WILDE EDUARDO Prometeo Y Compania Cuentos

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Prometeo & Cía. /


1899
Eduardo Wilde
(1844 -1913)

Fuente: Primera edición, Buenos Aires, Jacobo Peuser, 1899.


Indice
Prometeo
La santa Rosa en el Río de la Plata
La lluvia
Fragmento criollo
Meditaciones inopinadas
Perfil de un contemporáneo
Tini
Sin rumbo
Literatura familiar
Alma callejera
Utilidad de la desgracia
Autógrafo
La primera noche de cementerio
Vida moderna
Mar afuera
Chaica y Cikaia
Sueños y visiones
Costantinopla
En tierra Santa
A bordo
Hombre y toros
Páginas muertas
Nada en quince minutos
Así
Recuerdo al caso
Triste experiencia
Variaciones mentales
Medicina operatoria
Pablo y Virginia
Sobre cubierta
De Hong-Kong a Yokohama
El nuevo paraíso terrenal
Inolvidable
Trouville
Novela corta y lastimosa
Prometeo
(Canto del poeta Olegario Andrade)
Carta al autor

Muy señor mío:


Usted es un hombre impertinente.
Nosotros estamos muy ocupados y no tenemos tiempo de leer versos.
Hace usted mal en obligarnos a leer los suyos.
¿No podía usted haber hecho versos malos, para no sacarnos de nuestras ocupaciones
habituales, como quien saca de los cabellos un hombre que se ahoga?
Estamos ocupados de la Bolsa, de las cédulas hipotecarias, de la tarifa de avalúos, de la
ley de papel sellado, y del banco nacional, que anuncia con gran pompa operaciones y no
descuenta un pagaré de cinco pesos, firmado por Rothschild.
Y usted nos habla de Prometeo.
¿Quién era ese Prometeo?
¿Era algún agiotista?
¿Tenía acciones de las minas de Amambay y Maracayú?
¿O era exportador de frutos del país?
No, nada de esto era. No se ocupaba de ninguna de esas profesiones que hacen la ruina de
algunas familias y la fortuna de uno que otro asiduo en la especulación.
¡Se ocupaba del libre pensamiento!
¡Valiente profesión y muy socorrida en estos tiempos ultramontanos!
Seguramente, señor Andrade, usted vive en la luna.
Cuando usted eligió por tema a Prometeo, yendo a desenterrarlo de los cementerios
mitológicos, se olvidó del pueblo en que vivía y aunque su canto ha sido leído y
comentado por todo el mundo, tenemos el patacón a 31.75 y el precio de la harina se
sube a los cielos.
¿No temió usted la crítica?
Eso muestra un espíritu independiente, pero poco comercial.
La crítica, por suerte, ha sido favorable a su canto, pero porque sólo se lo ha mirado bajo
la faz literaria.
Desgraciado de usted si en vez de ello, hubiéramos examinado sus estrofas a la luz de la
economía política y de los intereses mercantiles, en este pueblo esencialmente
comerciante.
La crítica he dicho y he debido decir el elogio.
Su canto es como el brillante; encierra el mayor valor en el menor volumen.
Tiene doce millones de facetas y en cada una de ellas se refleja todo, desde la luz
sombría de los infiernos hasta los destellos que emanan de una lágrima tierna.
Cuando quiera usted saber el valor de una cosa, pregúnteselo a los instintos.
El sistema nervioso de un niño critica mejor que los autores clásicos.
Yo estimo mucho la opinión de los caballos sobre pintura, desde que el caballo de
Alejandro juzgó un cuadro de Apeles.
El juicio de los perros sobre estatuaria y sobre música es de un valor inmenso.
Véalos usted como aúllan y corren, cuando oyen la seudo-música de los organitos y
recuerde la historia del perro que se abalanzó a una estatua que representaba un mendigo.
Pero aún podemos ir más lejos en materia de crítica sobre estética.
Hasta los objetos inanimados nos dan su opinión indiscutible sobre las obras de arte y
sobre la naturaleza que les sirve de original.
El reflejo de la luna que se mira en el mar, es la opinión de las ondas sobre esa solterona
desolada y vagabunda que se pasea por el éter.
El eco del trueno en las montañas, es la opinión de las rocas sobre el fragor de la
tempestad.
No se oculta la luna tras de una nube sin que el mar arrugue la frente y nos mande una
mirada sombría.
No huyen las notas de una tormenta flagelando las crestas de los montes o revolviendo
sus senos, sin que las masas de granito modulen en su queja, todas las armonías que la
tempestad les inspira.
¿Qué somos nosotros ante tales críticos?
¿Se ha mirado usted alguna vez en un espejo, ese terrible censor de todas las mujeres feas
de la tierra?
¿Piensa usted que haya una opinión más imparcial y justa sobre la belleza, que la opinión
de los espejos planos?
Y sin embargo, ni los mares, ni las rocas, ni los espejos tienen instinto ni sistema
nervioso.
Pero tienen más que esto; tienen siempre razón.
El más hábil casuista no convencerá jamÁs a un espejo plano, de haber dicho mentira
sobre la belleza de una cara discutible; él, con la imparcialidad de su capa de azogue,
proclamará la verdad si la cara lo enfrenta en plena luz.
Pues yo, señor Andrade, que no soy espejo plano, me vería en el trance más apurado si
quisiera juzgar su Prometeo; la impresión infantil se expresaría mejor que yo y me
avergonzaría con sus estremecimientos ingenuos.
Cuando recibí el folleto que usted me mandó, un niño de cinco años me hacía pasar el
examen más difícil que haya dado en mi vida, preguntándome quién era Dios, punto de
teología sobre el que cualquier niño apto para preguntar, es capaz de correr a todos los
padres de la iglesia.
El canto me sacó de apuros.
-"Prometeo" -contesté al filósofo inflexible.
El niño abrió tamaños ojos y me miró con aquel aire de convicción con que suelen mirar
los miembros de las cámaras legislativas, a los ministros interpelados, cuando éstos le
contestan un absurdo ajeno a la cuestión y que no obstante los deja satisfechos.
Luego leí en alta voz el primer verso.
El niño abrió la boca y pensó que seguramente iba a saber quién era Dios, cuyo otro
nombre, Prometeo, le sonaba tan bien.
Leí toda la estrofa. El niño dejó su trompo y un durazno mordido en el suelo, para tener
las manos libres, con lo cual le sería más fácil entender el caso.
Leí la segunda y la tercera.
El niño pasó la cabeza por debajo del arco que formaban mis brazos.
Continué leyendo. Santo Tomás muy preocupado de su teodisea, paseó sus ojos serenos
sobre los versos, buscando el retrato de Prometeo.
-¿Vas a oír todo? -le dije.
-Seguí papá -me contestó, dando vuelta la hoja con su deseo, en busca del retrato.
¡Adelante! Las palabras salían de mis labios con entusiasmo, de ellos que no se
entusiasman jamás y que no han sido hechos para leer versos. Las frases salían como
torrentes, desmontando, destruyendo, destrozando, arrebatando, embistiendo,
atropellando, blasfemando, rugiendo como las olas del mar, como el trueno, como el
viento, como la cólera.
-Seguí papá.
Rodó la turba impía en espantoso vértigo a la tierra... Sobre la negra espalda y entre el
espeso matorral de rocas, que fueron la melena sudorienta, donde cuelgan las nubes
vagabundas sus desgarradas tocas y en la noche desciende a dormir fatigada la
tormenta!...
Mi pecho se fatigó como la tormenta, mi voz se cortó, mis pupilas se dilataron ante la
colosal figura de la nube que cuelga su toca de luto en los picos de las rocas. No tuve
aliento, quise absorber, asimilar, entender y admirar en toda su magnitud la belleza
inimitable de esas expresiones, decoradas por la luz de las tempestades del infierno.
-Seguí papá.
Y los versos salían de mi garganta como cascadas, como huracanes, golpeando, saltando,
roncando, renegando, ensordeciendo como los yunques del averno, como las olas, como
el trueno, como el viento.
El niño se estremecía asustado; pegó su cuerpo al mío; su corazón, como el de un pájaro,
golpeaba la caja endeble de su pecho, y atraído por el abismo, por la tormenta, por las
nubes, soltaba su imaginación de cinco años, a la orilla del río, donde sus oídos recogían
los rugidos de las olas y sus ojos veían a lo lejos, balancearse los mástiles de los buques,
negros por la distancia, sombríos por la soledad y la profundidad del agua encrespada.
¡Un arrullo delicioso y aterrador engolfa su cerebro comprimido; un misterioso vértigo
infantil hace girar sus impresiones; un falansterio de imágenes increíbles aprisiona su
mente envolviéndola en un torbellino de cosas que oye, que entiende, que adivina, que
teme por instinto y que admira por intuición! Ya sus ojos no buscan el retrato de
Prometeo, paseando con ágiles pies sobre las letras impresas; las palabras lo han
mareado; su pensamiento en embrión vaga como un sonámbulo entre las rocas, sobre las
nubes, bajo los orbes. El mar rugiente, los torrentes, las sombras, las águilas voraces y
aquel cuervo que clava su pico en el cuerpo del héroe encadenado, lo han extasiado y su
pobre y pequeña cabeza prefiere recostarse y dejarse llevar al caos por las impresiones
encontradas, antes que buscar entre la luz de los volcanes y el rayo refulgente, la silueta
de Dios que huye y se disuelve en la sonora palabra "Prometeo".
¡Una pausa y un suspiro!
Y la palabra cansada, quebrada por la energía de la expresión que desafía, que injuria y
que amenaza; fatigada del esfuerzo que ha hecho para poblar de moles los espacios, abre
las puertas del porvenir, deposita su encono, se dulcifica y pinta la aurora que se entrevé
en los horizontes tranquilos, la flor recién abierta, la onda palpitante como el seno de una
virgen enamorada, las ideas voladoras, mariposas de luz del pensamiento, que acarician
con sus leves alas la frente esperanzada.
¡Qué pausada está la respiración del filósofo; ha hecho un movimiento para acomodarse
mejor; probablemente despliega alguna arruga que se le ha formado en el pensamiento, o
algún botón de mi chaleco le está lastimando la mejilla!
-Seguí, papá.
-¿Cómo le va con Prometeo, mi amigo?
-Yo no quiero que se lo coma el cuervo.
De eso se trata, de eso precisamente se trata. ¿No has visto esas mariposas que acaban de
salir, la luz del pensamiento, el triunfo de las ideas, la derrota de las preocupaciones y de
los fanatismos, los cuervos de la superstición?...
El niño estaba visiblemente incómodo con mi alocución en prosa; la forma ejerce una
viva atracción sobre todas las naturalezas.
El representante de la filosofía moderna, que no ha visto hasta ahora si Dios tiene
realmente la barba blanca y larga, ni se ha dado cuenta de por qué Prometeo se ha venido
a mezclar en el asunto, quiere por lo menos, seguir de cerca a los caballos de granito, al
Ponto, que debe ser un animal feroz, y a otros sujetos igualmente tangibles de esta
historia.
Pero no hay por el momento ni Ponto ni caballos de granito. Ya la voz del gigante no
retumba en la montaña, ni tiemblan las nubes, ni se paran los astros a mirar desde los
confines del mundo, con su ojo de cíclope, las miserias de este pobre diablo, que se llama
pensamiento humano.
Hasta la luna, ya que no hay gresca en que no se halle metida alguna mujer, ha soltado su
cabellera cana y ha derramado la belleza vieja de sus hebras tibias, sobre la cara aburrida
de los mares tranquilos, cómplices en aquel momento de algún buque mercante que los
hiende con su quilla de cobre.
De toda la barahúnda no queda más, bien poca cosa por cierto, que unos cuantos
recuerdos caducos que la mente desata, como lo hacen las cabezas de los célibes, para
consolar su soledad pesimista, con las melancólicas dulzuras de otros tiempos.
Sí, pero los recuerdos como los males, nunca vienen solos; alguna visión del porvenir los
acompaña, alguna esperanza infundada, como todas las esperanzas, cuya íntima
naturaleza es no realizarse jamás, viene a mezclarse a ellos; alguna ambición, tormento
de corazones, pagaré sin vencimiento, descuento de remordimientos por faltas no
cometidas, viene a ponerse en línea, con aquel baúl de desechos ajados que se llama
memoria.
¿Usted cree, señor don Olegario, en el triunfo definitivo del libre pensamiento?
La conciencia humana es como una balanza, si echa usted peso en un platillo, el otro se
levanta. Yo creo en algo más positivo, en el flujo y reflujo de la ciencia social. Si tapa
usted un agujero en Europa, el error, como los ratones, abre su cueva en América, en
Asia, en Africa.
Pesa sobre la especie humana un lote de mentiras, de preocupaciones, de inmoralidad
disfrazada, que no se pierde, que no se perderá jamás, como no se pierde nada de lo que
existe en la naturaleza.
La ciencia es el patrimonio de la minoría, felizmente, pues a no tener ni eso, mal
andarían las minorías de este mundo democrático.
Si todos fuéramos pensadores, ¿tendría usted con qué vestir su cuerpo indescriptible y
podría usted salir a lucir por las calles, ese jeroglífico que tiene por cara y esa su sonrisa
exhumada, que parece una burla sin contemporáneos, transmigrada de algún alma
antediluviana?...
Descartes ha abierto un ojo y ha estirado la mano, decidido esta vez, a tomar por su
cuenta a Prometeo
-Detente -le dije-, que ya vienen las hijas del océano.
Sin detenerse, como corresponde a un pensador de sesenta meses y sin retirar la mano,
me miró con sus ojos serenos, y aquella mirada de plata que tienen los retratos al
daguerrotipo.
Como ruido levísimo de espuma... como el roce ligero de fantásticas plumas... como
murmullo de hojas desprendidas por la tormenta... No eran rayos de luna, ni jirones de
niebla desgarrados por el aire liviano, era el coro armonioso de las gentiles hijas del
océano que a la luz del crepúsculo salían de sus grutas azules... ¡No duermas Prometeo,
al pasar a su oído murmuraban!...
En silencio absoluto y sin mover el pequeño labio pendiente, Platón deleitado, me miraba
con sus ojos metálicos, en tanto que un reflejo ingenuamente infantil, corría juguetonas
carreras sobre su pupila humedecida.
No duermas Prometeo.
Y las ideas fluían de los versos como hojas de rosa, como bólidos de perfumes, como
viajes de luz, como lágrimas tiernas, como dulcísimas emociones, encantando,
deleitando, suavizando, adormeciendo, como sueños de ángel, como candores, como
inocencias, como lluvias de felicidades que derrama sus gotas tranquilas sobre una vida
que brota.
-¿A dónde se ausenta de nuevo esa tierna cabeza? ¿A la orilla del mar? ¿Va a mirar otra
vez la tormenta, el huracán desatado, los mástiles viejos de los viejos buques, negros por
la distancia, mudos por el terror de las olas que los asaltan?
No, ya no ruge la tempestad; se quedó lejos, en los primeros versos. Las aguas se mecen
como la cuna en que duermen los niños, al son de ese silbido tenue y melancólico,
dulcísima música que se escapa de su pecho.
Las olas cantan en voz baja, como las madres; modulan las esperanzas, se estremecen con
el temor de peligros previstos; la luz de los cielos cae sobre las aguas como la mirada
curiosa sobre el lecho de rosas y examina con atención las profundidades del océano,
como aquella el porvenir lejano de las ambiciones encerradas en tan frágil cofre. Las olas
cantan en voz baja todas las delicias de la tierra, murmuran todas las notas indecisas,
vagas como las imágenes de los sueños.
Despierta Prometeo.
Y las dulzuras fluían de los versos, como perfumes, como sonrisas, como cariños, como
besos castísimos, como promesas; encantando, adormeciendo, deleitando.
Los ojos de plata miraban al infinito, sin rumbo ni expresión, faltos de foco.
*
¿Ha visto usted amanecer, señor Andrade?
Cuando ha trasnochado, cuando no tenía cuarto en que dormir, cuando le cerraban la
puerta del colegio o cuando retardado por alguna borrasca juvenil, se retiraba usted lleno
de remordimientos y soñoliento ¿ha oído usted tocar a algún reloj metódico, las cuatro de
la mañana con aquella impertinencia con que los relojes de las ciudades avisan a los
jóvenes o viejos calaveras, la hora que es, como quien les arroja un reproche al rostro?

En sus paseos ultra-nocturnos, ¿no ha observado usted una ciudad que se despierta?
El gas va perdiendo la intensidad de su luz y cada pico hace esfuerzos para esconder su
brillo enfermizo, como si tuviera vergüenza de presentarse tan pobremente ante la aurora
que asoma por el horizonte, a espiar a los mundanos y echarles una lujosa reprimenda de
luz sobre la cara.
Primero se oye un ruido, luego otro; se ve a los apagadores municipales, correr de vereda
a vereda con su caña larga, como perseguidos por el demonio, punzando el vientre a los
faroles, hasta dejarlos más tristes que una estufa en verano; uno que otro transeúnte
aprovecha de la ausencia de sus contemporáneos, para decirse algunas verdades por la
calle, hablando solo, como si le durara la cuerda del café o del lecho matrimonial, en el
que discutió con su mujer toda la noche, en lugar de dormir; algún industrial apurado que
ató a tientas su carro, se apresura a ganar el pan con el sudor de su frente y el trote
pavoroso de su mancarrón; una vieja beata madrugadora se dirige a paso de gato, por
contra las paredes, a una iglesia donde se dirá una misa con olor a fraile, según lo acaba
de anunciar el lego, con todo el mal humor de una campana perturbada en su sueño;
algún octogenario caviloso, desvelado crónico por su tos secular, abre los postigos viejos
de su antigua ventana y asoma una cara de esfinge, para mirar con sus ojos egipcios si el
que llama a la vetusta puerta de su casa fósil, es el lechero que vende leche del río.

Y tras de esto, cien apagadores, mil transeúntes, tres mil industriales, once mil viejas,
todos los octogenarios, todos los panaderos, los proveedores de los mercados, los mozos,
los viejos, las mujeres, los perros, los caballos, los lecheros saltando a compás,
arrodillados sobre un edificio de tarros; los ratones de vuelta a sus albañales, después de
haber hecho una visita a sus vecinos y de haberse informado del estado de los negocios
de las gentes por los despojos de las cocinas; los dueños de tiendas desiertas que abren las
puertas, con el fastidio pausado de una obligación cotidiana y comienzan a colgar sus
atractivos en las paredes indiferentes; los repartidores de diarios y, en fin, los vendedores
de todo y los compradores de todo, aparecen, brotan, llueven, salen, bajan, pululan, se
atropellan, se empujan, hablan, gritan, llaman, golpean, produciendo un ruido hipócrita,
que parece silencio y la algazara humana comienza a las barbas del sol, transformación
de la aurora que ha cambiado de sexo en el espacio de un par de horas.

Pues tal, señor Andrade, su Prometeo se levanta de un sueño de tres siglos y asiste al
despertar de la ciudad del libre pensamiento. Las puertas del pasado rechinan y se alzan
en tropel las razas extinguidas; todo vive, alienta, todo se expande y reverbera.
La lucha comienza de nuevo, la lucha por la vida. ¡Arriba pensadores, un nuevo día
comienza; el sueño de una noche nos dio aliento y la fuerza en tensión en nuestros
brazos, busca su aplicación sobre la tierra! ¡Arriba pensadores, arriba, que ya asoma el
claro día en que el error y el fanatismo expiren!...
Aquí hay una imprevisión, señor Andrade. Se ha olvidado usted de que tras de un claro
día viene una noche oscura. La escena en que pone usted a su Prometeo desencadenado
es mi ciudad que se despierta para volverse a dormir al poco tiempo.

El error y el fanatismo no expiran; se duermen hasta la noche. El error y el fanatismo


duermen de día, como los búhos; la naturaleza previsora ha impuesto en todo la
intermitencia; por eso ha puesto la noche al fin de cada día y el día al extremo de cada
noche.
No se trata pues de expirar sino de retirarse a cuarteles de invierno, mientras pasan los
tiempos difíciles.
Usted no ha de ver cumplidas sus esperanzas, señor don Olegario, y créame, ¡lo siento
mucho!

1878.
La santa Rosa en el Río de
la Plata
Desde que comienza el mes de agosto no se oye en el muelle y en las fondas y tabernas
del bajo en Buenos Aires, hablar de personaje alguno del almanaque que no sea santa
Rosa. Los que no están en el secreto, sospecharían que se trata de alguna fiesta religiosa a
no ser la categoría de los comensales, su profesión y los juramentos católicos, aunque
prohibidos por la iglesia, que a modo de adjetivos acompañan el nombre de la santa, al
salir de boca de tanto marinero sin nacionalidad o con todas las nacionalidades juntas.
Pero como no hay uno solo de los habitantes de esta ciudad que no esté en el secreto,
semejante sospecha no tiene lugar, aun cuando se prescinda de los mencionados adjetivos
y otros vocablos, en atención a la cultura poco académica de los que los profieren.
El nombre de santa Rosa ha perdido entre nosotros su significación celestial adquiriendo
esta otra más mundana ¡tempestad! que traducida a todos los idiomas, quiere decir
buques perdidos, hombres ahogados, cargamentos averiados, espectáculos horribles y
todos los males marítimos imaginables.
En el año 1878, santa Rosa había pasado sin dar motivo a que se le prodigara los
dicterios habituales, los que no por eso fueron menos abundantes ni menos enérgicos.
La población de la costa había quedado desencantada y sus preparativos para comentar
los siniestros acaecidos, sin aplicación.
Muchos marineros se volvieron locos de puro desorientados y algunas fondas fueron
cerradas por inasistencia de los comentadores anuales.
Pero llegó el 1º de octubre y la santa que, por razones de familia, había postergado la
celebración de su aniversario, sin prevenir a sus admiradores, desencadenó sus vientos
sobre las aguas dormidas, tomándolas de sorpresa.
Ni un juramento, ni una maldición, ni una frase náutica turbulenta precedió al trastorno.
Los marineros se ahogaron y los buques se hundieron sin insultar por esta vez a la corte
celestial.
El día había cerrado sus puertas sin ruido, la noche vino en puntas de pies y una nube
viuda, viajera del sudeste, corrió despavorida por los cielos derramando su lluvia sobre el
río, como si fuera su difunto esposo. Las aguas comenzaron a moverse y sus olas a
corretear por la superficie, rezongando por el mal tiempo. El cielo parecía de prisa; el
viento se lo llevaba indudablemente hacia el noreste.
Los grupos de sombras avanzaban hacia el cenit y corrían presurosos a ganar las fronteras
del horizonte.
¡Terrible noche! el huracán silbaba en los mástiles de los buques y entonaba preludios de
muerte en los cables tendidos. Las olas trepaban a la borda de los más altos navíos y
asomaban su cabeza crespa y espumosa para mirar con curiosidad si los camarotes
estaban ocupados por sus víctimas.
Las ráfagas sofrenaban los cascos produciendo un ruido espantoso de cadenas. La madera
crujía, se retorcía, se quebraba. Las amarras gemían como los miembros de los herejes
estirados en la tortura. Las anclas arañaban el fondo del río sin poder agarrarse y eran
arrastradas por la embarcación que debían asegurar. Los buques se atropellaban como
combatientes con los ojos vendados; se precipitaban, se levantaban, se balanceaban, pero
corrían sin descanso como arrebatados por las furias.
¡El viento silbaba en los mástiles y entonaba preludios de muerte en los cables tendidos!
Los murmullos de la voz humana se perdían en el fragor de la tempestad. Mirando de
lejos se veía a la luz de los relámpagos abandonar la cubierta a los míseros marineros
para hundirse en las aguas como sumisos obedientes a la fuerza que los empujaba.
Después, los fuegos apagados ocultaban las patéticas escenas de que cada embarcación
era el teatro.
Los buques se habían dado cita en la costa y corrían afanosos a estrellarse en ella.
La noche continuó llena de ruidos siniestros que se perdían en el insondable abismo por
falta de oídos que los escucharan.
Al otro día los cascos, los palos, los mascarones de proa, con sus caras grotescas y su
expresión estática, se acercaban y se retiraban después de chocar en las toscas, con aquel
juego incomprensible y estúpido de los cuerpos flotantes.
Las mercaderías desembarcadas por su cuenta y sin pagar derechos de aduana,
descansaban de sus fatigas en la costa; se dejaban revolver por los curiosos, con la
indiferencia propia de los objetos sin valor. Alguna madre desavenida con la fortuna se
felicitaba en sus adentros, de ver tanto género mojado, que debía venderse barato, y los
almaceneros del paseo de julio, gente toda sin conciencia, habían hecho ya el cálculo del
líquido producto de tanto comestible averiado.
Las escenas de avaricia eran sin embargo perturbadas por la presencia de algún cadáver,
que serio y magullado, reflexionaba boca arriba acerca del paradero de su equipaje y de
su vida.
¡Gran laberinto entre los pescados y las lavanderas de la playa!
¡Más tarde, la nómina de los buques perdidos y algunos otros detalles en los diarios!
Toda la población de la costa ha jurado que no caerá en la trampa el año que viene y que
renegará en alta voz contra santa Rosa, desde el primer día de agosto hasta el treinta de
octubre, ¡para que la santa no se acostumbre a estas trasposiciones!...

1878.
La lluvia
No hay tal vez un hombre más amante de la lluvia que yo.
La siento con cada átomo de mi cuerpo, la anido en mis oídos y la gozo con inefable
delicia.
La primera vez que me acuerdo haber visto llover fue durante la convalecencia de una
grave enfermedad, en mi infancia.
Había tenido la gran dolencia, la terrible fiebre tifoidea, esa enfermedad simpática a
pesar de sus horrores.
Me acuerdo todavía de la tarde en que me sentí ya mal, de la situación de mi cama, del
aspecto del cuarto vacío de muebles, de su aire frío y del número de tirantes del techo sin
cielo raso.
Estuve cerca de cuarenta días enfermo y mis percepciones fueron, por lo que recuerdo,
confusas y sin ilación. Me acuerdo que me quemaba y que no podía sudar, que pasaba
horas enteras pellizcándome los labios cubiertos de costras que arrancaba sacándome
sangre. Veía y oía todo, pero como si fuera yo otra persona; parecía un desterrado de mí
mismo. El tiempo era eterno y en su eternidad yo tomaba todos los brebajes imaginables
que tenían el mismo gusto detestable. Soñaba cosas increíbles, pareciéndome sueños las
realidades y realidades los sueños. Los ruidos eran lejanos; los oía como si mis oídos
fueran ajenos. Veía las cosas o muy lejos o muy cerca; cuando me sentaba todo daba
vueltas y cuando me acostaba mi cama se movía como un buque. Veía animales
silenciosos y muebles con vida. Las personas de mi casa me parecían recién llegadas y
extrañas. Un día me sangraron; al sentir la picadura de la lanceta y ver la sangre, me
desmayé. Cuando volví en mí, cerca de mi cama estaba parada mi madre con su cara
pálida y seria; era una estatua.
El médico me miraba con aquella dulce atención tan propia de su oficio; su fisonomía no
expresaba nada, yo creo que lo tomé por un hombre tallado en madera, como un santo sin
pintar que había en la iglesia. No me acuerdo haber tenido dolores durante mi
enfermedad. La naturaleza en los graves estados nos dota sin duda de una melancólica y
suave indiferencia cuyos beneficios son innegables.
Poco a poco me fui restableciendo.
El día que me levanté me miré en un espejito redondo como esos que usan los viajeros
(siempre he sido un poco presumido) y, en lugar de dos mejillas abultadas y coloradas
que tenía antes, encontré dos huecos pálidos y chocantes; fui a pararme y me faltaron las
fuerzas; llevé las manos a mis pantorrillas y no hallé nada, no tenía tales pantorrillas. ¿Y
mi pelo rubio y ensortijado, qué se había hecho?
No tenía muslos, ni vientre, ni estómago, no tenía nada. Todo se había llevado la fiebre.
"Pero que la busquen a la fiebre y le pidan que me devuelva mis cosas", me dio ganas de
decir.
La fiebre me había dejado sin embargo un apetito insaciable, un hambre homérica y
mortificantemente deliciosa, como pude observarlo en los días siguientes.
Si durante mi convalecencia hubiera oído a alguien decir que no tenia apetito, habría
creído oír la mentira más hiperbólica.
Yo soñaba con comidas y componía platos imaginarios con todo lo que uno podía
llevarse a la boca. Si alguna vez tuve una idea clara de la eternidad, fue entonces, al
considerar los millones de siglos que había entre el almuerzo y la comida.
El que no ha sido convaleciente no sabe lo que es bueno, como el que no tiene callos no
conoce las delicias de sacarse las botas. Yo no he tenido nunca callos ni botas, pero sé lo
que digo por el testimonio de personas fidedignas y experimentadas.
La convalecencia es una nueva vida que se comienza siendo grande. Uno nace de la edad
que tiene al salir de su enfermedad.
¡Cómo se aspira la vida, cómo se siente uno vivir! Para el convaleciente la vida tiene
sabor, perfume, música y color; la vida es sólida, puede uno tocarla, sentirla, alimentarse
con ella y absorberla en todo momento.
La luz es más luz, el aire más puro, más fresco, más joven; la naturaleza es nueva,
risueña, alegre, coqueta, sabrosa, encantadora.
Los órganos que asimilan el alimento con incomparable rapidez, se apoderan de todo con
la energía del hambre y la ambición de las necesidades imperiosas de la vida.
¡Convalecer es una suprema delicia!
Parece que la debilidad nos vuelve a la infancia y nuestros sentidos gozan con todo
hallando a cada cosa la novedad y el atractivo que los mitos le encuentran.
Ninguna mala pasión, ninguna de esas ideas insanas que son el sustento de la sociedad,
germina en la cabeza de un convaleciente; ¡él no quiere sino vivir, comer y descansar!
Se levanta tan pronto como puede para tomar el día por la punta, vive con gusto su vida
durante unas cuantas horas y se acuesta después para dormir con un sueño profundo,
robusto, intenso, dormido de una pieza.
Y luego las gentes son buenas, compasivas; las caras amables, hay sonrisas en todas las
bocas para el convaleciente que se deja adular, regalar, felicitar y cuidar sin inquietarse
siquiera con la sospecha de que sus contemporáneos no esperan sino que se ponga fuerte
para volver a agarrarlo por su cuenta y morderlo, despedazarlo y combatirlo, como se usa
entre hombres que se quieren y que por eso viven en sociedad.
En fin, yo estaba convaleciente, pálido, flaco, sin fuerza.
¡Qué traza la que tenía! Me parecía que yo era mi propio abuelo; un abuelito chico,
disminuido, como si me hubiera secado y acortado; era mi antepasado en pequeño, un
antiguo concentrado que no había comido nada durante muchas generaciones; mi apetito
era del tiempo de Sesostris y yo había estado en el sitio de Jerusalem; la conciencia de mi
persona se confundía con las más remotas tradiciones y no podía entender cómo pudo
llegar hasta mí la noticia de mi existencia, siendo como era una momia mayor que sí
misma y contemporánea de los mastodontes.
La enfermedad había retirado en mi memoria las épocas y yo tenía por sensaciones todas
esas paradojas disparatadas.
Conforme iba ganando en fuerza, los días eran más plácidos. Durante algunas horas me
sentaba a recibir el sol que entraba en la pieza y mi silla lo seguía en sus cambios de
dirección hasta la tarde.
Nunca he visto sol más amable, más abrigado ni más cariñoso.
Verdad es que mi dicha se aumentaba con las delicias de una excepción legítima: no iba a
la escuela y mis hermanos iban. No ir yo era por sí solo una bienaventuranza; que otros
fueran era el colmo de la dicha. ¡Tan cierto es que nada abriga tanto como saber que
otros tienen frío!
Un día no hubo sol, pero en cambio llovió; llovió a torrentes. El patio se llenó pronto de
agua y las gotas saltaban formando candeleritos que la corriente arrastraba. Estos
millones de existencias fugitivas corrían como si estuvieran apuradas, al son de la música
del aguacero, con acompañamiento de truenos y relámpagos. Había en el aire olor a tierra
mojada, perfume inimitable que ningún perfumista ha fabricado, y revoloteaban en la
atmósfera las luces de cristal de las gotas saltonas, acompañadas por el ruido inmutable,
acompasado, monótono, variado, uniforme, caprichoso, metálico y líquido, propio sólo
de la lluvia.
Yo habría querido petrificar mis sentidos y que la lluvia continuara eternamente.
Allá lejos en el horizonte limitado por cerros rojos o grises que punzaban el cielo con sus
picos, el agua caía en hilos paralelos a veces o en torbellino, en polvo cuando el viento
arreciaba, en bandas o fajas impetuosas, según los sacudimientos de la atmósfera y
precipitándose por las hendiduras y las pendientes, llegaba roncando al río para enturbiar
su clara corriente.
Las nubes viajaban por los cielos en montones como arrastradas por caballos invisibles,
azotados por los relámpagos que cruzaban como látigos de fuego en todas direcciones.
El cielo en sus confines semejaba un campo de batalla; el oído estremecido recogía el
fragor de la pelea y los ojos seguían el fulgor de los disparos de la gruesa artillería
eléctrica.
¡Pobres viajeros con semejante lluvia! Mi imaginación los acompañaba en su camino por
los desfiladeros, por los bañados, y los veía recibiendo el agua en las espaldas, con el
sombrero metido hasta las orejas y con la inquietud en el alma; ¡aquí atraviesan un río
cuya corriente hace perder pie a los caballos, allí cae una carga, más allá se despeña un
compañero cuya cabalgadura se espantó del rayo!
¡Pobres navegantes con semejante lluvia! Sobre la cubierta de la nave solitaria que toma
un baño de asiento y una ducha al mismo tiempo en el océano, corren los marineros con
sus ropas de tela perfumada con brea, a recoger las velas, mientras el capitán se moja las
entrañas con ron en su camarote para que todo no sea para el agua. Las puntas de los
mástiles convidan centellas, la lona se muestra indócil, la madera cruje y el buque se
ladea sobre las ondas como si fuera un sombrero de brigadier puesto sobre la oreja del
mar irritado.
Solamente los mineros están a sus anchas con un tiempo tan hidráulico; no saben siquiera
que ha llovido, y cuando salen de su trabajo, negros de polvo de carbón o de metal, se
sorprenden de que haya podido llover sin su consentimiento y sin su noticia.
¿Y las lavanderas? Nunca he podido explicarme por qué dejan de lavar cuando llueve y
las vemos recoger sus atados, ponerlos en la cabeza y ganar su domicilio bajo ese
paraguas absorbente. ¡Pura rutina!
Cuando estaba yo en la escuela, tiempos duros aquellos, y comenzaba la lluvia, el
maestro, un terrible maestro, se distraía o se dormía con el ruido narcótico del agua y mi
catón, mi Robinson Crusoe y mi plana se retiraban al infinito. ¡Yo sólo existía para
adormecerme con la elegía de la lluvia y una deliciosa estupidez se apoderaba de mí sin
que fueran capaces de sacarme de ella todos los catones posibles, todos los parientes de
Robinson, todas la generaciones de maestros ni todas la planas de la tierra!
¡Con qué envidia miraba a los pobres diablos que pasaban por la calle chapaleando en el
barro y pegándose en las paredes para evitar el agua, o a los provistos de paraguas que
hacían un redoble al enfrentar las ventanas, merced a las gruesas gotas del tejado, que
resbalando por la tela de seda o de algodón, iban a colgarse en las varillas como lágrimas
en una pestaña colosal!
Nunca pude comprobar por qué no daban asueto en los días de lluvia.
El aire era libre, los pájaros volaban a su antojo, el ganado pastaba sin restricciones en
los campos, el agua corría por el suelo, buscando a su albedrío o al de la gravedad los
declives. ¿Por qué todo esto no estaba en la escuela como yo, o por qué la escuela no era
el campo, nosotros la vacas, los libros la hierba y el maestro un buey manso y gordo,
semejante a esos aradores incansables e indolentes que miran con estoicismo la picana y
con supremo desdén a los transeúntes?
Algunos años más tarde, en el colegio, la lluvia solía venir a embargar mis sentidos y
muchas mañanas, antes que sonara la fatídica campana que nos llamaba al estudio, me
despertaba oyendo llover como si el agua hubiera trasnochado para estar lista ya a esa
hora.
Mi pensamiento volaba entonces a mis primeros años; me cubría la cabeza con las
frazadas y mientras la lluvia cantaba en voz baja todas las elegías de la desdicha, mi
delicia era representarme mi casa, las personas que conocí y amé primero y mi propia
figura correteando sin zapatos por el patio anegado.
Más tarde todavía, en el hospital, mientras estudiaba medicina, en mi cuarto húmedo y
sombrío, la lluvia caía mansamente sobre los árboles de los grandes y solemnes patios,
acompañando a bien morir a los que expiraban en las salas. La lluvia tristísima sonaba
entre las hojas, y el cráneo de algún pobre diablo, ex-número de la sala tal y famosa pieza
anónima de anfiteatro, me miraba con sus cuencas triangulares y oscuras como si quisiera
entrar en conversación conmigo acerca del mal tiempo.
Alguna canilla, unas cuantas costillas y otros huesos de difunto amarillentos, adorno
indispensable de todo cuarto de estudiante, tiritaban de frío en un rincón, o se
estremecían al sentirse trepar por un ratón de hospital, de esos ratones calaveras y
descreídos que no saben lo que es la inmortalidad del alma y que viven entre huesos y
entre cadáveres como entre la mejor compañía.
Y mientras tanto el agua eterna, siempre agua, viajando de la flor al océano, de la fosa a
las nubes, del vapor al hielo, continuaba su ruta apurada por los fenómenos naturales,
entonando su música en los mares, en los ríos, en las peñas, en los valles, y por fin en los
tejados, haciendo disparar a los gatos que, como se sabe, tienen una marcada
animadversión contra ese líquido.
El agua eterna sirviendo de espejo a los pastores en el campo, amontonando hielo en las
cordilleras, haciendo trombas en los mares, regando las sementeras, hirviendo en algún
tacho de cocina o lavando la cara de cualquier muchacho de cuatro años, pues todos los
de esa edad tienen la cara sucia, continúa su ruta de la flor al océano, de la fosa a las
nubes y del vapor a la nieve.
El agua eterna siempre agua, empujando las locomotoras, haciendo navegar a los buques,
surgiendo de los pozos artesanos, vendiéndose a peso de oro en las boticas, lavando las
ropas en todo género de vasijas, entrando en la confección de las comidas, sirviendo para
inyecciones higiénicas o ahogando gentes en las inundaciones, continúa su ruta bajo el
imperio de las fuerzas físicas, de la planta a los cielos, del corazón a los ojos para
desprenderse en lluvia de lágrimas sobre las mejillas abatidas.
No tengo preferencia por ninguna clase de lluvia; me gusta la lluvia mansa, la niebla, la
bruma, la llovizna, la lluvia fuerte, la torrencial, la continua, la intermitente, la con sol y
la inopinada, esa que toma sin paraguas a todo el mundo en la calle haciendo la delicia y
el negocio de los paragüeros.
Las gentes de esta ciudad han podido verme con mi sombrero grande caminando
lentamente por las veredas, mientras otros corren presurosos buscando un abrigo contra
la lluvia. Yo prefiero mojarme y salgo a gozar cuando llueve, como los demás hombres
cuando hace lo que ellos entienden por buen tiempo. ¡Y pensar que hay países donde no
llueve nunca!
Por mí, bien podía no haber paraguas ni capas de goma, ni impermeables. Me irrito
cuando algún tonto llama mal tiempo al lluvioso y durante un aguacero me encanto con
el espectáculo que la ciudad ofrece.
El aire está fresco, la luz es tenue y delicada, no grosera como en los días de sol. Los
edificios se lavan y se asean, el agua limpia las calles, los viandantes andan de prisa
vestidos de fantasía, los carruajes se ponen en movimiento y van dando cabezadas a un
lado y otro como quien opina de diferente modo; los carros de los vendedores atraviesan
despavoridos las bocacalles provistos de su perro malhumorado, cuya misión es gruñir
sin motivo a los que no piensan robar; los caballos trotan haciendo saltar chispas de
diamante; las mujeres levantan coquetamente sus vestidos, y los célibes se paran en las
esquinas esperando algo que no llega, hasta ver pasar a cuantas se avista en todas
direcciones.
Quizá también un carro fúnebre con su acompañamiento correspondiente, se dirige al
cementerio seguido de veinte coches con sus cocheros agachados, provistos de su látigo a
modo de pararrayo, todos iguales y dibujando la misma silueta oscura. En la casa
mortuoria las gentes vestidas de luto, oyen en silencio la lluvia que canta acorde con sus
sentimientos, cayendo gota a gota, como si expendiera una plegaria al menudeo.
Los enamorados que fomentan el amor de las jóvenes obreras, hormiguean por los
barrios lejanos y van a hacer su visita tierna por no poder emplear mejor su tiempo con
semejante día.
En cualquier casa junto a la ventana, mirando pasar la gente y oyendo la lluvia que con
sus dedos amantes golpea los vidrios, cosen distraídas dos hermanas, una mayor y otra
menor (podían ser mellizas), la menor es más bonita, la mayor más interesante; las dos
alzan la cabeza al oír el más leve ruido y suspiran si es el gato el causante. Entre ellas
está la mesita con su hilo, sus tijeras, su alfiletero y su pedazo de cera arrugado como la
cara de una vieja, merced a las injurias del hilo, su mortal enemigo. El cuarto tiene piso
de ladrillo, hay un brasero cerca de la puerta, en el cual canta suavemente una caldera
con aquella melancolía uniforme del agua que está por hervir y que dice todo lo que uno
quiere oír, al unísono con las voces interiores del sentimiento. Hay además en la pieza
una cómoda de caoba en cuyos cajones moran mezclados los cubiertos sucios, las ropas,
una redecilla, dos o tres abanicos, varias horquillas y añadidos de pelo, una estampa de
modas, la libreta del almacén, un borrador de carta amorosa que comienza con esta
ortografía: "my Cerrido hamigo de mi qorason" y una multitud más de objetos de todas
las épocas.
Sobre la cómoda se ve una cajita con tapa de espejo toda desvencijada, un libro de misa
con las hojas revueltas que lo asemejan a un repollo, un florero roto con una vela
adentro, un santo de yeso con la cara estropeada, un busto de Garibaldi, otro de Pío IX, y
en el contiguo lienzo de pared, clavados con alfileres, los retratos en tarjeta de todos los
visitantes de la casa, ostentando una variedad grotesca de modas y de actitudes; unos con
pantalón largo y pelo corto, otros con pantalón corto y pelo largo; uno con libro en mano
y aire sentimental, otros tiesos como si fueran de madera y todos con aquel aspecto
pretencioso que toman las gentes ante las máquinas fotográficas.
-Cómo llueve -dice la menor.
-Hoy no viene -dice la mayor.
-¿Por qué?, siempre que llueve viene.
La lluvia hace una pausa, y la conversación otra; se oye ruido de pasos y de gotas de
tejado sobre tela tendida.
Y la imagen de la lluvia, con el paraguas cerrado, la levita cerrada, el cuello cerrado y el
corazón y el estómago más cerrados aún, entra en la pieza bajo la forma de un elegante
joven, pobre de bienes enajenables, rico de esperanzas y elocuente como cualquier
necesitado en trámite de amores.
Una de las niñas, después de los saludos, continúa haciendo silbar su hilo en el género
nuevo, mientras la otra abre los oídos a la música siempre adorable del labio amante.
Y la lluvia batiendo su compás comienza de nuevo fuerte, calmada, violenta, bulliciosa,
alternativamente, acompañando con sus tonos dulcísimos las vibraciones de dos
corazones henchidos de amor y de zozobra.
La lluvia lenta y suave canta en tono menor sus tiernas declaraciones, formula
esperanzas, prodiga consuelos y adormece los cuerpos con sus secretas voces misteriosas.
La lluvia furiosa, torrencial, vertiginosa relata batallas, catástrofes, aparta la esperanza,
despedaza el corazón y hace brotar en los ojos esferas de cristal que balanceándose en las
pestañas parece que vacilan antes de soltarse para regar la tierra maldita.
Más allá en la vieja ciudad, álzase un convento sombrío, pesado, vetusto, como un
elefante entre las casas; una ventana microscópica trepada en la pared enorme da paso a
la luz que penetra sigilosamente en la celda de un fraile, para insultar con la novedad de
sus rayos, una cama vieja, una mesa vieja y una silla vieja también, tres muebles
hermanos en flacura que instalaron allí su osamenta hace dos siglos y en los cuales mil
generaciones de insectos han llegado en la mayor quietud a la edad senil. La bóveda
amarillenta da atadura a cortinas colosales de telarañas, donde yacen aprisionadas las
momias de las moscas fundadoras y donde merodean silenciosas arañas calvas y
sabandijas bíblicas enclaustradas, aun cuando no siguen la regla de la orden. Allí se han
enloquecido de hambre las pulgas más aventureras e ingeniosas y las polillas, después de
haber roído todas las vidas de los santos, han entregado su alma al creador bajo los
auspicios de la religión. Un libro con tapas de pergamino se aburre de sí mismo entre las
manos de un padre también de pergamino, que mira desde la altura de sus setenta años
con ojos mortuorios de ágata deslustrada, las letras seculares de las hojas decrépitas e
indiferentes.
En el patio del convento, crecen los árboles sobre las tumbas de los religiosos y la lluvia
que cae revuelve el olor a sepulcro de la tierra abandonada.
La mente del padre huida de su cerebro vaga por no sé donde, mientras él, estúpido de
puro santo, y sordo de puro viejo, no oye los salmos que canta el agua desplomándose de
los campanarios y azotando los claustros.
Las pasiones han abandonado su corazón, los años han secado su cuerpo, han oscurecido
sus sentidos y lo han arrojado ahí sobre esa silla para que vegete en vida, sin más
instigador que el tañido de la campana, único motor de su cerebro, habituado a
despertarse a hora dada por la costumbre cotidiana que lo obliga a cumplir sus deberes
maquinales.
¡Dulce vejez sin dolores y sin enfermedades, premio de la vida austera, tú que marchitas
los sentimientos y despojas de aguijones el corazón del hombre ¿por qué no dejas
siquiera los oídos abiertos para escuchar la lluvia que dice tantas dulzuras al
desfalleciente y al moribundo?
Y mientras el viejo duerme su vida, en la ausencia de todos los excitantes de los sentidos,
abandonado de sí mismo en su celda helada, la lluvia saltando sobre los tejados, apurada
por las calles, chorreando por las rendijas, mandando su agua por los albañales o
formando arco iris en los horizontes, refresca, anima y vigoriza la naturaleza o enferma y
destruye los gérmenes de la existencia humana.
Y mientras el viejo reposa sus órganos faltos de acción en su silla fósil, la lluvia
deslizándose por los mares grises, serpentea lentamente por las hendiduras buscando su
tumba al pie del edificio, o chocando con los obstáculos, produce con sus gotas
desarticuladas, un sonido de péndulo que convida a morir.
La lluvia redobla en las bóvedas; en la iglesia desierta resuena la voz del religioso que
dice sus rezos con murmullos nasales, teniendo la soledad por testigo; las naves están
frías, el piso yerto, los altares estáticos como decoraciones enterradas en el teatro de
alguna ciudad ahogada por las cenizas de un volcán y las imágenes de los santos, con los
ojos fijos y los brazos catalépticos, parecen aterrorizadas por la lluvia que asedia, embiste
y golpea las dobles puertas claveteadas.
El cuadro de la vida humana es monótono en su conjunto, pero variado en sus detalles.
En una capilla, como prueba de las atracciones sexuales, acaba de desposarse una pareja.
El padre ha dirigido su sermón inútil que los novios no han oído. Los invitados al acto y
los recién casados se han metido en los coches y han llegado sanos y salvos a la casa
preparada; ha habido una despedida en la puerta, la madre ha dado a la esposa un beso en
la frente, último beso casto que ésta recibe antes de entrar, llena de estremecimientos y
colgada del brazo de su marido, al dormitorio matrimonial. Allí está la cama, una terrible
cama monumental, preñada de amenazas y misterios; la niña se siente en ella alarmada y
temblorosa; el marido revuelve proyectos en su cabeza inspirados en recientes orgías y
con mano vigorosa desprende los azahares de la frente virginal; luego el velo, después las
horquillas...el pelo cae derramándose sobre los hombros blancos... un corpiño y un corsé
se oponen a los proyectos; ¡abajo estos atavíos! el vestido liviano se instala en una silla
ostentando su cola; cae una enagua; la novia se encoge de frío y de vergüenza; ¡en camisa
delante de un hombre! ¡y qué hombre! un brutal prosaico cuyos botines han atronado al
caer sobre el piso de madera. El frac ha ido a extenderse sobre un sofá, donde ofrece el
aspecto de un cajón fúnebre, al lado de las demás ropas masculinas; la desposada
encuentra que son mejores los novios vestidos que los maridos desnudos. Han sido
echados cautelosamente los pasadores de las puertas; los corazones palpitan con
violencia; los labios están mudos; se oye el ruido de un beso; la lámpara opaca esparce su
luz tímida sobre la escena; hay en la atmósfera perfume de carne joven; las sábanas
nuevas dejan escapar esos anchos silbidos de las telas frotadas; la desposada suspira, llora
y se queja como un tierno pájaro que expira; el marido ardiendo en deseos, abraza,
acaricia y oprime... De repente el oído percibe un murmullo inquietante, como el de
cautelosas llamadas repetidas... Las respiraciones se suspenden y a favor de su silencio se
oye los golpes espaciados de las gotas en los postigos de la ventana, como preludios de la
lluvia que comienza; lluvia de lágrimas en delicado homenaje a una virginidad
sacrificada y doliente, elegía que penetra en el alma de la joven con la melancólica
suavidad de un recuerdo lejano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
En otra escena, en medio de la ciudad bulliciosa, los diarios de la mañana y de la tarde
instalan en sus columnas de telegramas, la biografía y el itinerario del último aguacero,
según noticias venidas de cien leguas a la redonda, los pluviómetros marcan
insolentemente la cantidad de agua caída en cada metro cuadrado, con la indiferencia de
los datos físicos y la poética, la sublime, la encantadora lluvia, pasando por la Bolsa de
comercio, experimenta la degradante y final transformación de las delicias humanas,
convirtiéndose en dato estadístico y objeto de especulación.
Fragmento criollo
Sopla viento de furia en su cabeza abatida, manda tu música traída de los confines del
mundo, tus ecos recogidos en los bosques lejanos o en las montañas nevadas y solitarias
donde huyen las gamas espantadas cuando tú te quiebras en los desfiladeros y reniegas de
tu suerte que te obliga a viajar eternamente, sufriendo el frío y el sol y la lluvia en tu
tránsito por los hemisferios.
Sopla viento de furia sobre la cruz de las cúpulas o sobre las veletas de los edificios que
gimen gritando a mis oídos en la noche callada, todos los tonos del sentimiento que me
domina.
Arrebata en tus alas mi pensamiento y mi amor y llévalos hacia su lecho donde suspira
inquieta y devorada por los celos; dile que la quiero, que te oiga y cambie tu ímpetu al
mezclarle con su aliento, en brisa tibia y suave que derrame la dicha en su camino. Vuela
viento del polo, del Ecuador o de los desiertos inexplorados y roba tu humedad de las
flores, en cuyas hojas coagula su llanto la atmósfera en lágrimas de rocío.
Pasa, viento de las pasiones, arrastrando las inquietudes de la vida y deja mi corazón y mi
espíritu sereno como los altos cielos que te miran pasar.

