Palmer, R., & Colton, J. (1980) - Historia Contemporánea. Akal

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M aqueta: RAG

Traducción: Marcial Suárez


Copyright 1950© 1956,1965, 1971,
1978 by Alfred A. Knopf, Inc.
©Akal editor, 1980
.Paseo Santa María de la Cabeza, 132 - Madrid-26
ISBN: 84-7339-476-3
Depósito Legal: M-32969-1981
Impreso en: Rodagraf, S.A. - Luis Feito, 24 - Madrid-19
R PALMER &J.COLTON
HISTORIA
CONTEMPORANEA

AKAL EDITOR
IN T R O D U C C IO N

Panorámica

Puede preguntarse por qué una historia del mundo contemporáneo ha de


comenzar con la Europa del siglo XVIII, porque el siglo XVIII todavía no
era «contemporáneo»' y porque Europa no es más que una pequeña parte del
mundo- Pero fue en Europa donde hizo su primera aparición casi todo lo
que hoy se entiende por contemporáneo.
A medida que se modernizaba, Europa creaba la más poderosa combina­
ción de estructuras política, económica, tecnológica y científica que el
mundo hubiera visto nunca. Con ello, Europa se transformaba radicalmen­
te, y producía también un abrumador efecto sobre otras culturas de Améri­
ca, de Africa y de Asia, a veces destruyéndolas, a veces estimulándolas o
haciéndolas revivir, y siempre suscitando en ellas problemas de resistencia o
de adaptación. Esta influencia europea se puso de manifiesto, por primera
vez, hace unos 500 años, cuando los pueblos ibéricos descubrieron América
y abrieron las rutas del mar hacia Asia. Y se fortaleció, mediante el
desarrollo científico y económico de los siglos siguientes. Alcanzó su cénit
con los imperios coloniales europeos, a comienzos del siglo XX. Desde
entonces, la posición de Europa ha declinado, relativamente, en parte a
causa de conflictos surgidos dentro de la propia Europa, pero, sobre todo,
porque el aparato que dotó a Europa de tal dominio puede ahora encontrar­
se en otros países. Algunos de éstos, como en ambas Américas, son,
esencialmente, vástagos de Europa. Otros tienen antecedentes muy distintos
y muy antiguos. Pero, cualesquiera que sean sus antecedentes, y voluntaria­
mente o no, todos los pueblos, en el siglo XX, se ven envueltos en el proceso
de modernización o «desarrollo», lo que suele significar la adquisición de
experiencias y posibilidades inicialmente mostradas por los europeos.
Hay, pues, en nuestro tiempo, una especie de uniforme civilización
moderna que se sobreimpone a las culturas tradicionales del mundo, o que pe­
netra en ellas. Esta civilización es una unidad entrelazada, en la que las condicio­
nes en una parte del globo tienen repercusiones en la otra. Las comunicacio­
nes son casi instantáneas, y las noticias se difunden por doquier. Si el aire se
contamina en un país, los países vecinos se ven aquejados; si el petróleo deja
de correr desde el Oriente Medio, la vida de Europa y de América del Norte
puede tornarse muy difícil. El mundo contemporáneo depende de unos

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elaborados medios de transporte, de una ciencia, una industria y unas
máquinas, de nuevas fuentes de energía para satisfacer unas demandas
insaciables, de una medicina científica, de una higiene pública y de unos
métodos de producción de alimentos. Estados y naciones libran guerras con
métodos avanzados, y negocian o mantienen la paz mediante la diplomacia.
Hay una red de dimensiones mundiales de finanzas y de comercio, de
préstamos y deudas, de inversiones y cuentas bancadas, que da origen a
fluctuaciones en los intercambios económicos y en las balanzas de pagos.
Unos 150 miembros muy desiguales y desunidos constituyen las Naciones
Unidas. El concepto mismo de nación, tal como se representa en ese
organismo, procede de Europa.
En la mayor parte de los paises contemporáneos, se han ejercido presio­
nes en favor de un incremento de la democracia, y todos los gobiernos
contemporáneos, democráticos o no, tienen que tratar de suscitar las ener­
gías y de ganar el apoyo de sus pueblos. En una sociedad moderna, se
relajan las viejas costumbres, y se cuestionan las religiones ancestrales. Hay
una exigencia de liberación individual, y una expectativa de niveles de vida
más altos. Por todas partes surge un afán de mayor igualdad en una
multiforme variedad de campos, mayor igualdad entre los sexos y las razas,
entre los ricos y los pobres, entre los adeptos de diferentes religiones, o entre
diferentes partes del mismo país. Los movimientos en favor del cambio
social pueden ser lentos y graduales, o revolucionarios y catastróficos, pero
el movimiento, del tipo que sea es universal.
Estos son algunos de los indicios de la contemporaneidad. Como apare­
cieron por primera vez en la historia de Europa, o del mundo europeo en el
amplio sentido en que se incluyen países de ascendencia europea, el presente
libro trata, principalmente, del desarrollo de la sociedad y de la civilización
europeas, con una atención creciente, en los últimos capítulos, al mundo en
su conjunto.
El siglo XVIII, y, en particular, la generación que vivió hacia el
ano 1760, constituye un punto de partida, a causa de las grandes transfor­
maciones económicas y políticas que entonces estaban produciéndose. En el
campo económico, los cambios se conocen con el nombre de Revolución
Industrial, que se efectuó, primeramente, en la Gran Bretaña. En el campo
político, que incluye constituciones, derechos legales, el estado nacional y las
primeras formas de democracia, la nueva era se anunció en ía Revolución
Americana de 1776, y, más decisivamente, mediante la Revolución Francesa
de 1789, mucho más explosiva. En general, los efectos de las revoluciones
económica y política se difundieron por toda Europa en el siglo XIX, y por
el resto del mundo en el XX.
Europa, ya antes de los cambios del siglo XVI11, no era una zona
«subdesarrollada», tal como ese término se entiende hoy. Pero unas partes
de ella estaban mucho más «desarrolladas» que otras. La agricultura era, en
todos los países, la principal actividad, y la mayoría de la población
trabajaba en ocupaciones rurales, pero había también muchas ciudades y
complejos sistemas de clases sociales, tal como se habían formado a partir de
la Edad Media. Una era la nobleza o aristocracia, cuya riqueza y hábitos de
pensamiento procedían de la propiedad de grandes haciendas. La segunda

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era una clase media o burguesía, generalmente residente en las ciudades, y
que incluía a funcionarios públicos, hombres de leyes, médicos, buena parte
del clero, banqueros, navieros, comerciantes y artesanos cualificados. Por
debajo de ellos, en las ciudades, se encontraba una tercera clase de trabaja­
dores pobres, los asalariados sin cualificar, cuyo número se acrecentaba con
los desempleados, los inválidos, los mendigos y los vagabundos. La más
numerosa de todas era la cuarta clase, formada por los que trabajaban la
tierra —el campesinado—, ocupados en la agricultura de subsistencia o en
facilitar artículos alimenticios a las ciudades y a las clases superiores,
labrando la tierra, o criando ganado lanar o vacuno, o produciendo vinos o
aceite de oliva o lino, según las circunstancias geográficas. En cuanto al
volumen y a la importancia de estas clases sociales, había grandes diferencias
entre las distintas partes de Europa. A este respecto, conviene considerar a la
Europa del siglo XVIII como dividida en cuatro zonas.
Una de esas zonas, la menos desarrollada económica y políticamente, era
la Europa Oriental, que se extendía, en líneas generales, desde el río Elba,
por la Alemania septentrional, a través de Polonia, hasta adentrarse en
Rusia. Allí, la clase dominante eran los grandes terratenientes, que solían ser
dueños de vastas haciendas, y los campesinos no eran libres, sino siervos que
podían ser comprados y vendidos juntamente con la tierra. Estos realizaban
un trabajo obligatorio, estaban sometidos a la jurisdicción legal de sus
señores, y no podían casarse, ni abandonar la hacienda, ni dedicarse a otra
actividad, sin permiso del señor. Las ciudades eran pocas y lejanas entre sí, y
la clase media no era numerosa. En los territorios eslavos, las ciudades
contaban con muchos alemanes o judíos, étnicamente distintos de las pobla­
ciones de señores y de campesinos que les rodeaban. Todos los habitantes de
las cincuenta ciudades más grandes de Polonia, en su conjunto, no sumaban
más de la mitad de los miembros de la nobleza. En tales condiciones, la clase
media no tenía, en realidad, influencia alguna. Habia un comercio de
exportación de productos agrícolas y forestales, dominado por señores
aristócratas que utilizaban el trabajo de los siervos. Algunos de los aristócra­
tas eran ricos, e importaban libros y objetos de arte de la Europa Occidental,
juntamente con preceptores y visitantes intelectuales y artistas, pero había
una pobreza más aguda en la Europa Oriental que en la Occidental.
Los países mediterráneos, y en especial las penínsulas italiana e ibérica,
formaban una especie de segunda zona. Hasta el siglo XVI, estas regiones
habían estado a la cabeza de la civilización europea, pero la apertura de las
rutas comerciales atlánticas les había perjudicado. Una gran parte de las
riquezas procedentes del comercio con América y con Asia, y de las minas de
plata de México y del Perú, pasaba, en realidad, a través de España y de
Portugal, y enriquecía el área situada al norte de los Pirineos. Comerciantes
franceses e ingleses realizaban un gran volumen de negocios en Cádiz y en
Sevilla. Antiguas ciudades mediterráneas como Palermo y Nápoles eran
grandes por sus dimensiones, pero económicamente inactivas. La tierra, por
lo general, se hallaba en manos de propietarios aristócratas. Los campesinos
eran «libres», no siervos como en la Europa Oriental, pero eran víctimas de
una pobreza que se agudizaba a causa de la baja productividad, de unos
duros impuestos y de la esterilidad de la tierra. La excepcional autoridad

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de la iglesia en aquellos países y la relativa inercia de las clases urbanas se
sumaron a las razones por las que aquella- región no participó en el
desarrollo europeo tan plenamente como en épocas anteriores.
Francia estaba a la cabeza del continente europeo en el siglo XVIII, y,
juntamente con los Países Bajos, la Italia septentrional y la Alemania al
oeste del Río Elba, constituía una tercera zona. En general, la aristocracia o
nobleza de la tierra era menos exclusivamente dominante que en la Europa
Oriental. La tierra se dividía, para su cultivo, en pequeñas parcelas, muchas
de las cuales pertenecían a los propios campesinos, en el marco de un
régimen señorial o «feudal», en el que el campesino tenía un derecho seguro
y hereditario a su tierra, a cambio de diversos pagos hechos al señor. El
campesino era «libre», no siervo. El propietario campesino podía comprar y
vender en el mercado, y entablar juicio ante los tribunales. Muchos campesi­
nos, naturalmente, no eran propietarios, sino jornaleros empleados por
otros campesinos o por los señores. Algunos trabajaban en sus cabañas
como tejedores para los comerciantes de las ciudades. Las ciudades eran
numerosas, generalmente separadas sólo por una jornada de viaje, y, aunque
pequeñas, albergaban a una considerable población de clase media. Mientras
en Polonia las cincuenta ciudades más grandes tenían una población conjun­
ta que no superaba a la mitad de los miembros de la nobleza, las cincuenta
ciudades más grandes de Francia sumaban una población cinco veces mayor
que la totalidad de la nobleza. Había más contacto entre la ciudad y el
campo que en la Europa Oriental. París era la ciudad más grande del
Continente, y también su capital intelectual. Los puertos de mar como
Burdeos y Nantes prosperaban, y las grandes familias mercantiles y dirigen­
tes, así como los aristócratas propietarios de la tierra, construían residencias
en muchas ciudades de la provincia. Todo esto había de ser importante en la
Revolución Francesa.
Inglaterra, o la Gran Bretaña (porque Inglaterra y Escocia se unieron
en 1707), era, en muchos aspectos, el país más avanzado de Europa, y
bastante distinto del Continente para constituir por sí solo una cuarta zona.
Había tenido sus guerras civiles y su revolución política en el siglo anterior,
y, a partir de 1688, estaba gobernado, cada vez en mayor medida, por su
Parlamento, en el que predominaban los intereses agrícolas. Había menos
diferencia legal entre las clases que en el Continente. Sólo unas doscientas
personas eran «pares», es decir, nobles, que se sentaban en la Cámara de los
Lores; sus hijos eran plebeyos que, con la excepción del primogénito que
heredaba la dignidad de par, acababan fundiéndose con las clases medias
superiores. La propiedad de la tierra se concentraba en un pequeño número
de personas, entre las que se incluían los grandes duques y otros pares, y
también una gentry (hidalgos), más numerosa. Los terratenientes recibían
sus rentas, no mediante el cobro de pequeños tributos abonados por los
campesinos, como en la Europa Occidental, ni mediante la explotación
directa del trabajo de los.siervos, como en la Oriental, sino arrendando la
tierra a granjeros intermediarios, que, a su vez, empleaban a obreros
agrícolas mediante salarios. Así pues, la aristocracia (pares y gentry) era ya
un tanto «burguesa», en el sentido de que trataba de elevar al máximo sus
rentas en dinero; existía una clase de importantes granjeros medios; y la gran

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masa de los obreros agrícolas no era una fuerza de trabajo coactivo, ni era
todavía un campesinado que se hubiera hecho conservador por haber
adquirido unos derechos sobre el suelo. La clase media comercial y profesio­
nal era fuerte, y se hallaba más unida a la aristocracia de lo que solía estarlo
en el Continente. El gobierno, aunque controlado por la aristocracia de la
tierra, atendía a las necesidades de las clases mercantiles. Libraba guerras,
no por intereses dinásticos, sino por beneficios comerciales. Hacia 1760,
Inglaterra había adquirido un gran imperio colonial, construido una marina
y conquistado el dominio del mar. Sostenía un amplio y creciente comercio
con las islas del Caribe, con las colonias americanas que luego fueron los
Estados Unidos, y con la India, así como con Europa, además de un
esporádico y a veces ilícito comercio con la América Española, y del
comercio africano de esclavos, mediante el cual se proporcionaba una fuerza
de trabajo a las plantaciones transatlánticas, y se enriquecían ciudades como
Liverpool y Bristol. El comercio de esclavos, naturalmente, fue explotado
también por los holandeses, franceses, españoles y portugueses, debido a la
importancia, en la economía internacional de aquel tiempo, de las Indias
Occidentales y del Brasil.
Estas diferencias entre las distintas partes de Europa contribuyen a
explicar por qué, en el siglo XVIII, se produjo en Inglaterra una revolución
económica e industrial, y en Francia tuvo lugar una revolución más política,
que se extendió, rápidamente, más allá de las fronteras francesas, por lo que
aquí hemos llamado tercera zona, mientras las regiones orientales y medi­
terráneas se mantenían más conservadoras, menos abiertas a las influencias
políticas de la Revolución Francesa, y menos capaces de seguir a Inglaterra
por el camino de la industrialización. Realicemos ahora, en esta introduc­
ción, un examen de la Revolución Industrial en Gran Bretaña, y del anden
régime en el continente europeo, cuyo hundimiento condujo a la Revolución
Francesa de 1789.

L a Revolución Industrial

El problema tiene dos aspectos: definir qué se entiende por industrializa­


ción, cuyo primer episodio fue la «revolución industrial», y comprender por
qué se produjo primeramente en Inglaterra. En pocas palabras, una sociedad
industrial es aquella en que la energía es proporcionada por máquinas, y no
por músculos humanos o animales, ayudados por turbinas y por la fuerza
del viento actuando sobre las aspas de los molinos y sobre las velas de los
barcos. Las consecuencias son, evidentemente, enormes. Los hombres y los
animales sólo pueden trabajar un determinado número de horas diarias, el
viento puede no soplar, y una turbina deja de girar si el caudal de agua se
seca en verano o se hiela en invierno. La máquina puede funcionar de noche
y de día, sin descanso, y, si se cuida debidamente, puede durar muchos años.
La diferencia de escala es inmensa. Una determinada mina, en Inglaterra,
antes de la industrialización, empleaba 500 caballos para sacar agua de los
pozos. Una máquina puede producir más energía que cualquier número
disponible de animales; a comienzos del siglo XX, se calculó que si toda la

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energía que entonces se obtenía de otras fuentes (que en aquel tiempo
consistían principalmente en el carbón) hubiera de ser producida por hom­
bres y animales, se necesitaría cada centímetro cuadrado de la superficie
terrestre, incluidos los desiertos y las extensiones árticas, sólo para acoger a
tantos seres vivos, y para facilitarles vivienda y alimentación. Hasta hace
poco tiempo, se creía también que las fuentes minerales de energía eran
virtualmente inagotables. El incremento en el uso del carbón a partir del
siglo XVIII fue asombroso, hasta el punto de que, en 1870, Inglaterra
producía anualmente 100.000.000 de toneladas. Una consecuencia de ello fue
que, hasta el advenimiento de la era eléctrica y nuclear, las principales áreas
industriales del mundo se hallaban situadas cerca de las cuencas carbonífe­
ras, primero en Inglaterra, luego en Bélgica y en el valle del Ruhr, en
Alemania, y en las regiones de los Allegheny de los Estados Unidos.
La energía así generada sé aplicaba a las máquinas, y el uso de una
compleja maquinaria de motor es otro signo de una sociedad industrializada.
Esas máquinas comenzaron utilizándose en la producción de hilaza y de
tejidos, luego en las minas de carbón y de hierro, y después, en el siglo XIX,
se aplicó a los buques de vapor y al ferrocarril, con lo que se llevó a cabo
una «revolución en el transporte». Las máquinas pesadas tenían que colo­
carse en grandes construcciones, llamadas fábricas o factorías, y, con el
ferrocarril, esas factorías y las casas de los obreros se concentraron en las
ciudades. Anteriormente, la mayor parte de la manufactura artes ana se
había realizado en zonas rurales y en ciudades muy pequeñas, para un
mercado local. Con la maquinaria de motor y con los ferrocarriles, el
crecimiento de la industria significó urbanización rápida, con los problemas
sociales inherentes. Significó también un gigantesco incremento en el volu­
men total de los artículos producidos, y un descenso en el coste de produc­
ción por unidad, de modo que los precios cayeron. Inglaterra, por ejemplo,
hacia 1750, importó y consumió unos dos millones de libras de algodón en
rama, que fueron hilados y tejidos por trabajadores rurales en sus cabaflas;
un siglo después, consumía unos 400 millones de libras en sus factorías; y el
precio del algodón había descendido casi a una vigésima parte del que tenia
en 1750. Aplicado a una variedad de productos, este principio significó una
elevación en el nivel de vida de los habitantes de los países industrializados.
Hubo también efectos menos favorables. Las primeras factorías eran ingra­
tos lugares de trabajo, y a menudo dependían del trabajo de los niños,
mientras los tejedores manuales se empobrecían porque no podían competir
con las factorías; v como los efectos eran internacionales, las artesanías
tradicionales de la India y de otras partes del mundo se vieron arrinconadas
por la afluencia de productos más baratos, procedentes de Inglaterra y de
Europa. En general, tanto en Europa como en América del Norte, a
mediados del siglo XIX, la mayoría de la población gozaba de un nivel de
vida superior al de cualquier otro tiempo pasado.
Se dice, a veces, que la Revolución Industrial no tiene fin. Y, en efecto,
otra característica es la de que se perpetúa. Una vez iniciado, el proceso
continúa indefinidamente. El «despegue» conduce al «desarrollo que se
sostiene a sí mismo». Un producto nuevo crea la demanda de otros. Una
invención da origen a la siguiente. La invención misma se convierte en un

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hábito. La ciencia pura, es decir, la física y la química, que tuvieron poca
importancia en las primeras fases de la industrialización inglesa, fueron cada
vez más decisivas, a partir de 1800. La aplicación sistemática de la ciencia a
la industria produjo la tecnología moderna, que, a su vez, produce y se
espera que produzca nuevas soluciones a los problemas que vayan surgiendo.
La sociedad contemporánea, que utiliza la maquinaria de motor, tras haber
comenzado con la era del carbón, pasó, a finales del siglo XIX, a la era de la
electricidad y del petróleo, que dio origen al motor de combustión interna,
y en especial al automóvil, al que seguiría, a mediados del siglo XX, la
retro-propulsión y la energía nucléar. Interminable también en el sentido
geográfico, la industria moderna que comenzó en Inglaterra y luego se
extendió a Europa y a América del Norte, siguió extendiéndose por la
América Latina y por Asia, hasta el punto de que las fábricas de acero y las
factorías textiles del Brasil y de Taiwan socavan los fundamentos mismos
sobre los que en otro tiempo se levantó la supremacía industrial de los
antiguos centros de la Civilización Occidental. Hasta dónde puede llegar esta
apárente infinitud, tanto en el sentido tecnológico como en el geográfico, es
una pregunta para el futuro, a la que ningún trabajo de historia puede tener
la pretensión de responder.
¿Por qué comenzó en Inglaterra la Revolución Industrial? Todos los
demás países, cuando se industrializaron, se vieron influidos por un ejemplo
preexistente. Europa y América del Norte comenzaron con m áquinas impor­
tadas de Inglaterra, con obreros ingleses contratados para manejar la
maquinaria y para instruir acerca de su manejo, y, muy frecuentemente, con
capital obtenido en Inglaterra mediante préstamos e inversiones. El desarro­
llo del Tercer Mundo, más reciente, ha implicado también una tecnología
importada, unos consejeros técnicos extranjeros y unos fondos prestados.
Solamente los ingleses entraron en la era industrial sin ese estímulo exterior.
En otros países, que se industrializaron después, una gran parte de la
iniciativa procedió de los gobiernos, y, ya en el siglo XX, como en la Unión
Soviética y en la República Popular de China, mediante un alto grado de
planificación centralizada. En Inglaterra, la revolución industrial fue la
consecuencia de innumerables decisiones y acciones de personas privadas.
No hay razón alguna para suponer que los ingleses y los escoceses fuesen
individualmente más inventivos, imaginativos o laboriosos que sus vecinos
del otro lado del Canal, La explicación radica en la combinación de
condiciones sociales, económicas, políticas, legales y psicológicas que hicie­
ron de Inglaterra un país único.
Inglaterra era, probablemente, el país más rico de Europa, per capita,
con la excepción de Holanda, ya antes de la industrialización. Sus pobres,
aunque numerosos y miserables, lo eran menos que los pobres del Continen­
te. Los viajeros observaban que, en Inglaterra, incluso los más pobres
llevaban zapatos de cuero, mientras en otras partes usaban calzado de
madera o iban descalzos. Los salarios eran altos, comparados con los niveles
del siglo XVIII. Había una clase próspera y experimentada de comerciantes,
que se fortalecía, gracias al comercio interior y a unas exportaciones cada
vez más cuantiosas. Los artículos de lana eran la más importante manufac­
tura tradicional, la cual, aunque producida por obreros manuales en sus

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cabañas, estaba coordinada por comerciantes que conocían los mercados
nacional, colonial e internacional, y que ya la habían convertido en un
negocio a gran escala.
La agricultura era productiva, y su productividad, es decir, su producto
por acre y por obrero individual, aumentaba rápidamente ya antes de 1750.
La tierra, según hemos señalado ya, pertenecía a pocas personas relativa­
mente, pero los propietarios podían elegir como granjeros a los mejores
hombres, dictar las condiciones de arrendamiento, y .encontrar un granjero
más eficiente, si así lo deseaban, cuando el arrendamiento llegaba a su
término. Muchos propietarios eran suficientemente ricos para poder hacer
inversiones de capital, convirtiéndose así en «terratenientes introductores de
mejoras», es decir, que podían abordar la introducción experimental de
nuevas cosechas, la cría selectiva de ganado, la compra de nuevos utensilios,
la desecación de terrenos pantanosos, y la construcción de cercas, vallas y
caminos, todo lo cual requería un desembolso inicial de dinero, con el
correspondiente riesgo de que no diese rendimiento alguno durante muchos
años. Aquellas mejoras sobrepasaban las posibilidades de los campesinos del
Continente, y los más grandes propietarios de Francia y de Alemania,
principalmente los nobles, o no tenían interés por aquellas cuestiones mate­
riales, o se hallaban imposibilitados, a causa de las limitaciones del sistema
señorial. En Inglaterra, donde el Parlamento era soberano y los propietarios
controlaban el Parlamento, pudieron elaborar una legislación que extinguía
los antiguos derechos señoriales y comunales. El resultado fue una serie de
obras de cercado, por las que unas pequeñas parcelas de tierra en campos
abiertos se consolidaban en terrenos más extensos, protegidos por cercas,
bajo leyes de propiedad privada que concedían gran libertad al dueño, el
cual podía, en consecuencia, introducir las innovaciones que desease. El
incremento en la producción de artículos alimenticios no sólo enriqueció a
los terratenientes, sino que permitió que la población aumentase sin empo­
brecerse, e hizo posible el mantenimiento de una creciente fracción de la
población dedicada a otras ocupaciones.
Las formas de gobierno y las leyes favorecían la actividad económica.
Tras la Revolución de 1688, con el creciente poder del Parlamento, las
minorías ricas y el gobierno coincidieron de un modo más estrecho que en el
Continente. Si esto significó que los ricos gobernaban el país, significó
también que entregaban su dinero a un gobierno en el que ellos podían
confiar, pues tenían su control. Los ricos terratenientes pagaban una gran
proporción de los impuestos, sin las exenciones ni los privilegios de que
gozaban en la mayor parte de Europa. Entre otras cosas, fundaron también
el Banco de Inglaterra, en 1694. El Banco no desempeñó un papel directo en
la financiación de la Revolución Industrial, pero contribuyó a proporcionar
una base de estabilidad fiscal que favorecía las iniciativas privadas, porque
Inglaterra no tuvo que valerse de las inciertas e imprevisibles medidas
financieras a que otros gobiernos tuvieron que recurrir, y nunca tropezó con
la bancarrota en que acabó hundiéndose la monarquía borbónica. El país
acertó a afrontar una deuda nacional creciente, que financió las guerras y
una marina cada vez más poderosa, que, a su vez, amplió los mercados
ultramarinos. Las guerras en que intervino Inglaterra se libraron en Bélgica,

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en Baviera, en América del Norte y en el mar. En Inglaterra no se mantenía
un ejército costoso, y el país se libró de los daños en la agricultura, de la
destrucción de edificios y de puentes, y del general quebrantamiento de la
vida civil, que asolaron, de cuando en cuando, a distintas partes de Europa.
El país se unificó; no había tarifas interiores, ni grandes provincias semi-
autónomas con distintos ordenamientos legales y tributarios. Inglaterra (sin
Escocia ni Gales) no era más que una cuarta parte de la extensión de
Francia, y apenas tenía más que una cuarta parte de la población francesa en
1700, pero presentaba el más amplio y libre comercio nacional de Europa. A
partir de 1700, hubo una gran actividad en la mejora de carreteras y en la
construcción de canales, que establecieron un contacto más estrecho entre
todas las partes del país. Las ligas comerciales conservadoras en las ciudades
habían desaparecido o perdido su posibilidad de controlar y restringir la
producción, mientras en el Continente permanecían activas o incluso eran
protegidas por el gobierno central —en Francia, por ejemplo— como parte
de un sistema general de regulación. En la cima de la sociedad, como la
monarquía se había hecho constitucional, y estaba, de hecho, germanizada,
y era, por lo tanto, extranjera en los primeros años de la casa de Hannover,
no existía una sofisticada corte real, en torno a la cual creían que debían
congregarse las personas importantes. Los duques, los condes y las personas
ricas se construían elegantes casas de campo, pasaban una «season» -en
Londres, hacían el «grand tour» por Europa, y vivían a un nivel ostentoso
con multitud de criados, pero no necesitaban un despliegue tan continuado y
fastuoso, ni un gasto suntuario como los que se requerían en Versalles, en
Madrid o en Viena. Tenían tiempo y podían permitirse colocar parte de sus
rentas en inversiones más remuneradoras.
Si atendemos a la transformación de la manufactura en términos econó­
micos de oferta y demanda, observaremos que la primera presión se produjo
por parte de la demanda, que alcanzó un punto en que ya no podía seir
satisfecha mediante los antiguos métodos de la oferta. La existencia de uria
amplia clase media, con muchos miembros de la clase trabajadora pór
encima del nivel de pobreza, e incluso con los pobres menos pobres que en
otros países, significaba un mercado potencial para los artículos de consumo
corriente y de uso diario, como el vestido y el menaje del hogar. La
población aumentaba también en el siglo XVIII; aumentaba, por lo general,
en toda Europa, pero, mientras en algunos sitios, como la Italia meridional,
más población significaba más pobreza, en Inglaterra el aumento se produ­
cía sin pérdida de los niveles de vida. El aumento de población significaba,
pues, una ampliación del mercado interior. Además, existía también el
creciente mercado de ultramar, y también aquí la demanda se centraba prin­
cipalmente en los artículos de consumo corriente. Las islas del Caribe
necesitaban ropas sencillas para sus esclavos. Las colonias continentales de
la América del Norte británica, donde la población blanca, en 1760, había
llegado a ser tan numerosa como la cuarta parte de la propia Inglaterra, y
donde aún había pocas manufacturas, importaban también de Inglaterra
muchos artículos corrientes, como tejidos y ferretería.
Es fácil, pues, comprender por qué la industrialización comenzó en
Inglaterra, no con la brusca y forzada construcción de grandes proyectos de

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realizaciones mecánicas, ni tampoco por una necesidad militar, sino a causa
de las mejoras en la producción de objetos corrientes de amplia utilización
práctica, y en especial con la producción de tejidos de algodón. Los
algodones, estampados con colores brillantes, habían aparecido por primera
vez en Inglaterra como importaciones de la India, en el siglo XVII. Y, en
realidad, las fábricas indias, por ser de alta calidad, continuaron encontran­
do compradores en Inglaterra y en otros países, durante mucho tiempo. La
ventaja de los algodones ingleses, una vez que se aplicaron métodos mecáni­
cos, consistió en que, si bien eran más bastos y sencillos, también eran más
baratos. Hicieron posible que más gente poseyese una mayor variedad de
vestidos y disfrutase de las comodidades de ropa interior, sábanas, mantele­
rías y pañuelos, que antes, cuando eran de seda o de lino, habían constituido
lujos para gentes acomodadas. El algodón tenía también la ventaja de ser
más lavable que las lanas, y, en consecuencia, más sano; y era también de
peso más ligero, por lo que resultaba más adecuado para los climas cálidos
de las regiones transatlánticas y mediterráneas.
Se satisfizo la demanda, mediante una serie de invenciones. En 1733,
John Kay inventó un procedimiento llamado la lanzadera volante, con la que
sólo se necesitaba un hombre, en lugar de dos, para manejar un telar. Como
se tejía más paño, había una demanda creciente de hilado, que se satisfacía
mediante una serie de nuevos aparatos utilizados para hilar, como la
«jenny» introducida en los años 1760 y la «water frame» de Richard
Arkwright, de 1769, con la que se podían hilar simultáneamente muchos
hilos. Poco después, Arkwright sustituía la energía hidráulica con un motor
de vapor, y reunió sus motores, sus máquinas y a sus trabajadores en una
fábrica o factoría. La producción de hilado sobrepasaba ahora la posibilidad
de los tejedores de convertirlo en paño. Edmund Cartwright patentó un telar
mecánico en 1787. Como no cesaban de agregarse mejoras, un muchacho
con dos telares mecánicos podía producir, en 1820, quince veces más paño
que un tejedor de otro tiempo trabajando con un telar de mano en su
cabaña. El enorme incremento en la demanda de algodón en rama se
satisfizo principalmente gracias a la parte meridional de los Estados Unidos,
donde el invento de la desmotadora de algodón, en 1793, facilitó considera­
blemente lá eliminación de las semillas. Las importaciones inglesas de
algodón en rama se multiplicaron por cinco entre 1790 y 1820. En conse­
cuencia, el algodón en rama se convirtió en la principal exportación ameri­
cana, y los Estados Unidos, tras haber proclamado la libertad y la igualdad
en la Revolución Americana, se encontraron con que dependían cada vez
más de la esclavitud negra, a causa de los cambios industriales en Gran Bre­
taña.
La máquina de vapor, aplicada a las hilanderías de algodón en los
años 1780, había ido desarrollándose a lo largo de un siglo. Mientras las
primeras máquinas utilizadas para hilar y tejer estaban hechas de madera y
movidas por turbinas, la máquina de vapor tuvo que construirse de hierro,
desde el principio. La energía de vapor, la maquinaria de hierro y las minas
de carbón se desarrollaron simultáneamente. La ganga de hierro se fundía,
originariamente, con carbón de leña, un producto de la madera. Los bosques
de Europa habían ido disminuyendo desde la Edad Media, y, en 1700, la

16
escasez de madera en Inglaterra fue agravándose, hasta el punto de que los
fundidores del hierro recurrían cada vez en mayor medida al carbón. No
podían excavarse pozos más profundos de carbón, mientras alguien no
idease mejores métodos para extraer el agua. Hacia 1702, Thomas Newco-
men construyó la primera máquina de vapor económicamente interesante,
que pronto fue muy utilizada para impulsar las bombas en las minas de
carbón. Consumía tanto combustible en proporción a la energía producida,
que sólo podía emplearse, por lo general, en los propios campos de carbón.
En 1763, Jaime Watt, un técnico de la Universidad de Glasgow, comenzó a
introducir mejoras en la máquina de Newcomen. Formó una sociedad con
Matthew Boulton. Boulton, inicialmente fabricante de juguetes, de botones
y de hebillas de zapatos, facilitó los fondos para financiar los experimentos
bastante costosos de Watt, el equipamiento elaborado a mano y las ideas que
iban desarrollándose lentamente. En los años 1780, la firma de Boulton y
Watt gozaba de una asombrosa prosperidad, fabricando máquinas de vapor
para uso inglés y para el comercio de exportación.
Al principio, mientras no pudieron conseguirse más perfeccionamientos y
una mayor precisión en el trabajo del hierro, las máquinas eran tan pesadas
que sólo podian utilizarse como máquinas fijas: así ocurría, por ejemplo, en
las hilaturas de Arkwright y en otros casos. Inmediatamente después de
1800, la máquina de vapor fue utilizada con éxito para impulsar embarca­
ciones fluviales, especialmente en el Hudson, en 1807, por Robert Fulton,
que empleó una máquina importada de Boulton y Watt. Simultáneamente,
comenzaron los experimentos con energía de vapor para el transporte
terrestre. Así como había sido en los campos de carbón de Inglaterra, un
siglo antes, donde se había empleado para usos prácticos la máquina de
Newcomen, así también ahora fue en los campos de carbón donde por
primera vez convirtió en «locomotora» la máquina de Watt. Mucho antes de
1800, las minas habían empezado a utilizar «railes», por los que unas
vagonetas con ruedas de pestañas, tiradas por caballos, transportaban el
carbón a los canales o al mar. En los años 1820, las máquinas de vapor se
incorporaron con éxito a vehículos móviles. La primera locomotora plena­
mente satisfactoria fue la R ocket de George Stephenson, que en 1829, en el
Ferrocarril de Liverpool y Manchester, de reciente construcción, nó sólo
alcanzó una asombrosa velocidad de dieciséis millas por hora, sino que
superó también otras pruebas más importantes. En los años 1840, la era de
la construcción de vías férreas se había iniciado ya en Europa y en los
Estados Unidos.
No es suficiente recitar una lista de inventos y de innovaciones técnicas,
porque hay que explicar otras muchas cosas. Las sociedades, en su mayoría,
suelen ser muy conservadoras, con obreros que no quieren abandonar sus
lugares adquiridos, y con personas ricas más inclinadas a disfrutar de sus
ocios y de sus comodidades que a emprender nuevas e inciertas aventuras
que, en el mejor de los casos, pueden ser inquietantes, y, en el peor, originar
graves pérdidas. La industrialización requiere un alto grado de movilidad en
diversos sentidos, una movilidad de la fuerza de trabajo en virtud.de la cual
los obreros cambian sus ocupaciones, una movilidad geográfica en virtud de
la cual familias enteras se desarraigan de sus hogares, y una movilidad de

17
capital en virtud de la cual las inversiones pueden desplazarse de una forma
de producción a otra, como cuando Matthew Boulton distrajo una parte de
los beneficios de sus negocios ya existentes para financiar a Jaime Watt y su
máquina de vapor. La Revolución Industrial se produjo en Inglaterra,
gracias a la movilidad y a las motivaciones personales que la sociedad per­
mitía.
En Inglaterra, más que en otros países pre-industriales, había muchas
personas en todas las clases sociales que eran sensibles a los incentivos
económicos, personas que, ricas o pobres, estaban ya acostumbradas a
recibir sus ingresos en dinero, como consecuencia de una nueva inversión, o
de la venta de más artículos, o la percepción de salarios más altos por el
trabajo realizado. Existían ya un capitalismo y una economía de mercado.
Las primeras fábricas reclutaron su fuerza de trabajo, principalmente, entre
los tejedores manuales y sus familias. Los salarios que se pagaban, aunque
bajos en relación con los niveles posteriores, eran atractivos para los
tejedores manuales que ya no podían vender sus productos a un precio
competitivo. Los inventores, por lo general procedentes de la clase media,
podían confiar en que serían recompensados por sus inventos afortunados,
pues encontrarían personas que confiarían en que tales inventos serían útiles
y provechosos. Era más fácil la introducción de nuevos métodos de produc­
ción, a causa de la decadencia de los gremios en Inglaterra, porque en Ingla­
terra en el pasado, y en el Continente todavía, protegían los antiguos procedi­
mientos, actividades e intereses. Las invenciones del siglo XVIII, en su
mayoría, eran sencillas, y las nuevas máquinas estaban al alcance de una sola
persona emprendedora o de una familia. Una máquina de hilar de madera por
ejemplo, sólo costaba, en 1792, unas 6 libras. Para empresas mayores, tom o
las de minas y energía, o la construcción de canales, las personas ricas que
obtenían sus ingresos de la tierra se inclinaban a prestar o a invertir dinero,
mediante la formación de sociedades o la compra de acciones de las
compañías. En esos casos, la administración solía confiarse a miembros de la
clase media, pero los hijos más jóvenes de las familias aristocráticas podían
también dedicarse a los negocios, especialmente al comercio en gran escala.
Habia una gran inclinación a afrontar los riesgos, o a aceptar la posibilidad de
pérdidas con la esperanza de los beneficios, o a absorber la pérdida de un tipo
de actividad mediante las ganancias logradas en otra. En una palabra, fueron
la libertad y la fluidez de la sociedad británica las que hicieron de los ingleses
el primer pueblo que entró en la revolución industrial.
Pero no debe exagerarse la subitaneidad dercambio. Hasta después de las
guerras napoleónicas, no llegó a manifestarse plenamente el efecto de la
revolución industrial, ni siquiera en Inglaterra. Aunque en 1850 Inglaterra
producía más hierro que todo el resto del mundo junto, en 1780 producía
menos que Francia. Las guerras de la Revolución Francesa y del Imperio
revelaron que en tecnología militar se habían introducido muy pocos cam­
bios. En aquellas guerras, Inglaterra fue el más constante adversario de los
franceses, pero el ejército inglés utilizaba mosquetes que apenas se diferen­
ciaban de los empleados en la Guerra de Sucesión Española de cien años
antes, los cañones ingleses no eran mejores que los de Francia o Austria, y
aunque la marina inglesa obtenía victorias, el arte de la construcción de

18
barcos era conocido también por los franceses. Todavía en 1851, el censo
británico registraba a más personas trabajando en la agricultura y en el
servicio doméstico que en las fábricas, y la hilandería de algodón media no
empleaba a más de 200 personas, mientras miles de telares manuales
funcionaban todavía en las cabañas rurales. Hasta después de 1800, los
efectos de la Revolución Industrial se limitaron a la industria textil, acompa­
ñados por cambios en la minería y en la metalurgia. Había aparecido la
máquina de vapor, y era un poderoso símbolo de los cambios que se
avecinaban, pero aún no se había hecho sentir todo su efecto sobre la
manufactura y sobre el transporte. Las ciudades crecían, pero los problemas
de la nueva ciudad industrial —hacinamiento, pobreza, mala vivienda,
chimeneas de las fábricas, basura, poca sanidad, y la tensión entre los
obreros proletarizados y los capitalistas— fueron problemas del siglo XIX,
no del XVIII. La Revolución Industrial no fue una revolución en el sentido
de cambio brusco; incluso en Inglaterra, se desarrolló a lo largo de unos cien
años, si establecemos su comienzo en 1760.
Mientras los ingleses se embarcaban en una revolución económica, sin
saberlo muy bien, puesto que nada semejante había ocurrido anteriormente
a ningún pueblo, los franceses se lanzaban a una revolución política tan
evidente, violenta y sensacional, que nadie podía dejar de verlo. Es una
paradoja de la historia europea que los ingleses, económicamente tan
progresistas, continuaron siendo social y políticamente conservadores, por
encontrarse satisfechos con las condiciones de su próspero país, mientras en
Francia, donde el cambio económico era lento en aquel tiempo, estalló, en
1789, una revolución de la que habían de derivarse ideas modernas acerca
del gobierno, de la nacionalidad, de la ciudadanía, de los derechos legales,
del constitucionalismo, y de la libertad y de la igualdad —y, en cierta
medida, del socialismo y del endémico conflicto de clases.

