Debes Saberlo Todo Isaak Babel
Debes Saberlo Todo Isaak Babel
Debes Saberlo Todo Isaak Babel
opinión de Marc Slonim —el prestigioso especialista en literatura rusa, autor del
libro «Escritores y problemas de la literatura soviética, 1917-1967»— de que ISAAK
BABEL (1894-1941) «es uno de los cuentistas rusos más brillantes del siglo XX» no
es un juicio aislado. Ya las obras publicadas en la década de los veinte —«Caballería
Roja» y «Cuentos de Odesa»— le habían consagrado como la máxima revelación de
la literatura revolucionaria. Más tarde, la persecución política de que fue objeto (y
que le llevaría a la muerte en un campo de concentración) hizo desaparecer sus libros
de la circulación y su nombre de los manuales de historia. La tímida rehabilitación de
su figura iniciada en 1957 ha permitido no sólo reeditar sus primeras obras, sino
también redescubrir cuentos de la época post-revolucionaria, publicados en oscuros
periódicos provincianos y luego olvidados, y recuperar otros trabajos inéditos,
conservados clandestinamente por sus compañeros y amigos. Este volumen,
preparado por la hija del escritor, reúne veinticinco de esos relatos, escritos entre
1915 y 1937. La recopilación se abre con DEBES SABERLO TODO —perteneciente
al ciclo de recuerdos de la infancia en Odesa— y se cierra con «Sulak», publicado en
1937. Todos los relatos, esbozos y apuntes muestran la magistral técnica narrativa del
autor, su peculiar tensión entre la capacidad de descripción realista y el impulso
romántico, entre el pesimismo nacido de la visión inmediata del presente y la fe en
las futuras transformaciones de la historia. Se incluyen como apéndices las respuestas
dadas por Bábel en un comprometido coloquio celebrado en 1937 en la Unión de
Escritores Soviéticos y la emocionada intervención de Ilya Ehrenburg en la velada
que se llevó a cabo en Moscú con motivo del setenta aniversario de su nacimiento,
tan elogiosa para Bábel («estoy dispuesto a ponerme sobre las patas traseras y pedir
como un perro que se vuelvan a editar sus libros») como crítica para los dirigentes de
la cultura soviética («si viviera todavía, si no hubiera tenido talento, sus libros se
hubieran reeditado docenas de veces»).
Página 2
Isaak Bábel
ePub r1.0
Titivillus 20.07.2020
Página 3
Título original: You Must Know Everything. Stories 1915-1937
Isaak Bábel, 1966
Traducción: Verónica Head
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
Prólogo
Shabos-najmú (1918)
Shabos-najmú
Diario (1918)
Mosaico
Una honrosa institución
Los ciegos
Evacuados
Niños prematuros
El palacio de la maternidad
El chino (1923)
El chino
Grishchuk (1923)
Grishchuk
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Y luego no quedó ninguno (1923)
Y luego no quedó ninguno
Crepúsculo (1924-1925)
Crepúsculo
La judía (1934)?
La judía
I
II
III
IV
V
VI
Sulak (1937)
Sulak
Apéndices
Bábel responde a preguntas sobre su trabajo
La conmemoración en Moscú del septuagésimo aniversario de Babel
ILYA EHRENBURG Un discurso en la reunión celebrada en Moscú en honor de
Bábel, el 11 de noviembre de 1964[75]
Sobre el autor
Notas
Página 6
A la memoria de
mis padres.
N. B.
Página 7
Prólogo
«No hay acero que traspase de modo más certero el corazón humano que un
punto en el momento indicado». Durante toda su vida, el hombre que escribió esta
frase luchó penosamente con las palabras. Las arduas normas que Bábel se imponía a
sí mismo, unidas a la feroz censura estalinista, restringieron su producción a una obra
reducida. Su fama se debe principalmente a unos cincuenta cuentos, la mayoría de los
cuales están agrupados bajo el título de Caballería Roja.
En el momento de su arresto, en mayo de 1939, Bábel había sido totalmente
«silenciado». El círculo de represión se había estrechado a su alrededor, hasta el
punto de volverse asfixiante. Por una parte, estaba bajo un severo ataque oficial por
su falta de «producción» (una docena de cuentos y unos pocos artículos fue todo lo
que publicó en los años 30); por otro lado, lo que enviaba a sus editores era muy a
menudo juzgado «impublicable». Las pocas entrevistas que concedió fueron
profusamente alteradas para su publicación, o, simplemente, no fueron publicadas.
Bábel no protestó, pero tampoco «mejoró» su estilo de acuerdo a las teorías
leninistas-estalinistas sobre literatura. Prefirió el silencio antes que el compromiso —
escribía para sí mismo.
Todo aquel que entraba en el despacho de Bábel en esta época veía estantes
repletos de manuscritos, pero el escritor no los leía a nadie. Todos estos manuscritos
fueron confiscados en el momento de su arresto, y a pesar de que las autoridades
soviéticas han estado dispuestas a cooperar en su búsqueda durante los últimos años,
no ha sido posible localizarlos. Lo más probable es que quedaran reducidos a cenizas,
junto con el resto de los archivos de la policía secreta, en el incendio de diciembre de
1941 que se prolongó durante muchos días y noches, a medida que los alemanes se
aproximaban a Moscú.
Entre 1939 y mediados de la década de los 50, el nombre de Bábel fue tabú en la
Unión Soviética. Sus contemporáneos no se atrevían a mencionar su nombre y, para
la nueva generación, Bábel no existía —había sido suprimido de los libros de texto y
de las enciclopedias—. A partir de 1957 se ha iniciado un lento y tímido proceso de
«rehabilitación» en el país natal de Bábel: la publicación de sus obras, aunque
incompleta y poco frecuente, ha sido nuevamente reasumida. Por otra parte, merced a
la paciente búsqueda llevada a cabo por algunos especialistas, se han podido rescatar
varios cuentos de su época post-revolucionaria, cuentos que fueron publicados una
sola vez, en anónimos periódicos de provincia, y después olvidados.
Página 8
Una de las peculiaridades de Bábel, ya fuera en Moscú, en Leningrado o en Kiev,
era la de establecer un lugar secreto donde trabajar. Solía «esconderse» en la casa de
algún amigo íntimo, a quien también confiaba copias o versiones de sus relatos.
Algunos cuentos inéditos han sobrevivido gracias a esta costumbre, así como al valor
y a la fe de dichos amigos, y dado que el temor a las represalias ha disminuido en los
últimos tiempos, estas personas han cedido los antiguos manuscritos de Bábel para su
publicación.
Un ejemplo bastante significativo de estos descubrimientos es el diario de Bábel,
redactado durante la Guerra Ovil (a los veinticinco años se enroló en el Ejército Rojo
como corresponsal de guerra, y siguió a la Caballería cuando ésta expulsó de Ucrania
a los polacos). Las anotaciones del diario abarcan desde el 3 de junio hasta el 15 de
septiembre de 1920. Las páginas 69 a 89, que comprenden el período entre el 6 de
junio y el 11 de julio, se han perdido. El texto, escrito sobre la montura de un caballo,
es un registro, a veces casi indescifrable, de observaciones y reacciones personales:
nombres de personas y lugares, sorprendentes detalles y asociaciones de ideas se
alternan con reminiscencias, fragmentos de conversaciones, descripciones de cosas
vistas. El elemento coordinador del aparente desorden es la repetida exhortación a
«describir» que el escritor se hace a sí mismo. Éste fue material en bruto que más
tarde elaboraría el escritor: de hecho, el diario es claramente el venero de donde
saldrían los cuentos sobre la Caballería Roja. Por desgracia, este inapreciable
documento para el estudio de la evolución de Bábel no se ha hecho aún accesible al
público. Aparentemente, al diario se le sigue considerando demasiado contencioso —
a pesar de que fue escrito hace ya casi cincuenta años— como para permitir que,
salvo breves extractos, se publique en la Unión Soviética.
Cuentos que sólo recientemente han sido publicados por primera vez en la Unión
Soviética:
DEBES SABERLO TODO
CREPÚSCULO
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DIARIO (seis cuentos)
OBSERVACIONES SOBRE LA GUERRA (cuatro cuentos)
UNA NOCHE CON LA EMPERATRIZ
EL CHINO
BAGRAT-OGLY Y LOS OJOS DE SU TORO
GRISHCHUK
UNA MUJER TRABAJADORA
SULAK
Las deudas de un editor son tanto más numerosas debido al hecho de que su
trabajo a menudo parece exigir una especie de omnisciencia. Quisiera expresar mi
gratitud hacia aquellos sin cuya ayuda la presentación de este libro —tal como yo lo
había concebido— no hubiera sido posible.
El profesor Robert A. Maguire, de la Universidad de Columbia, supervisó
cuidadosamente la preparación de esta colección. Sometió el manuscrito de mis notas
a un completo examen crítico que significó revisiones y correcciones en
innumerables puntos del mismo. Debo a su generosa ayuda y a su estímulo, tan a
menudo necesitado, el más profundo agradecimiento.
Quisiera también hacer constar la asistencia del profesor Alexander Erlich en la
elucidadón de algunas notas particularmente confusas, así como la ayuda del profesor
Serge Gavronski en mis traducciones del francés.
Página 10
Debo a Michael di Capua, mi editor en Parrar, Straus y Giroux, un especial
reconocimiento por su lectura y crítica de las primeras versiones, sus muchas
correcciones estilísticas y su notable paciencia.
La preparación de este libro ha requerido de mí una peculiar combinación de
devoción filial y de habilidad profesional. La persistencia y la constancia necesarias
para la consumación de este proyecto no hubieran sido posibles sin d amor de mi
marido. El libro también es suyo.
Nueva York
1969
NATHALIE BÁBEL
Página 11
Escribo sobre cosas largamente
olvidadas.
ISAAK BÁBEL
Página 12
Debes saberlo todo (1915)
En 1925, cuando aún no había completado Caballería Roja, Babel publicó los dos
cuentos que dan comienzo al ciclo sobre su niñez: «Historia de mi palomar» y «El
primer amor». En 1931 escribía a su madre: «Le pedí a Katia que te mandara… una
copia de la revista Guardia Joven. En ella hago mi debut, después de varios años de
silencio, con un breve extracto (“El despertar”) de un libro que tendrá por título
general “Historia de mi palomar”. Los temas de estos cuentos están extraídos de mi
niñez, pero, por supuesto, mucho ha sido inventado o modificado. Cuando el libro
esté terminado, se hará evidente la razón por la cual tuve que hacer todo esto»[1]. En
aquel mismo año, 1931, apareció «En el sótano». «Di Grosso», el último cuento que
puede ser incluido dentro de este grupo, se publicó en 1937.
El ciclo de su infancia es considerado como una de las mejores realizaciones de
Bábel, y «Debes saberlo todo», la primera obra de ficción que de él se conoce,
pertenece a dicho ciclo. Este cuento emplea un material que es familiar al resto del
ciclo: la excesiva instrucción escolar de un niño judío, su fascinación por la
literatura, y su frustrado anhelo de «aire fresco». En los demás cuentos conocemos a
los padres del niño, a la tía Bobka y el tío Simón, y al excéntrico abuelo. En «Debes
saberlo todo» Bábel pinta el retrato de su abuela e ilustra la manera en que ella
educaba a su nieto, completando así la descripción del mundo del escolar.
«Debes saberlo todo» es menos complejo que el resto de los cuentos sobre la
infancia, por cuanto se centra tan sólo en dos personajes, transcurre en un corto
período de tiempo, y no incluye evocaciones de escenas pasadas ni argumentos
secundarios. Sin embargo, se logra en él tal fusión de estilo, contenido e inspiración
que no podemos sino extrañarnos ante el hecho de que Bábel no consiguiera
publicarlo.
El manuscrito salió a la luz en la Unión Soviética hace tan sólo unos pocos años,
y se publicó por primera vez en 1965, en el tomo 74 de la prestigiosa serie soviética
Herencia Literaria (Literaturnoye naslesdtvo). La primera página del manuscrito
muestra únicamente el encabezamiento «Infancia. En casa de la abuela» (Detstvo. U
Babushki), y la anotación «Saratov, 12 de noviembre de 1915». («Debes saberlo
todo» es una frase del cuento). En esa fecha, Bábel tenía veintiún años, y estaba a
punto de concluir su trabajo en el Instituto de Estudios Financieros y Comerciales,
que había sido trasladado de Kiev a Saratov a comienzos de la Primera Guerra
Mundial.
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Las tres últimas líneas del manuscrito, redactadas en una hoja aparte, están
incompletas y resultan confusas, por lo cual han sido omitidas.
Página 14
Debes saberlo todo
Los sábados siempre volvía tarde a casa, después de mis seis clases en la escuela.
Caminar por la calle nunca me parecía una pérdida de tiempo. Era una buena excusa
para dejar correr la imaginación, y todo me resultaba familiar y agradable. Conocía
los rótulos, las fachadas de las casas, los escaparates de las tiendas. Lo conocía de
una manera propia y especial, y estaba convencido de que veía en ellos lo que
realmente importaba, ese algo misterioso que los adultos llamamos «la esencia de las
cosas». Todo aquello estaba firmemente grabado en mi memoria. Si alguien
mencionaba alguna de las tiendas, podía imaginar inmediatamente el rótulo del
establecimiento, con sus letras doradas y el rasguño en el ángulo izquierdo, la cajera
con su alto peinado y el aura que envolvía el lugar, distinto del aura de cualquier otra
tienda. Y con aquellas tiendas, aquellas personas, aquellos ambientes y carteles de
teatro reconstruí mi ciudad natal de Odesa. La recuerdo, la siento y la amo hasta el
día de hoy. La conozco como se conoce la fragancia de la piel materna, el sabor de las
palabras del amor, de las sonrisas. La amo porque en ella crecí, en ella pasé días
felices, días tristes, en ella forjé mis sueños, sueños fervientes que no volverán.
Siempre paseaba por la calle principal, que era la más concurrida. El sábado al
que voy a referirme pertenece al comienzo de una primavera. En aquella época del
año no teníamos ese aire suave y liviano que en la Rusia central resulta tan delicioso
sobre un río tranquilo o un apacible valle. Había en el aire un ligero frío bruñido, un
atisbo de pasión con un filo helado. Yo era entonces apenas un niño, y no sabía nada
de nada pero, rebosante y con las mejillas encendidas, la primavera me afectaba de
todos modos. Siempre me demoraba en el camino a casa al volver de la escuela.
Examinaba cada joya en el escaparate de la joyería y leía los carteles de los teatros
desde el principio al fin. Una vez me quedé mirando los corsés color rosa pálido con
rizadas ligas en el escaparate de Madame Rosalie, y cuando me disponía a seguir mi
camino tropecé con un estudiante alto de grandes bigotes negros. Una sonrisa
maliciosa le desbordaba el rostro. «Se te van los ojos, ¿eh?», dijo. Yo me sonrojé. Me
dio una palmada en la espalda con aire de resabido y dijo condescendientemente:
«Sigue así, muchacho. ¡Bravo! ¡Mis mejores deseos!». Soltó una risotada, dio media
vuelta y se alejó. Yo me quedé muy turbado y me fui derecho a casa. Nunca más me
detuve a mirar el escaparate de Madame Rosalie.
Ese sábado en particular debía quedarme en casa con mi abuela. Ella tenía su
propia habitación al otro extremo del apartamento, detrás de la cocina. En un rincón
había una estufa; la abuela tenía frío a todas horas. Hacía siempre un calor agobiante
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en aquella habitación, y me sentía tan desdichado en ella que quería salir corriendo.
Aquel día llevé todos mis utensilios —libros, atril de música y violín— al cuarto. La
mesa ya estaba puesta para mí. Mientras yo comía, la abuela permaneció sentada en
su rincón. Ninguno de los dos dijimos una sola palabra. La puerta estaba cerrada, no
había nadie más en la habitación. Para cenar tenía pescado relleno con rábano picante
—un plato por el que valdría la pena convertirse al judaismo—, una sopa espesa y
sabrosa, carne asada con cebollas, lechuga, macedonia de fruta, café, pastel y
manzanas. Me lo comí todo. Quizá fuera yo un soñador, pero en todo caso un soñador
con apetito. La abuela recogió la mesa, y la habitación quedó limpia y ordenada.
Había unas flores languidecientes sobre el alféizar de la ventana. Las únicas cosas
vivas que amaba la abuela eran su hijo, su nieto, su perra Mimi y las flores. Mimi
también había entrado, y nada más acurrucarse sobre el sofá se quedó dormida. Era
una terrible dormilona, pero una perra maravillosa: sensata, cariñosa, pequeña y muy
bonita. Era un pug de pelo color claro. No había engordado con la edad ni se le
habían reblandecido las carnes; se conservaba muy bien. Vivió los quince años de su
vida con nosotros, desde su nacimiento hasta su muerte, y como es natural, nos quería
mucho a todos, especialmente a la abuela, tan dura e inconmovible. En otra ocasión
relataré la historia de la furtiva y silenciosa amistad entre ambas. Es una bonita
historia, tierna y conmovedora.
El hecho es que allí estábamos los tres: la abuela, Mimi y yo. Mimi dormía; la
abuela, de buen humor, estaba sentada en una esquina, vestida con el traje de seda del
Sabbat, y yo tenía que hacer mis deberes. Era un día difícil para mí. Ya había tenido
seis clases en la escuela, y ahora esperaba al profesor de música, el señor Sorokin, y
también al señor L., el profesor de hebreo, para recuperar una clase que no habíamos
dado. Quizá viniera también Peysson, el profesor de francés, y tenía que preparar una
lección para él. No habría problemas con L., éramos buenos amigos, ¡pero la música
y las escalas eran una verdadera tortura!
Desplegué los cuadernos y empecé con mis lecciones. La abuela no me
interrumpió, ¡Dios la librara! Su rostro estaba tenso y expectante por el respeto que le
inspiraba mi trabajo. Fijaba en mí sus redondos ojos amarillos y brillantes; cada vez
que volvía una página seguían el movimiento de mi mano. Cualquier otro se hubiera
sentido incómodo bajo esta mirada fija y vigilante, pero yo ya estaba acostumbrado.
Más tarde me escucharía mientras yo recitaba mis lecciones. Sólo se sentía a gusto
hablando en yiddish; se desenvolvía muy mal con el ruso —lo chapurreaba a su
manera, utilizando muchas palabras del polaco y del yiddish. Naturalmente, no sabía
leer ni escribir en ruso, y cuando caía entre sus manos un libro en este idioma, lo
sostenía al revés. Sin embargo, ello no le impedía repasar conmigo las lecciones
desde el principio hasta el final. No comprendía nada en absoluto, pero escuchaba
con atención, y la música de las palabras le era dulce al oído. Sentía un profundo
respeto por el saber, tenía mucha fe en mí y quería verme convertido en un hombre
rico.
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Cuando hube terminado con las lecciones, me dediqué a la lectura. Estaba
leyendo por entonces «Primer amor», de Turgenev. Todo en el libro me encantaba —
las vividas palabras, descripciones y conversaciones— pero esa tarde me entusiasmó
especialmente la escena en que el padre de Vladimir golpea a Zinaida en la mejilla
con su fusta. Pude oír el restallido del látigo y sentir el momentáneo ardor, agudo y
doloroso, producido por la flexible correhuela. Esto me turbó inexplicablemente, y
tuve que dejar el libro y empezar a pasearme de un extremo de la habitación al otro.
Pero la abuela seguía sentada sin mover un solo músculo, y hasta el aire caliente y
sofocante se había paralizado, como si supiera que yo estaba ocupado y nada debía
interrumpirme. Cada vez hacía más calor en el cuarto. Mimi empezó a roncar
suavemente. Todo estaba en silencio, un silencio fantasmal; no se oía un solo ruido
del exterior. En aquel momento todo me pareció sobrenatural, y hubiera querido huir,
pero también quedarme allí para siempre. La habitación en penumbra, los amarillos
ojos de la abuela, su diminuta figura envuelta en una toquilla, silenciosa y encorvada
en el rincón, el calor, la puerta cerrada, el restallido del látigo, su sonoro silbido —
sólo ahora me percato de cuán fantástico era todo esto, y de cuánto me afectó
entonces.
El sonido del timbre de la puerta me arrancó de aquel desasosiego. Era el señor
Sorokin. En ese momento le detesté. Odiaba sus endemoniadas escalas, toda aquella
música chirriante, fútil y sin sentido. Debo decir que Sorokin era una magnífica
persona. Tenía el pelo cortado al rape, grandes y hermosas manos, y unos espléndidos
labios carnosos. Ese día, bajo la mirada de la abuela, tenía que enseñarme durante una
hora entera —o más— y mostrar que se merecía lo que le pagaban. Sus esfuerzos no
fueron recompensados. Los ojos de la anciana seguían fría y atentamente cada uno de
sus movimientos, y lo contemplaban con altiva indiferencia. La abuela no tenía
tiempo para ocuparse de los extraños. Lo único que esperaba de ellos era que
cumplieran sus obligaciones para con nosotros, y nada más.
Empezamos la lección. Yo no tenía miedo de la abuela, pero tuve que soportar
durante toda una hora las consecuencias de la inusitada devoción al deber de que
hacía gala el pobre Sorokin. Se sentía completamente fuera de lugar en aquella
remota habitación, en presencia de la perra que dormía apaciblemente y de la anciana
sentada en una esquina en actitud glacial. Por fin se despidió. La abuela extendió con
frialdad su gran mano arrugada y curtida, pero no hizo con ella el menor movimiento.
Al irse, Sorokin se llevó por delante una silla.
Tuve que sufrir, asimismo, la hora siguiente —una lección de hebreo con el señor
L.—, pero llegó también el momento en que la puerta se cerró detrás de él. Ya había
anochecido. Distantes motas de oro iluminaban el cielo. La luz de la luna inundaba la
profunda galería del patio. En el apartamento vecino, una voz de mujer empezó a
cantar: «¿Por qué te quiero tan apasionadamente?». El resto de la familia se había ido
al teatro. Yo me sentía deprimido y cansado. Había leído y trabajado mucho. La
sirvienta entró trayendo el samovar. La abuela encendió una lámpara. Esto suavizó
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inmediatamente la habitación; los muebles, oscuros y macizos, se bañaron en una
plácida luz. Mimi se despertó, dio un paseo por los cuartos vecinos y volvió a nuestro
lado para esperar la cena. La abuela era una entusiasta del té. Había guardado para mí
un trozo de pan de gengibre. Los dos bebimos en grandes cantidades. Las arrugas que
surcaban profundamente su rostro se cubrieron de un brillante sudor. «¿Quieres irte a
la cama?», me preguntó. «No», dije yo. Empezamos a hablar, y una vez más escuché
las historias de la abuela. Hacía mucho, mucho tiempo, había un judío que tenía una
posada. Era pobre, estaba casado y debía mantener a su numerosa familia. Vendía
vodka sin licencia y un día vino a verle un inspector del gobierno, que empezó a
crearle dificultades. El judío acudió a un rabino y le dijo: «Rabí, un inspector del
gobierno me está dejando sin sueño. Pídele a Dios que me ayude». «Vete en paz», le
dijo el rabino. «El inspector del gobierno no volverá a rechistar». El judío se fue a su
casa. Encontró, al inspector en el umbral de su posada. Yacía allí, muerto, con el
vientre hinchado y de color púrpura.
La abuela se quedó en silencio. Murmuraba el samovar, y la vecina seguía
cantando. Todo estaba cubierto por la enceguecedora luz de la luna. Mimi agitaba el
rabo —empezaba a sentir hambre.
«Antiguamente, la gente tenía fe», dijo la abuela. «La vida era más sencilla.
Cuando yo era pequeña, los polacos se rebelaron. Nosotros vivíamos junto a la finca
de un conde polaco. El propio Zar acostumbraba venir a visitarlo. Solían pasarse siete
días enteros de parranda. Al caer la noche, yo corría al vestíbulo y miraba a través de
las ventanas iluminadas. El conde tenía una hija, que poseía las perlas más bellas del
mundo. Luego vino la rebelión. Llegaron unos soldados y arrastraron al viejo conde
hasta la plaza. Todos le rodeamos llorando. Los soldados cavaron un pozo en el suelo.
Querían vendarle los ojos al viejo, pero él se negó. De pie, delante de ellos, él mismo
dio la orden de disparar. Era un hombre corpulento de cabellos grises. Los
campesinos le querían. En el momento en que le estaban enterrando, llegó corriendo
un mensajero. Traía un perdón del Zar».
El samovar se apagaba lentamente. La abuela bebió su último vaso de té, que ya
se había enfriado, y chupó un terrón de azúcar en su boca desdentada. «Tu abuelo»,
dijo, «contaba muy bien las historias. No creía en nada, pero tenía confianza en la
gente. Dio a sus amigos todo su dinero, pero cuando tuvo que recurrir a ellos le
arrojaron por las escaleras, y a raíz de eso no quedó muy bien de la cabeza». Y
procedió a hablarme del abuelo. Era un hombre grueso, con una lengua mordaz,
apasionado y arrogante. Tocaba el violín, por la noche escribía ensayos, y sabía todos
los idiomas. Le dominaba una sed insaciable de vida y de conocimientos. La hija de
un general se había enamorado del hijo mayor de los abuelos, y esto había sido la
ruina del muchacho. Se convirtió en un vagabundo y un jugador, y murió en el
Canadá a los treinta y siete años. Todo lo que le quedaba a la abuela éramos mi padre
y yo. El resto había desaparecido. Para ella el día se iba oscureciendo en noche y la
muerte se acercaba lentamente. Guardó de nuevo silencio, bajó la cabeza y empezó a
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llorar. «¡Estudia!», dijo, de pronto, con gran vehemencia. «Estudia, y lo conseguirás
todo —¡fama y dinero! Debes saberlo todo. El mundo entero caerá a tus pies y se
arrastrará ante ti. Han de envidiarte todos. No confíes en la gente. No tengas amigos.
No les prestes dinero. ¡No les entregues tu corazón!».
No dijo nada más. La habitación quedó en silencio. Mi abuela pensaba en los
años pasados y en todas sus desventuras. Pensaba en mi futuro, y sus enérgicos
mandamientos abrumaron pesadamente —y para siempre— mis débiles e inexpertas
espaldas. En el oscuro rincón, la estufa de hierro fulguraba al rojo vivo y despedía un
terrible calor. Yo estaba ardiendo y sofocado, y hubiera querido salir al aire fresco,
escapar, pero no tenía siquiera fuerzas para levantar la cabeza. De la cocina llegó un
estruendo de vajilla rota. La abuela se dirigió allí. Era la hora de la cena. Casi
enseguida oí su voz áspera e indignada. Estaba gritándole a la sirvienta. Yo me sentí
incómodo y disgustado. ¡Había estado, hasta hacía un momento, tan llena de paz, de
tristeza! La sirvienta le contestó algo. «¡Fuera, pazpuerca!», oí gritar a la abuela con
furia incontrolada en una voz insoportablemente aguda y penetrante. «¡Yo soy la que
da órdenes aquí! Estás rompiendo mis cosas. ¡Fuera!». No soportaba el ronco sonido
metálico de su voz. La veía a través de la puerta entornada. Su cara estaba tensa, el
labio inferior le temblaba de rabia, tenía la garganta hinchada. La sirvienta intentaba
decir algo. «¡Vete!», dijo la abuela. Ahora todo estaba callado. La sirvienta, encogida
y de puntillas, como si temiera romper el silencio, se escabulló de la cocina. Cenamos
sin decir una palabra. Comimos bien y abundantemente, y sin apresurarnos. Los
translúcidos ojos de la abuela estaban inmóviles, y yo no sabía lo que contemplaban.
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Páginas de mi cuaderno (1916-1917)
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literatura en la que prevalece la melancolía; ambición de convertirse él mismo en ese
«Mesías literario» aguardado durante tanto tiempo, de volver a la prosa de tradición
gálica iniciada por Pushkin pero eclipsada por el realismo naturalista, una forma
que, según Bábel, resultaba ahora estéril. Transformada en realismo socialista, sería
ponto impuesta a la literatura rusa, y el famoso silencio de Bábel durante los años
treinta puede explicarse por su resistencia a adoptar el estilo literario que critica en
este ensayo.
«La biblioteca pública» (Publichnaya biblioteka) y «Los nueve» (Devyat) fueron
re-editados por primera vez en la revista semanal Rusia Literaria (Literaturnaya
Rossia) el 13 de marzo de 1964. «Inspiración» (Vdokhnovenie) volvió a publicarse
en la revista literaria moscovita Estandarte (Znamya), núm. 8,1964, y posteriormente
fue incluido en el volumen Obras Completas (Izbrannoye), con un prefacio de Ilya
Ebrenburg, publicado en 1966. «Odesa» (Odessa) no se ha vuelto a publicar en la
Unión Soviética, quizá a causa de las opiniones sobre literatura que en él se
expresan.
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La biblioteca pública
Se percibe inmediatamente que El libro es aquí rey supremo. Toda la gente que
trabaja en la biblioteca ha entrado en comunión con El Libro, con la vida de segunda
mano, y ellos mismos se han convertido, por así decirlo, en un mero reflejo de seres
vivientes.
Incluso los empleados del guardarropa son seres callados y enigmáticos, llenos de
una calma introspectiva, y su pelo no es ni oscuro ni claro, sino de un color
intermedio.
Es muy posible que en sus casas beban alcohol etílico los sábados por la noche y
que golpeen sistemáticamente a sus esposas. Pero en la biblioteca están callados
como ratoncillos, son discretos, introvertidos y sombríos.
Uno de los empleados del guardarropa dibuja. Tiene ojos amables y melancólicos.
Una vez cada dos semanas, al ayudar a un voluminoso señor de chaqueta negra a
quitarse el abrigo, murmura que «A Nikolai Sergeyevich le gustan mis dibujos, y
también a Konstantin Vasilyevich. No he pasado de la escuela elemental, y no tengo
idea de lo que me espera después de esto».
El señor gordo le escucha. Es un periodista, un hombre casado que disfruta con la
comida y que está cargado de trabajo. Una vez cada dos semanas va a la biblioteca
para descansar —lee la información referente a algún proceso, y copia
meticulosamente el plano del edificio donde se cometió el asesinato. Entonces se
siente totalmente feliz, y olvida que está casado y atiborrado de trabajo.
Escucha al empleado con angustiado asombro, y se pregunta cómo debe tratar a
semejante personaje. Si al irse le da una propina, el hombre podría ofenderse: al fin y
al cabo, es un artista. Si no le da nada, también podría ofenderse: después de todo, es
un empleado.
En el cuarto de lectura están los miembros del personal más exaltados, los
asistentes. Algunos se destacan en virtud de un pronunciado defecto físico —uno de
ellos tiene los dedos encogidos, y otro tiene la cabeza inclinada hacia un costado y
atorada allí donde fue a caer. Van vestidos de manera desaliñada y son
extremadamente delgados. Se diría que están en posesión de una idea desconocida
para el resto del mundo.
¡Gogol los hubiera descrito muy bien!
Aquellos asistentes que no se «destacan» visten correctos trajes grises, tienen una
ligera calvicie, pudorosas miradas, y se mueven con dolorosa lentitud. Están siempre
masticando algo y moviendo las mandíbulas, aun cuando no tengan nada en la boca,
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y hablan en un experto murmullo. En general, puede decirse que los libros les han
mermado las fuerzas a casi todos ellos, al no permitírseles siquiera dar un buen
bostezo de vez en cuando.
Ahora, durante la guerra, los lectores han cambiado. Hay menos estudiantes —en
realidad, casi ninguno. Muy de tarde en tarde se ve a alguno languideciendo en un
rincón sin mayores esfuerzos. Tendrá una «tarjeta blanca», es decir, una exención
militar debido a su salud. Llevará gafas con montura de carey o exhibirá una
imperceptible cojera. Hay también, sin embargo, algunos que gozan de una beca del
Estado y se encuentran temporalmente eximidos. Tienen el aspecto de perros
apaleados, ostentan languidecientes bigotes, parecen cansados de la vida y
sumamente introspectivos: leen un poco, piensan otro poco, estudian el dibujo de la
lámpara de lectura y vuelven a hundirse en su libro. Se supone que deben acabar la
carrera y entrar en el ejército, pero no tienen prisa. Cada cosa a su tiempo.