1880.
Meditaciones inopinadas
La otra mañana me desperté un poco más temprano que de costumbre, me senté en mi
cama y me puse a balancear los pies con aquella pereza lánguida de un hombre que no se
decide a tomar la resolución de vestirse.
Toda vez que ustedes se encuentren en una situación semejante, déjense estar, les
aconsejo; nunca reflexiona uno sobre mayor variedad de temas y con más indolencia.
Ya había tomado mi taza de té medio dormido, teniendo antes la precaución de meter el
dedo en ella para saber si el té estaba muy caliente; también les aconsejo seguir este
precepto, si no quieren quemarse.
Tomar té medio dormido es proponerse un problema: uno no sabe si toma té, café, agua
de violeta, una infusión cualquiera, o agua sucia.
Si yo fuera sirviente, me vengaría a esa hora de mi patrón, haciéndole tomar lo que se me
antojara.
*
Cuando uno es sano se despierta contento y comienza el día sintiéndose vivir con ganas.
Estaba pues yo en uno de aquellos momentos de fortaleza pasiva en que uno sabe que es
capaz de romper todo, y no se atreve a mover un dedo.
La verdad; yo no me decidía a estirar la mano para alzar mis medias, que salvo
excepciones, es lo primero que uno toma para vestirse.
Mi imaginación corría entre tanto por donde se le antojaba: yo la seguía con mi
pensamiento observando sus giros y mirándome de tiempo en tiempo los pies, en lo que
experimento una gran complacencia, porque son muy bien hechos.
En un momento recorrí veinte siglos y cuatrocientas mil leguas. He ahí una superioridad
del pensamiento sobre las impresiones reales. Uno hace conjuntos de las cosas más
lejanas en tiempo y en espacio, y separa los hechos más próximos.
*
Creo que se llama visión intelectual a un fenómeno curioso que todos han experimentado
y en que muy pocos han parado su atención. Cuando uno ve un objeto, un monumento,
supongamos, sólo puede percibir el lado que mira o las partes del edificio que le dan
frente; pero hágase la representación intelectual de la sensación, de una manera tan viva,
que uno crea tener los objetos delante, y ve al mismo tiempo, los cuatro frentes del
edificio, el interior, si lo conoce y los diversos departamentos, con las escenas que en
ellos pueden pasar. Es decir, ve lo que es imposible ver materialmente en un momento
indivisible.
Lo que sucede con los objetos sucede con las épocas; el pensamiento produce
anacronismos reales y se puede ver, por ejemplo, al rey Dagoberto cantando una ópera
con la Patti en el paraíso terrenal.
Gracias a esto, el que tiene la facultad de hacer tales representaciones, puede divertirse
mucho.
Yo suelo complacerme en llenar mentalmente de lunares las caras de las gentes y en
ponerles bigotes a las señoras.
Son muy curiosas las transformaciones que uno llega a verificar a veces.
Me gusta cambiar el vestido a mis conocidos y representármelos con los trajes de otra
época. En la calle suelo vestir de romanos a algunos personajes flacos y ridículos que ni
sospechan al verme que yo los estoy haciendo conversar con César o pedir audiencia a
Tiberio.
Lo que más me cuesta es convertir el invierno en verano; no puedo con el frío. Quizá
depende eso de que la impresión de la temperatura es muy extensa, porque afecta un
órgano muy grande: la piel.
Pero no experimento la misma dificultad para hacer llover; yo veo llover cuando quiero.
*
Esta facultad de impresionarme vivamente con mis propios elementos cerebrales me
producen una ventaja real: la de no poder considerarme desgraciado (cualesquiera que
sean los contratiempos que me ocurran) por más de un cuarto de hora. Con mandar las
desgracias a otra época, todo está hecho.
Creo que muchos pueden verificar el mismo fenómeno si se fijan en lo siguiente:
No hay pesar, por grande que sea, que no se borre con el tiempo: la desgracia es, pues,
una actualidad. Por lo tanto, si por medio de nuestras fuerzas mentales, quitamos a los
hechos su carácter de actuales, disminuimos la intensidad de sus efectos y no hay, en
verdad, desgracia después de la operación.
Fijémonos además en esta otra concepción, que se liga íntimamente con un accidente
removible: la civilización.
No experimentamos nunca un pesar en toda su intensidad, sino en virtud de una previsión
instintiva, de que muchas veces no nos damos cuenta; esa previsión es la de que el mal
puede aumentar, y que su actualidad es más bien una amenaza.
Quitemos la previsión y los males disminuyen en un crecido tanto por ciento.
Cuanto más civilizado es el hombre, tanto más previsor es; la civilización, accidente,
puede ser pues suprimida mentalmente, y lo está de hecho entre los animales y entre los
salvajes, razón por la cual ellos experimentan con menos intensidad sus dolores y sus
pesares.
*
Pero aún hay algo más que añadir. Propiamente hablando, no hay consuelos; para que
hubiera consuelos sería necesario que existieran elementos morales capaces de neutralizar
los pesares, afectando el mismo sitio del cerebro y de una manera contraria en calidad,
extensión e intensidad; sería necesario que hubiera reactivos morales como los hay
materiales; en química, un ácido neutraliza una base para formar una sal.
Los pesares son sentimientos, los consuelos debían serlo también, y sin embargo, la
explicación de las causas de una desgracia, proceso puramente intelectual, es un consuelo
en cuanto a que disminuye la aptitud del conjunto mental para dejarse impresionar.
Los hombres son muy tontos. Lo pisan a uno en la calle y si le explican que el pisotón es
casual, se queda muy contento.
A una madre se le muere un hijo; si sospecha que ha podido salvarse, su pesar aumenta:
si sabe que el mal era incurable, su pesar disminuye; mientras tanto el hijo, en cualquiera
de los dos casos está muerto y bien muerto; y como este solo hecho es el que causa o
debe causar el pesar, notamos una desproporción o falta de relación entre la causa y el
efecto, que sólo se comprende admitiendo esta paradoja: la explicación es un consuelo y
su falta un incentivo al dolor.
*
Todavía se puede hacer otro raciocinio que descubre un mecanismo por el cual la
intensidad de las impresiones puede ser disminuida.
Entre el momento en que ocurre una desgracia, y aquel en que uno toma conocimiento de
ella, puede mediar un tiempo más o menos largo; en este tiempo el que ha de ser afectado
por el suceso, permanece en estado de completa indiferencia y como si tal desgracia no
hubiera sucedido. La esencia de la cosa no cambia, sin embargo, por el hecho de ser
ignorada; luego, la desgracia en cuanto tiene de real, no afecta, y sí sólo en cuanto tiene
de accidental o suprimible: el hecho de ser conocida.
Suponiendo, pues, que el tiempo entre el suceso y su conocimiento crezca, aumenta el
tiempo en que nuestro ánimo puede hallarse en estado indiferente, y como no hay
inconveniente en suponer ese tiempo tan largo como se quiera, de veinte años, por
ejemplo, la imaginación, por ese procedimiento, puede postergar los pesares y darles la
vejez conveniente, a fin de que su efecto sea mitigado.
Por operaciones análogas puede actuarse sobre todas las pasiones, sobre la del amor
mismo, que es una de las más rebeldes.
Un individuo enamorado seriamente, tiene alteradas las bases fundamentales de su juicio
y cree una porción de paradojas y necedades que toma como reguladores de su conducta.
Cree por ejemplo:
Que su vida es imposible sin la presencia del objeto amado.
Que el aire, el suelo, las flores, los fenómenos de la naturaleza y las evoluciones del
mundo moral, en el seno de la sociedad, no tienen significación ni importancia, si no se
ligan con el objeto amado.
Que todos cuantos están ocupados de otra cosa que de meditar sobre el objeto amado,
pierden lamentablemente su tiempo.
Todo esto y mucho más se presenta en la cabeza de los enamorados, con el carácter de la
mayor verdad.
La pasión desbordante por esencia y eminentemente individual, trastorna todas las
nociones de lógica, de previsión, de juicio, de tacto, y el hombre sujeto a ella, ajusta su
raciocinio a una medida estrecha, por más que su existencia en tales condiciones sea
incompatible con los datos del más vulgar sentido común.
Pero consígase ocupar extraordinariamente a la persona que se halla en tales condiciones,
no se deje lugar a que la morbosidad aumente por la insistencia en repetir el mismo
pensamiento; y el tiempo, este aguador de todas las impresiones, gasta la vivacidad de la
pasión, dando lugar a la producción de ideas más conformes con la realidad de las cosas,
y por lo tanto, más fisiológicas y normales.
Ahora bien, si por un artificio, se consigue interponer un tiempo relativamente largo,
entre dos pensamientos referentes al objeto amado, la atracción que él ejerce disminuye;
y como toda situación tiende a continuarse, la calma se establece poco a poco, dando por
resultado muchas veces que el individuo se admire de ¡cómo ha podido pensar y hacer
tantas locuras!
*
Parece imposible que un hombre sentado en el borde de su cama y balanceando los pies,
se entregue a semejantes meditaciones, pero contra los hechos no hay objeciones y el
hecho es que yo pensaba en lo ya referido y en algo más que va en seguida.
La silueta de algún amigo mío pasó por mi mente y me dejó elaborando sobre la amistad.
La amistad verdadera, desinteresada, abnegada, en fin, con todas las calidades que le da
el diccionario, es una demencia.
Nunca hay dos amigos; hay un amigo cuando más, y aun éste es sofisticado; pues toma
los sentimientos más complejos y diversos por sentimientos amistosos.
Se suele ver hombres que manifiestan por otros la mayor adhesión; son sus amigos en la
acepción general de la palabra: pero si escudriñamos bien lo que pasa, encontramos en el
fondo de las causas que determinan esta adhesión un estado de subordinación de una
parte y de imperio de la otra, dependiente de una superioridad permanente o transitoria
del lado de uno de los dos que se llaman amigos.
Más bien dicho, un amigo verdadero es siempre un apéndice del que lo tiene y la
adhesión dura lo que determinan generalmente circunstancias insignificantes.
Así, un amigo verdadero que sufre durezas, imposiciones y otros vejámenes, rompe de
repente su amistad, porque no lo convidan a comer en un día de santo.
Nunca dos hombres igualmente distinguidos son amigos; razón: porque los sentimientos
altruistas, base de la amistad, disminuyen con la instrucción que desarrolla
poderosamente el individualismo.
La amistad filosófica es una cuenta corriente con intereses recíprocos; la amistad
humana, la única que existe, es una cuenta con intereses compuestos, sobre un capital
ficticio que el amigo verdadero cree haber recibido.
¡Muchas veces la amistad no es más que una vanagloria de una parte y un amor propio de
la otra!
El cariño no interviene en la amistad, sino como accidente, pues no debe su existencia a
la estimación de ninguna calidad; ¡el cariño es un movimiento instintivo, irreflexivo, casi
estúpido!
Toda idea de antagonismo es incompatible con la amistad. Para que fuera posible la
amistad verdadera, sería necesario que hubiera potencias desiguales e inaplicables al
mismo objeto, y ¿dónde hay dos hombres que las tengan en tales condiciones?
Por esto, una amistad que dura, no debe su duración sino a la casualidad de no
presentarse la ocasión de un antagonismo.
Luego la amistad no es un sentimiento fundamental.
*
Cuando tomamos como base de la organización social el amor al prójimo, llámese
adhesión, simpatía, amistad o altruismo, nos equivocamos lamentablemente en la
interpretación de las tendencias humanas.
Ni aun los sentimientos más generosos, los llamados abnegados, por ejemplo, escapan a
la ley que preside la organización psicológica de la humanidad.
Tomemos el amor de madre.
Sólo la ignorancia más crasa del juego de las facultades, puede ocultarnos cuanto
refinamiento hay en el egoísmo llamado amor materno.
Basta una simple, una elemental reflexión del más sencillo sentido común, para
convencernos de ello; hela aquí:
Las madres quieren a los hijos porque son de ellas; tipo de egoísmo. Si los hijos fueran
de otras, no los querrían; pero como esto no puede suceder, las madres se encuentran en
la forzosa disyuntiva de querer a sus propios hijos o de no tenerlos.
En el amor de madre como en todo amor, hay la sensación del cariño, que es agradable.
Sentir el propio afecto es una conmoción deliciosa. Si uno se encontrara mal por el hecho
de amar y fueran desagradables los efectos de sus emociones, el fenómeno moral sería
penoso y nadie querría soportarlo ni fomentarlo.
El espectáculo interno que produce la sensación de nuestras emociones simpáticas, tiene
una novedad atractiva que nos deleita, y por esto, en el objeto amado, hijo, hermano o
prójimo, amamos sin darnos cuenta, nuestro propio deleite.
Y la naturaleza, tan sabia como dicen y que no ha tomado parte en la convención social,
respecto a interpretaciones de sentimientos, ha establecido en los hechos la verdad de
estas afirmaciones.
Veamos esos hechos.
Es sabido que los padres, salvo excepciones, quieren más a los hijos que estos a ellos;
¿por qué? porque el hijo es para el padre una fuente de placeres mucho antes de la época
en que el padre puede serlo para el hijo, y porque el sentimiento del padre estriba en la
noción de propiedad y dependencia intrínseca, mientras que el del hijo para el padre, se
hace provenir de un sentimiento de gratitud que no es natural, ni forzoso, ni legítimo
muchas veces.
El hijo, se dice, debe al padre la vida; no puede sin embargo ser deudor el que no existe;
nadie puede pues deber la vida porque con ella comienza la existencia y antes de ella no
hay sujeto a quien se haya podido hacer favor con dársela.
¿Se dirá que éste es un juego de palabras? No; es una razón fundamental. Suponiendo
que la vida sea un beneficio, lo que es dudoso, tendremos que suponer que su falta es una
privación, según la más estricta lógica, lo que nos llevaría a aceptar el absurdo de que
pueda ser privado de un beneficio, alguien que no ha existido jamás.
*
Pero saliendo del raciocinio especulativo, y yendo a la práctica social, encontramos
hechos que muestran cuanto hay de falaz en esta exigencia de gratitud por el hecho de
vivir.
Para obligar la gratitud es necesario tener la intención de hacer un servicio, o cuando
menos de no hacer un daño.
Ahora bien, ¿qué gratitud deberá el hijo que nace de una unión ilegítima, contra los
deseos de los padres? ¿qué gratitud, cuando los padres han procurado que su unión no dé
frutos? ¿qué gratitud se debe al que no ha pensado ni remotamente en hacer un beneficio,
y sí sólo en la satisfacción de sus apetitos?
Salvo uno que otro santo, de esos que toman los mandamientos a lo serio, creo que no
hay hombre alguno que en sus momentos de amor, tenga el propósito definido de criar
hijos para el cielo.
Y el hijo que hereda una enfermedad incurable y dolorosa, o nace contrahecho ¿deberá
también gratitud a sus padres?
Si debiera de haber gratitud de los hijos para con los padres, sería por servicios
posteriores al nacimiento y no por el hecho de tener vida. Y vaya por conclusión de estas
reflexiones, un recuerdo biológico.
Ningún padre da vida a ningún hijo; la vida del germen resulta de hechos únicamente
dependientes de leyes naturales, con la voluntad, contra la voluntad, y sin la conciencia ni
la intervención intencional del padre.
Pretender haber dado la vida a un ser, es una ignorancia o una petulancia; tanto valdría
pretender haber hecho la luz con abrir los ojos o haber fabricado una flor con enterrar
una semilla.
*
¡Bueno!
Ver pensar a un hombre es desagradable.
En el interior de todas las cosas hay siempre más prosa que poesía, y más decepciones
que consuelos.
Felizmente en materia de relaciones humanas, los pensamientos afectan poco la conducta
y no influyen casi nada en las impresiones.
Un filósofo puede ser tan analítico como se quiera y podrá pasarse años enteros
descomponiendo sentimientos; esto no le impedirá enamorarse como cualquier hijo de
vecino, tener pasiones y arreglar a ellas su peregrinación en este mundo, a despecho de
todos sus métodos y sus deducciones filosóficas.
Pero para el público, sea auditor o lector, generalmente sin criterio, el análisis de
sentimientos es repulsivo, porque no lo entiende, porque choca con las ideas recibidas y
no se acomoda al juicio oficial de la sociedad.
Tal es la razón por la cual hay pocos autores francos y muchos que fabrican conceptos
habituales para que sean encontrados buenos, aunque sean inexactos.
¿Cómo un hombre que analiza y descompone sentimientos puede ser bueno? ¡Es malo,
dice el público, es cínico, es frío, es pernicioso!
No, lo único que hay es que el auditorio es incompetente y no reconoce esta gran verdad:
¡las meditaciones nada tienen que ver con los sentimientos, y el más frío disector del
alma humana, puede tener el corazón caliente y lleno de las mayores ternuras! ...
Tras de estas reflexiones, miré mi ropa que estaba indolentemente tendida sobre una silla,
como si estuviera también filosofando; mi chaleco principalmente me pareció muy
reflexivo, con sus mangas amputadas como un inválido, y tomando una resolución
suprema, me apresuré a vestirme y a comenzar la tarea diaria.

1881.
Perfil de un
contemporáneo
(páginas recortadas)

...................................................................
El doctor de que hablamos era un hombre joven, nada elegante, pero bien plantado, de
buena constitución, cara franca y maneras desenvueltas; parecía satisfecho de sí mismo y
con aquel aplomo que da la seguridad de la tolerancia general o la conciencia del propio
mérito.
Su fisonomía no tenía una expresión habitual, y a veces carecía de toda expresión. Un
amigo suyo solía decirle: "Hoy estás con la cara en blanco; tienes boca, narices, ojos,
como todo el mundo, pero tus facciones no dicen nada".

Miraba con fijeza y cierta altanería, nunca con dureza; su mirada, cuando no era muerta,
era de curiosidad o de investigación: algunas veces parecía de crítica; era con frecuencia
una mirada que incomodaba, porque reflejaba el análisis: solía fijarse en una persona
como si fuera un objeto o en un objeto como si fuera una persona; a veces parecía que
trataba de emprender una reforma corrigiendo mentalmente los defectos. Cuando
procuraba complacer a un interlocutor le examinaba principalmente la mejor facción,
jamás el defecto o el accidente en que la persona observada ponía menos amor propio.
Este era su modo peculiar de adular.

El fondo de su carácter era bueno pero sus manifestaciones llenas de facetas y cambiantes
daban lugar a las interpretaciones más variadas.

No se ofendía jamás por orgullo, defecto que no era en él ni adusto ni aristocrático, sino
más bien republicano y callejero; era un orgullo licencioso que chocaba por sus formas
familiares.
Las más graves injurias le parecían equivocaciones del que las profería y atribuía a
defectos intelectuales de sus antagonistas, los sentimientos más hostiles contra su
persona. Verdad es que miraba a los hombres como individuos de historia natural
pertenecientes a una serie zoológica y se contentaba con clasificarlos en lugar de enojarse
con ellos.

La sociedad para él era parte de la fauna que habitaba una comarca.


No tenía grande aprecio por las cualidades, pero era excesivamente tolerante con los
defectos propios y ajenos, para los cuales encontraba siempre una explicación.
Llamaba "su bagaje" al conjunto de sus cualidades y deficiencias y hasta tenía cariño a
sus tendencias censurables, porque las miraba como partes constitutivas de su
organización.

Jamás se afligía mucho ni se alegraba demasiado, lo que no le impedía inquietarse


desproporcionadamente por cualquier bagatela. No podía decirse que estuviera contento
ni triste; su contentamiento, difícil de medir, dependía más de su indolencia para sentir
sus propios pesares, que de su aptitud para gustar sus placeres; su tristeza era un
malhumor disfrazado.
No podía creerse que era feliz ni desgraciado, pues todo andaba en él de pasaje y tomaba
el aspecto de accidente.
Era un individuo equilibrado, en el cual hasta las ideas fundamentales y los principios
llamados absolutos se balanceaban como si estuvieran colocados en el extremo de un
péndulo.

No creía en la perpetuidad de las virtudes y solía decir, hablando de los hombres de


buena conducta: "están honrados", como si la honradez fuera una calidad accidental.

Prodigaba consideraciones a sujetos que no las merecían ni las aceptaban de buen grado y
explicaba tan extraño proceder diciendo: "Yo no obedezco imposiciones; considero al
que quiero, sin preguntarle si le agrada: la aceptación o rechazo de mi cariño no modifica
mis impresiones pues yo conservo siempre íntegra mi libertad de sentir".

Tenía una bondad inagotable para todo el que le inspiraba compasión, y era, por una de
esas paradojas propias de ciertas naturalezas, capaz de sacrificarse por sus semejantes en
virtud de un egoísmo reflexivo.

1881.
Tini
-¿Cómo va la enferma ? -dijo el médico, entrando a una pieza en la que varias personas
hablaban en voz baja.
-No está bien -contestó una de ellas.
-Perfectamente -repuso el doctor y penetró con precaución en la habitación contigua, que
era un espacioso dormitorio bien amueblado y dotado de cortinas dobles, alfombras
blandas y lujosos adornos.
Una lámpara opaca alumbraba escasamente con su luz indecisa el aposento, cuya
atmósfera denunciaba la presencia de perfumes y la permanencia de personas cuidadas;
había olor a recinto habitado por dama distinguida.
La enferma se hallaba acostada de espalda, en un lecho limpio y acomodado.
Su semblante estaba pálido, sus labios algo descoloridos. Una cofia blanca aprisionaba
sus cabellos, una bata bordada cubría su pecho; sus manos finas, blancas y suaves salían
de entre un capullo de encajes que parecían un montón de espuma. Había en su persona
un poco de esa coquetería permitida que tienen todas las mujeres de buena cuna y que
ostentan aun cuando estén enfermas.
El doctor, mirando fijamente a la dama y tomándole la ramo, medio en uso de su
profesión, medio en forma de saludo, preguntó:
-¿Cómo ha pasado el día la señora?
-Mal, doctor, he sufrido mucho; me duele todo; déme algo que me calme: ¡qué falta de
compasión venir a esta hora!
-Señora, la mejor visita se deja para el último, como los postres. Es necesario buscar la
estética aun en el desempeño de los más dolorosos deberes.
-Usted tiene siempre disculpas.
-Y usted jamás tiene necesidad de ellas.
-Cúreme y le perdonaré su indolencia.
-Usted será atendida con toda la prolijidad de que yo soy capaz.
En seguida hizo un interrogatorio detenido y explicó sus prescripciones.
*
Junto a la cama de la enferma, recientemente madre, había una cuna y en ella dormía sus
primeros días un niño robusto, envuelto en mil bordados.
El médico se acercó a él y después de observarlo un rato, dijo:
-¡Será un famoso guardia nacional si la naturaleza lo permite!
-Si Dios quiere, diga, doctor -objetó la dama.
-Bien, si Dios quiere; en materia de creencias tengo las de mis enfermas más
distinguidas.
El doctor se retiró, y la madre del niño se quedó reflexionando en el correctivo puesto
por su médico al augurio relativo al recién nacido.
*
La enferma se restableció pronto, y el niño durmió mucho, lloró poco y se alimentó a
satisfacción en los días y los meses siguientes.
La madre lo cuidaba con esmero, no se separaba de él durante el día y todas las noches se
sentaba en la cama para mirarlo largo tiempo.
Cuando el niño suspiraba, la madre se sentía agitada, y cada tos y cada estremecimiento
del pequeñuelo querido, producía una alarma, pues el augurio del doctor con su
correctivo, trotaba con singular insistencia, durante las largas horas de vigilia, en la
cabeza de la madre.
Mientras tanto, el objeto de tales inquietudes continuaba durmiendo sus días enteros y sus
noches completas. Cuando no dormía, tomaba el pecho. ¡Jamás se vio niño más dedicado
a esas dos ocupaciones!
A los diez meses dijo "mamá": la casa se puso en revolución; después dijo "papá": un
criado corrió a buscar al aludido a su escritorio para anunciarle la gracia. Más tarde se
paró y dio algunos pasos, estirando los brazos para agarrar las manos que le ofrecían.
En estos primeros ensayos recibió el nombre de Tini.
¿Qué quería decir Tini? Nadie lo supo; pero el apodo se quedó como nombre.
Tini comenzó a caminar y a conversar.
Se dio muchos golpes y dijo mil barbaridades graciosísimas y comprometedoras; por
ejemplo: llamaba papá a todo el que veía con barba larga y su verdadero padre sólo
obtuvo el título legítimo a través de un montón de juguetes y caramelos regalados.
Tini era muy lindo; lo pedían del barrio para mirarlo y más de una vez, en sus
excursiones, hizo de las suyas.
*
Un día Tini estuvo de mal humor; su mamá dio por causa que tenía la boca caliente y que
apretaba las encías.
Con este motivo los dedos de todos los habitantes masculinos y femeninos de la casa,
entraron en la boca de Tini, hasta que el índice del papá, sucio de tabaco, descubrió un
conato de dentadura.
Tini echó un diente, no sin un gran conflicto en el barrio y serias consultas al médico.
Escenas análogas se repitieron durante algún tiempo, y Tini presentó por fin una
dentadura de ratón, chiquita, cortante, graciosa, que se mostraba sobre todo seductora en
las sonrisas de su boca rosada.
Inútil es añadir que de allí en adelante Tini obtuvo el privilegio de morder los dedos que
se aventuraban en exploraciones peligrosas, y de desblocar todos los pedazos de carne
que le caían a la mano. Solía también mascar las cabezas de los soldados de palo que le
compraban; tales atentados motivaban invariablemente una visita médica.
El adorado y consentido Tini era sublime de impertinente, y sus audacias increíbles para
decir las cosas más crudas con el mayor aplomo, sólo tenían su explicación en su
inocencia singular respecto a las conveniencias sociales.
Verdad es que cuando comenzó a hablar con metáforas ininteligibles y a encontrar
símiles solo tenía dos años y medio.
A pesar de sus franquezas y paradojas, Tini gozaba del cariño de todos, y niños, mujeres,
viejos y jóvenes se disputaban su amistad y sus caricias.
Su cara y su cuerpo eran una perfección, su carne era la más fresca de la naturaleza, su
piel la más blanca, su muslos duros y llenos, sus manos blandas, chicas, finas, con los
dedos doblados hacia el dorso.
¡Qué cabeza, qué pelo, qué ojos y qué boca! ¡Si daba ganas de comérselo a besos! como
decían las muchachas más expresivas del barrio.
La boca principalmente era una delicia; tenía gusto a leche con azúcar y causaba el
tormento de su dueño quien tras de cada beso, se limpiaba los labios con el brazo en
prueba de disgusto.
Toda su ropa se parecía a él y lo recordaba: sus botines sobre todo, eran adorables;
gastados en el talón, algo torcidos y rotos a la altura del dedo grande, eran toda una
historia de las mil ambulancias infantiles de su dueño.
Al mirarlos tirados en cualquier parte, la imaginación los rellenaba con el piececito del
niño, y uno veía asomar su dedito rosado por el agujero de la punta.
Tini progresaba diariamente y su inteligencia tomaba formas caprichosas y
transcendentales.
A la edad de cuatro años emprendió una reforma capital de la gramática y atacó, desde
luego, los verbos irregulares, con un encarnizamiento incomparable.
No decía "hecho" por nada de este mundo, sino "hacido"; el verbo "jugar" en su presente
de indicativo, era para él como sigue:
Yo jugo,

vos jugás,
él juga,

nosotros jugamos,
ustedes jugan,

ellos también jugan.


En efecto, ya que el verbo no es "juegar" sino "jugar". Tini tenía razón contra la
Academia que permite una barbaridad tan inútil.
*
Pasando los días, llegó un cumpleaños de Tini; varias aves fueron muertas y preparadas
para la comida; los parientes recibieron su invitación oportuna. El niño anduvo tras de las
personas que se ocupaban de los preparativos, pero con cierta indolencia que no le era
habitual.
En la mesa estuvo caído, descontento y haciendo esfuerzos el pobrecito, por ser cariñoso
con los que lo festejaban. Pidió levantarse antes de los postres y sin atreverse a abandonar
la agradable compañía, buscó un termino medio entre sus deseos y su malestar,
acostándose en un sofá.
La mamá comenzó a inquietarse aun cuando se explicaba el caimiento del niño por lo
agitado del día y por el cansancio consiguiente.
Las visitas se despidieron; Tini puso su mejilla o su boca, según el grado de afección,
para que fuera besada, y ganó pronto su camita, en la que se durmió en el acto.
Su sueño no fue tranquilo; la respiración parecía anhelosa; silbaba mucho por la nariz y
se daba vueltas con frecuencia. Una mano sana puesta sobre la frente de Tini, habría
notado un ligero aumento de calor.
El silencio se había hecho en la casa, pero había un sitio en que comenzaba a levantarse
una tormenta: el corazón de la madre; hubo unos ojos que no se cerraron y un cuerpo
estremecido que se revolvía en el lecho sin encontrar reposo.
*
A eso de las doce de la noche una figura fantástica proyectaba su sombra en las paredes.
La madre se había levantado y se acercaba en puntas de pie a la cama del niño.
*
Si yo fuera pintor y quisiera pintar un cuadro que representara la fórmula de todas las
inquietudes humanas, pintaría una madre en camisa, con una vela en la mano,
observando el sueño de su hijo, cuando teme que le sobrevenga alguna enfermedad.
¡Cuánta preocupación diseñarían sus facciones, cuánta zozobra y ternura mostraría su
semblante, cuánto temor descontado sobre la previsión de una futura desgracia!
*
La madre de Tini parecía la imagen del dolor y la ansiedad. Estuvo un rato mirando a su
hijo, suspiró profundamente y se retiró con un millar de desdichas engastadas en el alma.
Tini se despertó de repente y quiso quejarse, cuando le sobrevino una tos ronca y
repetida.
*
Cien veces dijeron crup en el oído de la madre, los ecos repitieron crup, las sombras de
las cortinas, de las molduras y de los adornos de la habitación, proyectadas por la luz
escasa de la lámpara, escribieron epitafios sobre los muros; la palabra crup se difundió
por toda la casa, llenó la atmósfera, penetró en los últimos resquicios y heló las entrañas
de la pobre madre.
Crup dijeron los ruidos misteriosos de la noche; crup decía el viento que soplaba sus
lamentos por las rendijas de las puertas; crup repetían los cascos de los caballos que
pasaban de tiempo en tiempo, arrastrando los pesados coches por las calles silenciosas;
crup decían la péndola del reloj y el crujido de los muebles; crup, crup, murmuraba el
roer de los ratones tras de los zócalos de las piezas; crup secreteaban las hojas de los
árboles que se mecían en los patios; crup gritaban las veletas de los edificios vecinos, y
hasta las estrellas que chispeaban en los cielos, mandando su luz temblorosa a través de
los vidrios, ¡parecían encender sus cirios para velar el cuerpo de un ángel muerto de crup
Crup dijeron las aves que pasaban en bandadas y los aleteos de los pájaros en sus jaulas;
crup pronunciaban las olas que chocaban en las costas; crup vociferaban los golpes en las
puertas de los habitantes retardados; crup roncaban las voces de los ebrios en las calles, y
crup, crup, preludiaban lo músicos ambulantes que buscaban un pan y un cobre
martirizando sus instrumentos en la noche callada.
*
Cuando todo en la naturaleza hubo dicho crup la madre de Tini dio un grito estridente,
desesperado, y saliendo de su cama se paró rígida en medio de la habitación.
La casa se puso en movimiento, todos sus habitantes se levantaron y corrían desatinados
de un lado a otro. Se mandó en busca del médico; éste llegó pronto y observó al niño con
profunda atención, con mirada intensa, con imperturbable quietud. La madre buscaba
adivinar en el semblante del doctor su pensamiento; pero éste se guardó bien de darle
formas por temor de que sus aprensiones fueran traducidas; su fisonomía no dijo nada, su
actitud dijo reserva; pero los latidos de su corazón se perturbaron más de un momento en
su ritmo vitalicio.
Tini miraba atónito la escena y con cariño y curiosidad a su amigo el doctor.
Había en la cara del niño algo extraño; su expresión era entre seria y triste; no
demostraba dolor, pero alejaba la idea de bienestar; alguna sombra rara, indecisa,
alarmante, se paseaba por su rostro pálido.
La noche se pasó en zozobras y cuidados; el niño dormitaba de tiempo en tiempo; el
médico observaba los progresos del mal y propinaba él mismo sus inciertos remedios. La
tos ronca del pequeño enfermo se repetía con más frecuencia; sus palabras, antes tan
graciosas y sonoras, salían oscuras y veladas de su garganta. "¡Mamá, -decía, estirando
sus bracitos redondos-, no me duele nada, no llores!" pero su inquietud mostraba su mal
y su respiración parecía un suspiro continuado. La madre se ahogaba, los sirvientes
lloraban, el luto y la tristeza se esparcía por toda la casa.
*
Al otro día un pequeño alivio se inició.
Tini pidió sus juguetes predilectos: su tambor, su corderito, su polichinela y sus soldados.
Pronto se cansó de acariciarlos, sin embargo, y los empujó al borde de la cama como si le
incomodaran: sólo el polichinela, con sus platillos levantados, obtuvo el privilegio de
acostarse a su lado.
Más tarde la respiración se hizo anhelosa, volvió la inquietud; hubo varios accesos
ligeros de sofocación; el llanto apareció de nuevo en todos los ojos, varios médicos
examinaron a Tini y él soportó con mansedumbre angelical aquellas molestas
investigaciones. Después, como quien pensara que todo era inútil, al ver acercarse a los
médicos armados de cuchara, instrumento al cual ya miraba con horror, se daba vuelta
desesperado y gritaba con voz ronca y lastimera: "¡Basta, mamá!"
El corazón de la madre se desgarraba, sus lágrimas corrían a torrentes y con su mano
temblorosa apartaba la del médico que iba a martirizar a su hijo.
Nunca mayor dolor penetró en pecho humano, jamás zozobra igual desgarró más
cruelmente las entrañas de mujer alguna.
Se habló de peligro inminente, de remedios heroicos y de operación; pero la confianza,
esa tabla de salvación de todos los infortunados de la tierra, había desaparecido de todos
los pechos.
Las conversaciones se pararon, las comunicaciones intelectuales no tuvieron ya otra
expresión que la mirada, y los ojos investigadores no hacían más que preguntas sin
esperanza, ni obtenían más que respuestas dolorosas.
A la noche siguiente, la operación fue decidida.
*
El cuerpo de la madre, desarticulado y deshecho fue arrancado de la habitación donde
Tini tramitaba sus momentos de vida.
¡Pobre Tini!
Con sus ojos abiertos desmesuradamente y su rostro asombrado, fue colocado sobre una
mesa con la cabeza echada hacia atrás y el cuello tendido.
El doctor, sin mirar la cara de su tierno mártir, pues no habría podido mirarla sin vacilar,
hizo rápidamente una herida en el sitio elegido... se oyó un estertor de agonía... -¡Muerto!
-gritaron los asistentes... la sangre corrió mansamente por los lados del cuello del niño...
los médicos silenciosos no se inquietaron; en la herida se colocó una cánula por la que se
proyectó con violencia un montón de sangre y de espuma. Tini desesperado se sentó
llevándose las manos al cuello: ¡quiso gritar y no pudo! ¡no tenía voz! Su mirada fue, sin
embargo, más inteligente, respiró mejor y su débil cuerpecito se extendió de nuevo sobre
su lecho de tortura.
*
Si hubiera palabras en algún idioma para describir el momento en que la madre de Tini
volvió a ver a su hijo operado, yo intentaría bosquejar la escena, medir la duración de los
abrazos infinitos, contar las caricias imprudentes, desesperadas y dementes, numerar los
besos, recoger los suspiros y mostrar la tensión del llanto sujeto tras de los párpados por
la intensidad de sentimientos contradictorios.
Pero no hay tales palabras. La naturaleza ha puesto la expresión de los inmensos dolores
fuera del alcance del lenguaje articulado, entregándosela a la música y a la pintura. Para
sentir no basta entender, es necesario oír y ver.
El padre de Tini se paseaba en las habitaciones sin preguntar, sin hablar, sin escuchar,
consumiéndose en el incendio de su tormento interno.
*
Cuando se organizó la asistencia consiguiente a la operación; cuando los médicos se
retiraron; cuando la casa continuó a su monotonía de dolores, las horas continuaron
pasando, marcadas por la indiferencia de los relojes y los conflictos de las curaciones.
El sueño había huido de todos los cerebros; los practicantes que cuidaban al niño,
caminaban cautelosamente por la pieza: ¡el menor ruido era una sorpresa, la menor
palabra un sobresalto!
La niñera de Tini, sentada a los pies de la cama, ocultaba su rostro entre sus manos y
escondía su dolor anónimo y menospreciado como todo pesar de sirviente. ¡Su Tini, su
adorado Tini, no la hablaba, no la veía, no le estiraba los brazos como lo hacía siempre!
El día pasaba silencioso y la noche tristísima. La cabeza de Tini esparcía sus rulos de oro
sobre la almohada mojada, y su pobre cerebro, envenenado por la enfermedad,
comenzaba ya a enloquecerse y a mostrar a su conciencia desorientada, las fantasías del
otro mundo con los detalles de éste, mezclados, tergiversados, increíbles.
*
Cuando la aurora apuntaba, su luz indecisa, gris primero, blanca después, pasaba por los
postigos entreabiertos, y advirtiendo a la lámpara que su tarea penosa de alumbrar
durante la noche había concluido, iba a herir la pupila del niño con sus caricias cristalinas
y sus besos transparentes.
Hacía frío en la alcoba; la luz del día traía horripilaciones del horizonte, y sus rayos
bañados en las aguas de los mares, helaban con su lujo de vida los corazones de cuantos
presenciaban aquellos preparativos de tragedia, tras de una noche de desvelo.
¡Qué días y qué noches tan tristes se pasaba en el lúgubre aposento! ¡qué horas tan largas
y tan desiertas! El silencio parecía el acompañamiento solemne del pesar que extendía
sus alas sombrías, y los ruidos inciertos, uno que otro crujido de muebles, alguna ligera
oscilación de las puertas sobre sus goznes, el estallido de una burbuja de aceite en la
pequeña lámpara o el choque repentino de algún insecto atolondrado contra las paredes,
eran interrupciones sin cadencia que tomaban las proporciones atronadoras de una
explosión en las soledades de aquel mar de aflicciones.
Los espejos parecían meditar melancólicamente sobre las imágenes deslustradas que
reflejaban; los armarios entreabiertos, dejaban ver en su fondo semi-oscuro, las ropas
ajusticiadas, cuyos cadáveres colgaban de las perchas; las cortinas diseñaban en los
muros figuras fantásticas, y las molduras y los adornos proyectaban sombras de caras
grotescas o de esfinges extrañas, sobre las cuales se fijaba con tenacidad la imaginación
apesadumbrada de las personas que hacían su guardia a la cabecera de Tini.
*
Una mosca grande, impertinente, exótica, desafiaba a veces las persecuciones más bien
combinadas de los asistentes, y con una insistencia digna de mejor propósito, daba
vueltas zumbando alrededor de todas las cabezas, inquietándolas con su aleteo sonoro y
musical; de repente se paraba, luego comenzaba de nuevo su prolija tarea; se alejaba,
volvía, se asentaba en un objeto, se levantaba y repetía su paseo circular modulando sus
óperas abstrusas, hasta que tomaba rumbo hacia una puerta y se escapaba satisfecha,
como si acabara de encantar a su auditorio.
La atmósfera del aposento quedaba cargada con el bordoneo del insecto y parecía
mantener en conserva algún mensaje lamentable, dicho por una comadre mal
intencionada.
Y luego continuaban los silencios y los ruidos, las luces y las sombras, las caras y las
esfinges, aterrorizando la imaginación y girando lastimeramente en torno del niño
enfermo.
¡Pobre Tini! Entre un letargo y otro letargo él veía cambiarse los personajes de la escena:
unos entraban, otros salían, algunos permanecían estáticos y serios como senadores
petrificados, o bailaban contradanzas haciendo figuras al compás de una música que no
se oía.
Los ruidos de las calles comenzaban luego a amontonarse en la atmósfera y penetraban
poco a poco hasta la cama de Tini, solitarios primero, juntos y en tropel después, hasta
que su número y su mezcla producía un rumor uniforme, monótono, sin articulación ni
timbre.
*
El farol del patio que había mirado con su ojo amarillo durante toda la noche a través de
las persianas el doliente cuadro, urgido por la economía doméstica y la competencia
insostenible de la luz solar, se vio obligado a dejar de pestañear con su gas a medio foco,
y sus fajas penumbradas, que desde las paredes del cuarto acompañaban a los veladores,
se borraron de golpe, dejando en ellos la tristeza de una innovación.
Y a la plácida aurora, y al sol naciente y a los nublados de la tarde, sucedían: el
crepúsculo, la oscuridad de la noche, la semi-luz de las estrellas o la serena reflexión de
la luna que con su cara bruñida se levantaba lentamente hacia los cielos.
Las horas pasaban unas tras otras, con su número de orden a la espalda, en series por
docenas, marcadas como camisas de gente metódica y llegándose al infinito las
desgracias que sucedieron en ella, sin dar vuelta jamás la cara, para mirar la mísera tarea
de sus compañeras; las horas pasaban prendidas las unas a los faldones de las otras, con
su paso uniforme, como soldados de teatro, sin pararse ni acabarse jamás.
La número seis o siete de la segunda serie, que había visto esconderse el sol tras de los
edificios, con su cara roja como la de un enfermo de escarlatina, entraba en el cuarto de
Tini envuelta en el crepúsculo, a pedir que encendieran las luces y pusieran un punto
brillante en el vaso de aceite, donde iba a navegar toda la noche un disco de porcelana
con una mecha microscópica.
Los ojos de Tini, medio empañados ya, veían los círculos difusos de aquella luz
clandestina que alargaba y acortaba sus rayos en un eterno juego sin consecuencia y sin
destino.
*
Los ruidos de la calle se hacían cada vez más raros y se presentaban más separados. La
voz de los vendedores se alejaba; el fragor de los vehículos disminuía y sólo de tiempo
en tiempo, un coche apurado atronaba los aires raspando el pavimento.
Ruidos luces, olores, todo llegaba a Tini como si viniera de otro mundo, y su cabeza
desvanecida poblaba fantasías increíbles ese cosmos de sensaciones.
Los médicos entraban, observaban, conversaban, ordenaban y salían silenciosos.
Sólo uno, el de la casa, se quedaba más tiempo junto a la cama de Tini. Su jovialidad
había desaparecido, su ciencia había medido el abismo y su corazón de hombre se
impresionaba ante aquella desolación inevitable.
-¡Doctor, mi hijo se muere! -le decía la madre de Tini -"Se muere", repercutía como un
eco en el pecho del médico, pero sus labios no proferían una palabra.
*
Tini ya no conocía, su cerebro preparaba voluptuosidades de otro mundo; sus rulos
continuaban esparcidos sobre la almohada y sólo la cánula, sujeta a su garganta, daba
indicios de vida, roncando flemas y sosteniendo artificialmente una existencia que se
extinguía.
Por fin sus manos comenzaron a enfriarse; pequeñas esferitas de sudor helado brotaron
en su rostro pálido, un movimiento convulsivo pareció iniciarse; hubo un momento de
quietud extrema... Tini hizo un esfuerzo supremo para incorporarse: no pudo, abrió sus
grandes ojos, miró fijamente la luz de la lámpara, estiró los brazos hacia su mamá y los
dejó caer de nuevo; la cánula dio su último ronquido y...
*
Las horas continuaron pasando con su número de orden, marcadas como camisas de
gente metódica!...
¡Es una felicidad morirse en la estación de las flores! El cajón de Tini iba literalmente
cubierto de ellas y la mano callosa del sepulturero, deshizo más de una corona al tratar de
llenar su función municipal.
¡Y qué bueno es vivir en un pueblo donde hay carruajes de todas clases y de todos
precios; empresarios de diligencias, de ómnibus y de coches fúnebres; de coches fúnebres
sobre todo: para casados, para solteros, para viejos y para niños!
¡Que gran ventaja poder llevar un buen acompañamiento y que hasta los caballos y los
vehículos se vistan de luto o se adornen con penachos blancos! ¡Cómo retrata esto los
sentimientos humanos! ¡Un llamador con tules negros, un cuadro de Mefistófeles
cubierto de merino, una vela de estearina con corbata oscura, y hasta las teteras con
capuchón de duelo, son la expresión más seria del pesar por la pérdida de un deudo!
Las teteras principalmente, ¡qué té tan amargo hacen cuando están de luto! Y si ustedes
vieran con qué desgano comen su limosna de pasto averiado los caballos de las cocherías
cuando vuelven del cementerio, comprenderían la aflicción que los oprime y se
explicarían el aspecto dolorido que ofrecen cuando cojean su trote de alquiler,
balanceando sus penachos por las calles y caminando sin ojos delante de un catafalco con
ruedas.
Y los cocheros sentimentales de los acompañamientos, que han aprendido a afligirse por
el fallecimiento de todos los desconocidos, o por la tarea monótona de transportarlos por
el mismo camino y con el mismo paso, ¡qué pesar insólito manifiestan en sus sombreros
abollados y sus guantes de algodón, mientras metodizan su marcha, gestionando la última
cuenta de su patrón, tras del deudor que llevan a enterrar, junto con las coronas de
siemprevivas, marcadas con una calumnia de terciopelo negro que dice: "¡eterno
recuerdo!"
*
Tini, ¿dónde estás? Cuando corre una estrella por los cielos y cae para hundirse en los
mares, ¿tú viajas en ella? Cuando las hojas de los árboles de tu casa hablan en voz baja
con el viento, ¿dicen algo de ti? Cuando mi corazón se oprime al ver un niño rubio como
tú, ¿es tu mano pequeña la que me lo aprieta desde el otro mundo? Cuando se evaporan
las lágrimas que tu muerte ha hecho derramar sobre la tierra, ¿el pesar que disuelven
llega hasta ti? ¿Dónde estás, dime? ¿Habré de morirme para verte?
*
¡Pobre Tini! Las flores de su cajón se han secado hace tiempo, las letras de su nombre se
han carcomido, todo está viejo a su lado, pero el sepulcro que tiene en el seno materno se
conserva nuevo y perfumado.
Su pelo está en muchos relicarios, su ropa está guardada cuidadosamente y uno de sus
botincitos extraviado que ha sido descubierto en una cómoda antigua, un año después de
no haber ya tal Tini sobre la tierra, ha producido una escena conmovedora y dolorosa; la
imaginación de la madre lo ha llenado con el pie de Tini, y la niñera asegura que, al ver
esa reliquia, ha visto al mismo Tini con el botín amoldado, duro y torcido, mostrando su
dedo rosado por el agujero de la punta.
Sus juguetes yacen escondidos; el polichinela se ha quedado en el fondo de un mueble
con los brazos tiesos y los platillos levantados; el tambor y los soldados están rotos y ¡ya
ningún niño jugará con ellos!

