Palmer, R., & Colton, J. (1980) - Historia Contemporánea. Akal
Palmer, R., & Colton, J. (1980) - Historia Contemporánea. Akal
Palmer, R., & Colton, J. (1980) - Historia Contemporánea. Akal
AKAL EDITOR
IN T R O D U C C IO N
Panorámica
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elaborados medios de transporte, de una ciencia, una industria y unas
máquinas, de nuevas fuentes de energía para satisfacer unas demandas
insaciables, de una medicina científica, de una higiene pública y de unos
métodos de producción de alimentos. Estados y naciones libran guerras con
métodos avanzados, y negocian o mantienen la paz mediante la diplomacia.
Hay una red de dimensiones mundiales de finanzas y de comercio, de
préstamos y deudas, de inversiones y cuentas bancadas, que da origen a
fluctuaciones en los intercambios económicos y en las balanzas de pagos.
Unos 150 miembros muy desiguales y desunidos constituyen las Naciones
Unidas. El concepto mismo de nación, tal como se representa en ese
organismo, procede de Europa.
En la mayor parte de los paises contemporáneos, se han ejercido presio
nes en favor de un incremento de la democracia, y todos los gobiernos
contemporáneos, democráticos o no, tienen que tratar de suscitar las ener
gías y de ganar el apoyo de sus pueblos. En una sociedad moderna, se
relajan las viejas costumbres, y se cuestionan las religiones ancestrales. Hay
una exigencia de liberación individual, y una expectativa de niveles de vida
más altos. Por todas partes surge un afán de mayor igualdad en una
multiforme variedad de campos, mayor igualdad entre los sexos y las razas,
entre los ricos y los pobres, entre los adeptos de diferentes religiones, o entre
diferentes partes del mismo país. Los movimientos en favor del cambio
social pueden ser lentos y graduales, o revolucionarios y catastróficos, pero
el movimiento, del tipo que sea es universal.
Estos son algunos de los indicios de la contemporaneidad. Como apare
cieron por primera vez en la historia de Europa, o del mundo europeo en el
amplio sentido en que se incluyen países de ascendencia europea, el presente
libro trata, principalmente, del desarrollo de la sociedad y de la civilización
europeas, con una atención creciente, en los últimos capítulos, al mundo en
su conjunto.
El siglo XVIII, y, en particular, la generación que vivió hacia el
ano 1760, constituye un punto de partida, a causa de las grandes transfor
maciones económicas y políticas que entonces estaban produciéndose. En el
campo económico, los cambios se conocen con el nombre de Revolución
Industrial, que se efectuó, primeramente, en la Gran Bretaña. En el campo
político, que incluye constituciones, derechos legales, el estado nacional y las
primeras formas de democracia, la nueva era se anunció en ía Revolución
Americana de 1776, y, más decisivamente, mediante la Revolución Francesa
de 1789, mucho más explosiva. En general, los efectos de las revoluciones
económica y política se difundieron por toda Europa en el siglo XIX, y por
el resto del mundo en el XX.
Europa, ya antes de los cambios del siglo XVI11, no era una zona
«subdesarrollada», tal como ese término se entiende hoy. Pero unas partes
de ella estaban mucho más «desarrolladas» que otras. La agricultura era, en
todos los países, la principal actividad, y la mayoría de la población
trabajaba en ocupaciones rurales, pero había también muchas ciudades y
complejos sistemas de clases sociales, tal como se habían formado a partir de
la Edad Media. Una era la nobleza o aristocracia, cuya riqueza y hábitos de
pensamiento procedían de la propiedad de grandes haciendas. La segunda
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era una clase media o burguesía, generalmente residente en las ciudades, y
que incluía a funcionarios públicos, hombres de leyes, médicos, buena parte
del clero, banqueros, navieros, comerciantes y artesanos cualificados. Por
debajo de ellos, en las ciudades, se encontraba una tercera clase de trabaja
dores pobres, los asalariados sin cualificar, cuyo número se acrecentaba con
los desempleados, los inválidos, los mendigos y los vagabundos. La más
numerosa de todas era la cuarta clase, formada por los que trabajaban la
tierra —el campesinado—, ocupados en la agricultura de subsistencia o en
facilitar artículos alimenticios a las ciudades y a las clases superiores,
labrando la tierra, o criando ganado lanar o vacuno, o produciendo vinos o
aceite de oliva o lino, según las circunstancias geográficas. En cuanto al
volumen y a la importancia de estas clases sociales, había grandes diferencias
entre las distintas partes de Europa. A este respecto, conviene considerar a la
Europa del siglo XVIII como dividida en cuatro zonas.
Una de esas zonas, la menos desarrollada económica y políticamente, era
la Europa Oriental, que se extendía, en líneas generales, desde el río Elba,
por la Alemania septentrional, a través de Polonia, hasta adentrarse en
Rusia. Allí, la clase dominante eran los grandes terratenientes, que solían ser
dueños de vastas haciendas, y los campesinos no eran libres, sino siervos que
podían ser comprados y vendidos juntamente con la tierra. Estos realizaban
un trabajo obligatorio, estaban sometidos a la jurisdicción legal de sus
señores, y no podían casarse, ni abandonar la hacienda, ni dedicarse a otra
actividad, sin permiso del señor. Las ciudades eran pocas y lejanas entre sí, y
la clase media no era numerosa. En los territorios eslavos, las ciudades
contaban con muchos alemanes o judíos, étnicamente distintos de las pobla
ciones de señores y de campesinos que les rodeaban. Todos los habitantes de
las cincuenta ciudades más grandes de Polonia, en su conjunto, no sumaban
más de la mitad de los miembros de la nobleza. En tales condiciones, la clase
media no tenía, en realidad, influencia alguna. Habia un comercio de
exportación de productos agrícolas y forestales, dominado por señores
aristócratas que utilizaban el trabajo de los siervos. Algunos de los aristócra
tas eran ricos, e importaban libros y objetos de arte de la Europa Occidental,
juntamente con preceptores y visitantes intelectuales y artistas, pero había
una pobreza más aguda en la Europa Oriental que en la Occidental.
Los países mediterráneos, y en especial las penínsulas italiana e ibérica,
formaban una especie de segunda zona. Hasta el siglo XVI, estas regiones
habían estado a la cabeza de la civilización europea, pero la apertura de las
rutas comerciales atlánticas les había perjudicado. Una gran parte de las
riquezas procedentes del comercio con América y con Asia, y de las minas de
plata de México y del Perú, pasaba, en realidad, a través de España y de
Portugal, y enriquecía el área situada al norte de los Pirineos. Comerciantes
franceses e ingleses realizaban un gran volumen de negocios en Cádiz y en
Sevilla. Antiguas ciudades mediterráneas como Palermo y Nápoles eran
grandes por sus dimensiones, pero económicamente inactivas. La tierra, por
lo general, se hallaba en manos de propietarios aristócratas. Los campesinos
eran «libres», no siervos como en la Europa Oriental, pero eran víctimas de
una pobreza que se agudizaba a causa de la baja productividad, de unos
duros impuestos y de la esterilidad de la tierra. La excepcional autoridad
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de la iglesia en aquellos países y la relativa inercia de las clases urbanas se
sumaron a las razones por las que aquella- región no participó en el
desarrollo europeo tan plenamente como en épocas anteriores.
Francia estaba a la cabeza del continente europeo en el siglo XVIII, y,
juntamente con los Países Bajos, la Italia septentrional y la Alemania al
oeste del Río Elba, constituía una tercera zona. En general, la aristocracia o
nobleza de la tierra era menos exclusivamente dominante que en la Europa
Oriental. La tierra se dividía, para su cultivo, en pequeñas parcelas, muchas
de las cuales pertenecían a los propios campesinos, en el marco de un
régimen señorial o «feudal», en el que el campesino tenía un derecho seguro
y hereditario a su tierra, a cambio de diversos pagos hechos al señor. El
campesino era «libre», no siervo. El propietario campesino podía comprar y
vender en el mercado, y entablar juicio ante los tribunales. Muchos campesi
nos, naturalmente, no eran propietarios, sino jornaleros empleados por
otros campesinos o por los señores. Algunos trabajaban en sus cabañas
como tejedores para los comerciantes de las ciudades. Las ciudades eran
numerosas, generalmente separadas sólo por una jornada de viaje, y, aunque
pequeñas, albergaban a una considerable población de clase media. Mientras
en Polonia las cincuenta ciudades más grandes tenían una población conjun
ta que no superaba a la mitad de los miembros de la nobleza, las cincuenta
ciudades más grandes de Francia sumaban una población cinco veces mayor
que la totalidad de la nobleza. Había más contacto entre la ciudad y el
campo que en la Europa Oriental. París era la ciudad más grande del
Continente, y también su capital intelectual. Los puertos de mar como
Burdeos y Nantes prosperaban, y las grandes familias mercantiles y dirigen
tes, así como los aristócratas propietarios de la tierra, construían residencias
en muchas ciudades de la provincia. Todo esto había de ser importante en la
Revolución Francesa.
Inglaterra, o la Gran Bretaña (porque Inglaterra y Escocia se unieron
en 1707), era, en muchos aspectos, el país más avanzado de Europa, y
bastante distinto del Continente para constituir por sí solo una cuarta zona.
Había tenido sus guerras civiles y su revolución política en el siglo anterior,
y, a partir de 1688, estaba gobernado, cada vez en mayor medida, por su
Parlamento, en el que predominaban los intereses agrícolas. Había menos
diferencia legal entre las clases que en el Continente. Sólo unas doscientas
personas eran «pares», es decir, nobles, que se sentaban en la Cámara de los
Lores; sus hijos eran plebeyos que, con la excepción del primogénito que
heredaba la dignidad de par, acababan fundiéndose con las clases medias
superiores. La propiedad de la tierra se concentraba en un pequeño número
de personas, entre las que se incluían los grandes duques y otros pares, y
también una gentry (hidalgos), más numerosa. Los terratenientes recibían
sus rentas, no mediante el cobro de pequeños tributos abonados por los
campesinos, como en la Europa Occidental, ni mediante la explotación
directa del trabajo de los.siervos, como en la Oriental, sino arrendando la
tierra a granjeros intermediarios, que, a su vez, empleaban a obreros
agrícolas mediante salarios. Así pues, la aristocracia (pares y gentry) era ya
un tanto «burguesa», en el sentido de que trataba de elevar al máximo sus
rentas en dinero; existía una clase de importantes granjeros medios; y la gran
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masa de los obreros agrícolas no era una fuerza de trabajo coactivo, ni era
todavía un campesinado que se hubiera hecho conservador por haber
adquirido unos derechos sobre el suelo. La clase media comercial y profesio
nal era fuerte, y se hallaba más unida a la aristocracia de lo que solía estarlo
en el Continente. El gobierno, aunque controlado por la aristocracia de la
tierra, atendía a las necesidades de las clases mercantiles. Libraba guerras,
no por intereses dinásticos, sino por beneficios comerciales. Hacia 1760,
Inglaterra había adquirido un gran imperio colonial, construido una marina
y conquistado el dominio del mar. Sostenía un amplio y creciente comercio
con las islas del Caribe, con las colonias americanas que luego fueron los
Estados Unidos, y con la India, así como con Europa, además de un
esporádico y a veces ilícito comercio con la América Española, y del
comercio africano de esclavos, mediante el cual se proporcionaba una fuerza
de trabajo a las plantaciones transatlánticas, y se enriquecían ciudades como
Liverpool y Bristol. El comercio de esclavos, naturalmente, fue explotado
también por los holandeses, franceses, españoles y portugueses, debido a la
importancia, en la economía internacional de aquel tiempo, de las Indias
Occidentales y del Brasil.
Estas diferencias entre las distintas partes de Europa contribuyen a
explicar por qué, en el siglo XVIII, se produjo en Inglaterra una revolución
económica e industrial, y en Francia tuvo lugar una revolución más política,
que se extendió, rápidamente, más allá de las fronteras francesas, por lo que
aquí hemos llamado tercera zona, mientras las regiones orientales y medi
terráneas se mantenían más conservadoras, menos abiertas a las influencias
políticas de la Revolución Francesa, y menos capaces de seguir a Inglaterra
por el camino de la industrialización. Realicemos ahora, en esta introduc
ción, un examen de la Revolución Industrial en Gran Bretaña, y del anden
régime en el continente europeo, cuyo hundimiento condujo a la Revolución
Francesa de 1789.
L a Revolución Industrial
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energía que entonces se obtenía de otras fuentes (que en aquel tiempo
consistían principalmente en el carbón) hubiera de ser producida por hom
bres y animales, se necesitaría cada centímetro cuadrado de la superficie
terrestre, incluidos los desiertos y las extensiones árticas, sólo para acoger a
tantos seres vivos, y para facilitarles vivienda y alimentación. Hasta hace
poco tiempo, se creía también que las fuentes minerales de energía eran
virtualmente inagotables. El incremento en el uso del carbón a partir del
siglo XVIII fue asombroso, hasta el punto de que, en 1870, Inglaterra
producía anualmente 100.000.000 de toneladas. Una consecuencia de ello fue
que, hasta el advenimiento de la era eléctrica y nuclear, las principales áreas
industriales del mundo se hallaban situadas cerca de las cuencas carbonífe
ras, primero en Inglaterra, luego en Bélgica y en el valle del Ruhr, en
Alemania, y en las regiones de los Allegheny de los Estados Unidos.
La energía así generada sé aplicaba a las máquinas, y el uso de una
compleja maquinaria de motor es otro signo de una sociedad industrializada.
Esas máquinas comenzaron utilizándose en la producción de hilaza y de
tejidos, luego en las minas de carbón y de hierro, y después, en el siglo XIX,
se aplicó a los buques de vapor y al ferrocarril, con lo que se llevó a cabo
una «revolución en el transporte». Las máquinas pesadas tenían que colo
carse en grandes construcciones, llamadas fábricas o factorías, y, con el
ferrocarril, esas factorías y las casas de los obreros se concentraron en las
ciudades. Anteriormente, la mayor parte de la manufactura artes ana se
había realizado en zonas rurales y en ciudades muy pequeñas, para un
mercado local. Con la maquinaria de motor y con los ferrocarriles, el
crecimiento de la industria significó urbanización rápida, con los problemas
sociales inherentes. Significó también un gigantesco incremento en el volu
men total de los artículos producidos, y un descenso en el coste de produc
ción por unidad, de modo que los precios cayeron. Inglaterra, por ejemplo,
hacia 1750, importó y consumió unos dos millones de libras de algodón en
rama, que fueron hilados y tejidos por trabajadores rurales en sus cabaflas;
un siglo después, consumía unos 400 millones de libras en sus factorías; y el
precio del algodón había descendido casi a una vigésima parte del que tenia
en 1750. Aplicado a una variedad de productos, este principio significó una
elevación en el nivel de vida de los habitantes de los países industrializados.
Hubo también efectos menos favorables. Las primeras factorías eran ingra
tos lugares de trabajo, y a menudo dependían del trabajo de los niños,
mientras los tejedores manuales se empobrecían porque no podían competir
con las factorías; v como los efectos eran internacionales, las artesanías
tradicionales de la India y de otras partes del mundo se vieron arrinconadas
por la afluencia de productos más baratos, procedentes de Inglaterra y de
Europa. En general, tanto en Europa como en América del Norte, a
mediados del siglo XIX, la mayoría de la población gozaba de un nivel de
vida superior al de cualquier otro tiempo pasado.
Se dice, a veces, que la Revolución Industrial no tiene fin. Y, en efecto,
otra característica es la de que se perpetúa. Una vez iniciado, el proceso
continúa indefinidamente. El «despegue» conduce al «desarrollo que se
sostiene a sí mismo». Un producto nuevo crea la demanda de otros. Una
invención da origen a la siguiente. La invención misma se convierte en un
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hábito. La ciencia pura, es decir, la física y la química, que tuvieron poca
importancia en las primeras fases de la industrialización inglesa, fueron cada
vez más decisivas, a partir de 1800. La aplicación sistemática de la ciencia a
la industria produjo la tecnología moderna, que, a su vez, produce y se
espera que produzca nuevas soluciones a los problemas que vayan surgiendo.
La sociedad contemporánea, que utiliza la maquinaria de motor, tras haber
comenzado con la era del carbón, pasó, a finales del siglo XIX, a la era de la
electricidad y del petróleo, que dio origen al motor de combustión interna,
y en especial al automóvil, al que seguiría, a mediados del siglo XX, la
retro-propulsión y la energía nucléar. Interminable también en el sentido
geográfico, la industria moderna que comenzó en Inglaterra y luego se
extendió a Europa y a América del Norte, siguió extendiéndose por la
América Latina y por Asia, hasta el punto de que las fábricas de acero y las
factorías textiles del Brasil y de Taiwan socavan los fundamentos mismos
sobre los que en otro tiempo se levantó la supremacía industrial de los
antiguos centros de la Civilización Occidental. Hasta dónde puede llegar esta
apárente infinitud, tanto en el sentido tecnológico como en el geográfico, es
una pregunta para el futuro, a la que ningún trabajo de historia puede tener
la pretensión de responder.
¿Por qué comenzó en Inglaterra la Revolución Industrial? Todos los
demás países, cuando se industrializaron, se vieron influidos por un ejemplo
preexistente. Europa y América del Norte comenzaron con m áquinas impor
tadas de Inglaterra, con obreros ingleses contratados para manejar la
maquinaria y para instruir acerca de su manejo, y, muy frecuentemente, con
capital obtenido en Inglaterra mediante préstamos e inversiones. El desarro
llo del Tercer Mundo, más reciente, ha implicado también una tecnología
importada, unos consejeros técnicos extranjeros y unos fondos prestados.
Solamente los ingleses entraron en la era industrial sin ese estímulo exterior.
En otros países, que se industrializaron después, una gran parte de la
iniciativa procedió de los gobiernos, y, ya en el siglo XX, como en la Unión
Soviética y en la República Popular de China, mediante un alto grado de
planificación centralizada. En Inglaterra, la revolución industrial fue la
consecuencia de innumerables decisiones y acciones de personas privadas.
No hay razón alguna para suponer que los ingleses y los escoceses fuesen
individualmente más inventivos, imaginativos o laboriosos que sus vecinos
del otro lado del Canal, La explicación radica en la combinación de
condiciones sociales, económicas, políticas, legales y psicológicas que hicie
ron de Inglaterra un país único.
Inglaterra era, probablemente, el país más rico de Europa, per capita,
con la excepción de Holanda, ya antes de la industrialización. Sus pobres,
aunque numerosos y miserables, lo eran menos que los pobres del Continen
te. Los viajeros observaban que, en Inglaterra, incluso los más pobres
llevaban zapatos de cuero, mientras en otras partes usaban calzado de
madera o iban descalzos. Los salarios eran altos, comparados con los niveles
del siglo XVIII. Había una clase próspera y experimentada de comerciantes,
que se fortalecía, gracias al comercio interior y a unas exportaciones cada
vez más cuantiosas. Los artículos de lana eran la más importante manufac
tura tradicional, la cual, aunque producida por obreros manuales en sus
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cabañas, estaba coordinada por comerciantes que conocían los mercados
nacional, colonial e internacional, y que ya la habían convertido en un
negocio a gran escala.
La agricultura era productiva, y su productividad, es decir, su producto
por acre y por obrero individual, aumentaba rápidamente ya antes de 1750.
La tierra, según hemos señalado ya, pertenecía a pocas personas relativa
mente, pero los propietarios podían elegir como granjeros a los mejores
hombres, dictar las condiciones de arrendamiento, y .encontrar un granjero
más eficiente, si así lo deseaban, cuando el arrendamiento llegaba a su
término. Muchos propietarios eran suficientemente ricos para poder hacer
inversiones de capital, convirtiéndose así en «terratenientes introductores de
mejoras», es decir, que podían abordar la introducción experimental de
nuevas cosechas, la cría selectiva de ganado, la compra de nuevos utensilios,
la desecación de terrenos pantanosos, y la construcción de cercas, vallas y
caminos, todo lo cual requería un desembolso inicial de dinero, con el
correspondiente riesgo de que no diese rendimiento alguno durante muchos
años. Aquellas mejoras sobrepasaban las posibilidades de los campesinos del
Continente, y los más grandes propietarios de Francia y de Alemania,
principalmente los nobles, o no tenían interés por aquellas cuestiones mate
riales, o se hallaban imposibilitados, a causa de las limitaciones del sistema
señorial. En Inglaterra, donde el Parlamento era soberano y los propietarios
controlaban el Parlamento, pudieron elaborar una legislación que extinguía
los antiguos derechos señoriales y comunales. El resultado fue una serie de
obras de cercado, por las que unas pequeñas parcelas de tierra en campos
abiertos se consolidaban en terrenos más extensos, protegidos por cercas,
bajo leyes de propiedad privada que concedían gran libertad al dueño, el
cual podía, en consecuencia, introducir las innovaciones que desease. El
incremento en la producción de artículos alimenticios no sólo enriqueció a
los terratenientes, sino que permitió que la población aumentase sin empo
brecerse, e hizo posible el mantenimiento de una creciente fracción de la
población dedicada a otras ocupaciones.
Las formas de gobierno y las leyes favorecían la actividad económica.
Tras la Revolución de 1688, con el creciente poder del Parlamento, las
minorías ricas y el gobierno coincidieron de un modo más estrecho que en el
Continente. Si esto significó que los ricos gobernaban el país, significó
también que entregaban su dinero a un gobierno en el que ellos podían
confiar, pues tenían su control. Los ricos terratenientes pagaban una gran
proporción de los impuestos, sin las exenciones ni los privilegios de que
gozaban en la mayor parte de Europa. Entre otras cosas, fundaron también
el Banco de Inglaterra, en 1694. El Banco no desempeñó un papel directo en
la financiación de la Revolución Industrial, pero contribuyó a proporcionar
una base de estabilidad fiscal que favorecía las iniciativas privadas, porque
Inglaterra no tuvo que valerse de las inciertas e imprevisibles medidas
financieras a que otros gobiernos tuvieron que recurrir, y nunca tropezó con
la bancarrota en que acabó hundiéndose la monarquía borbónica. El país
acertó a afrontar una deuda nacional creciente, que financió las guerras y
una marina cada vez más poderosa, que, a su vez, amplió los mercados
ultramarinos. Las guerras en que intervino Inglaterra se libraron en Bélgica,
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en Baviera, en América del Norte y en el mar. En Inglaterra no se mantenía
un ejército costoso, y el país se libró de los daños en la agricultura, de la
destrucción de edificios y de puentes, y del general quebrantamiento de la
vida civil, que asolaron, de cuando en cuando, a distintas partes de Europa.
El país se unificó; no había tarifas interiores, ni grandes provincias semi-
autónomas con distintos ordenamientos legales y tributarios. Inglaterra (sin
Escocia ni Gales) no era más que una cuarta parte de la extensión de
Francia, y apenas tenía más que una cuarta parte de la población francesa en
1700, pero presentaba el más amplio y libre comercio nacional de Europa. A
partir de 1700, hubo una gran actividad en la mejora de carreteras y en la
construcción de canales, que establecieron un contacto más estrecho entre
todas las partes del país. Las ligas comerciales conservadoras en las ciudades
habían desaparecido o perdido su posibilidad de controlar y restringir la
producción, mientras en el Continente permanecían activas o incluso eran
protegidas por el gobierno central —en Francia, por ejemplo— como parte
de un sistema general de regulación. En la cima de la sociedad, como la
monarquía se había hecho constitucional, y estaba, de hecho, germanizada,
y era, por lo tanto, extranjera en los primeros años de la casa de Hannover,
no existía una sofisticada corte real, en torno a la cual creían que debían
congregarse las personas importantes. Los duques, los condes y las personas
ricas se construían elegantes casas de campo, pasaban una «season» -en
Londres, hacían el «grand tour» por Europa, y vivían a un nivel ostentoso
con multitud de criados, pero no necesitaban un despliegue tan continuado y
fastuoso, ni un gasto suntuario como los que se requerían en Versalles, en
Madrid o en Viena. Tenían tiempo y podían permitirse colocar parte de sus
rentas en inversiones más remuneradoras.
Si atendemos a la transformación de la manufactura en términos econó
micos de oferta y demanda, observaremos que la primera presión se produjo
por parte de la demanda, que alcanzó un punto en que ya no podía seir
satisfecha mediante los antiguos métodos de la oferta. La existencia de uria
amplia clase media, con muchos miembros de la clase trabajadora pór
encima del nivel de pobreza, e incluso con los pobres menos pobres que en
otros países, significaba un mercado potencial para los artículos de consumo
corriente y de uso diario, como el vestido y el menaje del hogar. La
población aumentaba también en el siglo XVIII; aumentaba, por lo general,
en toda Europa, pero, mientras en algunos sitios, como la Italia meridional,
más población significaba más pobreza, en Inglaterra el aumento se produ
cía sin pérdida de los niveles de vida. El aumento de población significaba,
pues, una ampliación del mercado interior. Además, existía también el
creciente mercado de ultramar, y también aquí la demanda se centraba prin
cipalmente en los artículos de consumo corriente. Las islas del Caribe
necesitaban ropas sencillas para sus esclavos. Las colonias continentales de
la América del Norte británica, donde la población blanca, en 1760, había
llegado a ser tan numerosa como la cuarta parte de la propia Inglaterra, y
donde aún había pocas manufacturas, importaban también de Inglaterra
muchos artículos corrientes, como tejidos y ferretería.
Es fácil, pues, comprender por qué la industrialización comenzó en
Inglaterra, no con la brusca y forzada construcción de grandes proyectos de
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realizaciones mecánicas, ni tampoco por una necesidad militar, sino a causa
de las mejoras en la producción de objetos corrientes de amplia utilización
práctica, y en especial con la producción de tejidos de algodón. Los
algodones, estampados con colores brillantes, habían aparecido por primera
vez en Inglaterra como importaciones de la India, en el siglo XVII. Y, en
realidad, las fábricas indias, por ser de alta calidad, continuaron encontran
do compradores en Inglaterra y en otros países, durante mucho tiempo. La
ventaja de los algodones ingleses, una vez que se aplicaron métodos mecáni
cos, consistió en que, si bien eran más bastos y sencillos, también eran más
baratos. Hicieron posible que más gente poseyese una mayor variedad de
vestidos y disfrutase de las comodidades de ropa interior, sábanas, mantele
rías y pañuelos, que antes, cuando eran de seda o de lino, habían constituido
lujos para gentes acomodadas. El algodón tenía también la ventaja de ser
más lavable que las lanas, y, en consecuencia, más sano; y era también de
peso más ligero, por lo que resultaba más adecuado para los climas cálidos
de las regiones transatlánticas y mediterráneas.
Se satisfizo la demanda, mediante una serie de invenciones. En 1733,
John Kay inventó un procedimiento llamado la lanzadera volante, con la que
sólo se necesitaba un hombre, en lugar de dos, para manejar un telar. Como
se tejía más paño, había una demanda creciente de hilado, que se satisfacía
mediante una serie de nuevos aparatos utilizados para hilar, como la
«jenny» introducida en los años 1760 y la «water frame» de Richard
Arkwright, de 1769, con la que se podían hilar simultáneamente muchos
hilos. Poco después, Arkwright sustituía la energía hidráulica con un motor
de vapor, y reunió sus motores, sus máquinas y a sus trabajadores en una
fábrica o factoría. La producción de hilado sobrepasaba ahora la posibilidad
de los tejedores de convertirlo en paño. Edmund Cartwright patentó un telar
mecánico en 1787. Como no cesaban de agregarse mejoras, un muchacho
con dos telares mecánicos podía producir, en 1820, quince veces más paño
que un tejedor de otro tiempo trabajando con un telar de mano en su
cabaña. El enorme incremento en la demanda de algodón en rama se
satisfizo principalmente gracias a la parte meridional de los Estados Unidos,
donde el invento de la desmotadora de algodón, en 1793, facilitó considera
blemente lá eliminación de las semillas. Las importaciones inglesas de
algodón en rama se multiplicaron por cinco entre 1790 y 1820. En conse
cuencia, el algodón en rama se convirtió en la principal exportación ameri
cana, y los Estados Unidos, tras haber proclamado la libertad y la igualdad
en la Revolución Americana, se encontraron con que dependían cada vez
más de la esclavitud negra, a causa de los cambios industriales en Gran Bre
taña.
La máquina de vapor, aplicada a las hilanderías de algodón en los
años 1780, había ido desarrollándose a lo largo de un siglo. Mientras las
primeras máquinas utilizadas para hilar y tejer estaban hechas de madera y
movidas por turbinas, la máquina de vapor tuvo que construirse de hierro,
desde el principio. La energía de vapor, la maquinaria de hierro y las minas
de carbón se desarrollaron simultáneamente. La ganga de hierro se fundía,
originariamente, con carbón de leña, un producto de la madera. Los bosques
de Europa habían ido disminuyendo desde la Edad Media, y, en 1700, la
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escasez de madera en Inglaterra fue agravándose, hasta el punto de que los
fundidores del hierro recurrían cada vez en mayor medida al carbón. No
podían excavarse pozos más profundos de carbón, mientras alguien no
idease mejores métodos para extraer el agua. Hacia 1702, Thomas Newco-
men construyó la primera máquina de vapor económicamente interesante,
que pronto fue muy utilizada para impulsar las bombas en las minas de
carbón. Consumía tanto combustible en proporción a la energía producida,
que sólo podía emplearse, por lo general, en los propios campos de carbón.
En 1763, Jaime Watt, un técnico de la Universidad de Glasgow, comenzó a
introducir mejoras en la máquina de Newcomen. Formó una sociedad con
Matthew Boulton. Boulton, inicialmente fabricante de juguetes, de botones
y de hebillas de zapatos, facilitó los fondos para financiar los experimentos
bastante costosos de Watt, el equipamiento elaborado a mano y las ideas que
iban desarrollándose lentamente. En los años 1780, la firma de Boulton y
Watt gozaba de una asombrosa prosperidad, fabricando máquinas de vapor
para uso inglés y para el comercio de exportación.
Al principio, mientras no pudieron conseguirse más perfeccionamientos y
una mayor precisión en el trabajo del hierro, las máquinas eran tan pesadas
que sólo podian utilizarse como máquinas fijas: así ocurría, por ejemplo, en
las hilaturas de Arkwright y en otros casos. Inmediatamente después de
1800, la máquina de vapor fue utilizada con éxito para impulsar embarca
ciones fluviales, especialmente en el Hudson, en 1807, por Robert Fulton,
que empleó una máquina importada de Boulton y Watt. Simultáneamente,
comenzaron los experimentos con energía de vapor para el transporte
terrestre. Así como había sido en los campos de carbón de Inglaterra, un
siglo antes, donde se había empleado para usos prácticos la máquina de
Newcomen, así también ahora fue en los campos de carbón donde por
primera vez convirtió en «locomotora» la máquina de Watt. Mucho antes de
1800, las minas habían empezado a utilizar «railes», por los que unas
vagonetas con ruedas de pestañas, tiradas por caballos, transportaban el
carbón a los canales o al mar. En los años 1820, las máquinas de vapor se
incorporaron con éxito a vehículos móviles. La primera locomotora plena
mente satisfactoria fue la R ocket de George Stephenson, que en 1829, en el
Ferrocarril de Liverpool y Manchester, de reciente construcción, nó sólo
alcanzó una asombrosa velocidad de dieciséis millas por hora, sino que
superó también otras pruebas más importantes. En los años 1840, la era de
la construcción de vías férreas se había iniciado ya en Europa y en los
Estados Unidos.
No es suficiente recitar una lista de inventos y de innovaciones técnicas,
porque hay que explicar otras muchas cosas. Las sociedades, en su mayoría,
suelen ser muy conservadoras, con obreros que no quieren abandonar sus
lugares adquiridos, y con personas ricas más inclinadas a disfrutar de sus
ocios y de sus comodidades que a emprender nuevas e inciertas aventuras
que, en el mejor de los casos, pueden ser inquietantes, y, en el peor, originar
graves pérdidas. La industrialización requiere un alto grado de movilidad en
diversos sentidos, una movilidad de la fuerza de trabajo en virtud.de la cual
los obreros cambian sus ocupaciones, una movilidad geográfica en virtud de
la cual familias enteras se desarraigan de sus hogares, y una movilidad de
17
capital en virtud de la cual las inversiones pueden desplazarse de una forma
de producción a otra, como cuando Matthew Boulton distrajo una parte de
los beneficios de sus negocios ya existentes para financiar a Jaime Watt y su
máquina de vapor. La Revolución Industrial se produjo en Inglaterra,
gracias a la movilidad y a las motivaciones personales que la sociedad per
mitía.
En Inglaterra, más que en otros países pre-industriales, había muchas
personas en todas las clases sociales que eran sensibles a los incentivos
económicos, personas que, ricas o pobres, estaban ya acostumbradas a
recibir sus ingresos en dinero, como consecuencia de una nueva inversión, o
de la venta de más artículos, o la percepción de salarios más altos por el
trabajo realizado. Existían ya un capitalismo y una economía de mercado.
Las primeras fábricas reclutaron su fuerza de trabajo, principalmente, entre
los tejedores manuales y sus familias. Los salarios que se pagaban, aunque
bajos en relación con los niveles posteriores, eran atractivos para los
tejedores manuales que ya no podían vender sus productos a un precio
competitivo. Los inventores, por lo general procedentes de la clase media,
podían confiar en que serían recompensados por sus inventos afortunados,
pues encontrarían personas que confiarían en que tales inventos serían útiles
y provechosos. Era más fácil la introducción de nuevos métodos de produc
ción, a causa de la decadencia de los gremios en Inglaterra, porque en Ingla
terra en el pasado, y en el Continente todavía, protegían los antiguos procedi
mientos, actividades e intereses. Las invenciones del siglo XVIII, en su
mayoría, eran sencillas, y las nuevas máquinas estaban al alcance de una sola
persona emprendedora o de una familia. Una máquina de hilar de madera por
ejemplo, sólo costaba, en 1792, unas 6 libras. Para empresas mayores, tom o
las de minas y energía, o la construcción de canales, las personas ricas que
obtenían sus ingresos de la tierra se inclinaban a prestar o a invertir dinero,
mediante la formación de sociedades o la compra de acciones de las
compañías. En esos casos, la administración solía confiarse a miembros de la
clase media, pero los hijos más jóvenes de las familias aristocráticas podían
también dedicarse a los negocios, especialmente al comercio en gran escala.
Habia una gran inclinación a afrontar los riesgos, o a aceptar la posibilidad de
pérdidas con la esperanza de los beneficios, o a absorber la pérdida de un tipo
de actividad mediante las ganancias logradas en otra. En una palabra, fueron
la libertad y la fluidez de la sociedad británica las que hicieron de los ingleses
el primer pueblo que entró en la revolución industrial.
Pero no debe exagerarse la subitaneidad dercambio. Hasta después de las
guerras napoleónicas, no llegó a manifestarse plenamente el efecto de la
revolución industrial, ni siquiera en Inglaterra. Aunque en 1850 Inglaterra
producía más hierro que todo el resto del mundo junto, en 1780 producía
menos que Francia. Las guerras de la Revolución Francesa y del Imperio
revelaron que en tecnología militar se habían introducido muy pocos cam
bios. En aquellas guerras, Inglaterra fue el más constante adversario de los
franceses, pero el ejército inglés utilizaba mosquetes que apenas se diferen
ciaban de los empleados en la Guerra de Sucesión Española de cien años
antes, los cañones ingleses no eran mejores que los de Francia o Austria, y
aunque la marina inglesa obtenía victorias, el arte de la construcción de
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barcos era conocido también por los franceses. Todavía en 1851, el censo
británico registraba a más personas trabajando en la agricultura y en el
servicio doméstico que en las fábricas, y la hilandería de algodón media no
empleaba a más de 200 personas, mientras miles de telares manuales
funcionaban todavía en las cabañas rurales. Hasta después de 1800, los
efectos de la Revolución Industrial se limitaron a la industria textil, acompa
ñados por cambios en la minería y en la metalurgia. Había aparecido la
máquina de vapor, y era un poderoso símbolo de los cambios que se
avecinaban, pero aún no se había hecho sentir todo su efecto sobre la
manufactura y sobre el transporte. Las ciudades crecían, pero los problemas
de la nueva ciudad industrial —hacinamiento, pobreza, mala vivienda,
chimeneas de las fábricas, basura, poca sanidad, y la tensión entre los
obreros proletarizados y los capitalistas— fueron problemas del siglo XIX,
no del XVIII. La Revolución Industrial no fue una revolución en el sentido
de cambio brusco; incluso en Inglaterra, se desarrolló a lo largo de unos cien
años, si establecemos su comienzo en 1760.
Mientras los ingleses se embarcaban en una revolución económica, sin
saberlo muy bien, puesto que nada semejante había ocurrido anteriormente
a ningún pueblo, los franceses se lanzaban a una revolución política tan
evidente, violenta y sensacional, que nadie podía dejar de verlo. Es una
paradoja de la historia europea que los ingleses, económicamente tan
progresistas, continuaron siendo social y políticamente conservadores, por
encontrarse satisfechos con las condiciones de su próspero país, mientras en
Francia, donde el cambio económico era lento en aquel tiempo, estalló, en
1789, una revolución de la que habían de derivarse ideas modernas acerca
del gobierno, de la nacionalidad, de la ciudadanía, de los derechos legales,
del constitucionalismo, y de la libertad y de la igualdad —y, en cierta
medida, del socialismo y del endémico conflicto de clases.
E l A ncien Régime
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plenamente consolidado. En proceso de crecimiento aún, era la más reciente
de las grandes instituciones de Europa. Se superponía a una variedad de
diversas organizaciones mucho más antiguas: la iglesia, la ley consuetudina
ria, los sistemas de posesión de la tierra, la clase de sociedad feudal o noble,
las ciudades con derechos comunales, y con provincias diferenciadas como
Bretaña o Cataluña, que en otro tiempo habían gozado de una mayor
independencia. Europa se componía, esencialmente, de muchas pequeñas
unidades, con distancias medidas por la velocidad media de un caballo, que
raramente excedía de los cincuenta kilómetros diarios.
El anden régime es difícil de comprender, e incluso de describir, porque
era muy diferente del mundo en que hoy vivimos. Era una confusa mezcla de
instituciones de tres diferentes tipos, que pueden agruparse bajo los epígrafes
de monarquía, iglesia y sociedad en general bajo las formas sugeridas por
términos como «feudalismo» o « la sociedad de estamentos». Comencemos
por la iglesia.
La Europa meridional había sido cristiana desde tiempos antiguos,
interrumpidos en España por los prolongados siglos de dominación árabe.
También la zona más septentrional, y Polonia y Hungría al este, habían sido
cristianas desde el siglo XI. Todos los europeos eran, en principio, cristia
nos, a excepción de los judíos, de los que ahora había muy pocos en la
Europa Occidental. La .estructura institucional de la iglesia, con su red de
diócesis, parroquias y órdenes religiosas que culminaban en el papa, era la
más antigua de Europa. En el siglo XVI, la Cristiandad Occidental se había
dividido en dos áreas —Protestante y Católica—, entre las que había
importantes diferencias, pues los Protestantes rechazaban la autoridad del
papa y abolían las órdenes religiosas, pero los países Protestantes y Católicos
tenían también rasgos comunes. En todos los países había una religión
establecida u oficial: la Católica Romana en España, Portugal, Francia,
Italia, partes de Alemania, Polonia y Hungría; la Anglicana en Inglaterra e
Irlanda; la Luterana en partes de Alemania y Escandinavia; la Calvinista en
los Países Bajos, en Escocia y en algunos cantones suizos. Los países
protestantes, en su mayoría, durante el siglo XVIII, otorgaban una toleran
cia legal, permitiendo a los disidentes religiosos la práctica de sus formas de
culto, pero en todos los países solamente los miembros de la iglesia estable
cida gozaban de plenos derechos legales. Excepto en partes de Alemania, tal
tolerancia no existía en los países católicos, hasta que la monarquía francesa
concedió derechos civiles a los protestantes en 1787. Derechos iguales en
materia de religión, o ciudadanía independiente de las creencias religiosas,
no existían en ninguna parte de Europa antes de la Revolución Francesa.
La fuerza decisiva de la Iglesia radicaba, en parte, en su antigüedad, pero
principalmente en la auténtica creencia y en la fe de sus miembros, derivadas
de las tradiciones eclesiásticas y de la Biblia. La Biblia ofrecía casi todo lo
que la mayor parte del pueblo entendía por historia del mundo, y era la base
de la enseñanza moral. En el siglo XVIII, la fe iba debilitándose en los
círculos intelectuales, como veremos en el capítulo inmediato, pero se
mantenía viva entre la masa de la población. No era incompatible con un
penetrante anticlericalismo, en virtud del cual verdaderos creyentes religiosos
podían pensar que el clero era demasiado rico, egoísta, influyente, corrom
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pido, o incluso que estaba equivocado en su predicación de la verdad
cristiana. Entre los sectores no ilustrados, la religión se mezclaba con el
folklore y con la superstición.
La religión oficial se hallaba asociada al gobierno en todas partes, tanto
en los países católicos como en los protestantes. La coronación de los reyes
era una ceremonia religiosa, los obispos se sentaban en la Cámara de los
Lores de Inglaterra, y en el Continente el clero formaba el «primer estado».
Las iglesias enseñaban la obediencia al gobierno, generalmente citando a San
Pablo, que había dicho que toda autoridad, al representar un poder legíti
mo, estaba instituida por Dios para beneficio de la humanidad. La propia
iglesia oficial, en este sentido, era una forma de autoridad pública, porque
Dios, en realidad, había transmitido dos clases de poder, una al estado y
otra a la iglesia, la primera para atender los problemas terrenales del
hombre, y la segunda para cuidar de su situación espiritual y para alcanzar
su salvación eterna. Sólo unos pocos protestantes disidentes cuestionaban
aquella consagración del gobierno. Pero, mientras la iglesia enseñaba obe
diencia, el alto clero sostenía frecuentes querellas con los ministros del rey,
especialmente en los países católicos, donde la riqueza y el poder de la
iglesia seguían siendo mayores que en el mundo protestante. Los obispos
católicos argüían que el poder espiritual debía mantenerse independiente del
estado, pero, por lo general, los motivos de disputa se referían a cuestiones
más mundanas.
La Iglesia Católica, a través de sus diócesis, capítulos catedralicios,
monasterios y colegios, poseía cuantiosas propiedades, tanto rurales como
urbanas, cuya proporción variaba en los distintos países católicos, mayor en
España y en Bélgica que en Francia. Percibía unas rentas de aquellas
propiedades, como cualquier otro dueño, pero no pagaba contribuciones.
Además, cobraba el diezmo a todos los demás propietarios rurales, que
consistía, generalmente, en el pago de un diez por ciento del producto
agrícola anual. La exención de la iglesia de las contribuciones por sus
propiedades se justificaba sobre la base de que piadosos donantes, a lo largo
de los siglos, habían establecido fundaciones perpetuas para beneficio del
pueblo cristiano. A cambio de la exención de contribuciones en Francia por
ejemplo, la Iglesia hacía al rey un «libre donativo», cuya cuantía y cuyos
plazos se convirtieron en motivo de controversia. La Iglesia tenía también
su sistema de leyes canónicas y de tribunales eclesiásticos, que atendían a
materias como los delitos civiles y penales cometidos por su propio clero, y a
la regulación del matrimonio, de la vida familiar, a la legitimidad de los
hijos, y a la validez de testamentos y herencias, y, en consecuencia, a los
derechos de propiedad. También esto fue materia de permanente disputa
entre la Iglesia y el estado. Las autoridades religiosas también censuraban
libros, a menudo de acuerdo con el gobierno, pero a veces trataban de
suprimir libros que el gobierno aprobaba, como cuando los autores defen
dían la posición del gobierno en los conflictos con el clero. Instituciones
benéficas, hospitales y hospicios estaban regidos por hombres y mujeres de
congregaciones religiosas. El clero tomaba la principal iniciativa en la escola-
rización elemental y en la difusión de las primeras letras, así como en la
preparación de los niños para ser cristianos. Los «colegios» o escuelas
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secundarias en las que las clases alta y media recibían más amplia educación,
aunque generalmente sostenidas por las ciudades o por sus propias dotes,
utilizaban a profesores que, por lo general, eran miembros del clero. Cuando
la iglesia y el gobierno disputaban sobre otras cuestiones, la enseñanza en los
colegios podía resultar sospechosa. Tras haber sido disuelta la Compañía de
Jesús en los países católicos en los años 1760, y suprimida por el papa
en 1774, por razones que no guardaban relación alguna con la educación,
tuvieron que reorganizarse centenares de colegios en todos los países católi
cos. En todas estas cuestiones de educación, socorro a los pobres, beneficen
cia y jurisdicción legal, en el siglo XVIII se tendía a la secularización, o a la
asunción de autoridad por parte de los poderes civiles, pero el proceso estaba
incompleto.
La riqueza y el poder de Ja iglesia habían sido la fuente de los conflictos
con los gobiernos, constantemente, desde la aparición de las monarquías en
la Edad Media, Había sido una causa de la Reforma Protestante. En el siglo
XVIII, en los países protestantes, las iglesias habían perdido la mayor parte
de sus propiedades, aunque seguían siendo influyentes de otros modos. En el
mundo católico, y especialmente en Francia y en Espafia, los reyes habían
logrado una influencia indirecta sobre la iglesia al conquistar el derecho a
nombrar los obispos. Los reyes y las cortes reales disputaban con las cortes
eclesiásticas, y en España por el control sobre la Inquisición. Los miembros
del clero que se sentían amenazados en su propio país tendían a apelar a la
autoridad del papa. Las querellas localizadas entre gobernantes y eclesiásti
cos podían, pues, adoptar el color de intereses nacionales contra una
autoridad internacional o ultramontana de Roma. Esta tendencia anti-papal
y anti-romana en el catolicismo se llamó galicanismo en Francia y febronia-
nismo en Alemania. El jansenismo, que en principio era un movimiento
puramente religioso de clérigos y laicos, y que se hizo anti-romano cuando
Roma lo declaró no ortodoxo, se convirtió en una fuente de discordia en
Italia y en Francia. Incluso en la España profundamente católica, el gobier
no del rey andaba a la greña, a menudo, con el papa, y los «jansenistas»
atacaban a los jesuítas como partidarios de una excesiva autoridad romana.
En resumen, las iglesias se hallaban sólidamente entramadas en la
urdimbre de la vida europea, estaban consideradas como depositarías de las
verdades últimas, y conceptuadas como necesarias para preservar el orden
social, pero, al propio tiempo, resultaban, a veces, irritantes para los
gobiernos, y eran fuentes de las confusiones y conflictos que caracterizaron
el anden régime. Social y legalmente, el clero constituía el «primer estado».
Antes de la Revolución Francesa, se suponía que todas las personas pertene
cían a un «estado», «orden», «estamento» o «brazo», incluso de un modo ar
caico en Inglaterra, donde el jurisconsulto Blackstone identificaba unos
cuarenta niveles de status que iban desde el jornalero hasta el duque. Desde
otro punto de vista, Blackstone encontraba «tres estados del reino» en Ingla
terra, es decir, el alto clero, la nobleza y los plebeyos. Indefinidas e incluso ab
surdas en la Inglaterra del siglo XVIII, aquellas distinciones tenían más reali
dad en el Continente. En parte, el estamento de un hombre se hallaba en rela
ción con su nacimiento, que determinaba su rango en una jararquizada so
ciedad de superiores e inferiores. En parte, recordaba las asambleas delibera
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doras que los reyes habían reunido para asistir a sus gobiernos, y que, en aten
ción a las realidades del siglo XIII, habían estado compuestas, en general,
por el clero, la nobleza y los representantes de las ciudades. A partir de aque
llas asambleas, se habían desarrollado el Parlamento inglés, los Estados Gene
rales franceses, las Cortes de Castilla, y organismos similares en toda Europa.
En el siglo XVIII, el Parlamento inglés había llegado a ser, efectivamente, so
berano, pero, en otras partes, aquellos organismos no eran más que vestigios,
y algunos ya no se reunían, en absoluto. De todos modos, la sociedad se
componía, en principio, de «estados» u «órdenes» legales, más que de clases
definidas por la propiedad de bienes o por el nivel de ingresos, como después
de la Revolución Francesa. Un noble o un caballero podían ser muy pobres, y
mantener, sin embargo, su status. Un plebeyo podia llegar a ser rico, pero
seguía siendo plebeyo. En general, se suponía que el estamento de un hombre
era el mismo de su padre, tanto por lo que se refería a su posición social como
a su profesión. La posición social se heredaba. Es decir, la teoría del anden ré-
gime prestaba poca atención a la movilidad social. En realidad, había más
movilidad de la que la teoría autorizaba, y este hecho contribuyó a erosionar
el anden régime.
En el esquema predominante, la nobleza formaba un segundo estado.
Las personas consideradas nobles, incluidas sus familias, eran en todas
partes una pequeña minoría, que iba desde el ocho por ciento de la
población en Polonia hasta menos del dos por ciento en Francia, y a sólo
doscientas cabezas de familia en Inglaterra. Pero los números reales eran
importantes, elevándose tal vez a 300.000 personas en Francia. Los nobles
eran, pues, un grupo heterogéneo, lejos de ser un estamento homogéneo pon
intereses comunes. Algunos eran ricos, como los grands seigneurs de Francia
y los grandes de España, pero muchos eran relativamente pobres, y vivían
como los más modestos hidalgos campesinos de Inglaterra. Algunos se
movían en un mundo de alta sociedad y frecuentaban las cortes reales, y
otros llevaban una existencia provinciana e incluso rústica. Unos poseían
títulos como el de conde o el de barón, y otros, no. Unos pocos tenían un
largo y distinguido linaje, y afirmaban que sus antepasados habían luchado
en las Cruzadas, y éste era, en realidad, el ideal de la nobleza, pero la mayor
parte de las familias tenía una posición noble de orígenes mucho más
recientes. Los reyes habían adquirido el derecho a «hacer» nobles, o a
otorgar status de nobleza a personas que no habían nacido con él, y muchos
nobles del siglo XVIII debían su posición a la buena fortuna de sus abuelos,
que habían sido útiles a reyes anteriores en sus ambiciones militares o en la
gobernación civil. En el siglo XVIII, era posible incluso obtener una patente
de nobleza por compra. Nobles necesitados se casaban, a veces, con las hijas
de plebeyos ricos, de modo que el árbol genealógico de los hijos era mixto.
Como la verdadera distinción social dependía de la pureza del linaje, unos
nobles miraban despectivamente a otros, y se decía que, si bien el rey podía
crear nobles, no podía hacer de nadie un caballero. Pero todos los nobles
consideraban como inferiores a los demás. La situación era, por lo tanto,
diferente de la de Inglaterra, donde, aun cuando Inglaterra er.a un país
altamente aristocrático, las líneas entre la nobleza, «gentry» y clases medias
superiores eran un tanto vagas. La nobleza, en el Continente, estaba
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legalmente definida. Había casos excepcionales de fraude, pero, en general,
todos sabían si ellos mismos u otros pertenecían al orden de la nobleza. Esto
suscitó diversas rivalidades, ansiedades y ambiciones, y un deseo de elevarse
en prestigio social más que de hacer dinero mediante productivas actividades
económicas.
La nobleza confería importantes privilegios. Uno de esos privilegios era
la exención de ciertas formas de impuesto directo. Otro era el de tener un
tratamiento especial en los tribunales de justicia. O la familia noble tenia
asientos especiales en la iglesia del pueblo. O solamente los nobles tenían
derecho a llevar espada, pero esto era, sobre todo, una cuestión de etiqueta,
cada vez más ignorada. Ya fuese por estricta legalidad o por prerrogativa
consuetudinaria, los nobles recibían casi todos los nombramientos para los
cargos más distinguidos; se convertían en palaciegos de las reales casas, en
gobernadores de provincias, en obispos y arzobispos, en embajadores del
rey, en jueces supremos en los tribunales, y en generales y almirantes con
mando en las fuerzas armadas. Pretendían tener también el derecho especial
de dar consejos al rey. Mientras las antiguas asambleas medievales de
estados se hallaban en suspenso, este derecho era de menor importancia.
Pero cuando Luis XVI de Francia se vio obligado a resucitar los Estados
Generales en 1789, la nobleza se reunió como «segundo estado» en una
cámara propia, con un peso igual al del clero y al de todas las demás
personas del reino juntas. Esta amenaza de aumento de poder de la nobleza
precipitó la Revolución. La doctrina revolucionaria de la igualdad de dere
chos estaba dirigida, en principio, contra las desigualdades producidas por
los privilegios de los nobles.
El status noble había surgido de la triple distinción medieval entre los
que guerreaban, los que rezaban y los que trabajaban. En el siglo XVIII,
sólo una minoría de nobles eran militares, aunque todos desdeñaban el
«trabajo» en el sentido de comercio o de actividad manual. La función
tradicional del noble consistía en ser el lord, o el seigneur, o el señor de uno
o más pueblos o señoríos. En gozar de derechos señoriales o «feudales».
Esto se había hecho también confuso al paso del tiempo, porque, especial
mente en Francia y en lo que se ha llamado la tercera zona de Europa
Occidental, los derechos señoriales podían corresponder a personas de clase
media de las ciudades, o más raramente a campesinos, o a organismos
corporativos como colegios y hospitales. El «feudalismo» y los «derechos
feudales» habían pasado a ser materia de propiedad, e implicaban el derecho
a percibir un cierto tipo de renta.
El sistema feudal, manorial o señorial, que la Revolución iba a sustituir con
un sistema más moderno de propiedad, puede entenderse como un sistema en el
que una determinada porción de tierra origina una pluralidad de derechos y
de obligaciones. Los campesinos eran «libres» en el sentido de que no tenían
que prestar ningún trabajo obligatorio y gratuito. Los agricultores campesi
nos podían ser propietarios, en el sentido de que disponían de una posesión
segura, que podían comprar o vender, o heredar o legar a sus hijos. Eran
dueños del producto, pero el cultivo estaba sometido a las limitaciones de los
derechos comunales, por lo que los tipos de cosechas sembradas, la determi
nación de los campos en barbecho, y los momentos de la siembra y de la
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cosecha dependían de la comunidad del pueblo. (Fue la eliminación de esas
limitaciones lo que hizo posible la rápida mejora de la agricultura en
Inglaterra). El campesino propietario tenía que pagar tributos al rey, y el
diezmo a la iglesia o a alguna persona laica a la que se hubiera transferido el
derecho del diezmo. También tenía que pagar al seigneur, pagos que
variaban notablemente de un lugar a otro, que podían ser ligeros o gravosos,
y que podían hacerse en dinero o en especie. En Francia, esos pagos recibían
nombres como el de cens, un pago en dinero, el de champart, un pago en
medidas de grano o de otro producto, el de lods et ventes, un tipo de
impuesto de ventas o de herencia pagado al señor, o el de banalités, derechos
pagados por el uso del horno o de la prensa de lagar del pueblo, que se
consideraba que pertenecían al señor del feudo. Estos eran los «tributos
feudales» que serían abolidos por la Revolución. Además, sobre todo si el
señor era un noble, el campesino podía estar sometido a su jurisdicción legal
en el tribunal del feudo, en el que podían resolverse pequeñas disputas y
repararse daños, pero en el que los nobles más altos también podían tener el
derecho a imponer condenas de muerte por delitos penales. Un signo de la
más alta nobleza era el mantenimiento de una horca en la propia hacienda. Los
tribunales señoriales habían ido pasando progresivamente a la supervisión de
los jueces reales, y habían de desaparecer con la Revolución, sustituidos por
tribunales locales mantenidos por el estado.
Esta sucinta información de los derechos y obligaciones «feudales» no es
una descripción adecuada del uso de la tierra en el siglo XVIII. Muchos
propietarios campesinos eran dueños de muy poca tierra, y muchos no
poseían ninguna, en absoluto. Algunos, en la Francia septentrional, trabaja
ban como tejedores en sus cabañas, igual que en Inglaterra. Unos trabajaban
como jornaleros por un salario en las tierras, otros cuidaban del ganado y
otros quemaban carbón en los bosques. Algunos agricultores eran métayers
(aparceros), que compartían la cosecha con el propietario o con el señor, y
otros tenían arrendamientos durante plazos limitados, como el de nueve
años, a cambio de rentas establecidas. Por el contrario, no está claro en qué
medida los nobles dependían, realmente, en cuanto a sus ingresos, de los
tributos feudales tradicionales. El período de mediados del siglo XVIII fue
de relativa prosperidad para el campesinado francés. A partir de 1770, su
carga se hizo más pesada, pues sostenía a la iglesia, a la nobleza, al gobierno
y a distintos señores, mediante los impuestos, los diezmos y los tributos que
pagaba. En los últimos años del anden régime, los terratenientes comenza
ron a cobrar los tributos señoriales más rigurosamente, a elevar las rentas al
expirar los plazos, y a imponer condiciones más duras a sus métayers, sin
preocuparse mucho de mejorar la productividad agrícola, como en Ingla
terra. Los campesinos iban tornándose cada vez más hostiles, no sólo frente
al «feudalismo», sino también frente a un «capitalismo» que buscaba la
ganancia sin el correspondiente aumento de la inversión agrícola.
En las ciudades, también los individuos pertenecían a diferentes «esta
dos», dispuestos en un orden jerárquico de categorías sociales y ocupacio
nes. Algunas ciudades eran la residencia favorita de los nobles rurales, otras
eran principalmente centros eclesiásticos donde predominaba el alto clero, y
otras eran centros de gobierno y de los tribunales de justicia del rey. En el
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mundo pre-industrial, no había verdaderas ciudades industriales, pero había
muchas ciudades comerciales; y en los puertos de mar y en los principales
centros del interior, los comerciantes ricos gozaban de una alta posición.
Todas las ciudades estaban llenas de hombres de leyes y de notarios, porque
la complejidad de la propiedad de la tierra y la variación de las leyes de una
provincia a otra creaban una gran actividad jurídica. Aquellos grupos
urbanos superiores proporcionaban los magistrados y los concejos de las
ciudades, que, si bien bajo el control del rey, ejercía, sin embargo, un gran
poder local. Los concejos eran, a veces, cooptativos, pues nombraban a sus
propios miembros, y, a veces, elegidos por un limitado número de votantes,
y, en todo caso, oligárquicos. Por debajo de las minorías profesionales y
gobernantes, los trabajadores con sus diversas cualificaciones se disponían
también en orden descendente, desde oficios tan respetados como el de los
orfebres hasta otros tan humildes como el de los peluqueros. Por lo general,
cada oficio tenía su gremio o «corporación», que trataba de limitar el número
de sus miembros, de proteger sus procedimientos y sus secretos, y de
oponerse a la competencia de nuevos hombres y nuevas ideas, especialmente
si procedían de fuera. Cada oficio, gremio o profesión tendía también a
convertirse en una unidad social, dentro de la cual se creaban amistades y se
concertaban matrimonios. Todavía más abajo en la escala social se encon
traba la masa de los trabajadores menos organizados y menos favorecidos, '
los criados domésticos, los mozos de cuadra, los jardineros, los cocheros, los
aguadores, los ayudantes de la construcción, los porteadores y trabajadores
esporádicos de todo tipo, reforzados por las viudas pobres, los inválidos y
los vagabundos. Nadie pensaba que personas de tan baja posición tuvieran
voz en los asuntos públicos.
La monarquía era la única institución que se mantenía por encima de
toda aquella confusión de clero y nobleza, diócesis y provincias, señoríos y
ciudades, gremio y clases inferiores inarticuladas. Un reino era un manojo de
organismos con diferentes privilegios. El rey era la única figura pública entre
intereses privados contendientes. Al tener poca solidaridad nacional, grandes
territorios se mantenían unidos por la lealtad a la corona. Pero conviene
recordar que muchos pueblos no tenían rey. La monarquía era menos
universal que la iglesia o que la sociedad de estados, rangos y órdenes que
acabamos de describir. Venecia y Génova eran repúblicas aristocráticas,
Toscana un gran ducado autónomo, y, en la Italia central, los estados
pontificios eran gobernados por el papa. Los cantones suizos constituían
pequeñas repúblicas, y lo eran también, en realidad, las patricias Provincias
Holandesas bajo su estatúder. La anómala República de Polonia tenía un
rey, que, sin embargo, no tenía poder. El Sacro Imperio Romano compren
día unos 300 estados, 50 de los cuales eran ciudades libres, y otros eran
obispados y pequeños principados sobre los que no se ejercía, realmente,
ningún poder superior. La monarquía en Inglaterra, a partir de 1688, era un
símbolo del gobierno constitucional. Los auténticos monarcas de Europa, en
el siglo XVIII, podían contarse con los dedos de las manos: los reyes de
Francia, España y Portugal; los reyes de Suecia y Dinamarca (que entonces
poseía Noruega); los reyes de Nápoles y Cerdeña; y los tres grandes
gobernantes del Este: el zar de Rusia, el rey de Prusia y el gobernante de los
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dominios de los Habsburgo: Austria, Hungría, Bohemia, Croacia, Milán y
los Países Bajos austríacos, por nombrar sólo los más importantes.
Con las singulares excepciones de Inglaterra y Polonia, y la del Sacro
Imperio Romano en la Europa central, la monarquía bajo el anden régime
estaba considerada como «absoluta». También era hereditaria en la familia
o dinastía real, de modo que la corona pasaba legalmente al hijo mayor
superviviente, o, en algunos países, a una hija, en el caso de que no hubiera
hijos. El carácter hereditario impedía disputas sobre la sucesión, y el
absolutismo significaba que el rey no podía ser perturbado por las querellas
de los magnates feudales y de los dirigentes religiosos, como en las guerras
de religión del siglo XVI. La monarquía preservaba la paz interior, y los más
firmes partidarios del rey solían encontrarse entre el pueblo llano. El rey,
como principio, recibía sus poderes de Dios, rio por delegación de un pueblo
o de una nación, o de fragmentos del pueblo, lo que había causado muchos
trastornos en el pasado. El soberano reinaba durante toda su vida, nadie
podía deponerle legalmente, y, aunque dependía de consejeros, nadie podía
contradecir su voluntad expresa.
Solamente las monarquías, en el siglo XVIII, mantenían ejércitos impor
tantes, que habían sustituido a los ejércitos privados y a las bandas errantes de
un pasado turbulento. Los ejércitos se sostenían mediante los impuestos
reales, y no mediante el saqueo. Los soldados eran pagados, uniformados,
instruidos y alojados en cuarteles, separados de la población civil. Los
oficiales eran disciplinados, y estaban preparados para recibir órdenes y para
darlas. Los ejércitos, pues, eran para su propio pueblo una amenaza un poco
menor de lo que habían sido en otro tiempo. Además, constituían los
instrumentos mediante los cuales los monarcas luchaban entre sí, general
mente por la conquista de territorio y por el ensanchamiento de sus domi
nios. Pero, añtes de las guerras de la Revolución Francesa y de Napoleón,
los ejércitos eran muy pequeños, y pocas las batallas en que intervenían más
de unas decenas de miles de soldados. Carecía también de contenido ideoló
gico; ni los aristocráticos oficiales ni los soldados rasos se sentían inspirados
por una causa superior. La guerra era menos destructiva que en el pasado, o
de lo que había de serlo después.
Las burocracias civiles se habían desarrollado también bajo las monar
quías. Los reyes gobernaban por medio de consejos, cuyos miembros ellos
nombraban y destituían a voluntad, y crearon ministerios que iban hacién
dose más especializados y profesionales, a medida que el tiempo pasaba.
Impusieron también a sus jueces reales y a sus funcionarios sobre las
autoridades tradicionales y locales, más antiguas, de que estaban compuestos
sus reinos. El proceso había ido más lejos en Francia, monarquía modelo
del anden régime. Raras veces se abolían las antiguas instituciones, pero al
lado de ellas se creaban otras nuevas. Cada provincia francesa conservaba su
gobernador, por lo general un noble eminente con grandes propiedades y
con relaciones personales en la provincia, pero los gobernadores iban
limitándose, gradualmente, a funciones militares y ceremoniales, y el país se
dividió en unos treinta nuevos distritos, cada uno de ellos bajo un «intenden
te». El intendente solía ser un hombre de posición noble más reciente, que,
por lo tanto, dependía del rey para su ascensión, y que supervisaba y
27
controlaba todos los asuntos del rey en su área, informando directamente a
un ministro en Versalles.
Los tribunales supremos franceses eran alrededor de una docena de
parlements, cada uno para su región, como Bretaña y Languedoc. En parte,
procedían de los antiguos altos tribunales de ducados y condados anterior
mente autónomos, y, en parte, ejercían el supremo poder judicial del Rey de
Francia en aquellas áreas. El Parlement de París era, sin duda, el más
importante, pues tenía jurisdicción sobre casi la mitad del país. Pero como
las leyes habían ido desarrollándose lentamente desde la Edad Media,
variaban de una localidad a otra, de modo que se decía que un hombre podía
cambiar de leyes más a menudo que de caballo. Los parlem ents provinciales
solían defender sus libertades regionales históricas. N o había más autoridad
legal central sobre los parlements que la del propio rey.
Los gobiernos reales necesitaban también innumerables recaudadores de
impuestos y personas dedicadas a la transmisión y al gasto de los fondos del
rey. La recaudación de los impuestos indirectos, como los de la sal y del
tabaco, solían asignarse a personas privadas —los arrendatarios de impues
tos— que proporcionaban al gobierno una suma fija, a cambio del derecho
de recaudar los impuestos en el momento debido. Algunos de aquellos
arrendatarios de impuestos se hicieron muy ricos, y el «capitalismo» o las
«finanzas» del anden régime se referían más a aquella manipulación de dine
ro de acuerdo con el gobierno que a un sistema de producción de artículos
útiles. En general, la clase media del Continente, más que la de Inglaterra, se
había desarrollado tanto mediante el trabajo político como el económico. Las
burocracias se reclutaban entre los jóvenes de preparación jurídica, de modo
que las escuelas de leyes florecían como viveros del servicio público.
Provistas de todo aquel aparato administrativo, las monarquías del siglo
XVIII se convirtieron en «despotismos ilustrados», de los que se habla más
en el capítulo siguiente; signos de monarquía «ilustrada» pueden encontrarse
en pequeños estados como Cerdeña, Nápoles y Dinamarca, en los principa
dos alemanes, y en Portugal bajo el Marqués de Pombal, pero los déspotas
ilustrados famosos fueron Catalina II de Rusia, María Teresa y José II en
los dominios austríacos, Federico II de Prusia y Carlos III de España. En
Francia, era «ilustrado» el gobierno, ya que no el propio Luis XV. Los reyes
y sus ministros se preocupaban de todas clases de medidas innovadoras,
como las reformas de los impuestos, la construcción de carreteras, la
organización de escuelas militares y técnicas, el intento de aliviar la servi
dumbre en Austria, la reducción de las tarifas internas, la inspección de las
manufacturas para proteger a los consumidores, y el control del precio del
pan para impedir motines en las ciudades. Fueron los despotismos ilustrados
los que desarrollaron la pólice, una palabra originariamente francesa que
pronto pasó a otros idiomas, y que al principio significaba un sistema de
regulación en una sociedad bien ordenada, y después el personal que
efectuaba aquella regulación, ya fuese por procedimientos públicos o secre
tos. Los déspotas también chocaron con la Iglesia, alcanzando el punto
crítico con la supresión de los Jesuítas, que fueron expulsados de Portugal y
del Brasil en 1761, de Francia en 1762-64, de España y de sus posesiones en
1767 y del Reino de Nápoles en 1768. Bajo la constante presión para
28
financiar sus ejércitos y sus guerras, los gobiernos reales se vieron obligados
a imponer más altos tributos, que caían pesadamente sobre los campesinos, e
incluso a avanzar hacia la igualdad en la carga impositiva gravando con más
tributos a los nobles. Los intentos de reducir las desigualdades impositivas
tropezaron siempre con firme resistencia.
Las llamadas monarquías absolutas estaban, en realidad, lejos de ser
absolutas. Tenían grandes limitaciones en sus poderes efectivos. La ignoran
cia, la apatía y la incomprensión, juntamente con unas comunicaciones
lentas e inseguras, obstaculizaban hasta la política más beneficiosa. Las
antiguas asambleas medievales de estamentos nunca llegaron a convertirse en
organismos responsables, dispuestos a conceder dinero al rey, y, a largo
plazo, a apoderarse del gobierno, como el Parlamento de Inglaterra. En el
Continente, las asambleas se enredaban en tales disputas, y hasta tal punto
se inclinaban a representar intereses especiales, que los reyes, sencillamente,
dejaban de utilizarlas, y, en consecuencia, tenían que echar mano de otros
recursos para atender a sus necesidades financieras.
Uno de esos recursos, que resultó muy perjudicial, fue la venta de cargos
públicos. Iniciado en Francia hacia 1600, pero también en otras partes, llegó
a ser posible para el que ocupaba un cargo transmitirlo a su hijo, o a
cualquier otra persona que él designase, a condición de pagar una cantidad
de dinero a la tesorería del rey. Los cargos, pues, pasaron a ser una forma de
propiedad privada, que podían heredarse o adquirirse de quienes antes los
ocupaban, y el rey perdió la facultad de seleccionar a sus propios servidores.
Se desarrollaron unos intereses creados, opuestos al cambio. O el rey
asignaba la categoría de nobleza a un cargo para aumentar su precio, lo que
molestaba a los nobles de nacimiento; o creaba nuevas maestrías en los gre
mios, que los gremios acaparaban a fin de no verse inundados por advenedizos;
o cancelaba los derechos de los consejos de las ciudades, que las ciudades
volvían a adquirir para conservar un cierto grado de libertad local. Los
nombramientos en el ejército también se compraban y se vendían. Muchas
personas compraban cargos y nombramientos militares por el rango social
que conferían, lo que constituyó una práctica que no vino a mejorar la
eficiencia administrativa ni la militar. Es sorprendente que tal sistema
funcionase, en absoluto, pero es más comprensible si se tiene en cuenta que
en Francia los cargos más importantes, como los de intendente, miembro, del
consejo real o comandante de las fuerzas armadas, nunca se compraron, ni
se vendieron, ni se heredaron.
Sin embargo, los escaños en los parlements franceses se convirtieron en
una forma de propiedad privada, lo que daba a los jueces una segura
posesión vitalicia y les permitía oponerse al rey y a sus ministros. Surgieron
familias enteras de parlementaires, que se sucedían de generación en genera
ción, y que formaron una nueva clase de nobleza, la noblesse de robe.
Muchos de aquellos hombres eran profundos estudiosos de las leyes, como el
famoso Montesquieu, y otros eran escrupulosos en el cumplimiento de sus
funciones judiciales, pero tendían a oponerse a las reformas que amenaza
ban sus intereses profesionales o de clase, o a las propuestas de reducir la
esfera de su jurisdicción o de elevar los impuestos sobre la propiedad de la
nobleza, pues casi todos los parlementaires, en el siglo XVIII, eran nobles.
29
Sobre todo, el absolutismo se vio neutralizado por el «privilegio». Los
privilegios se llamaron también libertades, pero diferian de una concepción
más moderna de la libertad en que se aplicaban sólo a ciertas clases de
personas, o al «estamento» al que pertenecían los individuos. La propia pa
labra, en su origen latino, privilegium, significaba una ley privada. En el anden
régime, el clero y la nobleza eran los dos estados privilegiados, pero pro
vincias, ciudades y gremios enterps gozaban de sus privilegios también, in
cluidos los gremios de profesores llamados universidades. El privilegio más
buscado era el de librarse del pago de los impuestos que caían sobre el
indefenso pueblo llano, que en Francia era la taille pagada por los campesi
nos. Los privilegios habían surgido, por comprensibles razones históricas. A
medida que las monarquías se habían extendido, habían garantizado ciertas
libertades locales y ventajas fiscales a las regiones nuevamente anexionadas.
Asi, Bretaña y Alsacia pagaban muchos menos impuestos que las provincias
interiores de Francia; y Bélgica, Lombardía y Hungría pagaban menos que
la propia Austria. Las propiedades de la Iglesia se hallaban exentas, con el
fin de apoyar a la religión y servir el bienestar público. En cuanto a los
nobles, los monarcas, al privarles de poder militar independiente como
magnates feudales, y al negarse luego a consultarles en las asambleas de es
tamentos, les habían persuadido de que aceptasen la supremacía real, prome
tiéndoles la exención tributaria. Como la exención tributaria se convirtió así
en un símbolo de superioridad social, muchos otros la procuraron también, y
fueron muchos los simples burgueses que obtuvieron algún tipo de desgrava-
ción. En consecuencia, los impuestos recayeron más duramente sobre los
pobres, que eran los que menos podían pagarlos. Las monarquías del anden
régime vivían en un permanente estado de crisis financiera. Casi todas
estaban agobiadas de deudas. Tanto Inglaterra como Holanda, con sus
diferentes instituciones, afrontaron con éxito una deuda nacional p er capiía
superior a la que hundió la espléndida monarquía de Versalles, en la década
de 1780.
En resumen el anden régime adolecía de una confusión y de una
rigidez excesivas, una confusión de jurisdicciones superpuestas y de intereses
creados, y una rigidez en virtud de la cual los grupos privilegiados podían
obstaculizar los verdaderos intentos de reforma que las monarquías empren
dieron repetidas veces. La monarquía tal vez alcanzó su apogeo en el
«despotismo ilustrado» del siglo XVIII, pero no era bastante. No fue sufi
cientemente autocrática para ignorar, simplemente, los derechos de la pro
piedad y para obtener dinero por la fuerza, ni suficientemente liberal para
permitir que sus súbditos tomasen a su cargo la responsabilidad —financiera
y de otro tipo— de los asuntos del país. En los dos capítulos inmediatos,
examinamos más detenidamente lo que sucedió en el siglo XVIII, durante la
Ilustración, para volver luego a la Revolución Francesa, en la que desapare
ció el anden régime.
30
I. L A E D A D D E L A IL U S T R A C IO N
El siglo XVIII, o, por lo menos, los años de ese siglo que precedieron a la
Revolución Francesa de 1789, son generalmente conocidos como la Edad de la
Ilustración, y, aunque esa denominación suscita más dificultades de las
habituales, no hay otra, sin embargo, que tan bien describa tantos aspectos de
la época. Los hombres estaban profundamente convencidos de que la suya era
una edad ilustrada, y es de su valoración de si mismos de donde se deriva
nuestro término de Edad de la Ilustración. Por todas partes se experimentaba
el sentimiento de que los europeos habían salido, al fin, de un largo
crepúsculo. Se consideraba el pasado como un tiempo de barbarie y de
oscuridad. La sensación de progreso era casi universal entre las clases
instruidas. Era la creencia, no sólo de los pensadores y escritores dé espíritu
más abierto, conocidos como los philosophes, sino también de los reyes y
emperatrices de disposición más progresista, los «déspotas ilustrados»,
juntamente con sus ministros y sus funcionarios.
1. Los philosophes
32
Los filósofos
33
no de las costumbres francesas. Sus obras se llenaron de dobles significados,
de pullas disimuladas, de indirectas y de burlas, de modo que un autor, en
caso de ser interrogado, podía declarar que él no había querido decir lo que
todo el mundo sabia que había querido decir. En cuanto a los lectores,
desarrollaron un gusto por los libros prohibidos, que se obtenían siempre con
bastante facilidad a través de canales ilícitos. Nadie se conformaba con leer
solamente literatura autorizada, y los parisienses que se enteraban de que un
libro era visto, con malos ojos por el arzobispo, o por el parlamento se
apresuraban a leerla y a hablar de él. Las ideas se estimaban por su audacia,
o incluso, simplemente, por su picardía. El pensamiento francés se radicalizó,
a causa de los procedimientos de medias tintas empleados para controlarlo.
París era el corazón del movimiento. Las señoras, en sus salons,
celebraban veladas en las que intelectuales, hombres de letras y gentes de la
sociedad distinguida conversaban, brillantemente, sobre muchos temas;
También en París se publicó la más importante de todas las empresas
filosóficas, la Encyclopédie, editada por Denis Diderot en diecisiete grandes
volúmenes, en los años transcurridos desde 1751 a 1772. Era un gran
compendio del conocimiento científico, técnico e histórico, que traslucía
una profunda actitud crítica respecto a la sociedad y a las instituciones
existentes, y que sintetizaba el espíritu escéptico, racional y científico de la
época. No fue la primera enciclopedia, pero fue la primera que contó con una
distinguida relación de colaboradores o que fue ideada como una fuerza
positiva en favor del progreso social. En realidad, colaboraron todos los
filósofos franceses —Voltaire, Montesquieu, Rousseau, D ’Alembert (que
ayudó también en la dirección), Buffon, Turgot, Quesnay y muchos otros, a
todos los cuales, colectivamente, se les conoce como los Enciclopedistas.
Otro grupo de pensadores era el de los Fisiócratas, a quienes sus críticos
llamaban «economistas», palabra inicialmente aplicada con una ligera
intención insultante. A este grupo pertenecían Quesnay, médico de Luis XV;
Turgot, ministro de Luis XVI, y Dupont de Neumours, fundador de la familia
industrial de lps Du Ponts en los Estados Unidos. Los Fisiócratas se
interesaban "por la reforma fiscal e impositiva, y por las medidas para
incrementar la riqueza nacional de Francia. Fueron los primeros err utilizar la
expresión laissezfaire («dejad hacer»), pues creían que la riqueza aumentaría
si hubiera una mayor libertad para la inversión y para el comercio y la
criculación de mercancías, aunque insistían en la autoridad planificadora de
un gobierno «ilustrado»;
Por toda Europa se encoñtraban hombres y mujeres que se consideraban
philosophes, o próximos en espíritu a los philosophes. Federico el Grande era
un philosophe eminente; no sólo era amigo de Voltaire y anfitrión de un
circulo de escritores y hombres de ciencia en Postsdam, sino que él mismo
escribía epigramas, sátiras, disertaciones e historias, así como obras sobre
ciencia militar, y estaba dotado de un gran ingenio, de una lengua mordaz y de
una cierta picardía respecto a todo lo tradicional y pomposo. Catalina la
Grande, emperatriz de Rusia, era también una philosophe, por las mismas
razones, aproximadamente. María Teresa de Austria, no era una philosophe;
era demasiado religiosa y se interesaba muy poco por las ideas generales. Su
hijo José, por otra parte, como luego veremos, demostró ser un philosophe
34
entronizado. En Inglaterra, el obispo Warburton estaba considerado por
alguno de sus amigos como un philosophe; sostenía que la Iglesia de
Inglaterra de su tiempo, como institución social, era exactamente lo que la
razón pura habría ideado. El filósofo escéptico escocés David Hume, estaba
considerado como un philosophe, al igual que Edward Gibbon, que
escandalizó a los devotos con sus ataques al cristianismo en su famoso Decline
and Fall o f the Román £7wp/re(«Declive y caída del Imperio Romano»). El
doctor Samuel Johnson no fue un philosophe; se preocupaba de lo sobre
natural, se adhirió a la iglesia establecida, restaba importancia a los autores
pretenciosos e incluso declaraba que Voltaire y Rousseau eran hombres
malos, que deberían ser enviados «a las plantaciones». Había también
philosophes italianos y alemanes, como el marqués de Beccaria, que trataba
de humanizar las leyes penales, o el barón Grimm, que enviaba una publica
ción literaria, desde París, a sus muchos suscriptores.
Los más famosos de todos los philosophes fueron los tres franceses, Mon
tesquieu (1689-1755), Voltaire (1694-1778) y Rousseau (1712-1778). Eran pro
fundamente distintos entre sí. Los tres fueron proclamados como genios lite
rarios en su tiempo. Los tres pasaron de la literatura pura a obras de comen
tario político y de análisis social. Los tres pensaban que el estado de la socie
dad existente podía ser mejorado.
Montesquieu, dos veces barón, era un aristócrata terrateniente, un seigneur
de la Francia meridional. Heredó de su tío un puesto en el Parlamento de Bur
deos, y participó activamente en aquel parlamento, en los días de la Regencia.
También tomó parte de la resurgencia nobiliaria que siguió a la muerte de
Luis XIV y continuó a lo largo del siglo XVIII. Aunque compartía muchas
de las ideas de la corriente de pensamiento aristocrático y antiabsolutista, él
iba más allá de una simple filosofía clasista. En su gran obra, L ’Esprit des
lois («El espíritu de las leyes»), publicada en 1748, desarrolló dos ideas prin
cipales. Una era la de que las formas de gobierno variaban según el clima y
las circunstancias, por ejemplo, que el despotismo era adecuado sólo para
grandes imperios en climas calientes, y que la democracia sólo seria eficaz en
pequeñas ciudades-estado. Su otra gran doctrina, dirigida contra el absolu
tismo real en Francia (al que él llamaba «despotismo»), era la separación y el
equilibrio de poderes. Creía que en Francia el poder debía estar dividido
entre el rey y muchos «cuerpos intermedios»: parlamentos, estados provin
ciales, nobleza organizada, ciudades con privilegio e incluso la iglesia. Era
natural que él, juez en el Parlamento, hombre de la provincia y noble, favo
reciese a los tres primeros, a la vez que era razonable que reconociese la
posición de la burguesía de las ciudades; en cuanto a la iglesia, señalaba que,
si bien no tenía en cuenta, en absoluto, sus enseñanzas, la consideraba útil
como contrapeso frente a una indebida centralización del gobierno. Sentía
gran admiración por la Constitución inglesa tal como él la entendía,
creyendo que Inglaterra mantenía, mejor que ningún otro país, las libertades
feudales de comienzos de la Edad Media. Pensaba que en Inglaterra, la nece
35
saria separación y el necesario equilibrio de poderes se obtenían medíante
una ingeniosa mezcla de monarquía, de aristocracia y de democracia (rey,
lores y comunes), y mediante una separación de las funciones del poder eje
cutivo, del legislativo y del judicial. Esta doctrina tuvo una amplia influen
cia, y era bien conocida de los americanos que en 1787 redactaron la Cons
titución de los Estados Unidos. Los propios amigos philosophes de Montes-
quieu le consideraban demasiado conservador e incluso trataron de disuadir
le de dar al público sus ideas. Técnicamente, era, desde luego, un reacciona
rio, pues apoyaba un estado de cosas anterior a Luis XIV, y era una excep
ción entre sus contemporáneos por su admiración de la «bárbara» Edad
Media.
Voltaire nació en 1694, en una acomodada familia burguesa, y fue bauti
zado Frangois-Marie Arouet; «Voltaire», una palabra inventada, es, senci
llamente, el más famoso de todos sus seudónimos. Hasta superar los cuaren
ta años, fue conocido sólo como un ingenioso autor de epigramas, tragedias
en verso y una epopeya. Después, se dedicó cada vez más intensamente a las
cuestiones ñlosóficas y públicas. Su fuerza en todos los géneros radica en la
facilidad de su pluma. Es el más fácil de leer de todos los grandes escritores.
Era siempre cortante, lógico e incisivo, a veces procaz; burlón y sarcástico
cuando quería, dueño igualmente de una hábil ironía y de üna destructora
mordacidad. Por serio que fuese su objetivo, lo conseguía provocando una
carcajada.
En su juventud, Voltaire pasó once meses en la Bastilla, por lo que se
consideró que era una impertinencia para el Regente, el cual, sin embargo, le
recompensó, al año siguiente, con una pensión por uno de sus dramas. De
nuevo fue arrestado, tras una riña con un noble, el Chevalier de Rohan. Si
guió siendo un burgués incorregible, aunque sin oponerse nunca profunda
mente a la aristocracia por principio. Gracias a su admiradora, Mme. de
Pompadour (otra burguesa, aunque la favorita del rey), llegó a ser gentilhom
bre de cámara e historiador real de Luis XV. Cumplía estas funciones iti ab-
sentia, cuando las cumplía, porque París y Versalles eran demasiado
insoportables para él. Fue amigo personal de Federico el Grande, con quien
vivió en Potsdam, durante unos dos años. Los dos acabaron riñendo,
porque no había espacio suficientemente grande para albergar, durante
mucho tiempo, a dos divos semejantes. Voltaire hizo una fortuna con sus
obras, con sus pensiones, con sus especulaciones, y con su sentido práctico
para los negocios. En sus últimos años, compró una casa solariega en Fer-
ney, cerca de la frontera suiza. Allí, como él mismo decía, se convirtió en el
«hotelero de Europa», pues recibía riadas de admiradores distinguidos, de
solicitantes de favores y de personas desgraciadas que recurrían a él. Murió
en París, en 1778, a la edad de ochenta y cuatro años, siendo, con gran dife
rencia, el más famoso hombre de letras de Europa. Sus obras completas
llenan más de setenta volúmenes.
Voltaire estaba especialmente interesado por la libertad de pensamiento.
Como Montesquieu, era un admirador de Inglaterra. Permaneció tres años
en aquel país, donde, en 1727, asistió al funeral oficial concedido a Sir Isaac
Newton y a su entierro en la Abadía de Westminster. Las Cartas filosóficas
sobre el inglés (1733) y los Elementos de la filosofía de N ewton (1738), de
36
Voltaire, no sólo contribuían a destacar a Inglaterra ante la conciencia del
resto de Europa, sino que también popularizaban las nuevas ideas científicas
—la filosofía inductiva de Bacon, la física de Ñewton y la psicología sensa-
rialista de Locke, cuya doctrina de que todas las ideas verdaderas surgen
de la experiencia de los sentidos socavaba la autoridad de la creencia reli
giosa—. Lo que Voltaire admiraba, sobre todo, en Inglaterra, era su libertad
religiosa, su relativa libertad de imprenta y la alta consideración dispensada
a los hombres de letras como él. La libertad política le interesaba mucho
menos que a Montesquieu. Luis XIV, un villano para Montesquieu y para la
escuela neoaristocrática, era un héroe para Voltaire, que escribió un lauda
torio E l siglo de Luis X I V (1751), ensalzando al Rey Sol por el esplendor
del arte y de la literatura durante su reinado. Voltaire también seguía esti
mando a Federico el Grande, aunque personalmente riñese con él. En efecto,
Federico era casi su ideal del gobernante ilustrado, un hombre que fomen
taba las artes y las ciencias, no reconocía autoridad religiosa alguna, y con
cedía la tolerancia a todos los credos, dando la bienvenida a protestantes y
católicos en igualdad de trato, sólo a condición de que fuesen socialmente
útiles.
Después de 1740, aproximadamente, Voltaire se convirtió en el cruzado,
de un modo más definido, predicando la causa de la tolerancia religiosa.
Luchó por rehabilitar la memoria de Jean Calas, un protestante condenado a
muerte bajo la acusación de haber matado a su hijo, para impedirle que se
convirtiese a Roma. Escribió también en defensa de un joven llamado La
Barre, que había sido ejecutado por haber profanado una cruz al borde de
un camino. Ecrasez 1‘infñme! pasó a ser el grito de guerra volteriano
—«¡Aplastad a la infame!»—. La infáme para él era fanatismo, intolerancia
y superstición, y, detrás de eso, el poder de un clero organizado. Voltaire
atacaba no sólo a la Iglesia Católica, sino toda la visión tradicional cristiana
del mundo. Defendía la «religión natural» y la «moralidad natural», soste
niendo que la creencia en Dios y la diferencia entre el bien y el mal surgen de
la propia razón. Esta doctrina, en realidad, había sido enseñada, durante
mucho tiempo, por la Iglesia Católica. Pero Voltaire insistía en que no era
deseable ni necesaria ninguna revelación sobrenatural agregada a la razón, o,
más bien, que la creencia en una especial revelación sobrenatural hacia a los
hombres intolerantes, estúpidos y crueles. Fue el primero en presentar una
concepción puramente secular de la historia del mundo. En su Essai sur les
moeurs («Ensayo sobre las costumbres»), o «Historia Universal», empezaba
por la antigua China y estudiaba, sucesivamente, las grandes civilizaciones.
Los que antes habían escrito sobre la historia del mundo habían situado los
hechos humanos en el marco de una estructura cristiana. Siguiendo la Biblia,
empezaban por la Creación, pasaban a la Caída, contaban nuevamente el
surgimiento de Israel, y así sucesivamente. Voltaire situó la historia judeo-
cristiana en el marco de una estructura sociológica. Representó al cristia
nismo y a todas las demás religiones organizadas como fenómenos sociales o
como simples opiniones humanas. Spinoza habia dicho otro tanto; Voltaire
difundió aquellas ideas por Europa.
En materia de política y de auto-gobiemo, Voltaire no era un 'liberal ni
un demócrata. Su opinión acerca de la especie humana era, aproximadamen
37
te, tan desfavorable como la de su amigo Federico. Si un gobierno era ilus
trado, Voltaire ya no se preocupaba de la medida de su poder. Por gobierno
ilustrado, entendía él un gobierno que luchase contra la pereza y la estupi
dez, que mantuviese al clero en una posición subordinada, que autorizase la
libertad de pensamiento y de religión, y que impulsase la causa del progreso
material y técnico. No disponíá de ninguna teoría política desarrollada, pero
su ideal para los grandes paises civilizados se aproximaba al despotismo ilus
trado o racional. Convencido de que sólo unos pocos podían ser ilustrados,
él consideraba que esos pocos —un rey y sus consejeros— debían tener el
poder de poner en práctica su programa, contra toda oposición. Para vencer
la ignorancia, la rutina, la credulidad y el clericalismo, era preciso que el
estado fuese fuerte. Puede decirse que lo que Voltaire más deseaba era la
libertad para los ilustrados.
Jean Jacques Rousseau era muy diferente. Nacido en Ginebra, en 1712, era
suizo, protestante, y casi de origen de clase baja. Nunca se sintió cómodo en
Francia ni en la sociedad de París. Abandonado siendo un niño, y fugitivo a
los dieciséis años, vivió durante mucho tiempo realizando extraños trabajos,
como copista de música, y hasta los cuarenta años no tuvo ningún éxito
como escritor. Fue siempre el hombre sin importancia, el marginado. Además,
su vida sexual fue insatisfactoria; por último, se unió a una muchacha ine
ducada, de nombre Thérése Levasseur, viviendo con ella y con su madre,
que se entrometía en sus asuntos. Con Thérése, tuvo cinco hijos, a los que
depositó en un orfelinato. No tuvo posición social, ni dinero, ni sentido del
dinero, y, después de hacerse famoso, vivió principalmente de la generosidad
de sus amigos. Fue, patética y dolorosamente, un inadaptado. Llegó a
convencerse de que no podía confiar en nadie, de que aquellos que trataban
de protegerle estaban burlándose de él o traicionándole a sus espaldas# Su
frió de lo que hoy se llamarían complejos; posiblemente, era un paranoico.
Hablaba interminablemente de su virtud y de su inocencia, y se quejaba, con
amargura, de que era mal comprendido.
Pero, por desequilibrado que fuese, era, posiblemente, ,el más profundo
escritor de la época, y fue, sin duda, el de más permanente influencia. Rous
seau creía, por su propia experiencia, que en la sociedad, tal como ésta exis
tía, una persona buena no podía ser feliz. Por lo tanto, atacaba a la sociedad,
declarando que era artificial y corrompida. Atacó también a la razón, cali
ficándola de falsa guia cuando se sigue sólo a ella. Tenia dudas acerca de
todo el progreso que tanto satisfacía a sus contemporáneos. En dos «discur
sos», uno sobre Las artes y las ciencias (1750), el otro sobre el Origen de la
desigualdad entre los hombres (1753), sostenía que la civilización era la
fuente de muchos males, y que la vida «en un estado de naturaleza», sí fuese
posible, sería mucho mejor. Como Voltaire dijo, cuando Rousseau le envió
una copia de su segundo discurso (Voltaire, que gustaba de la civilización en
todas sus formas), le hizo «sentirse como si anduviera a cuatro patas». Para
Rousseau, los mejores rasgos de la condición humana, como la amabilidad,
el altmísmo, la honestidad y el verdadero conocimiento, eran productos de
la naturaleza. Por debajo de la razón, él percibía la presencia del sentimien
to. Gozaba con el calor de la simpatía, con el rápido destello de la intuición,
con el claro mensaje de la conciencia. Fue religioso por temperamento,
porque, si bien no creía en ninguna iglesia, ni en ningún clero, ni en ninguna
38
revelación, tenía un respeto por la Biblia, un temor reverente ante el cosmos,
un amor a la meditación solitaria, y una creencia en un Dios que no era sola
mente una «primera causa», sino también un Dios de amor y de belleza. De
este modo, Rousseau facilitó a las gentes de espíritu reflexivo el apartamien
to de la ortodoxia y de todas las formas de disciplina eclesiástica. Fue temido
por las iglesias como el más peligroso de todos los «infieles», y fue conde
nado tanto por la Francia católica como por la Ginebra protestante.
En general, en la mayoría de sus libros, Rousseau, al. contrario de tantos
de sus contemporáneos, daba la impresión de que el impulso es más digno de
confianza que el juicio ponderado, y el sentimiento espontáneo más que el
pensamiento crítico. Las visiones místicas eran para él más verdaderas que
las ideas racionales o claras. Se convirtió en el «hombre del sentimiento», en
el «hijo de la naturaleza», en el precursor del romanticismo cuyo momento
se acercaba, y en una importante fuente de todo el gran interés moderno por
lo no racional y por el subconsciente.
En E l contrato social (1762), Rousseau parecía contradecir todo esto. En
esta obra sostenía, en cierto modo cómo Hobbes, que el «estado de natura
leza» era una situación salvaje, sin ley ni moralidad. En otras obras, había
sostenido que la maldad de los hombres era debida a los males de la
sociedad. Ahora sostenía que los hombres buenos sólo podían ser produci
dos por una sociedad mejorada. Los pensadores precedentes, como John
Locke, por ejemplo, habían concebido el «contrato» como un acuerdo entre
un gobernante y un pueblo. Rousseau lo concibió como un acuerdo entre la
gente misma. Era un contrato social, no simplemente un contrato políti
co. En él descansaba la sociedad civil organizada, es decir, la comunidad.
Era un acuerdo, en virtud del cual todos los individuos entregaban su
libertad natural los unos a los otros, fundían sus voluntades indivi
duales en una Voluntad General colectiva, y convenían en aceptar las normas
de esta Voluntad General como decisivas. Esta Voluntad General era la so
berana; y el verdadero poder soberano, rectamente entendido, era «abso
luto», «sagrado» e «inviolable». El gobierno era secundario; reyes, funcio
narios o representantes elegidos no eran más que delegados de un pueblo so
berano. Rousseau dedicó muchas páginas difíciles y abstrusas a explicar
cómo podía conocerse la verdadera Voluntad General. No estaba determinada,
necesariamente, por el voto de una mayoría. «Lo que generaliza la voluntad
—decía— no es el número de voces, sino el común interés que las une». Ha
blaba poco del mecanismo de gobierno, y no sentía admiración alguna por
las instituciones parlamentarías. Lo que le interesaba era algo más profundo.
Marginado inadaptado como era, anhelaba una comunidad de la que toda
persona pudiera sentirse parte integrante. Deseaba un estado en el que todos
los hombres tuvieran un sentimiento de pertenencia y de participación.
Por estas ideas, Rousseau se convirtió en el profeta de la democracia y
del nacionalismo. Ciertamente, en sus Consideraciones sobré Polonia, escritás
a requerimiento de los polacos que estaban luchando contra los repartos,
Rousseau aplicaba las ideas del Contrato social de una forma más con
creta, y se convertía en el primer teórico sistemático de un nacionalismo
consciente y calculado. Al escribir el Contrato social, pensaba en una peque
39
ña ciudad-estado como su Ginebra natal. Pero lo que hizo, en realidad, fue
generalizar y tomar aplicable a grandes territorios la psicología de las peque
ñas ciudades-república —el sentido de pertenencia, de comunidad y de com
pañerismo, de ciudadanía responsable y de íntima participación en los asuntos
públicos— , en resumen, de voluntad común. Todos los estados modernos,
democráticos o antidemocráticos, se esfuerzan por comunicar ese sentimien
to de solidaridad moral a sus pueblos. Mientras en los estados democráticos
la Voluntad General puede, en cierto modo, identificarse con la soberanía
del pueblo, en las dictaduras se hace posible que los individuos (o los par
tidos) se arroguen el derecho de actuar como portavoces e intérpretes de la
Voluntad General. Tanto los totalitarios como los demócratas han conside
rado a Rousseau como uno de sus profetas.
E l Contrato social fue poco leído y casi desconocido en su tiempo. La in
fluencia de Rousseau sobre sus contemporáneos se extendió, gracias a sus
demás obras, y en especial a sus novelas, Emile («Emilio», 1762) y la Nou-
velle Héloíse («La nueva Eloísa, 1760). Las novelas eran muy leídas en
todas las clases instruidas de la sociedad, especialmente por las mujeres, que
rendían una especie de culto a Jean Jacques, durante su vida y después de su
muerte, ocurrida en 1778. Era un maestro de la literatura, capaz de evocar
imágenes de pensamiento y de sentimiento que ningún escritor habia tocado
antes, y, mediante sus obras literarias, difundió en los más altos círculos un
nuevo respeto al hombre común, un amor a las cosas comunes, un impulso
de piedad y compasión humanas, una sensación de artificio y superficiali
dad en la vida aristocrática. Las mujeres criaban a sus hijos. Incluso los
hombres hablaban de la delicadeza de sus sentimientos. Las lágrimas estaban
de moda. La reina, María Antonieta, se hizo construir una aldeíta en los jar
dines de Versalles, donde ella pretendía ser una simple lechera. En todo
aquello había muchos aspectos ridículos o superficiales. Pero era el manan
tial del humanismo moderno, la fuerza que conducía hacia un nuevo senti
miento de la igualdad humana. Rousseau apartó a las clases altas francesas
de su propio modo de vida. Hizo que muchos perdiesen la fe en su propia
superioridad. Esta fue su principal contribución directa a la Revolución
Francesa.
Está claro que las corrientes del pensamiento en Francia y en Europa eran
divergentes y contradictorias. Mucha gente creía en el progreso, en la razón,
en la ciencia y en la civilización. Rousseau tenía sus dudas y ensalzaba las
bellezas del carácter. Montesquieu consideraba útil a la iglesia, pero no
creía en la religión; Rousseau creía en la religión, pero no veía la necesidad
de iglesia alguna. Monstesquieu estaba interesado por la libertad política
práctica; Voltaire renunciaría a la libertad política, a cambio de garantías de
libertad intelectual; Rousseau aspiraba a la emancipación de las frivolidades
de la sociedad y buscaba la libertad que consiste en fundirse voluntariamente
con la naturaleza y con nuestros iguales. La mayoría de los philosophes estaba
más próximos a Voltaire.
40
Es evidente que el más activo centro de ideas de la Edad de la Ilustración
era Francia. Los philosophes franceses viajaban por toda Europa. Federico
II y Catalina II invitaban a sus cortes a los pensadores franceses. El francés
era la lengua de las academias de San Petersburgo y de Berlín. Federico
escribía sus obras en francés. Había una cultura uniforme, cosmopolita,
entre las clases altas de casi toda Europa, y esta cultura era predominante
mente francesa. Pero Inglaterra era importante también. U n tanto margi
nada de la conciencia europea, hasta el momento, Inglaterra se acercaba
ahora al centro. Puede decirse que Montesquieu y Voltaire habían «descu
bierto» Inglaterra a Europa. A través de ellos, las ideas de Bacon, de
Newton y de Locke, así como la teoría conjunta de la ley y del gobierno
parlamentario ingleses se convirtieron en temas de discusión y de comentario
general. La ascensión de Gran Bretaña en riqueza y en dominio imperial
daba un irresistible prestigio a aquellas ideas. Y a medida que las fam ilias
inglesas iban haciéndose más opulentas, sus hijos realizaban, cada vez con
mayor frecuencia, el «grand tour» por el continente, hasta el punto de que
los milords anglais se convirtieron en figuras familiares para los europeos,
nunca muy bien comprendidos, pero a menudo secretamente envidiados.
Todas aquellas influencias, la francesa y la inglesa, venían a sumarse a la
función directiva de la Europa occidental en la civilización moderna.
El pensamiento de la Ilustración era completamente secular. La iglesia
estaba considerada, en el mejor de los casos, como una institución
socialmente útil. Para los más militantes, era una superviviencia de la
barbarie. Los propios eclesiásticos, en las iglesias oficiales, miraban
frecuentemente con desconfianza el celo religioso que se manifestaba.
Porque es lo cierto que en todas partes habia inquietudes religiosas, formas
de religión regenerada, que urgían una nueva y fresca realización de las
enseñanzas evangélicas: el jansenismo continuaba en Francia, el pietismo se
desarrollaba en Alemania, el movimiento metodista comenzaba en Inglaterra
y el «gran despertar» se producía en las colonias anglo-americanas. Pero
aquellos movimientos proselitístas tenían su mayor éxito entre las clases
menos acomodadas. Las iglesias oficiales —anglicana, luterana, católica—
no querían ser perturbadas. Los obispos eran caballeros cultos e ilustrados
de la época, y razonaban como caballeros ilustrados.
Todas las iglesias eran abandonadas por los más destacados intelectuales.
La tolerancia en religión, o incluso la indiferencia, se convirtieron en el sello
del progreso. La concepción cristiana mas antigua ya no parecía ser
necesaria. Los pensadores proporcionaban teorías de la sociedad, .de la
historia del mundo, del destino del hombre y de la naturáleza del bien y del
mal, en las que no intervenían las explicaciones cristianas. Las antiguas virtudes
cristianas, tales como la humildad, la castidad o el paciente sufrimiento de
dolores y aflicciones, dejaron de ser consideradas como importantes (excepto
por Rousseau, en algunos sentidos). El amor cristiano se transformó y se
secularizó en buena voluntad humanitaria. La virtud más importante
consistía en ser socialmente útil. El progreso de la sociedad, de generación en
generación, hacia una vida más cómoda y decorosa en la tierra, se convirtió
en la idea dominante que daba sentido a la historia y al destino de la
humanidad. Era una fe resumida por uno de los últimos philosophes, el
41
marqués de Condorcet, cuando escribía, poco antes de su muerte en la
Revolución Francesa, su Bosquejo del progreso del espíritu humano.
Se creía que el más importante instrumento de progTeso era el estado. Ya
fuese bajo la forma de monarquía limitada según el modelo inglés defendido
por Montesquieu, o del despotismo ilustrado preferido por Voltaire, o de la
comunidad republicana ideal pintada por Rousseau, se consideraba que la
mejor garantía de bienestar social era la sociedad rectamente ordenada. Era
el estado ilustrado al que el pueblo miraba ahora en busca de salvación, y
toda esperanza de progreso se basaba en la reforma política, en la educación
y en la creación de un ambiente ilustrado.
Aunque entendían la reforma dentro del marco del estado, los pensado
res de la época no eran nacionalistas, sino «universalistas». Creían en la
unidad de la humanidad y sostenían que todos los hombres vivían bajo la
misma ley natural del derecho y de la razón. En esto mantenían la
interpretación clásica y cristiana, bajo una nueva forma. Suponían que todos
los hombres participarían igualmente en el mismo progTeso, que, a largo
plazo, todos los hombres estarían de acuerdo, y que el resultado de la
historia sería una civilización uniforme, en la que todos los pueblos y razas
participarían en igual medida. N o se pensaba que nación al gima tuviese un
mensaje peculiar. Las ideas francesas gozaban de una gran circulación, pero
nadie creía que fuesen peculiarmente francesas, que surgiesen de un
«carácter nacional» francés. Se pensaba, sencillamente, que los franceses de
aquel tiempo, que constituían el pueblo más civilizado, habían desarrollado
más plenamente las posibilidades del entendimiento humano. Nunca, desde la
Edad de la Ilustración, ha habido una creencia tan indiscutida en la potencial
semejanza de todos los seres humanos.
Todo el pensamiento de la época se proponía hacer a los hombres libres.
Todo el pensamiento de la Ilustración, de un modo u otro, estaba
relacionado con el problema de la libertad. Montesquieu quería garantías
contra el despotismo. Rousseau quería la liberación de los artificios y de las
presiones de la sociedad, tal como él la conocía. Para limpiar el país, para
liberar al pueblo de las costumbres antiguas, para dominar las fuerzas que él
creía que ponían en peligro esta liberación del espíritu, Voltaire y otros
deseaban confiar en un gobierno poderoso y bien dispuesto, es decir, en un
«déspota ilustrado». El despotismo ilustrado, un tanto similar al defendido
por Voltaire y por la mayoría de los philosophes, fue el tono característico
del gobierno en Europa, después de 1740, aproximadamente.
42
cuerpo de funcionarios públicos bien preparados y pagados. Todas estas
cosas habían sido hechas antes por los reyes. El déspota ilustrado típico
difería de sus predecesores «no ilustrados», principalmente en la actitud y en
el ritmo. Hablaba poco de un derecho divino a su trono. Incluso podía no
hacer hincapié en su derecho familiar hereditario o dinástico.'Justificaba su
autoriad sobre la base de su utilidad a la sociedad, denominándose, como
hacía Federico el Grande, «el primer servidor del estado».
Es despotismo ilustrado era secular; no se proclamaba depositario de
ningún mandato del cielo y no reconocía ninguna responsabilidad especial
ante Dios o ante la iglesia. El déspota ilustrado típico defendía, por
consiguiente, la tolerancia religiosa, y éste fue un nuevo e importante punto,
con posterioridad a 1740, aproximadamente; pero también aquí encontra
mos un precedente en el viejo absolutismo, porque los gobernantes de Prusia
se habían sentido inclinados a la tolerancia, mucho antes de Federico, e inclu
so los Borbones franceses habían reconocido un cierto grado de libertad
religiosa durante casi un siglo, a continuación del Edicto de Nantes. El
carácter secular de los gobiernos ilustrados se observa también en si frente
común que adoptaron contra los jesuítas. Profundamente papistas y
ultramontanos, defensores de la autoridad de una iglesia universal, y, al
propio tiempo, la orden religiosa más fuerte del mundo católico, tanto desde
el punto de vista intelectual como en otros aspectos, los jesuítas no eran
gratos a los monarcas ilustrados ni a sus funcionarios públicos, y en los años
sesenta fueron expulsados de casi todos los países católicos. En 1773 se
persuadió al Papa de que disolviese totalmente la Compañía de Jesús. Los di
versos gobiernos interesados de Franday de Austria, de España, de Portugal y
de Nápoles confiscaron las propiedades jesuítas y se adueñaron de las escuelas
de la Compañía. Esta no se reconstituyó hasta 1814.
El despotismo ilustrado fue también racional y reformista. El déspota
típico se proponía reconstruir su estado mediante el empleo de la razón. Al
compartir la interpretación corriente del pasado como tenebrosos, era
intolerante frente a los usos y frente a todo lo que estuviese impregnado de
usos y se proclamase herencia del pasado, como los sistemas de leyes
consuetudinarias y los derechos y privilegios de la iglesia, de los nobles, de las
ciudades, de los gremios, de las provincias, de las asambleas de estamentos
o , en Francia, de los cuerpos judiciales llamados parlamentos. El conjunto de
tales instituciones se encerraba, desdeñosamente, bajo la referencia de
«feudalismo». Los monarcas habian luchado largamente contra el feudalismo
en este sentido, pero en el pasado habían solido transigir. El déspota ilustrado
estaba menos dispuesto a la transacción, y en ello radica la diferencia de
ritmo. El nuevo déspota actuaba bruscamente, decidido a obtener resultados
más rápidos.
La tendencia al despotismo ilustrado después de 1740 se debió, en gran
parte, a escritores y phüosophés, pero surgió también de una situación
perfectamente real, es decir, de la gran guerra de mediados del siglo XVIII. La
guerra, en la historia moderna, ha solido conducir a una concentración y
a una racionalización del poder dél gobierno, y las guerras de 1740-1748
y 1756-1763 no fueron ninguna excepción. Bajo sus, efectos, incluso
gobiernos cuyos soberanos no estaban considerados como ilustrados por los
43
philosophes, especialmente los de Luis XV y María Teresa, y también el
gobierno de Gran Bretaña, que ciertamente no era despótico, se aventura
ron en programas que presentaban, en conjunto, rasgos comunes. Inten
taban aumentar sus ingresos, idear nuevos impuestos, gravar a personas o
regiones hasta entonces más o menos exentas de tributos, limitar la autonomía
de entidades políticas distantes y centralizar y renovar sus respectivos sistemas
políticos. La obra del despotismo ilustrado puede verse en muchos estados, en
la Toscana de los Habsburgo bajo Leopoldo; en el Nápoles y en la España de
los Borbones, bajo Carlos III; en Portugal, bajo el ministro Pombal; en Dina
marca, bajo Struensee. Pero acaso lo mejor sea considerar sólo con algún de
tenimiento los países más importantes —Francia y Austria, Prusia y Rusia— y
observar luego el curso de los acontecimientos, más bien diferente, pero no en
teramente diferente, en el imperio británico.
En Francia fue donde el despotismo ilustrado tuvo menos éxito. Luis XV,
que habia heredado el trono en 1715 y vivió hasta 1774, aunque no era
estúpido en absoluto, se mostraba indiferente respecto a las cuestiones más
graves, absorbido en las intrigas diarias de Versalles, poco inclinado a
molestar a las personas de su proximidad, y sólo esporádicamente interesado
por el gobierno. Su observación, aprés m oi le déleuge, ya sea auténtica o no,
basta para caracterizar su actitud personal ante la situación de Francia. Pero
el gobierno francés no era un gobierno carente de ilustración, y fueron mu
chos los funcionarios capacitados que administraron sus asuntos a lo largo de
todo el siglo. Estos hombres, por lo general, sabían cuál era el problema fun
damental. Todas las dificultades prácticas de la monarquía francesa podían
encontrarse en su sistema tributario. Su impuesto más importante, la taille,
una especie de contribución sobre la tierra, no era pagada, en general, más
que por los campesinos. Los nobles estaban exentos de ella, por principio, y
los funcionarios públicos y los burgueses, por una razón u otra, general
mente se hallaban exentos, también. Además, la iglesia, que poseía entre el
cinco y el diez por ciento de la tierra del país, insistía en que sus propiedades
no podían ser gravadas con impuestos por el esíado; garantizaba al rey un
«donativo voluntario» periódico, que si bien era cuantioso, no lo era tanto
como el que el gobierno podría esperar de un impuesto directo. La con
secuencia de las exenciones de impuestos consistía en que, a pesar de que
Francia era rica y próspera, el gobierno era crónicamente pobre, porque las
clases sociales que más gozaban de la riqueza y de la prosperidad no
pagaban unos impuestos correspondientes a sus ingresos. Luis XIV, obli
gado por la guerra, habia tratado de gravar a todos, creando también nuevos
tributos, la capitación o impuesto personal y el dixiéme o décimo, Fijándose
ambos en proporción a los ingresos, pero estos impuestos habían sido
ampliamente burlados. Un esfuerzo similar se hizo en 1726, pero también
había fracasado. Las clases propietarias se resistían a los impuestos porque los
consideraban deshonrosos. Francia había sucumbido bajo el desalentador
44
principio de que el pago de impuestos directos era el signo indudable de una
posición inferior. Los nobles, los eclesiásticos y los burgueses se resistían
también a los impuestos, porque, al mantenerse al margen de las funciones
de gobierno, carecían de todo sentido de responsabilidad o de control
político. Había buenas razones históricas para ello, pero el resultado fue fi
nancieramente ruinoso.
En 1748, bajo la presión de los elevados costes de la guerra, y al dictado
de Mme. Pompadour, Luís XV se decidió a nombrar un interventor general
de Hacienda, que creó un impuesto que debían pagar todas las personas que
percibiesen ingresos procedentes de sus bienes —tierras, derechos señoriales,
inversiones en negocios y cargos, como los de jueces parlamentarios— , inde
pendientemente de la posición de clase, de las libertades provinciales o de
cualquier tipo de exenciones anteriores. Un gran clamor se levantó en el
Parlamento de París, en los once parlamentos provinciales, en los estados de
Bretaña y en la iglesia. Todas aquellas instituciones estaban capitaneadas por
nobles, y, debido al resurgimiento aristocrático que se había iniciado con la
Regencia, eran políticamente más fuertes que en los tiempos de Luis XIV.
Ahora podían citar también a Monstesquieu para justificar su oposición a la
corona. El Parlamento de París decidió que el nuevo impuesto era incons
titucional, es decir,, incompatible con las leyes de Francia y con las liberta
des de los franceses. Los estados de Bretaña y de otros p ays d ’états, que
eran provincias que tenían asambleas de estados, declararon que sus liber
tades consuetudinarias e históricas estaban siendo ultrajadas. La iglesia
protestó enérgicamente. Después de varios años de disputas, Luis XV
decidió no llevar más lejos la cuestión, retiró su apoyo al ministro de Hacien
da y todo el proyecto se derrumbó.
Las décadas de 1750 y 1760 asistieron a continuas fricciones entre el
Consejo de ministros y las diversas entidades simiatónomas del país.
Mientras tanto,, sobrevinieron los enormes gastos y los humillantes reveses de
la Guerra de los Siete Años. El gobierno renovó su decisión de alcanzar un
eficaz control centralizado. Se acordó eliminar los parlamentos como fuerza
política, y con este fin, en 1768, Luis XV nombró canciller a un hombre
llamado Maupeou, que abrogó los viejos parlamentos y estableció otros
nuevos en su lugar. Maupeou contaba con la simpatía de Voltaire y de la
mayoría de los philosophes. En los «parlamentos Maupeou», los jueces no
tenían derecho alguno de propiedad sobre sus escaños, sino que se convir
tieron en funcionarios pagados, nombrados por la corona, con seguridades de
inamovilidad, y tenían prohibido rechazar edictos del gobierno o discutir
acerca de su constitucionalidad, limitándose a funciones puramente judi
ciales. Maupeou también se propuso hacer las leyes y los procedimientos
judiciales más uniformes en todo el país. Mientras tanto, marginados los
viejos parlamentos, se llevó a cabo otro intento de someter a tributo a los
grupos privilegiados y exentos.
Pero Luis XV murió en 1774. Su nieto y sucesor, Luís XVI, aunque muy
superior en hábitos personales a su abuelo, y poseído de un auténtico deseo de
gobernar bien, se parecia a Luis XV en que carecía de una fuerza de
voluntad sostenida y era incapaz de ofender a las gentes de su proximidad.
En todo caso, tenía solamente veinte años en 1774. El reino resonaba de
45
clamores contra Maupeou y sus colegas como esbirros del despotismo, y de
demandas de una inmediata restauración del viejo Parlamento de París y de
los otros. Luis XVI, temeroso de comenzar su reinado como un «déspota»,
volvió a convocar, pues, a los viejos parlamentos y abrogó los de Maupeou.
Los malogrados parlamentos de Maupeou representaron la medida más
extrema adoptada por el despotismo ilustrado en Francia. Fue arbitrario,
caprichoso y despótico que Luis XV destruyese los viejos parlamentos, pero
fue ciertamente ilustrado, en el sentido que la palabra adquiriría después,
porque los viejos parlamentos eran baluartes de aristocracia y privilegios, y
habían cerrado el paso, durante décadas, a los programas de reforma.
Luis XVI, al volver a convocar los viejos parlamentos en 1774,
comenzaba su reinado pacificando a las clases privilegiadas. Al propio
tiempo nombró un ministerio reformador. A su cabeza estaba Turgot,
philosophe y fisiócrata, y gobernante muy experimentado. Turgot acometió
la supresión de los gremios, que eran monopolios municipales privilegiados en
sus diversas actividades. Concedió una mayor libertad al comercio interior
de cereales. Proyectó la abolición de la corvée real (la obligación para
determinados campesinos de trabajar en las carreteras, unos días cada año),
sustituyéndola por un impuesto en dinero, que recaería sobre todas las
clases. Empezó a revisar todo el sistema de impuestos y se supo incluso que
apoyaba la tolerancia legal de los protestantes. El Parlamento de -París,
secundado por los Estados Provinciales y por la iglesia, se opuso clamorosa
mente a él, y Turgot dimitió en 1776. Luis XVI, al convocar de nuevo los
parlamentos, había hecho imposible la reforma. En 1778, Francia entró en
guerra otra vez con Gran Bretaña. Se repetía el mismo ciclo: gastos de
guerra, deuda, déficit, nuevos proyectos de impuestos, resistencia por parte
de los parlamentos y de otros organismos semiautónomos. En los años 1780,
el choque condujo a la revolución1.
46
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señor que al estado. El siervo debía trabajo a su señor, frecuentemente sin
especificar ni su cantidad ni su género. La tendencia, mientras los
terratenientes gobernaban localmente a través de sus dietas, consistía en que
el siervo hiciese seis días semanales de trabajo forzado en la tierra del señor.
María Teresa, por motivos humanitarios, y también por el deseo de
apoderarse de la mano de obra entre la que se reclutaban sus ejércitos, lanzó
un ataque sistemático contra las instituciones de la servidumbre, lo que
significaba también un ataque contra la aristocracia terrateniente del
imperio. Con las dietas disminuidas en su poder, las protestas de los nobles
eran menos eficaces; sin embargo, se hallaba implicado todo el sistema de
trabajo agrícola de sus territorios, y María Teresa procedió con cautela. Se
aprobaron leyes contra el abuso de los campesinos por parte de los señores o
de sus intendentes. Otras leyes regulaban las obligaciones de los trabajado
res, exigiendo que se registrasen públicamente y limitándolas, por lo general,
a tres días semanales. Las leyes eran burladas a menudo. Pero el campesino
se había liberado, en cierta medida, de las arbitrarias exacciones del señor.
María Teresa logró aliviar la servidumbre más que ningún otro gobernante
del siglo XVIII en la Europa oriental, con la única excepción de su propio
hijo, José II.
La gran reina-archiduquesa murió en 1780, tras haber reinado durante
cuarenta años. Su hijo, que habia sido corregente con su madre desde 1.765,
no estaba muy de acuerdo con los métodos de ella. María Teresa, aunque
bastante firme en sus propósitos, siempre se había contentado con medidas
parciales. En lugar de exponer sus proyectos mediante una generalización
filosófica, los enmascaraba o les quitaba importancia, no llevando nunca las
cuestiones hasta el punto de provocar una reacción incontrolable o de unir
contra ella los intereses creados que ella misma socavaba. Retrocedía y
ocupaba, vigilaba y esperaba. José II no esperaría. Aunque consideraba
frívolos a los philosophes franceses, y conceptuaba a Federico de Prusia
como un simple cínico inteligente, él mismo era un puro representante de la
Edad de la Ilustración, y es en su breve remado de diez años cuando mejor
pueden observarse el carácter y las limitaciones del despotismo ilustrado. Era
un hombre serio, formal y bueno, que sentía la miseria y la desesperación de
las clases más bajas. Creía que las condiciones existentes eran malas, y él no
las regularía ni las mejoraría; acabaría con ellas. El derecho y la razón, a su
parecer, concordaban con los puntos de vista que él adoptaba; los defensores
del viejo orden eran egoístas o equivocados, y someterse a ellos sería
transigir con el mal.
«El estado», decía José, anticipándose a los radicales filosóficos de
Inglaterra, significaba «el mayor bien para el mayor número». Y él actuaba
en consecuencia. Sus diez años de reinado constituyeron una rápida sucesión
de decretos. María Teresa había regulado la servidumbre. José la abolió. Su
madre había recaudado impuestos entre los nobles y éntre los campesinos,
pero no equitativamente. José decretó equidad en la tributación. Insistió en
la igualdad del castigo para crímenes iguales, cualquiera que fuese la clase
social del delincuente; un aristócrata oficial del ejército, que habia robado
97.000 florines, fue exhibido en la picota, y el conde Podstacky, un
falsificador, fue condenado a barrer las calles de Viena, encadenado con
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otros delincuentes comunes. Al propio tiempo, se hicieron menos crueles,
físicamente, muchos castigos legales. José concedió una total libertad de
imprenta. Ordenó la tolerancia de todas las religiones, excepto la de unas
pocas sectas populares, que él consideraba demasiado ignorantes para ser
permitidas. Otorgó iguales derechos cívicos a los judíos, e iguales deberes, de
modo que, por primera vez en Europa, los judíos estuvieron obligados a
prestar el servicio m ilitar. Incluso hizo nobles a algunos judíos, lo que
constituyó un fenómeno asombroso para los de «sangre» aristocrática.
Chocó abierta y ásperamente con el Papa, apoyando un movimiento
llamado Febronianismo, que urgía una mayor independencia nacional
respecto a Roma para los prelados católicos alemanes, según el modelo de
las libertades galicanas francesas. Demandaba mayores poderes para el
nombramiento y supervisión de obispos y suprimió muchos monasterios,
utilizando las propiedades de éstos para financiar hospitales seculares
en Viena, asentando así las bases de la excelencia de esta ciudad como centro
de la Medicina. También intentó desarrollar económicamente el imperio y
construyó el puerto de Trieste, donde estableció incluso una Compañía de
las Indias Orientales, que pronto fracasó, por razones obvias —al no llegar
desde la Europa central ni el capital ni el apoyo naval—. Sus intentos de
alcanzar el mar, comercialmente, a través de Bélgica, se vieron bloqueados,
como los de su abuelo en la época de la Compañía de Ostende, por los
intereses holandeses y británicos.
Para imponer su programa, José tuvo que centralizar su estado, como
otros gobernantes anteriores, sólo que él llegó más lejos. Las dietas y el
autogobierno aristocrático regionales se encontraron todavía peor que bajo
su madre. Mientras ella había dejado siempre, sagazmente, que Hungría se
desenvolviese con una gran independencia, él aplicó a Hungría también la
mayor parte de sus medidas —lo que era justo debía ser justo en todas
partes—. Su ideal era un imperio perfectamente uniforme y racional, con
todas las irregularidades suavizadas como bajo un rodillo de vapor.
Consideraba razonable tener un solo idioma para la administración y,
naturalmente, eligió el alemán; esto condujo a un programa de germaniza-
ción de los checos, de los polacos, de los magiares y otros, lo que, a su vez,
provocó la resistencia nacionalista de aquellos pueblos. Había un cuerpo de
funcionarios fuertemente presionado, en constante crecimiento y cada vez más
disciplinado, que utilizaba el alemán y llevaba adelante el programa del
emperador, frente a la oposición de las regiones y de las clases. La
burocracia se hizo perceptiblemente m oderna,. con cursos de preparación,
escalafones, pensiones de retiro, informes de eficiencia y visitas de inspec
ción. Los clérigos fueron empleados también como portavoces del estado para
explicar las nuevas leyes a sus feligreses y para enseñar el respeto debido al
gobierno. Para vigilar el conjunto de la estructura, José creó una policía
secreta, cuyos agentes, solicitando la confidencial ayuda de espías y
delatores, informaban acerca del comportamiento de los empleados del
gobierno, o de las ideas y acciones de nobles, clérigos u otros de quienes
pudieran esperarse perturbaciones. El estado policiaco, tan ignominioso para
el mundo liberal, fue construido por primera vez, sistemáticamente, por
José, como instrumento de ilustración y reforma.
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José II, el «emperador revolucionario», anticipó mucho de lo que en
Francia fue hecho por la Revolución y bajo Napoleón. No podía soportar
el «feudalismo» o el «medievalismo»; personalmente, detestaba la nobleza y
la iglesia. Pero pocas de sus reformas fueron duraderas. Murió prematura
mente en 1790, a la edad de cuarenta y nueve años, desilusionado y lleno de
amargura. Hungría y las provincias belgas se habían levantado contra él.
Decían que sus viejas libertades constitucionales habían sido ultrajadas, y
que estaban siendo gobernados sin su consentimiento. En Hungría, toda la
buena disposición ganada por María Teresa parecía perdida; en Bélgica, las
provincias defendían tenazmente los mismos privilegios medievales, la
antigua Joyeuse Entrée, que doscientos años antes habían reivindicado
frente al rey de España. Por todo el imperio de los Habsburgo, los nobles
terratenientes, que habían perdido su control sobre los trabajadores pqr la
abolición de la servidumbre, y su posición de casta por las reformas legales y
fiscales, estaban, naturalmente, indignados. La iglesia se consideraba
prostituida y despojada. Los campesinos estaban agradecidos por su nueva
libertad personal, pero se sentían frustrados ante la actitud oficial de
condescendiente elevación, y muchas veces, en la vida diaria, simpatizaban
con sus sacerdotes y con sus nobles. Los funcionarios eran inferiores a la
tarea de ellos exigida. Había muy pocos burgueses en la mayoría de las
partes del imperio para dirigir el servicio público, de modo que muchos
funcionarios eran miembros de la nobleza terrateniente que José humillaba,
y, en todo caso, frecuentemente encontraban imposibles de hacer cumplir o
incluso de comprender las directrices que llegaban de Viena. José era un
revolucionario sin un partido. Fracasó porque no podía estar en todas partes
y hacerlo todo él mismo. Su reinado demostró las limitaciones de una
ilustración simplemente despótica. Reveló que un gobernante legalmente
absoluto no podía hacer en realidad lo que quisiera. Puso de manifiesto que
una reforma drástica y brusca sólo podía introducirse con una verdadera
revolución, con el apoyo de la opinión pública y bajo la dirección de unos
hombres que compartiesen un cuerpo coherente de ideas.
José fue sucedido por su hermano Leopoldo, uno de los más capaces
gobernantes del siglo, que durante muchos años, como gran duque de
Toscana, había dado a aquel país el mejor gobierno conocido en Italia, a lo
largo de generaciones. Ahora, en 1790, Leopoldo estaba atormentado por
las voces de su hermana, María Antonietá, atrapada en las redes de una
verdadera revolución en Francia2. Leopoldo se negó a intervenir en los
asuntos franceses; en todo caso, estaba ocupado en ordenar la confusión
dejada por José. Revocó la mayoría de los edictos de José, pero no los anuló
totalmente. Los nobles no recuperaron los plenos poderes en las dietas. Los
campesinos no fueron enteramente devueltos a la antigua servidumbre; los
esfuerzos de José por facilitarles tierra y por liberarles del trabajo forzado
habían de ser abandonados, pero, personalmente, siguieron siendo libres,
ante la ley, para emigrar, para casarse o para elegir la ocupación que
deseasen. Leopoldo murió en 1792, sucediéndole su hijo Francisco II.
Bajo Francisco, la reacción aristocrática y clerical recuperó fuerzas, aterrada
50
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un oficio, a no ser con su autorización. Federico, en sus primeros años,
pensó en medidas para aliviar la carga de la servidumbre. Y la alivió en sus
propios feudos, en los que pertenecían al dominio de la corona prusiana, que
comprendían una cuarta parte de la extensión del reino. Pero no hizo nada
para los siervos que pertenecían a los terratenientes privados o Junkers.
Ningún rey de Prusia pudo enfrentarse radicalmente a la clase Junker, que
tenía el mando del ejército. Por otra parte, también en Prusia la existencia
de un estado monárquico suponía una cierta ventaja para el hombre común;
el siervo en Prusia no estaba tan mal como en zonas limítrofes —Polonia,
Livonia, Mecklemburgo, o la Pomerania sueca—, donde la voluntad de los
señores era la ley de la tierra, y que, en consecuencia, fueron llamadas, no
sin razón, repúblicas Junker. En aquellos países se conocieron casos en que
los propietarios vendieron a sus siervos como bienes muebles, o los jugaban,
o los regalaban, destruyendo familias en la operación, como los terrate
nientes rusos podían hacer con sus siervos, o los dueños de las plantaciones
americanas con sus esclavos. Aquellos abusos eran desconocidos en Prusia.
El sistema de Federico estaba centralizado no solamente en Potsdam,
sino en su propia cabeza. Atendía personalmente a todos los asuntos, y
adoptaba todas las decisiones importantes. Ninguno de sus ministros o
generales alcanzó nunca una reputación independiente. Como él decía de su
ejército: «Nadie razona, todos ejecutan», es decir, nadie razonaba, excepto
el propio rey. O también, como Federico explicaba, si Newton hubiera
tenido que consultar con Descartes, nunca hubiera descubierto la ley de la
gravitación universal. Tener que contar con las ideas de otros, o confiar
responsabilidades a hombres menos capaces que uno mismo, le parecía a
Federico despilfarrado y anárquico. Murió en 1786, después de haber
gobernado cuarenta y seis años, y sin haber preparado sucesores. Veinte
años después, Prusia era casi destruida por Napoleón3. No era extraño que
Napoleón derrotase a Prusia, pero Europa se asombró, en 1806, al ver que
Prusia se hundía total y repentinamente. Entonces, se llegó a la conclusión
en Prusia y en otras partes de que el gobierno por parte de una mente
rectora, que actúe en una sublime y aislada superioridad, no ofrecía
una forma viable de estado en las condiciones modernas.
52
Rusia. La corte y la aristocracia rusas tenían el francés como su idioma
común de conversación. Con el francés (también se conocía el alemán y, a
veces, el inglés, porque los aristócratas rusos eran notables lingüistas),
entraron en Rusia todas las ideas que bullían en la Europa occidental.
Aunque la Ilustración no afectó profundamente a Rusia, le afectó, sin
embargo, de un modo importante. Continuó la occidentalización tan
decididamente impulsada por Pedro, y extremó todavía más el apartamiento
de las clases altas rusas de su propio pueblo y de su marco natal.
53
Catalina la Grande (1762-1796): program a interior
54
la reforma de la servidumbre en Rusia, no duraron mucho después de
haberse proclamado emperatriz, y se desvanecieron ante la gran insurrección
campesina de 1773, conocida como la rebelión de Pugachev. La situación de
los siervos rusos estaba empeorando. Sus propietarios los vendían, cada vez
en mayor número, apartándolos de la tierra, destruyendo las familias,
utilizándolos en las minas o en las manufacturas, disciplinándolos o
castigándolos a voluntad, o desterrándolos a Siberia. La población sierva se
hallaba inquieta, incitada por los Viejos Creyentes, y acariciando falsos
recuerdos populares del gran héroe, Stenka Razin, que un siglo antes habia
capitaneado un levantamiento contra los señores. El antagonismo de clases,
aunque escondido, era profundo, y no se reducía ciertamente cuando el
tosco mujik, en algunos sitios, oía al señor y a su familia hablar en francés a
fin de no ser comprendidos por los siervos, o les veían vestir ropas europeas,
leer libros europeos y adoptar las formas de un modo de vida extraño y
superior.
En 1773, un cosaco del Don, Emelian Pugachev, antiguo soldado,
apareció capitaneando una insurrección en los Urales. Siguiendo una vieja
costumbre rusa, se anunció como el verdadero zar, Pedro III (el marido
muerto de Catalina), que ahora volvía, después de largos viajes por Egipto y
por Tierra Santa. Se rodeó de dobles de la familia imperial, de cortesanos e
incluso de un secretario de estado. Publicó un manifiesto imperial pro
clamando el fin de la servidumbre y de los impuestos, así como del re
clutamiento militar. Decenas y cientos de millares, en las regiones de los
Urales y del Volga, tártaros, kirguises, cosacos, siervos de la agricultura,
obreros esclavos de las minas de los Urales, pescadores de los ríos y del mar
Caspio se juntaron bajo la bandera de Pugachev. Aquella gran multitud
actuaba por la Rusia oriental, incendiando y saqueando, dando muerte a
sacerdotes y señores. Las clases altas, en Moscú, estaban aterradas;
100.000 siervos vivían en la ciudad, como criados domésticos o como
obreros industriales, y sus simpatías estaban con Pugachev y su horda. Los
ejércitos, al principio, fracasaron. Pero el hambre por las zonas del Volga
en 1774 dispersó a los rebeldes. Pugachev, traicionado por algunos de sus
seguidores, fue llevado a Moscú en una jaula de hierro. Catalina prohibió el
empleo de la tortura en su proceso, pero Pugachev fue ejecutado mediante el
arrastre y el descuartizamiento de su cuerpo, castigo que —tal vez deba
señalarse— se utilizaba en la Europa occidental de aquel tiempo en casos de
flagrante traición.
La rebelión de Pugachev fue la más violenta sublevación campesina de la
historia de Rusia, y el más formidable levantamiento de masas ocurrido en
Europa en aquel siglo con anterioridad a 1789. Catalina reaccionó ante él
con la represión. Concedió más poderes a los terratenientes. Los nobles se
liberaron de los últimos’ vestigios del servicio obligatorio a que Pedro les
había sometido. En adelante, los campesinos fueron la única clase sojuzgada
o sujeta a unas obligaciones. Al igual que en Prusia, el estado se apoyaba
más que nunca en un entendimiento entre el gobernante y los señores, en
virtud del cual los señores aceptaban la monarquía con sus leyes, sus
funcionarios, su ejército y su política exterior, y recibían de ella a cam bio la
seguridad de una autoridad plena sobre las masas rurales. El gobierno se
55
extendía a través de la aristocracia y de las ciudades dispersas, pero se
detenía ante la casa del señor; allí, el señor ejercía el poder y él mismo era
una especie de gobierno en su propia persona. En tales circunstancias, el
número de siervos aumentó y la carga sobre cada uno de ellos se hizo más
pesada. El reinado de Catalina vio la culminación de la servidumbre rusa,
que ahora ya no se diferenciaba en ningún aspecto importante de la
esclavitud cosificada a la que los negros se veían sometidos en América. En ;
la Gaceta de Moscú podían leerse anuncios como el siguiente: «Se venden
dos vigorosos cocheros; dos muchachas de dieciocho y de quince años, ágiles
en trabajos manuales. Dos barberos: uno, de veintiún años, sabe leer y
escribir y tocar un instrumento musical; el otro sabe hacer peinados de
señoras y de caballeros».
56
Teresa lloraba, pero seguía agarrando». En 1774, Catalina firmaba un
tratado de paz en Kuchuk Kainarji, junto al Danubio, con los turcos
vencidos. El sultán cedía sus derechos sobre los principados tártaros, en la
costa septentrional del mar Negro, donde los rusos fundaron en seguida el
puerto de Odessa.
Catalina sólo había aplazado —no alterado— sus planes respecto a
Turquía. Decidió neutralizar la oposición de Austria. Invitó a José II a
visitarla en Rusia, y los dos soberanos recorrieron juntos las provincias del
mar Negro, recientemente ganadas por Catalina. Su favorito en aquel
momento, Potemkin, construía pueblos artificíales, de una sola calle, a lo
largo del camino de los soberanos y organizaba muchedumbres de pueble
rinos de aspecto alegre y feliz, que les daban la bienvenida, todo lo cual sólo
enriqueció a la humanidad con la expresión de «pueblos Potemkin», para
significar la falsa evidencia de una prosperidad inexistente. En Kherson, los
dos monarcas pasaron por una puerta sobre la que se leía: «Camino hacia
Bizancio». José II decía: «Lo que yo quiero es Silesia», pero la zarina le
indujo a unirse en una guerra de conquista contra Turquía. Esta guerra fue
interrumpida por la Revolución Francesa. Los dos gobiernos redujeron sus
compromisos en los Balcanes para esperar acontecimientos en la Europa
occidental. La nueva política de Catalina fue la de incitar a Austria y a
Prusia a una guerra contra la Francia revolucionaria, en nombre de la
monarquía y de la civilización, pues de este modo ella podría tener las manos
libres en la esfera polaco-turca4. Mientras tanto, ella contribuía a sofocar el
movimiento nacionalista y reformador entre los polacos. En 1793, llegó a un
acuerdo con Prusia para el segundo reparto, y en 1795, con Prusia y con
Austria para el tercero. Catalina fue el único gobernante que vivió para
intervenir en los tres repartos de Polonia.
Muchos pensadores avanzados de la época elogiaron los repartos de
Polonia como un triunfo de los gobernantes ilustrados, que ponía fin a un
viejo engorro. Las tres potencias participantes atemperaron sus comporta
mientos en diversos terrenos, e incluso se enorgullecían de ello como de un
éxito diplomático, gracias al cual se evitaba una guerra entre las tres. Lo que
parecía un robo se justificaba mediante el argumento de que las ganancias
eran iguales; esta era la doctrina diplomática de la «compensación». Se
alegaba también que los repartos de Polonia ponían fin a una vieja causa de
rivalidad internacional y de guerra, sustituyendo la anarquía con un
gobierno sólido en una extensa área de la Europa oriental. Es una realidad
que Polonia había sido escasamente más independiente antes de los repartos
que después. Es de señalar también, aunque los argumentos nacionalistas no
se utilizaran en aquel tiempo, que, sobre bases nacionales, los propios
polacos no reivindicaban extensas zonas de la antigua Polonia. Las regiones
de que se había adueñado Rusia en los tres repartos estaban habitadas
predominantemente por rusos blancos y por ucranianos, entre los cuales los
polacos eran sobre todo una clase terrateniente. Rusia, incluso con el tercer
reparto, sólo llegó hasta la verdadera frontera étnica de Polonia. Pero
después, tras la caída de Napoleón, por general acuerdo internacional, la
57
esfera rusa se extendió hasta penetrar profundamente en el territorio habitado
por los polacos.
Los repartos de Polonia, aunque graduales, fueron de todos modos un
gran choque para el viejo sistema de Europa. Edmund Burke, en Inglaterra,
vio proféticamente en el primer reparto el desmoronamiento del antiguo
orden internacional. Su diagnático fue perspicaz. El principio del equilibrio
del poder había sido invocado históricamente para reservar la indepen
dencia de los estados europeos, para asegurar a los estados débiles o
pequeños contra la monarquía universal. Ahora se utilizaba para destruir la
independencia de un reino débil, pero antiguo. No era que Polonia fuese la
primera en ser «repartida»; *los imperios español y sueco habían sido
repartidos, y durante el siglo XVIII hubo intentos de repartir también Prusia
y el imperio austríaco. Pero Polonia era la primera que se repartía sin guerra
y la primera que desaparecía totalmente. Que la Polonia fuese repartida sin
guerra, lo que constituía un motivo de gran satisfacción para las potencias
participantes, era también un hecho muy inquietante. Era alarmante que Un
gran estado desapareciese simplemente en virtud de un frío cálculo diplo
mático. Parecía que ningún tipo de derechos establecidos se encontrase
seguro, ni siquera en tiempos de paz. Los repartos de Polonia demostraban
que en un mundo en el que habían surgidos grandes potencias, que
controlaban modernos aparatos de estado, resultaba peligroso no ser fuerte.
Venían a indicar que toda área que no lograse desarrollar un estado
soberano capaz de impedir la infiltración extranjera y colocada, por
consiguiente, a merced de las grandes potencias de Europa no conservaría
probablemente su independencia. En este sentido anticiparon, por ejemplo,
los repartos de Africa un siglo después, cuando también Africa, carente de
gobiernos fuertes, fue casi totalmente repartida, sin guerra, entre media
docena de estados de Europa.
Además, los repartos de Polonia, aunque mantenían el equilibrio en la
Europa oriental, alteraban profundamente el equilibrio de Europa como
conjunto. La desaparición de Polonia fue un golpe para Francia, que
durante mucho tiempo había utilizado a Polonia, como habia utilizado a
Hungría y a Turquía, como una avanzada de la influencia francesa en el
Este. Las tres potencias del Este ensanchaban sus territorios, mientras
Francia, en adelante, no disfrutaría de ningún crecimiento permanente. La
Europa Oriental adquirió una importancia mucho mayor de la que nunca
había tenido antes en los asuntos de Europa. Prusia, Rusia y el imperio
austríaco se habían hecho vecinos inmediatos. Tenían un interés común, que
era la represión de la resistencia polaca que se oponía a su dominación. La
resistencia polaca, iniciada antes de los repartos y proseguida después de
ellos, fue él primer ejemplo de nacionalismo revolucionario moderno en
Europa. La independencia de Polonia y la de otras nacionaliddes ahogadas
se convirtió, con el paso del tiempo, en una causa muy apoyada en la
Europa occidental, mientras las tres grandes monarquías de l á . Europa
oriental sé unían en su común oposición a la liberación nacional, y este
hecho, unido a la realidad de que las monarquías orientales eran primor
dialmente estados de terratenientes, acentuó la característica división de
Europa, en el siglo XIX, entre un Oeste que se inclinaba a ser liberal y un
58
Este que se inclinaba a ser reaccionario. Pero estas ideas anticipan una parte
ulterior de la historia.
En cuanto a Catalina, sus propias protestas de ilustración inducen a un
irónico juicio acerca de su trayectoria. Su política exterior era simplemente
expansionista y falta de escrúpulos, y el auténtico efecto de su politica
interior, al lado de unas pocas reformas de detalle, fue el de favorecer a la
aristocracia medio europeizada y el de extender la servidumbre entre el
pueblo. En su defensa, puede señalarse que la expansión sin escrúpulos era
la práctica admitida de la época, y que, en el marco de la política interior, es
probable que ningún gobernante pudiera haber corregido los males sociales
que Rusia sufría. Si habia de existir un imperio ruso, tendría que ser con el
consentimiento de los señores propietarios de siervos, que constituían la
única clase politicamente importante. Como Catalina señalaba a Diderot, a
propósito de las reformas: «Usted escribe sólo sobre el papel, pero yo tengo
que escribir sobre la piel humana, que es incomparablemente más irritable y
delicada». Tenía razones para saber con qué facilidad podían ser destro
nados e incluso asesinados los zares y las zarinas, y que el peligro de
derrocamiento procedía no sólo de los campesinos, sino de las camarillas de
oficiales del ejército y de terratenientes.
Catalina seguía ateniéndose a la pauta del Oeste. Nunca pensó que las
instituciones peculiares de Rusia pudieran convertirse en un modelo para los
otros. Continuó reconociendo las normas de la Ilustración, por lo menos
como normas. En sus últimos años prestó especial atención a su nieto
predilecto, Alejandro, supervisando estrechamente su educación, que ella
planteaba según el modelo occidental. Le dio como tutor al phüosophe suizo
La Harpe, que llenó su espíritu de sentimientos humanos y liberales sobre los
deberes de los príncipes. Preparado por Catalina como una especie de
gobernante ideal, Alejandro I estaba destinado a desempeñar un importante
papel en los asuntos de Europa, a derrotar a Napoleón Bonaparte, a
predicar la paz y la libertad y a sufrir las mismas divisiones y frustraciones
internas que parecían aquejar característicamente a los rusos ilustrados.
59
de Polonia. La ley consuetudinaria y común fue desechada por los códigos
legales autoritarios. Los gobiernos, al oponerse a los poderes especiales de la
iglesia y a los intereses feudales, tendían a convertir a todas las personas en
súbditos uniformes e iguales. En este sentido, el despotismo ilustrado
fomentaba la igualdad ante la ley. Pero sólo podía recorrer una cierta
distancia en ese camino. El propio rey era, después de todo, un aristócrata
hereditario, y ningún gobierno puede ser tan revolucionario que destruya sus
propias bases.
Ya antes de la Revolución Francesa, el despotismo ilustrado había
cumplido su curso. En todas partes, los «déspotas», por razones de política,
cuando no de principio, habian llegado a un punto más allá del cual no
podían ir. En Francia, Luis XVI había apaciguado a las clases privilegiadas;
en el imperio austríaco, el fracaso de José en su apaciguamiento las arrojó a
la rebelión abierta; en Prusia y en Rusia los brillantes reinados de Federico
y de Catalina significaron un agravamiento del señorío de la tierra en per-
, juicio de la masa del pueblo. En casi todas partes, había una resurgencia
aristocrática e incluso feudal. La religión estaba renovándose también de
muchas formas. Y también había muchos que decían que la realeza era, en
cierto sentido, divina, y estaba formándose una nueva alianza entre «el
trono y el altar». La Revolución Francesa, al amedrentar a los viejos
intereses creados, habia de acelerar y de endurecer una reacción que había
comenzado ya. La monarquía en Europa, desde la Edad Media, había sido
generalmente una institución progresista, que actuaba en la línea que Europa
parecía destinada a tomar, y, en todo caso, situándose en contra de los
poderes feudales y eclesiásticos. El despotismo ilustrado fue la culminación
de la institución histórica de la monarquía. Después de los déspotas
ilustrados y después de la Revolución Francesa, la monarquía, en conjunto,
se hizo nostálgica y vuelta hacia el pasado, apoyada muy fervorosamente por
las iglesias y por las aristocracias que en otro tiempo habia tratado de
someter, y nada en absoluto por quienes en sí mismos sentían agitarse
el futuro.
Pero no era sólo por los monarcas y por sus ministros por quienes
estaban amenazados los viejos intereses privilegiados, feudales y eclesiásti
cos. A partir de 1760, aproximadamente, eran discutidos también en planos
más populares. Como resultado de la Ilustración y del fracaso de los
gobiernos a la hora de abordar graves problemas sociales y fiscales, estaba a
punto de iniciarse una nueva era de inquietud revolucionaria. Esta era estuvo
marcada, sobre todo, por la gran Revolución Francesa de 1789, pero la
Revolución Americana de 1776 fue también de importancia internacional.
En Gran Bretaña, además, el prolongado movimiento en favor de la reforma
parlamentaria, que comenzó en los años 1760, era en efecto de carácter
revolucionario, aunque no violento, pues cuestionaba los fundamentos del
gobierno y de la sociedad tradicionales de Inglaterra. Por otra parte, en el
último tercio del siglo XVIII había una agitación revolucionaria en Suiza, en
60
Bélgica y en Holanda, en Irlanda, en Polonia, en Hungría, en Italia y, en
menor grado, en otros países. Después de 1800, el fenómeno revolucionario
era cada vez más evidente en Alemania, en España y en la América Latina.
Puede decirse que esta oleada general de revolución no terminó hasta después
de las revoluciones de 1848.
61
República Veneciana o de nuevo en Holanda, bajo la influencia francesa,
después de 1795. Ciertamente, el primer estallido revolucionario del período
se produjo en 1768, en Ginebra, una pequeña ciudad-república, verdadera
mente no monárquica, gobernada por un estrecho circulo de patricios
hereditarios. El poder real, donde existia, fue víctima de los revolucionarios
sólo en los países donde se utilizó en apoyo de los diversos grupos sociales
privilegiados.
El movimiento revolucionario se presentaba en todas partes como una
demanda de «libertad e igualdad». Preconizaba declaraciones de derechos y
explícitas constituciones escritas. Proclamaba la soberanía del pueblo o
«nación» y formulaba la idea de la ciudadanía nacional. En este contexto, el
«pueblo» éra esencialmente sin clases; era un término legal, el contrario de
gobierno, que significaba la comunidad sobre la cual se ejercía la autoridad
pública y de la que en principio se derivaba el propio gobierno. Decir que los
ciudadanos eran iguales significaba inicialmente que no habia diferencia
entre los nobles y los plebeyos. Decir que el pueblo era soberano significaba que
ni el rey ni el Parlamento Británico, ni grupo alguno de nobles, patricios, regen
tes u otra minoría selecta tenía poder de gobierno por derecho propio; que
todos los funcionarios públicos eran destituibles y que ejercían una autori
dad delegada dentro de los límites definidos por la constitución. No debía ha
ber ningún «magistrado» por encima de el pueblo, ni autoperpetuación ni
cooptación en los cargos, ni rango derivado del nacimiento y reconocido por
la ley. Las distinciones sociales, como los franceses decían en su Declaración
de Derechos de 1789, tenían que basarse sólo en «la común utilidad». Podía
haber minorías de talento o función, pero no de nacimiento, privilegio o esta
mento. La «aristocracia» en todas sus formas debía ser evitada. En los cuer
pos representativos no podía haber ninguna representación especial de grupos
especiales; los representantes serían elegidos mediante elecciones frecuentes,
no desde luego habitualmente por sufragio universal, sino mediante un cuer
po de votantes, determinado como quiera que sea, y en el que cada votante
contaría como uno, en un sistema de representación igual. La representación
por números, con la norma de la mayoría, sustituyó a la antigua idea de
representación de clases sociales, de ciudades privilegiadas o de otras
corporaciones.
62
LA HON. MRS. GRAHAM
por Thomas Gaiosborough (inglés, 1727-1788)
Este cuadro y los tres siguientes, de las págs. 75, 105 y 110, revelan lo que significan las
cuatro clases fundamentales de la sociedad preindustrial —aristocracia, clase media, obreros de
la ciudad y campesinado—. La alta posición social es evidente en este retrato de una joven da
ma, cuyo titulo, «La Honorable», se usa todavía en Gran Bretaña para las hijas de los vizcon
des y de los barones. La riqueza se muestra en el broche, en las plumas, en las sedas, en los
lazos y en los volantes, y en las perlas que se ensartan en hileras o están cosidas, en el sombrero y
en los vestidos. El meticuloso peinado y las complejidades de las ropas revelan los constantes
cuidados de las criadas de la dama. La alta estatura, las manos delicadas, la boca refinada y 1^
expresión altiva revelan una educación distinguida, y la columna clásica en que la dama apoya
su brazo, de un modo tan natural, da un aire de familiaridad con ambientes de magnificencia.
Tal vez los aristócratas del siglo XVIII no tuviesen este aspecto, frecuentemente, pero ésta es la
forma en que gustaban de imaginarse y de ser retratados para la posteridad. En Gains-
borough, en Sir Joshua Reynolds y en Sir Thomas Lawrence, Inglaterra tuvo un incomparable
grupo de artistas especializados en retratar a las clases altas. Cortesía de la Galería Nacional de
Escocia.
63
En su conjunto, la Revolución Democrática fue un movimiento de clase
media y, desde luego, la denominación de «revolución burguesa» se inventó
después para describirla. Muchos de sus dirigentes en Europa fueron en
realidad nobles que deseaban prescindir de los privilegios históricos de la
nobleza, y muchos de sus defensores eran de las clases más pobres,
especialmente en la gran Revolución Francesa. Pero las clases medias eran
las grandes beneficiarías, y lo que estaba surgiendo era una especie de
sociedad de clase media o burguesa. Las personas de ascendencia noble
siguieron existiendo, una vez pasada la tormenta, pero el mundo de valores
de la nobleza habia muerto, y los aristócratas, o bien tomaron parte en
diversas actividades aproximadamente en las mismas condiciones que los
demás o bien se retiraron a sus salas exclusivas para gozar en privado de sus
aristocráticas distinciones. El gran impulso de las clases trabajadoras habia
de llegar todavía.
64
transformar a un hombre en una mujer. El Parlamento Británico era tan
soberano como cualquier soberano europeo, e incluso más todavía, porque
en Inglaterra quedaba menos de io que podía llamarse feudalismo que en el
Continente. Y tampoco había «despotismo» en Inglaterra, ni ilustrado ni de
otro tipo. El joven Jorge III, que heredó el trono en 1760, se consideraba a
sí mismo como un «rey patriota». Quería incrementar la influencia de la
corona y superar el faccionalismo de los partidos. Pero tenía que hacerlo
mediante el Parlamento. Tuvo que descender personalmente a la arena
política, comprar o, en otro caso, controlar los votos en los Comunes,
conceder pensiones y mercedes y hacer promesas o pactos con otros políticos
parlamentarios. Lo que hizo en realidad fue crear una nueva facción, los
«amigos del rey». Esta facción estuvo en el poder durante el gobierno de
lord North, desde 1770 hasta 1782. Es de señalar que todas las facciones
eran facciones de Whigs, que el partido Tory estaba prácticamente muerto,
que la Gran Bretaña ya no tenía un sistema de dos partidos y que la palabra
«Tory», tal como pasó a ser empleada por los revolucionarios americanos,
era poco más que un término injurioso.
Aunque el Parlamento era autoridad suprema y las cuestiones constitu
cionales aparentemente estaban resueltas, había, sin embargo, numerosas
subcorrientes de descontento. Estas se expresaban, puesto que la prensa era
más libre en Inglaterra que en cualquier otra parte, en muchos libros y folletos
que se leían en las colonias americanas y que contribuyeron a formar la
psicología de la Revolución Americana. Había, por ejemplo, una escuela de
escritores protestantes angloirlandeses, que sostenían que como Irlanda era,
en todo caso, un reino separado, con su propio parlamento, debía ser menos
dependiente del gobierno central de Westminster. La posibilidad de un reino
separado similar, manteniéndose dentro del Imperio Británico, era una de
las alternativas consideradas por los americanos antes de decidirse por la
independencia. En Inglaterra había el importante grupo de Disidentes o
Protestantes, que no aceptaban la Iglesia de Inglaterra, que habían gozado
de tolerancia religiosa desde 1689, pero continuaron trabajando (hasta 1828)
bajo diversas formas de exclusión política. Coincidían con otros dos grupos
amorfos, con un pequeño número de «hombres de la Commonwealth» y con
un maá alto y creciente número de reformadores parlamentarios. Los
«hombres de la Commonwealth», cada vez más raros y ampliamente
ignorados, miraban atrás nostálgicamente hacia la Revolución Puritana y
hacia la era republicana de Oliverio Cromwell. Mantenían vivos los
recuerdos de los Niveladores y los ideales de igualdad, bien mezclados con
una seudohistoria de una sencilla Inglaterra anglosajona, que había sido
aplastada por el despotismo de la Conquista Normanda. Los «hombres de la.
Commonwealth» tenían menos influencia en Inglaterra que en las colonias
americanas y especialmente en Nueva Inglaterra, que había nacido en
estrecha conexión con la Revolución Puritana. Los reformadores parla
mentarios eran un grupo más variado e influyente. Se vieron condenados en
el siglo XVIII a repetidas frustraciones; nada se consiguió hasta el Primer
Proyecto de Reforma de 1832.
El propio poder del Parlamento significaba que los dirigentes políticos
65
tenían que adoptar fuertes medidas para asegurar los votos de los parla
mentarios. Aquellas medidas generalmente eran denunciadas por sus críticos
como «corrupción», sobre la base de que el Parlamento, fuese o no fuese
verdaderamente representativo, tenía que ser, por lo menos, libre. El control
del Parlamento, y especialmente de la Cámara de los Comunes, se aseguraba
mediante varios recursos, como el patronazgo o la concesión de tareas
gubernamentales (llamadas «plazas»), o adjudicando contratos, o cele
brando pocas elecciones generales (después de 1716, cada siete años), o
mediante el hecho de que en muchos distritos no había verdaderas
elecciones, en absoluto. La distribución de escaños en los comunes no
guardaba relación alguna con'el número de habitantes. Una ciudad que
tenía derecho a enviar miembros al Parlamento se llamaba un «burgo», pero
no se creó burgo nuevo después dé 1688 (o hasta 1832). Así, localidades que
habían sido importantes en la Edad Media o bajo los Tudor estaban
representadas, pero ciudades que se habían desarrollado recientemente,
como Manchester y Birmingham, no lo estaban. Unos pocos burgos eran
populosos y democráticos, pero muchos tenían pocos habitantes o ninguno,
de modo que influyentes «traficantes de burgos» decidían quién los
representaría en el Parlamento.
El movimiento de reforma se inició en Inglaterra antes de la Revolución
Americana, con la que estaba estrechamente asociado. Como las demandas
eran diversas, atrajo a gente de diferentes tipos. La primera agitación se
centró en torno a John Wilkes. Tras haber atacado la política de Jorge
III, y tras haber sido vindicado cuando los tribunales declararon ilegal el
arresto de su editor y expulsado por una Cámara de los Comunes domina
da por los partidarios del rey, Wilkes se convirtió en un héroe y fue reelegi
do tres veces para la Cámara, que, sin embargo, se negó a permitirle que
ocupara su escaño. En un clamor de protestas y de reuniones públicas, mon
tones de solicitudes le apoyaban en contra de la Cámara. Sus seguidores,
en 1769, fundaron los Defensores del Proyecto de Derechos, la primera de
muchas sociedades dedicadas a la reforma parlamentaria. Su caso planteó la
cuestión de si la Cámara de los Comunes debía depender del electorado y la.
conveniencia de la agitación de masas «de puertas afuera» sobre cuestiones
políticas. Fue también en relación con esto cuando por primera vez se
informó en la prensa de Londres acerca de los debates en el Parlamento. El
Parlamento estaba en vísperas de una larga transición, mediante la cual iba a
convertirse de una corporación selecta, que se reunía en privado, en una
moderna institución representativa, responsable ante el pueblo y ante sus
electores. El propio Wilkes, en 1776, introdujo el primero de muchos
proyectos de reforma, de los que no fue aprobado ninguno durante más de
medio siglo. Mientras tanto, el mayor John Cartwright, llamado «el padre
de la reforma», había iniciado una larga serie de folletos sobre el tema; vivió
hasta los ochenta y cuatro años, pero noy lo suficiente para ver el Acta de
Reforma de 1832. Intelectuales disidentes, como Richard Price y Joseph
Priestley, se unieron al movimiento. Price, un fundador de las estadísticas
actuariales, anunció en 1776 que solamente 5.723 personas elegían la mitad
de los miembros de la Cámara de los Comunes. Muchos comerciantes de
Londres estaban a favor de la reforma. También lo estaban muchos grandes
66
terratenientes y señores rurales, especialmente en el norte de Inglaterra,
capitaneados por Christopher Wyvil. Aquellos hombres se oponían a que
cuatro quintas partes de los miembros de la Cámara de los Comunes
representasen a los burgos, y sólo una quinta parte a los condados.
Pensaban, con razón, que los burgos eran manipulados más fácilmente por
el gobierno; pensaban que las elecciones en los condados eran más honestas,
y en 1780 iniciaron un movimiento de asociaciones de condados para
introducir el cambio en el sistema electoral.
Los importantes dirigentes Whig, que antes habían manejado el parla-
meneo con unos métodos aproximadamente iguales, empezaron a sentir la
«corrupción», tras el control ejercido sobre Jorge III y sus «amigos». El más
elocuente portavoz de los Whigs fue Edmund Burke. Otros reformadores
pedían elecciones más frecuentes, «parlamentos anuales», un sufragio
masculino más amplio y más igual o incluso universal, con disolución de
algunos burgos en los que nadie estaba realmente representado. Burke no
apoyaba ninguna de aquella cosas; de hecho llegó a oponerse a ellas
enérgicamente. Uno de los fundadores del conservadurismo filosófico era, sin
embargo, a su manera un reformador. Estaba más interesado en que la
Cámara de los Comunes fuese independiente y responsable que en lograr que
fuese matemáticamente representativa. Pensaba que los intereses terrate
nientes deberían gobernar. Pero abogaba por un fuerte sentimiento de par
tido frente a los abusos del rey, y sostenía que los miembros del Parlamento
debían seguir su propia y mejor interpretación de los intereses del país, sin
verse atados por el rey, de una parte, ni por sus propios electores, de otra.
Como otros reformadores, se oponía a los «hombres de plaza», o detenta
dores de cargos dependientes de sus patronos ministeriales, y se oponía al
uso hecho con fines políticos de un desconcertante aparato de pensiones,
sinecuras, nombramientos honoríficos y cargos ornamentales, distincio
nes y títulos. En su Reforma Económica de 1782 logró abolir muchas de
esas cosas.
El movimiento de reforma, aunque ineficaz, se mantuvo fuerte. Incluso
William Pitt, como primer ministro en los años ochenta, le prestó su apoyo.
Cobró nueva fuerza en el momento de la Revolución Francesa, extendién
dose entonces a capas más populares, cuando los hombres de la clase
artesana cualificada se sentían estimulados por los acontecimientos de Francia
y demandaban una «representación del pueblo» más adecuada en Inglaterra.
Tuvieron luego el apoyo de clase alta de Charles James Fox y de una minoría
de los Whigs. Pero el conservadurismo, la satisfacción con la constitución
británica, el patriotismo engendrado por un nuevo ciclo de guerras con
Francia y la reacción contra la Revolución Francesa vinieron a levantar una
barrera insuperable. La reforma se aplazó hasta otra generación.
Después de la Revolución Americana, que en cierto modo era una guerra
civil dentro del munde de habla inglesa, los reformadores ingleses, en
general, culparon del conflicto con América al rey Jorge III. Esto era
injusto, porque el Parlamento nunca fue coaccionado por el rey en la
cuestión americana. Los más fervientes reformadores argumentaron después
67
que si el Parlamento hubiera sido verdaderamente representativo del pueblo
británico, los americanos no se habrían visto empujados a la independencia.
Esto parece improbable. En todo caso, reformadores de diversos tipos, desde
Wilkes hasta Burke, estaban de acuerdo con las demandas de los hombres de
las colonias americanas, a partir de 1763. Había una correspondencia muy
activa a través del Atlántico. Wilkes era un héroe en Boston, tanto como en
Londres. Burke abogó por la conciliación con las colonias, en un famoso
discurso de 1775. Su propia insistencia en los poderes y en la dignidad del
Parlamento, sin embargo, le dificultó la tarea de encontrar una solución
viable, y, una vez que las colonias se hicieron independientes, no mostró
interés alguno por las ideas políticas de los nuevos estados americanos.
Fueron los más radicales reformadores de Inglaterra, así como los de Escocia e
Irlanda, los que más firmemente apoyaron a los americanos, antes y después
de la independencia. Naturalmente, no tenían ningún poder. Del lado
americano, durante los diez años que precedieron a la independencia, los
hombres de las colonias, cada vez más descontentos, leían libros y folletos e
informaciones de discursos ingleses, y se enteraban de que Jorge III era
denunciado por despotismo, y de que el Parlamento era acusado de
corrupción incorregible. Todo aquello parecía confirmar lo que los ameri
canos habían estado leyendo durante mucho tiempo en las obras de los
disidentes ingleses o de los viejos «hombres de la Commonwealth», ahora al
margen de la sociedad inglesa, pero seguros de una audiencia receptiva en las
colonias americanas. El resultado fue que los americanos se volvieron
recelosos respecto a todas las acciones del gobierno británico, percibiendo la
tiranía por todas partes y magnificando cosas como el Acta del Timbre hasta
convertirlas en una especie de complot contra las libertades americanas.
Sin embargo, el verdadero impulso en la Inglaterra del siglo XVIII, a
pesar de la crítica permanente al Parlamento, se orientó a que el Parlamento
extendiese sus poderes a una centralización general del Imperio. El gobierno
británico se enfrentaba en cierto modo con los mismos problemas que los
gobiernos del Continente. Todos tenían que afrontar las cuestiones plantea
das por la gran guerra de mediados del siglo, en sus dos fases de la Sucesión
Austríaca y de la Guerra de los Siete Años. En todas partes la solución
adoptada por los gobiernos' consitía en incrementar su propio poder central.
Hemos visto cómo el gobierno francés, al intentai explotar nuevas fuentes de
ingresos, trataba de restringir las libertades de Bretaña y de otras provincias,
y de subordinar las corporaciones que en Francia se llamaban parlamentos.
Hemos visto igualmente cómo el gobierno de los Habsburgo, también en
un esfuerzo por recaudar más impuestos, reprimió el autogobierno local en el
imperio e incluso abrogó la constitución de Bohemia5. La misma tendencia
se manifestó en el sistema británico. La revocación de la carta constitucional
de Bohemia en 1749 tuvo su paralelo en la revocación de la carta de
Massachusetts en 1774. Las disputas del rey francés con los estados de
Bretaña o del Languedoc tenían su paralelo en las disputas del Parlamento
Británico con las asambleas provinciales/de Virginia o de Nueva York.
68
Escocia, Irlanda, India
También más cerca de casa había problemas. Escocia resultó una causa de
debilidad en la Guerra de Sucesión austríaca. Los hombres de las tierras
bajas fueron bastante leales, pero los de las tierras altas se rebelaron con la
ayuda francesa en el levantamiento jacobita de 1745, e', invadiendo Ingla
terra, amenazaban con sorprender por la espalda al gobierno británico
en el momento en que se hallaba trabado en lucha con Francia. Los de las
tierras altas nunca habían estado realmente bajo ningún gobierno, ni
siquiera bajo la antigua monarquía escocesa anterior a la unión de 1707 con
Inglaterra. La organización social en los reductos de las tierras altas seguía
el primitivo principio del parentesco físico. Los hombres esperaban que sus
jefes, cabezas de los clanes, les dijesen contra quién tenían que luchar y
cuándo. Los jefes tenían una jurisdicción hereditaria, que a menudo incluía
poderes de vida y muerte sobre los individuos de su clan. Unos pocos jefes
podían entregar toda la región a los Estuardos o a los franceses. El gobierno
británico, a partir de 1745, procedió a hacer efectiva su soberanía en las
tierras altas. Allí se acantonaron tropas durante años. Se abrieron carreteras a
través de las ciénagas y a lo largo de las cañadas. Los tribunales imponían la
ley de las tierras bajas escocesas. Los cobradores de impuestos recaudaban
fondos para la tesorería de Gran Bretaña. Los jefes perdieron su antigua
jusrisdicción casi feudal. El antiguo sistema de posesión de la tierra quedó
abolido. La propiedad de la tierra por parte de los jefes de clan se acabó. El
hombre del clan, sometido a su jefe, se convirtió en súbdito de la corona
de Gran Bretaña. En muchos casos se convirtió también casi en un
«pegujalero» sin tierra, mientras algunos de los jefes, o sus hijos, surgían-
corno caballeros terratenientes del tipo inglés. Combatientes de las tierras
altas se incorporaron a regimientos de nueva creación, formados por
hombres de sus propias comarcas, y que se integraban en el ejército británico
bajo la disciplina habitual impuesto por el estado moderno a sus fuerzas de
combate. Durante treinta años se prohibió a los escoceses vestir el kilt y
tocar las gaitas.
En Irlanda, el proceso de centralización se efectuó más lentamente.
Irlanda fue sometida después de la batalla del Boyne. Era un ejército francés
el que había desembarcado en Irlanda, apoyando a Jacobo II y siendo
derrotado en 1690. Las nuevas disposiciones constitucionales inglesas, la
sucesión de la dinastía de Hannover, el dominio protestante, la Iglesia, y la
situación agraria en Irlanda junto con la prosperidad del comercio británico,
todo quedaba asegurado por la subordinación de la isla más pequeña. Los ir
landeses nativos o católicos continuaron siendo, en general, profranceses. Los
irlandeses presbiterianos sentían aversión hacia los franceses y hacia el papis
mo, pero se mantenían también ajenos a Inglaterra; muchos, en realidad, emi
graron a América, en la generación anterior a la Revolución Americana. La is
la se mantuvo tranquila en las guerras de mediados de siglo. Cuando comenzó
el conflicto entre el Parlamento Británico y las colonias americanas, los irlan
deses presbiterianos, en general, tomaron partido por los americanos. Se sin
tieron profundamente estimulados por el ejemplo de la independencia ameri
cana. Millares de ellos se integraron en Compañías de Voluntarios, y fueron
69
uniformados, armados y ejercitados; demandaban la reforma interna del
parlamento irlandés (que era todavía menos representativo que el británico)
y una mayor autonomía del parlamento irlandés frente al gobierno central de
Westminster. Ante aquellas demandas y temiendo una invasión francesa de
Irlanda durante la Guerra .de la Independencia Americana, el gobierno
británico hizo concesiones. Autorizó un incremento del poder del parla
mento irlandés en Dublín. Pero los católicos seguían estando excluidos de
aquel parlamento. En la guerra siguiente entre Francia y Gran Bretaña,
que comenzó en 1793, muchos irlandeses sintieron una profunda simpatía
por la Revolución Francesa. .Católicos y presbiterianos, al final de acuerdo,
formaron una red de sociedades de Irlandeses Unidos por toda la isla.
Procuraron la ayuda francesa, pero los franceses, sencillamente, no podían
desembarcar un ejército considerable. Aun sin apoyo militar francés, los
Irlandeses Unidos se levantaron en 1798 para expulsar a los ingleses y
establecer una república independiente. Los ingleses, tras sofocar el levan
tamiento, volvían ahora a la centralización. El reino separado de Irlanda y el
parlamento irlandés dejaron de existir. En adelante, los irlandeses estarían
representados en el Parlamento imperial de Westminster. Estas disposiciones
se incorporaron al Acta de Unión de 180.1, que creaba el Reino Unido de la
Gran Bretaña e Irlanda, que perduró hasta 1922.
Los establecimientos británicos en la India también sentían sobrfe ellos,
cada vez más intensamente, la mano del Parlamento. A l final de la Guerra
de los Siete Años, los distintos puestos británicos situados en Bombay, Ma-
drás y Calcuta, y en torno a esas ciudades, estaban desconectados entre sí
y subordinados solamente al Consejo de Dirección de la Compañía de las In
dias Orientales, en Londres. Los funcionarios, de la Compañía intervenían a
su arbitrio en las guerras y en la política de los estados indios, y se enrique
cían por los medios que podían, sin excluir el soborno, la trampa, la intimi
dación, el robo y la extorsión. En 1773, el gobierno de Lord North aprobó
un Acta de regulación, cuyo principal propósito era el de regular, no a los in
dios, sino a los súbditos británicos en la India, a los que ningún gobierno
indio podía controlar. La Compañía era autorizada a continuar con sus ac
tividades comerciales, pero sus actividades políticas pasaban a depender de
una supervisión parlamentaria. El Acta reunía todos los establecimientos
británicos bajo un solo gobernador general, creaba un nuevo tribunal su
premo en Calcuta, y requería a la Compañía a que sometiese su correspon
dencia sobre cuestiones políticas a la revisión de los ministros del gobierno
de Su Majestad. El primer gobernador general británico en la India fue Wa-
rren Hastings. Fue tan despótico con algunos de los príncipes indios, e hizo
tantos enemigos entre los suspicaces ingleses residentes en Bengala, que fue
denunciado a la metrópoli, se le formó expediente y fue sometido a un pro
ceso que se arrastró durante siete años por la Cámara de los Lores. Final
mente, fue absuelto. Después de Clive, fue el principal artífice de la supre
macía británica en la India. Mientras tanto, en 1784, se creaba un depar
tamento para la India en el gobierno británico de la metrópoli. En adelante,
el gobernador general regia la creciente esfera británica en la India, casi
como un monarca absoluto, pero sólo como agente del gobierno y del par
lamento de la Gran Bretaña.
70
Así, pues, el mundo británico tendía a la centralización. A pesar de la
erupción del fervor monárquico bajo Jorge III, se trataba de una centraliza
ción de todos los territorios británicos bajo la autoridad del Parlamento. Lo
que estaba produciéndose en los asuntos del Imperio, como en la política in
terior de Inglaterra, era una aplicación continuada de los principios de 1689.
La soberanía parlamentaria establecida en 1689 era aplicada ahora, después
de mediados del siglo XVIII, a regiones en las que antes había tenido poco
efecto. Y fue contra el Parlamento Británico contra el que se rebelaron, ini
cialmente, los americanos.
5. La Revolución Americana
Antecedentes de la Revolución
71
en América, iniciaba un programa de verdadera y sistemática recaudación.
Al año siguiente, el gobierno intentó extender a los súbditos británicos resi
dentes en América un impuesto tranquilamente aceptado por los que vivían
en la Gran Bretaña y que era normal en casi toda Europa. Se trataba de
imponer a todos los usos de papel, como periódicos y documentos comer
ciales y legales, el pago de unos derechos que se certificaba mediante la
fijación de un timbre. El Acta del Timbre provocó una violenta y concertada
resistencia en las colonias, especialmente entre los hombres de negocios, los
abogados y los editores, que constituían la clase con mayor capacidad de
expresión. En consecuencia, el Acta fue derogada en 1766. En 1767, el Parla
mento, reflexionando torpemente en busca de un impuesto aceptable para los
americanos, encontró los «derechos (del ministro) Townshend», que grava
ban las importaciones coloniales de papel, pinturas, plomo y té. Surgió otra
protesta, y los derechos Townshend fueron revocados, excepto el del té, que se
mantuvo como un signo del poder soberano del Parlamento de gravar con im
puestos a todas las personas del imperio.
Los coloniales se habían mostrado obstinados, y el gobierno flexible,
pero carente de ideas constructivas. Los americanos sostenían que el Parla
mento no tenía autoridad para imponerles cargas, porque no estaban repre
sentados en él. Los ingleses replicaban que el Parlamento representaba a
América tanto como a Gran Bretaña. Si Filadelfia no enviaba, ciertamen
te, diputados elegidos a los Comunes —aseguraba aquel razonamiento—,
tampoco los enviaba Manchester, ciudad de Inglaterra, pero una y otra dis
frutaban de una «virtual representación», porque los miembros de los Co
munes, en todo caso, no hablaban sólo en nombre de sus distritos locales,
sino que se hacían responsables de los intereses del imperio como conjunto.
A esto redargüían muchos americanos que si Manchester no estaba «real
mente» representada, debía estarlo, y ésta era también, naturalmente, la
creencia de los reformadores ingleses. Mientras tanto, la cuestión estricta
mente anglo-americana se apaciguó tras la revocación del Acta del Timbre y
del programa Townshend. No se había producido ninguna aclaración de
principios por ninguna de las dos partes. Pero, en la práctica, los americanos
se habían resistido a un importante impuesto, y el Parlamento se había refre
nado a la hora de hacer un uso excesivo de su poder soberano.
La calma se rompió en 1773, a causa de un acontecimiento que puso de
manifiesto, para los americanos más descontentos, los inconvenientes de
pertenecer a un sistema económico global en el que las líneas maestras de la
política se trazaban al otro lado del océano. La Compañía de las Indias
Orientales tenía dificultades. Contaba con un gran excedente de té chino, y,
en todo caso, quería nuevos privilegios comerciales, a cambio de los privile
gios políticos que perdía a causa del Acta de Regulación de 1773. En el pasado,
la Compañía había sido requerida para que vendiese sus mercancías en pú
blica subasta en Londres; otros comerciantes habían dirigido la distribución,
a partir de aquel momento. Ahora, en 1773, el Parlamento concedía a la
Compañía el exclusivo derecho a vender el té mediante sus propios agentes
en América a los comerciantes locales americanos. El té era una importante
partida en los negocios del capitalismo comercial de la época. El consumidor
72
colonial podría pagar menos por él, pero el comerciante intermediario ame
ricano quedaría excluido. El té de la Compañía fue boicoteado en todos los
puertos americanos. En Boston, para impedir su desembarque por la fuerza,
una banda de hombres enmascarados invadió los barcos de té y arrojó las
cajas al puerto. A este acto de vandalismo, replicó el gobierno inglés con me
didas realmente desproporcionadas respecto a la magnitud del delito. «Ce
rró» el puerto de Boston, amenazando así a la ciudad con la ruina
económica. Rescindió virtualmente la carta de privilegio de Massachusetts,
prohibiendo ciertas elecciones locales y la celebración de mítines en la ciu
dad.
Y, al propio tiempo, en 1774, al parecer por coincidencia, el Parlamento
estableció el Acta de Quebec. Esta Acta, la pieza más prudente de la legis
lación británica en aquellos turbulentos años, proporcionaba un gobierno a
los franceses canadienses recientemente conquistados, garantizándoles la se
guridad en sus leyes civiles francesas y en su religión católica, y asentando
así las bases para el Imperio Británico que había de establecerse. Pero el acta
definía los límites de Quebec, en cierto modo, como los propios franceses lo
habían definido, incluyendo en ellos todo el territorio al norte del río Ohio
—los actuales estados de Wisconsin, Michigan, Illinois, Indiana y Ohio.
Aquellos límites eran perfectamente razonables, porque los pocos hombres
blancos d éla zona eran franceses, y porque, en la época anterior a los cana
les o a los ferrocarriles, el medio natural de llegar a toda la región era por el
valle del San Lorenzo y de los Lagos. Pero, para los americanos, el Acta de
Quebec era un ultraje pro-francés y pro-católico, y, en un momento en que
los poderes de los jurados y de las asambleas en las antiguas colonias esta
ban amenazados, era inquietante que el Acta de Quebec no hiciese mención
alguna de tan representativas instituciones para la nueva provincia septen
trional. Esto se sumaba al cierre de un puerto americano y a la destrucción
de un gobierno americano, como una de las «Actas Intolerables» a las que
era preciso oponer resistencia.
Y, ciertamente, las implicaciones de la soberanía parlamentaria eran
ahora evidentes. El significado de la planificación y de la autoridad centrali
zadas estaba ahora claro. Ya no era simplemente una cuestión de impues
tos. Un gobierno que tenía que preocuparse de la Compañía de las Indias
Orientales, de los canadienses franceses y de los contribuyentes británicos,
aunque fuese más prudente e ilustrado que el ministerio de Lord North de
1774, tal vez no pudiese, al mismo tiempo, haber satisfecho a los americanos
de las trece colonias de la costa. Aquellos americanos, que desde 1763 ya no
temían al imperio francés, se sentían menos inclinados a renunciar a sus inte
reses con el fin de permanecer dentro del británico. La política británica
había provocado un antagonismo en las ciudades costeras y en el interior,
entre los ricos especuladores de la tierra y los pobres intrusos que vivían al
margen de la civilización, entre los comerciantes y los jornaleros que depen
dían de los negocios de ios comerciantes. Estaba en cuestión la libertad de
los americanos para determinar su propia vida política. Pero eran pocos, en
1774, o incluso después, los que estaban preparados para afrontar la idea de
la independencia.
73
L a Guerra de la Independencia Am ericana
74
Mrs. ISAAC SMITH
por John Singleton Copley (americano, luego inglés, 1737-1815)
Puede compararse a Mrs. Smith con Mrs. Graham, más aristocrática, mostrada en la
pág. 63. Esposa de un comerciante de Boston, ella y su marido fueron retratados por .Copley.
en 1769. Este cuadro podría representar, en su retrato de una mujer de mediana edad, la base social
de familia burguesa de donde surgió una buena parte de los dirigentes de las revoluciones americana
y francesa. En general, era una base social acaudalada, de bienestar y de trabajo duro. El ves
tido y el ambiente de Mrs. Smith, aunque menos elegantes que los de Mrs. Graham, sugieren su
alta posición en la sociedad de Nueva Inglaterra. Su expresión es entre estirada y afable. Está
claro que observa, y espera de los demás, una norma establecida de comportamiento y decoro.
Copley, inquieto ante la creciente agitación revolucionaria, abandonó América en 1774 y pasó el
resto de su larga vida en Inglaterra. Cortesía de la Galería de A rte de la Universidad de Yale.
Donación de Maitland FuUer Griggs,
75
ingleses de Gibraltar y covencida de que sus posesiones de ultramar estaban
más amenazadas por un establecimiento de la supremacía británica en
América del Norte que por el intranquilizador ejemplo de una república
americana independiente. Los holandeses se vieron envueltos en las hostili
dades, tras el reconocimiento de la independencia americana. Otras poten
cias como Rusia, Suecia, Dinamarca, Prusia, Portugal y Turquía, disgusta
das por el empleo británico del bloqueo y de su poderío marítimo en tiempo
de guerra, formaron una «Neutralidad armada» para proteger su comercio
frente a las imposiciones de la flota británica. Los franceses, en un breve
renacimiento de su potencia marítima, desembarcaron una fuerza expedicio
naria de 6.000 hombres en Rhode Island. Como los americanos adolecían de
las diferencias internas inseparables de todas las revoluciones y todavía eran
incapaces, en cualquier caso, de gobernarse a sí mismos a todos los efectos,
a la vez que tropezaban con las antiguas dificultades para reunir tropas y
dinero, fue la participación de los regimientos del ejército francés, junta
mente con las escuadras de la flota francesa, lo que hizo posible la derrota
de las fuerzas armadas del Imperio Británico, de modo que el gobierno
inglés se convenció de la necesidad de reconocer la independencia de los
Estados Unidos. Mediante el tratado de paz de 1783, aunque los ingleses
continuaban todavía en posesión de Nueva York y de Savannah, y aunque
los gobiernos que habian ayudado a los americanos habrían preferido
mantenerlos al este de las montañas, la nueva república obtuvo los
territorios, por el oeste, hasta el Mississippi. El Canadá siguió siendo
británico. Recibió una población de habla inglesa mediante el asentamiento
de más de 60.000 refugiados americanos que se mantenían leales a Gran Bre
taña.
Significado de la Revolución
76
que durante mucho tiempo sólo se aplicó realmente a los varones blancos de
origen europeo. Pasó más de un siglo antes de que las mujeres tuviesen voto.
Los indios americanos eran pocos en número, pero la población negra, en el
tiempo de la Revolución, constituía, aproximadamente, una quinta parte de
la totalidad. Proporcionálmente, era mucho mayor de lo que había de serlo
después, tras la masiva inmigración procedente de Europa, que elevó lá
proporción de blancos. Muchos blancos americanos de la generación
revolucionaria estaban ciertamente preocupados por la institución de la
esclavitud. Fue totalmente abolida en Massachusetts, y todos los estados al
norte de Maryland adoptaron medidas para su gradual extinción. Pero la
aplicación de los principios de libertad e igualdad, independientemente de la
raza excedia de las posibilidades de los americanos de aquel tiempo. En el
Sur, todos los censos desde 1790 hasta 1850 revelaban que una tercera parte
de la población estaba formada por los esclavos. En el Norte, los negros
libres descubrían que de facto, y muchas veces de jure, estaban privados de
voto, de la instrucción adecuada, y de las amplias oportunidades en las que
los americanos blancos veían la esencia de su vida nacional y de su
superioridad respecto a Europa.
77
El más importante significado de la Revolución Americana seguía siendo
politico, e incluso constitucional en un sentido estricto. Los dirigentes
americanos formaban también parte de la Edad de la Ilustración, y
participaban plenamente de su espíritu humano y secular. Pero probable
mente, el único pensador no inglés por quien estaban influidos era
Montesquieu, y éste debía su popularidad a su filosofía sobre las institu
ciones inglesas. Los americanos se inspiraron mucho en las obras de John
Locke, pero su formación intelectual se remonta más atrás, hasta el movi
miento puritano inglés de la primera mitad del siglo XVII. Su pensamien
to estaba formado no sólo por las ideas de Locke sobre la naturaleza huma
na y el gobierno, sino, como se ha señalado ya, por la literatura disidente
y por los trabajos neorepublicanos, que nunca se habían extinguido total
mente en Inglaterra. Las realidades de la vida habían agudizado en América,
durante cinco generaciones, la vieja insistencia sobre la libertad y la igual
dad personales. Cuando la disputa con Inglaterra se agravó, los americanos
se encontraron luchando tanto por los derechos históricos y constituciona
les de los ingleses como por los derechos intemporales y universales del hom
bre, todos los cuales se alzaban como barrera frente a las incursiones de
la soberanía parlamentaria. Los americanos llegaron a creer, más que nin
gún otro pueblo, que el gobierno debía poseer unos poderes limitados y
actuar únicamente dentro de los términos de un documento constitucional
establecido y escrito.
Los trece nuevos estados se proveyeron de constituciones escritas sin
pérdida de tiempo (en Connecticut y en Rhode Island se confirmaron sim
plemente las viejas cartas constitucionales), y todos ellos rendían culto vir
tualmente a los mismos principios. Todos seguían la idea expuesta en la
gran Declaración, en el sentido de que habia que proteger los derechos
«inalienables», que los gobiernos se instituían entre los hombres, y que en el
caso de que cualquier gobierno amenazase con la destrucción de ese
objetivo, el pueblo tenía derecho a «instituir un nuevo gobierno», para su
seguridad y su felicidad. Todas las constituciones se proponían limitar el
gobierno, mediante una separación de poderes gubernamentales. Todas
tenían un apéndice de derechos fundamentales, que establecía los derechos
naturales de los ciudadanos y las cosas que ningún gobierno podría hacer
con justicia. Ninguna constitución era todavía plenamente democrática;
hasta la más liberal concedía alguna ventaja en los asuntos públicos a los
propietarios.
El federalismo, o distribución del poder entse gobiernos central y
circundantes, recorrió un camino paralelo al de la idea de constituciones
escritas, como principal propuesta de los americanos al mundo. Al igual que
el constitucionalismo, el federalismo se desarrolló en la atmósfera de
protesta contra un poder soberano centralizado. Era una idea difícil para
que los americanos la pusieran en práctica, porque los nuevos estados seguían
fíeles ál viejo separatismo que tanto habia perturbado a los ingleses. Hasta el
año 1789, los estados permanecieron unidos en los Artículos de la Confede
ración. Los Estados Unidos constituían una unión de trece repúblicas
independientes. Como las desventajas de este sistema eran evidentes,
en 1787 se. reunió en Filadelfia una convención constitucional, y redactó la
78
constitución que es hoy, el instrumento escrito de gobierno más antiguo del
mundo, todavía en vigor. En ella, se concebía a los Estados Unidos no sólo
como una liga de estados, sino como una unión en la que los individuos eran
ciudadanos de los Estados Unidos de América, a unos efectos, y de sus
distintos estados, a otros. Las personas, y no los estados, formaban la
república federal, y las leyes de los Estados Unidos obligaban no sólo a los
estados, sino también a los habitantes. Pero los Estados Unidos no se convir
tieron en una nación plenamente consolidada hasta después de la Guerra Civil
de 1861-1865.
79
algunos de aquellos regentes se opusieron a las inclinaciones pro-británicas del
estatúder, Guillermo V, y fueron apoyados por otros muchos ajenos a la clase
regente, en un levantamiento general conocido en la historia holandesa como
el Movimiento Patriótico. Los patriotas se sentían estimulados por el ejemplo
americano de rebeldía, así como por las ideas políticas americanas, y se
organizaron en batallones llamados Cuerpos Libre, armándose y ejercitándose
como los Voluntarios Irlandeses. Declararon destituido al estatúder y estable
cieron planes de reforma constitucional, pero su coalición, formada por re
gentes patricios que se oponían al estatúder y por patriotas más democráti
cos que se oponían al estatúdpr y a los regentes, no pudo mantenerse. Se
desbarató en 1787, a causa de una intervención diplomática inglesa y de una
auténtica invasión militar del ejército prusiano. Miles de patriotas se refugia
ron en Francia. Una llama revolucionaria prendida por la Revolución
Americana, apagada luego por Inglaterra y Prusia, había de ser otra vez
encendida por la Revolución Francesa, inmediatamente después.
Bélgica —llamada entonces los Países Bajos Austríacos— era un grupo de
provincias bajo la distante soberanía de la Casa de Habsburgo. También allí
se desarrolló un movimiento revolucionario en los años 1780. Los revolucio
narios expulsaron a los austríacos y proclamaron los Estados Unidos, Belgas
orientándose, frecuentemente, por los precedentes americanos. Después, se
dividieron en un partido de la clase alta, que deseaba mantener intactas las
viejas estructuras privilegiadas, y en un partido «democrático», realmente de
la clase media, que aspiraba a la abolición de los privilegios y a una mayor
igualdad de derechos. En un momento en que la palabra «democrático» tenía
un mal sentido, y en que incluso los americanos la evitaban, fueron aquellos
Demócratas belgas los primeros que se aplicaron orgullos ámente el término.
Los Demócratas utilizaron argumentos tomados de América para justificar
las reformas en Bélgica. Fueron derrotados, pero saludarían a los franceses
como liberadores, cuando en 1792 fueron invadidos por los ejércitos revolu
cionarios franceses.
Hubo levantamientos similares por toda Europa. En Alemania, muchas
personas de la clase media se sentían fascinadas por las noticias de la guerra
americana y de la independencia obtenida. En Polonia, la Dieta de los Cuatro
Años, que inició sus sesiones en 1788, se propuso fortalecer el país contra una
ulterior- partición, y las menciones a América fueron frecuentes en sus deba
tes, En Italia, el Gran Duque de Toscana pensaba en una nueva constitución
para su ducado y guardaba sobre su mesa un ejemplar de la Constitución
de Virginia. En Hungría, un grupo de conspiradores era conocido como la
Logia Roja o Logia Americana. En Rusia, Catalina la Grande lamentaba que
Alejandro Radishchev fuese especialmente peligroso porque hablaba de los
americanos y leía a Benjamín Franklin.
El ejemplo tampoco se perdió en América Latina. La primera conspira
ción seria en favor de la independencia fue descubierta en 1789 en Brasil,
donde se encontró que los conspiradores poseían numerosos trabajos relativos
a la Revolución Americana. En cuanto a la América española, el gobierno
ilustrado de Carlos III ideó una reorganización del imperio, esperando evitar
así el destino de los ingleses en América del Norte. Había un creciente
descontento de la dominación española entre los criollos, los cuales, como
personas blancas de habla española nacidas en América, a menudo se sentían
80
ofendidos por la arrogancia y la presunción de los españoles enviados desde
España para ocupar los altos cargos de la administración. Al principio, se
trataba sólo de unos pocos individuos descontentos. Un misterioso mexicano
habló con Thomas Jefferson en París acerca de la futura independencia de su
país. Un jesuíta peruano, Vizcardo y Guzmán, escribió una carta en 1791, en
la que elogiaba a los colonizadores anglo-americanos como «los primeros que
coronaron al Nuevo Mundo con su independencia soberana». El más famoso
de estos primeros libertadores hispano-americanos, de la generación anterior a
Bolívar, fue Francisco Miranda. Nativo de Venezuela, Miranda visitó los
Estados Unidos en los años 1780 para familiarizarse con la nueva república, y
luego fue a Europa y se hizo general del ejército de la Francia revolucionaria.
Después, desembarcó en Venezuela, en dos ocasiones diferentes y proclamó
una república independiente, pero fue derrotado por las autoridades españo
las y murió en la cárcel. Así, pues, aunque las ideas de independencia germi
naban en la América española desde el tiempo de la Revoiución Francesa, los
movimientos revolucionarios victoriosos comenzaron un poco después, cuan
do la monarquía española fue desmantelada durante las guerras napoleónicas.
En resumen, la instauración de los Estados Unidos demostró que muchas
ideas de la Ilustración eran realizables. Los racionalistas declaraban que allí
había un pueblo, libre de pasados errores, que demostraba hasta qué punto
los hombres ilustrados podían ordenar sus asuntos. Los russonianos veían en
América el auténtico paraíso de la igualdad natural, de la inocencia sin man
cha y de las virtudes patrióticas. Pero nada impresionó tanto a los europeos, y
especialmente a los franceses, como el espectáculo de los americanos reunidos
en un cónclave solemne para redactar las constituciones de sus estados. Estas,
juntamente con la Declaración de Independencia, fueron traducidas y publi
cadas en el año 1778 por un noble francés, el duque de la Rochefoucauld. Se
discutieron interminable y apasionadamente. El constitucionalismo, el federa
lismo y el gobierno limitado no eran ideas nuevas en Europa. Procedían de
la Edad Media, y eran normalmente expuestas en muchos sitios, como, por
ejemplo, en Hungría, en el Sacro Imperio Romano y en el Parlamento de
París. Pero en su forma predominante, e incluso en la filosofía de
Montesquieu, se asociaban al feudalismo y a la aristocracia. La Revolución
Americana hizo progresivas tales ideas. La influencia americana, unida a la
fuerza de los procesos de desarrollo europeos, hizo más democrático el
pensamiento de la Ilustración ulterior. Los Estados Unidos reemplazaron a
Inglaterra como el país modelo de pensadores avanzados. En el Continente
había menos confianza pasiva en el despotismo ilustrado del estado oficial.
Nació la confianza en el autogobierno. ,
Las constituciones americanas parecían una demostración del contrato
social. Ofrecían un cuadro de los hombres en un «estado de naturaleza»,
tras haberse liberado de su viejo gobierno, reuniéndose deliberadamente
para idear uno nuevo, sopesando y juzgando cada rama del gobierno por sus
méritos, asignando los correspondientes poderes al legislativo, al ejecutivo y
al judicial, declarando que todo gobierno era creado por el pueblo y se
hallaba en posesión de una autoridad simplemente delegada y relacionando
específicamente los inalienables derechos de los hombres —inalienables, en el
sentido de que no era concebible que se les pudiesen arrebatar, porque los
81
hombres los poseían aunque les fuesen negados por la fuerza—. Y aquellos
derechos eran exactamente los derechos que muchos europeos querían
asegurarse para sí mismos —la libertad religiosa, la libertad de imprenta, la
libertad de reunión y el derecho a no ser detenidos arbitrariamente, según el
capricho de los funcionarios—. Y eran los mismos para todos, de acuerdo
con el riguroso principio de la igualdad ante la ley. El ejemplo americano
cristalizó e hizo tangibles las ideas que soplaban fuertemente por Europa, y
el ejemplo americano fue una razón por la que los franceses, en 1789,
comenzaron su Revolución con una declaración de derechos humanos y con
la redacción de una constitución escrita.
82
II. L A R E V O L U C IO N F R A N C E S A
6. Antecedentes
84
que, colectivamente, la iglesia era el mayor de todos los terratenientes.
Además, los ingresos procedentes de las propiedades de la iglesia, como
todos los ingresos, se repartían muy desigualmente, y una gran parte de ellos
iba a parar a manos de los aristócratas que ocupaban los más elevados
cargos eclesiásticos.
El orden de la nobleza, que en 1789 comprendía unas 400.000 personas,
incluyendo mujeres y niños, habia experimentado un gran resurgimiento tras
la muerte de Luis XIV en 1715. Los servicios públicos distinguidos, los más
altos puestos de la iglesia, el ejército, los parlamentos y casi todos los demás
honores públicos y semipúblicos estaban punto menos que monopolizados
por los títulos de la nobleza en tiempos de Luis XVI, que, como se
recordará, había subido al trono en 1774. Repetidamente, a través de los
parlamentos, de los Estados Provinciales o de la asamblea del clero
dominada por los obispos nobles, la aristocracia habia bloqueado proyectos
impositivos del rey y había mostrado el deseo de controlar la política del
estado. Al propio tiempo, la burguesía —la capa más alta del Tercer Estado—
nunca había sido tan influyente. El aumento del comercio exterior francés, en
tre 1713 y 1789, hasta hacerse cinco veces mayor, revela el crecimiento de la cla
se de los comerciantes y de las clases de juristas y funcionarios a ella asociadas.
A medida que los miembros de la burguesía se hacían más fuertes, más leídos y
con mayor confianza en sí mismos, se sentían más agraviados por las distincio
nes de que gozaban los nobles. Algunas de aquellas distinciones eran económi
cas: los nobles estaban exentos, por principio, del más importante impuesto di
recto —la taille— , mientras a los burgueses les costaba más esfuerzo obtener la
exención; pero eran tantos los burgueses que gozaban de privilegios en los
impuestos, que el interés puramente monetario no ocupaba un lugar
fundamental en su psicología. El burgués miraba al noble con resentimiento,
por su superioridad y por su arrogancia. Lo que antes había sido un respeto
habitual, se sentía ahora como una humillación. Y consideraban que estaban
siendo excluidos de cargos y honores y que los nobles, como clase, trataban de
alcanzar más poder en el gobierno. La Revolución fue el choque de dos
fuerzas que se desplazaban, una aristocracia descendente y una burguesía
ascendente.
El pueblo común, por debajo de las familias de comerciantes y de profesio
nales del Tercer Estado, se encontraban probablemente en la misma situación
que en la mayoría de los países. Pero no era tan buena, si se comparaba
con la de las clases más altas. Los jornales no habian participado en
absoluto de la ola de prosperidad de los negocios. Entre los años 1730 y
1780, los precios de los artículos de consumo se elevaron aproximada
mente en un 65 por 100, mientras los jornales sólo subían en un 22 por 100.
En consecuencia, las personas que dependían de un jornal se hallaban en
difícil situación, pero eran menos numerosas que hoy, porque en el campo
había muchos granjeros pequeños y en las ciudades muchos pequeños
artesanos, y ambos grupos no vivían de unos jornales, sino de la venta de
unos productos de su propio trabajo, a precios de mercado. Pero tanto en la
ciudad como en el campo había un importante elemento asalariado o
proletario, que habia de desempeñar un papel decisivo en la Revoludón.
85
E l sistem a agrario del A ntiguo Régimen
86
en la tierra, incluyendo los recursos naturales que se encuentran en el suelo y
en el subsuelo. En el siglo XVIII, propiedad significaba tieiTa, todavía más
que hoy. Incluso la burguesía, cuya riqueza estaba constituida en tan alto
grado por barcos, mercancías o valores comerciales, hacía grandes inver
siones en la tierra, y en la Francia de 1789 disfrutaba de la propiedad de casi
tanta tierra como la nobleza, y de. más que la iglesia. La Revolución había
de revolucionar la ley de la propiedad, liberando a la posesión privada de la
tierra, de todos los gravámenes indirectos descritos —tributos señoriales,
derechos de propiedad eminente, prácticas agrícolas comunales de los
pueblos y diezmos de la iglesia—. Había de abolir también otras formas
antiguas de propiedad, como la propiedad de los cargos públicos o de las
maestrías de los gremios, que habían sido especialmente útiles a ciertos grupos
cerrados y privilegiados. Por último, la Revolución estableció las instituciones
de propiedad privada ep el sentido moderno, y benefició, por lo tanto, muy
especialmente a los campesinos terratenientes y a la burguesía.
Los campesinos no solamente poseían las dos quintas partes del suelo,
sino que lo ocupaban casi todo, trabajándolo según su iniciativa y con su
propio riesgo. Es decir, la tierra perteneciente a la nobleza, a la iglesia, a la
burguesía y a la corona se dividía y se arrendaba a los campesinos en
pequeñas parcelas. Francia era ya un país de pequeños granjeros. No habia
una «gran agricultura», como en Inglaterra, en la Europa oriental o en las
plantaciones de América. El señor del feudo no desempeñaba una función
económica. Vivía (había excepciones, naturalmente), no de administrar una
hacienda y de vender sus propias cosechas y su ganado, sino de la
recaudación de innumerables tributos, foros e impuestos. Durante el
siglo XVIII, juntamente con el resurgimiento aristocrático general, tuvo
lugar un fenómeno a menudo llamado la «reacción feudal». Los señores de
los feudos, ante los crecientes costes de la vida y situados en niveles de vida
más altos a causa del progreso material general, cobraban sus tributos más
rigurosamente o restablecían otros viejos, que habian caído ya en desuso.
Los arrendamientos y los contratos de aparcería se hicieron también
menos favorables para los campesinos. Los granjeros, al igual que los
jornaleros, se encontraban sometidos a una presión cada vez mayor. A l
propio tiempo, los campesinos soportaban más difícilmente cada día los
«derechos feudales», porque se consideraban a sí mismos, en muchos
casos, los verdaderos propietarios de la tierra, y veían en el señor a un
caballero de la vecindad, que sin razón alguna gozaba de unos ingresos
especiales y de una posición diferente de la suya. El problema consistía en
que una gran parte del sistema de propiedad ya no guardaba relación alguna
con la utilidad o con la actividad económica real.
La unidad política de Francia, lograda a lo largo de los siglos por la
monarquía, fue como un requisito previo fundamental, e incluso una causa
de la Revolución. Cualesquiera que fuesen las condiciones sociales existen
tes, sólo podrían dar origen a una opinión pública de alcance nacional y a
una agitación y a una política y a una legislación de alcance nacional
también, en un país ya políticamente unificado como nación. Estas
condiciones no existían en la Europa central. En Francia existía un estado
francés. Los reformadores no tenían que crearlo, sino solamente tomarlo y
87
remodelarlo. En el siglo XVIII, los franceses tenían ya la conciencia de ser
miembros de una entidad política llamada Francia. La Revolución asistió a
un tremendo brote de aquel sentimiento de asociación y de fraternidad,
convirtiéndolo en una pasión de ciudadanía, de derechos cívicos, de poderes
de voto, de uso y aplicación del estado y de su soberanía en beneficio
público. En el estallido mismo de la Revolución, las gentes se saludaban
entre sí como citoyen y gritaban vive la nation!
L a crisis financiera
88
mediante un impuesto directo de las tierras de la iglesia. Asi pues, aunque el
país era rico, el tesoro público estaba vacio. Las clases sociales que
disfrutaban de casi toda la riqueza del pais no pagaban unos impuestos
adecuados a sus ingresos, y, lo que era aún peor, se resistían a los impuestos
por considerarlos como signos de una posición inferior.
Una larga serie de personas responsables —el propio Luis XIV, John
Law, Maupeou, Turgot—, habían visto la necesidad de imponer tributos a
las clases privilegiadas. Jacques Necker, un banquero suizo nombrado
director de las finanzas en 1777 por Luis XVI, dio algunos pasos en esa
dirección, y, al igual que sus predecesores, fue destituido. Su sucesor,
Calonne, como la crisis se agravaba, llegó a conclusiones más revolucionarias
todavía. En 1786, trazó un programa en el que el despotismo ilustrado se
moderaba mediante un discreto recurso a instituciones representativas. En
lugar de la taille, él proponía un impuesto general que recayese sobre todos
los terratenientes sin exención, una suavización de los impuestos indirectos y
la abolición de los aranceles interiores para estimular la producción
económica, la confiscación de algunas propiedades de la iglesia y la
instauración como medio de interesar en el gobierno a los elementos
adinerados, de asambleas provinciales en las que todos los terratenientes
—nobles, clérigos, burgueses y campesinos— estarían representados, inde
pendientemente de su estado u orden.
Este programa, si se llevase a la práctica, podría haber resuelto el
problema fiscal y conjurado la Revolución. Pero atacaba no solamente los
privilegios en los impuestos —nobles, provinciales y otros—, sino también la
triple organización jerárquica de la sociedad. Sabiendo por experiencia que
el Parlamento de París no lo aceptaría, Calonne convocó en 1787 una
«asamblea de notables», con la esperanza de ganar el apoyo de éstos para
sus ideas. Los notables insistieron en obtener concesiones a cambio, porque
deseaban participar en el control del gobierno. Se produjo un punto muerto;
el rey destituyó a Calonne y nombró como sucesor suyo a Loménie de
Brienne, el arzobispo de Toulouse, gran conocedor de los negocios del
mundo. Brienne trató de hacer pasar el mismo programa en el Parlamento
de París. El Parlamento lo rechazó, declarando que solamente los tres
estados del reino, reunidos en Estados Generales, tenían autoridad para
permitir nuevos impuestos. Brienne y Luis XVI, al principio, se negaron,
creyendo que los Estados Generales, si se convocaban, estarían dominados
por la nobleza. Al igual que Maupeou y Luis XV, también Brienne y
Luis XVI trataron de acabar con los parlamentos, sustituyéndolos con un
modernizado sistema judicial, en el que los tribunales de justicia no tuvieran
influencia alguna en la política. Esto provocó una auténticá rebelión de los
nobles. Todos los parlamentos y los Estados Provinciales se resistieron, los
oficiales del ejército se negaron a servir, los intendentes no sabían qué hacer,
los nobles empezaron a organizar clubs políticos y comités de relaciones.
Con su gobierno paralizado e incapaz de obtener dinero a préstamo y de
recaudar impuestos, Luis XVI, el día 5 de julio de 1788, prometió convocar
los Estados Generales para el mes de mayo siguiente. Las diversas clases
fueron invitadas a elegir representantes y también a redactar sus" listas de
agravios.
89
D e los E stados Generales a ¡a Asam blea N acional
91
Tercer Estado se atrevía a desafiar, y, en tan embarazoso trance aceptó las
sugerencias de su mujer, María Antonieta, de sus hermanos y de los nobles
cortesanos que vivían a su alrededor, y que le decian que su dignidad y su
autoridad estaban siendo ultrajadas y socavadas. A finales de junio,
Luis XVI se propuso decididamente disolver los Estados Generales por la
fuerza militar. Pero lo que el Tercer Estado temía no era un retomo a la
antigua monarquía teóricamente absoluta. Era un futuro en el que la
aristocracia controlase el gobierno del país. Ahora ya no había posibilidad de
retroceso; la revuelta del Tercer Estado había aliado a Luis XVI con los
nobles, y el Tercer Estado temía a los nobles ahora más que nunca, pues
creía, con razón, que los nobles tenían ahora al rey en sus manos.
92
hijo se sentaba en la Asamblea, en Versalles, fue uno de los muchos
que facilitaron fondos. Las multitudes comenzaron a buscar armas en los
arsenales y en los edificios públicos. El día 14 de julio se dirigieron hacia la
Bastilla, una fortaleza construida en la Edad Media para intimidar a la
ciudad, como la Torre de Londres en Inglaterra. Se utilizó conjo lugar de
encarcelamiento para personas con la influencia suficiente para librarse de
las cárceles comunes, pero, por otra parte, en tiempos normales se
consideraba como un lugar inocuo; en efecto, unos años antes se había
hablado de derribarla para crear en su lugar un parque público. Ahora, en
medio de la confusión general, el gobernador había colocado cañones en las
troneras. La multitud le requería para que quitase su cañón y les facilitase
armas. El gobernador se negó. A través de una serie de equívocos,
reforzados por la vehemencia de unos cuantos incendiarios, la multitud se
transformó en un populacho que asaltó la fortaleza y que, ayudado por un
puñado de soldados preparados y por cinco piezas de artillería, indujo al
gobernador a que se rindiese. La muchedumbre, indignada por la muerte de
noventa y ocho de sus miembros, entró y dio muerte a seis soldados de la
guarnición. El gobernador fue muerto también, mientras era conducido al
Ayuntamiento. El alcalde de París corrió la misma suerte. Sus cabezas
fueron cortadas con cuchillos, clavadas en unas picas y paseadas por la
ciudad. Mientras ocurría todo esto, las unidades del ejército regular de los
alrededores de París no se movieron, pues su lealtad era dudosa y, en to
do caso, las autoridades no estaban acostumbradas a disparar contra el
pueblo.
