Kristine Rolofson - Domar Un Corazón
Kristine Rolofson - Domar Un Corazón
Kristine Rolofson - Domar Un Corazón
Kristine Rolofson
Argumento:
Nadie sabía lo que sucedía en el rancho...
A Jake Johnson no le hacía ninguna gracia tener que entretener a la tía solterona
de la prometida de su amigo... hasta que descubrió que la tía Elizabeth
Comstock era una treintañera despampanante con una larga melena y un
cuerpo que los hombres se volvían a mirar por la calle. Así que, ¿quién sería
capaz de no caer en la tentación de seducir a la encantadora Lizzy?
Por su parte, lo que más deseaba Elizabeth era evitar que su sobrina se casara
con un cowboy... hasta que se dio cuenta de que ella misma se estaba
enamorando de uno. ¿Podría conseguir que el salvaje Jake se convirtiera en el
marido perfecto para una mujer de ciudad como ella?
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Uno
—Me caso.
La conversación en torno a la mesa de juego del rancho Dead Horse
enmudeció de pronto. Dusty abrió la boca y no la cerró. La mano de Marty
quedó congelada sobre las fichas de póquer que acababa de apilar
cuidadosamente y Roy dejó de dar cartas. El viejo Shorty se tragó la cerveza
demasiado deprisa y se atragantó, y Jake le dio una palmada entre los
omóplatos antes de volver a mirar a su jefe.
—¿Quieres repetir esto?
—Que me caso —repitió con una sonrisa y recostándose en el respaldo de
la silla con las manos entrelazadas bajo la nuca—. Os he dado una buena
sorpresa, ¿eh?
Jake, el único capaz de articular palabra, no parecía impresionado.
—Es una broma, ¿no?
—No, señor. No es una broma. ¿Es que no queréis saber con quién voy a
casarme?
Cuatro de ellos asintieron, de modo que Bobby continuó.
—Amy Lou Comstock. Es del este. Vive en Rhode Island, pero fue a la
universidad en Colorado.
—Así que una chica del este, ¿eh? —murmuró Shorty—. No me extraña. A
las de aquí, les has roto el corazón a todas.
—Yo diría que no —repuso Dusty—. Jessie dejó un mensaje para él el otro
día, y las mellizas Wynette han andado rondando los establos todo el fin de
semana.
—Podrían haber venido a verme a mí —dijo Marty, que se pasaba el día
intentando emular a Bobby—. He ganado suficiente dinero esta noche para
invitarlas a las dos al cine el domingo.
Jake tomó un trago largo de cerveza y dejó la botella sobre la mesa antes
de hablar. De todos modos, no quería concebir esperanzas otra vez. Llevaba
demasiados años intentando sin conseguirlo que Bobby sentase la cabeza. Se
diría que tuviese quince años en lugar de veinticinco. Es más, la energía que
derrochaba le hacía a él sentirse de cincuenta años en lugar de los treinta y cinco
que tenía.
—Bueno… una noticia interesante —bromeó—. ¿Y cuándo es la boda?
El joven dudó.
—Yo querría que fuese este verano, pero Amy Lou dice que quiere que
antes me conozca su tía.
—Su tía —repitió Shorty, complacido—. Así que es una chica familiar. Eso
es bueno.
—Sí —contestó el muchacho—. Supongo que sí. Siempre y cuando le guste
a su tía, claro.
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Dusty lo miró.
—Menudo farol.
—Ya lo veremos —lo desafió, y lanzó una ficha roja al centro de la mesa—.
Me toca abrir.
Jake miró sus cartas, pero desde luego no tenía la cabeza puesta en el
juego. Estaba pensando en que Bobby había crecido e iba a casarse. A sentar la
cabeza. A transformarse en un miembro responsable de la comunidad. Lo cual
se merecía una cerveza fría como ninguna otra cosa.
—Dame un par de cervezas —le dijo a Dusty, que estaba más cerca de la
nevera llena a rebosar entre hielo, latas de cerveza y té frío sin azúcar, porque
Roy era diabético y Shorty solo bebía los sábados por la noche.
—Creía que íbamos a jugar solo hasta las nueve —le pinchó Bobby al
pasarle la lata de cerveza.
—Me la beberé rápido —prometió—. Tú sabes lo que significa casarse,
¿verdad? —le preguntó, mirándolo—. No más mujeres. En plural.
—Sí, señor. A partir de ahora, solo habrá una mujer para mí.
Ojalá pudiera creerle, pero no se atrevía a imaginar lo sencilla que sería la
vida en ese caso. Cerró el abanico que había formado con las cartas y abrió la
lata.
—Yo no voy —dijo—. No quiero malgastar mi dinero, viendo a Bobby tan
satisfecho.
Además, si aquella noticia era cierta, su buena suerte acababa de empezar.
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—No sé por qué no iba a hacerlo. Tengo veintiún años, y ya no soy una
niña.
—Ya sé que no lo eres, pero eso no quiere decir que estés preparada para
el matrimonio.
Y el que ella se dejara el aliento intentando hacerla recapacitar no
significaba que su sobrina fuese a hacerle caso.
—Estoy enamorada. ¿Es que no me crees?
Elizabeth sacó el cubo de la basura y lo puso junto al frigorífico. Luego,
abrió la puerta y fue sacando los alimentos perecederos y metiéndolos en una
bolsa.
—Te creí cuando te escapaste con tu profesor de inglés, el que decías que
estaba dotado para la poesía.
—Pero…
—Y también te creí cuando dejaste la universidad para estudiar arte en
Italia con… ¿cómo se llamaba?
—Vincenzo.
—Y también con ese director de televisión que te dijo que serías perfecta
para Los vigilantes de la playa.
—Y tenía un papel.
—Te pusiste a gritar al ver una medusa —miró un trozo de mozzarella un
momento y decidió meterlo en el ya abarrotado congelador. El día menos
pensado, tendría que limpiar aquel frigorífico y hacer con todo aquello un buen
estofado.
Amy se encogió de hombros.
—Hollywood no supo apreciar mi talento. Habría hecho unas películas de
terror fantásticas.
—¿Y ese vaquero sí te aprecia?
—Es tan guapo. Y tan divertido. Y le quedan tan bien los téjanos —
suspiró.
—Un requisito indispensable en un marido, sin duda.
—Ya sabes lo que dicen de los vaqueros, ¿verdad?
—Pues no, y no quiero saberlo.
No quería oír una palabra más sobre vaqueros. Lo único que quería era
irse a Cape Code a comprar antigüedades, leer novelas de misterio y llevar
vestidos floreados con los que se sentía fresca y veraniega. Quería comer
langosta en salsa de mantequilla y beber un buen vino frío.
—Me he comprado la crema protectora y un bañador nuevo, y estoy
dispuesta a abrir la casa de la playa para…
—Quiero que conozcas a mi futuro marido —dijo Amy—, ya que eres mi
único pariente vivo y todo eso.
Y ese era precisamente el problema. Amy llevaba cinco años siendo su
problema, desde el mismo día en que murió su madre. Y ella se tomaba su
papel de tutora legal muy en serio. Demasiado en serio, según Amy, que no
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dejaba de recordarle que había cumplido ya los veintiuno. Pero Amy era de esa
clase de chicas que se meten en las situaciones más disparatadas de las que
siempre necesitan que las rescaten.
—Vamos, tía —insistió, tomando en brazos al perro—. Pookie podrá venir
también.
—Podrá no, tendrá —replicó Elizabeth—. No podría dejarlo en una
perrera.
—Entonces, ¿vendrás conmigo?
—De ningún modo. La última vez que te metiste en líos, acabé atrapada
en una tormenta de nieve.
—No puedes echarme a mí la culpa del temporal.
No. Y tampoco podía culpar a nadie de lo que le había ocurrido aquella
noche salvo a sí misma.
—¿Por qué no puedes limitarte a volver a la universidad y salir con chicos
normales?
—Bobby es un chico normal. Es propietario de un rancho —le explicó—, y
quiere que yo… que nosotras lo conozcamos.
—El otoño pasado solo querías volver a la universidad. Ahora solo quieres
ir a Texas a ver el rancho de un tal Bobby, que te dijo que el rancho era suyo.
¿Cómo sabes que dice la verdad?
Amy se encogió de hombros.
—Los McAllister me dijeron que posee uno de los ranchos más grandes de
todo Texas. O del condado. O algo así. Te gustará.
No, no iba a gustarle. Y aunque así fuera, Amy era demasiado joven para
casarse.
—Eres demasiado joven para casarte —le dijo, revolviendo en el
frigorífico, pero cometió el error de mirar a su sobrina a hurtadillas, y le pareció
que tenía los ojos llenos de lágrimas—. No me hagas esto, Amy.
—Podrás irte a la playa después de conocerlo.
—Texas queda muy lejos de Cape Cod —protestó, pero era consciente de
que se iba a dejar convencer.
—Solo serán unos días, y aún te quedará todo el verano por delante hasta
que empiecen las clases —Amy se levantó y apretó a Pookie contra el pecho—.
Por favor… ya he comprado los billetes.
—El océano Atlántico contra la árida Texas —murmuró—. Genial.
—Vamos, tita. Será divertido.
No, no iba a ser divertido, pensó mientras ataba la bolsa de la basura.
Evitar que su sobrina se metiera en problemas nunca lo había sido.
—Lo he visto en el periódico, Jake. El fin de semana que viene hay una
muestra de edredones en Beauville.
—Una muestra de edredones —repitió Jake, mirando a su jefe con una
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Dos
—Lo que le pasa a la tía Elizabeth —le dijo Amy a Bobby por teléfono
desde el aeropuerto— es que nunca ha estado enamorada.
—Eso es muy triste —declaró Bobby, como si fuese la noticia más triste
que le hubieran dado en su vida.
—O si lo ha estado, nunca me ha hablado de ello —lo que quería decir que
no le había salido bien. Si en el pasado de su tía hubiese habido una gran
pasión, ella lo sabría porque las dos estaban muy unidas. Y todo el mundo sabía
que el único final feliz era el altar. Pero ¿por qué no se habría de enamorar
ningún hombre de ella? Era una mujer guapa e inteligente, aunque quizás
demasiado prudente.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—No lo sé. Solo quería que os conocierais antes de…
Amy dudó y se cambió de lado el teléfono móvil. No había dicho aún que
estuviera decidida a casarse. No hasta que su tía lo conociese.
—¿Antes de casarte conmigo? —terminó Bobby por ella—. Cariño, tú solo
di sí, y yo llevaré al juez de paz al rancho.
—Pronto —le prometió. Amy no había ido mucho más allá del día de la
boda. Se había imaginado a sí misma abandonando sus vestidos blancos estilo
Victoriano y cambiándolos por vaqueros para montar a caballo al lado de
Bobby. Juntos harían lo que hicieran normalmente los rancheros: comerían en el
campo y harían el amor sobre viejos edredones en medio de la pradera
salpicada de flores—. Me muero de ganas de verte.
—Esta tarde será. Yo también te he echado de menos.
—No creo que la tía Elizabeth se quede mucho tiempo. Tiene una casa en
Cape.
—¿Cape?
—Cape Cod, Massachusetts. Está en la costa —explicó, pensando en lo
lejos que quedaba Texas de Nueva Inglaterra—. Podría ser un buen sitio para
nuestra luna de miel.
Y pasó de los viejos edredones extendidos en la pradera a nadar desnudos
a la luz de la luna, con las olas lamiendo sus cuerpos, empujándolos el uno
contra el otro…
—No me gusta demasiado el mar, Amy Lou —declaró él—. La verdad es
que ni siquiera me gustan los barcos.
—No importa. Era solo una idea. Estoy segura de que mi tía se volverá
para allá en cuanto… si nos casamos. Lo que no me hace gracia es que esté sola.
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sobrina—. ¿Amy?
—Enseguida estoy contigo —contestó, cambiando de postura a Pookie—.
Bobby me va a enseñar dónde puede hacer Pook sus necesidades.
Y eso no podía esperar.
—Ah. Bien.
Pero nada iba bien, pensaba Elizabeth mientras seguía a aquel vaquero
fuera de la cocina. No la recordaba. Al menos, eso esperaba ella. Debía haber
hecho el amor montones de veces en montones de hoteles durante montones de
tormentas. Se habían presentado, pero ella le había dicho que se llamaba Beth. Y
había creído que el nombre que él le había dado, Jake Johnson, tampoco era el
verdadero. ¿Quién lo daría en una circunstancia así?