1881.
Sin rumbo
No sé cómo hacer para reconstruir un artículo que escribí hace tiempo bajo el título de
esta página, hallándome en la necesidad de dar su texto a un amigo que ejerce sobre mí
un imperio análogo al de Mrs. Mac Stringer, interesante personaje de una de las novelas
de Dickens, sobre el capitán Cuttle.
Yo tengo una excelente memoria para aprender lo ajeno, pero lo mío se me olvida.
Eso no es raro; uno conoce muy bien la fisonomía de los otros; la propia jamás, y prueba
de ello es que siempre se mira uno en el espejo, sin aprenderse nunca definitivamente.
Puede argumentarse que uno se mira por presunción: sin embargo, el argumento sería
falso; ¿cómo podrían mirarse por esa causa los hombres y sobre todo las mujeres feas?
Nadie se conoce a sí propio, ha insinuado Sócrates, plagiándonos a todos nosotros, y por
eso recomendó en su filosofía esta máxima: conócete a ti mismo, sin calcular la tarea que
nos echaba encima.
Lo más que podemos conseguir es conocernos a medias y de frente, pero si a uno le
presentan su retrato de perfil, lo mira con toda la atención con que miraría a un
desconocido digno de ella.
Basta de digresiones, vamos a mi artículo.
Hace tiempo, una señorita, a quien no tengo el honor de conocer, me pidió algo para un
almanaque; el pedido me pareció una galantería y accediendo a él, escribí no sé cuántas
páginas.
¿Qué puse en ellas? No lo recuerdo a punto fijo, pero creo que decía poco más o menos
lo siguiente:
*
Caminando, caminando, me fui hasta las orillas de la ciudad, cerca de las quintas.
El sol derramaba a torrentes su luz abundante sobre las calles haciendo salidas en las
veredas donde faltaban casas; la sombra semejaba una dentadura con portillos; los
terrones se secaban pacíficamente aprovechando de la falta de empedrado.
Había esa soledad perezosa que convida a meditar.
Una que otra persona parada en la puerta de su casa; un almacén de trecho en trecho
ostentando a su almacenero gordo y ambicioso, en mangas de camisa, que salía en
descubierta a ver si divisaba a algún comprador inopinado, fuera de los empecinados del
barrio que se arruinaban en libretas o contraían deudas verbales e insolventes.
¡Con qué atención miraba las figuras de hombres, de mujeres o de neutros que caminaban
oscilando a lo lejos¡ ¡Cada sombra era un proyecto de transacción mercantil, cada perro
el anuncio de un dueño fantástico, comprador clandestino de algún comestible averiado!
Ahí estaba el almacén para servir al público y el almacenero para idénticos fines.
El arroz, los garbanzos, los fideos se apiñaban en bolsas o barricas aburridas de su
quietud. Las cajas de sardinas, condecoradas con las imágenes de medallas de cualquier
exposición, proclamaban mintiendo la falta de espinas de los cadáveres marítimos que
contenían y miraban hacia el mostrador con sus rótulos de metal amarillo. El queso de
Gruyere fósil, con sus ojos vacíos, parecía quejarse de la ausencia de consumidores; la
yerba mate se ofrecía verdosa e inútilmente y el azúcar amarilla perdía su gusto a fuerza
de esperar. Las masitas y los cigarrillos encerrados en vidrieras acostadas, se dejaban
pasear por las moscas furtivas que habían escapado a un plumero calvo, sirviente antiguo
de la casa, que en manos del dueño parecía una disciplina destinada a chicotear los
objetos más que a privarlos del polvo y por fin, sobresaliendo entre damajuanas, los
barriles, las espuelas, los espejos abollados, el pan, las tazas, las bombillas de lata, los
confites matizados y eternos, el papel de estraza, las canastas, el hilo emigrado de alguna
mercería, los racimos de velas de baño, se mostraba un cajón de bacalao abierto con sus
manjares de cuaresma crucificados, implorando la piedad pública.
*
Los perros flacos trotaban apurados, ladeándose contra las paredes y se paraban de
tiempo en tiempo a oler el horizonte o mirar con curiosidad a los paseantes.
A la hora de la tarde, a la caída del sol, las mujeres dejando su labor, se asomaban a la
puerta, después de haber hecho en todo el día cinco pesos de costura en pantalones
rústicos o en camisas de lienzo y podían presentar como prueba de su lucha por la vida,
los puntos negros dejados por la aguja en el dedo índice de la mano izquierda.
¡Cuántas caras feas y demacradas se podía ver entonces y cuántas también llenas de vida,
esperando amores con un corazón caliente y chispeando deleites desconocidos en sus ojos
de veinte años!
Más allá se diseminan las casas pequeñas y los pequeños ranchos, con sus ventanas
microscópicas y dislocadas, por las cuales se ve un interior vacío y desposeído, donde
una familia sin genealogía, gestiona el expediente de su vida hambrienta, sin esperanza y
sin sosiego.
Delante de las piezas suele hallarse un rudimento de jardín, con plantas de flores
plebeyas en el suelo o con alguna mata predilecta en un tarro de lata oxidado ex-
continente de tabaco negro.
Los arbustos despeinados, las rosas de todo el año que tienen la propiedad de no brotar en
ninguna estación, razón por la cual llevan ese nombre y las amapolas, el resedá y el
cedrón, soportan con paciencia el descuido de sus pretendidos cultivadores, en tanto que
un clavel desparpajado abandona su maceta para colocarse en el pelo de la muchacha de
la casa, adornando su cara redonda y llamando la atención sobre la frescura de la moza,
cuyos brazos duros y torneados son grandes lavadores de ropa y cuyo cuerpo esbelto y
convidador se marchita en el trabajo diario, hasta que una fecundación inesperada viene a
deformarlo, aumentando con un producto anónimo el número de la familia.
*
Por los alrededores se ve hombres y mujeres que habitaron antes el centro y que la ciudad
en su eterno flujo y reflujo, ha arrojado a las orillas, como hace el mar con los restos de
los buques.
Allí las mujeres andan con ropas inconclusas o demasiado concluidas, y los hombres con
sombreros, levitas y pantalones, fuera de moda, grasientos.
Unos llevan pantalón corto y comido en los talones, chaleco de criatura, sombrero alto y
sotana de eclesiástico; otros capa, bastón y sombrero de paja; todos tienen la marca de la
miseria y del vicio en la cara y ese modo de mirar limosnero que choca y que entristece.
Generalmente un perro sigue por costumbre a su amo y sin contar con él para nada,
mostrando una afección que hace de cada uno de estos seres, de los perros, ¡el modelo de
la fidelidad y de la abnegación!
Lástima grande es que los hombres busquen sus amigos sólo cuando la adversidad los
arroja a la playa, entre estos dignos cuadrúpedos y no lo hagan mientras se hallan en la
opulencia, oyendo los halagos de la jauría humana disfrazada de leal y consecuente.
En mi paseo encontré a un ex-comerciante que todos conocen y que distribuye sus ocios
en excursiones entre las calles centrales y las despobladas de las orillas. Iba como
siempre seguido de sus compañeros, canes desiguales en catadura, pelaje y alcurnia y
sólo parecidos en flacura, resignación, mansedumbre y sobriedad.
El hombre de los perros miraba con ojos de cocinero unas gallinas que buscaban
asiduamente tras de un cerco, cualquier objeto parecido a grano con que engañar su
estómago, mientras el viento tomándolas de flanco les levantaba las plumas dejando ver
una carne blanca, apetitosa.
Seguramente el vagabundo pensaba en algún guiso con arroz o en otro poema homérico
por el estilo, pues dándose vuelta a insinuación de su mastín más feo, me abordó
pidiéndome algunos céntimos para completar, con tres que decía tener, un capital
destinado al sustento de ese día.
Yo había salido a ver la naturaleza siempre bella y a revolver ideas en mi cabeza,
mientras recogía con mis sentidos los variados aspectos. El hombre de los perros me lo
descompuso todo, cambiando el curso de mis pensamientos.
Ya no hubo sol espléndido, plantas, flores ni cielo azul; el personaje hacía disonancia con
el cuadro y proyectaba sobre él su sombra fatídica.
Pensé en el hospital, en la política, en los conflictos sociales, tanto más desesperantes
cuanto más íntimos, y con el corazón apretado, volví a marearme en la ciudad, como
quien vuelve a bordo de un buque combatido por las olas y en el cual todo cruje, desde
las maderas del casco hasta el alma de los tripulantes.

1882.
Literatura familiar
(fragmento)

.....................................................................
...
Y mientras tú meditas alejada del mundo, sobre las incertidumbres de la vida, yo tengo
lástima de mí mismo por el tiempo que pasa perdido sin contemplar tu belleza ni oír los
secretos de tu alma. Oigo la lluvia que comienza y que ha venido a despertarme tocando
con sus dedos de cristal los cristales de mi ventana.
Las gotas han viajado por los cielos y vienen a deshacer sus esferas aplanándose sobre los
vidrios y corriendo sigilosamente en surcos tortuosos, deteniéndose, amontonándose en
un obstáculo invisible y apresurándose después, para ganar el tiempo perdido en su caída.

Oigo el viento que silba y los gritos que lanzan las veletas de los edificios vecinos; ¿serán
lamentos de almas torturadas por el ciego poder que las impele? Su quejido es lastimero,
uniforme, entrecortado, sin tregua ni reposo, durante el día y durante la noche.
Se quejan al sur, al norte, al este, a todos los rumbos, oscilando sin objeto y rechinando
en sus articulaciones con sus voces metálicas martirizadas.
Ahí están llamando desde los altos tejados sin variar su tono, conversando entre ellas con
sus notas chillonas y melancólicas. Imágenes de las tribulaciones de la vida, sólo
encontrarán quietud y guardarán silencio cuando sus alas se inutilicen gastadas por el
agua, el sol y el viento.
Pero mientras tanto ¡cómo llegan sus ecos tristísimos a mi oído y cuántas aflicciones
cuentan a mi alma!
Ellas relatan la historia de los padecimientos humanos, y mi pensamiento pone en las
vibraciones de sus láminas encorvadas, la traducción de sus martirios y las secretas
palabras misteriosas con que tu boca me llama en el silencio de la noche.

La esencia de mi ser vuela por los aires, a la par de los ruidos que ellas propagan, busca
el camino de tu morada y transformada en esas resonancias vagas que pueblan el espacio
de la noche dormida, va temblorosa a reposar en tu oído anidándose allí tiernamente.
La lluvia continúa cayendo y sus esferas de cristal se laminan al tocar los vidrios para
comenzar en seguida su camino incierto, como lágrimas que ruedan por las mejillas. Las
veletas enferman con sus gritos estridentes, inacabables, lastimeros como los de un niño
castigado, y se quejan del viento que las tiene noche y día mirando al sur, mirando al
norte, sin tregua y sin reposo.

1882.
Alma callejera
No puedo dormir; mi alma se sale de mi cuerpo y se va a la calle semi-oscura y húmeda,
donde los faroles de gas parecen jaulas aburridas, que encierran canarios moribundos
ardiendo.
Mi alma va topando las paredes de trecho en trecho o cayendo en su vuelo incierto, sobre
las veredas, como la sombra de un pájaro ciego.
Mi alma huida marcha escondiéndose como si tuviera un paquete de intenciones ocultas
debajo del brazo, o como si fuera una criada mercenaria que llevara un niño recién
nacido a dejarlo clandestinamente en una puerta.
Mi alma avanza, avanza, a pesar de sus caídas y revoloteos, como una mancha que está
dentro de los ojos, siguiendo en una dirección resultante, su ruta a través de las
penumbras fantásticas que obstruyen la vía pública.
Mi alma viaja a favor de la noche y del silencio, su cómplice, como un capullo oscuro
que va delante de los ojos y se pega cual sombra a los objetos, alargando su forma entre
los huecos y saltando tangente en las aristas.
Busca un barrio, una casa, husmea las hendiduras de las puertas, se levanta, se asoma al
ojo de la llave, huye como soplada por el viento, trepa por los barrotes de las ventanas,
desaparece y su forma se esparce sobre la alfombra de una sala donde ha caído
atravesando los vidrios entre dos varillas de persiana.
Un movimiento más y está como la proyección de un cuerpo, a inmensa distancia, sin
que se vea el camino recorrido. Y luego temblando como un tul carbonizado puesto al
extremo de un alambre fino, vuelve a golpearse en las paredes de la casa asediada,
enfilando los ángulos, subiendo a las cornisas y elevándose sobre los muros para
estampar su luto en el horizonte a través del vacío y volver fatigada del salto, a buscar
pacientemente su entrada.
Como un núcleo flotante de humo negro, mi alma merodea sobre las azoteas, desciende a
los patios, gira alrededor de las plantas y de repente se lanza a las habitaciones por los
postigos entreabiertos.
Un ruido leve la estremece; es un suspiro que se escapa de entre las cortinas del lecho
donde duerme una mujer. Mi alma se difunde sobre aquel cuerpo adorado, visita sus
formas, se arrastra sobre ellas diseñadas bajo las finas telas, sigue las curvas de su busto,
rodea el óvalo de su cara, enfila sus labios... la respiración la rechaza... un perfume la
penetra... se aproxima de nuevo... una aspiración la absorbe y la instala dentro del seno
más querido...
De allí no se moverá nunca; allí estará mezclada con la sangre de la mujer amada,
recorriendo sus nervios y viajando de su corazón a su cabeza.
Allí vivirá siempre, alimentando su propia pasión, y yo, sin alma, me levantaré mañana
para pasear mis ojos muertos sobre las indiferencias de la vida, viviendo de prestado y
gestionando mi bocado de pan con mi cuerpo vacío, sin otra aspiración en la tierra que
amarla y que me ame.
1882.
Utilidad de la desgracia
Abril casi 29 de 1884; cielo gris, lluvia, luz difusa, variable, con penumbras, parece
enmohecida, pegajosa y aburrida de haber dejado el sol para caer sobre la tierra a través
de una atmósfera hipocondríaca y tormentosa.
No es luz precisamente lo que entra por mis ventanas filtrándose por los vidrios en que la
lluvia desliza lágrimas en gotas apuradas; es una sofisticación de la oscuridad; un billete
falsificado de la lotería solar.
De repente se oscurece y creo notar que mis ventanas pestañean... nada; es una gruesa
nebulosa de agua que se interpone, o alguna nube más densa vestida de medio luto que
arrastra su cola en el espacio.
¡Qué bien sienta un día así cuando uno es desgraciado! ¡Y con qué íntimo placer suelta
uno su alma a la desolación para que experimente la dulzura de su tristeza en medio de la
bruma moral de sentimientos! -¡Oh! ¡la desgracia tiene algo de sublime y de atractivo, de
clásico y distinguido!
¡Hay, en sufrir, una sensación voluptuosa y delicada que convida a morir!
¡Al fin y al cabo todo es lo mismo!
Los placeres de la vida no son sino transitorios, y dentro de cien años, a contar de cada
actualidad, todas las situaciones son iguales.
La desgracia es como un órgano nuevo cuya existencia no se conoce sino cuando duele;
pero hay dolores tan legítimos, tan naturales y tan lógicos, que uno al experimentarlos
siente una especie de consuelo y se empeña en provocarlos con el recuerdo, en
removerlos y ensangrentarlos ¡con una delicia inefable!
¡Qué sensación agradable la de una amargura pasiva!
La tristeza es culta, civilizada, suave, simpática como la luz penumbrada.
La felicidad y la alegría tienen algo de grotesco y de campesino que no se aviene con los
sentimientos delicados.
Y luego ¡cuándo hay motivo para estar alegre si nada dura!
Tras de los grandes contentamientos de la vida, está una tumba, y más tarde, los detritus
de los cuerpos en que se encerraron tan grandes pasiones, tanta gloria o renombre, tanta
juventud y tan celebradas bellezas, flotan por el aire en grumos gaseosos o caminan
ocultamente por los intersticios de la tierra, arrastrados en silencio por las gotas de agua
que los recogieron y que filtrándose van a perderse en el mar.
Los hombres que no tienen estas melancolías, propias de un carácter enfermo, no
conocen las dulzuras que existen fuera de los límites a que la felicidad alcanza.
¡A decir verdad, en este momento en que la naturaleza parece dolorida, no sé qué es
mejor, si ser feliz o desgraciado!

1884.
Autógrafo
A la señora representante de la asociación de maestros. -Señora: Me pide usted un
autógrafo en nombre de la sociedad de maestros que representa. No encuentro entre mis
ideas ninguna digna de satisfacer el propósito que ha dictado su pedido, pero no quiero
desatenderlo y le escribo esta carta que es sin duda un autógrafo.
Quiero consignar en él una confesión que tal vez le sorprenda: he respetado siempre a
mis maestros y les tengo cariño. Muchos de ellos han muerto; los que viven y han tenido
ocasión de seguirme, llevado por la suerte a la posición que ocupo, pueden dar testimonio
de mi afecto no desmentido en circunstancia alguna. Recuerdo la fisonomía de todos
ellos siempre blanda para mí; su voz y actitudes y hasta sus defectos, que ahora, a la
distancia, me parecen altas calidades. Si fuera pintor los podría retratar. Yo nací en una
aldea, en Bolivia; mi padre estaba emigrado, siempre emigrado; emigrado de todas
partes.
Mi maestro de primeras letras me tenía gratuitamente en la escuela. Otros niños pagaban
la educación que recibían. Yo recompensé alguna vez, sin saberlo, tanta generosidad,
entreteniéndolo.
El pobre señor no había leído nunca más que la vida de los santos. No sé qué viajero
llevó un ejemplar trunco del "Judío Errante" que cayó en mis manos. Un día, cuando me
tocó en la escuela mi turno, me acerqué temblando de frío al maestro, aburrido ya de
tomar lecciones de lectura, en cartas, en cartones, en silabarios, y hasta en cuentas de
tienda; me acuerdo de todo como si fuera recién pasado. Todavía me veo las manos
amoratadas redondas y arrugadas, con tinta en los dedos y los puños desnudos, porque las
mangas eran cortas como las piernas de mis pantalones que aspiraban a sublimarse.
Comencé la lectura de un capítulo; era aquél en que se cuenta la visita de Rosa y Blanca
al hospital de coléricos (aún leía yo con puntero; éste era una pluma de cuervo pelada); la
medida normal de la lección era una página; yo llegué a ese término, pero el maestro no
me dijo "basta". Seguí leyendo. Era un día de lluvia de los que a mí me gustan. El
murmullo de la escuela había cesado. La distracción del maestro dejó en libertad a los
niños de mirar a donde quisieran; miraban afuera; otros dormían sobre sus brazos,
apoyados en los bancos; dormían apaciblemente ¡mientras Rosa y Blanca corrían el
mayor peligro!
El maestro no chistaba; yo seguí leyendo y tiritando de frío y de emoción; -¡pobres Rosa
y Blanca! ¿Y Dagoberto? ¡Qué mala madama de Saint no sé cómo!
Los minutos pasaban; la lluvia caía con diapasones variados; el número de dormidos
aumentaba; los niños despiertos de los bancos próximos comenzaban a interesarse por la
suerte de las dos muchachas. Algún redoble de la lluvia sobre la tela de un paraguas fósil
Y raro en aquellas regiones, interrumpía la agradable monotonía de ese semi-silencio que
produce la lectura continuada en el mismo tono.
-¡Rodin debía estar muy contento! -¡Qué pícaro!... ¡Si Nazario pudiera agarrarlo!
(¡Nazario era el caudillo de la escuela; el jefe de la oposición!)
Las ráfagas de viento metían el agua por la gran puerta y por las ventanas antiguas que
tenían una cortina a modo de ceja; ¡ventanas odiosas que sólo estaban cerradas los días de
fiesta!
¡La verdad es que el maestro parecía estar convencido de que yo había nacido para leer el
Judío Errante y él para oírme!
El día iba marchando y ya el sol, oculto por un toldo gris de nubes y de agua, debería
andar haciendo sus preparativos para meterse tras de los cerros.
Rosa y Blanca no encuentran a la persona que buscan; creo que era la jorobadita. ¿Para
qué sirve entonces el Angel de la Guarda ? La lluvia arrecia y una semi-oscuridad
comienza a difundirse por la escuela... ¿Este maestro se habrá dormido? ¡Qué se iba a
dormir! ¡Atendía!
El capítulo concluyó. Iba ya a continuar con otro. El maestro me interrumpió diciendo:
"ese libro no deben leer los niños; ¡dámelo acá!" Se lo di, pero jamás creí que me lo
pedía para que yo no lo leyera, sino para leerlo él.
Señora, la saludo atentamente.

1887.
La primera noche de
cementerio
El enfermo es el señor de la casa, el marido, el padre. La familia está afligida, desolada.
La habitación en que se halla el paciente es una pieza grande en la que la luz de día y de
noche es economizada. Todos los que entran tienen la obligación de caminar en puntas de
pies y cumplen religiosamente el programa. Los guardianes deben asomarse de tiempo en
tiempo al lecho que ocupa y mirarle la cara; en seguida deben menear la cabeza y
después estar muy consternados. Razones para ello: el enfermo va cada vez peor; respira
con dificultad, abre apenas los ojos, no conoce a los que le hablan sino después de ser
vivamente mortificado; si lo dejan quieto delira, dice con labios secos palabras que
parecen con cáscara y que no tienen sentido, ronca más bien sus frases, diremos; suspira
a veces y busca dormirse; está acostado boca arriba con las manos de fuera; por
momentos hace que acomoda las ropas murmurando sonidos lúgubres; entre muchas
palabras roídas aparece a veces el nombre de la mujer o del hijo predilecto, seguido de
una sonrisa moribunda; luego viene un estertor y una opresión; ¡el cuadro es triste!
*
La mesita de noche está cubierta de frascos, de tazas y de cucharas. Cada media hora, un
verdugo bajo la forma de una cuidadora, debe apretarle la nariz al pobre mártir, y
derramarle en las fauces una cucharada de líquido corrosivo recetado con gran pompa,
perfectamente inútil pero aprobado para el caso, por todas las Facultades del mundo y
por la reciente junta de médicos. El de cabecera ha recomendado una puntualidad digna
del Santo Oficio, obedeciendo a su deber profesional e inhumano. ¡Ningún médico se
permite dejar morir en paz a su enfermo porque eso es contrario a la satisfacción de las
familias!
*
El primer rayo de luz de la aurora acaba de entrar al cuarto del enfermo, escurriéndose
por el espacio lineal de dos varillas de persiana.
¡Qué terrible innovación! ¡Cómo se ve a su favor cuánto se parece el moribundo a un
muerto!
*
Murió; ¡un estertor quebrado acaba de anunciar la triste nueva!
Los sollozos y los gritos de dolor resuenan en todas partes. Los sirvientes encuentran
inútil que la caldera de agua hirviendo continúe quejando su vapor a ciento y un grados.
El trapo blanco del llamador de la puerta va a ser sustituido por otro negro más largo, un
trapo llorón de merino, colgante, con dos piernas desiguales como las de un ahorcado
cojo.
Gran fiesta para el empresario de pompas fúnebres que prepara sus coches soñolientos y
sus caballos nostálgicos.
*
Un amigo de la casa, porque los hay que no son del dueño, de la dueña ni de la familia,
sino de la ubicación, se ha encargado de correr con todo, como se dice.
Este amigo con su cara de aflicción a media asta, que hace compatible un lloriqueo de
actualidad con una actividad oportuna e indispensable, ha elegido el cajón, ha alquilado
los coches, ha contratado los cirios y los paños mortuorios, ha puesto avisos en los
diarios encabezándolos con la cruz de regla seguida de estas fatídicas letras: Q.E.P.D. y
ha convidado por fin a los amigos.
Al otro día, a la hora señalada, los invitados empiezan a llegar. Las señoras entran al sitio
donde están las mujeres de la casa invisibles por el exceso de merino negro y por la
escasez de luz, llorando a intervalos como si tuvieran válvulas automáticas en los ojos.
Los hombres más despreocupados o más guapos, entran al salón donde se halla instalado
el muerto, bien serio y pálido, dentro de su cajón hexagonal y rodeado de cirios
encendidos que ardiendo sobre candelabros gigantescos, precipitan estalactitas
fantásticas, llorando su cera derretida en lágrimas amarillentas y suicidándose
metódicamente, en holocausto a una llama enferma con núcleo oscuro de pavesa muerta
y con luz fatigada que contempla en silencio, la insolencia brutal del sol intruso.
*
El coche de penachos negros está ya en la puerta, asistido por hombres negros que
cumplen con su piel de luto, una tarea habitual e indiferente. Los amigos más
caracterizados toman silenciosamente el cajón cerrado de antemano por el hojalatero del
barrio que ha creído remendar un lebrillo.
Por más precaución que se haya tenido, los pasos arrastrados, pesados y acompasados de
los que llevan el ataúd, se han hecho sentir en la pieza donde están las mujeres. ¡Se oye
un redoble de sollozos, de llantos, de gritos y de suspiros!
Los negros del coche se apoderan del cajón y lo hacen rodar metódicamente en los
rodillos del vehículo fúnebre.
Los acompañantes toman su puesto en los carruajes. El convoy emprende su marcha
eligiendo las calles más bulliciosas y el camino más largo. La concurrencia da pruebas
del aburrimiento más consuetudinario, mientras los caballos habituados caminan
dormidos hacia el cementerio.
*
Durante el tránsito asoman a las puertas de calle caras curiosas y se traslucen entre las
varillas de persiana, pares de ojos femeninos brillantes, como los que se muestran tras de
las caretas en carnaval. Esas caras y esos ojos tienen pintada visiblemente esta
interrogación: ¿Soltero o casado? La opinión pública sanciona que es casado o viudo,
pues ha visto los penachos negros del terrible carro. Resuelto ese punto que, como se ve,
es de grande importancia para los habitantes del trayecto recorrido, a quienes no se les
importa nada del muerto, éste llega al cementerio en cuya puerta se detiene el
acompañamiento.
Los deudos bajan de los coches y se precipitan hacia el fúnebre; los amigos hacen cerco
en la vereda. Los negros del empresario extraen el ataúd y lo entregan bamboleante a
manos enguantadas que lo conducen hacia la capilla.
Aquí sigue una escena estereotipada para casos iguales.
*
La concurrencia rodea el féretro: un sacerdote que se ha puesto la camisa sobre la ropa,
abre un pequeño libro que ha leído mil veces y que ya debía saber de memoria, y lee a
duras penas, un párrafo literario en latín, sin conseguir que alma viviente lo entienda.
Una atmósfera de antigüedad invade el recinto; la voz del sacerdote es sepulcral, las
palabras son de un idioma muerto y hasta la página en que están escritas parece un
pergamino secular, amarillento, deslustrado, viejo, fósil, comido en el extremo de la hoja
por la aplicación asidua del dedo pulgar del sacerdote, sucio de tabaco, que ha dejado allí
su estigma.
Luego cae una lluvia mal distribuida de agua bendita, que el sacerdote arroja con un
hisopo sobre las coronas de flores de trapo que cubren el cajón.
¡Fórmulas!, ¡fórmulas!, ¡fórmulas! ¿Dónde se anida el sentimiento por el muerto?
La capilla está fría, helada, más glacial que el corazón del difunto: el oficiante que repite
su papel treinta veces por día, parece un hombre mecánico, sin más sentimiento que una
máquina de hierro.
Pero así como la belleza de los objetos se acrecienta si se toma como trasunto de su
realidad, su imagen reflejada en un espejo, el sentimiento íntimo, profundo, intenso, rico
en dolor agudo, penetrante e insondable, que la muerte de un semejante produce en
alguien, siquiera en uno solo de los que continúan viviendo en este mundo, la
pesadumbre del drama terrible que se representa en los actos de una inhumación, se pinta
con las sombras más conmovedoras donde menos se espera.
*
Al lado del sacerdote y medio perdido entre los personajes adultos, se halla un niño de
diez años, vestido como de improviso, con ropa enlutada que no le va al cuerpo.
¿Por qué han dejado venir a ese niño? Se ha escapado quizá de la casa mortuoria,
¡burlando la previsión de la familia para seguir hasta el último momento el cuerpo de su
padre!
Ahí está gesticulando para distraer su dolor próximo a estallar en llanto o en gritos
estridentes y epilépticos. Cierra sus pequeñas manos heladas, se muerde los labios, se
ahoga porque tiene vergüenza de sufrir en público y llorar ante desconocidos, como si
debiera ocultar los efectos bochornosos de una reprimenda injusta. Sus ojos buscan en los
accidentes del acto, algún refugio para su débil alma atribulada y tratando de estimular su
curiosidad para hacerla predominar sobre su sentimiento, va con su mirada inútilmente,
del sacerdote al ataúd y del ataúd a la concurrencia, sin conseguir su objeto, hasta que
perdido ya el dominio sobre sus potencias de disimulo e invadido por la ola del martirio
que hincha su corazón, ¡deja estallar su pesadumbre distendiendo y apretando sus labios,
en contracciones espasmódicas y desaguando sus ojos en borbotones de lágrimas que
brotan como esferas voluminosas y ruedan sobre sus mejillas para caer en la tela negra de
su ropa improvisada!
*
¡No hay página sentimental más bien escrita que la que se lee a través del primer dolor de
un niño!
Tú, acompañante indiferente, que viniste a este entierro para cumplir un deber social, si
no trajiste un átomo de inquietud en tu alma, no te irás, ¡oh! no, tan dueño de ti mismo si
miras a ese niño y adivinas en el espectáculo de sus emociones, la historia de un pasado
próximo en que la ternura paternal, los halagos del día de fiesta, los cuidados de la noche,
la previsión de todos los momentos, los pequeños regalos de cumpleaños, los largos
paseos afectuosos y las sencillas y amantes conversaciones, han ido formando una
adhesión sin límites y la conciencia de una protección, sin reemplazo posible.
¡Oh! no por cierto, no te irás tan dueño de ti mismo si piensas que ese llanto de niño es el
descuento del recuerdo anticipado de todo el bien perdido para siempre; la emoción
actual de una previsión de penas futuras, en virtud de la cual el niño, sin saberlo, se
transporta a la época no lejana en que echará de menos a la hora de dormir, la compañía
de su papá, a la hora de levantarse la voz de su papá, a la hora de comer la presencia de
su papá en su asiento de costumbre.
No te irás, ¡oh! no, tan dueño de ti mismo, si piensas que el pobre niño, al volver a su
casa, encontrará vacío el cuarto de su papá, con las puertas abiertas, la cama
desmantelada y los armarios estirando sus hojas como para dar el último abrazo al dueño
que se ha ido; que cuando la noche llegue y las costumbres de la casa, esas terribles
costumbres que tan singularmente acompañan a la memoria de los muertos, se resientan
de un silencio extraño; cuando las luces se enciendan para alumbrar la mesa, a cuyo
rededor se sienten personas desganadas y doloridas; cuando las conversaciones
indispensables se establezcan para destruir la monotonía del pesar, en virtud de las
necesidades de la vida; cuando los sirvientes, menos afectados, hagan ruido con los
acomodos de las cosas para concluir el día y prepararse al sueño; cuando todos parezcan
olvidados de que dentro del pecho de aquel niño late un corazón torturado; cuando lo
acuesten en su camita fría, queriendo sofocar su llanto con palabras afectuosas o con
reprimendas; cuando lo abandonen creyéndolo dormido y oigan de pronto su voz
desesperada que grita ¡papá, papá, pobre papá! y lo miren sentado con los ojos abiertos,
enormes, y los brazos extendidos en busca de la sombra querida... que cuando todo esto
suceda se estará representando en el escenario más tierno, el escenario del sentimiento
inocente, una de aquellas tragedias inicuas e injustificables, que tienen por base una torpe
equivocación de la naturaleza, en virtud de la cual un ser endeble, ¡una criatura tiene
aptitud para experimentar amarguras!
*
En el cementerio los concurrentes han tomado el ataúd por las manijas, y sin que falte un
comedido que diga invariablemente: "Primero los pies", el muerto es conducido a la
cueva infecta que por irrisión se llama "última morada", donde con acompañamiento de
discursos, de ruidos, de choques de pases de correas y de fatigas de los sepultureros, el
cadáver es secuestrado y sustraído para siempre a la corriente humana.
*
Los acompañantes se retiran a trote largo por esas calles de Dios, en coche propio o de
alquiler, huyendo de la famosa última morada que los reclamará uno a uno, por turno,
pero forzosa e indefectiblemente.
*
Mientras tanto, durante el día, el cementerio presenta un aspecto relativamente alegre,
debido a la presencia del sol que derrama su luz viva sobre las lápidas, al movimiento de
las gentes que concurren a otros entierros y al ruido de los constructores de nuevos
sepulcros para los ricos que tienen la estúpida ocurrencia de mandar erigir sus propias
tumbas.
Yo no incurriré jamás en el error de adquirir un sepulcro; cuando me muera, que me
pongan donde les parezca; de todos modos yo sé que no me han de dejar entre los vivos,
pues las ordenanzas municipales se han de oponer. Si hubiera de consultarse mi parecer a
este respecto, yo querría, a más no poder, que algún médico amigo me disecara y
guardara mi esqueleto en un armario, para mirar con las cuencas vacías de mis ojos,
cómo se componía el colega en esto de despachar a sus clientes al otro mundo y para
tocarle alguna vez en los vidrios, con mis falanges desnudas, un redoble fúnebre.
Me horroriza la idea de que me dejen en el cementerio, en medio de gentes que no hablan
y acomodado entre siniestras cajas como un bulto cualquiera de almacén.
Por fin, durante el día, la instalación en el cementerio, no parece tan desagradable; pero
cuando comienza a retirarse la luz, cuando los ruidos cesan, cuando las puertas se cierran
y el administrador se va a su casa, cuando ya en el recinto no queda alma viviente... ¡oh,
qué espanto!
*
Me imagino por una fantasía, un muerto vivo, que tiene percepciones y sensaciones y
¡que asiste a la descomposición de su propio cuerpo y a las escenas del local!
El muerto que acabamos de dejar se ha despedido con un saludo cortés, de la
concurrencia; ha querido hablar, pero la cal que le han echado encima se le introduce en
la boca; ha querido mirar pero la misma cal le cierra los párpados; ha tratado de darse
vuelta, pero el cajón es muy estrecho; tiene que permanecer de espaldas, muy serio,
reflexionando boca arriba, sobre las cosas que deja en este mundo. Quiere mover los
brazos, pero sus músculos han comenzado a ablandarse por la descomposición; luego, el
vientre se le ha hinchado enormemente; la hinchazón invade el pecho, el volumen de sus
entrañas, aumentado desmesuradamente, no cabe ya dentro de la piel; el gas comienza a
escaparse por la nariz y la boca, en cuyas aberturas se acumula un montón de espuma,
como si el muerto hubiera querido comerse una piedra pómez. Su cuerpo está lleno de
manchas verdosas. La transformación sigue sus trámites legales.
*
El muerto se representa su casa desolada: recuerda a su hijo predilecto, a sus amigos, a su
mujer viuda, joven y linda... ¡viuda, joven y linda! Linda, fresca, lozana, nueva, llena de
vida, apasionada, tierna y deliciosa como el primer amor. Rubia, blanca, esbelta, airosa,
casta, provocadora y sublime: sus ojos azules hacen hervir deleites celestiales en su
pupila; su rostro es una idealización de forma; su carne suave, tibia, tiene el perfume
humano de la juventud cuidada, limpia, incitante y sabrosa. El luto le sienta
admirablemente y las hebras doradas de su cabello, al derramarse sobre su manto negro,
enloquecen con sus ondulaciones de oro en madeja, la mirada menos atrevida... Todo eso
queda en la tierra quizá para otro, ¡seguramente para otro!... El muerto se estremece de
celos dentro de su cajón forrado de plomo y a través de los gases pestilentes que exhala
su cuerpo reblandecido, parece sentir el aroma del adorado seno femenino que deja en la
tierra...
¡Oh! ¡recuerdo terrible e importuno! por la mente del muerto atraviesa la figura de su
esposa al otro día del matrimonio, cubierta con su peinador blanco, ceñido en el talle por
una cinta color rosa tenue, a la luz alegre de una mañana de primavera. ¡Qué vale la
visión de la vida eterna ante este recuerdo de la Eva terrenal que se abandona! Los ojos
del cadáver se llenan de lágrimas amoniacales y un sollozo con olor sulfúrico se escapa
por sus fauces hinchadas.
El cuerpo continúa fundiéndose y macerándose en sus líquidos nauseabundos y hasta las
flores artificiales que lo rodean comienzan a ennegrecerse con las emanaciones
sepulcrales.
*
El silencio más grande reina en el cementerio, y la noche más densa ha extendido sus
tintes en el interior de las fosas.
Una que otra ráfaga de aire trae en sus alas los gemidos de los árboles y las
lamentaciones de las cruces herrumbradas, que sacudidas por el viento, rechinan en sus
hierros desvencijados.
La lluvia fina cae mansamente sobre las tumbas y se desliza a lo largo de los muros
buscando silenciosamente su camino hacia el fondo del sepulcro.
Las gotas engordan nutridas por el relámpago y los remolinos de viento; la lluvia arrecia
y una orgía cristalina de agua loca, se establece alrededor de cada sepulcro haciendo
saltar en baile precipitado candelabros en miniatura, que la corriente arrastra por las
sinuosidades del piso. La tempestad hace una orquesta cuyas notas resuenan en las
bóvedas; gruesos chaparrones azotan sus puertas y las gotas robustas caen sobre los
cajones, golpeando -tac, tac, tac, tac,- en su tapa sonora, como quien llama a la puerta de
una casa cuyos habitantes duermen profundamente.
Más tarde, la noche se despeja y un cielo estrellado se pone a mirar el cementerio,
pestañeando con sus millones de estrellas, sin conseguir alumbrar los sótanos donde
yacen los cadáveres acomodados por orden, en sus paquetes de factura; y más tarde aún
la luna en menguante, con su luz de agonía, cae sobre la quieta metrópoli proyectando en
el suelo la sombra de los monumentos, de las columnas, de las estatuas y de las cruces
con sus brazos desiguales; o bien llegan las horas tempestuosas en que el viento silba en
todos los tonos de su orquesta, quebrándose en los barrotes herrumbrados de las rejas que
guarnecen las tumbas indiferentes, cuyas lápidas ladeadas de mármol leproso, ostentan
carcomido el nombre oscuro de un infeliz que se ha disuelto en la tierra; el viento
húmedo y rugiente que revuelve con su soplo sin diapasón, las nubes negras amontonadas
en los cielos, separándolas en vetas, por secciones o agrupándolas en promontorios
montañosos, para cambiar la decoración a cada instante; el viento aventurero que riñe
con la veleta de la iglesia vecina, en que una flecha secular, oscilando sobre su eje
contemporáneo, alarma con sus gritos estridentes como los de una lechuza perseguida.
*
Cada bóveda abierta se traga su bocanada de aire aturdido para mezclarlo con las
emanaciones pútridas de sus horribles huéspedes y exhalarlo digerido, a lo largo de las
calles de cipreses macizos, inflexibles y tercos, negros de puro verdes e impenetrables en
la frondosidad de sus ramas compactas, incrustadas de nueces citrinas que parecen
semillas de algún árbol maldito.
Dentro del sótano, cerca del cajón recién depositado, se hayan estibados varios ataúdes de
diferente época y tamaño, cuya superficie denuncia las injurias de los vapores corrosivos
y cuyas grietas reventadas, revelan los empujones internos de los gases producidos por
los cuerpos encerrados, en contravención a los rudimentos más elementales del sentido
común.
Allí están consumiéndose lentamente los miembros de toda una familia, mezclados con
individuos extraños, que, sin pagar alquiler, reciben el beneficio del último hospedaje,
libres de la persecución por deudas y de los mandatos de desalojo emanados de algún
juez de paz sin alma, hasta tanto que el dueño de la casa no resuelva desterrarlos, como si
no fuera bastante destierro el otro mundo, y no decrete la expulsión, publicando en los
diarios un aviso que diga:
"Se previene a los deudos de los individuos cuyos restos se hallan depositados en el
sepulcro tal, que en el término de ocho días deberán proceder a extraerlos, y que, si no lo
verifican, vencido el plazo, los dichos restos serán trasladados a la fosa común".
Allí están los viejos, los jóvenes, los adolescentes y los niños; los hombres y las mujeres;
las viudas; las casadas y las solteras; las vírgenes por edad o por falta de ocasión; los
libertinos y los virtuosos; todos afanados en transformar los átomos de su cuerpo para los
fines de nuestras apreciables e insondables amigas las leyes naturales.
*
Al muerto reciente le parece oír un gemido en el cajón vecino; su espíritu sutil se levanta
y con aquella curiosidad masculina que, a juzgar por su grandor en esta vida, debe durar
aun en la otra, penetra por las rendijas del ataúd sospechoso.
El cuerpo de una joven yace allí en plena fermentación. Una corona de trapo ex-blanco,
con sus botones de azahar amarillentos, envuelve una cabeza mutilada de la que el pelo,
un largo pelo deslustrado, se ha desprendido por placas, llevándose en partes pedazos de
la piel. Más abajo hay dos hoyos llenos de una gelatina negruzca que desborda por los
ángulos: son los ojos. La nariz está destruida. Los labios comidos dejan ver los dientes
sin encías, de una boca que ríe horriblemente y sin motivo. El vestido se halla
acomodado a lo largo del cuerpo, pegado en el pecho, estirado sobre los muslos,
desgarrado en los bordes; mojado, flácido, hundido en algunas partes, siguiendo las
anfractuosidades del repugnante montón de detritus que cubre. Sobre el estómago están
cruzados los brazos descarnados; las manos conservan entre los dedos un crucifijo de
marfil amarillo, que parece continuar esperando la resurrección de los muertos en la
posición menos adecuada para tener paciencia. El vientre del cadáver es una pulpa
informe, movediza, en que entran y salen legiones vivientes ocupadas al parecer en una
negociación muy urgente. Las ropas han caído entre los muslos formando canaletas por
las que corre un líquido ocre y espeso.
De la atractiva belleza presumible de esta joven en vida, sólo quedan como muestra dos
pies diminutos, altos de empeine, delgados, ligeros, cuya planta se ha posado muy poco
sobre el suelo, calzados con botines de raso blanco que la niña estrenó después de
muerta.
*
Una ráfaga loca de sensualismo cadavérico pasó por la cabeza del visitante, vanguardia
de la primera infidelidad de ultra-tumba que le hacía a su compañera de esta vida, a
aquella rubia linda, fresca, blanca, sabrosa, cuyas ternuras al fin serán para otro, y
vistiendo de carne con su imaginación los huesos desnudos, poniendo ojos brillantes en la
cara monstruosa, labios con calor en la boca destruida y estremecimientos libertinos en
los senos ausentes, abrazó en su paroxismo póstumo el espantoso envoltorio que tenía
delante, y en un beso eterno, vibrante y tembloroso, lleno de todas las delicias de la
tierra, condensó la última voluptuosidad de sus sensaciones, difundiéndose después como
la masa nebulosa de una nube flotante, sobre el cuerpo descompuesto.
*
Vuelto de su excursión al ataúd vecino, envolvióse de nuevo en su manto de cal, dejó
caer los brazos con aquella laxitud de un hombre que ha llevado a feliz término una
aventura extraordinaria y meneó la cabeza con la expresión propia del disgusto por las
cosas conseguidas. ¡Al fin hombre hasta en la muerte!
*
La noche sigue su viaje acompañada por un séquito de estrellas, resbalando en la esfera
de nuestro planeta, como quien pasa la mano sobre una cabeza calva. Los cielos se van en
tropel del Este al Oeste y cada segundo marca el pasaje de un astro por el meridiano de la
tumba silenciosa.
La cúpula del cielo con sus chispas brillantes continúa su marcha eterna por los espacios
siderales, con aquella indiferencia que los fenómenos naturales ostentan ante los dolores
humanos.
*
No sé si todos experimentan el sentimiento de repulsión y de tristeza que a mí me invade,
cuando en medio de algún pesar ¡quién no los tiene! veo que sale el sol como todos los
días, que llueve como en cualquier ocasión, que las cosas conservan su aspecto habitual,
que las gentes van y vienen, que todo sucede, en fin, como si yo no estuviera afligido. La
quietud, monotonía y regularidad de la naturaleza ante el dolor humano, parece una
burla. No hay madre que habiendo perdido un hijo, no se sienta humillada, ofendida,
herida, al considerar la imperturbabilidad de las estaciones, de las horas, de los accidentes
meteorológicos y del almanaque.
*
La noche avanza hacia el oeste comiéndose las horas y va a perderse en el horizonte
arrastrando su manto salpicado de lágrimas brillantes. El cementerio continúa
murmurando los ruidos propios del silencio absoluto; el rumor sordo, indeciso, como de
olas, como de viento o como de cualquier cosa desconocida, sólo se interrumpe por algún
estallido inopinado, indebido, anómalo, sin motivo, pero alarmante, como los tonos
ininterpretables que se oye en los bosques.
*
Al otro día, último y único alivio, ya hay algo de usual, de acostumbrado, de conocido en
la cueva recién ocupada y el hábito, esa forma del dolor crónico que degrada al hombre
hasta hacerlo resignarse a todo en cualquier situación, ha hecho que el muerto se
acomode a su suerte y se convierta en su auto-espectador. El cementerio le parece su
ciudad natal, la tumba su casa, los muertos sus conciudadanos y la insondable eternidad
su patria.