He aquí un antiguo estudiante que ha vuelto como oficial herido, con un
cabestrillo negro. Su herida está cicatrizando. Es joven y rubicundo. Ha cenado y se
ha ido a dar un paseo por el Nevsky, que ya tiene encendidas sus luces. La edición
vespertina de Noticias Bursátiles ha iniciado su ronda triunfal. En Yeliseyev[2] las
uvas se exhiben rodeadas de semillas de mijo. Todavía es temprano para su cita
nocturna, de modo que el oficial, en recuerdo de tiempos pasados, entra en la
biblioteca. Estira sus largas piernas por debajo de la mesa y lee el Apolo. Le aburre
un poco. Frente a él se sienta una estudiante. Prepara anatomía y está copiando en su
cuaderno un dibujo del estómago. Tiene aspecto de proceder de Kaluga o sus
alrededores: rostro ancho, huesos grandes y sonrosadas mejillas; parece meticulosa y
decidida. Si tiene novio, es lo mejor que puede pasarle, está hecha para el amor.
Junto a ella puede verse un cuadro pintoresco, característica inevitable de toda
biblioteca pública en el Imperio Ruso: un judío dormido. Parece agotado. Su pelo es
de un negro bruñido. Tiene las mejillas hundidas y la frente lastimada, y su boca está
entreabierta. Emite unos sonidos sibilantes. Sólo Dios sabe de dónde viene, o si tiene
permiso de residencia. Lee todos los días, y también duerme todos los días. Su rostro
es una visión de sobrecogedora lasitud, casi de locura. Es un mártir del libro,
inequívocamente judío, un mártir inextinguible.
Cerca del mostrador de los asistentes lee una voluminosa mujer de torso ancho
vestida con una blusa gris. Es de aquellos que hablan en la biblioteca en un tono
inesperadamente alto, voceando extática y abiertamente su asombro ante la palabra
impresa e invitando a sus vecinos a la conversación. Ha venido aquí para encontrar la
manera de hacer jabón casero. Tiene alrededor de cuarenta y cinco años. Los demás
se preguntan si está bien de la cabeza.
Otro lector habitual es un pequeño y esbelto coronel vestido con una tónica
suelta, holgados pantalones de montar y relucientes botas. Tiene las piernas cortas y
sus bigotes son del color de la ceniza de los cigarros. Los acicala con brillantina,
gracias a lo cual reflejan toda una gama de tonos grises. Años atrás, su corta
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inteligencia le había impedido alcanzar el rango de coronel y, por lo tanto, el retirarse
como general de división. Después de su retiro se convirtió en un infernal estorbo
para su jardinero, sus sirvientes y su nieto. A la edad de setenta y tres años se le
ocurrió escribir una historia de su regimiento. Trabaja rodeado de montañas de
material bibliográfico. Es estimado por todos los asistentes, a quienes saluda con
exquisita cortesía. Ya no pone a prueba los nervios de su familia, y el criado lustra de
buena gana sus botas.
Hay toda clase de gente en la biblioteca pública, demasiada para poder describir a
cada uno de ellos.
Cae la noche. El cuarto de lectura está prácticamente sumido en la oscuridad. Las
silenciosas figuras sentadas a las mesas son modelos de cansancio, de sed de
conocimientos, de ambición…
Suavemente, la nieve teje sus redes detrás de los grandes ventanales. Cerca, en el
Nevsky, bulle la vida. Lejos, en los Cárpatos, corre la sangre. C’est la vie.
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Los nueve
Son nueve. Todos ellos quieten ver al editor. El primero que entra en el despacho
es un hombre corpulento, de voz poderosa, que lleva una brillante corbata. Se
presenta. Su nombre es Sardarov y escribe versos satíricos. Quisiera que le
publicáramos algunos. Tiene un prólogo escrito por un famoso poeta. Si fuera
necesario, también está dispuesto a facilitamos un epílogo.
El editor le escucha. Es un hombre calmo y reflexivo que ha visto muchas cosas a
lo largo de su vida. Dispone de todo el tiempo que quiere: la revista ya ha sido
enviada a la imprenta. Examina los versos:
El editor piensa: «Tal como van las cosas, no tardará mucho en tomarlo. Qué
perdida pareces con esos ojos tan bonitos y tan indefensos. Quizá no encuentres en
seguida lo que tu corazón anhela, peto no dejarás de ser una mujer apetecible».
En los poemas, la muchacha describe su vida «locamente aterradora» o
«locamente hermosa», y sus diversos contratiempos, así como «sonidos, sonidos,
sonidos a mi alrededor, sonidos que intoxican, sonidos interminables…». Uno puede
estar seguro de que cuando el solemne caballero haya hecho su trabajo, la muchacha
dejará de escribir poemas y empezará a visitar a la comadrona.
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Tras irse la joven entra Lunev, un hombre menudo y nervioso. La suya es una
historia complicada. En cierta ocasión, Lunev perdió los estribos con el editor. Es un
hombre aturdido que tiene familia, mucho talento y escasísima suerte. En su
agitación, en su desesperada búsqueda de dinero, no sabe muy bien a quién puede y a
quién no puede gritar. Primero había insultado al editor y luego, sin pensar en lo que
estaba haciendo, le trajo sus manuscritos, para después reconocer que había cometido
una estupidez, que la vida era muy dura y que él era un pobre desgraciado.
En la sala de espera le sobrevino una ligera taquicardia, y ahora, en el despacho
del director, le dicen que su «pequeña pieza» no está mal, pero que, au fond, no es
literatura, que en realidad es… Lunev asiente febrilmente y empieza a murmurar:
«Eres un buen hombre, Alejandro Stepanovich, y yo me porté mal contigo… puede
ser interpretado de diferentes maneras… eso es justamente lo que yo quería destacar,
pero en realidad es mucho más profundo, de verdad…». Lunev se sonroja
penosamente. Con dedos temblorosos recoge las páginas de su manuscrito e intenta
fingir que no le importa nada, o que considera todo este incidente simplemente
irónico —sólo Dios sabe lo que intenta fingir…
Después de Lunev vienen dos personajes muy conocidos para los editores. El
primero es una dama de cabellos rubios, sonrosada y exuberante. Exhala un tibio
hálito de perfume y sus ojos son brillantes e infantiles. Tiene un hijo de nueve años, y
éste: «Pues resulta que le ha dado por escribir. Siempre está escribiendo. Al principio
no prestábamos atención, pero todos nuestros amigos están asombrados, y mi marido
—mi marido trabaja en la sección de mejoramiento de tierras y es una persona muy
práctica que no tiene tiempo para la literatura moderna—, Andreyev, Nagrodskaya[3]
y todos ésos. Bueno, pues hasta él tuvo que reírse… Le he traído tres de sus
cuadernos…».
El otro es Bykhovski. Es de Simferopol. Un muchacho espléndido, rebosante de
vida. Bykhovski no escribe, no tiene ningún asunto que tratar con el director, pero es
un suscriptor y ha venido simplemente para charlar un poco, para hacemos saber sus
impresiones, para ver de cerca la vida de Petrogrado. De manera que eso es,
efectivamente, lo que está haciendo. El editor masculla algo sobre la política, sobre
los «Cadetes[4]». Bykhovski le escucha con ojos radiantes y siente que está tomando
parte activa en la vida pública del país.
El visitante más patético es Korb. Korb es un judío, un verdadero Ahasuero. Ha
nacido en Lituania, y fue herido en un pogrom que tuvo lugar en una ciudad del sur.
Desde entonces sufre violentos dolores de cabeza. Más tarde estuvo en América.
Durante la guerra apareció inesperadamente en Amberes, y a los cuarenta y cuatro
años ingresó en la Legión Extranjera Francesa. A consecuencia de una contusión
recibida en Maubeuge le tiembla la cabeza. De algún modo fue evacuado nuevamente
a Rusia, a Petrogrado. Recibe una especie de pensión, alquila un rincón en un
maloliente sótano de Peski, y se dedica a escribir una obra de teatro llamada «El Rey
de Israel». Por la noche, a causa de sus terribles dolores de cabeza, no puede conciliar
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el sueño, y se pasea de uno a otro extremo del sótano, pensando. Su casero, un
hombre arrogante y bien alimentado que fuma negros cigarros de cuatro kopeks, se
enfadó al principio, pero más tarde, desarmado por la humildad de Korb y por la
dedicación que éste había puesto en aquellos centenares de páginas escritas, empezó a
encariñarse con él. Korb viste un viejo abrigo desteñido que data de sus días de
Amberes. Lleva el mentón salpicado de pelos y sus ojos reflejan un pesado cansancio,
pero también una fanática mirada de determinación. Korb tiene dolor de cabeza, pero
está escribiendo una obra de teatro cuyas primeras palabras son: «Echad a vuelo las
campanas, pues Judea ha perecido…».
Después de Korb sólo hay otros tres. Uno de ellos es un joven de provincias, un
personaje lento y reflexivo que tarda largo tiempo en sentarse en la silla y no parece
tener prisa por dejarla. Contempla con parsimonia los cuadros que cuelgan en las
paredes, los recortes sobre la mesa, el retrato de los empleados… ¿Qué podemos
hacer por él? En realidad, nada… Ha trabajado en un periódico… ¿Qué clase de
periódico? Un diario de provincias… Y simplemente se preguntaba a cuánto ascendía
nuestra circulación, y cuánto pagábamos… Le explicamos que no siempre es posible
contestar esta dase de preguntas —si él fuera un escritor, se lo diríamos, pero si no lo
es, entonces… El joven responde que no es exactamente un escritor y que no posee
especiales calificaciones, pero que podría ser un editor, por ejemplo.
El «editor» se despide y entra Smurski. Smurski también tiene un pasado
considerable. Era un agrónomo en el distrito Kashin de la provincia de Tver. Un
distrito tranquilo en una provincia maravillosa, pero a Smurski le atraía Petrogrado.
Ofreció sus servicios como experto en agricultura y, además, entregó veinte da sus
manuscritos a una revista. Dos de ellos fueron aceptados. Ahora, Smurski está
convencido de que su futuro está en la literatura. Ha dejado de ofrecer sus servicios
como experto en agricultura. Ahora se pasea de levita y lleva consigo un maletín.
Escribe todos los días y su producción es considerable. Raras veces consigue que le
publiquen algo.
El novelo visitante es nada menos que Stepan Drako, «el único hombre que ha
dado a pie la vuelta al mundo, Rey de la Vida y orador público».
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Odesa
Odesa es un lugar horrible. Todo el mundo sabe que aquí se destroza el idioma
ruso. De todos modos, opino que hay en ella mucho de bueno, y que posee más
encanto que cualquier otra dudad del Imperio.
Basta pensar en la vida fácil y sin complicaciones que se disfruta en Odesa. La
mitad de la población es judía, y los judíos son gente que tiene las ideas datas sobre
ciertas cosas muy sencillas: se casan para no sentirse solos, hacen el amor para que su
raza se prolongue eternamente, ganan dinero para poder comprar casas y ofrecer
abrigos de astracán a sus esposas, aman a los niños porque —y bien, ¿no es bueno
querer a los hijos, y no es así como debe ser? Los judíos pobres de Odesa están muy
desorientados con los gobernadores provinciales y las ordenanzas oficiales, pero no
es fácil inducirles a abandonar posiciones que adoptaron hace incontables años; eso
no es posible. Sin embargo, es gente de la que se puede aprender mucho. En gran
parte, a ellos se debe el hecho de que Odesa goce de una atmósfera tan tranquila y
sencilla.
El habitante de Odesa es la antítesis del hombre de Petrogrado. Es ya un axioma
conocido que los de Odesa se las arreglan muy bien en aquella ciudad. Allí ganan
dinero. Gimo los odesanos son morenos, las rollizas rubias de Petrogrado se
enamoran fácilmente de ellos, y, en general, éstos tienen tendencia a instalarse en
Kamennustrovsky. Es posible que piensen que estoy bromeando. Pues no. Se trata de
algo serio: el hecho es que estos atezados odesanos traen con ellos un poco de sol y
de alegría.
Pero además de estos caballeros que traen consigo un poco de sol y gran cantidad
de sardinas envasadlas en sus latas originales, creo que también debiera venir —y
pronto— la fructífera influencia vitalizante del sur de Rusia, de Odesa, posiblemente
(qui sait?) la única ciudad de Rusia que pueda engendrar lo que tanto necesitamos:
nuestro propio Maupassant. Incluso puedo ver algunas jóvenes, algunas muchachas
apenas crecidas (estoy pensando en Izya Kremer[5]), que auguran un buen futuro a la
canción en Odesa: sus voces no son demasiado intensas, pero tienen alegría, una
alegría expresada artísticamente, con todo su ser, tienen animación, un aire ligero y
un emotivo, encantador y melancólico amor a una vida que es buena y mala al mismo
tiempo, pero sobre todo extraordinariamente —quand même et malgré tout—
interesante.
He visto a Utochkin[6], un odesano de pura sangre: desapegado y a la vez
profundo, temerario pero reflexivo, apuesto pero de brazos demasiado largos, genial
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pero tartamudo. Se ha convertido en un verdadero desastre debido a la cocaína y a la
morfina —esto, dicen, ocurrió como consecuencia de haberse caído de un avión en
algún lugar de los pantanos de la provincia de Nvogorod. Pobre Utochkin, se ha
vuelto loco, pero tengo la certeza de que pronto llegará el día en que Nvogorod hará
peregrinaciones a Odesa.
Más que nada, esta ciudad tiene las condiciones materiales de las que el talento
de, digamos, un Maupassant, podría nutrirse. En sus piscinas, durante el verano, las
bronceadas figuras de musculosos jóvenes amantes del deporte fulguran al sol, igual
que los poderosos cuerpos de los pescadores, que no tienen tiempo para ocuparse de
la recreación física; cuenta, asimismo, con robustos y plácidos «caballeros
comerciantes» de voluminoso vientre, esmirriados soñadores salpicados de acné,
inventores y corredores de bolsa. Y a corta distancia del anchuroso mar, se yerguen
las fábricas humeantes, donde Karl Marx se dedica a sus actividades habituales.
Hay en Odesa un ghetto judío extremadamente pobre, hacinado y sufrido, una
burguesía totalmente satisfecha de sí misma y un ayuntamiento donde abundan los
partidarios del «Centenar Negro[7]».
En Odesa hay atardeceres de primavera dulces y sosegados, un fuerte olor de
acacias, y sobre el mar sombrío, una luna que irradia una luz uniforme, irresistible.
En Odesa, por las tardes, burgueses gordos y ridículos sacan sus divanes al
exterior de las dachas ridículas y vulgares y se tienden —luciendo sus calcetines
blancos— bajo un cielo de oscuro terciopelo para digerir espléndidas cenas, mientras
sus emperifolladas mujeres, cuya ociosa gordura disimulan ingenuamente los corsés,
se dejan abrazar apasionadamente detrás de los arbustos por ardorosos estudiantes de
medicina o de derecho. Los luftmenschen rondan los cafés intentando hacerse con un
rublo para alimentar a su familia, pero los recaudos no son cuantiosos. ¿Quién iba a
dar un rublo a alguien tan inútil como un luftmensch?
En Odesa hay un puerto, y en este puerto hay barcos que llegan de Newcastle, de
Cardiff, de Marsella, de Puerto Said. Abundan los negros, los ingleses, los franceses
y los americanos. Odesa ha conocido la prosperidad, pero ahora está en decadencia,
una decadencia poética, algo despreocupada y terriblemente indefensa.
«Odesa», dirá el lector al fin, «es una ciudad como tantas otras, y todo esto no son
más que súplicas».
De acuerdo, quizá sean súplicas, y supongo que lo hago a propósito, pero, parole
d’honneur, este lugar tiene algo. Salta a la vista de cualquiera que valga la pena, y
éste dirá que, en efecto, la vida es triste y monótona, pero que de todas maneras,
quand même et malgré tout, es extraordinariamente, pero extraordinariamente,
interesante.
Estas reflexiones sobre Odesa me llevan a ideas más profundas. ¿No es cierto
que, si nos ponemos a pensar, no existe en la literatura rusa una verdadera descripción
del sol, vivida y exultante?
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Turgenev nos ha pintado el rocío matinal y la calma nocturna; leyendo a
Dostoïevski, uno siente bajo los pies el pedregoso camino desolado que siguió
Karamazov en dirección a la taberna, percibe la densa niebla misteriosa de San
Petersburgo. Estas áridas rutas, estos jirones de bruma son los que ahogan a la gente,
y al hacerlo, la distorsionan de una manera a la vez cómica y terrible, despertando los
turbulentos remolinos de la pasión y haciendo aún más frenético el diario ajetreo de
los hombres. ¿Recuerdan ustedes el sol radiante y fecundo de Gogol, un hombre de
Ucrania? Pero pasajes como aquél son raros. Predominan los cuentos como «La
nariz», «El abrigo», «El retrato» y «Diario de un loco».
Es una victoria de Petersburgo frente a Poltava. Akaki Akakiyevich eclipsa a
Gritsko, modestamente pero con aterradora preponderancia, y el padre Matvei remata
el trabajo iniciado por Taras[8]. El primer escritor ruso que habló del sol con
apasionado entusiasmo fue Máximo Gorki. Pero el mero hecho de que lo hiciera en
tales términos nos indica que aún no es del todo auténtico ese sol.
Gorki es un precursor; el más influyente de nuestra época. Pero no es un poeta del
sol, sino simplemente un heraldo de esa verdad que dice que si hay un tema digno del
poeta, este tema es el sol. En el amor que Gorki profesa por él hay algo de cerebral, y
sólo gracias a su inmenso talento logra superar este obstáculo. Gorki ama el sol
porque Rusia es un país, tortuoso y corrompido, porque en Nizhny, Pskov y Kazan la
gente es flácida, pesada, inescrutable, patética y, a veces, infinita y pasmosamente
aburrida. Gorki sabe por qué ama el sol, y sabe por qué se le debe amar. Este
planteamiento consciente es lo que hace de él un precursor, a menudo magnífico,
pero un precursor al fin.
Es posible que Maupassant no sepa nada —o quizá lo sepa todo. Nos describe un
carruaje traqueteando por un camino abrasado por el sol, y en este carruaje viaja
Hipólito, un corpulento muchacho de oscuras intenciones, acompañado de una joven
campesina robusta y desmañada. Lo que hacen allí dentro, y por qué, sólo les
concierne a ellos. La tierra y el cielo arden. Hipólito y la muchacha están cubiertos de
sudor y el carruaje prosigue su marcha por la carretera calcinada. Eso es todo[9].
Últimamente se ha intentado escribir sobre la forma en que los habitantes de
Olonetsk, Vologda y —para el caso— Arcángeles viven, matan, aman y proceden a
sus elecciones locales. Todo ello se describe empleando el acento auténtico que
caracteriza el idioma hablado en Olonetsk o en Vologda. Se nos cuenta que la vida en
aquellas regiones es lúgubre y primitiva, algo que, por otra parte, ya nos habían
contado antes. Y pronto estaremos hartos de leer sobre ello. En realidad, ya lo
estamos. Esto es lo que me induce a pensar que los rusos se sentirán atraídos por el
sur, por el sol y el mar. Aunque no debiera utilizar aquí el tiempo futuro: se han
sentido atraídos por ellos desde hace muchos siglos. Es en su ruta hacia las estepas,
quizás incluso en su ruta hacia la «Cruz de Santa Sofía», donde podemos ver el
destino esencial de Rusia.
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Muchos comparten el deseo de sentir renovada su sangre. La atmósfera es
sofocante. El Mesías literario aguardado durante tanto tiempo, y tan
desesperadamente, vendrá de allí: de las soleadas estepas bañadas por el mar.
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Inspiración
Tenía sueño, y estaba de mal humor. Justo en ese momento entró Mishka para
leerme su cuento.
—Cierra la puerta —dijo, sacando de su bolsillo una botella de vino—. Hoy es mi
día. He terminado el cuento, y creo que ésta es la versión definitiva. Brindemos por
ello, amigo mío.
El rostro de Mishka estaba pálido y sudoroso.
—Los que dicen que la felicidad no existe están locos —exclamó—. La felicidad
es la inspiración. He escrito durante toda la noche: ni siquiera me di cuenta que
amanecía. Después me fui a pasear por la ciudad. Es extraordinaria al amanecer:
silenciosa, cubierta de rocío, y casi sin gente. Todo es transparente, y puedes ver
asomar el alba: fría y azul, espectral y apacible. Bebamos, amigo. Nunca he estado
más seguro de nada: este cuento marca una etapa en mi vida.
Llenó un vaso de vino y se lo bebió de un trago. Le temblaban los dedos. Sus
manos eran de una belleza extraordinaria: esbeltas, blancas y suaves, con dedos
gráciles.
—¿Sabes? Tengo que publicar este cuento —prosiguió—. Lo aceptarán en
cualquier parte. Ahora se publica cada basura. Lo que cuenta es estar bien
relacionado. Ya me han prometido algo. Sukhotin lo arreglará todo…
—Mishka —le dije—, deberías repasarlo; no hay una sola tachadura…
—¡Al diablo con eso! Ya habrá tiempo para nacerlo. En casa, ¿sabes?, se ríen de
mí. Rira bien qui rira le dernier. Yo no digo nada. Ya veremos lo que pasa de aquí a
un año. Vendrán arrastrándose…
La botella estaba casi vacía.
—Mishka, deja de beber.
—Necesito algo que me estimule. Anoche fumé cuarenta cigarrillos. —Sacó un
cuaderno grueso, muy grueso. Yo contemplé la idea de decirle que me lo dejara para
leerlo yo. Pero al ver su pálida frente, donde asomaba una vena hinchada, y la triste
corbata hecha un nudo, le dije:
—Muy bien, León Tolstoi… cuando escribas tu autobiografía, acuérdate de mí…
Mishka sonrió.
—Desgraciado —dijo—. Ni siquiera sabes apreciar mi amistad.
Me instalé cómodamente y Mishka se inclinó sobre su cuaderno. La habitación
estaba silenciosa y en penumbra.
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—En este cuento —dijo Mishka— he intentado hacer algo nuevo, algo envuelto
en una nube de maravilla, lleno de ternura, de medias tintas, de alusiones… Estoy
harto de la brutalidad de la vida…
—Ahórrate los preliminares —dije— y empieza a leer…
Mishka comenzó la lectura. Yo escuchaba con atención. Pero no resultaba nada
fácil: el cuento era malo y aburrido. El empleado de una tienda se había enamorado
de una bailarina y se pasaba las horas acechando debajo de su ventana. La bailarina
se fue y el empleado vio desengañados sus sueños de amor.
Pronto dejé de escuchar. Las palabras del cuento eran insulsas y trilladas, lisas
como la pulida madera de un mostrador. No traslucían nada: ni cómo era la bailarina,
ni qué clase de persona era el empleado.
Miré a Mishka. Le ardían los ojos, y apagaba los cigarrillos con los dedos cuando
aquéllos se iban consumiendo. Su opaco rostro, que la naturaleza hizo
desdichadamente estrecho y absurdamente afilado, su protuberante nariz amarillenta
y sus gruesos labios rosados se volvían cada vez más brillantes a medida que se iban
llenando de la confianza que le infundía su propio gozo creador.
Leía con agobiante lentitud, y cuando por fin hubo terminado, se metió
torpemente el cuaderno en el bolsillo y me miró…
—Y bien, Mishka —me aventuré cautelosamente—, esto necesita un poco de
reflexión… La idea es original, y la ternura de la historia está muy bien reflejada…
pero lo has escrito de una manera que… tendrás que pulirlo un poco, ¿no crees…?
—Me he pasado tres años con esto —contestó—. Hay partes que necesitan
algunas correcciones, por supuesto, pero en conjunto…
Algo en mis palabras había dado en el blanco. Le temblaban los labios. Agachó la
cabeza y encendió un cigarrillo con dificultad.
—Mishka —le dije—, lo que has escrito es maravilloso. Todavía te falta técnica,
pero ça viendra. ¡Dios mío, qué de cosas tienes en esa cabeza!
Mishka se volvió y me miró como un niño: sus ojos desbordaban cariño y
brillaban de felicidad.
—Salgamos —dijo—. No hay quien respire aquí.
Las calles estaban oscuras y en silencio. Mishka me apretó la mano:
—Tengo talento, estoy absolutamente convencido. Mi padre se ha empeñado en
que encuentre un empleo. Yo, como si nada. Pero en el otoño me voy a Petrogrado.
Sukhotin se encargará de todo.
Hizo una pausa y encendió un cigarrillo con la colilla encendida del anterior.
Luego prosiguió más lentamente:
—A veces estoy tan inspirado que me siento a punto de estallar. Entonces sé que
lo que hago está bien. No puedo dormir; todo el tiempo tengo pesadillas y me
encuentro muy mal. Doy vueltas en la cama durante tres horas antes de conciliar el
sueño, y por la mañana me despierto con un espantoso dolor de cabeza. Sólo puedo
escribir de noche, cuando todo el mundo se ha ido a dormir y la casa está en silencio.
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Entonces me siento arder. Dostoievski escribía por la noche, bebiendo té junto al
samovar, pero yo tengo mis cigarrillos… Tendrías que ver el humo que hay en mi
cuarto…
Llegamos a su casa. La luz de un farol le dio en la cara e iluminó las delgadas
facciones, donde brillaba una ansiosa felicidad.
—¡Ya verán quiénes somos, maldita sea! —exclamó, oprimiendo mi mano con
más fuerza—. En Petrogrado todo el mundo consigue lo que busca.
—De todas maneras, Mishka, tendrás que trabajar… —dije yo.
—Sashka, amigo mío —replicó él, con una sonrisa de condescendencia—, no soy
un estúpido. Sé cómo son las cosas. No te preocupes; no voy a dormirme sobre los
laureles. Vuelve mañana, y le echaremos otra ojeada.
—Muy bien —dije yo—. Aquí estaré.
Nos dimos las buenas noches y volví a mi casa. Todo aquello era muy
deprimente.
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Shabos-najmú (1918)
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Shabos-najmú
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Hershele no dijo una sola palabra. ¿Para qué avivar el fuego cuando ya está
ardiendo? Eso por un lado. Y por otro, ¿qué se le puede decir a una mujer
malhumorada cuando tiene razón? Una vez que su mujer se cansó de gritar. Hershele
fue a tumbarse sobre la cama y pensó: «Quizá debiera ir a ver al Rabí Borhul». (Todo
el mundo sabía que el Rabí Borhul sufría de la melancolía negra y que sólo Hershele,
con su charla, lograba distraerle). «¿Y si fuera a ver al Rabí Borhul? La verdad es que
los criados del tsadik se guardan la carne y sólo me tiran los huesos. La carne es
mejor que los huesos, pero los huesos son mejor que el aire. Iré a ver al Rabí».
Hershele se levantó y fue a ensillar su yegua. El animal le miró con ojos tristes,
llenos de reproche.
—Muy bien, Hershele —decía su mirada—, ayer no me diste avena, anteayer no
me diste avena, y hoy también me quedé sin nada. Si mañana no me das un poco,
tendré que ponerme a pensar si voy a seguir viviendo.
Hershele vaciló ante esta mirada inquisidora, bajó los ojos y acarició los suaves
labios del animal. Luego lanzó un suspiro tan profundo que la yegua lo comprendió
todo. «Me iré a ver al Rabí a pie», dijo Hershele.
Cuando Hershele emprendió la marcha, el sol estaba muy alto en el cielo. Por el
ardiente camino, que se perdía a lo lejos, se arrastraban las carretas tiradas por bueyes
blancos y repletas de heno dulce y oloroso. Los campesinos, sentados en lo alto de
sus cargas, balanceaban las piernas y hacían restallar sus largos látigos. El cielo era
azul y los látigos negros. Cuando hubo recorrido más de cinco millas, Hershele llegó
a un bosque. El sol empezaba a abandonar su lugar en el cielo, y éste se encendía de
fuegos apacibles. Muchachas descalzas conducían las vacas al corral. Las ubres
rosadas de las vacas, henchidas de leche, oscilaban suavemente.
El bosque acogió a Hershele con su frescor, en una penumbra delicada. Las hojas
verdes se inclinaban para acariciarse unas a otras con sus lisas manos y susurraban
quedamente allá en lo alto, después volvían a su sitio con un murmullo tembloroso.
Pero Hershele no las oía. La orquesta que tocaba en su barriga era más grande que las
que había en los bailes del Conde Potocki. Todavía le quedaba un largo trecho que
recorrer. Desde los confines de la tierra, el crepúsculo se apresuraba a cerrarse sobre
la cabeza de Hershele, y a cernirse sobre el mundo. Lámparas inmóviles se
encendieron en el cielo, y la tierra enmudeció.
Ya era de noche cuando Hershele llegó a una posada. En una de las pequeñas
ventanas brillaba una luz. Zelda, la mujer del posadero, cosía pañales sentada en su
cuarto caliente junto a esa ventana. Tenía el vientre tan grande que se hubiera dicho
que esperaba trillizos. Hershele miró su rostro rojo y pequeño, donde brillaban unos
ojos de azul muy claro, y la saludó:
—Buenas noches, señora —dijo—. ¿Podría quedarme aquí a descansar un
momento?
—Claro que sí —contestó ella.
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Hershele se sentó. Las aletas de la nariz le resollaban como el fuelle de un
herrero. En el fogón crepitaban las llamas y el agua hervía en un enorme caldero,
cubriendo de espuma unos blanquísimos raviolis. Un pollo muy gordo flotaba en un
caldo dorado. Del horno se desprendía un olorcillo a pastel de pasas. Hershele,
sentado en su banco, se retorcía como una mujer dando a luz. En ese momento, su
cabeza bullía con tantas maquinaciones como esposas tuvo el Rey Salomón. En la
habitación callada hervía el agua, y el pollo se mecía en las olas doradas.
—¿Dónde está su marido, señora? —preguntó Hershele.
—Se ha ido a pagar las rentas al señor —dijo ella, y volvió a callar. Abrió sus
redondos ojos infantiles y súbitamente prosiguió:
—Y yo. estoy aquí, sentada junto a la ventana, pensando. Quisiera preguntarle
algo. Me imagino que habrá viajado usted mucho, y que habrá estudiado con un rabí
y conoce nuestras costumbres judías. Pero a mí nadie me ha enseñado nada. Dígame,
¿vendrá pronto Shabos-najmú?
«Vaya, vaya», se dijo Hershele. «La pregunta no está mal. Hay de todo en la viña
del Señor».
—Es que mi marido me ha prometido que cuando venga Shabos-najmú iremos a
visitar a mi madre. Y te compraré un vestido, dice, y una peluca nueva, y le
pediremos al Rabí Motalemi que nos nazca un hijo en lugar de una hija. Pero sólo
cuando venga Shabos-najmú. Digo yo que este Shabos-najmú será un ser del otro
mundo, ¿verdad?
—No se equivoca usted, señora —replicó Hershele—. El propio Dios habla por
su boca. Tendrá usted un hijo y una hija. Señora, yo soy Shabos-najmú.
Los pañales que Zelda tenía sobre la falda cayeron al suelo. Se levantó de un salto
y se golpeó la cabeza contra una viga; era una joven muy alta, rolliza y sonrosada.
Sus pechos erguidos parecían dos sacos repletos de trigo. Sus grandes ojos azules se
abrieron como los de un niño.
—Yo soy Shabos-najmú —repitió Hershele—. Llevo dos meses dando vueltas
por el mundo para ayudar a la gente. Del cielo a la tierra hay un largo trecho. Tengo
los zapatos agujereados. Le traigo saludos de toda su gente desde allá arriba.
—¿De la tía Pesia? —gritó Zelda—. ¿Y de mi padre, y de la tía Golda? ¿Usted los
conoce?
—¿Quién no los conoce? A menudo hablo con ellos tal como estoy hablando
ahora con usted —dijo Hershele.
—¿Cómo les va allá araba? —preguntó Zelda, cruzando sobre d vientre sus dedos
temblorosos.
—No muy bien —suspiró Hershde—. ¿Qué clase de vida cree usted que puede
llevar un muerto? Allá arriba no hay muchas diversiones.
Los ojos de Zelda se llenaron de lágrimas.
—Tienen frío —prosiguió Hershde— y pasan hambre. Porque comen lo mismo
que los ángeles. No se les permite más. ¿Y cuánto puede comer un ángel? Con un
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poco de agua ya se quedan conformes. Ni en cien años se conseguiría allí un vaso de
vodka.
—Pobre padre mío —murmuró Zelda, impresionada.
—Por Pascua se contentan con un latke, y un buñuelo debe durar un día entero.
—Pobre tía Pesia —dijo Zelda con un escalofrío.