La toma de la Bastilla, aun sin proponérselo, vino a salvar la Asamblea
de Versalles. El rey, que no sabía qué hacer, aceptó la nueva situación de
París. Reconoció a un comité de ciudadanos, que aui se naoia tormado, como
el nuevo gobierno municipal. Despidió a las tropas que habia convocado y
ordenó a los nobles y clérigos recalcitrantes que se incorporasen a la
Asamblea Nacional. En Paris y en otras ciudades se creó una guardia
burguesa o nacional para mantener el orden. El marqués de Lafayette, «el
héroe de dos mundos», recibió el mando de la guardia de París. Como
insignia, combinó los colores de la ciudad de Paris, rojo y azul, con el
blanco de la casa de Borbón. El emblema tricolor francés de la Revolución
surgió, pues, de una fusión entre lo antiguo y lo nuevo.
En los distritos rurales las cosas iban de mal en peor. Una vaga
inseguridad alcanzó las proporciones del pánico en el Gran Miedo de 1789,
que se extendió por el país a finales de julio, al paso de los viajeros, de los
correos, etc. De un punto a otro se corría la voz de que «venían los ban
didos», y los campesinos, armados para proteger sus hogares y sus cosechas,
y reunidos y excitándose los unos a los otros, a menudo fijaban su aten
ción en las casas de los señores, unas veces quemándolas y otras veces des
truyendo, simplemente, los archivos señoriales en que estaban registrados
los derechos y los tributos. El Gran Miedo formó parte de una insurrección
agraria general, en la que los campesinos, lejos de actuar a impulsos de
alarmas incontroladas, sabían muy bien lo que estaban haciendo. Trataban
de destruir por la fuerza el régimen señorial.
93
L as reformas iniciales de la A sam blea N acional
94
instrucción, los revolucionarios otorgaban derechos más amplios (así como
mayores responsabilidades públicas) a los varones. En aquel tiempo muy
pocos defendían la igualdad legal entre los sexos; éntre elfos, estaban
Condorcet en Francia y Mary Wollstonecraft en Inglaterra, que publicó su
Vindication o f the rights o f woman («Reivindicación de los Derechos de la
Mujer») en 1792.
La Declaración de 1789 pretendía afirmar los principios del nuevo
estado, que eran, esencialmente, el dominio de la ley, la ciudadanía
individual igual y la colectiva soberanía del pueblo. El artículo I declaraba:
«Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Se
afirmaba que los derechos naturales del hombre eran «la libertad, la
propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Se garantizaba la
libertad de pensamiento y la de religión; nadie podía ser detenido ni
castigado, excepto mediante un procedimiento legal; todas las personas eran
declaradas elegibles para cualquier función pública, siempre que estuvieran
capacitadas para ella. La libertad se definía como el poder de hacer todo lo
que no perjudique a otro, lo que, a su vez, había de ser determinado sólo
por la ley. La ley debía ser igual para todos. La ley era la expresión de la
voluntad general, y había de ser elaborada por todos los ciudadanos o por
sus representantes. La única soberana era la nación, y todos los funcionarios
públicos y las fuerzas armadas actuaban solamente en su nombre. Los
impuestos no pueden establecerse más que mediante común consentimiento,
todos los funcionarios públicos eran responsables de su conducta en el cargo
y los poderes del gobierno se separaban en diferentes ramas. Por último, el
estado podía confiscar, con fines públicos y mediante la ley, la propiedad de
las personas privadas, pero sólo con una justa compensación. La Declara
ción, impresa en miles de hojas, folletos y libros, leídos en voz alta en las
plazas públicas, o fijados y colgados de las paredes, se convirtió en el
catecismo de la Revolución en Francia. Al traducirse a otros idiomas llevó
inmediatamente el mismo mensaje a toda Europa.
Entre los que habían dirigido la Revolución, comenzaron a manifestarse
divergencias, cuando, en septiembre de 1789, la Asamblea inició la verda
dera planificación del nuevo gobierno. Algunos querían un fuerte poder de
veto para el rey y un cuerpo legislativo bicameral, como en Inglaterra.
Otros, los «patriotas», querían sólo un veto suspensivo para el rey y un
cuerpo legislativo de una sola cámara. También aquí había un recelo frente a
la aristocracia, que resultó decisivo. Los «patriotas» temían que una cámara
alta reintegrase a la nobleza como una fuerza colectiva, y temían también
que el rey se hiciese constitucionalmente fuerte, al darle una facultad de veto
total, porque creían que estaba de acuerdo con los nobles. En aquel
momento dudaba en aceptar los decretos del 4 de agosto y la Declaración de
Derechos. Su hermano, el conde de Artois, seguido por muchos aristócratas,
había emigrado ya al extranjero, y juntamente con aquellos otros émigrés,
estaba tratando de levantar contra la Revolución a todos los gobiernos de
Europa. El partido patriota no concedería nada, el partido más conservador
no podría ganar nada. El debate fue interrumpido nuevamente, «como en
julio, por la insurrección y la violencia. El día 4 de octubre una multitud de
verduleras y de militantes revolucionarios, seguidos por la guardia nacional
95
de París, emprendieron el camino de París a Versalles. Asediando e
invadiendo el cháteau, obligaron a Luis XVI a trasladar su residencia a
París, donde podía ser vigilado. La Asamblea Nacional se trasladó también
a París, donde muy pronto cayó bajo la influencia de elementos radicales de
la ciudad. Triunfaron los defensores de un cuerpo legislativo de una sola
cámara y de un veto suspensivo para el rey.
Los revolucionarios más conservadores, si así pueden llamarse, decepcio
nados al ver las cuestiones constitucionales resueltas por el populacho,
comenzaron a desaparecer de la Asamblea. Hombres que el 20 de junio
habían pronunciado valerosamente el Juramento del Juego de Pelota,
sentían ahora que la Revolución estaba cayendo en manos indignas. Algunos
incluso emigraron, formando una segunda oleada de émigrés, que no tendría
nada que ver con la primera. Así cobraba fuerza la contrarrevolución.
Pero los que querían seguir adelante, y eran muchos, empezaron a
organizarse en clubs. El más importante de todos fue la Sociedad de Amigos
de la Constitución, comúnmente llamado el Club Jacobino, porque se reunía
en un viejo monasterio jacobino de París. Las cuotas eran tan altas al
principio, que solamente los grandes burgueses pertenecían a él; después se
redujeron, pero nunca lo suficiente para incluir a personas de las clases más
pobres, que, por consiguiente, formaban clubs propios, menos importantes.
Los miembros más avanzados de la Asamblea eran jacobinos y utilizaban el
club como un conventículo en el que discutían su política y pergeñaban sus
planes. Siguieron constituyendo un grupo de clase media, incluso durante la
fase posterior y más radical de la Revolución. Mme. Rosalie JuUien, por
ejemplo, que era una revolucionaria tan apasionada como su marido y su
hermano, asistió a una reunión del Club Jacobino de París, el 5 de agosto
de 1792. «Decid a vuestros amigos de las provincias —escribió a su marido—
que estos jacobinos son la flor y nata de la burguesía de París, a juzgar por
las elegantes casacas que visten. Se hallaban presentes también dos o
trescientas mujeres, ataviadas como para asistir al teatro, que causaban
impresión por su altiva actitud y por su violento lenguaje».
Cambios constitucionales.
96
franceses tienen que despedazar el cuerpo vivo de Normandía o Provenza?
Lo cierto es que las provincias, como todo lo demás, se hallaban insertas en
el sistema conjunto del privilegio especial y de los derechos desiguales. Todo
tenía que desaparecer, si habia de mantenerse la esperanza de una
ciudadanía igual bajo una soberanía nacional. En lugar de las provincias, la
Constituyente dividió a Francia en ochenta y tres «departamento» iguales.
En lugar de las viejas ciudades, con sus singulares y viejos magistrados,
introdujo una organización municipal uniforme, en la que en adelante todas
las ciudades tendrían la misma forma de gobierno, variando sólo en
consonancia con la magnitud. Todos los funcionarios locales, incluidos los
fiscales y los recaudadores de impuestos, eran elegidos localmente. Desde el
punto de vista administrativo, el país se descentralizó como reacción frente a
la burocracia del Antiguo Régimen. Fuera de París, nadie actuaba ahora
legalmente en nombre del gobierno central, y las comunidades locales hacían
cumplir la legislación nacional o renunciaban a hacerla cumplir, según ellas
mismas decidiesen. Esto resultó ruinoso cuando estalló la guerra, y aunque
los «departamentos» creados por la Asamblea Constitucional existen toda
vía, ha sido tradicional en Francia, desde la Revolución, como lo habia sido
antes, mantener a los funcionarios locales bajo un estrecho control de los
ministros de París.
Con la Constitución que se preparó, llamada a veces la Constitución
de 1791, porque entró en vigor en ese año, el poder soberano de la nación
pasaba a ser ejercido por una asamblea elegida, unicameral, llamada Asam
blea Legislativa. Sólo se concedía al rey un derecho suspensivo de veto, por
el que la legislación deseada por la Asamblea podía ser pospuesta. En
general, la rama ejecutiva, es decir, el rey y los ministros, se debilitó, en
parte como reacción frente al «despotismo ministerial» y en parte a causa de
una lógica desconfianza respecto a Luis XVI. En julio de 1791, con la
«huida a Varennes», Luis XVI intentó escapar del reino, reunirse con los
nobles emigrados y solicitar ayuda de las potencias extranjeras. Dejaba tras
él un mensaje escrito en el que repudiaba explícitamente la Revolución.
Arrestado en Varennes, en la Lorena, fue reconducido a París y obligado a
aceptar su situación de monarca constitucional. La actitud de Luis XVI
desorientó considerablemente la Revolución, porque hizo imposible la
creación de un poder ejecutivo fuerte y dejó que el país fuese gobernado por
unos círculos de discusión que en las circunstancias revolucionarias contaban
con un número de agitadores superior al habitual.
No toda aquella maquinaria del estado era democrática. En lo que se
refiere a los derechos políticos, los principios abstractos de la gran
Declaración se vieron gravemente modificados por razones prácticas. Como
los individuos del pueblo, en su gran mayoría, eran ignorantes, se daba por
supuesto que no podían tener puntos de vista políticos razonables. Como el
hombre bajo solía ser un criado doméstico o un dependiente de una tienda,
se daba por sentado que en política tendría que ser un simple dependiente de
su patrono. La Constituyente, por lo tanto, distinguía en la nueva Cons
titución entre ciudadanos «activos» y «pasivos». Unos y otros tenían
los mismos derechos civiles, pero solamente los ciudadanos activos tenían
derecho al voto. Estos ciudadanos activos elegían a los «electores», sobre la
97
de París, emprendieron el camino de París a Versalles. Asediando e
invadiendo el cháteau, obligaron a Luis XVI a trasladar su residencia a
París, donde podía ser vigilado. La Asamblea Nacional se trasladó también
a París, donde muy pronto cayó bajo la influencia de elementos radicales de
la ciudad. Triunfaron los defensores de un cuerpo legislativo de una sola
cámara y de un veto suspensivo para el rey.
Los revolucionarios más conservadores, si así pueden llamarse, decepcio
nados al ver las cuestiones constitucionales resueltas por el populacho,
comenzaron a desaparecer de la Asamblea. Hombres que el 20 de junio
habían pronunciado valerosamente el Juramento del Juego de Pelota,
sentían áhora que la Revolución estaba cayendo en manos indignas. Algunos
incluso emigraron, formando una segunda oleada de émigrés, que no tendría
nada que ver con la primera. Asi cobraba fuerza la contrarrevolución.
Pero los que querían seguir adelante, y eran muchos, empezaron a
organizarse en clubs. El más importante de todos fue la Sociedad de Amigos
de la Constitución, comúnmente llamado el Club Jacobino, porque se reunía
en un viejo monasterio jacobino de París. Las cuotas eran tan altas al
principio, que solamente los grandes burgueses pertenecían a él; después se
redujeron, pero nunca lo suficiente para incluir a personas de las clases más
pobres, que, por consiguiente, formaban clubs propios, menos importantes.
Los miembros más avanzados de la Asamblea eran jacobinos y utilizaban el
club como un conventículo en el que discutían su política y pergeñaban sus
planes. Siguieron constituyendo un grupo de clase media, incluso durante la
fase posterior y más radical de la Revolución. Mme. Rosalie Jullien, por
ejemplo, que era una revolucionaria tan apasionada como su marido y su
hermano, asistió a una reunión del Club Jacobino de París, el 5 de agosto
de 1792. «Decid a vuestros amigos de las provincias —escribió a su marido—
que estos jacobinos son la flor y nata de la burguesía de París, a juzgar por
las elegantes casacas que visten. Se hallaban presentes también dos o
trescientas mujeres, ataviadas como para asistir al teatro, que causaban
impresión por su altiva actitud y por su violento lenguaje».
Cambios constitucionales -
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franceses tienen que despedazar el cuerpo vivo de Normandía o Provenza?
Lo cierto es que las provincias, como todo lo demás, se hallaban insertas en
el sistema conjunto del privilegio especial y de los derechos desiguales. Todo
tenía que desaparecer, si había de mantenerse la esperanza de una
ciudadanía igual bajo una soberanía nacional. En lugar de las provincias, la
Constituyente dividió a Francia en ochenta y tres «departamento» iguales.
En lugar de las viejas ciudades, con sus singulares y viejos magistrados,
introdujo una organización municipal uniforme, en la que en adelante todas
las ciudades tendrían la misma forma de gobierno, variando sólo en
consonancia con la magnitud. Todos los funcionarios locales, incluidos los
fiscales y los recaudadores de impuestos, eran elegidos localmente. Desde el
punto de vista administrativo, el país se descentralizó como reacción frente a
la burocracia del Antiguo Régimen. Fuera de París, nadie actuaba ahora
legalmente en nombre del gobierno central, y las comunidades locales hacían
cumplir la legislación nacional o renunciaban a hacerla cumplir, según ellas
mismas decidiesen. Esto resultó ruinoso cuando estalló la guerra, y aunque
los «departamentos» creados por la Asamblea Constitucional existen toda
vía, ha sido tradicional en Francia, desde la Revolución, como lo había sido
antes, mantener a los funcionarios locales bajo un estrecho control de los
ministros de París.
Con la Constitución que se preparó, llamada a veces la Constitución
de 1791, porque entró en vigor en ese año, el poder soberano de la nación
pasaba a ser ejercido por una asamblea elegida, unicameral, llamada Asam
blea Legislativa. Sólo se concedía al rey un derecho suspensivo de veto, por
el que la legislación deseada por la Asamblea podía ser pospuesta. En
general, la rama ejecutiva, es decir, el rey y los ministros, se debilitó, en
parte como reacción frente al «despotismo ministerial» y en parte a causa de
una lógica desconfianza respecto a Luis XVI. En julio de 1791, con la
«huida a Varennes», Luis XVI intentó escapar del reino, reunirse con los
nobles emigrados y solicitar ayuda de las potencias extranjeras. Dejaba tras
él un mensaje escrito en el que repudiaba explícitamente la Revolución.
Arrestado en Varennes, en la Lorena, fue reconducido a Paris y obligado a
aceptar su situación de monarca constitucional. La actitud de Luis XVI
desorientó considerablemente la Revolución, porque hizo imposible la
creación de un poder ejecutivo fuerte y dejó que el país fuese gobernado por
unos círculos de discusión que en las circunstancias revolucionarias contaban
con un número de agitadores superior al habitual.
No toda aquella maquinaria del estado era democrática. En lo que se
refiere a los derechos políticos, los principios abstractos de la gran
Declaración se vieron gravemente modificados por razones prácticas. Como
los individuos del pueblo, en su gran mayoría, eran ignorantes, se daba por
supuesto que no podían tener puntos de vista políticos razonables. Como el
hombre bajo solía ser un criado doméstico o un dependiente de una tienda,
se daba por sentado que en política tendría que ser un simple dependiente de
su patrono. La Constituyente, por lo tanto, distinguía en la nueva Cons
titución entre ciudadanos «activos» y «pasivos». Unos y otros tenían
los mismos derechos civiles, pero solamente los ciudadanos activos tenían
derecho al voto. Estos ciudadanos activos elegían a los «electores», sobre la
97
base de un elector por cada centenar de ciudadanos activos. Los electores se
reunían en la capital de su nuevo «departamento», y allí elegían los
diputados para la legislatura nacional, así como ciertos funcionarios locales.
Los varones de más de veinticinco años de edad y suficientemente
acomodados para pagar un pequeño impuesto directo eran habilitados como
ciudadanos «activos», y así podía clasificarse más de la mitad de la pobla
ción masculina adulta. De éstos, los hombres que pagaban un impuesto algo
más elevdo eran habilitados como «electores»; aun así, habilitaba casi la mi
tad de los varones adultos para este papel. En la práctica lo que limitaba el nú
mero de electores disponibles era que, para actuar como tal, un hombre nece
sitaba tener suficiente instrucción, bastante fortuna y todo el tiempo libre pre
ciso para asistir a una asamblea electoral, lejos de su casa, y para permanecer
en ella durante varios días. De todos modos, sólo 50.000 personas podían ser
electores en 1790-1791, porque esa es la cifra que resulta de la proporción de
un elector por cada centenar de ciudadanos activos.
Políticas económicas
Las políticas económicas favorecían a las clases medias, más que a las
bajas. La deuda pública había precipitado la Revolución, pero los dirigentes
revolucionarios —ni aun los jacobinos más extremados— nunca dejaron de
reconocer la deuda del Antiguo Régimen. La razón consistía en que las
personas a quienes se debía el dinero componían, en su conjunto, la clase
burguesa. Para garantizar la deuda y para pagar los gastos corrientes del
gobierno —porque las recaudaciones de impuestos se habían hecho muy
esporádicas—, la Asamblea Constituyente, ya en noviembre de 1789,
recurrió a un procedimiento que en modo alguno era nuevo en Europa,
aunque nunca se hubiera utilizado antes en tan gran escala. Confiscó todas
las propiedades de la iglesia. Contra aquellas propiedades emitió instrumen
tos negociables llamados asignados, considerados primero como bonos y
emitidos sólo por valores grandes, y después considerados como moneda
corriente y emitidos en pequeños billetes. Los poseedores de asignados
podían hacer uso de ellos o de cualquier moneda para comprar parcelas de
las antiguas tierras de la -iglesia. Ninguna de las tierras confiscadas .fue
transferida gratuitamente; todas, en efecto, fueron vendidas, porque el
interés del gobierno era fiscal más que social. Los campesinos, aunque
tuviesen el dinero, no podían comprar fácilmente las tierras, porque las
fincas se vendían en subastas distantes o en grandes bloques indivisos. Los
campesinos estaban descontentos, aunque compraron una gran cantidad de
las antiguas tierras de la iglesia, valiéndose de intermediarios. Y también se
concedió un plazo a los campesinos propietarios, hasta 1793, para pagar
una compensación por sus viejos foros y por muchos otros bienes señoriales.
Los campesinos sin tierras, a su vez, se mostraron inquietos cuando el
gobierno, con sus ideas modernas, estimuló la división de los bienes
comunales de los pueblos y la extinción de distintos derechos colectivos
vecinales, en beneficio de la propiedad privada individual.
La dirección revolucionaria favorecía el libre individualismo económico.
98
Bastante había habido, bajo el Antiguo Régimen, de intervención guberna
mental en la venta o en la calidad de los artículos, asi como de compañías
privilegiadas y de otros monopolios. El pensamiento económico reformador
de aquel tiempo, no sólo en Francia, sino también en Inglaterra, donde
Adam Smith habia publicado, en 1776, su importante obra, La riqueza de las
naciones, sostenía que los intereses especiales organizados eran malos para la
sociedad, y que todos los precios y los salarios debían ser determinados
mediante libre acuerdo entre los individuos interesados. Los dirigentes más
destacados de la Revolución Francesa creían firmemente en esta libertad
exenta de control. La Asamblea Constituyente abolió las corporaciones, que
eran principalmente organizaciones monopolistas de pequeños empresarios o
de maestros artesanos, interesados en mantener altos los precios y contrarios
a las nuevas maquinarias o a los nuevos métodos. En Francia hubo también
un movimiento obrero bastante organizado. Como las maestrías en las
corporaciones eran prácticamente hereditarias (como una forma de propie
dad y de privilegio), los asalariados formaron sus propias asociaciones, o
«sindicatos», que recibieron el nombre de compagnonnages, al margen de las
corporaciones. Así se organizaron muchas profesiones: carpinteros, estu
quistas, papeleros, sombrereros, talabarteros, cuchilleros, herreros, carrete
ros, curtidores, cerrajeros y vidrieros. Algunas de aquellas organizaciones
tuvieron carácter nacional, y otras sólo carácter local. Todas aquellas
asociaciones de asalariados habían sido ilegales bajo el Antiguo Régimen,
pero, de todos modos, habían florecido. Recaudaban cuotas y mantenían a
unos funcionarios. Con frecuencia, negociaban colectivamente con los
maestros de las corporaciones o con otros empresarios, exigiendo el pago de
un salario estipulado o la revisión de unas condiciones de trabajo. A veces,
incluso imponían la sindicación obligatoria. Las huelgas organizadas eran
muy frecuentes. Los conflictos laborales de 1789 continuaron durante la
Revolución. Los negocios decaían en aquella atmósfera de desorden.
En 1791 hubo otra oleada de huelgas. La Asamblea, con la ley Le Chapelier
de aquel año, restableció las viejas prohibiciones de los compagnonnages. La
misma ley impuso de nuevo la abolición de las corporaciones y prohibió la
organización de intereses económicos especiales de todo tipo. Declaró que
todas las profesiones eran de entrada libre para todos. Todos los hombres,
sin pertenecer a organización alguna, tenían derecho a trabajar en cualquier
ocupación o negocio que eligiesen. Todos los salarios debían ser acordados
privadamente por el obrero y por su patrono. Aquello no era en absoluto lo
que realmente quería el trabajador, ni en aquel tiempo ni en ningún otro. Sin
embargo, las disposiciones de la ley Le Chapelier continuaron formando
parte de las leyes francesas durante tres cuartos de siglo. Los embrionarios
sindicatos continuaron existiendo secretamente, aunque con más dificultad
que bajo la indulgente imposición de la ley del Antiguo Régimen.
99
fue naturalmente un golpe para el clero. Los sacerdotes de los pueblos, cuyo
apoyo había hecho posible la revuelta del Tercer Estado, veían ahora que los
mismos edificios en que ellos habían oficiado, con sus feligreses, los
domingos, pertenecían a la «nación». La pérdida de unas propiedades que
les producían unos ingresos socavaban a las órdenes religiosas y arruinaban
las escuelas, en las que miles de niños habían recibido educación gratuita antes
de la Revolución. Sin embargo, no fue por la cuestión de la riqueza material
por lo que chocaron la Iglesia y la Revolución. Los miembros de la
Asamblea Constituyente tenían de la Iglesia la misma opinión que las
grandes monarquías habían tenido antes que ellos. Se hallaban muy ajenos a
la idea de separación de la Iglesia y del estado. Consideraban la Iglesia como
una forma de autoridad pública, y, por consiguiente, subordinada al poder
soberano. Sostenían sinceramente que los pobres necesitaban la religión, si
habían de respetar la propiedad de los más ricos. En todo caso, al privar a la
Iglesia de sus ingresos habían procurado su mantenimiento. Para las escuelas
se elaboraron muchos proyectos generosos y democráticos de instrucción,
costeados por el estado, aunque fueron pocos los que se llevaron a cabo, a
causa de las turbulentas condiciones de la época. Para el clero, el nuevo
programa estaba extraído de la Constitución Civil del Clero de 1790.
Aquel documento fue un gran paso hacia la instauración de una iglesia
nacional francesa. Según sus disposiciones, los párrocos y los obispos eran
elegidos, siéndolo estos por los mismos 50.000 electores de otros importantes
funcionarios. Protestantes, judíos y agnósticos po,dían tomar parte legal
mente en las elecciones, sencillamente sobre la base de la ciudadanía y de las
clasificaciones según los bienes. Se abolieron los arzobispados y se trazaron
de nuevo todos los límites de los obispados existentes. El número de diócesis
se redujo de más de 130 a 83, de modo que coincidirían cada una con un
departamento, sólo se permitió a los obispos que notificasen su elevación al
Papa; se les prohibió que reconociesen ninguna autoridad papal en su toma
de posesión, y no se publicaría ni se impondría en Francia ninguna carta ni
decreto papales, a no ser con permiso del gobierno. Todo el clero recibía sus
salarios del estado, reduciéndose algo el ingreso medio de los obispos y
elevándose el del clero parroquial. Las sinecuras, los múltiples arrenda
mientos y otros abusos, mediante los cuales las familias nobles habían sido
sostenidas por la iglesia, fueron abolidos. La Asamblea Constituyente
(independientemente de la Contitucié/n Civil) prohibió también la toma de
votos religiosos y disolvió todos los conventos.
No todo aquello era, en principio, alarmantemente nuevo, porque antes
de la Revolución la autoridad civil del rey había designado los obispos
franceses y decidido acerca de la admisión de documentos papales en
Francia. Los obispos franceses, en el viejo espíritu de las «libertades
galicanas», eran tradicionalmente celosos del poder papal en Francia.
Muchos estaban ahora dispuestos a aceptar algo semejante a la Constitución
Civil, siempre que se asentase sobre su propia autoridad. La Asamblea se
negó a conceder tanta jurisdicción a la iglesia galicana, y acudió, en cambio,
al Papa, con la esperanza de imponer sus planes al clero francés, mediante la
invocación de la autoridad del Vaticano. Pero el Vaticano declaró que la Cons
titución Civil era una inmoral usurpación del poder en perjuicio de la
100
iglesia católica. Desgraciadamente, el Papa llegó aún más allá, condenando
la Revolución en su conjunto y toda su obra. La Asamblea Constituyente
replicó exigiendo a todo el clero francés que prestase un juramento de lealtad
a la Constitución, incluida la Constitución Civil del Clero. La mitad prestó
el juramento y la otra mitad se negó, incluyéndose en esta segunda mitad
todos los obispos menos siete. Uno de los siete que se avinieron a aceptar las
nuevas disposiciones fue Talleyrand, que pronto seria famoso como ministro
de Negocios Extranjeros de muchos gobiernos franceses.
Ahora había dos iglesias en Francia, una clandestina y otra oficial, una
sostenida por donaciones voluntarias o por fondos que entraban de
contrabando desde el exterior, y la otra financiada y protegida por el
gobierno. La primera, que comprendía a todo el clero que se había negado al
juramento, que era desleal o «refractario», se hizo violentamente contra-
revolucionaria. Para protegerse conmtJa Revolución, sus miembros insistían
con una obstinación verdaderamente nueva en Francia, en la supremacía
religiosa universal del romano pontífice. Denunciaron a los miembros del
clero «constitucional» como cismáticos, que despreciaban al Papa y como
simples arribistas deseosos de ocupar unos cargos en la administración
pública. El clero constitucional estaba formado por los que habían prestado
el juramento y que apoyaban la Constitución Civil, a la vez que se
consideraban a sí mismos como patriotas y defensores de los derechos del
hombre; insistían también en que la iglesia galicana siempre había gozado de
un grado de libertad respecto a Roma. Los católicos seglares estaban
aterrados y confundidos. Muchos eran suficientemente adictos a la Revolu
ción para preferir el clero constitucional, pero eso significaba desafiar al
Papa, y los católicos que persistían en desafiar al Papa eran, en general, los
menos cumplidores de su religión. El clero constitucional se asentaba, pues,
sobre unas bases débiles. Muchos de sus seguidores, sometidos a la tensión
de los tiempos, acabaron abandonando el cristianismo.
Los buenos católicos tendían a apoyar al clero «refractario». El ejemplo
más elocuente era el del propio rey. Utilizaba personalmente los servicios de
sacerdotes refractarios, con lo que daba un nuevo motivo a los revoluciona
rios que desconfiaban de él. Se desbarataba toda posibilidad de que
Luis XVI pudiera continuar adelante con la Revolución, porque él llegó a la
conclusión de que sólo podía hacerlo asi, poniendo en peligro su alma
iminortal. Los antiguos aristócratas también preferían, naturalmente, el clero
refractario. Ahora desechaban las ligerezas volterianas de la Edad de la
Ilustración, y el «pueblo mejor» comenzaba a mostrar una nueva piedad en
materia religiosa. Los campesinos, que sentían poco interés por la Revolu
ción después de su propia insurrección de 1789 y de la consiguiente abolición
del régimen señorial, estaban también a favor del clero antiguo o refractario.
Lo mismo sucedía con las familias obreras urbanas, especialmente con las
mujeres. La Asamblea Constituyente y sus sucesores no sabían qué hacer. A
veces, cerraban los ojos a las intrigas del clero refractario; el clero cons
titucional, entonces, se amedrentaba. A veces, se lanzaban a la caza y
persecución de los refractarios, con lo que no hacían más que exarcebar el
fanatismo religioso.
La Constitución Civil del Clero ha sido llamada el más craso error táctico
101
de la Revolución. Sin duda alguna, sus consecuencias fueron sumamente
desafortunadas, y se extendieron a gran parte de Europa. En el siglo XIX,
la Iglesia seria oficialmente antidemocrática y antiliberal4, y los demócratas y
los liberales, en la mayoría de los casos, serían violenta y francamente
anticlericales. El principal beneficiario fue el papado. La iglesia francesa,
que durante largo tiempo había defendido sus libertades galicanas, se vio
arrojada en brazos del Papa por la Revolución. Incluso Napoleón, cuando
resolvió el cisma una década después, reconoció al papado unos poderes que
los reyes franceses no habian reconocido nunca. Eran aquellos unos pasos en
el camino que conduciría a la proclamación de la infalibilidad papal
en 18705, por la que los asuntos de la iglesia católica moderna se centralizaban
cada vez más en el Vaticano.
Con la proclamación de la Constitución, en septiembre de 1791, se
disolvió la Asamblea Constituyente. Antes de disolverse acordó que ninguno
de sus miembros pudiera sentarse en la siguiente Asamblea Legislativa. Esta,
por consiguiente, se compuso de hombres que aún deseaban imponer su sello
en la Revolución. El nuevo régimen entró en vigor en octubre de 1791. Era
una monarquía constitucional, en la que una Asamblea Legislativa unicameral
se enfrentaba a un rey que no se había convertido al nuevo orden. Destinada
a ser la solución permanente de los problemas de Francia, había de hundirse
al cabo de diez meses, en agosto de 1792, como resultado de una insurrección
popular, cuatro meses después de verse Francia implicada en una guerra. Un
grupo de jacobinos, conocido como los girondinos, durante un tiempo se
convirtió en el partido izquierdista o avanzado de la Revolución y en la Asam
blea Legislativa condujo a Francia a la guerra.
102
Pero fueron las clases marginadas de la sociedad europea las que se
sintieron más estimuladas. Los tejedores más oprimidos de Silesia esperaban
que «vinieran los franceses». En Hamburgo se declararon huelgas, y los
campesinos se rebelaban en todas partes, u n diplomático inglés observó que
incluso el ejército prusiano experimentaba «una fuerte infección de democracia
entre los oficiales y los soldados». En Bélgica, donde los elementos privilegiados
estaban ya en rebeldía contra el emperador austríaco, estalló una segunda
rebelión, inspirada por los acontecimientos de Francia y dirigida contra los
elementos privilegiados. En Inglaterra, los «radicales» de reciente aparición,
hombres como Thomas Paine y el doctor Richard Price, que deseaban una
total revisión del Parlamento y de la iglesia establecida, iniciaron una
correspondencia con la Asamblea de Paris. Los hombres dé negocios de
cierta importancia, incluidos Watt y Boulton, los adelantados de la máquina
de vapor, eran también profranceses, porque no tenían representación en la
Cámara de los Comunes. Los irlandeses estaban excitados también y no
tardaron en rebelarse. Los jóvenes despertaban por todas partes, el joven
Hegel en Alemania, o en Inglaterra el joven Wordsworth, que más adelante
recordó el sentimiento de una nueva era, que en 1789 había cautivado a
tantos espíritus:
Fue una dicha estar vivo en aquella aurora,
pero ser joven fu e el mismo cielo
Por otra parte, el movimiento anturevolucionario cobraba fuerza.
Edmund Burke, asustado por las inclinaciones francesas de los radicales
ingleses, publicó ya en 1790 sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia.
Para Francia, predecía anarquía y dictadura. Para Inglaterra aconsejaba
severamente a los ingleses que aceptasen una lenta adaptación de sus propias
libertades inglesas. Para todo el mundo denunciaba una filosofía política
que se basaba en principios abstractos de lo justo y de lo injusto, decla
rando que cada pueblo debe ser configurado según sus propias circuns
tancias nacionales, su historia nacional y su carácter nacional. Provocó
una elocuente réplica y una defensa de Francia por parte de Thomas
Pine, en los Derechos del hombre. Burke comenzó en seguida a predi
car la necesidad de la guerra, urgiendo un tipo de lucha ideológica con
tra la barbarie y la violencia francesas. Sus Reflexiones fueron traducidas
y muy leídas. Al paso del tiempo, su libro llegó a constituir una obra
influyente en la historia del pensamiento. A corto plazo fue a caer en oídos
bien dispuestos. El rey de Suecia, Gustavo III, ofrecía dirigir una cruzada
monárquica. En Rusia, la vieja Catalina estaba aterrada; prohibió nuevas
traducciones de su amigo de otro tiempo, Voltaire, llamaba a los franceses
«vil canalla» y «salvajes caníbales» y envió a Siberia a un ruso llamado
Radishchev, que en su Viaje d e San Petersburgo a M oscú señalaba los males
de la servidumbre. Se dice que los rusos incluso tenían prohibido hablar de
las «revoluciones de las esferas celestes». Los terrores se vieron incremen
tados por los lastimosos mensajes de Luis XVI y de María Antonieta, y por
los emigrados, que seguían multiplicándose, capitaneados ya en julio
de 1789 por el propio hermano del rey, el conde de Artois. Los emigrados,
que al principio eran nobles, se instalaron en diversas partes de Europa y
103
comenzaron a hacer uso de sus relaciones aristocráticas internacionales. Pre
dicaban una especie de guerra santa. Deploraban la triste situación del rey,
pero lo que más deseaban era recuperar sus rentas señoriales y otros derechos.
Insinuaban que el propio Luis XVI era un peligroso revolucionario, y muchos
preferían a su hermano, el implacable conde de Artois.
En resumen, Europa pronto se vio escindida por una división que
alcanzaba a todas las fronteras. Lo mismo ocurría también con América: en
los Estados Unidos, el naciente partido de Jefferson fue calificado de
jacobino y profrancés; el de Hamilton, de reaccionario y probritámco,
mientras en la América colonial española las ideas de independencia se
fortalecían, y el venezolano Miranda llegaba a general en el ejército francés.
En todos los países del mundo europeo, aunque en menor grado en la
Europa oriental y en la meridional, había elementos revolucionarios o
profranceses, que eran temidos por sus gobiernos. En todos los países,
incluida Francia, había implacables enemigos de la Revolución Francesa. En
todos los países había gente cuyas lealtades se encontraban en el extranjero.
Tal situación no se había producido desde la Reforma Protestante, ni volvió
a producirse nada semejante hasta después de la Revolución Rusa, en el
siglo XX.
104
UNA M UJER DE LA REVOLUCION
por Jacques-Louis David (francés, 1748-1825)
He aquí algo de lo que los historiadores llaman la «clase obrera», y que puede compararse
con las representaciones de la aristocracia y de la clase media, ya mostradas (ver págs. 63 y 75).
Las ropas bastas y los cabellos descuidados, los labios descoloridos, la frente surcada y las
muestras de sufrimiento en los ojos —todo revela una vida de mucho trabajo y pocos solaces—.
La mujer parece estar observando algo, con una mezcla de interés y recelo, y su aire de decisión,
e incluso de desafío, sugiere la conciencia política que despertaba hasta en las clases más pobres,
en los tiempos de la Revolución. David pintó este retrato en 1795, un año después del Terror en
Francia. El propio David era un activo revolucionario, un miembro de la Convención y del Co
mité de Seguridad General. Es raro encontrar retratos de gentes de esta clase social, hechos con
tanto realismo, simpatía y fuerza. Cortesía del Museo de Bellas Artes, Lyon (J. Camponogara).
105
principes alemanes que tenían derechos feudales en Alsacia, pero no les pidió
su consentimiento, y los principes alemanes interesados, al verse despojados
por un decreto revolucionario de los derechos que antiguos tratados les
garantizaban, recurrieron al Emperador del Sacro Imperio Romano, protes
tando contra la infracción de los acuerdos internacionales. Además, tras el
arresto de Luis XVI en Varennes, tras su intento de fuga en junio de 1791, se
hizo imposible negar que el rey y la reina franceses eran prisioneros de los
revolucionarios.
En agosto, Leopoldo se reunió con el rey de Prusia en Pillnitz, en
Sajonia. La Convención de Pillnitz que de ello resultó tenía por base un
famoso si: Leopoldo daría pasos militares para restaurar el orden en
Francia, si todas las demás potencias se unían a él. Conociendo la actitud de
Pitt, creía que el si. nunca podría hacerse realidad. Su propósito era
principalmente el de desembarazarse de los emigrados franceses. Estos, por
el contrario, recibieron la Convención con alegría. La utilizaron como
una clara amenaza contra sus enemigos de Francia, anunciando que pronto
volverían juntamente con las fuerzas de la Europa civilizada para castigar a
los culpables y para resarcirse de los daños que les habían causado.
En Francia, los defensores de la Revolución estaban alarmados. Ignora
ban lo que realmente se proponía Leopoldo, y tomaron las terribles
amenazas de los emigrados por lo que parecían. La Convención de Pillnitz,
lejos de acobardar a los franceses, les enfureció contra todas las testas
coronadas de Europa. Dio una ventaja política a la facción entonces
dominante de los jacobinos, históricamente conocidos como los girondinos.
Entre estos se encontraban el philosophe Condorcet, el humanitario jurista
Brissot y el funcionario público Roland y su mujer, más famosa, Mme. Ro-
land, cuya casa se convirtió en una especie de cuartel general del grupo. Atra
jeron también a muchos extranjeros, como Thomas Paine y el alemán Ana-
charsis Cloots, el «representante de la raza humana». En diciembre de 1791,
una delegación de radicales ingleses, capitaneada por James Watt, hijo del
inventor de la máquina de vapor, recibía una tremenda ovación en el club
jacobino de París.
Los girondinos se convirtieron en el partido de la revolución internacio
nal. Declararon que la Revolución nunca podría estar segura en Francia,
mientras no se extendiese al mundo. En su opinión, una vez que estallase la
guerra, los pueblos de los estádos que entrasen en la guerra contra Francia
no apoyarían a sus gobiernos. Había razones para esta creencia, porque ya
antes de la Revolución Francesa existían elementos revolucionarios, tanto en
los Países Bajos holandeses como en los austríacos, y, en menor medida, en
partes de Suiza, en Polonia y en otros países. Algunos girondinos imagina
ban, pues, una guerra en la que los ejércitos franceses entrarían en los países
vecinos, se unirían a los revolucionarios locales, derribarían a los gobiernos
establecidos e instaurarían una federación de repúblicas. La guerra también
era apoyada por un grupo muy diferente, acaudillado por Lafayette, que
deseaba refrenar la Revolución, manteniéndola en la línea de la monarquía
constitucional. Este grupo creía equivocadamente que la guerra podría
restablecer la muy dañada popularidad de Luis XVI, unir el país bajo el
nuevo gobierno y acabar con la continuada agitación jacobina. Cuando el
106
espíritu de guerra hervía en Francia, murió el emperador Leopoldo II. Le
sucedió Francisco II, un hombre mucho más inclinado que Leopoldo a ceder
a los clamoreos de la vieja aristocracia. Francisco reanudó las negociaciones
con Prusia. En Francia, todos los que temían un retomo del Antiguo
Régimen estaban más dispuestos a prestar oídos a los girondinos. Entre los
jacobinos como conjunto sólo unos pocos se oponían a la guerra —por lo
general, un puñado de demócratas radicales—. El 20 de abril de 1792, sin
oposición importante, la Asamblea declaraba la guerra «al rey de Hungría y
Bohemia», es decir, a la monarquía austríaca.
107
monarquía como una defensa contra las clases bajas. El republicanismo en
Francia era, en parte, un accidente histórico más bien súbito, en aquella
Francia que se hallaba en guerra bajo un rey en el que no se podía confiar y,
en parte, una espede de movimiento de clase baja o casi proletario, en el que,
sin embargo, tomaban parte muchos revolucionarios burgueses.
La exaltadón se caldeó durante el verano de 1792. Los reclutas afluían a
París desde todas las regiones, en su camino hada las fronteras. Un
destacamento, procedente de Marsella, traía una nueva candón de marcha,
conocida desde entonces como L a Marsellesa, una vehemente llamada a la
guerra contra la tiranía. Los provincianos transeúntes exarcebaban la
agitación de París. El 10 de agosto de 1792, los barrios obreros de la ciudad
se alzaron en una revuelta, apoyados por los reclutas de Marsella y de otras
partes. Asaltaron las Tullerias, frente a la resistenda de la guardia suiza,
muchos de cuyos miembros fueron muertos, y apresaron y encarcelaron al
rey y a la familia real. En París se establedó un gobierno municipal
revolucionario, o «Commune». Usurpando los poderes de la Asamblea
Legislativa, impuso la derogación de la Constitución y la elección, por
sufragio universal masculino, de una Convención Constitudonal, que
gobernaría a Franda y prepararía una nueva Constitución, más democrática.
La propia palabra, Convendón, fue utilizada en recuerdo de la Convendón
Constitucional Americana de 1787. Mientras tanto, en París reinaban la
histeria, la anarquía y el terror; un puñado de voluntarios insurrectos,
declarando que ellos no lucharían contra los enemigos en las fronteras
mientras no se hubieran desecho de los enemigos que tenían en París,
sacaron de las cárceles de la ciudad a unas 1.100 personas —sacerdotes
refractarios y otros contrarrevolurionarios— y les dieron muerte, tras unos
juirios sumarísimos. Estos hechos son conocidos como «las matanzas de
septiembre».
Durante más de dos años y medio, desde octubre de 1789, se había
producido un descenso de la violenda popular. Ahora, la inminenda de la
guerra y el descontento de las clases bajas con el curso de los acontecimien
tos hasta la fecha, habian conduddo a nuevas explosiones. La insurrección
del 10 de agosto de 1792, la «segunda» Revolución Francesa, iniciaba la fase
más avanzada de la Revolución.
L a Convención Nacional
108
y otras ciudades de la orilla izquierda alemana del Rhin. Los simpatizantes
revolucionarios de aquellas zonas solicitaban la ayuda francesa. La Conven
ción Nacional decretó la asistencia a «todos los pueblos que deseasen
recobrar su libertad». También ordenó que los generales franceses, en las
áreas ocupadas, disolviesen los antiguos gobiernos, confiscasen las propieda
des del gobierno y de la iglesia, aboliesen los diezmos, los derechos de caza y
los tributos señoriales, y estableciesen administraciones provisionales; Así, la
Revolución se extendía, siguiendo la estela de los ejércitos franceses victo
riosos.
Los ingleses y los holandeses se prepararon para resistir. Pitt, insistiendo
todavía en que los franceses podían tener en su país el régimen que desearan,
declaraba que Gran Bretaña no podía tolerar la ocupación francesa de
Bélgica. Los ingleses y los holandeses iniciaron conversaciones con Prusia y
con Austria, y ios franceses declararon la guerra el día 1 de febrero de 1793.
Unas pocas semanas después, la República se habia anexionado Saboya y
Niza, así como Bélgica, y tenía bajo su mando militar una gran parte de la
Renania alemana7. Mientras tanto, en la Europa oriental, a la vez que
denunciaban la rapacidad de los bárbaros franceses, los gobernantes de
Rusia y de Prusia llegaron a un acuerdo, mediante el que cada uno se
apropiaba de una porción de Polonia, en la segunda partición, en enero de
17938, Los austríacos, excluidos del segundo reparto, se mostraron preocupa
dos por sus intereses en la Europa oriental. La naciente República Francesa,
ahora en guerra con toda Europa, se salvó gracias a la debilidad de la
Coalición, porque Inglaterra y Holanda no tenían importantes fuerzas de
tierra, y Prusia y Austria tenían demasiados recelos recíprocos, y se hallaban
excesivamente preocupados con Polonia para comprometer el grueso de sus
ejércitos contra Francia.
En la Convención, todos los dirigentes eran jacobinos, pero ios jacobinos
estaban, a su vez, divididos. Los girondinos ya no eran el grupo revoluciona
rio más avanzado, como lo habían sido en la Asamblea Legislativa. A l lado
de los girondinos, surgió un nuevo grupo, cuyos miembros preferían ocupar
los asientos más altos de la cámara, por lo que recibieron el nombre de la
«Montaña» en la jerga política de la época. Los dirigentes girondinos
procedían de las grandes ciudades de las provincias; los dirigentes «montag-
nards», aunque en su mayoría de nacimiento provinciano, eran representan
tes de la ciudad de París y debían casi toda su fuerza política a los elementos
radicales y populares de esta ciudad.
Aquellos revolucionarios del pueblo, fuera de la Convención, se daban a
sí mismos, orgullosamente, el nombre de «sans-culottes», porque llevaban
los largos pantalones de los obreros, y no los calzones hasta la rodilla o
culottes, de las clases media y alta. Constituían la clase obrera de una época
pre-industrial, tenderos y dependientes, artesanos especializados en varios
7 Ver mapa 3.
8 Ver pág, 57,
109
LAS REBUSCADORAS
por Jean-Franfois MiUet (francés, 1814*1875)
Aquí se muestran tres mujeres de las más pobres del campesinado francés. Pueden compa
rarse con las mujeres representadas en las págs. 63, 75 y 105. Encorvadas en el trabajo, alar
gando unas manos fuertes y musculosas, agarrando sus pocos tallos de grano, estas mujeres
están ejercitando un derecho legal, el «glanage», que permitía a los pobres rebuscar en los
campos, una vez que los dueños hubieran recogido la cosecha. Muchos de los dueños eran cam
pesinos más opulentos. El «glanage» era uno de los derechos colectivos de las aldeas, originaria
mente común en Francia, en Inglaterra y en gran parte de Europa, que tendió a desaparecer con
la difusión de las modernas instituciones de propiedad privada. Cuando el cuadro fue expuesto
por primera vez, en 1857, recordó la Revolución Francesa a cierto indignado crítico. «Detrás de
esas tres rebuscadoras —dijo—, contra el horizonte plomizo, podemos ver las siluetas de las
picas, de los motines y de los patíbulos del 93.» Cortesía del Louvre (Giraudon).
110
oficios, incluidos algunos que eran propietarios de pequeñas empresas
manufactureras o artes anas. Durante dos años, su militancia y su activismo
impulsaron la Revoludón. Pedían una igualdad que tuviera un significado
para gentes como ellos, exigían un poderoso esfuerzo contra las potendas
extranjeras que se atrevían a intervenir en la Revoludón Francesa, y denun
ciaban (bastante correctamente) al rey y a la reina, ahora derrocados, por
confabuladón con el enemigo austríaco. Los «sans-culottes» temían que la
Convención fuese demasiado moderada. Ellos defendían una democracia
directa en sus clubs y asambleas de vednos, al lado de una masa que, en caso
necesario, se levantaría contra la Convendón misma. Los girondinos, en la
Convendón, comenzaban a desechar a aquellos militantes populares como
anarquistas. El grupo conocido como la «Montaña» estaba más dispuesto a
trabajar con ellos, por lo menos mientras durase la emergencia.
La Convención juzgó a Luis XVI, por traidón, en didembre de 1792. El
15 de enero, pronunció, unánimemente, su sentenda de culpabilidad, pero,
al día siguiente, de los 721 diputados presentes, sólo 361 votaron en favor de
una inmediata ejecudón: una mayoría de uno. Luis XVI murió en la
guillotina, tinos días después, el 21 de enero de 1793. Desde entonces, los 361
diputados fueron tachados de regiddas, durante su vida entera; por su
propia seguridad, nunca podrían consentir una restauradón de la monarquía
borbónica en Francia. Los otros 360 diputados no estaban comprometidos
de igual modo; sus rivales les llamaron girondinos, «moderados», contrarre-
volucionarios. Todos los que esperaban todavía más de la Revolución, o que
temían que el más ligero vaivén trajese a los aliados y a los emigrados a
Francia, miraban ahora al ala «montagnard» de los jacobinos.
111
de su muerte, encontró tiempo para escribir su famoso libro sobre los
Progresos del espíritu humano9-
Ahora, la «Montaña» gobernaba en la Convención, pero la Convención,
a su vez, gobernaba muy poco. No sólo eran los ejércitos extranjeros y los
emigrados que se acercaban a las puertas los que tenían interés en destruir la
Convención como una banda de regicidas y de incendiarios sociales, sino que
la autoridad de la Convención era ampliamente repudiada en la propia
Francia. En el oeste, en la Vendée, los campesinos se habían levantado
contra el alistamiento militar; estaban incitados por los sacerdotes refracta
rios, por los agentes británicos y por los emisarios realistas del Conde de
Artois. Las grandes ciudades de provincias, como Lyon, Burdeos, Marsella y
otras, se habían rebelado también, especialmente después de haber llegado a
ellas los fugitivos girondinos. Aquellos «federalistas» rebeldes demandaban
una república más «federal» o descentralizada. Como los hombres de la
Vendée, con quienes no tenían relación alguna, se oponían al predominio de
París, pues se habían acostumbrado a una mayor independencia regional bajo
el Antiguo Régimen. Aquellas rebeliones se hicieron contrarrevolucionarias,
pues todo tipo de extranjeros, realistas, emigrados y clericales acudieron a
estimularlas.
La Convención tenía que defenderse también contra los extremistas de la
izquierda. A la auténtica acción de masas de los «sans-culottes» se unían
ahora las voces de los militantes todavía más excitados, llamados enragés.
Diversos organizadores, entusiastas, agitadores y políticos de barriada decla
raban que los métodos parlamentarios eran inútiles. Por lo general, eran
hombres ajenos a la Convención —y también mujeres, porque las mujeres
eran especialmente sensibles a la crisis de escasez de alimentos y de subida de
precios, y una organización de Mujeres Republicanas originó un breve motín
en 1793— . Todos aquellos activistas actuaban por medio de unidades de
gobierno local en París y en otras partes, y en millares de «sociedades po
pulares» y de clubs provincianos por todo el país. Formaron también «ejér
citos revolucionarios», bandas semimi litar es de hombres que recorrían las
áreas rurales en busca de alimentos, registraban los graneros de los campe
sinos, denunciaban a los sospechosos y predicaban la revolución.
En cuanto a la Convención, aunque no puede decirse que tuviera nunca
jefes de ninguna clase, el programa que siguió, durante más de un aflQ, fue,
en conjunto, el de Maximilien Robespierre, jacobino, pero que no siempre se
mantuvo al lado de la revolución popular o de la anarquía. Robespierre es
uno de los hombres más discutidos y menos comprendidos de los tiempos
modernos. Las personas acostumbradas a condiciones de estabilidad le
desechan con un estremecimiento como a un sanguinario fanático, dictador
y demagogo. Otros le han considerado un idealista, un visionario y un
ferviente patriota cuyos objetivos e ideales eran, por lo menos, sinceramente
democráticos. Todos están de acuerdo en reconocer su honestidad e
integridad personales, y su celo revolucionario. Fue, originariamente, un
abogado del norte de Francia, educado con becas en París. En 1789, había
sido elegido para representar al Tercer Estado en los Estados Generales, y en
la inmediata Asamblea Constituyente desempeñó un papel menor, aunque
9 Ver pág. 42.
112
llamó la atención por sus puntos de vista contrarios a la pena de muerte y
favorables al sufragio universal. Durante el período de la Asamblea
Legislativa, en 1791-1792, continúo luchando por la democracia y alzándose
inútilmente contra la declaración de guerra. En la Convención, elegida en
septiembre de 1792, representó a un distrito de París, Llegó a ser un
destacado miembro de la Montaña y asistió, complacido, a la purga de los
girondinos. Siempre se habia mantenido limpio de los cohechos y malversa
ciones en que algunos otros se habian visto envueltos, y por esta razón era
conocido como el Incorruptible. Fue un gran creyente en la importancia de
la «virtud». Este término había sido utilizado de un modo particular entre
los philosophes: Montesquieu y Rousseau habían sostenido que las repúbli
cas dependían de la «virtud», o espíritu público altruista y celo cívico, a lo
que se añadió, bajo la influencia rusoniana, una idea un tanto sentimental de
la integridad personal y de la pureza de la vida. Robespierre se decidió, en
1793 y 1794, a hacer realidad una república democrática hecha de buenos
ciudadanos y hombres honestos.
113
arrestados y mantenidos en prisión. Las ejecuciones, en su mayoría, tuvieron
lugar en la Vendée, en Lyon, y en otros lugares de franca rebeldía, y estaban
dirigidas contra personas que se habían insurreccionado en tiempo de
guerra. El Terror no mostraba respeto ni interés alguno por los orígenes de
clase de sus víctimas. Alrededor del 8 por 100, eran nobles, pero los nobles,
como clase, no eran molestados, a menos que resultasen sospechosos de
agitación política; en un 14 por 100, las víctimas aparecían clasificadas
como burgueses, principalmente de las ciudades rebeldes del sur; el 6 por
100 eran clérigos, mientras no menos del 70 por 100 eran de clases cam
pesina y trabajadora. Una república democrática, fundada en la Decla
ración de los Derechos del Hombre, había de suceder, en principio, al
Terror, una vez que la guerra y la emergencia hubiesen teminado, pero,
mientras tanto, el Terror era, en el mejor de los casos, inhumano, y, en
algunos sitios, cruel, como en Nantes, donde 2.000 personas fueron cargadas
en barcazas y hundidas deliberadamente. El Terror dejó en Francia
prolongados recuerdos y antipatías respecto a la Revolución y al republica
nismo.
Para dirigir el gobierno en medio de la emergencia bélica, el Comité de
Salvación Pública operó como una dictadura conjunta o gabinete de guerra.
Preparó y guió la legislación a través de la Convención. Logró el control
sobre los «representantes en misión», que eran miembros de la Convención
que se hallaban de servicio con los ejércitos y en las áreas insurgentes de
Francia. Estableció el Bulletin des loix, de modo que todas las personas
pudieran saber qué leyes se suponía que tenían que cumplir u obedecer.
Centralizó la administración, convirtiendo el enjambre de funcionarios
localmente elegidos, residuos de la Asamblea Constituyente, y que eran
realistas en unos sitios, desenfrenados extremistas en otros, en «agentes
nacionales» de designación central,, nombrados por el Comité de Salvación
Pública.
Para ganar la guerra, el Comité proclamó la levée en masse, llamando a
filas a todos los hombres físicamente útiles. Reclutó a hombres de ciencia
para que trabajasen en armamentos y municiones. Los más destacados
científicos franceses de la época, incluido Lagrange y Lamarck, trabajaban
para el gobierno o era protegidos por él contra el Terror, aunque uno,
Lavoisier, «padre de la química moderna», fue guillotinado en 1794, por
haber estado implicado en un arrendamiento de impuestos, con anterioridad
a 1789. Por motivos militares, el Comité instituyó también controles
económicos, que al mismo tiempo satisfacían las demandas de los enragés y
de otros portavoces de la clase trabajadora. Los asignados dejaron de
desvalorizarse durante el año del Terror. Así, el gobierno protegía su propio
poder adquisitivo y el de las masas Lo consiguió, mediante el control de la
exportación del oro, mediante la confiscación de efectivo y de moneda
extranjera de los ciudadanos franceses, a los que pagaba con asignados, y
mediante la legislación contra el acaparamiento o contra la retirada de
artículos del mercado. Los alimentos y los suministros para los ejércitos, así
como para los civiles de las ciudades, se recogían y se asignaban mediante un
sistema de requisas, centralizado en una Comisión de Subsistencia sometida
al Comité de Salvación Pública. Un «máximo general» fijaba los techos de
114
los precios y de los salarios. Contribuyó a frenar la inflación durante la
crisis, pero no resultó muy eficaz; el Comité creía, como principio, en una
economía de libre mercado y carecía de la maquinaria técnica y administrati
va para imponer controles completos. En 1794, estaba dando rienda más
suelta a la empresa privada y a los campesinos, a fin- de estimular la
producción. También trató de mantener bajos los salarios, y, a este respecto,
no pudo alcanzar la adhesión de muchos dirigentes de la clase trabajadora.
En junio de 1793, el Comité redactó una Constitución republicana, adop
tada por la Convención, que establecía el sufragio universal masculino. Pero
la nueva Constitución fue aplazada indefinidamente, y el gobierno fue
declarado «revolucionario hasta la paz», entendiendo por «revolucionario»
extra-constitucional o de un carácter de emergencia. En otros aspectos, el
Comité mostraba intenciones de legislar en favor de las clases económicas
más bajas. Los controles de precios y otras disposiciones económicas
respondían a las demandas de los «sans-culottes». Se acabaron los vestigios
del régimen señorial; los campesinos quedaron exentos del pago de la
compensación por las obligaciones que habían sido abolidas al comienzo de
la Revolución. Se concedió una mayor facilidad para la compra de la tierra
por los campesinos. Hubo incluso movimientos, en las leyes de Ventoso, de
marzo de 1974, para confiscar los bienes de los sospechosos (no sólo de la
iglesia o de los emigrados convictos), y de entregar esos bienes, gratuitamen
te, a los «patriotas necesitados»; pero aquellas leyes fueron redactadas de
una forma impracticable, nunca recibieron mucho apoyo del Comité de
gobierno, y no se tradujeron en casi nada. El Comité se ocupó también de
los servicios sociales y de medidas de mejoras públicas; publicó folletos para
enseñar a los granjeros a mejorar sus cosechas, seleccionó a jóvenes
prometedores para que recibiesen instrucciones en oficios útiles, abrió una
escuela militar para muchachos de todas las clases, hasta de la más humilde,
y, desde luego, trató de introducir la instrucción elemental universal. En
aquel tiempo, fue abolida también la esclavitud en las colonias francesas, y
los negros fueron declarados libres, tras haber obtenido los derechos dviles.
El Comité de Salvación Pública quería concentrar la Revolución en sí
mismo. No transigía con la violencia revolucionaria no autorizada. Con un
programa democrático propio, condenaba la democracia turbulenta de los
clubs populares y de las asambleas locales. En el otoño de 1793, arrestó a los
dirigentes enragés y prohibió, al mismo tiempo, las organizaciones de
mujeres revolucionarias. El revolucionarismo extremado tomó después el
nombre de hebertismo, derivado de Hébert, un funcionario de la Comuna de
París. Los hebertistas eran un grupo amplio e indefinible, e incluía a muchos
miembros de la Convención. Denunciaban indiscriminadamente a los comer
ciantes y a la burguesía. Eran el partido del Terror extremado; fue un
hebertista el que llevó a cabo los hundimientos de Nantes. Convencidos de
que toda religión es contrarrevolucionaria, lanzaron el movimiento de
descristianización. La Convención adoptó incluso un calendario revolucio
nario. Su principal objetivo era el de borrar de los espíritus de los hombres el
ciclo cristiano de los domingos, de los días festivos y de fechas religiosas
como la Navidad y la Pascua de Resurrección. Los años se contaban desde la
fundación de la República Francesa, dividiéndose cada año en nuevos meses
115
de treinta días cada uno, y eliminando también la semana, que fue sustituida
con la décade10-
Otra forma adoptada por la descristianización fue el culto a la razón, que
se extendió por toda Francia a finales de 1793. En París, el obispo renunció
a su cargo, declarando que había sido engañado; y la Comuna organizó
ceremonias en la catedral de Notre Dame, en las que la Razón estaba
representada por una actriz que era la mujer de uno de los funcionarios de la
ciudad. Pero la descristianización no fue vista con buenos ojos por
Robespierre, convencido de que apartaría de la República a las masas y de
que le enajenaría las simpatías que la Revolución todavía suscitaba en el
exterior. El Comité de Salvación Pública, por lo tanto, ordenó la tolerancia
con los católicos pacíficos, y, en junio de 1794, Robespierre introdujo el
«Culto del Ser Supremo», que era una especie de culto nacional y
naturalista, en el que la República declaraba reconocer la existencia de Dios
y la inmortalidad del alma. Robespierre esperaba que,, sobre aquella base,
podrían reconciliarse los católicos y los agnósticos anticlericales. Pero los
católicos estaban ahora lejos de toda reconciliación, y los librepensadores,
apelando a la tradición de Voltaire, consideraban a Robespierre como un
extraño personaje reaccionario y estaban dispuestos a provocar su caída.
Mientras tanto, el Comité procedía implacablemente contra los hebertis-
tas, a cuyos principales jefes envió a la guillotina, en marzo de 1794. Se
dominó a los «ejércitos revolucionarios» paramilitares. Se retiró de las
provincias a los terroristas extremados. La revolucionaria Comuna de París
fue destruida. Robespierre ocupó los cargos municipales de París con hom
bres de su propia elección. Esta comuna adicta a Robespierre desauto
rizó las huelgas y trató de mantener bajos los salarios, alegando nece
sidades militares; pero no logró atraerse a los ex-hebertistas y a los re
presentantes de la clase trabajadora, que se vieron decepcionados por la
Revolución y la desecharon como un movimiento burgués. Acaso para
impedir precisamente esta conclusión, y a fin de evitar la apariencia de
desviación a la derecha, Robespierre y el Comité, después de liquidar a los
hebertistas, liquidaron también a ciertos miembros del ala derecha de la
Montaña que eran conocidos como dantonistas. Danton y sus seguidores
fueron acusados de deshonestidad financiera y de tratar con los contrarrevo
lucionarios; las acusaciones tenían una cierta parte de verdad, pero no era
este el principal motivo de las ejecuciones.
En la primavera de 1794, la República Francesa poseía un ejército de
800.000 hombres, el más grande sostenido hasta aquella fecha por una
potencia europea. Era un ejército nacional, que representaba a un pueblo en
armas, mandado por oficiales que habían sido ascendidos rápidamente, por
sus méritos, y compuesto por soldados que se consideraban ciudadanos que
luchaban en defensa de su propia causa. Su intensa formación política lo
hacía temible y contrastaba profundamente con la indiferencia de los
ejércitos adversarios, algunos de los cuales estaban integrados realmente por
116
siervos, y sin que Jos soldados de ninguno de ellos se sintieran miembros de
sus sistemas políticos correspondientes. Los gobiernos aliados, cada uno de
los cuales perseguía sus propios fines, y que se hállaban todavía distraídos
por sus ambiciones en Polonia, donde era inminente el tercer reparto, no
podían combinar sus fuerzas contra Francia. En junio de 1794, los franceses
ganaron la batalla de Fleurus, en Bélgica. Los ejércitos republicanos
invadían de nuevo los Países Bajos; seis meses después, su caballería entraba
en Amsterdam, cuyas aguas heladas se habían convertido en una ruta sólida.
Las viejas provincias holandesas no tardaron en ser sustituidas por una
República Bátava revolucionaria.
A causa de sus éxitos militares, los franceses se sentían menos dispuestos
a soportar el gobierno dictatorial y la disciplina económica del Terror.
Robespierre y el Comité de Salvación Pública se habían malquistado con
todos los partidos importantes. Los radicales de la clase trabajadora de París
ya no le apoyarían, y, tras la muerte de Danton, la Convención Nacional
tenía miedo de su propio comité dirigente. Un grupo de la Convención
obtuvo la «proscripción» de Robespierre, el día 9 de Thermidor (27 de julio
de 1794); Robespierre fue guillotinado, al día siguiente, con algunos de sus
compañeros. Muchos de los que se volvieron contra él creían que estaban
dando un mayor impulso a la Revolución, como al acabar con los
girondinos, el año anterior. Otros pensaban, o decían, que estaban cerrando
el paso a un dictador y a un tirano. Todos estaban de acuerdo, para su
propia absolución, en cargar todas las culpas sobre los hombros de
Robespierre. La idea de que Robespierre era un monstruo se debió más a sus
antiguos compañeros que a los conservadores de la época.
La reacción thermidoriana
117
desarrollo de nuevas fábricas o de nueva maquinaria11. Los vencedores
políticos después de Thermidor eran «burgueses» en un sentido más antiguo,
los que no habían sido nobles o aristócratas con anterioridad a 1789, pero
que habían tenido una posición sólida bajo el Antiguo Régimen, muchos de
ellos abogados o funcionarios públicos, y que frecuentemente obtenían unos
ingresos de la propiedad de la tierra. A estos se agregaban ahora nuevos
elementos producidos por la propia Revolución, advenedizos y nouveaux
riches, que habían ganado dinero mediante los contratos con el gobierno en
tiempo de guerra, o que se habían beneficiado de la inflación o de la compra
de antiguas tierras de la Iglesia a precios de ganga. Tales individuos, a los
que muchas veces se unieron antiguos aristócratas, y como reacción contra
la «virtud» de Robespierre, implantaron un turbulento y ostentoso estilo
de vida que dio mala fama al nuevo orden. También desataron un «terror
blanco» contra los jacobinos, en el que muchos fueron, sencillamente, ase
sinados.
Pero los thermidorianos, por desacreditados que estuvieran algunos de
ellos, no habían perdido la fe en la Revolución. Asociaban la democracia
con el terror rojo y con el gobierno de las masas, pero seguían creyendo en
los derechos legales individuales y en una Constitución escrita. Las condicio
nes eran, más bien adversas, porque el país todavía estaba sin asentar, y,
aunque la Convención hizo una paz separada con España y con Prusia,
Francia continuaba en guerra con la Gran Bretaña y con el imperio de los
Habsburgo. Pero los hombres de la Convención estaban decididos a llevar a
cabo otro intento de gobierno constitucional. Desecharon la Constitución
democrática elaborada en 1793 (y nunca usada), y redactaron la Constitu
ción del Año III, que entró en vigor a finales de 1795.
118
tiempo y su voluntad a tomar parte en la vida pública; esto, en realidad,
significaba hombres de la clase media alta, porque la antigua aristocracia era
desafecta. Los electores elegían todos los funcionarios importantes de los
departamentos, y también los miembros de la Asamblea Legislativa nacio
nal, que ahora se dividía en dos cámaras. La cámara baja se denominaba el
Consejo de los Quinientos, y la alta, compuesta de 250 miembros, el
Consejo de los Ancianos —«ancianos», porque eran hombres de más de
cuarenta años—. Las cámaras elegían el ejecutivo, que se llamaba el Directorio
(del que recibía su nombre el régimen en su conjunto) y que estaba
compuesto por cinco Directores.
Asi, pues, el gobierno estaba constitucionalmente en manos de los
propietarios importantes, tanto rurales como urbanos, pero su base real era
más estrecha todavía. En la reacción subsiguiente a Thennidor, mucha gente
empezó a pensar en la restauración de la monarquía. La Convención, para
proteger a sus propios miembros, estableció que dos tercios de los hombres
inicialmente elegidos para el Consejo de los Quinientos y para el Consejo de
los Ancianos debían ser ex-miembros de la Convención. Esta interferencia en
la libertad de las elecciones provocó graves trastornos en París, instigados
por personas llamadas realistas; pero la Convención, que ahora se había
acostumbrado a utilizar el ejército, ordenó a un joven general que se
encontraba en París, llamado Bonaparte, que reprimiese al populacho
realista. Y el general así lo hizo, con un «soplo de metralla». La república
constitucional dependía, pues, ya desde el principio, de la protección militar.
El régimen tenía enemigos a la derecha y a la izquierda. Por la derecha,
los realistas no se recataban en su labor de agitación en París e incluso en los
dos Consejos. Su centro era el Club Clichy, y estaban en contacto
permanente con el hermano del rey muerto, el Conde de Provenza, al que
ellos consideraban como Luis XVIII (pues Luis XVII sería el hijo de Luis
XVI, que había muerto en la cárcel). Luis XVIII se había instalado en
Verona, en Italia, donde dirigía un centro de propaganda ampliamente
financiado por dinero británico. El peor obstáculo para el resurgimiento del1
realismo en Francia era el propio Luis XVIII. En 1795, al asumir el titulo,
había publicado una Declaración de Verona, en la que anunciaba su
propósito de restaurar el Antiguo Régimen y de castigar a todos los
implicados en la Revolución, desde 1789. Se ha dicho —y, a este respecto,
con bastante razón— que los Borbones «no habían aprendido nada, ni olvida
do nada». Si Luis XVIII hubiera ofrecido en 1795 lo que ofreció en 1814, es
muy probable que sus partidarios en Francia hubieran podido llevar a cabo
su restauración y terminado la guerra. En realidad, la mayoría de los
franceses no se adhería precisamente a la república tal como se había
establecido en 1795, sino, más negativamente, a cualquier sistema que
cerrase el paso a los borbones y a la antigua nobleza, que impidiese el
restablecimiento del sistema señorial, y que asegurase a los nuevos propieta
rios, campesinos y burgueses, en la posesión de los bienes de la Iglesia que
habían comprado.
La izquierda estaba formada por personas de diversos niveles sociales,
que apoyaban todavía las ideas más democráticas expresadas en momentos
anteriores de la Revolución. Algunos de ellos creian que la caída de
119
Robespierre había sido un gran desastre. Un pequeño grupo de extremistas
formó la Conspiración de los Iguales, organizada en 1796 por «Gracchus»
Babeuf. Su propósito era el de derrocar el Directorio y sustituirlo por go
bierno dictatorial que él llamaba «democrático», en el que se aboliría la
propiedad privada y se decretaría la igualdad. Por estas ideas y por su
programa activista, ha sido considerado como un interesante precursor del
comunismo moderno. El Directorio reprimió sin dificultad la Conspiración
de los Iguales, y guillotinó a Babeuf y a otro. Mientras tanto, no hacía nada
por aliviar la dura situación de las clases inferiores, que se mostraban poco
inclinadas a seguir a Babeuf, pero,que sufrían los estragos de la escasez y de
la inflación.
120
pretendido, inicialmente, devolver Milán a los austríacos como compensa
ción por el reconocimiento austríaco de la conquista francesa de Bélgica,
Bonaparte insistía en que Francia mantuviese sus posiciones, tanto en
Bélgica como en Italia. Por lo tanto, necesitaba republicanos expansionistas
en el gobierno de París, y se vio perturbado por las elecciones de 1797.
Los austríacos negociaron con Bonaparte, porque él era quien les habia
vencido en la batalla. También los ingleses, en conferencias con los franceses
en Lille, discutieron la paz entre 1796-1797. La guerra se había desarrollado
con signo adverso para Inglaterra; un grupo de Whigs, capitaneado por
Charles James Fox, la había desaprobado siempre abiertamente, y los
radicales pro-franceses y republicanos estaban tan activos, que el gobierno
suspendió el «habeas corpus» en 1794, encarcelando seguidamente, a
discreción, a los agitadores políticos. En 1795, un asesino disparó sobre
Jorge III, rompiendo el cristal de su carruaje. Las cosechas fueron malas, y
el pan era escaso y caro. Inglaterra estaba aquejada también por la inflación,
porque Pitt financió la guerra, al principio, con importantes empréstitos, y
una gran cantidad de oro fue embarcada para el Continente, con el fin de
atender a los ejércitos aliados. En febrero de 1797, el Banco de Inglaterra
suspendió los pagos en oro a los ciudadanos particulares. El hambre
amenazaba, el pueblo estaba inquieto, y había incluso motines en la armada.
Irlanda estaba en rebeldía; los franceses se hallaban a punto de desembarcar
allí un ejército republicano, y cabía esperar que el próximo intento pudiera
tener éxito. Los austríacos, los únicos aliados que le quedaban a Inglaterra,
fueron derrotados por Bonaparte, y, por el momento, los ingleses no podían
seguir subvencionándoles. Los ingleses tenían razones más que suficientes
para hacer la paz. Muchos se inclinaban por un arreglo respecto a las conquis
tas coloniales, considerando la guerra como una renovación de la lucha del si
glo XVIII por el imperio.
Las perspectivas de paz eran buenas en el verano de 1797, pero, como
siempre, la paz se conseguiría bajo ciertas condiciones. En Francia, eran los
realistas los que formaban el partido de la paz, porque un rey restaurado
podría devolver, fácilmente, las conquistas de la república, y, en todo caso,
abandonaría las nuevas repúblicas de Holanda y del valle del Po. Los
republicanos del gobierno francés difícilmente podrían hacer la paz, en el
caso de que pudieran. Constitucionalmente, estaban obligados a la retención
de Bélgica. Iban perdiendo el control de sus propios generales. Y tampoco
podía soslayarse la pregunta suprema: ¿era la paz suficientemente valiosa
para adquirirla al precio del retorno del Antiguo Régimen, tal como Luis
XVIII había prometido?
El golpe de estado de Fructidor (4 de septiembre de 1797) resolvió todas
aquellas importantes cuestiones. Fue el punto crítico de la república
constitucional y resultó decisivo para toda Europa. El Directorio pidió
ayuda a Bonaparte, quien envió a París a uno de sus generales, Augereau.
Mientras Augereau los apoyaba con la fuerza de sus soldados, los Consejos
anularon la mayor parte de las elecciones de la primavera anterior. Fueron
depurados dos Directores; uno de ellos, Lazare Carnot, «organizador de la
victoria» en el Comité de Salvación Pública, y ahora, en 1797, estricto
constitucionalista, fue desterrado. En líneas generales, fueron los antiguos
121
republicanos de la Convención los que se aseguraron en el poder. Su
justificación consistía en que estaban defendiendo la Revolución, contra
Luis XVIII y el Antiguo Régimen. Pero, para ello, tenían que violar su
propia Constitución y anular la primera elección libre que se hubiera
celebrado nunca en una república francesa constitucional. Y pasaron a
depender del ejército, más que nunca también.
Tras el golpe de estado, el gobierno «fructidoriano» rompió las
negociaciones con Inglaterra. Firmó con Austria el tratado de Campo
Formio, el 17 de octubre de 1797, de acuerdo con las ideas de Bonaparte. La
paz predominaba ahora en el Continente, pues sólo Francia y la Gran
Bretaña continuaban en guerra, pero era una paz llena de inquietudes ante el
futuro. Mediante el nuevo tratado, Austria reconocía la anexión francesa de
Bélgica (los antiguos Países Bajos austríacos), el derecho francés a incorpo
rarse la Orilla Izquierda del Rhin, y la República Cisalpina de dominación
francesa en Italia. A cambio de ello, Bonaparte permitía a los austríacos la
anexión de Venecia y de la mayor parte del territorio véneto. Las posesiones
venecianas en las Islas Jónicas, frente a la costa de Grecia, pasaban a
Francia.
En los meses siguientes, bajo los auspicios franceses, el republicanismo
revolucionario se extendió por una parte de Italia. La antigua república
patricia de Génova se convirtió en una República de Liguria según el modelo
francés. En Roma, el papa fue depuesto de su poder temporal, y se
estableció una República Romana. En la Italia meridional, se instauró una
República Napolitana, llamada también Partenopea. En Suiza, al mismo
tiempo, los reformadores suizos cooperaron con los franceses para crear una
nueva República Helvética.
La Orilla Izquierda del Rhin, en el atomizado Sacro Imperio Romano,
estaba ocupada por un gran número de príncipes alemanes que ahora tenían
que abandonarla. El tratado de Campo Formio estipulaba que serían
compensados con territorios de la Iglesia en Alemania, al este del Rhin, y
que Francia intervendría en la redistribución. Los principes alemanes
miraban con ojos codiciosos a los obispos y priores alemanes, y el Sacro
Imperio, de casi 1.000 años de antigüedad, poco más que una forma solemne
desde la Paz de Westfalia, se hundía hasta el nivel de una rebatiña territorial
o de una especulación de bienes raíces, mientras Francia intervenía en la
reconstrucción territorial de Alemania.
122
cisma religioso se agudizó; el Directorio adoptó severas medidas respecto al
clero refractario.
Mientras tanto, Bonaparte esperaba que la situación madurase. A l volver
de Italia como un héroe conquistador, fue destinado al mando del ejército
que se preparaba para invadir Inglaterra. Llegó a la conclusión de que la
invasión era prematura, y decidió golpear indirectamente a Inglaterra,
amenazando a la India mediante una espectacular invasión de Egipto. En
1798, burlando a la armada británica, desembarcó un ejército francés en la
desembocadura del Nilo. Egipto formaba parte del Imperio Turco, y la
ocupación francesa de aquel país alarmó a los rusos, que tenían sus propios
designios respecto al Cercano Oriente. Los austríacos se oponían a la
reorganización francesa de Alemania. Año y medio después del tratado de
Campo Formio, Austria, Rusia y Gran Bretaña formaron una alianza
conocida como la Segunda Coalición. La República Francesa se vio de
nuevo envuelta en una guerra general. Y la guerra se desarrolló desfavorable
mente, porque, en agosto de 1798, la escuadra británica había aislado al
ejército francés en Egipto al ganar la batalla del Nilo (o de Abuldr), y, en
1799, las fuerzas rusas, al mando del Mariscal Suvorov, llegaron a operar,
tan hacia el Oeste como Suiza y el norte de Italia, donde la República Cisalpi
na se derrumbó.
Había llegado el momento del general Bonaparte. Dejó su ejército en
Egipto, y, deslizándose de nuevo entre la armada británica, reapareció
inesperadamente en Francia. Descubrió que ciertos dirigentes civiles del
Directorio estaban proyectando un cambio. Entre ellos, se encontraba
Sieyés, de quien apenas se había oido hablar desde que había escrito ¿ Qué es el
Tercer Estado?, diez años antes, pero que había sido miembro de la
Convención y había votado en favor de la condena a muerte de Luis XVI.
La fórmula de Sieyés era ahora: «confianza por abajo, autoridad por
arriba», lo que él quería ahora del pueblo era sumisión, y del gobierno,
poder para actuar. Aquel grupo estaba buscando un generad, y su elección
recayó en el brillante joven Bonaparte, que aún no tenía más que treinta
años. La dictadura de un militar repugnaba a la mayoría de los republicanos
de los Quinientos y de los Ancianos. Bonaparte, Sieyés y sus seguidores
recurrieron a la fuerza, dando el golpe de estado de Brumano (9 de
noviembre de 1799), en el que los legisladores fueron expulsados de las
cámaras por los soldados armados. Estos proclamaron una nueva forma de
república, a la que Bonaparte llamó el Consulado. Estaba dirigida por tres
cónsules, siendo Bonaparte el Primer Cónsul.
123
vestido con un traje civil, nunca habría llamado la atención. Sus modales
eran más bien toscos; perdía la calma, hacía trampas en el juego, y tiraba de
las orejas a la gente, en una especie de broma espantosa; no era un
«caballero». Hijo de la Ilustración y de la Revolución, se emancipó
totalmente, no sólo de las. ideas acostumbradas, sino también de los
escrúpulos morales. Consideraba el mundo como un plasma al que había de
dar forma su propia mente. Tenía una creencia exaltada en su destino, que,
al paso de los años, fue haciéndose más mística y exagerada. Proclamaba
que seguía su «estrella». Sus ideas de lo bueno y de lo bello eran más bien
torpes, pero era un hombre Éde extraordinaria capacidad intelectual, que
impresionaba a cuantos entraban en contacto con él. «No hables nunca, a no
ser que estés seguro de que eres el hombre más inteligente de la reunión»,
aconsejó, una vez, a su hijastro, al hacerle virrey de Italia: una máxima que,
si él mismo la siguiera, no le habría impedido, de todos modos, ser el que
más «hablase. Su atención iba hacia temas sólidos: la historia, el derecho, la
ciencia militar, la administración pública. Su inteligencia era tenaz y
perfectamente ordenada; en una ocasión, declaró que su inteligencia era
como una cómoda cuyos cajones él podía abrir o cerrar, a su voluntad,
olvidando cualquier tema cuando su cajón estaba cerrado, y encontrándolo
dispuesto, con todos los detalles necesarios, cuando su cajón se abría. Poseia to
das las imperiosas cualidades inherentes a la facultad de mando; podía
deslumbrar y cautivar a cuantos sintiesen alguna inclinación a seguirle. Algunos
de los seres más humanos de su tiempo, como Goethe y Beethoven en Alema
nia, y Lazare Carnot entre los primeros dirigentes revolucionarios, le miraron
con gran simpatía, ya inicialmente. Inspiraba confianza por su palabra vigoro
sa, por sus decisiones rápidas y por su inmediata comprensión de complejos
problemas, aún cuando se le presentasen por primera vez. Era o parecía, justa
mente, lo que muchos franceses deseaban, después de diez años de inquietud.
Bajo el Consulado, Francia regresó a una forma de despotiSmo ilustrado,
y Bonaparte puede ser considerado como el último y más eminente de los
déspotas ilustrados. El nuevo régimen fue despótico, indudablemente, desde
el principio. El auto-gobierno mediante organismos elegidos fue implacable
mente desechado. Bonaparte se complacía en afirmar la soberanía del
pueblo, pero, en su opinión, el pueblo era un soberano como el Dios de
Voltaire, que de algún modo creó el mundo, pero no volvió a intervenir en
él. Napoleón veía claramente que la autoridad de un gobierno era mayor
cuando se sostenía que representaba a toda la nación. En las semanas
siguientes a Brumario, se aseguró un mandato popular ideando una
Constitución escrita y sometiéndola a un referéndum general o «plebiscito».
Los votantes podían aceptarla o no. La aceptaron, por una mayoría
oficialmente registrada en 3.011.007 contra 1.562.
La nueva Constitución establecía una ficción de instituciones parlamen
tarias. Concedía el sufragio universal masculino, pero los ciudadanos sólo
elegían a los «notables»; los hombres de las listas de notables eran luego
nombrados por el gobierno para su función pública. Los notables no tenían
poderes propios. Estaban, sencillamente, disponibles para el nombramiento
en virtud del cual desempeñarían un cargo. Podían pasar a formar parte de
un Cuerpo Legislativo, en el que no podían iniciar ni discutir ninguna ley,
124
sino, simplemente, rechazarla o aprobarla. Había también un Tribunado que
discutía y deliberaba pero que no tenía facultades de aprobación. Había un Se
nado Conservador, que tenía derechos de nombramiento de notables para los
cargos («patronage», en términos americanos), y en el que muchos atribulados
regicidas encontraron un abrigo. El principal núcleo del nuevo gobierno era el
Consejo de Estado, imitado del Antiguo Régimen; preparaba la legislación im
portante, a menudo bajo la presidencia del propio Primer Cónsul, que siempre
daba la impresión de que lo comprendía todo. El Primer Cónsul adoptaba todas
las decisiones y gobernaba el estado. El régimen no representaba abiertamente a
nadie, y esa era su fuerza, porque provocaba menos oposición. En todo caso, la
m aquinaria política que acabamos de describir cayó rápidamente en desuso.
Bonaparte se atrincheró también prometiendo y obteniendo la paz. El
problema militar, a finales de 1799, estaba muy simplificado, gracias a la
actitud de los rusos, que, en realidad, se retiraron de la guerra con Francia.
En el escenario italiano, Bonaparte sólo tenía que enfrentarse con los
austríacos, a los que nuevamente derrotó, cruzando los Alpes otra vez, en la
batalla de Marengo, en junio de 1800. En febrero de 1801, los austríacos
firmaron el tratado de Lunéville, en el que se ratificaron los términos de
Campo Formio. Un año después en marzo de 1802, se hizo la paz también
con Inglaterra.
También se hizo la paz en el interior. Bonaparte mantuvo el orden
interno, en parte mediante una policía política secreta, pero más especial
mente a través de una poderosa y centralizada máquina administrativa, en la
que un «prefecto», bajo las órdenes directas del ministro del interior, regía
firmemente cada uno de los departamentos creados por la Asamblea
Constituyente. El nuevo gobierno acabó con las guerrillas en el oeste. En la
Bretaña y en la Vendée, se impusieron sus leyes y tributos. Los campesinos
de aquellas zonas ya no estaban aterrorizados por los guerrilleros merodea
dores. Una nueva paz se instauró entre las facciones dejadas por la
Revolución. Bonaparte ofreció una amnistía general e invitó a regresar a
Francia, con unas pocas excepciones, a los desterrados de todas clases, desde
los primeros aristócratas emigrados hasta los refugiados y deportados de los
golpes de estado republicanos. Exigiéndoles sólo que trabajasen para él y
que cesasen en sus querellas recíprocas, Napoleón eligió a los hombres
inteligentes de todos los campos. Su Segundo Cónsul era Cambacérés, un
regicida del Terror, y su Tercer Cónsul, Lebrun, que había sido colega de
Maupeou en los tiempos de Luis XV 12. Fouché apareció como ministro de
policía; había sido un hebertista y un terrorista extremado, en 1793, y había
contribuido maá que cualquier otro a provocar la caída de>Robespierre.
Antes de 1789, había sido un oscuro y burgués profesor de física. Talleyrand
surgió como ministro de negocios extranjeros; había pasado el Terror en un
retiro seguro, en los Estados Unidos, y sus principios, suponiendo que
tuviera alguno, eran los de la monarquía constitucional. Antes de 1789,
había sido obispo y era de un linaje aristocrático, casi insoportablemente
distinguido; «el que no haya conocido el Antiguo Régimen —dijo una vez—
no puede imaginar qué agradable era». Hombres de este tipo estaban ahora
125
deseando, durante unos pocos años a partir de 1800, olvidar el pasado y
trabajar en común por el futuro.
El Primer Cónsul abatía, implacablemente, a los* perturbadores del nuevo
orden. En realidad, urdía alarmas para ser mejor recibido como un pilar del or
den. En la Nochebuena de 1800, cuando se dirigía hacia la ópera, estuvo a
punto de ser muerto por una bomba, o «máquina infernal», como la gente
decía entonces. Había sido obra de los realistas, pero Bonaparte la presentó
como resultado de una conspiración jacobina, pues en aquel momento temía
especialmente a algunos de los viejos republicanos; y fueron deportados, de
nuevo, más de un centenar de antiguos jacobinos. Por el contrario, en 1804,
exageró notablemente ciertas confabulaciones realistas contra él, invadió el
estado independiente de Badén, y allí arrestó al Duque de Enghien, que
estaba emparentado con los Borbones. Aunque sabía que Enghien era ino
cente, lo hizo fusilar. Su objetivo ahora consistía en agradar a los viejos jaco
binos, manchándose las manos con sangre de los Borbones; Fouché y los re
gicidas llegaron a la conclusión de que estaban seguros mientras Bonaparte
permaneciese en el poder.
La reconciliación resultó más fácil para casi todos, excepto los realistas y re
publicanos más convencidos, gracias al establecimiento de la paz con la Iglesia.
El propio Bonaparte era un racionalista puro, a la manera del siglo XVIII.
Consideraba la religión como una cuestión de conveniencia. Se proclamaba
musulmán en Egipto, católico en Francia, y librepensador entre los
profesores del Instituto de Paris. Pero un resurgimiento católico estaba en
plena actividad, y él comprendía su importancia. El clero refractario era la
fuerza espiritual que animaba todas las formas de contrarrevolución.
«Cincuenta obispos emigrados, pagados por Inglaterra —dijo una vez—
dirigen hoy el clero francés. Su influencia debe ser destruida. Para ello,
necesitamos la autoridad del papa.» Desoyendo los gritos de horror de los
viejos jacobinos, en 1801 firmó un concordato con el Vaticano.
Las dos partes ganaron con el acuerdo. La autonomía de la iglesia
galicana prerrevolucionaria tocó a su fin. El papa obtuvo el derecho a
deponer a los obispos franceses, porque, antes de que el cisma pudiera
curarse, tenían que ser obligados a dimitir los obispos constitucionales y los
refractarios. El clero constitucional o pro-revolucionario cayó bajo la
disciplina de la Santa Sede. De nuevo se permitió el culto católico público,
como en el caso de las procesiones por las calles. Volvieron a permitirse los
seminarios eclesiásticos. Pero Bonaparte y los herederos de la Revolución
gánaron todavía más. Al firmar el concordato, el papa reconocía, virtual
mente, a la República. El Vaticano se avenía a no plantear cuestión algu
na a causa de los antiguos diezmos y de las antiguas tierras de la Iglesia.
Los nuevos propietarios de los antiguos bienes eclesiásticos obtenían así unos
títulos indiscutibles. Tampoco habria cuestión alguna en tom o a Aviñón, un
antiguo enclave papal dentro de Francia, anexionado por este país en 1791,
No hubo negociadores papales capaces de socavar la tolerancia religiosa;
126
todo lo que Bonaparte concedió fue una cláusula que era puramente
objetiva, y por consiguiente innocua, en la que se establecía que el
Catolicismo era la religión de la mayoría de los franceses. A l clero, en
compensación por la pérdida de sus diezmos y bienes, se le garantizaba la
percepción de salarios del estado. Pero Bonaparte, para desvanecer la idea
de una Iglesia oficial, puso también en la nómina del gstado a ministros pro
testantes de todas las confesiones. Así, dio jaque mate al Vaticano, en pun
tos importantes. Al propio tiempo, y simplemente mediante la firma de un
acuerdo con Roma, desarmaba a la contrarrevolución. Ya no podría de
cirse que la República era atea. Las buenas relaciones, ciertamente, no dura
ron mucho, pues Bonaparte y el papado pronto entraron en conflicto. Pero
los términos del concordato resultaron duraderos.
Con la paz y el orden establecidos, el trabajo constructivo del Consulado
atendió a los campos del derecho y de la administración. El Primer Cónsul y
sus consejeros combinaron lo que ellos consideraban que era lo mejor de la
Revolución y del Antiguo Régimen. El estado moderno adoptó una forma
más clara. Era el reverso de todo lo que tenia un carácter feudal. Toda la
autoridad pública se concentraba en agentes pagados del gobierno, nadie se
encontraba sometido a autoridad legal alguna excepto a la del estado, y la
autoridad del gobierno alcanzaba también a todas las personas. No había
más estamentos, ni clases legales, ni privilegios, ni libertades locales, ni cargos
hereditarios, ni gremios, ni señoríos. Los jueces, los funcionarios y los oficia
les del ejército recibían unos salarios determinados. Ni las comisiones militaras
ni los cargos civiles podían ser comprados ni vendidos. Los ciudadanos
ascenderían en el servicio público, sólo en virtud de su capacidad.
Esta era la doctrina de las «carreras abiertas al talento»; era lo que la
burguesía había querido antes de la Revolución, y unas pocas personas de
muy humilde nacimiento se beneficiaron también. Para los hijos de la
antigua aristocracia, aquello significaba que el linaje no era suficiente;
tenían que demostrar también capacidad individual para conseguir el
empleo. La cualificación pasó a depender cada vez más de la instrucción, y en
aquellos años se reorganizaron las escuelas secundarias y superiores, a fin de
preparar a los jóvenes para el servicio público y para las profesiones
liberales. Se facilitaban becas, pero la beneficiada era, sobre todo, la clase
media alta. La instrucción, en efecto, tanto en Francia como en Europa, por
lo general, pasó a ser una determinante de gran importancia para la posición
social, con un sistema para los que podian dedicar a la escuela una docena
de años o más, y otro para muchachos que tenían que pasar a formar parte
de la fuerza de trabajo a la edad de doce o de catorce años.
Otra profunda demanda del pueblo francés, más profunda que la
demanda del voto, era la que aspiraba a más razón, más orden y más
economía en la hacienda pública y en los impuestos. El Consulado también
satisfizo esta aspiración. No hubo exenciones de impuestos por razón de
nacimiento, de posición o de acuerdos especiales. Se suponia que todos
pagaban, de modo que el hecho de pagar no implicaba ninguna idea de
desgracia, y había menos evasión. En principio, estos cambios se habían
introducido en 1789; después de 1799, comenzaron a entrar en vigor. Por
primera vez en estos diez años, el gobierno recaudaba realmente los
127
impuestos que señalaba, y podía así planificar racionalmente sus asuntos
financieros. También se introdujo orden en los gastos; y se perfeccionaron
los métodos contables. Ya no hubo una clasificación aleatoria de diferentes
«fondps», de los que distintos funcionarios extraían dinero, independiente y
confidencialmente, cuando lo necesitaban, sino que se llevó a cabo una
concentración de administración financiera en la hacienda; e incluso una espe
cie de presupuesto. Las incertidumbres revolucionarias acerca del valor del di
nero se acabaron también. Gracias a que el Directorio había suscitado el odio
por haber repudiado el papel moneda y la deuda pública, el Consulado pudo
establecer una moneda sana y un crédito público. Para subvenir a la
organización de las finanzas del gobierno, se restauró uno de los bancos del
Antiguo Régimen, y se estableció como Banco de Francia.
Al igual que todos los déspotas ilustrados, Bonaparte codificó las leyes,
y, desde los romanos, los códigos napoleónicos son los más famosos de
todos. A los 300 sistemas legales del Antiguo Régimen, y a las numerosas
ordenanzas reales, se sumaban ahora los millares de leyes aprobadas, pero
pocas veces puestas en práctica, por las asambleas revolucionarias. Aparecie
ron cinco códigos: el Código Civil (por lo general, llamado sencillamente el
Código de Napoleón), los códigos de procedimiento civil y de procedimiento
criminal, y los códigos comercial y penal. Los códigos uniformaron a
Francia, desde el punto de vista legal y desde el judicial. Aseguraron la
igualdad legal; todos los ciudadanos franceses tenían los mismos derechos
civiles. Formulaban la nueva ley de propiedad y establecieron la ley de
contratos, deudas, arrendamientos, sociedades anónimas y materias simila
res, de tal modo que crearon la estructura legal para una economía de
res, de tal modo que crearon la estructura legal para una economía de empresa
privada. Repetían la prohibición de todos los regímenes anteriores acerca
pues su declaración no era aceptable ante los tribunales en contra de la de su
patrono; una importante desviación de la igualdad ante la ley. El código
criminal era, en cierto modo, más libre, al dar al gobierno los medios de
descubrir el crimen, que al conceder al individuo los medios de defenderse
contra las acusaciones legales. En relación con la familia, los códigos
reconocían el matrimonio civil y el divorcio, pero dejaban a la mujer con
unos poderes muy restringidos sobre la propiedad, y al padre con una amplia
autoridad sobre los hijos menores. Los códigos reflejaban una gran parte de
la vida francesa bajo el Antiguo Régimen. También fijaban el carácter de
Francia tal como ha sido desde entonces, socialmente burguesa, legalmente
igualitaria y administrativamente burocrática.
Con el Consulado, la Revolución había terminado en Francia. Si sus más
altas esperanzas no se habían cumplido, los peores males del Antiguo
Régimen habían sido, por lo menos, remediados. Los beneficiarios de la
Revolución se sentían seguros. También los antiguos aristócratas iban
rehaciéndose. El movimiento de la clase obrera, repetidamente frustado bajo
todos los regímenes revolucionarios, desaparecía ahora de la escena política,
para reaparecer como socialismo treinta años después. Lo que el Tercer
Estado había deseado, sobre todo, en 1789, estaba ahora codificado y
vigente, con la excepción del gobierno parlamentario, que, después de diez
años de perturbaciones, mucha gente, de momento, estaba deseando olvidar.
128
Además, en 1802, la República Francesa estaba en paz con el papado, con la
Gran Bretaña y con todas las potencias del Continente. Llegaba hasta el
Rhin, y tenia repúblicas dependientes en Holanda y en Italia. Tan popular
era el el Primer Cónsul, que, en 1802, mediante otro plebiscito, se había
elegido a sí mismo cónsul vitalicio. En 1804, una nueva Constitución,
ratificada también por plebiscito, declaraba que «el gobierno de la república
es confiado al emperador». El Consulado se convirtió en el Imperio, y
Bonaparte surgió como Napoleón I, Emperador de los Franceses.
Pero Francia, que ya no era revolucionaria en el interior, era revolucio
naria más allá de sus fronteras. Napoleón se convirtió en el terror para los
patricios de Europa. Le llamaban «el jacobino». Y la Francia que él
gobernaba y utilizaba como su arsenal, era un estado incomparablemente
fuerte. Ya antes de la Revolución, habia sido el más populoso de Europa, tal
vez el más rico, en primera posición en lo que se refiere a la empresa
científica y a la autoridad intelectual. Ahora, todas las antiguas barreras de
los privilegios, de las exenciones de impuestos, de los localismos, de los exclu
sivismos de casta, y de las actitudes rutinarias habían desaparecido. La nue
va Francia podía succionar la riqueza de sus ciudadanos y colocar en los
cargos a los hombres capaces, sin investigar acerca de sus orígenes.
Cualquier particular —alardeaba Napoleón— llevaba en su mochila el
bastón de mariscal. Los franceses miraban con desdén a sus adversarios
divididos en castas. El principio de la igualdad ciudadana demostró que no
sólo tenia el atractivo de la justicia, sino también que era politicamente útil,
y los recursos de Francia fueron lanzados contra Europa con una fuerza que
nada pudo detener, durante muchos años.
129
III. L A E U R O P A N A P O L E O N IC A
132
trancés en Egipto, los rusos vieron sus ambiciones en el Mediterráneo
bloqueadas principalmente por los ingleses, y retiraron el ejército de Suvorov
de la Europa occidental. La aceptación por parte de Austria de la paz de
Lunéville, en 1801, disolvió la Segunda Coalición. En 1802, la Gran Bretaña
firmó la paz de Amiens. Fue el único momento, entre 1792 y 1814, en que
ninguna potencia europea estaba en guerra con otra; aunque los ingleses,
desde luego, estaban en guerra con algunos príncipes indios, los rusos con
algunos jefes de tribu caucasianos, y los franceses con Toussaint Louverture,
el negro ex-esclavo que intentaba fundar una república independiente en
Haití.
Nunca una paz había sido tan beneficiosa para Francia como la paz de
1802. Pero Bonaparte no le dio oportunidad. Utilizó la paz, como la guerra, al
servicio de sus intereses. Envió un gran ejército a Haití, ostensiblemente para
reducir una colonia francesa rebelde, pero con el ulterior propósito (puesto
que Luisiana había sido cedida por España a Francia en 1800) de restablecer
el imperio colonial francés en América. Reorganizó la República Cisalpina
como una República «Italiana», declarándose él mismo presidente. Reorga
nizó la República Helvética, erigiéndose él mismo en «mediador» de la
Confederación Suiza. Reorganizó Alemania; es decir, él y sus agentes vigila
ron atentamente el ordenamiento del territorio que los propios alemanes ha
bían estado llevando a cabo desde 1797.
Mediante el tratado de Campo Formio3, como se recordará, los principes
alemanes de la Orilla Izquierda del Rhin, expropiada por la anexión de sus
dominios a la República Francesa, recibirían nuevos territorios en la Orilla
Derecha. El resultado fue una rebatiña llamada por los historiadores
alemanes patrióticos «la vergüenza de los principes». Los gobernantes
alemanes, lejos de oponerse a Bonaparte o de atender a los intereses
nacionales, competían desesperadamente por la absorción de territorio
alemán, sobornando y halagando cada uno de ellos a los franceses
(Talleyrand ganó más de 10.000.000 de francos en la operación), para
conseguir el apoyo de Francia contra los otros alemanes. El Sacro Imperio
Romano fue fatalmente maltratado por los propios alemanes. La mayor
parte de sus principados eclesiásticos y cuarenta y cinco de sus cincuenta y
una ciudades libres desaparecieron, anexionados por sus vecinos más
grandes. El número de estados del Sacro Imperio fue notablemente
reducido, especialmente el de los estados católicos, de modo que era
previsible que ningún Habsburgo católico volviera a ser elegido emperador.
Prusia, Baviera, Württemberg y Badén se consolidaron y se extendieron.
Estos ajustes fueron ratificados en febrero de 1803 por la dieta del Imperio.
Los estados alemanes ampliados dependían ahora de Bonaparte para el
sostenimiento de su nueva posición.
133
Formación de la Tercera Coalición en 1805
134
Alejandro estaba, por lo tanto, dispuesto a formar una Tercera Coalición
con Gran Bretaña. Imaginándose como un futuro árbitro de la Europa
Central y con secretos designios respecto al Imperio Turco y al Mediterrá
neo, firmó un tratado con Inglaterra, en abril de 1805. los ingleses estuvieron
de acuerdo en pagar a Rusia 1.250.000 libras esterlinas por cada 100.000 sol
dados que los rusos pusiesen en pie de guerra.
135
unirse a la Tercera Coalición, Pero, como el propósito de Napoleón de
controlar Alemania estaba claro después de Austerlitz, el partido de la
guerra en Prusia llegó a ser irresistible, y el gobierno prusiano, engañado y
aturdido, entró en guerra con Francia, sin ayuda y solo. Los franceses
aplastaron al famoso ejército prusiano en las batallas de Jena y Auerstadt,
en octubre de 1806. La caballería francesa galopaba, sin oposición, por todo
el norte de Alemania. El rey prusiano y su gobierno buscaron refugio en el
este, en Kónigsberg, donde el zar y el rehecho ejército ruso podian
protegerles. Pero el terrible corso perseguía a los rusos también. Avanzando
a través del oeste de Polonia' y adentrándose en la Prusia Oriental, se
enfrentó con el ejército ruso, primero en la batalla sangrienta, pero no
decisiva, de Eylau, y derrotándole después, en Friedland, el 14 de junio de
1807. Alejandro I no estaba dispuesto a retirarse a Rusia. No tenia seguridad
en sus propias posibilidades; si el país fuese invadido, podría estallar una
rebelión de nobles o incluso de los siervos, porque el pueblo recordaba
todavía la insurrección de Pugachev7, También temía hacer, sencillamente,
el juego a los ingleses. Desechó sus propósitos bélicos de 1804, y manifestó
su disposición a negociar con Bonaparte. La Tercera Coalición había corrido
la misma suerte de las dos anteriores.
El Emperador de los Franceses y el Autócrata de Todas las Rusias se
reunieron, privadamente, en una balsa, sobre el río Niemen, no lejos de la
frontera entre Prusia y Rusia, en el límite más oriental de la Europa
civilizada, tal como el victorioso Napoleón la imaginaba, alegremente. El
desventurado rey prusiano, Federico Guillermo III, paseaba nerviosamente
por la orilla. Bonaparte ponía su máxim o interés en atraer a Alejandro,
denunciando a Inglaterra como la autora de todos los trastornos de Europa
y cautivándole con los arrebatos de su imaginación latina, en los que
extendía ante Alejandro un destino ilimitado como Emperador del Este,
insinuándole que su futuro se orientaba hacia Turquía, Persia, A fganistán y
la India. El resultado de sus conversaciones fue el tratado de Tilsit de julio
de 1807, que, en muchos sentidos, fue el apogeo de Napoleón. Los imperios
francés y ruso se conviritieron en aliados, especialmente contra la Gran
Bretaña. Aparentemente, esta alianza duró más de cinco años. Alejandro
aceptaba a Napoleón como una especie de Emperador del Oeste. En cuanto
a Prusia, Napoleón seguía ocupando Berlín con sus tropas, y se apoderaba
de todos los territorios prusianos del oeste del Elba, combinándolos con
otros arrebatados a Hanover para constituir un nuevo reino de Westfalia,
que formó parte de su Confederación del Rhin.
136
posibilidad de invadir Inglaterra, en un futuro previsible. Napoleón, por lo
tanto, pensó en la guerra económica. Lucharía contra la potencia naval
mediante la potencia por tierra, utilizando su control político del Continente
para impedir la entrada de artículos y barcos ingleses en todos los puertos
europeos. Destruiría el comercio británico de exportaciones a Europa, no
sólo de productos ingleses, sino también de los artículos que Inglaterra
importaba de América y de Asia, y con cuya reexportación a Europa obtenía
ricos beneficios. Así esperaba hundir a las empresas comerciales británicas y
provocar una violenta depresión en los negocios, que se caracterizaría
por almacenes sobrecargados, desempleo, quiebras bancarias, una caidk de
la moneda, elevación de precios y agitación revolucionaria. El gobierno
británico, que simultáneamente perdería sus ingresos por derechos de
aduanas, se encontraría así incapaz de afrontar la enorme deuda-nacional, y
obtener préstamos de fondos adicionales de sus súbditos, o de proseguir
con sus subsidios Financieros a las potencias militares de Europa. En Berlín,
en 1806, tras la batalla de Jena, Napoleón publicó el Decreto de Berlín,
prohibiendo la importación de artículos británicos en cualquier parte de
Europa aliada con él o dependendiente de él. De este modo, establecía formal
mente el Sistema Continental.
Para que el Sistema Continental fuese eficaz, Napoleón creía que debía
extenderse a toda la Europa continental, sin excepción. Mediante el Tratado
de Tilsit, en 1807, requirió a Rusia y a Prusia para que se adhiriesen al
Sistema. Estos países accedieron a excluir todos los artículos británicos; en
efecto, en los meses siguientes, Rusia, Prusia y Austria declaraban la guerra
a la Gran Bretaña. Entonces, Napoleón ordenó a dos países neutrales,
Dinamarca y Portugal, que se adhiriesen. Dinamarca era un importante
depósito para toda la Europa central, y los ingleses, temiendo la com
plicidad danesa, enviaron una flota a Copenhague, bombardearon la
ciudad duranté cuatro días, y se apoderaron de la flota danesa. Los daneses,
ofendidos, se aliaron con Napoleón y se unieron al Sistema Continental.
Portugal, desde hacía tiempo satélite de Inglaterra, se negó a someterse;
Napoleón lo invadió. Para controlar toda la costa europea, desde San
Petersburgo hasta Trieste, ahora ya solamente le faltaba controlar los
puertos de España. Mediante una serie de engaños, consiguió que el Borbón
Carlos IV y su hijo Fernando abdicasen del trono español. En 1808, nombró
rey de España a su hermano José, y le reforzó con un gran ejército francés.
Así se enredó en una maraña de la que no se libró nunca. Los españoles
consideraban a los soldados napoleónicos como villanos ateos que profana
ban las iglesias. Por todas partes, surgieron terribles guerrillas. A las
crueldades de un bando se replicaba con las atrocidades del otro. Los
ingleses enviaron una fuerza expedicionaria de su pequeño ejército regular,
al mando del Duque de Wellington, para apoyar a las guerrillas españolas;
esto originó una Guerra Peninsular que se prolongó durante cinco años.
Pero, desde el principio, el desarrollo fue adverso para Napoleón. En julio
de 1808, un general francés, por primera vez desde la Revolución, se rendía
con un cuerpo de ejército, sin lucha, mediante la capitulación de Bailén. En
agosto, otra fuerza francesa se rendía al ejército inglés en Portugal. Estos
hechos despertaban esperanzas en el resto de Europa, Y en Alemania se
137
extendió un movimiento anti-francés. Este se hizo muy poderoso en Austria,
donde el gobierno de los Habsburgo, que no había sido desalentado por tres
derrotas y que esperaba acaudillar una resistencia nacional germánica, de
carácter general, se preparaba, por cuarta vez desde 1792, a entrar en guerra
con Francia.
8 Ver m apa 4.
138
Napoleón en su punto culminante, 1809-1811
139
Negocios Extranjeros, se había recorrido el ciclo también. Con una
importante excepción, todas las potencias de las sucesivas coaliciones
estaban aliadas con el Francés, y el Hijo de la Revolución se refería ahora,
gravemente, al emperador de Austria como a «mi padre».
140
forma. Las Provincias Ilirias, que incluían a Trieste y la costa dálmata,
estuvieron administradas, en sus breves dos años, casi como departamentos
de Francia. En Polonia, como los rusos se oponían a un resucitado reino de
Polonia, Napoleón llamó a su creación el Gran Ducado de Varsovia. Entre
los más importantes de los estados dependientes que integraban el Gran
Imperio, figuraban los estados alemanes organizados en la Confederación
del Rhin. Con una denominación muy modesta, la Confederación incluía
toda la Alemania comprendida entre lo que los franceses se anexionaron en
el oeste y lo que Prusia y Austria retenían en el este. Era una liga de todos
los principes alemanes de aquella región la que se consideraba como
soberana, y que ahora se elevaban sólo a unos veinte, siendo los más
importantes los cuatro recientemente erigidos en reyes —el de Sajónia. él de
Baviera, el de Württemberg y él de Westfalia—. Westfalía era un estado
enteramente nuevo y sintético, formado por territorios hannoverianos y
prusianos, y por diversas porciones de la antigua Alemania. Su rey era
Jerónimo, el hermano más joven de Naooleón.
Porque Napoleón utilizaba a su familia como instrumento de gobierno.
El clan corso se convirtió en la dinastía Bonaparte. Su hermano José, desde
1804 a 1808, actuó como rey de Nápoles, y, desde 1808, como rey de
España. Luis Bonaparte fue,* durante seis años, rey de Holanda. Jerónimo
fue rey de Westfalia. Su hermana Carolina pasó a ser reina de Nápoles, una
vez trasladado a España su hermano José; porque Napoleón, al no tener más
hermanos (habia reñido con el otro que le quedaba, Luciano), dio el .trono
de Nápoles a su cuñado, Joaquín Murat, un valeroso jefe de caballería,
marido de Carolina. En el «Reino de Italia», que en 1810 incluía Lombardía,
Venecia y la mayor parte de los antiguos estados papales, Napoleón se re
servó para sí mismo él título de rey, pero estableció como virrey a su hijas
tro, Eugenio Beauharnais (hijo de Josefina). «El tío José», hermano de la
madre de Napoleón, se convirtió en el Cardenal Fesch. La madre de los Bo
naparte, Leticia, que había criado a todos aquellos hijos en muy distintas
circunstancias, en Córcega, fue instalada en la corte, convenientemente,
como Madame Mére (Señora Madre). Según la leyenda, no dejaba de
repetir, para sí misma: «¡Si esto durase!»; sobrevivió en quince años a Na
poleón.
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1
142
mente libres para trasladarse, para emigrar, para contraer matrimonio, y con
capacidad para entablar pleitos ante los tribunales. Los derechos señoriales,
juntamente con los diezmos, fueron abolidos, en general, como en la Francia
de 1789. Pero, mientras en Francia los campesinos se libraban de aquellas
cargas sin tener que pagar una compensación, porque se habían alzado en
rebeldía en 1789 y porque Francia atravesó una radical revolución popular
en 1793, en otras partes del Gran Imperio los campesinos tuvieron que
comprométese al pago de indemnizaciones, y la antigua clase feudal siguió
percibiendo ingresos de sus derechos abolidos. Sólo en Bélgica y en Renania,
incorporadas a Francia bajo la República, el régimen señorial desapareció
sin compensación, como en Francia, dejando una numerosa clase consoli
dada de pequeños granjeros terratenientes. Al este del Rhin, Napoleón tuvo
que llegar a un compromiso con la aristocracia a la que atacaba. En Polonia,
el único país del Gran Imperio en el que aún predominaba una completa
servidumbre, los campesinos recibieron la libertad legal durante la ocupación
francesa; pero los terratenientes polacos seguían económicamente indemnes,
porque poseían toda la tierra. Napoleón tuvo que atraérselos, porque no
había en Polonia ninguna otra clase efectiva a la que él pudiera recurrir en
busca de apoyo. En general, fuera de Francia, el asalto al feudalismo no fue
socialmente tan revolucionario como lo había sido en Francia. El señor se
acabó, pero quedó el terrateniente.
En todos los países del Gran Imperio, la iglesia perdió su posición como
autoridad pública al lado del estado. Se abolieron o se restringieron los
tribunales eclesiásticos; la Inquisición fue declarada ilegal en España. Se
acabaron los diezmos, los bienes de la iglesia fueron confiscados, y las
órdenes monásticas se disolvieron o fueron severamente reguladas. La
tolerancia se covirtió en ley; católicos, protestantes, judíos y no creyentes
obtuvieron los mismos derechos civiles. El estado se basaría, no sobre la idea
de la comunidad religiosa, sino sobre la idea de la residencia territorial. Con
la nobleza, o en cuestiones económicas, Napoleón podía transigir, pero no
transigiría con el clero católico respecto al principio de un estado secular.
Incluso en España, insistía sobre estos fundamentos de su sistema, señal
cierta de que no estaba impulsado solamente por un oportunismo, porque fue,
en gran parte, su programa religioso lo que provocó la rebelión del pueblo es
pañol.
Los gremios fueron abolidos, en general, o reducidos a formas vacías y el
derecho individual al trabajo fue generalmente proclamado. Los campesi
nos, al oDtener la libertad legal, podían aprender y desempeñar cualquier
oficio que desearan. Las viejas oligarquías de las ciudades y los patriciados
burgueses fueron anulados. Las ciudades y las provincias perdieron sus
antiguas libertades y se sometieron a la legislación general. Se abolieron las
tarifas interiores, y se estimuló el libre comercio dentro de las fronteras del
estado. Algunos países se cambiaron a un sistema monetario decimal; y los
heterogéneos pesos y medidas surgidos en la Edad Media, y de los que las
pintas, las onzas, las yardas y los bushels anglo-americanos eran activas
supervivencias, dejaron paso a las regularidades cartesianas del sistema
métrico. Antiguos y distintos sistemas legales cedieron su puesto a los
códigos napoleónicos. Los tribunales se separaron de la administración. Se
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acabaron las herencias y las ventas de cargos. Los funcionarios recibían
salarios suficientemente altos para defenderles de las tentaciones de corrup
ción. Los reyes se incluyeron en las nóm inas de la administración, con sus
gastos personales separados de los gastos del gobierno. Se modernizaron los
impuestos y las finanzas. La contribución corriente se convirtió en un
impuesto sobre la tierra, pagado por cada terrateniente; y los gobiernos
sabían cuánta tierra poseía realmente cada propietario, porque desarrollaron
un registro sistemático de los bienes y unos métodos sistemáticos de aforo y
de amillaramiento. El arrendamiento de impuestos fue sustituido por la
recaudación directa. Se introdujeron nuevos métodos de contabilidad y de
reunión de datos.
En general, en todos los países del Gran Imperio, con Napoleón se
introdujeron los principios fundamentales de la Revolución Francesa, con la
notable excepción de que no hubo ningún auto-gobierno mediante cuerpos
legislativos elegidos. Napoleón encontró, en todos los países, muchos nativos
dispuestos a apoyarle, sobre todo entre los comerciantes y los profesionales,
que eran lectores de los autores de la Ilustración, a menudo anticlericales,
ávidos de una mayor igualdad con la nobleza, e impacientes por acabar con
los viejos localismos que entorpecían el comercio y el intercambio de ideas.
Encontró partidarios también entre muchos nobles progresistas, y, en la
Confederación del Rhin, entre los gobernantes nativos. Su programa atraía a
una cierta clase de gente en todas partes, y en todos los países del Gran
Imperio era ejecutado, sobre todo, por personas del país. Con aquel
programa iba la represión, aunque difícilmente en la medida que ha sido
habitual en el siglo X X . N o hubo grandes campos de intemamiento, y la
policía de Fouché se dedicaba más a espiar y a facilitar informes que a
maltratar a los desafectos. La ejecución de un solo librero bávaro, llamado
Palm, constituyó un famoso ultraje.
En resumen, al principio, había un fuerte sentimiento pro-napoleónico
en el Gran Imperio. La influencia francesa (aparte de Bélgica y Renania) pe
netró profundamente en el norte de Italia, donde no había tradiciones mo
nárquicas nativas, y donde las viejas ciudades-estado italianas habían ge
nerado una fuerte clase ciudadana, a menudo anticlerical. En el sur de
Alemania, la influencia francesa era profunda también. Donde menos
atracción ejerció el sistema francés fué en España, país en el que que un
sentimiento monárquico católico dio origen a una especie de movimiento de
independencia, de carácter contrarrevolucionario. Tampoco resultó atractivo
para la Europa agraria del este, zona de señores y de siervos. Pero incluso en
Prusia, como luego se verá, el estado se remodeló siguiendo las líneas
irancesas. En Rusia, durante la alianza de Tilsit, Alejandro respaldó a un
ministro reformador pro-francés, Speranski. La influencia napoleónica era
penetrante porque implicaba el antiguo movimiento del despotismo ilustrado
y parecía proporcionar las ventajas de la Revolución Francesa, sin la-
violencia y el desorden. En opinión de Goethe, Napoleón «era la expresión
de todo lo razonable, legítimo y europeo del movimiento revolucionario».
Pero las reformas napoleónicas eran también armas de guerra. Todos los
estados dependientes tenían que facilitar a Napoleón dinero y soldados.
Alemanes, holandeses, belgas, italianos, polacos e incluso españoles lucha
144
ban en sus ejércitos. Además, los estados dependientes sufragaban una gran
parte del coste del ejército francés, que, en su mayoría, se hallaba situado
fuera de Francia. Esto significaba que los impuestos podían seguir siendo
bajos en Francia, para general satisfacción de los intereses económicos
surgidos de la Revolución.
Tras los estados tributarios del Gran Imperio, se encontraban los países
nominalmente independientes, imidos bajo Napoleón en el Sistema Conti
nental. Napoleón consideraba a sus aliados, en el mejor de los casos, com o
subordinados participantes en un proyecto común. El gran proyecto era el de
aplastar a la Gran Bretaña, y con este objetivo se había establecido el
Sistema Continental. Pero el aplastamiento de Inglaterra se convirtió, en el
pensamiento de Napoleón, en un medio para un fin ulterior: la unificación y
el dominio de toda Europa. Esto, a su vez, si Napoleón lo hubiera
conseguido, seguramente no habría hecho más que abrir el camino hada
nuevas conquistas.
En el punto en que se encontraba Napoleón en 1807 ó 1810, la
unificación de la Europa continental parecía un objetivo posible. Bonaparte
buscaba una ideología que inspirase tanto a su Gran Imperio como a sus
aliados. Proponía las doctrinas cosmopolitas del siglo XVIII, hablaba
incansablemente de la ilustración de la época, apremiaba a todos los pueblos
a trabajar con él contra el medievalismo, el feudalismo, la ignorancia y él
oscurantismo de que todavía estaban rodeados. Y, mientras apelaba al
sentido de la modernidad, hacia también hincapié en la grandeza de los
tiempos de Roma. La inspiración romana se reflejaba en las artes de su
época. Los sólidos muebles «imperio», los lienzos heroicos de David, la
iglesia de la Madeleine de París, que recordaba un templo clásico convertido
en un Templo de Gloria, el Arco de Triunfo de la misma ciudad, comenzado
en 1806, todo evocaba la atmósfera de difusa majestad en que Napoleón
habría querido que viviesen los pueblos de Europa. Además, para despertar
un sentimiento pan-europeo, Napoleón operaba sobre la latente hostilidad
contra Gran Bretaña. Los ingleses, victoriosos en la lucha del siglo XVIII
por la riqueza y por el imperio, se habían hecho aborrecer en muchas partes.
Había natural sentimiento de envidia respecto al afortunado, y el resenti
miento contra la arbitrariedad con que habia sido alcanzado y con que era
•mantenido el triunfo. Aquellos sentimientos se hallaban presentes entre casi
todos los europeos. Se creía que los ingleses estaban utilizando, realmente,
su poderío naval, para conseguir una participación permanente mayor del
comercio marítimo mundial. Y, ciertamente, tal creencia no era equivocada.
145
por el hambre ni privarlos de ios necesarios materiales de guerra. La Europa
occidental era todavía autosuficiente en artículos alimenticios, y los arma
mentos se producían, en gran proporción, localmeñte, de materias primas
como el hierro, el cobre y el nitrato de sodio. Europa no importaba casi
nada indispensable de ultramar. El principal objetivo del bloqueo británico
no era, por lo tanto, el de privar de importaciones a los países enemigos,
sino el de mantener el comercio de tales importaciones ajeno al control del
enemigo. Se trataba de destruir el comercio y los barcos del enemigo, a fin
de debilitar, a corto plazo, las posibilidades bélicas del gobierno adversario,
m inando sus ingresos y su marina, y de debilitar, a largo plazo, la posición
del enemigo en los mercados mundiales. La guerra económica era guerra
comercial. Los ingleses estaban decididos a que los artículos ingleses
penetrasen en los países enemigos, o bien de contrabando, o bien por
intermedio de los neutrales.
Ya en 1793, los republicanos franceses habían denunciado a Inglaterra
como la «moderna Cartago», una implacable potencia mercantil, atenta a la
obtención de ganancias, que aspiraba a esclavizar a Europa, sometiéndola a
su sistema financiero y comercial. En efecto, los ingleses, con las guerras,
consiguieron un monopolio sobre los transportes de las mercancías ultrama
rinas a Europa. Al propio tiempo, com o estaban relativamente avanzados en
la Revolución Industrial, podían producir géneros de algodón y otros
artículos, con las nuevas máquinas, más baratos que otros países de Europa,
y. amenazaban así con monopolizar el mercado europeo de aquellos artículos
manufacturados. Había mucha animadversión en Europa contra la moderna
Cartago, especialmente entre las clases burguesas y comerciantes que se
hallaban en competencia con ella. Las clases superiores eran quizá menos*
hostiles.* pues no se preocupaban de la procedencia de los artículos que
consumían, pero las aristocracias y los gobiernos eran sensibles al argumento
de que Gran Bretaña era una potencia económica, una «nación de
tenderos» como decía Napoleón, que libraba sus guerras con libras esterlinas
en lugar de sangre, y que estaba siempre en busca de victimas en Europa.
Era con todos estos sentimientos con los que Napoleón jugaba, reiteran
do, una -y otra vez, que Inglaterra era el enemigo real de Europa, y que
Europa nunca sería próspera ni independiente, hasta que se curase del
íncubo del «monopolio» británico. Impedir la afluencia de artículos a la
Gran Bretaña no era el objetivo del Sistema Continental, como impedir la
afluencia de artículos a Francia no era el objetivo del bloqueo británico. El
objetivo de cada uno era el de destruir el comercio del enemigo, así com o el
crédito y los ingesos públicos, mediante la destrucción de sus exportaciones y
también el de reforzar sus propios mercados.
Para destruir las exportaciones británicas, Napoleón prohibió, mediante
el Decreto de Berlín de 1806, la importación de artículos ingleses en el
continente europeo. Si eran de origen británico, o de origen colonial
británico, se consideraban británicos los artículos, aunque entrasen en
Europa en barcos neutrales como de propiedad neutral. A esto replicaron los
ingleses con un real decreto de noviembre de 1807, ordenando que los neutra
les sólo podrían atracar en puertos napoleónicos, si antes se detenían en
Gran Bretaña, donde las reglas eran tan severas que les estimulaban a cargar
146
artículos británicos. Los ingleses trataban asi de introducir sus exportaciones
en territorio enemigo a través de canales neutrales, que era, precisamente, lo
que Napoleón quería impedir. Mediante el Decreto de Milán, de diciembre
de 1807, Napoleón anunció que todo barco neutral que se hubiera detenido
en un puerto británico, o que se hubiera sometido a pesquisa por un barco
británico en alta mar, sería confiscado en cuanto se presentase en un puerto
continental.
Con toda Europa en Guerra, el único comercio neutral era, virtualmente,
el de los Estados Unidos, que ahora no podía comerciar con Inglaterra ni
con Europa, excepto violando las normas de uno u otro beligerante. Asi se
expondría a represalias, y, por lo tanto, a verse envuelto en la guerra. Para
evitar este peligro, el Presidente Jefferson intentó una política auto-impuesta
de aislamiento comercial, que resultó tan ruinosa para el comercio exterior
americano, que el gobierno de los Estados Unidos adoptó medidas para
reanudar las relaciones comerciales con el beligerante que primero eliminase
sus controles sobre el comercio neutral. Napoleón se ofreció a hacerlo asi, a
condición de que los Estados Unidos se opusiesen a la coacción de los
controles británicos. Simultáneamente, un partido expansionista entre los
americanos del oeste, deseoso de anexionarse el Canadá, considero que, con
el ejército inglés comprometido en España, era el momento adecuado para
poner fin a la Guerra de la Independencia expulsando a Inglaterra del
continente norteamericano. El resultado fue la Guerra Anglo-Americana de
1812, que tuvo pocas consecuencias, a no ser la de poner de manifiesto la
penosa ineficacia de las instituciones militares en la nueva república.
Pero el Sistema Continental era algo más que un recurso para destruir el
comercio de exportación de la Gran Bretaña. Era también un proyecto —hoy
se llamaría un «plan»— de desarrollo de la economía de la Europa
continental, en tom o a Francia com o centro principal. El Sistema Continen
tal, si tuviera éxito sustituiría las economías nacionales con una economía
integrada para el Continente como conjunto. Crearía la estructura para una
civilización europea. Y arruinaría el poderío naval y el monopolio comercial
de Inglaterra; porque una Europa unificada —pensaba Napoleón— no
tardarla en dom inar el mar.
Pero el Sistema Continental fracasó; fue peor que un fracaso, porque dio
origen a una amplia hostilidad contra el régimen napoleónico. El sueño de
una Europa unida, bajo el dominio francés, no era suficientemente atractivo
para inspirar el sacrificio necesario, incluso un sacrificio de comodidades
más que de necesidades. Como Napoleón decía impacientemente, parecería
que los destinos de Europa se jugaban sobre un bañil de azúcar. Era cierto,
como él y sus propagandistas aseguraban con insistencia, que Inglaterra
monopolizaba la venta de azúcar, de tabaco, y de otros artículos ultramari
nos, pero la gente prefería negociar clandestinamente con los ingleses, antes
que seguir sin ellos. Los atractivos de América destruyeron el Sistema
Continental.
147
Las manufacturas inglesas eran algo más fáciles de sustituir que los
artículos coloniales. El algodón en rama se traía por tierra, desde Oriénte, a
través de los Balcanes, y las manufacturas de algodón de Francia, Sajorna,
Suiza e Italia del norte se estimulaban como alivio de la competencia
británica. Hubo una gran expansión de lanas danesas y de ferretería
alemana. El cultivo de remolachas de azúcar, para sustituir el azúcar de
caña, se extendió por Francia, Europa central, Holanda y también Rusia.
Asi se crearon nacientes industrias e instalaciones que, tras la caída de
Napoleón, reclamaron protección arancelaria. En general, los intereses
industriales europeos estaban bien dispuestos hacia el Sistema Continental.
Pero nunca pudieron sustituir' adecuadamente a los ingleses en el
abastecimiento del mercado. Un obstáculo era el transporte. Una gran parte
del comercio entre las diversas regiones del Continente se habia hecho
siempre por mar; este tráfico costero estaba ahora bloqueado por los
ingleses. Las rutas terrestres se utilizaban cada vez más, incluso en los
lejanos Balcanes y en las Provincias Hiñas, zonas a través de las cuales se
importaba el algodón en rama; y se construían mejores carreteras a través de
los pasos del Simplón y del Monte Ceñís, en los Alpes. En 1810, cruzaron el
paso del Monte Cenis unos 17.000 vehiculos rodados. Pero, en el mejor de
los casos, el transporte por tierra no alcanzaba a sustituir al marítimo. Sin
ferrocarriles, que se introducirían unos treinta años después, era imposible*
mantener una economía puramente continental.
Otro obstáculo eran los aranceles.* La idea de una unión arancelaria
continental fue propuesta por algunos de sus subordinados, pero Napoleón
nunca la adoptó. Los estados independientes seguían insistiendo en su
aparente soberanía. Cada uno de ellos habia ampliado su área comercial,
destruyendo los antiguos aranceles interiores, pero cada uno de ellos
mantenía un arancel contra los otros. Los reinos de Italia y de Nápoles no
disfrutaban de un libre comercio recíproco, y los estados alemanes de la
Confederación del Rhin, tampoco. Francia seguía siendo proteccionista; y
cuando Napoleón anexionó Holanda y partes de Italia a Francia, las
mantuvo fuera de los derechos aduaneros franceses. Al propio tiempo,
Napoleón prohibía que los estados satélites elevasen sus aranceles contra
Francia. Francia era su base, y Napoleón quería favorecer la industria
francesa, que se habia perjüdicado mucho con la pérdida de sus mercados en
el Próximo Oriente y en América.
Armadores, constructores de barcos y comerciantes en artículos ultrama
rinos, poderosos elementos de la antigua burguesía, se arrumaron a causa
del Sistema Continental. Los puertos franceses permanecían inactivos, y sus
poblaciones, descontentas y angustiadas. Lo mismo ocurría con todos los
puertos de Europa donde el bloqueo se imponía rigurosamente; en Trieste, el
tonelaje anual total descendió de 208.000 en 1807, a 60.000 en 1812. La
Europa oriental sufrió golpes especialmente duros. En el oeste, habia el
estimulo de las nuevas manufacturas. El este, dependiente desde hacia
mucho tiempo de la Europa occidental en cuanto a los artículos manufactu
rados, ya no podia obtenerlos legalmente de Inglaterra, ni de Francia, ni de
Alemania, ni de Bohemia, a causa de las dificultades del transporte por
tierra y del control británico del Báltico. Tampoco los terratenientes de
148
Prusia, Polonia y Rusia podían comercializar sus productos. La aristocracia
de la Europa oriental, que era la principal clase consumidora e importadora,
tenia nuevas razones para estar disgustada con loS franceses y para sentir
simpatía por los británicos.
Como medida de guerra contra Gran Bretaña, el Sistema Continental
también fracasó. El comercio inglés con Europa se redujo considerablemen
te. Pero la pérdida se compensó en otras zonas, gracias al control británico
del mar. Las exportaciones a América Latina se elevaron de 300.000 libras
esterlinas en 1805, a 6.300.000 en 1809. La existencia del mundo ultramarino
frustraba también el Sistema Continental. A pesar del Sistema, la exportación
de artículos británicos de algodón, que se elevaba al ritmo constante de la
Revolución Industrial, experimentó un incremento superior al 100 por 100 en
cuatro años, desde 1805 a 1809. Y, sí bien una parte del incremento era
debida a la simple inflación y al aumento de los precios, se calcula que la
renta anual del pueblo británico se elevó en más del 100 por 100 durante las
guerras revolucionarias y napoleónicas, saltando de 140.000.000 de libras
esterlinas en 1792, a 335.000.000 en 1814.
149
Algunos nacionalistas, predominantemente conservadores, insistían en el
valor de sus instituciones peculiares, de sus costumbres, de su cultura
popular y de su desarrollo histórico, que ellos temían que podrían verse
destruidos bajo el sistema francés y napoleónico. Otros, o realmente los
mismos, insistían en una mayor autodeterminación, en una mayor participa
ción en el gobierno, en instituciones más representativas, en una mayor
libertad individual frente a la intervención burocrática del estado. Tanto el
conservadurismo como el liberalismo se alzaron contra Napoleón, le
destruyeron, le sobrevivieron y configuraron la historia de las generaciones
siguientes.
El nacionalismo era, pues, muy complejo, y apareció en diferentes
países, en diferentes formas. En Inglaterra, se puso de manifiesto la
profunda solidaridad del país; todas las clases se unieron y lucharon hombro con
hombro contra «Boney»; y las ideas de reforma del Parlamento o de
descomponer las históricas libertades inglesas fueron resueltamente abando
nadas. Es posible que las guerras napoleónicas ayudasen a Inglaterra a
atravesar una dificilísima crisis social, desempleo e incluso agitación
revolucionaria entre una pequeña minoria, y todo ello se eclipsó tras la
patriótica necesidad de resistencia contra Napoleón. En España, el naciona
lismo adoptó la forma de una resistencia implacable frente a los ejércitos
franceses que asolaban el país. Algunos nacionalistas españoles eran
liberales; un grupo burgués en Cádiz, al rebelarse contra el'régimen francés,
proclamó la Constitución española de 1812, según el modelo de la
Constitución francesa de 1791. Pero el nacionalismo español extrajo su
máxima fuerza de los sentimientos contrarrevolucionarios, que aspiraban a
restaurar al clero y a los Borbones. En Italia, el régimen napoleónico fue
mejor recibido, y el sentimiento nacional fue menos antifrancés que en
España. Los burgueses de las ciudades italianas estimaban, en general, la
eficacia y la ilustración de los métodos franceses, y a menudo participaban del
anticlericalismo de la Revolución Francesa. El régimen francés, que duró en
Italia desde 1796 hasta 1814, acabó con el hábito de la lealtad a los diversos
ducados, repúblicas oligárquicas, estados pontificios y dinastías extranjeras
que durante mucho tiempo había regido Italia. Napoleón nunca unificó
Italia, pero la agrupó sólo en tres partes, y la influencia francesa introdujo la
idea de una Italia políticamente unida dentro de los límites de una aspiración
razonable. Entre los polacos, Napoleón estimuló positivamente el sentimien
to nacional. Les dijo repetidamente que podrían alcanzar una Polonia
restaurada y unida, si luchaban con fe a su lado. Unos pocos nacionalistas
polacos, como el viejo patriota Kosciuzsko, nunca confiaron en Napoleón, y
otros, como Czartoryski esperaban más bien del zar ruso una restauración
del reino polaco; pero, en general, los polacos por sus propias razones
nacionales, eran especialmente adictos al emperador de los franceses y
lamentaron su caída.
150
napoleónica, sino también contra la influencia que desde bacía un siglo
estaba siendo ejercida por la cultura francesa. Se rebelaron, no sólo contra
los ejércitos franceses, sino también contra la filosofía de la Edad de la
Ilustración. Los años de la Revolución Francesa y de Napoleón fueron para
Alemania los años de su máximo florecimiento cultural, los años de
Beethoven, de Goethe y de Schiller, de Herder, de Kant, de Fichte, de Hegel,
de Schleiermacher y de muchos otros. Las ideas alemanas coincidieron con
todo el fermento del pensamiento fundamental conocido como «romanticis
mo», que en todas partes se enfrentaba con las «secas abstracciones» de la
Edad de la Razón, y del que se hablará más en este capítulo y en el siguiente.
Alemania se convirtió en el más «romántico» de todos los países, y la in
fluencia alemana se extendió por toda Europa, En el siglo XIX, los alemanes
llegaron a ser generalmente considerados como guías intelectuales, en cierto
modo como los franceses lo habian sido en el siglo anterior. Y los rasgos
distintivos del pensamiento alemán, en su mayor parte, se hallaban, en cierto
modo, relacionados con el nacionalismo, en un sentido amplio.
Anteriormente, sobre todo en el siglo siguiente a la Paz de Westfalia. los
alemanes habían sido los de menos inclinaciones nacionales, de todos los
grandes pueblos europeos. Ellos se preciaban de su ciudadanía mundial o de
sus actitudes cosmopolitas. Desde el punto de vista de los pequeños estados
en que vivían, tenían conciencia de Europa, tenían conciencia de otros
países, pero difícilmente tenían conciencia de Alemania. El Sacro Imperio
Romano era una sombra. El mundo alemán no tenía fronteras tangibles; el
área de habla alemana se desvanecía, sencillamente, en Alsacia o en los
Países Bajos austríacos, o en Polonia, en Bohemia, o en los altos Balcanes.
Que alguna vez «Alemania» hiciese, pensase, o esperase algo nunca pasó por
la imaginación alemana. Las clases altas, que habian llegado a despreciar
mucho de lo que era alemán, adoptaban las modas francesas, los vestidos,
la etiqueta, las maneras, las ideas y el lenguaje, considerándolos como una
norma internacional de la vida civilizada. Federico el Grande contrataba a
recaudadores de impuestos franceses y escribía sus libros en francés.
Hacia 1780, surgen algunos signos de cambio. El propio Federico, en sus
últimos años, predijo una edad de oro de la literatura ¿em ana, declarando
orgullosameñte que los alemanes podían hacer lo que otras naciones habian
hecho. En 1784, apareció un libro de J. G. Herder, titulado Ideas p ara la
Filosofía de la H istoria de la Humanidad. Herder era un espíritu grave, un
pastor y teólogo protestante, que consideraba un tanto frívolos a los
franceses. Llegaba a la conclusión de que la imitación de los modos
extranjeros hacía a los pueblos triviales y artificiosos. Declaraba que los
modos alemanes eran ciertamente distintos de los franceses, pero que no por
esa razón eran menos dignos de respeto. Sostenía que toda verdadera cultura
o civilización debe brotar de raíces propias. Debe brotar también de la vida
del pueblo común, del Volk, no de la vida cosmopolita y desnaturalizada de
las clases altas. Creía que cada pueblo —entendiendo por pueblo un grupo
que comparte el mismo lenguaje— tenía sus propias actitudes, su propio
espíritu, su propio genio. Una civilización sana debe expresar un carácter
nacional o Volksgeist. Y el carácter de cada pueblo le era peculiar. Herder
no creía que las naciones se hallasen en conflicto; muy al contrario, insistía,
151
sencillamente, en que eran distintas. N o creía que la cultura alemana fuese la
mejor; muchos otros pueblos, especialmente los eslavos, descubrirían
después que las ideas de Herder eran aplicables a sus propias necesidades.
Su filosofía de la historia era muy diferente de la de Voltaire. Voltaire y los
philosophes habían esperado que todos los pueblos avanzarían por el mismo
camino de razón y de ilustración hacia la misma civilización. Herder pensaba
que todos los pueblos desarrollarían su propio genio a su propio modo, que
cada uno iría desplegándose, lentamente, con la inevitabilidad del crecimien
to de una planta, evitando todo cambio súbito o distorsión a causa de
influencias externas, y reflejando todos, en fin, en su innumerable diversi
dad, la infinita riqueza de la humanidad y de Dios.
La idea del Volksgeist se vio reforzada por otras fuentes no alemanas, y
no tardó en pasar a otros países, dentro del general movimiento del
pensamiento romántico. Como muchas otras ideas románticas, también esta
exaltaba el genio o la intuición más que la razón. Hacía hincapié en las
diferencias más que en la semejanza de la humanidad. Destruía el sentimien
to de semejanza humana que había sido característico de la Edad de la
Ilustración12, y que se revelaba en las doctrinas francesa y americana de los
derechos del hombre, o en los códigos de Napoleón. En el pasado, habia
sido habitual pensar que lo que era bueno era bueno para todos los pueblos.
La buena poesía era poesía escrita según ciertos principios clásicos o
«normas» de composición, que eran los mismos para todos los autores,
desde los griegos en adelante. Ahora, de acuerdo con Herder y con los
románticos de todos los países, la buena poesía era la poesía que expresaba
un genio interior, ya fuese un genio individual o el genio de un pueblo —no
habia más «normas»—. Las leyes buenas y justas, de acuerdo con la antigua
filosofía de la ley natural, correspondían, en cierto modo, a un tipo de justicia
que era el mismo para todos los hombres. Pero ahora, según Herder y la
escuela romántica de jurisprudencia, las buenas leyes eran las que reflejaban
condiciones locales o características nacionales. Tampoco aquí había «nor
mas», a excepción, posiblemente, de la norma según la cual cada nación
debía tener su propio camino.
La filosofía de Herder formulaba un nacionalismo cultural, sin mensaje
político. Los alemanes habían sido, durante mucho tiempo, un pueblo no po
lítico. En los estados microscópicos del Sacro Imperio Romano, no
habian tenido importantes cuestiones políticas sobre las que se viesen
obligados a pensar; en los de mayores dimensiones, se habían visto excluidos
de los asuntos públicos. La Revolución Francesa dio a los alemanes una
clara conciencia del estado. Demostró lo que un pueblo .podía hacer con el
estado, una vez que se apoderase de él y lo utilizase para sus propios fines.
En primer lugar, los franceses se habian elevado a la dignidad de
ciudadanos; se habían convertido en hombres libres, responsables por sí
mismos, partícipes en los asuntos de su país. En segundo lugar, gracias a que
tenían un estado unificado que incluía a todos los franceses, y un estado en
el que una nación entera surgía con un nuevo sentimiento de libertad,
pudieron elevarse sobre todos los demás pueblos de Europa. En Alemania,
152
muchos estaban empezando a sentirse humillados ante el paternalismo de sus
gobiernos. Las rivalidades del Sacro Imperio Romano, que habían hecho
de Alemania, durante siglos, el campo de batalla de Europa, les llenaban
ahora de vergüenza y de indignación. Veían con disgusto cómo sus príncipes
alemanes, siempre entregados a mutuas querellas por el control de sus
súbditos, se envilecían ante los franceses en defensa de sus intereses
particulares. El despertar nacional de Alemania, que cobró gran fuerza a
partir de 1800, estaba dirigido, pues, no sólo contra Napoleón y los france
ses, sino también contra los gobernantes alemanes y contra gran parte de las
clases altas alemanas medio afrancesadas. Era democrático, en la medida en
que ponía el acento en la superior virtud del pueblo común.
Los alemanes llegaron a sentirse fascinados por la idea de la unidad
política y de la grandeza nacional, precisamente porque carecían de la una y
de la otra. Un gran estado alemán nacional, que expresase la profunda
voluntad moral y la cultura característica del pueblo germánico, les parecía
la solución de todos sus problemas. Aquel estado otorgaría dignidad moral
al individuo alemán, resolvería la enojosa cuestión de los egoístas princi-
pillos, protegería el profundo Volksgeist alemán contra la violación, y
resguardaría a los alemanes de toda sujeción a potencias extranjeras. La
filosofía nacionalista seguía siendo un tanto vaga, porque en la práctica era
poco lo que se podía hacer. El «Padre» Jahn organizó una especie de
movimiento de la juventud y se convirtió en el inventor de lo que podría
llamarse la gimnasia política, en la que sus jóvenes hacían gimnasia para la
Madre Patria; les conducía en expediciones al aire libre, por el país, en las
que hacían burla de los aristócratas afrancesados; y les enseñaba a recelar de
los extranjeros, de los judíos y de los intemacionalistas, y, en realidad, de
todo lo que pudiera corromper la pureza del Volk alemán. Muchos alemanes
le consideraban excesivamente extremado. Otros *recogían maravillosas
historias del rico pasado medieval alemán. Había una obra antifrancesa
anónima, Alem ania en su profunda humillación, por cuya venta fue
condenado a muerte su editor, Palm. Otros fundaron la Unión Moral y
Científica, generalmente conocida como la Tugendbund o liga de la virtud o
de la hombría, cuyos miembros, mediante el desarrollo de su carácter moral,
contribuirían al futuro de Alemania.
La trayectoria de J. G. Fichte ilustra el curso del pensamiento alemán en
aquellos años. Fichte fue un filósofo moral y metañsico, profesor de la
Universidad de Jena. Su doctrina, según la cual el espíritu interior del
individuo crea su propio universo moral, fue muy admirada, en muchos
países. En América,' por ejemplo, entró a formar parte de la filosofía
trascendental de Ralph Waldo Emerson. Al principio, Fichte carecía
prácticamente de sentimiento nacional. Aprobaba con entusiasmo la Re
volución Francesa, como habían hecho Jahn y Am dt. En 1793, con la Revo
lución en su apogeo y muchos observadores extranjeros volviéndose contra
ella, Fichte publicó un opúsculo en que elogiaba a la República France
sa. La veía como una emancipación del espíritu humano, como un paso
más en la elevación de la dignidad del hombre y de su estatura moral.
Aceptaba la idea del Terror, de «obligar a los hombres a ser libres»; y
compartía la concepción de Rousseau del estado como la encarnación de la
153
voluntad soberana de un pueblo. Llegó a considerar el estado como el medio
de salvación humana. En 1800, en su El Estado comercial cerrado, esbozaba
un tipo de sistema totalitario, en el que el estado planificaba y dirigía toda la
economía del país, aislándose del resto del mundo, a fin de que, en el
interior del país, pudiera desarrollar libremente el carácter de sus dudada-
nos.Cuando los franceses conquistaron Alemania, Fichte se hizo intensa y
conscientemente alemán. Acogió la idea del Volksgeist: el espíritu individual
no sólo creaba su propio universo moral, sino que el espíritu de un pueblo
creaba una espede de universo moral también, que se manifestaba en su
lenguaje, en sus artes, en sus tradiciones, en sus costumbres, en sus
instituciones y en sus ideas.
En Berlín,-en 1808, Fichte pronundó una serie de Discursos a la nación
alemana, declarando que había un indestructible espíritu alemán, un
primordial e inmutable carácter nadonal, más noble que el de otros pueblos
(con lo que iba más lejos que Herder), que a toda costa debía mantenerse
puro frente a toda influencia extranjera, tanto internacional como francesa.
Sostenía que el espíritu alemán siempre había sido profundamente diferente
del espíritu de Francia y de la Europa occidental; que aún no se había oído
hablar nunca de él, realmente, pero que algún día se oiría. El jefe del ejército
francés que entonces ocupaba la dudad consideró las conferencias muy
profesorales para que mereciesen la suspensión. En efecto, tenían muy pocos
oyentes; los alemanes, en su mayoría, conceptuaban a Fichte como un
extremista, pero después le veneraron como a un héroe nacional.
Reform as en Prusia
154
ido13. El problema se enfocaba como un problema de moral y de personal. La
antigua Prusia de Federico, que había caído sin gloria, había sido mecánica,
arbitraria, sin alma. Su pueblo había carecido del sentimiento de formar
parte del estado, y los soldados de su ejército no habian tenido esperanzas de
ascenso, y no habían tenido el sentimiento del patriotismo ni del espíritu
militar. Crear este espíritu era el propósito de los reformadores del ejército,
Scharnhorst y Gneisenau. Gneisenau, un sajón, habia servido en uno de los
regimientos mercenarios británicos en la Guerra üe Independencia America
na, durante la cual había observado el valor militar del sentimiento
patriótico en los soldados americanos. Fue también un atento observador de
las consecuencias de lá Revolución Francesa, que, según él decia, «había
activado la energía nacional de todo el pueblo francés, al poner a las
diferentes clases sobre una misma base social y fiscal». Si Prusia tenía que
fortalecerse contra Francia, o, desde luego, evitar la revoludón a largo plazo
en la misma Prusia, era preciso que encontrase un medio de infundir en su
propio pueblo un sentimiento análogo de igual participación, y que
permitiese a los individuos capaces ocupar puestos importantes en el ejército
y en el gobierno, independientemente de su posición social.
La Reconstrucción del estado, requisito previo para la reconstrucción del
ejército, fue iniciada por el Barón de Stein y continuada por su sucesor,
Hardenberg. Al igual que Mettemich, Stein procedía de la Alemania
occidental; había sido un caballero imperial de finales del Sacro Imperio
Romano, que, desde un puente próximo a su castillo había contemplado, de
una sola ojeada, los dominios de no menos de ocho principes alemanes.
Como él no tenía ningún estado, pensaba en Alemania como conjunto; era
hostil, desde hacía tiempo, a lo que él consideraba la escasamente civilizada
Prusia, pero, al fin, recurrió a ella como a la esperanza del futuro.
Profundamente entregado a la filosofía de Kant y de Fichte, hacía hincapié
en los conceptos de deber, de servicio, de carácter moral y de responsabili
dad. Creia que el pueblo común debía ser incitado a una vida moral, alzado
de un brutal servilismo hasta el nivel de la autodeterminación y de miembro de
la comunidad. Estaba convencido de que esto requería una igualdad de
deberes más que de derechos.
Bajo Stein, la vieja estructura de castas de Prusia se hizo un poco menos
rígida. La propiedad pasó a ser intercambiable entre las clases; se permitía a
los burgueses comprar tierras y servir como oficiales en el ejército. Para que
los vecinos desarrollasen un sentimiento de ciudadanía y de participación en
el estado, se les concedía una amplia libertad de autogobierno en las
ciudades; los sistemas municipales de Prusia, y después también de Alemania
constituyeron un modelo para gran parte de Europa en el siglo siguiente.
Stein tenía ideas para la creación de instituciones parlamentarias en Prusia co
mo conjunto, convencido de que fortalecerían el país, pero dejó el cargo antes
de ponerlas en práctica.
Su obra más famosa fue «la abolición de la servidumbre». Como el
programa de reformas, en su totalidad, aspiraba a fortalecer a Prusia para
una guerra de liberación contra Francia, era imposible, naturalmente,
155
indisponerse con los «junkers» que mandaban el ejército. La ordenanza de
Stein de 1807 soio abolía la servidumbre en la medida en que abolía la «su
jeción hereditaria» de los campesinos a sus señores. Concedía a los cam
pesinos el derecho a trasladarse y a emigrar, a casarse, y a cerrar tratos
sin la aprobación del señor. Pero si el campesino continuaba en la tierra,
seguía sujeto a todos los antiguos servicios de trabajo obligado en los
campos del señor. Los campesinos que disfrutaban de pequeñas posesiones
continuaban sometidos a los antiguos derechos y pagos señoriales. Por un
edicto de 1810, un campesino podía convertir su posesión en propiedad pri
vada, liberándose de las obligaciones del señorío, pero sólo a condición de
que un tercio de la tierra que él poseía pasase a ser propiedad privada del se
ñor. En las décadas siguientes, tuvieron lugar muchas conversiones de ese
tipo, con el resultado de que las fincas de los «junkers» se hicieron conside
rablemente mayores. Las reformas en Prusia redujeron un tanto los antiguos
poderes patriarcales de los señores y dieron status legal y libertad de movi
miento a las masas de la población, asentando así las bases para un estado
moderno y para una economía moderna. Pero los campesinos tendian a con
vertirse en simples trabajadores agrícolas asalariados, y la posición de los
«junkers» mejoró, en lugar de degradarse. Prusia evitó la Revolución. Stein, a
causa de que inspiraba ciertos temores a Napoleón, fue obligado a desterrarse
en 1808, pero sus reformas perduraron.
157
Alejandro, que se negó a todos los intentos. Tanscurridas cinco semanas, sin
saber qué hacer y temiendo permanecer aislado en Moscú durante el
invierno, Napoleón ordenó una retirada. Al impedirle los rusos regresar por
una ruta más meridional, el Gran Ejército tuvo que retirarse por el mismo
camino que habia seguido en su avance. El frió llegó en seguida y fue
excepcionalmente duro. Durante un siglo después de 1812, la retirada de
Moscú fue la última palabra en horrores militares. Hombres congelados y
muertos de hambre, caballos que resbalaban y morían, vehículos que no
podían desplazarse, equipamientos abandonados. Hacia el final, la disciplina
desapareció; el ejército se convirtió en una horda de individuos fugitivos,
que hablaban una babel de lenguajes, hostigados por guerrillas rusas,
abriéndose paso a pie, sobre el hielo y la nieve, durante la mayor parte del
tiempo a oscuras, porque las noches son largas en diciembre, en aquellas
latitudes. De 611.000 hombres que entraron en Rusia, 400.000 murieron a
consecuencia de las luchas, del hambre y del frío, y 100.000 fueron hechos
prisioneros. El Gran Ejército ya no existía.
Ahora, al fin, se unían todas las fuerzas antinapoleónicas. Los rusos
avanzaban hacia el oeste, por la Europa central. Los gobiernos prusiano y
austríaco, que en 1812 habían suministrado tropas, a regañadientes, para la
invasión de Rusia, en 1813 dejaron de hacerlo y se unieron al zar. Por toda
Alemania, los patriotas, a menudo jóvenes semientrenados, se incorporaban
a la Guerra de Liberación. En Italia estallaban motines antifranceses. En
España, Wellington, al fin, avanzaba rápidamente; en junio de 1813, cruzaba
los Pirineos hacia Francia. El gobierno británico, en los tres años transcurri
dos desde 1813 a 1815, distribuyó 32.000.000 de libras esterlinas en subven
ciones por Europa, más de la mitad de todos los fondos concedidos durante
los veintidós años de guerras. Una heterogénea alianza de capitalismo bri
tánico y feudalismo agrario del este de Europa, de la marina inglesa y del
ejército ruso, del clericalismo español y del nacionalismo alemán, de monar
quías de derecho divino y de demócratas y liberales de reciente aparición, se
organizó, al fin, para derribar al hombre del Destino.
Napoleón, que había dejado su ejército en Rusia en diciembre de 1812, y
cruzó apresuradamente Europa hasta París, en trineo y en coche, en el
asombroso plazo de trece días, organizó un nuevo ejército en Francia, en los
primeros meses de 1813. Pero no estaba preparado y carecía de seguridad, y él
mismo había perdido parte de sus geniales facultades de mando. Su nuevo ejér
cito fue aplastado en octubre, en la batalla de Leipzig, que los alemanes co
nocen como la Batalla de las Naciones, que fue la batalla más grande en núme
ro de hombres de todas las libradas hasta el siglo X X . Los aliados hicieron
retroceder a Napoleón hasta Francia. Pero cuanto más se acercaban al
momento de derrotarle, más empezaban a temer y a desconfiar los unos de
los otros.
158
el futuro? ¿Cuáles serian sus nuevas fronteras? ¿Qué forma de gobierno
tendría? N o habia acuerdo acerca de estas cuestiones. Alejandro quería
destronar a Napoleón y dictar la paz en París, en espectacular compensación
por la destrucción de Moscú. Tenía un proyecto para entregar el trono de
Francia a Bemadotte, un antiguo mariscal francés, ahora principe heredero
de la corona de Suecia, que como rey de Francia dependería del apoyo ruso.
Metternich prefería conservar a Napoleón o a su hijo como emperador
francés, tras arrojar a los franceses de la Europa central; porque una
dinastía Bonaparte en una Francia reducida seria dependiente de Austria.
Las opiniones prusianas estaban divididas. Los ingleses declaraban que los
franceses tenían que abandonar Bélgica, y que Napoleón debía irse;
sostenían que los franceses podían elegir luego su propio gobierno, pero
creían que una restauración de los Borbones seria la mejor solución. Las tres
monarquías continentales no tenían interés por los Borbones, y tanto
Alejandro como Metternich, a condición de que Francia, en adelante,
dependiese de Rusia o de Austria, respectivamente, estaban dispuestos a
permitirle que siguiese siendo fuerte hasta cierto punto, incluso con la
anexión de Bélgica. En noviembre de 1813, Metternich comunicaba a
Napoleón unas condiciones conocidas como «las propuestas de Francfort»,
según las cuales Napoleón seguiría siendo emperador de Francia, y Francia
conservaría su frontera «natural» en el Rhin. Sobre esta base, habia una
posibilidad de paz, pues los aliados no podían desprenderse de su antiguo
miedo a Napoleón, los prusianos podían ser compensados en otra parte, y,
entre los rusos, muchos generales y otros hombres estaban impacientes por
regresar a su país. Los ingleses, reducida su influencia diplomática por el
hecho de que tenían pocas tropas en Europa, se encontraban ante la
desalentadora perspectiva de que el Continente, una vez más haría la paz sin
ellos; y una paz en la que Francia continuaría conservando Bélgica.
El ministro de Negocios Extranjeros británico, Vizconde de Castlereagh,
llegaba al Continente en enero de 1814. Traía en su poder algunas bazas
fuertes. En primer lugar, Napoleón rechazaba las propuestas de Francfort.
Seguía luchando, y los aliados, en consecuencia, seguían solicitando ayuda
financiera británica. Castlereagh utilizó hábilmente la promesa de subvencio
nes británicas para conseguir la aceptación de las pretensiones de guerra de
su país. Además, encontró una plataforma común para el acuerdo con
Metternich, pues tanto Inglaterra como Austria temían la dominación de
Europa por Rusia. El primer gran problema de Castlereagh consistía en
mantener la cohesión de la alianza, pues sin aliados continentales los ingleses
no podían derrotar a Francia. El 9 de marzo de 1814, consiguió que Rusia,
Prusia, Austria y Gran Bretaña firmasen el tratado de Chaumont. Cada
potencia se ligaba durante veinte años a una Cuádruple Alianza contra
Francia, y se comprometía a facilitar 150.000 soldados para imponer las
condiciones de paz que pudieran alcanzarse. Por primera vez desde 1792,
ahora existia una sólida coalición de las cuatro grandes potencias contra
Francia. Tres semanas después, los aliados entraban en París, y, el día 4 de
abril, Napoleón abdicaba en Fontainebleau.
Se vio obligado a ello, por falta de apoyo en la propia Francia. Veinte
años antes, en 1793 y 1794, Francia había rechazado las potencias combi
159
nadas de Europa, menos Rusia. En 1814, no podía hacerlo, y no lo haría.
El país clamaba por la paz. Incluso los mariscales imperiales aconsejaron la
abdicación del emperador. Pero, ¿qué vendría detrás de él? Durante más
de veinticinco años, los franceses habían tenido un régimen tras otro. Ahora,
unos querían una república y otros querían el imperio bajo el cetro del hi
jo de Napoleón, unos querían una monarqía constitucional y otros suspira
ban por el Antiguo Régimen. TalleyTand se introdujo por la brecha. Decía
que el rey «legítimo», Luis XVIII, era, después de todo, el hombre que
provocaría menos partidismos y oposiciones. Por aquel tiempo, las poten
cias se habían decidido también a favor de los Borbones. Un Borbón seria
un rey pacífico, pues no se sentiría impulsado a recuperar las conquistas de
la república ni las del imperio. Como rey natural y legítimo de Francia,
tampoco necesitaría ningún apoyo extranjero para sostenerle, de modo que
el control de Francia no se plantearía como una cuestión que dividiese a las
potencias victoriosas.
Así se restauró la dinastía de los Borbones. Luis XVIII, ignorado y
despreciado durante una generación entera, tanto por la mayoría de los
franceses como por los gobiernos de Europa, volvía al trono de su hermano
y de sus padres. Publicó una «carta constitucional», en parte ante la
insistencia del zar liberal, y en parte porque, después de lo que verdadera
mente había aprendido en su largo destierro, buscaba el apoyo de las
personas influyentes de Francia. La carta de 1814 no hacia concesión alguna
al principio de la soberanía popular o nacional. Se presentaba com o la
graciosa merced de un rey teóricamente absoluto. Pero, en la práctica,
otorgaba lo que la mayoría de los franceses queria. Prometía igualdad legal,
elegibilidad de todos los cargos públicos sin discriminación de clases, y un
gobierno parlamentario de dos cámaras. Reconocía los códigos napoleónicos
el acuerdo napoleónico con la iglesia, y la redistribución de la propiedad
efectuada durante la Revolución. Mantuvo la abolición del feudalismo y de
los privilegios, del sistema señorial y de los diezmos. Limitó el voto, desde
luego, a muy pocos y grandes terratenientes; pero, de momento, excepto en
el caso de unos pocos irreconciliables, Francia se disponía a disfrutar de los
beneficios de una revolución escarmentada, y de la paz.
160
internacional en Viena, tras la derrota de Napoleón. La retirada de la riada
francesa dejaba en una situación de fluidez y de incertidumbre el futuro de
gran parte de Europa: Bélgica, Holanda, Alemania, Polonia Italia y España.
Había también otras muchas cuestiones discutibles, incluidas la anexión ru
sa de Finlandia y las ambiciones respecto al Danubio, la desintegración del
imperio español en América, la ocupación inglesa de las posesiones fran
cesas, holandesas y españolas, y el inquietante problema de la libertad de
los mares.
Tanto Rusia como Gran Bretaña, antes de aceptar una conferencia ge
neral, especificaron ciertas materias que ellas decidirían por si solas, como
no susceptibles de consideración internacional. Los rusos se negaban a
discutir Turquía y los Balcanes; retenían Besarabia como botín de su reciente
guerra con los turcos. También conservaba Fianlandia, como un gran
ducado constitucional autónomo, así como ciertas conquistas recientes en el
Cáucaso, casi desconocidas para Europa. Los ingleses rechazaban toda
discusión acerca de la libertad de los mares. También se oponían a todas las
cuestiones coloniales y ultramarinas. Se dejaba que las revueltas en la
América española siguiesen su curso. El gobierno británico anunciaba a
Europa, sencillamente, cuáles de sus conquistas coloniales e insulares
retendría, y cuáles estaba dipuesto a devolver.
En Europa, los ingleses continuaban en posesión de Malta, de las Islas
Jónicas y de Heligoland. En América, conservaban Sta. Lucía, Trinidad y To-
bago en las Antillas, y reafirmaban sus derechos sobre el Noroeste, junto
al Pacífico, es decir, sobre el país de Oregón, sobre el que también alegaban
derechos Rusia, España y los Estados Unidos. De las antiguas posesiones
francesas, los ingleses retuvieron la isla Mauricio, en el Océano Indico. De los
antiguos territorios Holandeses, conservaron el Cabo de Buena Esperan
za y Ceilán, pero devolvieron las Indias Holandesas. Durante las guerras
revolucionarias y napoleónicas en Europa, los ingleses habían realizado
también extensas conquistas en la India, imponiendo su dominación sobre
gran parte del Decán y del valle del Ganges superior. En 1814, los ingleses se
constituyeron en la potencia que controlaba la India y el Océano Indico.
Ciertamente, de todos los imperios coloniales fundados por europeos en
los siglos XVI y XVII, y cuya rivalidad había sido reiteradamente causa de
guerras en el siglo XVIII, sólo el inglés se mantenía ahora como un sistema
en expansión y dinámico. Los antiguos imperios francés, español y
portugués se reducían a simples residuos de sí mismos; los holandeses
todavía conservaban vastos establecimientos en las Indias Orientales, pero
todas las posiciones intermedias —el Cabo, Ceilán, Mauricio, Singapur—
eran ahora británicas. En 1814, tampoco tenía una armada importante
ningún país, a excepción de Inglaterra. Con Napoleón y el Sistema
Continental derrotados, con la Revolución Industrial que dotaba de máqui
nas a los fabricantes ingleses, sin rival alguno ya en la disputa por los
dominios de ultramar, y con un monopolio virtual del poderío marítimo, cuya
utilización mantuvieron inteligentemente al margen de la regulación interna
cional, los ingleses iniciaban su siglo de hegemonía mundial, del que puede de
cirse que duró desde 1814 a 1914.
161
El Congreso de Viena, 1814-1815
L a cuestiónpolaco-sajona
163
disponible porque el rey de Sajonia habia sido el último gobernante alemán
que habia abandonado a Napoleón. El asunto se presentó como la cuestión
polaco-sajona, con Rusia y Prusia unidas en la demanda de toda Polonia
para Rusia, y de toda Sajonia para Prusia.
Aquel proyecto horrorizaba a Mettemich. Porque la absorción de
Sajonia por Prusia elevaría prodigiosamente a Prusia a los ojos de todos los
alemanes, y alargaría considerablemente la frontera común entre Prusia y el
Imperio austríaco. Además, el hecho de que Alejandro se convirtiese en rey
de Polonia, e incidentalmente en protector de una Prusia más extensa,
aumentaría incalculablemente la influencia de Rusia en los asuntos de
Europa. Mettemich vio que Castlereagh compartía estos puntos de vista.
Castlereagh creía que el principal problema del Congreso era el de frenar a
Rusia. Los ingleses no habían luchado contra el emperador francés sólo para
que Europa cayese en manos del zar ruso. La cuestión polaco-sajona se
debatió durante meses, en los que Mettemich y Castlereagh explotaron todos
los recursos dialécticos para disuadir de sus designios expansionistas a la
combinación ruso-prusiana. Al fin, aceptaron la propuesta de ayuda de
Talleyrand, que utilizó sagazmente la desavenencia surgida entre los
vencedores para reintegrar a Francia al círculo diplomático como una
potencia por derecho propio. El 3 de enero de 1815, Castlereagh, Mettemich
y Talleyrand firmaban un tratado secreto, comprometiéndose a ir a la
guerra, en caso necesario, contra Rusia y Prusia. Así, en el centro mismo de
la conferencia de paz, la guerra levantaba nuevamente su cabeza; y, dentro
de las propias deliberaciones de los vencedores, una parte de ellos se aliaba
con el vencido.
Tan pronto como se difundieron las noticias del tratado secreto,
Alejandro propuso una transacción. En su confuso carácter, era, entre otras
cosas, un hombre de paz, y estaba dispuesto a contentarse con un reino
polaco reducido. El Congreso creó, pues, una nueva Polonia (llamada
«Polonia del Congreso», que duró quince años); Alejandro fue su rey, y
le dio una Constitución; comprendía casi la misma área que el Gran Du
cado de Napoleón, lo que representaba, en efecto, una transferencia de
aquella región del control francés al ruso. Alcanzaba unos 400 kilómetros
hacia el oeste de Europa, más allá de la zona rusa correspondiente al tercer
reparto, en 1795. Algunos polacos quedaban todavía en Prusia y otros en el
Imperio Austríaco; Polonia no se reunificó. Satisfecho así el zar, Prusia tuvo
que ceder también. Recibió unas dos quintas partes de Sajonia, quedando el
resto en poder del rey sajón. La suma de los territorios sajones y renanos
llevó la monarquía prusiana hasta las partes más avanzadas de Alemania. El
efecto inmediato del acuerdo de paz, y de las guerras napoleónicas, en este
sentido, fue el de desplazar el centro de gravedad de Rusia y de Prusia más
hacia el oeste, el de Rusia casi hasta el Oder, y el de Prusia hasta las
fronteras de Francia14.
Con la Solución de la cuestión polaco-sajona, se terminó la obra más
importante del Congreso. Se abordaron otros problemas incidentales. El
Congreso inició la regulación internacional de ciertos ríos. Publicó una
14 Ver m apa 2»
164
declaración contra el comercio de esclavos en el Atlántico, que, sin embargo,
no tuvo eficacia, porque las potencias continentales no estaban dispuestas a
otorgar a la marina británica libres poderes de búsqueda en el mar, y los
ingleses no estaban dispuestos a colocar sus fuerzas navales a las órdenes de
un organismo internacional. Las comisiones del Congeso se pusieron a
trabajar en la redacción del Acta Final. Y en aquel momento comenzaron a
peligrar todos los acuerdos.
165
aterrado ante el regreso de Napoleón, e influido en aquel momento por la
pietista Baronesa von Krildener, el zar propuso, para que todos los
monarcas la firmasen, una declaración por la que se comprometían a observar
los principios cristianos de la caridad y de la paz. Todos firmaron, excepto el
papa, el sultán y el príncipe regente de Gran Bretaña. La Santa Alianza
—que probablemente habia sido ideada por Alejandro, con toda sinceridad,
como una condenación de la violencia, y que, al principio, no fue tomada en
serio por los otros que la firmaron, los cuales consideraban absurdo mezclar
el cristianismo con la política— pronto pasó a significar, a los ojos de los
liberales, un tipo de alianza nada santa de las monarquías contra la libertad
y el progreso.
La Paz de Viena, que en general incluye el Tratado de Viena propiamente
dicho, los tratados de París y el acuerdo británico y colonial, fue el
convenio diplomático de más alcance entre la Paz de Westfalia de 1648 y la
Paz de París que cerró la Primera Guerra Mundial, en 1919. Tuvo sus
puntos fuertes y sus puntos débiles. Provocó un resentimiento mínimo en
Francia; el antiguo enemigo aceptó los nuevos acuerdos. Puso fin a casi dos
siglos de rivalidad colonial; durante sesenta o setenta aflos, ningún imperio
colonial desafió seriamente al imperio británico. Otras dos causas de fricción
durante el siglo XVIII —el control de Polonia y el dualismo austro-prusiano
en Alemania— se atenuaron mucho a lo largo de cincuenta años. La paz de
1815 abordó eficazmente cuestiones del pesado; con las cuestiones del
futuro, naturalmente, fue menos afortunada. El Tratado de Viena no era
poco liberal para su tiempo; no era, en modo alguno, enteramente
reaccionario, porque el Congreso mostraba pocos deseos de restablecer el
estado de cosas que existía antes de las guerras. La reacción que cobró
fuerza a partir de 1815 no estaba escrita en el tratado.
Pero el tratado no satisfizo a nacionalistas y demócratas. Fue una
decepción también para muchos liberales, especialmente en Alemania. La
transferencia de pueblos de un gobierno a otro, sin consultarles sus deseos,
daba paso, en las circunstancias del siglo XIX, a una gran cantidad de
consecuencias nerturbadoras. Los que habían elaborado la paz eran, en
realidad, hostiles tanto al nacionalismo como a la democracia, que consti
tuían las poderosas fuerzas del tiempo que se avecinaba; consideraban, con
razón, que el uno y la otra conducían a la revolución y a la guerra. El
problema con el que se enfrentaban era el de restaurar el equilibrio de poder,
las «libertades de Europa», y el de hacer una paz duradera. En esto,
tuvieron éxito. Restauraron el sistema estatal europeo, o sistema en el que un
determinado número de estados soberanos e independientes existía, sin
temor de conquista ni de dominación. Y la paz que ellos elaboraron, aunque
unos detalles se quebrantaron en 1830 y otros en 1848, en conjunto subsistió
durante medio siglo; y durante un siglo entero, es decir, hasta 1914, no hubo
en Europa una guerra que durase más de unos pocos meses o en la que se
viesen envueltas todas las grandes potencias. Ningún conflicto internacional
comparable en magnitud al creado por la Revolución Francesa y por el
Imperio napoleónico ha sido nunca seguido por un período dtr paz tan
prolongado.
166
IV. REACCION CONTRA PROGRESO, 1815-1848
Em blema del capitulo: Una medalla conmemorativa del Congreso de Viena, que muestra a
los victoriosos gobernantes de Austria, R u sia y Prusia.
cualquier otra parte, tampoco pueden mantenerse separados durante los años
siguientes a 1815.
Con la derrota de Napoleón y la firma del tratado de paz en Viena, en
1815, parecía que la Revolución Francesa, al fin, habia terminado. El
conservadurismo europeo había triunfado; como se oponía abiertamente a las
nuevas «ideas francesas», podía llamarse, justamente, «reacción». Pero los
procesos de industrialización, a medida que se aceleraban en Inglaterra y se
extendían al Continente, actuaban contra el ordenamiento políticamente
conservador. Ampliaban notablemente la clase empresarial y la asalariada,
haciendo así más difícil para los monarcas y para los aristócratas de la tierra
el mantenimiento de su control sobre los poderes públicos. El desarrollo
industrial del siglo XIX se llamó frecuentemente «progreso», y el progreso fue
más fuerte que la reacción.
La sociedad industrial surgió en Inglaterra, en Europa occidental y en
los Estados Unidos, en el siglo XIX, dentro del sistema conocido como
capitalismo. En el siglo XX, desde la Revolución Rusa, se han creado so
ciedades industriales en las que el capitalismo es terminantemente rechazado.
Por consiguiente, industrialismo y capitalismo no son, en absoluto, la mis
ma cosa. Pero todas las sociedades industriales emplean capital, el cual se de
fine como la riqueza que no se consume, sino que se emplea para producir
más riqueza, o riqueza futura. Un automóvil es un artículo de consumo; la
fábrica de automóviles es el capital. Lo que distingue a una sociedad capi
talista de otra no capitalista no es la existencia de capital, sino las clases de
personas que lo controlan. Las distinciones, a veces, se hacen confusas. Pe
ro, en una forma de sociedad, el control del capital se efectúa a través de la
«propiedad privada o de instituciones de propiedad privada, por medio de
las cuales el capital es poseído por trusts individuales o familiares, o en nues
tro tiempo fundaciones, caías de iubilaciones, o sociedades que, a su vez,
pertenecen a unos accionistas; en ningún caso, al estado. En las sociedades
capitalistas, aunque la propiedad puede estar extendida, la mayor parte del
capital pertenece, o, por lo menos, es controlada por un número relativa
mente exiguo de personas. En las sociedades del otro tipo, el capital
productivo pertenece, en principio, al público, y es, en realidad, «poseído» y
controlado por el estado o por sus ministerios; esas sociedades suelen
llamarse socialistas, porque los primeros socialistas rechazaban el principio
de la propiedad privada de los medios de producción, es decir, del capital.
En estas sociedades, el control del capital, o las decisiones sobre el ahorro,
sobre la inversión y sobre la producción, se hallan también en pocas manos
relativamente.
En Europa, las instituciones de propiedad privada segura se han desarro
llado desde la Edad Media, y una gran parte de lo que sucedió en la Revo
lución Francesa estaba destinado a proteger la propiedad contra las deman
das del estado. Se afirmaba que la posesión de la propiedad era la base de
la independencia personal y de la libertad política, y la expectativa de ob
tener futuros beneficios inspiraba a quienes se sentían dispuestos a arries
gar su capital en nuevas e inciertas empresas. En Europa, había existido
un capitalismo comercial, por lo menos, desde el siglo XVI. La industria
lización en Europa fue, por consiguiente, capitalista. Los países aienos
168
a la órbita europea occidental, y que se industrializaron después, se encon
traron con un problema diferente. Un país en el que era poco el capital acu
mulado, procedente del comercio y de la agricultura de las generaciones
anteriores, y que tenía pocos capitalistas y empresarios, difícilmente podía
industrializarse mediante procedimientos europeos. Si carecía de los antece
dentes europeos, en los que diversos rasgos políticos, sociales, legales e
intelectual» eran tan importantes como el económico, tenia que emplear
otros métodos para llevar a cabo la industrialización. Esto ha significado,
por lo general, que la innovación, la planificación, la adopción de
decisiones, el control e incluso la dominación dependerían del estado.
Así, a corto plazo, en el espacio de unos pocos años, la Revolución
Industrial en la Europa occidental favoreció los principios liberales y
modemizadores proclamados por la Revolución Francesa. A medio plazo, o
en un espacio de medio siglo, hizo a Europa abrumadoramente más
poderosa que las demás partes del mundo, dando origen a una hegemonía
europea de carácter mundial, en forma de imperialismo. Y a plazo más largo
todavía, durante el siglo XX, provocó un afán de desquite, en virtud del cual
otros países trataron apresuradamente de industrializarse mediante el
proteccionismo, o de mejorar la situación de sus pueblos, tratando desespe
radamente de alcanzar a Occidente, aunque denunciándolo, con clamorosas
acusaciones, como imperialista y capitalista. Las más importantes de estas
nuevas sociedades industriales son la Unión Soviética y la República Popular
China.
169
de 50.000 habitantes. Setenta años después —el espacio de la vida de un
hombre—, habia treinta y una ciudades inglesas con esa población.
171
la idea de la regulación misma. Los nuevos industríales querían que los
dejasen solos. Consideraban antinatural la interferencia en los negocios, y
creían que, si se les permitía seguir sus propios juicios, asegurarían la futura
prosperidad y el progreso del país.
172
M il l o n e s d e l i b r a s
( A PRECIOS DE MERCADO)
1,800 -------------------------------
R e n t a n a c io n a l
173
comercial había sustituido a las economías más autosufícientes de la Edad
Media. Las ciudades-fábricas eran, en ciertos aspectos, mejores sitios para
vivir aue los barrios rurales de los que muchos de sus habitantes procedían.
La rutina de la fábrica era psicológicamente rebajante, pero las fábricas
textiles ño eran peores, en ciertos sentidos, que los talleres domésticos en que
anteriormente se habían desarrollado los procesos manufactureros. La
concentración de población obrera en la ciudad y en la fábrica abría el
camino hacia el mejoramiento de su situación. Mostraba su miseria, de un
modo más evidente; entre los más afortunados, surgía, poco a poco, un
sentimiento de filantropía. Hacinados en las ciudades, los obreros alcanza
ban un mayor conocimiento del mundo. Reuniéndose y conversando los
unos con los otros, desarrollaban un sentido de solidaridad, un interés de
clase, y unos objetivos políticos comunes; y, al propio tiempo, se organiza
ban, formando sindicatos para obtener, mediante d ios, una porción mayor
de la renta nacional.
Tras la caída de Napoleón, Inglaterra se convirtió en el taller del mundo.
Aunque en Francia, en Bélgica, en Nueva Inglaterra y en otras partes surgían
fábricas que empleaban la fuerza del vapor, la Gran Bretaña, en realidad, no
tuvo que enfrentarse con ninguna competencia industrial del exterior, hasta
después de 1870. Los ingleses tenían un virtual monopolio en la industria
textil y en la siderurgia. La zona del centro dé Inglaterra (.Midlands) y las
tierras bajas escocesas (.Lowlands) exportaban hilo de algodón y máquinas
de vapor a todo el mundo. Se exportaba capital británico a todos los países,
para crear en ellos nuevas empresas. Londres se convirtió en el centro
bancaño y financiero del mundo. Las gentes progresistas de otros países
miraban a la Gran Bretaña como a un modelo, con la esperanza de aprender
de sus avanzados métodos industriales, y de imitar su sistema político
parlamentario. Asi se asentaron otros fundamentos del siglo XIX.
174
La rápida acuñación de nuevos «ismos» no siempre significa que las ideas
que significaban fuesen nuevas. Muchos de ellos tenían su origen en la
Ilustración, o incluso antes. Los hombres habían amado la libertad antes de
hablar de liberalismo, y habían sido conservadores sin conocer el conserva
durismo en cuanto tal. La aparición de tantos «ismos» más bien revela que
los hombres estaban dando a sus ideas un carácter más sistemático. A la
«filosofía» de la Ilustración se unía ahora un intenso activismo y un mi-
litantismo que se habían generado durante la Revolución Francesa. Los
hombres se veian obligados a reconsiderar y a analizar la sociedad como un
conjunto. Iban tomando forma las ciencias sociales. Un «ismo» (excluyendo
palabras como «hipnotismo» o «favoritismo») puede definirse como la
defensa consciente de una doctrina frente a otras doctrinas. Sin los «ismos»
creados en los treinta y tantos años siguientes a la paz de Viena, es
imposible comprender ni siquiera hablar de la historia del mundo a partir de
ese acontecimiento, de modo que será conveniente una breve caracterización
de algunos de los más importantes1.
Romanticismo
1 P a ra algunos otros «ism os» importantes» posteriores a 1850, ver págs. 237-238,
175
romántica volvía la mirada hada ella con respecto e incluso con nostalgia,
pues en ella encontraban una fascinación, un colorido, o una profundidad
espiritual que echaban de menos en su propia época. Lo «gótico», que los
racionalistas consideraban bárbaro, tenia un fuerte atractivo para los
románticos. En las artes se produjo un Renacimiento Gótico, uno de cuyos
ejemplos fue el edificio del Parlamento Británico, construido en los años
1830.
En el arte y en las instituciones medievales, asi como en el arte y en las
instituciones de todos los tiempos y de todos los pueblos, los románticos
veían la expresión de un genio interior. La idea de un genio original o
creador era, en efecto, otra de las más fundamentales creencias románticas.
Un genio era un espíritu dinámico al que ninguna norma podía encerrar, al
que ningún análisis o clasificación podía siquiera explicar plenamente. Se
aseguraba que el genio creaba sus propias normas y leyes. El genio podía ser
el de la persona individual, como el artista, el escritor, o el que movía el
mundo, como Napoleón. Podía ser el genio o el espíritu de una época, O
podía ser el genio de un pueblo o de una nadón, el Volksgeist de Herder, un
carácter nadonal inherente que hace que cada pueblo se desarrolle de un
modo propio y peculiar, que sólo podría conocerse mediante el estudio de
su historia, y no mediante el raciodnio2. También en este campo, el
romanticismo dio un nuevo impulso al estudio del pasado. Políticamente, el
romántico podía encontrarse tanto entre los conservadores como entre los
radicales. Veamos ahora los «ismos» más puramente políticos.
Liberalismo clásico
176
libertad de imprenta y en el libre derecho de reunión. Consideraban que
todas estas ventajas políticas se harían realidad, muy probablemente, bajo
una buena monarquía constitucional. Fuera de Inglaterra, abogaban por
constituciones explícitas y escritas. N o eran demócratas; se oponían al
sufragio universal, por temor a los excesos del poder del populacho o de una
acción política irracional. Los liberales sólo se avinieron a aceptar la idea del
sufragio universal para los varones, gradualmente y a disgusto, bien
avanzado ya el siglo XIX. Suscribían las doctrinas de los derechos del
hombre tal como se habían manifestado en las revoluciones americana y
francesa, pero haciendo especial hincapié en el derecho de propiedad, y, en
sus puntos de vista económicos,1seguían a la escuela inglesa de Manchester o
al economista francés, J. B. Say. Abogaban por el laissez faire, recelaban de
la capacidad del gobierno para regir los negocios, tendían a terminar con el
sistema de gremios donde aún existía, y desaprobaban los intentos de los
nuevos obreros industriales de organizar sindicatos.
Intemacionalmente, defendían la libertad de comercio, que se realizaría
mediante la reducción o la abolición de aranceles, de modo que todos los
países pudieran intercambiar sus productos, fácilmente, unos con otros, y
con la Inglaterra industrial. Pensaban que, de este modo, cada país
produciría lo que le resultase más conveniente, con lo que incrementaría al
máximo su riqueza y elevaría sus niveles de vida. Creían que al crecimiento
de la riqueza, de la producción, de la invención y del progreso científico
seguiría el progreso general de la humanidad. Solían considerar a las iglesias
establecidas y a las aristocracias de la tierra como obstáculos para el avance.
Creían en la expansión de la tolerancia y de la educación. Eran también de
actitudes profundamente civiles, y se mostraban contrarios a las guerras, a
los conquistadores, a los oficiales del ejército, a los ejércitos permanentes y a
los gastos militares. Querían cambiar ordenadamente, mediante procesos
legislativos. Se estremecían ante la idea de la revolución. Los liberales del
Continente solían ser admiradores de Gran Bretaña.
177
reformar las leyes penales y civiles de Inglaterra, asi como la iglesia, el
parlamento y la constitución. Los radicales ingleses proclamaban la necesi
dad de deducir la forma justa de las instituciones de la propia naturaleza y
de la psicología del hombre. Se apresuraban a desechar todos los argumentos
basados en la historia, en los usos o en las costumbres. Iban a las «raíces» de
las cosas. («Radical» procede de la palabra latina que significa «raíz»).
Querían una total reelaboración de las leyes, de los tribunales, de las
prisiones, del socorro a los pobres, de la organización municipal, de los
burgos podridos y del clero dedicado a la caza del zorro. Su demanda de
reforma del Parlamento era apasionada e insistente. Detestaban la Iglesia de
Inglaterra, la nobleza y la «squirearchy». Muchos radicales abolirían tam
bién la realeza, tan pronto como fuera posible; hasta el largo reinado de la
Reina Victoria (1837-1901), la monarquía británica no llegó a hacerse indis
cutiblemente popular en todos los sectores. Ante todo, el radicalismo era
democrático; pedía que todo hombre inglés adulto tuviese voto. Tras el
Proyecto de Reforma de 1832, los capitalistas industriales, en general, se
pasaron a los liberales, pero los dirigentes de la clase obrera continuaron
siendo radicales demócratas, como se verá.
En el Continente, el radicalismo estaba representado por un republicanis
mo militante. Los años de la Primera República Francesa, que para los
liberales y conservadores significaban los horrores asociados al Reinado del
Terror, eran para los republicanos años de esperanza y de progreso,
interrumpidos por las fuerzas de la reacción. Los republicanos eran una
minoría, incluso en Francia; en otras partes, como en Italia y en Alemania,
eran todavía menos, aunque existían. En su mayor parte, los republicanos
pertenecían a la «intelligentsia», como en el caso de los estudiantes y los
escritores, o eran dirigentes de la clase obrera que protestaban contra la
injusticia social, o antiguos veteranos, o los hijos y los sobrinos de los
veteranos, para quienes la República del 93, con sus guerras y su gloria, era
una cosa viva. A causa de la represión policiaca, los republicanos se reunían,
a menudo, en sociedades secretas. Consideraban serenamente el proyecto de
un nuevo alzamiento revolucionario, que, en su opinión, constituiría un
avance para la causa de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. Por su
condición de profundos creyentes en la igualdad política, era demócratas que
demandaban el sufragio universal. Estaban a favor del gobierno parlamenta
rio, pero no estaban tan interesados como los liberales por su buen
funcionamiento. Los republicanos, en su mayoría, eran rigurosamente
anticlericales. Recordando la lucha sin cuartel entre la iglesia y la república
‘durante la Revolución Francesa, y observando todavía la actividad política
del clero católico (porque el republicanismo era muy frecuente en los países
católicos), consideraban a la Iglesia Católica como la enemiga implacable de
la razón y de la libertad. Contrarios a cualquier tipo de monarquía, incluida
la monarquía constitucional, intensamente hostiles a la iglesia y a la
aristocracia, conscientes herederos de la Gran Revolución Francesa, organi
zados en sociedades secretas nacionales e internacionales, sin oponerse al
derrocamiento de los regímenes existentes por la fuerza, los republicanos
más militantes eran considerados por la mayoría de la gente, incluidos los
liberales, como poco mejores que los anarquistas.
178
El republicanismo se transformaba gradualmente en socialismo. Los so
cialistas, por lo general, compartían las actitudes políticas del republicanismo,
pero tenían además, otros puntos de vista. Los primeros socialistas, los ante
riores a la Revolución de 1848, eran de muchos tipos, pero todos tenían ciertas
ideas en común. Todos ellos consideraban el sistema económico existente como
disparatado, caótico y desaforadamente injusto. Todos pensaban que era irra
cional que los dueños de la riqueza tuvieran tanto poder económico como para
dar o negar trabajo a los obreros, fijar salarios y horarios de trabajo según sus
propios intereses, conducir todas las actividades de la sociedad en beneficio de
la ganancia privada. Por consiguiente todos cuestionaban el valor de la empresa
privada, favoreciendo un cierto grado de propiedad común de los activos pro
ductivos, bancos, fábricas, máquinas, tierra y transportes. Todos desaprobaban
la competencia como un principio rector, y formulaban, en lugar de ella, princi
pios de armonía, de coordinación, de organización o de asociación. Todos
rechazaban, llana y absolutamente, el laissez faire de los liberales y de los eco
nomistas políticos. Mientras estos pensaban, principalmente, en el aumento de
la producción, sin interesarse mucho por la distribución, los primeros socialistas
pensaban, principalmente, en una más justa o más equitativa distribución de la
renta entre todos los miembros útiles de la sociedad. Creían que, más allá de la
igualdad civil y legal introducida por la Revolución Francesa, había que dar,
además, u n nuevo paso hacia la igualdad social y económica.
Uno le los primeros socialistas fue también uno de los primeros
industriales del algodón, Robert Owen (1771-1858), de Manchester y de las
tierras bajas escocesas. Preocupado ante la situación de los obreros, creó
una especie de comunidad modelo para sus propios empleados, pagando
salarios altos, reduciendo las jornadas de trabajo, castigando severamente el
vicio y la embriaguez, construyendo escuelas y viviendas y almacenes de
empresa para la venta barata de los artículos de primera necesidad a los
obreros. De aquel capitalismo paternalista de sus primeros años, pasó, a lo
largo de su prolongada existencia, a erigirse en cruzado de las reformas
sociales, tropezando en esta labor con ciertos obstáculos, no sólo por la
oposición de los otros industriales, sino también por su impopular radicalis
mo en materia de religión.
En su mayoría, los primeros socialistas eran franceses, impulsados por el
sentimiento de una revolución inacabada. Uno era un noble, el Conde de
Saint-Simon (1760-1825), que había luchado en la Guerra de la Independen
cia Americana, había aceptado la Revolución Francesa, y, en sus últimos
años, escribió muchos libros sobre problemas sociales. Saint-Simon y sus
seguidores, que no se llamaban a si mismos socialistas, sino sansimonianos,
figuraron entre los primeros claros exponentes de una sociedad planificada.
Defendían la propiedad pública del equipamiento industrial y de otro
capital, con el control en manos de los grandes capitanes de industria o
ingenieros sociales, que idearían grandes proyectos como la excavación de un
canal en Suez, y, en general, coordinarían la actividad y los recursos de la
sociedad hacia fines productivos. De un tipo diferente fue Charles Fourier
(1772-1837), pensador un tanto doctrinario, que sometía todas las institucio
nes conocidas a una condena devastadora. Su programa positivo adoptó la
forma de una propuesta, según la cual la sociedad debía organizarse en
179
pequeñas unidades que él llamó «falansterios». En su opinión, cada uno de
aquellos falansterios debía estar compuesto por 1.620 personas, cada una de
las cuales realizaría un trabajo adecuado a su inclinación natural. Entre los
franceses prácticos, nunca tuvo éxito la organización de ningún falanste-
río. Un buen número de ellos se establecieron en los Estados Unidos, que
eran todavía la tierra del sueño utópico de Europa. El más conocido, pues
estaba formado por personas ilustradas, fue el «movimiento de la Brook
Farm» (Granja de la Cañada), en Massachusetts, que se mantuvo, a través de
una tormentosa existencia, durante cinco años, desde 1842 a 1847. También
Robert Owen, en 1825, había fundado una colonia experimental en América,
en Nueva Armonía, Indiana, en las orillas del Wabash, entonces remotas y
no deterioradas; esta colonia tampoco duró más que cinco años. Aquellos
planes, que presuponían la retirada de unos espíritus selectos a una vida
apartada, poco tenían que decir, en realidad, acerca de los problemas de la
sociedad como conjunto en una era industrial.
Políticamente, la forma más significativa de socialismo antediluviano
—antes del «diluvio» de 1848— fue el movimiento surgido entre las clases
trabajadoras de Francia, que era un compuesto de republicanismo revolucio
nario y de socialismo. Los politizados trabajadores de París habían sido
republicanos desde 1792. Para ellos, la Revolución, en las décadas de 1820,
1830 y 1840, no se había terminado, sino que sólo se habia interrumpido
momentáneamente. Reducidos a la impotencia política, perjudicados en sus
derechos por las discriminaciones de que eran objeto en los tribunales de
justicia, obligados a llevar documentos de identidad firmados por sus
patronos, aguijoneados por las presiones de la industrialización que iba
extendiéndose por Francia, desarrollaron una profunda hostilidad frente a
las clases poseedoras de la burguesía. Encontraron un portavoz en el
periodista de París, Louis Blanc, director de la Revue d e progrés y autor de
La organización del trabajo (1839), una de las más constructivas entre las
primeras obras socialistas. Proponía un sistema de «talleres sociales», o
centros manufactureros sostenidos por el estado, en los que los obreros
trabajarían por y para sí mismos, sin intervención de los capitalistas
privados. De este tipo de socialismo oiremos hablar más, a medida que la
historia se vaya desenvolviendo.
En cuanto al «comunismo», en aquel tiempo era un dudoso sinónimo de
socialismo. Un pequeño grupo de revolucionarios alemanes, desterrados
principalmente en Francia, se dieron ese nombre en 1840. La histeria
los habría olvidado, si entre sus miembros no hubieran estado incluidos
Carlos Marx y Federico Engels. Marx y Engels emplearon conscientemente
la palabra en 1848, para diferenciar su variedad de socialismo de la variedad
de los utópicos como Saint-Simon, Fourier y Owen. Pero la palabra
«comunismo» cayó en un desuso general después de 1848, para renacer tras la
revolución Rusa de 1917, momento en que adquiere un nuevo significado.
180
anterior5. Fue el más penetrante y el menos cristalizado de los nuevos
«ismos». En la Europa occidental —Inglaterra, Francia o España—, donde
la unidad nacional ya existía, el nacionalismo no era tanto una doctrina
como un estado de ánimo latente, que se excitaba fácilmente cuando se
cuestionaban los intereses nacionales, pero que, normalmente, se daba por
supuesto. En otras partes —Italia, Alemania, Polonia, los imperios austríaco
y turco—, donde pueblos de la misma nacionalidad se hallaban politicamen
te divididos o sometidos a una dominación extranjera, el nacionalismo
estaba convirtiéndose en un programa deliberado y consciente. Fue, sin
duda, el ejemplo occidental, de Gran Bretaña y Francia, prósperas y
florecientes porque eran naciones unificadas, lo que estimuló las ambiciones
de otros pueblos para convertirse en naciones unificadas también. El período
posterior a 1815 fue en Alemania un tiempo de creciente agitación en tom o a
la cuestión nacional, en Italia de Risorgimento o resurgimiento, y en la
Europa oriental de Resurrección Eslava.
El movimiento estaba capitaneado por intelectuales, que muchas veces
tenían que inocular en sus compatriotas incluso la propia idea de nacionali
dad. Se valieron de la concepción de Herder del Volksgeist o espíritu
nacional, aplicándola cada uno a su propio pueblo6. Generalmente, comen
zaban con un nacionalismo cultural, señalando que cada pueblo tenía un
lenguaje, una historia, una visión del mundo y una cultura propia, que debía
ser preservada y perfeccionada. Después, solían pasar a un nacionalismo
político, sosteniendo que, para preservar aquella cultura nacional, y para
asegurar la libertad y la justicia a sus miembros individuales, cada nación
debía crear un estado soberano propio. Decían que las autoridades gober
nantes debían ser de la misma nacionalidad, es decir, debían hablar el mismo
idioma que los gobernados. Todas las personas de la misma nacionalidad, es
decir, del mismo idioma, debían reunirse dentro del mismo estado.
Como aquellas ideas no podían realizarse plenamente sin el derrocamien
to de todos los gobiernos de Europa al este de Francia, el nacionalismo
auténtico era instrínsecamente revolucionario. Los nacionalistas declarados
eran mal vistos o perseguidos por las autoridades, y, en consecuencia,
formaron un gran número de sociedades secretas. La más famosa fue la de
los carbonarios, organizada en Italia en los tiempos de Napoleón. En aquel
país, había otras muchas —los Veri Italiani, los Apophasimenes, los
Sublimes y Perfectos Maestros, etc.—. En algunas regiones, sirvieron para el
mismo fin las logias masónicas. En muchas de aquellas sociedades, el
nacionalismo se mezclaba con el liberalismo, con el socialismo o con el
republicanismo revolucionario, de un modo todavía indiferenciado. Los
miembros se iniciaban mediante un complejo ritual destinado a grabar en
ellos la idea de las terribles consecuencias que sufrirían si traicionaban los
secretos de la sociedad. Utilizaban apretones de manos y contraseñas, y
adoptaban nombres revolucionarios para ocultar su identidad y burlar a la
policía. Solían estar tan organizados, que el miembro ordinario sólo conocía
la identidad de otros pocos miembros, y nunca de los superiores, de modo
181
que, si le arrestaban, no podría revelar nada importante. Las sociedades
actuaban haciendo circular literatura prohibida y, en general, manteniendo
un fermento revolucionario. Los conservadores les temían, pero las socieda
des no eran peligrosas, realmente, para ningún gobierno que contase con el
apoyo de su pueblo.
El más famoso de los pensadores nacionalistas de la Europa occidental
fue el italiano José Mazzini (1805-1872), que pasó la mayor parte de su vida
adulta en el destierro, en Francia y en Inglaterra. En su juventud, se adhirió
a los carbonarios, pero en 1831 fundó una sociedad propia, llamada Joven
Italia, y editaba e introducía de contrabando en Italia copias de un periódico
del mismo nombre. Joven Italia pronto fue imitada por otras sociedades de
orientación similar, como Joven Alemania. En 1834, Mazzini organizó una
expedición contra el reino de Cerdeña, con la esperanza de que toda Italia se
alzaría y se uniría a él. Sin desalentarse por el fracaso total de la expedición,
Mazzini continuó organizando, conspirando y escribiendo. Para Mazzini,
nacionalidad y revolución constituían una causa sagrada, en la que tenían
que encontrar expresión las cualidades más generosas y humanas. Era un
pensador moral, como puede deducirse del titulo de su libro más leído, L os
deberes del hombre, en el que colocaba un deber puro ante la nación, como
intermedio entre el deber ante la familia y el deber ante Dios.
Para los alemanes, divididos y frustrados, la nacionalidad se convirtió
casi en una obsesión. Desde la cultura popular hasta la metafísica, todo
estaba influido por aquella idea. Por ejemplo, en 1812, se publicaron los
Cuentos populares de Grimm. Se trataba de la obra de los dos hermanos
Grimm, fundadores de la ciencia moderna de la lingüistica comparada, que
viajaron por toda Alemania estudiando los dialectos populares y recogiendo
así los cuentos que durante generaciones habían circulado entre el pueblo.
De aquel modo, esperaban encontrar el «espíritu» antiguo, nativo, indígena,
de Alemania, profundo e intacto en el corazón del Volk. La misma
preocupación por la nacionalidad se revelaba en la filosofía de Hegel
(1779-1831), posiblemente el más grande de todos los pensadores del siglo
XIX.
Para Hegel, con el espectáculo de los años napoleónicos ante sus ojos,
era evidente que un pueblo no podía gozar de libertad, de orden ni de
dignidad, si no poseia un estado fuerte e independiente. El estado, para él, se
convirtió en la encarnación institucional de la razón y de la libertad, «la
marcha de Dios por el mundo», como él señalaba, significando, no una
expansión en el espacio mediante una conquista corriente, sino una marcha a
través del tiempo y de los procesos de la historia. Hegel concebía la realidad
en sí misma como un proceso, como un desarrollo que tenía su lógica interna
y su propia y necesaria consecuencia. Rompía, así, con la filosofía más
estática y mecánica del siglo XVIII, con sus categorías fijas de un bien y de
un mal inmutables. Se convirtió en un filósofo del desarrollo del cambio. El
patrón del cambio que él sostenía era la «dialéctica», o irresistible tendencia
del espíritu a avanzar mediante la creación de contrarios. Una situación dada
(la «tesis») produciría inevitablemente, según este punto de vista, la
concepción de una situación contraria (la «antítesis»), que también inevita
blemente sería seguida por una reconcialiación y una fusión de las dos (la
182
«síntesis»). Por consiguiente, podía pensarse que la propia desunión de
Alemania, mediante la producción de la idea de la unidad, haría realidad,
inevitablemente, la creación de un estado alemán.
La dialéctica hegeliana no tardó en ser apropiada por Carlos Marx para
nuevas utilizaciones, pero, mientras tanto, la filosofía de Hegel, con otras
que circulabaiupor Alemania, hizo que el estudio de la historia resultase más
filosóficamente significativo de lo que hasta entonces hubiera sido nunca. La
historia, el estudio de la sucesión temporal, parecía constituir la verdadera
llave que abriría el camino a la auténtica significación del mundo. Se
estimularon los estudios históricos, y las universidades alemanas se convirtie
ron en centros de aprendizaje histórico, que atraían a estudiosos de muchos
países. El más eminente de los historiadores alemanes fue Leopold von
Ranke (1795-1886), fundador de la escuela «científica» de la historiografía.
También Ranke, aunque intelectualmente escrupuloso en sumo grado, debía
mucho de su impulso a su sentimiento nacional. Su primera obra de
juventud fue un estudio de los Pueblos latinos y teutónicos; y una de sus
ideas fundamentales, durante toda su larga vida, fue la de que Europa debia
su grandeza única a la coexistencia y a la interrelación de varias naciones dis
tintas, que se habían resistido siempre a los intentos de cualquiera de ellas a
controlar todo el conjunto. En esto último Ranke se refería realmente a Fran
cia, la Francia de Luis XIV y la de Napoleón— . En 1830, Ranke decía
que los alemanes habían recibido de Dios la misión de desarrollar una
cultura y un sistema político totalmente distintos de los desarrollados por los
franceses. Estaban destinados a «crear el estado alemán puro correspondien
te al genio de la nación». Ranke consideraba muy dudoso que los principios
constitucionales, parlamentarios e individualistas occidentales fuesen ade
cuados al carácter nacional de Alemania.
En economía, Federico List, en su Sistema nacional de Economía
Política (1841), sostenía que la economía política tal como se enseñaba en
Inglaterra sólo era conveniente para Inglaterra. La economía política no era
una verdad abstracta, sino un cuerpo de ideas desarrolladas en un
determinado momento histórico, en un país determinado. List fue asi el
fundador de la escuela histórica o institucional de la economía. Decía que la
doctrina del libre comercio había sido ideada para hacer de Inglaterra el
centro industrial del mundo, manteniendo a los otros paises en la situación
de abastecedores de materias primas y de alimentos. Pero él sostenía que
todo país, si había de ser un país civilizado y si había de desarrollar su
propia cultura nacional, debería tener ciudades, fábricas, industrias y su
propio capital. Por lo tanto, tenía que establecer una política proteccionista
de aranceles elevados (al menos temporalmente, en teoría). Es de señalar que
List había desarrollado sus ideas durante una permanencia en los Estados
Unidos, donde el «sistema americano» de Henry Clay era, en efecto, un
sistema nacional de economía política.
183
particiones y restablecer su estado polaco, y/ilos magiares insistiendo en la
autonomía de su reino de Hungría dentro del imperio de los Habsburgo7.
Pero en su mayor parte, el nacionalismo en la Europa oriental seguía siendo
más cultural que político. Siglos de desenvolvimiento habían tendido a
sofocar a los checos, eslovacos, rutenos, rumanos, servios, croatas, eslove
nos y también, en menor grado, a los polacos y a los magiares. Sus clases más
altas hablaban alemán o francés, y, en cuanto a sus ideas, miraban a Viena o
a París. Los lenguajes nativos se habían quedado como lenguajes de
campesinos, y las culturas como culturas campesinas, apenas conocidos por
los europeos civilizados. Parecía que muchos de aquellos lenguajes desapa
recerían.
Pero a comienzos del siglo XIX, el proceso empezó a invertirse. Los
patriotas empezaron a demandar la preservación de sus culturas históricas.
Recogían cuentos populares y baladas; estudiaban los lenguajes, confeccio
naban gramáticas y diccionarios, a menudo por primera vez; y se dedicaron
a escribir libros en sus lenguas maternas. Apremiaban a sus clases ilustradas
para que abandonasen los modos «extranjeros». Escribían historias que
mostraban las famosas hazañas de sus diversos pueblos en la Edad Media.
Un nuevo nacionalismo agitaba a los magiares; en 1837, se establecía en
Budapest un teatro nacional húngaro. En lo que había de ser Rumania, un
joven transilvano, antes campesino, llamado George Lazar, comenzó a ejer
cer como profesor en Bucarest, en 1816. Daba sus lecciones en rumano (para
sorpresa de las clases altas, que preferían el griego), explicando cómo Ruma
nia tuvo una historia ilustre que se remontaba hasta el emperador romano,
Trajano. En cuanto a los griegos, abrigaban esperanzas de restaurar el impe
rio griego medieval (conocido para los occidentales como el Imperio Bizanti
no), en el que las personas de lengua griega o de religión ortodoxa griega se
convertirían el pueblo predominante en los Balcanes.
El más importante de los movimientos de la Europa oriental fue el Re
surgimiento Eslavo. En los eslavos se incluían los rusos, los polacos y los
rutenos; los checos y los eslovacos, y los eslavos del sur, que abarcaban a los
eslovenos, croatas, servios y búlgaros. Todas las ramas de los eslavos
comenzaron a revivir. En 1814, el servio Vuk Karajich publicó una
gramática de su lengua nativa y una colección de Canciones y poem as ¿picos
populares de los servios; confeccionó un alfabeto servio, tradujo el Nuevo
Testamento y declaró que el dialecto de Ragusa (hoy Dubrovnik) debería
convertirse en el lenguaje literario de todos los eslavos del sur. Tropezó con
la oposición del clero servio, que prefería que la escritura se limitase al Esla-
vónico, un lenguaje puramente erudito, como el latín; pero, fuera de Servia,
encontró mucho apoyo, incluido el de los hermanos Grimm. Los checos
habían sido siempre un pueblo más avanzado que los servios, pero los
checos ilustrados estaban, por lo general, medio germanizados. En 1836, el
historiador Palacky publicó el primer volumen de su Historia de Bohemia,
destinado a dar a los checos un nuevo sentimiento de orgullo de su pasado
nacional. Primero escribió su libro en alemán, que era el lenguaje de lectura
7 Sobre los polacos, ver págs. 56-58, 151; sobre los m agiares, ver pág. 50.
184
común de los checos ilustrados. Pero no tardó en reelaborarlo en checo,
dándole, significativamente, el nuevo título de Historia del pueblo checo.
Entre los polacos, puede mencionarse el poeta y revolucionario, Adam
Mickiewicz. Los rusos le arrestaron, en 1823, por pertenecer a una sociedad
secreta, pero el gobierno zarista en seguida le permitió que se trasladase a la
Europa occidental. Desde 1840 a 1844, enseñó lenguas eslavas en el Collége
de France, utilizando su cátedra como una tribuna para pronunciar
elocuentes alegatos en favor de la liberación de todos los pueblos y del
derrocamiento de la autocracia. Escribió poemas épicos sobre temas
históricos polacos, y continuó activo entre los polacos revolucionarios des
terrados y establecidos en Francia.
Por su parte, Rusia, a la que los polacos y los checos consideraban muy
atrasada, fue más lenta en el desarrollo de un pronunciado sentimiento
nacional. Bajo el zar Alejandro I, predominó una orientación occidental o
europea, pero en los últimos años de Alejandro y después de su muerte,
comenzaron a extenderse las doctrinas eslavófilas. La eslavofilia rusa, o la
idea de que Rusia tenía un modo de vida propio, diferente del de Euro
pa y que no debería ser corrompido por éste, era sencillamente, la aplica
ción a Rusia de la idea fundamental del Volksgeist. En Rusia, esos puntos
de vista eran tan antiguos, por lo menos, como la oposición a las refor
mas iniciadas por Pedro el Grande8. En el nacionalista siglo XIX, crista
lizaron más sistemáticamente en un «ismo», y tendieron a fundirse en el
pan-eslavismo, que hacía sustancialmente las mismas afirmaciones respecto
a los pueblos eslavos como conjunto. Pero, con anterioridad a 1848, el pan
eslavismo no era más que embrionario.