1888.
Vida moderna
Río IV, &., &.
Mi querido amigo:
Por fin me encuentro solo con mi sirviente y la cocinera, una señora cuadrada de este
pueblo, muy entendida en política y en pasteles criollos.
Ocupo una casa vacía que tiene ocho habitaciones, un gran patio enladrillado y un fondo
con árboles y con barro. Tengo dos caballos de montar y uno de tiro. Mi dotación de
amigos es reducida; total: dos viejos maldicientes. He traído libros y paso mi vida
leyendo, paseando, comiendo y durmiendo. Esto por sí solo constituye una buena parte
de la felicidad; el complemento y ¡quién lo creyera! se encuentra también a mi alcance,
aquí, en este pueblo solitario y en esta casa medio arruinada y desierta.
*
¡Soy completamente feliz! Básteme decirte que nadie me invita a nada, que no hay
banquetes, ni óperas, ni bailes y lo que parece mitológico en materia de suerte, no tengo
ni un bronce, ni un mármol, ni un cuadro antiguo ni moderno; no tengo vajilla ni
cubiertos especiales para pescado, para espárragos, para ostras, para ensalada y para
postre; ni centros de mesa que me impidan ver a los de enfrente; ni vasos de diferentes
colores; ni sala, ni antesala, ni escritorio, ni alcoba, ni cuarto de espera; todo es todo;
duermo y como en cualquier parte; el caballo de montar entra a saciar su sed al cuarto de
baño, en la tina, antes que yo me bañe, con recomendación especial de no beber de a
poquitos, ni dejar gotear en la bañadera el sobrante del agua que le queda en el hocico.
*
Recuerdo que cuando era niño conocí un señor viejo, hombre importante, acomodado,
instruido y muy culto. Pues el viejo no tenía en su cuarto de recibo sino seis sillas, una
mesa grande con pies torneados, gruesos y groseros, cubierta con una colcha usada, sobre
la que estaba el tintero de plomo con tres agujeros en que permanecían a pique tres
plumas de pato o ganso. Había además papeles, libros, tabaqueras, anteojos y naipes. De
noche se reunían allí los hombres más notables del pueblo: el cura, el corregidor, el juez
de letras, el tendero y otros ilustres habitantes. Allí se hablaba de la política, de la patria,
de la moral y de filosofía, tópicos que ya no se usa. Concluida la tertulia el viejo se
retiraba a su dormitorio en el que no había sino una cama pobre, una mesita ética, una
silla de baqueta, un candelero de bronce con vela de sebo, una percha inclinada como la
torre de Pisa, que se ladeaba más cuando colgaba en ella la capa de su dueño y por todo
adorno en las paredes, una imagen de san Roque abogado de los perros. A pesar de esta
ausencia de mobiliario que escandalizaría hoy al más pobre estudiante, el viejo era muy
considerado, muy respetado y vivía muy feliz; nada le faltaba.
¡Dime ahora lo que sería de cualquiera de nuestros contemporáneos en tal desnudez!
Cuando me doy cuenta de lo estúpido que somos, me da gana de matarme.
*
Por eso me gusta el poeta Guido Spano.
La semana pasada lo encuentro en la calle y le digo: -¿Cómo le va? tanto tiempo que no
lo veo; ¡usted habrá hecho también negocios! -No, me contestó, soy el hombre más feliz
de la tierra; me sobra casa, me sobra cama, me sobra ropa, me sobra comida y me sobra
tiempo; no tengo reloj ¡y no se me importa un comino de las horas!
Con tamaña filosofía ¡cómo no había de estar ese hombre contento!
En una ocasión me acuerdo haberlo visto en cama enfermo de reumatismo y tocando la
flauta con un pequeño atril y un papel de música por delante. Nunca he sentido mayor
envidia por el carácter de hombre alguno.
*
A mí también aquí en Río IV me sobra todo, pero no tengo flauta, ni atril, ni sé música.
¿Sabes por qué me he venido? Por huir de mi casa donde no podía dar un paso sin
romperme la crisma contra algún objeto de arte. La sala parecía un bazar, la antesala
ídem, el escritorio ¡no se diga! el dormitorio o los veinte dormitorios, la despensa, los
pasadizos y hasta la cocina estaban repletos de cuanto Dios crió. No había número de
sirvientes que diera abasto; la luz no entraba en las piezas por causa de las cortinas; yo no
podía sentarme en un sillón sin hundirme hasta el pescuezo en los elásticos; el aire no
circulaba por culpa de los biombos, de las estatuas, de los jarrones y de la grandísima
madre que los dio a luz. No podía comer; la comida duraba dos horas porque el sirviente
no me dejaba usar los cubiertos que tenía a la mano sino los especiales para cada plato.
Aquí como aceitunas con cuchara, porque me da la gana y nadie me dice nada ni me creo
deshonrado.
*
¡Mira, no sabes la delicia que es vivir sin bronces! No te puedes imaginar como los
aborrezco. Me han amargado la vida y me han hecho tomarle odio. Cuando era pobre,
admiraba a Gladstone; me extasiaba ante la Venus de Milo; me entusiasmaba
contemplando las nueve Musas; tenía adoración por Apolo y me pasaba las horas
mirando el cuadro de la Virgen de la silla.
Ahora no puedo pensar en tales personajes sin encolerizarme. ¡Cómo no! Casi me saqué
un ojo una noche que entré a oscuras a mi escritorio contra el busto de Gladstone; otro
día la Venus de Milo me hizo un moretón que todavía me duele; me alegré de que tuviera
el brazo roto. Después, por impedir que se cayera la Mascota, me disloqué un dedo en la
silla de Napoleón en Santa Elena, un bronce pesadísimo, y casi me caí enredado en un
tapiz del Japón.
Luego, todos los días tenía disgustos con los sirvientes.
Cada día había alguna escena entre ellos y los adornos de la casa.
-Señora -decía la mucama-, Francisco le ha roto un dedo a Fidias.
-¿Cómo ha hecho usted eso Francisco?
-Señora, si ese Fidias es muy malo de sacudir.
Otra vez dejaba Fidias de ser maltratado y aparecía el busto de Praxíteles sin nariz.
Francisco se la había echado abajo de un plumerazo; o bien le tocaba el turno a Mercurio
que se quedaba cojo de algún porrazo; ya sabes que Mercurio tiene un pie en el aire.
Bismarck, el rey Guillermo y Moltke en barro pintado, se han escapado hasta ahora casi
ilesos, gracias a que su pequeña estatura les permite esconderse tras del reloj de la sala.
Pero un gran elefante de porcelana cargado de una torre, pierde cada ocho días la trompa
que le vuelven a pegar con goma.
Otro día, se le ocurre al mismo Francisco, limpiar con kerosene el cuadro del
Descendimiento.
En fin, he pasado estos últimos años en cuidar jarrones, cortinas, cuadros, relojes,
candelabros, arañas, bronces y mármoles y en echar gallegos a la calle con plumero y
todo para que vayan a romperle las narices a su abuela.
*
No te puedes imaginar los tormentos que he sufrido con mis objetos de arte; básteme
decirte que muchas veces al volver a mi casa he deseado en el fondo de mi alma,
encontrarla quemada y hallar fundidos en un solo lingote a Cavour, a la casta Susana, al
Papa Pío nono, a madama Recamier y otros bronces notables de mi terrible colección.
¿Y las flores, las macetas, los ramos, los árboles enteros que mandan a casa y que la
señora coloca en mi estudio como si tal cosa? El patio es un bosque; creo que hay en él
toda la flora y fauna argentina: leones, tigres y millones de sabandijas. Los cactus no me
dejan ir a mi cuarto, me enredo en los helechos y unos malditos arbustos que hay con
puntas y que están ahora de moda, tienen obstruida la puerta del comedor al cual no se
puede entrar sin careta, a menos de exponerse a perder un ojo. Ya estuve a punto de
quedarme tuerto, a causa de un alisum espinosum.
-Mire Juan -le dije un día al portero-: al primero que venga aquí con árboles, con bronces
o con vasijas de loza, péguele un balazo. Ya no hay donde poner nada; para pasar de una
pieza a otra es necesario volar. Uno de mis amigos muy aficionado a los adornos, ha
tenido que alquilar una barraca para depositar sus estatuas y sus cuadros. Yo tengo una
estatua de la caridad que es el terror de cuantos me visitan; no sé qué arte tiene para hacer
que tropiecen con ella. En casa de otro amigo se perdió hace poco una criatura que había
ido con su mamá. Cuando ésta quiso retirarse se buscó al niño en todas partes sin
hallarlo; al fin se oyó un llanto lastimero que parecía venir del techo y voces que decían
¡aquí estoy, aquí estoy! El pobre niño se había metido en un rincón del que no podía salir
porque le cerraban el paso un chifonier, dos biombos, una ánfora de no sé donde, los
doce Pares de Francia, ocho caballeros cruzados, un camello y Demóstenes de tamaño
natural en zinc bronceado.
¡Vaya usted a limpiar una casa así! Lo primero que se me ocurre al entrar a un salón
moderno es pensar en un buen remate o en un terremoto que simplifique la vida.
*
Tengo intención de pasar aquí una temporada, y estaría del todo contento si no fuera la
espantosa expectativa de volver a mi bazar. Algunas noches sueño con mis estatuas y
creo que sabiendo ellas el odio que les tengo, me pagan con la misma moneda y me
atacan en mi cama. Hasta he pensado alguna vez en fingirme loco y arrojar a la calle por
la ventana los bustos de los hombres más célebres, los cuadros, las macetas, las arañas y
los espejos. En fin, tengo un consuelo: no ocurre casamiento, cumpleaños o bautismo en
casa de amigos, que no me proporcione el placer de soltarle al beneficiado algún león de
alabastro, un oso de bronce o los gladiadores de hierro antiguo. ¡A incomodar a otra parte
y allá se las avenga el novio, el bautizado o el que festeja un aniversario!
Excuso decirte, que cuando un sirviente torpe echa abajo un armario lleno de loza y
cristales, no quepo en mí de contento.
Escríbeme pronto y no te olvides de comunicarme en el acto, si por acaso quiebra la casa
de Lacoste o la de algún otro bandolero de su estirpe.
Te recomiendo además, que si puedes hacerme robar durante mi ausencia, algunos
pedestales con sus correspondientes bustos, varios cuadros y todos los muebles de mi
escritorio, no dejes de hacerlo.
Sobre todo, por favor, hazme sustraer las palmeras que obstruyen los pasadizos y el
alisum espinosum que está en la puerta del comedor y al cual profeso la más corrosiva
ojeriza.
En el último caso puedes recurrir al incendio; ¡te autorizo!
Tu amigo-
Baldomero Tapioca.

P.D.-Si el día 1º de año me mandan tarjetas de felicitación, cartas o telegramas, toma


todo ello del escritorio, haz un paquete y mándalo a Francia, dirigido al presidente
Carnot, con una carta insultante, diciéndole que su nación tiene la culpa de que, a más de
todas las mortificaciones criollas que soportamos, tengamos todavía que aguantar la
moda francesa de las felicitaciones de año nuevo.
Vale.

1888.
Mar afuera
(el viajero se despide y se va)

Es incalculable la cantidad de tontos que hay en el mundo a juzgar por los que yo he
encontrado en el camino y entre cuyo número me cuento; viajeros como yo por gusto y
sin maldita la razón que los obligue a viajar, en vez de estarse metidos en su cuarto, en su
tierra, tranquilos y descansados.
Cuando oiga usted decir que los viajes son tan buenos, no crea una palabra a menos que
usted sea dueño de algún hotel, de algún buque, ferrocarril o almacén de maletas y
necesarios con navajas de barba para los que no se afeitan y cepillos empedernidos que
no salen de su estuche a dos tirones.
Tanto vale decir que es bueno sufrir, incomodarse, marearse, asolearse y exponerse uno a
que lo estrujen, lo alcen, lo bajen, lo acomoden, lo apuren y lo reglamenten.
Comience si quiere convencerse de la verdad de mi juicio, por recordar que apenas
anuncia usted en su pueblo su intención de viajar, divide a sus relaciones en dos bandos:
uno que aprueba el viaje y otro que lo condena; llegando con tal motivo, a hacerlo tema
de conversación, punto del cual no sale usted sin dejar un buen pedazo de la piel.
Por fin los bandos se uniforman, y declaran indispensable el viaje proyectado,
respondiendo a esta idea: cuanto menos bulto, más claridad; y desgraciado de usted si no
se va pronto o si resuelve quedarse, porque entonces verá pintada en el rostro aun de sus
mejores amigos, la desazón que les causa su demora o su cambio de idea.
-¿Cómo? ¿no se va? ¿y para qué dijo que se iba? ¡pues hombre, vaya una ocurrencia!

Así, el que anuncia un viaje debe irse, pues sus conciudadanos hechos ya a la idea de
verlo marcharse, son capaces de armarse para echarlo a palos si no se va de motu proprio.
*
Sucede en estos casos lo que con los enfermos graves que duran mucho tiempo, si no se
mueren causan un serio disgusto a los amigos, a los relacionados y a una parte de la
familia, pues era ya cosa recibida que el enfermo se moría y todos se hallaban ya
resignados a soportar tan irreparable desgracia. Los empresarios de pompas fúnebres, los
vendedores de cajones de difunto, los dueños de caballerizas y los tenderos de "La Cruz",
especialidad en géneros de luto, se ven afectados en sus intereses y tienen razón de
irritarse contra el enfermo que no se ha muerto; y lo mismo les sucede a los herederos,
salvo error u omisión; pero lo que difícilmente se comprende, si no se escudriña bien
cuánto hay de insólito, de complicado y de misterioso en la composición de los
sentimientos humanos, es el furor de los amigos, por el chasco que reciben, ellos, que ya
se habían compuesto una cara dolorida, para la circunstancia y habían mandado limpiar
sus levitas cruzadas de paño negro.
*
Las impresiones de despedida, al emprender un viaje por mar, se han modificado mucho
en los países en que es necesario ir a tomar el gran buque a los quintos infiernos, gracias
a las incomodidades que los acompañantes y el acompañado experimentan en la travesía.
La lucha entre el corazón y el estómago se establece y el último vence. Mejor, así se
diluye el sentimiento y los viajeros ahogan sus lágrimas para agitar sus pañuelos
saludando a los parientes que vuelven a tierra.
¡Solo en el buque! ¡Fenómeno curioso! La sensación que invade a cada viajero es la del
abandono al entrar en su camarote, aun cuando sepa que va a tener por amigos a las
pocas horas, a los quinientos o mil pasajeros que se hallan a bordo.

La casa flotante, desconocida, llena de olores extraños, el movimiento de bagajes, la


confusión de voces, los pedazos de frases que uno oye a los que se despiden de prisa y
encargan algo a sus acompañantes, el afán de cada uno por acomodar sus maletas, la
imposibilidad de ocuparse metódicamente de cosa alguna, el ansia por que todo concluya
y comience a caminar el buque, la distracción con que uno contesta a los que le hablan, la
falta de coordinación de las ideas, cierto malestar intranquilo que se sufre por no saber lo
que uno ha olvidado, pero calculando que es mucho y lo más importante; el espectáculo
que ofrecen todos los que se embarcan, medio atontados y egoístamente ocupados de sí
mismos, sin miramiento para los otros y sin la cortesía y buena educación de tierra; los
gritos de las criaturas que protestan contra la estrechez y los de las gallinas, patos y
gansos izados en proporciones colosales para ser comidos a bordo; la mezcla de visiones,
ruidos y olores... todo el conjunto en fin, de escenas nuevas produce esa sensación de
soledad, de abandono, de angustia y de temor que es necesario experimentar para
conocer.
*
Allá a lo lejos se ve los buques a vapor o de vela pequeños que se llevan a tierra a los
amigos, mientras uno va temeroso a reconocer el ojo de buey de su camarote que miró
como una amenaza al acercarse al gigantesco navío, ojo de buey que no sé por qué se
llama así, siendo una simple ventana que da al río o al mar, destinada a meter la luz y la
fotografía del horizonte y de las olas a la celda pequeña del pasajero mareado que en la
travesía pierde desde el deseo de la propia conservación, hasta el pudor y la dignidad,
cuando el buque se mueve mucho, cabeceando o rolando sobre la onda.

Llega la hora de comer (todos quieren comer haciéndose los guapos) se sientan a la mesa
guardando un afligente aplomo; la conversación se anima entre los habituados, una que
otra palabra sale también de los labios de los novicios, pero poco a poco una seriedad
náutica va extendiéndose sobre los rostros, el bullicio se apaga, sólo continúa el ruido de
los platos y cada uno de los comensales comienza a ver entre nubes y celajes a sus
compañeros; ve subir y bajar al de enfrente, ponerse pálido al del lado, levantarse al de
más allá y salir tambaleando como un cadáver ambulante, en busca del aire de cubierta,
para librarse de lo que no se librará en todo el viaje, de su estómago, de su cabeza, de esa
enfermedad infinita que se llama mareo, género morboso que absorbe, oprime, remueve
y lacera como todas las dolencias juntas, como todos los pesares, como la suprema
fórmula de todas las ansiedades humanas.
La conciencia de la personalidad se pierde, la vista se oscurece, los ojos miran al infinito
mil vaguedades sin forma y a cada hundimiento, levantamiento o inclinación de la casa
flotante, siente uno que el universo se confunde, las estrellas bambolean, el firmamento
se viene abajo y cae como una mole para aniquilar las percepciones del viajero miserable
que haría de buena gana un contrato para que el diablo se llevara su alma, con tal que el
buque se fuera a fondo en el abismo.
*
Y luego vienen los consoladores de a bordo, los que no se marean, con sus consejos
irritantes, con sus ofertas de comida, con su presencia satisfecha que parece una burla,
con su pie marino, odioso para el que no puede moverse, en tanto que sobre cubierta
aumenta el tendal de enfermos olvidados de sí mismos, maldiciendo la hora en que
nacieron y esperando en vano un momento de quietud, por misericordia, una cesación del
vaivén eterno que el barco ejecuta sin piedad, sin conmiseración, sin tregua ni reposo,
como un enemigo sarcástico y cruel que se complace en el tormento de sus víctimas.

Con qué placer renunciaría uno a su estómago, a su cabeza, a su existencia misma, a su


presente y a su porvenir, en aquel mar de sufrimientos en que se ahogan hasta los
recuerdos más queridos y las más tiernas ilusiones.

Todo parece cambiado, cada cosa tiene gusto a otra desagradable; las sensaciones están
como forradas en algodón; uno tiene el alma colchada, obtusa, negra, oscura; el pobre
cuerpo está demás; los brazos incomodan, las piernas deberían estar en otra parte, la nuca
atormenta, no tiene uno frente y la lengua es un trapo espeso, pastoso, impropio para la
articulación. Si alguien viniera y recogiéndolo a uno con una pala lo echara al mar, haría
una obra buena, que el mareado agradecería y encontraría natural.

El horizonte sube y baja, se ladea y simula buscar un acomodo que no encuentra y el


golpe de las olas, metódicamente desordenado, sobre los flancos de la insoportable
embarcación, marca los compases del sufrimiento más intenso, minuto inacabable, que
parece una agonía sin principio ni fin, en medio de un baile de todas las cosas,
atolondrado y tontamente ejecutado, dentro de una atmósfera de embriaguez envenenada.

DONDE EL VIAJERO CONTINUA EXPERIMENTANDO LAS DELICIAS DE LA


TRAVESÍA Y LOS ENCANTOS DE A BORDO

Los personajes del buque desfilan como los del teatro, metamorfoseados: los que
vinieron con sombrero alto y levita, tienen ahora gorro y saco.

¡Jamás he visto mayor colección de gorros con orejas y sin orejas: negros, blancos,
grises, azules, con visera o sin ella! Las mujeres, retiro la palabra, las señoras casadas y
las niñas solteras, han cambiado esos increíbles aparatos que se plantan en la cabeza, por
casquetes y otros adornos que les sientan generalmente mal, ¡contra su opinión! En un
abrir y cerrar de ojos todas las personas que uno ha conocido en tierra o ha visto y tenido
como sujetos cuerdos, aparecen con un traje que jamás usaron y que les da el aspecto más
extraño, un poco grotesco y ridículo.
Esta trivialidad de vestirse especialmente para estar en un buque, no se explica ni se
entiende, pero es una necesidad. No le creen a uno que se ha embarcado, si no lleva la
librea de a bordo y lo raro del caso es que todos, viejos y jóvenes, mujeres y niños, creen
que están adorables con su nuevo traje.
Pero el primer día no tiene uno tiempo de fijarse en estas menudencias; apenas si se da
cuenta de cuántos conocidos hacen el viaje. El camarote atrae; la cama a pesar de su
estrechez y de sus almohadas cilíndricas, ¡no sé por qué! y duras como almas de jueces,
convida al reposo y uno se acuesta en ella con el cuerpo molido, el alma molida y la
cabeza en torbellino, a rumiar sus recuerdos, a dejar pasar como visones las escenas de
los últimos momentos, las despedidas, los llantos, los apretones de manos mecánicos, los
sentimientos sinceros, el panorama de la dársena, el pasaje de los coches que lo trajeron a
ella, algún accidente insignificante que se ha grabado en la memoria porque le ha dado la
gana, tal como la capa de goma del cochero con un ojal roto o un vendedor de lámparas
que se encontró al paso, y sobre todo, sobre todo, bien sobre todo, a masticar con una
especie de tristeza apurada, la incertidumbre del porvenir oscuro, vacilante, medio
amenazador por lo desconocido y presentando como hechos hostiles, todos los que van a
ocurrir en las ciudades y comarcas a las que uno se dirige y en las que las gentes extrañas
que será forzoso tratar, se perfilan con una silueta enemiga, interesada, agresiva contra el
extranjero sin defensa.
*
Una impresión de la mente humana innata en ella, nos hace perder el aplomo entre
extraños y calcularles sobre nosotros mayores derechos que los nuestros sobre ellos. Así,
la ignorancia de las costumbres nos hace suponer que toda exigencia es legítima y toda
resistencia de nuestra parte un atentado; ese falso concepto es la base de la explotación
universal del indígena sobre el viajero, a menos que el último sea un cumplido caballero
de industria.
Todas estas ideas, cálculos, juicios, recuerdos e indiferencias, bullen en la cabeza sobre el
cilindro duro que está debajo, martirizándole a uno la oreja, mientras el camarote,
siguiendo las oscilaciones del buque, cabecea o rola alrededor de un eje desconocido. La
onda amarga, nombre poético de esos seres fugitivos y desagradables que se llaman olas,
ha comenzado a golpear los flancos del barco, produciendo un ruido de flagelación con
trapo mojado, ruido isócrono que incita al sueño pero que no deja dormir.
Las visiones, los recuerdos y las inferencias continúan pasando a compás de las olas
bulliciosas; la monotonía del movimiento y de los tonos líquidos sólo se altera por alguna
voz que llega de los que aún no se han acostado o algún estremecimiento causado por
cadenas, que se arrastran o por la salida de la hélice en una inmersión desatinada de la
proa que ha metido demasiado las narices en el océano.

Los pasos cadenciosos de los guardianes sobre cubierta, traen la noticia de que alguien
vigila sufriendo las ráfagas de viento, en el silencio de la noche, mirando el horizonte
oscuro o contemplando las estrellas del firmamento que caminan pestañeando su luz al
menudeo, con la imperturbabilidad de los astros lejanos a quienes no les ha llegado aún
la noticia de que uno se ha embarcado y que está bien y debidamente estibado, junto con
sus recuerdos, en una célula flotante y sobre una cama con costillas.
*
La noche va haciendo su camino arrullada por las olas; cada uno en su camarote pasa
revista a sus impresiones, las cuenta, las clasifica y elige, como tema de sus meditaciones
náuticas, las más importantes o las que más le muerden el corazón; regularmente las
reminiscencias tiernas, las amistades masculinas o femeninas que deja, las esperanzas, las
desolaciones y las dudas melancólicas que le aprietan las hojas del alma, como si fueran
papeles puestos sobre una mesa, para que no se vuelen, bajo la presión de un objeto
pesado.

Y haciendo coro a esta falange de imágenes, se hacen sentir inquietantes las pulsaciones
de la máquina, corazón del transatlántico, que durante cientos de horas, canta
constantemente su romanza monótona: pom, pom; pom, pom; con sonidos de aire
metálico, inspirando lástima, estremeciendo, deleitando y afligiendo a los que a través del
ruido cadencioso, ven el trabajo titánico de los foguistas, metidos en el infierno,
acarreando carbón, arrojándolo con las palas en las bocas de las hogueras insaciables,
hambrientas; y todo para que cada émbolo entre y salga como un loco envuelto en aceite,
en el cuerpo de la bomba y haga disparar desatinado un juego completo de manubrios
que como músculos gigantescos y lucientes, dan vueltas vertiginosas, recibiendo por
dosis homeopáticas la extremaunción que una mecha embebida les suministra al paso,
para traducirse al exterior, en un aleteo formidable de las hélices.
*
No sé si se duerme o se está despierto en las noches de a bordo; la vigilia parece un
entresueño y el sueño una inconsciencia durante la cual se percibe por fajas y a retazos
los acontecimientos cerebrales. Lo cierto es que a la hora en que uno se cree despierto, lo
primero que oye es el rumor de la sístole y diástole de la máquina; única noticia con que
uno cuenta por el momento para saber que no está en su casa. Luego el viajero si es
avisado, se incorpora y ve por la ventana el mar, igual exactamente al que dejó la víspera
en el mismo sitio, salvo una que otra variación de color que depende del cielo, de la
profundidad del agua o de lo que Dios quiera.
*
Todas cuantas descripciones he oído o he leído del mar, son mentira.

El mar no tiene color ni forma determinada; alterado, tranquilo, tormentoso, con olas
chicas o colosales, azul, plomizo, celeste, pardusco, verde claro u oscuro, con o sin
espuma, el mar según mi experiencia es una grande extensión de agua caprichosa,
caracterizada especialmente por la ausencia de toda variación y de toda monotonía y por
la falta absoluta de pescados.
¡Qué barbaridad! van a decir los lectores, si los tengo, pero yo los pondría en mi caso y
les preguntaría su opinión, después de veinte días de navegación en que ni por asomo,
hubieran visto alma viviente en tres mil leguas de agua, alma de pescado, se entiende.
Los que cuentan sus viajes, dicen:

"El buque es seguido constantemente por innumerables tiburones", mentira; no he visto


un solo tiburón, y si no contara con más que mi viaje para conocer a esos caballeros, no
sabría de ellos una palabra.
"Se ve a los lejos las columnas de agua que arroyan las ballenas y muchas veces
acompañan ellas por leguas y leguas a las embarcaciones" mentira; no hay tales ballenas;
estos estimables cetáceos se han hecho notables por su ausencia, durante nuestra travesía.

"Enjambres de toninas y mil variedades de pescado acuden al costado del navío",


mentira; no hay tales enjambres ni tales toninas, ni más variedad de peces que los que
uno se imagina, recordando los libros de historia natural en que estudió.
Un pasajero dijo que había visto un tiburón, o una ballena y todos lo tomaron por loco.

A mí me pareció ridículo estar en el mar, hacer una travesía de veinte días, detenerme en
los puertos, recorrer las bahías y no ver un solo pescado, pero ni uno solo, apelo al
testimonio de los pasajeros todos, cuya nómina pueden ustedes ver en la agencia de
mensajerías marítimas calle Reconquista. Digo, pues, que me pareció ridículo vivir un
mes casi en el mar sin ver pescados y no queriendo tener que contar tan extraordinario e
increíble acontecimiento, allá a la altura del día número 19 de navegación, pedí una caja
de sardinas, llamé a todos los pasajeros, procedimos a abrirla con toda solemnidad y
fueron esas excelentes y populares conservas, los únicos pescados que vimos en el
océano Atlántico.
*
En cambio el mar inmenso, infinito, asombraba y entristecía con su inacabable extensión;
el mar siniestro durante la noche, alegre y chispeante en las horas del día, luminoso y
fresco a la madrugada, amontonaba sus olas alrededor del buque, dejándose hender por la
quilla en el rumbo elegido hacia el horizonte que hilvanado al cielo y haciendo causa
común con él, no daba señas de concluirse jamás.
De tiempo en tiempo una onda mal humorada se quebraba en la borda y salpicaba con su
cabellera desmenuzada la base de los mástiles, rociando la cara de los paseantes de
cubierta, algunos de los cuales llegaron a probarla, encontrándola salada, lo que no es
raro. Pero sí lo es, que a la Divina Providencia se le haya ocurrido disolver tanta sal en
uno solo de los elementos de la naturaleza y se le haya olvidado enteramente echar un
poco siquiera en ciertos comestibles, que bien lo han menester, tales como los huevos,
por ejemplo, a los cuales yo a ser Dios, les habría puesto una buena cantidad, con gran
solaz y contentamiento de los hombres afectos a comerlos fritos, escalfados o pasados
por agua.

Demás está el decir que con tal comportamiento habría quizá podido dejar potables las
aguas de algunos mares, vista la enorme cifra de huevos que hoy consume la humanidad.

Algún defensor de estas irregularidades o extravagancias de la naturaleza, podría tal vez


objetar que la sal en los huevos sería perjudicial a los futuros pollos, pero esa objeción se
contesta con esta observación admitida por todas las academias del mundo: que a los
pollos, para comerlos, también hay que echarles sal.
Nadie tomará a mal, supongo, esta pequeña disidencia entre el autor de los mundos y yo,
viviendo en un país demócrata que consagra la libertad de conciencia, el voto popular y
otras yerbas. Debo confesar, sin embargo, y por vía de disculpa que a nadie se le puede
juzgar por un detalle y que si el Creador del Universo fue poco previsor al hacer la
distribución del cloruro de sodio y cometió otros errores, tales como no ponernos uno o
dos ojos en la nuca que tan útiles nos serían, y hacer llover en el mar, lo que es realmente
una tontera, en cambio ha hecho otras cosas que son muy agradables y muy buenas; la
religión, por ejemplo, ¡y las ostras frescas!
*
Bien visto, embarcarse es una temeridad, pero una vez a bordo nadie piensa en el peligro
que corre, quizá porque ese peligro es de cada momento, de cada segundo. El buque
puede hundirse por mil causas, incendiarse, perder sus velas o su máquina. El
comandante, jefe absoluto, puede volverse loco, el piloto equivocarse y estrellarnos
contra las rocas, la tripulación rebelarse y emprenderla con los pasajeros. No sé como no
se muere uno de miedo, al calcular que si cae al mar es irremediablemente perdido, ya
sea porque se ahogue, pues de nada le serviría nadar aunque pudiera, una, dos o más
leguas, que no son distancias apreciables en la inmensa extensión, ya porque se lo coman
los voraces carnívoros que habitan, según dicen, el líquido elemento, caso en el cual
seguro está cualquiera de pasar un mal rato, visto que ni la esperanza le quedaría de ser
conservado como San Jonás en el vientre de una ballena, pues por los tiempos que corren
las ballenas calvinistas, luteranas, o simplemente librepensadoras al parecer, no prestan el
menor concurso a la confección de milagros.
Ya me veía yo a brazo partido con un cetáceo colosal por esas olas de Dios, cuando me
imaginaba que caía en el mar.
*
Una noche sobre todo ¡qué espanto!
El viento había comenzado a soplar fuertemente desde por la tarde. "Ha refrescado un
poco" dijo el comandante. ¡Maldito vocabulario de estos marinos! llaman refrescar un
poco cuando el buque anda dando tumbos, sacudido por las olas y los pasajeros cómo
pelotas, de banda a banda, renegando contra los fenicios que inventaron la navegación y
contra el sandio que aplicó el vapor a la tortura del mareo.

Durante las primeras horas de la noche continuó refrescando y a eso de las doce el
refrescamiento llegó a tal grado que no había a bordo cosa con cosa. Bien acuñado por
varias pilas de almohadas, tramitaba yo el escaso pedacito de sueño que las circunstancias
me permitían, cuando llegaron a mis oídos los clamores de los pasajeros, los llantos de
las criaturas y los juramentos de los marineros.
El buque estaba domando un caballo salvaje; el mar hecho una furia lo alzaba en la
montaña de sus olas y lo hundía repentinamente en el abismo. El cielo estaba negro como
una casa mortuoria, el huracán silbaba en las cuerdas, la armazón del casco crujía y se
quejaba como un agonizante martirizado.
Las aguas trepaban sobre cubierta y se estrellaban en las ventanas circulares de los
camarotes que con sus gruesos vidrios y sus formidables cerrojos, apenas resistían al
empuje desenfrenado. Un combate violento se empeñó entre el barco y el mar; la punta
de los mástiles parecía a veces prepararse a ensartar las masas líquidas que los
atropellaban; mil trombas juntas semejaban haberse dado cita para destrozarlo todo; la
hélice giraba en el vacío fuera del lugar de su trabajo, modulando tonos ásperos y huecos;
los fuegos de las hornallas amenazaban apagarse; las olas convertidas en arietes
atronaban con sus golpes furibundos y trepando sobre la borda, parecían asomarse a
mirar por todos los resquicios cuanto pasaba en los compartimentos.

Los animales en sus jaulas lanzaban gritos afligentes anunciando el fin de sus días. El
terror estaba pintado en todos los semblantes; el comandante y los oficiales permanecían
mudos y sordos ante las preguntas de los pasajeros.
*
La bodega estaba casi llena de agua, las bombas de vapor y de mano hacían un trabajo
estéril; la tormenta había venido de sorpresa y no dio tiempo a cerrar las bocas de carga;
el agua entraba por los ventiladores de las máquinas; dos o tres hombres habían sido
barridos a la mar. Todo rugía, golpeaba, crujía, silbaba, tronaba en tanto que el barco
bailaba una danza espantosa en medio de la triste y repentina tragedia. Ni un átomo de
luz en el horizonte, ni un segundo de reposo en el mar que parecía recibir refuerzos por
momentos, al mismo tiempo que cada soplo nuevo del huracán anunciaba que el grueso
de la tormenta venía en marcha.

