18 Bruzzone 2014 Sentidoentregeneraciones

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LA PÉRDIDA DE LA DIFERENCIA:

SENTIDO Y SINSENTIDO EN LA RELACIÓN


ENTRE GENERACIONES

Daniele BRUZZONE

Resumen
Las transformaciones sociales y culturales de las últimas décadas
han determinado una progresiva erosión de la distancia entre generacio-
nes contiguas. Al desvanecerse la diferencia que le da identidad respecto
al mundo de los adultos, la infancia desaparece. En la sociedad de la incer-
tidumbre, la relación intergeneracional está llena de paradojas y contra-
dicciones. Al reducirse la natalidad, crecen las expectativas respecto a la
salud, al bienestar, al éxito y a la auto-actualización de los hijos, con con-
secuentes actitudes sobreprotectoras. A pesar de la creciente idealización
de la infancia, los niños están perdiendo otra vez su niñez. Los fenómenos
de la adultización precoz de los niños y de la persistente infantilización de
los adultos produce una situación de aparente proximidad, que en realidad
perjudica la posibilidad de educar. En el tiempo del narcisismo y de la
hipertrofia del yo la educación es posible a condición de que los padres
sepan recobrar el sentido del límite y de la responsabilidad y vuelvan a
testimoniar el valor de la autotranscendencia.

Abstract
The lost of difference: meaning and meaningless in cross-generational
relationship
The social and cultural transformations of the last decades deter-
mined a progressive erosion of the distance between neighbouring gene-
rations. If the difference that distinguishes a child from a grown-up per-
son vanishes, childhood disappears. In our society of uncertainty, the
intergenerational relationship is full of paradoxes and contradictions.
While the birth-rate decreases, grows the expectation towards health,
well-being, success and self-actualization of the kids, with consequent
attitudes of hyperprotection. Nevertheless, despite the increasing idealiza-

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tion of the tender age, children are losing their childhood again. The unti-
mely adultilization of children and the enduring infantilization of adult
people produce a situation of apparent closeness, that actually prevent the
possibility of educating. In the time of narcissism and hypertrophia of the
ego, education is possible only if parents try to recover the sense of limit
and responsibility and to bear witness to the value of self-transcendence.

Palabras clave: Infancia. Adolescencia. Generaciones. Imagen. Educa-


ción. Sentido.
Key words: Childhood. Adolescence. Generations. Image. Education.
Meaning.

"La organización de defensa más grande que hay en el mundo


es aquella que la humanidad ha erigido y tiene en perfecta eficiencia
contra el peligro de la infancia. Peligro rosado."
(A. Savinio, Tragedia de la infancia, 1937)

La niñez: ¿una raza en peligro de extinción?

Toda educación es un asunto que se realiza a través de una rela-


ción. La relación entre generaciones, desde un punto de vista pedagógico,
es la más común y necesaria y al mismo tiempo, de cierta manera, la más
problemática. La historia de las teorías y de las prácticas educativas es la
historia del encuentro o del desencuentro entre generaciones, debido al
juego de representaciones con que una ha enfrentado a la otra en el curso
del tiempo (Becchi, 1994).

Las evoluciones de la sociedad y la cultura han determinado en


las últimas décadas una progresiva reestructuración de las edades de la
vida (la infancia, la adolescencia, la adultez) y consecuentemente de las
representaciones de lo que es un niño, un adulto o un adolescente, que tra-
dicionalmente es concebido como un ser-en-transición entre la niñez y la
madurez. Lo más evidente es que se está reduciendo la distancia entre
generaciones contiguas, por efecto del mejoramiento de las condiciones
de salud y del aumento de la expectativa de vida, pero también de la trans-

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formación del estilo de vida y, generalmente, del conjunto de valores y
actitudes que regulan el contacto entre adultos y jóvenes. Sin embargo
esta situación, que aparentemente permite una comunicación más fácil e
inmediata, al fin y al cabo imposibilita el encuentro auténtico, porqué cada
encuentro se fundamenta en la reciprocidad del reconocimiento - lo cual
supone una distinción, una diferencia, una alteridad.