Otros «ismos»
185
republicanos. El «monarquismo» era conservador e incluso reaccionario.
Había desaparecido el despotismo ilustrado del siglo anterior, cuando los
reves habían irritado caprichosamente a su aristrocracia y desafiado a sus
iglesias. Después de los truenos de la Revolución Francesa, la aristocracia y
la monarquía se unían, y su nueva consigna era la de mantener el trono y el
altar».
Más fuerte que otros «ismos» era la profunda corriente del humanitaris
mo, sentimiento compartido, de diversos modos, por gentes de todos los
partidos. Consistía en un vivo sentimiento de la realidad de la crueldad
infligida a otros. En esto, el pensamiento de la Edad de la ilustración no
sufrió cambio alguno. La tortura había desaparecido, y ni siquiera los
gobiernos reaccionarios mostraban inclinación alguna a restablecerla. Las
condiciones en las cárceles, en los hospitales, en las casas de locos y en los
orfelinatos mejoraron. La gente empezaba a conmoverse ante la miseria de
los niños pobres, de los limpiachimeneas, de las mujeres en las minas, y de
los esclavos negros. Los dueños de los siervos rusos y los dueños de los
esclavos americanos empezaban a mostrar signos psicológicos de duda
moral. Degradar a los seres humanos, utilizarlos como animales de trabajo,
torturarlos, encerrarlos injustamente, mantenerlos como rehenes por otros,
destruir sus familias y castigar a sus parientes eran acciones consideradas por
los europeos como ajenas a la verdadera civilización, como algo distante,
«turco» o «asiático», como la castración de los eunucos, la leva de los
jenízaros o la quema de las viudas. El sentimiento cristiano de la inviolabili
dad de la persona humana empezaba ahora, de nuevo, en un marco mundano,
a aliviar los sufrimientos de la humanidad.
186
habían sufrido en las últimas guerras. En parte por la insistencia del zar,
hubo constituciones escritas, después de 1814, en Francia y en la Polonia
rusa o del «Congreso». Algunos de los gobernantes de los estados alemanes
meridionales permitieron un cierto grado de gobierno representativo. Incluso
el rey de Prusia prometió una asamblea representativa para su reino, aunque
la promesa no se cumplió. Pero era difícil mantener cualquier tipo de
estabilidad. Las fuerzas de la derecha política, las clases privilegiadas (o, en
Francia, las clases antes privilegiadas) denunciaban todos los signos de
liberalismo como peligrosas concesiones a la revolución. Las de la izquierda
política —liberales, nacionalistas, republicanos— consideraban los regímenes
recientemente instalados como desesperadamente reaccionarios e inadecua
dos. Los hombres de estado se ponían nerviosos ante la idea de la
revolución, de modo que, frente a cualquier signo de agitación, respondían
con intentos de represión, con lo que, si bien sofocaban la agitación
temporalmente, en realidad no hacían más que empeorar las cosas, mediante
la creación de nuevos agravios. Se formaba así un círculo vicioso que giraba
sin cesar.
187
Recordemos que, en Polonia, el tratado de Viena creó un reino
constitucional, con Alejandro como rey, anexionado al imperio ruso me
diante una unión puramente personal. La nueva maquinaria no funcionó
muy bien. La constitución polaca preveía una dieta elegida, un sufragio muy
amplio para las normas de la época, el código civil napoleónico, libertad de
prensa y de religión, y uso exclusivo del idioma polaco. Pero los polacos
descubrieron que Alejandro, aunque favorecía la libertad, no veía con
buenos ojos que nadie discrepase de él. Poco era el uso que los polacos
podían hacer de su vigiladísima libertad en ninguna verdadera legislación. La
dieta elegida no podía desenvolverse con el virrey, que era un ruso. En
Rusia, la aristocracia propietaria de siervos veía con recelo la idea de
Alejandro de un reino constitucional en Polonia. N o querían experimentos
con la libertad, en las fronteras mismas de Rusia. Los propios polacos
hacían el caldo gordo a sus enemigos, porque los polacos eran, por lo
menos, tan nacionalistas como liberales. Estaban descontentos con las
fronteras, concedidas a la Polonia del Congreso. Soñaban con el vasto reino
que había existido antes de la Primera Partición y por ello agitaban la
interminable cuestión de la Frontera Oriental, reivindicando los extensos
territorios de Ucrania y de la Rusia Blanca10. En la Universidad de Vilna,
profesores y estudiantes comenzaban a formar sociedades secretas. Algunos
miembros de aquellas sociedades eran revolucionarios que aspiraban a
expulsar a Alejandro, a reunirse con Prusia y con la Polonia Austríaca, y a
reconstruir un estado polaco independiente. Fue con motivo del descubri
miento y la disolución de una de aquellas sociedades, los Philaretes de Vilna,
cuando Adam Mickiewicz fue arrestado, en 1823. La reacción y la represión
golpearon entonces a la Universidad de Vilna.
10 Ver m apa 2.
188
reaccionarios. Aquella manifestación de no graduados no constituía una
amenaza inmediata para ningún estado establecido, pero los gobiernos
nerviosos se alarmaron. En 1819, un estudiante de teología asesinó al
escritor alemán Kotzebue, conocido como informador al servicio del zar. El
asesino recibió centenares de cartas de felicitación, y, en Nassau, el jefe del
gobierno local se libró, por muy poco, de sufrir la misma suerte, a manos de
un estudiante de farmacia.
Metternich ahora decidió intervenir. No tenía autoridad sobre Alemania,
a no ser porque Austria era miembro de la federación germánica. Conside
raba todas aquellas manifestaciones de espíritu nacional alemán, o de
cualquier demanda de una Alemania más sólidamente unificada, como una
amenaza para la favorable posición del Imperio Austríaco y para el
equilibrio total de Europa. Convocó una conferencia de los principales
estados alemanes en Carlsbad, en Bohemia; los asustados representantes
adoptaron ciertas resoluciones, propuestas por Metternich, que en seguida
fueron decretadas por la dieta del Bund. Aquellos Decretos de Carlsbad
(1819) disolvían la Burschenschaft y los clubs gimnásticos, igualmente
nacionalistas (algunos de cuyos miembros se reunieron luego en sociedades
secretas); y disponían que en las universidades se colocasen funcionarios del
gobierno para vigilarlas y que unos censores controlasen los contenidos de
los libros y de la prensa periódica diaria. Los Decretos de Carlsbad
estuvieron vigentes durante muchos años, e impusieron un freno eficaz al
desarrollo de las ideas liberales y nacionalistas en Alemania.
Metternich no pudo convencer a los gobernantes alemanes del sur de que
retirasen las constituciones que habían concedido. Los gobernantes de
Baviera, de Württemberg y de otros estados consideraban que, con un
gobierno representativo, podían contar con el apoyo popular y asimilar los
numerosos nuevos territorios que habían obtenido de Napoleón. Pero, en
general, después de 1820, la represión de las ideas nuevas o perturbadoras
fue la norma en toda Alemania. Y esto es más válido todavía respecto al
Imperio Austríaco, que Metternich podía controlar más directamente.
Tampoco la Gran Bretaña escapó a los funestos turnos de agitación y
represión. Como en cualquier otra parte, el radicalismo producía la
reacción, y viceversa. Después de Waterloo, Inglaterra seguía siendo un país
del antiguo régimen, pero aquejado de los más avanzados males sociales. En
1815, con la terminación de las guerras, las clases terratenientes temían una
invasión de productos agrícolas importados, con el consiguiente colapso en
los precios y en las rentas de la tierra. Los propietarios, que controlaban el
Parlamento, aprobaron una nueva Ley de Cereales, que elevaba los
aranceles proteccionistas sobre las importaciones de granos, hasta el punto
de que la importación se hizo imposible, a no ser a unos precios altísimos.
Los terratenientes y sus granjeros se beneficiaban, pero los jornaleros veían
que los precios del pan no estaban a su alcance. Al propio tiempo, había una
depresión de postguerra en la industria. Los salarios cayeron y muchos
hombres fueron despedidos. Estas condiciones, naturalmente, contribuían a
la difusión del radicalismo político, que aspiraba, ante todo, a una drástica
reforma de la Cámara de los Comunes, para que luego púediera aprobarse
un radical programa de legislación social y económica.
189
En diciembre de 1816, estalló un motin en Londres. En el mes de febrero
siguiente, el Príncipe Regente fue atacado en su coche. El gobierno
suspendió el «habeas corpus» y empleó a agentaprovocateurs^para-obtener
pruebas contra los agitadores. Los industríales de Manchester y las nuevas
ciudades-fábricas, decididos a forzar lai reforma de la representación
parlamentaria, aprovecharon la oportunidad que les ofrecía la angustiosa
situación de la clase obrera para organizar la protesta en forma de mítines de
masas. En Birmingham, una multitud eligió burlescamente a un miembro
del Parlamento. En Manchester, ciudad que iba extendiéndose, 80.000 per
sonas realizaron una enorme manifestación en St. Peter’s Fields, en 1819;
pedían sufragio universal masculino, elección anual de la Cámara de los Co
munes, y la revocación de la ley de Cereales. Aunque la manifestación se
desarrolló dentro de una total tranquilidad, los soldados dispararon contra
ella, matando a 11 personas e hiriendo a unas 400, entre ellas 113 mujeres.
Los radicales llamaron a aquel episodio la matanza de Peterloo, en escarne
cedora comparación con la batalla de Waterloo. El aterrado gobierno dio las
gracias a los soldados por su bravo mantenimiento del orden social. El Parla
mento aprobó a toda prisa las Seis Leyes (1819) que proscribían la literatura
«sediciosa y blasfema», gravaban con un pesado impuesto a los periódicos,
autorizaban el registro de los domicilios particulares en busca de armas, y
restringían severamente el derecho de reunión pública. Un grupo de
revolucionarios, en consecuencia, tramó el asesinato de todo el gabinete,
durante una comida; fueron apresados en Cato Street, Londres, en 1820
—de ahí el nombre de «Conspiración de Cato Street»—. Cinco de ellos
fueron ahorcados. Mientras tanto, Richard Carlisie pasó siete años en la
cárcel, por publicar las obras de Thomas Paine.
El Duque de Wellington escribía a un corresponsal continental, en 1819:
«Nuestro ejemplo será valioso para Francia y para Alemania, y es de esperar
que el mundo se libre de la revolución general que parece amenazarnos a
todos».
En resumen, las políticas reaccionarias se atrincheraban en todas partes,
en los años siguientes a la paz. La reacción sólo en parte se debía a los
recuerdos de la Revoludón Francesa. En más alta proporción, se debía al
vivo temor de una revolución en el presente. Aquel temor, aunque
exagerado, no era simple alucinación. Dándose cuenta del creciente desbor
damiento, los intereses establecidos levantaban diques, desesperadamente,
contra él, en todos los países. Esto es válido también respecto a la política
internacional de la época.
191
relación con el poder marítimo británico, se negaron a apoyar tales
utilizaciones de la flota británica. Temían por la libertad de los mares. £ n
cuanto a los ingleses, ni siquiera discutieron la incorporación de los buques
de guerra británicos a una agrupación naval internacional, ni la colocación
de las escuadras británicas bajo la autoridad de un organismo internacional.
Asi, pues, no se hizo nada; el comercio de esclavos continuó, incrementán
dose ilícitamente con la interminable demanda de algodón; y. los piratas de
Berbería no desaparecieron hasta que los franceses ocuparon y se anexiona
ron Argelia, unos años después. El desarrollo de las instituciones internado-
nacionales se vio bloqueado por los encontrados intereses de los estados
soberanos.
192
sentimientos de los polacos. Se hallaba preocupado por los rumores de
desafecto entre los oficiales de su propio ejército. Siempre había creído que
las constituciones debían ser concedidas por los legítimos soberanos, a
quienes no debían serles arrancadas por los revolucionarios, como habia
ocurrido en Nápoles. Se dejó.convencer por Mettemich. Declaró que siempre
habia estado equivocado, y que Mettemich siempre habia tenido razón, y se
manifestó dispuesto a seguir el criterio político de Mettemich. El triunfo del
canciller austríaco fue completo. El zar radical se volvía ahora reaccionario.
Fortalecido de este modo, Mettemich redactó un documento, el protoco
lo de Troppau, para su consideración y aceptación por las cinco Grandes
Potencias. El documento sostenía que todos los estados europeos reconoci
dos debían ser protegidos por la acción colectiva internacional, y en interés
de la paz y estabilidad generales, contra los cambios internos provocados por
la fuerza. Era una declaración de seguridad colectiva frente a la revolución.
Ni Francia ni Gran Bretaña la aceptaron. Castlereagh escribió a Mettemich
que si Austria consideraba amenazados sus intereses en Nápoles, debía
intervenir sólo en su propio nombre. A lo que los tories de 1820 se oponían
no era tanto a la represión de la revolución napolitana como al principio de
una colaboración internacional obligatoria. Mettemich sólo pudo conseguir
que Rusia y Prusia respaldasen su protocolo, además de Austria. Estas tres
potencias, actuando como Congreso de Troppau, autorizaron a Mettemich a
enviar un ejército austríaco a Nápoles. Lo envió, y los revolucionarios
napolitanos fueron arrestados o puestos en fuga; el incompetente y brutal
Femando I fue restaurado como rey «absoluto»; el demonio de la revolución
fue, aparentemente, exorcizado. La reacción triunfó. Pero el Congreso de
Troppau, manifiestamente un organismo internacional de dimensión euro
pea, habia actuado, en realidad, como una alianza anturevolucionaria de
Austria, Rusia y Prusia. Asi se abría una brecha entre las tres autocracias
orientales y las dos potencias occidentales, aunque estas últimas estaban
gobernadas por tories y Borbones.
193
El Oriente Próximo también parecía a punto de estallar en una
conflagración. Alejandro Ypsilanti, un griego que había pasado su vida
adulta en el servicio militar de Rusia, condujo, en 1821, una banda de
compañeros armados desde Rusia hasta Rumania (que aún formaba parte de
Turquía), esperando que todos los griegos y pro-griegos del imperio turco se
unirían a él. Confiaba en el apoyo ruso, pues la penetración de Turquía, por
medio de los griegos cristianos había sido un proyecto largam ente acariciado
por la política exterior rusa13. La posibilidad de un imperio turco convertido
en un imperio «griego» y dependiente de Rusia no era grata, naturalmente, a
Metternich. Para tratar todas aquellas cuestiones, se reunió un congreso
internacional en Verona, en 1822.
Alejandro, al pasar de sus puntos de vista liberales a los reaccionarios, no
había cambiado su creencia en la necesidad de un gobierno internacional. Si
sus decisiones hubieran estado determinadas sólo por su política nacional,
habría apoyado, sin duda, la revolución grecófíla de Ypsilanti. Pero
Alejandro se inclinaba en favor del principio de la solidaridad internacional
contra la violencia revolucionaria. Abandonó a Ypsilanti, que encontró entre
los rumanos y los pueblos balcánicos menos entusiasmo del que esperaba por
la cultura griega y que pronto fue vencido por los turcos. En cuanto a la
intervención para reprimir el levantamiento griego, ni siquiera se planteó la
cuestión, pues el gobierno turco se mostró ahora perfectamente capaz de
resolver el problema por sí solo.
Para impulsar la causa de la solidaridad internacional, Alejandro urgía al
Congreso de Verona para que mediase entre España y sus colonias rebeldes.
Era aquella una manera indirecta de sugerir la intervención militar en la
América española, según el principio del protocolo de Troppau. Los ingleses
se opusieron. Ellos habían penetrado en el imperio español comercialmente,
desde hacía más de un siglo. Durante las guerras napoleónicas, habían
incrementado sus exportaciones a la América Latina, hasta veinte veces
más14. Ahora pretendían mantener aquella ventaja, e incluso el gobierno
tory favorecía la desintegración del imperio español en estados independien
tes, con los que pudieran negociarse tratados de libre comercio. Sin contar,
por lo menos, con la benévola neutralidad de la flota británica, ninguna
fuerza armada podía navegar' hacia América. Los hispano-americanos, por
lo tanto, mantuvieron su independencia, gracias, en parte, al uso que los
ingleses hicieron, en aquella ocasión, de su poderío naval.
Las nuevas repúblicas recibieron también un fuerte apoyo moral de los
Estados Unidos. En diciembre de 1823, el Presidente James Monroe, en un
mensaje al Congreso, anunciaba la «Doctrina Monroe». En ella, declaraba
que los intentos por parte de las potencias europeas de devolver a los países de
América a la situación colonial serian considerados com o actos hostiles por
los Estados Unidos. El ministro británico del Exterior, George Canning (que
acababa de suceder a Castlereagh), habia propuesto, al principio, una
declaración conjunta por parte de Gran Bretaña y de los Estados Unidos
contra las potencias orientales, acerca de la cuestión hispano-americana. El
194
Presidente Monroe, aconsejado por su secretario de estado, John Quincy
Adams, decidió, en lugar de ello, hacer una declaración unilateral en forma de
mensaje al Congreso. Pretendían dirigir su «doctrina» contra la Gran Bretaña
tanto como contra los estados continentales, pues la potencia británica, con su
dominio del mar, era, en realidad, la única por la que podía sentirse
verdaderamente amenazada la independencia de los estados americanos.
Canning, en cuyo ánimo no estaban tales amenazas, y más preocupado por el
Congreso de Verona, aceptó la línea adoptada por los Estados Unidos. En
realidad, declaró con un floreo que él había «dado vida al Nuevo Mundo para
reajustar el equilibrio del Viejo». La Doctrina Monroe, en su comienzo, fue
una especie de contraposición a la doctrina Metternich del protocolo de
Troppau. Mientras esta anunciaba el principio de intervención contra la
revolución, la Doctrina Monroe anunciaba que las revoluciones en América,
si desembocaban en regímenes reconocidos por los Estados Unidos, quedaban
fuera del marco de atención de las potencias europeas. En todo caso, la
eficacia de la Doctrina Monroe dependia en gran medida de la tácita
cooperación de la flota británica.
La cuestión de la revolución en España se resolvió de distinto modo. El
régimen borbónico de Francia no veía con buenos ojos una España en la que
podían refugiarse revolucionarios, republicanos, desterrados políticos y
miembros de sociedades secretas. El gobierno francés propuso al Congreso de
Verona que se le autorizase a enviar un ejército al otro lado de los Pirineos. El
ofrecimiento fue bien acogido por el Congreso, y, a pesar de las muchas
funestas predicciones de desgracia, inspiradas por los recuerdos del desastre
de Napoleón, un ejército francés de 200.000 hombres entró en España, en
1823. La campaña se convirtió en un paseo militar por un país jubiloso. No
eran muchos los españoles liberales, constitucionalistas o revolucionarios. La
mayor parte del pueblo veía la invasión como una liberación de los masones,
de los carbonarios y de los herejes, y aclamaba con satisfacción la
restauración de la iglesia y del rey. Femando VII, poco escrupuloso y de
espíritu estrecho, repudió su juramente constitucional y permitió que los
vengativos eclesiásticos, grandes de España e hidalgos campasen por sus
respetos. Los antiguos revolucionarios fueron bárbaramente perseguidos,
desterrados o encarcelados.
195
En todo caso, los congresos nunca lograron que se les subordinasen los
particulares intereses de las Grandes Potencias. Tal vez el abandero de
Ypsilanti por parte de Alejandro fue un sacrificio de la conveniencia rusa al
principio internacional, pero cuando el gobierno austríaco intervino para
aplastar la revolución en Nápoles, y cuando el gobierno francés aplastó la
revolución en España, aunque en ambos casos actuaron con un mandato
internacional, ambos gobiernos estaban, en realidad, favoreciendo los que
ellos consideraban sus intereses. El interés de Gran Bretaña consistia en
separarse por completo del sistema. Tal como fue definido por Castlereagh y
luego por Canning, aquel interés radicaba en mantenerse al margen de
compromisos internacionales permanentes, en conservar ún libre ejercicio del
poderío naval y de la política exterior, y el de adoptar una cierta benevolencia
respecto a la revolución en otros países. Como Francia acabó por separsrse
también, la Santa Alianza dejó de ser, ni siquiera aparentemente, un sistema
europeo, y se convirtió, simplemente, en una liga contrarrevolucionaria
entre las tres autocracias del este de Europa. Con una mayoría de las cinco
grandes potencias profundamente antiliberal, la causa del liberalismo en
Europa se vio impulsada por el colapso del sistema internacional. Al propio
tiempo, el colapso del sistema dio paso al incontrolado nacionalismo de los es
tados soberanos. George Canning escribía en 1822: «Las cosas están volvien
do nuevamente a una situación saludable. ¡Cada nación para sí misma, y Dios
con todos!».
196
forzados o internados en Siberia. La revuelta decembrista fue la primera
manifestación del movimiento revolucionário moderno en Rusia, de un
movimiento revolucionario inspirado por un programa ideológico, distinto de
los elementales levantamientos masivos de Pugachev o de Stenka Razin. Pero
el efecto inmediato de la revuelta decembrista fue el de que Rusia se viese
sometida a una represión más fuerte. Nicolás I (1825-1855) mantuvo una
autocracia incondicional y despótica.
Diez años después de la derrota de Napoleón, las nuevas fuerzas surgidas
de la Revolución Francesa parecían destrozadas, y la reacción, la represión y
la in m o v ilid a d política parecían haber triunfado en todas partes. Parecía que
el dique —un sólido dique— contenía el desbordamiento.
197
LA LIBERTAD CONDUCIENDO AL PUEBLO
por Eugéne Delacrolx (francés, 1798-1863)
Delacroix, uno de los fundadores de la escuela romántica de pintura, pintó este cuadro in
mediatamente después de la Revolución de Julio de París, en 1830 (ver págs, 197-200). Revela,
claramente la concepción idealista de la revoludón que predominaba entre los revolucionarios
antes de 1848, en agudo contraste con la concepción «realista», «científica» o «materialista» de
la revolución, que se implanta a partir de 1848 y que estuvo representada por Carlos Marx. (Ver
págs, 240-245). La Revolución se muestra como un acto noble y moral. Las figuras expresan
decisión y valor, pero no muestran signo alguno de odio, ni siquiera de ira. No son una clase
(véase cómo las ropas varían desde.el sombrero de copa hasta el semidesnudo); son el Pueblo,
afirmando los derechos del hombre. La Libertad, que mantiene en alto la bandera tricolor, es
una diosa serena o incluso racional. A pesar de su romanticismo, el pintor representa a los in
surgentes haciendo realidad una idea abstracta —la Libertad, o la República—. Es a esta idea a
la que dirige su mirada la figura medio recostada y probablemente herida. Cortesía del Louvre
(Giraudon).
198
año siguiente, las cámaras legislativas votaron una indemnización, en forma
de anualidades perpetuas por un total de 30 millones de francos al año, para
quienes, émigrés treinta y tantos años antes, habían visto confiscadas sus
propiedades por el estado revolucionario. El clero católico comenzó a ocupar
aulas en las escuelas. Una ley castigaba con pena de muerte el sacrilegio
cometido en los edificios de la iglesia. Pero la Francia de los Borbones
restaurados seguía siendo un país libre, y, contra aquellos evidentes esfuerzos
por resucitar el Antiguo Régimen, en los periódicos y en las cámaras se
desarrollaba una fuerte oposición. En marzo de 1830, la Cámara de los
Diputados, en la que los banqueros Laffitte y Casimir-Périer capitaneaban la
oposición «izquierdista», aprobaba un voto de censura al gobierno. El rey, en
ejercido de su legitimo derecho, disolvió la Cámara y convocó nuevas
elecciones. Las elecciones rechazaron la política del rey. Este replicó, el 26 de
julio de 1830, con cuatro ordenanzas dictadas en virtud de su propia
autoridad. Una disolvía la Cámara redentemente elegida, antes de que
hubiera llegado a reunirse; otra imponía la censura a la imprenta; la tercera
corregía el sufragio, en el sentido de que reducía la facultad de voto de.los
banqueros, los comerdantes y los industriales, para concentrarlo en manos de
la antigua aristocracia; la cuarta convocaba una nueva elección sobre la nueva
base.
Estas Ordenanzas de Julio originaron, al mismo día siguiente, la
Revolución de Julio. La alta burguesía estaba furiosa, naturalmente, al verse
así abiertamente excluida de la vida política. Pero fueron los republicanos —el
núcleo de obreros, estudiantes e intelectuales revoludonarios de Paris— los
que en realidad actuaron. Durante tres días, desde el 27 al 29 de julio, se
levantaron barricadas en la ciudad, tras las cuales bullía un pueblo que
desafiaba al ejército y a la policía. La mayor parte del ejército se negó a
disparar. Carlos X , que no estaba dispuesto a caer prisionero de una
revolución como su hermano Luis XVI, hacia tiempo guillotinado, abdicó
predpitadamente y huyó a Inglaterra.
Algunos de los dirigentes querían proclamar una república democrática.
El pueblo trabajador esperaba alcanzar mejores condiciones de empleo. Los
políticos liberales, apoyados por banqueros, industriales, varios periodistas e
intelectuales, tenían otras intendones. En general, se habían considerado
satisfechos con la carta constitucional de 1814; sólo se habían opuesto a la
política y a las personas del gobierno, y ahora deseaban continuar con la
monarquía constitucional, un tanto liberalizada, y con un rey en el que
pudiesen confiar. La solución al punto muerto se debió al viejo Marqués de
Lafayette, el veterano héroe de las revoluciones Americana y Francesa, que
ahora se destacaba como símbolo de la unidad nadonal. Lafayette presentó al
Duque de Orleans en el balcón del Hótel de Ville de París, le abrazó en
presencia de una gran multitud, y lo ofreció como respuesta a las necesidades
de Francia. El duque era pariente colateral de los Borbones; en su juventud,
había servido también en el ejérdto republicano de 1792. Los republicanos
militantes lo aceptaron, dispuestos a ver cómo se desarrollarían los aconteci
mientos; el día 7 de agosto, la Cámara de los Diputados militantes le ofreció el
trono, a condición de que cumpliese fielmente la constitución de 1814. El
Duque de Orleans reinó hasta 1848, con el nombre de Luis Felipe.
199
El régimen de Luis Felipe, llamado Monarquía Orleanista, burguesa o de
Julio, fue conceptuado de muy diferente modo por los diferentes grupos en
Francia y en Europa. Para los otros estados de Europa y para el clero y los
legitimistas de Francia, resultaba terriblemente revolucionario. El nuevo rey
debía su trono a una insurrección, a una negociación con los republicanos, y a
las promesas hechas a un parlamento. Luís Felipe no se llamaba a sí mismo
rey de Francia, sino rey de los franceses, y su enseña no era la flor de lis
borbónica, sino la bandera tricolor de la Revolución. Esta bandera producía
en las clases conservadoras un efecto semejante al de la hoz y el martillo de
épocas posteriores. El rey cultivaba unas maneras populares, vestía sobrios
trajes oscuros (los precedente^ del moderno «traje de negocios»), y llevaba
paraguas. Aunque en privado trabajaba obstinadamente por mantener su
posición real, en público se adhería escrupulosamente a la constitución.
La constitución seguía siendo, sustancialmente, lo que había sido en 1814.
El principal cambio político era un cambio de tono; ya no habría más
absolutismo, con su noción de que las garantías constitucionales podrían ser
revocadas por un príncipe reinante. Legalmente, el cambio principal fue el de
que la Cámara de los Pares dejó de ser hereditaria, con el disgusto de la
antigua nobleza, y que la Cámara de los Diputados había de ser elegida por un
censo de votantes un tanto ampliado. Mientras antes de 1830 había 100.000
votantes, ahora había irnos 200.000. El derecho al voto seguía basandose en
la propiedad de una considerable cantidad de bienes raíces. Alrededor de una
trigésima parte de la población masculina adulta (la trigésima parte superior
en la posesión de la propiedad real) elegía ahora la Cámara de los Diputados.
Los beneficiarios del nuevo sistema eran los miembros de la alta burguesía, los
banqueros, los comerciantes y los industriales. Los grandes propietarios
constituían elp a ys légal, el «país legal», y la Monarquía de Julio era para ellos
la consumación y la meta final del progreso político. Para otros, y
especialmente para los demócratas radicales, constituyó, al paso de los años,
una decepción y una carga.
200
Los belgas, aunque nunca habían sido independientes, siempre habían
defendido, inflexiblemente, sus libertades locales bajo la anterior dominación
austríaca (y antes, bajo la española); ahora hicieron lo mismo frente a los
holandeses. Los belgas católicos detestaban el protestantismo holandés; los
belgas que hablaban francés Qos walones) se oponían a las disposiciones que
exigían el empleo del holandés. Aproximadamente un mes después de la
Revolución de Julio de París, se produjeron disturbios en Bruselas. Los
dirigentes sólo pedían un auto-gobierno local belga, pero, cuando el rey tomó
las armas contra ellos, pasaron a proclamar la independencia. Se reunió una
asamblea nacional y redactó una constitución.
Nicolás de Rusia quiso enviar tropas para sofocar el levantamiento belga,
pero no pudo conseguir paso libre para sus fuerzas a través de Polonia.
También, en Polonia, en 1830, estalló una revolución. Los nacionalistas
polacos veían en la caída de los Borbones franceses un momento oportuno
para alzarse. Se oponían también a la presencia de tropas rusas, probablemen
te decididas a suprimir la libertad en la Europa occidental. Un incidente dio
lugar a otro, hasta que, en enero de 1831, la dieta polaca proclamó el des
tronamiento del rey de Polonia (es decir, Nicolás), que inmediatamente
envió un gran ejército. Los polacos, inferiores en número y divididos entre sí,
no podían oponer resistencia victoriosa. Tampoco lograron el apoyo del
oeste. El gobierno británico estaba preocupado por la agitación interior. El
gobierno francés, recientemente establecido bajo Luis Felipe, no tenía deseo
alguno de mostrarse inquietantemente revolucionario, y, en todo caso, temía
a los agentes polacos que le pedían su apoyo como incendiarios intemaciona
listas y republicanos. La revolución polaca fue, por lo tanto, aplastada. El
Congreso polaco desapareció; su constitución fue renovada, y el país fue
absorbido en el imperio ruso. Miles de polacos se establecieron en la Europa
occidental, donde se convirtieron en figuras familiares en los círculos re
publicanos. En Polonia, se pusieron en marcha los mecanismos de la
represión. El gobierno del zar desterró a varios millares a Siberia, comenzó a
rusificar la frontera oriental, y cerró las universidades de Varsovia y de Vilna.
Como, mientras tanto, se había hecho demasiado tarde para que el zar
siguiera pensando en intervenir en Bélgica, puede decirse que el sacrificio de
los polacos contribuyó al éxito de la revolución europeo-occidental de 1830,
como había contribuido al de la gran Revolución Francesa de 1789-179518.
No le faltaba razón a Nicolás, cuando afirmaba que una Bélgica
independiente presentaba grandes problemas internacionales. Durante veinte
años antes de 1815, Bélgica había sido parte de Francia. Unos pocos belgas
estaban ahora a favor de una nueva unión con aquel país, y en Francia, la
izquierda republicana, que consideraba el tratado de Viena como un insulto
para la nación francesa, veía una oportunidad de recuperar aquella primera y
preciadísima conquista de la Primera República. En 1831, por una pequeña
mayoría, la asamblea nacional belga elegía rey al hijo de Luis Felipe* pero
éste, que no quería problemas con los ingleses, prohibió a su hijo que
aceptase. Los belgas, entonces, eligieron a Leopoldo de Sajonia-Coburgo, un
príncipe alemán que por matrimonio había pasado a formar parte de la real
201
familia inglesa y se había convertido en súbdito británico. Era, en efecto, tío
de una niña de doce años, que había de ser la Reina Victoria. Los ingleses
negociaron con Talleyrand, enviado por el gobierno francés (fue su último
servicio público); y el resultado fue un tratado de 1831 (confirmado en 1839),
que declaraba a Bélgica como un estado perpetuamente neutral, que no podía
formar alianzas, y al que las cinco grandes potencias garantizaban que no
sería invadido. El fin que el Tratado de Viena se proponía, de impedir la
anexión de Bélgica a Francia, volvía a conseguirse ahora, de otro modo. En el
interior, Bélgica se organizaba, ahora, en un sistema parlamentario esta
ble, algo más democrático que el de la Monarquía de Julio en Francia,
pero que presentaba, en lo fundamental, el mismo tipo de gobierno burgués y
liberal.
También en Alemania, Italia, Suiza, España y Portugal, hubo trastomós
revolucionarios en 1830. No es necesario examinarlos detalladamente. En una
palabra, en Suiza se estableció un mayor grado de liberalismo; España entró
en un largo período de tortuoso desarrollo parlamentario, mezclado con
guerras civiles originadas por una disputa de sucesión al trono; y en Italia y en
Alemania, los motines de 1830 fueron rápidamente sofocados, y sólo sirvieron
para mostrar la continuidad de un descontento radical que seguía siendo
dominado por las autoridades. Donde realmente se produjeron cambios
decisivos fue en Gran Bretaña.
202
medidas aceleraban la concepción liberal de un sistema internacional de
libre cambio; avanzaban hacia la libertad de comercio. Los tories libera
les socavaron también la posición legal de la Iglesia de Inglaterra, promo
viendo la concepción de un estado secular, aunque tal vez no fuera ese su
propósito. Revocaron las viejas leyes (que databan del siglo XVII), por las que
se prohibía a los protestantes disidentes ocupar cargos públicos, a no ser
mediante una ficción legal por la que se proclamaban anglicanos. Permitieron
incluso que se revocase el Acta de Pnieba de 1673 y que se adoptase la
Emancipación Católica. Los católicos de Gran Bretaña y de Irlanda
recibieron los mismos derechos que los demás. Se abolió la pena capital para
unos cien delitos. Se introdujo una fuerza policíaca profesional, en lugar de
los anticuados e ineficaces condestables locales. (Por Robert Peel es por quien
los municipales de Londres se llaman «bobbies»). Se esperaba que la nueva
policía se enfrentase con los mítines de protesta, con las multitudes
encolerizadas o con alborotos inesperados, sin tener que recurrir a la
intervención militar.
Hubo dos cosas que los tories liberales no pudieron hacer. N o pudieron
cuestionar las Leyes de Cereales, ni pudieron reformar la Cámara de los
Comunes. Mediante las Leyes de Cereales, que fijaban las tarifas para los
granos importados, y que sufrieron un aumento en 1815, los caballeros de
Inglaterra protegían sus ingresos; y mediante la presente estructura de la
Cámara de los Comunes, gobernaban el país, esperando que las clases
trabajadoras y los intereses comerciales les aceptarían como sus dirigentes
naturales.
En los quinientos años de su historia, los Comunes nunca habían sido tan
poco representativos. Desde la Revolución de 1688, no se había creado ningún
nuevo burgo. Los burgos, o centros urbanos que tenían derecho a elegir
miembros del Parlamento, estaban densamente concentrados en la Inglaterra
meridional. Con la Revolución Industrial, la población iba desplazándose,
considerablemente, hacia el norte. Las nuevas ciudades-fábrica no teman
representación. Muchos burgos habían experimentado una gran decadencia a
lo largo de los siglos; algunos estaban totalmente deshabitados, y uno se
encontraba debajo de la aguas del Mar del Norte. En unos pocos burgos,
tenían lugar verdaderas elecciones, pero en algunos de ellos era la corporación
de la ciudad, y en otros los propietarios de ciertos volúmenes de bienes raíces,
los que teman el derecho de nombrar a los miembros del Parlamento. Cada
burgo era diferente, pues conservaba las libertades locales de la Edad Media.
Muchos estaban totalmente dominados por personas influyentes, llamadas
por sus críticos tratantes en burgos. En cuanto a los distritos rurales, los
«propietarios de cuarenta chelines» elegían a dos miembros del Parlamento
por cada condado, en una festiva asamblea muy influida por las personas más
acomodadas. Hacia 1820, se calculaba que menos de 500 hombres, casi todos
ellos miembros de la Cámara de los Lores, elegían realmente una mayoría de
la Cámara de los Comunes.
En el medio siglo anterior a 1830, se habían presentado unas dos docenas
de proyectos de reforma de la Cámara de los Comunes. Ninguno había sido
aprobado. En 1830, tras la revolución de París, la cuestión fue nuevamente
planteada por el partido minoritario, los whigs. El primer ministro tory, el
203
Duque de Wellington, el vencedor de Waterloo y un extremado conservador,
defendió tan desmedidamente el sistema existente, que perdió incluso la
confianza de algunos de sus propios seguidores. Declaró que los métodos
vigentes en Inglaterra eran más perfectos que cualesquiera otros que la
inteligencia humana pudiera idear de un solo golpe. Después de esta
explosión, subió al poder un gobierno whig. Presentó un proyecto de reforma.
La Cámara de los Comunes lo rechazó. Entonces, el gobierno whig dimitió.
Los tories, temiendo la violencia popular, se negaron a aceptar la responsabi
lidad de formar un gabinete. Los whigs volvieron a hacerse cargo del
gobierno, y nuevamente presentaron su proyecto de reforma. Esta vez, pasó la
Cámara de los Comunes, pero fracasó en la Cámara de los Lores. Un clamor
de irritación se extendió por todo el país. Las multitudes llenaban las calles de
Londres, los amotinados durante varios días controlaron la dudad de Bristol,
la cárcel de Derby fue asaltada, y el castillo de Nottingham fue incendiado.
Parecía que sólo la aprobación del proyecto de ley podía evitar una verdadera
revolución. Utilizando este argumento, los whigs obtuvieron del rey la
promesa de crear un número suñdente de nuevos pares para cambiar la
mayoría en la Cámara de los Lores. Antes de verse hundidos, los Lores
cedieron, y el proyecto se convirtió en ley, en abril de 1832.
La Ley de Reforma de 1832 era una medida muy inglesa. Adaptaba el
sistema inglés o medieval, en lugar de seguir las nuevas ideas puestas en
circulación por la Revolución Francesa. En el Continente, donde existían
constituciones (como en Francia), la idea consistía en que cada representante
representaría, aproximadamente, al mismo número de electores, y que los
electores dispondrían del voto, solo mediante una simple calificadón
uniforme, que generalmente consistía en el pago de una determinada cantidad
en concepto de impuestos por bienes raíces. Los ingleses se atenían a la idea de
que los miembros de la Cámara de los Comunes representaban burgos y
condados, por lo general independientemente del volumen de población (con
excepciones); en otras palabras, no se realizó intento alguno de crear distritos
electorales iguales. La franquicia, o derecho de voto, dependía de que un
hombre viviese en un burgo o en un condado. Se definía también, muy
ampliamente, según las rentas, porque en Inglaterra, con la alta concentradón
de la propiedad en la vieja clase'terrateniente, muchas personas importantes
no poseían ninguna tierra, en absoluto.
En un burgo, bajo la nueva ley, un hombre podía votar a un miembro del
Parlamento, si ocupaba locales por los que pagaba 10 libras esterlinas de
renta anual. En un condado (área rural o pequeña ciudad no considerada
como burgo), un hombre podía votar, si pagaba 10 libras de renta anual por
tierras ocupadas mediante un contrato a largo plazo, de sesenta años; pero
tenía que pagar 50 libras por tierras ocupadas mediante un contrato a corto
plazo, si quería reunir los requisitos para votar. Si él era el propietario de la
tierra, podía votar sólo con que el valor de su renta anual fuese de 2 libras
(los antiguos propietarios de cuarenta chelines). Así, pues, el voto estaba
sutilmente distribuido según las pruebas de cuantía económica, solven
cia y estabilidad. El efecto total sobre el volumen del electorado fue el de
elevar el número de votantes en las Islas Británicas desde unos 500.000 a
unos 813.000. En realidad, algunas personas perdieron sus votos: concre
204
tamente, los elementos más pobres del puñado de viejos burgos que ha
bían sido claramente democráticos, como el burgo de Westminster, en
Londres.
Lo más importante no fue el mayor volumen del electorado, sino su
redistribución por regiones y por clases. La Ley de Reforma reasignaba los
escaños déla Cámara de los Comunes. Cincuenta y seis de los más pequeños de
los antiguos burgos quedaron abolidos, de modo que sus habitantes votaban
como residentes de sus condados. Otros treinta burgos pequeños conservaron
el derecho de enviar un solo diputado al Parlamento, en lugar de los dos
históricos. Los 143 escaños que así quedaban disponibles fueron distribuidos
entre las nuevas ciudades industriales. Aquí eran los ocupantes de casas de 10
libras esterlinas los que votaban, es decir, las clases medias, propietarios de
fábricas, hombres de negocios y sus principales empleados; médicos,
abogados, corredores de bolsa, comerciantes y hombres de la prensa;
parientes y relaciones de las gentes acomodadas.
La Ley de Reforma de 1832 fue más profunda de lo que los whígs
habrían deseado, si no fuera por su miedo a la revolución. Fue más
conservadora de lo que los demócratas radicales habrían aceptado, si no fuera
por su creencia de que el sufragio podría ampliarse en el futuro. En 1830, la
Gran Bretaña, probablemente, estaba más cerca de la verdadera revolución
qué cualquier otro país de Europa, porque las revoluciones de 1830 en el
Continente fueron, en realidad, solamente insurrecciones y reajustes. En
Inglaterra, una angustiada masa de obreros fabriles, y de artesanos sin empleo
a causa de la competencia de las fábricas, dirigida por indignados intere
ses manufactureros, iba haciéndose fuerte gracias a los cambios industria
les, y estaba decidida a no seguir tolerando su exclusión de la vida políti
ca. Si todos aquellos elementos hubieran desembocado en la violencia ge
neral, podría haberse producido una verdadera revolución. Pero no hubo
revolución violenta en la Gran Bretaña. La razón, probablemente, radica,
sobre todo, en la existencia de la institución histórica del Parlamento,
que, por voluble que fuese antes de la Ley de Reforma, proporcionaba los
medios que permitían llevar a cabo, legalmente, los cambios sociales, y que,
en principio, seguía disfrutando de un respeto universal. Los conservadores,
entre la espada y la pared, cederían; podían consentir en una revisión del
sufragio, porque confiaban en seguir manteniendo sus posiciones en la vida
pública. Los radicales, que empleaban la violencia suficiente para amedrentar
a los intereses establecidos, no se encontraban, en consecuencia, ante una
defensa cerrada; una vez abierta la brecha, podían confiar en que algún día
llevarían a cabo una ulterior democratización del Parlamento, y, con eUo, su
programa económico y social, mediante una ordenada legislación.
205
ron poco a poco con los industriales, anteriormente radicales, y con unos po
cos liberales tories para formar el Partido Liberal, El núcleo principal de los
tories, al que se unieron unos pocos antiguos whigs y también algunos que
habian sido radicales, fue convirtiéndose, poco a poco, en el Partido
Conservador. Los dos partidos alternaron en el poder, con breves intervalos,
desde 1832 hasta la Primera Guerra Mundial, siendo este el clásico periodo dél
sistema bipartidista Liberal-Conservador en la Gran Bretaña.
En 1833, fue abolida la esclavitud en el Imperio Británico. En 1834, se
adoptó una nueva Ley de Pobres. En 1835, el Acta de Corporaciones
Municipales, de una importancia fundamental sólo superada por la Ley de
Reforma, modernizó el gobierno local de las ciudades inglesas; acabó con las
viejas oligarquías locales e introdujo un mecanismo electoral y administrativo
uniforme, que permitía a los habitantes de las ciudades abordar más
eficazmente los problemas de la vida urbana. En 1836, la Cámara de .los
Comunes permitió que los periódicos informasen acerca de los votos de sus
miembros, con lo que se dio; un gran paso hacia la publicidad de los
procedimientos de gobierno. Mientras tanto, una comisión eclesiástica
revisaba los asuntos de la Iglesia de Inglaterra; se com gieron las irregularida
des financieras y administrativas, juntamente con las más fuertes desigualda
des entre el ingreso del clero alto y el bajo, todo lo cual había hecho de la
Iglesia, anteriormente, una especie de coto cerrado para la clase terrateniente.
Los tories, asaltados así en sus inmemoriales fortalezas del gobierno
local y de la Iglesia establecida, emprendieron una contraofensiva, atacando
las fortalezas de la nueva clase manufacturera liberal, concretamente, las
fábricas y las minas. Los tories se convirtieron en los defensores de los obreros
industriales. Los caballeros terratenientes, el más fam oso de los cuales era
Lord Ashley, que luego seria séptimo Conde de Shaftesbury, iniciaron una
campaña orientada a poner en conocimiento del público los males sociales de
una industrialización rápida y verdaderamente despiadada. Recibieron un
cierto apoyo de algunos industriales humanitarios; en realidad, la primera
legislación tendía a seguir imas prácticas ya establecidas por las empresas
mejores o más fuertes. Una Ley de Fábricas de 1833 prohibía el trabajo de los
niños menores de nueve años en las fábricas textiles. Aquella fue la primera
pieza legislativa eficaz sobre el tema, pues preveía la existencia de inspectores
pagados y de procedimientos coactivos. Una ley de 1842 iniciaba una
importante regulación en las minas de carbón; se prohibía el trabajo
subterráneo de las mujeres y de las niñas, así como de los niños menores de
diez años.
La mayor victoria de la clase obrera se produjo en 1847, con la Ley de las
Diez Horas, que limitaba el trabajo de las mujeres y de los niños en todas las
instalaciones industriales a diez horas diarias. A partir de aquel momento,
también los hombres, por lo general, trabajaban sólo diez horas, porque los
trabajos de los hombres, de las mujeres y de los niños estaban estrechamente
coordinados como para que Jos hombres pudieran trabajar solos. El gran libe
ral, John Bright, cuáquero y magnate del algodón, llamó a la Ley de las Diez
Horas «un engaño del que sé hacia victima a la clase obrera». La regulación
de las horas de trabajo era contraria a los principios admitidos del ¡aissez
faire, a la ley económica, al mercado libre, a la libertad de comercio y a la
206
GRANDES INVERSIONES
por Honoré Datunler (francés, 1808-1879)
La Revolución de 1830, vista románticamente por Delacroix, fue seguida, en realidad, por
un periodo febril de ganancias y de negocios (asi como de auténtico desarrollo económico), re
cogido en las novelas de Balzac y en el arte gráfico de Daumier. Esta litografía de 1837 muestra
a un financiero, con paquetes de valores amontonados junto a £1, tratando de vender acciones
d e factorías, fundiciones, fábricas de cerveza, etc., a un cliente escéptico. Daumier era un cari
caturista que satirizaba a la sociedad burguesa. Asi como Rembrandt, en el siglo XVII, podía
retratar a los negociantes con una alta dignidad, los artistas, a partir de los años 1830 han solido
alejarse de esos temas. Cortesía de la Biblioteca Nacional, Paris.
207
libertad individual del patrono y del obrero. Pero la Ley de las Diez Horas se
mantuvo, y la industria británica continuó prosperando.
Reuniendo su fuerza, la combinación whig-liberal-radical estableció, en
1838, una Liga Contra la Ley de Cereales. Los asalariados se oponían a las
Leyes de Cereales porque las tarifas sobre las importaciones de granos
elevaban los precios de los artículos alimenticios. Los empresarios industriales
se oponían también porque, al elevar los precios de esos artículos, elevaban
también los salarios y los costes de producción en Inglaterra, por lo que las
Leyes de Cereales actuaban en perjuicio de Inglaterra en el comercio exterior.
Los defensores de las Leyes de Cereales argüían que la protección de la
agricultura era necesaria para sostener a la aristocracia natural del país (como
hemos visto, la mayor parte de la tierra pertenecía a los pares y a la nobleza),
pero también, a veces, utilizaban argumentos económicos más estructu
rados, asegurando que Gran Bretaña debía conservar una economía equi
librada entre la industria y la agricultura, y evitar una dependencia dema
siado exclusiva de los alimentos importados. La cuestión llegó a conver
tirse en un claro enfrentamiento entre los industriales, que actuaban con
el apoyo de la clase obrera, y la aristocracia, y, predominantemente, los
intereses terratenientes tories. La Liga Contra la Ley de Cereales, cuyo cuartel
general estaba en Manchester, operaba como un partido político moderno.
Tenía mucho dinero, facilitado por grandes donativos de los fabricantes y
otros pequeños del pueblo trabajador. Enviaba a conferenciantes de viaje por
el país, agitaban en los periódicos y lanzaban una corriente de folletos
polémicos y de libros instructivos. Celebraba tés políticos, manifestaciones
con antorchas encendidas, y mítines de masas al aire libre. La presión resultó
irresistible y recibió un impulso final de una hambrina en Irlanda. Fue un
gobierno tory, encabezado por Sir Robert Peel, el que en 1846 cedió ante tan
clamorosa demanda.
La revocación de la Ley de Cereales en 1846 ha quedado como símbolo del
cambio que se había producido en Inglaterra. Confirmaba las consecuencias
revolucionarias de la Ley de Reforma de 1832. La industria era ahora un
elemento dirigente en el país. En adelante, el libre comercio fue la norma.
Gran Bretaña, a cambio de la exportación de manufacturas, pasó a depender,
deliberadamente, para su propia vida, de las importaciones. Estaba compro
metida, para el futuro, en un sistema económico internacional e incluso de
dimensiones mundiales. Los ingleses, que fueron los primeros en experimen
tar la Revolución Industrial, pues poseían una potencia mecánica y unos
métodos de fabricación en serie, podían producir hilo y tejidos, utensilios
mecánicos y equipamiento ferroviario, con mayor eficacia y a precio más bajo
que cualquier otro país. En Gran Bretaña, la fábrica del mundo, la gente
acudía cada vez más a la mina, a la fábrica y a la ciudad, vivía de la venta de
manufacturas, de carbón, de buques y de servicios financieros a los otros
países del mundo, y recibía algodón en rama, metales preciosos, carne,
cereales, y miles de artículos de menor necesidad, pero vitales en todo caso, del
resto del mundo, a cambio. El bienestar de Gran Bretaña dependía del
mantenimiento de un sistema económico de libre cambio, de dimensión
mundial.
Dependía, también más que nunca, del control inglés del mar, que
208
raramente era mencionado por la Liga Contra la Ley de Cereales, de espíritu
civil, pero que, firmemente establecido durante el largo duelo con Napoleón,
era un postulado de la discusión dinámica y admitido. Nadie comprendía
esto mejor que Lord Palmerston, un brillante aristócrata whig anglo-irlandés,
que, mediante arriesgados y audaces movimientos que alarmaron a sus
colegas y consternaron a la Reina Victoria, se destacó como el verdadero
«bulldog» inglés en defensa del nombre de Gran Bretaña. Por ejemplo, en
1850, un judío marroquí conocido como Don Pacífico, que era súbdito
británico, tuvo conflictos con Grecia, a causa de ciertas deudas que el
gobierno griego tenía que pagarle. Aunque aquel derecho no era indiscutible,
Palmerston soltó los truenos de la flota británica. Envió una escuadra al
Pireo, el puerto de Atenas, y prohibió a los barcos griegos que utilizaran su
propio puerto, hasta que la cuestión estuvo resuelta. En otra ocasión, en 1856,
cuando las autoridades chinas detuvieron un barco chino llamado A rrow
(Flecha), que, aunque indebidamente, navegaba con bandera británica,
Palmerston recurrió, de nuevo a la escuadra, que procedió a bombardear
Cantón y precipitó la Segunda Guerra Anglo-China. En otros aspectos, como
buen liberal de mediados del siglo X IX, Palmerston favorecía movimientos de
independencia nacional, incluido el de los Estados Confederados de América,
con la esperanza de que redundarían en una mayor extensión del libre
comercio.
209
parte relativamente grande. Esto significaba que se gastaba menos en bienes
de consumo —vivienda, vestido, alimentación, diversión—, y que era más lo
que se ahorraba y quedaba disponible para la reinversión. Se formaban conti
nuamente nuevas compañías por acciones, y se enmendó la ley de sociedades,
permitiendo la extensión de las empresas corporativas a nuevos campos. El
sistema de fábrica se propagó desde Inglaterra hasta el Continente, y, dentro
de Inglaterra, desde la industria textil a otras ramas de la producción. La
producción de hierro, buen indicio del avance económico en esta fase del
industrialismo, se elevó, aproximadamente, en un 30 por 100 en Gran
Bretaña, entre 1830 y 1848, y en un 65 por 100, más o menos, en Francia,
entre 1830 y 1845. (Todos los estados alemanes reunidos, en esta última fecha,
producían alrededor de una décima parte del hierro producido por Gran
Bretaña, y menos de la mitad del producido por Francia). La construcción de
vías férreas se inició activamente después de 1840. En 1849, Samuel Cunard
puso cuatro barcos de vapor en servicio trasatlántico regular. Se exportó
mucho capital; ya en 1839, un americano calculaba que los europeos
(principalmente, ingleses) poseían acciones en las compañías americanas, por
valor de 200.000.000 de dólares. Esas inversiones finaciaban la compra de
artículos británicos y de otros países, y contribuían a asegurar un sistema
económico mundial, en el que la Europa occidental, y especialmente
Inglaterra, alcanzaba el predominio, quedando otras regiones en un status un
tanto subordinado.
210
siempre, convirtiéndose en el propietario de un negocio provechoso y dejando
a los obreros aproximadamente donde estaban 21.
La doctrina predominante hacía hincapié en la concepción de un mercado
de trabajo. El obrero vendía trabajo, el empresario lo compraba. El precio del
trabajo, o salario, debía ser acordado por las dos partes individuales. El
precio, naturalmente, fluctuaría, según los cambios en la oferta y en la
demanda. Cuando se necesitara una gran cantidad de un determinado tipo de
trabajo, el salario subiría, hasta que nuevas personas entrasen en el mercado
ofreciendo más trabajo de ese tipo, con el resultado de que se restablecería
un nivel seméjante al del salario aptiguo. Cuando no se necesitase nin
gún trabajo, no se compraría nada, y las personas que no pudieran vender su
trabajo podrían subsistir, durante algún tiempo, gracias al socorro a los
pobres. La nueva Ley de Pobres de 1834 era especialmente ofensiva para la
clase obrera británica. Corregía evidentes defectos del viejo sistema, que
había empobrecido y desmoralizado a millones de personas. Pero la nueva ley
seguía los duros preceptos de la ciencia funesta; su principio más importante
era el de salvaguardar el mercado de trabajo, haciendo el socorro más
desagradable que cualquier trabajo. Sólo concedía el socorro a las personas
dispuestas a ingresar en un hospicio o asilo para pobres; y, en esos
establecimientos, había separación de sexos, y la vida, en otros aspectos, se
hacia mucho menos atractiva que fuera de ellos. Los obreros consideraban la
nueva ley como una abominación. Llamaban a los hospicios «bastillas». Se
sentían agraviados por la concepción total de un mercado de trabajo, en el que
el trabajo se compraba y se vendía (o quedaba sin vender) como cualquier otra
mercancía.
A largo plazo, sería el incremento de la producción en Europa lo que habia
de remediar la situación de los obreros. Mientras tanto, habia dos formas de
liberarse. Una era la de mejorar la posición del trabajo en el mercado. Esto
condujo a la formación de sindicatos obreros para controlar la oferta de
trabajo y para la negociación colectiva con los empresarios. Esos sindicatros,
ilegales en Francia, no fueron legales en Gran Bretaña hasta después de
182S, aunque la huelga continuaba siendo ilegal en los dos países. El otro
medio de liberarse consistía en rechazar en conjunto la idea de la economía de
mercado y del sistema capitalista. Había que idear un sistema en el que los
bienes se produjesen para su uso, y no para su venta, y en el que los
trabajadores fuesen remunerados según sus necesidades, y no según las
exigencias de un patrono. Esta fue la base de la mayor parte de las formas de
socialismo en el siglo XIX22.
Socialismo y cartismo
211
de 1793. Reimpresiones baratas de los escritos de Robespierre comenzaron a
circular por los barrios de las clases trabajadoras de Paris. Robespierre era
considerado ahora como un héroe del pueblo. El socialista Luis Blanc, por
ejemplo, que en 1839 publicó su Organización del trabajo, recomendando la
formación de «talleres sociales», escribió también una larga historia de la
Revolución Francesa, en la que señalaba los ideales igualitarios que ha
bían inspirado la Convención Nacional de 1793. En Gran Bretaña, como
correspondía a los distintos antecedentes del país, las ideas socialistas se
mezclaron con el movimiento en favor de nuevas reformas parlamentarias.
Este se vio impulsado por el grupo de la clase obrera conocido como los
Cartistas, por la Carta del Pueblp que redactaron en 1838. Entre los cartistas
británicos y los socialistas franceses había una intensa comunicación. Un
cartista, el periodista nacido en Irlanda, Bronterre O’Brien, tradujo un libro
francés sobre la «conspiración de Babeuf» de 1796, que sirvió también de
fuente e inspiración del ascenso del socialismo en Francia23.
El carlismo era un movimiento de masas muy superior al del socialismo
francés de la épóca. Sólo unos pocos cartistas eran claramente socialistas por
sus ideas. Pero todos eran anticapitalistas. Todos estaban de acuerdo en que el
primer paso debía ser el de conseguir una representación de la clase obrera en
el Parlamento. La Carta de 1838 constaba de seis puntos. Demandaba (1) la
elección anual de la Cámara de los Comunes por (2) sufragio universal de to
dos los varones adultos, mediante (3) un voto secreto y (4) distritos electorales
iguales; y exigía (5) la abolición de las cualificaciones de propiedad requeridas
para ser miembros de la Cámara de los Comunes, lo que perpetuaba la vieja idea
de que el Parlamento tenía que estar compuesto por caballeros de ingresos
independientes, y urgía, en lugar de ello (6), el pago de salarios a los miembros
elegidos del Parlamento, a fin de que las personas de escasos medios pudieran
ser diputados. Una convención compuesta de delegados enviados por
sindicatos obreros, asambleas de masas y sociedades radicales de todo el país
se reunió en Londres, en 1839. «Convención» era una palabra ominosa, con
resonancias revolucionarias francesas e incluso terroristas; algunos miembros
de aquella convención inglesa la consideraban como el organismo realmente
representativo del pueblo, y abogaban por la violencia armada y por la huelga
general, mientras otros se inclinaban sólo por la presión moral sobre el
Parlamento.
Se envió a la Cámara de los Comunes una petición con un millón de
firmas, exigiendo la aceptación de la Carta. El ala violenta y revolucionaria, o
cartistas de la «fuerza física», precipitó una oleada de levantamientos que
fueron eficazmente sofocados por las autoridades. En 1842, se presentó, de
nuevo, la petición. Esta vez. según el cálculo más fidedigno, estaba firmada
por 3.331.702 personas. Como la población total de Gran Bretaña era de
unos 19 millones, está claro que la Carta, cualquiera que fuese el número
exacto de firmas, contaba con la adhesión explícita de la mitad de los varones
adultos del país. La Cámara de los Comunes, sin embargo, rechazó la petición
por 287 votos contra 49. Se temía, con razón, que la democracia política
amenazaría los derechos de propiedad y la totalidad del sistema económico tal
212
como entonces existía. El movimiento cartista iba muriendo, poco a poco,
ante la firme oposición del gobierno y de las. clases empresariales, y se
debilitaba a causa de los recíprocos temores y desacuerdos entre sus propios
partidarios. Pero no había sido totalmente infructuoso, porque, sin la agitación
popular y sin la publicación de las reivindicaciones de la clase obrera, la Ley
de Minas de 1842 y la Ley de las Diez Horas de 1847 no podrían haber sido
promulgadas. Estas medidas, a su vez, aliviaron la miseria de los obreros
industriales y mantuvieron vivo un cierto grado de confianza en el futuro del
sistema económico. El cartismo resurgió brevemente en 1848, como se verá en
el capítulo siguiente; pero, en general, en los años 1840, el pueblo trabajador
inglés pasó de la agitación política a la formación y fortalecimiento de los
sindicatos obreros, mediante los cuales los trabajadores podían tratar
directamente con los patronos, sin tener que recurrir al gobierno. El sufragio
no se extendió, en Gran Bretaña, hasta 1867, y se tardaron unos 80 años en
realizar todo el programa de la Carta de 1838, excepto en lo que se refería a la
elección anual del Parlamento, que pronto dejó de reclamarse.
No es fácil resumir la historia de Europa entre 1815 y 1848. No se había
logrado estabilización alguna entre todas las fuerzas liberadas por las
revoluciones francesa e industrial; liberalismo, conservadurismo, nacionalis
mo, republicanismo, democracia, socialismo. No se había creado ningún
sistema internacional; más bien, Europa se había dividido en dos campos,
formados por un Occidente en el que progresaban las concepciones liberales,
y por un Oriente en el que gobernaban tres monarquías autocráticas. La
Europa Occidental apoyaba los principios de nacionalidad; los gobiernos de la
Europa Central y Oriental seguían oponiéndose a ellos. El Occidente iba
haciéndose colectivamente más rico, más liberal, más burgués. Las gentes de
la clase media de Alemania, Europa central e Italia (así como las de España y
Portugal) no disfrutaban de las dignidades y emolumentos de que gozaban en
la Gran Bretaña o en Francia. Pero el Occidente no había resuelto su
problema social; toda su civilización material descansaba en una inquieta
clase obrera, penosamente tratada. Por todas partes había represión, en
diversos grados, y por todas partes había temores, en unos sitios más que en
otros; pero también había esperanza, confianza en el progreso de una
sociedad industrial y científica, y fe en el programa incompleto de los
derechos humanos. El resultado fue la Revolución general de 1848.
213
V. LA REVOLUCION Y EL RESTABLECIMIENTO DEL ORDEN,
1848-1870
Em blem a d el capítulo: Una m edalla que muestra ¡a iglesia de San Pab lo, en Fran cfort.
medida, los gobiernos de los años 1850 y de los 1860, aunque hostiles a la
revolución, dieron satisfacción a algunas de las reivindicaciones de 1848,
sobre todo en la unificación nacional y en el gobierno constitucional con
representación limitada, pero lo hicieron en virtud de un realismo calculado, y
mientras reafirmaban su propia autoridad. La Revolución de 1848, aunque
sofocada por la represión, dejó también una herencia de temores y de
conflictos de clase, en la que los profetas de una nueva sociedad se hicieron
también más realistas, como cuando Carlos Marx, tachando de «utópicas» las
primeras formas de socialismo, presentaba sus propios puntos de vista como
perspicaces y «científicos».
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realizaban una manifestación ante la casa de Guizot. Alguien disparó contra
los guardias situados alrededor de la casa; los guardias replicaron, matando a
veinte personas. Los organizadores republicanos pusieron algunos de los
cadáveres sobre un carro con antorchas encendidas y los pasearon por la
ciudad, que, con hombres armados y con barricadas, pronto comenzó a
bullir, en un enorme levantamiento. El 24 de febrero, Luis Felipe, como antes
que él había hecho Carlos X , abdicó y se fue a Inglaterra. La revolución de
Febrero de 1848, como la Revolución de Julio de 1830, había destronado a un
monarca en tres días.
Los reformadores constitucipnales confiaban en seguir con el joven nieto
de Luis Felipe como rey, pero los republicanos, ahora excitados y armados,
penetraron en la Cámara de los Diputados y forzaron la proclamación de la
República. Los dirigentes republicanos formaron un gobierno provisional de
diez hombres, mientras toda Francia no elegía una Asamblea Constituyen
te. Siete de los diez eran republicanos «políticos», siendo el más notable
el poeta Lamartine. Tres eran republicanos «sociales», de los que el más
notable era Luis Blanc. Una enorme multitud de trabajadores se presentó ante
el Hótel de Ville, o Ayuntamiento, pidiendo que Francia adoptase la nueva
enseña socialista: la bandera roja. Fueron disuadidos por la elocuencia de
Lamartine, y la bandera tricolor siguió siendo la bandera republicana.
Luis Blanc urgía al Gobierno Provisional para que abordase, sin demora,
un audaz programa económico y social. Pero, como los republicanos
«sociales» estaban en minoría en el Gobierno Provisional (aunque, probable
mente, no entre los republicanos de Paris, en general), las ideas de Luis Blanc
se atenuaron mucho, a la hora de su aplicación. Blanc quería un Ministerio de
Progreso para organizar una red de «talleres sociales», los establecimientos
manufactureros sostenidos por el estado y colectivistas que él había
proyectado en sus escritos. Todo lo que se creó fue una Comisión de Trabajo,
con poderes limitados, y un sistema de talleres significativamente llamados
«nacionales», en lugar de «sociales». Los Talleres Nacionales fueron
acordados por el Gobierno provisional sólo como una concesión política, y
nunca se les asignó ningún trabajo importante, por miedo a establecer una
competencia con la empresa privada y a descoyuntar el sistema económico. En
realidad, el hombre a quien se encargó de ellos reconocía que el objetivo que él
se había propuesto era el de demostrar las falacias del socialismo. Mientras
tanto, la Comisión de Trabajo fue incapaz de ganar la pública aceptación para
la jom ada de diez horas, que el Parlamento Británico había establecido el año
anterior.
Los Talleres Nacionales no fueron, en realidad, más que un gran proyec
to de ayuda a los parados. Hombres de todos los oficios, cualificados y no
cualificados, eran enviados a excavar en los trabajos de las carreteras y de las
fortificaciones de París. Se les pagaban dos francos diarios. El número de
parados reconocidos aumentó rápidamente, porque el de 1847 había sido un
año de depresión, y la revolución impedia que los negocios recobrasen la
confianza. Otras personas necesitadas se presentaban también en busca de
remuneración, y pronto hubo demasiados hombres para la cantidad de
((trabajo» de que se disponía. De 25.000 alistados en los talleres a mediados de
marzo, el número se elevó hasta 120.000 a mediados de junio, momento en el
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que había en París otros 50.000 a quienes los zozobrantes talleres ya no
podían acomodar. En el mes de junio, tal vez hubiera unos 200.000 hombres
esencialmente ociosos, pero físicamente útiles, en una ciudad de alrededor de
un millón de habitantes.
La Asamblea Constituyente, elegida en abril por sufragio masculino
universal por toda Francia, se reunió el día 4 de mayo. Inmediatamente,
sustituyó el gobierno Provisional por una comisión ejecutiva temporal,
formada por miembros de la propia Asamblea. El conjunto de Francia,
país de burguesía provinciana y de terratenientes campesinos, no era en
absoluto socialista. La nueva comisión ejecutiva temporal, elegida en ma
yo por la nueva Asamblea Constituyente, no incluía a republicanos «so
ciales». Sus cinco miembros, a cuya cabeza se encontraba Lamartine, eran
conocidos como enemigos declarados de Luis Blanc. Blanc y los socialistas ya
no podían esperar siquiera las reacias e insinceras concesiones que hasta
entonces habían conseguido.
Las líneas de batalla estaban trazadas ahora, sólo tres meses después de
la revolución, como habían sido trazadas, en cierto modo, en 1792, después
de tres años2. París se inclinaba, de nuevo, por un grado de acción revo
lucionaría, en la que el resto del país no estaba dispuesto a participar. Los
dirigentes revolucionarios de París, en 1848 como en 1792, eran contrarios a la
aceptación de los procesos de gobernación por la mayoría o de lenta
deliberación parlamentaria. Pero la crisis de 1848 era más aguda que la de
1792. Los asalariados constituían una proporción mayor de la población.
Bajo un sistema de capitalismo predominantemente comercial, en el que la
industria mecánica y la concentración fabril sólo estaban empezando, los
obreros se veían atormentados por los mismos males que las clases obreras,
más industrializadas de Inglaterra. Las jomadas eran en cualquier caso más lar
gas, y los salarios más bajos, en Francia que en Gran Bretaña; la inseguridad y
el desempleo eran, por lo menos, iguales; y la convicción de que una economía
capitalista no ofrecía futuro alguno para los trabajadores era la misma.
Además, mientras el trabajador inglés evitaba una auténtica violación del
Parlamento, el trabajador francés no veía nada especialmente sacrilego en la
violación de las asambleas elegidas. Desde 1789, en Francia, demasiados
regímenes habían estado basados en la violencia insurreccional, incluidos los
preferidos por las clases acomodadas, para que el trabajador francés fuese a
sentir muchos remordimientos por utilizarla en su favor.
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república social estaba alejándose de ellos, tal vez para siempre. El día 1S de
mayo, atacaron la Asamblea Constituyente, expulsaron de la sala a sus
miembros, la declararon disuelta, y establecieron un nuevo gobierno
provisional creado por ellos mismos. Anunciaron que la revolución de
febrero, puramente política, debía ir seguida por una revolución social. Pero
la Guardia Nacional, una especie de milicia civil, hizo frente a los sublevados y
restableció la Asamblea Constituyente. La Asamblea, para extirpar el
socialismo, se dispuso a terminar con los Talleres Nacionales. Ofreció a los
que se hallaban alistados en ellos las alternativas de ingresar en el ejército, de
trasladarse a talleres provinciales, o de de ser expulsados de París, por la
fuerza. Toda la clase trabajadora de la ciudad comenzó a resistir. El gobierno
proclamó la ley marcial, la comisión ejecutiva civil dimitió, y todo el poder
pasó a manos del general Cavaignac y del ejército regular.
Siguieron los «Sangrientos Días de Junio» —24 a 26 de junio de 1848—,
tres días durante los cuales una aterradora guerra de clases asoló París. Más
de 20.000 hombres de los talleres tomaron las armas (y, sin duda, las habrían
tomado muchos más, si el gobierno no hubiera continuado pagando los
salarios en los talleres durante la insurrección), y a ellos se unieron otros
incontables miles procedentes de los distritos obreros de la ciudad. Medio
París, o más, se convirtió en un laberinto de barricadas defendidas por
hombres decididos y por mujeres igualmente resueltas. Los métodos militares
de la época permitían a los civiles enfrentarse abiertamente con los soldados;
las armas portátiles eran las más importantes, y los ejércitos no disponían de
vehículos blindados, ni de una artillería muy devastadora. Los soldados se
encontraron con una operación difícil, e incluso fueron muertos algunos
generales, pero, tres días después, el resultado ya no ofrecía dudas. Diez mil
personas habían resultado muertas o heridas. Once mil sublevados fueron
hechos prisioneros. La Asamblea, negándose a toda clemencia, decretó su
inmediata deportación a las colonias.
Los Días de Junio estremecieron a toda Francia y a Europa. Si la batalla
de París había sido una auténtica lucha de clases, qué proporción de la clase
trabajadora había tomado parte en ella (en todo caso, una proporción alta),
cuántos habían luchado por objetivos permanentes, y cuántos por la cuestión
transitoria de los talleres; todas aquellas eran materias secundarias. Se sabía
muy bien que, en realidad, lo que había estallado era una lucha de clases. Los
obreros militantes se confirmaron en un odio y una enemiga a la clase
burguesa, en una creencia de que el capitalismo existía, en último análisis,
gracias a los implacables fusilamientos de trabajadores en las calles. Las
gentes que se hallaban en niveles superiores al de la clase obrerq. fueron presas
del pánico. Estaban seguras de que se habían librado por muy poco de un
terrible levantamiento. La base misma de la vida civilizada parecía haberse
sacudido. Después de junio de 1848 —escribía una francesa de aquel
tiempo—, la sociedad estaba «dominada por un sentimiento de terror sólo
comparable al que produjo la invasión de Roma por los bárbaros».
Tampoco en Inglaterra había signos mucho más tranquilizadores. Allí, la
agitación cartista fue resucitada por la Revolución de Febrero de París3.
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«¡Francia es una República!», gritaba el cartista Ernest Jones; de nuevo se
puso en circulación la petición cartista, y no tardó en decirse que tenia 6
millones de firmas. Se reunió otra convención cartista, de la que sus dirigentes
creian que sería la precursora de una Asamblea Constituyente, como en
Francia. La minoría violenta fue la más activa; comenzó por reunir armas y a
enseñar su manejo. El viejo Duque de Wellington tomó juramento a 70.000
policías especiales para mantenimiento del orden social. En Liverpool y en
otros sitios, se produjeron choques; en Londres, el comité revolucionario
tenía proyectos de incendios sistemáticos y disponía de hombres organizados,
provistos de picos para levantar los pavimentos y construir barricadas.
Mientras tanto, la petición, que pesaba 584 libras, fue llevada en tres coches a
la Cámara de los Comunes, qué calculó que «sólo» contenía 2 millones de
firmas, y que de nuevo la rechazó, rápidamente. La amenaza revolucionaria
pasó. Resultó que uno de los organizadores secretos de Londres era un espía
gubernamental; reveló todo el plan, en el momento crítico, y el comité
revolucionario fue detenido, precisamente, el día fijado para la insurrección.
La mayor parte de los cartistas, en todo caso, se había negado a apoyar a los
belicosos, pero la minoría dura de obreros y periodistas radicales tenia un
sentido más profundo de exasperada conciencia de clase. Se importó de
Francia la palabra «proletario». El director cartista de R ed Revolution
(Revolución Roja) escribía: «Todo proletario que no vea y sienta que
pertenece a una clase esclavizada y degradada es un necio.»
El espectro de la revolución social se cernía, pues, sobre la Europa
occidental, en el verano de 1848. Indudablemente, era irreal; no había
probabilidad alguna de que, en aquel tiempo, pudiera haber triunfado una
revolución socialista. Pero el espectro estaba allí, y extendía un deprimente
temor entre todos los que tenían algo que perder. Aquel temor configuró todo
el curso subsiguiente de la Segunda República en Francia y de los movimientos
revolucionarios que por aquel tiempo se habían iniciado en otros países
también.
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Así apareció en el escenario europeo el segundo Napoleón. Nacido en
1808, Luis Napoleón Bonaparte era sobrino del gran Napoleón. Su padre,
Luis Bonaparte, era rey de Holanda cuando él nació. Al morir el hijo de
Napoleón en 1832, Luis Napoleón asumió la jefatura de la familia Bonaparte.
Decidió restaurar las glorias del Imperio. Con un puñado de seguidores,
trató de tomar el poder en Estrasburgo en 1836 y en Boulogne en 1840,
acaudillando lo que el siglo siguiente conocería como Putsches. Las dos
fracasaron ridiculamente. Condenado a prisión perpetua en la fortaleza
de Ham, se había escapado recientemente, en 1846, sin más dificultad que
la de abandonar los jardines, disfrazado de albañil. Manifestaba ideas so-
ciales y políticas avanzadas, probablemente había sido carbonario en su
juventud, y había tomado parte en el levantamiento revolucionario italia
no de 1830. Escribió dos libros, uno titulado, Ideas napoleónicas, en el que
aseguraba que su famoso tío había sido mal comprendido y derrotado por
fuerzas reaccionarias, y el otro, L a extinción de la pobreza, un folleto un
tanto anticapitalista, como muchos otros de su tiempo. Pero no era amigo de
los «anarquistas», y en la primavera de 1848, hallándose todavía refugiado en
Inglaterra, se alistó como uno de los policías especiales de Wellington que
se oponían a la revolución cartista. N o tardó en regresar a Francia. Sin
comprometerse en los Días de Junio ni en su represión, se le suponía amigo del
pueblo llano y, al propio tiempo, creyente en el orden; y se llamaba Napoleón
Bonaparte.
Durante veinte años, un mar de fondo había estado agitando el espíritu
popular. Se le da el nombre de Leyenda Napoleónica. Los campesinos
colgaban retratos del emperador en sus casuchas, creyendo ingenuamente que
había sido Napoleón quien les había dado la libre propiedad de sus tierras. La
terminación del Arco del Triunfo en 1836 revivió el recuerdo de las glorias
imperiales, y en 1840 los restos del emperador fueron traídos de Santa Elena y
enterrados majestuosamente en los Inválidos, a orillas del Sena. Todo esto
ocurría en un país en el que, estando el gobierno en manos de unos pocos, la
mayor parte del pueblo no tenia más experiencia ni más sentido político que el
que habían adquirido durante la revolución. Cuando se pidió, de pronto, a
millones de hombres, por primera vez en su vida, en 1848, que votasen a un
presidente, el único nombre que conocían era el de Bonaparte. «¿Cómo no
voy yo a votar a este señor —decía un viejo campesino—, si a mi se me heló la
nariz en Moscú?».
Así pues, el Príncipe Luis Napoleón se convirtió en presidente de la
república, por un abrumador e indiscutible mandato popular, en el que su
único rivEd —y aun ese, escasamente votado— era un jefe del ejército. En
seguida comprendió por dónde soplaban los vientos. La Asamblea Consti
tuyente se ¿so lv ió en mayo de 1849 y fue sustituida por la Asamblea
Legislativa prevista en la nueva constitución. Era una extraña asamblea para
una república. Recuérdese que, en 1797, la primera elecciói} normal durante la
Primera República había dado una mayoría realista4. Ahora, en la Segunda
República, con el sufragio universal masculino, se obtuvo el mismo resultado.
Quinientos diputados, es decir, los dos tercios, eran verdaderamente
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monárquicos, pero se hallaban divididos en facciones irreconciliables: los
legitimistas, que defendían la linea de Carlos X , y los orleanistas, que
defendían la de Luis Felipe. El tercio restante de diputados se declaraban
republicanos. De ellos, a su vez, unos 180 eran socialistas de uno u otro tipo; y
sólo unos 70 eran republicanos políticos o anticuados, para quienes la
cuestión principal era la forma de gobierno, más que la forma de sociedad.
El presidente y la Asamblea, en principio, estaban unidos para ahuyentar
el espectro del socialismo, con el que ahora se asociaba también claramente el
republicanismo. Una insurrección abortada, en junio de 1849, proporcionó la
ocasión. La Asamblea, respaldada por el presidente, expulsó a treinta y tres
diputados socialistas, suprimió las reuniones públicas e impuso controles a la
prensa. En 1850, llegó a anular el sufragio universal masculino, privando del
voto a un tercio del electorado, aproximadamente; desde luego, el tercio más
pobre y, por lo tanto, el más socialista. La Ley Falloux de 1850 sometía las
escuelas, en todos los grados del sistema de instrucción, a la supervisión del
clero católico; porque, como M. Falloux dijo en la Asamblea, «los maestros
laicos han popularizado los principios de la revolución social en las aldeas más
remotas», y era necesario «reunirse en torno a la religión para fortalecer los
fundamentos de la sociedad contra los que quieren repartir la propiedad». La
Repúbli.ca Francesa, que ahora era en realidad un gobierno antirrepublicano,
intervino también contra la república revolucionaria establecida por Mazzini
en la ciudad de Roma. Fuerzas militares francesas fueron enviadas a Roma
para proteger al papa, y allí se quedaron durante veinte años.
Bonaparte sabía que él era virtualmente indispensable para los conserva
dores. Estos se hallaban tan terminantemente divididos en dos grupos de
monárquicos —legitimistas y orleanistas—, que cada uno de ellos aceptaría
cualquier régimen antisocialista, con tal de no ceder ante el otro. El problema
de Bonaparte ,era el de ganarse a los radicales. Lo consiguió, urgiendo, en
1851, el restablecimiento del sufragio universal, que él mismo había
contribuido a revocar en 1850. Ahora se presentaba como el amigo del
pueblo, como el único hombre público en quien confiaba el hombre llano.
Hacía creer que unos insaciables plutócratas controlaban la Asamblea y
engañaban a Francia. Situó a sus lugartenientes como ministros de la guerra y
del interior, controlando asi el ejército, la burocracia y la policía. El 2 de
diciembre de 1851, aniversario de Austerlitz, dio su golpe de estado.
Aparecieron carteles por todo Paris. Declaraban disuelta la Asamblea y
restablecían el voto para todos los varones franceses adultos. Cuando los
miembros de la Asamblea intentaron reunirse, fueron atacados, dispersados o
arrestados por los soldados. El país no se sometió sin lucha. En París fueron
muertas imas ciento cincuenta personas, y en toda Francia fueron arrestadas
unas 100.000. Pero, el día 20 de diciembre, los votantes eligieron a Luis
Napoleón presidente para un periodo de diez años, con un resultado oficial de
7.439.216 votos contra 646.737. Un año después, el nuevo Bonaparte
proclamaba el Imperio, erigiéndose él mismo en emperador de los franceses.
Recordando al hijo de Napoleón, se llamó Napoleón III.
Luego veremos cómo funcionaba el imperio. No sólo estaba muerta la
república. Tal como los republicanos la entendían, como un régimen
igualitario, anticlerical, de tendencias socialistas, o, por lo menos, antibur
222
guesas.larepúblicaestabamuerta desde junio de 1848. Ya débil, fue muerta por
su reputación de radicalismo. El liberalismo y el constitucionalismo estaban
muertos también. Los monárquicos burgueses y propietarios estaban más
interesados por el liberalismo constitucional que los republicanos o los
bonapartistas, o que los trabajadores de las ciudades, o que los campesinos.
Pero los monárquicos, irremediablemente divididos entre sí, fueron ah ora
marginados. Por primera vez desde 1815, Francia dejó de tener cualquier ti
po de vida parlamentaria. Estuvo gobernada por una dictadura más demagó
gica, más calculadora, más hueca y más moderna que cualquiera que el Pri
mer Napoleón hubiera imaginado nunca.
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no tenia igual, con excepción de París. Milán era un gran centro comercial.
Bohemia tenía, desde hacía mucho tiempo, una importante industria textil,
que en los años 1840 estaba empezando a mecanizarse; pero, a 350 kilómetros
hacia el sur, un intelectual croata señalaba, por aquel tiempo, que la primera
máquina de vapor que él había visto nunca, figuraba en un dibujo grabado en
un pañuelo de algodón importado de Manchester. En 1848, algunos
negaban, en absoluto, que existiese el pueblo de los rutenos. Tampoco estaba
claro qué grupos formaban, exactamente, los eslavos del sur. Palabras como
Yugoslavia o Checoslovaquia no habían sido inventadas, y Rumania era un
término utilizado solamente por los profesores.
Así pues, el imperio gobernado desde Viena incluía, según las fronteras
políticas establecidas setenta años después, en 1918, toda Austria, Hungría y
Checoslovaquia, con porciones contiguas de Polonia, Rumania, Yugoslavia e
Italia. Pero la autoridad política de Viena llegaba mucho más allá de los
límites del imperio. Desde 1815, Austria había sido el miembro más influyente
de la confederación alemana, porque Prusia, en aquellos años, se limitaba a
mirar con deferencia hacia los Habsburgo. La influencia de Viena se hacía
sentir en toda Alemania, de muchos m odos, como en la promulgación y
obligatoriedad de los Decretos de Carlsbad citados en el capítulo anterior6. Se
extendía también a lo largo de Italia. Lombardía y Venecia formaban parte
del Imperio Austríaco. Toscana, ostensiblemente independiente, estaba
gobernada por un gran duque de los Habsburgo. El reino de Nápoles o de las
Dos Sicilias, que comprendía a toda Italia al sur de Roma, era, virtualmente,
un firotectorado de Viena. Los estados papales miraban políticamente a Viena
en busca de dirección, por lo menos hasta 1846, año en que el Colegio
Cardenalicio eligió a un papa de espiritu liberal, Pío IX; la única contingencia
que Mettemich, según propia confesión, no había acertado a considerar. En
toda Italia, no había más que un solo estado regido por una dinastía italiana
nativa y que intentase una independencia política coherente: el reino de
Cerdeña (llamado también Saboya o Piamonte), que se extendía por el rincón
del noroeste, en tom o a Turín. Según Mettemich decía suavemente, Italia no
era más que una «expresión geográfica», un simple nombre de una región.
Podia haber dicho lo mismo de Polonia, e incluso de Alemania, aunque
Alemania se hallaba tenuemente unida en el Bund, o vaga confederación
de 1815.
Desde el cambio de siglo, todos aquellos pueblos habían sentido la con
moción del Volksgeist, las persistentes inquietudes de un nacionalismo cul
tural, y entre alemanes, italianos, polacos y húngaros, se habia desarrolla
do una fuerte agitación política y un alto grado de reformismo liberal.
Mettemich, en Viena, había frustrado aquellas manifestaciones durante más
de treinta años, prediciendo agoreramente que, si se permitiese que brotaran,
provocarían la bellum omnium contra omnes «la guerra de todos contra
todos». Como profeta, no se equivocó del todo, pero si la misión de los
estadistas no es solamente la de profetizar los acontecimientos, sino la de
controlarlos, no puede decirse que el régimen de Mettemich fuese muy
afortunado. Toda la cuestión de las nacionalidades se eludió. El problema
224
fundamental del siglo, el acceso de los pueblos a alguna forma de mutua
relación moral con sus gobiernos —problema del que el nacionalismo, el
liberalismo, el constitucionalismo y la democracia eran aspectos diversos—,
seguía sin merecer la consideración de las autoridades responsables de la
Europa central. Todo lo que Mettemich ofreció fue la idea de que una casa
remante, con una burocracia oficial, debia gobernar a unos pueblos con los
que no era necesario tener relación alguna, y que tampoco necesitaban
relacionarse los unos con los otros. Eran las ideas del siglo XVIII, anteriores a
la Revolución Francesa y perfectamente adecuadas a una sociedad agrícola y
localista.
L os Días de M arzo
225
liberales), para unirse en una guerra de toda Italia contra el gobierno austríaco
evidentemente abandonado.
Así, en el breve espacio de aquellos asombrosos Días de Marzo, toda la
estructura que tenía su base en Viena saltó hecha pedazos: el Imperio
Austríaco se había desmembrado en sus principales componentes, Prusia
había cedido ante los revolucionarios, toda Alemania se preparaba para su
unificación, y la guerra arreciaba en Italia. En todas partes, los gobiernos,
aturdidos, habían prometido constituciones, atolondradamente, se reunían
asambleas constituyentes, y naciones independientes o autónomas luchaban
por su existencia. En todas partes, los patriotas pedían gobierno liberal y
libertad nacional, constituciones escritas, asambleas representativas, ministe
rios responsables, un sufragio más o menos extendido, restricciones en la
acción policíaca, juicios por jurado, libertad civil, libertad de prensa y de
reunión. En Prusia, en Galitzia, en Bohemia y en Hungría, donde existía aún,
fue abolida la servidumbre, y las masas campesinas pasaron a ser legalmente
libres del control de sus señores locales.
227
ser liberales también, implicaban restricciones en los poderes del estado. Por
consiguiente, había que oponerse a todos ellos. La primera victoria del
antiguo gobierno se produjo en Praga. En esta ciudad, estalló una
insurrección checa, el 12 de junio, en el momento en que se hallaba reunido el
Congreso Eslavo, y se agravó a causa de las animosidades locales entre checos
y germanos. Windischgr&tz, el jefe local del ejército, bombardeó y sometió la
ciudad. El Congreso Eslavo se disolvió. El ejército de los Habsburgo
controlaba la situación.
La segunda victoria de la contrarrevolución se produjo en el norte de
Italia, al mes siguiente. De todas las partes del Imperio, solamente
Lombardía-Venecia se habian declarado independientes de los Habsburgo,
durante los levantamientos de marzo. El pequeño reino de Cerdeña las había
apoyado y habia declarado la guerra a Austria. Los italianos de toda lá
península se habían unido a la lucha; y hasta después de los días de Junio en
París, no parecía imposible que interviniese la Francia republicana, en apoyo
de sus compañeros revolucionarios, como en 1796. Pero en Francia no triunfo
ninguna revolución radical ni expansionista. Los italianos fueron abandona
dos a sí mismo. Radetsky, el jefe austríaco en Italia, derrotó aplastantemente
al rey de Cerdeña en Custozza, el día 25 de julio. El rey de Cerdeña, Carlos
Alberto, se retiró a su país. Lombardía y Venecia fueron reincorporados al
Imperio Austríaco, con una feroz venganza.
La tercera victoria de la contrarrevolución sobrevino en septiembre y
octubre. El partido radical húngaro de Luis Kossuth era liberal e incluso
democrático en muchos de sus principios, pero era, sobre todo, un partido
nacionalista magiar. Victorioso en los Días de Marzo, se liberó completamen
te de la unión germana. Cambió la capital, que estaba en Pressburg, cerca de
la frontera austríaca, por Budapest, en el centro de Hungría. Sustituyó el
latín por el magiar como lenguaje oficial de Hungría. Los magiares formaban
menos de la mitad de la población de Hungría, y el magiar es un lenguaje
sumamente difícil, totalmente ajeno a las lenguas indo-europeas de Europa.
No tardó en estar claro que había que ser magiar para beneficiarse de la nueva
constitución liberal, y que los magiares trataban de desnacionalizar y de
«magiarizar» a todos los demás con quienes compartían el país. Eslovacosj
rumanos, germanos, servios,y croatas se resistieron violentamente, decidido
cada grupo a conservar intacta su identidad nacional. Los croatas, que habian
disfrutado de ciertas libertades propias antes de la revolución magiar, se
pusieron en cabeza del movimiento, mandados por el Conde Jellachich, el
«ban» o gobernador provincial de Croacia. En septiembre, Jellachich desató
una guerra civil en Hungría, capitaneando una fuerza de servio-croatas,
apoyado por la mitad de la población no magiar. Media Hungría, alarmada
por el nacionalismo magiar, recurría ahora a los Habsburgo y al imperio, en
busca de protección. El emperador Femando nombró a Jellachich su jefe
militar contra los magiares, Hungría se entregaba a la guerra de todos contra
todos.
En Viena, los revolucionarios más clarividentes, que habian dirigido el
levantamiento de marzo, veían ahora que el ejército de Jellachich, si vencía a
los magiares, se volvería inmediatamente contra ellos. En consecuencia,
organizaron una segunda insurrección de masas, en octubre de 1848. El
228
emperador huyó; la revolución vienesa nunca habia ido tan lejos. Pero ya era
demasiado tarde. El jefe militar austríaco, Windischgr&tz, trasladó desde
Bohemia sus fuerzas intactas. Puso sitio a Viena durante cinco días, y la
obligó a rendirse, el 31 de octubre.
Con la reconquista de Viena, los defensores del viejo orden cobraron
ánimos. Los dirigentes contrarrevolucionarios —los grandes propietarios, el
clero católico, los altos mandos del ejército— decidieron facilitar el camino
desembarazándose del emperador Fernando, pues consideraban que las
promesas hechas por Femando en marzo podrían ser más fácilmente
rechazadas por su sucesor. Femando abdicó, y, el 2 de diciembre de 1848, le
sucedió Francisco José, un joven de dieciocho años, destinado a vivir hasta
1916 y a terminar su reinado en medio de una crisis todavía más devastadora
que aquella en cuyo marco lo iniciaba.
229
había sido amplia coa motivo de la primera Revolución Francesa, se convirtió
en un abismo abierto por la violencia revolucionaria de la República Romana
de Mazzini y por las medidas adoptadas para su represión. Pío IX reiteraba
ahora los anatemas de sus predecesores. Los codificó, en 1864, en el Syllabus
de Errores, que advertía a todos los católicos, con la autoridad del Vaticano,
contra todo lo que respondiese a los nombres de liberalismo, progreso y
civilización. Respecto a los nacionalistas de Italia, muchos se sintieron
defraudados por los desatentados métodos de los románticos republicanos e
inclinados a pensar que Italia sólo se liberaría de la influencia austríaca
mediante una guerra a la antigua usanza entre las potencias establecidas.
En el Imperio Austríaco, bajo el príncipe Schwarzenberg, primer ministro
del emperador, la línea política más importante consistía ahora en oponerse a
todas las formas de auto-expresión popular, con unos procedimientos,
después de lo ocurrido en 1848, que Metternich jamás había conocido, y con
una total confianza en la fuerza militar. El constitucionalismo sería arrancado
de raíz, así como todas las formas de nacionalismo: eslavismo, magiarismo,
italianismo y también germanismo, que alejarían los sentimientos de los
germanos austríacos del imperio de los Habsburgo para orientarlos hacia
el gran cuerpo familiar del pueblo alemán. El régimen llegó a llamarse
«sistema Bach», del nombre de Alexander Bach, el ministro del interior. El
gobierno se centralizó rígidamente. Hungría perdió los derechos propios que
había tenido con anterioridad a 1848. El ideal consistía en crear un sistema
político perfectamente sólido y unitario. Bach insistía en mantener la
emancipación de los campesinos, que había convertido a la gran masa de la
población, de súbditos de sus señores, en súbditos del estado. Llevó a cabo
una reforma del sistema legal y de los tribunales de justicia, creó un área de
libre comercio de todo el imperio con una sola tarifa externa común, y
subvencionó y estimuló la construcción de caminos reales y carreteras. Al
igual que en la Francia de Luis Napoleón, de aquella misma época, el
propósito consistía en lograr que el pueblo se olvidase de la libertad, ante una
abrumadora demostración de eficacia administrativa y de progreso material.
Pero algunos hombres de aquel tiempo no olvidarían. Un liberal dijo del
sistema Bach que consistía en «un ejército en pie de soldados, un ejército
sentado de funcionarios, un ejército arrodillado de curas y un ejército reptan
te de soplones».
L os estados alemanes
230
La convocatoria de la Asamblea de Francfort fue posible, gracias al
colapso de los gobiernos alemanes existentes en los Dias de Marzo de 1848.
Aquellos gobiernos, los treinta y nueve estados reconocidos por el Congreso
de Viena, eran los principales obstáculos en el camino de la unificación. Su in
dependencia proporcionaba a los principes reinantes y a sus ministros una
realzada estatura política. Los estados alemanes se resistían a renunciar
a su soberanía en aras de una Alemania Unida, de igual modo que los estados
nacionales del siglo siguiente habían de resistirse a entregar su soberanía a
unas Naciones Unidas. En otro aspecto, Alemania era una miniatura del mundo
político. Estaba compuesta por grandes y pequeñas potencias. Sus grandes
potencias eran Prusia y Austria. Austria a-a el imperio heterogéneo descrito
más arriba; Prusia, después de 1815, incluía la Renania, las regiones centrales
en torno en Berlín, Prusia Occidental y Poznan, adquirida en los repartos de
Polonia, y la histórica Prusia Oriental. Las áreas anteriormente polacas
estaban habitadas por una mezcla de alemanes y polacos9. Ninguna de
aquellas grandes potencias podía someter a la otra, ni permitir que la otra
dominase a sus vecinos alemanes menores. Las pequeñas potencias alemanas,
a su vez mantenían su propia independencia en el equilibrio entre las dos
grandes.
Este «dualismo» alemán, o esta polaridad entre Berlín y Viena, se habia
atenuado un tanto, bajo la común amenaza del imperio napoleónico. Toda la
cuestión alemana había permanecido como aletargada, en lo que a los
gobiernos se refería, y tampoco preocupaba a las antiguas aristocracias. En
Prusia, los «junkers», propietarios de las grandes haciendas al este del Elba,
eran singularmente indiferentes al sueño pan-germano. Sus sentimientos
políticos no eran germanos, sino prusianos. Estaban haciendo de Prusia algo
conveniente para ellos mismos, y sólo podrían sufrir pérdidas si se dejabán
absorber en uña Alemania como totalidad, porque en la Alemania del oeste
del Elba la base de la sociedad era la pequeña propiedad agrícola, y no había
un elemento terrateniente que correspondiese a los «junkers». El resto de
Alemania miraba a Prusia como algo rudo y oriental, pero este sentimiento
se había atenuado también en el tiempo de Napoleón, cuando los patriotas de
toda Alemania se habían alistado en el servicio prusiano10.
9 V er m a p a 6, ver p ág . 164.
10 V er p ág . 154.
11 V er p ág . 187.
231
sistema de escuelas elementales eran superiores a los de Europa occidental. La
alfabetización estaba más extendida que en Inglaterra o que en Francia. El go
bierno seguía las tradiciones mercantilistas de evocar, planificar y apoyar la
vida económica12. En 1818, inició una unión arancelaria, al principio, con
pequeños estados (o encalves) enteramente incluidos dentro de Prusia. Esta
unión arancelaria, o ZoIIverein, se amplió en las décadas siguientes hasta
incluir a casi toda Alemania.
El 15 de marzo de 1848, como se ha señalado más arriba, estalló en
Berlin un levantamiento y la lucha en las calles. En un momento dado,
pareció que el ejército dominaba la situación. Pero el rey, Federico
Guillermo IV, hombre de ideas y proyectos, e irregularmente concienzudo,
ordenó a los soldados que se retirasen y permitió que sus súbditos eligiesen
la primer asamblea legislativa para toda Prusia. Así, aunque el ejército
permanecía intacto, y sus oficiales «junkers» no convencidos, la revolución
avanzaba superficialmente. La asamblea prusiana se mostró sorprenden
temente radical, pues estaba dominada por extremistas «anti-junkers» de
las clases inferiores de la Prusia oriental. Aquellos hombres apoyaban a los
revolucionarios y desterrados polacos que luchaban por la restauración
de la libertad polaca. Su principal creencia consistía en que la fortaleza de
la reacción era Rusia zarista, en que toda la estructura del poder de los
«junkers», de los terratenientes, de los propietarios de siervos, y de la re
presión de la libertad nacional dependía, en última instancia, de la fuerza
armada del imperio zarista, (La subsiguiente intervención de Rusia en Hun
gría señaló el acierto de este diagnóstico.) Los radicales prusianos, como
tantos otros de los diversos países, esperaban aplastar la Santa Alianza
desatando una guerra revolucionaria pan-germana o incluso europa contra
Rusia, y para precipitarla, apoyaban las aspiraciones de los polacos.
Mientra tanto, la Asamblea de Berlín, dominada por los radicales,
concedía el auto-gobierno local a los polacos de la Prusia Occidental y de
Poznan. Pero, en aquellas áreas, germanos y eslavos habían vivido juntos,
durante mucho tiempo. Los alemanes de Poznan se negaban a respetar la
autoridad de los funcionarios polacos. Las unidades del ejército prusiano
estacionadas en Poznan apoyaban al elemento alemán. Ya en abril de 1848,
un mes después de la «revolución», el ejército aplastaba las nuevas
instituciones pro-polacas establecidas en Poznan por la Asamblea de Berlín.
Estaba claro dónde se encontraba el único poder real. A finales de 1848,
tanto en Prusia como en Austria, la revolución se habia desvanecido. El rey
cambió nuevamente de actitud, y las viejas autoridades, actuando a través
del ejército, volvían a dominar la situación.
La Asamblea de Francfort
232
mentó, que, a su vez, disponía la elección de una asamblea pan-germana.
Soslayando las soberanías existentes, votantes de toda Alemania enviaron
delegados a Francfort para crear un superestado federal. La fuerza y la
debilidad de la Asamblea de Francfort resultante tenían su origen en su
forma de elección. La Asamblea representaba el sentimiento moral del
pueblo en general, las aspiraciones liberales y nacionales de muchos
alemanes. Representaba una idea. Políticamente, no significaba nada. Los
delegados no tenían poder para dictar órdenes ni para esperar obediencia.
Superficialmente semejante a la Asamblea Nacional que se reunió en Francia
en 1789, la Asamblea Nacional Alemana de Francfort se hallaba, realmente,
en una situación muy distinta. No había una estructura nacional preexistente
con la que pudiera contar. No había ningún ejército ni servicio civil
pan-alemán de los que la asamblea pudiera posesionarse. La Asamblea de
Francfort, al no tener un poder propio, acabó dependiendo del poder de los
estados verdaderamente soberanos que pretendía reemplazar.
La Asamblea se reunió en mayo de 1848. Salvo unas pocas excepciones,
sus miembros no eran revolucionarios, en absoluto. Eran, en su gran
mayoría, profesionales: jueces, abogados, profesores, funcionarios públicos,
clérigos protestantes y católicos, e importantes hombres de negocios.
Querían una Alemania liberal, auto-gobernada, federalmente unificada y
«democrática», aunque no igualitaria. Su actitud era formal, pacificó y
legalista; esperaban triunfar mediante la persuasión. Aborrecían la violencia.
No querían ningún conflicto armado con los estados alemanes existentes. No
querían la guerra con Rusia. No querían ningún levantamiento internacional
general de las clases trabajadoras. El ejemplo de los Días de Junio en París y
de la agitación cartista en Gran Bretaña, que coincidieron con las primeras
semanas de la Asamblea de Francfort, aumentaron el miedo de esta
corporación al radicalismo y al republicanismo en Alemania. La tragedia de
Alemania (y, por Lo tanto, de Europa) radica en el hecho de que esta
revolución alemana llegó demasiado tarde, en un momento en que los
revolucionarios sociales habían comenzado ya a declarar la guerra a la
burguesía, y la burguesía tenía miedo ya del hombre com ente. Es el hombre
corriente, no el profesor o el respetable comerciante, el que, en tiempos
revueltos, empuña, realmente, las armas de fuego y corre a lanzar gritos
revolucionarios por las calles. Sin la insurrección de las clases bajas, ni
siquiera las revoluciones de las clases medias han triunfado. La combinación
llevada a cabo en Francia entre 1789 y 1794, una involuntaria y divergente
combinación de revolucionarios burgueses y de las clases bajas, no se efectuó
ni podía efectuarse en Alemania en 1848. Una forma de turbulencia popular
revolucionaria, controlada por el poder, los alemanes de la Asamblea de
Francfort no la empleaban ni querían emplearla. Muy al contrario: cuando
en la propia Francfort, en septiembre de 1848, estallaron levantamientos
radicales, la Asamblea se dispuso a reprimirlos. Como no tenía fuerza
propia, recurrió al ejército prusiano. El ejército prusiano sofocó los
levantamientos, y en lo sucesivo, la Asamblea se reunió bajo su protección.
Pero la cuestión más enojosa con la que tenía que enfrentarse la
Asamblea de Francfort no era la cuestión social, sino la nacional. Después
de todo, ¿qué era aquella «Alemania» que hasta entonces no existía más que
233
en el pensamiento? ¿Dónde había de trazarse la línea, realmente, en el
espacio? ¿En Alemania se incluían también Austria y Bohemia, que
pertenecieron al Bund de 1815, y que, anteriormente, habían pertenecido al
Sacro Imperio Romano?13. ¿Se incluía toda Prusia, a pesar de que la Prusia
oriental había permanecido fuera del Imperio y de que ahora no pertenecía
al Bund? Por la parte limítrofe con Dinamarca, ¿se incluían los ducados de
Schleswig y Holstein, que pertenecían al rey danés, el cual era, por
consiguiente, como gobernante de Holstein, miembro de la confederación
de 1815? Y si, como decían los poetas, la Patria existía en cualquier parte en
que se hablase la lengua alemana, ¿qué ocurrriría con las comunidades
alemanas de Hungría y Moravia, o a orillas del alto Báltico y en la ciudad de
Riga, o en algunos de los cantones suizos y en la ciudad de Zurich, o incluso
en Holanda, que .había dejado el Sacro Imperio Romano sólo doscientos
años antes, lo que no es mucho, si se mide en tiempo europeo?
Estas últimas especulaciones, tan vagarosas, aunque habían sido ya
planteadas por unos pocos espíritus audaces, fueron desechadas por los
hombres de la Asamblea de Francfort. Las otras cuestiones seguían en pie.
Los hombres de Francfort, ansiosos de crear una Alemania real, no podían,
naturalmente, ofrecer una más pequeña que la Alemania fantasma que ellos
tanto deploraban. En su mayoría, por lo tanto, eran Grandes Alemanes;
consideraban que la Alemania para la que ellos estaban escribiendo una
constitución debía incluir los territorios austríacos, excepto Hungría. Esto
significaba que la corona federal debía ser ofrecida a los Habsburgo. Otros,
al principio en minoría, eran Pequeños Alemanes; consideraban que Austria
debía ser excluida, y que la nueva Alemania debía comprender los estados
menores y todo el reino de Prusia. En ese caso, el rey de Prusia se
convertiría en el emperador federal.
El deseo de la Asamblea de Francfort de retener pueblos no-germa
nos dentro de la nueva Alemania, en un momento en que aquellos pue
blos sentían también ambiciones nacionales, fue otra de las razones de su
fatal dependencia de los ejércitos austríaco y prusiano. La Asamblea de
Francfort aplaudió cuando Windischgrfttz sofocó la revolución checa.
Expresó su satisfacción cuando las fuerzas prusianas sometieron a los
polacos en Poznan, Sobre esta cuestión, la Asamblea Nacional de Francfort
y la Asamblea Prusiana de Berlín no estaban de acuerdo. Los hombres de
Francfort, que consideraban a la asamblea revolucionaria prusiana demasia
do radical y pro-polaca, y que no deseaban la guerra con Rusia, apoyaban,
en realidad, al ejército prusiano y a los «junkers» contra la revolución de
Berlín, sin la cual nunca podría haber existido la propia Asamblea de
Francfort.
Un caso todavía más claro surgió con Schleswig-Holstein. Estos ducados
pertenecían al rey danés. Schleswig, el más septentrional de los dos, tenía una
población mixta de daneses y de alemanes. Los alemanes de Schleswig se
sublevaron, en marzo de 1848; y los daneses, que también tenían un
levantamiento constitucional en aquel momento, procedieron a incorporar el
ducado de Schleswig, íntegramente, a su modernizado estado danés. Cuando
234
se reunió la Asamblea de Francfort, se encontró con que el pre-Parlamento
había declarado ya una guerra pan-germana a Dinamarca, en defensa de sus
compatriotas alemanes de Schleswig. Como no tenía ejército propio, la
Asamblea de Francfort invitó a Prusia a hacer la guerra; y el gobierno
prusiano revolucionario de Berlín consiguió, al principio, persuadir a los
generales prusianos de que iniciasen una campaña. La Gran Bretaña y Rusia
se dispusieron a intervenir, para evitar que los alemanes se apoderasen del
control de la boca del Báltico. El ejército prusiano, simplemente, se retiró de
la guerra. Sus oficiales no tenían ni el menor deseo de enfrentarse con Rusia
ni de servir a los intereses de los revolucionarios nacionalistas de Alemania.
La Asamblea de Francfort, humillada y desvalida, se vio obligada a aceptar
el armisticio acordado por los generales prusianos. Contra los «junkers»,
contra el zar y contra la Asamblea de Francfort, estallaron radicales
levantamientos socionacionalistas, y fue entonces cuando ía Asamblea pidió
protección a las fuerzas prusianas.
235
siendo, de hecho, los auténticos poderes dentro del país. También podía
temer que surgiesen problemas con Austria. Federico Guillermo no quería la
guerra. Y tampoco era propio de un heredero de los Hohenzollern aceptar
un trono recortado con limitaciones constitucionales y que representaba la
concepción revolucionaria de la soberanía del pueblo. Declarando que no
podía «recoger una corona en el arroyo», la rechazó. Habría de serle
ofrecida, libremente, por sus iguales, los príncipes soberanos de Alemania.
Así pues, todo el trabajo de la Asamblea de Francfort no sirvió para
nada. La mayor parte de los miembros de la Asamblea, que nunca habían
pensado en utilizar la violencia en primer lugar, llegaron a la conclusión de
que estaban derrotados y se fueron a casa. Unos cuantos extremistas
continuaron en Francfort, promulgaron la constitución en virtud de su
propia autoridad, incitaron a urgentes estallidos revolucionarios, y convoca
ron elecciones. En diversos lugares, se produjeron levantamientos. El
ejército prusiano los sofocó, en Sajonia, en Baviera, en Badén. El mismo
ejército expulsó de Francfort los residuos de la Asamblea, y este fue su final.
En resumen, la Alemania de 1848 fue incapaz de resolver el problema de
su unificación, de modo liberal y constitucional. El nacionalismo liberal
fracasó, y pronto fue sustituido por un tipo de nacionalismo menos apacible.
El movimiento alemán de 1848, como tantos otros de la historia de
Alemania, contribuyó, a largo plazo, a un fatal alejamiento entre Alemania
y el Occidente. Millares de liberales y revolucionarios alemanes decepciona
dos emigraron a los Estados Unidos, donde se les conocía como los
«cuarenta-y-ochistas». Llevaron al nuevo país, juntamente con una oleada
de agitación revolucionaria, una corriente de hombres preparados en la
ciencia, en la medicina, en la música, y de artesanos altamente cualificados
como plateros y grabadores.
236
perjudicados por la liquidación final de la servidumbre. Aumentaron la
extensión de sus fincas, como después de las reformas de Stein14; y los
trabajadores agrícolas que habían sido siervos se convirtieron en jornaleros
libres, económicamente dependientes de los grandes propietarios de la tierra.
Para 1850, la Constitución prusiana era razonablemente progresiva. Si
las masas populares podían elegir muy pocos diputados de acuerdo con el
sistema indirecto descrito, las masas populares británicas, hasta 1867 ó
incluso hasta 1884, no podían elegir diputados al Parlamento, en absoluto.
Pero la Constitución prusiana continuó vigente hasta 1918. A finales del
siglo XIX, cuando los avances democráticos hacían su aparición por todas
partes, el sistema electoral de Prusia, que no había cambiado, pasó a ser
reaccionario y nada liberal, pues daba a los grandes terratenientes e
industriales una insólita posición de especial privilegio dentro del estado.
237
idealismo quedó desacreditado. Los revolucionarios se volvieron menos
optimistas, y los conservadores, más inclinados al ejercicio de la represión.
Ahora constituía un punto de orgullo el hecho de ser realista, de haberse
liberado de ilusiones, y de estar dispuesto a afrontar las realidades como
son. Se creía que el futuro estaría determinado por las realidades presentes
más que por las imaginaciones de lo que debería ser. La industrialización
continuaba, con Inglaterra todavía en cabeza, a gran distancia, pero
extendiéndose por el Continente e iniciando la importante transformación de
Alemania. Los años de 1850 iueron un período de precios y salarios
ascendentes, gracias, en parte, a la corriente de oro de California. Había
más prosperidad que en los años cuarenta; las clases adineradas se sentían
seguras, y los representantes de los obreros abandonaban las teorías sociales
por la organización de sindicatos viables, sobre todo en los oficios
cualificados.
238
vacías, y de elevados principios incomprobables. Los que trabajaban por el
mejoramiento de la sociedad tenían que adoptar una actitud estrictamente
científica, y Comte establecía una elaborada clasificación de las ciencias, la
más alta de las cuales debia ser la ciencia de la sociédad, para la que él acuñó
la palabra «sociología». Esta nueva ciencia se construiría sobre la observa
ción de los hechos reales para desarrollar amplias leyes científicas del
progreso social. El propio Comte y sus discípulos más próximos preveían
una última y científica Religión de la Humanidad, que, despojada de
arcaicas preocupaciones teológicas y metafísicas, serviría de base para un
mundo futuro mejor. De un modo más general, sin embargo, «positivismo»
pasó a significar una insistencia sobre hechos comprobables, una evitación
de que el pensamiento se supedite a los deseos, una indagación de todos los
supuestos y un rechazo de las generalizaciones indemostrables. En un sentido
amplio, el positivismo, tanto en su exigencia de observación de los hechos y
de comprobación de las ideas como en su aspiración a ser humanamente útil,
contribuyó al desarrollo de las ciencias sociales como una rama de
conocimiento.
En política, la nueva textura del pensamiento fue denominada por los
alemanes Realpolitik. Esto significa, sencillamente, «una política de la
realidad». En los asuntos nacionales, significaba que el pueblo debia
abandonar los sueños utópicos, como los que habían causado el desastre de
1848, y contentarse con los beneficios de un gobierno ordenado, honesto y
trabajador. Para los radicales, significaba que el pueblo debía dejar de ima
ginar que la nueva sociedad surgiría de la bondad o del amor a la justicia, y
que los reformadores sociales debían recurrir a los métodos de la política,
—el poder y el cálculo— . En los asuntos internacionales, la Realpolitik signi
ficaba que los gobiernos no debían guiarse por una ideología, ni por sistema
alguno de enemigos «naturales» o de aliados «naturales», ni por el deseo de
defender o promover cualquier interpretación particular del mundo, sino que
debían seguir sus propios intereses prácticos, afrontar los hechos y las
situaciones tal como se presentaban, establecer cualesquiera alianzas que
pareciesen útiles, desechar gustos y escrúpulos, y utilizar todos los medios
prácticos para la consecución de sus fines. Los mismos hombres que, antes
de 1848, no se habían avergonzado de manifestar esperanzas pacifistas y
cosmopolitas, descartaban ahora esas ideas como un poco ingenuas. La
guerra, que los gobiernos, desde el derrocamiento de Napoleón, habían
tratado dé impedir con indudable éxito, era aceptada, en los años 1850,
como un medio evidente, a veces necesario, de alcanzar un objetivo. No era
especialmente gloriosa; no era un fin en sí misma; era, sencillamente, uno de
los instrumentos del estadista. La Realpolitik no se limitaba, en modo
alguno, a Alemania, a pesar de su nombre alemán y del hecho de que
Bismarck, el famoso canciller alemán, se convirtiese en su más ferviente
observante. Otros dos pensadores duros, cada uno a su modo, fueron Carlos
Marx y Luis Napoleón Bonaparte.
M arxismo inicial
Carlos Marx y Federico Engels se hallaban entre los revolucionarios
decepcionados de 1848, Marx (1818-1883), hijo de un abogado de la Renania
239
prusiana, fue un periodista democrático-radical, que había estudiado leyes y
filosofía. Engels (1820-1895) era hijo de un adinerado fabricante de tejidos
alemán, dueño de una fábrica en Manchester, para cuya dirección fue
enviado a Inglaterra el joven Engels. Marx y Engels se conocieron en París,
en 1844. Allí iniciaron una colaboración en su pensamiento y en su obra, que
se prolongaría durante cuarenta años. En 1847, se incorporaron a la Liga
Comunista, un pequeño grupo secreto de revolucionarios, formado princi
palmente por alemanes desterrados en el occidente europeo, más liberal.
Según Engels, la Liga, al principio, «no era, en realidad, mucho más que
una rama alemana de las sociedades secretas francesas». Aspiraba a
convertirse en internacional y a trabajar mediante tácticas de infiltración.
Llevó a cabo una labor de agitación, como otras sociedades, durante la
Revolución de 1848, e hizo público un conjunto de «Demandas del Partido
Comunista en Alemania», que urgía una república alemana unificada e
indivisible, sufragio democrático, educación libre universal, entrega de
armas al pueblo, impuesto progresivo sobre los ingresos, limitaciones sobre
la herencia, nacionalización de la banca, de los ferrocarriles, de los canales,
de las minas, etc., y un tipo de agricultura a gran escala, científica y colec
tivizada. Fue este radicalismo tan oscuramente proclamado el que alarmó
a la Asamblea de Francfort. Con el triunfo de la contrarrevolución en
Alemania, la Liga Comunista fue aplastada.
Fue para esta Liga para la que Marx y Engels escribieron su M anifiesto
Comunista, que se publicó en enero de 1848. Pero aún no había marxismo, y
el marxismo no desempeñó ningún papel en la Revolución de 1848. Como
fuerza histórica, el marxismo aparece durante los años 1870. Mientras tanto,
con el fracaso de la revolución, Engels regresó a su fábrica de Manchester, y
Marx también se instaló en Inglaterra, pasando el resto de su vida en
Londres, donde, tras prolongados trabajos en el British Museum, escribió,
finalmente, su vasta obra titulada El Capital, cuyo primer volumen se pu
blicó en alemán, en 1867.
240
vimiento general del romanticismo, el concepto de libertad comenzó también
a significar una emancipación más personal. Marx, sobre todo en sus
escritos de juventud, desarrollaba la idea de la alienación psicológica, un
estado de ánimo que se produce cuando un ser humano se aparta del objeto
en el que trabaja, a través del proceso histórico de mecanización y comerciali
zación del trabajo.
Los estados revolucionarios de 1848, al producirse unas pocas semanas
después de la publicación del Manifiesto Comunista, confirmaron natural
mente a Marx y a Engels en sus creencias, y la auténtica guerra de clases que
sacudió a París en los Días de Junio fue considerada por ello como una mani
festación de una lucha de clases universal. Pero Marx no era un simple pro
yectista insurreccional, como los «fabricantes de revoluciones», según él les
llamaba, despectivamente. Su maduro pensamiento era un sistema para pro
ducir la revolución, pero mostraba que la futura revolución se llevaría a ca
bo mediante la acción de extensas fuerzas impersonales.
Engels, dedicado a la industria del algodón en Manchester, tenía un
conocimiento personal del nuevo sistema industrial y de fábrica en Ingla
terra. Estaba en contacto con algunos de los más radicales cartistas, aunque
él no sentía respeto por el cartismo como movimiento revolucionario. En
1844 publicó un libro revelador sobre La situación de las clases trabajadoras
en Inglaterra. La humillante situación de la fuerza de trabajo, sobre la que el
marxismo, como todas las formas de socialismo, llamaba especialmente la
atención, era un hecho real17. Era un hecho que los obreros recibían una
porción relativamente pequeña de la renta nacional, y que una gran parte del
producto de la sociedad se reinvertiría en bienes de capital, que pertenecían
como propiedad privada a personas privadas. También era una realidad que
el gobierno y las instituciones parlamentarias estaban en manos de los ricos,
tanto en la Gran Bretaña como en Francia. Se afirmaba, en general, que la
religión era necesaria para mantener en orden a las clases inferiores. Las
iglesias, en aquel tiempo —y ésta era otra realidad— , apenas se interesaban,
en absoluto, por los problemas de los obreros. En el mejor de los casos, las
sectas evangélicas enseñaban a los pobres que debían tener paciencia. La
familia, como institución, estaba, de hecho, desintegrándose entre la gente
trabajadora de las ciudades, a causa de la explotación de mujeres y niños y
del hacinamiento en viviendas inadecuadas e insanas. Todos estos hechos se
hallaban recogidos y dramatizados en el Manifiesto Comunista: ¡El obrero
es despojado de la riqueza que él mismo ha creado! ¡El Estado es un comité
de la burguesía para la explotación del pueblo! ¡La religión es una droga
para mantener al trabajador soñando pacíficamente con imaginarias recom
pensas celestiales! ¡La familia del obrero, su mujer y sus hijos, hán sido
prostituidos y embrutecidos por la burguesía! Marx y Engels consideraban
que el obrero desarraigado no debía ser leal a nada, excepto a su propia
clase. Ni siquiera la patria significaba nada. El proletariado no tenía patria.
Los trabajadores de todas partes tenían los mismos problemas y tropezaban
en todas partes con el mismo enemigo. Por lo tanto, «que las clases
dominantes tiemblen ante una revolución comunista. Los proletarios no
241
tienen nada que perder, más que sus cadenas. Tienen un mundo que ganar.
¡Obreros de todos los países, unios!». Así terminaba el Manifiesto.
Fue de fuentes inglesas de donde Marx tomó también buena parte de su
teoría económica. De la economia política británica adoptó la teoria de
susbistencia de los salarios, o Ley de Hierro, que los economistas ortodoxos
pronto abandonaron, porque los salarios, en realidad, empezaban a subir18.
Aquella teoría aseguraba que el trabajador medio nunca podría alcanzar más
que un nivel mínimo de vida y la consecuencia de ello, para quien quisiera
obtenerla, era la de que el sistema económico existente no ofrecía futuro
alguno a la clase trabajadora como clase. Marx también tomó de los
economistas ortodoxos la teoría del valor del trabajo, sosteniendo que el
valor de todo objeto fabricado por el hombre dependía, en última instancia,
del volumen de trabajo a él incorporado, considerándose el capital como la
acumulación del trabajo de fases anteriores. Los economistas ortodoxos no
tardaron en desechar la teoría del valor del trabajo, prefiriendo la teoría de
que el valor está determinado psicológicamente por la satisfacción de las
necesidades de los gustos humanos. A partir de la teoría del trabajo, Marx
desarrolló su doctrina de la Plusvalía. Era muy complicada, pero la «plus
valía» significaba, en realidad, que el trabajador estaba siendo robado.
Recibía en salarios sólo una fracción del valor del producto creado por su
trabajo. La diferencia era «expropiada» por los capitalistas burgueses —los
propietarios privados de las fábricas y de las máquinas— . Y como los
trabajadores nunca recibían en salarios el equivalente de lo que producían, el
capitalismo estaba constantemente amenazado por la superproducción, es
decir, por la acumulación de bienes que el pueblo no podía comprar. De ahí
que cayese, periódicamente, en crisis y depresiones, y se viese obligado
también a una constante expansión en busca de nuevos mercados. Según
Marx, fue la depresión de 1847 la que había precipitado la Revolución de
1848, y con cada una de las depresiones que se produjeron durante el resto
de su vida, Marx esperaba que el día de la gran revolución social iba
acercándose.
Lo que reunió todas aquellas observaciones en una doctrina unificada y
coherente fu« la filosofía del materialismo dialéctico. Marx entendía por
dialéctico lo que el filósofo alemán, Hegel, había entendido19, es decir, que
todas las cosas están en movimiento y en evolución, y que todo cambio se
produce mediante el choque de elementos antagónicos. La palabra misma
procedente del griego significaba, originariamente, un modo de llegar a una
conclusión superior, a través de un debate. Las implicaciones de la
dialéctica, tanto para Hegel como para Marx, consistían en que toda la
historia, y ciertamente, toda la realidad, es un proceso de desarrollo a lo
largo del tiempo, un solo y significativo despliegue de acontecimientos,
necesario, lógico y determinista, que todo acotecimiento se produce en la
debida sucesión, por una razón válida y suficientemente (no por casualidad), y
que la historia no pudo ni puede desarrollarse de un modo diferente de aquel
en que se ha desarrollado y en el que todavía hoy se desarrolla. Casi no es
242
necesario decir que esto no puede demostrarse sobre ninguna base de realidad
cognoscible.
Marx difería de Hegel en un sentido fundamental. Mientras Hegel
subrayaba la primacía de las «ideas» en el cambio social, Marx hacía
hincapié en la primacía de las condiciones materiales. Marx entendía por
materialismo que el elemento básico de la sociedad es económico. No es
primordialmente por tener ideas por lo que los hombres crean el mundo
social en que viven. Por el contrario, su forma de sociedad, especialmente
sus instituciones económicas, les predispone a tener ciertas ideas. En el
fondo, son las «relaciones de producción» (tecnología, invención, recursos
naturales, sistemas de propiedad, etc.) las que determinan qué clase de
religiones, de filosofías, de gobiernos, de leyes y de valores morales aceptan
los hombres. Creer qué las ideas preceden y generan la realidad era, según
Marx, el error de Hegel. Hegel había pensado, por ejemplo, que la
inteligencia concibe la idea de libertad, que luego se realiza en la ciudad-
estado griega, en el cristianismo, en la Revolución Francesa y en el reino de
Prusia. Según Marx, no era así, en absoluto: la idea de libertad, o cualquier
otra idea, es generada por las condiciones económicas y sociales reales. Las
condiciones son las raíces, las ideas son los árboles. Hegel había sostenido
que las ideas eran las raíces y que las condiciones reales resultantes eran los
árboles. O, como Marx y Engels decían, ellos descubrieron que Hegel estaba
cabeza abajo, y lo pusieron cabeza arriba.
. La descripción del desarrollo histórico ofrecida por Marx era, aproxima
damente, como sigue. Las condiciones materiales, o las relaciones de
producción, dan origen a unas clases económicas. Las condiciones agrarias
producen una clase terrateniente o feudal, pero con los cambios en las rutas
comerciales, en el dinero y en las técnicas productivas, surge una nueva clase
comercial o burguesa. Cada clase, feudal y burguesa, desarrolla una
ideología que conviene a sus necesidades. Las religiones, gobiernos, leyes y
costumbres predominantes reflejan los conceptos de esas clases. Las dos
clases chocan, inevitablemente, contra los intereses feudales, estallaron revolu
ciones burguesas: en Inglaterra en 1642, en Francia en 1789, en Alemania en
1848, aunque la revolución alemana abortó. Mientras tanto, a medida que la
clase burguesa se desarrolla, origina, inevitablemente, otra clase, que es
su antítesis dialéctica, es decir, el proletariado. El burgués se define como el
propietario privado del capital, y el proletario, como el obrero asalariado que
no posee más que sus manos. Cuanto más burgués va haciéndose un país, más
proletario se va haciendo. Cuanto más se concentra la producción en fábricas,
más se va constituyendo la clase obrera revolucionaria. En situaciones
competitivas, los burgueses tienden a devorarse y absorberse los unos a los
otros; la propiedad de las fábricas, de las minas, de las máquinas, de los ferro
carriles, etc. (Capital), se concentra en muy pocas manos. Otros burgueses caen
en el proletariado. Al final la masa proletarizada se impone, simplemente, a
los burgueses restantes. «Expropia a los expropiadores», aboliendo la antigua
propiedad privada de los medios de producción. Así se lleva a cabo la revolu
ción social. Es inevitable. El resultado es una sociedad sin clases, porque la
clase surge de las diferencias económicas, a las que se ha puesto fin. El estado
y la religión, al ser excrecencias de los intereses burgueses, desaparecen también.
243
Durante un tiempo, hasta que todos los vestigios de los interses burgueses ha
yan sido extirpados, o hasta que haya sido superado el peligro de una
contrarrevolución que pretenda destruir el socialismo, habrá una «dictadura
del proletariado». Después, el estado se «extinguirá», porque ya no hay una
clase explotadora que lo requiera.
Mientras tanto, se impone la lucha. Burgueses y proletarios se hallan
entregados a una lucha universal. Es realmente una guerra, y, como en todas
las guerras, todas las demás consideraciones deben supeditarse a ella. Los
períodos de calma social no son la paz; no son más que intermedios entre
batallas. Los obreros no pueden volverse blandos ni conciliadores, de igual
modo que un ejército no puede olvidar su primordial función de lucha. Los
obreros y los sindicatos deben mantenerse en una actitud beligerante y
revolucionaria. Nunca deben olvidar que el patrono es su enemigo de clase, y
que el gobierno, la ley, la moralidad y la religión no son más que otras
tantas piezas de artillería dirigidas contra ellos. La moral es «moral
burguesa», la ley «ley burguesa», el gobierno es un instrumento de poder
de clase, y la religión es una forma de guerra psicológica, un medio de
facilitar «opio» a las masas. Los obreros no pueden dejarse engañar; deben
aprender a descubrir los intereses de clase subyacentes en las más sublimes
instituciones y creencias. En este servicio de información militar, destinado a
indagar los procedimientos del enemigo, contarán con la ayuda de intelec
tuales especialmente preparados para explicárselo. Como todas las fuerzas
de lucha, los obreros necesitan una solidaridad disciplinada. Los individuos
deben entregarse al conjunto, a su clase. Es una traición a su clase la de los
obreros que se elevan por encima del proletariado, que «progresan», como
dicen los burgueses. Es peligroso para los sindicatos obtener, simplemente,
mejores salarios o jornadas de trabajo mediante la negociación con los
patronos, pues por esas pequeñas ganancias pueden olvidarse de la guerra.
Es también peligroso, e incluso traidor, que los obreros confíen en la
maquinaría democrática o en la «legislación social», porque el estado, que es
un aparato de represión, nunca puede convertirse en un instrumento del
bienestar. La ley es la voluntad del más fuerte (es decir, de la clase más
fuerte); «derecho» y «justicia» son sutiles emanaciones de los intereses de
clase. Debemos sostener —escribía Marx, en 1875— «la concepción realista
que tanto esfuerzo ha costado inculcar en el partido, pero que ahora ha
echado raíces en él»; y no debemos consentif que esta concepción se vea
pervertida «mediante desatinos ideológicos acerca del “ derecho” y mediante
otros disparates frecuentes entre los demócratas y los socialistas franceses».
El marxismo originario era una doctrina difícil, con sus ventajas y sus
inconvénientes a la hora de ganar adeptos. Una de sus ventajas era su
pretensión de ser científico. Marx clasificaba las formas anteriores y rivales
de socialismo20 como utópicas: se basaban en la indignación moral, y su
244
fórmula para la reforma de la sociedad consistía en que los hombres se
hiciesen más justos, o en que las clases altas se compadeciesen de las bajas.
Marx insistía en que su doctrina no tenía nada que ver con ideas éticas; era
puramente científica, se basaba en el estudio de unos hechos verdaderos y de
unos procesos reales, y demostraba que el socialismo no seríá un cambio
milagroso, sino una continuación histórica de lo que estaba ocurriendo ya.
Consideraba también utópico y anticientífico describir la futura sociedad
socialista con todo detalle. Seria una sociedad sin clases, sin burgueses ni
proletarios; pero trazar esquemas específicos seria un sueño ocioso. Que
venga la revolución, y el socialismo cuidará de sí mismo.
El marxismo era un sólido compuesto de lo científico, lo histórico, lo me-'
tafísico y lo apocalíptico. Pero algunos elementos del marxismo se interpo
nían en el camino de su propagación natural. La clase obrera de Europa no
tenía, realmente, la mentalidad de un ejército en lucha. Los trabajadores
vacilaban a la hora de subordinar todo lo demás al remoto proyecto de una
revolución de clase. No eran exclusivamente individuos-de-clase, ni se
comportaban como tales. En ellos se mantenía vivo todavía un grado
suficiente de cristianismo y de ideas más antiguas relativas a la ley natural, co
mo para cerrar el paso a la creencia de que la moralidad era un arma de clase,
o que el derecho v la iusticia «eran desatinados». Ellos tenían lealtades na
cionales respecto a su país; era difícil que pudieran asociarse emocionalmen
te con un proletariado mundial, en una lucha implacable contra sus propios
vecinos.
El remedio del revolucionarismo de 1848 se demostró, con el tiempo, que
consistía en la admisión de las clases trabajadoras a una más plena participación
en la sociedad. Los salarios subieron, en general, después de 1850, se organiza
ron sindicatos y hacia 1870 en los principales países de Europa los trabajadores,
casi en su totalidad, ya tenían voto. Mediante sus uniones, los obreros podían,
frecuentemente, conseguir mejores salarios y mejores condiciones de trabajo,
por la presión directa sobre los patronos. Al tener voto, iban formando, poco a
poco, partidos de la clase obrera, y, a medida que progresaban en sus actuacio
nes a través del estado, se sentían menos inclinados a destruirlo. La palabra con
que Marx designaba tales maniobras era «oportunismo». El oportunismo, es
decir, la tendencia de los obreros a mejorar mediante la negociación con los pa
tronos y la obtención de una legislación a través de los canales de gobierno exis
tentes, era el más gravé de todos los peligros para la Revolución. Porque, en la
guerra, los hombres no negocian ni aprueban leyes: luchan. Las clases obreras
absorbieron mucho del marxismo, incluida una vigilante hostilidad frente a los
patronos y un sentido de solidaridad de clase obrera; pero, en un conjunto, a
medida que el marxismo se extendía, a finales del siglo XIX, dejaba de ser real
mente revolucionario21. Si la vieja Europa no se hubiera despedazado en las
guerras del siglo XX, y si el marxismo no hubiera sido resucitado por Lenin
y trasplantado a Rusia, es probable que las ideas de Marx hubieran sido
asimiladas en el cuerpo general del pensamiento europeo, y que en este libro se
dijera mucho menos acerca de ellas.
245
27. Bonapartismo: el segundo imperio francés, 1852-1870
246
manos de una asamblea sospechosa que robaba su voto al trabajador, y que
Francia encontraría en el imperio el sistema permanente, popular y moderno
que habia estado buscando, inútilmente, desde 1789. Afirmó que él estaba
por encima de las clases y que gobernaría equitativamente, en beneficio de
todos. En cualquier caso, como muchos otros a partir de 1848, sostenia que
las formas de gobierno eran menos importantes que las realidades económi
cas y sociales.
Las instituciones políticas del Segundo Imperio eran, pues, autoritarias, y
estaban modeladas según las del Consulado del primer Bonaparte. Había un
Consejo de Estado, compuesto de expertos que redactaban la legislación y
aconsejaban en cuestiones técnicas. Había un Senado nombrado por
decreto, con pocas funciones importantes. Había un Cuerpo Legislativo,
elegido por sufragio universal masculino. Las elecciones eran cuidadosamen
te manipuladas. El gobierno nombraba un candidato oficial para cada
escaño, y se requería a todos los funcionarios públicos del distrito para que
lo apoyasen. Podían presentarse a la elección otros candidatos, pero no
podía haber reuniones políticas de ningún tipo, y si el candidato fijaba
carteles, tenia que utilizar una clase de papel diferente de la utilizada por el
candidato oficial. En estas circunstancias, pocos se aventuraban a discrepar
del gobierno.
El Cuerpo Legislativo no tenía poderes independientes propios. N o tenia
iniciativa legal, sino solamente considerar la que le era sometida por el
emperador. No tenía control sobre el presupuesto, porque el emperador era
legalmente libre de recurrir a empréstitos cuando lo creyese conveniente. No
tenía poder sobre el ejército, ni sobre la política exterior, ni sobre la decisión
acerca de la guerra y de la paz. Estaba prohibida por la ley la publicación de
discursos pronunciados en la cámara legislativa. Cinco miembros cualesquie
ra, mediante la solicitud de sesión secreta, podían excluir al público de las
galerías. La vida parlamentaria se hundía hacia el cero absoluto.
Para cautivar la atención pública y para glorificar el nombre napoleóni
co, el nuevo emperador estableció una suntuosa corte en las Tullerías.
Frustrado en su ambición de contraer matrimonio dentro de una de las
grandes dinastías, Napoleón III eligió como emperatriz a una joven belleza
española, Eugenia, que estaba destinada a sobrevivir al imperio durante
cincuenta años, muriendo en 1920. Se dijo que era un matrimonio por amor,
signo seguro de una realeza popularizada. La vida de la corte del imperio era
brillante, alegre, fastuosa y suntuaria, superando todo lo conocido en aquel
tiempo en San Petersburgo o en Viena. La nota de la suntuosidad fue
superada aún en el embellecimiento de la ciudad de París. El Barón
Haussmann, uno de los más grandes creadores entre los proyectistas de
ciudades, dio a París una buena parte del aspecto que hoy tiene. Construyó
espaciosas estaciones de ferrocarril con amplios accesos, y creó un sistema de
bulevares y de plazas públicas que ofrecían dilatadas perspectivas que
terminaban en bellos edificios o monumentos, como en la Plaza de la Opera.
También modernizó las alcantarillas y el abastecimiento de agua. El
programa de construcciones, como la dispendiosa corte, tenía la ventaja
adicional de estimular los negocios y el empleo. Y el trazado de amplias
avenidas a través de las calles torcidas y de las viejas casas hacinadas
247
facilitaría las operaciones militares contra los insurgentes atrincherados tras
las barricadas, si algún día se repitiesen los acontecimientos de 1848.
248
los valores aumentaron en número y en diversidad. La Bolsa estaba en auge.
Los financieros —aquellos cuyo negocio consistía en manejar dinero, crédito
y títulos— alcanzaron un nuevo encumbramiento en el mundo capitalista.
Muchas personas se hicieron muy ricas, acaso más ricas de lo que nadie
hubiera sido antes en Francia.
El emperador aspiraba también a hacer algo por los trabajadores, dentro
de los límites del sistema existente. El banco rural era de cierta utilidad para
los campesinos más importantes. Había mucho trabajo y los salarios eran
buenos, para las ideas de la época, por lo menos hasta la depresión
transitoria de 1857. El emperador tenía un proyecto, como algunos de los
sansimonianos, consistente en organizar unidades de trabajo a la manera
militar y en dedicarlas a roturar y cultivar las tierras yermas. No fue mucho
lo que se hizo en este sentido. Se logró más en el humanitario remedio del
sufrimiento. Se organizaron hospitales y asilos, y se distribuyeron medicinas
gratuitas. Comenzaban a aparecer, un tanto vagamente, los rasgos de un
estado preocupado por un servicio social. Mientras tanto, los obreros
seguían organizando sindicatos. Todas las asociaciones de trabajadores ha
bían sido prohibidas durante la Revolución Francesa, y se consideraba que
estaba aún vigente la Ley Le Chapelier de 179124. Gradualmente, fue aclarán
dose la ambigua situación legal de los sindicatos de los obreros. En 1864, se
declaró incluso legal que los obreros organizados fuesen a la huelga. Así pues,
se legalizaron al mismo tiempo las grandes unidades o sindicatos de trabajado
res, y las grandes unidades o sociedades de empresarios. Napoleón III, desde
luego, no hizo lo suficiente por los trabajadores para ser considerado como
un héroe por la clase obrera, pero hizo bastante para que muchas personas
de la clase media de la época sospechasen de él como de un «socialista».
Las dictaduras posteriores, cuando se comprometían, como el Segundo
Imperio, con un programa de desarrollo económico, solían ser altamente
proteccionistas, pues rehuían la competencia abierta con el resto del mundo.
Napoleón III creía en la libertad del comercio internacional. Tenía un
proyecto de unión aduanera con Bélgica, que algunos belgas apoyaban
también. Bélgica estaba ya muy industrializada, y una unión franco-belga,
especialmente porque Bélgica tenía el carbón de que Francia carecía,
formaría un área de comercio sumamente fuerte. Pero el proyecto se vio
bloqueado en ambos países por intereses privados, y tropezó con una
decidida oposición de la Gran Bretaña y del Zollverein alemán. El
emperador, entonces, optó por una amplia reducción de los derechos de
importación. Desde la revocación de la Ley de Cereales en 1846, en
Inglaterra estaban en el poder los partidarios del libre comercio25. Estaban
impacientes por abolir las barreras comerciales entre Inglaterra y Francia.
Napoleón III, tras vencer la oposición de su Cuerpo Legislativo, firmó un
tratado de libre comercio con la Gran Bretaña, en 1860. Apartó 40 millones
de francos de los fondos públicos para ayudar a los fabricantes franceses a
efectuar reajustes con vistas a la competencia británica; pero esta suma
nunca se invirtió del todo, y de ello se dedujo que la industria francesa era
249
capaz de competir con éxito con la industria de Inglaterra, más intensamente
mecanizada. El tratado anglo-francés fue acompañado de acuerdos comer
ciales menores con otros países. En los años 1860, parecía como si Europa
estuviese, realmente, a punto de entrar en la tierra prometida de la libertad
de comercio.
250
INDUSTRIALISMO INICIAL
Y CLASES SOCIALES
La industrialización, tai como apareció por primera vez en Inglaterra en el siglo XIX, tenia co
mo fundamento una combinación del carbón y del hierro, cuyo producto más portentoso fue la
máquina de vapor. Las máquinas de vapor proporcionaban la energía a las fábricas textiles, y,
cuando se les pusieron ruedas, revolucionaron el transporte. En las fábricas se reunía un nuevo ti
po de clase obrera asalariada. El ferrocarril, impulsado por la máquina de vapor, y que corria
sobre unos rieles que al principio eran de madera, y que luego fueron de hierro, y después de ace
ro, transportaba a personas y mercancías a una velocidad y en un volumen hasta entonces nunca
conocidos. Hizo posible la concentración de la población en ciudades, ya fuesen ciudades gigan
tescas como Londres, o agrupaciones de pequeñas ciudades en las que se efectuaban los procesos
manufactureros. En este mundo urbano, mientras la arquitectura exquisita pasaba por una serie
de resurrecciones clásicas, góticas, renacentistas, etc., se construía un nuevo tipo de estructuras
más utilitarias, de hierro, y, después, de acero estructural. El nuevo habitat proporcionaba lujo
para unos pocos, comodidad para algunos y miseria para casi todos.
Los conflictos de clase, por lo tanto, proliferaron durante todo el siglo XIX, pero de un modo
más agudo en la primera mitad. Un problema consistía en que, si bien se habia hablado mucho del
progreso de la ciencia y de la invención, las verdaderas dificultades de la industrialización no se
habían previsto. Al ser los primeros en afrontar la Revolución Industrial, los ingleses no tenían ex
periencia alguna en que basarse. La imaginación inglesa prefería los temas rurales a los urbanos,
sobre todo en la primera parte del siglo y bajo la influencia del romanticismo literario. Hasta
1832, el gobierno estuvo en manos de una aristocracia terrateniente y de una nobleza campesina,
conservadoras en su política, a causa de la Revolución Francesa. Orgullosos de sus libertades
inglesas, y temerosos de algo semejante a la burocracia continental, los ingleses sólo dotaban a su
gobierno, gradualmente, de los adecuados poderes de regulación, de inspección, de coerción y de
policía.
A partir de 1850, se pusieron de manifiesto algunas de las más favorables consecuencias de la
industria y de la tecnología modernas. Mientras la pobreza seguía siendo crónica y la clase obrera
luchaba por mejorar su situación, las clases medias aumentaban en número y disfrutaban de
nuevas ventajas y comodidades. Las páginas siguientes ilustran la vida de las clases sociales en
Inglaterra y en Francia, en esta nueva Edad del Hierro. El medio es aquí parte del mensaje, por
que han de observarse las innovaciones del siglo XIX en litografía e impresión a bajos costes para
un extenso mercado.
A la izquierda, esta pieza de arte popular (la cubierta de un cancionero) presenta el sugestivo
contraste entre lo nuevo y lo viejo. Un tren expreso corre, de noche, por un elevado puente,
dejando atrás la dudad, a través de un paisaje inglés iluminado por lá luna.
Arriba: La policía londinense, de reciente organización en los años 1840, espera la llegada de
una manifestación cartista. Entre 1838 y 1848, los cartistas organizaron manifestaciones de ma
sas, con el vano propósito de democratizar las leyes electorales y de obtener asi una legislación
destinada a favorecer a las clases trabajadoras. El gobierno creó una fuerza de policía más mo
derna y mejor disciplinada, como medida para controlar a la multitud, y para evitar el tipo de
caótica confrontación que se ve en la página siguiente. Los hombres visten una espede de uni
forme civil, completado con chisteras.
253
Arriba, a la izquierda; La «Matanza de Peterloo» de 1819, caricaturizada por Croikshanlc.
Una pacifica multitud, en los St. Peter’s Fíelds, de Manchester, fue tiroteada y dispersa por la
Jermanry, una milicia de soldados por horas, no profesionales, en su mayoría gente del campo sin
la menor simpatía por las ciudades modernas..
Abajo, a la izquierda: Estos trenes primitivos, de 1840 aproximadamente, corren sobre rieles
de madera, con unas «ruedas de dirección» en un ángulo aparentemente extraño para ayudar a
mantenerlos encarrilados.
Arriba: Londres, o, más bien, uno de sus barrios más pobres, visto por el artista francés,
Gustavo Doré, hacia 1880. El omnipresente ferrocarril se ve al fondo, mientras en primer tér
mino las viviendas hacinadas, con sus pequeños patios, o, mejor, con sus corrales, evocan el
ambiente de una prisión.
255
Arriba, a la izquierda: El futuro rey Eduardo VII, entonces Príncipe de Gales, y su mujer,
cómodamente instalados en palcos, observan el nuevo proceso Bessemer de fabricación del
acero, en Sheffield, en 1875.
Arriba: Los grandes almacenes B o n M a rc h é de Paris, h a d a 1880. La nueva era resulta evi
dente en los grandes espacios, en la abundanda de mercancías, y en la presencia de señoras ricas
que han salido de tiendas con sus niños.
Abajo a la izquierda: Una reunión de obreros en Paris, vista por el pintor Jean Béraud, en
1884. La audiencia escucha, probablemente, discursos socialistas.
257
258
Las construcciones de hierro fundido y cristal, que aparecieron hacia 1850, representaron la
más importante innovación técnica en la arquitectura, desde hacía siglos. Los grandes almacenes
de la página precedente eran de ese tipo. A la izquierda, arriba, es el famoso Palacio de Cristal,
en Hyde Park, Londres, construido para albergar la Gran Exposición de 1851. La feria mun
dial, o exposición industrial, fue otro producto de la revolución en el transporte.
Abajo, a la izquierda: El Café de laR o to n d e de París, hacia 1860. El nuevo Café francés fue
diseñado para ser amplio, vaporoso, abierto, cosmopolita, adecuado para señoras, y no necesa
riamente para alcohólicos.
Arriba: La Torre Eiffel, construida para la Exposición de París de 1889, con ascensores para
llevar a los visitantes hasta la cima —300 metros sobre el suelo—, ha sido, durante mucho tiem
po, la estructura más alta del mundo, y es todavía un símbolo de la civilización del siglo XIX.
Al principio fue criticada como obra de un colosalismo chabacano y vulgar. La generación si
guiente, acostumbrada a una arquitectura de planchas de hormigón y a unas jaulas oblongas,
admira sus graciosas curvas y la delicada tracería de sus cuatro inmensas patas.
VI. LA CONSOLIDACION DE LOS GRANDES
ESTADOS NACIONALES, 1859-1871
Sólo una docena de años, desde 1859 a 1871, fue suficiente para ver la
formación de un nuevo imperio alemán, un reino unificado de Italia, una
doble monarquía de Austria-Hungría, drásticos cambios internos en la rusia
zarista, el triunfo de la autoridad central en los Estados Unidos, la creación
de un Dominio unido del Canadá, y la modernización o «europeización» del
imperio del Japón. Todos estos diversos acontecimientos reflejaban profun
dos cambios introducidos por el ferrocarril, los barcos de vapor y el
telégrafo, que hicieron más fáciles y más frecuentes que nunca hasta
entonces la comunicación de las ideas, el intercambio de artículos y el
movimiento de las personas. Políticamente, todos ellos representaban el
avance del principio del estado-nación.
1 Ver mapa 6.
Em blem a del capitulo: M ed alló n para celebrar la derrota de A ustria p o r Prusia en 1866, y que
representa a l Rey de Prusia, Guillerm o I, que luego sería el prim er Em perador alemán.
ban a sí mismos, cada vez más, como naciones, con derecho a sus propias
soberanías e independencia; el resultado, conseguido también en el siglo
siguiente, fue la aparición de estados como Checoslovaquia, la República
Turca, Israel y la República de Irlanda. Algunas de aquellas soberanías
comprendían poblaciones menores que las de una gran ciudad moderna. La
idea del estado-nación ha servido tanto para unir a los pueblos en unidades
mayores, como para dividirlos en otras menores. En el siglo XIX, con
excepción del Imperio Turco que se desintegraba, del que se hicieron
independientes Grecia, Servia, Bulgaria y Rumania, y en el que empezaba
también a agitarse un movimiento nacional árabe, la idea nacional sirvió
principalmente para crear unidades mayores, en lugar de las pequeñas. El
mapa de Europa, desde 1871 hasta 1918, fue el más sencillo de todos los
tiempos, tanto anteriores como posteriores2.
Acerca de la idea del estado-nación y del movimiento del nacionalismo se
ha dicho ya mucho en este libro. Capítulos anteriores han descrito el
fermento de ideas y movimientos nacionales estimulados por la Revolución
Francesa y por la dominación napoleónica de Europa, la agitación naciona
lista y la represión de los años siguientes a 1815, y la frustración y el fracaso
de las aspiraciones patrióticas en Alemania, Italia, y Europa central, en la
Revolución de I8483. Para muchos hombres del siglo X IX, el nacionalismo,
la consecución de la unidad y la independencia nacionales y la creación del
estado-nación se convirtieron en una especie de fe secular.
Puede considerarse que, en un estado-nación, la suprema autoridad
política descansa en cierto modo sobre, y a la vez representa la voluntad y los
sentimientos de sus habitantes. Debe ser un pueblo, y no simplemente una
multitud de seres humanos. El pueblo, fundamentalmente, debe querer y
sentir algo en común. Sus individuos deben tener la convicción de que
pertenecen, de que son miembros de una comunidad, de que' participan, de
algún modo, en una vida común, de que el gobierno es su gobierno, y de que
los de fuera son «extranjeros». Los de fuera o extranjeros son, por lo
general (aunque no siempre), los que hablan un lenguaje distinto. La nación,
por lo general (aunque no siempre), se compone de todas las personas que
comparten el mismo idioma. Una nación puede poseer también una creencia
en una ascendencia o en un origen racial común (aunque sea errónea), o un
sentimiento de una historia común, de un futuro común, de una religión
común, de un ámbito geográfico común, o de una común amenaza exterior.
Las naciones presentan muchas formas. Pero todas coinciden en sentirse
comunidades, comunidades permanentes en las que los individuos, junta
mente con sus hijos y con los hijos de sus hijos se hallan comprometidos en un
destino colectivo sobre la tierra.
En el siglo XIX, los gobiernos comprendieron que no podían gobernar
eficazmente, ni desarrollar todas las posibilidades del estado, a no ser
mediante el estimulo de aquel sentimiento de sociedad y de apoyo entre sus
súbditos. La consolidación de grandes estados-nación tuvo dos fases bien
perceptibles. Territorialmente, significó la unión de estados menores preexis
262
tentes. Moral y psicológicamente, significó la creación de nuevos lazos entre
gobierno y gobernados, la admisión de nuevos sectores de la población en la
vida política, a través de la creación o de la extensión de instituciones
liberales y representativas. Esto ocurrió incluso en el Japón y en la Rusia
zarista. La consolidación nacional en el siglo XIX favoreció el progreso
constitucional. Aunque habia una considerable variación en el poder real de
las nuevas instituciones políticas y en la amplitud del auto-gobierno
realmente efectivo, se establecieron parlamentos para la nueva Italia, para
la nueva Alemania, para el nuevo Japón y para el nuevo Canadá; y el
movimiento en Rusia se produjo en la misma dirección. En Europa, algunos
de los objetivos que los revolucionarios de 1848 no habían podido alcanzar
eran conseguidos ahora por las autoridades establecidas.
Pero se conseguían sólo a través de una serie de guerras. Para crear un
estado de toda Alemania o de toda Italia, como las revoluciones de 1848
habian demostrado ya, era necesario destruir el poder de Austria, colocar a
Rusia en una situación de ineficacia, al menos temporal, y derribar o
intimidar a los gobiernos alemanes o italianos que se negasen a hacer entrega
de su soberanía. En los Estados Unidos, para mantener la unidad nacional
tal como la concebía el Presidente Lincoln, fue necesario reprimir por la
fuerza de las armas el ^movimiento de independencia del Sur. Durante
cuarenta aflos a partir de 18Tft;-no se había producido ninguna guerra entre
las potencias establecidas Üe<Europa. Después, en 1854, estalló la Guerra de
Crimea; en 1859, la Guerra de Italia; en 1864, la Guerra de Dinamarca; en
1866, la Guerra Austro-Prusiana, y en -J570, la Guerra Franco-Prusiana.
Durante esos años, tuvo lugar también la Guerra Civil en los Estados
Unidos. A partir de 1871, pasaron otros cuarenta y tres años sin que se
produjese ninguna nueva guerra entre las potencias europeas.
263
formuló nuevas exigencias al Imperio Turco —todavía grande, pero ya
decadente—, penetrando en los dos principados danubianos, Valaquia y
Moldavia (que luego se conocerían como Rumania), con fuerzas militares5.
Esta vez, la disputa implicaba, aparentemente, la protección de los
cristianos dentro del Imperio Turco, incluidos los cristianos extranjeros en
Jerusalén y en Palestina. Sobre aquellos cristianos, los franceses reivindica
ban también una cierta jurisdicción protectora. Los franceses habían sido,
durante siglos, el principal pueblo occidental en el Cercano Oriente: habían
proporcionado, frecuentemente, dinero y consejeros al sultán, sostenían un
enorme volumen de comercio, mantenían y financiaban misiones cristianas,
y hablaban constantemente de la construcción de un Canal de Suez.
Napoleón III tenía buenas razones para sentirse agraviado por el zar
Nicolás, que le consideraba como un aventurero revolucionario. Napoleón
III estimuló al gobierno turco a que se resistiese a las exigencias rusas de
proteger a los cristianos dentro de Turquía. La guerra entre Rusia y Turquía
estalló a finales de 1853. En 1854, Francia se puso al lado de los turcos, al
igual que Gran Bretaña, cuya política tradicional consistía en apoyar a
Turquía y al Cercano Oriente contra la penetración rusa. Las dos potencias
occidentales no tardaron en ver que se les unía un pequeño y, en cierto
modo, ridículo aliado, que no tenía ningún interés visible en la cuestión: el
pequeño reino montañoso de Cerdeña, que entraba en la guerra, principal
mente, con el fin de plantear el problema italiano en la conferencia de paz.
La flota británica bloqueó con éxito a Rusia en sus salidas al Báltico y al
Mar Negro. Los ejércitos francés e inglés invadieron la propia Rusia,
desembarcando en la península de Crimea, a la que se redujo toda la lucha
importante. El Imperio Austríaco tenía sus razones para no desear que
Rusia conquistase los Balcanes y Constantinopla, ni que Inglaterra y Francia
dominasen por sí solas la situación; así pues, Austria, aunque no se había
recobrado todavía de los trastornos de 1848-1849, movilizó, con grandes
esfuerzos, sus ejércitos, y ocupó Valaquia y Moldavia, que fueron evacuadas
por los rusos ante aquella amenaza de ataque por parte de un nuevo
enemigo. El zar Nicolás murió en 1855, y su sucesor, Alejandro II, pidió
la paz.
Un congreso de todas las grandes potencias hizo la paz en París, en 1856.
Mediante el tratado, las potencias se comprometían conjuntamente a
mantener la «integridad del Imperio Turco». La marea rusa bajó un poco.
Rusia cedió la orilla izquierda de la boca del Danubio a Moldavia, y
abandonó su pretensión de una protección especial de los cristianos en el
Imperio Turco. Moldavia y Valaquia (unidas como «Rumania» en 1858),
juntamente con Servia, fueron reconocidas como principados auto-goberna
dos bajo la protección de las potencias europeas. Se decidió que Rusia no
mantendría barcos de guerra en el Mar Negro, y que el Danubio sería un río
internacional, abierto a la navegación comercial de todas las naciones. En el
Congreso de París, todo parecía armonioso. Parecía existir una entidad
llamada Europa, que afrontaba obligaciones colectivas, que protegía a los
pequeños estados, que regía sus asuntos de un modo racional y pacífico.
264
Pero los conflictos estaban fraguándose ya. Napoleón III necesitaba
gloria. Los italianos querían algún tipo de Italia unificada. Los prusianos,
que no habían hecho nada en la Guerra de Crimea, y que sólo tardíamente
fueron invitados al Congreso de París, temían que su posición como gran
potencia pudiera estar deteriorándose. Napoleón III, los italianos nacionalis
tas y los prusianos, todos esperaban ganar con el cambio. El cambio en la
Europa central y en Italia significaba una ruptura del Tratado de Viena de
1815, largo tiempo defendido por Mettemich e impugnado sin éxito por los
revolucionarios de 1848. Ahora, tras la Guerra de Crimea, las fuerzas que se
oponían al cambio eran muy débiles. Eran los Imperios Ruso y Austríaco los
que habían defendido firmemente el status quo. Pero estas dos potencias,
que habían intentado muy seriamente mantener el acuerdo de Viena, ya no
podían defenderlo por más tiempo. La primera prueba surgió en Italia.
265
de una Italia republicana unificada se elevaban, por un momento, para
perderse luego en el desastre general de 1848. En los tormentosos aconteci
mientos de 1848, el papa se habia asustado ante el radical republicanismo
romántico de Mazzini, de Garibaldi y de otros agitadores, y ya no podía
esperarse que apoyase la causa del nacionalismo italiano. Y, en el marco de
los mismos acontecimientos, el reino de Cerdefla no habia alcanzado su
propósito de arrojar a Austria de la península italiana sin la ayuda de
ninguna gran potencia exterior7
Aquellas lecciones no fueron enseñanzas perdidas para el primer ministro
de Cerdeña, que estaba regida desde 1848 como una monarquía constitucio
nal y que se hallaba ahora bajo e l cetro del rey Victor Manuel. Aquel
primer ministro de Cerdeña, después de 1852, era Camilo de Cavour, uno
de los tácticos políticos más sagaces de todos los tiempos. Cavour era un
liberal de tipo occidental. Intentó hacer de Cerdeña un modelo de progreso,
de eñcacia y de gobierno justo, que los otros italianos pudieran admirar. Se
esforzó por establecer prácticas constitucionales y parlamentarias en Cerde
ña. Fomentó la construcción de ferrocarriles y puertos, el mejoramiento de
la agricultura y la emancipación del comercio. Siguió una política intensa
mente anticlerical, reduciendo el número de fiestas religiosas, limitando el
derecho de las instituciones eclesiásticas a poseer bienes inmuebles, abolien
do los tribunales eclesiásticos, y todo ello sin negociación anterior con la
Santa Sede. Monárquico liberal y constitucional, leal servidor de la casa de
Saboya y rico terrateniente, no sentía simpatía alguna por el nacionalismo
revolucionario y republicano de Mazzini. N o creía que Italia debiera unirse
por los métodos de la conspiración y de las sociedades secretas, por la
literatura incitante introducida de contrabando por los desterrados políticos,
ni por la proclamación de idealistas repúblicas radicales, com o en 1848, que
alarmaban a las personáis más influyentes del país8.
Cavour compartía la nueva textura de pensamiento descrita en el capitulo
anterior. Preconizaba una «política de realidades». N o aprobaba a* los
republicanos, pero estaba dispuesto a trabajar con ellos solapadamente. No
idealizaba la guerra, pero estaba decidido a hacer la guerra para unificar a
Italia bajo el rey de Cerdeña. Con frío cálculo, introdujo a Cerdeña en la
Guerra de Crimea, enviando tropas a Rusia, con la esperanza de conquistar
un puesto en la mesa de lá paz y de plantear la cuestión italiana en ,el
Congreso de París. Le resultaba evidente que, contra una gran potencia, lo
que había que hacer era incitar a otra, y que el único modo de expulsar de
Italia a Austria consistía en utilizar el ejército francés. Su plan maestro llegó
a ser el de provocar deliberadamente la guerra con Austria, después de
haberse asegurado el apoyo militar de Francia.
No era difícil persuadir a Napoleón III de que colaborase. Los Bonaparte
miraban a Italia como a su país ancestral, y Napoleón III, en su juventud
aventurera, había recorrido los círculos italianos de las conspiraciones, y
participado, incluso, en una insurrección italiana en 1831. Ahora, como
emperador, en su papel de apóstol de la modernidad, sostenía «una
266
doctrina de las nacionalidades» según la cual la consolidación de las
naciones era un paso adelante en la fase actual de la historia. La lucha
contra la reaccionaria Austria por la libertad de Italia aplacarla también a la
opinión liberal de Francia, que por otra parte, Napoleón estaba dispuesto a
suprimir. La última nota en el trabajo de persuasión fue facilitada por un
republicano italiano, llamado Orsini, el cual, en 1858, convencido de que el
emperador francés tardaba demasiado en decidirse, intentó asesinarle con
una bomba. Napoleón III llegó a un acuerdo secreto con Cavour. En abril
de 1859, Cavour hizo caer a Austria en una declaración de guerra. El ejército
francés cruzó los Alpes.
Hubo dos batallas, Magenta y Solferino, ganadas ambas por los
franceses y por los sardos. Pero Napoleón III estaba ahora entre la espada y
la pared. Los prusianos comenzaban a movilizarse en el Rhin, pues no
deseaban que Francia crease una esfera de inñuenda italiana propia. En
Italia, con la derrota de los austríacos, la agitación revoludonaria se
extendió por toda la península, como había sucedido diez años antes; y el
emperador francés no patrocinaba la revoludón popular. Los revoluciona
rios derribaban o denunciaban los gobiernos existentes y clamaban por la
anexión a Cerdeña. En Francia, como en otras partes, los católicos,
temerosos de que se perdiese el poder temporal del papa, reprochaban al
emperador por su guerra impía e innecesaria. La situación francesa era
ciertamente extraña, porque mientras el grueso del ejérdto francés luchaba
contra Austria en el norte, un destacamento del mismo continuaba estado-
nado en Roma, a donde había sido enviado en 1849 para proteger al papa
contra el republicanismo italiano9. En julio de 1S59, en el apogeo de sus
victorias, Napoleón III dejó estupefacto a Cavour. Hizo la paz separada con
los austríacos.
El acuerdo franco—austríaco dio Lombardía a Cerdeña, pero dejó
Veneda dentro del Imperio Austríaco. Ofreda una soludón de compromiso
a la cuestión Italiana, bajo la forma de una unión federal de los gobiernos
italianos existentes, que seria presidida por el papa. Esto no era lo que
deseaban Cavour, ni los sardos, ni los patriotas italianos más vehementes.
La revoludón siguió extendiéndose. La Toscana, Módena, Parma y la
Romafla expulsaron a sus antiguos gobernantes. Estos territorios fueron
anexionados a Cerdeña, después de que unos plebisdtos o nnm¡ elecciones
generales en tales regiones hubieran manifestado un abrumador apoyo popu
lar a aquella medida. Como la Romaña pertenecía a los estados pontificios, el
papa excomulgó a los organizadores de la nueva Italia. Con firme dedsión,
representantes de toda la Italia septentrional, excepto Veneda, se reunieron
en la capital sarda, Turín, en 1860, en el primer parlamento del ampliado
reino. El gobierno británico saludó con entusiasmo aquellos acontecimientos
y Napoleón III reconoció también el extendido estado sardo, a cambio de la
transferencia a Francia de Niza y de Saboya, donde unos plebisdtos
revelaron la existenda de enormes mayorías favorables a la anexión a
Francia.
267
La terminación de la unidad italiana
268
Problemas que perduraron después de la unificación
269
sin ella, la dirección económica y cultural de Europa difícilmente se habría
concentrado a lo largo del litoral atlántico, o habría surgido en Rusia un
gran imperio militar que se extendería a lo largo del Báltico y por el interior de
Polonia.
Gradualmente, como hemos visto, los alemanes fueron mostrándose
descontentos de su situación. Se hicieron nacionalistas12. Muchos pensado
res alemanes sostenían que Alemania era distinta del Occidente y se hallaba
destinada a crear, algún día, un modo de vida peculiarmente alemán y un
sistema político propio. Respecto a los eslavos, los alemanes se sentían
inmensamente superiores. La filosofía alemana, como se observa claramente
en Hegel, tenía un deternunado tono característico. Declaraba que el
individualismo era qccidental; pasaba por alto, ligeramente, la libertad
individual; tendía a glorificar las lealtades del grupo, los principios colecti
vistas y el estado. Hizo una gran barahúnda con la Historia, que, en el
pensamiento de Hegel, y después de él, en el de Marx, se convirtió en una
fuerza gigantesca, casi independiente de los seres humanos. Se decía que la
Historia ordenaba, exigía, necesitaba, condenaba, justificaba o excusaba. Lo
que no era grato podía desecharse como una simple fase histórica, que abría
paso a un futuro muy diferente y más atractivo. Lo que se deseaba, para el
presente o para el futuro, podía describirse como históricamente necesario y
a punto de llegar.
270
cambios económicos y sociales. Entre 1850 y 1870, la producción de carbón
y de hierro en Alemania se multiplicó por seis. En 1850, Alemania producía
menos hierro que Francia, y, en 1870. más. Alemania estaba superando el
gran atraso económico y social que la había caracterizado durante 300 años.
Un Zollverein, o unión aduanera, iniciado por Prusia en 1818, había llegado
a incluir a casi toda Alemania, con exclusión de Austria y Bohemia, y había
proporcionado un alto grado de unidad económica. Las ciudades alemanas
estaban creciendo, unidas por el ferrocarril y por el telégrafo, y requerían
áreas de apoyo más amplias, de las que pudieran vivir. Los capitalistas
industriales y los obreros industriales iban haciéndose más numerosos. Con
las ventajas de la unidad más evidentes que nunca, con los ideales de 1848 no
abandonados del todo, con un exagerado respeto por el estado y por la
fuerza, y con un hábito de aceptar el acontecimiento afortunado como el
«juicio de la historia», los alemanes estaban preparados para lo que ocurrió.
No se unificaron por sus propios esfuerzos. Cayeron en brazos de Prusia.
271
Bismarck era un «junker» del viejo Brandenburgo, al este del Elba.
Cultivaba las ásperas maneras de un honesto hacendado rural, aunque era,
en realidad, un consumado hombre de mundo. Intelectualmente, era muy
superior a la clase de terratenientes, más bien torpe, de la que había salido, y
por la que él sentía, muchas veces, un mal disimulado desprecio. Compartía
muchas ideas de los «junker». Defendía e incluso sentía una especie de firme
piedad protestante. Aunque se preocupaba por la opinión del mundo, esta
nunca le disuadió de sus acciones; la crítica y la denuncia le dejaban
impasible. En realidad, era obstinado. N o fue un nacionalista. N o miraba a
la totalidad de Alemania como a su Patria. Bismarck era un prusiano. Sus
afinidades sociales, generalmente con los «junkers», se encontraban en el
este, con los correspondientes propietarios de la tierra de las provincias
bálticas y de Rusia. Ni comprendía el occidente, incluido el grueso de
Alemania, ni confiaba en él; le parecía revolucionario, turbulento, librepen
sador materialista. Consideraba ignorantes e irresponsables^los cuerpos parla
mentarios como órganos de gobierno. La libertad individual le parecía un
egoísmo desordenado. El liberalismo, la democracia y el socialismo le
repugnaban. Prefería enaltecer el deber, el servicio, el orden y el temor de
Dios. La idea de la formación de una nueva unión alemana se desarrolló en
su pensamiento sólo gradualmente, y además, como condición necesaria
para el fortalecimiento de Prusia.
Bismarck, pues, tenía sus predilecciones, e incluso sus principios. Pero
ningún principio le ataba, ninguna ideología le parecía un fin en si misma.
Se convirtió en el clásico observante de la Realpolitik. Llegó un momento en
que los «junkers» le consideraron como un traidor a su clase, en que incluso
el rey le temió, en que ofendía y luego apaciguaba a la augusta casa de los
Habsburgo, en que tenía como amigos a los liberales, a los demócratas e
incluso socialistas, para tenerlos, en su momento, como enemigos. Primero,
hacía guerras, y después insistía en la paz. Enemistades y alianzas no eran
para él más que cuestiones de conveniencia pasajera. El enemigo de hoy
podía ser el amigo de mañana. Lejos de proyectar una larga sucesión de
acontecimientos, siguiendo luego ese proyecto, paso a paso, hasta su gran
realización, parece haber sido práctico y oportunista, cobrando ventaja de
las situaciones tal como se presentaban, y preparándose para actuar en
cualquiera de las diversas direcciones que los acontecimientos pudieran
aconsejarle.
En 1862, como ministro presidente, su actividad, o su deber, consistía en
enfrentarse con los liberales en el parlamento prusiano. Bis marck libró aquella
«lucha constitucional», durante cuatro años, desde 1862 a 1866. El
parlamento se negó a aprobar las contribuciones propuestas. El gobierno,
de todos modos, las cobró. Los contribuyentes pagaban sin protestar: era lo
ordenado, y los recaudadores representaban a la autoridad pública. Las
limitaciones del liberalismo prusiano, la docilidad de la población, el respeto
a las autoridades, la creencia de que el rey y sus ministros eran más juiciosos
que los diputados elegidos, todos estos elementos se reflejaban claramente en
aquel triunfo de la política militar sobre la teoría del gobierno por común
acuerdo. El ejército se incrementó, se reorganizó, recibió nueva preparación
y se reeqiiipó. Bismarck rechazó el diluvio de improperios de la mayoría libe
272
ral de la cámara. Los liberales declaraban que la política del gobierno era
flagrantemente inconstitucional. Bismarck decía que la Constitución no podía
haber pretendido socavar el estado. Los liberales decían que era el gobierno el
que estaba socavando a Prusia, porque el resto de Alemania esperaba en
contrar en Prusia, como Italia había encontrado en Cerdeña, un modelo de li
bertad política. Lo que los alemanes admiraban en Prusia —replicaba Bis
marck, fríamente— no era su liberalismo, sino su fuerza. Declaraba también
que las fronteras prusianas establecidas en 1815 eran defectuosas, y que Pru
sia debía estar preparada para aprovechar las ocasiones favorables, con el Fin
de extenderse más allá16. Y añadió una de sus más famosas frases: «Las gran
des cuestiones de nuestro tiempo no se deciden con discursos ni con mayorías
de votos —ése fue el gran error de 1848 y 1849— , sino a sangre y hierro.»
273
respecto a Austria, a causa de los acontecimientos de la Guerra de Crimea, y
bien dispuesta hacia Prusia v Bismarck. n n r m ie R i«m arrl¡\ en 1 8 6 3 , se
preocupó de prestarle apoyo contra un levantamiento de polacos rusos. Para
atraerse al nuevo reino de Italia, Bismarck utilizó el señuelo de Venecia. En
cuanto a Francia, Napoleón III tenía dificultades con los descontentos del
interior, y su ejército se hallaba comprometido en aventuras en México.
Además, Bismarck le cautivó, durante una entrevista confidencial celebrada
en Biarritz, en la que se intercambiaron vagas alusiones orales a la expansión
francesa, y los dos hombres parecieron estar de acuerdo en la necesidad de
una modernización del mapa de Europa. Para debilitar a Austria dentro de
Alemania, Bismarck se presentaba como un demócrata. Propuso una
reforma de la confederación alemana, recomendando que tuviese una
cámara popular elegida por sufragio universal masculino. Calculaba que el
pueblo alemán no se avendría ni con los acomodados liberales capitalistas, ni
con las estructuras de gobierno existentes en los estados alemanes, ni con la
casa de Habsburgo. Estaba decidido a utilizar la «democracia» para socavar
todos los intereses establecidos que encontrase en su camino.
Mientras tanto, las potencias ocupantes seguían disputando a causa de
Schleswig-Holstein. Austria acabó planteando la cuestión formalmente en la
dieta federal alemana, una de cuyas funciones era la de impedir la guerra
entre sus miembros. Bismarck declaró que la dieta no tenía autoridad, acusó
de agresión a los austríacos, y ordenó al ejército prusiano entrase en
Holstein. Los austríacos exigieron sanciones generales bajo la forma de una
fuerza pan-germánica que debía enviarse contra Prusia. El resultado fue que
Prusia, en 1866, estaba en guerra, no sólo con Austria, sino también con la
mayoría de los otros estados alemanes. El ejército prusiano demostró en
seguida su superioridad. Preparado con una precisión sin precedentes,
equipado con el nuevo fusil de aguja, con el que el soldado de infantería podía
hacer cinco disparos por minuto, introducido en la zona de combate por una
estrategia imaginativa que hacía uso de los nuevos ferrocarriles, mandado
por la pericia de von Moltke, el ejército prusiano venció a los austríacos en
la batalla de Sadowa (o Küniggratz), y derrotó a los otros estados alemanes,
inmediatamente después. La Guerra Austro-Prusiana, o de las Siete Sema
nas, fue asombrosamente breve. Bismarck se apresuró a hacer la paz, antes
de que las demás potencias europeas pudieran darse cuenta de lo que había
ocurrido.
Prusia se anexionó enteramente, junto con Schleswig-Holstein, todo el
reino de Hannover, los ducados de Nassau y de Hesse-Cassel, y la ciudad
libre de Francfort. Ahora, los viejos gobiernos desaparecieron, simplemente,
bajo el hacha del «reaccionario rojo». La unión federal alemana desapareció
también. En su lugar, Bismarck organizó, en 1867, una Confederación
Alemana del Norte, en la que la Prusia recientemente extendida se reunía
con otros veintiún estados, a todos los cuales, unidos, sobrepujaba
considerablemente. Los estados alemanes del sur del río Main —Austria,
Baviera, Badén, Württemberg y Hasse-Darmstadt— se quedaron fuera de la
nueva organización, sin ningún tipo de unión entre ellos. Mientras tanto, el
reino de Italia se anexionaba Venecia.
Para la Confederación Alemana del Norte, Bismarck dictó una constitu
274
ción. La nueva estructura, aunque federal, era mucho más fuerte que la
Confederación de 1815, ahora desaparecida. El rey de Prusia sería su jefe
hereditario. Los ministros eran responsables ante él. Habia un parlamento
con dos cámaras. La cámara alta, como en los Estados Unidos, representaba
a los estados en cuanto tales, aunque no de un modo igual. La cámara baja,
o Reichstagt estaba destinada a representar al pueblo y era elegida por
sufragio universal masculino. Aquel jugueteo con la democracia parecía una
locura, tanto al conservador «junker» como al liberal burgués. Era, en
efecto, un paso audaz, porque sólo Francia practicaba, en aquel tiempo, el
sufragio universal en Europa, a gran escala, y, en la Francia de Napo
león III, ni los viejos conservadores ni los auténticos liberales podían sentirse
muy satisfechos. En cuanto a. Gran Bretaña; dónde los derechos de voto se
ampliaban en aquel mismo año de 1867, seguían concediéndose todavía a
menos de la mitad de la' población masculina adulta. Bismarck percibía en
las «masas» un aliado del gobierno fuerte contra los intereses privados.
Negoció incluso con los socialistas, que habían experimentado una ascensión
con la industrialización de la pasada década, y que, en la Alemania de aquel
tiempo, eran principalmente seguidores de Fernando Lassalle. Los socialistas
lassalleanos, al contrario que los marxistas, creían teóricamente posible
mejorar las condiciones de la clase obrera a través de la acción de los
gobiernos existentes. Con gran disgusto de Marx, entonces en Inglaterra (su
El Capital se publicó en 1867), el grueso de los socialistas alemanes llegó a.
un entendimiento con Bismarck. A cambio de un sufragio democrático,
estaban dispuestos a aceptar la Confederación Alemana del Norte. Bismarck,
por su parte, utilizando los sentimientos democráticos y socialistas, obtuvo la
aprobación popular para su naciente imperio.
275
precipitaría a los pequeños estados alemanes del sur a una unión con Prusia,
dejando fuera sólo a Austria —que era lo que él quería—. Napoleón III, o,
por lo menos, alguno de sus consejeros, pensaba que aquella guerra, si
terminaba victoriosamente, restablecería la pública aceptación del imperio
bonapartista. En tan inflamable situación, las personas responsables no
trabajaban por la paz, en ninguno de los dos países.
Mientras tanto, una revolución en España había arrojado al destierro a la
reina, y un gobierno provisional español invitaba al príncipe Leopoldo de
Hohenzollern, primo del rey de Prusia, a ser rey constitucional de España.
Que la casa real prusiana ocupase posiciones en España tenía que disgustar,
naturalmente, a Francia. La familia Hohenzollern rechazó tres veces la
oferta española. Bismarck, que no podía controlar aquellas decisiones de la
familia, pero que preveía la posibilidad de un incidente utilizable, persuadió,
subrepticiamente, a los españoles de que formulasen la invitación por cuarta
vez. El día 2 de julio de 1870, París supo que el principe Leopoldo había
aceptado. El embajador francés en Prusia, Benedetti, por orden de su
gobierno, se reunió con el rey de Prusia en el balneario de Ems, donde exigió
formalmente que la aceptación del príncipe Leopoldo fuese retirada. Y fue
retirada, el día 12 de julio. Los franceses parecían haberse salido con la
suya. Bismarck sufrió una decepción.
El gobierno francés llegó más lejos aún. Dio instrucciones a Benedetti en
el sentido de que acudiese a ver nuevamente al rey, en Ems, y le formulase la
demanda de que nunca, en el futuro, ningún Hohenzollern fuese candidato
al trono español. El rey declinó cortésmente tal compromiso, y telegrafió un
informe completo de la conversación a Bismarck, que estaba en Berlín.
Bismarck, al recibir el telegrama, que se ha hecho famoso como «el
despacho de Ems», vio una nueva oportunidad, como él decía, de agitar un
trapo rojo ante el toro galo. Resumió el telegrama de Ems para su
publicación, reduciéndolo de tal modo que pareciese a los lectores de los
periódicos que en Ems había tenido lugar una brusca entrevista, en la que los
prusianos creyesen que su rey había sido insultado, y los franceses que su
embajador había sido desairado. En ambos países, los partidarios de la
guerra exigían una satisfacción. El 19 de julio de 1870, sobre fundamentos
tan triviales y con la aparente cuestión del trono español ya resuelta, el
irresponsable y decadente gobierno de Napoleón III declaró la guerra a
Prusia.
Una vez más, la guerra fue corta. Una vez más, Bismarck había tenido
cuidado de aislar, previamente, a su enemigo. Los ingleses, en general,
creían que Francia estaba equivocada. Se habían alarmado ante las
operaciones francesas en México, que revelaban una ambición de rehacer un
imperio francés en América. Los italianos habían esperado durante largo
tiempo la oportunidad de apoderarse de Roma; y lo hicieron en 1870,
cuando los francese retiraron sus tropas de Roma para emplearlas contra
Prusia. Los rusos habían estado esperando la oportunidad de anular la
cláusula de la Paz de 1856 que les prohibía tener barcos de guerra en el Mar
Negro. Y lo hicieron en 1870.
La guerra de 1870, como las otras de aquel tiempo, no llegó a convertirse
en una guerra general europea. Prusia estaba apoyada por los estados
276
alemanes del sur. Francia no tenía aliados. El ejército francés demostró
hallarse técnicamente atrasado, en comparación con el ejército prusiano. La
guerra comenzó el 19 de julio; el 2 de septiembre, tras la batalla de Sedán, el
principal ejército francés se rindió a los alemanes. El propio Napoleón III
fue hecho prisionero. El día 4 de septiembre, una insurrección proclamaba
en parís la Tercera República. Las fuerzas prusianas y alemanas avanzaron
por Francia y pusieron sitio a la capital. Aunque los ejércitos franceses esta
ban deshechos, París se negó a capitular. Durante cuatro meses, estuvo cerca
da y asediada.
277
guerras, había creado lo que los estadistas europeos de muchas nacionalida
des habían dicho, desde hacía mucho tiempo, que era preciso evitar a toda
costa. Fue engañando, sucesivamente, a todos, incluidos los alemanes. El
estado pangermano unido que había surgido del moviento nacionalista fue
una Alemania conquistada por Prusia. Prusia, con sus anexiones de 1866,
abarcaba a casi toda la Alemania situada al norte del Meno. Dentro del
Imperio, alcanzaba la extensión de unos dos tercios, aproximadamente. En
Prusia, los liberales capitularon ante el indiscutible éxito de Bismarck. En
1867, el Parlamento prusiano aprobaba una «ley de indemnidad»; su esencia
consistía en que Bismarck reconociese un cierto despotismo durante la lucha
constitucional, y que el parlamento legalizase las discutidas recaudaciones de
impuestos e x p o stfa c to , accediendo a perdonar y a olvidar, en vista d éla vic
toria sobre Austria y sus consecuencias. Así, el liberalismo se desvanecía ante
el nacionalismo.
El Imperio Alemán recibió sustancialmente la constitución de la Confe
deración Alemana del Norte. Era una federación de monarquías, cada una
de las cuales se basaba, teóricamente, en el derecho divino o hereditario. A l
propio tiempo, en el Reichstag elegido por sufragio universal masculino,
descansaba sobre una especie de instancia de masas, y era, en cierto sentido,
democrática. Pero los ministros del país eran responsables ante el empera
dor, y no ante la cámara elegida. Además, fueron los gobernantes los que se
unieron al imperio, y no los pueblos. N o hubo plebiscitos populares, como
en Italia. Cada estado conservó sus propias leyes, su gobierno y su
constitución. El pueblo de Prusia, por ejemplo, continuó, en lo que a los
asuntos prusianos se refería, bajo la constitución más bien antíliberal
de 185020, mientras que, para los asuntos del Reich, o imperio, gozaban de
un voto igual por sufragio universal. El emperador, que era también el rey
de Prusia, tenía el control legal sobre la política exterior y sobre la política
militar del imperio. El Imperio Alemán, en realidad, actuó como un
mecanismo para exaltar el papel de Prusia, el ejército prusiano y la
aristocracia prusiana del este del Elba en los asuntos mundiales.
278
con posterioridad a 1815, bajo Metternich, dirigió los consejos de Europa21.
Quebrantado en 1848, restablecido por la intervención de Rusia en 1849,
descoyuntado por su esfuerzo de movilización en 1855, atacado por
Napoledm III en 1859 y por Bismarck en 1866, continuó manteniéndose
unido todavía, y no desapareció, al fin, hasta 1918, en el cataclismo de la
Primera Guerra Mundial22. Pero los acontecimientos de los años 1850 y de
los 186D alteraron considerablemente su carácter.
La cuestión esencial, en una época nacionalista, era la forma en que
reaccionaría el gobierno de los Habsburgo ante los problemas planteados
por la autoexpresión nacional. Las nacionalidades no deseaban destruir el
imperio. Entre los húngaros, después de 1848-1849, sólo un puñado de
radicales extremistas soñaban con una Hungría totalmente independiente.
En su mayor parte, deseaban una autonomía constitucional para Hungría,
pero no estaban preparados para una ruptura de sus lazos con Viena. La
opinión eslava, en el Congreso Eslavo de Praga de 1848, no fue, en lo
fundamental, más allá del austroeslavismo23. Los pueblos del imperio,
aunque insistiendo cada vez más en ciertos derechos nacionales —como un
determinado grado de autogobierno local, y escuelas, tribunales y adminis
tración en su propio idioma—, sentían una subyacente necesidad de la
amplia estructura política que el imperio les proporcionaba.
Al hablar de los Habsburgo, en este período, nos referimos principal
mente a Francisco José, que como emperador desde 1848 hasta 1916 reinó
aún más años que su famosa contemporánea, la reina Victoria. Francisco
José, como muchos otros, nunca pudo liberarse de su propia tradición. Sus
ideas giraban en torno a su casa y a sus derechos. Combatido implacable
mente por las oleadas del cambio, sentía una cordial aversión por todo lo
que fuese liberal, progresivo o moderno. Se alió con la jerarquía católica y
con el Vaticano, que también, durante décadas, a partir de 1848, y por
razones comprensibles, se situó claramente en contra de todo compromiso
con los nuevos tiempos. Personalmente, Francisco José era incapaz de
grandea perspectivas, de proyectos ambiciosos, de decisiones audaces, o de
una acción perseverante. Y vivió en un fastuoso mundo de sueños, rodeado
en la corte imperial por grandes nobles, altos eclesiásticos y condecorados
personajes del ejército.
Pera el gobierno no estaba ocioso; más bien, era demasiado fecundo en
la ideación de nuevos convenios y de nuevos repartos. Se ensayaron diversos
proyectos con posterioridad a 1849, pero ninguno durante el tiempo suficien
te para comprobar si sería eficaz. Durante varios años, la idea dominante fue
la centralización: gobierno del imperio mediante el lenguaje alemán y la
eficiencia alemana, manteniendo la abolición de la servidumbre tal como se
realizó en 1848 (y que requería un fuerte control oficial sobre los
terratenientes para que tuviese una realidad práctica) y favoreciendo la
construcción de ferrocarriles y de otros instrumentos de progreso material24.
279
Esta centralización germánica y burocrática era enojosa para las nacionali
dades no germánicas, y especialmente para los magiares. Es importante decir
magiares, y no húngaros, porque los magiares constituían menos de la mitad
de la mezcladísima población de Hungría, dentro de sus fronteras de aquel
tiempo. De todos modos, los magiares, com o el más fuerte de los grupos no
germanos, y, por consiguiente, el más capacitado para mantener un sistema
político propio, sentían la influencia germana de un modo más opresivo. En
la guerra de 1859, los magiares simpatizaron con los italianos.
280
Tanto Austria como Hungría, bajo la Doble Monarquía, eran, por su
forma, estados parlamentarios constitucionales, aunque el principio de
responsabilidad gubernamental no fuese consecuentemente respetado. Nin
guno de los dos era democrático. En Austria, después de mucho barajar
sistemas de votos, se instituyó un verdadero sufragio universal masculino en
1907. En Hungría, cuando estalló la Primera Guerra Mundial en 1914, aún
no tenía voto más que la cuarta parte de la población masculina adulta.
Socialmente, la gran reforma de 1848, es decir, la abolición de la
servidumbre, fue controlada para que no desembocase en situaciones
subversivas. Los propietarios de las grandes haciendas, especialmente en
Hungría (pero también en partes del Imperio Austríaco) siguieron siendo la
clase indiscutiblemente dominante. Estaban rodeados por campesinos sin
tierras, por Tin proletariado agrario, compuesto, en parte, por las clases
bajas de su propia nacionalidad, y en parte, por pueblos campesinos enteros,
como los eslovacos y los servios, que no tenían una clase ilustrada ni rica
propia. Las cuestiones nacionales y sociales se planteaban pues, juntas. Para
algunas nacionalidades, y para los magiares más que para ninguna, lo que
estaba en juego no era sólo un ascendiente nacional, sino también social y
económico. El se convirtió en la cuestión social básica. Una clase terratenien
te, ilustrada y civilizada, se hallaba frente a una masa campesina que era, por
lo general, ignorante, ruda, y se hallaba al margen de la progresiva civilización
de la época.
281
trataba, exactamente, del absolutismo conocido en Occidente. E n Rusia,
se echaban de menos algunas concepciones europeas muy antiguas, como la
idea de que la autoridad espiritual es independiente incluso del príncipe más
poderoso, o la vieja idea feudal de recíprocas obligaciones entre rey y subdi
tos. La noción de que los hombres tenían derechos, títulos para exigir justicia
frente al poder, que nadie en Europa había rechazado nunca expresamente,
era en Rusia una importación más bien doctrinaria de Occidente. Loszares no
gobernaban mediante leyes; regían el país con ucases, con la acción policiaca y
con el ejército. Desde Pedro y aun desde antes, los zares habían construido su
estado, en gran medida, importando métodos y expertos técnicos europeos, a
menudo frente a la gran oposición de rusos de todas las clases, a quienes había
que imponer simplemente, los nuevos métodos, cuando eran necesarios. Más
que ningún otro estado de Europa, el Imperio ruso era una máquina que se
sobreponía a su pueblo, sin conexión orgánica —burocracia pura y simple— .
Pero, a medida que los contactos con Europa se sucedían, muchos rusos
fueron adquiriendo ideas de libertad y de fraternidad, de una sociedad justa y
sin clases, de personalidad individual enriquecida por la cultura humana y por
la libertad moral. Con tales sentimientos, fueron muchos los hombres que se
convirtieron en críticos constantes del gobierno y de la propia Rusia. El go
bierno, a pesar de parecer tan sólido, tenía miedo de aquellos hombres. Toda
idea que surgiese fuera de los círculos oficiales parecía perniciosa, y la impren
ta y las universidades eran, por regla general, severamente censuradas.
Una segunda institución fundamental, que se había desarrollado con el
zarismo, era la esclavitud legalizada o servidumbre. El grueso de la
población estaba formado por siervos dependientes de amos. La servidum
bre rusa era más onerosa que la existente en la Europa centro-oriental
hasta 184826. Se parecía a la esclavitud de las Américas en que los siervos
constituían una «propiedad»; podían comprarse y venderse y utilizarse en
ocupaciones distintas de la agricultura. Unos siervos trabajaban la tierra,
prestando a sus amos un servicio que estos no pagaban. Otros podían ser
utilizados por sus dueños en fábricas o en minas, o alquilados para tales
fines. Otros eran más independientes, pues trabajaban como artesanos o
como mecánicos, e incluso viajaban a las ciudades o residían en ellas, pero
tenían que entregar una cierta cuota de sus ingresos al señor, o volver a su
casa cuando él los llamaba. Los propietarios tenían una cierta responsabili
dad paternalista por sus siervos, y en los pueblos, constituían una especie de
gobierno local de carácter personal. La ley, como en la América del Sur,
intervenía poco o nada entre los dueños y la masa de los siervos, de modo
que la suerte diaria del siervo dependía de la personalidad o de las
circunstancias económicas de su propietario.
A mediados del siglo XIX, tanto los rusos conservadores como los
liberales estaban de acuerdo en que la servidumbre tenia que acabar algún
día. En todo caso, la servidumbre estaba dejando de ser beneficiosa; unos
dos tercios de todos los siervos de propiedad privada (es decir, de los que no
282
pertenecían al zar o al estado) estaban hipotecados como fianzas de
préstamos en el momento de la ascensión de Alejandro II. Cada vez en
mayor medida, se reconocía que la servidumbre era un mal sistema de
relaciones de trabajo, pues hacía de los «mujiks» unos ignorantes y
estúpidos ganapanes, sin incentivos, ni iniciativas, ni respeto propio, ni
orgullo de su condición de trabajadores, y también muy malos soldados para
el ejército.
Los rusos ilustrados, con ideas occidentales, se encontraban distantes del
gobierno, de la iglesia ortodoxa, que era un brazo del zar, y de los hombres
corrientes de su propio pueblo. Se sentían inquietos entre una masa de igno
rancia y de oscurantismo, y sufrían de una sensación de culpabilidad por la
virtual esclavitud en que se basaba su propia posición social. De ahí que, alre
dedor de la época a que nos referimos, surgiese otro rasgo distintivo de la vida
rusa, la «intelligentsia». En Rusia se cosideraba tan interesante ser ilustrado,
tener ideas, suscribirse a las revistas, o sostener conversaciones de carácter
crítico, que la «intelligentsia» se consideraba a sí misma como una clase
aparte. Estaba formada por estudiantes, graduados universitarios y personas
que disponían de mucho tiempo libre para leer. Aquellas gentes, aunque no
muy libres para pensar, eran más libres para pensar que para hacer casi
cualquier otra cosa. La «intelligentsia» rusa tendía a las filosofías amplias y
universales. Sus miembros creían que los intelectuales debian desempeñar un
papel importante en la sociedad. Se formaban una exagerada idea de la
directa influencia de los pensadores sobre el curso de los cambios históricos.
Su actitud característica era una actitud de oposición. Algunos, abrumados
por la enorme inmovilidad del zarismo y de la servidumbre, se inclinaron a
filosofías revolucionarías e incluso terroristas. Esto sólo hizo a los burócra
tas más inquietos y temerosos, y al gobierno más arbitrariamente represivo.
283
gobierno para estudiar la cuestión. El gobierno no quería hundir en el caos
todo el sistema de trabajo y toda la economía del país, ni arruinar a la clase
de los hidalgos, sin la que no podía gobernar, en absoluto. Tras gran número
de discusiones, de proposiciones y de memoranda, un ucase imperial de 1861
declaraba abolida la servidumbre y libres a los campesinos.
Por aquel gran decreto, los campesinos se hicieron legalmente libres, en
el sentido occidental. Desde entonces, fueron súbditos del gobierno, no
súbditos de sus propietarios. Se esperaba que se viesen animados por un
nuevo sentimiento de dignidad humana. Como aseguraba un funcionario
entusiasta, poco después de la emancipación: «Los hombres se han erguido y
se han transformado; su mirada, su modo de andar, su forma de expresarse,
todo ha cambiado.» La clase media campesina perdió su antigua jurisdicción
casi señorial sobre las aldeas. Ya no podían imponer un trabajo forzado e
impagado, ni recibir derechos derivados de la servidumbre.
Es importante señalar lo que la Ley de Emancipación hizo y lo que no
hizo. En líneas generales (con grandes diferencias de una región a otra),
asignaba aproximadamente la mitad de la tierra cultivada a los antiguos seño
res y la mitad a los antiguos siervos. Estos tenían que pagar una cantidad de
dinero por la redención de la tierra que recibían y por los honorarios que los
señores perdían. La aristocracia rusa no se debilitó, ni mucho menos; en lugar
de un tipo de propiedad humana, ampliamente hipotecada en todo caso, aho
ra tenían la clara posesión de la mitad de la tierra, aproximadamente,
percibían el dinero de la redención, y estaban libres de obligaciones respecto a
los campesinos.
Los campesinos, por otra parte, tenían ahora la mitad de la tierra
cultivable, por derecho propio —un volumen considerable, si se compara
con los de casi todos los países europeos—. Pero no la poseían según los
principios de la propiedad privada o del cultivo independiente que se habían
hecho predominantes en Europa. La tierra del campesino, cuando se
redimía, se convertía en propiedad colectiva de la antigua asamblea
campesina rural, o mir. La aldea, como unidad, era responsable ante el
gobierno del pago de la redención y de la recaudación de las sumas necesa
rias entre sus distintos miembros. La asamblea rural, en caso de falta de
pago, podía exigir trabajo obligatorio del moroso o de un miembro de su
familia; y podía impedir a los campesinos qne se marchasen de la aldea, a
menos que los que se quedaban se responsabilizasen del pago de toda la
deuda. Podía (como en el pasado) asignar y reasignar determinadas tierras a
sus miembros para la labranza, o, en otro caso, supervisar el cultivo como
un caso de interés común. Para conservar intacta la comunidad aldeana, el
gobierno prohibió la venta o hipoteca de tierra a personas ajenas a la aldea.
Con esto se trataba de preservar la sociedad campesina, pero también
desalentaba la inversión de capital extraño, con el que podría comprarse equi
pamiento, y así se retrasaba la mejora de la agricultura y el desarrollo de la
riqueza. No todos los campesinos de la unidad aldeana eran iguales. Como
en la Francia anterior a la Revolución, unos tenían derecho a trabaiar más
tierra que otros. Algunos eran sólo jornaleros. Otros tenían derechos de
herencia sobre el suelo (porque no toda la tierra estaba sujeta a reasignación
por parte de la comuna), o arrendaban parcelas de tierra adicionales, perte
284
necientes a los antiguos señores. Para trabajar estas tierras, contrataban a jor
nal a otros campesinos. Estos campesinos más poderosos, como empresarios
agrícolas, se parecían a los granjeros del tipo existente en Francia o en los Es
tados Unidos. Pero, después de la emancipación, ningún campesino ruso tuvo
plena libertad de acción individual. En sus movimientos y en sus obligaciones,
se hallaban limitados por sus aldeas, como en otro tiempo habían estado limi
tados por sus señores.
Alejandro II procedió a revisar y a occidentalizar el sistema legal del
país. Con la desaparición de la jurisdicción del señor sobre sus campesinos,
era necesario, desde luego, un nuevo sistema de tribunales locales, pero se
aprovechó la ocasión para reformar los tribunales, de arriba a abajo. Los
males inveterados eran la arbitrariedad de la autoridad y la indefensión del
súbdito. Estos males fueron considerablemente aliviados por el edicto de
1864. Los juicios pasaron a ser públicos, y las personas privadas obtuvieron
el derecho a ser representadas ante los tribunales por abogados de su propia
elección. Todas las diferencias de clase en materias judiciales quedaron
abolidas, aunque, en la práctica, los campesinos continuaron sometidos a
fuertes desventajas. Se estableció una clara sucesión de tribunales inferiores
y superiores. Se formularon exigencias en favor de una preparación
profesional para los jueces, que en adelante recibirían unos sueldos
determinados, viéndose asi protegidos contra la presión administrativa. Se
introdujo un sistema de jurados, según el modelo inglés.
A la vez que así se intentaba instituir el imperio de la ley, el zar
avanzaba también hacia la posibilidad de autorizar un autogobierno.
Confiaba en persuadir a los liberales y en cargar a las clases alta y media con
un cierto grado de responsabilidad pública. También mediante un decreto de
1864, creó un sistema de consejos provinciales y de distrito, llamados
zem stvos. Elegidos por diversos elementos, entre ellos los campesinos, los
zem stvos fueron entrando en acción, gradualmente, y se encargaron de las
cuestiones de la instrucción, del socorro médico, del bienestar público, del
abastecimiento de artículos alimenticios y del mantenimiento de los caminos
en sus localidades. El gran mérito de los zem stvos consistió en que
desarrollaban el sentimiento cívico entre los que formaban parte de ellos.
Muchos liberales reclamaban con urgencia un cuerpo representativo para
toda Rusia, un Zem sky Sobor o Dum a, que Alejandro II, sin embargo, se
negó a conceder. A partir de 1864, su política se hizo más cauta. Una
rebelión en Polonia, en 1863, le indujo a tomar consejo de los que estaban a
favor de la represión. Comenzó a tranquilizar a los intereses creados que se
habían disgustado a causa de las reformas, y a reducir algunas de las
concesiones ya otorgadas. Pero la esencia de las reformas se mantuvo
intacta.
El revolucionarismo en Rusia
El autócrata que así se propuso liberalizar Rusia se salvó por muy poco
de ser asesinado en 1866, fue blanco de cinco disparos en 1873, escapó a la
muerte por media hora, en 1880, cuando su comedor imperial fue
285
dinamitado, y fue muerto por una bomba, en 1881. Los revolucionarios no
estaban contentos con las reformas, que, de tener éxito, no harían más que
fortalecer el orden existente. Los insatisfechos miembros de la «intelligent
sia», en los años 1860, comenzaron a llamarse a sí mismos «nihilistas»: no
creían en «nada» —excepto en la ciencia—, y tenían una visión cínica del zar
reformador y de sus zem stvos. Los campesinos, agobiados con pesadas
cuotas de redención, seguían fundamentalmente descontentos, y los intelec
tuales recorrían las aldeas dando pábulo a aquella insatisfacción. Los
revolucionarios desarrollaron una concepción mística de la función revolu
cionaría de las masas rusas. Recordaban a los campesinos de las grandes
rebeliones de Stenka Razin y de Pugachev, en las que veían una tradición
revolucionaria propiamente rusa27. Los socialistas, tras el fracaso del
socialismo en Europa en la Revolución de 1848, llegaron en muchos casos a
creer, como escribió Alejandro Herzen, que el futuro verdadero y natural del
socialismo se encontraba en Rusia, gracias a la debilidad misma del
capitalismo en Rusia y a la existencia de un tipo de colectivismo ya
establecido en las asambleas rurales o comunas.
Más radicales que Herzen fueron el anarquista Bakunin y su discípulo
Nechaiev. En su Justicia del Pueblo, estos dos hombres predicaban el
terrorismo, no sólo contra los funcionarios zaristas, sino también contra los
liberales. Según escribieron en su Catecismo de un revolucionario, el
verdadero revolucionario «está devorado por un solo objetivo, una sola
idea, una sola pasión: la revolución. ...H a roto todos los lazos con el orden
social y con todo el mundo civilizado. ...Todo lo que apresura el triunfo de
la revolución es moral, todo lo que lo retrasa es inmoral». El terrorismo (lo
que, en realidad, significa asesinato) era rechazado por muchos revolucio
narios, especialmente por los que, en los años 1870, adoptaron el socialismo
científico de Carlos Marx. Marx no creía que la violencia furiosa acelerase
un proceso social inevitable. Pero otros grupos, aceptando la inspiración de
hombres como Bakunin y Nechaiev, organizaron sociedades terroristas
secretas. Una de estas, la Voluntad del Pueblo, decidió el asesinato del zar.
Sostenían que, en un estado autocrático, no había otro camino hacia la
justicia y la libertad.
Alejandro II, alarmado por aquella amenaza secreta, que, naturalmente,
no escapaba a la atención de la policía, volvió a apoyar a los liberales. Los
liberales, amenazados también por los revolucionarios, se habían apartado
del gobierno a causa de que este no había proseguido las reformas de los
primeros años 1860. Ahora, en 1880, para recobrar su apoyo, el zar aligeró
nuevamente el sistema autocrático. Abolió la temida Tercera Sección o
policía secreta creada por su padre, permitió a la prensa que discutiese
libremente casi todos los temas políticos, y estimuló a los zem stvos para que
hiciesen lo mismo. Para asociar más a los representantes del pueblo con el
gobierno, propuso, no exactamente un parlamento, sino dos comisiones
nacionalmente elegidas, que se reunirían con el consejo de estado. Firmó el
edicto correspondiente el día 13 de marzo de 1881, y el mismo día, fue
asesinado, no por un demente que actuase de un modo caprichoso y aislado,
286
sino por los esfuerzos conjuntos de los miembros altamente preparados de la
Voluntad del Pueblo.
Alejandro III, a la muerte de su padre, abandonó el proyecto de las
comisiones elegidas y, durante todo su reinado, desde 1881 a 1894,
retrocedió a un programa de brutal resistencia a los liberales y a los
revolucionarios. De todos modos, se permitió la continuación del nuevo
régimen establecido por la emancipación campesina, la reforma judicial y los
zemstvos. Más adelante, en el capítulo dedicado a la Revolución Rusa, se
explica cómo Rusia recibió, al fin, un parlamento, en 1905. De momento, es
suficiente haber visto cómo incluso la Rusia zarista, bajo Alejandro II, tomó
parte en un movimiento liberal que entonces se hallaba en su apogeo. La
abolición de la servidumbre, al situar a la aristocracia y al campesinado más
plenamente en una economía dinerada, abría paso al desarrollo capitalista
dentro del imperio. Y, entre la espada y la pared de la autocracia y del
revolucionarismo —igualmente difíciles e intransigentes—, las ideas europeas
de derecho, libertad y humanidad se desarrollaban por una vía de tanteos.
287
también a la llegada de inmigrantes, que a su vez, eran también prolíficos.
Los inmigrantes —exceptuada la importación de esclavos, que no podía
calcularse exactamente, a causa de su ilegalidad— llegaban casi en su
totalidad de Europa, y, antes de 1860, casi enteramente de Gran Bretaña,
de Irlanda y de Alemania, Los inmigrantes no querían renunciar a sus
modos de vida nativos. Algunos aportaron oficios de los que el nuevo país
tenía gran necesidad, pero la inmigración presentó también un verdadero
problema social, al obligar a vivir juntos a unos pueblos que no tenían una
tradición común. En general, parece que los americanos más antiguos
aceptaban la remodelación de su país, de una manera más bien tranquila,
con movimientos xenófobos que ocasionalmente afloraban, pero que se
aplacaban en seguida. Se hicieron pocas concesiones. El idioma de las
escuelas públicas, de la policía, de los tribunales de justicia, de los gobiernos
locales y de las noticias y anuncios públicos era el inglés. Habitualmente, el
inmigrante tenía que saber algo de inglés para conseguir un trabajo. Por otra
parte, ninguno se veía estrictamente obligado a «americanizarse» —los que
llegaban eran libres de mantener sus iglesias, sus periódicos y sus asambleas
sociales en sus propios idiomas—. El hecho de que los ingleses, los escoceses
y los irlandeses hablasen ya inglés, y que los alemanes lo aprendiesen con
facilidad, aligeró la cuestión del lenguaje. Los inmigrantes no constituían
minorías en el sentido europeo. Estaban más que dispuestos a adoptar las
actitudes nacionales americanas, tal como se habían formado en el siglo
XVIII: las tradiciones nacionales de republicanismo y de autogobierno, de li
bertad individual, de libre empresa y de ilimitadas oportunidades de mejora
miento personal. La vieja América se grababa en la nueva, al insertarse, en
cierto modo, en el proceso. En este sentido, estaba consolidándose una nueva
nacionalidad.
288
Américas: el sistema de la esclavitud y de la plantación. En el siglo XIX, la
esclavitud inquietaba cada vez más la conciencia moral del mundo del
hombre blanco. Fue abolida en las colonias británicas, en 1833; en las
colonias francesas, en 1848, y en las repúblicas latino-americanas, en
diferentes fechas de la primera mitad del siglo. La servidumbre se abolió
también en los países de los Habsburgo, en 1848, y en Rusia, en 1861. El Sur
de los Estados Unidos no pudo, y, después de 1830, aproximadamente, ya ni
siquiera quiso desprenderse del sistema. El Sur era el Reino del Algodón,
cuya «institución peculiar» consistía en el trabajo esclavo de los negros. Los
blancos eran tan perjudicados por el sistema como los negros. Pocos
hombres libres podían prosperar, en medio de una masa de trabajadores
serviles y virtualmente no pagados. Los europeos que llegaban se instalaban,
en su abrumadora mayoría, en el Norte, permaneciendo el Sur más
puramente «anglo-sajón», si no tenemos en cuenta que en sus zonas más den
samente pobladas la mitad de la población era de ascendencia africana.
En el movimiento hacia el oeste, común al Norte y al Sur, la presión en el
Sur procedía principalmente de los plantadores que deseaban establecer
nuevas plantaciones, y, en el Norte, de personas que esperaban constituir
pequeñas granjas y de hombres de negocios decididos a fundar nuevas duda-
des, a construir ferrocarriles y a crear mercados. De igual modo que, en otro
tiempo, Francia y Gran Bretaña habían luchado por el control del otro lado
de los Alleghenys, así ahora el Norte y el Sur luchaban por el control de
más allá del Mississippi. En 1846, los Estados Unidos hicieron la guerra a
México con unos métodos de los que no se habría avergonzado Bismarck. El
Norte denunció ampliamente la guerra como un acto de agresión del Sur,
pero no tuvo inconveniente en aceptar las conquistas que de ella se
derivaron, y que comprendían la región que se encuentra desde Texas hasta
el Pacífico. El primer estado nuevo creado en esta región, California,
prohibió la esclavitud. Desde 1820, los Estados Unidos se habían mantenido
juntos, precariamente, mediante el «Compromiso del Missouri», según el
cual los nuevos estados, a medida que se establecían en el Oeste, habían de
ser admitidos en la Unión, a pares, uno «esclavo» y otro «libre», de modo
que se mantuviese una igualdad aproximada en el Senado y en el voto para
la elección presidencial. Con la creación de California, aquel equilibrio de
poder rompió a favor del Norte, de manera que, en compensación, mediante
el «Compromiso de 1850», el Norte accedió a imponer el cumplimiento de las
leyes sobre esclavos fugitivos, para satisfacción del Sur. Pero el nuevo rigor
respecto a los esclavos fugitivos chocaba con un sentimiento cada vez más
extendido en el Norte. Los intentos de detener a los negros en los estados
libres y devolverlos a la esclavitud exacerbó aún más el sentimiento
abolicionista. Los abolicionistas, que constituían una rama del movimiento
humanitario que entonces se extendía por el mundo europeo y que, en cierto
modo, se asemejaban a los radicales demócratas que ocuparon el primer
plano en la Europa de 1848, demandaban la inmediata y total eliminación de
la esclavitud, sin concesión, compromiso ni compensación para los intereses
de los propietarios de esclavos. Los abolicionistas denunciaban a la Unión
como al inmundo cómplice en una abominación social.