Ni una chispa luminosa en el firmamento, ni el pretexto de una esperanza en el alma.


*
Contra la borda los marineros en medio de la borrasca que los entorpecía y los cegaba, se
afanaban en preparar los botes y aparatos salvavidas; la oscuridad era intensa, las
linternas a pesar de sus reflectores, no alcanzaban a disiparla; sus rayos penetraban
apenas algunos centímetros, disolviéndose en seguida en la compacta espesura; la noche
densa se los tragaba sin dejar ni la penumbra. Todo se hundía, vacilaba, claudicaba en un
ambiente helado, negro y fantástico. Los preparativos, los ruidos, los sacudimientos, los
esfuerzos de la máquina y la lucha del pobre timón estropeado, los gemidos de los cables
y el aleteo de los jirones de velas; todo en fin aterrorizaba en aquel lamentable escenario.

Las horas pasaban en mortal zozobra y todo continuaba golpeando, tronando, silbando,
rugiendo como mil fieras enjauladas y celosas.

Todo estaba roto, descompuesto, inobediente, comenzando por el timón y concluyendo


por la brújula.
*
A alguien se le ocurrió rezar, y a la luz de una lámpara ahorcada como un ajusticiado y
columpiándose en extensas oscilaciones, se arrodillaron los pasajeros y encomendaron su
alma a Dios.

Al levantarse, un terrible estallido, semejante a la explosión de una granada colosal los


dejó estáticos, un grito de espanto se oyó en seguida, las mujeres comenzaron a llorar
abrazadas de sus hijos, hermanos y parientes.
La lámpara dio un último columpio y haciéndose pedazos en su caída dejó de alumbrar el
recinto; todo quedó en tinieblas.
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El comandante, un agradable caballero instruido, que conoce los mares como la palma de
sus manos, porque ha viajado en todo el mundo, hombre sereno y contenido, bajó al
recinto donde estaban reunidos los pasajeros. Su aparición nos alarmó aún más; se le
notaba conmovido y a pesar de sus esfuerzos la inquietud estaba pintada en su rostro.
Con voz un tanto temblorosa nos dijo: "Es necesario que cada uno tome en su camarote
los objetos de más valor o que quiera conservar y los asegure contra su cuerpo, bien
atados; vamos a embarcarnos en los botes, porque el Orenoque está en peligro"... Nadie
puede imaginarse el efecto de semejante noticia. Los pasajeros obedecieron la indicación
silenciosamente, el recinto quedó desierto; afuera el rumor de la tempestad continuaba,
uniéndosele el ruido de los preparativos para echar los botes al agua. Pronto todo estuvo
listo, fuimos llamados a la cubierta para pasar a los botes como pudiéramos. Las
pequeñas embarcaciones subían y bajaban al costado del buque golpeando sus flancos y
tironeando las amarras; era imposible trasbordarse sin riesgo de la vida. Los marineros
comenzaron a tirar a los botes los pasajeros como si fueran objetos; primero las mujeres,
después los niños, que eran barajados por sus madres.
*
En los momentos de grande peligro una especie de inconsciencia estoica se apodera de
uno, de lo que resulta un semi aplomo salvador con que nos dota la divina Providencia,
que para algo ha de servir. Cada padre, madre, marido, hermano o pariente veía pasar
volando a su hijo, su mujer, su hermana o su amigo, del buque al bote, arrojado por un
marino y recibido por otro, sin aparente conmoción. Los ojos estaban secos, el pecho
oprimido, los semblantes pálidos, la sangre parecía haberse retirado de los capilares para
buscar refugio en el interior de las entrañas. Una orquesta de rumores sordos, de golpes y
de estremecimientos acompañaba las angustias extremas en el confín de la vida. La
tragedia era interesante, cada uno habíase convertido en el espectador de su propio
desastre y del de sus compañeros. La imaginación que siempre está fotografiando, aun en
la cabeza del que sube al cadalso, recogía las escenas fantásticas de ese embarque
temerario, en el que se veía a los que ya estaban en los botes, tan pronto a la altura de los
mástiles como al nivel de la quilla del navío.
*
Cuando me tocó mi turno quise pasar aprovechando un momento en que el bote se ponía
cerca de la borda; no acerté a hacerlo, mi pie encontró el vacío y luego sentí una presión
espantosa en la rodilla que había sido tomada entre las dos embarcaciones.... después,
como entre sueños, sentí el ruido de un cuerpo que caía en el agua, mis ojos no vieron
más que sombras, me helaba, me moría.... me ahogaba. Probablemente me desmayé...
¡Un terrible campanilleo resonó en mis oídos! ¡El timbre me pareció conocido!....
¡Llamaba a tomar el té un mozo del comedor, campanero más diestro que Cuasimodo!

¡Cómo! me dije ¿también dan té en el otro mundo? pues no podía comprender que las
escenas tan vivas de la tormenta no fueran reales.
*
La máquina seguía con su monótono compás, cantando por lo bajo su ópera eterna y
anunciando que no había cesado de andar en toda la noche. Una brisa ligera entraba por
la ventana, el mar continuaba cosido al horizonte; ningún buque estaba a la vista y un
mundo de almohadas comenzó a llover de mi camarote.
Al fin y al cabo había visto una tempestad siquiera en sueños, para que la uniformidad
del viaje con menos accidentes que haya habido fuera destruida.

1889.
Chaica y Cikaia
Del cómo y del porqué escribí yo en mi tesis
sobre el Hipo cierto párrafo acerca de las
rubias, y la conexión de este asunto con las
carreras de Moscow.

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El caballo de nuestro conocido se llamaba Chaica, que quiere decir cigüeña u otro pájaro
canilludo de esos de laguna, con pico largo y aire melancólico. Item más, Chaica no era
caballo, sino yegua, una yegua de cabeza chica y descarnada, patas y manos finas como
las de una dama distinguida, ojos vivos, delgada de cuerpo, esbelta y aire entre resuelto y
modesto. Chaica era un animal simpático; así nos pareció a lo menos al verla aparecer en
la pista yendo y viniendo, en esos preparativos interminables de las carreras, muy
explicables para los entendidos e interesados, pero muy aburridos para el público.
La pobre Chaica tenía que saltar más de veinte obstáculos en tres vueltas del circo; era un
exceso. Cada día los aficionados a las carreras se hacen más salvajes. En Bélgica hacía
pocos días que dos oficiales de los más distinguidos se habían roto el pescuezo, quedando
muertos en el hipódromo; sus cuerpos fueron levantados y las carreras continuaron ante
los diez mil espectadores, como si nada hubiera sucedido.
Felizmente para la moral y la cultura, el gobierno belga ha prohibido las carreras
ultrapeligrosas. Entre tanto, en otras partes se intenta, dicen, hacerlas todavía peores,
llegando en el camino de las locuras, hasta pensar en esparcir hojas de col en la pista tras
de cada obstáculo para que los caballos resbalen y manden al diablo a sus jinetes, yendo
ellos mismos a parar al otro mundo, con permiso del padre Astete, quien no admite la
inmortalidad para los brutos.
Sin embargo, en este caso, difícil le sería al Padre Eterno saber cuáles eran los brutos, si
los caballos, forzados a descuartizarse, o los hombres, inventores de tales atrocidades.
La carrera de Moscow no era muy peligrosa; los obstáculos, si bien numerosos, no
ofrecían nada de extraordinario, sin ser por eso un juguete.
De quince competidores apuntados, sólo cinco se presentaron; animales de raza también,
y dignos de luchar con Chaica. La carrera comenzó bien para la yegua de nuestro amigo;
pero a la mitad un caballo negro pasó adelante. Antes de concluirse, cayó uno de los
jinetes, sin saberse porqué, en el espacio entre dos obstáculos. Chaica entró segunda
después de haber saltado sin dificultad las barreras.
Grandes aplausos en el palco. El caballo vencedor, según la costumbre rusa, debe ser
paseado por su dueño a lo largo de la línea de espectadores. Así se hizo en todas las
carreras.
Los dueños, con un aire modesto, sombrero en mano para contestar los saludos y
llevando a su caballo de la brida, caminaron de ida y vuelta por delante de la tribuna.
No fue muy bullicioso el entusiasmo, pero sí muy verdadero; las niñas y señoras no
economizaron sus aplausos.
*
Una joven que con otras ocupaba un palco, junto al nuestro, mostraba tener sumo interés,
por los caballos creo, no por los jinetes; aplaudía a veces vigorosamente o dejaba caer los
brazos con desgano, según los accidentes de la carrera. Yo me entretuve en mirarla y veía
las escenas del hipódromo a través de las impresiones de la niña, embellecidas como las
imágenes de un espejo.
De pronto me asaltó un recuerdo: "Yo he visto antes esa cara -pensé-; ¿pero dónde? Ya
caigo; en mi tierra, en mi barrio. Es Filomena, la de mi tesis..." Y en un instante, con
aquella rapidez del pensamiento que concentra diez años de vida en un segundo, sin dejar
un detalle, vi una época entera del pasado, que contada parecería una eterna digresión en
este sitio, pero que en mi mente sólo fue un relámpago...
"Eva brota en la tierra con el cielo por techo y la yerba por alfombra. Su larga cabellera,
rubia como el oro, cae en ondas sobre sus hombros mórbidos y jugando con el viento,
descubre, de tiempo en tiempo, lampos de carne blanca como la nieve y ardiente como el
sol.
"Sus besos son sabrosos y sus miradas, de ternura y de pecado; los efluvios de su pasión
recién despierta inducen y contagian las ondulaciones de su deleite interno, reflejando
sobre su propio seno los estremecimientos de un desmayo.
"Ella es la cuna del linaje humano que se renueva regada por su sangre, y en sus ojos
serenos y en sus labios amantes, tiene luz y calor para proteger, en este mundo frío, el
cuerpo endeble del recién nacido."
¿Eran éstos los párrafos de mi tesis? No podía ser. ¡Cómo me habría yo aventurado a
presentar tales atrevimientos ante académicos provectos, castos y religiosos!
Mi memoria no me era fiel, sin duda. Yo solía recitar mis párrafos inoportunos con cierto
amor propio de literato novicio y desvergonzado; y ahora los desconozco. Quizá el
sentido era el mismo en el original... pero ¿la forma?... He ahí los inconvenientes de
andar uno sin su tesis (preconizo esta observación filosófica ante los viajeros).
*
Eva... Yo la puse Eva a causa de la Facultad, pero era Filomena... vivía en la calle de...
un general cualquiera sud-americano, héroe por lo tanto... cerca del hospital.
Señas particulares: edad, diecisiete años; manos muy grandes, como las de todas las
mujeres lindas que yo he conocido; pelo rubio; ojos azules muy oscuros; cejas y pestañas
pobladas y de un castaño intenso, casi negro (contraste adorable); boca y todo lo demás
como para satisfacer cualquier ambición. Sólo el nombre me incomodaba un poco;
Filomena... ¡Un error irremediable en su bautismo!
Yo tenía por ella una de esas pasiones irracionales de los veinte años, caracterizada por
las equivocaciones siguientes:
Ella era una mujer excepcional.
Me adoraba.
Había fidelidad en este mundo.
Mi amor para ella no tenía límites.
El mismo duraría eternamente.
Si ella faltara se acabaría el universo.
La vida sin ella era incomprensible.
Yo no debía dormir ni comer a causa de ella.
Era justo que yo trotara leguas con ella.
Soñaba con ella, deliraba con ella.
Ella estaba para mí en todas partes, hasta en el anfiteatro.
Si asomaba la cabeza al broquel del pozo de mi casa, la descubría en el fondo; y si
miraba al cielo, Canope, Saturno, Júpiter, Cirio, Aldebarán, la Cintura de Orión, Xy-
Tucana, Alfa-Centauro y hasta las Osas mayor y menor, me parecían Filomena.
Le dedicaba todos mis pensamientos, y en mi manual de terapéutica puse su nombre
entre los modificadores más eficaces del sistema nervioso.
¡Si éstos no son los síntomas seguros de la enfermedad conocida con el nombre de amor
verdadero , venga Dios y lo diga!
Con tales antecedentes, ¿cómo iba yo a dejar de consignarla en mi tesis?
Era difícil, sin embargo, hacerlo, tratándose del Hipo, accidente respiratorio, y de
Filomena, cuya tocaya, la santa de su día, no murió de semejante afección, sino de
síncope, en un concierto de aficionados, según lo llegué a saber en el curso de mis
investigaciones para hacerla figurar entre mis casos prácticos.
Por suerte, Eva fue mujer y lo probó suficientemente; y aun cuando según mis cálculos,
por el hecho de vivir a la intemperie, nuestra fecunda madre debió ser una india bastante
morena, de cabello negro, duro y ordinario, como yo la necesitaba exquisita y delicada,
la hice blanca, rubia, débil, sensible, sujeta a las enfermedades propias de su
temperamento y una vez en este camino, poco me costó encontrar antecedentes para
suponerla histérica (recuérdese el asunto de la manzana) el histerismo como se sabe...
etc., etc., de ahí el hipo, naturalmente... y la rubia de mi barrio entró triunfante en mi
tesis con todo lo que yo quise inventarle.
*
Más tarde, ¡pobre Filomena! renunciando a los idealismos de un amor universitario,
platónico e intranscendente, se casó con un estanciero del sud, buen hombre, casi
analfabeto, excelente por lo tanto, para marido, y ahora tiene once hijos, uno de los
cuales debe llamarse Eduardito, si la pérfida conserva en su corazón un átomo de nobleza
y de gratitud para el estudiante que le consagró su afecto sincero y el párrafo más
arriesgado de su último examen.
Su notable semejanza con la joven rusa, vecina del palco, me hizo evocar su imagen y su
pequeño romance. Era ella misma transmigrada; había olvidado su idioma y sus amigos,
los años no habían pasado y nada más. Ya no me conocía, y yo, al verla trasplantada y
desposeída de su propio ser, sentí una comprensión mortificante.
¡Qué encantos tiene una mujer que se parece a otra!
*
Pero dejando a un lado locuras y fantasías, dígolo ingenuamente, no esperaba encontrar
en el centro de Rusia una criatura tan linda y tan graciosa. Para que nada le faltara, sus
hermanas eran feas; hermanas digo, refiriéndome a sus compañeras de palco, por estas
razones: por ser parecidas a ella como una criatura a un retrato, por tener las orejas
iguales (entre los hombres como entre los perros el parentesco se hace patente en las
orejas), porque el timbre de su voz era semejante y en fin, por la similitud de los trajes;
las tres estaban vestidas de verde, pero el verde de la bonita era un verde... ¿cómo diré?...
era el verde de ella; los colores cambian de color según la belleza de la mujer que los
lleva.
Tenía un vestido alto; no muy alto, sin embargo, pues dejaba ver bien el cuello y unos
cuantos centímetros cuadrados del pecho; un pecho blanco, lleno, duro, sin poros,
satinado, como papel de tarjeta.
La angosta cinta de terciopelo que limitaba el corte del vestido en las peligrosas
vecindades de su cuello, parecía tener miedo de tocarle la carne y a cada respiración se
levantaba en pequeñas ondas, dejando adivinar una cavidad llena de perfumes; sí, llena
de perfumes, porque después, cuando la cinta bajaba, al acercarse el género al busto de la
joven, un efluvio humano, femenino, de vitalidad abrigada, se escapaba del espacio entre
el seno y la ropa, viniendo a marear a los vecinos del palco.
Nosotros entre tanto no habíamos ido al hipódromo a mirar a la preciosa criolla, sino a
ver las carreras. Ella parecía saber que gustaba y una vez advertida del hecho, por aquella
facultad que tienen las mujeres de adivinar cuando son miradas, su amor propio halagado
la puso todavía más linda. Un hoyito, no visible en un lado de su boca mientras estaba
seria, se mostró muy acentuado desde que comenzó a sonreírse y como por encanto, unos
dientes chiquitos, brotando unidos de las duras encías, iguales, chiquitos, blancos,
cubiertos de un brillo acuoso como si hubieran sido bañados en leche, afilados y nuevos,
prontos a morder todas las frutas sabrosas de la tierra, se entregaron a la tarea de
exhibirse al menor pretexto.
¡Qué capricho! ¡Si yo fuera uno de esos dientes, preferiría quedarme escondido dentro de
su boca, rogándole que se mantuviera bien cerrada, para no perturbar a los mortales!
Sus labios no eran precisamente unos labios clásicos; eran semialdeanos, pero refinados;
algo gruesos, totalmente forrados en una hoja de rosa tenue, con humedad de rocío; bien
cortados, eso sí, en curvas voluptuosas de sensualidad distinguida. No se comprende
cómo puede haber tanta seducción en una línea curva, porque al fin y al cabo la curva
que marca el corte de la boca de un maestro de escuela y la de una boca femenina de
cualquier mujer hermosa son, en cuanto a curvas, esencialmente iguales: ¿por qué no
preferir la del maestro de escuela?
*
No quiero entrar a describir minuciosamente las facciones de la famosa rubia moscovita,
porque cada uno de ustedes ha de creer que describo las de su novia, de su amada o de su
mujer, y aquí toco los límites de lo inverosímil; pero les ruego se sirvan tratar de
representarse una fisonomía de joven basándose sobre los siguientes datos si quieren
tener una buena visión:
Ojos azules enormes, tardan un día en abrirse para mostrar en el invernáculo de su pupila
oscura, un almácigo de ternuras; gallardamente extendidos dos arcos poblados, largos y
finos como límite superior de una frente no muy alta, limpia, cubierta con piel suave,
blanca, semisonrosada; una frente melancólica (no sé cómo puede haber frentes
melancólicas, pero las hay); una boca, no dos, alegre, risueña, un tanto burlona y a partir
de la frente, un trigal de cabellos de inconmensurable abundancia, donde podría perderse
una manada de elefantes.
Además la muchacha se llamaba Cikaia... Para tener la audacia de llamarse Cikaia se
necesita ser realmente linda y Cikaia, lo juro por esta cruz, lo era tan de veras, que su
existencia en este mundo constituye un anacronismo, pues a tener buen gusto el Padre
Eterno, la habría llevado al cielo en calidad de ama de llaves.
Un tonto, que a mí me pareció muy desagradable, un primo cualquiera, entró al palco de
la joven y tuvo la osadía de tomarle la mano y besársela allí, delante de todos, a nuestras
barbas, so pretexto de ser ésa una costumbre rusa. Además, el maldito no dejaba de
llamarla Cikaia arriba y Cikaia abajo, como si ese nombre hubiera sido hecho para él
solo.
Y la muy descocada de Cikaia, bañándolo con su mirada azul y sonriéndole con la mitad
izquierda de su boca (un rinconcito delicioso formado por los extremos irritantes de sus
labios), emitía a cada momento unas palabras silbadas que debían tener muchas eses o
querrían decir probablemente sí , a todo cuanto el bandido proponía.
Concluidas las carreras, la misma Cikaia cometió todavía la torpeza de tomar el brazo del
joven, apoyarse en él fuertemente, inclinar la cabeza sobre su hombro y ponerse a
hablarle al oído, siempre con un montón de eses, ¡y poniendo una cara de querubín que
Dios confunda!
Mis compañeros de palco quedaron literalmente tantalizados ; recomiendo el nuevo
verbo a esos dos caballeros que están peleándose en Buenos Aires por saber si los sud-
americanos tienen derecho de inventar palabras para enriquecer la lengua castellana.
*
Con la desastrosa retirada de Cikaia, no se habló más de Chaica, de oficiales rusos, de
saltos, ni de carreras. Los cerebros habían quedado poblados de Cikaias rubias y ajenas
(llamo la atención sobre esta última cualidad).

1889.
Sueños y visiones
Para ir de Moscow a San Petersburgo, es mejor tomar el tren de noche porque así se tiene
dos ventajas: no ver los letreros ininteligibles de las estaciones y soñar durante el viaje.
¡Qué deleite dormir a razón de sesenta kilómetros por hora, interrumpiendo el sueño
metódicamente, despachándolo por entregas, distribuidas en las estaciones de la vía, con
derecho de suspender la edición; despertándose en cada parada, como los molineros
cuando cesa de andar el molino, o como los poseedores de relojes mete-bulla,
norteamericanos, cuando el péndulo deja de entonar apuradamente su tictac.
Dormir soñando, adormecido a medias por el soplo ruidoso de la máquina y el fragor de
los rieles, sorprendidos en su quietud por el brusco atropello de los vagones, dormir
vareando las distancias como si uno las recorriera en un desmayo atado al lomo de un
caballo furioso; pasar la noche en ese estado de percepción oscura, no sabiendo quién es
uno mismo y viendo desfilar los amigos de la patria lejana y los objetos confusos de los
países recorridos, juntando tiempos separados y ajustando hechos sin posible
ensambladura.
Las caras de las gentes aparecen y se borran, risueñas, adustas, enojadas, indiferentes, sin
saberse porqué. Unos dan vuelta la espalda y se van sin motivo, otros hablan, entran,
salen, llevan y traen muebles, papeles, bastones, paraguas y el tren se detiene otra vez, la
falange desaparece, se oye pasos y voces en el andén de algún pasajero que sube o baja;
uno se da vuelta en su cama girando sobre su propio eje para no caerse, recoge la frazada
roja, transparente e inútil para el abrigo y cuando vuelve el tren a estremecerse, antes de
soltarse como un loco a través de esos campos de Dios, revolcándose en las cintas de
hierro interminables, uno se acomoda para emitir otra serie de sueño hipotecario.
Y vuelven los personajes a pasar con la misma cara de antes, haciendo las mismas cosas
sin motivo, sin razón y sin propósito, como fantasmas que son.
*
Si no fuera por los sueños mientras duerme y por las fantasías del cerebro mientras cree
estar despierto ¡qué pronto se olvidaría uno de todos! La noticia de las personas queridas
no basta para mantenerlas vivas en nuestra mente; es necesario evocarlas, verlas o
soñarlas.
La prueba fisiológica resulta de la observación siguiente: hace diez años que usted no ha
visto a un amigo suyo con quien mantiene correspondencia; las cartas lo instruyen a usted
del estado de los negocios, de los asuntos de familia, de los chismes acreditados y de mil
otros hechos importantes; le dejan ver también la decadencia de las afecciones en la
disminución del texto y la conformidad con su ausencia, en la elección de las
expresiones, ya más frías y reglamentarias. Todo esto es noticia, noticia pura, incapaz de
darle la sensación del amigo y en prueba de ello, cuando usted piensa en él, no lo ve a
través de los datos trasmitidos en diez años, sino exactamente como lo dejó, de la misma
edad, con el mismo vestido y la misma fisonomía.
Por eso no son buenas las ausencias largas; uno conserva en la mente la última visión y
mientras tanto los años han trabajado y el amigo que usted dejó joven, amable y feliz, es
ahora otro hombre, casi un extraño. El primer encuentro de dos personas que no se han
visto en mucho tiempo, es siempre agresivo; las dos se encuentran chocantes y
desagradables.
Donde se puede ver este fenómeno con vidrio de aumento es en un corral de gallos,
pollos y gallinas. Si imitando a los muchachos, uno les pinta la cabeza con carbón a dos
pollos hermanos, antes muy amigos, y los pone en frente así pintados, los dos se
acometen y el combate se empeña sembrando plumas inocentes en la arena.
Una vez me detuve en la calle con un médico, joven todavía y no mal parecido, pero
tenía la fisonomía descompuesta y aire huraño.
-¿Qué hay? -le pregunté.
-Ves aquella mujer? -me dijo.
-Sí la veo, pero, no es una mujer; es una vieja gorda -repuse.
-Pues oye... ¡fue mi novia hace ocho años, y estoy espantado y temblando de miedo
retrospectivo, al pensar que si me hubiera casado, eso sería ahora mi mujer... y te juro:
era bonita y yo la quería mucho; estuve loco por ella... ¡mira si me caso!
Ahí concluyó la conversación.
*
Pasó el recuerdo traído por no sé quién a mi cerebro en media Rusia, a las dos de la
mañana, rodando en el vagón, abrigado por el calorífero en sustitución de cobijas; los
pollos con la cabeza pintada y la novia del médico se fueron al horizonte lejano y otras
visiones aparecieron, en tanto que el tren corría blasfemando rumores en el camino
desierto.
Un caballo bayo, de sobrepaso, flaco y apesadumbrado, en el cual vine de Humahuaca a
Tucumán, cuando me mandó mi padre al colegio del Uruguay, hizo de repente
emergencia en mi fantasía. Me vi a mí mismo en una posta abrazando el pescuezo del
pobre animal y en mi inexperiencia de la vida, llorando de pena al verlo cansado; la
distancia era larga, los caminos malos y para colmo de desventura, las mulas de los otros
eran vigorosas y estoicas. En cambio yo no castigaba a mi caballo nunca, limitándome a
hacerle amonestaciones y razonando con él acerca de la necesidad de seguir a par de las
mulas, por amor propio, ¡aunque más no fuera!
*
Otra parada, otro despertar, otra vez los estremecimientos del tren para marcar el compás
de sus rumores, y otra somnolencia para tomar el hilo de las caprichosas fantasías.
Ahora no es el caballo sino la aparición de una criatura, jugando a las muñecas; es una
hermanita que tuve allá en el amanecer de mi vida y que murió de fiebre tifoidea. Era
muy blanca y muy viva, no bonita, pero sí graciosa; no la vi muerta; me acuerdo sólo
haber entrado el día antes de la catástrofe en una sala grande sin muebles, haberme
acercado a su cama y oyendo un estertor, haber pensado "está durmiendo". Le toqué la
frente, con mi mano fría hasta el puño, porque las mangas de mi único saquito eran
cortas, todavía las veo; la frente quemaba. No sé qué malestar indefinible experimenté;
pero me distraje mirando una virgen cataléptica de yeso que había en la rinconera.
Después me fui a jugar melancólicamente y como quien desempeña una tarea. El único
grande, inmenso, imborrable pesar que he tenido en mi vida, el solo realmente verdadero
e inolvidable; el único para el cual no encuentro ni encontraré jamás consuelo, es no
haber hecho cuanto se le antojaba a mi hermanita y no haberle dado todos mis juguetes,
sin dejar uno, y toda la fruta y todo el pan que me daban a mí. Y si alguna vez aspiro a
creer en la otra vida, es por ver a mi hermanita y pedirle perdón de haberla contrariado en
ésta.
La sección de mis sentimientos relativos a esta criatura, es realmente de una delicadeza
morbosa; no puedo conformarme con su muerte, a pesar del tiempo transcurrido, más de
treinta años, y no le perdonaré nunca a la Divina Providencia tan inútil crueldad, con la
cual me dio, desde entonces, una triste idea de su justicia.
Todas las demás torpezas del destino me importan poco, no me hacen peso; tengo
hombros para levantarlas y un idealismo fatalista y descreído para ponerlas a un lado...
pero la muerte de mi hermanita no; eso jamás.
*
Ya debemos estar cerca de San Petersburgo.
El día, un día blanco y ruso comienza a filtrar por los vidrios, colándose por los
intersticios del tejido de las cortinas. Una atmósfera de madrugada, alba y húmeda,
ilumina con su luz fría el cielo metálico de plata deslustrada, sin nubes ni espacios azules.
La yerba amarilla de los campos no quiere levantarse tan temprano, los árboles parecen
caballeros de capa y espada, que han pasado la noche al pie de la ventana de su amada,
cantándole serenatas, arrebozados en sus hojas ateridas.
Algunos semejan pájaros de laguna con la cabeza metida debajo del ala y el cuerpo
oscilando sobre sus canillas infinitas, mecido por las ráfagas del viento. No se ve todavía
ningún mujic (paisano ruso) pero los mujic no tardarán en salir con unos sobretodos que
les llegan hasta los talones y unas botas que les suben hasta las orejas, a cuidar sus
reducidas tropas de caballos, vacas y ovejas familiares.
Ya van tomando aspecto urbano hasta los postes del telégrafo; ya se presentan más llenos
de hilos y de letreros.
"Petersburgo", anuncia por fin el guarda-tren y nosotros experimentamos esa sensación
penosa propia de toda cosa que concluye, aunque sea una mortificación.
En cambio comenzamos a experimentar la delicia de un fresco razonable, que no autoriza
por cierto esos vestidos de pieles usados por los rusos, sin motivo, a lo menos en el mes
de Setiembre, época en que nosotros andábamos en cuerpo, quizás gastando el calor
absorbido en los veranos; y gozamos con el contacto de un aire blanco, tenue, puro, que
parece frotado hasta el bruñido por alguna mano celestial de una doncella rubia enorme,
acostumbrada a servir a los dioses; un aire cristalino, si se me permite la expresión,
recién nacido en el seno de una alba joven, bien provista de senos abundantes en fluido
etéreo; aire que da gana de beberlo, que refresca la boca al aspirarlo y va con su oxígeno
comprimido, a regenerar los glóbulos de la sangre, que oprime con su tensión suave los
tejidos y baña el cuerpo con sus frescuras matinales recogidas en los remotos horizontes;
un aire alegre que convida a vivir y cuyo contacto deja la sensación de la limpieza,
llevándose los efluvios de los cuerpos y esparciendo la vida sobre los rostros, ¡como si
con sus alas livianas extendiera en ellos los colores perfumados de la juventud!
Si el aire de San Petersburgo no queda contento, ¡que busque otro apologista!

1889.
Costantinopla
La ciudad en la parte de Pera es una mezcla extraña de civilización y barbarie. Léase si
no la lista de lo que se ofrece a la vista de cualquier espectador:
Tiendas lujosas y casas de moderna arquitectura;
Cuevas sucias en que guisa o fríe pescado un turco o no turco, sentado sobre sus piernas;
Carruajes ricos tirados por cuatro caballos;
Sillas de mano, llevadas por sirvientes estrafalarios y ocupadas por mujeres cubiertas
hasta los ojos;
Trechos con veredas anchas y bien construidas;
Largas distancias, sin el menor rudimento de vereda;
Adoquinado parejo y nuevo;
Escalones en las calles, hechos con piedras esféricas y mal colocadas;
Individuos andrajosos;
Mujeres vestidas de seda, arrastrando sus túnicas por el barro;
Toda la población obliterando las calles;
Millares de perros, metiéndose entre las piernas de los transeúntes o acostados en las
puertas;
Grandes y dorados letreros en las paredes y en las vidrieras;
Ausencia total de numeración en las casas o aparición de una cifra caprichosa en
cualquier parte;
Oscuridad completa en una sección de calle;
Iluminación refulgente, con velas y faroles en otra;
Ningún agente de policía o municipal, en la vía pública;
Confusión de vehículos, hombres y animales en parajes estrechos;
Regular espacio entre vereda y vereda, en una parte de la calle;
Casi conjunción de las casas situadas frente a frente a los pocos pasos de la extrema
anchura, en la misma calle;
Un edificio que se va hasta las nubes;
Una serie de viviendas mal remendadas con puertas de un metro de alto;
Vendedores de todo y compradores de todo, gente apurada, gente inmóvil; la indolencia
al lado de la mayor actividad; rusos, turcos, chinos, ingleses, paraguayos, negros; todas
las razas juntas con los vestidos de todas las partes del mundo; gritos, aullidos, golpes,
sonajas, relinchos, bueyes, caballos, loros, cabras, gallinas y pavos, criaturas, perros, por
todas partes perros; guitarreros y otros músicos ambulantes; arreadores de burros y otra
vez perros; perros lanudos, grandes, chicos, sin cola, con cola, corta o larga, galgos,
podencos, pelados, de agua, falderos, cabreros, sanos o enfermos; perros cojos, heridos,
flacos, gordos, sin orejas, con orejas paradas o caídas; y cada persona, objeto o animal
atropellando al vecino para pasar e ir no sé a dónde.
*
¡Qué efecto curioso en el ánimo del recién llegado! no sabe dónde fijar su atención, ni
tiene tiempo de observar nada en su tránsito, pues juzga imprudente pararse donde todo
camina ¡sin espacio para moverse!
Una idea se suscita al ver ese enjambre en ebullición. La muchedumbre que llena
literalmente toda la luz de la calle, hace el efecto de una población recién desembarcada
en busca de alojamiento.
Aquí no parece haber miseria, sino abandono y descuido; hay una laboriosidad indolente
que se escapa a todo análisis. Al considerar la cantidad de comida expuesta a la vista y
preparada para ser consumida en el día, en todos los barrios, aun en los más ruines y
computar al mismo tiempo la población aparente, la sospecha de que alguien carezca de
alimento se hace imposible.
Y esta idea responde a una realidad seguramente; a no ser así, no se tendría este hecho
tan notorio.
¡Trescientos cincuenta mil perros!, población canina de Constantinopla según cálculo
oficial, se mantienen con los residuos orgánicos de la ciudad; 350.000 perros sin dueño,
que nadie cuida, encuentran su alimento en la vía pública y parajes vacíos del municipio.
Ninguno de estos perros es mantenido en casa ni instituto particular.
Los perros de Constantinopla y demás ciudades orientales, son perros independientes y
callejeros. No tienen amo ni casa; no obedecen a nadie ni están sujetos a régimen alguno.
Son habitantes urbanos, usufructuarios de las calles, plazas y otros sitios abiertos del
municipio.
Alguien creerá que hablo de broma; quien tal piense converse con cualquier viajero y
saldrá de su error.
Es prohibido hacer daño a los perros en todo el Oriente sujeto a la dominación otomana.
Aquí, como en el Cairo, como en Smirna y otras capitales, los perros tienen la tolerancia
de los habitantes en virtud de principios dogmáticos; están escudados por la religión. Esta
protección se limita a no maltratarlos ni perseguirlos, pero no llega hasta cuidarlos. Todo
perro turco se cuida a sí mismo y favorece a su gremio.
Nadie ha podido hasta ahora explicarse ciertos hechos; yo me limitaré a referirlos
apoyándome en el testimonio de cuantos los han observado.
Los perros de las ciudades mencionadas, forman cofradías o grupos que se establecen en
sitios determinados, en una calle por ejemplo y se consideran, parece, propietarios de
ella. Si un perro extraño a la cofradía entra en sus dominios, es inmediatamente
expulsado y muerto en caso de resistencia.
Si escapa y llega a su barrio, perseguido aún, sus compañeros salen en su defensa y se
arma batalla. Así, rige según se ve una ley de jurisdicciones o de límites, reconocida y
respetada. -¿Quién la ha impuesto? -El instinto de propia conservación.
Durante el día los gritos, lamentos o ladridos de los perros no son percibidos, pero en las
altas horas de la noche, sobre todo cuando hay luna, un inmenso y lúgubre clamoreo se
oye como si viniera de los confines de la tierra.
Y entristece en verdad ese uniforme y melancólico rumor compuesto de gritos doloridos;
de aullidos lastimeros, de profundas lamentaciones, no sólo por la nota sentimental que
deja en los oídos, sino porque trae a la mente reflexiones amargas y afligentes, pues nadie
sin ser cruel e insensible, dejará de calcular las miserias, penurias y sufrimientos de esos
pobres animales, abandonados a sí mismos en tan crecido número. ¡Cuántos habrá
enfermos, heridos, locos, apasionados, ambiciosos, histéricos, celosos, víctimas de la
desleal traición de alguna perra hipócrita y coqueta! ¡Cuántos perros chicos, huérfanos
recientes de padre y madre, se hallarán sometidos a la tiranía de una perra extraña sin
leche en los pechos y malhumorada, o estarán expuestos a los malos tratamientos de un
tío desnaturalizado y sin cola!

1890.
En tierra Santa
Jerusalem - Burros y camellos - Una omisión de la Divina Providencia - El mar Muerto -
Lo que haría yo si fuera Dios.

Nos hallamos en la segunda mitad de Noviembre.


La noche está clara y helada; la luna comienza a anunciarse iluminando un punto del
horizonte; el viento recién llegado de las montañas de Judea, sopla rumorosamente en las
calles y en los patios, mandando sus tonos musicales a través de las puertas delgadas y de
las ventanas indefensas.
La ciudad de David, de Salomón y de Jesucristo yace enterrada bajo las plantas de la
modesta aldea, la moderna Jerusalem, durmiendo el sueño eterno, arrullada por el canto
nomótono de la historia que repite su nombre en los más lejanos confines de la tierra.
La escena es triste y desolada. Los judíos en su barrio fangoso y oscuro celebran
silenciosamente su sábado. Las campanas de las iglesias católicas están calladas, en tanto
que los cristianos se preparan para oír su misa del domingo en el templo del Santo
Sepulcro, convertido en posada por unos cuantos peregrinos que duermen acostados en
sus escaños o sobre la tumba de los cruzados, esperando la madrugada del nuevo día para
asistir al oficio divino a las cinco de la mañana.
Ni un alma en las calles, ni una luz en las casas, ni una voz que destruya el uniforme
silencio. La población recogida guarda el secreto de su existencia.
Uno que otro camello fatigado, estirando el pescuezo, pernocta en la vida pública,
aplastado en la tierra sobre sus rodillas callosas y balanceando melancólicamente su largo
labio pendiente, con el aspecto de una inconsolable aflicción.
No hay río que corra ni árboles que se muevan, ni aves que vuelen, ni hombres que
caminen, ni siquiera perros que aúllen.
Imposible encontrar en el lúgubre espectáculo las impresiones que la historia y la leyenda
sembraron en los corazones de todos los viajeros. Los ojos buscan en vano donde saciar
la sed de emociones alimentadas durante tantos años, y el oído espía los leves ruidos para
darse el pretexto de avivar el recuerdo de las más fecunda tragedia que la humanidad
relata.
El sentimiento de la desproporción invade y sin querer se compara los inolvidables
estremecimientos de la infancia y de la juventud, forjados en la familia o en la escuela, a
favor de la sagrada historia, con el efecto actual de un escenario mudo, despojado de toda
poesía, pobre de formas que respondan a la esperanza fomentada y envuelto en una
vulgaridad extraña compuesta de elementos dislocados e incongruentes.
*

¡Jerusalem! ¡Jerusalem! ¿Dónde está el Jersulamen de los sueños mezclados con el llanto
de las vivas amarguras, de los eternos y dolorosos recuerdos? ¡El Jerusalem visto en las
noches largas del océano, a través de las bulliciosas ciudades, o sobre los trenes
sacudidos que conducen al viajero de las apartadas tierras a visitar los viejos monumentos
y los sitios sagrados de las primeras partes habitadas!
Los siglos han pasado sobre los siglos, dejando como sedimento en los corazones de mil
millones de cristianos, la pesadumbre de los grandes trastornos, traída por el relato de las
luchas horrendas, de la batalla sin fin, de la crueldad impía, consecuencia del conflicto
social suscitado alrededor de la Cruz.
La sangre derramada en toda la superficie de la tierra enrojecería los mares. Ninguna
comarca ni nación alguna en el largo período de diez y ocho siglos, ha dejado de sufrir la
repercusión de la terrible contienda. Cien generaciones han nacido a la vida y han entrado
en el sepulcro de los tiempos, mientras los hombres de todas las creencias y de todas las
razas, han mantenido la lucha secular en medio de la perenne matanza.
Los pueblos se han echado sobre los pueblos para despedazarse, los tronos han caído, los
imperios se han destruido. Sembrados están los desiertos con los huesos de los
misioneros; la atmófera fue mil veces oscurecida por el humo de las hogueras en que se
quemaba a los herejes.
La Europa ha sido un campo de batalla antes, durante y después de la Edad Media; el
Asia legendaria se ha despoblado; la América ha sido conquistada en nombre de la Cruz
y sus primitivos habitantes fueron ahogados en su propia sangre.
El Africa ha visto sucumbir el colosal poder de los Egipcios, y de la espantosa tragedia
que ha llenado el mundo, engendrada por los acontecimientos de la pequeña y pobre
Judea, sólo quedan como enseña en la cuna del cristianismo, unos cuantos montones de
ruinas, diseminadas en las soledades de Palestina y encerrada entre murallas ahora
irrisorias, una aldea miserable llamada Jerusalem, habitada por grupos destrozados,
socialmente inorgánicos, desnudos de ambición y de esperanzas, extraños los unos a los
otros, ajenos al sentimiento de nacionalidad y en la cual cada individuo parece vivir de
tránsito, huérfano de todo propósito, sin porvenir ni antecedente.
*

Constantinopla puede llamarse la ciudad de los perros, Jerusalem la de los burros; en


ninguna parte he visto juntas asambleas más numerosas de estos excelentes personajes,
¡ni más empeñadas en hacer constar su presencia!
¡Qué modo de lamentarse tienen los burros de Jerusalem!
En la noche callada, mientras todo tiende al reposo, se llaman y se responden de barrio a
barrio, con una voz estentórea, horripilante, destemplada, llena de tonos alternados entre
ridículos y doloridos, sin compás, ni medida, ni graduación de sonidos, mezcla de
entonaciones, rechinamientos y ruidos graves, agudos y estridentes, concluyendo por fin
sus arias desconcertadas cuando uno menos espera.
Otra institución muy digna de respeto es la de los camellos o dromedarios, más bien,
animales útiles, dóciles, pacientes, sobrios, fuertes e incansables, como es de pública
notoriedad.
No sé quién les daría por nombre "buques del desierto".
Al verlos caminar se recuerda en verdad el movimiento de un navío en el mar, cuando
tiene las olas de proa a popa.
¡Pobres camellos, representantes de una época muerta! Uno se acuerda mirándolos de los
reyes de Nínive y Babilonia, de Cleopatra, una reina guaranga , según me imagino,
porque sus retratos se parecen a una de mis amigas de cuando era estudiante en Buenos
Aires y visitaba la aristocracia de la calle Garay; de la Pirámides pintadas en las viñetas
de los silabarios y por fin de todas las cosas pasadas.
¡Pobres camellos! ¿qué significará esa cabeza desorejada, alta, horizontal, en la historia
de las transformaciones animales; esos ojos tristes, huraños, con reflejos agresivos de
desierto, de soledad, de hambre, de sed, de desconfianza y de abandono fatalista; ese
labio inferior largo, flojo, ondulante, desdeñoso y apesadumbrado; ese enorme cuello de
ave de laguna sin utilidad ni objeto; ese cuerpo escuálido, cubierto de pelo que no se sabe
si es lana, desnudo en parte, flaco, inopinada y desproporcionalmente; ese promontorio
en el lomo, cuyo único fin es hacer difícil la construcción de aparejos; esas patas con dos
rodillas de aspecto montañoso, y esos pies sin huesos, blandos, colchados y hechos para
conducir cautelosamente un volumen cuya gigantesca armazón aparta la idea de suavidad
y de silencio?
¡Pobres camellos! cuando los veo pasar conduciendo sigilosamente su carga o su
beduino, balanceando su cuello, gesticulando con su labio, escondiendo las orejas
rudimentarias, mirando con sus ojos muertos, fúnebres, oscuros y redondos y batiendo su
miserable y apocada cola, se me representa por analogía la silueta de algún amigo
desengañado, de algún compañero traicionado, de un amante olvidado o de un filósofo
viejo ¡que ha visto las infidencias de mil generaciones!
Los camellos son el último resto vivo de la antigua civilización. Como la de los
mastodontes, megaterios y elefantes, su raza también se extinguirá; pasarán con sus
épocas como pasaron los reinos, los imperios, las ciudades poderosas que vieron sus
mayores, y quien sabe cuántos animales más listos, más activos, más norteamericanos,
vendrán a sustituirlos en el comercio humano.
Su aire taciturno y desganado es un signo de muerte, de aquella indiferencia propia de las
razas cansadas de luchar por la vida y que buscan las puertas del sepulcro. Por eso ya no
existen sino en los pueblos que se van hundiendo bajo las capas de la historia: ¡en
Turquía, en Palestina, en Egipto!
*

¡Desventurada tierra santa! todo en ella es árido y desolado; no se ve sino rocas,


promontorios y hondanadas sin agua ni verdura y sólo de tiempo en tiempo, un montón
de casas formando una aldea que semeja un grupo de ruinas por el color uniforme de
tierra de los techos y de los muros.
La razón fundamental de estas tristísimas realidades es la falta de agua, por omisión de la
Divina Providencia, que condena al pueblo de Judea, es decir, al elegido del Señor, a
morirse de sed, soñando desde Abraham con manantiales repentinos como el de la roca
tocada por Moisés, con valles fértiles, como la tierra prometida y con pastos abundantes
para los ganados hambrientos.
¡El mar Muerto! Jamás se ha puesto un nombre más apropiado. Muerto realmente, y a no
ser por el cielo que se mira en sus aguas, no sólo estaría muerto sino también enterrado
en la colosal fosa de las montañas. Mar sin olas, sin buques y sin peces, cuya superficie
no besan jamás los vientos; mar aislado, solitario y triste, separado del mundo, escondido
entre las rocas, inútil para el bien, insuficiente para dar agua a la comarca, mezquino de
sus vapores, aplastado por sí mismo como si fuera su propia lápida, bajo el peso increíble
de su masa densa.
El mar Muerto no tiene comunicación con otros mares; ocupa una extensión de más de
quince leguas de largo por tres de ancho, término medio, siendo su profundidad media
más de trescientos metros. Su nivel está como a quinientos metros abajo del nivel del
Mediterráneo. La densidad de sus aguas es tal, que ningún cuerpo de animal puede
sumergirse en ellas: los caballos pretendiendo nadar sólo consiguen revolcarse en la
superficie.
La densidad del agua es debida a la gran cantidad de materias en disolución o suspensión
con respecto a la masa líquida, cuyo volumen disminuye a causa de la evaporación diaria,
en una cifra que no guarda proporción con el caudal traído a su seno por el río Jordán,
para los fines del peso normal del agua en los mares.
Mirando estos contrastes y calculando las distancias y los desniveles, se me ocurría que si
yo fuera Dios haría más en un día por la Palestina, que todo cuanto han hecho en muchos
siglos sus reyes y gobernantes.
Pondría en comunicación el mar Mediterráneo con el mar Muerto; llenaría de agua todas
las hondonadas comunicantes de la comarca, y tendría en pocos años, un país fértil y
rico, en vez del miserable y estéril territorio que estoy mirando. El país se llenaría de
lagos y mares internos; el agua evaporada se convertiría en abundante lluvia; con ella
nacerían árboles, la tierra se alfombraría de flores y verdura; los bosques darían
nacimiento a ríos caudalosos, y la pobre Judea quedaría transformada en un paraíso
donde pacerían los ganados y vivirían los hombres en paz y abundancia; no como ahora,
hambrientos y en constante zozobra por la sed de cuanto vive.
Realmente, no sé cómo en vez de maná y de agua sacada a palos de las peñas por Moisés,
no dio el Señor a su pueblo favorito un poco de sobrante en otras partes del mundo,
cuanda nada le costaba.
Un simple conducto al mar Mediterráneo y lo demás se haría solo, con gran
contentamiento del mar Muerto, quien no sabe hasta ahora lo que es un ola, ni ha visto
jamás un pescado ni un buque mercante.

