentaba del río. Villa vestía un viejo traje
café, sin cuello, y un viejo sombrero de fieltro. Estaba cubierto de mugre y había
cabalgado para arriba y para abajo de las líneas toda la noche. Pero no mostraba
ni rastro de cansancio.
- ¡Mucho, mi general!
- Bien -dijo con una sonrisa-. Estoy contento de que les guste, porque van a
obtener lo que quieren.
Las primeras piezas de artillería habían llegado, las depositaron en frente del
alto mando, desarmadas. Los tiradores rasgaron las cubiertas de lona y levantaron
el pesa- do coche. El capitán de la batería atornilló la mira telescópica y la
palanca de la guía.
Otra arma fue puesta en línea, y el cerrojo del primero fue preparado para
disparar. Se dejó oír el golpe del gatillo, pero no el rugido. Los artilleros abrieron
con rapidez el cierre y tiraron el humeante proyectil de latón al pasto. Bala mala.
Vi al general Ángeles en su deslavado suéter café, sin sombrero, observando a
través de la mira y ajustando el blanco. Villa espoleaba a su inquieto caballo
hacia el furgón. ¡Cabúm- shok! ¡Piiuuu! Esta vez la otra arma. Ahora veíamos
estallar la bala en lo alto de la colina pedregosa. Y después cuatro explosiones
flotaron hacia nosotros, y simultá- neamente las balas del enemigo, que habían
estado explotando aisladas sobre la línea de árboles más cercana a la ciudad,
siguió hasta el desierto y brincó hacia nosotros en cuatro tremendas explosiones.
Cada una acercándose más. Se agregaron cañones a la línea; otros se apostaron a
la derecha a lo largo de la diagonal de árboles, y una larga línea de vagones,
mulas de carga y hombres que gritaban y maldecían se vieron por el polvoriento
camino hacia la retaguardia. Las mulas libres regresaban y los conducto- res se
tiraban exhaustos bajo el chaparral más cercano. Las granadas federales, bien
lanzadas y con tiempos excelentes, explotaban ahora a unos cuantos metros
adelante de nuestra línea. El ritmo de disparo era casi incesante ¡Crashiuuu! Por
encima de nuestras cabezas, golpeaban rudamente los árboles frondosos, cantaba
la lluvia de plomo. Nuestras armas contestaban espasmódicamente. Las balas
caseras, actualiza- das en una maquinaria de mineria adaptada en Chihuahua, no
eran confiables. El ca- pitán Marinelli, el soldado italiano de fortuna, nos rebasó
a galope, mirando tan cerca como pudo al periodista, con un aire serio y
napoleónico. Echó uno o dos vistazos al camarógrafo, sonriendo con gracia, pero
apartó la vista con frialdad. En su labor de hombre trabajador, ordenó que
llevaran su arma a refugio, siendo dicha obra dirigida en persona por él. Justo
entonces una bala explotó ensordecedoramente como a unos cincuenta metros
frente a nosotros. Los federales estaban atinándole al blanco. Mari- nelli se
separó de su cañón, montó en su caballo, lo enganchó, y se hizo para atrás
galopando con dramatismo, el arma se bamoleaba atrás de la espalda por la
alocada carrera. Ninguna de las otras armas se había retirado. Empujando su
espumeante car- gador frente al camarógrafo, se echó al suelo, tomando una pose.
CAPÍTULO IX
La batalla
Un viejo peón agobiado por la edad, y vestido con harapos, deambulaba por el
arbus- to bajo, juntando ramas de mesquite.
- Oiga, amigo -le preguntamos-. ¿Hay alguna forma de acercamos más a la
batalla? Se enderezó y se quedó mirándonos.
- ¿Ven ese canal seco? Bueno, si ustedes se meten ahí y lo siguen, los lleva
hasta la ciudad. Y después, como una conclusión, agregó sin curiosidad-: ¿De
qué bando son?
- Constitucionalistas.
Abajo del canal, el fuego de artillería sonaba muy distante, pero en una ocasión
que con todo cuidado me asomé por la ribera, descubrí que estaban muy cerca de
la pri- mera línea de árboles. Las granadas seguían explotando a lo largo de ella,
y hasta pude ver el vientre del iracundo torbellino que surgía de las vetas de
nuestro cañón y sentí la vorágine de las oleadas de sonido que me golpeaba como
una descarga cada vez que disparaba. Estábamos como a un kilómetro del frente
de nuestra artillería, y evidentemente, nos acercábamos al tanque de agua en las
mismas orillas de la ciudad.
Al detenernos otra vez, las granadas nos pasaban rozando, chillando
agudamente, hasta estallar de pronto en el arco del cielo, oyéndose el cruel eco de
su explosión. Allá adelante, donde la vía principal del tren cruzaba el arroyo, se
amontonaba una pequeña pila de cuerpos. Obvio resultado del primer ataque.
Casi ninguno chorreaba sangre; los sesos y los corazones se podían ver a la
perfección a través de los diminu- tos orificios de las balas de acero de los
máuser. Yacían limpiamente, con una calma no terrena. Mostraban las caras
vacías de los muertos. Alguien, quizá sus mismos avarientos compañeros los
habían despojado de armas, zapatos, sombreros y ropa buena.
Un soldado que dormía, acuclillado al borde del montón, con su rifle sobre las
rodi- llas, roncaba profundamente. Las moscas lo cubrían. Los muertos estaban
plagados de ellas. Pero el sol aún no los afectaba. Otro soldado estaba recargado
contra el borde del canal que daba a la ciudad, sus pies descansaban sobre un
cadáver. Disparaba metódicamente para espantar algo que había visto. Bajo la
sombra del puente, cuatro hombres jugaban cartas. Jugaban sin cuidado, sin ojos
inyectados por la falta de sue- ño. El calor era horrible. De vez en cuando una
bala perdida pasaba silbando. ¡Piiiu- uu!
- Supongo que no traerán otra gota de agua -preguntó-. ¡Adió! ¡No hemos
bebido nada desde ayer!
- Dicen que vamos a atacar el tanque de corral otra vez, cuando la artillería esté
en posición de apoyarnos.
Se limpió la boca con el dorso de la mano y comenzó a disparar otra vez. Nos
queda- mos junto a él y observamos. Estábamos a unos cien metros del mortífero
tanque de agua. A través de la vía y de la amplia calle se extendían los muros de
adobe café de Britting en apariencia inocentes ahora, con sólo unos puntos
negros, evidencia de la doble línea de troneras.
- Allí están las ametralladoras -dijo nuestro amigo-. ¿Las ven, esos pequeños
tubitos que se asoman en el borde?
No los pudimos ver. El tanque de agua, el corral y la ciudad dormían por el
calor. El polvo se acumulaba inmóvil creando una débil neblina. A unos cuarenta
y seis metros frente a nosotros había un canal con poca agua, seguramente había
sido alguna vez una trinchera federal, pues la mugre se había apilado. Doscientos
soldados polvorien- tos estaban tirados allí, mirando hacia la ciudad, era la
infantería constitucionalista.
El hombre que roncaba gruñó y abrió los ojos lentamente. Bostezó y tomó su
rifle sin una sola palabra. Los jugadores empezaron a reunir las ganancias. Se
suscitó una dis- puta por la propiedad del paquete de cartas. Rezongando y
todavía peleando, salieron y siguieron al francotirador hasta el borde del canal. El
fuego de los rifles sonaba a lo largo del borde de la trinchera en el frente. Los que
dormían se echaron boca abajo, detrás de sus pequeños refugios, sus codos
trabajaban vigorosamente en el cerrojo de sus rifles. El tanque de agua de acero
vacío, resonaba con la lluvia de balas. Moronas de adobe volaban desde el muro
del Corral. Al instante el muro brilló con los cañones destelleantes, y las armas se
levantaron rechinando con fuego cubierto. Las balas lle- gaban hasta el cielo
silbando; tamborileaban en el humeante polvo hasta que nos en- volvió una
cortina giratoria de nubes desde la casa y el tanque; podíamos ver a nues- tro
amigo correr agachado a ras del suelo, el hombre somnoliento lo seguía erecto,
frotándose los ojos. Atrás, corrían los apostadores, aún discutiendo. En algún
lugar de la retaguardia se oyó un clarín, el francotirador que avanzaba al frente,
se paró de frente, frenando, como si hubiera dado contra un muro sólido. Su
pierna izquierda se dobló debajo de él, y se hundió desesperadamente hacia una
de sus rodillas a pleno campo abierto, agitando su rifle con un grito.
- Los muy malditos -gritó, disparando rápidamente hacia el polvo- les voy a
enseñar a esos ... ¡los pelones! ¡Pájaros de cuenta! -Sacudió su cabeza con
impaciencia, como un perro con una oreja herid a .
Casi nos impedían ver el frente, pero a través del polvo y de los espacios entre
las piernas que corrían podíamos ver a los soldados en la trinchera, brincar dentro
de su barricada como si rompiera una ola, y luego el polvo impenetrable se cerró.