—Hasta yo mismo paso hambre —continuó Hershele, volviendo la cabeza para
ocultar una lágrima que le rodaba por la nariz y se perdía en su barba— y no puedo
hacer nada; en el otro mundo, me tratan como a todos los demás…
Hershele no tuvo tiempo de terminar la frase. Batiendo el suelo con sus grandes
pies, Zelda le puso delante platos, tazones, vasos y botellas. Cuando Hershele empezó
a comer, la dueña de la posada vio que, efectivamente, se trataba de un ser del otro
mundo.
Para empezar, Hershele comió hígado de pollo picado con cebollas, todo ello
rociado de manteca. Lo apuró con un vaso de excelente vodka perfumado de corteza
de naranja. Luego comió pescado, aplastando las patatas que lo acompañaban en su
sabrosa salsa, y vertiendo medio tarro de rábano picante en un lado del plato —de un
rábano que hubiera hecho llorar de envidia a cinco panes vestidos con sus mejores
galas.
Después del pescado, Hershele hizo los cumplidos al pollo, y al caldo, donde
nadaban gruesas burbujas de grasa. Los raviolis, bañados en mantequilla, saltaban a
su boca como liebres huyendo del cazador. No es necesario decir lo que le ocurrió al
pastel de pasas. ¿Qué le iba a ocurrir, si a veces Hershele se pasaba un año entero sin
ver un pastel?
Cuando hubo terminado, Zelda fue a reunir las cosas que había decidido darle a
Hershele para que se llevara con él al otro mundo y las entregara a su padre, a la tía
Pesia y a la tía Golda. Para su padre sacó un taled nuevo, una botella de licor de
cerezas, un jarro de mermelada de frambuesa y una bolsa de tabaco; para la tía Pesia,
un par de abrigadas medias grises, y para la tía Golda una peluca vieja, una peineta
grande y un libro de oraciones. Además, le dio a Hershele un par de botas, algunas
cortezas de ganso frito y una moneda de plata.
—Salúdelos de nuestra parte, señor Shabos-najmú, salúdelos muy cariñosamente
de nuestra parte —fueron sus palabras de despedida a Hershele, que se disponía a
marcharse con su pesada carga—, ¿o prefiere esperar a que vuelva mi marido?
—No —dijo Hershele—. Debo irme. ¿No pensará que usted es la única de quien
tengo que ocuparme?
Cuando hubo caminado una milla, Hershele se detuvo a tomar aliento. Arrojó al
suelo su fardo, se sentó sobre él y consideró la situación.
—Bien sabes, Hershele —se dijo—, que el mundo está lleno de necios. La dueña
de aquella posada era una necia. Pero quizá no lo sea su marido. Quizá su marido
tenga unos puños como yunques, mejillas hinchadas y un látigo muy largo. Si llega a
casa y sale a buscarte por el bosque, ¿qué harás entonces?
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Hershele no perdió el tiempo en buscar una respuesta. Enterró apresuradamente
su fardo y señaló el lugar para poder encontrarlo más tarde.
Luego rehízo corriendo su camino, se desnudó y, abrazado a un árbol, se dispuso
a esperar. No tuvo que hacerlo por mucho tiempo. Hacia la madrugada, Hershele oyó
el restallido de un látigo, el ruido de un bocal entre los labios de un caballo y el
repiqueteo de sus cascos. Era el posadero, que venía, desalado, tras el señor Shabos-
najmú.
Cuando llegó junto a Hershele, que seguía desnudo y abrazado al árbol, el
posadero detuvo su caballo y lo miró con la misma cara de tonto que hubiera puesto
un monje al darse de bruces con el diablo.
—¿Qué hace usted aquí? —exclamó.
—Soy un ser del otro mundo —respondió Hershele con voz lúgubre—. Me han
robado unos papeles muy importantes que llevaba para el Rabí Boruhl.
—Ya sé quién te ha robado —gritó el posadero—. Yo también tengo unas cuentas
que arreglar con él. ¿Hacia dónde fue?
—No podría decirlo —murmuró amargamente Hershele—. Si me presta un
caballo, podría alcanzarlo mientras usted me espera aquí. Desnúdese y arrímese al
árbol. Abrácese a él y no lo suelte hasta que yo vuelva. Es un árbol sagrado, y de él
dependen muchas cosas en este mundo.
Hershele no tuvo que mirarlo dos veces para saber de qué pasta estaba hecho. En
seguida se dio cuenta de que el posadero era tan necio como su mujer. Sin decir esta
boca es mía, el hombre se quitó la ropa y se arrimó al árbol. Hershele montó al carro
y se dirigió al lugar donde había dejado su fardo. Lo desenterró y siguió su camino
hasta el lindero del bosque.
Aquí, Hershele volvió a cargar con su fardo, abandonó a la yegua y tomó el
camino que conducía a la casa del Rabí. Ya era de mañana. Los gallos cantaban con
los ojos cerrados. La yegua del posadero, tirando de la carreta vacía, se dirigió con
paso cansino hacia donde había dejado a su amo.
Éste la esperaba, acurrucado junto al árbol, desnudo bajo los rayos del sol
naciente. Tiritaba de frío, y saltaba de un pie a otro para calentarse.
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Diario (1918)
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Es probable, a juzgar por las seis piezas que Babel escribió para Nueva Vida,
que en 1918 éste no sólo siguiera los consejos literarios de Gorki, sino que también
compartiera la opinión de su mentor sobre la situación política. Ciertamente, estos
escritos ilustran por medio del ejemplo las críticas del nuevo régimen expresadas en
el editorial de Gorki.
Ambos estaban básicamente de acuerdo con una revolución que pretendía dar
poder a los desposeídos, pero eran al mismo tiempo especialmente sensibles a
cualquier abuso del poder. Habiendo regresado recientemente del frente rumano,
Bábel debe haberse dado cuenta de que su ambición de convertirse en un «poeta del
sol» odesano tendría que ser postergada en favor de deberes más urgentes. Por ello,
se convirtió durante algún tiempo en un cronista del caos que se había apoderado de
Petrogrado y del cual, debido a las circunstancias, él era un testigo.
Visitando las nuevas instituciones sociales en su calidad de periodista, Bábel vio
un fracaso casi total en los esfuerzos para mejorar la suerte del pueblo, y comprobó
también el alcance de las pérdidas, del desorden y de la corrupción. Profundamente
afectado por lo que describía, ya fuera un centro socialista de maternidad o un hogar
para delincuentes juveniles, su tono va desde la ironía mordaz hasta una exasperada
indignación. Los seis artículos son una denuncia de un régimen a la vez confuso y
carente de previsión, de un orden social que prodigaba atenciones hacia sus muertos
(como en «Evacuados») y, sin embargo, no socorría a los vivos.
El espectáculo de esta desatendida y explotada humanidad, resultado de la
«ciega destructividad» de aquellos años, llenaba a Babel de temor por el futuro de su
país.
Aún hoy, este período en las carreras de Gorki y Bábel es un tema muy delicado
para los críticos soviéticos. Un comentador reciente observa, por ejemplo:
Como sabemos, Gorki cometió serios errores políticos durante este período,
y estaba lejos de comprender correctamente la Revolución de Octubre. Esto es
evidente en los artículos que publicó en Nueva Vida, revista para la cual también
trabajaba Bábel. Sus bosquejos, firmados «Bab-El», trataban principalmente
sobre temas de la vida cotidiana, y daban una impresión extremadamente
subjetiva del Petrogrado revolucionario. La privación, la negligencia, el
desorden, y los casos de barbarismo e injusticia son los tópicos principales de
estas sumarias impresiones que generalmente aparecían bajo el título de
«Diario». Es cierto que el autor de este diario señalaba los signos que auguraban
un futuro, las medidas constructivas tomadas por el joven régimen soviético, y
casos de genuina preocupación socialista por los trabajadores. Pero aun en estas
ocasiones, Bábel demostraba a veces el humanismo inestable, difuso y pasivo
que él mismo habría de condenar unos años más tarde en Caballería Roja[13].
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Mosaico
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No cabe ninguna duda de que el sermón de Shpitsberg sobre la muerte del «señor
Dios» es un fracaso. El público no muestra ningún entusiasmo y los aplausos son
escasos. Hace una semana, después de una exhibición parecida de «argumentos
contra Dios en palabras claras», la atmósfera era diferente. En aquella ocasión se
distinguieron cuatro oradores: un capillero, un diácono de aspecto endeble, un
coronel retirado que vestía un fez, y un rudo comerciante de Gostini Dvor[15]. Se
adelantaron al estrado, seguidos de un enjambre de mujeres y de taciturnos
empleados de comercio.
El diácono empezó a hablar con voz untuosa:
—Amigos míos, debemos rezar. —Y en un murmullo concluyó: —No todos están
dormidos. En la tumba del Padre Ioann[16] hicimos un solemne juramento.
Organizaos, amigos míos, en vuestras parroquias.
Al abandonar la tarima, con los ojos entornados y temblando de ira, agregó:
—¡Qué astutos son, amigos míos! De los rabís, sépanlo ustedes, de los rabís no
dicen una sola palabra.
A continuación le tocó el turno al capillero. Su voz tronó en la sala:
—Han destruido el espíritu del ejército ruso.
—¡No lo permitiremos! —gritó el coronel del fez.
—¡Estafadores! —exclamó el comerciante con un chillido ensordecedor.
Las mujeres, desmelenadas, se apiñaron alrededor del capillero, que sonreía
burlonamente; el conferenciante fue arrastrado a viva fuerza del estrado y dos obreros
de la Guardia Roja heridos en Pskov se encontraron arrinconados contra la pared.
Uno de ellos gritaba, agitando el puño:
—¡Sabemos lo que estáis tramando! En Kolpino[17] se dice misa hasta las dos de
la madrugada. Al cura se le ha ocurrido un servicio de última moda y lo ha convertido
en un mitin político… Haremos temblar las cúpulas de las iglesias…
—No, no haréis nada de eso, endemoniados —dijo una mujer con voz lúgubre,
santiguándose.
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Una pequeña anciana que reza junto a la puerta de la catedral, me dice, con
ternura:
—¡El coro canta tan bien! Ahora sí que son bonitos los oficios religiosos. El
domingo pasado tuvimos aquí al mismísimo Metropolitano. Nunca hasta ahora ha
habido algo tan espléndido. Hasta los obreros de las fábricas van a misa. La gente ya
no puede más, ha tenido demasiados problemas, pero en la iglesia se está a gusto y,
además, se oye cantar. Es un verdadero descanso.
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Una honrosa institución
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La manera en que estos funcionarios distribuían su tiempo fue descrita a los
oficiales de la siguiente forma: «Después de un día de trabajo, duermen un día, y
luego descansan otro día; hacen lo que quieren; si desean que se frieguen los suelos,
simplemente obligan a alguien a que lo haga». Debe señalarse que uno de los
hogares, para cuarenta niños, tenía un personal de veintitrés empleados.
Una inspección de los libros de contabilidad reveló el modo en que estas personas
—muchas de las cuales están a punto de ser procesadas— se administraban. Había
muy pocas facturas firmadas y fue imposible descubrir en qué se había gastado el
dinero. Los recibos no indicaban a quién se habían hecho los pagos y —en el caso de
los salarios— por qué período. Los gastos de viaje de un empleado de baja categoría
importaron 455 rublos en enero de este año.
Si se visita el «hogar», podrá comprobarse que no existe instrucción escolar
alguna, y que el 60 por 100 de los niños no saben leer ni escribir. La comida consiste
en una sopa hecha de raíces y arenque salado. Hay un tufo irrespirable debido a
averías en las redes de desagüe. Jamás se ha llevado a cabo una desinfección del
lugar, a pesar de que se han declarado diez casos de tifus. Las enfermedades abundan.
En una ocasión, a altas horas de la noche, llevaron a un niño con los dedos de los pies
completamente congelados. Tuvo que esperar, acostado en un pasillo, hasta la
mañana siguiente, porque nadie se molestó en ocuparse de él. Las fugas son
frecuentes. Por la noche, los niños deben ir desnudos a los húmedos lavabos —se les
esconde la ropa para que no puedan escapar.
En resumen: los hogares que mantiene el Comisariado para el Bienestar Público
son reductos pestilentes que tienen un notable parecido con las prisiones de antes de
la reforma[19]. El personal escolar y administrativo consiste en gente desechada del
antiguo régimen que ha abrazado «la causa del pueblo», pero que no tiene la más
remota conexión con la salud pública y, en la mayoría de los casos, no está
cualificado. La razón por la cual han sido aceptados por el gobierno del obrero y del
campesino es un misterio.
Yo he visto todo esto con mis propios ojos: los niños taciturnos y descalzos, los
inflamados rostros cubiertos de granos de sus lúgubres mentores, y las averiadas
tuberías de desagüe. Nuestra pobreza y desdicha son verdaderamente insuperables.
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Los ciegos
El letrero sobre la fachada decía: «Asilo para veteranos ciegos». Toqué el timbre
junto a la alta puerta de roble. Nada. Descubrí que la puerta estaba abierta. Entré, y
esto es lo que vi:
Un hombre alto, de pelo negro y gafas oscuras, desciende por las anchas
escaleras. Tantea el camino con un bastón. Supera con éxito la empresa y puede ahora
dirigirse en varias direcciones diferentes: hay escalones, corredores, vestíbulos y
habitaciones. El bastón del ciego golpea suavemente las paredes lisas y brillantes.
Mantiene la cabeza rígida y erecta. Se mueve con lentitud, ensaye un escalón con el
pie, tropieza y cae. Un hilo de sangre divide en dos la blanca superficie de su frente,
se desliza por las sienes y detrás de los redondos cristales de sus gafas. El hombre se
incorpora, palpa la sangre con la punta de los dedos y llama suavemente:
«Kablukov». La puerta de una de las habitaciones vecinas se abre sin ruido. Con un
murmullo de bastones, otros ciegos acuden presurosos a ayudar a su camarada.
Algunos no pueden encontrarle, y se arriman a las paredes, volviendo hacia arriba sus
ojos apagados; otros le sostienen por el brazo, le levantan del suelo y esperan con la
cabeza inclinada la llegada de una enfermera o de un ayudante.
Entra una de las enfermeras. Conduce a los ciegos a sus diversas habitaciones y
explica:
—Esto ocurre todos los días. El edificio no es adecuado. Lo que necesitamos es
un lugar con buenos pasillos, donde se pueda caminar con facilidad. Estos escalones
son una trampa mortal… Todos los días se cae alguno…
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habían sido prisioneros de guerra y estaban convencidos de que si llegaban los
alemanes tendrían que volver a trabajar para ellos y morirse de hambre.
—Sois ciegos —les decían las enfermeras—. Nadie os necesita, no os harán nada.
A lo que ellos respondían:
—Los alemanes no perdonarán a nadie; ya encontrarán algún trabajo para
nosotros. Los conocemos bien, enfermera…
Esta ansiedad era conmovedora y típica de antiguos prisioneros de guerra. Los
ciegos pidieron ser trasladados al interior de Rusia. Dado que se trataba de una
evacuación, se les otorgó el permiso sin ninguna demora. Entonces fue cuando
empezaron sus desventuras.
Con la determinación reflejada en sus rostros macilentos, los ciegos, vestidos con
sus pesadas ropas de invierno, marcharon a la estación. Sus acompañantes relataron
más tarde la historia de la peregrinación que siguió. Llovía el día de la partida, y los
desconsolados veteranos, tiritando a la intemperie, tuvieron que esperar toda la noche
antes de ser instalados en el tren. Atravesaron el país en lúgubres y helados vagones
de carga, yendo de un soviet local a otro, haciendo cola para obtener sus raciones en
miserables salas de espera. Confusos, silenciosos y erguidos como mástiles, los
ciegos seguían humildemente a sus malhumorados guías. Algunos se dirigieron al
campo. Pero el campo no los quería. Nadie los quería. Eran inútiles desechos
humanos y, como abandonados cachorrillos, iban de estación en estación, buscando
una casa. Pero no había casa para ellos, y tuvieron que volver a Petrogrado. En
Petrogrado todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo.
No lejos del edificio principal había una casa de una sola planta destinada a un
extraño espécimen creado por estos tiempos extraños: el ciego con familia.
Me encontré hablando con una de las mujeres, una rolliza dama vestida con un
delantal y zapatillas caucasianas. Su marido era un polaco enjuto cuyo rostro se había
vuelto de color naranja a causa del gas que le había comido la piel. Después de
algunas preguntas me di cuenta de que esta mujer pequeña y de aspecto desorientado
era rusa, típica de aquellos que habían sido sorprendidos en el torbellino de la guerra
con todas sus calamidades y desorden. Al comenzar la guerra se había hecho
enfermera, «por patriotismo». Había visto y había pasado por muchas cosas: soldados
brutalmente heridos, ataques aéreos de los alemanes, bailes en los clubs de oficiales,
militares en uniforme de caballería, enfermedades, un fugaz romance, y luego: la
revolución, la propaganda, otro romance, la evacuación, trabajo en un comité…
Hacía tiempo, en Simbirsk o cerca de Simbirsk, había tenido padres, una
hermana, Varya, y un primo que trabajaba en los ferrocarriles… Pero no recibía carta
de sus padres desde hacía un año y medio, su hermana Varya estaba lejos, el tibio
aroma de su hogar se iba desvaneciendo… Ahora, lo que le quedaba era el hastío;
había engordado, no tenía nada que hacer más que sentarse a la ventana, sus ojos
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opacos vagando lentamente de un objeto a otro; y luego estaba su marido, el polaco
ciego con la cara de color naranja…
Hay en la casa varias mujeres como ella. No se van de allí porque no hay razón
para que lo hagan, y, además, no sabrían dónde ir. La enfermera que está a cargo de la
casa les dice a menudo:
—La verdad es que no sé para qué sirve este lugar… Aquí estamos todos
hacinados, pero ustedes no debieran estar aquí… Ya ni sé cómo llamarlo. Estamos
inscritos como una institución oficial, pero ahora no se sabe bien…
En una oscura habitación de techos bajos dos pálidos campesinos con barba se
sientan uno frente al otro sobre dos angostos camastros. Sus ojos de cristal están
inmóviles. Hablan con voces suaves de la tierra, del trigo, del precio de los cerdos
hoy en día…
En otro cuarto un anciano endeble y aburrido enseña a tocar el violín a un robusto
soldado. Los sonidos débiles y chillones fluyen temblorosos de debajo del arco…
Sigo mi camino. De una de las habitaciones llegan los gemidos de una mujer.
Miro, y veo a una muchacha de aproximadamente diecisiete años que se retuerce de
dolor sobre una ancha cama. Su cara menuda está teñida de un color violáceo. Su
atezado marido está sentado en un rincón sobre un pequeño banquillo, tejiendo un
cesto con amplios movimientos de sus manos, y escucha los gemidos con fría
atención.
Se han casado hace seis meses. Pronto, en esta extraña casa ocupada por gente
extraña, nacerá un niño. Será ciertamente un hijo de nuestra época.
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Evacuados
Hace mucho tiempo había fábricas, y las fábricas eran la sede de la injusticia. Así
y todo, en aquellos días injustos las chimeneas despedían humo, las ruedas no
dejaban de girar silenciosamente, el acero brillaba y los edificios de las fábricas
vibraban con el murmullo del trabajo.
Luego se hizo justicia. Pero se hizo mal. Ya no hubo más acero. Los obreros
fueron despedidos. Abatidos y desorientados, fueron transportados en trenes de un
lugar a otro.
Obedeciendo a una ley implacable, los trabajadores vagan hoy por la tierra como
motas de polvo, sin valor para nadie.
Hace unos días empezaron a «evacuar» las obras del Báltico[21]. Metieron a
cuatro familias de obreros en un vagón de ferrocarril, cargaron el vagón en un
transbordador y lo enviaron a su destino. No sé si el vagón estaría bien amarrado al
transbordador. Hay quien dice que apenas lo estaba.
Ayer vi a estas cuatro familias «evacuadas». Yacían en la morgue una junto a otra.
Veinticinco cadáveres; quince de ellos eran niños. Sus nombres eran los adecuados
para este tipo de funesto desastre: Kuzmin, Kulikov, Ivanov. Ninguno sobrepasaba
los cuarenta y cinco años. A lo largo del día, mujeres procedentes de la sección de
Vyborg y de la isla de Vasilyev[22] se apiñaron alrededor de los blancos ataúdes. Sus
rostros estaban tan grises como los de los ahogados.
No lloraban mucho. Cualquiera que haya estado en un cementerio sabe que la
gente ya no llora en los entierros. Están inquietos y con prisa; sus mentes son
constantemente presa de triviales y enojosos pensamientos.
Las mujeres se compadecían sobre todo de los niños, y ponían billetes de diez
kopeks entre sus pequeñas manos entrelazadas. El pecho de una de las muertas, a la
cual se aferraba aún una criatura de cinco meses, se hallaba cubierto de dinero.
Salí de allí. Dos viejas encorvadas estaban sentadas sobre un banco podrido junto
al portal, en una calle sin salida. Contemplaban con ojos acuosos y desvaídos al
musculoso portero que encendía una hoguera para derretir la blanda nieve oscurecida.
Regueros parduzcos empezaron a gotear sobre la tierra fangosa. Las dos viejas se
susurraban los detalles de su vida cotidiana. El hijo del carpintero se había enrolado
en la Guardia Roja y había muerto. No había patatas en el mercado, ni las habría. Un
georgiano que comerciaba en dulces se acababa de mudar al aditicio. Vivía con la hija
de un general —apenas una colegiala—, bebía vodka con la milicia y nadaba en
dinero.
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Entonces una de ellas empezó a contar, en su manera tosca y sencilla, por qué
aquellas veinticinco personas se habían caído al Neva.
—Los ingenieros han abandonado las fábricas. Los alemanes[23] dicen que las
tierras les pertenecen. La gente se quedó por tiempo, y después empezó a regresar a
sus hogares. Los Kulinov partieron para Kaluga. Hicieron una balsa. Tres días les
llevó construirla. Algunos se emborrachaban y otros estaban tan hartos de todo que se
pasaban él tiempo sentados, pensando. No había entre ellos un solo ingeniero, y esta
gente no sabía nada. Cuando terminaron de construir la balsa la pusieron a flote y allí
estaban despidiéndose con la mano cuando el agua empezó a agitarse y se cayeron
todos, hasta las mujeres y los niños… Pero se han ocupado de ellos… ocho mil
rublos han dado para el entierro… una gran ceremonia que les han hecho, y los
ataúdes cubiertos de brocado… Ahora se les trata a los obreros con todo respeto, sí
señor…
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Niños prematuros
Una luz uniforme baña las cálidas paredes blancas. Desde allí arriba es imposible
ver el Fontanka, que se extiende como un enorme charco poco profundo. Tampoco se
ve el denso encaje del malecón[24], donde hinchados montones de desechos se
acumulan sobre el fango negro de la nieve derretida.
Mujeres vestidas de gris se deslizan en silencio por las altas habitaciones
calientes. A lo largo de las paredes, en el fondo de las cunitas de metal, yacen unos
enanillos silenciosos de grandes ojos abiertos y consternados, los frágiles engendros
de mujeres endebles y consumidas, mujeres de corazones duros que vienen de los
turbios barrios bajos en las afueras de la ciudad.
Cuando ingresan en la casa, los niños prematuros pesan entre quinientos y
setecientos cincuenta gramos. Hay un gráfico sobre cada cual: la vacilante línea de
sus vidas. Pero ahora esta línea empieza a enderezarse. La vida arde en los livianos
cuerpecillos con una llama pálida, triste.
Aún hay otro aspecto de nuestra decadencia al que no se presta mucha atención:
las mujeres que amamantan tienen cada vez menos leche.
Aquí no abundan las nodrizas. Sólo hay cinco para treinta niños. Cada una
alimenta al propio y a otros cuatro; así lo dicen en la jerga del establecimiento: «Uno
propio y otros cuatro». Deben amamantar a los niños cada tres horas. No les queda
tiempo libre. Sólo pueden dormir dos horas seguidas, nunca más.
Todos los días estas mujeres, de cuyos pechos maman cinco boquitas azules siete
veces cada veinticuatro horas, reciben tres octavos de libra de pan.
Las cinco me rodean, delgadas a pesar de sus pechos henchidos, vestidas con sus
atuendos monjiles, y dicen:
—La doctora nos ha dicho que no tenemos leche suficiente y los niños no
aumentan de peso… ¿Qué otra cosa íbamos a querer nosotras? Es como si nos
chuparan la sangre… Si solamente nos trataran como a los taxistas… Nos dijeron en
la oficina de racionamiento que no éramos obreras… Hace un momento, dos de
nosotras salimos a comprar algo, pero se nos doblaban las piernas. Tuvimos que
detenernos, y nos miramos: creíamos que nos íbamos a caer. No pudimos seguir
adelante.
Me piden que las ayude en lo que se refiere a las tarjetas de racionamiento y las
pagas extraordinarias. De pie contra la pared, inclinan k cabeza; tienen los mismos
rostros sofocados y lastimosos de las mujeres que mendigan favores en las oficinas
del gobierno.
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Hago ademán de irme. La matrona viene detrás mío y murmura:
—Están todas muy nerviosas… No se les puede decir una palabra sin que se
pongan a llorar… Nosotras las encubrimos no contando nada. A una de ellas la visita
un soldado; bueno, ¿y qué?, que la visite…
Me cuenta la historia de la mujer a quien visita el soldado. Entró hace un año en
la casa, una personilla menuda que conocía bien su oficio. Lo único que en ella no era
pequeño eran sus pesados senos cargados de leche. Tenía más leche que cualquiera de
las otras nodrizas. Un año ha pasado desde entonces. Un año de tarjetas de
racionamiento, de comer koryushka[25], un año en el que el número de esmirriados
cuerpecillos que desconocidas mujeres sin corazón ponen al mundo ha aumentado
considerablemente. Ahora esta pequeña mujer de aire decidido ya no tiene más leche.
Llora si alguien hiere sus sentimientos, y cuando amamanta, yergue hoscamente sus
pechos vados y vuelve la cabeza. ¿Por qué no pueden dar a esta mujer otros tres
octavos de libra de pan, ofrecerle las mismas ventajas que tiene un taxista, hacer
algo? Deberían ser más sensatos, aunque sólo fuera por los niños. Si no mueren,
llegarán a ser hombres y mujeres, y todos ellos tendrán que forjarse una vida. ¿Y si
ocurriera que sólo alcanzaran a forjarse tres octavos de una vida? Sería una vida
desmedrada, ésta. Y ya hemos visto demasiadas vidas de esta dase.
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El palacio de la maternidad
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niños abandonados o perdidos, donde éstos morían o, si tenían suerte, se convertían
en «pupilos». Los niños deben vivir. Deben nacer en nombre de una vida mejor.
Al menos, ésta es la intención. Y debe llevarse a cabo adecuadamente. Un día u
otro tendrá que llegar la revolución.
Quizá no sea una mala idea recurrir en ocasiones a las armas y disparar unos
contra otros. Pero la revolución no es sólo eso. Por lo que sabemos, es posible que no
tenga absolutamente nada que ver con la misma palabra revolución.
Debemos cuidar de que los niños nazcan en las condiciones apropiadas. He aquí
la verdadera revolución, estoy convencido de ello.
El palacio de la maternidad fue inaugurado hace tres días. Los soviets del distrito
han enviado ya sus primeros pacientes. Esto es un principio. Ahora veremos lo que
ocurre. Se propone crear una escuela de maternidad. Todo aquel que desee asistir será
bienvenido. En ella, se enseñará higiene y puericultura. Esto es algo que debe ser
aprendido. A principios de siglo, hasta un 40 por 100 de las mujeres morían de parto
en nuestras clínicas de maternidad. Esta proporción nunca descendió del 15 o 20 por
100. Ahora, debido a la desnutrición y a la anemia, la mortalidad ha aumentado aún
más. Las mujeres serán admitidas en el palacio en su octavo mes de embarazo.
Durante las seis semanas que preceden al alumbramiento, vivirán en una atmósfera
apacible, comiendo adecuadamente y ocupándose de tareas apropiadas a su estado.
No tendrán que pagar nada. El nacimiento de un niño es un beneficio para el Estado,
y éste debe pagar por ello. Después de dar a luz permanecerán en el palacio durante
diez, veinte, cuarenta días, hasta que se hayan recuperado totalmente. Antes, las
mujeres solían abandonar la clínica de maternidad después de tres días. («No hay
nadie que atienda la casa, y los niños deben ser alimentados»). Se propone asimismo
crear una escuela para «amas de casa de turno», que cuidarán de los hogares mientras
las mujeres están en el palacio.
Se han dado ya los primeros pasos para la creación de un museo y una exposición
permanente. Aquí, las madres podrán ver cosas como una cuna sencilla y práctica,
ropa de niño y alimentos infantiles. Verán también el aspecto que presenta una lesión
sifilítica o variólica, leerán nuestros diagramas estadísticos sobre la mortalidad
infantil —los conocemos de memoria, pero son los primeros de su dase en el mundo
—. Podrán comprar aquí, por muy poco dinero, ropa de niño, pañales y
medicamentos.
Esta es una primera manifestación de la idea —la idea revolucionaria— de la
«socialización de la mujer».
Las primeras ocho mujeres —esposas de marineros y trabajadores— han venido a
estas salas espaciosas que desde ahora les pertenecen. Debemos conservarlas para
ellas, y abrir de par en par sus puertas a todas.
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Observaciones sobre la guerra (1920)
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rugiente; en reposo, un águila meditabunda. En la batalla se entrega totalmente a la
terrible y sangrienta aventura, se ofrece en cuerpo y alma a su país, sólo a su país,
único objeto de sus pensamientos. Tiene el alma que cuadra a un gran jefe. No
conoce el miedo ni conoce la piedad para con sus enemigos, ni la indulgencia para
con sus hombres cuando éstos cometen faltas o equivocaciones. Su cerebro se
convierte en mármol, endurece su corazón, ordena con una firmeza que no admite ni
la duda ni la debilidad. En reposo, nuevamente es el hombre dulce de los tiempos de
paz, buen padre y buen esposo y, como decimos, afable y servicial, pronto a olvidar
las pequeñas ofensas que puedan haberse cometido en contra suya, sabiendo
perdonar, sabiendo hacerse querer, sabiendo también filosofar»[31].
Bábel describió su método en una nota de introducción a las cuatro historias de
Lava: «Los cuentos aquí publicados son el principio de mis observaciones sobre la
guerra. Los diferentes temas han sido recogidos de libros escritos por soldados
franceses que presenciaron la acción. En algunos pasajes, el argumento y la técnica
narrativa han sido modificados. En otros, he intentado seguir fielmente el original».
Cambiando la entonación, convirtiendo en diálogo ciertos pasajes descriptivos,
haciendo más directo el diálogo original, Bábel logró demostrar el verdadero
significado de cada una de las historias. Los relatos de Vidal pierden su tono
anticuado y presuntuoso y se vuelven mucho más inquietantes.
Los cuentos de Lava fueron los últimos publicados por Bábel antes de unirse a la
Primera Caballería de Budyonni para su campaña polaca. A su regreso, empezó a
trabajar en los relatos de la Caballería Roja, y para entonces había visto lo
suficiente como para prescindir de las memorias del capitán Vidal. Había encontrado
también su propia e inconfundible identidad literaria.
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En el campo de batalla
Las baterías alemanas bombardeaban los pueblos con artillería pesada. Los
campesinos huían hacia París, arrastrando con ellos a inválidos, niños deformes,
ovejas, perros y enseres domésticos. El cielo fulgurante, de un tórrido azul oscuro, se
fue volviendo lívido e hinchado a medida que el humo lo invadía.
El sector vecino a N. estaba en manos del 37.º Regimiento de Infantería. Sus
bajas habían sido cuantiosas, y se preparaba para el contraataque. El capitán Ratine
inspeccionaba las trincheras. El sol estaba en su cénit. Del sector lindante llegó la
noticia de que todos los oficiales de la Compañía núm. 4 habían resultado muertos.
La Compañía todavía estaba en pie.
A trescientos metros de la trinchera, Ratine vio una forma humana. Era el recluta
Bidoux, el pobre tonto Bidoux[32]. Se retorcía, en cuclillas, en el fondo de un húmedo
agujero abierto por una granada. Estaba haciendo lo que hacen, para solazarse, viejos
libidinosos en los pueblos y sucios adolescentes en los lavabos públicos. Cuanto
menos hablemos de ello, mejor[33].
—Ciérrate la bragueta, Bidoux —dijo el capitán con un gesto de repulsión—.
¿Qué estás haciendo aquí?