1890
A bordo
Lo que dicen las olas

¡Adiós Norte América; adiós por siempre tal vez!

¡Adiós selvas embalsamadas y frescos valles, como dicen en Aída!


¡Adiós templos de piedra consagrados a la industria; adiós ferrocarriles vertiginosos,
ascensores volantes, ríos encantadores y lagos sin rivales en el globo!
¡Adiós sublime Niágara, estruendosa reliquia de la tierra, joya de América! ¡No me
olvidaré de ti mientras entre la luz por mis ojos y pueda reproducir tu imagen, mientras
mis oídos no se cierren a los rumores y los sonidos de este mundo, mientras corra la
sangre por mi cerebro, friccionando mi pensamiento, mientras lata mi corazón y no cese
mi aliento!...................................................
*
Recuerdo los incidentes al embarcarnos.

Ha habido despedidas tiernas, abrazos, lágrimas, palabras cariñosas expresando el deseo


de feliz viaje, frases ahogadas por la emoción y variadas escenas en que lo poético y lo
doloroso de los últimos momentos previos a la separación, se mezclaba con la excitación
apurada del viajero, el transporte de los bagajes y los cuidados de todos por atender a sus
sentimientos, a su paraguas, a sus saludos, a su capa de goma, a sus lágrimas y a sus
maletas.

Luego, de lejos, cuando las hélices se han puesto a aletear ya con cierto vigor, hemos
visto alzarse en el muelle y en la borda del buque una niebla de pañuelos blancos, como
si los viajero y sus amigos de la costa hubieran puesto a secar la ropa íntima de su
tristeza, mojada por el llanto de las despedidas, colgándola al viento, que se lleva, más
tarde o más temprano, hacia el olvido, todos los dolores y todas las satisfacciones de la
vida. El vapor ha tomado vuelo y sigue nadando a razón de 15 millas por hora; su
población ha entrado en calma; los pasajeros se han acomodado y ha comenzado la
defensa contra las molestias de la travesía.
*
Los viajeros novicios se han puesto a escribir sus impresiones como si no tuvieran más
tiempo. Las mujeres se muestran más apuradas en el desempeño de esta grave tarea y
redactan con una letra varonil de escuela norteamericana, en sendos cuadernos y hojas
volantes, las ideas penumbradas de su imaginación flotante.
Nosotros cada día, cuando el mar no está enteramente desagradable, lo que ocurre pocas
veces en esta sección de sus dominios, nos sentamos a mirar su masa ondulante,
encrespada, teñida y rumorosa como el follaje de los árboles movidos por el viento,
escuchando lo que dicen las olas , según la inolvidable expresión de Dickens.
¡Lo que dicen las olas!

Ellas también cuentan sus penurias y sus angustias: relatan su eterno viaje por los mares,
por los ríos, por las nubes, por la cumbre de las montañas, por los despeñaderos y los
arrecifes.
Agitadas, anhelantes, enloquecidas, corren como el hombre, buscando su nivel, sin
encontrarlo jamás y van desatinadas, un día al norte, otro al sud o en cualquier rumbo,
alzando su cabeza blanca de canas para mirar en el horizonte si la jornada tiene término.

Y se atropellan desatadas, trepándose sobre sus vecinas, inútil, estérilmente,


hundiéndolas bajo su peso, en tanto que otras se levantan, y otras, y otras, y otras crecen
más adelante, siempre más adelante en el infinito océano, renovando sus lomos
hinchados y huyendo en curvas indolentes o espumosas de cólera, hasta perderse en una
confusión inacabable.
Las olas cantan en tono mortificante la leyenda de nuestros pesares, retirando la mente a
los lejanos tiempos de la infancia, cuando una madre desvelada mecía nuestra cuna, o a
los menos remotos del romance de nuestra vida, cuando la voz temerosa del amor
correspondido nos murmuraba sus caricias en los oídos.
Traen los acentos de la patria abandonada, de la amistad insegura, del desengaño
inmerecido, y se alejan llevándose nuestros suspiros y dejándonos en el pecho la
amargura de sus entrañas saladas.
*
Allá lejos, las esperanzas como las aves blancas de los mares, aparecen en el tul de la
espuma; avanzan, se acercan, y cuando les abrimos los brazos para estrecharlas contra
nuestro corazón, las ondas se desvanecen y las burbujas de su penacho vuelan en
invisible atmósfera hacia los cielos.
La historia de nuestra vida, con todos sus recuerdos confusos, anacrónicos, flota en las
montañas que el viento levanta, se hunde en los valles fugaces que ellas forman, vuelve a
subir en las olas siguientes y envolviéndose en sus ondulaciones, se aparta y se oscurece,
engendrando una vaga sensación de martirio, de remordimiento y de duda respecto al
mérito de nuestros actos pasados o al acierto de nuestra conducta en la sucesión de los
años.
-¿Por qué no fui más bueno? -se pregunta el espíritu atribulado. -¿Por qué no fuiste?
-interrogan las olas a su turno, y nadando sobre sus flancos, se escapan palmoteando con
sus vértices quebrados, como burlándose de nuestra miseria.
La sensación del ritmo vital se embota; las facultades, embargadas por la suma de
reminiscencias, languidecen, y una melancólica y suave aspiración a morirse se extiende
como un sudario sobre el alma.

¡Un sepulcro en el mar insondable, la caída sin salvación, sin amparo, la muerte sin
remedio, con el consuelo de la imposibilidad calculada contra la cual toda lucha es una
quimera... son las ideas indecisas, deslutradas, semi-dormidas que el cerebro fomenta
mientras las olas pasan, golpean los costados del buque, juegan con su peso y se retiran
encargando a otras olas su tarea!
*
¡Un sepulcro en el mar!
Las olas mecerían mucho tiempo nuestro cuerpo; ¡sí, mucho tiempo, prolongando el
simulacro de la vida, con su eterno movimiento; y la soledad de la tumba en un
cementerio cuaquiera, habría desaparecido con todos sus horrores, reemplazada por el
capricho bullicioso de las aguas, en un mundo infinito de atmósfera líquida, verde o azul,
con esmeraldas o zafiros disueltos!

Y tal vez llevado por la marea hasta la costa, cerca de la patria querida, al alcance de los
amigos, de los parientes, de las gentes olvidadizas que alguna vez nos amaron, una
lágrima de compasión cayera sobre nuestra frente macerada o sobre nuestros ojos
cubiertos por los párpados hinchados.

Un estremecimiento nos despierta en medio de la horrible fantasía; las olas continúan su


viaje interminable cantando su solemne romanza con acentos doloridos, y entre sus tonos,
el oído sobreexcitado percibe los nombres de las personas alojadas en nuestro corazón,
las melodías que aprendimos en tal o cual época de la vida, los pedazos de frase cariñosa,
los reproches, las discusiones y por fin, el silencio que resulta del ruido uniforme, cuando
el cerebro se cansa y el sueño empieza a batir sus alas.
*
El viento silba en el cordaje del buque y arrebatando en la boca de las chimeneas el humo
negro, denso, como nube de tormenta, como aliento letal, lo lleva desmenuzándolo entre
sus dedos, para dejarlo caer en copos, lenta, perezosamente, disolviéndolo en los confines
de la vista, sin conservar ni el fantasma de su existencia.
Así los pesares y los ensueños, dicen entre tanto las olas, negros o teñidos por la luz de
las ilusiones, serán llevados por el tiempo y sembrados en el camino de la vida, como
migajas de los odios o los amores, cuando la edad marchando sobre el cuerpo, llegue a
enfriar el cerebro y a helar el corazón.
El sol descompone, es cierto, de tiempo en tiempo sus rayos en las aristas de las olas
encontradas y los colores del arco iris, apareciendo un momento, renuevan la esperanza y
vivifican el alma.

Los mares entonan a la vez alegres sonatas, como música de bailes aldeanos, y la
aspiración a vivir renace.
*
Vivir en el bullicio del mundo, allá en las grandes ciudades llenas de intrigas y de
conflictos que acortan, disminuyen y destruyen el tiempo, envolviéndolo en los pliegues
de su permanente variedad hasta dejarlo invisible. ¡Vivir sintiéndolo todo, como un
curioso de las pasiones; dando valor a lo que no lo tienen o quitándolo a las graves y
trascendentales cuestiones! Vivir caminando hacia la tumba sin sospechar su proximidad
y dejarse sorprender en medio de la despreocupación atolondrada, sin saber por dónde se
va ni por dónde se ha ido, como las olas, según el viento o el calor de las corrientes
marinas. ¡Vivir sufriendo las torturas como juguetes del infortunio y tomando como
hambrientos un pedazo de felicidad descompuesta, para roerla hasta el hueso sin dejarle
un átomo de carne!...
*
Las olas pasan por debajo del buque encorvando la espalda y levantándolo en alto para
mostrarlo cabeceando o rodando sobre la superficie rugosa del Océano. El mar está
áspero según la expresión de a bordo.

¡Quién sabe lo que sucederá!

1890
Hombre y toros
Yo repudio y detesto las corridas de toros; semejante diversión me parece indigna de la
nobleza humana, cruel y salvaje.
No quisiera atentar contra la libertad del gusto, pero ese me subleva. Si los españoles no
fueran afectos a tal deleite emigrado de las épocas primitivas de la humanidad en que
predominaban los instintos feroces, no habría hombres a quienes yo juzgara mejor.
Confieso que los preparativos de la fiesta son singularmente atractivos: el circo, la
concurrencia, el ceremonial, los jinetes y los caballos adornados, la animación en las
caras de los aficionados, la presencia del toro a su salida, hermoso animal lleno de vida y
de sangre, su ignorancia del peligro inevitable, su confianza, su orgullosa actitud... ¡Todo
es feérico y fecundo en motivos de entusiasmo! Pero: -¿después?
-Después viene la crueldad más cobarde aun que la de los combates entre hombres y
fieras de los circos romanos.
Allí siquiera había una sombra de legitimidad; los combatientes, hombres, eran
condenados a muerte. Se establecía cierta equidad en el combate y no existía una
superioridad incontrastable de la fiera humana.
Aquí el toro está vencido de antemano, porque se conoce sus instintos, su modo infalible
de atropellar, sus ilusiones ópticas, sus procedimientos en línea recta, su desfallecimiento
al encontrar el vacío por toda resistencia a su empuje poderoso; y tras de sus errores, una
banderilla con dientes clavada en su carne que le estorbará en adelante para atacar y
defenderse.
En tanto el hombre está garantido por habilidad y por la ignorancia de su antogonista
respecto a sus ardides y sanguinarios engaños.
El toreador conoce el circo, los espectadores son animales de su misma especie, no lo
asustan, más bien lo animan; sabe que puede saltar las barreras y ponerse en salvo en
caso de apuro; todo para él es viejo, previsto y trillado.
Para el toro, a la inversa, todo es ignorado, asombroso e inquietante; el recinto es nuevo,
el conjunto de objetos, extraño; alarmante la gritería y nunca vista la feria de colores; los
espectadores no son toros como él, sino hombres entre los cuales no ve una cara
conocida. La pobre bestia es tomada por sorpresa en un caso único en su vida, mientras
su asesino repite un acto mil veces ejecutado. El torero conoce a los toros, el toro no
conoce a los hombres, y aun cuando su inteligencia le permitiera intentar medirlos según
las leyes de los instintos animales, nunca los creería tan desalmados.
No hay, pues, igualdad en la situación moral de los dos combatientes y por lo tanto las
condiciones de la lucha son inicuas.
Un espectador bien dotado de sentimientos naturales se encona, se irrita y se avergüenza
ante semejante tragedia, considerando la inocencia de la víctima y la ferocidad alegre,
calculada e infame del victimario, cuyas entrañas se han desnaturalizado ya por la
costumbre y del encomio, hasta ocultarle la perversidad de su acto.
*
Ningún torero, y esta es la única disculpa, cree atentar a las leyes de la moral humana, al
martirizar y dar muerte a un pobre animal que ningún daño le hizo; sólo ve en la
exposición posible de su vida, un acto de heroísmo fecundo en aplausos de veinte mil
espectadores.
No sé qué impresión extraña de dolor, de cólera, de tristeza y de reproche, se produce en
todo espíritu recto y caritativo, sensible a lo menos al tormento inútil, cuando contempla
a su salida al valiente animal, rebosante de vida, airoso, bellísimo, lleno de fuerza, y lo ve
poco a poco perder sus bríos por el dolor de las heridas, disminuir su defensa, suprimir
sus ataques y entregarse perdido, exangüe, aturdido y desesperado a su enemigo gratuito
e implacable, para recibir de él la muerte.
¡La destrucción en un momento de tan arrogante valentía y de tan potente vitalidad,
causa una aguda, mortificante e infinita tristeza!
*
¡Y los pobres caballos de los picadores que mueren destrozados, sin mérito ni gloria, y
cuyos nobles instintos les prestan bríos para salvar la vida a su jinetes, aun con el vientre
abierto y los intestinos colgando!
*
No soy ni puedo ser cruel; la estructura de mi cerebro no me lo permite; pero confieso
que por evitar o castigar una crueldad, soy capaz de cometer actos irreflexivos propios
para presentarme ante los ojos de quien no aprecie justamente mis sentimientos, como el
salvaje más destituido de sentido moral.
Una vez en Buenos Aires, cuando había aún Terceros (zanjones flanqueados por veredas
muy altas, en las calles) por defender a una criatura a quien una vieja estropeaba
cruelmente, tomé a la vieja del brazo y la precipité en el zanjón; podía haberla muerto.
Otra vez iba en un carruaje; el conductor de una trenvía fastidiado de no encontrar paso,
enderezó la lanza al pecho de uno de los caballos de mi coche dándole un golpe feroz; yo
vi la maldad pintada en la cara del conductor y sin decirle una palabra me bajé y a golpes
de puño rompí todos los vidrios del trenvía, uno por uno, para castigar a ese perverso
procurándole siquiera una reprimenda de su patrón. Una lluvia de vidrios cayó sobre los
pasajeros, hubo mil protestas y yo salí del entrevero con la mano ensangrentada y llena
de tajos. En otra ocasión un carrero fornido, cien veces más fuerte que yo, daba de palos
al caballo de su carro; me precipité sobre el carrero, le quité el látigo y le di tres
formidables palos con el cabo. Sólo el asombro del agredido ante mi atentado pudo
salvarme de ser estropeado y tal vez muerto; felizmente varios vigilantes llegaron a
tiempo, antes que mi víctima saliera de su éxtasis.
Estos hechos y otros que podría narrar, dan la razón de mi falta de gusto por las corridas
de toros.
Cuando por casualidad he asistido a una corrida, he sido invariablemente partidario del
toro; su nobleza abogaba por su causa; su antagonista, lleno de habilidades y de
destrezas, ¡me ha sido siempre odioso

París acaba de completar su colección de vicios (no se infiera de esto que allí no hay
virtudes) consintiendo la diversión de las corridas. Verdad es que en ellas el hombre, el
torero, el picador o el aficionado, no está expuesto a ningún peligro serio. Los toros
tienen las astas cortadas y provistas en su extremo de una esfera; están pues
completamente indefensos; esto siquiera es más humano, pero en cambio ¡es mucho más
cobarde!

1890
Páginas muertas
(Borrador del prefacio de una proyectada edición) Lector amigo, (todo autor tiene al
menos uno, se supone). ¿Quieres saber por qué doy a estos volúmenes el título de
"Páginas muertas" y cuáles son las causas eficientes de su publicación? Espero una
respuesta afirmativa; de otra manera me veré obligado a privarte de un prefacio sin el
cual tu vida sería un martirio. Generalmente tú no lees ninguno, me consta, pero cierro
los ojos ante ese detalle insignificante. Nosotros, los autores concienzudos, no admitimos
tales hechos incompatibles con las exigencias de la rutina y yo por lo tanto, me apresuro
a satisfacer tu legítima y apremiante curiosidad. Ahora ¡atención! ¡comienza lo grueso
del Prefacio!
*
Un día, sería como a eso de las... (te dispenso la hora) decidido a revisar mis papeles,
abrí un cajón donde yacían varios manuscritos y recortes impresos que me anunciaron su
lamentable estado con el olor a sepulcro de su humedad encerrada.
Algunas arañas flacas y literatas que se ocupaban en colgar cortinas y en otros trabajos de
tapicería, apenas levanté la tapa de su biblioteca, corrieron despavoridas a los rincones,
estirando ridículamente sus largas patas; dos o tres insectos disecados balanceaban sus
restos mortales en la tela tendida, como gimnastas de circo en las redes impuestas por las
ordenanzas municipales; las hojas amarillentas, con sus letras penumbradas, parecían
lápidas viejas con leyendas carcomidas. En vista de tan deplorables incongruencias tomé
un trapo y con una metódica sacudida, puse en fuga a los parásitos exóticos de mi prosa.
La atmósfera se pobló de mil generaciones microscópicas que con los átomos de polvo
revenido, hicieron un torbellino semejante a la via láctea, visible en la faja de sol que
entraba al cuarto. Al remover los papeles hallé las hojas pegadas formando paquetes
apelmazados; parecían restos cadavéricos amontonados en una fosa común y yo mismo
me hice el efecto de estar practicando una exhumación.
¡Páginas muertas! dije, como leyendo un epitafio imaginario.
¡Muertas! sí. Unas tuvieron vida efímera ante el público en los periódicos; otras vivieron
sólo en mi conciencia mientras las pensaba y escribía, vaciando la impresión de cada día
en el papel, blanco entonces, ¡pálido y macilento ahora!
¡Muertas! ¡Lo anuncian los efluvios de su osamenta y lo dejan sentir el silencio y olvido
de su espíritu!
¡Muertas como los sedimentos de la vida mental fijada en ellas, al destilar sobre sus
frases las gotas sentimentales de cada hora, como quien exprime el tiempo para sacarle
en extracto la pasión sustancial de sus momentos!
*
Leí al acaso varios párrafos. Algunos encerraban reminiscencias de la edad dorada y de
placeres desvanecidos; otros retrataban los encantos de bellezas perdidas y de afectos
recíprocos, lejanos, ya enterrados, y uno finalmente contenía la corta y lamentable
historia de un pobre niño que pasó de la cuna a la tumba sin conocer la vida. ¡Todos en
suma recordaban algo muerto!
En los libros ajenos, pensé luego, nos imaginamos encontrar la concepción real de los
autores y el retrato fiel de sus íntimos sentimientos. Entre tanto, si los poetas y grandes
pensadores representantes de la gloria humana, salieran vivos de sus tumbas y leyeran sus
obras explicadas, ¡volverían a morirse de sorpresa!
En todo trabajo literario hay un germen sentimental que inspira y determina las ideas, sin
prestar asidero al comentario, y podemos pasar indiferentes en rápida lectura, relatos de
episodios que harían llorar a sus autores.
¿Acaso las palabras se transforman?
No, ciertamente; pero sólo ellos conocen el secreto de su párrafo, la circunstancia que le
recuerda, el sentimiento generador de su estirpe, el alcance y el objeto de su forma;
solamente para ellos tiene una alma amiga que se difunde entre las líneas y huye ante los
ojos de un extraño, desprovisto de todo antecedente.
Ningún escritor debe pretender jamás ser comprendido si no trata asuntos puramente
intelectuales, pues, entre la nota real del sentimiento y la expresión helada de las letras,
hay siempre un abismo que el comentario no colma o sobrepasa. ¿No vemos acaso
muchas veces copias mal hechas de paisajes deliciosos y retratos exquisitos de
fisonomías vulgares? Un crítico mediocre destruye la obra que comenta, así como la
realza y la embellece quien con talento, bondad y gusto delicado la analiza.
Por estos mecanismos, muchos autores resultan pintando sublimes bellezas, cuando jamás
las concibieron, descubriendo verdades eternas, cuando sólo escribieron necias paradojas,
y haciendo la anatomía del corazón humano, cuando apenas alcanzaron a copiar refranes.
*
Siendo en mi opinión tan positivas las dificultades de todo juicio literario ¿cómo me
atrevo yo a publicar cosa alguna? Si se ha de creer en los prefacios, la edición de libros
responde a uno de los siguientes propósitos y sus análogos:
Llenar una necesidad sentida.
Propagar sanos principios.
Ilustrar puntos controvertidos.
Destruir errores corrientes.
Sacar del olvido historias o cuentos interesantes.
Implantar sistemas sin los cuales la humanidad no podrá ser feliz.
Complacer al público, cuya buena acogida es la única aspiración del autor.
Estos son los motores ostensibles.
Los no confesados y más reales, son:
El interés.
El amor propio.
Yo no me propongo: Llenar ninguna necesidad sentida, ni propogar principios sanos o
enfermos, ni ilustrar puntos controvertidos, ni destruir errores, ni sacar nada del olvido,
ni complacer a nadie, a sabiendas al menos; y por fin, ¡no aliento siquiera la esperanza de
vender la edición!
No tengo tampoco amor pro... ¡iba a decir una fasedad!... Creo que el amor propio ha
influido en mi decisión, ¡pero no de un modo fundamental!
Mi motivo preponderante es muy ridículo, no lo defiendo, lo expongo simplemente en
honor a la exactitud: tengo una verdadera manía por la simplificación y el orden; me
fastidian los papeles sueltos; no podía ver los míos viajando de un lado a otro en manojos
desiguales, y como por una razón o por otra, deseo conservarlos, he resuelto el conflicto
alojándolos en varios volúmenes bien involucrados, previas las enmiendas
indispensalbes, aun cuando sea para leerlos yo solo, en letras claras, imitando a muchos
autores impopulares, entre cuyo número me cuento.

1893
Nada en quince minutos
Fui a tomar el tren en Belgrano para ir a la estación Central (Buenos Aires). Atravesé los
rieles y me puse a pasear en el andén, parándome de vez en cuando con las piernas
abiertas, como un marinero en la cubierta de su buque, para descubrir si se veía el humo
de la locomotora.
No había humo ni locomotora por el momento; pero en compensación, una señora joven,
seguida de una mucama más joven, cargando ésta a un niño aún más joven (de pecho
supongo), pasó la vía y fue a sentarse en uno de los bancos con su séquito.
Yo soy un hombre de buen gusto y lo pruebo, refiriendo que entre buscar el humo
problemático de una locomotora por venir y mirar la cara de una señora presente y bien
parecida, preferí esto último. Declaro en confianza que cuando llegó la señora me olvidé
del tren y afecté un aire indiferente.
En mis paseos observé:
1° Que la señora era realmente linda, madre de un primer hijo, rubia y fresca.
2° Que la mucama tenía la cara redonda, ojos negros vivísimos y una boca como
cualquier botón de rosa.
3° Que el niño... ¡creo que ustedes no se interesan en el niño!
-¿Se irán solas? -pensé.
En esto apareció su marido; lo conocí en su modo de andar, en su aire descuidado y en
los tres boletos que traía en la mano (los niños de pecho no pagan boleto).
La señora tomó una actitud reservada; el marido se puso a hacer fiestas al niño y yo volví
a escudriñar el horizonte buscando el humo de la locomotora.
Debe llamarse Elisa, me dije, o Delia o algo en que haya una e y una i ; su nombre debe
tener dos sílabas o tres a lo más.
*
Supongo que el lector no piensa que me refiero a la locomotora, ni a la mucama, ni al
niño, ni al marido.
La razón para llamarse Elisa o Delia estaba en el color de su vestido, gris claro: la
imaginación tiene su lógica femenina y no admite que una señora vestida de gris claro,
rubia, fresca, elegante y un si es no es risueña, casada con un hombre moreno, pueda
tener un nombre en que no figuren las letras e, i; amables letras, distinguidas y livianas.
Ramona, no se llamaba seguramente.
*
Llegó el tren; yo, fingiendo no importárseme nada de Elsi, subí primero que su familia a
un vagón, el más próximo.
Quizá hubo un poco de cálculo en mi apresuramiento.
Celia subió en seguida con su marido, con su mucama, con su niño y con todos sus
atractivos; es decir, con su boca blanda, húmeda, bien cortada, sus dientes bañados en
rocío de alba, su frente limpia, sus mejillas... dejemos las mejillas para más adelante.
*
Me senté dando la espalda a la máquina y un poco lejos; también hubo un cálculo
orgánico en esto, pero yo no me di cuenta.
Naturalmente la señora y la mucama, con su niño, se sentarían mirando hacia adelante, es
decir, dando el frente a un servidor de ustedes, y el marido (odioso) dándole la espalda;
así sucedió.
Edi, una vez en su sitio, mostró en su semblante hallarse satisfecha; lo mostró no sé
cómo, probablemente por aquellos signos de coquetería delicada que todas la mujeres
ejercitan aun ante las personas de quienes nada se les importa.
Yo he visto a señoras de mi relación presumirle a una cómoda o hacerle gracias a un
espejo para seducir a los demás muebles.
He visto más: alisarse el pelo a una enferma moribunda, antes de dar el último suspiro...
El marido estaba inquieto; sabía por instinto que su mujer trataba de parecer bien al
vagón, a los pasajeros, y a los animales que se morían de hambre a uno y otro lado de la
vía en los campos pelados.
Yo me fijaba en la nuca del marido; nada poética por cierto; una nuca vulgar, y la señora,
de tiempo en tiempo, me miraba rápidamente como diciendo: "gracias señor, por su
admiración."
A mi vez, le habría agradecido la isntalación de sus encantos si hubiera sido exclusiva,
pero era universal, pues con la misma expresión de amor propio la destinaba al guarda
tren, a los asientos de esterilla vacíos o a los paisajes del camino.
*
¡Hay un fondo de perversidad innata en ls mujeres más felices, más lindas y más
distinguidas!
¿Querrán ustedes creer que la encantadora Friné se puso a besar al niño con la boca más
sabrosa que ha viajado en tren, desde Adán hasta la fecha?
El marido no podía prohibirle que besara a su hijo, pero indudablemente habría preferido
que no lo hiciera.
El niño sorprendido por tamañas efusiones que tal vez encontró inusitadas, dióse a mirar
con ojos de muñeca y a protestar con gestos afligidos; la mucama se puso más colorada y
más bonita, el marido ejecutó un cuarto de conversión y yo, que me ocupaba en ese
momento en calcular la profundidad de unos hoyitos que se dibujaban en la mejilla de la
adorable madre, mientras se sonreía deliciosamente, me vi forzado a practicar una
diversión (en su sentido técnico y militar) poniéndome a mirar un caballo flaco,
afligidísimo, como político en decadencia, empantanado en una zanja.
¡Decididamente el caballo es un animal muy útil para el hombre!
*
La señora comprendió el reproche mental de su digno esposo y apoyándose en el espaldar
de su asiento, un feliz espaldar, fingió una tristeza tan melancólica y tan perfecta que
hizo al marido derramarse en una lluvia de preguntas cariñosas y llenas de inquietud.
¡Qué arte tan sublime tienen las mujeres para manejar a sus maridos!
Neli volvió a sonreírse y una atmósfera de felicidad, de gracia y de belleza se difundió en
el ambiente.
-"Central" -gritó el guarda tren.
-"Tan pronto" -contestaron los sentimientos íntimos de los viajeros en todo el
compartimento.
La triunfante señora arreó con sus gracias, el marido salió del purgatorio (un siglo había
pasado para él en quince minutos) y cuando yo me preparaba a tomar mi postre de
emociones viendo bajar a Irene, último nombre que di a la divina viajera, fui frustrado en
mi anhelo por el saludo cariñoso e inoportuno de don Mariano Abejorros, corredor de
frutos del país, entre cuyos bigotes tiesos fue a enmarañarse mi visual destinada a un pie
probablemente chico y delicado.
¡Así concluyen todos los encantos de esta vida!
¡Nada en quince minutos, sino la supresión de un cuarto de hora!

1893
Así
(Cuento)

El amor es un tema universal y eterno, y ningún tratado de filosofía ni de moral me


prohíbe ocuparme de lo universal y de lo eterno.
Graciana tenía las manos ásperas y coloradas; había lavado mucho en su vida, lo que no
le impedía tener quince años y un corazón sensible.
Tenía además ojos, boca, nariz y frente, como muchas personas de su sexo; pero estas
facciones y otras más en ellas, se habían tomado la libertad de ser excesivamente bellas.
La oreja, por ejemplo, era inimitable, bien doblada, chica y ligeramente sonrosada.

No tenía aros, ni agujeros en que meterlos. Estos descuidos, dignos del más justo
reproche, fueron debidos a dos causas, una moral y otra física: la primera su pobreza; la
segunda: el que su madrina, la única abridora de orejas que había en su pueblito, había
sido atendida de una simple irritación de los párpados por un célebre oculista y
naturalmente, había quedado ciega.
Añadía Graciana a sus encantos, un cabello que era un trigal maduro, unas cejas
arqueadas y finas, un color de luna disuelta en leche, y unos dientes tan lindos que
cualquiera al mirarlos deseaba en su fuero interno ver a la niña convertida en perro y ser
mordido por ella.
A lo menos, tal fue el primer cumplimiento que le dirigió Baldomero Tapioca, estudiante
de medicina, ambulante.
La niña se rió de semejante ocurrencia.

Era italiana.
No necesitaba ser italiana para reírse, pero ustedes comprenderán que tampoco eso era un
obstáculo.
*
Baldomero estaba perdidamente enamorado de Graciana y de otras varias jóvenes; así se
lo dijo un día, suprimiendo lo referente a las otras jóvenes, en lo cual obró con una
prudencia sorprendente en su edad, pues sólo tenía veinte años.
La proporción de edades había sido ya discutida. Arreglado este punto, no quedó
pendiente sino el de la correspondencia de sentimientos, destinado a ser resuelto en otra
correspondencia, la epistolar.
Y aquí me es forzoso decir, sin ofensa para nadie, que en esta última Baldomero abusó de
los términos técnicos y Graciana maltrató horriblemente a la ortografía, pues jamás
escribió "yo te amo" sin ponerle una h en alguna parte.

Sólo dos ejemplares poseo en mi archivo, rico en autógrafos históricos, de las cartas
cambiadas entre estos célibes, y voy a transcribirlas en beneficio de la humanidad
literaria.

Baldomero a Graciana:

Angel hipertrófico, es decir, magno: la arteria coronaria de mi corazón se cierra apenas


mi retina percibe los músculos risorios de tu boca, y mi tórax se siente atacado de
angina péctoris. ¡La circulación cardíaca se detiene, y turgencias espasmódicas forman
protuberancias en mis órganos! Espérame a las siete post meridianum, en el anfiteatro
de nuestros amores. Tuyo como del hombre el pensamiento
firmado- BALDOMERO TAPIOCA

Graciana a Baldomero:

¡My Mahma thi N. de Lorde uueltas man! ¿Damée huna me de Zyna perro ke seya
güena.
Tulla,
firmado- G. RASS Y ANA
Hay jóvenes capaces de todo en su aturdimiento, hasta de amar a una muchacha que
escribe su nombre como una firma social. En ese caso estaba Baldomero, tal vez porque
no buscaba la ortografía en los besos sabrosos, encantadores, frescos y con olor a
violetas, de los labios de un ángel hipertrófico.
Yo confieso francamente que aún cuando hubiera sido maestro normal y profesor
aburrido de la gramática anestésica, en viendo a Graciana me habría arrojado a sus pies,
no sólo olvidando la ortografía, sino también la analogía, la sintaxis y la prosodia.

¿Qué gramática ni qué ortografía supo la fecunda Eva, joven analfabeta y robusta,
cuando sedujo a su paisano Adán, mozo sin vicios y soltero, prefiriéndolo nada menos
que al Padre Eterno?
Y si se explica la preferencia de Eva por razones de edad, análogos incentivos debió
tener nuestro padre Adán, que en paz descanse, para no detenerse en detalles
pedagógicos, tratándose de una vecina guapa, tentadora y resuelta, en aquellas soledades
del Paraíso terrenal.
*
Graciana no experimentó las dificultades de la elección entre Baldomero y el Padre
Eterno, tal vez por no haberse presentado este último a solicitar sus favores.

Amó a su amigo Baldomero con una pasión italiana, sancochada, hervida, calcinada al
calor de un sol americano, y el joven estudiante supo corresponderle con todo el ardor de
un potro salvaje.
Los dos amantes se daban cita en los parajes más inopinados y no hubo sección de
territorio en la comarca donde no resonaran sus besos recíprocos e irreflexivos.
*
¡Pobre Graciana! Las altas horas de la noche la encontraban sin dormir tramitando sus
impresiones, y la luz del alba, cuando entraba por las rendijas de la endeble ventana,
soreprendía sus pupilas mirando al infinito a través de las paredes de su cuarto
desmantelado.

Su cama sencilla, estrecha, inmaculada y dura, amanecía revuelta, tras de una noche de
insomnio en que la linda muchacha, buscando posiciones para conciliar el sueño, sólo
hallaba inquietudes con sus inacabables meditaciones.
La hora de levantarse, cuando tomaba su alimento, al comenzar o concluir cualuier
ocupación, en fin, en todos los momentos de su vida, ahí estaba el agudo y delicioso
tormento de su amor, torturándole el alma con remordimientos vagos y acariciándole el
corazón con suavísimas voluptuosidades.
*
Con todo esto, un tinte melancólico se había extendido en su rostro: sus ojos, antes
alegres, apagaban su luz para armonizar con las sombras de sus párpados cansados, y un
nuevo género de belleza menos aldeana, se instalaba en sus facciones.
La familia y las vecinas comenzaron a notar estas mudanzas y la tierna apasionada sufría
el tormento de mil interrogaciones diarias, sólo soportables en nombre de su talismán, su
grande, noble y desinteresada locura, su abnegada y generosa entrega sin condiciones y
sin esperanzas de futuras legitimidades.
En su delitio, los ensueños de su fantasía la transportaban a una eternidad de felicidades,
en una morada celeste, donde se aspiraba el perfume del amor fragante, y donde, en
medio de las melodías más inefables, se oía claro y distinto el nombre de su amante.

Porque la suave Graciana, triste es decirlo, había llegado a imaginarse que la palabra
Baldomero era poética y melodiosa.

La música, en lugar de calderones, semicorcheas, fusas y bemoles, sólo contenía para ella
Baldomeros; la pintura, la escultura y las letras sólo ofrecían cuadros, estatuas o poemas
perfectos, cuando tomaban por héroe o por objeto algún trasunto fiel de Baldomero.
Y Baldomero, por su lado, bautizaba con el nombre de Graciana a cuanta belleza soñaba
o veía.
Algunos meses pasaron en estos devaneos, a los cuales pusieron término, graves
acontecimientos dolorosos, prosaicos y mundanos.
*
Una mañana entré a la sala de San Ramón, en el hospital de mujeres y fui informado por
la hermana en turno de que el número 18 había entrado la noche anterior... todo había
pasado bien, pero tenía actualmente cierto malestar...
Fui a ver el número 18 y lo encontré pálido, demacrado, inquieto. El número 18 era una
muchacha muy joven, bonita a pesar de su estado, y sumamente interesante en su triste
situación:

-¿Qué le duele, niña? -le pregunté.


-No sé -me contestó.

-¡Cómo no sé!
-¡Así!

-¿De dónde ha venido?


-Me han traído anoche.

-¿Cómo se llama?
-Graciana.

-¿Graciana? (¡Todos los cuadernos y libros de un compañero mío tenían escrito en cada
hoja el polisílabo "Graciana" con diferentes caligrafías, y yo sabía que él mostraba
siempre su constancia amorosa escribiendo el nombre de su amada en todas partes, ¡hasta
en el recetario!)

-¿Graciana de qué? -seguí, reanudando el diálogo.


-Graciana nomás.

-¿No tiene nombre de su padre?


-Así.

-¡Así, así, así! no entiendo. (¡Pero decía así con tanta gracia y con una boca tan linda y
tan triste!)

-Bueno, pobre niña... así... veamos... ¿dónde le duele?... ¿aquí?... ¿aquí?... -le dije
palpándole con toda delicadeza el vientre.

-¡Sí, ahí a la derecha, ahí!


La examiné detenidamente y después de un momento de reposo, le pregunté, tuteándola,
y con intención paternal:
-Dime, Graciana, ¿conoces un estudiante que se llama Baldomero?

La niña soltó un grito ahogado, se llevó las manos a la cara y se puso a llorar
amargamente, como no he visto llorar a nadie.

Yo soy muy atento y me gusta armonizar con las gentes; yo también me puse a llorar,
pero con más método y menos ruido que ella.

-¡Vamos, no hay por qué llorar! -dije, secándome los ojos- te voy a dar ahora un
medicamento y vas a tratar de no afligirte.
*
¡Qué desagradable es tomar cariño a un enfermo de hospital! Allí la democracia es
absoluta, no hay preferencias ni distinciones, y el afecto, por lo tanto, no encuentra
formas legítimas para manifestarse.

La verdad es que yo sentía un interés indudable por el número 18 y que su estado me


inquietaba sobremanera. No podía quedarme mucho tiempo a su lado porque no era
prudente; pero me quedaba siempre lo bastante para irme intoxicando lentamente con su
belleza y con el excitante de su pequeño romance. Ella también era cariñosa conmigo,
por gratitud, creo; me miraba más tiempo que el necesario a cada pregunta y cuando me
daba su mano para dejarse tomar el pulso, era con cierto abandono confiado, como quien
no duda de una tierna acogida.
-Graciana -le dije un día-,¿hace mucho tiempo que no lo ves?

(Imprudente, dirá el lector. No, por cierto; sólo quería procurarle el medio, al provocar su
confidencia, de frotar suavemente la herida de su alma, lo que es siempre un alivio).

-Dos meses -me contestó.


¿Y por qué no lo has visto en dos meses?

Así...
-¿El no te ha buscado?

-¡Sí, que me ha buscado!


-Y entonces, ¿por qué has dejado de verle?... ¿no quisiste tú o no podías?...

Así... -dijo, y ¡vuelta a llorar!


Yo tenía que llenar esos así tan conceptuosos para ella, con mi sola fantasía, y no
pudiendo adelantar gran cosa con mis exámenes, me retiraba desolado, atormentado,
tristísimo.

Entretanto el número 18 seguía muy mal. Todos las prescripciones del médico eran
impotentes, todos mis cuidados inútiles.
A los ocho días de su entrada al hospital, la desgraciada joven murió víctima de una
infección.
Cuando la vi muerta sentí que me arrancaban algo dentro del pecho. Jamás he visto un
cadáver más lindo. Sus facciones afiladas por la fiebre y los sufrimientos, habían tomado
una delicadeza extra humana. Su pelo rubio derramado sobre la almohada, era el marco
de oro de su rostro inocente, tranquilo, estático, modelado en su última expresión.
El cuerpo de la pobre criatura, liviano, elegante y airoso, a pesar de la muerte, cupo en un
pequeño cajón, el más fino y más blanco del depósito; yo lo elegí para ella y yo mismo la
coloqué en él.

Después de clavado, escribí en la tapa con mi mejor letra: Así...


*
A los pocos días encontré a Baldomero en la calle, muy flaco, muy pálido, muy decaído.
No se le había visto en clase ni en los hospitales por mucho tiempo.

-He estado enfermo -me dijo.


-No lo he sabido; pero ahora estás bien, ¿verdad?

-Sí, mejor.
Nos miramos un momento con aire de recíproca interrogación.

Yo corté la escena diciéndole.


-¿Tienes tu cartera? dámela un momento.

Me la dio; saqué mi lápiz y puse en una de las hojas estas tres letras: Así .
El miró la palabra, levantó los ojos con asombro y encontrando en los míos no sé qué
expresión, dio vuelta la cara para ocultarme sus lágrimas.
Lo tomé del brazo y trabé con él una dolorosa conversación.

-¿Dónde está? -me dijo.


-No sé. (Me pareció cruel darle la triste noticia.)

-¿Cómo sabes eso de Así ?


Por una casualidad, ya te lo contaré. ¿Y tú no la ves?

-No la veo desde hace más de tres meses.


-¿Por qué?

-Porque no sé dónde se ha ido. Salió de casa de su madre, vieja perversa, se fue a casa de
una amiga y después no sé dónde, sin decir nada. Desde los primeros meses.... ¿sabes?...
me había tomado un odio mortal, no me podía sufrir; en vano hacía todo yo por
contentarla; me huía como al peor enemigo; creo que estaba histérica. Por fin se fue; yo
me enfermé de pena, te lo juro, porque la quería con toda mi alma; estaba dispuesto a
casarme con ella, a pesar de la familia y de todo...

-Bien, bien, tienes tiempo para casarte; ¿y querrás mucho a tu hijo?


-¿A mi hijo?

-Sí, pues, a tu hijo; ¡ya conversaremos de eso!


*
Desde ese día fuimos inseparables Baldomero y yo. La palabra así fue nuestra fórmula
para todas las cuestiones: ¡un verdadero amuleto! Y muchos meses después, muchos,
cuando su pasión se había dormido y su corazón se hallaba más sereno, ¡le contó todo,
todo!

1893
Recuerdo al caso
A propósito de "Alma de niña" novela del doctor Manuel T. Podestá.

Mi estimado colega y amigo doctor Podestá: He leído apenas me la han devuelto, su


preciosa novela "Alma de niña". Me ha gustado en extremo y la encuentro llena de
ternura en medio de un análisis fino, delicado, revelador de este dualismo tan ignorado:
la psicología científica y el sentimiento natural y sencillo. Algunas de sus páginas me han
conmovido y el tema y su desarrollo tan bien llevado, me han mostrado una vez más los
méritos de autor tan filósofo, agradándome mucho poder comprobar de nuevo las dotes
literarias de un colega y de un compatriota.