Lo que hoy está aconteciendo en la sociedad occidental es algo


parecido a una violación de la alteridad (a muchos niveles) que amenaza
- aunque de manera muchas veces inconciente - la relación entre genera-
ciones: en efecto, al reducirse la distancia intergeneracional (la misma
que un tiempo representaba un obstáculo a combatir) también puede pasar
que se pierda el sentido de la diferencia, que es precisamente lo que nos
permite reconocer al niño en si mismo, no como alter-ego, sino como
alter-tu: irreducible y distinto. Si desaparece la diferencia, se desvanece la
capacidad, la responsabilidad, y hasta incluso la posibilidad de educar.

En un libro que tuvo mucho éxito (Benasayag y Schmit, 2010),


dos psicólogos de la infancia y de la adolescencia afirman que hoy día el
trabajo clínico se ha transformado de manera radical, porqué los terapeu-
tas, frente a sus pacientes, ya no se encuentran simplemente con un sufri-
miento psíquico personal, sino más bien una crisis social muy profunda.
De manera que la atención individual ya no es suficiente, porqué se
requiere un replanteamiento cultural para sanar la desazón existencial de
las personas. Viktor Frankl reconoció esta tendencia con mucha antela-
ción: siempre dijo que cada época tiene su neurosis, y cada época necesi-
ta su terapia (Frankl, 1987) y entendió con mucha claridad que los tras-
tornos de las personas en cada época tienen un origen sociógeno, y por lo
tanto casi no es posible enfrentarlos si no se toma en serio el desafío cul-
tural y social (incluso educativo) que representan. En la época del vacío
existencial y de la falta de sentido, la cuestión ya no es la frustración de
una necesidad, sino la ausencia de un deseo. Lo que se necesita, entonces,
ya no es una solución clínica, sino más bien una nueva actitud educativa:
la que el fundador de la logoterapia llamaba una educación para la res-
ponsabilidad (Frankl, 1988).

Hoy en día se ha radicalizado el sentimiento de precariedad y de


angustia generalizada que caracteriza la "sociedad de la incertidumbre"
(Bauman, 2007) y esta condición afecta mucho nuestra actitud respecto a
nosotros mismos, a la vida y al porvenir. Además, a causa del debilitarse

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de las redes sociales informales, individuos y familias se encuentran más
solos y aislados frente al riesgo de existir. Lamentamos la fragilidad de los
jóvenes, pero también nosotros los adultos nos percibimos más vulnera-
bles. Esta nueva condición que tenemos en común ¿es una ventaja que
permite reconocernos más cercanos o una barrera invisible que impide
comunicarnos verdaderamente?

Los estudios de Philippe Ariès han demostrado que el descubri-


miento de la infancia coincide con el reconocimiento de la diferencia y la
distancia entre niños y adultos. Históricamente, la infancia aparece cuan-
do los niños ya no son simplemente concebidos, negativamente, como
"aún-no-adultos" o, preventivamente, como "pequeños adultos", sino
adquieren una consistencia ontológica independiente y una subjetividad
social autónoma: como niños, precisamente. Es suficiente referirse al arte
figurativo anterior al siglo XVIII: en los retratos reales de Velázquez, por
ejemplo, el infante de España, Baltasar Carlos, es pintado en actitudes evi-
dentemente adultas (con todos los requisitos de su rango noble y los mar-
cos simbólicos de su destino) a pesar de su pequeña edad; y la infanta
Margarita, en diferentes etapas de su vida infantil, crece físicamente pero
su estado no muda, como se ve muy bien en el vestuario. Eran niños, por
supuesto, sin embargo su niñez aún no existía. La infancia, por lo tanto,
es una conquista de la civilización que exigió mucho tiempo - y como
todas conquistas, no hay que darla por sentado.

En La desaparición de la niñez Neil Postman (1988) advertía del


peligro de que, por efecto de la atenuación de la diferencia entre niños y
adultos, la infancia desaparezca. Si los niños son "adultizados", pierden su
niñez. Hoy, quizás, estamos frente al mismo efecto por razones contrarias:
si los adultos se "infantilizan", quitan igualmente a los niños su derecho a
la distinción. En cierta manera el pedagogo estadounidense pronosticaba
algo que en los últimos tiempos se ha agravado.

Es un fenómeno que tiene varias implicaciones. Antes que nada,


la revolución demográfica: en los países industrializados la tasa de natali-
dad ha disminuido progresivamente hasta niveles alarmantes. En Italia, en
150 años, la fecundidad ha pasado de 6 a 1,2 hijos por mujer. Después de
la unificación nacional (1870) los niños representaban más del 30% de la
población, hoy no llegan al 15%. El tema, sin embargo, es más complejo:
los niños son menos, pero también son menos niños (Volpi, 2004). Es
decir: corren el riesgo de que se le quite su niñez.