—No… no sé qué me pasa… Tengo miedo, mi capitán…
—¡Valiente consuelo te has encontrado para ello, cerdo! Tienes la desfachatez de
decirme a la cara que eres un cobarde, Bidoux. Has abandonado a tus camaradas en
este momento, cuando el regimiento se dispone a atacar… Ben, mon cochon!…
—Lo juro, mi capitán… Lo he intentado todo… «Bidoux», me decía,
«recapacita». He bebido una botella entera de aguardiente para darme ánimos. Je
peux pas, capitaine… ¡Tengo miedo!
El pobre imbécil agachó la cabeza sobre sus rodillas, se cubrió con los brazos y
empezó a llorar. Luego miró al capitán con un brillo de tímida y sumisa esperanza en
sus ojillos porcinos.
Ratine era un hombre de temperamento fogoso. Había perdido dos hermanos en la
guerra, y una herida que tenía en el cuello aún no le había cicatrizado. Cubrió al
soldado de blasfemos improperios y lo insultó con una andanada de esas palabras
groseras, furiosas e insensatas que hacen hervir la sangre en las venas y que incitan a
un hombre a matar a otro.
En vez de responder, Bidoux agitó lentamente su redonda cabeza cobriza y
despeinada, la cabeza de un tonto de pueblo.
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No hubo manera de hacer que se levantara. Entonces el capitán se acercó al borde
del agujero y siseó con los dientes apretados:
—Levántate, Bidoux, o te rocío de arriba abajo.
Tal como lo dijo lo hizo. Un chorro pestilente golpeó al soldado en plena cara.
Bidoux sería un imbécil y un retrasado, pero no pudo soportar este insulto. Profirió
un grito prolongado, inhumano; este desolado aullido de dolor atravesó los campos
agitados; el soldado se incorporó, extendió las manos, y huyó a campo traviesa en
dirección a las trincheras alemanas. Una bala enemiga le perforó el pecho. Ratine le
remató con dos tiros de su revólver. El cuerpo del soldado ni siquiera se estremeció.
Allí quedó, donde había caído, entre las líneas enemigas.
Así murió Célestin Bidoux, un campesino normando de Aury[34], a los veintiún
años, en los ensangrentados campos de Francia[35]…
Lo que acabo de relatar es un hecho verídico. Fue descrito por el capitán Gastón
Vidal en su libro Figures et anecdotes de la Grande Guerre. Él mismo lo presenció.
El capitán Vidal también luchó por Francia.
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El desertor
El capitán Gémier era una espléndida persona. Tenía también algo de filósofo. En
el campo de batalla nada lograba detenerlo, pero en su vida privada no se ofendía por
pequeñeces. Dice mucho de un hombre el hecho de que no se ofenda por pequeñeces.
Amaba a Francia con un amor absoluto, y su odio por los bárbaros que violaban esta
tierra venerable era, por ello, inextinguible, despiadado y duraría tanto como su vida
misma.
¿Qué más se puede decir de Gémier? Amaba a su mujer, había educado a sus
hijos para que se convirtieran en buenos ciudadanos, era francés, patriota, parisino,
amante de los libros y de la belleza. Y ahora, en una brillante y arrebolada mañana de
primavera, se anunciaba al capitán Gémier que un soldado desarmado había sido
recogido entre las líneas francesas y las enemigas. Su intención de desertar era
evidente; su culpa, indudable, y éste fue conducido al capitán bajo custodia.
—¿De modo que eres tú, Bauji?
—Soy yo, capitán —dijo el soldado cuadrándose.
—¿Pensaste que aprovecharías la madrugada para salir a tomar un poco de aire
fresco?
El soldado no respondió.
—C’est bien, pueden irse. —Lo guardias salieron y Gémier cerró la puerta con
llave detrás suyo. El soldado tenía veinte años.
—Tú sabes lo que te espera, ¿verdad? Voyons, dime lo ocurrido.
Bauji no ocultó nada. Dijo que estaba cansado de la guerra:
—Estoy cansado de la guerra, mon capitaine! Hace seis noches que no duermo a
causa de las granadas…
La guerra le era insoportable. No había ido a cometer una traición, sino a rendirse.
El pequeño Bauji resultaba ser inesperadamente elocuente. Dijo que tenía veinte
años. Mon Dieu, c’est naturel, cualquiera a esa edad puede cometer un error. Tenía
madre, novia, des bons amis. Tenía la vida entera por delante, este Bauji de veinte
años, y enmendaría la ofensa que había hecho a su país.
—Capitán, ¿qué dirá mi madre cuando sepa que me han fusilado como al peor de
los criminales? —el soldado cayó de rodillas.
—¡No pienses que así despertarás mi simpatía, Bauji! —dijo el capitán—. Otros
soldados te han visto. Cinco hombres como tú, y toda una compañía está
contaminada. C’est la défaite. Cela jamais[36]. Vas a morir, Bauji. Pero voy a darte
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una salida. No sabrán de tu vergüenza en la mairie. Se le dirá a tu madre que has
muerto honrosamente en acción. Vamos.
El soldado salió detrás de su comandante. Cuando llegaron al bosque el capitán se
detuvo, sacó su revólver y se lo dio a Bauji.
—Es la única manera de evitar un proceso de guerra. Pégate un tiro, Bauji.
Volveré dentro de cinco minutos. Para entonces todo tiene que haber terminado.
Gémier se alejó. Ningún sonido interrumpió el silencio del bosque. El capitán
volvió. Bauji, con los hombros agobiados, le estaba esperando.
—No puedo, capitán —murmuró—. No tengo fuerzas… —Y empezó a hablarle
nuevamente de su madre, de su novia, de sus amigos, de la vida que tenía por
delante…
—¡Te daré otros cinco minutos, Bauji! No me hagas perder el tiempo caminando
para nada.
Cuando volvió, el soldado yacía en el suelo, sollozando. Sus dedos se aferraban al
revólver moviéndose débilmente.
Gémier le obligó a levantarse y, mirándole a los ojos, dijo con una voz llena de
amable suavidad:
—Bauji, amigo mío, ¿no será que no sabes hacerlo?
Sin apresurarse, tomó el revólver de las húmedas manos del muchacho, se alejó
tres pasos y le pegó un tiro en la cabeza.
Gastón Vidal relata este incidente en su libro. El soldado se llamaba realmente
Bauji[37]. No puedo decir si Gémier, el nombre que le he dado al capitán, era el suyo
verdadero. La narración de Vidal está dedicada a un cierto Firmin Gémier, «como
muestra de profundo respeto». Creo que esta dedicación descubre el juego. Por
supuesto que el capitán se llamaba Gémier. Y luego, Vidal nos dice que el capitán era
realmente un patriota, un buen padre y un hombre que no se ofendía por pequeñeces.
Dice mucho de un hombre, el hecho de que no se ofenda por pequeñeces.
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La familia del viejo Marescot
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¿Père Marescot? Había oído ese nombre. Claro que lo había oído. Esta era su
historia: tres días atrás, al comienzo de nuestra ocupación, todos los civiles habían
recibido orden de evacuar el pueblo. Unos partieron y otros se quedaron,
refugiándose estos últimos en los sótanos. Su valor no les sirvió de nada durante d
bombardeo: los muros de piedra no pudieron defenderlos y algunos murieron. Una
familia entera quedó enterrada bajo los escombros de su refugio: la familia de
Marescot. Su nombre —un buen nombre francés— quedó grabado en mi memoria.
Eran cuatro, el padre, la madre y dos hijas. Sólo el padre se había salvado.
—Mi pobre amigo, ¿así que usted es Marescot? Todo esto es muy triste. ¿Qué
demonios hacía usted en ese condenado sótano?
El cabo me interrumpió:
—Parece que están empezando, teniente…
Esto era de esperarse. Los alemanes habían visto movimientos en nuestras
trincheras. La andanada empezó en el flanco derecho y luego pasó al izquierdo.
Empujé al père Marescot y le tiré al suelo. Mis hombres, que estaban bien entrenados,
agacharon la cabeza y se cubrieron, quedándose completamente quietos; ni uno sólo
asomó siquiera la nariz.
Père Marescot se había puesto pálido y parecía agitado. Un pequeño gato maulló
cerca de nosotros.
—¿Qué quiere? Dígamelo de una vez. Ya ve usted que las cosas no están como
para andarse con rodeos.
—Mon lieutenant, ya se lo he dicho todo. Quisiera enterrar a mi familia.
—Muy bien. Enviaré a alguien a recoger los cadáveres.
—¡Aquí tengo los cadáveres, mi teniente!
—¿Qué dice?
Señaló el saco. Contenía, en efecto, los tristes despojos de la familia Marescot.
Me estremecí con un escalofrío de horror.
—Está bien —dije—. Daré orden de que se les entierre.
Me miró como si hubiera dicho algo ridículo.
—Cuando cese este maldito ruido —añadí— haré cavar una espléndida tumba. Ya
nos ocuparemos, père Marescot, no hay por qué inquietarse…
—Pero… yo tengo una tumba familiar…
—Y bien, indíqueme dónde está.
—Pero… pero…
—¿Qué ocurre?
—Pero, teniente, si estamos precisamente en ella.
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El cuáquero
Dicen los mandamientos: «No matarás». Por eso Stone, que era cuáquero, se
había enrolado como conductor. Servía a su país sin cometer el terrible pecado de
matar. Con su educación y sus medios hubiera podido conseguir una posición más
digna, pero, esclavo de su conciencia, aceptaba con humildad este mísero trabajo y la
compañía de personas a quienes consideraba groseras.
¿Cómo era Stone? Una cúpula pelada en lo alto de un mástil. El Señor le había
dado un cuerpo sólo para que elevara sus pensamientos sobre las triviales cuitas de
este mundo. Cada uno de sus movimientos era nada menos que una victoria de la
mente sobre la materia. Al volante de su automóvil, no importa cuán calamitosa fuera
la situación, se conducía con la inamovible rigidez de un predicador en el púlpito.
Nadie le había visto reír jamás.
Una mañana en que no estaba de servicio se le ocurrió ir a dar un paseo, con la
intención de rendir homenaje al Hacedor en medio de Su creación. Con una enorme
Biblia debajo del brazo, recorrió a largos trancos los prados que la primavera había
hecho revivir. El cielo despejado, el gorjeo de los gorriones, todo ello le llenaba de
felicidad.
Stone se sentó y abrió su Biblia. En ese momento, a la vuelta del camino, vio un
caballo que se había soltado, de escuálidos flancos en los que se dibujaba el relieve
de las costillas. Stone sintió la imperiosa llamada del deber: en su pueblo, él era
miembro de la Sociedad Protectora de Animales. Se acercó al animal, acarició sus
suaves labios, y olvidándose del paseo se dirigió a los establos. Por el camino,
sosteniendo firmemente en la mano la Biblia cerrada, dejó que el caballo bebiera en
un pozo.
El mozo de caballos era un muchacho llamado Baker. Su comportamiento había
sido durante largo tiempo causa de justa indignación para Stone: donde quiera que
fuese, Baker dejaba atrás una novia inconsolable.
—Podría denunciarte al comandante —dijo Stone—, pero confío en que, por esta
vez, lo que voy a decirte sea suficiente. Este pobre caballo enfermo que traigo aquí y
a quien tú vas a cuidar, se merece un mejor destino que tú.
Y se alejó con pasos solemnes y mesurados, ignorando la carcajada burlona a sus
espaldas. El mentón macizo y saliente del mozo era testimonio evidente de un
empecinamiento a toda prueba.
Pasaron algunos días, y el caballo seguía suelto sin que nadie se ocupara de él.
Esta vez Stone habló con Baker en términos más directos, diciéndole con severidad:
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—Es posible, engendro de Satán, que el Todopoderoso te haya dado el derecho de
destruir tu propia alma, pero tus pecados no pueden caer con todo su peso sobre un
inocente caballo. Míralo, tunante. Se arrastra como un alma en pena. Estoy seguro de
que lo maltratas, como es de suponer en un canalla como tú. Te lo repito una vez más,
pecador: corre hacia tu perdición si tú quieres, pero cuida de este caballo, o te las
verás conmigo.
A partir de ese día, Stone sintió que la providencia le había confiado una misión
especial: proteger al maltratado cuadrúpedo. Pensaba que la gente, con todos sus
pecados, no merecía que se ocuparan de ella, pero sentía una inmensa compasión por
los animales. Sus agotadoras tareas no le permitían cumplir con su promesa a Dios.
Por la noche, salía a menudo de su automóvil —dormía allí, encogido sobre el asiento
— para asegurarse de que el caballo estaba fuera del alcance de la bota claveteada de
Baker. Si el tiempo era propicio, montaba su amado animal, y el pobrecito,
pavoneando con aires de importancia su esbelto cuerpo, le llevaba al trote a través de
los campos que empezaban a florecer. Con su cara pálida y enjuta, sus blancos labios
firmemente apretados, Stone parecía la jocosa imagen del inmortal Caballero de la
Triste Figura trotando en su Rocinante entre flores y campos labrados.
La persistencia de Stone dio sus frutos. Sabiéndose constantemente observado, el
mozo tenía buen cuidado de no ser sorprendido in fraganti. Pero en cuanto se
encontraba a solas con el caballo, le hacía sentir toda la crueldad de su vil naturaleza.
Por alguna oscura razón, el taciturno cuáquero le daba miedo, y a causa de esto, le
odiaba y se despreciaba a sí mismo. La única manera de justificarse ante sus propios
ojos era atormentar al animal que Stone había tomado bajo su protección. Tal es el
despreciable orgullo de los hombres. El mozo se encerraba con el caballo en el
establo y pinchaba sus colgantes labios hirsutos con agujas calentadas al rojo vivo, lo
azotaba con un alambre y le arrojaba sal en los ojos. Cuando por fin lo dejaba solo, el
torturado animal, cegado por la sal ardiente y tambaleándose como un borracho, se
dirigía a su pesebre con paso temeroso, mientras el mozo se tendía en el suelo riendo
a carcajadas y gozando de su venganza.
Después de un cambio de posición en el frente, la división a la que pertenecía
Stone fue transferida a una zona más peligrosa. Sus creencias religiosas no le
permitían matar, pero sí dejarse matar. Los alemanes avanzaban en dirección al Isar.
Stone transportaba a los heridos. A su alrededor, hombres de todas las nacionalidades
morían sin cesar. Viejos generales, de caras nudosas y despejadas, escrutaban el
terreno con prismáticos desde lo alto de las colinas. Los cañones rugían a todas horas.
La tierra despedía un vaho pestilente y el sol vagaba sobre los destrozados cadáveres.
Stone se olvidó de su caballo, pero al cabo de una semana su conciencia empezó a
reprochárselo. Aprovechando la primera oportunidad, el cuáquero regresó a su
antiguo emplazamiento. Encontró al animal en un lóbrego cobertizo improvisado con
tablas podridas. El caballo estaba tan débil que casi no podía mantenerse en pie, y un
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opaco velo empañaba sus ojos. Al ver a su fiel amigo relinchó suavemente y puso
entre sus manos la cabeza, que apenas podía levantar.
—Yo no tengo la culpa —dijo el mozo con insolencia—. No nos dan pienso.
—Muy bien —dijo Stone—. Yo mismo iré a buscarlo.
Miró al cielo que brillaba a través de un agujero en el techo y salió.
Yo me encontré con él unas horas más tarde y le pregunté si la carretera era
peligrosa. Parecía más abstraído que de costumbre. Los últimos días sangrientos
habían dejado en él una profunda marca, y parecía estar de duelo por sí mismo.
—Hasta ahora no hay problemas —dijo con voz lúgubre—, pero puede haberlos
al otro extremo. —Y agregó, sin razón aparente—: Voy en busca de pienso. Necesito
un poco de avena.
A la mañana siguiente, un grupo de soldados que había salido a buscarlo lo
encontró muerto al volante de su automóvil. Una bala le había perforado la cabeza, y
el vehículo yacía en una cuneta.
Así murió el cuáquero Stone, por amor a su caballo.
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Una noche con la Emperatriz (1922)
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Una noche con la Emperatriz
En el bolsillo tenía caviar y una libra de pan. Pero no sabía dónde ir. Estaba en el
puente Anichkov, acurrucado junto a los caballos de Clodt. Un crepúsculo henchido
se cerraba sobre la Morskaya. Luces anaranjadas descendían a lo largo del Nevski,
envueltas en una nube algodonosa. Necesitaba un refugio. El hambre pulsaba mis
entrañas como el niño inexperto las cuerdas de un violín. Traté de recordar los
apartamentos que habían sido abandonados por la burguesía. La inmensa mole
achatada del palacio Anichkov surgió ante mí. Allí iría.
Me deslicé sin ser visto por el vestíbulo de la entrada. El palacio estaba vado. En
alguno de los cuartos interiores se oía el débil chirrido de un ratón que escarbaba sin
prisa. Me encontré en la biblioteca de la emperatriz María Fiodorovna[38]. Un viejo
alemán, de pie en medio de la habitación, se ponía algodones en los oídos,
disponiéndose a acostarse. La suerte me besaba en los labios: el alemán me era
conocido. Una vez había mecanografiado para él, sin cobrarle nada, una declaración
sobre sus extraviados documentos de identidad. El alemán, con toda su tripa honrada
y fofa, estaba en mis manos. Convinimos en que yo había venido a ver a
Lunacharsky[39] y lo estaba esperando en la biblioteca.
El melodioso tic-tac del reloj borró la presencia del alemán, y me quedé solo. Las
esferas de cristal tallado centelleaban sobre mi cabeza con su sedosa luz amarilla. Un
calorcillo indescriptible subía de las estufas. Me hundí en divanes que envolvieron en
reposo mi cuerpo helado.
Una investigación superficial produjo resultados. En la chimenea, descubrí un
pastel de patatas, una cazuela, una pizca de té y un poco de azúcar. La lámpara de
petróleo agitaba su lengüecilla azul. Aquella noche cené como un ser humano.
Extendí sobre una mesa china, cuyo tallado fulguraba de laca, el más delicado de los
manteles. Desmenucé el tosco pan de ración en el té dulce y humeante, que reflejaba
sus estrellas coralinas en el grueso cristal del vaso. El terciopelo de las tapicerías
acariciaba mis magras costillas con sus manos tersas. Fuera, los espumosos copos de
nieve se posaban sobre el congelado granito de San Petersburgo.
Un torrente de luz alimonada bañaba las cálidas paredes, y acariciaba los lomos
de los libros haciéndolos brillar en reflejos azules y dorados.
Estos libros, de amarillentas y perfumadas páginas, me transportaron a la remota
Dinamarca. Habían sido, hace más de medio siglo, un regalo de despedida a la joven
princesa que se disponía a abandonar su tranquilo país por la salvaje Rusia. En la
sobria portada, tres líneas inclinadas en tinta ya descolorida testimoniaban los buenos
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deseos de sus damas de compañía, de sus amigos de Copenhague, de las hijas de
consejeros de gobierno, de sus tutores, profesores de liceo de apergaminados rostros,
del Rey, su padre, y de la desconsolada Reina, su madre. Sobre las largas estanterías
se multiplicaban los gruesos libros pequeños, de cantos dorados y ahora
ennegrecidos; Biblias infantiles salpicadas de tinta, donde estaban inscritas torpes e
ingenuas oraciones al Señor Jesucristo; delicados volúmenes, encuadernados en
cuero, de Lamartine y Chénier, entre cuyas páginas se deshacían flores marchitas. Yo
volvía con cuidado estas sedosas páginas arrancadas del olvido; ante mis ojos
desfilaban las imágenes de un desconocido país, de días insólitos —el jardín de
palacio rodeado de muros bajos, el rocío sobre el césped recién regado, las dormidas
esmeraldas de los canales, y el Rey alto de patillas color chocolate, el apacible tañido
de las campanas en la capilla real y, quizá, el amor de una muchacha—, un breve
susurro en los austeros salones.
Una mujer menuda con la piel empastada de polvos, una astuta intrigante
empujada por su insaciable ambición de poder, una hembra feroz entre los granaderos
de Preobrazhensky, una madre implacable pero atenta que encontró su igual en la
mujer alemana[40], la emperatriz María Fedorovna revelaba ante mí su larga y
enigmática vida.
Sólo muy avanzada la noche abandoné esta crónica triste y conmovedora, estos
fantasmas de corazones sangrantes. Las esferas de cristal donde se arremolinaba el
polvo aún centelleaban en el ornado cielo raso de color marrón. Hilos de agua
plomiza yacían inmóviles sobre la alfombra azul junto a mis desvencijados zapatos.
Cansado por el esfuerzo mental, el calor y el silencio, me quedé dormido. Después de
media noche, crucé el corredor débilmente iluminado en dirección a la salida. El
gabinete de Alejandro III era como un alto cajón cuyas ventanas clausuradas daban
sobre el Nevsky. Las habitaciones de Mikhail Alexandrovich[41] semejaban el alegre
apartamento de un culto oficial amante de la gimnasia; las paredes estaban cubiertas
de una tela brillante en motivos color rosa pálido; sobre las bajas repisas de las
chimeneas había bibelots de porcelana estilo siglo XVII, llenos de ingenuidad y de
excesivas redondeces.
Esperé largo tiempo, arrimado a una columna, hasta que el último lacayo se hubo
dormido. Sus rasuradas mandíbulas colgaban, a fuerza de hábito, y la luz de una
lámpara le arrojaba un débil fulgor dorado sobre la frente ancha, que se balanceaba
con sus cabeceos.
Antes de la una estaba en la calle. El Nevsky me acogió en su vientre insomne.
Me fui a dormir a la Estación Nikolayevsky. Que sepan aquellos que lo han
abandonado que en Petersburgo aún hay lugares donde un poeta sin cobijo puede
pasar la noche.
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El chino (1923)
«El chino» (Kodia) apareció por primera vez en la revista odesana Siluetas
(Siluety), núms. 6 y 7, en 1923, y más tarde en El Paso (Pereval), núm. 6, en 1928. Se
publica en la presente obra por primera vez desde entonces.
El cuento lleva el subtítulo «Del libro Petersburgo 1918», cuyo parecido con el
subtítulo de «Una noche con la Emperatriz» parece indicar que Bábel proyectaba un
ciclo de cuentos sobre Petersburgo.
«El chino» no es la primera historia de Bábel en la que figura una prostituta
—«Ilya Issakovich y Margarita Prokofievna» apareció en 1916. Otros relatos con
una prostituta como protagonista son «A través del ventanillo» (1923), «Mis
primeros honorarios» (1922-1928) y «Una mujer trabajadora» (1928), que se
incluye en el presente volumen. «El chino» evoca también el siguiente pasaje de «El
viaje» (1920-1930): «Dos chinos con sombreros de hongo, sosteniendo debajo del
brazo sendas barras de pan, estaban en la esquina de la calle Sadovaya. Con sus
uñas heladas hacían señales en la costra del pan para atraer a las prostitutas que
por allí pasaban. Las mujeres desfilaban junto a ellos en una silenciosa procesión».
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El chino
La noche era inclemente, y el viento cortaba hasta los huesos. Los dedos de un
cadáver hurgaban en las heladas entrañas de Petersburgo. En las esquinas se helaban
las farmacias color carmesí. Un boticario estaba sentado con su atildada cabeza
balanceándose hacia un costado mientras el hielo mordía el corazón purpúreo de su
farmacia. Y el corazón dejó de latir.
El Nevsky estaba desierto. En el cielo estallaban negras descargas de tinta. Eran
las dos de la madrugada. El fin. La noche se encarnizaba.
Una prostituta y su amigo —dos espaldas temblorosas, dos cuervos helados en un
arbusto seco— estaban sentados junto a las rejas del café Bristol.
—… Si por la grada de Satán llegaran a suceder al difunto y lamentado
Emperador, quisiera ver a estos matricidas ganarse el apoyo de las masas… ¡Pero no
lo lograrán! ¡Son los latvianos los que los mantienen en pie, y los latvianos son
mongoles, Glafira! —El caballero tenía las mandíbulas colgantes como los sacos de
un ropavejero, y gatos heridos merodeaban en sus ojos inflamados.
—… Por el amor de Dios, Aristarkh Terentyevich, vete a Nadezhdinskaya.
¿Quién va a venir si estoy con un hombre?
Un chino vestido con chaqueta de cuero se acercó. Levantó una barra de pan
sobre su cabeza y señaló una porción dibujando una línea en la corteza con su uña
azul:
—Una libra.
Glafira levantó dos dedos:
—Dos libras.
Mil sierras gimieron en la helada nieve de las calles y una estrella parpadeó en el
cielo negro como la tinta. El chino hizo una pausa y murmuró con los dientes
apretados:
—¿Estás sucia?, ¿eh?
—Estoy limpia, camarada…
Quedaron en una libra.
En Nadezhdinskaya, los ojos de Aristarkh se iluminaron.
—Encanto —dijo gravemente la mujer—, mi padrino está conmigo. ¿Te importa
que duerma en el suelo?
El chino asintió lentamente con la cabeza. ¡Oh, suprema sabiduría de Oriente!
—Aristarkh Terentyevich —llamó indolentemente la mujer, apoyándose contra la
lisa hombrera de cuero—, mi amigo dice que vengas con nosotros… —El caballero
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recobró inmediatamente el ánimo.
—Está sin trabajo por razones ajenas a la dirección —murmuró ella, meneando
los hombros—, y su pasado no es asunto de nadie.
—Exactamente. Encantado de conocerle. Me llamo Sheremetyev.
En el hotel les dieron aguardiente chino y no tuvieron que pagar nada.
Hacia la madrugada, d chino se levantó de la cama y se disolvió en la oscuridad
de la habitación.
—¿Dónde vas? —preguntó Glafira de mala manera, estirando las piernas. Debajo
de su espalda había un charco de sudor.
El chino se acercó a Aristarkh, que roncaba en el suelo junto al lavabo. Dio un
golpecito en la espalda del viejo y le indicó a Glafira con los ojos.
—Está bien, amigo —entonó desde el suelo Aristarkh—, lo que tú digas. —Y se
apresuró a meterse en la cama.
—Fuera, condenado —dijo Glafira—. Ese chino me ha dejado rendida…
—No quiere —gritó Aristarkh—. Tú me dijiste que lo hiciera, pero no quiere…
—El amigo mío —dijo el chino—. El bueno, maldita perra…
—Tú eres viejo —susurró la mujer dejando a Aristarkh un sitio en la cama—.
¿Qué sabes tú de estas cosas?
Así acaba la historia.
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Bagrat-Ogly y los ojos de su toro (1923)
«Bagrat-Ogly y los ojos de su toro» (Bagrat-Ogly i glaza ego byka) fue publicado
por vez primera en el número 12 de Siluetas, en 1923, y posteriormente en 1924 en
Virgen Tierra Roja (Krasnaya nov), núm. 4. Nuevamente descubierto por un erudito
italiano, se publicó en Italia en 1961[42], y en 1967 apareció en la revista de Tashkent
Estrella de Oriente (Zvezda Vostoka).
Este cuento contrasta con el resto de la obra de Bábel. Es, evidentemente, un
experimento realizado bajo la influencia del ornamentalismo, un estilo popular en
Rusia en los años 20, que encontró sus principales exponentes en Andrei Beli y
Vsevolod Ivanov. Bábel, que en otros aspectos no tiene nada en común con estos
escritores, adopta en este cuento su estilo.
«Bagrat-Ogly» tiene todas las características del ornamentalismo, y en
particular la utilización de una prosa recargada que sugiere una atmósfera
«oriental». Pero la preocupación de Bábel con la crueldad innecesaria es aparente
incluso en esta exótica atmósfera.
La historia termina con el encuentro de un «joven montañero» que «avanzaba
con paso desenvuelto. El sol se elevó en el cielo, y una súbita paz descendió sobre mi
alma errabunda». ¿Es posible que haya algo más en este anhelo de paz y libertad
que lo que sugiere el romántico marco de la historia?
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Bagrat-Ogly y los ojos de su toro
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E invadiendo el desfiladero con mis suspiros me puse de pie. Respiré la fragancia
de los eucaliptos y seguí mi camino. Una madrugada de mil cabezas se remontaba
sobre las montañas como una bandada de cisnes. En el horizonte, la bahía de
Trebizonde hacía refulgir el acero de sus aguas. Y vi el mar y las bordas amarillas de
los faluchos. La hierba se mecía en la brisa sobre las ruinas de un muro bizantino.
Los bazares de Trebizonde y sus tapices surgieron ante mí. En un recodo del camino
a la ciudad encontré a un joven montañero. Un mirlo con espolón de acero se posaba
en su mano extendida, y el muchacho avanzaba con paso desenvuelto. El sol se elevó
en el cielo y una súbita paz descendió sobre mi alma errabunda.
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Grishchuk (1923)
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carácter de éste como el de su amo alemán se limitan a ser simples esbozos. Bábel
pensó, probablemente, que no había hecho justicia al enigma de la personalidad de
Grishchuk tal como éste figuraba en sus notas, y por esta razón excluyó el cuento de
su ciclo de la Caballería Roja.
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Grishchuk
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Y luego no quedó ninguno (1923)
«Eran nueve» (Ikh bylo devyat) es el título literal de este relato, que nunca ha
sido publicado en el idioma ruso. El único original mecanografiado lleva la fecha
agosto, 1923.
«Y luego no quedó ninguno» es una frase relacionada con dos fragmentos del
diario que Bábel escribió durante la campaña polaca llevada a cabo por la Primera
Caballería. En el que lleva la fecha 20 de agosto, 1920, hizo constar el asesinato de
diez prisioneros polacos[44]. El 21 de julio, 1920, escribió: «¿Qué es nuestro cosaco?
Capas sucesivas de inutilidad, de arrojo, de profesionalismo, de espíritu
revolucionario, de bestial crueldad». Esta definición determina el punto de vista del
relato, un punto de vista que contrasta con la imagen de los cosacos en Caballería
Roja. En estas historias posteriores, la indecible crueldad se enmarca de heroísmo;
el material del diario ha sido nuevamente examinado e interpretado y los cosacos
han adquirido un carácter legendario.
Este cambio en el énfasis es evidente cuando comparamos «Y luego no quedó
ninguno» con «Comandante de escuadra Trunov», un relato de la serie sobre la
Caballería Roja publicado en 1925. Toda la acción de la primera historia se
convirtió en parte de la segunda, siendo ésta más complicada. El comandante de
escuadra Trunov es herido antes de interrogar y matar a los prisioneros, y muere ese
mismo día al librar él solo un combate contra cuatro aviones para proteger a sus
hombres. Su resistencia y su coraje son parte de su naturaleza, tanto como la
iracunda matanza de los prisioneros desarmados, mientras que en «Y luego no quedó
ninguno» la ejecución de estos prisioneros está presentada como una incalificable y
criminal injusticia.
El narrador de «Y luego no quedó ninguno» está íntimamente relacionado con
los hechos de esta historia, y sus reacciones son inequívocas. Es posible que Bábel
considerara un error tan desinhibida subjetividad; quizá sintiera la necesidad de
establecer una cierta distancia y por ello decidió no publicar esta historia.
Cualquiera que sea el motivo, «Y luego no quedó ninguno» es una expresión lírica y
conmovedora de la vulnerabilidad y la desesperación humanas.
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Y luego no quedó ninguno
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juventud y sonreía ante su confusión. Entonces, Golov hizo una pantalla con sus
manos y gritó:
—¡Esto es todavía una república, Andrushka! Ya te darán luego lo que te
corresponde. Devuélveme esas cosas.
Andrushka hizo oídos sordos. Se alejó al galope, y el caballo meneó vivamente la
cola, como apartándonos de su camino.
—Traidor —dijo Golov, pronunciando claramente la palabra. Parecía airado y su
cara se endureció. Apoyó la rodilla en el suelo, apuntó e hizo fuego, pero no dio en el
blanco.
Andrushka hizo girar rápidamente su caballo y arremetió contra el cabo. Su cara
rubicunda estaba encendida de furor.
—¡Escucha, hermano! —gritó a todo pulmón, y el sonido de su poderosa voz le
sorprendió agradablemente—. ¿Quieres que te lastimen, bastardo? ¿A qué viene tanto
escándalo por haber eliminarlo a diez polacos? Los hemos matado por centenares
hasta ahora sin necesidad de tu ayuda. ¿Tú te dices obrero? Pues entonces haz un
buen trabajo. — Y dirigiéndonos una mirada de triunfo, Andrushka partió a todo
galope.