Bueno, si se trataba de alguien a quien no esperabas volver a ver…
Atravesaron un anticuado comedor, un recibidor y tomaron un pasillo
hasta llegar a un estrecho tramo de escaleras.
—Esta es la parte trasera —dijo—. Hay una escalera principal que parte
del salón, pero nadie la usa.
Ella no contestó, y tampoco se quitó las gafas, a pesar de la oscuridad de la
escalera. Llegaron a un distribuidor que olía bien y cuyo suelo de madera
brillaba bajo las alfombras de colores pastel.
—La suya es esta de la derecha —dijo Jake, abriendo la puerta con el codo.
Era una habitación iluminada débilmente, ya que las cortinas estaban echadas
para evitar que entrase el sol de la tarde—. Es pequeña, pero tiene un baño
propio. Pensamos que le gustaría tener intimidad.
Se sentía como una idiota con las gafas puestas, así que se las quitó para
volverse y admirar el papel a rayas amarillas y blancas y la cómoda de pino.
Luego, miró la cama de matrimonio, hecha con unas sencillas sábanas blancas,
con un edredón de flores amarillas y azules doblado a los pies, y por fin se
atrevió a mirar a Jake. Iba a fingir que era un extraño, dijera lo que dijese él.
—Es preciosa. ¿Y dónde dormirá Amy?
—Al otro lado del vestíbulo —contestó, dejando las bolsas al pie de la
cama—. El piso de arriba hace años que no se usa, de modo que ahora es todo
suyo.
Lo cual quería decir que el amor verdadero del mes de Amy dormiría en
la planta baja y no habría visitas nocturnas.
—Gracias —respondió. Así que no la había conocido, decidió, a pesar de
qué la miraba con el ceño fruncido—. Supongo que no soy exactamente como se
esperaba. ¿Qué edad creía que tendría?
Él casi sonrió, pero algo se lo impidió en el último momento.
—Unos noventa años. ¿Nos conocemos?
—Lo dudo.
El hombre tuvo el valor de acercarse más.
—¿Está segura?
—Por supuesto.
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Tres
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—Me encanta este lugar —declaró Amy, dando la vuelta a la casa. El perro
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había hecho por fin sus necesidades, aunque el pobre animal de cara aplastada
parecía perplejo ante la avalancha de nuevos olores—. Es tal y como me había
imaginado que podía ser un rancho. Es todo tan grande, tan abierto… igual que
en las películas.
—Me alegro muchísimo de que te guste —contestó Jake, que llevaba a
Pookie bajo el brazo como si fuese un balón de fútbol. Convencido de que Gus
estaba acechando la oportunidad de abalanzarse sobre el intruso canino, Jake
había decidido proteger al Shih Tzu en lugar de meter el equipaje en la casa. No
quería correr riesgos, y nada como el asesinato de una mascota para ahogar un
romance, sobre todo si el asesino era el perro de la parte contraria—. Espero que
seas muy feliz aquí.
—Gracias —le dijo, sonriendo agradecida—. Espero que todo el mundo
sea tan agradable como tú.
—Intentamos serlo.
—Bobby me ha contado que prácticamente lo has criado tú.
—Bueno, supongo que podría decirse así, pero…
—Y que eres para él como un tío, igual que para mí mi tía Elizabeth.
Ojalá no esperara que le contase historias sobre la niñez de Bobby. Iba a
tener que inventarse algo verdaderamente dulce, y no se le daba bien hacerlo
sin aviso previo.
—Sí, poco más o menos. Yo trabajaba para el abuelo de Bobby.
—Así que llevas mucho tiempo viviendo aquí.
—Toda la vida —contestó. ¿Adónde querría ir a parar?
—Bobby me ha dicho que vas a encargarte de enseñarle esto a mi tía.
—Así es.
Amy se detuvo delante de la puerta de la cocina.
—¿Podrías intentar… que le gustase? Quiero decir que… —balbució
encantadoramente—… que por eso está aquí. Quería que viese que voy a ser
feliz.
—¿Y crees que lo serás?
En su opinión, era demasiado joven.
Su sonrisa era parecida a la de su tía. Entró en la cocina.
—Estoy segura. ¿Crees en el amor a primera vista?
Jake vio a Elizabeth junto a la ventana y la vio también darse la vuelta y
encontrarse con sus ojos.
—No estoy seguro —dijo él, al tiempo que Elizabeth miraba
inmediatamente a su sobrina—. Nunca he estado enamorado.
No tenía ni idea de por qué había hecho una admisión así, pero consiguió
que Elizabeth volviese a mirarlo sorprendida.
—¿Nunca? —preguntó Amy, incrédula.
—No —se acercó a Elizabeth y le entregó al perro—. ¿Nunca anda?
—Claro que anda —contestó ella, arreglándoselas para tomar al perro sin
tocarlo a él—. A veces. Pero es que se hace tanto lío a veces que no sabe a dónde
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—Yo no lo sé.
—Chicago —replicó, dando un paso hacia ella—. Aeropuerto O'Hare.
Catorce de febrero.
—No sé de qué…
—¿No recuerda la tormenta de nieve? —la interrumpió él, acercándose a
centímetros de ella.
—¿Es que no nieva normalmente en Chicago en ese mes?
—No ha sido un mal intento —dijo, consciente de que sus ojos verdes
hablaban mejor que sus palabras.
—Creo que debe haberme confundido con otra persona —apretando al
perro contra el pecho, retrocedió—. Me pasa muy a menudo.
—No me diga —respondió él, y decidió dejar que se soltase del anzuelo
por el momento—. Debe de ser muy molesto.
—Pues sí.
Jake se acercó a un armario alto y lo abrió para sacar una botella de vino y
otra de whisky.
—Supongo que Bobby no le ha ofrecido una copa.
—No, pero es que yo…
—¿Whisky? ¿Vino? ¿Cerveza? ¿Qué le apetece?
—Nada, gracias.
—¿Por qué será que tengo la impresión de que le gusta el vino tinto?
Ella no contestó, pero sí se sorprendió, lo que complació mucho a Jake. Se
sirvió un whisky antes de sugerirle que se sentase ella también y se pusiera
cómoda. Luego, volvió al armario y sacó la botella de vino.
—Debería ir a buscar a Amy —protestó Elizabeth, mirando por la ventana.
—No se preocupe. Las gemelas no la perderán de vista ni a ella ni a
Bobby.
Lo cual era verdad. Esas chicas habían ido solo para conocer a la novia, y
no para ir con Marty al cine. Pero que Bobby quisiera tener unos minutos a
solas con Amy Lou era natural. Y él no iba a inmiscuirse en el proceso de un
matrimonio.
Al fin y al cabo, de eso se trataba. Y no porque la futura señora Calhoun
hubiese llevado consigo a la mujer con la que él llevaba soñando desde el
invierno anterior, Bobby tenía que cambiar de planes.
Pero como tenía tiempo de sobra, y además él era el guía oficial de la
señorita Comstock, decidió cambiar de tema.
—¿No se cansa de tenerlo en brazos?
Con aquella pregunta, consiguió hacerla sonreír. Se había sentado en el
borde de una de las sillas de la cocina, acomodó al perro sobre las piernas y
aceptó la copa de vino. El pobre chucho parecía estar medio muerto.
—Sé que es ridículo —admitió—, pero es que no sé qué hacer con él. Se
asusta cuando está solo, y es demasiado viejo ya para aprender nada.
—A veces yo mismo me siento así —bromeó, con la esperanza de volver a
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verla sonreír.
—No es del todo mío —le explicó—. Era de mi tía, y ella lo malcrió
muchísimo.
—Y ahora lo tiene usted.
—Es que tengo la mala costumbre de heredar cosas —dijo—: sobrinas,
casas, alfombras, plata… incluso perros —tomó un sorbo de vino—. Eso es lo
que ocurre cuando se es el miembro de más edad de la familia.
—Y por eso se siente responsable de Amy.
—Por supuesto.
—Tiene veintiún años, ¿no?
—Sí, pero…
—Y es ya una adulta.
—Que aún necesita que cuiden de ella —añadió, acercándose a la
ventana—. Espero que no tarden en venir.
—No tardarán.
Se acercó más a la ventana y miró con atención.
—¿Antes o después de haber hecho el amor?
—¿Qué?
Elizabeth señaló.
—Ahora mismo, está encima de ella.
En cuestión de segundos, Jake estaba fuera, el sombrero calado, los puños
apretados y avanzando a grandes zancadas por el jardín. Bobby y Amy Lou
estaban en el suelo a la sombra del taller, y se reían, no gemían de placer:
—¿Qué diablos estáis haciendo? —preguntó, dándole una patada a Bobby
en las botas—. Levántate antes de que su tía encuentre el armario de los rifles.
Gus gimió y movió la cola. No sabía lo que estaba pasando, pero sí que
estaba dispuesto a jugar.
—No pasa nada, señor Johnson —dijo Amy, riendo mientras Bobby se
levantaba y le ofrecía la mano para ayudarla—. Ha sido culpa mía.
Jake se volvió a Bobby.
—Supongo que tendrás algo que decir.
El crío tuvo el valor de sonreír.
—La culpa es de Gus, Jake. Ese condenado perro tiró a Amy y yo…
—Es que yo había gritado —explicó ella—. No sabía que pretendía jugar, y
pensé que me estaba atacando, así que me agarré a Bobby y…
—Y yo me caí —dijo él, limpiando el sombrero sin dejar de sonreír—. Y
hemos quedado hechos un lío.
Jake no se lo creyó, pero tampoco había visto nunca a Bobby hacerle el
amor a una chica en mitad del jardín.
Amy se rio e intentó acariciar a Gus, pero el animal se escondió detrás de
Bobby cuando su tía llegó apresuradamente.
—Lo siento, tía —dijo ella—. No pretendía asustarte.
—Gus la ha tirado —dijo Bobby—. Ya le comenté que no se le da muy bien
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obedecer.
—Ya —contestó la tía, pero Jake se dio cuenta de que no se creía una sola
palabra. Elizabeth continuó hablando—. ¿No sería mejor que deshicieras las
maletas?
No era una sugerencia, pensó Jake, sino una orden, aunque su sobrina no
parecía especialmente preocupada, sino que se colgó del brazo de Bobby y le
sonrió. Quizás hubiera subestimado a la chica. Se volvió a Elizabeth, que seguía
llevando a ese estúpido perro bajo el brazo.
—Fuera —dijo ella, y Jake tardó un segundo en darse cuenta de que le
hablaba a Gus y no a él.
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descubrió, aliviada. No quería hacerle daño a su querida tía por nada del
mundo.
—Me tratas como si tuviera cien años —dijo Elizabeth sin dejar de
sonreír—. ¿Cómo sabes que no me espera un hombre en Cape Cod? A lo mejor
un lobo de mar sediento de sexo que cuenta las horas que faltan para que acuda
a su encuentro.
—Sí, ya —se burló Amy—. Si hubieras conocido a alguien, me lo habrías
contado.
—¿Ah, sí?
—¿Es que no lo harías?
Su tía le sugirió con la mirada que se metiera en sus propios asuntos, una
mirada que solía ignorar. A pesar de todo, decidió no seguir. Su tía estaba allí
para aprobar su matrimonio con un vaquero, y no sería muy juicioso llevarle la
contraria.
—Si has terminado, deberíamos bajar a dar las buenas noches.
—¿Por qué?
—Porque son más de las nueve y hemos tenido un día muy largo.
—Pero si apenas son las nueve, tía —replicó su sobrina, peinándose frente
al espejo de la cómoda. Se había duchado para quitarse el polvo, se había
vestido con un pantalón corto blanco y una camiseta rosa, y estaba dispuesta a
volver a ver a su novio—. Es muy pronto, y hemos pensado ir a dar una vuelta
al pueblo. Bobby va a enseñarme uno de los bailes de por aquí —fue hasta la
puerta—. ¿Dejamos a Pookie aquí?
—Será mejor que lo lleve a mi habitación —dijo Elizabeth, quitando al
perro de la cama.
—Bobby me ha dicho que Jake va a venir también.
Su tía se dio la vuelta.
—¿Venir adonde?
—A bailar con nosotros —contestó, preguntándose si su tía estaría aún
aturdida por el viaje en avión o algo así—. Vamos a aprender un baile y a beber
cerveza en un bar de Texas de verdad.
—Amy, yo no…
—Mira, tía —cortó Amy, conduciéndola fuera de la habitación—, vas a
tener que relajarte un poco. Además, Jake es bastante guapo para la edad que
tiene. Podría ser peor.