La fiera aguja de las ametralladoras cosía en uno solo todos los sonidos. Con una
mirada a través de la nube levantada por un ventarrón caliente, pudimos ver la
primera línea morena de hombres que se apiñaban como si estuvieran borrachos,
y las ametrallado- ras que escupían sobre la pared, de un rojizo apagado a la luz
del sol. Entre estos, un hombre regresó corriendo, le escurría el sudor por la cara,
traía un arma. Corría rápi- do, a veces derrapándose, a veces cayendo, hasta
llegar a nuestro canal y luego subió la otra ribera. Otras formas vagas se
desplazaron en la polvareda.
Nos cayeron encima, a nuestro alrededor; nos ahogaron con una inundación
humana, gritando:
- ¡A los álamos! ¡A los trenes! ¡Viene la federación!
- Bien, te apuesto a que yo estoy más caliente -contestó un jinete, y todos nos
reímos.
- Pero, señor -dijo uno-, aquí es donde siempre nos paramos cuando hay
batalla.
Un poco más adelante me topé con un oficial, un tal Germán, que deambulaba
por ahí, guiando su caballo por la brida.
Yo estaba rendido, no había dormido ni comido, además el calor del sol era
insopor- table. Caminamos otro kilómetro y me detuve a mirar atrás, vi que las
balas del ene- migo se incrustaban en la línea de árboles con más frecuencia que
nunca. Parecía que habían conseguido la medida perfecta. Justo entonces vi que
la línea gris de las máquinas, se apostaba sobre sus mulas y comenzaba a
moverse desde los árboles hacia la retaguardia, en cuatro o cinco puntos
diferentes. Nuestra artillería había sido sacada de sus posiciones a base de
granadas ... Me tiré a descansar a la sombra de un gran arbusto de mesquite.
CAPÍTULO X
Entre combates
Como a dos kilómetros, se detuvo la retirada. Me topé con los soldados que
regresa- ban, con la expresión de alivio que muestra alguien que teme a un daño
desconocido y de repente se ve librede él. Éste era el poder de Villa; podía
explicar las cosas a la gente común, de una manera que ellos comprendían
rápidamente. Los federales, co- mo de costumbre, no habían aprovechado la
oportunidad de infligir una derrota per- durable a los constitucionalistas. Quizá
temían una emboscada, como la que Villa había dispuesto en Mapula, cuando los
victoriosos federales salieron a perseguir al ejército de Villa después del primer
ataque sobre Chihuahua y fueron repelidos su- friendo una gran matanza. De
todas maneras, no salieron. Los hombres regresaron pesadamente. Trataban de
encontrar sus cobijas y armas en el mesquite, y las de otra gente también. Se les
podía oír gritando y haciendo bromas por toda la planicie.
¡Esa es mi cantimplora!
¡Yo tiré mi sarape aquí, justo sobre este arbusto. Y ahora ya no está!
¡Oh, Juan! -le gritaba un hombre a otro- ¡Siempre te dije que podía ganarte en
una carrera!
La verdad era que después de montar doce horas el día anterior, luchar toda la
noche y toda la mañana bajo el sol abrasador, con la espantosa tensión de cargar
una fuerza sin trincheras frente a la artillería y de ametralladoras, sin comida ni
agua ni sueño, los nervios del ejército habían explotado. Pero desde el momento
en que regresaron después de la retirada, el resultado final jamás se puso en tela
de juicio. La crisis psi- cológica había pasado ...
El tiroteo de los rifles ya había cesado del todo, y hasta los disparos de cañón
del enemigo eran pocos y lejanos. En el canal, bajo la primera línea de árboles,
nuestros hombres se atrincheraron. La artillería se había retirado hasta la segunda
línea de árboles, a dos kilómetros de distancia, y bajo la fresca sombra, los
hombres se tiraron pesadamente a dormir. La tensión había desaparecido.
Conforme el sol fue llegando a su cenit, el desierto, la colina y la ciudad
guardaron silencio por el calor. Algunas veces un intercambio de tiros hacia la
derecha o hacia la izquierda, indicaba el lugar en que los puestos de avanzada
intercambiaban saludos. Pero aun eso pronto se dejó de oír.
En los campos de algodón y maíz hacia el norte, entre los tiernos objetos
verdes, los insectos deambulaban. Los pájaros ya no cantaban. El calor era
insoportable. Las hojas estaban quietas pues no había aire.
Por aquí y allá humeaban las fogatas, donde los soldados volteaban tortillas
hechas de la escasa harina que habían traído en sus alforjas; y aquellos que no
tenían alimento vagaban por ahí suplicando una migaja. Todos, simple y
generosamente, dividían la comida. Yo fui llamado en una docena de fogatas con
un:
Un hombre harapiento, cerca de una fogata, a quien jamás había visto antes, se
le- vantó y vino hacia mí sonriendo.
- Cuando lo vi pensé que usted era un hombre que no había probado el tabaco
por un buen tiempo. ¿Quiere usted la mitad de mi cigarrillo? -Antes de que yo
pudiera pro- testar, me enseñó un cigarrillo café y lo rompió en dos pedazos.
Llegó hasta nosotros el sonido de otros aires del atardecer quieto y fresco.
Sentí que mi cariño se volcaba sobre esta gente sencilla y gentil. Eran tan
amables ... Fue después de haber visitado el canal para beber agua, que Treston
dijo casualmente:
- Dios mío -dijo Treston-. Quizá eso era lo que me estaban tratando de decir.
Unas veinte personas me decían algo de envenenado ¿Qué quiere decir eso?
- Ah sí, nosotros ya sabíamos, por eso les dimos agua a nuestros caballos en
otro ca- nal. Ya lo sabíamos hace tiempo, dicen que en el frente hay diez caballos
muertos, y que muchos hombres se están revolcando.
Conseguimos una lata de café en la fogata más cercana, y nos sentimos mejor.
CAPÍTULO XI
Un puesto de avanzada en acción
Muy temprano en la mañana del martes, el ejército estaba en camino otra vez
hacia el frente, bajando la vía y atravesando los campos. Cuatrocientos demonios
furiosos sudaban y martillaban la vía arruinada; el primer tren había avanzado un
kilómetro durante la noche. Había muchos caballos esta mañana. Yo compré uno
con silla por setenta y cinco pesos, unos quince dólares en oro. Trotando hacia
San Ramón, me emparejé con dos jinetes de mirada salvaje, con grandes
sombreros, con retratitos impresos de Nuestra Señora de Guadalupe, cosidos a
ellos. Dijeron que iban a un puesto de avanzada en el ala derecha, cerca de las
montañas, sobre Lerdo, donde su compañía estaba apostada para sostener una
colina ¿por qué quería ir yo con ellos? ¿Además, quién era yo? Les mostré mi
pase firmado por Francisco Villa. Todavía se mostraban hoscos.
Pero después de una corta consulta, el más alto de ellos soltó un venga.
Como a dos kilómetros más allá, casi a lo largo del pie de la colina, corría el
alto ca- mino que va desde el Norte hasta Lerdo. Lo reconocimos
cuidadosamente desde la maleza. Un campesino pasó chiflando, conduciendo un
rebaño de cabras. Al borde de este camino, bajo un arbusto, había un jarro de
arcilla lleno de leche. Sin la menor duda, el primer soldado tomó su revólver y le
disparó. El jarro se hizo añicos, y la leche se desparramó por todos lados.
Estos eran simples peones que se habían levantado en armas, como los amigos
de La Tropa, una raza dura y feliz de montañeses y vaqueros, entre los cuales
había muchos que habían sido forajidos en sus viejos tiempos. Sin paga, mal
equipados, indiscipli- nados. Sus oficiales simplemente eran los más valientes.
Armados con los antiguos Springfield y un puñado de cartuchos por cabeza,
habían peleado casi continuamente durante tres años.
Por cuatro meses, ellos, las tropas irregulares de jefes de la guerrilla como
Urbina y Robles, habían sostenido el avance alrededor de Torreón, peleando casi
a diario con- tra los puestos de avanzada federales y sufriendo las penurias de la
campaña, mientras el ejército principal se guarnecía en Chihuahua y Juárez. Estos
hombres harapientos, eran los soldados más valientes del ejército de Villa.
Apenas hacía quince minutos que había llegado, observaba la res cociéndose
en las llamas, y satisfacía la ansiosa curiosidad de una muchedumbre en lo que
respecta a mi rara profesión, cuando se escuchó un sonido de galope, y una voz
que dijo:
Al poco rato todos estábamos sobre nuestras monturas, trotando ribera abajo de
la corriente. Muy lejos, enfrente nuestro sonaban los rifles. Por instinto, sin
ninguna orden, rompimos al galope a través de las calles de un pueblito, donde
los pacíficos estaban parados sobre los techos de sus casas, mirando hacia el Sur,
con pequeños envoltorios de sus pertenencias junto a ellos. Estaban preparados
para huir si la bata- lla era adversa para nosotros, pues los federales castigan
cruelmente a los pueblos que ayudan a su enemigo. Más allá yacía la pequeña
colina rocosa. Nos apeamos, y tiran- do las riendas por encima de las cabezas de
los caballos, subimos a pie. Una docena de hombres ya estaba ahí. Tiraban
espasmódicamente en dirección a la ribera verde de árboles, detrás de la cual
estaba Lerdo. Los disparos, dispersos e invisibles, salían desde el medio del
desierto. A un kilómetro de distancia más o menos, pequeñas figu- ras negras se
apostaban alrededor en unos arbustos, Una nube de polvo fino caía co- mo una
lluvia desde otro destacamento que marchaba lentamente hacia el Norte por su
retaguardia.