Golov no miró hacia atrás. Se llevó la mano a la frente. La sangre corría por ella a
borbotones como la lluvia sobre una parva de heno. Se tiró al suelo y se arrastró hacia
una zanja. Allí se quedó durante largo rato, apoyando su cabeza herida en el escaso
reguero de agua.
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Sus aspavientos tenían algo de la muerte, y me costó apartarlo de mi lado. Me
llevó algún tiempo recuperarme, como si hubiera tenido una contusión. El oficial de
estado mayor me ordenó que controlara las ametralladoras y se alejó a caballo.
Estaban arrastrándolas hasta lo alto de la colina, como terneros en cabestro. Se
movían a la par, igual que un rebaño, y rechinaban con un sonido tranquilizador. El
sol jugaba en sus caños polvorientos, y vi brillar un arco iris en el metal.
El joven polaco de patillas rizadas las miraba con curiosidad de campesino. Se
inclinó hacia adelante, permitiéndome así ver a Golov que se arrastraba fuera de la
zanja, pálido y fatigado, con su cabeza herida, y levantando su riñe. Alargué mi mano
hacia él y grité, pero mi voz se ahogó en mi garganta. En un instante, Golov disparó
contra el prisionero dándole en la parte de atrás de la cabeza, y de un salto se puso de
pie. El inesperado impacto hizo que el polaco se volviera hacia él, girando sobre los
talones como si hubiera estado obedeciendo una orden de marcha. Con el lento
movimiento de una mujer que se entrega a un hombre, levantó ambas manos hacia la
nuca, se derrumbó en el suelo y murió instantáneamente.
Una sonrisa de alivio y satisfacción iluminó la cara de Golov. Sus mejillas
recobraron rápidamente los colores.
—Nuestras madres no nos tejen calzoncillos como ésos —me dijo
maliciosamente—. Tacha uno y dame esa lista para los ocho que quedan.
Le alargué la lista y dije desesperadamente:
—Responderás por esto, Golov.
—¡Gato que responderé! —gritó él con indescriptible regocijo—. ¡Pero no a ti,
cuatro ojos, sino a mi gente, a la gente de Sormovo! Ellos saben de qué se trata.
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Crepúsculo (1924-1925)
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una forma más realista y con mayor significado social. El mundo irreal y
maliciosamente irónico de sus cuentos de Odesa —un sueño caprichoso,
desenfadado e irreal de fuerza y libertad por parte de los débiles y sometidos—
adquiere nuevas características en el cuento «Crepúsculo». Aquí, las rutinarias
costumbres de la pequeña burguesía de la Moldavanka están descritas con
humor, y al mismo tiempo de manera más directa que en el ciclo de Odesa. No
hay nada exaltadamente vivido y colorido en esta vida (¡vivido hasta lo absurdo,
nunca monótono!). Todos son igualmente malvados, y ninguno inspira simpatía.
Benya Krik, el noble bandido, el Robin Hood de Odesa, aparece ahora como un
crudo y astuto comerciante. De allí su conflicto con su padre. Así nació la idea y
el estilo de la futura obra de teatro Crepúsculo.
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Crepúsculo
Un día Levka, el más joven de los Krik, vio a Tabl, la hija de Liubka. Tabl, en
yiddish, quiere decir paloma. La vio y se fue de su casa por tres días y tres noches. El
polvo de las aceras desconocidas y los geranios en las ventanas extrañas fueron como
un bálsamo para su alma. Al tercer día Levka volvió a casa y encontró a su padre
cenando en el jardín. La señora Gorobchik se sentaba junto a su marido y sus ojos
eran como dos espadas.
—¡Vete, hijo desnaturalizado! —gritó Papá Krik a la vista de Levka.
—Padre —replicó éste—. Prepárate para lo que voy a decirte.
—Ve al grano.
—Hay una muchacha —dijo Levka— de pelo rubio. Se llama Tabl. Tabl, en
yiddish, quiere decir paloma. Me he encaprichado de ella.
—Pues te has encaprichado de una perdida —dijo Papá Krik—. Y su madre tiene
un prostíbulo.
Oyendo estas palabras de boca de su padre, Levka se arremangó y levantó contra
él una mano sacrílega. Pero la señora Gorobchik saltó de su silla y se interpuso entre
los dos.
—¡Mendel —aulló—, pártele la cara! ¡Se ha comido once de mis albóndigas!
—¡Te has comido once de las albóndigas de tu madre! —rugió Mendel,
avanzando hacia su hijo. Pero Levka se escabulló corriendo del jardín. Benya, su
hermano mayor, salió detrás de él. Vagaron por las calles hasta que llegó la noche,
fermentando como la levadura de la que crece la venganza, y por fin Levka se volvió
hacia su hermano Benya, quien unos meses más tarde se convertiría en Benya el Rey:
—Benya —le dijo—, armémonos de valor, y la gente vendrá a besarnos los pies.
Matemos a nuestro padre, a quien el Moldavanka ha dejado de llamar Mendel Krik.
Ahora le llama Mendel Pogrom. Matemos a nuestro padre. ¿Cómo podemos esperar
más?
—Aún no ha llegado el momento —dijo Benya—, pero pronto llegará. Escucha
sus pasos y ábrele camino. Apártate, Levka.
Y Levka se apartó para dejar paso al tiempo. El tiempo, viejo contable, emprendió
su marcha y por el camino se encontró con Dvoira, la hermana de Benya y Levka,
con Menashe, el cochero, y con la muchacha rusa, Marusya Yevtushenko.
Hace diez años aún conocía quien hubiera dado mucho por Dvoira, la hija de
Mendel Pogrom, pero ahora una doble papada le orlaba la barbilla y sus ojos se le
salían de las órbitas. Nadie quería quedarse con ella. Pero hacía poco había aparecido
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en escena un viudo viejo con hijas casaderas. El viudo necesitaba un carro y un par de
caballos. Cuando Dvoira se enteró de esto, lavó su vestido verde y lo puso a secar en
el patio. Iba a visitar al viudo para saber qué edad tenía, qué clase de caballos
precisaba, y si había en esto algo para ella. Pero Papá Krik no tenía tiempo para
viudos. Cogió el vestido verde, lo escondió en su carro y se marchó a trabajar.
Cuando Dvoira se dispuso a planchar su vestido no pudo encontrarlo. Entonces se tiró
al suelo y le dio un ataque de nervios. Sus hermanos se la llevaron hasta la bomba y
derramaron un cubo de agua sobre su cabeza. ¿Reconocen la mano de su padre,
llamado Mendel Pogrom?
Luego estaba Menashe, el viejo cochero, que conducía los caballos de Mendel,
Doncella y Rey Salomón. Para su perdición, se enteró que el viejo Butsis, Froim
Grach y Chaim Drong habían herrado a sus caballos con goma. Arrancó una hoja de
su libro y se fue donde Pyatirubel a que le hicieran a Rey Salomón unas herraduras de
goma. Menashe amaba a Rey Salomón, pero el viejo Krik le dijo:
—Yo no soy Chaim Drong, ni Nicolás II, para que mis caballos se paseen con
herraduras de goma.
Y cogió a Menashe por el cuello, lo izó a su carreta y salió de la cuadra. Menashe
colgaba de su mano extendida como de una horca. El crepúsculo, un crepúsculo
espeso como mermelada, se hundió en el cielo; gemían las campanas de Alekseyev, el
sol desaparecía detrás de Blyzhniye Melnitsy, y Levka corría detrás de la carreta igual
que un perro que sigue a su amo.
Una gran multitud seguía a los dos Krik como si el carro fuera una ambulancia, y
Menashe seguía colgando de la férrea mano de Mendel Pogrom.
—Padre —le dijo Levka—, con esa mano estás estrujando mi corazón. Suéltalo,
deja que ruede en el polvo.
Pero Mendel Krik ni siquiera se volvió. Los caballos galopaban como la furia, las
ruedas tronaban, y la gente se creía en el circo. El carro dobló en la calle Dalnitski,
donde Ivan Pyatirubel tenía su herrería. Mendel restregó a Menashe contra el muro de
la forja, y lo arrojó en una pila de chatarra. Levka corrió a buscar un cubo de agua y
se lo vertió en la cabeza. ¿Reconocen la huella de Mendel, padre de los Krik, llamado
Pogrom?
—El tiempo se aproxima —dijo una vez Benya a su hermano, y Levka se apartó
para dejar paso al tiempo. Y seguía apartado cuando Marusya Yevtushenko quedó
encinta.
—Marusya está embarazada —murmuraba la gente, y el viejo Krik se reía al
escucharlos.
—Marusya está embarazada —decía, y se reía como un niño—. ¡Ay de Israel!
¿Quién es esta Marusya?
Entonces Benya salió de los establos y apoyó la mano en el hombro de su padre.
—Cuando se trata de mujeres, yo tengo corazón —dijo Benya gravemente, y dio
a su padre veinticinco rublos para que el aborto de Marusya se hiciera en una clínica,
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con un médico, y no en su casa.
—Le daré el dinero —dijo el viejo Krik— y tendrá su aborto, o si no no podré
dormir en paz.
Por la mañana siguiente se fue a dar su paseo de costumbre con sus caballos
Ladrón y Amada Esposa, y a eso del mediodía Marusya Yevtushenko llegó a casa de
los Krik.
—Benchik —dijo—, maldito seas. Yo te quería. —Y le arrojó en la cara dos
billetes de diez rublos. Dos billetes de cinco rublos nunca hacen más de diez. Fue
entonces cuando Benchik dijo «Matemos a nuestro padre» a su hermano Levka, y los
dos se sentaron en un banco junto a la verja y a su lado se sentó Semyon, el hijo de
Anisim el sereno, que tenía siete años. ¿Y quién hubiera dicho que este mocoso ya
era capaz de sentir amor u odio? ¿Quién hubiera dicho que amaba a Mendel Krik? Y
sin embargo, lo amaba.
Los hermanos estaban sentados en el banco, intentando calcular la edad de su
padre, cuántos años haría que había pasado de los sesenta, y Semyon, el hijo de
Anisim el sereno, se sentaba junto a ellos.
A esa hora el sol todavía no había alcanzado Blizhiníyemelnitsy. Su luz manaba
sobre las negras nubes como la sangre de un cerdo destripado, y los carros del viejo
Butsis rodaban por las calles volviendo a casa. Las lecheras ordeñaban las vacas por
tercera vez y las muchachas de la señora Parabellum cargaban con los cubos de leche
tibia y se los subían por la escalera. La señora Parabellum batía palmas en lo alto de
los escalones.
—¡Venid, niñas, las mías y todas las demás! —gritaba—. ¡Berta Ivanovna; tú, y
las que hacéis yogurt y crema helada, venid a buscar vuestra leche!
A Berta Ivanovna, la maestra de alemán, que recibía dos litros de leche por
lección, se le sirvió la primera. Detrás de ella, Dvoira Krik entró a ver cuánta agua le
había puesto a su leche la señora Parabellum, y cuánta soda. Benchik llamó aparte a
su hermana:
—Esta noche —le dijo—, cuando veas que el viejo intenta matarnos, acércate y
húndele los sesos con el colador. Y que ése sea el final de la firma Mendel Krik e
hijos.
—Amén, y que tengáis suerte —respondió Dvoira saliendo por la puerta. La
buena gente de la Moldavanka acudió en masa, como si en el patio de los Krik se
fuera a representar una función.
Entraban en tropel como a la plaza del Mercado en el segundo día de Pascuas.
Pyatirubel el herrero trajo a sus nietos y a su nuera embarazada. El viejo Butsis vino
con una sobrina que acababa de llegar de Kamenets-Podolsky. Tabl llegó con un ruso.
Se apoyaba en su brazo y jugaba con la cinta que le sujetaba el pelo. El último en
aparecer fue Lyubka, que entró al galope sobre su potro roano. Sólo Froim Grach
vino sin compañía, rojo como la herrumbre, tuerto, y con un abrigo hecho de tela
marinera.
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La gente se sentó en el jardín y empezó a desempaquetar comida. Los
mandaderos de la fábrica se quitaron los zapatos, enviaron a sus hijos a buscar
cerveza, y descansaron la cabeza sobre los vientres de sus mujeres. Y entonces Levka
le dijo a Benchik, su hermano:
—Mendel Pogrom es nuestro padre y la señora Gorobchik es nuestra madre, y los
demás son unos perros, Benchik. Estamos trabajando para perros.
—Tendríamos que pensarlo —musitó Benchik, pero apenas las palabras hubieron
salido de su boca se oyó un ruido atronador en la Golovkovskaya. El sol salió
disparado y empezó a girar como una taza roja al final de una vara. La carreta del
viejo llegó hasta la verja a carrera tendida. Amada Esposa estaba cubierta de espuma
y Ladrón se salía de sus arneses. El viejo sacudió el látigo sobre los caballos
enloquecidos. Tenía las piernas abiertas, un sudor violáceo le saturaba la cara y
cantaba con voz de borracho. En ese momento Semyon, el hijo de Anisim, se deslizó
como una serpiente por entre las piernas de uno de los espectadores y salió a la calle
como una flecha, gritando a todo pulmón:
—¡Atrás, señor Krik, sus hijos van a pegarle…!
Pero era demasiado tarde. Mendel Krik irrumpió en el patio sobre sus espumantes
caballos. Alzó el látigo, abrió la boca… y no pudo pronunciar palabra. La gente que
estaba en el jardín le miró boquiabierta. Benchik estaba a la izquierda, de pie junto al
palomar. Levka hacia la derecha, cerca de la choza del sereno.
—Mirad, amigos —dijo Mendel con un hilillo de voz, bajando su látigo—, mirad
cómo la sangre de mi sangre se atreve a levantar sus manos contra mí.
Y saltando de su carro, el viejo se abalanzó sobre Benya y le golpeó con el puño
en la nariz. Levka corrió en su ayuda, y le abofeteó la cara al padre como si barajase
un mazo de naipes nuevos. Pero el viejo tenía un pellejo como el de Lucifer, y sus
costuras estaban hechas de hierro fundido. Le retorció los brazos a Levka y le tiró al
suelo junto a su hermano. Se sentó sobre su pecho, y las viejas cerraron los ojos para
no ver los dientes partidos y la cara cubierta de sangre del viejo. En ese momento, la
gente de la increíble Moldavanka oyó los pasos rápidos de Dvoira y su voz que decía:
—Esto es por Levka, por Benchik, y por mí, Dvoira, y por todos los demás—. Y
aplastó el colador contra la cara de su padre. La gente se levantó y corrió hacia ellos
agitando los brazos. Arrastraron al viejo hasta la bomba, como antes hicieran sus
hermanos con Dvoira, y abrieron los grifos. La sangre corría como agua por el
sumidero, y el agua corría como sangre. La señora Gorobchik se abrió paso entre la
muchedumbre y se acercó, saltando como un gorrión.
—No te quedes tan callado, Mendel —murmuró—; di algo, Mendel… —Pero al
oír el silencio en el patio, al ver que el viejo Krik había vuelto de su trabajo y que
nadie se había ocupado de desaparejar los caballos ni de echar agua sobre las ruedas
recalentadas, se alejó corriendo por el patio como un perro con tres patas. Entonces
los respetables ciudadanos se acercaron. El viejo Krik estaba tendido con sus barbas
en el aire.
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—Telón —dijo Froim Grach, y dio media vuelta.
—Todo ha terminado —dijo Chaim Drong, pero Pyatirubel el herrero meneó el
índice debajo de su nariz:
—Tres contra uno —dijo—. Qué vergüenza para la Moldavanka. Pero aún no ha
caído la noche. Todavía tengo que ver al hombre que acabe con el viejo Krik.
—La noche ha caído —interrumpió Arye Leib, que había hecho una súbita
aparición—. La noche ha caído, Iván Pyatirubel. Sólo un ruso puede decir que no
cuando la vida grita que sí.
Y agachándose junto al viejo, Arye Leib enjugó sus labios con un pañuelo, le
besó en la frente y empezó a hablarle de David, el rey de los judíos, que tenía muchas
esposas y era rico en tierras y dinero, y que siempre sabía cuándo era el momento de
llorar.
—No gimas, Arye Leib —le gritó Chaim Drong hincándole los dedos en la
espalda—. ¡Ya está bien de tus rezos! ¡Ahora no estás en el cementerio!
Y volviéndose al viejo Krik, Chaim Drong le dijo:
—Levántate, viejo cochero, toma un trago de agua y échanos tu parrafada de
costumbre, cochino bastardo, y a ver si tenemos un par de carros por la mañana.
Tengo una montaña de chatarra…
Todo el mundo esperó a ver qué decía el viejo Krik sobre los carros. Pero éste
permaneció callado durante un buen rato, luego abrió los ojos, y después la boca, que
estaba cubierta de tierra y de pelos; la sangre fluía de sus labios.
—No tengo ningún carro —dijo—. Mis hijos han acabado conmigo. Ellos deben
tomar las riendas.
No era cosa de envidiar a los que iban a hacerse cargo del amargo legado de
Mendel Krik. ¿Cómo iba a envidiárseles, si todos los comederos del establo se habían
podrido hacía mucho tiempo y en los carros la mitad de las ruedas estaban
desgastadas? El letrero que había sobre la puerta era un desastre —no podía
distinguirse ni una sola palabra— y ninguno de los cocheros tenía una muda de ropa
interior decente. La mitad de la ciudad debía dinero a Mendel Krik, pero sus caballos
pasaban tanta hambre que lamían los números escritos con tiza en las paredes
mientras se comían la avena de sus pesebres.
A lo largo de la jornada, los campesinos acudieron a los aturdidos herederos de
Mendel para reclamarles el pago del pienso o de la cebada. Durante todo el día, las
mujeres vinieron a retirar de empeño anillos de oro y samovares niquelados. Ya no
había paz en casa de los Krik, pero Beny, que unos meses más tarde se convertiría en
Benya el Rey, no se desanimó, y mandó hacer un nuevo letrero que decía: «Mendel
Krik e hijos. Transportes y Mudanzas». Estaría pintado en letras doradas sobre un
fondo azul pálido, y tendría dos herraduras entrecruzadas de color bronce. Compró
también una pieza de terliz para hacer calzoncillos a los cocheros, y un poco de
madera —algo nunca oído hasta entonces— para reparar los carros. Contrató a
Pyatirubel por una semana entera y empezó a dar recibos a los clientes. Al llegar la
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tarde del día siguiente estaba tan cansado como si hubiera hecho quince viajes entre
el puerto y el embarcadero. Por la noche no pudo encontrar en la casa ni una sola
migaja, ni un solo plato limpio. Esto demuestra hasta dónde Uegaba la insensibilidad
de la señora Gorobchik. La basura se amontonaba en las habitaciones; unas deliciosas
manos de cerdo en gelatina habían sido arrojadas a los perros. Y la propia señora
Gorobchik estaba posada junto a la cama de su marido como un cuervo en un árbol
de otoño sobre el que se hubieran arrojado unos desperdicios.
—Mira bien a esos dos —dijo Benya a su hermano menor—. Mira con
microscopio a esos dos tortolitos, porque se me ocurre que están tramando algo.
Así dijo Benchik, que podía ver a través de las personas con los ojos de Benya el
Rey, a su hermano Levka. Pero Levka, que era un inocente, no lo creyó y se fue a la
cama. EL viejo ya estaba roncando en su cama de madera, y la señora Gorobchik se
agitaba constantemente de un lado a otro. De cuando en cuanto escupía en el suelo y
sobre la pared. Estaba de tan mal talante que no podía dormir, pero por fin logró
conciliar el sueño. Las estrellas —estrellas verdes sobre un fondo azul oscuro—
estaban diseminadas frente a las ventanas como soldados en relevo. Al otro lado de la
calle, en casa de Petka Ovsyanitsa, un fonógrafo empezó a tocar canciones judías, y
luego se detuvo. La noche proseguía como de costumbre, y el aire, un aire espeso, se
precipitaba por la ventana de Levka, el más joven de los Krik. A Levka le gustaba el
aire. Echado sobre su cama, lo inhalaba con fruición, y dormía, disfrutando de él. Se
sentía el rey del mundo hasta que oyó un crujido sedoso que venía de la cama de su
padre. Cerró los ojos y aprestó los oídos. Papá Krik irguió la cabeza como un ratón
que husmea el aire, y se escurrió fuera de la cama. Sacó una talega de dinero de
debajo de la almohada y se echó las botas a la espalda. Levka no lo detuvo, porque
¿dónde podía ir el pobre viejo? Luego salió detrás de su padre y vio a Benya que se
deslizaba con cautela a lo largo de una pared, al otro lado del patio. El viejo se
escabulló silenciosamente hacia donde estaban aparcados los carros, silbó a los
caballos, y éstos se acercaron a frotar sus hocicos contra la cabeza de Mendel. El
patio estaba sumido en el silencio azul de la noche estrellada.
—Sh… —Levka se puso un dedo sobre los labios y lo mismo hizo Benchik, que
se acercaba por el otro extremo. El viejo silbó a los caballos como si fueran niños, y
luego corrió entre los carros y fue a orinar junto al portón.
—Anisim —dijo Mendel en voz baja, golpeando en la ventana del sereno—.
Anisim, amigo mío, abre la verja.
Anisim salió de su choza despeinado como un manojo de heno.
—Amo —dijo—, se lo pido por favor, no se humille delante de alguien como yo.
Vuelva a la cama, amo.
—Tú me abrirás la verja —dijo el viejo con voz acariciadora—. Sé que lo harás,
Anisim, amigo mío…
—Vete dentro —dijo Benchik entonces, acercándose a la choza y poniendo una
mano sobre el hombro de su padre. Y en ese momento Anisim vio la cara de Mendel
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Krik, blanca como un papel, y volvió la cabeza para no ver a su amo en aquel estado.
—No me pegues, Benchik —dijo el viejo retrocediendo—. ¿Por cuánto tiempo
debe sufrir tu padre?
—Ah, despreciable padre —dijo Benchik—. ¿Cómo puedes hablar así?
—¿Y por qué no? —gritó Mendel, golpeándose la cabeza con el puño y
tambaleándose como si fuera a sufrir un ataque—. Mira este patio donde he vivido
toda mi vida. Este patio me ha visto como el padre de mis hijos, como el marido de
mi mujer, como el amo de mis caballos. Me ha visto en toda mi gloria, ha visto mis
veinte potros y mis doce carros con sus ruedas de hierro. Ha visto mis piernas firmes
como troncos de árbol y mis manos, mis manos crueles. Y ahora, queridos hijos,
abridme la verja y dejadme hacer, aunque sólo sea por hoy, dejad que me vaya de este
patio que tanto ha visto…
—Padre —dijo Benchik sin levantar los ojos—. Vuelve con tu mujer.
Pero el viejo Krik no tuvo necesidad de hacerlo: la señora Gorobchik llegó
corriendo hasta el portón y se tiró al suelo, sacudiendo en d aire sus viejas piernas
amarillas.
—Ah —gimió, revolcándose en la tierra—. Mendel Krik y mis hijos, mis
bastardos… ¿Qué me habéis hecho, bastardos, qué habéis hecho del pelo que tenía en
la cabeza, qué habéis hecho de mi pobre cuerpo, de mis dientes? ¿Dónde está mi
juventud?
La vieja mujer aullaba, intentaba arrancarse el camisón, y poniéndose en pie,
empezó a girar en redondo como un perro mordiéndose la cola. Arañó las caras de
sus hijos, los besó y les hundió las uñas en las mejillas.
—¡Viejo ladrón! —sollozó la señora Gorobchik saltando alrededor de Mendel,
tirándole y retorciéndole el bigote—. Viejo ladrón, mi viejo Mendel…
Todos los vecinos, alarmados por sus gritos, corrieron al patio, y los niños, con el
vientre desnudo, empezaron a tocar sus flautas. La Moldavanka en pleno se agolpó
junto a la verja para presenciar la conmoción. Y Benya Krik, cuyo pelo, en un
instante, se volvió gris de vergüenza, apenas si pudo empujar a los «tortolitos» dentro
de la casa. Dispersó a la muchedumbre con una vara y los condujo hasta la verja, pero
Levka, su hermano menor, lo cogió por el cuello de la camisa y empezó a sacudirlo
como a un peral.
—Benchik —dijo—, estamos atormentando al pobre viejo… Me dan ganas de
llorar, Benchik…
—Te dan ganas de llorar, ¿eh? —replicó Benchik, y amasando en su boca la
saliva, le escupió en plena cara.
—Ah, hermano despreciable —murmuró—, vil hermano. Suéltame las manos y
no te interpongas en mi camino.
Y Levka le soltó las manos. Durmió en el establo hasta la madrugada, y luego se
fue de casa. El polvo de las aceras desconocidas y los geranios en las ventanas
extrañas lo reconfortaron. Recorrió durante dos días y dos noches los caminos del
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dolor y cuando volvió, al tercer día, vio un letrero azul resplandeciendo sobre la casa
de los Krik. El letrero le dejó sin aliento, y los ojos se le salieron de las órbitas
cuando vio los manteles de terciopelo desplegados sobre las mesas y la cantidad de
invitados que reían en el jardín. Dvoira se paseaba entre la gente con un turbante
blanco, mujeres en ropa almidonada se sentaban en el jardín como teteras esmaltadas,
y los esmirriados mandaderos de la fábrica, que se las habían arreglado ya para
quitarse la chaqueta, cogieron a Levka y lo empujaron dentro de la casa. Allí, con
toda la cara cortada, se sentaba Mendel, el mayor de los Krik. Asher Boyarsky,
propietario de la firma «Chef d’oeuvre», Efim, el sastre jorobado, y Benya Krik
colmaban de atenciones al desfigurado anciano.
—Efim —dijo a su sastre Asher Boyarsky—, haznos un favor. Agáchate un poco
más y toma las medidas del señor Krik para uno de nuestros lujosos trajes rayados,
como si éste fuera para uno de nosotros, y tómate la libertad de inquirir qué clase de
tela preferiría su excelencia: marina inglesa de chaqueta cruzada, ejército inglés de
chaqueta simple, demi-saison polaca, o sarga moscovita…
—¿Qué clase de traje quieres? —preguntó entonces Benchik a su padre—.
Confíaselo a Monsieur Boyarsky.
—Hazle un traje a tu padre —dijo el viejo Krik enjugándose una lágrima— que
refleje tus sentimientos hacia él.
—Como papá no es un marinero —dijo Benya antes de que éste pudiera terminar
la frase—, el estilo ejército será el más conveniente. Hágale, para empezar, un traje
para cada día de la semana.
Monsieur Boyarsky se inclinó hacia adelante y paró la oreja:
—¿Qué quiere usted decir?
—Lo que quiero decir —respondió Benya— es que éste es un judío que ha
pasado toda su vida en harapos, descalzo y cubierto de barro como un convicto de la
Isla de Sakhalin… y ahora que, gracias a Dios, ha llegado a la vejez, debemos poner
fin a esta vida de penurias, debemos hacer que cada Sabbat sea un verdadero
Sabbat…
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Una mujer trabajadora (1928)
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Una mujer trabajadora
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pero ella sigue como loca… —Kikin se levantó, con los ojos brillantes, y lanzó una
risotada—. Y ella sale corriendo, y quién crees que estaba junto a la puerta sino
Makhno. «Detente», le dice. «Apuesto a que tienes la viruela. Te voy a marcar, vaya
si lo haré». Y la baja de un latigazo, y ella se queda allí con cara de querer cantarle
unas frescas…
—No se puede negar —interrumpió Petka Orlov con su voz tierna y soñadora—,
no se puede negar que hay gente avariciosa, verdaderamente avariciosa… Yo le dije:
«Somos tres, Anelya. Búscate alguna amiga, dale una parte del azúcar y ella te echará
una mano…». «No», dice ella. «Estoy segura de que podré arreglármelas sola, tengo
tres hijos que alimentar, no soy una colegiala…».
—Es una mujer trabajadora —aseguró a Petka Gniloshkurov. Los dos seguían
sentados debajo de mi ventana—. Trabajadora como la que más…
Y se quedó en silencio. Volví a oír el sonido del agua que caía. La lluvia seguía
ronroneando, suspirando y cantando sobre los tejados. El viento jugaba con ella y la
empujaba en todas direcciones. Las exultantes notas de las trompetas se habían
apagado ya en casa de Makhno y la luz de su ventana había disminuido a la mitad de
su intensidad. Gniloshkurov se levantó de su banco y oscureció con su cuerpo el
opaco fulgor de la luna. Bostezó, se ajustó la camisa dentro del pantalón, se rascó la
barriga, que era de una curiosa palidez, y se fue a dormir al cobertizo. La plácida voz
de Petka Orlov flotó tras de él:
—En Gulyai-polye —decía Petka— teníamos un muchacho llamado Iván Golub;
no era de nuestra región. Un tipo tranquilo; no bebía y le gustaba su trabajo. Se echó
demasiado a la espalda, y murió como resultado… La gente se apiadó de él y todo el
pueblo fue a sus funerales, a pesar de que era un forastero. — Y yendo hasta la puerta
del cobertizo, Petka siguió hablando del difunto Iván con una voz cada vez más
profunda y llena de sentimiento.
—Algunos no tienen corazón —replicó Gniloshkurov antes de quedarse dormido
—. No tienen corazón, créeme.
Gniloshkurov se durmió y los otros dos no tardaron en hacer lo mismo. Me quedé
solo junto a la ventana, escrutando la noche silenciosa. Me roía la bestezuela de la
memoria, y no podía conciliar el sueño.
… Estuvo sentada en la calle principal, vendiendo bayas, desde las primeras horas
de la mañana. Los hombres de Makhno la pagaron con billetes sin valor. Era una
rubia pletórica de constitución delicada. Gniloshkurov, con la barriga al aire, se
asoleaba sobre su banco. Esperaba, dormitando, y la mujer, ansiosa de vender su
mercancía, lo miró con sus ojos azul oscuro y su cara se encendió en un ligero rubor.
—Anelya —murmuré—, Anelya.
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La judía (1934)?
¿Judío eterno?
¿Más diálogo, menos narración patética?
¿Estilo de Gleb Alekseyev?
¿Afirmar los hechos: nombres, apellidos, descripciones del lugar?
¿Descripción real del cementerio?
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Las notas también arrojan luz sobre lo que parece ser el punto principal de la
historia: la imposibilidad de escapar de la propia condición de judío, del propio
carácter, de las propias circunstancias históricas. En los anteriores cuentos de
Odesa, la acción procede de la voluntad de los personajes; la sociedad es
presumiblemente estática y está situada fuera de la historia. En los cuentos de
Caballería Roja, la fuerza dinámica es la voluntad del hombre dentro de la historia;
su verdadera naturaleza se revela en las duras pruebas de la guerra. En «La judía»,
sin embargo, el foco dramático reside en la lucha del hombre contra la historia, del
hombre que intenta crearse una nueva identidad mediante una nueva relación con las
fuerzas del cambio social. Por ello, Boris no permite que su madre y su hermana
lloren el pasado. Trata, en cambio, de integrarlas a un nuevo mundo. Comprende que
la historia los ha dejado de lado, y que están condenados; abandonados a sí mismos,
no podrán escapar. Cree que él será capaz de poner su herencia cultural al servicio
de este nuevo orden, y constituirse en eslabón de las dos generaciones. La paradoja
es que, para que esto ocurra, el nuevo mundo debe aceptar al nuevo judío. Y si
sucediera que el nuevo mundo lo rechazara, ¿qué elección le quedaría a un hombre
como Boris?
«La judía» no es, pues, una romántica crónica personal, sino un intento de
evaluar una irreversible transformación social. El manuscrito que sobrevive del
relato tiene palabras y párrafos difíciles de comprender, variaciones y signos de
interrogación entre paréntesis. Se interrumpe en el medio del quinto renglón de la
sexta parte. Dado que este texto sólo parece necesitar un repaso estilístico, la
pregunta que cabe hacerse es: ¿por qué no terminó Bábel «La judía»? ¿Por qué
abandonó un trabajo que denota tanta maestría, tanta originalidad de concepción y
una evolución hacia una perspectiva distinta del mundo? Si «La judía» fue concebido
como novela, como opino que lo fue, ¿creyó Bábel no poder satisfacer los
requerimientos de esta forma literaria, más extensa? ¿Fue el miedo de lo que podría
ocurrirle a Boris si la historia proseguía con la resuelta franqueza de las primeras
secciones? ¿Fue Bábel incapaz de hallar para sí mismo una solución al conflicto que
esperaba reflejar en Boris? ¿Fue porque Bábel, tan semejante a Boris, se encontró
frente a una elección entre la alienación o la concesión, entre la capitulación o la
muerte? ¿O se trata sólo de una versión incompleta de un manuscrito que sí había
sido completado, pero que desapareció más tarde, cuando los papeles del escritor
fueron confiscados en el momento de su detención?