E l A ncien Régime

Después de la Revolución Francesa, los franceses comenzaron a llamar a


lo que la había precedido el anclen régime, o «antiguo régimen». El término
puede aplicarse apropiadamente a toda la Europa anterior a la era del estado
nacional moderno, que ha sido la formación política característica de los
tiempos modernos. Este estado moderno puede ser democrático o no demo­
crático, liberal o autoritario, pero, en todo caso, es «nacional», pues se
supone que se basa en el consenso de sus habitantes, tiene un territorio
definido dentro de unas fronteras precisas y reconocidas, y es soberano, en
el sentido de que tiene una última jurisdicción sobre su pueblo, y de que es
independiente de otros estados y de que no se halla sometido a ningún poder
superior de carácter internacional, ni político, ni religioso. En épocas
recientes, el número de tales estados se ha multiplicado en todo ei mundo,
especialmente en Africa y en Asia, y los esfuerzos por reducir los poderes
independientes de los estados soberanos han tropezado siempre con dificul­
tades.
El anden régime era muy diferente. El estado no se hallaba todavía

19
plenamente consolidado. En proceso de crecimiento aún, era la más reciente
de las grandes instituciones de Europa. Se superponía a una variedad de
diversas organizaciones mucho más antiguas: la iglesia, la ley consuetudina­
ria, los sistemas de posesión de la tierra, la clase de sociedad feudal o noble,
las ciudades con derechos comunales, y con provincias diferenciadas como
Bretaña o Cataluña, que en otro tiempo habían gozado de una mayor
independencia. Europa se componía, esencialmente, de muchas pequeñas
unidades, con distancias medidas por la velocidad media de un caballo, que
raramente excedía de los cincuenta kilómetros diarios.
El anden régime es difícil de comprender, e incluso de describir, porque
era muy diferente del mundo en que hoy vivimos. Era una confusa mezcla de
instituciones de tres diferentes tipos, que pueden agruparse bajo los epígrafes
de monarquía, iglesia y sociedad en general bajo las formas sugeridas por
términos como «feudalismo» o « la sociedad de estamentos». Comencemos
por la iglesia.
La Europa meridional había sido cristiana desde tiempos antiguos,
interrumpidos en España por los prolongados siglos de dominación árabe.
También la zona más septentrional, y Polonia y Hungría al este, habían sido
cristianas desde el siglo XI. Todos los europeos eran, en principio, cristia­
nos, a excepción de los judíos, de los que ahora había muy pocos en la
Europa Occidental. La .estructura institucional de la iglesia, con su red de
diócesis, parroquias y órdenes religiosas que culminaban en el papa, era la
más antigua de Europa. En el siglo XVI, la Cristiandad Occidental se había
dividido en dos áreas —Protestante y Católica—, entre las que había
importantes diferencias, pues los Protestantes rechazaban la autoridad del
papa y abolían las órdenes religiosas, pero los países Protestantes y Católicos
tenían también rasgos comunes. En todos los países había una religión
establecida u oficial: la Católica Romana en España, Portugal, Francia,
Italia, partes de Alemania, Polonia y Hungría; la Anglicana en Inglaterra e
Irlanda; la Luterana en partes de Alemania y Escandinavia; la Calvinista en
los Países Bajos, en Escocia y en algunos cantones suizos. Los países
protestantes, en su mayoría, durante el siglo XVIII, otorgaban una toleran­
cia legal, permitiendo a los disidentes religiosos la práctica de sus formas de
culto, pero en todos los países solamente los miembros de la iglesia estable­
cida gozaban de plenos derechos legales. Excepto en partes de Alemania, tal
tolerancia no existía en los países católicos, hasta que la monarquía francesa
concedió derechos civiles a los protestantes en 1787. Derechos iguales en
materia de religión, o ciudadanía independiente de las creencias religiosas,
no existían en ninguna parte de Europa antes de la Revolución Francesa.
La fuerza decisiva de la Iglesia radicaba, en parte, en su antigüedad, pero
principalmente en la auténtica creencia y en la fe de sus miembros, derivadas
de las tradiciones eclesiásticas y de la Biblia. La Biblia ofrecía casi todo lo
que la mayor parte del pueblo entendía por historia del mundo, y era la base
de la enseñanza moral. En el siglo XVIII, la fe iba debilitándose en los
círculos intelectuales, como veremos en el capítulo inmediato, pero se
mantenía viva entre la masa de la población. No era incompatible con un
penetrante anticlericalismo, en virtud del cual verdaderos creyentes religiosos
podían pensar que el clero era demasiado rico, egoísta, influyente, corrom­

20
pido, o incluso que estaba equivocado en su predicación de la verdad
cristiana. Entre los sectores no ilustrados, la religión se mezclaba con el
folklore y con la superstición.
La religión oficial se hallaba asociada al gobierno en todas partes, tanto
en los países católicos como en los protestantes. La coronación de los reyes
era una ceremonia religiosa, los obispos se sentaban en la Cámara de los
Lores de Inglaterra, y en el Continente el clero formaba el «primer estado».
Las iglesias enseñaban la obediencia al gobierno, generalmente citando a San
Pablo, que había dicho que toda autoridad, al representar un poder legíti­
mo, estaba instituida por Dios para beneficio de la humanidad. La propia
iglesia oficial, en este sentido, era una forma de autoridad pública, porque
Dios, en realidad, había transmitido dos clases de poder, una al estado y
otra a la iglesia, la primera para atender los problemas terrenales del
hombre, y la segunda para cuidar de su situación espiritual y para alcanzar
su salvación eterna. Sólo unos pocos protestantes disidentes cuestionaban
aquella consagración del gobierno. Pero, mientras la iglesia enseñaba obe­
diencia, el alto clero sostenía frecuentes querellas con los ministros del rey,
especialmente en los países católicos, donde la riqueza y el poder de la
iglesia seguían siendo mayores que en el mundo protestante. Los obispos
católicos argüían que el poder espiritual debía mantenerse independiente del
estado, pero, por lo general, los motivos de disputa se referían a cuestiones
más mundanas.
La Iglesia Católica, a través de sus diócesis, capítulos catedralicios,
monasterios y colegios, poseía cuantiosas propiedades, tanto rurales como
urbanas, cuya proporción variaba en los distintos países católicos, mayor en
España y en Bélgica que en Francia. Percibía unas rentas de aquellas
propiedades, como cualquier otro dueño, pero no pagaba contribuciones.
Además, cobraba el diezmo a todos los demás propietarios rurales, que
consistía, generalmente, en el pago de un diez por ciento del producto
agrícola anual. La exención de la iglesia de las contribuciones por sus
propiedades se justificaba sobre la base de que piadosos donantes, a lo largo
de los siglos, habían establecido fundaciones perpetuas para beneficio del
pueblo cristiano. A cambio de la exención de contribuciones en Francia por
ejemplo, la Iglesia hacía al rey un «libre donativo», cuya cuantía y cuyos
plazos se convirtieron en motivo de controversia. La Iglesia tenía también
su sistema de leyes canónicas y de tribunales eclesiásticos, que atendían a
materias como los delitos civiles y penales cometidos por su propio clero, y a
la regulación del matrimonio, de la vida familiar, a la legitimidad de los
hijos, y a la validez de testamentos y herencias, y, en consecuencia, a los
derechos de propiedad. También esto fue materia de permanente disputa
entre la Iglesia y el estado. Las autoridades religiosas también censuraban
libros, a menudo de acuerdo con el gobierno, pero a veces trataban de
suprimir libros que el gobierno aprobaba, como cuando los autores defen­
dían la posición del gobierno en los conflictos con el clero. Instituciones
benéficas, hospitales y hospicios estaban regidos por hombres y mujeres de
congregaciones religiosas. El clero tomaba la principal iniciativa en la escola-
rización elemental y en la difusión de las primeras letras, así como en la
preparación de los niños para ser cristianos. Los «colegios» o escuelas

21
secundarias en las que las clases alta y media recibían más amplia educación,
aunque generalmente sostenidas por las ciudades o por sus propias dotes,
utilizaban a profesores que, por lo general, eran miembros del clero. Cuando
la iglesia y el gobierno disputaban sobre otras cuestiones, la enseñanza en los
colegios podía resultar sospechosa. Tras haber sido disuelta la Compañía de
Jesús en los países católicos en los años 1760, y suprimida por el papa
en 1774, por razones que no guardaban relación alguna con la educación,
tuvieron que reorganizarse centenares de colegios en todos los países católi­
cos. En todas estas cuestiones de educación, socorro a los pobres, beneficen­
cia y jurisdicción legal, en el siglo XVIII se tendía a la secularización, o a la
asunción de autoridad por parte de los poderes civiles, pero el proceso estaba
incompleto.
La riqueza y el poder de Ja iglesia habían sido la fuente de los conflictos
con los gobiernos, constantemente, desde la aparición de las monarquías en
la Edad Media, Había sido una causa de la Reforma Protestante. En el siglo
XVIII, en los países protestantes, las iglesias habían perdido la mayor parte
de sus propiedades, aunque seguían siendo influyentes de otros modos. En el
mundo católico, y especialmente en Francia y en Espafia, los reyes habían
logrado una influencia indirecta sobre la iglesia al conquistar el derecho a
nombrar los obispos. Los reyes y las cortes reales disputaban con las cortes
eclesiásticas, y en España por el control sobre la Inquisición. Los miembros
del clero que se sentían amenazados en su propio país tendían a apelar a la
autoridad del papa. Las querellas localizadas entre gobernantes y eclesiásti­
cos podían, pues, adoptar el color de intereses nacionales contra una
autoridad internacional o ultramontana de Roma. Esta tendencia anti-papal
y anti-romana en el catolicismo se llamó galicanismo en Francia y febronia-
nismo en Alemania. El jansenismo, que en principio era un movimiento
puramente religioso de clérigos y laicos, y que se hizo anti-romano cuando
Roma lo declaró no ortodoxo, se convirtió en una fuente de discordia en
Italia y en Francia. Incluso en la España profundamente católica, el gobier­
no del rey andaba a la greña, a menudo, con el papa, y los «jansenistas»
atacaban a los jesuítas como partidarios de una excesiva autoridad romana.
En resumen, las iglesias se hallaban sólidamente entramadas en la
urdimbre de la vida europea, estaban consideradas como depositarías de las
verdades últimas, y conceptuadas como necesarias para preservar el orden
social, pero, al propio tiempo, resultaban, a veces, irritantes para los
gobiernos, y eran fuentes de las confusiones y conflictos que caracterizaron
el anden régime. Social y legalmente, el clero constituía el «primer estado».
Antes de la Revolución Francesa, se suponía que todas las personas pertene­
cían a un «estado», «orden», «estamento» o «brazo», incluso de un modo ar­
caico en Inglaterra, donde el jurisconsulto Blackstone identificaba unos
cuarenta niveles de status que iban desde el jornalero hasta el duque. Desde
otro punto de vista, Blackstone encontraba «tres estados del reino» en Ingla­
terra, es decir, el alto clero, la nobleza y los plebeyos. Indefinidas e incluso ab­
surdas en la Inglaterra del siglo XVIII, aquellas distinciones tenían más reali­
dad en el Continente. En parte, el estamento de un hombre se hallaba en rela­
ción con su nacimiento, que determinaba su rango en una jararquizada so­
ciedad de superiores e inferiores. En parte, recordaba las asambleas delibera­

22
doras que los reyes habían reunido para asistir a sus gobiernos, y que, en aten­
ción a las realidades del siglo XIII, habían estado compuestas, en general,
por el clero, la nobleza y los representantes de las ciudades. A partir de aque­
llas asambleas, se habían desarrollado el Parlamento inglés, los Estados Gene­
rales franceses, las Cortes de Castilla, y organismos similares en toda Europa.
En el siglo XVIII, el Parlamento inglés había llegado a ser, efectivamente, so­
berano, pero, en otras partes, aquellos organismos no eran más que vestigios,
y algunos ya no se reunían, en absoluto. De todos modos, la sociedad se
componía, en principio, de «estados» u «órdenes» legales, más que de clases
definidas por la propiedad de bienes o por el nivel de ingresos, como después
de la Revolución Francesa. Un noble o un caballero podían ser muy pobres, y
mantener, sin embargo, su status. Un plebeyo podia llegar a ser rico, pero
seguía siendo plebeyo. En general, se suponía que el estamento de un hombre
era el mismo de su padre, tanto por lo que se refería a su posición social como
a su profesión. La posición social se heredaba. Es decir, la teoría del anden ré-
gime prestaba poca atención a la movilidad social. En realidad, había más
movilidad de la que la teoría autorizaba, y este hecho contribuyó a erosionar
el anden régime.
En el esquema predominante, la nobleza formaba un segundo estado.
Las personas consideradas nobles, incluidas sus familias, eran en todas
partes una pequeña minoría, que iba desde el ocho por ciento de la
población en Polonia hasta menos del dos por ciento en Francia, y a sólo
doscientas cabezas de familia en Inglaterra. Pero los números reales eran
importantes, elevándose tal vez a 300.000 personas en Francia. Los nobles
eran, pues, un grupo heterogéneo, lejos de ser un estamento homogéneo pon
intereses comunes. Algunos eran ricos, como los grands seigneurs de Francia
y los grandes de España, pero muchos eran relativamente pobres, y vivían
como los más modestos hidalgos campesinos de Inglaterra. Algunos se
movían en un mundo de alta sociedad y frecuentaban las cortes reales, y
otros llevaban una existencia provinciana e incluso rústica. Unos poseían
títulos como el de conde o el de barón, y otros, no. Unos pocos tenían un
largo y distinguido linaje, y afirmaban que sus antepasados habían luchado
en las Cruzadas, y éste era, en realidad, el ideal de la nobleza, pero la mayor
parte de las familias tenía una posición noble de orígenes mucho más
recientes. Los reyes habían adquirido el derecho a «hacer» nobles, o a
otorgar status de nobleza a personas que no habían nacido con él, y muchos
nobles del siglo XVIII debían su posición a la buena fortuna de sus abuelos,
que habían sido útiles a reyes anteriores en sus ambiciones militares o en la
gobernación civil. En el siglo XVIII, era posible incluso obtener una patente
de nobleza por compra. Nobles necesitados se casaban, a veces, con las hijas
de plebeyos ricos, de modo que el árbol genealógico de los hijos era mixto.
Como la verdadera distinción social dependía de la pureza del linaje, unos
nobles miraban despectivamente a otros, y se decía que, si bien el rey podía
crear nobles, no podía hacer de nadie un caballero. Pero todos los nobles
consideraban como inferiores a los demás. La situación era, por lo tanto,
diferente de la de Inglaterra, donde, aun cuando Inglaterra er.a un país
altamente aristocrático, las líneas entre la nobleza, «gentry» y clases medias
superiores eran un tanto vagas. La nobleza, en el Continente, estaba

23
legalmente definida. Había casos excepcionales de fraude, pero, en general,
todos sabían si ellos mismos u otros pertenecían al orden de la nobleza. Esto
suscitó diversas rivalidades, ansiedades y ambiciones, y un deseo de elevarse
en prestigio social más que de hacer dinero mediante productivas actividades
económicas.
La nobleza confería importantes privilegios. Uno de esos privilegios era
la exención de ciertas formas de impuesto directo. Otro era el de tener un
tratamiento especial en los tribunales de justicia. O la familia noble tenia
asientos especiales en la iglesia del pueblo. O solamente los nobles tenían
derecho a llevar espada, pero esto era, sobre todo, una cuestión de etiqueta,
cada vez más ignorada. Ya fuese por estricta legalidad o por prerrogativa
consuetudinaria, los nobles recibían casi todos los nombramientos para los
cargos más distinguidos; se convertían en palaciegos de las reales casas, en
gobernadores de provincias, en obispos y arzobispos, en embajadores del
rey, en jueces supremos en los tribunales, y en generales y almirantes con
mando en las fuerzas armadas. Pretendían tener también el derecho especial
de dar consejos al rey. Mientras las antiguas asambleas medievales de
estados se hallaban en suspenso, este derecho era de menor importancia.
Pero cuando Luis XVI de Francia se vio obligado a resucitar los Estados
Generales en 1789, la nobleza se reunió como «segundo estado» en una
cámara propia, con un peso igual al del clero y al de todas las demás
personas del reino juntas. Esta amenaza de aumento de poder de la nobleza
precipitó la Revolución. La doctrina revolucionaria de la igualdad de dere­
chos estaba dirigida, en principio, contra las desigualdades producidas por
los privilegios de los nobles.
El status noble había surgido de la triple distinción medieval entre los
que guerreaban, los que rezaban y los que trabajaban. En el siglo XVIII,
sólo una minoría de nobles eran militares, aunque todos desdeñaban el
«trabajo» en el sentido de comercio o de actividad manual. La función
tradicional del noble consistía en ser el lord, o el seigneur, o el señor de uno
o más pueblos o señoríos. En gozar de derechos señoriales o «feudales».
Esto se había hecho también confuso al paso del tiempo, porque, especial­
mente en Francia y en lo que se ha llamado la tercera zona de Europa
Occidental, los derechos señoriales podían corresponder a personas de clase
media de las ciudades, o más raramente a campesinos, o a organismos
corporativos como colegios y hospitales. El «feudalismo» y los «derechos
feudales» habían pasado a ser materia de propiedad, e implicaban el derecho
a percibir un cierto tipo de renta.
El sistema feudal, manorial o señorial, que la Revolución iba a sustituir con
un sistema más moderno de propiedad, puede entenderse como un sistema en el
que una determinada porción de tierra origina una pluralidad de derechos y
de obligaciones. Los campesinos eran «libres» en el sentido de que no tenían
que prestar ningún trabajo obligatorio y gratuito. Los agricultores campesi­
nos podían ser propietarios, en el sentido de que disponían de una posesión
segura, que podían comprar o vender, o heredar o legar a sus hijos. Eran
dueños del producto, pero el cultivo estaba sometido a las limitaciones de los
derechos comunales, por lo que los tipos de cosechas sembradas, la determi­
nación de los campos en barbecho, y los momentos de la siembra y de la

24
cosecha dependían de la comunidad del pueblo. (Fue la eliminación de esas
limitaciones lo que hizo posible la rápida mejora de la agricultura en
Inglaterra). El campesino propietario tenía que pagar tributos al rey, y el
diezmo a la iglesia o a alguna persona laica a la que se hubiera transferido el
derecho del diezmo. También tenía que pagar al seigneur, pagos que
variaban notablemente de un lugar a otro, que podían ser ligeros o gravosos,
y que podían hacerse en dinero o en especie. En Francia, esos pagos recibían
nombres como el de cens, un pago en dinero, el de champart, un pago en
medidas de grano o de otro producto, el de lods et ventes, un tipo de
impuesto de ventas o de herencia pagado al señor, o el de banalités, derechos
pagados por el uso del horno o de la prensa de lagar del pueblo, que se
consideraba que pertenecían al señor del feudo. Estos eran los «tributos
feudales» que serían abolidos por la Revolución. Además, sobre todo si el
señor era un noble, el campesino podía estar sometido a su jurisdicción legal
en el tribunal del feudo, en el que podían resolverse pequeñas disputas y
repararse daños, pero en el que los nobles más altos también podían tener el
derecho a imponer condenas de muerte por delitos penales. Un signo de la
más alta nobleza era el mantenimiento de una horca en la propia hacienda. Los
tribunales señoriales habían ido pasando progresivamente a la supervisión de
los jueces reales, y habían de desaparecer con la Revolución, sustituidos por
tribunales locales mantenidos por el estado.
Esta sucinta información de los derechos y obligaciones «feudales» no es
una descripción adecuada del uso de la tierra en el siglo XVIII. Muchos
propietarios campesinos eran dueños de muy poca tierra, y muchos no
poseían ninguna, en absoluto. Algunos, en la Francia septentrional, trabaja­
ban como tejedores en sus cabañas, igual que en Inglaterra. Unos trabajaban
como jornaleros por un salario en las tierras, otros cuidaban del ganado y
otros quemaban carbón en los bosques. Algunos agricultores eran métayers
(aparceros), que compartían la cosecha con el propietario o con el señor, y
otros tenían arrendamientos durante plazos limitados, como el de nueve
años, a cambio de rentas establecidas. Por el contrario, no está claro en qué
medida los nobles dependían, realmente, en cuanto a sus ingresos, de los
tributos feudales tradicionales. El período de mediados del siglo XVIII fue
de relativa prosperidad para el campesinado francés. A partir de 1770, su
carga se hizo más pesada, pues sostenía a la iglesia, a la nobleza, al gobierno
y a distintos señores, mediante los impuestos, los diezmos y los tributos que
pagaba. En los últimos años del anden régime, los terratenientes comenza­
ron a cobrar los tributos señoriales más rigurosamente, a elevar las rentas al
expirar los plazos, y a imponer condiciones más duras a sus métayers, sin
preocuparse mucho de mejorar la productividad agrícola, como en Ingla­
terra. Los campesinos iban tornándose cada vez más hostiles, no sólo frente
al «feudalismo», sino también frente a un «capitalismo» que buscaba la
ganancia sin el correspondiente aumento de la inversión agrícola.
En las ciudades, también los individuos pertenecían a diferentes «esta­
dos», dispuestos en un orden jerárquico de categorías sociales y ocupacio­
nes. Algunas ciudades eran la residencia favorita de los nobles rurales, otras
eran principalmente centros eclesiásticos donde predominaba el alto clero, y
otras eran centros de gobierno y de los tribunales de justicia del rey. En el

25
mundo pre-industrial, no había verdaderas ciudades industriales, pero había
muchas ciudades comerciales; y en los puertos de mar y en los principales
centros del interior, los comerciantes ricos gozaban de una alta posición.
Todas las ciudades estaban llenas de hombres de leyes y de notarios, porque
la complejidad de la propiedad de la tierra y la variación de las leyes de una
provincia a otra creaban una gran actividad jurídica. Aquellos grupos
urbanos superiores proporcionaban los magistrados y los concejos de las
ciudades, que, si bien bajo el control del rey, ejercía, sin embargo, un gran
poder local. Los concejos eran, a veces, cooptativos, pues nombraban a sus
propios miembros, y, a veces, elegidos por un limitado número de votantes,
y, en todo caso, oligárquicos. Por debajo de las minorías profesionales y
gobernantes, los trabajadores con sus diversas cualificaciones se disponían
también en orden descendente, desde oficios tan respetados como el de los
orfebres hasta otros tan humildes como el de los peluqueros. Por lo general,
cada oficio tenía su gremio o «corporación», que trataba de limitar el número
de sus miembros, de proteger sus procedimientos y sus secretos, y de
oponerse a la competencia de nuevos hombres y nuevas ideas, especialmente
si procedían de fuera. Cada oficio, gremio o profesión tendía también a
convertirse en una unidad social, dentro de la cual se creaban amistades y se
concertaban matrimonios. Todavía más abajo en la escala social se encon­
traba la masa de los trabajadores menos organizados y menos favorecidos, '
los criados domésticos, los mozos de cuadra, los jardineros, los cocheros, los
aguadores, los ayudantes de la construcción, los porteadores y trabajadores
esporádicos de todo tipo, reforzados por las viudas pobres, los inválidos y
los vagabundos. Nadie pensaba que personas de tan baja posición tuvieran
voz en los asuntos públicos.
La monarquía era la única institución que se mantenía por encima de
toda aquella confusión de clero y nobleza, diócesis y provincias, señoríos y
ciudades, gremio y clases inferiores inarticuladas. Un reino era un manojo de
organismos con diferentes privilegios. El rey era la única figura pública entre
intereses privados contendientes. Al tener poca solidaridad nacional, grandes
territorios se mantenían unidos por la lealtad a la corona. Pero conviene
recordar que muchos pueblos no tenían rey. La monarquía era menos
universal que la iglesia o que la sociedad de estados, rangos y órdenes que
acabamos de describir. Venecia y Génova eran repúblicas aristocráticas,
Toscana un gran ducado autónomo, y, en la Italia central, los estados
pontificios eran gobernados por el papa. Los cantones suizos constituían
pequeñas repúblicas, y lo eran también, en realidad, las patricias Provincias
Holandesas bajo su estatúder. La anómala República de Polonia tenía un
rey, que, sin embargo, no tenía poder. El Sacro Imperio Romano compren­
día unos 300 estados, 50 de los cuales eran ciudades libres, y otros eran
obispados y pequeños principados sobre los que no se ejercía, realmente,
ningún poder superior. La monarquía en Inglaterra, a partir de 1688, era un
símbolo del gobierno constitucional. Los auténticos monarcas de Europa, en
el siglo XVIII, podían contarse con los dedos de las manos: los reyes de
Francia, España y Portugal; los reyes de Suecia y Dinamarca (que entonces
poseía Noruega); los reyes de Nápoles y Cerdeña; y los tres grandes
gobernantes del Este: el zar de Rusia, el rey de Prusia y el gobernante de los

26
dominios de los Habsburgo: Austria, Hungría, Bohemia, Croacia, Milán y
los Países Bajos austríacos, por nombrar sólo los más importantes.
Con las singulares excepciones de Inglaterra y Polonia, y la del Sacro
Imperio Romano en la Europa central, la monarquía bajo el anden régime
estaba considerada como «absoluta». También era hereditaria en la familia
o dinastía real, de modo que la corona pasaba legalmente al hijo mayor
superviviente, o, en algunos países, a una hija, en el caso de que no hubiera
hijos. El carácter hereditario impedía disputas sobre la sucesión, y el
absolutismo significaba que el rey no podía ser perturbado por las querellas
de los magnates feudales y de los dirigentes religiosos, como en las guerras
de religión del siglo XVI. La monarquía preservaba la paz interior, y los más
firmes partidarios del rey solían encontrarse entre el pueblo llano. El rey,
como principio, recibía sus poderes de Dios, rio por delegación de un pueblo
o de una nación, o de fragmentos del pueblo, lo que había causado muchos
trastornos en el pasado. El soberano reinaba durante toda su vida, nadie
podía deponerle legalmente, y, aunque dependía de consejeros, nadie podía
contradecir su voluntad expresa.
Solamente las monarquías, en el siglo XVIII, mantenían ejércitos impor­
tantes, que habían sustituido a los ejércitos privados y a las bandas errantes de
un pasado turbulento. Los ejércitos se sostenían mediante los impuestos
reales, y no mediante el saqueo. Los soldados eran pagados, uniformados,
instruidos y alojados en cuarteles, separados de la población civil. Los
oficiales eran disciplinados, y estaban preparados para recibir órdenes y para
darlas. Los ejércitos, pues, eran para su propio pueblo una amenaza un poco
menor de lo que habían sido en otro tiempo. Además, constituían los
instrumentos mediante los cuales los monarcas luchaban entre sí, general­
mente por la conquista de territorio y por el ensanchamiento de sus domi­
nios. Pero, añtes de las guerras de la Revolución Francesa y de Napoleón,
los ejércitos eran muy pequeños, y pocas las batallas en que intervenían más
de unas decenas de miles de soldados. Carecía también de contenido ideoló­
gico; ni los aristocráticos oficiales ni los soldados rasos se sentían inspirados
por una causa superior. La guerra era menos destructiva que en el pasado, o
de lo que había de serlo después.
Las burocracias civiles se habían desarrollado también bajo las monar­
quías. Los reyes gobernaban por medio de consejos, cuyos miembros ellos
nombraban y destituían a voluntad, y crearon ministerios que iban hacién­
dose más especializados y profesionales, a medida que el tiempo pasaba.
Impusieron también a sus jueces reales y a sus funcionarios sobre las
autoridades tradicionales y locales, más antiguas, de que estaban compuestos
sus reinos. El proceso había ido más lejos en Francia, monarquía modelo
del anden régime. Raras veces se abolían las antiguas instituciones, pero al
lado de ellas se creaban otras nuevas. Cada provincia francesa conservaba su
gobernador, por lo general un noble eminente con grandes propiedades y
con relaciones personales en la provincia, pero los gobernadores iban
limitándose, gradualmente, a funciones militares y ceremoniales, y el país se
dividió en unos treinta nuevos distritos, cada uno de ellos bajo un «intenden­
te». El intendente solía ser un hombre de posición noble más reciente, que,
por lo tanto, dependía del rey para su ascensión, y que supervisaba y

27
controlaba todos los asuntos del rey en su área, informando directamente a
un ministro en Versalles.
Los tribunales supremos franceses eran alrededor de una docena de
parlements, cada uno para su región, como Bretaña y Languedoc. En parte,
procedían de los antiguos altos tribunales de ducados y condados anterior­
mente autónomos, y, en parte, ejercían el supremo poder judicial del Rey de
Francia en aquellas áreas. El Parlement de París era, sin duda, el más
importante, pues tenía jurisdicción sobre casi la mitad del país. Pero como
las leyes habían ido desarrollándose lentamente desde la Edad Media,
variaban de una localidad a otra, de modo que se decía que un hombre podía
cambiar de leyes más a menudo que de caballo. Los parlem ents provinciales
solían defender sus libertades regionales históricas. N o había más autoridad
legal central sobre los parlements que la del propio rey.
Los gobiernos reales necesitaban también innumerables recaudadores de
impuestos y personas dedicadas a la transmisión y al gasto de los fondos del
rey. La recaudación de los impuestos indirectos, como los de la sal y del
tabaco, solían asignarse a personas privadas —los arrendatarios de impues­
tos— que proporcionaban al gobierno una suma fija, a cambio del derecho
de recaudar los impuestos en el momento debido. Algunos de aquellos
arrendatarios de impuestos se hicieron muy ricos, y el «capitalismo» o las
«finanzas» del anden régime se referían más a aquella manipulación de dine­
ro de acuerdo con el gobierno que a un sistema de producción de artículos
útiles. En general, la clase media del Continente, más que la de Inglaterra, se
había desarrollado tanto mediante el trabajo político como el económico. Las
burocracias se reclutaban entre los jóvenes de preparación jurídica, de modo
que las escuelas de leyes florecían como viveros del servicio público.
Provistas de todo aquel aparato administrativo, las monarquías del siglo
XVIII se convirtieron en «despotismos ilustrados», de los que se habla más
en el capítulo siguiente; signos de monarquía «ilustrada» pueden encontrarse
en pequeños estados como Cerdeña, Nápoles y Dinamarca, en los principa­
dos alemanes, y en Portugal bajo el Marqués de Pombal, pero los déspotas
ilustrados famosos fueron Catalina II de Rusia, María Teresa y José II en
los dominios austríacos, Federico II de Prusia y Carlos III de España. En
Francia, era «ilustrado» el gobierno, ya que no el propio Luis XV. Los reyes
y sus ministros se preocupaban de todas clases de medidas innovadoras,
como las reformas de los impuestos, la construcción de carreteras, la
organización de escuelas militares y técnicas, el intento de aliviar la servi­
dumbre en Austria, la reducción de las tarifas internas, la inspección de las
manufacturas para proteger a los consumidores, y el control del precio del
pan para impedir motines en las ciudades. Fueron los despotismos ilustrados
los que desarrollaron la pólice, una palabra originariamente francesa que
pronto pasó a otros idiomas, y que al principio significaba un sistema de
regulación en una sociedad bien ordenada, y después el personal que
efectuaba aquella regulación, ya fuese por procedimientos públicos o secre­
tos. Los déspotas también chocaron con la Iglesia, alcanzando el punto
crítico con la supresión de los Jesuítas, que fueron expulsados de Portugal y
del Brasil en 1761, de Francia en 1762-64, de España y de sus posesiones en
1767 y del Reino de Nápoles en 1768. Bajo la constante presión para

28
financiar sus ejércitos y sus guerras, los gobiernos reales se vieron obligados
a imponer más altos tributos, que caían pesadamente sobre los campesinos, e
incluso a avanzar hacia la igualdad en la carga impositiva gravando con más
tributos a los nobles. Los intentos de reducir las desigualdades impositivas
tropezaron siempre con firme resistencia.
Las llamadas monarquías absolutas estaban, en realidad, lejos de ser
absolutas. Tenían grandes limitaciones en sus poderes efectivos. La ignoran­
cia, la apatía y la incomprensión, juntamente con unas comunicaciones
lentas e inseguras, obstaculizaban hasta la política más beneficiosa. Las
antiguas asambleas medievales de estamentos nunca llegaron a convertirse en
organismos responsables, dispuestos a conceder dinero al rey, y, a largo
plazo, a apoderarse del gobierno, como el Parlamento de Inglaterra. En el
Continente, las asambleas se enredaban en tales disputas, y hasta tal punto
se inclinaban a representar intereses especiales, que los reyes, sencillamente,
dejaban de utilizarlas, y, en consecuencia, tenían que echar mano de otros
recursos para atender a sus necesidades financieras.
Uno de esos recursos, que resultó muy perjudicial, fue la venta de cargos
públicos. Iniciado en Francia hacia 1600, pero también en otras partes, llegó
a ser posible para el que ocupaba un cargo transmitirlo a su hijo, o a
cualquier otra persona que él designase, a condición de pagar una cantidad
de dinero a la tesorería del rey. Los cargos, pues, pasaron a ser una forma de
propiedad privada, que podían heredarse o adquirirse de quienes antes los
ocupaban, y el rey perdió la facultad de seleccionar a sus propios servidores.
Se desarrollaron unos intereses creados, opuestos al cambio. O el rey
asignaba la categoría de nobleza a un cargo para aumentar su precio, lo que
molestaba a los nobles de nacimiento; o creaba nuevas maestrías en los gre­
mios, que los gremios acaparaban a fin de no verse inundados por advenedizos;
o cancelaba los derechos de los consejos de las ciudades, que las ciudades
volvían a adquirir para conservar un cierto grado de libertad local. Los
nombramientos en el ejército también se compraban y se vendían. Muchas
personas compraban cargos y nombramientos militares por el rango social
que conferían, lo que constituyó una práctica que no vino a mejorar la
eficiencia administrativa ni la militar. Es sorprendente que tal sistema
funcionase, en absoluto, pero es más comprensible si se tiene en cuenta que
en Francia los cargos más importantes, como los de intendente, miembro, del
consejo real o comandante de las fuerzas armadas, nunca se compraron, ni
se vendieron, ni se heredaron.
Sin embargo, los escaños en los parlements franceses se convirtieron en
una forma de propiedad privada, lo que daba a los jueces una segura
posesión vitalicia y les permitía oponerse al rey y a sus ministros. Surgieron
familias enteras de parlementaires, que se sucedían de generación en genera­
ción, y que formaron una nueva clase de nobleza, la noblesse de robe.
Muchos de aquellos hombres eran profundos estudiosos de las leyes, como el
famoso Montesquieu, y otros eran escrupulosos en el cumplimiento de sus
funciones judiciales, pero tendían a oponerse a las reformas que amenaza­
ban sus intereses profesionales o de clase, o a las propuestas de reducir la
esfera de su jurisdicción o de elevar los impuestos sobre la propiedad de la
nobleza, pues casi todos los parlementaires, en el siglo XVIII, eran nobles.

29
Sobre todo, el absolutismo se vio neutralizado por el «privilegio». Los
privilegios se llamaron también libertades, pero diferian de una concepción
más moderna de la libertad en que se aplicaban sólo a ciertas clases de
personas, o al «estamento» al que pertenecían los individuos. La propia pa­
labra, en su origen latino, privilegium, significaba una ley privada. En el anden
régime, el clero y la nobleza eran los dos estados privilegiados, pero pro­
vincias, ciudades y gremios enterps gozaban de sus privilegios también, in­
cluidos los gremios de profesores llamados universidades. El privilegio más
buscado era el de librarse del pago de los impuestos que caían sobre el
indefenso pueblo llano, que en Francia era la taille pagada por los campesi­
nos. Los privilegios habían surgido, por comprensibles razones históricas. A
medida que las monarquías se habían extendido, habían garantizado ciertas
libertades locales y ventajas fiscales a las regiones nuevamente anexionadas.
Asi, Bretaña y Alsacia pagaban muchos menos impuestos que las provincias
interiores de Francia; y Bélgica, Lombardía y Hungría pagaban menos que
la propia Austria. Las propiedades de la Iglesia se hallaban exentas, con el
fin de apoyar a la religión y servir el bienestar público. En cuanto a los
nobles, los monarcas, al privarles de poder militar independiente como
magnates feudales, y al negarse luego a consultarles en las asambleas de es­
tamentos, les habían persuadido de que aceptasen la supremacía real, prome­
tiéndoles la exención tributaria. Como la exención tributaria se convirtió así
en un símbolo de superioridad social, muchos otros la procuraron también, y
fueron muchos los simples burgueses que obtuvieron algún tipo de desgrava-
ción. En consecuencia, los impuestos recayeron más duramente sobre los
pobres, que eran los que menos podían pagarlos. Las monarquías del anden
régime vivían en un permanente estado de crisis financiera. Casi todas
estaban agobiadas de deudas. Tanto Inglaterra como Holanda, con sus
diferentes instituciones, afrontaron con éxito una deuda nacional p er capiía
superior a la que hundió la espléndida monarquía de Versalles, en la década
de 1780.
En resumen el anden régime adolecía de una confusión y de una
rigidez excesivas, una confusión de jurisdicciones superpuestas y de intereses
creados, y una rigidez en virtud de la cual los grupos privilegiados podían
obstaculizar los verdaderos intentos de reforma que las monarquías empren­
dieron repetidas veces. La monarquía tal vez alcanzó su apogeo en el
«despotismo ilustrado» del siglo XVIII, pero no era bastante. No fue sufi­
cientemente autocrática para ignorar, simplemente, los derechos de la pro­
piedad y para obtener dinero por la fuerza, ni suficientemente liberal para
permitir que sus súbditos tomasen a su cargo la responsabilidad —financiera
y de otro tipo— de los asuntos del país. En los dos capítulos inmediatos,
examinamos más detenidamente lo que sucedió en el siglo XVIII, durante la
Ilustración, para volver luego a la Revolución Francesa, en la que desapare­
ció el anden régime.

30
I. L A E D A D D E L A IL U S T R A C IO N

El siglo XVIII, o, por lo menos, los años de ese siglo que precedieron a la
Revolución Francesa de 1789, son generalmente conocidos como la Edad de la
Ilustración, y, aunque esa denominación suscita más dificultades de las
habituales, no hay otra, sin embargo, que tan bien describa tantos aspectos de
la época. Los hombres estaban profundamente convencidos de que la suya era
una edad ilustrada, y es de su valoración de si mismos de donde se deriva
nuestro término de Edad de la Ilustración. Por todas partes se experimentaba
el sentimiento de que los europeos habían salido, al fin, de un largo
crepúsculo. Se consideraba el pasado como un tiempo de barbarie y de
oscuridad. La sensación de progreso era casi universal entre las clases
instruidas. Era la creencia, no sólo de los pensadores y escritores dé espíritu
más abierto, conocidos como los philosophes, sino también de los reyes y
emperatrices de disposición más progresista, los «déspotas ilustrados»,
juntamente con sus ministros y sus funcionarios.