-Unos doscientos.
El coronel me dijo:
- Amigo, siento que no hayamos tenido tiempo para platicar. Hay muchas
cosas que quiero preguntarle de su país; si es cierto, por ejemplo, que en sus
ciudades los hom- bres están completamente paralizados de las piernas y no
montan a caballo por las calles, sino que se mueven en automóviles. Yo tuve un
hermano que trabajó en la vía del ferrocarril cerca de la ciudad de Kansas, y me
contó cosas maravillosas. Pero un día un hombre le llamó grasiento y le pegó un
tiro sin que mi hermano pudiera hacer nada. ¿Por qué su gente no quiere a los
mexicanos? A mí me gustan los norteameri- canos. Usted me gusta a mí. Aquí
tiene un obsequio se desabrochó una de sus enor- mes espuelas de fierro,
incrustadas con plata, y me la dio-. Pero nunca hemos tenido tiempo para hablar.
Estos ... siempre nos molestan, y entonces nos tenemos que levan- tar y matar a
unos cuantos de ellos antes de volver a disfrutar otro momento de paz ... Bajo los
álamos encontré a uno de los fotógrafos, y a un camarógrafo de cine. Esta- ban
recostados boca arriba, junto a una fogata, alrededor de la cual se acuclillaban
veinte soldados, devorando con ansia tortillas de harina, carne y café. Uno
orgullosa- mente mostró un reloj con pulsera de plata.
- Ese era mi reloj -explicó el fotógrafo-. No habíamos comido nada en dos días,
cuan- do pasamos cerca de estos muchachos y nos dieron el alimento más
increible que jamás hayamos probado. ¡Después de eso simplemente no pude
evitar obsequiárselos!
CAPÍTULO XII
El asalto de los hombres de Contreras
El miércoles, mi amigo el fotógrafo y yo andábamos deambulando por el
campamen- to cuando Villa llegó hasta nosotros en su caballo. Se veía cansado,
mugroso, pero feliz. Dominando su caballo con las riendas, frente a nosotros, los
movimientos de su cuerpo eran sencillos y llenos de gracia, como los de un lobo,
sonrió y nos dijo:
Y en verdad fue grandioso. El tren hospital estaba justo detrás del tren de
trabajo. Cuarenta furgones barnizados por dentro, y por fuera marcados en un
costado con una cruz azul enorme, y una gran leyenda: SERVICIOS
SANITARIOS. Aquí se ocupa- ban de los heridos en cuanto llegaban del frente.
Se les acomodaba en las instalacio- nes quirúrgicas más modernas. Los atendían
sesenta competentes doctores extranjeros y mexicanos. Cada noche los furgones
llevaban a los más graves hasta los hospitales base en Chihuahua y Parral.
Fuimos hasta San Ramón, y más allá del extremo de la línea de árboles que
cruza el desierto. Ya había empezado a arreciar el calor. Enfrente, una serpiente
de fuego de rifles se desenrrollaba a lo largo de las líneas, y después una
ametralladora se oyó: ¡Spat-spat-spat! Cuando emergimos a campo abierto, un
solitario máuser comenzó a abrir fuego hacia la derecha en algún lugar. No le
dimos importancia al principio.
Pero pronto notamos que había un pequeño sonido pesado por el terreno
alrededor de nosotros. Motas de polvo volaban cada tantos minutos.
- Dios mío -dijo el fotógrafo- algún desgraciado anda tras de nosotros. Por
instinto ambos corrimos. Los disparos de rifle se hicieron más rápidos. Era una
gran distancia a través de la planicie. Después de un rato redujimos el paso a
trote. Por último, caminamos, el polvo se levantaba como siempre, teníamos la
sensación, después de todo, de que no tenía caso correr. Después nos olvidamos
del asunto ... Media hora después nos arrastramos a través de los arbustos por
medio kilómetro desde las afueras de Gómez y llegamos a un diminuto rancho,
compuesto por seis u ocho chozas de adobe. En el refugio que una de las casas
ofrecía, estaban desparra- mados unos sesenta hombres harapientos de Contreras.
Jugaban cartas, platicaban con pereza. Allá abajo, justo a la vuelta de la esquina,
que apuntaba como una guía hacia las posiciones federales, una tormenta de
balas barría continuamente, removiendo el polvo. Estos hombres habían estado
en el frente durante toda la noche. La contraseña era ningún sombrero y todos
estaban descubiertos de la cabeza bajo el tórrido sol. No habían dormido ni
comido, y no había ni una gota de agua en dos kilómetros a la re- donda.
- Hay un cuartel federal allá arriba que está disparando -explicó un chiquillo
como de doce años-. Tenemos orden de atacar cuando la artillería llegue. Un
anciano se acuclillaba contra la pared, me preguntó de dónde venía. Le dije que
de Nueva York.
- Bien -dijo-, no sé nada de Nueva York. Pero apuesto a que ustedes no tienen
ganado fino que corra por la calle como el que tenemos en las calles de Jiménez.
- No se ve ni una sola cabeza de ganado en las calles de Nueva York -le dije.
Me miró como pensando que yo era un gran mentiroso. Entonces dirigió sus
ojos hacia el suelo y pensó con profundidad.
Nos quedamos ahí una media hora. Después, trajeron dos cañones grises desde
la maleza y los llevaron hasta sus posiciones en el canal seco, a treinta y cinco
metros hacia la izquierda.
- Creo que ya nos vamos -dijo el muchacho.
- Bien, bonito grupo para tomar una ciudad -dijo-, pero no tenemos a nadie más
aquí. Éntrenle cuando oigan el clarín.
- ¡Oiga -gritó un soldado-, le apuesto mi silla a que yo regreso y usted no! Esta
maña- na le gané una bonita silla a Juan.
- Muy bien, ¡mi nuevo caballo pinto! ... Riendo, haciendo bromas,
jugueteando, salieron desde el refugio de las casas rumbo a la lluvia de acero.
Corrieron a tumbos por la calle, como si fueran animalitos caseros que no están
acostumbrados a correr. Al avanzar levantaron una polvareda que los cubría, y
hacían un ruido endemoniado.
CAPÍTULO XIII
Un ataque nocturno
Dos o tres de nosotros teníamos una especie de campamento junto al canal casi
junto a los álamos. Nuestro coche, con su abastecimiento de comida, ropa y
cobijas, aún estaba a treinta kilómetros. La mayor parte del tiempo lo pasamos
sin alimento.
Cuando nos las ingeniamos para conseguir unas cuantas latas de sardina o un
poco de harina en el tren del comisario, fuimos afortunados. El miércoles, un
hombre de la muchedumbre consiguió una lata de salmón, café, galletas y un
paquete grande de cigarrillos. Conforme cocinábamos, mexicano tras mexicano,
al pasar rumbo al fren- te, desmontaba y se nos unía. Después del más elaborado
intercambio de cortesías, en el cual teníamos que persuadir a nuestro invitado de
comer de nuestra cena, doloro- samente debíamos renunciar a ella. Y él se
deshacía en cortesías y montaba otra vez y se alejaba sin gratitud. Aunque con un
sentimiento de amistad.
Nos tiramos sobre la ribera, bajo la penumbra dorada, fumando. El primer tren
enca- bezado por un coche plataforma, sobre el cual iba montado el cañón El
Niño, ya había llegado a un punto opuesto al extremo de la segunda línea de
árboles. A escasos dos kilómetros de la ciudad.
Entonces alcancé a oír un murmullo de voces cerca del canal frente a mí; un
puesto de avanzada seguramente.
¿Quién vive? -se escuchó un grito. Antes de que tuviera oportunidad para
contestar, ¡bang!, disparó. La bala zumbó cerca de mi cabeza. ¡Fiuuu!
No, tonto -se oyó una voz exasperada-. ¡No dispares inmediatamente después
de pe- dir la identificación! ¡Espera hasta que diga la respuesta incorrecta!
Escúchame ahora.
Esta vez la formalidad fue satisfecha por ambos lados. Y el oficial dijo: ¡Pase
usted!
- Enciendan sus cigarrillos con éste -dijo- y no enciendan las mechas hasta que
estén justo debajo del muro.
- Capitán, ¡caramba! Va a estar muy, muy duro. ¿Cómo vamos a saber la hora
exacta? Otra voz, profunda, áspera, habló desde la oscuridad.
Por toda la línea rugía ahora el fuego de los rifles, aunque estaba muy atrás de
los árboles y no pude ver nada del ataque.