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La judía
I
De acuerdo con la tradición, la anciana yació sobre un banco durante siete días.
En el octavo día, se levantó y salió al shtetl. El tiempo no podía ser mejor. Frente a la
casa se erguía un castaño, con las velas ya encendidas, bañado de sol. Cuando se
piensa en alguien que acaba de fallecer en un maravilloso día soleado, la vida parece
cruel y sus penas irreparables. La anciana llevaba un anticuado vestido de seda negra
con un motivo de flores estampadas en negro, y una toquilla de seda. Se había vestido
así en honor de su difunto marido, para que sus vecinos vieran que ni él ni ella habían
perdido la dignidad en presencia de la muerte.
Así vestida, la vieja Ester Erlich fue al cementerio. Las flores que habían sido
arrojadas sobre el montículo de tierra junto a la tumba estaban marchitas. Las tocó
con los dedos, y empezaron a descomponerse, deshojándose. El viejo Alter, que
siempre estaba de guardia en el cementerio, corrió hacia ella.
—Para los funerales, señora Erlich —dijo.
Ella abrió su bolso, contó lentamente el dinero, unas pocas monedas de plata, y en
silencio se las entregó a Alter, desconcertado ante aquel mutismo. Alter se alejó
caminando sobre sus piernas torcidas y mascullando para sus adentros. El sol
persiguió su desteñida espalda contrahecha. La señora Erlich se quedó sola junto a la
tumba. El viento soplaba por entre las copas de los árboles, venciéndolas.
—Me siento muy sola sin ti, Mario —dijo la viejecita—, no te imaginas qué sola
me siento.
Se sentó al lado de la tumba estrujando entre sus manos arrugadas un puñado de
flores mustias. Apretó las manos hasta hacerse daño, intentando apartar los recuerdos.
Es terrible para una mujer sentarse junto a la tumba del marido y rememorar treinta y
cinco años de su vida, todos los días y todas las noches de su matrimonio. Rendida
por su lucha con los recuerdos, volvió a su casa al atardecer, caminando penosamente
por las sórdidas calles del shtetl.
La amarilla luz del sol se extendía sobre la plaza del mercado. Hombres y mujeres
deformes vendían aceite de girasol, cebollas rancias y caramelos para los niños. La
hija de Ester, que tenía quince años, la esperaba en la puerta de su casa.
—Mamá —gritó de ese modo particularmente trágico que emplean las mujeres
judías—. No empeores las cosas. Boris está aquí.
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En la entrada, retorciéndose las manos, estaba su hijo vestido con uniforme
militar, el pecho cubierto de medallas. La destrozada mujer, con la cara enrojecida y
manchada de lágrimas, se detuvo frente a él.
—¿Cómo te atreves a llegar tarde al lecho de muerte de tu padre? ¿Cómo has
podido hacerle esto?
Sus hijos la condujeron adentro asidos de su brazo. Allí, en la misma habitación
donde yaciera durante siete días, la señora Erlich se sentó y, mirando a su hijo a la
cara, empezó a torturarlo con el relato de la muerte de su padre. Fue una crónica
circunstanciada que nada omitió: la inflamación de sus piernas, el color azul que
tomó su nariz la mañana del día en que murió, la desesperada carrera a la farmacia
para buscar oxígeno, la insensibilidad de la gente que rodeaba su lecho. Tampoco
olvidó mencionar cómo había llamado a su hijo antes de morir. Ella se había
arrodillado, había intentado calentar en las suyas sus manos heladas, y él le había
apretado débilmente la mano, repitiendo una y otra vez el nombre de su hijo.
Entornando los ojos vidriosos, continuó pronunciando claramente su nombre durante
largo tiempo. La palabra «Boris» zumbaba como el girar de una rueda en el mortal
silencio de la habitación. Al final el anciano, luchando para respirar, había dicho en
una voz ahogada: «Borechka…»
Los ojos se le salieron de las órbitas, y gimiendo y llorando repitió: «Borechka».
Su mujer, sosteniéndole la mano, dijo:
—Aquí estoy. Soy tu hijo.
La mano del viejo cobró vida con renovadas fuerzas y empezó a arañar y a tirar
de la mano que entibiaba la suya. Gritó «¡Borechka!» en un tono distinto, en una voz
aguda que nunca durante su vida había tenido, y murió con este nombre en los labios.
—¿Cómo pudiste llegar tarde? —dijo la anciana a su hijo, que se había apartado a
un lado de la mesa. No habían encendido la lámpara, y Boris se sentaba en la
oscuridad que envolvía la habitación. Todo estaba inmóvil. Podía oír la agitada
respiración de su madre. Se levantó, enganchando su revólver en el borde de la mesa,
y salió de la casa. Caminó durante la mitad de la noche por las calles del shtetl en el
que había nacido. Las estrellas serpenteaban en el río sus reflejos puros y
temblorosos. Un olor nauseabundo llegaba de las chozas que bordeaban la orilla.
Enormes agujeros cubrían los muros de la sinagoga, que trescientos años antes había
resistido los embates y el pillaje de las tropas de Khmelnitski. Su shtetl natal
agonizaba. Las campanas de la nueva era doblaban a difuntos por aquel mundo
indefenso. «¿Es el fin, o un nuevo principio?», se preguntó Boris. Se sentía tan
apesadumbrado que ni siquiera tenía fuerzas para meditar sobre esta pregunta. Su
antigua escuela había sido destruida por Hetmán Struk[48] en 1919. La casa donde una
vez había vivido su amigo Zhenya era ahora el Departamento de Trabajo. Caminó a
través de las ruinas, a través de las casas dormidas, chatas y destartaladas desde cuyas
puertas se escapaba el hedor de la pobreza, y les dijo adiós para siempre.
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Cuando llegó a su casa, su madre y su hermana lo esperaban levantadas. El
samovar, que necesitaba una buena limpieza, hervía sobre la mesa. Había también un
trozo de pollo. Ester se acercó a él con paso inseguro, le abrazó y empezó a llorar. A
través de su vestido, a través de su piel fláccida y fofa, Boris podía percibir el latido
de su corazón, y el suyo propio —eran uno solo, el mismo. El olor de la piel
temblorosa de su madre le pareció tan triste, tan amargo, que se sintió presa de una
piedad indescriptible por este corazón, el corazón de los Erlich. La anciana lloraba,
estremeciéndose contra su pecho decorado con las órdenes del Estandarte Rojo, que
estaban húmedas de lágrimas.
Éste fue el comienzo de su recuperación, y de su resignación ante la soledad y la
muerte.
II
Los parientes llegaron a la mañana siguiente. Eran lo que quedaba de una
numerosa y antigua familia, que contaba entre sus miembros a comerciantes,
aventureros y tímidos y poéticos revolucionarios de los tiempos de la organización
terrorista «La Voluntad del Pueblo[49]». La tía de Boris era una enfermera que había
hecho sus estudios prácticos en París, viviendo con veinte rublos al mes, y allí tuvo
ocasión de escuchar los discursos de Jaurès y Guesde[50]. Uno de sus tíos era un
patético filósofo del shtetl que nunca había llegado a nada. Los otros habían sido
traficantes de grano, viajantes de comercio, o tenderos que habían perdido ahora sus
medios de sustento —un abigarrado grupo de gente sudorosa y patética en
impermeables y capas color orín. Una vez más repitieron a Boris cómo se habían
hinchado las piernas de su padre, qué partes del cuerpo se le habían ulcerado por
permanecer tanto tiempo en cama y quién había corrido a la farmacia en busca de
oxígeno. Uno de los comerciantes de grano, muy rico en su época, pero despojado
ahora de su casa, y que envolvía sus esqueléticas piernas en polainas de soldado,
llevó aparte a Boris. Quería conocer mejor a este sobrino que tanto se había apartado
del resto de la familia. Mirándolo con ojos parpadeantes le dijo que no había
imaginado encontrar el cadáver de su padre tan terso y aseado. Lo había visto
mientras lo lavaban y observó que era igual de armonioso y recio que el de un joven.
Y pensar que por una infortunada válvula de su corazón, o una pequeñísima vena…
Al decir esto, el tío de Boris pensaba seguramente que él había nacido de la misma
madre que el difunto, y que también él tendría en el corazón una válvula semejante a
la de su hermano, muerto hacía una semana.
Al día siguiente preguntaron a Boris, primero tímidamente y luego con una
ansiedad nacida de tina desesperación largamente reprimida, si le era posible
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recomendarlos para su asociación en un sindicato. A causa de su posición dentro del
antiguo régimen, ninguno de los Erlich había sido hasta ahora admitido.
La vida de estos ancianos era enormemente triste. Sus casas se venían abajo,
abundaban en ellas las goteras, lo habían vendido todo, hasta la ropa, y nadie quería
darles trabajo. Pero tenían que pagar los alquileres y el agua en las mismas
condiciones que aquellos que tenían un negocio propio. Para colmo de males, eran
viejos y sufrían de terribles dolencias —precursoras del cáncer y de otras
enfermedades consuntivas— como todas las familias judías en decadencia. Boris
opinaba desde hacía mucho que debe ponerse fin a los sufrimientos de los demás,
pero ahora su madre estaba junto a él, su cara tan semejante a la de Boris, su cuerpo
tan igual a lo que sería el suyo dentro de veinte años, que tuvo una súbita conciencia
del destino común de todos aquellos cuerpos, los cuerpos de los Erlich, que estaban
de algún modo ligados entre sí. Venció sus escrúpulos y fue a ver al director del
soviet local. Era un obrero de Petersburgo que parecía haber estado esperando toda su
vida la oportunidad de decirle a alguien lo penoso que era trabajar en un soviet local,
dentro de este execrable poblado llamado antes el Distrito Judío; lo difícil que
resultaba volver a poner estos shtetls en pie y establecer los cimientos de una vida
nueva y mejor en estos miserables pueblos judíos de las remotas provincias del
sudoeste, pobres en extremo y destinados a morir irremisiblemente. Durante los días
sucesivos, Boris tuvo que afrontar el cementerio de su shtetl nativo y los ojos
suplicantes de sus tíos, que habiendo sido una vez despreocupados viajantes de
comercio, ahora sólo pensaban en adherirse a un sindicato o en inscribirse en el
Departamento de Trabajo.
Por aquellos días, el veranillo de San Miguel tocó a su fin, y el otoño hizo su
aparición. Empezó a caer la fría lluvia del shtetl, haciendo descender de las colinas
una mezcla de piedras y barro que parecía cemento armado. La entrada de la casa se
inundó. Hubo que poner latas oxidadas y cacerolas de Pascua debajo de las grietas del
techo. Al caminar por la habitación, había que cuidarse de no meter el pie en alguna
de ellas.
Fue entonces cuando Boris dijo a su madre:
—Vayámonos de aquí.
—¿Adónde?
—A Moscú, madre.
—¿No hay ya bastantes judíos en Moscú, para que ahora vayamos nosotros?
—Tonterías —dijo Boris—. No hagas caso de lo que diga la gente.
Estaba sentada en un rincón de la húmeda habitación de delante, junto a la
ventana desde la que podía ver las aceras llenas de socavones, la ruinosa casa vecina
y los últimos treinta y cinco años dé su vida. Allí sentada se compadeció con toda su
alma de sus hermanas, cuñados y sobrinos, a ninguno de los cuales había regalado el
destino un hijo como el suyo. Ya se había imaginado ella que Boris le hablaría de
Moscú, tarde o temprano, y sabía también que acabaría por ceder. Pero antes de
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hacerlo, quería dar libre curso a su propia desazón, y empapar su renuncia en el dolor
de todo el vecindario. Dijo que se sentiría terriblemente desgraciada viajando sola,
sin su marido, cuyo sueño más grande había sido ir a Moscú y abandonar este lugar
dejado de la mano de Dios para acabar sus días —días de los que no se espera otra
cosa que estar en paz y presenciar la felicidad de los demás— en la nueva tierra
prometida, junto con su hijo. Pero su marido yacía en la tumba, bajo la lluvia que no
había dejado de azotar en toda la noche, y decidió que iría a Moscú, donde se decía
que la gente era feliz y despreocupada, entusiasta, y estaba llena de proyectos,
aventurándose a emprender toda clase de cosas extraordinarias. Ester declaró que le
sería difícil abandonar las tumbas donde sus antepasados —rabís, tsadiks y estudiosos
del Talmud— descansaban bajo lápidas grises consagradas por el tiempo. No volvería
a verlas nunca más y ¿cómo se portaría su hijo con ella cuando le llegara el momento
de morir en tierras extrañas, entre gente tan ajena a ella que ni siquiera le era posible
imaginarla? Y además, ¿cómo podría ella perdonárselo, si se diera el caso de que su
vida en Moscú verdaderamente le gustaba? Al imaginar lo insoportable que le sería
sentirse feliz en un momento así, sus largos dedos deformados por el reumatismo
temblaron, se humedecieron, y las venas de su amarillento pecho se hincharon,
latiendo dolorosamente. La lluvia golpeaba contra el tejado de zinc. Por segunda vez
desde la llegada de su hijo, la pequeña judía atizada con zapatos de empeines
elásticos se echó a llorar. Asintió a ir a Moscú, porque no había otro lugar donde ir, y
también porque su hijo se parecía tanto al padre que no hubiera podido separarse de
él; como todos, su marido había tenido sus defectos y sus patéticos pequeños
secretos, que sólo ella conocía, y sobre los que nunca diría una palabra.
III
La única discusión fue respecto a lo que llevarían con ellos. Ester quería
llevárselo todo, mientras que Boris insistía en que debían venderlo. Pero no había en
Kremenets nadie que lo comprara. La gente no necesitaba muebles, y los
comerciantes del lugar, que parecían empresarios de pompas fúnebres y de seres
surgidos de Dios sabe dónde, como visitantes de otro mundo, eran personajes
desalmados que ofrecerían una miseria, quejándose de que sólo podrían vendérselo a
los campesinos.
Pero los parientes les ayudaron a solucionar el problema. En cuanto se recobraron
del primer golpe de dolor, empezaron a robar las cosas del difunto sin pérdida de
tiempo. Y dado que, en el fondo, la mayor parte de ellos eran gente honesta que no se
dedicaba al lucro, el espectáculo de este furtivo saqueo resultaba particularmente
triste. Ester, confusa y con el rostro enrojecido, hizo un débil intento para detener una
de las manos extendidas, pero ésta temblaba tanto, y estaba tan húmeda, arrugada y
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vieja, con los bordes de sus uñas partidos, que se echó atrás, comprendiéndolo todo
en un instante, asustada ante la idea de que alguien quisiera impedir esta dolorosa
rapiña, y al mismo tiempo asustada de que gente con la que ella había crecido se
apresurara a despojar así su casa de sábanas y armarios.
Todos sus enseres serían enviados por expreso a Moscú. Sus parientes lloraban
mientras la ayudaban a empaquetar los bultos que llevaría consigo. Habían recobrado
el sentido común y, sentados sobre los paquetes, decían que se quedarían en
Kremenets para siempre, y que nunca lo abandonarían. La anciana metió una cuba de
lavar y un taburete de cocina en uno de los bultos.
—Ya verás —le dijo a Boris—. Necesitaremos todo esto en Moscú. Además, no
voy a conservar de mis sesenta años sólo las cenizas que tengo en el corazón y las
lágrimas, que me vienen hasta cuando no quiero llorar.
Al llegar el momento de mandar sus cosas a la estación, las hundidas mejillas de
la anciana enrojecieron otra vez y sus ojos brillaron con una ciega y apasionada
intensidad. Se paseó por la desnuda y sucia habitación, empujada por una fuerza que
la obligaba a caminar con los hombros agobiados y temblorosos contra la pared, de la
que pendían trozos de papel desgarrado.
Por la mañana siguiente —el día de la partida— Ester llevó a sus hijos al
cementerio. Allí, bajo lápidas talmúdicas, entre vetustos robles, estaban enterrados
los rabís muertos por los cosacos de Honta y Khmelnitski[51]. La anciana fue hasta la
tumba de su marido, temblando ligeramente, y luego se irguió.
—Mario —dijo—. Tu hijo me lleva a Moscú. No quiere que me entierren junto a
ti…
Fijó su mirada en el rojizo montón de tierra suelta y porosa, y sus ojos se fueron
abriendo cada vez más. Su hijo y su hija la sostenían por los brazos. Se tambaleó y
cayó hacia adelante con los ojos entrecerrados. Crispó sus manos húmedas y
marchitas, y rindiéndose a sus hijos, se dejó caer entre los dos. Sus ojos se
agrandaron aún más, llameantes y llenos de luz. Se desprendió de sus hijos y su
cuerpo, vestido en sedas, cayó sobre la tumba. Todo él se convulsionó; la mujer
empezó a acariciar la tierra roja y las flores marchitas, llena de ávida ternura. Su voz
aguda resonó en el cementerio judío:
—Tu hijo me lleva a Moscú, Mario. Reza por él, para que sea feliz allí…
Con los dedos, que estaban encogidos como si sostuvieran agujas de tejer, rozó la
tierra que cubría a su marido muerto. Entonces, cuando su hijo le dio la mano, se
levantó en silencio y se alejó junto a él. Boris la condujo a lo largo de un sendero
sobre el que se suspendían las ramas de los robles. Estaba abrumado por el dolor, y
todo su ser se resentía de la presión de las lágrimas en las cuencas de los ojos y en la
garganta. Probaba por primera vez esas lágrimas que jamás desaparecen, que se
alojan para siempre en nosotros. La anciana se detuvo junto a la verja a la salida.
Liberó su mano, de la que el sudor fluía como el agua de un manantial,
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alternativamente caliente y helado, y la agitó en despedida al cementerio y la tumba,
como si éstos se alejaran de ella flotando.
—Adiós, querido mío —dijo suavemente. Había dejado de temblar y ya no
lloraba—. Adiós…
Así fue como abandonaron los Erlich su lugar natal.
IV
Viajaron en el expreso Sebastopol-Moscú. Boris había comprado billetes para un
vagón de primera. Boichik, el balagula, que en su época había sido célebre en todo el
pueblo por sus chites y sus percherones color azabache, los condujo a la estación.
Pero ya no tenía los caballos de antaño, y su desvencijado carro lo arrastraba ahora un
penco grande y blanco, de colgantes labios rosados. El propio Boichik estaba viejo y
reumático.
—Oye, Boichik —dijo Ester dirigiéndose a la combada espalda del hombre
cuando el carro entró en la estación—.• Yo vuelvo el año que viene. Espeto
encontrarte bien para entonces…
Los hombros de Boichik se agobiaron aún más. El penco blanco se arrastraba por
el fango con sus rígidas patas hinchadas en las articulaciones. Boichik se volvió,
mostrando los bordes enrojecidos de sus párpados, la faja que llevaba enrollada a la
cintura y los sucios mechones de pelo que crecían en su rostro pequeño y arrugado.
—Lo dudo, señora Erlich… —y con repentina vehemencia gritó al caballo—: Se
acabó la feria, ¡vamos…!
El tren había sido improvisado con un grupo de coches de antes de la guerra. A
través de las anchas ventanas relucientes, Ester vio por última vez a sus parientes,
amontonados en el andén: los impermeables color orín, las polainas de soldado, las
capas vueltas; sus hermanas, viejas de grandes pechos inservibles, su cuñado Samuel,
un antiguo viajante de comercio, con su cara mórbida y contorsionada, su otro
cuñado, Efim, que fue hombre rico en otros tiempos, con sus viejas y endebles
piernas desamparadas envueltas en harapos. Se empujaban unos a otros y al partir el
tren gritaron algo. Su hermana Genya corrió por el andén[52]….
Boris señalaba los diferentes paisajes con tanto aplomo y orgullo como si el país
entero le debiera su existencia y le perteneciera a él, Boris Erlich… En realidad, así
era hasta cierto punto: en todo lo que veían —en el vagón «internacional» en que
viajaban, en las refinerías de azúcar recién construidas, en las estaciones de
ferrocarril restauradas— había una gota de sudor o de sangre contribuida por este jefe
de regimiento de la Caballería Roja…
Por la noche, pidió ropa de cama para los tres, y con infantil orgullo les enseñó
cómo encender la lamparilla azul de cabecera; con la cara iluminada por una sonrisa,
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reveló el secreto del pequeño armario de nogal que, ¡presto!, se convertía en un
lavabo.
Entre las amplias sábanas limpias, mecida suavemente por los muelles bien
engrasados del tren, Ester miró la oscuridad azul, en la que aún se demoraba un resto
de luz, y oyendo la respiración de su hijo —que gritaba y se rebullía en sueños— y de
su hija, pensó que seguramente alguien tendría que pagar por este palacio de cuento
de hadas que corría a través de Rusia con sus luces fulgurantes y sus pulidos tubos de
metal. Era una reflexión típicamente judía. A Boris ni siquiera se le había ocurrido.
A medida que se aproximaban a Moscú, su única preocupación era la de saber si
Alyosha Selivanov había recibido su telegrama pidiéndole que fuera con un
automóvil a la estación. El automóvil en cuestión resultó ser un Packard nuevo de
treinta mil rublos que había sido puesto a la disposición del personal general de la
Caballería Roja. Llevó a los Erlich a un apartamento en la Ostozhenka, que había
sido preparado de antemano por Boris. Alyosha ya había dispuesto en él algunos
muebles. Sin dar tiempo a su madre para recobrarse de su asombro ante las infinitas
maravillas de las dos habitaciones, Boris le enseñó la cocina con sus hornillos de gas,
el baño con un calentador también de gas, y los bien ventilados armarios. Los cuartos
eran magníficos. Formaban parte de una suite que había pertenecido, antes de la
revolución, al gobernador general de Moscú.
Mientras conducía a su madre a través de las cocinas, baños y primer piso de esta
casa principesca, Boris estaba obedeciendo inconscientemente la llamada de su
antiquísima sangre semítica. La visita al cementerio y la tumba de su infortunado
padre, que no había vivido para ver todo esto, habían despertado en él ese poderoso
instinto de familia que durante siglos había sustentado a su raza. A sus treinta y tres
años, respondiendo a esta ancestral llamada, se sentía a la vez padre, marido y
hermano: el defensor de estas dos mujeres, su apoyo y su sostén. Lo sentía con toda
la intensidad, con todo el tenaz dolor de corazón que tan fácilmente se apodera de los
judíos. Le atormentaba pensar que su padre no había vivido para presenciar todo esto,
y quería compensar su desventura velando por que la seguridad de su mujer y su hija
quedara en sus manos. Si su existencia al amparo de estas nuevas manos resultaba
mejor de lo que había sido en manos de su padre, se debería solamente a la
implacable ley de la vida.
V
Boris Erlich, graduado del Instituto de Psico-Neurología (el único establecimiento
de enseñanza superior en Rusia que no tenía una cuota fija para los judíos), había
pasado las vacaciones del verano de 1917 con sus padres en el shtetl. Había recorrido
todas las apacibles aldeas de sus alrededores, explicando a sus habitantes los
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principios fundamentales del bolchevismo. Su nariz curvada le perjudicó en esta tarea
divulgadora, pero sólo un poco —la forma de una nariz no tenía mucha importancia
en 1917. Ese mismo verano, Alyosha, el hijo de un contable que trabajaba para el
gobierno local, volvió de su exilio en Verkhoyansk, en Siberia. Mientras se
recuperaba de su estancia en prisión, consumiendo licores y buñuelos caseros, se
dedicó a la genealogía, y descubrió que los Selivanov eran descendientes de Selikha,
un coronel de los cosacos de Zaporozhyan. Llegó a encontrar en los archivos locales
una litografía de su antepasado, montado a caballo con su chaquetón cosaco y
sosteniendo su maza de oficial. Debajo del retrato había una borrosa inscripción en
latín. Alyosha declaró que había sido escrita por Orlik, el canciller ucraniano de
Mazeppa. El romántico interés de Alyosha en el pasado no estaba reñido con su
afiliación al Partido Socialista Revolucionario[53]. Las figuras de Zheliabov,
Kibalchik y Kalyayev[54] estaban grabadas en su retina. A sus veintiún años, Alyosha
llevaba una vida muy intensa. Boris Erlich, el graduado de nariz curva y extraño
nombre, avivó su fervor juvenil. Se hicieron íntimos amigos, y Alyosha se unió a los
bolcheviques cuando se hizo evidente que ningún otro partido en el mundo tendría
que luchar, destruir y construir como éste, imbuido como estaba de un fervor
irrefrenable. Boris le facilitó los libros necesarios y el Manifiesto Comunista.
Después de la revolución, Alyosha reunió a todos sus amigos en el shtetl: el
proyeccionista de diecinueve años que estaba a cargo del Cine Mágico, el herrero,
que también era judío, un grupo de antiguos suboficiales que no tenían nada que
hacer y algunos muchachos de la aldea vecina. Proveyó a todos de un caballo, y
llamó al destacamento que formaban un «regimiento insurgente de los Cosacos Rojos
Ucranianos». Uno de los suboficiales fue designado jefe de estado mayor, y Boris
recibió el cargo de Comisario.
Dado que los hombres del regimiento de Alyosha luchaban por una causa
ciertamente justa, se llevaban bien entre ellos, morían con la cabeza alta y mentían
como el demonio; sus filas se engrosaban cada vez más con nuevos reclutas y el
regimiento evolucionó del mismo modo que los demás arroyuelos que confluyeron
para convertirse en el Ejército Rojo. De regimiento pasó a ser brigada y de brigada a
división: luchó contra las Bandas Verdes, contra Pedyura y el Ejército Voluntario de
Wrangel[55], contra los polacos. En la época de la campaña contra Wrangel, Alyosha
era ya comandante. Tenía entonces veinticuatro años. Los periódicos granjeros
hablaban de Budyonny y de Alyosha[56] como inventores de nuevas tácticas y
estrategias en el combate de caballería. Los especialistas de la Academia de la Guerra
empezaron a estudiar sus fulminantes ofensivas, y los cadetes de la Academia
resolvían ejercicios dé táctica basados en las operaciones del Cuerpo de Cosacos
Ucranianos. El mismo Selivanov y su inseparable comisario Boris Erlich, que había
sido propuesto a la Academia, también estudiaban sus propias tácticas junto con los
cadetes. Instituyeron en Moscú una comunidad que incluía al antiguo proyeccionista
y al ex suboficial del ejército zarista.
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En Moscú, como antes en el regimiento, Boris se entregó con un apasionamiento
rayano en lo enfermizo al sentido del honor y al espíritu de solidaridad del grupo.
Quizá porque durante tanto tiempo se le había negado a su pueblo uno de los
sentimientos más nobles —el de la camaradería en el campo de batalla—, sentía
Boris sed de amistad y la necesidad de defender a sus compañeros y demostrarles su
lealtad. Pero a pesar del demento morboso, había tanto atractivo en su actitud
apasionada, caballeresca y generosa hacia sus camaradas, que el apartamento de
Boris se convirtió en lugar de reunión para los «Mariscales Rojos», como éstos
habían dado en llamarse. El club empezó a progresar verdaderamente cuando en las
comidas el pescado relleno vino a sustituir las salchichas y vodka de la Sociedad
Cooperativa de Moscú, la marmita de metal fue reemplazada por un samovar traído
de Kremenets, y el té lo sirvió la reconfortante mano de una anciana. Hacía muchos
años que Alyosha Selivanov y sus soldados no habían visto a una anciana sentada tras
un samovar. Todos agradecieron el cambio. La mujer era tímida y humilde, y
silenciosa como un ratón. Pero en su pescado relleno, en sus dedos que se afanaban
con el samovar, podía percibirse la esencia de la raza judía, su apasionamiento
vehemente.
VI
Al principio hubo ciertos problemas con el pescado. La mujer del profesor, que
vivía en el mismo edificio, dijo en la cocina que toda la casa olía a demonios. Y era
verdad, tras la llegada de los Erlich hasta el vestíbulo de la entrada empezó a oler a
ajo y a cebolla frita. […]
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Sulak (1937)
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Sulak
Página 110
llanto de un niño.
—Hannah, cielo, te lo prometo —mascullaba nuestro anfitrión—. Te lo prometo
de verdad, mañana iré a ver a la maestra…
—¡Basta de hablar! —gritó Chernishev, que estaba acostado a mi lado—. Deje
dormir a la gente, ¿quiere?
El desgreñado director nos miró desde lo alto de la estufa; tenía la camisa
desabrochada y le colgaban las piernas.
—La maestra dio a los niños algunos conejos para que los criaran —dijo a guisa
de disculpa—. Tenía una hembra sin macho… Llegó la primavera, y dato, se fue al
bosque…
—Hannah, cielo —dijo de pronto d director en voz alta, hablando con la pequeña
—. Iré a ver a la maestra mañana, te traeré un par y les haremos un cobertizo…
Padre e hija siguieron hablando por algún tiempo encima de la estufa, y él repetía
constantemente «Hannah, cielo». Por fin se durmió. Chernishev se agitaba y daba
vueltas a mi lado sobre el heno.
—Vámonos —dijo.
Nos levantamos. La luna brillaba en un cielo claro y sin nubes. Los charcos
estaban cubiertos de una fina capa de hielo primaveral. El jardín de Sulak, invadido
por la cizaña, estaba erizado de mazorcas y abarrotado de hierros viejos. En el
establo, junto al jardín, se oyó un crujido, y una luz brilló entre las rendijas que
separaban las vigas de madera. Arrastrándose hasta la puerta, Chernishev apoyó en
ella su hombro y d cerrojo cedió. Al entrar, vimos un hoyo abierto en el medio del
establo, y un hombre sentado en d fondo. La diminuta mujer de blusa blanca estaba
de pie al borde del pozo con un cuenco de sopa de remolacha en la mano.
—Hola, Adrián —dijo Chernishev—. ¿Estabas cenando?
Dejando caer su recipiente, la pequeña mujer se abalanzó sobre mí y me mordió
en la mano. Temblaba y gemía, con los dientes firmemente aferrados a mi carne. Un
tiro salió del pozo.
—Adrián —dijo Chernishev—, te queremos vivo…
Allí abajo, Sulak forcejeaba con d gatillo de su revólver, y éste cedió.
—Estamos intentando hablarte como a un ser humano —dijo Chernishev, y
disparó.
Sulak cayó de bruces sobre la pared lisa y amarilla; intentó asirse a ella, un chorro
de sangre fluyó de su boca y sus oídos, y se desplomó.
Chernishev se quedó vigilando mientras yo iba a buscar al director. Esa misma
noche nos llevamos el cadáver. Los hijos de Sulak iban junto a Chernishev por el
húmedo camino suavemente iluminado. Los pies del difunto, calzados con botas
polacas de suelas tachonadas, asomaban fuera del carro. La pequeña mujer iba
sentada, inmóvil, junto a la cabeza de su marido. En la menguante luz de La luna, su
cara, de contorsionados rasgos, parecía hecha de metal. Una criatura dormía en su
falda.
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—Tiene mucha leche, ¿eh? —dijo de pronto Chernishev avanzando a grandes
pasos por el camino—. Ya le daré yo leche…
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Apéndices
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Bábel responde a preguntas sobre su trabajo
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Estoy viviendo en una antigua colonia de pura sangre cosaca. El cambio al
sistema de granjas colectivas no ha sido fácil aquí, y los colonos han sufrido
penalidades, pero ahora todo está en marcha con una considerable actividad.
[Colonia Cosaca de Prishibokaya, 13 de diciembre de 1933][60].
Por tercera vez he empezado a re-escribir mis cuentos, y veo con horror que
aún se necesita otra revisión —la cuarta—. Ésta será definitivamente la última
por el momento. [!] No puede remediarse[62].
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la necesidad de escribir obras más extensas, como podemos ver en su mención de un
[63]
plan para «una novela de aproximadamente trescientas páginas» . «La judía»,
probablemente un fragmento de esta proyectada novela, es, aunque incompleto, el
trabajo de ficción en prosa más largo que de él se conoce.
A mediados de los años treinta, Bábel se apartó de la prosa y pasó muchos años
[64]
trabajando en piezas de teatro y guiones de cine . Por lo que sabemos, sin
embargo, sólo una de estas obras dramáticas ha sobrevivido, la pieza teatral María.