—Sí —contestó su tía con la voz ahogada—. Podría ser peor.
—Es guapa.
—Es un problema.
—¿Eh?
—No me refiero a Amy —dijo Jake, y señaló con un gesto de la cabeza a
Elizabeth, que tomaba una copa de vino muy seria y miraba el salón, decorado
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con cuadros sobre escenas del oeste. Confiaba en que la señora Martin hubiese
limpiado el polvo de los marcos y el cristal. Nadie utilizaba aquella habitación
desde que Bobby había instalado una televisión de pantalla grande y televisión
vía satélite en el barracón principal—. Me refiero a Elizabeth.
—Ah, la tía —Bobby se encogió de hombros—. No está tan mal. Creo que
hasta le caigo bien.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Bueno, ha sido muy educada.
—¿Y qué más?
—No me ha dicho nada desagradable.
—No me parece a mí que sea de las personas que dicen cosas
desagradables —contestó Jake—, pero no estaría tan seguro de mí mismo si
estuviese en tu lugar. Yo creo que no se va a rendir con facilidad.
—Ya verás como al final se convence. ¿Vas a llevarla a dar una vuelta
mañana?
—Sí, señor —contestó Jake, ocultando una sonrisa.
Bobby bajó la voz.
—No tienes que venir con nosotros esta noche. Amy me ha dicho que su
tía está cansada y quiere irse a la cama en lugar de salir.
—Como quieras —dijo Jake, consciente de que no iba a dormir mucho
aquella noche, sabiendo que Elizabeth estaba a no muchos metros de
distancia—. De aquí no vas a salir sin carabina, por mucho que creas gustarle a
la tía, sobre todo después del revolcón en el polvo de hace un rato.
Bobby sonrió.
—Ese loco de Gus me hizo un favor.
Y Jake no pudo evitar sentir cierta envidia.
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Cuatro
—¿Ocurre algo?
Aparte del hecho de que Jake le había puesto la mano en la espalda para
guiarla entre un montón de bebedores de cerveza en un bar de Texas, a
Elizabeth no le ocurría absolutamente nada, porque el cerebro se le había
disuelto en el momento mismo en que había sentido el contacto de sus dedos. Y
no era la primera vez.
—No —contestó, irguiéndose y fingiendo que la piel no le ardía—. Es que
nunca había visto tanto vaquero junto.
Era obvio que los viernes por la noche se tomaban muy en serio en
Texas… se bailaba muy en serio, se bebía más en serio aún y se flirteaba a
diestro y siniestro en el Last Chance Bar, situado en el cruce entre la carretera
128 y la del Este. Todos y cada uno de los hombres de aquel bar parecían
decididos a hacer las tres cosas, y las mujeres, todas vestidas con vaqueros
ajustados y camisas aún más ajustadas, parecían capaces de hacerles frente en
todos los sentidos.
Elizabeth siguió apresuradamente a Bobby hasta una mesa que quedaba
cerca de la barra.
—¿Bailas? —le preguntó Jake.
—¿Qué?
Se giró un poco y Jake bajó la cabeza hasta casi rozarle la oreja.
—Que si bailas —repitió.
—Ah —se sorprendió. Se sentía como una adolescente en su primera cita,
y eso no podía ser. Tenía que controlarse. Necesitaba un par de botas y dos pies
que fuesen capaces de moverse al unísono. Tenía que recordar que estaba allí
para cuidar de Amy—. La verdad es que no.
Él enarcó las cejas y dijo algo más, pero el apoteósico final del grupo que
tocaba se tragó sus palabras.
Creía haber olvidado el hoyuelo que tenía en la barbilla, y la forma en que
su respiración le rozaba la mejilla, y deseó volverse hacia él y recordar también
cómo eran sus besos.
—¿Nunca?
Ella hizo un gesto hacia la pista de baile.
—No… eso que están bailando.
—Es el dos pasos —dijo, alzando la voz para que lo oyera por encima de la
música—. No es difícil, si quieres intentarlo.
Elizabeth se acercó a la mesa que habían ocupado Amy y su novio. Los
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de baile. Vio pasar a Amy girando y riendo en los brazos de su guapo novio.
—Prefiero mirar.
—Es fácil de aprender —dijo él, y tras dejar el vaso de cerveza sobre la
mesa, se levantó y le ofreció la mano.
No debería haberle resultado imposible resistirse, se decía Elizabeth media
hora después. No debería haber puesto su mano en la de él sin pensárselo dos
veces. Mucho más tarde, dando vueltas bajo las sábanas blancas de su silenciosa
habitación, se preguntaría por qué había ido hacia él como si tuviera fuerza
magnética, o por qué le había permitido que la llevara hasta la pista de baile y la
tomara en sus brazos. Se diría que Jake no se había dado cuenta de que era la
misma mujer que había caído en sus brazos en febrero, que había salido de
puntillas de su habitación creyendo que nunca tendría que volver a hablar de lo
que había hecho. Cerraría las cortinas para no dejar paso a la luz de la luna y se
prometería haber salido de allí en cuarenta y ocho horas, parara lo que pasase y
dijera Amy lo que dijera.
Pero, por el momento, estaba en sus brazos. No sonreía, sino que contaba
en alto los pasos para que ella pudiera seguirlo mientras la guiaba por la
cintura.
Bailaron dos canciones rápidas sin parar ni a tomar aire. Jake la sostenía a
unos centímetros de su cuerpo para que pudiera mirarle los pies y contar los
pasos con él. Solo se equivocó dos veces. Pero entonces otro bailarín
entusiasmado con la música le propinó un empujón que la hizo ir a parar contra
el pecho de Jake. Y de pronto se olvidó de cómo contar hasta dos.
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otro lado.
—Me parecía haberos oído hablar —dijo, sonriendo. Estaba preciosa con
aquellos vaqueros viejos y una camiseta corta y ajustada de color rosa, y Jake
sintió lástima por Bobby, pero solo hasta que recordó el caos que había causado
el muchacho desde que a los doce años descubrió a las chicas.
—Sí —contestó Bobby con la voz algo ahogada—. Estábamos hablando de
los caballos. Me espera un día de mucho trabajo.
Amy parecía encantada.
—¿Puedo acompañarte?
—Puedes mirar —le ofreció—. Buenos días —le dijo a Elizabeth, que
estaba sentada a la mesa de la cocina con una taza de café en la mano.
—Buenos días —respondió ella.
Estaba preciosa, pensó Jake. Llevaba el pelo recogido, mostrando su cuello
largo y delgado.
La señora Martin se volvió blandiendo la espátula.
—Sentaos, chicos. Voy a prepararos unos huevos.
—Yo ya he desayunado en casa, pero gracias de todos modos —dijo Jake,
acercándose—. Pero una taza de café no me vendría mal.
—Voy a enseñarle los caballos a Amy mientras vosotros dos os organizáis
el día —dijo Bobby, y tomó a su novia de la mano.
Jake llenó su taza e hizo ademán de sentarse frente a ella. No iba a ser
fácil, pero no estaba dispuesto a permitir que se saliera con la suya. Había
bailado con él la noche anterior, aun a pesar de haber dicho que no bailaba. Y él
había tenido mucho cuidado de mantener la distancia de seguridad entre ellos,
casi como si de verdad fuese la tía de ochenta años que hubiese ido a Texas de
visita.
—Cuidado —dijo Elizabeth, inclinándose hacia el suelo.
—¿Qué?
Unas cuantas gotas de café fueron a parar a su mano y maldijo en voz
baja.
—No tolero esa clase de lenguaje en esta casa —espetó la señora Martin—.
Y no vayas a aplastar a ese perro con la silla.
—Está en su cama —dijo Elizabeth.
Jake miró hacia abajo. La bola de pelo estaba acurrucado en una especie de
cojín. No habría podido decir si estaba vivo o muerto, pero mejor sería no
volver a insultar a su perro.
—Perdón —se disculpó.
—¿Ha planeado lo que vamos a hacer hoy? —preguntó Elizabeth, y en sus
ojos verdes brilló cierta desconfianza—. Lo siento, pero no sé mucho de
caballos.
—No lo necesita. Voy a dejarle a Bobby ese trabajo.
—Ya era hora —espetó la señora Martin mientras frotaba una sartén. El
jabón salpicó la encimera, pero no se dio cuenta—. Ese chico necesita pasar más
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Debería haber mostrado más firmeza. Pero entre las opciones de pasar
toda la mañana viendo a Amy contemplar a su vaquero, estar encerrada en la
habitación con Pookie para no molestar a la señora Martin o ir a buscar
antigüedades a un pueblo cercano, eligió la más egoísta.
Además, estaba segura de poder controlar a Jake, y por otro lado, si se
empeñaba en evitarlo le haría pensar que tenía algo de lo que avergonzarse.
Que era la mujer que él creía que era.
Pero, por el momento, parecía haberla creído y se estaba limitando a su
deber: entretener a la tía.
—Se ha preocupado mucho por todo esto —dijo, una vez estuvieron en la
carretera principal.
—¿A qué se refiere?
—A lo de averiguar mis gustos y localizar tiendas de antigüedades.
—Perdí al póquer —admitió con una sonrisa. Qué atractivo era el
condenado—, así que la gané a usted.
El comentario le pareció divertido.
—¿Ganó cargar con la tía?
—Exacto. Tengo que acompañar a la tía y asegurarme de que lo pase bien.
—Lo siento muchísimo —dijo ella, pero no pudo dejar de sonreír. Incluso
se olvidó por un instante de lo de febrero—. Debió de tener una mano de cartas
espantosa.
—La peor de mi vida. Perdí veinte dólares.
—En ese caso, debería invitarlo a comer.
Él la miró, serio de pronto.
—También me debes un desayuno, Beth.
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La sorpresa fue demasiado grande para fingir que no sabía de qué estaba
hablando, y se volvió a mirar hacia el horizonte. No había nada que ver,
excepto vallas distantes y algún edificio aislado.
—¿No podríamos dejar de dar rodeos al tema? —preguntó Jake—. No me
gustan mucho esa clase de juegos.
—A mí tampoco.
—¿Ah, no? —miró por el retrovisor y redujo la marcha para detenerse en
el arcén. No había ni un solo coche más a la vista, así que paró el motor y se
volvió a mirarla—. ¿Quieres que hablemos de ello de una vez?
Más que nada en el mundo, se dijo, una vez que no podía seguir fingiendo
que no había ocurrido.
—Me resulta muy embarazoso.
—¿Por qué?
—Es que no esperaba volver a verte.
—Pero nos hemos vuelto a encontrar, así que…
—Así que… no sé qué decir —sabía que estaba colorada, a pesar del aire
acondicionado del interior del coche—. No espero que me creas, pero nunca
había hecho nada así en toda mi vida.
—Yo tampoco tengo por costumbre hacer el amor con desconocidas —
contestó él con una sonrisa de medio lado—, pero tampoco puedo actuar como
si no hubiese ocurrido.
—Yo desearía que sí.
—Imposible —contestó, negando con la cabeza—. Fue una tormenta
espectacular. Y una noche espectacular también.
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Cinco
—Va a ser una noche de perros —había dicho él, dejando su bolsa de lona junto a
la maleta de ella al llegar a la cola que se había formado frente al mostrador de la
compañía aérea. Ella se había dado la vuelta. Quien había hablado era un hombre alto,
vestido con vaqueros y cazadora de piel. Los copos de nieve salpicaban su sombrero de
vaquero y los hombros de la chaqueta. Parecía totalmente fuera de sitio en un aeropuerto
lleno de hombres de negocios resignados y familias frenéticas.
Ella miró su reloj.
—Son solo las dos.
—Sí —contestó él con una sonrisa despreocupada—. Y supongo que vamos a
estar aquí toda la noche.
—Espero que se equivoque —contestó ella, volviéndose hacia el mostrador. Los
empleados estaban agobiados de trabajo, pero bien pensado estaban en Chicago en el mes
de febrero, y no debía sorprenderles que una monstruosa tormenta de nieve alterase sus
planes.
Alguien le tocó el hombro con dos dedos y se volvió. ¿Sería un pesado aquel tipo?
—Disculpe —dijo—. ¿Podría echarle un vistazo a mi bolsa? Tengo que hacer una
llamada.
Miró a su espalda. Ya no eran los últimos de la fila.
—De acuerdo —accedió, y él sonrió. Elizabeth sintió que el corazón se le paraba
durante una fracción de segundo. Quizás fuese una reacción ante aquel sombrero. No se
veían muchos como ese en Rhode Island.