La artillería estaba en silencio, las tropas muy cerca, lo que no permitía que se
usaran granadas por ninguna de las facciones. Cabalgué hacia la derecha, donde
subí con mi caballo por una ribera de canal muy escarpada. Desde ahí pude ver
los diminutos fue- gos danzando, las armas se oían rumbo a Lerdo. Brotes
aislados, que parecían un co- llar de joyas a lo largo de nuestro frente. Hacia el
extremo izquierdo, un ruido nuevo y más profundo nos indicó el lugar donde
Benavides hacía una demostración contra Torreón en debida forma, con
ametralladoras de tiro rápido. Permanecí esperando en tensión el ataque.
Se suscitó con la fuerza de una explosión. Hacia el lado del Brittingham Corral
que yo no pude distinguir. El ritmo acompasado de cuatro ametralladoras, y una
explosión continua de rifles haciendo parábolas, convirtieron el ruido previo en el
más profundo silencio. Un rápido resplandor enrojeció el cielo, después se
oyeron las impresionan- tes explosiones de dinamita. Me pude imaginar a los
salvajes gritones que invadían la calle contra esa flama invasora. Arremetiendo,
pausando, luchando para abrirse paso, con Villa a la cabeza, hablándoles por
encima del hombro como siempre. Se desenca- denó un tiroteo más cerrado hacia
la derecha, lo que indicaba que el ataque contra el cerro de La Pila había llegado
a las faldas. Al mismo tiempo en el lejano extremo del risco hacia Lerdo se
vieron destellos. ¡Maclovio había tomado Lerdo!
De pronto apareció ante mi vista un paisaje mágico. Hacia arriba por tres lados
de la escarpada loma del cerro subía lentamente un cerco de luz. Era la flama
constante del tiroteo de rifles proveniente de los atacantes. El valle también
mostraba ríos de fuego, que se intensificaron conforme el cerco convergía hacia
ellos. Una llama brillante se dejó ver en la cima, después otra. Un segundo más
tarde llegaron los temibles saludos del cañón. Tiró contra la pequeña línea de
hombres que trepaban con la artillería. ¡Pe- ro aún así seguían subiendo por la
negra colina!
Esa noche atacaron siete veces el cerro, a pie. Siete octavos de ellos
muneron ... Todo este tiempo el crujir infernal y el juguetear de la luz roja sobre
el corral, no paró ni un momento. En ocasiones parecía entrar a una tregua, para
volver a comenzar con más furia. Atacaron el corral ocho veces. En la mañana
cuando entré a Gómez, a pe- sar de que los federales habían quemado muertos
constantemente durante tres días, había tantos en el vasto espacio frente a
Brittingham Corral que apenas pude cabalgar por entre ellos. Alrededor del cerro
nos topamos con siete capas distintas de cadáve- res de rebeldes ...
Los heridos comenzaron a peregrinar a través de la planicie, en medio de una
densa oscuridad. Sus gritos y gemidos, que ahogaban cualquier otro sonido se
oían por en- cima del clamor de la batalla. Es más, hasta se podía oír el crujido de
los arbustos cuando se metían por ahí, y el arrastrar de sus pies por la arena. Un
jinete pasó por el camino delante mío, maldiciendo furioso por tener que
abandonar la batalla debido a su brazo roto. Sollozaba entre maldiciones.
Después pasó un hombre a pie, quien se sentó junto a la ribera, tratando
desesperadamente de pensar en toda suerte de cosas para evitar una crisis
nerviosa.
Regresé al campamento muy fastidiado. Una batalla es la cosa más tediosa del
mun- do, sin importar el tiempo que dure, es siempre lo mismo. En la mañana fui
a conse- guir noticias en el cuartel general. Habíamos capturado Lerdo, pero el
cerro, el corral y el cuartel aún eran del enemigo. ¡Toda esa matanza para nada!
CAPÍTULO XIV
La caída de Gómez Palacio
Bueno -dijo Villa-. Traigan a todos los trenes desde la retaguardia esta noche
¡porque vamos a entrar a Gómez en la mañana!
Llegó la noche, asfixiante, silenciosa, se podía oír el cantar de las ranas en los
cana- les. A través del frente de la ciudad los soldados yacían esperando la orden
de ataque. Heridos, exhaustos, a punto de estallar, llegaron al frente. Casi al
punto de la última etapa de la desesperación. Esta noche ellos no serían
rechazados. Tomarían la ciudad o morirían. Al acercarse las nueve de la noche,
hora en que el ataque debería iniciar- se, la tensión llegó a un nivel peligroso.
Había una gran mula gris pastando en el campo cercano, con una cuerda
alrededor de su cuello. Puse mi silla sobre el animal y me la llevé al frente. Era
un noble bruto, que valía cuatro veces más que Bucéfalo, como pronto descubrí.
Todos con los que me encontré deseaban esta mula. Un soldadoque marchaba
con dos rifles me detuvo.
- Entonces usted miente sobre la mula, pues la silla es mía -continué, dejándolo
atrás dando gritos por el camino.
- ¡Ah, por fin! ¡Mi hermosa mula que había perdido! ¡Mi Juanito!
Le mostré mi pase firmado por Francisco Villa. Esto fue suficiente ...
A través del extenso desierto donde los constitucionalistas habían peleado por
tanto tiempo, el ejército se reunía proveniente de todas direcciones. En largas
columnas semejantes a serpientes, el polvo colgaba por encima de cada una de
ellas. Y a lo lar- go de la vía, tan lejos como el ojo podía percibir, venían los
trenes, haciendo sonar sus triunfantes silbatos. Iban atestados de mujeres y
soldados que lanzaban porras. Dentro de la ciudad, el amanecer había caído en
silencio y orden absolutos. Con la entrada de Villa y su alto mando, el pillaje
había cesado. Los soldados otra vez respe- taban la propiedad de los demás. Unos
mil trabajaban arduamente recogiendo cadáve- res y llevándolos al borde de la
ciudad, donde se les quemaba. Quinientos más vigila- ban la ciudad. La primer
orden emitida fue que cualquier soldado capturado bebiendo, sería ejecutado.
- ¿A qué hay que tenerle miedo? -gritaron- ¡Un grasiento mexicano no tiene
agallas!
QUINTA PARTE
CAPÍTULO I
Carranza - una impresión
Villa había sido electo, por unanimidad, comandante en jefe del ejército
constitucio- nalista, gracias a una junta extraordinaria de todos los líderes
guerrilleros indepen- dientes, ante Torreón. Un evento poco conocido en la
historia mexicana.
Se quedó ahí durante seis meses, sin hacer nada en apariencia, manteniendo a
un con- tingente de más de seis mil hombres excelentes, prácticamente
inoperantes; asistiendo a banquetes y corridas de toros. Estableciendo y
celebrando innumerables días festi- vos nacionales, y emitiendo proclamaciones.
Su ejército, dos o tres veces el tamaño de las guarniciones descorazonadas de
Guaymas y Mazatlán, sostenían un flojo sitio en esas locaciones. Mazatlán
apenas había caído, creo. Lo mismo que Guaymas. Hace unas semanas, el
gobiemo provisional de Maytorena amenazaba con contrarre- voluciones para el
general Alvarado, el jefe de armas de Sonora, porque no garantiza- ba la
seguridad del gobernador. Evidentemente proponía desmembrar la Revolución
debido a que Maytorena estaba a disgusto en el palacio de Hermosillo. Durante
todo ese tiempo no se dijo ni una sola palabra sobre la cuestión de la tierra, hasta
donde mi conocimiento llega. Las tierras de los indios yaqui, cuya expropiación
es el punto más negro en toda la negra historia de Díaz, se convirtió en nada más
que una promesa. Con respecto a eso, toda la tribu se unió a la Revolución. Unos
meses después la ma- yoría regresó para comenzar de nuevo su desesperanzada
campaña contra el hombre blanco.
En esos seis meses, el aspecto de los asuntos había cambiado. Excepto la parte
norte de Nuevo León, y la mayor parte de Coahuila, el norte de México era
constituciona- lista casi de mar a mar. Villa contaba con fuerzas bien armadas y
disciplinadas, 10,000 hombres. Entró en la campaña de Torreón. Todo esto lo
alcanzó casi indivi- dualmente. Carranza pareció sólo contribuir con
felicitaciones. De hecho Villa había constituido un gobierno provisional.
Sin embargo, todo el mundo dormía, y el propietario del hotel, a quien se había
hecho salir de su oficina privada, dijo que no tenía la menor idea de los nombres
de ninguno de los caballeros o dónde dormían. Manifestó, sí, haber oído decir
que Carranza esta- ba en la ciudad. Recorrimos el hotel, tocando a todas las
puertas y preguntando a los mexicanos, hasta que tropezamos con un caballero
sin afeitar, gentil, quien dijo ser el administrador de aduanas del nuevo gobierno
en todo México.
Ninguno de los periódicos había citado jamás el nombre del señor Fabela, por
lo que todos urgían a sus corresponsales para que informaran a su respecto, ya
que parecía ser un miembro importante del gobierno provisional, no obstante que
sus anteceden- tes eran completamente desconocidos. Se decía que había
ocupado en diferentes oca- siones casi todos los puestos en el gabinete del Primer
Jefe. Más bien de mediana estatura y de porte distinguido, afable, cortés,
seguramente de una educación esmera- da, su rostro era decididamente judaico.