Hacia 1860, se habia desarrollado en el Sur un sentimiento de «seccionalis-
289
mo», no diferente, en principio, del nacionalismo sentido por- muchos
pueblos de Europa. Por su orgullosa insistencia sobre los derechos de los
estados y las libertades constitucionales, por sus códigos éticos de carácter
aristocrático y guerrero, por su demanda de independencia de las influencias
exteriores y de libertad para regir a sus propios súbditos, los blancos del Sur
parecían tener sus equivalentes europeos en los magiares del Imperio
Austríaco. Ahora se preguntaban si podrían salvaguardar su modo de vida,
dentro de la Unión que ellos habían contribuido a crear. Consideraban a los
hombres del Norte como ajenos, extraños, extranjeros, hostiles, y creían que
el Sur era, potencialmente, una nación independiente y distinta. Tenían clara
conciencia de que, dentro de la Unión, ellos eran cada vez más minoritarios;
porque, mientras en 1790 el Norte y el Sur habían sido aproximadamente
iguales, en 1860 el Norte había superado al Sur en población, principalmente
a causa de la corriente migratoria de Europa. El incipiente nacionalismo del
Sur era del tipo de la pequeña nación que lucha contra el gran imperio. En el
Norte, el nacionalismo era un sentimiento que tendía a mantener la totalidad
del territorio existente de los Estados Unidos. Los hombres del Norte, en
1860, con pocas excepciones, se negaban a admitir que ningún estado de la
Unión pudiera retirarse, o separarse, por ninguna razón.
En 1860, el nuevo partido republicano eligió presidente a Abraham
Lincoln. El partido formuló un programa de tierras gratuitas en el Oeste
para pequeños granjeros, una tarifa aduanera más alta, la construcción de
ferrocarriles transcontinentales, y un desarrollo económico y capitalista a
escala nacional. El ala radical del nuevo partido, a la que Lincoln no
pertenecía, era fervientemente abolicionista y de sentimientos contrarios al
Sur. Los dirigentes sureños, tras la elección de Lincoln, plantearon la
retirada formal de sus estados de los Estados Unidos de América, y la
creación de los Estados Confederados de América que abarcarían desde
Virginia hasta Texas. Lincoln ordenó a las fuerzas armadas que defendiesen
el territorio de los Estados Unidos, y la Guerra Civil subsiguiente, o guerra
de la independencia del Sur, que duró cuatro años y dio origen a batallas tan
grandes como las de Napoleón, fue la más terrible lucha del siglo XIX, con la
excepción de la rebelión de los Taiping, en China28.
Los gobiernos europeos, aunque nunca reconocieron a la Confederación,
eran partidarios del Sur. Los Estados Unidos defendían unos principios que
todavía se consideraban revolucionarios en Europa, de modo que, si bien las
clases trabajadoras europeas estaban, en general, a favor del Norte, las
clases altas verían con gusto el hundimiento y el fracaso de la república
americana septentrional. Además, Gran Bretaña y Francia veían en la
desintegración de los Estados Unidos las mismas ventajas que antes habían
visto en la desintegración del imperio español29. Los ingleses, y, en menor
grado, los franceses, esperaban encontrar en los Estados Confederados otro
país de libre comercio, que abastecería a la Europa occidental de materias
primas, y que compraría sus manufacturas; en resumen, no veían en el Sur
un competidor, como en el Norte, sino un socio complementario para la
290
industria del Viejo Mundo. Fue también durante la Guerra Civil Americana
cuando un ejército francés enviado por Napoleón III invadió a México, para
crear un imperio títere, bajo un archiduque austríaco30. Así, el único intento
serio de ignorar la Doctrina de Monroe, de violar la independencia de la
América Latina y de resucitar el colonialismo europeo en las Américas se
produjo en el momento en que los Estados Unidos se desintegraban.
Pero el Norte ganó la guerra, y se mantuvo la Unión. Los mexicanos se
libraron de su indeseado emperador. El zar Alejandro II vendió Alaska a los
Estados Unidos. La guerra puso fin a la idea de la Unión como una
confederación de estados miembros, de la que estos podían retirarse a
voluntad. En su lugar, triunfó la idea de que los Estados Unidos eran un
£Stado nacional, compuesto, no de estados miembros, sino de un pueblo
unitario irrevocablemente unido. Esta doctrina fue explícitamente escrita en
la Décimocuarta Enmienda a la Constitución, que declaraba que todos los
americanos eran ciudadanos, no sólo de sus diversos estados, sino de los
Estados Unidos, y prohibía a todos los estados «privar a cualquier persona
de su vida, de su libertad o de su propiedad, sin el debido proceso legal»,
habiendo de ser determinado el «debido proceso» por la autoridad del
gobierno nacional. La nueva fuerza de la autoridad central se hizo sentir,
ante todo, en el Sur. El Presidente Lincoln, utilizando sus poderes de guerra,
publicó la Proclamación de la Emancipación, en 1863, aboliendo la esclavi
tud en áreas en que se desarrollaban las hostilidades contra los Estados
Unidos. La Décimotercera Enmienda, en 1865, abolía la esclavitud en todo
el país. No se pagó compensación alguna a los propietarios de esclavos, que,
por lo tanto, se arruinaron. La autoridad legal de los Estados Unidos se
utilizaba, pues, para una aniquilación de los derechos de propiedad
individual, sin paralelo en la historia del mundo occidental (con la excepción
del comunismo moderno); porque ni la nobleza en la Revolución Francesa,
ni los propietarios rusos de siervos en 1861, ni los dueños de esclavos de las
Indias Occidentales en el siglo XIX, ni los propietarios de las empresas
nacionalizadas por los socialistas del siglo XX en la Europa occidental
tuvieron que afrontar una pérdida tan total y abrumadora de valores de
propiedad como los dueños de esclavos del Sur americano.
291
rudimentos de la lectura y de la escritura, o de algún oficio útil. Los negros
del Sur votaron, se sentaron en las asambleas legislativas, ocuparon cargos
públicos. Este periodo, llamado Reconstrucción, puede compararse con la
fase más avanzada de la Revolución Francesa, en la que los «republicanos
radicales» abordaron la libertad de prensa y la igualdad en un país
recalcitrante, en una situación de gobierno de emergencia y bajo los
auspicios de un gobierno nacional altamente centralizado, con un ejército
movilizado. Los blancos del Sur se opusieron enérgicamente, y los radicales
del Norte se desacreditaron y gradualmente perdieron también su entusiasmo.
La reconstrucción fue abandonada en la década de 1870 y, mediante lo que los
europeos llamarían una contrarrevolución, los blancos del Sur recuperaron,
poco a poco, el control.
Los intereses de las empresas del Norte —Financieros, banqueros,
promotores de compañías, constructores de ferrocarriles, fabricantes— se
extendieron considerablemente con la demanda de tiempo de guerra relativa
a equipos y a abastecimientos militares. Contaron con la protección de la
tarifa Morrill de 1861. Al año siguiente, en parte como medida de guerra, se
creó la sociedad ferroviaria Unión Pacific, y, en 1869, en un remoto lugar de
Utah, se puso el último espigón en el primer ferrocarril que abarcaba el
continente americano. La Ley Homestead, que facilitaba granjas a los
colonos en condiciones fáciles, y la concesión de tierras públicas a
determinados colegios (que por eso se llamaron siempre «colegios de
concesión de tierras»), en gran parte para la promoción de las ciencias
agrícolas, estimuló la afluencia de la población y de la civilización hada él
Oeste. El gobierno cedió grandes extensiones de tierra para subvendonar la
construcdón de ferrocarriles. Con la ruina de los propietarios de esclavos del
Sur, que antes de la guerra hablan contrapesado a los prósperos industriales,
ahora eran la industria y las finanzas las que dominaban la política nadonal
en los Estados Unidos, cada vez más centralizados. Durante muchos afios, la
Decimocuarta Enmienda se interpretó, principalmente, no en el sentido de
que protegía los derechos civiles de los individuos, sino los derechos de
propiedad de las empresas contra la legislación restrictiva por parte de los
estados. El desplazamiento d d poder político desde los estados hada el
gobierno federal acompañó y protegió el desplazamiento de la empresa
económica desde las empresas locales hacia las grandes sodedades de
dimensiones continentales. Al igual que en la Franda de Napoleón III, hubo
una gran cantidad de corrupción, de fraude, de especuladón y de riqueza
adquirida de un modo deshonesto o rapaz; pero la industria estaba en auge,
las ciudades crecían, y se creó el mercado americano de masas. En la Quinta
Avenida de Nueva York, y en otras dudades del Norte, se levantaron las
presuntuosas y brillantes mansiones de los excesivamente ricos.
En resumen, la Guerra Civil Americana, que pudo haber reduddo a la
América de habla inglesa a una contienda de pequeñas repúblicas empeñadas
en una terrible competenda, tuvo como resultado, por d contrario, la
consolidación económica y política de un gran estado-nación, liberal y
democrático en sus prindpios políticos, y entusiásticamente entregado a la
empresa privada en su sistema económico.
292
34. El Dominio del Canadá. 1867
293
El Informe de Lord Durham
En la Gran Bretaña, en aquel tiempo, los reformadores whigs estaban
renovando activamente muchas antiguas instituciones inglesas34. Algunos de
ellos tenían conceptos definidos acerca de la administración de las colonias.
En general, sostenían que no era necesario controlar politicamente una
región para comerciar con ella. Este era un aspecto de la doctrina del libre
comercio, que separaba la economía de la política, los negocios del poder.
Los reformadores whigs eran más bien indiferentes respecto al imperio, y
ajenos a consideraciones militares, navales o estratégicas. Unos pocos
incluso encontraban natural que las colonias, una vez maduras, se despren
diesen enteramente de la metrópoli. Whigs, liberales y radicales, todos
deseaban hacer economías en los gastos militares, y aliviar a los contribuyen
tes británicos mediante la reducción de las guarniciones inglesas de ultramar.
Tras la insurrección canadiense de 1837, el gobierno whig envió al Conde
de Durham como gobernador. Durham, uno de los creadores de la Ley de
Reforma parlamentaria de 1832, hizo públicos sus puntos de vista sobre los
asuntos del Canadá, en 1839. El Informe Durham ha sido considerado,
desde entonces, como uno de los documentos clásicos en el nacimiento de la
Comunidad Británica de Naciones. Durham afirmaba que, a largo plazo, el
sentimiento separatista francés en el Canadá se extinguiría, y todos los
canadienses acabarían considerándose como una ciudadanía común y un
solo carácter nacional. Por lo tanto, aconsejaba la reunión de los dos
Canadás en una sola provincia. Para consolidar esta provincia, proponía un
intensivo desarrollo de vías férreas y de canales. En asuntos políticos,
recomendaba la urgente concesión de un virtual autogobierno para el
Canadá y la introducción del sistema británico de «gobierno responsable»,
en el que la asamblea elegida controlaría a los ministros ejecutivos de la
provincia, convirtiéndose el gobernador en una especie de figura legal y
ceremonial como el rey en Gran Bretaña.
La mayor parte del Informe Durham fue aceptada inmediatamente, y,
en 1840, se dotó del mecanismo de autogobierno a un Canadá unido. El
ejército británico fue retirado. Los canadienses trataron de mantener su
propio sistema militar, considerado todavía como necesario, pues la era de la
famosa frontera no defendida entre el Canadá y los Estados Unidos no
había alboreado aún. El tratado de Webster-Ashburton, de 1842, puso fin a
la larga disputa sobre la frontera del estado de Maine. Pero, años después,
en 1866, los canadienses tuvieron que rechazar a los invasores armados,
procedentes de los Estados Unidos, cuando varios centenares de americanos
irlandeses, miembros de los Fenianos —sociedad secreta republicana irlande
sa—, llevaron a cabo un intento, de carácter muy garibaldino, de separar el
Canadá del Imperio Británico. Las fuerzas locales canadienses resultaron sufi
cientes para hacer frente a aquella amenaza.
El principio de gobierno responsable se estableció a finales de la década de
1840, al permitir los gobernadores del Canadá que la asamblea elegida
adoptase programas políticos y nombrase o destituyese ministros según sus
294
deseos. El gobierno responsable, aunque limitado a cuestiones internas,
actuó satisfactoriamente desde el principio. Pero un aspecto del nuevo plan,
es decir, la unión de los dos Canadás, comenzó a producir fricciones, a
medida que la inmigración de habla inglesa continuaba. Los franceses
temían verse superados en número en su propio país. Muchos canadienses,
pues, volvieron a la idea de una federación, en la que las áreas francesa e
inglesa podrían regir cada una sus propios asuntos, a la vez que permanecían
unidas, en cuanto a objetivos más amplios, en un gobierno superior.
295
como tarifas, diplomacia y las decisiones de guerra y de paz. Abrió camino,
pues, al desarrollo del «status de Dominio», elaborando precedentes que
luego se aplicaron en Australia (1901), en Nueva Zelanda (1907), en la Unión
Surafricana (1910), y, en la década de 1920, temporalmente, en Irlanda. A
mediados del siglo XX, la misma idea, o lo que puede llamarse la idea
canadiense, se aplicó también al problema de dimensión mundial del
colonialismo que aquejaba a pueblos no europeos, especialmente a la India,
Pakistán y Ceilán, y a las anteriores colonias británicas en Africa, hasta que
todos estos pueblos decidieron convertirse en repúblicas, aunque continuan
do unidos, imprecisa y voluntariamente, no sólo entre sí, sino también con
Gran Bretaña, en una Comunidad de Naciones (Commonwealth).
De un modo más inmediato, en América, la creación del Dominio —una
sólida franja de territorio autogobernado, que se extendía de océano a
océano— estabilizó las relaciones entre la América del Norte Británica y los
Estados Unidos. Los Estados Unidos consideraron sus fronteras septentrio
nales como definitivas. La retirada del control británico de los asuntos
canadienses contribuyó a la concepción estadounidense de un continente
americano enteramente libre de la influencia política europea.
296
las islas, ni siquiera que construyese un barco suficientemente grande para
navegar por alta mar. No se autorizaba a entrar a ningún extranjero, excepto
a unos pocos holandeses y chinos. El Japón seguía siendo un libro cerrado
para el Occidente. Lo contrario no es tan cierto, en absoluto, pues los
japoneses sabían bastante más acerca de Europa que los europeos acerca del
Japón. La política japonesa de apartamiento no se basaba simplemente en la
ignorancia. Inicialmente, al menos, se basaba en la experiencia.
Se cree que los primeros europeos —tres portugueses en un junco chino—
llegaron al Japón en 1542. Durante un siglo después, aproximadamente,
hubo muchas idas y venidas. Los japoneses mostraban grandes deseos de
comerciar con los extranjeros, de quienes obtenían relojes y mapas,
aprendían técnicas de pintura y de construcción de barcos, y adquirían el uso
del tabaco y de las patatas. Millares de ellos adoptaron también la religión
cristiana, que les predicaban los jesuítas españoles y portugueses. Los
japoneses viajaron a las Indias Holandesas e incluso a Europa. En realidad,
los japoneses se mostraron más receptivos en relación con las ideas europeas,
que otros pueblos asiáticos. Pero, inmediatamente después de 1600, el
gobierno comenzó a rechazar el cristianismo; en 1624, expulsó a los
españoles, en 1639 a los portugueses, y en 1640 a todos los europeos, con la
excepción de unos pocos comerciantes holandeses a quienes se autorizó a que
permaneciesen en Nagasaki, bajo un riguroso control. Desde 1640 hasta
1854, esos pocos holandeses de Nagasaki constituyeron el único canal de
comunicación con Occidente.
Las razones del autoapartamiento, como las de su ulterior abandono,
surgen del curso de los acontecimientos políticos en el Japón. La historia del
Japón mostraba un extraño paralelismo con la de Europa. En el Japón,
como en Europa, un período de luchas feudales fue seguido por un período
de absolutismo en el gobierno, durante el cual la paz civil era mantenida por
una burocracia, se conservaba una anticuada clase militar como un elemento
privilegiado de la sociedad, y una clase mercantil de comerciantes nativos iba
haciéndose más rica, más fuerte y más encasillada en sus posiciones.
Cuando llegaron los primeros europeos, las islas se hallaban todavía
desgarradas por las guerras y por las rivalidades de los numerosos clanes en
que los japoneses estaban organizados. Poco a poco, un clan, el de los
Tokugawa, consiguió el control, ocupando el cargo de «shogún». El shogún
era una especie de jefe militar que gobernaba en nombre del emperador, y el
shogunado hereditario de los Tokugawa, fundado en 1603, duró hasta 1867.
Los primeros shogúns Tokugawa llegaron, por un gran número de pruebas,
a la conclusión de que los europeos en el Japón, tanto los comerciantes
como los misioneros, se hallaban entregados a una política feudal o de
interclanes, y de que aspiraban, incluso, a dominar el Japón, ayudando a los
japoneses cristianos o europeos a ocupar el poder. Los tres primeros shogúns
Tokugawa, para establecer su propia dinastía, para pacificar y estabilizar el
país y para mantener al Japón libre de la penetración europea, se
propusieron exterminar el cristianismo y adoptaron la rígida política de
incomunicación con el resto del mundo.
Bajo los Tokugawa, el Japón gozó de paz, de una larga paz, por primera
vez en varios siglos. Los shogúns Tokugawa lograron el apartamiento del
297
emperador de la política, haciendo de él un ser divino y legendario,
demasiado augusto y demasiado remoto para las barahúndas del mundo. El
emperador permanecía encerrado en Kyoto, con una modesta asignación que
le facilitaban los shogúns. Los shogúns establecieron su propia corte y su
gobierno en Yedo (después llamada Tokyo); y así como Luis XIV llevó a los
nobles a Versalles, o como Pedro el Grande obligó a sus toscos caballeros a
construir sus casas en San Petersburgo, así también los shogúns exigían a los
grandes jefes feudales y a sus hombres de armas que residiesen en Yedo, al
menos durante una parte del año.
Los shogúns administraban el país a través de una especie de burocracia
militar o dictadura. Aquel formidable instrumento de estado vigilaba a los
grandes señores (llamados daimyo), que conservaban, sin embargo, una gran
autoridad feudal sobre sus súbditos en las regiones más distantes de Yedo.
Los grandes señores y sus partidarios armados (los samurai), a í no tener más
luchas en que ocuparse, se convirtieron en una aristocracia terrateniente que
pasaba una gran parte de su tiempo en Yedo y en otras ciudades. Como
miembros de una clase ociosa, desarrollaron nuevos gustos y normas de vida,
y de ahí que necesitasen más ingresos, para cuya obtención, estrujaban a los
campesinos, gastando luego su dinero en compras que hacían a los comercian
tes.
La clase mercantil se extendió considerablemente, mediante el abasteci
miento al gobierno y a la nobleza. En el siglo XVII, eL Japón pasó a ser una
economía monetaria. Muchos señores contrajeron enormes deudas con los
comerciantes. Muchos samurais, como los nobles menores de Francia y de
Polonia en aquel tiempo, se empobrecieron casi hasta el ridículo, al verse
duramente obligados a guardar las apariencias, sin que nada les distinguiese
del pueblo corriente, a no ser su posición social. La ley, como en la Europa
del Antiguo Régimen, trazaba una línea terminante entre las clases. Nobles,
comerciantes y campesinos estaban sometidos a diferentes impuestos, y eran
diferentemente castigados por diferentes delitos. Lo que era un crimen para
un hombre común sería excusable en un samurai; o lo que en un samurai
constituiría una punible mancha en su honor se aceptaría en una persona
corriente. El samurai tenía derecho a llevar dos espadas -como un signo de
clase, y, en teoría, podía dar muerte a un plebeyo insolente, sin que luego se
siguiese investigación alguna. En la práctica, los shogúns reprimieron la
violencia de este tipo, pero había mucho menos desarrollo del derecho y de
la justicia que en las monarquías europeas del Antiguo Régimen. Económi
camente, los comerciantes y los artesanos prosperaban. En 1723, Yedo era
una ciudad de 500.000 habitantes; en 1800, con más de 1.000.000, era más
grande que Londres o que París, y veinte veces mayor que la ciudad más
grande de los Estados Unidos. Con posterioridad a 1800, algunos comerciantes
pudieron adquirir por dinero el rango de samurai. Las viejas líneas entre las
clases empezaban a desdibujarse.
Aunque deliberadamente aislada, la vida económica y social del Japón
no era, en absoluto, estática. Lo mismo puede decirse de su vida intelectual.
El budismo, que era la religión histórica, perdió su influencia sobre mucha
gente durante el período Tokugawa, de modo que el Japón, a su manera,
experimentó, como Occidente, una «secularización» de ideas. En cuanto
298
código de conducta personal, se prestaba, de nuevo, gran atención al
Bushido, el «modo del guerrero», una especie de enseñanza moral no
religiosa que exaltaba las virtudes de honor y de lealtad de los samurais. Con
la decadencia del budismo, se produjo también una resurrección del culto de
Shinto, el «modo de los dioses», la antigua religión indígena del Japón, que
aseguraba, entre otras muchas cosas, que el emperador era verdaderamente
el Hijo del Cielo. Había una gran actividad en el estudio y en la escritura de
la historia, lo que despertaba, como en Europa, un profundo interés por el
pasado nacional. La historia, como el Shinto, dio origen a un sentimiento de
que los shogúns eran unos usurpadores y de que el emperador, oscuramente
relegado a Kyoto, era el verdadero representante de todo lo más alto y lo
más permanente en la vida del Japón.
Mientras tanto, a través de la grieta que quedaba abierta en Nagasaki, las
ideas occidentales iban penetrando lentamente. El shogún Yoshimune, a
mediados del siglo XVIII, permitió la importación de libros occidentales, a
excepción de los relacionados con el cristianismo. Unos pocos japoneses
aprendieron holandés y empezaron a descifrar libros holandeses sobre
anatomía, cirugía, astronomía y otras materias. En 1745, se terminó un
diccionario holandés-japonés. También se produjo una gran demanda de
manufacturas europeas —relojes, cristalería, sedas, lanas, telescopios, baró
metros—, satisfecha tan pronto como era posible por los metódicos
holandeses. Los japoneses tampoco carecían totalmente de información
acerca de la política en Occidente. Mientras los más diligentes occidentales
no podían saber nada de los asuntos internos del Japón, un japonés
ilustrado podía, si lo deseaba, llegar a tener una cierta idea de la Revolución
Francesa, o saber quién era el presidente de los Estados Unidos.
Así pues, cuando Perry hizo su inesperada visita, en 1853, tenía muchos
potenciales aliados dentro del Japón. Había nobles, fuertemente endeuda
dos, incapaces de sacar mayor rendimiento a la agricultura, dispuestos a
aventurarse en el comercio exterior y a explotar sus propiedades mediante la
introducción de nuevas iniciativas. Habia samurais en la miseria, sin futuro
alguno en el viejo sistema, dispuestos y decididos a emprender nuevas
carreras como oficiales del ejército o como funcionarios públicos. Había
comerciantes que esperaban aumentar sus negocios traficando con artículos
occidentales. Había estudiosos interesados por aprender más de la ciencia y
de la medicina de Occidente. Había patriotas que temían que el Japón
estuviera quedándose indefenso contra los cañones occidentales. Espiritual
mente, el país ya había soltado amarras, iniciaba ya un camino de
autoafirmación nacional, impacientemente susceptible ante unas nuevas
ideas nebulosamente comprendidas. Bajo tales presiones, y movido por un
claro temor a un bombardeo de Yedo por los americanos, que, si no sometía
al Japón, arruinaría al menos el declinante prestigio del shogunado, el
shogún Iesada, en 1854, firmó un tratado comercial con los Estados Unidos.
No tardaron en firmarse tratados similares con los europeos.
299
En los años siguientes, se plantaron las semillas de mucños equívocos
ulteriores entre el Japón y Occidente. En aquellos tiempos, los blancos
__europeos y americanos— eran más bien propensos a disparar su artillería
naval contra los pueblos atrasados. Los japoneses, que constituían una
nación orgullosa y laboriosamente civilizada, no tardaron en darse cuenta de
que los blancos los consideraban atrasados. Por ejemplo, tan pronto como
conocieron mejor el Occidente mediante la lectura y los viajes, descubrieron
que los tratados que ellos firmaron en los años cincuenta no eran tratados entre
iguales según el concepto de Occidente. Aquellos primeros tratados señala
ban que el Japón mantendría una tarifa baja para las importaciones, y que
no la cambiaría, a no ser con el consentimiento de las potencias extranjeras.
Conceder a los extranjeros la facultad de determinar una política arancelaria
no era lo habitual entre los estados soberanos de Occidente. Aquellos
tratados reconocían también la extraterritorialidad. Esto significaba que los
europeos y los americanos residentes en el Japón no se hallaban sometidos a
las leyes japonesas, sino que permanecían bajo la jurisdicción de sus
respectivos países, representados por los funcionarios consulares. Estas
cláusulas de extraterritorialidad se habían establecido en China35. Los
europeos insistían en ellas en países donde los principios europeos de
propiedad, de obligaciones, o de seguridad de la vida y de la persona no eran
los predominantes. A l propio tiempo, naturalmente, ningún estado civiliza
do permitió nunca que una potencia extranjera ejerciese jurisdicción dentro
de sus fronteras. La extraterritorialidad era un signo de inferioridad, como
los japoneses no tardaron en descubrir.
Después de 1854 se desarrolló una fuerte reacción xenófoba, Al
principio, estaba dirigida por ciertos nobles de las islas occidentales, los
señores ue Choshu y Satsuma, que nunca habían estaao totalmente
subordinados al shogún de Yedo, y que ahora soñaban con derrocar el
shogunado Tokugawa y con acaudillar una resurrección nacional con el
emperador como aglutinante. Su primera idea era la de contener la
penetración occidental (como dos siglos y medio antes), expulsando a los
occidentales. Pero, en 1862, unos ingleses infringieron, involuntariamente,
una pequeña norma de la etiqueta japonesa. Uno de ellos fue muerto. El
gobierno británico exigió el castigo de los ofensores japoneses, que eran
seguidores del señor de Satsuma. El shogún se mostró incapaz de resolver la
cuestión, y la escuadra británica, en consecuencia, se hizo a la mar y bombar
deó la capital de Satsuma. En el mismo año, el señor de Choshu, que contro
laba los estrechos de Shimonoseki con alguna artillería antigua, ordenó a ésta
que disparase contra los barcos que pasaran. Los gobiernos de Inglaterra,
Francia, Holanda y los Estados Unidos protestaron inmediatamente, y,
cuando el desconcertado shogún se mostró incapaz de imponer la disciplina
en Choshu, enviaron a Shimonoseki una fuerza naval aliada. Se destruyeron
los fuertes y los barcos de Choshu, y se impuso una indemnización de
3.000.000 de dólares. Estos incidentes se recordaban en el Japón, mucho
tiempo después de haber sido olvidados en Europa y en los Estados Unidos.
Y se recordaba también que las potencias occidentales, al descubrir que el
300
shogún no era el gobernante supremo del país, enviaron una expedición
naval a Kyoto y exigieron que el emperador ratifícase los tratados firmados
por el shogún y que redujese los derechos de importación, bajo la amena™
de un bombardeo naval.
301
nuevo Japón, el emperador nunca gobernó activamente. Seguía encontrán
dose lejos, como en el pasado; y los dirigentes políticos, nunca totalmente
responsables ante el parlamento, tendían a gobernar libremente según lo que
ellos consideraban que eran los intereses del estado.
La modernización industrial y financiera avanzaba paralelamente e
incluso precedía a la revolución política. En 1858, se compró a los
holandeses el primer barco de vapor. En 1859, el Japón realizó su primer
préstamo extranjero, por un valor de 5 millones de yens, mediante una
emisión de bonos puesta en circulación en Inglaterra. En 1869, el primer
telégrafo unía a Yokohama con Tokyo. En 1872, se terminó el primer
ferrocarril, entre las dos mismas ciudades. En 1870, apareció la primera
máquina de hilar. El comercio exterior, casi totalmente nulo en 1854, se
calculaba en 200 millones de dólares anuales, al final del siglo. La población
se elevó desde 33 millones en 1872 hasta 46 millones en 1902. El imperio-isla,
como Gran Bretaña, dependía de las exportaciones y de las importaciones
para mantener a su densa población en el nivel de vida a que el imperio
aspiraba.
La occidentalización del Japón continúa siendo la más notable transfor
mación que pueblo alguno haya experimentado nunca en tan breve espacio
de tiempo. Recuerda la occidentalización de Rusia bajo Pedro el Grande,
más de un siglo antes, aunque llevada a cabo un poco menos brutalmente,
más rápidamente y con un mayor consentimiento por parte de la población.
Para el Japón, como antes para Rusia, el motivo consistía, en buena
medida, en la defensa contra la penetración occidental, juntamente con una
admiración por el arte de gobernar occidental y con una ambición de
convertirse en «potencia». Lo que los japoneses querían del Occidente era,
sobre todo, la ciencia, la tecnología y la organización. Estaban bastante
contentos de la sustancia más íntima de su cultura, de sus ideas morales, de
su vida familiar, de sus artes y de sus pasatiempos, de sus concepciones
religiosas, aunque también en estos aspectos mostraban una adaptabilidad
poco común. Esencialmente, fue para proteger su sustancia interna, su
cultura japonesa, para lo que tomaron el aparato externo de la civilización
occidental. Este aparato —ciencia, tecnología, maquinaria, armas, organiza
ción política y jurídica— era la parte de la civilización occidental de la que
otros pueblos, generalmente; sentían necesidad, la que esperaban adoptar sin
perder su propia independencia espiritual, y la que, por lo tanto, aunque a
veces desechada más bien despectivamente como materialista, se convirtió en
la base común de la interdependiente civilización de dimensión universal que
surgió a finales del siglo XIX.
En resumen, para concluir un largo capitulo, el mundo entre 1850 y
1870, revolucionado económicamente por el ferrocarril y por el buque de
vapor, se revolucionó políticamente por la formación de grandes y consoli
dados estados-nación. Todos aquellos estados incorporaban ciertos princi
pios liberales y constitucionales, o, por lo menos, la maquinaria del gobierno
parlamentario y representativo. Pero todo el mundo se había convertido
también en escenario en el que iban a actuar ciertas poderosas entidades,
llamadas naciones o potencias. Las Grandes Potencias, en 1871, eran Gran
Bretaña, Alemania, Francia, Austria-Hungría y Rusia. Gran Bretaña
302
había producido una nación-hija en el Canadá. Todavía no estaba claro que
Italia debiera ser calificada de Gran Potencia. Nadie sabía lo que haría el Ja
pón. Todos estaban de acuerdo en que los Estados Unidos, algún día,
desempeñarían un gran papel en la política internacional, pero aún no había
llegado el momento.
303
VIL CIVILIZACION EUROPEA, 1871-1914
306
años en 1840, a 59 en 1933 y a 69 en 1970. En la India, en 1931, era
inferior a los 27 años. Se había elevado a unos 42, en 1970. Y otro índice es
la tasa de instrucción, o proporción de personas que superan cierta edad (por
ejemplo, los diez años) que saben leer y escribir. En la Europa noroccidea-
tal, en 1900, la tasa de instrucción se acercaba a 100. En algunos países,
todavía no es muy superior a cero. Otro índice fundamental es la productivi
dad del trabajo, o volumen producido por un trabajador en un tiempo dado.
Esto es difícil de calcular, sobre todo en lo que se refiere a períodos
anteriores, para los que se carece de datos estadísticos. Sin embargo, en los
años treinta, la productividad de un granjero en Dinamarca era más de diez
veces superior a la de un granjero en Albania. Toda la Europa noroccidental
era superior al promedio europeo a este respecto, con la excepción de
Irlanda, mientras Irlanda, España, Portugal, Italia y toda la Europa oriental
era inferior.
La esencia de la vida civilizada, indudablemente, se encuentra en lo
intangible, en la forma en que las personas utilizan sus inteligencias, y en las
actitudes que adoptan en relación con los demás o en relación con el
gobierno y planificación de sus propias vidas. Acerca de lo intangible, sin
embargo, no siempre están de acuerdo personas de diferente cultura o
ideología. Acerca de los criterios cuantitativos, hay menos discrepancia; con
pocas excepciones, todos quieren rebajar la tasa de mortalidad, elevar la tasa
de instrucción, e incrementar la productividad del esfuerzo humano. Aun
cuando apliquemos sólo índices cuantitativos o sociológicos, podemos decir
que, después de 1870, había, en efecto, y no simplemente en opinión de los
europeos, un mundo civilizado cuyo centro era Europa.
307
TREN EN LA NIEVE
por Claude Monet (francés, 1840-1926)
Con los impresionistas, y especialmente con Claude M onet, comienzan a decaer algunas de
las convenciones de la pintura occidental desde el Renacimiento, La atención se desplaza de la
representación de los objetos a la percepción de ellos, tal como se experimenta a través del ojo.
Las masas sólidas se funden en el juego de la luz, bajo una variedad de condiciones atmosféri
cas. La era del ferrocarril, que se desarrolló rápidamente durante la juventud de Monet, facili
taba muchos temas que incitaron su imaginación. En este cuadro, el hierro sólido de la locomo
tora se funde con los grises indeterminados de un oscuro día de invierno. El frío y la escasa visi
bilidad se transmiten tanto como las propias imágenes visuales. Cortesía del Museo M annottan,
Paris (Giraudon), Permiso S.P.A .D .E.M . 1970 por French Reproduction Rights, Inc.
308
La «zona exterior» incluía a la mayor parte de Irlanda, a la mayor parte
de las Penínsulas Ibérica e Italiana, y toda Europa al este de lo que entonces
era Alemania, Bohemia y la propia Austria. La zona exterior era agrícola,
aunque la productividad de la agricultura, por trabajador de granja o por
acre, fuese mucho menor que la de la zona interior. La gente era más pobre,
más analfabeta y moría más joven. Los ricos eran los terratenientes, general
mente absentistas. Cada vez en mayor medida a partir de 1870, la zona vivía
de la venta del grano, del ganado, de la lana o de la madera a la zona interior,
más industrializada, pero era demasiado pobre para comprar, a cambio,
muchos productos manufacturados. Para conseguir capital, lo tomaba a prés
tamo en Londres o en París. Sus filosofías social y política eran
característicamente importadas de Alemania y de Occidente. Contrataba inge
nieros y técnicos de la primera zona para construir sus puentes e instalar sus
sistemas telegráficos, y enviaba a sus jóvenes a las universidades de la primera
zona para estudiar medicina u otras profesiones. Muchas áreas de las colonias
europeas en ultramar —por ejemplo, en la América Latina y en la parte meri
dional de los Estados Unidos— pueden considerarse también como pertene
cientes a esta zona exterior.
Fuera del mundo europeo, se encuentra una tercera zona, las inmensas
extensiones de Asia y de Africa, todas ellas «atrasadas» a juzgar por las
normas europeas, con la excepción del Japón, recientemente europeizado, y
todas ellas destinadas, exceptuado el Japón también, a depender estrecha
mente de Europa, durante el medio siglo siguiente a 1870. Una gran parte de
la historia del mundo desde 1870 podría escribirse como la historia de las
relaciones entre estas tres zonas; pero, en todas las cosas humanas, es
necesario precaverse contra las fórmulas demasiado simples.
309
consiguiente inseguridad de la agricultura y de la vida familiar, que
producían más muertes que las guerras libradas entre ejércitos de distintos
gobiernos. De un modo análogo, los Tokugawa mantuvieron la paz en el
Japón, y la dinastía Manchú trajo un largo período de orden a China. La
dominación británica en la India, y la holandesa en Java, al poner freno al
hambre y a la violencia, permitieron que las poblaciones se elevasen muy
PORCENTAJES
E u rop a........................................... 18,3 19,2 22,7 24,9 21,5 16,6
Estados Unidos y Canadá . . . . . 0,2 0,1 2,3 5,1 6,7 5,9
Australasia-Oceanía.................... 0,4 0,3 0,2 0.4 0,5 0.5
Predominantemente «europeos». 18,9 19,6 25,2 30,4 28,7 23,0
América L a tin a ............................ 2,2 1,5 2,8 3,9 6,5 8,0
A fr ica ............................................. 18,3 13,1 8,1 7,4 8,7 10,0
Asia ........................................... 60,6 65,8 63,9 58,3 56,1 59,0
Predominant. «no europeos» . . 81,1 80,4 74,8 69,6 71,3 77,0
Total m undial............................... 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
FUENTES: Las cifras para 1650-1900 son de A . N . Carr- Saunders, W o rld Po p u lation (Oxford:
Oxford University Press, 1936), pág. 42. Las de 1950 y 1975 son del U nitedN ations Demographic
Yearbook. Ninguna fuente intenta una separación entre «europeos» y «no europeos», que tal
como aquí se presenta, sólo es importante, en lineas muy generales, a efectos comparativos. Las
cifras para la U.R.S.S. están divididas en la tabla entre Europa y Asia. La población de los
Estados Unidos y del Canadá anterior al siglo XVIII, y de Australasia anterior al XIX, era,
naturalmente, casi por completo no europea. Las distinciones se desdibujan más todavía, cuando
se recuerda que millones de europeos (es decir, rusos) han vivido, mucho tiempo, en las partes
asiáticas de la U.R.S.S., que hay casi 4 millones de blancos en Africa del Sur, que la población de
los Estados Unidos siempre ha sido de ascendencia europea y africana, y que la América Latina
tiene unapoblación tan mezclada, que podría incluirse correctamente, sobre todo a efectos cultu
rales, en la categoría europea. Para la población mundial en el siglo XX, ver también páginas
739-742.
310
rápidamente. Sólo en Africa, donde el comercio de esclavos arrancó a más
de 10 millones de personas en edades de tener hijos, a lo largo de tres o
cuatro siglos, y donde las incursiones en busca de esclavos dieron origen a
guerras intertribales y a la interrupción de las culturas africanas, el
desarrollo de la población n o . pudo mantenerse al nivel del promedio
mundial. El destino de los aborígenes americanos fue, en cierto modo, el
mismo.
En Europa, antes que en Asia, actuaron otras causas de desarrollo,
además del mantenimiento de la paz ciudadana. Entre estas causas, se
incluye la liberación de ciertas enfermedades endémicas, empezando por el
descenso de la peste bubónica en el siglo XVII y la disminución de la viruela
en el XVIII; la mejora de la producción agrícola, que se inició especialmente
en Inglaterra, hacia 1750; la mejora del transporte, que, por carreteras,
canales y ferrocarriles, convirtió el hambre localizada en una cosa del
pasado, porque podían llevarse alimentos a las áreas donde temporalmente
escaseaban; y, por último, el desarrollo de la industria mecánica, que
permitió a grandes poblaciones subsistir en Europa, mediante el comercio
con pueblos de ultramar.
En consecuencia, aunque parece que la tasa de mortalidad descendió en
Asia tanto como en Europa con posterioridad a 1650, descendió mucho más
sustancialmente en Europa, y, como la tasa de nacimientos se mantuvo en
Europa, durante mucho tiempo, a un alto nivel, el resultado fue un
tremendo aumento de población. En la tabla anterior, se dan cifras
aproximadas. Según esos cálculos, Asia aumentó menos de tres veces en su
población, entre 1650 y 1900, pero Europa aumentó cuatro veces, y el
número total de europeos, incluidos los descendientes de europeos que
emigraron a otros continentes, aumentó casi cinco veces, En 1650, los
europeos sólo comprendían, aproximadamente, una quinta parte de la
población del mundo. En 1900, la proporción de «europeos» en todos los
continentes se acercaba a un tercio de la especie humana. Desde 1900, esta
proporción ha ido descendiendo. Pero el predominio de la civilización
europea, o, en lineas generales, de las razas blancas, en los dos o tres siglos
posteriores a 1650, aproximadamente, se debió, en alguna medida, a un
crecimiento puramente cuantitativo.
311
La estabilización y el relativo descenso de la población europea fueron la
consecuencia de una caída en la tasa de nacimiento. Ya hemos visto cómo la
persistencia de altas tasas de nacimiento, mientras descendían las tasas de
mortalidad, explicaron un largo período de rápida expansión. Pero las tasas
de nacimiento europeas comenzaron a descender, alrededor de 1880. Ya en
1830 comenzaron a caer notablemente en Francia, con el resultado de que
Francia, durante mucho tiempo el estado europeo más populoso, fue
superada en población por Rusia en el siglo XVIII, por Alemania hacia
1870, por las Islas Británicas hacia 1895, y por Italia hacia 1930. Francia, a
la que en otro tiempo se consideró decadente por esta razón, no era, en
realidad, más que el país adelantado en un ciclo de población a través del
cual parecían pasar los países europeos. La tasa de nacimientos, que había
caído por debajo del 30 por 1.000 en Francia, en la década de 1830, cayó a ese
nivel en Suecia en la de 188Q, en Inglaterra en la de 1890, y en Alemania,
Bohemia y los Países Bajos, entre 1900 y 1910. Después de la Segunda
Guerra Mundial, hubo una elevación temporal, pero, en 1970, la tasa de
nacimientos pareció estabilizarse en torno al 17 por 1.000 en la mayoría de
los pueblos europeos y en la Unión Soviética, asi como en los Estados
Unidos.
La reducción de la tasa de nacimientos no es un simple y seco dato
estadístico., ni afecta a las poblaciones sólo en su dimensión de masas. Es
uno de los índices de la civilización moderna, que empieza apareciendo en
esa zona interior europea en la que los otros índices eran también los más
altos, y luego se extiende hacia el exterior, a la manera de una oleada.
Concretamente, una tasa baja de nacimientos significa que las familias
tienen un promedio de dos a cuatro hijos, cuando en épocas anteriores, o
todavía hoy en condiciones no «modernas», las familias se componen, por lo
general, de diez hijos o incluso más. La tasa baja de nacimientos significa el
sistema de familia pequeña, que es una de las cosas más fundamentales para
la vida moderna. El principal medio de mantener baja la tasa de nacimiento,
o de limitar la familia, es la práctica de la anticoncepción. Pero las causas
verdaderas, o las razones por las que los padres quieren limitar sus familias,
se encuentran profundamente implantadas en los códigos de la sociedad
moderna.
Los historiadores de la población han descubierto un «patrón europeo de
familia», que se remonta al siglo XVII. Era un patrón en el que, respecto a
otras sociedades, los europeos se casaban menos jóvenes y un número mayor
no se casaban nunca. Los matrimonios tardíos reducían el número de años du
rante los cuales una mujer podía concebir, y permitía a las personas jóvenes
adquirir conocimientos o acumular ahorros (tanto en utensilios como en
bienes familiares) antes de crear nuevas familias. El efecto fue un aumento de
población menos explosivo, y una pobreza menos extremada, que los que se
ofrecían en algunas otras partes del mundo. Pueden encontrarse pruebas que
revelan la práctica de la anticoncepción, en el siglo XVIII, entre las clases al
tas, estudiando el número de hijos y el espacio entre ellos. La práctica parece
haberse extendido a otras clases sociales durante la Revolución Francesa. El
Código de Napoleón exigió, después, que las herencias se dividiesen entre to
dos los hijos e hijas. Los campesinos franceses, muchos de ellos terratenien
312
tes, comenzaron a limitarse a dos o tres hijos, a fin de que todos los hijos (por
herencia, matrimonio y dotes) pudieran mantenerse en una posición económi
ca y social tan alta como la de sus padres. Por lo tanto, fue la seguridad eco
nómica y la posesión de un nivel social lo que condujo a la reducción de la tasa
de nacimientos en Francia.
En las grandes ciudades del siglo XIX, en las que los niveles de vida de
las clases trabajadoras se derrumbaban frecuentemente, el efecto pudo ser,
al principio, una proliferación de descendencias. Pero la vida en la ciudad,
en condiciones de viviendas hacinadas, aconsejaba también la familia
pequeña. Había muchas posibilidades en la ciudad, cuyo disfrute resultaba
difícil para las personas que tenían muchos hijos. Después de 1880,
aproximadamente, el trabajo infantil se hizo mucho menos frecuente entre
las clases obreras. Cuando los hijos dejaron de ganar una parte de los
ingresos de la familia, los padres tendieron a tener menos. Por aquel tiempo,
los gobiernos de los países avanzados comenzaron a exigir la escuela
universal obligatoria. El número de años dedicados a la instrucción, y, por
lo tanto, de dependencia económica de los padres, iba siendo cada vez
mayor, hasta que llegó a ser normal que incluso los adultos continuasen
dedicados al estudio. Cada niño representaba muchos años de gastos para
sus padres. La idea siempre creciente de lo que era necesario hacer por los
hijos propios, y el deseo de los padres de darles todas las ventajas posibles en
un mundo competitivo, fueron, probablemente, las causas fundamentales de
la voluntaria limitación de la familia. Casi tan fundamental, fue el deseo de
aliviar las cargas de las madres. El sistema de la pequeña familia, juntamente
con el descenso de la mortalidad infantil, al colaborar a la liberación de las
mujeres de los partos interminables y del cuidado de los hijos, contribuye
ron, probablemente, más que ninguna otra cosa, a mejorar la situación de
las mujeres civilizadas.
Pero los efectos del sistema de la pequeña familia sobre la población
total sólo fueron manifestándose 'lentamente. Más gente se encontraba en
grupos de edades medias y mayores, y el descenso de la tasa de nacimientos
era gradual, de modo que, en todos los países adelantados, el número de
habitantes, en su conjunto, seguia elevándose, excepto en Francia, donde
apenas aumentó entre 1900 y 1945. La nota persistente era la de un
incremento superabundante. En cinco generaciones, entre 1800 y 1950.
unos 200 millones de «europeos» se convirtieron en 700 millones. Como la
productividad aumentaba más rápidamente todavía, el nivel de vida de la
mayoría de aquellos «europeos» se elevó, a pesar del incremento en el número
de habitantes, y no había ningún problema general de superpoblación.
313
M illo n es d e pe r s o n a s
Em ig r a n t e s a ; 30 40
EE. UU
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TOTAL
EMIGRANTES 88®m ssbfeí Hg WMmm* ms ms
1B4Ü-1940
Más de 60 millones de personas abandonaron E uropa en los cien años que precedieron a la
Segunda Guerra Mundial, distribuidos según muestra el presente diagrama. (Ver cifras en la
pág, 316). La mitad, aproximadamente, se dirigió a los Estados Unidos. Esa enorme oleada de
colonización construyó, fuera de Europa, populosos países «europeos» que producían alimentos
y materias primas para Europa, y tom aban capital a préstamo y compraban manufacturas en
Europa, contribuyendo así a sostener la población europea, cada vez mAs densa, y a construir
un sistema económico de dimensión mundial.
314
después. Pero se calcula que, de cada siete personas sumadas a la población
=uropea occidental, sólo una se quedaba en la tierra. De las otras seis, una
abandonaba Europa para siempre, y cinco iban a las ciudades en desa
rrollo1.
La dudad es, principalmente, hija del ferrocarril, porque con los
ferrocarriles fue posible por primera vez concentrar las fábricas en grandes
ciudades, a las que ahora podían transportarse en grandes cantidades
artículos voluminosos como los alimentos y el combustible. El crecimiento
de las ciudades entre 1850 y 1914 fue asombroso. En Inglaterra, dos tercios
de la población vivían en sitios d e '20.000 habitantes o menos, en 1830;
en 1914, dos tercios vivían en sitios de 20,000 habitantes o más. Alemania, la
histórica tierra de arcaicas ciudades conservadas desde la Edad Media,
rivalizaba con Inglaterra en moderna urbanización industrial, después
de 1870. Mientras en 1840 solamente Londres y París tenían un millón de
habitantes, en 1914 podía decirse lo mismo de Berlín, de Viena, de San
Petersburgo y de Moscú2. Algunos sitios, como las zonas centrales (Mid-
lands) inglesas y el valle del Ruhr en Alemania, se convirtieron en una masa
de ciudades menores contiguas, grandes aglomeraciones urbanas separadas
sólo por lineas municipales.
La gran ciudad da el tono de la sociedad moderna. La vida de la ciudad era
impersonal y anónima; la gente estaba desarraigada, menos unida al hogar y a
la iglesia que en el campo. N o tenía el sentimiento de respeto hacia las familias
aristócratas, propio de los campesinos. Carecía del sentido de ayuda a sí mis
mo, característico de comunidades rurales más antiguas. Los hambrientos, los
parados, los miserables podían esperar poco socorro de sus vecinos. Era en la
ciudad donde la prensa diaria, que se difundía rápidamente, gracias al telégra
fo, después de 1850, encontraba sus más habituales lectores. La prensa llama
da amarilla o sensacionalista apareció hacia 1900. La opinión pública articula
da se formó en las ciudades, y los hombres de la ciudad, en conjunto, no
sentían respeto alguno por la tradición, estaban abiertos a las nuevas ideas, al
haber alterado sus propias vidas, en muchos casos deliberadamente, por ha
berse trasladado desde el campo o desde ciudades más pequeñas. Que el so
cialismo se extendiese entre las masas industriales de las ciudades europeas no
puede sorprender a nadie. Lo que se señala menos frecuentemente es que una
parte del nacionalismo más vocinglero que surgió a partir de 1870 era estimu
lado por la vida de la ciudad, porque los individuos se sentían cada vez más
apartados de todas las instituciones, excepto del estado. Al propio tiempo, la
vida de la ciudad, por sus mayores facilidades de escolarización, de lectura y
de discusión, contribuyó a una opinión pública más alerta e informada, de un
tipo ilustrado.
1 Ver apéndice III para el desarrollo de las ciudades, y el rraDa 7 para Inglaterra.
2 Y entre ciudades no europeas, de Nueva York, Chicago, Filadelfia, Río de Janeiro, Buenos
Aires, Tokyo y Osaka,
315
Emigración desde E uropa, 1840-1940
Durante el mismo período en 4ue estaban surgiendo las ciudades, unos
60 millones de personas, aproximadamente, abandonaban Europa, y sólo
una quinta parte de ellas, posiblemente, volvería, antes o después. Esta
emigración atlántica —calificada así con justicia, porque toda ella cruzó el
océano, con excepción de los que se trasladaron de la Rusia europea a la
asiática— sobresale entre todas las demás emigraciones históricas p o t su
magnitud, y, probablemente, también por su importancia, pues constituyó el
medio por el cual los anteriores vástagos coloniales de los países europeos se
transformaron en nuevas Europás al lado de la vieja. A tal emigración
contribuyeron todas las partes de Europa, como se muestra en la tabla
incluida más abajo, que comprende los años desde 1846 a 1932. Con anterio
ridad a 1846, el movimiento apenas había comenzado, aunque más de un
millón de inmigrantes había entrado en los Estados Unidos, en aquel tiempo,
tras la terminación de las guerras napoleónicas. Con posterioridad a 1932, se
vio notablemente reducida, excepto hacia el Asia soviética.
316
dividieron entre los Estados Unidos y la América Latina. Los españoles se
establecieron principalemente en las repúblicas hispano-americanas, y los
portugueses en el Brasil. Los alemanes se dirigieron, sobre todo, a los
Estados Unidos, aunque algunos fueron a la Argentina y al Brasil. Los
nuevos países recibieron las siguientes inmigraciones:
317
similar de preferencias nacionales y de proteccionismo del trabajo fue lo que
dio origen a unas leyes restrictivas de la inmigración en los Estados Unidos,
en 1921 y 1924. En adelante, los inmigrantes sólo podrían entrar de acuerdo
con unas cuotas, y las cuotas eran bajísimas para la Europa oriental y para
la meridional, de las que entonces procedía casi toda la emigración.
En Europa había muchas condiciones que empujaban a los emigrantes.
Físicamente, los buques de vapor facilitaban y abarataban el cruce del mar,
y el ferrocarril ayudaba a la gente a llegar hasta los puertos, así como a
distribuirse, una vez desembarcados en los nuevos países. Económicamente,
las masas podían permitirse, por primera vez, un largo viaje. Las gentes
emigraban para mejorar sus circunstancias materiales, pero las más altas
crestas en la ola de la emigración coincidieron con crestas en el ciclo de los
negocios en Europa, cuando los puestos de trabajo en Europa eran
abundantes y los salarios eran más altos que nunca. Del caso contrario, es
decir, de la auténtica huida de la ruina económica o del hambre, el mejor
ejemplo es la emigración de Irlanda con posterioridad a 1846. Tras las
revoluciones de 1848, un cierto número de personas dejó Europa por razones
políticas, y, ulteriormente, para evitar el servicio militar obligatorio. El
mejor ejemplo de huida de una verdadera persecución es el de los judíos de
Rusia y de la Polonia rusa, de los que un millón y medio se trasladaron a los
Estados Unidos en los quince años anteriores a la Primera Guerra Mundial.
Pero tal vez más fundamental en el conjunto del éxodo europeo sea el
subyacente liberalismo de la época. Nunca antes (ni después) habían sido los
hombres, legalmente, tan libres para trasladarse. Las viejas leyes que exigían
que los obreros especializados permaneciesen en sus países eran revocadas,
como en el caso de la Inglaterra de 18243. Las antiguas aldeas agrícolas
semicomunales, con derechos y obligaciones de carácter colectivo, que
mantenían al hombre unido a su grupo nativo, cayeron en desuso, excepto
en Rusia. La desaparición de la servidumbre permitió al campesino de la
Europa oriental cambiar su residencia sin la autorización de un señor4. Los
gobiernos permitían que sus súbditos emigrasen, que se llevasen consigo sus
ahorros en chelines, en marcos, en coronas o en liras, y que cambiasen de
nacionalidad, nacionalizándose en sus nuevos países. El ascenso de la
libertad individual en Europa, asi como la esperanza de disfrutar de ella en
América, hizo posible la gran emigración. Lo más notable de un movimiento
de masas tan gigantesco es el hecho de que se produjo por iniciativa
individual y fue costeado individualmente. Individuos y grupos familiares
(utilizando la metáfora de cierta autoridad en la materia) se desprendían,
átomo a átomo, de la masa de Europa, cruzaban los mares por si mismos, y
se unían, de nuevo, átomo a átomo, a la masa acumuladora del Nuevo
Mundo.
318
PAISAJE CLASICO
por Charles Sheeler (americano, 1883-1965)
320
quintos de todo el carbón, el acero y la maquinaria europeos. De las grandes
potencias europeas, Alemania estaba entonces abriéndose paso. Tomando
como ejemplo sólo el uso del acero, en 1871, Alemania estaba produciendo,
anualmente, tres quintos del acero producido por Inglaterra; en 1900,
producía más, y, en 1914, producía el doble de Inglaterra, pero solamente la
mitad del nuevo gigante industrial, los Estados Unidos. En 1914, la
producción americana de acero era mayor que la de Alemania, Inglaterra y
Francia juntas. Inglaterra, la adelantada de la mecanización, estaba siendo
superada tanto en el viejo como en el nuevo mundo. Las tres potencias
europeas incrementaron su producción industrial, alrededor de un 50 por
ciento, en las dos décadas anteriores a 1914, pero los Estados Unidos tenían
una tasa de crecimiento anual muy superior desde 1870 a 1913, es decir,
del 4,3 por ciento, comparado con las potencias inmediatamente siguientes,
Alemania con el 2,9 por ciento, Inglaterra con el 2,2 por ciento, y Francia
con el 1,6 por ciento3. En 1914, los Estados Unidos habían superado a
Europa en la mecanización de la agricultura, en las manufacturas y en la
producción de carbón y de acero, en la que alcanzaba a más de los dos
quintos de la producción mundial. Los americanos estaban explorando
también en las técnicas de línea de montaje y de cinta transportadora, para
la producción en serie de automóviles y de toda clase de artículos de consumo.
321
había sido un país predominantemente importador, desde finales del si
glo XVIII. Es decir, a pesar de la expansiva exportación de manufacturas de
algodón y de otros productos de la Revolución Industrial, Gran Bretaña
consumía más artículos procedentes del exterior, que los que ella exportaba.
La industrialización y la urbanización, en el siglo XIX, confirmaron la
misma situación. Entre 1800 y 1900, el valor de las exportaciones británicas
se multiplicó por ocho, pero el valor de las importaciones en Gran Bretaña
se multiplicó por diez, y, en la década anterior a 1914, los ingleses tenían un
excedente de importaciones de unos 750 millones de dólares anuales.
Gran Bretaña y los países industriales de Europa en conjunto (en lineas
generales, la «zona interior» de Europa), al comienzo del siglo XX,
arrojaban un excedente de importaciones, calculado en dólares, de casi 2.000
millones de dólares anuales (y el dólar representaba entonces muchos más
artículos de los que pasó a representar después). Las importaciones en la
zona interior de Europa consistían en materias primas para sus industrias y
en alimentos y superfluidades para su población.
¿Cómo se pagaban las importaciones? ¿Cómo gozaba Europa de una
«balanza de pagos» favorable, a pesar de una balanza desfavorable en el
comercio de mercancías? La exportación de manufacturas europeas pagaba
algunas importaciones, e incluso una gran parte de ellas, pero no todas.
Eran las llamadas exportaciones invisibles las que compensaban la diferen
cia, es decir, los servicios de embarque y de seguros prestados a los
extranjeros,'y el interés del dinero prestado o invertido, incluyendo todo ello
en el intercambio exterior. El embarque y los seguros eran importantes. Un
comerciante argentino de Buenos Aires, para enviar cueros a Alemania,
podía utilizar un barco inglés; pagaba los fletes en pesos argentinos, que
podía abonar en la cuenta del armador británico en un banco argentino; el
armador británico podía vender los pesos a alguien de Inglaterra o de otra
parte de Europa que los necesitase para comprar carne argentina. La
numerosa.marina mercante británica ganaba así un considerable volumen de
los alimentos y de las materias primas que Inglaterra necesitaba. Para
asegurarse contra riesgos de todas las clases imaginables, las gentes del
mundo entero acudían a la Lloyds de Londres. Con los beneficios obtenidos
de la venta del seguro, lps ingleses podían comprar lo que quisieran. Los
gobiernos o las empresas comerciales pedían dinero a préstamos en Europa,
y principalmente en Inglaterra; los pagos de intereses, al poner las monedas
extranjeras en manos europeas y británicas, constituían otra exportación
invisible con la que podía financiarse un exceso de importaciones. Pero el
préstamo de dinero a extranjeros sólo es una parte de un fenómeno más
amplio, la exportación de capital.
322
ocurrido, si Europa sólo hubiera exportado gente, y, sobre todo, gente de
tan pocos recursos como la mayoría de los emigrantes. Europa también
exportaba el capital necesario para que los nuevos pobladores y los nuevos
mundos empezasen a producir.
La exportación de capital significaba que un país más antiguo y más rico,
en lugar de utilizar todo su ingreso anual para elevar su propio nivel de vida,
o para aumentar su capital mediante la ampliación o la mejora de sus casas,
fábricas, maquinaria, minas, transportes, etc., dedicaba una parte de su
ingreso a ampliar o mejorar las casas, fábricas, maquinaria, minas y
transportes de países extranjeros. Significaba que los inversores ingleses,
franceses, holandeses, belgas, suizos y finalmente alemanes, en su deseo de
incrementar sus ingresos, compraban las acciones de empresas extranjeras y
los bonos de empresas y gobiernos extranjeros; u organizaban compañías
propias para operar en otros países; o sus bancos concedían préstamos a
bancos de Nueva York o de Tokyo, que luego prestaban los fondos a los
usuarios locales. El capital llegó a alcanzar en Europa una cierta magnitud, a
partir de los ahorros de gentes muy oscuras, especialmente en Francia,
donde las familias campesinas y burguesas modestas eran notablemente
prósperas. Pero la mayor parte del capital acumulado procedía de los
ahorros de las gentes acomodadas. Los propietarios de una empresa, por
ejemplo, en lugar de emplear los ingresos dé la empresa en pagar salarios
más altos, tomaban una parte del mismo en concepto de beneficios o
dividendos, y, en lugar de gastarlo todo en sí mismos, reinvertían una
porción en empresas nacionales o extranjeras. La diferencia entre los ricos y
los pobres era, pues, una causa de la rápida acumulación de capital, aunque
la acumulación de capital, en el siglo XIX, producía, a su vez, una constante
elevación de los niveles de vida de las clases trabajadoras. En cierto sentido,
sin embargo, el pueblo común de la Europa occidental, por el hecho dé
privarse de una mejor calidad en la vivienda, en la dieta, en la instrucción o
en las diversiones, que una sociedad más democrática o consumista podría
haber proyectado para él, hizo posible la exportación de capital, y, en
consecuencia, la financiación y el desarrollo de otras regiones del mundo.
Los ingleses eran los principales exportadores de capital, seguidos a cierta
distancia por los franceses, y, a finales del siglo, por los alemanes^ Ya en los
años 1840, la mitad del incremento anual de la riqueza en Gran Bretaña se
destinaba a inversiones extranjeras. En 1914, íos ingleses tenían 20,000 mi
llones de dólares en inversiones extranjeras, los franceses unos 8.700 millones,
y los alemanes unos 6.000 millones. Una cuarta parte de toda la riqueza
perteneciente a los habitantes de Gran Bretaña se componía, en 1914,
de bienes que se encontraban fuera del país. Casi una sexta parte de la
riqueza nacional francesa consistía en inversiones fuera de Francia. Los tres
países habían confiado en la fortuna, y la fortuna se mostró cruel, porque,
en la Primera Guerra Mundial, los ingleses perdieron casi una cuarta parte
de sus inversiones extranjeras, los franceses casi un tercio, y los alemanes
todo.
Aquellas enormes sumas, procedentes de la zona interior de Europa
durante el siglo anterior a 1914, al principio se destinaban, sobre todo, a
323
C a pit a l M ile s d e m i l l o n e s d e d ó l a r e s
exportado a :
10 12 14 16 18 JO
A s ia , A f r ic a ,
y A u s t h a l ia
EE. U U . Y
Canadá
G r an B hftañ a
A m é r ic a L a t in a F h a n c ia
A l e m a n ia
R u s ia
A u s t r ia -H u n g r ía
y los Ba lca n es
Im p e r i o o to m ano
T o tal
hasta 1914
En 1914, los ingleses, los franceses y los alemanes tenían más de 30.000 millones de dólares
en inversiones y préstamos extranjeros y coloniales, distribuidos según se muestra en el mapa.
Las inversiones holandesas, sobre todo en las Indias Holandesas, juntamente con los capitales
suizo, belga y escandinavo, sumarian varios miles de millones de dólares más. Los intereses de
esas inversiones ayudaron a los europeos a pagar el exceso de sus importaciones sobre sus expor
taciones. Con el capital prestado por Europa se construyeron países nuevos y no desarrollados.
El capital inglés predominaba en el mundo de ultram ar, mientras las regiones menos avanzadas
de la Europa oriental y del Cercano Oriente estaban financiadas, sobre todo, por Alemania y
Francia. La mayor parte de1la inversión que se muestra en este mapa se perdió o se gastó en la
Primera Guerra Mundial. (Ver págs. 452-455 y 460-461.)
324
financiar las Américas y las regiones menos ricas de Europa8. Ningún país,
excepto Gran Bretaña, construyó totalmente sus ferrocarriles con recur
sos propios. En los Estados Unidos, el sistema ferroviario se construyó,
en muy elevada medida, con capital obtenido en Inglaterra. En la Europa
central y en la oriental, las compañías inglesas construían muchas veces los
primeros ferrocarriles, y luego los vendían a las compañías nativas que los
manejaban o a los gobiernos que posteriormente los regían. En la República
Argentina, los ingleses no sólo financiaron y construyeron los ferrocarriles,
sino que luego continuaron manejándolos y poseyéndolos. Además, hasta
1914, los ingleses vendieron unos 75 millones de toneladas anuales de carbón a
América del Sur para el funcionamiento de los ferrocarriles, sin contar otras
partidas para el repuesto y mantenimiento del equipo. Muelles, almacenes,
minas, plantaciones, establecimientos de elaboración y manufacturas por
todo el mundo se construyeron también con capital obtenido en Europa. De
igual modo, el capital europeo ayudó a los emigrantes a los nuevos países a
vivir civilizadamente. En los Estados Unidos, por ejemplo, el estado y los
gobiernos locales solían vender en Europa sus bonos para construir
carreteras, para pavimentar las calles o para construir sistemas de escuelas
para la población que se desplazaba hacia el oeste. Algunos de aquellos
bonos americanos constituyeron una pérdida parcial o total para los
inversores europeos. En conjunto, en 1914, los Estados Unidos habían
pagado una gran parte de su deuda. De todos modos, en 1914, los
americanos aún debían unos 4.000 millones de dólares a los europeos, una
suma tres veces mayor que la deuda nacional de los Estados Unidos en aquel
tiempo.
325
podía cambiar los marcos en francos, en libras esterlinas, o en _dólares. Es
decir, nó estaba obligado a comprar en Alemania o a gastar su dinero en
Alemania, smo que podía utilizar el producto de su venta alemana pará com
prar artículos o servicios franceses, ingleses o americanos, según su deseo. El
comercio era multilateral. Un país que necesitase importaciones de otro país,
como algodón americano, no tenía que vender a ese país para obtenerlas;
podía vender sus propios artículos en cualquier parte y luego importar según
sus necesidades.
Fue la aceptación del patrón oro, y el hecho de que todos los países
importantes poseyesen una reserva de oro suficiente para apoyar sus
monedas, lo que hizo posible un intercambio tan fluido. Al propio tiempo,
el patrón oro tenía efectos menos saludables. Era opresivo para los países
que no tenían oro. Y produjo una gradual caída de los precios, especialmen
te entre 1870 y 1900, porque (hasta los descubrimientos de oro en Africa del
Sur, Australia y Alaska, en los años 1890) la producción mundial de oro era
muy inferior a la creciente producción de artículos industriales y agrícolas.
Los persistentes descensos en los precios constituían un gravamen para
quienes habitualmente trabajaban con dinero prestado: muchos granjeros,
muchos hombres de negocios y las naciones deudoras en conjunto. Un
famoso discurso de William Jennings Bryan, pronunciado en los Estados
Unidos en 1896, declarando que la humanidad no debía ser crucificada «en
esa cruz de oro», expresaba una inquietud mundial. Pero la caída de precios
era una ventaja para las clases asalariadas, que generalmente mejoraban su
situación en aquellos años, y también para los ricos, para los propietarios y
para los que prestaban el capital, los banqueros y financieros, que, mientras
los precios siguieron bajando, cobrarían en un dinero de más valor que el
que habían prestado.
El centro del sistema económico y financiero del globo era Londres. Los
bancos de Londres prosperaron a consecuencia de la derrota de Napoleón, al
quedar arruinados los antiguos centros financieros de Amsterdam, a causa
de las guerras revolucionarias y napoleónicas. Recordemos también que los
vencedores de 1815 impusieron a Francia una indemnización de 700 millones
de francos, de la que en 1818 se hizo cargo una asociación de banqueros
privados; los bancos de Londres desempeñaron un importante papel en
aquel asunto, y desarrollaron así sus conexiones con las tesorerías de muchos
gobiernos10. En la Guerra de Crimea de 1854-1856, con Inglaterra en guerra
contra Rusia, los bancos de Londres concedían préstamos al gobierno ruso
—tan independientes eran, en aquel tiempo, los negocios y la política. La
temprana adopción del patrón oro en Inglaterra significaba que muchos
individuos, ingleses y extranjeros, guardaban sus fondos en libras esterlinas
depositadas en Londres* donde se acumulaban, por consiguiente, las
cantidades de capital disponible.
Los bancos, además, financiaban, cada vez en mayor medida, el
comercio de exportaciones británicas, envuelto también en la marea de la
Revolución Industrial. Por ejemplo, un pequeño fabricante del Lancashire
podía recibir un pedido de una gruesa de tijeras de un desconocido
326
comerciante de Trieste. Podría extender una factura o «letra a la vi^a»
contra el comerciante de Trieste, y llevar esta factura a una institución
financiera conocida como casa que acepta giros. Esta casa, que, en el curso
de sus negocios, ha adquirido un minucioso conocimiento del crédito de
miles de individuos y de firmas en todas las partes del mundo, «descontaría»
entonces la letra, entregando dinero contante al fabricante del Lancashire y
cobrando del comerciante de Trieste a través de los canales baneados
internacionales. De este modo, el banco liberaba de una carga al fabricante
británico, y extendía un crédito a corto plazo a los extranjeros para la
compra de artículos ingleses. Muchas casas de aceptación de giros fueron
entrando, poco a poco, también en el negodo de préstamos a extranjeros, a
largo plazo. Londres se convirtió en el vértice de una pirámide que tenía
como base el mundo. Era el principal centro de intercambio de monedas,
el banco de liquidación de las deudas del mundo, el depositario del que to
do el mundo tomaba dinero a préstamo, el banco del banquero, el recurso del
asegurador que se reasegura, así como el centro de embarque del mundo y
el cuartel general de muchas sociedades internacionales.
327
con el hombre del otro lado de la calle o de un poco más allá, en la misma
carretera, sino eon el mundo.
La creación de un mercado mundial integrado, la financiación y el
desarrollo de países fuera de Europa, y la consiguiente alimentación y el
mantenimiento de la creciente población de Europa fueron los grandes
triunfos del sistema de capitalismo no regulado del siglo XIX. El sistema era
intrincado, con millares e incluso millones de individuos y de empresas que
se satisfacían sus recíprocas necesidades, sin una planificación central. Pero
era extremadamente precario, y la situación de la mayoría de los individuos,
dentro de él, era excesivamente vulnerable. Las regiones competían contra
las regiones, y las personas contra las personas. Una caída en los precios de
los cereales en el Medio Oeste americano, además de arruinar a unos pocos
especuladores, podía obligar al productor prusiano o argentino de trigo a
vender a un precio que no le permitiría vivir. Un fabricante podía verse
excluido del negocio, si su competidor lograba vender a precios más bajos
que él, o si una nueva mercancía venía a dejar anticuado su producto.. El
trabajador, contratado solamente cuando el empresario le necesitaba, se veía
en el desempleo tan pronto como el trabajo decaía, o se encontraba con la
definitiva desaparición de su oficio, a causa de una invención que venía a
economizar fuerza de trabajo. El sistema atravesaba ciclos de prosperidad y
de'depresión, siendo el más notable ejemplo de estas la gran depresión que se
produjo hacia 1873 y que duró hasta 1893, aproximadamente. Se apoyaba en
la expansión y en el crédito; pero, a veces, la gente no podía pagar sus
deudas, de modo que el crédito se derrumbaba, y, a veces, la expansión no
lograba estar a la altura de las expectativas, de modo que los beneficios
previstos acababan siendo pérdidas. Para combatir la esencial inseguridad
del capitalismo privado, se acudió a toda clase de recursos. Los gobiernos
adoptaban tarifas proteccionistas, de una parte, y una legislación de
seguridad social y de bienestar, de otra; el sindicalismo y los movimientos
socialistas se incrementaban; se llevaban a cabo fusiones de empresas. Estas
y otras medidas, a las que luego volveremos, revelaban la gradual decaden
cia, en los años posteriores a 1880, del capitalismo no regulado, del
laissez-faire del siglo XIX.
328
organización para la industria y para el comercio. Como el mecanismo era
cada vez más complicado, sólo un gran acopio de capital podía financiarlo.
Y como las sociedades aumentaban en volumen y en número, basándose en
la venta de acciones y en la emisión de bonos, la influencia de los círculos
bancarios y financieros se acrecentó. Los financieros, utilizando no tanto su
propio dinero como los ahorros de los otros, tenían un nuevo poder de crear
o de extinguir, de estimular, de desalentar o de combinar empresas asociadas
en diversas industrias. El capitalismo industrial trajo consigo el capitalismo
financiero11.
La organización en razones sociales hizo posible la concentración de los
procesos económicos bajo una dirección unificada. En el comercio al detalle,
aparecieron los grandes almacenes, hacia 1890, en los Estados Unidos y en
Francia. En la industria, el acero ofrece un buen ejemplo. El acero se
convirtió, en todo caso, en una gran empresa, cuando se introdujeron los
altos hornos. Para las empresas del acero, o para los altos hornos, no ofrecía
seguridad suficiente tener que contar, para el hierro y el carbón, con unos
productores independientes que podían venderlos a quien quisiesen. Así,
pues, las fábricas de acero comenzaron a manejar minas propias, o a
comprar la parte de un socio, o, en otro caso, a reducir las minas de carbón
y de hierro a una situación subsidiaria. Algunas, para asegurar sus
mercados, comenzaron a producir, no sólo acero, sino también manufactu
ras de acero (barcos, equipamiento ferroviario, armas navales y militares de
acero. Así, procesos enteros, desde la minería hasta el producto acabado, se
concentraron en una integración «vertical». Mediante la integración «hori
zontal», las sociedades del mismo nivel se combinaban entre sí para reducir
la competencia y para protegerse contra las fluctuaciones en los precios y en
los mercados. Unas fijaban los precios, otras acordaban restringir la
producción, otras dividían entre sí los mercados. En los Estados Unidos, se
llamaron trusts, y, en Europa, cariéis. Eran frecuentes en muchas de las
nuevas industrias a finales de siglo, como en las químicas, en las del
aluminio y en las del petróleo. En el acero, esas combinaciones produjeron
las grandes empresas de Krupp en Alemania, de Schneider-Creusot en
Francia, de Vickers-Armstrong en Gran Bretaña. Fue en los Estados
Unidos donde esas grandes empresas alcanzaron su máximo desarrollo,
conducidas por «capitanes» de industria y «titanes» de las finanzas. Andrew
Camegie, que llegó a América siendo un pobre muchacho inmigrante
escocés, producía más acero que toda Inglaterra; en 1901, vendió su empresa
a una organización todavía más colosal, la United States Steel Corporation,
formada por el financiero J. P. Morgan. Fue también en los Estados Unidos
donde los monopolios y el poder de las grandes empresas en general se
hicieron sentir más fuertemente; se dictó una legislación antitrust, que
empezó con el Acta Sherman de 1890, pero nunca tuvo efectos importantes.
Muchas de las nuevas combinaciones fueron beneficiosas, pues hicieron
menos imprevisibles los altibajos de las empresas, facilitando así unos
precios más estables y un trabajo más continuado y seguro. En general,
redujeron lo costes de producción, pero que los ahorros alcanzasen
329
ganancias más altas, o que los salarios subiesen, o que los precios bajasen,
eran cuestiones que dependían de muchos factores. Unos trusts eran más
codiciosos que otros, o se encontraban con una fuerza de trabajo sólo
débilmente organizada o sin organizar. En todo caso, para bien o para mal,
las decisiones dependían de la dirección y de las finanzas. Había surgido un
nuevo tipo de poder privado, al que sus críticos gustaban de llamar
«feudal». Como hasta entonces ningún sistema económico había estado tan
centralizado, nunca, en realidad, tan pocos habían ejercido un poder
económico tan grande sobre tantos. Con la aparición de las grandes
sociedades, la clase media empezó a caracterizarse por estar compuesta de
empleados asalariados; el hombre asalariado podía pasar la vida entera en la
misma compañía, y sentir hacia ella, en sus disputas con los trabajadores o
con el gobierno, una lealtad muy semejante a la de un criado del señor en los
tiempos feudales. La clase obrera no era tan dócil; los trabajadores
intentaban organizar uniones capaces de tratar con unos empresarios rada
vez más gigantescos. A partir de 1880, aproximadamente, la clase obrera tam
bién desempeñó un papel cada vez más decisivo en la política de todas las na
ciones avanzadas.
En los años de 1815 a 1870, la vida política europea había estado carac
terizada por la agitación liberal en favor de gobiernos constitucionales, de
asambleas representativas, de ministerios responsables y de garantías de
libertades individuales. Desde 1871 a 1914, incluso donde estos objeti
vos liberales no habían sido plenamente alcanzados, sino que permane
cían como metas, el proceso de desarrollo político más notable fue la
extensión democrática del voto a la clase obrera —la adopción del sufragio
masculino universal, que, al propio tiempo, significaba, por primera vez, la
creación de partidos políticos de masas y la necesidad de dirigentes políticos
que atrajesen a un amplio electorado—. La extensión del sufragio en estos
años no se produjo a causa de la agitación popular, como en los tiempos de
los cartistas o de lo s . reformadores radicales en Francia. Fueron los
gobiernos, por sí mismos, los que extendieron el sufragio, en virtud de
diversas razones. Muchas veces la democratización tuvo lugar en una
estructura que seguía siendo monárquica y aristocrática, pero en 1914, el
mecanismo, por lo menos, del autogobierno democrático estaba instituyén
dose en casi todas partes. Además, para hacer frente a la creciente fuerza del
socialismo con posterioridad a 1871, y por razones humanitarias, los
gobiernos estaban asumiendo también la responsabilidad de los problemas
sociales y económicos originados por la industrialización. Iba tomando
forma el estado del bienestar en su forma moderna.
330
que, en septiembre de 1870, cuando el imperio de Napoleón III reveló su
impotencia en la guerra franco-prusiana, gentes amotinadas en París, como
en 1792 y en 1848, proclamaron nuevamente la República12. Un gobierno
provisional de defensa nacional trató desesperadamente de continuar la
guerra, pero la causa estaba perdida. En enero de 1871, terminó un duro
asedio de París, y se firmó un armisticio. Bismarck, insistiendo en que sólo
un gobierno debidamente constituido podía hacer la paz, permitió la
elección, por sufragio universal masculino, de una Asamblea Nacional que
deliberaría sobre las condiciones de paz y redactaría una constitución para el
nuevo estado francés. Cuando se celebraron las elecciones, en febrero, se
descubrió, como en 1848 (y, realmente, en 1797), que el republicanismo
inspiraba tan escasa confianza entre el pueblo francés como conjunto, y muy
especialmente en las provincias y áreas rurales, que una elección libre llevó al
poder a elementos monárquicos13. Aún se pensaba que el republicanismo era
violento —belicoso en su política exterior, turbulento en sus acciones
políticas, hostil a la iglesia, y socialista, o por lo menos igualitario en sus
concepciones de la propiedad y de la riqueza privada— . La nueva Asamblea
sólo contaba con unos 200 republicanos, de un total que superaba los 600
diputados.
Pero los republicanos de París, que habían defendido a Francia cuando
Napoleón III había sido incapaz de hacerlo, que durante cuatro meses
habían estado sitiados, sometidos al hambre y al frío por los alemanes, y que
continuaban negándose a hacer la paz en las duras condiciones impuestas
por Bismarck y que estaban a punto de ser aceptadas por la Asamblea, no se
avenían a reconocer la autoridad de los otros. Estalló una guerra civil entre la
Asamblea Nacional, que ahora tenía su sede en Versalles, y la ciudad de
París, donde se estableció un consejo municipal revolucionario o «Comu
na». París, tan recientemente atacada por los soldados alemanes, era
atacada ahora por los franceses.
La Comuna de París, que duró desde marzo hasta mayo de 1871, parecía
otra explosión de revolución social. En realidad fue, esencialmente, una
resurrección del jacobinismo de 1793. Era orgullosamente patriótica y
republicana, anti-alemana, contraria a los burgueses ricos, a los aristócratas
y al clero, y abogaba por los controles gubernamentales sobre los precios,
sobre los salarios y sobre las condiciones de trabajo, pero no era socialista en
ningúfi sentido terminante ni sistemático. Entre sus dirigentes, sin em
bargo, estaban unos pocos de los nuevos socialistas revolucionarios in
ternacionales, que veían en una república jacobina o democrática un paso
adelante hacia su nuevo orden. Marx en Inglaterra, y otros en otras partes,
miraban a la Comuna, llenos de esperanza, como si ella les anunciase el
inminente fin de la burguesía. Muchos individuos de la clase media y del
campesinado francés, y gentes como ellos en toda Europa, consideraban que
los «Communards» eran feroces y salvajes destructores de la civilización del
331
siglo XIX. La lucha en París fue tan espantosa, que superó' a todo lo
conocido en cualquier rebelión francesa precedente, t o s Communards, en
una desesperada reacción final, incendiaron un buen número de edificios
públicos y condenaron a muerte al arzobispo de París, a quien mantenían
como rehén. Las fuerzas de la Asamblea Nacional, finalmente victoriosas,
estaban decididas a desarraigar el inveterado revolucionarismo de París.
Fueron denunciadas unas 330.000 personas, 38.000 arrestadas, 20.000
condenadas a muerte, y 7.500 deportadas a Nueva Caledonia. La Tercera
República nació en una atmósfera de odio de clase y de terror social.
La forma de gobierno del nuevo régimen había de ser establecida aún. La
mayoría monárquica de la Asamblea estaba dividida por igual entre los que
abogaban por una restauración de la familia Borbónica y los que abogaban
por la de Orléans. Al final, incluso después de haber llegado a un acuerdo, el
candidato Borbón perdió la adhesión de algunos por su torpe insistencia en
volver a la bandera blanca de los Borbones. Los monárquicos se enfrentaron
los unos con los otros. Mientras tanto, tras una amplia discusión de varios
proyectos constitucionales, la Asamblea adoptó, en 1875, no una constitu
ción, sino ciertas leyes constituyentes. Por un margen de un voto, se aprobó
una resolución que indirectamente significaba la instauración de una
república. Las nuevas leyes establecían un presidente, un parlamento de dos
cámaras, y un consejo de ministros, o gabinete, presidido por un premier. El
Senado sería elegido mediante un complicado e indirecto sistema de elección,
y la Cámara de Diputados, por sufragio masculino, universal y directo.
Dos años después, en 1877, la función del presidente, de los ministros y
del parlamento se aclaró todavía más, como resultado de un desafortunado
intento de uno de los primeros presidentes, el mariscal MacMahon, de
destituir a un prem ier que no contaba con su aprobación, pero que tenía el
respaldo de la Cámara. MacMahon procedió a disolver la Cámara y a
celebrar nuevas elecciones. Sin embargo, el ejemplo de la transformación de
la Segunda República, por parte de Napoleón III, en una dictadura personal
estaba fresco todavía. Las elecciones reivindicaron el principio de la
primacía parlamentaria y de la responsabilidad del prem ier y de su gabinete
ante la legislatura, lo que en Francia significaba, generalmente, aunque no
exclusivamente, ante la Cámara baja. El verdadero ejecutivo en la Francia
republicana debía estar constituido por el prem ier y por su gabinete, conside
rados, a su vez, como la expresión estricta de una mayoría de la legislatu
ra. Desgraciadamente, esa mayoría, en un parlamento en el que estaban
representados, aproximadamente, una docena de partidos, era siempre difícil
de formar, y sólo podría crearse mediante alianzas, coaliciones o bloques de
partidos inestables, temporales y cambiantes. Ningún presidente —y, desde
luego, ningún premier— podía, por lo tanto, disolver la Cámara para
celebrar nuevas elecciones y consultar al país, como podría hacerse en
Inglaterra. En realidad, bajo la Tercera República, la maquinaria sustancial
del estado —ministerios, prefecturas, tribunales, policía, ejército, todo bajo
un control sumamente centralizado— se mantuvo virtualmente intacta, como
en todos los levantamientos desde la época de Napoleón I. La Francia del si
glo XIX, tan variable en apariencia, sufrió, en realidad, una reorganización
menos amplia que cualquier otro país importante de Europa.
332
Trastornos de la Tercera República Francesa
333
régimen republicano. Los partidarios de Dreyfus le defendían tenazmente,
□o sólo porque creían en la justicia, sino también porque querían desacredi
tar a sus adversarios. El país se dividió profundamente. Al fin, en 1899,
Dreyfus fue perdonado, y, en 1906, fue exculpado. Como consecuencia del
Asunto, los republicanos de izquierda y los socialistas se vengaron,
bloqueando los ascensos de los oficiales antirrepublicanos y mediante la
legislación anticlerical. En 1905, con una serie de leyes laicas, «separaron» la
iglesia y el estado, poniendo fin a la estrecha relación establecida por el
concordato de Napoleón, un siglo antes.
334
ción laboral en las dos décadas siguientes a 1890, continuaban sintiéndose
frustrados, al no poder establecer una «república social». La representación
socialista en la Cámara aumentaba. De todos modos, el partido más
importante de la República, es decir, los Radicales, o Radical-Socialistas,
eran, en realidad, republicanos radicales —patriotas, anticlericales, portavo
ces de los pequeños tenderos y de intereses menores todavía—; ponían un
límite a la avanzada legislación social que los trabajadores esperaban de ellos
y, en ocasiones, sus dirigentes incluso adoptaban medias positivas para
impedir las organizaciones y para suprimir las huelgas'. Como algunos de
aquellos radicales habían empezado siendo socialistas, se intensificó la
desconfianza de los obreros franceses respecto a todos los políticos y
también a los procedimientos políticos. Pero las dificultades de la República ~
iban haciéndose más hondas. Las energías políticas de los estadistas republica
nos se habían agotado en la liquidación del pasado, en la contención de la
fuerza política de los monárquicos, de la iglesia y del ejército; con el cambio
de siglo, incluso antes de que aquellas antiguas cuestiones fuesen plenamente
resueltas, la República se vio obligada a afrontar las exigencias de los trabaja
dores y a enfrentarse con otras presiones nacionales e internacionales que
habían de someterla a duras pruebas. La Tercera República sobreviviría a la
crisis de la Primera Guerra Mundial, pero no a la Segunda.
335
TARDE DE DOMINGO EN LA ISLA DE LA GRANDE JA TTE
por Georges Seurat (francés, 1859-1891)
Este cuadro de soleada calma, pintado en 1886, sugiere algo del bienestar ofrecido a un gran
número de personas por la civilización europea de finales del siglo XIX. Remando, o pescando
ociosamente, o apaciblemente sentados y mirando, o paseando solos o en parejas o en familias
con los niños, las figuras parecen vivir en un mundo sosegado, que una época ulterior de guerra,
de velocidad y de diversiones mecánicas ha hecho que nos parezca lejano. Técnicamente, éste es
uno de los cuadros más notables que se hayan pintado nunca. El artista —un impresionista— lo
creó sin el empleo de lineas, llenando el lienzo de miles de puntos diminutos, con los colores
primarios, que así se combinan y se funden en el ojo, produciendo las formas y los colores de la
naturaleza. El resultado es que parece un cuadro con luz propia, con un auténtico rielar del
agua, con una asombrosa «calidad de hierba» en la hierba, con unas sombras que parecen som
bras verdaderas, y con unas figuras distantes que realmente parecen distintas, como si estuviesen
vistas a través del aire que nos separa de ellas. Cortesía del Instituto de Arte de Chicago.
336
Derby le llamó «un salto en el vacío». En 1884, bajo los auspicios liberales,
volvió a ampliarse el sufragio, esta vez a las áreas rurales, agregando unos 2
millones de votantes adicionales y alcanzando a más de las tres cuartas partes
de todos los varones adultos del país. El sufragio seguía excluyendo a los tra
bajadores agrícolas que no tenían residencia fija, a los criados que vivían con
sus patrones, y a personas como los hijos mayores de solteros que vivían en los
hogares de sus padres. Gran Bretaña no adoptó el sufragio masculino univer
sal, tal como se entiende generalmente, hasta 1918; y, en ese momento, se con
cedió también el voto a las mujeres mayores de treinta años.
A pesar de la extensión del sufragio, la gobernación del país, en el
momento del cambio de siglo, continuaba todavía en manos de las clases
altas y ricas. Hasta 1911, el gobierno no pagaba sueldos a los miembros de la
Cámara de los Comunes, los cuales, por consiguiente, en los dos grandes
partidos, solían ser caballeros con ingresos privados, que poseían unos
antecedentes familiares y una educación semejantes. Una actitud deportiva y
de buen tacto fue característica de la política inglesa. Los dos partidos
alternaban , en el poder, a intervalos regulares, con mutua tolerancia, y
continuando y desarrollando, más que invirtiendo, los planes políticos del
predecesor en la administración. Los dos partidos buscaban apoyo donde
podían encontrarlo, los liberales atendiendo un poco más a los intereses
industríales y comerciales, y los conservadores a la aristocracia de la tierra;
los dos trataban de ganar —y lo consiguieron— su parte correspondiente en
el nuevo voto de la clase obrera. Fue en aquellos años cuando los dos
partidos, al producirse cambios parlamentarios, convocaban al país, cada
vez más, a elecciones generales; la base tradicional del sistema parlamentario
británico, es decir, corona y gabinete, estaba transformándose en corona,
gabinete y país.
Los liberales solían ser los más dispuestos a explorar, siendo el primero
de los cuatro gobiernos de Gladstone especialmente notable a este respecto.
Gladstone, en este gobierno (1868-1874), desarrolló el principio de la
instrucción pública pagada por el'estado, bajo el Acta de Educación Foster
de 1870, introdujo el voto secreto, legalizó formalmente las uniones de los
trabajadores, promovió exámenes competitivos para los puestos de la
administración civil, reorganizó las altas instancias judiciales, eliminó la
compra y venta de comisiones en el ejército (una forma de propiedad de los
cargos), y, mediante la abolición de las pruebas religiosas, permitió a las
personas que no eran miembros de la Iglesia de Inglaterra que se graduasen
en Oxford y en Cambridge. El partido conservador, menos sensible a ía
presión de los intereses comerciales en favor de una política de laissez-faire
en materia económica y continuando la tradición de los primeros reformado
res tories, tomaron la iniciativa en una más amplia legislación laboral. Bajo
el segundo gobierno de Disraeli (1874-1880), las leyes existentes que
regulaban la sanidad pública y las condiciones en las minas y en las fábricas
se ampliaron y se codificaron, se establecieron medidas de seguridad para
proteger a los marineros, y se inició el primer intento de regular las
condiciones de las viviendas para las clases más pobres. Pero es preciso
agregar que los liberales también protegieron los intereses de los trabajado
337
res. En el segundo gobierno de Gladstone (1880-1885), se aseguró a los
trabajadores una compensación por lesiones que no fuesen de su propia
responsabilidad, y, en 1892, antes de la formación de su cuarto gobierno
(1892-1894), Gladstone hizo campaña en favor de la reducción de las horas
de trabajo y de la ampliación de la responsabilidad de los empresarios en los
accidentes.
338
aquel tiempo, además, el gobierno votó el pago de sueldos a los miembros de
la Cámara de los Comunes, permitiendo así que los obreros y otras personas
sin ingresos independientes pudieran sentarse en el Parlamento. Esta última
medida se adoptó para burlar un fallo judicial, la Sentencia Osborne de
1909, en el sentido de que las trade unions no podían pagar los salarios de
los trabajadores elegidos para el Parlamento.
El Partido Liberal estaba adoptando un programa de positiva interven
ción estatal en cuestiones sociales y económicas, que el viejo liberalismo,
nutrido de las doctrinas del laissez faire y de la Escuela de Manchester, no
habría aceptado. Mientras los liberales buscaban activamente el apoyo de los
trabajadores y alteraban gran parte de su programa tradicional, los
conservadores del siglo X X tendían a convertirse en el partido de la industria
y de la riqueza terrateniente, y pretendían sustituir a los liberales como
defensores del liberalismo económico y del laissez faire. En la siguiente
generación, tras la Primera Guerra Mundial, los conservadores seguirían
siendo uno de los dos importantes partidos del país; los liberales fueron
superados, con gran diferencia, por el Partido Laborista.
Mientras tanto, a pesar de sus conquistas, los trabajadores no se
apaciguaron. Los salarios reales mostraban una tendencia al descenso des
de 1900, y, en 1911 y 1912, estallaron grandes huelgas del carbón y de los
ferrocarriles. La capacidad británica de sobrevivir a unas crisis sin violencia,
aunque, de todos modos, considerables, estaba siendo sometida a prueba. Y
de Irlanda procedía una amenaza más grave aún.
L a cuestión irlandesa
339
propio. Gladstone, al tratar de dárselo, en 1886, dividió su Partido Liberal,
yéndose con los conservadores una parte que no deseaba la división política
de las Islas Británicas. Al fin, en 1914, fue concedida la autonomía a
Irlanda. Pero los hombres del Ulster, presbiterianos de Irlanda del Norte, se
opusieron enérgicamente a su inclusión en una Irlanda autónoma, en la que
serían superados en número por los católicos del sur. Estos, sin embargo,
insistieron con la misma energía en la inclusión del Ulster, pues no querían
una división política de Irlanda.
Los del Ulster, respaldados por los conservadores ingleses, comenzaron a
armarse y a entrenarse para oponerse a la ley del Parlamento1que autorizaba
la autonomía. En 1914, Gran Bretaña estaba a punto de ver una guerra
civil en su propia puerta. Padecía, en cierto modo, las insolubles disputas na
cionalistas que aquejaban a Austria-Hungría. Durante la Primera Guerra
Mundial, se suspendió la autonomía, y, tras una considerable violencia por
ambas partes, la Irlanda Católica (Eire) recibió el status de dominio en 1922,
pero acabó disolviendo todos los lazos que la unían a Gran Bretaña. El Ulster
continuó en el Reino Unido y fue dominado por los protestantes, de modo que
su minoría católica quedó descontenta. Todavía no se ha encontrado ninguna
solución satisfactoria para la «cuestión irlandesa».
El Imperio Alemán, tal como fue establecido por Bismarck en 1871, con
Guillermo I, rey de Prusia, como Káiser, era una federación de monarquías,
una unión de veinticinco estados alemanes, en los que predominaba el peso
de la Prusia monárquica, del ejército prusiano y de la aristocracia
terrateniente prusiana. No desarrolló ni el fuerte constitucionalismo de
Inglaterra, ni la igualdad democrática que era característica de Francia. Para
conquistar el apoyo popular a sus proyectos, Bismarck explotó el existente
sentimiento democrático y socialista, y decidió que los miembros del
Reichstag —la cámara baja— fuesen elegidos por sufragio universal mascu
lino17. Al mantenerse como canciller del imperio unido durante unos veinte
años, desde 1871 hasta' 1890, generalmente trataba de tener a su lado a una
mayoría del Reichstag, pero no reconocía, en principio, ninguna dependen
cia de una mayoría, sosteniendo la doctrina de que eran el emperador y su
canciller, quienes tenían que gobernar el país. Además, en la práctica, los
poderes legislativos de la cámara baja estaban severamente restringidos, y la
cámara alta, que representaba a los príncipes y no al pueblo, y que estabá
apoyada por el gobierno, tendía a ser más importante. A pesar del carácter
del imperio, los conservadores prusianos, los terratenientes «junkers» al este
del Elba, no sentían, al principio, ni el menor entusiasmo por la Alemania
unificada de Bismarck18. Se oponían a las concesiones democráticas del
canciller, y se sintieron horrorizados cuando, en 1872, éste se propuso
340
extinguir lo que todavía les quedaba de jurisdicción señorial sobre sus
campesinos.
Así, pues, en los años setenta, Bismarck no se apoyaba en los conservado
res, sino en los liberales nacionales. Con su ayuda, llevó a cabo un buen
número de medidas económicas y legales destinadas a consolidar la unidad
del nuevo imperio. El primer conflicto grave de Bismarck se produjo con la
Iglesia católica. Al mismo tiempo que él se decidía a subordinar todos los
grupos dentro del estado al poder soberano del nuevo imperio, la iglesia
había alzado su voz. En 1864, en el Syllabus de Errores, denunciaba la
intromisión de todos los gobiernos en los asuntos de la educación y de la
iglesia; en 1870, el nuevo dogma de la infalibilidad del papa obligaba a los
católicos a aceptar sin reservas los pronunciamientos del papa en materia de
fe y de costumbres19. Según muchos, lo que se deducía de ello era que el
nuevo imperio no podía contar con la lealtad indivisa de sus ciudadanos
católicos. Para defender los intereses católicos y los de los estados alemanes
del sur donde el catolicismo predominaba, los elementos católicos habían
organizado el fuerte partido Centro, que ahora apoyaba los pronuncia
mientos de la iglesia. En 1871, Bismarck lanzó la llamada Kulturkampf, o
«batalla por la civilización moderna». Los liberales se unieron a ella con
entusiasmo. Como los liberales del siglo XIX en otras partes (acaban de
mencionarse, precisamente, la campaña de Gladstone contra el privilegio
anglicano, y las leyes laicas francesas), estos eran fuertemente anticlericales y
desaprobaban la influencia de las iglesias organizadas en la vida pública y en
la privada. Se aprobaron leyes que imponían restricciones a la educación y al
culto católicos, se expulsó a los jesuítas, y muchos obispos católicos de toda
Alemania fueron detenidos o se desterraron. Pero Bismarck, poco a poco,
iba llegando a la conclusión de que la legislación anticatólica era infructuo
sa, que él había sobreestimado el peligro que para el estado suponía el
catolicismo organizado, y que necesitaba el apoyo del partido Centro para
otras partes de su programa.
En 1879, con el apoyo de los partidos Centro y Conservador, pero ante
la consternación de muchos de sus antiguos aliados liberales, Bismarck
abandonó el libre comercio y adoptó una tarifa proteccionista que propor
cionó al gobierno los ingresos necesarios, y que dio satisfacción tanto a los in
tereses agrícolas como a los industriales. Mientras tanto, la rápida y especta
cular expansión industrial del país había estimulado el incremento de la clase
obrera alemana, y, para alarma de Bismarck, el socialismo se extendía.
En 1875, se había fundado el Partido Social Demócrata Alemán,
mediante la fusión de socialistas marxistas y de los reformistas seguidores de
Fernando Lassalle, sobre la base de un programa esencialmente moderado,
que había sido denunciado por Marx. Pero Bismarck consideraba con recelo
incluso un socialismo moderado. Participaba del horror europeo ante la
reciente Comuna de París, temía al socialismo como a la anarquía, y sabía
que el socialismo era, en todo caso, republicano, y, aunque sólo fuera por
eso, constituía un movimiento potencialmente revolucionario en un imperio
341
de monarquías. Dos atentados radicales contra la vida del emperador (en
ningún caso realizados por los socialdemócratas) le proporcionaron el
pretexto que necesitaba. En 1878, tras haber hecho ya la paz con los
católicos, se dispuso a exterminar el socialismo. Leyes antisocialistas
dictadas desde 1878 hasta 1890 prohibían las reuniones y los periódicos
socialistas. Durante doce años, el socialismo se vio arrojado a la clandestini
dad. Pero la represión no era la única arma de Bismarck; recurrió también a
otra táctica. Trató de persuadir a los obreros de que pusieran su fe en él y en
el Imperio Alemán, más que en Marx y en los profetas del socialismo. A este
fin inició en los años ochenta un extenso programa de legislación social. Los
trabajadores fueron asegurados por el estado contra las enfermedades,
contra los accidentes y contra la incapacidad en la vejez. «Nuestros amigos
demócratas —decía Bismarck— gritar en vano cuando los trabajadores
vean que los príncipes se interesan por su bienestar.» Cualesquiera que
fuesen los motivos, lo cierto es que, en seguridad social, la Alemania
imperial se adelantó en varios años a Inglaterra, a Francia y a los Estados
Unidos, países más democráticos.
Bismarck no pudo matar el socialismo. El número de socialistas elegidos
para el Reichstag era mayor en 1890 que en 1878, porque la campaña
antisocialista de Bismarck, de acuerdo con las normas entonces corrientes
entre los gobiernos civilizados, nunca suprimió la libertad del votante de
votar lo que quisiera. Parece, sin embargo, que Bismarck, a finales de los
ochenta, estaba más preocupado que nunca por la revolución social que
destruiría su imperio, y contemplaba una cierta forma de coup d ’état en el
que el Reichstag sería estrangulado. Bismarck nunca Uegó a tal situación,
porque, en 1890, a los setenta y cinco años de edad, fue obligado a retirarse
por el nuevo emperador, Guillermo II.
20 V er p ág s. 236-237.
21 V er págs. 268-269, 276, 365.
343
impulso democrático, el gobierno se dispuso a extender los derechos
políticos a las clases trabajadoras. El estrecho sufragio de 1861 se amplió,
primero en 1882 y luego en 1912, cuando la nueva reforma elevó el número
de votantes elegibles, de tres a ocho millones, lo que, virtualmente, era el
sufragio universal masculino. A causa del analfabetismo o de la inercia
política, no todos los nuevos electores se apresuraron a ejercer su privilegio
de voto. Además, el problema social seguía siendo grave, a pesar de alguna
modesta legislación social. La pobreza y el analfabetismo, especialmente en
el sur agrario, eran problemas terribles, y en las ciudades industriales surgía
una inquietud radical. En 1900, fue asesinado Humberto, hijo y sucesor de
Víctor Manuel. Las primeras manifestaciones de una ideología antiparla
mentaria, de un nacionalismo chauvinista y de un irracionalismo explosivo
aparecían en las obras y en el activismo político de escritores como Gabriele
d’Annunzio y Filippo Marinetti, publicando éste, en 1909, el manifiesto de
un movimiento violentamente nihilista, llamado «futurismo». En Italia se
estableció la maquinaria de la democracia política, pero no podía haber
seguridades acerca del rumbo que estaba tomando la democracia parlamen
taria italiana.
En la Doble Monarquía de Austria-Hungría, creada por el Compromiso
de 1867, Austria y Hungría eran, cada una de ellas, estados de forma
constitucional parlamentaria22. En teoría, el emperador-rey Francisco José
gobernaba mediante gabinetes responsables ante la legislatura de cada
estado. Sin embargo, en la importante esfera de las materias que incumbían
al imperio como conjunto —por ejemplo, los asuntos exteriores y las
cuestiones militares—, eran pocas las restricciones que el parlamento ejercía
sobre el emperador. Este tenía, en aquel campo, una autoridad virtualmente
decisiva; además, en todas las materias seguía teniendo amplios poderes para
gobernar por decreto, y los ejercía. Al igual que en Alemania, la marea del
socialismo fue contenida por leyes represivas, así como por la seguridad
social y por una legislación benévola. El problema más grave del imperio
seguía siendo, no el socialismo, sino la agitación por parte de las diversas
nacionalidades sometidas, es decir, por los checos y por otros pueblos
eslavos. La democracia política no tomaba en Austria el mismo camino que
en Hungría. En la primera, en parte como un esfuerzo para aplacar el
sentimiento nacionalista, se introdujo el sufragio universal masculino en
1907. En la segunda, este sufragio tropezó con una fuerte y victoriosa
resistencia por parte de los magiares, que lo consideraban como un arma que
podía ser empleada por los eslavos para oponerse y para destruir su
predominio. La propia Austria, a pesar del sufragio democrático, se regía de
un modo muy semejante al del Imperio Alemán, con una cámara legislativa
capaz de debatir y de criticar, pero no de controlar la política.
De los demás países, puede decirse que las formas políticas de la
democracia mostraban signos de avance en todas partes. En Suiza se adoptó
el sufragio universal masculino en 1874, en Bélgica en 1893 (aunque seguía
permitiéndose el voto plural), en Holanda en 1896; y en los años siguientes,
en Noruega y en Suecia (Noruega se separó pacíficamente de Suecia,
344
en 1905). En la Europa meridional, se introdujo el sufragio universal, no
sólo en Italia, sino también en España, Grecia, Bulgaria, Servia, y, después
de la revuelta de 1908, en Turquía. Aunque España y Portugal eran víctimas
de guerras civiles, en ambos países acabaron adoptándose formas constitu
cionales, introduciéndose en España el sufragio universal masculino en 1890,
y en Portugal un sufragio liberal, bajo la República, en 1911. Incluso la
Rusia zarista, tras la Revolución de 1905, tuvo una Duma —parlamento
nacional— elegida por un gran número de votantes, pero sobre una base
clasista indirecta y antidemocrática, y con restringidas facultades23. Entre
los estados del oeste del Imperio Ruso, solamente Hungría y Rumania tenían
un sufragio enormemente restringido, en vísperas de la Primera Guerra
Mundial. El voto de la mujer había de llegar mucho más lentamente. Antes
de 1914, las mujeres sólo votaban en ciertos estados del oeste de los Estados
Unidos, en Australia, en Nueva Zelanda, en Finlandia y en Noruega. El sufra
gio femenino no comenzó a realizar avances importantes, hasta después de-la
Primera Guerra Mundial.
El progreso de las instituciones representativas y democráticas no
significó el fin de la dominación de los reyes, de los aristócratas terratenien
tes y de otros intereses minoritarios. En primer lugar, Europa seguía siendo
monárquica, con la excepción de Francia y de Suiza. En segundo lugar, a
pesar de la creciente importancia de los parlamentos, el control parlamenta
rio de la vida política se hallaba lejos de estar garantizado; los emperadores
y los reyes seguían gobernando a través de sus cancilleres y primeros
ministros. Entre las grandes potencias mundiales, era principalmente en los
Estados Unidos (al menos, en cuanto a los blancos), en Inglaterra y en
Francia donde el control democrático y popular tenía una cierta realidad.
Pero la extensión del sufragio, mediante la relajación de las cualificaciones de
propiedad, tenía una dinámica propia e iba alterando el esquema de la
política en todas partes; los partidos políticos de masas, incluidos los
socialistas y los confesionales o de orientación religiosa, estaban sustituyen
do a las antiguas organizaciones políticas, estrechamente oligárquicas, y
ahora había que buscar el apoyo en una base electoral más amplia. En casi
toda Europa, y en muchas de las áreas extra-europeas pobladas por
descendientes europeos, la democracia avanzaba, incluso dentro del esquema
antiguo. En 1871, la mayoría de las naciones europeas, con la notable
excepción de Rusia, habían conquistado ya constituciones escritas, garantías
de libertad personal, instituciones parlamentarias y representativas, y
limitaciones del absolutismo; en los años transcurridos entre 1871 y 1914, el
más importante de los nuevos factores políticos fue el avance del sufragio
masculino.
Las clases artesana y trabajadora nunca habían visto con muy buenos
ojos la ascensión del capitalismo o del liberalismo «burgués». Siempre
345
habían tenido dudas acerca de la libre competencia, de la empresa privada
sin restricciones, de la Escuela de Manchester, del laissez faire, de las leyes
de la oferta y la demanda, del mercado Ubre de artículos y de fuerza de
trabajo, de la idea de una economía independiente de los estados y de
los gobiernos. Estas eran las ideas de los liberales de la clase media, no de los
demócratas radicales. Los dirigentes del pueblo se habían opuesto a ellas en
la Revolución Francesa, de 1793. Los cartistas ingleses habían sido declara
damente anticapitalistas, y en el Continente se habían extendido las ideas del
socialismo. En 1848, hubo un fuerte movimiento entre las clases trabajado
ras en favor de una república «social», y, aunque la revolución social
fracasó en 1848, su fuerza fue suficiente para aterrar a las clases posesoras y
para configurar la filosofía de Carlos Marx24. Con la llegada del voto, los
trabajadores presionaban en favor de la legislación social y utilizaban su
poder político para conquistar una mayor medida de democracia social.
Pero además, antes y después de obtener el voto, los obreros echaban
mano de otros recursos para mejorar su situación. Contra los propietarios
del capital, que controlaban la asignación de empleos, había dos principales
líneas de acción. Una era la de abolir a los capitalistas, y la otra la de
negociar con ellos. La primera conducía al socialismo, y la segunda a la
formación de uniones de trabajadores. El socialismo, lógicamente, significa
ba lá extinción del empresario privado en cuanto tal25. El trade unionismo,
lógicamente, significaba que el trabajador tenía buenas razones para
mantener a su empresario en una situación próspera en lo que a sus negocios
se refería, a fin de que la negociación con él pudiera producir mejores
resultados. El movimiento de la clase obrera contenía, pues, una contradic
ción interna que nunca fue completamente resuelta.
Las personas de la clase media e ilustradas que abrazaron la causa de los
obreros, los «intelectuales» del movimiento —Carlos Marx, Federico Engels,
Luis Blanc, Fernando Lassalle y millares de nombres menos famosos—
tendían más al socialismo que al sindicalismo. Pensaban en la sociedad como
conjunto, veían el sistema económico como un sistema, consideraban el
futuro a largo plazo, y su escala temporal permitía, generosamente, el ir y
venir de épocas históricas completas. El trabajador real, puesto a trabajar a
una edad temprana, escasamente instruido —suponiendo que tuviera alguna
instrucción, en absoluto—, con todas las horas despiertas de su vida adulta
consumidas en un trabajo manual, se interesaba más por el sindicalismo que
por el socialismo. Ganar un chelín más cada semana, a partir de la semana
próxima, evitar la tensión nerviosa y el peligro físico de una constante
exposición ante una máquina sin la protección debida, tener quince minutos
diarios más para comer, le parecerían, probablemente, cosas más tangibles e
importantes que los proyectos ambiciosos, pero lejanos, de una sociedad
reconstruida. El obrero miraba al intelectual como a un extraño, aunque
bienvenido, el intelectual miraba al obrero como a un ser tímido y corto de
vista, aunque muy necesitado de ayuda.
Tras los fracasos de 1848, los movimientos socialistas y de las trade
346
unions fueron divergentes durante una generación. Los años cincuenta, com
parados con los hambrientos cuarenta, fueron un tiempo de pleno empleo, de
subidas de salarios y de prosperidad creciente para todas las clases. Los obre
ros se dispusieron a organizar sindicatos, y los pensadores socialistas a perfec
cionar sus doctrinas.
347
dos. Al mismo tiempo, empezó a tomar forma el umonismo industrial, o
asociación en una sola unión de todos los obreros de una industria
determinada, como el carbón o el transporte,- independientemente de la
especialidad o del trabajo del obrero individual. En algunos casos, los
antiguos unionistas cualificados se asociaban con obreros no cualificados que
trabajaban junto a ellos. Así, gradualmente, surgió la Transport Worfcers
Union (Unión de Obreros del Transporte), que, medio siglo después, había
de dar un ministro de asuntos exteriores al gobierno, en la persona de Ernest
Bevin. En 1900, había unos 2.000.000 de miembros de las trade unions en
Gran Bretaña, comparados con sólo 850.000 en Alemania y 250.000 en
Francia.
En buena parte, el hecho de que los trabajadores británicos se hallasen
tan adelantados en trade unionismo, y tuviesen tanto éxito a la hora de
imponer la negociación colectiva a sus empresarios, fue la causa de que no se
diesen tanta prisa como sus compañeros continentales en la formación de un
partido político de los trabajadores. En los años ochenta, cuando socialistas
declarados se sentaban ya en los parlamentos francés, belga y alemán, las
únicas personas equivalentes en Gran Bretaña eran una media docena de
«Lib-Labs», como se les llamaba, es decir, trabajadores (Laboring meri)
elegidos con la etiqueta de liberales (Liberal). El Partido Laborista inglés se
formó al comienzo del siglo, gracias a los esfuerzos conjuntos de los
funcionarios de las trade unions y de los intelectuales de la clase media27.
Mientras en el Continente las uniones de los trabajadores eran muchas veces
dirigidas, e incluso creadas, por los partidos políticos socialistas, en
Inglaterra fueron las uniones de los trabajadores las que crearon, y
ulteriormente dirigieron, el Partido Laborista. De ahí que, durante mucho
tiempo, el Partido Laborista fuese menos socialista que los partidos de la
clase obrera del Continente. Su origen y su rápido desarrollo se debieron, en
buena medida, a un deseo de defender las uniones como instituciones
establecidas y respetables. Las uniones se vieron amenazadas en su propia
existencia por una decisión de los tribunales británicos de 1901, la sentencia
T aff Vale, que hacía a una unión económicamente responsable de las
pérdidas comerciales que sufriese un empresario durante una huelga. La
huelga más pequeña y más ordenada, al agotar los fondos de una unión,
podía arruinar a ésta. El áño anterior, se habían hecho gestiones para juntar
las uniones y todas las demás organizaciones laboristas y socialistas exis
tentes en un comité de representación de los trabajadores, con el fin de
preparar las elecciones de 1900; el esfuerzo no tuvo mucho éxito, y sólo dos
de los quince candidatos de los trabajadores fueron elegidos. Pero la
sentencia T aff Vale unificó todas las categorías y precipitó la formación del
Partido Laborista moderno. En la elección de 1906, el nuevo Partido
Laborista envió veintinueve miembros al Parlamento, el cual inmediata
mente superó la sentencia Taff Vale, mediante una nueva legislación. La
legislación social elaborada a través del Parlamento por el gobierno del
Partido Liberal en los años siguientes, en buena parte bajo la presión del
laborismo, ha sido descrita ya28.
27 • Ver págs. 350-351.
28 Ver págs. 338-339.
348
El socialismo europeo después de 1850
349
elogió como una etapa en la lucha de clases internacional. Incluso vio en ella
una prefiguración de lo que él llamaba «la dictadura del proletariado». Así
ahuyentó a muchos posibles seguidores. Ciertamente, los trade unionisís
ingleses, hombres tranquilos y prudentes, no podían tener nada que ver con
tales acciones ni con tales doctrinas. La Primera Internacional dejó de existir
después de 1872.
Pero, en 1875, en la conferencia de Gotha, los socialistas marxistas y los
lassalleanos llevaron a cabo una cierta unión para fundar el Partido Social
Demócrata Alemán, cuyo ulterior desarrollo, en contra de los intentos de
Bismarck de detenerlo, se ha señalado ya. Hacia 1880, brotaron partidos
socialistas en muchos países. En Bélgica, altamente industrializada, surgió
un Partido Socialista Belga en 1879. En las regiones industriales de Francia,
algunos trabajadores se sintieron atraídos por Jules Guesde, un obrero
autodidacta, antiguo communard, y ahora riguroso marxista, que sostenía
que era imposible emancipar a la clase obrera mediante compromisos de
ningún tipo; otros seguían al «posibilista» Dr. Brousse, que consideraba
posible que los obreros llegasen al socialismo a través de métodos parlamen
tarios; otros apoyaban a Jean Jaurés, que enlazaba elocuentemente la
reforma social con la tradición revolucionaria francesa y con la defensa de
las instituciones republicanas. Los grupos socialistas no formaron en Francia
un Partido Socialista unificado hasta 1905. En Inglaterra, en 1881, H . M.
Hyndman fundó una Federación Social Democrática según el modelo
alemán y con un programa marxista; la Federación nunca tuvo más que un
puñado de miembros. En 1883, dos rusos desterrados en Suiza, Plejanov y
Axelrod, recientemente convertidos al marxismo, fundaron el Partido Ruso
Social Democrático, del que acabarla derivándose el comunismo del siglo
siguiente. Los partidarios socialistas se unieron para establecer una liga
internacional en 1889, conocida como la Segunda Internacional, que luego se
reunió cada tres años y que duró hasta 1914.
350
ingleses y muy antimarxistas. George Bernad Shaw, H. G. Wells, y Sidney y
Beatrice Webb figuraron entre los primeros miembros de la Sociedad. Para
ellos, el socialismo era el equivalente social y económico de la democracia
política, así como su consecuencia inevitable. Sostenían que no era necesa
rio, ni siquiera existía ningún conflicto de clase, que unas medidas graduales y
razonables y conciliadoras traerían, en su momento, un estado socialista, y
que la mejora del gobierno local o que la propiedad municipal de cosas
como el abastecimiento de aguas o el alumbrado eléctrico eran pasos hacia
su consumación. Los fabianos, como los funcionarios de las trade unions, se
contentaban con pequeñas e inmediatas satisfacciones. Se unieron con las
unions para formar el Partido laborista. Al propio tiempo, mediante pacien
tes y minuciosas investigaciones en las realidades económicas, facilitaban una
gran cantidad de información práctica que podía servir de base a un programa
legislativo.
Los partidos marxistas o socialdemócratas del Continente se desarrolla
ban con gran rapidez. El marxismo se convirtió en un «socialismo par
lamentario» menos revolucionario, excepto en el caso del Partido Social
Demócrata Ruso, desde luego, porque Rusia no tenia gobierno parlamenta
rio. Porque el crecimiento de los partidos socialistas significaba que los ver
daderos trabajadores, y no simplemente intelectuales, votaban a los candida
tos socialistas para el Reichstag, para la Cámara de Diputados o como
pudiera llamarse la cámara baja del parlamento; y esto, a su vez, signi
ficaba que la psicología y la influencia de los sindicatos obreros en los partidos
iba un aumento. Los obreros, y los funcionarios de sus sindicatos, po
dían, en teoría considerarse entregados a una enorme lucha con el ca
pital; pero, en la práctica, su objetivo consistía en obtener para sí mismos
una parte mayor del negocio de sus empresarios. Podían creer en el in
ternacionalismo de los intereses de los trabajadores; pero, en la práctica,
al actuar a través de los parlamentos de los estados nacionales, laboraban
por una legislación conveniente que beneficiase sólo a los trabajadores de su
país —seguro social, regulación de fábricas, salarios mínimos o jomadas
máximas—. Tampoco era posible negar, al final del siglo, que las predic
ciones de Marx (basadas inicialmente en las condiciones de los años cuarenta)
no se habían cumplido, al menos hasta entonces; los burgueses se hacían más
ricos, pero los proletarios no se hacían más pobres. Se calculaba que los
salarios reales —es decir, lo que el ingreso del asalariado podía comprar
realmente, aun admitiendo las pérdidas debidas al desempleo— habían
subido, aproximadamente, en un 50 por ciento en los países industrializados,
entre 1870 y 1900. El incremento se debía a la mayor productividad de la
fuerza de trabajo mediante la mecanización, al desarrollo de la economía
mundial, a la acumulación del capital y al gradual descenso de los precios de
los alimentos y de otros artículos que los obreros tenían que comprar.
Repetidamente, aunque en vano, la Segunda Internacional había de
advertir a sus partidos socialistas integrantes, contra la colaboración con
la burguesía. El marxismo comenzó, hacia 1890, a sufrir un movimien
to de revisionismo, capitaneado en Francia por Jean Jaurés, dirigente
socialista en la Cámara de los Diputados, y en Alemania por Eduar
do Bernstein, miembro socialdemócrata del Reichstag y autor, en 1898,
351
de Socialismo evolucionista, un importante folleto que exponía los nue
vos puntos de vista. Los revisionistas sostenían que el conflicto de clases
podía no ser absolutamente inevitable, que el capitalismo podía transformar
se gradualmente a favor de los obreros, y que ahora que los obreros tenían,
no sólo el voto, sino un partido político propio, podían alcanzar sus fines a
través de canales democráticos, sin revolución y sin ninguna dictadura del
proletariado. Los socialistas o los socialdemócratas, en su mayoría, siguieron
a los revisionistas.
Esta tendencia al «oportunismo»30 entre los marxistas lanzó a los
espíritus realmente revolucionarios en nuevas direcciones. Así surgió el
sindicalismo revolucionario, cuyo más importante exponente intelectual fue
un francés, Georges Sorel. «Sindicalismo» es, simplemente, el equivalente
francés del trade unionism (de syndicate), y la idea consistía en que las
uniones de los trabajadores podían convertirse, por si mismas, en las
supremas instituciones autorizadas de la sociedad, sustituyendo, no sólo a la
propiedad y a la economía de mercado, sino también al gobierno. El medio
que conduciría a este fin sería una asombrosa huelga general, en la que todos
los trabajadores de todas las industrias pararían simultáneamente, parali
zando así la sociedad e imponiendo la aceptación de su voluntad. El
sindicalismo hizo más progresos donde las uniones eran muy débiles, como
en Italia, en España y en Francia, porque en estos países las uniones tenían
menos que perder y estaban muy necesitadas de doctrinas sensacionales para
atraer miembros. Su base más sólida fue la Confederación General Francesa
del Trabajo, fundada en 1895.
Entre los marxistas ortodoxos se produjo un renacimiento de los funda
mentos marxistas como protesta contra el revisionismo. En Alemania Karl
Kautsky acusó a los revisionistas de contemporizadores que traiciona
ban el marxismo para alcanzar unos fines pequeño-burgueses. En 1904, él y
otros rigoristas inñuyeron en la Segunda Internacional para condenar la
conducta política del socialista francés, Alexandre Millerand, que, en 1899,
había aceptado un cargo ministerial en un gabinete francés. La Internacional
decía que los socialistas podían utilizar los parlamentos como un foro, pero
los socialistas que entraban en el gobierno estaban identificándose, imperdo
nablemente, con el estado burgués enemigo. En adelante, los socialistas no
se incorporaron al gabinete de ningún país europeo, hasta la Primera Guerra
Mundial. En el Partido Social Demócrata Ruso, la cuestión del revisionismo
pasó a primer plano en 1903, en un congreso del partido celebrado en
Londres porque los más destacados marxistas rusos eran, sobre todo,
desterrados. Allí, un grupo capitaneado por Lenin exigió que el revisionismo
fuese extirpado. Lenin obtuvo la mayoría, de momento al menos, y, en
consecuencia, los marxistas intransigentes se llamaron bolcheviques (de la
palabra rusa que significa mayoría), mientras los marxistas rusos revisionis
tas o conciliadores, los que estaban dispuestos a colaborar con los liberales
burgueses y con los demócratas, eran conocidos luego como mencheviques o
grupo de la «minoría»31. Pero, en 1903, los marxistas rusos estaban
considerados como muy poco importantes.
352
En general, en la «zona interior» de Europa, a comienzos del siglo, los
hombres que se llamaban marxistas ya no eran, en su mayoría, activamente
revolucionarios. De igual modo que el republicanismo revolucionario se
había aquietado en la Tercera República Francesa, así el marxismo revo
lucionario parecía haberse aquietado en las doctrinas más moderadas de
la social-democracia. Lo que habría ocurrido si no hubiera estallado la
guerra de 1914, no puede saberse; es posible que el revolucionarismo social
hubiera revivido, porque los salarios reales ya no subieron, en general, en
tre 1900 y 1914, y una considerable inquietud se extendía por los círculos
obreros, jalonada con grandes huelgas. Pero, en 1914, la clase obrera como
conjunto no se hallaba en una actitud revolucionaria. Los obreros seguían
buscando un mayor grado de justicia social, pero la agitación social tan
temida o tan esperada en 1848 se había calmado. Parece que esto se debió a
tres razones principales: el capitalismo había actuado lo suficientemente bien
para elevar el nivel de vida de los trabajadores por encima de lo que estos
recordaban de sus padres o de sus abuelos; los trabajadores tenían voto, y,
en consecuencia, se hallaban convencidos de que participaban en el estado,
podían esperar beneficiarse del gobierno, y tenían poco que ganar si lo
derribaban; y, en tercer lugar, tenían sus intereses vigilados por sindicatos
organizados y cada vez más poderosos, mediante los cuales podían demandar
y conseguir una mayor participación en la renta nacional.
353
tes cambios hacia 1860 ó 1870. Hasta aquel momento, hablando en líneas gene
rales, las ideas básicas eran las establecidas por Isaac Newton casi dos siglos an
tes. La ley de la gravitación universal reinaba, indiscutida, y con ella, casi en la
misma medida, la geometría de Euclides y una física que era básicamente mecá
nica. Se creía que la naturaleza última del universo era regular, ordenada, pre
decible y armoniosa; también era intemporal, en el sentido de que el paso de las
edades no traía cambio ni desarrollo. A finales de la época aquí considerada, es
decir, en 1914, las antiguas concepciones habían comenzado a flaquear por to
das partes.
E l impacto de la evolución
354
herencia, heredaban características ligeramente diferentes, unas más útiles
que otras para la obtención de alimentos, para la lucha o para la
procreación; y los organismos que tenían las características más útiles tendían
a sobrevivir, de modo que sus características eran transmitidas a la
descendencia, hasta que toda la especie, gradualmente, cambiaba. Determi
nadas frases, no todas ideadas por Darwin, resumían la teoría. Había una
«luchas por la existencia» que desembocaba en la «supervivencia de los más
aptos», a través de la «selección natural» de las «razas más favorecidas», las
razas no se refieren a razas humanas, sino a los linajes dentro de una
especie. La lucha por la existencia se refería al hecho de que, en la
naturaleza, nacían en cada especie más individuos de los que podían vivir un
periodo normal de vida; los «más aptos» eran los ejemplares individuales de
una especie que tenían las características más útiles, como la velocidad en el
ciervo o la ferocidad en el tigre; selección «natural» significaba que los más
aptos sobrevivían, sin que ellos mismos ni el Creador se lo propusieran; las
«razas favorecidas» eran los linajes de una especie que tenían buenas
facultades de supervivencia.
Las ideas de Darwin provocaron un gran alboroto. Los científicos se
apresuraron a defenderle y los eclesiásticos a atacarle. El biólogo T. H .
Huxley se convirtió en el principal portavoz de Darwin «el perro de
Darwin». Discutió, entre otros, con el obispo de Oxford. Darwin fue
denunciado, torpemente, por decir que el hombre descendía del mono.
Había el temor de que se hundiesen todas las bases de la dignidad humana,
de la moralidad y de la religión. Darwin estaba tranquilo, a este respecto.
Decia que, en condiciones civilizadas, las virtudes sociales y cooperativas
eran características útiles que ayudaban a la supervivencia, de modo que
«podemos esperar que los hábitos virtuosos se harán más fuertes, tal vez
fijándose a través de la herencia». Una gran parte de la explosión contra
Darwin era más bien trivial, y los que le atacaban no se distinguían, general
mente, por su agudeza intelectual; pero no se equivocaban en la percepción
de un profundo peligro.
Que el darwinismo no dijese nada de Dios, de la Providencia o de la
salvación no era extraño; ninguna ciencia lo hizo nunca. Que la evolución no
se ajustase exactamente al primer capitulo del Génesis era inquietante, pero
no funesto; una gran parte del Antiguo Testamento estaba ya considerada
como simbólica, al menos fuera de ciertos círculos fundamentalistas. Ni
siquiera la idea de que el hombre y los animales tuviesen el mismo origen era
perniciosa; la parte animal de la naturaleza humana no habia escapado a la
atención de los teólogos. El efecto nuevo y subversivo de la biología
evolucionista consistía en que cambiaba la concepción de la naturaleza. La
naturaleza ya no era una armonía, era un escenario de lucha, «naturaleza
roja en los dientes y en las garras». La lucha y la eliminación del débil eran
naturales, y como medio hacia el desarrollo evolucionista podían incluso
considerarse buenas. N o habia especies fijas ni formas acabadas, sino
solamente un fluir interminable. El cambio era perpetuo; y todo parecía
simplemente en relación con el tiempo, con el lugar y con el medio. No habia
normas de lo bueno y de lo malo; un organismo bueno era el que sobrevivía
donde otros perecían; la adaptación sustituía a la virtud; fuera de ella, no
355
había nada «justo». En resumen, la prueba era el triunfo; el «adaptado» era
el triunfador; y, en eso, el darwinismo se fundió con aquella textura de
pensamiento, o Realpolitik, que se extendió por Europa, al mismo tiempo,
por otras causas35.
Esas fueron, por lo menos —en el caso de que hubiera alguna—, las
implicaciones generalizadas de la ciencia, que trasladaban los descubrimien
tos científicos a los asuntos humanos, y el prestigio de la ciencia era tan
grande, que eso era, precisamente, lo que muchos querían hacer. Con la
popularización de la evolución biológica, una escuela conocida como
Darwinistas Sociales aplicó activamente las ideas de la lucha por la existencia
y por la supervivencia de los más aptos a la sociedad humana. Había
darwinistas sociales en toda Europa y en los Estados Unidos. Sus doctrinas
se aplicaban a diversos usos, como el de demostrar que unos pueblos eran
naturalmente superiores a otros, como los blancos a los negros, o los
nórdicos a los latinos, o los germanos a los eslavos (o viceversa), o los no
judíos a los judíos; o que las clases alta y media, cómodas y satisfechas,
merecían tales gracias porque habían demostrado ser «más aptas» que los
perezosos pobres; o que las grandes empresas, por la naturaleza de las cosas,
tenían que apoderarse de las más pequeñas; o que algunos estados, como el
Imperio Británico o el Alemán, estaban llamados a encumbrarse; o que la
guerra, moralmente, era una cosa excelente, pues demostraba la virilidad y el
valor de supervivencia de los que luchaban.
Antropología y psicología
Las ciencias sociales más nuevas, como la antropología y la psicología, se
desarrollaron muy rápidamente en la última parte del siglo XIX. Su efecto
sobre la civilización de la época no fue distinto del producido por el
darwinismo. Las dos aceptaban la evolución biológica. Las dos, como precio
por ser verdaderamente científicas, rehuían las normas de lo justo y lo
injusto, y se dedicaban a descubrir y a explicar los simples hechos de la
conducta humana.
La antropología se marcó la tarea de estudiar las características físicas y
culturales de todas las ramas de la humanidad. Los antropólogos físicos se
interesaban por las diversas «razas» humanas, de algunas de las cuales creían
que podían ser «favorecidas» en el sentido darwinista, es decir, superiores en
herencia y en valor de supervivencia. Muchas veces se llegó a la conclusión,
incluso por parte de científicos de la época, de que los blancos eran la raza
más apta, y, entre los blancos, los nórdicos, teutones o germanos, y los
anglo-sajones. El público, exagerando más o menos esas ideas, se convirtió en la
generación más racialmente consciente que los europeos hubieran sido nunca.
Por otra parte, los antropólogos culturales, que observaban todas las formas de
sociedades primitivas o complejas con desinterés científico, parecían, a
veces, enseñar una doctrina más sencilla. Científicamente, no parecía que
ninguna cultura o sociedad fuese «mejor» que cualquier otra, por ser todas
ellas adaptaciones a un medio, o, simplemente, un problema de hábito —de
356
mores, como la gente decía en cuidadosa distinción respecto a la moral—. El
efecto era también una especie de relativismo o de escepticismo, una negación
de valores, una creencia de que lo justo y lo injusto son cuestiones de conven
ción social, de condicionamiento psicológico, de simple opinión o punto de vis
ta. Insistimos en que estamos describiendo, no la historia de la ciencia, sino los
efectos de la ciencia sobre la civilización europea de aquel tiempo.
El impacto de la antropología se hizo sentir también agudamente en la
religión. Sir James Frazer (1854-1941), en su volum inosa obra La rama
dorada, demostró que algunos de los más sagrados ritos, prácticas e ideas
del cristianismo no eran únicos, sino que podían encontrarse entre las
sociedades primitivas, y que, además, sólo una linea divisoria muy tenue
separaba la magia de la religión. La antropología, la evolución darwimana y
otros progresos llegaron a perturbar las creencias religiosas tradicionales.
La psicología, como ciencia del comportamiento humano, dio origen a
unas implicaciones profundamente perturbadoras acerca de la naturaleza
misma del hombre. Fue establecida en los años 1870 como una ciencia
natural por el fisiólogo alemán Wilhelm Wundt (1832-1920), que desarrolló
varias técnicas experimentales nuevas. El ruso Iván Pavlov (1849-1936)
realizó una famosa serie de experimentos en los que él «condicionaba» a
unos perros para que segregasen saliva, automáticamente, al escuchar el
sonido de una campana, una vez que se habían acostumbrado durante un
cierto periodo de tiempo a asociar el sonido con el servicio de sus alimentos.
Las observaciones de Pavlov fueron importantes; implicaban que una gran
parte del comportamiento animal, y probablemente del comportamiento
humano, podía explicarse sobre la base de las respuestas condicionadas. En
el caso de los seres humanos, estas serían respuestas para cuya automática
elaboración los hombres habrían sido preparados mediante su ambiente y su
educación, y que el hombre no elaboraba mediante una elección o un razona
miento consciente.
El más importante de todos los procesos de desarrollo en el estudio del
comportamiento humano fue la obra de Sigmund Freud (1856-1939) y las
de los autores en quienes él influyó. Freud, médico vienés, fundó el
psicoanálisis al comienzo del siglo. Llegó a creer que ciertas formas de
trastorno emocional como la histeria podían tener sus orígenes en episodios
tempranos y olvidados de las vidas de los pacientes. Tras ensayar, primero,
diversas técnicas como la hipnosis, que luego abandonó, empleó la libre
asociación o libre recuerdo. Si podía ayudarse a los pacientes a que trajesen
aquellas experiencias extinguidas al recuerdo consciente, los síntomas de la
enfermedad, frecuentemente, desaparecerían. Desde aquellos comienzos,
Freud y sus seguidores exploraron la función que el subconsciente desempe
ñaba en todo el comportamiento humano, haciendo el hincapié en el impulso
sexual. En uno de sus más famosos libros, L a interpretación de los sue
ños (1900), señalaba los sueños como una clave para la comprensión
subconsciente; en otras partes, relacionaba sus descubrimientos con la
religión, con la educación, con el arte y con la literatura. Freud y las ideas
freudianas tuvieron una gran influencia en las ciencias sociales y de la
conducta, y una gran parte del vocabulario freudiano se incorporó luego al
lenguaje de cada día y a la cultura popular. En su más profunda
357
significación, el psicoanálisis, al revelar las extensas áreas de la conducta
humana ajenas al control de la conciencia, sugería que los seres humanos no
eran, esencialmente, criaturas racionales, en absoluto.
L a nueva Física
La revolución en la biología del siglo XIX, juntamente con los progresos
en la psicología y en la antropología, pronto fueron igualados y superados
por la revolución en la física. En los últimos años del siglo, la física se hallaba
en vísperas de una transformación revolucionaria. Al igual que la mecánica
newtoniana en el siglo XVII y la evolución darwiniana en el XIX, la nueva
física representó una de las grandes revoluciones científicas de todos los
tiempos. No había una obra determinada comparable con los Principia de
Newton o con el Origen de ¡as especies de Darwin, a menos que pudiera
considerarse como tal la teoría de la relatividad, de Alberto Einstein,
formulada en una serie de trabajos científicos en 1905 y 1906. En cambio,
habia una serie de descubrimientos e invenciones, en parte matemáticos y
luego cada vez más empíricos, que arrojaban nueva luz sobre la naturaleza
de la materia y de la energía. En la física newtoniana, el átomo, la unidad
básica de toda materia, que los griegos habían presentado como una
hipótesis en la antigüedad, era como una bola de billar dura, sólida, sin
estructurar, permanente e invariable; y la materia y la energía eran se
paradas y distintas. Pero una serie de descubrimientos, desde 1896 en
adelante, alteraron profundamente esta concepción. En 1896, el científico
francés Antoine Henri Becquerel descubrió la radiactividad, observando que
el uranio emitía partículas o rayos de energía. En los años inmediatamente
siguientes, gracias a las observaciones y descubrimientos de los científicos
franceses Fierre y Marie Curie, y de los ingleses J. J. Thomson y Lord Ru-
therford, surgió la noción de que los átomos no eran simples, sino com
plejos, y, además, que los diversos átomos radiactivos eran, por su naturale
za, inestables, y que liberaban energía cuando se desintegraban. El físico
alemán Max Planck, en 1900, demostró que la energía era emitida o
absorbida en unidades o paquetes específicos y discretos, cada uno de los
cuales se llamaba un quantum; además, la energía no se emitía de un modo
igual y continuado, como antes se pensaba, ni era tan distinguible de la
materia como en otro tiempo se suponía. En 1913, el físico danés Niels Bohr
postuló un átomo formado por un núcleo de protones rodeados de unidades
eléctricamente cargadas, llamadas electrones, que giran alrededor del núcleo,
cada una en su órbita, como un minúsculo sistema solar.
Con la radiactividad, los científicos estaban volviendo a la idea,
rechazada desde hacía mucho tiempo —la concepción favorita de los al
quimistas— , de que la materia era transmutable; de un modo que ni los
alquimistas habían soñado, era convertible en energía. El genio científico
judío, nacido en Alemania, Alberto Einstein (1879-1955), lo expresó en una
fórmula famosa: e = me2. De su teoría de la relatividad, surgió también la
noción profundamente revolucionaria de que el tiempo, el espacio y el
movimiento no eran de carácter absoluto, sino que todos eran relativos al
observador y al movimiento en el espacio del propio observador. En años
358
posteriores, en 1929 y en 1954, Einstein reunió en un conjunto común de
leyes, como Newton lo había hecho antes, una teoría del campo unificado,
una explicación de la gravitación, del electromagnetismo y del comporta
miento subatómico. Aunque era difícil de comprender, y a pesar de que, en
buena parte, era todavía tema de controversia científica, aquella teoría
modificó muchos conceptos que desde Newton se habían admitido como
ciertos. El mundo newtoniano estaba siendo sustituido por un mundo
tetra-dimensional, una especie de continuum espado-tiempo; y, en las
matemáticas, estaban desarrollándose las geometrías no euclidianas. Resul
taba, además, que ni la causa ni el efecto, ni el tiempo ni el espacio, ni la ley
de la gravitación universal de Newton significaban mucho en el mundo
subatómico, ni tampoco en el cosmos, cuando los objetos se movían con la
velocidad de la luz. Como el científico alemán Wemer Heisenberg demostró,
poco después, en 1927, con su principio de incertidumbre o indeterminación,
era imposible fijar simultáneamente la posición y la velocidad del electrón
individual. Sobre estas bases establecidas antes de la Primera Guerra
Mundial, se desarrolló la nueva ciencia de la física nuclear, y su derivada, la
energía. atómica. N o tardó en descubrirse que el átomo era aún m ás
complejo de lo que se pensaba antes de 1914, y que sus potencialidades eran
mayores.
359
fácil ser injusto. Es evidente, sin embargo, que su opinión de la humanidad
era mala, y que, a partir de un fondo de pensamiento evolucionista, él
desarrollaba un cierto tipo de doctrina de un Superhombre, un ser noble que
en un triunfo final de la historia del mundo, surgiría de la multitud, la
conduciría, la dominaría y la deslumbraría. Nietzsche describía las cualida
des de la humildad, la paciencia, la ayuda fraternal, la esperanza y el amor,
en resumen, las virtudes específicamente cristianas, como una moral de
esclavos, urdida por los débiles para desarmar a los fuertes. Consideraba
mucho mejores las cualidades del valor, del amor al peligro, de la excelencia
intelectual y de la belleza de carácter. Esas concepciones, para bien o para
mal, eran, en realidad, una nueva forma de paganismo clásico. Nietzsche no
fue muy leído ni muy respetado por sus contemporáneos, que le considera
ban desequilibrado o incluso loco; pero, de todos modos, expresaba con
audaz franqueza muchas ideas implícitas en el pensamiento de su tiempo.
Al igual que en las ciencias, también en las obras de imaginación
creadora —la literatura pura y las bellas artes—, los cambios del amanecer
del siglo XX anunciaban la edad contemporánea. Algunos autores, como
Zola en Francia o Ibsen en Escandinavia, atendieron al reflejo de los
problemas sociales, produciendo una literatura realista relacionada con los
conflictos sociales, con las huelgas, con la prostitución, con el divorcio o con
la locura. Las interpretaciones psicológicas freudianas o de otro carácter
iban mostrándose, poco a poco, en las obras de ficción; las últimas novelas
eran, frecuentemente, más semejantes a la vida que las antiguas, aun cuando
agregasen poco a la fe del lector en la naturaleza humana. Las artes seguían
los desenvolvimientos intelectuales de la época, reflejando, como hacen hoy,
imas actitudes de relativismo, de irracionahsmo, de determinismo social y de
interés por el subconsciente. Por otra parte, nunca habían estado tan
apartados entre sí, el artista y la sociedad. El pintor Gauguin —un caso
extremo— huyó a los Mares del Sur, vivió como un nativo, y se reveló en la
pura violencia de los colores tropicales. Otros se absorbieron en tecnicismos
o en una auto-expresión puramente caprichosa. El arte en su último extremo
se volvió incomprensible, y el hombre corriente se vio privado de un medio
(tan. antiguo como las pinturas rupestres de la Edad de Piedra) de percibir,
de captar y de disfrutar del mundo que le rodeaba. Después de la Primera
Guerra Mundial, y hasta el presente, las mismas tendencias artísticas
subjetivistas atrajeron a un público más amplio, aunque todavía escéptico.
La gente leía libros sin puntuación (o con una puntuación peculiar),
escuchaba música llamada atonal y deliberadamente compuesta en busca de
efectos de discordancia y de disonancia, y estudiaba asiduamente pinturas y
esculturas abstractas o «no objetivas», a las que los propios artistas,
muchas veces, se negaban incluso a poner títulos.
El problema de la comunicación seguía siendo grave. Las artes sufrían de
la especialización del mundo moderno. El artista no estaba considerado
como un portavoz colectivo o como un creador de algo para el uso común,
sino como un especialista que ejerce su comercio y cuida de sus intereses. La
sociedad misma estaba dividida en grupos ocupados, concentrados en si
mismos, incapaces de comunicarse a no ser sobre cuestiones superficiales, y,
por lo tanto, a largo plazo, menos capaces de trabajar en común.
360
PINTURA # 198 (OTOÑO)
por Vasily Kandlnsky (ruso, después en Alemania y en Frauda, 1866-1944)
Lo que se llama, en general, arte moderno data de los comienzos del siglo XX. Mientras los
impresionistas seguían representando los objetos, aunque perdiendo interés por la representa
ción objetiva, muchos pintores de la generación siguiente abandonaron los objetos mismos, lan
zando asi varios estilos no objetivos o «abstractos». Esta «Pintura # 198» fue hecba en 1914
por Kandinsky, uno de los primeros cultivadores de la pintura puramente abstracta. Como se
propone transmitir el color, sin referencia a objetos físicos, no se presta al tipo de reproducción
hasta entonces usado. El color, en aquel momento, tenia una profunda y vital significación para
Kandinsky, aunque luego se dedicó también a la invención de imágenes geométricas o lineales.
Sustituyó el mundo comúnmente percibido de los objetos externos, con un universo propio.
«Crear un cuerpo de obra artística —decía— es crear un mundo». O también, hablando de la
naturaleza, «no es suficiente verla, hay que vivirla». Con tales convicciones, Kandinsky parti
cipó de las filosofías antirracionalistas o vitalistas del periodo. Cortesía del Museo Solomon
R. Guggenheim. Permiso A .D .A .G .P. 1970 por French Reproduction Rights, Inc.
361
Las Iglesias y la Edad Moderna
La religión también estaba desplazada. Había pasado mucho tiempo
desde que casi todos habían considerado la religión como una guia. Pero, con
posterioridad a 1860 ó a 1870, la religión estaba más amenazada que nunca
en el pasado, porque, hasta entonces, nunca la ciencia ni las filosofías
relacionadas con la ciencia habían atendido tan directamente a la existencia
de la vida y del hombre. Nunca, hasta entonces, habían sido puestas en duda
o negadas tantas premisas fundamentales de la religión tradicional. La
evolución darwiniana había puesto en tela de juicio la tradicional descripción
de la Creación, y los antropólogos habían cuestionado el carácter único de los
más sagrados dogmas cristianos. Se desarrolló también la crítica «más alta»
de la Biblia, como un esfuerzo por aplicar a las Escrituras las técnicas científi
cas aplicadas desde mucho tiempo atrás a los documentos seculares, por
incorporar descubrimientos arqueológicos, y por reconstruir una descripción
naturalista e histórica de los antiguos tiempos religiosos. El movimiento, que
se remontaba, por lo menos, al siglo XVII, alcanzaba ahora importantes
proporciones y se aplicaba tanto al Antiguo Testamento como al Nuevo. En
el caso del Antiguo Testamento, el paciente examen del estilo y del lenguaje
sembraba la duda acerca de la validez de ciertas profecías; y, en el Nuevo, se
hacían evidentes las inconsecuencias de las distintas fuentes evangélicas. El
teólogo alemán, David Friedrich Strauss (1808-1874), uno de aquellos doctos
críticos, fue el autor de una discutidisima Vida de Jesús; en la que muchos
episodios milagrosos y sobrenaturales se explicaban respetuosamente, pero
firmemente, como «mitología». El sensible historiador y escritor francés,
Ernest Renán (1823-1892), en una actitud un tanto similar, escribió sobre los
orígenes del cristianismo y sobre la vida del antiguo Israel. Los artículos de
fe de los hombres sencillos, instituidos desde hacia mucho tiempo, estaban
siendo socavados también. Además, todo el comportamiento de la ¿poca, su
absorción en el progreso material, contribuía a mantener a las gentes
alejadas de la iglesia; y el desarraigo general, el desplazamiento del campo a
la ciudad, rompía frecuentemente los lazos religiosos.
Las iglesias protestantes fueron menos afortunadas que la católica en la
protección de sus miembros frente a los efectos desintegradores de la época.
Entre los protestantes, la asistencia a la iglesia se hizo cada vez más casual, y
las doctrinas expuestas en los sermones parecían cada vez más lejanas. Los
laicos protestantes confiaban, tradicionalmente, en su propio juicio, y
consideraban a sus clérigos como a sus agentes, y no como a unos autorizados
maestros situados por encima de ellos. Los protestantes también habían
hecho siempre especial hincapié en la Biblia como fuente de creencia
religiosa; y, a medida que se acumulaban las dudas acerca de la verdad
literal de las narraciones bíblicas, no aparecía ninguna otra fuente en la que
pudieran confiar.
Los protestantes tendían a dividirse en modernistas y en fundamentalis-
tas. Los fundamentalistas, como se les llamaba en los Estados Unidos, en su
afán de defender la palabra literal de la Escritura, se veían obligados,
muchas veces, a negar los más indudables descubrimientos de la ciencia. Los
modernistas se sentían suficientemente inclinados a ser científicos y a
362
COMPOSICION CON EL AS DE BASTOS
por Georges Braque (francés, 1882-1963)
363
interpretar gran parte de la Biblia como alegorías, pero difícilmente podían
recuperar algo de la espiritualidad o del sentimiento apremiante de la verdad
cristiana. Las iglesias protestantes, en su mayoría, eran lentas a la hora de
afrontar los problemas sociales y las injusticias en general, producidas por
el sistema económico, aunque se desarrolló un grupo de «socialistas
cristianos», especialmente dentro de la Iglesia de Inglaterra. Y como la
educación y el cuidado de los huérfanos, de los ancianos, de los enfermos y
de los locos correspondía al estado, los grupos protestantes tenían menos
que ver con el remedio de los sufrimientos y con la educación de los jóvenes.
El protestantismo, con gran pesar de muchos protestantes, iba convirtiéndo
se, cada vez en mayor medida, en una observancia rutinaria, por parte de
unas gentes cuyos espíritus estaban en otros sitios. Hasta después de la
Primera Guerra Mundial, no pudo percibirse un fuerte resurgimiento
protestante, con una reafirmación de doctrinas fundamentales por pensado
res como Karl Barth, y un intento de fusión por parte de iglesias protestantes
divergentes.
La iglesia católica romana se mostró más resistente frente a las
tendencias de la época. Ya hemos visto cómo el Papa Pío IX (1846-1878),
después de ser expulsado de Roma por los republicanos, en 1848, abandonó
sus inclinaciones hacia el liberalismo36. En 1864, en el Syllabus de Errores,
denunciaba como erróneas una larga relación de ideas muy extendidas,
incluyendo la fe en el racionalismo y en la ciencia, y negaba enérgicamente que
la cabeza de la iglesia «debiera reconciliarse y alinearse con el progreso, con
el liberalismo y con la civilización moderna». El Syllabus era, en su forma,
una advertencia a los católicos, y no materia de dogma en la que
obligatoriamente tuvieran que creer. En cuanto al dogma, en 1854 se
anunció como verdad dogmática la Inmaculada Concepción de la Virgen
María; un sigló después, en 1950, se proclamó la asunción corporal de María
a los cielos. Asi, la iglesia católica reafirmaba, en una época escéptica, y en
contra de los modernistas cristianos, su fe en los sobrenatural y en lo
milagroso.
Pío IX también convocó un concilio ecuménico de la iglesia, que se
reunió en el Vaticano en 1870. Fue el primer concilio de ese carácter, desde
el Concilio de Trento, celebrado unos 300 años antes. El Concilio Vaticano
proclamó el dogma de la infalibilidad del papa, que sostiene que el papa,
cuando habla ex cathedra en materias de fe y de costumbres, habla con una
autoridad decisiva y sobrenatural, que ningún católico puede poner en duda
ni rechazar. El Concilio Vaticano, y la aceptación de la infalibilidad del papa
por parte de los católicos, no fueron más que la culminación de siglos de
desarrollo dentro de la iglesia. En resumen, a medida que el mundo se hada
más nacional, el catolicismo se hacía más internacional. A medida que
aumentaban la soberanía y el laicismo del estado, el clero católico recurría
cada vez más a los poderes espirituales de Roma en busca de protección
contra las fuerzas extrañas. En los últimos 300 años, fueron muchos los
factores que habían inducido a los católicos a recelar de sus propios go
biernos o de los no católicos que había entre ellos —el protestantismo y las
364
iglesias estatales del siglo XVI, el movimiento jansenista del XVII, el
anticlericalismo del despotismo ilustrado del XVIII, la hostilidad a la iglesia
mostrada por la Revolución Francesa, y por el liberalismo, el republicanismo
y el socialismo del siglo XIX—. En 1870, el efecto claro fue el de arrojar a
los católicos en brazos de la Santa Sede. El ultramontanismo, la incondicio
nal aceptación de la jurisdicción papal, prevaleció, dentro de la iglesia, sobre
la antigua tendencia galicana y sobre otras tendencias nacionales.
En 1870, mientras se hallaban reunidos los 600 prelados del Concilio Vati
cano, el nuevo estado italiano intervino y se anexionó la ciudad de Roma37.
Desaparecía así el poder temporal del papa. Ahora se está generalmente de
acuerdo en que, con la pérdida de los intereses temporales locales, se forta
leció el poder espiritual del papado sobre los católicos de todo el mundo. Los
papas, sin embargo, se.negaron, durante mucho tiempo, a reconocer la pérdi
da de Roma; y cada uno de los papas que se sucedieron, desde 1870 hasta
1929, adoptó una política que consistía en proclamarse prisionero dentro del
territorio vaticano. Mediante el tratado de Letrán, de 1929, el papado reco
nocía, al fin, el estado italiano, e Italia concedía, junto a muchas otras cosas,
la existencia de una Ciudad Vaticana, de una extensión de una milla cuadrada,
aproximadamente, como estado independiente, con total extraterritorialidad.
El papado alcanzaba así la independencia de autoridades nacionales o secula
res considerada por los católicos necesaria para el desempeño de su función.
El sucesor de Pío IX, León XIII (1878-1903), sostuvo la contraofensiva
frente a la irreligión, e instituyó una resurrección de la filosofía medieval
representada por Tomás de Aquino. Pero León XIII es recordado, sobre
tocio, por la formulación de la doctrina social católica, especialmente en la
encíclica Rerum Novarum («de las cosas modernas») de 1891, a la que se
adhirieron sucesivos pontífices, y de la que se originaron diversos movimien
tos de socialismo católico. La Rerum Novarum , sostenía la propiedad
privada como un derecho natural, dentro de los límites de la justicia; pero
culpaba al capitalismo de la pobreza, de la inseguridad e incluso de la
degradación en que se encontraban muchos individuos de las clases
trabajadoras. Declaraba que una buena parte del socialismo era, en
principio, cristiana, pero criticaba al socialismo en la medida en que (como
el marxismo) era materialista y antirreligioso. El papa, por lo tanto,
recomendaba que los católicos, si asi lo deseaban, formasen partidos
socialistas propios, y que los obreros católicos formasen uniones de
trabajadores bajo auspicios católicos. Desde 1830 habían existido indi
viduos católicos y clérigos católicos que eran socialistas, o que, por lo
menos, eran severos críticos del orden social que entonces surgía; estos se
vieron estimulados por la encíclica de 1891, y, a comienzos del siglo,
empezaron a aparecer uniones de trabajadores y partidos socialistas católicos
(o cristianos, como a menudo se les llamaba). La iglesia romana trataba así
de liberarse de la dependencia del capitalismo. Al propio tiempo, daba los
primeros pasos para asegurar que una sociedad futura, aunque fuera
socialista, pudiera ser también católica.
365
En cuanto al judaismo, los judíos eran una pequeña minoría, pero su
situación había sido siempre una especie de barómetro que reflejaba los
cambios en la atmósfera de Europa como conjunto. En el siglo XIX, la
tendencia básica era hacia la «emancipación» y la «asimilación». La ciencia
y el laicismo tenían el mismo efecto disolvente sobre el judaismo or
todoxo que sobre el cristianismo tradicional. El judaismo reformado se
desarrollaba como el equivalente judío al «modernismo» de otras fes. Los
judíos, individualmente, iban abandonando, cada vez en mayor medida, su
antiguo modo de vida judío característico. En la sociedad en general, el predo
minio del liberalismo les permitía actuar como ciudadanos e intervenir en los
negocios o desempeñar profesiones como todos los demás. Los judíos se
habían liberado, pues, de las antiguas discriminaciones legales que les habían
sido impuestas durante siglos.
Hacia finales del XIX, se hicieron evidentes dos tendencias contrarias a
la asimilación. La primera consistía en un nacionalismo cultural y político,
originado en los propios judíos, algunos de los cuales temían una asimilación
que desembocaría en la pérdida de la identidad judía y tal vez incluso en la
desaparición del propio judaismo. La otra contra-tendencia, o barrera frente
a la asimilación, era el surgimiento del antisemitismo, perceptible en muchas
partes hacia 1900. Las teorías racistas, la hostilidad contra los competidores
judíos en los negocios y en las profesiones, el desprecio socialista respecto a
los capitalistas judíos como los Rothschilds, los temores de las clases altas a
los revolucionarios y marxistas judíos, juntamente con un desarrollo del
nacionalismo étnico, según el cual Francia debía ser puramente francesa
y latina, y Alemania puramente alemana y nórdica, o Rusia puramente rusa
y eslava, todo contribuía a suscitar una alarma antisemita. En Rusia, había
verdaderos «progroms» o matanzas de judíos. En Francia, el caso Dreyfus,
que se arrastró desde 1894 hasta 1906, puso al descubierto insospechadas
profundidades de furia antisemítica. Muchos judíos se vieron obligados por
aquella hostilidad a un nuevo sentimiento de la identidad judía. Uno de ellos
fue el periodista judío húngaro, Theodor Herzl. Aterrado por la turbulencia
del caso Dreyfus en la civilizada Francia, que él observaba directamente co
mo corresponsal de un periódico de Viena, fundó el sionismo moderno, o
político, al organizar el primer congreso internacional sionista en Basilea, en
1897. Los sionistas esperaban establecer un estado judío en Palestina, en el
que pudieran encontrar refugio los judíos de todo el mundo, aunque allí no
hábía existido un estado judío independiente desde la antigüedad.
Muchos judíos, que deseaban una asimilación cívica, pero que habían
desesperado de obtenerla, comenzaron a simpatizar con el movimiento na
cionalista judío, viendo en el sionismo y en el renacimiento judío una for
ma de mantener su propia dignidad. Otros insistían en que el judaismo
era una fe religiosa, y no una nacionalidad en sí misma; que los judíos y los
no judíos, dentro del mismo país, compartían exactamente la misma
nacionalidad, la misma ciudadanía, y los mismos puntos de vista políticos y
sociales. Los liberales y los demócratas eran de la misma opinión. Acerca de
la integración de los judíos en una comunidad más amplia, las tradiciones de
la Ilustración, de las Revoluciones Americana y Francesa, del imperio de
Napoleón I y del liberalismo del siglo XIX, estaban todos conformes.
366
42. La decadencia del liberalismo clásico
367
recelosos de la democracia, temerosos de los excesos del gobierno popular, y
deseosos de limitar el poder político y el sufragio de las clases adineradas, en
el curso del siglo XIX los liberales habían aceptado el principio democrático
del sufragio universal masculino. En economía, los liberales consideraban el
mundo entero como poblado por unos individuos que realizaban entre sí
unos negocios —comprando y vendiendo, tomando dinero a préstamo y
prestando, arrendando y rescindiendo—, sin interferencia de los gobiernos y
sin discriminación por cuestiones religiosas o políticas, que, según ellos,
imponían diferencias superficiales a la subyacente uniformidad de la
humanidad. Las consecuencias prácticas del liberalismo fueron la tolerancia,
el constitucionalismo, el laissez faire, el libre comercio y un sistema
económico internacional o no nacional. Se creía que todos los pueblos
avanzarían hacia las mismas metas.
N o hubo ningún momento, ni siquiera en un solo país, en que todas las
ideas liberales fuesen simultáneamente victoriosas. El liberalismo puro nunca
existió, a no ser como doctrina. A l avanzar por un camino, el liberalismo se
vería bloqueado o convertido en otro. En conjunto, la Europa anterior a
1914 era predominantemente liberal. Pero los signos de la decadencia del
liberalismo se manifestaban claramente hada 1880; algunos, como las
cambiantes concepciones del comportamiento humano, han sido menciona
dos ya.
368
tos del economista alemán Friedrich List, que, medio siglo antes, en su
Sistema nacional de Economía Política (1840), acusaba al libre comercio
de ser un sistema principalmente beneficioso para los ingleses y declaraba
que ningún país podría llegar a ser fuerte, independiente, ni siquiera
plenamente civilizado, mientras continuase siendo un abastecedor semi-rústi
co de artículos sin acabar39. Con Alemania, los Estados Unidos y el Japón
fabricando para exportar, se estableció una competencia nacionalista por los
mercados del mundo, lo que contribuyó también al impulso en busca de
colonias y a los fenómenos del imperialismo descritos en el capítulo próximo.
El nuevo imperialismo fue otro signo de la decadencia del liberalismo, que
había sido ampliamente indiferente a las colonias.
En todos estos sentidos, la división entre política y economía, postulada
por los liberales, comenzaba a desvanecerse. Surgió una especie de neomer-
cantilismo, que recordaba los intentos de los gobiernos de los siglos XVII y
XVIII de subordinar la actividad económica a los fines políticos. Una
expresión mejor es la de nacionalismo económico, que se hizo perceptible en
1900. Las naciones luchaban por mejorar sus situaciones mediante tarifas,
rivalidades comerciales y regulación interna, sin preocuparse del efecto sobre
las demás naciones. Y para el trabajador individual o para el hombre de
negocios también, en cuestiones puramente económicas, suponía ahora una
gran diferencia la nación a la que pertenecía, el gobierno por el que estaba
respaldado y las leyes bajo las cuales vivía.
Fue naturalmente para protegerse como individuos contra la inseguri
dad y contra el abuso, por lo que los obreros formaron sus uniones de tra
bajadores. Fue también para protegerse contra las incertidumbres de unos
mercados incontrolados como empezaron a surgir intereses comerciales que
se concentraban en grandes asociaciones, o formaban monopolios, trusts o
cartels. La aparición de la gran empresa y de los obreros organizados
socavaba la teoría y la práctica de la competencia individual a la que se
habia adherido el liberalismo clásico. Los obreros organizados, los partidos
socialistas, el sufragio universal masculino y una sensibilidad ante los
conflictos sociales, todo obligaba a los dirigentes políticos a intervenir
cada vez más en las cuestiones económicas. Los códigos de fábrica se
hicieron más detallados y se cumplieron mejor. La seguridad social, iniciada
por Bismarck, se extendió a otros países. Los gobiernos regulaban la pureza
de los artículos alimenticios y de los medicamentos. El estado de servicio
social se desarrolló, al asumir un estado la responsabilidad del bienestar
social y económico de las masas de sus súbditos. El «nuevo» liberalismo, el
de los liberales de la Inglaterra de la época de David Lloyd George, del
Presidente republicano Theodore Roosevelt y del Presidente demócrata
Woodrow Wilson en los Estados Unidos, aceptaba la ampliación de las
funciones del gobierno en cuestiones sociales y económicas. Theodore
Roosevelt y Wilson, así como algunos otros, trataron también de restablecer
la competencia económica mediante la acción del gobierno contra los
monopolios y los truts. Los nuevos liberales, en general, estaban peor
dispuestos hada las empresas que hacia los obreros y las clases deprimidas;
369
la mejora de la suerte de los obreros reivindicaría el viejo interés humanita
rio del liberalismo con la dignidad y el valor de la persona individual. El
estado del bienestar, tan lejano del viejo liberalismo, era la dirección
adoptada por los nuevos liberales. Otros —liberales y no liberales— veían
con interés el creciente poder de los gobiernos y de la autoridad centralizada,
y se mostraban preocupados por las libertades individuales.
370
filósofo del sindicalismo, en sus Reflexiones sobre la violencia, de 1908,
declaraba que la violencia era buena, independientemente del fin perseguido
(hasta tal punto odiaba la sociedad existente), y que los obreros debían
mantenerse vigilantes en la lucha de clases mediante la creencia en la
«mito» de una futura huelga general. Debían creer en esa Huelga, con su
consiguiente hundimiento de la civilización burguesa, aunque se sabía que
no era más que un «mito». La función del pensamiento, en esta filosofía del
mito social, era la de mantener a los hombres agitados y excitados y
dispuestos para la acción, y no la de lograr ninguna correspondencia con la
verdad racional u objetiva. Aquellas ideas pasaron al fascismo y a otros
movimientos activistas del siglo XX.
Así pues, el final del siglo XIX, la más grande época de paz de la historia
de Europa, abundaba en filosofías que glorificaban la lucha. Hombres que
nunca habían oído un tiro disparado en una lucha anunciaban solemnemente
que la historia del mundo avanzaba, gracias a la violencia y a los
antagonismos. Decían, no sólo que la lucha existía (lo que habría sido una
declaración puramente factual), sino que la lucha era un bien positivo, a
través del cual se realizaba el progreso. La popularidad de la lucha se debió,
no sólo a los intelectuales, sino también, en parte, a los hechos históricos
reales. La gente recordaba que, antes de 1871, algunas graves cuestiones se
habían resuelto por la fuerza, que los movimientos de revolución social
de 1848 y de la Comuna de París de 1871, habían sido sofocados por los
militares, y que la unidad de Italia y la de Alemania, así como la de los
Estados Unidos, habían sido confirmadas por la guerra.- Además, con
posterioridad a 1871, todos los estados europeos continentales mantenían
grandes ejércitos regulares, los más grandes que hasta entonces se hubieran
mantenido nunca, en tiempo de paz.
En materia económica y política, incluso en Inglaterra, cuna de libe
ralismo, hubo muchos signos entre 1900 y 1914 de que el viejo libera
lismo estaba en decadencia. Joseph Chamberlain capitaneaba un movi
miento en favor del regreso a la protección mediante tarifas (de revocar,
por así decirlo, la revocación de las Leyes de Cereales); de momento,
fracasó, pero fue bastante fuerte para desorientar al Partido Conser
vador en 1906. El Partido Liberal abandonó su tradicional política de
laisez faire, patrocinando la legislación laboral de los años que siguieron
a 1906. El nuevo Partido Laborista exigió a sus miembros del Parlamento
que votasen según ordenase el partido, iniciando así un sistema de so
lidaridad partidaria copiada luego por otros, lo que endurecía las líneas
de la oposición, negaba que los individuos pudieran cambiar libremente de
escaños, y, por consiguiente, reduda la significación práctica de la discusión
parlamentaria. Los nacionalistas irlandeses habían utilizado, durante mucho
tiempo, métodos no parlamentarios; en 1914, cuando el Parlamento, al fin,
instauró la autonomía irlandesa, los intereses anti-irlandeses y conservadores
se dispusieron a resistir a la acción parlamentaria mediante la fuerza. Las
sufragistas, como se llamaba a las mujeres que se adelantaron en la lucha
por el sufragio femenino, desesperando ya de conseguir nunca que los
hombres escuchasen razones, recurrieron a argumentos asombrosamente
«nada ingleses» e irracionales. Se encadenaban a los edifidos públicos,
371
destrozaban las fachadas de los almacenes en Bond Street, arrojaban ácidos
en los buzones, y rompían porcelanas en el Museo Británico. Cuando las
detenían, iniciaban huelgas de hambre, amenazando con dejarse morir, a lo
que la policía replicaba con una «alimentación forzosa» mediante unos
tubos que les llegaban hasta el estómago. Y, en 1911 y 1912, las grandes
huelgas del ferrocarril y del carbón pusieron de manifiesto todo el poder de
los trabajadores organizados.
De todos modos, es la persistencia del liberalismo, más que su decaden
cia, lo que debería subrayarse al final de un capítulo sobre la civilización
europea en el medio siglo anterior a 1914. Las tarifas existían, pero los
artículos seguían circulando libremente en el mundo comercial. El naciona
lismo se había realzado, pero no habia totalitarismo. Las ideas racistas
estaban en el aire, pero tenían poca importancia política. El antisemitismo
era, a veces, de palabra, pero todos los gobiernos, excepto el ruso, protegían
los derechos de los judíos, y los años de 1848 a 1914 fueron, en realidad, el
gran periodo de la integración judia en la sociedad general. El estado del
laissez fa ire iba desapareciendo, pero la legislación social continuaba la
tendencia humanitaria que siempre había sido la esencia del liberalismo.
Unos pocos revolucionarios avanzados predicaban el catastrofismo social,
pero los socialdemócratas y los trabajadores eran abrumadoramente revisio
nistas, leales a los procedimientos parlamentarios y a sus estados existentes.
Los doctrinarios exaltaban la terrible belleza de la guerra, pero todos los
gobiernos, hasta 1914, trataron de evitar la guerra entre las grandes
potencias. Y seguía existiendo una suprema fe en el progreso.
372
V III. S U P R E M A C IA M U N D IA L D E E U R O P A
374
vino la época de los descubrimientos ultramarinos y la fundación de los
imperios coloniales, cuyas luchas llenaron los siglos XVII y XVIII, y cuya
consecuencia más importante fue la europeización de las Américas. Simultá
neamente, la cultura europea se extendía entre las clases altas de Rusia. La
derrota de Napoleón sólo dejó en pie, con cierta fuerza, uno de los antiguos
imperios coloniales, concretamente, el inglés. Durante sesenta años, a partir
de 1815, no hubo importantes rivalidades coloniales. En muchos círculos
había una indiferencia respecto al imperio de ultramar. De acuerdo con los
principios del libre comercio, se consideraba innecesario ejercer una influen
cia política en áreas con las que se negociaba. Realmente, en aquellos años,
los franceses entraron en Argelia, lo s ingleses reforzaron su imperio indio,
los holandeses desarrollaron más intensamente Java y las islas vecinas, y las
potencias occidentales «abrieron» el Japón y comenzaron a penetrar en
China. Pero no hubo un conflicto abierto entre los europeos, y tampoco
ningún programa, doctrina o «ismo» sistemático.
Y, de pronto, hacia 1870 ó 1880, las cuestiones coloniales se situaron de
nuevo en primer plano. En el corto espacio de dos décadas, en 1900, los
países avanzados se repartieron entre sí la mayor parte de la Tierra. Un
mapamundi de 1900 mostraba sus posesiones en unos ocho o diez colores.
El nuevo imperialismo
375
acentuados por las diferencias raciales. O prestaban dinero a los gobernantes
nativos —el jedive de Egipto, el sha de Persia, el emperador d& China—,
para permitirles mantener sus vacilantes tronos, o, simplemente, vivir con
más lujo y magnificencia de los que ellos podían pagar con sus habituales
ingresos. Asi pues, los europeos llevaron a cabo enormes apuestas financie
ras por gobiernos y por empresas económicas ajenas a la esfera de la
civilización occidental.
Para asegurar aquellas inversiones, y por otras razones, en contraste con
lo que habia ocurrido con el viejo colonialismo, los europeos aspiraban
ahora a la dominación política y territorial. Algunas áreas se convirtieron en
«colonias» manifiestas, directamente gobernadas por hombres blancos. Otras
se transformaron en «protectorados»: en estos, el jefe nativo —sultán, bey,
rajá, o príncipe— era sostenido y contaba con garantías contra un
levantamiento interior o una conquista extranjera. Por lo general, un
«residente» o un «comisario» europeo le deda lo que tenía que hacer. En
otras regiones, como en la China o en Persia, donde ningún estado europeo,
aisladamente, podía hacer valer sus pretensiones frente a los otros, se ponían
de acuerdo para dividir el país en «esferas de influenda», teniendo cada
potencia europea privilegios consultivos, y oportunidades de inversión y
comerdo dentro de su esfera. La esfera de influenda era la más vaga de
todas las formas de control imperial; hipotéticamente, dejaba intacta la
independencia del país.
H ada 1875, se puso de manifiesto una gran diferenda entre la potencia
de los estados europeos y la de los no europeos. La Reina Isabel de
Inglaterra había tratado con el Gran Mogol, con auténtico respeto. Incluso
Napoleón había aparentado tratar al sha de Persia como a un igual. Luego
vino la Revoludón Industrial en Europa, los barcos de hierro y de acero,
cañones navales más pesados y riñes de mayor precisión. Los movimientos
democráticos y nacionalistas produjeron grandes y sólidos pueblos europeos,
unidos en el servicio de sus gobiernos como ningún pueblo «atrasado» lo
estuvo nunca. Una riqueza aparentemente ilimitada, con la administradón
moderna, permitía a los gobiernos cobrar unas contribuciones, emitir
empréstitos y gastar casi sin medida. Los estados civilizados parecían enormes
complejos de poder, sin precedentes en la historia del mundo. Al propio
tiempo, todos los principales imperios no europeos estaban en decadencia.
Redbían un mínimo de apoyo de sus propios súbditos. De igual modo que
en el siglo XVIII la desintegración del imperio mogol había permitido a los
ingleses apoderarse de la India2, así, en el siglo XIX, la decrepitud del sultán
de Turquía, del sultán de Zanzíbar, del sha de Persia, del emperador de
China y del shogún del Japón facilitaban la intervención europea. Solamente
los japoneses podían movilizar a su gobierno en aquel momento para detener
la penetración imperialista. Incluso los japoneses, a causa de sus tratados
anteriores,, no fueron libres para determinar su política aduanera hasta
después de 19003.
Tan grande era la diferenda en la simple mecánica del poder, que, en
376
general, una pura exhibición de fuerza bastaba a los blancos para imponer
su voluntad. Una guarnición de 75.000 hombres blancos solamente mantuvo
a la India bajo dominación británica, durante mucho tiempo. Se libraban,
constantemente, muchas pequeñas guerras esporádicas —guerras afganas,
guerras birmanas, guerras zulúes—, que pasaban inadvertidas para los
europeos de la metrópoli, y que no eran verdaderas guerras más que en la
medida en que lo eran las operaciones del ejército de los Estados Unidos
contra los indios en las llanuras del Oeste. La guerra hispano-americana
de 1898 y la de los bóers de 1899 fueron también guerras de tipo colonial,
libradas entre bandos totalmente desiguales. A menudo, era suficiente una
exhibición de poderío naval. Era la clásica época del bombardeo punitivo o
de amenaza. Ya hemos visto cómo el comandante americano Perry amenazó
con bombardear Tokyo en 18544. En 1856, el cónsul británico en Cantón,
para castigar unos actos de violencia cometidos contra europeos, pidió al
almirante británico local que bombardease aquella ciudad china. En 1863,
los ingleses bombardearon Satsuma, y, en 1864, una fuerza aliada en la que
se incluían americanos bombardeó Choshu, precipitando la revolución en el
Japón5. De un modo similar, Alejandría fue bombardeada en 1882, y
Zanzíbar en 1896. La consecuencia habitual era que el gobernante local
firmaba un tratado, reorganizaba su gobierno, o aceptaba un consejero
europeo (generalmente, británico).
Estímulos y m otivos
377
acentuados por las diferencias raciales. O prestaban dinero a los gobernantes
nativos —el jedive de Egipto, el sha de Persia, el emperador de China—,
para permitirles mantener sus vacilantes tronos, o, simplemente, vivir con
más lujo y magnificencia de los que ellos podían pagar con sus habituales
ingresos. Así pues, los europeos llevaron a cabo enormes apuestas financie
ras por gobiernos y por empresas económicas ajenas a la esfera de la
civilización occidental.
Para asegurar aquellas inversiones, y por otras razones, en contraste con
lo que había ocurrido con el viejo colonialismo, los europeos aspiraban
ahora a la dominación política y territorial. Algunas áreas se convirtieron en
«colonias» manifiestas, directamente gobernadas por hombres blancos. Otras
se transformaron en «protectorados»: en estos, el jefe nativo —sultán, bey,
rajá, o príncipe— era sostenido y contaba con garantías contra un
levantamiento interior o una conquista extranjera. Por lo general, un
«residente» o un «comisario» europeo le decía lo que tenía que hacer. En
otras regiones, como en la China o en Persia, donde ningún estado europeo,
aisladamente, podía hacer valer sus pretensiones frente a los otros, se ponían
de acuerdo para dividir el país en «esferas de influencia», teniendo cada
potencia europea privilegios consultivos, y oportunidades de inversión y
comercio dentro de su esfera. La esfera de influencia era la más vaga de
todas las formas de control imperial; hipotéticamente, dejaba intacta la
independencia del país.
Hacia 1875, se puso de m anifiesto una gran diferencia entre la potencia
de los estados europeos y la de los no europeos. La Reina Isabel de
Inglaterra había tratado con el Gran Mogol, con auténtico respeto. Incluso
Napoleón había aparentado tratar al sha de Persia como a un igual. Luego
vino la Revolución Industrial en Europa, los barcos de hierro y de acero,
cañones navales más pesados y rifles de mayor precisión. Los movimientos
democráticos y nacionalistas produjeron grandes y sólidos pueblos europeos,
unidos en el servicio de sus gobiernos como ningún pueblo «atrasado» lo
estuvo nunca. Una riqueza aparentemente ilimitada, con la administración
moderna, permitía a los gobiernos cobrar unas contribuciones, emitir
empréstitos y gastar casi sin medida. Los estados civilizados parecían enormes
complejos de poder, sin precedentes en la historia del mundo. Al propio
tiempo, todos los principales imperios no europeos estaban en decadencia.
Recibían un mínimo de apoyo de sus propios súbditos. De igual modo que
en el siglo XVIII la desintegración del imperio mogol había permitido a los
ingleses apoderarse de la India2, así, en el siglo X IX , la decrepitud del sultán
de Turquía, del sultán de Zanzíbar, del sha de Persia, del emperador de
China y del shogún del Japón facilitaban la intervención europea. Solamente
los japoneses podían movilizar a su gobierno en aquel momento para detener
la penetración imperialista. Incluso los japoneses, a causa de sus tratados
anteriores* no fueron libres para determinar su política aduanera hasta
después de 19003.
Tan grande era la diferencia en la simple mecánica del poder, que, en
376
generai, una pura exhibición de fuerza bastaba a los blancos para imponer
su voluntad. Una guarnición de 75.000 hombres blancos solamente mantuvo
a la India bajo dominación británica, durante mucho tiempo. Se libraban,
constantemente, muchas pequeñas guerras esporádicas —guerras afganas,
guerras birmanas, guerras zulúes—, que pasaban inadvertidas para los
europeos de la metrópoli, y que no eran verdaderas guerras más que en la
medida en que lo eran las operaciones del ejército de los Estados Unidos
contra los indios en las llanuras del Oeste. La guerra hispano-americana
de 1898 y la de los bóers de 1899 fueron también guerras de tipo colonial,
libradas entre bandos totalmente desiguales. A menudo, era suficiente una
exhibición de poderío naval. Era la clásica época del bombardeo punitivo o
de amenaza. Ya hemos visto cómo el comandante americano Perry amenazó
con bombardear Tokyo en 18544. En 1856, el cónsul británico en Cantón,
para castigar unos actos de violencia cometidos contra europeos, pidió al
almirante británico local que bombardease aquella ciudad china. En 1863,
los ingleses bombardearon Satsuma, y, en 1864, una fuerza aliada en la que
se incluían americanos bombardeó Choshu, precipitando la revolución en el
Japón5. De un modo similar, Alejandría fue bombardeada en 1882, y
Zanzíbar en 1896. La consecuencia habitual era que el gobernante local
firmaba un tratado, reorganizaba su gobierno, o aceptaba un consejero
europeo (generalmente, británico).
Estímulos y m otivos
377
los cuales solamente podían encontrarse en las regiones tropicales. Incluso
las clases trabajadoras tomaban ahora té o café, todos los días. Tras la
Guerra Civil Americana, Europa dependía cada vez más de Africa y de
Oriente para obtener algodón. El caucho y el petróleo se convirtieron en
necesidades de primer orden. El humilde yute, que sólo crecía en la India, se
utilizaba para hacer cañamazo, bramante, alfombras, y los millones de sacos
de yute empleados en el comercio. El aristocrático árbol del coco tenía
innumerables usos comunes, que aconsejaron su intenso cultivo en las Indias
Holandesas. Diversas partes de él podían comerse, o manufacturarse en
forma de sacos, de cepillos, de cables, de sogas, de velas márineras o de
felpudos, o convertirse en copra y eií aceite de coco, que, a su vez, entraban
en la confección de velas, jabón, margarinas y muchos otros productos.
Los países industriales intentaban también vender sus productos, y una
de las razones dadas por los imperialistas, en apoyo del imperialismo, era la
urgente necesidad de encontrar nuevos mercados. La industrialización de
Alemania, de los Estados Unidos, del Japón y de otros países, con
posterioridad a 1870, aproximadamente, significaba que competían entre sí y
con Gran Bretaña por el comercio exterior. El nivel de los precios,
lentamente descendente a partir de 1873, significaba que una empresa tenía
que vender más artículos para reunir la misma cantidad de dinero. La
competencia era más fuerte. Los países adelantados elevaron las tarifas para,
impedir la importación de los productos ajenos. Se argüía, en consecuencia,
que cada país industrial tenia que desarrollar un imperio colonial dependien
te de si mismo, una zona de «mercados protegidos», como se decía en
Inglaterra, en los que la metrópoli facilitaría artículos manufacturados, a
cambio de materias primas. La idea consistía en crear una gran unidad
comercial autosuficiente, que abarcase diversos climas y tipos de recursos,
protegida, en caso necesario, contra la competencia exterior por tarifas
aduaneras, y que garantizase un mercado para todos sus miembros, y
riqueza y prosperidad para la metrópoli. Esta fase del imperialismo se
llama, frecuentemente, neomercantilismo, porque, en sustancia, resucitó el
mercantilismo de los siglos XVIII y anteriores.
Consideraciones puramente financieras caracterizaron también el nuevo
imperialismo. El dinero invertido en los países «atrasados», a finales del
siglo XIX, daba un interés más alto que si se invertía en los países más
civilizados. Eran muchas las razones que explicaban esto, incluida la mano
de obra barata de las regiones no europeas, la fuerte e insatisfecha demanda
de productos no europeos y el mayor riesgo de pérdidas en áreas medio
desconocidas, donde no imperaban las ideas europeas de la ley y del orden.
En 1900, la Europa occidental y los Estados Unidos del nordeste estaban
equipados con su aparato industrial básico. Sus redes ferroviarias y sus
primeras fábricas estaban construidas. Se estabilizaban las oportunidades de
inversión en aquellos países. Al propio tiempo, aquellos mismos países
acumulaban capital que buscaba una salida. A mediados de siglo, la mayor
parte del capital exportado era de propiedad británica. A finales del siglo,
estaban invirtiendo o prestando dinero fuera de sus fronteras más inversores
franceses, alemanes, americanos, holandeses, belgas y suizos. En 1850, la
mayor parte del capital exportado acudía a construir Europa, los Estados
378
Unidos, el Canadá, Australia o la Argentina —el mundo del hombre
blanco—. En 1900, iba más a las regiones subdesarrolladas. Este capital era
propiedad de pequeños ahorradores privados o de grandes corporaciones
bancarias. Los inversores preferían un control político «civilizado» en las
partes de Asia, Africa o América Latina, en las que se hallaban situados sus
ferrocarriles, sus minas, sus plantaciones, los préstamos de sus gobiernos u
otras inversiones. De ató que el incentivo del beneficio, o el deseo de invertir
el capital «excedente», suscitasen el imperialismo.
Este análisis fue formulado por críticos como el socialista inglés
J. A. Hobson, que escribió un interesante libro sobre el imperialismo
en 1903, y después por Lenin, en su E l imperialismo, última etapa del
capitalismo, escrito en 1916. Atribuían el imperialismo, primordialmente, a
la acumulación del exceso de capital y lo condenaban desde puntos de vista
socialistas. Hobson, en especial, argüía que, si se entregaba a los obreros, en
forma de salarios, una porción mayor de la renta nacional, y si se entregaba
menos a los capitalistas en forma de intereses y de dividendos, o si a los ricos
se les imponían tributos más fuertes y se empleaba el dinero para el bienestar
social, no habría un excedente de capital y tampoco un verdadero imperialis
mo. Como la clase obrera, si se hiciera esto, también tendría más poder
adquisitivo, sería menos necesaria la búsqueda incesante de nuevos mercados
fuera del país. Pero la explicación del imperialismo por el «exceso de
capital» no era convincente del todo. Que los inversores y los exportadores
fueron instrumentos en la ascensión del imperialismo era, naturalmente,
muy cierto. Que el imperialismo surgiese esencialmente de la presión de los
capitalistas por invertir en el exterior era más dudoso. Tal vez incluso más
fundamental fuese la necesidad de Europa de importaciones —sólo mediante
enormes importaciones podía Europa mantener su densa población, su
compleja industria y su alto nivel de vida—. Era la demanda de estas
importaciones —algodón, coco, café, cobre o copra traídos de las «colo
nias»— lo que hacía económicamente beneficiosas las inversiones en las
colonias. Además, los propios no europeos pedían, frecuentemente, capital,
y se daban por contentos aunque los prestamistas europeos se lo concediesen
con intereses elevados. En 1890, esto podía significar, sencillamente,'que un
sha o un sultán querían construirse un nuevo palacio, pero la necesidad de
los no europeos de capital de Occidente era fundamental, y no iba a declinar
cuando el mundo se hiciese más democrático. Por último, el imperialismo de
algunos países, especialmente Rusia e Italia, que tenían poco capital y pocos
capitalistas propios de tipo moderno, no podía ser atribuido, razonablemen
te, a la presión de lucrativas inversiones en el extranjero.
Para los ingleses, sin embargo, el estímulo capitalista era de gran
importancia. Ya hemos visto cómo los ingleses, en 1914, tenían 20.000
millones de dólares invertidos fuera de Gran Bretaña, es decir, una cuarta
parte de su riqueza nacional6. Alrededor de la mitad —o sea, unos 10.000
millones de dólares— estaba invertida en el Imperio Británico. Sólo una
décima parte de las inversiones francesas en el extranjero estaba en las
379
colonias francesas. Sin embargo, la inversión francesa en el mundo colonial
en general, incluidos Egipto, Suez, Africa del Sur y Asia, además de las
colonias francesas, se elevaba, aproximadamente, a una quinta parte de todas
las inversiones francesas en el extranjero. Sólo una fracción infinitesimal de
la inversión alemana extranjera, en 1914, estaba en las colonias alemanas,
que eran de escaso valor. En cambio, una quinta parte de las inversiones
alemanas en el extranjero estaba situada en Africa, en Asia y en el Imperio
Turco. Estas sumas son suficientes para reflejar las presiones ejercidas sobre
los gobiernos europeos para asegurar una influencia política en Africa, en
Turquía o en la China.
Además, los inversores franceses (incluidos pequeños burgueses y tam
bién campesinos ricos) teman, en 1914, una importante inversión en el
Imperio Ruso. Rusia, una potencia imperial respecto a sus países vecinos de
los Balcanes y de Asia, se encontraba en una situación casi colonial respecto
a la Europa de Occidente. Los zares en sus últimos veinte años, como los
sultanes turcos o la dinastía manchú, se mantenían en pie, gracias a los
préstamos extranjeros, predominantemente franceses. En 1914, los franceses
habian prestado a Rusia más de 2.000 millones de dólares, más que a todas
las regiones coloniales juntas. La motivación de estas gigantescas aportacio
nes era, por lo menos, tanto política como económica. El gobierno francés
apremiaba, frecuentemente, a los bancos franceses para que comprasen
bonos rusos. El objetivo no consistía sólo en obtener un beneficio para
banqueros y ahorradores, sino el de conseguir y mantener un aliado militar
contra Alemania.
La política iba a la par de la economía en la totalidad del proceso de la
expansión imperialista. La seguridad nacional, tanto política como económi
ca, era un objetivo de la misma importancia que la acumulación de riqueza
privada. Lo mismo ocurría con el creciente interés, en muchas regiones,
acerca de la seguridad económica y del bienestar de las clases trabajadoras.
Las ideas del estadista inglés Joseph Chamberlain (1836-1914) son un claro
ejemplo de la incorporación de estas motivaciones al pensamiento imperia
lista.
Chamberlain, padre de Neville Chamberlain —que sería primer m inistro
de Inglaterra en los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra
Mundial—, empezó siendo un fabricante de Birmingham, el tipo de hombre
que, una generación antes, habría sido un adicto partidario del libre
comercio y un defensor del laissez faire. Desechando el viejo individualismo,
pasó a creer que la comunidad debía y podía cuidar mejor a sus miembros,
y, en particular, que la comunidad británica (o imperio) podía mejorar el
bienestar de los ingleses. Como alcalde de Birmingham, introdujo una
especie de socialismo municipal, incluyendo la propiedad pública de los ser
vicios públicos. Como secretario colonial desde 1895 hasta 1903, proclamó la
necesidad oara Inglaterra de «un gran imperio capaz de sostenerse y de
protegerse a sí mismo» en una época de creciente competencia internacional,
un área comercial británica de dimensión mundial, desarrollada por capital
británico, que facilitaría una segura fuente de materias primas y de artículos
alimenticios, mercados para las exportaciones, y un nivel constante de
beneficios, de salarios y de empleo.
380
Chamberlain veía con recelo las tendencias independentistas en el
Canadá, en Nueva Zelanda y en la Commonwealth Australiana. Para
aquellos dominios, él proponía un completo autogobierno, pero esperaba
que, una vez seguros de la virtual independencia, reanudarían sus lazos entre
sí y con Gran Bretaña. Chamberlain llamaba «federación imperial» a
aquella reintegración del imperio. Inglaterra y sus dominios, según Cham
berlain, debían reunir sus recursos, no sólo para la defensa militar, sino
también para el bienestar económico. Los dominios habían impuesto ya
tarifas contra las manufacturas británicas, a fin de reforzar las propias.
Chamberlain, para defender las exportaciones británicas, apremiaba a los
dominios a cargar los artículos británicos con impuestos más bajos que los
previstos para los mismos artículos procedentes de países extranjeros. A
cambio de ello, propoma que Gran Bretaña adoptase una tarifa pro
teccionista, de modo que pudiera así favorecer los artículos canadienses o
australianos, imponiéndoles tasas más bajas. Su proyecto consistía en
mantener unido el imperio mediante lazos económicos, haciendo de él una
especie de unión aduanera o un sistema de «preferencia imperial». Como
Gran Bretaña importaba, sobre todo, carne y cereales de los dominios,
Chamberlain se vio obligado a recomendar una tarifa también sobre estos
artículos «grabar el alimento del pueblo», repudiando nada menos que el
arca de la alianza del Libre Comercio sobre la que durante medio siglo había
descansado la economía británica7. La propuesta fue rechazada. Chamber
lain murió en 1914, sin llegar a su meta. Pero, tras la Primera Guerra
Mundial, el Imperio Británico o Commonwealth de Naciones siguió estre
chamente las líneas que él había trazado8.
Si el bienestar económico y la seguridad de las clases trabajadoras
europeas mejoraron con el imperialismo es algo que todavía se discute. Es
probable que el obrero de la Europa occidental se beneficiase del imperialis
mo. Los imperialistas socialmente conservadores fueron acompañados en
esta creencia por los pensadores de la extrema izquierda. El propio Marx,
seguido por Lenin, creía que el obrero europeo obtenía salarios reales más
altos, gracias a la afluencia de artículos coloniales de precios más bajos. Esto
fue una contrariedad para los marxistas, porque dio a los trabajadores
europeos míos intereses creados en el imperialismo, hizo al proletáriado
europeo «oportunista» (es decir, no revolucionario), e impidió la formación
de un verdadero proletariado internacional de todas las razas.
Otro argumento imperialista muy escuchado en aquel tiempo sostenía
que los países europeos debían adquirir colonias a las que pudiera emigrar el
exceso de población, sin abandonar del todo la tierra nativa. Parecía una
desgracia, por ejemplo, que tantos alemanes o italianos que emigraban a los
Estados Unidos hubieran de perderse para la patria. Este argumento era
simplemente engañoso. Con posterioridad a 1870, ningún país europeo
adquirió ninguna colonia a la que deseasen trasladarse, en cierto número, las
familias europeas. Los millones que todavía dejaban Europa, hasta 1914,
381
persistían en dirigirse hada las Américas, donde ninguna colonia europea
podia fundarse entonces9.
La naturaleza competitiva del sistema de estados europeos introdujo
otros elementos casi exclusivamente políticos. Los estados europeos tenían
que defender su seguridad, los unos contra los otros. Tenían que conservar
algún tipo de equilibrio entre si, tanto en el mundo ultramarino como en
Europa. Así, en la arrebatiña por Africa, era frecuente que un gobierno se
anexionase apresuradamente un territorio, sólo por el temor de que otro
pudiera hacerlo primero. O también que unas colonias llegasen a tener un
valor intangible, pero importante, en simbolismo y en prestigio. La posesión
de colonias era un criterio normal de grandeza. Era la señal de haber llegado
a ser una gran potencia. Inglaterra y Francia habían tenido colonias durante
siglos. Por consiguiente, las nuevas potencias formadas en la década de 1860
—Alemania, Italia, Japón, y, en cierto sentido, los Estados Unidos— debían
tener colonias también.
382
condescendencia hacia la mayor parte de la especie humana. Como Rudyard
Kipling escribía en 1899:
383
esclavos, para cultivar el agodón que tenia tan gran demanda en la Inglaterra
industrial. La República Mexicana no autorizaba la esclavitud. Los recién
llegados proclamaron su propia república, a la que llamaron Texas. Se
suscitó la agitación en favor de la anexión a los Estados Unidos. México se
opuso, pero, en 1845, los Estados Unidos se anexionaron Texas. Se produjo
una guerra, en la que México perdió, en favor de los Estados Unidos, no
sólo Texas, sino toda la región desde Texas hasta la costa de California.
Como suele ocurrir en estas cuestiones, el que pierde conserva una memoria
más larga que el que gana. En los Estados Unidos, no tardó en considerarse
naturalisima la posesión de aquellas regiones, en México, habían de pasar
muchas décadas antes de que la herida cicatrizase. México había perdido la
mitad de su territorio, en los años de la primera generación de su
independencia. En aquel tiempo, se argumentaba que los Estados Unidos
tenían muchas más facilidades que México para civilizar la región.
La siguiente amenaza para México llegaba de Europa. Los dirigentes
políticos de México, en un momento de desórdenes internos, contrajeron
grandes préstamos en Europa, en unas condiciones exorbitantes, pues los
dirigentes europeos consideraban, con razón, que el crédito mexicano era
sumamente dudoso. Cuando el dirigente liberal Juárez (un indio pura
sangre, y, desde luego, racialmente «no europeo») repudió los préstamos, los
poseedores de bonos europeos pidieron satisfacción a sus gobiernos. Los
Estados Unidos se hallaban paralizados por la Guerra Civil. Gran
Bretaña, Francia y España, que nunca habían reconocido la Doctrina
Monroe, enviaron, en 1861, fuerzas militares combinadas a Veracruz. Los
ingleses propusieron la toma de las aduanas de los puertos mexicanos, y la
apropiación de los ingresos aduaneros para la compensación de la deuda (un
expediente introducido en China, tres años antes); pero los franceses tenían
propósitos más ambiciosos. Sin que lo supieran los ingleses, que sólo querían
cobrar las deudas, ni los españoles, que soñaban con instaurar una nueva
monarquía borbónica en México, el emperador Napoleón III tenia un
proyecto secreto de establecer un estado satélite francés en México, que el
capital y las exportaciones francesas podrían luego desarrollar. Proyectaba
crear un imperio mexicano, con el archiduque austríaco Maximiliano como
emperador de paja. Los ingleses y los españoles, que no estaban de acuerdo,
retiraron sus fuerzas. El ejército francés penetró en el interior. Maximiliano
reinó durante algunos años, pero Napoleón III llegó, poco a poco, a la
conclusión de que la conquista de México era imposible, o excesivamente
costosa. En 1865, resultó evidente que los Estados Unidos no iban a
hundirse, como creían e incluso esperaban las clases dirigentes europeas.
Los Estados Unidos protestaron enérgicamente ante el gobierno francés. Los
franceses se retiraron, Maximiliano fue preso y fusilado, y Juárez y los
liberales mexicanos volvieron al poder.
Así pues, la presión de los Estados Unidos, antes de 1870, había
despojado y protegido, sucesivamente, a su parte limítrofe de América
Latina. Esta situación ambivalente llegó a ser característica del Nuevo
Mundo. A medida que los Estados Unidos se iban convirtiendo en una gran
potencia, la Doctrina Monroe se transformaba en una auténtica barrera
frente a las ambiciones territoriales europeas. La América Latina nunca
384
estuvo sometida al imperialismo tan completamente como lo estuvieron Asia
y Africa. Por otra parte, los Estados Unidos se convirtieron en la potencia
imperialista más temida que ninguna otra, al sur de su frontera. Eran la
amenaza yanqui, el Coloso del Norte.
En los arios setenta, en el curso de su turbulenta política, tanto los nativos
de México como los residentes extranjeros se vieron obligados a pagar cuotas
forzosas a caudillos rivales. El Departamento de Estado de Washington
exigió que los ciudadanos de su país fuesen resarcidos por el gobierno
mexicano. El doble plano característico del imperialismo —un plano para los
estados civilizados y otro para los no civilizados— se puso bien de manifiesto
en el intercambio de notas. El gobierno mexicano, ahora bajo Porfirio Díaz,
intentaba establecer el principio de que «los extranjeros residentes en un país
aceptaban el modo de vida de sus gentes... y participaban, no sólo en los
beneficios de esa residencia, sino también en las adversidades. Los extranje
ros debían disfrutar de las mismas garantías y de la misma protección legal
que los nativos, pero no de más». Los mexicanos aducían que los Estados
Unidos nunca habían reconocido las demandas de los extranjeros por
pérdidas sufridas durante su Guerra Civil. Los Estados Unidos, bajo el
Presidente Hayes, sostenían, por su parte, que los ciudadanos de estados
adelantados, al operar en regiones más primitivas, debían continuar disfru
tando de la seguridad de la propiedad, característica de sus propios países.
Cuando, en otra ocasión, los Estados Unidos enviaron tropas a la frontera,
y los mexicanos protestaron, el secretario de estado subrayó «el voluble e
infantil carácter de estos hombres y su incapacidad para tratar una cuestión
general con serenidad y sin prejuicios». México replicó que los Estados
Unidos habían «incumplido todas las normas de la ley y de la práctica
internacionales de las naciones civilizadas y habían tratado a los mexicanos
como a salvajes, como a cafres de Africa».
De hectio, era un principio del derecho internacional en el siglo XIX que
los estados civilizados no podían intervenir, recíprocamente, en sus asuntos,
pero tenían derecho a intervenir en los países «atrasados». En la disputa de
1877, los Estados Unidos clasificaron a México como atrasado, «voluble e
infantil». A lo que los mexicanos replicaron que estaban siendo tratados
como «salvajes y cafres», y no como una nación civilizada. La diferencia
estribaba en cuál de las dos normas debía aplicarse.
385
la Zona del Canal, y procedieron a construir el Canal de Panamá. Panamá
se convirtió, realmente, en lo que los europeos llamarían un protectorado de
los Estados Unidos.
Mientras tanto, lo que aún quedaba del antiguo imperio americano
español, reducido a Cuba y a Puerto Rico, se veía agitado por disturbios
revolucionarios que aspiraban a la independencia. Las simpatías de los
Estados Unidos se hallaban con los revolucionarios. Todos los signos del
nuevo imperialismo se mostraban inequívocamente. Los americanos tenían
50 millones de dólares invertidos en Cuba. Compraban los bonos emitidos
por los revolucionarios cubanos en Nueva York. El azúcar cubano, cuya
producción se veía entorpecida por tastornos políticos, era necesario para el
famoso nivel de vida americano. Una Cuba ordenada y dócil era vital para
los intereses americanos estratégicos en el Caribe, en el canal de pronta
construcción y en el Pacífico. La barbarie de las autoridades españolas fue
deplorada como un ultraje a la civilización moderna. Los periódicos,
especialmente la nueva prensa «amarilla», excitaron al pueblo americano a un
furor de indignación moral y de imperial autoafirmación. El punto
culminante se alcanzó cuando un barco de guerra americano, el Maine, se
hundió en el puerto de la Habana, en misteriosas circunstancias.
Los Estados Unidos ganaron fácilmente la consiguiente guerra con
España, en 1898. Puerto Rico fue anexionado abiertamente, como lo fueron
las Islas Filipinas, al otro lado del mundo. Cuba se estableció como una
república independiente, sometida a la Enmienda Platt, es decir, una serie de
disposiciones mediante las cuales los Estados Unidos obtenían el derecho a
supervisar las relaciones de Cuba con las potencias extranjeras, y a
intervenir en Cuba en materias de «vida, propiedad, libertad individual» y
de «independencia cubana». Así, los Estados Unidos obtenían otro protecto
rado en el Caribe. El derecho de intervención en Cuba fue ejercido varias
veces en las dos décadas siguientes, hasta que el desarrollo del nacionalismo
cubano y el descenso del imperialismo americano condujeron a la abrogra-
ción de la Enmienda Platt, en 1934. Después, tras la Segunda Guerra Mundial,
las Filipinas recibieron formalmente la independencia, en 1946, y Puerto
Rico se convirtió en una comunidad autogobemada, en 1952.
Fue bajo el Presidente Theodore Roosevelt, el irascible «héroe del monte
San Juan», cuando la grandeza imperial de los Estados Unidos se proclamó
más ostensiblemente. Theodore Roosevelt anuncio en 1904 que la debili
dad o el mal comportamiento «que desemboca en una general relajación de
los lazos de la sociedad civilizada pueden... requerir la intervención de
alguna nación civilizada», y que la Doctrina Monroe podía obligar a los
Estados Unidos «al ejercicio de un poder de policía internacional». Al año
siguiente, Santo Domingo caía en tal desorden financiero, que los acreedores
europeos se alarmaron. Para soslayar cualquier pretexto de intervención
europea, los Estados Unidos enviaron un administrador financiero a Santo
Domingo, reformaron la economía del país, y retuvieron la mitad de los
ingresos aduaneros para pagar sus deudas. Roosevelt declaró —en lo que
pasó a ser conocido como el «Corolario Roosevelt» a la Doctrina Monroe—
que, como los Estados Unidos no iban a permitir que los estados europeos
interviniesen en América para cobrar sus deudas, los Estados Unidos debían
386
asumir el deber de intervención para salvaguardar las inversiones del mundo
civilizado. La Doctrina Monroe, que inicialmente fue una advertencia
negativa para Europa, ahora, con el nuevo corolario, constituía una
observación positiva de supervisión de toda América por parte de los
Estados Unidos. Siguió un cuarto de siglo de «diplomacia del dólar», en el
que los Estados Unidos intervinieron repetidas veces, militarmente o por otros
medios, en el Caribe y en México. Pero el Corolario Roosevelt, como la
Enmienda Platt, creó tanto resentimiento en la América Latina, que el
gobierno de Washington acabó repudiándolo.
La historia de las Islas Hawai fue tan característica del nuevo imperialis
mo como cualquier episodio de la historia de cualquiera de los imperios
europeos. Conocidos inicialmente para los extraños como las Islas Sand
wich, aquellos parajes gozaron, durante mucho tiempo, del aislamiento en
medio de la inmensidad del Pacífico. El desarrollo de la navegación en el
siglo XIX los incorporó al mundo. Marineros, balleneros, misioneros y
vendedores de ron y de telas llenaban Honolulu, hacia 1840. El gobernante
nativo, confuso e impotente ante la nueva situación, casi aceptó un
protectorado británico en 1843, y en 1875 aceptó un virtual protectorado de
los Estados Unidos, que garantizaban la independencia hawaiana contra
cualquier otro país, obtenían privilegios comerciales y adquirían Pearl
Harbor como base naval. El capital y la administración americanos entraron
en la isla. Crearon grandes industrias del azúcar y de la piña, que dependían
enteramente no sólo de la exportación a los Estados Unidos, sino también de
la inversión de este país. En 1891, cuando la Reina Liliuokalani subió al
trono, trató de detener la occidentalización y la americanización. Los
intereses americanos, amenazados por sus proyectos políticos de carácter
autóctono, derrocaron a la reina y establecieron una república independien
te, que no tardó en solicitar la anexión a los Estados Unidos. Fue la historia
de Texas, reactualizada. Durante varios años, la cuestión estuvo indecisa a
causa de la insistente desaprobación de aquellos métodos violentos, dentro
de los Estados Unidos. Pero con el Japón poniendo de manifiesto designios
imperiales en 1895, con la entrada de las otras potencias en China, con la
Guerra Hispano-Americana, con la adquisición de las Filipinas y con los
proyectos del Canal de Panamá, los Estados Unidos «aceptaron su destino»
en el Pacífico, y se anexionaron la República Hawaiana mediante la
resolución unánime del Congreso de 1898. Hawai pasó a ser un estado de la
Unión Americana, en 1959.
387
religiosas. La mayor parte d e su población era d e musulmanes,
c o m u n id a d e s
incluidos musulmanes ortodoxos y sectas reformadas de drusos y wahabitas;
algunos eran judíos que siempre habían vivido en el Próximo Oriente; muchos
eran cristianos, principalmente ortodoxos griegos. Los turcos eran la clase
dominante, y la religión dominante era el Islam. Por ejemplo, solamente los
musulmanes podían servir en el ejército; los no musulmanes eran conocidos
como raya, la «manada» o el «rebaño» —pagaban los impuestos— . Personas
de diferentes religión» vivían unas al lado de otras, cada una con sus leyes,
sus tribunales, y las costumbres de sus grupos religiosos. Los funcionarios
religiosos —patriarcas, obispos, rabinos, imanes, ulemas— eran responsables
ante el gobierno turco de su propio pueblo, sobre el cual, por lo tanto,
tenían una gran autoridad.
Los europeos occidentales tenían sus derechos especiales. El clero
católico, que vivía principalmente en Palestina, dependía del papa en
religión y de Francia en cuanto a protección política. Los comerciantes
occidentales disfrutaban del régimen de las «capitulaciones», o derechos
especiales garantizados por el gobierno turco en numerosos tratados que se
remontaban hasta el siglo XVI. Según las capitulaciones, Turquía no podía
imponer una tarifa de más del 8 por ciento sobre los artículos importados.
Los europeos estaban exentos de la mayoría de los impuestos. Las causas
judiciales, ya fuesen civiles o penales, entre dos europeos, sólo podían
resolverse en un tribunal formado por un cónsul europeo que se regía por un
código europeo. Las disputas entre un europeo y un súbdito turco se
sustanciaban en tribunales turcos, pero en presencia de un observador
europeo.
El Imperio Turco, en resumen, carecía totalmente de la idea europea de
nacionalismo o de unidad nacional. La idea europea de soberanía y de una
ley uniforrqe para todos sus pueblos estaba también ausente, como lo estaba
la idea del estado secular, o la de la ley y la ciudadanía separadas de la
religión. El imperio se habia quedado rezagado, respecto a Europa, en
realizaciones científicas, mecánicas, materiales, humanitarias y administrati
vas.
Turquía era «el hombre enfermo de Europa», y su larga decadencia
constituyó la Cuestión Oriental. Desde la pérdida de Hungría en 1699, el
Imperio Turco habia entrado en un largo proceso de desintegración
territorial. Que el imperio durase otros dos siglos se debía al equilibrio
europeo de poder12. Pero, en los años cincuenta, el imperio estaba deshacién
dose por sus bordes. Rusia habia avanzado en Crimea y en el Cáucaso. Servia
era autónoma, Grecia independiente, y Rumania estaba reconocida como un
principado autogobernado. Los franceses ocupaban Argelia. Una dinastía
árabe nativa, los Sauds, de la secta reformada de los wahabitas, gobernaba
sobre gran parte de Arabia. Un antiguo gobernador turco de Egipto,
Mohamed Alí, habia establecido a su familia como jedives hereditarios en el
valle del N ilo13. A pesar de todos estos cambios, el Imperio Turco, en los
12 Ver págs. 56-57, 197.
13 Ver pág, 197. El gobernador egipcio, como virrey bajo el Imperio Turco, no adoptó el
título de «jedive» hasta 1867; se llamó «sultán» desde 1914 a 1922; luego, «rey» hasta el derroca
miento de la monarquía en 1952.