—Gracias. Vuelvo enseguida.
No fue así, puesto que las colas en los teléfonos eran tan largas como en los
mostradores de embarque. Pero aquella larga fila de gente no disminuía y Elizabeth
apenas tuvo que empujar la bolsa de lona un par de pasos antes de que el vaquero,
porque aquel era el único modo que se le ocurría para llamarlo, volviera con aire
satisfecho.
—Ya está —dijo, uniéndose a ella en la cola como si fuesen una pareja que viajara
junta—. Gracias.
—De nada —le sonrió, a pesar de que su intención era mostrarse distante.
Normalmente no solía mostrarse excesivamente comunicativa con los extraños en los
aeropuertos. No se parecía a esas personas que son capaces de hablar sin dificultad con
otras a quienes no conocen.
—Es que tenía que intentar recuperar mi habitación —explicó él. Su voz tenía un
acento del oeste que le resultaba reconfortante. Al fin y al cabo, todo el mundo sabía que
la gente del oeste era abierta y hospitalaria. O eso quiso decirse, al menos.
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—Oh —fue todo lo que se le ocurrió contestar. Tenía los ojos azules y la miraba
con franqueza. Una mirada sincera y benévola, pensó.
—Sí. Me ha costado un poco, pero he conseguido que me la reserven —miró a su
espalda, y los dos vieron que al menos unas cincuenta personas más habían pasado a
engrosar la fila—. Tengo la impresión de que esta noche no vamos a ir a ninguna parte.
Elizabeth miró el panel de salidas. Su vuelo a Providence, cuya salida estaba
prevista para hacía ya una hora, seguía apareciendo como retrasado.
—Espero que se equivoque —dijo—. Tengo que trabajar mañana por la mañana.
—Deduzco que no vive aquí.
—No —volvió a mirar el panel—. Pero llevo aquí desde las diez.
—¿Por qué?
—Se me ocurrió que sería mejor venir temprano por la nieve —hizo una mueca—.
Debería haberme imaginado que todos los vuelos se iban a retrasar.
La larga serpiente en que se había transformado la cola de pasajeros avanzó medio
metro y él empujó su bolsa y la maleta de ella con una bota de piel con filigranas.
—Gracias —dijo ella.
Se quedaron un momento en silencio. Ojalá hubiese comido algo más que un
simple trozo de bizcocho y un café. Volvió a mirar el reloj y la fila avanzó otro medio
metro. Lo que daría por estar en su casa, calentita en la cama, viendo la obra de teatro
que ponían aquella noche en la televisión. Pero la verdad era que aquello tenía muy mal
aspecto. Por los ventanales de la sala no había más que ver que tornados de nieve y la
silueta de aviones y camiones. Si algo se movía, lo hacía con suma lentitud. Quizás
debiera intentar recuperar también su habitación, pero quizás no pudiera encontrar un
taxi que volviese a llevarla al centro.
¿Se iba a pasar todo el día y toda la noche en el aeropuerto? Siempre se le había
dado bien preocuparse por adelantado.
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estaban hablando.
Ella parecía estar divirtiéndose, e incluso cabía la posibilidad de que se
hubiera olvidado de que había ido allí para actuar de carabina.
—Por cierto, ¿qué hacías en Chicago? No me lo dijiste.
Ella no apartó la mirada del cristal.
—Lo de Chicago nunca ocurrió.
—Nuestra noche en Chicago no tuvo lugar y la boda tampoco va a
celebrarse. ¿Alguna vez te han dicho que eres muy poco realista?
—Tengo los pies muy bien puestos sobre la tierra —contestó, pero él no
pareció quedarse convencido.
Examinó una copa de cristal carmesí que había sobre una bandeja y que
estaba llena de cristales de varias formas y colores.
—Hemos encontrado una ganga —dijo tras mirar el precio y examinar el
borde y la base en busca de posibles defectos—. Cuesta solo dos dólares.
—Pero solo hay una.
—No necesito más —contestó, volviéndose a examinar otra estantería con
cristalería.
—A eso quería llegar yo —dijo Jake, alcanzándola en un muestrario de
edredones.
—¿A qué?
Se inclinó para mirar una etiqueta con el precio y se sorprendió.
—A saber si tengo competencia.
—¿Quieres sujetarme esto un segundo?
Le entregó la copa de cristal y desplegó un edredón que tenía aspecto de
haber estado veinte años en un desván.
—Es el edredón de cabaña más viejo que he visto en mi vida —declaró él.
—¿Cómo sabes qué clase de edredón es?
Él se encogió de hombros.
—Mi madre tenía unos cuantos.
—Qué suerte.
—Tengo un par de ellos en mi habitación —dijo—. Puedo enseñártelos —
sonrió.
—Gracias, pero no.
Jake la vio desplegar el edredón marrón y otros dos más.
—Te gustan los edredones —comentó.
—Sí.
—He comprado unas entradas para una exposición que han organizado.
—Para la tía anciana de Amy, supongo.
Contempló una vez más los edredones antes de pasar a una vitrina que
exhibía piezas de plata.
—Sí.
—¿Cuándo es?
—El domingo.
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Ella no lo miró.
—El domingo nos marchamos.
—A menos que tengáis que quedaros a una boda.
Elizabeth tocó el vestido de una muñeca de porcelana.
—No va a haber ninguna boda.
—Podrías equivocarte.
—También tú.
—¿Quieres apostar?
Había conseguido que le dedicase toda su atención, lo cual le complacía
sobremanera.
—No.
—Si tú ganas y no hay boda, te regalo uno de estos edredones, el que tú
quieras.
—Y si hay boda, ¿qué querrás?
—Lo que me has dicho que no puedo tener.
Ella enrojeció y miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie
escuchando.
—Yo no apuesto… bueno, ya sabes qué es lo que no estoy dispuesta a
apostar —dijo en voz baja.
—Quiero una cita —dijo él, fingiendo no saber a qué se refería—. En el
cine para coches.
—Está cerrado.
—Podemos fingir que vemos la película.
Sabía que, si conseguía tenerla para él en un coche, toda la noche, a solas…
bueno, pues que sería la noche perfecta.
—¿No eres ya un poco mayor para andar metido en un coche con alguien?
—Puede —contestó, intentando no reírse—. Pero también puede que no.
Solo hay un modo de averiguarlo.
—No habrá boda —repitió, quitándole de la mano la copa sin tocarlo—. Y
creo que será mejor que volvamos ya.
—Pero si es la hora de comer.
—No tengo hambre.
—La señora Martin está vigilando a los chicos —le recordó—. Y he pagado
a Marty… ¿te acuerdas de él?
—Sí. El que ha heredado a las gemelas.
—Exacto —cómo deseaba besar aquellos labios del color del melocotón—.
Le he pagado una cantidad extra para que Amy y Bobby no entren en el
granero.
—Tienes mi eterna gratitud por ello.
—No la merezco —contestó él, llevándose la mano al sombrero para
hacerla sonreír—. ¿No has dicho antes que me debías una comida?
—Sí —contestó, pasando junto a un estante de paños—. En ese caso, creo
que me tomaré una hamburguesa doble de beicon con patatas fritas. Y un
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batido de chocolate.
—Supongo que has debido ver el puesto de hamburguesas que hay al otro
lado de la calle.
—Y no me puedo resistir a la comida basura —admitió, dirigiéndose a un
mostrador en el que un aburrido dependiente leía una revista y espantaba las
moscas.
—Lo sé —le dijo él—. Así es como volví a encontrarte, ¿recuerdas?
No volvió a verlo hasta que supo que los vuelos estaban cancelados y que ningún
avión despegaría durante el resto de la tarde. Según el parte meteorológico, la tormenta
iba a empeorar y no dejaría de nevar hasta pasada la medianoche.
Elizabeth tuvo que esperar otros veinte minutos más en una larga cola para poder
hacer una llamada de teléfono, pero cuando lo consiguió, en el hotel le dijeron que no
había habitaciones disponibles. Lo cual significaba que iba a ser un día muy largo.
Afortunadamente llevaba un libro en el bolso, tenía dinero y había unos cuantos
restaurantes en el aeropuerto. Terminó en la cola del puesto de hamburguesas y fue
entonces cuando se dio cuenta de que el vaquero estaba en la cola del puesto de al lado.
Habría sido fácil no reparar en él entre tanta gente, de no ser porque sintió que alguien
la miraba y, al volverse, él le guiñó un ojo.
En aquella ocasión, le pareció más un viejo amigo que un extraño del que tener
miedo, así que le devolvió la sonrisa. Era un gesto inocente, sobre todo en un aeropuerto
abarrotado de gente. Pidió la comida y, al alejarse con la bandeja llena, volvió a verlo.
La estaba esperando. Había conseguido hacerse con una mesa y dos sillas, una de
las cuales era evidentemente para ella, de modo que terminó comiendo con el hombre
más atractivo que había conocido en sus veintinueve años de vida.
—Gracias otra vez por ayudarme con aquellos hombres —le dijo.
—No podía permitir que a una mujer tan preciosa le cayera una mochila encima
—contestó él.
Ella ignoró el cumplido, y también el intento de flirteo.
—¿Suele hacer esa clase de cosas?
—Cuando es necesario —contestó, quitándole el envoltorio a un taco—. Soy de
Texas, y allí no nos escondemos cuando hay que pelear.
—Me lo creo —respondió ella, ofreciéndole la mano—. Me llamo… Beth.
Él la estrechó y Elizabeth sintió un escalofrío.
—Jake.
—Encantada de conocerte —dijo, consciente de lo ridículo de la frase. Había algo
en aquel montón de testosterona que resultaba increíblemente atractivo, y algo en el
hecho de estar atrapada en una tormenta de nieve que le hacía desear quedarse allí
sentada con aquel vaquero durante unas cuantas horas. Estaba a salvo… o al menos se
sentía así estando con él.
Estaba tan cansada de estar sola… No podría recordar de lo que hablaron durante
la comida, pero él le contó historias de Texas que le hicieron reír. Luego, ella lo invitó a
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—Y yo que creía que íbamos a estar solos todo el día —masculló Bobby,
siguiendo a Amy a la casa. Gus, que intentaba desesperadamente olfatear a
Pookie, iba tras ellos.
—Yo también —dijo Amy, acurrucando al perrillo en los brazos. Se había
preguntado en más ocasiones de las que le gustaría admitir cómo sería hacer el
amor con Bobby. Y el beso que le había dado en el granero le había parecido un
comienzo fantástico para un romántico fin de semana en el oeste.
—Shorty debería haber mirado mejor antes de decirle a Marty que el perro
se había perdido.
Se detuvo delante de la puerta del corral en el que pacían seis yeguas.
—Yo debería haberle dicho que a Pookie le gusta meterse bajo las sábanas.
Amy suspiró, pensando cómo sería meterse ella bajo las sábanas con
Bobby. Nunca había sido promiscua, pero sus besos harían caer en la tentación
a una monja.
Él miró al perro frunciendo el ceño.
—¿Quieres que lo metamos en casa?
—Todavía no. Me parece que a la señora Martin no le gustan demasiado
los perros.
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Seis
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hablado de Chicago, y no había nada más que decir. Lo peor ya había pasado.
Horas más tarde, se convenció de ello, tras haber compartido el rosbif
preparado para la cena con Bobby. Jake no había aparecido, gracias a Dios, por
lo cual se sentía muy aliviada, y no desilusionada. Bobby era encantador. Las
entretuvo a las dos contándoles historias de la vida en el rancho. Por supuesto,
Amy se había quedado embelesada con cada una de sus palabras, y Elizabeth
sabía que su sobrina se imaginaba a sí misma montando, e incluso tal vez
echando el lazo.
Ella tenía sus dudas sobre lo de subirse a un caballo y montar a la luz de la
luna, pero Amy no estaba dispuesta a escuchar sus razones, y ella no podía
permitir que su sobrina saliese en la oscuridad con un joven cuyo nivel de
testosterona era más alto que su coeficiente intelectual. Ya casi había oscurecido
cuando se pusieron los vaqueros y las camisas de manga larga que Bobby les
había prestado.
—Va a ser divertido —insistía Amy, casi arrastrándola por el jardín hacia
el mayor de los establos—. Además, Jake se asegurará de que no te ocurra nada.
—¿Ah, sí?
Sintió que los tacones de las botas prestadas se le clavaban en la tierra.
—Claro. ¿Es que no te gusta?
—Que me guste o no, no tiene nada que ver.