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Hubo un tiempo en que la infancia no existía. ¿Puede que desa-
parezca otra vez?

Idealización y negación de la infancia: contradicciones culturales

En una obra recién publicada el filósofo Marcel Gauchet (2010)


reflexiona sobre la transformación del proceso de procreación en nuestra
sociedad y sus efectos culturales. El hijo ya no es un don de la Providen-
cia o del Azar, sino el producto de una decisión responsable: es el hijo del
deseo y de la voluntad, y como tal es querido, buscado, a veces hasta
incluso programado. Esto tiene cierta influencia sobre el imaginario que
acompaña a la generación de un ser humano. Ya Freud en 1914 decía que
el niño es portador de los "sueños y deseos incumplidos" de sus padres.
Es el "niño de la noche" (Vegetti Finzi, 1993), lleno de misterio y de ilu-
sión. La ciencia ha desencantado este proceso, quitándole no la ilusión
sino el misterio: el niño se ha convertido en objeto de observación
(ecográfica) desde el inicio, y como tal es destinatario de los proyectos y
aspiraciones de sus padres. La espera de una revelación se ha convertido
en la expectativa de un resultado.

Este hijo del deseo, por supuesto, es "único": porqué es insusti-


tuible, pero también porque en la mayoría de los casos no habrá otro.
Siendo único, tiene que ser el hijo perfecto y no puede fracasar. Por eso
ha crecido enormemente la preocupación hacia la salud y la normalidad
del niño desde los primeros meses de vida. Muy diferente respecto al
pasado, cuando la mortalidad infantil llegaba al 20%. Esta preocupación
hacia la salud se acompaña, además, con la preocupación por la seguridad.

Estadísticamente, las amenazas para la incolumidad han dismi-


nuido en el tiempo, pero la percepción de inseguridad del ciudadano
medio se ha visto aumentada, por efecto de un terrorismo quizás más
mediático que real. La consecuencia de este sentimiento es el primer fac-
tor de la pérdida de la infancia: la hiperprotección. Los niños no pueden
correr riesgos, no pueden caer, no pueden lastimarse, no deben sufrir, no
deben fatigarse, deben ser defendidos y protegidos continuamente del
mundo externo, que es "malo" y lleno de peligros. Esta preocupación cus-
todialística está tomando el lugar de la atención educativa.

Los niños de nuestras ciudades hoy no son libres de moverse y no


pueden vivir al aire libre: salen de lugares clausurados y controlados que

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los adultos han organizado para su formación (escuela, parroquia, gimna-
sio, piscina) para entrar a otros lugares (igualmente clausurados y contro-
lados) que los adultos mismos han organizado para su entretenimiento
(ludotecas, parques de diversión, etc.). Como todas minorías, son guarda-
dos en "reservas" para que no se extingan. Y la primera reserva, obvia-
mente, es la casa: el hogar doméstico, que de nido se ha convertido en
caparazón, de plataforma para despegarse hacia el mundo, se ha conver-
tido en escudo para protegerse del mundo. Las investigaciones nos dicen
que el 98% de los niños entre 3 y 10 años juegan principalmente en su
propia casa, o (46%) en la casa de otros compañeros. Solo el 38% en par-
ques y jardines, y el 6% por la calle. Además, dichos parques y jardines,
no son proyectados a medida de niños sino a medida de las preocupacio-
nes de sus padres: sin colinas, sin fosos, sin agua, sin barro, sin piedras,
sin nada - solo juegos "seguros" y, a lo mejor, aburridos.

Paradójicamente, otra amenaza para la infancia es el exceso de


educación, con perjuicio del juego y de la socialidad. El niño "competen-
te" tiene el calendario semanal de un ejecutivo, y como todos los ejecuti-
vos necesita una secretaria (generalmente su mamá). La cantidad de tare-
as que un niño tiene que cumplir a diario (escuela, catecismo, idiomas,
música, deportes) encajan perfectamente con la triple preocupación de sus
padres: que pase su tiempo en lugares seguros y controlados; que siempre
haya algún especialista que se ocupe de él; que aprenda mucho y muy
rápido para que no quede atrás en la vida.