388
años cincuenta, era todavía enorme. Abarcaba no sólo la Península Turca o
de Anatolia (incluidos Armenia y el territorio del sur del Cáucaso), sino
también la parte central de la Península Balcánica desde Constantinopla
hasta el Adriático, donde vivían muchos cristianos de nacionalidad eslava,
Trípoli (Libia) en Africa del Norte, y las islas de Creta y de Chipre. Egipto y
Arabia, aunque autónomos, continuaban bajo la soberanía nominal del
sultán.
La Guerra de Crimea de 1854-1856 abrió una nueva fase en la historia
otomana, como en la de Europa14. Ya hemos visto cómo esta guerra fue
seguida por la consolidación de grandes estados-nación en Europa, y cómo
también los Estados Unidos, el Canadá y el Japón se consolidaron o se
modernizaron, por la misma época. Los turcos trataron de hacer lo mismo
entre 1856 y 1876.
En la Guerra de Crimea, los turcos estuvieron del lado de los vencedores,
pero la guerra les afectó como afectó a Rusia, la vencida. A l poner de
manifiesto su debilidad militar y política, subrayó la necesidad de organiza
ción. El resultado de la guerra se invocó para demostrar la superioridad del
sistema político de Inglaterra y Francia. Así pues, los reformadores turcos
quisieron remodelar a su país según las líneas occidentales. No era sólo que
pretendiesen defenderse contra otra de las periódicas guerras con Rusia.
Trataban también de evitar el tener que ser periódicamente salvados de
Rusia por el Occidente, proceso que, de continuar, sólo podría conducir al
control de Turquía por los franceses o por los ingleses.
389
que hizo un viaje a Europa, visitó Viena, Londres, y la gran exposición
u n iv e rsa l de París de 1867. Pero se levantó una fuerte resistencia contra
cambios tan radicales. Además, los mejores esfuerzos de los reformadores
turcos se malograron. Había demasiado pocos turcos con conocimientos o
experiencia en el trabajo requerido. Abdul Aziz se dedicó a gastar el dinero
que había obtenido a préstamo demasiado arbitrariamente para mejorar su
harén. En 1874, el gobierno otomano, tras haberse endeudado, excesiva y
atolondradamente, repudió la mitad de sus deudas.
Un nuevo ministro reformista, más decidido, Midhat Pasha, estimulado
por la oposición e indignado ante el peso de la inercia, depuso a Abdul Aziz
en 1876, depuso al sobrino de éste, tres meses después, y estableció como
sultán a Abdul Hamid II. El nuevo sultán, al principio, se sumó vivamente
al movimiento de reforma, proclamando una nueva constitución en 1876.
Esta declaraba que el Imperio Turco era indivisible, y prometía libertad
personal, libertad de conciencia, libertad de educación y de prensa, y
gobierno parlamentario. El primer parlamento turco se reunió en 1877. Sus
miembros se dedicaron seriamente a la reforma. Pero no pudieron contar
con Abdul Hamid, que en 1877 reveló sus verdaderas intenciones. Se
desembarazó de Midhat, disolvió el parlamento y abolió la constitución.
Abdul Hamid reinó durante treinta y tres años, desde 1876 hasta 1909.
Durante todo este tiempo, vivió como un animal aterrado, luchando, ciega y
ferozmente contra unas fuerzas que él no podía entender. En una ocasión en
que a las aduanas turcas llegó una partida de dínamos, fue retenida por unos
funcionarios asustados, porque las declaraciones aseguraban que los conte
nidos hacían varios centenares de revoluciones por minuto. Otra vez, unos
libros de química para el nuevo colegio americano fueron declarados
sediciosos porque sus símbolos químicos podían ser una clave secreta. El
sultán temía que la descomposición del viejo modo de vida otomano
conduciría a la ruina. Le aterraban todos los movimientos que pretendían
refrenar sus caprichos o su poder. Sentía un profundo pánico ante los
reformadores turcos y ante los occidentalizadores, que fueron haciéndose
cada vez más terroristas, dada la oposición del sultán. Expulsados por Abdul
Hamid, unas decenas de millares de Jóvenes Turcos, los activistas de la
época reformista anterior a 1876, o sus hijos y sucesores, vivieron en el exilio
en París, en Londres o en Ginebra, conspirando en la preparación de su re
greso a Turquía y en la venganza contra Abdul el Maldito. El sultán estaba
asustado también por la agitación entre sus súbditos no turcos. Nacionalistas
armenios, búlgaros, macedonios y cretenses desafiaban y vilipendiaban a las
autoridades turcas, que respondieron con las matanzas búlgaras de 1876 y con
las matanzas armenias de 1894. Aquellas horribles carnicerías de millares de
campesinos por las tropas otomanas produjeron una gran conmoción en
Europa, desacostumbrada a tal violencia. Por último, y con razón, Abdul
Hamid vivía en un temor creciente de los designios de las potencias europeas
imperialistas acerca de la disolución de su imperio.
390
Un Imperio Turco totalmente reformado, consolidado y modernizado
era lo último que los gobiernos europeos deseaban. Podían querer reformas
humanitarias en Turquía, una mayor eficacia y honestidad en el gobierno
turco y en sus finanzas, e incluso en un sistema parlamentario turco. Esas
demandas eran elocuentemente expuestas por liberales como Gladstone en
Inglaterra. Pero nadie quería lo que los reformadores turcos querían, es
decir, un Imperio Turco fortalecido que pudiera tratar, políticamente, en un
plano de igualdad con Europa.
391
Suez, cuyo principal accionista era ahora el gobierno británico, estaba
convirtiéndose en la «línea vital» del imperio. Pero el estado turco, y, por
consiguiente, todo el Próximo Oriente, estaba ahora derrumbándose ante los
rusos, cuyos ejércitos avanzaban rápidamente a través de los Balcanes,
en 1877, llegaban a Constantinopla y obligaban a los turcos a firmar un
tratado, el tratado de San Stefano. Mediante este tratado, Turquía cedía a
Rusia Batum y Kars, en el lado sur de los Montes del Cáucaso, daba plena
independencia a Servia y a Rumania, prometía reformas en Bosnia y
garantizaba la autonomía a un nuevo estado búlgaro, cuyas fronteras habían
de trazarse muy generosamente, y del que todos esperaban que estaría
dominado por Rusia, Un clamor popular se despertaba en Inglaterra,
pidiendo la guerra contra Rusia. El alboroto dio la palabra «jingoísmo» al
lenguaje:
392
Bismarck decía que él era «el agente honrado», sin más interés que el de la
paz europea.
El tratado de Berlín de 1878 disipó la inmediata amenaza de guerra. Pero
dejó en pie muchos problemas, para que los tratasen los estadistas futuros,
problemas que, por no haber sido resueltos acertadamente, se convirtieron
en causa principal de la Primera Guerra Mundial, treinta y seis años
después. Ni los nacionalistas balcánicos ni los pan-eslavos rusos estaban
satisfechos. Los turcos, desde los reaccionarios como Abdul Hamid hasta los
revolucionarios Jóvenes Turcos del destierro, estaban indignados por el
hecho de que la paz se hubiera conseguido a costa de una nueva
desmembración de su territorio. La manifiesta debilidad de Turquía era una
constante tentación para todos los interesados. En los años anteriores a
1914, se incrementó la. influencia alemana. Los alemanes y el capital alemán
se introdujeron en Turquía proyectando —y, en parte, realizando— un gran
ferrocarril Berlín-Bagdad, que iría acompañado de la explotación de los
recursos naturales del Próximo Oriente. El ferrocarril estaba casi terminado
antes de 1914, a pesar de las protestas y de las declaraciones de los rusos, de
los franceses y especialmente de los ingleses, que en él veían una amenaza
directa a su imperio en la India.
393
oponían a los extranjeros y a su propio gobierno, acusándolo de ser una
simple fachada de los intereses extranjeros. El movimiento de Arabi, que fue
una primera expresión de nacionalismo árabe, provocó levantamientos en
Alejandría, donde los europeos tuvieron que huir a bordo de los barcos
ingleses y franceses surtos en el puerto. Una escuadra británica bombardeó
después Alejandría, sin m ir a m ie n to s . Tropas británicas Qas francesas,
aunque invitadas a tomar parte, rehusaron) desembarcaron en Suez y en
Alejandría, en 1882, derrotaron a Arabi y tomaron a Tewflk bajo su
protección. Los británicos dijeron que la intervención militar de 1882 era
temporal, pero las tropas inglesas se quedaron allí durante largo tiempo, a
través de dos guerras mundiales y hasta bien avanzado el siglo XX, no
retirándose hasta 1956.
Egipto se convirtió en un protectorado británico. Los ingleses protegían
al jedive contra el descontento dentro de su propio país, de las pretensiones
de la Sublime Puerta y de las atenciones rivales de otras potencias europeas.
El residente británico desde 1883 hasta 1907, un administrador de facultades
excepcionales llamado Evelyn Baring, primer Conde de Cromer, contribuyó
en gran medida a la reconstrucción de la economía del país, a la reforma de
sus impuestos, a aliviar las cargas de los campesinos y a aumentar su
productividad, a la vez que estimulaba el desarrollo de las materias primas
que Inglaterra necesitaba y aseguraba el pago regular de los intereses de los
bonos egipcios a los ingleses, a los franceses y a otros poseedores.
Los franceses protestaron enérgicamente cuando los ingleses se que
daron tanto tiempo en Egipto. Desde hacía muchos años, habían sido los
franceses los que habían hecho las mayores inversiones en el Próximo
Oriente, y los habitantes del Próximo Oriente occidentalizados —egip
cios, sirios, turcos preferían, sin duda alguna, la lengua y la cultura fran
cesas a las inglesas. Los franceses, que abrigaban profundas sospechas
acerca de los propósitos ingleses en Egipto, se compensaron creando un
imperio en Africa del Norte, más al oeste. Desarrollaron Argelia, asumie
ron un protectorado sobre Túnez, y empezaron a penetrar en Marruecos.
Los ingleses, y en seguida los alemanes, miraban con malos ojos aquellos
avances franceses. La rivalidad por los despojos del Imperio Turco creó,
pues, enemistad entre las grandes potencias y constituyó un fecundo ger
men de alarmas de guerra, de temores y de maniobras diplomáticas que
precedieron a la Primera Guerra Mundial. Todo esto se trata en el capítulo
siguiente.
La disolución del Imperio Turco Uegó a confundirse con el conjunto de
la crisis internacional crónica anterior a 1914. Baste decir aquí, para no
perder de vista el destino del Imperio Turco, que la frenética política de
Abdul Hamid se redujo a nada y que los Jóvenes Turcos lograron el control
del gobierno turco en 1908. Estos impusieron la restauración de la
constitución de 1876 e introdujeron muchas reformas. En medio de los
trastornos revolucionarios de 1908, Bulgaria proclamó su plena indepen
dencia, y Austria se anexionó Bosnia. En la guerra turco-italiana de 1911-
1912, Italia tom ó a los turcos Libia y las islas del Dodecaneso. En dos
guerras balcánicas sucesivas (1912-1913), Turquía perdió casi todo su te
rritorio en Europa, en beneficio de Bulgaria, de Servia, de Grecia y de
394
Albania, convirtiéndose esta última en estado independiente en 191217.
Finalmente, cuando toda Europa se vio envuelta en la guerra, en 1914, Rusia
declaró nuevamente la guerra a Turquía, y los turcos entraron en la guerra al
lado de Alemania, cuya influencia política y económica en el imperio había
ido incrementándose constantemente. Durante la guerra, con la ayuda
británica, los árabes se desglosaron del imperio, acabando por convertirse en
estados árabes independientes. Egipto terminó también con todas sus
relaciones con el imperio. En 1923, se proclamó una república turca. Esta se
limitaba a Constantinopla y a la península anatolia, donde viyía el núcleo del
verdadero pueblo turco. La nueva república procedió a realizar una
completa revolución nacionalista y laica18.
L a apertura de A frica
395
especie de que el Dr. Livingstone se había perdido. El Herald- de Nueva
York, para elaborar noticias, envió al inquieto periodista H . M. Stanley en
busca suya, lo que este hizo en 1871. Livingstone no tardó en morir, con
grandes honores de los nativos. Stanley era un hombre de la nueva era. Al
ver las grandes posibilidades de Africa, se fue a Europa en busca de
auxiliares. En 1878, encontró a un hombre con las mismas ideas, que era,
precisamente, Leopoldo II, rey de los belgas.
Leopoldo, a pesar de toda su realeza, en el fondo era un promotor.
China, Formosa, las Filipinas y Marruecos habían atraído, sucesivamente,
su fantasía, pero fue la cuenca del Congo, en el Africa central, lo que decidió
desarrollar. Stanley era exactamente el hombre que él buscaba, y los dos fun
daron en Bruselas, con unos pocos financieros, una Asociación Internacional
del Congo, en 1878. Era una empresa puramente privada; el gobierno y el
pueblo belgas no tenían nada que ver en ello. Se consideraba que todo el inte
rior de Africa, desde las costas, como América en tiempos de Colón, era una
térra nullius, sin gobierno y sin que nadie tuviese títulos sobre ella, abierta de
par en par a las primeras personas civilizadas que llegasen. Stanley, al volver
al Congo en 1882, concertó, en uno o dos años, tratados con más de 500 jefes,
que a cambio de un poco de bisutería o de unos pocos metros de tela ponían
sus toscas huellas en los misteriosos papeles y aceptaban la bandera azul-y-oro
de la Asociación.
Como el Continente Negro aún no tenía idea alguna de las fronteras
interiores, nadie podía decir cuánta extensión podía cubrir muy pronto la
Asociación, mediante aquellos métodos. El explorador alemán Karl Peters,
que trabajaba en el interior de Zanzíbar, firmaba tratados con los jefes del
Africa Oriental. El francés Brazza, que partía de la costa occidental y que
distribuía la tricolor por todos los pueblos, reivindicaba junto al río Congo
un territorio más grande que Francia. Los portugueses aspiraban a reunir sus
antiguas colonias de Angola y Mozambique en un imperio trans-africano,
para lo cual requerían una generosa porción del interior. Inglaterra apoyaba
a Portugal. En todos los casos, los respectivos gobiernos europeos vacilaban
todavía acerca de la decisión de inmiscuirse en las tierras vírgenes africanas,
pero se veían impulsados por pequeñas minorías organizadas de entusiastas
colonizadores, y se enfrentaban con la probabilidad de que, si dejaban pasar
la oportunidad, luego seria demasiado tarde.
Bismarck, que personalmente creía que las colonias africanas constituían
un absurdo, pero que era sensible a las nuevas presiones, convocó otra
conferencia en Berlín, en 1885, esta vez para someter la cuestión africana a
una regulación internacional. Los estados europeos, en su mayoría, asi como
los Estados Unidos, acudieron. La conferencia de Berlín intentó hacer dos
cosas: establecer los territorios de la Asociación del Congo como un estado
internacional, bajo auspicios y restricciones internacionales, y redactar un
código internacional que dictase la forma en que deberían proceder las
potencias europeas que deseasen adquirir territorio africano.
El Estado Libre del Congo, que en 1885 ocupó el lugar de la Asociación
Internacional del Congo, no sólo era una creación internacional, sino que
incorporaba, en principio, lo que después de la Primera Guerra Mundial
había de conocerse como mandatos internacionales o fideicomisos intema-
3%
dónales para los pueblos «atrasados». La conferenda de Berlín espedficaba
que el nuevo estado no debería tener reladón alguna con ninguna potenda,
ni siquiera con Bélgica. Ddegaba el gobierno en Leopoldo. Trazó las
fronteras, hadendo el Estado Libre del Congo casi tan grande como los
Estados Unidos al este del Mississippi, y añadió dertas disposidones
espedficas; el río Congo se internacionalizaba, las personas de todas las
nacionalidades eran libres para comerciar en el estado del Congo, allí no se
impondrían tarifas sobre las importadones, y el comerdo de esclavos
quedaba suprimido. En 1889, Leopoldo reunió a las potenciéis signatarias en
una segunda conferencia, celebrada en Bruselas. La conferencia de Bruselas
dio nuevos pasos para desarraigar el comercio de esdavos, que seguía siendo
una lacra tenaz, aunque en descenso, porque d mundo musulmán estaba
detrás del cristiano en varias generaciones, en lo que se refería a la abolición
de la esclavitud. La conferenda de Bruselas también se propuso proteger los
derechos nativos, corregir ciertos abusos notorios y reducir el tráfico de
licores y de armas de fuego.
Este intento de intemadonalismo fracasó, porque Europa no tenía una
maquinaria internacional que pudiera efectuar la difícil tarea cotidiana de
ejecutar los acuerdos generales. Leopoldo actuó en el Congo, según su
propia voluntad. Su decisión de hacerlo comerdalmente beneficioso le
empujó a extremos injustos. Europa y América necesitaban caucho, y el
Congo era entonces una de las pocas fuentes de abastecimiento del mundo.
La población del Congo, de las menos adelantadas de Africa, y aquejada
por la enfermedad y el enervamiento de un clima ecuatorial de tierra
baja, no podía sangrar bastantes árboles de caucho, a no ser que se la
obligase mediante una severidad y una coacdón inhumanas. Los árboles
mismos se destruían, sin pensar en reponerlos. Leopoldo, mediante la
devastación de los recursos de aquel pueblo y esclavizando virtualmente a
sus hombres, podía extraer un ingreso prindpesco que luego gastaba en
Bruselas, pero nunca pudo hacer la empresa autosuficiente. Consumido por
las deudas, obtuvo otro préstamo de 25 millones de francos del reino de
Bélgica, sobre la base de que, a su muerte, si la deuda estaba sin pagar,
Bélgica heredaría el Congo. En 1908, los renuentes belgas se encontrarían así
herederos de unos «jardines tropicales» a los que ellos habían .sido
consecuentemente indiferentes. El Estado Libre se convirtió en el Congo
Bdga, y, bajo, la administración belga, se eliminaron los peores excesos del
régimen de Leopoldo.
La conferencia de Berlín de 1885 también había establecido, respecto a la
expansión en Africa, ciertas reglas de juego: una potencia europea con
posesiones en la costa tenía derechos prioritarios en el interior del país; la
ocupación no debía tener lugar solamente sobre el papel, mediante d trazado
de unas líneas sobre el mapa, sino que debía consistir en una ocupación real
por administradores o tropas; y cada potenda debía informar a las otras
acerca de qué territorios consideraba como propios. Inmediatamente se
produjo una tremenda arrebatiña por la «ocupadón real». En quince años,
se parceló todo d continente. Las únicas excepdones fueron Etiopía, y,
técnicamente, Liberia, fundada en 1822 como colonia para esclavos ameri
397
canos emancipados, y, virtualmente, protectorado de los Estados Unidos
desde siempre.
En todas partes se repetía una variante del mismo proceso. Primero, en
algún lugar de la selva, apareda un puñado de hombres blancos, con sus
inevitables tratados —a veces, en impresos—. Para conseguir lo que
deseaban, los europeos, por lo general, tenían que atribuir al jefe unos
poderes que según las costumbres de la tribu no poseía, los poderes de
transmitir la soberanía, de vender la tierra, o de transferir concesiones
mineras. Así pues, los africanos se vieron desconcertados, desde el prinripio,
por concepciones legales extranjeras. Entonces, los europeos crearon el
cargo del jefe, porque ellos, por sí mismos, no tenían influencia sobre el
pueblo. Esto condujo al extendido sistema de la «gobernación indirecta»,
mediante la cual las autoridades coloniales actuaban a través de los jefes y de
las formas tribales existentes. Había muchas cosas que sólo el jefe podía
resolver, tales como la seguridad de los europeos aislados, de los servidos de
portes, o de las cuadrillas de trabajadores para construir carreteras o
ferrocarriles.
La fuerza de trabajo era el gran problema. Los europeos sentían ahora
repugnancia por la auténtica esclavitud, y la abolían siempre que les era
posible. Pero el africano, mientras vivía a su manera tradidonal, no
reaccionaba como el asalariado libre en una empresa y en una economía
civilizadas. Tenia poco sentido de la gananda individual, y casi ninguno de
la utilidad del dinero. Trabajaba más bien esporádicamente, según las ideas
europeas; el verdadero trabajo, continuado y laborioso, se dejaba, er
muchas sodedades africanas, a las mujeres. El resultado fue que los
europeos recurrieron, en toda Africa, al trabajo forzado. Para la constrac-
dón de ferrocarriles, reaparederon sistemas como la corvée francesa de
antes de la Revolución. O se requería al jefe para que proporcionase un
contingente de hombres físicamente capaces que trabajarían durante un
derto período de tiempo, y, muchas veces, el jefe lo hacia con mucho gusto
para ganar en importancia a los ojos de los blancos. También se emplearon
métodos más indirectos. El gobierno colonial podía imponer una contribu
ción por cabaña o por cabeza, pagadera sólo en dinero, de modo que, para
la obtendón de este dinero, el nativo tenía que buscar un trabajo. O el nuevo
gobierno, una vez establecido, podía asignar a los europeos tanta tierra
como propiedad privada (otra concepción extranjera), que la tribu local ya
no podía seguir subsistiendo con las tierras que le quedaban. O la totalidad
de la tribu podía ser trasladada a una reserva, como los indios en los Estados
Unidos. En todo caso, mientras las mujeres cultivaban los campos o
atendían a los niños en el hogar, los hombres tenían que acudir en busca de
trabajo junto a los blancos, por una paga insignificante. Los hombres,
entonces, vivían en «complejos», lejos de la familia y del parentesco tribal;
se desmoralizaban; y el trabajo que ellos rendían, por su falta de inteligencia
y por su nula disposición, difícilmente habría sido tolerado en ninguna
comunidad más civilizada. En aquellas circunstandas, se hizo todo para
desarraigar a los africanos, y fue poco lo que se hizo para benefídarles. La
antigua sodedad tribal o aldeana se hundió, y nada vino a sustituirla.
Las condiciones mejoraron con el siglo XX, a medida que se elaboraban
398
unas tradiciones de administración colonial ilustrada. Los funcionarios
coloniales llegaron incluso a actuar como amortiguadores o como protecto
res de los nativos contra las ambiciones del hombre blanco. En todas partes,
el imperialismo incorporaba a su ética el afán de acabar con la esclavitud,
con las guerras tribales, con la superstición, con la enfermedad y con el
analfabetismo. Lentamente, fue brotando una clase occidentalizada de
africanos —los jefes y los hijos de los jefes, los sacerdotes católicos y los
ministros protestantes, los dependientes de los almacenes y los empleados del
gobierno—. Jóvenes de Nigeria o de Uganda aparecían como estudiantes en
Oxford, en la Universidad de París o en las universidades de los Estados
Unidos. Los africanos occidentalizados, por lo general, se oponían a la
explotación y al paternalismo. Daban muestras de un giro nacionalista,
como sus iguales en el Imperio Turco y en Asia. Si querían la occidentaliza-
ción, era a un ritmo y con un objetivo propios. Según avanzaba el siglo XX,
el nacionalismo en Africa iba haciéndose más evidente y más intenso.
Mientras tanto, en los quince años transcurridos desde 1885 hasta 1900,
los europeos en Africa estuvieron peligrosamente cerca de claros enfrenta
mientos. Los portugueses se anexionaron grandes extensiones en Angola y en
Mozambique. Los italianos se apoderaron de dos áridas zonas, la Somalia
italiana y Eritrea, junto al Mar Rojo. Luego avanzaron hacia el interior, en
busca de posesiones de mayor solidez, que les permitiesen conquistar Etiopia
y las fuentes del Nilo. Pero unos 80.000 etíopes derrotaron e hicieron una
carnicería con 20.000 italianos, en la decisiva batalla de Adua, en 1896.
Era la primera vez que unos nativos africanos se defendían victoriosamente
contra los blancos, y aquello disuadió a los italianos (o a otros europeos) de
la invasión de Etiopía, durante cuarenta años. Italia y Portugal, como el
Estado Libre del Congo y España (que conservaba unos pocos vestigios de
pasados tiempos), podían disfrutar de grandes posesiones en Africa, gracias
a los naturales temores entre los principales competidores. Los principales
competidores eran Gran Bretaña, Francia y Alemania. Cada uno de estos
países perfería que los territorios perteneciesen a una pequeña potencia,
antes que a uno de sus grandes rivales.
Los alemanes fueron los últimos en la carrera colonial, en la que Bis
marck era reacio a entrar. En los años ochenta, en Alemania se oían todos
los argumentos imperialistas habituales, aunque la mayor parte de ellos,
como la necesidad de nuevos mercados, de salidas para la emigración o para
la inversión de capital, tenia poca o ninguna aplicación al Africa tropical.
Los alemanes establecieron colonias en el Africa Oriental Alemana, y en el
Camerún y en Togo, en la costa occidental, así como en el área desierta que
luego se llamó Africa Suroccidental Alemana. No se ignoraba que quienes
trazaban los planes imperiales alemanes proyectaban que, algún día, el
Congo y las colonias D o r t u a u e s a s nodrían unirse al Africa Oriental
Alemana y al Camerún en un sólido cinturón alemán que atravesase el
corazón de Africa. Los franceses controlaban la mayor parte del Africa
399
Occidental, desde Argelia, a través del Sahara y del Sudán, hasta varios
puntos de la costa guineana. Ocupaban también Obok, junto al Mar Rojo,
y, tras la derrota italiana en 1896, su influencia en Etiopia aumentó. Los
proyectos franceses, por lo tanto, soñaban con un sólido cinturón francés
que atravesase Africa, desde Dakar hasta el Golfo de Aden. En 1898, el
gobierno francés envió al capitán J. B. Marchand, con un pequeño grupo,
hacia el este del Lago Chad, para que izase la bandera tricolor lejos, en el
alto Nilo, en la parte meridional del Sudán, que ninguna potencia europea
había ocupado todavía «efectivamente».
Los dos presuntos cinturones este-y-oeste, el alemán y el francés, estaban
cortados (presuntamente) por un cinturón norte-y-sur, proyectado en la
imaginación, imperial británica como una «Africa inglesa desde el Cabo
hasta El Cairo». Desde el Cabo de Buena Esperanza, Cecil Rhodes penetró
hacia el norte, por Rhodesia. Kenya y Uganda, en la parte media del
continente, s a n ya británicas. En Egipto, protectorado inglés desde 1882,
los ingleses empezaban a apoyar las antiguas pretensiones egipcias al alto
M ío. La primera aventura resultó un desastre, cuando, en 1885, un oficial
británico, «Chino Gordon», capitaneando una fuerza egipcia, fue muerto
por musulmanes sublevados en Jartún. En la década siguiente, la opinión
inglesa se hizo seriamente imperialista. Otro oficial británico, el General
Kitchener (llevando bajo su mando a un joven llamado Winston Churchill)
partió, de nuevo, hacia el sur, Nilo arriba, y derrotó a los musulmanes
locales en Ondurman, en 1898. Luego continuó, corriente arriba. En un
lugar llamado Fashoda, encontró a Marchand.
La consiguiente crisis de Fashoda puso a Inglaterra y a Francia al borde
de la guerra. Ya enfrentados a causa de Egipto y de Marruecos19, los dos
gobiernos utilizaron el encuentro de Fashoda para poner las cartas boca
arriba. Era una prueba de fuerza, no sólo en cuanto a sus respectivos planes
para toda Africa, sino también en cuanto a su posición relativa en todas las
cuestiones imperialistas e internacionales. Al principio, los dos se negaban a
ceder. Los ingleses virtualmente amenazaban con la lucha. Los franceses,
preocupados por su inseguridad ante Alemania en Europa, al final decidie
ron no correr el riesgo. Se echaron atrás y ordenaron a Marchand que se
retirase de Fashoda. Una oleada de odio a los ingleses se extendió por toda
Francia.
Apenas habían alcanzado los ingleses aquella victoria pirrica, cuando se
vieron envueltos en una situación más ingrata, al otro extremo del continente
africano. En 1890, Cecil Rhodes se había convertido en primer ministro de
la Colonia del Cabo. Era un importante defensor del sueño El Cabo-El
Cairo. Dos pequeñas repúblicas vecinas independientes, el Transvaal y el
Estado Libre de Orange, se encontraban en su camino. Sus poblaciones
estaban formadas por holandeses-afrikaners, que originariamente se
habían instalado en el Cabo, en el siglo XVII, y después, a partir de 1815,
cuando Inglaterra se anexionó el Cabo de Buena Esperanza, habían hecho
la «gran migración» para escapar de la dominación británica. Los boers,
como les llamaban los ingleses, por la palabra holandesa que significa
400
«granjero», eran sencillos, obstinados y de una formación anticuada. Creían
que la esclavitud no era monstruosa, y no les gustaban los promotores, los
cazadores de fortunas, los aventureros desarraigados, la gente de la minería
y otros extranjeros.
El descubrimiento de diamantes y de oro en el Transvaal hizo pasar la
cuestión a primer plano. Intervinieron el capital británico y el pueblo
británico. El Transvaal se negó a aprobar la legislación que necesitaban las
corporaciones mineras y sus empleados. En 1895, Rhodes, intentando
precipitar la revolución en el Transvaal, envió una partida de hombres
armados, no militares, a las órdenes del Dr. Jameson, hada sus fronteras.
Aquella Incursión Jameson fue un fracaso, pero en Europa se levantó un
gran clamor contra aquella intimidación, por parte de Inglaterra, de una
pequeña república inofensiva. El emperador alemán, Guillermo II, envió un
famoso telegrama a Paul Kruger, presidente del Transvaal, felicitándole por
su expulsión de los invasores «sin tener que solicitar la ayuda de potencias
amigas» —es decir, de Alemania-—. Tres años después, el Imperio Británico
entraba en guerra con las dos repúblicas bóers. Tardó otros tres años en
someterlas. Una vez conquistadas e incorporadas al Imperio Británico, se
dejaron con sus instituciones de autogobierno, y, en 1910, con la Colonia del
Cabo y con Natal, predominantemente inglesa, se incorporaron a la Unión
de Africa del Sur, que recibió una semi-independencia según el modelo del
Dominio del Canadá.
La crisis de Fashoda y la Guerra de los Boers, al producirse en rápida
sucesión, revelaron a los ingleses la sima sin fondo de su impopularidad en
Europa, Todos los gobiernos y los pueblos europeos eran pro-boers;
solamente los Estados Unidos, implicados entonces en una conquista similar
de las Filipinas, mostraban cierta simpatía por los ingleses. Tras la guerra de
los boers, los ingleses comenzaron a reconsiderar su posición internacional,
como luego se verá.
Al igual que en el caso del Imperio Turco, la rivalidad de las grandes
potencias a causa de los despojos de Africa agriaron las relaciones
internacionales y contribuyeron a preparar el camino para la Primera Guerra
Mundial. La rivalidad sobre Marruecos, que implicaba a Francia y a
Alemania, formó parte de la crisis prebélica general y se describirá en el
capítulo siguiente. En cuanto a Africa como conjunto, hubo pocos cambios
territoriales después de la euerra de los boers, aunque, en 1911, Italia ínmA
Libia a los turcos. En 1914, los alemanes fueron excluidos de su efímero
imperio. Si los alemanes hubieran ganado la Primera Guerra Mundial, el
mapa de Africa habría sido considerablemente revisado, con toda probabili
dad; pero, como la perdieron, el único cambio consistió en asignar las
colonias alemanas, bajo mandato internacional a los franceses y a los
ingleses. Con este cambio, y exceptuada la efímera conquista de Etiopía por
Italia en 1935, el mapa de Africa continuó siendo lo que los breves años de
partición habían hecho de él, hasta el espectacular final de los imperios
europeos, tras la Segunda Guerra Mundial2®.
401
47. El Imperialismo en Asia: los holandeses, los ingleses y los rusos
402
instancia, fueron los recíprocos recelos de estas tres potencias los que
preservaron la posición holandesa. Para prevenir la ocupación por otros
europeos, y para acabar con los piratas ilativos y encontrar las materias
primas que el mundo pedia, los holandeses ampliaron su dominación sobre
la extensión conjunta de 3.000 millas del archipiélago. Crearon un imperio,
en lugar de la antigua cadena de puestos comerciales, interesados sólo por
comprar y vender. Se sofocaron revueltas en los años 1830, 1849 y 1888;
hasta el siglo XX, no llegaron a controlarse la Sumatra septentrional ni el
interior de las Célebes. Durante algunos decenios, los holandeses explotaron
su gigantesco imperio mediante una especie de trabajo forzado, el «sistema
de cultivo», en el que las autoridades exigían a los granjeros que entregasen,
a manera de impuesto, unas determinadas cantidades de ciertas cose
chas, como azúcar o café. A partir de 1870, se introdujo un sistema más
libre. Como una importante cuestión política, los holandeses también
patrocinaron la instrucción en los lenguajes malayo y javanés, no en el
holandés. Esto preservaba las culturas nativas de la desintegración occiden-
talizadora, pero, al propio tiempo, significaba que las ideas occidentales de
nacionalismo y democracia penetraban más lentamente.
En 1857, en la India, los ingleses se enfrentaron con una peligrosa
rebelión, comúnmente llamada el Motín Indio, como si no hubiera sido más
que una revuelta de soldados indisciplinados. El ejército indio, con sus
cipayos, era la única organización a través de la cual los indios podían
ejercer alguna presión colectiva. La proporción de cipayos en el ejército era
alta en 1857 (unas cinco sextas partes), porque las unidades británicas habían
sido retiradas para la Guerra de Crimea y para la acción en China. Muchos
indios, fuera del ejército, habían estado inquietos durante decenios. Los
gobernantes habían sido conquistados y destronados. Los terratenientes
habían perdido sus propiedades y habían sido sustituidos por otros nuevos,
más amigos de los ingleses. Los sentimientos religiosos estaban inflamados.
Era demasiado evidente que los ingleses consideraban repulsivas las creencias
indias; habían declarado ilegal lá suttee, o quema de la viuda, habían
suprimido los Thugs, una pequeña secta de asesinos sagrados, y un
funcionario británico incluso declaró que, dentro de diez años, el gobierno
aboliría las castas. Los musulmanes estaban agitados por el fundamentalis-
mo wáhabita. Por la India circulaba una misteriosa propaganda. Se infiltraba
entre los cipayos, anunciando a los soldados musulmanes que ciertos cartuchos
recién salidos estaban engrasados con grasa de cerdo, y a los hindúes que los
mismos cartuchos estaban engrasados con grasa de vaca. Como la vaca
es sagrada para los hindúes, y para los musulmanes es sacrilego el contacto
del cerdo, se produjo gran agitación. Los cipayos se amotinaron en el valle
del Ganges; y con ellos los otros intereses ofendidos, incluido el casi
desaparecido Gran Mogol con su corte, que ahora se alzaba contra los
ingleses.
Los ingleses dominaron la rebelión, ayudados por el hecho de que la
India occidental y la meridional no tomaron parte en ella. Pero el
levantamiento indujo a los ingleses a una política radicalmente nueva, que en
lo fundamenta] siguieron hasta el final del imperio indio, casi un siglo
después. La Compañía Británica de las Indias Orientales y el imperio mogol
403
fueron suprimidos definitivamente y para siempre. Las autoridades británi
cas gobernaron directamente. Pero los ingleses llegaron a la conclusión de
que debían gobernar la India con y a través de los propios indios, y no
contra ellos. Esto, en la práctica, significaba una colaboración entre la
potencia imperial y las clases altas de la India. Los ingleses empezaron a
proteger los intereses creados indios. Apoyaron a los terratenientes indios y
se hicieron más indulgentes con la «superstición» india. Así como, antes
de 1857, cuando conquistaron un estado indio, lo habian abolido, simple
mente, y lo habían incorporado a sus territorios, después del Motín
conservaron como protectorados los estados indios restantes. Los estados
existentes en 1857, como Haiderabad y Cachemira y otros, hasta sumar más
de 200, con sus galaxias de rajás y de maharajás, llegaron hasta el final de la
dominación británica, en 1947. En buena medida, fue para dar una cima
adecuada a aquella montaña de la realeza india para lo que la Reina Victoria
fue proclamada, en 1877, emperatriz de la India.
La India había sido un considerable país manufacturero, según las
normas preindustriales. Los mercaderes indios habían sido importantes, en
otro tiempo, por todo el Océano Indico, y, antes de 1800, las exportaciones
indias a Europa habían incluido muchos textiles y otros artículos acabados.
Los oficios nativos se hundieron ante el industrialismo moderno reforzado
por el poder político. «La India —observaba un experto inglés en 1837—
nunca puede volver a ser un gran país manufacturero, pero, si cultiva sus
relaciones con Inglaterra, puede ser uno de los más grandes países agrícolas
del mundo». El libre comercio (hecho posible por la superioridad militar,
generalmente olvidada por los economistas) convirtió a Inglaterra en el taller
del mundo y a la India en un abastecedor de materias primas. Las
exportaciones indias, en la última parte del siglo XIX, consistían cada vez
más en algodón en rama, té, yute, aceite de semillas, índigo y trigo. Los
ingleses, a cambio, expedían sus manufacturas. Los negocios en la India
prosperaban: la India llegó a tener la más densa red ferroviaria, fuera de
Europa y de América del Norte. Es importante señalar, sin embargo, a
modo de comentario, al hablar de países pobres, que Inglaterra, en 1914,
comerció mucho más con los 6 millones de habitantes de Australia y de
Nueva Zelanda, que con los 315 millones de hombres empobrecidos de la
India.
Los ingleses, al contrario de los holandeses, decidieron, en 1835,
favorecer la instrucción en inglés, no en los lenguajes nativos. El historiador
Macaulay, miembro de la comisión que hizo esta recomendación, censuraba
a los lenguajes indios como vehículos de ideas bárbaras y atrasadas, como
una barrera para el progreso. Después del Motín, los ingleses también
admitieron a los indios en el servicio público y en los consejos de los
gobernadores —con cautela, desde luego, pero más que los holandeses en
Indonesia—. Había también muchos hombres de negocios indios. Se
desarrolló una clase de indios occidentalizados, que hablaban un inglés
perfecto, y que muchas veces se educaban en Inglaterra. Estos exigían más
de una función en los asuntos de su país. En 1885, se organizó el Congreso
Nacional Indio, predominantemente hindú; en 1906, la Liga Musulmana
404
Pan-India. El separatismo musulmán, aunque apoyado por los ingleses
y que a veces incluso les es atribuido, era propio de la India y fue explota
do por algunos dirigentes indios. El nacionalismo se extendió. Se hizo cada
vez más antibritánico, y el nacionalismo radical se volvió también contra
los príncipes, los capitalistas y los hombres de negocios indios, como cóm
plices del imperialismo, y tomó así el color del socialismo. En el período
de la Primera Guerra Mundial, bajo la presión nacionalista, los ingleses
concedieron más representación a los indios, especialmente en los asuntos
provinciales, pero el movimiento hacia el autogobierno nunca fue suficien
temente rápido para vencer el sentimiento fundamental antibritánico de los
pueblos indios.
405
podía estar expuesta también a una ocupación por parte de los ingleses. En
1864, una compañía británica terminó el primer telégrafo persa como parte
de la línea de Europa a la India. Siguieron otras inversiones e intereses
británicos. El petróleo adquirió importancia, hacia 1900. En 1890, para
apoyar al gobierno persa contra Rusia, los ingleses le concedieron un
préstamo, tomando como garantía los derechos de aduanas de los puertos
del Golfo Pérsico. En 1900, el gobierno ruso le hizo el mismo favor,
concediendo su préstamo a Persia, y adjudicándose como garantía todos los
derechos aduaneros persas, excepto los del Golfo. En el Golfo Pérsico,
aparecieron barcos rusos en 1900, demostración que pronto fue contrarres
tada por una visita oficial a Persia del Virrey de la India, Lord Curzon.
Evidentemente, Persia estaba perdiendo el control de sus propios asuntos,
cayendo por zonas, madurando para la partición. En 1905, estalló una
revolución nacionalista persa, dirigida contra todos los extranjeros y contra
el servil gobierno del sha, dando origen a la asamblea del primer parlamen
to, pero difícilmente resolvió la cuestión de la independencia persa. En 1907,
los ingleses reconocieron una «esfera de influencia» rusa en la Persia
septentrional, y los rusos una esfera británica en el sur21.
Las ambiciones imperiales habían profundizado la hostilidad entre
Gran Bretaña y Rusia, con disputas sobre Persia y sobre las tierras
fronterizas indias, que venían a añadir leña al fuego de la querella que
durante mucho tiempo habían sostenido acerca del Imperio Turco. Ya
hemos visto cómo la lucha por Africa había alejado, al propio tiempo, a
Inglaterra de Francia y, en realidad, de toda Europa.
Pero el hueso más grande por el que habían de competir los países
imperialistas fue el de China. En este hueso trataron de morder, sin
excepción, todas las grandes potencias. La dinastía Manchú ostentaba una
soberanía que alcanzaba- a toda el área de civilización china, desde las
fuentes del río Amur (tan al norte como la península del Labrador) hasta
Birmania e Indochina (tan al sur como Panamá), y desde el océano, hacia el
oeste, penetrando en Mongolia y en el Tibet. Según la antigua concepción
tonina, realmente China era el propio mundo, el Reino del Centro entre las
regiones superior e inferior. Los europeos eran bárbaros remotos. Unos
pocos se habían infiltrado a través de China, desde la Edad Media europea.
Pero el pueblo chino se negaba, persistentemente, a relacionarse con ellos.
China estaba acercándose a un punto de sublevación propia, ya antes de
que la influencia occidental llegase a tener cierta importancia. Durante 2.000
años, el país había visto ir y venir dinastías, en una especie de ciclo. La
dinastía Manchú, en el siglo XIX, estaba aproximándose claramente a su
fin. No había sido capaz de mantener el orden ni de contener la extorsión.
406
Hacia 1800, una Sociedad del Loto Blanco se sublevó y fue eliminada.
En 1813, una Sociedad de la Razón Celeste intentó apoderarse de Pekín. En
los años cincuenta, una rebelión musulmana estableció en el sudoeste un esta
do independiente temporal. El más grande de todos los levantamientos fue la
Rebelión de los Taipings de 1850, en la que se calcula que perecieron 20
millones de personas, aproximadamente la población de Gran Bretaña en
aquel tiempo. Exceptuadas algunas ¡deas cristianas fragmentarias, obtenidas
de los misioneros, y que eran expresadas por algunos de los Taipings, la
rebelión se debía enteramente a causas chinas. Los rebeldes atacaron a los
Manchúes, que habían llegado de Manchuria, dos siglos antes, acusándoles
de extranjeros corrompidos que dominaban a toda China. Sus motivos de
protesta eran la pobreza, la extorsión, los alquileres usurarios y el
absentismo. Los Taipings, al principio, instituyeron un estado en la China
meridional, y sus ejércitos, inicialmente, eran disciplinados, pero la lucha se
prolongó tanto, que los dirigentes de los Taipings y los jefes Manchúes
enviados contra ellos se situaron fuera de todo control, y una gran parte del
país se hundió en un bandidaje y en un desorden crónicos. Fue en este
período cuando aparecieron los señores de la guerra de China, hombres que
controlaban a las fuerzas armadas, pero que no obedecían al gobierno. Los
Manchúes lograron sofocar la resistencia organizada de los Taipings al cabo
de catorce años, con alguna ayuda europea, acaudillada por el general inglés
Gordon, el «Chino Gordon» que después murió en Jartún. Pero es evidente
que la confusión social china, el problema agrario y el nacionalismo (este
último, al principio, sólo anti-Manchú) eran anteriores al impacto del
imperialismo europeo.
En aquella aturdida China, empezaron a penetrar los europeos, ha
cia 1840. Su política consistía en arrancar concesiones al imperio Manchú,
pero, al propio tiempo, en defender al imperio Manchú contra la oposición
interior, como se demostró con las hazañas de Gordon. Esto se debía a que
necesitaban alguna especie de gobierno en China con el que pudieran hacer
tratados, con los que legalizaban sus demandas y obligaban a todo el país.
407
recibir a sus diplomáticos y a negociar con sus comerciantes. Como los
chinos se mostraron reacios, 17.000 soldados franceses e ingleses entraron en
Pekín e incendiaron deliberadamente el enorme Palacio de Verano del
emperador, espantoso acto de vandalismo del que los soldados sacaron un
gran botín —vasos, tapicerías, porcelanas, esmaltes, jades, tallas de made
ra—) suficiente para implantar en Europa y en América la moda del arte
chino.
De la primera de estas guerras, surgió el tratado de Nanking (1842), y de
la segunda, los tratados de Tientsin (1857), cuyos términos fueron inmedia
tamente copiados en otros nuevos tratados firmados por China con otras poten
cias europeas y con los Estados Unidos. El conjunto resultante de acuerdos que
se entrelazaban imponía ciertas restricciones a China o confería ciertos derechos
a los extranjeros, lo que pasó a ser conocido como el «sistema de tratados». En
1842, los chinos cedieron Hong Kong, totalmente, a los ingleses. Abrieron a los
europeos más de una docena de ciudades, incluidas Shanghai y Cantón, como
«puertos de tratado». En estas ciudades, se permitía a los europeos que
estableciesen colonias propias, ajenas a toda ley china. Los europeos que
viajaban por el imperio chino seguían estando sujetos sólo a sus propios
gobiernos, y cañoneras europeas y americanas empezaron a controlar el río
Yangtse. Los chinos pagaron, además, grandes indemnizaciones de guerra,
aunque eran ellos, precisamente, quienes habían sufrido la mayor parte de
los daños. Accedieron a no imponer ningún derecho de importación por
encima del 5 por ciento, con lo que China se convertía en un mercado de
libre comercio para los productos europeos. Para administrar y recaudar los
derechos de aduana, se introdujo un cuerpo de expertos europeos. El dinero
de los derechos aduaneros, recaudado con una nueva eficacia, sobre un
volumen creciente de importaciones, iba, en parte, a manos de los ingleses y
de los franceses como pago de las indemnizaciones, pero, en parte, quedaba
en poder del gobierno Manchú, al que, según hemos señalado, los europeos
no tenían interés en derrocar.
Anexiones y concesiones
Mientras China era así penetrada hasta el centro, como un queso añejo,
mediante-privilegios extraterritoriales y otros de carácter insidioso concedi
dos a los europeos, en el borde exterior se le estaban cortando lonchas
enteras. Los rusos bajaron a lo largo del río Amur, establecieron su
Provincia Marítima, y fundaron Vladivostok, en 1860. Los japoneses, ahora
suficientemente occidentalizados para conducirse como europeos en aquellas
materias, reconocieron en 1876 la independencia de Corea. Los ingleses se
anexionaron Birmania en 1886. Los franceses, en 1883, asumieron un
protectorado sobre Annam, a pesar de las protestas chinas; inmediatamente,
unieron cinco áreas —Annam, Cochinchina, Tonkín, Laos y Camboya— y
formaron la Indochina Francesa. (Las tres primeras eran conocidas también
como Vietnam, palabra poco conocida en Occidente hasta después de la
Segunda Guerra Mundial). Es cierto que aquellos lejanos territorios nunca
habían sido parte integrante de la China propiamente dicha; pero era China
408
el país con el que habían tenido sus más importantes relaciones políticas y
culturales, y era al emperador chino al que habían pagado tributos.
El Japón, cuya modernización ha sido descrita ya, tardó poco tiempo en
desarrollar un impulso imperialista23. Un partido expansionista miraba ya
hacia el continente chino y. hacia el sur. El imperialismo japonés se reveló
por primera vez al resto del mundo en 1894, cuando el Japón entró en
Guerra con China por disputas sobre Corea. Los japoneses vencieron en
seguida, pues se hallaban equipados con armas, preparación y organización
modernas. Obligaron a los chinos a firmar el tratado de Shimonoseki
en 1895, por el que China cedía FOrmosa y la península de Liaotung al Japón
y reconocía a Corea como un estado independiente. La península de Liaotung
era una lengua de tierra que bajaba desde Manchuria hasta el mar; en su
extremo estaba Port Arthur. Manchuria era la parte nordoriental de la
propia China.
Aquel rápido triunfo japonés precipitó una crisis en el Lejano Oriente.
Nadie se había dado cuenta de que el Japón se hubiera hecho tan fuerte.
Todos estaban asombrados de que un pueblo que no era «europeo», es
decir, blanco, mostrase tal aptitud para la guerra y para la diplomacia
modernas. Habia que suponer que el Japón tenía proyectos sobre Manchu
ria.
Ahora bien: el caso era que Rusia, no mucho antes, en 1891, habla
comenzado a construir el ferrocarril Transiberiano, cuya estación terminal
oriental sería Vladivostok, el «Señor del Este». Manchuria se extendía hacia
el norte, en una gran corcova entre la Siberia central y Vladivostok. Los
rusos, hubieran o no hubieran dominado nunca en Manchuria, no podían
permitir su dominación por parte de otra gran potencia. Ocurría también
que Alemania estaba, en aquel momento, buscando una oportunidad para
entrar en el escenario del Lejano Oriente, y que Francia había formado una
alianza con Rusia, cuya buena disposición deseaba mantener24.
Así pues, Rusia, Alemania y Francia formularon una objeción inmediata
y conjunta al ministerio de Asuntos Exteriores de Tokyo. Exigían que Japón
abandonase la península de Liaotung. Los japoneses dudaron; estaban
indignados, pero cedieron. La península de Liaotung fue devuelta a China.
En China, muchas personas de espíritu alerta se sentían humilladas por la
derrota ante los japoneses, a quienes habían despreciado. El gobierno chino,
situado, al fin, ante lo inevitable, empezó a proyectar, frenéticamente, la
occidentalización. Se consiguieron enormes empréstitos de Europa^ quedan
do como garantía los derechos aduaneros, según el modelo bien establecido
en Turquía, en Persia y en Santo Domingo. Pero las potencias europeas no
querían que China se consolidase demasiado pronto. Y tampoco habían
olvidado el súbito surgimiento del Japón. El resultado fue una atropellada
arrebatiña de nuevas concesiones, en 1898.
Parecía como si el imperio chino, en 1898, fuera a ser repartido, a su vez.
Los alemanes arrancaron un arrendamiento para un período de noventa y
nueve años de la bahía de Kiaochow, además de los derechos exclusivos
sobre la península de Shantung. Los rusos consiguieron un arriendo de la
23 Ver págs. 296-303.
24 Ver págs. 427-429.
409
península de Liaotung, de la que acababan de expulsar al Japón: así
obtenían Fort Arthur y los derechos para construir ferrocarriles en Manchu
ria para enlazarlos con su sistema transiberiano. Los franceses tomaron
Kwangchow y los ingleses Wei-hai-wei, además de confirmar su esfera de
influencia en el valle del Yangtse. Los italianos pedían una parte, pero se les
rehusó. Los Estados Unidos, temiendo que toda China pudiera ser pronto
parcelada en esferas exclusivas, anunció su política de Puerta Abierta. La
idea de la Puerta Abierta consistía en que China continuaría territorialmente
intacta e independiente, y en que las potencias que tuviesen concesiones
especíales o esferas de influencia deberían mantener el 5 por ciento marcado
por la tarifa china y permitir que los hombres de negocios de todas las
naciones comerciasen, sin discriminación. Los ingleses apoyaron la política
de Puerta Abierta, como un medio de desalentar las auténticas anexiones por
parte del Japón o de Rusia, que, al ser las únicas grandes potencias
colindantes con China, eran las únicas que podían enviar verdaderos
ejércitos a su territorio. La política de Puerta Abierta era un programa que
no se proponía tanto dejar China para los chinos, como asegurar que todos
los extranjeros la encontrarían literalmente «abierta».
Si el lector pudiese imaginar lo que serían los Estados Unidos si los
barcos de guerra extranjeros patrullasen por el Mississippi hasta St. Louis, si
los extranjeros llegasen y anduviesen por todo el país sin someterse a sus
leyes, si Nueva York, Nueva Orleans y otras ciudades tuviesen colonias
extranjeras ajenas a su jurisdicción, pero en las que estuviesen concentradas
todos los negocios y toda la banca, si los extranjeros decidiesen la po
lítica aduanera, y recaudasen los ingresos, y remitiesen una gran parte del
dinero a sus propios gobiernos, si la parte occidental de la ciudad de
Washington hubiera sido incendiada (el Palacio de Verano), Long Island y
California anexionadas a imperios lejanos (Hong Kong e Indochina), y toda
Nueva Inglaterra fuese codiciada por dos vecinos inmediatos (Manchuria),
si las autoridades nacionales estuviesen, en parte, en col&ción con esos
extranjeros, y, en parte, fuesen victimas de ellos, y si grandes áreas del país
fuesen campo abonado para bandidos, guerrillas y sociedades secretas
revolucionarias que conspirasen contra el impotente gobierno, y que, en
ocasiones, diesen muerte a algunos de los extranjeros, entonces podría el
lector comprender cómo se sentía el chino inteligente a finales del siglq
pasado, y por qué el término «imperialismo» ha llegado a ser sinónimo de
abominación para tantos pueblos del mundo.
Una sociedad seqreta china, cuyo nombre se traduce, bastante literalmen
te, como la Orden de los Puños Armoniosos Patrióticos Literarios, por lo
que los divertidos occidentales dieron a sus miembros el apodo de
Boxeadores (Boxers), se insurreccionó, en 1899. Los Boxeadores (Boxers)
arrancaron las vías del ferrocarril, atacaron a los cristianos chinos, cercaron
las legaciones diplomáticas y mataron a unos 300 extranjeros. Las potencias
europeas, juntamente con el Japón y con los Estados Unidos, enviaron una
fuerza internacional conjunta contra los insurgentes, que fueron dominados.
Los vencedores impusieron controles más severos todavía al gobierno chino
y una indemnización de 330 millones de dólares. D e éstos, los Estados
Unidos recibieron 24 millones, de los que, en 1924, cancelaron el saldo que
410
todavía se les adeudaba. Por otra parte, como consecuencia de la rebelión de
los Boxeadores (Boxers), los funcionarios Manchúes se esforzaron desespe
radamente por hacerse más poderosos mediante la occidentalización, mien
tras, al propio tiempo, el movimiento revolucionario en China, que aspiraba
a la expulsión de los Manchúes y también de los extranjeros, se extendía
rápidamente por todo el país, sobre todo por el sur, bajo la dirección de Sun
Yat-sen.
411
Theodore Roosevelt. Con un puesto avanzado en las Filipinas y con
crecientes intereses en China, nb convenía a los americanos que ninguno de
los bandos alcanzase una victoria excesivamente clara en el Lejano Oriente.
El presidente de más espíritu imperial de todos los presidentes americanos
ofreció su mediación, y plenipotenciarios de los dos países se reunieron en
Portsmouth, New Hampshire. Por el tratado de Portsmouth, en 1905, el
Japón recobraba de Rusia lo que había ganado y perdido en 1895, es decir,
Port Arthur y la península de Liaotung, una posición preferente en
Manchuria, que seguía siendo nominalmente independiente, aunque, unos
pocos años después, en 1910, fue anexionada por el Japón. El Japón
también recibía de Rusia la mitad meridional de la isla de Sajalín. Una gran
parte de lo que Rusia perdió ante el Japón en 1905, fue recuperado, cuarenta
años después, a la terminación de la Segunda Guerra Mundial.
La guerra ruso-japonesa fue la primera guerra entre grandes potencias
desde 1870. Fue la primera guerra librada en circunstancias de industrializa
ción desarrollada. Fue la primera auténtica guerra entre potencias occidenta-
lizadas, originada por la competencia en la explotación de países subdesa
rrolla dos. Y lo más importante de todo es que, si se exceptúa la derrota de
los italianos en Etiopía, fue la primera vez que un pueblo no blanco
derrotaba a un pueblo blanco, en los tiempos modernos. Los asiáticos
habían demostrado que podían aprender y jugar, en menos de medio siglo,
él juego de los europeos.
La victoria japonesa originó largas cadenas de repercusiones, por lo
menos en tres direcciones diferentes. Primero: el gobierno ruso, frustrado en
su política exterior en el Asia oriental, volvió a poner su atención en Europa,
donde reanudó un activo papel en los asuntos de los Balcanes. Esto
contribuyó a upa serie de crisis internacionales en Europa, cuyo resultado
fue la Primera Guerra Mundial. Segundo: el gobierno zarista quedó tan
debilitado por la guerra, en prestigio y en fuerza militar real, y la opinión
rusa se disgustó tanto por la torpeza y por la incompetencia con que había
sido dirigida la guerra, que los distintos movimientos subterráneos pudieron
salir a la superficie, produciendo la Revolución de 1905. Esta, a su vez, fue
preludio de la gran Revolución Rusa, doce años después, cuyo resultado fue
el comunismo soviético. Tercero: la noticia de la victoria del Japón sobre
Rusia entusiasmó a todos los que tuvieron conocimiento de ella por todo el
mundo no europeo. El hecho de que el Japón fuese también una potencia
imperialista no se tenía en consideración, en medio de la exaltada comproba
ción de que los japoneses no eran blancos. Sólo hacía medio siglo que
también los japoneses habían sido «atrasados» —indefensos, bombardeados
e intimidados por los europeos—. La consecuencia estaba clara. Por todas
partes, los dirigentes de los pueblos subyugados llegaban a la conclusión, a
juzgar por el precedente japonés, de que ellos debían llevar a sus países la
ciencia y la industria occidentales, pero que debían hacerlo, com o lo habían
hecho los japoneses, desembarazándose del control de los europeos,
supervisando por sí mismos los procesos de modernización, y preservando su
propio carácter nacional. Revoluciones nacionalistas comenzaron en Persia
en 1905, en Turquía en 1908, en China en 1911. En la India y en Indonesia,
fueron muchos los excitados por el triunfo japonés. Ante la agitación
412
creciente, los ingleses admitieron a un indio en el Consejo ejecutivo del
Virrey en 1909, y, en 1916, los holandeses crearon un Consejo del Pueblo,
para incluir miembros indonesios, en las Indias. La auto-afirmación de los
asiáticos se intensificaría después de la Primera Guerra Mundial.
La victoria japonesa y la derrota rusa pueden considerarse, por lo tanto,
como pasos de tres importantes acontecimientos: la Primera Guerra Mun
dial, la Revolución Rusa y la Revuelta de Asia. Estos tres acontecimientos,
juntamente, ponen fin a la supremacía mundial de Europa y casi a la
civilización europea*, o, por lo menos, las han transformado tanto, que han
hecho el mundo del siglo X X muy diferente del mundo del XIX.
413
LOS INGLESES EN LA IND IA
La presencia inglesa en la India, que duró más de tres siglos, abarcó todo el período com
prendido entre los primeros imperios comerciales y las últimas fases del imperialismo europeo.
En el siglo XVII, el subcontinente indio pertenecía a un imperio musulmán cuyo jefe era cono
cido en Europa como el Gran Mogol. Los ingresos del Gran Mogol, en 1605, eran unas veinte
veces mayores que los del Rey de Inglaterra. Los europeos fueron, durante mucho tiempo, los
únicos grupos de extranjeros que operaban fuera de las pequeñas instalaciones costeras. A partir
de 1700, la autoridad del Mogol se desbarató, dejando una situación desorganizada, en la que
los ingleses surgieron como poder supremo en todo el pais.
En el siglo XIX, la India representaba, en su más completa forma, el imperialismo europeo
que en 1900 alcanzó a toda Asia, y Africa. Unas partes estaban regidas directamente por los in
gleses, y otras, por medio de rajahs y maharajahs de los estados nativos. El poder británico im
pedía las guerras internas y dominaba los conflictos entre hindúes y musulmanes. En general,
predominaba la paz, excepto en el gran Motín, o rebelión, de 1857, que fue rápidamente sofo
cado. Los ingleses introdujeron sus propias ideas acerca de la ley, del gobierno, de la adminis
tración civil y de la educación. Gracias al aumento de la producción de artículos alimenticios
mediante el riego, y al remedio del hambre mediante el transporte de las provisiones por ferro
carril, la población se incrementó muy rápidamente.
Los ingleses invirtieron una gran cantidad de capital en la India, en ferrocarriles, minas de
carbón y plantaciones de té. Hubo también un gran desarrollo de capital indio, especialmente en
las nuevas industrias del yute, del algodón y del acero. A medida que el ferrocarril abría el inte
rior a los productos del Lancashire, más baratos, la vieja artesanía y las industrias aldeanas iban
quedando destruidas, para ser simbólicamente resucitadas por Gandhi y su tom o de hilar en los
años 1920, y, en realidad, sustituidas por un extenso desarrollo de las manufacturas modernas.
La India entró en el siglo XX como un país de violentos contrastes, de pueblos interminables
interrumpidos por abundantes ciudades, con tremendos problemas de pobreza y de superpobla
ción, pero también como un importante país industrial con una considerable intervención en el
comercio mundial.
Los ingleses, a lo largo de toda su dominación en la India, vivieron dentro de sus propios
círculos, mezclándose esporádicamente con las clases superiores indias, pero evitando las rela
ciones íntimas, ni siquiera iguales. Para muchos indios, sin embargo, el inglés se convirtió en
una segunda lengua, utilizada para sus contactos con el mundo occidental y como medio común
también entre ellos. Una moderna clase superior india, que en gran parte hablaba inglés, fue
surgiendo con el desarrollo de los negocios, de la administración y de las profesiones. Al fin,
tomó el mando del. movimiento nacional contra la dominación extranjera. Pero las divisiones
históricas dentro del país, entre hindúes y musulmanes, que se remontaban al imperio mogol e
incluso a épocas anteriores, dieron lugar a que, tras la retirada británica, en 1947, lo que antes
se había conocido como la India se convirtiese en los estados separados de la India y el Pakis
tán. Después, por secesión del Pakistán, se formó Bangladesh.
El esplendoroso Oriente, como le llamó Milton, había sido mitificado en Europa por sus
riquezas, desde tiempos antiguos. Arriba, a la derecha, vemos el pesaje del Gran Mogol en su
cumpleaños, tras el cual recibiría un peso igual en oro y en joyas. El grabado está sacado de una
geografía inglesa de 1782. Como la «Encyclopédie» francesa señalaba, por aquel tiempo: «El
día más solemne del año era aquel en que se pesaba al emperador en una balanza de oro, en pre
sencia del pueblo; en ese día, recibía más de 50 millones en presentes.»
A la izquierda, la factoría inglesa de Surat, cerca de Bombay, a comienzos del siglo XVII.
Una «factoría» no era más que un centro comercial, en el que los agentes o factores de la
Compañía de las Indias Orientales almacenaban sus mercancías.
416
417
v
Calcuta, hoy la ciudad más grande de la India, está lejos de ser una de las más antiguas. Fue
fundada por la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, en 1690, y en ella se construyeron, en
los dos siglos siguientes, muchos edificios de estilo occidental. A la izquierda, arriba, vemos la
Antigua Audiencia; a la derecha, la Casa de Gobierno, de comienzos del siglo XIX, con un gran
león británico sobre la puerta neoclásica. A la izquierda, una señora inglesa es llevada en un pa
lanquín, y, en ambos grabados, personas importantes pasan en carruajes, miradas a distancia
por gentes del pueblo llano de la India, uno de cuyos individuos conduce un carro de bueyes.
Las dos culturas nunca se mezclaron realmente.
Darjeeling, en las montañas, a unos 450 kilómetros al norte de Calcuta, surgió, a partir de
1840, como un fresco retiro en el que los ingleses se refugiaban del calor indio. A la izquierda, está
el «gran lazo» del ferrocarril de Darjeeling, una gran hazaña de ingeniería, gracias a la cual los
gobernantes imperiales podían hacer el viaje con más comodidad. Las nubes, probablemente,
ocultan una vista del Himalaya, por la que Darjeeling es famoso.
419
El ferrocarril también tuvo un efecto transformador en la India como conjunto. Mediante el
transporte de mercancías, trajo el interior al mercado mundial, acabando con las antiguas in
dustrias nativas a la vez que creaba otras nuevas, y, mediante el transporte de personas, puso en
contacto a los miembros de diferentes religiones, castas y grupos lingüísticos. Arriba, vemos un
tren de pasajeros de 1863, En sus abarrotados coches, indios que en épocas anteriores se habrían
mantenida escrupulosamente aparte por temor a la contaminación, tenían que ir apifiados, y, en
los viajes largos, incluso comer juntos y respirar el mismo aire viciado. Esa proximidad, unida a
la creciente adopción del inglés, proporcionó una nueva base para la unidad india, que, al fin,
había de hacer insostenible la posición británica.
A la derecha, antes de asentar la vía, unos elefantes arrastran la primera locomotora h ad a
Indore, en la India Central.
421
Arriba, a la izquierda: la Reina Victoria es proclamada Emperatriz de la India en Bombay,
en 1877. El dosel neogótico, construido para la ocasión, bajo el que la reina se sienta en su
trono, parece impropio del ambiente. Juntamente con la iglesia del fondo, de un carácter más
permanente, nos recuerda que los ingleses conservaban sus costumbres con una total seguridad,
haciendo pocas concesiones a la cultura ajena sobre la cual predominaban.
En el siglo XIX, la viajera inglesa se hizo legendaria por su temple indomable. A la derecha,
dos de ellas toman parte en una excursión por la jungla. Los fuertes yelmos de sus acompañan
tes, y el portador que lleva los refrigerios a la cabeza, pueden considerarse como símbolos del
apogeo del imperio.
422
423
Las dos escenas mostradas en los dibujos de arriba representan la administración de justicia,
con un magistrado británico a la izquierda, y un magistrado nativo a la derecha. Parecen muy
similares, y su propósito puede ser el de manifestar cómo, bajo la dominación británica, el sis
tema judicial indio se rigió por las normas británicas de procedimiento legal.
Muchos indios recibían una educación enteramente inglesa. A la derecha, Jawaharlal Nehru
en Harrow, hacia 1905. Nehru, nacido en 1889 de padres brahmines, siendo su padre un rico
abogado, fue educado en su casa por preceptores ingleses, y enviado luego a Harrow y a Cam
bridge. Se unió a Gandhi en el movimiento de independencia, en los años 1920, y fue el primer
jefe de gobierno de la India independíente, desde 1947 hasta su muerte, en 1964. La India britá
nica excavaba su propia tum ba, o preparaba a sus propios sucesores.
424
IX . L A P R IM E R A G U E R R A M U N D IA L
428
opuestos, el germano-austríaco-italiano contra el franco-ruso. Durante algún
tiempo, pareció que aquella rígida división podía flexibilizarse. Alemania,
Francia y Rusia cooperaron en la crisis del Lejano Oriente de 18952. Todos
eran anti-británicos en el momento de Fashoda y de la guerra de los boers3.
El Kaiser, Guillermo II, esbozaba cuadros tentadores de una Liga Continen
tal contra la hegemonía mundial de Inglaterra y de su imperio.
Mucho dependía de lo que hicieran los ingleses. Durante mucho tiempo,
se habían vanagloriado de un «espléndido aislamiento», siguiendo su camino
y desdeñando el tipo de dependencia que la alianza con qtros implica
siempre. Fashoda y la guerra de los boers fueron como una sacudida. Las
relaciones inglesas con Francia y con Rusia eran malísimas. En consecuen
cia, algunas gentes en Inglaterra, incluido Joseph Chamberlain, pensaban
que debía buscarse un mejor entendimiento con Alemania. Los argumentos
racistas, en aquel tiempo de conciencia de razas, hacía que los ingleses y los
alemanes se considerasen parientes4. Pero, políticamente, era difícil coope
rar el telegrama del Kaiser a Kruger, en 1896, fue una ofensa estudiada5.
Además, eñ 1898, los alemanes decidieron construir una marina de guerra.
Un nuevo tipo de «carrera» se incorporaba ahora al cuadro: la
competición naval entre Alemania y Gran Bretaña. El poderío marítimo
británico, durante dos siglos, había sido totalmente triunfal. El almirante
americano Mahan, profesor del Colegio de Guerra Naval, que solía tomar-
sus ejemplos de la historia británica, señalaba que el poderío marítimo había
sido la base de la grandeza de Inglaterra, y que, a largo plazo, el poderío
marítimo siempre tiene que vencer y poner fuera de combate a una potencia
que opere en tierra. Los libros de Mahan no se leían en ninguna parte con
más interés que en Alemania. El programa naval alemán, en rápido ascenso
desde 1898, se convirtió, pasados unos pocos años, en motivo de preocupa
ción para los ingleses, y, en 1912, se consideró como una positiva amenaza.
Los alemanes insistían en que ellos necesitaban una marina de guerra para
proteger sus colonias, para seguridad de su comercio exterior, y «para los
fines generales de su grandeza». Los ingleses sostenían, con igual decisión,
que Inglaterra, una isla industrial densamente poblada, y que incluso para
sus artículos alimenticios dependia de las importaciones, debía tener, a toda
costa, el control del mar, tanto en la paz como en la guerra. Insistían
inflexiblemente en su tradicional política de mantener una marina de guerra
tan grande como las dos inmediatamente inferiores juntas. La carrera naval
condujo a ambos bandos a enormes y crecientes gastos. En los ingleses, esto
producía una sensación de profunda inseguridad, arrojándoles, como en
2 Ver p ág s. 409-410.
3 Ver p ág s. 400-401.
4 El te sta m e n to de Cecil R hodes. q u e m u rió en 1902, es elocuente a este respecto. R hodes
d e jó la m a y o r p a rte de su fo rtu n a (seis m illones de libras esterlinas) p ara establecer becas en O x
fo rd , q u e h ab ía n d e ser co ncedidas a estu d ian tes de los E sta d o s U nidos, com o país an g lo -sajó n . de
las co lo n ias y d o m in io s b ritá n ic o s, y de A lem an ia. Las Becas A lem anas R hodes fueron su sp en d i
d as d esd e 1914 a 1930. y de nuevo a p a rtir de 1938. El m ism o sentim iento de qu e los alem anes eran
racialm en tc p arien tes tam b ién era frecuente en los E stad o s U nidos: un n o ta b le ejem plo de este
p u n to de vista fue el p resid en te T h eo d o re R oosevelt.
•‘i Ver p ág . 401.
429
COMPETENCIA INDUSTRIAL ANCLO-ALEMANA, 1898 Y 1913
Este diagrama, en realidad, muestra dos cosas: primero, el enorme incremento del comercio
mundial en los últimos quince años anteriores a la Primera Guerra Mundial, con participación
de todos los países; y segundo, el hecho de que las exportaciones alemanas aumentaron más rá
pidamente que las británicas. Las exportaciones de los dos países juntos, según se ve en el dia
grama, se triplicaron, por lo menos, en esos quince años. El aumento, aunque originado en
pequera medida por un ligero aumento de precios, se debió, principalmente, a un aumento real
en el volumen de los negocios. Si el lector compara las franjas oscuras dentro de las flechas an
chas, verá que las exportaciones británicas a los países de referencia se duplicaron, aproximada
mente, pero las de Alemania se multiplicaron muchas veces. E n 1913, el total de exportaciones
alemanas casi se igualó al británico, pero las exportaciones alemanas a los Estados Unidos y a
Rusia superaron considerablemente las británicas. Obsérvese que los alemanes incluso aumenta
ron sus exportaciones a la India británica, donde el liberalismo de la política inglesa admitía li
bremente artículos competitivos. En la marina mercante, aunque los alemanes duplicaron su to
nelaje, los ingleses seguían ostentando una abrum adora superioridad.
430
años pasados, cada vez más inevitablemente en brazos de Rusia y de
Francia,
Lenta y cautelosamente, los ingleses salían de su aislamiento diplomático.
En 1902, formaron una alianza militar con el Japón contra su común
enemigo, Rusia6. La ruptura decisiva se produjo en 1904, y a partir de ella
puede fecharse la inmediata serie de crisis que, diez años después, desembo
caron en la Guerra Mundial.
En 1904, los gobiernos inglés y francés acordaron olvidar Fashoda y los
malos sentimientos acumulados durante los veinticinco años precedentes.
Los franceses reconocieron la ocupación británica de Egipto, y los ingleses
reconocieron la penetración francesa en Marruecos. También aclararon
unas pocas diferencias coloniales menores, y estuvieron de acuerdo en
apoyarse mutuamente contra protestas de terceras partes. No había una
alianza específica; ningún bando decía lo que haría en caso de guerra; no era
más que un estrecho entendimiento, una entente cordiale. Los franceses
trataron inmediatamente de reconciliar a su nuevo amigo con su aliado,
Rusia. Tras su derrota ante el Japón, los rusos se mostraban dóciles. Los
ingleses, cada vez más recelosos de los propósitos alemanes, estaban
dispuestos también. En 1907, Inglaterra y Rusia, los inveterados adversarios,
resolvieron sus diferencias en un convenio anglo-ruso. En Persia, los ingleses
reconocían una esfera de influencia rusa en el norte, y los rusos, una esfera
inglesa en el sur y en el este. En 1907, Inglaterra, Francia y Rusia estaban
actuando conjuntamente. La antigua Triple Alianza se encontraba con una
Triple Entente más nueva, siendo ésta, en cierto modo, la más imprecisa!
porque los ingleses se negaban a adquirir ningún tipo de compromisos
militares formales.
431
conferencia, que se reunió en 1906, apoyó las pretensiones francesas en
Marruecos, votando solamente Austria con Alemania. Así pues, el gobierno
alemán había creado un incidente y había sido desairado. Los ingleses,
preocupados por la táctica diplomática alemana, apoyaban a los franceses,
cada vez con mayor firmeza. Los oficiales franceses e ingleses del ejército y
de la marina comenzaban ahora a discutir planes comunes. El recelo ante
Alemania inclinó también a los ingleses a hacer las paces con Rusia, al año
siguiente. El propósito alemán de romper la Entente la hizo, sencillamente,
más sólida.
En 1911, se produjo una segunda crisis en Marruecos. Una cañonera
alemana, la Panther, arribó a Agadir «para proteger los intereses alemanes».
En seguida se descubrió que el movimiento era un atraco: los alemanes
prometían no causar más trastornos en Marruecos, a cambio de que se les
entregase el Congo Francés. La crisis pasó, obteniendo los alemanes unas
insignificantes concesiones en Africa. Pero un miembro del gabinete
británico, David Lloyd George, pronunció un discurso más bien encendido
acerca de la amenaza alemana.
Mientras tanto, una serie de crisis sacudía los Balcanes. Allí, a comienzos
del siglo XX, la situación era muy confusa. El Imperio Turco, en un
avanzado estado de disolución, conservaba todavía una franja de territorio
desde Constantinopla hacia el oeste, hasta el Adriático7. Al sur de aquella
franja, se encontraba una Grecia independiente. Al norte, a orillas del Mar
Negro, se encontraban una Bulgaria autónoma y una Rumania independien
te. En el centro y al oeste de la península, al norte del cinturón turco, estaba
el pequeño reino independiente de Servia, sin salida al mar, colindante con
Bosnia-Herzegovina, que pertenecía legalmente a Turquía, pero que había
sido «ocupado y administrado» por Austria desde 1878. Dentro del Imperio
Austro-Húngaro, lindando con Bosnia por el norte, estaban Croacia y
Eslovenia.
Servios, bosniacos, croatas y eslovenos hablaban todos, básicamente, el
mismo lenguaje, consistiendo la diferencia más importante en que los servios
y los bosniacos escribían con el alfabeto oriental o cirílico, y los croatas y
eslovenos con el occidental o romano. Con el resurgimiento eslavo y con el
general incremento del nacionalismo, aquellos pueblos llegaron a tener
conciencia de que, en realidad, eran un solo pueblo, por lo que adoptaron la
denominación de eslavos del sur o yugoslavos. Ya hemos visto cóm o, al
formarse la Doble Monarquía en 1867, los eslavos del imperio de los
Habsburgo se mantuvieron subordinados a los austríacos germanos y a los
magiares. En 1900, los nacionalistas eslavos más radicales del imperio
habían llegado a la conclusión de que la Doble Monarquía nunca les
garantizaría una situación de igualdad, de que debía ser destruida, y de que
todos los eslavos del sur debían formar un estado independiente propio.
Concretamente, esto significaba que un elemento de la población austro-
húngara, es decir, los nacionalistas croatas y eslovenos, querían abandonar
el imperio y unirse con Servia a través de la frontera. Servia se convirtió en
el centro de la agitación de los eslavos del sur. Los servios consideraban su
432
pequeño reino como la Cerdeña de un Risorgimento de los eslavos del sur, el
núcleo alrededor del cual podía formarse un nuevo estado nacional, a costa
de Austria-Hungría, que, como hemos dicho, encerraba a Croacia-Eslovenia
dentro de sus fronteras y «ocupaba» a Bosnia.
Esta mezcla entró en ebullición en 1908, a causa de dos acontecimientos.
El primero consistió en que los Jóvenes Turcos, de cuya larga agitación
contra Abdul Hamid ya se ha hablado, se dispusieron, en aquel año, a llevar
a cabo una revolución8. Obligaron al sultán a restablecer la constitución
liberal-parlamentaria de 1876. Desmostraron también que ellos constituían el
freno a la disolución del Imperio Turco, adoptando medidas para que en el
nuevo parlamento turco tuviesen asiento los delegados de Bulgaria y de
Bosnia, El segundo fue que Rusia, una vez desbaratada su política exterior
en el Lejano Oriente por la guerra japonesa, intervenía activamente en el
escenario balcánico y en el turco. Rusia como siempre, quería el control
sobre Constantinopla. Austria quería la total anexión de Bosnia, que era lo
mejor para desalentar ideas pan-yugoslavas. Pero si los Jóvenes Turcos
modernizaban realmente y fortalecían el Imperio Otomano, Austria nunca
conseguiría Bosnia, ni los rusos Constantinopla.
Los ministros de Asuntos Exteriores ruso y austríaco, Isvolsky y
Aehrenthal, en una conferencia celebrada en Buchlau, en 1908, llegaron a un
acuerdo secreto: convocarían una conferencia internacional, en la que Rusia
apoyaría la anexión austríaca de Bosnia, y Austria apoyaría la apertura de
los Estrechos a los barcos de guerra rusos. Austria, sin esperar a ninguna
conferencia, proclamó la anexión de Bosnia, tranquilamente. Esto enfureció
a los servios, que habían decidido que Bosnia era suya. Mientras tanto, en
aquel mismo año, los búlgaros y los cretenses rompían finalmente con el
Imperio Turco, Bulgaria declarándose plenamente independiente, y Creta
uniéndose a Grecia. Isvolsky nunca pudo llevar a cabo sus planes respecto a
Constantinopla. Sus compañeros de la Triple Entente, Inglaterra y Francia,
se negaron a apoyarle; los ingleses, en especial, se mostraban evasivos en
cuanto a unos planes ideados para abrir los Estrechos a la flota rusa. La
proyectada conferencia internacional nunca se convocó. En Rusia, la
opinión pública no sabía nada de la negociación secreta de Isvolsky. Lo
único que se sabía en Rusia era que los servios, los hermanitos eslavos de
Rusia, habían sido brutalmente pisoteados por los austríacos con la anexión
de Bosnia.
Aquella «primera crisis balcánica» no tardó en desvanecerse. Los rusos,
debilitados por la guerra japonesa y por la reciente revolución9, aceptaron el
fa it accompli austríaco. Rusia protestó, pero se volvió atrás. La influencia
austríaca en los Balcanes parecía estar en auge, Y el nacionalismo de los
eslavos del sur se vio frustrado e inflamado.
En 1911, Italia declaró la guerra a Turquía, conquistando en seguida
Trípoli y las Islas del Dodecaneso. Con los turcos así entorpecidos, Bulgaria,
Servia y Grecia unieron sus fuerzas para su propia guerra contra Turquía,
esperando anexionarse ciertos territorios balcánicos a los que creían tener
433
derecho. Turquía no tardó en ser derrotada, pero los búlgaros reclamaron de
Macedonia más de lo que los servios querían cederles, de modo que la
primera guerra balcánica de 1912 se vio seguida en 1913 por otra, en la que
Servia, Grecia, Rumania y Turquía atacaron y derrotaron a Bulgaria.
También Albania, país montañoso a orillas del Adriático, principalmente
musulmán, y conocido como el lugar más primitivo de toda Europa, era
motivo de agria discordia. Los servios ocuparon parte de Albania en las dos
guerras balcánicas, pero los griegos también reclamaban una parte, y, en
varias ocasiones, había sido también vagamente prometida a Italia10, Rusia
apoyaba la reivindicación servia. Austria estaba decidida a impedir a los
servios el acceso al mar, que ellos querían obtener mediante la anexión del
territorio albanés. Un acuerdo de las grandes potencias, para mantener la
paz, dio origen a un reino de Albania independiente. Esto confirmó la
política austríaca, mantuvo a Servía apartada del mar, y suscitó vehementes
protestas en Servia y en Rusia. Pero Rusia se echó atrás, de nuevo. Y el
expansionismo servio, de nuevo, se vio frustrado e inflamado.
La tercera crisis balcánica resultó ser la fatal. Y fue fatal, porque antes
se habían producido las otras dos, que dejaron sentimientos de exasperación
en Austria, de desesperación en Servia y de humillación en Rusia,
434
permitiese a funcionarios austríacos colaborar en la investigación y en el
castigo de los autores del asesinato. Los servios contaban con el apoyo ruso,
incluso hasta el extremo de la guerra, considerando que Rusia no podría
ceder de nuevo en una crisis balcánica, por tercera vez en seis años, sin
perder su influencia en los Balcanes, definitivamente. Los rusos, a su vez,
contaban con Francia; y Francia, aterrada ante la posibilidad de verse algún
día sola en una guerra contra Alemania, y decidida a mantener a Rusia como
aliada a toda costa, dio, en efecto, un cheque en blanco a Rusia. Los servios
rechazaron la actitud crítica del ultimátum austríaco como una intromisión
en la soberanía servia, y Austria, en consecuencia declaró la guerra a Servia.
Rusia se dispuso a defender a Servia, y, por lo tanto, a luchar contra
Austria. Contando con que Austria sería ayudada por Alemania, Rusia
movilizó, imprudentemente, su ejército hacia la frontera alemana, a la vez
que hacia la austríaca. Como la potencia que primero movilizase tenía todas
las ventajas de una ofensiva rápida, el gobierno alemán exigió que terminase
la movilización rusa en su frontera, y, al no recibir respuesta, declaró la
guerra a Rusia, el día 1 de agosto de 1914. Convencida de que Francia, en
todo caso, entraría en la guerra al lado de Rusia, Alemania declaró también
la guerra a Francia, el día 3 de agosto.
435
violando el tratado de 1839 que había garantizado la neutralidad belga.
Inglaterra declaró la guerra a Alemania, el día 4 de agosto.
La simple narración de las sucesivas crisis no explica por qué las
más importantes naciones de Europa entraron en lucha, en unos pocos
días, a causa del asesinato de un personaje imperial. Entre las causas gene
rales más ostensibles, puede señalarse el sistema de alianzas. Europa estaba
dividida en dos campos. Cualquier incidente tendía a convertirse en una
prueba de fuerza entre los dos. Un incidente determinado, como la interven
ción alemana en Marruecos, o el asesinato de Francisco Fernando, no podía
resolverse dentro de sus propias dimensiones, sencillamente por las partes inte
resadas; de cualquier modo que se tratase, se consideraba que uno de los dos
campos había perdido o ganado, y, por consiguiente, había perdido o
ganado en influencia en otros incidentes, tal vez de mayor alcance, que
en el futuro se plantearían. Cada potencia sentía que debía ponerse al la
do de sus aliados, cualquier' que fuese la cuestión de que se tratase. La
razón de ello era la de que todos vivían en el miedo a la guerra, a alguna*
guerra sin nombre, en la que los aliados serian necesarios. Los alemanes se
quejaban de estar «cercados» por Francia y Rusia. Temían al día en que
podrían verse obligados a sostener una guerra en dos frentes. Dispues
tos a aceptar incluso una guerra de alcance europeo para romper su ame
naza de «cerco» por las potencias de la Entente, no podían menos que
mantener a su único aliado, Austria-Hungría, que, por su parte, ponía pre
cio a su apoyo. Los franceses temían un inminente conflicto con Alema
nia, que, en cuarenta años, había superado considerablemente a Francia
en población y en capacidad industrial; estaban obligados a mantenerse
unidos a su aliada Rusia, que, en consecuencia, podía obligar a los fran
ceses a acceder a los deseos rusos. En cuanto a Rusia y a ‘Austria, se tra
taba de dos imperios declinantes. En especial después de 1900, el régimen
zarista sufría de un revolucionarismo endémico, y el imperio de los
Habsburgo, de una agitación nacionalista crónica. Los dirigentes de ambos
imperios estaban desesperados. Como los servios, tenían poco que perder, y,
por lo tanto, eran temerarios. Fue Rusia la que arrastró a Francia y luego a
Gran Bretaña a la guerra en 1914, y Austria la que arrastró a Alemania.
Desde este punto de vista, la tragedia de 1914 es la de que las partes más
atrasadas o políticamente desahuciadas de Europa arrastraron al desastre,
•por medio del sistema de alianzas, automáticamente, a las partes más
avanzadas.
El Imperio Alemán afrontaba también una crisis interna. Los socialde
mócratas se habían convertido en el partido más numeroso del Reichstag,
en 1912. Sus sentimientos, en general, eran antimilitaristas y antibélicos.
Pero el gobierno imperial alemán no reconocía responsabilidad alguna a la
mayoría de la cámara. La política estaba decidida por hombres de la antigua
clase alta intacta, en la que los intereses del ejército y de la marina,
reforzados ahora por los nuevos intereses comerciales, eran muy fuertes; e
incluso los moderados y los liberales participaban de la ambición de
convertir a Alemania en una potencia mundial, a la altura de cualquier otra.
Las perplejidades con que los grupos dominantes tropezaban en el interior,
el sentimiento de que su situación iba siendo socavada por los socialdemó-
436
cratas, pueden haberles impulsado a considerar la guerra, en cierto modo,
como una salida. Y, aunque no es cierto que Alemania empezase la guerra,
como sus enemigos de 1914 creían generalmente, hay que reconocer que su
política había sido, durante varios años, más bien coactiva, arrogante,
tortuosa y obstinada. En un sentido amplio, la incapacidad de Europa para
asimilar la Alemania industrial consolidada que surgió después de 1870, y
que, por consiguiente, emprendió su carrera hacia la posición de potencia
mundial relativamente tarde, fue una remota y fundamental causa de la
guerra.
El sistema de alianzas no fue más que un síntoma de trastornos más
profundos. En una palabra, el mundo tenía una economía internacional,
pero una política nacional. Desde el punto de vista económico, cada pueblo
europeo necesitaba ahora un contacto habitual con el mundo como
conjunto. En esa medida, cada pueblo era dependiente y se sentía inseguro.
Los países industriales eran especialmente vulnerables, al depender, como
efectivamente dependían, de la importación de materias primas y de
artículos alimenticios, y de la exportación, a cambio, de bienes, de servicios
o de capital. Pero no había un estado mundial para regir el sistema de
alcance mundial, y que asegurase la participación en la economía mundial a
todas las naciones y en todas las circunstancias. Cada nación tenía que
cuidar de sí misma. Esto provocó, en gran parte, los impulsos imperialistas,
con los que cada gran potencia trataba de acotar para sí misma una parte del
sistema mundial. Y provocó también la búsqueda de aliados y de alianzas
vinculantes. Las alianzas, en un mundo que era, en el sentido estricto,
anárquico (y parecía probable que siguiera siéndolo), parecían un procedi
miento mediante el cual cada nación intentaba reforzar su seguridad; para
estar segura de que no sería amputada, conquistada, o sometida a la
voluntad de otra; para tener alguna esperanza de éxito en la lucha competitiva
por la utilización de los bienes del mundo.
437
La lucha en tierra, 1914-1916
El 3 de agosto de 1914, los alemanes lanzaron 78 divisiones de infantería
hacia el oeste. Se enfrentaron con 72 divisiones francesas, 5 inglesas y 6
belgas. Los alemanes avanzaron irresistiblemente. El Plan Schlieffen parecía
estar funcionando como un aparato de relojería. Las autoridades civiles
hacían proyectos para la conquista y la anexión de grandes partes de
Europa. En seguida surgió una dificultad; los rusos estaban cumpliendo las
condiciones de su alianza; los 10.000 millones de francos invertidos por los
franceses en Rusia rendían ahora sus más importantes dividendos. Los rusos
lanzaban dos ejércitos contra Alemania, que penetraban en la Prusia
Oriental. Moltke retiró fuerzas del ala derecha alemana en Francia, el día 26
de agosto, para utilizarlas en el Este. Los alemanes avanzaban, pero sus
golpes se debilitaban y sus líneas de comunicación eran ya demasiado
extensas. Joffre, el jefe francés, reagrupando sus fuerzas, con un importante
apoyo del contingente británico, relativamente pequeño, y exactamente en el
momento justo, ordenó un contraataque. La consiguiente batalla del Mame,
librada del 5 al 12 de septiembre, cambió el carácter conjunto de la guerra.
Los alemanes tuvieron que retirarse. La esperanza de derrumbar a Francia
de un solo golpe se desvaneció. Cada bando trataba ahora de flanquear y
destruir al otro, hasta que las líneas de batalla se extendieron hasta elmafTLos
alemanes no pudieron alcanzar el control de los puertos del Canal; las
comunicaciones francesas e inglesas se mantenían ininterrumpidas. Frente a
estos reveses, las grandes victorias que los alemanes obtenían mientras tanto
en el Este, aunque de gigantescas proporciones (las batallas de Tannenberg y
de los Lagos Masurianos, en las que cayeron prisioneros 225.000 rusos), no
eran, en última instancia, más que un pequeño consuelo.
En el Oeste, la guerra de movimientos se asentaba ahora en una guerra de
posiciones. Los ejércitos del frente occidental permanecían casi inmóviles.
Las unidades de caballería —los ulanos, los húsares y los lanceros, que se
habían pavoneado de hacer la guerra con nobleza— desaparecieron del
campo de batalla. Como la aviación estaba solamente empezando y el
transporte motorizado era todavía nuevo (los ejércitos tenían camiones, pero no
cañones autopropulsados, ni tanques, casi hasta el final de la guerra), el,
soldado básico era, más que nunca, el hombre de infantería. Entre las armas
nuevas, la más mortífera era la ametralladora, que impedía a los soldados de
infantería avanzar por campos abiertos, sin una aplastante preparación
artillera. El resultado fue un largo estancamiento de la guerra en las
trincheras, en las que buscaba protección la indispensable infantería.
En 1915, los alemanes y los austro-húngaros dedicaron su principal
esfuerzo a un intento de dejar fuera de combate a Rusia. Penetraron
profundamente en el imperio zarista. Las pérdidas rusas fueron enormes: 2
millones de muertos, heridos o prisioneros sólo en 1915. Pero, a finales del
año, el ejército ruso seguía luchando todavía. Mientras tanto, los ingleses y
los franceses, con la esperanza de establecer comunicaciones con Rusia,
lanzaron un ataque naval contra Turquía, apuntando a Constantinopla por
el camino de los Dardanelos. Desembarcaron a 450.000 hombres en la
estrecha península de Gallípoli, de los que 145.000 resultaron muertos o
438
heridos. Después de casi un año, la empresa fue abandonada como un
fracaso.
En 1916, ambos bandos se centraron de nuevo en la Francia septentrional
en un intento de romper el punto muerto. Los aliados proyectaron una gran
ofensiva a lo largo del rio Somme, mientras los alemanes preparaban la suya
en las proximidades de Verdun. Los alemanes atacaron Verdun en febrero.
El jefe francés, Joffre, designó al general Pétain para defenderla, pero se
resistía a comprometer sus principales reservas, manteniéndolas intactas para
la inminente ofensiva en el Somme. Pétain y sus tropas, reducidas a
contingentes mínimos, tuvieron, pues, que soportar todo el peso del ejército
alemán. La batalla de Verdun duró seis meses, atrajo la aterrada admiración
del mundo y adquirió un carácter legendario de resistencia decidida («no
pasarán»), hasta que los alemanes, finalmente, abandonaron el ataque
porque tenían casi tantas bajas como los franceses —330.000 a 350.000—, de
modo que su plan había fracasado. Mientras la terrible lucha se desarrollaba
todavía en Verdun, los aliados lanzaron su ofensiva en el Somme, en el mes
de julio. Emplearon cantidades nunca vistas de artillería, y el ejército inglés
de nueva creación estuvo presente, con un contingente importante. La idea
consistía en romper el frente alemán, sencillamente mediante una presión
intensísima; tanto en el bando aliado como en el alemán, el arte de la táctica
había descendido a un nivel bajisimo. A pesar de un bombardeo de artillería
de una semana de duración, los ingleses perdieron 60.000 hombres en el
primer día del ataque. En una semana, sólo habían avanzado una milla, a lo
largo de un frente de seis. En un mes, habían avanzado sólo dos millas y
media. La batalla del Somme, que duró desde julio hasta octubre, costó a
los alemanes unos 500.000 hombres, a los ingleses 400.000 y a los franceses
200.000. No se ganó nada que tuviese un cierto valor. Por cierto, fue en el
Somme donde los ingleses utilizaron por primera vez el tanque, un vehículo
blindado con ruedas de oruga, que podía destrozar los alambres de púas,
pasar sobre las trincheras y aplastar los nidos de ametralladoras; pero los
tanques se introdujeron en tan pequeñas cantidades, y con tanto escepticis
mo por parte de muchos jefes, que no tuvieron influencia alguna en la
batalla.
La guerra en el mar
Así pues, con los ejércitos de tierra incapacitados, ambos bandos mi
raban al mar. El largo predominio del poderío naval británico y la más re
ciente carrera naval anglo-germana iban a ser ahora sometidos a prueba.
Las leyes internacionales de la época dividían en dos clases los artículos
dirigidos a un país en guerra. Una clase se llamaba «contrabando», e incluía
municiones y ciertas materias primas especificadas, que podían utilizarse
para la fabricación de pertrechos militares. La otra clase, que incluía víveres
y algodón en rama, se definía como «no contrabando». Se suponía que,
según la ley internacional, un país podía importar artículos de «no
contrabando», incluso en tiempo de guerra. Estos términos de la ley en
439
tiempo de guerra habían sido formulados recientemente, en 1909, en una
conferencia internacional celebrada en Londres. El propósito consistía en
impedir que una potencia marítima (es decir, Inglaterra) pudiera condenar al
hambre a un enemigo en tiempo de guerra, ni estorbar siquiera la
producción civil normal. Los celos de la Europa Continental por el poderío
naval británico eran una vieja historia.
Si se observaba aquella ley, el bloqueo de Alemania resultaría totalmente
ineficaz, y los aliados no la observaron. Su objetivo era, precisamente,
condenar al hambre al enemigo y arruinar su economía. La guerra
económica ocupaba un lugar junto al ataque armado, como otra arma
militar, al igual que en los días de Napoleón11. Los aliados promulgaron una
nueva ley internacional. La distinción entre contrabando y no contrabando
fue gradualmente abolida. La marina de guerra británica (ayudada por la
francesa) procedió a interceptar todos los artículos de cualquier carácter
destinados a Alemania o a sus aliados. A los neutrales, entre quienes los más
perjudicados eran los americanos, los holandeses y los escandinavos, no se
les permitía, en absoluto, dirigirse a puertos alemanes.
Los Estados Unidos protestaron enérgicamente contra aquellos métodos.
Defendían los derechos de los neutrales. Insistían en la diferencia ente
contrabando y no contrabando, reivindicaban el derecho a comerciar con
otros neutrales, y sostenían la «libertad de los mares». Aquello dio origen a
muchas malas actitudes recíprocas entre los gobiernos americano e inglés, en
1915 y 1916. Pero, cuando los Estados Unidos entraron en la guerra,
adoptaron la posición aliada, y su flota pasó a imponer exactamente los
mismos métodos. Se cambió, realmente, la ley internacional. En la Segunda
Guerra Mundial, ni siquiera se oyeron nunca las palabras de «contrabando»
y «libertad de los mares».
Los alemanes replicaron con un intento de bloquear a Inglaterra. Unos
pocos acorazados alemanes aislados fueron capaces, durante algún tiempo,
de destruir los barcos ingleses en diversos océanos de todo el mundo. Pero
los alemanes confiaban especialmente en los submarinos, contra los cuales,
al principio, el poderío naval inglés parecía impotente. El submarino era una
arma tosca; el comandante de un submarino no siempre podía decir qué tipo
de barco estaba atacando^ ni podía trasladar a los pasajeros, ni confiscar la
carga, ni escoltar el barco, ni hacer muchas cosas, ciertamente, excepto
hundirlo. Citando como justificación los abusos británicos de la ley
internacional, el gobierno alemán, en febrero de 1915, declaró que las aguas
que rodeaban las Islas Británicas eran zona de guerra, en la que los barcos
aliados serían torpedeados, y los barcos neutrales correrían graves peligros.
Tres meses después, el barco de línea Lusiíania fue torpedeado frente a la
costa irlandesa. Se ahogaron unas 1.200 personas, de las que 118 eran
ciudadanos americanos. El Lusiíania era un barco inglés; llevaba pertrechos
de guerra fabricados en los Estados Unidos para su empleo por los aliados, y
los alemanes habian publicado graves advertencias en los periódicos de Nueva
York para que los americanos no tomasen pasaje en él. Los americanos
entonces creian que ellos tenían derecho a navegar sin peligro alguno, en
440
pacíficos viajes, en el barco de una potencia beligerante en tiempo de guerra.
La pérdida de vidas conmovió al país. El presidente Wüson informó a los
alemanes que otro acto semejante sería considerado «deliberadamente
inamistoso». Los alemanes, para evitar conflictos, se contuvieron durante
dos años, sin hacer un pleno uso de sus submarinos. Durante dos años, la
utilización del mar por los aliados sólo fue parcialmente impedida.
El acceso aliado al mar se vio confirmado por el único gran combate
naval de la guerra, la batalla de Jutlandia. Los almirantes alemanes se
impacientaban al ver a su marina de guerra recientemente construida
sorteando campos de minas en las costas alemanas, pero no podían
aventurarse a desafiar a la superior Gran Flota Británica, apostada, en
actitud vigilante, en Scapa Flow. De todos modos esperaban atraer a
pequeñas formaciones de barcos británicos, destruirlos uno a uno, y tal vez
acabar logrando una especie de equilibrio naval en el Mar del Norte para
aflojar el bloqueo británico, por el que Alemania estaba siendo lentamente
estrangulada. Sin embargo, fueron ellos los que cayeron en la trampa de un
importante combate en el que la Gran Flota Británica, de 151 barcos, les
cogió por sorpresa. Tras unas horas de furioso combate, los alemanes fueron
capaces de retirarse entre aguas minadas. Habían perdido menos tonelaje y
menos hombres que los ingleses. Se habían demostrado a sí mismos que eran
peligrosamente hábiles en el combate naval. Pero no habían logrado minar el
predominio naval británico.
Sin ninguna solución militar a la vista, las dos partes buscaban nuevos
aliados. El Imperio Turco, que temía a Rusia, se había unido a Alemania y a
Austria-Hungría ya en octubre de 1914. Bulgaria, que era anti-servia,
había hecho lo mismo en 1915.
La nueva perspectiva importante era Italia, que, si bien formalmente
seguía siendo miembro de la Triple Alianza, hacía mucho tiempo que se
había apartado de ella. Ambas partes solicitaban al gobierno italiano, el cual
negociaba imperturbablemente con las dos. El pueblo italiano estaba dividí-
do. Los dirigentes católicos y los socialistas recomendaban que se permane
ciese en paz, pero los nacionalistas extremados veían una oportunidad de
conseguir sus irredenta, es decir, las regiones fronterizas en las que vivían
italianos, pero que no habían sido incorporadas en los tiempos de Cavour12.
El gobierno italiano ligó su suerte a los aliados en el tratado secreto de
Londres de 1915. Se acordó que, si los aliados ganaban la guerra, Italia
recibiría (de Austria) el Trentino, el Tirol meridional, Istria y la ciudad de
Trieste, y algunas de las islas Dálmatas, y que, en el reparto del Imperio
Turco, Italia obtendría pequeñas zonas del Asia Menor. Si Inglaterra y
Francia se apoderaban de las colonias africanas de Alemania, Italia recibiría
mejoras territoriales en Libia y en Somalia. En resumen, el tratado de Londres
contenía las más desvergonzadas prácticas de la anteguerra en expansionismo
4 41
territorial. Es de recordar que los aliados estaban desesperados. Italia,
comprada de aquel modo y probablemente contra la voluntad de la mayoría
de los italianos, abrió un frente contra Austria-Hungría, en mayo de 1915.
Cada bando se dirigía a las minorías y a los grupos descontentos que
vivían en los dominios del otro. Los alemanes prometían una Polonia
independiente, para entorpecer a Rusia. Excitaban el nacionalismo local en
Ucrania. Suscitaban un movimiento flamenco pro-germano en Bélgica.
Persuadían al sultán otomano, como califa, de que proclamase una guerra
santa en Africa del Norte, con la esperanza de que los musulmanes,
indignados, expulsarían a los ingleses de Egipto y a los franceses de Argelia.
Esto no tuvo éxito. Agentes alemanes trabajaron en Irlanda, y un nacionalista
irlandés, Sir Roger Casement, desembarcó en Irlanda de un submarino
alemán, precipitando la Rebelión de Pascua de 1916, que fue sofocada por
los ingleses.
En cuanto a los americanos, lo más asombroso de actividades similares
fue el famoso telegrama Zimmermann. En 1916, una fuerza militar
americana había cruzado la frontera de México en persecución de unos
bandidos, contra las protestas del gobierno mexicano. Las relaciones entre
los Estados Unidos y Alemania estaban deteriorándose también. En enero de
1917, el secretario de estado alemán para Negocios Extranjeros, Arthur
Zimmermann, envió un telegrama de instrucciones al ministro alemán en
Ciudad de México. Tenía que comunicar al presidente mexicano que, si los
Estados Unidos entraban en la guerra contra Alemania, Alemania formaría
una alianza con México, lo que permitiría a México recuperar sus «territo
rios perdidos». Aquellos territorios eran una referencia a la región que los
Estados Unidos habían conquistado a México en 1848 —Texas, Nuevo
México y Arizona—. (California no fue mencionada por Zimmermann, el
cual no tenía, indudablemente, una idea muy precisa de la historia y de la
situación exactas de aquellas AIsacia-Lorenas de América). El telegrama de
Zimmermann, envió un telegrama de instrucciones al embajador alemán en
ellos a Washington. Publicado en los periódicos, sacudió a la opinión
pública de los Estados Unidos.
Los aliados tuvieron más éxito que los alemanes en sus apelaciones al
descontento nacionalista, por la sencilla razón de que las minorías nacionales
más activas estaban dentro de los territorios de sus enemigos. Podían
prometer la devolución de Alsacia-Lorena a Francia, sin dificultad. Prome
tieron la independencia a los polacos, aunque con ciertas dificultades
mientras se mantuviese la monarquía zarista. Les resultó más fácil apoyar la
independencia nacional de los checos, de los eslovacos y de los yugoslavos,
porque una victoria aliada disolvería la monarquía austro-húngara.
Los aliados tenían planes también para una partición final del Imperio
Turco, que todavía abarcaba desde Constantinopla, a través del Próximo
Oriente, hasta Arabia y el actual Iraq. Inglaterra y Francia dependían tanto
de Rusia, que abandonaron su antigua oposición a la dominación rusa de los
Estrechos. Mediante un tratado secreto de 1915, acordaron que, una vez
alcanzada la victoria aliada, Rusia podría proceder a la anexión de
Constantinopla, juntamente con el Bósforo, el Mar de Mármara y los
Dar dáñelos. Los ingleses también despertaron en los árabes las esperanzas de
442
independizarse de Turquía. El coronel T. E. Lawrence capitaneó una
insurrección en el Hejaz contra los turcos; y el emir Hussein de Hejaz, con
apoyo británico, en 1916, tomó el título de rey de los árabes, con un reino
que alcanzaba desde el Mar Rojo hasta el Golfo Pérsico. Los sionistas veían
en el inminente hundimiento turco la oportunidad de realizar su sueño de
Palestina13. Como Palestina era un país árabe (y lo había sido durante más
de 1.000 años), el programa sionista se hallaba en contradicción con los
planes británicos de proteger el nacionalismo árabe. De todos modos, en la
nota Balfour de 1917, el gobierno británico prometía apoyar la idea de una
«patria judía» en Palestina. En cuanto al resto del Imperio Turco, otro
acuerdo de 1916, adoptado en el momento en que Hussein se convertía en
rey de Arabia, lo dividía en esferas de influencia: Mesopotamia corresponde
ría a Inglaterra, Siria y el sudeste del Asia Menor a Francia, Armenia y
Kurdistán a Rusia. Se reservaban pequeñas zonas para Italia.
Mientras tanto, los ingleses y los franceses se apoderaban fácilmente de
las colonias alemanas en Africa. Al comienzo de la guerra, el secretario de
estado británico, Sir Edward Grey, reveló al coronel House, enviado perso
nal del presidente Wilson, que los aliados no pretendían que Alemania no re
cuperase nunca sus colonias.
También en China, la tercera área importante de la competición
imperialista, la guerra aceleraba las tendencias de los años anteriores. Los
japoneses veían su oportunidad en la auto-destrucción de los europeos. El
Japón declaró la guerra a Alemania. N o tardó en invadir las concesiones
alemanas en China y las islas alemanas en el Pacifico, las Marshall y las
Carolinas. En enero de 1915, el Japón presentó sus Veintiuna Demandas
sobre China, un ultimátum secreto que los chinos se veían obligados a
aceptar casi en su totalidad. El Japón procedía asi a convertir Manchuria y
la China septentrional en un protectorado exclusivo.
En cuanto a los alemanes, sus objetivos de guerra eran aún más
expansionistas y más amenazadores para las fronteras existentes en la propia
Europa. Ya en septiembre de 1914, cuando una victoria rápida parecía estar
al alcance de su mano, Bethmann-Hollweg, que siguió siendo canciller hasta
el verano de 1917, redactó una lista de objetivos de guerra alemanes que se
mantuvieron inalterados hasta el final de las hostilidades. Los proyectos
reivindicaban un Imperio Alemán ampliado que dominase toda la Europa
central, y anexiones o satélites tanto en la Europa occidental como en la
oriental. En el Este, Lituania y otras partes de la costa del Báltico se
convertirían en dependencias alemanas, grandes zonas de Polonia serían
anexionadas directamente, y el resto se uniría a la Galitzia austríaca para
formar un estado polaco de dominación alemana. En el Oeste, Bélgica
pasaría a ser una dependencia alemana que le facilitaría un acceso más
directo al Atlántico, y la Lorena francesa, con su riqueza minera, se
agregaría a las partes ya alemanas de Alsacia-Lorena. Se proyectaban
también ajustes coloniales, incluida la adquisición de la mayor parte del
Africa central, de costa a costa. Así, pues, se transformaría el mapa político
de Europa y del Africa colonial.
443
Todos aquellos procesos, especialmente las negociaciones aliadas, ya
fuesen hechos consumados o acuerdos secretos, aue afectaban a Europa, a
Asia o a Africa, resultaron después muy conflictivos en la conferencia de
paz. Eran la continuación de algunas de las más perturbadoras tendencias de
la política europea de antes de la guerra. No parece que los aliados, hasta
que fueron impulsados a ello por Woodrow Wüson, prestasen atención
alguna a los medios de controlar el nacionalismo anárquico o de impedir una
guerra futura. Como presidente de los Estados Unidos, Wüson pudo ver,
durante mucho tiempo, que no había gran diferencia entre las alianzas
beligerantes, aunque sus simpatías personales estaban con Inglaterra y con
Francia. En 1916, intentó intervenir, inciando discusiones confidenciales con
ambos bandos; pero cada uno de los bandos esperaba imponer sus propias
condiciones, de modo que la negociación fue infructuosa. Wüson considera
ba que la mayoría de los americanos deseaban permanecer al margen de la
contienda, y en noviembre de 1916 fue reelegido para un segundo mandato,
con el clamor popular de que «nos mantenga fuera de la guerra». Wüson
abogaba por una verdadera neutralidad de pensamiento y de sentimiento, o
por una solución, como él decía, que fuese «una paz sin victoria».
A finales de 1916, era difícil ver cómo habria evolucionado la Primera
Guerra Mundial, si no hubieran intervenido dos nuevos conjuntos de
fuerzas.
444
Tomaron medidas, pues, para proseguir la guerra con nuevo vigor. En julio
de 1917, se inició una ofensiva en Galitzia, pero los desmoralizados ejércitos
rusos se hundieron otra vez.
Las masas del pueblo ruso estaban cansadas de una guerra en la que se
les pedía que sufrieran tanto por tan poco. Ni los campesinos ni los obreros
rusos sentían entusiasmo alguno por los intelectuales y profesionales
occidentalizados que constituían el gobierno provisional. El ruso corriente,
en la medida en que estuviese politizado, se sentía atraído por una u otra de
las numerosas formas de socialismo, marxista y no marxista. El partido
marxista ruso, los socialdemócratas, estaba dividido entre las facciones
menchevique y bolchevique, siendo esta la más extremista. Los dirigentes
bolcheviques habían vivido, durante algún tiempo, como desterrados en la
Europa occidental. Su principal portavoz, V. I. Lenin, con unos pocos más,
había pasado los años de la guerra en Suiza. En abril de 1917, el gobierno
alemán ofreció a Lenin paso libre a través de Alemania, hasta Rusia.
Un vagón lleno de bolcheviques, cuidadosamente «precintado» para im
pedir la infección de Alemania, fue así arrastrado por un tren alemán
hasta la frontera, desde donde se trasladó a San Petersburgo, o Petrogrado,
como se rebautizó la ciudad durante la guerra. El propósito de los alemanes,
en este asunto, como en el envío de Roger Casement a Irlanda en un
submarino, era, naturalmente, el de utilizar una especie de guerra psicológi
ca contra el frente interno del enemigo. Se trataba de provocar la rebelión
contra el gobierno provisional, eliminando así, finalmente, a Rusia.
La situación del gobierno provisional iba haciéndose, rápidamente, cada
vez más insostenible, por muchas causas, hasta que en noviembre de 1917
fue tan confusa, que Lenin y los bolcheviques estuvieron en condiciones de
adueñarse del poder. Los bolcheviques estaban en favor de la paz con
Alemania, en parte para ganar la adhesión popular en Rusia, y en parte
porque consideraban la guerra desde un punto de vista imparcial, como una
lucha entre potencias capitalistas e imperialistas, que acabarían agotándose y
destruyéndose unas a otras, en beneficio del socialismo. El 3 de diciembre de
1917, se inició una conferencia de paz entre los bolcheviques y los alemanes
en Brest-Litovsk. Mientras tanto, los pueblos que se hallaban dentro de la
frontera occidental de la vieja Rusia —polacos, ucranianos, besarabianos,
estones, letones, finlandeses—, con el respaldo alemán, proclamaron su
independencia nacional. Los bolcheviques, como no querían o no podían
luchar, se vieron obligados a firmar con Alemania un tratado al que se
oponían profundamente, el tratado de Brest-Litovsk, del 3 de marzo de 1918.
Mediante aquel tratado, reconocían la «independencia», o, por lo menos, la
pérdida para Rusia, de Polonia, de Ucrania, de Finlandia y de las provincias
bálticas.
Para los alemanes, el tratado de Brest-Litovsk representaba su máximo
éxito durante la Primera Guerra Mundial; con él se hacían realidad algunos
de los objetivos de guerra formulados al comienzo de las hostilidades. No
sólo habían neutralizado a Rusia, sino que ahora dominaban también la
Europa oriental mediante los títeres colocados como jefes de los nuevos
estados independientes. Atenuaron los efectos del bloqueo naval, recogiendo
grandes cantidades de alimentos de Ucrania, aunque menos de los que
445
esperaban. En el Este, permaneció un cierto número de tropas alemanas
para mantener los nuevos reajustes. Pero ya no había una guerra de dos
frentes. Grandes contingentes del ejército alemán fueron trasladados del Este
al Oeste. El Alto Mando, bajo Hindenburg y Ludendorff desde agosto
de 1916, se disponía a concentrarse para un último golpe contra Francia, para
finalizar la guerra en 1918.
El año de 1918 fue, esencialmente, una carrera por ver si la ayuda
americana podía llegar a Europa bastante pronto y en cantidad suficiente
para compensar el incremento de fuerza que Alemania obtenía del hundi
miento de Rusia. En marzo de aquel año, los alemanes, empezando con
ataques de gas y con un bombardeo efectuado por 6.000 piezas de artillería,
iniciaron una formidable ofensiva ante la que los franceses y los ingleses
retrocedieron. El 30 de mayo de 1918, los alemanes estaban de nuevo en el
Marne, a treinta y siete millas de París. En aquel momento, sólo había dos
divisiones americanas en acción, aunque los Estados Unidos habían entrado
en la guerra, hacía más de un año. Llegando a este punto de la historia, hay,
por lo tanto, dos cuestiones planteadas: cómo entraron en la guerra los
Estados Unidos, y cuánto tiempo necesitaban para la organización de sus
fuerzas de ultramar.
446
e incapaces de alcanzar un triunfo decisivo en tierra, el gobierno y el Alto
Mando alemanes se mostraron más dispuestos a escuchar a los expertos en
guerra submarina, quienes declararon que, si se les dejaban las manos libres,
podían obligar a Inglaterra a rendirse, en seis meses. Aquel fue el ejemplo más
notable, en la Primera Guerra Mundial, de la pretensión de que una determina
da rama de las fuerzas armadas pudiera ganar la guerra por sí sola. Los miem
bros civiles y diplomáticos del gobierno se opusieron, temiendo las consecuen
cias de la guerra con los Estados Unidos, Sus razones no fueron tenidas en cuen
ta, lo que constituyó un buen ejemplo de la forma en que, en Alemania, el ejér
cito y la marina habían tomado en sus manos la más alta política. La guerra
submarina ilimitada se reanudaría el día 1 de febrero de 1917. Estaba previsto
que los Estados Unidos declararían la guerra, pero el Alto Mando Alemán creía
que esto no supondría, inmediatamente, ninguna diferencia. Calculaban en
1917 (correctamente) que, entre el momento en que los Estados Unidos entrasen
en una guerra europea y el momento en que pudieran tomar parte en ella con
su propio ejército, habría de transcurrir alrededor de un año. Los autores del
proyecto aseguraban que, mientras tanto, en un plazo de seis meses, ellos
podían obligar a Inglaterra a aceptar la derrota.
El 31 de enero de 1917, los alemanes notificaban a Wilson la reanudación
de los ataques submarinos ilimitados. Anunciaban que hundirían inmediata
mente todos los barcos mercantes que encontrasen en una zona alrededor de
las Islas Británicas o en el Mediterráneo. Wilson rompió las relaciones
diplomáticas y ordenó que se armasen los buques de carga americanos. Al
propio tiempo, la publicación del telegrama Zimmermann convenció a
muchos americanos de la agresividad alemana. Agentes secretos alemanes
habían estado actuando también en América, fomentando huelgas y
provocando explosiones en fábricas dedicadas a la manufactura de pertre
chos para los aliados. En febrero y en marzo, fueron hundidos varios barcos
americanos. Los americanos consideraban todas aquellas actividades como
una interferencia en sus derechos de pueblo neutral. Wilson acabó llegando a
la conclusión de que Alemania era una amenaza. Tras haber tomado su
decisión, Wilson vio la cuestión claramente planteada entre lo justo y lo
injusto, y obtuvo una entusiasta declaración de guerra del Congreso, el día 6
de abril de 1917. Los Estados Unidos entraban en la guerra «con el fin de
salvar al mundo para la democracia».
Al principio, la campaña alemana cumplió e incluso superó las
predicciones de sus patrocinadores. En febrero de 1917, los alemanes
hundieron 540.000 toneladas de barcos, en marzo 578.000 toneladas, en
abril, cuando ya los días eran más largos, 874.000 toneladas. Del gobierno
de Londres iba apoderándose algo semejante al terror, lo que no era fácil de
ocultar al pueblo, Inglaterra se vio reducida a una reserva de alimentos para
seis semanas solamente. Poco a poco, fueron poniéndose en práctica
contramedidas: barreras de minas, hidrófonos, cargas de profundidad,
reconocimiento aéreo, y, sobre todo, el convoy. Se descubrió que un
centenar o más de buques de carga juntos, aunque tuvieran que navegar a la
velocidad del más lento, podrían ser protegidos por una concentración de
barcos de guerra suficiente para mantener alejados a los submarinos. La
marina de guerra de los Estados Unidos, que, al contrario del ejército, era de
447
un considerable volumen y estaba dispuesta ya para el combate, proporcionó
a los aliados una fuerza adicional suficiente para conseguir que el sistema de
convoy y otras medidas antisubmarinas resultasen altamente efectivas. A
finales de 1917, el submarino ya no era más que una molestia. Para los
alemanes, el gran plan produjo el castigo previsto, sin la prevista recompen
sa —su resultado neto fue solamente el de sumar América a sus enemigos—.
En el frente occidental, en 1917, mientras los americanos se preparaban
denodadamente para la guerra en que habían entrado, los franceses y los
ingleses continuaban sosteniendo sus lineas. Los franceses, ‘que encontraron
en el general Nivelle un jefe que'aún creía en la ruptura del frente, lanzaron
una ofensiva tan desafortunada y tan sangrienta, que la rebelión se extendió
por todo el ejército francés. Pétain sustituyó entonces a Nivelle y restableció
la disciplina entre los exhaustos y desilusionados soldados, pero no pensó en
ningún nuevo ataque. «Estoy esperando por los americanos y por los
tanques», dijo. Los ingleses asumieron entonces la carga principal. Durante
tres meses, a finales de 1917, libraron la espantosa batalla de Passchendaele.
Avanzaron cinco millas, cerca de Ypres, con una pérdida de 400.000
hombres. Y en el final mismo de 1917, los ingleses sorprendieron a los
alemanes con una incursión de 380 tanques, que penetraron profundamente
en las líneas alemanas, pero que se vieron obligados a retirarse, porque no se
disponía de ninguna reserva de infantería fresca para explotar su éxito.
Mientras tanto, los austro-húngaros, considerablemente reforzados por
tropas alemanas, aplastaron a los italianos en la desastrosa batalla de
Caporetto. Las potencias centrales entraron en la Italia septentrional, pero
los italianos, con refuerzos ingleses y franceses, pudieron sostener las lineas.
El efecto claro de las campañas de 1917, y del rechazo del submarino al
mismo tiempo, fue el de subrayar nuevamente el estancamiento de Europa,
el de inclinar a los cansados aliados a esperar a los americanos, y el de dar a
los americanos lo que ellos más necesitaban: tiempo.
Y los americanos emplearon bien el tiempo que les dieron. El recluta
miento, democráticamente llamado servicio selectivo, se inició inmediata
mente después de la declaración de guerra. El ejército de los Estados Unidos,
cuyos profesionales en 1916 eran sólo 130.000, realizó la gigantesca hazaña
de convertir en soldados a 3,5 millones de civiles. Con la marina de guerra,
los Estados Unidos pasaron a tener a más de 4 millones de hombres en sus
servicios armados (lo que puede compararse con los más de 12 millones en la
Segunda Guerra Mundial). La ayuda corría ya hacia los aliados. A los
préstamos concedidos anteriormente a través de la banca privada, se
sumaban unos 10.000 millones de dólares prestados por el propio gobierno
americano. Los aliados utilizaban el dinero, principalmente, para comprar
artículos alimenticios y pertrechos en los Estados Unidos. Las granjas y las
fábricas americanas, que ya habían prosperado con la venta a los aliados
durante el periodo de neutralidad, superaban ahora todos los records de
producción. La industria civil se transformaba para usos de guerra; las
fábricas de radiadores producían cañones, y las fábricas de pianos, alas de
avión. Se empleaban todos los medios posibles para construir barcos
trasatlánticos, sin los cuales ni los abastecimientos ni los ejércitos america
nos podrían llegar al teatro de la guerra. La marina de que se disponía se
448
incrementó desde 1 millón hasta 10 millones de toneladas. El consumo civil
se redujo drásticamente. Se ahorraron ocho mil toneladas de acero en la fa
bricación de corsés para las mujeres, y 75.000 toneladas de estaño en la
fabricación de vagones de juguete para los niños. Todas las semanas,
la gente observaba el martes sin carne, y se racionó el azúcar. Para ahorrar
carbón, se introdujo el horario de verano, ideado en Europa durante la
guerra. Mediante estos procedimientos, los Estados Unidos formaron
enormes stocks, disponibles para sus aliados y para ellos mismos, aunque
para algunos productos, especialmente aeroplanos y munición de artillería,
los ejércitos americanos, cuando llegaron a Francia, dependieron considera
blemente de las fabricaciones inglesa y francesa.
L a fa se fin a l de la guerra
449
unas 33Ó.OOO bajas de todo tipo (de ellas, 115.000 muertos), perdieron en
toda la guerra menos hombres de los que los principales combatientes habían
perdido en una sola batalla como la de Verdun o la de Passchendaele14. La
ayuda americana fue decisiva para la derrota de Alemania. Pero llegó tan
tarde, cuando los otros habían estado luchando ya durante tanto tiempo,
que los simples comienzos de aquella ayuda fueron suficientes para inclinar
la balanza. En el momento del armisticio, había 2 millones de soldados
americanos en Francia, y otro millón estaba en camino. Pero el ejército
americano sólo había combatido, en realidad, durante cuatro meses. A lo
largo de todo el afto de 1918, de cada cien disparos de artillería hechos por
los tres ejércitos, los franceses hicieron 51, los ingleses 43, y los americanos
solamente 6.
14 De los 115.000 am erican o s m u e rto s, sólo 50.000 fu ero n m u erto s en c o m b a te , sien d o el res
to , p rin c ia p a lm e n te , m u e rto s p o r en fe rm e d a d . L a g ran ep id em ia de gripe de 1918, q u e costó la vi
d a a m ás d e 2 0 m illo n es de p e rso n as civiles y tam b ién m ilita res, en to d o el m u n d o , p ro b ab lem en te
cau só 25.000 m u e rto s en el ejército a m e ric a n o .
450
reformas, se puso fin al sistema bismarckiano, y Alemania se convirtió en
una monarquia constitucional liberal. Para Ludendorff, los cambios no eran
suficientemente rápidos. Lo que estaba ocurriendo era esencialmente sen
cillo. La casta militar alemana, en el momento de la crisis de Alemania,
estaba más preocupada por salvar el ejército que por salvar el imperio. El
ejército nunca debería admitir la rendición; eso era un asunto para hombres
pequeños en atuendo de negocios. El emperador, el alto mando, los oficia
les y los aristócratas descargaban furiosamente sobre los civiles.
El presidente Wilson, inconscientemente, se prestó a su juego. Hablando
ahora como jefe de la coalición aliada, el primero a quien se hicieron las
propuestas de paz, insistía en que el gobierno alemán debía hacerse más
democrático. Recuérdese que Bismarck, tras derrotar a Francia en 1871,
exigió una elección general en Francia, antes de hacer la paz15. Wilson, al
contrario de Bismarck, creía realmente en la democracia; pero, desde un
punto de vista práctico, su posición era la misma. Quería estar seguro de que
estaba tratando con el propio pueblo alemán, no con una élite desacreditada.
Quería que fuese la Alemania real la que estudiase y aceptase las condiciones
aliadas. En Alemania, a medida que se extendía la evidencia del desastre
militar, muchas gentes comenzaban a considerar al Kaiser como un
obstáculo para la paz, O pensaban que Alemania obtendría mejores
condiciones, si se presentaba ante los aliados como una república. Incluso el
cuerpo de oficiales, para cesar en la lucha antes de que el ejército se
desintegrase, comenzaba a hablar de abdicación. Los marineros se amotina
ron en Kiel, el día 3 de noviembre, y en diversas ciudades se formaron
consejos de obreros y de soldados. Los socialistas amenazaron con retirarse
del gabinete de reciente formación (es decir, con pasar a la oposición y poner
fin al carácter representativo del nuevo gobierno), si Guillermo II no
abdicaba. El día 9 de noviembre, se inició una huelga general, capitaneada
por una minoría de socialistas y de sindicalistas. El príncipe Max dijo al
emperador: «La abdicación es una cosa terrible, pero un gobierno sin los
socialistas sería un peligro más grave para el país». Guillermo II abdicó el
día 9 de noviembre, y huyó cruzando la frontera de Holanda, donde, a pesar
de las clamorosas peticiones de que se le tratase como a un «criminal de
guerra», vivió tranquilamente hasta su muerte, en 1941. El mismo día, se
proclamó la república en Alemania. Dos dias después, la guerra terminaba.
La caída del imperio en Alemania, con la consiguiente adopción de la
república, no surgió de ningún descontento básico, de ninguna profunda
acción revolucionaria, ni de un cambio de sentimientos del pueblo alemán.
Fue un episodio de la guerra. Surgió la república (pronto llamada la
República de Weimar), porque el enemigo victorioso lo exigía, porque el
pueblo alemán anhelaba la paz, porque querían evitar una revolución
violenta, y porque la vieja clase militar alemana, para salvar su prestigio y su
fuerza con vistas al futuro, quería verse marginada, al menos temporalmen
te. Cuando la guerra terminó, el ejército alemán estaba todavía en Francia,
su disciplina y su organización se mantenían aparentemente intactas aún. Ni
un solo disparo enemigo se había hecho en suelo alemán. Después, algunos
451
dijeron que el ejército no había sido derrotado, que había sido «apuñalado
por la espalda», por un frente interno civil y disolvente. Esto no era verdad;
fue Ludendorff, presa del pánico, el primero que clamó por la «democra
cia». Pero las circunstancias en que se originó la república alemana
enturbiaron profundamente su historia ulterior, y, en consecuencia, toda la
historia ulterior.
452
gubernamentales. Tampoco se podía cerrar una empresa dedicada a la
producción de guerra; si una fábrica era ineficiente o no producía beneficios,
el gobierno la mantenía en funcionamiento, de todos modos, haciéndose
cargo de las pérdidas, de modo que, en algunos casos, la gerencia llegaba a
esperar el apoyo del gobierno. También aquí se abandonaron los criterios de
competencia y de ganancia. La nueva meta era la coordinación o «racionali
zación» de la producción, al servicio del país como conjunto. Se disuadió a
los trabajadores de protestar contra los honorarios o contra los salarios, y los
grandes sindicatos, por lo general, estaban de acuerdo de abstenerse de
plantear huelgas. En cuanto a las clases alta y media, les resultaba
embarazoso mostrar demasiado abiertamente sus comodidades. Era patrióti
co comer poco y llevar trajes viejos. La guerra dio un nuevo impulso
también a la idea de la igualdad económica, aunque sólo fuese por reunir a
los ricos y a los pobres en el servicio a una causa común.
El reclutamiento militar fue el primer paso para la asignación de la mano
de obra. Las juntas de reclutamiento decían a unos que se incorporasen al
ejército, y concedían exenciones a otros para trabajar en las industrias de
guerra. Dados los porcentajes de bajas en el frente, difícilmente podía ir más
lejos la decisión del estado sobre la vida individual. Con la insaciable
necesidad de tropas, que obligaba al reclutamiento entre hombres inicial
mente exentos o rechazados, al principio, como físicamente inútiles, en
fábricas y en oficinas se colocaron grandes cantidades de mujeres, y, en
Inglaterra, también en los cuerpos de mujeres, recientemente organizados,
de las fuerzas armadas. Las mujeres se encargaron de muchos trabajos, de
los que se pensaba que sólo podían hacer los hombres. Como su invasión
resultó permanente, se amplió la fuerza de trabajo de todos los países, se
revolucionó la posición de las mujeres en la sociedad, se transformaron la
institución del matrimonio y las relaciones de marido y esposa, y las vidas,
la libertad y las perspectivas de millones de mujeres se situaron fuera
del hogar. Fue un proceso que se intensificaría durante la Segunda Gue
rra Mundial y en los años que la siguieron. Durante la guerra, los gobier
nos no obligaban directamente a los hombres o a las mujeres a dejar
un trabajó y a tomar otro. N o hubo un reclutamiento sistemático de fuerza
de trabajo, excepto en Alemania. Pero al influir en las escalas salariales, al
conceder exenciones de reclutamiento, al obligar a unas industrias • a
ampliarse y a otras a contraerse o a permanecer iguales, y al propagar la idea
de que el trabajo en una fábrica de armas era patriótico, el estado
desplazaba a grandes contingentes de obreros hada la producción de guerra.
El trabajo forzado o «esclavo» no se utilizó en la Primera Guerra Mundial,
ni se obligó a los prisioneros de guerra a prestar servicio de trabajo, aunque
hubo algunos abusos de estas normas del derecho internadonal por parte de
los alemanes,, que posiblemente fueron los menos escrupulosos, y desde
luego, los más apremiados por la necesidad.
Los gobiernos controlaban todo el comercio exterior. N o se podía tolerar
que los ciudadanos particulares sacasen los recursos del país según su
capricho. Tampoco podía tolerarse que utilizaran el cambio exterior para la
importación de artículos innecesarios, o para elevar los precios de los
artículos de primera necesidad por la competenda de unos con otros. El
453
comercio exterior se convirtió en un monopolio del estado, en .el que las
empresas privadas operaban de acuerdo con licencias y cuotas rigurosas. El
más grande de los países exportadores fue Estados Unidos, cuyas ex
portaciones anuales se elevaron de 2.000 millones de dólares a 6.000 mi
llones entre 1914 y 1918. La interminable demanda de productos de las gran
jas y de las fábricas americanas elevó, naturalmente, los precios, que, sin
embargo, fueron fijados legalmente en 1917, en cuanto a los artículos más
importantes.
En lo que se refiere a los aliados europeos, que ya antes de la guerra
habían exportado menos de lo que importaban, y que ahora exportaban lo
menos posible, sólo podían hacer compras en los Estados Unidos, gracias a
los enormes préstamos del gobierno americano. Los ciudadanos ingleses y
franceses, bajo la presión de sus propios gobiernos, vendían sus acciones y
bonos americanos, que los americanos entonces acaparaban. Los antiguos
propietarios recibían libras esterlinas o francos de sus respectivos gobiernos,
que, a cambio, percibían y gastaban los dólares pagados por los nuevos
propietarios americanos. De este modo, los Estados Unidos dejaron de ser
un país deudor (que debía unos 4.000 millones de dólares a los europeos, en
1914), y se convirtieron en el país acreedor más importante del mundo, al
que los europeos debían, en 1919, unos 10.000 millones de dólares.
Los aliados controlaban el mar, pero nunca tuvieron bastantes barcos
para satisfacer las crecientes demandas, sobre todo con los submarinos
alemanes cobrando un peaje permanente, aunque fluctuante. Cada gobierno
creó una junta de la marina, para incrementar la construcción a toda costa y
para asignar el espacio de embarque disponible a los objetivos que el
gobierno considerase más urgentes, de acuerdo con los planes generales:
movimientos de tropas, importaciones de caucho, artículos alimenticios, etc.
El control y la asignación acabaron haciéndose internacionales bajo el
Interallied Shipping Council (Consejo de la Marina interaliada), del que
Estados Unidos fue uno de los miembros, después de su entrada en la
guerra. En Inglaterra y en Francia, donde todas las manufacturas dependían
de las importaciones, el control gubernamental de la marina, y, por lo tanto,
de las importaciones, era suficiente, por sí solo, para proporcionar el control
de toda la economía.
Alemania, al negársele el acceso al mar y también a Rusia y a la Europa
occidental, se vio obligada a adoptar medidas de autosuficiencia sin
precedentes. El petróleo de Rumania y el trigo de Ucrania, de los que pudo
disponer al final de la guerra, eran pobres sustitutos del comercio mundial
del que Alemania había dependido anteriormente. Los alemanes contaban
con menos alimentos que los otros beligerantes. Sus controles gubernamen
tales eran más completos y más eficaces, produciendo lo que ellos llamaron
«socialismo de guerra». En Walter Rathenau encontraron a un hombre con
las ideas necesarias. Era un industrial judío, hijo del jefe del trust eléctrico
alemán. Fue uno de los primeros en prever una larga guerra, de modo que
lanzó un programa para la movilización de las materias primas. Ya a
comienzos de la guerra, parecía que Alemania podría ser derrotada pronto, a
causa de la falta de nitrógeno necesario para hacer explosivos. Rathenau
454
requisó exhaustivamente todos los recursos naturales concebibles, incluido el
propio estiércol de los corrales de las granjas, hasta que los químicos
alemanes lograron extraer nitrógeno del aire. La industria química alemana
desarrolló muchos otros productos sustitutivos, como el caucho sintético. La
producción alemana se organizó en Compañías de Guerra, una para cada
rama de la industria, con empresas privadas que trabajaban bajo la estrecha
supervisión del gobierno.
Los otros gobiernos beligerantes también sustituyeron la competencia
entre las distintas empresas y fábricas con la coordinación. Los «consorcios»
de industriales en Francia asignaban las materias primas y los pedidos del
gobierno a cada industria. La Junta de Industrias de Guerra hizo lo mismo
en los Estados Unidos. En Inglaterra, métodos similares llegaron a ser tan
eficientes, que en 1918, por ejemplo, el país producía, cada dos semanas,
tantas bombas como en todo el primer año de la guerra, y una cantidad seten
ta veces mayor de artillería pesada.
455
y otros artículos civiles que aquellos países, de momento, no podían obtener
en Europa. La Argentina y el Brasil, al no poder conseguir piezas de
locomotora o maquinaria minera en Inglaterra, empezaron a fabricarlas
ellos mismos. En la India, la familia Tata, un grupo de ricos parsis que
controlaban 250 millones de dólares de capital indio nativo, desarrolló
numerosas empresas manufactureras, una de las cuales llegó a ser la más
grande fábrica de hierro y acero del Imperio Británico. Con Alemania
enteramente marginada del mercado mundial, con Inglaterra y Francia
produciendo desesperadamente para sí mismas, y con la mafina mercante del
mundo dedicada a usos de guerrk, la posición de la Europa occidental como
el taller del mundo estaba siendo socavada. Después de la guerra, Europa
tuvo nuevos competidores. Los fundamentos económicos del siglo X IX se
habían desplazado. La época de la supremacía europea tocaba a su fin.
Todos los gobiernos beligerantes intentaron, durante la guerra, controlai
las ideas, como controlaron la producción económica. La libertad de
pensamiento, respetada en toda Europa durante medio siglo, fue desechada.
La propaganda y la censura se mostraron mucho más activas de lo que
ningún gobierno, por despótico que fuese, habría sido nunca capaz de
imaginar. Nadie estaba autorizado a sembrar dudas planteando ningún tipo
de cuestiones básicas.
Es de recordar que los hechos de las crisis anteriores a la guerra, tal como
se han descrito más arriba, eran entonces generalmente desconocidos. Los
pueblos estaban atrapados en una pesadilla cuyas causas no podían
comprender. Cada bando acusaba al otro, violentamente, de haber comen
zado la guerra, simplemente por mala voluntad. El prolongado desgaste, la
lucha infructuosa, las líneas de los frentes inalterables, las aterradoras
bajas eran una prueba sumamente dura para la moral. Los civiles,
despojados de sus habituales libertades, trabajando más duramente, comien
do alimentos insulsos y sin vislumbrar la victoria, tenían que permanecer,
emocionalmente, en un tono elevado. Letreros, carteles, libros blancos
diplomáticos, libros escolares, conferencias públicas, serios editoriales y
noticias indirectas transmitían el mensaje. La nueva literatura universal, la
prensa de masas, las nuevas películas, demostraron ser los medios ideales
para la dirección del pensamiento popular. Intelectuales y profesores
formulaban complicadas razones, generalmente históricas, para condenar y
aplastar al enemigo. En los países aliados, el kaiser era retratado como un
demonio, con ojos brillantes y mostachos anormalmente tiesos, entregado al
infame proyecto de conquistar el mundo. En Alemania, se enseñaba a la gente
a temer el día en que los cosacos y los senegaleses raptasen a las mujeres
alemanas, y a odiar a Inglaterra como a la inveterada enemiga que mataba
de hambre, inhumanamente, con su bloqueo, a los niños pequeñitos. Cada
bando se convencía de que toda la razón estaba de su parte, y toda la
maldad, la depravación y la barbarie, de la otra. Una opinión apasionada
ayudaba a sostener a los hombres y a las mujeres en aquella espantosa lucha.
Pero, cuando llegó el momento de hacer la paz, las convicciones arraigadas,
las ideas fijas, las profundas aversiones, los odios y los temores se
convirtieron en un obstáculo para el buen juicio político.
456
55. La paz de París, 1919
Los puntos de vista de Wilson eran bien conocidos. Los había formula
do, en enero de 1918, en sus Catorce Puntos —principios sobre los que había
de establecerse la paz, después de la victoria—. Los Catorce Puntos exigían
que se pusiera fin a los tratados secretos y a la diplomacia secreta (o, en
lenguaje wilsoniano, «pactos abiertos, logrados abiertamente»); libertad de
los mares «así en la paz como en la guerra»; eliminación de las barreras y de
las desigualdades en el comercio internacional; reducción de armamentos por
parte de todas las potencias; reajustes coloniales; evacuación de territorios
ocupados; autodeterminación de las nacionalidades y nuevo trazado de las
fronteras europeas a lo largo de líneas nacionales; y, como punto final, pero
no menos importante, una organización política internacional para evitar la
guerra. En conjunto, Wilson defendía la realización de los movimientos
democrático, liberal, progresista y nacionalista del siglo pasado, de los
ideales de la Ilustración, de la Revolución Francesa y de 1848. En opinión de
Wilson, y según muchos creían, la Guerra Mundial terminaría en un nuevo
tipo de tratado. Se pensaba que había algo de siniestro en tom o a las
457
conferencias de paz del pasado, como, por ejemplo, del Congreso de Viena
de 181518. Se censuraba a la vieja diplomacia porque conducía a la guerra.
Lenin, a su manera y por sus propias razones, estaba diciendo también esto
en Rusia. Se tenía la convicción de que los tratados habían estado, durante
demasiado tiempo, injustamente basados en una política de poder, o en unos
tratos y regateos faltos de principios, efectuados sin consideración alguna al
pueblo de referencia. Al haber derrotado la democracia a las potencias
centrales, los pueblos esperaban que podría alcanzarse una nueva solución,
lograda en una época democrática, mediante un acuerdo general, en una
atmósfera de confianza mutua. Había una sensación real de una nueva era.
Sin embargo, Wilson había tenido algunas dificultades para convencer a
los gobiernos aliados de que aceptasen sus Catorce Puntos. Los franceses
exigían una garantía de indemnización alemana por los daños de la guerra.
Los ingleses vetaban la libertad de los mares «en la paz y en la guerra»; era
la rivalidad naval la que les había alejado de Alemania, y ellos habían hecho
la guerra para conservar el dominio inglés del mar. Pero, con estas dos
reservas, los aliados expresaban su buena disposición a seguir la dirección de
Wilson. Los alemanes que pidieron el armisticio creían que la paz se haría
según las líneas de los Catorce Puntos, sólo con las dos modificaciones
descritas. Los socialistas y los demócratas que ahora trataban de gobernar
Alemania pensaban también que, tras haber derribado al Kaiser y a los
señores de la guerra, serían tratados por los vencedores con cierta modera
ción, y que una nueva Alemania democrática se levantaría otra vez en el
lugar que ellos consideraban que le correspondía en el mundo.
Veintisiete naciones se reunieron en París, en enero de 1919, pero las
sesiones plenarias no tuvieron interés. Las cuestiones se decidían en
conferencias entre los cuatro grandes: el propio Wilson, Lloyd George por
Inglaterra, Clemenceau por Francia, y Orlando por Italia. La conjunción de
personalidades no fue afortunada. Wilson era rigurosa y obstinadamente
recto; Lloyd George, un galés vehemente y voluble; Clemenceau, un viejo
patriota, el «tigre de Francia», que no había sido precisamente joven en
la guerra de 1870 (había nacido en 1841); Orlando, un fenómeno pasajero
de la política italiana. Ninguno de ellos estaba especialmente preparado para
la tarea de que se trataba.-Clemenceau era un nacionalista declarado, Lloyd
George siempre había estado interesado por las reformas interiores, Orlando
era por su formación un profesor como Wilson, y Wilson, un antiguo
presidente de college, carecía de un concreto conocimiento o de una íntima
sensibilidad por pueblos que no fueran el suyo. De todos modos, representa
ban democráticamente a los gobiernos y a los pueblos de sus respectivos
países, y hablaban, por lo tanto, con una autoridad que se negaba a los
diplomáticos profesionales de la vieja escuela.
Wilson empezó librando una dura batalla por una Sociedad de Naciones,
organismo internacional permanente en el que todas las naciones, sin
sacrificar su soberanía, se reunirían para discutir y resolver sus disputas,
prometiendo todas no recurrir a la guerra. Pocos estadistas europeos tenían
confianza alguna en aquella Sociedad. Pero aceptaron la propuesta de
18 v e r págs. 162-166.
458
Wilson, y el convenio de la Sociedad de Naciones se redactó en el tratado
con Alemania. En compensación, Wilson tuvo que hacer concesiones a
Lloyd George, a Clemenceau, a Orlando y a los japoneses. Se vio así
obligado a comprometer el idealismo de los Catorce Puntos. Probablemente,
el compromiso y el regateo habrían sido necesarios, de todos modos, porque
unos principios tan generales como la autodeterminación nacional y el
reajuste colonial conducirían, invariablemente, a diferencias de opinión en
casos concretos. Wilson se permitió creer que, si se establecía y actuaba una
Sociedad de Naciones, los defectos del tratado podrían luego ser corregidos,
con calma, por medio de la discusión internacional.
La gran exigencia de los franceses en la conferencia de paz fue la de la
seguridad contra Alemania. Sobre este tema, los franceses eran casi
fanáticos. La guerra en el oeste se había librado casi enteramente en su
suelo. Para reducir a Alemania a unas dimensiones más análogas a las
francesas, proponían que la parte de Alemania al oeste del Rhin se
estableciese como un estado independiente, bajo los auspicios aliados.
Wilson y Lloyd George se opusieron, observando cuerdamente que el
resentimiento alemán resultante sólo conduciría a otra guerra. Los franceses
cedieron, pero únicamente a condición de obtener su seguridad de otra
forma, es decir, mediante una promesa de Inglaterra y de los Estados Unidos
de correr en su ayuda, inmediatamente, si eran atacados de nuevo por los
alemanes. En efecto, en París se firmó un tratado de garantías anglo-franco-
americano, con aquellas cláusulas. Francia obtenía el control de las minas de
carbón del Sarre por quince años; durante este tiempo una comisión de la
Sociedad de Naciones administraría el territorio del Sarre, y, en 1935, se
celebraría un plebiscito. Lorena y Alsacia volvieron a Francia. Las fortifica
ciones y las tropas alemanas dejarían un ancho cinturón vacío en Renania.
Tropas aliadas ocuparían Renania durante quince años, para asegurar el cum
plimiento del tratado por parte alemana.
En el Este, los aliados querían asentar fuertes estados amortiguadores
contra el bolchevismo de Rusia. Las simpatías con Polonia eran profundas.
Las partes del antiguo Imperio Alemán que estaban habitadas por polacos, o
por poblaciones mixtas de polacos y alemanes —Poznam y Prusia Occiden
tal—, fueron asignadas al nuevo estado polaco. Esto daba a Polonia un
corredor hacia el mar, pero, al propio tiempo, separaba a la Prusia Oriental
del núcleo de Alemania19. Danzig, una vieja ciudad alemana, se convirtió en
una ciudad libre, que no pertenecía a ningún país, Memel también fue
internacionalizada; no tardó en ser tomada por Lituama. La A lta Silesia, una
rica zona minera, pasó a Polonia, tras un disputado plebiscito. En Austria y
entre los sudetes alemanes de Bohemia, ahora que ya no había un imperio de
los Habsburgo (cuya existencia había bloqueado toda unión pan-germana en
1848 y en el tiempo de Bismarck)20, se desarrolló un sentimiento favorable a
la anexión a la nueva república alemana. Pero aquel sentimiento no estaba
organizado, y, en todo caso, los aliados se negaban, naturalmente, a que
Alemania fuese más grande de lo que había sido en 1914. Austria seguía
459
siendo una república enana, y Viena, una antigua capital imperial separada
de su imperio —una cabeza cercenada de su cuerpo, y ya casi incapaz de
s e g u i r viviendo—. Los alemanes bohemios pasaron a ser ciudadanos
descontentos de Checoslovaquia.
Alemania perdió todas sus colonias. Wilson y el general Smuts, de Africa
del Sur, para preservar el principio del internacionalismo contra cualquier
imputación de conquista descarada, se preocuparon de que las colonias
fuesen realmente conferidas a la Sociedad de Naciones. La Sociedad, a su
vez, bajo «mandatos», las asignó a diversas potencias para que las
administrasen. De este modo', Francia y Gran Bretaña se repartieron lo
mejor de las colonias africanas; el Congo Belga se extendió ligeramente; y la
Unión del Africa del Sur se adueñó del Africa suroccidental alemana. En el
mundo colonial, Italia no obtuvo nada. El Japón recibió el mandato para las
islas alemanas del Pacífico, al norte del ecuador, Australia para la Nueva
Guinea alemana y para las Islas Salomón, y Nueva Zelanda para la Samoa
alemana. Los japoneses alegaban derechos sobre las concesiones alemanas
en China. Los chinos, en la conferencia de París, trataron de que se
aboliesen todas las concesiones especiales y los derechos extraterritoriales en
China21. Nadie prestó oidos a tales propuestas. Mediante un compromiso, el
Japón recibió aproximadamente la mitad de los antiguos derechos alemanes.
Los japoneses estaban descontentos. Los chinos abandonaron la confe
rencia.
Los aliados se adjudicaron la flota alemana, pero las tripulaciones
alemanas, en lugar de rendirla, la hundieron solemnemente en Scapa Flow.
El ejército alemán quedó reducido a 100.000 hombres. Como los aliados
prohibieron el reclutamiento, es decir, la preparación anual de grupos
sucesivos de civiles jóvenes, el ejército se hizo exclusivamente profesional, la
clase de los oficiales conservó una influencia política en él, y los medios
empleados por los aliados para desmilitarizar Alemania só lo . sirvieron
exactamente para lo contrario —suponiendo que sirvieran para algo—. El
tratado prohibía a Alemania tener artillería pesada, ni aviación, ni submari
nos. Wilson vio su plan de desarme universal, aplicado sólo a Alemania.
Los franceses, ya antes del armisticio, habían estipulado que Alemania
debia pagar daños de guerra. Los otros aliados formularon la misma
exigencia. En la conferencia, Wilson se quedó estupefacto ante el volumen
de las facturas presentadas. En cuanto a lo que a ellos correspondía, los
belgas proponían una suma superior a la riqueza total de Bélgica, según las
estadísticas belgas, de publicación oficial. Los franceses y los ingleses
proponían cargar a Alemania con todos los gastos que a ellos se les habían
ocasionado durante el conflicto, incluidas las pensiones de guerra. Wilson
señalaba que una reparación «total», aunque no fuese estrictamente injusta,
era absolutamente imposible, e incluso Clemenceau declaraba que «pedir más
de un billón de francos no conduciría a nada práctico». La insistencia en
unas reparaciones enormes era, en realidad, sobre todo emocional. Nadie
sabía ni tenía en cuenta cómo iba a pagar Alemania, aunque, en el fondo,
todos comprendían que tales sumas sólo podrían ser abonadas mediante
460
exportaciones alemanas, que entonces entraría en competencia con los
intereses económicos de los aliados. Los alemanes, para evitar lo peor,
incluso ofrecieron reparar los daflos físicos producidos en Bélgica y en
Francia, pero su propuesta fue rechazada inmediatamente, sobre la base de
que, con ello, los belgas y los franceses perderían empleos y puestos de
trabajo. En el tratado, no se estableció, en absoluto, ninguna suma total por
reparaciones; quedó claro que la suma sería muy elevada, pero su determi
nación quedó al arbitrio de una futura comisión. Los aliados, indignados
por la guerra, y comprometidos, a su vez, en enormes deudas con los Estados
Unidos, no tenían, en la cuestión de las reparaciones, ni el menor deseo de oír
hablar de razones económicas, y consideraban las reparaciones, simplemente,
como otro medio de compensar una injusticia y de alejar los peligros de una
resurrección alemana. Como primer pago de la suma de las reparaciones, el
tratado exigía que Alemania entregase la mayor parte de su marina mercante,
que hiciese entregas de carbón, y que abandonase todas las propiedades de
ciudadanos particulares alemanes en el extranjero. Esta última condición po
nía fin a la carrera de Alemania en la anteguerra como exportadora de capital.
Fue con la concreta finalidad de justificar las reparaciones, por lo que se
incluyó en el tratado la famosa cláusula del «delito de guerra». Mediante
aquella cláusula, Alemania, explícitamente, «aceptaba la responsabilidad»
de todas las pérdidas y de todos los daños resultantes de la guerra «que les
había sido impuesta (a los aliados) por la agresión de Alemania y de sus
aliados». Los alemanes, ciertamente, no se sentían tan responsables como
ahora se veían obligados a reconocer, desde un punto de vista formal.
Consideraban que se ofendía a su honor como pueblo. La cláusula del
«delito de guerra» dejaba una puerta abierta a los agitadores dentro de
Alemania e inducía incluso a los alemanes moderados a considerar el tratado
como algo que seria necesario eludir, por una cuestión de propio respeto.
El Tratado de Versalles se terminó en tres meses. La ausencia de los
rusos, la decisión de no conceder ninguna audiencia a los alemanes, y la
inclinación de Wilson a hacer concesiones a cambio de la obtención de la
Sociedad de Naciones, permitieron resolver problemas intrincados, con una
considerable facilidad. Los alemanes, cuando se les presentó el documento
terminado, en mayo de 1919, se negaron a firmar. Los aliados amenazaron
con una reanudación de las hostilidades. En Berlín se produjo una crisis de
gobierno. Ningún alemán quería condenarse a sí mismo, ni a su partido, ni
sus principios, a los ojos del pueblo alemán, poniendo su nombre al pie de
un documento que todos los alemanes consideraban ultrajante. Una
coalición de los partidos socialdemócrata y católico accedió, finalmente, a
echar sobre sus hombros la odiosa carga. Dos desconcertados y virtualmente
desconocidos representantes hicieron su aparición en la Sala de los Espejos
de Versalles, y firmaron el tratado por Alemania, ante una gran concurren
cia de dignatarios aliados.
Los demás tratados redactados por la conferencia de París, en conjun
ción con el Tratado de Versalles, trazaron un nuevo mapa para la Europa
oriental, y registraron la recesión de los imperios ruso, austríaco, y turco.
Ahora existían siete nuevos estados independientes: Finlandia, Estonia,
Letonia, Lituania, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia. Rumania se
461
amplió, mediante la agregación de áreas anteriormente húngaras y rusas;
Grecia se amplió a expensas de Turquía. Austria y Hungría eran ahora
pequeños estados, y no había conexión alguna entre ellos. El Imperio Turco
desapareció: Turquía surgió como una república reducida a Constantinopla,
y Asia Menor, Siria y el Líbano pasaron a Francia como mandatos de la
Sociedad de Naciones, y Palestina y el Iraq a Gran Bretaña, sobre la
misma base22. El cinturón de estados desde Finlandia hasta Rumania estaba
considerado como un cordort sanitaire (cordón sanitario o zona sanitaria)
para impedir la expansión del comunismo hacia el oeste. La creación de
Yugoslavia hacía realidad las aspiraciones del movimiento de los eslavos del
sur o pan-servio que la fatal crisis de 1914 había puesto en marcha. Sin
embargo, el hecho de que Italia recibiese Trieste y algunas de las Islas
Dálmatas (de acuerdo con el tratado secreto de 1915) dejaba descontentos a
los yugoslavos más ambiciosos.
462
conciliar y no suficientemente severo para destruir. Posiblemente los ven
cedores debieran haber tratado más moderadamente a la nueva república
alemana, que profesaba sus propios ideales, como los vencedores monárqui
cos de Napoleón, en 1814, habían tratado moderadamente a la Francia de
la restauración de los Borbones, considerándola como un régimen afín a los
suyos propios. Tal como las cosas se produjeron, los aliados impusieron a la
república alemana aproximadamente las mismas condiciones que podían
haber impuesto al Imperio Alemán. Inocentemente, hicieron el juego a
Ludendorff y a los reaccionarios alemanes; fueron los socialdemócratas y los
liberales los que sufrieron la «vergüenza» de Versalles. Desde el principio,
los alemanes no mostraron ninguna intención real de cumplir el tratado. Por
una parte, el tratado no era suficientemente agresivo para destruir la fuerza
económica y política de Alemania. Incluso el grado de severidad que
reflejaba no tardó en verse que era superior al que los aliados estaban
dispuestos a hacer cumplir. Los elaboradores del tratado en París, en 1919,
al trabajar precipitadamente y todavía en el calor de la guerra, bajo la
presión de la prensa y de la propaganda de sus respectivos países, redactaron
un conjunto de condiciones que la prueba del tiempo demostró que ni ellos
mismos, a largo plazo, querían imponer. A medida que los años pasaban,
mucha gente, en los países aliados, declaraba que algunas cláusulas del
Tratado de Versalles eran injustas e insoportables. La pérdida de fe de los
aliados en su propio tratado no sirvió más que para facilitar la tarea de
los agitadores alemanes que exigían que fuese repudiado, Así se abría la puer
ta, de par en par, a Adolfo Hitler.
Ya al principio, los aliados mostraron dudas. Lloyd George, en las
últimas semanas anteriores a la firma, reclamó tardíamente ciertas en
miendas, aunque en vano; porque, en 1919, la opinión británica se des
plazó un poco del temor a Alemania hacia el temor al bolchevismo, y
ya se manifestaba la idea de utilizar a Alemania como baluarte contra el
comunismo. Los italianos discreparon del conjunto del acuerdo desde el
principio; observaban que del botín de Africa y del Próximo Oriente sólo se
beneficiaban Francia y Gran Bretaña. Los chinos también estaban des
contentos. Los rusos, cuando volvieron al escenario internacional, unos
años después, encontraron una situación que no les gustaba y en cuya
creación no habían tomado parte. Se oponían a que se les formase un
cordon sanhaire desde Finlandia hasta Rumania, e inmediatamente recorda
ban que la mayor parte de aquel territorio había pertenecido, en otro tiempo,
al Imperio Ruso.
Los Estados Unidos nunca ratificaron el Tratado de Versalles, en
absoluto. Una oleada de aislacionismo y de disgusto con Europa se extendió
por todo el país; y este sentimiento, unido a alguna crítica racional de las
condiciones y a una importante dosis de política de partido, dio origen a que
el Senado rechazase la obra de Wilson. El Senado se negó también a
formular por adelantado ningún tipo de promesas de intervención militar en
una futura guerra entre Alemania y Francia, y, en consecuencia, se negó
también a ratificar el tratado de garantía anglo-franco-americano, en el que
Wilson había convencido a Clemenceau de que debía confiar. Los franceses
se consideraron engañados, privados de la Renania y de la garantía
463
angloamericana. Esto les llevó a intentar mantener sometida a Alemania
mientras aún era débil, creando así muchas complicaciones ulteriores.
La Sociedad de Naciones se estableció en Ginebra. Su simple existencia
suponía un gran paso en la superación de la anarquía internacional anterior
a 1914. La visión de Wilson no moría. Pero los Estados Unidos nunca se
incorporaron a ella; Alemania no fue admitida hasta 1926, y Rusia, hasta
1934. La Sociedad podía tratar y resolver sólo aquellos asuntos que las
grandes potencias estuvieran dispuestas a permitir. E stiba asociada a una
supremacía europea-occidentaj que ya no se correspondía con las realidades
de la situación mundial. Su creación formaba parte del Tratado de Versalles,
y muchas gentes de muchos países, de uno y de otro bando en la última
guerra, veían en ella, no tanto un sistema de decisión internacional, como
un medio de mantener un nuevo status quo en favor de Inglaterra y de
Francia.
La Primera Guerra Mundial asestó un último golpe a las antiguas
instituciones de la monarquía y del feudalismo aristocrático. Los tronos se
derrumbaron en Turquía, en Rusia, en Austria-Hungría, en el Imperio
Alemán y en los estados alemanes individuales; y con los reyes caían los
paniaguados cortesanos y toda la preeminencia social y los privilegios de las
viejas aristocracias de la tierra. La guerra fue, ciertamente, una victoria de la
democracia, aunque una victoria amarga. Continuaba un proceso tan
antiguo como las revoluciones francesa y americana. Pero no tenia respuesta
alguna para los problemas fundamentales de la civilización moderna:
industrialización y nacionalismo, seguridad económica y estabilidad interna
cional.
464
X. L A R E V O L U C IO N R U SA Y L A U N IO N SO V IE T IC A
466
56. Antecedentes
467
ciencias, especialmente a la química. Se les consideraba dotados, sobre todo,
para los más abstrusos ejercicios intelectuales, como las matemáticas
superiores, la física o el ajedrez.
Desde los años 1880, Rusia también empezó a entrar en la Revolución
Industrial y a ocupar su puesto como parte integrante del sistema económico
mundial. En el pais entró capital europeo para la financiación de ferrocarri
les, de minas y de fábricas (así como para la administración y el ejérci
to), hasta que, en 1914, los europeos habían invertido en Rusia casi la
misma cantidad que en los Estados Unidos, unos cuatrb mil millones de
dólares en cada caso3. En 1897, bajo el gobierno reformador del conde
Witte, Rusia adoptó el patrón oro, haciendo su moneda inmediatamente
convertible en todas las demás. En el cuarto de siglo de 1888 a 1913, la
longitud de las vías férreas en Rusia más que se duplicó, la de las lineas
telegráficas se quintuplicó, el número de oficinas de correos se triplicó, y el
número de cartas enviadas por correo se multiplicó por siete. Aunque
todavía industrialmente subdesarrollada según los modelos europeos, pues no
tenía, por ejemplo, ninguna industria de la maquinaria ni plantas químicas,
Rusia estaba industrializándose rápidamente. El valor de las exportaciones
pasó de 400 millones de rublos en 1880 a 1.600 millones en 1913, Las importa
ciones, aunque menores, aumentaron más rápidamente, quintuplicándose en
el mismo período. Estas consistían en artículos como té y café, y en máquinas
y artículos industriales fabricados en la Europa ocidental. Durante mucho
tiempo después de la Revolución, la Unión Soviética realizó menos comercio
exterior que el imperio ruso en vísperas de la Primera Guerra Mundial. El ré
gimen soviético, para mantener el control sobre su sistema económico, trató
de depender lo menos posible de los mercados y de las fuentes de abasteci
miento del exterior.
La industrialización, en Rusia como en todos los países, originó un
incremento de la clase patronal y de la asalariada, o, en terminología
socialista, de la burguesía y del proletariado. Aunque crecientes, no eran
todavía numerosas, comparadas con los niveles de Occidente. Los obreros de
fábrica, que trabajaban durante once o más horas diarias, por salarios bajos
y 'e n condiciones duras, se encontraban, en cierto modo, en la misma
situación de los obreros de Inglaterra o de Francia, antes de 18504. Los
sindicatos eran ilegales, y las huelgas estaban prohibidas. Sin embargo,
grandes huelgas llevadas a cabo en los años 1890 llamaron la atención sobre
la miseria de los nuevos obreros industriales. Había un rasgo distintivo del
proletariado ruso. La industria rusa estaba sumamente concentrada; la
mitad de los obreros industriales rusos estaba empleada en fábricas en las
que trabajaban más de 500 personas. En tales circunstancias, era más fácil
para los obreros organizarse económicamente y, al propio tiempo, movili
zarse políticamente. En cuanto a la clase patronal y capitalista rusa, era
relativamente la más débil, a causa de ciertos aspectos de la situación. La
propiedad de una gran parte de las nuevas instalaciones industriales de Rusia
estaba en manos extranjeras. Mucha pertenecía al propio gobierno zarista;
3 V er p ág s. 323-325, 379-380.
4 V er p ág s. 170-171, 209-213, 216-22Q.
468
Rusia tenía ya el más extenso sistema económico operado por el estado, de
todos los países del mundo. Además, en Rusia (al contrario de los Estados
Unidos en aquel tiempo), el gobierno era un gran prestatario de Europa; de
ahí que, desde el punto de vista financiero, dependiese menos- de su pueblo,
y pudiera, por tanto, mantener un régimen absolutista.
De todos modos, las clases patronal y profesional, reforzadas por
terratenientes emprendedores, eran suficientemente fuertes para formar un
sector liberal de opinión pública, que surgió en 1905, como el Partido
Democrático Constitucional (los K. D . o «Cadetes»). Muchos de los que
actuaban en los zem stvos provinciales se hicieron también demócratas
constitucionales. Eran liberales, progresistas o constitucionalistas en el sentido
occidental, y pensaban menos en los problemas de los obreros fabriles y de
los campesinos que en la necesidad de un parlamento de elección nacional
para controlar la política del estado.
Rusia seguía siendo predominantemente agrícola. Sus grandes exporta
ciones eran, principalmente, productos de las granjas y de los bosques. Los
campesinos constituían las cuatro quintas partes de la población. Libres de
sus antiguos señores desde 1861, vivían en sus comunas aldeanas o mirs5. En
la mayor parte de las comunas, la tierra se dividía y se subdividía entre
familias campesinas por acuerdo de la comunidad aldeana, y nadie podía
abandonarla sin autorización comunal. Los campesinos soportaban todavía
una gran carga. Hasta 1906, pagaban el dinero de la redención resultante de
la Emancipación de 1861, y, aun después de eso, otras formas de pagos
onerosos. También pagaban elevados impuestos, porque el gobierno sufra
gaba los intereses de sus préstamos exteriores con los impuestos que cobraba
en el interior. La exportación de cereales, constantemente creciente (utilizada
también para pagar las deudas contraídas por Rusia en el Occidente), tendía
a apartar los artículos alimenticios de la mesa del granjero; más de un cam
pesino cultivaba el mejor trigo para vender, y comía pan negro. La pobla
ción campesina, en resumen (como en otros países en similares etapas de
su desarrollo), cargaba con una parte considerable de los costes de la in
dustrialización.
Bajo aquellas presiones, y a causa de sus primitivos métodos de cultivo,
los campesinos estaban pidiendo siempre más tierra. Tanto las familias por
separado como los mirs tenían «hambre de tierra». La Emancipación había
entregado aproximadamente la mitad de la tierra a la propiedad campesina,
individual y colectiva; y, en el medio siglo siguiente, los campesinos
aumentaron su porción, comprando a los propietarios no campesinos. Los
mirs no estaban quedándose anticuados, en absoluto. En realidad, estaban
florecientes; adquirían, mediánte compra, mucha más tierra que los "com
pradores individuales, y acaso la mitad de los campesinos, o más, valoraban
la seguridad comunal por encima de las inciertas satisfacciones de la
propiedad privada. Las excepciones constituían la minoría de campesinos
más emprendedores y más ricos, a los que luego se daría el nombre de
«kulaks». Uno de ellos era el padre de León Trotsky, gran trabajador,
hombre sencillo y analfabeto, poseía o arrendaba el equivalente de una
469
m illa cuadrada de tierra, empleaba a docenas de jornaleros en el tiempo de
cosecha, y mantenía constantemente un amplio equipo doméstico. Que tan
«importante granjero» pudiera tener tantos empleados pone de manifiesto
la pobreza en que vivía el grueso de los campesinos. No todos los campesi
nos acomodados eran tan opulentos como el padre de Trotsky, pero los gran
des granjeros se destacaban claramente de las masas, entre las que no conta
ban con simpatía alguna.
470
movimiento revolucionario. La discusión versaba sobre temas como el de
determinar si la verdadera clase revolucionaria estaba formada por los
campesinos o por los nuevos obreros fabriles, si los campesinos eran
potencialmente proletarios o irremediablemente pequeños burgueses, si
Rusia tenía que pasar por el mismo proceso histórico que el Occidente, o si
era distinta; y, concretamente, si Rusia tenía que pasar por el capitalismo, o
si podía saltar, simplemente, la fase capitalista en su camino hacia la
sociedad socialista.
En su mayoría, los intelectuales revolucionarios eran «populistas».
Algunos habían pertenecido, en otro tiempo, a la ahora destruida Voluntad
del Pueblo. Algunos seguían aprobando el terrorismo y el asesinato como
moralmente necesarios en un país autocrático. Por lo general, tenían una fe
mística en el inmenso poder elemental del pueblo ruso, y como los rusos, en
su mayoría eran campesinos, los populistas se interesaban por los proble
mas campesinos y por el bienestar campesino. Creían que en Rusia existía una
gran tradición revolucionaria nativa, cuyo ejemplo más destacado era la
rebelión campesina de Pugachev, en 17739. Los populistas admiraban la
aldea comunal rusa o mir, en la que veían realizada la idea socialista
europea de una «comuna». Leían y respetaban a Marx y a Engels (fue,
precisamente, un populista, el primero que tradujo al ruso el Manifiesto
Comunista); pero no creían que un proletariado urbano fuese la única clase
verdaderamente revolucionaria. No creían que el capitalismo, al crear aquel
proletariado, tuviera que preceder, inevitable y lógicamente, al socialismo.
Decían que en Rusia podían evitarse los horrores del capitalismo. Se
preocupaban por las angustias del labrador y por los males que originaba el
señorío de la tierra, apoyaban el fortalecimiento del mir y la igualdad en él
de las porciones de todos los campesinos, y como no tenían que esperar por
el triunfo previo del capitalismo en Rusia, pensaban que la revolución podría
ser muy pronto una realidad. Este sentimiento populista cristalizó en la
fundación, en 1901, del Partido Social Revolucionario.
Dos populistas, Plejánov y Axelrod, que huyeron a Suiza en los
años 1870, se pasaron allí al marxismo. En 1883, fundaron en el exilio la
organización de la que había de surgir el Partido Ruso Social Demócrata o
Marxista. Unos pocos marxistas comenzaron a declararse tales (aunque no
públicamente) en la propia Rusia. Cuando el joven Lenin conoció a su
futura mujer, Krupskaya, en 1894, ella pertenecía ya a un círculo de
marxistas teóricos. El hecho de que los campesinos, en los años 1890,
permaneciesen detepcionantemente tranquilos, mientras la industria mecáni
ca, el trabajo fabril y las huelgas se desarrollaban rápidamente, indujo a
muchos intelectuales revolucionarios, aunque sólo a una minoría, a pasar del
populismo al marxismo. A Plejánov y a Axelrod se agregaron, como jóvenes
dirigentes, Lenin (1870-1924), Trotsky (1879-1940), Stalin (1879-1953), y
otros.
De ellos, fue Lenin el que, después de Marx, había de ser aclamado por
el comunismo como un padre. Lenin era un hombre pequeño, casi redondo,
con una gran vivacidad de hombre de baja estatura, y con una mirada
471
intensa y penetrante. Los pómulos salientes y los ojos un tanto oblicuos
revelaban un origen asiático; sus amigos rusos, al principio, decían que
«parecía un calmuco». Su cabello se le cayó siendo aún muy joven,
dejándole una frente amplia, tras la que trabajaba constantemente una
inteligencia incansable. Ya en sus años veinte, le llamaban el Viejo. Por sus
orígenes, era de clase media alta, hijo de un inspector de escuelas que
ascendió en la burocracia civil hasta un cargo equivalente al de mariscal de
campo. Su infancia fue cómoda e incluso feliz, hasta la edad de diecisiete
años, cuando su hermano mayor, estudiante en San Petersburgo, se vio
envuelto, un tanto incidentalmente, en un complot para asesinar a Alejandro
dro III, por lo que fue condenado a muerte por orden del propio zar. A
causa del borrón caído en la historia familiar, Lenin no pudo continuar sus
estudios de derecho. No tardó en incorporarse a las filas de los revoluciona
rios profesionales, sin otra ocupación y viviendo precariamente de los
fondos del partido, procedentes, en su mayor parte, de los donativos de los
simpatizantes acomodados.
Detenido como revolucionario, pasó tres años de destierro en Siberia.
Allí, el gobierno zarista trataba a los prisioneros políticos ilustrados con una
indulgencia que luego no mostraría el régimen soviético. Lenin y casi todos
los demás vivían en casitas propias o como pupilos de los residentes locales.
No se les exigía ningún trabajo. Recibían libros de Europa; se reunían y se
visitaban entre sí; discutían, jugaban al ajedrez, iban de caza, meditaban,
escribían. Les indignaba, sin embargo, el verse apartados de la corriente prin
cipal de la vida política rusa. Terminada su condena, Lenin se marchó, en
1900, a la Europa occidental, donde permaneció hasta 1917, con la excepción
de breves viajes secretos a Rusia. Su vigor intelectual, su impulso irresistible
y su habilidad como táctico pronto le convirtieron en una fuerza dentro del
partido. Se ha definido el genio como la facultad de una prolongada concen
tración en una sola cosa. Axelrod, su íntimo compañero de otro tiempo, decía
de Lenin que, «durante veinticuatro horas del día, está dedicado a la revolu
ción, no tiene pensamiento excepto para la revolución, e incluso cuando duer
me, no sueña más que con la revolución.
En 1898, los marxistas de Rusia, estimulados por los emigrados,
fundaron el Partido Social Demócrata del Trabajo. N o eran más revolucio
narios que el grupo de los Social-Revolucionarios, más amplio. Sólo tenían
una concepción diferente de la revolución. Ante todo, como buenos
marxistas, se inclinaban más a ver la revolución como un movimiento
internacional, como parte del proceso dialéctico de la historia del mundo, en
el que se hallaban implicados todos los países. Para ellos, Rusia no era
diferente de otros países, excepto en que estaba menos desarrollada.
Esperaban que la revolución mundial estallaría primero en la Europa
occidental. Admiraban especialmente al Partido Social Demócrata Alemán,
el más grande y el más próspero de todos los partidos que reconocían la
paternidad de Marx10,
El hecho de que los socialdemócratas se orientasen hacia Europa más que
los social-revolucionarios se debía a que muchos de sus dirigentes vivían
472
desterrados allí. Los socialdemócratas tendían a pensar que Rusia debía
desarrollar el capitalismo, un proletariado industrial y la forma moderna de
la lucha de clases, antes de que en el país pudiera haber ninguna revolución.
Al ver en el proletariado urbano a la verdadera clase revolucionaria,
miraban a todo el campesinado con recelo, ridiculizaban el mir, y detestaban
a los social-revolucionarios. Lenin decía que «el marxismo siempre se ha
desentendido de la disparatada charla de los populistas y de los anarquis
tas en el sentido de que Rusia puede prescindir del desarrollo capitalista».
(En este punto, los marxistas rusos eran más marxistas que Marx y que
Engels, los cuales, cuando se les preguntó, se negaron a pronunciarse sobre
los méritos del m ir o sobre la necesidad del capitalismo como condición
previa al socialismo en Rusia). Al igual que Marx, los marxistas rusos
desaprobaban el terrorismo y el asesinato esporádicos. Por esta razón, y
porque su doctrina parecía un tanto académica y su revolución más bien
condicional y lejana en el tiempo, los marxistas se vieron'de hecho favoreci
dos, durante algún tiempo, por la policía zarista, que los consideraba menos
peligrosos que los social-revolucionarios.
473
componentes. Exigía una fuerte autoridad en la cumbre, mediante la cual el
comité central determinaría la doctrina (o «línea del partido») y controlaría
a la gente a todos los niveles de la organización. Los mencheviques
apoyaban un mayor grado de influencia por parte de los miembros como
conjunto. Lenin pensaba que el partido debía fortalecerse mediante depura
ciones, expulsando a todos los que cultivasen desviaciones de opinión. Los
mencheviques pretendían abarcarlo o incluirlo todo, excepto los desacuerdos
más fundamentales. Los mencheviques llegaban a recomendar la cooperación
con los liberales, los progresistas y los demócratas burgueses. Lenin conside
raba tal cooperación como puramente táctica y temporal, sin ocultar nunca
que, al fin, los bolcheviques debían imponer sus puntos de vista mediante
una dictadura del proletariado. Los mencheviques, en resumen, se asemeja
ban a los marxistas de la Europa occidental, en la medida en que esto era
posible en las circunstancias rusas11. Lenin defendía la rígida reafirmación
de los fundamentos marxistas: el materialismo dialéctico y la irreconciliable
lucha de clases.
Si nos preguntamos qué agregaba el leninismo al marxismo original12, la
respuesta no es fácil de encontrar. Lenin aceptaba las ideas básicas de Marx;
que el capitalismo explotaba a los obreros, que necesariamente producía y
precedía al socialismo, que la historia estaba predeterminada lógicamente,
que la lucha de clases era la ley de la sociedad, que las formas existentes de
religión, de gobierno, de filosofía y de costumbres eran armas en la lucha de
clases. Pero Lenin desarrolló y transformó en un elemento de primer orden
del marxismo ciertas teorías del «imperialismo» y del «desarrollo desigual
del capitalismo» que habían sido propuestas sólo en términos generales por
Marx y por Engels. Según la interpretación marxista-leninista, el «imperia
lismo» era exclusivamente un producto del capitalismo monopolista, es
decir, del capitalismo en su etapa de grandes negocios, en su «superior» y
«última» fase, que se desarrolla de diferente modo y en diferentes momentos
en cada país. El capitalismo monopolista tiene que exportar su capital
excedente e invertirlo en áreas subdesarrolladas, en busca de mayores
beneficios13. El incesante afán de colonias y de mercados en un mundo ya
casi completamente repartido conduce, de un modo inevitable, a guerras
internacionales «imperialistas» para la «redistribución» de las colonias, así
como a la intensificación de las luchas nacionales de las colonias por su
independencia; unas y otras facilitan nuevas oportunidades revolucionarias
al proletariado.
En otros sentidos, Lenin acusaba abiertamente a todos los que intenta
ban «añadir» algo a los principios fundamentales de Marx. Nada le
enfurecía tanto como los esfuerzos revisionistas por atenuar la lucha de
clases, o las insinuaciones de que, en último análisis, el marxismo acaso
pudiera encontrar sitio para algún tipo de religión. Como escribía en 1908:
«De la filosofía del marxismo, fundida en una sola pieza de acero, es
imposible destruir una sola premisa básica, una sola parte esencial, sin
474
desviarse de la verdad objetiva, sin caer en brazos de la falsedad burguesa-
reaccionaria». Lenin era un converso. Descubrió el marxismo, no lo inventó.
Encontró en él una teoría de la revolución que él aceptó como científica sin
reservas, y acerca de la que él era más abiertamente dogmático todavía que
el propio Marx. Su capacidad intelectual, que era muy grande, estuvo
dedicada a demostrar cómo el desarrollo de los acontecimientos del si
glo XX confirmaba el análisis del maestro.
Pero fue por su fuerza de voluntad por lo que más se distinguió Lenin, y
si el leninismo contribuyó poco al marxismo como teoría, contribuyó, en
cambio, mucho como movimiento. Lenin era un activista. Fue el supremo
agitador, un comandante en jefe en la lucha de clases, que podía escribir a
toda prisa un folleto polémico, dominar un congreso del partido, o dirigir
multitudes de obreros con la misma facilidad. A su lado, Marx y Engels
parecen casi unos simples monjes o unos sociólogos. Marx y Engels habrían
preferido creer que la dictadura del proletariado, cuando llegase, representa
ría los deseos de la gran mayoría, en una sociedad en la que casi todos sus
miembros se hubieran convertido en proletarios. Lenin preveía más franca
mente la posibilidad de que la dictadura del proletariado representase los de
seos conscientes de una pequeña vanguardia y que tuviera que imponerse a
grandes masas mediante un implacable uso de la fuerza. (
Sobre todo, Lenin desarrolló la idea de Marx de la función del partido.
Aprovechó la rica experiencia de los revolucionarios pre-marxistas de Rusia
—el misterioso empleo de falsos nombres, la tinta invisible, los códigos ci
frados, los pasaportes falsificados, las citas a escondidas— todo el mundo
fantástico de la conspiración que, cuando había existido, en menor grado, en
el Occidente con anterioridad a 1848, había merecido el desprecio y la burla
de Marx. La concepción que Lenin tenía del partido era, fundamentalmente,
la de Marx, reforzada por su propia experiencia como ruso. El partido era
una organización en la que los intelectuales proporcionaban la dirección y la
comprensión a los obreros, que no podían ver por sí mismos. En cuanto al
sindicalismo, interesado sólo por las demandas cotidianas de los trabajado
res, Lenin tenía aún menos paciencia que Marx. «El crecimiento inconsciente
del movimiento obrero —escribía— adopta la forma de sindicalismo, y el
sindicalismo significa la esclavitud mental de los obreros a la burguesía». La
tarea de los intelectuales en el partido, la élite o los expertos, consistía en
hacer a los sindicatos y a la clase obrera «conscientes», y, por lo tanto,
revolucionarios. Armada del conocimiento «objetivo», del que se sabía que
era correcto, la dirección del partido, naturalmente, no podía escuchar las
opiniones subjetivas de los demás —las ideas momentáneas de los trabajado
res, de los campesinos, de los equivocados subordinados del partido, o de
otros partidos que pretendían saber más que el propio Marx. La idea de que
los intelectuales proporcionaban el cerebro y los obreros el músculo, de que
una élite dirige mientras los trabajadores obedecen dócilmente, es bastante
comprensible si se tienen en cuenta los antecedentes rusos, que habían
creado, de una parte una intelligentsia dolorosamente autoconsciente, y, de
otra, una clase obrera y un campesinado reprimidos, privados de toda
oportunidad de experiencia política propia. Este era uno de los rasgos más
475
distintivos del leninismo, y uno de los más extraños al - movimiento
democrático de Occidente.
El leninismo realizó el enlace de las tradiciones revolucionarias rusas con
la doctrina occidental del marxismo. Era un enlace difícil, cuyo trascenden
tal vástago fue el comunismo. Pero, en aquel tiempo, cuando el bolchevismo
surgió por primera vez, en 1903, tuvo un efecto escaso o nulo. En Rusia
estalló una verdadera revolución, en 1905. Y cogió casi enteramente por sor
presa a los revolucionarios emigrados.
476
facilidad con que Rusia era derrotada por una potencia advenediza y
asiática. Al igual que después de la Guerra de Crimea, hubo un sentimiento
general de que el gobierno había revelado su incompetencia ante el mundo
entero. Los liberales creían que los métodos secretos del gobierno, su
inmunidad a la crítica y al control, le habían hecho indolente, torpe,
obstinado e ineficiente, tan incapaz de ganar una guerra como de dirigir la
modernización económica que estaba teniendo lugar en Rusia. Pero era poco
lo que los liberales podían hacer.
La policía había autorizado, recientemente, a un sacerdote, el Padre
Gapon, a que actuase entre los obreros fabriles de San Petersburgo y a que
los organizase, esperando contrarrestar así la propaganda de los revolucio
narios. El Padre Gapon tomó completamente en serio las reivindicaciones de
los obreros. Estos creían, como sencillos campesinos recientemente trasplan
tados a la ciudad, que, sólo con que pudieran llegar cerca del Padrecito, al
ser augusto que se hallaba por encima de todos los duros capitalistas y de los
insensibles funcionarios, él escucharía sus quejas con asombrada sorpresa y
corregiría los males que aquejaban a Rusia. Redactaron una solicitud,
pidiendo una jornada de ocho horas, un salario mínimo diario de un rublo
(lo que equivaldría a cincuenta centavos de dólar), la destitución de los
burócratas incapaces, y una Asamblea Constituyente democráticamente
elegida para introducir un gobierno representativo en el imperio. Inerme,
pacífica, respetuosa, cantando «Dios salve al zar», una multitud de 200.000
hombres, mujeres y niños, se reunió ante el Palacio de Invierno del zar, un
domingo de enero de 1905. Pero el zar había huido, y sus oficiales se
asustaron. Las tropas avanzaron y dispararon contra los manifestantes, a
sangre fría, matando a varios centenares.
El «domingo sangriento» de San Petersburgo acabó con el lazo moral
sobre el que descansa todo gobierno estable. Los obreros, horrorizados,
vieron que el zar no era su amigo. La autocracia se reveló como la fuerza
que respaldaba a los odiados oficiales, a los recaudadores de impuestos, a
los terratenientes y a los propietarios de las instalaciones industriales.
Sobrevino una oleada de huelgas políticas. Los socialdemócratas (más
mencheviques que bolcheviques) surgieron de la clandestinidad o del
destierro para dar una dirección revolucionaria a aquellos movimientos. Se
formaron consejos o «soviets» de trabajadores en Moscú y en San
Petersburgo. Los campesinos, además, en muchas partes del país, comenza
ron a levantarse espontáneamente, invadiendo las tierras de la clase media,
incendiando las casas solariegas y ejerciendo la violencia contra sus
propietarios. Los social-revolucionarios, naturalmente, trataron de ponerse
al frente de aquel movimiento. Los liberales demócratas constitucionales,
profesores, ingenieros, hombres de negocios, abogados, dirigentes de los
zem stvos provinciales fundados cuarenta años antes, trataron también de
tomar la dirección o, por lo menos, de utilizar la crisis para forzar la mano
al gobierno. Todos estaban de acuerdo en una exigencia: que debía haber
más representación democrática en el gobierno.
El zar accedió de mala gana y concedió lo menos posible. En marzo de
1905, prometió nombrar para los cargos a hombres «que gozasen de la
confianza de la nación». En agosto (después de la desastrosa batalla de
477
Tsushima), accedió a convocar una especie de Estados Generales, para los
que los campesinos, los terratenientes y las gentes de la ciudad votarían
como clases separadas. La revolución seguía encendiéndose, incontenida. El
Soviet o Consejo de Obreros de San Petersburgo, dirigido principal
mente por los mencheviques (Lenin aún no había vuelto a Rusia), declaró
una gran huelga general en octubre. Pararon los ferrocarriles, cerraron los
bancos, los periódicos no salieron, e incluso los abogados se negaron a ir a
sus despachos. La huelga se extendió a otras ciudades y a los campesinos.
Con el gobierno paralizado, el zar lanzó su Manifiesto de Octubre. Prometía
una constitución, libertades civiles y una Duma que había de ser elegida por
todas las clases en un plano de igualdad, y que tendría poderes para dictar
leyes y para controlar la administración.
El zar y sus consejeros pretendían dividir a la oposición al hacer público
el Manifiesto de Octubre, y lo consiguieron. Los demócratas constituciona
les, con la promesa de una Duma, se permitieron esperar que los problemas
sociales podrían, en adelante, afrontarse a través de métodos parlamenta
rios. Los liberales estaban ahora asustados de los revolucionarios; los
industriales tenían miedo de la fuerza demostrada por los trabajadores en la
huelga general, y los terratenientes pedían un restablecimiento del orden
entre los campesinos. Los campesinos y los obreros, excitados, no se daban
aún por satisfechos; los primeros querían todavía más tierra y menos
impuestos, y los segundos, una jornada de trabajo más corta y un salario
que les permitiese vivir. Las diversas ramas de intelectuales revolucionarios
excitaban la continuada agitación popular, esperando llevar las cosas
adelante hasta conseguir la abolición de la monarquía zarista y la instaura
ción de una república socialista, con ellos a la cabeza. Creían también (y con
razón) que el Manifiesto de Octubre era, en todo caso, un fraude, y que el
zar se negaría a cumplirlo, en cuanto se hubiera eliminado la presión
revolucionaria. Los soviets seguían agitándose, las huelgas locales continua
ban, y había motines entre los soldados en Kronstadt y entre los marineros
de la flota del Mar Negro.
Pero el gobierno logró mantenerse. Con los liberales de la clase media
ahora inactivos o pidiendo orden, las autoridades detuvieron a los miembros
del soviet de San Petersburgo. Se hizo rápidamente la paz con el Japón, y se
trajeron del Lejano Oriente unidades de tropas dignas de confianza. Los
dirigentes revolucionarios huyeron de nuevo a Europa, o volvieron a la
clandestinidad, o fueron detenidos y enviados a la cárcel o a Siberia; en el
campo, se llevaron a cabo ejecuciones.
478
concesiones. Dejó sin dientes a la nueva Duma, incluso antes de que la
criatura hubiese nacido, al anunciar por anticipado, en 1906, que no tendría
poderes sobre la política exterior, ni sobre el presupuesto, ni sobre la
formación del gobierno. La actitud del zar respecto a la monarquía
constitucional continuó siendo totalmente negativa hasta 1917; lo primero
que el zarismo no permitió fue ningún tipo de participación auténtica del
pueblo en el gobierno. Dentro de aquel «pueblo», los dos extremos eran
igualmente impermeables al constitucionalismo liberal. Por la derecha, los
obstinados defensores de la autocracia pura y de la iglesia ortodoxa
organizaron'las Centurias Negras, que aterrorizaban a los campesinos y les
coaccionaban para que boicoteasen a la Duma. Por la izquierda, en 1906, los
social-revolucionarios y las alas bolchevique y menchevique de los social
demócratas también se negaron a reconocer a la Duma, apremiaron a los
obreros para que la boicoteasen, y renunciaron a presentar candidatos a la
elección.
La primera Duma, de corta duración, fue elegida en 1906, por un sistema
de voto indirecto y desigual, en el que los campesinos y los obreros votaban
como clases separadas, y con una representación proporcionalmente mucho
menor que la asignada a los terratenientes. Ante la ausencia de candidatos
socialistas, los obreros y los campesinos votaron a toda clase de gentes,
incluidos los demócratas constitucionales liberales (los «Cadetes»), que
obtuvieron una aplastante mayoría. Cuando la Duma se reunió, los Cadetes
tuvieron que luchar todavía por el simple principio del gobierno constitucio
nal. Demandaban un verdadero sufragio masculino universal y la responsa
bilidad de los ministros ante una mayoría parlamentaria. El zar respondió
disolviendo la Duma dos meses después. Los Cadetes huyeron a Viborg, en
la autónoma Finlandia, que la policía zarista, por lo general, respetaba. Es
significativo que aquellos liberales y demócratas constitucionales, reunidos
en Viborg, de nuevo recurrieron a la huelga general y al impago de
impuestos, es decir, a la revolución de masas. Pero las verdaderas
revoluciones no son fáciles de poner en marcha, y no ocurrió nada.
En 1907, se eligió una segunda Duma, tratando el gobierno de controlar
las elecciones mediante la supresión de reuniones y periódicos de partido,
pero, como los social-revolucionarios y los mencheviques ahora decidieron
tomar parte, resultaron elegidos unos ochenta y tres socialistas. Los Cadetes,
temerosos de la izquierda revolucionaria, llegaron a la conclusión de que el
progreso constitucional debía ser gradual y se mostraron dispuestos a
cooperar con el gobierno. Pero la Duma tuvo un final inesperado, cuando el
gobierno denunció y detuvo a unos cincuenta socialistas como revoluciona
rios dedicados sólo a la destrucción. Una tercera Duma, elegida tras un
cambio electoral que daba una mayor representación a la clase propietaria de
la tierra y garantizaba una mayoría conservadora, llegó a celebrar varias
sesiones entre 1907 y 1912, al igual que la cuarta Duma entre 1912 y 1916.
Los diputados, siguiendo las indicaciones del gobierno, atendiendo sólo a
cuestiones concretas, perdiéndose en el trabajo de las comisiones, y
soslayando la cuestión fundamental de decidir dónde se encontraba el poder
supremo, mantuvo una vida precaria, con un mínimo de instituciones
parlamentarias en el imperio zarista.
479
Las Reformas Stolypin
Algunos funcionarios creían que el modo de acabar con los revoluciona
rios y de fortalecer el poder de la monarquía consistía en que el gobierno, a
la vez que conservaba todos los controles en sus manos, atrajese el apoyo del
pueblo razonable y moderado, mediante un programa de reformas. Uno de
aquellos funcionarios era Pedro Stolypin, a quien el zar sostuvo como
primer ministro desde 1906 hasta 1911. Fue Stolypin el que disolvió las dos
primeras Dumas. Pero su política no consistía sólo en permanecer quieto.
Quería convertir a las clases propietarias en amigas del estado. Creía, acaso
con razón, que un estado activamente apoyado por una propiedad privada
de gran amplitud tenía poco que temer de intelectuales doctrinarios, de
conspiradores y de emigrados. Como dijo en un discurso a la tercera Duma,
en 1908: «El gobierno ha apostado, no por los necesitados y por los
borrachos, sino por los tenaces y por los fuertes —por el tenaz propietario
individual que tiene la obligación de desempeñar un papel en la reconstruc
ción de nuestro zarismo—».
Stolypin, en consecuencia, favorecía y ampliaba los poderes de los
zem stvos provinciales, en los que los más importantes terratenientes toma
ban parte en la administración de los asuntos locales. Para el campesinado,
promulgó una legislación más extensa que cualquier otra desde la Emancipa
ción.
Como creía que el m ir era la fuente de la inquietud comunal agraria,
Stolypin confiaba en sustituir aquella antigua institución con un régimen de
propiedad privada individual. Liquidó lo que aún quedaba pendiente de los
pagos de la redención, por los que los mirs se habían hecho colectivamente
responsables16. Permitió que cada campesino vendiese su parte de los
derechos comunales y que abandonase la comuna cuando lo desease.
Autorizó a los campesinos a comprar tierra, libremente, a las comunas, o
unos a otros, o a la clase media. Favorecía así la aparición de la clase de los
«grandes granjeros», los futuros «kulaks», hombres que lograban el control
de grandes extensiones, que las trabajaban mediante ayuda asalariada, y que
producían cosechas pagaderas en dinero en los mercados. Esos eran «los
tenaces y los fuertes» en. los que Stolypin ponía sus esperanzas. Simultánea
mente, al permitir a los campesinos que vendiesen y que abandonasen el"m ir
(en general, serían los peores granjeros o las personas menos previsoras
quienes lo hiciesen), aceleraba la formación de una clase asalariada
migratoria, que, o bien solicitaría trabajo a los grandes granjeros, o bien
iría a ofrecer sus brazos a la ciudad. La creación de una fuerza de trabajo
móvil, y de un abastecimiento de artículos alimenticios producidos por los
grandes granjeros para el mercado, apresurarían, pues, la industrialización
de Rusia.
La política de Stolypin tuvo éxito. Entre 1907 y 1916, 6.200.000 familias,
de un total de 16 millones que cumplían los requisitos, recurrieron a la separa
ción legal del mir. Existía, sin duda, la tendencia a la propiedad individual y a
la labranza independiente. Pero no deben exagerarse los resultados del
480
programa Stolypin. El m ir estaba lejos de haber sido destruido. Una gran
mayoría de campesinos continuaba todavía dentro del antiguo sistema de
derechos comunes y de restricciones comunales. La escasez de tierra seguía
siendo aguda en las zonas agrícolas donde los rendimientos eran más altos.
En el campo, seguía habiendo hambre de tierra y pobreza. Había «kulaks»,
desde luego, que suscitaban resentimiento y envidia, pero los más grandes
propietarios de la tierra seguían siendo los hombres dé la clase social alta.
Unos 30.000 terratenientes poseían cerca de 200 millones de acres de tierra, y
otros 200 millones de acres formaban otras grandes haciendas.
Stolypin no pudo llevar muy lejos su programa. El zar le prestaba un
apoyo sólo renuente. Los círculos reaccionarios veían con malos ojos sus
intromisiones y su orientación occidental. Los social-revolucionarios, natu
ralmente, protestaban contra la disolución de las comunas. Incluso los
marxistas, que en teoría deberían aplaudir el avance del capitalismo en Rusia,
temían que las reformas de Stolypin pudieran poner fin al descontento
agrario. «Yo no espero vivir para ver la revolución», decía Lenin en aquellos
años. Stolypin fue asesinado cuando asistía al teatro en Kíev, en presencia
del zar y de la zarina, en 1911. Se cree que el asesino, miembro del ala
terrorista de los social-revolucionarios, era también un agente secreto de la
reaccionaria policía zarista. Es de señalar que el predecesor de Stolypin,
Plehve, y una docena, aproximadamente, de altos funcionarios, habían
muerto también a manos de asesinos, en los últimos años.
Pero, en última instancia, por violentó y medio bárbaro que fuese
todavía, el imperio ruso, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, estaba
avanzando en dirección a Occidente. Sus industrias se desarrollaban, sus
ferrocarriles se extendían, sus exportaciones alcanzaban un valor casi igual a
la mitad de las exportaciones de los Estados Unidos. Aunque no tenía un
gobierno parlamentario, tenía un parlamento. La propiedad privadá y el
capitalismo individualista iban extendiéndose a nuevas capas de la pobla
ción. Había una libertad vigilada de la prensa, de la que puede ser un
buen ejemplo la fundación legal y descubierta del periódico del partido
bolchevique, Pravda, en San Petersburgo, en 1912. No puede decirse hasta
dónde habría llegado aquel proceso de desarrollo, porque estaba amenaza
do, tanto desde la derecha como desde la izquierda, por obstinados y
oscurantistas reaccionarios que defendían el zarismo absoluto, y por revolu
cionarios a quienes nada podía satisfacer, excepto el fin del zarismo y la
total transformación de la sociedad. Pero ambos extremos se vieron
desalentados. La indignación de los extremistas reaccionarios contra el
gobierno, la convicción de que, en cualquier caso, podrían perder su
posición muy pronto, tal vez hicieron de ellos el bando más decidido a
precipitar una guerra europea mediante el apoyo armado a los nacionalistas
servios. En cuanto a los partidos revolucionarios, y especialmente a los
bolcheviques, estaban descendiendo en el número de miembros, en vísperas
de la guerra, sus dirigentes vivían año tras año en el exilio, soñando con los
grandes días de 1905 que tercamente se negaban a repetirse, y, a véces,
admitiendo con pesimismo, como hacía Lenin, que no podría haber
revolución en su tiempo.
481
58. La Revolución de 1917
Una vez más, la guerra sometió al régimen zarista, a una prueba que no
pudo resistir. En aquella guerra, más «total» que ninguna de las habidas
hasta entonces, la cooperación voluntaria entre el gobierno y el pueblo era
indispensable para la victoria. El imperio zarista no pudo contar con este
requisito previo esencial. Las minorías nacionales de polacos, judíos,
ucranianos y otros, estaban descontentas. En cuanto a los socialistas, que en
todos los demás parlamentos europeos votaron en favor de los fondos para
financiar la guerra, los doce socialistas de la Duma, por otra parte
desunidos, se negaron a hacerlo y fueron inmediatamente encarcelados17. El
obrero y el campesino ordinarios se incorporaban al ejército, pero sin la
-convicción personal que animaba al hombre común en Alemania y en el
Occidente. Más decisiva fue la actitud de la clase media. Como sus
miembros deseaban patrióticamente la victoria rusa, el evidente desconcierto
del gobierno les resultaba intolerable. Los desastres con que se inició la
guerra en 1914, en Tannenberg y en los Lagos Masurianos, fueron seguidos
por el avance de las Potencias Centrales dentro de Rusia, en 1915, al precio
de 2 millones de soldados rusos muertos, heridos o prisioneros18.
Al estallar la guerra, los miembros de la clase media, como en todos los
países, ofrecieron su apoyo al gobierno19. Los zem stvos provinciales
formaron una unión de todos los zem stvos del imperio para facilitar la
movilización de la agricultura y de la industria. Grupos de hombres, de
negocios de Petrogrado (San Petersburgo perdió su nombre germánico en
aquel momento) formaron un Comité Comerciál e Industrial para obtener de
las fábricas el máximo de producción. El gobierno recelaba dé aquellos
signos de actividad pública que surgían fuera de los círculos oficiales. Por
otra parte, al organizarse de aquel modo, los miembros de la cíase media
adquirían conciencia de su propia fuerza y se hacían más críticos respecto a
la burocracia. Algunos funcionarios del propio ministerio de la guerra eran
conocidos por sus simpatías pro-germanas, pues se trataba de reaccionarios
que temían el liberalismo de Inglaterra y dé Francia, países con los que Rusia
estaba aliada.
La vida en la corte era .pintoresca támbién en Rusia. La zarina Alejandra,
alemana de origen, miraba con desprecio a todos los rusos ajenos a su
círculo, incitaba a su marido a comportarse como un autócrata orgulloso y
despiadado, y escuchaba los consejos de un hombre que sé áutodefinía cómo
santo, el misterioso Rasputín. Estaba convencida de que Rasputín poseía
poderes sobrenaturales y proféticos, porque, aparentemente, había curado
de hemofilia a su hijo, el zarevich. Por su influencia sobre ella, Rasputín
tenía voz en los nombramientos para altos cargos. Todos los que deseaban
una audiencia de la imperial pareja tenían que contar con él. Patriotas y
personas ilustradas de todas las clases protestaban inútilmente. En aquellas
17 Ver págs. 479, 510-511.
18 Ver págs. 438-439.
19 Ver págs. 452-453.
482
circunstancias, y dadas las derrotas militares, la unión de zem stvos y otros
organismos surgidos con la guerra se quejaban, no sólo de defectos de la
administración, sino de condiciones fundamentales del estado. El gobierno
respondía manteniéndolos a distancia. El régimen zarista, atrapado en una
guerra total, tenía miedo de la ayuda qué su propio pueblo le ofrecía.
Durante la guerra, en septiembre de 1915, se suspendió la Duma. Se
sabía que los reaccionarios —inspirados por la zarina, por Rasputín y por
otras fuerzas siniestras— esperaban que una victoria eri' la guerra hiciera
posible acabar con el liberalismo y con el constitucionalismo en Rusia. Así
pues, la guerra reavivó todas-las cuestiones políticas básicas que habían
estado latentes desde la Revolución de 1905. La unión de zem stvos pedía la
reunión de la Duma. La Duma se reunió en noviembre de 1916, y, a pesar de
haber sido siempre tan conservadora, expresó su enérgica indignación por la
forma en que se llevaban los asuntos. Entre todos los elementos de la
población, aumentaba el descontento por el curso de la guerra y por la
ineptitud del gobierno. En diciembre, Rasputín fue asesinádo por los nobles
de la corte. El zar comenzó a pensar en la represión, y suspendió
nuevamente la Duma. Se dotó de ametralladoras a la policía. Los miembros
de la Duma y de los nuevos organismos extragubemamentales llegaron a la
conclusión de que la situación sólo podía resolverse por la fuerza. Cuando
las personas moderadas, por lo general atentas sólo a sus propios asuntos,
llegan a tales conclusiones, es cuando la revolución se convierte en una
posibilidad política. El cambio de los moderados y de los liberales, su
necesidad de un coup d ’état para salvarse ellos mismos de los reaccionarios,
animaron también los proyectos, durante tanto tiempo fallidos, de la
minoría de revolucionarios profesionales.
Una vez más, fueron los obreros de Petrogrado los que precipitaron la
crisis. Los alimentos habían empezado a escasear, como en todos los países
beligerantes. Pero la administración zarista era demasiado torpe y estaba
demasiado desmoralizada por la corrupción, para establecer los controles
que en los demás países se habían hecho habituales, y que consistían, por
ejemplo, en la fijación de precios máximos y en la distribución de cartillas de
racionamiento. Eran los más pobres los que más agudamente sentían la
escasez de alimentos. El día 8 de marzo de 1917, estallaron motines para
reclamar alimentos, que pronto desembocaron, sin duda con la ayuda de los
intelectuales revolucionarios, en insurrecciones políticas. Las multitudes
gritaban: «¡Muera el zar!». Las tropas de la ciudad se negaban a disparar
contra los insurgentes; el motín y la insubordinación se extendían de una
unidad a otra. En unos pocos días, se había organizado en Petrogrado un
Soviet de Diputados de los Obreros y de los Soldados, según el modelo
de 1905.
Los dirigentes dé la clasé media, con el gobierno ahora impotente, pedían
la destitución del mismo y la formación.de otro nuevo que contase con la
confianza de una mayoría de la Duma. El zar se vengó dispersando la
Duma. La Duma creó un comité ejecutivo que se hiciese cargo de la;
situación, hasta que ésta se aclarase. Ahora había dos huevas autoridades-en
la ciudad: una, el comité de la Duma, esencialmente moderado, constitucio-
nalista y relativamente legal; la otra, el Soviet de Petrogrado, que represen
483
taba a las fuerzas revolucionarias que surgían espontáneamente del pueblo.
El Soviet de Petrogrado (o «consejo» de obreros) había de desempeñar,
en 1917, un papel similar al de la Comuna de París de 1792, empujando
constantemente hacia la izquierda a la autoridad pretendidamente más alta y
de mayor dimensión nacional. El Soviet se convirtió en el auditorio público y
en el centro administrativo del levantamiento de la clase obrera. Como, en
líneas generales, sus concepciones eran socialistas, todas las facciones de
socialistas doctrinarios —social-revolucionarios, mencheviques, bolchevi
ques— trataban de dominarlo y de utilizarlo para sus propios fines.
El comité de la Duma, bajo presión del Soviet de Petrogrado, creó, el día
14 de marzo, un Gobierno Provisional bajo la presidencia del Príncipe Lvov.
Los liberales de la Duma, como una concesión al Soviet, admitieron a un
socialista en el nuevo gobierno, Alejandro Kerensky, un social-revoluciona-
rio moderado y legalista, y accedieron, además, a pedir la abdicación de Nico
lás II. El zar estaba entonces en el frente. Trató de regresar a su palacio,
cerca de Petrogrado, pero el tren imperial fue detenido y obligado a volverse
por las tropas. El ejército, fatalmente, estaba poniéndose al lado de la
Revolución. Los propios generales en el campo de batalla, incapaces de
garantizar la lealtad de sus hombres, aconsejaron la abdicación. Nicolás
cedió; su hermano, el gran duque, se negó a sucederle; y, el día 17 de marzo
de 1917, Rusia se convirtió en una república.
484
mente, se pusieron al lado del Soviet de Petrogrado contra el Gobierno
Provisional, y con los soviets similares que habían surgido en otras partes del
país. En julio, un levantamiento armado de soldados y de marinos, que el
comité central bolchevique desautorizó como prematuro, fue sofocado. Los
bolcheviques fueron acusados, y Lenin tuvo que huir a Finlandia. Pero, en
busca del apoyo popular, el Gobierno Provisional nombró presidente al
socialista Kerensky, en lugar del Príncipe Lvov, en una difícil coalición de
socialistas moderados y de liberales. La posición intermedia de Kerensky
pronto se vio amenazada desde la derecha. El jefe militar recientemente
nombrado, General Kornílov, envió una fuerza de caballería para restablecer
el orden. No solamente los conservadores, sino también los liberales,
deseaban que triunfase, con la esperanza de que suprimiría los soviets. El
movimiento de Kornílov fue derrotado, pero con la ayuda de los bolchevi
ques que se unieron a otros socialistas, y de los soldados revolucionarios de
la ciudad, que presentaron una resistencia armada. Los radicales denuncia
ron a los liberales como cómplices del intento contrarrevolucionario de
Kornílov, y ambos bandos acusaron a Kerensky de haber permitido que el
complot se fraguase bajo su gobierno. Liberales y socialistas moderados
abandonaron a Kerensky, y él tuvo que formar un gobierno de inseguro
apoyo político. Mientras tanto, la escasez de alimentos se agravó, con los
transportes desorganizados y con la población campesina en rebeldía, de
modo que los obreros de las ciudades prestaban oídos, cada vez más
gustosamente, a los agitadores más extremistas.
Los bolcheviques adaptaron su programa a lo que parecían querer los
elementos más levantiscos del pueblo revolucionario. Lenin se concentró en
cuatro puntos: primero, la paz inmediata con las Potencias Centrales;
segundo, redistribución de la tierra a los campesinos; tercero, entrega de las
fábricas, de las minas y de otras instalaciones industriales de los capitalistas
a los comités de obreros de cada entidad; y, cuarto, reconocimiento de los
soviets como poder supremo, en lugar del Gobierno Provisional. Lenin, a
pesar de ser un rígido dogmático en cuestiones abstractas, era un táctico
flexible y audaz; y su programa de 1917 estaba dictado por la situación
inmediata de Rusia, más que por consideraciones de marxismo teórico. Lo
que se necesitaba era conquistar a los soldados,'a los campesinos y a los
obreros, prometiéndoles «paz, tierra y pan». Con este programa, y mediante
infiltraciones y estratagemas parlamentarias, a la vez que por su exactitud
como profetas políticos —al predecir la contrarrevolución de Kornílov y al
«desenmascarar» la tendencia de los liberales moderados a apoyarla—, los
bolcheviques alcanzaron una mayoría en el Soviet de Petrogrado y en los
soviets de todo el país.
Lenin lanzó inmediatamente la consigna: «¡Todo el poder para los
soviets!», para aplastar a Kerensky y para anticipar la inmediata Asamblea
Constituyente. Kerensky, para ampliar la base en que se apoyába, e incapaz
de esperar a la Asamblea Constituyente, convocó una especie de pre-parlá-
menio que representase a todos los partidos, a los sindicatos y á los
zemstvos. Lenin y los bolcheviques boicotearon su pre-parlamento. En su
lugar, convocaron un Congreso de los Soviets de toda Rusia.