Elizabeth intentó ver algo en la oscuridad y creyó distinguir la silueta de
Jake en la puerta del establo. Oh, no… ¿es que no tenía nada más que hacer que
servirles de guía turístico? Y encima tenía esas entradas para la exposición de
edredones, algo que le gustaría a una mujer de noventa años.
Y a ella también. Un edredón de Texas podría ser un recuerdo perfecto de
aquel viaje, si es que llegaba al convencimiento de que quería recordarlo.
Suspiró.
—Nunca me he sentido cómoda cerca de un caballo.
—Yo tampoco —admitió Amy, pero siguió tirando de ella hacia el establo,
donde los dos hombres estaban sacando sendos caballos—. Pero hay que ser
valiente.
—¿Valiente? —Jake puso un caballo al lado de Elizabeth—. ¿Es que tu tía
tiene miedo de los caballos?
Elizabeth miró aquella enorme bestia castaña con una mancha blanca en la
frente. Tenía las crines algo más claras que el resto del pelo, y la miraba con sus
enormes ojos marrones.
—Sí —admitió.
—¿Nunca ha montado a caballo?
—No —ignoró la sonrisa de Jake y miró al caballo—. ¿Cómo se llama?
—Cohete.
—Vaya.
Iba a morir. Estaba segura. Jake tomó su mano y la puso encima de la
nariz del animal.
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—Dile hola —ordenó, sin soltarle la mano, y ella no habría podido decir si
se le había puesto carne de gallina por tocar al animal o por sentir el calor de la
mano del vaquero.
—¿No muerde?
Jake se acercó a ella y le contestó en voz baja:
—Ninguno de los dos mordemos.
Hubo un breve instante en que pensó que iba a besarla, pero luego lo vio
separarse y hacer un gesto hacia la silla.
—Monta.
—¿Cómo?
—Pon el pie izquierdo en el estribo y pasa la pierna derecha por encima de
la silla. Monta siempre por la izquierda y no tendrás problemas.
Miró a su sobrina. Su adorado vaquero la estaba subiendo a la silla.
Aquella muchacha era capaz de conseguir que lo difícil pareciera fácil.
—De acuerdo.
Jake se hizo a un lado para dejarle sitio.
—Agárrate al borrén de la silla si lo necesitas… eso que sobresale y parece
un pomo.
Iba a necesitar algo más que el pomo de la silla porque el caballo se
desplazó hacia la derecha para evitar que se subiera.
—Me parece que no le gusto mucho —dijo, intentando parecer
despreocupada, e intentó volver a poner el pie en el estribo.
—Quieto —le dijo Jake al caballo, sujetándolo por la cabeza—. Inténtalo
otra vez.
Y volvió a intentarlo, pero el caballo pateó el suelo un par de veces, como
si se estuviera impacientando. Elizabeth dudó con el pie puesto en el estribo.
—Espero que esto sea lo más difícil.
—Desde luego —contestó Jake, colocándose detrás de ella—. Allá vamos
—dijo, y empujándola por el trasero, la subió a la silla.
Elizabeth se agarró al borrén y se colocó sobre la silla. El temblor que le
recorría el cuerpo era de miedo, y no de deseo.
—Gracias.
—De nada —murmuró él, entregándole las riendas—. Aparta la pierna un
momento.
La echó hacia atrás y él ajustó la longitud de las correas para después
guiar su pie de nuevo al estribo. Hizo luego lo mismo al otro lado y el contacto
eficiente de sus manos le resultó extrañamente íntimo, aunque estaba segura de
que habría podido realizar aquella tarea con los ojos cerrados.
—Ya estás lista —dijo—. Sujeta las riendas y no te vayas a ninguna parte
hasta que yo vuelva.
—¿Me vas a dejar sola con el caballo?
—Sí, unos diez segundos. ¿Podrás arreglártelas?
Ella asintió, temiendo que Cohete malinterpretase cualquier cosa que
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pudiera decir y rompiera a galopar sin parar hasta los confines de Texas. Con
cuidado de no moverse, miró hacia atrás. Bobby estaba besando a Amy, los dos
ya montados, lo cual significaba que su sobrina se sentía mucho más cómoda
que ella a un metro y medio de distancia del suelo.
—Ya estamos todos —dijo Jake, acercándose a ella a lomos de un enorme
caballo negro, y Elizabeth se aprestó a sujetar las riendas como él lo hacía.
—Si acercas la rienda izquierda al cuello del caballo, irás hacia la derecha,
y si es la derecha, irás a la izquierda. Tira con suavidad hacia ti cuando te
quieras parar, dale en los costados con los pies para ir más rápido y agárrate al
borrén si te sientes más segura —le dijo Jake—. Pero no sueltes las riendas
porque el caballo podría pisarlas y caerse.
Eran muchas cosas las que había que recordar y Elizabeth miró hacia el
cielo. La luna lucía en todo su esplendor.
—¿Adónde vamos?
—Me da igual —contestó Jake, encogiéndose de hombros—. ¿Bobby?
—¿Qué?
—¿Adónde vamos?
—Había pensado que podíamos ir a la casa vieja; luego, siguiendo la línea
de la valla, llegarnos hasta el lago y volver luego aquí.
Jake frunció el ceño.
—¿Estás seguro?
—Llevo algo de beber —dijo—. Va a ser genial.
Jake miró a Elizabeth.
—¿Estás bien?
—Por ahora, pero aún no nos hemos movido.
Elizabeth sonrió, algo más cómoda ahora que sabía que Jake iba a cuidar
de ella.
—Iremos despacio —le prometió—, e iré casi todo el tiempo a tu lado.
Era sorprendente lo bien que sonaba eso.
—Vámonos —dijo—. Dale suavemente con los pies para que empiece a
andar.
—De acuerdo.
Elizabeth respiró hondo y acercó los talones a los costados de Cohete. No
ocurrió nada, lo cual resultó tranquilizador. El bueno de Cohete no parecía tener
prisas. Lo intentó de nuevo diciendo:
—Vamos, Cohete.
Y el caballo dios dos pasos. Qué maravilla. Hubiera querido volverse para
asegurarse de que Amy y Bobby los seguían, pero no se atrevió a apartar la
atención del caballo.
Ni del vaquero que avanzaba a su lado.
Todo aquel encanto duro y tosco había sido lo que la había metido en un
buen lío la primera vez, pero estaba decidida a resistirse. Lo mismo que estaba
decidida a no caerse del caballo, por oscuro que se volviera el cielo o por mucho
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—Mañana —dijo Elizabeth por encima del ruido del agua al caer para
llenar la bañera—. Mañana nos vamos de aquí.
Amy se acercó a la puerta del baño e intentó calmarla.
—Te sentirás mejor cuando hayas estado a remojo un rato, tía, lo sé.
También sabía que Bobby estaba a punto de pedirle que se casara con él, y
quería seguir en el mismo estado cuando lo hiciese, y no al otro lado del país.
—Las agujetas no tienen nada que ver —insistió Elizabeth. Amy oyó que
cerraba el grifo y luego un suspiro satisfecho cuando su tía se metía en el agua.
—¿Estás mejor? —preguntó Amy.
—Recuérdame que no vuelva a subirme nunca a un caballo.
—No ha sido tan malo —contestó Amy, intentando contener la risa. A ella
también le dolían las piernas como si hubiera estado montando una semana
seguida, pero no iba a admitir ante su tía que la vida del rancho no le iba
exactamente como anillo al dedo. Jamás admitiría que tenía miedo de los
caballos, que había fingido interés en el baño de la cabaña solo por retrasar el
momento de volver a montar, y que los besos de Bobby habían sido lo único
que la habían hecho disfrutar del paseo a la luz de la luna.
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Seguro que todas las novias tenían cierto miedo al cambio de vida que
suponía casarse, pero esa era una circunstancia de la que no podía hablar con su
tía.
—Amy, ¿sigues ahí? —preguntó.
—Sí —contestó. Se suponía que tenía que sacar a Pookie una vez más antes
de irse a la cama, así que se acercó a la cama y lo tomó en brazos—. Voy a sacar
a Pookie —dijo, anticipándose a la siguiente pregunta de su tía.
—Gracias. No sé si sería capaz de bajar esas escaleras y volver a subirlas
después —admitió.
Amy tampoco estaba segura de ser capaz de hacerlo, pero no lo dijo.
Pensaba adaptarse a la vida en el rancho costara lo que costase, y además Bobby
iba a esperarla en el lugar que Pookie parecía haber elegido para hacer sus
necesidades. Con un poco de suerte, el animal se tomaría su tiempo.
El animal se acurrucó en sus brazos mientras Amy bajaba como podía las
escaleras. Bobby iba a pedirle que se casara con él, ella iba a decirle que sí y su
tía se daría cuenta por fin de que ya era una mujer que podía tomar sus propias
decisiones.
Sus propias y acertadas decisiones.
—La tía va a tener que quedarse para la boda —le susurró al oído a
Pookie—. Y tú llevarás los anillos.
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Siete
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Elizabeth pensó después que debería habérselo imaginado, pero estaba tan
entusiasmada con su nuevo edredón, que no había reparado en los síntomas
que indicaban que algo se estaba cociendo más allá de la actividad diaria del
rancho cuando Amy y Bobby acudieron al coche al recibirla.
—¿Dónde está Pookie?
Fue lo primero que preguntó al ver a Amy de la mano de Bobby y sin el
perro.
—Se está echando una siesta con Shorty —explicó Bobby—. Eh… señorita
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—Las cosas son así —dijo Jake, tras tomar un buen trago de cerveza fría.
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Para sorpresa suya, ella también había pedido una, y parecía gustarle. El Steak
Barn no estaba tan abarrotado como de costumbre un sábado por la noche, pero
aun así la camarera los había sentado a una mesa pequeña en un rincón, lo cual
a Jake le parecía perfecto. Al cambiar de postura en la silla rozó accidentalmente
la rodilla de Elizabeth con la suya, y unas ondas eléctricas le llegaron directas al
vientre. Intentó no darse por enterado, pero no le resultó nada fácil. Lo mismo
que mirarla tampoco era fácil. Ni oler su perfume, que parecía impregnado de
lavanda o algo así.
Y recordar cómo habían hecho el amor no era nada, pero que nada fácil.
—¿Qué cosas?
Lo estaba mirando con esos preciosos ojos suyos que le hicieron olvidar
por un instante de qué estaban hablando. Carraspeó.
—Lo de la boda. Bobby nunca había querido casarse hasta ahora, y tengo
que decirte que todos estamos muy satisfechos con que quiera sentar la cabeza
—tomó otro trago—. Lo que me gustaría saber es por qué te opones de ese
modo.
—Porque son demasiado jóvenes.
—Muchas parejas lo son. ¿Qué más?
—Creo que Amy no es consciente de dónde se está metiendo.
Se echó hacia atrás para que la camarera colocase una cesta de patatas y
un pequeño cuenco de salsa en el centro de la mesa.
—¿Es que alguien lo sabe?
Elizabeth no parecía tener respuesta para su pregunta, de modo que Jake
se aprovechó de su silencio.
—Bobby está enamorado.
—Y seguramente Amy también, pero no es suficiente.
Él frunció el ceño.
—¿Por qué no?
—Son demasiado distintos. ¿Cómo va a ser Amy capaz de llevar la vida de
la mujer de un ranchero?
—¿Qué tiene de malo ser la mujer de un ranchero?
—Nada, si se sabe lo que conlleva.
—¿Y qué conlleva?
—Cocinar, limpiar, vivir alejada de la ciudad, tener niños, ocuparse de…
—¿Tienes algo en contra de los niños?
—Claro que no, pero…
—Se pueden contratar personas que te ayuden con todas esas tareas, y
Bobby puede permitírselo —lo que no le dijo fue que Bobby terminaba por
hartarlas a todas, pero eso también cambiaría con la boda—. Y hay coches y
autobuses para ir a la ciudad, que queda a solo media hora de aquí; cuarenta
minutos si se respetan los límites de velocidad.
—Pues si todo es tan fácil, ¿por qué no te has casado tú?
Solo se le ocurrió una razón: la verdad.
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—Lo cual no es asunto tuyo —espetó la mujer con la que quería acostarse
aquella noche.
Menuda tregua.
Sabía que no debía beber estando con él. ¿Es que no se acordaba de que
había culpado al coñac o a lo que fuera que habían bebido la noche que se
acostó con un extraño?
—No debería beber —dijo, cuando la cabeza empezó a darle vueltas y
tuvo que agarrarse al brazo de Jake, estando ya en el aparcamiento de camino al
Cadillac—. Sobre todo estando tú alrededor.