1. Los philosophes

El espíritu de la Ilustración: la idea de progreso

El espíritu de la Ilustración del siglo XVIII se extrajo de la revolución


científica e intelectual del siglo XVII. La Ilustración transmitió y popularizó
las ideas de Bacon y Descartes, de Bayle y Spinoza, y, sobre todo, de Locke y
Newton. Transmitió la filosofía de la ley natural y del derecho natural. Nunca
hubo una época tan escéptica respecto a la tradición, tan confiada en los
poderes de la razón humana y de la ciencia, tan firmemente convencida de la
regularidad y armonía de la naturaleza, y tan profundamente imbuida del
sentido del avance de la civilización y del progreso.
Se dice muchas veces que la idea del progreso es la idea dominante o
característica de la civilización europea, desde el siglo J£VII hasta el X X . Es
una creencia, una especie de fe no religiosa, en que las condiciones de la vida
humana mejoran con el paso del tiempo, en que, por lo general, cada
generación es mejor que sus predecesoras y contribuirá con su labor a una vida
todavía mejor para las generaciones futuras, y en que, a largo plazo, toda la
Em blema d é capítulo: caja de rapé francesa, con retratos en miniatura, sobre concha de tortuga
de tres fam osos filó so fo s: Voltaire, Rousseau y Benjamín Franklin.
humanidad participará en el mismo avance. Todos los elementos de esta
creencia se hallaban presentes en 1700. Pero fue después de 1700 cuando la
idea de progreso se manifestó explícitamente. En el siglo XVII se había
mostrado de una manera más rudimentaria, en una disputa esporádica, entre
hombres de letras de Inglaterra y Francia, conocida como la querella de
Antiguos y Modernos. Los Antiguos sostenían que las obras de los griegos y de
los romanos nunca habían sido superadas. Los Modernos, atendiendo a la
dencia, al arte, a la literatura y a la invención, declaraban que su propia época
era la mejor, que era natural que los hombres de su tiempo fuesen mejores que
los antiguos, porque venían después y contaban con las realizaciones de sus
predecesores. La querella nunca se resolvió, en realidad, pero eran muchí­
simos los modernos en 1700. Los europeos siempre se habían sentido mejores
que los antiguos, por ser cristianos, mientras los antiguos eran paganos.
Ahora, por primera vez en la historia de Europa, muchos europeos estaban
convencidos de que habían superado a los eminentes griegos y romanos en lo
puramente terrenal. Y muchos creían que aquel progreso no cesaría nunca.
Era muy amplia también la fe de la época en las facultades naturales del
entendimiento humano. El puro escepticismo, negadón de la razón, estaba
superado. N o era probable que la gente instruida, con posterioridad a 1700,
fuese supersticiosa, o sintiese terror ante lo desconocido, o permanedese
adicta a la magia. La manía de la brujería se extinguió bruscamente. En
realidad, se oscuredó todo sentido de lo sobrenatural. Los hombres
«modernos» no sólo dejaron de temer al diablo, sino que también dejaron de
temer a Dios. Pensaban en Dios, menos como un Padre que como una Primera
Causa del universo físico. Había menos sentimiento de un Dios personal, o de
la inescrutable inminencia de la Providencia divina, o de la necesidad de la
gracia salvadora. Dios era menos el Dios del Amor; era el ser inconcebible­
mente inteligente, que había hecho el asombroso universo, ahora descubierto
por la razón del hombre. El gran símbolo del Dios cristiano era la Cruz, en la
que un ser divino había sufrido bajo forma humana. El símbolo que se les
ocurrió a los hombres de visión dentífica fue el Relojero. Las complejidades
del universo físico se comparaban con las complejidades de un reloj, y se
aseguraba que, de igual modo que un reloj no podía existir sin un relojero, asi
el universo, tal como había sido descubierto por Newton, no podía existir sin un
Dios que lo hubiera creado y puesto en movimiento mediante su ley
matemática. Lo que se consideraba divino era una inteligencia omnipotente.
Todo esto favoreció el espíritu del secularismo en Europa. Los progresos
intelectuales vinieron a reforzar las causas sodales y económicas que estaban
apartando a la gente de la vieja religión. Las iglesias y los eclesiásticos
perdieron autoridad y prestigio. La economía y la política, los negocios y el
estado, ya no se encontraban supeditados a fines religiosos. Rompieron las
ataduras impuestas por juidos morales o religiosos. Al propio tiempo, se
extendió la tolerancia religiosa. La persecución de las minorías religiosas se
hizo menos frecuente. En todo caso, las iglesias, en sus intentos de imponer la
aceptación de su doctrina religiosa, ya no utilizaban los bárbaros métodos de
tiempos pasados, como el potro o la hoguera. Y los métodos bárbaros
empleados por el estado, contra personas sospechosas o convictas de crímenes
o de delitos políticos, fueron cayendo también cada vez en mayor descrédito.

32
Los filósofos

Philosophe es, sencillamente, un vocablo francés, que significa filósofo,


pero ser philosophe significaba en el siglo XVIII aproximarse a cualquier tema
con un espíritu crítico e inquisitivo. En inglés, el vocablo francés se utilizó
para designar un grupo de escritores que no eran filósofos, en el sentido de
que trataban las cuestiones últimas de la existencia. Eran hombres de letras,
divulgadores y publicistas. Aunque a menudo eruditos, escribían para llamar
la atención, y fue a través de los filósofos como se extendieron las ideas de la
Ilustración. Anteriormente, los aurores habian sido, por lo general, caballeros
ociosos, o inteligentes protégés de patrones aristocráticos o regios, o
profesores o clérigos mantenidos por la renta de los establecimientos
religiosos. En la Edad de la Ilustración, muchos eran independientes,
escritores o periodistas. Escribían para «el público».
El público lector se había ampliado considerablemente. La clase medía
instruida, comercial y profesional, era mucho mayor de lo que nunca habia
sido. Los caballeros rurales iban abandonando sus rústicas costumbres, e in­
cluso los nobles querían estar informados. Los periódicos y las revistas se
multiplicaban, y la gente que no podía leerlos en casa podía leerlos en los cafés
o en las salas de lectura organizadas para ese fin. Había también una gran
demanda de diccionarios, de enciclopedias y de compendios sobre todos los
campos del conocimiento. Los nuevos lectores querían que las materias se les
presentasen de un modo interesante y claro. Apreciaban el ingenio y la
ligereza en el tratamiento. La propia literatura se benefició enormemente de
aquel público. El estilo del siglo XVIII se hizo admirablemente fluido, claro y
preciso, ni pesado, por una parte, ni frívolo, por la otra. Y de las obras de
aquel tipo también se beneficiaron los lectores, desde el interior de Europa
hasta la América de Benjamín Franklin. La clase medía burguesa iba
haciéndose no sólo instruida, sino inclinada a pensar. Pero el movimiento no
era sólo un movimiento de clase.
Habia otro aspecto en el que las oteas de la época seveían influidas por las
condiciones sociales. Todas se escribían bajo censura. La teoría de la censura
consistía en proteger al pueblo contra las ideas perniciosas, como se le
protegía contra un producto falsificado o contra pesos y medidas fraudulen­
tos. En Inglaterra, la censura fue tan suave, que tuvo pocos efectos. Otros
países, como España, tuvieron una censura fuerte, pero pocos escritores
originales. Francia, el centro de la Ilustración, tuvo una censura compleja y
un numeroso público lector y autor. La Iglesia, el Parlamento de París, los
funcionarios del rey y los gremios de impresores, todos intervenían en la
censura de libros. La censura francesa, sin embargo, se administraba muy
indulgentemente, y después de 1750 molestó muy poco a los escritores. No
puede compararse con la censura de algunos países en el siglo XX. Pero, en
cierto sentido, tuvo un efecto desfavorable sobre las letras y el pensamiento
franceses. Disuadió a los escritores de dedicarse razonablemente a una seria
consideración de cuestiones públicas concretas. Al estar legalmente prohibido
criticar a la iglesia o al estado, dirigían sus criticas hacia un plano abstracto.
Como se les impedía atacar las cosas en particular, tendían a atacar las cosas
en general. Hablaban de las costumbres de los persas y de los iroqueses, pero

33
no de las costumbres francesas. Sus obras se llenaron de dobles significados,
de pullas disimuladas, de indirectas y de burlas, de modo que un autor, en
caso de ser interrogado, podía declarar que él no había querido decir lo que
todo el mundo sabia que había querido decir. En cuanto a los lectores,
desarrollaron un gusto por los libros prohibidos, que se obtenían siempre con
bastante facilidad a través de canales ilícitos. Nadie se conformaba con leer
solamente literatura autorizada, y los parisienses que se enteraban de que un
libro era visto, con malos ojos por el arzobispo, o por el parlamento se
apresuraban a leerla y a hablar de él. Las ideas se estimaban por su audacia,
o incluso, simplemente, por su picardía. El pensamiento francés se radicalizó,
a causa de los procedimientos de medias tintas empleados para controlarlo.
París era el corazón del movimiento. Las señoras, en sus salons,
celebraban veladas en las que intelectuales, hombres de letras y gentes de la
sociedad distinguida conversaban, brillantemente, sobre muchos temas;
También en París se publicó la más importante de todas las empresas
filosóficas, la Encyclopédie, editada por Denis Diderot en diecisiete grandes
volúmenes, en los años transcurridos desde 1751 a 1772. Era un gran
compendio del conocimiento científico, técnico e histórico, que traslucía
una profunda actitud crítica respecto a la sociedad y a las instituciones
existentes, y que sintetizaba el espíritu escéptico, racional y científico de la
época. No fue la primera enciclopedia, pero fue la primera que contó con una
distinguida relación de colaboradores o que fue ideada como una fuerza
positiva en favor del progreso social. En realidad, colaboraron todos los
filósofos franceses —Voltaire, Montesquieu, Rousseau, D ’Alembert (que
ayudó también en la dirección), Buffon, Turgot, Quesnay y muchos otros, a
todos los cuales, colectivamente, se les conoce como los Enciclopedistas.
Otro grupo de pensadores era el de los Fisiócratas, a quienes sus críticos
llamaban «economistas», palabra inicialmente aplicada con una ligera
intención insultante. A este grupo pertenecían Quesnay, médico de Luis XV;
Turgot, ministro de Luis XVI, y Dupont de Neumours, fundador de la familia
industrial de lps Du Ponts en los Estados Unidos. Los Fisiócratas se
interesaban "por la reforma fiscal e impositiva, y por las medidas para
incrementar la riqueza nacional de Francia. Fueron los primeros err utilizar la
expresión laissezfaire («dejad hacer»), pues creían que la riqueza aumentaría
si hubiera una mayor libertad para la inversión y para el comercio y la
criculación de mercancías, aunque insistían en la autoridad planificadora de
un gobierno «ilustrado»;
Por toda Europa se encoñtraban hombres y mujeres que se consideraban
philosophes, o próximos en espíritu a los philosophes. Federico el Grande era
un philosophe eminente; no sólo era amigo de Voltaire y anfitrión de un
circulo de escritores y hombres de ciencia en Postsdam, sino que él mismo
escribía epigramas, sátiras, disertaciones e historias, así como obras sobre
ciencia militar, y estaba dotado de un gran ingenio, de una lengua mordaz y de
una cierta picardía respecto a todo lo tradicional y pomposo. Catalina la
Grande, emperatriz de Rusia, era también una philosophe, por las mismas
razones, aproximadamente. María Teresa de Austria, no era una philosophe;
era demasiado religiosa y se interesaba muy poco por las ideas generales. Su
hijo José, por otra parte, como luego veremos, demostró ser un philosophe

34
entronizado. En Inglaterra, el obispo Warburton estaba considerado por
alguno de sus amigos como un philosophe; sostenía que la Iglesia de
Inglaterra de su tiempo, como institución social, era exactamente lo que la
razón pura habría ideado. El filósofo escéptico escocés David Hume, estaba
considerado como un philosophe, al igual que Edward Gibbon, que
escandalizó a los devotos con sus ataques al cristianismo en su famoso Decline
and Fall o f the Román £7wp/re(«Declive y caída del Imperio Romano»). El
doctor Samuel Johnson no fue un philosophe; se preocupaba de lo sobre­
natural, se adhirió a la iglesia establecida, restaba importancia a los autores
pretenciosos e incluso declaraba que Voltaire y Rousseau eran hombres
malos, que deberían ser enviados «a las plantaciones». Había también
philosophes italianos y alemanes, como el marqués de Beccaria, que trataba
de humanizar las leyes penales, o el barón Grimm, que enviaba una publica­
ción literaria, desde París, a sus muchos suscriptores.

Montesquieu, Voltairey Rousseau

Los más famosos de todos los philosophes fueron los tres franceses, Mon­
tesquieu (1689-1755), Voltaire (1694-1778) y Rousseau (1712-1778). Eran pro­
fundamente distintos entre sí. Los tres fueron proclamados como genios lite­
rarios en su tiempo. Los tres pasaron de la literatura pura a obras de comen­
tario político y de análisis social. Los tres pensaban que el estado de la socie­
dad existente podía ser mejorado.
Montesquieu, dos veces barón, era un aristócrata terrateniente, un seigneur
de la Francia meridional. Heredó de su tío un puesto en el Parlamento de Bur­
deos, y participó activamente en aquel parlamento, en los días de la Regencia.
También tomó parte de la resurgencia nobiliaria que siguió a la muerte de
Luis XIV y continuó a lo largo del siglo XVIII. Aunque compartía muchas
de las ideas de la corriente de pensamiento aristocrático y antiabsolutista, él
iba más allá de una simple filosofía clasista. En su gran obra, L ’Esprit des
lois («El espíritu de las leyes»), publicada en 1748, desarrolló dos ideas prin­
cipales. Una era la de que las formas de gobierno variaban según el clima y
las circunstancias, por ejemplo, que el despotismo era adecuado sólo para
grandes imperios en climas calientes, y que la democracia sólo seria eficaz en
pequeñas ciudades-estado. Su otra gran doctrina, dirigida contra el absolu­
tismo real en Francia (al que él llamaba «despotismo»), era la separación y el
equilibrio de poderes. Creía que en Francia el poder debía estar dividido
entre el rey y muchos «cuerpos intermedios»: parlamentos, estados provin­
ciales, nobleza organizada, ciudades con privilegio e incluso la iglesia. Era
natural que él, juez en el Parlamento, hombre de la provincia y noble, favo­
reciese a los tres primeros, a la vez que era razonable que reconociese la
posición de la burguesía de las ciudades; en cuanto a la iglesia, señalaba que,
si bien no tenía en cuenta, en absoluto, sus enseñanzas, la consideraba útil
como contrapeso frente a una indebida centralización del gobierno. Sentía
gran admiración por la Constitución inglesa tal como él la entendía,
creyendo que Inglaterra mantenía, mejor que ningún otro país, las libertades
feudales de comienzos de la Edad Media. Pensaba que en Inglaterra, la nece­

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saria separación y el necesario equilibrio de poderes se obtenían medíante
una ingeniosa mezcla de monarquía, de aristocracia y de democracia (rey,
lores y comunes), y mediante una separación de las funciones del poder eje­
cutivo, del legislativo y del judicial. Esta doctrina tuvo una amplia influen­
cia, y era bien conocida de los americanos que en 1787 redactaron la Cons­
titución de los Estados Unidos. Los propios amigos philosophes de Montes-
quieu le consideraban demasiado conservador e incluso trataron de disuadir­
le de dar al público sus ideas. Técnicamente, era, desde luego, un reacciona­
rio, pues apoyaba un estado de cosas anterior a Luis XIV, y era una excep­
ción entre sus contemporáneos por su admiración de la «bárbara» Edad
Media.
Voltaire nació en 1694, en una acomodada familia burguesa, y fue bauti­
zado Frangois-Marie Arouet; «Voltaire», una palabra inventada, es, senci­
llamente, el más famoso de todos sus seudónimos. Hasta superar los cuaren­
ta años, fue conocido sólo como un ingenioso autor de epigramas, tragedias
en verso y una epopeya. Después, se dedicó cada vez más intensamente a las
cuestiones ñlosóficas y públicas. Su fuerza en todos los géneros radica en la
facilidad de su pluma. Es el más fácil de leer de todos los grandes escritores.
Era siempre cortante, lógico e incisivo, a veces procaz; burlón y sarcástico
cuando quería, dueño igualmente de una hábil ironía y de üna destructora
mordacidad. Por serio que fuese su objetivo, lo conseguía provocando una
carcajada.
En su juventud, Voltaire pasó once meses en la Bastilla, por lo que se
consideró que era una impertinencia para el Regente, el cual, sin embargo, le
recompensó, al año siguiente, con una pensión por uno de sus dramas. De
nuevo fue arrestado, tras una riña con un noble, el Chevalier de Rohan. Si­
guió siendo un burgués incorregible, aunque sin oponerse nunca profunda­
mente a la aristocracia por principio. Gracias a su admiradora, Mme. de
Pompadour (otra burguesa, aunque la favorita del rey), llegó a ser gentilhom­
bre de cámara e historiador real de Luis XV. Cumplía estas funciones iti ab-
sentia, cuando las cumplía, porque París y Versalles eran demasiado
insoportables para él. Fue amigo personal de Federico el Grande, con quien
vivió en Potsdam, durante unos dos años. Los dos acabaron riñendo,
porque no había espacio suficientemente grande para albergar, durante
mucho tiempo, a dos divos semejantes. Voltaire hizo una fortuna con sus
obras, con sus pensiones, con sus especulaciones, y con su sentido práctico
para los negocios. En sus últimos años, compró una casa solariega en Fer-
ney, cerca de la frontera suiza. Allí, como él mismo decía, se convirtió en el
«hotelero de Europa», pues recibía riadas de admiradores distinguidos, de
solicitantes de favores y de personas desgraciadas que recurrían a él. Murió
en París, en 1778, a la edad de ochenta y cuatro años, siendo, con gran dife­
rencia, el más famoso hombre de letras de Europa. Sus obras completas
llenan más de setenta volúmenes.
Voltaire estaba especialmente interesado por la libertad de pensamiento.
Como Montesquieu, era un admirador de Inglaterra. Permaneció tres años
en aquel país, donde, en 1727, asistió al funeral oficial concedido a Sir Isaac
Newton y a su entierro en la Abadía de Westminster. Las Cartas filosóficas
sobre el inglés (1733) y los Elementos de la filosofía de N ewton (1738), de

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Voltaire, no sólo contribuían a destacar a Inglaterra ante la conciencia del
resto de Europa, sino que también popularizaban las nuevas ideas científicas
—la filosofía inductiva de Bacon, la física de Ñewton y la psicología sensa-
rialista de Locke, cuya doctrina de que todas las ideas verdaderas surgen
de la experiencia de los sentidos socavaba la autoridad de la creencia reli­
giosa—. Lo que Voltaire admiraba, sobre todo, en Inglaterra, era su libertad
religiosa, su relativa libertad de imprenta y la alta consideración dispensada
a los hombres de letras como él. La libertad política le interesaba mucho
menos que a Montesquieu. Luis XIV, un villano para Montesquieu y para la
escuela neoaristocrática, era un héroe para Voltaire, que escribió un lauda­
torio E l siglo de Luis X I V (1751), ensalzando al Rey Sol por el esplendor
del arte y de la literatura durante su reinado. Voltaire también seguía esti­
mando a Federico el Grande, aunque personalmente riñese con él. En efecto,
Federico era casi su ideal del gobernante ilustrado, un hombre que fomen­
taba las artes y las ciencias, no reconocía autoridad religiosa alguna, y con­
cedía la tolerancia a todos los credos, dando la bienvenida a protestantes y
católicos en igualdad de trato, sólo a condición de que fuesen socialmente
útiles.
Después de 1740, aproximadamente, Voltaire se convirtió en el cruzado,
de un modo más definido, predicando la causa de la tolerancia religiosa.
Luchó por rehabilitar la memoria de Jean Calas, un protestante condenado a
muerte bajo la acusación de haber matado a su hijo, para impedirle que se
convirtiese a Roma. Escribió también en defensa de un joven llamado La
Barre, que había sido ejecutado por haber profanado una cruz al borde de
un camino. Ecrasez 1‘infñme! pasó a ser el grito de guerra volteriano
—«¡Aplastad a la infame!»—. La infáme para él era fanatismo, intolerancia
y superstición, y, detrás de eso, el poder de un clero organizado. Voltaire
atacaba no sólo a la Iglesia Católica, sino toda la visión tradicional cristiana
del mundo. Defendía la «religión natural» y la «moralidad natural», soste­
niendo que la creencia en Dios y la diferencia entre el bien y el mal surgen de
la propia razón. Esta doctrina, en realidad, había sido enseñada, durante
mucho tiempo, por la Iglesia Católica. Pero Voltaire insistía en que no era
deseable ni necesaria ninguna revelación sobrenatural agregada a la razón, o,
más bien, que la creencia en una especial revelación sobrenatural hacia a los
hombres intolerantes, estúpidos y crueles. Fue el primero en presentar una
concepción puramente secular de la historia del mundo. En su Essai sur les
moeurs («Ensayo sobre las costumbres»), o «Historia Universal», empezaba
por la antigua China y estudiaba, sucesivamente, las grandes civilizaciones.
Los que antes habían escrito sobre la historia del mundo habían situado los
hechos humanos en el marco de una estructura cristiana. Siguiendo la Biblia,
empezaban por la Creación, pasaban a la Caída, contaban nuevamente el
surgimiento de Israel, y así sucesivamente. Voltaire situó la historia judeo-
cristiana en el marco de una estructura sociológica. Representó al cristia­
nismo y a todas las demás religiones organizadas como fenómenos sociales o
como simples opiniones humanas. Spinoza habia dicho otro tanto; Voltaire
difundió aquellas ideas por Europa.
En materia de política y de auto-gobiemo, Voltaire no era un 'liberal ni
un demócrata. Su opinión acerca de la especie humana era, aproximadamen­

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te, tan desfavorable como la de su amigo Federico. Si un gobierno era ilus­
trado, Voltaire ya no se preocupaba de la medida de su poder. Por gobierno
ilustrado, entendía él un gobierno que luchase contra la pereza y la estupi­
dez, que mantuviese al clero en una posición subordinada, que autorizase la
libertad de pensamiento y de religión, y que impulsase la causa del progreso
material y técnico. No disponíá de ninguna teoría política desarrollada, pero
su ideal para los grandes paises civilizados se aproximaba al despotismo ilus­
trado o racional. Convencido de que sólo unos pocos podían ser ilustrados,
él consideraba que esos pocos —un rey y sus consejeros— debían tener el
poder de poner en práctica su programa, contra toda oposición. Para vencer
la ignorancia, la rutina, la credulidad y el clericalismo, era preciso que el
estado fuese fuerte. Puede decirse que lo que Voltaire más deseaba era la
libertad para los ilustrados.
Jean Jacques Rousseau era muy diferente. Nacido en Ginebra, en 1712, era
suizo, protestante, y casi de origen de clase baja. Nunca se sintió cómodo en
Francia ni en la sociedad de París. Abandonado siendo un niño, y fugitivo a
los dieciséis años, vivió durante mucho tiempo realizando extraños trabajos,
como copista de música, y hasta los cuarenta años no tuvo ningún éxito
como escritor. Fue siempre el hombre sin importancia, el marginado. Además,
su vida sexual fue insatisfactoria; por último, se unió a una muchacha ine­
ducada, de nombre Thérése Levasseur, viviendo con ella y con su madre,
que se entrometía en sus asuntos. Con Thérése, tuvo cinco hijos, a los que
depositó en un orfelinato. No tuvo posición social, ni dinero, ni sentido del
dinero, y, después de hacerse famoso, vivió principalmente de la generosidad
de sus amigos. Fue, patética y dolorosamente, un inadaptado. Llegó a
convencerse de que no podía confiar en nadie, de que aquellos que trataban
de protegerle estaban burlándose de él o traicionándole a sus espaldas# Su­
frió de lo que hoy se llamarían complejos; posiblemente, era un paranoico.
Hablaba interminablemente de su virtud y de su inocencia, y se quejaba, con
amargura, de que era mal comprendido.
Pero, por desequilibrado que fuese, era, posiblemente, ,el más profundo
escritor de la época, y fue, sin duda, el de más permanente influencia. Rous­
seau creía, por su propia experiencia, que en la sociedad, tal como ésta exis­
tía, una persona buena no podía ser feliz. Por lo tanto, atacaba a la sociedad,
declarando que era artificial y corrompida. Atacó también a la razón, cali­
ficándola de falsa guia cuando se sigue sólo a ella. Tenia dudas acerca de
todo el progreso que tanto satisfacía a sus contemporáneos. En dos «discur­
sos», uno sobre Las artes y las ciencias (1750), el otro sobre el Origen de la
desigualdad entre los hombres (1753), sostenía que la civilización era la
fuente de muchos males, y que la vida «en un estado de naturaleza», sí fuese
posible, sería mucho mejor. Como Voltaire dijo, cuando Rousseau le envió
una copia de su segundo discurso (Voltaire, que gustaba de la civilización en
todas sus formas), le hizo «sentirse como si anduviera a cuatro patas». Para
Rousseau, los mejores rasgos de la condición humana, como la amabilidad,
el altmísmo, la honestidad y el verdadero conocimiento, eran productos de
la naturaleza. Por debajo de la razón, él percibía la presencia del sentimien­
to. Gozaba con el calor de la simpatía, con el rápido destello de la intuición,
con el claro mensaje de la conciencia. Fue religioso por temperamento,
porque, si bien no creía en ninguna iglesia, ni en ningún clero, ni en ninguna
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revelación, tenía un respeto por la Biblia, un temor reverente ante el cosmos,
un amor a la meditación solitaria, y una creencia en un Dios que no era sola­
mente una «primera causa», sino también un Dios de amor y de belleza. De
este modo, Rousseau facilitó a las gentes de espíritu reflexivo el apartamien­
to de la ortodoxia y de todas las formas de disciplina eclesiástica. Fue temido
por las iglesias como el más peligroso de todos los «infieles», y fue conde­
nado tanto por la Francia católica como por la Ginebra protestante.
En general, en la mayoría de sus libros, Rousseau, al. contrario de tantos
de sus contemporáneos, daba la impresión de que el impulso es más digno de
confianza que el juicio ponderado, y el sentimiento espontáneo más que el
pensamiento crítico. Las visiones místicas eran para él más verdaderas que
las ideas racionales o claras. Se convirtió en el «hombre del sentimiento», en
el «hijo de la naturaleza», en el precursor del romanticismo cuyo momento
se acercaba, y en una importante fuente de todo el gran interés moderno por
lo no racional y por el subconsciente.
En E l contrato social (1762), Rousseau parecía contradecir todo esto. En
esta obra sostenía, en cierto modo cómo Hobbes, que el «estado de natura­
leza» era una situación salvaje, sin ley ni moralidad. En otras obras, había
sostenido que la maldad de los hombres era debida a los males de la
sociedad. Ahora sostenía que los hombres buenos sólo podían ser produci­
dos por una sociedad mejorada. Los pensadores precedentes, como John
Locke, por ejemplo, habían concebido el «contrato» como un acuerdo entre
un gobernante y un pueblo. Rousseau lo concibió como un acuerdo entre la
gente misma. Era un contrato social, no simplemente un contrato políti­
co. En él descansaba la sociedad civil organizada, es decir, la comunidad.
Era un acuerdo, en virtud del cual todos los individuos entregaban su
libertad natural los unos a los otros, fundían sus voluntades indivi­
duales en una Voluntad General colectiva, y convenían en aceptar las normas
de esta Voluntad General como decisivas. Esta Voluntad General era la so­
berana; y el verdadero poder soberano, rectamente entendido, era «abso­
luto», «sagrado» e «inviolable». El gobierno era secundario; reyes, funcio­
narios o representantes elegidos no eran más que delegados de un pueblo so­
berano. Rousseau dedicó muchas páginas difíciles y abstrusas a explicar
cómo podía conocerse la verdadera Voluntad General. No estaba determinada,
necesariamente, por el voto de una mayoría. «Lo que generaliza la voluntad
—decía— no es el número de voces, sino el común interés que las une». Ha­
blaba poco del mecanismo de gobierno, y no sentía admiración alguna por
las instituciones parlamentarías. Lo que le interesaba era algo más profundo.
Marginado inadaptado como era, anhelaba una comunidad de la que toda
persona pudiera sentirse parte integrante. Deseaba un estado en el que todos
los hombres tuvieran un sentimiento de pertenencia y de participación.
Por estas ideas, Rousseau se convirtió en el profeta de la democracia y
del nacionalismo. Ciertamente, en sus Consideraciones sobré Polonia, escritás
a requerimiento de los polacos que estaban luchando contra los repartos,
Rousseau aplicaba las ideas del Contrato social de una forma más con­
creta, y se convertía en el primer teórico sistemático de un nacionalismo
consciente y calculado. Al escribir el Contrato social, pensaba en una peque­

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ña ciudad-estado como su Ginebra natal. Pero lo que hizo, en realidad, fue
generalizar y tomar aplicable a grandes territorios la psicología de las peque­
ñas ciudades-república —el sentido de pertenencia, de comunidad y de com­
pañerismo, de ciudadanía responsable y de íntima participación en los asuntos
públicos— , en resumen, de voluntad común. Todos los estados modernos,
democráticos o antidemocráticos, se esfuerzan por comunicar ese sentimien­
to de solidaridad moral a sus pueblos. Mientras en los estados democráticos
la Voluntad General puede, en cierto modo, identificarse con la soberanía
del pueblo, en las dictaduras se hace posible que los individuos (o los par­
tidos) se arroguen el derecho de actuar como portavoces e intérpretes de la
Voluntad General. Tanto los totalitarios como los demócratas han conside­
rado a Rousseau como uno de sus profetas.
E l Contrato social fue poco leído y casi desconocido en su tiempo. La in­
fluencia de Rousseau sobre sus contemporáneos se extendió, gracias a sus
demás obras, y en especial a sus novelas, Emile («Emilio», 1762) y la Nou-
velle Héloíse («La nueva Eloísa, 1760). Las novelas eran muy leídas en
todas las clases instruidas de la sociedad, especialmente por las mujeres, que
rendían una especie de culto a Jean Jacques, durante su vida y después de su
muerte, ocurrida en 1778. Era un maestro de la literatura, capaz de evocar
imágenes de pensamiento y de sentimiento que ningún escritor habia tocado
antes, y, mediante sus obras literarias, difundió en los más altos círculos un
nuevo respeto al hombre común, un amor a las cosas comunes, un impulso
de piedad y compasión humanas, una sensación de artificio y superficiali­
dad en la vida aristocrática. Las mujeres criaban a sus hijos. Incluso los
hombres hablaban de la delicadeza de sus sentimientos. Las lágrimas estaban
de moda. La reina, María Antonieta, se hizo construir una aldeíta en los jar­
dines de Versalles, donde ella pretendía ser una simple lechera. En todo
aquello había muchos aspectos ridículos o superficiales. Pero era el manan­
tial del humanismo moderno, la fuerza que conducía hacia un nuevo senti­
miento de la igualdad humana. Rousseau apartó a las clases altas francesas
de su propio modo de vida. Hizo que muchos perdiesen la fe en su propia
superioridad. Esta fue su principal contribución directa a la Revolución
Francesa.

Corrientes principales del pensamiento de la Ilustración

Está claro que las corrientes del pensamiento en Francia y en Europa eran
divergentes y contradictorias. Mucha gente creía en el progreso, en la razón,
en la ciencia y en la civilización. Rousseau tenía sus dudas y ensalzaba las
bellezas del carácter. Montesquieu consideraba útil a la iglesia, pero no
creía en la religión; Rousseau creía en la religión, pero no veía la necesidad
de iglesia alguna. Monstesquieu estaba interesado por la libertad política
práctica; Voltaire renunciaría a la libertad política, a cambio de garantías de
libertad intelectual; Rousseau aspiraba a la emancipación de las frivolidades
de la sociedad y buscaba la libertad que consiste en fundirse voluntariamente
con la naturaleza y con nuestros iguales. La mayoría de los philosophes estaba
más próximos a Voltaire.
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Es evidente que el más activo centro de ideas de la Edad de la Ilustración
era Francia. Los philosophes franceses viajaban por toda Europa. Federico
II y Catalina II invitaban a sus cortes a los pensadores franceses. El francés
era la lengua de las academias de San Petersburgo y de Berlín. Federico
escribía sus obras en francés. Había una cultura uniforme, cosmopolita,
entre las clases altas de casi toda Europa, y esta cultura era predominante­
mente francesa. Pero Inglaterra era importante también. U n tanto margi­
nada de la conciencia europea, hasta el momento, Inglaterra se acercaba
ahora al centro. Puede decirse que Montesquieu y Voltaire habían «descu­
bierto» Inglaterra a Europa. A través de ellos, las ideas de Bacon, de
Newton y de Locke, así como la teoría conjunta de la ley y del gobierno
parlamentario ingleses se convirtieron en temas de discusión y de comentario
general. La ascensión de Gran Bretaña en riqueza y en dominio imperial
daba un irresistible prestigio a aquellas ideas. Y a medida que las fam ilias
inglesas iban haciéndose más opulentas, sus hijos realizaban, cada vez con
mayor frecuencia, el «grand tour» por el continente, hasta el punto de que
los milords anglais se convirtieron en figuras familiares para los europeos,
nunca muy bien comprendidos, pero a menudo secretamente envidiados.
Todas aquellas influencias, la francesa y la inglesa, venían a sumarse a la
función directiva de la Europa occidental en la civilización moderna.
El pensamiento de la Ilustración era completamente secular. La iglesia
estaba considerada, en el mejor de los casos, como una institución
socialmente útil. Para los más militantes, era una superviviencia de la
barbarie. Los propios eclesiásticos, en las iglesias oficiales, miraban
frecuentemente con desconfianza el celo religioso que se manifestaba.
Porque es lo cierto que en todas partes habia inquietudes religiosas, formas
de religión regenerada, que urgían una nueva y fresca realización de las
enseñanzas evangélicas: el jansenismo continuaba en Francia, el pietismo se
desarrollaba en Alemania, el movimiento metodista comenzaba en Inglaterra
y el «gran despertar» se producía en las colonias anglo-americanas. Pero
aquellos movimientos proselitístas tenían su mayor éxito entre las clases
menos acomodadas. Las iglesias oficiales —anglicana, luterana, católica—
no querían ser perturbadas. Los obispos eran caballeros cultos e ilustrados
de la época, y razonaban como caballeros ilustrados.
Todas las iglesias eran abandonadas por los más destacados intelectuales.
La tolerancia en religión, o incluso la indiferencia, se convirtieron en el sello
del progreso. La concepción cristiana mas antigua ya no parecía ser
necesaria. Los pensadores proporcionaban teorías de la sociedad, .de la
historia del mundo, del destino del hombre y de la naturáleza del bien y del
mal, en las que no intervenían las explicaciones cristianas. Las antiguas virtudes
cristianas, tales como la humildad, la castidad o el paciente sufrimiento de
dolores y aflicciones, dejaron de ser consideradas como importantes (excepto
por Rousseau, en algunos sentidos). El amor cristiano se transformó y se
secularizó en buena voluntad humanitaria. La virtud más importante
consistía en ser socialmente útil. El progreso de la sociedad, de generación en
generación, hacia una vida más cómoda y decorosa en la tierra, se convirtió
en la idea dominante que daba sentido a la historia y al destino de la
humanidad. Era una fe resumida por uno de los últimos philosophes, el

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marqués de Condorcet, cuando escribía, poco antes de su muerte en la
Revolución Francesa, su Bosquejo del progreso del espíritu humano.
Se creía que el más importante instrumento de progTeso era el estado. Ya
fuese bajo la forma de monarquía limitada según el modelo inglés defendido
por Montesquieu, o del despotismo ilustrado preferido por Voltaire, o de la
comunidad republicana ideal pintada por Rousseau, se consideraba que la
mejor garantía de bienestar social era la sociedad rectamente ordenada. Era
el estado ilustrado al que el pueblo miraba ahora en busca de salvación, y
toda esperanza de progreso se basaba en la reforma política, en la educación
y en la creación de un ambiente ilustrado.
Aunque entendían la reforma dentro del marco del estado, los pensado­
res de la época no eran nacionalistas, sino «universalistas». Creían en la
unidad de la humanidad y sostenían que todos los hombres vivían bajo la
misma ley natural del derecho y de la razón. En esto mantenían la
interpretación clásica y cristiana, bajo una nueva forma. Suponían que todos
los hombres participarían igualmente en el mismo progTeso, que, a largo
plazo, todos los hombres estarían de acuerdo, y que el resultado de la
historia sería una civilización uniforme, en la que todos los pueblos y razas
participarían en igual medida. N o se pensaba que nación al gima tuviese un
mensaje peculiar. Las ideas francesas gozaban de una gran circulación, pero
nadie creía que fuesen peculiarmente francesas, que surgiesen de un
«carácter nacional» francés. Se pensaba, sencillamente, que los franceses de
aquel tiempo, que constituían el pueblo más civilizado, habían desarrollado
más plenamente las posibilidades del entendimiento humano. Nunca, desde la
Edad de la Ilustración, ha habido una creencia tan indiscutida en la potencial
semejanza de todos los seres humanos.
Todo el pensamiento de la época se proponía hacer a los hombres libres.
Todo el pensamiento de la Ilustración, de un modo u otro, estaba
relacionado con el problema de la libertad. Montesquieu quería garantías
contra el despotismo. Rousseau quería la liberación de los artificios y de las
presiones de la sociedad, tal como él la conocía. Para limpiar el país, para
liberar al pueblo de las costumbres antiguas, para dominar las fuerzas que él
creía que ponían en peligro esta liberación del espíritu, Voltaire y otros
deseaban confiar en un gobierno poderoso y bien dispuesto, es decir, en un
«déspota ilustrado». El despotismo ilustrado, un tanto similar al defendido
por Voltaire y por la mayoría de los philosophes, fue el tono característico
del gobierno en Europa, después de 1740, aproximadamente.