Lenin consideraba ahora que había llegado el momento de tomar el
485
poder. También los bolcheviques estaban divididos, pues muchos, como
Zinoviev y Kamenev, se oponían a la operación, pero Lenin estaba
respaldado por Trotsky, por Stalin y por una mayoría del Comité Central
del Partido. Las tropas de guarnición en Petrogrado Votaron por el apoyo a
los soviets, que los bolcheviques controlaban ahora. En la noche del 6 al 7 de
noviembre de 1917, los bolcheviques se apoderaron de la oficina central de
teléfonos, de las estaciones de ferrocarril y .d e ja s instalaciones de energía
eléctrica de la ciudad. Un barco de guerra apuntó sus cañones hacia el
Palacio de Invierno, en el que se hallaba reunido el gobierno de Kerensky. El
gobierno no pudo encontrar a casi nadie que lo defendiese. El Congreso de
los Soviets, reunido apresuradamente, declaró depuesto al Gobierno, Provi
sional, y nombró, en su lugar, un Consejo de Comisarios del Pueblo, cuyo
presidente fue Lenin. Trotsky fue nombrado comisario para asuntos
exteriores, y Stalin, comisario para las nacionalidades. Kerensky .huyó,
llegando, al fin, a los Estados Unidos, donde vivió hasta 1970, año de su
muerte.
486
El nuevo régimen: la Guerra Civil, 1918-1922
487
dudoso futuro—, producían menos alimentos de los habituales, los consu
mían ellos mismos, o los acumulaban en sus propias granjas. La respuesta
del gobierno y de los obreros de la ciudad fue también muy semejante a la de
1793. El nuevo gobierno estableció requisas, exigió a los campesinos que
hiciesen las «entregas» acordadas, e invitó a los sindicatos a enviar
destacamentos armados por todo el país para procurar alimentos por la
fuerza. Como eran los grandes granjeros, naturalmente, los que tenían
los excedentes, se les acusó de la infamia de querer matar de hambre al
pueblo. Estalló la lucha de clases, violenta, feroz y elemental, entre los
granjeros que temían que su misma subsistencia y sus propiedades les serían
arrebatadas, y las gentes de las ciudades, a menudo apoyadas por trabajado
res agrícolas hambrientos, a quienes la carestía empujaba hasta la desespera
ción. Muchos campesinos, especialmente los granjeros más importantes, se
unieron por ello a los dirigentes político antibolcheviques.
Por todas partes surgían centros de resistencia. En el valle del D on, se
reunió un pequeña fuerza bajo el mando de Kornilov y de Denikin, con
muchos oficiales del ejército, terratenientes de la clase alta y hombres de
negocios expropiados, incorporados a ella. Los social-revolucionarios con
gregaban a sus seguidores en el curso medio del Volga. En Omsk, un gru
po desafecto proclamó la independencia de Siberia. Como organización
militar, la más importante fue una fuerza de unos 45.000 checos, que
habian sido hechos prisioneros o habían desertado de los ejércitos austro-
húngaros, y que luego se habían organizado como una Legión Checa para
luchar al lado de Rusia y de los aliados. Tras la Revolución de Noviembre y
la paz de Brest-Litovsk, aquellos checos decidieron abandonar Rusia por la
ruta del Ferrocarril Transibcriano, regresar a Europa por vía marítima y
reanudar la lucha en el frente occidental. Cuando los oficiales bolcheviques
trataron de desarmarlos, ellos se unieron a los social-revolucionarios en el
Volga.
Los gobiernos aliados creían que el bolchevismo era una locura temporal
que con un pequeño esfuerzo podría detenerse. Querían, sobre todo,
reincorporar a Rusia a la guerra contra Alemania. Mientras se prolongase la
guerra en Europa, ellos no podrían llegar a Rusia por el Mar Negro ni por el
Báltico, Una pequeña, fuerza aliada tom ó Murmansk y Arkangel, en el
norte. Sin embargo, para la intervención militar aliada, la mejor entrada
estaba en el Lejano Oriente, a través de Vladivostok. Lois japoneses, que
habian negado ayuda militar a sus aliados en cualquier otro escenario,
recibieron esta propuesta con entusiasmo, viendo en la ruina del imperio
ruso una excepcional oportunidad para desarrollar su esfera de influencia en
el Asia Oriental. Se acordó que una fuerza militar interaliada desembarcaría
en Vladivostok, cruzaría Siberia, se uniría con los checos, acabaría con el
bolchevismo, y caería sobre los alemanes por el este de Europa. Para aquel
ambicioso proyecto, Inglaterra y Francia no podían facilitar soldados,
comprometidas como estaban en el frente occidental; las fuerzas acabaron
siendo americanas y japonesas, o, más bien, casi enteramente japonesas,
pues el Japón contribuyó con 72.000 hombres y los Estados Unidos sólo con
8.000. Desembarcaron en Vladivostok, en agosto de 1918.
La guerra civil se prolongó hasta 1920, o todavía más, en algunos sitios.
488
Se convirtió en una confusa lucha, en la que los bolcheviques peleaban
contra los disidentes rusos y contra la intervención extranjera. Pelearon en
Ucrania, primero contra los alemanes y después contra los franceses, que
ocuparon Odessa tan pronto como la guerra terminó en Europa. Los
bolcheviques reconquistaron Ucrania, Armenia, Georgia y Azerbaidján, que
habían declarado su independencia; en el sur, pusieron en fuga a cien mil
«blancos» mandados por Wrangel; y pusieron fuera de combate al almirante
Kolchak, que, con un ejército blanco en Siberia, se proclamaba gobernante
de toda Rusia. En 1920, los bolcheviques sostenían una guerra con la nueva
república de Polonia, que estaba escasamente organizada cuando se lanzó a
recuperar los grandes territorios ucranianos y rusos blancos que habían sido
polacos antes de 177222. Las tropas inglesas, francesas y americanas
continuaron en Arkangel hasta finales de 1919, y las japonesas en
Vladivostok hasta finales de 1922.
Pero las fuerzas anti-bolcheviques nunca llegaron a unirse. Los. rusos
anti-comunistas representaban cada uno de los colores del espectro político,
desde los zaristas impenitentes hasta los social-revolucionarios del ala
izquierda. Muchos de los derechistas anti-bolcheviques se enfrentaban
abiertamente con los campesinos, al proceder a restituir las haciendas
expropiadas, en las zonas que ellos iban ocupando; muchos se entregaron a
represalias vengativas, en una especie de «terror blanco». Tampoco los
aliados llegaron a ponerse de acuerdo; los franceses enviaban tropas a
Ucrania y ayudaban a los polacos, pero los ingleses y los americanos querían
verse libres de toda complicación militar, tan pronto como se firmase el
armisticio con Alemania. Por otra parte, León Trotsky forjó en el crisol de
las guerras civiles el duro y sólido metal del Ejército Rojo, reclutándolo,
organizándolo, dotándolo de disciplina, equipándolo como mejor pudo,
designando comisarios políticos que lo vigilasen, y asegurándose de que sus
altos puestos de mando estaban ocupados por oficiales dignos de confianza.
Los bolcheviques denunciaron la intervención extranjera y apelaron al
patriotismo nacional; y conquistaron el apoyo campesino mediante la
distribución de la tierra. En 1922, los bolcheviques, o comunistas, se habían
establecido en las fronteras del antiguo imperio zarista en todas las
direcciones, excepto en el lado europeo. Allí, seguía independiente la franja
de los estados bálticos del cordon sanitaire; Rumania había obtenido
Besarabia, llegando ahora la nueva frontera rumana casi hasta Odessa; y
Polonia, como resultado de la guerra de 1920, conservaba una frontera
mucho más al este de lo que los propios aliados habían pretendido. Rusia
había perdido miles de kilómetros cuadrados de territorio y de zonas tapón,
ganados por los zares a lo largo de los siglos. Y habían de continuar perdi
dos hasta la Segunda Guerra Mundial. Pero se consiguió la paz, y el régi
men se mantuvo.
Fue durante aquellas guerras civiles cuando el Terror Rojo estalló en
Rusia. Al igual que el famoso Terror en la Francia de 1793, fue, en parte, una
respuesta a la guerra civil y a la extranjera. Ante el Terror bolchevique,
palideció el antiguo Terror jacobino. Diferían entre sí, como la crueldad y la
22 Ver m apa 2.
489
violencia endémicas en la vieja Rusia diferían de los hábitos más humanos o
legales de la Europa occidental. Miles de personas fueron fusiladas
simplemente como rehenes (una práctica desconocida en Europa durante
siglos); y otros miles, sin las formalidades sumarias siquiera de los tribunales
revolucionarios. La cheka fue la más formidable policía política hasta enton
ces conocida. El Terror bolchevique se proponía la exterminación física de to
dos los que se oponían al nuevo régimen. Unos antecedentes de clase burguesa
eran suficientes para confirmar la culpabilidad de la persona acusada de
conspirar contra el estado soviético. Como dijo un jefe de la Cheka: «Las
primeras preguntas que debes formular a la persona acusada son: ¿a qué
clase pertenece, cúal es su origen, cuál fue su educación, y cuál es sü
profesión? Estas preguntas decidirán la suerte del acusado. Esta es la esencia
del Terror Rojo.» Pero unos antecedentes de clase obrera tampoco
importaban mucho. En 1918, una joven llamada Fanny Kaplan disparó
contra Lenin y le hirió. La joven declaró que había apoyado la Asamblea
Constituyente, que sus padres habían emigrado a América en 1911, que tenia
seis hermanos y hermanas de la clase obrera, y reconoció que había
intentado matar a Lénin. Naturalmente, fue ejecutada, como otros lo fueron
en Petrogrado. Cuando los marinos de Kronstadt, que figuraban entre los
primeros adeptos ganados por los bolcheviques, se levantaron en 1921,
oponiéndose a la dominación de los soviets por el Partido (amenazando con
una especie de brote izquierdista de la revolución, como el de los hébertistas
que se habían opuesto a Robespierre), fueron motejados de pequeños bur
gueses y fusilados por millares. El Terror alcanzó a los propios revoluciona
rios, completamente igual que a la burguesía, y había de continuar haciéndolo
mucho después de que la Revolución estuvo asegurada.
El Terror logró su objetivo. Juntamente con las victorias del Ejército
Rojo, estableció el nuevo régimen. Los «burgueses» que sobrevivieron
adoptaron el tinte protector de «trabajadores». Ningún burgués, en cuanto
tal, volvió nunca a atreverse a tomar parte en la política de Rusia. Los
mencheviques y otros socialistas huidos a Europa contaban terribles historias
de la contribución humana cobrada por Lenin. Los socialistas europeos,
horrorizados, repudiaron el comunismo como una atroz, bizantina y asiática
perversión del marxismo. Péro, cualquiera que fuese el precio, Lenin y sus
seguidores podían ahora comenzar a construir la sociedad socialista, tal
como ellos la concebían.
490
blanca y la República Socialista Soviética de Transcaucasia23. En la nueva
Unión, que geográficamente sustituía al antiguo imperio ruso, no se utilizó
oficialmente el nombre de Rusia. La concepción dominante era una
combinación de lo nacional y de lo internacional: reconocer la nacionalidad
mediante la concesión de autonomía a los grupos nacionales, a la vez que se
conservaba aquellos grupos integrados en una superior unión y se permitía la
incorporación de nuevos grupos, independientemente de las fronteras históri
cas. En 1922, aún se mantenía viva la esperanza de la revolución mundial. La
constitución, formalmente adoptada en 1924, proclamaba que la fundación
de la U .R .S.S. era «un paso decisivo en el camino que conducía a la unión
en una sola República Socialista Soviética Mundial de los trabajadores de
todos los países». Establecía la Unión, en principio, fluida y expansiva,
declaraba que todas las repúblicas miembros podían separarse (ninguna lo
hizo nunca) y que podían agregarse repúblicas socialistas de nueva forma
ción. Cuando, con ocasión de la Segunda Guerra Mundial, la U.R.S.S.
recuperó territorios segregados de la Rusia zarista después de la Primera
—Besarabia de Rumania, Karelia de Finlandia, partes de la Rusia Blanca y
Ucrania de Polonia, y Estonia, Letonia y Lituania tras dos décadas de
independencia—, aquellos territorios fueron sovietizados y agregados a la
Unión como repúblicas en un pie de igualdad legal con las antiguas.
El principio federal en la U .R .S.S. estaba destinado a resolver el '
problema del nacionalismo. El zarismo, en sus últimas décadas, había
tratado de abordar este problema, mediante la rusificación inmediata. Las
nacionalidades se habian resistido, y el descontento nacionalista habia sido
una de las fuerzas que fatalmente habían debilitado el imperio. El
nacionalismo, o la exigencia de que los grupos nacionales tuvieran su propia
soberanía política, no sólo había destruido el imperio austro-húngaro, sino
que había «balcanizado» la Europa central y la oriental. En 1922, la
U .R .S.S., que ocupaba una sexta parte de la extensión terrestre del mundo,
limitaba al oeste con una Europa que, en una vigésimo-séptima parte de la
superficie terrestre del mundo, contenía veintisiete países independientes.
En la Unión Soviética, se hablaban cien lenguajes, y, dentro de sus
fronteras, se reconocían cincuenta nacionalidades distintas. Muchas de ellas
eran sumamente pequeñas, grupos fragmentarios o comunidades aisladas,
restos del flujo y reflujo de la humanidad en el Asia interior, a lo largo de
miles de años. Muchas eran muy primitivas, y carecían de conciencia
política. Todas las nacionalidades reconocidas recibían una autonomía
cultural, o el derecho a emplear su propio lenguaje, a tener sus escuelas, a
llevar sus trajes y a conservar sus tradiciones, sin interferencia alguna.
Indudablemente, las autoridades soviéticas favorecieron el desarrollo del
nacionalismo cultural. Unos cincuenta lenguajes adoptaron la forma escrita
por primera vez, y el nuevo régimen estimuló la interpretación de canciones
nacionales, la ejecución de danzas y la compilación del folklore. Adminis
trativamente, las nacionalidades se situaron a distintos niveles, con distintos
grados de identidad peculiar, según su extensión, su grado de civilización, o
su importancia. Unas constituyeron sólo «distritos nacionales», otras
491
«regiones autónomas», y otras «repúblicas autónomas» dentro de una
república soviética federada. Las más importantes eran estas repúblicas
soviéticas federadas. La segunda constitución, adoptada en 1936, creó una
cámara legislativa superior, el Soviet (o Consejo) de las Nacionalidades, a la
que cada república de la Unión enviaba veinticinco delegados, cada
«república autónoma», once, cada «región autónoma» cinco, y cada
«distrito nacional» uno. En realidad, la R.S.F.S. Rusa, con más de la mitad
de la población y con tres cuartas partes del territorio de la Unión,
predominaba sobre las demás. Cuando a la República Rusa se agregaron las
Repúblicas Ucraniana (o Pequeña Rusa) y Rusa Blanca, cuyas poblaciones
no eran muy diferentes de los Grandes Rusos, se acentuó el carácter
abrumadoramente ruso y eslavo de la Unión.
La estructura federal confirió, sin duda, una cierta dignidad, un
auto-respeto y un sentimiento de cooperación igual a muchas de las
numerosas minorías. Pero los derechos políticos eran severamente limitados
por la concentración de la autoridad en manos del gobierno federal y del
Partido Comunista, así como por la abrumadora preponderancia eslava.
Carecía de toda entidad la pretensión formal de que cada república
integrante era soberana, de que tenía derecho a separarse y de que tenía
derecho a gobernar sus propios asuntos, sobre cuya base los soviéticos
demandaban dieciseis votos (y consiguieron tres) en las Naciones Unidas,
cuando éstas se constituyeron en 1945. Además, durante la Segunda Guerra
Mundial, se puso de manifiesto que el separatismo no había muerto del
todo, manteniéndose especialmente vivo en Ucrania. Cuatro repúblicas
autónomas y una región autónoma fueron oficialmente disueltas por
separatistas, así como por actividades colaboracionistas. Persistían las
reivindicaciones por parte de muchas minorías, por motivaciones políticas e
incluso culturales; en años posteriores, los judíos soviéticos formularon
muchas demandas. Pero, en compensación, los soviets llevaron a cabo
muchas realizaciones para impedir la desintegración de su estado multina
cional, concediendo a las nacionalidades una medida de auto-expresión
política y cultural, a la vez que, en materias fundamentales, consolidaban la
autoridad y el control centrales, dentro del conjunto de la estructura
comunista.
492
voto. Los burgueses supervivientes, los comerciantes privados, «las personas
que utilizasen el trabajo de otros para obtener una ganancia», así como los
sacerdotes, eran excluidos del sufragio. Predominaba un sistema indirecto de
elecciones. En cada pueblo y en cada ciudad, los votántes elegían un soviet
local; el soviet local elegía los delegados a un soviet provincial, que, a su vez,
enviaba delegados a un soviet de la república (Rusa u otra); los soviets de
estas repúblicas enviaban delegados a un Congreso de Soviets de toda la
Unión, que era el supremo organismo legislativo del país. Los soviets de
todos los niveles elegían a los funcionarios ejecutivos; el Congreso de los So
viets elegía el Consejo de Comisarios del Pueblo, o gobierno.
En la constitución de 1936, se introdujo un procedimiento democrático
más directo, en cuanto a la parte del estado en el paralelismo. En adelante, los
votantes elegían directamente a los miembros de los soviets superiores, se
adoptaba un voto secreto, y ya no se negaba el voto a ninguna clase. Se
creaba un parlamento bicameral, con una cámara alta, el Soviet de las
Nacionalidades, y una cámara baja, un Soviet de la Unión, en el que había
un representante por cada 300.000 personas de todo el país. El Soviet
Supremo, con sus dos cámaras, elegía un organismo más reducido, el
Presidium, que funcionaría cuando no estuviesen reunidas las cámaras. El
presidente del Presidium ocuparía el cargo de «presidente» o nominal jefe de
estado de la U .R .S.S. El Presidium supervisaba al Consejo de Comisarios
del Pueblo o Consejo de Ministros, como pasó a llamarse después de 1946,
que continuaba siendo elegido por el Soviet Supremo. El presidente del
Consejo de Ministros era, en términos occidentales, el primer ministro. Por
parte del estado, tal como se establecía en la constitución, y especialmente en
la constitución de 1936, el gobierno incorporaba muchos rasgos aparente
mente democráticos.
Pero junto al estado, en todos los niveles y en todas las localidades,
estaba el partido. No se permítía más que un solo partido, el Comunista,
aunque tanto para los soviets como para otros puestos oficiales podían ser
elegidos miembros que no perteneciesen al partido. En el partido, la
autoridad comenzaba en la cima e iba de arriba a abajo. En su cúspide
estaba el Comité Central, cuyos miembros aumentaron desde unos setenta en
los años 1930 a más del doble en años posteriores. El Comité Central
trabajaba mediante un secretariado ejecutivo dirigido por un secretario
general, y mediante un Orgburo y un Politburo, subcomités encargados,
respectivamente, de las cuestiones de organización del partido y de política
del partido. El Comité Central, o un grupo del mismo, y especialmente el
secretario general, decidía el número de miembros del Comité y de los
subcomités. También asignaba, trasladaba y daba órdenes a los miembros
del partido, a través de los sucesivos niveles inferiores de su organización.
Aunque se celebraban congresos del partido con intervalos de pocos años
antes de la Segunda Guerra Mundial, por lo general se limitaban a aprobar
las decisiones ya adoptadas por el Comité central. En realidad, era el
Politburo24, de una docena de hombres aproximadamente, el que dominaba
el Comité Central. El poder y la autoridad iban de arriba a abajo y de dentro
493
a fuera, como en un ejército, o como en un órgano gubernamental
sumamente centralizado, o como en una gran empresa privada de Occidente,
con la salvedad de que el partido no estaba sujeto a ningún control exterior.
La disciplina se imponía también, en formas no empleadas en los países
liberales, y se contaba con la terrible maquinaria de la policía secreta para su
utilización en casos extremos contra miembros del partido o contra personas
que no pertenecían a él.
El número de miembros del partido, entre hombres y mujeres, que no
podía haber sido superior a los 70.000 en el momento de la Revoluciónase
elevaba a unos 2 millones eñ 1930, a 3 millones en 1940, a 8 millones
en 1960, y a 15 millones a finales de los años 1970. El ideal leninista de un
partido pequeño, compacto y dócil, formado por trabajadores fieles y
celosos, dispuestos a cumplir las órdenes, el ideal que había impulsado a los
bolcheviques a separarse de los mencheviques en 1903, seguía caracterizando
al Partido Comunista de la Unión Soviética. Los antiguos bolcheviques, los
que habían sido miembros en los difíciles años anteriores a 1917, continua
ron ocupando, durante mucho tiempo, los puestos de Politburo y otros
importantes cargos del partido. Una vez que estuvo claro que la Revolución
se mantendría, el problema que se planteó fue el de impedir una invasión de
«carreristas», de personas que sólo deseaban pertenecer a la nueva minoría
gobernante, antiguos mencheviques, social-revolucionarios, o incluso anti
guos burgueses que ahora ostentaban colores comunistas. Un partido de 2
millones de hombres, aunque pequeño si se comparaba con la población de
la U .R .S.S., representaba, de todos modos, un enorme crecimiento para el
partido en sí mismo, en el que por cada antiguo miembro (de los anteriores a
1917) había ahora miles de miembros nuevos. Para mantener la unidad del
partido en las nuevas circunstancias, se impuso una rigurosa uniformidad.
Los miembros hacían un intensivo estudio de los principios del marxismo-
leninismo, adoptaban el materialismo dialéctico como una filosofía e incluso
como una forma de religión, aprendían a aceptar las órdenes sin dudas ni es
crúpulos, y a ejercer un liderazgo autoritario, una asistencia o unas explica
ciones de política a las masas de miembros sin partido entre quienes ellos
trabajaban. La base de la estructura del partido se componía de pequeños
núcleos o células. En cada fábrica, en cada mina, en cada oficina, en cada
clase de las universidades y de las escuelas técnicas, en cada sindicato, en
cada una, por lo menos, de las aldeas mayores, una, dos o una docena de
personas locales (obreros fabriles, mineros, oficinistas, estudiantes, etc.)
pertenecían al partido y explicaban los puntos de vista y los objetivos del
partido al conjunto.
La función del partido, en términos marxistas, consistía en hacer realidad
la dictadura del proletariado. Se trataba de conducir al pueblo, en su
conjunto, a la realización del socialismo, y, en las cuestiones diarias, de
coordinar el pesado mecanismo del gobierno y conseguir que funcionase.
Los miembros del partido estaban presentes en todos los niveles. Los mismos
hombres se sentaban, en el marco del partido, en el Politburo del Comité
Central, y, en el marco del estado, en el Consejo de Comisarios del Pueblo.
En el nivel inmediatamente inferior, en los soviets de la Unión y de las
repúblicas componentes, eran numerosos los miembros del partido. A
494
medida que se continuaba descendiendo, los miembros del partido ibari
siendo menos. En un pequeño soviet rural, era posible que nadie, en
absoluto, perteneciese al partido; los hombres del consejo de la aldea
recibían instrucciones, exhortaciones o «charlas de estímulo» de miembros
itinerantes del partido. En cada caso, a lo largo de toda la estructura, el
partido decidía lo que debía hacer el estado.
El papel del partido en la U.R.S.S. ha sido bien calificado como «una
vocación de guía». Se incorporaban a él los que estaban dispuestos a
trabajar duramente, a dedicarse noche y día a las cuestiones del partido; a
asimilar y difundir la política del partido (o «línea»), a ir adonde se les
mandase, a asistir a las reuniones, a hablar y a quedarse hasta que todos los
demás se hubieran ido a casa, a percibir y a explicar la significación de los
pequeños acontecimientos pasajeros para el futuro de Rusia o para la
revolución mundial, a dominar intrincados detalles técnicos de la agricultura,
de la manufactura, o del cuidado de la maquinaria, de modo que los otros
recurriesen voluntariamente a ellos en busca de consejo. El partido era una
élite especialmente preparada, cuyos miembros se hallaban en permanente
contacto recíproco. Era la sutil corriente que, al circular a través de la
totalidad de los distintos tejidos de la U .R .S .S .— el elevado número de
repúblicas, soviets, despachos, ejército, empresas industriales y de otro tipo,
de propiedad del estado bajo el socialismo—, mantenía todo el complejo
organismo unificado, sistematizado, en funcionamiento y vivo.
Ante el conjunto del país, el partido, indudablemente, representaba la
vocación de guía. La consecuencia era que más de noventa y cinco de cada
cien personas estaban condenadas a ser seguidores, y, aunque acaso sea
cierto (como han dicho los apologistas del sistema) que la verdadera
dirección es ejercida en todos los sistemas por una exigua fracción de la
población, la diferencia entre comunistas y no comunistas en la U.R.S.S. se
convertía en una clara cuestión de posición social. A medida que los años
pasaban, en la década de los 1930¿ muchos comunistás de la U.R..S.S. ya no
respondían tanto al tipo de fervientes revolucionarios como al del hombre o
de la mujer triunfadores y eficientes de cualquier sistema social. Representa
ban a los satisfechos, no a los insatisfechos. Frecuentemente, disfrutaban de
privilegios materiales, como el acceso a los mejores trabajos, mejores
viviendas, cupones especiales de alimentación, o prioridades en los trenes.
Trabajaban firmemente por el reconocimiento y por el ascenso en el partido.
Sentían un interés burgués por las ventajas para sus propios hijos.
Fomentaban unos nuevos intereses creados. Dentro del partido, no podía
haber tantos miembros dirigentes como seguidores. Se aspiraba a una
organización homogénea y monolítica, que presentase un frente sólido a los
sin partido, mucho más numerosos, pero desorganizados. Dentro del
partido, de cuando en cuando, se toleraban grandes diferencias de opinión y
de discusión abierta (en realidad, como sólo había un partido, todas las
controversias políticas eran disputas internas), pero, al final, todos los
miembros tenían que estar de acuerdo. El partido favorecía una cierta
iniciativa en la acción, y una cierta fecundidad imaginativa en la invención
de formas de hacer las cosas, pero no favorecía, y, de hecho, sofocaba, la
originalidad, la audacia o la libertad de pensamiento o de acción.
495
La Nueva Política Económica, 1921-1927
496
Stalin y Trotsky
497
nismo izquierdista, de maquinaciones contra el Comité Central y de incitar a
la discusión pública de las cuestiones, fuera del partido. Stalin tejía su tela.
En un congreso del partido, en 1927, 854.000 miembros votaron, obediente
mente, por Stalin y por el Comité Central, y sólo 4.000 por Trotsky. Trotsky
fue enviado primero a Siberia, y después desterrado de la U .R .S.S.; vivió
primero en Turquía, después en Francia, luego en México, escribiendo y
haciendo propaganda de la «revolución permanente», estigmatizando los
procesos de desarrollo en la U.R.S.S. como «estalinismo», una monstruosa
traición al marxismo-leninismo, y organizando una clandestinidad contra
Stalin, como en otros tiempos lo había hecho contra el zar. Fue asesinado en
México, en 1940, en circunstancias misteriosas, probablemente por un agente
soviético o por un simpatizante.
Planificación económica
498
trusts capitalistas, al controlar muchas fábricas, impedían la competencia
ciega entre ellas, asignaban unas determinadas cuotas a cada una, anticipa
ban, coordinaban y estabilizaban el trabajo de cada planta y de cada
persona, mediante una política general. Con el desarrollo de las grandes
razones sociales, según Engels, el área de la vida económica sometida a la
libre competencia se reducía constantemente, y el área que se incorporaba a
la planificación racional constantemente se ampliaba. Para Engels y para
otros socialistas, el paso inmediato evidente era el de tratar toda la vida
económica de un país como una sola fábrica con muchos departamentos, o
como un solo enorme monopolio con muchos miembros, bajo una dirección
unificada, sólida y de grandes perspectivas.
Durante la Primera Guerra Mundial, los gobiernos de los países
beligerantes habían adoptado, efectivamente, aquellos controles centraliza-
dos2''. Lo habían hecho’así, no porque fuesen socialistas, sino porque, en
tiempo de guerra, la gente estaba dispuesta a abandonar sus libertades
habituales y decidida a hacer lo que el gobierno dijese, y porque todo lo
demás estaba subordinado a un solo objetivo social abrumador e indiscuti-
do: la victoria. Por lo tanto, la «sociedad planificada» hizo su primera
aparición real (aunque incompleta) en la Primera Guerra Mundial. Fue en
parte por la doctrina socialista expuesta por Engels, en parte por la experien
cia de la guerra, y en mayor medida aún por la irresistible presión orientada a
resolver los continuados problemas crónicos del país mediante la elevación
de su nivel productivo, por lo que Stalin y el partido desarrollaron en Rusia
la idea de un plan. La experiencia de la guerra fue especialmente valiosa por
las lecciones que proporcionó sobre cuestiones técnicas de planificación
económica, tales como el tipo de oficinas que había que instalar, el tipo de
previsiones que había que hacer, y el tipo de estadísticas que había que
reunir.
En la U.R .S.S., se decidió planificar para un futuro de cinco años,
empezando en 1928. El objetivo del plan era el de fortalecer y enriquecer el
país, hacerlo militar e industrialmente auto-suficiente, asentar las bases para
una verdadera sociedad de trabajadores, y superar la fama rusa de país
atrasado. Como Stalin dijo en un discurso, en 1929: «Estamos convirtiéndo
nos en un país metalúrgico, en un país de automóviles, en un país de
tractores. Y cuando hayamos puesto a la U.R.S.S. en un automóvil y al
mujik en un tractor... veremos entonces qué países deben ser “ clasificados”
como atrasados y cuáles como adelantados.».
El Primer Plan Quinquenal fue declarado cumplido en 1932, y se lanzó
un Segundo Plan Quinquenal, que duró hasta 1937. El Tercero, inaugurado
en 1938, fue interrumpido por la guerra con Alemania en 1941. Después
de 1945, se introdujeron nuevos planes30.
El Primer Plan Quinquenal (como los sucesivos) señalaba los objetivos
económicos que era preciso alcanzar. Estaba administrado por una agencia
llamada el Gosplan. Dentro del esquema de política general establecido por
el partido, el Gosplan decidía la cantidad de cada artículo que el país debía
29 Ver p ág s. 452-455.
30 Ver p ágs. 650-651.
499
1
La colectivización de la agricultura
501
gobierno, mientras tanto, se negaba a reducir las cuotas de. exportación,
porque las necesitaba para pagar las importaciones industriales del Plan
Quinquenal. La agricultura continuó siendo, durante mucho tiempo, el
sector más débil de la economía soviética.
502
El crecimiento de la industria
503
1920 22 24 26 28 1930 32 34 36 38 1940
Fuente: B. R. Mitchell, European Histórica/ Statics (New York: Colum bia Universíty Press, 1975), págs. 316, 396.
. Si se toma el hierro en lingotes como una medida de la actividad industrial, y el número de cabe
zas de ganado como un índice similar para la agricultura, el gráfico revela claramente lo que ocurrió
en los veinte años siguientes a la revolución —una enorme concentración de industria pesada, a ex
pensas de los artículos alimenticios—. Tj ü m inas y las fundiciones de hierro, en la desorganiza
ción de la Revolución de la guerra civil, no.producían casi nada en 1920. Al final de los años
veinte, la producción de arrabio recuperó el nixel prerrevolucionario, pero el gran incremento so
brevino con el Segundo Plan Quinquenal. En 1940, Rusia producía más arrabio que Alemama,
y mucho más que Inglaterra o Francia. El número de cabezas de ganado aumentó en los
años veinte, pero cayó, de un modo catastrófico durante la colectivización de la agricultura a par
tir de 1929, y en 1940 apenas superaba la cifra de 1920. Desde 1940, el desarrollo industrial de la
Unión Soviética ha sido asombroso, pero la producción agrícola ha continuado siendo un
problema.
504
eléctricas, comunicado con el norte por el Ferrocarril Turksib, de reciente
construcción. Se descubrió que la cuenca de Kuznetsk, a unos 3.000
kilómetros de cualquier mar, poseía depósitos de carbón de alta calidad.
H1 carbón de Kuznetsk y el mineral de hierro de los Urales se complementa
ron, aunque se hallaban separados por unos mil quinientos kilómetros,
aproximadamente como el carbón de Pennsylvania y el hierro de Minnesota
en los Estados Unidos. La apertura de todas estas nuevas áreas, que requería
el traslado de alimentos al Uzbekistán a cambio del algodón, o del hierro de
los Urales a las nuevas ciudades dé Kuznetsk, exigía una revolución en el
transporte. En 1938, los ferrocarriles transportaban una carga cinco veces
mayor que en 1913.
Estos asombrosos desarrollos eran suficientes para cambiar la fuerza
económica relativa de unos pueblos del mundo con otros. Era importante
que el Asia interior estuviese industrializándose, por primera vez. También
era importante que, si bien la U.R .S.S. tenía menos comercio exterior del
que había tenido el imperio ruso, tenía más comercio que la antigua Rusia
con sus vecinos asiáticos, con los que estableció nuevas y estrechas relacio
nes. La Rusia que se encontró en guerra con Alemania en 1941 era un
adversario diferente de la Rusia de 1914. La industrialización en los Urales y
en Asia permitió a la U .R .S.S. (con una importante ayuda aliada) sobrevivir
a la ocupación alemana y a la destrucción de las antiguas áreas industriales,
en el valle del Don. La nueva «patria socialista» fue capaz de resistir el golpe
y de devolverlo. Una gran parte del creciente producto industrial había ido a
equipar y a modernizar el Ejército Rojo.
Al propio tiempo, no debe exagerarse el grado de industrialización de la
U.R.S.S. Fue extraordinario, porque partía de muy poco. Cualitativamente,
y según criterios occidentales, los niveles de producción eran bajos. Muchas
de las nuevas instalaciones, rápidamente construidas, eran.de pacotilla y su
frieron una pronta depreciación. En cuanto a eficacia, como se demostraba
por el producto por obrero empleado, la U.R.S.S. seguía detrás de
Occidente. En cuanto a intensidad de modernización, como se demostraba
por la producción de ciertos artículos en proporción con la población total,
también estaba detrás. En 1937, la U.R.S.S. producía p er capita de su
enorme población menos carbón, electricidad, algodones, lanas, zapatos de
piel o jabón que los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Francia, o
incluso el Japón, y menos hierro y acero que cualquiera de esos países,
excepto el Japón. La producción de papel es reveladora, porque el papel se
utiliza en muchas actividades «civilizadas» —en libros, periódicos, revistas,
escuelas, correspondencia, carteles, mapas, ilustraciones, gráficos, documen
tos de las empresas y de la administración pública, y en artículos y usos
familiares. Mientras los Estados Unidos, hacia 1937, producían 103 libras de
papel por persona, Alemania e Inglaterra cada una 92, Francia 51, y el
Japón 17, la U .R .S.S., sólo producía 11.
505
perdiesen sus vidas, o que otros, cuyo número nunca se ha conocido, fue
sen hallados enemigos del sistema y enviados a campos correccionales de
trabajo. Se requería de todos que aceptasen un programa de austeridad y
de abnegación, prescindiendo de los mejores alimentos, viviendas y otros
artículos de consumo que podrían haberse producido, para poder crear la
riqueza y la industria pesada del país. Un tercio del ingreso nacional se rein-
vertía anualmente en la industria —dos veces más que en la Inglaterra de
1914, aunque probablemente no más que en la Inglaterra de 1840: El plan
requería un trabajo duro y unos salarios bajos. El pueblo miraba hacia el
futuro, hacia el momento en que, construidas ya las industrias básicas, ha
bría mejores viviendas, mejores alimentos, mejores ropas y más ocio. La
moral se sostenía mediante la propaganda. Una de las más importantes fun
ciones de los miembros del partido consistía en explicar por qué eran necesa
rios los sacrificios. A finales de los años 1930, la vida comenzaba a ser más
fácil; en 1935, se abolió el racionamiento alimenticio, y empezaban a apare
cer en las tiendas soviéticas de venta al por menor algunos productos más
de la industria ligera, como platos y estilográficas. Los niveles de vida esta
ban, por lo menos, tan altos como los de 1927, y con perspectivas más brillan
tes de sucesivos crecimientos. Pero la necesidad de los preparativos de guerra,
cuando el mundo se acercaba de nuevo al caos, otra vez aplazó la visión de la
Tierra Prometida.
El socialismo tal como se llevó a cabo en los planes, puso fin a algunos de
los males de libre empresa ilimitada. No habia paro. No habia ciclo ae
prosperidad y de depresión. No había abuso de las mujeres y de los niños,
como en los primeros tiempos de la industrialización en Occidente. No había
miseria ni pauperización, excepto para los indeseables políticos, y excepto en
transitorias circunstancias de hambre. Existía un mínimo, por debajo del
cual se suponía que no podía caer nadie. Por otra parte, no habia igualdad
económica. En realidad, el marxismo nunca había previsto una completa
igualdad de ingresos como principal objetivo. Aunque no había un puñado
de gentes muy ricas, como en Occidente (donde los ingresos de los ricos
procedían de la propiedad), las diferencias en los ingresos eran, de todos
modos, muy grandes. Los altos funcionarios del gobierno, los directores, los
ingenieros y los intelectuales favorecidos recibían las más elevadas retribu
ciones. Las personas que disponían de grandes ingresos podían reunir
pequeñas fortunas para sí mismas y para sus hijos, mediante la compra de
bonos del estado o acumulando posesiones personales. Pero, bajo el
socialismo, no podían ser dueños de ningún capital industrial.
La competencia continuaba. En 1935, un minero llamado Stajanov
incrementó notablemente su producción diaria de carbón, ideando mejoras
en sus métodos de trabajo. También incrementó notablemente sus salarios,
pues los obreros soviéticos cobraban a destajo. Su ejemplo se hizo
contagioso; los obreros de todo el país empezaron a batir marcas de todo
tipo. El gobierno publicaba los éxitos de aquellos hombres, les llamaba
stajanovistas o «héroes del trabajo», y declaraba que aquel movimiento era
«una nueva y superior etapa de competencia socialista». En los circuios
obreros de los Estados Unidos, aquella tensión por lograr un aumento de la
producción seria calificada de speed-up (literalmente, acelerar), y los salarios
506
a destajo habían sido condenados, desde hacía mucho tiempo, por los
trabajadores organizados de todos los países. Tampoco la dirección estaba
libre d^ la presión de la competencia. Un director de fábrica que no
alcanzaba el ingreso neto (o «beneficio») con que contaba el plan, o que no
lograba cumplir su cuota de producción, podía perder, no sólo su trabajo,
sino también su posición social, o incluso su vida. Una mala dirección era
considerada, muchas veces, como sabotaje. Un mal uso de los hombres y de
los recursos asignados a una fábrica se interpretaba como una traición a los
obreros soviéticos y como un despilfarro de la riqueza de la nación. La
prensa —que, por otra parte, no era libre— denunciaba sin reservas a
industrias enteras o a ejecutivos individuales por sus fracasos en el
cumplimiento del plan.
Los observadores extranjeros solian descubrir el rasgo distintivo del
nuevo sistema en este tipo de competencia o emulación, en un sentimiento de
que todos estaban trabajando afanosamente y luchando por crear una patria
socialista. Parecía que los obreros creían, realmente, que las nuevas
maravillas industriales eran suyas. Las gentes celebraban cada nuevo avance
como un triunfo personal. Llegó a convertirse en un pasatiempo nacional la
observación de las estadísticas ascendentes, ei cumplimiento de las cuotas o
el acierto en las «dianas». Los lectores de los periódicos no prestaban
atención a las historietas cómicas; leían ávidamente las informaciones acerca
de los últimos logros (o fracasos) en el frente económico. Nunca se había
gozado tanto del progreso material y mecánico, ni siquiera en la América de
la Fiebre del Oro. No se sentía ninguna diferencia de clase entre los obreros
y la dirección. Era evidente que existia poca envidia, porque las diferencias
de ingresos, al ser socialistas, se consideraban cómo necesarias y justas. Al
crear esta solidaridad, hasta donde existió, la U.R.S.S. ofreció uno de sus
más serios planteamientos frente a la empresa privada y al capitalismo
privado de Occidente,
Hasta qué punto aquel sentimiento era real, hasta qué punto era
espontáneo, y hasta qué punto era inculcado por un gobierno vigilante y
dictatorial, son cuestiones sobre las que ha habido grandes diferencias de
opinión. N o hay duda de que la solidaridad se logró al precio del totalitaris
mo33. El gobierno lo supervisaba todo. No había lugar para el escepticismo,
para la excentricidad de pensamiento, para ninguna critica fundamental que
debilitase la voluntad de triunfo. Como en los tiempos zaristas, nadie podía
abandonar él país sin autorización especial* y ésta se concedía mucho más
raramente que antes de 1914. Sólo había un partido. No había sindicatos
libres, ni prensa libre, ni libertad dé asociación, y, en el mejor de los casos,
sólo una irritable tolerancia para la religión. El arte, la literatura e incluso la
ciencia se convirtieron en vehículos de propaganda política. El materialismo
dialéctico era la filosofía oficial. La conformidad era el ideal, y la propia
pasión por la solidaridad hacía temer y recelar de todos los que pudieran
apartarse de ella. En cuanto al número de personas sacrificadas a la
507
Juggernaut13 bi' —burgueses liquidados, «kulaks» liquidados, miembros del
partido purgados, personas desafectas sentenciadas a largas condenas en
campos de trabajo—, es difícil llegar a una cifra exacta, pero alcanzó, desde
luego, a muchos millones a lo largo de los años.
508
procesados dieciséis viejos bolcheviques. Algunos, como Zinoviev y Kame-
nev, habían sido expulsados del partido en 1927, por apoyar a Trotsky, y
después, tras haberse retractado, habían sido readmitidos. Ahora fueron
acusados del asesinato de Kirov, de conspirar para asesinar a Stalin, y de
haber organizado, en 1932, bajo la inspiración de Trotsky, un grupo secreto
para desorganizar y aterrorizar al Comité Central. Para asombro del mundo,
todos los acusados confesaron plenamente los delitos que se les imputaban,
en juicio público. Todos se autocriticaron como indignos y descarrilados
delincuentes. Todos fueron condenados a muerte. En 1937, tras unos
procesos similares, otros diecisiete viejos bolcheviques sufrieron la misma
suerte o fueron condenados a largas penas de prisión; y, en 1938, Bujarin y
los derechistas, acusados de querer restablecer el capitalismo burgués y de
conspirar con Trotsky para revolucionar a la U .R .S.S., fueron ejecutados.
Las mismas confesiones y autoacusaciones se produjeron en casi todos los
casos, sin que se adujese ninguna otra prueba verifícable. Cómo se obtenían
aquellas confesiones en juicio público, de unos hombres que aparentemente
se hallaban en la plena posesión de sus facultades y sin que mostraran signo
alguno de daño físico, sigue siendo todavía uno de los grandes misterios de
la política moderna. Ulteriores revelaciones de tortura psicológica y de malos
tratos físicos que quebrantaban su voluntad y destruían sus facultades de
raciocinio arrojaron alguna luz acerca de las técnicas utilizadas. Además de
aquellos procesos públicos, había miles de arrestos, investigaciones privadas
y ejecuciones. En 1937, en un tribunal militar secreto, el mariscal Tuja-
chevski y otros siete altos generales fueron acusados de trotskismo y de
conspirar con los alemanes y con los japoneses, y fueron fusilados. Las
purgas no sólo alcanzaban a hombres que habían ostentado los más altos
puestos en el partido, en el gobierno y en los círculos militares, sino que
llegaban también a los escalones inferiores de todos .estos grupos. Antes de
que las purgas hubieran terminado, a finales de 1938, un desconocido
número de personas, pero probablemente millones, fueron ejecutadas o
enviadas a los campos de trabajo. Años después, se estableció la inocencia
de muchas de las víctimas de las sospechas casi paranoicas de Stalin, y sus
reputaciones les fueron póstumamente restituidas.
Mediante aquellas famosas «purgas», se reforzó la dictadura de Stalin y
la disciplina del partido. Es posible que se hubiera evitado un peligro real de
una revolución renovada. Si el gobierno zarista hubiera tratado tan suma
riamente a los bolcheviques corrió los bolcheviques se trataron los unos a
los otroá, ndípodría haberse producido ninguna Revolución de Noviembre.
Sobre todo, Stalin se desembarazó, mediante los procesos, de todos los
posibles rivales de su posición personal. Se liberó del entorpecimiento de
tener a su lado a unos hombres que pudieran recordar los viejos tiempos,
que pudieran citar a Lenin como a un antiguo amigo, o empequeñecer la
realidad de 1937 recordando los sueños de 1917. Después de 1938, ya no
quedaban, virtualmente, viejos bolcheviques. Los revolucionarios, profesio
nales ancianos, pero todavía fervientes, ahora estaban muertos. Un grupo
más joven, producto del nuevo orden, afortunados hombres de acción*
prácticos, constructivos, intolerantes con los «agitadores» y sumisas a la
dictadura de Stalin, estaban manejando lo que ya era un sistema estableado.
509
61. El Impacto internacional del Comunismo, 1919-1939
510
desarrollarse una «izquierda de Zimmerwald», inspirada principalmente por
Lenin y por los emigrados rusos. Esta facción situó su objetivo, no en la
paz, sino en la revolución. Esperaba que la guerra acabaría desatando la
revolución social en los países beligerantes.
Después, en abril de 1917, con el gobierno imperial alemán deseándoles
bon voyage, Lenin y los otros bolcheviques regresaron a Rusia y efectuaron
La Revolución de Noviembre. Hasta su muerte en 1924, Lenin creyó que la
Revolución Rusa sólo era una fase local de úna revolución mundial, de la re
volución de la doctrina marxista estricta. Según él, Rusia era el teatro de
operaciones en aquel momento más activas de la lucha de clases internacional.
Porque esperaba el levantamiento del proletariado en Alemania, en Polonia,
en el valle del Danubio y en las regiones bálticas, aceptó sin reservas el
tratado de Brest-Litovsk. No se vanagloriaba de Rusia; no era un patriota ni
un «social-chauvinista», para utilizar su propio término. En la fundación de
la U .R .S.S., en 1922, Lenin veía un núcleo en tom o al cual debían unirse
otras y más grandes repúblicas soviéticas de todas las nacionalidades. «Las
repúblicas soviéticas de países con un grado más alto de civilización
—escribía—, cuyo proletariado tiene un peso y una influencia sociales
mayores, cuentan con todas las posibilidades de sobrepasar a Rusia, tan
pronto como emprendan el camino de la dictadura del proletariado.» -
La Primera Guerra Mundial fue seguida, efectivamente, por intentos de
revoluciones en Alemania y en la Europa oriental. Con los imperios alemán
y austro-húngaro hundidos, los socialistas y los liberales de todos los matices
se esforzaron por establecer nuevos regímenes. En el campo socialista,
persistían las antiguas diferencias entre los socialdemócratas que defendían
métodos graduales, no violentos y parlamentarios, y un grupo más extrema
do (y más pequeño) que veía en la desintegración de la postguerra una
oportunidad para realizar la revolución proletaria internacional. El primer
grupo miraba a la Revolución Bolchevique con horror. El segundo la
contemplaba con admiración. El primer grupo no sólo incluía a funcionarios
de los sindicatos y a políticos socialistas.prácticos, sino también a gigantes de
la exégesis marxiana de la anteguerra como Karl Kautsky y Eduard
Bernstein. Ni siquiera Kautsky, que había defendido el marxismo puro
contra el revisionismo de Bernstein, podía soportar los métodos de Lenin.
La gran masa de los socialistas europeos, una vez apartados sus más
apasionados dirigentes, habían de seguir caracterizándose por una relativa
moderación. Aunque de. principios marxistas, estaban, en realidad, más
inclinados que nunca á los métodos graduales, pacíficos, y parlamentarios.
En el segundo grupo, el residuo tamizado de intransigentes neo-
marxistas leninistas, que aceptaban la Revolución Bolchevique, eran Karl
Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Con la organización del movimiento espar-
taquista36 en Alemania, intentaron, en enero de 1919, derribar el gobierno
de socialistas mayoritarios de su país, como Lenin había derribado el
Gobierno Provisional de Rusia, en noviembre de 1917. En el segundo grupo,
estaba también Béla Kun, que se había hecho bolchevique durante una
511
perm anencia en Rusia, y que estableció y mantuvo un régimen soviético en
H u n g r í a , durante varios meses, en 1919.
Lenin y los bolcheviques, aunque absorbidos por su propia revolución,
prestaron toda la ayuda posible a la minoría de los socialistas de izquierda de
Europa. Enviaron grandes sumas de dinero a Alemania, a Suecia, a Italia.
Cuando elbolchevique Radek fue detenido en Berlín, se dijo que tenía en su
poder un plan de revolución proletaria en toda la Europa central. El partido
pensaba enviar tropas rusas a Hungría para apoyar a Béla Kun. Pero el
principal instrumento de la revolución mundial, creado en marzo de 1919,
fue la Tercera Internacional o Internacional Comunista.
512
capitalistas y a los imperialistas, porque comunistas y socialistas competían
por la misma cosa: la dirección de la clase obrera mundial.
Los partidos que se adherían a la Comintern estaban obligados a dejar su
vieja calificación de «socialistas» y a llamarse «comunistas». Estaban
obligados a aceptar una fuerte centralización internacional. Mientras la
Segunda Internacional había sido una vaga federación, y sus congresos
apenas habían sido más que foros, la Tercera Internacional ponía grandes
poderes en manos de su Comité Ejecutivo, cuyas órdenes tenían que
obedecer los partidos comunistas de todos los países. Como había una
especie de dirección común en virtud de la cual miembros del Comité Central
del Partido de Rusia eran también miembros del Comité Ejecutivo de la
Tercera Internacional, los dirigentes comunistas de Rusia tenían en la
Comintern un «aparato» mediante el cual podían producir los efectos que
deseasen en muchos países —el uso de los miembros del partido para
infiltrarse en los sindicatos, para fomentar huelgas, para propagar ideas o
para intervenir en elecciones.
El segundo congreso de la Internacional, en 1920, aprobó un programa
de Veintiún Plintos, redactado por Lenin. Estos puntos incluían las
exigencias de que todos los partidos nacionales debian llamarse comunistas,
repudiar el socialismo «reformista», hacer propaganda en los sindicatos e
introducir a los comunistas en los puestos importantes de los mismos,
infiltrarse en el ejército, imponer una disciplina férrea a sus miembros, exigir
la sumisión de cada obrero del partido a su comité nacional y a las órdenes
del Ejecutivo Internacional, utilizar tanto los canales legales como los
métodos secretos de la clandestinidad, y expulsar inmediatamente a todo
miembro que no siga la línea del partido. Sin mostrar respeto alguno por la
democracia parlamentaria, el segundo congreso decidió que «la única
cuestión que puede plantearse es la de utilizar las instituciones del estado
burgués para su - propia destrucción». En cuanto al movimiento obrero,
Lenin escribia que «la lucha contra los Gompers, los Jouhaux, los
Henderson38.,. que representan un tipo social y político absolutamente
semejante al de nuestros mencheviques... debe sostenerse sin piedad hasta el
fin». La Comintern no era una asamblea de gentes humanitarias dedicadas a
trabajar por el bienestar de sus miembros; era una arma.para la revolución,
organizada por revolucionarios que sabían lo que era la revolución.
Durante varios años, la U .R .S .S., utilizando la Comintern o canales
diplomáticos más convencionales, promovió la revolución mundial hasta
donde le fue posible. Comunistas de muchos países iban a instruirse a Rusia.
Agentes nativos o rusos salían para las Indias Holandesas, para China, para
Europa, para América. Hasta 1927, los revolucionarios chinos acogieron
gustosamente la ayuda de Moscú; el ruso Borodin llegó a ser un consejero al
513
que ellos recurrían para sus asuntos. En 1924, en Inglaterra, la publicación
de la «carta de Zinoviev», en la que, por lo menos según se dice, la
Comintern apremiaba a los obreros británicos para que provocasen la
revolución, dio origen a una gran victoria electoral del Partido Conservador.
La amenaza bolchevique, real e imaginada, producía en todas partes una
fuerte reacción. Esto fue fundamental para el surgimiento del fascismo, al
que se dedican los capítulos siguientes.
En 1927, con la supresión del trotskismo y del revolucionarismo mundial
en Rusia, y con la concentración bajo Stalin en un programa de construcción
del socialismo en un solo pais, la Comintern entró en un período de
inactividad. Hacia 1935, cuando los dictadores fascistas se hacían más
ruidosamente belicosos, la U .R .S.S. pasó a defender una política de
seguridad colectiva internacional, y la Comintern dio instrucciones a todos
los partidos comunistas, cada uno en su pais respectivo, para que entrasen
en .coaliciones con los socialistas y con los liberales avanzados, en lo que se
llamaron «frentes populares», para combatir el fascismo y la reacción.
Durante la Segunda Guerra Mundial (en 1943), como un gesto de buena
voluntad hacia Gran Bretaña y los Estados Unidos, la URSS disolvió total
mente la Comintern, pero esta reapareció, por unos pocos años, desde 1947
hasta 1956, con un nuevo nombre, el de Agencia de Información Comunista o
Cominform39.
No fue a través de la Comintern como la U .R .S.S. ejerció su máxima
influencia en el mundo. Ejerció esa influencia mediante el importante hecho
de su simple existencia. En 1939, estaba claro que había aparecido un nuevo
tipo de sistema económico. Antes de 1917, nadie había pensado, ni en
Europa ni en Asia, que hubiera algo que aprender de Rusia. Veinte años
después, incluso los críticos de la U .R .S.S. temían que este país pudiera
representar la tendencia del futuro. Su verdadera fuerza no tardó en ponerse
de manifiesto en la Segunda Guerra Mundial. Cualquiera que juzgue a
la U .R .S.S., no puede desechar su socialismo como visionario o impractica
ble. Había surgido una alternativa a la libre empresa y al capitalismo. El
marxismo no era simplemente una teoría; había una sociedad real, que
alcanzaba a una sexta parte del globo, que se calificaba a sí misma de
marxista.
En todos los países, las gentes que adoptaban una actitud más critica
respecto a las instituciones capitalistas las comparaban desfavorablemente
con las de la Unión Soviética. La mayoría de los que en los años 1930
esperaban beneficiarse de la experiencia soviética no eran realmente comu
nistas. Algunos creían que unos resultados similares a los soviéticos podrían
conseguirse sin el empleo de los métodos soviéticos, que eran desechados
como típicamente rusos, lamentable herencia del Imperio Bizantino y de los
zares. Con la aparición del comunismo y de los partidos comunistas, el
socialismo y las ideas socialistas semejaban, por contraste, moderadas y
respetables. En los años 1930, la idea de «planificación» comenzaba a ser
acogida favorablemente en todas partes. Los obreros conseguían una mayor
seguridad contra las fluctuaciones del capitalismo. Los pueblos llamados
■
w Para la U.R.S.S, y para el comunismo internacional después de 1945, ver págs, 644-663,
514
atrasados, especialmente en Asia, estaban muy impresionados por el éxito de
la U .R .S.S., que había demostrado que una sociedad tradicional podía
modernizarse sin caer bajo la influencia del capital extranjero ni de la
dominación extranjera.
Durante largo tiempo, y mucho después de la disolución de la Comin-
tern, el Partido Comunista de Rusia trató de presentarse como el guia de la
revolución mundial, y de ejercer su control sobre los partidos comunistas de
otros países. Tras la Segunda Guerra Mundial, esto fue resultando más
difícil cada vez. Cincuenta años después de la Revolución de Noviembre, la
U.R.S.S. ya no parecía muy innovadora, y, en algunos aspectos, ni siquiera
eficaz. Los partidos comunistas europeos trataban de independizarse de
Moscú, y, con el éxito de la Revolución China, a partir de 1950, surgieron
nuevos movimientos de izquierda que calificaban a los soviets de burgueses y
que denunciaban a la sociedad soviética como capitalismo de estado. Pero
todos los partidos comunistas procedían de la reunión de la Tercera
Internacional de 1920; todos profesaban la adhesión al marxismo, y la
Revolución Rusa seguía siendo para todos ellos la primera gran victoria
sobre el capitalismo y el imperialismo.
POBLACION DE LA URSS
Agregadas en 1940:
515
X I. L A A P A R E N T E V IC T O R IA D E LA D E M O C R A C IA
Emblema del capítulo: Una medalla acuñada en honor de la Paz de Versalles, 1919.
ALREDEDOR DE ELLA
por Marc Chagall (rusa, Inega francés, 1887-)
518
de salvar al mundo para la democracia. Ahora, la democracia política
hacía progresos en todas partes. Todos los nuevos estados surgidos de la
guerra adoptaban constituciones escritas y el sufragio universal. La demo
cracia realizaba avances incluso en países que, desde hacia mucho tiempo,
habían sido democráticos en gran medida. Los últimos pasos importantes
hacia el sufragio masculino jiniversal se dieron en Gran Bretaña en 1918.
La innovación más notable fue la creciente concesión de derechos civiles a
las mujeres. En 1918, se adoptó en Gran Bretaña el sufragio femenino con
ciertas restricciones; en 1928, se abandonaron las restricciones y se concedió
el voto sobre una base igual con los hombres. En 1920, a través de una
enmienda a la constitución, se generalizó el sufragio femenino en los Estados
Unidos. Las mujeres votaban también en Alemania y en la mayoría de Jos
nuevos estados de Europa. En la Unión Soviética, las mujeres recibieron el
voto sobre una base igual con los hombres, tras la Revolución de 1917.
En la mayoría de los países europeos, los sucesores de los antiguos
socialistas de anteguerra iban ganando fuerza. Mientras la izquierda de los
antiguos socialistas, por lo general, se separaban, calificándose de comunis
tas, y se unían entre sí y con Moscú en la Internacional Comunista, los
socialistas o socialdemócratas europeos eran, sobre todo, un partido de
marxismo pacífico o revisionista, totalmente decidido a mantener el conflic
to de clase por métodos parlamentarios y legislativos. Los sindicatos de tra
bajadores, con la nueva confianza en si mismos que habian adquirido gracias
al papel que habían desempeñado en la guerra, veían aumentar su número de
socios, su prestigio y su importancia.
La legislación social que antes de la guerra habría parecido radical era
ahora aprobada en muchos sitios. Se generalizó la jom ada de trabajo legal
de ocho horas, y se adoptaban o se extendían los programas de seguridad
apoyados por el gobierno contra las enfermedades, los accidentes y la vejez;
una ley de 1930, en Francia, aseguraba a casi 10 millones de trabajadores.
Un aire de democracia progresiva penetraba Europa y el mundo europeo. El
estado del servicio social o del bienestar, iniciado ya a finales del siglo XIX,
iba estableciéndose más sólidamente.
De los estados de los que podría esperarse que continuasen sus avances
democráticos de anteguerra, la democracia sólo sufrió un fuerte retroceso en
Italia, en los primeros años de la postguerra. Italia había sido un estado
parlamentario desde 1861, y había introducido un sufragio democrático en
las elecciones de 1913. En 1919, los italianos celebraron sus segundas
elecciones con sufragio universal masculino. Pero la democracia italiana
terminó bruscamente. En 1922, un agitador llamado Benito Mussolini, a la
cabeza de un movimiento al que él llamó Fascismo, acabó con el parlamento
italiano1. Lenin había fundado ya el primer estado de un solo partido;
Mussolini se convirtió en el primero de los dictadores personales de la
Europa de la postguerra, con excepción de Rusia. La Italia fascista, en los
años veinte, constituyó la principal excepción en lo que parecía una marea as
cendente de democracia.
519
Los nuevos estados de la Europa Central y de la Centro-Oriental
2 Ver m ap a 20.
3 Ver p ágs. 533-534.
4 Ver m ap a 8.
520
pequeños. Todos los estados de nueva creación eran repúblicas, excepto
Yugoslavia, que se encontraba bajo la antigua dinastía servia. Hungría
empezó a ser república en 1918, pero el intento de Béla Kun de fundar una
República Soviética Húngara en 1919 restableció a los contrarrevoluciona
rios, que restauraron la monarquía de los Habsburgo en principio, aunque la
presión extranjera les impidió la restauración del mismo rey. Hungría surgió
en 1920 como una monarquía con un trono perpetuamente vacante, bajo
una especie de dictadura ejercida por el Almirante Horthy. Todos los
estados menores de Europa, incluida Hungría, poseían, por lo menos el
aparato externo de la democracia, hasta los años 1930; es decir, tenían
constituciones, parlamentos, elecciones, y una diversidad de partidos políti
cos. Aunque a veces se violaba la libertad civil, el derecho a la libertad civil
no se negaba; y, aunque las elecciones, a veces, se falseaban, se suponía, al
menos en principio, que eran libres.
521
tarifas entraron en momentos difíciles. La clase obrera de Viena vivía en la
miseria, porque Viena, una ciudad de 2 millones de personas, anteriormente
capital de un imperio de 50 millones, era ahora la capital de una re
pública de seis millones. En Checoslovaquia, la minoría alemana —los
sudetes— se quejaba de que, en tiempos difíciles, los empresarios y los
obreros alemanes siempre sufrían más que sus colegas checos, a causa de la
política del gobierno. Económicamente, la división de la Europa oriental en
una docena de estados independientes fue contraproducente.
La más grande de las reformas emprendidas por los nuevos estados de la
Europa oriental fue la reforma de la propiedad de la tierra. Aunque estaba
lejos de resolver los problemas económicos fundamentales del área, produjo
efectos sustanciales en el modelo de distribución de la tierra. Se trastocó
toda la base agraria tradicional de la sociedad. La obra de las revoluciones
de 1848, que, en los territorios de los Habsburgo, habían liberado a los
campesinos, pero dejándoles sin tierra, daba ahora otro paso adelante. El
ejemplo de la Revolución Rusa constituía un poderoso estímulo, porque en la
Rusia de 1917 los campesinos habían expulsado a los terratenientes, y los
comunistas y los simpatizantes comunistas fueron ganando la atención de los
campesinos descontentos y sin tierras, desde Finlandia hasta los Balcanes. Es
de recordar que, hasta 1929, la Unión Soviética no se aventuró en la
colectivización de la agricultura; hasta entonces, el comunismo parecía
apoyar al pequeño granjero individual. Pero con igual verdad puede decirse
que el modelo de la reforma agraria se encontraba en Occidente, especial
mente en Francia, la tierra histórica del propietario campesino pequeño.
La reforma agraria se efectuó de un modo diferente en los diferentes
países. En los estados bálticos, las grandes propiedades pertenecían casi
'enteramente a familias alemanas —los «barones bálticos»—, descendientes,
o, por lo menos, sucesores de los Caballeros Teutónicos medievales. En
Estonia, Letonia y Lituania, el disgusto nacionalista frente a los alemanes
hizo, pues, más fácil la liquidación de los terratenientes. Allí, las granjas
pequeñas pasaron a ser la norma. En Checoslovaquia, más de la mitad de la
tierra laborable fue transferida de grandes a pequeños propietarios; también
aquí, el hecho de que muchos grandes terratenientes hubieran sido alemanes,
en algunos casos desde los tiempos de la Guerra de los Treinta Años,
determinó que la operación resultase, en cierto sentido, más agradable,
aunque indignó a la minoría alemana de Bohemia. En Rumania y en
Yugoslavia, la desaparición de las grandes haciendas, aunque considerable,
fue menos completa. En Finlandia, Bulgaria y Grecia, apenas se planteó la
cuestión, pues la pequeña propiedad era ya frecuente. La reforma agraria
tuvo menos éxito en Polonia y en Hungría, donde los magnates de la tierra
eran excepcionalmente fuertes y estaban muy arraigados.
Después de las reformas agrarias, los partidos políticos de campesinos o pe
queños propietarios agrarios se convirtieron en la principal fuerza democrática
dentro de los distintos estados de la frontera occidental de Rusia, Frecuente
mente, se inclinaban al socialismo, sobre todo porque el capitalismo estaba
asociado en su pensamiento con los inversores extranjeros y con los intrusos.
Por otra parte, los grandes terratenientes, los antiguos aristócratas de los im
perios de la anteguerra, tanto si ya habían sido expropiados como si sólo esta
522
ban amenazados por la expropiación, se reafirmaban en una actitud reacciona
ria. Las reformas agrarias no resolvieron los problemas económicos funda
mentales. Las nuevas granjas eran muy pequeñas, frecuentemente de
extensión no superior a las cuatro hectáreas. Los campesinos propietarios
carecían de capital, de preparación agrícola y de conocimiento del mercado.
La productividad de las granjas no se incrementó. En lugar de las viejas
diferencias entre el terrateniente y el arrendatario se desarrollaron nuevas dife
rencias entre los campesinos más acomodados y los jornaleros proleta
rios —entre el «kulak» y el explotado, en terminología Comunista—. La
continuación de la pobreza relativa, la persistencia de las reaccionarias clases
altas, los nuevos conflictos y tensiones entre los propios campesinos, las
distorsiones económicas producidas por las numerosas barreras aduaneras, y
la carencia de toda tradición prolongada de auto-gobierno, eran factores que
contribuían a frustrar los experimentos democráticos iniciados en la década de
los veinte.
523
El grupo del centro en Alemania, es decir, los socialdemócratas
reforzados por el Partido del Centro Católico y otros, tenía más miedo de la
izquierda que de la derecha. En 1918 y 1919, se aterraron ante las historias
que llegaban de Rusia, traídas no solamente por los burgueses o por los
aristócratas zaristas fugitivos, sino también por los refugiados socialdemó
cratas, mencheviques y bolcheviques antileninistas, hombres a quienes todos
los socialistas habían conocido desde tiempo atrás y en quienes habían
confiado, en el marco de la Segunda Internacional. En enero de 1919, los
Espartaquistas9, dirigidos por Karl Liebknecht y por Rosa Luxemburgo,
intentaron llevar a cabo una revolución proletaria en Alemania, como la de
Rusia. Lenin y los bolcheviques rusos les prestaron ayuda. Durante un
momento, pareció existir la posibilidad de que Alemania se hiciese comunis
ta, de que los Espartaquistas lograsen imponer una dictadura del proletaria
do. Pero el Gobierno Provisional Socialdemócrata aplastó el levantamiento
Espartaquista, recurriendo para ello a oficiales del ejército desmovilizados y
a vigilantes voluntarios reclutados entre los licenciados del ejército. Los
dirigentes espartaquistas, Liebknecht y Luxemburgo fueron detenidos y
asesinados, mientras se hallaban en poder de la policía. Los acontecimientos
de la «Semana de Espartaco» ensancharon, entre los socialdemócratas y los
comunistas, un abismo que no habia de salvarse ni en los campos de concen
tración de Hitler.
Inmediatamente después, se celebraron elecciones para una Asamblea
Nacional Constituyente. Ningún partido alcanzó la mayoría, pero los
socialdemócratas fueron el partido más importante. Una coalición de so
cialdemócratas, del Partido del Centro y de demócratas liberales domina
ba la Asamblea. Tras varios meses de deliberaciones en la ciudad de
Weimar, se adoptó, en julio de 1919, una constitución que establecía una
república democrática. La República de Weimar (como se denominó el
régimen alemán desde 1919 hasta la llegada de Hitler en 1933) pronto se vio
fatalmente amenazada por la derecha. En 1920, un grupo de jefes militares
desafectos organizó un putsch, o revuelta armada, puso en fuga al gobierno
republicano, e intentó colocar a un hombre de paja, a un tal Dr. Kapp, al
frente del estado. Los obreros de Berlín, inutilizando los servicios públicos,
detuvieron el putsch Kapp y salvaron la república. Pero el régimen de
Weimar nunca adoptó medidas suficientemente decisivas para acabar con las
bandas armadas privadas, al mando de agitadores reaccionarios o declarada
mente antidemocráticos. Uno de estos pronto seria Adolfo Hitler, que ya en
1923 organizó en Munich una revuelta abortada10. Y, como era demócrata y
liberal, nunca negó los derechos de elección para el Reichstag, ni de libre
expresión en el Reichstag ni en público, ni a los comunistas ni a los
reaccionarios antidemócratas.
La República de Weimar era, en principio, muy democrática. La
constitución incorporaba todos los recursos que luego serian apoyados por
los más avanzados demócratas, no sólo el sufragio universal que incluía el
voto femenino, sino también la representación proporcional, y la iniciativa,
^ A sí llam ad o s p o r el n o m b re de E s p a rta c o , esclavo ro m a n o q u e c a p ita n e ó u n a reb elió n de
esclavos en el s u r d e Italia , en el añ o 72 a . d e C .
10 V er p ág s. 572-574.
524
el referéndum y la revocación de las leyes. Pero, exceptuadas la jornada legal
de ocho horas y algunas otras salvaguardias del bienestar de los trabajadores
(y las tradicionales demandas de los obreros organizados), la república cuyos
principales arquitectos eran los socialdemócratas, en sus años de formación,
estaba lejos de ser socialista. N o se nacionalizaron las industrias. La
propiedad no cambió de manos. No se abordaron leyes de la tierra ni
reformas agrarias, como en los nuevos estados de la Europa oriental; los
«junkers» del este del Elba permanecían intocados en sus grandes haciendas.
Casi no hubo confiscación ni de la propiedad del antiguo kaiser ni de otras
dinastías dirigentes del imperio federal de Bismarck. Incluso las estatuas de
emperadores, reyes, príncipes y grandes duques continuaban en las calles y
en las plazas. Oficiales, funcionarios públicos, agentes de policía, profeso
res, maestros de escuela de la antigua Alemania imperial se mantenían en sus
respectivos puestos. El ejército, aunque limitado por el Tratado de Versalles
a 100.000 hombres, era el antiguo ejército en miniatura, con todos sus
órganos esenciales intactos, y careciendo sólo de contingentes. Los soldados
eran jóvenes campesinos alistados para largos plazos y formados luego según
las tradiciones militares alemana y prusiana. En el cuerpo de oficiales,
seguían siendo fuertes las viejas influencias profesionales y aristocráticas.
Nunca había existido una revolución tan suave, tan razonable, tan
tolerante. No había terror, ni fanatismo, ni fe estimulante, ni expropiación,
ni emigrados. En realidad, no había existido revolución, en absoluto, en el
sentido en que habían experimentado sus revoluciones Francia, Inglaterra,
los Estados Unidos, Rusia y otros países, recientemente o en épocas lejanas.
11 V e rp ág . 461.
525
después del armisticio; esto confirmaba, a los ojos de los alemanes, el
argumento de que el Tratado de Versalles era un Diktat, una paz impuesta,
cartaginesa, implacable y vengativa. La cláusula del «delito de guerra»,
mientras acaso satisfacía, por una parte, un peculiar sentido anglo-america-
no de la moralidad, ofendía, por otra, un peculiar sentido alemán del honor.
Ni las reparaciones que se le exigían ni las nuevas fronteras fueron aceptadas
por los alemanes como decisivas. Consideraban las reparaciones como una
hipoteca perpetua sobre su futuro. En general, esperaban revisar, algún día,
su frontera oriental, recobrar por lo menos el pasillo polaco, e incorporar a
Austria.
Los franceses vivían en el terror del día en que Alemania se rehiciese. Sus
planes para la propia seguridad, y para la seguridad colectiva de Europa
contra una resurrección alemana, se habían visto desairados. No habían sido
capaces de separar a la Renania de Alemania. El Senado de los Estados
Unidos se había negado a ratificar el tratado, firmado en París por Wilson,
por el que los Estados Unidos garantizarían a Francia contra una invasión
alemana en el futuro12. Tanto Inglaterra como los Estados Unidos mostra
ban una tendencia al aislamiento, a apartarse del Continente, a volver a la
«normalidad», a trabajar, sobre todo, por el restablecimiento de un
comercio en el que una Alemania fuerte sería un gran cliente. La Sociedad
de Naciones, de la que los Estados Unidos no eran miembros, y en la que
cada nación miembro tenía un voto, ofrecía poca garantía de seguridad a un
pueblo situado como el francés. Los franceses empezaron a formar alianzas,
contra una posible Alemania resucitada, con Polonia, Checoslovaquia y
otros estados de la Europa oriental. Insistían también en que Alemania
pagase las reparaciones. El importe de las reparaciones, que no había sido
fijado en el tratado, fue establecido por una Comisión de Reparaciones,
en 1921, en 132.000 millones de marcos oro. Esta suma, que era el
equivalente de 35.000 millones de dólares, no tardó en ser declarada por
varios economistas occidentales como superior a lo que podía imaginarse
que Alemania fuese capaz de pagar.
El gobierno de Weimar, en aquellas circunstancias, miraba a Rusia, que
no había tomado parte en el tratado de Versalles y que no exigía
reparaciones. El gobierno soviético, mientras tanto, deduciendo del fracaso
de la revolución proletaria'en Alemania y en Hungría que los tiempos aún no
estaban en sazón para la spvietización de Europa, se disponía a entrar en
relaciones diplomáticas normales con los gobiernos establecidos. Alemania y
Rusia, a pesar de la repulsa ideológica, firmaron, pues, el tratado de
Rapallo, en 1922. En los años siguientes, la Unión Soviética obtenía
manufacturas que necesitaba de Alemania, y las fábricas y los obreros
alemanes trabajaban en los pedidos que les llegaban de Rusia. El ejército
alemán envió oficiales y técnicos para proporcionar instrucción al Ejército Ro
jo. Obligado por el tratado de Versalles a restringir sus actividades, el ejército
alemán, a través de su trabajo en Rusia y de un buen número de subterfugios
en el interior, pudo, ciertamente, mantener un alto nivel de preparación, de
planificación, de conocimientos técnicos y de familiaridad con las armas y
526
equipamientos modernos. El buen entendimiento entre Alemania y Rusia
suscitaba, como era natural, recelos en Occidente.
527
se aplicó en Alemania el Plan Dawes, así denominado por el nombre del
americano Charles G. Dawes, para asegurar la corneóte de las reparaciones.
Mediante el Plan Dawes, los franceses evacuaban el Ruhr, los pagos por
reparaciones se reducían, y se adoptaban disposiciones para que la república
alemana pudiera recibir préstamos del exterior. En los años siguientes, se
invirtió en Alemania una gran cantidad de capital privado americano, en
bonos del gobierno alemán y en empresas industriales alemanas. Gradual
mente —al menos, así parecía—, Alemania iba recuperándose. Durante
cuatro o cinco años, la República de Weimar gozó incluso de una animada
prosperidad, y hubo un gran volumen de nuevas construcciones en carrete
ras, viviendas, fábricas y transatlánticos. Pero la prosperidad se debía, en
buena medida, a los préstamos extranjeros, y la gran depresión que comenzó
en 1929 planteó de nuevo todas las viejas cuestiones.
E l espíritu de Locarno
528
mente. Firmó tratados de arbitraje con Polonia y con Checoslovaquia, no
garantizando aquellas fronteras tal como estaban, pero comprometiéndose a
no intentar cambios en ellas, a no ser mediante la discusión, el acuerdo o el
arbitraje internacionales. Francia firmó tratados con Polonia y con Checos
lovaquia, prometiéndoles ayuda militar si eran atacadas por Alemania.
Francia fortalecía así su política de equilibrar la potencia alemana en el Este,
mediante sus propias alianzas diplomáticas y mediante el apoyo a la Pequeña
Entente, como se denominaba la alianza de postguerra de Checoslovaquia,
Yugoslavia y Rumania. Gran Bretaña «garantizaba» —es decir, prometía
ayuda militar en caso de violación— las fronteras de Bélgica y de Francia
contra Alemania. No ofrecía una garantía equivalente respecto a Checoslo
vaquia o a Polonia. Los ingleses consideraban que su seguridad fundamental
estaría amenazada por. una expansión alemana hacia el oeste, pero no por
una expansión alemana hacia el este. Fue en las fronteras de Checoslovaquia
y de Polonia, catorce años después, donde comenzó la Segunda Guerra
Mundial. Si Inglaterra, en 1925, hubiera dado garantías a aquellos dos países
como había hecho Francia, y luego hubiera sido fiel a la garantía, es posible
que la Segunda Guerra Mundial se hubiera evitado. Por otra parte, ninguna
guerra depende nunca de una sola decisión; es la acumulación de muchas
decisiones lo que importa.
En 1925, los pueblos hablaban, con alivio, del «espíritu de Locamo». En
1928, la armonía internacional se vio de nuevo fortalecida, cuando el
ministro francés de Negocios Extranjeros, Briand, y el Secretario de Estado
de los Estados Unidos, Frank B. Kellog, concertaron el Pacto de París.
Firmado, finalmente, por sesenta y cinco naciones, el Pacto condenaba el
recurso a la guerra como solución de las controversias internacionales.
Aunque no se establecían medidas coercitivas y se formularon un buen
número de reservas antes de que firmasen ciertos países, el Pacto afirmaba
solemnemente la voluntad de las naciones de renunciar a la guerra como
instrumento de política nacional.
A mediados de los años 1920, el panorama era, ciertamente, esperanza-
don En Locamo, Alemania había aceptado, por su propia voluntad (y no
por el D iktat de Versalles), sus fronteras al este y al oeste, hasta el punto de
renunciar a la violencia y a la acción unilateral, incluso en el este. En 1926,
Alemania ingresó en la Sociedad de Naciones. Alemania era una prometedo
ra realidad como república democrática. La democracia parecía funcionar,
tal como podía esperarse, en la mayoría de los nuevos estados de la Europa
oriental —el cordón sanitaire contra la Rusia Comunista, que, a su vez,
había puesto fin a su ofensiva revolucionaria de la postguerra. El mundo
era nuevamente próspero, o parecía serlo. La producción mundial estaba
al nivel de la anteguerra, o lo superaba. En 1925, se calculaba que la pro
ducción mundial de materias primas era mayor que la de 1913, en un 17
por ciento. En 1929, el comercio mundial, medido en efectivo —oro—, casi
se había duplicado desde 1913. Los trastornos de la guerra y de la postguerra
se recordaban como una pesadilla que se hubiera desvanecido. Parecía que,
al fin, el mundo se había salvado para la democracia.
Pero la satisfacción se desvaneció ante la gran depresión mundial, ante el
incremento de un virulento nacionalismo en Alemania, debido en alguna
529
medida a la depresión, y ante la afirmación de un nuevo belicismo en el
Japón, que tampoco dejaba de estar relacionado con la depresión. Pero
atendamos, primero, a los años de la postguerra en Asia.
Resentimientos en A sia
530
La rebelión contra el Occidente era, por lo general, ambivalente o de
doble aspecto. Era una rebelión contra la supremacía occidental, pero, al
propio tiempo, en la mayoría de los casos, los que se rebelaban querían
aprender e imitar a Occidente, a fin de apoderarse de la ciencia, de la
industria y de la organización occidentales, y de otras fuentes de poder
occidental, lo que les permitiría preservar su propia identidad y surgir como
los iguales de Occidente.
La crisis en Asia había estallado con la guerra ruso-japonesa, cuando un
pueblo asiático, en 1905, derrotó a una gran potencia europea, por primera
vez16. En 1906, la revolución empezó en Persia, y condujo a la reunión del
primer majlis o parlamento. En 1908, los Jóvenes Turcos organizaron una
revolución victoriosa en Constantinopla y convocaron una asamblea parla
mentaria que representase a todas las regiones entonces pertenecientes al
Imperio Turco. En 1911, los revolucionarios de China, dirigidos por Sun
Yat-sen, derrocaron a la dinastía Manchú y proclamaron la República
China. En cada ano de los casos, los rebeldes acusaban a sus antiguos
monarcas —sha, sultán, emperador—, de sometimiento a los imperialistas
occidentales. En cada uno de los casos, convocaban asambleas nacionales
según el modelo democrático predominante en Europa, y se proponían
resucitar, modernizar y occidentalizar a sus países, en el grado necesario
para evitar la dominación por parte de Occidente.
16 V er págs. 411-413.
17 Ver pág, 460.
18 Ver pág. 456.
531
Los gobiernos metropolitanos hicieron concesiones. Naturalmente, te
nían miedo a ir demasiado lejos; insistían en que sus pueblos sometidos
todavía no eran capaces de autogobemarse. Tenían en juego grandes
inversiones, y toda la economía mundial dependía de la continuidad en la
producción de los países tropicales y subtropicales. Pero llegaron a una
transacción. En 1916, los holandeses crearon una asamblea legislativa para
aconsejar al gobernador general de las Indias; la mitad de sus miembros se
elegía entre las razas nativas. En 1917, los ingleses concertaron una cierta
medida de autogobierno en la India; se estableció una asamblea legislativa
india con 140 miembros, cien de los cuales eran elegidos, y el número de
representantes elegidos y de funcionarios indios nativos se elevó en las
provincias de la India Británica. En 1922, los franceses concedieron una
asamblea un tanto similar en Indochina. Así, pues, las tres potencias
imperiales, aproximadamente al mismo tiempo, empezaron a experimentar
cuerpos consultivos, cuyos miembros eran en parte electivos, en parte
nombrados, y en parte nativos, en parte europeos. Los Estados Unidos intro
dujeron una asamblea elegida en las islas Filipinas, en 1916.
La Revolución Rusa agregó un nuevo estímulo a la inquietud en Asia.
Los bolcheviques denunciaban, no sólo el capitalismo, sino también el
imperialismo. Dentro de la ideología marxista-leninista, el imperialismo era
un aspecto del capitalismo19. Los pueblos coloniales tendían también a
identificar los dos, no tanto por razones marxistas, como porque el
capitalismo moderno era un fenómeno extraño o «imperialista» en los países
coloniales, donde la propiedad y la gerencia de las grandes empresas eran
igualmente foráneas. Así pues, el nacionalismo en Asia, el movimiento en
favor de la independencia o de una mayor igualdad con Occidente,
fácilmente se transformaban en socialismo y en la denuncia de la explotación
capitalista. Los bolcheviques vieron inmediatamente las ventajas que aquella
situación les ofrecía. A medida que iba resultando evidente que la revolución
mundial, esperada por Lenin, no se extendería en seguida a Europa, los
comunistas rusos miraban a Asia como el escenario en que el capitalismo
mundial podría ser atacado mediante un gran movimiento por el flanco. En
septiembre de 1920, se reunió un «congreso de los pueblos orientales
oprimidos» en Bakú, en ía costa del Mar Caspio. Zinoviev, presidente de la
Internacional Comunista, clamaba por la guerra contra «las bestias feroces
del capitalismo británico». No se consiguió mucho en la conferencia. Pero
unos pocos extremistas de países asiáticos se trasladaron a Moscú, en los
años siguientes, y unos pocos comunistas enviados desde Moscú excitaban a
los descontentos que existían, sin instigación rusa en absoluto, por toda
Asia.
La situación de la postguerra en Asia era, pues, extremadamente fluida.
Hombres que no eran comunistas saludaban al comunismo como a una
fuerza liberadora. Los anti-occidentales declaraban que sus países debían
occidentalizarse. El nacionalismo eclipsaba a todos los demás ismos. En el
Congreso Nacional Indio, los ricos capitalistas indios frecuentaban la
532
compañía de dirigentes socialistas, con quienes se iban a mantener en relativa
armonía mientras el enemigo común fueran los ingleses.
533
de 1.400.000 griegos huyeron o fueron trasladados oficialmente del Asia
Menor a Grecia, y, en cambio, unos 400.000 turcos que residían en el norte
de Grecia fueron trasladados a Turquía. El intercambio de poblaciones dio
origen a grandes trastornos, desarraigó a la mayor parte del elemento griego
que había vivido en Asia Menor desde el año 1.000 a. de C., y resultó
abrumador para el depauperado reino griego al obligarle, de pronto, a
absorber una masa de refugiados desvalidos, cuyo número era igual a la
cuarta parte de la población de la propia Grecia. Pero aquello permitió a la
República Turca reunir una población relativamente homogénea, con lo que
se ponía fin a las disputas de las minorías entre Grecia y Turquía, hasta que
Chipre planteó nuevos problemas, después de la Segunda Guerra Mundial.
Por primera vez en un país musulmán, se distinguían claramente las
esferas del gobierno y de la religión. La República Turca establecía la total
separación de la iglesia y el estado. Declaraba que la religión era una
creencia privada, y toleraba todas las religiones. Se reorganizó la administra
ción según principios seculares y no religiosos derivados de la Revolución
Francesa. Se rechazó la ley del Corán. La nueva ley se modeló según el
Código Suizo, que era la legislación europea más recientemente codificada, y
que se derivaba, a su vez, del Código de Napoleón.
Mustafá Kemal incitó a las mujeres a que abandonasen el velo, a que
saliesen del harén, a que votasen y a que ocupasen cargos públicos. Declaró
delictiva la poligamia. Requirió legalmente a los hombres para que desecha
sen el fez. Luchó contra el fez, como Pedro el Grande había luchado contra
la barba, y por la misma razón, pues lo consideraba como el símbolo de
unas costumbres conservadoras y atrasadas. En consecuencia, el sombrero,
«cubrecabezas de la civilización», se convirtió en el símbolo del progreso. El
pueblo adoptó los trajes occidentales. Se hizo obligatorio el alfabeto
occidental; los turcos que ya sabían leer tuvieron que aprender a le a de
nuevo, y se redujo el analfabetismo. Se adoptaron el calendario occidental y
el sistema métrico. Se requirió a los turcos para que tomasen apellidos
familiares hereditarios, como los occidentales; Kemal tomó el apellido de
Atatürk, o Gran Turco. La capital se trasladó de Estambul a Ankara. La
república estableció unos altos aranceles. En 1933, adoptó un plan quinque
nal de desarrollo económico. Los turcos, tras haberse liberado de la
influencia extranjera, estaban decididos a no volver a depender del capital
occidental, es decir, del capitalismo. El plan quinquenal preveía minas,
ferrocarriles y fábricas, principalmente de p rop in ad del estado. Al propio
tiempo, aunque dispuesta a aceptar la ayuda rusa contra las potencias
occidentales, la república era intransigente con el comunismo, y lo suprimió.
Los turcos querían una Turquía moderna, por y para los turcos.
535
la plena independencia, boicoteaban a los ingleses, y pasaban años en la
cárcel, como Gandhi y Jawaharlal Nehru, su fiel seguidor, aunque de
carácter más realista; y había los moderados que creían que podrían hacer
más por el bienestar de la India aceptando cargos en la administración,
cooperando con los ingleses, y trabajando por el status de dominio dentro
del Imperio Británico. El marxismo ejercía un fuerte atractivo, no sobre el
espiritual y pacífico Gandhi, desde luego, sino sobre Nehru y también sobre
muchos de los dirigentes menos radicales. En los años 1920, la Unión
Soviética representaba para aquellos hombres el derrocamiento del imperia
lismo; en los 1930, les mostraba el camino mediante su adopción de los
planes quinquenales. Para un pueblo que deseaba elevarse por sí mismo,
pasar de la pobreza a la potencia industrial y a unos niveles de vida su
periores, sin pérdida de tiempo y sin depender del capital extranjero ni del
capitalismo, la Unión Soviética, con su planificación económica, parecía
ofrecer un modelo más apropiado y unas lecciones más prácticas que las
ricas democracias de Occidente, con sus siglos de gran progreso a sus
espaldas.
Los veinte años transcurridos entre las dos guerras mundiales fueron
años de persistentes disturbios, de levantamientos y represiones de esporádi
ca violencia a pesar de las exhortaciones de Gandhi, de conferencias y de
mesas redondas, de reformas y de promesas de reformas, con un impulso, en
los años 1930, hacia una mayor participación de los indios en los asuntos del
imperio indio. La independencia no se alcanzó hasta después de la Segunda
Guerra Mundial; con ella, tuvo lugar una división del subcontinente indio en
dos nuevas naciones, una India predominantemente hindú y un Pakistán
predominantemente musulmán25.
En las Indias Holandesas, donde el movimiento nacionalista estaba
menos desarrollado que en la India26, los años de entreguerras fueron más
tranquilos. En 1922, estalló una importante rebelión en la que tomaron parte
los comunistas, pero fue sofocada por los holandeses. Los pueblos del
archipiélago eran casi tan diversos como los de la India. Sólo el imperio
holandés los habia unido políticamente. La oposición a los holandeses les
dio un programa común. En 1937, el consejo legislativo solicitaba la
concesión del status de. dominio. Pero los holandeses no concedieron la
independencia hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y tras el fracaso
de un esfuerzo militar para dominar a los nacionalistas27.
536
consejero de los Manchúes, y que, hasta su muerte en 1916, nunca dejó de
mirar con codiciosos ojos el ahora vacío trono imperial. En el sur, el
veterano revolucionario Dr. Sun Yat-sen reorganizó el Kuomintang (Partido
Nacional del Pueblo o Partido Nacionalista), sucesor de la red prerrevolucio-
naria de sociedades secretas, de la que él había sido el principal creador.
Sun, el primer Presidente de la república elegido por una asamblea
provisional revolucionaria, dimitió, unos meses después, en favor del general
Yüan, de quien él creía, erróneamente, que uniría el país- bajo un régimen
parlamentario. Posteriormente, en medio de la confusión que siguió a la
lucha por el poder en Pekín tras la muerte de Yüan en 1916, Sun fue
proclamado presidente de un gobierno rival en el sur, en Cantón, el cual
ejercía un poder nominal sobre las provincias meridionales. Hasta 1928,
ningún gobierno pudo disponer de la base necesaria para reivindicar un
verdadero dominio sobre China —y, aún entonces, hubo importantes
excepciones—. Durante la mayor parte de aquellos años, el país estuvo,
virtualmente, en manos de los señores de la guerra rivales, cada uno de los
cuales se embolsaba los impuestos habituales de su localidad, manteía su
propio ejército, y no reconocía ninguna autoridad superior.
Fue Sun Yat-sen el que mejor expresó las ideas de la Revolución China.
Nacido en 1867 y educado bajo influencia americana en las Islas Hawai, se
había graduado de médico en Hong Kong, había viajado mucho por el
mundo, había estudiado las ideas occidentales, había dado conferencias a
públicos chinos en América, había reunido dinero para sus conspiraciones
contra los Manchúes, y había vuelto de Europa para tomar parte en la
revolución. Poco antes de su muerte, en 1925, Sun recogió las conferencias
que había dado a lo largo de los años en un libro, Los tres principios del
pueblo. El libro arroja mucha luz sobre la rebelión de China y de toda Asia
contra la supremacía de Occidente.
Según Sun Yat-sen, los tres principios del pueblo eran democracia,
nacionalismo y medios de vida. Por medios de vida entendía bienestar social
y reforma económica —una distribución más equitativa de la riqueza y de la
tierra, una gradual terminación de la pobreza y de la injusta explotación
económica—. Por nacionalismo, el Dr. Sun entendía que los chinos, que
siempre habían vivido principalmente dentro del clan y de la familia, tenían
que aprender ahora la importancia de la nación y del estado. En efecto, ellos
constituían una gran nación —pensaba Sun—, la más cultivada del mundo,
y, en otro tiempo, habían ejercido su predominio desde las fuentes del Amur
hasta las Indias Orientales. Pero nunca habían estado unidos. Los chinos
habían sido «una lámina de arenas sueltas»; ahora tenían que «reducir la
libertad individual y unirse apretadamente en un cuerpo inquebrantable
como la roca firme que se forma agregando cemento a la arena».
Por democracia, Sun Yat-sen entendía la soberanía del pueblo. Al igual
que Rousseau, prestaba poca atención a los votos, a las elecciones, a los
procesos parlamentarios. Creía que, siempre que el pueblo fuese soberano,
debían gobernar los más capaces. El gobierno debía estar en manos de
expertos, un principio por cuyo abandono él criticaba a Occidente. El Dr.
Sun sentía una entusiasta simpatía por Lenin. Pero no era, en modo alguno,
un teórico marxista. Consideraba al marxismo inaplicable a China, soste
537
niendo que los chinos debían tomar el marxismo como tomaban todas las
demás ideas occidentales, evitando una imitación servil, utilizando, adap
tando, enmendando, rechazando lo que considerasen conveniente. China no
tenia un capitalismo nativo, ni en sentido marxista ni en sentido occidental.
Sun decía que los «capitalistas» en China eran dueños de la tierra,
especialmente en las ciudades como Shanghai, donde la llegada de los
occidentales había subido el valor de la tierra a unas alturas asombrosas. De
ahí que si China podía librarse del imperialismo, habría dado un gran paso pa
ra librarse del capitalismo también; podria comenzar a igualar la propiedad de
la tierra y a confiscar las rentas inmerecidas. Observaba que, como China no
tenia verdaderos capitalistas, era el propio estado el que debía emprender el
desarrollo capitalista e industrial. Esto exigiría préstamos de capital extran
jero y los servicios de técnicos y administradores extranjeros, lo que constituía
una razón más en virtud de la cual el estado chino, para conservar el control,
tenía que ser fuerte.
En resumen, con Sun Yat-sen, la democracia fácilmente se convertía en
una teoría de dictadura benévola y constructiva. Marxismo, comunismo,
socialismo, «medios de vida», sociedad planificada, economía del bienestar,
y sentimiento xenófobo y anti-impenalista: todos se reunían en una sola
mezcla —en algunos aspectos, como ocurriría después con las ideas de los
comunistas chinos.
El primer objetivo de Sun Yat-sen y de los revolucionarios chinos
consistía en acabar con el «sistema de tratados» que había sometido a China
a los intereses extranjeros desde 184228. A este respecto, la conferencia de la
paz de París había sido decepcionante; además de fracasar en sus intentos de
conseguir la abolición de los privilegios y de los derechos extraterritoriales de
los occidentales, los chinos tampoco pudieron impedir la retención, por
parte del Japón, de muchas de las antiguas concesiones alemanas, de las que
los japoneses se hablan apoderado durante la guerra29. El 4 de mayo de
1919, tuvieron lugar grandes manifestaciones de estudiantes y de obreros
contra las potencias occidentales. El Movimiento del Cuatro de Mayo
agudizó la conciencia xenófoba.
A medida que las potencias occidentales se mostraban insensibles, Sun y
el Kuomintang se volvían hacia Rusia. Declararon que las revoluciones rusa
y china eran dos aspectos del mismo movimiento de liberación de dimensión
mundial. El Partido Comunista Chino, organizado en 1921, se alió con el
Kuomintang en 1923. Este aceptaba consejeros comunistas rusos, especial
mente al veterano revolucionario Borodin, a quien Sun Yat-sen había
conocido, años antes, en los Estados Unidos30. La Unión Soviética,
siguiendo su estrategia de flanquear al capitalismo mundial mediante la
penetración en Asia, envió a China equipamiento militar, instructores del
ejército y organizadores del partido. También devolvió las concesiones rusas
y los derechos extraterritoriales conseguidos por los zares en China. La
política china de amistad con Rusia comenzó a producir los efectos
538
esperados; los ingleses, para apartar a China de Rusia, abandonaron
algunas de sus concesiones menores en Hankow y en otras ciudades.
539
ha sido descrito ya. Pero el impulso revolucionario original del Kuomintang
estaba ahora muy rebajado. Formado por hombres que temían la subversión
social y que frecuentemente consideraban su propio mantenimiento en el
poder como el más importante de sus problemas, el Kuomintang ejercía una
especie de dictadura de un solo partido sobre la mayor parte de China, bajo
la dirección de Chiang. El propio Chiang reconocía la creciente insatisfac
ción popular a causa de la resistencia o de la incapacidad del Kuomintang para
iniciar reformas, pero él seguía ocupándose de la consolidación del régimen,
y, a partir de 1931, tuvo que enfrentarse con la agresión japonesa. Durante
aquellos años, concibió un odio mortal contra los comunistas y contra los
que desarrollaban actividades de agitación en favor de la reforma revolucio
naria.
Los comunistas, que ahora operaban en la China suroriental, se
aprovecharon del descontento popular y obtuvieron el apoyo del campesina
do pobre mediante una política sistemática de expropiación y distribución de
las grandes haciendas, así como a través de una intensa propaganda.
Consiguieron rechazar los ejércitos de Chiang, e incluso atraerse a una
parte de sus tropas. Organizando una red de soviets locales, en 1931 pro
clamaron una República Soviética China en el sudeste. Cuando, después
de muchos años, los ejércitos nacionalistas consiguieron desalojarlos, los
comunistas, capitaneados por Mao, emprendieron, en 1934-1935, una
asombrosa marcha de 10.000 kilómetros, sobre un terreno casi intransitable,
hacia la región septentrional-central de Yenan, más cerca, según se dijo, de
las líneas soviéticas de abastecimiento. Comenzaron la Larga Marcha unos
90.000 comunistas, de los que sólo sobrevivió la mitad. Se atrincheraron de
nuevo, rechazaron a los ejércitos nacionalistas y lograron un fuerte apoyo
popular entre las masas rurales. Con la invasión japonesa del norte de China
ya bien avanzada, abandonaron su ofensiva revolucionaria y presionaron a
Chiang para poner fin a la guerra civil y para crear un frente unido contra
el agresor japonés. Aunque con cierto disgusto, Chiang accedió, de modo
que, en 1937, se formó una alianza entre el Kuomintang y los comunistas; el
Ejército Rojo Chino se colocó bajo el control y el mando nacionalistas; una
China unida opondría resistencia a los japoneses. Pero la difícil alianza entre
el Kuomintang y los comunistas no duraría siquiera hasta la derrota del
común enemigo japonés en la Segunda Guerra Mundial, y la Revolución
China estaba a punto de iniciar una fase nueva, dinámica, y muy
diferente31.
540
intereses, diferenciándse en esto muy poco de los europeos, a no ser en que
ellos estaban más cerca del escenario. Durante la Guerra Mundial, habían
presentado sus Veintiuna Demandas sobre China, se habían apoderado de
las concesiones alemanas en Shantung, y habían enviado tropas a la Siberia
oriental33. Durante la guerra, la industrialización japonesa avanzó rápida
mente; el Japón se adueñó de muchos mercados, mientras los europeos
estaban entregados a la lucha; y, después de la guerra, los japoneses
siguieron siendo uno de los principales abastecedores de artículos textiles
para el resto de Asia. Los japoneses podían producir a precios más bajos que
los europeos, a unos precios que resultaban más asequibles a las pobres
masas de Asia. Densamente apiñados en sus montañosas islas, sostenían su
nivel de vida importando materias primas y vendiendo manufacturas. Pero
los nacionalistas chinos proyectaban levantar la barrera de una tarifa
proteccionista, y fue por esta razón, entre otras, por lo que denunciaron el
sistema de tratados, que durante casi un siglo había sometido a China al
libre comercio internacional. Los chinos, como los turcos, esperaban
industrializar y occidental izar su país al amparo de un alto muro arancelario,
que cerraría el paso a las manufacturas japonesas y a las de otros países.
Durante la década de 1920, el elemento civil, liberal, de orientación
occidental del Japón prosiguió en el ejercicio del gobierno. En 1925, se
adoptó el sufragio masculino universal. Todavía perduraba la moda, en
Europa y en América, de considerar a los japoneses con una simpática
aprobación, como a los más progresivos de todos los pueblos no europeos,
como al único país asiático que había aprendido, hábilmente, a desempeñar
su papel en los avances de la civilización mundial. Pero el Japón tenía otra
faceta. La constitución de 1889 y las actividades parlamentarias no eran más
que una fachada que ocultaba unas realidades políticas. De todos los países
modernos, sólo en el Japón existía una ley constitucional que ordenaba que
los ministros de la guerra y de la marina tenían que ser generales o
almirantes en activo. La propia dieta tenía unos poderes severamente
restringidos. Los ministros gobernaban en nombre de la suprema y sagrada
autoridad del emperador, y eran responsables sólo ante él. Desde el punto de
vista económico, el fomento del desarrollo industrial por parte del gobierno
había desembocado en una tremenda concentración de poder económico en
manos de cuatro trusts familiares, conocidos colectivamente como los
Zaibatsu. Tanto los intereses comerciales como los dirigentes políticos civiles
aspiraban a un imperio en expansión y a unos mercados crecientes, pero el
grupo más impaciente del Japón encontraba su fuerza en la resurrección
nacionalista que, ya antes de la «apertura» del Japón en 1854, había
practicado el Shinto, o culto del emperador, y el modo de vida del guerrero
como una forma nueva y moderna34. Este elemento se reclutaba, en gran
parte, entre los antiguos miembros de los clanes y entre los samurai, a
quienes la «abolición del feudalismo» había desarraigado de sus costum
bres y que, en muchos casos, no encontraban ningún campo satisfactorio de
actividad en el nuevo régimen. Muchos de aquellos hombres servían ahora
541
como oficiales en el ejército. Por lo general, consideraban a Occidente como
a un mundo en decadencia. Ellos soñaban con el día en que el Japón
dominase a toda el Asia oriental.
Hacia 1927, este grupo comenzó a ocupar ministerios en el gobierno
japonés y a dirigir la política japonesa hacia unas actitudes cada vez más
agresivas y militaristas respecto a China. En 1931, las unidades del ejército
japonés estacionadas en la Manchuria meridional (donde los japoneses
habían permanecido desde la derrota de los rusos en 1905), tomando como
pretexto el misterioso asesinato de un funcionario japonés en Mukden,
comezaron a apoderarse de arsenales chinos y a extenderse hacia el norte,
por toda Manchuria. En 1932, acusando a los chinos de hacer la guerra
económica contra Japón (los boicots chinos, en efecto, estaban perjudi
cando materialmente el comercio de exportación japonés), desembarcaron a
70.000 hombres en Shanghai. Se retiraron pronto, prefiriendo entonces
concentrarse en la ocupación de la parte septentrional de China. Declararon a
Manchuria estado independiente bajo un emperador elegido por ellos
mismos, y dieron a la región el nuevo nombre de Manchukuo.
Tras la invasión de Manchuria, los chinos apelaron a la Sociedad de
Naciones. La Sociedad envió una comisión investigadora, que, presidida por
Lord Lytton, consideró a Japón culpable de perturbar la paz. Japón se
retiró de la Sociedad, en actitud provocadora. Las pequeñas potencias de la
Sociedad reclamaron, en general, sanciones militares, pero las grandes
potencias, comprendiendo que tendrían que ser ellas quienes afrontasen la
carga de la intervención militar contra Japón, y, en todo caso, como no
veían ninguna amenaza a su propia seguridad inmediata, se negaron a
adoptar medidas más fuertes, de modo que, en efecto, los japoneses
siguieron ocupando Manchuria y la China del nordeste. Con la conquista
japonesa de Manchuria había comenzado a discurrir un afluente del torrente
que se acercaba. Pero, en aquel momento, el mundo estaba aturdido
también por la depresión económica. Cada gobierno estaba preocupado por
sus problemas sociales internos.
542
recuperaría su dinero, en la creencia del prestatario de que podría pagar sus
deudas, en la posibilidad de que granjas y fábricas pondrían sus productos
en el mercado a unos precios suficientemente altos para que rindiesen un
beneficio neto, de modo que los trabajadores de las granjas y de las fábricas
pudieran comprar los productos de otras fábricas y de otras granjas, y así
sucesivamente alrededor de incontables círculos de mutua interdependencia,
y por todo el mundo.
543
mundial. La agricultura se mecanizaba progresivamente. Mientras, en el
siglo XIX, un hombre podía segar diez veces más grano con una segadora
mecánica tirada por un caballo que con una guadaña, y mientras, antes de
1914, podía segar cinco veces más con una máquina combinada de segadora
y agavilladora, aun pudo incrementar su producción cinco veces más,
después de la guerra, utilizando una combinación de segadora-trilladora
tirada por un tractor. Al propio tiempo, el cultivo de secano permitía
disponer de nuevas tierras, y la ciencia agronómica incrementaba la
producción por acre. El resultado de todos aquellos numerosos procesos de
desarrollo fue una superabundante producción de trigo. Pero la demanda de
triguera lo que los economistas llaman «inelástica». En conjunto, dentro del
área del mundo occidental, la gente ya comía todo el pan que necesitaba, y
ño iba a comprar más; y las masas infra-alimentadas de Asia, que en pura
teoría podrían haber consumido el excedente, no podían pagar siquiera los
bajos costes de producción o de transporte. El precio mundial del trigo cayó
increíblemente. En 1930, el precio en oro del trigo fue el más bajo desde
hacía cuatrocientos años.
Los cultivadores de trigo en todos los continentes se arruinaron. Los de
otros muchos productos se encontraban ante la misma desastrosa perspecti
va. El algodón y los cereales, el café y el cacao, todos se hundían. Los
plantadores brasileños y africanos fueron presa de la superproducción y de
la caída de precios. En Java, donde no sólo se había ampliado la extensión
dedicada al cultivo de azúcar, sino que la producción de azúcar de caña por
unidad se había multiplicado por diez mediante el cultivo científico durante
el siglo pasado, el precio era inferior a los del mercado mundial. Había,
naturalmente, otras formas más beneficiosas de producción agrícola —por
ejemplo, naranjas y huevos, de los que el consumo mundial seguía
aumentando. Pero el plantador de café no podía empezar a producir huevos,
ni el granjero de Iowa a producir naranjas. Aun prescindiendo de las
exigencias del clima, el granjero o el campesino corrientes carecían del
capital, de los conocimientos especiales, o del acceso al transporte refrigera
do que aquellos nuevos sectores de la agricultura requerían. En lo único que
el granjero o el campesino medio sabían hacer —cultivar el trigo u otros
cereales—, había muy poco espacio para el nuevo mundo maravilloso de la
ciencia y de la maquinaria.
La fase aguda de la gran depresión, que comenzó en 1929, se agravó a
causa de aquel fondo crónico de catástrofe en la agricultura, porque no
había reserva alguna de poder adquisitivo en las granjas. La apurada
situación del granjero empeoró más aun, cuando la gente de la ciudad,
alcanzada por la depresión en la industria, redujo sus gastos en alimenta
ción. Más que la depresión industrial, fue la depresión agrícola la que se
hallaba en el fondo de los grandes trastornos de los años de entreguerras en
toda la Europa oriental y en el mundo colonial.
544
habían mantenido ascendentes, gracias a los años de continua expansión y de
altos dividendos. A comienzos de 1929, los precios en las bolsas europeas
comenzaron a debilitarse. Pero la crisis real, o decisiva, se produjo con la
bancarrota en la Bolsa de Nueva York, en octubre de 1929. Allí, los valores
se habían elevado a alturas fantásticas, a causa de una excesiva especulación.
En los Estados Unidos, no sólo especuladores profesionales, sino también
gentes absolutamente comunes, compraban acciones con fondos tomados a
préstamo, como una manera fácil de ganar mucho dinero. Algunas veces,
comerciando al «margen», aquellas gentes «poseían» cinco o diez veces más
acciones que las que correspondían a la suma de dinero propio invertido en
ellas; el resto lo tomaban prestado de los corredores, y los corredores lo
tomaban de los bancos, sirviendo en cada caso como garantía las acciones
compradas. Con un dinero tan fácil de adquirir, la gente hacía subir los
precios de las acciones al pujar los unos contra los otros, y disfrutaban de
enormes fortunas sobre el papel; pero si los precios bajaban, aunque sólo
fuese un poco, los infelices propietarios se verían obligados a vender sus
acciones para devolver el dinero que habían tomado a préstamo. De ahí que
la debilitación de los valores en la Bolsa de Nueva York desatase
incontrolables oleadas de venta, que hundieron, irresistible y desastrosamen
te, los precios de las acciones. En un mes, los valores en bolsa descendieron
en un 40 por ciento, y, en tres años, de 1929 a 1932, el valor medio de
cincuenta acciones industriales cotizadas en la Bolsa de Nueva York bajó de
252 a 61. En esos mismos tres años, cerraron sus puertas 5.000 bancos
americanos.
La crisis pasó de las finanzas a la industria, y de los Estados Unidos al
resto del mundo. La exportación de capital americano llegó a su fin. Los
americanos no sólo dejaron de invertir en Europa, sino que vendieron los
valores extranjeros que poseían. Esto desbarató las bases de la resurrección
postbélica de Alemania, y, por consiguiente, de un modo indirecto, de una
gran parte de Europa. Los americanos, al disminuir sus ingresos, dejaron de
adquirir artículos extranjeros; desde Bélgica hasta Borneo, los pueblos veían
que sus mercados americanos se desvanecían, y los precios se desplomaban.
En 1931, la quiebra de un importante banco de Viena, el Crediíansíalí,
produjo en Europa una oleada de conmociones, de bancarrotas y de
calamidades comerciales. En todas partes, las empresas y las personas
privadas no podían cobrar lo que se les debía, ni retirar en dinero lo que
pensaban que tenían en el banco. No podían comprar, y las fábricas, por lo
tanto, no podían vender. Las fábricas trabajaban más despacio o cerraban
del todo. Entre 1929 y 1932, representando este último año el fondo de la
depresión, se calcula que la producción mundial descendió en un 38 por
ciento, y que el comercio internacional mundial cayó en unos dos tercios. En
los Estados Unidos, el ingreso nacional bajó de 85.000 millones de dólares
a 37.000 millones.
El desempleo, un mal crónico desde la guerra, adquiría ahora las
proporciones de una peste. En 1932, había 30 millones de personas
desempleadas estadísticamente registradas en el mundo; y esta cifra no
incluía a los millones que sólo podían encontrar trabajo durante unas pocas
horas a la semana, ni a las masas de Asia o de Africa de las que no se tenían
545
estadísticas. Los salarios del obrero desaparecían, y los ingresos del granjero
tocaban ahora fondo; y el descenso del poder adquisitivo de las masas
imponía una mayor inactividad de la maquinaria y un mayor desempleo.
Hombres en la flor de la vida pasaban años sin trabajo. Los jóvenes no podían
encontrar trabajo ni establecerse en una ocupación. La pericia y el talento de
las personas mayores se perdían, y los jóvenes no tenían la oportunidad de
aprender. Millones de personas se veían reducidas a vivir y a sostener a sus
familias gracias a las raciones de caridad, al socorro del gobierno, a las limos
nas. Las grandes ciudades modernas asistieron a la germinación'de un arte de
las aceras, en el que, en las animadas-esquinas de las calles, hombres en plenas
facultades físicas, pero sin trabajo, pintaban cuadros sobre el pavimento, con
tizas de colores, con la esperanza de recibir unos peniques o unos centavos. La
gente se veía espiritualmente aplastada por un sentimiento de inutilidad; me
ses y años de infructuosa búsqueda de trabajo dejaban a los hombres desmo
ralizados, aburridos, desalentados, amargados, frustrados y resentidos. Nun
ca había existido tal despilfarro, no sólo de maquinaria que ahora permanecía
parada, sino de la fuerza de trabajo preparada y disciplinada con que se
construyeron todas las sociedades modernas. Y las gentes que se encontra
ban en paro crónico se inclinaban, naturalmente, hacia nuevas perturbado
ras ideas políticas.
546
sus pueblos. De un modo o de otro, todos se esforzaron por liberarse de la
dependencia de las incertidumbres del mercado mundial. El colapso de la
entrelazada economía mundial se debía a la depresión misma y a las medidas
adoptadas para remediarla. La consecuencia económica más acusadla de la
depresión fue la de una fuerte tendencia al nacionalismo económico —a una
mayor auto-suficiencia dentro de la esfera que cada gobierno podía tener
esperanza en controlar—.
El internacionalismo del dinero, el patrón oro y la libre recíproca
convertibilidad de las monedas fueron abandonados, gradualmente. Los
países especializados en exportaciones agrícolas fueron de los primeros
acosados. Los precios agrícolas eran tan bajos, que ni siquiera una gran
cantidad de exportaciones llegaba a producir bastante moneda extranjera
para pagar las importaciones necesarias; de ahí que la moneda del país
exportador descendiese en su valor. Las monedas de Argentina, Uruguay,
Chile, Australia y Nueva Zelanda fueron devaluadas en 1929 y 1930. Luego
llegó el tumo a los países industriales. Inglaterra, a medida que la depresión
avanzaba, no podía vender suficientes exportaciones para pagar las importa
ciones. Tuvo que pagar las importaciones, en parte, vendiendo oro fuera del
país; así, las reservas de oro que respaldaban la libra esterlina disminuían,
y los que tenían libras esterlinas empezaron a convertir sus libras en dóla
res o en otras monedas a las que consideraban con una base de oro más se
gura. Esto se llamó, en el poético lenguaje de la economía, «la huida
de la libra». En 1931, Gran Bretaña prescindió del patrón oro, es decir,
devaluó la libra. Pero, una vez que Gran Bretaña devaluó, otros veinti
tantos países, para proteger sus exportaciones y sus industrias, hicieron
lo mismo. Asi pues, en cierto modo, se reprodujo la misma situación
relativa. Incluso los Estados Unidos, que poseían la mayor parte de la
provisión de oro del mundo, renunciaron al patrón oro y devaluaron el
dólar, en 1934. El propósito consistía, principalmente, en ayudar a los
granjeros americanos, porque, con dólares más baratos en relación con las
monedas extranjeras, los otros países podían comprar más productos
agrícolas americanos. Pero se hacía más difícil para los extranjeros la venta
a los Estados Unidos.
De ahí que la depresión, al agregar sus efectos a los de la Guerra Mundial
y a la inflación de la postguerra, condujese al caos en el intercambio
monetario internacional. Los gobiernos manipulaban sus monedas para
sostener sus decrecientes exportaciones. O imponían determinados controles
de intercambio: exigían que los extranjeros a quienes su población compra
ba, y a quienes, por lo tanto, entregaba su moneda, utilizasen esta moneda,
a su vez, para comprarles a ellos. El comercio, que había sido multilateral,
se hacía cada vez más «bilateral». Es decir, mientras un importador
brasileño de acero, por ejemplo, compraba antes el acero donde quería, al
precio y de la calidad que prefiriese, ahora tenia que adquirir el acero,
muchas veces sin prestar atención al precio ni a la calidad conveniente, en un
país al que el Brasil hubiera vendido lo suficiente de sus productos para
poder efectuar el pago. En algunas ocasiones, sobre todo en las relaciones
entre Alemania y los países del este de Europa en los años 1930, el
bilateralismo degeneraba en un verdadero trueque. Los alemanes intercam
547
biaban con Yugoslavia un determinado número de cámaras, a cambio de un
determinado número de cerdos. En tales casos, hasta la idea de mercado
desaparecía.
El control de la moneda era un medio de mantener activas las fábricas
propias, a través de la conservación o de la conquista de mercados para la
exportación en un período de depresión. Otro procedimiento para mantener
en actividad las fábricas propias (o las granjas, o las minas, o las canteras)
consistía en cerrar el paso a las importaciones competitivas echando mano
del viejo recurso de las tarifas proteccionistas. Los Estados Unidos,
golpeados por la depresión en 1929, establecieron en 1930 la tarifa
Hawley-Smoot, de una elevación sin precedentes. Otros países, tan angustia
dos o más, ahora podían vender menos a América, y, en consecuencia,
podían comprar menos artículos americanos. Otros países elevaron también
sus tarifas, con la desesperada esperanza de reservar los mercados nacionales
para su propio pueblo. Incluso Gran Bretaña, baluarte del libre co
mercio en el siglo XIX, se inclinó al proteccionismo. También resucitó y
adoptó la vieja idea de Joseph Chamberlain de una unión aduanera imperial,
cuando, en 1932, por los acuerdos de Ottawa, Inglaterra y los dominios
británicos adoptaron una política de tener, los unos para los otros, tarifas
más bajas que para el resto del mundo36.
Tampoco las tarifas fueron suficientes siempre. En muchos estados, se
adoptaron cuotas o restricciones cuantitativas. Por este sistema, un gobierno
decía, en realidad, no sólo que los artículos que entrasen en el país tendrían
que pagar una alta tarifa aduanera, sino que, por encima de cierta cantidad,
no podrían introducirse más artículos, en absoluto. Tanto los importadores
como los exportadores trabajaban, cada vez en mayor medida, con licencias
del gobierno, a fin de que todo el comercio exterior de un país pudiera estar
centralmente planificado y dirigido. Tales métodos se acercaban a los de la
Unión Soviética, que mantenía un monopolio estatal de todo el comercio
exterior, exportaba sólo para financiar las importaciones, y decidía, sin el
engorro de las tarifas, la cantidad exacta que adquiriría de mercancías
importadas.
Así, la economía mundial se desintegró en sistemas económicos naciona
les ferozmente competidores. En el oceánico naufragio de la gran depresión,
cada estado trataba de crear una isla de seguridad económica para su propio
pueblo. Se realizaron algunos esfuerzos para abatir las ascendentes barreras.
Una Conferencia Monetaria y Económica Internacional, reunida en Londres
en 1933, intentó abrir los entorpecidos canales del comercio mundial;
terminó en fracaso, cuando intentó estabilizar las tasas de intercambio de
diversas monedas. Inmediatamente después, los aliados del tiempo de la
guerra no cumplieron los pagos de sus deudas a los Estados Unidos37. La
Legislación del Congreso, entonces, les negó el derecho a poner en
circulación bonos, o a obtener nuevos préstamos, en el mercado americano
de valores. Así pues, las acciones americanas reforzaban el nacionalismo
económico. La era que se había iniciado con el sueño de Woodrow Wilson
548
de cooperación económica internacional estaba terminando en una intensifi
cación sin precedentes de la rivalidad económica v del auto-centrismo
nacional; era solamente una de las promesas del siglo XX arruinadas por la
gran depresión.
549
XII. DEMOCRACIA Y DICTADURA
En los años 1920, las gentes, por lo general, creían que el siglo XX estaba
haciendo realidad todos los propósitos contenidos en la idea de progreso; en
los 1930, empezaban a temer que el «progreso» fuese un fantasma, a
pronunciar, conscientemente, la palabra entre comillas mentales, y a conten
tarse, aunque sólo fuese, con poder impedir una recaída en una barbarie
auténtica y en una nueva guerra mundial.
La gran depresión originó la pesadilla de los años 1930. Por todas partes,
lo que se pedía era seguridad. Desde el punto de vista económico, cada
nación trataba de vivir encerrada en sí misma, hasta donde le fuese posible.
Cada una regulaba, controlaba, dirigía, planificaba y trataba de salvar su
propio sistema económico, procurando verse lo menos influida posible por el
impredecible comportamiento de otros países, o por la libre subida y bajada
de precios en un mercado mundial incontrolado. Dentro de cada país, la
misma búsqueda de seguridad estimulaba el avance del estado del bienestar y
de la democracia social. Donde las instituciones democráticas eran fuertes y
elásticas, los gobiernos adoptaban medidas para proteger a los individuos
contra los estragos del desempleo y de la miseria, y para ayudarles a
defenderse contra futuras catástrofes. Esos gobiernos seguían estando
democráticamente controlados, pero asumían pesadas y nuevas responsabili
dades sociales. Por otra parte, donde los gobiernos democráticos no estaban
bien estableados o asentados, como ocurría en muchos países después de la
Primera Guerra Mundial, la dictadura se extendía alarmantemente en los
años 1930, con la llegada de la depresión. Se decía que la democracia era
conveniente sólo para los países ricos o prósperos. Los parados, en general,
se preocupaban mucho más de la ayuda económica, o de las promesas de
ayuda económica, que de cualquier teoría sobre la forma en que deben ser
elegidas las personas que ejercen los poderes públicos. Se clamaba por un
dirigente, alguien que actuase, que adoptase decisiones, que asumiese
responsabilidades, que obtuviese resultados, que inspirase confianza y
restaurase el orgullo nacional. La gran depresión abrió el camino a
aventureros políticos sin escrúpulos y ambiciosos, a dictadores como Adolfo
Hitler en Alemania, cuya solución a todos los problemas —económicos,
políticos e internacionales— resultó ser la guerra.
Emblema del capítulo: Un sello de correos con las efigies de Hitler y Mussolini, y la leyenda
«Dos Pueblos, Una Guerra», para su uso en el Africa Oriental Italiana, hacia 1940.
66. L os E stad o s U n id o s: d epresión y New Deal
552
LA LINEA DE MONTAJE
por Diego Rivera (mejicano, 1886-1957)
No todos los artistas del siglo XX se sintieron atraídos por la abstracción pura o por ia ex
ploración del subconsciente. Entre otros, los activistas sociales y los revolucionarios han conti
nuado comprometidos en la pintura narrativa y en la representación realista. Diego Rivera fue
uno de los grandes pintores de la Revolución Mexicana. Considerado como el más grande mura
lista vivo y conocido también por su ideología marxista, recibió, en 1931, el encargo de The De
troit Institute of Arts de decorar las paredes de un grande y nuevo vestíbulo. El fragmento aquí
reproducido muestra una parte de la linea de montaje en una fábrica de automóviles, con obre
ros de distintas razas trabajando rápidamente y como en equipo, mientras los visitantes «bur
gueses» del fondo observan un tanto estúpidamente y se asombran. Fue la era de la máquina lo
que Rivera quiso retratar, expresándola con una mezcla de realismo y de exaltación artística, y
con un sentido de automatismo, de movimiento y de fuerza. Cortesía de The Detroit Institute
of Arts.
553
Pero la administración trataba de afrontar, no sólo la situación inmediata,
sino la crisis agrícola más profunda, que era anterior a la depresión.
Posteriormente, los granjeros recibieron subsidios para dedicar una parte de
su tierra a cosechas conservadoras del suelo. Un Cuerpo Civil de Conserva
ción fomentó también la conservación y la repoblación forestal, y remedió el
desempleo dando trabajo a casi 3 millones de jóvenes. En cuanto a la
industria, una Administración de Recuperación Nacional (la NRA) estimuló,
durante algún tiempo, a las empresas a la implantación voluntaria de unos
«códigos de competencia honrada» que ayudasen a regular los precios y la
producción.
Todas aqueüas medidas estaban destinadas a la recuperación del achaco
so sistema capitalista, mediante la creadón de un poder adquisitivo y el
estímulo de una actividad industrial. La más importante innovación fue el
gasto público, o «financiación por medio de déficit». Aunque sin seguir nunca
una filosofía económica consecuente, la política del N ew Deal reflejaba indirec
tamente las teorías del economista inglés John Maynard Keynes. En sus
trabajos anteriores y en su libro más fam oso, La teoría general d el empleo,
del interés y del dinero, publicado en 1936, Keynes sostenía que, si los
fondos de la inversión privada permanecían ociosos, debían emplearse los fon
dos públicos para estimular la actividad económica y para incrementar el
poder adquisitivo hasta el momento en que los fondos privados comenzasen
a fluir de nuevo. A fin de poner el dinero en circulación y de «cebar la
bomba» de la producción industrial, el gobierno emprendió un gran
programa de préstamos y de gastos. Por heterodoxa que fuese una
«financiación por medio de déficit», parecía entonces, y también después, él
único método directo y rápido de impedir el colapso económico en un sistema
capitalista. En todas aquellas actividades de recuperación y de reforma, el
gobierno federal desempeñaba un papel que, hasta entonces, sólo había
desempeñado en tiempo de guerra. Las agencias de colocación proliferaron;
la nómina federal aumentó; la deuda pública se elevó —entre 1932 y 1940,
más del doble—.
Desde el comienzo, se adoptaron ciertas medidas de reforma de mayor
alcance, además de las medidas de recuperación. Para impedir una super-
especulación y la repetición de una bancarrota como la de 1929, se creó una
Comisión de Valores y de Cambios para regular la emisión de acciones y
para supervisar las operaciones del cambio de valores. Los depósitos
bancarios fueron garantizados por el seguro federal, de modo que los
depositantes nunca volverían a perder los ahorros de toda su vida. Una
Autoridad del Valle del Tennessee (TVA) sirvió de programa piloto para las
obras de defensa contra las inundaciones, para el desarrollo económico
regional, y para la producción barata de energía pública, un criterio, según
se dijo, para las compañías de utilidad privada.
A partir de 1935, la atención se centró en la regulación y en la reforma.
No se había alcanzado una sana recuperación económica; aún había, por lo
menos, 5 millones de personas que no podían encontrar trabajo en la
industria privada. Los empresarios, que al principio habían estado de
acuerdo con la dirección ejercida por el gobierno, ahora se oponían a que el
554
gobierno regulase las finanzas y la industria. El Tribunal Supremo declaró
inconstitucionales la NRA y otras medidas del N ew Deal.
Algunas de las más importantes reformas del N ew Deal, después de 1935,
fueron leyes para mejorar la situación de los obreros y para atenuar la
inseguridad del ciudadano corriente. Una extensa Ley de Seguridad Social
nacional, de 1935, preveía el seguro de desempleo, de vejez y de incapacidad.
Los Estados Unidos no se habían dado prisa en esto. Alemania, Inglaterra y
otros países europeos disponían ya de tal legislación desde antes de la Prime
ra Guerra Mundial. Una Ley de Justas Normas de Trabajo establecía las
cuarenta horas como un máximo de trabajo normal a la semana, y fijaba un
mínimo de salario por hora; quedaba abolido el trabajo de los niños. Con la
aprobación de una tercera medida, la Ley de Relaciones Laborales Nacionales
(o Ley Wagner), se transformó virtualmente el escenario industrial americano.
Por primera vez, los sindicatos encontraban al gobierno federal y a la ley
firmemente alineados a su lado en la campaña por la organización del
trabajo. Con la nueva ley, que garantizaba el derecho de los obreros de
adoptar acuerdos y a negociar a través de los sindicatos de su propia
elección, los sindicatos de empresa fueron declarados ilegales y se prohibió a
los empresarios interferir en la organización sindical o ejercer discrimina
ciones contra los miembros de los sindicatos. Bajo su protección, se revitalí-
zó la antigua Federación Americana del Trabajo (AFL), y surgió una nueva
y vigorosa organización, el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO),
que organizaba a los obreros sobre una amplia base industrial, y alcanzaba
hasta los escalones inferiores de los obreros no calificados en industrias
como la del automóvil, la del acero, la textil, la marítima y la del caucho.
Millones de trabajos que hasta entonces nunca habían estado organizados, y
entre los que se incluían mujeres y obreros negros, formaban parte ahora de
poderosos sindicatos con tesorerías cada vez más ricas. El total de trabaja
dores sindicados se elevó desde unos 4 millones en 1929 hasta 9 millones en
1^40; en los años 1970, superaba los 17 millones. Militantes y conscientes de
su nueva fuerza, pero escasamente influidos por ideologías revolucionarias,
los obreros americanos decidieron no crear un tercer partido, sino actuar
dentro del tradicional sistema de los dos partidos.
Otras reformas incluían un proyecto de ley de revisión de impuestos,
que disponía unos impuestos por ingresos de graduación ascendente, contri
buciones por beneficios de sociedades, y el cierre de diversas saüdas de evasión
de impuestos de sociedades. Después, el New Deal trató también de invertir la
tendencia hacia la concentración del poder económico, que él mismo habia
estimulado antes con la NRA, mediante una investigación en el monopolio y
en las prácticas monopolistas, y una campaña anti-trust. Un programa de
limpieza de los barrios bajos y de viviendas baratas constituyó el primer paso
hacia la provisión de viviendas adecuadas. Se concedieron ayudas al arrenda
tario y al aparcero. Todo esto se emprendió para auxiliar a los que el
presidente, en 1937, describió como «un tercio de un pueblo mal alimentado,
mal vestido, mal alojado». Si el N ew D eal no los alimentó, ni los vistió, ni
les dio casa, ni atacó las raíces más profundas de la pobreza americana, de la
degeneración urbana y de la discriminación racial, como muchos aseguraron
después, demostró, por lo menos, que la comunidad nacional se preocupaba,
555
y puso de manifiesto el enorme potencial de la acción del estado a lo largo de
todos aquellos frentes.
El gasto público y la renovada confianza en la salud de las instituciones del
país crearon una lenta, gradual y parcial recuperación. A mediados de 1937,
sin embargo, se produjo una recesión, es decir, la actividad de los negocios
retrocedió, cuando el gasto público disminuyó; la recesión no terminó has
ta 1938, cuando el gasto público se reanudó. La renta nacional llegó a
71.000 millones de dólares en 1939, doble de lo que.habia sido en el
momento más bajo de la depresión, pero todavía inferior a 1929. A pesar de
un progreso sustancial, la actividad en los negocios no recobraba el nivel de
la pleamar de junio de 1929. La resistencia de la propia comunidad de los
negocios puede haber desempeñado su papel. La creciente deuda pública, las
declaraciones antiempresariales por parte del gobierno, los impuestos más
pesados por sociedades y por ingresos, y las muchas concesiones a los
obreros ahuyentaban, indudablemente, las inversiones en los negocios y
condujeron a lo que se llamó una «huelga de brazos caídos» del capital.
Algunos aseguraban que las tasas de salarios se habían elevado demasiado
bruscamente, aumentando los costes de producción, y, por consiguiente,
desalentando la expansión de los negocios. El N ew D eal contribuyó notable
mente a la recuperación económica, pero no puso fin a la depresión. La
recuperación completa, la eliminación del desempleo, el pleno uso (y expan
sión) de la capacidad productiva de la nación habian de esperar hasta
los grandes gastos de guerra, en comparación con los cuales habían de
parecer exiguos los gastos de la depresión. H ada 1938, el N ew D eal llegó a
su término; la administración desplazó su atención desde la reforma interior
hacia la tempestad que se condensaba en Europa y en el Lejano Oriente.
Los cambios fueron sustanciales bajo lo que algunos llamaron la «Revo
lución Roosevelt». Continuando un proceso que se remontaba, por lo menos
a la época de Theodore Roosevelt, pero ensanchando la función del gobierno
federal como ninguna administración anterior había hecho, el N ew Deal
transformó el estado no intervencionista en un estado del bienestar o de
servicio social. El gobierno impuso controles a las empresas, tomó parte
incluso en las empresas (como en la TV A), utilizó sus poderes para redistri
buir la riqueza, y estableció un amplio sistema de seguridad social. El poder
y la influencia política de los trabajadores aumentaron. Se estableció clara
mente la responsabilidad de las autoridades públicas en relación con el bienes
tar social y económico del pueblo. Tal vez en esto radicaba la verdadera esen
cia del N ew Deal, El partido republicano, cuando volvió al poder después de
la guerra, mantuvo e incluso extendió las reformas del N ew D eal, un reconoci
miento tácito, a pesar de las murmuraciones del momento, de que el New Deal
no había pretendido destruir el capitalismo, sino rehabilitarlo y fortalecerlo
mediante la regulación y la reforma.
Pero el N ew Deal provocó violentos sentimientos, que se prolongaron.
Roosevelt, de familia patricia y acomodada, denunciaba a los «monárqui
cos económicos»; a su vez, él fue calificado de «traidor a su clase». Cuan
do el Tribunal Supremo declaró inconstitucionales las medidas del New
Deal, Roosevelt pensó en reorganizar y ampliar el tribunal, lo que suscitó
más hostilidad política. A pesar de la ruidosa oposición, Roosevelt, en
556
las elecciones de 1936, ganó en todos los estados menos en dos, y después
fe reelegido en 1940 y en 1944 (en la situación de emergencia de la guerra,
desde luego, y cada vez con mayorías más pequeñas), siendo, por lo tanto,
elegido cuatro veces consecutivas, circunstancia que carecía de precedentes.
Esta posibilidad fue luego excluida para el futuro, mediante una enmienda
constitucional de 1951.
Nadie podía ser neutral respecto a Roosevelt. Algunos decían que había
creado una burocracia enorme, reguladora, gubernamental, costosa e incó
moda, una auténtica amenaza a la libertad y a la seguridad en sí mismo del
ciudadano individual. Pero, a pesar de su despilfarro y de sus incongruen
cias, de su costosa y poco ortodoxa política financiera, de su ensanchamien
to del poder ejecutivo y de la expansión de la burocracia gubernamental, el
N ew D eal representó una audaz y humanitaria forma de afrontar la mayor
crisis que la república americana hubiera sufrido nunca, fuera de las
situaciones de guerra; preservó y reafirmó la fe americana en su sistema
democrático, y eso, en un momento en que la democracia estaba sucumbien
do en otras partes.
557
obreros como la dirección, se hablan ajustado a las antiguas condiciones, y
los países industrializados más recientemente disponían de técnicas y máqui
nas menos anticuadas.
El resultado neto de todo ello fue que, én los años de entreguerras,
incluso en momentos de relativa prosperidad para el resto del mundo,
Inglaterra se hallaba en una depresión y sufría de un elevado desempleo. El
seguro de desempleo adoptado en 1911 tuvo que entrar en juego, muy
activamente. En 1921, más de 2 millones de parados recibían pensiones,
llam adas despectivamente «la limosna» por quienes las desaprobaban. El
seguro de desempleo, un sistema ampliado de pensiones de vejez, la ayuda
médica, la vivienda subvencionada por el gobierno y otras medidas de
bienestar sodal contribuían a remediar el desastre económico y a impedir
todo descenso drástico en los niveles de vida de los obreros británicos. El
estado de bienestar funcionaba ya en Inglaterra antes de que el partido
laborista tomase el poder, después de la Segunda Guerra Mundial.
Las uniones de trabajadores realizaron un gran esfuerzo por mantener las
subidas de salarios y otras concesiones alcanzadas durante la guerra. La
industria, escasa de recursos, se resistía. Esta situación llegó a su punto
culminante en 1926 en la industria minera del carbón, que se encontraba en
una situación especialmente difícil; los subsidios del gobierno no le habían
ayudado, e incluso los investigadores conservadores habían recomendado
alguna forma de unión y de administración pública. Una huelga de los
mineros del carbón condujo a una «huelga general» apoyada por los demás
sindicatos británicos; alrededor de la mitad de los 6 millones de obreros
organizados en Inglaterra dejaron sus trabajos, en prueba de simpatía y de
solidaridad. Pero el gobierno declaró el estado de emergencia y utilizó a
personal del ejército y de la marina y a voluntarios de la clase media para
hacerse cargo de los servicios esenciales. La huelga terminó en un fracaso, e
incluso en un revés para las trade unions, que fueron sometidas a un control
más estricto por la Ley de Conflictos Sociales de 1927, que declaraba ilegales
todas las huelgas generales o las huelgas de solidaridad, e incluso prohibía a
las trade unions que recaudasen dinero con fines políticos. La ley permane
ció vigente hasta que, después de la Segunda Guerra Mundial, fue revocada.
Tras las elecciones de 1922, el partido laborista desplazó al partido liberal
como segundo de los dos grandes partidos del país, y se enfrentó a los
conservadores como oposición oficial1. El partido laborista pudo defender,
más coherentemente y más activamente, no sólo la legislación laboral, sino
también medidas más audaces para abordar la turbia situación económica de
Inglaterra. Además, el partido laborista, que sólo había sido una vaga
federación de trade unions y de organizaciones socialistas antes de la guerra,
perfeccionó su estructura organizativa, y, colmando el vacio entre los
trade-unionistas y los socialistas, se comprometió, en 1918, a un programa
de socialismo. Pero era un programa de socialismo graduaüsta, democrático,
para actuar a través de los habituales procedimientos parlamentarios británi
cos, y, por lo tanto, susceptible de atraerse la buena disposición de grandes
sectores de las clases medias.
558
Los laboristas gobernaron el país dos veces, en 1924 y en 1929, con
Ramsay MacDonald como primer ministro, y en ambas ocasiones como
gobierno de coalición, pues los laboristas dependían del apoyo de los
liberales para lograr la mayoría. En 1924, los laboristas demostraron su
moderación. Su administración no fue más allá de una ampliación del
socorro de desempleo y de la iniciación de proyectos de viviendas y de obras
públicas; desde luego, el gobierno laborista actuó enérgicamente frente a una
serie de huelgas que estallaron. Su caída se vio precipitada por su reconoci
miento diplomático de la Unión Soviética y por el compromiso de un
préstamo a los soviets para la adquisición de artículos británicos. La derrota
era segura, tras la publicación, en período pre-electoral, de la llamada Carta
Roja (o de Zinoviev), de la que se hizo creer que contenía instrucciones
secretas del Presidente.de la Internacional Comunista a los grupos laboristas
ingleses, incitándoles a que se preparasen para un levantamiento comunista
en Gran Bretaña2. La autenticidad del documento nunca ha sido compro
bada, pero los conservadores lo explotaron con gran fortuna y ganaron las
elecciones de 1924.
En las elecciones de mayo de 1929, sin embargo, la representación labo-
ristá casi se duplicó, y la representación conservadora descendió proporcio
nalmente. MacDonald fue, de nuevo, primer ministro de un gobierno de
coalición dominado por los laboristas. Así, pues, la bancarrota de Wall
Street y la crisis mundial sobrevinieron mientras estaba en el poder el
gobierno del partido laborista. Los efectos de la depresión se hicieron sentir
rápidamente. El desempleo, que había rondado en tom o a un millón en
1929, en seguida se acercó a la cifra de 3 millones. El gobierno gastó grandes
sumas para complementar las pensiones del seguro de desempleo. El oro salía
del país, los ingresos por impuesto descendían, la deuda pública aumentaba.
Alarmado ante el creciente déficit, MacDonald siguió los consejos de un comi
té de expertos financieros e hizo planes para introducir una rigurosa política
de ahorro, hasta el punto de reducir las pensiones de la «limosna». El partido
laborista se indignó; algunos de los ministros laboristas del gabinete se nega
ron a apoyar al primer ministro, que fue expulsado del partido, juntamente
con los ministros que se mantuvieron a su lado. MacDonald, entonces, formó
un gobierno de coalición de todos los partidos, conocido como el Gobierno
Nacional, que en unas elecciones de 1931 obtuvo una abrumadora victoria,
ganando los miembros conservadores de la coalición sólo una mayoría de es
caños en el Parlamento.
El nuevo gobierno, aunque esencialmente conservador, representaba un
esfuerzo por mantener la unidad nacional frente a la emergencia económica,
dentro del marco de la democracia palamentaria inglesa. En las elecciones de
1931, durante la depresión, ni un solo escaño del Parlamento correspondió a
los comunistas ni al partido fascista británico organizado por Sir Oswald
Mosley; en 1935, los comunistas obtuvieron un escaño.
El Gobierno Nacional hizo frente a la depresión, sobre todo, siguiendo
una política de ahorro, bajo Ramsay MacDonald desde 1931 hasta 1935,
bajo Stanley Baldwin hasta 1937, y bajo Neville Chamberlain a partir
559
de 1937. Además del ahorro y del equilibrio presupuestario, el gobierno
estimuló a la industria para que reorganizase y racionalizase la producción,
facilitándole préstamos a un interés reducido. Sobre todo, el gobierno se
centró en el tipo de medidas económicas nacionalistas que se han descrito
ya3. Al igual que en los Estados Unidos, a pesar de una cierta recuperación a
partir del fondo de la depresión, ninguna de las medidas adoptadas dio
como resultado la plena recuperación ni el pleno empleo. El desempleo
persistió hasta que el reclutamiento militar y un extenso programa de
armamentos absorbieron a los parados. El partido laborista, que recuperó,
en parte, su fuerza, en las elecciones de 1935, denunció los tímidos procedi
mientos de los conservadores, a los que declaró responsables de la apatía y
del desaliento que estaban apoderándose del país.
560
permanecer fuera del Estado Libre y continuó incorporada al Reino Unido
de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, con gran descontento de los repu
blicanos irlandeses. En 1937, una nueva constitución del Estado Libre
de Irlanda afumaba la plena soberanía de Irlanda (o Eire, como se llamó
durante algún tiempo), continuando el país, sin embargo, dentro de la
Cominonwealth Británica de Naciones. La situación política seguía insegura,
porque los irlandeses mantenían una actitud de agitación reivindicando la
anexión del Ulster, sostenían guerras arancelarias con una Inglaterra de la
que ahora estaban separados, se esforzaban por revivir el lenguaje celta en
lugar del inglés y caían en disputas en las que los irlandeses moderados se
alzaban contra los irlandeses extremistas, cometiendoéstos algún aue otro ase
sinato, o alguna otra violencia, en apoyo de su causa. Los últimos lazos for
males con la Commonwealih Británica se rompieron en 1949, cuando se
proclamó la República de Irlanda. Los irlandeses siguieron reivindicando su
jurisdicción sobre el Ulster y apoyando allí la causa de la minoría católica
irlandesa.
En cuanto a los dominios, el status político de aquellas áreas de colonias
blancas en ultramar, nunca habia estado más claramente definido antes. Los
dominios —Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la Unión de Africa del
Sur— habían seguido, desde hacía mucho tiempo, sus propias políticas,
incluso gravando con impuestos los artículos británicos. Todos se habían
unido, lealmente, a Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial, pero
todos estaban espoleados por un nacionalismo propio, y querían que su
virtual independencia fuese regulada y proclamada ante el mundo. Una
conferencia imperial de 1926 definió el «status de dominio», que fue
confirmado por el Estatuto de Westminster de 1931. Los dominios pasaron a
ser legalmente iguales entre sí y con Gran Bretaña. Ninguna ley aprobada
por el Parlamento inglés podía aplicarse a un dominio, a no ser con el
consentimiento del propio dominio. A pesar de las políticas independientes
en materias económicas y también en cuestiones exteriores, los lazos entre
los dominios e Inglaterra eran sólidos; el apoyo de los dominios en la Segunda
Guerra Mundial había de ser vital para la supervivencia de Inglaterra.
Después de la guerra, la Commonwealth se convertiría en una institución
más amplia y más flexible todavía.
561
desde 1924 hasta 1926, el control estuvo en manos de los radie al socialistas;
este partido de la izquierda moderada, cuyo jefe era Edouart Herriot,
actuaba como portavoz de las clases medias bajas, de los pequeños hombres
de negocios y granjeros; defendía una legislación social progresiva, siempre
que no fuese necesario incrementar los impuestos. A pesar de su nombre,
residuo de una época anterior, estaba firmemente comprometido con la
empresa privada y con la propiedad privada; era constante en su defensa de
las libertades individuales, y fervientemente anticlerical; a veces, parecía que
su anticlericalismo era el sustituto de un programa más positivo. Aunque los
radicalsocialistas podían cooperar en las elecciones con los socialistas, que
constituían el otro partido importante de la izquierda, los dos partidos
diferian demasiado profundamente en cuestiones económicas para mantener
coaliciones duraderas. En los años 1920, los socialistas, dirigidos por León
Blum, estaban todavía recobrándose de la secesión de los marxistas más
ortodoxos, que habían formado un Partido Comunista Francés. Tanto la
izquierda como la derecha en Francia acababan en grupos antidemocráticos,
hostiles a la república parlamentaria en cuanto tal. Estos incluían a los
comunistas por la izquierda, que se sentaban en el Parlamento y tomaban
parte en las elecciones; y, por la extrema derecha, los monárquicos de la
A ction Frangaise y otras organizaciones antirrepublicanas, que actuaban
principalmente fuera de la Cámara como grupos de presión militantes y ruido
sos.
La figura sobresaliente de la derecha conservadora moderada era Ray-
mond Poincaré; él fue quien envió tropas al Ruhr en 1923, cuando los
alemanes se negaron a pagar las reparaciones; y él fue quien ahora «salvó»
el franco. La cuestión de las reparaciones era extremadamente importante
para las finanzas francesas. El país había emprendido un programa de
reconstrucción a gran escala para reparar la devastación producida por la
guerra en la Francia septentrional y oriental, y había contado, para pagarlo,
con el enemigo vencido. Cuando las reparaciones alemanas no se pagaron
como se esperaba, la deuda pública aumentó, se hizo imposible un presu
puesto equilibrado, y el franco descendió precipitadamente. Los enormes
gastos de guerra, las pesadas pérdidas de las inversiones durante el conflicto,
sobre todo en Rusia, y un anticuado programa de impuestos que permitía
una amplia evasión agravaron las dificultades francesas. Después de 1926,
cuando la crisis financiera llegó a su punto culminante, un gobierno de
«unión nacional», presidido por Poincaré, inició unos nuevos impuestos,
puso en práctica una recaudación de los mismos bastante más rigurosa,
redujo drásticamente los gastos públicos a fin de equilibrar el presupuesto, y
acabó estabilizando el franco —en una quinta parte, aproximadamente, de
su valor de anteguerra. En realidad, así se repudiaba una buena parte de la
deuda interna, para desesperación de muchos poseedores de bonos, pe
ro se evitaba la amenaza de una rápida inflación, como la que se había
producido en la República de Weimar, y de una bancarrota nacional. Des
de 1926 hasta 1929, el país prosperó. Se construyeron fábricas nuevas,
modernas y puestas al día, para sustituir a las destruidas por la guerra. El
índice de producción industrial se elevó; los turistas afluyeron. Como a i
muchos otros paises, los obreros no participaron proporcionalmente en la
562
prosperidad de los años 1920. Los sindicatos recibieron un duro golpe
cuando, inmediatamente después de la guerra, una serie de huelgas de
considerable importancia terminó en un fracaso; además, los sindicatos
estaban divididos entre una confederación nacional comunista y otra no
comunista; las negociaciones colectivas eran virtualmente desconocidas en el
país. Los obreros no se dejaron ablandar por un programa de seguridad
social aprobado por un parlamento renuente, y que entró en vigor en 1930.
La gran depresión llegó a Francia después, y fue menos £ura que en los
Estados Unidos o que en Alemania. El comercio descendió. Aumentaron el
paro y el empleo parcial; en el período más grave, en 1935, estaban en paro
alrededor de un millón de obreros; y tal vez la mitad de los que tenían
empleo trabajaban sólo una parte de la jom ada. La producción industrial,
que en 1930 era superior en un 40 por ciento al nivel de la anteguerra, se
hundió en 1932 hasta la cifra de 1913. El Gobierno mostraba el modelo ha
bitual de gabinetes inestables, cambiantes y de corta duración; en 1933, se
sucedieron rápidamente cinco gobiernos (hubo unos cuarenta, a i total, en
los veinte años de entreguerras). Los gabinetes formados después de 1932,
siguieron una política de ahorro y economía, y se aferraron al patrón oro.
Mientras tanto, en Alemania, A dolfo Hitler se había convertido en canciller,
en 1933; las dificultades internas de Francia se agravaron a causa de-la
creciente tensión internacional.
563
Francia sirvió de argumento a los que demandaban el Fin de la propia repúbli
ca, a la que identificaban con la corrupción y con la vanalidad.
La agitación culminó en los tumultos de febrero de 1934. Un populacho
de tendencia fascista se reunió en la Plaza de la Concordia, amenazó a la
Cámara, y se enfrentó con la policía; hubo varios muertos y cientos de
heridos. Los liberales y demócratas franceses, las organizaciones de trabaja
dores y el partido socialista se indignaron ante la amenaza a la república.
Los comunistas, hostiles a los grupos fascistas, tampoco eran favorables al
gobierno, pero en seguida, de acuerdo con la Comintern, comprendieron el
peligro que para ellos y para la Unión Soviética se encerraba en la posibili
dad de un triunfo fascista francés, y se unieron a los antifascistas. Como en
otros países, los comunistas, en los años 1930, abandonaron su sectario
aislamiento revolucionario, se mostraron profundamente patriotas, y am
pliaron su prestigio, su influencia y su atractivo. Una semana después de los
tumultos, se llevó a cabo una impresionante huelga general acordada por los
trabajadores. Inmediatamente después, los radicalsocialistas, los socialistas y
los comunistas se unieron en una coalición politica que había de ser conocida
como Frente Popular, del tipo de las que estaban organizándose, o promo
viéndose, en muchos países, en los años 1930. Hizo campaña comprometiéndo
se a defender la república contra el fascismo, a tomar medidas contra la depre
sión, y a introducir reformas laborales. En la primavera de 1936, obtuvo una
decisiva victoria en las elecciones. Los socialistas franceses, por primera vez
en su historia, se convirtieron en el partido más numeroso de la Cámara; su
jefe, Léon Blum, durante mucho tiempo portavoz del socialismo democráti
co y reformista, se convirtió en primer ministro de un gabinete de coalición
de socialistas y radicalsocialistas; los comunistas, que habían aumentado su
representación en la Cámara desde 10 hasta 72 escaños, no entraron en el
gabinete, pero prometieron su apoyo.
564
millones en el espacio de un año. La fuerza de los trabajadores aumentó
también, gracias a la reunificación de las confederaciones de trabajo co
munistas y no comunistas. También fue importante otra legislación. Se
adoptaron medidas para nacionalizar la industria de los armamentos y de la
aviación; fueron disueltos, al menos en teoría, los grupos armados fascistas;
se reorganizó el Banco de Francia y se colocó bajo el control del gobierno
para quebrantar el poder de las «doscientas familias». Se estableció un
mecanismo para el arbitraje en las disputas laborales. Se prestó ayuda a los
agricultores mediante la fijación de precios y las compras de trigo por el
gobierno. Al igual que en los Estados Unidos, todas aquellas medidas
estaban orientadas á la recuperación y a la reforma; Blum hablaba abierta
mente de su programa como de un «New Deal Francés». Pero los conserva
dores franceses, y los cuasi fascistas a su derecha, se lamentaban y pregona
ban que aquello era la revolución, y formulaban sombrías predicciones de
que a Blum seguiría un Lenin francés. No ocultaban su tétrico resentimiento
por lo que había ocurrido: el destino de la Católica Francia estaba en manos
de un izquierdista, socialista y judío. Sería preferible incluso la salvación por
obra de un guerrero de fuera del país, uno que hubiera demostrado su
antibolchevismo. Envidiaban la protección concedida a los intereses estable
cidos por Mussolini, y había quienes decían, entre dientes: «mejor Hitler que
Léon Blum.»
La verdad era que las reformas del Frente Popular, a pesar de su gran
retraso, llegaban a Francia en un momento en que las arenas se removían
rápidamente. Mientras Francia tenía una semana de cuarenta horas, las
fábricas alemanas de armas estaban trabajando a pleno rendimiento. Ante la
remilitarización nazi, había que emprender un programa de rearme, al
propio tiempo que la reforma; incluso los moderados aseguraban que el país
no podía soportar las dos cosas. La oposición de muchos sectores dificultaba
el éxito. Los empresarios franceses se mostraban reacios a cooperar en las
nuevas reformas y trataban de cargar los crecientes costes de la producción
sobre el consumidor. Los trabajadores estaban disgustados ante la subida de
los precios que anulaba sus aumentos de salarios. Los empresarios y los
trabajadores aplicaban la semana de cuarenta horas de tal modo que las
fábricas se cerraban durante dos días semanales, en lugar de trabajar por
turnos, como la ley había previsto. Nada podía detener la huida del oro
fuera del país. La producción industrial apenas aumentó; incluso en 1938,
cuando había mostrado una recuperación sustancial en otros países, en
Francia sólo era superior en un 5 por ciento al momento más bajo de la
depresión. Los comunistas atacaban al gobierno de Blum por negar su
ayuda, a través de los Pirineos, al gobierno del Frente Popular español, que
se hallaba en situación comprometida; Blum, siguiendo el ejemplo de
Inglaterra y temiendo verse comprometido, se resistía. En 1937, después de
un año en el poder, el gobierno de Blum fue derribado por el Senado, que se
negó a concederle poderes financieros de emergencia. La coalición del Frente
Popular se desintegró rápidamente. A mediados de 1938, los radicalsocialis
tas habían abandonado a sus aliados de la izquierda, y, bajo la presidencia
de Edouard Daladier, formaron un gobierno conservador, cuya atención se
centró cada vez más en la crisis internacional. Poco quedaba del Frente
565
Popular, o, en realidad, de la fuerza de los trabajadores, que descendió
rápidamente y se consumió todavía más, a causa de una desafortunada
huelga general, en 1938, de protesta contra la anulación de la semana de
cuarenta horas. Para el trabajador francés, el año de 1936 había recorrido el
camino de otros «grandes años»; las clases acomodadas habían sido presa
del pánico, a causa de la inquietud social; la división interna y los odios de
clase se habían agudizado. Pero la democracia francesa, la Tercera Repúbli
ca misma, había sido preservada con éxito, y sus enemigos interiores habían
sido rechazados, al menos por el momento.
566
vida y de la naturaleza humana. Pretendía ser, no un recurso, sino una
forma permanente de sociedad y de civilización, y, si bien buscaba su justifica
ción en la emergencia, consideraba la vida como una emergencia continuada.
Veamos, primero, los acontecimientos correspondientes en Italia y en Ale
mania, volvamos luego a las ideas generales del totalitarismo, y luego, en el
capítulo siguiente, observemos las crisis que en 1939 condujeron, de nuevo, a
una guerra mundial.
La creencia ampliamente compartida en los años 1920 de que la demo
cracia estaba avanzando, en general, no se vio muy perturbada por el
fracaso de Rusia, de Turquía o de China a la hora de desarrollar unos
parlamentos efectivos o unas instituciones liberales. Aquellos eran países
atrasados, envueltos en los horrores de la revolución; cabía esperar que,
algún día, cuando las circunstancias se calmasen, aquellos países se orienta
rían hacia la democracia tal como se conocía en Occidente. La primera
excepción discordante a la aparente victoria de la democracia fue la de Italia,
un país que era parte integrante de la Europa ilustrada, que desde 1861 habia
aceptado el liberalismo parlamentario, pero donde, en 1922, Benito Musso-
lini se apoderó del control del gobierno y proclamó el Fascismo.
Mussoliní, nacido en 1883, hijo de un herrero, era un personaje orgulloso
y belicoso, que antes de la guerra había recorrido el camino de revoluciona
rio profesional, socialista de izquierda y periodista radical. Había leído y
meditado obras como Reflexiones sobre la violencia de Sorel y libros de
Nietzsche7. Durante la guerra se hizo profundamente nacionalista, abogó
por la intervención al lado de los aliados, y reclamó la conquista de la
Italia irredenta que se hallaba en poder de Austria, es decir, de los territorios
italianos situados al norte y al otro lado del Adriático. En la guerra,
ascendió a cabo. En marzo de 1919, organizó, principalmente con ex-solda-
dos desmovilizados e inquietos, su primera banda de lucha, o fascio di
combattimento. Fascio significaba haz —por ejemplo, un haz de palos—;
traía a la memoria los fasces latinos, o haces de varas, llevados por los
lictores en la antigua Roma como símbolo del poder del estado, porque
Mussoliní gustaba de evocar las glorias antiguas.
En 1919, las glorias italianas eran oscuras. Italia había entrado en
la guerra al lado de los aliados, evidentemente en busca de despojos
territoriales y coloniales; el tratado secreto de Londres de 1915, prometía a
los italianos ciertos territorios austríacos y una parte de las posesiones
alemanas y turcas. Durante la guerra, las armas italianas no alcanzaron
especial brillantez; las tropas italianas fueron derrotadas en Caporetto,
en 1917. Pero Italia perdió más de 600.000 hombres en la guerra, y los
delegados italianos acudieron a la conferencia de paz, confiando en que sus
sacrificios serian reconocidos y sus aspiraciones territoriales satisfechas. No
tardaron en sentirse decepcionados. Wilson se negó a cumplir las cláusulas
del tratado secreto de Londres y otras demandas de los italianos. Inglaterra y
Francia no mostraron grandes deseos de apoyar a Italia. Los italianos
recibieron algunos de los territorios austríacos que se les habían prometido,
567
pero no se les concedió parte alguna de las anteriores posesiones demanas o
turcas, en concepto de mandato.
Después de la guerra, Italia, al igual que otros países, sufrió la carga de
la deuda de guerra, así como la aguda depresión y el fuerte desempleo de la
postguerra. La inquietud social se extendía. En el campo, tenían lugar
ocupaciones de tierras, no en proporciones importantes, pero suficientes
para extender la preocupación entre los terratenientes; los arrendatarios se
negaban a pagar las rentas; los campesinos quemaban las cosechas y
exterminaban el ganado. En las ciudades, estallaban grandes huelgas en
la industria pesada y en los transportes. Algunas de las huelgas se conver
tían en huelgas de ocupación, pues los obreros se negaban a abandonar las
fábricas; incluso se formulaban exigencias en favor del control de las
factorías por los trabajadores. Los socialistas moderados y los dirigentes
obreros desaprobaban todo aquel extremismo, pero los socialistas de iz
quierda que, como en otras partes, se habían hecho comunistas y se habían
unido a la Tercera Internacional, echaban leña al fuego de los descontentos
ya existentes. Mientras tanto, bandas armadas de jóvenes, entre los que
se destacaban los Camisas Negras o Fascistas, armaban camorra en las ca
lles con los comunistas y con los trabajadores corrientes. A finales' del verano
de 1920, las huelgas y la inquietud agraria habían remitido, aunque la
violencia en las calles persistía.
Durante los meses de tumultos, el gobierno se abstuvo de toda acdón
audaz. El sistema parlamentario italiano, en los años de anteguerra, nunca
había funcionado muy bien ni merecido gran estimadón; ahora, el respeto al
Parlamento y a los débiles y cambiantes gobiernos de coalición se había
hundido más todavía. En 1919, se habian celebrado las primeras elecdones
de la postguerra, con una ley que agregaba la representación proporcional al
sufragio universal masculino introducido en 1913. Los socialistas y el nuevo
Partido Popular Católico, o Socialista Cristiano, obtuvieron grandes triun
fos. En 1921, a consecuencia de los disturbios de la postguerra, se celebraron
nuevas elecciones. Liberales y demócratas, socialistas moderados y el Parti
do-Popular Católico mantuvieron sus altos números de miembros del
Parlamento. El movimiento fascista de Mussolini consiguió 35 escaños, de
un total de más de 500. A pesar de este resultado menos que notable (el
mejor que los fascistas obtuvieron nunca en unas elecciones totalmente
libres), las filas fascistas habían ido engrosándose, como consecuencia, por
así decirlo, de la inquietud de la postguerra. Aunque la agitadón social se
apagó, consumiéndose a sí misma, y aunque nunca había existido ninguna
verdadera amenaza de revolución a la manera soviética, las clases adineradas
sentían un profundo miedo; encontraban tranquilidad en el movimiento
fascista y estaban dispuestas a prestarle ayuda financiera.
Mussolini y los fascistas se habían mantenido, al prindpio, al lado de los
radicales; no desautorizaron las ocupaciones de las fábricas; denunciaron
enérgicamente la plutocracia y a los que se habían enriquecido con la gue
rra, y exigieron un alto impuesto sobre el capital y sobre los beneficios.
Pero Mussolini, que nunca sacrificó la oportunidad a los prindpios o a la
doctrina, no tardó en presentarse con sus fascistas como los defensores de
una ley y de un orden nadonales, y, por consiguiente, de la propiedad; se
568
comprometía a luchar «contra las fuerzas destructoras de la victoria y de la
nación». Los grandes intereses prestaron ayuda financiera al original baluar
te frente al bolchevismo; patriotas y nacionalistas de todas clases se unieron
a él; y las clases medias bajas, presionadas por la inflación económica y,
como en otras partes, sin poder encontrar protección o alivio en los
sindicatos ni en los movimientos socialistas, se incorporaron a él también.
Los «camisas negras» defensores del orden nacional procedían, mientras
tanto, metódicamente, a propinar palizas (y dosis de aceite de ricino) a los
comunistas y a los que ellos acusaban de comunistas, a los socialistas y a los
socialistas cristianos, y a las personas corrientes que no los apoyaban;
tampoco se abstenían de incendiar y de asesinar. Escuadras de vigilancia, los
squadristi, rompían huelgas, destruían las sedes de los sindicatos, y arroja
ban de sus puestos a los alcaldes y funcionarios municipales socialistas y
comunistas legalmente elegidos. Mussolini reforzó sus títulos de paladín de
la ley, de la autoridad y del orden, declarando su lealtad al rey y a la iglesia;
unos años antes, había sido un feroz republicano y anticlerical.
En octubre de 1922, tuvo lugar la «Marcha sobre Roma». Los «camisas
negras» se movilizaron para amagar un golpe y comenzaron a afluir sobre la
capital, desde diversas direcciones; Mussolini se mantenía a buen recaudo en
Milán. El gobierno de coalición democrático-liberal había observado con
desaprobación los acontecimientos de los dos últimos años, pero, al propio
tiempo, con la innegable satisfacción de que los «camisas negras» estaba
sirviendo, en cierto modo, a un útil objetivo nacional, con la represión de los
agitadores izquierdistas. Ahora abordaban acciones tardías e ineficaces para
salvar la situación, mediante un esfuerzo de declaración del estado de
guerra; el rey se negó a aprobarlo. El gobierno dimitió, y Mussolini fue
nombrado primer ministro. Todo era perfectamente legal, o casi todo. En
realidad, Italia seguía siendo, en la forma, un gobierno constitucional y
parlamentario, Mussolini presidía solamente un gobierno de coalición, y no
recibía del Parlamento más que la concesión de plenos poderes de emergen
cia durante un año, para restablecer el orden y para introducir reformas.
Pero pronto se vio claramente en qué manos estaba el poder. Antes de la
expiración de sus poderes de emergencia, Mussolini obligó al Parlamento a
aprobar una ley según la cual el partido que obtuviese el mayor número de
votos en unas elecciones recibiría, automáticamente, los dos tercios de los
escaños de la Cámara. Esta era la solución de Mussolini a la inestabilidad de
coaliciones y bloques en gobiernos parlamentarios como los de Italia y
Francia (y, desde luego, de la mayor parte de las restantes democracias
continentales), donde difícilmente un solo partido alcanzaría nunca la mayo
ría. La ley de los dos tercios ni siquiera fue necesaria. En las elecciones
de 1924, aunque se presentaron siete candidaturas de la oposición, los fascistas
obtuvieron más de los tres quintos del número total de votos, ayudados por
el control gubernamental de la maquinaria electoral y por el empleo de los
squadristi.
Unos años después, Mussolini redujo a la nada el Parlamento italiano,
restringió el sufragio universal masculino, sometió la prensa a censura,
destruyó los sindicatos, despojó a los obreros del derecho a la huelga, y
abolió todos los demás partidos políticos. Se estableció una policía secreta y
569
se organizaron tribunales especiales contra los adversarios del régimen; una
nueva milicia oficial fascista sustituyó a los squadristi, y continuó emplean
do muchos de los antiguos métodos.
En la década de los 20, el fascismo fue una innovación que el resto del
mundo tardó en comprender. En 1924 (cuando aún se permitía que hu
biera disidentes en el Parlamento), el diputado socialista Matteotti expuso
públicamente centenares de casos de violencia fascista armada, y de fraudes
y trampas en las elecciones. No tardó en ser asesinado por los fascistas. Que
un gobierno de la Europa ilustrada se librase de sus críticos asesinándolos
era algo nuevo. Mussolini se pavoneaba, sacaba su mandíbula, y echaba
fuego por los ojos, ferozmente; saltaba a través de aros en llamas para
demostrar su virilidad y obligaba a sus subordinados más importantes a
hacer lo mismo; en el extranjero, aquello se consideraba como una extraña
manera de revelar aptitudes para la ñinción pública. Denunció la democracia
como históricamente anticuada y declaró que acentuaba la lucha de clases,
dividía al pueblo en incontables partidos minoritarios, y conducía al egoís
mo, a la frivolidad, a la ambigüedad y a la charlatanería. En lugar de la
democracia, Mussolini predicaba la necesidad de una acción enérgica, bajo
el mando de un dirigente fuerte; se dio a sí mismo el titulo de Guía, o Duce.
Denunció el liberalismo, el libre comercio, el laissez faire y el capitalismo,
juntamente con el marxismo, el materialismo, el socialismo y la conciencia
de clase, que, según él afirmaba, constituían la perniciosa descendencia de la
sociedad liberal y capitalista. En lugar de todo ello, Mussolini predicaba la
solidaridad nacional y la administración estatal de ios asuntos económicos,
según la previsora y audaz concepción del mismo Duce. Y, en efecto, parecía
que Mussolini venia a introducir en la despreocupada Italia una cierta forma
de eficacia; por lo menos, según el dicho, hizo que los trenes llegasen a su
hora.
Mussolini introdujo, al menos en teoría, el estado sindical o corporativo.
Esto se había discutido en los círculos izquierdistas y en los derechistas,
durante muchos años. El sindicalismo izquierdista, especialmente antes de la
Primera Guerra Mundial, aspiraba a que los sindicatos revolucionarios
expropiasen a los dueños de la industria y asumiesen luego la dirección de la
vida política y económica. Un sindicalismo más conservador era respalda
do y estimulado por la iglesia católica, con la que, como se ha señalado en
un capítulo anterior, Mussolini estableció la paz mediante la firma del Pacto
de Letrán, en 19298, El modelo conservador soñaba nostálgicamente con
una resurrección de los gremios o «corporaciones» medievales, en los que
maestros y oficiales, patronos y empleados, habían trabajado, los unos al
lado de los otros, en una supuesta edad de oro de la paz social. El sistema
corporativo fascista no se parecía, en realidad, ni al uno ni al otro, pues en
él se hallaba bien visible la mano del estado, lo que ninguna de las antiguas
doctrinas corporativas había previsto. Atravesó un cierto número de compli
cadas fases, pero, tal como finalmente surgió en los años 1930, establecía la
división de toda la vida económica en veintidós áreas mayores, a cada una de
las cuales se asignaba una «corporación». En cada corporación, los repre
5 70
sentantes de los grupos de organización fascista de los trabajadores, los
empresarios y el gobierno decidían las condiciones de trabajo, los salarios,
los precios y los programas industriales; y se suponía que aquellos represen
tantes se reunían en un consejo nacional, a fin de idear los planes para una
autosuficiencia económica de Italia. En cada caso, la función del gobierno
era decisiva y la estructura se hallaba, en su totalidad, bajo la jurisdicción
del ministro de corporaciones. Como paso final, aquellas cámaras económi
cas corporativas se integraron en el estado propiamente dicho, de modo
que, en 1938, la antigua Cámara de los Diputados fue sustituida por una
Cámara de Fascios y Corporaciones que representaba a las corporaciones y
al partido fascista, siendo sus miembros seleccionados por el gobierno y no
estando sujetos a la ratificación popular.
Nada de esto era democrático, pero era mejor que la democracia, según
afirmaban los fascistas. Decian que una legislatura, en una sociedad econó
mica avanzada, debía ser un Parlamento económico; debía representar, no a
los partidos políticos ni a los distritos electorales geográficos, sino a las
ocupaciones económicas. La organización de acuerdo con estas lineas a¿aba-
ría con la anarquía y con los conflictos de clase originados por el capitalismo
libre, que sólo socavaban el poder del estado nacional. En cualquier caso, la
verdadera autoridad radicaba en el gobierno —en el Jefe del Gobierno, que
ordenaba la mayor parte de las cuestiones por decreto—. Lo cierto es que la
inquietud social y los conflictos de clase «se acabaron», pero no por el
sistema corporativo exactamente, sino por la prohibición de huelgas y
lockouts, y por la abolición de los sindicatos independientes. El sistema
corporativo representaba la más extremada forma de control estatal sobre la
vida económica dentro de un marco de empresa privada y de una economía
relativamente capitalista, es decir, de una economía en la que la propiedad
seguía encontrándose en manos privadas. Era la respuesta fascista a la
democracia de estilo occidental y a la dictadura del proletariado de los
soviets. Mussolini decía que el fascismo era «la dictadura del estado sobre
muchas clases cooperantes».
Cuando sobrevino la depresión, ninguno de los controles económicos de
Italia resultó muy útil. Mussolini se apresuró a declarar culpable de los
continuados males económicos de Italia a la depresión mundial. Elaboró un
gran programa de obras públicas y trató de incrementar la autosuficiencia
económica. Se lanzó una «batalla del trigo», como campaña para aumentar
la producción de artículos alimenticios; se avanzó en el saneamiento de las
zonas pantanosas en la Italia central y en el desarrollo de la energía
hidroeléctrica en sustitución del carbón del que Italia carecia. A lo largo de
toda la época fascista, no se produjo ninguna reforma fundamental en la
situación de los campesinos. La estructura existente en la sociedad, que en
Italia significaba extremos sociales de riqueza y de pobreza, continuó
inalterada. El fascismo no fue capaz de proporcionar ni la seguridad
económica ni el bienestar material, en aras de los cuales habían demandado
el sacrificio de la libertad individual. Pero, innegablemente, los sustituyó con
una extendida euforia psicológica, con una convicción de que Italia estaba
experimentando una heroica resurrección nacional; y, a partir de 1935, en
571
apoyo de esa convicción, Mussolini se entregó, cada vez en mayor medida, a
aventuras militares e imperialistas.
El fascismo pasó a ser considerado, en otros países, como una posible
alternativa al gobierno democrático o parlamentario, como un verdadero
correctivo para unos trastornos cuya realidad nadie podía negar. Todos los
comunistas lo odiaban, al igual que todos los socialistas, los dirigentes
obreros, los izquierdistas moderados y los liberales idealistas; las gentes ricas
o acomodadas, a causa de su miedo al bolchevismo, estaban bien dispuestas
en su favor. En los países del este de Europa, por lo general muy nacionalis
tas, o influidos por terratenientes disgustados, o simplemente no habituados
a resolver las cuestiones por mayoría de votos, el fascismo tenía un conside
rable atractivo. En los países latinos —España, Portugal y Francia—, el
estado corporativo de Mussolini encontró paladines y admiradores. A veces,
en Europa y en otras partes, hubo intelectuales que hilaron refinadas y
respetables teorías acerca del nuevo orden de disciplina y autoridad, olvidando
que el propio Mussolini, con insólito candor, había escrito: «El fascismo no
fue el fruto de' una doctrina estructurada de antemano con una minuciosa
elaboración; nació de la necesidad de acción.»
572
La repugnancia que sentía hacia Austria le indujo a trasladarse a
Munich, en el estado alemán meridional de Baviera, en 1913. Allí no tuvo
ninguna ocupación particular, sino que se dedicó a vender algunas acuarelas.
En la guerra, sirvió en el ejército alemán. Al igual que Mussolini, no pasó de
cabo. Para Hitler, como para Mussolini y para muchos otros, la guerra fue
una experiencia conmovedora, noble y liberadora. El hombre medio, en la
sociedad moderna, llevaba una existencia un tanto estúpida. La paz, para
muchos, era una rutina gris, de la que la guerra constituía una incitante
emancipación. Los átomos humanos, que flotaban en un mundo impersonal
y hostil, se sentían impulsados,-por el nacionalismo que la guerra desperta
ba, hacia un sentimiento de pertenecer a algo, de creer en algo, de luchar por
algo más grande que ellos mismos, pero que era, sin embargo, suyo. Cuando
la paz volvió, sintieron una decepción moral.
Después de la guerra, el desmovilizado Hitler, sin futuro alguno, y sin
que en la sociedad le esperase ningún puesto al que pudiera volver, regresó a
Munich. En 1919, Baviera constituía un importante foco de la ofensiva
comunista en Europa central; incluso existió, durante unas tres semanas, una
República Soviética Bávara, hasta que fue aplastada por el gobierno federal
alemán, predominantemente socialdemócrata. Pero la amenaza comunista
hizo de Baviera un activo centro de todo tipo de agitación contrarrevolucio
naria —anticomunista, antisocialista, antirrepublicana y antidemocrática—.
En realidad, después de la Guerra Mundial, se produjo una transposición en
virtud de la cual la Alemania meridional, que en el pasado siempre había
sido más liberal que la septentrional, se convirtió en la sede de un antilibera
lismo desabrido, mientras Prusia se convertía en el principal pilar de la
democracia alemana, a causa de la gran población de clase obrera de Berlín
y del Ruhr. En Baviera, sobre todo, pululaban las sociedades secretas
capitaneadas por oficiales del ejército descontentos o por otros individuos a
quienes resultaba difícil adaptarse al nuevo régimen. Un pequeño grupo se
denominaba pretenciosamente Partido de los Obreros Alemanes, y de este
«partido», Adolfo Hitler, en 1919, fue uno de los primeros miembros. En
1920, adoptó una nueva denominación: Partido Nacional Socialista de los
Obreros Alemanes. Así nacieron los nazis, que se llamaron de este modo,
por la forma alemana de pronunciar las dos primeras sílabas de nacional.
En páginas anteriores, hemos descrito los comienzos de la República de
Weimar y las cargas que desde el principio se vio obligada a soportar, la paz
de Versalles, las reparaciones, la catastrófica inflación de 192310. Algo se ha
dicho también del fracaso de los republicanos, a la hora de iniciar el tipo de
profundos cambios sociales que podían haber democratizado la estructura
política y social de la sociedad alemana, dando así mayor solidez a las
fuerzas republicanas. Durante los cinco años siguientes a la guerra, en
Alemania perduró una violencia esporádica. La agitación comunista conti
nuó; pero más peligrosas, porque suscitaban más simpatía entre los alema
nes, eran las maniobras de las organizaciones monárquicas y antirrepublica
nas, que sostenían bandas armadas y amenazaban con levantamientos como
573
el Putsch Kapp de 192011. (Uno de esos «ejércitos» privados era el de las
Camisas Pardas o Tropas de Asalto sostenidas por los nazis). Esas bandas
recurrían incluso al asesinato. Así, Walter Rathenau fue asesinado en 1922;
había organizado la producción alemana durante la guerra, y en 1922 era
ministro de Negocios Extranjeros, pero tenía inclinaciones democráticas e
intemacionalistas, y era judío. Otra víctima fue Matthias Erzberger, un
destacado político moderado del Partido Católico del Centro —había ayu
dado a «traicionar» al ejército,‘firmando el armisticio—.
En 1923, al no recibir los pagos de las reparaciones, el ejército francés
ocupó el Ruhr. Un clamor de indignación nacional se levantó en todo el
país. Hitler y los nacionalsocialistas, que desde 1919 habían conseguido
muchos seguidores, denunciaron al gobierno de Weimar por su vergonzosa
sumisión a los franceses. Consideraron que el momento era oportuno para
tomar el poder, y, a finales de 1923, imitando la marcha de Mussolini sobre
Roma el año anterior, los Camisas Pardas llevaron a cabo el «putsch de la
cervecería» en Munich. Hitler saltó al escenario, disparó un revólver contra
el techo, y proclamó que «la revolución nacional ha estallado». Pero la
policía dominó el disturbio, y Hitler fue condenado a cinco años de cárcel.
Se le puso en libertad, antes de un año; la democracia de Weimar trataba
con blandura a sus enemigos. En la cárcel, escribió un libro, Mein K a m p f
(Mi lucha), una turbia corriente de recuerdos personales, de racismo, de
nacionalismo, de colectivismo, de teorías de la historia, de acoso a los
judíos y de comentarios políticos. El antiguo cabo no estaba solo en sus
ideas; nada menos que el General Ludendorff, que se había distinguido en la
guerra12, y que, después de la guerra, se convirtió en uno de los más
grotescamente desequilibrados de la clase de los antiguos oficiales, dio su
cálido apoyo a Hitler e incluso tomó parte en el putsch de la cervecería.
A comienzos de 1924, con los franceses fuera del Ruhr, concertadas las
reparaciones, adoptada una moneda nueva y estable, y obtenidos préstamos
de países extranjeros, principalmente de América, Alemania empezó a
disfrutar de una asombrosa resurrección económica. El nacionalsocialismo
perdía su atractivo, el partido perdía miembros, Hitler era considerado
como un charlatán, y sus seguidores como una partida de lunáticos. Todo
parecía tranquilo. Entonces, llegó la gran depresión de 1929. Adolfo Hitler,
que podía haber desaparecido de la historia, se convirtió, gracias a las
circunstancias que concurrieron en la depresión en Alemania, en una figura
de proporciones napoleónicas.
Ningún país sufrió más que Alemania a causa de la crisis económica
mundial. Los préstamos extranjeros cesaron, de pronto, o fueron revocados.
Las fábricas se embarrancaron hasta parar. Había 6 millones de desempleados.
La clase media no se había recuperado, realmente, de la gran inflación
de 192313; cuando se vieron golpeados de nuevo, después de una tregua tan
breve, sus miembros perdieron toda la fe en el sistema económico y en su
futuro. Los votos comunistas aumentaban constantemente; las grandes
masas medias, que veían en el comunismo su propia sentencia de muerte, y
11 Ver pág. 524.
12 Ver págs. 449-452.
13 Ver págs. 527-528.
574
que eran extraordinariamente numerosas en cualquier sociedad de desarrollo
avanzado, buscaban desesperadamente a alguien que las salvase del bolche
vismo. La depresión también exacerbó el general aborrecimiento alemán del
Tratado de Versalles. Muchos alemanes explicaban la ruina de Alemania por
el tratamiento que había recibido de los aliados, tras el final de la guerra —la
reducción de sus fronteras, la pérdida de sus colonias, de sus mercados, de
su marina mercante y de las inversiones extranjeras, la gigantesca exigencia
en concepto de reparaciones, la ocupación del Ruhr, la inflación, y muchas
otras cosas—.
Cualquier pueblo atrapado en semejante cepo se habría mostrado des
concertado y resentido. Pero la salida elegida por los alemanes fue quizás el
producto de actitudes más profundas, debido a la experiencia alemana de
siglos pasados. La democracia —el acuerdo de obtener y aceptar los veredic
tos de la mayoría, de discutir y de transigir, de concertar los intereses
opuestos sin que se satisfagan ni se aplasten entre sí enteramente— era
bastante difícil de sostener en cualquier país que se encontrase en una
verdadera crisis. En Alemania, la democracia era, además, una innovación,
que tenía, sin embargo, que demostrar su valor, que fácilmente podía ser
tachada de antialemana, de doctrina artificial e importada, o incluso de
sistema extranjero impuesto a Alemania por los vencedores de la última
guerra.
Hitler atizó todos aquellos sentimientos con su propaganda. Denunció el
Tratado de Versalles como una humillación nacional. Denunció la demo
cracia de Weimar por producir lucha de clases, división, debilidad y char
latanería. Exigía la «verdadera» democracia en un amplio y vital levan
tamiento del pueblo, o Volk, detrás de un dirigente que fuese un hombre de
acción. Declaró que los alemanes, los alemanes puros, debían confiar sólo en
sí mismos. Lanzó duros ataques contra los marxistas, los bolcheviques, los
comunistas y los socialistas, mezclándolos a todos en una deliberada confu
sión de las cuestiones; pero proclamaba su apoyo a la forma justa de
socialismo para el hombre sencillo, es decir, la doctrina del Partido Nacional
Socialista de los Obreros Alemanes. Despotricaba contra los ingresos que no
eran producto del trabajo, contra las ganancias de la guerra, contra el poder de
los grandes trusts y de las cadenas de almacenes, contra los especuladores de la
tierra, contra la esclavitud bajo los grandes intereses y contra los impuestos
injustos. Sobre todo, denunciaba a los judíos. Los judíos, como los demás,
se encontraban en todos los campos políticos. Para la izquierda, los capitalistas
judíos eran execrables. Para la derecha, los revolucionarios judíos eran un
horror. En el antisemitismo, Hitler encontraba un común denominador con
el que podía atraer a todos los partidos y a todas las clases. Al propio
tiempo, los judíos eran una pequeña minoría (sólo 600.000 en toda Alema
nia), de modo que, en un tiempo de política de masas, resultaba suficiente
mente segura la operación de atacarles.
En las elecciones de 1930, los nazis consiguieron 107 escaños en el
Reichstag; en 1928, habían tenido sólo 12; sus votos populares pasaron
de 800.000 a 6.500.000. La representación comunista se elevó de 54 a 77. En
julio de 1932, los nazis más que duplicaron sus votos populares, obtuvieron
230 escaños, y eran ahora, con gran diferencia, el partido más numeroso, si
575
bien quedaban lejos de ser una mayoría, a causa de la multiplicidad de
partidos. En otras elecciones, en noviembre de 1932, los nazis, aunque
siguiendo, desde luego, en cabeza, se mostraron con menos fuerza, perdien
do 2 millones de votos, y bajando a 196 escaños. El voto comunista había
ido subiendo hasta llegar a su punto máximo de 100 escaños en noviembre
de 1932.
Tras el relativo retroceso de noviembre de 1932, Hitler temió que su
momento estaba pasando. Pero determinados elementos conservadores,
nacionalistas y antirrepublicanos —antiguos aristócratas, terratenientes
«junkers», oficiales del ejército, magnates renanos del acero y otros indus
triales— habían concebido la idea de que Hitler podía serles útil. De aquellas
fuentes procedía una parte de los fondos nazis. Aquel grupo de hombres
importantes, principalmente del pequeño Partido Nacionalista, imaginaba
que podría controlar a Hitler, y, en consecuencia, también la oleada de
descontento de unas masas de las que, en gran medida, él se había constitui
do en dirigente; su programa anticapitalista les preocupaba poco.
Después de la dimisión de Brüning en junio de 1932, Franz von Papen
presidió un gobierno nacionalista con el respaldo del influyente jefe del
ejército, general Kurt von Schleicher. En diciembre de 1932, Schleicher
provocó la caída de von Papen y le sucedió. Cuando él, a su vez, se vio
obligado a dimitir, un mes después, los dos, intrigando separadamente,
convencieron al Presidente Hindenburg de que nombrase a Hitler canciller
de un gobierno de coalición. El 30 de enero de 1933, por medios totalmente
legales, Adolfo Hitler pasó a ser canciller de la República Alemana;, otros
puestos del nuevo gabinete fueron ocupados por los nacionalistas, con
quienes los nazis iban a compartir el poder. Pero su objetivo no era
compartir el poder. Hitler convocó otras elecciones. Una semana antes de la
fecha en que habían de celebrarse, se incendió el edificio del Reichstag. Los
nazis, sin prueba alguna, culparon a los comunistas. Levantaron una terrible
alarma roja, suspendieron la libertad de expresión y de prensa, y utilizaron a
los Camisas Pardas para que amedrentasen a los electores. Aun así, en las
elecciones, los nazis sólo obtuvieron el 44 por ciento de los votos; con s^us
aliados nacionalistas, tenían el 52 por ciento. Hitler, con el pretexto de
emergencia nacional, hizo que un dócil Reichstag, del que habían sido
excluidos los diputados comunistas, le concediese poderes dictatoriales.
Ahora empezaba la revolución nazi.
E l estado nazi
576
judíos eran considerados antialemanes. La democracia, el parlamentarismo y
el liberalismo eran estigmatizados como «occidentales», y, juntamente con el
comunismo, calificados de «judíos». La nueva «ciencia racial», cuyo sumo
sacerdote era Alfred Rosenberg, clasificaba a los judíos como no arios y
consideraba como judío a cualquiera que tuviese un abuelo judio. Las leyes
de Nuremberg de 1935 privaban a los judíos de tod 9S los derechos ciudada
nos y prohibían los matrimonios entre judíos y no judíos. Los judíos eran
golpeados, cazados, expulsados de los cargos públicos, arruinados en sus
negocios privados, multados como comunidad, ejecutados, o se les permitía
que abandonasen el país, tras haber sido despojados de todas sus propieda
des. El antisemitismo de algunos fanático; descendió hasta una auténtica
bestialidad; anunciaba el exterminio físico, durante la guerra, de millones de
judíos alemanes y europeo-orientales.
El nuevo orden estaba concebido-como absolutamente sólido o monolíti
co, como una gigantesca y única roca en la que ninguna partícula tenía
estructura separada alguna. Alemania dejó de ser federal; todos los antiguos
estados como Prusia y Baviera fueron abolidos, de modo que se proseguía el
proceso histórico de la unificación alemana. Todos los partidos políticos
fueron disueltos, excepto el Nacional Socialista. Incluso el partido nazi fue
violentamente purgado, en la noche del 30 de junio de 1934, cuando muchos
de los antiguos jefes de los Camisas Pardas, los que representaban el ala más
social-revolucionaria del movimiento, fueron acusados de conspirar contra
Hitler y sumariamente pasados por las armas. Una policía política secreta, la
Gestapo (Geheime Staatspolizei), juntamente con los Tribunales del Pueblo, y
con un sistema de campos de concentración permanentes en los que se retenía
a miles de personas sin proceso ni sentencia, suprimieron todas las ideas que
discrepasen de las del Führer. Se definió la ley como la voluntad del pueblo
alemán, actuando al servicio del estado nazi. Las iglesias, tanto la protestan
te como la católica, fueron «coordinadas» con el nuevo régimen; se prohibió
a sus cleros que criticasen las actividades nazis, se presentaban como poco
aconsejables los lazos religiosos internacionales, y se hacían esfuerzos para
mantener a los niños alejados de las escuelas religiosas. El gobierno estimu
laba los movimientos paganos anticristianos, como culto a los antiguos
dioses teutones, pero nada se fomentó tanto como el culto al nazismo y a su
Führer. Un Movimiento de la Juventud Nazi, así como las escuelas y las
universidades, instruían a la nueva generación en los nuevos conceptos. La
represión generalizada, que lo abarcaba todo, desbarató los esfuerzos de
unos pocos hombres dedicados a desarrollar un amplio movimiento de
resistencia.
Los sindicatos fueron «coordinados» también; fueron sustituidos por un
Frente Nacional del Trabajo. Se prohibieron las huelgas. Bajo el «principio
de dirección», se instituyó a los empresarios como Führers a pequeña escala
en sus fábricas e industrias, y se les concedió un vasto control, sometido a
una estrecha supervisión gubernamental. Se lanzó un gran programa de
obras públicas, se organizaron proyectos de repoblación forestal y de
saneamiento de zonas pantanosas, se construyeron viviendas y autopistas.
Un extenso programa de rearme absorbió a los parados, y, en poco tiempo,
el paro había descendido considerablemente. Incluso según las estadísticas
577
nazis, la participación de los obreros en el ingreso nacional se redujo, pero
los obreros tenían trabajo; y una organización llamada «A la fuerza por la
alegría» atendía a las necesidades de las personas de escasos ingresos,
organizando diversiones, vacaciones y viajes a muchos que, de otro modo,
nunca podrían disfrutar de ellos.
El gobierno asumía crecientes controles sobre la industria, aunque dejan
do la propiedad en manos privadas. En 1936, adoptó un plan cuatrienal de
desarrollo económico. Después de la gran depresión, todos los países tendían
al nacionalismo económico, pero la Alemania nazi se fijó la meta de la
autarquía y de la autosuficiencia —absoluta independencia del comercio
exterior—. Los químicos alemanes desarrollaron caucho artificial, plásticos,
tejidos sintéticos, y muchos otros productos sustitutivos que permitiesen al
país prescindir de las materias primas importadas de ultramar. Alemania se
benefició de su situación como principal mercado del que dependían los
europeo-orientales. Mezclando las amenazas políticas con los negocios co
rrientes, los nazis intercambiaban trigo polaco, madera húngara o petróleo
rumano, entregando en compensación, muchas veces, artículos de los que a
Alemania le convenía desprenderse, en lugar de los que los europeo-orienta
les necesitaban. Para Europa como conjunto, uno de los problemas econó
micos fundamentales, especialmente después de la Guerra Mundial, consistía
en que, mientras el Continente era económicamente una unidad dependiente
del intercambio entre diversas regiones, políticamente estaba dividido en
sectores por restricciones aduaneras, por diferencias de moneda, y por
industrias de invernadero artificialmente fomentadas por la ambición nacio
nalista. Los nazis prentendían tener una solución para este problema en una
red de acuerdos comerciales bilaterales, que asegurarían a todos los pueblos
vecinos una salida para sus productos. Pero era una solución en la que los
alemanes serían los más industrializados, los más adelantados, los más
poderosos y los más ricos, y los otros europeos quedarían relegados a un
status perpetuamente inferior. Y lo que no pudiera conseguirse mediante los
acuerdos comerciales y la penetración económica se conseguiría mediante la
conquista y la guerra. Pocos años después de 1933, aunque el régimen no
carecíanle un cierto grado de confusión y de rivalidades internas, la
revolución nazi había convertido a Alemania en una gigantesca y disciplina
da máquina de guerra, había liquidado o silenciado a sus adversarios
internos, mientras sus hipnotizadas masas bramaban su aprobación en
manifestaciones asombrosas, dispuestas a seguir al Führer a tormentosas y
nuevas cumbres valkirianas. «Hoy, Alemania —aseguraba una siniestra frase
nazi—. Mañana, el mundo entero.»
578
del proletariado era temporal; no glorificaba al Héroe-Guía individual; y no
era nacionalista, pues se basaba en un principio de lucha de clases universal
que alcanzaba por igual a todas las naciones. Adoptó una constitución de
apariencia democrática, y, por lo menos de palabra, se mostraba adicto a la
idea de una carta de derechos. Su constitución condenaba oficialmente el
racismo, y no cultivaba, deliberada y conscientemente, una ética de guerra y
violencia. Pero, con el paso del tiempo, fue resultando más difícil distinguir
el totalitarismo soviético de los otros. La dictadura de los soviets y el estado
de un solo partido parecía tan permanente como cualquier otro sistema
político; la vaciedad de la constitución y de la carta de derechos se hizo más
evidente; se desarrolló el culto a la personalidad de Stalin, y se dio más
importancia a las tendencias nacionalistas, que se preocupaban menos de los
obreros del mundo que de las glorias de la Patria Soviética.
El totalitarismo, en cuanto distinto de la simple dictadura, aunque
apareció, de pronto, después de la Primera Guerra Mundial, no fue un
capricho histórico. Era una consecuencia, en gran medida, del desarrollo
histórico del pasado. El estado era una institución que continuamente habia
venido adquiriendo nuevos poderes, desde la Edad Media; paso a paso,
desde los tiempos feudales, había asumido jurisdicción sobre los tribunales
de justicia y sobre los hombres de armas, había impuesto tributos, regulado
iglesias, dirigido la política económica, ordenado sistemas escolares e ideado
proyectos de bienestar público. La Primera Guerra Mundial había continua
do y avanzado el proceso14. El estado totalitario del siglo X X , gigantesco y
monolítico, que reivindicaba un absoluto dominio sobre todos los sectores
de la vida, llevaba ahora a un nuevo extremo aquel antiguo proceso de
desarrollo de la soberanía del estado. Durante siglos, por ejemplo, el estado
habia chocado con la iglesia; desde Felipe el Hermoso de Francia, en 1303,
pasando luego por Enrique VIII, los déspotas ilustrados, los revolucionarios
franceses, Napoleón, Mazzini, Bismarck —era larga la relación de los que
habían entrado en conflicto con las iglesias cristianas—. Los dictadores del
siglo X X hicieron lo mismo. Pero, además, en la mayoría de los casos, no
eran sólo anticlericales, sino explícitamente anticristianos, y ofrecían, o, más
bien, imponían, una filosofía «total» de la vida.
Esta nueva filosofía se apoyaba firmemente en un nacionalismo histórico
muy exagerado. Se derivaba, en parte, de la teoría orgánica de la sociedad,
que sostenía que la sociedad (o la nación o el estado) era una especie de
organismo vivo, dentro del que la persona individual no era más que una
célula. Según esta teoría, el individuo no tenía existencia independiente;
recibía la propia vida, y todas sus ideas, de la sociedad, del pueblo, de la
nación o de la cultura dentro de los cuales había nacido y de los cuales se
habia alimentado. En el marxismo, la subordinación absoluta del individuo
a su clase era, en cierto modo, lo mismo. El individuo era una célula
microscópica, carente de sentido fuera del cuerpo social. No era más que
arcilla que había de ser moldeada por la impronta de su grupo. En el marco
de tales teorías, no era muy lógico hablar de la «razón» o de la «libertad»
individuales, o permitir que los individuos tuvieran sus propias opiniones
579
(que eran formadas para ellos por el medio ambiente), o contar con las
opiniones individuales para obtener una mayoría simplemente numérica. Las
ideas válidas eran las del grupo como conjunto, del pueblo o de la nación (o,
en el marxismo, de la clase) como un bloque sólido. Incluso la ciencia era un
producto de imas sociedades específicas; había una «ciencia nazi», que en
sus conclusiones tenía que diferenciarse de la ciencia democrática, burguesa,
occidental o «judía»; y para los soviets, había una ciencia soviética, consis
tente en el materialismo dialéctico, y mejor equipada para descubrir la
verdad que la decadente ciencia burguesa, capitalista o «fascista» del mundo
no soviético. De igual modo, todas las artes —la música, la pintura, la
poesía, la novela, la arquitectura, la escultura— eran buenas, en la medida
en que expresasen la sociedad o la nacionalidad en que surgían.
La filosofía declarada de los regímenes totalitarios (como gran parte del
pensamiento moderno) era fundamentalmente subjetiva. Que una idea fuese
considerada verdadera dependía de quién fuese la idea. Las ideas de verdad,
o de belleza, o de justicia, no correspondían a ninguna realidad exterior u
objetiva; sólo tenían que corresponder a la naturaleza interior, a los intere
ses, o al punto de vista del pueblo, de la nación, de la sociedad o de la clase
que mantenía aquellas ideas. Los viejos conceptos de razón, de ley natural,
de derecho natural, y la semejanza última de toda la humanidad, o de una
ruta común de toda la humanidad en una sola vía de progreso, desapare
cían15.
Los regímenes totalitarios no declaraban, simplemente, como un insulso
descubrimiento de la ciencia social, que las ideas de los pueblos eran
modeladas por el medio ambiente. Ellos se disponían a modelarlas, de un
modo activo. La propaganda se convirtió en una rama principal del gobier
no. La propaganda no era cosa muy nueva, pero, en el pasado, y todavía en
los países democráticos, había sido un quehacer fragmentario, que incitaba
al público a aceptar este o aquel partido político, o a comprar esta o aquella
marca de café. Ahora, al igual que todo lo demás, se hizo «total». La
propaganda fue monopolizada por el estado, y exigía fe en una interpretación
conjunta de la vida y en todos los detalles de este conjunto coordinado.
Anteriormente, el control de los libros y de los periódicos había sido
principalmente negativo; bajo Napoleón o Mettemich, por ejemplo, los
censores habían prohibido declaraciones acerca de determinados ■temas,
acontecimientos o personas. Ahora, en los países totalitarios, el control de la
prensa se hacía aterradoramente positivo. El gobierno manufacturaba pen
samiento. Manipulaba la opinión. Volvía a escribir la historia. Se requería
a los escritores para que presentasen ideologías completas, y los libros,
los periódicos, las revistas y las radios difundían una interminable y abru
madora nube de palabras. Los altavoces ensordecían las calles, gigantes
cas fotografías ampliadas del Guía miraban hacia abajo en las plazas
públicas. Los expertos en propaganda eran, a veces, fanáticos, pero, en
general, eran cínicos, como el Dr. Goebbels en Alemania, demasiado inteli
gentes para engañarse con el desecho con que engañaban a sus países.
Hasta la idea de verdad se evaporó. N o se conservó norma alguna de
580
expresión humana, fuera de la conveniencia política —los deseos y el interés
de los hombres que ocupaban el poder—. Nadie podía aprender nada, fuera de
lo que el gobierno quería que supiese. Nadie podía esquivar la omnipre
sente doctrina oficial, la insidiosa penetración hasta los últimos repliegues de
su pensamiento, de ideas plantadas por extraños para servir a sus propios
fines. El pueblo llegaba a aceptar, e incluso a creer, las más extravagantes
declaraciones, cuando se repetían incesantemente, año tras año. Aislados de
todas las fuentes independientes de información, sin disponer de medio
alguno que les permitiese comprobar las afirmaciones oficiales, los pueblos
de los países totalitarios, en realidad, y no sólo en teoría sociológica, iban
haciéndose cada vez más incapaces de utilizar la razón.
El racismo, mas característico de la Alemania nazi que del totalitarismo
en general, era una nueva exageración, o degradación, de viejas ideas de
nacionalismo y de solidaridad nacional. Definía la nación en un sentido
tribal, como una entidad biológica, como un grupo de personas que poseían
la misma ascendencia física y las mismas o similares características físicas. El
antisemitismo fue la más perversa forma de racismo de Europa. Aunque
siempre había estado presente una latente hostilidad frente a los judíos en el
mundo cristiano, el antisemitismo moderno tenía poco que ver con el
cristianismo. Surgía, en parte, del hecho de que, en el siglo XIX, con la
general abolición de incompatibilidades religiosas, los judíos entraron en la
sociedad común y muchos de ellos alcanzaron situaciones relevantes, y en
ninguna parte mas que en Alemania, de modo que, desde el punto de vista
de cualquier individuo no judío, podían ser considerados como peligrosos
competidores en los negocios o en las profesiones. Pero, sobre todo, el
antisemitismo era atizado por propagandistas que deseaban que las gentes
sintiesen más agudamente su pretendida pureza racial, o que olvidasen los
más profundos problemas de la sociedad, como la pobreza, el desempleo y
las desigualdades económicas.
Porque el totalitarismo era una evasión de las realidades de los conflictos
de clase. Era una forma de pretender que las diferencias entre ricos y pobres
eran de menor importancia. Una característica de los regímenes totalitarios
consistía en que llegaban al poder excitando los temores clasistas, luego
permanecían en el poder y se presentaban como indispensables, declarando
que habían resuelto los problemas de clase. Asi, Mussolini, Hitler y ciertos
dictadores menores, antes de tomar el poder, apuntaban alarmantemente a
la oscura amenaza del bolchevismo; y, una vez en el poder, declaraban aue
todas las clases se alineaban, hombro con hombro, en solidaridad inquebran
table, detrás del Guía. Y las cosas no eran muy diferentes en Rusia.
En 1917, los bolcheviques, armados con las ideas de Carlos Marx, excitaron
a los trabajadores contra los capitalistas, los terratenientes, los hombres de la
clase media y los campesinos ricos; después, una vez en el poder, y tras
grandes liquidaciones, declararon que había llegado la sociedad sin clases,
que ya no existían verdaderas clases sociales, y que todos los ciudadanos
soviéticos se alineaban sólidamente detrás de un régimen del que, según
decían, todos los buenos ciudadanos se beneficiaban por igual. Solamente
las democracias admitían que adolecían de problemas de clase internos, de
581
desajustes entre ricos y pobres, o entre grupos favorecidos y no favorecidos’de
la sociedad.
Las dictaduras culpaban de sus trastornos a fuerzas ajenas al país. Acu
saban a los descontentos de conspirar con los extranjeros o con los refugia
dos, de ser los instrumentos del trotskismo, del imperialismo o del judaismo
internacional. O hablaban de la lucha entre naciones ricas y naciones pobres,
de los países que «tenían» y de los que «no tenian», y transformaban así el
problema de la pobreza en una lucha internacional. En la distinción entre
paises que «tenían» y que «no tenían», había, naturalmente, algo de verdad;
en lenguaje más anticuado, unos países (en realidad, las democracias euro
peas, así como los Estados Unidos y los dominios británicos en los
años 1930) habían «progresado» más que otros. Es probable que una
propaganda resulte más eficaz, si es, en parte verdadera. Pero cuando los
totalitarios culpaban de sus trastornos a otros países y transformaban el
conflicto entre «tener» y «no tener» en una lucha entre naciones, producían
la impresión de que la guerra podría ser una solución para los males sociales.
La violencia, la aceptación e incluso la glorificación de la violencia, fue,
sin duda, la característica que más claramente distinguió a los sistemas
totalitarios de los democráticos. Ya hemos visto cómo había surgido, antes
de la Primera Guerra Mundial, un culto a la violencia, o la creencia de que
la lucha era beneficiosa16. La guerra habituó a la gente a la violencia y a la
acción directa. Lenin y sus seguidores demostraron que un pequeño grupo
podía adueñarse del timón del estado, en circunstancias revolucionarias o
caóticas. Mussolini, en 1922, explicó la misma lección, con nuevas sutilezas;
porque la Italia en que él tomó el poder no estaba en guerra, y fue
simplemente la amenaza a la posibilidad de revolución, no la revolución
misma, la que le facilitó su oportunidad. En la década de 1920, por primera
vez desde el siglo XVII, una de las partes más civilizadas de Europa, vio, en
tiempo de paz, unos ejércitos privados marchando por el país, unas bandas
de bergantes uniformados y organizados, Camisas Negras o Camisas Pardas,
que maltrataban, abusaban e incluso mataban impunemente a ciudadanos
honestos. En los años 1920, nadie habría creído que, en los 1930, Europa
vería la reimplantación de la tortura.
La propia ética del totalitarismo era violenta y neopagana. Procedía de
Nietzsche y de otros teóricos de la anteguerra, que, seguros y civilizados,
habían declarado que los hombres debían vivir peligrosamente, evitar la
blanda debilidad de pensar demasiado, y arrojarse con viril energía a la vida
de acción. Todos los nuevos regímenes crearon movimientos de la juventud.
Recurrían a una especie de idealismo juvenil, por el que los jóvenes creían
que reuniéndose en una especie de escuadra, vistiendo una especie de
uniforme, y saliendo al aire libre, contribuían a un gran resurgimiento moral
de su país. Se enseñaba a los jóvenes a valorar sus cuerpos, pero no sus
inteligencias, a ser resistentes y duros, y a considerar la gimnasia de masas
como manifestaciones patrióticas. Se enseñaba a las jóvenes a tener familias
numerosas sin quejarse, a estar contentas en la cocina, y a mirar con temor a
sus viriles compañeros. Florecía el culto al cuerpo, mientras decaía el culto a
582
la inteligencia. Especialmente en el nacionalsocialismo, el ideal consistía en
convertir al pueblo alemán en una raza de animales espléndidos, sonrosados,
nórdicos y apuestos. En cambio, se adoptó la eutanasia para los locos y se
propuso para los viejos. Después, durante la Segunda Guerra Mundial,
cuando los nazis invadían la Europa oriental, encerraban a los judíos en
cámaras de gas, exterminando a unos 6 millones de seres humanos por los
métodos más científicos. Los animales eran animales; se cuidaba de la raza
que se quería y se mataba a la raza que no se quería.
/
La expansión de la dictadura
583
o anulación de las instituciones parlamentarias. Muchos adoptaban rasgos
del estado corporativo, declarando ilegales los sindicatos independientes y
prohibiendo las huelgas; muchos, como Hungría, Rumania y Polonia, esta
blecieron legislaciones antisemíticas. Ninguno llegó tan lejos como el Tercer
Reich de Hitler en la completa coordinación de todas las actividades políticas,
económicas, intelectuales y biológicas en una dictadura revolucionaria, con
una base de masas.
Como se ha señalado ya, la aceptación y la glorificación de la violencia
fue el rasgo que más claramente distinguió a los sistemas totalitarios de los
democráticos. En la ética nazi y fascista, la guerra era una cosa noble, y el
amor a la paz, un signo de decadencia. (El régimen soviético, aunque por su
propia teoría consideraba que, algún día, sería inevitable la guerra con las
potencias no soviéticas, no la proclamaba como un bien moral positivo). La
exaltación de la guerra y de la lucha, la necesidad de mantener la solidaridad
nacional, la costumbre de culpar a los países extranjeros de los conflictos
sociales, juntamente con el considerable programa de armamentos a que se
entregaban las dictaduras, además de la ambición personal y de la manía
ególatra de los distintos dictadores, hicieron de la década de 1930 un tiempo,
no sólo de reacción interna, sino también de recurrentes crisis internacionales,
la última de las cuales condujo a la guerra.
584
X III. L A S E G U N D A G U E R R A M U N D IA L
386
baluarte contra el comunismo. El propio gobierno trataba de no comprome
terse; creía que podría encontrarse algún medio de satisfacer o de apaciguar
las más «legítimas» demandas de los dictadores. Neville Chamberlain,
primer ministro desde 1937, se convirtió en el principal artífice de la política
de apaciguamiento.
El gobierno de los Estados Unidos, a pesar de las repetidas denuncias de
los agresores por parte del presidente Roosevelt, seguía, en la práctica, una
politica rigurosamente aislacionista. La legislación de la neutralidad, estable
cida por un fuerte bloque aislacionista del Congreso en los años 1935 a 1937,
prohibía préstamos, exportación de abastecimientos y utilización de las
facilidades de la marina mercante americana en favor de cualquier beligeran
te, una vez que el presidente hubiera reconocido un estado de guerra en una
determinada área. En,aquel tiempo, muchos creían que los Estados Unidos
se habían visto arrastrados a la Primera Guerra Mundial por ese tipo de
implicaciones económicas. De aquella legislación americana de la neutrali
dad, obtendrían grandes beneficios los agresores de los años 1930, pero
no las víctimas de la agresión.
En cuanto a los hombres que gobernaban la U .R .S.S., eran revisionistas
e insatisfechos, en el sentido de que no aceptaban las nuevas fronteras
de la Europa oriental, ni las pérdidas territoriales sufridas por Rusia en la
Primera Guerra Mundial. Les molestaba el cordon sanitaire creado en 1919
contra la expansión del bolchevismo, el anillo de pequeños estados a lo largo
de sus fronteras, desde Finlandia hasta Rumania, que eran, casi sin excep
ción, profundamente antisoviéticos. No experimentaban ni la menor sim
patía por el statu quo internacional, ni habían abandonado sus objetivos
revolucionarios de largo alcance. Pero, como comunistas y como rusos,
estaban obsesionados por el temor al ataque y a la invasión. Su doctrina
marxista enseñaba la hostilidad intrínseca de todo el mundo capitalista; y la
intervención de los aliados occidentales en la Revolución y en las guerras
civiles confirmaban su teoría marxista. Y, mucho antes de la Revolución
Bolchevique, en los tiempos de Napoleón, y aun antes, las fértiles llanuras
rusas habían tentado a los conquistadores ambiciosos. Dolidos y recelosos
del mundo exterior, los hombres del Kremlin, en los años 1930, estaban
alarmados, sobre todo, por los signos de agresivas intenciones de Alemania.