—Solo te has tomado dos cervezas —dijo Jake, rodeándola por la cintura
con un brazo que parecía de hierro.
—Una y media.
—Y has cenado carne —añadió él—, así que no estás bebida, Beth. Deber
de ser el calor. Cuando pongamos el aire acondicionado del coche, te
encontrarás mejor.
Abrió la cerradura y la puerta sin soltarla.
Bueno, fuera cual fuese la causa de aquel aturdimiento, también le estaba
alterando la sensibilidad, porque no podía dejar de notar sus dedos en la
cintura. Y cuando la ayudó a sentarse, su brazo le rozó brevemente los pechos.
Estaba segura de que lo había hecho deliberadamente, pero no le importó,
porque las sensaciones que le subían por la espalda no eran precisamente
desagradables.
Más bien turbadoras.
—Perdona —dijo él, apartando el brazo, pero después, aún con medio
cuerpo dentro del coche, dijo: al infierno con todo.
Cuando su boca se apoderó de la de ella fue como si Elizabeth lo hubiera
besado ya mil veces y pudiera besarlo otras diez mil más. Él apoyó una mano
en el respaldo por encima de su hombro y la otra en el asiento, junto a su
pierna. Y siguió besándola hasta que la cabeza volvió a darle vueltas, aunque en
aquella ocasión el causante fuese el deseo, y no la asfixiante temperatura de
Texas.
Levantó los brazos y le rodeó el cuello mientras él hacía magia con la
lengua. De algún modo, se las arregló para avanzar hacia el volante, lo que a
Jake le proporcionó el espacio suficiente para sentarse junto a ella y liberar las
dos manos. Tenerlo sentado al lado subió la temperatura unos cuantos grados
más.
No sabía ni por qué ni cómo aquel hombre surtía ese efecto en ella, pero su
cuerpo, que normalmente controlaba perfectamente, se sentía arrastrado
indefectiblemente por el deseo en cuando él la miraba.
Y la tocaba.
Y la besaba de aquel modo.
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Cuando sintió que levantaba la falda del vestido para poner la mano en su
muslo desnudo, Elizabeth supo que estaba metida en un lío. Su primera
reacción a una caricia tan íntima fue alivio, seguido de una sensación física
deliciosa. Se olvidó de que estaban en un aparcamiento en algún lugar de Texas;
se olvidó de que el sol aún tenía que ocultarse para ofrecerles la intimidad de la
noche; se olvidó de las promesas que se había hecho sobre abstinencia y
autocontrol.
Abandonó su boca para alcanzar su cuello, sintió su mano subir más y
más hasta llegar a la ropa interior de seda que absurdamente se había puesto en
un día de calor como aquel, y por último sintió que su dedo pulgar se deslizaba
bajo la banda elástica y tocaba…
—Maldita sea, Jake, ¿qué estás haciendo? —preguntó un hombre.
Elizabeth abrió los ojos al mismo tiempo que Jake se volvía para
encontrarse con Bobby Calhoun.
—Es que el cinturón de seguridad se había atascado —explicó Jake como
pudo.
Bobby estaba boquiabierto, como si no pudiera creer lo que acababa de
presenciar.
—A veces pasa —dijo.
Elizabeth sintió que enrojecía cuando Jake se puso de pie entre ella y
Bobby para darle tiempo a arreglarse la ropa.
—¿Nos estabas buscando? —preguntó Jake.
—Sí. Es que acabo de dejar a Amy en el supermercado. Quiere comprar
una de esas revistas de novias para lo de la boda, y se me ocurrió buscaros para
ver si estabais cenando en algún sitio.
—Ya hemos terminado —dijo Jake—. Nos íbamos para casa.
—Eh… sí, claro —dijo Bobby, mirando a Elizabeth por encima del hombro
de Jake—. Ya lo veo.
—Será mejor que vayas a buscar a tu novia —sugirió Jake, y Bobby se
metió inmediatamente en su camioneta. En cuestión de segundos, había salido
del aparcamiento y subía por Main Street, dejando a Jake de pie junto a la
puerta del Cadillac.
—Por los pelos —dijo él, sonriendo.
—Eso nos pasa por comportarnos así en un sitio público.
—Podemos ir a mi casa —sugirió—. Si quieres, te enseño mis edredones.
La expresión que tenía en los ojos ya la había visto antes: era de pura y
simple lujuria.
Lo cual solo podía significar una cosa para Elizabeth: que había llegado el
momento de marcharse de Texas.
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Ocho
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espetó. Elizabeth fue a protestar, pero su sobrina levantó una mano en alto—.
Bobby me lo ha contado todo, porque no habrías pensado que iba a creerse esa
absurda explicación, ¿verdad? —sonrió—. Así que no soy la única mujer de la
familia Comstock a la que le gustan los vaqueros, ¿eh?
—No seas ridícula —fue lo único que se le ocurrió decir antes de salir
disparada a su habitación. Una vez allí, se sentó en la cama y miró el sobre que
contenía el billete de avión que le permitiría salir de aquel rancho y de Texas. Si
en verdad Amy llegaba a casarse, se quedaría, por supuesto. Además, le
gustaban las bodas.
Pookie apoyó las patas delanteras en su pierna y bostezó, y Elizabeth le
rascó obedientemente las orejas.
—Tengo entendido que a ti también te gustan los vaqueros —le dijo—.
Eres un pequeño traidor.
Pookie se tumbó patas arriba para que ella pudiera acariciarle el vientre
regordete, lo cual constituía otro de los rituales de la mañana.
—No va a casarse. Te lo digo en serio —le dijo al perro—. Estoy segura de
que eso no va a ocurrir.
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—Bueno, no te creas que lo sabe todo. Seguro que podría encontrar alguna
por algún sitio.
—Ahora mismo no la necesitas.
—Pero la necesitaremos cuando empiecen a llegar los niños.
—¿Los niños?
Ella no había pensado en tener niños, al menos por el momento. No hasta
que tuviera veintinueve, o treinta. O treinta y cinco.
—Claro —Bobby le guiñó un ojo—. Voy a necesitar tres o cuatro hijos para
que me ayuden a llevar el rancho. Luego nos vemos.
Estaba de broma, claro, pensó mientras cerraba el grifo. Oyó cerrarse la
puerta y el ruido de sus botas en la madera del porche. Para tener que llevar un
rancho tan grande, Bobby parecía tener mucho tiempo libre. Miró la pila de
sartenes y cacerolas y buscó un trapo. Quizás debería haberle pedido que la
ayudase a secar.
—Te veo mal, jefe —dijo Dusty, y sacó dos cervezas del frigorífico del
barracón, las puso sobre la mesa y le hizo un gesto a Jake para que se uniera a
él.
—¿Ah, sí?
Dusty era poco más o menos de su edad, pero no sabía más de él que era
un experto en pastos y un magnífico jinete. Llevaba con él siete años y no había
dicho una sola palabra sobre su vida personal, así que lo miró con cierta
desconfianza al acercar una silla a la mesa.
—Un día duro.
Dusty abrió la botella y lanzó la chapa a unos cinco metros de distancia.
Cayó dentro de la papelera.
—Desde luego —contesto Jake, que quitó también la chapa y la dejó sobre
la mesa.
—Me han dicho que el chico se llevó a las dos mujeres a dar un paseo a
caballo.
—Sí —Jake había optado por revisar las vallas en lugar de torturarse con
lo que no podía tener—. ¿Cómo van las apuestas?
—Dos a uno que el crío seguirá estando soltero el cinco de julio. Pero en tu
caso, van al cincuenta por ciento.
—¿Yo?
—Los hombres piensan que la tía te tiene atado y listo para el horno.
—¿El horno?
Dusty silbó unas cuantas notas de La Marcha Nupcial y sonrió.
—Tus días están contados, Jake. Eres un hombre torturado.
—En eso no te equivocas —dio un buen trago de cerveza. Y luego otro,
porque él jamás había pensado en casarse. Y así se lo dijo.
El otro vaquero se encogió de hombros.
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—Confeccionar una lista con los invitados a los que tenéis que llamar. Es
un poco tarde para enviar invitaciones por correo.
—Claro. ¿Qué más?
—Llamaré a mis amigas —dijo Amy—. Sé que algunas vendrán. A todas
les gustaría conocer vaqueros de verdad.
Entonces fue cuando Jake entró en la cocina.
—¿Quién quiere conocer vaqueros de verdad?
—Las amigas de Amy de la universidad —contestó Elizabeth—. ¿Dónde
vais a celebrar la boda.
—Aquí —contestó Bobby.
Jake carraspeó, y todos le miraron.
—O en la ciudad. Habrá fuegos artificiales cuando anochezca, y
podríamos ir al parque después de la fiesta.
—¿Os casaréis por la mañana o por la tarde? —preguntó Elizabeth.
—De día hace demasiado calor —dijo Jake—. Más tarde quizás, alrededor
de las siete. Podemos comer algo y bailar toda la noche.
—Y yo tengo que comprarme un vestido —dijo Amy—. Algo blanco y
largo, pero no demasiado elegante. ¿No crees que debería ser de algodón, como
de Laura Ashley pero sin flores?
—Flores —repitió Elizabeth—. ¿Qué clase de flores quieres llevar en el
ramo?
—Algo propio de Texas —declaró—. Ya sé: rosas amarillas —tiró de la
mano de Bobby—. ¿Crees que las rosas amarillas quedarán bien?
Bobby miró a Jake como pidiendo socorro.
—Íbamos a ir al cine —dijo—. Una de Mel Gibson.
—Pues vais a llegar tarde si no salís ya.
—Eso es lo que decía yo —Bobby tiró de la mano de Amy hacia la
puerta—. No se preocupe, señorita Comstock. Jake se queda aquí y él podrá
decirle todo lo que necesite saber.
Y desaparecieron, dejando a Elizabeth a solas con un vaquero sexy y un
perro dormido.
—Es cierto —corroboró Jake, acercando una silla—. Sé un montón de
cosas.
—¿Sobre bodas?
—Deben de ser poco más o menos como los funerales —dijo—. Y de esos
he planeado unos cuantos.
Pero ella apartó el cuaderno.
—No puedo planear la boda de otra persona. No está bien.
—Claro que sí —contestó él, y leyó la lista que había escrito—. Puedes
llamar al Steak Barn para que se ocupen de la comida. Con que llames a Millie
por la mañana y le digas lo que quieres, bastará. Podrían celebrar una
ceremonia sencilla aquí en la casa, y luego organizar la fiesta en la casa grande.
La ciudad entera estará celebrando el cuatro de julio, así que se organizará una
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buena fiesta.
—Y no te olvides de los fuegos artificiales.
—No te puedes morir sin haberlos visto —contestó Jake sonriendo, y
Elizabeth deseó no estar tan cerca de él—. Vas a quedarte, ¿verdad?
Como si tuviese otra elección.
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Nueve
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desde atrás y había rozado sus hombros. Al darse la vuelta, él había tomado su
cara entre las manos y la había besado. Entonces, lo había mirado con el mismo
semblante, como si quisiera preguntar: «¿quién eres y por qué me haces esto?»
En esos momentos, no tocó su rostro, para lo cual necesitó controlarse más
de lo que había tenido que hacerlo nunca.
—Beth, cariño, ¿es que necesitamos una tormenta?
Ella negó con la cabeza.
—No.
—¿No, no vas a besarme, o no, no necesitamos una tormenta para estar
juntos? —ella fue a responder, y como él presintió su negativa, se lo impidió—.
No, no digas nada. No estoy seguro de poder asimilar más rechazos.
Ella sonrió ante aquel intento de aligerar la situación y miró en torno suyo
en busca de Pookie. El animal se había acurrucado en un rincón, sobre un
montón de toallas de baño.
—¿Me enseñas el resto de la casa?
—Claro.
Dejaron al perro roncando tranquilamente en la cocina mientras subían a
la planta de arriba y Jake le enseñaba tres dormitorios, con sus camas de hierro,
sus colchones hundidos cubiertos por viejos edredones y sus armarios de
pintura desportillada.
—Supongo que debería empezar a comprar muebles nuevos —dijo,
abriendo una ventana para que se renovara el aire estancado del segundo piso.
—Te vendrían bien colchones nuevos, pero el resto es perfecto.
—Voy a lijar y barnizar el suelo.