2. El Despotismo Ilustrado: Francia, Austria, Prusia

La significación del despotismo ilustrado

Es difícil definir el despotismo ilustrado, porque surgió del absolutismo


representado por Luis XIV o por Pedro el Grande. Característicamente, los
déspotas ilustrados desecaban pantanos, construían carreteras y puentes,
codificaban las leyes, reprimían la autonomía y el localismo provinciales,
cercenaban la independencia de la iglesia y de los nobles y organizaban un

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cuerpo de funcionarios públicos bien preparados y pagados. Todas estas
cosas habían sido hechas antes por los reyes. El déspota ilustrado típico
difería de sus predecesores «no ilustrados», principalmente en la actitud y en
el ritmo. Hablaba poco de un derecho divino a su trono. Incluso podía no
hacer hincapié en su derecho familiar hereditario o dinástico.'Justificaba su
autoriad sobre la base de su utilidad a la sociedad, denominándose, como
hacía Federico el Grande, «el primer servidor del estado».
Es despotismo ilustrado era secular; no se proclamaba depositario de
ningún mandato del cielo y no reconocía ninguna responsabilidad especial
ante Dios o ante la iglesia. El déspota ilustrado típico defendía, por
consiguiente, la tolerancia religiosa, y éste fue un nuevo e importante punto,
con posterioridad a 1740, aproximadamente; pero también aquí encontra­
mos un precedente en el viejo absolutismo, porque los gobernantes de Prusia
se habían sentido inclinados a la tolerancia, mucho antes de Federico, e inclu­
so los Borbones franceses habían reconocido un cierto grado de libertad
religiosa durante casi un siglo, a continuación del Edicto de Nantes. El
carácter secular de los gobiernos ilustrados se observa también en si frente
común que adoptaron contra los jesuítas. Profundamente papistas y
ultramontanos, defensores de la autoridad de una iglesia universal, y, al
propio tiempo, la orden religiosa más fuerte del mundo católico, tanto desde
el punto de vista intelectual como en otros aspectos, los jesuítas no eran
gratos a los monarcas ilustrados ni a sus funcionarios públicos, y en los años
sesenta fueron expulsados de casi todos los países católicos. En 1773 se
persuadió al Papa de que disolviese totalmente la Compañía de Jesús. Los di­
versos gobiernos interesados de Franday de Austria, de España, de Portugal y
de Nápoles confiscaron las propiedades jesuítas y se adueñaron de las escuelas
de la Compañía. Esta no se reconstituyó hasta 1814.
El despotismo ilustrado fue también racional y reformista. El déspota
típico se proponía reconstruir su estado mediante el empleo de la razón. Al
compartir la interpretación corriente del pasado como tenebrosos, era
intolerante frente a los usos y frente a todo lo que estuviese impregnado de
usos y se proclamase herencia del pasado, como los sistemas de leyes
consuetudinarias y los derechos y privilegios de la iglesia, de los nobles, de las
ciudades, de los gremios, de las provincias, de las asambleas de estamentos
o , en Francia, de los cuerpos judiciales llamados parlamentos. El conjunto de
tales instituciones se encerraba, desdeñosamente, bajo la referencia de
«feudalismo». Los monarcas habian luchado largamente contra el feudalismo
en este sentido, pero en el pasado habían solido transigir. El déspota ilustrado
estaba menos dispuesto a la transacción, y en ello radica la diferencia de
ritmo. El nuevo déspota actuaba bruscamente, decidido a obtener resultados
más rápidos.
La tendencia al despotismo ilustrado después de 1740 se debió, en gran
parte, a escritores y phüosophés, pero surgió también de una situación
perfectamente real, es decir, de la gran guerra de mediados del siglo XVIII. La
guerra, en la historia moderna, ha solido conducir a una concentración y
a una racionalización del poder dél gobierno, y las guerras de 1740-1748
y 1756-1763 no fueron ninguna excepción. Bajo sus, efectos, incluso
gobiernos cuyos soberanos no estaban considerados como ilustrados por los

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philosophes, especialmente los de Luis XV y María Teresa, y también el
gobierno de Gran Bretaña, que ciertamente no era despótico, se aventura­
ron en programas que presentaban, en conjunto, rasgos comunes. Inten­
taban aumentar sus ingresos, idear nuevos impuestos, gravar a personas o
regiones hasta entonces más o menos exentas de tributos, limitar la autonomía
de entidades políticas distantes y centralizar y renovar sus respectivos sistemas
políticos. La obra del despotismo ilustrado puede verse en muchos estados, en
la Toscana de los Habsburgo bajo Leopoldo; en el Nápoles y en la España de
los Borbones, bajo Carlos III; en Portugal, bajo el ministro Pombal; en Dina­
marca, bajo Struensee. Pero acaso lo mejor sea considerar sólo con algún de­
tenimiento los países más importantes —Francia y Austria, Prusia y Rusia— y
observar luego el curso de los acontecimientos, más bien diferente, pero no en­
teramente diferente, en el imperio británico.

E l fracaso del despotismo ilustrado en Francia

En Francia fue donde el despotismo ilustrado tuvo menos éxito. Luis XV,
que habia heredado el trono en 1715 y vivió hasta 1774, aunque no era
estúpido en absoluto, se mostraba indiferente respecto a las cuestiones más
graves, absorbido en las intrigas diarias de Versalles, poco inclinado a
molestar a las personas de su proximidad, y sólo esporádicamente interesado
por el gobierno. Su observación, aprés m oi le déleuge, ya sea auténtica o no,
basta para caracterizar su actitud personal ante la situación de Francia. Pero
el gobierno francés no era un gobierno carente de ilustración, y fueron mu­
chos los funcionarios capacitados que administraron sus asuntos a lo largo de
todo el siglo. Estos hombres, por lo general, sabían cuál era el problema fun­
damental. Todas las dificultades prácticas de la monarquía francesa podían
encontrarse en su sistema tributario. Su impuesto más importante, la taille,
una especie de contribución sobre la tierra, no era pagada, en general, más
que por los campesinos. Los nobles estaban exentos de ella, por principio, y
los funcionarios públicos y los burgueses, por una razón u otra, general­
mente se hallaban exentos, también. Además, la iglesia, que poseía entre el
cinco y el diez por ciento de la tierra del país, insistía en que sus propiedades
no podían ser gravadas con impuestos por el esíado; garantizaba al rey un
«donativo voluntario» periódico, que si bien era cuantioso, no lo era tanto
como el que el gobierno podría esperar de un impuesto directo. La con­
secuencia de las exenciones de impuestos consistía en que, a pesar de que
Francia era rica y próspera, el gobierno era crónicamente pobre, porque las
clases sociales que más gozaban de la riqueza y de la prosperidad no
pagaban unos impuestos correspondientes a sus ingresos. Luis XIV, obli­
gado por la guerra, habia tratado de gravar a todos, creando también nuevos
tributos, la capitación o impuesto personal y el dixiéme o décimo, Fijándose
ambos en proporción a los ingresos, pero estos impuestos habían sido
ampliamente burlados. Un esfuerzo similar se hizo en 1726, pero también
había fracasado. Las clases propietarias se resistían a los impuestos porque los
consideraban deshonrosos. Francia había sucumbido bajo el desalentador

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principio de que el pago de impuestos directos era el signo indudable de una
posición inferior. Los nobles, los eclesiásticos y los burgueses se resistían
también a los impuestos, porque, al mantenerse al margen de las funciones
de gobierno, carecían de todo sentido de responsabilidad o de control
político. Había buenas razones históricas para ello, pero el resultado fue fi­
nancieramente ruinoso.
En 1748, bajo la presión de los elevados costes de la guerra, y al dictado
de Mme. Pompadour, Luís XV se decidió a nombrar un interventor general
de Hacienda, que creó un impuesto que debían pagar todas las personas que
percibiesen ingresos procedentes de sus bienes —tierras, derechos señoriales,
inversiones en negocios y cargos, como los de jueces parlamentarios— , inde­
pendientemente de la posición de clase, de las libertades provinciales o de
cualquier tipo de exenciones anteriores. Un gran clamor se levantó en el
Parlamento de París, en los once parlamentos provinciales, en los estados de
Bretaña y en la iglesia. Todas aquellas instituciones estaban capitaneadas por
nobles, y, debido al resurgimiento aristocrático que se había iniciado con la
Regencia, eran políticamente más fuertes que en los tiempos de Luis XIV.
Ahora podían citar también a Monstesquieu para justificar su oposición a la
corona. El Parlamento de París decidió que el nuevo impuesto era incons­
titucional, es decir,, incompatible con las leyes de Francia y con las liberta­
des de los franceses. Los estados de Bretaña y de otros p ays d ’états, que
eran provincias que tenían asambleas de estados, declararon que sus liber­
tades consuetudinarias e históricas estaban siendo ultrajadas. La iglesia
protestó enérgicamente. Después de varios años de disputas, Luis XV
decidió no llevar más lejos la cuestión, retiró su apoyo al ministro de Hacien­
da y todo el proyecto se derrumbó.
Las décadas de 1750 y 1760 asistieron a continuas fricciones entre el
Consejo de ministros y las diversas entidades simiatónomas del país.
Mientras tanto,, sobrevinieron los enormes gastos y los humillantes reveses de
la Guerra de los Siete Años. El gobierno renovó su decisión de alcanzar un
eficaz control centralizado. Se acordó eliminar los parlamentos como fuerza
política, y con este fin, en 1768, Luis XV nombró canciller a un hombre
llamado Maupeou, que abrogó los viejos parlamentos y estableció otros
nuevos en su lugar. Maupeou contaba con la simpatía de Voltaire y de la
mayoría de los philosophes. En los «parlamentos Maupeou», los jueces no
tenían derecho alguno de propiedad sobre sus escaños, sino que se convir­
tieron en funcionarios pagados, nombrados por la corona, con seguridades de
inamovilidad, y tenían prohibido rechazar edictos del gobierno o discutir
acerca de su constitucionalidad, limitándose a funciones puramente judi­
ciales. Maupeou también se propuso hacer las leyes y los procedimientos
judiciales más uniformes en todo el país. Mientras tanto, marginados los
viejos parlamentos, se llevó a cabo otro intento de someter a tributo a los
grupos privilegiados y exentos.
Pero Luis XV murió en 1774. Su nieto y sucesor, Luís XVI, aunque muy
superior en hábitos personales a su abuelo, y poseído de un auténtico deseo de
gobernar bien, se parecia a Luis XV en que carecía de una fuerza de
voluntad sostenida y era incapaz de ofender a las gentes de su proximidad.
En todo caso, tenía solamente veinte años en 1774. El reino resonaba de

45
clamores contra Maupeou y sus colegas como esbirros del despotismo, y de
demandas de una inmediata restauración del viejo Parlamento de París y de
los otros. Luis XVI, temeroso de comenzar su reinado como un «déspota»,
volvió a convocar, pues, a los viejos parlamentos y abrogó los de Maupeou.
Los malogrados parlamentos de Maupeou representaron la medida más
extrema adoptada por el despotismo ilustrado en Francia. Fue arbitrario,
caprichoso y despótico que Luis XV destruyese los viejos parlamentos, pero
fue ciertamente ilustrado, en el sentido que la palabra adquiriría después,
porque los viejos parlamentos eran baluartes de aristocracia y privilegios, y
habían cerrado el paso, durante décadas, a los programas de reforma.
Luis XVI, al volver a convocar los viejos parlamentos en 1774,
comenzaba su reinado pacificando a las clases privilegiadas. Al propio
tiempo nombró un ministerio reformador. A su cabeza estaba Turgot,
philosophe y fisiócrata, y gobernante muy experimentado. Turgot acometió
la supresión de los gremios, que eran monopolios municipales privilegiados en
sus diversas actividades. Concedió una mayor libertad al comercio interior
de cereales. Proyectó la abolición de la corvée real (la obligación para
determinados campesinos de trabajar en las carreteras, unos días cada año),
sustituyéndola por un impuesto en dinero, que recaería sobre todas las
clases. Empezó a revisar todo el sistema de impuestos y se supo incluso que
apoyaba la tolerancia legal de los protestantes. El Parlamento de -París,
secundado por los Estados Provinciales y por la iglesia, se opuso clamorosa­
mente a él, y Turgot dimitió en 1776. Luis XVI, al convocar de nuevo los
parlamentos, había hecho imposible la reforma. En 1778, Francia entró en
guerra otra vez con Gran Bretaña. Se repetía el mismo ciclo: gastos de
guerra, deuda, déficit, nuevos proyectos de impuestos, resistencia por parte
de los parlamentos y de otros organismos semiautónomos. En los años 1780,
el choque condujo a la revolución1.

Austria: L as reformas de María Teresa (1740-1780) y de José (1780-1790)

La guerra de los cuarenta demostró a María Teresa, la extraordinaria


endeblez de su imperio. Si los aliados continentales hubieran alcanzado una
victoria más aplastante, no sólo se habría perdido Silesia en favor de Prusia,
sino que Bélgica habría pasado a poder de Francia, Bohemia y Austria al del
elector de Baviera apoyado por Francia, y el cetro del Sacro Imperio
Romano, que durante largo tiempo había sido una fuente de prestigio para
los Habsburgo, habría pasado definitivamente, con toda probabilidad, a un
príncipe bávaro o a otro príncipe alemán profrancés. María Teresa se habría
convertido en reina de Hungría solamente. Sus súbditos tampoco se
mostraron muy inclinados a permanecer unidos bajo su soberanía. En
Breslau, capital de Silesia, tras el ataque prusiano de 1740, los habitantes
defendían tan inflexiblemente las libertades de su ciudad, que no habrían
admitido el ejército de María Teresa dentro de sus murallas. En Bohemia,
casi la mitad de los nobles dio la bienvenida a los invasores franco-bávaros.

1 Ver págs. 88-92.

46
!

En Hungría, María Teresa consiguió apoyo, pero sólo mediante la confir­


mación de las libertades históricas húngaras. El imperio no era más que un
vago haz de territorios, sin un objetivo o una voluntad común. Debe
recordarse que la Pragmática Sanción ideada por Carlos VI había sido
proyectada no sólo para garantizar la herencia de los Habsburgo contra un
ataque exterior, sino también para asegurar el consentimiento de las diversas
partes del imperio en permanecer unidas bajo la dinastía.
La guerra de los años cuarenta condujo a la consolidación interna. El
reinado de María Teresa abría el camino a todo la ulterior evolución del
imperio austríaco, y, por consiguiente, de los muchos pueblos que vivían
dentro de sus fronteras. María Teresa contaba con la ayuda de un notable
equipo de ministros, cuyo origen revelaba el carácter no nacional del sistema
de los Habsburgo. Su consejero de máxima confianza en relaciones
exteriores, el astuto Kaunitz, era un moravo; sus principales asesores en
asuntos internos eran un silesio y un checo-bohemio. Trabajaban cómoda­
mente con la reina-archiduquesa alemana y con funcionarios alemanes en
Viena. Su objetivo era primordialmente el de impedir la disolución de la
, monarquía, ampliando y garantizando el flujo de impuestos y de sol­
dados. Esto implicaba la ruptura del control local de los nobles terri­
toriales en sus diversas dietas, que correspondían, en cierto modo, a los
Estados Provinciales franceses. Hungría, profundamente separatista, se
quedó sola. Pero las provincias bohemias y austríacas fueron unidas. El reino de
Bohemia, en 1749, perdió la carta constitucional, que había recibido en
el año 1627. Las distintas dietas bohemias y austríacas perdieron su derecho
a conceder impuestos. Los distintos departamentos o «cancillerías» mediante
los cuales se regían, separadamente, sus asuntos en Viena, fueron abolidos.
Anteriormente, los asuntos locales, el reclutamiento y la recaudación de
impuestos habían estado dominados por comisiones de las dietas, com­
puestas por nobles terratenientes de la vecindad, caballeros amateurs que
a menudo eran negligentes o indiferentes y que, puesto que servían sin paga,
eran impermeables a la disciplina oficial, a las reprensiones o a la coordinación.
Fueron sustituidos por administradores asalariados. La burocracia ocupó el
lugar del autogobierno local. Los funcionarios (siguiendo una forma de
doctrina mercantilista llamada «cameralismo» en la Europa central) pro­
yectaron el aumento de la fuerza económica del imperio mediante el
incremento de la producción. Contuvieron los monopolios de los gremios
locales, suprimieron el bandidaje en las carreteras y, en 1775, crearon una
unión arancelaría de Bohemia, Moravia y los ducados austríacos. Esta
región llegó a ser el área más extensa de libre comercio en el continente
europeo, cuando todavía Francia estaba dividida por tarifas internas.
Bohemia, la parte más avanzada del imperio desde el punto de vista
industrial, se benefició sustancialmente; una de sus instalaciones de manu­
factura de algodón, al final del reinado de María Teresa, empleaba
cuatro mil personas.
El gran hecho social, tanto en los territorios de los Habsburgo como en
toda Europa oriental, era la servidumbre en que habían ido cayendo, cada
vez más profundamente, las masas rurales, durante los últimos doscien­
tos años. La servidumbre significaba que el campesino pertenecía más a su

47
señor que al estado. El siervo debía trabajo a su señor, frecuentemente sin
especificar ni su cantidad ni su género. La tendencia, mientras los
terratenientes gobernaban localmente a través de sus dietas, consistía en que
el siervo hiciese seis días semanales de trabajo forzado en la tierra del señor.
María Teresa, por motivos humanitarios, y también por el deseo de
apoderarse de la mano de obra entre la que se reclutaban sus ejércitos, lanzó
un ataque sistemático contra las instituciones de la servidumbre, lo que
significaba también un ataque contra la aristocracia terrateniente del
imperio. Con las dietas disminuidas en su poder, las protestas de los nobles
eran menos eficaces; sin embargo, se hallaba implicado todo el sistema de
trabajo agrícola de sus territorios, y María Teresa procedió con cautela. Se
aprobaron leyes contra el abuso de los campesinos por parte de los señores o
de sus intendentes. Otras leyes regulaban las obligaciones de los trabajado­
res, exigiendo que se registrasen públicamente y limitándolas, por lo general,
a tres días semanales. Las leyes eran burladas a menudo. Pero el campesino
se había liberado, en cierta medida, de las arbitrarias exacciones del señor.
María Teresa logró aliviar la servidumbre más que ningún otro gobernante
del siglo XVIII en la Europa oriental, con la única excepción de su propio
hijo, José II.
La gran reina-archiduquesa murió en 1780, tras haber reinado durante
cuarenta años. Su hijo, que habia sido corregente con su madre desde 1.765,
no estaba muy de acuerdo con los métodos de ella. María Teresa, aunque
bastante firme en sus propósitos, siempre se había contentado con medidas
parciales. En lugar de exponer sus proyectos mediante una generalización
filosófica, los enmascaraba o les quitaba importancia, no llevando nunca las
cuestiones hasta el punto de provocar una reacción incontrolable o de unir
contra ella los intereses creados que ella misma socavaba. Retrocedía y
ocupaba, vigilaba y esperaba. José II no esperaría. Aunque consideraba
frívolos a los philosophes franceses, y conceptuaba a Federico de Prusia
como un simple cínico inteligente, él mismo era un puro representante de la
Edad de la Ilustración, y es en su breve remado de diez años cuando mejor
pueden observarse el carácter y las limitaciones del despotismo ilustrado. Era
un hombre serio, formal y bueno, que sentía la miseria y la desesperación de
las clases más bajas. Creía que las condiciones existentes eran malas, y él no
las regularía ni las mejoraría; acabaría con ellas. El derecho y la razón, a su
parecer, concordaban con los puntos de vista que él adoptaba; los defensores
del viejo orden eran egoístas o equivocados, y someterse a ellos sería
transigir con el mal.
«El estado», decía José, anticipándose a los radicales filosóficos de
Inglaterra, significaba «el mayor bien para el mayor número». Y él actuaba
en consecuencia. Sus diez años de reinado constituyeron una rápida sucesión
de decretos. María Teresa había regulado la servidumbre. José la abolió. Su
madre había recaudado impuestos entre los nobles y éntre los campesinos,
pero no equitativamente. José decretó equidad en la tributación. Insistió en
la igualdad del castigo para crímenes iguales, cualquiera que fuese la clase
social del delincuente; un aristócrata oficial del ejército, que habia robado
97.000 florines, fue exhibido en la picota, y el conde Podstacky, un
falsificador, fue condenado a barrer las calles de Viena, encadenado con

48
otros delincuentes comunes. Al propio tiempo, se hicieron menos crueles,
físicamente, muchos castigos legales. José concedió una total libertad de
imprenta. Ordenó la tolerancia de todas las religiones, excepto la de unas
pocas sectas populares, que él consideraba demasiado ignorantes para ser
permitidas. Otorgó iguales derechos cívicos a los judíos, e iguales deberes, de
modo que, por primera vez en Europa, los judíos estuvieron obligados a
prestar el servicio m ilitar. Incluso hizo nobles a algunos judíos, lo que
constituyó un fenómeno asombroso para los de «sangre» aristocrática.
Chocó abierta y ásperamente con el Papa, apoyando un movimiento
llamado Febronianismo, que urgía una mayor independencia nacional
respecto a Roma para los prelados católicos alemanes, según el modelo de
las libertades galicanas francesas. Demandaba mayores poderes para el
nombramiento y supervisión de obispos y suprimió muchos monasterios,
utilizando las propiedades de éstos para financiar hospitales seculares
en Viena, asentando así las bases de la excelencia de esta ciudad como centro
de la Medicina. También intentó desarrollar económicamente el imperio y
construyó el puerto de Trieste, donde estableció incluso una Compañía de
las Indias Orientales, que pronto fracasó, por razones obvias —al no llegar
desde la Europa central ni el capital ni el apoyo naval—. Sus intentos de
alcanzar el mar, comercialmente, a través de Bélgica, se vieron bloqueados,
como los de su abuelo en la época de la Compañía de Ostende, por los
intereses holandeses y británicos.
Para imponer su programa, José tuvo que centralizar su estado, como
otros gobernantes anteriores, sólo que él llegó más lejos. Las dietas y el
autogobierno aristocrático regionales se encontraron todavía peor que bajo
su madre. Mientras ella había dejado siempre, sagazmente, que Hungría se
desenvolviese con una gran independencia, él aplicó a Hungría también la
mayor parte de sus medidas —lo que era justo debía ser justo en todas
partes—. Su ideal era un imperio perfectamente uniforme y racional, con
todas las irregularidades suavizadas como bajo un rodillo de vapor.
Consideraba razonable tener un solo idioma para la administración y,
naturalmente, eligió el alemán; esto condujo a un programa de germaniza-
ción de los checos, de los polacos, de los magiares y otros, lo que, a su vez,
provocó la resistencia nacionalista de aquellos pueblos. Había un cuerpo de
funcionarios fuertemente presionado, en constante crecimiento y cada vez más
disciplinado, que utilizaba el alemán y llevaba adelante el programa del
emperador, frente a la oposición de las regiones y de las clases. La
burocracia se hizo perceptiblemente m oderna,. con cursos de preparación,
escalafones, pensiones de retiro, informes de eficiencia y visitas de inspec­
ción. Los clérigos fueron empleados también como portavoces del estado para
explicar las nuevas leyes a sus feligreses y para enseñar el respeto debido al
gobierno. Para vigilar el conjunto de la estructura, José creó una policía
secreta, cuyos agentes, solicitando la confidencial ayuda de espías y
delatores, informaban acerca del comportamiento de los empleados del
gobierno, o de las ideas y acciones de nobles, clérigos u otros de quienes
pudieran esperarse perturbaciones. El estado policiaco, tan ignominioso para
el mundo liberal, fue construido por primera vez, sistemáticamente, por
José, como instrumento de ilustración y reforma.

49
José II, el «emperador revolucionario», anticipó mucho de lo que en
Francia fue hecho por la Revolución y bajo Napoleón. No podía soportar
el «feudalismo» o el «medievalismo»; personalmente, detestaba la nobleza y
la iglesia. Pero pocas de sus reformas fueron duraderas. Murió prematura­
mente en 1790, a la edad de cuarenta y nueve años, desilusionado y lleno de
amargura. Hungría y las provincias belgas se habían levantado contra él.
Decían que sus viejas libertades constitucionales habían sido ultrajadas, y
que estaban siendo gobernados sin su consentimiento. En Hungría, toda la
buena disposición ganada por María Teresa parecía perdida; en Bélgica, las
provincias defendían tenazmente los mismos privilegios medievales, la
antigua Joyeuse Entrée, que doscientos años antes habían reivindicado
frente al rey de España. Por todo el imperio de los Habsburgo, los nobles
terratenientes, que habían perdido su control sobre los trabajadores pqr la
abolición de la servidumbre, y su posición de casta por las reformas legales y
fiscales, estaban, naturalmente, indignados. La iglesia se consideraba
prostituida y despojada. Los campesinos estaban agradecidos por su nueva
libertad personal, pero se sentían frustrados ante la actitud oficial de
condescendiente elevación, y muchas veces, en la vida diaria, simpatizaban
con sus sacerdotes y con sus nobles. Los funcionarios eran inferiores a la
tarea de ellos exigida. Había muy pocos burgueses en la mayoría de las
partes del imperio para dirigir el servicio público, de modo que muchos
funcionarios eran miembros de la nobleza terrateniente que José humillaba,
y, en todo caso, frecuentemente encontraban imposibles de hacer cumplir o
incluso de comprender las directrices que llegaban de Viena. José era un
revolucionario sin un partido. Fracasó porque no podía estar en todas partes
y hacerlo todo él mismo. Su reinado demostró las limitaciones de una
ilustración simplemente despótica. Reveló que un gobernante legalmente
absoluto no podía hacer en realidad lo que quisiera. Puso de manifiesto que
una reforma drástica y brusca sólo podía introducirse con una verdadera
revolución, con el apoyo de la opinión pública y bajo la dirección de unos
hombres que compartiesen un cuerpo coherente de ideas.
José fue sucedido por su hermano Leopoldo, uno de los más capaces
gobernantes del siglo, que durante muchos años, como gran duque de
Toscana, había dado a aquel país el mejor gobierno conocido en Italia, a lo
largo de generaciones. Ahora, en 1790, Leopoldo estaba atormentado por
las voces de su hermana, María Antonietá, atrapada en las redes de una
verdadera revolución en Francia2. Leopoldo se negó a intervenir en los
asuntos franceses; en todo caso, estaba ocupado en ordenar la confusión
dejada por José. Revocó la mayoría de los edictos de José, pero no los anuló
totalmente. Los nobles no recuperaron los plenos poderes en las dietas. Los
campesinos no fueron enteramente devueltos a la antigua servidumbre; los
esfuerzos de José por facilitarles tierra y por liberarles del trabajo forzado
habían de ser abandonados, pero, personalmente, siguieron siendo libres,
ante la ley, para emigrar, para casarse o para elegir la ocupación que
deseasen. Leopoldo murió en 1792, sucediéndole su hijo Francisco II.
Bajo Francisco, la reacción aristocrática y clerical recuperó fuerzas, aterrada

2 Ver pág, 103.

50
r

por el recuerdo de José II y por el espectáculo de la Francia revolucionaria,


con la que Austria iba a entrar en guerra inmediatamente después de la
muerte de Leopoldo,

Prusia bajo Federico el Grande (1740-1786)

En Prusia, Federico el Grande continuó reinando durante veintitrés años


después del final de la Guerra de los Siete Años. «El viejo Fritz», como se la
llamó, pasaba el tiempo apaciblemente, escribiendo memorias e historias,
restableciendo su destrozado país, promoviendo la agricultura y la industria,
rehaciendo su tesorería, organizando su ejército y asimilando su gran
conquista de Silesia, y, después de 1772, la parte de Polonia que le
correspondió en el primer reparto. Sin embargo, la fama de Federico como
uno de los más eminentes de los déspotas ilustrados se debe no tanto.a sus
innovaciones prácticas como a sus dotes intelectuales, que eran considerables,
y a la pública admiración que le profesaban escritores amigos, como
Voltaire. «Mi principal ocupación —escribía a Voltaire— es la de luchar
contra la ignorancia y los prejuicios en este país... Tengo que ilustrar a mi
pueblo, cultivar sus costumbres y su moral, y hacer a mis gentes tan felices
como puedan serlo los seres humanos, o tan felices como lo permitan los
medios de que dispongo». No creía que fuesen necesarios cambios radi­
cales para la felicidad de Prusia. El país era dócil, porque su iglesia lute­
rana se había subordinado al estado, desde hacía mucho tiempo, sus bur­
gueses, relativamente pocos, dependían en gran medida de la corona, y
la independencia de los Junker terratenientes, expresada en las dietas
provinciales, había sido cercenada por los predecesores de Federico. Este
simplificó y codificó las muchas leyes del reino e hizo los tribunales más
baratos, más expeditivos y más honestos. Mantuvo un saludable y enérgico
tono en su servicio público. Concedió la libertad religiosa y decretó, aunque
no llevó a la práctica, un mínimo nivel de instrucción elemental para todos
los niños de todas las clases. Bajo Federico, Prusia fue suficientemente
atractiva para que a ella acudiesen unos 300.000 inmigrantes,
Pero la sociedad continuó estratificada, de un modo apenas conocido en
la Europa occidental. Nobles, campesinos y ciudadanos vivían unos al lado
de los otros, en una especie de segregación. Cada grupo pagaba impuestos
diferentes y tenía diferentes obligaciones respecto al estado, y nadie podía
adquirir bienes del tipo correspondiente a uno de los otros dos grupos. La
propiedad estaba legalmente clasificada, así como las personas; era poca la
que pasaba de un grupo a otro. El objetivo básico de estas políticas era
militar, y consistía en mantener, conservando intactas sus respectivas formas
de propiedad, una clase campesina distinta, de la que habian de reclutarse
los soldados, y una clase aristocrática distinta, de la que habían de salir los
oficiales. Los campesinos, excepto en los límites occidentales del reino, eran
siervos que poseían unos pedazos de tierra en términos precarios, a cambio
de obligaciones de trabajo en las haciendas de los señores. Estaban
considerados también como «súbditos hereditarios» del señor, y no eran
libres para abandonar la hacienda del señor, para casarse ni para aprender

51
un oficio, a no ser con su autorización. Federico, en sus primeros años,
pensó en medidas para aliviar la carga de la servidumbre. Y la alivió en sus
propios feudos, en los que pertenecían al dominio de la corona prusiana, que
comprendían una cuarta parte de la extensión del reino. Pero no hizo nada
para los siervos que pertenecían a los terratenientes privados o Junkers.
Ningún rey de Prusia pudo enfrentarse radicalmente a la clase Junker, que
tenía el mando del ejército. Por otra parte, también en Prusia la existencia
de un estado monárquico suponía una cierta ventaja para el hombre común;
el siervo en Prusia no estaba tan mal como en zonas limítrofes —Polonia,
Livonia, Mecklemburgo, o la Pomerania sueca—, donde la voluntad de los
señores era la ley de la tierra, y que, en consecuencia, fueron llamadas, no
sin razón, repúblicas Junker. En aquellos países se conocieron casos en que
los propietarios vendieron a sus siervos como bienes muebles, o los jugaban,
o los regalaban, destruyendo familias en la operación, como los terrate­
nientes rusos podían hacer con sus siervos, o los dueños de las plantaciones
americanas con sus esclavos. Aquellos abusos eran desconocidos en Prusia.
El sistema de Federico estaba centralizado no solamente en Potsdam,
sino en su propia cabeza. Atendía personalmente a todos los asuntos, y
adoptaba todas las decisiones importantes. Ninguno de sus ministros o
generales alcanzó nunca una reputación independiente. Como él decía de su
ejército: «Nadie razona, todos ejecutan», es decir, nadie razonaba, excepto
el propio rey. O también, como Federico explicaba, si Newton hubiera
tenido que consultar con Descartes, nunca hubiera descubierto la ley de la
gravitación universal. Tener que contar con las ideas de otros, o confiar
responsabilidades a hombres menos capaces que uno mismo, le parecía a
Federico despilfarrado y anárquico. Murió en 1786, después de haber
gobernado cuarenta y seis años, y sin haber preparado sucesores. Veinte
años después, Prusia era casi destruida por Napoleón3. No era extraño que
Napoleón derrotase a Prusia, pero Europa se asombró, en 1806, al ver que
Prusia se hundía total y repentinamente. Entonces, se llegó a la conclusión
en Prusia y en otras partes de que el gobierno por parte de una mente
rectora, que actúe en una sublime y aislada superioridad, no ofrecía
una forma viable de estado en las condiciones modernas.

3. Despotismo Ilustrado: Rusia

El imperio ruso no ha aparecido en las páginas precedentes. Hay razones


para su ausencia, porque no desempeñó ningún papel en la revolución
intelectual del siglo XVII, y su intervención en la lucha por la riqueza y por
el imperio, que alcanzó su punto culminante en la Guerra de los Siete Años,
fue un tanto incidental. En la Edad de la Ilustración, el papel de Rusia fue
pasivo. Ningún pensador ruso era conocido en Europa. Perodios pensadores
europeos eran bien conocidos en Rusia. La cultura cosmopolita de domi­
nante francesa de las clases altas europeas se extendió a las clases altas de

3 Ver págs. 154, 160-161.

52
Rusia. La corte y la aristocracia rusas tenían el francés como su idioma
común de conversación. Con el francés (también se conocía el alemán y, a
veces, el inglés, porque los aristócratas rusos eran notables lingüistas),
entraron en Rusia todas las ideas que bullían en la Europa occidental.
Aunque la Ilustración no afectó profundamente a Rusia, le afectó, sin
embargo, de un modo importante. Continuó la occidentalización tan
decididamente impulsada por Pedro, y extremó todavía más el apartamiento
de las clases altas rusas de su propio pueblo y de su marco natal.

Rusia después de Pedro el Grande

Pedro el Grande murió en 1725. Para asegurar su revolución, había


decretado que cada zar nombrase a su sucesor, pero él mismo no habia
nombrado a ninguno y habia condenado a muerte a su hijo Alexis para
evitar una reacción social. Sucedió a Pedro su esposa, una mujer de origen
campesino, que reinó durante dos años como Catalina I. Después subió al
trono el joven Pedro II, hijo de Alexis y nieto de Pedro I. Pedro II sólo
reinó desde 1727 a 1730. Le sucedió Ana, 1730-1740; en el reinado de ésta, el
viejo partido ruso nativo trató de imponer a la autoridad de los zares
diversas restricciones constitucionales, pero fracasó. Sucedió a Ana Iván VI,
que sólo fue zar durante unos pocos meses, en los que su madre, una
alemana, rigió los asuntos de acuerdo con los puntos de vista del partido
alemán en Rusia, lo que era indispensable para el programa de occidentá-
lización y constituyó un agravio para los nacionalistas rusos. En 1741, una
revolución de palacio elevó al trono a la hija de Pedro el Grande, Isabel, que
acertó a conservar el poder hasta su muerte, veintiún años después. En su
reinado se incrementó el poderío militar de Rusia, e Isabel intervino en la
diplomacia europea y tomó parte en la Guerra de los Siete Años contra
Prusia, temerosa de que el continuado crecimiento de Prusia perjudicase la
nueva posición rusa en el Báltico. Fue la muerte de Isabel, en 1762, la que
tan decisivamente alivió la presión sobre Federico. Su sobrino, Pedro III,
fue casi inmediatamente destronado y probablemente asesinado por un
grupo que actuó por orden de su joven esposa, Catalina. La camarilla
victoriosa divulgó que Pedro III había sido casi un imbécil, que a los
veinticuatro años todavía jugaba con soldados de cartón. Catalina fue
proclamada la emperatriz Catalina II, y se llamó «la Grande». Gozó de un
largo reinado, desde 1762 a 1796, durante el cual adquirió una reputación un
tanto exagerada de déspota ilustrada.
Los nombres de los zares y zarinas entre Pedro I y Catalina II son de
escasa importancia. Pero su violenta y rápida sucesión es reveladora. Sin
ningún principio de sucesión, ni dinástico ni de otro tipo, el imperio cayó en
una desatada lucha de partidos, en la que los complots contra los soberanos
durante su vida alternaban con las revoluciones de palacio después de su
muerte. En toda aquella confusión subyacía siempre la cuestión de saber
cuál seria el futuro del programa de occidentalización de Pedro. Rusia seguía
pareciendo bizantina y bárbara a la Europa occidental.

53
Catalina la Grande (1762-1796): program a interior

Catalina la Grande era alemana, de una pequeña casa principesca del


Sacro Imperio Romano. Habia ido a Rusia, a la edad de quince años, para
casarse. Inmediatamente se había ganado la simpatía de los rusos, aprendió
el idioma y abrazó la religión ortodoxa. Ya en lós primeros momentos de su
vida de casada, disgustada con su marido, pensó en la posibilidad de
proclamarse emperatriz ella misma. No se parecía en nada a su contemporá­
nea femenina María Teresa, a no ser, tal vez, en que tenía, más o menos,
el mismo sentido práctico. Sana y, efusiva, tuvo una larga sucesión de aman­
tes, a los que mezclaba arbitrariamente en la politica y los utilizaba en fun­
ciones de estado. Cuando murió, a la edad de sesenta y siete años, de un
ataque de apoplejía, estaba viviendo aún con el último de aquellos amantes
aventureros. Sus facultades intelectuales eran tan notables como su vigor
físico; incluso siendo ya emperatriz se levantaba muchas veces a las cinco de
la mañana, encendía su propio fuego y se entregaba a sus libros, haciendo
un resumen, por ejemplo, de los Comentarios a las leyes de Inglaterra, de
Blackstone, publicados en 1765. Mantenía correspondencia con Voltaire, e
invitó a Diderot, director de la Encyclopédie, a visitarla en San Petersburgo,
donde, según ella contaba, Diderot la golpeaba con tal fuerza en las rodillas
en el calor de la conversación que ella tuvo que poner una mesa entre los
dos. Compró la biblioteca de Diderot, permitiéndole conservarla durante
toda su vida, y en otros aspectos obtuvo gran renombre por sus favores a los
philosophes, a los que ella, probablemente, consideraba como útiles agentes
de publicidad de Rusia. Los donativos que les entregaba eran importantes,
aunque más bien escasos si se comparan con los 12.000.000 de libras
esterlinas que gastó, según se calcula, en sus amantes.
Cuando llegó al poder, hizo público su propósito de llevar a cabo ciertas
reformas ilustradas. Convocó una gran asamblea consultiva, llamada
Comisión Legislativa, que se reunió en el verano de 1767. Gracias a sus
numerosas propuestas, Catalina obtuvo una gran cantidad de información
acerca de las condiciones del país, y, gracias a la enorme lealtad mostrada
por los diputados, llegó a la conclusión de que, a pesar de ser una
usurpadora y una extranjera, tenía un firme dominio sobre Rusia. Las
reformas que a continuación introdujo consistieron en una medida de
codificación legal, en restricciones sobre el uso de la tortura y un cierto
apoyo a la tolerancia religiosa, aunque no permitiese a los Viejos Creyentes
construir sus propias capillas. Aquellas innovaciones fueron suficientes para
levantar un coro de admiración entre los philosophes, que vieron en ella,
como veían retrospectivamente en Pedro el Grande, la abanderada de la
civilización en medio de un pueblo atrasado. Como otros déspotas ilustra­
dos, Catalina prestaba también asidua atención a las cuestiones administra­
tivas. En su consolidación de la maquinaria del Estado, sustituyó los diez
gubernii de Pedro por cincuenta, cada uno de ellos subdividido en distritos,
y todos equipados con los debidos conjuntos de gobernadores y fun­
cionarios.
Cualesquiera que fuesen las ideas que Catalina pudiera tener al principio,
como joven inteligente y progresiva, acerca del tema fundamental de

54
la reforma de la servidumbre en Rusia, no duraron mucho después de
haberse proclamado emperatriz, y se desvanecieron ante la gran insurrección
campesina de 1773, conocida como la rebelión de Pugachev. La situación de
los siervos rusos estaba empeorando. Sus propietarios los vendían, cada vez
en mayor número, apartándolos de la tierra, destruyendo las familias,
utilizándolos en las minas o en las manufacturas, disciplinándolos o
castigándolos a voluntad, o desterrándolos a Siberia. La población sierva se
hallaba inquieta, incitada por los Viejos Creyentes, y acariciando falsos
recuerdos populares del gran héroe, Stenka Razin, que un siglo antes habia
capitaneado un levantamiento contra los señores. El antagonismo de clases,
aunque escondido, era profundo, y no se reducía ciertamente cuando el
tosco mujik, en algunos sitios, oía al señor y a su familia hablar en francés a
fin de no ser comprendidos por los siervos, o les veían vestir ropas europeas,
leer libros europeos y adoptar las formas de un modo de vida extraño y
superior.
En 1773, un cosaco del Don, Emelian Pugachev, antiguo soldado,
apareció capitaneando una insurrección en los Urales. Siguiendo una vieja
costumbre rusa, se anunció como el verdadero zar, Pedro III (el marido
muerto de Catalina), que ahora volvía, después de largos viajes por Egipto y
por Tierra Santa. Se rodeó de dobles de la familia imperial, de cortesanos e
incluso de un secretario de estado. Publicó un manifiesto imperial pro­
clamando el fin de la servidumbre y de los impuestos, así como del re­
clutamiento militar. Decenas y cientos de millares, en las regiones de los
Urales y del Volga, tártaros, kirguises, cosacos, siervos de la agricultura,
obreros esclavos de las minas de los Urales, pescadores de los ríos y del mar
Caspio se juntaron bajo la bandera de Pugachev. Aquella gran multitud
actuaba por la Rusia oriental, incendiando y saqueando, dando muerte a
sacerdotes y señores. Las clases altas, en Moscú, estaban aterradas;
100.000 siervos vivían en la ciudad, como criados domésticos o como
obreros industriales, y sus simpatías estaban con Pugachev y su horda. Los
ejércitos, al principio, fracasaron. Pero el hambre por las zonas del Volga
en 1774 dispersó a los rebeldes. Pugachev, traicionado por algunos de sus
seguidores, fue llevado a Moscú en una jaula de hierro. Catalina prohibió el
empleo de la tortura en su proceso, pero Pugachev fue ejecutado mediante el
arrastre y el descuartizamiento de su cuerpo, castigo que —tal vez deba
señalarse— se utilizaba en la Europa occidental de aquel tiempo en casos de
flagrante traición.
La rebelión de Pugachev fue la más violenta sublevación campesina de la
historia de Rusia, y el más formidable levantamiento de masas ocurrido en
Europa en aquel siglo con anterioridad a 1789. Catalina reaccionó ante él
con la represión. Concedió más poderes a los terratenientes. Los nobles se
liberaron de los últimos’ vestigios del servicio obligatorio a que Pedro les
había sometido. En adelante, los campesinos fueron la única clase sojuzgada
o sujeta a unas obligaciones. Al igual que en Prusia, el estado se apoyaba
más que nunca en un entendimiento entre el gobernante y los señores, en
virtud del cual los señores aceptaban la monarquía con sus leyes, sus
funcionarios, su ejército y su política exterior, y recibían de ella a cam bio la
seguridad de una autoridad plena sobre las masas rurales. El gobierno se

55
extendía a través de la aristocracia y de las ciudades dispersas, pero se
detenía ante la casa del señor; allí, el señor ejercía el poder y él mismo era
una especie de gobierno en su propia persona. En tales circunstancias, el
número de siervos aumentó y la carga sobre cada uno de ellos se hizo más
pesada. El reinado de Catalina vio la culminación de la servidumbre rusa,
que ahora ya no se diferenciaba en ningún aspecto importante de la
esclavitud cosificada a la que los negros se veían sometidos en América. En ;
la Gaceta de Moscú podían leerse anuncios como el siguiente: «Se venden
dos vigorosos cocheros; dos muchachas de dieciocho y de quince años, ágiles
en trabajos manuales. Dos barberos: uno, de veintiún años, sabe leer y
escribir y tocar un instrumento musical; el otro sabe hacer peinados de
señoras y de caballeros».