Hablamos un largo rato, sentados a la orilla de su cama. Me dijo cuáles eran los
propósitos e ideales del Primer Jefe, pero no pude deducir de ellos nada acerca de
su personalidad.
-Oh, sí -dijo-, desde luego yo podría ver al Primer Jefe en la mañana. Claro que
me recibiría.
Pero cuando llegamos a cosas concretas, el señor Fabela me dijo que el Primer
Jefe no contestaría a ninguna cuestión al momento. Todo debía ser por escrito,
manifestó, debiendo someterse primero a Fabela. Éllo transmitiría a Carranza y
traería su res- puesta. De conformidad con lo anterior, entregué al señor Fabela, a
la mañana si- guiente, un cuestionario como de veinticinco preguntas, escritas en
un pliego. Las leyó con suma atención.
¡Ah! -exclamó-; aquí hay muchas cuestiones a las que, estoy seguro, no
contestará el Primer Jefe. Le aconsejo a usted eliminarlas.
Bueno, si no las contesta, está bien -le dije-. Pero desearía ofrecerle la
oportunidad de verlas. Él puede negarse simplemente a contestarlas.
Señor Fabela -le dije-. ¿Está usted seguro de saber con exactitud lo que se
negará a contestar don Venustiano?
Así se lo prometí y, junto con otro reportero, lo seguí al cruzar la plaza, hasta
el pe- queño y bello palacio amarillo municipal. Nos detuvimos en el patio. El
lugar estaba atestado de mexicanos que se daban importancia, fastidiando a otros
que hacían lo mismo, corriendo de puerta en puerta con portafolios y manojos de
papeles. De vez en cuando, al abrirse la puerta de la secretaría, hería nuestros
oídos el estrépito de las máquinas de escribir. En el pórtico se veía a oficiales
uniformados esperando órdenes.
Esperé tal vez durante una hora, notando en ese lapso que nadie entraba en el
aposen- to, a no ser el señor Fabela y aquellos que lo acompañaban. Al fin, vino
hacia mí y dijo:
Está bien. Son amigos -contestó Fabela, y abrió la puerta. Adentro estaba tan
oscuro, que al principio no veíamos nada. Las persianas estaban echadas en las
dos ventanas. A un lado había una cama, todavía sin hacer; al otro, una mesa
cubierta de papeles, sobre la cual se veía también una bandeja que contenía los
restos del desayuno. En un rincón estaba una cubeta de estaño, llena de hielo, con
dos o tres botellas de vino dentro. Al acostumbrarse nuestros ojos a aquella luz,
vimos la gigantesca figura, vestida de caqui, de don Venustiano Carranza,
sentado en un gran sillón. Había algo extraño en la manera como estaba, tal como
si lo hubieran colocado allí advirtiéndole que no se moviera. Parecía no pensar,
ni haber estado trabajando; no podía imaginárselo haciéndolo en aquella mesa. Se
podía tener la impresión de un cuerpo inmenso inerte: una estatua.
Se levantó para saludamos; era de una estatura elevada, como de más de dos
metros. Noté un poco asombrado que usaba gafas ahumadas en aquella
habitación oscura; aunque colorado y con la cara llena, me pareció que no estaba
bien de salud: la sensa- ción que dan los tuberculosos. Aquel reducido aposento
oscuro, donde dormía, comía y trabajaba el Primer Jefe de la Revolución, y del
cual rara vez salía, parecía dema- siado pequeño, como una celda.
Fabela había entrado con nosotros. Nos presentó a uno después del otro a
Carranza, que hizo un visaje, una sonrisa sin expresión, vacía; se inclinó
ligeramente y nos es- trechó las manos. Nos sentamos todos. Indicando al otro
reportero, que no hablaba español, Fabela se expresó así:
Nos estrechamos otra vez las manos, pero al hacerlo con la mía, le dije en
español:
El Primer Jefe terminó tan bruscamente como había empezado, con la misma
inmovi- lidad de expresión, pero abría y cerraba los puños y se mordía los
bigotes. Fabela hizo apresuradamente un ademán hacia la puerta.
- Los caballeros están muy agradecidos a usted por haberlos recibido -dijo,
nerviosa- mente.
Pero don Venustiano no le hizo caso. Repentinamente empezó a decir otra vez,
levan- tando la voz más y más alto.
El infeliz Fabela hizo otra intentona para contener el torrente peligroso. Pero
Carran- za dio un paso adelante, y levantando el brazo, gritó:
- ¡Yo les digo a ustedes que si los Estados Unidos intervienen en México sobre
la base de esta pequeña excusa, la intervención no logrará lo que desea, sino que
provo- cará una guerra, la cual, además de sus propias consecuencias, ahondará la
profunda odiosidad entre los Estados Unidos y toda América Latina; un
aborrecimiento que pondrá en peligro todo el futuro político de los Estados
Unidos!
Dejó de hablar cuando lo hacía en tono más elevado, como si hubiera sentido
algo en su interior que se lo impidiera. Yo pensaba en mi fuero interno: he aquí la
voz de México fulminando a sus enemigos; pero esto no parecía ser tanto así
como la reali- dad de un viejo ligeramente senil, cansado y colérico.
Ya fuera, a la luz del sol, me decía el señor Fabela, muy agitado, que no debía
publi- car lo que había oído o, por lo menos, debía permitirle ver el despacho.
No hay ningún mal entendido entre el general Villa y yo. Obedece todas mis
órdenes como cualquier soldado raso, sin hacer objeciones. Es inconcebible que
pudiera hacer cualquier otra cosa.
Y apenas había pasado un día, cuando Carranza hacía esta declaración, desde
su cuar- tel general:
SEXTA PARTE
CAPÍTULO I
El Cosmopolita
Era una rueda vertical, no horizontal, erizada de espigas que tropezaban con
una tira de acero flexible, y que detenía al fin la rueda sobre un número. La mesa
tenía poco más de tres y medio metros de largo a cada lado de la ruleta, estando
siempre atestada, cuando menos, con cinco hileras de muchachos imberbes,
peones y soldados, muy excitados y gesticu- lando al tirar un río de billetes de
poco valor sobre sus nÚmeros y colores y discu- tiendo sobre las ganancias.
Aquellos que perdían lanzaban gritos terribles de cólera; al echar el gurrupié su
dinero al cajón, la rueda estaba inmóvil a menudo durante tres cuartos de hora o
una hora, mientras que algún jugador que había perdido diez centa- vos, agotaba
su vocabulario contra el cajero, el dueño del negocio, sus antepasados y
descendientes por diez generaciones anteriores y posteriores y sobre Dios y su
familia por permitir que tamaña injusticia no fuera castigada. Al fin, salía
murmurando ame- nazador:
- ¡A ver! ¡Ya veremos!, mientras los otros le hacían lugar para que se fuera,
mascu- llando: ¡Ah! ¡Qué mala suerte!
Aquí no regían las reglas estrictas del juego norteamericano, que restringen
toda la acción. Juanito y yo levantábamos las cartas por una punta para
mostránoslas, tan pronto como las daban. Y, cuando yo parecía en camino de
ligar una buena mano, Juanito, simplemente, empujaba todo lo que tenía delante
hacia mí; pero si la próxima carta para Juanito prometía una mejor perspectiva
que mi mano, entonces yo empuja- ba todo lo de Juanito y lo mío, hacia él. Al
tiempo de darse la última carta, todas las fichas de los dos estaban apiladas en
medio de nosotros, neutrales, y cualquiera de los dos, el que tenía la mejor mano,
apostaba todo nuestro capital conjuntamente. Por supuesto que nadie objetaba
esta manera de jugar; pero a fin de hacerle contrape- so, el tallador echaba su
silbido a los dos jugadores de la casa y les daba a cada uno disimuladamente, una
mano de abajo de la baraja.
Por algún milagro yo había ligado color. Pero la forma desorbitada de apostar
del hombre me había amedrentado. Sabía que un color era bueno para casi
cualquier cosa en póker abierto, pero no pude sostener ese ritmo de apostar, y le
pasé la mano para que lo hiciera. Se sublevó ante el hecho y protestó airado:
- ¿Qué quiere usted decir: paso? -gritó, sacudiendo ambos puños. Se le explicó
y se calmó.
- Muy bien; entonces -dijo-, ya no tengo más que estos quince dólares, y no
permite comprar más fichas, los apuesto todos -y los empujó al centro de la mesa.
Extendí mi color. Con una risa de triunfo, dio un palmetazo sobre la mesa.
Los pagué.
-¡Está equivocado!
-¡Eso no es escalera!
El tallador interrumpió:
- Pero debía ser cuatro, cinco, seis, siete y ocho -dijo-. En la baraja
norteamericana hay ocho, nueve y diez.