Hitler, en Mein K a m p f y en otras partes, había declarado que se proponía
destruir el bolchevismo y someter grandes extensiones de la Europa oriental
a Alemania.
Los Soviets estaban interesados por la seguridad colectiva, por la acción
internacional contra la agresión. En 1934, ingresaron en la Sociedad de
Naciones. Dieron instrucciones a los partidos comunistas para que trabaja
sen con los socialistas y con los liberales en los Frentes Populares2. Ofrecie
ron ayuda para contener a los agresores fascistas, firmando pactos de ayuda
mutua con Francia y con Checoslovaquia, en 1935. Pero muchos pueblos
huían, estremecidos, del abrazo soviético. Desconfiaban de los motivos
soviéticos, o estaban convencidos de que las purgas y los procesos de los
años 1930 habían dejado a los Soviets débiles e inseguros com o aliados, o
587
pensaban que los dictadores fascistas podían ser desviados hacia el este¿
contra los Soviets, con lo que se salvarían las democracias occidentales.
Aunque los rusos estaban evidentemente dispuestos, tampoco ahora pudo
formarse una coalición eficaz contra la agresión.
588
consultar, si encontrase signos de resistencia. Pero el gobierno francés estaba
dividido y no se hallaba dispuesto a actuar sin Inglaterra; y los ingleses no
iban a correr el riesgo de una guerra para impedir que tropas alemanas
ocupasen suelo alemán. El año siguiente, 1937, fue un año tranquilo, pero la
agitación nazi se encendió en Danzig, que el Tratado de Versalles había
instituido como ciudad libre, £ n marzo de 1938, fuerzas alemanas entraron
en Austria, y la unión de Austria y Alemania —el Anschluss—, al fin, se
consumó. En septiembre de 1938, le llegó el turno a Checoslovaquia y a la
crisis de Munich. Para comprenderlo, debemos recoger, primero, otros hilos
de la historia.
También Mussoliní tenía sus ambiciones, y necesitaba triunfos sensaciona
les en política exterior para magnetizar al pueblo italiano. Desde 1919, los ita
lianos habían estado descontentos de los acuerdos de paz. No habían recibido
nada de los antiguos territorios turcos y de las antiguas colonias alemanas,
que se habían parcelado, generosamente, como mandatos, y se habían reparti
do entre Gran Bretaña, Francia, Bélgica y Japón, e incluso entre Africa del
Sur, Australia y Nueva Zelanda4. Nunca habían olvidado la humillante
derrota de las_fuerzas italianas ante Abisinia, en Ádua, en Í8965, Etiopía,
como se llamaba ahora Abisinia, seguía siendo el único país del Africa negra
(con la excepción de Liberia) que se mantenía independiente.
En 1935, Italia atacó a Etiopía. La Sociedad de Naciones, de la que
Etiopía era miembro, declaró que la acción italiana constituía una agresión
injustificada e impuso sanciones a Italia, en virtud de las cuales los miem
bros de la Sociedad de Naciones debían abstenerse de vender a Italia armas
ni materias primas —se exceptuaba el petróleo—, Los ingleses incluso
reunieron grandes fuerzas navales en el Mediterráneo, en una exhibición de
fuerza. En Francia, sin embargo, había una considerable simpatía hacia
Mussoliní en importantes sectores, y en Inglaterra existía el temor de que, si
las sanciones llegaban a ser demasiado efectivas mediante la negativa del
petróleo o el cierre del Canal de Suez, Italia podría irritarse hasta el punto de
desatar una guerra general, Mussolini pudo así derrotar a Etiopía en 1936,
uniéndola a la Somalia italiana y a Éritrea, en un imperio italiano africano»
oriental. El emperador etíope, Haile Selassie, hizo inútiles demandas de
nuevas acciones en Ginebra. La Sociedad de Naciones también ahora, como
en el caso de la ocupación de Manchuria por Japón, fracasó a la hora de
crear un mecanismo que permitiese una acción disciplinaria contra una gran
potencia desobediente6.
589
década de trastornos políticos, una revolución más bien benigna había
destronado a Alfonso XIII, de la familia de los Borbones, y establecido una
República Española democrática. Antiguas hostilidades existentes en el país
pasaron a primer plano. El nuevo gobierno republicano emprendió un
programa de reforma social y económica. Para combatir el antiguo poder
atrincherado de la iglesia, se aprobó una legislación anticlerical; se procedió
a la separación de la iglesia y el estado, se disolvió la Compañía de Jesús y se
confiscaron sus bienes, y las escuelas quedaron libres del.control clerical. El
antiguo movimiento independentista de Cataluña se atenuó, en cierta medida,
por la concesión de una considerable autonomía local. Para apaciguar al
campesinado, el gobierno comenzó a dividir algunas de las haciendas de
mayor extensión y a redistribuir la tierra. El programa del gobierno nunca
fue impulsado con el vigor suficiente para satisfacer a los elementos extre
mistas, que manifestaban su descontento con huelgas y disturbios, especial
mente en la ciudad industrial de Barcelona, la capital catalana, y en las
zonas mineras de Asturias, pero fue suficientemente radical para provocar la
enemistad de los grandes propietarios y del clero. En 1933, el gobierno cayó en
manos de partidos derechistas y conservadores, que gobernaron mediante
gabinetes ineficaces e impopulares. Una insurrección de los mineros de
Asturias fue reprimida muy brutalmente. La agitación por la completa
independencia de Cataluña fue sofocada.
590
potencias europeas, acordaron no intervenir ni tomar partido. Pero la
política de no-intervención resultó un fracaso. Alemania, Italia y la Unión
Soviética intervinieron, de todos modos. Las dos primeras apoyaban a
Franco y denunciaban a los republicanos como instrumentos del bolchevis
mo, mientras la U .R .S.S. apoyaba a la República y condenaba a los rebeldes
de Franco como agentes del fascismo internacional. Alemanes, italianos y
rusos enviaron equipamiento militar a España, probando sus tanques y
aviones en batallas reales. Los bombardeos fascistas de Madrid y de Barce
lona horrorizaron al mundo democrático. Los alemanes y los italianos
enviaron hombres (los italianos, más de 50.000); los Soviets, aunque sólo
fuese por razones geográficas, no podían hacer lo mismo, pero enviaron
técnicos y consejeros políticos. Miles de voluntarios de tendencia izquierdista
o liberal, de los Estados Unidos y de Europa, llegaban a España, indivi
dualmente, para unirse a las fuerzas leales republicanas. España se convirtió
en el campo de batalla de ideologías contendientes. La Guerra Civil Españo
la dividió al mundo en dos campos: el fascista y el antifascista.
Al igual que Etiopía, la guerra de España contribuyó a unir a Alemania y
a Italia. A l principio, Mussolini temía, como los demás, la resurrección de
una Alemania belicista. Había sido el único en enfrentarse a Hitler cuando
este amenazó con absorber a Austria, en 1934. La guerra de Abisinia, las
ambiciones italianas en Africa y las estentóreas exigencias italianas de un
predominio en el Mediterráneo, el M are Nostrum de los antiguos romanos,
alejaron a Italia de Francia y de Inglaterra. En 1936, inmediatamente
después del estallido de la Guerra Civil Española, Hitler y Mussolini llegaron
a un acuerdo que ellos llamaron el Eje Roma-Berlín —el eje diplomático
sobre el que ellos esperaban que tendría que girar el mundo—. Aquel año,
Japón firmó con Alemania un Pacto Anti-Comintem, ratificado luego
también por Italia; aparentemente, era un acuerdo para oponerse al comur
nismo, pero, en realidad, constituía la base para una alianza diplomática. Al
contar con aliados, cada uno de ellos podía plantear sus exigencias con más
fortuna. En 1938, Mussolini aceptó la absorción por parte de Alemania de la
misma Austria que él había negado a Hitler en 1934.
Y, en 1937, Japón, tomando como pretexto los disparos realizados
contra fuerzas japonesas en el Puente de Marco Polo, cerca de Pekín, lanzó
una nueva invasión a gran escala de China. Poco tiempo después, a pesar de
la resistencia de las fuerzas chinas constituidas por el Kuomintang y por los
comunistas, el invasor controlaba la mayor parte de China. Los chinos
siguieron la lucha desde el' interior, consiguiendo equipos y abastecimientos
a través de rutas difíciles y desviadas. La Sociedad de Naciones condenó
también ineficazmente la acción japonesa. Los Estados Uníaos se abstuvie
ron de aplicar su legislación de neutralidad, porque, oficialmente, no estaba
declarada ninguna guerra. Esto permitió la ampliación de los préstamos al
gobierno chino, pero permitió también la compra, por parte de los japone
ses, a firmas industriales americanas, de hierro viejo, acero, petróleo y
maquinaria, que les eran vitalmente necesarios. Los japoneses se aprovecha
ron de la tensión en el mundo occidental; y, en 1938, la tensión en Europa
aumentaba rápidamente.
591
L a crisis de Munich: la culm inación del apaciguam iento
592
Hitler, que proclamó ruidosamente que la situación de los alemanes en
Checoslovaquia era intolerable y debía ser corregida. Los Soviets apremia
ban para que se adoptase una actitud fírme, pero las potencias occidentales
tenían poca confianza en la fuerza militar soviética, y, dada la situación
geográfica de los Soviets, en su posibilidad de prestar ayuda a Checoslova
quia; además, temían a una firmeza que podría significar la guerra. No
podían estar seguros de que Hitler estuviese «faroleando». Si encontraba
resistencia, podía retroceder; pero parecía igualmente probable, o incluso
más, que estuviese totalmente dispuesto a luchar. Las potencias occidentales
desecharon unos informes secretos, que resultaron ser ciertos, en el sentido
de que, si estallaba una guerra por Checoslovaquia como consecuencia de la
firmeza occidental, un complot de militares y civiles derribaría a Hitler.
Como la tensión subía en septiembre de 1938, el primer ministro inglés,
Neville Chamberlain, que hasta entonces nunca había volado, voló dos veces
a Alemania para conocer las pretensiones de Hitler; la segunda vez, Hitler
aumentó sus exigencias, hasta el punto de que ni siquiera los ingleses y los
franceses podían aceptarlas. La movilización comenzó; la guerra parecía
inminente. De pronto, en medio de una tensión insoportable, Hitler invitó a
Chamberlain y a Edouard Daladier, primer ministro francés, a una confe
rencia de cuatro potencias en Munich, a la que asistiría también su aliado,
Mussolini. Se excluía a la Unión Soviética y a la propia Checoslovaquia. En
Munich, Chamberlain y Daladier aceptaron las condiciones de Hitler y luego
ejercieron una enorme presión sobre el gobierno checo para que cediese,
para que firmase su propia sentencia de muerte, a sangre fría. Francia,
apremiada por Inglaterra para que siguiese un camino pacífico que ella, por
otra parte, estaba muy dispuesta a seguir, rechazó el tratado que la obligaba
a proteger a Checoslovaquia, ignoró a los rusos que habían reafirmado su
decisión de ayudar a los checos si los franceses actuaban, y abandonó todo
su sistema de una Pequeña Entente en el este. En Munich, se acordó que
Alemania se anexase la franja limítrofe de Bohemia, donde la mayoría
de la población era alemana. Aquella franja abarcaba los accesos montaño
sos y las fortificaciones, de modo que su pérdida dejaba a Checoslovaquia
militarmente indefensa. Después de formular promesas de garantizar la
integridad de lo que restaba de Checoslovaquia, se levantó la conferencia.
Chamberlain y Daladier fueron recibidos con alegría en sus países. Cham
berlain, muy feliz, declaró que él había traído «la paz a nuestro tiempo».
Una vez más, las democracias respiraban con alivio, confiaban en que Hitler
hubiese formulado su última exigencia, y se decían que, con unas concesio
nes prudentes, no había necesidad de guerra.
La crisis de Munich, con su sentencia de muerte para Checoslovaquia,
revelaba la imponente debilidad en que las democracias occidentales habían
caído en 1938. En realidad, era poco lo que los franceses y los ingleses
podían hacer en Munich para salvar a Checoslovaquia. Sus países estaban
muy atrasados en preparación militar, respecto a Alemania. Estaban impre
sionados por la potencia del ejército y de la aviación del Reich. Hombres
más audaces que Deladier y que Chamberlain, conocedores de la situación
de sus propias fuerzas armadas, habrían evitado el riesgo de un conflicto.
Amaban la paz y la comprarían a un alto precio, sin atreverse a pensar que
593
estaban tratando con un chantajista cuyo precio sería cada vez mayor.
Sufrían, además, de otra incertidumbre moral: por el principio mismo de
autodeterminación nacional, aceptado por los vencedores después de la
Primera Guerra Mundial, Alemania tenía derecho a todo lo que hasta enton
ces había reclamado. Hitler, al enviar tropas alemanas a la Renania alemana,
al anexar Austria, al plantear el problema de Danzig, al incorporar a los ale
manes de Bohemia, no había hecho más que afirmar el derecho del pueblo
alemán a tener un estado alemán soberano. Además, si Hitler podía ser des
viado hacia el este, atrapado en la red de una guerra con Rusia, entonces el
comunismo y el fascismo podrían destruirse mutuamente —eso era lo que ca
bía esperar— . Probablemente, uno de los objetivos de Hitler, en la crisis de
Munich, consistía en aislar a Rusia de Occidente, y a Occidente de Rusia. De
ser así, habría obtenido un resultante bastante positivo.
En las semanas siguientes a Munich, la comisión internacional encargada
de ordenar las nuevas fronteras perpetró nuevas injusticias con Checoslova
quia, prescindiendo incluso de los plebiscitos que se habían acordado para
las áreas en disputa. Mientras tanto, los polacos y los húngaros formularon
sus exigencias a los infortunados checos. Los polacos se apoderaron del
distrito de Teschen; y los húngaros, bajo la protección alemana e italiana, se
adueñaron de unos 15.000 kilómetros cuadrados de Eslovaquia. Francia e
Inglaterra no fueron consultadas y no presentaron ninguna protesta seria.
594
empujando su frontera oriental hasta muy adentro de la Rusia Blanca, casi
hasta Minsk, los Soviets consideraban innecesariamente delicados los escrú
pulos anglo-franceses. Los rusos no querían que los alemanes lanzasen un
ataque contra ellos desde un punto situado tan al este como Minsk. También
pensaban, y con razón, que lo que los franceses y los ingleses querían, en reali
dad, que la Unión Soviética recibiese los primeros golpes del ataque nazi.
Consideraron una ofensa que los ingleses enviasen funcionarios menores co
mo negociadores a Moscú, cuando el primer ministro había volado tres veces,
personalmente, para tratar con Hitler. Habiendo emprendido negociaciones,
secretamente, a comienzos de la primavera, los Soviets firmaron abiertamente
un tratado de no agresión y de amistad con la Alemania hitleriana, el 23 de
agosto de 1939. En un protocolo mantenido secreto en aquel tiempo, se acor
daba que, en cualquier futuro reajuste territorial, la Unión Soviética y Alema
nia se repartirían entre ellas Polonia, que la Unión Soviética disfrutaría de una
influencia, predominante en los estados bálticos y se le reconocía su derecho a
Besarabia, de la que Rumania se había apoderado en 1918. A cambio de ello,
los Soviets se comprometían a no intervenir en ninguna guerra entre Alemania
y Polonia, ni entre Alemania y las democracias occidentales.
El Pacto Nazi-Soviético asombró al mundo. El comunismo y el nazismo,
conocidos como enemigos ideológicos, se habían unido. Una generación más
versada en ideología que en política de poder se quedó estupefacta. El pacto
fue reconocido como la señal para comenzar la guerra; todas las negociacio
nes de último momento fracasaron. Los alemanes invadían Polonia, el día
I o de septiembre. El 3 de septiembre, Gran Bretaña y Francia declaraban la
guerra a Alemania. La segunda guerra europea en una generación, que
pronto sería una guerra mundial, había comenzado.
595
territorios fronterizos pretendidos por los rusos, o a facilitar ventajas
militares dentro de su país. Los soviéticos insistieron; Leningrado, la segunda
ciudad más importante de la U .R .S .S., dista sólo unos treinta kilómetros de
la frontera finlandesa. Cuando las negociaciones fracasaron, los soviéticos
atacaron en noviembre de 1939. La resistencia finlandesa fue valerosa, y, al
principio, eficaz, pero el pequeño país no podía enfrentarse con la U .R .S.S.,
aunque esta potencia no utilizase en la guerra más que unas fuerzas
limitadas. Las simpatías democráticas occidentales estaban con los finlande
ses; los ingleses y los franceses enviaron equipos y abastecimientos, e incluso
proyectaban una fuerza expedicionaria. La Unión Soviética fue expulsada de
la Sociedad de Naciones por el acto de agresión —la única potencia que haya
sido expulsada nunca—. En marzo de 1940, la lucha había terminado. Los
finlandeses tuvieron que ceder a la U .R .S.S. un poco más de territorio del
que inicialmente había demandado, pero mantuvieron su independencia.
Mientras tanto, todo estaba engañosamente tranquilo en el oeste. El
esquema de 1914, cuando los alemanes llegaron al Marne en el primer mes
de hostilidades, no se repetiría. Al contrario que en 1914, la fase inicial de la
guerra fue la de una guerra de posiciones. Los franceses se situaban detrás
de su línea Maginot; los ingleses tenían pocas tropas; los alemanes no
abandonaban su línea Sigfrido, o Muralla del Oeste, en la Renania. Apenas
tenía lugar ninguna acción aérea. Se llamó «la guerra de pega». Las dos
grandes democracias occidentales rechazaron las ofertas de paz de Hitler
después de la conquista de Polonia, pero persistían en sus enfoques del
tiempo de paz. Aún se mantenía viva la errónea esperanza de que todavía
podría evitarse un verdadero choque. Durante aquel extraño invierno, frío y
duro, los alemanes sometieron a sus fuerzas a una preparación especial, cuya
finalidad se puso de manifiesto en la primavera.
El día 9 de abril de 1940, los alemanes, de pronto, atacaron e invadieron
Noruega, aparentemente porque los ingleses estaban colocando minas en
aguas noruegas en un intento de cortar los abastecimientos alemanes de
hierro sueco. Dinamarca fue invadida también, y una fuerza expedicionaria
aliada con insuficiente apoyo aéreo tuvo que retirarse. Después, el 10 de
mayo, los alemanes descargaron su golpe principal, atacando a Holanda, a
Bélgica, a Luxemburgo y a la propia Francia. Nada podía resistir a las
divisiones acorazadas y a los bombardeos en picado alemanes. El empleo
nazi de masas de tanques, aunque aplicado ya en Polonia, sorprendió a los
franceses y a los ingleses. Estratégicamente, los aliados esperaban que el
avance principal se produciría en la Bélgica central, como en 1914, y,
ciertamente, como en el plan alemán original, que no se había alterado hasta
unos meses antes. De ahí que los franceses y los ingleses enviasen a Bélgica
las tropas mejor equipadas que tenían. Pero los alemanes lanzaron su
principal ataque acorazado, de siete divisiones, a través de Luxemburgo y
del bosque de las Ardenas, que el Estado Mayor General francés considera
ba, desde hacía mucho tiempo, intransitable para los tanques. En Francia,
orillando el extremo noroccidental de la línea Maginot, que nunca había
llegado hasta el mar, las divisiones acorazadas alemanas cruzaron el Mosa,
penetraron profundamente en la Francia septentrional ante una resistencia
confusa e ineficaz, aislaron a los ejércitos aliados que se hallaban en Bélgica.
596
Los holandeses, temerosos de un nuevo ataque aéreo a sus atestadas ciuda
des, capitularon. El rey belga pidió un armisticio, y una gran parte de los
ejércitos franceses se rindió. Los ingleses retrocedieron hada Dunquerque y
la única esperanza que les quedaba era la de salvar sus fuerzas aisladas, antes
de que el cerco se cerrase totalmente. Si pudieron llevar a cabo su operación
de rescate, fue porque Hitler, unos días antes, había detenido el avance de
sus divisiones acorazadas. En la semana que terminaba el 4 de junio, se
realizó con éxito una épica evacuación de más de 330.000 hombres ingleses y
franceses, desde las costas de Dunquerque, bajo protección aérea, con la
ayuda de todo tipo de embarcaciones británicas, tripuladas en parte por
voluntarios civiles, pero el valioso equipamiento del destrozado ejército fue
casi totalmente abandonado.
En junio, las fuerzas alemanas avanzaron, incontenibles, hacia el sur. Pa
rís fue ocupado el 13 de junio, y Verdun, dos días después; el 22 de junio,
Francia había pedido la paz y se había firmado un armisticio. Hitler daba sal
tos de alegría.
Francia, obsesionada por una psicología militar defensiva al comienzo de
la guerra, con sus ejércitos carentes de preparación para una guerra mecani
zada, sin divisiones acorazadas y sin una adecuada fuerza aérea, con su
gobierno dividido y su pueblo roto en facciones hostiles y recelosas, había
caído en manos de un grupo de hombres francamente derrotistas. El
hundimiento de Francia dejó al mundo estupefacto. Todos sabían que
Francia ya no era la de antes, pero estaba considerada todavía como una
gran potencia, y su colapso en el término de un mes parecía inconcebible.
Algunos franceses huyeron a Inglaterra y organizaron un movimiento de
Francia Libre dirigido por el general Charles de Gaulle; otros formaron un
movimiento de resistencia en Francia. Los ingleses adoptaron la amarga deci
sión de destruir una parte de la escuadra francesa anclada en el puerto argelino
de Orán, pará evitar que cayese en manos enemigas.
De acuerdo con las condiciones del armisticio, la mitad septentrional de
Francia fue ocupada por los alemanes. La Tercera República, con su capital
ahora en Vichy, en la mitad meridional no ocupada, se convirtió, por el voto
de un confuso y aturdido parlamento, en un régimen autoritario presidido
por el mariscal Pétain, de ochenta y cuatro años de edad, y por Pierre Laval,
político cínico y sin escrúpulos. La república estaba muerta; incluso el lema
de Libertad, Igualdad, Fraternidad fue desterrado del uso oficial. Pétain,
Laval y otros procedieron a colaborar con los nazis y a integrar a la Francia
de Vichy en el «nuevo orden» nazi de Europa.
Mussolini atacó a Francia en junio de 1940, tan pronto como se vio
claramente que Hitler la había derrotado. Inmediatamente después, invadió
a Grecia y atacó a los ingleses en Africa. El Duce ligaba su destino, para
bien o para mal, al destino del Fükrer. Como los alemanes eran, sin duda, el
socio más caracterizado de aquella unión, como estaban en buenas relacio
nes con Franco en España, y como la U .R .S.S. permanecía benévolamente
neutral, dominaban ahora todo el continente europeo. La historia parecía
repetirse, del modo distante e irreal que es el único modo en que se repite
597
siempre. Los alemanes controlaban casi exactamente la misma área geográfi
ca que Napoleón. A l organizar un nuevo «sistema continental», al que ellos
llamaban el «nuevo orden», hacían planes para gobernar, explotar y coordi
nar los recursos, la industria y la fuerza de trabajo de Europa. Como no
habían hecho planes para una guerra larga, y como sólo tardíamente habían
movilizado sus propios recursos para un esfuerzo militar sostenido, tuvieron
que intensificar la explotación de sus vencidos súbditos. Guarnecieron
virtualmente toda Europa con sus soldados, creando lo que ellos llamaban
Festung Europa, la Fortaleza de Europa. En todos los países, tenían sus
simpatizantes, sus colaboradores o «quislings» —el prototipo fue Vidkun
Quisling, que había organizado un Partido Fascista Noruego en 1933, y fue
primer ministro de Noruega, desde 1942 hasta 1945.
Pero Hitler nunca consiguió atraerse una audiencia como la de Napoleón.
Es significativo que ni remotamente imitase a Napoleón organizando un ejército
intercontinental para librar sus batallas. En cambio, utilizando lo que los occi
dentales llamaban trabajo esclavo, reclutó a millones de prisioneros de guerra o
civiles franceses, polacos, checos y de otros países, para trabajar bajo riguroso
control en sus industrias de guerra. El resultado fue uno de los más grandes des
plazamientos forzados de población, de toda la historia. Al paso de los ejércitos
de Hitler, no surgían reformas liberadoras, de carácter político, social o
legal, como las de Napoleón y la Revolución Francesa. Una generación
enseñada a desconfiar de los fabricados relatos de atrocidades de la Primera
Guerra Mundial hubo de tener conocimiento, dolorosamente, de los horro
res alemanes de la Segunda, perfectamente auténticos —rehenes apresados y
fusilados como represalia contra la resistencia—; un pueblo entero, como
Lidice, en Checoslovaquia, arrasado, y sus habitantes muertos o deportados;
campos de concentración convertidos en centros de exterminio masivo, con
cámaras de gas y hornos crematorios, en Maidanek, Treblinka, Dachau,
Buchenwald, Auschwitz y otros sitios, donde los pueblos «inferiores» eran
sistemáticamente liquidados. Antes del final de los seis años de guerra, en las
áreas de dominación nazi, fueron exterminados así muchos millones de seres
humanos; la mayor porporción, sin duda, fue la de casi 6 millones de judíos
europeos, pero fueron asesinados también polacos, rusos y gentes de otros
pueblos. Todo esto se-cometió en el esfuerzo por «germanizar» a Europa,
por obligarla a trabajar y a sacrificarse a la mayor gloria del Herrenvolk, la raza
superior. El genocidio, el intento de destrucción de grupos étnicos o de pueblos
enteros, fue el más grande de los crímenes nazis contra la humanidad (vid. ma
pa 22).
599
Mientras tanto, después de la caída de Francia, los alemanes estaban
considerando la invasión de Inglaterra. Pero no habían calculado unos éxitos
tan rápidos y tan fáciles en Europa, no tenían planes inmediatamente
practicables para una invasión, y necesitaban conquistar el dominio del aire,
antes de que pudiera llevarse a cabo una invasión por mar. Además, siempre
había la esperanza de que los ingleses pidiesen la paz, o incluso de que se
convirtiesen en aliados de Alemania —así discurría Hitler—. El asalto a
Inglaterra, que se inició aquel verano y alcanzó su punto culminante en el
otoño de 1940, adoptó la forma de una ofensiva aérea. Nunca hasta
entonces se habían producido bombardeos tan duros. Pero los alemanes no
pudieron lograr el dominio del aire en la batalla de Inglaterra. Las Reales
Fuerzas Aéreas Británicas iban poniendo fuera de combate a los bombar
deros, cada vez con mayor éxito; los nuevos recursos del radar ayudaban a
descubrir la proximidad de los aviones enemigos. Aunque Coventry fue
arrasada, y la vida y la industria de otras ciudades terriblemente quebranta
das, y muertas millares de personas (20.000 sólo en Londres), la actividad
productiva del país, sin embargo, continuó. Y, en contra de las predicciones
de muchos teóricos de la fuerza aérea, los bombardeos no destruyeron la
moral de la población civil.
En el invierno de 1940-1941, los alemanes comenzaron a desplazar su
peso hacia el este. Hitler aplazó indefinidamente la proyectada invasión de
Inglaterra, por la que, de todos modos, no parece que él sintiera nunca
mucho entusiasmo. Había decidido ya, como Napoleón antes que él, que no
comprometería sus recursos en una invasión a Inglaterra, sin haberse
desembarazado previamente de Rusia, proyecto que estaba mucho más cerca
de su corazón.
600
hacia los Balcanes, otra área de interés histórico ruso, y parecían decididos a
lograr el control de la Europa oriental.
Todo aquello causaba preocupación a los alemanes. Ellos querían reser
var para si mismo la Europa oriental, como un complemento de la Alemania
industrial. Hitler maniobró para colocar a los Balcanes bajo control alemán,
A comienzos de 1941, había chantajeado, o, mediante concesiones territoria
les, halagado a Rumania, a Bulgaria y a Hungría para que se uniesen al Eje;
se convirtieron en miembros menores del Eje y fueron ocupadas por las
tropas alemanas; Yugoslavia fue ocupada también, a pesar de la resistencia
del ejército y de la población. También Grecia fue sometida, con la llegada
de los alemanes para rescatar a las comprometidas tropas de Mussolini.
Hitler detuvo así la expansión rusa en los Balcanes, e incorporó aquellos
países al nuevo orden nazi. Las campañas balcánicas demoraron sus planes,
pero ahora, para acabar con la amenaza del Este y para apoderarse de las
cosechas de trigo de Ucrania y de los pozos petrolíferos del Cáucaso, núcleo
del «corazón» euro-asiático, Hitler atacó. Tras el mutuo engaño que se
había prolongado desde el pacto de 1939, Hitler invadió Rusia, el día 22 de
junio de 1941.
El ejército alemán, juntamente con contingentes finlandeses, rumanos,
húngaros e italianos, lanzó a 3 millones de hombres contra Rusia, en un
amplio frente de unos 3.000 kilómetros. Una rápida batalla de movimiento
desembocaba en otra. Los rusos resistían, pero tenían que retroceder. En el
otoño de 1941, los alemanes se habían apoderado de la Rusia Blanca y de la
mayor parte de Ucrania, En el norte, Leningrado estaba cercada; en el sur,
los alemanes habían entrado en la península de Crimea y estaban poniendo
sitio a Sebastopol. Y hacia el centro del extenso frente, los alemanes se
encontraban agotados, pero aparentemente victoriosos, a unos treinta y
cinco kilómetros de Moscú. Pero las excesivamente confiadas fuerzas ale
manas no habían contado con la tenacidad de la resistencia rusa, ni estaban
preparadas para luchar en el duro invierno ruso, que de pronto caía sobre
ellas. Una contraofensiva, lanzada por los rusos en el invierno de 1941, salvó
a Moscú. Hitler, disgustado e intransigente con sus subordinados, tomó el
mando directo de las operaciones militares; desplazó el ataque principal
hacia el sur y comenzó una gran ofensiva, en el verano de 1942, dirigida-
hacia los campos de petróleo del Cáucaso. Sebastopol cayó en seguida, y
comenzó el sitio de Stalingrado,
601
todavía; las industrias se trasladaron a las nuevas ciudades de los Urales y de
Siberia; y ni la economía soviética ni el gobierno soviético habían sido
alcanzados todavía en un punto vital. Una politica de «tierra quemada», en
la que los rusos en retirada destruían cosechas y gánados, y las unidades de
guerrilla hacían lo mismo con las instalaciones industriales y con los medios
de transporte, garantizaba que los recursos rusos no caerían en manos del
conquistador en su avance.
Simultáneamente, a finales de 1942, el Eje también estaba avanzando en
Africa del Norte. Allí, las campañas del desierto habían comenzado en
septiembre de 1940 con una ofensiva italiana hacia el este, montada desde
Libia, que logró penetrar en Egipto. Lo que allí estaba en juego era también
muy importante —el control de Suez y del Mediterráneo—. En el apogeo de
la batalla de Inglaterra, Churchill había adoptado la decisión de enviar
abastecimientos vitalmente necesarios y hombres al Africa del Norte. Para
satisfacción de los ingleses, una contraofensiva lanzada frente a fuerzas muy
superiores en número arrojó a los italianos de Egipto, y, a comienzos de
1941, los ingleses penetraron profundamente en Libia. Poco después, los
ingleses invadían Etiopía y acababan por completo con el efímero imperio
mussoliniano del Africa Oriental; la escuadra italiana sufrió descalabros
también. Pero en Africa del Norte la suerte era variable. Una fuerza de élite
alemana, el Afrika Korps al mando del general Rommel, reorganizó los
ejércitos del Eje, y, en la primavera de 1941, atacó en Libia. Los ingleses,
con sus fuerzas reducidas a causa de los traslados que se habían hecho al
frente griego, fueron rechazados hasta la frontera egipcia. Después, trans-
curridos unos meses, en una segunda ofensiva victoriosa, los ingleses pene
traron una vez más en Libia. Y otra vez cambió la suerte. A mediados de
1942, Rommel había rechazado a los ingleses y penetrado en Egipto. Los
ingleses se situaron en El Alamein, a unos cien kilómetros de Alejandría, de
espaldas al Canal de Suez. Allí contuvieron a los alemanes.
Pero, en 1942, parecía que los ejércitos del Eje, abriéndose camino por el
Cáucaso en Rusia y atravesando el istmo de Suez en Africa del Norte,
podrían encerrar todo el Mediterráneo y el Oriente Medio en una gigantesca
tenaza, e incluso, avanzando hacia el este, establecer contacto, de algún
modo, con sus aliados los japoneses, que en aquel momento estaban
penetrando en el Océano Indico. Porque la situación en el Pacífico, en la
segunda mitad de 1941, había estallado también. Fue Japón el que acabó
arrastrando a los Estados Unidos a la guerra.
En 1941, hacía diez años que los japoneses sostenían una guerra contra
China. En la segunda guerra europea, como en la primera, los expansionis-
tas japoneses veían una ocasión propicia para afirmarse en todo el Lejano
Oriente. En 1940, habían consolidado su alianza con Alemania e Italia,
mediante un nuevo pacto tripartito; al año siguiente, concertaron un tra
tado de neutralidad con Rusia. Los japoneses obtuvieron del gobierno fran
cés de Vichy un cierto número de bases militares y otras concesiones en In
dochina, y comenzaron la ocupación de aquella zona. Los Estados Uni
dos, tardíamente, decretaron el embargo de las exportaciones a Japón de
materiales como el hierro viejo y el acero. Dudando en precipitar una
ofensiva de los japoneses, con todos sus dispositivos, hacia Indonesia y otras
602
partes, el gobierno de los Estados Unidos trataba aún de obtener alguna
definición délas ambiciones japonesas en el sudeste asiático. El nuevo primer
ministro japonés, general Hideki Tojo, un inquebrantable adicto al Eje,
proclamó públicamente que la influencia de Inglaterra y de los Estados
Unidos tenia que ser eliminada por completo de Oriente, pero accedía a
enviar representantes a Washington para negociar. Mientras los representan
tes japoneses en Washington mantenían conversaciones con el Secretario de
Estado americano, Cordell Hull, el día 7 de diciembre de 1941, sin adverten
cia alguna, los japoneses lanzaron un terrible ataque aéreo contra la base
naval americana de Pearl Harbor, en las islas Hawaii, y comenzaron la
invasión de las Filipinas. Simultáneamente, desencadenaron ataques contra
Guam, Midway, Hong Kong y Malaya. Los americanos fueroq cogidos por
sorpresa en Pearl Harbor; cerca de 2.500 murieron; la flota quedó inutiliza
da, y la temporal inutilización de las fuerzas navales americanas permitió a
los japoneses campar por sus respetos en el Pacífico occidental. Los Estados
Unidos y Gran Bretaña declararon la guerra al Japón, el 8 de diciembre.
Tres días después, Alemania e Italia declaraban la guerra a los Estados
Unidos, y lo mismo hacían los estados satélites del Eje.
Los japoneses, atravesando Malaya por tierra, se apoderaban, dos meses
después, de Singapur, base naval británica con una larga leyenda de posición
inexpugnable, auténtico Gibraltar de Oriente. El hundimiento desde el aíre
del formidable acorazado británico Prince o f Wales, hazaña que los expertos
navales habían declarado imposible muchas veces, vino a aumentar la
general consternación. En 1942, los japoneses conquistaban las Filipinas,
Malaya e Indonesia. Invadían Nueva Guinea y amenazaban a Australia;
penetraban en las Aleutianas. Se adentraban en el Océano Indico, ocupaban
Birmania, y parecían a punto de invadir India. En todas partes encontra
ban fáciles colaboradores entre los enemigos del imperialismo europeo.
Mantenían la idea de una Gran Esfera de Co-Prosperidad del Asia Oriental
bajo la dirección japonesa, en la que el único elemento claro consistía en que los
blancos europeos debían ser expulsados. Mientras tanto, como se ha señala
do, los alemanes permanecían en el Cáucaso y cerca del Nilo. Y, en el
Atlántico, incluso junto a las costas de los Estados Unidos y de las
repúblicas americanas, los submarinos alemanes estaban hundiendo barcos
aliados, a un ritmo sin precedentes y desastroso. El Mediterráneo era
inutilizable. Para la alianza soviético-occidental, el de 1942 fue el año de la
consternación. A pesar de ciertas victorias navales aliadas, los finales del
verano y el otoño de 1942 constituyeron el peor período de la guerra. El jefe
del Estado Mayor americano, general George C. Marshall, escribía, algunos
años después: pocos fueron los que se dieron cuenta de que Alemania y el
Japón estuvieron «muy cerca de la total dominación del mundo», y de que
«el delgado hilo de la supervivencia aliada estuvo sumamente tenso».
603
taban a Europa, a Asia y a las dos Américas, se alineaban contra el Eje, en
una liga a la que el presidente Roosevelt dio el nombre de las Naciones
Unidas. Cada una de ellas se comprometía a utilizar todos los recursos para
derrotar al Eje y a no hacer nunca una paz separada. La Gran Alianza
contra el Eje agresor, que no pudo crearse en los años 1930, se había logrado
al fin.
Las dos democracias atlánticas, Estados Unidos e Inglaterra, unieron sus
recursos en una organización llamada Jefes de Estado Mayor Combinados.
Nunca dos estados soberanos habían formado una coalición tan estrecha. En
contraste con la Primera Guerra Mundial, desde muy pronto comenzó a
actuar una estrategia conjunta. Se decidió que Alemania era el principal
enemigo, contra el que era preciso concentrarse en primer lugar. De momen
to, la guerra en el Pacífico se relegaba a segundo plano. Australia se
convirtió en la principal base de operaciones contra los japoneses. El general
americano Douglas MacArthur, a quien se había ordenado que abandonase
la sentenciada guarnición americana de las Filipinas, asumió el mando en el
sudoeste del Pacífico; las fuerzas navales del Pacífico estaban al mando del
almirante Chester Nimitz. Se estableció una organización aparte para el
teatro de operaciones China-Birmania-India. La ñota y la fuerza aérea
americanas no tardaron en detener la expansión de los japoneses hacía el
sur, y desbarataron los esfuerzos japoneses por cortar las líneas de abasteci
miento a Australia; en la primavera de 1942, se obtuvieron importantes
victorias navales y aéreas en la lucha del Mar del Coral y en Midway, que
constituyeron la única satisfacción en el marco general de los reveses de
aquel período. En el verano, las fuerzas americanas desembarcaron en
Guadalcanal, en las Islas Salomón. Comenzaba un largo y duro «salto de isla
en isla», con fuerzas insuficientes.
En Europa, el primer punto de concentración fue un bombardeo aéreo de
Alemania. Los rusos, disgustados, reclamaban un verdadero «segundo fren
te», una invasión inmediata, con fuerzas de tierra, que aliviase la presión de
las muchas divisiones alemanas que estaban devastando su país. Recelosos
del Occidente como siempre, y doblemente recelosos desde la conferencia de
Munich de 1938, en la que vieron un intento occidental de desviar a los
alemanes hacia un ataque contra Rusia, consideraban la tardanza en estable
cer un segundo frente como una nueva evidencia de los sentidos antisoviéti
cos.
Pero los Estados Unidos, en 1942, no estaban preparados para empren
der una acción por tierra, mediante un asalto directo a la Festung Europa.
Aunque en la Segunda Guerra Mundial, como en la Primera, transcurrieron
más de dos años entre el estallido de la guerra en Europa y la intervención de
los Estados Unidos, y aunque en la segunda guerra los preparativos militares
americanos comenzaron mucho antes, los Estados Unidos, en 1942, se
hallaban todavía envueltos en los enojosos procesos de la movilización, de la
conversión de la industria para la producción de guerra con destino a sí
mismos y a sus aliados, de la imposición de controles sobre su economía
para impedir una rápida inflación, y de dar una preparación militar a su
pueblo, de mentalidad profundamente civil, y del que acabarían prestando
servicios en las fuerzas armadas más de 12 millones de personas —más del
604
triple que en la Primera Guerra Mundial—. En todo caso, durante un año a
partir de la entrada de los Estados Unidos en la guerra, los submarinos
alemanes gozaron de un control del Atlántico suficiente para hacer demasia
do arriesgados los grandes embarques de tropas. En realidad, tenían blo
queado al ejército americano en los Estados Unidos. Las flotas americana y
británica fueron ganando, gradualmente, la batalla del Atlántico; en la
primera parte de 1943, la amenaza submarina quedó reducida a proporcio
nes tolerables. Los americanos y los ingleses decidieron comenzar el asalto a
Alemania, desde Gran Bretaña como base, con un masivo y prolongado
bombardeo aéreo de sus fábricas y de sus ciudades. Como no todo podía
mandarse a través del Atlántico al mismo tiempo, y como los Estados
Unidos e Inglaterra se hallaban también empeñados en la guerra contra el
Japón, la invasión por tierra se aplazaría hasta 1944. Los asediados rusos se
preguntaban si los aliados occidentales pensaban, realmente, enfrentarse algu
na vez con el ejército alemán.
605
alemanes habían sufrido un catastrófico revés en la Unión Soviética, en la
titánica batalla de Stalingrado. En agosto de 1942, fuerzas alemanas masivas
comenzaban un asalto con todos los recursos contra Stalingrado, la llave
vital de todos los transportes, por el Volga inferior; en septiembre, habían
penetrado en la ciudad. Stalin, que desde el comienzo de la guerra mandaba
personalmente las operaciones militares en Rusia, ordenó que la ciudad que
llevaba su nombre resistiese a toda costa; los soldados rusos y la población
civil ofrecieron una resistencia inquebrantable. Hitler era igualmente obsti
nado en sus órdenes de conquista de la ciudad. Tras varias semanas de
lucha, los alemanes habían ocupado la mayor parte de la ciudad, cuando los
rusos, de pronto, comenzaron un gran contraataque, dirigido por el general
Zhukov; veintidós divisiones alemanas fueron obligadas a capitular; las
pérdidas alemanas fueron superiores a los 330.000 hombres. Los rusos
prosiguieron su victoria con una nueva contraofensiva, con un gran empuje
hacia el oeste que les valió avances generales y la recuperación de lo que
inicialmente habían perdido en el primer año de la guerra. Después de
Stalingrado, a pesar de algunos retrocesos, los rusos se mantuvieron a la
ofensiva durante todo el resto de la guerra. Stalingrado (o Volgogrado,
como se llamó después) fue un punto critico, no sólo para el cambio de la
historia de la guerra, sino también de la historia de la Europa central y
oriental.
Mientras tanto, durante todo el año 1943, estaba llegando a Rusia
equipamiento americano, en cantidades prodigiosas. Las condiciones de la
Ley de Préstamo y Arriendo se extendieron liberalmente a los Soviets; una
com ente de aviones, cañones, vehículos, ropas y alimentos americanos se
abría paso, laboriosamente, hasta Rusia, a través del Océano Artico y
también del Golfo Pérsico, Se enviaba maquinaria y equipamiento para las
fábricas de armas soviéticas, que estaban, por su parte, incrementando
enormemente su producción. Los bombardeos anglo-americanos estaban
destrozando la industria de la aviación alemana en su propio suelo. La contri
bución aliada al esfuerzo de guerra soviético era indispensable, pero las
pérdidas humanas rusas fueron tremendas. Los rusos perdieron más hom
bres en la batalla de Stalingrado que los Estados Unidos en los combates de
toda la guerra, en todos los teatros de operaciones.
Con los éxitos americanos simultáneos en las Islas Salomón a finales
de 1942 y con la lenta asfixia de los submarinos alemanes en el Atlántico, el
comienzo del año 1943 trajo nuevas esperanzas para los aliados en todos los
sectores. En una espectacular campaña de julio-agosto de 1943, los ingleses,
los canadienses y los americanos conquistaron la isla de Sicilia. Mussolini
cayó inmediatamente; el régimen fascista, de una duración de veintiún años,
tocaba a su fin. Mussolini estableció una «República Social Italiana» en el
norte, pero no fue más que un gobierno títere de los alemanes. (Unos meses
después, en abril de 1945, el D uce, cuando intentaba huir del país, fue
apresado, fusilado y colgado como un cerdo descuartizado por los italianos
antifascistas). El nuevo gobierno italiano presidido por el mariscal Badoglio,
en agosto de 1943, trató de hacer la paz. Entonces, el ejército alemán
ocupó Italia. Los aliados, tras haber pasado a la península italiana, atacaban
desde el sur. En octubre, el gobierno de Badoglio declaró la guerra a
606
Alemania, e Italia fue reconocida como «cobeligerante» por los aliados.
Pero los alemanes bloqueaban tenazmente el avance de los aliados hacia
Roma, a pesar de sus nuevos desembarcos y cabezas de playa. La campaña
italiana desembocó en un largo y desalentador estancamiento, porque los
aliados occidentales, al concentrar sus tropas en Gran Bretaña para la
próxima invasión a través del Canal, nunca podían disponer de fuerzas
suficientes para el frente italiano.
607
con las fuerzas aliadas, que avanzaban frente a una resistencia cada vez más
dura. Llegada a un punto, la ofensiva aliada incluso sufrió momentáneamen
te, un serio revés. Un súbito ataque alemán, lanzado bajo las órdenes
personales y directas de Hitler en diciembre de 1944, contra unas débiles
lineas americanas en el sector belga de las Ardenas, creó una «joroba» en los
ejércitos que avanzaban y causó grandes pérdidas y confusión. Pero los
aliados se rehicieron. Ni la contraofensiva de Hitler en las Ardenas ni el
empleo de nuevas armas destructoras lanzadas sobre Inglaterra —bombas vo
lantes de propulsión a chorro y cohetes— sirvieron de nada a los alemanes.
Los aliados occidentales seguían avanzando y destrozaban la línea Sigfrido,
sólidamente fortificada. El último obstáculo natural fue cruzado cuando, en
marzo de 1945, las fuerzas americanas, por un afortunado azar, descubrieron
un puente que no estaba destruido, en Remagen; lanzaron a sus tropas contra
él, y establecieron una cabeza de puente —eran las primeras tropas que cruza
ban el Rhin combatiendo, desde los ejércitos de Napoleón— . El cruce más im
portante, a cargo de los ingleses, tuvo lugar a continuación, más al norte. Los
aliados no tardaron en encontrarse aceptando numerosas rendiciones en el
valle del Ruhr.
Mientras tanto, en 1944, los ejércitos rusos expulsaban a los alemanes de
Ucrania, de Rusia Blanca, de los estados bálticos y de la Polonia oriental.
En agosto; llegaban a los suburbios de Varsovia. La clandestinidad polaca se
levantó contra los alemanes^ pero los rusos, decididos a que Polonia no fuese
liberada por una dirección polaca no comunista, se negaron a prestar ayuda al
levantamiento, y éste fue aplastado. Los rusos, con sus lineas muy extendidas,
y contenidos durante algunos meses por la fuerza alemana en Polonia, se diri
gieron el sur, hacia Rumania y Bulgaria; estos dos países cambiaron de bando
y declararon la guerra a Alemania. A comienzos de 1945, los rusos reanudan
do su ofensiva, se abrieron paso hacia la Prusia Oriental y hacia Silesiaa y, en
febrero, llegaron al Oder, a sesenta kilómetros de Berlín, donde Zhukov se
detuvo para reagrupar sus fuerzas. En marzo y abril, las fuerzas rusas ocupa
ban Budapest y Viena.
Comenzaba el ataque final contra Alemania. Hitler trasladó fuerzas del
frente occidental, que se desmoronaba, para reforzar la resistencia en el
Oder y para proteger su-capital. La población alemana colaboraba p oco a la
contención de los avances aliados, con la esperanza de que éstos llegasen a
Berlín y ocupasen todo lo que pudiesen de su país, antes que los rusos. En
abril, los americanos llegaban al Elba, a unos noventa kilómetros de Berlín,
sin encontrar apenas obstáculos en su avance; pero allí se detuvieron, por
decisión del general Eisenhower, que no tenia ninguna orientación política
fírme de su gobierno. Los americanos, cuyas líneas de abastecimiento
estaban ya muy extendidas, querían una clara linea de demarcación entre
ellos y los rusos; también consideraban necesario desviar algunas fuerzas
hacia el sur, contra una posible última resistencia alemana en los Alpes. Pero
la decisión fue, sobre todo, un gesto de buena voluntad para con los rusos, a
quienes se les permitía tomar Berlín como compensación por su enorme
sacrificio a la causa común. D e un modo similar, las tropas americanas que
avanzaban hacia el sur se abstuvieron de apoderarse de Praga, y se permitió
a los rusos que tomasen también la capital checa. Algunos dijeron después
608
EL SUPERVIVIENTE
por George Grosz (alemán, luego americano, 1893-1959)
George Grosz, nacido en Alemania, se fue a ios Estados Unidos en 1932, huyendo de los na
zis. Pintó este poderoso cuadro en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial. Expresa lo que
se entiende por colapso de la civilización. La espantosa figura que sale, arrastrándose, de entre
los restos del naufragio, está loca de miedo, según la explicación del propio artista. El hombre
está muriéndose de hambre, sucio, abandonado y solo. Entre sus dientes, sostiene desesperada
mente un cuchillo, que utilizará para luchar con algún otro aterrado superviviente, si lo encuen
tra, o para cazar y cortar alimentos. Adviértase el simbolismo de una svástica rota, en la dispo
sición del cuerpo del hombre y de los despojos. Naturalmente, el cuadro pretende ser repulsivo,
para mostrar las profundidades hasta las que puede degradarse la humanidad, y para incitar así
a los hombres a una acción constructiva. La cuestión inquietante consiste en saber si este cuadro
puede ser un presagio para el futuro. Cortesía de Mrs. Marc J. Sandler.
609
que el destino de la Europa central estuvo determinado por la.guerra en el
Lejano Oriente; los americanos buscaban la ayuda rusa contra Japón, de
la que luego resultó que podían prescindir perfectamente. De cualquier
modo, los rusos se habían apoderado de todas las capitales importantes de la
Europa central y de la oriental; en el caso de Berlín y de Praga, no tenía que
haber sido necesariamente así.
Los aliados occidentales y los soviéticos no ofrecieron condiciones a
Hitler ni a ningún alemán. Exigían una rendición incondicional, y los
alemanes continuaron luchando en las propias calles de Berlín. El último día
de abril, Hitler se suicidó entre las ruinas de su capital, tras haber denuncia
do como traidores a algunos de sus más próximos subordinados del partido.
El almirante Doenitz, designado por Hitler como sucesor suyo, llevó a cabo
las formalidades de la rendición, el 8 de mayo de 1945. Como la lucha había
terminado ya en el frente italiano unos días antes, ahora terminaba la guerra
en Europa.
En el Pacífico, contra el Japón, las operaciones se habían arrastrado a lo
largo de tres años, entorpecidas por la decisión estratégica de concentrar el
esfuerzo, ante todo, contra Alemania. Lentamente, desde diversos puntos
de las Islas Salomón, que constituyen la parte más oriental del archipiélago
indonesio, las fuerzas americanas, al principio muy escasas, se abrían paso
en dirección noroccidental hacia el lejano Japón. Tuvieron que luchar,
sucesivamente, por Guadalcanal, por Nueva Guinea, por la reconquista de
las Filipinas. Tuvieron que luchar por las islas japonesas y por los atolones
del Pacífico central (arrebatados por Japón a los alemanes tras la Primera
Guerra Mundial y convertidos en poderosas bases navales), por las Islas
Gilbert, las Marshalls, las Carolinas, las Marianas. En octubre de 1944,
alcanzaron una gran victoria naval en la batalla del Golfo de Leyte. Por
último, en una de las más grandes y decisivas batallas de la guerra, tomaron
la isla de Okinawa, sólo a 300 millas del propio Japón. Okinawa fue
conquistada precisamente cuando los alemanes se hundían en Europa. Desde
las nuevas bases aliadas que se habían conquistado, desde Saipan, desde Iwo
Jima y desde Okinawa, y desde portaviones, se lanzó una terrible ofensiva de
bombardeos contra Japón, como la que había devastado a Alemania
durante los dos años precedentes, y que destrozó la industria japonesa,
destruyó los restos de la flota japonesa, y obligó al gobierno japonés a
pensar seriamente en pedir la paz. Los dirigentes aliados se negaban a creer
que las defensas japonesas estuvieran a punto de desmoronarse o que los
japoneses estuvieran dispuestos a negociar. El ejército americano se prepa
raba a trasladar fuerzas de combate del escenario europeo al del Lejano
Oriente. Se estaban haciendo los preparativos para una invasión a gran
escala al propio Japón.
Entonces, el 6 de agosto de 1945, una bomba atómica, realizada con el
máximo secreto por científicos americanos y europeos, fue arrojada sobre la
ciudad de Hiroshima, con una población de 200.000 habitantes. La ciudad
fue destruida por aquella sola explosión, y se perdieron más de 70.000 vidas.
Dos días después, la Unión Soviética, que se había comprometido a entrar
en el conflicto de Oriente en el plazo de tres meses después de la rendición de
Alemania, declaró la guerra al Japón e invadió Manchuria. El 9 de agosto,
610
otra bomba atómica todavía más potente cayó sobre Nagasaki y mató a
muchos más miles de personas. Los japoneses hicieron la paz, inmediata
mente. El 2 de septiembre de 1945, se firmó la rendición formal. Se permitió
al emperador que continuase como jefe del estado, pero las islas japonesas
quedaron bajo el dominio de un ejército de ocupación de los Estados
Unidos.
La Segunda Guerra Mundial del siglo XX había terminado. Las mismas
estadísticas, frías e impersonales, que habían registrado 10 millones de
muertos en la Primera Guerra Mundial, registraban ahora unos 15 millones
de muertes militares, y, por lo menos, otras tantas pérdidas civiles. Las
muertes militares rusas se calcularon en más de 7 millones, las alemanas
en 3,5 millones, las chinas en 2,2 millones, las japonesas en 1,3 millones; las
pérdidas inglesas y de la Commonwealth sumaron unas 350.000, las ameri
canas imas 300.000, y las francesas imas 200.000. Las cifras de muertes
habrían sido más altas, si no fuese porque uno de cada dos soldados
gravemente heridos se salvó, gracias a las nuevas medicinas —sulfamidas y
penicilina— y a las transfusiones de plasma sanguíneo. Ninguna de esas
estadísticas militares puede ser más que aproximada, y nadie pudo calcular el
precio total de vidas perdidas en la guerra, directa o indirectamente, a causa
de los bombarderos, de los exterminios masivos, así como de la política de
deportaciones y de hambres y epidemias de la postguerra. Tal vez las
pérdidas se hayan elevado a 35 ó 40 millones de hombres, mujeres y
niños, pero, ante esas cifras, la mente humana retrocede y la sensibilidad
humana se ofusca. Baste decir que había llegado la paz.
611
Puntos de Woodrow Wilson, Se comprometía a devolver los derechos
soberanos y el autogobierno a todos aquéllos que hubieran sido despojados
de ellos por la fuerza, señalaba que todas las naciones tendrían un acceso
igual al comercio mundial y a los recursos mundiales, que todos los pueblos
trabajarían conjuntamente para conseguir mejores niveles de vida y seguri
dad económica. Prometía que la paz de la postguerra aseguraría a los hombres
de todos los países la liberación del miedo y de la necesidad, y que aca
baría con la fuerza y con la agresión en los asuntos internacionales. Aquí,
como en las Cuatro Libertades anteriormente enunciadas por el presidente
Roosevelt, se proclamaba la base ideológica de la paz. En las conferencias de
1943 y mediante otras consultas, los aliados se esforzaron por coordinar sus
planes militares. En Casablanca, en enero de 1943, decidieron no aceptar
nada que no fuese la «rendición incondicional» de las potencias del Eje. Esta
vaga fórmula, adoptada un tanto alegremente por iniciativa americana, y sin
prestar mucha atención a las posibles implicaciones políticas, pretendía,
sobre todo, impedir que se repitiese una ambigüedad como la que había
rodeado el armisticio de 191810. Aunque muy criticada en años posteriores
(y no plenamente aplicada en el caso de Japón), no puede asegurarse que tal
decisión influyese realmente en el desarrollo de los acontecimientos. La
resistencia alemana se prolongó tercamente, a causa de la bárbara obstina
ción de Hitler y de su apoyo por parte de los militares, y no porque los
dirigentes responsables hubieran estado dispuestos o se hubieran inclinado a
pedir la paz, si los aliados les hubiesen ofrecido unas condiciones adecuadas.
En Teherán, en diciembre de 1943, los aliados discutieron la ocupación y la
desmilitarización de Alemania y fijaron los planes para el establecimiento de
una organización internacional para la postguerra.
A medida que los ejércitos rusos avanzaban contra los alemanes en 1944,
el destino de la Europa centra] y de la oriental fue convirtiéndose en una
cuestión muy importante. A lo largo de toda la guerra, Roosevelt y los
americanos, que no querían perturbar la unidad de la coalición occidental-
soviética en la lucha global, siguieron una política consistente en aplazar las
decisiones territoriales y políticas conflictivas hasta que la victoria estuviese
asegurada. Churchill era más receloso. Formado en la tradicional política del
equilibrio-de-potencias, comprendía que, sin la previa negociación de unos
ajustes políticos, la victoria sobre los nazis equivaldría a la dominación rusa
sobre toda la Europa oriental. Actuando por su propia iniciativa, visitó a
Stalin, en octubre de 1944, y esbozó una demarcación de esferas de influen
cia para las potencias occidentales y para los Soviets en los estados balcáni
cos (un predominio ruso en Rumania y en Bulgaria, un predominio occiden
tal en Grecia, una división paritaria de influencia en Hungría y Yugosla
via). El control ruso sobre los estados bálticos había sido concedido por los
ingleses, virtualmente, ya con anterioridad. Pero Roosevelt y el Departamen
to de Estado no ratificarían aquel acuerdo, que ellos consideraban anticuado
y una peligrosa resurrección de los peores aspectos de la diplomacia anterior
a 1914. Sin embargo, era preciso adoptar decisiones políticas sin tardanza.
612
Las dos conferencias que alcanzaron las decisiones políticas más importantes
fueron las reuniones de Yalta y de Potsdam en 1945.
613
polacos serían compensados, al norte y al oeste, a expenséis de .Alemania11.
Sobre ésta y otras cuestiones relacionadas con Alemania, hubo un extenso
campo de acuerdo; los tres estaban unidos en su aversión al nazismo y al
militarismo alemanes. Alemania sería desarmada y dividida en cuatro zonas
de ocupación bajo la administración de las Tres Grandes potencias y Francia
—ésta, a insistentes requerimientos de Churchill—. Hubo uncís vagas conver
saciones, en Yalta y anteriormente, acerca de la desmembración de Alema
nia, de la anulación de la obra de Bismarck, pero se comprendieron las
dificultades de tal empresa y se aplazó la propuesta, que luego sería
completamente desechada. También fue desechado, por impracticable, el
plan Morgenthau, que se consideraba todavia seriamente en 1944, y cuyo
objetivo era la transformación de la Alemania industrial en una economía
pastoral y agrícola propia del siglo XVIII. Los americanos y los ingleses
rechazaron como excesivas las demandas de reparaciones formuladas por los
Soviets, por un total de 20.000 millones de dólares que habían de ser
pagados en especie, la mitad de los cuales correspondería a los Soviets. Pero
se acordó que las reparaciones se entregarían a los países que hubieran
soportado las cargas más duras de la guerra y sufrido las más graves
pérdidas. La Unión Soviética recibiría la mitad de la suma total que se fijase,
cualquiera que ésta fuese.
Para satisfacción de todos, los participantes estuvieron de acuerdo en los
planes para una organización internacional de postguerra, que recibiría el
nombre de Naciones Unidas. Roosevelt consideraba esencial ganar a los
soviets para la idea de una organización internacional. Estaba convencido de
que las grandes potencias, cooperando dentro del marco de las Naciones
Unidas, y actuando como policías internacionales, eran las únicas que
podrían preservar para el futuro la paz y la seguridad del mundo. Subrayaba
la importancia de las grandes potencias en la nueva organización, en medida
no menor qué Stalin o que Churchill, pero señalaba también un papel digno
para las otras naciones. Todos estuvieron de acuerdo en que cada una de las
grandes potencias, miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la
nueva organización, tendría un poder de veto en las decisiones importantes.
Los soviets ejercieron presión para disponer de más de un voto en la
Asamblea General de la nueva organización, alegando que la constitución
soviética concedía derechos soberanos a cada una de sus repúblicas consti
tuyentes, y que los dominios ingleses tendrían un escaño cada uno. En aras
de la concordia, se le otorgaron tres escaños.
Sobre el Lejano Oriente, se alcanzaron acuerdos difíciles. Aquí, las
decisiones políticas y militares se hallaban inextricablemente enlazadas. En
abril de 1941, los soviets habían firmado un tratado de no agresión con el
Japón y habían permanecido neutrales en la guerra del Pacífico, a pesar de
sus intereses históricos en el Lejano Oriente. Dada la magnitud de su
esfuerzo de guerra en el frente europeo, nadie presionó a los soviets para que
entrasen en la guerra del Pacífico. Se acordó esperar, por lo menos, hasta
que los alemanes estuviesen al borde de la derrota. En Yalta, Stalin se avino
a entrar en la guerra contra el Japón, pero aseguró que la «opinión pública»
614
soviética pediría una compensación. Se estipuló que la U .R .S.S. entraría en
la guerra contra Japón, «dos o tres meses» después de la rendición de
Alemania. En compensación los soviets recuperarían los territorios y los
derechos que Japón había arrebatado a la Rusia zarista cuarenta años
antes, en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, la mitad meridional de la
isla Sajalín, y en Manchuria especiales concesiones en el puerto libre de
hielos de Dairen y en la base naval de Port Arthur, así como el control
conjunto con China sobre los ferrocarriles manchurianos que conducen a
esos puertos; además, los soviets recibirían las Islas Kuriles,* que no habían
sido rusas antes12. La posición rtisa en la Mongolia Exterior permanecería
también inalterada. A su vez, Stalin confirmaba la soberanía política china
sobre Manchuria, a pesar de los privilegios concedidos a los soviets, y
prometía el apoyo soviético al gobierno nacionalista de China, entonces en
difíciles relaciones con los comunistas chinos13.
Pero China no era partícipe de ninguna de aquellas concesiones, que
durante algún tiempo se mantuvieron secretas. Roosevelt se encargó de
lograr el consentimiento de Chiang Kai-shek, lográndolo, en efecto, a
continuación. Con las concesiones territoriales a los soviets en el Lejano
Oriente, las potencias occidentales parecían estar autorizando la sustitución
del imperialismo japonés por el imperialismo ruso en la zona largamente
discutida de la China del nordeste, y sin que China tuviese voz en la
cuestión, en absoluto. Las concesiones eran el precio que había que pagar a
los soviets por su ayuda contra los japoneses, ayuda que entonces se
consideraba indispensable para la derrota final del Japón. Lo que realmente
exasperó a muchos, en años posteriores, fue que la entrada de Rusia en la
guerra, según lo establecido, no tuvo consecuencia militar alguna; se produ
jo dos días después del lanzamiento de la bomba atómica y en un momento
en que los japoneses se hallaban en una situación desesperada, cerca del
colapso y de la rendición, incluso aunque la bomba atómica no se hubiese
arrojado. No era necesario haber hecho las concesiones en el Lejano
Oriente. Aun sin el acuerdo de Yalta, tal vez nada excepto la fuerza habría
podido disuadir a Stalin de entrar en la Manchuria después del colapso
japonés, o también de controlar la Europa oriental, como él deseaba. Pero el
acuerdo de Yalta vino a prestar una aureola de respetabilidad a la expansión
soviética.
Roosevelt hizo concesiones en Yalta, no sólo también porque creía que
necesitaba el apoyo de los rusos en la última fase de la guerra contra los
japoneses; quería conservar la coalición occidental-soviética hasta que la
victoria final estuviese garantizada. Y, sobre todo, pensaba que la armonía
del tiempo de la guerra produciría la cordialidad en la postguerra, especial
mente si todas las personalidades participantes vivían para asegurarla.
Churchill, menos seguro del futuro y de la «diplomacia por la amistad»,
habría peferido una definición y un reconocimiento más explícitos de las
esferas de influencia. Aquellas ideas fueron desechadas como el pensamiento
de una época ya pasada. Pero el espíritu de la Carta del Atlántico, tan
615
estrechamente identificada con el presidente americano, la promesa de la
autodeterminación soberana para todos los pueblos, fue infringido en Yalta,
en muchos aspectos. Como el Tratado de Versalles de 1919, las decisiones de
Yalta no habrían sido tan decepcionantes, si no se hubieran propuesto unos
objetivos tan altos.
En Potsdam, en julio de 1945, tras el hundimiento alemán, los Tres
Grandes volvieron a reunirse. Los Estados Unidos se hallaban representados
por un nuevo presidente americano, Harry S. Truman; el Presidente Roose
velt había muerto en abril, en vísperas de la victoria final. Churchill,
mediada ya la conferencia, fue sustituido por un nuevo primer ministro
británico, Clement Attlee, tras la victoria del Partido Laborista en las
elecciones. Stalin seguía representando a Rusia. Ahora, los desacuerdos
entre los aliados occidentales y los soviets se habían profundizado, no sólo
respecto al control soviético de Polonia, de la Europa oriental y de los
balcanes, sino también sobre las reparaciones alemanas y otras cuestiones.
Pero los dirigentes occidentales continuaban dispuestos a hacer concesiones,
en la esperanza de establecer unas relaciones armoniosas. Se proclamaron
acuerdos sobre el tratamiento de Alemania en la postguerra, sobre el
desarme alemán, la desmilitarización, la «desnazificación» y el castigo de los
criminales de guerra. Se acordó que cada potencia podría cobrar reparacio
nes en especie de su zona de ocupación, que los rusos obtendrían importan
tes entregas adicionales de las zonas occidentales, de modo que, virtualmen
te, se satisfaría la demanda original soviética de los 10.000 millones de
dólares. Hasta el tratado final de paz, el territorio alemán al este de los ríos
Oder-Neisse se encomendaba a la administración polaca. Los detalles de esta
decisión se habían aplazado, anteriormente; ahora, la frontera polaco-ale-
mana se fijaba en el occidental Neisse, más al oeste todavía de lo que inicial
mente se proyectaba. Polonia extendía así sus fronteras territoriales unos cien
to cincuenta kilómetros hacia el oeste, en compensación de la expansión rusa
hacia el oeste, a expensas de Polonia. La Prusia Oriental alemana fue
dividida, de un modo similar, entre Rusia al norte y Polonia al sur.
Kónigsberg, fundada por los Caballeros Teutónicos, durante siglos sede de
los duques prusianos y ciudad de la coronación de sus reyes, se convirtió en
la ciudad rusa de Kaliningrado. Las antiguas ciudades alemanas de Stettin y
Breslau se transformaron en las ciudades polacas de Szczecin y Wroclaw. La
administración de fa cto de aquellas zonas se enquistó en dominación perma
nente. Se suponía que el traslado de la población alemana de aquellas áreas
orientales se efectuaría de un modo ordenado y humano, pero millones de
alemanes fueron expulsados de sus casas o huyeron, en el plazo de unos
pocos meses. Para ellos (y para los alemanes que fueron arrojados de la
tierra de los sudetes) era la consumación final de la guerra que Hitler había
desencadenado.
En Potsdam, se acordó que se firmarían tratados de paz, tan pronto
como fuese posible, con los antiguos estados satélites alemanes; la tarea de
prepararlos fue encomendada a un Consejo de Ministros de Asuntos Exte
riores que representaban a los Estados Unidos, a Inglaterra, a Francia, a la
Unión Soviética y a China. En los meses que siguieron, el creciente distancia-
miento entre los Soviets y Occidente se puso de manifiesto en tempestuosas
616
reuniones del Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores celebradas en
Londres, París y Nueva York, así como en una conferencia de paz reunida
en París en 1946, en la que estaban representados.los veintiún estados que
habían contribuido con fuerzas militares importantes a la derrota de las
potencias del Eje. Dieciocho meses después de Potsdam, en febrero de 1947,
se firmaron tratados con Italia, Rumania, Hungría, Bulgaria y Finlandia.
Todos aquellos estados pagaron reparaciones y aceptaron determinados
ajustes territoriales. En 1951, se firmó un tratado de paz con Japón, pero
no por parte de los Soviets, que hicieron su propio trátado de paz en 1956.
Los años pasaron, y no se firmó ningún tratado final de paz con Alemania,
con una Alemania dividida en dos. Porque la coalición occidental-sovíética
del tiempo de la guerra se había deshecho, destruyendo los sueños y las
aspiraciones de los que habían libra'do la Segunda Guerra Mundial por un
triunfo resonante sobre un tipo de agresión y de totalitarismo, y que luego se
encontraron ante una nueva época de crisis.
617
PA R A D O JA S D E LA M O D ER N ID A D
La «modernización» es una experiencia que los pueblos de todo et mundo están abordando a
finales- del siglo XX. Adopta muchas formas, pero entre sus signos más evidentes figuran los
aviones y los supermercados, la tecnología de las computadoras y la congestión urbana. En las
páginas que siguen se indica que estos signos pueden encontrarse ahora en todos los continentes.
Una consecuencia es una nueva uniformidad global en ciertos aspectos de la civilización. Ya
no es un problema de occidentalización, como solía decirse de lo que ocurría e ne l Japón y en
Rusia, ni de la americanización del mundo, a la que, a veces, se ha hecho alarmada referencia.
Es un proceso en el que americanos y europeos han servido como instrumentos, pero que surge
de los efectos de la ciencia, de la ingeniería, de la medicina, de los transportes y de las comunica
ciones electrónicas del mundo moderno, donde quiera que estos se introducen. Parece que los
seres humanos de todas las culturas y razas pueden desarrollar una aptitud para ejercer esas
actividades, y que tienen necesidades que esas actividades pueden satisfacer.
Pero, a medida que la civilización moderna se hace más extensa, se establecen paradójicas
contracorrientes. Las culturas se interpenetran. Mientras Asia y Africa adoptan nuevas técnicas
de Occidente, europeos y americanos buscan las religiones orientales o encuentran un nuevo
signiñcado en el arte de las tribus del Africa Occidental. Las culturas más antiguas se desgastan
en Asia y en Africa, y también en el propio Occidente, donde las prácticas que han caracteri
zado a Europa, por lo menos desde el Renacimiento —en pintura, escultura, arquitectura, litera
tura, religión, valores personales, educación de los niños y vida familiar—, han sido cada vez
más puestas en cuestión. Por otra parte, algunos pueblos sienten una nueva fidelidad a su pa
sado, como un medio de subrayar su propia identidad. Aceptando la interdependencia de una
civilización mundial, se esfuerzan no sólo por la independencia política, sino también por la
cultural o espiritual.
Para poner en funcionamiento una linea aérea, o cualquier otro sector de la civilización
moderna, se requiere un alto grado de precisión, de división del trabajo y la sincronización de
los esfuerzos de muchas personas que tienen que realizar determinados actos, en un momento
dado. Estas, a su vez, presuponen la objetividad del conocimiento y la racionalidad de la
conducta, asi como una aceptación de la disciplina, de la previsión, de ia organización y de la
dirección. Pero estas mismas cualidades generan sus contrarios. Es otra paradoja que se hayan
interpretado como signos de modernidad en el siglo XX unas nuevas filosofías de subjetividad y
de irracionalismo, las revueltas contra la forma y las demandas de una libre autoexpresión. La
organización restringe la libertad, pero es necesaria para la vida moderna. No es fácil para el
hombre adaptarse al medio social que él mismo ha creado para mejorar su situación. La para
doja es tan vieja como Rousseau, pero se percibe más claramente cada día.
L as o ficin as de las International Busines Machines (IB M = M á q u in as C om erciales In te rn a
cionales) p arecen en e x trañ a c o m p a ñ ía al la d o de u n a m ezq u ita en E stam b u l (T u rq u ía), p ero lo
p arecerían tam b ién al lad o de u n a iglesia gó tica en E u ro p a . A q u í hay la ad ' :¡onal y u xtaposición
de O rien te y O ccid en te.
A la derech a, d o s jó v en es tr a b a ja n en u n p ro b le m a de c o m p u ta d o ra en la U niversidad de
Ib a d a n , en N ig eria. Sus trajes reflejan su tiem p o y su lu g ar, p e ro el joven de la derecha m uestra
u n a co n cen tració n y u n a perp ejid ad q u e son universales. L a U niversidad de Ib a d a n es u n a
n u ev a-in stitu ció n , q u e d a ta de 1962, p e ro la m u ltip licació n de U niversidades, con sus pro b lem as
co n sig u ien tes, es u n signo de m o d ern izació n en to d o s los países.
620
La escena superior corresponde a Mongolia, donde el slogan de la modernización ha sido:
«Hoy, un millón de caballos; mañana, un millón de máquinas»: Un jinete monta un caballito
del tipo en que sus antepasados recorrieron repetidamente el interior de Asia, mientras su
sonriente compañero, en una motocicleta, parece que podría hacer lo mismo.
A la derecha, tres mujeres Yoruba compran en un supermercado en Lagos (Nigeria). La
urbanización ha avanzado tan rápidamente en A f r i m míe T aonc tiene ahora cerca de un millón
de habitantes en su área metropolitana. La mayor parte de ellos nacieron en zonas rurales, en cir
cunstancias muy diferentes.
622
w
Los supuestos subyacentes en el arte occiden
tal desde el Renacimiento tal vez han sido aban
donados más plenamente en la escultura. La es
tatua que celebraba a un gran hombre o una fi
gura alegórica desde el siglo XV hasta el XIX ha
llegado a ser todavía más rara que el retrato re
alista en la pintura; hoy incluso podría conside
rarse ridicula.
Henry Moore, a la izquierda, nacido en Ingla
terra en 1898, es uno de los más importantes es
cultores del siglo XX. Aquí le vemos en un cuar
to donde guarda su colección de maquetas de ye
so, los modelos de trabajo de los productos reali
zados durante su larga carrera. Ya en 1920, rom
piendo con las tradiciones europeas de la escul
tura, se interesó por el arte de la América preco
lombina, del Africa negra y de la Grecia arcaica
o preclásica. Los modelos de los estantes revelan
influencias de este tipo. En la búsqueda de un
nuevo acento, de una audacia de linea o de una
intensa abstracción, lo moderno y lo primitivo
coinciden.
625
A la derecha, unos trabajadores decoran la base de una nueva construcción en Lagos. La
construcción —la Casa de la Independencia, de 25 pisos— es un monumento a la moderniza
ción, pero la fachada que aquí se muestra, con su bajorrelieve, obra del escultor nigeriano Relix
Idubor, representa tres figuras del folklore tradicional o de la historia.
Arriba, un grupo de mujeres, en la India, escucha a una socióloga su explicación acerca de la
planificación familiar y de .la anticoncepción, como parte de un programa nacional e internacio
nal destinado a controlar el explosivo crecimiento de población, que en la India ha estado crecien
do en unos diez millones anuales.
626
A la izquierda; hora punta en Tokio. De no ser por los tres caracteres japoneses y por los
rostros japoneses también, ésta podría ser una imagen de muchas otras ciudades del mundo,
donde miles de hombres y mujeres tienen que salir para sus casas, a considerables distancias,
exactamente al mismo tiempo.
Arriba, coches americanos son descargados en un muelle del Golfo Pérsico. Su destino es
Kuwait, a donde un centenar de ellos serán conducidos en una caravana del desierto de estilo
moderno. La dependencia de los países industriales del petróleo del Oriente Medio se compensa,
en parte, por la dependencia del Oriente Medio de los vehículos motorizados de los países
industriales.
629
630
Arriba, cinco discípulos consultan a un «gura» o maestro religioso, en un oscuro retiro, en
las laderas del Himalaya. Los dos primeros son latino-americanos y han acudido a la India, en
la creencia de que las Filosofías del hinduismo y de los antiguos mayas pueden tener mucho en
común. En todo caso, buscan algo que no encuentran en la civilización moderna.
A la izquierda, un super-exprés japonés pasa ante el monte Fuji, entre Tokio y Osaka. A un
que no sea una paradoja, es, por lo menos, digno de comentario que algunas formas de moder
nización hayan avanzado más en el Japón que en Europa o en América del Norte.
631
XIV LA EPOCA CONTEMPORANEA: GUERRA FRIA,
COMUNISMO Y REVOLUCIÓN COLONIAL
Pueblo y naciones
634
dad de personas privadas que elegían los canales de inversión y determina
ban así la existencia de puestos de trabajo, y el intercambio se verificaba a
través del mecanismo del mercado. Lógicamente, ninguno de los dos siste
mas era puro en la práctica, y, en realidad, las economías mixtas se
convirtieron en la norma en muchos países, pero las diferencias seguían
siendo pronunciadas. El principal inconveniente del sistema soviético era su
falta de libertad; el del sistema americano, su falta de estabilidad y de
seguridad económica. Los americanos dedicaban mucho más tiempo a tratar
de corregir la falta de seguridad, que los soviéticos a tratar de corregir la
falta de libertad.
La devastación de la Europa occidental en 1945, el problema de una
industrialización arruinada en una de las áreas industriales más importantes
del mundo, y el de una. sociedad incapaz de producir con eficiencia, pero
obligada a producir lo suficiente para satisfacer a una población civilizada,
planteaban, inevitablemente, cuestiones políticas. Y no era Europa el único
centro de conflictos. En Asia y en Africa, el efecto de las ideas y de las
tecnologías occidentales había contribuido a crear sociedades que procura
ban el perfeccionamiento tecnológico occidental, pero que, al mismo tiempo,
también trataban de independizarse de Occidente. Las condiciones de una
industrialización de dimensión mundial, y los adelantos en medicina, sani
dad y salud pública, contribuían a hacer más densas las poblaciones, que,
después de la guerra, aumentaban a unos ritmos sin precedentes. Los nuevos
gobiernos creían que sólo mediante la industrialización podían elevar sus
niveles de vida. Necesitaban maquinaria, préstamos, consejeros; miraban, de
una parte, a la Unión Soviética, y, de otra, a los Estados Unidos. El
colonialismo en Asia y en Africa estaba muerto, pero la necesidad de
ayuda de los asiáticos y de los africanos estaba muy viva; en el suministro de
esa ayuda iba a entablarse la competencia.
Otra pregunta surgía en torno a la unidad y diversidad del mundo
contemporáneo. ¿Era el mundo contemporáneo, realmente, «un mundo», o
no lo era? Era un mundo, en el sentido de que requería una gran cantidad de
mutuo intercambio y en el sentido de que las repercusiones políticas se
extendían por él rápidamente y las culturas mundiales se interrelacionaban
como nunca lo habían hecho antes. Pero estaba lejos de ser un mundo
homogéneo; todos admiraban la turbina de vapor y se estremecían ante la
fisión atómica, pero, fuera del marco material, sus esquemas de valores
diferían ampliamente. Nadie quería estar subordinado a otro, o perder su
modo de vida en una civilización mundial uniforme. Aquí se encuentra la
raíz del problema de la independencia nacional y de su corolario, la
organización mundial.
Después de la Segunda Guerra Mundial, como después de la Primera, se
creó una organización internacional para impedir la guerra en el futuro1.
Una conferencia de todas las potencias anti-Eje, reunida en San Francisco en
1945, estableció las Naciones Unidas y redactó su Carta. La nueva organiza
ción se proponía mantener la paz y la seguridad internacionales, estimular fa
cooperación en la solución de los problemas sociales, económicos y cultura
635
les internacionales, y trabajar por la igualdad y la expansión de la libertad
humana. De sus numerosas agencias, dos eran centrales. La Asamblea
General era un cuerpo deliberante, en el que todos los estados soberanos
reconocidos, por pequeños que fuesen, se consideraban iguales. El Consejo
de Seguridad, cuya responsabilidad primordial era la conservación de la paz,
se componía de quince miembros, es decir, los cinco estados considerados
Grandes Potencias como miembros permanentes y diez miembros adiciona
les, por rotación, que habían de ser elegidos por la Asamblea para períodos
de dos años. Exceptuados los Estados Unidos y la U .R .S.S., no era fácil
definir a las Grandes Potencias en 1945, pero los escaños permanentes
fueron asignados a los Estados Unidos, a la Unión Soviética, a Gran Bretaña,
a Francia y a China.
Cada miembro permanente tenía un poder de veto. Así pues, el Consejo
de Seguridad podía actuar en asuntos importantes, sólo cuando se alcanzaba
la unanimidad entre las Grandes Potencias. El poder de veto de las Grandes
Potencias suscitó muchas críticas, pero se consideró necesario. En las crisis
importantes, seria preciso el acuerdo de las Grandes Potencias para mante
ner la paz mundial. La U.R .S.S. pedía el veto más abiertamente (y lo empleó
más libremente), pero tampoco los Estados Unidos se habrían integrado en
las Naciones Unidas sin aquella salvaguardia. Muchos recordaban que la
antigua Sociedad de Naciones fue débil porque los Estados Unidos nunca se
habían integrado, y porque la Unión Soviética sólo había sido admitida
tardíamente. En años sucesivos, incluso países pequeños se negaron, en
ocasiones, a cumplir los acuerdos de las Naciones Unidas. Lo cierto era que
ninguna nación, grande o pequeña, estaba dispuesta a renunciar a su
independencia en una cuestión considerada vital, o a sumergirse en un estado
mundial con autoridad para reprimir la violencia en cualquier parte, como
podía hacerlo el estado nacional dentro de su fronteras.
Las Naciones Unidas tuvieron, inicialmente, cincuenta y un miembros
—los países implicados, de algún modo, en la guerra contra el Eje— . Su cuar
tel general se situó en Nueva York. La Carta preveía la admisión de nuevos
miembros, incluidos los antiguos países del Eje y sus satélites, y también los
que en la guerra se habían mantenido neutrales, a fin de poder ser verdade
ramente internacional. Desde 1947 a 1955, fueron admitidos pocos estados
más; en 1955, se sumaron dieciséis naciones, y después, en las dos décadas
siguientes, la organización se amplió casi hasta el triple de su número inicial.
No sólo en el número de miembros, sino también en otros aspectos, las
Naciones Unidas, y especialmente la Asamblea General, se desarrollaron a lo
largo de unas líneas no previstas en 19452. Pero, por lo general, en el
periodo de la postguerra, la rivalidad entre las dos superpotencias, Estados
Unidos y la Unión Soviética, frustraron todos los esfuerzos internacionales
por lograr el desarme y la paz.
La lucha p o r Europa
Aunque el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas preveía escaños
permanentes para cinco potencias, la guerra, en realidad, sólo dejó dos
636
Grandes Potencias que todavía se mantenían con fuerza, los Estados Unidos y
la Unión Soviética. Desde el siglo XVII, el mundo ha solido tener alrededor de
media docena de Grandes Potencias. Que en 1945 sólo hubiera dos, suponía
una gran diferencia. Además, las dos eran superpotencias, gigantescos paises
continentales, dueños de unos recursos y de una fuerza militar enormes, que
eclipsaban a todos los demás estados, incluidas las potencias europeas que,
durante largo tiempo, habían dominado los acontecimientos en los siglos
modernos. La característica de un sistema de dos estados, que no se
encuentra en un sistema de múltiples estados, es la de que cada superpoten-
cia sabe de antemano cuál puede ser su único enemigo peligroso. En tal
situación, la sutileza diplomática desaparece. Las medidas que cualquiera
de las dos potencias adopta para su propia seguridad son consideradas como
provocaciones por la otra. Después de la guerra, los Estados Unidos y la
U .R .S.S., cayeron en esta incómoda relación recíproca. Desde 1945 en
adelante, se implantó un antagonismo diplomático e ideológico de intereses y
de ideas, que se conoció como la Guerra Fría.
Ya hemos señalado el estado de cosas, al final de las hostilidades3. Lns
ejércitos rusos ocupaban la Europa oriental hacia el oeste, hasta el río Elba;
los ejércitos americano, inglés y francés conservaban el resto de Alemania, la
mayor parte de Austria y toda Italia. El movimiento de los ejércitos de tierra
durante la lucha determinó, en general, las esferas de influencia después de
la paz, excepto en lo que se refería a las zonas de Alemania, donde las cuatro
potencias aliadas efectuaron los traslados de fuerzas necesarios para ocupar
las, de acuerdo con lo establecido en Potsdam. En el último momento, en
agosto de 1945, los soviets habían declarado la guerra al Japón, y penetrado
en Manchuria y en Corea. Después, de la guerra, desde 1945 a 1947,
prestaron ayuda a los separatistas del Irán septentrional; presionaron a los
turcos para lograr un .control conjunto de los Estrechos; apoyaron a los
comunistas en una guerra civil en Grecia; impusieron gobiernos comunistas
en los países de la Europa oriental; instalaron un régimen comunista en la
Alemania Oriental; se negaron a cooperar en programas económicos de
ayuda a la Alemania ocupada; y rechazaron las propuestas de desarme
atómico. En Asia, apoyaron los movimientos de independencia de dirección
comunista en Indochina y en otras partes, y ayudaron a establecer un
régimen pro-comunista en Corea del Norte.
Nadie podía saber (ni siquiera en la U .R .S.S.) lo que Stalin y sus
próximos colaboradores del Kremlin creían o pretendían, realmente, en
1945. Probablemente, como consumados marxistas-leninistas, consideraban
inevitable, en un futuro indefinido, un choque entre la U.R .S.S. y las
potencias occidentales. Probablemente, estaban preocupados por el mono
polio americano de la bomba atómica, y, posiblemente, por la fuerza
económica del capitalismo americano, que podía tratar de recuperar merca
dos en la Europa oriental y en otras áreas. Probablemente, se daban cuenta
de que la fluida situación de la postguerra les permitía establecer una zona
exterior amortiguadora, favorable a la U .R .S.S., plan en el que se habían
aventurado ya al aliarse con Alemania en 1939, y que les había facilitado la
637
absorción de la Polonia oriental y de los estados bálticos (o la reabsorción,
porque aquellas regiones habían sido rusas durante más de un siglo, con
anterioridad a 1918). Probablemente, veían en la secuela de la Segunda
Guerra Mundial, como en la de la Primera, úna oportunidad para impulsar
la revolución marxista internacional en Europa y en Asia. Tanto si los rusos
estaban actuando defensivamente para proteger su seguridad nacional como
si lo hacían agresivamente para promover el comunismo a escala mundial, el
presidente Truman y sus consejeros se hallaban convencidos de que los
soviets estaban embarcados en una ofensiva comunista universal, que ellos
tenían la obligación de detener.
Una de las primeras bajas del desacuerdo fue un plan presentado por los
Estados Unidos para poner la fabricación de armas atómicas bajo supervi
sión internacional. Los Estados Unidos proponían un organismo de control
internacional para impedir la fabricación de bombas atómicas por gobiernos
nacionales; ese organismo tendría derecho a enviar inspectores, cuando así
lo deseara, a todos los países, y a imponer sanciones, al margen del veto,
contra cualquier país que fuese declarado culpable de usos no autorizados de
la energía atómica. Los soviets siempre habían rechazado la idea de que los
extranjeros examinasen libremente su sociedad. Declararon que la inspección
violaría la soberanía nacional, y pusieron en duda la buena fe de la
propuesta americana. Al rechazar la propuesta, continuaron su investigación
atómica, al igual que los Estados Unidos. En 1949, la U .R .S.S. estaba
equipada para llevar a cabo una guerra atómica. La carrera de armamentos
atómicos, uníversalmente temida, había comenzado.
La Unión Soviética, para proteger sus intereses en un organismo interna
cional en el que la abrumadora mayoría estaba firmemente contra ella, hacía
un frecuente uso de su veto en las Naciones Unidas. Desde 1945 a 1955, los
soviets utilizaron el veto setenta y cinco veces, y los Estados Unidos, tres.
Los Estados Unidos consideraban inadecuadas a las Naciones Unidas como
instrumento para detener la expansión comunista. Como Gran Bretaña no
podía prestar una ayuda importante, en ningún sentido, a causa de su
debilidad económica, los Estados Unidos formularon una política nacional
positiva propia para «contener» al comunismo, que comprometía a los
Estados Unidos en nuevas responsabilidades globales. En 1947, en virtud de
la «Doctrina Truman», facilitaron equipamiento militar y consejeros milita
res profesionales a Grecia y a Turquía, y anunciaron una política de ayuda a
todos los pueblos, para impedir la captura violenta de sus gobiernos por
partidos minoritarios. Al propio tiempo, el Secretario de Estado, George
Marshall, en 1947, anunciaba un programa americano de amplia ayuda
económica a todos los países europeos —incluidos los satélites soviéticos, si
la aceptaban—. Se esperaba que la reconstrucción económica de Europa
evitaría los avances comunistas debidos al hambre y a la miseria.
Los soviets, por su parte, denunciaban a los capitalistas e imperialistas
americanos como «traficantes de guerras». Con los Estados Unidos arman
do a Grecia y a Turquía, con portaviones americanos capaces de navegar por
todo el Mediterráneo o de situarse frente a la costa de Murmansk, con bases
aéreas americanas instaladas o fáciles de instalar en el Oriente Medio, con los
americanos ocupando Corea del Sur y Japón y anexionándose, virtualmente,
638
Okinawa, y con el grueso de los Estados Unidos cerca, a través del Polo Norte,
de los centros vitales de la Unión Soviética, y con la capacidad americana de
bombarderos de gran autonomía ya suficientemente demostrada, era natural
que los soviets se sintiesen cercados. Los recelos soviéticos —que databan de
la intervención occidental en las guerras civiles rusas de 1918-1919, del Pacto
de Munich de 1938, de la cotroversia acerca del segundo frente en la
Segunda Guerra Mundial, del brusco cese de la Ley de Préstamo y Arriendo
al final de la guerra y de otras fuentes de fricción— se vieron incrementados.
El gran motivo de rivalidad en los primeros años de la postguerra fue
Europa. En 1945, Europa, la más importante protagonista de esta larga
historia, se hallaba en ruinas. La Segunda Guerra Mundial la dejó en un
estado de postración y de desorden peor que la Primera. La destrucción
física era incomparablemente mayor. En la Primera Guerra Mundial, la
guerra de trincheras había destruido totalmente las regiones fronterizas. En
la Segunda, la lucha por tierra había convertido en ruinas a Rusia occiden
tal, y los bombardeos aéreos habían reducido a montones de escombros
ciudades enteras, especialmente en Alemania. Los llamados bombardeos
estratégicos de los aliados habían destruido la industria productiva y los
medios de transporte del Continente. Los artículos, aun en el caso de que se
produjesen, no podían transportarse; millones de refugiados que huían de
las ciudades bombardeadas o de regímenes políticos hostiles buscaban deses
peradamente un albergue. La guerra había asolado una de las áreas indus
triales más importantes del mundo y hundido su sistema económico.
En uno o dos años, las devastaciones locales más graves estaban repara
das, pero los problemas de transperte y de intercambio continuaban. La
Europa industrial no podía comerciar con la Europa oriental agrícola, ni con
el mundo. El Continente estaba en la misma situación en que la Primera
Guerra Mundial había dejado a Viena. Europa era una metrópoli mundial,
una especie de gigantesca ciudad continental, separada de las áreas con las
que había mantenido su comercio. Había vivido, durante mucho tiempo, de
importaciones que ya no podía pagar. Y no podía pagar, porque, en la
Segunda Guerra Mundial, como en la Primera, los europeos habían perdido
sus inversiones en ultramar, y los países ultramarinos habían levantado sus
propias industrias y necesitaban menos de las de Europa. Al propio tiempo,
Europa tenía una población políticamente despierta que no aceptaría la
miseria ni la sufriría con callada resignación.
No se podía ignorar a Europa; su población conjunta superaba la de
ambas superpotencias, y, aun en ruinas, poseía una de las instalaciones
industriales más importantes del mundo. Una de las principales cuestiones de
la postguerra, por lo tanto, era la de salvar a Europa, o, en política práctica,
quién sería el «salvador» de Europa. Sólo había dos candidatos: la U.R.S.S.
y los Estados Unidos. A los europeos no les seducía la perspectiva de que los
salvaran los unos ni los otros. La mayor parte de los europeos consideraba el
comunismo como una esclavitud. En Francia y en Italia, desde luego, casi
una cuarta parte de la población votaba por los comunistas, y los comunistas
ocupaban importantes posiciones en los sindicatos; pero el número de los
que realmente deseaban una sociedad comunista no era grande, y muchos
votos comunistas representaban, sobre todo, una oposición a los modos
639
tradicionales y rutinarios de tratar los problemas sociales y económicos.
Entre las clases, existían fricciones sociales, pero, si no se producía una
catástrofe, Europa no se haría comunista. Tampoco era grande el número de
los que deseaban ser remodelados de acuerdo con la economía o con la
cultura de los Estados Unidos. Recelaban incluso de la dependencia de los
favores de los Estados Unidos como de una jugada; recordando la depresión
de 1929, y cómo toda Europa se había hundido tras el cese de los préstamos
estadounidenses, no tenían ni el menor deseo de depender del capitalismo
americano. Europa, como otros grandes conglomerados del mundo, quería
mantener su identidad y su independencia espiritual. Pero, entre los progra
mas de las dos superpotencias, existía la diferencia de que los soviets tenían
más que ganar con el caos de Europa, y los Estados Unidos tenían más que
ganar con su reconstrucción. Inmediatamente después de la guerra, los
Estados Unidos enviaron artículos por valor de miles de millones de dólares
para remediar la miseria de Europa, y luego se aventuraron en el Plan
Marshall. Los motivos secretos del Plan Marshall fueron muy discutidos e
incluso impugnados. En realidad, los americanos satisficieron sus impulsos
humanitarios, encontraron mercados para sus industrias (a expensas de los
contribuyentes americanos), redujeron la tendencia de los europeos de la
clase obrera hacia el campo comunista, y no tardaron en hacer posible una
asombrosa y rápida resurrección de la Europa industrial.
La clave para la resurrección de Europa era Alemania. El Ruhr seguía
siendo el corazón industrial de Europa. Los antiguos aliados habían acorda
do tener una política común y un control conjunto para Alemania, aunque
cada uno ocupase una zona distinta. Estaban de acuerdo en que Alemania
debía pagar reparaciones, especialmente a la Unión Soviética, que era la que
más había sufrido a causa del poderío militar alemán. Poco a poco, el
gobierno americano, para lograr que Europa se bastase a sí misma y fuese
menos dependiente de la ayuda americana, comenzó a apoyar la reconstruc
ción económica de Alemania. Los rusos recelaron. Ellos querían utilizar a
Alemania para reconstruir la Unión Soviética. Los americanos querían utili
zarla para reconstruir Europa, no querían prestar ayuda a Alemania, para que
luego pasase, en concepto de reparaciones, a la U .R .S.S. En 1946, se acabó
la administración conjunta de Alemania. Los rusos consolidaron su situa
ción en la Alemania oriental; los americanos, los ingleses y los franceses se
mantenían en las zonas occidentales. Cada bando procuraba atraerse la
buena voluntad del antiguo enemigo. Cada uno acusaba al otro de partir el
país, violando sus acuerdos.
En 1947, las relaciones entre las dos superpotencias se deterioraron más
aún. En Francia y en Italia, los comunistas, que al principio habían coopera
do en la reconstrucción de la postguerra, ahora estimulaban huelgas casi
insurreccionales, y los ministros comunistas fueron excluidos del gobierno.
A comienzos de 1948, el Partido Comunista Checo tomó el poder en Praga,
poniendo fin a un experimento de coalición democrática y convirtiendo a
Checoslovaquia en un régimen dominado por los comunistas. Los soviets
prohibieron a sus satélites que participasen en el Plan Marshall. En el verano
de 1948, en venganza por la unificación americana, inglesa y francesa de la
Alemania occidental y por la introducción en ella de la reforma monetaria,
640
los soviets bloqueraon Berlín y cortaron todas las rutas por carretera y
ferrocarril, a través de la Alemania Oriental, hacia los sectores occidentales
de la ciudad. Las potencias occidentales, en especial los Estados Unidos,
respondieron con un masivo «puente aéreo», que diariamente transportaba
por el aire miles de toneladas de abastecimientos para impedir el hambre
entre el pueblo de Berlín. Pasado casi un año, se levantó el bloqueo; pero
aquélla no fue más que la primera de varias crisis suscitadas en torno a
Berlín. Mientras tanto, los Estados Unidos y las potencias europeas occiden
tales seguían adelante con sus proyectos de reconstrucción económica y de
defensa de Europa, y la U .R .S.S. unía cada vez más estrechamente a sus
satélites.
641
_nada menos— que un país rico como los Estados Unidos emplease sus
recursos económicos en reanimar a sus competidores. Era una mezcla de
generosidad creadora y de agudeza política. Reconocía la mutua interdepen
dencia de todos los miembros de la economía mundial, y servía a los
intereses americanos garantizando un mercado mundial reanimado, uno de
cuyos principales beneficiarios serían los Estados Unidos. En cuanto a Asia,
Africa y América Latina, donde el problema no consistía en reanimar una
economía industrial enferma, sino en crear una industria, se lanzaron otros
programas de inversión de capital, de gran amplitud. También allí, el
comunismo seria combatido mediante la eliminación de la pobreza y de la
necesidad, sus campos de cultivo.
Los países de la Europa occidental, tras haber recibido su impulso inicial
del Plan Marshall, actuaron con audacia e imaginación. Adoptaron medidas
adicionales propias, encaminadas a la integración económica. En 1952, con
un plan francés desarrollado por Robert Schuman y Jean Monnet, los seis
países industriales continentales —Francia, Italia, Alemania Occidental,
Bélgica, Holanda y Luxemburgo— fundaron una Comunidad Europea del
Carbón y del Acero, para reunir sus recursos de ambos productos. Los
resultados no sólo fueron importantes para la producción, sino que los
órganos supranacionales establecidos en Luxemburgo se convirtieron en el
fundamento de una ulterior cooperación económica y política. En 1957, con
los tratados firmados en Roma, un paso más ambicioso de los mismos seis
países creó la Comunidad Económica Europea, o Mercado Común, que
aspiraba a la eliminación de todas las barreras arancelarias internas, al
desarrollo de un sistema común de tarifas respecto al mundo exterior, y al
libre movimiento de la fuerza de trabajo y del capital dentro del propio
Mercado Común. Además, los seis signatarios proclamaban la integración
económica europea como la vía de acceso a la unidad política. Con los
mismos tratados, para unir su investigación y sus recursos atómicos, los seis
establecían también una Comunidad Atómica Europea.
El Mercado Común, en funcionamiento desde 1958, se convirtió en uno
de los florecientes conglomerados económicos del mundo. En 1968, desapa
reció la última tarifa interna; una población superior a los 175 millones se
reunía en una gran área de libre comercio. Inglaterra, sin decidir si sus lazos
con la Commonwealth y la dependencia de unas importaciones agrícolas de
bajos precios le permitían unirse a la Europa Continental, se abstuvo, al
principio, de solicitar la integración. Después, en 1963 y en 1967, la solicitud
inglesa de integración fue bloqueada dos veces por Francia, cuyo presidente
era entonces el general de Gaulle, el cual consideraba a Inglaterra como una
cabeza de puente para una excesiva influencia americana sobre el Continente
y creía que la unidad continental se debilitaría con la incorporación británi
ca. En 1960, Inglaterra y otras seis pequeñas naciones formaron una
Asociación Europea de Libre Comercio (E.F.T.A . = European Free Trade
Associatiori), que contribuyó también a la liberación del comercio, pero
carecía del dinamismo del Mercado Común y desapareció, diez años des
pués. En 1973, Inglaterra se convirtió, al fin, en miembro de la Comunidad
Económica Europea, así como Dinamarca e Irlanda, con lo que, de las seis
naciones iniciales, se pasó a nueve.
642
Los países de la Europa occidental también avanzaban, lentamente y con
resultados menos espectaculares, hacia la unidad política, hacia la creación
de una Comunidad Europea. La maquinaria legislativa establecida como
autoridad presupuestaria y supervisora para los diversos órganos suprana-
cionales se convirtió en un Parlamento Europeo, que se reunió en Bruselas:
muchos esperaban que, algún día, los delegados serían elegidos por un
electorado de dimensión europea, en lugar de ser nombrados por sus
respectivos gobiernos. La Europa occidental podía pasar de la unión adua
nera a la unidad política, como habían hecho, en otro tiempo, las naciones in-
^ dividuales. La maquinaria económica y política supranacional de la Comuni
dad Económica Europea, los trabajos cotidianos de una burocracia europea
en Bruselas y en Luxemburgo, la estrecha consulta sobre intereses comunes,
eran signos favorables a la unificación europea. El Consejo de Europa,
puramente político, establecido anteriormente en Estrasburgo, en 1949,
continuaba reuniéndose y abogando por la federación de Europa mediante la
cooperación política, pero era menos eficaz. La probabilidad de cualquier
tipo de unidad europea real era todavía remota. Los gobiernos europeos no
tenían prisa por hacer dejación de su soberanía y de su independencia
nacionales. Francia, que había sido una precursora en la construcción del
internacionalismo europeo de postguerra, ahora, bajo la influencia del
general de Gaulle, mostraba signos de un obstinado y persistente naciona
lismo de los viejos tiempos.
Las naciones de la Europa occidental colaboraron también estrechamen
te en la elaboración de convenios militares entre sí y con los Estados Unidos,
al principio para asegurarse contra toda resurrección militar de Alemania,
pero, en seguida, dirigidos solamente contra la expansión soviética. Con
el tratado de Bruselas de 1948, Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda y Luxem
burgo acordaron consultarse acerca de las cuestiones de defensa mutua.
En 1949, los Estados Unidos capitanearon la creación de la Organización del
Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El tratado, inicialmente firmado por
veinte naciones, pero al que pronto se unieron Alemania Occidental (a partir
de 1949, República Federal de Alemania), Grecia y Turquía, pedía a los
Estados Unidos que suministrasen equipamiento para el rearme europeo y
que garantizase a la Europa occidental contra la invasión, siendo la U.R .S.S.
aunque no se especificaba, el único enemigo. En 1950, los Estados Unidos
ejercieron presiones en favor del rearme de la Alemania Occidental. Cuando
la Asamblea Nacional Francesa, en 1954, no aprobó un plan para una
Comunidad de Defensa Europea (con un «ejército europeo» común, en el
que los militares alemanes servirían como soldados «europeos»), nació en
cambio, la Unión Europea Occidental. Esta reunía a las cinco potencias de
Bruselas, y a los Estados Unidos, Canadá, Italia y Alemania Occidental, y
autorizaba a la República Federal de Alemania a crear un ejército nacional
bajo el mando general de la OTAN. Los Estados Unidos, Inglaterra y
Canadá estaban ahora firmemente decididos a la defensa del Continente.
Con las decisiones americana y británica, y con la ansiedad europea centrada
en la expansión soviética, cedía la alarma ante la posibilidad de un resurgen
te militarismo alemán; sólo quedaba en pie un común acuerdo que prohibía
a Alemania la fabricación de armas atómicas. En la guerra atómica, toda la
643
Europa Occidental dependería, para su protección de una sombrilla nuclear
americana.
En menos de una década después de la más devastadora guerra de su
historia, la Europa Occidental se había recuperado económicamente, había
recobrado su identidad, y avanzaba hacia la unidad económica y política.
No podía esperarse que la U .R .S.S. asistiese, indiferente, a la creación de
una nueva superpotencia en su frontera occidental, pues era en calidad de su-
perpotencia como estaba cobrando forma la Europa occidental restablecida y
unificada. Cualquier potencia, y no sólo la Unión Soviética, tendría que opo
nerse a tal consolidación entre sus vecinos. El estímulo americano a la unifica
ción de Europa parecía, pues, a la U .R .S.S. otro acto hostil. Los Soviets
unieron más todavía a sus satélites. Siguiendo el ejemplo de la Comunidad
Económica Europea, formalizaron los lazos entre los satélites europeo-
orientales, mediante la creación de un Consejo de Ayuda Mutua Económica,
en 1949, y completaron una red de alianzas militares en el Pacto de Varsovia
de 1955. Pero estos no eran más que una pequeña parte de los grandes cam
bios que se producían en los mundos comunistas y que habían surgido a partir
de 1945.
644
descendido, aproximadamente a lo largo de la antigua línea Elba-Trieste,
agudizando y profundizando divergencias de siglos en el desarrollo de la
Europa occidental y de la oriental4. Finlandia, Austria y Grecia escaparon a
la dominación comunista, y Grecia sólo tras una terrible guerra civil que se
prolongó hasta 1949, cuando fuerzas anticomunistas, ayudadas por un
ejército británico de ocupación, derrotaron a los comunistas y restauraron la
monarquía griega. En otras partes, después de 1945, como después de la
Primera Guerra Mundial, cayeron las monarquías; en Italia, así como en
Yugoslavia, Bulgaria, Rumania y Albania, donde no podía esperarse que los
nuevos regímenes revolucionarios mantuviesen sus tronos reales. La monar
quía griega fue sustituida por una república, en 1974.
La consolidación del control comunista en la Europa oriental tuvo lugar
por etapas. Durante , la guerra, se había entendido que la potencia o
potencias que liberaran del enemigo una área determinada ejercerían sobre
ella, temporalmente, el control político, hasta que se firmasen los tratados
de paz. De este modo, las potencias occidentales controlaron los aconteci
mientos políticos en Italia, sin consultar a los Soviets. En Polonia, Bulgaria,
Rumania y Hungría, la ocupación militar soviética hizo posible que los
dirigentes comunistas locales, muchos formados en Moscú y que ahora
regresaban del exilio, dominasen los gobiernos de coalición de frente unido.
En un estado como Bulgaria, la dominación comunista fue completa desde el
principio. En el caso de Polonia, la presión en Yalta y en Potsdam obligó a
los Soviets a conceder representación al gobierno en el exilio, entonces en
Londres, de inspiración occidental; el jefe del Partido Agrario regresó a
Polonia como viceprimer ministro. En todas las coaliciones de post
guerra, en la Europa Oriental, los comunistas compartían el poder, pero se
reservaban los ministerios clave del interior, de propaganda y de justicia, y
controlaban la policía, el ejército y los tribunales. Los elementos acusados de
haber sido «fascistas» o de haber colaborado con los nazis eran excluidos de
la vida pública e incluso privados del voto. Aunque muchos de los elementos
políticos nacionalistas y derechistas así excluidos eran, indudablemente,
culpables de colaboracionismo y también de simpatías fascistas, la vaga
definición de «fascista» y de «reaccionario» permitió excluir a muchos que
sólo eran anticomunistas. En las primeras elecciones, en Polonia y en otras
partes, las purgas y la privación de derechos civiles de los «indeseables»
políticos constituyeron una burla, cuando Stalin se había comprometido en
Yalta a celebrar elecciones libres y sin trabas en la Europa oriental. Los
Estados Unidos y Gran Bretaña formularon protestas enérgicas, pero inefi
caces.
Todos los nuevos regímenes introdujeron importantes reformas. Conti
nuando los programas de distribución de la tierra iniciados después de la
Primera Guerra Mundial bajo regímenes no comunistas, confiscaron y
redistribuyeron muchas grandes fincas y roturaron tierra yerma, de modo
que unos 3 millones de familias campesinas adquirieron alrededor de 2,5 de
hectáreas; las reformas agrarias constituyeron el golpe final a la aristocracia
645
terrateniente que en otro tiempo había predominado en el este. Era probable
que las granjas pequeñas, relativamente poco rentables, no aumentasen su
productividad, pero las reformas, exigidas por los partidos agrarios y de los
pequeños terratenientes, eran populares. Los nuevos regímenes, aprove
chándose del hecho de que la industria había estado en manos extranjeras o
regida por colaboracionistas, nacionalizaron también una gran parte de la
economía. En su lucha con la carga de la reconstrucción en la postguerra, se
mostraban bien dispuestos ante la invitación que los americanos les hacían, en
el verano de 1947, para que aceptasen la ayuda del Plan Marshall. Pero Stalin
no permitiría en modo alguno, que aquellos países se deslizasen hacia la órbita
económica occidental, ni veía con buenos ojos el creciente poder de los peque
ños terratenientes, ni la tendencia hacia unas elecciones libres en las que los
comunistas podían perder su predominio. Tras el verano de 1947, allí donde
los elementos no comunistas eran todavía fuertes, los comunistas desplazaron
a sus rivales políticos, prohibieron o redujeron a la impotencia a todos los de
más partidos políticos, y establecieron regímenes comunistas de un solo parti
do, que se denominaban «democracias populares». En Checoslovaquia, don
de dirigentes liberales como Eduardo Benes y Jan Masaryk tuvieron la espe
ranza, durante algún tiempo, de que su país serviría de puente entre los So
viets y los occidentales, el gobierno de coalición se prolongó por más tiempo
que en otras partes, pero acabó en un golpe comunista, en febrero de 1948, y
con la muerte del joven Masaryk, que se suicidó o fue víctima de un crimen
político.
Una vez que los comunistas se apoderaban del control, los dirigentes de
los partidos políticos de oposición, en especial los jefes agrarios, tenían que
huir, o eran encarcelados, o, en otros casos, silenciados. Las democracias
populares chocaban también con la iglesia católica; prelados de alto rango
de Hungría, de Yugoslavia y de otros países fueron denunciados, procesados
y encarcelados, y las propiedades de la iglesia, confiscadas. Como en la
Revolución Rusa, los propios dirigentes acabaron siendo víctimas. Des
de 1949 hasta 1953, reflejando el endurecimiento de la represión dentro de la
Unión Soviética en los últimos años de Stalin, se produjeron, en los más altos
cargos del partido, los conocidos patrones soviéticos de purgas, arrestos,
procesos, confesiones y ejecuciones. Se acusaba a los dirigentes de los
partidos de desviaciones nacionalistas, de las que eran indudablemente
culpables, y de conspirar con Tito, el independentista dirigente comunista de
Yugoslavia. Después, tras la muerte de Stalin, muchos recibieron la vindica
ción un tanto dudosa de la rehabilitación postuma.
El ritmo del cambio se aceleró con los nuevos regímenes. A l igual que en
la Unión Soviética, se decidió colectivizar la tierra como preludio a la
industrialización; la colectivización y la mecanización permitirían a las
granjas menores producir más cosechas, dedicar los obreros excedentes a
la producción industrial, e incluso facilitar capital procedente de los sobran
tes agrícolas para la inversión industrial. Aunque nunca se aplicó tan
brutalmente como en la Unión Soviética en 1929, el programa de colectiviza
ción fue acompañado de presiones y coerciones. Los resultados fueron
diversos. En Bulgaria —el más dócil de los satélites—, más de la mitad de la
tierra de labor estaba colectivizada a finales de 1952, pero, en Hungría, en
646
1953, lo estaba sólo alrededor de un tercio. En Polonia, donde la resistencia
era muy fuerte, la colectivización se detuvo, y el 85 por ciento de la tierra
continuó siendo de propiedad privada. La colectivización aplazó la recupe
ración de postguerra de la Europa oriental; y la agricultura en aquella región,
no menos que en la Unión Soviética, siguió siendo la parte más débil de las
economías socialistas. Los campesinos cultivaban afanosamente las cuarenta
o cincuenta áreas que se les permitían sobre una base individual, y trabaja
ban de mala gana en los grandes colectivos. Por otra parte, la industria
realizaba progresos. Todos los países de la Europa oriental lanzaban planes
quinquenales del tipo soviético. Pero, a causa de la importancia concedida a
la industria pesada y a las presiones para contribuir a las necesidades
económicas de la Unión Soviética, la industrialización originó pocas mejoras
en los niveles de vida. En los últimos años de la vida de Stalin, el
descontento económico y nacional aumentaba en los satélites europeo-orien
tales de la Unión Soviética.
Durante algún tiempo, las políticas de los nuevos regímenes se coordina
ron a través de una nueva organización internacional creada en 1947 y a la
que se dio el innocuo nombre de la Cominform, o Agencia de Información
Comunista. Aunque menos rígidamente organizada que la Comintem, que
había sido disuelta por Stalin en 1943 como un gesto de concordia en
tiempo de guerra, se convirtió en el centro principal de la guerra.de
propaganda contra Occidente, hasta su disolución en 19565. Las relaciones
de las democracias populares con la Unión Soviética se formalizaron tam
bién, como hemos visto, mediante una red de alianzas militares dentro del
Pacto de Varsovia, y mediante acuerdos comerciales y proyectos de coopera
ción económica dentro del Consejo de Ayuda Mutua Económica, que, para
disgusto de los estados satélites, beneficiaba principalmente a la Unión
Soviética.
En los primeros años de la postguerra, Yugoslavia, liberada de los nazis,
sobre todo gracias a sus ejércitos «partisanos», hizo una notable y victorio
sa exhibición de resistencia frente a los Soviets. El dirigente comunista
yugoslavo, mariscal Tito, demostró la fuerza centrífuga del nacionalismo
también dentro del orden internacional comunista, y desafió abiertamente a
Moscú. El mando soviético empezó excomulgando y anatematizando al
hereje en 1948, y después, tras la muerte de Stalin, procuró atraerlo de
nuevo al redil. Tito, la primera figura comunista importante que proclamó
su independencia de Moscú, estableció un modelo que otros dirigentes y
partidos comunistas seguirían después.
647
postguerra y la expansión del comunismo6. Al propio tiempo, fueron el
recelo de Stalin hacia el Occidente y su inflexibilidad los que agravaron las
tensiones de la atmósfera internacional de la postguerra y la Guerra Fría.
Dentro del país, su crueldad dictatorial y sus paranoicas desconfianzas, que
iban agudizándose al paso de los años, tenían aterrados incluso a sus más
íntimos colaboradores. La reconstrucción económica después de la guerra
fue acompañada de restricciones ideológicas cada vez más rigurosas. Se
multiplicaron y se hicieron más represivos los controles sobre todos los
aspectos de la vida intelectual. Se suscitó una profunda exacerbación nacio
nalista y xenófoba; las desviaciones en economía, música, genética, lingüísti
ca, se condenaban como viciadas de «cosmopolitismo». Surgió un antisemi
tismo de inspiración oficial, apenas disfrazado de antisionismo, que se
convirtió en un persistente rasgo de la vida soviética. Se fabricaban complots
para crear una atmósfera de terror, como en el descubrimiento de un
supuesto «complot de los médicos», en 1952, para envenenar a Stalin y a
otros dirigentes del Kremlin, siendo judíos casi todos los médicos implica
dos. Los campos de trabajos forzados volvieron a llenarse de disidentes
sospechosos. Los Soviets reivindicaban un primer puesto en la invención
temiendo por sus propias vidas. Su inicial derrumbamiento y su ineptitud, en
el momento de la invasión alemana, en 1941, fueron descubiertas también,
claramente, por primera vez.
Tres años después de la muerte de Stalin, Nikita S. Khrushchev, sucesor
suyo como secretario del Partido, en un discurso al partido acerca de los
«crímenes de la era de Stalin», hizo asombrosas revelaciones sobre la
dominación dictatorial de Stalin, que confirmaban las peores especulaciones
de los críticos occidentales a lo largo de los años. Stalin había sido personal
mente responsable de las purgas y ejecuciones de los años 1930, había creado
un culto a la personalidad alrededor de sí mismo, y había suscitado una
atmósfera de terror, de tal modo que sus más íntimos colaboradores vivían
tecnológica, negando incluso que la Rusia de Pedro el Grande hubiera sido
nunca «europeizada» tomando como modelo a Occidente7.
Tras la muerte de Stalin en 1953, se siguió una lucha por el poder. Al
principio, actuaba como prem ier Georgi Malenkov, pero otros ejercían el
control colectivo entre bastidores. Todos estaban de acuerdo en que ninguno
dominaría el régimen como lo había dominado Stalin. Para impedir una
toma del poder por Lavrenti Beria, jefe de la temida policía secreta y uno dé
los principales lugartenientes de Stalin, los nuevos dirigentes lo prendieron y
lo ejecutaron. Malenkov, que trató de aliviar la austeridad de la reconstruc
ción de la postguerra proporcionando mayores cantidades de bienes de
consumo, en detrimento de la industria pesada y de las necesidades militares,
fue depuesto dos años después. El mariscal Nikolai Bulganin, que le sucedió
durante los tres años siguientes, no era más que un figurón. Poco a poco, la
autoridad fue concentrándose en Khrushchev, redondo, jovial y efusivo,
pero, de hecho, un político realista, astuto, tenaz y pragmático, que había
648
gobernado Ucrania para Stalín, en los años transcurridos desde 1939 hasta
1950.
Khrushchev, secretario del Partido desde 1954, fue ganándose, sistemáti
camente, el apoyo del Comité Central. Su fuerza era evidente, cuando
pronunció su discurso, en febrero de 1956, sobre los crímenes de la era de
Stalin. Unos años después, sus comDetidores fueron depuestos de sus cargos,
desacreditados o relegados a funciones oscuras; por otra parte, después
del episodio de Beria, ya no se ejecutó a los rivales. En marzo de 1958,
Khrushchev se había impuesto como el dirigente indiscutido, desempeñaba las
funciones de jefe del gobierno y de primer secretario del Partido, y su
ascensión se consideraba tanto una victoria personal como un triunfo del
Partido sobre otras instituciones rivales en el seno de la sociedad soviética
—el ejército, la burocracia y la policía secreta—. En 1964, también él fue
derrocado, víctima de una rebelión dentro del Partido contra su acumula
ción de poder, y del descontento suscitado por sus fracasos económicos,
sobre todo en agricultura; destituido, vivió silenciosamente en Moscú, hasta
su muerte en 1971. Para sustituirlo, el aparato del Partido separó la jefatura
del gobierno y los puestos del Partido, y nuevamente insistió en la dirección
colectiva. Leonid I. Brezhnev pasó a ser secretario del Partido, y Aleksei N.
Kosygin, jefe del gobierno. Pero, unos años después, Brezhnev eclipsó a
todos los demás y dominó la escena política en los años 1970, presidiendo la
introducción de una nueva Constitución en 1977, que alteró muy poco la
estructura del régimen. Ese mismo año, el Soviet Supremo le eligió presi
dente.
Después de Stalin, los dirigentes soviéticos suavizaron muchos aspectos
del reinado de casi treinta años del viejo tirano, e incluso rehabilitaron las
reputaciones de muchas víctimas de Stalin. Se permitieron un cierto «des
hielo», una mayor libertad en la actividad literaria e intelectual, e incluso en
la crítica política, pero siguieron, de todos modos, manteniendo una vigilan
te supervisión. Los controles se ablandaban y se endurecían, alternadamente.
En 1958, se prohibió a Borís Pasternak que aceptase el Premio Nobel de
Literatura, porque sus obras, en especial El D octor Zhivago, que había sido
publicada en el extranjero, condenaban implícitamente la sociedad soviética,
al resaltar la importancia de la libertad individual. Otros intelectuales fueron
también sometidos a represión, y algunos, encarcelados. El escritor Alexan-
der Solzhenitsyn, que pasó años como prisionero en campos de trabajo
forzado después de la guerra, dedicó su prodigioso talento literario a
describir el sufrimiento humano en el mundo de los campos de concentra
ción soviéticos. Casi todos sus trabajos circularon en la Unión Soviética, en
ediciones clandestinas impresas privadamente, antes de ser publicadas en el
extranjero. En 1970, se le prohibió acudir a Estocolmo para recibir el
Premio Nobel, y, en 1974, fue detenido, acusado de traición y desterrado
violentamente. El físico Andrei Sakharov, otro destacado crítico del régi
men, tampoco obtuvo el permiso necesario para abandonar el país y acudir a
recibir el Premio Nobel.
Los más selectos espíritus y talentos de la Unión Soviética encontra
ban represiva la atmósfera. Aunque la arbitraria, caprichosa y extremada
represión de la era de Stalin disminuyó, persistieron los rasgos esenciales del
649
totalitarismo soviético. El control del Partido penetraba en todos los aspec
tos de la vida soviética, y se extendían muchos rasgos repulsivos de la
represión, como el confinamiento psiquiátrico de los intelectuales disidentes
y la persecución antisemítica. Los judíos soviéticos, cuando solicitaban
autorización para irse a Israel, se veían sometidos a muchas restricciones,
hasta que, bajo la presión de Occidente, y, sobre todo, de los Estados
Unidos, las restricciones se suavizaron, en los años 1970, y más de 150.000
judíos emigraron.
El sistema de planificación económica centralizada, iniciado con los
planes quinquenales de los años 19308, se reanudó después de la guerra. La
economía soviética continuó dearrollándose. Entre el Cuarto Plan Quinque
nal (1946-1950) y el Décimo (1976-1980), una vez reparada la devastación de
la guerra, el desarrollo económico, especialmente en la industria pesada, fue
constante. En los años 1970, la Unión Soviética era el primer productor del
mundo en acero, arrabio, carbón, algodón y petróleo. Mientras en 1950 el
producto nacional bruto soviético era sólo el 30 por ciento del americano, en
1975 estaba cerca del 60 por ciento. Pero el intento de encontrar un mejor
equilibrio entre la industria pesada y los artículos de consumo fue menos
afortunado; los artículos de consumo se elevaron a poco más de una cuarta
parte del producto económico total. En determinado momento, a finales de
los años 1960, bajo el Octavo Plan, el gobierno proyectó, por primera vez,
una tasa de desarrollo más alta para los artículos de consumo que para la
industria pesada, pero este proyecto quedó anulado a mitad de camino de
aquel plan, y en los planes sucesivos se volvió a dar la antigua importancia
a la industria pesada. El Décimo Plan Quinquenal (1976-1980) hacía hinca
pié en la calidad de la producción industrial más explícitamente que nunca
con anterioridad, lo que constituía un tácito reconocimiento de la importan
cia que antes se habia dado sólo a la cantidad, y de la inferioridad de gran
parte de lo que se había producido. Con los ulteriores planes de la post
guerra, el gobierno permitió un mayor grado de descentralización en las
decisiones económicas y delegó más autoridad en los órganos de planifica
ción regional e incluso en la dirección de las fábricas.
La agricultura seguía siendo la parte más débil de la economía. A pesar
de las grandes inversiones en granjas colectivas mecanizadas, la producción
agrícola no estaba a la altura del desarrollo industrial y urbano. El sistema
de granjas colectivas no alcanzaba a proporcionar los adecuados incentivos
para un incremento de la producción, y había una cierta evidencia del pobre'-
uso, o también del abuso, de la maquinaria agrícola. La producción en
pequeñas parcelas de unas 20 áreas, de propiedad privada, cuyo cultivo se
permitía a los campesinos colectivizados, frecuentemente mostraba mayores
rendimientos en proporción a la extensión de las propiedades, como en el caso
de las granjas de la Europa oriental. Duros reveses en las cosechas de 1972 y
1975 obligaron a la Unión Soviética a realizar grandes compras de cereales a
los Estados Unidos y al Canadá. La diferencia de productividad respecto a la
agricultura americana seguía siendo notable. Mientras un trabajador agríco
la soviético alimentaba a siete personas en la U .R .S.S., un trabajador
650
agrícola alimentaba a cuarenta y seis en los Estados Unidos; en la Unión
Soviética, se empleaba en la agricultura una cuarta parte de la fuerza de
trabajo, mientras en los Estados Unidos se empleaba una vigésimoquinta
parte.
Los gastos en industria pesada y en armamentos, así como la debilidad
agrícola —características todas ellas de la economía soviética desde los
años 1930—, dificultaban una elevación importante de los niveles de vida; la
vivienda urbana seguía constituyendo un problema especialmente crónico.
Después de sesenta años de régimen socialista, a pesar del desarrollo
industrial que hacia del país una de las dos superpotencias del mundo, el
ciudadano soviético seguía sin poder adquirir más que la mitad de los
artículos de consumo y de los servicios del hombre medio americano. La
U.R .S.S. se encontraba también atrasada en tecnologías industriales más
recientes, y, en los últimos años 1960, en un significativo cambio económico,
aceptó de buen grado la inversión de capital y la avanzada tecnología de los
países occidentales. En otros aspectos, el futuro de la economía soviética
continuaba dependiendo estrechamente de los recursos de sus regiones
orientales. En ciudades como Kazakhstán, Samarcanda y Tachkent, el ritmo
de modernización avanzaba rápidamente. Las partes asiáticas de la U.R .S.S.
proporcionaban más de la mitad del hierro y del acero, del cemento y de la
energía hidroeléctrica del país, y casi todo su magnesio y su aluminio;
constantemente, estaban descubriéndose ricos y nuevos recursos minerales,
como cobre, encontrado en la Siberia oriental en 1975.
Los avances industriales soviéticos se vieron coronados por notables
realizaciones en la energía nuclear y en la tecnología espacial. En 1949, los
Soviets experimentaron con éxito su primera bomba atómica; en 1953, su
primera bomba de hidrógeno, y siguieron experimentando con explosiones
que iban batiendo marcas. En 1957, la U .R .S.S. lanzó con éxito el Sputnik,
el primer satélite artificial de la Tierra en toda la historia, llamando así la
atención hasta de los más escépticos acerca del avanzado estado de la
tecnología y de la ciencia soviéticas. En 1961, pusieron en órbita al primer
hombre alrededor de la Tierra, y, en los años 1960, lanzaron vuelos
espaciales tripulados, de un alcance y de una duración que, por algún
tiempo, eclipsaron las realizaciones americanas9.
651
alivio en sus austeros niveles de vida. La agitación salió a la superficie, una
vez que el propio Khrushchev hubo denunciado el brutal carácter de la
dictadura de Stalin y, en un intento de recuperar Yugoslavia, hizo la con
cesión oficial de que eran posibles «diferentes caminos hacia el socialis
mo». El programa de «desestalinización» destapó una caja de Pandora; al
destruir la infalibilidad de Stalin, destruía también la infalibilidad de los
Soviets. En octubre de 1956, estallaron francas revueltas en Polonia y en
Hungría.
En Polonia, la exigencia de una independencia mayor surgió dentro del
propio Partido. El dirigente comunista polaco, Wladyslaw Gomulka, en
otro tiempo desacreditado y encarcelado por su desviacionismo nacionalista,
volvió al poder y presionó en favor de una mayor independencia polaca.
Khrushchev se enfureció y amenazó con una acción militar, pero se echó
atrás, convencido de que, por lo menos en cuestiones exteriores, podía
contar con Polonia como un aliado. Gomulka no tardó en recibir un amplio
respaldo en Polonia, incluso de la iglesia, pues la mayor parte de la
población le consideraba como una alternativa deseable, frente al retorno del
control de Moscú. Detuvo la colectivización de las granjas, puso un freno al
terror policíaco, y, durante algún tiempo, creó una atmósfera política e
intelectual más libre.
En Hungría, los acontecimientos de 1956 tomaron un camino diferente.
Sólo unos días después de la noticia del triunfe) polaco, estalló un levanta
miento en las calles de Budapest y en otras ciudades. El dirigente comunista
moderado, Imre Nagy, cuyos anteriores intentos por liberalizar el régimen
húngaro habían fracasado, volvió al poder. Emprendió una política de
concesiones liberales, poniendo incluso en libertad a los. presos políticos,
pero aquellas concesiones no hicieron más que aumentar las presiones
revolucionarias por parte de los obreros y de los estudiantes. De nuevo
estalló el motin, amenazando los amotinados con poner fin al régimen
comunista, con restablecer el gobierno parlamentario y con romper los lazos
que les unían a Moscú. Khrushchev envió inmediatamente un ejército de
tanques y de artillería, sofocó el motín y restableció por la fuerza la
dominación comunista. János Kadár, más duro, dócil a Moscú, sustituyó a
Nagy, que después fue ejecutado. La revuelta húngara de 1956 fue aplastada
por las tropas rusas, exactamente igual que lo había sido un siglo antes, la
revolución de 1848-184910. Los Estados Unidos, preocupados en aquel
momento con los acontecimientos del Oriente Medio, no dieron muestras de *
intervenir. La clara exhibición de fuerza de Moscú en Budapest destruyó las
ilusiones acerca de la benevolencia y del liberalismo de los sucesores de
Stalin y sacudió a los fieles comunistas de la Europa occidental y de otras
partes.
A pesar del episodio húngaro y de las limitaciones impuestas por los
Soviets a la independencia de los satélites, se produjeron cambios liberaliza-
dores, a partir de 1956. Los Soviets permitieron programas económicos más
flexibles, adaptados a las necesidades de cada país; el ritmo de colectiviza
ción se hizo más lento. Comenzó a predominar una atmósfera más libre,
652
incluso en Hungría. El gobierno de Rumania, represivo en el interior,
mostraba signos de independencia en los asuntos exteriores y se resistía a las
presiones de los Soviets en favor de una integración económica más estrecha.
Checoslovaquia fue el país que democratizó su gobierno más que ningún
otro a finales de los años 1960, permitiendo la libertad de prensa y
autorizando el florecimiento de organizaciones políticas no comunistas.
Los dirigentes soviéticos se pusieron nerviosos al ver amenazado su
predominio en la Europa oriental, especialmente en Checoslovaquia. Consi
deraron la liberalización del régimen checo como una amenaza al socialismo
y como una subversión de la red militar del Pacto de Varsovia, que ponía en
peligro la hegemonía soviética en la Europa oriental. En agosto de 1968,
enviaron a 250.000 hombres, entre los que se incluían contingentes polacos,
húngaros, búlgaros y alemanes del este, al infortunado país para aplastar la
incipiente revolución. Los checos, aturdidos e indignados, fueron obligados
a aceptar las exigencias políticas soviéticas en favor de una restauración de la
censura y de cambios gubernamentales orientados a desbaratar la democrati
zación. La «doctrina Brezhnev» advertía que los Soviets se reservaban el
derecho a intervenir en los asuntos de cualquier miembro de la comunidad
socialista, si se consideraba amenazado el comunismo, y que los satélites
sólo disfrutarían de una soberanía limitada. Señalaba también el marco,
rigurosamente definido, dentro del cual se tolerarían, en la Europa oriental,
la libertad y la independencia. Pero no hacía falta decir que la Unión
Soviética podía refrenar las tendencias a cambios liberales internos y a
auto-afirmaciones nacionales en la Europa oriental, simplemente con su
continuada presencia militar.
Mientras tanto, a mediados de la década de los 60, los años de industria
lización forzosa estaban dando importantes resultados económicos y socia
les. La Europa oriental estaba transformándose, de una sociedad rural y
agraria, en una sociedad urbana e industrial. Frecuentemente, como en el
caso de Hungría y de la Alemania oriental, se disponia de artículos de
consumo en mayor abundancia que en la propia Unión Soviética. La
República Democrática Alemana, conocida como Alemania Oriental, surgió
como una de las más importantes potencias industriales del mundo. Después
de 1968, la suavización de los controles políticos internos se mostraba
fluctuante, como en la Unión Soviética. En Polonia, Gomulka, que gobernó
durante catorce años a partir de 1956, reintrodujo medidas represivas,
persiguió a la iglesia, e incluso se aventuró en una campaña antisemítica
contra el pequeño número de judíos que aún quedaba en Polonia, después
del exterminio llevado a cabo por los nazis, durante la guerra. En 1970, a
causa de una creciente insatisfacción económica, fue depuesto y sustituido
por Edmund Gierek, que dio mayor libertad a la vida cultural, refrenó la
campaña antisemítica y estimuló el desarrollo económico que transformó a
Polonia en una importante potencia industrial. Como la propia URSS, Polo
nia y los demás países de la Europa oriental procuraban ahora capital y
tecnología avanzada de Occidente. Todos comerciaban con países ajenos a la
esfera soviética y estimulaban el turismo extranjero. El valor del comercio
entre el bloque soviético y el mundo exterior se multiplicó por cuatro en la
653
década de los 70. Los países de la Europa oriental, dentro de unos limites,
estaban aflojando sus lazos con la Unión Soviética.
La intervención de 1968 en Checoslovaquia quebrantó la dirección sovié
tica del movimiento comunista mundial, todavía más que la intervención
de 1956 en Hungría. Tito y los dirigentes chinos habían rechazado anterior
mente la dirección soviética, y los partidos comunistas occidentales habían
protestado contra la intervención de 1956 en Hungría. En 1968, sólo siete de
los partidos comunistas del mundo, además de los cinco países participantes,
apoyaron la intervención en Checoslovaquia. Los grandes partidos comunis
tas de Francia y de Italia protestaron abiertamente. En la década de los 70,
estos y otros importantes partidos expresaron su decisión de proseguir un
camino independiente hacia el comunismo. La U .R .S.S. había dejado de ser
un modelo indiscutido de emulación política, social y económica. Muy al
contrario, comunistas leales cuestionaban la inercia burocrática, la represión
cultural y las desigualdades sociales en la U .R .S.S. El monolítico mundo
comunista de la década de los 30 se fragmentaba cada vez más. En cierto
sentido, se había producido una Reforma Protestante en el marxismo; la
autoridad de Moscú para hablar en nombre del comunismo mundial había
sucumbido ante las exigencias nacionales y doctrinales. Los partidos comu
nistas francés e italiano repudiaron incluso el concepto de la dictadura del
proletariado como un objetivo universalmente válido, o como una etapa
revolucionaria imprescindible para todos los partidos nacionales. A media
dos de la década de los 70, la Unión Soviética, al aceptar los cambios
introducidos en la situación, consentía abiertamente en la teoría de que cada
partido era libre para encontrar su camino hacia el socialismo y de que
Moscú no tenía que ser el único intérprete de la ideología marxista. Estaba
claro, sin embargo, que, en la Europa oriental, donde las tropas soviéticas
habían intervenido una vez, la «doctrina Brezhnev» podría seguir aplicándo
se, pero sería más difícil utilizar bases ideológicas para tal intervención.
Mientras tanto, el más formidable desafío a la dirección soviética surgía de
la nueva potencia comunista que se había levantado en Oriente, a partir
de 1949.
L a guerra civil
654
japoneses, se adentraban profundamente en las zonas japonesas, organiza
ban pueblos y gobiernos locales según módulos comunistas, y se ganaban el
apoyo de los campesinos mediante populares reformas agrarias. Hacia el
final de la guerra, se enfrentaban entre sí una China Nacionalista, una China
Comunista y una China ocupada por los japoneses. Los nacionalistas,
disminuidos en su moral y en su eficiencia, perdieron el apoyo popular.
Expulsados por los japoneses de sus bases industriales y financieras en la
China oriental, sufrían un caos de condiciones económicas, con inflación,
fuertes impuestos y una franca corrupción. A la creciente fuerza de los
comunistas, el gobierno nacionalista respondía con la represión, transfor
mándose así en un régimen cada vez más autoritario.
En la última fase de la guerra del Pacífico, Chiang Kai-shek ofreció a los
comunistas una representación en su gobierno, si ellos accedían a reducir el
Ejército Rojo Chino y a incorporarlo totalmente a las fuerzas de su
Kuomintang. Los comunistas se negaron. Demandaron, en cambio una
convención constitucional para decidir acerca de la forma del gobierno de
postguerra, e insistieron en una equitativa asignación de abastecimientos a su
ejército, que en muchas áreas había luchado contra los japoneses más efi
cazmente que los nacionalistas. La victoria sobre el Japón facilitó las
condiciones para la reanudación de la guerra civil. Las tropas nacionalistas,
con la ayuda de los Estados Unidos, se apoderaron de las grandes ciudades
de la China oriental y en la septentrional, pero las fuerzas comunistas,
partiendo de sus bases guerrilleras, se diseminaron por el interior de las
provincias chinas septentrionales y se adentraron también en Manchuria,
donde establecieron contacto con los rusos. Pero los Soviets, en aquel
momento, estaban manteniendo unas relaciones escrupulosamente correctas
con el Kuomintang y se negaron a prestar un apoyo directo a los comunistas.
Mao Tse-tung, el indomable dirigente comunista, no se avino a rendir las
provincias septentrionales, licenciar a su ejército, y aceptar el control político
del Kuomintang sobre todo el país; en el otoño de 1945, estalló la lucha. Una
tregua,, lograda por mediación del general George Marshall, detuvo las
hostilidades, temporalmente, pero, con la retirada de la U .R .S.S. de Manchu
ria en la primavera de 1946, muchos meses después de la fecha en que se
había comprometido a hacerlo y tras haberse llevado las instalaciones in
dustriales manchurianas en concepto de reparaciones, los nacionalistas y
los comunistas chocaron de nuevo, a causa del control de la importante
provincia fronteriza. Como Marshall señalaba, los comunistas estaban dis
puestos a arrojar al país a la guerra civil, con tal de alcanzar sus fines; pero,
como señalaba también, el poder político, en el Kuomintang, seguía concen
trado en manos de un reducido grupo decidido a reprimir toda oposición,
incluida la no comunista. Una de las tragedias de la época de la postguerra
consistió en que las fuerzas anticomunistas en China, y en otras muchas
partes de Asia, eran también antidemocráticas.
En la lucha, que se prolongó desde la primavera de 1946 hasta septiembre
de 1949, los nacionalistas perdían terreno constantemente. Los Estados
Unidos daban grandes sumas de dinero para ayudar al Kuomintang, pero
inútilmente; los nacionalistas parecían carecer de la capacidad y de la
voluntad de resistir. Por otra parte, el Ejército Rojo, equipado con las armas
655
capturadas a los japoneses, y que ahora recibía ayuda de los Soviets, además
de conseguir, indirectamente, abastecimientos americanos a través de las
rendiciones en masa y de las ventas efectuadas por los corrompidos funcio
narios del Kuomintang, moderaban su propaganda, a fin de atraer a grandes
sectores de la población, y seguían avanzando victoriosamente, destrozando
a los ejércitos del Kuomintang en el norte, y luego, hacia el sur, ocupando la
capital nacionalista de Nanking, En el otoño de 1949, la resistencia china
había llegado a su fin en el continente chino. Chiang retiró sus desbaratadas
fuerzas a la isla de Taiwan (Formosa). Allí, y en unos pocos islotes cercanos,
Chiang, en años sucesivos, reagrupó y revitalizó sus ejércitos con la ayuda
americana, y gobernó, de un modo mucho más inteligente, hasta su muerte,
en 1975. Le sucedió su hijo.
E l nuevo régimen
656
trabajos forzados, de la liquidación de los adversarios anticomunistas, y de
purgas internas del partido, llamadas movimientos de «rectificación».
En 1957, Mao, imitando el programa de «desestalinización» de la U .R .S .S.,
reconocía que, en los primeros cinco años de la Revolución, se habían
cometido excesos y que habían sido ejecutados unos 800.000 adversarios,
cifra que estaba innegablemente rebajada. Los años pasaban y la represión
seguía, pero las formas externas de coerción eran, muchas veces, menos
importantes en China que la movilización de las presiones de masas en favor
de la conformidad con el nuevo orden social. Los adversarios políticos, en
lugar de ser liquidados, eran rehabilitados, y, a veces, incluso se les permitía
volver a ocupar puestos de responsabilidad.
Como la Unión Soviética había hecho antes, los dirigentes del nuevo
régimen comunista movilizaron a la nación en un extenso programa de
desarrollo económico, destinado a transformar a China, de un país agrícola,
en una potencia industrial. Como primera medida, desde 1949 a 1952, el
régimen restauró y rehabilitó la economía que había heredado, devastada
por la guerra. A l propio tiempo, inició un gran programa de redistribución
de la tierra, estableciendo cooperativas como medida preliminar para la
colectivización y eliminando a la antigua clase terrateniente. El primer Plan
Quinquenal del país, aplazado por el estallido de la guerra coreana en 1950,
fue lanzado en 1953. A l concentrarse en la industria pesada, el plan, con
alguna ayuda económica y técnica soviética, tuvo un considerable éxito; se
registraron avances sustanciales en la producción de carbón, de energía
eléctrica, de hierro y de acero. N o todos los objetivos se alcanzaron, especial
mente en la agricultura, donde las inundaciones y las sequías que habían
azotado a China durante siglos se negaron a obedecer los decretos del
gobierno. Pero el primer Plan Quinquenal, desde 1953 a 1957, inició un
período de expansión industrial y de desarrollo económico.
En 1958, se lanzó un segundo plan, más ambicioso y proclamado como el
«gran salto adelante». Enfrentados con una grave falta de equilibrio entre el
desarrollo de la industria y el atraso en la agricultura, los autores del plan
optaron por continuar la expansión industrial y por revolucionar, simultá
neamente, la producción agrícola, mediante una movilización de masas en el
campo. Mao, que en sus escritos siempre subrayaba la importancia del
campesinado, estaba decidido a evitar la experiencia soviética y a no permitir
que la industrialización se realízase a costa de los campesinos. Estableciendo
como premisa que las cooperativas y colectivos agrícolas del tipo soviético
eran inadecuados para los objetivos chinos, el gobierno comenzó a fundir las
cooperativas existentes en unidades mucho mayores y más amplias, «las
comunas populares», que serían responsables, no sólo de la mecanización y
del perfeccionamiento agrícolas, sino también de la industrialización local y
de muchas otras funciones sociales y económicas. Destinada a ser una ciudad
rural autosuficiente, estrictamente organizada a la manera militar, con una
jerarquía de brigadas y batallones de producción, la comuna tenía que
utilizar la reserva de fuerza de trabajo y de recursos locales comunales,
guarderías infantiles e internados para liberar a las mujeres de las tareas
caseras y del cuidado de los hijos, a fin de que pudieran trabajar también,
sobre una base de igualdad, en los campos y en las fábricas.
657
Obstáculos de todas clases desbarataron el experimento comunal.
En 1960, el gobierno, reconociendo la tenaz resistencia que encontraba en un
campesinado recalcitrante, que había aprendido, a lo largo de los siglos, a
rechazar toda acción externa, se echó atrás. En 1961, el «gran salto adelan
te» se batía en retirada. Con años sucesivos de fracasos y deficiencias en las
cosechas, algunos de ellos debidos a desastres naturales, el gobierno aban
donó el programa comunal. La agricultura continuó organizándose de acuer
do con líneas colectivistas, pero se,permitía a los campesinos vender o
intercambiar productos excedentes como un nuevo incentivo a la produc
ción. Siguieron estimulándose los oficios y las manufacturas. De este modo,
el régimen industrializó también el campo, utilizando la fuerza de trabajo
siempre disponible en las áreas rurales. El gobierno insistía en la fundamen
tal importancia de la agricultura como el requisito previo indispensable para
el futuro desarrollo económico, pero no abandonaba sus ambiciosos planes
de crecimiento industrial. En la década de los 60, la economía china había
realizado importantes progresos hacia la industrialización. En los años
anteriores al régimen comunista, la producción anual de acero nunca había
llegado a 1 millón de toneladas; en 1960, las cifras oficiales la situaban en
más de 18 millones. Aunque la producción per cápita era comprensiblemente
baja, dada su gran población, China, en 1960 se hallaba situada ya entre las
diez primeras potencias mundiales en producción industrial total. Se había
creado una base industrial para una ulterior expansión, aunque sólo se alcan
zaron modestas tasas de crecimiento anual mediante los sucesivos planes quin
quenales. Tampoco debían minimizarse las proezas científicas del país; experi
mentó con todo éxito una bomba atómica en 1964 y una bomba de hidrógeno
en 1967, y colocó en órbita satélites no tripulados en la década de los 70.
El problema más grave, como en otros países en desarrollo, era la
presión de la creciente población sobre la economía. Era seguro que la
población, moderadamente calculada en 800 millones en 1975, llegaría
a 1.000 millones antes del final del siglo. De todos los países en desarrollo,
China fue el que con más éxito se enfrentó con el crecimiento de la pobla
ción. Mediante un sistema único, que implicaba directrices centrales y
controles locales, programas de educación de las masas, presiones sociales
que no llegaban a ser coacciones, el extensivo empleo de las mujeres en la
industria y en la agricultura, y la fácil utilización de una amplia variedad de
recursos para el control de nacimientos, se logró un cierto descenso en la
tasa de natalidad, que, por tratarse de China, repercutió considerablemente
también en las estadísticas mundiales14. Además, el régimen alimentaba a su
enorme población. Con numerosos sistemas de riego, con el uso de fertili
zantes, y con la preparación de la abundante fuerza de trabajo campesina, la
tierra se cultivó más eficazmente que nunca antes. No se permitió que las
ciudades se superpoblasen de consumidores urbanos; el 80 por ciento de la
población seguía siendo rural y trabajaba la tierra. En China, todos los
programas se realizaban de un modo concertado. Incluso la basura recogida
en las ciudades se sometía, sistemáticamente, a un proceso de elaboración
658
que la convertía en fertilizante agrícola, y los desechos industriales se
reciclaban cuidadosamente.
El régimen transformó la vida, en muchos aspectos. El transporte por
carretera, ferroviario y aéreo unificó físicamente el país. Se realizaron asom
brosas mejoras en la sanidad y en la salud pública, que fueron altamente
organizadas y a las que se dio una máxima prioridad nacional. Cuadrillas de
trabajadores desecaban y terraplenaban, sistemáticamente, los canales infes
tados. El gobierno realizó progresos en la superación del analfabetismo, en
la reforma y simplificación del lenguaje escrito chino, y en el camino hacia
una sola lengua hablada. Las mujeres obtuvieron una plena igualdad con los
hombres y desempeñaron un gran papel en la vida económica y política,
participando en los sacrificios impuestos y en los progresos alcanzados por
el nuevo régimen. Fueron declarados ilegales los viejos abusos, como el
matrimonio infantil y el concubinato. La Revolución China estaba remode-
lando, más profundamente que la Rusa, los hábitos y las características de
una población gigantesca, alcanzando a remotos pueblos y aldeas, con los
que no se habían establecido contactos durante siglos. En el plazo de una ge
neración, un país agrario, semifeudal, había avanzado por el camino de su
transformación en una sociedad industrial moderna; se preveía que la
transformación total había de lograrse antes del final del siglo.
En los dos años y medio desde 1966 a 1969, en que el país atravesó un
turbulento período conocido como la Gran Revolución Cultural, la estabili
dad del régimen fue sometida a la más dura prueba. Pero la turbulencia fue
provocada por el propio Mao. El anciano dirigente, temeroso de perder su
predominio tras el fracaso de los experimentos económicos del país, o de que
la revolución social no le sobreviviese, o de que la pureza de la Revolución
se viese empañada por el éxito material y por un nuevo elitismo, exigió una
purga de los más altos cargos del gobierno y del partido, dirigida contra
todos los que careciesen del celo necesario para llevar adelante la Revolu
ción, o que hubiesen sucumbido a la rutina burocrática o a la indiferencia
hacia las masas. El principal objetivo del ataque era Liu Shao-ch’i, presiden
te de la república desde 1959, importante teórico del Partido, y, en otro
tiempo, presunto heredero de Mao. Pero también la purga, tal como se
inició por los dirigentes del Partido, se consideró demasiado moderada. Mao
y sus más próximos seguidores, incluida su mujer, Chiang Ching, moviliza
ron a cientos de miles de jóvenes y los incitaron a la acción como Guardias
Rojos o tropas de choque para mantener en pie la causa revolucionaria
maoísta. Confluyendo en Pekín, en la primavera de 1966, denunciaron los
viejos métodos, atacaron los vestigios de la cultura imperialista occidental, y
hostigaron y humillaron a sus adversarios. Entre los revolucionarios, surgie
ron facciones rivales, y en el sur se produjeron choques sangrientos. Cuando
las multitudes incontroladas amenazaban con desgarrar el país, comités de
funcionarios del Partido, jefes del ejército y altos cargos de la administra
ción restauraron, poco a poco, el orden en la capital y en las provincias.
Cuando los disturbios terminaron, en 1969, se habían perdido miles de
vidas, se había quebrantado la economía, y habían sido sustituidos más de
los dos tercios del comité central del Partido. El predominio de Mao estaba
asegurado, y su legado revolucionario, reforzado. Como consecuencia de la
659
Revolución Cultural, Mao reafirmó las virtudes del campo. Trabajadores de
cuello blanco de las ciudades, incluso funcionarios del Partido, permanecían
algún tiempo en escuelas especiales del Partido en las zonas rurales, en las
que aprendían a cultiva* la tierra y a trabajar en el campo. Antes de ingresar
en las universidades, los estudiantes trabajaban la tierra y aprendían, de
primera mano, un poco de la vida dura de los campesinos. Para combatir el
elitismo, se dio a la educación una orientación más política que antes, sobre
todo en las universidades.
Cuando Mao murió, en 1976, tras largos achaques y a sus ochenta y tres
años, fue ampliamente llorado como el padre supremo de la Revolución y
como una de las grandes figuras de los siglos de historia de China, como un
verdadero Hijo del Cielo, aunque marxista. En un esforzado trabajo de más
de medio siglo, había forjado un partido revolucionario y un ejército
revolucionario, había dirigido la Larga Marcha, derrotado a los nacionalis
tas y presidido una revolución que unificó, transformó y fortaleció al pais.
Sus enseñanzas teóricas sobre la lucha contra el imperialismo y sus éxitos
prácticos en la guerra de guerrillas influyeron en los revolucionarios de otras
partes de Asia y de otros continentes. Sus máximas, publicadas en un librito
rojo titulado Los pensamientos vivos del Presidente M ao, eran muy citadas y
asiduamente estudiadas en las nuevas escuelas. La revolución de Mao había
traído la igualdad a los campesinos, la emancipación a las mujeres, un
sentido de la dignidad del trabajo, progreso técnico, unidad y orgullo. Mao
había roto con los viejos principios elitistas confucianos de desigualdad y
de respeto a la autoridad jerárquica, y también había tratado, a su modo,
de impedir que una nueva élite revolucionaria invalidase las conquistas de la
revolución social. Mao creía en el poder y en la autoridad, en la idea de que
las masas tenían que ser conducidas a la emancipación, y creía en el progreso
económico; pero también vislumbraba una cualidad moral en la revolución
social, que requería más atentos cuidados, y le inquietaba que el progreso
malcría] y la pericia técnica, por sí solos, pudieran ahogar la iniciativa y la
capacidad creadora del hombre.
De todos sus colaboradores, Chou En-lai fue el que más estrechamente
estuvo al servicio de Mao en los consejos del gobierno y del Partido; durante
muchos años, fue primer ministro y ministro de asuntos exteriores. Mientras
Mao y Chou vivieron, se mantuvo un equilibrio entre los aspectos morales y
materiales de la Revolución. Chou murió unos meses antes que Mao. Otros,
a quienes en algún momento se había considerado sucesores de Mao, como
Liu Shao-ch’i y Lin Piao, habían caído en desgracia anteriormente, murien
do el segundo en un accidente de aviación, mientras huía, según se dijo, tras
intentar un golpe. Después de la muerte de Mao, se reveló una división en la
dirección del Partido entre un pequeño grupo de dirigentes de orientación
ideológica, en el que figuraba la viuda de Mao, Chiang Ching, y un grupo más
pragmático que consideraba la modernización y el progreso económico como
fundamentales para proseguir el gran experimento social. Un funcionario
provincial del Partido, relativamente desconocido, Hua Kuo-feng, sucedió a
Chou como primer ministro, y, unos meses después, también se convirtió en
el sucesor de Mao como presidente del Partido. Hua en seguida adoptó
medidas para hacer una purga entre los dirigentes de la oposición. Su
660
ascensión fue considerada como una solución de compromiso, pero, en
realidad, fue una victoria de la burocracia del Partido y del ejército, los
cuales habían sido temporalmente eclipsados en la turbulencia de la Revolu
ción Cultural; en parte, fue también un indicio de que la modernización y el
desarrollo económico recibirían la máxima prioridad.
Asuntos exteriores
661
marxismo-leninismo, adaptando la «revolución» a las circunstancias de
Asia, donde el motor del cambio social estaba representado por las masas
campesinas, y no por el proletariado. Tras la muerte de Stalin, los chinos
comunistas afirmaron abiertamente su independencia del control soviético.
Mao reiteró la declaración de Khrushchev de 1956 en el sentido de que había
«diferentes caminos hacia el socialismo», diciendo: «Que broten cien flores y
que contiendan cien escuelas de pensamiento.» Naturalmente, ni el uno ni el
otro creían en la tolerancia de las diferencias, ni siquiera en el debate
ideológico. Irónicamente, como para burlarse de los sucesores de Stalin,
Mao nunca condenó públicamente a Stalin tras la muerte del dictador ruso,
ni le expulsó del altar de los héroes marxistas; esa era una de las muchas
paradojas del comunismo chino.
En el comunismo internacional, Mao se convirtió en el portavoz de un
marxismo-leninismo de dureza más ortodoxa16. Denunció enérgicamente a
los sucesores de Stalin como archirrevisionistas que estaban abandonando la
lucha de clases, desarrollando nuevas élites democráticas, capitulando ante el
capitalismo y el imperialismo, y formulando apaciguadoras teorías de coexis
tencia con las potencias occidentales, impulsados por un miedo cobarde y
antimarxista a la guerra nuclear. Los comunistas chinos reivindicaban tam
bién abiertamente la dirección de las naciones que surgían en el antiguo
mundo colonial. Los Soviets, que estaban considerados como «medio asiáti
cos» por muchos en Occidente, eran repudiados como occidentales por los
chinos comunistas y denunciados como «social imperialistas». La fricción
entre los dos principales estados comunistas reflejaba no sólo una rivalidad
ideológica, sino también diferencias territoriales en torno a los territorios del
interior de Asia, por los que Rusia se había extendido en tiempos de los
zares. En 1960, los chinos comunistas y los Soviets se enfrentaban en
disputas, y, en 1968, chocaron en un conflicto armado acerca del discutido
territorio fronterizo que separaba a Manchuria y a las provincias marítimas
de Rusia.
En Europa, la única avanzada comunista china era la diminuta Albania,
que así se protegía contra la caída en la órbita soviética o en la yugoslava.
Durante algún tiempo, los chinos lograron extender su influencia en diversos
países de Africa y de Asia, y, en el hemisferio occidental, en Cuba. Pacientes
y acordes con su propio horario, los comunistas chinos utilizaban los canales
diplomáticos tanto como los revolucionarios para alcanzar sus objetivos, y
ofrecían también ayuda económica. Con los Estados Unidos, se abrieron, al
fin, los canales diplomáticos de comunicación en los años setenta, a conti
nuación de una visita a China del presidente Nixon. Antes de que pudieran
restablecerse las relaciones diplomáticas plenas, era preciso resolver la cues
tión irresuelta de los vínculos contractuales americanos con Taiwan.- pero los
chinos confiaban en que algún día recuperarían su irredenta. Lo que más les
molestaba en la década de los setenta era el acercamiento americano a la
Unión Soviética. En 1971, la República Popular China sustituyó a la Repúbli
ca Nacionalista de China en las Naciones Unidas, y ocupó un asiento como
una de las Grandes Potencias en el Consejo de Seguridad. Con la aparición de
662
China como extenso y nuevo centro de poder comunista, con Yugoslavia
sosteniendo su propia forma independiente de comunismo y los estados
satélites de la Europa oriental reafirmando abiertamente sus identidades
nacionales, con los partidos comunistas de la Europa occidental proclaman
do su libertad de decisión, y con todos estos elementos beneficiándose de la
creciente tensión chino-soviética, el monopolio ideológico de Moscú tocaba a
su fin. Lo sustituía un nuevo «policentrismo», inaudito en tiempos de Stalin.
Y, en la República Popular China, en la nueva amalgama marxista que
había surgido, cientos de millones de hombres agregaban las enseñanzas de
Mao a las escrituras marxistas.
663
Para lograr el apoyo de la India y para contrarrestar la propaganda japonesa
que exigía la expulsión de Asia de todos los europeos, los ingleses prometie
ron a la India el status de dominio, una vez terminada la guerra, pero
aquella promesa no satisfizo a los dirigentes del Partido del Congreso Indio,
que exigían la independencia inmediata. Mientras tanto, la Liga Musulmana,
que pretendía hablar en nombre de 100 millones de musulmanes que no
estaban dispuestos a vivir en una India dominada por los hindúes y por el
Partido del Congreso, insistían en demandar un estado propio. Después de
la guerra, los ingleses optaron por la partición.
En 1947, el imperio indio se' disolvió y el subcontinente se dividió en dos
dominios, que inmediatamente después se convirtieron en repúblicas: India,
predominantemente hindú, con 350 millones de habitantes en el momento de
la independencia, y Pakistán, principalmente musulmán, con una pobla
ción de 75 millones. A causa de la distribución de los musulmanes en el
antiguo imperio indio, Pakistán (nombre compuesto que en urdu significa
«tierra de los puros») tuvo que establecerse en dos zonas distintas, separadas
p o r 1.500 kilómetros de t e r r i t n r i n indio; aun así, casi 40 millones de
musulmanes quedaron en India, y contribuyeron a que India siguiera
siendo un estado multirreligioso y secular. Como los ingleses habían adverti
do, la independencia dio origen a sangrientos conflictos entre las comunida
des religiosas, a expulsiones masivas forzosas y a emigraciones que alcanza
ban a millones de individuos, y a la muerte de más de 1 millón de personas.
Después se atenuaron los rasgos más terribles de la rivalidad comunal,
aunque la tensión religiosa se mantuvo alta y posteriormente estalló en varias
ocasiones. Las relaciones entre las dos naciones eran tensas también, a causa
de una querella que se prolongó durante años, acerca del status del disputa
do estado fronterizo de Cachemir, disputa que acabó resolviéndose con la
incorporación del estado a India, en 1975.
Políticamente, la república de India bajo Jawaharlal Nehru y el
Partido del Congreso constituyó para Asia un ejemplo de democracia
parlamentaria, de dirección humanitaria, y de lento progreso evolutivo en la
solución de los enormes problemas de la pobreza, la superpoblación y la
diversidad lingüística y cultural. Después de la muerte de Nehru en 1964, sus
sucesores continuaron su política, pero existía una creciente inquietud.
En 1966, la hija de Nehru, Indira Gandhi (constituye una simple coinciden
cia que su apellido de casada sea el mismo del fundador del nacionalismo
indio), pasó a ser primera ministra y jefa del Partido del Congreso. El
progreso económico seguía siendo lento, a pesar de los numerosos planes de
desarrollo que condujeron a un importante crecimiento en algunos sectores
como el de la producción de acero. El gigantesco aumento de población, que
casi se duplicó hasta llegar a los 600 millones en los primeros veinticinco
años siguientes a la independencia, era superior a los avances económicos.
En 1975, cuando el predominio político de Indira Gandhi en el país e incluso
su carrera política se vieron amenazados porque los tribunales la encontra
ron culpable de incorrecciones electorales, ella desechó perentoriamente el
gobierno constitucional, declaró el estado de excepción y silenció a millares
de adversarios mediante detenciones y encarcelamientos. Cuando se aplacó y
permitió elecciones parlamentarias, en la primavera de 1977, los partidos de
664
la oposición se unieron para alcanzar el control de la legislatura y para
arrojar a Indira Gandhi del poder. La experiencia de la India puso de
manifiesto los problemas de la democracia en culturas y en climas donde los
gobiernos tenían que enfrentarse con abrumadoras dificultades sociales y
económicas.
Pakistán, tras una década inicial de disturbios, pasó a ser regido por
una dictadura militar paternalista. A pesar de una constitución escrita y de
formas parlamentarias, había pocas ilusiones acerca de una democracia
parlamentaria. Al igual que en India, el crecimiento de la población
sobrepasaba el avance económico. Como era de esperar, el problema más
grave consistía en la división entre Pakistán Occidental, donde se encontraba
el gobierno federal, y Pakistán Oriental, que era la parte oriental del
antiguo estado indio de Bengala, distante unos 1.500 kilómetros. La fricción
entre los dos acabó estallando en secesión y en guerra civil. Aunque ambas
provincias eran musulmanas por su religión, eran diferentes por su lenguaje,
su cultura, su tradición histórica e incluso sus cosechas de alimentos básicos.
El estado oriental, productor de arroz, con más de la mitad de la población
de la nación amontonada en un área que equivalía a una sexta parte de la
occidental, planteaba, entre otras quejas, la de que no recibía una cantidad
proporcional de los fondos de desarrollo del país. Los dirigentes políticos
bengalies del Pakistán Oriental, que acabaron obteniendo una mayoría para
su partido en la Asamblea Nacional, en Karachi, presionaban en favor de
una autonomía total. Cuando su demanda fue rechazada, proclamaron la
independencia en 1971 como el nuevo estado de Bangladesh (o «nación
bengalí»). El gobierno de Karachi envió al Este un ejército para sofocar la
rebelión; cientos de miles de personas fueron muertas en una desigual guerra
civil, y más de 10 millones de refugiados, principalmente hindúes, cruzaron
la frontera hacia la Bengala Occidental, en la India. India intervino
inmediatamente, derrotó en seguida al ejército pakistaní, e impuso el reco
nocimiento del nuevo estado.
Las restantes partes del imperio británico en Asia también se hicieron
independientes en 1948, o poco después, e incluían a Ceilán (luego llamada
Sri Lanka), Birmania y Malaya. Malaya sufrió una década de rivalidades
internas que aplazaron su independencia hasta 1957; en 1963, se unió con
otras antiguas dependencias británicas para formar la Federación de Mala
sia. Los nuevos estados de Asia (y de Africa), en su mayoría, aún después de
pasar de dominios autogobernados a repúblicas independientes, mantenían
una asociación voluntaria con la Commonwealth de Naciones, como ahora
se llamaba la Commonwealth Británica. La adhesión de los estados recien
temente independientes hizo de la Commonwealth una institución todavía
más flexible que anteriormente18. En las décadas siguientes a 1947, fue
convirtiéndose en una asociación de más de treinta comunidades indepen
dientes, la mayoría de ellas repúblicas, que aceptaban al soberano británico
como jefe simbólico de la Commonwealth, y estaban de acuerdo en realizar
consultas acerca de las cuestiones de interés común, aunque no necesaria
mente a actuar de un modo coordinado. Aunque los nuevos miembros de la
665
C om m on w ealth carecían del lazo sentimental que unía a los australianos, a
los neozelandeses y a los canadienses de ascendencia europea con Gran
Bretaña, la Commonwealth seguía siendo una de las agrupaciones políticas
más importantes del mundo, una correa de transmisión para la comunicación
de la tecnología occidental, las instituciones políticas y la ayuda económica,
y para la interacción de las ideas y valores occidentales y no occidentales, en
partes del mundo tan extensas como el imperio británico lo había sido en
otro tiempo. Pero no todos los antiguos miembros del imperio británico se
unieron a la Commonwealth o permanecieron en ella. Birmania decidió,
desde el principio, quedarse fuera, y, al paso de los años, la Commonwealth
fue perdiendo a Irlanda en 1949, a Africa del Sur en 1961, y a Pakistán
en 1975.
Otro gran imperio en Oriente, las Indias Holandesas, que los holandeses
habían ido consolidando desde comienzos de la Edad Moderna, tocaba
también a su fin19. En 1942, los holandeses abandonaron el archipiélago
indonesio en poder de los japoneses, en condiciones humillantes. Al final de
la guerra, los japoneses proclamaron la independencia indonesia, y el
dirigente nacionalista indonesio, Sukarno, que había luchado por la indepen
dencia desde la década de los 20, tomó el poder. Los holandeses trataron de
volver y reconquistar el país, y estalló una guerra abierta que duró cuatro
años. En 1949, los holandeses reconocieron a Indonesia, con sus 75 millones
de habitantes (129 millones, veinticinco años después), como una república
independiente, unida por sutiles lazos a la corona holandesa; en 1954,
también aquellos lazos quedaron disueltos.
En Indonesia, como en otras partes del antiguo mundo colonial, se
consiguió la independencia, pero no se aseguró la democracia constitucional,
ni el bienestar económico. Sukarno, elegido presidente en 1949, gobernó
dictatorialmente, con una política denominada de diversas formas —«demo
cracia dirigida» y «socialismo indonesio»—, dejando a un lado la constitu
ción, suspendiendo el parlamento elegido, y ejerciendo unos poderes ilimita
dos como «presidente vitalicio». Allí y en otras partes, la jefatura en la que
los antiguos países coloniales habían confiado la lucha por la independencia
nacional se convirtió en dictadura personal, una vez alcanzada la indepen
dencia. Tras una gran matanza, Sukarno fue depuesto, en 1966. Su sucesor,
el general Suharto, restauró la estabilidad política y reanudó algunos de los
programas sociales y económicos incumplidos del país.
666
proclamó una república independiente al final del conflicto. Los japoneses,
al retirarse, también proclamaron la independencia indochina bajo un empe
rador. París estaba dispuesto a conceder un alto grado de autogobierno a los
pueblos de Indochina, pero no la independencia. Las negociaciones se
rompieron y la lucha comenzó, a finales de 1946. Como la dirección del
movimiento independentista estaba en manos de Ho Chi Minh y de los
comunistas, los franceses podían proclamar que no estaban tratando de
conservar unos privilegios coloniales decimonónicos, sino que estaban ha
ciendo frente al comunismo mundial. Pero el avance del comunismo en
Asia, a diferencia de su avance en la Europa Oriental, estaba estrechamente
unido al nacionalismo y a un auténtico descontento popular.
Los Estados Unidos, anticolonialistas, pero dispuestos a acaudillar movi
mientos anticomunistas, dieron una considerable ayuda financiera a los
franceses, pero se abstuvieron de una intervención abierta. La guerra sangró
duramente la moral y los recursos franceses. Tras una desastrosa derrota
francesa en la batalla de Dien Bien Phu, en 19S4, se negoció una tregua, y, en
una conferencia internacional, en Ginebra, se reconoció la independencia de
Vietnam, de Laos y de Camboya. Vietnam, el estado más duramente
discutido, fue dividido por el paralelo 17 en un Vietnam del Norte comunis
ta, y un Vietnam del Sur no comunista. La partición sería temporal, se
mantendría sólo hasta que pudieran celebrarse las elecciones. El armisticio
de 1954 resultó un armisticio difícil. Vietnam siguió con disturbios, y las
hostilidades no tardaron en reanudarse, como se explicará en el capítulo
siguiente20.
20 V er p ág s. 725-730.
21 V er p ág s. 393-395, 462, 560.
667
independencia habían sido apoyados por la Liga Arabe, se unieron, como se
unieron Libia, Sudán y los estados árabes menores; en la década de los 70, la
Liga contaba con dieciocho miembros. En aquella área del Oriente Medio,
árabe y no árabe, se encontraban dos tercios de las reservas mundiales de
petróleo, de los que dependía una gran parte de la actividad económica del
Occidente industrial y del Japón.
Los países árabes se vieron sacudidos profundamente por la aparición de
un estado judio en Israel. Después de la guerra, los supervivientes sin hogar
que se salvaron de la barbarie nazi en Europa acudieron a Palestina com o a
un lugar de refugio que, según ellds, les había sido prometido como patria
judia en la Primera Guerra Mundial22. Los árabes se negaron a hacer
sacrificios territoriales a causa de la persecución de los judíos en Europa.
Inglaterra, que mantenía un mandato sobre Palestina, trató de aplacar a los
árabes limitando la inmigración judía. En 1948, tras unas negociaciones
fracasadas, los ingleses anunciaron el final de su mandato y la partición de
Palestina. Los dirigentes sionistas proclamaron inmediatamente la república
de Israel y tomaron las armas contra grandes ejércitos invasores árabes, a los
que lograron derrotar rápidamente. Con la instauración del estado israelí,
fueron desposeídos y quedaron disgustados más de medio millón de árabes;
las ofertas israelitas de reasentar a los refugiados fueron despreciadas. Para
los árabes, el estado de Israel era como una nueva forma de invasión
occidental del Oriente Medio. Los israelíes se consideraban a sí mismos como
una cabeza de puente de los avances científicos, tecnológicos y democráticos
occidentales en un área económicamente subdesarrollada, semifeudal. Acer
taron a desplegar una industria moderna y a mejorar grandes extensiones del
desierto de Néguev, donde cultivaron cítricos y otros tipos de cosechas.
Acertaron también a crear una sociedad democrática con elementos muy
diversos, y a desarrollar unas poderosas fuerzas militares modernas. Los
países árabes se negaron incluso a reconocer el estado y lucharon por su
destrucción. Se libraron tres guerras más, con posterioridad a 1948: en 1956,
en 1967 y en 1973. Todas tuvieron ramificaciones internacionales porque los
Estados Unidos apoyaban a Israel y la U .R .S.S, prestaba ayuda a los estados
árabes.
Egipto, al principio,, se puso a la cabeza de la guerra santa contra Israel.
Tras una revolución militar, en 1952, que depuso al monarca egipcio e inició
una república dominada por los militares, Egipto surgió, durante algún
tiempo, como el principal estado árabe. Un coronel del ejército, Gamal
Abdel Nasser, concentró el poder en sus manos. Para labrar la fuerza
económica y militar del país, Nasser, aunque profundamente anticomunista,
solicitó y obtuvo armas y ayuda económica de la Unión Soviética y también
de los Estados Unidos. Se indignó cuando los Estados Unidos, para vengarse
de su amistad con los Soviets, le negaron los fondos que necesitaba para
construir la presa de Asuán.
Los problemas se agravaron en 1956. Los ingleses, tal como habían
prometido anteriormente, evacuaron la zona del Canal de Suez e hicieron
entrega de los derechos que aún mantenían en Egipto. Nasser anunció a un
668
mundo estupefacto que el Canal de Suez sería nacionalizado y colocado bajo
el control egipcio. El primer ministro inglés, Anthony Edén, con la obsesión
de la política de apaciguamiento empleada con los dictadores europeos en la
década de los 30, replicó con la intervención militar. A él se unieron los
franceses, que estaban irritados por la constante ayuda egipcia a los naciona
listas argelinos, y los israelitas, que veían en peligro su seguridad a causa del
permanente control egipcio sobre el canal. Pero los Estados Unidos se
negaron a apoyar la intervención. La unión Soviética respaldó a Nasser, al
igual que muchos estados asiáticos y africanos que veian al dirigente egipcio
resistiendo a una invasión imperialista del viejo estilo. Inglaterra, Francia e
Israel fueron obligadas a retirar sus fuerzas. Aunque los egipcios accedieron
a hacer funcionar el canal sobre una base de imparcialidad, siguieron
cerrando el paso a los buques israelitas.
En 1967, los egipcios procedieron a cerrar el Golfo de Aqaba. Esta
acción, combinada con el continuado cierre del Canal de Suez a los buques
israelies, amenazaba con estrangular la economía de Israel. En una rápida
guerra de seis días, los israelíes destruyeron las fuerzas aéreas egipcias,
destrozaron los ejércitos egipcio, sirio y jordano, capturaron grandes canti
dades de material, en su mayoría de origen soviético, y ocuparon extensos
territorios pertenecientes a los tres estados árabes, incluido el sector jordano
de la ciudad de Jerusalén. Más de 1 millón de árabes caían baio dominación
israelíes. Los estados árabes, dolidos por la humillante derrota, se negaron a
firmar un tratado de paz o a reconocer a Israel, y recibieron nuevas armas,
equipamiento y consejos de la Unión Soviética.
Los refugiados palestinos agregaban un elemento sumamente volátil a la
situación. Concentrados en campos en los vecinos estados árabes, iban
haciéndose cada vez más combativos, sostenían una guerra de guerrillas y
llevaban a cabo actividades terroristas. En 1964, se organizaron como
gobierno-en-el-exilio —O .L .P.—, Organización para la Liberación de Pales
tina—, que obtuvo el reconocimiento oficial de muchos sectores, incluidas
finalmente las Naciones Unidas. Al negarse a reconocer la existencia de
Israel, pretendían hablar en nombre de 2,5 millones de palestinos y exigían el
establecimiento de un estado palestino en un territorio del que debería
privarse a Israel, en la nrilla occidental del río Jordán. Las incursiones
fronterizas, las represalias israelíes y la implicación de las grandes potencias
perturbaban a todo el Oriente Medio.
En la dirección árabe, se produjeron otros cambios. Las ambiciones
pan-árabes de Nasser no prosperaron. Muchos estados árabes se mantenían
recelosos ante Nasser, de quien sospechaban que utilizaba las aspiraciones
pan-árabes al servicio de sus ambiciones personales. Pero la hostilidad frente
a Israel seguía siendo lo más importante. A partir de 1967, Egipto recibió
una ayuda militar y económica masiva de la Unión Soviética. El objetivo
primordial era el de arrojar a Israel de los territorios que ocupaba desde
1967, que incluían la península del Sinaí y la orilla oriental del Canal de Suez.
Muerto Nasser en 1970, su sucesor, Anwar-el-Sadat, siguió la línea dura
contra Israel, pero se mostraba preocupado también por la penetración
soviética en Egipto. Anulando casi dos décadas de estrechos lazos con la
U .R .S.S., Sadat expulsó al personal militar soviético y se hizo cargo,
669
directamente, de las bases y del equipamiento soviéticos en el país. Aunque
menos brillante que Nasser, también Sadat trató de proyectarse como jefe de
la cruzada árabe contra Israel. En octubre de 1973, las fuerzas egipcias,
sorprendiendo a los israelitas al atacarles en el Yom Kippur, día sagrado de
los judíos, cruzaron el Canal de Suez en dirección este, y establecieron una
cabeza de puente en la península del Sin ai; Siria atacó simultáneamente por
el norte, en los altos del Golán. Una vez recuperado del ataque por sorpresa,
Israel montó grandes operaciones por tierra y por aire. Después de estabili
zar el frente sirio, los israelíes cruzaron el Canal de Suez y bloquearon a las
fuerzas egipcias que habían invadido la orilla oriental.
Con los israelíes nuevamente victoriosos y controlando más territorios
árabes, los países árabes productores de petróleo que apoyaban a Egipto y a
Siria recurrieron, espectacularmente, a una nueva arma estratégica, es decir,
a un embargo de las expediciones de petróleo. Esperaban presionar a los
Estados Unidos y a la Europa occidental, exigiendo la retirada israelí de
todos los territorios árabes ocupados desde 1967, incluidos los conquistados
recientemente. Aunque el embargo se levantó unos meses después, en el
invierno de 1974, las naciones productoras de petróleo habían cuadriplicado,
mientras tanto, los precios. El embargo y la subida de los precios mundiales
del petróleo abrieron una nueva era en las relaciones económicas y políticas
internacionales y tuvieron repercusiones que sobrepasaron el conflicto del
Oriente Medio, como veremos a continuación.
Los Estados Unidos y la Unión Soviética apoyaron una resolución de las
Naciones Unidas que exigía un inmediato alto el fuego. La cuarta guerra
árabe-israelí terminó en un acuerdo por mediación del secretario de Estado
americano, Henry Kissinger. En marzo de 1974, los Estados Unidos habían
persuadido a Israel de que se retirase de la orilla occidental ocupada del
Canal a la orilla oriental, detrás de una zona egipcia y de un área de
amortiguación con fuerzas de las Naciones Unidas, en la que participaría
también una patrulla civil americana. Israel abandonó algunos, pero no
todos los territorios de la frontera siria.
El frente árabe contra Israel, hasta entonces unido, se desbarató a causa
de la disposición egipcia a negociar y de los nuevos esfuerzos egipcios para
reanudar relaciones más amistosas con los Estados Unidos y con los países
occidentales. Los otros estados árabes rechazaron el acuerdo con Israel y se
opusieron a nuevas negociaciones. Maniobraron intensamente entre bastido
res para conseguir la retirada israelí de los territorios árabes ocupados, e
incluso persuadieron a la Asamblea General de las Naciones Unidas, en
1975, para que adoptase una resolución condenando el sionismo como «una
forma de racismo y de discriminación racial»; era una resolución irónica,
toda vez que el sionismo había surgido como una defensa contra el anti
semitismo, e Israel como un resultado de la persecución de los judíos por los
nazis. Pero, dejando a un lado la pasión y la retórica, existía la convicción
de que, a menos de que en el Oriente Medio se negociase un acuerdo más
amplio, estallarían nuevos y más graves conflictos. Lo que había que
coordinar era la exigencia de los refugiados palestinos de un estado nacional
independiente, y el reconocimiento y la garantía de la legitimidad y de la
seguridad de Israel. Siempre como fondo, se hallaba la clara conciencia de
670
que, con la proliferación de las armas nucleares, los árabes y los israelíes
podían disponer de armas todavía más mortíferas, en cualquier nuevo conflic
to.
Las difíciles relaciones y desavenencias en él seno del bloque árabe se
pusieron de manifiesto, agudamente, durante la prolongada y confusa
guerra civil del Líbano, que estalló en la primavera de 1975 y tuvo como
resultado la pérdida de millares de vidas y el desarraigo físico de algunos
otros millares, antes de su terminación, año y medio después. Tras haberse
iniciado como una rebelión de los musulmanes izquierdistas contra los
árabes cristianos que, a pesar de ser una minoría, dominaban el gobierno, la
guerra se transformó, rápidamente, en un campo de batalla de ambiciones
opuestas. La Organización para la Liberación de Palestina intervino, ponien
do en acción a los extremistas de la guerrilla árabe y amenazando a las
autoridades establecidas en todos los países árabes. Para restaurar el orden,
Siria envió tropas al lado del gobierno cristiano, y la Liga Arabe, para
contrarrestar la unilateral intervención siria, también envió una misión de
mantenimiento de la paz. Fue el ejército sirio el que puso fin a la brutal
guerra civil, y Siria continuó controlando extensas áreas del perturbado país.
En todo el mundo musulmán, árabe y no árabe, en Asia y en Africa,
había terminado el viejo tiempo del imperialismo. Un nuevo y poderoso
sentido de identidad se extendía por el mundo islámico. El orgullo por su
gran herencia cultural se vio reforzado por la asombrosa riqueza derivada de
sus recursos petrolíferos. Trató de reparar su atraso industrial mediante una
rápida modernización, pero estaba decidido a participar en los adelantos
materiales occidentales según sus propios términos, no en un plano de
inferioridad, y a concertar su propia efectividad militar en armas y en
potencia nuclear. Estados árabes como Kuwait, Arabia Saudita y Libia, al
igual que estados no árabes como Irán, eran tan ricos en recursos petrolífe
ros, que se planteó la cuestión de su ayuda a naciones islámicas menos
favorecidas. Pero, en todos aquellos países, todavía principalmente elitistas
en su organización social, la riqueza seguía en manos de las clases privilegia
das, y sólo lentamente descendía a mitigar la suerte de las depauperadas y a
menudo analfabetas clases inferiores. En muchos de los países musulmanes,
persistían numerosos obstáculos a la modernización, incluidas las tradiciona
les barreras religiosas y culturales que impedían la plena absorción de las
mujeres en la sociedad. El ritmo de cambio en el mundo musulmán era
desigual, pero los antiguos modos de vida iban siendo, evidentemente,
erosionados por las nuevas realidades de la riqueza, la industria y la
urbanización, así como por el mayor desarrollo de la enseñanza.
671
gobernantes nativos tradicionales, es decir, el sultán de Marruecos y el bey
de Túnez. Los nacionalistas del Africa del Norte, que se habian educado en
Francia y habían discutido las ideas de libertad e independencia en los cafés
de París después de la Primera Guerra Mundial, estaban ahora dispuestos a
alcanzar sus objetivos23. La decisión de los aliados, en tiempo de guerra, de
conceder la independencia a la antigua colonia italiana de Libia en 1951, y la
agitación para que los ingleses terminasen con los vestigios de su control en
Egipto, galvanizaron a toda el Africa del Norte en la década de los 50. Para
aplacar la creciente agitación nacionalista, los franceses ofrecierón diversas
concesiones políticas, pero, en 1956, se vieron obligados a otorgar la
independencia completa a Marruecos y a Túnez.
En Argelia, el curso de los acontecimientos fue distinto. Los franceses
consideraban a Argelia, no como una colonia, sino como parte integrante de
Francia; estaba representada en la Asamblea Nacional Francesa como cual
quier distrito electoral de la Francia metropolitana, salvo que la elección de
representantes se inclinaba notablemente en favor de los colonos europeos y
en detrimento de la mayoría árabe. De los 9 millones de habitantes, por lo
menos 1 millón eran colonos europeos —colons—, en su mayoría franceses
que, como la familia del gran escritor francés, Albert Camus, habian vivido
allí durante generaciones. Como los colonos europeos controlaban la econo
mía y eran dueños de la mayor parte de la tierra y de la industria, temían por
sus privilegios políticos y económicos si Argelia se separaba de Francia y
pasaba a ser gobernada por una mayoría árabe que se sentía agraviada por
muchos años de tratamiento injusto. Se mostraban intransigentemente deci
didos a que Argelia siguiera siendo francesa. En un momento en que Francia
y el ejército francés apenas se habian recobrado de la desastrosa derrota en
Indochina, una rebelión apenas a gran escala estalló en Argelia, en el otoño
de 1954.
La guerra franco-argelina duró siete años y medio, tomando parte en
ella, en su punto culminante, 500.000 soldados franceses, costando, por lo
menos, la vida a 100.000 soldados árabes y -10.000 franceses, y a algunos
millares de civiles. El Frente de Liberación «Ajrgelino recibía ayuda y apoyo
de Egipto y de otros estados árabes. Torturas y crueldades eran habituales en
ambos bandos; la violencia llegó hasta París, cuando los argelinos extremis
tas atacaban a los moderados. Los franceses se enfrentaban con un dilema: o
perder Argelia o continuar soportando la tensión militar, financiera y moral
de la guerra colonialista. El ejército, los colonos de Argelia y los derechistas
de Francia trataban de presionar implacablemente sobre los rebeldes, hasta
someterlos. En la primavera de 1958, en medio de una prolongada crisis
gubernamental en París, una insurrección acaudillada por colonos que se
resistían a rendirse y por jefes del ejército, el día 13 de mayo de 1958, en
Argel, llevó al poder al general Charles de Gaulle24.
Aunque nadie sabía cómo iba a resolver de Gaulle la crisis argelina, y
muchos creían que él y su «entourage» eran tan fervientes nacionalistas que
no abandonarían Argelia, él se propuso resolver la crisis según su propio
672
ritmo y según su propio estilo. Al principio, mientras continuaba la guerra,
habló de autonomía para los argelinos, una vez que cesara la rebelión. Poco
después, habló de autodeterminación y prometió un referéndum, en cuanto
se ordenase una tregua, En 1961, obtuvo el respaldo del electorado francés
para su propuesta de concesión de la independencia. Ciertos jefes del ejército
se rebelaron, y algunos de sus más íntimos colaboradores políticos de antes
contribuyeron a formar un ejército secreto de terroristas que ponían bombas
y mataban, y que incluso intentaron asesinarlo, pero todo fue en vano. En
julio de 1962, la dominación francesa, que se remontaba a la década de
1830, tocó a su fin. Después de la independencia, hubo un éxodo masivo de
europeos que abandonaban Argelia, pero los franceses y los argelinos, en su
mayoría, estaban satisfechos de que de Gaulle hubiera acabado con el grave
conflicto. El nuevo régimen de Argelia a duras penas logró escapar de la
guerra civil; durante los tres primeros años, el país permaneció bajo la
autoritaria dominación de un régimen izquierdista respaldado por el ejército,
que nacionalizó una gran parte de la economía. A partir de 1965, fue
gobernado por una dictadura militar que puso especial interés en un rápido
desarrollo industrial, en parte basado en los recursos petrolíferos del país.
Los franceses aceptaron la pérdida de Argelia, y, con una economía flore
ciente, fijaron su atención en otras cuestiones.
673
El movimiento de liberación se vio estimulado por los acontecimientos en
el Africa del Norte árabe, en la década de los 50, cuando Libia recibió la
independencia, en 1951, por acuerdo internacional, y los ingleses, bajo
presión, renunciaron a sus privilegios en Egipto, en 1954. Sudán, apartándo
se de Egipto, se estableció como estado independiente, en 1956, y, aquel
mismo año, los franceses concedieron la independencia a Marruecos y a
Túnez, aunque lucharon por conservar Argelia durante algunos años más.
Aquellos acontecimientos suscitaron movimientos nacionalistas en el Africa
sub-sahariana, donde las poblaciones negras vivían en imperios coloniales
logrados por los ingleses, los franceses, los belgas y los portugueses, o bien a
comienzos de la Edad Moderna, o bien en los tres lustros de arrebatiña
imperialista, siguientes a 1885 26. Los ingleses iniciaron el camino en la
concesión de independencias. Tras disolver su imperio de la India y romper
sus restantes compromisos imperiales por razones económicas, prepararon el
auto-gobierno africano mediante una gradual transferencia de autoridad a los
funcionarios locales y mediante programas de desarrollo económico.
En 1957, Ghana, entonces Costa de Oro, en el Africa Occidental, fue la
primera colonia británica africana que consiguió la independencia. Allí, el
movimiento de independencia no estaba complicado por la presencia de
ninguna importante minoría colonizadora blanca, como ocurriría en otras
partes; además, los habitantes disfrutaban de un cierto grado de estabilidad
económica, y, en 1948, tenían un consejo legislativo con mayoría africana.
De todos modos, los nacionalistas, capitaneados por Kwame Nkrumah.
hombre de formación americana, demandaban un inmediato status indepen
diente como dominio. Los ingleses, que empezaron encarcelando a Nkru
mah, le pusieron en libertad, y, en 1951, lo nombraron primer ministro. Tras
un período de transición de unos pocos años antes de la independencia, la
Costa de Oro, en 1957, se convirtió en un dominio independiente, el primero
de los nuevos miembros africanos de la Commonwealth. Inmediatamente,
repudió un nombre que se identificaba con la explotación imperialista y
tomó el nombre de Ghana, evocando un reino africano que había florecido a
orillas del Río Níger, desde el siglo IV al XI d. de C. En 1960, Ghana se
transformó en una república, conservando su asociación voluntaria con la
Commonwealth. Tras la independencia, Nkrumah reunió en sus manos
amplios poderes. Se convirtió en presidente vitalicio, prohibió los partidos
de la oposición y gobernó como un dictador. Una década después, su
arbitraria autoridad, sus extravagancias sin límites y el culto a la personali
dad condujeron a su derrocamiento en 1966 por jefes del ejército y a la
implantación de una dictadura militar.
En 1960, Nigeria pasó también del status colonial a la independencia,
primero como dominio, y luego, tres años después, como república volunta
riamente unida a la Commonwealth. Nigeria, cuya población era, con gran
diferencia, la mayor de cualquier país de Africa (cerca de 80 millones,
en 1976), tenía numerosos grupos étnicos, siendo los principales los Hausa y
los Fulani en el norte, y los Yoruba y los Ibo en el sur. Durante algunos
años, los antagonismos étnicos y regionales se mantuvieron en calma,
674
mientras se ponía en marcha el autogobierno parlamentario, pero, a media
dos de la década de los 60, aquellos antagonismos estallaron violentamente.
Oficiales Ibos del ejército, preocupados por el empeoramiento de la posición
de su pueblo, que era principalmente cristiano y más avanzado, desde el punto
de vista económico, que la mayoría de los otros pueblos del país, derribaron el
gobierno e implantaron un régimen militar, en 1966. Ellos, a su vez, fueron
derribados por otros oficiales del ejército, y se iniciaron sangrientas represa
lias. En 1967, los Ibos realizaron un desafortunado intento de independencia.
Proclamaron la secesión de su región oriental como estado de Biafra (así lla
mado, por la bahía oriental del Golfo de Guinea). Estalló una guerra civil que
duró dos años y medio, y en la que pudo morir 1 millón de personas. Después
de unos éxitos inicíales biafreños, las fuerzas federales aplastaron a los rebel
des, inferiores en número. En la época de la independencia africana, los afri
canos, trágicamente, daban muerte a los africanos. Después de la guerra, el
nuevo gobierno militar se entregó a una política de reconstrucción y de recon
ciliación, intentando reintegrarse a los Ibos a la vida nacional y prometiendo
un retorno, con el tiempo, al poder civil. Pero el general dirigente fue depues
to en 1975 por un grupo de oficiales del ejército, su sucesor fue asesinado al
año siguiente, y tomó el poder una dictadura militar colectiva. Nigeria era un
país próspero y bullicioso, con ciudades activas y populosas como Lagos e
Ibadan, cada una de ellas con más de 1 millón de habitantes, y que gozaba de
los beneficios de una gran riqueza petrolífera, pero se hallaba aquejado por la
corrupción, la inflación y una población en rápido crecimiento. En la década
de los 70, el producto nacional bruto de Nigeria era igual al de todos los demás
países negros africanos juntos.
En el Africa Oriental, los movimientos de independencia de los años 1950
tropezaron con obstáculos. En Kenya (como en el Africa meridional), una
minoría económicamente privilegiada de colonizadores blancos se opuso, en
principio, a un gobierno de africanos no blancos. El movimiento nacionalis
ta respondió con violencia y terrorismo, que alcanzaron su punto culminante
a comienzos de los años 1950, con las actividades de la sociedad secreta Mau
Mau. Los ingleses encarcelaron a Jomo Kenyatta y a otros dirigentes
nacionalistas, y sofocaron por la fuerza a los extremistas, pero, tras una
década de intranquilidad, concedieron la independencia a Kenya, en 1963.
Durante muchos años, el país estuvo presidido por kenyatta, que gobernó
con firmeza, pero mediante instituciones parlamentarias.
De las otras áreas coloniales importantes del Africa Oriental, Uganda se
independizó en 1962, y, durante algún tiempo, permaneció bajo un régimen
constitucional. Pero, en 1966, se produjo una lucha entre el gobierno central
y el reino de Buganda, de una antigüedad de siglos, al que se había
prometido la autonomía en el nuevo estado. El gobierno central venció, pero
cayó, a su vez, bajo una dictadura presidencial. En 1971, tom ó el poder el
general Idi Amin, que se hizo famoso como dictador caprichoso y brutal. En
Uganda (y en Kenya), el proceso de «africanización» estaba dirigido contra
los asiáticos tanto como contra los europeos, de modo que millares de indios
que habían acudido al Africa Oriental en los tiempos de dominación
británica, y que habían sido, durante largos años, los comerciantes, los
675
tenderos y los banqueros del país, fueron expulsados, y sus posesiones,
expropiadas.
En otras partes del Africa Oriental, Tanganyika (en otro tiempo, Africa
Oriental Alemana) se independizó a comienzos de la década de 1960, al igual
que Zanzíbar, el antiguo protectorado inglés, los dos se unieron en 1964,
adoptando el nombre de Tanzania. Durante algún tiempo, Tanzania sirvió
de cabeza de puente a la influencia comunista china en Africa. En 1975, se
terminó, con ayuda de la República Popular China, un importante enlace
ferroviario desde Dar es Salaam, puerto y capital de Tanzania, hasta
Zambia. Zambia, otra nueva nación, conocida en otro tiempo como Rhode-
sia del Norte, se hizo independiente en 1964; Kenneth Kaunda, un antiguo
maestro de escuela y dirigente de la independencia, fue su primer presidente.
Al contrario de los dirigentes de tantas nuevas naciones, que establecieron
francas dictaduras, Kenneth Kaunda en Zambia, Jomo Kenyatta en Kenya y
Julius Nyerere en Tanzania, pasaron todos de su función como dirigentes
independentistas a gobernar sus respectivos países como presidentes durante
muchos años, respetando, generalmente, las formas parlamentarias y consti
tucionales, aunque sin estimular un auténtico fermento político o una
oposición activa. Proporcionaban una estabilidad ilustrada, pero una estabi
lidad, en los tres países, que dependía de la concentración de poder en
manos de los veteranos y respetados estadistas, que no preparaban suceso
res.
Del antiguo imperio británico en Africa, fue en el Africa meridional
donde los colonos blancos opusieron más prolongada resistencia a la conce
sión de la dominación mayoritaria a la población negra. En Africa del Sur,
unos 4 millones de blancos mantenían un fírme control político sobre más de
15 millones de negros y sobre 3 millones más de poblaciones mezcladas,
tratadas como no blancas. Los dirigentes políticos dominantes, los Afrikaner
descendientes de los antiguos colonos boers, sostenían una política de
«apartheid» o segregación racial, y planearon, a lo sumo patrias independien
tes para los diversos pueblos negros. Se exigía a los negros que llevasen car
tillas de identificación, eran sometidos a restricciones en sus lugares de trabajo
y de residencia, y se Ies'excluía de muchos servicios públicos; los adversarios
políticos, blancos y negros, eran encarcelados. El régimen se encontraba más
aislado cada vez. En 1961, se apartó de la Commonwealth, cuyos miembros
criticaban su política racial, y se proclamó como república. Cuando la domi
nación portuguesa terminó en Angola y en Mozambique, en 1975, como vere
mos, y se constituyeron allí gobiernos negros, Africa del Sur se vio más aisla
da todavía. A finales de la década de los 70, aunque seguía manteniendo
rígidamente su posición ideológica de «apartheid», comenzó a abandonar al
gunas de las más flagrantes formas de discriminación. Además de la segrega
ción, había otro problema que continuaba siendo un punto de fricción. Des
pués de la Segunda Guerra Mundial, Africa del Sur se negó a abandonar el
mandato que había ejercido, desde 1919, sobre lo que había sido el Africa Su-
roccidental Alemana. En 1966, las Naciones Unidas dieron por concluida la
dominación sudafricana y reconocieron una Namibia independiente, pero el
676
gobierno de Africa del Sur. se negó a retirarse e hizo frente a la amenaza de
una guerra de guerrilla cada vez más intensa.
Rhodesia también se resistía a renunciar a la dominación minoritaria de
los blancos. Una minoría blanca de 270.000 habitantes gobernaba a 6
millones de negros, negándoles sus derechos políticos, de modo que también
allí sufrían la humillación de las cartillas y de los «ghettos» legales. En 1953,
se organizó una Federación de Rhodesia y Nyas alan día como primer paso
hacia la independencia respecto a Inglaterra. Se establecieron gobiernos de
mayoría negra en la Rhodesia del Norte, que se independizó, como Zambia,
en 1964, y en Nyasalandia, que conquistó la independencia en el mismo año
con el nombre de Malawi, En Rhodesia Meridional los líderes blancos
insistían en la independencia, pero los ingleses trataban en vano de negociar
los derechos políticos para los negros, antes de concedérsela. En 1965, Ian
Smith, el primer ministro rhodesiano, proclamó la independencia, unilateral
mente, y, en 1970, una nueva constitución transformó a Rhodesia en una re
pública. Continuó la presión sobre el gobierno rhodesiano por parte de los
ingleses, de las Naciones Unidas, que votaron sanciones económicas contra el
país, y también de Africa del Sur, que estaba intentando colaborar con los
otros estados negros de Africa; y los Estados Unidos trataron de mediar tam
bién. Los dirigentes nacionalistas negros presionando en favor de un gobierno
de mayoría africana en un nuevo estado rhodesiano que se llamaría Zimbab-
\ve.
Los franceses, como los ingleses, disolvieron también su imperio colonial
de un modo muy distinto del empleado en Argelia. En la década de los 50,
aquellas colonias francesas estaban tranquilas. Durante años, los franceses
habían confiado en que una élite africana educada en Francia mantendría
con Francia unos fuertes lazos políticos y culturales. Bajo la Unión Francesa
de la Cuarta República, los territorios de ultramar estaban representados en
las asambleas francesas, aunque el control efectivo continuaba centralizado en
París. Los dirigentes republicanos franceses anunciaron planes para ampliar
el sufragio y para establecer instituciones de autogobierno en Africa, pero, a
mediados de la década de 1950, las colonias africanas sub-saharianas,
inspiradas por el ejemplo de los acontecimientos en otras partes de Africa,
querían la independencia total.
En 1958, de Gaulle, aunque sosteniendo todavía la guerra en Argelia,
ofreció a las colonias africanas el derecho a la autodeterminación y a la
voluntaria asociación con Francia, que todas aceptaron. Sólo Guinea insistió
en la secesión. Los estados africanos franceses pasaron, en dos o tres años,
de la autonomía a la completa independencia y a la soberanía, decidiendo
algunos permanecer asociados con Francia y entre sí, en una asociación
libremente organizada y conocida como la Comunidad Francesa; incluso los
que optaron por apartarse conservaron sus lazos económicos y culturales con
Francia. Constituía un tributo a los antiguos imperios francés e inglés el
hecho de que muchos de los nuevos estados mantuviesen asociaciones,
voluntariamente, con las anteriores potencias imperiales. En realidad, el
francés y el inglés siguieron siendo los únicos idiomas comunes al continente
africano, y el inglés, al subcontinente indio. Pero algunos asiáticos y
africanos, alarmados por la continuidad de las relaciones culturales y
económicas con Occidente, se creyeron amenazados por una resurrección del
imperialismo, es decir, por un «neocolonialismo».
A comienzos de la década de los 60 se habían hkcho independientes más
de una docena de nuevos estados soberanos que antes habían estado bajo la
soberanía francesa, y algunos otros conquistaron la independencia en los
años 197027. El presidente-poeta del Senegal, Léopold Senghor, habló no
sólo de independencia, sino también de négritude, una poderosa y amplia
conciencia y autoafirmación negra, un orgullo-de las antiguas raíces cultura
les y de la independencia moderna, que tocaba cuerdas sensibles en los
americanos de ascendencia africana, cuyos antepasados habían sido trasla
dados, cargados de cadenas, desde algunos de los mismos territorios que
ahora surgían como naciones.
La retirada europea de los años 50 se vio acompañada por la tragedia del
Zaire, durante mucho tiempo llamado Congo Belga. El Congo Belga
había sido, en otro tiempo, un sinónimo de explotación imperialista28. Antes
de la Primera Guerra Mundial, se remediaron los aspectos más abusivos y se
instituyeron reformas progresivas, pero el control político seguía concentra
do en Bruselas, y no se adoptaba medida alguna para una futura auto-admi
nistración, ni se preparaba un servicio civil nativo. Cuando, en 1959, estalló
la agitación nacionalista por la independencia, el gobierno belga, presa del
pánico no optó por un proceso de tipo gradual, sino que, sin preparación
alguna, anunció la retirada, precipitadamente, en un plazo de seis meses. La
dirección nacionalista, por su parte, estaba dividida. Unos estaban a favor de
un estado unitario, y otros, de un estado federal; algunos se dispusieron
inmediatamente para la secesión de Katanga, que era la provincia más rica.
Había antagonismos étnicos y regionales, y apenas se hallaba nadie prepara
do para asumir las funciones de gobierno. La retirada belga y la proclama
ción de la República del Congo, en junio de 1960, condujo a la anarquía,
con tumultos, saqueos y atrocidades. La provincia de Katanga (ahora Shaba)
se separó; los europeos huyeron; tropas belgas regresaron al Congo, en
aviones americanos, para restablecer el orden; y la Unión Soviética amenazó
con intervenir en defensa del Congo contra los imperialistas occidentales. En
medio de la crisis, las Naciones Unidas organizaron una fuerza de policía
internacional, compuesta principalmente por africanos, e impidieron lo que
pudo haber sido una guerra civil de un peligro potencialmente grave a causa
detlas complicaciones soviético-occidentales. La secesión de Katanga tocó a
su fin, transcurridos dos años y medio, y la República del Congo empezó a
gobernarse. En 1965, un jefe militar el coronel Mobutu, había establecido
una fuerte dictadura personal que proporcionó una estabilidad política y
que hizo posible la reorganización de la economía. En 1971, con un
programa de «autenticidad nacional», Mobutu africanizó los nombres de
todos los lugares geográficos; el país recibió el nombre de Zaire, como el
famoso rio. Ciudades como Leopoldville, la capital, y StanleyviUe, con
nombres que recordaban la época imperialista, pasaron a llamarse Kinshasa
y Kisangani. Todos los nombres personales fueron abandonados, y los
individuos se llamaban unos a otros «ciudadano». El Zaire, el más grande
país de Africa, con sus ciudades muy distantes entre sí y sin adecuados
678
medios de comunicación, tenía importantes recursos de cobre y de otros
minerales. En los años 1970, estaban en marcha grandes proyectos económi
cos, pero la considerable riqueza potencial de la nación aún seguía sin
desarrollar. La esperanza de un progreso económico sufrió un retraso,
cuando, en 1977, se llevó a cabo un nuevo intento de secesión de la provincia
de Shaba.
De todas las antiguas potencias coloniales, Portugal, que estuvo, a su
vez, bajo una dictadura autoritaria, durante varias décadas, fue la que
resistió a la oleada de liberación colonial y la que más tiempo permaneció
unida a sus colonias, símbolos de la grandeza portuguesa en los primeros
tiempos de la expansión europea. Para conservar Angola y Mozambique,
dos grandes colonias en las costas occidental y oriental de Africa, respecti
vamente, que en otros tiempos habían florecido gracias al comercio de
esclavos, el dictador portugués, Antonio Oliveira Sal azar, sostuvo una
guerra prolongada y feroz. En el curso de la lucha, como veremos, oficiales
y soldados portugueses, descontentos de la lucha en la guerra colonial, se
volvieron contra el régimen, y, en 1974, lograron derribarlo29. En 1975, el
nuevo régimen revolucionario concedió la independencia a todas sus colonias
africanas: Angola, Mozambique, Sao Tomé e Príncipe, y las islas de Cabo
Verde. Así terminaron casi 500 años de dominación portuguesa. Angola se
convirtió, inmediatamente, en campo de batalla de tres grupos nacionales
rivales, cada uno de ellos respaldado por distintas potencias extranjeras,
incluida la Unión Soviética, que concertó el envío de soldados cubanos con
armamento soviético, así como los Estados Unidos, Africa del Sur, China y
Zaire. Angola amenazaba con repetir el esquema del Congo Belga de los
años 1960, y con transformarse en una ampliación de la guerra fría, pero la
lucha terminó en la primavera de 1976, con la victoria del grupo apoyado
por la Unión Soviética y Cuba.
Africa siguió siendo un escenario de la rivalidad de las dos superpoten-
cias. Aunque muchos de los gobiernos africanos se proclamaban de orienta
ción marxista o vagamente socialistas, pocos deseaban ser estados depen
dientes de la Unión Soviética; no habían arrojado a sus antiguos dominado
res europeos para sustituirlos con otros nuevos. Pero muchos dirigentes
africanos tal vez recelaban más de los Estados Unidos, a causa de su riqueza
y de su poder, de su pretendido menosprecio de los asuntos africanos, y de
lo que los africanos consideraban intrusiones económicas y culturales de
carácter neocolonial. Mientras tanto, las dos superpotendas continuaban
suministrando armas de todas clases a los países africanos, y recursos
dolorosamente necesarios para el desarrollo económico se destinaban a fines
militares.
679
seguían perteneciendo a una potencia europea. La inacabada agenda de la
revolución africana incluía la extensión de los derechos políticos a la
mayoría negra en Africa del Sur y en Rhodesia, el reconocimiento de la
independencia del Africa suroccidental (Namibia), y la prolongada lucha
orientada a hacer de la independencia un preludio del mejoramiento de las
vidas humanas.
De todos los grandes cambios políticos en la historia del mundo contem
poráneo, que afectaron a cientos de millones de seres, ninguno más revolu
cionario, más dramático ni más súbito que el fin de los imperios coloniales
europeos de ultramar. Los imperios alemán y turco habían desaparecido con
la derrota militar en la Primera Guerra Mundial; el italiano y el japonés, en
la segunda. Pero, en 1945, los ingleses, los franceses, los holandeses, los
belgas y los portugueses gobernaban todavía más de la cuarta parte de la
población mundial. Dos décadas después, sin embargo, todos los imperios
habían desaparecido, menos el portugués, y aun ése terminó bruscamente,
en 1975. Los Estados Unidos, en los años de la postguerra, participaron
también en aquellos cambios; se retiraron de las Filipinas, concedieron el
status de asociado a Puerto Rico, y admitieron a Alaska y Hawai como
miembros iguales de la unión federal.
La era del imperialismo se remontaba al siglo XV, cuando los europeos
se hicieron a la vela, por primera vez, para sus viajes de descubrimiento;
alcanzó su apogeo entre 1885 y 1900, cuando los europeos penetraron en el
interior de Africa y ampliaron sus posesiones y sus esferas de influencia en
Asia, y los americanos se adueñaron de las Filipinas y afirmaron su poder en
ía América del Caribe y en América Latina. La era del imperialismo había
terminado. En la historia del mundo, se abría un nuevo capítulo, del que los
europeos y sus descendientes americanos no eran más que una parte. Pero
eran la tecnología europea y la civilización europea las que habían encauza
do el mundo contemporáneo en una sola y gran corriente, y las que habían
hecho de toda la historia contemporánea la historia del mundo.
La era del imperialismo tuvo su parte de explotación, de brutalidad y de
degradación, que dejaron una cicatriz perpetua, pero fue también el instru
mento gracias al cual se habían extendido al resto del mundo los avances
científicos, intelectuales y humanitarios de la Europa Occidental. El Occi
dente ya no dominaba políticamente aquellas áreas, pero la civilización, la
tecnología y las instituciones occidentales seguían siendo importantes en
todas las latitudes. En este sentido, era más propio hablar de la ascensión de
Occidente que de su decadencia. En líneas generales, modernización signifi
caba occidentalización. La industria, la ciencia, la secularización, la flexibi
lidad social, las libertades individuales habían sido, durante mucho tiempo,
características de Occidente, ya como conquistas reales, ya como objetivos;
ahora estaban alcanzando a las partes más remotas del mundo. El efecto de
los nuevos valores e instituciones produjo tensiones y descoyuntamientos, y
transformó la panorámica del mundo no occidental. Al propio tiempo, el
mundo occidental profundizó en su apreciación del pensamiento, de la
literatura, de la música, de la religión y de las formas artísticas no occidenta
les. La combinación de la cultura occidental y de la no occidental en la época
680
contemporánea significó interacción cultural, no la dominación de la una
por la otra.