A más, su libro es sugestivo, usaré la palabra de moda; me ha hecho recordar un episodio


de mis primeros tiempos de médico y me ha inspirado el deseo de contárselo, confesando
que la forma en que se presentan ahora mis reminiscencias me parece una imitación de su
estilo, en parte, mechada con puntas de mi propia cosecha.

¡Pobre María!
Yo asistía allá por al año (cualquiera) a una señora anciana, chiquita (era la más chica de
mis clientes) y tan buena que yo no comprendía cómo en tan pequeño volumen podía
caber tanta bondad.

Vivía con una joven criada por ella, más nadie sabía en el barrio y por lo tanto en el
universo, si la niña tenía con doña Rita, mi enferma, vínculos de parentesco.

La joven se llamaba María; eso ya era una ventaja; ¡un nombre lindo! y ella se parecía a
su nombre, razón por la cual gozaba de general simpatía.

Yo la festejaba un poco y naturalmente, doña Rita aprovechaba de mis más asiduos


cuidados.
Como yo era uno de los mejores médicos de mi barrio, un día encontré a la viejita
muerta, sin saber cómo ni por qué.

¡Triste espectáculo!
*
El cadáver estaba en la cama cubierto aún con las frazadas en desorden. Una vela ardía
en la única mesa del cuarto, con una luz ética, al lado de un niño Dios, cubierto con un
fanal, acostado en un bosque de flores de trapo y estirando los brazos como si se
preparara a recibir una palangana, en esa actitud peculiar de todos los niños dioses que yo
he visto.
María se había sentado a poca distancia, serena, tranquila, tristemente. No me dijo una
palabra.
Yo me acerqué al cadáver y me puse a contemplarlo, mientras mi mente anotaba mis
sensaciones: ojos hundidos, abiertos, sin brillo, mirando al infinito; nariz afilada, chica,
aguileña; frente de cera, labios finos, secos; manos flacas, arrugadas, con dedos nudosos
contraídos, mostrando en la yema de uno de ellos los puntos negros hechos por la aguja.
Me senté hacia los pies en una silla y me puse a observar el cuarto frío con piso de
ladrillo ordinario y gastado.
*
La luz entraba por una ventana de vidrios pequeños, antiguos y cuadrados, a través de los
cuales se veía los barrotes de la reja trepados por una planta; madreselva, creo. Los rayos,
al pasar por la cara de la muerta, se empañaban, se enfriaban e iban en seguida a
derramar la desolación en la pieza. A la derecha había un biombo fijo, empapelado con
diarios primero, con papel de forro después, provisto de una abertura de la que pendía
una cortina de cretona desteñida.
El tabique servía para dividir la pieza en dos partes; la del fondo constituía el cuarto de
María, donde yo nunca había entrado, pero cuya atmósfera estaba seguramente llena de
emanaciones virginales.
Mientras yo asentaba en mi mente todos los objetos, con aquel lujo de detalles cuya
percepción permite siempre aun el más intenso pesar, entró un gato barcino, calmoso,
despreocupado, caminando blandamente, sin ruido, con aquella elegancia elástica propia
de su raza. Se detuvo a cierta distancia del cadáver, dobló las patas, acomodó la cola, y
mirando con sus pupilas lineales, amarillas y verticales, maulló una vez. Nadie le hizo
caso. Entonces sacó su cola, enderezó las patas y con el mismo paso metódico y
clandestino, abandonó el cuarto, diciéndose probablemente: "todo está perdido, soy un
gato abandonado, huérfano; se acabó la leche en plato; ¡ya no más siestas al pie de la
cama!".

No sé lo que María pensó del gato, pero indudablemente su vista la distrajo; yo la vi


mirarlo con curiosa atención.
*
El silencio formaba el fondo del cuadro, para hacer destacar mejor cualquier ruido
insignificante venido de afuera. Yo oía el golpe de mi propio corazón.
¿Nadie sabía la desgracia ocurrida? Nadie; a los menos la naturaleza no lo sabía, porque
continuaba su pequeño trote sin la menor inquietud.
El sol había salido o no había salido, según su costumbre, alternando sus tintes. Eso no
importaba; otros días sin ninguna viejita muerta hacía lo mismo. ¿Por qué no tomaba en
cuenta la situación afligente, por qué no sufría, por qué no lloraba?... ¿Y los muebles, los
compañeros de tantos años? Allí estaban quietos, insensibles...
¡Siquiera la mesa podía apartar las patas y echarse al suelo en prueba de dolor!
Solamente la vela podía armonizar con la situación. Ya estaba enferma, pálida, medio
consumida, llorando un poco de cera a lo largo de su cabo y ardiendo melancólicamente,
con una llama vacilante y pobre.

Pero en fin, ella acompañaba como un ser viviente.


¡Cuando se apague se esparcirá por la habitación la tristeza que sigue a todo cambio!
*
Frases incoherentes, como estas, navegan en la cabeza de María:

"No digo que no se muera, pero, ¿por qué se muere ahora?


"¡Todos nos hemos de morir!

"Si otro se hubiera muerto, lo mismo sería.


"¿Por qué no habla?... ¡Yo hablaría si estuviera muerta!

"¡Quién sabe, nomás!


"¡Qué afligida estoy!

"No me ha dejado encargada a nadie.


"¡Me parece imposible!

"¡Tan buena, tan buena! ¡muy buena!


"¡Yo también la quería... Y luego la enterrarán. -¿Qué quiere decir: la enterrarán? -No
entiendo."
*
Y ni una palabra emitida.
Yo también tenía mi feria cerebral persiguiendo los giros de mi enajenación en un
constante cambio de escena.
Veía entrar un viejo vestido de negro con una levita raída, esdrújula, como forro de
paraguas, con una nariz aguda investigadora; lo veía acercarse al cuerpo yerto de su
amiga y alegrarse en el fondo de su alma egoísta por no haberse muerto él. Después
aparecían las decoraciones. "La vestirán de muerta con su librea de difunto pobre. La
muerte tiene también su moda; ¡nadie se va con su traje habitual! ¿El cajón tendrá
manijas plateadas?".
¡Y el paño negro, con franja para la mesa! ¿Cuál mesa usarán? ¿El cadáver es chico?
Faltan los hachones y los candelabros altos, ya prácticos en el oficio. Quisiera saber lo
que piensa un candelabro después de diez años de uso. ¡Los candelabros para pobres
deben tenerles envidia a los otros!"
¡Pobre María! ¡Realmente es una desgracia! Nunca la había visto más bonita. ¿Por qué
no llora?
-Ya he llorado. ¿Para qué sirven los médicos? -dirá ella-.

"En verdad... ¡para qué sirven!"


"¿Nadie vendrá a esta casa?"
*
La vela seguía consumiéndose y todo continuaba lo mismo: el niño Dios estirando los
brazos, acostado en su cuna de flores de género; la mesa impasible. María silenciosa y la
ventana con sus vidrios chicos dejando pasar la luz helada, que caía como un sudario en
el cuerpo inmóvil de la viejita.
Y luego el desfile de frases otra vez:

"Todos los muertos son buenos."


"Ya no hacen sombra a nadie y todos heredan algo: el sitio que ocupaban, el pedazo de
pan que comían."
Esta infeliz comía poco y ocupaba un espacio muy pequeño."

"¿Y para qué nacer, para qué vivir y para qué morirse?"
"Realmente nada tiene objeto."

"María se casará y tendrá hijos. Su marido será gordo y vulgar. ¿Y ella? ¿Cómo será ella
dentro de diez años? Ya lo veo, también gorda y vulgar."

"¿Cómo hará el gato para mudar de casa?"


"Los gatos son los representantes más genuinos del patriotismo. ¡He visto gatos
misántropos y solitarios en casas abandonadas!"
"¡Me parece que doña Rita se mueve!... Es una ilusión; ¡a fuerza de fijarse uno en su
cara, cree verla animarse!
"¿A dónde se irá la vida? No se va; ya no hay más, simplemente, como un ruido que cesa
sin irse a ninguna parte."
"¿No se habrá muerto también María? Hace una hora que no se mueve. Y yo ¿qué hago
aquí?"
.....................................................................
....
No me acuerdo cuándo salí de la triste habitación. Lo único que conservo en la memoria
de aquella escena es una sensación de estática, de ensueño doloroso y monótono.
Algunos años más tarde encontré a María en un tranvía, alegre, fresca, consolada,
demasiado consolada tal vez. Era otra María.
Muchas personas se han desdoblado en mi imaginación. Ahora las trato como a
relaciones recientes, mientras las antiguas que son esas mismas, sin serlo, han muerto, sin
dejar de vivir, y pegadas a mis recuerdos en su forma antigua, continúan rodeadas de esa
dulce, poética y tierna melancolía que envuelve a todas las cosas pasadas.

1893
Triste experiencia
Desde la edad de cinco años de que datan mis recuerdos más lejanos, hasta la de
veinticinco en que por primera vez me gustó una mujer rubia, tuve una marcada
preferencia por las jóvenes morenas y de ojos negros.
Allá por el año 1870 y durante el tiempo transcurrido hasta entonces, cuyo cómputo no
hago por no faltar a mis principios, tan radicales en la materia como los de cualquier
dama distinguida y seria, mis aficiones se hicieron eclécticas... ¡no adivino la causa!
Una rubia rompió la monotonía de mis predilecciones anteriores.
Su casa estaba al lado de una Comisaría y la niña miraba los escándalos que a su puerta
se producían, con unos ojos serenos, admirados y azules.
Entre las dos circunstancias, la de vivir al lado de una Comisaría y la de mirar con ojos
azules los procedimientos de ese Poder público para reprimir desórdenes, produciendo
otros mucho mayores, creo que la segunda fue la verdadera inicial de mi cariño hacia la
joven, dando por nula y de ningún valor la primera, pues gentes conocí en aquella época
que vivían pared de por medio con la misma Comisaría y sin embargo no me inspiraban
el menor interés.
La rubia tenía dieciséis años, tres meses y veintiún días cuando yo la concí, pero el color
de sus ojos debió datar del tiempo en que por primera vez tomó el cielo ese tinte de
zafiro oscuro en los pródromos de tormenta.
Era delgada y airosa, blanca, pálida y su cabello largo fino, ondeado, color de oro
muerto.
¡Una boca! ¡Dios mío! ¡qué boca! Yo me pasaba las horas esforzándome por comprender
como podía tenerla tan chica, con labios tan rosados y delante de unos dientes tan
blancos, tan iguales y tan unidos.
Cuando se reía todo el barrio se alegraba, yo pensaba que era día de fiesta y el Comisario
ponía inmediatamente en libertad a todos los presos.
Se llamaba María, es decir, tenía para mí nombre de negra, pues la primer María que yo
conocí era una negra cocinera en el pueblito donde yo nací, en el cual no había ni podía
haber otra María, ni más Tadeo que un tuerto picado de viruela, por cuya causa yo he
creído hasta muy entrado en años, que todos los Tadeos eran tuertos y todas las Marías
negras cocineras.
El Comisario la festejaba, naturalmente, (a la rubia no a la negra de mi pueblo) pero sin
éxito; yo me contentaba con amarla en secreto y mirar su fotografía cuya fecha marcada
el día de un cumpleaños y referida al de nuestra primera entrevista me dio a conocer la
edad exacta del adorado original.
Hice mil tentativas por obtener sus favores platónicos; no aspiraba a más; pero, triste es
decirlo, de mi gestión sólo resultó una íntima amistad... con todos los vigilantes de la
Comisaría y con el Comisario mismo; ¡con la rubia, nada!
Al año siguiente de estos acontecimientos se casó con un carpintero primo de ella. Desde
esa época creo que data mi aversión a los primos carpinteros.
La casta niña que yo veía en mi imaginación no era ella; la mía tenía gustos delicados
correspondientes a su físico y francamente, ¡no me parece un gusto delicado casarse con
un carpintero!
*
Más tarde conocí otra rubia.
Esta era grande, robusta, cara redonda, ojos claros azules, maliciosos. Su cuerpo
indolente y su carne blanca y semi-suelta le daban un aire de voluptuosidad alarmante.
Cuando caminaba iba derramando gracia. Hablaba cortando las palabras y me gustaba
particularmente su modo de decir sí . Me habría enamorado perdidamente de ella a no ser
por sus manos que eran enormes y duras. ¡Yo no sé de donde fue a sacar unas manos tan
desagradables!
Estaba yo en lo mejor de mis trabajos para prescindir de extremidades tan incongruentes
con el resto de su persona, cuando le salió un novio, un estanciero con el cual se casó,
yéndose en seguida a poblar el sud de la provincia.
No se tome esto ccomo una metáfora; la rubia tiene a la fecha catorce hijos. ¡Qué menos
podía esperarse de una mujer tan graciosa para decir sí !
*
Después, desengañado con tan mal éxito, me puse a festejar una doncella de color sud
americano, muy linda; cuerpo espléndido, buen busto, cintura un poco gruesa, figura bien
cortada, pelo negro, largo, pesado; ojos tamaños de grandes, tardaba un día en abrirlos;
negros, bien negros; cuando miraba se hacía de noche; boca chica, labios un si es o no es
gruesos; dientes agudos finos y muy blancos; pero ¡qué nariz! había que mirarla muy de
frente para no creerla añadida; nunca pude tolerarla; ella no entraba en mis principios y
por su causa rompí mis relaciones con su dueña.
Verdad es que también concurrió a nuestra desinteligencia la aparición de un
pretendiente; un patrón de buque de cabotaje, más tolerante que yo en asuntos de narices.
¡Confiese el lector que mis rivales afortunados eran como para desesperar al menos
pretencioso!
*
Tras de esta vino otra, de pelo negro también y ojos ídem, bravos. Esta era blanca,
pálida, de regular estatura; bastante bonita. Tenía una ligera sombra de vello fino en el
labio superior; no obstante no podía uno mirarle la boca sin desear darle un beso, o dos.
Ya con tanto fracaso, estaba dispuesto a no tomar grandes aficiones hasta no ver si había
algún defecto dirimente de todo entusiasmo. Al principio me mantuve a la capa, como
dicen, espiando las fallas. La moza era interesante sin duda; añadía a su belleza física una
vivacidad extremada y una combatividad picante. Podía decirse que todo esto la realzaba
ante mis ojos, pero yo escondía mis impresiones defendiéndome de mí mismo. Ella
empleó todo su arte y su potencia para llegar a su objeto: hacerse querer; y lo consiguió,
pero sólo en parte, pues yo no aceptaba su ingrediente moral agresivo, intransigente, sin
un átomo de bondad, por cuanto hasta sus ternuras y sus amistades, eran bravías e
imperiosas y sus obsequios y caricias verdaderas imposiciones, multas diré, impuestas a
sus admiradores.
Mientras se desvanecían los efluvios del afecto anterior, conocí la tercer rubia, una niña
color de marfil nuevo, pálida, fina de cuerpo y de cara, elegante, bien plantada, lánguida,
delgada, enfermiza, de aspecto melancólico y con las apariencias de la índole más suave.
Su cabeza era judía, grande y de bella forma, su cabello infinito, nutrido, un poco grueso;
sus ojos grandes de color azul verdoso, tiernos, dulces cuando ella quería; el óvalo de su
rostro, delicadísimo. Hablaba con gracia y tenía en su trato algo de aristocrático que
atraía. Llevaba con resignación aunque con tristeza su suerte, no muy buena al parecer y
vivía indudablemente en un medio poco apropiado a su naturaleza. Su aspecto físico
indicaba una gran delicadeza de sentimientos. Pero aquí venía el contraste. Era fría,
cruel, caprichosa y audaz, hasta la temeridad.
Tenía una afición particular a martirizar, sin ser sin embargo mala; era coqueta, no por
agradar a nadie sino por mortificar a los que más dueños se creían de su cariño. Le
gustaba mucho poner trampas a los pretendientes a su mano y hacerlos caer en ellas para
divertirse con su cólera y enojo. En resumen, toda su conducta, juzgada filosóficamente,
indicaba que no tenía el debido aprecio por la lealtad ni la consecuencia.
Tan insólitas condiciones concluyeron por hacerme retirar mi candidatura.
*
Tras de tan larga experiencia afirmo que no hay mujer alguna en quien un solo defecto,
no baste para borrar o balancear las más relevantes cualidades.

Lo mismo puede decirse de los hombres, pero al fin ellos no tienen por sola misión en la
tierra endulzar la vida con sus encantos estéticos y sentimentales, como la tienen las
mujeres.

¡No hay mujer completa!

-¿No hay? -Sin embargo conocí después una niña sin defecto aparente: Edad quince años;
talento impropio de su extrema juventud.

Cualidades sentimentales:
Prudencia; ajena a su sexo.

Altruismo; en equilibrio indiferente.

Afectos de familia; muy desenvueltos.

Respeto a sus mayores; nulo.

Virtudes domésticas; excelentes.

Idem individuales; completas.

Cualidades intelectuales:
Comprensión; fácil.

Juicio y raciocionio; filosóficos.

Conciencia de sí misma; enorme.

Cualidades para distribuir en diferentes capítulos:


Bondad; inconsciente, resultando más bien de la indolencia.
Sumisión; aparente.

Circunspección; antigua, infalible.

Imperio sobre sí misma; máximo, llegando casi a la hipocresía.

Presunción; incomprensible.

Tendencias al amor sexual; dependientes de los fenómenos de alimentación y clima.

Actitudes; abandonadas, encantadoras.

Señas particulares:
Su cuerpo era un modelo, su cabeza grande armoniosa, su tez satinada, fresca, su frente
reveladora de un alma inocente y repleta de ideas, su color, el de las flores blancas y
rosadas en armonía de contraste.
La vista descansaba, mirándola, de las fatigas que le impusiera una luz intensa. Su risa
metálica e infantil animaba la casa, su alegría constitucional se insinuaba y se expandía;
su felicidad hacía feliz.
¿Dónde están los defectos de esta niña, capaces de borrar tan altas cualidades?
¡Oh! ellos saldrán, sí, más o menos tarde ¡oh! ¡sí saldrán!
Pongamos una sordina a nuestro entusiasmo y esperemos... ¡No hay mujer completa!

1880

P.D. -A imitación de los grandes autores daré cuenta del rumbo o fin de las personas que
figuran en las páginas anteriores de esta narración.
La vecina del Comisario murió de una afección cerebral.
La mujer del estanciero pidió, hacia el año 1884, una concesión de tierra en el gran
Chaco para colonizarla con su propia familia.
La señoraa del patrón de buque suele venir a verme con tres de sus hijos, mocetones
empleados en el calafateo de embarcaciones menores.
La blanca de ojos bravos se dedicó a la vida monástica; se fue a España, entró en un
convento y allí pasa su vida en rezos enojosos y en oración agresiva contra la corte
celestial.
La rubia inexplicable se casó con un austríaco, es ahora un suegra modelada sobre los
más fulminantes ejemplares y hace en Viena, donde reside, muy buen papel con los
restos de su belleza clásica.
La última, la niña sin defectos aparentes, se ha quedado soltera y goza en la actualidad de
uno de los caracteres más agrios de la comarca.
Ella y cualquier limón hacen pareja.

1894
Variaciones mentales
A la luz de la luna

¡La noche está triste!

La luna alumbra con verdadera gana los patios de mi casa y también, lo supongo, los
campos y las calles. Está en la faz que los almanaques llaman "luna llena" y presenta casi
en todo su disco, una cara limpia, iluminada.
No brilla en realidad; el brillo no se aviene con la melancolía de la luz.

Hay dos clases de belleza; la débil y la vigorosa.


Murillo y Rubens, en lo tocante a la mujer, han dado las dos formas.

Si de pintar la luna se tratara, yo elegiría a Murillo para el cuadro.


Yo sé cuánto la luna hace en materia de movimientos, cómo gira en las vecindades de la
tierra, cómo da vuelta alrededor de su propio eje y oscila para hacer sus libraciones; por
fin, cómo se arregla para presentar siempre la misma cara a la curiosidad de los humanos.

Todo esto, tan matemático y prosaico, nada importa; cuando uno mira a la luna, en lo que
menos piensa es en las libraciones, término que más parece de obstetricia que de
astronomía.
"¡Linterna de los cielos, cirio de plata, amante de los dioses, casta divinidad del
firmamento, virgen desolada, confidente de todas las ternuras y dolores!" repetía yo
siempre en el colegio, encerrado entre las paredes del vasto edificio, donde no había
linternas de los cielos, ni cirios de plata, ni castas divinidades, ni vírgenes desoladas.
Y la expresión trivial, nueva para mí por mi ignorancia, tenía un sabor de suavidad
antigua que me hacía gozar, y prescidiendo del recinto, de la campana metódica que
llamaba al estudio y hasta de los profesores inflexibles, me escapaba de la realidad de la
escena e iba con mi fantasía al centro de la Arcadia a ver a los pastores, seguidos por su
rebaño en las noches de luna.
*
Cuando entrábamos a clase de cosmografía y el profesor erudito dictaba:

"La luna es el satélite de la tierra" (en vez de la atrocidad del párrafo irreverente en que
figuraba la depresiva califición de satélite , yo ponía en mi cauderno: "linterna de los
cielos"); "es de forma esférica, y su volumen cuarenta y nueve veces menor que el de la
tierra; gira alrededor de ésta, describiendo una elipse que recorre en veintisiete días y un
tercio, siendo su distancia media de treinta y ocho miriámetros" decía el profesor; yo
escribía: "es un cirio de plata y su volumen cuarenta y nueve veces amado de los dioses;
como toda divinidad de forma esférica, gira alrededor del firmamente, describiendo una
virgen desolada que recorre en veintisiete días y un tercio su distancia media, confidente
de las ternuras de treinta y ocho mil miriámetros de dolores".
*
En la clase siguiente, no sabía mi lección, de puro soñador e impresionable.
*
Los años han pasado con sus noches oscuras y claras, y la luna visitando mensualmente
nuestro hemisferio ha reflejado en su disco de estaño los ardores atenuados del sol sobre
la tierra, con la imperturbabilidad de un globo seco, filosófico y desposeído.
¡Cuántas amarguras ha recogido, cuántas escenas de amor legítimo o clandestino ha
presenciado y cuántos terrores y sorpresas ha causado con su salida imprudente de entre
las nubes, mientras se pasea como una mula de noria por su elipse!
*
Luna antigua, bola decrépita sin jugos y sin aire, enjuta, grietada, como si fueras de billar
de aldea; ¡tú que trepas sobre las pirámides de Egipto, ¿no te avergüenzas de meterte por
los fondos de las casa, disimulada y silenciosamente?

¿Qué haces ahí parada en apariencia, mientras las nubes corren sus velos negros o
blancos sobre tus facciones siempre iguales? ¿Vienes acaso a espiar a los sirvientes o a
revelarles alguna correría de sus patrones?
¿Dónde está tu marido, mientras andas derramando la luz que le robaste, sola y
vagabunda en la noche callada, recorriedo los montes y los valles?
¿Vienes a contarnos la historia del mundo, las batallas, los cataclismos, la caída de las
naciones, las muertes, las inundaciones que has presenciado desde tu fuga del hogar
materno para contemplar de lejos sus miserias, o a provocar las confidencias de los
hombres, tú que miras a un tiempo los amantes separados y los bandoleros que preparan
un golpe contra el honor, la vida o la fortuna?

. . . . . . A propósito, dime, ¿qué piensa ella ahora, mirándote desde a bordo? ¿está triste,
recuerda a quien la quiere, llora, tiembla su corazón dentro su pecho cuando golpean las
olas el barco en que navega?
¡Oh luna protectora de las nobles pasiones, mírala con ternura, envuélvela en la amplia
cabellera de tus fulgores y al tocar con tus hebras vaporosas sus labios entreabiertos,
hazle sentir los besos de tu amorosa lumbre!

Guárdale mi secreto... etcétera, etcétera, etcétera.


*
No se vaya el lector a imaginar que los tres párrafos anteriores son míos; los copio de un
libro viejo, e infiero por su contenido que desde largo tiempo la luna se ha entregado a un
oficio impropio, perseguido con justa razón por las municipalidades de todos los pueblos
civilizados.
Por otra parte, cuanto el libro dice, bien puede haber sucedido, estar sucediendo y por
suceder, donde quiera que haya gente y buques. Ni es nuevo ni es raro que dos personas
se quieran, que la una se embarque y que la otra se quede mirando la luna, de Valencia, o
de otra capital encantadora, dándose a creer en la capacidad de nuestro mudo satélite para
trasmitir sentimientos.

Pero la imaginación, que hace hablar a los muebles, a los paisajes y al silencio mismo,
teniendo en cuenta la aptitud de los objetos para suscitar ideas, confía en su fidelidad
para llevar mensajes.
De ahí esa fe ciega de todos los amantes en la luna y esa sublime inocencia con que la
hacen confidente de sus locuras.
Yo sé bien que no hay nada en ella de cuanto nuestra fantasía le supone; no hay doncella,
ni tal tierna viajera, ni cosa parecida sino un pedazo de materia muerta, sin atmósfera, sin
agua, sin calor y sin luz; un astro senil, poco hospitalario y nada agradecido que rebaja al
éter luminoso del benéfico sol, treinta y seis mil grados de fuerza, dejándolo apartarse de
su eterna aridez sólo en reflejos pálidos para caer moribundos en la tierra; un trozo viejo,
seco, rajado, hendido, llenos de antros sepulcrales en vez de valles, con la única, eso sí,
grande ventaja de no tener habitantes.

No obstante, yo también, como todos, he contado mis cuitas a la luna.


*
Recuerdo, cuando era chico... pero a decir verdad, no tengo ahora gana de contar eso; lo
contaré a su tiempo, ¡no lo he de escribir todo de una vez!

Los que ven un trabajo impreso o manuscrito con sus letras, sus sílabas y sus renglones,
siguiéndose sin aparente interrupción, piensan que el autor ha hecho todo de una pieza.

Nada menos exacto: cada producto necesita una gestación, desde los niños que
comienzan su vida llorando, hasta las obras de arte que salen del lienzo, del pincel, de la
pluma, del instrumento musical o de los ladrillos y el mármol.
Muchas veces un libro, una estatua, un cuadro, un simple artículo de diario está en la
cabeza del autor durante lustros y sólo se revela cuando encuentra su fórmula acabada.
Así, obras sencillas en apariencia, han necesitado una penosa incubación, un esfuerzo de
concentración, de estudio y de meditación.
Hay párrafos que encierran toda la vida intelectual de un hombre, ideas constituyentes de
su haber de conciencia, bagaje que sólo deposita en las paradas de su largo camino
cuando encuentra la expresión acabada, la ocasión propicia, el momento oportuno para
darles vida en fórmula verbal o escrita, pero eficiente, genuina efigie del concepto
interno, claro, nítido, estético en sus formas y profundo en su fondo.
Nada de ello es aplicable a las presentes páginas; yo no encuentro aún la imagen
filolófica del sedimento que ha dejado en mi alma la visión de la naturaleza, la audición
de sus ruidos, la sensación de sus perfumes, la resonancia de sus voces, la misteriosa
significación de sus silencios en la noche tranquila a la luz de la luna, siempre serena.
Pero como toda palabra es sugestiva, tal vez la mía, desaliñada e incoherente, suscite en
el lector algún agradable y melancólico recuerdo de sus aventuras nocturnas en las
plácidas horas de verano.

                                   T'aimera le pilote
                                   Dans son grand batiment

                                   Qui flote
                                   Sous le clair firmament.

                                   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El buque daba cabezadas y metía la proa en el agua; no se veía la luna sino entre celajes
negros, clara sólo de tiempo en tiempo, cuando las nubes dejaban de pasarle por la cara
su tul empapado, como a un niño a quien fuera necesario lavársela con una esponja.
Un inglés había muerto y se iba a echar su cuerpo al mar.
Yo estaba sobre cubierta mirando la luna, cuando sacaron el cadáver en una tabla,
envuelto en la bandera de la Gran Bretaña; la cara estaba visible; el muerto parecía
dormido. ¡Todos los marineros formaban en dos filas! Pusieron el cuerpo sobre la borda;
hubo un momento de recogimiento; después, sin pronunciar una palabra, levantaron la
tabla de un extremo y el difunto, con los pies hacia el mar, se deslizó lentamente y se fue
a fondo.
La luna, como un daguerrotipo, registró los detalles de la fúnebre ceremonia.
Y el ruido de una colosal deglución, tal cual lo hacen las aguas al tragar un grueso cuerpo
que les cae, quedó por mucho tiempo sonando en nuestros oídos.
*
Cuando el Destino cometió el infame crimen de permitir que muriera mi hermanita, era
yo muy niño; cada mañana al despertarme la buscaba; me parecía imposible no
encontrarla, no verla, no hablarla... nunca he podido consolarme de semejante infamia
de...¡quien sea!
Una noche me dormí pensando en ella, soñé que se acercaba y me recordé sobresaltado;
¡abrí los ojos y no vi sino la luna por la ventana entreabierta!
Me levanté tristísimo y miedoso para cerrarla, y vi la plaza del pueblito desierta, las
calles divergentes, solitarias, las montañas áridas a lo lejos y la luna serena, yéndose
lentamente hacia el ocaso seguida de una estrella, en el mayor silencio.
¡Nadie la veía, nadie la admiraba! ¡Había estado marchando así toda la noche!
¿Para qué, para quién?
Ante aquel espectáculo sin espectadores, mi cerebro veía un famoso gimnasta ejecutando
proezas de equilibrio en un escenario sin comparsas, sin orquesta y sin eco, delante del
vacío, sin público ni aplausos... Y contemplando la belleza estéril de aquel viaje eterno
sin motivo y sin objeto, que la plácida esfera continuaba como simple tarea inconducente,
el sentimiento de la inutilidad final de todo en esta vida se condensó en mi mente y se
incrustó para siempre en mi conciencia.
Mi fantasía, no obstante, voló al pobre cementerio de mi aldea y allí vio, netamente
dibujados con líneas desiguales, los diminutos brazos de una cruz.

1894
Medicina operatoria
Tengo un caballo andaluz que me regaló Máximo Paz.
Se llama Bilde. Ha recibido su nombre con la indiferencia de un recién nacido a quien lo
bautizan para hacerlo cristiano.
Cuando me fui a Europa, segundo viaje, se lo dejé a Juan Cruz Varela, con el encargo
especial de no cortarle la cola, pues a los Varela, en ese entonces, les había dado por
cortar colas.
Pero Héctor, hijo de Juan Cruz, apenas me fui, se olvidó de mi recomendación o la
consideró irracional e incompatible con sus conocimientos en materia estética hípica, y
un buen día mi caballo amaneció con la cola parecida a un plumero de casa pobre.
Hubo mil discusiones a mi vuelta de viaje, repecto a la tal cola y Héctor, en defensa
propia, hasta llegó a inventar que un profesor había aconsejado la amputación.
Verdad es que mi caballo había tenido un tumor de mala categoría en el encuentro, y que
Juan Cruz, con una delicadeza que le reconozco, había encomendado su curación a un
veterinario famoso y titulado.
Por consiguiente, el caballo quedó mal y cuando vino a mi poder, traía una cicatriz
extensa, dura, que se escoriaba con frecuencia.
*
Mi caballo es un sujeto agradable, soltero, moderado, virtuoso, indiferente en materias
religiosas y no pertenece a ningún partido político. Es joven, entusiasta, ardoroso y lleno
de nobles sentimientos. No tiene ningún vicio, no bebe, no juega, no es calavera ni
pendenciero.
Lo sospecho, sin embargo, un tanto afecto al bello sexo, por algunas manifestaciones
cuando en nuestros paseos por el Parque encontrábamos alguna yegua adolescente.
Una vez sobre todo tuve una visión clara de sus tendencias.
Estaba a punto de montarlo y acertó a pasar una potranca alazana, jovencita, llena de
seducciones, con la cabeza chica, los ojos vivos, el cuello arqueado y fino, las piernas un
poco largas con relación a su grueso, sin proporción ni consistencia, como esos brazos
flacos e inocentes, expuestos a quebrarse, que en los bailes de estreno inauguran
desnudos y rojizos con infantil vergüenza las doncellas modestas y delgadas. Además, la
potranca era coqueta, juguetona, alegre, algo maliciosa, presumida y dotada de esa
crueldad característica de la petulante juventud consciente de sus atractivos.
¡Con qué gracia movía los muslos al caminar! La grupa de redondez incipiente, mostraba
ya algunos conatos de rellenamiento, como lo hace la parte correspondiente de una
pensionista de colegio a la edad de catorce años, cuando comienza a ser mujer.
Mi caballo en su presencia tomó tal actitud, que a mí me pareció verlo tirarse los cuellos,
acomodarse la corbata, mirar si sus pantalones hacían arrugas, erguirse, componerse y
hermosearse, por la correcta y elegante posición de su cuerpo, su cabeza y sus
extremidades.
Alzó la mano derecha como quien ofrece una flor; no ofreció la tal flor, pero excarvó la
tierra con cierta energía de buen gusto, acompañando sus actos con una pequeña tos
aristocrática para darse aplomo.
La potranca alazana lo miró sonriéndose con amabilidad no disimulada, aunque con
cierta picardía; se saludaron como miembros de una misma sociedad; ella en seguida dio
tres o cuatro saltos muy graciosos, torciendo en cada uno su hociquito afilado, y él, noble
y resignado, alzó la cola, irguió la cabeza y mirándome con la franca altanería de un
joven enamorado y satisfecho, me dijo en realidad: -Vamos; sigamos a esa muchacha.
Y la seguimos.
Yo no soy capaz de negar semejante servicio a mis amigos.
Desde ese día entre tanto no doy un centavo por la castidad y virtud de mi caballo.
Cuando más, será cuestión de ocasiones.
Por todas estas cualidades yo lo estimo y además lo quiero mucho; él también me quiere
y me muestra su afecto a su manera; come azúcar en mi mano y restrega su cabeza
suavemente contra mis brazos cuando me acerco.
No conozco sus opiniones sobre la sociedad y la familia, pero sí sé decir que es un amigo
noble y desinteresado, como lo prueba el hecho de no haber cambiado de conducta para
conmigo cuando dejé de ser ministro, a pesar del ejemplo natural y humano de varios
distinguidos caballeros que no volvieron a poner los pies en mi casa.
*
Viendo un día que la cicatriz se le había lastimado otra vez, sin darme cuenta de las
dificultades, decidí operarlo.
Preparamos debajo de los árboles con el cochero y otros ayudantes, en la quinta donde yo
vivía, en Belgrano, una cama de paja y todo lo necesario: instrumentos, esponjas, suturas,
agua con bicloruro de mercurio y demás enseres.
El caballo fue volteado, maneado, atado y el acto comenzó; a la primera incisión hizo
esfuerzos desesperados por levantarse, y apenas se le tocaba de nuevo, los movimientos y
sacudidas obligaban a suspender el trabajo; por fin, después de mucho tiempo, el pobre
animal, rendido e impotente para moverse, me dejó ejecutar la mayor parte de la
operación en las peores condiciones, acostado boca abajo en el suelo, apoyándose en los
codos y sin el libre uso de mis brazos, por lo tanto.
No obstante, saqué con bastante éxito una buena lonja de piel, comprendiendo la cicatriz,
regularicé la herida y todo anduvo bien hasta la colocación de las suturas, porque puesta
una a duras penas y cuando iba a pasar la aguja para poner otra, el paciente hinchaba los
músculos del pecho y reventaba los hilos. Esto sucedió tres o cuatro veces y ya yo,
cansado, estaba a punto de abandonar la tarea, cuando se me ocurrió la idea de pasar
todos los hilos, dejarlos colgando y no atarlos sino después de hacer levantar al operado,
no teniendo ya que causarle nuevo dolor, y evitando así los movimientos y la destrucción
de mi costura. Lo hice con gran éxito.
Pero, a los tres días, por la tumefacción de la herida, todas las suturas se reventaron; no
obstante, a las dos semanas el caballo estaba curado y presentaba una cicatriz lineal
exquisita.
La Divina Providencia, de envidia, entonces, inventó otra cosa: le mandó al pobre
convaleciente una nueva enfermedad; un grano en el cuello, horrible, enorme, que se
reventó y ulceró, presentando la úlcera las dimensiones de la sección ecuatorial de una
naranja.
¡Qué fastidio! Ensayé contra el mal todos los remedios antiguos y modernos, sin éxito; el
tumor ulcerado seguía espantoso royéndolo todo.
Rosetti, Carlos Rosetti, viéndole en tan lastimoso estado, me dijo:
-Pero hombre, ¿quién le ha hecho eso a ese desgraciado cuadrúpedo?
-¿Quién ha de ser? -le contensté-, Dios, que me tiene a mí desde el tiempo del cólera y la
fiebre amarilla para corregirle o remediarle una infinidad de fechorías.
Rosetti se escandalizó y le pegó un espolazo a su caballo, como si él tuviera la culpa de
tales blasfemias.
*
Hube al fin de resolverme a practicar otra nueva operación, pero no ya en las mismas
condiciones. Al fin de la primera el noble andaluz me había mirado con unos ojos tales
de reproche, que me impresionó. -Tan luego usted, doctor, parecía decirme, se ha puesto
a martirizarme.
Yo no podía explicarle que todo era por su bien, no entendiendo él ninguno de los
idiomas que yo hablo y no hablando yo ningún lenguaje de caballo, a pesar de ser
profesor de facultades y miembro de corporaciones científicas.
-Es necesario que no me vea -le dije al cochero-, y usted Bautista (todos saben quien es
Bautista), lleve esta carta a D. Tomás (no hay más que uno, D. Tomás Lasarte, vasco y
químico farmacéutico).
Mi carta decía así:
"Mi querido Tomás: Mándame la cantidad necesaria de cloroformo para anestesiar a un
caballo; tú debes tener los datos para calcularla. Te prevengo que se trata de un
compatriota."
*
Tomás me mandó cien gramos de cloroformo.

La nueva operación se dispuso en toda regla.

A la primera aplicación del anestésico, el caballo hizo unos gestos ridículos y muy
graciosos; después se durmió sin convulsiones; verdad es que yo se lo propiné con tanto
esmero como si se tratara de una niña.

Una vez dormido se puso a relinchar, a gritar más bien, alegremente. Yo comencé,
continué y concluí la cruenta y terrible carnicería, sin despertarlo y en medio de una
algazara de relinchos. El animal parecía contentísimo; en mi opinión, se reía a carcajadas.

Probablemente soñaba con una tablada llena de pasto verde, alto, uniforme; con una
manada de yeguas jóvenes, coquetas, frescas y retozonas; con arroyos saltados, con
campos floridos cruzados en todas direcciones a la carrera, con deliciosas y fáciles
conquistas amorosas en tiempo de celo; con forraje abundante y ausencia total del
hombre, animal feroz y dañino, cruel y perverso.

¡Quién no ha deseado alguna vez ser caballo en presencia de ciertos escenarios salvajes
preparados solamente por la honesta naturaleza!

Mientras cortaba las carnes de mi amigo Bilde oyéndolo relinchar, le envidiaba su


fantástico sueño, alegrándome de habérselo producido.
Resultados:

1°. Mi caballo andaluz está sano y bueno.

2°. Yo soy veterinario.

3°. Un caballo puede ser cortado en pedazos sin sentir nada, mediante una dosis de cien
gramos de cloroformo.

4°. Creo ser yo el primero que ha usado aquí los anestésicos para operar caballos.