- ¡Qué ridiculez! -expresó con desprecio el hombre-. ¡He jugado naipes toda mi
vida y nunca he visto ocho, nueve o diez!
- ¡Sí que lo es! ¿No hay aquí un cuatro, cinco, seis, diez y sota?
Nos pusimos a jugar. El jefe de la policía ganó. Recogía sus fichas igual que un
juga- dor profesional, pasando la mano a su vecino, y jugando nuevamente.
Se retorció el bigote, barajó las cartas y mandó veinticinco dólares. Ganó otra
vez. Después de un buen rato, uno de los policías se aproximó respetuosamente y
le dijo:
Mucho después que había girado la última rueda en la mesa de la ruleta, que se
hab- ían apagado las luces y echado a la calle al jugador más apasionado,
nosotros seguía- mos jugando en el departamento del póker. A Roberts y a mí
nos quedaban como tres pesos a cada uno. Bostezábamos y cabeceábamos de
sueño. Pero el jefe de la policía se había quitado la chaqueta y se agazapaba
como un tigre sobre sus cartas. Ahora perdía constantemente ...
CAPÍTULO II
Valle Alegre
Como era un día de fiesta, claro, nadie trabajaba en Valle Alegre. Habría
peleas de gallos a eso del mediodía, al aire libre, atrás de la cantina de Catarino
Cabrera, casi directamente frente a la casa de Dionisio Aguirre, donde
descansaban las grandes recuas de burros de sus viajes por las montañas,
mientras los arrieros se contaban sus chascarrillos tomando tequila. A un lado del
asoleado arroyo seco que llaman pompo- samente calle, los peones estaban
alineados en hileras dobles, acuclillados, silencio- sos, somnolientos, chupando
sus cigarrillos de hoja de maíz, mientras esperaban. Los afectos a empinar el
codo iban y venían de la casa de Catarino, de donde escapaba una nube de humo
de tabaco y un fuerte hedor de aguardiente. Unos chiquillos juga- ban a la una la
mula con una puerca grande, amarilla; en los lados opuestos cantaban,
desafiantes, los gallos que iban a pelear, amarrados de una pata. Uno de los
propieta- rios, profesional que conocía su negocio, insinuante, calzando sandalias
y con calceti- nes color cereza, se paseaba arrogantemente mostrando un fajo de
sucios billetes de banco, gritando:
Era extraño; nadie parecía demasiado pobre para apostar diez pesos. Así pasó
el tiem- po hasta eso de las dos; pero nadie se movía, excepto el sol, que había
avanzado unos cuantos metros, llevando la orilla oscura de la sombra al oriente.
En la sombra hacía mucho frío, y en el sol éste abrasaba.
- Sí. Villa tomará pronto a Torreón, dicen, y entonces será únicamente cosa de
unos cuantos meses, antes de que la revolución esté consumada.
- Yo creo que sí. Pero, dime: tengo un gran respeto por tu opinión. ¿A cuál
gallo me aconsejas que le apueste?
Nos acercamos a los contrincantes y los vimos de cerca, mientras sus dueños
nos gri- taban en los oídos. Estaban sentados en la orilla de la acera
negligentemente, mante- niendo apartados a sus animales. Eran casi las tres de la
tarde.
El otro apenas si balbuceó que posiblemente sería mañana. Lo que pasaba era
que habían olvidado los espolones de acero en El Oro, y que habían enviado a un
mucha- cho por ellos en un burro. El Oro se hallaba a cerca de diez kilómetros de
camino de montaña.
Sin embargo, nadie se apuraba; de modo que también nosotros nos sentamos.
Hizo su aparición entonces Caterino Cabrera, el dueño de la cantina, así como
jefe político constitucionalista de Valle Alegre, muy borracho; iba del brazo de
don Prisciliano Saucedes, el antiguo jefe bajo el gobierno de Díaz. Don
Prisciliano es un buen mozo, un viejo castellano de cabello blanco, que prestaba
dinero a los peones con el veinte por ciento de interés. Ferviente revolucionario,
don Caterino, que había sido director de escuela, presta dinero a una tasa usuraria
un poco menor a los mismos peones. Don Caterino no usa cuello, pero lleva un
revólver al cinto y dos cartucheras. Don Prisci- liano fue despojado de la mayor
parte de sus propiedades durante la primera revolu- ción por los maderistas de la
ciudad, y después, desnudo, atado sobre su caballo y azotado por la espalda con
el plano de una espada.
Una gritería alborozada anunció a las cuatro y media la llegada del chiquillo
que traía los espolones para los gallos. Se supone que se puso a jugar a las cartas
en El Oro, olvidando de momento el objeto de su viaje.
Afuera, la luz de una hermosa luna inundaba todo el poblado. Los tejados, sin
orden, semejaban aeroplanos plateados subiendo; las copas de los árboles
resplandecían. El arroyo corría a lo lejos como si fuera una catarata congelada,
mientras el valle inmen- so se hundía en una suave y densa niebla. Los
murmullos humanos se multiplicaban en la oscuridad: las risas excitadas de las
jóvenes; el alentar de una mujer en una ven- tana, ante el vertiginoso torrente de
palabras del hombre que se reclinaba en sus rejas; una docena de guitarras que se
acompañaban sin saberlo; las espuelas sonando níti- damente de un joven que se
apresuraba para ir a ver a su novia. Hacía frío. Al pasar por la puerta de la casa de
Cabrera, sentimos un vaho alcohólico, como humo calien- te. Más adelante se
cruzaba el arroyo sobre unas piedras, donde unas mujeres lavaban sus ropas.
Subiendo al margen opuesto vimos iluminadas las ventanas de la casa de don
Prisciliano, al mismo tiempo que oíamos los acordes de la orquesta de Valle Ale-
gre.
Los que estaban adentro repitieron los gritos haciéndose eco de los de afuera;
el baile, que acababa de empezar, se suspendió repentinamente. Los peones
hicieron una valla bajo la cual pasamos, dándonos palmaditas en las espaldas con
amistosas palabras de bienvenida y afecto; en la puerta se apiñaba un docena de
amigos para abrazamos, iluminados los rostros de alegría.
Carmencita era una indita regordeta, con un vestido de los que se compran
hechos, azul chillón, que no le quedaba bien; estaba de pie cerca de un rincón al
lado de un tal Pablito, su compañero, un joven mestizo como de dieciséis años,
mal encarado. Ella simulaba no prestar atención a la llegada de Fidencio; estaba
parada, muda, con la vista fija en el suelo, como corresponde a una mujer
mexicana que es soltera. Fidencio echó unas cuantas balandronadas entre sus
compadres al verdadero estilo que lo hacen los hombres, durante unos minutos,
intercalando en su conversación algunos términos viriles en voz alta. Y acto
seguido, con aire de altivez, cruzó la pie- za en línea recta adonde estaba
Carmencita y la tomó por el brazo derecho, gritando:
Los filarmónicos eran cinco: dos violines, un cornetín, una flauta y un arpa.
Ejecuta- ron Tres Piedras. Las parejas se alinearon, marchando solemnemente
por la sala. Después de dar dos vueltas, comenzaron a bailar, saltando con
dificultad sobre el áspero y duro piso de tierra, repleto de espuelas que
resonaban; cuando habían baila- do dos o tres veces, sin sentarse, paseaban otra
vez, después bailaban nuevamente, y otro paseo; así cada periodo de baile
tomaba como una hora.
Era una habitación larga, de techo bajo, con paredes blanqueadas y el cielo rosa
de vigas entrelazadas con barro arriba; en un ángulo estaba la inevitable máquina
de co- ser cerrada y convertida en una especie de altar, cubierta con una tela
diminuta bor- dada, sobre la cual ardía la llama de una vela perpetua, ante una
estampa impresa en colores, muy charra, de la Virgen, que colgaba de la pared.
Don Prisciliano y su espo- sa, que amamantaba a un niño, rebosaban de alegría
en sus sillas, al otro extremo de la pieza. Había gran cantidad de velas ardiendo a
un lado y metidas en el muro en todo el derredor, desde donde dejaban huellas de
hollín por encima de ellas en lo blanco de la pared. Los hombres producían un
prodigioso pataleo y retintín con las espuelas al bailar, vociferando ruidosamente
entre sí. Las mujeres no hablaban; tenían los ojos clavados en el suelo.
- ¡Caramba! Vean de la manera que Pablito pone mal gesto allá. Creyó
seguramente que Fidencio había muerto y que Carmencita era suya.
- ¡Cuidado Fidencio!
- ¡Tú, cabroncito! ¡No te quedes ahí apuntándome con eso, si tienes miedo de
dispa- rar! ¡Jala del disparador ahora que estoy desarmado! ¡No tengo miedo a
morir, aun si es a manos de un mentecato, enclenque, que no sabe cuándo utilizar
una pistola!
La cara del muchacho se contrajo en un gesto de rencor; creí que iba a disparar.