Pero, como ya hemos dicho, el «silencio» de Bábel se debía de igual modo a las
dificultades que encontraba para publicar el material que tenía preparado. En 1933,
Gorki recomendó cuatro de sus cuentos para su publicación en la revista El Año
Dieciséis (God shestnadtsaty): «Fróim Grach», «Mis primeros honorarios»,
«Petróleo» y «La calle de Dante». Todos ellos fueron rechazados a pesar de la
protección de Gorki. Solamente «Petróleo» y «La calle de Dante» se publicaron en
otras revistas en el año 1934. («Fróim Grach» y «Mis primeros honorarios» fueron
publicados por vez primera en Nueva York en 1963, y sólo recientemente en la Unión
Soviética.) La aparición de un cuento sobre la colectivización, «Adrián Morinets»,
fue anunciada por la revista Nuevo Mundo, pero nunca llegó a publicarse. La obra
de Bábel, María, publicada en 19} 5, despertó tantas y tan severas críticas oficiales
que los ensayos fueron suspendidos en el Teatro Vakhtangov de Moscú, y no fue
puesta en escena hasta 1964, por el Teatro Piccolo, en Italia.
A la vista de tantas dificultades, no podemos dejar de admirar la habilidad con
que Bábel hizo frente a las preguntas que le fueron dirigidas a lo largo de la
entrevista sobre su «extraña» falta de producción literaria. Aceptó los reproches con
una explicación bastante sorprendente: «Sencillamente, no estoy muy bien equipado
para este trabajo, y no lo harta si estuviera en una posición mejor para dedicarme a
otra cosa». A continuación, y casi en el mismo diento, Bábel encontró una forma de
confundir el tema en cuestión:
Casi todas las respuestas de Bábel están caracterizadas por una similar
ambigüedad. Lo que no dijo es tan significativo como lo que dijo. Sólo la cautela
pudo haberlo inducido, por ejemplo, a omitir los nombres de Leskov, Gogol y
Dostoyevski en su enumeración de «escritores favorito». Indudablemente
consideraba a Tolstoi «el escritor más maravilloso que haya existido nunca», pero de
todos sus trabajos, Bábel prefiere «Hadji-Murad», uno de los últimos cuentos de
aquél, sobre un jefe montañés del Cáucaso que, en las palabras de D. S. Mirski, tiene
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«todas las virtudes y todos los vicios de un guerrero bárbaro». Esta definición puede
aplicarse también à los cosacos de Bábel.
Asimismo, qué debe uno suponer del moderado elogio atribuido a Solojov: («[Él]
progresa por el camino indicado»), cuando es seguido más tarde por una
declaración tan amargamente irónica como:
Ahora, para anticiparme a la más leve sugestión de que estoy perdiendo mis
facultades como escritor, debiera decir que muchos de mis colegas, aun cuando
su provisión de hechos y observaciones interesantes no es mayor que la mía, los
escriben a la manera «tolstoyana». Todas sus víctimas saben a qué conduce esto.
La entrevista podría ser interpretada como una obra maestra de double entendre,
pero no es ésta la principal impresión que produce. Superficialmente, el tono puede
ser jocoso y entusiasmado, pero hay en él frustración, amargura y una dolorosa
ambivalencia; lo que vemos es una afirmación casi desesperada de individualidad,
que fue sencillamente inaceptable para las autoridades soviéticas en 1937. No es de
extrañar que la entrevista no se publicara en su momento.
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Pregunta: ¿Está usted escribiendo menos ahora sobre la Guerra Civil?
Bábel: Yo diría que después de un período de inacción relativamente largo, ahora
me es más fácil escribir. Escribo bastante, y mi trabajo será publicado. Mi perspectiva
de la Guerra Civil es hoy diferente.
Tengo nuevos temas. Quiero escribir sobre el campo, sobre la colectivización
(algo que me interesa mucho en este momento), sobre la gente durante la
colectivización, sobre la transformación de la agricultura. Este es el acontecimiento
más importante de nuestra Revolución, además de la Guerra Civil. Yo estuve bastante
íntimamente relacionado con la colectivización en 1929 y 1930, y llevo ya algunos
años intentando describirla. Parece que ahora lo estoy logrando.
P.: ¿Cuánto tiempo le llevó escribir su primer cuento?
B.: Dado que esta velada ha sido organizada por la revista Aprendiendo a
Escribir, creo que las preguntas sobre mis métodos de trabajo son apropiadas. Y esto
es lo que puedo decir:
Cuando yo empecé a escribir cuentos, mi «técnica» era la de pensar durante
mucho tiempo antes de comenzar, de modo que cuando me sentaba a escribir casi
sabía el relato de memoria —éste estaba tan «maduro» que prácticamente se escribía
solo. Podía pasar tres meses sin escribir y luego escribir media página en tres o cuatro
horas, casi sin ninguna enmienda.
Más tarde este método dejó de satisfacerme —encontré que todo estaba ya
trazado de antemano, y que en el momento de escribirlo había muy poco margen para
la improvisación. Cuando uno se sienta delante de la hoja en blanco con una pluma
en la mano, es imposible predecir hasta dónde va a llegar o dónde demonios
terminará. No siempre se siguen el ritmo o las impresiones del mismo modo en que
éstos han sido concebidos.
Ahora trabajo de manera diferente. Cuando siento la necesidad de escribir algo —
un cuento, por ejemplo— lo hago simplemente, tal como se me ocurre. Luego lo
guardo durante algunos meses, después de los cuales vuelvo a leerlo y a escribirlo
nuevamente. Puedo escribir y reescribir una cosa varias veces —tengo mucha
paciencia en este respecto. Claro que este método —como puede verse por los
cuentos que van a ser publicados[65]— lleva a una mayor facilidad, a una mayor
fluidez en la narración de la historia, y a un estilo más directo.
P.: Los lectores están inquietos por su silencio excesivamente largo.
B.: Yo también lo estoy, de manera que en ese sentido no diferimos mucho.
A decir verdad, sencillamente no estoy bien equipado para este trabajo, y no lo
haría si estuviera en una mejor posición para dedicarme a otra cosa. Pero este es el
único trabajo que, con gran esfuerzo, puedo hacer más o menos bien. Eso, en primer
lugar. En segundo lugar, tengo un sentido crítico muy desarrollado. En tercer lugar,
vivimos en una época revolucionaria y tormentosa, y yo soy de aquellos a quienes no
les preocupa demasiado la palabra «qué». Enseguida siento admiración, odio o
compasión. Algunos de mis camaradas, cuando experimentan estas cosas, se
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precipitan a escribirlas, y, si son periodistas consumados, o si están dotados para la
sátira o la oda, entonces, a veces, les resulta muy bien. Por temperamento, yo estoy
siempre interesado en el «cómo» y el «porqué» de las cosas. Estas preguntas
necesitan ser estudiadas con cuidadosa reflexión, y es preciso encarar el oficio de
escribir con una gran honestidad para poderlas responder en forma literaria. Es así
como me lo explico [mi silencio] a mí mismo.
Además, soy un antiguo transgresor en este respecto. No es nada nuevo para mí.
Empecé a escribir desde muy joven, luego lo abandoné por algunos años, después
volví a escribir furiosamente por algunos años más, lo dejé otra vez, y ahora estoy
empezando el segundo acto de la comedia, o tragedia —no sé lo que será. En general,
es biografía [¿autobiografía?], pero una biografía algo extraña.
P.: Por favor, díganos cuáles son sus escritores preferidos, clásicos y modernos, y
de quiénes ha aprendido usted.
B.: Últimamente me he estado concentrando cada vez más en un escritor: Leo
Nikolaievich Tolstoi. Pushkin, por supuesto, es un compañero constante; Creo que
nuestros jóvenes escritores no dedican el tiempo suficiente a leer y estudiar a Tolstoi,
indudablemente el escritor más maravilloso que haya existido nunca.
Debo decir que cuando volví a leer «Hadji-Murad[66]» por segunda vez, hace
algunos años, me quedé muy impresionado. Recuerdo lo que Gorki me dijo una vez.
Todo el mundo conoce Recuerdos de Tolstoï, de Gorki, pero no todos saben que
Gorki también trabajó durante muchos años de su vida en un libro sobre Tolstoi, el
cual, según me dijo, simplemente no pudo terminar. Creo que esto se debió a que el
primer libro fue escrito apasionadamente, bajo el impacto inmediato, mientras que en
el segundo intentó escribir un tratado…
Al volver a leer Hadji-Murad pensé: éste es el hombre de quien se debe aprender.
Aquí, la descarga eléctrica iba de la tierra, a través de sus manos, directamente al
papel, sin ningún aislante, arrancando sin piedad todas las capas exteriores con un
sentido de la verdad —una verdad que estaba además envuelta en un ropaje a la vez
bello y transparente.
Cuando uno lee a Tolstoi, siente que el mundo entero está escribiendo, el mundo
en todas sus formas. En realidad, según dicen, todo es cuestión de método, de técnica.
Si tomamos cualquier capítulo de Tolstoi encontraremos que hay en él gran cantidad
de cosas diversas: filosofía, muerte. Y podría pensarse que para escribir así se
necesita ser prestidigitador, poseer una extraordinaria habilidad técnica. Pero todo
esto está imbuido del sentido del universo que guiaba a Tolstoi.
Yo soy un mal crítico literario; es más: soy pésimo. Debo disculparme por hablar
de estas cosas. Pero estoy intentando contestar a la pregunta sobre mis escritores
favoritos y de quienes debiéramos aprender.
En cuanto a escritores modernos, creo que nos estamos aproximando a una época
similar a la del «Reconocimiento de Hamburgo», para citar una frase utilizada una
vez por Shklovski[67]. Personalmente, no creo que un escritor sea alguien que posea
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una especie de aptitud física para escribir, que haya algo que urja en su cerebro y
empuje su pluma, que su corazón y su mente estén más desarrollados que los del
resto de la gente. Pienso que nos estamos acercando a un momento en que los
trabajos escolásticos, artificiales, los trabajos que no están imbuidos de sentimientos
y sinceridad están a punto de desaparecer, y dejarán de entorpecer nuestra literatura.
Si tuviera que mencionar nombres, diría que Solojov[68] progresa por el camino
indicado. He aquí alguien cuya manera de escribir tiene una buena textura. Cuando
uno lo lee, ve lo que ha escrito, y ve que lo ha hecho con pasión. La trama de su obra
no es tan significativa como la de Tolstoi; cuando Tolstoi hace que un caballero salga
de una casa y diga: «Cochero, veinticinco copecs a Tverskaya», esta frase tiene la
apariencia de un acontecimiento mundial que armoniza con el orden universal de las
cosas.
Es indudable que los detalles no tienen tanta importancia para Solojov, pero creo
que tiene mucho que dar de sí, y que está sobre el buen camino.
Tengo una muy buena opinión de Valentín Katayev[69] quien, a mi parecer,
escribirá cada vez mejor; ha evolucionado de un modo positivo, volviéndose más
severo a medida que va madurando. Su libro Solitaria vela blanca me parece una
contribución extraordinariamente valiosa a la literatura soviética. Este libro de
Katayev ha hecho mucho para devolver la literatura rusa a la gran tradición de la
literatura tridimensional, de la simplicidad, del arte descriptivo, cosas todas éstas que
casi hemos perdido. Prácticamente no tenemos a nadie que sepa cómo mostrar algo.
En cambio, hablan de ello hasta la saciedad, y esta manera de escribir es terrible. En
mi opinión, Valentín Katayev es, en gran medida, un escritor lleno de promesa, y su
trabajo irá progresivamente mejorando. Es una de nuestras grandes esperanzas.
P.: Por lo que ha estado diciendo, podría pensarse que usted es un creyente en las
cosas bien hechas, y hechas en gran escala, que cree en el realismo, y que se guía
por Tolstoi y Solojov. ¿Cómo se relaciona esto con lo que encontramos en su propia
obra? Ésta parece indicar que lo que más le interesa en la vida es lo excepcional,
antes que lo típico. Y sin embargo, el realismo es la piedra angular de su filosofía
artística.
B.: En una de las cartas que Goethe escribe a Eckermann, encontré una definición
del cuento —entre todas, la forma literaria en la que me siento más cómodo. La
definición de Goethe era muy simple: es una historia sobre un acontecimiento
inusitado. Quizá esto sea equivocado —no lo sé—, pero es lo que pensaba Goethe.
No creo tener los poderes, el material o el afán de registrar lo típico en la
dimensión en que lo hizo Tolstoi. Me gusta leerlo, pero no tengo interés en escribir a
su manera.
Usted menciona mi silencio. Déjeme decirle un secreto. He perdido varios años
intentando, con la debida consideración a mis propias preferencias, escribir cosas
largas, llenas de detalles y filosofía —buscando la dase de verdad a la que me he
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referido. No me ha servido de nada. Y por eso, a pesar de ser un gran aficionado de
Tolstoi, para conseguir algo debo trabajar de una manera opuesta a la suya.
Comprendo muy bien su pregunta, pero es posible que mi respuesta no haya sido
muy clara. Dicho de otro modo: el hecho es que Tolstoi podía describir lo que le
ocurría minuto por minuto; lo recordaba todo, mientras que yo, evidentemente, sólo
soy capaz de describir los cinco minutos más interesantes que he experimentado en
veinticuatro horas. De allí que prefiera la forma literaria del cuento. Esta debe ser la
razón.
P.: ¿De manera que Tolstoi funcionaba 23 horas y 35 minutos más que usted?
6.: Bueno, la auto-detracción no está dentro de mi naturaleza. Y si quisiera
amargarme la vida preguntándome quién escribe mejor, Tolstoi o yo, aun suponiendo
que llegara a la conclusión de que él lo hace mejor, probablemente lo despreciaría y
lo odiaría.
Pero ya que estamos aquí bajo los auspicios de Aprendiendo a Escribir, y
podemos hablar de los secretos de la profesión, le he dicho ya por qué puedo, más o
menos, escribir cosas cortas, pero no largas. Ahora, para anticiparme a la más leve
sugestión de que estoy perdiendo mis facultades como escritor, debiera decir que
muchos de mis colegas, aun cuando su provisión de hechos y observaciones
interesantes no es mayor que la mía, los escriben a la manera «tolstoyana». Todas sus
víctimas saben a qué conduce esto.
P.: En sus cuentos, muy bien escritos, hay una o dos frases que me parecen algo
audaces. En uno de ellos, ha utilizado las palabras «piernas bondadosas». No veo
cómo unas piernas pueden ser bondadosas o crueles. En otro de los cuentos ha
escrito la frase «Sacudió la cabeza como un pájaro sobresaltado». Si un pájaro se
asusta, sale volando.
B.: En cuanto a la primera historia, la frase le extrañó porque no expresaba
convicción, pero las piernas humanas pueden ser bondadosas, crueles, pueden ver o
pueden ser ciegas. No hay duda de que las piernas pueden tener cualquiera de estos
atributos humanos; sencillamente, hay que ser capaz de describirlo. Ese cuento acaba
algo bruscamente, y su objetivo no llega a demostrarse. Tiene usted razón en eso.
Con respecto a la otra frase, a mí me parece plausible. Así es como lo siento. En
lo que se refiere a la audacia —esto, como sabemos, es una virtud, pero sólo si el
hombre se arroja a la batalla provisto de las armas apropiadas. En este sentido, la
audacia es algo positivo.
Creo que sería bueno hablar un poco sobre la técnica del cuento, ya que esta
forma literaria no es muy popular entre nosotros. En realidad, es preciso reconocer
que nunca ha proliferado en este país; los franceses siempre nos han superado en este
sentido. En realidad, nuestro único escritor de cuentos es Chejov. La mayoría de los
relatos de Gorki son novelas condensadas, y lo mismo ocurre en el caso de Tolstoi —
con la excepción de «Después del baile[70]», que es un verdadero cuento. En general,
los cuentos no son nuestro fuerte; preferimos las novelas.
Página 121
[71]
P.: ¿Cuál es su opinión sobre Paustovski?
B.: Muy favorable. Si hubiera continuado con lo que estaba diciendo sobre
Solojov y Katayev, también habría tenido que mencionar a Paustovski y su
interesante evolución como escritor. Lo conozco desde hace mucho tiempo; hemos
nacido en el mismo lugar. Leí sus primeros intentos literarios. Son una excelente
ilustración de lo que estaba diciendo sobre [¿mi?] primer cuento. Esos primeros
intentos de Paustovski eran tan pesados y confusos, estaban escritos de manera tan
inepta —a pesar de que en aquel entonces ya era un hombre hecho y derecho. No
tenía dieciocho o veinte años, sino veinticinco, veintiséis o veintisiete. Estaba tan
sobrecargado de adjetivos y metáforas, era tan exuberante, que el lector se encontraba
literalmente abrumado: en la densa atmósfera que creaba el autor, era difícil respirar.
Su obra recordaba un invernadero de flores tropicales mal construido. Pero a pesar de
todo esto, siempre era posible discernir un sentimiento genuino. Luego, durante
quince años, Paustovski se dedicó a refinar este sentimiento, a librarse de casi todo lo
superfluo. Y ahora vemos el resultado; lo que es interesante es lo que ha empezado a
escribir a los cuarenta años.
P.: Tolstoi nunca tuvo que trabajar de esa manera.
B.: Más malas noticias para todos nosotros. En realidad, Tolstoi acabó tal como
empezó: encontró la forma y la substancia de lo que tenía que decir desde el principio
y éstas simplemente fueron puliéndose cada vez más a medida que pasaba el tiempo.
Cuando tenía setenta y cinco u ochenta y dos años, expuso lo que tenía que decir de
una maneta física más bien que literaria, y de este modo transmitía toda la gama de
significados.
P.: Usted es partidario de las frases cortas. ¿Cuál es su opinión: en un cuento
debe una idea ser elaborada o solamente sugerida?
B.: Esta es una gran equivocación. Yo no soy partidario de las frases cortas.
Considero que deben alternarse las frases cortas y las largas. Creo también que el
pensamiento humano necesita signos de puntuación. Eso es todo.
Ahora, en cuanto a que las ideas deban ser elaboradas o simplemente sugeridas:
deben ser expresadas con precisión, camarada. Uno quisiera que las ideas fueran
transmitidas intactas, no «elaboradas».
[72]
P.: ¿Cree que Yuri Olesha ha dicho todo lo que tenía que decir, o que seguirá
escribiendo? ¿Qué piensa de él?
B.: Usted me hace preguntas que pueden aplicarse también a mí mismo, y sobre
gente con la que estoy íntimamente relacionado. Somos todos del mismo lugar, y
todos pertenecemos a la llamada «escuela de Odesa» o del «sur de Rusia», hacia la
que siento una gran estima. Tengo una gran opinión de Yuri Olesha. Lo considero uno
de los más originales y talentosos escritores soviéticos. ¿Seguirá escribiendo? No hay
otra cosa que pueda hacer. Si sigue vivo, seguirá escribiendo. Creo que puede escribir
cosas magníficas. Pienso que su capacidad de producción está bloqueada por
obstáculos imaginarios. Su talento romperá estas barreras. Olesha es un gran escritor.
Página 122
P.: ¿No está demasiado entregado al periodismo? Quizá esto le impida escribir.
B.: Yuri Olesha es un orador público por naturaleza. Puede hablar sobre temas
abstractos o tópicos. Yo no veo una gran diferencia entre sus artículos y el resto de su
trabajo. Los artículos están escritos más de prisa, son menos significativos, pero
siempre hay en ellos alguna nota de originalidad.
P.: ¿Cómo se trabaja en un cuento?
B.: ¿Cómo se trabaja en un cuento? Yo no tengo absolutamente ninguna fe en las
fórmulas o en los libros de texto y, de paso, diré —aunque me avergüenza hacerlo;
quizá sea un punto de vista reaccionario— que estoy muy alarmado por el Instituto
Literario[73] (Gorki). Sé que están encargados de elevar el nivel general de educación
y la capacidad de la gente; esto es muy importante. Enseñar a la gente inglés y
francés está muy bien, pero ¿cómo se puede enseñar a una persona a escribir? No lo
comprendo. En este sentido, sólo puedo hablar basándome en mi propia experiencia.
Yo trato de elegir a mis lectores y, al hacerlo, intento no tener miras demasiado
reducidas. Busco a un lector que sea inteligente, instruido, y de gustos exigentes.
Generalmente hablando, pienso que un cuento sólo puede ser leído apropiadamente
por una mujer inteligente —los mejores especímenes de esta mitad de la raza humana
tienen a veces un gusto exacto, tal como otros tienen una puntería exacta. Lo más
importante en este respecto es formarse una imagen de los propios lectores de ruso,
una imagen que sea lo más estricta posible. Así lo hago yo. Mi lector vive en mi
espíritu pero, dado que ha estado allí durante mucho tiempo, lo he creado a mi
imagen y semejanza. Es posible que hasta seamos una sola persona.
Después de haber escrito un cuento nunca se debe, en un estado de desbordante
entusiasmo, leérselo a otra persona; no hay que apresurarse a dar la gran noticia de
que se ha dado a luz. Esto no es tan fácil. Se necesita un gran esfuerzo para no correr
a la casa vecina y leerlo en voz alta, para dejarlo en suspenso y luego volver a
revisarlo con nuevos ojos… Así como yo elijo a mi lector, reflexiono sobre la manera
de conquistar a este sagaz individuo, o de impresionarlo. Lo respeto. La vieja idea del
actor de que «el público es tonto» es algo terrible. Es preciso dirigir nuestro objetivo
hacia algún crítico serio e intentar dejarlo atónito. Esta es la clase de ambición que
debe tener un escritor. Una vez que esta ambición haya despertado en él, no le queda
mucho tiempo para tontas menudencias.
Mi actitud con respecto a los adjetivos es la historia de mi vida. Si alguna vez
escribo mi autobiografía, la llamaré La historia de un adjetivo. Cuando era joven,
pensaba que todo lo que era suntuoso debía ser transmitido por medios suntuosos.
Pero me equivocaba. Resulta que muchas veces uno debe valerse de elementos
opuestos… Toda mi vida he sabido, con muy pocas excepciones, qué escribir, pero
dado que he intentado decirlo todo en doce páginas, puesto que me he restringido a
mí mismo de este modo, he debido escoger y seleccionar palabras que fueran en
primer lugar significativas, en segundo lugar sencillas y en tercer lugar hermosas.
P.: ¿Por qué no está más satisfecho con las cosas que ha escrito?
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B.: Creo que las cosas que he escrito podrían haber sido mejores y más sencillas.
Pero yo era una de esas personas que en su juventud aceptan todo como algo natural,
hasta los granos. Quizá me equivoque, quizá la vanidad me ciegue, pero creo que
ahora sé lo que quiero decir y cómo decirlo mejor que entonces, cuando escribí
aquellas obras. Lo único que me da una gran satisfacción es que no tengo que
retractarme de nada de lo que he escrito nunca.
Página 124
La conmemoración en Moscú del septuagésimo
aniversario de Babel
Página 125
el silencio de siete años que siguió a la edición de «rehabilitación» de 1957. En abril
de 1964 apareció la transcripción de la entrevista que Bábel mantuvo en 1937, y que
hasta entonces no había sido publicada (véase pág. 197). Asimismo, se publicó el
ensayo crítico de Livshits «Material para una biografía literaria de I. Bábel». En él,
Livshits cita el diario que Bábel escribió durante la campaña polaca de 1920, el que
hasta entonces sólo Ehrenburg había visto. Livshits admite haber utilizado también
la edición de la correspondencia de Bábel publicada en Italia en 1961. Aunque no
menciono Los años solitarios, la edición americana de cuentos y cartas del escritor,
ésta, ciertamente, no había pasado desapercibida. Por el contrario, el libro puede
muy bien haber proporcionado a los literatos soviéticos una cuña para levantar la
censura que los oficiales soviéticos continuaban imponiendo sobre Bábel. De hecho,
poco tiempo después de la publicación de Los años solitarios, en agosto de 1964,
unas cincuenta páginas del núm. 8 de la revista literaria El Estandarte fueron
dedicadas a Bábel. De los ocho cuentos del escritor que aparecieron en dicho
número, cuatro forman parte de Los años solitarios («Ilya Isaakovich y Margarita
Prokofievna», «Mamá, Rimma y Ala», «Gapa Guzhva» y «Fróim Grach»). Alrededor
de cincuenta largos fragmentos de «Cartas a amigos», de Bábel, fueron también
publicados, por primera vez en la Unión Soviética. El artículo final de esta sección
dedicada a Bábel fue «Reminiscencias de Bábel», de Georgi Munblit. Y en julio de
ese mismo año, Lev Nikulin había publicado su directa, si bien tardía, admisión de
que había conocido y admirado a Bábel. Preparada de este modo, y presentada al
público, la celebración produjo un impacto aún más poderoso del que hubiera tenido
en circunstancias normales.
Si Ilya Ehrenburg creía tener una deuda con Bábel, la pagó parcialmente en esta
ocasión. Es posible que su atrevida manera de expresarse y sus vehementes
demandas para que la obra de Bábel fuera re-editada hayan contribuido a las
publicaciones que pronto siguieron. Estas súplicas dirigidas desde una tribuna semi-
oficial fueron, según parece, la señal que se necesitaba para reabrir antiguos
archivos y dar comienzo a nuevas ediciones. Una semana después de la celebración,
Livshits publicó el cuento «Crepúsculo» (v. pág. 145). El año 1965 vio la publicación
del volumen núm. 74 de la serie Herencia Literaria, con una sección dedicada a
Bábel conteniendo extensos estudios críticos de sus escritos tanto conocidos como
desconocidos, realizados por su crítico más fidedigno y serio, el erudito soviético I.
[74]
A. Smirin ; citas considerablemente largas del diario de Babel y el cuento «Debes
saberlo todo» (v. pág. 19). El emocionado tributo de Konstantin Paustovski apareció
en un periódico de Moscú en septiembre de 1966. Y en el invierno de 1966, la nueva
edición de las Obras Completas de Bábel, tan largamente esperada, fue publicada,
con un prefacio de Ilya Ebrenburg y notas de Munblit, en Kemerovo, una ciudad
minera a 2000 millas al este de Moscú. Incluía «Respuesta a una interrogación»,
otro de los cuentos publicados en Los años solitarios. A este volumen siguió
rápidamente una edición en Moscú, introducida por L. Polyak y editada por E.
Página 126
Krasnoshcbekova, la más completa selección de cuentos de Bábel que haya
aparecido nunca en la Unión Soviética. Contiene también sus dos piezas teatrales,
numerosas cartas a personalidades literarias y un grupo de extractos diversos,
incluyendo un discurso de Bábel en el Congreso de Escritores Soviéticos en Moscú
en 1934, que había sido publicado, por primera vez desde aquella fecha, en Los años
solitarios.
Otra extraordinaria publicación siguió en la primavera de 1967. Estrella de
Oriente, el periódico mensual de la Unión de Escritores de Uzbekistán, consagró su
número de marzo a una antología de literatura soviética, en su mayor parte de
extraordinaria calidad. La sección dedicada a Bábel ofrece dos cuentos «olvidados»,
«Bagrat-Ogly y los ojos de su toro» (v. pág. 125) y «Grishchuk» (v. pág. 131), y los
relatos nunca publicados hasta entonces en la Unión Soviética, «Mis primeros
honorarios» y «Kolyushka», los cuales habían aparecido en Los años solitarios. En
una nota de introducción, E. Krasnoshchekova cita las «cartas a la familia» de Bábel
(es decir, cartas de Los años solitarios,) y defiende su elección de estos cuentos no del
todo ortodoxos. Es posible deducir que los cuatro cuentos no habían sido
considerados aceptables para la edición moscovita de las Obras Completas, a cargo
también de Madame Krasnoshchekova. Ahora habían llegado a Tashkent, mucho más
lejos del alcance de la censura.
Recientemente, un capitulo muy informativo sobre Babel, escrito por L. Polyak,
especialista en literatura soviética en la Universidad de Moscú, ha sido añadido al
primer volumen de la segunda edición «aumentada y corregida» de Historia de la
literatura ruso-soviética (Istoria russkoi Sovetskoi literatury), publicado en Moscú en
1967. La primera edición, fechada 1958-196}, hacía sólo someras referencias a
Caballería Roja, y dedicaba escasamente cuatro líneas al resto de la obra de Bábel.
Página 127
ILYA EHRENBURG
Un discurso en la reunión celebrada
en Moscú en honor de Bábel,
el 11 de noviembre de 1964[75]
Tenía que venir y hablar hoy aquí sobre Isaak Emmanuelovich, aun cuando otros
lo han hecho tan bien, y a pesar de que he escrito sobre él[76].
Fue el mejor amigo que tuve jamás. Tenía tres años y medio menos que yo, pero
yo, en broma, solía llamarle «el viejo y sabio rabino», porque era un hombre sabio.
No era un hombre inteligente o un hombre instruido; era un hombre sabio. Tenía una
extraordinaria capacidad para ver el sentido profundo de la vida. Comprendía que el
ojo humano no puede abarcar el infinito, y no sentía gran consideración por los
escritores —no importa cuán distinguidos fueran, o cuánta simpatía le inspiraran
personalmente— que intentaban verlo todo.
Siempre decía: «Debería ser un poco más profundo». Sólo quería ver lo que podía
ver en profundidad.
Cuando la gente dice que era un romántico, habla el mismo lenguaje de los
historiadores literarios o de las colegialas. Es verdad que le gustaba hacerse el
gracioso y adoptar un aire romántico. Le complacía crear a su alrededor una
atmósfera de misterio, era muy reservado y nunca decía a nadie dónde iba.
Una vez, en París, salió para venir a verme, pero nunca llegó. Lo que ocurrió fue
que su hija le había preguntado: «¿Dónde vas?». Él no pudo mentirle, y dijo: «A ver a
Ehrenburg». Pero una vez que hubo dicho esto, no pudo venir a verme, y se dirigió en
dirección opuesta.
Escribir era para él una verdadera agonía, y solía rehacer la misma página
docenas de veces. A menudo le llevaba un día entero escribir un cuarto de página, y
aun en sus mejores momentos sólo lograba escribir media página.
En París se alojó en la casa dé una mujer francesa que estaba loca. Ésta le tenía
miedo, lo creía un bandido, y decía que lo haría encerrar. Vivía muy lejos, en las
afueras de la ciudad.
Bábel nunca tuvo mucho dinero, y a pesar de que sabía cómo tratar con los
editores, nunca conseguía gran cosa de ellos. Cuando era joven estaba a cargo de su
madre, su hermana, su primera mujer y su hija, y más tarde, de su segunda familia en
Moscú[77]. Enviaba dinero a su madre, aunque de manera disimulada, hablando
misteriosamente en sus cartas, que ahora han sido publicadas[78], de mandar libros:
Página 128
«El primer volumen será pequeño, sólo cincuenta páginas». Esto significaba que
había conseguido reunir cincuenta francos para ello.
No era un romántico en lo que se refiere al arte. La palabra «realismo» es
completamente aplicable a Bábel, pero el suyo era un realismo humano —éste es el
único adjetivo que, en su caso, puede utilizarse para esta palabra.
¿Cómo mitigaba la crueldad que encontramos en casi todos sus cuentos? Por
medio del amor, por medio de una conspiración de compasión por sus héroes y sus
lectores, por su gran bondad de corazón. Era un hombre extremadamente bondadoso,
un hombre bueno, no en el sentido habitual de la expresión sino en un sentido muy
real, y lo que dice la gente sobre el hecho de que no creía en el éxito de los escritores
de espíritu indiferente resume muy bien la naturaleza de Isaak Emmanuelovich.
Una vez, mientras me esperaba en mi apartamento de París, releyó un cuento de
Chejov, y cuando yo llegué —me había retrasado— me dijo: «¿Sabes? Es
extraordinario: Chejov era un hombre muy bueno».
Lo que se ha dicho sobre [su actitud hacia] Maupassant: se refiere en realidad al
tremendo impacto que el brillo de los cuentos de Maupassant produjo en un escritor
ruso acostumbrado a la clase de literatura publicada en los números anuales de
[79]
Znanye .
Discutía con cualquier francés que se atreviera a encontrar el menor defecto en
Maupassant, y sostenía que éste era un escritor impecable, pero en una de las últimas
conversaciones que tuve con él, dijo: «Todo lo que hacía Maupassant estaba bien,
pero le faltaba corazón». Se había percatado súbitamente de la vena de terrible
soledad e introversión que había en Maupassant.
Babel tenía una enorme curiosidad. No puedo decir que el Bábel que yo conocí
fuera una persona alegre; no tenía nada de la jocosidad, falso optimismo y otras cosas
necesarias para ganarse la aprobación de los demás.
Era una persona triste que podía reír, y que había tenido una vida muy interesante.