—Entonces lo único que necesitarás serán unas cuantas alfombras —dijo
ella, mientras le ayudaba a abrir las ventanas del dormitorio principal, el que
ocuparía Jake cuando se mudase. Tenía su propia entrada al baño y uno de los
anteriores propietarios había construido un armario empotrado y varias
estanterías en la pared orientada al oeste. Había guardado la mayor parte de las
cosas de su madre en un baúl de madera de cedro colocado al pie de la cama—.
Que hagan juego con los edredones.
Jake miró el edredón a cuadros azules que cubría la cama de matrimonio,
pero enseguida llegó a la conclusión de que mejor no volver a mirar una cama.
—Los que hay puestos no son de los que yo te hablaba. Los mejores están
en el baúl.
—¿Puedo verlos?
—Sí, claro.
Levantó la tapa y Elizabeth se acercó. La fragancia del cedro y el olor algo
húmedo de las ropas almacenadas durante largo tiempo emanó del interior.
Elizabeth se arrodilló delante del baúl y sacó un bulto envuelto en papel
de seda.
—Cualquiera diría que estamos en Navidad —dijo, mirándolo casi a
hurtadillas antes de quitar el papel. El edredón estaba hecho de pequeñas tiras
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El amor no tenía nada que ver con aquella noche en Chicago, pero
Elizabeth no podía dejar de pensar en lo que había ocurrido entre ellos. O en lo
que podía volver a ocurrir. No supo si sentirse desilusionada o aliviada cuando
Jake la dejó sola en la espaciosa habitación. Aquella cama de matrimonio
parecía una invitación, sobre todo a aquella hora del atardecer. Sobre todo
estando los dos solos.
Era especialmente difícil resistirse al saber ya cómo era tenerlo dentro,
hacer el amor con él varias veces durante una noche larga y memorable. Se
sentó con las piernas cruzadas con un exquisito edredón nupcial olvidado en el
regazo. «¿Necesitamos una tormenta?», había preguntado él un momento antes.
Claro que no. Lo único que necesitaban era pasar varios segundos a solas.
Ella no había contestado por temor a hacer el amor con él allí mismo, en el suelo
de la cocina. Y ella estaba en Texas para cuidar de Amy. Estaba allí para
preparar una boda que esperaba que no llegase a celebrarse. Y estaba en el que
iba a ser el dormitorio de Jake no porque le encantasen aquellos edredones, sino
porque no había tenido la cabeza suficiente para quedarse en casa y dedicarse a
los preparativos para el cuatro de julio.
¿Y por qué? Porque no había sido capaz de resistirse al encanto de estar
con él. Ni de recordar aquella noche del invierno anterior.
Jake la había besado tomando su cara entre las manos, Y ella lo había besado a él
sabiendo que no habría posibilidad de dar marcha atrás. La tensión sexual había ido
creciendo mientras hablaban y reían en la intimidad de la habitación. No había querido
pedirle que se marchara.
Y tampoco sabía cómo pedirle que se quedara. Nunca había hecho el amor con un
extraño. Sus limitadas experiencias sexuales se habían limitado a un novio de la
universidad y a una relación breve con un compañero de trabajo, pero nada como
aquello. Nada como aquella combinación de pasión, necesidad y confianza que la había
empujado a abrazarse a él y seguir besándolo hasta que ninguno de los dos pudo seguir
de pie.
Habían conseguido desprenderse de la ropa sin saber cómo, y se tropezó con una
de sus botas. Él, riendo, la tomó en brazos y la llevó a la cama para luego darle un suave
masaje en el pie dolorido.
—¿Mejor?—le preguntó, sonriendo.
Incapaz de hablar, ella se limitó a asentir y a abrir la cama. Él apagó la luz de la
mesilla para dejar la habitación sumida en la penumbra antes de unirse a ella bajo las
sábanas. Por primera vez en su vida, Elizabeth tuvo la sensación de estar en el sitio
adecuado en el momento adecuado, por mucho que pudiera parecer una locura.
—No sé si esta tormenta nos habrá vuelto locos —susurró, tumbándose de lado
para quedar frente a él. Aquel vaquero era un hombre muy masculino, de hombros
anchos y pecho duro como la roca. Estaba apoyado en un codo y se sujetaba la cabeza en
una mano mientras con la otra acariciaba despacio su brazo, la curva de su cintura
primero, la de la cadera después.
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—Seguro que sí —contestó él—. Aunque he vivido otras tormentas antes y nunca
he hecho nada así.
—Para mí las tormentas suelen significar un día sin clase —acertó a decir, a pesar
de que su mano había bajado hasta la curva de sus nalgas para volver a ascender
después.
—¿Y qué haces en esas ocasiones?
Llegó con la mano a su pecho y acarició su pezón con la delicadeza que tendría una
pluma.
—Suelo… —murmuró cuando su boca ocupó el lugar de la mano—… corregir —
añadió casi sin voz y antes de empujarlo hacia ella por la espalda.
Él se tomó su tiempo con sus pechos, luego con su cuello, su abdomen, por el que
deslizó sus manos duras y callosas hasta que descendió entre sus piernas y la encontró
húmeda y esperándolo. Quería sentirlo dentro y no sabía si iba a poder esperar mucho
más; y así se lo dijo.
La dejó sola un instante y, cuando volvió, se dio cuenta de que llevaba la
protección que ella había olvidado como una tonta.
—Gracias —susurró cuando se colocaba ya sobre ella.
Eso le hizo sonreír.
—Las mujeres del este sois muy educadas.
Y eso la hizo enrojecer.
Jake se colocó entre sus piernas, pero dijo aún:
—No quiero meterte prisa —dijo, como si tuviese que explicarse.
—No lo estás haciendo.
Más bien al contrario. Si no la tomaba pronto, iba a romperse en mil pedazos con
que tan solo la rozara. Su vaquero se acercó más y la besó de tal modo en la boca que el
deseo hirvió dentro de ella. Y siguió besándola mientras la penetraba, mientras ella se
acostumbraba a tenerlo dentro, mientras se movía dentro y fuera, lentamente,
tentadoramente. No podría decir cuánto tiempo estuvo así, besándola como si no
quisiera separarse nunca de sus labios, porque seguía besándola cuando alcanzó el
orgasmo, cuando sus gemidos se ahogaron en su boca, aferrada como estaba a su cuello.
Su movimiento se hizo más rápido, más profundo si es que era posible, hasta que por fin
apartó su boca y con la cara hundida en su hombro, tembló violentamente.
Elizabeth, hundida en el colchón, abrazada por aquel hombre magnífico, rezó por
que la tormenta no terminase nunca.
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sobre sus muslos y su pecho, sobre el pene en erección que ella tomó con la
mano y guió en su interior. Estaba tensa y húmeda, y no podía creerse que
estuviera sobre él, besándolo mientras movía las caderas para tenerlo lo más
dentro posible.
Al final aquel estaba siendo el mejor comienzo posible para aquella noche.
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Jake llegó tarde al rancho. Entre las noches sin dormir y el encuentro con
Elizabeth, se había quedado dormido como un tronco hasta las seis y media. Ni
siquiera había oído sonar el despertador a las cinco.
No quedaba café en el barracón, así que puso la cafetera y tomó dos tazas
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Jake volvió a la cocina y se encontró con que Elizabeth estaba delante del
fregadero, con los brazos hasta el codo metidos en agua jabonosa y cantando,
algo desafinada, una canción que sonaba en la radio. Se tomó unos segundos
para admirar la curva de su trasero con aquellos pantalones cortos antes de
acercarse y rodearla por la cintura. Ella dio un respingo y se volvió.
—Me has asustado —dijo, sonriendo.
—No sabía que te gustase la música country —dijo, y la besó en la mejilla
antes de bajar un poco el volumen.
—Es cosa de Amy. Dice que le gusta escuchar música mientras cocina —
contestó mientras se secaba las manos en un trapo.
—Pareces un ama de casa.
—¿Te sorprende? ¿Es que no pensabas que una profesora de Matemáticas
pudiese fregar los platos?
—Supongo que lo que pasa es que hay chas cosas que no sé de ti —
contestó, quitándole el trapo de las manos para abrazarla—. ¿Qué te parece si
nos tomásemos el día para conocernos mejor?
Elizabeth sonrió.
—¿Y eso qué significa?
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—No me puedo creer que estés aquí esta noche —bromeó Shorty y echó
un trago de cerveza.
Bobby se sentó.
—Y yo no puedo creer que estés jugando al póquer con un perro sobre las
piernas.
—Es que le gusta estar con la gente —contestó Bobby, acariciándole la
cabeza al Shih Tzu.
—Gus se queda a mi lado, pero en el suelo.
—No tienes por qué pagar tu mal humor con el pobre perro —declaró,
pero dejó de acariciar a Pookie y tomó sus cartas—. ¿Seguro que no juegas, Jake?
—Esta noche, no —había pasado por el barracón para dejar a Pookie con
Shorty, ya que iba a invitar a Elizabeth a cenar. Lo que le sorprendió fue
encontrarse a Bobby en la partida—. ¿Qué haces aquí, muchacho?
—Amy Lou está practicando repostería —dijo, mirando sus cartas—. Ha
inventado un postre nuevo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Algo con chocolate y crema batida.
Roy levantó la mirada de sus cartas con el ceño fruncido.
—¿Estamos jugando al póquer o intercambiando recetas?
Bobby sonrió.
—Te voy a sacar hasta el último céntimo, viejo —dijo Bobby, sonriendo—.
¿Es que tienes prisa porque te desplume?
—Menos lobos —bromeó Roy, y echó una ficha al montón—. Dame dos —
dijo, y Dusty se las repartió.
—Amy Lou ha dicho que nos va a traer a probar el postre nuevo dentro de
un rato —Bobby miró a su alrededor—. Si queréis, claro.
—Desde luego —contestó Shorty—. Y que se lleve al chucho con ella.
Jake tuvo que sonreír. El viejo se estaba encariñando con el perro, y al
parecer el animal también con él. Elizabeth no lo sabía, pero a su pequeño Shih
Tzu le estaba gustando Texas tanto como a su sobrina y a ella.
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Once
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segura, como si él fuese una persona en la que poder apoyarse cuando las cosas
fuesen mal. Jake era la clase de hombre de la que se podía depender en
cualquier cosa.
Pero ninguno de ellos quería hablar de lo que iba a ocurrir después de la
boda.
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Había vuelto a meter la pata. Tendría que haberle dicho que la deseaba.
Tendría que haberle dicho que estaba enamorado de ella. Debería haberle
pedido que… ¿que se casara con él?
—No puedo —contestó Elizabeth, retrocediendo un paso—. Le he
prometido a Amy que la ayudaría con la cena.
—Entonces, nos veremos más tarde —dijo, con cuidado de que no
percibiera su desilusión.
—Claro.
—Beth —dijo antes de que ella se diera la vuelta.
—¿Qué?
—¿Sigues convencida de que esta boda es un error?
—No quiero verlos sufrir.
—Demasiado tarde.
—Sí, lo es —contestó, y su mirada le hizo preguntarse de quiénes estaban
hablando. La siguió con la mirada, y no intentó detenerla.
Tal vez tuviera razón. Quería que lo quisiera. Que se quedara. Quería
construir una vida y un hogar. Pero alguien iba a sufrir, y apostaría la paga de
un año a que iba a ser un vaquero.
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—¿Lo tengo?
Amy dio un sorbo a su té. Parecía estar esforzándose por no romper de
nuevo a llorar.
—Cualquier color le quedará bien, siempre y cuando no sea demasiado
práctico —se volvió a la dependienta—. Mi tía es muy conservadora.
—No tanto —protestó Elizabeth. No tenía nada que objetar a llevar un
vestido despampanante a la boda.
—Tengo el vestido ideal —dijo la dependienta y, tras entregarle el plato de
las pastas, fue a otro lado de la tienda. Buscó en un expositor en el que todo
tenía colores pasteles hasta que encontró lo que quería—. Este —dijo,
mostrándole un vestido de satén en verde—. El tono jade le quedaría precioso
con el pelo y los ojos. Además, se lleva mucho este verano y combinaría bien
con el amarillo que quiere la novia —miró la etiqueta—. Es una doce, pero esta
casa suele hacer tallas pequeñas.
—Pruébatelo, tía.
—De acuerdo.
El color le había encantado, y se trataba de un vestido muy sencillo.
Quizás pudiera encontrar uno de aquellos collares victorianos para
acompañarlo. Y unas sandalias de tacón.
La dependienta sonrió.
—Se lo dejo en el probador.
Elizabeth aprovechó la oportunidad para preguntar a Amy.
—Por el amor de Dios, Amy, ¿qué te pasa?