Había una gran caja de cigarrillos mexicanos, abierta a golpes por un lado; los
paque- tes de cigarrillos estaban regados por el suelo. En otras partes de la pieza
estaban dos chinos más, durmiendo el profundo sueño de los extremadamente
borrachos, envuel- tos en unas cobijas. Los dos que habían bailado, cantaban,
mientras tanto, su propia versión de la que fuera popular canción y pieza de baile
en los Estados Unidos, lla- mada Ojos Soñadores. En contraste con esto, un
fonógrafo, instalado en la cocina, tocaba la espléndida marcha del Tannhauser, El
Coro de los Peregrinos. Carlitos se quitó el tubo de la boca, le puso un dedo
encima, y nos dio la bienvenida con un him- no que cantó así:
¡Tira para la playa, marinero, tira para la playa! ¡No hagas caso al humilde
lavandero, sino tira para la playa!
- ¡Cuidado ustedes, que Carlitos está aquí con nosotros esta noche!
Sí, muy cerca -dijo Carlitos-. Fu, ¿si fueras tan amable de quitarte de abajo de
ese tubo ...?
Bueno -dijo Carlitos-, toqué a la puerta de Adolfo y le dije que teníamos aquí
una fiesta y queríamos que viniera. Me disparó tres tiros y yo le disparé dos.
Debimos haber permanecido allí algunas horas después de eso. Recuerdo que
ya amaneciendo llegó Ignacio y nos tocó el Adiós, de Tosti, al compás del cual
bailaron todos los chinos muy seriamente.
Atanasio repuso que probablemente era Flores, que había tenido un niño con su
seño- ra antes de que él se casara con ella, pero que nunca había podido
conquistar sus afec- tos. Lo obligamos a tomar aguardiente y bebió muy
pensativo. Carlitos Chi se des- prendió del tubo, picado en su afán de investigar,
tomando su lugar Fu, a quien envió a buscar armas. Volvió en diez minutos con
siete revólveres cargados, de diferentes marcas.
- ¡Papá! -gritó, mostrando un papel-. ¡Aquí hay otro! El hombre tocó por la
puerta de atrás, y cuando mamá fue a ver quién era, pudo ver solamente una gran
manta roja, que lo cubría completamente, hasta el pelo. Le dio una nota y corrió,
llevándose un pan grande por la ventana.
A lo lejos, sobre una ladera de la montaña rojiza, iba un hombre cubierto con
un sara- pe rojo.
CAPÍTULO III
Los pastores
El romance del oro se aferra a las montañas del norte de Durango, igual que un
per- fume perdurable.
Dicen que en aquella región estuvo aquel fabuloso Ofir, de donde habían
sacado los aztecas y sus misteriosos predecesores, el áureo metal rojo que
encontró Cortés en el tesoro de Moctezuma. Antes de alborear la historia de
México, los indios arañaban esas laderas inhóspitas de los cerros, con toscos
cuchillos de cobre. Todavía pueden verse los rastros de sus labores. Y después de
ellos, los españoles, con sus yelmos resplandecientes y brillantes armaduras de
acero, llenaron con lo extraído de esas montañas, las naves orgullosas de los
tesoros de las Indias. A más de mil seiscientos kilómetros de la capital mexicana,
sobre desiertos sin caminos y montañas terrible- mente pedregosas, se arrojó un
fragmento lleno de colorido, de la civilización más brillante de Europa, entre los
cañones y altas cimas de esta desolada tierra; y tan lejos quedaba de su base para
obtener relevos, que mucho después de haber desaparecido para siempre el
régimen colonial hispano, éste persiste aquí todavía. Los españoles esclavizaron a
los indios de la región, claro, y los estrechos valles, arrastrados por los torrentes,
están todavía plenos de siniestras leyendas. Cualquiera puede relatar histo- rias
de antaño, en torno a Santa María del Oro, y sobre la época en que flagelaban a
los hombres en las minas, mientras los sobrestantes españoles vivíancomo
príncipes. Pero era un raza fuerte: eran montañeses, siempre dispuestos a
rebelarse. Hay una leyenda sobre cómo los españoles, al descubrir que estaban
solos, aislados a doscien- tas leguas de la costa, en medio de una raza indígena,
numerosa y hostil, intentaron salir una noche de las montañas. Pero surgieron
hogueras en los picos más altos, y las poblaciones montañesas vibraron al son de
sus tambores de guerra. Los españoles desaparecieron para siempre entre los
desfiladeros inaccesibles. Y desde esa época, hasta que ciertos extranjeros
pudieron obtener concesiones mineras allí, el paraje ha tenido siempre una mala
reputación. Las autoridades del gobierno mexicano raramen- te llegan allí.
Hay dos poblados que fueron los principales de los españoles buscadores de
oro en esta región, y donde todavía es fuerte la tradición hispana: Indé y Santa
María del Oro, más conocida por El Oro. Indé fue llamada así por los españoles,
románticamen- te, por su persistente creencia de que este Nuevo Mundo era la
India; Santa María fue bautizada con ese nombre sobre idéntico principio, por el
que se canta un Tedeum en honor de una victoria sangrienta; es un
agradecimiento al cielo por el hallazgo del oro rojo, Nuestra Señora del Oro.
¡Y qué Pastorelas las de El Oro! Durante las fiestas de los Santos Reyes, una
vez al año, representan Los Pastores en todos lados de esta parte del país. Es una
antigua representación autodramática, de la especie que efectuaban en toda
Europa en el Re- nacimiento, del género que originó el drama Isabelino, y que
ahora ha desaparecido completamente del mundo. Fue transmitido de la madre a
la hija, desde la más remota antigüedad. Se le llama Luzbel -Lucifer en español-,
y describe al hombre malo en medio de su pecado mortal. Lucifer, el gran
enemigo de las almas, y la eterna piedad de Dios hecho carne en el Niño Jesús.
¡Oiga, madre! -preguntó Fidencio-. ¿Dónde van a dar Los Pastores esta noche?
Hay muchos Pastores -le contestó mirándolo de reojo-. ¡Caramba! ¡Qué año éste
para Pastores! Hay unos en la escuela, otros detrás de la casa de Don Pedro, otros
en la casa de Don Mario, y unos más en la casa de Petrita, la que se casó con
Tomás Re- dondo, que murió el año pasado en las minas. ¡Que Dios lo haya
perdonado! ¿Cuáles son los mejores? -interrogó Fidencio, dando con el pie a una
cabra que pre- tendía entrar en la cocina.
Fuimos, por lo tanto, a la de don Pedro, bajando por una calle accidentada,
dispareja, donde se detenían a cada paso los juerguistas escandalosos que se
habían quedado sin blanca, y que deseaban encontrar algún sitio donde beber a
crédito. La casa de don Pedro era grande, como correspondía al hombre más rico
del pueblo. La plaza abierta, rodeada por sus construcciones que, de otro modo,
hubiera sido un corral ordinario; pero don Pedro podía disponer hasta de un patio,
en el que abundaban los arbustos fragantes y nopales, con una fuente rústica de
cuyo centro salía el agua por un tubo de hierro viejo. Se entraba al patio por un
pasaje negro y estrecho, abovedado, en el que estaban sentados los músicos que
tocaban. Por el lado de afuera, en la pared, estaba encajada una antorcha de pino
por uno de sus extremos; debajo de ella, un hombre que cobraba cincuenta
centavos por la entrada. Observamos durante un rato, pero parecía que nadie
pagaba por entrar. Lo rodeaba una multitud de escandalosos, ale- gando que ellos
tenían prerrogativas especiales para poder pasar gratuitamente. Uno, porque era
primo de Don Pedro; otro porque era su jardinero; un tercero porque esta- ba
casado con la hija de su suegra en su primer matrimonio; una mujer insistía en
que era la madre de uno de los actores. Pero había otras entradas, en las que no
estaba ningún guardián; y al través de ellas -cuando no podía engatusar al que
estaba en la puerta principal- se colaba rápidamente la muchedumbre. Pagamos
nuestra entrada en medio de un asombrado silencio, y pasamos.
Una espléndida luna blanca inundaba con su luz el lugar. El patio se inclinaba
hacia arriba, a la montaña, por donde no había pared que impidiera ver las
grandes planicies relucientes de tierra adentro, que se volcaban para confundirse
con el cielo bajo, color jade. Del tejado poco elevado de la casa colgaba un dosel
de lona sobre un sitio plano, apoyado en postes torcidos, como si fuera la tienda
de campaña de un rey beduino. Su sombra tomaba la claridad de la luna en una
sombra más negra que la noche. Afuera del lugar, en su derredor, alumbraban
seis antorchas clavadas en el suelo, despidiendo nubes delgadas de humo negro.
No había ninguna luz bajo el dosel, a no ser los fuga- ces destellos de incontables
cigarrillos. A lo largo de la pared de la casa estaban de pie las mujeres, vestidas
de negro, con mantillas del mismo color en la cabeza, mien- tras los hombres de
la familia se acuclillaban sobre sus pies. Todos los espacios, entre sus rodillas,
estaban ocupados por los niños. Hombres y mujeres por igual fumaban
cigarrillos, que bajaban tranquilamente, de manera que los chicos pudieran dar
una fumada. Era un auditorio tranquilo: hablaba poco y con suavidad, esperando
contento, miraba la luz lunar en el patio y escuchaba la música, cuyo sonido
venía, lejano, des- de el pasaje de entrada. De improviso rompió a cantar un
ruiseñor en alguna parte entre los arbustos, y todos quedamos estáticos,
silenciosos, escuchándolo. Fueron despachados algunos chiquillos a decir a los
músicos que se callaran mientras el pája- ro cantaba. Aquello era conmovedor.