Catalina la Grande: A suntos Exteriores

Territorialmente, Catalina fue uno de los principales constructores de


Rusia. Cuando pasó a ser zarina, en 1762, el imperio llegaba hasta el
Pacífico y el Asia central y tocaba en el Báltico, por el golfo de Riga y el
golfo de Finlandia, pero, al oeste de Moscú sólo se podían recorrer unas
200 millas antes de llegar a Polonia, y desde el suelo ruso no podian verse las
aguas del mar Negro. Rusia estaba separada de la Europa central por una
ancha faja de territorios vagamente organizados, que se extendía desde el
Báltico hasta los mares Negro y Mediterráneo y que pertenecía concre­
tamente a los estados polaco y tinco. Polonia era un antiguo enemigo,
que en otro tiempo había amenazado a Moscovia, y tanto en Polonia
como en el Imperio Otomano había muchos cristianos ortodoxos griegos, a
quienes los rusos se sentían unidos por un lazo ideológico. En la Europa
occidental el reparto de toda la zona polaco-tinca, que se alargaba a través
de Asia Menor, Siria y Palestina hasta Egipto, pasó a llamarse la Cuestión
Oriental. Aunque la denominación cayó en desuso después de 1900, la
cuestión nunca ha dejado de existir.
El gran proyecto de Catalina consistía en penetrar en toda la zona, tanto
polaca como turca. En una guerra con Turquía, en 1768, Catalina desarrolló
su «proyecto griego», en el que los «griegos», es decir, los miembros de la
Iglesia Ortodoxa Griega, sustituirían a los musulmanes como elemento
dominante en todo el Oriente Medio. Catalina derrotó a los turcos en la
guerra, pero se vio refrenada por las presiones diplomáticas del equilibrio de
poder europeo. El resultado fue el primer reparto de Polonia. Las tres
monarquías orientales comenzaron a repartirse entre ellas el territorio.
Federico tomó Pomerania, rebautizándola con el nombre de Prusia Occi­
dental; Catalina tomó partes de la Rusia Blanca; María Teresa, Galitzia.
Federico digirió con gusto su porción, haciendo realidad un viejo sueño de la
casa de Brandenburgo; Catalina engulló la suya con un poco menos de
apetito, porque antes había controlado satisfactoriamente toda Polonia; a
María Teresa, el plato le resultaba desagradable e incluso horrible, pero no
podia dejar que sus vecinos siguiesen adelante sin ella, y participó en el
festín, acallando sus escrúpulos morales. Federico dijo, cínicamente: «María

56
Teresa lloraba, pero seguía agarrando». En 1774, Catalina firmaba un
tratado de paz en Kuchuk Kainarji, junto al Danubio, con los turcos
vencidos. El sultán cedía sus derechos sobre los principados tártaros, en la
costa septentrional del mar Negro, donde los rusos fundaron en seguida el
puerto de Odessa.
Catalina sólo había aplazado —no alterado— sus planes respecto a
Turquía. Decidió neutralizar la oposición de Austria. Invitó a José II a
visitarla en Rusia, y los dos soberanos recorrieron juntos las provincias del
mar Negro, recientemente ganadas por Catalina. Su favorito en aquel
momento, Potemkin, construía pueblos artificíales, de una sola calle, a lo
largo del camino de los soberanos y organizaba muchedumbres de pueble­
rinos de aspecto alegre y feliz, que les daban la bienvenida, todo lo cual sólo
enriqueció a la humanidad con la expresión de «pueblos Potemkin», para
significar la falsa evidencia de una prosperidad inexistente. En Kherson, los
dos monarcas pasaron por una puerta sobre la que se leía: «Camino hacia
Bizancio». José II decía: «Lo que yo quiero es Silesia», pero la zarina le
indujo a unirse en una guerra de conquista contra Turquía. Esta guerra fue
interrumpida por la Revolución Francesa. Los dos gobiernos redujeron sus
compromisos en los Balcanes para esperar acontecimientos en la Europa
occidental. La nueva política de Catalina fue la de incitar a Austria y a
Prusia a una guerra contra la Francia revolucionaria, en nombre de la
monarquía y de la civilización, pues de este modo ella podría tener las manos
libres en la esfera polaco-turca4. Mientras tanto, ella contribuía a sofocar el
movimiento nacionalista y reformador entre los polacos. En 1793, llegó a un
acuerdo con Prusia para el segundo reparto, y en 1795, con Prusia y con
Austria para el tercero. Catalina fue el único gobernante que vivió para
intervenir en los tres repartos de Polonia.
Muchos pensadores avanzados de la época elogiaron los repartos de
Polonia como un triunfo de los gobernantes ilustrados, que ponía fin a un
viejo engorro. Las tres potencias participantes atemperaron sus comporta­
mientos en diversos terrenos, e incluso se enorgullecían de ello como de un
éxito diplomático, gracias al cual se evitaba una guerra entre las tres. Lo que
parecía un robo se justificaba mediante el argumento de que las ganancias
eran iguales; esta era la doctrina diplomática de la «compensación». Se
alegaba también que los repartos de Polonia ponían fin a una vieja causa de
rivalidad internacional y de guerra, sustituyendo la anarquía con un
gobierno sólido en una extensa área de la Europa oriental. Es una realidad
que Polonia había sido escasamente más independiente antes de los repartos
que después. Es de señalar también, aunque los argumentos nacionalistas no
se utilizaran en aquel tiempo, que, sobre bases nacionales, los propios
polacos no reivindicaban extensas zonas de la antigua Polonia. Las regiones
de que se había adueñado Rusia en los tres repartos estaban habitadas
predominantemente por rusos blancos y por ucranianos, entre los cuales los
polacos eran sobre todo una clase terrateniente. Rusia, incluso con el tercer
reparto, sólo llegó hasta la verdadera frontera étnica de Polonia. Pero
después, tras la caída de Napoleón, por general acuerdo internacional, la

4 Ver págs. 103-104.

57
esfera rusa se extendió hasta penetrar profundamente en el territorio habitado
por los polacos.
Los repartos de Polonia, aunque graduales, fueron de todos modos un
gran choque para el viejo sistema de Europa. Edmund Burke, en Inglaterra,
vio proféticamente en el primer reparto el desmoronamiento del antiguo
orden internacional. Su diagnático fue perspicaz. El principio del equilibrio
del poder había sido invocado históricamente para reservar la indepen­
dencia de los estados europeos, para asegurar a los estados débiles o
pequeños contra la monarquía universal. Ahora se utilizaba para destruir la
independencia de un reino débil, pero antiguo. No era que Polonia fuese la
primera en ser «repartida»; *los imperios español y sueco habían sido
repartidos, y durante el siglo XVIII hubo intentos de repartir también Prusia
y el imperio austríaco. Pero Polonia era la primera que se repartía sin guerra
y la primera que desaparecía totalmente. Que la Polonia fuese repartida sin
guerra, lo que constituía un motivo de gran satisfacción para las potencias
participantes, era también un hecho muy inquietante. Era alarmante que Un
gran estado desapareciese simplemente en virtud de un frío cálculo diplo­
mático. Parecía que ningún tipo de derechos establecidos se encontrase
seguro, ni siquera en tiempos de paz. Los repartos de Polonia demostraban
que en un mundo en el que habían surgidos grandes potencias, que
controlaban modernos aparatos de estado, resultaba peligroso no ser fuerte.
Venían a indicar que toda área que no lograse desarrollar un estado
soberano capaz de impedir la infiltración extranjera y colocada, por
consiguiente, a merced de las grandes potencias de Europa no conservaría
probablemente su independencia. En este sentido anticiparon, por ejemplo,
los repartos de Africa un siglo después, cuando también Africa, carente de
gobiernos fuertes, fue casi totalmente repartida, sin guerra, entre media
docena de estados de Europa.
Además, los repartos de Polonia, aunque mantenían el equilibrio en la
Europa oriental, alteraban profundamente el equilibrio de Europa como
conjunto. La desaparición de Polonia fue un golpe para Francia, que
durante mucho tiempo había utilizado a Polonia, como habia utilizado a
Hungría y a Turquía, como una avanzada de la influencia francesa en el
Este. Las tres potencias del Este ensanchaban sus territorios, mientras
Francia, en adelante, no disfrutaría de ningún crecimiento permanente. La
Europa Oriental adquirió una importancia mucho mayor de la que nunca
había tenido antes en los asuntos de Europa. Prusia, Rusia y el imperio
austríaco se habían hecho vecinos inmediatos. Tenían un interés común, que
era la represión de la resistencia polaca que se oponía a su dominación. La
resistencia polaca, iniciada antes de los repartos y proseguida después de
ellos, fue él primer ejemplo de nacionalismo revolucionario moderno en
Europa. La independencia de Polonia y la de otras nacionaliddes ahogadas
se convirtió, con el paso del tiempo, en una causa muy apoyada en la
Europa occidental, mientras las tres grandes monarquías de l á . Europa
oriental sé unían en su común oposición a la liberación nacional, y este
hecho, unido a la realidad de que las monarquías orientales eran primor­
dialmente estados de terratenientes, acentuó la característica división de
Europa, en el siglo XIX, entre un Oeste que se inclinaba a ser liberal y un

58
Este que se inclinaba a ser reaccionario. Pero estas ideas anticipan una parte
ulterior de la historia.
En cuanto a Catalina, sus propias protestas de ilustración inducen a un
irónico juicio acerca de su trayectoria. Su política exterior era simplemente
expansionista y falta de escrúpulos, y el auténtico efecto de su politica
interior, al lado de unas pocas reformas de detalle, fue el de favorecer a la
aristocracia medio europeizada y el de extender la servidumbre entre el
pueblo. En su defensa, puede señalarse que la expansión sin escrúpulos era
la práctica admitida de la época, y que, en el marco de la política interior, es
probable que ningún gobernante pudiera haber corregido los males sociales
que Rusia sufría. Si habia de existir un imperio ruso, tendría que ser con el
consentimiento de los señores propietarios de siervos, que constituían la
única clase politicamente importante. Como Catalina señalaba a Diderot, a
propósito de las reformas: «Usted escribe sólo sobre el papel, pero yo tengo
que escribir sobre la piel humana, que es incomparablemente más irritable y
delicada». Tenía razones para saber con qué facilidad podían ser destro­
nados e incluso asesinados los zares y las zarinas, y que el peligro de
derrocamiento procedía no sólo de los campesinos, sino de las camarillas de
oficiales del ejército y de terratenientes.
Catalina seguía ateniéndose a la pauta del Oeste. Nunca pensó que las
instituciones peculiares de Rusia pudieran convertirse en un modelo para los
otros. Continuó reconociendo las normas de la Ilustración, por lo menos
como normas. En sus últimos años prestó especial atención a su nieto
predilecto, Alejandro, supervisando estrechamente su educación, que ella
planteaba según el modelo occidental. Le dio como tutor al phüosophe suizo
La Harpe, que llenó su espíritu de sentimientos humanos y liberales sobre los
deberes de los príncipes. Preparado por Catalina como una especie de
gobernante ideal, Alejandro I estaba destinado a desempeñar un importante
papel en los asuntos de Europa, a derrotar a Napoleón Bonaparte, a
predicar la paz y la libertad y a sufrir las mismas divisiones y frustraciones
internas que parecían aquejar característicamente a los rusos ilustrados.

Las limitaciones del despotism o ilustrado

El despotismo ilustrado, observado retrospectivamente, prefiguraba una


época de revolución e incluso significaba un esfuerzo preliminar para
revolucionar la sociedad mediante una autoritaria acción desde arriba. Los
propios gobiernos decían a los pueblos que las reformas eran necesarias, que
muchos privilegios, libertades especiales o exenciones de impuestos eran
malos, que el pasado era una fuente de confusión, de injusticia o de
ineficacia en el presente. El estado se elevó a una soberanía mas completa, ya
fuese actuando francamente en su propio interés, ya fuese proclamando que
actuaba en interés de su pueblo. Todos los antiguos derechos estableados
fueron sometidos a revisión —los derechos de los reinos y de las provincias,
de las órdenes v de las clases, de las instituciones legales y de las
corporaciones—. El despotismo ilustrado rechazó o eliminó la Compañía de
Jesús, el Parlamento de París, la autonomía de Bohemia y la independencia

59
de Polonia. La ley consuetudinaria y común fue desechada por los códigos
legales autoritarios. Los gobiernos, al oponerse a los poderes especiales de la
iglesia y a los intereses feudales, tendían a convertir a todas las personas en
súbditos uniformes e iguales. En este sentido, el despotismo ilustrado
fomentaba la igualdad ante la ley. Pero sólo podía recorrer una cierta
distancia en ese camino. El propio rey era, después de todo, un aristócrata
hereditario, y ningún gobierno puede ser tan revolucionario que destruya sus
propias bases.
Ya antes de la Revolución Francesa, el despotismo ilustrado había
cumplido su curso. En todas partes, los «déspotas», por razones de política,
cuando no de principio, habian llegado a un punto más allá del cual no
podían ir. En Francia, Luis XVI había apaciguado a las clases privilegiadas;
en el imperio austríaco, el fracaso de José en su apaciguamiento las arrojó a
la rebelión abierta; en Prusia y en Rusia los brillantes reinados de Federico
y de Catalina significaron un agravamiento del señorío de la tierra en per-
, juicio de la masa del pueblo. En casi todas partes, había una resurgencia
aristocrática e incluso feudal. La religión estaba renovándose también de
muchas formas. Y también había muchos que decían que la realeza era, en
cierto sentido, divina, y estaba formándose una nueva alianza entre «el
trono y el altar». La Revolución Francesa, al amedrentar a los viejos
intereses creados, habia de acelerar y de endurecer una reacción que había
comenzado ya. La monarquía en Europa, desde la Edad Media, había sido
generalmente una institución progresista, que actuaba en la línea que Europa
parecía destinada a tomar, y, en todo caso, situándose en contra de los
poderes feudales y eclesiásticos. El despotismo ilustrado fue la culminación
de la institución histórica de la monarquía. Después de los déspotas
ilustrados y después de la Revolución Francesa, la monarquía, en conjunto,
se hizo nostálgica y vuelta hacia el pasado, apoyada muy fervorosamente por
las iglesias y por las aristocracias que en otro tiempo habia tratado de
someter, y nada en absoluto por quienes en sí mismos sentían agitarse
el futuro.

4. Nuevas conmociones: el movimiento británico de reforma

Pero no era sólo por los monarcas y por sus ministros por quienes
estaban amenazados los viejos intereses privilegiados, feudales y eclesiásti­
cos. A partir de 1760, aproximadamente, eran discutidos también en planos
más populares. Como resultado de la Ilustración y del fracaso de los
gobiernos a la hora de abordar graves problemas sociales y fiscales, estaba a
punto de iniciarse una nueva era de inquietud revolucionaria. Esta era estuvo
marcada, sobre todo, por la gran Revolución Francesa de 1789, pero la
Revolución Americana de 1776 fue también de importancia internacional.
En Gran Bretaña, además, el prolongado movimiento en favor de la reforma
parlamentaria, que comenzó en los años 1760, era en efecto de carácter
revolucionario, aunque no violento, pues cuestionaba los fundamentos del
gobierno y de la sociedad tradicionales de Inglaterra. Por otra parte, en el
último tercio del siglo XVIII había una agitación revolucionaria en Suiza, en

60
Bélgica y en Holanda, en Irlanda, en Polonia, en Hungría, en Italia y, en
menor grado, en otros países. Después de 1800, el fenómeno revolucionario
era cada vez más evidente en Alemania, en España y en la América Latina.
Puede decirse que esta oleada general de revolución no terminó hasta después
de las revoluciones de 1848.

Irrupción de una E dad de «Revolución democrática»

Se ha utilizado, a veces, para el conjunto del período la denominación de


«Revolución Atlántica», porque alcanzaba a países de ambos lados del
Atlántico. Se ha llamado también una edad de «Revolución democrática»,
debido a que en toda la diversidad de aquellos levantamientos, desde la
Revolución Americana hasta los de 1848, se afirmaban, de un modo o de
otro, ciertos principios de la sociedad democrática moderna. Desde este
punto de vista, las revoluciones particulares, los intentos de revolución o los
movimientos de reformas básicas se consideran como aspectos de una gran
oleada revolucionaria, que transformó virtualmente toda el área de la ,
civilización occidental. También se sostiene lo contrario, es decir, que cada ■
país representa un caso especial, que no se comprende bien cuándo se
considera solamente como parte de una vaga perturbación internacional de
carácter general. Así, se afirma que la Revolución Americana fue esencial­
mente un movimiento por la independencia, incluso esencialmente conser­
vador en sus objetivos, y, en consecuencia, totalmente distinto de la
Revolución Francesa, en la que se intentó una renovación completa de toda la
sociedad y de sus ideas; y las dos fueron totalmente distintas de lo ocurrido
en Inglaterra, donde no hubo revolución, en absoluto. Algo hay de cierto en
ambas afirmaciones, y aqui sólo es necesario afirmar que los revolucionarios
americanos, los jacobinos franceses, los irlandeses unidos, los patriotas
holandeses y grupos similares de otras partes, aunque diferentes entre sí,
tenían, sin embargo, muchos elementos comunes que sólo pueden carac­
terizarse como revolucionarios y como cooperantes a una era revolucionaria.
Es importante observar en qué sentidos el movimiento que comenzó
hacia 1760 fue y no fue «democrático». En general, no demandaba el
sufragio universal, aunque un puñado de personas en Inglaterra lo pidiese ya
en los años 1770, y algunos estados americanos practicasen un sufragio
masculino casi universal con posterioridad a 1776, como los revolucionarios
franceses más militantes en 1792. No pretendía una sociedad del bienestar, ni
Questionaba el derecho a la propiedad, aunque habia signos que apuntaban
en esas direcciones en el ala extrema de la Revolución Francesa. No estaba
especialmente dirigido contra la monarquía en cuanto tal. El conflicto de los
americanos era primordialmente con el Parlamento Británico, no con el rey;
los franceses proclamaron una república por desaparición de la monarqía en
1792, tres años después de haber comenzado su revolución; los revolucionarios
polacos, después de 1788, trataron de fortalecer la posición de su rey, no de
debilitarla, y los grupos revolucionarios podían entrar en acción en países en
los que no existía monarquía alguna en absoluto, como en las provincias
holandesas antes de la Revolución Francesa y en los cantones suizos, en la

61
República Veneciana o de nuevo en Holanda, bajo la influencia francesa,
después de 1795. Ciertamente, el primer estallido revolucionario del período
se produjo en 1768, en Ginebra, una pequeña ciudad-república, verdadera­
mente no monárquica, gobernada por un estrecho circulo de patricios
hereditarios. El poder real, donde existia, fue víctima de los revolucionarios
sólo en los países donde se utilizó en apoyo de los diversos grupos sociales
privilegiados.
El movimiento revolucionario se presentaba en todas partes como una
demanda de «libertad e igualdad». Preconizaba declaraciones de derechos y
explícitas constituciones escritas. Proclamaba la soberanía del pueblo o
«nación» y formulaba la idea de la ciudadanía nacional. En este contexto, el
«pueblo» éra esencialmente sin clases; era un término legal, el contrario de
gobierno, que significaba la comunidad sobre la cual se ejercía la autoridad
pública y de la que en principio se derivaba el propio gobierno. Decir que los
ciudadanos eran iguales significaba inicialmente que no habia diferencia
entre los nobles y los plebeyos. Decir que el pueblo era soberano significaba que
ni el rey ni el Parlamento Británico, ni grupo alguno de nobles, patricios, regen­
tes u otra minoría selecta tenía poder de gobierno por derecho propio; que
todos los funcionarios públicos eran destituibles y que ejercían una autori­
dad delegada dentro de los límites definidos por la constitución. No debía ha­
ber ningún «magistrado» por encima de el pueblo, ni autoperpetuación ni
cooptación en los cargos, ni rango derivado del nacimiento y reconocido por
la ley. Las distinciones sociales, como los franceses decían en su Declaración
de Derechos de 1789, tenían que basarse sólo en «la común utilidad». Podía
haber minorías de talento o función, pero no de nacimiento, privilegio o esta­
mento. La «aristocracia» en todas sus formas debía ser evitada. En los cuer­
pos representativos no podía haber ninguna representación especial de grupos
especiales; los representantes serían elegidos mediante elecciones frecuentes,
no desde luego habitualmente por sufragio universal, sino mediante un cuer­
po de votantes, determinado como quiera que sea, y en el que cada votante
contaría como uno, en un sistema de representación igual. La representación
por números, con la norma de la mayoría, sustituyó a la antigua idea de
representación de clases sociales, de ciudades privilegiadas o de otras
corporaciones.

En resumen, todo lo asociado con el absolutismo, el feudalismo o el


derecho heredado (excepto el derecho a la propiedad) era repudiado.
También se rechazaba toda conexión entre religión y ciudadanía, o derechos
civiles. La Revolución Democrática socavaba la especial posición de la
iglesia católica en Francia, de la anglicana en Inglaterra e Irlanda, de la
holandesa reformada en las Provincias Unidas; aquel fue también el gran
período de lo que se ha llamado «emancipación» judia. La idea de conjunto
de que el gobierno, o toda autoridad humana eran, de algún modo, deseados
por Dios y protegidos por la religión se desvanecía. Se toleraba una
general libertad de opinión acerca de todos los temas, en la creencia de que
era necesario progresar. Aquí se mantenía una vez más el secularismo de la
Ilustración.

62
LA HON. MRS. GRAHAM
por Thomas Gaiosborough (inglés, 1727-1788)

Este cuadro y los tres siguientes, de las págs. 75, 105 y 110, revelan lo que significan las
cuatro clases fundamentales de la sociedad preindustrial —aristocracia, clase media, obreros de
la ciudad y campesinado—. La alta posición social es evidente en este retrato de una joven da­
ma, cuyo titulo, «La Honorable», se usa todavía en Gran Bretaña para las hijas de los vizcon­
des y de los barones. La riqueza se muestra en el broche, en las plumas, en las sedas, en los
lazos y en los volantes, y en las perlas que se ensartan en hileras o están cosidas, en el sombrero y
en los vestidos. El meticuloso peinado y las complejidades de las ropas revelan los constantes
cuidados de las criadas de la dama. La alta estatura, las manos delicadas, la boca refinada y 1^
expresión altiva revelan una educación distinguida, y la columna clásica en que la dama apoya
su brazo, de un modo tan natural, da un aire de familiaridad con ambientes de magnificencia.
Tal vez los aristócratas del siglo XVIII no tuviesen este aspecto, frecuentemente, pero ésta es la
forma en que gustaban de imaginarse y de ser retratados para la posteridad. En Gains-
borough, en Sir Joshua Reynolds y en Sir Thomas Lawrence, Inglaterra tuvo un incomparable
grupo de artistas especializados en retratar a las clases altas. Cortesía de la Galería Nacional de
Escocia.

63
En su conjunto, la Revolución Democrática fue un movimiento de clase
media y, desde luego, la denominación de «revolución burguesa» se inventó
después para describirla. Muchos de sus dirigentes en Europa fueron en
realidad nobles que deseaban prescindir de los privilegios históricos de la
nobleza, y muchos de sus defensores eran de las clases más pobres,
especialmente en la gran Revolución Francesa. Pero las clases medias eran
las grandes beneficiarías, y lo que estaba surgiendo era una especie de
sociedad de clase media o burguesa. Las personas de ascendencia noble
siguieron existiendo, una vez pasada la tormenta, pero el mundo de valores
de la nobleza habia muerto, y los aristócratas, o bien tomaron parte en
diversas actividades aproximadamente en las mismas condiciones que los
demás o bien se retiraron a sus salas exclusivas para gozar en privado de sus
aristocráticas distinciones. El gran impulso de las clases trabajadoras habia
de llegar todavía.

L os países de habla inglesa: parlam ento y reforma

Si la Revolución Americana fue el primer acto de un drama más amplio,


debe ser considerada también en relación con el mundo británico, más
extenso, del que las colonias americanas constituían una parte. El Imperio
Británico, a mediados del siglo, estaba descentralizado y era complejo.
Treinta y un gobiernos se hallaban directamente subordinados a Westmins-
ter, y entre ellos se contaban desde el reino separado de Irlanda, pasando
por todas las colonias de la corona y de carta de privilegio, hasta los
distintos establecimientos políticos mantenidos en Oriente por la Compañía
de las Indias Orientales. El imperio en su totalidad, con unos 15.000.000 de
habitantes de todos los colores en 1750, estaba menos poblado que Francia o
que la monarquía austríaca. Toda la extensión del continente americano-,
desde Georgia hasta Nueva Escocia, podía compararse, por el número de su
población blanca, con Irlanda o con Escocia —o con Bretaña o con
Bohemia—, alcanzando en cada caso una cifra aproximada de 2.000.000 de
habitantes.

Inglaterra tuvo su forma propia de pasar la Edad de la Ilustración. Había


una general satisfacción por las disposiciones que siguieron a la Revolución
Inglesa de 1688 —muchas veces se ha dicho que nada hay tan conservador
como una revolución triunfante. El pensamiento inglés carecía de la aspereza
del pensamiento del Continente. Los escritores que más se parecían a los
philosophes franceses, como Hume y Gibbon, eran inocentemente modera­
dos en sus ideas políticas. La actitud predominante era la de una
complacencia, de una autosatisfacción por las glorias de la constitución
británica que permitía a los ingleses gozar de unas libertades desconocidas en
el Continente.

En Gran Bretaña, el Parlamento era la suprema autoridad, como en la


mayoría de los países continentales lo era el monarca. Como dijo un
periodista gracioso, el Parlamento tenía el poder de 'hacerlo todo, menos

64
transformar a un hombre en una mujer. El Parlamento Británico era tan
soberano como cualquier soberano europeo, e incluso más todavía, porque
en Inglaterra quedaba menos de io que podía llamarse feudalismo que en el
Continente. Y tampoco había «despotismo» en Inglaterra, ni ilustrado ni de
otro tipo. El joven Jorge III, que heredó el trono en 1760, se consideraba a
sí mismo como un «rey patriota». Quería incrementar la influencia de la
corona y superar el faccionalismo de los partidos. Pero tenía que hacerlo
mediante el Parlamento. Tuvo que descender personalmente a la arena
política, comprar o, en otro caso, controlar los votos en los Comunes,
conceder pensiones y mercedes y hacer promesas o pactos con otros políticos
parlamentarios. Lo que hizo en realidad fue crear una nueva facción, los
«amigos del rey». Esta facción estuvo en el poder durante el gobierno de
lord North, desde 1770 hasta 1782. Es de señalar que todas las facciones
eran facciones de Whigs, que el partido Tory estaba prácticamente muerto,
que la Gran Bretaña ya no tenía un sistema de dos partidos y que la palabra
«Tory», tal como pasó a ser empleada por los revolucionarios americanos,
era poco más que un término injurioso.
Aunque el Parlamento era autoridad suprema y las cuestiones constitu­
cionales aparentemente estaban resueltas, había, sin embargo, numerosas
subcorrientes de descontento. Estas se expresaban, puesto que la prensa era
más libre en Inglaterra que en cualquier otra parte, en muchos libros y folletos
que se leían en las colonias americanas y que contribuyeron a formar la
psicología de la Revolución Americana. Había, por ejemplo, una escuela de
escritores protestantes angloirlandeses, que sostenían que como Irlanda era,
en todo caso, un reino separado, con su propio parlamento, debía ser menos
dependiente del gobierno central de Westminster. La posibilidad de un reino
separado similar, manteniéndose dentro del Imperio Británico, era una de
las alternativas consideradas por los americanos antes de decidirse por la
independencia. En Inglaterra había el importante grupo de Disidentes o
Protestantes, que no aceptaban la Iglesia de Inglaterra, que habían gozado
de tolerancia religiosa desde 1689, pero continuaron trabajando (hasta 1828)
bajo diversas formas de exclusión política. Coincidían con otros dos grupos
amorfos, con un pequeño número de «hombres de la Commonwealth» y con
un maá alto y creciente número de reformadores parlamentarios. Los
«hombres de la Commonwealth», cada vez más raros y ampliamente
ignorados, miraban atrás nostálgicamente hacia la Revolución Puritana y
hacia la era republicana de Oliverio Cromwell. Mantenían vivos los
recuerdos de los Niveladores y los ideales de igualdad, bien mezclados con
una seudohistoria de una sencilla Inglaterra anglosajona, que había sido
aplastada por el despotismo de la Conquista Normanda. Los «hombres de la.
Commonwealth» tenían menos influencia en Inglaterra que en las colonias
americanas y especialmente en Nueva Inglaterra, que había nacido en
estrecha conexión con la Revolución Puritana. Los reformadores parla­
mentarios eran un grupo más variado e influyente. Se vieron condenados en
el siglo XVIII a repetidas frustraciones; nada se consiguió hasta el Primer
Proyecto de Reforma de 1832.
El propio poder del Parlamento significaba que los dirigentes políticos

65
tenían que adoptar fuertes medidas para asegurar los votos de los parla­
mentarios. Aquellas medidas generalmente eran denunciadas por sus críticos
como «corrupción», sobre la base de que el Parlamento, fuese o no fuese
verdaderamente representativo, tenía que ser, por lo menos, libre. El control
del Parlamento, y especialmente de la Cámara de los Comunes, se aseguraba
mediante varios recursos, como el patronazgo o la concesión de tareas
gubernamentales (llamadas «plazas»), o adjudicando contratos, o cele­
brando pocas elecciones generales (después de 1716, cada siete años), o
mediante el hecho de que en muchos distritos no había verdaderas
elecciones, en absoluto. La distribución de escaños en los comunes no
guardaba relación alguna con'el número de habitantes. Una ciudad que
tenía derecho a enviar miembros al Parlamento se llamaba un «burgo», pero
no se creó burgo nuevo después dé 1688 (o hasta 1832). Así, localidades que
habían sido importantes en la Edad Media o bajo los Tudor estaban
representadas, pero ciudades que se habían desarrollado recientemente,
como Manchester y Birmingham, no lo estaban. Unos pocos burgos eran
populosos y democráticos, pero muchos tenían pocos habitantes o ninguno,
de modo que influyentes «traficantes de burgos» decidían quién los
representaría en el Parlamento.
El movimiento de reforma se inició en Inglaterra antes de la Revolución
Americana, con la que estaba estrechamente asociado. Como las demandas
eran diversas, atrajo a gente de diferentes tipos. La primera agitación se
centró en torno a John Wilkes. Tras haber atacado la política de Jorge
III, y tras haber sido vindicado cuando los tribunales declararon ilegal el
arresto de su editor y expulsado por una Cámara de los Comunes domina­
da por los partidarios del rey, Wilkes se convirtió en un héroe y fue reelegi­
do tres veces para la Cámara, que, sin embargo, se negó a permitirle que
ocupara su escaño. En un clamor de protestas y de reuniones públicas, mon­
tones de solicitudes le apoyaban en contra de la Cámara. Sus seguidores,
en 1769, fundaron los Defensores del Proyecto de Derechos, la primera de
muchas sociedades dedicadas a la reforma parlamentaria. Su caso planteó la
cuestión de si la Cámara de los Comunes debía depender del electorado y la.
conveniencia de la agitación de masas «de puertas afuera» sobre cuestiones
políticas. Fue también en relación con esto cuando por primera vez se
informó en la prensa de Londres acerca de los debates en el Parlamento. El
Parlamento estaba en vísperas de una larga transición, mediante la cual iba a
convertirse de una corporación selecta, que se reunía en privado, en una
moderna institución representativa, responsable ante el pueblo y ante sus
electores. El propio Wilkes, en 1776, introdujo el primero de muchos
proyectos de reforma, de los que no fue aprobado ninguno durante más de
medio siglo. Mientras tanto, el mayor John Cartwright, llamado «el padre
de la reforma», había iniciado una larga serie de folletos sobre el tema; vivió
hasta los ochenta y cuatro años, pero noy lo suficiente para ver el Acta de
Reforma de 1832. Intelectuales disidentes, como Richard Price y Joseph
Priestley, se unieron al movimiento. Price, un fundador de las estadísticas
actuariales, anunció en 1776 que solamente 5.723 personas elegían la mitad
de los miembros de la Cámara de los Comunes. Muchos comerciantes de
Londres estaban a favor de la reforma. También lo estaban muchos grandes

66
terratenientes y señores rurales, especialmente en el norte de Inglaterra,
capitaneados por Christopher Wyvil. Aquellos hombres se oponían a que
cuatro quintas partes de los miembros de la Cámara de los Comunes
representasen a los burgos, y sólo una quinta parte a los condados.
Pensaban, con razón, que los burgos eran manipulados más fácilmente por
el gobierno; pensaban que las elecciones en los condados eran más honestas,
y en 1780 iniciaron un movimiento de asociaciones de condados para
introducir el cambio en el sistema electoral.
Los importantes dirigentes Whig, que antes habían manejado el parla-
meneo con unos métodos aproximadamente iguales, empezaron a sentir la
«corrupción», tras el control ejercido sobre Jorge III y sus «amigos». El más
elocuente portavoz de los Whigs fue Edmund Burke. Otros reformadores
pedían elecciones más frecuentes, «parlamentos anuales», un sufragio
masculino más amplio y más igual o incluso universal, con disolución de
algunos burgos en los que nadie estaba realmente representado. Burke no
apoyaba ninguna de aquella cosas; de hecho llegó a oponerse a ellas
enérgicamente. Uno de los fundadores del conservadurismo filosófico era, sin
embargo, a su manera un reformador. Estaba más interesado en que la
Cámara de los Comunes fuese independiente y responsable que en lograr que
fuese matemáticamente representativa. Pensaba que los intereses terrate­
nientes deberían gobernar. Pero abogaba por un fuerte sentimiento de par­
tido frente a los abusos del rey, y sostenía que los miembros del Parlamento
debían seguir su propia y mejor interpretación de los intereses del país, sin
verse atados por el rey, de una parte, ni por sus propios electores, de otra.
Como otros reformadores, se oponía a los «hombres de plaza», o detenta­
dores de cargos dependientes de sus patronos ministeriales, y se oponía al
uso hecho con fines políticos de un desconcertante aparato de pensiones,
sinecuras, nombramientos honoríficos y cargos ornamentales, distincio­
nes y títulos. En su Reforma Económica de 1782 logró abolir muchas de
esas cosas.
El movimiento de reforma, aunque ineficaz, se mantuvo fuerte. Incluso
William Pitt, como primer ministro en los años ochenta, le prestó su apoyo.
Cobró nueva fuerza en el momento de la Revolución Francesa, extendién­
dose entonces a capas más populares, cuando los hombres de la clase
artesana cualificada se sentían estimulados por los acontecimientos de Francia
y demandaban una «representación del pueblo» más adecuada en Inglaterra.
Tuvieron luego el apoyo de clase alta de Charles James Fox y de una minoría
de los Whigs. Pero el conservadurismo, la satisfacción con la constitución
británica, el patriotismo engendrado por un nuevo ciclo de guerras con
Francia y la reacción contra la Revolución Francesa vinieron a levantar una
barrera insuperable. La reforma se aplazó hasta otra generación.
Después de la Revolución Americana, que en cierto modo era una guerra
civil dentro del munde de habla inglesa, los reformadores ingleses, en
general, culparon del conflicto con América al rey Jorge III. Esto era
injusto, porque el Parlamento nunca fue coaccionado por el rey en la
cuestión americana. Los más fervientes reformadores argumentaron después

67
que si el Parlamento hubiera sido verdaderamente representativo del pueblo
británico, los americanos no se habrían visto empujados a la independencia.
Esto parece improbable. En todo caso, reformadores de diversos tipos, desde
Wilkes hasta Burke, estaban de acuerdo con las demandas de los hombres de
las colonias americanas, a partir de 1763. Había una correspondencia muy
activa a través del Atlántico. Wilkes era un héroe en Boston, tanto como en
Londres. Burke abogó por la conciliación con las colonias, en un famoso
discurso de 1775. Su propia insistencia en los poderes y en la dignidad del
Parlamento, sin embargo, le dificultó la tarea de encontrar una solución
viable, y, una vez que las colonias se hicieron independientes, no mostró
interés alguno por las ideas políticas de los nuevos estados americanos.
Fueron los más radicales reformadores de Inglaterra, así como los de Escocia e
Irlanda, los que más firmemente apoyaron a los americanos, antes y después
de la independencia. Naturalmente, no tenían ningún poder. Del lado
americano, durante los diez años que precedieron a la independencia, los
hombres de las colonias, cada vez más descontentos, leían libros y folletos e
informaciones de discursos ingleses, y se enteraban de que Jorge III era
denunciado por despotismo, y de que el Parlamento era acusado de
corrupción incorregible. Todo aquello parecía confirmar lo que los ameri­
canos habían estado leyendo durante mucho tiempo en las obras de los
disidentes ingleses o de los viejos «hombres de la Commonwealth», ahora al
margen de la sociedad inglesa, pero seguros de una audiencia receptiva en las
colonias americanas. El resultado fue que los americanos se volvieron
recelosos respecto a todas las acciones del gobierno británico, percibiendo la
tiranía por todas partes y magnificando cosas como el Acta del Timbre hasta
convertirlas en una especie de complot contra las libertades americanas.
Sin embargo, el verdadero impulso en la Inglaterra del siglo XVIII, a
pesar de la crítica permanente al Parlamento, se orientó a que el Parlamento
extendiese sus poderes a una centralización general del Imperio. El gobierno
británico se enfrentaba en cierto modo con los mismos problemas que los
gobiernos del Continente. Todos tenían que afrontar las cuestiones plantea­
das por la gran guerra de mediados del siglo, en sus dos fases de la Sucesión
Austríaca y de la Guerra de los Siete Años. En todas partes la solución
adoptada por los gobiernos' consitía en incrementar su propio poder central.
Hemos visto cómo el gobierno francés, al intentai explotar nuevas fuentes de
ingresos, trataba de restringir las libertades de Bretaña y de otras provincias,
y de subordinar las corporaciones que en Francia se llamaban parlamentos.
Hemos visto igualmente cómo el gobierno de los Habsburgo, también en
un esfuerzo por recaudar más impuestos, reprimió el autogobierno local en el
imperio e incluso abrogó la constitución de Bohemia5. La misma tendencia
se manifestó en el sistema británico. La revocación de la carta constitucional
de Bohemia en 1749 tuvo su paralelo en la revocación de la carta de
Massachusetts en 1774. Las disputas del rey francés con los estados de
Bretaña o del Languedoc tenían su paralelo en las disputas del Parlamento
Británico con las asambleas provinciales/de Virginia o de Nueva York.