—Nada —contestó, sorbiendo por la nariz—. De verdad. Es que… no sé…
me siento… tan confusa.
—¿Lo quieres?
Amy se tragó las lágrimas y asintió.
—Creo que sí. Es tan dulce…
—Sí que lo es —corroboró Elizabeth—, pero eso también lo dices de Pookie
—esperó a que se serenara un poco más antes de preguntarle—: Amy, ¿sigues
queriendo casarte?
—Es que… Bobby está siempre ocupado, habla de tener niños y me da
mucho miedo montar a caballo… —miró a su tía con sus preciosos ojos azules y
respiró hondo—. Bueno, ya está: voy a comprarme un vestido y a casarme —
dijo, irguiéndose—. Estoy decidida a crecer y a comportarme como una adulta
responsable. Igual que tú.
—Puede que yo sea madura, pero no estoy casada —puntualizó,
alcanzando el whisky. Quizás otro sorbo la ayudara a enfrentarse a aquella
situación. Había intentado con todas sus fuerzas olvidarse del día anterior.
Estaba tan enamorada de Jake Johnson que, cuando él le habló de sus deseos de
vivir en su propia casa, con su familia, había contenido la respiración
esperando… lo imposible.
No habían hablado de amor, ni del futuro. Su atracción se basaba en el
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sexo, en una reacción química y explosiva. Era una mujer madura, sí, pero había
perdido el juicio.
Amy pasó por alto el comentario.
—Lo quiero, y haría cualquier cosa por que fuera feliz.
—Quererlo es una cosa, Amy, y casarse con él, otra.
También ella debería oír su propio consejo, se dijo, apurando la copa.
Ojalá aquel vestido verde le quedara bien. Ella también quería darle a su
vaquero algo que recordar.
Había sido la semana más extraña de toda su vida. A punto estuvo incluso
de decírselo a Pookie, que iba cómodamente en sus brazos. Se lo llevaba a Shorty
por enésima vez. El perrillo prefería al viejo vaquero a ningún otro. Y Jake iba a
disfrutar de aquel domingo por la tarde.
—Demonios —protestó Shorty, quitándole al perro de los brazos—. Este
chucho me va a volver a poner perdido el suelo.
—Es que ha pisado un poco de barro de camino aquí. Cuando me he dado
cuenta, era ya demasiado tarde —contestó Jake, intentando no sonreír. Shorty
fingía incomodarse con las molestias que le causaba el perro, pero todo el
mundo sabía que lo iba a echar de menos cuando Elizabeth se marchara.
Si es que se marchaba. Pero claro, para evitarlo tendría que encontrar la
forma de que se quedase. Y aunque supiese qué decir y cómo decirlo, no estaba
teniendo demasiadas oportunidades de hablar con ella. Casi sospechaba que lo
estaba evitando.
—Es que no lo entiendo —masculló Bobby, sentándose a la mesa—. No
puedo conseguir que esa mujer me preste atención.
Jake dudó antes de sentarse. Le había prometido a Elizabeth que hablaría
con el chico, pero no había tenido tiempo de hacerlo en los últimos días. Y ya
solo quedaban dos días para la boda. Dos amigas de Amy iban a llegar al día
siguiente.
—¿Te refieres a Amy?
—Sí —suspiró—. Anoche no dejó de llorar mientras leía revistas de cocina.
Shorty, con Pookie en los brazos, sacó de la nevera unas cervezas. Dusty
entró entonces en la habitación y sacó otra para él antes de sentarse.
—¿Qué pasa? —preguntó, encestando la chapa de la botella.
—Nervios antes de la boda —explicó Jake, confiando en que no hubiera
nada más.
—¿Estás teniendo dudas? —preguntó Dusty y dio un trago largo de
cerveza antes de mirar a Shorty frunciendo el ceño—. Eres peor que las mujeres
con ese chucho.
Pookie estaba sentado en su regazo con la barbilla apoyada en la mesa.
Bostezó.
—Es que se ha encariñado conmigo.
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Doce
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Nueva Inglaterra. Era preciosa, era suya, y no iba a irse a ninguna parte. Se
volvió a la pareja.
—Ya has oído a la señora —dijo, mirando a Bobby con severidad—.
Volved al rancho y nos veremos allí dentro de un rato.
—No lo entiendes —protestó Amy—. Necesito decirle que…
—Fuera —repitió, y en aquella ocasión Bobby consiguió apartarla de la
puerta.
—¿Podríais daros prisa? —preguntó aún—. Es que tenemos un poco de
prisa.
—Enseguida vamos —prometió Elizabeth.
—Enseguida no —dijo Jake, y los dos se marcharon tan silenciosamente
como habían llegado, pero en aquella ocasión oyó la puerta abrirse y cerrarse—.
Supongo que lo de comprar un ventilador no ha sido buena idea.
—Además de no cerrar la puerta con llave.
—Es que estaba distraído.
Estaba demasiado ocupado preguntándose si debía hacerle el amor a
Elizabeth en la cama o sobre la mesa. Habían hecho ambas cosas, y
afortunadamente estaban adormilados cuando llegaron los invitados. Si Bobby
y Amy hubieran aparecido quince minutos antes, habría sido una situación
verdaderamente embarazosa.
—Qué vergüenza. Se supone que debo dar buen ejemplo, y no andar
acostándome con un vaquero.
Apartó la ropa de la cama e hizo ademán de levantarse, pero Jake la sujetó
por un brazo.
—Elizabeth, eres una mujer adulta que puede tener una vida sexual sin
restricciones.
—¿Delante de mi sobrina virgen? No lo creo —se levantó, le dio un beso
breve y salió de la cama—. Vamos. Tengo la impresión de que ocurre algo malo.
Jake cerró los ojos un segundo. En aquella ocasión, Elizabeth no salía de su
cama a hurtadillas, pero tenía la corazonada de que iba a dejarlo de todos
modos.
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—¿Marcharse? ¿Adónde?
La otra gemela se animó.
—Puede que a Rhode Island.
—Seguro que se fugaban.
Marty negó con la cabeza.
—No. Bobby no parecía muy contento.
—¿Fugarse? —repitió Elizabeth—. ¿Por qué iban a hacer algo así si se
casan dentro de dos días? —se volvió a Jake—. ¿Tú sabes algo de esto?
—Solo que el chico me dijo que Amy lloraba mucho —recordó—. ¿Crees
que habrán cancelado la boda?
Elizabeth no sabía qué decir.
—Espero que no. Pero nada de lo que pueda hacer Amy me sorprendería.
Jake masculló algo entre dientes y miró hacia la carretera desierta como si
allí estuviese la respuesta.
—Desde luego no puedo decir que no me lo advirtieras.
—Lo siento.
—Sí, yo también —entonces se dio cuenta de que las gemelas y Marty
estaban siguiendo su conversación y la alejó un poco—. Supongo que debería
haberte creído cuando dijiste que no iba a funcionar. Que no era vida para tu
sobrina.
Elizabeth se llevó la mano al estómago al ver la amargura de su expresión.
—Yo no…
—Cocinar, limpiar, tener niños y vivir lejos de la civilización, creo que es
como lo describiste —continuó con aspereza—. Ha debido darse cuenta de que
tenías razón.
—No quería tenerla.
Hubiera querido equivocarse sobre los vaqueros y las mujeres del este.
Preferiría creer que el amor podía conquistarlo todo.
—No todos somos iguales —dijo, poniendo una mano en su brazos, y
deseó con todo su ser que le pidiera que se quedase. Le encantaría tener hijos y
cocinar; hasta toleraría lo de limpiar e incluso haría sustituciones en el instituto
si echaba de menos enseñar. Quería pasar sus días y sus noches en el rancho,
con aquel ranchero, bajo aquellos edredones.
Pero él ni siquiera la miró, así que bajó la mano y se encaminó a la casa.
Estaba desilusionado porque se hubiera cancelado la boda; porque sus planes
tuviesen que esperar. Ansioso por deshacerse de ella ahora que la boda se había
cancelado. Su trabajo como carabina había terminado, y también su breve
aventura.
Se apresuró a entrar en la casa por ver si habían dejado una nota escrita
sobre la mesa. Al no encontrar nada en la cocina, rezó porque Amy no hubiese
cometido ninguna locura. Seguramente todo aquello tendría que ver con la
boda… algo tan sencillo quizás como que las flores no eran las que ella había
pedido, o que el Steak Barn se había confundido en el menú.
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—No está aquí —dijo una voz a su espalda. Se volvió. Bobby sonreía—. Se
imaginaba que vendría. Acabo de meterla en el avión para París.
—¿París? —el joven vaquero no parecía destrozado. De hecho, parecía
muy satisfecho consigo mismo—. ¿Por qué?
—Para asistir a una escuela de cocina —contestó, quitándole la cesta de
transporte de Pookie de las manos—. Las clases empezaban dentro de dos días.
¿Quiere sentarse? Parece acalorada.
La condujo a una fila de asientos vacíos frente a las pistas.
—Pero su pasaporte…
—Se lo había traído a Texas, ya que no sabía adónde íbamos a ir de luna
de miel.
—Lo siento mucho, Bobby. ¿Estás muy desilusionado?
—Un poco —contestó, colocándose la cesta sobre las piernas—. ¿Puedo
sacarlo, o nos meteremos en un lío?
—No creo que pase nada —abrió la puerta y el perro sacó la cabeza y se
estiró —Bobby, ¿qué está pasando?
—No podía soportar verla tan triste. Ella quería olvidarse de la repostería
y casarse conmigo para no hacerme daño, pero yo no podía permitirlo. Vamos a
seguir en contacto y veremos lo que pasa el año que viene, después de que se
haya sacado el título. Me ha pedido que le guarde el vestido, por si acaso.
—Es todo muy… civilizado —le dijo Elizabeth, viendo cómo le rascaba las
orejas a Pookie—. Espero que funcione.
—Bueno… gracias. Y espero que todo salga bien también para vosotros.
Shorty se ha encariñado con el perro.
Y poniéndole al animal en los brazos, se levantó y asintió mirando a
alguien que debía estar detrás.
—Me he acordado de que te debía un edredón —dijo Jake. Estaba allí con
uno de los edredones de su madre, el de color marfil con pequeñas piezas de
colores formando círculos que se superponían.
Elizabeth tenía miedo de moverse. Estaba tan guapo y parecía tan
enfadado… pero se relajó cuando Bobby le dio una palmada en la espalda.
—Creo que voy a tomarme una buena taza de café —dijo el chico, y los
dejó solos.
—¿Qué haces?
—He venido a no sé qué velocidad para llegar aquí antes de que te
marchases —dejó el edredón en el asiento de al lado—. Es el dibujo de las
alianzas. He pensado que era el más apropiado, dada la situación.
—¿Qué situación?
—La apuesta que hicimos en la tienda de antigüedades. Dijiste que no
habría boda, y has ganado.
Empujó el edredón y se sentó, como si no tuviera una sola preocupación
en el mundo.
—No quería ganar —dijo en voz baja mientras que él estiraba los brazos
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sobre los respaldos de los asientos. Si se movía solo un poco, podría apoyar la
cabeza en su hombro. Pookie se acurrucó mejor en sus brazos y se durmió.
—No has ganado. Todavía. Si hay boda, me debes una cita en el cine de
coches.
—No van a casarse. Aún no.
—La apuesta era sobre una boda, pero no especificamos la de quién.
Cariño, he pasado diez minutos sin ti y pensé que se me iba a romper el
corazón. No me importa lo distintos que seamos, o que apenas nos conozcamos.
No pienso permitir que te vayas sin decirte que estoy enamorado de ti y que eso
no va a cambiar, pase lo que pase. Así que o te casas conmigo y te quedas aquí,
o te casas conmigo y nos vamos al este —señaló una vieja maleta de cuero—. Yo
he hecho ya el equipaje, por si acaso. Y tengo un billete, así que tú decides.
—Yo… —se volvió hacia él y sus labios quedaron a un par de
centímetros—. Yo quiero el edredón —lo besó brevemente—. Y la boda —otro
beso—. Y el rancho —él comenzó a besarla, pero tuvo que añadir—. Y al
vaquero —lo habría besado durante horas, pero Pookie comenzó a gruñir al
sentirse aplastado entre los amantes—. Así que… —dijo cuando se separaron
un poco—, ¿qué dices?
El tejano más satisfecho del mundo tomó en brazos edredón, mujer, bolsas
y perro.
—Creo, señora, que va a ser la mejor noche de mi vida.
***
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