En la vida, le interesaban especialmente dos misterios que interesan a todos, sin
diferencia de edad: el amor y la muerte. Puedo muy bien creer la historia de que en
Odesa recompensaba de alguna manera a la gente para que le relatara la historia de su
primer amor. ¡Cuántas confidencias habrá escuchado! Sabía cómo hacer hablar a los
demás. En París, cuando andaba siempre falto de dinero, era muy capaz de pagar a
una muchacha lo que le pidiera, y privarse de su comida, para sentarse y hablar con
ella en un café. No podía ver un bolso de mujer sin preguntar, a menudo sin
resultado, «¿Puedo ver lo que tiene dentro?».
Recuerdo muy bien aquellos días. Bábel solía ser muy cauteloso. No puede
decirse que fuera la clase de persona que se precipita ciegamente sobre las cosas.
Sabía que no hubiera debido frecuentar la casa de Yezhov[80], pero quería resolver la
incógnita de la vida y la muerte del hombre.
En uno de nuestros últimos encuentros —fue en la época en que por fin me dieron
permiso para viajar a España[81]— nos sentamos en el restaurante del Hotel
Página 129
Métropole. La gente bailaba, tocaba la orquesta, e inclinándose hacia mí, Bábel me
dijo en un susurro: «Yezhov es sólo el instrumento». Esto ocurrió después de largas
visitas a casa de Yezhov, y de conversaciones con su mujer, a quien Bábel conocía
desde hacía tiempo. De todo lo que recuerdo haber oído en aquella época, esto fue lo
único que tenía un poco de sentido común. Bábel veía y comprendía lo que estaba
ocurriendo mejor que cualquiera de nosotros. Era un hombre, si lo hubo alguna vez,
que nunca pensaba en términos abstractos, sino siempre basándose en los seres de
carne y hueso.
Fue formado por la Revolución, y el destino del hombre que vemos aquí ante
nosotros (señalando el retrato de Bábel) fue trágico. Fue uno de los escritores que
más se entregaron a la Revolución, y creía en el progreso. Confiaba en que todo sería
para mejor.
Cuando escribía un cuento y le daba los últimos retoques, no pensaba en su
publicación sino en [la mejor manera de expresar] sus profundas convicciones.
Y entonces lo mataron.
Recuerdo cuando una vez vino a verme en la calle Lavrushinski, muy deprimido,
a principios de 1938. Tomó asiento, miró a su alrededor y dijo: «Vayamos a la otra
habitación». Tenía miedo de hablar en el mismo cuarto donde estaba el teléfono[82].
Fuimos a la habitación contigua y Bábel susurró: «Voy a contarte la cosa más
terrible de todas». Lo que me relató no era de ningún modo la cosa más terrible de
todas. Me dijo que había visitado una fábrica donde los libros se transformaban en
pulpa y, con la gran fuerza y el clásico dominio del lenguaje que lo caracterizaban,
me describió la manera en que robustas muchachas arrancaban las cubiertas de los
libros. Y esta gran destrucción se sucedía diariamente. «Es terrible», dijo Bábel.
La conversación me deprimió y dije: «Sí». Con lo que Bábel agregó: «¿Y si esto
fuera sólo el principio?».
Este era uno de sus temas más frecuentes: los intelectuales, la gente que leía
libros, que pensaba y tenía una mente propia, por una parte; y el estado primitivo
elemental, por otra. Y me hablaba de aquellas muchachas destrozando libros del
mismo modo en que Dovzhenko[83] las veía en Tierra —como una ciega fuerza de la
naturaleza emergiendo de la tierra.
Este fue uno de nuestros últimos encuentros.
No sé lo que escribió después. Siempre decía que su aspiración era la simplicidad.
Su simplicidad no era la requerida: era una simplicidad nacida de la complejidad, no
un sustituto de ésta. (Aplausos).
Pero quisiera decir algo: Bábel fue un gran escritor. No digo esto [simplemente]
porque todavía le quiero. Le conocí por vez primera en 1926 y le vi por última vez en
el verano de 1938. Pero —para utilizar el léxico de los expertos en literatura—
objetivamente hablando, Bábel es la gloria de las letras soviéticas. (Aplausos).
Estamos en la Casa de los Escritores. Todos somos escritores o amantes de la
literatura; estamos todos relacionados de una u otra manera con la literatura soviética.
Página 130
¿Qué significa «rehabilitación»? No se trata [sólo] [de retirar] las absurdas
acusaciones que fueron escritas en su expediente, cosas que sorprendieron [incluso]
al mismo fiscal. Estas acusaciones eran verdaderamente ridículas. Lo sabíamos desde
hace mucho tiempo.
Aquellos de nosotros que aún seguimos con vida tenemos una deuda con Bábel y
con el público que nos lee. ¿No es asombroso que en el país del lenguaje en que
escribía sus libros se publiquen en una proporción diez veces menor que en los demás
países socialistas y en Occidente? Esto es verdaderamente terrible. (Aplausos).
Ayer recibí una carta de Iwaszkiewicz[84]. Sabiendo que esta reunión tendría
lugar, escribe muchas cosas hermosas sobre Bábel, y dice que en 1961 la traducción
polaca del libro de Bábel que se publicó en Moscú en 1957 ha sido editada dos veces,
y que otra pequeña edición de 20 000 ejemplares acaba de aparecer para venderse en
el mismo día. Pero aquí ha sido publicada una vez, en 1957 —y eso fue todo. No hay
más que decir.
¿No es terrible que hayamos pedido permiso para celebrar esta reunión en el
Museo Politécnico y nos hayan dicho: «No, sólo en la Casa de los Escritores[85]»? Y
había en la calle una cantidad de gente que no pudo entrar. Bábel era un escritor de la
Revolución, un escritor amado por nuestro pueblo.
Si viviera todavía, si no hubiera tenido talento, sus libros se habrían reeditado
docenas de veces. (Prolongados aplausos).
No piensen que con esto me estoy desahogando. Lo que quiero es que nosotros,
los escritores, tomemos de una vez parte en este asunto, que digamos a los editores[86]
que publiquen nuevamente a Bábel, que organicemos conferencias sobre él. ¿Por qué
los polacos y los checoslovacos pueden llevar a cabo esas reuniones, mientras que
aquí, si no fuera por Zhuravlyov[87], a quien estoy profundamente agradecido en
nombre de Bábel, la gente ni siquiera lo conocería? Algunos han llegado a
confundirlo [a Zhuravlyov] con Bábel. Hay toda una nueva generación que ignora su
existencia —realmente, no es pedir demasiado que los cuentos que tanto gustaban a
Gorki sean puestos al alcance del público. Después de todo, nosotros, los escritores,
por respeto al lector, no sólo intentamos escribir mejor; queremos también que la
gente lea a los buenos escritores. Ese es nuestro deber. Si nosotros no hacemos algo
sobre esto, ¿quién lo hará entonces?
Recuerdo lo que me dijo Hemingway en un hotel de Madrid. Acababa de leer a
Bábel por primera vez, y dijo: «Nunca creí que la aritmética fuera importante para la
apreciación de la literatura. He sido criticado por escribir de manera demasiado
concisa, pero encuentro que el estilo de Bábel es aún más conciso que el mío, que es
más verboso. Demuestra lo que se puede hacer. Aun cuando ya se le ha quitado todo
el jugo, hay manera de exprimir un poco más la naranja».
Cuando Isaak Emmanuelovich subió al estrado en el Congreso de París[88] y, sin
ayuda de apuntes, habló de lo que la gente lee en nuestros kolkhozes, dio una vivida
idea de la frescura espiritual de nuestro pueblo. Cuando hubo terminado, el anciano
Página 131
Heinrich Mann, con su larga melena, saltó de la silla y me dijo: «¿Puede presentarme
a Bábel?».
No conozco ningún país ni a ningún escritor de valor que no haya experimentado
el poder de la sinceridad y la humanidad de Bábel, y que no le haya querido. Si
existen, sólo pueden ser temibles enemigos nuestros.
Y así, han pasado setenta años… Es como si estuviéramos celebrando su
cumpleaños. Estoy dispuesto a ponerme sobre las patas traseras y pedir como un
perro a todas las organizaciones necesarias para que vuelvan a editar los libros de
Bábel, que son muy difíciles de encontrar a pesar de que ahora no hay obstáculos
[para su publicación]. ¿Se trata del papel? Muy bien, aplazaré la publicación de uno
de mis propios libros. No podemos ser indiferentes a la impaciencia de todos aquellos
que están ansiosos por conocer a este escritor que ha muerto hace tanto tiempo. Es
difícil comprender por qué se han cerrado las puertas y por qué [tenemos] que esperar
hasta la celebración de su octogésimo aniversario antes de poder entrar.
Quisiera que todos los escritores colaboraran en llevar a cabo una cosa: que
nuestro pueblo pueda leer a Bábel. ¿Es que no hay papel suficiente para publicar un
pequeño libro? No se trata de publicar un enorme volumen de «obras completas».
Debemos encontrar el papel. (Aplausos).
Todo lo que he oído decir [sobre él], de toda dase de gente, coincide en lo mismo.
Tenía un gran número de amigos, aun en París, donde no vivió durante mucho
tiempo. Entre ellos había comerciantes de vino, jockeys, conductores de taxi (no sólo
el hermano de Lev Venyaminovich [Nikulin]) y, por supuesto, el Sr. Triolet —primer
marido de Eisa Triolet[89]—, a quien le gustaban mucho las carreras de caballos.
¡Cómo hablaba Bábel sobre los caballos! Juzgaba siempre con una sonrisa, y su
malicia era siempre humorística. Siempre atenuaba todo aquello que fuera demasiado
terrible.
He estado comparando su diario [del período] de la Caballería Roja con sus
cuentos. Casi no cambió ningún nombre, los acontecimientos son prácticamente los
mismos, pero todo está iluminado por una especie de sabiduría. Lo que dice es: así
ocurrió. Así era la gente, hacían cosas horribles y sufrían, eran crueles los unos con
los otros y morían. Componía sus cuentos de los hechos y las frases que anotaba
apresuradamente en su cuaderno de apuntes.
Pero he hablado demasiado. Me han emocionado las palabras de todos aquellos
que conocieron a Isaak Emmanuelovich y la manera en que éstas han sido escuchadas
—no sólo por la gente que llena la sala, sino también por aquellos que están fuera, de
pie en los corredores y en la calle. Me alegro por Isaak Emmanuelovich. Me alegro
de que Antonina Nikolayevna y la hija de Babel, Lidia, estén aquí y hayan visto y
oído cuánto se lo ama.
Página 132
ISAAK EMANUÍLOVICH BÁBEL (en ruso: Исаак Эммануилович Бабель;
Odesa, 13 de julio de 1894 – 27 de enero de 1940). Bábel nació en una familia de
origen judío en el gueto de la ciudad de Odesa, durante un periodo de desasosiego
social en el que tuvo lugar el éxodo masivo de muchos judíos del Imperio ruso. Bábel
sobrevivió un brutal pogromo ocurrido en su ciudad natal con motivo de la
Revolución rusa de 1905, salvando la vida con la ayuda de vecinos cristianos que
dieron refugio a su familia, pero su abuelo Shoyl fue uno de los 300 judíos asesinados
en la ciudad.
En 1915 Bábel se graduó y se trasladó a Petrogrado, hoy San Petersburgo, desafiando
las leyes zaristas que ordenaban el confinamiento de los judíos en la «Zona de
Asentamiento». En la capital conoció al gran escritor ruso Máximo Gorki, que
publicó algunos de sus cuentos en la publicación literaria Létopis («Летопись»,
«Crónicas»). Gorki aconsejó al joven Bábel que adquiriera más experiencia de la vida
mezclándose con el pueblo; Bábel escribió en su autobiografía: «… le debo todo a
ese encuentro [con Gorki] y aún pronuncio el nombre [de Gorki] Alekséi
Maksímovich con amor y admiración». Uno de sus cuentos autobiográficos más
famosos, «El cuento de mi palomar», está dedicado a Gorki. El cuento «La ventana
del baño» fue considerado obsceno por la censura oficial y Bábel fue acusado de
violar el artículo 1001 del Código Penal.
En los siguientes siete años, Bábel se adhirió al comunismo soviético y participó en la
Guerra Civil rusa como cronista y soldado, también trabajó en la Cheka (ЧК
Página 133
чрезвычайная комиссия) como traductor para los servicios de la
contrainteligencia. Tuvo puestos en el Gubkom de Odesa (el Comité Regional del
Partido Bolchevique), en el centro requisitorio de alimentos, y en el Narkompros
(Comisaría del Pueblo para la Educación). Trabajó en una oficina de impresión
tipográfica y desempeñó el cargo de reportero y periodista en San Petersburgo y
Tiflis. El 9 de agosto del 1919 se casó con Yevguenia Gronfein en Odesa. En 1920,
durante la sangrienta Guerra Civil rusa, a Bábel se le otorgó el cargo de periodista en
el famoso «Primer Ejército de Caballería» (Konarmia) del mariscal de campo Semión
Budionni. Bábel fue testigo de la campaña militar de la Guerra Polaco-Soviética del
1920 y documentó los horrores del conflicto armado en su Diario de 1920
(Konarméyski Dnevnik 1920 Goda), que utilizó más tarde para escribir su libro más
famoso, «Caballería Roja» (Конармия).
Bábel publicó sus «Cuentos de Odessa» entre 1923 y 1924, mientras trabajaba como
periodista. Luego, en 1927, publicó «Atardecer», otra colección de relatos. La calidad
de sus obras, junto con la popularidad de Caballería Roja, le ganaron la fama entre los
escritores de la Unión Soviética, fama que se extendió inclusive al extranjero.
Durante esos años Bábel se mostró cercano al realismo socialista postulado por el
régimen soviético y de conformidad con las tesis de Máximo Gorki, pero pronto halló
que su propio estilo literario, seco, directo y de crudo realismo, no era del agrado de
las autoridades al faltarle «romanticismo revolucionario».
El 15 de mayo de 1939, Bábel fue encarcelado en la prisión de Butyrka
inmediatamente, no siendo llevado ante un tribunal sino hasta el 26 de enero de 1940;
allí fue sujeto a un juicio sumario acusado de espionaje y terrorismo contra el
gobierno, siendo condenado a muerte y fusilado al día siguiente. Tras el arresto,
Bábel y sus obras fueron prohibidas de toda mención pública, sus libros retirados de
la circulación y su nombre borrado de todo registro literario de la URSS. Bábel no
sería rehabilitado sino hasta diciembre de 1954, durante el deshielo de Jrushchov,
cuando la condena de 1940 fue anulada al considerarse la «ausencia de cualquier
crimen» en las actividades del escritor.
Página 134
Notas
Página 135
[1]
Isaak Bábel, The Lonely Years, 1925-1939: Unpublished Stories and Prívate
Correspondence. [Los años solitarios, 1925-1939: Cuentos inéditos y
correspondencia privada.] (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 1964), p. 189. <<
Página 136
[2] Éste era el establecimiento de comestibles más lujoso del Nevsky. <<
Página 137
[3] Leonid Nikolayevich Andreyev (1871-1919) y Yevdotia Apollonovna
Nagrodskaya (1866-1939). Los relatos realistas de él y las novelas de día abogando
por la libertad sexual de la mujer fueron extremadamente populares en Rusia durante
la primera década de este siglo. <<
Página 138
[4] Cadetes significa Partido Demócrata Constitucional. <<
Página 139
[5] Izya Kremer nació en Besarabia en 1883, murió en Argentina en 1956. Era una
Página 140
[6] Sergei Isayevich Utochkin (1874-1916). Natural de Odesa y uno de los pioneros de
la aviación en Rusia, hizo un famoso vuelo de Moscú a San Petersburgo en 1911. <<
Página 141
[7] Un grupo anti-semita de extrema derecha, responsable de los pogroms. <<
Página 142
[8] Bábel subraya aquí el eclipse de una primera orientación de Gogol como escritor
Página 143
[9] La historia a la que se hace referencia es «L’aveu», que figura prominentemente en
Página 144
[10] Hidalgo polaco (N. del T.). <<
Página 145
[11] La edición en inglés. (N. de los Editores.) <<
Página 146
[12] M. Gorki, Revolyutsia i kultura, Statyi za 1917 (Berlín, 1920), p. 55. (No ha sido
publicado en la edición soviética de las obras completas de Gorki.) Debo esta cita al
útil y estimulante trabajo de Richard Hare, Maxim Gorky, Romantic Realist and
Conservative Revolutionary (Londres, Oxford University Press, 1962), pp. 94-95. <<
Página 147
[13] I. A. Smirin, Noviye materialy-Na puti konarmii, en «Literaturnoye nasledstvo»,
Página 148
[14] María Fiodorovna fue la princesa Dagmar de Dinamarca; se casó con Alejandro
III en 1866. La pareja subió al trono en 1881; el Zar Nicolás II era su hijo. <<
Página 149
[15] Originalmente, una zona separada para los comerciantes extranjeros en las
ciudades rusas. Más tarde, se dio este nombre general a todo centro comercial de
cierta importancia. <<
Página 150
[16] Ioann de Kronstadt (1829-1908), el confesor de Alejandro III, era un sacerdote de
San Petersbutgo, a quien sus seguidores creían capaz de hacer milagros, y cuya
iglesia de Kronstadt atraía peregrinaciones provenientes de toda Rusia. <<
Página 151
[17] Una pequeña ciudad cercana a San Petersburgo. <<
Página 152
[18] Murman es otro nombre con el que se designa la costa de Murmansk. Murmansk
Página 153
[19] Se hace referencia a las reformas ocurridas durante el reinado del Zar Alejandro II
Página 154
[20] Desde 1914, Rusia había sufrido una serie casi ininterrumpida de derrotas
militares que alcanzaron su apogeo en el otoño de 1917. El ejército alemán conquistó
los territorios de Latvia y Estonia y ocupó Riga el 3 de septiembre de 1917. A partir
de ese momento, Petrogrado estuvo bajo la amenaza de la ocupación alemana. <<
Página 155
[21] Importantes astilleros. <<
Página 156
[22] Secciones de Petrogrado con una gran población obrera. <<
Página 157
[23] Ver nota 20. <<
Página 158
[24] El Fontanka es un canal (el más famoso de los muchos que desembocan en el
Neva), a lo largo del cual hay elegantes parapetos de hierro forjado. <<
Página 159
[25] Un pescado, muy similar al eperlano, que abunda en el Neva. <<
Página 160
[26] Bartolomeo Francesco, conde Rastrelli (1700-1771), era el arquitecto real más
Página 161
[27] Eminentes familias aristocráticas cuyas genealogías se remontaban al siglo XV y
que se hallaron siempre muy próximas a los zares. El palacio Stroganov fue
reconstruido por Rastrelli. <<
Página 162
[28] El conde Alexei Grigorievich Razumovski (1709-1771) fue un favorito de la
Página 163
[29] Gastón Vidal, Figures et anecdotes de la Grande Guerre (Paris: La Renaissance
Página 164
[30] El último de los cuentos de Lava, «El cuáquero», es el único que no está basado
en el libro del capitán Vidal. Ha sido imposible localizar una fuente literaria para esta
historia, y de hecho quizá no exista. Los sentimientos complejos y conflictivos de sus
dos protagonistas, así como las principales características del cuáquero —un hombre
de paz entre soldados, un Intelectual incapaz de matar, un amante de los caballos—
parecen anticipar al narrador de los cuentos de Caballería Roja. «En el campo de
batalla» y «El desertor» están basados en dos incidentes descritos en el libro de Vidal,
cap. XI (Deux actes devant une conscience). Cap. XV (Histoire Shakespearienne) es
la base de «La familia del viejo Marescot». Bábel redujo considerablemente los giros
shakespearianos de la versión de Vidal y, como de costumbre, reemplazó su
grandilocuencia con un tono de fresca ironía. Por otra parte, la entrevista con
Monsieur Marescot, y su última parte en particular, con su carácter tétrico, es una casi
exacta traducción del original en francés. <<
Página 165
[31] C’est à la guerre un lion qui rugit, au repos un aigle qui médite. A la guerre, tout à
l’aventure terrible et sanglante, il se donne corps et âme à son pays, rien qu’à son
pays, seul objet de ses pensées. Il a l’âme qu’il faut aux chefs. Il ne connaît ni la peur
pour lui, ni la pitié pour l’ennemi, ni l’indulgence pour ses propres hommes quand
ceux-ci comettent des erreurs ou des fautes. Il se fait un cerveau de marbre, se
verrouille le coeur, commande avec une fermeté qui n’admet ni le recul ni la
faiblesse. Au repos, il redevient le doux homme du temps de paix, bon père et bon
époux, comme on dit, affable et serviable, oublieux des petits torts qu’on peus avoir
envers lui, sachant pardonner, sachant se faire aimer, sachant aussi philosopher. <<
Página 166
[32] En el texto francés, el oficial es el narrador y el soldado no es identificado. Vidal
Página 167
[33]
El texto francés dice simplemente: «Uno de nuestros hombres en cuclillas,
temblando, con la mirada extraviada». («Un de nos types, accroupi, frissonnant, les
yeux égarés.») <<
Página 168
[34] Probablemente un nombre ficticio. <<
Página 169
[35] La humanización del soldado, y la compasión que Bábel siente por él son
evidentes en esta breve nota necrológica. Vidal escribió: «Entonces, impulsado por
este increíble ultraje, dio un salto hacia adelante, gritando, y empezó a correr en
dirección al enemigo. Dos minutos más tarde, una bala en pleno pecho permitía decir
que había muerto como un héroe». («Alors, sous l’outrage énorme, il bondit, hurlant,
et se met à courir vers l’ennemi. Deux minutes après une balle en pleine poitrine
permettait de dire qu’il était mort en héros.») <<
Página 170
[36] C’est la défaite. Cela jamais (Sería la derrota. Eso nunca), es la única cita directa
Página 171
[37] En el libro de Vidal el nombre del soldado es Bridoux. <<
Página 172
[38] Ver nota 14. <<
Página 173
[39] Anatoly Vasilyevich Lunacharski (1875-1933) fue el primer Comisario del Pueblo
Página 174
[40] Una manera de referirse a la Emperatriz Alejandra (Alix de Hesse), esposa de
Página 175
[41] Gran Duque Mikhail Alexandrovich (1878, ejecutado en 1918), hijo de Alejandro
Página 176
[42] Isaak Bábel, Raconti proibiti e lettere intime (Milán, Feltrinelli). <<
Página 177
[43] L. Livshits, «Materialy k tvorcheskoi biografii I. Babelia», en Voprosy literatury,
núm. 4, 1964, pp. 115-116.1. A. Smirin, op. cit., página 479. <<
Página 178
[44] Esta anotación es mencionada, pero no citada, por L. Livshits, Op. cit., p. 129. <<
Página 179
[45] Se refiere a la edición en inglés. (N. de los Editores.) <<
Página 180
[46] Néstor Ivanovich Makhno (1884-1935), un ucraniano que se calificaba a sí
mismo «anarquista-comunista», dirigió una banda de guerrilleros que lucharon contra
los Blancos y los Rojos durante la guerra civil. Tenía sus bases en Gulyaipolyc, en
Ucrania, lugar que se menciona en la historia. Makhno tenía fama de ser un hombre
brutal. En 1919 su banda fue destruida y Makhno huyó a París, donde vivió hasta su
muerte. <<
Página 181
[47] Un carruaje ordinario con ametralladora acoplada. Ver el cuento de Bábel de la
Página 182
[48] Un comandante militar local del ejército de Petlyura. Ver nota 55. <<
Página 183
[49]
La Voluntad del Pueblo (Narodnaya volya) era una organización terrorista
revolucionaria fundada en 1879. Intentó lograr sus propósitos asesinando a
representantes del gobierno. Después de dar muerte a Alejandro II, en marzo de 1881,
La Voluntad del Pueblo cayó víctima de una intensiva represión policial. <<
Página 184
[50] Jean Jaurès (1859, asesinado en 1914) y Jules Guesde (1845-1922) fueron
dirigentes socialistas franceses. <<
Página 185
[51] Bogdan Khmelnitski, en el siglo XVII, e Ivan Honta, en el XVIII, fueron dirigentes
cosacos que se rebelaron contra los polacos y asesinaron a gran número de judíos. <<
Página 186
[52] En el manuscrito original falta aquí una página. <<
Página 187
[53] Fundado en 1902, el Partido SR fue el sucesor de la Voluntad del Pueblo (ver nota
49). En noviembre de 1917, después del golpe bolchevique, miembros de este partido
fueron elegidos para llenar la mayoría de los escaños en la Asamblea Constituyente.
El gobierno de Lenin permitió a la Asamblea reunirse sólo una vez antes de
clausurarla sine die. El SR, como partido de las masas, no sobrevivió después de esto.
<<
Página 188
[54]
Andrei Ivanovich Zheliabov (1851-1881) fue un influyente miembro de La
Voluntad del Pueblo. Colaboró en el asesinato de Alejandro III, y fue ejecutado un
año más tarde, el 3 de abril de 1881. Nicolás Ivanovich Kibalchik (1854-1881), otro
miembro de La Voluntad del Pueblo. Se especializaba en la preparación de bombas
caseras. Iván Platonovich Kalyayev (1877-1905) fue un miembro de La Voluntad del
Pueblo y uno de los fundadores del Partido Socialista Revolucionario. El 4 de febrero
de 1905 arrojó una bomba que mató al Gran Duque Sergei Alexandrovich,
gobernador general de Moscú. Kalyayev fue ahorcado el 10 de mayo de 1905. <<
Página 189
[55] Los Bandas Verdes fueron guerrilleros que luchaban a la vez contra los Blancos y
Página 190
[56]
Semyon M. Budyonny (1883), mariscal de la Unión Soviética desde 1935.
Durante la Guerra Civil, a partir de noviembre de 1905, fue comandante de la
Primera Caballería, a la que Bábel estaba agregado como corresponsal. El modelo
para «Alyosha» fue Alexei G. Selivanov, que había organizado un levantamiento
contra el Comandante en Jefe de los blancos, Kaledin, durante las primeras etapas de
la Guerra Civil. <<
Página 191
[57] Es probable que Gulay sea I. P. Gulay, organizador de una unidad de guerrilleros
Página 192
[58] Nacionalistas ucranianos. <<
Página 193
[59] Los años solitarios, p. 242. <<
Página 194
[60] Ibid., p. 245. <<
Página 195
[61] Mencionado por E. Krasnoshchekova en Estrella de Oriente, número 3, 1967, p.
109. <<
Página 196
[62] Isaak Bábel, Obras completas (Moscú, 1966), p. 442. <<
Página 197
[63] En una carta a Polonski fechada en abril de 1929, publicada en El Estandarte,
Página 198
[64] Como lo demuestran las cartas de Bábel a su familia en 1935. Ver Los años
Página 199
[65] Sólo un cuento más de Babel había de publicarse antes de su arresto en mayo de
1939. Titulado «El proceso» (Sud), y sin fecha, apareció en la revista semanal La
Llama (Ogonyok) el 20 de agosto de 1938. Ha sido incluido en las diversas ediciones
sus Obras completas, publicadas en la Unión Soviética desde 1957. Este «proceso»
de un conductor de taxis que vive exiliado en París, es digno de mención
principalmente por su brevedad y su falta de relación con la escena soviética. No es
de ningún modo uno de los mejores o más característicos trabajos de Bábel, y
ciertamente no demuestra ningún «nuevo método» literario. <<
Página 200
[66] Hadji
Murad, empezado en 1896 y completado en 1904, fue publicado por
primera vez en 1911, en la edición póstuma de las obras completas de Tolstoi. <<
Página 201
[67] Victor Borisovich Shklovski (1893), escritor e importante teórico formalista. En
los años 30 renunció al formalismo, cuando éste se convirtió en anatema de los que
abogaban por el Realismo Socialista. El título de su libro El Reconocimiento de
Hamburgo (Gamburgski schët, 1928) se refiere al sistema de establecer el estado
físico y en consecuencia la calidad de los boxeadores. Schklovski, como Bábel,
aplicaba el término a los escritores. <<
Página 202
[68] Mijail Alexandrovich Solojov (1905- ), importante escritor soviético cuya novela
Página 203
[69] Nacido en Odesa en 1897. Valentín Petrovich Katayev empezó su carrera literaria
en los años 20, con cuentos de carácter experimental. Sus novelas más conocidas son
Los estafadores (1926), ¡Adelante, tiempo! (1932), Solitaria vela blanca (1936) y El
pozo santo (1966). <<
Página 204
[70] Este «verdadero cuento», fechado en agosto de 1903, tiene nueve páginas. Como
Página 205
[71] Konstantin Georgiyevich Paustovski (1892-1968), literato soviético. <<
Página 206
[72] Yuri Karlovich Olesha (1899-1960), cuya obra más famosa es Envidia (1927),
Página 207
[73] El Instituto Literario Gorki fue establecido en Moscú en el año 1933, con el
Página 208
[74]
En 1961,1. A. Smirin defendió una disertación doctoral sobre Bábel en la
Universidad de Alma-Ata. <<
Página 209
[75] Esta transcripción está sin revisar; hay algunos pasajes oscuros y está
probablemente incompleta. Palabras y frases entre paréntesis han sido añadidas por el
traductor para aclarar el sentido del original. <<
Página 210
[76] Ehrenburg había escrito la introducción a la edición soviética de 1957 de las
Obras completas de Bábel, y más tarde escribiría otra para las dos ediciones de 1966.
En sus Memorias: 1921-41 (Nueva York, The World Publishing Co., 1964),
menciona a menudo sus encuentros con Bábel y sus reminiscencias del mismo. <<
Página 211
[77] Cuando se hizo evidente, después de 1935, que Bábel no podría volver a dejar la
Página 212
[78] La correspondencia de Bábel con su madre y su hermana, que habían emigrado a
Página 213
[79] Znanye (Conocimientos), una editorial fundada en San Petersburgo en 1898, cuyo
editor en jefe desde 1900 a 1919 fue Máximo Gorki. Su anuario literario incluía obras
soviéticas y extranjeras, con énfasis en escritores de origen campesino o proletario.
<<
Página 214
[80] Nikolai Ivanovich Yezhov (1895-1938?) era el jefe de la Policía Secreta (NKVD)
durante los dos años de purgas y terror (1936-1938) que recibieron el nombre de
Yezhovoshçhina. Stalin lo reemplazó por Beria en 1938, y Yezhov fue posteriormente
ejecutado. <<
Página 215
[81] Ehrenburg fue corresponsal durante la guerra civil española. <<
Página 216
[82] La policía secreta escondía a menudo micrófonos en los teléfonos. <<
Página 217
[83] Alexander Pettovich Dovzhenko (1894), director de cine que recibió el titulo de
«Artista del Pueblo». Su película más famosa, Tierra (1931) trata de las dificultades
de la colectivización de Ucrania. <<
Página 218
[84] Conocido escritor polaco, secretario de la Unión Polaca de Escritores, y editor del
Página 219
[85]
El Museo Politécnico tiene el mayor auditorio de Moscú. La Casa de los
Escritores, en la calle Vorovski, en Moscú, es la sede de la Unión de Escritores
Soviéticos. <<
Página 220
[86] Como las editoriales están controladas por el Estado en la Unión Soviética, la
Página 221
[87] D. N. Zhuravljov, importante actor soviético, quien también tomó parte en la
Página 222
[88] En 1935, un Congreso para la Defensa de la Cultura y la Paz tuvo lugar en París.
Ilya Ehrenburg escribe en sus Memorias: «Llegó la delegación rusa, sin Bábel. Los
escritores franceses, que habían organizado el Congreso habían pedido a la Embajada
que incluyera al autor de Caballería Roja en la delegación. Bábel llegó tarde, al
segundo o tercer día, creo. Debía hablar inmediatamente. Me aseguró con una
sonrisa: ‘Ya encontraré algo que decir’. Así es cómo describí el discurso de Bábel en
Izvestia: Bábel no leyó su discurso; habló alegremente, en un francés magistral,
durante quince minutos, entreteniendo al público con varias historias sin escribir. La
gente reía, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que bajo estas divertidas historias
se escondía la esencia de nuestro pueblo y de nuestra cultura. ‘Este granjero colectivo
tiene pan, tiene una casa, hasta tiene una decoración. Pero todo esto no le basta.
Ahora quiere que se escriba poesía sobre él’». (De Ilya Ehrenburg, Memorias:
1921-1941, pp. 116-117. <<
Página 223
[89] Elsa Triolet (1896- ), esposa del escritor comunista francés Louis Aragon, y
Página 224
Página 225