A comienzos del siglo XX, e incluso en 1945, nadie podría haber
vaticinado la naturaleza o la amplitud de la revolución colonial. Los
imperios coloniales parecían duraderos, o, en todo caso, susceptibles sólo de
una lenta evolución hacia la independencia. Desde luego, los marxistas
hacían hincapié en la relación del imperialismo con el capitalismo, y prede
cían el ocaso de los dos, pero ni siquiera ellos alcanzaron a prever la rapidez
ni el carácter total con que se produjo el fin de los imperios* coloniales. Las
dos Guerras Mundiales, al debilitar a las potencias europeas y al estimular
los nacionalismos, desempeñaron un papel decisivo; era difícil sostener
guerras en nombre del autogobierno y de la democracia, a menudo con los
países coloniales como aliados, sin reforzar aquellas ideas entre los pueblos
sometidos. El fin de los imperios coloniales y la aparición de las nuevas
naciones deberían contarse entre las más importantes consecuencias de las
dos guerras, y especialmente de la Segunda.
Pero el fin del colonialismo no llevó la libertad ni el gobierno democráti
co a la mayor parte de los pueblos de reciente independencia. Como hemos
visto, aunque la mayoría de las nuevas naciones iniciaba su andadura
política con constituciones o con asambleas constituyentes, con estipulacip-
nes de parlamentos elegidos, de lin poder judicial independiente, y con una
preocupación por la libertad civil, una gran parte de la maquinaria del
gobierno constitucional desaparecía rápidamente. Muchas de las nuevas
naciones caían bajo la dominación de un solo partido, y, frecuentemente,
bajo regímenes militares; en algunas, se libraron también duras guerras
civiles. Las lealtades étnicas, a menudo trascendían lealtades a estados cuyas
fronteras habían sido artificialmente trazadas para sus propios fines por
europeos, en el curso de sus antiguas conquistas. El fin del colonialismo
trajo la independencia nacional y la libertad, en el sentido de que las antiguas
colonias quedaban libres de la dominación extranjera, pero no trajo un
auténtico autogobierno, ni libertades políticas a los pueblos de las nuevas
naciones. Tal vez los problemas sociales y económicos con que tropezaban y
su relativa inexperiencia en el autogobierno democrático fuesen demasiado
grandes; o tal vez fue un error haber creído que el autogobierno democrático
de estilo europeo podía florecer en todos los suelos. En el capítulo siguiente,
volveremos sobre el papel de los estados de reciente independencia en los
asuntos mundiales y sobre los abrumadores problemas con que todos ellos se
enfrentaban en la época de la independencia.
681
XV. L A E D A D C O N T E M P O R A N E A : C R ISIS Y C O E X IS T E N C IA
Emblema del capítulo: el símbolo oficial del Año de Población Mundial, 1974.
acelerada también. Los recuerdos de la gran depresión y los sacrificios
exigidos durante la guerra, las ambiciones y esperanzas suscitadas en los
movimientos de Resistencia, y el deseo de protección contra la inseguridad
económica, impusieron nuevas responsabilidades, en todas partes, a los
gobiernos democráticos.
L os Estados Unidos
Para los Estados Unidos, y también para una gran parte del mundo, el
hecho más importante de los primeros años de la postguerra fue la producti
vidad del sistema económico americano. La economía americana, después de
recuperarse parcialmente de la gran depresión durante los años del N ew D eal
y tras la enorme expansión efectuada para satisfacer las necesidades militares
durante la Segunda Guerra Mundial, continuó desarrollándose con posterio
ridad a 1945. Los daños de la guerra en países industriales como la
U .R .S .S., Alemania, Inglaterra y el Japón hicieron que la superioridad
económica de los Estados Unidos fuese, durante algún tiempo, mayor que
nunca. La renta p e r capita en los Estados Unidos, en 1938. había sido sólo
un poco más alta que en la Gran Bretaña, en Suecia o en Suiza, que eran los
países inmediatamente más ricos. En 1948, era casi el doble. Unos años
después, a comienzos de los 50, la Europa Occidental, la U .R .S.S. y el
Japón se habían recuperado de la guerra e iniciaban un periodo de rápida
expansión industrial. D e todos modos, los Estados Unidos se mantenían
sustancialmente a la cabeza en producto p er capita, en riqueza y en niveles
de consumo. El producto p e r capita en los Estados Unidos, en los años 70,
seguía duplicando el de la Europa Occidental, que era su más próximo
competidor. Con un 5 por ciento de la población del mundo, los Estados
Unidos, en los años 70, poseían y producían la mitad de la riqueza mundial.
La gran riqueza y los inmensos recursos de los Estados Unidos provoca
ron en otros países una actitud recelosa y hostil frente a la política america
na, pero fue la riqueza americana la que hizo posible un programa de ayuda
financiera a los países europeos, sin el cual los europeos no habrían podido
superar los estragos de- la guerra y proceder luego a modernizar sus econo
mías y a incrementar su capacidad productiva, de un modo tan asombroso.
Al propio tiempo, el ascendiente económico de los Estados Unidos producía
problemas. Como exportaban abundamente, pero no importaban en la
misma proporción, los Estados Unidos tendían a desequilibrar los intercam
bios mundiales, a causa de su propia productividad. Hasta 1957, hubo una
«escasez de dólares» crónica, por la que los otros países no podían conseguir
dólares para comprar artículos americanos. En aquel momento, como lo
hicieron durante dos décadas, los Estados Unidos tenían casi la mitad del
oro y del cambio extranjero del mundo no comunista, y, en 1945, mediante
un acuerdo monetario internacional establecido en Bretton Woods, el dólar
había sido aceptado como el equivalente del oro.
A comienzos de los años 60, debido a la recuperación económica de la
Europa Occidental y a los grandes gastos militares americanos en el extranje
ro, la balanza americana de pagos cambió desfavorablemente, y el dólar se
684
debilitó. Los europeos, mientras tanto, habían acumulado grandes reservas
de dólares (o «eurodólares»), por los que tenían derecho a exigir oro —como
Francia lo exigió en 1965—. El oro americano y las reservas de monedas
extranjeras descendieron drásticamente. En 1971, los Estados Unidos sus
pendieron la convertibilidad del oro, unilateralmente, y tuvieron que deva
luar el dólar. Después, a mediados de la década de los 70, el déficit
americano aumentó más todavía, a eáusa del mayor coste de las importacio
nes de petróleo. La imagen del dólar americano como una fortaleza inexpug
nable, propia de los primeros años de la postguerra, ya no se sostenía, y el
sistema monetario internacional establecido en Bretton Woods se resquebra
jaba. La economía americana, a pesar de la recesión iniciada a comienzos de
los años 70, todavía era fuerte, pero su vulnerabilidad ante las fluctuaciones
de los precios y de las monedas internacionales, y su dependencia de los
recursos naturales extranjeros, eran de una asombrosa evidencia. La indus
tria y la banca americanas de grandes dimensiones estaban también concentra
das, y sus operaciones se realizaban más que nunca a escala mundial; menos
de 1.000 «empresas multinacionales», como se llamó a los conglomerados gi
gantes que negociaban en docenas de países, en el interior y en el exterior, su
maban el 70 por ciento de todas las transacciones empresariales del comercio
internacional.
En los años 50, la rápida tasa de crecimiento industrial en el Oeste del con
tinente europeo, así como en la Unión Soviética, despertó el temor de
que la economía americana pudiera estar retrasándose en relación con
otros países industriales. Durante dos décadas después de la guerra, la
producción en los Estados Unidos aumentó a una tasa inferior al 3 por
ciento anual, más lentamente que en la Unión Soviética o en la Europa
Occidental, pero la economía americana tenía una base sobre la que edificar
más amplia que de aquellos países. El crecimiento económico tenía
que hacer frente también al aumento de la población nacional, que pasó de
132 millones en 1940 a 216 millones en 1976, en comparación con menos de
3 millones de americanos, en el momento de la independencia del país, 200
años antes. Aunque el aumento de población se redujo hacia 1957 y
descendió notablemente en los años 70, los Estados Unidos seguían crecien
do en más de 2 millones al año, incremento anual justo inferior al 1 por
ciento. En cuestiones de bienestar general, aunque, desde ciertos puntos
de vista, alcanzaba los más altos niveles de vida del mundo, el país estaba
infestado de mucha pobreza y de muchos problemas irresueltos, sobre todo
en las ciudades declinantes y en las regiones económicamente deprimidas. A
lo largo de las décadas de postguerra, los enormes gastos militares distraían
fondos de las necesidades domésticas y contribuían también a la inflación.
La propia eficiencia de la tecnología americana amenazaba con desplazar
obreros. Todas estas constantes preocupaciones se vieron intensificadas por
la reducción del ritmo de crecimiento industrial, por el desempleo y por la
inflación que aquejaban a la economía, a lo largo de una gran parte de los
años 70.
En los primeros años de la postguerra, los procesos internos de desarrollo
en los Estados Unidos se veían inmediatamente afectados por los nuevos
compromisos internacionales del país a escala mundial, por la ansiedad
acerca de las intenciones y de las acciones de la U.R.S.S., y por una obsesiva
685
preocupación respecto a la subversión interna y a la desieaitad. Una «alarma
roja», atizada por el senador por Wisconsin, Joseph McCarthy, se encendió
a comienzos de los años 50, en medio del malestar y de la humillación del
país ante la victoria comunista en China y los reveses americanos en la
guerra de Corea. Eran muchos los que sostenían que la tolerancia de la
disensión, característica permanente de la libertad americana, estaba amena
zada por la represión dirigida aparentemente contra las actividades comu
nistas; otros afirmaban que los fundamentos de la seguridad americana
estaban amenazados por la sedición interna y por la conspiración mundial.
Los aspectos más abusivos de la era McCarthy decayeron, a partir de 1953.
El presidente Harry S. Truman, que ocupó el cargo a la muerte de
Franklin Roosevelt, en 1945, y que luego fue elegido en 1948, intentó con su
Fair Deal, continuar el N ew D eal de su predecesor1. Los sindicatos seguían
siendo una fuerza poderosa en la vida americana, aunque se tomaron
medidas, bajo lqs auspicios republicanos, para cercenar las que se considera
ban prácticas industriales ilícitas de los sindicatos. Cuando el partido Repu
blicano ocupó la presidencia, durante ocho años, a partir de 1952, con el
héroe de la guerra, el general Dwight D. Eisenhower, el gobierno adoptó una
orientación más empresarial, pero no desmanteló el N ew Deal\ en realidad,
la cobertura de la seguridad social se extendió, los salarios mínimos legales
se incrementaron, y se construyeron viviendas públicas. En 1960, volvió al
poder una administración democrática, con la elección de John F. Kennedy.
Trágicamente asesinado hacia el final del tercer año de su mandato, fue
sucedido por su vicepresidente, Lyndon B. Johnson, que en la elección
presidencial de 1964 obtuvo una aplastante victoria. Tanto Kennedy como
Johnson estimularon un fuerte liderazgo ejecutivo y una firme acción guber
namental para combatir el lento crecimiento económico, los persistentes focos
de miseria y la discriminación racial. Bajo la presidencia de Johnson, se
incrementó la ayuda federal a la educación, y se ampliaron los servicios
médicos y sanitarios, especialmente para los ancianos. Pero tanto se compro
metió en la guerra de Vietnam, que le costó su gran apoyo popular, y no se
presentó a la reelección. En 1968, Richard M. Nixon derrotó al candidato
demócrata por un estrecho margen de votos.
Aunque el presidente Nixon había logrado buena parte de su reputación
anterior gracias a una Tuerte actitud anticomunista en los años 50, él y su
activo secretario de estado, Henry Kissinger, trataron de atenuar las tensio
nes ideológicas de la guerra fría, en un esfuerzo ampliamente proclamado en
favor de la détente, afirmando que las relaciones entre las grandes potencias
debían basarse menos en la ideología que en el mutuo reconocimiento de los
ínteres nacionales. Los esfuerzos de Nixon en los asuntos exteriores se vieron
anulados por los escándalos que sacudieron su administración. Su vicepresi
dente, acusado de aceptar sobornos y de evasión de impuestos, tuvo que
dimitir. Después el propio presidente, reelegido por una abrumadora victo
ria en 1972, se vio implicado en el intento de ocultar un robo con escala
miento, por motivaciones políticas, en el cuartel general del Partido Demó
crata, durante la campaña electoral. En agosto de 1974, bajo amenaza de
686
procesamiento, dimitió, siendo sucedido como presidente por Gerald Ford,
a quien él había nombrado antes vicepresidente. Ford no fue elegido en
1976, y Jimmy Cárter, antiguo gobernador de Georgia, relativamente desco
nocido, y que contaba con el apoyo de una coalición de sindicatos, negros y
clase media urbana, fue el primer presidente natural del Deep South (Profun
do Sur), desde antes de la Guerra Civil.
En los años 70, los Estados Unidos, como generalmente el mundo
industrial, estaban aquejados de una combinación de recesión económica y
de inflación. Parte de la inflación se debía a los gastos en la guerra de
Vietnam y a otros desembolsos militaren y no militares. Las ventas de
cereales a la Unión Soviética, en 1972, para reforzar la política de déíente,
elevó los precios de los artículos alimenticios en el interior. Al cuadruplicarse
los precios del petróleo, en 1973-1974, por parte de los países productores, se
aceleró la subida de precios. Para dominar la inflación, el gobierno trató de
reducir los gastos y de mantener a la par los salarios y los precios, pero los
cortes presupuestarios no sirvieron más que para reforzar la mayor lentitud
económica. La recesión de los años 70 fue el más duro revés económico en
cuatro décadas; en 1975, el paro superaba los 8 millones, es decir, el 9 por
ciento de la fuerza de trabajo. Durante algún tiempo, hubo una inflación de
«dos dígitos» (es decir, que los precios subían un 10 por ciento anual, o
más), y el producto industrial bruto mostraba el más agudo descenso desde
los años 30. A partir de 1975, hubo signos de recuperación, pero esta era
lenta e incompleta. Como una gran parte del comercio mundial dependía de
los Estados Unidos, la economía mundial se hallaba estrechamente ligada a
la recuperación económica de este país.
Además de los problemas económicos y políticos, los Estados Unidos
seguían afrontando su especial «dilema americano», es decir, la cuestión
fundamental de determinar si la democracia americana podía realmente
absorber a sus ciudadanos negros en la sociedad americana. En cuanto a la
población negra —más de 25 millones a mediados de los 70, lo que equivalía
a un 12 por ciento de la población total—, el mito del crisol americano
nunca se había aplicado plenamente; los negros nunca habían tenido una
participación igual en las conquistas políticas, sociales y económicas llevadas
a cabo por eL resto de los ciudadanos. El nuevo papel americano en los
asuntos mundiales hacía todavía más urgente la igualdad. Los afro-america
nos, especialmente los jóvenes, se enorgullecían de los nuevos estados
africanos y desarrollaban un fuerte sentido de identidad negra. Las manifes
taciones por los derechos civiles y las presiones para poner fin a la discrimi
nación aumentaron. En mayo de 1954, una sentencia del Tribunal Supremo
establecía un acceso igual a las escuelas públicas de la nación, y los
presidentes Eisenhower y Kennedy utilizaron tropas federales para imponer
el cumplimiento de la ley. En 1964, por inspiración del presidente Johnson,
el Congreso aprobó una legislación que ponía fin a la discriminación en el
trabajo, en la vivienda y en los servicios públicos. Pero hubo muchos
reveses. En 1968, el asesinato del dirigente negro americano, Martin
Luther King, Jr., conmovió al país y dio origen a grandes tumultos y
manifestaciones. El retraso económico de los años 70 significó unas cifras de
desempleo todavía más altas para los negros. La ampliación de las oportuni
687
dades educativas, las sentencias del Tribunal Supremo, la acción federal y la
decisión de la gran mayoría del pueblo americano de trabajar por una
solución pacífica del más flagrante defecto de la democracia americana
produjeron algunos resultados, pero quedaba mucho por hacer aún»
A finales de los años 60, las mujeres comenzaron también a presionar en
favor de la plena igualdad, y exigieron medidas positivas para rectificar
pasadas discriminaciones y para garantizar oportunidades iguales en el
futuro. Como resultado de tal presión, empezaron a ponerse al alcance de
las mujeres profesiones y ocupaciones consideradas tradicionalmente mas
culinas. El número de mujeres obreras más que se duplicó en los treinta años
transcurridos entre 1947 y 1977, y muchas de ellas eran mujeres casadas. La
experiencia moderadora de la implicación americana en la guerra de Viet
nam, en los años 60, que provocó una reacción sin precedentes en la
juventud, se expondrá después.
Gran Bretaña
688
un programa destinado a garantizar «el pleno empleo en una sociedad libre»
y a proporcionar la segundad social a todos, desde la cuna hasta la
sepultura. El gobierno laborista extendía ahora la cobertura del seguro al
desempleo, a la vejez y a otras contingencias, e inauguraba un amplio y libre
servicio médico y sanitario para toda la población. Los impuestos sobre
ingresos y sobre la herencia se incrementaron también considerablemente.
Todo aquel programa —la propiedad pública de un importante sector de
la economía, controles gubernamentales sobre la economía como conjunto,
el amplio sistema de seguridad social, y el uso de los impuestos para la redis
tribución de la riqueza— impulsaba la idea del estado del bienestar, descrito
por unos como un aparato opresivo, uniformado, burocrático, y el camino
hacia una «nueva servidumbre», y por otros como una demostración de que
las democracias políticas podían proteger el bienestar social y económico de
sus ciudadanos, asegurando así una adhesión todavía mayor a los procesos
democráticos. El único cambio constitucional bajo el gobierno laborista fue
una ley de 1949 para reducir la facultad de la Cámara de los Lores de
retrasar la legislación, de tres años a uno; esta ley no fue utilizada hasta un
cuarto de siglo después, por otro gobierno laborista. Se revocaron las
restricciones sobre las actividades sindicales, procedentes de la huelga general
de 19264.
El electorado, cada vez más reacio ante la continuación de los controles
de austeridad de la época de la guerra, dio a los laboristas una mayoría más
escasa en 1950, y, en 1951, llevó nuevamente al poder a los conservadores.
La mayoría conservadora fue creciendo sustancialmente en sucesivas elec
ciones, de modo que los conservadores gobernaron ininterrumpidamente
desde 1951 hasta 1964. A partir de 1964, los dos partidos alternaron: los
laboristas, con Harold Wilson, gobernaron desde 1964 hasta 1970; los
conservadores, con Edward Heath, desde 1970 hasta 1974. Los. laboristas
volvieron al poder en 1974, por un estrecho margen.
Durante los años que permanecieron en el poder, los conservadores
detuvieron el programa de nacionalización, devolvieron el hierro y el acero y
el transporte rodado a la empresa privada, introdujeron honorarios en el
programa nacional de seguro sanitario, y estimularon a las constructoras
privadas en el campo de las viviendas públicas. Aunque por principio
criticaban el estado de bienestar, no cambiaron la estructura básica de la
seguridad social y del programa de seguro sanitario, y aceptaron, a regaña
dientes, la economía mixta y la democracia del bienestar implantadas por los
laboristas en los primeros años de la postguerra. Cuando los laboristas
volvieron al poder, desde 1964 hasta 1970, el partido estimuló las viviendas
públicas y la eliminación de tugurios, reorganizó el sistema educativo se
gún conceptos más democráticos, restableció los servicios médicos libres, e
incrementó las pensiones de la seguridad social. (Posteriormente, en 1974,
volvieron a nacionalizar el acero). Irónicamente, las primeras elecciones
celebradas después de la reforma laborista que rebajaba la edad del voto a la
edad de dieciocho años, en 1970, fueron ganadas por los conservadores.
. Los dos grandes partidos tuvieron que afrontar los graves problemas eco
689
nómicos de Inglaterra, que se agudizaron más todavía en los años 70.
Inglaterra se encontraba en un estado mucho peor después de la Segunda
Guerra Mundial que después de la Primera, porque la mayor parte de sus
posesiones en el extranjero, que se elevaban a casi 40.000 millones de dólares
antes de la guerra, había sido liquidada en el curso de la lucha; además, se
había perdido una gran parte de la marina mercante inglesa. Como siempre,
Inglaterra dependía de las importaciones para sus artículos alimenticios y
para sus materias primas; la pérdida de intereses por sus inversiones, y los
ingresos, ahora reducidos, procedentes de sus servicios de embarque, tuvie
ron efectos desfavorables en su balanza de pagos5. La situación de la
economía y del comercio ingleses mejoró en los años 50, gracias a la ayuda
financiera americana, a la cooperación económica europea de la postguerra,
a un intensificado impulso a las exportaciones, y a una reducción de las
obligaciones militares e imperiales. Durante algún tiempo, el país experi
mentó una modesta prosperidad que, a pesar de ciertos puntos oscuros,
superó lo que había conocido desde antes de la Primera Guerra Mundial. En
los años 60, los salarios se elevaron más rápidamente que los precios, y los
obreros y las obreras disponían de cuidados médicos, de mayores oportunida
des educativas, y de viviendas subvencionadas. A lo largo de los años de la
postguerra, Inglaterra mostró una continuada vitalidad intelectual y cultural;
tuvo su cupo de intelectuales inquietos y de jóvenes rebeldes airados, que en
contraban satisfacción en el asalto a los intereses creados y al status quo, so
cialista o conservador, pues todo ello se identificaba, vagamente, con el Es~
tabüshm enl (lo establecido).
Pero sólo con una economía moderna y expansiva podía el país pagar sus
grandes importaciones de alimentos y de materias primas, sostener su nivel
de prosperidad y soportar la pesada carga de los servicios públicos. La
industria británica estaba siendo superada en la competencia por los merca
dos de exportación, por otras industrias europeo-occidentales y por la
japonesa, y no podía competir siquiera en su mercado interior. La economía
británica se desarrollaba más lentamente que la del resto de la Europa
Occidental y que la del Japón, y era menos productiva y eficiente. Cuando
estaba fuera del poder, el Partido Laborista aseguraba que los conservadores
carecían de dinamismo económico y eran los responsables del atraso ds la
economía. Pero cuando los laboristas volvieron al poder, en 1964, también
ellos tropezaron con dificultades económicas, y en 1967 se vieron obligados a
devaluar la libra y a extender las medidas de austeridad. Las presiones
inflacionarias aumentaban, y las combativas trade unions exigían incremen
tos de salarios para hacer frente a la elevación de precios. En 1972, cuando
los conservadores estaban en el poder y trataron de mantener a raya los
salarios, los mineros del carbón convocaron una huelga nacional, y se
produjo un paro prolongado. El embargo del petróleo árabe y la dramática
subida de los precios del petróleo en el invierno de 1973-1974 agravaron la
espiral inflacionaria.
Inglaterra se vio más duramente alcanzada que otros países por la
combinación de estancamiento industrial e inflación de los años 70. De todas
690
las naciones industriales, fue la que sufrió una tasa más alta de inflación
—un asombroso 27 por ciento en 1975—. El desempleo era superior a 1
millón; con los nuevos acuerdos internacionales de un cambio en «flota
ción», la libra, equivalente a 4 dólares en moneda americana, en 1945, y
devaluada ya dos veces en los años de postguerra, cayó desde su valor
de 1967, de 2,40 dólares, hasta el punto más bajo de su historia, alrededor
de 1,60 dólares en el otoño de 1976. Para evitar el colapso, el país dependía
de importantes préstamos del exterior y de un programa de austeridad para
el que necesitaba desesperadamente el apoyo de las trade unions.
Nadie propuso desechar enteramente el sistema nacional de seguro sani
tario, ni las viviendas de baja renta, ni las industrias nacionalizadas, ni otras
ventajas del estado de bienestar que habian aumentado en los años inmedia
tos de la postguerra. Pero incluso los laboristas y los trade unions estaban
reconsiderando prioridades. El Partido Laborista, inmediatamente después
de su retorno al poder en 1974, trató de reducir los gastos públicos, de tener
fondos disponibles para la inversión privada y de limitar los incrementos
salariales. Se dio la máxima prioridad a la expansión industrial y al apoyo a
las industrias clave que prometían un crecimiento económico real. El éxito
dependería de que las trade unions aceptasen los sacrificios correspondien
tes. Con la nueva estrategia, el Partido Laborista estaba abandonando la
política expansionista del pleno empleo, y, por primera vez en treinta años,
favorecía al sector privado.
Inglaterra tenía también dificultades en Irlanda del Norte. El acuerdo de
1.922 había dejado a un gran número de católicos en Irlanda del Norte, que,
tras la partición de Irlanda, se convirtió en una parte autogobemada del
Reino Unido6. De 1,5 millones de habitantes, dos tercios eran protestantes, y
un tercio, católico. La minoría católica sostenía combativamente que era
víctima de una discriminación, y exigía la anexión de Irlanda del Norte a la
República de Irlanda. El Ejército Republicano Irlandés (I.R .A .), aunque
desautorizado por el gobierno de Dublín, exacerbaba las cuestiones, y los
extremistas protestantes le respondían del mismo modo. En 1969, estalló la
violencia abierta, y mueren más de 1.500 personas en los años siguientes. Para
Inglaterra, los conflictos sangrientos en Irlinda del Norte constituían un
grave problema, como Argelia para Francia en los años 50 y Vietnam para
los Estados Unidos en los 60.
Aunque con menor violencia, en el Reino Unido actuaban también otras
presiones separatistas. Los escoceses y los gal eses reclamaban una autonomía
económica y cultural, y el Partido Nacionalista Escocés, sobre todo, se hacía
más fuerte cada día. En 1976, el gobierno británico se decidió a establecer
asambleas regionales escocesas y galesas, con jurisdicción sobre la sanidad,
la educación, la vivienda y otras áreas de interés local. Aunque cuestiones
como el presupuesto se mantenían bajo el control de Westminster, muchos
consideraron aquella medida como el primer paso hacia una devolución de
poderes y hacia una reestructuración del Acta de Unión de 1707 . Los
escoceses tenían una razón especial para reclamar la autonomía: los campos
691
petrolíferos descubiertos en el Mar del Norte se encuentran, principalmente,
en aguas escocesas. El separatismo escocés era similar al que se observaba en
Francia, Bélgica, Holanda, España, Canadá y otros países con largas
historias nacionales, donde estaban surgiendo movimientos separatistas co
mo expresión de un nuevo tipo de búsqueda étnica de la identidad.
692
gobierno; pero, en mayo de 1947, los comunistas, reflejando la creciente
tensión entre los campos soviético y occidental, fomentaron una serie de
huelgas dirigidas contra el gobierno, y fueron expulsados del gabinete.
A partir de 1947, la inestabilidad parlamentaria y ministerial se agravó;
los socialistas y el MRP formaron coaliciones inestables con los radicales,
antes moribundos, pero ahora renacientes, y con otros partidos del centro.
Periódicamente, de Gaulle volvía al escenario político, capitaneando un
movimiento llamado «Unión del Pueblo Francés», que él describía como
«por encima de los partidos». Al denunciar, con razón, la inestabilidad del
régimen, alarmaba, de todos modos, a los partidos democráticos de la
izquierda no comunista, que veían la república amenazada por los comunis
tas a la izquierda y por la dictadura a la derecha. En 1953, la Unión del
Pueblo Francés se disolvió, y de Gaulle volvió a su retiro. La amenaza
inmediata al régimen constitucional se atenuó. En los años siguientes, la
inestabilidad y la ineficacia parlamentarias sembraron entre el pueblo cinis
mo, hostilidad e indiferencia; el espíritu de entusiasmo y de regeneración
nacido del movimiento de la Resistencia languidecía, éxcepto durante un
breve renacimiento, con los ocho meses de gobierno del radical reformista,
Pierre Mendés-France, en 1954-1955.
Pero, a pesar de su poco estimulante crónica política, las realizaciones
económicas y sociales de la Cuarta República fueron importantes. Los
gobiernos provisionales constituidos por de Gaulle y por la combinación de
los tres partidos de izquierda echaron las bases para una democracia
industrial moderna. El gobierno había nacionalizado un buen número de
industrias clave, entre las que se incluían las minas de carbón, el gas y la
electricidad, y también las más importantes entidades de la banca, del
crédito y de los seguros. Al igual que en Inglaterra, surgió una economía
mixta. El gobierno amplió el cuerpo existente de legislación de la seguridad
social e introdujo la innovación de los subsidios familiares como suplemento
de los salarios de los cabezas de familia. En 1946, un previsor plan
económico, trazado por Jean Monnet, canalizó las inversiones en seis
sectores clave de la economía, ensanchando y modernizando la base econó
mica y creando el potencial preciso para la expansión industrial. El plan
Monnet, juntamente con la ayuda financiera americana del Plan Marshall,
contribuyó a modernizar la economía francesa y a hacer posible un espectacu
lar crecimiento económico. En 1952, los niveles de producción eran superiores
en un 50 por 100 a los de 1938, y el producto industrial empezó a aumentar a
una tasa anual del 5 por 100 por lo menos. Franceses como Monnet y Robert
Schuman figuraron a la cabeza de muchas de las imaginativas propuestas de
integración económica europea lanzadas en los años cincuenta, como la Co
munidad Europea del Carbón y del Acero. El país mostró también una vitali
dad demográfica que desconcertó a los anteriormente pesimistas9. El descenso
de población de los años que precedieron a la guerra dejó paso a incrementos
anuales regulares, de modo que la nación francesa de la anteguerra, de menos
de 40 millones, llegó a los 52,5 millones en el censo de 1975; aun así, en los
693
años 70, había preocupación por unas tasas de crecimiento más bajas. En la
economía existían muchos puntos débiles; las finanzas públicas y la evasión de
impuestos seguían siendo graves problemas, y persistía la inquietud obrera, en
parte provocada por los comunistas, y en parte motivada por auténticos ma
les, entre los que se incluía la inflación. Pero las relaciones económicas y la
elevación de los niveles de vida eran asombrosos.
Lo que hizo insolubles los problemas políticos de la Cuarta República fue
el esfuerzo de intentar la salvación del antiguo imperio francés. El régimen
no pudo afrontar las agotadoras guerras coloniales que sostuvo primero en
Indochina, de 1946 a 1954, y luego en Argelia, de 1954 a 196210, De todas
las grandes potencias, Francia fue la única que estuvo casi continuamente
en guerra, durante quince años, aproximadamente, en la época de la post
guerra. Pudo envidiar la suerte de los vencidos en la Segunda Guerra
Mundial —Alemania, Italia y el Japón—, que no tenían colonias inquietas
que dominar.
Tal como se había prometido durante la guerra, la constitución de 1946
democratizó el gobierno de la Unión Francesa, pero, como hemos visto, las
limitadas reformas no satisficieron a los revolucionarios nacionales que
exigían la independencia en Túnez, en Marruecos, en Madagascar, en
Indochina o en Argelia. Desde diciembre de 1946 hasta junio de 1954, el
ejército francés luchó contra los nacionalistas en Indochina, hasta que,
finalmente, tras la desastrosa derrota en Dien Bien Phu, tuvo que retirarse.
Después, transcurridos sólo unos meses desde el hundimiento en Indochina,
estalló la guerra argelina, cuyos rasgos principales han sido descritos ya. A
medida que la lucha se prolongaba, aumentaban por ambas partes las cruelda
des y la brutalidad. Con más de 400.000 soldados en Argelia, de los que tres
cuartas partes eran jóvenes reclutas, con los nacionalistas argelinos soste
niendo evasivas operaciones de guerrillas en las montañas, con la guerra
adentrándose por las calles mismas de París, con la policía irrumpiendo en
las casas de los simpatizantes argelinos, y con los extremistas argelinos
atacando a los moderados, la guerra sangraba los recursos financieros, la
moral y la autoestimación de los franceses. Para detener la corriente de
ayuda de Egipto a los nacionalistas argelinos, los franceses participaron
también en la malhadada expedición de Suez, en 1956, pero fue inútil. Los
colonos de Argelia y los jefes militares, dolidos por su reciente derrota en
Indochina, se oponían decididamente a la retirada francesa. En 1958,
dispuestos a hacerse cargo directamente de la cuestión, declararon una
insurrección en Argel. Un nuevo gobierno, formado apresuradamente en
París, temió que la capital fuese invadida por tropas paracaidistas, y recibió,
complacido, al único hombre que podía salvar la situación, de Gaulle. La
gran mayoría del pueblo francés aclamó su regreso. Los jefes del ejército, los
colonos de Argelia y los partidos derechistas estaban convencidos de que,
con su preocupación por el ejército y por la grandeza nacional de Francia,
mantendría a Argelia Francesa. De Gaulle tranquilizó también a la izquierda
excepto a los comunistas y a un pequeño grupo de obstinados e inflexibles
republicanos, recordándoles el modo democrático en que había gobernado
694
después de la liberación e insistiendo en que sólo volvería al poder, por una
vía legal. En junio de 1958, la Asamblea Nacional invistió a de Gaulle como
primer ministro, con poderes excepcionales durante seis meses, y con autori
dad para preparar una nueva constitución.
Así nació la Quinta República. En rápida sucesión, en otoño de 1958, la
nueva constitución fue preparada y aceptada abrumadoramente por un
referéndum popular, y se celebraron elecciones; surgió un nuevo partido
gaullista (la Unión para la Nueva República), y de Gaulle fue elegido
presidente. La presidencia fue el puesto clave y el foco del poder de la
Quinta República, que fue gobernada por un sistema mixto presidencial y
parlamentario. El presidente tenía poderes para disolver la Asamblea y para
convocar nuevas elecciones, para someter las cuestiones importantes a
referendums populares, y para asumir poderes de excepción, de todo lo cual
hizo uso de Gaulle durante los once años que permaneció en el poder. La
inestabilidad política desapareció; en los primeros diez años de la Quinta
República, sólo hubo tres presidentes de gobierno; en los catorce años des
de 1944 a 1958 , durante la Cuarta República, los jefes de gobierno habían
sido veinticinco.
Ya hemos señalado cómo resolvió de Gaulle la crisis argelina, cómo
nació, en julio de 1962, una Argelia independiente, y cómo, ya antes, de
Gaulle concedió la autodeterminación y la independencia a las antiguas
colonias francesas del Africa sub-sahariana. Con el restablecimiento de la
confianza de los franceses en sí mismos gracias a la estabilidad del nuevo
régimen, con la continuidad de la prosperidad económica y con Francia
desempeñando un papel activo e independiente en los asuntos mundiales, los
franceses se avinieron a la pérdida del imperio y se enorgullecieron de su
gran importancia en el escenario internacional. En 1960, Francia se convirtió
en la cuarta nación que desarrollaba una capacidad nuclear, tras la huella de
los Estados Unidos, de la U.R.S.S. y de Inglaterra. Rechazando los rígidos
esquemas de la guerra fría y considerando los asuntos internacionales de la
postguerra como una lucha entre las Grandes Potencias más que como un
choque de ideologías, de Gaulle se negó a seguir la dirección americana o
inglesa en Europa o en Asia, y aspiró a un gran papel diplomático para
Francia en el Continente europeo, en Asia y en otras partes.
Tras la solución de la crisis argelina, de Gaulle fortaleció todavía más su
posición dominante en la escena interna francesa. Continuó edificando una
especie de democracia plebiscitaria, por las frecuentes apelaciones directas al
pueblo y por ignorar al parlamento. En un caso importante, soslayando el
parlamento, logró imponer una enmienda constitucional que establecía la
elección popular directa de los futuros presidentes. En las elecciones de 1962,
su partido obtuvo una mayoría absoluta en la Asamblea, siendo la primera
vez que partido alguno lo conseguía, en la historia de la república. Aunque
las libertades civiles, en su mayor parte, se conservaban, y se mantenían la
libertad de expresión y las elecciones libres, el antiguo fermento democrático
parecía estar desapareciendo; los partidos políticos, incluido el Comunista,
parecían paralizados o impotentes. A pesar de esporádicas manifestaciones
en las calles, la esterilidad y la apatía dominaron, durante algún tiempo, la
vida política francesa. Técnicos especializados regían los asuntos del estado,
695
y de Gaulle, monarca republicano sin corona, presidía como árbitro los
destinos de la nación.
Pero la nación seguía inquieta. En 1965, de Gaulle fue reelegido presi
dente, pero necesitó una segunda vuelta, pues no alcanzó la mayoría en la
primera votación. Los sindicatos estaban indignados por la inflación y por la
escasa atención prestada al problema de la vivienda; los estudiantes impug
naban los gastos del estado en armas nucleares, en lugar de hacerlos en las
cuestiones de la enseñanza; los dirigentes políticos de la oposición criticaban
el control del gobierno sobre los medios de información de masas. Los
partidos de la izquierda estaban cada vez más unidos. El país en su conjunto
se mostraba impaciente ante la extravagante actitud de de Gaulle en los
asuntos mundiales, como cuando exhortó a Quebec a liberarse del Canadá, o
cuando se adhirió a la causa árabe contra Israel, o cuando sostuvo posicio
nes doctrinarias antibritánicas y antiamericanas. De pronto, en mayo
de 1968, el descontento en las universidades estalló en una revuelta que
condujo a manifestaciones de cientos de miles de estudiantes, y luego llevó a
la huelga a 10 millones de trabajadores, paralizando la economía y ame
nazando al propio régimen. De Gaulle sobrevivió a la revuelta, pero sola
mente después de haberse asegurado el apoyo del ejército y de haber
prometido aumentos salariales y amplias reformas educativas y laborales.
En junio de 1968, unas nuevas elecciones, en las que de Gaulle aireó la
amenaza del comunismo y del caos, dieron a su partido una aplastante
mayoría. El país parecía olvidar la explosión. Se iniciaron las reformas
educativas, y de Gaulle capeó un asalto contra el franco, a pesar del
quebranto económico de la primavera. Pero, en abril de 1969, decidió
convertir un referéndum sobre una complicada serie de reformas constitu
cionales en un voto de cofianza. Al ser derrotado en las urnas por un
pequeño margen, dimitió, indignado, y se retiró a su comarca natal, donde
murió, un año después, como una figura augusta, heroica y austera, cuyas
hazañas en la guerra y en la paz le habían asegurado, ya en vida, un puesto
en la historia.
La Quinta República continuó sin de Gaulle. Le sucedieron en la
presidencia Georges Pompidou desde 1969 a 1974, y Valéry Giscard D ’Es-
taing (conservador, pero no gaullista) desde 1975. Ambos ejercieron una
firme dirección presidencial y siguieron la política extranjera independien
te de de Gaulle, pero evitando sus posiciones más extremadas en los
asuntos internacionales. La oposición izquierdista, mientras tanto, iba ha
ciéndose más fuerte, y el Partido Socialista, con Franfois Mitterand, de
sarrolló una laboriosa alianza con los comunistas, con gran alarma de los
gaullistas que estaban tomando medidas para reorganizarse, a fin de prote
ger la herencia de de Gaulle. Como otros países industriales, en los años 70,
Francia tuvo que afrontar una alta inflación, un lento desarrollo industrial y
un fuerte desempleo. Aunque las instituciones de la Quinta República
aseguraron la estabilidad, Francia sufría crecientes tensiones políticas, socia
les y económicas, en parte debidas a un sistema que no concedía mucho
espacio a una oposición política constructiva, y en parte ocasionadas por la
recesión mundial.
696
Alemania: dividida, pero restaurada
697
tas germano-orientales a engullir a los socialdemócratas, y, en 1949, supervi
saron la instauración de una República Democrática Alemana. Bajo la rígida
gobernación del dirigente del Partido Comunista, Walter Ulbricht, que
dominó los asuntos políticos germano-orientales durante más de veinte años,
la Alemania Oriental siguió el modelo de los satélites soviéticos, edificando
un disciplinado estado de un solo partido e industrializando la economía.
Incluso bajo los sucesores de Stalín, hubo menos liberalización aquí que en
cualquiera de los otros satélites. Los motines en el Berlín Oriental en junio
de 1953 y la continuada huida masiva a la Alemania Occidental eran síntoma
de inquietud y de insatisfacción respecto al régimen.
En la Alemania Occidental, tras el establecimiento de gobiernos de los es
tados, una convención constitucional que representaba a las dietas de los
estados se reunió en 1948-1949, con el estímulo de las potencias ocupantes
occidentales, e instauró la República Federal de Alemania, con su capital en
la ciudad renana de Bonn. Los dirigentes políticos de Bonn estaban decidi
dos a crear una democracia alemana duradera, lo que no habían conseguido
sus predecesores de Francfort en 1848-1849 y los de Weimar en 191913. El
destino político de la nueva república estuvo, desde el principio, en manos,
sobre todo, de los demócrata-cristianos, herederos del antiguo Partido
Católico del Centro. La figura dominante de la Alemania de la postguerra
fue Konrad Adenauer, una poderosa personalidad patriarcal y voluntariosa,
que recordaba a Bismarck. Adenauer ocupó el cargo de canciller a la edad de
setenta y tres años, y gobernó con habilidad y astucia durante catorce, des
de 1949 hasta 1963, dimitiendo a regañadientes, a los ochenta y siete. A lo
largo de veinte años, desde 1949 hasta 1969, las elecciones, que se celebraban
cada cuatro años, confirmaron en el poder a los demócrata-cristianos,
aunque un Partido Socialdemócrata, fortalecido y modernizado, apoyado
por una tercera parte de los electores constituía una fuerte y enérgica
oposición. Adenauer, relegando a un futuro indefinido la cuestión de la
unificación alemana y de los territorios orientales perdidos, fortaleció los
lazos de amistad con Francia, cooperó en el movimiento de integración
europea política y económica, logró el apoyo y la confianza de las potencias
occidentales, y proporcionó la estabilidad y la continuidad internas que
hicieron posible una asombrosa recuperación económica alemana.
La más espectacular realización de la Alemania Occidental fue su recupe
ración industrial y su consiguiente expansión, con razón calificadas de «el
milagro alemán». Tras el caos de los dos primeros años de postguerra, desde
1945 hasta 1947, las condiciones empezaron a mejorar. Los daños sufridos
por la industria alemana, cuya capacidad se había ampliado considerable
mente durante la guerra, resultaron menos graves de lo que a primera vista
parecían; muchas de las instalaciones alemanas eran utilizables, una vez
reparadas, a lo que la población se entregó con diligencia e ingenio. La
influencia de los deportados y dfe los refugiados procedentes de la Europa
Oriental se convirtió en un activo que venía a sumarse a la fuerza de trabajo.
Las reparaciones, sobre las que discutían las potencias occidentales y los
soviéticos, pronto estuvieron terminadas en la zona occidental. En 1948, las
698
potencias occidentales llevaron a cabo, en su zona, una indispensable
reforma monetaria. Después con grandes sumas de dinero facilitadas por los
Estados Unidos mediante el Plan Marshall, la Alemania Occidental se lanzó
a una expansión industrial sin precedentes, distribuyendo cuidadosamente
los recursos, planificando las inversiones de capital y cooperando estrecha
mente con otros países europeos en la reducción de las barreras comerciales.
El sistema económico seguía siendo el capitalista, aunque el gobierno
configuraba la política económica, conduciendo y canalizando las inversio
nes hacia los sectores vitales de la economía, y atendiendo también, conscien
temente, a las necesidades sociales. Ludwig Erhard fue el ministro de
economía de Adenauer, y, desde 1963 hasta 1968, fue también su sucesor, y
restableció el sentido de asociación entre el gobierno y el legislativo, que Ade
nauer había ignorado; En 1968, pasó a ser canciller Kurt Georg Kiesinger,
continuando así el predominio demócrata-cristiano.
Como la población aceptaba un nivel de vida relativamente modesto, lo
que hacía menos necesarias las importaciones, y como el campo industrial no
estaba perturbado por conflictos laborales, a la vez que el país se veía libre
de la carga de los gastos militares y se beneficiaba de la creciente demanda
creada por la guerra de Corea en 1950-1953, una importante proporción del
producto nacional se reinvertía, año tras año, y hacía posible el continuado
crecimiento industrial y el pleno empleo. En 1950, la producción industrial
había superado ya los niveles alemanes de anteguerra; en 1958, Alemania
casi había duplicado su producto de 1938 y era el país industrial más
importante de la Europa Occidental. En los años 60, estaba produciendo
más del doble que antes de la guerra, si bien su tasa industrial de crecimiento
mostraba signos de disminución, en gran parte a causa de la escasez de
fuerza de trabajo. Al propio tiempo, la población alemana occidental se
elevó, en las tres décadas siguientes a 1945, de 48 a 62 millones, mientras la
población de Alemania Oriental, a pesar del importante progreso económico
logrado allí también, descendió de 19 a 17 millones. Ya a comienzos de la
década de los 50, sólo unos pocos años después de la desastrosa derrota
militar, la República Federal de Alemania se había convertido en una gran
potencia industrial y política, un codiciado aliado del campo occidental, un
miembro igual, desde 1955, de las estructuras militares occidentales, incluida
la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Con el paso del tiempo,
surgió una nueva generación que se sentía poco responsable de los crímenes
nazis; el canciller Kiesinger había sido incluso miembro del partido. Las
cuestiones políticas de un carácter irritante se atenuaban; el progreso mate
rial parecía triunfar sobre la ideología, por lo menos en lo que se refería a las
personas de avanzada y media edad. Un pequeño Partido Nacional Demo
crático trató de reavivar las mortecinas cenizas del nazismo, pero con un
éxito limitado. Las verdaderas fuentes de descontento aparecían entre los
estudiantes y los jóvenes, que se rebelaban contra la sociedad alemana
occidental por su materialismo, y abrazaban un anarquismo vagamente
definido.
En 1969, terminó la permanencia en el poder de los demócrata-cristianos,
que había durado más de veinte años. Desde 1961, sólo habían podido
gobernar como parte de una coalición, con los Liberaldemócratas. En 1965,
699
se unieron también a la coalición los socialdemócratas, y Willy Brandt, el
popular alcalde socialdemócrata de Berlín Occidental desde hacía tiempo,
pasó a ser ministro de asuntos exteriores. Pero la coalición no fue duradera.
Los liberales, aunque conservadores en otros aspectos, querían ver pues
ta en práctica la Ostpolitik de Brandt, es decir, su política de flexibilidad
respecto a la Europa Oriental. Desplazaron su apoyo hacia los socialdemó
cratas, que habían ensanchado su capacidad de convocatoria, renunciando
incluso, unos años antes, a su plataforma marxista original. En 1969, Willy
Brandt fue el primer canciller socialdemócrata desde 1930. Para mejorar las
relaciones políticas y económicas con la Europa Oriental, negoció importan
tes acuerdos con la Unión Soviética y con Polonia, reconociendo las fronte
ras establecidas al final de la guerra y renunciando a los antiguos territorios
alemanes en el este. En Varsovia y en Israel, rindió homenaje a las víctimas
judías de los nazis. A pesar de la inquietud por el estilo personal de Brandt y
de las quejas de que estaba abandonando los asuntos internos, su partido
obtuvo más escaños en las elecciones de 1972, las primeras en que se reducía
a dieciocho años la edad del voto en Alemania. El sorprendente descubri
miento de que un miembro del sta ff de Brandt hacía espionaje a favor de la
Alemania Oriental le obligó a abandonar su cargo de canciller en 1974; le
sucedió el dirigente socialdemócrata, Helmut Schmidt, menos sentimental.
Treinta años después de la caída de Hitler, la República Federal de
Alemania, en 1975, era la potencia económica más fuerte de la Europa
Occidental, produciendo más artículos y más servicios que cualquier otra
nación, exceptuadas las dos superpotencias y el Japón. Su producto indus
trial era un tercio del total de los miembros del Mercado Común juntos;
tenía el doble de oro que los Estados Unidos. Con una población inferior a
una cuarta parte de la estadounidense, el producto nacional bruto de
Alemania era un tercio del producto de los Estados Unidos, y su volumen de
comercio exterior era aproximadamente igual. En las relaciones industriales,
fue un precursor en la unión de trabajo y capital; una política de «codeter-
minación» (o «cogestión») permitía que, en las juntas de directores de
muchas empresas importantes, la mitad de los miembros fuesen representan
tes de los trabajadores. En la recesión de los años 70, Alemania hizo frente a
la inflación, a la disminución de la tasa de progreso industrial y al desem
pleo, con mejor fortuna que cualquier otro país industrial, incluidos los
Estados Unidos. Como el autodisciplinado obrero aceptaba aumentos sala
riales mínimos, el gobierno pudo mantener su tasa inflacionaria muy por
debajo del 10 por ciento. Todos los partidos políticos y los obreros y los
industriales se hallaban obsesionados por el recuerdo de lo que la inflación
de los años 20 y los enormes contingentes de parados de los años 30 habían
hecho, entonces, de su país.
De igual modo que Alemania seguía dividida, así continuaba Berlín, que
se encontraba a unos 150 kilómetros en el interior de la Alemania Oriental,
partido en sector occidental y sector soviético, y que, durante muchos años,
constituyó el escenario de la fricción internacional. En 1961, las autoridades
soviéticas y germano-orientales levantaron un muro para detener el éxodo de
los berlineses del sector oriental; millares de ellos habían huido ya, en busca
de la atmósfera más democrática y de la abundancia material del Occidente.
700
Con la construcción del «muro de Berlín», el gobierno de la Alemania Oriental
detuvo un éxodo que le había costado ya 3 millones de personas. Entonces,
comenzó a realizar un notable progreso económico con su sistema de
planificación económica centralizada. A finales de los años 60, a pesar de su
población relativamente pequeña, la República Democrática Alemana era
una de las diez potencias industriales más importantes del mundo, el país
más rico de toda Europa Oriental, con niveles de vida más altos que los de la
U.R.S.S. En 1971, Erich Honecker, más flexible, sucedió a JUlbricht como
dirigente del partido.
En los primeros años de la postguerra, los demócrata-cristianos y los
socialdemócratas de la Alemania Occidental, y los comunistas de la Alema
nia Oriental, habían estado de acuerdo en que, algún día, reunificarían a su
dividida nación. Con la política exterior conciliadora de Brandt, se mejora
ron las comunicaciones y se permitieron las visitas familiares a través de la
frontera de la Alemania Oriental, pero la reunificación seguía estando
lejana. En 1973, los dos estados alemanes se reconocieron diplomáticamente.
Los dos sistemas sociales seguían, en su desarrollo, líneas muy diferentes, y,
cada uno a su modo, alcanzaban enormes éxitos, tanto desde puntos de vista
materiales como de otro género. Si la potencia industrial más importante de
la Europa Occidental y la potencia industrial más importante de la Europa
Oriental, excluida la U .R .S.S., se reunifícasen algún día, las repercusiones
en los asuntos europeos y mundiales serían de gran alcance. Pero la
reunificación no dependía tanto de los alemanes como de la estructura, más
amplia, de las relaciones internacionales. A medida que los años pasaban,
las dos Alemanias iban desarrollando, firmemente, un sentido distinto de
destino y de identidad nacionales, y cada población iba acostumbrándose a
los «otros» alemanes como extranjeros. Hablaban, más frecuentemente que
en años anteriores, de dos naciones y de coexistencia; muchos recordaban
que Alemania, en los tiempos modernos, sólo había estado unida durante
setenta y cinco años, desde 1871 hasta 1945, y que, en los primeros siglos de
la Edad Moderna, había sido normal hablar de las Alemanias.
E l renacimiento japonés
701
el control político siguió, principalmente, en manos de los grupos conserva
dores, extraídos de las clases sociales superiores que habían gobernado en el
Japón desde hacía mucho.
El Japón, como Alemania, se benefició de la tensión entre los Soviets y el
mundo occidental. En el tratado de paz firmado en 1951, en el que los
Soviets no tomaron parte, no se exigieron reparaciones, ni se impusieron
limitaciones drásticas en los armamentos. Se restableció la soberanía japone
sa, aunque los Estados Unidos, mediante el tratado, conservaron algunos
derechos militares en el Japón y ocuparon las Islas Ryukyu, incluida
Okinawa, hasta 1972. Los Soviets no hicieron nada para devolver las Islas
Kuriles, que habían ocupado al final de la Segunda Guerra Mundial. El
Japón reconoció primero y entabló después estrechas relaciones con la
República Popular de China. Un activo movimiento de paz, reavivando el
recuerdo de Hiroshima, trató de dirigir al Japón por una vía neutralista y se
opuso a los acuerdos de defensa mutua con los Estados Unidos; se sucedie
ron las manifestaciones y los tumultos antiamericanos, capitaneados por
estudiantes universitarios descontentos.
En 1968, el Japón celebró el centenario de la restauración Meiji14, que
había lanzado al país a la gran corriente de la historia del mundo; en 1975,
Hírohito fue el primer emperador japonés que visitó los Estados Unidos. A
pesar de su desastrosa derrota en la Segunda Guerra Mundial, con una
población que pasaba de los 100 millones, pero habiendo estabilizado con
éxito su tasa de crecimiento de la población, el Japón era la tercera potencia
industrial del mundo, superada sólo por los Estados Unidos y por la
U .R.S.S. Al igual que en otros países industriales, el proceso de continuada
expansión económica se vio interrumpido en los años 70, y el Japón sufrió
agudamente la desaceleración industrial y la inflación. El país se vio también
sacudido por escándalos que revelaban las indecorosas implicaciones de sus
dirigentes políticos con empresas de negocios internacionales. Firmemente
decidido a lograr que su maquinaria democrática funcionase, el Japón
continuó siendo, a pesar del fermento social, un bastión de la estabilidad
conservadora en el inquieto Oriente de los años de postguerra.
La República Italiana
702
micas y sociales existentes, que en Italia eran muchas; hasta 1947, los
comunistas tuvieron puestos en el gabinete. En el dividido Partido Socialista,
una mayoría de izquierda insistía en estrechar los lazos con los comunistas,
mientras una minoría insistía en un socialismo democrático independiente.
La Democracia Cristiana, como en el caso de la Alemania Occidental,
dominó la escena política. Como renacimiento del Partido Popular Católico
de los años 20 prefascistas, el partido de la Democracia Cristiana estaba
animado, inicialmente, por un alto sentido de idealismo cristiano y de
justicia social, pero era bastante moderado en sus enfoques sociales y
económicos para atraer a los conservadores, que veían desaparecer sus pro
pios partidos en la oleada de la reacción democrática contra el fascismo.
La figura dominante en la Italia postfascísta fue el dirigente de la
Democracia Cristiana, Alcide de Gasperi, que vivió durante los años de
Mussolini como bibliotecario en el Vaticano. Introdujo firmeza y estabilidad
en el primer período caótico después de la guerra, y, durante siete años de
formación en la vida de la República, desde 1946 hasta 1953, presidió un
gobierno fuerte que perfeccionó la libertad política e introdujo reformas
moderadas. En 1947, en el marco de la guerra fría, de Gasperi expulsó de su
gabinete a los comunistas. Inmediatamente después, se celebraron las elec
ciones generales de 1948, En Italia, como en Francia, los comunistas querían
recuperar sus carteras en el gobierno. Mediante la adopción de una militan-
cia revolucionaria y la obtención del apoyo de los socialistas de izquierda,
establecieron un concierto para el poder. De Gasperi triunfó, respaldado por
los partidos conservadores, por el Vaticano y por los Estados Unidos, que
por primera vez en su historia intervinieron abiertamente para influir en el
resultado de unas elecciones europeas; los comunistas y sus aliados socialis
tas de izquierda no consiguieron más que una tercera parte de los votos.
La Democracia Cristiana siguió gobernando el país, pero sin la mayoría
que había obtenido en 1948. Gobernaron en coalición con los partidos
menores de la izquierda y del centro izquierda, y, a finales de los 60, a
menudo con el apoyo de la derecha. Actuando cautamente en su programa
de reforma, tuvieron buen cuidado de no perder el apoyo de los grandes
intereses. Aunque se proponían parcelar las grandes haciendas rurales y
elevar los niveles de vida del Mediodía, el ritmo de cambio era lento. Tras la
dimisión de De Gasperi, en 1953, fueron sucediéndose varios primeros
ministros, ocupando el cargo cada uno de ellos, escasamente un año. El
partido estaba dividido en facciones, y dominado por intereses económica y
socialmente conservadores, en los que la jerarquía eclesiástica desempeñaba
un importante papel. El gobierno llegó a caracterizarse por la inestabilidad
de los gabinetes, por la inercia y por una incapacidad para iniciar cambios
sociales y económicos indispensables. Aunque brevemente unidos a los so
cialistas, a comienzos de los años 60, en «una apertura a la izquierda», los
demócrata-cristianos mostraban poco entusiasmo por la reforma; los socia
listas, mientras tanto, perdían el apoyo de la clase obrera, y no tardaron en
retirarse. Los comunistas, que desde 1956 venían dando muestras de una
independencia cada vez mayor respecto a Moscú, seguian siendo una pode
rosa fuerza latente, que obtenía sustanciales porcentajes en todas las eleccio
nes, a partir de 1958. Apoyados por más de la cuarta parte del electorado, se
703
beneficiaban de la inquietud popular a causa de las constantes coaliciones
demócrata-cristianas. El hecho de que, en 1963, el Papa Juan XXIII hablase
abiertamente en favor de un acercamiento al mundo soviético, a fin de
conservar la paz, hizo también más fácil para muchos italianos el voto a los
comunistas. Mientras tanto, la prosperidad económica que alcanzó su apo
geo en Italia hacia 1963 comenzaba a mostrar signos de perturbación.
En las dos décadas siguientes a la guerra, por razones que desconcerta
ban a los economistas, Italia disfrutó de una expansión económica sin
precedentes. En 1949, con la ayuda del Plan Marshall, lá producción
industrial había alcanzado los niveles de la anteguerra. Desde 1953 en
adelante, el crecimiento industrial italiano rivalizaba con el de Alemania
Occidental y con el de Francia. Beneficiándose del Mercado Común, y con la
entrada de capital extranjero, la economía prosperaba; en los años 60, el
producto económico más que duplicaba el nivel de los años de anteguerra.
Italia se convirtió en una importante potencia industrial. Los automóviles y
las motocicletas, los zapatos y otros artículos de piel, las máquinas de
escribir, las calculadoras, las máquinas de coser, así como las películas
italianas, gozaban de una popular estimación en los Estados Unidos y en
otras partes. El Mediodía continuaba siendo un problema económico. Aun
que la región alcanzó un progreso económico, en la década de 1955 a 1965,.
superior al que hubiera alcanzado nunca antes, la brecha entre el Norte
industrial y el Mediodía, ampliamente agrícola, se ensanchaba, más que se
reducía. Había una constante emigración de obreros del Mediodía hacia las
áreas industriales del Norte, más adelantadas, de modo que una ciudad
como Milán tenía que absorber una corriente de inmigrantes sin prepara
ción, a menudo analfabetos, que parecía como si llegasen de un país
extranjero; otros obreros del Mediodía, hasta unos 3 millones, encontraron
trabajo en las prósperas economías de Francia, Alemania y Suiza.
En los años 60, Italia, a pesar de sus muchos problemas irresueltos, era
una democracia constitucional con una próspera economía capitalista, una
revolución tranquila que elevaba los niveles de vida de todas las clases. Los
italianos, en su mayoría, esperaban que el continuado crecimiento de una
próspera clase media, la gradual mejora económica del Mediodía, y los
estrechos lazos políticos y económicos con los otros países de la Europa
Occidental democrática aliviarían la inquietud social y laboral, extinguirían
las mortecinas ambiciones de cualquier renacimiento del fascismo, y cerra
rían el paso a un poderoso y creciente Partido Comunista. Pero la prosperi
dad económica había alcanzado a la sociedad italiana, de un modo muy
desigual. La diferencia entre los ingresos más altos y los más bajos seguía
siendo mayor que en los otros países industriales. Los gobiernos demócrata-
cristianos tampoco dirigieron adecuadamente la inversión pública ni la
privada hacia áreas descuidadas como la educación, las ciudades y el Medio
día empobrecido aún. A partir de 1963, las condiciones económicas cambia
ron para empeorar. Y, en parte, la responsable era la prosperidad, precisa
mente. A medida que la demanda de los consumidores aumentaba, el
incremento de las importaciones dañaba la balanza de pagos, debilitada la
moneda y estimulaba la inflación; se aumentaban los salarios para mantener
los al nivel de los precios ascendentes, y la espiral inflacionaria seguía
704
subiendo. Los productos italianos se hicieron menos competitivos, los bene
ficios disminuían al aumentar los costes, y la inversión se retraía. Las
medidas de austeridad abordadas en 1964 contribuyeron a refrenar la
inflación y el déficit comercial, pero también pospusieron los gastos públicos
en necesidades sociales y colaboraron a la desaceleración económica.
El empeoramiento de las condiciones económicas acentuó los problemas
políticos. El conservadurismo de la Democracia Cristiana aumentó. Los
socialistas, que sufrieron graves, pérdidas en las elecciones de 1968, se
dividieron de nuevo, y desaparecieron como fuerza política importante. Los
comunistas se hicieron más fuertes. En el «otoño caliente» de 1969, el
descontento obrero estalló en una gran oleada de huelgas, que sólo cedió tras
cuantiosos aumentos salariales. Estos aumentos aceleraron más todavía la
inflación y erosionaron la posibilidad del país de competir en los mercados
mundiales. Al depender de las importaciones de petróleo más que ningún
otro país industrial, Italia se vio gravemente perjudicada por el embargo del
petróleo y por los repentinos y fuertes aumentos de su precio en 1973-1974.
A mediados de 1974, afrontó una crisis económica diferente de todo lo que
había conocido en los veinte años siguientes a la recuperación de la post
guerra. La inflación y el desempleo fueron más graves que en otros países
del Mercado Común; en 1975, la inflación alcanzó el 25 por ciento anual,
había más de 1 millón de parados, y el valor de la lira descendió precipitada
mente.
Hacía sólo unos años, Italia había previsto la elevación de los niveles de
vida y una solución de sus dificultades sociales y económicas. Ahora, estaba
en peligro la existencia misma de la democracia parlamentaria y constitu
cional. La Democracia Cristiana había salido anteriormente al paso, a
duras penas, gracias a una extendida apatía política y a un movimiento
obrero relativamente tranquilo, pero los sindicatos y el Partido Comunista
estaban ahora movilizando activamente el apoyo de las masas. Los comunis
tas, desde' hacía tiempo el segundo partido, y que veían aumentar sus votos
al paso de los años, surgían como un elemento importante. En 1974,
propusieron una reconciliación entre ellos y todos los demás partidos y
grupos, al servicio de la nación, que se hallaba en situación tan difícil. El
Partido Comunista más fuerte del mundo occidental y uno de los más
independientes de la Unión Soviética, había condenado la intervención
soviética en Checoslovaquia en 1968, había renunciado a principios de la
ortodoxia marxista como la dictadura del proletariado, y había insistido en
que cada país, de acuerdo con sus tradiciones políticas, debía ser libre para
seguir su propio camino hacia el socialismo. Alcaldes y ayuntamientos
comunistas estaban gobernando ya un buen número de grandes ciudades.
Muchos italianos se inclinaban hacia los comunistas para poner fin a los
treinta años de poder de la Democracia Cristiana, cuya influencia parecía
estar debilitándose. En las elecciones de 1976, aunque los comunistas no
superaron en votos a los demócrata-cristianos, la diferencia se redujo.
Estaba claro que los comunistas desempeñarían un papel importante en el
futuro político italiano. Mientras tanto, los neofascistas y los extremistas de
derecha movilizaban a los italianos contra la creciente fuerza de la izquierda.
Con una economía desequilibrada y una moneda precaria, con una autori
705
dad política declinante, con la inestabilidad de los gobiernos, con acciones
provocadoras de la extrema derecha, con un gran descontento hacia la
Democracia Cristiana, con la división acerca de cuestiones sociales como el
divorcio y el aborto, y con un Partido Comunista cada vez más fuerte
aspirando al poder, la República Italiana, próspera y confiada hasta hacía
poco, se hallaba en una situación profundamente grave. Capaz sólo en
mínima medida de hacer frente a sus apremiantes problemas, parecía, a
finales de los años 70, dirigirse hacia una crisis constitucional.
L a Península Ibérica
706
largo, triste y desafortunado esfuerzo militar. En medio del conflicto,
António Oliveira Salazar, que había gobernado a Portugal durante cuarenta
años, quedó incapacitado en 1968, y murió dos años después. En los años
sigueníes, el régimen aflojó ligeramente los controles dictatoriales, pero
continuó el costoso y desesperado esfuerzo a someter a las colonias.
La guerra colonial precipitó la «Revolución de los Claveles». Un jefe
militar, el general António de Spínola, publicó un libro sensacional que
reflejaba-la frustración de muchos de los militares que habían.ido radicalizán
dose, a causa de la guerra de Africa. Declaraba inútiles los trece años de
esfuerzo para aplastar el movimiento de independencia, y advertía que sólo
serviría para destruir el progreso en el propio Portugal. En abril de 1974, un
grupo de capitanes y de comandantes se pusieron al frente de sus tropas, que
blandían claveles rojos, en una incruenta toma del poder, y el régimen cayó
sin resistencia. Los oficiales, bajo la designación de Movimiento de las
Fuerzas Armadas, se declararon custodios de la revolución, pero prometie
ron un gobierno civil democrático para un próximo futuro. Pero, en los dos
años siguientes, se produjo una complicada sucesión de golpes y contragol
pes. Tras medio siglo de inercia política, era difícil el compromiso entre los
muchos grupos contendientes, pero nadie podía haber previsto el profundo
fermento revolucionario que bullía, ni el improbable instrumento de aquella
ebullición, los elementos activistas del ejército, que recibían también el
apoyo de los comunistas. Se siguieron seis gobiernos provisionales,, disol
viendo los militares cada uno de ellos, sucesivamente. Por último, a finales
de 1975, el jefe del estado mayor, general António Eanes, hizo una purga de
jefes militares de extrema izquierda, y se apoderó del control. Se adoptó una
constitución que establecía un ejecutivo fuerte, que compartiría el poder con
un parlamento.
En la primavera de 1976, dos años después del comienzo de la revolución
se celebraron elecciones parlamentarias, y los socialistas surgieron como el
partido más numeroso; fue elegido presidente el general Eanes. En aquel
momento, la economía forzada ya antes de la revolución por las costosas
guerras de Africa, se hallaba en una situación caótica. Los gobiernos
provisionales habían introducido drásticos cambios estructurales, pero des
cuidaban los problemas inmediatos y apremiantes. Habían nacionalizado los
bancos, la industria, las minas y los transportes, habían expropiado grandes
haciendas rurales, y habían concedido importantes aumentos salariales. La
interrupción de la vida económica, el descenso en la productividad durante
la turbulencia revolucionaria, y el retorno de casi 1 millón de antiguos colonos
amargados ponían al país al borde de la bancarrota.
Por otra parte, la cuestión colonial, que había precipitado los tumultuo
sos acontecimientos, se había resuelto a finales de 1974. La revolución ponía
fin a casi cinco siglos de dominación portuguesa sobre su imperio colonial en
Africa. Mozambique, al principio bajo un régimen de transición, obtuvo la
plena independencia en el verano de 1975. Como hemos visto, la promesa de
independencia, en noviembre de 1975, a Angola, donde tres grupos distintos,
con apoyo exterior, competían por el poder, originó graves tensiones inter
nacionales, que no se resolvieron hasta muchos meses después, declarándose
707
una guerra abierta18. De igual modo que el insoluble conflicto argelino casi
había originado una revolución en la Francia de 1958, aunque una revolución
controlada, gracias a la presencia de de Gaulle, así también la desesperada lu
cha en las colonias portuguesas de Africa desencadenó una revolución que de
rribó un régimen dictatorial de larga duración y dio paso a un período de tem
pestuosos cambios. Los avances hacia el gobierno parlamentario en España y
Portugal, en los años 70, eran excepciones en el eclipse de la democracia en
muchas partes del globo.
18 Verpág. 679.
19 Ver págs. 353-372.
708
registrarlas aquí. Como pasatiempos, se disponía de la radio y del cine, y,
después de la Segunda Guerra Mundial, de la televisión; llegó a pensarse que
la revolución en la electrónica señalaría el fin de la era de Gutenberg, A
partir de 1947, los aviones pudieron volar a velocidades superiores a la del
sonido; naves aéreas gigantescas podían cubrir enormes distancias, en unas
pocas horas; los viajes de turismo a lugares distantes, en cualquier parte del
mundo, se convirtieron en una realidad cotidiana. Se abrió también un
nuevo mundo de computadoras, de cohetes y de tecnología espacial, y el
mundo parecía encontrarse en el umbral de una nueva edad industrial
basada en la energía atómica.
Ya hemos hablado de la profunda transformación de la física en los
primeros años del siglo XX, comparable a la revolución científica que se
inició en el siglo XVI,y al impacto de la evolución darwiniana en el XIX20.
A partir de 1919, una nueva serie de descubrimientos condujo a un conoci
miento más profundo de la estructura del átomo y de su núcleo. El ciclotrón,
desarrollado en 1932, permitió penetrar o «bombardear» el núcleo del átomo
con partículas de alta velocidad y avanzar en su exploración. El átomo, al
parecer, no era simplemente un núcleo de protones rodeado por electrones.
En 1932, el físico inglés, Sir James Chaldwick, descubrió que el núcleo
atómico, o nucleón, se componía no sólo de protones, sino también de
neutrones. Anteriormente, a comienzos de siglo, los científicos habían
descubierto la radioactividad natural de ciertos elementos, y Einstein había
presentado su fórmula de la equivalencia de energía y masa.
Ahora se descubrió que el núcleo atómico de elementos como el uranio,
cuando se bombardeaba por medio de neutrones, podía liberar una energía
sin precedentes. Los científicos explicaron que, cuando una cierta forma, o
isótopo, del átomo de uranio absorbe un neutrón, se hace violentamente
inestable y se divide en dos partes, liberando no sólo energía, sino neutrones
propios, que luego provocan la división de otros átomos en una gigantesca
reacción en cadena, que tiene como resultado la emisión de energía en
cantidades prodigiosas. En 1938, científicos alemanes lograron por primera
vez realizar la fisión o división del átomo de uranio en el laboratorio. En
aquel tiempo, el adelanto de la ciencia atómica, aunque era la realización de
científicos de muchas nacionalidades diferentes, se hallaba relacionado con
la guerra. Siguiendo el ejemplo de los trabajos alemanes, algunos científicos,
entre ellos Alberto Einstein, que había huido de los nazis en 1934, indujeron
al gobierno de los Estados Unidos a la exploración del empleo de la energía
atómica con fines militares, antes de que lo consiguiesen los alemanes. En
1942, científicos americanos e ingleses, ayudados por científicos europeos
refugiados, entre los que se encontraba el italiano Enrico Fermi, lograron la
primera reacción nuclear sostenida en cadena; esto, a su vez, condujo a la
preparación secreta de la bomba atómica, y, como ya se ha señalado, a su
utilización en agosto de 194521.
El poder destructivo de la bomba arrojada sobre Hiroshima anunció la
era atómica. La primera utilización de la energía atómica estuvo destinada a
709
fines militares, pero podía ser utilizada también con fines pacíficos y construc
tivos; un solo gramo de uranio podía producir una energía igual a casi
tres toneladas de carbón. Siguieron procesos técnicos todavía más asombro
sos, que implicaban la fusión nuclear o la réunión de átomos más ligeros
para formar otros más pesados, a elevadas temperaturas, con acompaña
miento de reacciones termonucleares en cadena. Esta era la base de la bomba
de hidrógeno desarrollada en los años 50, en la que se utilizaban bombas de
fisión atómica como detonadores. Se creía que la fusión termonuclear era
también el origen de la energía solar. La física nuclear del siglo XX había
descubierto el secreto cósmico de que la producción de toda la energía del
universo dependía de la transformación nuclear.
710
pública amenazaban con originar una superpoblación y una presión incon
trolable sobre los limitá'dos recursos del globo para el sostenimiento de la
vida. Las técnicas desarrolladas para salvar o para prolongar la vida humana
planteaban también cuestiones éticas y legales como las definiciones de vida y
muerte y los derechos de los pacientes, de las familias y de los médicos. Algu
nos críticos condenaban la tecnología moderna y exaltaban las virtudes de una
edad precientífica y preindustrial; otros exhortaban a una conciencia más cla
ra de los peligros que se temían y a controles más estrictos por parte de la so
ciedad, Ya no se identificaba la idea del progreso con el adelanto de la ciencia
y de la tecnología.
Mientras tanto, en el intento de^ comprensión de la naturaleza, se
derrumbaban las antiguas divisiones éntre las ciencias, y nuevas ciencias
aparecían. Surgían la bioquímica, la biofísica, la astrofísica, la geofísica y
otras subdisciplinas, y todas hacían un intensivo uso de las matemáticas. El
estudio de la genética realizó grandes avances. Mientras los físicos explora
ban el átom o, los bioquímicos aislaban la sustancia orgánica encontrada en
los genes y en los cromosomas de todas las células vivas, las portadoras
químicas de todas las características hereditarias. Cuando descubrieron el
«código» genético, y cuando sintetizaron la sustancia básica de la herencia,
las implicaciones del manejo de la genética en la evolución futura de la
especie fueron asombrosas. Aquí, también, el destino de todos los seres huma
nos estaba más ligado a la ciencia que nunca hasta entonces.
Las otras ciencias de la vida y de la sociedad iban cobrando también mayor
importancia. Conocieron una rápida expansión la exploración psicológica
del comportamiento humano, así como las ciencias médicas aplicadas de la
psiquiatría y del psicoanálisis. Freud, que había desarrollado por primera
vez sus teorías del psicoanálisis antes de 1914, alcanzó gran fama en los
años 20. El especial hincapié que él hacía en el impulso sexual y en la
represión sexual del hombre fue muy modificado por discípulos como Alfred
Adler, Cari Jung y otros muchos, pero los conceptos cradores originales se
mantuvieron. Por otra parte, muchos estudiosos del comportamiento huma
no rechazaron a Freud y afirmaron que sus contribuciones no eran ni
universal ni científicamente válidas, sino que reflejaban los valores de la
sociedad vienesa anterior a 1914, de clase media y de dominación masculina.
Surgieron nuevas escuelas con diferentes interpretaciones y técnicas, pero
continuó la investigación en la psicología moderna acerca de las fuentes
inconscientes, no racionales, del comportamiento humano individual y colec
tivo.
Como a finales del siglo XIX, la sociología y la antropología subrayaban
cada vez más el relativismo de toda cultura. Negaban las nociones de
superioridad cultural o de jerarquías de valores culturales, e incluso que
hubiera criterios objetivos de progreso histórico. Señalaban que, si la
sociedad occidental realizaba grandes progresos en la ciencia y en la tecnolo
gía, otras culturas hacían mayores adelantos en autodisciplina, en integridad
individual y en felicidad humana. El adjetivo mismo de «primitivo», como
opuesto a «civilizado», tendía a desaparecer, y surgía un nuevo humanismo
cultural que reconocía y subrayaba valores diferentes de los enmarcados en
la tradición occidental.
711
Las artes creativas
La revolución contra las antiguas tradiciones en las artes creativas con
tinuaba. Desde el Renacimiento, los artistas habían seguido ciertas
normas de representación y de perspectiva espacial. Pero gran parte del arte
moderno, o contemporáneo, se preciaba de ser no objetivo; rechazaba la
idea de imitar o de reconstruir la naturaleza, o de reflejarla con realismo o
fidelidad fotográfica. Las innovaciones fundamentales de la revolución
artística comenzaron en la década anterior a 1914. A finales del siglo XIX,
los pintores postimpresionistas franceses, como Paul Gauguin y Vincent Van
Gogh, hicieron del color el elemento principal de su arte; los cubistas como
Braque rechazaron el arte representativo aun más decididamente y atendie
ron primordialmente a la forma abstracta. A partir de 1919, la revolución en
la pintura se hizo más intensa; parecía reflejar la turbulencia política de los
tiempos y la decepción respecto al racionalismo y al optimismo. Revelaba la
influencia del psicoanálisis y el interés por los elementos inconscientes e
irracionales en los seres humanos, así como la relatividad de la nueva física y
las incertidumbres surgidas acerca de la naturaleza de la materia, del espacio
y del tiempo. Surrealistas como Dalí se burlaban abiertamente de la raciona
lidad y de la realidad, centrándose en el subconsciente del artista, en una
orgía de subjetivismo incontrolado.
Matisse, Braque, Picasso y otros continuaron los experimentos de ante
guerra en torno al color y a la forma. Picasso distorsionaba y deformaba
sistemáticamente sus objetos, como en el famoso cuadro inspirado en el
bombardeo alemán de Guernica en 1937, durante la Guerra Civil Española,
en el que persigue efectos de angustia y de intensidad, mediante distorsiones.
Chagall pintaba deliberadamente las exageraciones de un mundo de sueños.
Al propio tiempo, las posibilidades suscitadas anteriormente por los cubistas
condujeron a un sentido más estricto de la geometría y a una concentración
en la forma sola. Los resultados eran, a veces, gratos, como en el caso de
Mondrian, pero, a menudo, extraños; sin embargo, también aquí la ciencia
enseñaba que los sólidos objetos cotidianos tienen una diferente clase de
realidad en el espacio y en movimiento. Tras la Segunda Guerra Mundial,
especialmente en los Estados Unidos, Jackson Pollock y otros artistas
desarrollaron una nueva escuela de arte abstracto; incluía técnicas de impro
visación artística y de automoción, en la que se decía que el subconsciente,
del artista le dictaba su obra. Y siguieron otros experimentos, aún más am
plios.
Por primera vez, a comienzos de los años 50, los Estados Unidos
tomaron de Francia la dirección en los nuevos procesos de desarrollo
artísticos. El arte contemporáneo desembocó en audaces y originales expre
siones de forma y color, pero el subjetivismo consciente ensanchó todavía
más la brecha entre el artista y el público. El artista, el pintor, y el escultor
(y el poeta, y el músico, y el novelista que rechazaban también las antiguas
convenciones) estaban transmitiendo su propia visión del mundo, no una
realidad objetiva compartida por los demás. Tal vez la innovación más
grande fue la de que el público, desconcertado como estaba por una gran
parte del arte contemporáneo, empezó a reconocer la vanguardia como
712
COLUMNA GEMELA
por Antoine Pevsner (ruso, luego francés, 1886-1962)
Antoine Pevsner, como Kandinsky y Chagall (ver págs. 361 y 518), abandonó su Rusia
natal, una vez que el régimen soviético empezó a desaprobar el arte «moderno». Esta fotografía
muestra una de sus esculturas, una pieza de bronce de un metro de altura, aproximadamente,
construida en 1947. La simetría y la columna recuerdan la tradición clásica, pero la obra expresa
también los intereses científicos y tecnológicos del siglo XX, El espado escultural de Pevsner no
es el ámbito familiar en el que viven y se mueven los seres humanos, sino un espacio más
abstracto, conocido de la matemática, totalmente al margen de las peculiaridades de volumen y
sentidos físicos del hombre. Cortesía del Museo Solomon R. Guggenheim.
normal. O, por lo menos, así ocurría en las sociedades más libres; en las
sociedades totalitarias —la Alemania nazi de los años 30 ó la Unión
Soviética—, aquellos experimentos o innovaciones estaban mal vistos y se
prohibían como degenerados o socialmente peligrosos. El realismo, natural
mente, nunca desapareció del todo en ninguna parte, pero se hallaba
eclipsado por las escuelas más nuevas de experimentación.
La concentración sobre el subjetivismo y sobre el subconsciente, así
como la especial atención a la transformación y a la turbulencia de la
sociedad occidental se reflejaron también en la literatura. La reconstrucción
artística del tiempo perdido y el despliegue de la más íntima experiencia del
individuo mediante una corriente de conciencia y un desbordamiento de
recuerdos aparecieron, por primera vez, en la obra de Marcel Proust y en la
de James Joyce. Tal vez fue T. S. Eliot quien mejor reflejó la desazón
espiritual de la edad contemporánea en el tono de su largo poema, The
Waste L an d (La tierra devastada), escrito en 1922, pero igualmente significa
tivo, más de cincuenta años después. Después de la Segunda Guerra Mun
dial, escritores avanzados, especialmente en Francia, experimentaron con la
«antinovela», una novela sin héroes ni tramas en el sentido convencional,
que a menudo reconstruían pequeños mundos cerrados, aislados de las
realidades del presente. También aquí, el subjetivismo de los escritores
reflejaba deliberadamente un mundo de certidumbres que se desmoronaban.
Los productores y los directores de películas experimentaban con el cine, en
un sentido análogo. Todo esto se encontraba en claro contraste con la
literatura y los pasatiempos facilitados por los medios de comunicaciones de
masas, especialmente por las películas populares y por la televisión, y apenas
llegaba al ciudadano medio.
714
declaraciones filosóficas no podían ser semejantes a las de la ciencia; los
filósofos tenían que explorar el lenguaje y las ambigüedades del lenguaje. A.
J. Ayer, un filósofo inglés, resumía la posición en su Language, Truth, and
Logic (Lenguaje, Verdad y Lógica), publicado en 1936. La filosofía contem
poránea, especialmente en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, se
consagraba al lenguaje, a la semántica y al análisis lingüístico. Todo aquello
se encontraba un tanto lejano del hombre medio. Cuando pedían a los
filósofos ayuda para la exploración del significado de la libertad humana,
los filósofos replicaban que la cuestión carecía de interés y que más prove
choso sería que el investigador procediese a investigar de cuántos y de qué
modos utilizaban los seres humanos la palabra «libertad». Tal filosofía no
ofrecía seguridad alguna entre las perplejidades del mundo moderno. Pero
muchos filósofos estaban atendiendo, cada vez más, a nuevas preocupacio
nes y abordando muchos problemas humanos y sociales irresueltos, entre los
que figuraban, y no, ciertamente, en último lugar, las implicaciones éticas
planteadas por los adelantos modernos en tecnología científica y en medi
cina.
715
gaard, teólogo danés del siglo XIX, que, como Lutero, había resuelto su
profunda angustia personal mediante una entrega a la experiencia religiosa.
A pesar de estos desenvolvimientos, la tendencia liberal o modernista seguía
siendo fuerte. El Consejo Mundial de las Iglesias, establecido en 1948 para
potenciar el movimiento ecuménico, que era un intento de unificar todas las
ramas del Protestantismo e incluso de llevar a cabo una aproximación a la
Iglesia Católica Romana, continuó sus esfuerzos.
La Iglesia Católica Romana, en la segunda mitad del siglo XX, parecía
encontrarse en una de sus grandes fases históricas. Al igual que el Protestan
tismo, se hallaba aquejada de los avances de la secularización en el siglo XX.
Perdía fieles, y la asistencia a la iglesia y las vocaciones sacerdotales
disminuían.
El papado se convirtió en el centro de la agitación. Después de la
Segunda Guerra Mundial, muchos criticaban a Pío XII (1939-1958) por no
haber protestado, como «vicario de D ios», contra la destrucción del pueblo
judío en Europa, perpetrada por los nazis; sus defensores insistían en la
necesidad de mantener a la Iglesia apartada de las querellas temporales, a fin
de preservar su misión eterna. Para hacer frente al avance del comunismo en
los años de la postguerra, la Iglesia prohibió a los católicos, en 1949, la
lectura de la prensa comunista; y, en los años 50, suprimió el movimiento de
los «sacerdotes-obreros», por el que un buen número de sacerdotes, especial
mente en Francia, habían vivido y trabajado entre auténticos obreros, y
estudiado marxismo. Aunque la Iglesia ya no trataba de extirpar el moder
nismo —la reconciliación de la religión con la ciencia y el conocimiento—,
seguía haciendo hincapié en la preparación dogmática en los seminarios.
En 1950, el dogma recientemente proclamado de la Asunción (es decir, la
asunción corporal de María a los cielos), fue un golpe para los católicos
liberales y para los protestantes de espíritu ecuménico. Pero tanto los
católicos como los protestantes asimilaron sin gran conmoción los Rollos del
Mar Muerto, cuyos primeros manuscritos se descubrieron en 1947, y que
arrojan nueva luz sobre los orígenes del cristianismo,
Cuando Pío XII murió, en 1958, le sucedió Juan XXIII. Aunque elegido
a la edad de setenta y siete años, y sólo reinó cuatro años y medio, Juan fue
uno de los mas notables papas de los tiempos modernos. Amplió el Colegio
Cardenalicio y aumentó su mayoría no italiana. Dio importantes pasos para
renovar la Iglesia Católica en su organización y en su doctrina, reuniendo
en 1962 un Concilio Vaticano Segundo, el primero desde 187023. Juan,
juntamente con una mayoría reformadora del Concilio, trató inteligentemen
te de modernizar la Iglesia, adaptándola a los cambios políticos y sociales del
presente. Publicó una serie de interesantes encíclicas, una de ellas reafirman
do la doctrina de reforma social de la Iglesia, M ater et M agistra (1961), y
otra exhortando 'a la paz internacional y a la protección de los derechos
humanos a través de la organización mundial, Pacem in Tenis (1963). Trató
de impulsar el movimiento ecuménico, estimulando un diálogo con los no
católicos, y de establecer lazos fraternales con todas las religiones. En el
716
Concilio, se hallaban presentes como observadores delegados no católicos,
protestantes y cristianos ortodoxos.
En 1963, Juan fue sucedido por Pablo VI, más conservador. El Concilio
Vaticano Segundo prosiguió sus trabajos hasta 1965. En una serie de
decretos, definió de nuevo la posición de la Iglesia en muchas materias,
incluida su relación con las religiones no cristianas, y revisó un buen número
de costumbres. La Misa, por ejemplo, podía decirse, en adelante, en lengua
vernácula. Sobre todo, afirmó el principio de la colegiaüdad, es decir, que el
papa debe compartir su autoridad con los obispos de la Iglesia. Pablo se
sentía contrariado por algunas innovaciones. Aunque él reafirmó el com
promiso católico con el progreso social y lo aplicó a los pueblos no pri
vilegiados del mundo en la encíclica Populorum Progressio (1967), se
opuso a los intentos de impugnar o de repudiar la teología ortodoxa o la
supremacía papal. Un sínodo de obispos reunido en 1967 encontró su agenda
severamente restringida. Sobre la cuestión crítica del control de nacimientos,
problema vital en América Latina y en todos los países católicos, Pablo
rechazó las recomendaciones de una comisión que él mismo había nombra
do, y, en una discutidísima encíclica, Humanae Vitae (1968), condenó el
uso de métodos científicos de control de nacimientos. Condenó también un
catecismo modernista, preparado por obispos holandeses. El resultado fue
una gran inquietud en la Iglesia y una gran impaciencia ante el hecho de que
no se prosiguiese la modernización de antiguas normas y costumbres.
Muchos católicos defendían el abandono de la obligación del celibato para el
clero; algunos monjes, monjas y sacerdotes hicieran caso omiso de sus votos
y se casaron. Los teólogos seguían afirmando el principio de la autoridad
compartida. La insistencia de Pablo sobre la obediencia al papa era desoída,
y sus censuras en torno al control de nacimientos eran abiertamente critica
das y frecuentemente ignoradas.
El judaismo, la tercera religión importante del mundo occidental, estaba
obsesionado, en los años siguientes a 1945, por la gran experiencia traumáti
ca de los 30 y de los 40, que fue el intento nazi de genocidio, el «Holocaus
to», como se le ha llamado24. Aunque pei^sistía la antigua tendencia de
asimilación a una sociedad secular, se produjo una reanimada adhesión a la
religión, tanto ortodoxa como reformada. Hubo también un apoyo sin
precedentes por parte de los judíos de todo el mundo, y especialmente de los
Estados Unidos, al estado de Israel, y no sólo entre judíos sionistas. El
apoyo a Israel se vio reforzado por la hostilidad y por la persecución de los
judíos en la Unión Soviética y en la Europa Oriental, así como en los países
árabes; a su vez, estos países empleaban la adhesión judía a Israel como
justificación para sus ataques.
Al igual que las religiones occidentales, también el islam, el hinduismo, el
budismo y otras grandes religiones no occidentales, de las que poco puede
decirse en estas páginas, veían cómo en sus principios doctrinales tropezaban
con graves desafíos y estaban realizando esfuerzos por ajustar doctrinas mile
narias al secularismo de la edad contemporánea. Simultáneamente, algunas de
esas religiones orientales alcanzaron a nuevos grupos en Occidente. Las ense-
717
fianzas budistas ganaban muchos adeptos, y había un renovado interés en Oc
cidente por lo místico, por lo trascendental y por lo esotérico.
Existencialismo
718
establecerse sistemas sociales perfectos que satisfarían a futuras generaciones
nonatas.
Algunas de aquellas creencias eran compartidas por existencialistas cris
tianos que adoptaban la afirmación decimonónica nietzscheana de que «Dios
ha muerto». Ellos aseguraban que el universo ya no estaba regido por una
divinidad que decretaba y revelaba las normas a las que los individuos
debían ajustar sus vidas; los seres humanos tenían que adoptar sus persona
les decisiones y compromisos. Los existencialistas hablaban incluso de una
era post-cristiana. Pero, sobre todo, sus ideas formaban parte de un huma
nismo ateo, como el de Sartre. Al hacer hincapié en la angustia de la
existencia humana, en la flaqueza de la razón humana, en la fragilidad de las
instituciones humanas, y en la necesidad de reafirmar y de redifinir la
libertad humana, los existencialistas repetían un viejo tema, pero le daban
un nuevo significado, subrayando el elemento trágico del destino humano y la
inevitable lucha para resistir a la desesperación.
719
comodidades materiales, la opulencia y la conformidad. A veces, ellos
mismos recurrían a la violencia; más frecuentemente, cantaban las alabanzas
de ella. Abogando por un nuevo anarquismo y nihilismo y por un compro
miso con el presente, se exhortaban unos a otros a destruir, a fin de purificar
y de restablecer la libertad creadora, liberando a la sociedad de la «carga»
del pasado. La rebelión de la juventud, en su espectacular fase de los
años 60, se aplacó, tras un corto intervalo. Las personas mayores se asusta
ban ante el asalto a las instituciones establecidas y a los procesos racionales,
pero les resultó menos fácil seguir mostrándose satisfechos con las injusticias
sociales de todo tipo. La rebelión de la juventud formaba parte de los
cambios y subversiones que toda la civilización moderna parecía estar
experimentando en la segunda mitad del siglo XX, y cuyo significado sólo
vagamente podía ser comprendido.
El movimiento feminista, o de liberación de la mujer, fue otra manifesta
ción de la agitación social contemporánea. Desde la época de la Revolución
Francesa, unos pocos pensadores en Francia y en Inglaterra habían plantea
do la cuestión de derechos iguales para la mujer. El movimiento moderno
tuvo su origen en los Estados Unidos, a mediados del siglo XIX, y los co
mienzos de su fase contemporánea se produjeron también allí. En 1848,
Elizabeth Cady Stanton y un pequeño grupo de compañeras habían procla
mado una declaración de independencia para las mujeres, exigiendo el
derecho al voto, igual compensación por el trabajo, igualdad legal y mayores
oportunidades educativas. El movimiento se extendió también por el extran
jero, y fue recogido en Inglaterra por las sufragistas. El derecho al voto se
consiguió en Inglaterra y en los Estados Unidos después de la Primera
Guerra Mundial, pero el progreso en otras cuestiones era lento. La fase
contemporánea militante comenzó en los Estados Unidos, a mediados de los
años 60, animada, en parte, por el movimiento de derechos civiles en favor
de la población negra americana, y tomó forma como movimiento de
liberación de la mujer. Sus dirigentes subrayan el hecho de que las mujeres,
que constituían la mitad de la especie humana (y más de la mitad de la
población en muchas regiones del globo), seguían siendo objetos de discri
minación y no ocupaban puestos de autoridad, ni de dirección, ni de poder,
en proporción con su número. Aunque algunas de las más ostensibles formas
de discriminación legal habían sido derogadas, las dirigentes feministas
demandaban ahora que se pusiera fin a todas las barreras legales y so'ciales
que se oponían a la igualdad, la admisión en profesiones que antes les
estaban vedadas, y una porción equitativa en el poder político y en el
económico. Señalaban que una cierta discriminación en la sociedad contem
poránea era sutil e indirecta. A veces, implicaba patrones de aculturación,
mediante los cuales las niñas, en edad temprana, absorbían nociones estereo
tipadas de sus futuras vidas y de unos horizontes profesionales estrechamen
te limitados. El lenguaje mismo, el uso convencional del género masculino
en muchos ejemplos, como en los libros de texto de la escuela, era conside
rado como un refuerzo del patrón. El proceso se auto-perpetuaba, porque,
con pocas mujeres en puestos visibles de dirección, había pocos modelos
que emular.
Muchos de los argumentos en favor de derechos iguales tenían más
720
significado en los países industriales avanzados. En otras partes, es decir, en
naciones más pobres, menos desarrolladas, las mujeres tenían que superar
un abandono, una opresión, un abuso y un desprecio de los más elementales
derechos humanos, que se prolongaban ^esde hacía siglos. Las Naciones
Unidas, desde el momento de su fundación, en 1945, se habían comprometi
do a obtener derechos políticos, económicos y educativos iguales para las
mujeres. Pero, en Africa, Asia y América Latina, las tasas de analfabetismo
entre los adultos, una generación después, eran todavía notablemente supe
riores para las mujeres que para los hombres, y estaban descendiendo con
gran lentitud. Las oportunidades de jma educación superior eran también
más limitadas para las mujeres. En las áreas en desarrollo, donde vivía una
mayoría de las mujeres del mundo, las mujeres tropezaban con problemas de
simple supervivencia y soportaban la carga de grandes familias y de duras
tareas domésticas. En esos países, los derechos iguales para las mujeres
probablemente dependían del desarrollo general de los recursos y de los
avances sociales para toda la población.
721
Thatcher presidía el Partido Conservador, y algún día podría ser primera
ministra.
El desarrollo de los procedimientos anticonceptivos, incluida la píldora
de control de nacimientos a principios de los años 60, facilitó a las mujeres
una nueva libertad biológica. Los cambiantes patrones sociales que tolera
ban una mayor libertad sexual y nuevas formas de relaciones matrimoniales
contribuyeron también a la liberación social de la mujer. Seguía existiendo
una contradicción entre la demanda de igualdad de derechos y la especial
protección, en forma de legislación laboral, que las sociedades democráticas
habían adoptado, hacía tiempo, en favor de las mujeres. Aunque persistía el
desacuerdo en cuanto a los métodos y al ritmo del cambio, existía un amplio
acuerdo respecto a la necesidad de abrir nuevas oportunidades a las mujeres
y de utilizar todos los recursos humanos de la sociedad, masculinos y
femeninos, en todas las partes del mundo, para hacer frente a las exigencias
del mundo contemporáneo. Si eso pudiera hacerse realidad, figuraría entre
los más memorables de los cambios revolucionarios de la edad contempo
ránea.
La guerra de Corea
722
Filipinas, en el perímetro explícitamente definido como vital para la defensa
de los intereses americanos en Asia. Pero, cuando los norcoreanos cruzaron
el paralelo 38° en su ataque de junio de 1950, el presidente Truman se
indignó. Estaba convencido de que la acción obedecía a incitaciones de la
Unión Soviética, con la aquiescencia del nuevo régimen comunista chino. La
consideraba como parte de la ofensiva ideológica mundial de la Unión
Soviética, una nueva fase de la guerra fría, en la que el comunismo había
pasado ahora de la subversión a la agresión armada.
Los atacantes norcoreanos esperaban una rápida victoria, debida a la
audacia de su iniciativa y a la superioridad de sus fuerzas. Confiaban en que
los Estados Unidos no intervendrían y en que el resto del mundo no haría
más que formular una protesta moral. La inspiración precisa de la invasión
no puede conocerse con certeza. Puede haberla estimulado la U .R .S.S.,
preocupada por el atrincheramiento americano en el Japón ocupado, o
pueden haberla decidido los norcoreanos, por sí solos, para unificar el país,
confiando en que obtendrían la aprobación de Stalin. En cualquier caso, los
rusos parecieron sorprendidos también; se hallaban ausentes del Consejo de
Seguridad, boicoteando a las Naciones Unidas por su negativa a reconocer a
la República Popular China, cuando el gobierno americano planteó la
cuestión ante el Consejo. Que los norcoreanos fuesen capaces de una acción
independiente, resultaba difícil de creer para los americanos. El ataque
desafiaba a todo el sistema de seguridad colectiva, dispuesto desde 1945 para
hacer frente a la oleada del comunismo soviético. Truman, recordando cómo
la debilidad y el apaciguamiento de los años 30 habían conducido al
desastre, influyó sobre el Consejo de Seguridad para que condenase a Corea
del Norte como agresora y para que emprendiese una acción militar contra
ella; a causa de su ausencia, la Unión Soviética no pudo ejercer su veto. Simul
táneamente, Truman envió fuerzas americanas.
En lá lucha de aquel verano, las fuerzas de las Naciones Unidas, dirigidas
por americanos, al mando del general Douglas McArthur, se vieron, al
principio, obligadas a retirarse, pero un brillante desembarco anfibio en
Inchon invirtió la situación. Las fuerzas americanas arrojaron a los ejércitos
comunistas hacia el norte, y después, en una decisión importante, cruzaron
el paralelo 38°, prosiguiendo rápidamente hacia el río Yalu, línea fronteriza
entre Corea y la provincia manchuriana de la China comunista. En noviem
bre de 1950, entró en la guerra la República Popular China; cientos de miles
de soldados comunistas chinos, apoyados por aviones de propulsión de
fabricación rusa, empujaron a las tropas dirigidas por los americanos hacia el
sur, en lo que parecía una repetición de la primera fase del conflicto.
Aunque el presidente Truman y la mayoría de los países de las Naciones
Unidas estaban decididos a contener a los norcoreanos, estaban también
resueltos a impedir una tercera guerra mundial, que sería posible si se
bombardeaba Manchuria u otras partes de China, como pedía el general
McArthur. Cuando McArthur insistió en una acción drástica contra China,
el presidente Truman le relevó del mando. El pueblo americano estaba
asombrado ante los peores reveses militares de su historia; muchos querían
castigar a la China comunista, pero la mayoría consideraba prudente, o posi
ble, limitar la lucha. En los meses siguientes, las fuerzas de las Naciones Uni
723
das volvieron a abrirse paso hasta el paralelo 38°, e incluso un poco más al
norte. En julio de 1951, un acuerdo de alto el fuego puso fin a la lucha en
gran escala, pero no se firmó un armisticio hasta 1953, enredándose las
negociaciones durante dos largos años, principalmente a causa del intercam
bio y de la repatriación de los prisioneros de guerra. Quince naciones
participaron en la guerra de Corea, en su mayoría enviando contingentes
simbólicos que lucharon al lado de los Estados Unidos. Los americanos
sufrieron más de 54.000 muertes en combate y en relación con los combates,
es decir, casi la mitad de los que tuvieron en la Primera Guerra Mundial; los
heridos americanos se calcularon i
en unos 100.00026. En cuanto a los
coreanos, las pérdidas fueron aproximadamente iguales en el Norte que en el
Sur; resultaron muertos, heridos o desaparecidos más de 2 millones de
coreanos, muriendo en combate la mitad de esa cifra.
Políticamente, la situación volvió a lo que había sido antes de 1950.
Corea estaba nuevamente dividida, en líneas generales, por el paralelo 38°.
El gobierno de Corea del Norte, la República Popular China y la U .R .S.S.
continuaban rechazando las elecciones para todo el país, bajo supervisión
internacional. Fue un armisticio difícil, salpicado de numerosos incidentes
fronterizos y de otras clases. Desde el punto de vista de los occidentales, se
había contenido un flagrante acto de agresión; según el mundo comunista, y
según muchos no comunistas de Asia, se había impedido a la gran potencia
capitalista, los Estados Unidos la reafirmación de la supremacía imperialista
occidental en Oriente. En términos prácticos, los Estados Unidos, tanto en la
guerra de Corea como en sus esfuerzos por crear pactos de seguridad
regional en Oriente, encontraron poco entusiasmo hacia su política entre las
mayores potencias asiáticas no comunistas, como la India, Indonesia o
Birmania, La mayoría de ellas rechazaba el comunismo, pero también
recelaba de Occidente. Aunque los Estados Unidos habían sido los menos
implicados de todas las grandes potencias en el colonialismo asiático del
siglo XIX, su nueva función dirigente en el mundo occidental y la sospecha
de que estaban buscando mercados mundiales para el capitalismo americano
le convirtieron en símbolo de la opresión y de la explotación occidentales,
punto de vista insistentemente expuesto por los soviéticos, y aun más
beligerantemente, durante algún tiempo, por los comunistas chinos. Por otra
parte, el éxito en la disuasión de los norcoreanos reforzó la creencia
americana de que la potencia militar y las decisiones firmes podían detener la
expansión comunista en todas partes. La guerra de Corea inició una era de
profunda implicación americana en el Asia oriental; fue un preludio de un
conflicto mayor y más grave, la guerra de Vietnam, en la década siguiente.
724
más conciliadores, o, por lo menos, estaban decididos a alcanzar sus fines
por procedimientos menos despiadados27. Aunque mantenían a las potencias
occidentales y al mundo oscilando entre la tensión, la relajación, y una
tensión renovada, la alternativa de una coexistencia pacífica entre sistemas
mundiales contendientes parecía posible. Además, había signos de que en los
Estados Unidos no se rechazaba todo compromiso como apaciguamiento.
En Ginebra, en 1955, el presidente Eisenhower, juntamente con representan
tes británicos y franceses, se reunió con los dirigentes del estado soviético en la
atmósfera más amistosa desde la Segunda Guerra Mundial.
Pero el espíritu de Ginebra duró poco. Se reanudaron las crisis, a causa
de los accesos occidentales a Berlín. En 1960, una conferencia en la cumbre,
en París, se suspendió, cuando Khrushchev presentó pruebas de vuelos de
reconocimiento americanos sobre territorio ruso, que los americanos nega
ron. La tensión se desplazó al hemisferio occidental. En Cuba, Fidel Castro
había derribado una dictadura derechista en 1959, y había establecido un
régimen procomunista, al que prestaban apoyo tanto los comunistas soviéti
cos como los chinos. En 1961, exiliados cubanos anticomunistas, apoyados
por los Estados Unidos, invadieron la isla, pero sufrieron un desastre. Al
año siguiente, el presidente Kennedy, denunciando que las bases de proyecti
les soviéticos instaladas en Cuba representaban una amenaza para la seguri
dad americana, sometió a observación naval las nuevas expediciones de
equipamiento militar a Cuba y formuló severas advertencias a los Soviets. El
mundo se sintió aterrado, pero Khrushchev cedió y se avino a desmantelar
las bases (por lo que fue tachado de capitulacionista por los comunistas
chinos, entonces más beligerantes). Berlín, donde en 1961 se levantó un gran
«muro» de cemento y de alambre de espino, para impedir que los alemanes
orientales se trasladesen a Berlín Occidental, seguía siendo una recurrente
causa de fricciones. En Corea, los incidentes fronterizos y la captura,
en 1968, de un barco americano, en misión de espionaje según propia
confesión, vinieron a perturbar el armisticio. El Oriente Medio, como hemos
visto, estalló en guerra abierta en 1956, en 1967 y de nuevo en 1973, mientras
los Soviets cortejaban y armaban a los estados árabes. El Asia suroriental,
sobre todo, seguía siendo un área de perturbaciones, tras la retirada de los
franceses en 1954.
La guerra de Vietnam
725
estaba presidida por H o Chi Minh, el dirigente comunista que había capita
neado victoriosamente el movimiento de independencia contra los franceses.
Por debajo del paralelo 17°, se estableció un Vietnam del Sur anticomunista,
apoyado por Occidente, con su capital en Saigón. La división dejó a la
población repartida en mitades aproximadamente iguales, de 20 millones de
habitantes cada una, pero sin relación con ningún tipo de diferencias
históricas o étnicas. Vietnam del Sur, preocupado por el hecho de que los
comunistas habían alcanzado un gran apoyo popular en la lucha contra los
franceses, y ya antes contra los japoneses, se negó a participar en las
elecciones que habían de celebrarse en todo el país, convocadas para 1956,
sobre la base de que no había sido uno de los signatarios del acuerdo de
Ginebra. Al no celebrarse las elecciones, los acontecimientos tomaron un
curso diferente. El Viet Cong, guerrilleros comunistas dejados atrás, en el
sur, cuando los ejércitos del norte se retiraron en cumplimiento del acuerdo
de Ginebra, comenzó a hostilizar a las autoridades de Vietnam del Sur.
Especializado en la guerra insurreccional, el Viet Cong aterrorizaba y
coaccionaba al campesinado frecuentemente, pero también obtenía su apoyo
mediante la redistribución de la tierra y la denuncia del gobierno de Vietnam
del Sur, apoyado por los occidentales. Pronto se vieron reforzados por
contingentes regulares de Vietnam del Norte, que se infiltraban en el sur y
recibían ayuda económica y militar de la República Popular China. En 1960,
un Frente de Liberación Nacional se proyectó como gobierno revolucionario
para el sur. Vietnam del Sur, a pesar de la asesoría y de la asistencia técnicas
de los Estados Unidos, se encontraba incapaz de hacer frente a las activida
des de la guerrilla, y pidió una mayor ayuda americana.
Los Estados Unidos, desde Eisenhower en adelante, consideraban que
era necesario llenar el vado creado por la retirada francesa y detener la
expansión comunista en Vietnam del Sur, para impedir que los otros estados
de Asia cayesen uno tras otro, como las fichas de un dominó, de donde
tomó su nombre la teoria. Por consiguiente, en los años 60, los Estados
Unidos ayudaron al régimen de Saigón con asesores militares, con respaldo
financiero y con armas. Al propio tiempo, trataban de democratizar el
régimen, cuyas prácticas autoritarias, junto con una extendida corrupción,
estaban resultando cada vez más embarazosas.
La implicación americana se hizo, entonces, más profunda. Bajo el
presidente Eisenhower, se hallaban presentes unos cientos de asesor» milita
res, y comenzó la ayuda militar y económica; ya en 1959, dos asesores
militares fueron muertos en un ataque, al norte de Saigón. En 1961, bajo el
presidente Kennedy un acuerdo que prometía ayuda militar y económica
dio origen a la llegada de las primeras fuerzas de apoyo americanas y a la
formación, en 1962, del Mando de Asistencia Militar de los Estados Unidos;
en aquel año, las fuerzas presentes se elevaban a 4.000 hombres, y se
registraron los primeros muertos en combate. Los Estados Unidos, bajo
Kennedy, también intervinieron activamente en la política de Vietnam del
Sur, primero sosteniendo, y después, en 1963, ayudando ^positivamente a
derribar el represivo gobierno del presidente Ngo Dinh Diem.
Bajo el Presidente Johnson, la intervención americana alcanzó su punto
culminante. En agosto de 1964, alegando que unos torpederos norvietnami-
726
tas habían atacado, en el Golfo de Tonkín, a unos destructores de los
Estados Unidos, Johnson ordenó inmediatos bombardeos aéreos contra
Vietnam del Norte. Al día siguiente, se aseguró el apoyo para una resolución
conjunta del Congreso que le facultaba para tomar «todas las medidas
necesarias» para defender a los Estados Unidos y a su aliado. La resolución
del Golfo de Tonkín fue la única sanción explícita del Congreso para la
implicación americana en los años siguientes, siendo revocada después,
en 1970, por un Congreso decepcionado. Durante aquel verano de 1964 y en
1965, Johnson ordenó duros ataques aéreos contra las bases de abasteci
miento en el norte y contra las áreas dominadas por los comunistas en el sur.
A partir de 1965, las incursiones aéreas se hicieron casi dianas. Los bombar
deos americanos destruían carreteras, puentes y líneas férreas, y llegaban en
sus ataques hasta Hanoi. En la búsqueda del evasivo Viet Cong en el sur, se
arrojaba desde el aire un material incendiario —el napalm—, que quemaba y
destruía aldeas enteras, devastando cientos de miles de áreas de tierra y
convirtiendo a los supervivientes en refugiados sin hogar. Los bombardeos,
el envío de fuerzas de tierra americanas y el número de bajas aumentaban.
En 1966, había cerca de 200.000 soldados americanos en Vietnam del Sur.
En 1969, se alcanzó la cifra máxima de unos 550.000 soldados. (Participaban
también unos 50.000 surcoreanos y tailandeses). Desde 1965 a 1968, en los
bombardeos masivos, se arrojaron más toneladas de explosivos sobre Viet
nam, que contra todas las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de la corriente de ayuda militar de los Estados Unidos, y de la
temporal estabilización del gobierno survietnamita con la elección, en 1967,
del presidente Nguyen Van Thieu, el régimen no podía hacer frente a la
creciente fuerza popular y material de Vietnam del Norte. Con la ayuda de la
Unión Soviética y de la República Popular de China, los norvietnamitas
reconstruían sus fábricas destruidas y sostenían la corriente de abastecimien
tos por el sur, principalmente por la Ruta Ho Chi Minh, a través de la vecina
Laos. Los informes optimistas que enviaban a Washington las autoridades
militares de los Estados Unidos acerca de la pacificación de las zonas rurales
y del número de bajas causadas al enemigo se vieron desmentidos por una
victoriosa ofensiva comunista, a comienzos de 1968. Resultaba evidente que
había que buscar una solución negociada.
Desde el comienzo, los aliados de América en la Europa Occidental
mostraron su falta de entusiasmo y prestaron poca ayuda. En los Estados
Unidos, la guerra fue motivo de levantamientos y de desórdenes en los
campuses de los colegios y en las ciudades; en Washington y en otras partes,
se celebraron manifestaciones de protesta. Muchos jóvenes huyeron al
Canadá o a Europa para eludir el servicio militar, en la que consideraban
una guerra injusta o sin sentido; un número desproporcionado de los
reclutados o de los que voluntariamente aceptaban el servicio militar eran
negros o individuos de las clases económicas más pobres.
Se discutieron ampliamente cuestiones como la de determinar si los
Estados Unidos, a pesar de su enorme potencia, debían asumir la responsa
bilidad —o si tenían capacidad, incluso— de erigirse en gendarmes del
mundo contra la agresión comunista, si la presencia americana en Vietnam
era una presencia extranjera no deseada, reminiscencia de la intromisión
727
occidental en la época del imperialismo, si los bombardeos-aéreos, que
llegaban hasta unos quince kilómetros de la frontera china, podían provocar
nna intervención china directa y el estallido de una tercera guerra mundial, si
el régimen survietnamita podía estabilizarse y democratizarse de modo que
se justificasen los sacrificios, y si las incursiones aéreas y las continuadas
hostilidades podían acabar en la completa destrucción de todo el infortuna
do país. Los críticos que tenían un conocimiento de la historia de Asia
aseguraban que los vietnamitas contaban con una prolongada tradición de
defensa contra sus vecinos chinos, y que ni siquiera un Vietnam unido bajo
los comunistas significaría, necesariamente, que los chinos hubieran de
someterlo.
La necesidad de ganar la guerra se convirtió en una obsesión para el
presidente Johnson. Consideraba la retirada, o incluso una disminución del
esfuerzo militar, como una forma de debilidad que no haría más que
estimular futuras agresiones comunistas en otras partes. Pero, ante la
victoria lejana, y ante una creciente repulsa de la guerra en el pueblo y en el
Congreso, decidió no presentarse a la reelección en 1968, y, en la primavera
de aquel año, anunció el cese de los bombardeos contra el norte, a fin de que
pudieran avanzar las negociaciones de paz. En noviembre de 1968, todos los
bombardeos habían cesado, de momento. El gobierno de Hanoi y el Frente
de Liberación Nacional del sur abrieron conversaciones preliminares de paz
en París con los Estados Unidos y con el gobierno de Saigón, en la
primavera de 1968, pero la lucha continuó.
En 1969, con el presidente Nixon y su versátil y activo secretario de
estado, Henry Kissinger, las negociaciones de paz parecían cobrar un nuevo
impulso. Nixon se propuso llegar a un rápido fin de la guerra y prometió
hacer a los survietnamitas principales responsables de su propia defensa. Los
Estados Unidos comenzaron a retirar fuerzas, transfiriendo bases y equipa
miento a los survietnamitas. Pero, en los tres años siguientes, la implicación,
en ciertos aspectos, se hizo todavía más intensa. En respuesta al estanca
miento de las conversaciones de París y a los continuados avances comunis
tas, Nixon ordenó la reanudación de los ataques aéreos contra las instalacio
nes militares en el sur, y extendió la guerra mediante una «incursión» en
Camboya para cortar las líneas de abastecimiento comunista. En 1972, $e
sembraron de minas los puertos de Vietnam del Norte, /y, en las Navidades
de aquel mismo año, Vietnam del Norte se vio sometido a los más duros
bombardeos masivos de toda la guerra. Mientras tanto, el secretario de
estado, Kissinger, hacía intermitentes progresos en conversaciones secretas
directas con los representantes norvietnamitas, y alcanzó, por fin, un acuer
do de paz en enero de 1973. El acuerdo puso fin a la implicación directa de
los Estados Unidos, concluyendo así la guerra más larga que el país hubiera
sostenido nunca —aunque se trataba de una guerra no declarada—. Más de
ocho años habían transcurrido desde la llegada del primer contingente de
marines, en 1965, hasta la retirada de las últimas tropas, a finales de marzo de
1973, o doce, si se computa la intervención a partir de 1961.
Aunque las tropas americanas se retiraron, las hostilidades entre Vietnam
del Norte y Vietnam del Sur continuaron, pues cada uno buscaba territorios
adicionales, antes de que se alcanzase un acuerdo definitivo. Ambos bandos
728
violaron el alto el fuego, y la lucha se reanudó en 1973, en gran escala. Si
bien los Estados Unidos seguían comprometidos en la defensa de Vietnam
del Sur, el Congreso rechazó los gastos adicionales para ayuda militar que la
administración solicitaba, y las armas y el equipamiento perdidos por los
survietnamitas no se reponían. El Vietnam del Norte continuaba recibiendo
apoyo de las potencias comunistas —la Unión Soviética y la República
Popular China— y dominaba la lucha. La corrupción y la desmoralización
en Vietnam del Sur se agudizaban; las deserciones del ejército eran cada vez
más numerosas. De todos modos, el final llegó de sorpresa. Terminaba el
año de 1974, cuando los norvietnamitas se apoderaron de ciudades clave en
las provincias del sur. Incluso antes de que pudieran lanzar su ataque
principal, en la primavera de 1975, el gobierno de Vietnam del Sur se
desalentó, abandonó las zonas montañosas centrales, y, sin informar siquie
ra al gobierno americano (ahora bajo el presidente Gerald Ford), ordenó la
retirada hacia la costa. La orden precipitada y la retirada prevista degenera
ron en desbandada. El general Vo Nguyen Giap, desde hacía tiempo
-comandante en jefe de las fuerzas comunistas, decidiendo que, después de
años de lucha, estaba al alcance de la mano una victoria completa, y
considerando correctamente que los Estados Unidos no volverían, ni siquiera
ante una ofensiva en gran escala, introdujo a miles de hombres en el sur, a
través de la zona desmilitarizada. Multitudes de refugiados que huían hacia el
sur aumentaban la confusión. En abril, los ejércitos de Vietnam del Norte
controlaban las tres cuartas partes de Vietnam del Sur. Saigón cayó, al final
del mes.
Cuando las fuerzas norvietnamitas entraron en Saigón, el 30 de abril
de 1975, dieron a la capital el nuevo nombre de Ciudad de H o Chi Minh en
honor del dirigente comunista que había muerto en 1969, y que, treinta años
antes, en 1946, había proclamado por primera vez la independencia vietna
mita de los franceses. Después de treinta años de lucha casi ininterrumpida,
primero entre los franceses y los vietnamitas, y después en la guerra civil
entre el Norte y el Sur, en la que los Estados Unidos habían intervenido
masivamente, la paz, al fin, había llegado, y, con ella, la victoria comunista
total. La reunificación y la reorganización del país, por la vía comunista,
avanzaron rápidamente, con una dominación menos brutal de lo que se
pensaba. Sin embargo, se lanzó una campaña de «reeducación política» y se
nacionalizó la propiedad. Las ciudades, abarrotadas de refugiados, se vacia
ban mediante una concertada campaña para trasladar a las poblaciones
urbanas al campo, donde se distribuían tierras, semillas y aperos. Un año
después, en la primavera de 1976, se celebraron las primeras elecciones
nacionales para una Asamblea Nacional, sin que se permitiesen más candida
tos que los aprobados por los comunistas. La reunificación del país como
República Democrática Popular de Vietnam se proclamó formalmente en
julio de 1976. En política exterior, había razones para creer que el nuevo
régimen mantendría relaciones correctas con Pekín, pero que se resistiría a
ser dominado por su gigante vecino del norte. Muchas veces se había dicho,
en vida de Ho Chi Minh, que él, como Tito y Mao, insistiría en su propio
camino hacia el comunismo, y que el comunismo en Europa y en Asia era
menos monolítico de lo que muchos creían.
729
Como consecuencia de la victoria de Vietnam del Norte, Camboya y
Laos cayeron también bajo el control comunista. Treinta años después del
" final de la Segunda Guerra Mundial, todo lo que en otro tiempo había sido
Indochina Francesa estaba en manos comunistas, y un Vietnam reunificado
había surgido como importante potencia militar en el Asia .suroriental. La
influencia americana había disminuido notablemente, aun cuando los Esta
dos Unidas seguían comprometidos en la defensa de Corea del Sur y tenían
obligaciones con los chinos nacionalistas de Taiwan.
La guerra de Vietnam fue costosa; se calculó que, como resultado de la
lucha, habían muerto, aproximadamente, 1.250.000 vietnamitas, de los que
más de 800.000 eran norvietnamitas y soldados del Viet Cong. Para los
Estados Unidos, la guerra no declarada fue una experiencia lacerante. Los
muertos en combate y en relación con el combate se calcularon en más
de 56.500, con 300,000 heridos y 900 desaparecidos. El número de los
muertos en combate superó a los de la guerra de Corea y se acercó al número
de americanos muertos en la Primera Guerra Mundial28. Desjle 1960 has
ta 1975, las hostilidades costaron a los Estados Unidos más de 140.000
millones de dólares. El efecto de tales gastos sobre la economía americana se
vio agravado por la imposibilidad de imponer tributos sobre una base de
tiempos de guerra, lo que contribuyó a la inflación que se produjo a finales
de los años 60. Los costes políticos y morales fueron enormes. La guerra
indispuso a los jóvenes mucho más'profundamente que cualquier otra guerra
americana anterior. Creó también una desconfianza respecto del poder
presidencial, el servicio militar y el espionaje. Los bombardeos asoladores,
los informes de las bajas enemigas, las horribles escenas de guerra visibles en
las pantallas domésticas, en la primera guerra contada con detalles por la
televisión, fueron profundamente perturbadores. La revelación de las atroci
dades y de los crímenes de guerra cometidos por las fuerzas americanas,
como en My Lai, en 1968, primero ocultados y luego convertidos en materia
de una investigación y un proceso públicos, tuvieron también un impacto
emotivo inquietante. Para los americanos, fue una experiencia trágica y
purificadora. El gigante industrial y la potencia militar de América no
habían podido alcanzar la victoria. Al contrario de la guerra de Corea,
donde luchaban entre sí unas fuerzas regulares, a lo largo de unas fronteras
reconocidas, en Vietnam, totalmente al margen de las cuestiones políticas y
morales implicadas, la superioridad tecnológica en armamentos y en poten
cia aérea resultaba insuficiente contra un enemigo especializado en la guerra
insurreccional e imbuido de un fervor revolucionario.
M uertos en O íro s T o ta l
H erid o s
com bate m uertos m uertos
I Guerra Mundial (1914-1918) .. 53.402 63.114 204.002 116.516
II Guerra Mundial (1941-1945) . 291.357 113.842 607.846 405.199
Guerra de Corea (1950-1952) . . . 33.629 20.617 103.284 54.246
Guerra de Vietnam (19657-1973) 46.229 10.326 303.654 56.555
730
Cambios en los equilibrios de poder
731
con armamento atómico, que hacían posible la aniquilación recíproca, y
también la aniquilación del mundo. Los estrategas termonucleares calcula
ban las bajas potenciales de un enfrentamiento atómica, incluso limitado, en
millones de muertos, o «megamuertes», y evaluaban los efectos de disuaso-
res y contradisuasores, de «primeros golpes» y «segundos golpes», sobre la
capacidad de una nación para sostener una guerra atómica y sobrevivir. Se
hablaba del equilibio de poder como de un «equilibrio de terror»; los
expertos militares se referían a doctrinas de «mutua superioridad», sarcásti
camente, como a doctrinas de «destrucción mutuamente asegurada». La
espada de Damocles nuclear que se hallaba suspendida sobre la especie
humana pendía de un hilo tan sutil, que, en 1963, se instaló, entre el Kremlin
y la Casa Blanca, una línea de comunicación directa, o «teléfono rojo», para
impedir el estallido accidental de una guerra nuclear, a causa de algún error
humano o de algún fallo mecánico; ahora que se hallaba en peligro la
seguridad del planeta, era necesaria la comunicación directa entre los jefes
de las tribus.
Los gastos en armas convencionales y el comercio internacional en todo
tipo de armas avanzadas, siendo los Estados Unidos y la Unión Soviética los
principales mercaderes y abastecedores, se incrementaron también rápida
mente. De 1960 a 1975, los gastos militares anuales del mundo casi se
duplicaron. Los Estados Unidos y la Unión Soviética, en conjunto, sumaban
el 60 por ciento del total, pero aquellos gastos estaban elevándose también
rápidamente en los países en desarrollo, aunque sus posibilidades eran
mínimas, porque sus necesidades no militares eran también urgentes.
Había, sin embargo, algunos signos alentadores. En 1976, en un período
de relajación de tensiones, las dos superpotencías acordaron un límite
máximo en las explosiones atómicas realizadas en pruebas subterráneas, que,
de todos modos, permitían ensayos equivalentes a ocho veces la potencia de
la bomba de Hiroshima. Además, por primera vez, los Soviets estuvieron de
acuerdo, en principio, en consentir una inspección internacional in situ de
sus pruebas.
Menos peligrosa era la competencia en la exploración del espacio,
entablada entre rusos y americanos, en la que unos y otros situaban en
órbita naves espaciales y, por primera vez en la historia, exploraban fronte
ras lunares y planetarias. Como hemos señalado anteriormente, los Soviets
fueron los adelantados en la colocación en órbita del primer satélite no
tripulado, en 1957, y de la primera nave espacial tripulada, en 1961. Pronto
hicieron lo mismo los americanos. Aunque los Soviets lanzaron con éxito
cohetes exploratorios de la luna, fueron astronautas americanos los que, en
1969, cubrieron los casi 400.000 kilómetros de viaje hasta la luna, y, ante
millones de espectadores de todo el mundo que contemplaban el aconteci
miento por la televisión, se paseaban por su superficie. Los dos países
continuaron, en los años 60, con el despliegue de estaciones espaciales
experimentales, de aparatos de exploración, no tripulados, de planetas
distantes, y de otras realizaciones. Un cierto número de países se incorpora
ron a la construcción y a la utilización de satélites artificiales. En 1975,
astronautas soviéticos y americanos giraron alrededor de la Tierra, simultá
neamente, y unieron, o «atracaron», sus naves espaciales en una cita
732
espectacular, antes de proseguir sus distintas rutas. Mientras los soviéticos
realizaban notables exploraciones espaciales en las proximidades de Venus y
de Marte, en 1976 los técnicos americanos lograban dirigir una nave espacial
que depositaba instrumentos en la superficie de Marte, a unos 350 millones
de kilómetros de la Tierra, y enviaba fotografías e información científica.
Los habitantes de la Tierra estaban adquiriendo, en aquellos años, más
conocimientos acerca de los planetas de su propio sistema solar, que en
ningún momento anterior de su historia. Como la exploración espacial sólo
podía abordarse con unos costes gigantescos, algunos se quejaban de que
continuasen todavía sin- resolver graves necesidades sociales, pero otros
veían aquellas actividades como la más reciente fase del prolongado esfuerzo
humano por ensanchar horizontes y por explorar lo desconocido.
A finales de los años 60, el mundo ya no estaba polarizado en dos
campos, cada uno de ellos capitaneado por una de las superpotencias, como
parecía estarlo al principio de la guerra fría. En el mundo comunista, según
hemos señalado, la brecha ideológica y diplomática que se abrió a partir
de' 1963 entre la Unión Soviética y la República Popular China situó a los
dos países en direcciones cada vez más hostiles. Además, la Unión Soviética
tropezaba con una creciente inquietud entre sus satélites de la Europa
Oriental, y, como la invasión de Checoslovaquia de 1968 puso de manifiesto,
sólo podía controlar su imperio mediante la fuerza militar. Fuera de la Unión
Soviética, los Partidos Comunistas más importantes declaraban su indepen
dencia de Moscú. En el campo occidental, los Estados Unidos tenían que
contar con la independencia y con el orgullo de una Europa Occidental
revivida. Los europeos insistían cada vez más en su igualdad con los Estados
Unidos, si se quería que la Alianza Atlántica sobreviviese.
De Gaulle, mientras ocupó la presidencia de Francia desde 1958 has
ta 1969, se erigió en el portavoz de la autoafírmación europea y pedía que
Europa actuase como contrapeso de la «hegemonía dual» de las superpoten
cias. Puso el veto a la entrada inglesa en el Mercado Común, porque
significaría la presión de influencias trasatlánticas, o americanas, sobre el
Continente. Dio por terminada la participación francesa en el mando militar
de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, y provocó el traslado
del cuartel general de la Organización de París a Bélgica, pues consideraba
la Alianza Atlántica como un instrumento de la dominación americana en el
Continente. Adoptó una actitud independiente, por lo general antiamerica
na, en Asia, en Africa y en el Oriente Medio. Aspiraba a servir de puente
entre la Europa Occidental y la Europa Oriental, a terminar la guerra fría
por iniciativa francesa, y a unir a Europa «desde el Atlántico hasta los
Urales». Al propio tiempo, ponía obstáculos en el camino de la integración,
tan esperanzadamente iniciado en los años 50. La cooperación económica
del Mercado Común se mantenía sobre una base sólida, pero de Gaulle
aseguraba que no se daría ningún paso hacia la integración política o control
supranacional. El resultado de su política de los años 60 fue el de reanimar
un antiguo nacionalismo europeo, pero, al propio tiempo, el de restablecer
una antigua política de equilibrio de poder, basada en el exclusivo interés
nacional.
733
Aunque los puntos de vista antiamericanos y antibritánicos de de Gaulle
no lograban persuadir a los socios continentales de Francia, e incluso les
alarmaban por lo que a veces parecía un afán de hegemonía francesa, su
afirmación de independencia respecto a los Estados Unidos suscitó una
corriente de simpatía. Muchos nuevos factores les preocupaban. Se recono
cía que los americanos estaban comprometidos en la defensa de Europa
Occidental, pero, desde 1960, la Unión Soviética disponía de la posibilidad
de lanzar ataques nucleares directos contra los Estados Unidos, y, en el caso
de que los Estados Unidos defendiesen a Europa Occidental, podría reducir
a cenizas las ciudades americanas y a sus habitantes. En tal coyuntura, los
americanos, indudablemente, atenderían a sus intereses. Se quejaban de que
los europeos tampoco tenían voz en la estrategia y en la política nuclear
americana; hasta donde les fuese posible, los franceses y los ingleses desa
rrollarían su propia fuerza disuasoria nuclear. Además, los Estados Unidos
habían actuado unilateralmente en la crisis cubana de los cohetes, y habían
luchado en Asia, en Corea y en Vietnam, con lo que se consideraba un
temerario desprecio, a veces, de los riesgos afrontados. Apoyados por su
economía y por su enorme fuerza militar, con una exagerada idea de su
omnipotencia y con su excesivo celo anticomunista, los Estados Unidos
podían continuar actuando sin consultar a sus socios europeos. Y los
europeos, acostumbrados desde hacía mucho tiempo a un papel principalí
simo en los asuntos mundiales, tenían que adaptarse a un equilibrio de poder
en un mundo en el que quienes predominaban eran los americanos y los
rusos, y tenían que admitir también la posibilidad de que, bajo las nuevas
condiciones de la guerra, las superpotencias acordasen localizar o evitar
conflictos para impedir su recíproca destrucción. Temían incluso que la
relajación de tensiones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética púdiera
significar una hegemonía conjunta de las dos superpotencias, a expensas de
Europa.
Dátente
73-1
entre Alemania Occidental y Polonia, pero nunca ratificada en un tratado de
paz internacional. Todos los países, incluida la Unión Soviética, se compro
metieron también a un movimiento más libre de personas e ideas, a permitir
la reunión de las familias separadas, a la libertad de matrimonios más allá de
las fronteras nacionales, y a otros derechos humanos. Quedaba por ver si
aquellas no eran más que concesiones verbales. La política de «détente»
entre la U .R .S.S. y los Estados Unidos, aunque reducía la amenaza directa
de guerra entre las dos superpotencias, no ponía fin a los enfrentamientos o
rivalidades de carácter ideológico, en numerosas áreas en disputa. La Unión
Soviética y los Estados Unidos apoyaban a los bandos contendientes en los
conflictos árabe-israelitas. Los Estados Unidos trataban de contrarrestar la
fuerza de los Partidos Comunistas en la Europa Occidental, especialmente
en Italia, y en partes de América Latina. La Unión Soviética seguía presio
nando para alcanzar posiciones ventajosas en Africa. Los dos países intervi
nieron activamente en la guerra civü que estalló en Angola en 1976. Un
factor que venía a alterar el equilibrio estratégico, enteramente nuevo desde
la era de Stalin, fue la creación de una poderosa flota soviética, capaz de
utilizar armas convencionales y no convencionales en todas las partes del
globo, desde los mares de Asia hasta el Caribe.
En febrero de 1972, el Presidente Nixon hizo una espectacular visita
oficial a la República Popular China, iniciando el camino de unas relaciones
más amistosas con el régimen comunista. Continuaron los intercambios
culturales y científicos y las visitas, y se prometió la completa normalización
de relaciones. Era difícil llegar a unas plenas y amistosas relaciones diplomá
ticas, mientras los Estados Unidos mantuviesen su alianza con el gobierno
nacionalista de Taiwan. Los chinos estaban preocupados también por la
política americana de «détente» con la Unión Soviética, país con el que las
relaciones chinas eran cada vez peores. La reanudación de relaciones con
China, así como la política de «détente» con la Unión Soviética, eran tanto
más notables cuanto que se producían durante los años en que los Estados
Unidos no se habían desligado aún de la guerra de Vietnam.
Las crisis, las rivalidades y las pruebas de fuerza no desaparecerían, pero
la coexistencia entre las superpotencias parecía posible, en el momento en
que el mundo entraba en el último cuarto del siglo XX. No solamente China,
sino también otras naciones emergentes, estaban creando nuevos alineamien
tos, desplazando el equilibrio de poder, planteando nuevas y audaces
exigencias, y alterando la polaridad de los años siguientes a 1945.
735
su recuperación económica de postguerra, volvió a desempeñar un papel
propio. Su independencia en la política extranjera, en los años 60, podía
atribuirse, en parte, a su éxito económico, que también hizo posible que
absorbiese la pérdida de sus imperios coloniales con relativa facilidad. La
prosperidad, la cooperación económica y un creciente sentimiento de unidad
caracterizaron a la Europa Occidental, hasta los reveses de los años 70.
Problemas económicos
736
años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la Europa Occidental
parecía haber sofocado los feroces antagonismos nacionales y las rivalidades
económicas que habían contribuido a las dos grandes Guerras Mundiales del
siglo X X , casi habían destruido a Europa, y habían conducido al predominio
de las dos superpotencias extraeuropeas. Aunque a finales de los años 60
naciones como Inglaterra e Italia tenían problemas económicos, y aunque en
el horizonte se vislumbraba la inflación y los signos de un descenso económi
co general, nada de esto alteraba el cuadro general de la prosperidad
económica y de la cooperación entre las naciones del Mercado Común. Un
cuarto de siglo de avance hada una Europa Occidental estable, democrática
y pacífica había seguido a la recuperación de la postguerra, un cuarto de
siglo más estable y más próspero de lo que nadie habría podido predecir.
Con la prosperidad y la continuada cooperación, la Comunidad Europea
podía confiar en competir incluso con las superpotencias, en todo menos en
el campo militar.
A comienzos de los años 70, este enfoque optimista sufrió algunos rudos
golpes. La guerra árabe-israelita, en el otoño de 1973, tuvo graves conse
cuencias para los asuntos mundiales y para el futuro político y económico de
la Europa Occidental. En el curso de la guerra, las naciones árabes produc
toras de petróleo decretaron un embárgo contra los estados acusados de
apoyar a Israel, especialmente los Estados Unidos, y, entre los países de
Europa Occidental, Holanda. Además, se redujeron los abastecimientos
para todos, a causa de un descenso en la producción. En aquel invierno, los
países exportadores de petróleo cuadruplicaron el precio del producto. El
embargo, el descenso en los abastecimientos de petróleo y los aumentos de
precio sembraron el pánico en Europa. Con el 70 por ciento de sus
importaciones de petróleo dependiendo de las fuentes de Oriente Medio, las
subidas de precio amenazaban con hundir la economía europea, y la
economía mundial también. Jamás una mercancía industrial esencial había
subido de precio tan rápidamente; jamás se había revelado tan claramente la
vulnerabilidad de todo el complejo industrial occidental (y la del Japón
también). Parecía como si los estados árabes pudieran ejercer, igualmente,
un completo dominio del sistema monetario mundial. Algunos decían que, a
largo plazo, la crisis del petróleo podia tener el saludable efecto de estimular
la investigación de otras formas de energía; los paises industriales habían
dispuesto de petróleo barato durante demasiado tiempo. Pero, a corto plazo,
la elevación de precio y el equilibrio de los déficits de pagos tenían el
devastador efecto de impulsar la espiral inflacionaria que perturbaba ya a los
países industriales, antes de 1973. La inflación y las inseguridades políticas
venían a aumentar las dificultades, a la hora de hacer frente a la recesión eco
nómica mundial que ya había comenzado.
El crecimiento de las economías europeo-occidentales, desarrollado a
tan espectaculares ritmos en las dos décadas anteriores, se vio bruscamente
interrumpido. Pero la crisis del petróleo reveló también la precaria base
sobre la que se alzaba la unidad europea e incluso la Alianza Atlántica. Los
europeos se hallaban ofendidos por el hecho de que los Estados Unidos,
obligados por el tratado de ayuda a Israel, no hubieran consultado a los
europeos con motivo de la crisis. Muchos, preocupados por los abasteci
737
mientos de petróleo árabe, adoptaron una posición neutralista. Surgieron
disputas entre los miembros de la Alianza Atlántica acerca del mejor modo
de abordar el desafío árabe. Dentro del Mercado Común, algunos de los
países miembros estuvieron de acuerdo con el boicot árabe a Holanda. Los
franceses, señalando que los árabes eran libres de vender a quien quisieran,
negociaron sus propios convenios, al igual que los ingleses. La solidaridad
europea, sometida a prueba por primera vez desde los años 50, se resquebra
jó; la crisis fue un hito en la historia de la Europa Occidental de postguerra.
A mediados de los años 70, los europeos tenían menos confianza en sí
mismos y estaban más preocupados por el futuro, que en ningún otro
momento después de su recuperación tras el conflicto mundial.
La recesión económica que golpeó a los países industriales occidentales y
al Japón a mediados de los años 70 era la más dura desde hacía cuarenta
años. Los países comunistas, con sus economías controladas y con recursos
petrolíferos propios más adecuados, se vieron menos afectados. Desde la
gran depresión de los años 30, los países industriales occidentales no habían
conocido tal revés económico. Las quiebras y las amenazas de quiebra de
grandes empresas sacudieron a varios países; la producción de acero bajó en
un tercio; en los venticuatro países industriales no comunistas, el número de
parados llegaba a 15 millones en 1975. La recesión reflejaba, en parte, el
ciclo económico, que parecía haber llegado al fin de un período de auge, a
comienzos de los años 70. El propio auge económico había originado
presiones inflacionarias crecientes; unos costes más altos y una preocupación
por una demanda consumista sostenida, habían conducido a un descenso en
la confianza en los negocios y a una reducción en la producción, en la
inversión y en el empleo. El efecto traumático sobre la economía mundial de
la elevación en los precios del petróleo, en el invierno de 1973-1974, dificultó
más todavía el control de la inflación y el estímulo de la recuperación.
El estancamiento industrial y la fuerte inflación, que simultáneamente se
mantuvieron, durante varios años, en magnitudes anuales de dos cifras, no
tenían precedentes. Los costes más altos de las importaciones de petróleo
afectaban a la balanza de pagos, debilitaban las monedas y hacían necesarios
grandes préstamos. Los gobiernos estaban entre la espada y la pared. Los
esfuerzos por restringir el crédito internó a fin de refrenar la inflación
agravaban el descenso de los negocios y conducían al desempleo. Los gastos
públicos para estimular los negocios, si no se controlaban cuidadosamente,
impulsaban la espiral inflacionaria. La combinación de estancamiento e
inflación («estagflación, le llamaban los periodistas) y desempleo —cada
uno de ellos de diferente rigor, según los distintos países— producía una
situación económica de frustación. Los países no industriales se veían
también alcanzados por la demanda reducida y por los precios más bajos de
sus mercancías, y por los costes más altos de las importaciones industriales y
del petróleo. En la nueva crisis económica, había opiniones encontradas,
incluso entre los expertos, acerca del modo más eficaz de reanimar la
economía, es decir, de incrementar la producción, el empleo y la inversión,
sin estimular, al mismo tiempo, la inflación. Por primera vez desde 1945, se
ponían en duda las prescripciones de John Maynard Keynes, que habían
alcanzado gran predicamento después de la Segunda Guerra Mundial; Key-
738
EL HOMBRE DE LA RUEDA
por Emest Trova (americano, 1927-)
He aquí una figura de bronce de tamaño natural, un tanto deshumanizada, de un ser huma
no, de sexo, edad, raza, cultura y ambiente indeterminados. Encerrada entre las dos ruedas,
parece presentar a la humanidad como víctima de sus propias y complejas invenciones. Las rue
das simbolizan también los ciegos altibajos de la fortuna. En la base está inscrita la fecha
de 1965, y el conjunto del triste montaje parece decir que la historia y la civilización humanas
no se han desarrollado precisamente como en otro tiempo más esperanzado se creyó que lo
harían. Ernest Trova, que ha hecho muchas exposiciones internacionales, es un escultor ameri
cano, que vive en St. Louis. Cortesía del Museo Solomon R. Guggenheim, Fundación John
V. Powers,
739
nes, que escribía para los años 30, no había considerado una combinación de
recesión e inflación30. Algunos sostenían que, si el gobierno introducía
dinero en una economía indolente, impulsaría la inflación; otros insistían en
que la economía no se reajustaba por sí sola, y en que era necesaria ia ayuda
del gasto público y de los impuestos. Decían que la inflación no era
inevitable, si se mantenía una política fiscal flexible y si se ejercía una
estrecha vigilancia sobre los salarios y los precios.
Los trastornos económicos de los años 70 se vieron atenuados para la
clase obrera, en casi todos los países industriales. Los sindicatos eran más
fuertes y las ventajas sociales más avanzadas que en los años 30. Los obreros
del automóvil desempleados en Essen, en Turín o en Detroit, podían contar
con una cantidad por despido, con beneficios sindicales y con una compen
sación por desempleo muy superiores a las pagas de ayuda y los socorros de
generaciones anteriores; esto no sólo reducía el sufrimiento humano, sino
que impedía un descenso aún mayor en el poder adquisitivo del consumidor.
Pero el desempleo, especialmente de las personas de más edad y de los
jóvenes, seguía siendo una experiencia funesta. En paises como Italia, había
una preocupación también ante el temor de que la inflación y el desempleo
pudieran minar la estabilidad social y amenazar el régimen democrático.
Aunque había algunos indicios de mejora a partir de la primavera de 1976,
no se sabía cuándo ni cómo se estabilizarían la recesión y la inflación. Había
un amplio acuerdo en el sentido de que las tasas de crecimiento económico en
los países industriales se relentizarían y quedarían cerca de sus niveles ante
riores.
Mientras muchos observadores lamentaban la imposibilidad de la expan
sión económica de mantenerse al ritmo establecido desde los primeros
años 50, algunos críticos sociales cuestionaban la idea del crecimiento econó
mico en su conjunto. Rechazaban la idea de que progreso humano fuera
sinónimo de avance económico, asegurando que industrialización significaba
expoliación del medio ambiente, polución de la atmósfera y desgaste de los
limitados recursos de la naturaleza. Exigían nuevos modos de vida y nuevas
ideas e instituciones, rechazando la monstruosidad y el carácter peligroso de la
sociedad industrial. Insistían en que no debe identificarse el progreso con el
éxito industrial o con la explotación de la naturaleza. Todos estos argumentos
se oponían ai impulso modemizador en las partes menos desarrolladas del
mundo.
Problemas de población
740
4,500
4,000
3,500
A s ia
(e x c e p t o
3,000
la URSS!
H
2
H<
sc 2,500
X
g] 2,000
A f r ic a
1,500
A m é r ic a L a t in a
URSS
A u s t r a l a s ia
E u ro p a
(ex cep to
la URSS)
1950 1976
Fuente: United Natíons Demographic Yearbook.
LA EXPLOSION DEMOGRAFICA
Cuando el siglo XX entraba en su último cuarto, la población mundial pasó de los 4.000 mi
llones. Se había duplicado en menos de medio siglo, y más que duplicado en Asia, Africa y
América Latina. El aumento fue muy rápido en los países más pobres, donde contribuyó a la
inquietud social y a la inestabilidad política crónicas. La parte más rica o «desarrollada» del
mundo, incluidos el Japón, partes de América Latina y Africa del Sur, tuvo una tasa de
aumento menos rápida, pero en los años 70 sólo comprendían alrededor de un 28 por 100 de la
población mundial.
Puede hacerse la comparación con la tabla de la página 310, donde las categorías son un
tanto diferentes, pues su propósito es el de mostrar el ascenso y el descenso en la proporción de
«europeos» en el conjunto total. Pero la tabla revela que la población del mundo no se duplicó
en ningún medio siglo entre 1650 y 1950, de modo que el reciente aumento es verdaderamente
una «explosión». Esa tasa de incremento no puede continuar indefinidamente; la cuestión con
siste en saber si puede ser refrenada sin un desastre.
741
áreas menos desarrolladas, y, por consiguiente, en el conjunto mundial. La
población del mundo aumentaba tan rápidamente, durante ia segunda
mitad del siglo XX, que los demógrafos hablaban de una explosión de la
población. En algún momento de 1976, la población del mundo pasó de
los 4.000 millones. Se ha calculado que, desde el siglo I d. de C. hasta el
siglo XVI, el número de seres humanos aumentó desde unos 250 millones
hasta unos 500 millones; a mediados del siglo XIX, los 500 se elevaron a
1.000 millones. Dicho de otro modo, se necesitaron casi 2 millones de años,
desde los comienzos de la vida humana sobre el planeta, hasta 1850,
aproximadamente, para que la población mundial alcanzase sus primeros
1.000 millones. Sólo setenta y cinco años después, hacia 1925, la población
se elevó a 2.000 millones; treinta y cinco años después, en 1960, llegó a los
3.000 millones, y, dieciséis años después, en 1976, a los 4.000 millones. Si se
mantuviese la tasa de crecimiento global anual del 1,9 por ciento, sólo se
necesitarían trece años más, es decir, hasta 1989, para alcanzar los 5.000 mi
llones, y, en el año 2010, la cifra de la población de 1976 podría duplicarse y
llegar a los 8.000 millones. Es fácil ver que un crecimiento incontrolado de
población desarrolla una dinámica propia, en cuanto una mayor base de la po
blación va llegando a la edad reproductiva. Había muchos ejemplos de la
caida de las tasas de mortalidad en todo el globo, sin nada comparable en
toda la historia anterior; en la India, por ejemplo, la tasa de mortalidad,
en 1976, era la mitad de la correspondiente a 1950. Con una población
de 630 millones en 1976, y una tasa de crecimiento del 2,4 por ciento, la
India aumentaba anualmente en 15 millones de personas, y podía llegar a
1.000 millones al final del siglo. En los países industriales, como se ha
señalado anteriormente31, la población estaba aumentando con ritmos con
siderablemente más lentos, porque los ritmos de nacimientos se habían
estabilizado. Las economias desarrolladas, la industrialización, la vida urba
na, las presiones sociales en favor de familias menos numerosas y una mayor
facilidad en el uso de anticonceptivos habian reducido la tasa de nacimientos
desde finales del siglo XIX en gran parte de Europa y de América del Norte.
En Asia, Africa y América Latina, tal reducción no se había producido
todavía.
Aunque los problemas de la limitación del crecimiento de población eran
inmensos, había algunos signos favorables. Más de dos tercios de la pobla
ción del mundo vivían ahora en países con ciertas formas de programa de po
blación fomentado por el gobierno. Desde los años 60, el movimiento de con
trol de nacimientos se ampliaba. El desarrollo de los anticonceptivos orales pa
ra las mujeres y de otra tecnología anticonceptiva, así como la legalización del
aborto en muchos países, hacían posible la planificación del volumen de la
familia y una nivelación de las tasas de crecimiento. El Japón —país
industrial, desde luego— marcaba la pauta en las áreas ajenas a Occidente,
por su espectacular reducción de la tasa de nacimientos. En la República
Popular de China, un programa de gobierno cuidadosamente concertado
situó la tasa de crecimiento, en los años 70, por debajo de la tasa de
crecimiento mundial; de todos modos, según se ha señalado -'antes, la
742
población de China probablemente superaría los 1.000 millones en el año
2000. En la contención del crecimiento de población, se hicieron también
grandes avances en Corea del Sur, en Taiwan, en Hong Kong y en Singapur,
y el progreso era visible en Indonesia y en las Filipinas, e incluso en partes de
la India. Por el contrario, en México, en Brasil y en otros países de América
Latina, las tasas de crecimiento anual se elevaban al 3 por ciento.
Para que los programas de población fuesen efectivos, sería necesario
cambiar profundamente actitudes muy arraigadas, muchas de ellas basadas
en concepciones culturales o religiosas, o derivadas de la dependencia
económica de una familia numerosa como apoyo en los tiempos difíciles, o
en la vejez, o en la enfermedad. La afirmación de la voz de la mujer en estas
cuestiones fue importante. Por el contrario, algunos dirigentes políticos,
opuestos al control de población, sostenían que la presión para reducir las
tasas de crecimiento en las partes menos desarrolladas del mundo represen
taba un deliberado esfuerzo de Occidente para detener el desarrollo de las
naciones que estaban surgiendo. Irónicamente, la China Comunista, que
abordaba con éxito el control de la población en el interior, sostenía aquellas
afirmaciones en las conferencias internacionales.
Aunque no había razón alguna para aceptar sin crítica las más extrema
das previsiones de una tasa que duplicaría la población del mundo, o incluso
las de unos países determinados, el problema seguía siendo agudo. La
difusión y la popularización de las técnicas de control de nacimientos era
una respuesta parcial, pero exigía que se llegase hasta pueblos remotos,
superando la resistencia popular, y un cambio de actitud por parte de
algunas de las más importantes religiones del mundo. Algún día, con unos
niveles ascendentes de bienestar y de seguridad, podría controlarse delibera
damente el volumen de las familias en todas partes, como antes había
ocurrido en la Europa Occidental, en los Estados Unidos, en el Japón, en la
Unión Soviética y en la Europa Oriental, y como estaba ocurriendo en
China, pero ese día estaba lejano. Y estaba lejano, porque los niveles
ascendentes de bienestar y de seguridad no se vislumbraban para dos tercios
de los habitantes del mundo, que, por centenares de millones, seguían
viviendo de insuficientes e inseguras raciones de grano o de arroz. Los
expertos calculaban que el 10 por ciento de la población del mundo sufría de
mala nutrición. Programas de desarrollo económico que se proponían
aumentar el producto industrial y el agrícola, alimentar a poblaciones
crecientes y elevar los niveles de vida estaban poniéndose en ejecución en
todas partes, pero el problema seguía consistiendo en saber si los avances
económicos podrían mantenerse al ritmo del crecimiento de la población.
Desde su independencia en 1947, la India aumentó su producción de artículos
alimenticios en un 60 por ciento, pero su población aumentó en un 70 por
ciento, de modo que la India no podía mantener a su población, ni siquiera
con buenas cosechas. Los sombríos pronósticos de Malthus, a finales del
siglo XVIII, de que el aumento de población, si no se detenía, superaría a la
oferta de alimentos32, proposición que casi todos los pensadores sociales
habían rechazado después, volvían a ser muy discutidos. Pero los perfeccio
743
namientos técnicos en la agricultura habían permitido enormes incrementos
en la producción de artículos alimenticios desde el tiempo de Malthus, y la
producción mundial de alimentos seguía aumentando; no había, pues, razón
alguna para que sus predicciones tuvieran que prevalecer, necesariamente.
Pero la distribución seguía siendo desigual, y había notables diferencias de
productividad. Una necesidad indispensable era la de elevar la productividad
en las partes menos desarrolladas del mundo, permitiendo que todos se
beneficiasen de la ciencia agrícola moderna, pero tal necesidad se hallaba
inserta en una cuestión más amplia —la de compartir el conocimiento, la
tecnología y los recursos entre las naciones más ricas y las más pobres—.
A pesar del progreso económico que se observaba en los años siguientes a
1945, la laguna entre las economías de los países industriales avanzados y las
de los países menos desarrollados se ensanchaba, en lugar de estrecharse.
Aun cuando sus economías estaban desarrollándose en las décadas siguientes
a 1945, los países menos desarrollados no avanzaban con la rapidez de los
países altamente productivos, y en absoluto al mismo ritmo que la Europa
Occidental, el Japón, la Unión Soviética, la Europa Oriental o los Estados
Unidos.
Se habían proyectado programas de desarrollo, bajo la égida de diversos
órganos internacionales. El objetivo de los planificadores económicos con
sistía en ayudar a los países menos desarrollados a alcanzar una tasa de
crecimiento anual del 5 por ciento en los años 60 y del 6 por ciento a finales
de los 70. Dadas las tasas del crecimiento de población y los bajos niveles
económicos iniciales en aquellos países, las metas eran modestas, aunque
difíciles de alcanzar. Aunque la renta p er capita pudiera duplicarse antes del
fin del siglo, no podía esperarse más que una mejora limitada en los niveles
económicos, porque la renta p er capita anual de tres quintas partes del
mundo era, escasamente, de 300 dólares. Pero, por un momento, aquellos
objetivos despertaron esperanzas. Para ayudar a conseguir aquellos blancos
económicos, las naciones industriales prometían destinar una parte de su
producto nacional bruto a la ayuda económica y técnica. Si los habitantes
del mundo, en su mayoría, vivían a un nivel de simple subsistencia de las
naciones más favorecidas, y, por consiguiente, prósperas, que les prestarían
ayuda. Estaba en marcha una revolución de crecientes expectativas.
En los años 70, los países menos desarrollados, más impacientes, con una
clara conciencia de su fuerza política cada vez mayor, conocedores de la
vulnerabilidad de la economía occidental e irritados porque los países occiden
tales les habían reducido la ayuda, se hicieron más agresivamente combativos
en sus demandas de un nuevo orden económico internacional, en el que las
naciones del Tercer Mundo participasen más equitativamente.
El Tercer Mundo
744
distinguían del bloque «occidental», o no comunista, de naciones industria
les en el que predominaban los Estados Unidos, y del bloque comunista de
naciones industriales o en período de industrialización, en el que predomina
ba, en líneas generales, la Unión Soviética. En las tensiones de la guerra fría
entre los campos occidental y soviético, las naciones del Tercer Mundo se
negaban, con frecuencia, a alinearse en ninguno de los dos campos, y se
asociaban entre sí, en las Naciones Unidas y en otras partes, para reforzarse
mutuamente. Hacia finales de los años 70, el Tercer Mundo incluía a más de
100 estados soberanos independientes, de los que casi todos habían formado
parte de los antiguos imperios coloniales de Occidente, y que comprendían
un total de 2,000 millones de personas, es decir, la mitad de la población
mundial. Vivían en los continentes o partes de continentes meridionales —en
el Sur de Asia, en Africa, en América Latina—. La creciente confrontación
con las naciones industriales, occidentales, japoneses y soviéticos, iba convir
tiéndose, pues, también en una forma de pugna norte-sur.
Desde un punto de vista económico, los países del Tercer Mundo,
dependientes de la agricultura, tenían el más bajo ingreso p er capita, las más
altas tasas de analfabetismo, y los más altos índices de crecimiento de
población. También dentro del Tercer Mundo había divisiones. Algunos
países, como la Arabia Saudita y otros estados árabes, el Irán y Nigeria,
aunque subdesarrollados, tenían importantes recursos naturales; estas nacio
nes, con tiempo, capital y ayuda tecnológica, podían tener la esperanza de
construir unas economías modernas, y, en realidad, estaban haciendo ya
importantes progresos. Un segundo grupo, una especie de «Cuarto Mundo»,
que incluía a estados como Pakistán, Egipto y Perú, carecía de recursos
adecuados o se hallaba tan acosado por las poblaciones crecientes, que no
podía alimentar a sus habitantes, ni esperar grandes mejoras económicas en
un futuro próximo. En este grupo de treinta y seis países pobres, dos tercios
de los cuales se hallan en Africa, estados como Mali, Chad, Niger, Etiopía,
Somalia y Bangladesh formaban una especie de «Quinto Mundo»; un grupo
depauperado de unos 175 millones de personas que se encuentran en el
fondo mismo de la escala económica; poseían pocos recursos y eran incapa
ces siquiera de producir alimentos suficientes para sus poblaciones.
A pesar de los programas de desarrollo económico, la distancia entre los
países del Tercer Mundo, considerados en su conjunto, y las naciones
industriales más ricas, no comunistas y comunistas, aumentaba tanto, que,
en realidad, sólo había dos mundos, uno relativamente rico y otro pobre.
Los países más pobres, con la mitad de la población mundial, no tenían
acceso más que a una pequeña parte de la renta del mundo. En la cumbre de
la escala, las naciones más ricas —los Estados Unidos, los países de la
Europa Occidental y el Japón— controlaban dos tercios o más de la
producción, del comercio y de los recursos monetarios mundiales. La po
breza de los países del Tercer Mundo tenía profundas implicaciones sociales
y humanas. En zonas del Africa Occidental, de cada 1.000 niños nacidos,
más de 170 morían antes de alcanzar una año de edad; en Suecia, la cifra era
de 10. La expectativa de vida para un niño nacido en Nigeria o en
Afghanistán, en los años 70, se situaba alrededor de cuarenta, en la India
alrededor de cincuenta y tres; una expectativa de vida superior, desde luego,
745
a la de las clases altas europeas o americanas de sólo un siglo antes, pero que
no podía compararse con la cifra de expectativa de vida próxima a ochenta
de la mayoría de los países europeos modernos. En las veinticuatro naciones
industriales más ricas, el producto nacional bruto, sobre una base per capita,
era de 4.550 dólares, a mediados de los años 70; el de los veinticinco países
más pobres era de 116 dólares. La distribución de la riqueza dentro de todos
los países continuaba siendo un problema irresuelto, pero era especialmente
agudo en los países más pobres, en los que había pocos bienes y pocos
servicios que distribuir, y en los que frecuentemente se distribuían con una
gran desigualdad entre una élite que cultivaba normas de vida suntuarias
occidentales y las masas depauperadas.
En los años 70, los estados del Tercer Mundo presionaron en favor de
una más completa erradicación del pasado colonial y de un replanteamiento
de la economía internacional que les asignase una participación más equita
tiva en la riqueza y en los recursos mundiales. Señalaban enérgicamente que
sólo habían dispuesto de una minima porción de los notables avances
económicos alcanzados en otras partes, desde los años 50. Un cierto número
de procesos de desarrollo afines les impulsaba a una posición política más
activa. Descubrieron, por ejemplo, que los recursos fundamentales, de los
que dependían las economías de las naciones industriales —especialmente, el
petróleo—, podían ser utilizados como instrumentos de negociación, y los
estados productores de petróleo lo emplearon como tal instrumento
en 1973-1974. Naturalmente, ningún otro producto era tan indispensable
como el petróleo, y pocos de los restantes productos esenciales se hallaban
tan concentrados fuera de Occidente. Pero si otros de los estados menos
desarrollados creaban cariéis para sus mercancías, las consecuencias podrían
ser importantes para el comercio mundial. La recesión industrial de los
años 70 puso de manifiesto también que los estados menos desarrollados
dependían de la prosperidad de los países avanzados. A medida que la
demanda de materias primas descendía, los precios de las mercancías baja
ban. Los países menos desarrollados tenían menos dinero para comprar el
equipamiento de capital, que ahora era más costoso, pero vitalmente necesa
rio para sus planes de desarrollo económico. Los países del Tercer Mundo
veían, consternados, que la reanudación de su crecimiento económico depen
día del retorno de la prosperidad a Occidente. \
Los países del Tercer Mundo, al exigir un nuevo orden económico
internacional, formulaban demandas de un acceso más libre a los fondos de
inversión, a los bienes de capital y a la tecnología del Occidente, a la vez que
se ponía fin a su dependencia de las naciones más ricas, económicamente
desarrolladas. Rechazaban la idea de que su progreso no fuese más que una
consecuencia de la prosperidad del mundo industrial. Despertando recuerdos
de la época imperialista, en la que, por su condición de colonias, no se les
había permitido desarrollarse industrialmente ni diversificar sus economías,
se negaban a hablar de interdependencia, lo que, según decían, no podría
significar más que explotación, dada su situación de desigualdad. Demanda
ban una ayuda extranjera doble o triple —incluso alguna forma de inversión
obligatoria de capital— , así como la retirada de la financiación internacional
de órganos que ellos consideraban dominados por Occidente. Los portavoces
746
occidentales, en el centro de sus propios trastornos económicos, se mostra
ban reacios a otorgar importantes concesiones en torno a aquellas deman
das, ni se avenían tampoco a ninguna más amplia restructuración económica
del globo. El debate continuaba. Occidente había perdido su predominio
político; ahora estaba discutiéndose su predominio económico.
El debate ahondó las diferencias entre el Occidente y el Tercer Mundo.
La revolución de crecientes expectativas de los años siguientes a 1945 parecía
estar convirtiéndose en una revolución de crecientes frustraciones en el último
cuarto del siglo XX. La Unión Soviética y la República popular de China,
cada una a su modo, vigilaban de cerca el debaie. Los Soviets, facilitaban al
Tercer Mundo una ayuda económica mucho menor que los países occidenta
les, pero también se esperaba menos de ellos. Moscú, ciertamente, no
abandonaría un importante papel en el desarrollo económico del Tercer
Mundo, aunque había estado menos activo, tras la construcción de la Presa
de Asuán, en Egipto, en los años 50. Pekín también trataba de extender su
influencia en los países menos desarrollados; esperaba que, gracias a sus
experiencias, podría servir de modelo a otros.
A pesar de las protestas rebeldes, todos los problemas económicas eran
interdependientes e internacionales. Había razones para esperar que el
mundo como conjunto podría sostener un continuado crecimiento económi
co, y, con una administración adecuada, podría hacerlo sin agotar sus
recursos naturales, y sin contaminar ni destruir el medio ambiente. Pero sólo
si el mundo industrial y el mundo menos desarrollado actuaban de acuerdo
podrían avanzar los dos, o reducirse la distancia en producción y en
productividad que entre ellos existía. Los países del Tercer Mundo, por su
parte, tendrían que vencer muchas barreras políticas, institucionales y cultu
rales, si querían desarrollarse económicamente y elevar los niveles de vida de
sus poblaciones. Necesitaban poner en cultivo agrícola grandes y nuevas
extensiones, duplicar o triplicar la productividad, y desarrollar las manufac
turas para reducir las importaciones. Era necesaria la cooperación regional
—Mercados Comunes en Africa y en la América Latina—. Los países
desarrollados, por su parte, tendrían que prestar ayuda económica y finan
ciera, y estimular la inversión de capital, reducir las tarifas y ayudar a
estabilizar los precios de las mercancías. Esto podría significar un sacrificio
para sus propias tasas de crecimiento económico. Pero muchos creían que, si
los países industriales y el Tercer Mundo actuaban de acuerdo, y se seguían
unos planes económicos razonables, la distancia existente en la renta per
capita podría aminorarse considerablemente, a finales del siglo. Para millo
nes de seres, eso podría significar entre la mala nutrición, o incluso el
hambre, y una aurora nueva.
747
de un problema más amplio: el destino de la humanidad. ¿Cómo podian los
seres humanos, hombres y mujeres, independientemente de su color o de sus
creencias —seres de los que unos decían que estaban hechos a imagen de
Dios; otros, que tenían un derecho natural a la libertad y a la felicidad; y
otros, que'poseían la facultad de crear significados en un universo carente de
significación—, vivir plenamente y realizar toda su dimensión humana en el
mundo contemporáneo?
La peor de todas las posibilidades sería otra guerra mundial. En 1945, los
vencedores de la Segunda Guerra Mundial habían fundado las Naciones
Unidas como un instrumento para preservar la paz. Ciertamente, las Nacio
nes Unidas desempeñaron un importante papel de salvaguardia de la paz en
Chipre, en la península del Sinaí y en el área de amortiguación entre la
Corea del Norte y la Corea del Sur, pero, en las hostilidades importantes
descritas en las páginas precedentes, se mostraron incapaces. D e los 51
miembros originales de las Naciones Unidas, en 1945, una mayoría eran
democracias, cuyas simpatías se inclinaban en aquel momento hacia los
Estados Unidos, y que gustosamente proclamaban la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En 1977, había 147
miembros, la mayor parte de ellos sometida a gobiernos dictatoriales de
distintos grados, en los que se conculcaba gravemente el respeto a los
derechos humanos individuales. El mayor número de miembros reflejaba
unas realidades políticas, con la consiguiente admisión del Japón, de las dos
Alemanias y de la República Popular de China, en 1971, cuando los Estados
Unidos dejaron de oponerse a su inclusión. Pero un número tres veces
mayor de miembros significaba también una proliferación de muy pequeños
estados, a medida que se desintegraban los antiguos imperios coloniales.
Países como las Islas Comores, Bahrein y Guinea Ecuatorial no tenían más
habitantes que una ciudad pequeña. Los setenta y cinco miembros menores
de las Naciones Unidas, en Africa, Asia y América Latina, y ciertas islas
oceánicas, todos juntos, representaban menos del 10 por ciento de la pobla
ción del mundo. Pero cada miembro tenía un voto igual en la Asamblea
General de las Naciones Unidas, de modo que setenta y cinco miembros
cualesquiera podían formar una mayoría. Una organización con tal dispari
dad entre el poder de voto y la importancia real difícilmente podría'ser más
que un foro para la expresión de opiniones.
Ya en los años 60, los miembros africanos y asiáticos ocupaban más de la
mitad de los escaños de la Asamblea. Los Estados Unidos perdieron la
mayoría que, en años anteriores, había sido capaces de reunir contra la
Unión Soviética. Los países del Tercer Mundo, a pesar de su política de no
alineamiento, se mostraban sumamente críticos respecto a los Estados Uni
dos; la mayoría de ellos votaba contra los Estados Unidos, sistemáticamente,
en todas las cuestiones. Los Estados Unidos descubrieron que les interesaba
mantener las cuestiones importantes en el seno del Consejo de Seguridad, y
tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética tendían a negociar entre
sí, fuera del marco de las Naciones Unidas. N o era más que. cuestión de
tiempo que el veto de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad
fuese abiertamente discutido. Habría que encontrar otros canales para el
desarrollo de la confianza, de la cooperación y del orden internacionales. En
748
última instancia, la organización internacional no era más que un mecanis
mo. El mundo necesitaba alguna forma de organización internacional, pero,
sobre todo, sus pueblos necesitaban respetarse mutuamente, en medio de
una recíproca confianza.
Hemos comenzado estos dos últimos capítulos, con la imagen de un
cataclismo. La analogía sigue siendo adecuada. Pero tampoco un cataclis
mo, como hemos visto ya, es sólo un instante de hundimiento. Unas monta
ñas se desmoronan, pero otras se levantan. Unas tierras desaparecen, pero
otras surgen del mar. Lo mismo ocurre con el cataclismo político y social de
nuestros tiempos. Los viejos hitos se borran. Los imperios coloniales y el
patrón oro se consumen. El predominio de Europa, de Occidente y de las
razas blancas toca a su fin; todos han aprendido a negociar con los otros, y
no a gobernarlos. Las gentes de las clases alta y media perdieron sus antiguas
formas de vida, pero los tiempos son mejores para los obreros del campo y
de la industria. En todas partes, los jóvenes cuestionan los estilos de vida y
los valores tradicionales. Las mujeres luchan por una igualdad total. Por
todas partes hay una nueva crudeza en el lenguaje, una fluidez en las
relaciones sociales, una indiferencia respecto a las maneras convencionales,
pero la gente afronta audazmente los problemas reales. Nunca ha sido la
guerra, potencialmente, tan destructiva, y es indudable que otra guerra
mundial aniquilaría una gran parte de la civilización; pero sería erróneo
suponer que nada de ella sobreviviría. Las vidas individuales son frágiles,
pero la especie humana es fuerte, y hay miles de millones de seres humanos
sobre la tierra. Sería necio, sin duda, cerrar este libro con una nota plácida,
pero también lo sería el cerrarlo con una nota mortal. Es muy probable que,
si pudieran expresar su opinión todos los hombres del mundo, y si se
incluyese a todos literalmente, serían tantos —o más— los que dirían que la
tierra se está levantando, como los que dirían que se está hundiendo.
749
ANEXOS
MAPAS
M A PA 1
S W E 0 É N
B ourbnn n o m ir in n . NORW AY
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TUNISIA
(Tuiklih)
M A tTA (Kntghu c /S l ¡ohn!
7X jaa «'in
EUROPA, 1740
Las fronteras son las de 1740. Ahora había tres monarquías borbónicas (Francia, Espafla y
las Dos Sicílias), mientras la monarquía austríaca poseía la mayor parte de lo <^ue hoy es Bél
gica, y, en Italia, el ducado de Milán y el gran ducado de Toscana, donde la familia M edid se
había extinguido recientemente. Prusia se extendió mediante la conquista de Silesia en las gue
rras de ios años 1740 y la región en tom o a Danzig, en la Primera Partición de Polonia. Francia
consiguió Lorena en 1766, y Córcega en 1768. P or lo demás, no hubo cambios hasta las guerras
revolucionario-napoleónicas de 1792-1814.
755
M A PA 2
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SAtTfCÍÉA
cados, una gran población judia dis ------ 1772 Boim djrf AUSTRIA
persa hablaba el yiddish. Adviértase
cómo la linea fijada en 1795 como
frontera occidental de Rusia persiste
en ulteriores transformaciones. Re
aparece como frontera oriental del
Gran Ducado de Napoleón (pági
nas 140-141) y de la Polonia del
Congreso (pág. 164). Tras la Primera G ERM ANY S O V IE T U N IO N
Guerra Mundial, los aliados vence
dores consideraron una línea muy se
Po tan d A ft * r W o rtd W a r I
s
f ' 7 - Poland, 1922-1939
mejante como la frontera oriental de .........Curzon Une, 1919
Polonia (la linea de puntos del cuarto ...------ 1772 Baundary
panel, conocida como la Línea Cur-
zon); pero los polacos, en 1920-1921,
conquistaron territorio más al este
(página489). Tras la Segunda Guerra
\*SmofensSc
Mundial, los rusos hicieron retroce
der a los polacos hasta la misma línea
básica, pero compensaron a Polonia \*Stetiín
con territorio tomado a Alemania, ;-'"-'r£AST':.
CERMANV W rru w *
SOVIET UNION
hacía el oeste, hasta el rio Oder y su Pofand After Worfd War (I
afluente, el Neisser. Si el lector com í — ■Poland After
para la posición de Polonia en cada . Wortd War II
panel, verá cómo Polonia ha sido —— -1773 Bourtduy WO SB XD mito
empujada hacia el oeste.
756
M A PA 3
En 1799, la República Francesa se había anexionado Bélgica (los Países Bajos austríacos) y los
pequeños obispados y principados alemanes al oeste del Rhin, y había creado, con la ayuda de
simpatizantes nativos, un cordón de repúblicas revolucionarias menores en los países Bajos ho
landeses, en Suiza y en gran parte de Italia. Con el tratado de Campo Fonnio entre Francia y
Austria, en 1797, el Sacro Imperio Romano comenzó a desintegrarse, porque los príncipes alema
nes de la orilla izquierda del Rhin, que se vieron desposeídos al pasar sus territorios a Francia,
empezaron a compensarse con territorio de los Estados eclesiásticos del Sacro Imperio Romano.
Estas evoluciones Fueron desarrolladas más todavía por Napoleón (ver mapa 4).
757
MAPA 4
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Napoleón extendió la esfera de poder francesa mucho más allá de la expansión republicana
de 1798-1799 (ver mapa 3). En 1810, dominaba todo el continente, excepto Portugal y la
Península Balcánica, Rusia, Prusia y Austria se habían visto forzadas a una alianza con él.
Nombró a sus hermanos reyes de España, Holanda y Westfalia; a su cuñado, rey de Nápoles, y a
su hijastro, virrey del Reino de Italia. Dio el título de rey a los gobernantes alemanes de Bavie-
ra, Württemberg y Sajorna, cada una de las cuales absorbía Estados alemanes menores, a la vez
que se hacían miembros de la Confederación del Rhin napoleónica. El antiguo Sacro Imperio
Romano despareció. En Polonia, Napoleón, apoyado por los nacionalistas polacos, anuló las
particiones de los años 1790, estableciendo el Gran Ducado de Varsovia.
Tropas inglesas estaban luchando en Portugal, en 1810, y la flota inglesa controlaba todas
las islas. Para contrarrestar la influencia británica, Napoleón extendió las fronteras del Imperio
francés hasta incluir el reino de Holanda y las ciudades alemanas de Bremen, Hamburgo y Lü-
beck y hasta alcanzar, a lo largo de la costa italiana, un punto más allá de Roma.
758
M A PA 7
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GRAN BRETAÑA,
ANTES Y DESPUES
DE LA REVOLUCION INDUSTRIAL
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En 1700, Inglaterra, Escocia y Gales sólo * v _ .r - lo n d o n a
762
M A PA a
LENGUAS DE EUROPA
Hay tres importantes familias lingüísticas europeas; la germánica, la latina y la eslava. Como
se ve, cubren casi toda Europa. Se muestran las áreas lingüisticas como se encontraban en la
primera parte del siglo XX, momento en el que no habían cambiado mucho desde hacía cinco
siglos. El mapa no puede mostrar complicaciones locales que han sido una importante fuente de
trastornos políticos, como la superposición de lenguas vecinas, áreas bilingües, y la existencia de
pequeñas «bolsas» lingüisticas, como la del turco en los Balcanes, del griego en Asia Menor, del
yiddish en Polonia, o del alemán en partes diseminadas de la Europa Oriental. En el extremo
noroeste está la «orla celta», a la que se vieron rechazados los lenguajes bretón, galés y gaélico a
comienzos de la Edad Media. En cuanto al área de la zona en forma de rombo, ningún mapa de
esta escala puede dar una idea realista; el lector debe consultar un atlas. En todo caso, durante
las pasadas décadas, en la Europa Oriental, muchas bolsas lingüisticas han desaparecido, a cau
sa de intercambios, traslados o exterminio de pueblos. (Ver mapa 26).
763
M A PA 9
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En ocho años, desde 1859 hasta 1867, se unificó Italia (excepto la ciudad de Roma, anexio
nada en 1870), el gobierno de los Habsburgo trató de resolver el problema de sus nacionalidades
creando una Doble Monarquía de Austria-Hungría, los Estados Unidos afirmaron su unidad
derrotando el movimiento secesionista del Sur, y se formó el Dominio del Canadá para incluir
toda la América del Norte Británica (con las fechas de la incorporación de las provincias), ex
cepto Terranova y Labrador, que se agregaron en 1949.
764
M A PA 10
Budapest
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1815-1866 k TYROt
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768
M A PA 13
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( D u tc h S e i t i e m z n t , 1 6 S 2 )
Este mapa es el de Africa antes de la penetración de los europeos, en el siglo XIX. No co
rresponde a ninguna fecha determinada. Los nombres en color crema designan centras antiguos
o medievales, como los imperios de Ghana y Mali, que ya tío existían eo los tiempos moderaos.
Incluso los reinos africanos más extensos tenían fronteras indefinidas y cambiantes, difíciles de
indicar en un mapa. Los pueblos bautúes iban desplazándose hacia la zona meridional del con
tinente, en el siglo XIX, en el momento en que los europeos empezaban a avanzar por el in
terior, hacia el nordeste, desde el Cabo.
769
M A PA 14
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AFRICA, 1914
El mapa muestra las posesiones reconocidas de las potencias, en 1914, El inserto indica las
direcciones de la presión política, hacia 1898. Estas presiones condujeron a la crisis de Fashoda,
en 1898, y a la Guerra de los Bóers, en 1899. En 1898, los gobiernos inglés y alemán celebraron
discusiones secretas acerca del posible reparto de las colonias portuguesas, que, sin embargo,
nunca: llegó a realizarse, porque los ingleses preferían, evidentemente, que las colonias portu
guesas continuasen en manos de Portugal.
770
M A PA 15
Este pequeño mapa muestra casi la mitad de la superficie dé la Tierra. Pueden verse todas
las partes más importantes del Imperio Británico, excepto el Canadá y el propio Reino Unido.
Todas las riberas del Océano Indico son inglesas, excepto Madagascar, francés, las colonias
portuguesas, italianas y holandesas, politicamente débiles, y las costas árabes y persas, en las
que la influencia británica era fuerte. Fácilmente se comprende por qué se llamó ruta vital del
Imperio Británico al Mediterráneo y al Canal de Suez, que conducían a esta mitad del mundo.
771
M A PA 17
Esta área ha sido durante mucho tiempo una de las zonas de perturbación del mundo. Ob
sérvese cómo Vladivostok está separado del océano por las islas japonesas y por Corea, y casi
separada del volumen ruso por la interferencia de Manchuria, Manchuria, que comenzó a indus
trializarse had a 1900, se convirtió en objeto de disputa entre China, a la que pertenecía histó
ricamente, el imperio ruso, para el que tenía un valor estratégico y ofrecía una salida al océano
abierto, y el imperio japonés, que en ella encontraba una vía para su expansión comercial y
militar y un amortiguador contra Rusia. Manchuria estuvo dominada por los rusos desde 1898
hasta 1905, por los japoneses desde 1905 hasta 1945, y otra vez por los rusos desde 1945- hasta
1950, fecha en que entregaron sus concesiones y privilegios al gobierno comunista chino, Corea
estuvo dominada por el Japón, tras sus victorias sobre China en 1895 y sobre Rusia en 1905.
Después de la II Guerra Mundial, se prometió la independencia a Corea, pero fue dividida por
el paralelo 38° en una zona de ocupación rusa y en otra americana. Tras la guerra de Corea
(1950-1953, ver págs. 722-724), el país continuó dividido por el mismo paralelo, aproximada
mente, con un régimen comunista en el norte, y un régimen de apoyo occidental en el sur.
774
M A PA 18
RUSSIA RUSSIA
i i : s , f~ a,
RUMANIA
\ v i '■
BLACK SEA
ITALY
775
I G U ER R A M U N D IA L
La lucha por tierra, en la Primera Guerra Mundial, se limitó a las áreas señaladas por el
sombreado horizontal más oscura. Las grandes batallas en el Frente Occidental, que en pérdida
de hombres superaron a las de la Segunda Guerra Mundial en el Oeste, durante cuatro años os
cilaron, atrás y adelante, dentro de la pequeña área indicada, de menos de cien millas de an
chura.
776
M A PA 19
777
M A PA 21
La U.R.S.S. tiene más de 8.000 kilómetros de longitud y ocupa una sexta parte del área te
rrestre del globo, que incluye el 42 por 100 de Europa y el 43 por 100 de Asia, aunque la con
vencional distinción entre Europa y Asia no se reconoce oficialmente en la Unión Soviética. Es
el único estado que linda con tantas regiones políticas importantes: Europa al oeste, el Próximo
780
y el Medio Oriente al sur, China a lo largo de una dilatada frontera, Japón a través de un estre
llo mar, y los Estados Unidos enfrente, hacia Alaska y las Indias Aleutianas. La Unión consta
de quince repúblicas, siendo la rusá la más extensa, con gran diferencia, pues abarca más de tres
cuartas partes del territorio y más de la mitad de la población. La Unión se encuentra, en su
mayor parte, en la latitud norte del Lago Superior, pero, alrededor de Tachkent, en la latitud de
Nueva York y de Chicago, se producen el algodón y los cítricos.
781
M AFA 22
NnríRPLAN^Í::.-'
Hlí .AjpP • V
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PErí-ral>||fr••>!Icvvirfi l'ofiii|,il¡L'5
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F T p u re * t n i í i c i l r v u m h i ' r i i T f c U * K r l l r d
u e id e r N i i l R d c ijJ f i i J l r l r s i f p =^niJ*.|
EX H OLOC A Li'STCJ
El mapa muestra lo que los nazis llamaron su Solución Final, es decir, su programa de « te r
minacián de los judiat- y del judaismo, A rtes de !a Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de
los judius europeos vivían en Polonia y en Las zonas limítrofes de la Unión Soviética que tos ale
manes OL'Lip'dton durante !a p ieria, de modo que 1h mayaría de las muertes se produjeron en
esas áreas. En la propia Alemania y en regiones donde eI coutrül sleruán Tce mín; firme <1 de m is
larpa duración, la proporción de judias asesinados ilceú hasta el 30 por 100. El mapa indica el
uúmero de muertos en eads país y el puteentaje de su población indi* que fue victima de aquel
deliberado genocidio. Las cifras alcanzad un tuLal de 1,933.900 hombres., mujeres y ttifios, o
unos Jos terdos, aproximadamente,, de le población iudia de toda Europa.
7S2
MAPA 23
733
■7 r ^ ;—
2. Frince 5urrencfers \ /I
June 22, V M f * .* ¡|g ¡» i
Al Ites invade: i
North Africa, Novembfr B, l ‘M i f ‘3 V
Normindy Coüt, June ft, 1M4 1^ S?A1 M »
¡IflDíllí’LM T»«k>^r
AZORfi
I. United Sutes? /Portugal C*
BasevDestroyeí DeaJ, Seplunber2,1940
Eructa Lend Lea» Mard) 11,1941 CANARV í
EntentheWar Dectmber0,1541 íSpjinj, '
\ TLANTíC O C I A N
CAP£ WÍROÍ í . ■
rParíupiJ? Dakar».
_4 — AJUed Thrusb ^
-4—— Lend Lease Suppiy L»..ií
j i p i H ¡lÍír'*"Efn p¡re"
II GUERRA MUNDIAL
Estos dos mapas muestran el carácter global de la guerra y la posición central de los Estados
Unidos respecto a los teatros de Europa y del Pacífico. Las leyendas numeradas resumen las
sucesivas fases de la guerra, en el hemisferio oriental y en el occidental. En 1342, con los ale
manes llegando por el este hasta Egipto y Stalingrado, y con los japoneses por el oeste hasta
Birmania, el gran peligro para la alianza soviético-occidental consistía en que aquellas dos po
tencias uniesen sus fuerzas, dominasen el Asia oriental, controlasen los recursos petrolíferos del
Golfo Pérsico, y cortasen aquella ruta de abastecimientos occidentales a la Unión Soviética. Los
786
j s soviético-occidentales, casi simultáneos, a finales de 1942, en Stalingrado y en El AJa-
mein, y en la invasión de Marruecos-Argelia y de Guadalcanal, habían de ser el punto critico de
cambio en el desarrollo de la guerra. En 1943, fue derrotada la campaña submarina alemana en
el Atlántico, de modo que las tropas y los abastecimientos americanos podían dirigirse a Euro
pa, más libremente. La invasión de Normandía, en junio de 1944, y la continuada presión so
viética desde el Este, desembocaron en la rendición alemana, en mayo de 1945. Mientras tanto,
en el Pacífico, la ocupación americana de las islas y la recuperación de las Filipinas preparaban
el cambio para la rendición del Japón, consumada por dos bombas atómicas en agosto de 1945.
787
M A PA 26
788
320,000 I tw s to Israel (194S-l9S0©níy|
120,000 from Poland
91.000 from Rumania
37.000 from Bulgaria
33.000 from Turkey
22j000 from Czechoslovakí*
17.000 from Hungary
MAPA n
hi-üs muestma en si mapa tlf L976. La Liga La resultada más Lien [léfoü. con smchus dí£-
ae'iitTiius enTTc sue unm ttrns, perr, ha sido (;ontcaiía aJ rjrablf^üniemp tle un Estado israelita en
raedle de uit ifiuritln, por !<? ¿cm£s, prciininiQaiJtciJicnK: árabe
790.. V
MATA 23
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^L'JADÁrf'.,r -
SAJUIHÍ r-üL-KDi
tÚrfiifijASA; ■''
<[Paltsrina¡& t í el tÉrniinO cun el que litó etlropeuS desígrtifoait, desde hacía m iichu tiertipu,
u n a peQuíñEi t ^ í ú h d e p o b la c ió n m ix ta, p erú preriojm níintem eiite i r a b e , q u e p erten eció a l Im -
p a ri'j O to m a n o h a ita la Prim era- G uerra M u n d ia l. C o r el m ovim iento sio n ista, co m en zaro n □
em ig rar a aq uello reglón, en el siglo X IX , ju d ío s eu ro p eo s, E n 1922, la S ociedad ftí N aciones la
en treg ó co m o «m andatoH a los ingleses, q u e Lra1 ürttTi d r restrineÍT La inniigjB l í í t i ju d ía , en u n
iñ".Icrnrri de satisfacer b lbü firabes. TtíIü la p lu erle d e m illonea d e judio* dunm ue la S ecunda G u e
r r a M u n d ia l, "ibi Idea .-iim lisia de u IJ E iü d i i ju d ío independien Le fue |í£nuníU.‘ ad ep to s. El) ]'vJ " , tas
N acionea U n id as p rep u siero n un re p a rto entre un E stad o ju d io y u tr u á ra b e , cuu Je ru salén com o
zo n a s e p a ra d a . Los árab es rech azaro n el p lan , y, en La g u erra árate-israelira d e 1943, los israelitas
o b tu v ic to n el reco n o cim ien to de una* ÍT tfm tras uiás c a n s a s que !a¿ p rim eram en te propuesta*.
Lns H ita d o s ^ralles síj¡uirroTi n egándose a re c o n o c e r s Jscael. Tnc: n u c ía s s i e r r a s se lilrríirtfn en
la.í d ít'a d a s HEy’itnues — en ! 1 ^ Í7 y LO^Í— . Ilespués de La (J n e n a de los Seis U íaj, d e 1967, y
d e la g u erra lanzada p u i E iflp tu ^ ' S iria ta iu lfa faruel en lus israelilas o c u p a ro n te rtíto rio i
a d itio iia le s . Gntre tus ¿ ja b e s pales üiioa d esarraig ad o s se desaircLLó un ujovim iento terro rista
c u n tra Israel;, q u e am en aza incluso a algunos gob iern o s ¿rabea. L a guerra de J973 te rm in ó en una
treg u a b a jo l i s au sp icio s d e las N aciones U nida?, p ero los intereses n enies de los E sta d o s U nidus y
n e la U n ió n S ^ n c H c a en d O rien te M edio hicieron la situ ació n p cligrjsam enfe (¡xpUmlva.
791
A FR IC A CO N TEM PO RA N EA
Este mapa podría compararse con los de Africa precolonial (mapa 13) y del Africa
de 1914, en el apogeo del colonialismo europeo (mapa 14), El primero de los nuevos Estados
fue Ghana, la antigua Costa de Oro inglesa, que se hizo independiente en 1957 y tomó su
nombre de un reino africano medieval, que había estado situado más al Norte. Las décadas
siguientes vieron la independencia de Argelia y de otros países árabes del Africa del Norte y de
numerosas repúblicas en el Africa negra, en lo que habían sido imperios coloniales franceses,
ingleses, belgas y portugueses. En el Africa meridional, la población blanca, asentada allí donde
hacía mucho tiempo, rompió sus lazos con Inglaterra, proclamó la República de Africa del Sur
e impuso un régimen de supremacía blanca sobre los negros, mucho más numerosos. Los blan
cos de la antigua Rhodesia del Sur instauraron una república independiente, Rhodesia, nunca
reconocida intemacionalmente, y que siguió el mismo camino.
792
M A PA 29
MEDITERRANEAN - SEA*
Cibraltar iB r tia in ) ^
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INDIAS OCEAN
K/U'M AFRICA
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C ap e T o w í
capí of cooa HOPt^.
793
VIETNAM Y SUS VECINOS
La Indochina Francesa, durante unos sesenta años antes de la Segunda Guerra Mundial,
comprendía los antiguos territorios asiáticos de Camboya, Laos y Vietnam, aunque los france
ses llamaban Tonkín a Vietnam del Norte, y Annam a Vietnam del Sur. Sacudidos por la inva
sión japonesa en la Segunda Guerra Mundial, los franceses se mostraron incapaces, tras una
larga lucha, de resistir al movimiento vietnamita de independencia, fortalecido también por las
ayudas comunistas. Cuando los franceses se retiraron, en 1954, un convenio internacional (los
Acuerdos de Ginebra) establecía la partición de Vietnam, hasta que pudiera restaurarse la
unidad. Como el Norte era ahora comunista, los Estados Unidos trataron de fortalecer a Viet
nam del Sur, mediante el apoyo de reformas y de ayuda económica y militar. Esta intervención
se incrementó en los años 60, hasta una guerra en gran escala, aunque no declarada, en la que
los Estados Unidos tomaron parte con más de medio millón de hombres. Las hostilidades ter
minaron en 1975, estableciéndose regímenes comunistas en Vietnam, en Laos y en Camboya.
794
M A PA 30
795
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D.
APENDICES
APENDICE I:
TABLAS CRONOLOGICAS
500-300 a. de C. Civilización
claáica griega.
146 a de C. Los griegos con 427-347 a. de C. Platón.
quistados por Roma. 384-322a. de C. Aristóteles.
31 a de C. Imperio Romano. 106-43 a. de C. Cicerón.
306-337 El emperador Cons Siglo II: Ptolomeo y Galeno. 43-410 El Imperio Romano en
tantino. Inglaterra.
Siglo V: Migraciones germá 354-430: San Agustín.
nicas.
476 El Imperio Romano en
los límites occidentales.
Siglo VII: Expansión del 596 Conversión de los anglo
Islam. sajones.
800 Coronación de Carlo-
magno.
Siglo XIX: Invasiones escan 871-899 Alfredo el Grande.
dinava y magiar.
1054 Cisma de Occidente y
Oriente.
1033-1109 Anselmo.
1095 Primera Cruzada. Siglo XII: Llegada de la cien Siglo X II: Desarrollo de la
Siglo XII: Surgimiento de las cia árabe y de la griega. monarquía en Inglaterra.
ciudades.
1189 Tercera Cruzada.
1198-1216 El Papa Inocen Siglos XII-XIII: Universida
cio III. des, escolasticismo.
Siglo XIII: Aparición de los 1215 Cuarto Concilio de Le- 1215 La Carta Magna.
Parlamentos. trán.
1294-1303 El Papa Bonifa 1225-1274 Tomás de Aquino.
cio VIII. 1295 Parlamento Modelo.
802
E U R O P A O C C ID E N T A L EUROPA CENTRAL E U R O P A O R IE N T A L
803
EUROPA EUROPA ISI AS KKI lAN lCA S
COM O C O N JU N TO : COM O CO N JU N TO :
SO CIA L Y P O L IT IC A PEN SA M IEN TO Y LETRAS
1517 Comienzos de la Re 1517 Las 95 tesis de Lutero. 1509-1547 Enrique VIII.
forma.
1519-1556 Carlos V.
1519-1648 Supremacía de los
Habsburgo.
1519-1522 Magallanes da la 1521 Defensa de los siete sa
vuelta al mundo. cramentos de Enrique VIII.
804
KUROPA O C C ID EN TA L E U R O PA C E N T R A L EU R O PA O R IE N T A L
1612-1619 Matías.
1610-1643 Luis XIII de Fran 1618-1648 Guerra de los 1613-1917 L o s Rom anov en
cia. Treinta Años. Rusia.
1619 El emperador Fernan 1613-1645 El zar Miguel Ro
do II. manov.
1620 La batalla de M ontaña
Blanca,
1624-1642 Richelieu.
1629 Paz de Alais. 1629 Edicto de Restitución. Siglo XVII: Expansión de la
1635 Francia en la Guerra de servidumbre en Rusia y en
los Treinta Años. 1640-1688 Federico Guiller la Europa Oriental.
mo, Gran Elector de Bran-
denburgo.
1642-1661 Mazarino,
807
E U R O PA E U R O PA ISLA S BRITA N ICA S
CO M O C O N JU N TO : COM O C O N JU N TO :
SO C IA L Y P O L IT IC A PE N SA M IE N T O Y LETRAS
808
E U R O PA O C C ID EN TA L E U R O PA C EN TR A L E U R O PA O R IE N T A L
809
EU RO PA E U RO PA ISLAS BRITANICAS
COM O C O N JU N TO : COM O C O N JU N TO :
SO CIA L Y PO LIT IC A PENSAMIENTO Y LETRAS
1754-1763 Guerra de france
ses e indios en América.
1756 Revolución diplomática. 1760-1820 Jorge III.
1756-1763 La guerra de los 1761 Rousseau: E l contrato
Siete Años. social.
1815 W aterloo.
810
E U R O PA O CCID EN TA L E U R O PA C EN TRA L E U R O PA O RIEN TA L
1799-1804 El Consulado.
1801-1825 Alejandro I de Ru
sia.
1804-1814 Napoleón I: El Im
perio.
1807 Paz deTilsit. 1806 Fin del Sacro Imperio 1806-1812 Guerra ruso-turca.
Romano.
1806 Confederación del Rhin. 1807 Alianza franco-rusa.
811
TABLA V: 1815-1871
1830 Revoluciones.
1833 Lyell: Princip ios de Geo 1832 Primer Proyecto de Re
logía. forma.
812
E U R O PA O CC ID EN TA L E U R O PA C EN TR A L E U RO PA O RIEN TA L
1855-1881 Alejandro II de
Rusia.
1859-1870 Unificación de Ita 1858 Formación de Rumania.
lia.
813
EL M U N D O EU RO PA IKI.AK BRITANICA S
C O M O C O N JU N T O C O M O C O N JU N TO
1867 El Dominio del Canadá. 1867 Marx: E l Capital. 1867 Extensión del sufragio.
1888-1918 Guillermo II de
Alemania.
815
EL M U NDO EU R O PA ISI.AS BRITANICA S
C O M O C O N JU N T O CO M O CO N JU N TO
TABLA V II1919-1945
816
EL RO PA O C C ID E N T A L E U R O P A C E N T R A L E U R O PA O R IEN TA
817
E l, M U N D O EU R O PA ISL A S BRITA N ICA S
C O M O C O N JU N T O CO M O C O N JU N TO
1945 Creación de las Nacio 1945 Creación de la Liga A ra 1945 Los imperios coloniales
nes Unidas: 51 miembros. be: siete Estados. continúan; sólo cuatro Es
1945-1947 La arm onía se aca tados africanos indepen
ba: comienza la guerra fría. dientes.
818
EU R O PA O C C ID E N T A L E U R O P A CE N T R A L EU R O P A O R IE N T A L
1949 Consejo de Europa. 1949 Repúbüca Federal Ale 1949 Consejo de Asistencia
mana (Alemania Occiden Económica M utua.
tal); República Democráti
1949 Organización del Tra ca Alemana (alemania
tado del Atlántico Norte. Oriental).
819
EU RO PA ASIA AFRICA
C OM O C O N JU N TO
1954 Estados Unidos. Prueba 1954 Los franceses abando 1954-1962 Guerra franco-ar
de la bomba de hidrógeno. nan Indochina; Vietnam, gelina.
partido: Vietnam del Norte 1954 Los ingleses abandonan
y Vietnam del Sur. sus derechos en el Canal de
Suez.
1955 Conferencia afro-asiáti
ca de Bandung.
1956 Crisis del Canal de Suez. 1956 Crisis de Suez: segunda 1956 Crisis de Suez: Inglate
guerra árabe-israelita. rra, Francia, Israel contra
Egipto.
1956 República Islámica de 1956 Marruecos, Túnez, Su
Pakistán, dán, independientes.
TABLA IX : 1960
820
I T R O PA O C C ID EN TA L K l’RO PA CKN TRA L KUROPA O RIEN TA L
821
F.L M UNDO ASIA AFRICA
COM O CO N JU N TO
822
EUROPA O C C ID EN TA L EUROPA CKNTRAL EUROPA O RIEN TA L
823
EL MUNDO ASIA AFRICA
COM O CO N JU N TO
824
EUROPA O CCID EN TA L E U RO PA CEN TRA L E U RO PA O RIEN TA L
825
A P E N D IC E II:
GOBERNANTES Y REGIMENES
EN LOS PRIN CIPALES PAISES
E U R O P E O S D E S D E 1500
826
Dinastía de los Estuardo Eduardo V lll 1936
Reyes de Inglaterra e Irlanda y de Escoda. Jorge VI 1936-1952
Jacobol 1603-1625 Isabel 11 1952-
Carlos I 1625-1649
Interregno republicano
L a Com unidad 1649-1653 FRANCIA
E l Protectorado
Oliverio Cromwell 1653-1658 Dinastía Valois
(L o r d protector)
Ricardo Cromwell 1658-1660 Luis XI 1461-1483
Carlos VIII 1483-1498
Luis X ll 1498-1515
Dinastía restaurada de los Estuardo Francisco 1 1515-1547
Enrique 11 1547-1559
Carlos II 1660-1685 Francisco 11 1559-1560
Jacobo II 1685-1688 Carlos IX 1560-1574
Enrique 111 1574-1589
En 1688, Jacobo II fue arrojado del pais,
pero el Parlamento mantuvo la corona en En 1589, la dinastía Valois se extinguió, y
una rama femenina de la familia Estuardo, el trono pasó a Enrique de Borbón, remoto
entregándosela a María, hija de Jacobo 11, y descendiente de los reyes franceses del si
a su marido, Guillermo III de Holanda. glo XIV.
Convención 1792-1795
Dinastía hannoveriana Directorio 1795-1799
Consulado 1799-1804
Reyes de Gran Bretaña e Irlanda
Jorge I 1714-1727
Jorge II 1727-1760 El Imperio
Jorge III. 1760-1820
Jorge IV 1820-1830 Napoleón I 1804-1814
Guillermo IV 1830-1837 Emperador de los franceses
y rey de Italia
Al no tener herederos Guillermo IV, el tro
no británico pasó, en 1837, a Victoria, nieta
de Jorge III. Aunque la familia británica ha Dinastía restaurada de los Borbón
continuado en línea directa desde Jorge I, ha Luis XVIII 1814-1824
perdido la denominación hannoveriana, y es
conocida ahora como la Casa de Windsor. (Los monárquicos cuentan up Luis XVII,
Desde 1877 hasta 1947, los soberanos britá 1793-1795, y computan el reinado de
nicos ostentaron el título adicional de empe Luis XVIII desde 1795.)
rador (o emperatriz) de la India.
Carlos X 1824-1830
Victoria 1837-1901
Eduardo VII 1901-1910 La Revolución de 1830 dio el trono al
Jorge V 1910-1936 duque de Orleáns, descendiente de Luis XIII.
827
Dinastía de Orleáns Reyes de Prusia
1940-1944
República de Weimar
En 1701, el emperador del Sacro Imperio En 1720, Víctor Amadeo 11, duque de Sa-
Romano permitió a Federico III que se titu boya, tomó el título de rey de Cerdeña, tras
lase rey de Prusia, como Federico I. haber obtenido la isla de ese nombre.
828
Reyes de Cerdeña D inastía de los B orbón
1931-1936
Carlos I 1516-1556
Felipe II 1556-1598
Felipe in 1598-1621
Felipe IV 1621-1665 RUSIA (Y URSS)
Carlos II 1665-1700
Grandes duques de Moscú
Con Carlos II se extinguió la línea españo
la de los Habsburgo, y el trono pasó al Bor- Iván III «el Grande» 1462-1505
bón francés, nieto de Luis XIV de Francia y Basilio III 1505-1533
bisnieto de Felipe IV de España. Iván IV «El Terrible» 1533-1584
829
E n 1547, Iván IV tom ó el titulo de zar de Iván VI 1740-1741
Rusia. Isabel 1741-1762
Pedro III 1762
Catalina n «La Grande» 1762-1796
Zares de Rusia Pablo 1796-1801
Alejandro I 1801-1825
Iván IV «El Terrible» 1547-1584 Nicolás I 1825-1855
Teodoro I 1584-1598 Alejandro II 1855-1881
BorisGodunov 1598-1605 Alejandro III 1881-1894
Nicolás n 1894-1917
1604-1613
Gobierno Provisional
1917
Dinastía de los Romanov
830
APENDICE m :
POBLACIONES HISTORICAS DE
DIVERSOS PAISES Y CIUDADES
Las cifras de fechas anteriores al siglo XIX proceden de cálculos, sujetos,, en algunos
casos, a un amplio margen de error. Las de los siglos XIX y XX reflejan, por lo general,
censos de fechas correspondientes a dos o tres años antes o después de la fecha redonda indicada.
En cuanto a las ciudades, las cifras de 1950 y 1970 se refieren a «aglomeraciones urbanas», tal
como se definen en el M a n u a l Dem ográfico de las Naciones Unidas. Los cálculos para ciudades,
correspondientes a fechas anteriores, se hallan debidamente reunidos en 3000 Years o f Urban
Growth («3.000 años de desarrollo urbano»), Tertius Chandler and Gerald Fox, Nueva York,
año 1974.
Respecto a los paises, el uso de la tabla se destina, sobre todo, a comparaciones aproximadas.
Por ejemplo, revela que Francia era unas cinco veces más populosa que Inglaterra en la Edad-
Media, y que era todavía más populosa que todos los Estados alemanes en el tiempo de la Revo
lución Francesa, o que España descendió bajo los Habsburgo, en el siglo XVII, y que Irlanda
perdió población después del hambre y de la emigración consiguiente. Todos los paises, excepto
Irlanda, aumentaron rápidamente en población en el siglo XIX. En cuanto a Rusia, las cifras
desde 1750 a 1950 reflejan la expansión territorial, así como el crecimiento interno. Todas las
cifras relativas a China son muy inciertas, aunque indudablemente muy altas.
En relación con 1950 y 1970, las cifras de Irlanda incluyen la República de Irlanda e Irlanda
del Norte, y «Alemania» incluye la Alemania Oriental y la Occidental. En 1970, la República de
Irlanda era unas dos veces más populosa que su vecina del Norte, y la Alemania Occidental era
más de tres veces superior en población a la Alemania Oriental.
831
CIUDADES (en miles)
Siglo X I V 50 3_ 200
Siglo X V
Siglo X V I 100
Siglo X I V 50 +
Siglo X V 60 10— 20 25 +
Siglo X V I 65 12 40 + 40 +
Siglo X V I I 75 20 100 40 +
Siglo X V I I I 75 100 220 75
1800 84 172 247 75
832
Amsterdam Amberes Lisboa Madrid Roma
5 20 + 5— 30—
20— 35 50
35 100 100 60 100
100 + 50 73 80 130
150 50 120 120 150
201 62 180 160 153
San Petersburgo
Varsovia Budapest Estocolmo (Leningrado) Moscú
70 60 100
100 54 + 76 220 250
833
PAISES (en millones)
1300 1,3
1500 2,0
1700 1,6 12 200
1800 2,3 30
1850 3,5 62 400
1900 5,1 28,3 104
834
Bélgica Holanda Alemania España Italia
.3
835
BIBLIOGRAFIA
Repertorios bibliográficos:
El profesor Nazario González ha dirigido uno adaptado a las necesidades
de la Universidad española. Son también muy útiles: Guiral, Pillorget y
Agulhon: Guide de l ’étudiant en histoire moderne et contemporaine,
P., P. U. F., 1970; B run ety Plessis: Introductlon a l ’histoire contemporaine,
P ., Armand Colin, 1972; American Historical Association: Guide to historial
literature, 1961; International bibliography o f historical sciences, (anual);
Bibliographie internañónale des sciences historiques (cada cinco años).
Revistas:
Pueden destacarse: English Historical Review, History, Past and Present,
y Journal o f Contemporary History, entre las inglesas; American Historical
Review y Journal o f Modern History, entre las americanas; Revue Historique,
Annales y Revue d ’histoire moderne et contemporaine, entre las francesas.
Atlas históricos:
A tlas histórico mundial, M,, Istmo, 2 vols., trad. del al., con muchos ma
pas, aunque muy esquemáticos, y un útilísimo repertorio cronológico. Indis
pensable en la biblioteca de cualquier estudiante de historia. Atlas de superior
calidad son: Westermanns grosser A tlas zur Weltgeschichte, Brunswick, Wes-
termann; y Grosser historischer Weltatlas, Munich, Bayerischer Schulbuch
Verlag, 3 vols.; también el vol. XIV de la New Cambridge M odern History;
837
G. Barraclough: The Times A tlas o f World History, L., 1978-, es una obra
extraordinariamente cuidada, aunque el número de mapas de historia contem
poránea sea algo escaso.
838
INDICE
I. LA EDAD DE LA ILUSTRACION....................,................................. 31
839
7. La Revolución y la reorganización de Francia...................................... 88
La crisis financiera, 88.—De los Estados Generales a la Asamblea Nacional, 90.—Las
clases inferiores en acción, 92.—Las reformas iniciales de la Asamblea Nacional,
94.—Cambios constitucionales, 96.—Políticas económicas, 98.—El conflicto con la
Iglesia, 99.
840
L a ca m p a ñ a ru sa y la G u e rra de L ib e ració n , 157.— L a 're sta u ra c ió n de los B o rb o n es,
158.—E l acu erd o an tes del C o n g reso de V iena, 160.—El C ongreso de V iena, 1814-1815,
162.— L a cu estió n p o la c o -sa jo n a , 163.— L os C ien D ías y sus consecuencias, 165.
841
25. Francfort y Berlín: la cuestión de una Alemania liberal 230
L os E sta d o s alem an es, 230.— B erlín: frac aso de la revolución en P ru s ía , 231.— L a
A sam b lea de F ra n c fo rt, 2 32.—E l frac aso de la A sam blea de F ra n c fo rt, 235.— L a C o n s
titu ció n p ru sian a de 1850, 236.
Desarrollo de los Estados Unidos, 287.—El alejamiento del Norte y del Sur,
288.—Después de la Guerra Civil: reconstrucción; desarrollo industrial, 291.
842
35. Japón y el Occidente 296
P reced en tes: dos siglos de aisla m ien to , 1650-1854, 296.— E l d escubrim iento del Ja p ó n ,
2 99.— L a era M eiji (1868-1912): la occidentalización del J a p ó n , 301.
843
43. E l Tmp e ria lism o : su n a u ra le z a y sus c a u sa s ............................................... 374
El nuevo imperialismo, 375.—Estímulos y motivos, 377.—El imperialismo como cruza
da, 382
44. L a s A m éric as ........................................................................................................ 383
Los Estados Unidos y México, 383.—El imperialismo de los Estados Unidos en los afios
noventa, 385.
47. E l Im p e ria lism o e n A sia : los h o la n d e se s, los ingleses y los ru so s ... . 402
Las Indias Orientales Holandesas y la India Británica, 402.—Conflicto deintereses ru
sos y británicos, 405.
IX . L A P R IM E R A G U E R R A M U N D I A L ................................................... 427
844
Los efectos sobre el capitalismo: economías reguladas por los Gobiernos, 452.—
inflación, cambios industríales, control de ideas, 455.
845
La democracia alemana y VersaUes, 525.—Las reparaciones, la gran inflación de 1923,
la recuperación, 527.—El espíritu de Locarno, 528.
846
73, Los fundamentos de la paz 611
847
ANEXOS .......................................................................................... ........ 751
BIBLIOGRAFIA......,..................................................................................... 837
848