Durante todo este tiempo no había ninguna señal de los actores. No sé cuánto
tiempo estuvimos sentados allí, pero nadie hacía comentario alguno sobre el
particular. El auditorio no estaba allí precisamente para ver a Los Pastores; estaba
para ver y oír lo que pasara e interesarlo en ello. Pero siendo un hombre del oeste
norteamericano, inquieto y práctico, ¡ay de mí!, rompí el encanto del silencio
para preguntar a una mujer que estaba junto a mí, cuándo empezaría la función.
- ¡Quién sabe! -me contestó tranquilamente. Un hombre que acababa de llegar,
después de darle vueltas a mi pregunta en su men- te, se inclinó de través.
- Tal vez mañana -dijo. Noté que la música ya no tocaba-. Parece -prosiguió-,
que hay otra Pastorela en la casa de doña Petrita. Me dicen que los actores que
iban a trabajar aquí, se han marchado allá para verla. Y los músicos también se
han ido para allá. He estado considerando seriamente el irme yo también.
Era un cuarto blanqueado, bajo de techo, con piso de tierra y, arriba, traviesas
entrela- zadas con lodo, igual que cualquier habitación campesina de Italia o
Palestina. En el extremo más distante de la puerta estaba una mesita en la que
había montones de flo- res de papel, donde ardían dos grandes cirios de iglesia.
Arriba, en la pared, colgaba un cromo de la Virgen y el Niño. En medio de las
flores se asentaba un modelo de madera, minúsculo -una cuna- en la que se veía
un muñeco plomizo que representaba al Niño Jesús. Todo el resto del cuarto,
menos un reducido espacio en el centro, esta- ba repleto de gente: una valla de
niños sentados con las piernas cruzadas alrededor del escenario, muchachos y
muchachas de mediana edad, arrodillados, y detrás de ellos, hasta obstruir la
puerta, peones encobijados, sin sombrero, anhelantes y curiosos. Por alguna
preciosa casualidad, una mujer, sentada junto al altar, amamantaba a un niño con
el pecho descubierto. Estaba otra mujer con sus niños apoyada en la pared y junto
a ellos una entrada angosta, con una cortina, que daba a otro cuarto desde donde
pod- íamos oír las risas ahogadas de los actores.
¡Yo soy luz; en mi nombre se ve! Pues con la luz que bajé todo el abismo
encendí ...
Pero entonces salió un gran perro de atrás del telón, meneando alegremente su
cola. Intensamente satisfecho de sí mismo, se dio a oler a los niños, lamiendo una
cara aquí y allá. Un chiquitín le pegó fuertemente y, el perro asustado y atónito,
salió precipita- damente por entre las piernas de Lucifer, en medio de aquella
sublime peroración. Lucifer cayó por segunda vez y, levantándose entre la
desatada hilaridad del audito- rio, lo amenazó con su espada. Entonces se echaron
encima del perro cuando menos cincuenta espectadores y lo arrojaron aullando,
con lo que siguió la representación. Laura, casada con Arcadio, un pastor, entró
cantando a la puerta de su casucha, es decir, salió de entre el telón ...
- Si es así no tendrás dificultades -dijo Laura con calma-, así quedaré libre, y
aun bus- caré la oportunidad para matarlo.
Esto fue terrible, aun para Lucifer, quien sugirió que sería mejor hacer sentir a
Arca- dio el tormento de los celos, y en un regocijado aparte, dijo satisfecho
refiriéndose a ella:
Pero al ser rechazado lo propuesto, Bato dio la siguiente humilde receta para
zanjar la dificultad:
Pero Arcadio pareció no verlo así, y Bato recomendó entonces una actitud
filosófica:
- ¡Hay en eso algo de verdad, señoras! Si no fuera por las mujeres y los chicos,
todos podríamos ir vestidos con ricos trajes y montar a caballo. Se desató una
acalorada discusión en tomo a este punto. Arcadio perdió la paciencia con Bato,
y este último exclamó quejumbrosamente:
Se sentó sobre una gran piedra y fingió dormir; mientras tanto, durante quince
minu- tos, Arcadio se descargaba dirigiéndose a las montañas y a las estrellas:
- ¡ Oh, Laura, inconstante, ingrata e inhumana! ¿Por qué me has causado tal
dolor?
Has herido mi honor y mi fe y atormentado mi alma. ¿Por qué has escarnecido
mi ferviente amor? ¡Oh, vosotras, escarpadas, quietas y majestuosas montañas,
ayudad- me a expresar mi infortunio! Y vosotros, rígidos, inconmovibles riscos;
y vosotros, bosques silenciosos, ayudadme a sosegar mi corazón en su dolor ... El
auditorio compartió con Arcadio su duelo, dentro de una sentida y silenciosa
com- pasión. Unas cuantas mujeres sollozaban abiertamente.
- ¡Vamos a cenar! -exclamó-. ¡Los duelos con pan son menos ...!
Hermosa es esta noche sin comparación, bella y apacible como nunca, y feliz
el mor- tal que la contempla. Todo proclama que el Hijo de Dios, el Divino
Verbo hecho car- ne humana, pronto verá la luz de Belén y se consumará la
redención de los hombres. Después siguió un diálogo entre Fabio el avariento, de
noventa años de edad, y su vivaracha y joven esposa, al cual contribuyeron todos
los presentes, sobre el tema de las grandes virtudes de las mujeres y las grandes
flaquezas de los hombres.
Bato y Bras volvieron enfermos, por glotones, y creyendo que estaban a punto
de morir, pidieron auxilio desesperados. Entonces entraron los pastores y las
pastoras de ovejas, cantando y golpeando el suelo con sus cayados, al mismo
tiempo que promet- ían curarlos.
Las mujeres del auditorio susurraban y se hacían señales con la cabeza, riendo
satis- fechas ante tan ejemplares sentimientos. Se escucharon suspiros de alivio
por todo el recinto, en vista del cariz que tomaba el desenlace del drama.
Pero poco después se oyó el ruido de un techo que se caía, entrando el auxilio
cómi- co, en las personas de Bato y Bras, llevando un canasto de comida y una
botella de vino. Todo el mundo se animó con la presencia de estos amados
pícaros; una alegría anticipada se extendió en todo el local. Bato propuso que se
comería la mitad, su par- te, mientras que Bras haría guardia, con lo que Bato se
comió también la parte de Bras. En medio de la reyerta que siguió antes de que
pudieran ocultar las huellas del delito, volvieron los pastores y las pastoras en
busca de los ladrones. Bato y Bras inventaron muchas y absurdas razones para
expli- car la procedencia de la comida y la bebida, hasta que finalmente lograron
convencer a sus acusadores que eran de origen diabólico. Con el objeto de cubrir
mejor los ves- tigios del hurto, invitaron a los otros a que se comieran el resto.
Esta escena, la más divertida de toda la representación, apenas podía oírse por
el es- truendo de las risotadas que interrumpían cada frase. Un jovenzuelo se
estiró y dio un puñetazo, en broma, a un compadre.
- ¿Te acuerdas cómo salimos del paso cuando nos atraparon ordeñando las
vacas de don Pedro?
El drama duró tres horas, absorbiendo toda la atención del auditorio. Bato y
Bras - particularmente Bato- obtuvieron su más entusiasta aprobación.
Simpatizaron con Laura, sufrieron con Arcadio odiando a Lucifer, con el odio de
las galerías contra el villano del melodrama.
- ¡Ha llegado un hombre del ejército; dice que Urbina ha tomado a Mapimí!
Aun los actores que cantaban en ese momento, se callaron. En aquel instante
golpea- ban en el suelo con los cayados y los cencerros. Inmediatamente un
torbellino de pre- guntas cayó sobre el recién llegado. Pero enseguida se disipó el
interés, y los pastores de ovejas reanudaron su canción donde la habían
suspendido.
Cuando salimos de casa de doña Petrita, cerca de la medianoche, la luna se
había ocultado detrás de las montañas del occidente; un perro que ladraba era
todo el ruido que se oía en la noche callada y oscura. Caminando Fidencio y yo
para casa, con nuestras armas al hombro, cruzó por mi mente, como un
relámpago, la idea de que ésta era la clase de arte que precedió a la edad de oro
del teatro en Europa, la flora- ción del Renacimiento. Resultaba divertido meditar
lo que hubiera sido el Renaci- miento mexicano, si éste no hubiese llegado tan
atrasado.
Pero ya se acercan los grandes mares de la vida moderna a las estrechas casas
de la Edad Media mexicana: la maquinaria, el pensamiento científico y la teoría
política.
México tendrá que seguir durante algún tiempo en su Edad de Oro del Teatro.