5 Ver págs, 44-46, 46-47.

68
Escocia, Irlanda, India

También más cerca de casa había problemas. Escocia resultó una causa de
debilidad en la Guerra de Sucesión austríaca. Los hombres de las tierras
bajas fueron bastante leales, pero los de las tierras altas se rebelaron con la
ayuda francesa en el levantamiento jacobita de 1745, e', invadiendo Ingla­
terra, amenazaban con sorprender por la espalda al gobierno británico
en el momento en que se hallaba trabado en lucha con Francia. Los de las
tierras altas nunca habían estado realmente bajo ningún gobierno, ni
siquiera bajo la antigua monarquía escocesa anterior a la unión de 1707 con
Inglaterra. La organización social en los reductos de las tierras altas seguía
el primitivo principio del parentesco físico. Los hombres esperaban que sus
jefes, cabezas de los clanes, les dijesen contra quién tenían que luchar y
cuándo. Los jefes tenían una jurisdicción hereditaria, que a menudo incluía
poderes de vida y muerte sobre los individuos de su clan. Unos pocos jefes
podían entregar toda la región a los Estuardos o a los franceses. El gobierno
británico, a partir de 1745, procedió a hacer efectiva su soberanía en las
tierras altas. Allí se acantonaron tropas durante años. Se abrieron carreteras a
través de las ciénagas y a lo largo de las cañadas. Los tribunales imponían la
ley de las tierras bajas escocesas. Los cobradores de impuestos recaudaban
fondos para la tesorería de Gran Bretaña. Los jefes perdieron su antigua
jusrisdicción casi feudal. El antiguo sistema de posesión de la tierra quedó
abolido. La propiedad de la tierra por parte de los jefes de clan se acabó. El
hombre del clan, sometido a su jefe, se convirtió en súbdito de la corona
de Gran Bretaña. En muchos casos se convirtió también casi en un
«pegujalero» sin tierra, mientras algunos de los jefes, o sus hijos, surgían-
corno caballeros terratenientes del tipo inglés. Combatientes de las tierras
altas se incorporaron a regimientos de nueva creación, formados por
hombres de sus propias comarcas, y que se integraban en el ejército británico
bajo la disciplina habitual impuesto por el estado moderno a sus fuerzas de
combate. Durante treinta años se prohibió a los escoceses vestir el kilt y
tocar las gaitas.
En Irlanda, el proceso de centralización se efectuó más lentamente.
Irlanda fue sometida después de la batalla del Boyne. Era un ejército francés
el que había desembarcado en Irlanda, apoyando a Jacobo II y siendo
derrotado en 1690. Las nuevas disposiciones constitucionales inglesas, la
sucesión de la dinastía de Hannover, el dominio protestante, la Iglesia, y la
situación agraria en Irlanda junto con la prosperidad del comercio británico,
todo quedaba asegurado por la subordinación de la isla más pequeña. Los ir­
landeses nativos o católicos continuaron siendo, en general, profranceses. Los
irlandeses presbiterianos sentían aversión hacia los franceses y hacia el papis­
mo, pero se mantenían también ajenos a Inglaterra; muchos, en realidad, emi­
graron a América, en la generación anterior a la Revolución Americana. La is­
la se mantuvo tranquila en las guerras de mediados de siglo. Cuando comenzó
el conflicto entre el Parlamento Británico y las colonias americanas, los irlan­
deses presbiterianos, en general, tomaron partido por los americanos. Se sin­
tieron profundamente estimulados por el ejemplo de la independencia ameri­
cana. Millares de ellos se integraron en Compañías de Voluntarios, y fueron

69
uniformados, armados y ejercitados; demandaban la reforma interna del
parlamento irlandés (que era todavía menos representativo que el británico)
y una mayor autonomía del parlamento irlandés frente al gobierno central de
Westminster. Ante aquellas demandas y temiendo una invasión francesa de
Irlanda durante la Guerra .de la Independencia Americana, el gobierno
británico hizo concesiones. Autorizó un incremento del poder del parla­
mento irlandés en Dublín. Pero los católicos seguían estando excluidos de
aquel parlamento. En la guerra siguiente entre Francia y Gran Bretaña,
que comenzó en 1793, muchos irlandeses sintieron una profunda simpatía
por la Revolución Francesa. .Católicos y presbiterianos, al final de acuerdo,
formaron una red de sociedades de Irlandeses Unidos por toda la isla.
Procuraron la ayuda francesa, pero los franceses, sencillamente, no podían
desembarcar un ejército considerable. Aun sin apoyo militar francés, los
Irlandeses Unidos se levantaron en 1798 para expulsar a los ingleses y
establecer una república independiente. Los ingleses, tras sofocar el levan­
tamiento, volvían ahora a la centralización. El reino separado de Irlanda y el
parlamento irlandés dejaron de existir. En adelante, los irlandeses estarían
representados en el Parlamento imperial de Westminster. Estas disposiciones
se incorporaron al Acta de Unión de 180.1, que creaba el Reino Unido de la
Gran Bretaña e Irlanda, que perduró hasta 1922.
Los establecimientos británicos en la India también sentían sobrfe ellos,
cada vez más intensamente, la mano del Parlamento. A l final de la Guerra
de los Siete Años, los distintos puestos británicos situados en Bombay, Ma-
drás y Calcuta, y en torno a esas ciudades, estaban desconectados entre sí
y subordinados solamente al Consejo de Dirección de la Compañía de las In­
dias Orientales, en Londres. Los funcionarios, de la Compañía intervenían a
su arbitrio en las guerras y en la política de los estados indios, y se enrique­
cían por los medios que podían, sin excluir el soborno, la trampa, la intimi­
dación, el robo y la extorsión. En 1773, el gobierno de Lord North aprobó
un Acta de regulación, cuyo principal propósito era el de regular, no a los in­
dios, sino a los súbditos británicos en la India, a los que ningún gobierno
indio podía controlar. La Compañía era autorizada a continuar con sus ac­
tividades comerciales, pero sus actividades políticas pasaban a depender de
una supervisión parlamentaria. El Acta reunía todos los establecimientos
británicos bajo un solo gobernador general, creaba un nuevo tribunal su­
premo en Calcuta, y requería a la Compañía a que sometiese su correspon­
dencia sobre cuestiones políticas a la revisión de los ministros del gobierno
de Su Majestad. El primer gobernador general británico en la India fue Wa-
rren Hastings. Fue tan despótico con algunos de los príncipes indios, e hizo
tantos enemigos entre los suspicaces ingleses residentes en Bengala, que fue
denunciado a la metrópoli, se le formó expediente y fue sometido a un pro­
ceso que se arrastró durante siete años por la Cámara de los Lores. Final­
mente, fue absuelto. Después de Clive, fue el principal artífice de la supre­
macía británica en la India. Mientras tanto, en 1784, se creaba un depar­
tamento para la India en el gobierno británico de la metrópoli. En adelante,
el gobernador general regia la creciente esfera británica en la India, casi
como un monarca absoluto, pero sólo como agente del gobierno y del par­
lamento de la Gran Bretaña.

70
Así, pues, el mundo británico tendía a la centralización. A pesar de la
erupción del fervor monárquico bajo Jorge III, se trataba de una centraliza­
ción de todos los territorios británicos bajo la autoridad del Parlamento. Lo
que estaba produciéndose en los asuntos del Imperio, como en la política in­
terior de Inglaterra, era una aplicación continuada de los principios de 1689.
La soberanía parlamentaria establecida en 1689 era aplicada ahora, después
de mediados del siglo XVIII, a regiones en las que antes había tenido poco
efecto. Y fue contra el Parlamento Británico contra el que se rebelaron, ini­
cialmente, los americanos.

5. La Revolución Americana

Antecedentes de la Revolución

El comportamiento de los americanos en la Guerra de los Siete Años dejó


mucho que desear. Las diversas legislaturas coloniales rechazaron el Plan de
Unión de Albany redactado por Franklin y que les era recomendado por los
funcionarios británicos. Durante la guerra, fueron el ejército regular y la es­
cuadra de Inglaterra, financiados por los impuestos y los préstamos de este
país, los que expulsaron de América a los franceses. El esfuerzo de guerra
de los anglo-americanos fue, en el mejor de los casos, inconexo. Tras la
derrota de los franceses, los hombres de las colonias tenían que vérselas con
los indios del interior, que preferían la dominación francesa a la de sus
nuevos amos británicos y británico-coloniales. Muchas tribus se unieron en
un levantamiento capitaneado por Pontiac, un jefe del oeste, y lo asolaron
todo, hacia el este, hasta las fronteras de Pennsylvania y de Virginia. Una
vez más, los coloniales se mostraron incapaces de resolver un problema vital
para su futuro, y la paz fue conseguida por funcionarios y unidades del ejér­
cito que recibían sus órdenes de Gran Bretaña.
El gobierno británico trató de conseguir que los coloniales contribuyesen
con una cuota mayor a los gastos del Imperio. Hasta entonces, los colonia­
les sólo habían pagado impuestos locales. Estaban obligados al pago de de­
rechos de aduanas, cuyos beneficios iban, en principio a Gran Bretaña
pero aquellos derechos se imponían en cumplimiento de las Actas de Co­
mercio y Navegación, para dirigir la corriente del comercio, y no para ob­
tener beneficios; y rara vez se pagaban, porque las Actas de Comercio y
Navegación eran persistentemente ignoradas. Los comerciantes america­
nos, por ejemplo, generalmente importaban el azúcar de las Indias Occi­
dentales Francesas, en contra de la ley, e incluso expedían a cambio los ma­
teriales de hierro que, según la ley, los americanos no podían manufac­
turar para la exportación. En realidad, el colonial sólo pagaba los impuestos
aprobados por su propia legislatura local, con fines locales. Los americanos
disfrutaban, evidentemente, de un cierto grado de exención de impuestos
dentro del imperio, y fue contra esta forma de privilegio provincial contra la
que empezó a actuar el Parlamento.
Mediante el Acta de Ingresos de 1764 (el Acta del «Azúcar»), el gobierno
británico, mientras reducía y liberalizaba los derechos de aduanas pagaderos

71
en América, iniciaba un programa de verdadera y sistemática recaudación.
Al año siguiente, el gobierno intentó extender a los súbditos británicos resi­
dentes en América un impuesto tranquilamente aceptado por los que vivían
en la Gran Bretaña y que era normal en casi toda Europa. Se trataba de
imponer a todos los usos de papel, como periódicos y documentos comer­
ciales y legales, el pago de unos derechos que se certificaba mediante la
fijación de un timbre. El Acta del Timbre provocó una violenta y concertada
resistencia en las colonias, especialmente entre los hombres de negocios, los
abogados y los editores, que constituían la clase con mayor capacidad de
expresión. En consecuencia, el Acta fue derogada en 1766. En 1767, el Parla­
mento, reflexionando torpemente en busca de un impuesto aceptable para los
americanos, encontró los «derechos (del ministro) Townshend», que grava­
ban las importaciones coloniales de papel, pinturas, plomo y té. Surgió otra
protesta, y los derechos Townshend fueron revocados, excepto el del té, que se
mantuvo como un signo del poder soberano del Parlamento de gravar con im­
puestos a todas las personas del imperio.
Los coloniales se habían mostrado obstinados, y el gobierno flexible,
pero carente de ideas constructivas. Los americanos sostenían que el Parla­
mento no tenía autoridad para imponerles cargas, porque no estaban repre­
sentados en él. Los ingleses replicaban que el Parlamento representaba a
América tanto como a Gran Bretaña. Si Filadelfia no enviaba, ciertamen­
te, diputados elegidos a los Comunes —aseguraba aquel razonamiento—,
tampoco los enviaba Manchester, ciudad de Inglaterra, pero una y otra dis­
frutaban de una «virtual representación», porque los miembros de los Co­
munes, en todo caso, no hablaban sólo en nombre de sus distritos locales,
sino que se hacían responsables de los intereses del imperio como conjunto.
A esto redargüían muchos americanos que si Manchester no estaba «real­
mente» representada, debía estarlo, y ésta era también, naturalmente, la
creencia de los reformadores ingleses. Mientras tanto, la cuestión estricta­
mente anglo-americana se apaciguó tras la revocación del Acta del Timbre y
del programa Townshend. No se había producido ninguna aclaración de
principios por ninguna de las dos partes. Pero, en la práctica, los americanos
se habían resistido a un importante impuesto, y el Parlamento se había refre­
nado a la hora de hacer un uso excesivo de su poder soberano.
La calma se rompió en 1773, a causa de un acontecimiento que puso de
manifiesto, para los americanos más descontentos, los inconvenientes de
pertenecer a un sistema económico global en el que las líneas maestras de la
política se trazaban al otro lado del océano. La Compañía de las Indias
Orientales tenía dificultades. Contaba con un gran excedente de té chino, y,
en todo caso, quería nuevos privilegios comerciales, a cambio de los privile­
gios políticos que perdía a causa del Acta de Regulación de 1773. En el pasado,
la Compañía había sido requerida para que vendiese sus mercancías en pú­
blica subasta en Londres; otros comerciantes habían dirigido la distribución,
a partir de aquel momento. Ahora, en 1773, el Parlamento concedía a la
Compañía el exclusivo derecho a vender el té mediante sus propios agentes
en América a los comerciantes locales americanos. El té era una importante
partida en los negocios del capitalismo comercial de la época. El consumidor

72
colonial podría pagar menos por él, pero el comerciante intermediario ame­
ricano quedaría excluido. El té de la Compañía fue boicoteado en todos los
puertos americanos. En Boston, para impedir su desembarque por la fuerza,
una banda de hombres enmascarados invadió los barcos de té y arrojó las
cajas al puerto. A este acto de vandalismo, replicó el gobierno inglés con me­
didas realmente desproporcionadas respecto a la magnitud del delito. «Ce­
rró» el puerto de Boston, amenazando así a la ciudad con la ruina
económica. Rescindió virtualmente la carta de privilegio de Massachusetts,
prohibiendo ciertas elecciones locales y la celebración de mítines en la ciu­
dad.
Y, al propio tiempo, en 1774, al parecer por coincidencia, el Parlamento
estableció el Acta de Quebec. Esta Acta, la pieza más prudente de la legis­
lación británica en aquellos turbulentos años, proporcionaba un gobierno a
los franceses canadienses recientemente conquistados, garantizándoles la se­
guridad en sus leyes civiles francesas y en su religión católica, y asentando
así las bases para el Imperio Británico que había de establecerse. Pero el acta
definía los límites de Quebec, en cierto modo, como los propios franceses lo
habían definido, incluyendo en ellos todo el territorio al norte del río Ohio
—los actuales estados de Wisconsin, Michigan, Illinois, Indiana y Ohio.
Aquellos límites eran perfectamente razonables, porque los pocos hombres
blancos d éla zona eran franceses, y porque, en la época anterior a los cana­
les o a los ferrocarriles, el medio natural de llegar a toda la región era por el
valle del San Lorenzo y de los Lagos. Pero, para los americanos, el Acta de
Quebec era un ultraje pro-francés y pro-católico, y, en un momento en que
los poderes de los jurados y de las asambleas en las antiguas colonias esta­
ban amenazados, era inquietante que el Acta de Quebec no hiciese mención
alguna de tan representativas instituciones para la nueva provincia septen­
trional. Esto se sumaba al cierre de un puerto americano y a la destrucción
de un gobierno americano, como una de las «Actas Intolerables» a las que
era preciso oponer resistencia.
Y, ciertamente, las implicaciones de la soberanía parlamentaria eran
ahora evidentes. El significado de la planificación y de la autoridad centrali­
zadas estaba ahora claro. Ya no era simplemente una cuestión de impues­
tos. Un gobierno que tenía que preocuparse de la Compañía de las Indias
Orientales, de los canadienses franceses y de los contribuyentes británicos,
aunque fuese más prudente e ilustrado que el ministerio de Lord North de
1774, tal vez no pudiese, al mismo tiempo, haber satisfecho a los americanos
de las trece colonias de la costa. Aquellos americanos, que desde 1763 ya no
temían al imperio francés, se sentían menos inclinados a renunciar a sus inte­
reses con el fin de permanecer dentro del británico. La política británica
había provocado un antagonismo en las ciudades costeras y en el interior,
entre los ricos especuladores de la tierra y los pobres intrusos que vivían al
margen de la civilización, entre los comerciantes y los jornaleros que depen­
dían de los negocios de ios comerciantes. Estaba en cuestión la libertad de
los americanos para determinar su propia vida política. Pero eran pocos, en
1774, o incluso después, los que estaban preparados para afrontar la idea de
la independencia.

73
L a Guerra de la Independencia Am ericana

Tras las «Actas Intolerables» grupos auto-acreditados se reunieron en las


diversas colonias y enviaron delegados a un «congreso continental» en Fila-
delfia. Esta corporación acordó un boicot a los artículos británicos, que
había de ser impuesto a los americanos reacios por los organizadores locales
de la resistencia. La lucha comenzó al año siguiente, 1775, cuando el coman­
dante británico de Boston envió un destacamento para apoderarse de los
depósitos de armas no autorizados de Concord. Durante su desplazamiento,
en Lexington, en una escaramuza entre soldados y milicianos o «minute-
men», alguien disparó el «tiro que se escuchó alrededor del mundo». El Se­
gundo Congreso Continental, reunido unas semanas después, procedía a
crear un ejército americano, enviaba una expedición para obligar a Quebec a
la unión revolucionaria, y entraba en negociaciones con la Francia borbó­
nica.
Pero el Congreso se resistía a romper sus lazos con Inglaterra. Sin em­
bargo, las pasiones se exacerbaron a consecuencia de la lucha. Los radicales
convencieron a los moderados de que la elección se centraba ahora entre in­
dependencia y esclavitud. Parecía que los franceses, nada interesados, na­
turalmente, en una reconciliación de súbditos británicos, prestarían su apoyo
si el objetivo proclamado de los rebeldes americanos era el de desmembrar el
Imperio Británico. En Enero de 1776, Thomas Paine, en su folleto Common
Sense («Sentido común»), se iniciaba como una especie de revolucionario
internacional; figuraría en la Revolución Francesa y trabajaría por la
revolución en Inglaterra. Había llegado de Inglaterra, menos de dos años
antes, y detestaba a la sociedad inglesa por sus injusticias con hombres como
él. Elocuente y cáustico, Common Sense identificaba la independencia de las
colonias americanas con la causa de la libertad para todo género humano.
Incitaba a la lucha de la libertad contra la tiranía en la persona de «la bestia
real de Gran Bretaña». «Repugna a la razón —decía Paine— suponer que
este Continente pueda permanecer, durante mucho tiempo, sometido a
ningún poder exterior... Hay algo absurdo en el hecho de suponer que un
Continente ha de estar perpetuamente gobernado por una isla». Common
Sense fue leído por todas partes en las colonias, y sus agudos razonamientos
difundieron, indudablemente, un sentimiento de orgulloso aislamiento del
Viejo Mundo. El 4 de julio de 1776, el Congreso adoptaba la Declaración de
Independencia, mediante la cual los Estados Unidos proclamaban su
condición separada e igual entre las potencias de la tierra.
La Guerra de la Independencia Americana se convertía, pues, en otra
lucha europea por el imperio. Durante dos años más, el gobierno francés
permaneció sin intervenir, ostensiblemente, aunque enviando, mientras
tanto, municiones a las colonias, a través de una empresa comercial
especialmente organizada. Nueve décimas partes de las armas utilizadas por
los americanos en la batalla de Saratoga procedían de Francia. Tras la
victoria americana en aquella batalla, el gobierno francés llegó a la
conclusión, en 1778, de que los insurgentes constituían una buena opción
política, los reconoció, firmó una alianza con ellos y declaró la guerra a
Gran Bretaña. España la imitó en seguida, con la esperanza de expulsar a los

74
Mrs. ISAAC SMITH
por John Singleton Copley (americano, luego inglés, 1737-1815)
Puede compararse a Mrs. Smith con Mrs. Graham, más aristocrática, mostrada en la
pág. 63. Esposa de un comerciante de Boston, ella y su marido fueron retratados por .Copley.
en 1769. Este cuadro podría representar, en su retrato de una mujer de mediana edad, la base social
de familia burguesa de donde surgió una buena parte de los dirigentes de las revoluciones americana
y francesa. En general, era una base social acaudalada, de bienestar y de trabajo duro. El ves­
tido y el ambiente de Mrs. Smith, aunque menos elegantes que los de Mrs. Graham, sugieren su
alta posición en la sociedad de Nueva Inglaterra. Su expresión es entre estirada y afable. Está
claro que observa, y espera de los demás, una norma establecida de comportamiento y decoro.
Copley, inquieto ante la creciente agitación revolucionaria, abandonó América en 1774 y pasó el
resto de su larga vida en Inglaterra. Cortesía de la Galería de A rte de la Universidad de Yale.
Donación de Maitland FuUer Griggs,

75
ingleses de Gibraltar y covencida de que sus posesiones de ultramar estaban
más amenazadas por un establecimiento de la supremacía británica en
América del Norte que por el intranquilizador ejemplo de una república
americana independiente. Los holandeses se vieron envueltos en las hostili­
dades, tras el reconocimiento de la independencia americana. Otras poten­
cias como Rusia, Suecia, Dinamarca, Prusia, Portugal y Turquía, disgusta­
das por el empleo británico del bloqueo y de su poderío marítimo en tiempo
de guerra, formaron una «Neutralidad armada» para proteger su comercio
frente a las imposiciones de la flota británica. Los franceses, en un breve
renacimiento de su potencia marítima, desembarcaron una fuerza expedicio­
naria de 6.000 hombres en Rhode Island. Como los americanos adolecían de
las diferencias internas inseparables de todas las revoluciones y todavía eran
incapaces, en cualquier caso, de gobernarse a sí mismos a todos los efectos,
a la vez que tropezaban con las antiguas dificultades para reunir tropas y
dinero, fue la participación de los regimientos del ejército francés, junta­
mente con las escuadras de la flota francesa, lo que hizo posible la derrota
de las fuerzas armadas del Imperio Británico, de modo que el gobierno
inglés se convenció de la necesidad de reconocer la independencia de los
Estados Unidos. Mediante el tratado de paz de 1783, aunque los ingleses
continuaban todavía en posesión de Nueva York y de Savannah, y aunque
los gobiernos que habian ayudado a los americanos habrían preferido
mantenerlos al este de las montañas, la nueva república obtuvo los
territorios, por el oeste, hasta el Mississippi. El Canadá siguió siendo
británico. Recibió una población de habla inglesa mediante el asentamiento
de más de 60.000 refugiados americanos que se mantenían leales a Gran Bre­
taña.

Significado de la Revolución

La insurrección de América fue una revolución tanto como una guerra de


independencia. El grito de libertad contra Gran Bretaña despertó ecos
dentro de las propias colonias. La declaración de Independencia fue más que
un anuncio de secesión del imperio; fue una justificación de la rebelión
contra la autoridad establecida. Aunque la querella americana había sido
con el Parlamento, la Declaración, curiosamente, no acusaba más que al rey.
Una razón era la de que el Congreso, al no reconocer la autoridad del
Parlamento, sólo podría separarse de Gran Bretaña mediante la acusación
de la corona británica; otra razón era la de que el grito de «tirano» dio más
popularidad y apasionamiento a la cuestión. Proclamando audazmente la
filosofía del derecho natural de la época, la Declaración afirma como
«evidente a todas luces», es decir, como evidente para todas las personas
razonables, que «todos los hombres son creados iguales, que son dotados
por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que se encuentran
la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Estas palabras electrizan­
tes se difundieron interiormente por América y hacia fuera, hacia el mundo.
En los nuevos estados la igualdad democrática hizo muchos progresos.
Se hallaba sometida, sin embargo, a una gran limitación, en el sentido de

76
que durante mucho tiempo sólo se aplicó realmente a los varones blancos de
origen europeo. Pasó más de un siglo antes de que las mujeres tuviesen voto.
Los indios americanos eran pocos en número, pero la población negra, en el
tiempo de la Revolución, constituía, aproximadamente, una quinta parte de
la totalidad. Proporcionálmente, era mucho mayor de lo que había de serlo
después, tras la masiva inmigración procedente de Europa, que elevó lá
proporción de blancos. Muchos blancos americanos de la generación
revolucionaria estaban ciertamente preocupados por la institución de la
esclavitud. Fue totalmente abolida en Massachusetts, y todos los estados al
norte de Maryland adoptaron medidas para su gradual extinción. Pero la
aplicación de los principios de libertad e igualdad, independientemente de la
raza excedia de las posibilidades de los americanos de aquel tiempo. En el
Sur, todos los censos desde 1790 hasta 1850 revelaban que una tercera parte
de la población estaba formada por los esclavos. En el Norte, los negros
libres descubrían que de facto, y muchas veces de jure, estaban privados de
voto, de la instrucción adecuada, y de las amplias oportunidades en las que
los americanos blancos veían la esencia de su vida nacional y de su
superioridad respecto a Europa.

Para la mayoría blanca, la Revolución tuvo un efecto democratizador en


muchos sentidos. Juristas, terratenientes y hombres de negocios que dirigían
el movimiento contra Inglaterra necesitaban el apoyo de las multitudes y
para obtenerlo estaban dispuestos a hacer promesas y concesiones a las
clases más bajas. O los elementos populares, obreros y mecánicos, granjeros
y hombres, a menudo disidentes en materia religiosa, arrancaban concesiones
por la fuerza o mediante amenazas. Hubo mucha violencia, como en todas las
revoluciones; los nuevos estados confiscaron la propiedad de los contrarrevo­
lucionarios, llamados «Tories», algunos de los cuales, además, eran embre­
ados y emplumados por multitudes enfurecidas. La disolución de los antiguos
gobiernos coloniales puso al descubierto todas las cuestiones políticas. En al­
gunas estados más hombres recibieron el derecho de voto. En algunos, ahora
eran de elección popular los gobernadores y los senadores, y no solamente las
cámaras bajas de las legislaturas, como en los tiempos coloniales. Se adoptó el
principio, todavía desconocido en las instituciones parlamentarias de Europa,
de que cada miembro de una asamblea legislativa representase, aproximada­
mente, el mismo número de ciudadanos. El mayorazgo y la vinculación, que a
veces favorecían las familias terratenientes que aspiraban a un modo aris­
tocrático de vida, declinaron ante las demandas de los demócratas y de
los pequeños propietarios. Los diezmos se acabaron, y las iglesias esta­
blecidas, la anglicana en el Sur y la congregacionalista en Nueva Inglaterra,
perdieron su posición privilegiada, en distintos grados. Pero la Revolución
no era socialmente tan profunda como la Revolución que pronto iba a
producirse en Francia, o como la Revolución de Rusia de 1917. La
propiedad cambió de manos, pero la ley de la propiedad sólo se modificó en
ciertos detalles. En la América británica no ha habido nada como un noble,
ni siquiera un obispo nativo; el clero y la aristocracia se habían insertado
incomparablemente menos en la sociedad americana que en la europea, y la
rebelión contra ellos fue menos devastadora en sus efectos.

77
El más importante significado de la Revolución Americana seguía siendo
politico, e incluso constitucional en un sentido estricto. Los dirigentes
americanos formaban también parte de la Edad de la Ilustración, y
participaban plenamente de su espíritu humano y secular. Pero probable­
mente, el único pensador no inglés por quien estaban influidos era
Montesquieu, y éste debía su popularidad a su filosofía sobre las institu­
ciones inglesas. Los americanos se inspiraron mucho en las obras de John
Locke, pero su formación intelectual se remonta más atrás, hasta el movi­
miento puritano inglés de la primera mitad del siglo XVII. Su pensamien­
to estaba formado no sólo por las ideas de Locke sobre la naturaleza huma­
na y el gobierno, sino, como se ha señalado ya, por la literatura disidente
y por los trabajos neorepublicanos, que nunca se habían extinguido total­
mente en Inglaterra. Las realidades de la vida habían agudizado en América,
durante cinco generaciones, la vieja insistencia sobre la libertad y la igual­
dad personales. Cuando la disputa con Inglaterra se agravó, los americanos
se encontraron luchando tanto por los derechos históricos y constituciona­
les de los ingleses como por los derechos intemporales y universales del hom­
bre, todos los cuales se alzaban como barrera frente a las incursiones de
la soberanía parlamentaria. Los americanos llegaron a creer, más que nin­
gún otro pueblo, que el gobierno debía poseer unos poderes limitados y
actuar únicamente dentro de los términos de un documento constitucional
establecido y escrito.
Los trece nuevos estados se proveyeron de constituciones escritas sin
pérdida de tiempo (en Connecticut y en Rhode Island se confirmaron sim­
plemente las viejas cartas constitucionales), y todos ellos rendían culto vir­
tualmente a los mismos principios. Todos seguían la idea expuesta en la
gran Declaración, en el sentido de que habia que proteger los derechos
«inalienables», que los gobiernos se instituían entre los hombres, y que en el
caso de que cualquier gobierno amenazase con la destrucción de ese
objetivo, el pueblo tenía derecho a «instituir un nuevo gobierno», para su
seguridad y su felicidad. Todas las constituciones se proponían limitar el
gobierno, mediante una separación de poderes gubernamentales. Todas
tenían un apéndice de derechos fundamentales, que establecía los derechos
naturales de los ciudadanos y las cosas que ningún gobierno podría hacer
con justicia. Ninguna constitución era todavía plenamente democrática;
hasta la más liberal concedía alguna ventaja en los asuntos públicos a los
propietarios.
El federalismo, o distribución del poder entse gobiernos central y
circundantes, recorrió un camino paralelo al de la idea de constituciones
escritas, como principal propuesta de los americanos al mundo. Al igual que
el constitucionalismo, el federalismo se desarrolló en la atmósfera de
protesta contra un poder soberano centralizado. Era una idea difícil para
que los americanos la pusieran en práctica, porque los nuevos estados seguían
fíeles ál viejo separatismo que tanto habia perturbado a los ingleses. Hasta el
año 1789, los estados permanecieron unidos en los Artículos de la Confede­
ración. Los Estados Unidos constituían una unión de trece repúblicas
independientes. Como las desventajas de este sistema eran evidentes,
en 1787 se. reunió en Filadelfia una convención constitucional, y redactó la

78
constitución que es hoy, el instrumento escrito de gobierno más antiguo del
mundo, todavía en vigor. En ella, se concebía a los Estados Unidos no sólo
como una liga de estados, sino como una unión en la que los individuos eran
ciudadanos de los Estados Unidos de América, a unos efectos, y de sus
distintos estados, a otros. Las personas, y no los estados, formaban la
república federal, y las leyes de los Estados Unidos obligaban no sólo a los
estados, sino también a los habitantes. Pero los Estados Unidos no se convir­
tieron en una nación plenamente consolidada hasta después de la Guerra Civil
de 1861-1865.

ü i im pacto de la Revolución Americana en otros países

Acontecimientos ocurridos en las colonias británicas de América iniciaron


la era de las revoluciones democráticas ya mencionada, que se prolongó en
Europa hasta 1848 y en el Nuevo Mundo hasta la implantación de las repú­
blicas hispano-americanas independientes, en los años veinte. Al sobrecargar
las finanzas francesas, la guerra americana se transformó en una causa directa
de la propia Revolución Francesa, cuyos efectos sobre otros países habían de
ser mayores aún. Pero, ya antes de la Revolución Francesa, había muchos
europeos que deseaban cambios importantes en sus respectivos países, y que
se sentían estimulados por el ejemplo americano. Como la doctrina america­
na, al igual que la mayor parte del pensamiento de la Edad de la Ilustración, se
expresaba en términos universales de «hombre» y «naturaleza», todos los
pueblos, independientemente de sus respectivas historias, podían aplicársela.
Incipientes movimientos revolucionarios, en la década de 1780, en Irlanda,
Holanda, Bélgica y Polonia, estaban inspirados en la Declaración Americana
de Independencia y en las constituciones de los nuevos estados americanos.
Irlanda tenía su propio parlamento, que, en todo caso, era todavía menos
representativo que el inglés, pues casi las nueve décimas partes de la población
se hallaban fuera de la Iglesia Anglicana establecida. Durante la Guerra de
Independencia americana, los Presbiterianos irlandeses sentían especiales
simpatías por los americanos. Formaron batallones armados, llamados
Voluntarios, al principio como defensa contra una posible invasión francesa,
pero, cuando la guerra tocaba a su fin, aquellos Voluntarios provocaron
problemas internos. Todavía armados y combativos, exigían una reforma del
parlamento irlandés y menos control por parte de Gran Bretaña. Los Vo­
luntarios se debilitaron, cuando los Presbiterianos y los Católicos, más
numerosos, resultaron incapaces de colaborar. Pero, bajo su presión, el
gobierno inglés concedió más autonomía al parlamento irlandés, sin cambiar
la base sobre la cual se elegía, de modo que una gran parte de los irlandeses
continuó descontenta, para sentirse estimulada de nuevo, unos años después,
por la Revolución Francesa.
Las Provincias Unidas, la más importante de las cuales era Holanda,
constituían, en realidad, una federación de siete pequeñas repúblicas bajo un
estatúder que semejaba un monarca constitucional. En cada provincia, un
pequeño grupo de familias que se autoperpetuaba, llamadas «regentes»,
dominaban en los asuntos locales y resistían a los poderes del estatúder.
Mediante su intervención en la guerra americana al lado de los americanos,

79
algunos de aquellos regentes se opusieron a las inclinaciones pro-británicas del
estatúder, Guillermo V, y fueron apoyados por otros muchos ajenos a la clase
regente, en un levantamiento general conocido en la historia holandesa como
el Movimiento Patriótico. Los patriotas se sentían estimulados por el ejemplo
americano de rebeldía, así como por las ideas políticas americanas, y se
organizaron en batallones llamados Cuerpos Libre, armándose y ejercitándose
como los Voluntarios Irlandeses. Declararon destituido al estatúder y estable­
cieron planes de reforma constitucional, pero su coalición, formada por re­
gentes patricios que se oponían al estatúder y por patriotas más democráti­
cos que se oponían al estatúdpr y a los regentes, no pudo mantenerse. Se
desbarató en 1787, a causa de una intervención diplomática inglesa y de una
auténtica invasión militar del ejército prusiano. Miles de patriotas se refugia­
ron en Francia. Una llama revolucionaria prendida por la Revolución
Americana, apagada luego por Inglaterra y Prusia, había de ser otra vez
encendida por la Revolución Francesa, inmediatamente después.
Bélgica —llamada entonces los Países Bajos Austríacos— era un grupo de
provincias bajo la distante soberanía de la Casa de Habsburgo. También allí
se desarrolló un movimiento revolucionario en los años 1780. Los revolucio­
narios expulsaron a los austríacos y proclamaron los Estados Unidos, Belgas
orientándose, frecuentemente, por los precedentes americanos. Después, se
dividieron en un partido de la clase alta, que deseaba mantener intactas las
viejas estructuras privilegiadas, y en un partido «democrático», realmente de
la clase media, que aspiraba a la abolición de los privilegios y a una mayor
igualdad de derechos. En un momento en que la palabra «democrático» tenía
un mal sentido, y en que incluso los americanos la evitaban, fueron aquellos
Demócratas belgas los primeros que se aplicaron orgullos ámente el término.
Los Demócratas utilizaron argumentos tomados de América para justificar
las reformas en Bélgica. Fueron derrotados, pero saludarían a los franceses
como liberadores, cuando en 1792 fueron invadidos por los ejércitos revolu­
cionarios franceses.
Hubo levantamientos similares por toda Europa. En Alemania, muchas
personas de la clase media se sentían fascinadas por las noticias de la guerra
americana y de la independencia obtenida. En Polonia, la Dieta de los Cuatro
Años, que inició sus sesiones en 1788, se propuso fortalecer el país contra una
ulterior- partición, y las menciones a América fueron frecuentes en sus deba­
tes, En Italia, el Gran Duque de Toscana pensaba en una nueva constitución
para su ducado y guardaba sobre su mesa un ejemplar de la Constitución
de Virginia. En Hungría, un grupo de conspiradores era conocido como la
Logia Roja o Logia Americana. En Rusia, Catalina la Grande lamentaba que
Alejandro Radishchev fuese especialmente peligroso porque hablaba de los
americanos y leía a Benjamín Franklin.
El ejemplo tampoco se perdió en América Latina. La primera conspira­
ción seria en favor de la independencia fue descubierta en 1789 en Brasil,
donde se encontró que los conspiradores poseían numerosos trabajos relativos
a la Revolución Americana. En cuanto a la América española, el gobierno
ilustrado de Carlos III ideó una reorganización del imperio, esperando evitar
así el destino de los ingleses en América del Norte. Había un creciente
descontento de la dominación española entre los criollos, los cuales, como
personas blancas de habla española nacidas en América, a menudo se sentían

80
ofendidos por la arrogancia y la presunción de los españoles enviados desde
España para ocupar los altos cargos de la administración. Al principio, se
trataba sólo de unos pocos individuos descontentos. Un misterioso mexicano
habló con Thomas Jefferson en París acerca de la futura independencia de su
país. Un jesuíta peruano, Vizcardo y Guzmán, escribió una carta en 1791, en
la que elogiaba a los colonizadores anglo-americanos como «los primeros que
coronaron al Nuevo Mundo con su independencia soberana». El más famoso
de estos primeros libertadores hispano-americanos, de la generación anterior a
Bolívar, fue Francisco Miranda. Nativo de Venezuela, Miranda visitó los
Estados Unidos en los años 1780 para familiarizarse con la nueva república, y
luego fue a Europa y se hizo general del ejército de la Francia revolucionaria.
Después, desembarcó en Venezuela, en dos ocasiones diferentes y proclamó
una república independiente, pero fue derrotado por las autoridades españo­
las y murió en la cárcel. Así, pues, aunque las ideas de independencia germi­
naban en la América española desde el tiempo de la Revoiución Francesa, los
movimientos revolucionarios victoriosos comenzaron un poco después, cuan­
do la monarquía española fue desmantelada durante las guerras napoleónicas.
En resumen, la instauración de los Estados Unidos demostró que muchas
ideas de la Ilustración eran realizables. Los racionalistas declaraban que allí
había un pueblo, libre de pasados errores, que demostraba hasta qué punto
los hombres ilustrados podían ordenar sus asuntos. Los russonianos veían en
América el auténtico paraíso de la igualdad natural, de la inocencia sin man­
cha y de las virtudes patrióticas. Pero nada impresionó tanto a los europeos, y
especialmente a los franceses, como el espectáculo de los americanos reunidos
en un cónclave solemne para redactar las constituciones de sus estados. Estas,
juntamente con la Declaración de Independencia, fueron traducidas y publi­
cadas en el año 1778 por un noble francés, el duque de la Rochefoucauld. Se
discutieron interminable y apasionadamente. El constitucionalismo, el federa­
lismo y el gobierno limitado no eran ideas nuevas en Europa. Procedían de
la Edad Media, y eran normalmente expuestas en muchos sitios, como, por
ejemplo, en Hungría, en el Sacro Imperio Romano y en el Parlamento de
París. Pero en su forma predominante, e incluso en la filosofía de
Montesquieu, se asociaban al feudalismo y a la aristocracia. La Revolución
Americana hizo progresivas tales ideas. La influencia americana, unida a la
fuerza de los procesos de desarrollo europeos, hizo más democrático el
pensamiento de la Ilustración ulterior. Los Estados Unidos reemplazaron a
Inglaterra como el país modelo de pensadores avanzados. En el Continente
había menos confianza pasiva en el despotismo ilustrado del estado oficial.
Nació la confianza en el autogobierno. ,
Las constituciones americanas parecían una demostración del contrato
social. Ofrecían un cuadro de los hombres en un «estado de naturaleza»,
tras haberse liberado de su viejo gobierno, reuniéndose deliberadamente
para idear uno nuevo, sopesando y juzgando cada rama del gobierno por sus
méritos, asignando los correspondientes poderes al legislativo, al ejecutivo y
al judicial, declarando que todo gobierno era creado por el pueblo y se
hallaba en posesión de una autoridad simplemente delegada y relacionando
específicamente los inalienables derechos de los hombres —inalienables, en el
sentido de que no era concebible que se les pudiesen arrebatar, porque los

81
hombres los poseían aunque les fuesen negados por la fuerza—. Y aquellos
derechos eran exactamente los derechos que muchos europeos querían
asegurarse para sí mismos —la libertad religiosa, la libertad de imprenta, la
libertad de reunión y el derecho a no ser detenidos arbitrariamente, según el
capricho de los funcionarios—. Y eran los mismos para todos, de acuerdo
con el riguroso principio de la igualdad ante la ley. El ejemplo americano
cristalizó e hizo tangibles las ideas que soplaban fuertemente por Europa, y
el ejemplo americano fue una razón por la que los franceses, en 1789,
comenzaron su Revolución con una declaración de derechos humanos y con
la redacción de una constitución escrita.