Es raro constatar como esta aspiración temprana a la autonomía,


fin y al cabo, desemboca en una dependencia prolongada. Hoy se habla
mucho de la adolescencia interminable de jóvenes que se quedan en la
casa de sus padres hasta cuando ya no son jóvenes. Esta oposición es el
resultado de la actitud contradictoria que, nosotros los adultos, tenemos
respecto a los niños: queremos que sean sanos y atléticos pero los ali-
mentamos de manera desequilibrada (la obesidad es un problema infantil
en casi todas las sociedades "opulentas", incluso en tiempo de crisis); que-
remos que sean sociables y altruistas, pero les instilamos precozmente el
morbo de la competitividad; queremos que crezcan cultos y de ánimo
noble, pero los hacemos crecer como consumidores egoístas e insaciables;
queremos defender su inocencia y su candidez, pero los vestimos de
manera adulta y seductora (Benzoni, 2013).

Es suficiente ver como la imagen de los niños es utilizada por la


moda y la publicidad: cada estilista tiene una línea para "pequeños adul-

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tos"; las revistas de moda muestran en sus portadas niñas ataviadas como
si fueran top models; hay concursos de belleza en que cada niña se pre-
senta con look, peinado y maquillaje de mujer fatal. En este sentido, se
puede ver la pelicula "Little Miss Sunshine" de Jonathan Dayton y Vale-
rie Faris (2006) o el video "Corpi bambini. Sprechi di infanzie" de Maria-
grazia Contini y Silvia Demozzi (Università Alma Mater di Bologna,
https://corpibambini.wordpress.com). A veces la comunicación juega con
el cuerpo de los niños con una actitud chabacana (por cierto confundida
por irónica), como en la publicidad de la famosa casa productora de paña-
les GoodNites, que muestra un niño en la misma postura sexy del futbo-
lista David Beckham. Hasta incluso las muñecas han evolucionado de
manera impresionante: Barbie, por ejemplo, ha sido remplazada por
Bratz, que reproduce los estereotipos estéticos más groseros de las muje-
res adultas estandarizadas por la TV: formas generosas, labios hinchados,
mirada sensual, mechones, ropa sexy, etc. (Sobre la imagen de la mujer,
ver el documental "Il corpo delle donne" de Lorella Zanardo:
http://www.ilcorpodelledonne.net/version-en-espanol/).

Esta adultización de los niños acontece, paradójicamente, en el


mismo instante en que se vuelve a una idealización de la infancia como
paraíso perdido de bondad y pureza. Esta es quizás la contradicción más
grande. En un tiempo no era así: en el cuadro "Juegos de niños" (1560) de
Pieter Brueghel El Viejo es muy claro que la niñez representaba desorden,
confusión, hasta incluso crueldad - y por lo tanto necesitaba la educación
para ser "civilizada". Los dioses infantes de la antigüedad (Eros, Dioni-
sos) eran rebeldes, molestos, hasta incluso inmorales. Y los cuentos de
hadas de la tradición están llenos de niños malos y egoístas, que tienen
que ser corregidos y orientados. Hoy no: la educación está en crisis por-
qué los niños, al ser considerados "bondadosos" y "perfectos", ya no la
necesitan. Los niños hoy en día no son concebidos como "salvajes" que
requieren ser civilizados, sino como criaturas buenas o - como en el caso
de los niños-índigo de cierta espiritualidad New Age (Carroll y Tober,
2006) - como seres celestiales y casi "superiores".

Esta transición cultural del niño como "pequeño monstruo" al


niño como "pequeño ángel" es simbólicamente representada por el icono
global de Teddy Bear y todas sus variaciones: el ser agresivo y peligroso
(un oso, de hecho) ha sido "domesticado" en un cachorro de peluche sua-
ve y cariñoso. Es bueno, entonces, ser niños. Lo malo queda afuera: en el
mundo corrupto de los grandes. Esto determina, además, el fenómeno

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complementario de la infantilización de los adultos (D'Amato, 2014): Los
grandes desean mantenerse jóvenes para siempre (el mito del Puer Aeter-
nus que se re-presenta en el "complejo de Peter Pan") y, al perder su
juventud, quieren volver - psicológicamente o quirúrgicamente - a ser
jóvenes a cualquier edad. En este sentido la película "El curioso caso de
Benjamin Button" (de David Fincher, 2008; basada en un cuento publica-
do por Francis Scott Fitzgerald en 1922), cuyo protagonista nace viejo y
se vuelve más joven de año en año, es casi una metáfora de nuestra épo-
ca y de sus obsesiones.