La firma -

Yo

La fecha - 1884.
Pablo y Virginia
Acabo de leer este romance; es bueno; voy a contároslo por si no lo conocéis.
Una joven de familia distinguida se enamora en Francia de un hombre honrado, de
mediana condición, llamado La Tour; se casa con él; esto desagrada a la familia de la
mujer. El marido, disgustado del accidente, decide ausentarse y se traslada a una isla
donde existe una colonia francesa; deja allí a su mujer y se va a negociar al extranjero.
Muere antes de volver a la isla, quedando su mujer con una hija no nacida aún, por toda
herencia; esto se debió a que en el país había abogados; es decir: se debió a que había
abogados la reducción de la herencia, no el hecho de haber quedado la señora en cinta.
La pobre viuda se encuentra abandonada en la isla; busca un terreno y se instala. Por lo
visto, el terreno era sumamente barato en aquel paraje.
Como vecina encuentra a una señora llamada Margarita, que se hallaba en idénticas
circunstancias según el autor; totalmente diferentes, según lo verá el lector.
En efecto, Mme. La Tour era de familia noble.
Margarita no lo era.
Mme. La Tour era casada.
Margarita no lo era.
El señor La Tour era marido y de mediana condición.
El señor seductor de Margarita era amante y sin condición.
El señor La Tour se murió.
El otro señor no se murió por aquel entonces.
Mme. La Tour estaba embarazada de una niña.
Margarita de un niño.
El autor encuentra que todas estas circunstancias son idénticas. ¡Dios lo bendiga!
Había por allí, además, un vecino viejo y dos sirvientes negros de diverso sexo. Les
ruego no creer que el viejo fuera neutro.
¿Cómo dividir el terreno de las nuevas vecinas, sin que hubiera cuestión de límites? El
viejo echó a la suerte el caso y la cara y el castillo dieron los títulos de propiedad de los
terrenos.
En ellos se construyó dos cabañas separadas, pero próximas.
*
Margarita dio a luz un niño; le llamaron Pablo, y se plantó un árbol.
Mme. La Tour dio a luz una niña; la llamaron Virginia, y se plantó otro árbol.
Era evidente que los árboles respresentarían en adelante la edad de los niños en caso de
no secarse (los árboles).
Las dos mujeres vivieron en santa paz sin murmurar del prójimo. ¡Es necesario ir a las
islas para presenciar tales fenómenos!
Los dos negros se casaron, pero la negra no dio a luz nada, razón por la cual no plantaron
otro árbol.
*
El método de vida de estas gentes, era muy sencillo: comían y se bañaban juntas, pero
dormían separadas.
Iban a misa a la aldea vecina, juntas, pero rezaban separadas.
El viejo las visitaba a todas juntas.
Pablo y Virginia crecieron y aprendieron a hablar; desde este último suceso se llamaron
hermanos.
¡Uno se queda sorprendido de que no se hubieran dado tal nombre antes de saber hablar!
Pablo se ocupaba de los juegos y trabajos propios de su edad y de su sexo. Virginia hacía
respectivamente otro tanto. ¡He ahí un nuevo fenómeno singularísimo!
Pablo quería mucho a Virginia y ésta a Pablo. Siempre andaban juntos: ¿por qué no
andarían de preferencia con el viejo?
Había además un perro; se llamaba Fiel; ¡esto es un pleonasmo!
Cualquiera que tenga relaciones con un perro, sabe que es fiel, aunque no se llame tal.
Me parece inútil decir que las dos familias y el viejo eran felices. Comían, dormían,
paseaban, jugaban y no pagaban contribución directa.
Nada tenían que reprocharse, ni una falta, ni un crimen, ni un pecado venial, salvo el
original. A nadie hacían daño; ni carne comían por no matar animales, pues no se
atrevían a comerlos vivos.
Tomaban leche, se alimentaban de verduras y huevos y habrían dejado a salvo estos
últimos, si hubieran sospechado que de ellos salían los pollos.
Fiel, por su parte, no hacía tales distinciones y a pesar de su inmenso amor a la familia,
no participaba de sus opiniones respecto al régimen alimenticio.
*
Un día que las dos madres habían ido a misa, llegó a las cabañas una negra esclava, flaca
y hambrienta.
Pablo y Virginia le dieron de comer. ¡Esto es lo que se llama ser oportunos!
En seguida la negra les contó que su amo le pegaba y la tenía en ayunas, que ella se había
escapado y que si volvía, su verdugo la mandaría matar.
Júzguese del horror de los hermanos al oír el verbo matar , ellos que vivían en perpetua
semana santa por no matar una gallina.
Como tenían buen corazón, se decidieron a interceder por la negra y emprendieron a pie
un viaje de cinco leguas con su protegida. Llegaron a la hacienda del amo de ésta e
intercedieron; el amo perdonó a la negra, pero miró a Virginia con unos ojos... ¡ah! ¡qué
ojos!
Virginia se asustó: ¡la inocencia, naturalmente!...
Y no era que no hubiera motivo para mirar a Virginia con ojos de hacendado; la mocita
tenía ya sus trece años, era redondita, blanca, graciosa, bonita y tenía un famoso
desenvolvimiento de caderas en que Pablo no había fijado su atención.
Verdad es que Virginia era hermana de Pablo y es sabido que las hermanas nunca tienen
caderas.
*
Pablo y Virginia se retiraron a su cabaña y se perdieron en el camino, a causa del susto
que llevaba la jovencita.
Llegaron a un río.
-Yo no paso -dijo Virginia.
Pablo la cargó a babucha y pasaron. A pesar del gusto que tuvo Pablo, llegó cansado a la
otra orilla. ¡Es que los sentimientos tienen su límite!
Continuaron su camino con los pies lastimados y sin esperanza de llegar. La noche
avanzaba; los hermanos temblaban de miedo y se pusieron a gritar; el único que les
respondió fue el eco que, como se sabe, repite las últimas sílabas.
-¡Socorro! -decía Pablo.- Corro , decía el eco.
-Bendito sea Dios -gritaba inoportunamente Virginia. Adiós repetía el eco burlón.
-Vengan pronto -exclamaba Pablo. - Tonto , contestaba el eco, permitiéndose cambiar
una letra.
De repente los perdidos oyeron un ladrido: era el de Fiel. "Ahí está el negro" dijo Pablo,
aun cuando el negro no sabía ladrar, y bien pronto se encontraron reunidos con el
sirviente.
-¿Cómo nos has encontrado? -le preguntaron.
-Vaya -les contestó el negro-, hice oler vuestras ropas a Fiel y me ha entendido como si
fuera un hombre.
Fiel afirmaba con la cola que era cierto.
-Los he buscado como si fueran agujas -añadió el negro-. Fiel ha seguido la pista y me ha
conducido hasta la hacienda a donde fueron a pedir merced para la negra; allí he visto a
la pobre en la tortura: ¡buen modo de perdonar había tenido el patrón!
Virginia sospechó que no era bastante un viaje de cinco leguas para dominar las pasiones
de un hacendado.
Domingo, así se llamaba el negro, hizo fuego, preparó la cena y estaban en lo mejor de
ella los viajeros, cuando vieron un grupo de negros que avanzaba: eran paisanos de la
esclava castigada y reconociendo a sus protectores, quisieron premiarlos llevándolos en
angarillas hasta las cabañas donde las madres los esperaban desoladas.
*
la vida de estas familias, evangélicamente inocentes, siguió deslizándose por la senda de
la felicidad. Desgraciadamente, eso no duró mucho.
Virginia cambió de carácter: andaba triste, soñadora y se ruborizaba al ver a Pablo; éste
no comprendía una palabra del asunto; solamente infería que su hermana no lo quería
tanto, pues no se dejaba abrazar ni besar como antes.
La madre de Virgnia se dio a pensar por aquella época, en que convenía separar a su hija
de Pablo y habló a éste de un viaje a la India.
-Yo no voy a la India -respondió Pablo.
-Está bien, joven obediente -repuso Mme. La Tour-, no vayas.
Virginia continuaba soñando y haciendo rarezas. Una carta de Francia llegó a manos de
Mme. La Tour: era de una tía de Virginia, rica como Creso y mala como una avispa; en
la carta pedía que le mandaran a Virginia.
La noticia se esparció por la isla y el gobernador y demás habitantes tomaron cartas en el
juego.
Para Virginia se establecía este dilema: dejo a Pablo y tengo fortuna, o no tengo fortuna y
no dejo a Pablo. Ella se inclinaba a lo último, pero las madres, los vecinos y el
gobernador opinaban por lo primero.
Pablo se desolaba, mas nadie le hacía caso.
En fin, tras de mil vacilaciones, embarcaron a Virginia, sin que lo supiera Pablo, quien
renegó mucho, lloró mucho y se pasó tres días mirando al mar.
*
En Francia la tía metió a la sobrina en un convento y la quiso casar con un viejo rico.
Virginia se negó a ello y llevó, durante su permanencia, una vida de perros.
En la isla no lo pasaban mejor. Pablo estaba sorprendentemente flaco y no cuidaba el
jardín. No habían recibido noticias directas de Virginia, pero esto no les sorprendía
porque la joven no sabía escribir. Un día por fin recibieron una carta de su puño y letra
¿cómo supieron que era de su puño y letra?... ¡ah... en las islas!
Pablo se puso a aprender a escribir para contestarle, y al fin de seis meses envió a su
hermana nominal una plana llena de curiosos detalles y cuyos últimos renglones
contenían repetida cien veces la palabra ven .
La tía, cansada de la obstinación de su sobrina, se decidió a devolverla a su patria y la
embarcó en un mal buque, eligiendo la estación de las tormentas.
El buque llegó a la isla, pero al acercarse a la costa, se desencadenó sobre él un horrible
huracán.
Pablo, el viejo, los negros, Fiel, el gobernador y todos los vecinos hábiles para
desempeñar el cargo de municipales, acudieron a la orilla del mar a presenciar el
espectáculo y ver si podían servir de algo.
La tormenta era preciosa y digna de aquellas costas providenciales. El poder del Supremo
Hacedor se mostraba allí en todo su apogeo.
Dios, que permite a los fabricantes construir buques, manda a las tempestades destruirlos.
¡Esto es de una lógica admirable y los humanos deben estar muy contentos de recibir
lecciones tan provechosas!
*
La tempestad continuaba arreciando; las maderas del navío crujían, los cables se rompían
y la popa y la proa se sumergían alternativamente en la onda salada.
Los tripulantes y pasajeros se arrojaban al mar, las olas barrían la cubierta y a poco andar
no quedaban en ella sino dos personas: un hombre de talla gigantesca y una joven de
alma colosal. La joven era Virginia, el gigante no tenía nombre.
El gigante innominado rogaba a la joven Virginia que se dejara salvar; ésta se oponía a
semejante pretensión por razones de pudor, pues era necesario desnudarse para echarse al
mar y eso no entraba en sus costumbres.
Tan edificante coloquio se oía desde la costa a pesar de la distancia y de la tormenta.
-¡Desnúdese! -le gritaban de tierra.
-Pas de danger -respondía la joven que en su permanencia en el colegio había hecho
recopilación de las expresiones más puras del idioma francés.
-¡Desnúdese! -le repetían los de la costa.
-Il ne manque plus que ça -respondía Virginia.
-¡Desnúdese, desnúdese! -continuaban las voces.
-¡J'ai bien autre chose a faire! -respondía la joven.
-¡Desnúdese, por la virgen santísima! -vociferaban sus amigos.
-¡Ah! mais, non ¡par exemple! -contestaba la dócil y tierna doncella.
*
Cansado de rogar el gigante se echó al agua: el mar creció al recibir tamaño cuerpo.
Pablo, desesperado, trató de llegar a nado al buque, pero lo único que consiguió fue
pelarse las rodillas y las narices contra las rocas.
Un momento después Virginia y su pudor desaparecieron de sobre cubierta.
¿Y Pablo? Fue sacado del mar, medio muerto y echando sangre por los oídos, por la boca
y por cuanto conducto tenía.
¿Y Virginia? Yacía más linda que nunca y enteramente muerta sobre las arenas de la
playa.
Los isleños la recogieron y al otro día la enterraron.
Al entierro asistieron todos los habitantes de la isla, inclusive el gobernador y los
soldados, que hicieron a su cadáver (al de Virginia) honores fúnebres, como si se tratara
del cuerpo de un coronel.
Los jóvenes de la isla querían que las enterraran vivas con el cadáver de la virtuosa
doncella.
El gobernador se opuso a eso, fundándose en que muchas habían perdido lo que perdió a
Virginia.
Así, pues lo único que se enterró con los restos de la virginal empecinada fue su castidad
y algunas flores igualmente inocentes.
*
Aquí debía conluir la novela, pero no concluye.
Pablo fue debidamente atendido, pero quedó mudo y bastante atontado. ¡Juzgue el lector
cuál sería la situación de Pablo con esta nueva dosis de estupor que le sobrevino!
Inútil es decir, que las madres, los negros, el viejo y Fiel fueron desagradablemente
impresionados por tales sucesos.
Pongo en conocimiento del lector que el viejo tantas veces nombrado en esta lamentable
historia, sólo figura en ella por hallarse presente. Jamás ha hecho cosa alguna que yo
pueda narrar ¡pero el autor lo encuentra indispensable para el desarrollo del drama!
Margarita murió poco después.
Pablo, seguido del viejo, anduvo vagando mucho tiempo y recobró temporalmente el
habla; dos o tres veces, dijo: "¡Virginia, Virginia!" con todas sus letras y se volvió a
quedar mudo.
El viejo lo llevó al mercado (devuelvo al viejo su crédito puesto en duda en un párrafo
anterior, en presencia de esta noble acción) lo llevó para ver si el movimiento de aquel
centro comercial lo distraía; pero nada, más bien las penas del joven aumentaron al ver
terneros, pollos y pescados muertos.
Por fin, él también murió y tuvo el gusto (dice el autor) de ser enterrado junto a su novia.
La madre de Pablo murió a su tiempo y Fiel no quiso ser menos.
Los negros tardaron más en verificar esa operación, pero tuvieron, por último, que
decidirse a imitar a sus amos y al perro.
En cuanto a la tía, se supo en la isla que había pagado caras sus maldades: murió loca en
un manicomio.
Lo único que quedó en la isla, como rastro de la existencia de aquellas familias, fue la
ruina de sus habitaciones y algunas aves domésticas viejas, que, al verse abandonadas, se
volvieron salvajes y carnívoras: gallina hubo que se convirtió en una verdadera pantera.
El viejo, empecinado en vivir, quedó también para contar esta triste historia.
Ya la ha contado más de cien veces (le redevuelvo su reputación de personaje
importante), y todavía llora al oír su propio relato.
¡Necesario es confesar que hay naturalezas muy sensibles!

1894
Sobre cubierta

El capitán, por sus atenciones, no ha ido a la mesa; una joven ocupa el primer asiento a la
derecha del suyo; el mío está enfrente. Entre uno y otro plato me pongo a mirar el cielo
por la ventana situada detrás de la joven; el horizonte sube y baja mostrando su faja azul
sobre el límite del agua, más ancha o más angosta según las oscilaciones. En uno de
tantos momentos no veo el horizonte sino los ojos de mi vecina, grandes y azules.
Estamos casi aislados; ella me mira con rápida fijeza un átomo de tiempo y yo aprovecho
esta indicación para hablarle.
-¿No se marea... -No sabía si decirle señora o señorita. El má útil de los instrumentos al
alcance del hombre, el idioma inglés, me sacó de apuros...- my Lady?
-No... -dijo; pero pareciéndole sin duda muy seca su respuesta, tras de una ligera pausa,
añadió:
-¡No, no me mareo! ¿y usted?
-Yo, a veces.
-¿Ahora no?
-No, ahora no; ahora estoy muy bien, sobre todo teniendo una compañera de mesa que se
digna conversar conmigo.
-Es usted muy amable; yo converso con todo el mundo. -Esto no me gustó; no me agrada
figurar en colecciones
-Yo no converso con todo el mundo -repliqué, con cierta impertinencia.
-¿Y con quién conversa?
-Con las personas que me agradan.
-¿Entonces yo le agrado?
La miré por primera vez con atención, antes de contestarle, encontrándola realmente muy
agradable; y copiaré aquí de mi cerebro, según el orden en que fueron llegándole, los
datos trasmitidos por mis ojos, con la sinceridad de un aparato mecánido: "Color blanco,
rosado; cara ancha, boca muy chica, dientes mal acomodados; en el lado izquierdo, junto
a un incisivo, tiene un canino separado por un espacio notable; la lengua rosada se ve a
través de este espacio cuando ella sonríe; pero el defecto le da mucha gracia. Cejas finas,
a gran distancia de las pupilas, ojos muy separados entre sí (estos detalles de proporción
dan grande serenidad y nobleza a la fisonomía), pestañas largas, luz de la mirada
atenuada, dulce; orejas chicas, la derecha no tiene orla completa; manos grandes, de
buena forma."
-Mucho -contesté después de un buen momento, como para establecer que mi respuesta
se fundaba en mi reciente examen.
Mejor así -dijo. Era sin duda un tanto coqueta mi vecina.
Se levantó, saludó y se fue sobre cubierta. Yo, naturalmente, subí también y comencé a
pasearme. Ella se asomó a la borda y se puso a mirar la luna. Habrá notado el lector que
los autores de cuentos relacionados con el amor, los sentimientos tiernos o las simples
galanterías de pasatiempo abusan de la pobre luna y la ponen cuando se les antoja en
escena. Yo no entro en el número de estos falsificadores. La noche de que hablo era
realmente de luna en el mar rojo y quien lo dude puede consultar el almanaque donde
encontrará para la noche del 21 de Enero de 1897 asignada una luna en el período inicial
de su menguante.
Al pasar por tercera vez junto a la joven, oí que golpeaba con su abanico la baranda.
"Cuando una mujer golpea con su abanico la baranda de un buque, me dije, está
impaciente o contrariada o aburrida." Veamos, y me acerqué.
-¿Linda noche, verdad? (El hombre más sabio de la tierra y más habituado a sociedad, no
puede eximirse de comenzar una conversación, en las circunstancias de mi caso, sin
acudir a un agente meteorológico. Principiar las conversaciones por elogiar o denigrar los
accidentes atmosféricos de actualidad, es por eso de tan antiguo uso como el lenguaje y
tan inevitable como dar rulos de pelo en seña de amor, cuando los amantes no son
calvos).
-¡Sí, muy linda!
¿No quiere usted caminar un poco?
-¡Sí, caminemos!
Y caminamos. Yo he estudiado mucho en mi vida; sé regularmente tres o cuatro idiomas;
he corrido el mundo y he frecuentado la sociedad. A pesar de eso, maldito si se me
ocurría una sola cosa para entretener a mi compañera; ¡inútil me era revolver mi cabeza!
¡no hallaba nada! Por fin recordé la observación de un amigo mío bastante tonto: Cuando
yo no sé de que hablarle a un individuo, me dijo un día, le pregunto algo; generalmente:
"¿en qué piensa usted?" ¡Oh! ¡recuerdo oportuno! Como quien ha resuelto un problema,
súbitamente le acomodé con brío el famoso: "¿En qué piensa usted?" de mi amigo.
Sin duda la joven estaba pensando en alguna picardía, y al ver mi decisión y mi actitud,
me tomó por adivino; sin embargo, con aquella prontitud que tienen las mujeres para
inventar: -"En mi madre", dijo. Yo no me esperaba eso; así es que impensadamente salí
con la siguiente candidez:
-¿Tiene usted madre?
-¡Sí... dos!
Eso esperaba menos; me quedé mudo... ¡Cómo dos madres! pensé; pero, habiéndome
reconocido muy imbécil esa noche, no quise replicar, desconfiando de mí mismo y en la
sospecha de que ¡tal vez fuera natural tener dos madres y yo no saberlo! Dos padres sí me
los explico, y aún conozco mucho niños que los tienen... pero, ¡dos madres!... Ella, como
para aumentar mi confusión, ratificó.
-Dos madres, sí, por desgracia!
¡Dos madres! -insistí yo a mi vez y no salía de ahí; pero, como me quedó resonando la
palabra desgracia , y siempre las desgracias de las jóvenes hermosas me han
impresionado, vi en la expresión un tópico practible.
-¡Desgracia! Usted parece la negación de semejante idea.
No se debe juzgar... -En esto el buque se inclinó bastante y ella también, de lo cual
resultó un pequeño choque: su hombro tocó mi brazo y al mismo tiempo un vapor suave,
mezcla de perfume y de efluvio carnal, se escapó de su cuerpo.
Entonces, por pura cortesía y por aquel sentimiento natural que nos induce a proteger al
débil y evitar peligros a nuestros semejantes, sin entrar para nada el roce del hombro, ni
el perfume, ni el efluvio, le tomé el brazo y lo acomodé exquisitamente debajo del mío,
diciendo:
-Así caminaremos mejor.
A poco principié a sentir un pequeño aumento de temperatura en los músculos afectados
por el contacto, una resistencia elástica y un peso blando: la sensación no era
desagradable. ¿Mi compañera se apoyaba intencionalmente en mi brazo o los cambios de
presión eran efectos naturales del movimiento del buque? No sé; tal vez había de lo uno y
de lo otro en el asunto. Respecto a mí no cabe la menor duda; yo tenía la verdadera
intención de aumentar las potencias y las resistencias; así, a la menor oscilación del
barco, al menor ruido, al acercarse un pasajero, o al desviarme para dejarlo pasar, al
mínimo pretexto, en fin, yo exageraba mis protecciones para impedirle caerse, resbalarse,
tropezar o marchar sin aplomo, cuando ella ni pensaba en caer, tropezar, resbalar ni
perder su vertical.
De cada uno de estos cuidados yo recogía una sensación muy digna de tomarse en cuenta,
casi deliciosa y cuyos caracteres sentimentales aumentaban, porque la joven, al parecer,
no se oponía a mis procederes caritativos. La conversación seguía su pequeño trote; "la
serenidad de los mares, el peligro de los viajes, las relaciones nuevas que se forman y
deshacen en un día", fueron los tópicos más socorridos, no faltando, por tanto, el
inevitable característico y estereotipado párrafo sobre las nubes y la luna, cuya fórmula
es la siguiente: "Si un pintor pintara esa nube que usted ve, todos tomarían el cuadro
como una ridícula invención".
No existe en la tierra un solo hombre de una edad razonable que no haya dicho esa frase,
a menos de ser mudo, unas seis docenas de veces en su vida.
Mi compañera fue la editora en nuestro caso, no por no habérseme ocurrido ya a mí
mismo, sino porque tuve buen cuidado de evitarla.
Mientras hablábamos tales trivialidades, yo estaba pensando en ajenos capítulos. Pensar
una cosa y hablar otra no me cuesta mucho; adquirí la costumbre cuando fui ministro,
seguro como estaba de que mis palabras serían tomadas como axiomas y modelos de
inteligencia, erudición y talento, aun cuando en su mayor parte, fueran vaciedades o
necedades inconexas y tonteras acabadas.
Mientras hablábamos, digo, sentía la presión de su pecho en vez de la de su brazo, contra
el mío, y en los aposentos de mi cabeza mis almas tenían el siguiente coloquio: "La voz
es suave, musical. La luz de la luna brilla en su labios húmedos. Ahora mira al palo
mayor; ¡yo quisiera ser palo mayor! ¡Cómo será su cuerpo desnudo? ¡Debe ser muy
blanco! Me gustaría verla caminar sin dejar de darle el brazo... ¡si hubiera un espejo!...
no; porque yo deseo verla de atrás para apreciar mejor las ondulaciones de su cuerpo, los
balanceos de su pelvis rellenada de carne dura... sus caderas... ¡qué palabra fea! mejor es
hanches en francés; esa parte de las mujeres es adorable, estéticamente y aparte de toda
idea sensual; la forma por sí misma es bella. La cabeza, sobre todo, de esta joven es
admirable, y ¡con qué gracia la inclina! Su cabello debe pesar dos kilos, a lo menos; el
pelo castaño me parece más pesado, no sé por qué. El olor del pelo de una mujer linda y
limpia, a veces marea; se trasmite a todo el cuerpo, como si de la cabeza se derramara en
lluvia hasta la tierra"...
Iba yo por los caballetes de estas contemplaciones filosóficas cuando fui interrumpido
con esta frase, cuyo valor calificativo es el de intempestiva :
-¡Dispénseme, señor, voy a ver a mi marido!
...¡Gran silencio, muestras de cólera en mi semblante... le suelto el brazo, me retiro
trágicamente dos pasos, y...
-¿Usted tiene un marido? -vocifero.
-Sí.
-¿Aquí, a bordo?
-Sí.
-¿Y por qué no me lo dijo antes?
-¡Pues no le dije a usted que tenía dos madres!
-Sí; pero no un marido... Debe ser muy feliz ese pobre diablo. (Lo de pobre diablo no fue
claramente expresado).
-Feliz y bueno y simpático -añadió ella.
-¿Me será dado conocer ese portento? -repliqué.
-Ya lo conoce, han tenido ustedes dos una larga conversación hace poco.
Entonces es él...
-El mismo. Hasta luego.
Ella se fue con sus ondulaciones de cuerpo endiablado y yo me quedé diciéndome a mí
mismo: "¡Bueno!... renunciaré a la galantería y me acogeré a la amistad; eso es mejor,
más fácil y más cristiano". La conformidad en una gran virtud y yo la tengo en mi
naturaleza. En efecto, desde esa noche en que descubrí tan inopinadamente al marido de
mi preciosa compañera, trabé con el matrimonio X.X. una relación tranquila, suave, no
destituida de cierto encanto, dado su origen, sin dejar por eso de cultivar en el fondo de
mi alma, un ligero sentimiento de envidia, de esa noble pasión tan calumniada cuando se
desconoce su verdadera estirpe.

1897
De Hong-Kong a Yokohama
Un momento después de abandonar la Bahía, el buque comenzó a dar muestras de
impaciencia y a los cuantos minutos, se puso a balancearse, a sacudirse, a estremecerse, a
crugir, a inclinarse, a levantarse, a bellaquear, a encabritarse, a tirar los objetos sobre los
pasajeros y los pasajeros contra los muebles. Los platos, los vasos, los floreros caen,
ruedan, vuelan, produciendo un ruido siniestro y nosotros, con el ansia en el alma, el
estómago en la garganta y la cabeza en el otro mundo, bien agarrados a los barrotes de
las camas, esperando el hundimiento final, tenemos los ojos abiertos, agresivos, sin mirar
nada ni aun el techo loco, el piso convulso ni los tabiques de los camarotes ebrios,
bamboleantes, rugiendo estridencias en las junturas de sus tablones. De tiempo en tiempo
el pobre buque parece cansado, moribundo, decidido a estarse quieto, a prescindir de
todo y dejar a las olas perversas complacerse en embestirlo; pero no puede, el mar lo
levanta, lo zamarrea, lo sacude con violencia como si lo tuviera suspendido del cuello, y
luego lo arroja sobre un flanco o de cabeza en el turbión para ahogarlo... Y nosotros
continuamos nuestra agonía, sin un segundo de reposo, viendo venir la muerte envuelta
en las angustias insoportables del mareo; con el cuerpo dolorido, estropeado, contuso por
los golpes contra las paredes de la cama en desorden. Ya no es sólo la danza diabólica del
barco, la causa del martirio. El viento silba, ruge, brama, grita con alarmas siniestras; las
montañas de agua, grandes como ningún ojo las vio jamás, dan golpes de ariete en las
bandas del casco desprevenido y no pudiendo romperlo, trepan sobre la borda como una
legión de viejas locas, brujas, desgreñadas, con los cabellos blancos encrespados... La
cubierta se inunda; los bancos y las sillas con sus letreros exóticos y sus tarjetas cosidas,
van a parar al mar. Un instante de reposo sigue a esta explosión de cólera, y los torrentes
embarcados se precipitan en lluvia por las aberturas, convirtiendo los corredores en ríos y
los salones en lagos.
Al mismo tiempo los camarotes se oscurecen y su ojo circular sin pupila, se cubre de
lágrimas salpicadas por la cortina de agua que de la cubierta se derrama. Luego hay un
silencio sepulcral compuesto de ruidos desapacibles. La máquina continúa su solfeo
monótono sin saber nada de la tormenta, sorprendiéndose a ratos por el rumor presuroso,
como de resorte escapado, que hace la hélica saliéndose del agua cuando la proa mete su
hocico en las honduras. Las cadenas de las anclas rechinan y el huracán toca el arpa en
los cables tendidos.
El médico entra a visitar a sus postrados y sale sin dejarles más alivio que el de ver una
persona en pie. El Capitán viene también:
-¿Cuándo termina esto, Capitán? -se le pregunta.
-Ya; esta noche; mañana; quizá pronto calme un poco. Y sale sin consolar, pero consuela
verlo tomar tranquilo la borrasca como un suceso normal.
Mas no bien se ha ido, cuando una ola tremenda, obesa de viento, se mete bajo la quilla e
hinchando el lomo, disloca el buque de su quicio... El modo de inclinarse anuncia una
formidable oscilación. ¡Esto es terrible! dice el atribulado pasajero, aferrándose a sus
agarraderas... y por un siglo, tal le parece la duración del balance, su celda de suplicio se
acuesta con furia sobre la derecha, sobre la izquierda, se inclina y se levanta en vaivenes
infinitos. Nada se mantiene en su sitio; ni siquiera una idea en el remolino cerebral de
temores y desmayos... ¡Al poco rato entra un marinero a reparar los desastres!
Ya no quedan vasijas a bordo; en cambio el suelo está sembrado de porcelana en
pedazos, mostrando la marca "Hohenzollern" en letras doradas, con las armas de la
Compañía partidas por la mitad.
¿Qué hemos hecho al mar para provocar sus iras?
¡Tres, cuatro, seis días sin dormir, sin comer, sin vivir, revolcándose y consumiendo los
restos de la fuerza muscular en busca de ajustes para el cuerpo! ¡Y por toda esperanza,
aparecen allá en el horizonte, a lo lejos, nuevos ejércitos de fantasmas y escuadras
sombrías, como erguidas cordilleras navegantes, con rumbo hacia el buque... avanzan, se
aproximan... llegan... la vista se oscurece... los oídos se ahogan en un golfo de fragores,
oyendo apenas cañoneos lejanos... Felizmente, el vértigo ha suprimido el espectáculo!...
*
Por debajo de la conciencia obtusa, desmayada, ha pasado la nueva edición de la
catástrofe, dejando al barco sudoroso, anhelante, respirando apenas al compás y
cadencias de su máquina trabajada.
*
La campana de los relevos de guardia continúa marcando las divisiones del tiempo a
bordo, como si nada pasara, y los estertores metálicos e infernales del gong siguen
llamando como siempre a sus horas, a comer, almorzar, tomar el té, a los asiduos de la
mesa. Pero no hay mesa ordenada ni asiduos numerosos. Sólo un inglés y dos
norteamericanos, los tres sin alma, inhumanos, inmareables, se atreven a devorar
metódicamente en el comedor, el jamón, la carne salada y demás platos fríos a su
alcance, pues el cocinero está de vacaciones y sus cacerolas de cobre con las viandas a
medio hervir, yacen en las profundidades del mar buscando su centro de equilibrio.
¡Los siete días de navegación en el Pacífico entre Hon-Kong y Yokohama, han sido siete
años de tormento!

1897
El nuevo paraíso terrenal
Se llama Korakoyen, y merece su nombre; es un jardín, un bosque, un sitio agreste
transportado a la ciudad de Tokio e incrustado en medio del enjambre de sus casas.
Korakoyen significa "jardín y placer en el futuro" pero dando a futuro el sentido de
"eternamente duradero". Tiene trescientos cincuenta años; algunas de sus plantas
provienen sin duda del Paraíso terrenal, donde a la sombre de su ramaje tropical, pecaron
probablemente nuestros padres. Perteneció durante siglos a la famila Tokugawa y en él
vivieron varias generaciones de la estirpe, cuyo actual representante es el marqués
nuestro amigo. Ahora está a cargo del Departamento de la Guerra, habiéndolo cedido al
gobierno sus legítimos dueños, cuando se destruyó el régimen feudal en el Japón. No le
iguala en bellezas ningún pedazo de la tierra conocido; tiene cincuenta y tres puntos de
vista clásicos y otros tantos paisajes diferentes. Las rocas, los vegetales y las aguas se han
dado la mano para formar sus delicias; grandes y añosos árboles, enanos y floridos
arbustos, ramajes en forma de pagodas, monumentos de verdura, sabanas de helechos,
hojas grandes y chicas de mil colores, troncos mutilados, céspedes y jardines, selvas de
bambúes, chozas, templos y cabañas, rocas y vertientes de agua se confunden y se
mezclan en la dilatada extensión, presentando los accidentes artificiales tal semejanza con
los naturales, que estos a su vez parecen copia de aquellos. Aquí una piedra grabada por
un abuelo secular y colocada en un abra al pasaje de un arroyo, lleva esta inscripción:
"Fuente siempre duradera" como quien dice "de la eterna vida"; y tras del abra comienza
el bosque espeso destinado a las cacerías, con sus ciervos y jabalíes preparados para la
aristocrática diversión. Allí, desde un puente de piedra, arco de líneas purísimas, padre
tradicional de todos los puentes, se oye el ruido del torrente que forma un lago alrededor
de sus estribos y debajo de los árboles cuyas ramas han sido apartadas, en obsequio del
sol y de la luna y de la tímida luz de las estrellas, permitiendo a un sector del firmamento
reflejarse en las aguas. Y más lejos, desde una piedra tendida de borde a borde, en el
precipicio, se asiste a la salida de un arroyo por la hendidura triangular y subterránea de
la roca vecina, inmutable y eterna; luego sigue el pequeño río recién nacido,
serpenteando, para ir a simular en otros sitios, manantiales primitivos cuyas aguas
presurosas se precipitan en cataratas sin espuma, como cortinas y filamentos de cristal,
corriendo en adelante a saltos por las piedras hasta el gran lago que las recibe sereno y las
somete a la ley del reposo en su profunda masa. Sobre una y otra colina se levantan
templos y glorietas rodeadas de árboles inclinados hacia el valle. Uno de los templos
muestra en su interior colores vivos de doscientos años en dibujos artísticos, sus muros
decorados, su piso de porcelana y sus Budas impasibles desde el principio del mundo.
Otro contiene dos figuras humanas, dos estatuas de madera de maravilloso trabajo; allí
están desde tiempo inmemorial sin detrimento, sin una falla en las fibras de su cuerpo.
Afuera un extenso balcón se avanza en las alturas para mostrar un panorama de sueños y
visiones. Por fin, una de las casas señoriales, metida entre los bosques, a la vista de los
lagos y praderas, nos abre sus puertas y nos ofrece en sus viviendas hospitalarias, un té
sabroso que no requiere azúcar, servido con galantería y con afecto por los dueños,
descendientes de cien generaciones nobles y antiguas.
La casa es una joya de madera pulida, limpia, bruñida; las puertas o más bien las partes
movibles, corren en sus ranuras al más ligero empuje; los techos lucen sus tirantes
cortados y ajustados matemáticamente, y su fondo de paja tejida entre los huecos, o sus
tablas brillantes en los cuadros.
Mil varillas finísimas cuyo conjunto hace el efecto real de los cristales, forman cortinas
que dejan pasar la luz a través de sus mallas más o menos apretadas, en cambiantes
opalinos o jaspes de claro oscuro, según las mueve el viento.
Al dar la última mirada en señal de despedida al Paraíso perdido para la familia
Tokugawa, en doliente espectáculo místico, triste y de extraño deleite a la vez, los
árboles muertos se ofrecen a nuestra vista. Allí están como antepasados, protegiendo con
su presencia a las nuevas generaciones, herederas del lujo de la vida, ostentosas de
verdura, frescas de brisas matinales, jóvenes y alegres. Los arbustos son los nietos; los
árboles gigantes, los padres o los mayores sobrevivientes de la familia, mientras ellos, los
antepasados, con la sombra lineal, rígida y tiesa de su tronco ya inflexible, permanecen
de pie como guardianes, inspirando veneración e imponiendo recogimiento.
No han querido sepultarse, no, ni recostar sus flancos en la tierra; se sustentan erguidos
sobre sus raíces muertas, clavadas en el suelo y su elevada estatura, resistiendo a los
vientos sin doblarse ni troncharse, da ejemplo de fortaleza a su larga descendencia. El
hacha no ha osado tocarlos ni el fuego siquiera ennegrecerlos. ¡Son las reliquias del
antiguo parque!

1897
Inolvidable
Los templos famosos y los mausoleos de Niko (Japón) están situados en la "Montaña
sagrada" eminencia en forma de meseta rodeada casi en su totalidad por un aro
incompleto de montañas más altas, a modo de circuito de anfiteatro.
Ningún recinto sagrado de la tierra se instaló en mejor paraje ni ostentó mayores
encantos; ni jamás el instinto religioso y el culto de los muertos de pueblo alguno,
aprovechó con más suerte las bellezas naturales, para crear en ellas obstáculos
admirables, ejecutando maravillas de arte, a fin de retardar con múltiple visión y
dilaciones preparatorias, el mágico espectáculo sin igual en su género en el orbe.
Ningún palacio encantado, morada de las hadas o los dioses, puede ostentar como estos
templos un lujo cuyo simple enunciado, reemplazará todos los elogios del lenguaje
humanao: ¡Una galería de treinta millas para llegar a sus puertas! ¡diez leguas, más de
cincuenta kilómetros, y cuatrocientos años de existencia!
¡Las columnas y la bóveda son los troncos y el ramaje de árboles seculares! En la senda
mística proyectan la sombra de sus ramas los viejos cedros robustos, cuya copa bebe el
agua en las nubes y la derrama en lluvia sobre la tierra fecunda. Al lado de un ejemplar
harto de vida, pero todavía fuerte y vigoroso, yace el tronco seco de su hermano, muerto
prematuramente, a la edad de trescientos años; y más allá, otro joven, con solo un siglo
de existencia, ha reemplazado a su antecesor llenando el claro.
*
He leído hace poco una fantasía de Tolstoi, copiada sin duda de alguna realidad de su
mente, que me ha hecho una verdadera impresión. El maestro de la literatura moderna
describe el viaje y la muerte de un hombre y un caballo en una noche de tormenta, en
medio de un vendaval de nieve. El tópico es sencillo; el accidente, invariable; el sujeto en
acción, siempre el mismo: el viento haciendo volar en torbellino el agua en polvo
congelado... y todo ello mezclado con las impresiones reales durante la vigilia,
fantásticas durante el seudo-sueño del viajero medio ebrio y adormecido a más por el
intenso frío.
El pobre caballo delira también mientras tramita sus últimos momentos de vida, después
de haber agotado sus bríos en saltos y carreras, luchando con la borrasca.
Las variaciones tienen por nota dominante el viento y la nieve y los párrafos nuevos, los
pasados y los futuros, por tema la nieve y el viento; siempre la misma nieve y el mismo
viento y otra vez y cada vez la nieve cayendo y girando impelida por el viento. El autor
llega así a determinar una obsesión intensa ¡como la de una melodía deliciosa repetida al
infinito!
Pues bien, para dar una idea de la calle sin término de Niko y despertar la impresión que
ella engendra, necesitaría reproducir la misma obsesión en el lector.
El peregrino que se dirige a la Santa Montaña, va paso a paso por la senda húmeda,
mojada, llena de huecos, atravesada por raíces visibles ahora; se detiene junto a los
troncos a escuchar el ruido de las ramas; pasa el día sin reposo y llega a la noche siempre
en la misma avenida sin fin, siempre mirando la fila de árboles en un más allá
insondable, lleno de espantos y de terrores; fatigado, asustado, aprensivo, desalentado, y
después... otra vez la avenida comiéndose las leguas, sin acabar jamás de devorarlas,
sucediéndose los claros y las sombras, serpenteando las raíces descubiertas a través de la
huella despareja, llena de charcos; y arriba, perdurablemente la bóveda, verde durante
todo el día, negra a la noche, sacudida por el viento y rociada por la lluvia... y
finalmente... de nuevo la misma hilera de gigantes eternos en su uniforme desolación,
incitando a implorar la muerte y concluir con el viajero ya que no se puede concluir el
viaje...
*
La falange se corta en un trecho para dar campo a la ciudad de Niko, pero continúa
después en filas compactas, ya en los dominios del Local sagrado, formando calle a su
entrada.
Las vecinas selvas por su parte, junto con el cristal corriente de sus aguas, han extendido
el lujo de su flora hasta el desmedido anfiteatro de montañas, y gallardos destacamentos
de sus lozanas plantas, se dispersan en el área interna, colgando su follaje sobre las tejas
doradas de los techos.
En el centro del anfiteatro están los templos.
1897
Trouville
(En la playa)

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Dios me perdone mis augurios si son errados, pero como no doy nombre alguno de
persona determinada y sólo pinto un ejemplar perteneciente sin duda a una cataegoría de
la cual mi original sería un modelo, no corrijo los rasgos del perfil ni mis comentarios,
limitándome a copiarlos de mi cerebro, tales como él los ha elaborado en presencia del
cuadro.

Veo en la playa, a lo lejos, una figura humana delgada y elegante; lleva un sombrero de
paja colgado hacia atrás, una blusa azul sin mangas y un calzón que baja cuando más diez
centímetros, a partir de la ingle; el cuello, los brazos, muslos, piernas y pies, desnudos.
Tiene una palita de juguete en la mano; se pone a cavar la arena con ella; de repente la
tira y se larga en persecución de un niño; lo alcanza, lo voltea y lo revuelca en el suelo;
luego vuelve a sus instrumentos de labranza para abandonarlos en seguida y contraerse a
enredar las cuerdas de las divisiones para el baño; se aburre en el acto de las cuerdas y se
lanza al mar a toda carrera; entra, capea algunas olas, salta como un pescado, nada a lo
largo de la costa y sale sacudiéndose como lo hacen los perros. Con el vestido mojado se
acuesta en la arena un minuto; se levanta y va de un lado a otro con ágil pie como si
buscara algo.
Este animalito tan inquieto atrae la atención y fija las miradas de todo el mundo. Yo me
acerco y lo examino tanto cuanto lo permite su movilidad. ¿Es un niño o una niña?... Su
cabello largo, lacio, pesado, se extiende sobre su espalda, pero no caracteriza su sexo. Me
fijo en los movimientos de su cuerpo y observando las curvas apenas acusadas en su
tierna estructura, reconozco las formas de la incipiente mujer en el estado salvaje de la
inocencia un poco arriesgada. Su cara es corta y de facciones finísimas, es la cara de
Cleopatra a la edad de 11 años; nariz y boca de una delicadeza admirable, dientes
bañados en leche con el brillo líquido de gotas recién coaguladas; la oreja pequeña y
semicircular, el cuello largo y delgado, la frente corta porque el pelo en nutridas matas ha
invadido sus dominios, pero extensa en su diámetro horizontal; las manos huesosas y
largas; los pies correspondientes a esa forma; los brazos, los muslos y las piernas, con
buenos músculos y ligeras tendencias hacia las morbideces femeninas; los labios dejados
para el postre de mi descripción, aunque de una sensualidad naciente... Ahora recuerdo
que no le he puesto ojos; los suyos son de gacela curiosa, negros, abiertos, en constante
alerta; las pestañas muy largas se alzan en los ángulos externos del ojo, dejando ver su
extremo risueño, pero cruel y maligno.
Toda ella es el prototipo de la criatura anterior a la mujer terrible.

Ya, a la edad de once y medio años, ha comenzado a exhibir ante el público sus
atractivos cáusticos con una libertad agresiva... Dentro de un lustro, los asistentes a la
playa de estos días, al verla en los salones, recordarán aquellas piernas de corredor bien
hechas, nerviosas y tostadas, fuertes y llenas, como las columnas de un pórtico griego y
su pelvis liviana, ondulante como una pequeña barca que se mece en las olas.
Ya es el anuncio de la galantería desastrosa, atrevida, consciente de su energía, de sus
medios y de su aplomo. Cada uno de sus adoradores será fríamente atormentado, tras de
grandes concesiones voluptuosas, y su marido, el hombre más trágicamente ridículo de la
tierra.
¡Ella es el producto genuino de una civilización nueva, posible solamente en el medio
social del mundo moderno!

1897
Novela corta y lastimosa

Capítulo I
El sueño

Me dormí pensando en cuánto había visto en el día y soñé con historias extrañas,
fantásticas y trágicas. los cantos de los labradores que iban a su trabajo, me despertaron a
las cuatro de la mañana.

Me volví a dormir y no soñé nada.

Capítulo II
Enseres marítimos y terrestres

Siento ruido en mi cuarto y abro los ojos; miro hacia la puerta y veo dos gruesos cables
amarillos terminados en su extremidad superior, por dos expansiones que semejaban dos
escobas nuevas, aplicadas sobre una esfera.

-¿Quién anda? -grito.

(Los cables giran al oeste y como consecuencia, un perfil humano, alumbrado por un ojo
azul intenso, enfrenta al este.)

-¿Qué hay? -pregunto.

-Il café -dice una voz celestial-, ¿lo voglie?

-Voglio tutto -respondo.


(Los cables balanceándose y las escobas fijas en la esfera, siguen al perfil, y yo veo carca
de mi cama una joven rubia, como de quince años, fresca y robusta; los cables y las
escobas eran dos gruesas trenzas y una cabellera compacta colchando su cabeza.)

Capítulo III
Recuerdos caligráficos, familiares y parlamentarios

He escrito durante mi vida como cuarenta mil páginas, formato cuarto mayor, y he
hablado, contando todas mis frases, palabras y sílabas emitidas de viva voz, cincuenta mil
quinientas horas más o menos.

Pues bien, con tales antecedentes, no era de esperarse que cuando la joven se acercó con
un plato y una taza en una mano y una jarrita de leche en la otra, yo no encontrara en mi
cabeza un sola idea expresable.

La taza se movía, metiendo un ruido uniforme al chocar con el plato, como si la mano
que la sustentaba temblara.

A dieta de palabras recurrí a la acción y tomé con mi izquierda esa mano y con mi
derecha la jarrita de leche que coloqué en la mesa contigua, y luego, la mano izquierda de
la niña.

Capítulo IV
Tema insuficiente

Mi esterilidad verbal continuaba, pero al fin, era necesario decir algo y yo dije, como en
tales casos, una necedad.

-¿Esto es café?

-¡Eh! ¡sí, café!

-¿Y esto leche?

-¡Ma sí, latte!


-¿Entonces, café con leche?

(La joven me miró asombrada, no entendiendo cómo yo podía desconfiar de ella, o dudar
de que me trajera café con leche y no otra cosa. Yo noté mi torpeza y volví a quedarme
mudo... ¡Qué conflicto! "no se me ocurrirá nada en un siglo" pensaba. El tema del café
con leche estaba agotado y para dar razón de ser, motivo o pretexto a la permanencia de
la muchacha a mi lado, urgía encontrar otro).

Capítulo V
De cómo encontré el nuevo tema

Las manos de mi camarera no eran un modelo, a menos de serlo de manos gruesas,


ásperas y coloradas; pero estaban articuladas a unos brazos tostados que terminaban en
unos hombros menos tostados, me lo imagino, los cuales hombros pertenecían a un
cuerpo sin tostar, representado en su parte anterior por una topografía pectoral en
extremo beligerante, a juzgar por la tracción de los botones en los ojales de un corpiño
con ambiciones a chaleco de fuerza.

Al ver estas frondosidades juveniles, recordé mi cuadro titulado "La nueva Casta Susana"
que compré en Florencia, y el tema salvador apareció.

-¿Cómo te llamas? -le pregunté, temoroso de oírla decir: me llamo Casta.

-Margarita mi chiamo -me responde.

¡Margarita debía llamarse, o Dios me confunda!

Nunca en circunstancias análogas a la presente, he procurado averiguar los apellidos de


las Margaritas, pero a falta de otra pregunta y aún a riesgo de traer a la memoria de la
joven, ideas de repeto filial inconducentes, continué diciendo:

-Margarita ¿qué?

-Margarita Lontana -dice ella ("¡Diablo de apellido desesperante!" se me ocurre)

-Lontana ¿eh?

-¡Sí, Lontana!
Y Margarita bajó los ojos fijándolos en el suelo, con tal insistencia, que si su mirada
hubiera sido un taladro, habría hecho dos agujeros en la tierra.

Yo pasé los dedos meñiques y anulares de Margarita Lontana entre los correspondientes
míos y me puse a contemplarla con deliciosa atención. . . . . . . . . . . . . . . . Me parece
inútil continuar el relato, ¡y lo suspendo!

Capítulo VI
Epílogo

Y lo suspendo, no por respeto a la moralidad del lector, en la cual creo medianamente,


sino porque el fin es desastroso.

En efecto, mi café con leche se enfrió. Pero esto no es grave.

Si después de un buen rato de recíproco y reflexivo mutismo, Margarita, mirándome con


inefable, inocente y tranquila dulzura, al retirar sus manos de las mías, diciéndome: "vi
prego" se hubiera caído muerta, yo habría tenido la ocasión de ver bajar de los cielos una
legión de ángeles a recoger su alma, ¡dejándome su cuerpo inmaculado!

Capítulo VII
Moralidad

Margarita se fue; yo me encontré solo y me dije para mis adentros:

"¡Te has conducido como un hombre virtuoso y continente; debes estar contento de ti
mismo!

... Pero no estaba contento de mí mismo; y aún, eso de haberme conducido como un
hombre virtuoso y continente, ¡tal vez no fue culpa mía!

¡No metería las manos en el fuego por tal causa!

1897

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