82
II. L A R E V O L U C IO N F R A N C E S A

En 1789, Francia cayó en la Revolución, y el mundo ya nunca volvió a


ser el de antes. La Revolución Francesa fue, con gran diferencia, el más
importante movimiento de toda la época revolucionaria. Sustituyó el
«antiguo régimen» por la «sociedad moderna», y en su última fase se hizo
tan radical, que todos los movimientos revolucionarios ulteriores la tuvieron
como antecedente. En aquel tiempo, en la época de la Revolución De­
mocrática o Atlántica, desde los años sesenta hasta 1848, el papel de
Francia fue decisivo. Incluso los americanos, sin la intervención militar
francesa, difícilmente habrían conseguido de Inglaterra un arreglo tan
conveniente, ni habrían sido lo suficientemente libres para instaurar los
nuevos estados y las nuevas constituciones que acaban de describirse. Y si
bien los conflictos revolucionarios en Irlanda y en Polonia, o entre los
holandeses, los italianos y otros no eran provocados en absoluto por el
ejemplo francés, era la presencia o la ausencia de la ayuda francesa lo que
generalmente determinaba los resultados conseguidos, cualesquiera que
fuesen.
La Revolución Francesa, al contrario de las revoluciones rusa o china del
siglo X X , se produjo en el que en muchos sentidos constituía el país más
avanzado de aquel tiempo. Francia era el centro del movimiento intelectual
de la Ilustración. La ciencia francesa dirigía entonces el mundo. Los libros
franceses se leían en todas partes, y los periódicos y los diarios políticos, que
se hicieron muy numerosos a partir de 1789, portaban un mensaje que
apenas necesitaba traducción. El francés era una especie de lenguaje hablado
internacional en los círculos ilustrados y aristocráticos de muchos países.
Francia era también potencialmente antes de 1789 y realmente después de
1793, el país más poderoso de Europa. Puede haber sido el más rico, pero
no p e r capita. Con una población de unos 24.000.000 de habitantes, los
franceses eran el pueblo más numeroso de todos los pueblos europeos bajo
un solo gobierno. Incluso la propia Rusia difícilmente serla más populosa
antes de los repartos de Polonia. Los alemanes estaban divididos, los
súbditos de los Habsburgo eran de diversas nacionalidades, y los ingleses y
los escoceses juntos no sumaban más que 10.000.000. París, aunque más
pequeño que Londres, era más de dos veces mayor que Viena o Amsterdam.
=■Las exportaciones francesas a Europa eran superiores a las de Gran’Bretaña.
Se dice que la mitad de las monedas de oro que circulaban por Europa eran
Emblema del capitulo: Una escarapela usada durante la Revolución Francesa, con el fam oso
lema, y la f lo r de lis de la monarquía, embellecida p o r el gorro frigio.
francesas. Los europeos, en el siglo XVIII, estaban habituados a tomar las
ideas de Francia; se sintieron, pues, según sus posiciones, máximamente exal­
tados, estimulados, alarmados o aterrorizados cuando la Revolución esta­
lló en aquél país.

6. Antecedentes

E l Antiguo Régimen: los tres estados

Se han hecho ya algunas observaciones acerca del Antiguo Régimen,


como pasó a llamarse la sociedad prerrevolucionaria tras su desaparición y
acerca de la incapacidad del despotismo ilustrado en Francia para introducir
ninguna alteración fundamental en él1. El hecho esencial respecto al Antiguo
Régimen consistía en que aún era legalmente aristocrático y, en algunos
aspectos, feudal. Todos pertenecían legalmente a un «estamento» u «orden» de
la sociedad. El Primer Estado era el clero, el Segundo Estado era la nobleza y
el Tercer Estado incluía a todos los demás —desde las más ricas clases de los
hombres de negocios y de los profesionales hasta los más pobres campesinos
y obreros—. Estas categorías eran importantes en el sentido de que los
derechos legales del individuo y el prestigio personal dependían de la
categoría a que se perteneciese. Políticamente, estaban anticuados; desde
el año 1614, los estados no se habían reunido en unos Estados Generales de
todo el reino, aunque en algunas provincias habían seguido reuniendose
como corporaciones provinciales. Socialmente, estaban anticuados también,
porque la división en tres categorías no correspondía ya a la auténtica
distribución de los intereses, de la influencia, de la propiedad o de la
actividad productiva entre el pueblo francés.
La situación de la iglesia y la posición* del clero han sido muy exageradas
como causa de la Revolución Francesa. La iglesia de Francia cobraba un
diezmo por todos los productos agrícolas, pero también lo cobraba la iglesia
de Inglaterra; los obispos franceses intervenían a menudo en los asuntos del
gobierno, pero también los obispos ingleses intervenían a través de la
Cámara de los Lores. Los obispados franceses de 1789 no eran en realidad
más ricos que los de la iglesia de Inglaterra, según se descubrió mediante la
investigación llevada a cabo cuarenta años después. En números reales, en el
ambiente secular de la Edad de la Ilustración, el clero, en especial por lo que
se reñere a las órdenes monásticas, había descendido notablemente, hasta el
punto de que en 1789 probablemente no habría más de 100.000 clérigos
católicos de todo tipo en el conjunto de la población, Pero si bien la
importancia del clero se ha exagerado con frecuencia, es preciso señalar, sin
embargo, que la iglesia se hallaba profundamente implicada en el sistema
social predominante. En primer término, las instituciones eclesiásticas
—obispados, abadías, conventos, escuelas y otras fundaciones religiosas—
poseían entre el 5 y el 10 por 100 de la tierra del país, lo que significaba

1 Ver págs. 19-30 y 44-46.

84
que, colectivamente, la iglesia era el mayor de todos los terratenientes.
Además, los ingresos procedentes de las propiedades de la iglesia, como
todos los ingresos, se repartían muy desigualmente, y una gran parte de ellos
iba a parar a manos de los aristócratas que ocupaban los más elevados
cargos eclesiásticos.
El orden de la nobleza, que en 1789 comprendía unas 400.000 personas,
incluyendo mujeres y niños, habia experimentado un gran resurgimiento tras
la muerte de Luis XIV en 1715. Los servicios públicos distinguidos, los más
altos puestos de la iglesia, el ejército, los parlamentos y casi todos los demás
honores públicos y semipúblicos estaban punto menos que monopolizados
por los títulos de la nobleza en tiempos de Luis XVI, que, como se
recordará, había subido al trono en 1774. Repetidamente, a través de los
parlamentos, de los Estados Provinciales o de la asamblea del clero
dominada por los obispos nobles, la aristocracia habia bloqueado proyectos
impositivos del rey y había mostrado el deseo de controlar la política del
estado. Al propio tiempo, la burguesía —la capa más alta del Tercer Estado—
nunca había sido tan influyente. El aumento del comercio exterior francés, en­
tre 1713 y 1789, hasta hacerse cinco veces mayor, revela el crecimiento de la cla­
se de los comerciantes y de las clases de juristas y funcionarios a ella asociadas.
A medida que los miembros de la burguesía se hacían más fuertes, más leídos y
con mayor confianza en sí mismos, se sentían más agraviados por las distincio­
nes de que gozaban los nobles. Algunas de aquellas distinciones eran económi­
cas: los nobles estaban exentos, por principio, del más importante impuesto di­
recto —la taille— , mientras a los burgueses les costaba más esfuerzo obtener la
exención; pero eran tantos los burgueses que gozaban de privilegios en los
impuestos, que el interés puramente monetario no ocupaba un lugar
fundamental en su psicología. El burgués miraba al noble con resentimiento,
por su superioridad y por su arrogancia. Lo que antes había sido un respeto
habitual, se sentía ahora como una humillación. Y consideraban que estaban
siendo excluidos de cargos y honores y que los nobles, como clase, trataban de
alcanzar más poder en el gobierno. La Revolución fue el choque de dos
fuerzas que se desplazaban, una aristocracia descendente y una burguesía
ascendente.
El pueblo común, por debajo de las familias de comerciantes y de profesio­
nales del Tercer Estado, se encontraban probablemente en la misma situación
que en la mayoría de los países. Pero no era tan buena, si se comparaba
con la de las clases más altas. Los jornales no habian participado en
absoluto de la ola de prosperidad de los negocios. Entre los años 1730 y
1780, los precios de los artículos de consumo se elevaron aproximada­
mente en un 65 por 100, mientras los jornales sólo subían en un 22 por 100.
En consecuencia, las personas que dependían de un jornal se hallaban en
difícil situación, pero eran menos numerosas que hoy, porque en el campo
había muchos granjeros pequeños y en las ciudades muchos pequeños
artesanos, y ambos grupos no vivían de unos jornales, sino de la venta de
unos productos de su propio trabajo, a precios de mercado. Pero tanto en la
ciudad como en el campo había un importante elemento asalariado o
proletario, que habia de desempeñar un papel decisivo en la Revoludón.

85
E l sistem a agrario del A ntiguo Régimen

Más de las cuatro quintas partes del pueblo pertenecían al campo. El


sistema agrario se había desarrollado de tal modo, que en Francia no había
servidumbre, desde luego, tal y como era conocida en la Europa oriental. La
relación de señor y campesino en Francia no era la relación de amo y
criado. El campesino no estaba obligado a prestar trabajo alguno al señor,
a excepción de unos pocos servicios simbólicos, e n . algunos casos. EÍ
campesino trabajaba para sí mismo, en su propia tierra o en tierra
arrendada, o tjabajaba como aparcero (métayer), o se contrataba a jornal
con el señor o con otro campesino.
El señorío, sin embargo, continuaba manteniendo ciertos rasgos supervi­
vientes de la época feudal. El noble propietario de un señorío gozaba de
«derechos de caza», o del privilegio de mantener reservas de caza, y ¿1 de
cazar en su propia tierra y en la de los campesinos. Solía tener un monopolio
sobre la panadería o sobre la prensa del lagar del pueblo, por cuyo uso co­
braba unos derechos, llamados banalités. Tenía ciertos poderes residuales
de jurisdicción en el tribunal del señorío y ciertos poderes de policía local,
que le permitían cobrar derechos y multas. Estos privilegios señoriales
naturalmente eran las supervivencias de unos días en los que el señorío local
había sido una unidad de gobierno y el noble había representado las
funciones de gobierno, de una época que había pasado hacia mucho tiempo
con el desarrollo del estado moderno centralizado.
Había otro rasgo especial del sistema de propiedad del Antiguo Régimen.
Todo propietario de un señorío (habia burgueses e incluso campesinos :ricos,
que habían comprado señoríos) poseía lo que se llamó un derecho de
«propiedad eminente», respecto a todas las tierras situadas en el pueblo del
señorío. Esto significaba que los propietarios menores que se encontraban
dentro del señorío «poseían» sus tierras, en el sentido de que podían
libremente comprarla, venderla, arrendarla y legarla o heredarla, pero
debían al propietario del señorío, en reconocimiento de los derechos de su
«propiedad eminente» ciertas rentas, pagaderas anualmente, así como unos
honorarios de transmisión, que debían abonarse cada vez que la tierra
cambiase de propietario, por venta o por muerte. La propiedad de la tierra
sometida a estos derechos de «propiedad eminente» era evidentemente muy
extensa. Los campesinos poseían directamente unas dos quintas partes del
suelo del país; los burgueses, un poco menos de una quinta parte. La
nobleza poseía tal vez un poco más de la quinta parte y la iglesia, un poco
menos de la décima parte, siendo el resto tierras de la corona, yermos o
comunales. Por último, es de señalar que todos los derechos de propiedad
estaban sometidos también a unos ciertos derechos «colectivos», en virtud de
los cuales los campesinos podían cortar leña o meter sus cerdos en los
comunales, o apacentar el ganado en tierras pertenecientes a otros propieta­
rios, una vez hecha en ellas la recolección, pues no habia, por lo general, ni
cercas ni vallas.
Todo esto puede parecer más bien complejo, pero es importante
comprobar que la propiedad es una institución cambiante. Todavía hoy, en
los países industrializados, una alta proporción del total de la propiedad está

86
en la tierra, incluyendo los recursos naturales que se encuentran en el suelo y
en el subsuelo. En el siglo XVIII, propiedad significaba tieiTa, todavía más
que hoy. Incluso la burguesía, cuya riqueza estaba constituida en tan alto
grado por barcos, mercancías o valores comerciales, hacía grandes inver­
siones en la tierra, y en la Francia de 1789 disfrutaba de la propiedad de casi
tanta tierra como la nobleza, y de. más que la iglesia. La Revolución había
de revolucionar la ley de la propiedad, liberando a la posesión privada de la
tierra, de todos los gravámenes indirectos descritos —tributos señoriales,
derechos de propiedad eminente, prácticas agrícolas comunales de los
pueblos y diezmos de la iglesia—. Había de abolir también otras formas
antiguas de propiedad, como la propiedad de los cargos públicos o de las
maestrías de los gremios, que habían sido especialmente útiles a ciertos grupos
cerrados y privilegiados. Por último, la Revolución estableció las instituciones
de propiedad privada ep el sentido moderno, y benefició, por lo tanto, muy
especialmente a los campesinos terratenientes y a la burguesía.
Los campesinos no solamente poseían las dos quintas partes del suelo,
sino que lo ocupaban casi todo, trabajándolo según su iniciativa y con su
propio riesgo. Es decir, la tierra perteneciente a la nobleza, a la iglesia, a la
burguesía y a la corona se dividía y se arrendaba a los campesinos en
pequeñas parcelas. Francia era ya un país de pequeños granjeros. No habia
una «gran agricultura», como en Inglaterra, en la Europa oriental o en las
plantaciones de América. El señor del feudo no desempeñaba una función
económica. Vivía (había excepciones, naturalmente), no de administrar una
hacienda y de vender sus propias cosechas y su ganado, sino de la
recaudación de innumerables tributos, foros e impuestos. Durante el
siglo XVIII, juntamente con el resurgimiento aristocrático general, tuvo
lugar un fenómeno a menudo llamado la «reacción feudal». Los señores de
los feudos, ante los crecientes costes de la vida y situados en niveles de vida
más altos a causa del progreso material general, cobraban sus tributos más
rigurosamente o restablecían otros viejos, que habian caído ya en desuso.
Los arrendamientos y los contratos de aparcería se hicieron también
menos favorables para los campesinos. Los granjeros, al igual que los
jornaleros, se encontraban sometidos a una presión cada vez mayor. A l
propio tiempo, los campesinos soportaban más difícilmente cada día los
«derechos feudales», porque se consideraban a sí mismos, en muchos
casos, los verdaderos propietarios de la tierra, y veían en el señor a un
caballero de la vecindad, que sin razón alguna gozaba de unos ingresos
especiales y de una posición diferente de la suya. El problema consistía en
que una gran parte del sistema de propiedad ya no guardaba relación alguna
con la utilidad o con la actividad económica real.
La unidad política de Francia, lograda a lo largo de los siglos por la
monarquía, fue como un requisito previo fundamental, e incluso una causa
de la Revolución. Cualesquiera que fuesen las condiciones sociales existen­
tes, sólo podrían dar origen a una opinión pública de alcance nacional y a
una agitación y a una política y a una legislación de alcance nacional
también, en un país ya políticamente unificado como nación. Estas
condiciones no existían en la Europa central. En Francia existía un estado
francés. Los reformadores no tenían que crearlo, sino solamente tomarlo y

87
remodelarlo. En el siglo XVIII, los franceses tenían ya la conciencia de ser
miembros de una entidad política llamada Francia. La Revolución asistió a
un tremendo brote de aquel sentimiento de asociación y de fraternidad,
convirtiéndolo en una pasión de ciudadanía, de derechos cívicos, de poderes
de voto, de uso y aplicación del estado y de su soberanía en beneficio
público. En el estallido mismo de la Revolución, las gentes se saludaban
entre sí como citoyen y gritaban vive la nation!

7. La Revolución y la reorganización de Francia

L a crisis financiera

La Revolución se precipitó a causa de un colapso financiero del


gobierno. Lo que sobrecargaba al gobierno no era en absoluto la costosa
magnificencia de la corte de Versalles. En 1788, sólo el 5 por 100 de
los gastos públicos estaba dedicado al mantenimiento de toda la institución
real. Lo que sobrecargaba a todos los gobiernos eran los gastos de guerra, el
normal sostenimiento de ejércitos y armadas y el gravamen de la deuda
pública, que en casi todos los países era consecuencia casi en su totalidad, de
los costes de guerra del pasado. En 1788, el gobierno francés dedicaba
alrededor de una cuarta parte de su gasto anual al normal sostenimiento de
sus ejércitos, y la mitad aproximadamente al pago de sus deudas. Los gastos
británicos presentaban casi la misma distribución. La deuda francesa
sumaba alrededor de cuatro mil millones de libras. Se había visto considera­
blemente aumentada por la Guerra de Independencia Americana. Pero no
era más que la mitad de la deuda nacional de Gran Bretaña e inferior a
una quinta parte en cuanto a su carga p e r capita. Era menor que la deuda de
Holanda. Aparentemente, no era mayor que la deuda dejada por Luis XIV,
setenta y cinco años antes. En aquel tiempo, la deuda había sido aligerada
por repudiación. En los años ochenta, ningún funcionario francés responsable
pensaba siquiera en la repudiación, lo que constituía una señal segura del
avance que durante aquel periodo habían experimentado las clases acomo­
dadas, que eran las principales acreedoras del gobierno.
Pero no podía afrontarse la deuda, por la sencilla razón de que el
presupuesto francés no se equilibraba. Los impuestos y otros ingresos no
cubrían los gastos necesarios. Esto, a su vez, no se debia a la pobreza
nacional, sino a las exenciones y a las evasiones de impuestos de los
elementos privilegiados, especialmente de los nobles. Ya hemos señalado que
el impuesto más importante, la taille, sólo era pagado, en general, por los
campesinos, pues los nobles estaban exentos en virtud de sus privilegios de
clase, y los funcionarios públicos y los burgueses conseguían la exención por
diversos procedimientos2. La iglesia insistía, además, en que sus bienes no
podian ser gravados con impuestos por el estado, y su periódica y «libre
donación» al rey, aunque sustancial, era inferior a lo que podría obtenerse

2 Ver págs. 44-46.

88
mediante un impuesto directo de las tierras de la iglesia. Asi pues, aunque el
país era rico, el tesoro público estaba vacio. Las clases sociales que
disfrutaban de casi toda la riqueza del pais no pagaban unos impuestos
adecuados a sus ingresos, y, lo que era aún peor, se resistían a los impuestos
por considerarlos como signos de una posición inferior.
Una larga serie de personas responsables —el propio Luis XIV, John
Law, Maupeou, Turgot—, habían visto la necesidad de imponer tributos a
las clases privilegiadas. Jacques Necker, un banquero suizo nombrado
director de las finanzas en 1777 por Luis XVI, dio algunos pasos en esa
dirección, y, al igual que sus predecesores, fue destituido. Su sucesor,
Calonne, como la crisis se agravaba, llegó a conclusiones más revolucionarias
todavía. En 1786, trazó un programa en el que el despotismo ilustrado se
moderaba mediante un discreto recurso a instituciones representativas. En
lugar de la taille, él proponía un impuesto general que recayese sobre todos
los terratenientes sin exención, una suavización de los impuestos indirectos y
la abolición de los aranceles interiores para estimular la producción
económica, la confiscación de algunas propiedades de la iglesia y la
instauración como medio de interesar en el gobierno a los elementos
adinerados, de asambleas provinciales en las que todos los terratenientes
—nobles, clérigos, burgueses y campesinos— estarían representados, inde­
pendientemente de su estado u orden.
Este programa, si se llevase a la práctica, podría haber resuelto el
problema fiscal y conjurado la Revolución. Pero atacaba no solamente los
privilegios en los impuestos —nobles, provinciales y otros—, sino también la
triple organización jerárquica de la sociedad. Sabiendo por experiencia que
el Parlamento de París no lo aceptaría, Calonne convocó en 1787 una
«asamblea de notables», con la esperanza de ganar el apoyo de éstos para
sus ideas. Los notables insistieron en obtener concesiones a cambio, porque
deseaban participar en el control del gobierno. Se produjo un punto muerto;
el rey destituyó a Calonne y nombró como sucesor suyo a Loménie de
Brienne, el arzobispo de Toulouse, gran conocedor de los negocios del
mundo. Brienne trató de hacer pasar el mismo programa en el Parlamento
de París. El Parlamento lo rechazó, declarando que solamente los tres
estados del reino, reunidos en Estados Generales, tenían autoridad para
permitir nuevos impuestos. Brienne y Luis XVI, al principio, se negaron,
creyendo que los Estados Generales, si se convocaban, estarían dominados
por la nobleza. Al igual que Maupeou y Luis XV, también Brienne y
Luis XVI trataron de acabar con los parlamentos, sustituyéndolos con un
modernizado sistema judicial, en el que los tribunales de justicia no tuvieran
influencia alguna en la política. Esto provocó una auténticá rebelión de los
nobles. Todos los parlamentos y los Estados Provinciales se resistieron, los
oficiales del ejército se negaron a servir, los intendentes no sabían qué hacer,
los nobles empezaron a organizar clubs políticos y comités de relaciones.
Con su gobierno paralizado e incapaz de obtener dinero a préstamo y de
recaudar impuestos, Luis XVI, el día 5 de julio de 1788, prometió convocar
los Estados Generales para el mes de mayo siguiente. Las diversas clases
fueron invitadas a elegir representantes y también a redactar sus" listas de
agravios.

89
D e los E stados Generales a ¡a Asam blea N acional

Como los Estados Generales no se hablan reunido durante más de siglo y


medio, el rey pidió a todos que estudiasen el tema e hiciesen propuestas
acerca de la forma en que debía organizarse aquella asamblea, en unas
condiciones modernas. Esto dio origen a una erupción de discusiones
públicas. Aparecieron cientos de folletos políticos, muchos de los cuales
exigían que se desechase el viejo sistema por el que los tres estados se reunían
en cámaras separadas, de modo que cada cámara votase como una unidad,
porque, de aquel modo, la cámara del Tercer Estado siempre era superada
en número. Pero en septiembre de 1788 el Parlamento de París, restablecido
en sus funciones, decidió que los Estados Generales debían reunirse y votar
como en 1614, en tres órdenes separados.
La nobleza, a través del parlamento, revelaba así su propósito. Había
forzado la convocatoria de los Estados Generales y, de este modo, la nobleza
francesa iniciaba la Revolución. La Revolución empezó como otra victoria
del resurgimiento aristocrático frente al absolutismo del rey. Los nobles
tenían realmente un programa liberal: pedían un gobierno constitucional,
garantías de libertad personal para todos, libertad de expresión y de
imprenta y garantías frente a las detenciones y a los confinamientos
arbitrarios. Muchos estaban ahora incluso dispuestos a renunciar a sus
especiales privilegios en materia de impuestos; esto podría hacerse con el
tiempo. Pero, en compensación, esperaban convertirse en el :elemento
político preponderante del estado. Su objetivo consistía no sólo en reunir los
Estados Generales de 1789, sino en que Francia fuese gobernada en el futuro
mediante los Estados Generales, una institución suprema en tres cámaras:
una para los nobles, una para el clero —en el que los más altos cargos eran
también nobles— y una para el Tercer Estado.
Y esto era precisamente lo que el Tercer Estado quería evitar. Juristas,
banqueros, hombres de negocios, acreedores del gobierno, tenderos, artesa­
nos, obreros y campesinos no tenían el menor deseo de ser gobernados por
los señores temporales y espirituales. Sus esperanzas de una nueva era,
formadas por la filosofía de la Ilustración, estimuladas por la revolución en
América, alcanzaron su máxima excitación cuando el «buen rey Luis»
convocó los Estados Generales. La decisión del Parlamento de Paris, en
septiembre de 1788, les sentó como una bofetada —un insulto de clase, no
provocado—. Todo el Tercer Estado se volvió contra la nobleza con odio y
desconfianza. El Abbé Sieyés, en enero de 1789, lanzó su famoso folleto,
¿Qué es el Tercer Estado?, declarando que la nobleza era una casta inútil,
que podía ser abolida sin inconveniente alguno, que el Tercer Estado era ei
único elemento necesario de la sociedad, que era uno mismo con la nación y
que la nación era absoluta e incondicionalmente soberana. A través de
Sieyés, las ideas del Contrato social de Rousseau penetraron en el pensa­
miento de la Revolución. Al propio tiempo, ya antes de que realmente se
reuniesen los Estados Generales, y no tanto por los libros de los philosophes
como por los hechos y las condiciones reales, los nobles y los plebeyos se
miraban con miedo y con recelo. El Tercer Estado, que había apoyado
inicialmente a los nobles contra el «despotismo» de los ministros del rey, les
90
atribuía ahora los peores móviles posibles. El antagonismo de clase envenenó
la Revolución en sus comienzos, hizo imposible una reforma pacífica y
arrojó a muchos burgueses, inmediatamente, a una actitud radical y
destructiva. Y el mutuo recelo entre las clases, producido por el Antiguo
Régimen y avivado por la Revolución, ha inquietado a Francia desde
entonces.
Tal como estaba previsto, los Estados Generales se reunieron en mayo de
1789, en Versalles. El Tercer Estado, cuyos representantes, en su mayoría,
eranjuristas, boicoteó la organización en tres cámaras separadas. Insistió en
que los diputados de los tres órdenes debían reunirse como una sola cámara
y votar como individuos; este procedimiento supondría una ventaja para el
Tercer Estado, porque el rey le había concedido tantos diputados como a los
otros dos órdenes juntos. Durante seis semanas se mantuvo un punto
muerto. El día 13 de junio, unos pocos sacerdotes, abandonando la cámara
del Primer Estado, cruzaron y fueron a sentarse con el Tercero. Fueron
recibidos con una jubilosa bienvenida. El 17 de junio, el Tercer Estado se
declaró «Asamblea Nacional». Luis XVI, bajo la presión de los nobles,
cerró la sala de sesiones en que se reunía. Los miembros encontraron una
sala vecina, en la que se jugaba a la pelota, y allí, envueltos en una babel de
confusión y recelos, se pronunciaron y firmaron el Juramento del Juego de
Pelota, el 20 de junio de 1789, afirmando que, dondequiera que ellos se
reuniesen, allí estaba la Asamblea Nacional, y que no se disolverían hasta
que hubiesen redactado una Constitución. Aquello era un paso revoluciona­
rio, porque suponía virtualmente el poder soberano de una institución cuyos
miembros carecían de legítima autoridad. El rey ordenó a los miembros de
los tres estados que se reuniesen en sus cámaras separadas. Ahora, el rey
presentaba un programa de reforma propio, pero era demasiado tarde para
ganar la confianza de los desafectos, y, en todo caso, prolongaba la
organización de la sociedad francesa en clases legales. La autotitulada
Asamblea Nacional se negó a volverse atrás. El rey vaciló, no logró imponer
sus órdenes con la necesaria prontitud, y dejó que la Asamblea continuara
existiendo. En los dias siguientes, a finales de junio, convocó en Versalles a
unos 18.000 soldados.
Lo que habia ocurrido era que el rey de Francia, en la disputa sostenida
entre los nobles y los miembros de la cámara baja, optó por los nobles. En
Francia era tradicional que el rey se opusiese al feudalismo. Durante siglos,
la monarquía francesa había encontrado su fuerza entre la burguesía. A lo
largo de todo el siglo XVIII, los ministros del rey habían mantenido la lucha
contra los intereses de los privilegiados. No hacía más de un año que Luis
XVI había estado casi en guerra con su rebelde aristocracia. En 1789 no
logró hacer valer sus derechos. Perdió el control sobre los Estados
Generales, no ejerció su autoridad, no ofreció un programa hasta que fue
demasiado tarde, y no proporcionó ningún símbolo tras el cual pudieran
reunirse los partidos. No supo hacer uso de la profunda lealtad que hacia él
sentían la burguesía y el pueblo llano, que nada deseaban tanto como un rey
que los defendiese, como en el pasado, contra una aristocracia de nacimiento
y de posición. En lugar de ello trató, al principio, de arbitrar y aplazar una
crisis; después se encontró en la situación de haber dado unas órdenes que el

91
Tercer Estado se atrevía a desafiar, y, en tan embarazoso trance aceptó las
sugerencias de su mujer, María Antonieta, de sus hermanos y de los nobles
cortesanos que vivían a su alrededor, y que le decian que su dignidad y su
autoridad estaban siendo ultrajadas y socavadas. A finales de junio,
Luis XVI se propuso decididamente disolver los Estados Generales por la
fuerza militar. Pero lo que el Tercer Estado temía no era un retomo a la
antigua monarquía teóricamente absoluta. Era un futuro en el que la
aristocracia controlase el gobierno del país. Ahora ya no había posibilidad de
retroceso; la revuelta del Tercer Estado había aliado a Luis XVI con los
nobles, y el Tercer Estado temía a los nobles ahora más que nunca, pues
creía, con razón, que los nobles tenían ahora al rey en sus manos.

Las clases inferiores en acción

Mientras tanto, el país iba cayendo en la descomposición. Las clases


inferiores, más bajas que la burguesía, estaban levantiscas. También a ellas
les había parecido que la convocatoria de los Estados Generales anunciaba
una nueva era. Los agravios de siglos y los que existían también en otros
países, y no sólo en Francia, salían a la superficie. Las circunstancias, a
corto plazo, eran malas. La cosecha de 1788 había sido pobre; el precio del
pan en julio de 1789 era más alto que en ningún otro momento desde la
muerte de Luis XIV. El año de 1789 fue también un año de depresión; el
rápido crecimiento del comercio a consecuencia de la guerra americana se
había detenido repentinamente, de modo que los jornales cayeron y el
desempleo se extendió, mientras la escasez hacía subir los precios de los
artículos alimenticios. El gobierno, paralizado en el centro, no podía tomar
medidas de auxilio, según era costumbre en el Antiguo Régimen. Las ma­
sas estaban inquietas en todas partes. La revuelta obrera estalló; en abril,
un gran motín de trabajadores devastó una fábrica de papeles de decoración
en París. En los distritos rurales habia muchos trastornos. Los campesinos
declaraban que no pagarían más tributos señoriales y se negaban también a
pagar impuestos. En tiempos mejores, el campo se veía turbado por
vagabundos, mendigos, picaros y contrabandistas, que florecían a lo largo
de las muchas fronteras aduaneras. Ahora, la depresión en los negocios
reducia el ingreso de los campesinos honrados, que se dedicaban al tejido o a
otras industrias domésticas en sus hogares; el desempleo y la indigencia se
extendían por el país; la gente abandonaba sus pueblos y el resultado era que
el número de vagabundos se elevaba en proporciones alarmantes. Se creia,
porque nada era tan malo que no pudiera creerse de los aristócratas (aunque
no fuese verdad) que estaban reclutando secretamente a aquellos «bandidos»
para su propósito de intimidar al Tercer Estado. Las crisis económica y
social se hacían así agudamente políticas.
Las ciudades tenian miedo de verse saqueadas por mendigos y malhecho­
res. Tenía miedo incluso París, la ciudad más grande de Europa, después de
Londres. Los parisienses estaban alarmados también por la concentración de
tropas en tom o a Versalles. Y empezaron a armarse para su propia defensa.
Todas las clases del Tercer Estado lo hicieron. El banquero Laborde, cuyo

92
hijo se sentaba en la Asamblea, en Versalles, fue uno de los muchos
que facilitaron fondos. Las multitudes comenzaron a buscar armas en los
arsenales y en los edificios públicos. El día 14 de julio se dirigieron hacia la
Bastilla, una fortaleza construida en la Edad Media para intimidar a la
ciudad, como la Torre de Londres en Inglaterra. Se utilizó conjo lugar de
encarcelamiento para personas con la influencia suficiente para librarse de
las cárceles comunes, pero, por otra parte, en tiempos normales se
consideraba como un lugar inocuo; en efecto, unos años antes se había
hablado de derribarla para crear en su lugar un parque público. Ahora, en
medio de la confusión general, el gobernador había colocado cañones en las
troneras. La multitud le requería para que quitase su cañón y les facilitase
armas. El gobernador se negó. A través de una serie de equívocos,
reforzados por la vehemencia de unos cuantos incendiarios, la multitud se
transformó en un populacho que asaltó la fortaleza y que, ayudado por un
puñado de soldados preparados y por cinco piezas de artillería, indujo al
gobernador a que se rindiese. La muchedumbre, indignada por la muerte de
noventa y ocho de sus miembros, entró y dio muerte a seis soldados de la
guarnición. El gobernador fue muerto también, mientras era conducido al
Ayuntamiento. El alcalde de París corrió la misma suerte. Sus cabezas
fueron cortadas con cuchillos, clavadas en unas picas y paseadas por la
ciudad. Mientras ocurría todo esto, las unidades del ejército regular de los
alrededores de París no se movieron, pues su lealtad era dudosa y, en to­
do caso, las autoridades no estaban acostumbradas a disparar contra el
pueblo.
La toma de la Bastilla, aun sin proponérselo, vino a salvar la Asamblea
de Versalles. El rey, que no sabía qué hacer, aceptó la nueva situación de
París. Reconoció a un comité de ciudadanos, que aui se naoia tormado, como
el nuevo gobierno municipal. Despidió a las tropas que habia convocado y
ordenó a los nobles y clérigos recalcitrantes que se incorporasen a la
Asamblea Nacional. En Paris y en otras ciudades se creó una guardia
burguesa o nacional para mantener el orden. El marqués de Lafayette, «el
héroe de dos mundos», recibió el mando de la guardia de París. Como
insignia, combinó los colores de la ciudad de Paris, rojo y azul, con el
blanco de la casa de Borbón. El emblema tricolor francés de la Revolución
surgió, pues, de una fusión entre lo antiguo y lo nuevo.
En los distritos rurales las cosas iban de mal en peor. Una vaga
inseguridad alcanzó las proporciones del pánico en el Gran Miedo de 1789,
que se extendió por el país a finales de julio, al paso de los viajeros, de los
correos, etc. De un punto a otro se corría la voz de que «venían los ban­
didos», y los campesinos, armados para proteger sus hogares y sus cosechas,
y reunidos y excitándose los unos a los otros, a menudo fijaban su aten­
ción en las casas de los señores, unas veces quemándolas y otras veces des­
truyendo, simplemente, los archivos señoriales en que estaban registrados
los derechos y los tributos. El Gran Miedo formó parte de una insurrección
agraria general, en la que los campesinos, lejos de actuar a impulsos de
alarmas incontroladas, sabían muy bien lo que estaban haciendo. Trataban
de destruir por la fuerza el régimen señorial.

93
L as reformas iniciales de la A sam blea N acional

La Asamblea de Versalles sólo podía restablecer el orden satisfaciendo


las demandas de los campesinos. La eliminación de todos los impuestos
señoriales privaría a la aristocracia terrateniente de una gran parte de sus
ingresos. Muchos burgueses también tenían señoríos. Había, pues, mucha
perplejidad. Un pequeño grupo de diputados preparó un" movimiento de
sorpresa en la Asamblea, eligiendo una sesión nocturna de la que estaban
ausentes muchos miembros. De ahí vino «la noche del 4 de agosto». Unos
pocos nobles liberales, previamente convenidos, se levantaron y renunciaron
a sus derechos de caza, a sus banalités, a sus derechos en los tribunales
señoriales y a los privilegios feudales y señoriales en general. Lo que
quedaba de servidumbre y de todo tipo de vasallajes personales se declaraba
acabado. Los diezmos fueron abolidos. Otros diputados repudiaron los
privilegios especiales de sus provincias. Todos los privilegios fiscales perso­
nales fueron abandonados. Sobre la cuestión más importante —los tribu­
tos derivados de la «propiedad eminente» en los señoríos— se llegó a un
compromiso. Se abolían todos aquellos tributos, pero los campesinos tenían
que abonar una compensación a los antiguos propietarios. En la mayoría de
los casos la compensación nunca se pagó. Con el tiempo, en 1793, en la fase
radical de la Revolución, la cláusula de la compensación fue revocada. Al
final, los propietarios campesinos franceses se liberaron de sus obligaciones
señoriales, sin tener que pagar por ello. Esto contrastaba con lo que luego
ocurrió en casi todos los demás países, donde los campesinos, cuando se
liberaron, a su vez, de las obligaciones señoriales, o perdieron parte de su
tierra o se vieron sometidos a tener que pagar plazos durante muchos años.
En un decreto en el que se resumían las resoluciones del 4 de agosto, la
Asamblea declaraba sencillamente que el «feudalismo queda abolido». Con
el privilegio legal sustituido por la igualdad legal procedía trazar los princi­
pios del nuevo orden. El 26 de agosto de 1789 hizo pública la Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Durante la Ilustración, y en el curso de la Revolución Americana, los
«derechos del hombre» se habían convertido en el lema o consignaj i é ideas
potencialmente revolucionarias. Incluso Alexander Hamilton habíSutilizado
con entusiasmo la expresión. «Hombre», en este sentido, se aplicaba sin
referencia a la nacionalidad, a la raza o al sexo. En francés como en inglés,
entonces como ahora, la palabra «hombre» se utiliza —como en español
también— para designar a todos los seres humanos, y la Declaración
de 1789 no se refería sólo a los varones. En alemán, por ejemplo, donde
existe una diferencia entre Mensch como ser humano y Mann como varón
adulto, los «derechos del hombre» se han traducido siempre como Mens-
chenrechte. De un modo similar, el vocablo «ciudadano» se aplicaba, en su
sentido abstracto, a las mujeres, como se demuestra por la frecuencia del
femenino citoyenne durante la Revolución, en la que muchas mujeres
intervinieron muy activamente. Pero cuando se entraba en derechos legales
determinados, como el voto, el derecho de familia, la propiedad y la

94
instrucción, los revolucionarios otorgaban derechos más amplios (así como
mayores responsabilidades públicas) a los varones. En aquel tiempo muy
pocos defendían la igualdad legal entre los sexos; éntre elfos, estaban
Condorcet en Francia y Mary Wollstonecraft en Inglaterra, que publicó su
Vindication o f the rights o f woman («Reivindicación de los Derechos de la
Mujer») en 1792.
La Declaración de 1789 pretendía afirmar los principios del nuevo
estado, que eran, esencialmente, el dominio de la ley, la ciudadanía
individual igual y la colectiva soberanía del pueblo. El artículo I declaraba:
«Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Se
afirmaba que los derechos naturales del hombre eran «la libertad, la
propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». Se garantizaba la
libertad de pensamiento y la de religión; nadie podía ser detenido ni
castigado, excepto mediante un procedimiento legal; todas las personas eran
declaradas elegibles para cualquier función pública, siempre que estuvieran
capacitadas para ella. La libertad se definía como el poder de hacer todo lo
que no perjudique a otro, lo que, a su vez, había de ser determinado sólo
por la ley. La ley debía ser igual para todos. La ley era la expresión de la
voluntad general, y había de ser elaborada por todos los ciudadanos o por
sus representantes. La única soberana era la nación, y todos los funcionarios
públicos y las fuerzas armadas actuaban solamente en su nombre. Los
impuestos no pueden establecerse más que mediante común consentimiento,
todos los funcionarios públicos eran responsables de su conducta en el cargo
y los poderes del gobierno se separaban en diferentes ramas. Por último, el
estado podía confiscar, con fines públicos y mediante la ley, la propiedad de
las personas privadas, pero sólo con una justa compensación. La Declara­
ción, impresa en miles de hojas, folletos y libros, leídos en voz alta en las
plazas públicas, o fijados y colgados de las paredes, se convirtió en el
catecismo de la Revolución en Francia. Al traducirse a otros idiomas llevó
inmediatamente el mismo mensaje a toda Europa.
Entre los que habían dirigido la Revolución, comenzaron a manifestarse
divergencias, cuando, en septiembre de 1789, la Asamblea inició la verda­
dera planificación del nuevo gobierno. Algunos querían un fuerte poder de
veto para el rey y un cuerpo legislativo bicameral, como en Inglaterra.
Otros, los «patriotas», querían sólo un veto suspensivo para el rey y un
cuerpo legislativo de una sola cámara. También aquí había un recelo frente a
la aristocracia, que resultó decisivo. Los «patriotas» temían que una cámara
alta reintegrase a la nobleza como una fuerza colectiva, y temían también
que el rey se hiciese constitucionalmente fuerte, al darle una facultad de veto
total, porque creían que estaba de acuerdo con los nobles. En aquel
momento dudaba en aceptar los decretos del 4 de agosto y la Declaración de
Derechos. Su hermano, el conde de Artois, seguido por muchos aristócratas,
había emigrado ya al extranjero, y juntamente con aquellos otros émigrés,
estaba tratando de levantar contra la Revolución a todos los gobiernos de
Europa. El partido patriota no concedería nada, el partido más conservador
no podría ganar nada. El debate fue interrumpido nuevamente, «como en
julio, por la insurrección y la violencia. El día 4 de octubre una multitud de
verduleras y de militantes revolucionarios, seguidos por la guardia nacional

95
de París, emprendieron el camino de París a Versalles. Asediando e
invadiendo el cháteau, obligaron a Luis XVI a trasladar su residencia a
París, donde podía ser vigilado. La Asamblea Nacional se trasladó también
a París, donde muy pronto cayó bajo la influencia de elementos radicales de
la ciudad. Triunfaron los defensores de un cuerpo legislativo de una sola
cámara y de un veto suspensivo para el rey.
Los revolucionarios más conservadores, si así pueden llamarse, decepcio­
nados al ver las cuestiones constitucionales resueltas por el populacho,
comenzaron a desaparecer de la Asamblea. Hombres que el 20 de junio
habían pronunciado valerosamente el Juramento del Juego de Pelota,
sentían ahora que la Revolución estaba cayendo en manos indignas. Algunos
incluso emigraron, formando una segunda oleada de émigrés, que no tendría
nada que ver con la primera. Así cobraba fuerza la contrarrevolución.
Pero los que querían seguir adelante, y eran muchos, empezaron a
organizarse en clubs. El más importante de todos fue la Sociedad de Amigos
de la Constitución, comúnmente llamado el Club Jacobino, porque se reunía
en un viejo monasterio jacobino de París. Las cuotas eran tan altas al
principio, que solamente los grandes burgueses pertenecían a él; después se
redujeron, pero nunca lo suficiente para incluir a personas de las clases más
pobres, que, por consiguiente, formaban clubs propios, menos importantes.
Los miembros más avanzados de la Asamblea eran jacobinos y utilizaban el
club como un conventículo en el que discutían su política y pergeñaban sus
planes. Siguieron constituyendo un grupo de clase media, incluso durante la
fase posterior y más radical de la Revolución. Mme. Rosalie JuUien, por
ejemplo, que era una revolucionaria tan apasionada como su marido y su
hermano, asistió a una reunión del Club Jacobino de París, el 5 de agosto
de 1792. «Decid a vuestros amigos de las provincias —escribió a su marido—
que estos jacobinos son la flor y nata de la burguesía de París, a juzgar por
las elegantes casacas que visten. Se hallaban presentes también dos o
trescientas mujeres, ataviadas como para asistir al teatro, que causaban
impresión por su altiva actitud y por su violento lenguaje».