La sombra del narcisismo: un desafío para la educación

Si los niños se convierten en pequeños adultos y los adultos vuel-


ven a ser niños, su diferencia desaparece. Como en el anuncio del automó-
vil Renault Twingo
(http://www.youtube.com/watch?v=8auqWp00bck&spfreload=10), don-
de una hija, saliendo de la escuela, muestra a su mamá un tatuaje en su
bajo lomo - y la mamá en vez de regañarla le muestra orgullosa su propio
tatuaje: en el mismo lugar, pero por supuesto... ¡mucho más grande! La
publicidad termina con el lema "personalidades en movimiento" y desde
luego de eso se trata: de dos generaciones diferentes sorprendentemente
semejantes.

Esta infantilización general tiene razones culturales e incluso


económicas: por un lado, la sociedad "líquida" produce una adolescenti-
zación de la vida (para sobrevivir en un mundo que cambia continuamen-
te no conviene ser muy estructurados); por otro lado, la economía del con-
sumo tiene todo el interés en mantenernos todos niños - a la merced del
principio del placer y de nuestras rabietas compulsivas.

Crecer quiere decir aprender a ser libres. Pero la libertad siempre


empieza por dentro. Por eso todo niño necesita ser educado: para apren-
der a retrasar la gratificación, a tolerar la frustración, a decir no a sus pro-
pios impulsos. Lamentablemente los padres están perdiendo la capacidad
de educar en esto porque ni ellos saben hacerlo. Su preocupación básica
es que a sus hijos "no les falte nada", sin embargo olvidan que la educa-
ción no es simplemente satisfacción de necesidades: es más bien estruc-
turación del deseo, o sea, de la capacidad intencional. El mismo Frankl lo
dijo muy claramente, subrayando la función de los ideales y los valores y

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la "sana tensión" que ellos producen en la existencia: "Lamentablemente
la educación actual, preocupada sobre todo en minimizar la tensión,
enseña nada menos que a una intolerancia a la frustración, a una especie
de inmunodeficiencia psíquica" (Frankl, 2005, p. 167). En efecto esto es
lo que pasa en muchos adolescentes que consultan: a la mayoría de ellos
no le "falta nada", pero le cuesta mucho aceptar sus imperfecciones, no
aguantan el sufrimiento, no saben elaborar sus errores.

Si el niño se convierte en un "pequeño rey" (cfr. Freud, 1914),


esta condición le perjudica a él mismo (Korff Sausse, 2006). Niños que no
tienen ni idea de la labor que se necesita para lograr un objetivo, que no
conocen el fracaso, que siempre han sido alejados del dolor y de la muer-
te, se convierten en adolescentes incapaces de enfrentar estas experiencias
vitales. Creo que el mensaje más difundido - y más peligroso - que los
padres generalmente transmiten a sus hijos, desde el momento en que
salen a la luz, es: "Nada es más importante que tú mismo", "Lo único que
importa es tu felicidad". Pero ocurre que, al no reconocer algo (o alguien)
como más valioso e importante de si mismos, estos jóvenes carecerán de
sentido: nada (o nadie) valdrá la pena. Y como dicha "felicidad" normal-
mente se identifica con la salud, el "bienestar", el éxito y la realización
personal, los niños crecidos para ser plenamente felices corren el riesgo
de convertirse en adolescentes aburridos, desmotivados y profundamente
infelices.

Hablando de adolescencia, Freud evocó el complejo de Edipo


para explicar su exigencia de "matar" (simbólicamente) al padre para lle-
gar a ser si mismo. Sin embargo, los muchachos de hoy ya no se parecen
a Edipo, si no más bien a Narciso: su preocupación no es de luchar con-
tra la autoridad paterna (que, por cierto, se ha disuelto casi por completo)
sino llegar a realizarse a si mismos como seres hermosos y perfectos (Pie-
tropolli Charmet, 2009). Se les repite continuamente que tienen que
"actualizarse a si mismos", pero el drama de muchos de ellos es que no
saben quiénes son. A lo mejor confunden lo que son con lo que se le pro-
pone llegar a ser - es decir, seres ideales a los que "no le falta nada". Lo
cual, como sabemos, es sumamente improbable.

Estos chicos han pasado de la tiranía del super yo a la tiranía del


ideal del yo. Los muchachos no se sienten a la altura de sus aspiraciones
desmesuradas o de las expectativas perfeccionistas de sus papás (y de su
ansiedad de prestación). Los medios de comunicación les ofrecen mode-

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los de identificación virtuales e ilusorios - jóvenes guapos, talentosos, exi-
tosos - y de esta manera agudizan su sentido de inferioridad. Por lo tanto,
su sentimiento fundamental ya no es el sentimiento de culpa, típico del
complejo edípico, sino el sentimiento de vergüenza, típico del síndrome
narcisista.

El culto de sí es "la locura más grande" de la humanidad (Lacan,


2013). La sociedad de la imagen y de la espectacularización estimula y
enfatiza esta "hipertrofia del yo". El egocentrismo y el narcisismo,
además, vuelven a despertar el fantasma del doble (Rank, 2004). La nue-
va muñeca My Twinn (www.mytwinn.com), pensada para ser exactamen-
te igual a su pequeña propietaria (ojos, peinado, vestido), es un icono
inquietante de la degeneración actual y de la inconsciencia que la acom-
paña. Parece una idea divertida, pero en realidad es un síntoma preocu-
pante.

De acuerdo al psiquiatra Pietropolli Charmet, el narcisismo de los


jóvenes se debe a la transformación de los códigos afectivos familiares, en
particular al pasaje de la familia ética a la familia afectiva, es decir de la
familia que asumía como tarea principal la de transmitir normas y valores,
a la familia que considera su principal deber el de proporcionar cariño y
seguridad. Esta familia "maternalizada" ha perdido el universo simbólico
paterno, o sea todo lo que se refiere a norma, límite, responsabilidad,
transcendencia. Los papás se han convertido en compañeros, las mamás
en amigas y confidentes, pero en esta "renuncia" a su papel más propio los
adultos se olvidan de que padres cómplices y permisivos pueden ser pose-
sivos y voraces. Como ejemplo, en la novela negra de Neil Gaiman,
“Coraline” (de la que ha aparecido en el año 2009 una película de anima-
ción homónima), una niña de 11 años encuentra en un mundo paralelo a
su “Otro Padre” y su “Otra Madre” que, a pesar de su aspecto cordial y
bondadoso, en realidad quieren sacarle los ojos y el alma.

Recientemente el psicoanalista Massimo Recalcati ha escrito de


los adolescentes que ya no se parecen a Edipo, ni a Narciso, sino a Telé-
maco (Recalcati, 2013): como el hijo de Odiseo, esperan el regreso del
Padre. Su sentimiento fundamental no es de culpa, ni de vergüenza, sino
de añoranza y nostalgia. La ausencia del Padre los ha dejado desorienta-
dos e impotentes, a la merced del desorden y del "gozo mortífero" (como
lo llama Lacan), del hedonismo que devora la vida, el planeta, el porve-
nir, y nos deja decepcionados y melancólicos. Sin duda, de una sociedad

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represiva hemos pasado a una sociedad depresiva. El narcisismo y el
hedonismo se convierten en las causas más relevantes de insatisfacción.

Frente a esta situación, la "logo-educación" representa un desafío


extremadamente actual, porque implica un tránsito muy importante: de la
educación a la autorrealización, de la educación a la autotranscendencia;
de la educación a la autonomía, de la educación a la interdependencia; de
la educación al éxito, de la educación al límite; de la educación como
satisfacción de necesidades a la educación como cultivo de valores. Esto,
a mi parecer (Bruzzone, 2011), es lo que Frankl pretendía, cuando decía
que la educación no debe "transmitir conocimientos", sino más bien "afi-
nar la conciencia". Los que hoy más necesitan recobrar la conciencia de si
mismos, sin embargo, no son los muchachos, sino los adultos, que no
saben manejar la asimetría necesaria a toda relación educativa, y muchas
veces no saben ofrecer un testimonio creíble de que, a pesar de los limi-
tes, es posible realizar una vida que tenga sentido. Posiblemente, el ver-
dadero desafío pedagógico, en este momento, no tiene que ver con la edu-
cación de los jóvenes, sino con la re-educación de los adultos. Empezan-
do por nosotros mismos.

Daniele Bruzzone es doctor en filosofía, director de la Associa-


zione di Logoterapia e Analisi Esistenziale Frankliana (ALAEF), trabaja
en la Università Cattolica del S. Cuore de Milán.

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