Cambios constitucionales.

En los dos años transcurridos desde octubre de 1789 hasta septiembre


de 1791, la Asamblea Nacional (o la Asamblea Constituyente, como había
pasado a llamarse, porque estaba preparando una Constitución) continuó
simultáneamente su trabajo de gobernar el país, de proyectar una constitu­
ción escrita y de destruir minuciosamente las instituciones del Antiguo Ré­
gimen. Los antiguos ministerios, la antigua organización de despachos gu­
bernamentales, los antiguos impuestos, la antigua propiedad de los cargos,
los antiguos títulos de nobleza, los antiguos parlamentos, los centenares de
sistemas legales de las regiones, las antiguas tarifas internas, las antiguas
provincias y las antiguas municipalidades urbanas —todo iba siendo des­
echado— . Contemporáneos como Edmundo Burke estaban asustados an­
te la meticulosidad con que los franceses parecían decididos a destruir sus
instituciones nacionales. ¿Por qué —se preguntaba Burke— los fanáticos

96
franceses tienen que despedazar el cuerpo vivo de Normandía o Provenza?
Lo cierto es que las provincias, como todo lo demás, se hallaban insertas en
el sistema conjunto del privilegio especial y de los derechos desiguales. Todo
tenía que desaparecer, si habia de mantenerse la esperanza de una
ciudadanía igual bajo una soberanía nacional. En lugar de las provincias, la
Constituyente dividió a Francia en ochenta y tres «departamento» iguales.
En lugar de las viejas ciudades, con sus singulares y viejos magistrados,
introdujo una organización municipal uniforme, en la que en adelante todas
las ciudades tendrían la misma forma de gobierno, variando sólo en
consonancia con la magnitud. Todos los funcionarios locales, incluidos los
fiscales y los recaudadores de impuestos, eran elegidos localmente. Desde el
punto de vista administrativo, el país se descentralizó como reacción frente a
la burocracia del Antiguo Régimen. Fuera de París, nadie actuaba ahora
legalmente en nombre del gobierno central, y las comunidades locales hacían
cumplir la legislación nacional o renunciaban a hacerla cumplir, según ellas
mismas decidiesen. Esto resultó ruinoso cuando estalló la guerra, y aunque
los «departamentos» creados por la Asamblea Constitucional existen toda­
vía, ha sido tradicional en Francia, desde la Revolución, como lo habia sido
antes, mantener a los funcionarios locales bajo un estrecho control de los
ministros de París.
Con la Constitución que se preparó, llamada a veces la Constitución
de 1791, porque entró en vigor en ese año, el poder soberano de la nación
pasaba a ser ejercido por una asamblea elegida, unicameral, llamada Asam­
blea Legislativa. Sólo se concedía al rey un derecho suspensivo de veto, por
el que la legislación deseada por la Asamblea podía ser pospuesta. En
general, la rama ejecutiva, es decir, el rey y los ministros, se debilitó, en
parte como reacción frente al «despotismo ministerial» y en parte a causa de
una lógica desconfianza respecto a Luis XVI. En julio de 1791, con la
«huida a Varennes», Luis XVI intentó escapar del reino, reunirse con los
nobles emigrados y solicitar ayuda de las potencias extranjeras. Dejaba tras
él un mensaje escrito en el que repudiaba explícitamente la Revolución.
Arrestado en Varennes, en la Lorena, fue reconducido a París y obligado a
aceptar su situación de monarca constitucional. La actitud de Luis XVI
desorientó considerablemente la Revolución, porque hizo imposible la
creación de un poder ejecutivo fuerte y dejó que el país fuese gobernado por
unos círculos de discusión que en las circunstancias revolucionarias contaban
con un número de agitadores superior al habitual.
No toda aquella maquinaria del estado era democrática. En lo que se
refiere a los derechos políticos, los principios abstractos de la gran
Declaración se vieron gravemente modificados por razones prácticas. Como
los individuos del pueblo, en su gran mayoría, eran ignorantes, se daba por
supuesto que no podían tener puntos de vista políticos razonables. Como el
hombre bajo solía ser un criado doméstico o un dependiente de una tienda,
se daba por sentado que en política tendría que ser un simple dependiente de
su patrono. La Constituyente, por lo tanto, distinguía en la nueva Cons­
titución entre ciudadanos «activos» y «pasivos». Unos y otros tenían
los mismos derechos civiles, pero solamente los ciudadanos activos tenían
derecho al voto. Estos ciudadanos activos elegían a los «electores», sobre la

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de París, emprendieron el camino de París a Versalles. Asediando e
invadiendo el cháteau, obligaron a Luis XVI a trasladar su residencia a
París, donde podía ser vigilado. La Asamblea Nacional se trasladó también
a París, donde muy pronto cayó bajo la influencia de elementos radicales de
la ciudad. Triunfaron los defensores de un cuerpo legislativo de una sola
cámara y de un veto suspensivo para el rey.
Los revolucionarios más conservadores, si así pueden llamarse, decepcio­
nados al ver las cuestiones constitucionales resueltas por el populacho,
comenzaron a desaparecer de la Asamblea. Hombres que el 20 de junio
habían pronunciado valerosamente el Juramento del Juego de Pelota,
sentían áhora que la Revolución estaba cayendo en manos indignas. Algunos
incluso emigraron, formando una segunda oleada de émigrés, que no tendría
nada que ver con la primera. Asi cobraba fuerza la contrarrevolución.
Pero los que querían seguir adelante, y eran muchos, empezaron a
organizarse en clubs. El más importante de todos fue la Sociedad de Amigos
de la Constitución, comúnmente llamado el Club Jacobino, porque se reunía
en un viejo monasterio jacobino de París. Las cuotas eran tan altas al
principio, que solamente los grandes burgueses pertenecían a él; después se
redujeron, pero nunca lo suficiente para incluir a personas de las clases más
pobres, que, por consiguiente, formaban clubs propios, menos importantes.
Los miembros más avanzados de la Asamblea eran jacobinos y utilizaban el
club como un conventículo en el que discutían su política y pergeñaban sus
planes. Siguieron constituyendo un grupo de clase media, incluso durante la
fase posterior y más radical de la Revolución. Mme. Rosalie Jullien, por
ejemplo, que era una revolucionaria tan apasionada como su marido y su
hermano, asistió a una reunión del Club Jacobino de París, el 5 de agosto
de 1792. «Decid a vuestros amigos de las provincias —escribió a su marido—
que estos jacobinos son la flor y nata de la burguesía de París, a juzgar por
las elegantes casacas que visten. Se hallaban presentes también dos o
trescientas mujeres, ataviadas como para asistir al teatro, que causaban
impresión por su altiva actitud y por su violento lenguaje».

Cambios constitucionales -

En los dos años transcurridos desde octubre de 1789 hasta septiembre


de 1791, la Asamblea Nacional (o la Asamblea Constituyente, como habia
pasado a llamarse, porque estaba preparando una Constitución) continuó
simultáneamente su trabajo de gobernar el país, de proyectar una constitu­
ción escrita y de destruir minuciosamente las instituciones del Antiguo Ré­
gimen. Los antiguos ministerios, la antigua organización de despachos gu­
bernamentales, los antiguos impuestos, la antigua propiedad de los cargos,
los antiguos títulos de nobleza, los antiguos parlamentos, los centenares de
sistemas legales de las regiones, las antiguas tarifas internas, las antiguas
provincias y las antiguas municipalidades urbanas —todo iba siendo des­
echado— . Contemporáneos como Edmundo Burke estaban asustados an­
te la meticulosidad con que los franceses parecían decididos a destruir sus
instituciones nacionales. ¿Por qué —se preguntaba Burke— los fanáticos

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franceses tienen que despedazar el cuerpo vivo de Normandía o Provenza?
Lo cierto es que las provincias, como todo lo demás, se hallaban insertas en
el sistema conjunto del privilegio especial y de los derechos desiguales. Todo
tenía que desaparecer, si había de mantenerse la esperanza de una
ciudadanía igual bajo una soberanía nacional. En lugar de las provincias, la
Constituyente dividió a Francia en ochenta y tres «departamento» iguales.
En lugar de las viejas ciudades, con sus singulares y viejos magistrados,
introdujo una organización municipal uniforme, en la que en adelante todas
las ciudades tendrían la misma forma de gobierno, variando sólo en
consonancia con la magnitud. Todos los funcionarios locales, incluidos los
fiscales y los recaudadores de impuestos, eran elegidos localmente. Desde el
punto de vista administrativo, el país se descentralizó como reacción frente a
la burocracia del Antiguo Régimen. Fuera de París, nadie actuaba ahora
legalmente en nombre del gobierno central, y las comunidades locales hacían
cumplir la legislación nacional o renunciaban a hacerla cumplir, según ellas
mismas decidiesen. Esto resultó ruinoso cuando estalló la guerra, y aunque
los «departamentos» creados por la Asamblea Constitucional existen toda­
vía, ha sido tradicional en Francia, desde la Revolución, como lo había sido
antes, mantener a los funcionarios locales bajo un estrecho control de los
ministros de París.
Con la Constitución que se preparó, llamada a veces la Constitución
de 1791, porque entró en vigor en ese año, el poder soberano de la nación
pasaba a ser ejercido por una asamblea elegida, unicameral, llamada Asam­
blea Legislativa. Sólo se concedía al rey un derecho suspensivo de veto, por
el que la legislación deseada por la Asamblea podía ser pospuesta. En
general, la rama ejecutiva, es decir, el rey y los ministros, se debilitó, en
parte como reacción frente al «despotismo ministerial» y en parte a causa de
una lógica desconfianza respecto a Luis XVI. En julio de 1791, con la
«huida a Varennes», Luis XVI intentó escapar del reino, reunirse con los
nobles emigrados y solicitar ayuda de las potencias extranjeras. Dejaba tras
él un mensaje escrito en el que repudiaba explícitamente la Revolución.
Arrestado en Varennes, en la Lorena, fue reconducido a Paris y obligado a
aceptar su situación de monarca constitucional. La actitud de Luis XVI
desorientó considerablemente la Revolución, porque hizo imposible la
creación de un poder ejecutivo fuerte y dejó que el país fuese gobernado por
unos círculos de discusión que en las circunstancias revolucionarias contaban
con un número de agitadores superior al habitual.
No toda aquella maquinaria del estado era democrática. En lo que se
refiere a los derechos políticos, los principios abstractos de la gran
Declaración se vieron gravemente modificados por razones prácticas. Como
los individuos del pueblo, en su gran mayoría, eran ignorantes, se daba por
supuesto que no podían tener puntos de vista políticos razonables. Como el
hombre bajo solía ser un criado doméstico o un dependiente de una tienda,
se daba por sentado que en política tendría que ser un simple dependiente de
su patrono. La Constituyente, por lo tanto, distinguía en la nueva Cons­
titución entre ciudadanos «activos» y «pasivos». Unos y otros tenían
los mismos derechos civiles, pero solamente los ciudadanos activos tenían
derecho al voto. Estos ciudadanos activos elegían a los «electores», sobre la

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base de un elector por cada centenar de ciudadanos activos. Los electores se
reunían en la capital de su nuevo «departamento», y allí elegían los
diputados para la legislatura nacional, así como ciertos funcionarios locales.
Los varones de más de veinticinco años de edad y suficientemente
acomodados para pagar un pequeño impuesto directo eran habilitados como
ciudadanos «activos», y así podía clasificarse más de la mitad de la pobla­
ción masculina adulta. De éstos, los hombres que pagaban un impuesto algo
más elevdo eran habilitados como «electores»; aun así, habilitaba casi la mi­
tad de los varones adultos para este papel. En la práctica lo que limitaba el nú­
mero de electores disponibles era que, para actuar como tal, un hombre nece­
sitaba tener suficiente instrucción, bastante fortuna y todo el tiempo libre pre­
ciso para asistir a una asamblea electoral, lejos de su casa, y para permanecer
en ella durante varios días. De todos modos, sólo 50.000 personas podían ser
electores en 1790-1791, porque esa es la cifra que resulta de la proporción de
un elector por cada centenar de ciudadanos activos.

Políticas económicas

Las políticas económicas favorecían a las clases medias, más que a las
bajas. La deuda pública había precipitado la Revolución, pero los dirigentes
revolucionarios —ni aun los jacobinos más extremados— nunca dejaron de
reconocer la deuda del Antiguo Régimen. La razón consistía en que las
personas a quienes se debía el dinero componían, en su conjunto, la clase
burguesa. Para garantizar la deuda y para pagar los gastos corrientes del
gobierno —porque las recaudaciones de impuestos se habían hecho muy
esporádicas—, la Asamblea Constituyente, ya en noviembre de 1789,
recurrió a un procedimiento que en modo alguno era nuevo en Europa,
aunque nunca se hubiera utilizado antes en tan gran escala. Confiscó todas
las propiedades de la iglesia. Contra aquellas propiedades emitió instrumen­
tos negociables llamados asignados, considerados primero como bonos y
emitidos sólo por valores grandes, y después considerados como moneda
corriente y emitidos en pequeños billetes. Los poseedores de asignados
podían hacer uso de ellos o de cualquier moneda para comprar parcelas de
las antiguas tierras de la -iglesia. Ninguna de las tierras confiscadas .fue
transferida gratuitamente; todas, en efecto, fueron vendidas, porque el
interés del gobierno era fiscal más que social. Los campesinos, aunque
tuviesen el dinero, no podían comprar fácilmente las tierras, porque las
fincas se vendían en subastas distantes o en grandes bloques indivisos. Los
campesinos estaban descontentos, aunque compraron una gran cantidad de
las antiguas tierras de la iglesia, valiéndose de intermediarios. Y también se
concedió un plazo a los campesinos propietarios, hasta 1793, para pagar
una compensación por sus viejos foros y por muchos otros bienes señoriales.
Los campesinos sin tierras, a su vez, se mostraron inquietos cuando el
gobierno, con sus ideas modernas, estimuló la división de los bienes
comunales de los pueblos y la extinción de distintos derechos colectivos
vecinales, en beneficio de la propiedad privada individual.
La dirección revolucionaria favorecía el libre individualismo económico.

98
Bastante había habido, bajo el Antiguo Régimen, de intervención guberna­
mental en la venta o en la calidad de los artículos, asi como de compañías
privilegiadas y de otros monopolios. El pensamiento económico reformador
de aquel tiempo, no sólo en Francia, sino también en Inglaterra, donde
Adam Smith habia publicado, en 1776, su importante obra, La riqueza de las
naciones, sostenía que los intereses especiales organizados eran malos para la
sociedad, y que todos los precios y los salarios debían ser determinados
mediante libre acuerdo entre los individuos interesados. Los dirigentes más
destacados de la Revolución Francesa creían firmemente en esta libertad
exenta de control. La Asamblea Constituyente abolió las corporaciones, que
eran principalmente organizaciones monopolistas de pequeños empresarios o
de maestros artesanos, interesados en mantener altos los precios y contrarios
a las nuevas maquinarias o a los nuevos métodos. En Francia hubo también
un movimiento obrero bastante organizado. Como las maestrías en las
corporaciones eran prácticamente hereditarias (como una forma de propie­
dad y de privilegio), los asalariados formaron sus propias asociaciones, o
«sindicatos», que recibieron el nombre de compagnonnages, al margen de las
corporaciones. Así se organizaron muchas profesiones: carpinteros, estu­
quistas, papeleros, sombrereros, talabarteros, cuchilleros, herreros, carrete­
ros, curtidores, cerrajeros y vidrieros. Algunas de aquellas organizaciones
tuvieron carácter nacional, y otras sólo carácter local. Todas aquellas
asociaciones de asalariados habían sido ilegales bajo el Antiguo Régimen,
pero, de todos modos, habían florecido. Recaudaban cuotas y mantenían a
unos funcionarios. Con frecuencia, negociaban colectivamente con los
maestros de las corporaciones o con otros empresarios, exigiendo el pago de
un salario estipulado o la revisión de unas condiciones de trabajo. A veces,
incluso imponían la sindicación obligatoria. Las huelgas organizadas eran
muy frecuentes. Los conflictos laborales de 1789 continuaron durante la
Revolución. Los negocios decaían en aquella atmósfera de desorden.
En 1791 hubo otra oleada de huelgas. La Asamblea, con la ley Le Chapelier
de aquel año, restableció las viejas prohibiciones de los compagnonnages. La
misma ley impuso de nuevo la abolición de las corporaciones y prohibió la
organización de intereses económicos especiales de todo tipo. Declaró que
todas las profesiones eran de entrada libre para todos. Todos los hombres,
sin pertenecer a organización alguna, tenían derecho a trabajar en cualquier
ocupación o negocio que eligiesen. Todos los salarios debían ser acordados
privadamente por el obrero y por su patrono. Aquello no era en absoluto lo
que realmente quería el trabajador, ni en aquel tiempo ni en ningún otro. Sin
embargo, las disposiciones de la ley Le Chapelier continuaron formando
parte de las leyes francesas durante tres cuartos de siglo. Los embrionarios
sindicatos continuaron existiendo secretamente, aunque con más dificultad
que bajo la indulgente imposición de la ley del Antiguo Régimen.

E l conflicto con la Iglesia

Lo más funesto de todo fue que la Asamblea Constituyente entró en


conflicto con la Iglesia católica. La confiscación de los bienes de la Iglesia

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fue naturalmente un golpe para el clero. Los sacerdotes de los pueblos, cuyo
apoyo había hecho posible la revuelta del Tercer Estado, veían ahora que los
mismos edificios en que ellos habían oficiado, con sus feligreses, los
domingos, pertenecían a la «nación». La pérdida de unas propiedades que
les producían unos ingresos socavaban a las órdenes religiosas y arruinaban
las escuelas, en las que miles de niños habían recibido educación gratuita antes
de la Revolución. Sin embargo, no fue por la cuestión de la riqueza material
por lo que chocaron la Iglesia y la Revolución. Los miembros de la
Asamblea Constituyente tenían de la Iglesia la misma opinión que las
grandes monarquías habían tenido antes que ellos. Se hallaban muy ajenos a
la idea de separación de la Iglesia y del estado. Consideraban la Iglesia como
una forma de autoridad pública, y, por consiguiente, subordinada al poder
soberano. Sostenían sinceramente que los pobres necesitaban la religión, si
habían de respetar la propiedad de los más ricos. En todo caso, al privar a la
Iglesia de sus ingresos habían procurado su mantenimiento. Para las escuelas
se elaboraron muchos proyectos generosos y democráticos de instrucción,
costeados por el estado, aunque fueron pocos los que se llevaron a cabo, a
causa de las turbulentas condiciones de la época. Para el clero, el nuevo
programa estaba extraído de la Constitución Civil del Clero de 1790.
Aquel documento fue un gran paso hacia la instauración de una iglesia
nacional francesa. Según sus disposiciones, los párrocos y los obispos eran
elegidos, siéndolo estos por los mismos 50.000 electores de otros importantes
funcionarios. Protestantes, judíos y agnósticos po,dían tomar parte legal­
mente en las elecciones, sencillamente sobre la base de la ciudadanía y de las
clasificaciones según los bienes. Se abolieron los arzobispados y se trazaron
de nuevo todos los límites de los obispados existentes. El número de diócesis
se redujo de más de 130 a 83, de modo que coincidirían cada una con un
departamento, sólo se permitió a los obispos que notificasen su elevación al
Papa; se les prohibió que reconociesen ninguna autoridad papal en su toma
de posesión, y no se publicaría ni se impondría en Francia ninguna carta ni
decreto papales, a no ser con permiso del gobierno. Todo el clero recibía sus
salarios del estado, reduciéndose algo el ingreso medio de los obispos y
elevándose el del clero parroquial. Las sinecuras, los múltiples arrenda­
mientos y otros abusos, mediante los cuales las familias nobles habían sido
sostenidas por la iglesia, fueron abolidos. La Asamblea Constituyente
(independientemente de la Contitucié/n Civil) prohibió también la toma de
votos religiosos y disolvió todos los conventos.
No todo aquello era, en principio, alarmantemente nuevo, porque antes
de la Revolución la autoridad civil del rey había designado los obispos
franceses y decidido acerca de la admisión de documentos papales en
Francia. Los obispos franceses, en el viejo espíritu de las «libertades
galicanas», eran tradicionalmente celosos del poder papal en Francia.
Muchos estaban ahora dispuestos a aceptar algo semejante a la Constitución
Civil, siempre que se asentase sobre su propia autoridad. La Asamblea se
negó a conceder tanta jurisdicción a la iglesia galicana, y acudió, en cambio,
al Papa, con la esperanza de imponer sus planes al clero francés, mediante la
invocación de la autoridad del Vaticano. Pero el Vaticano declaró que la Cons­
titución Civil era una inmoral usurpación del poder en perjuicio de la

100
iglesia católica. Desgraciadamente, el Papa llegó aún más allá, condenando
la Revolución en su conjunto y toda su obra. La Asamblea Constituyente
replicó exigiendo a todo el clero francés que prestase un juramento de lealtad
a la Constitución, incluida la Constitución Civil del Clero. La mitad prestó
el juramento y la otra mitad se negó, incluyéndose en esta segunda mitad
todos los obispos menos siete. Uno de los siete que se avinieron a aceptar las
nuevas disposiciones fue Talleyrand, que pronto seria famoso como ministro
de Negocios Extranjeros de muchos gobiernos franceses.
Ahora había dos iglesias en Francia, una clandestina y otra oficial, una
sostenida por donaciones voluntarias o por fondos que entraban de
contrabando desde el exterior, y la otra financiada y protegida por el
gobierno. La primera, que comprendía a todo el clero que se había negado al
juramento, que era desleal o «refractario», se hizo violentamente contra-
revolucionaria. Para protegerse conmtJa Revolución, sus miembros insistían
con una obstinación verdaderamente nueva en Francia, en la supremacía
religiosa universal del romano pontífice. Denunciaron a los miembros del
clero «constitucional» como cismáticos, que despreciaban al Papa y como
simples arribistas deseosos de ocupar unos cargos en la administración
pública. El clero constitucional estaba formado por los que habían prestado
el juramento y que apoyaban la Constitución Civil, a la vez que se
consideraban a sí mismos como patriotas y defensores de los derechos del
hombre; insistían también en que la iglesia galicana siempre había gozado de
un grado de libertad respecto a Roma. Los católicos seglares estaban
aterrados y confundidos. Muchos eran suficientemente adictos a la Revolu­
ción para preferir el clero constitucional, pero eso significaba desafiar al
Papa, y los católicos que persistían en desafiar al Papa eran, en general, los
menos cumplidores de su religión. El clero constitucional se asentaba, pues,
sobre unas bases débiles. Muchos de sus seguidores, sometidos a la tensión
de los tiempos, acabaron abandonando el cristianismo.
Los buenos católicos tendían a apoyar al clero «refractario». El ejemplo
más elocuente era el del propio rey. Utilizaba personalmente los servicios de
sacerdotes refractarios, con lo que daba un nuevo motivo a los revoluciona­
rios que desconfiaban de él. Se desbarataba toda posibilidad de que
Luis XVI pudiera continuar adelante con la Revolución, porque él llegó a la
conclusión de que sólo podía hacerlo asi, poniendo en peligro su alma
iminortal. Los antiguos aristócratas también preferían, naturalmente, el clero
refractario. Ahora desechaban las ligerezas volterianas de la Edad de la
Ilustración, y el «pueblo mejor» comenzaba a mostrar una nueva piedad en
materia religiosa. Los campesinos, que sentían poco interés por la Revolu­
ción después de su propia insurrección de 1789 y de la consiguiente abolición
del régimen señorial, estaban también a favor del clero antiguo o refractario.
Lo mismo sucedía con las familias obreras urbanas, especialmente con las
mujeres. La Asamblea Constituyente y sus sucesores no sabían qué hacer. A
veces, cerraban los ojos a las intrigas del clero refractario; el clero cons­
titucional, entonces, se amedrentaba. A veces, se lanzaban a la caza y
persecución de los refractarios, con lo que no hacían más que exarcebar el
fanatismo religioso.
La Constitución Civil del Clero ha sido llamada el más craso error táctico

101
de la Revolución. Sin duda alguna, sus consecuencias fueron sumamente
desafortunadas, y se extendieron a gran parte de Europa. En el siglo XIX,
la Iglesia seria oficialmente antidemocrática y antiliberal4, y los demócratas y
los liberales, en la mayoría de los casos, serían violenta y francamente
anticlericales. El principal beneficiario fue el papado. La iglesia francesa,
que durante largo tiempo había defendido sus libertades galicanas, se vio
arrojada en brazos del Papa por la Revolución. Incluso Napoleón, cuando
resolvió el cisma una década después, reconoció al papado unos poderes que
los reyes franceses no habian reconocido nunca. Eran aquellos unos pasos en
el camino que conduciría a la proclamación de la infalibilidad papal
en 18705, por la que los asuntos de la iglesia católica moderna se centralizaban
cada vez más en el Vaticano.
Con la proclamación de la Constitución, en septiembre de 1791, se
disolvió la Asamblea Constituyente. Antes de disolverse acordó que ninguno
de sus miembros pudiera sentarse en la siguiente Asamblea Legislativa. Esta,
por consiguiente, se compuso de hombres que aún deseaban imponer su sello
en la Revolución. El nuevo régimen entró en vigor en octubre de 1791. Era
una monarquía constitucional, en la que una Asamblea Legislativa unicameral
se enfrentaba a un rey que no se había convertido al nuevo orden. Destinada
a ser la solución permanente de los problemas de Francia, había de hundirse
al cabo de diez meses, en agosto de 1792, como resultado de una insurrección
popular, cuatro meses después de verse Francia implicada en una guerra. Un
grupo de jacobinos, conocido como los girondinos, durante un tiempo se
convirtió en el partido izquierdista o avanzado de la Revolución y en la Asam­
blea Legislativa condujo a Francia a la guerra.

8. La Revolución y Europa: La guerra y la «Segunda» Revolución, 1792

E l impacto internacional de la Revolución

Los gobiernos europeos eran muy reacios a intervenir en las cuestiones


francesas. Se hallaban sometidos a una presión considerable. De una parte,
aparecieron inmediatamente grupos pro-franceses y pro-revolucionarios en
muchas regiones. Las doctrinas de la Revolución Francesa, como las de la
Americana, eran altamente exportables: adoptaban la forma de una filosofía
universal, que proclamaba los derechos del hombre, sin distinciones de
tiempo ni lugar, ni raza, ni nación. Además, según lo que cada uno quisiera
encontrar, en los primeros trastornos surgidos en Francia podía verse una
revuelta de la nobleza, o de la burguesía, o del pueblo llano, o de toda la
nación. En Polonia, los que estaban tratando de reorganizar el país contra
una nueva partición saludaron el ejemplo francés. Los terratenientes
húngaros lo aclamaron, en su reacción contra José II. En Inglaterra, durante
algún tiempo, los que controlaban el Parlamento se complacían en creer que
los franceses estaban tratando de imitarles.

4 Ver pags. 229-230, 364-365.


5 Ver pág. 364.

102
Pero fueron las clases marginadas de la sociedad europea las que se
sintieron más estimuladas. Los tejedores más oprimidos de Silesia esperaban
que «vinieran los franceses». En Hamburgo se declararon huelgas, y los
campesinos se rebelaban en todas partes, u n diplomático inglés observó que
incluso el ejército prusiano experimentaba «una fuerte infección de democracia
entre los oficiales y los soldados». En Bélgica, donde los elementos privilegiados
estaban ya en rebeldía contra el emperador austríaco, estalló una segunda
rebelión, inspirada por los acontecimientos de Francia y dirigida contra los
elementos privilegiados. En Inglaterra, los «radicales» de reciente aparición,
hombres como Thomas Paine y el doctor Richard Price, que deseaban una
total revisión del Parlamento y de la iglesia establecida, iniciaron una
correspondencia con la Asamblea de Paris. Los hombres dé negocios de
cierta importancia, incluidos Watt y Boulton, los adelantados de la máquina
de vapor, eran también profranceses, porque no tenían representación en la
Cámara de los Comunes. Los irlandeses estaban excitados también y no
tardaron en rebelarse. Los jóvenes despertaban por todas partes, el joven
Hegel en Alemania, o en Inglaterra el joven Wordsworth, que más adelante
recordó el sentimiento de una nueva era, que en 1789 había cautivado a
tantos espíritus:
Fue una dicha estar vivo en aquella aurora,
pero ser joven fu e el mismo cielo
Por otra parte, el movimiento anturevolucionario cobraba fuerza.
Edmund Burke, asustado por las inclinaciones francesas de los radicales
ingleses, publicó ya en 1790 sus Reflexiones sobre la Revolución en Francia.
Para Francia, predecía anarquía y dictadura. Para Inglaterra aconsejaba
severamente a los ingleses que aceptasen una lenta adaptación de sus propias
libertades inglesas. Para todo el mundo denunciaba una filosofía política
que se basaba en principios abstractos de lo justo y de lo injusto, decla­
rando que cada pueblo debe ser configurado según sus propias circuns­
tancias nacionales, su historia nacional y su carácter nacional. Provocó
una elocuente réplica y una defensa de Francia por parte de Thomas
Pine, en los Derechos del hombre. Burke comenzó en seguida a predi­
car la necesidad de la guerra, urgiendo un tipo de lucha ideológica con­
tra la barbarie y la violencia francesas. Sus Reflexiones fueron traducidas
y muy leídas. Al paso del tiempo, su libro llegó a constituir una obra
influyente en la historia del pensamiento. A corto plazo fue a caer en oídos
bien dispuestos. El rey de Suecia, Gustavo III, ofrecía dirigir una cruzada
monárquica. En Rusia, la vieja Catalina estaba aterrada; prohibió nuevas
traducciones de su amigo de otro tiempo, Voltaire, llamaba a los franceses
«vil canalla» y «salvajes caníbales» y envió a Siberia a un ruso llamado
Radishchev, que en su Viaje d e San Petersburgo a M oscú señalaba los males
de la servidumbre. Se dice que los rusos incluso tenían prohibido hablar de
las «revoluciones de las esferas celestes». Los terrores se vieron incremen­
tados por los lastimosos mensajes de Luis XVI y de María Antonieta, y por
los emigrados, que seguían multiplicándose, capitaneados ya en julio
de 1789 por el propio hermano del rey, el conde de Artois. Los emigrados,
que al principio eran nobles, se instalaron en diversas partes de Europa y

103
comenzaron a hacer uso de sus relaciones aristocráticas internacionales. Pre­
dicaban una especie de guerra santa. Deploraban la triste situación del rey,
pero lo que más deseaban era recuperar sus rentas señoriales y otros derechos.
Insinuaban que el propio Luis XVI era un peligroso revolucionario, y muchos
preferían a su hermano, el implacable conde de Artois.
En resumen, Europa pronto se vio escindida por una división que
alcanzaba a todas las fronteras. Lo mismo ocurría también con América: en
los Estados Unidos, el naciente partido de Jefferson fue calificado de
jacobino y profrancés; el de Hamilton, de reaccionario y probritámco,
mientras en la América colonial española las ideas de independencia se
fortalecían, y el venezolano Miranda llegaba a general en el ejército francés.
En todos los países del mundo europeo, aunque en menor grado en la
Europa oriental y en la meridional, había elementos revolucionarios o
profranceses, que eran temidos por sus gobiernos. En todos los países,
incluida Francia, había implacables enemigos de la Revolución Francesa. En
todos los países había gente cuyas lealtades se encontraban en el extranjero.
Tal situación no se había producido desde la Reforma Protestante, ni volvió
a producirse nada semejante hasta después de la Revolución Rusa, en el
siglo XX.

La llegada de la guerra, en abril de 1792


Pero los gobiernos europeos eran lentos a la hora de moverse. Catalina
no tenía intención alguna de intervenir en la Europa occidental. Sólo quería
que interviniesen sus vecinos. William Pitt, el primer ministro británico, se
resistía a los gritos de guerra de Burke. Hijo del conde de Chatham, primer
ministro desde 1784, jefe fundador del nuevo partido Tory, Pitt tenía un
programa reformador propio; había tratado de realizar una reforma del
Parlamento, sin conseguirlo, y ahora estaba concentrándose en una política
de ordenamiento financiero y de economía sistemática. Su programa se vería
desbaratado por la guerra. Pitt insistía en que los asuntos interiores de
Francia no eran de la incumbencia del gobierno británico. La posición clave
era ocupada por el emperador de los Habsburgo, Leopoldo II, hermano de
la reina francesa. Leopoldo, al principio, respondía a las demandas de ayuda
de María Antonieta diciéndole que se ajustase a las circunstancias de
Francia. Se resistía a las furiosas demandas de los emigrados, a los que él
conocía perfectamente, por haber heredado de José II una aristocracia
levantisca.
Sin embargo, el nuevo gobierno francés era un fenómeno perturbador.
Estimulaba abiertamente a los descontentos de toda Europa. Mostraba una
tendencia a resolver los asuntos internacionales mediante la acción unilate­
ral. Por ejemplo, se anexionó Aviñón, a requerimiento de los revoluciona­
rios locales, pero sin el consentimiento de su soberano histórico, el Papa. O
bien, en AJsacia habían existido muchas superposiciones jurisdiccionales
entre Francia y Alemania, a partir de la Paz de Westfalia6. La Asamblea
Constituyente abolió el feudalismo y los derechos señoriales en Alsacia,
como en el resto de Francia. La Asamblea ofreció compensaciones a los
6 Ver m apa 1.

104
UNA M UJER DE LA REVOLUCION
por Jacques-Louis David (francés, 1748-1825)

He aquí algo de lo que los historiadores llaman la «clase obrera», y que puede compararse
con las representaciones de la aristocracia y de la clase media, ya mostradas (ver págs. 63 y 75).
Las ropas bastas y los cabellos descuidados, los labios descoloridos, la frente surcada y las
muestras de sufrimiento en los ojos —todo revela una vida de mucho trabajo y pocos solaces—.
La mujer parece estar observando algo, con una mezcla de interés y recelo, y su aire de decisión,
e incluso de desafío, sugiere la conciencia política que despertaba hasta en las clases más pobres,
en los tiempos de la Revolución. David pintó este retrato en 1795, un año después del Terror en
Francia. El propio David era un activo revolucionario, un miembro de la Convención y del Co­
mité de Seguridad General. Es raro encontrar retratos de gentes de esta clase social, hechos con
tanto realismo, simpatía y fuerza. Cortesía del Museo de Bellas Artes, Lyon (J. Camponogara).

105
principes alemanes que tenían derechos feudales en Alsacia, pero no les pidió
su consentimiento, y los principes alemanes interesados, al verse despojados
por un decreto revolucionario de los derechos que antiguos tratados les
garantizaban, recurrieron al Emperador del Sacro Imperio Romano, protes­
tando contra la infracción de los acuerdos internacionales. Además, tras el
arresto de Luis XVI en Varennes, tras su intento de fuga en junio de 1791, se
hizo imposible negar que el rey y la reina franceses eran prisioneros de los
revolucionarios.
En agosto, Leopoldo se reunió con el rey de Prusia en Pillnitz, en
Sajonia. La Convención de Pillnitz que de ello resultó tenía por base un
famoso si: Leopoldo daría pasos militares para restaurar el orden en
Francia, si todas las demás potencias se unían a él. Conociendo la actitud de
Pitt, creía que el si. nunca podría hacerse realidad. Su propósito era
principalmente el de desembarazarse de los emigrados franceses. Estos, por
el contrario, recibieron la Convención con alegría. La utilizaron como
una clara amenaza contra sus enemigos de Francia, anunciando que pronto
volverían juntamente con las fuerzas de la Europa civilizada para castigar a
los culpables y para resarcirse de los daños que les habían causado.
En Francia, los defensores de la Revolución estaban alarmados. Ignora­
ban lo que realmente se proponía Leopoldo, y tomaron las terribles
amenazas de los emigrados por lo que parecían. La Convención de Pillnitz,
lejos de acobardar a los franceses, les enfureció contra todas las testas
coronadas de Europa. Dio una ventaja política a la facción entonces
dominante de los jacobinos, históricamente conocidos como los girondinos.
Entre estos se encontraban el philosophe Condorcet, el humanitario jurista
Brissot y el funcionario público Roland y su mujer, más famosa, Mme. Ro-
land, cuya casa se convirtió en una especie de cuartel general del grupo. Atra­
jeron también a muchos extranjeros, como Thomas Paine y el alemán Ana-
charsis Cloots, el «representante de la raza humana». En diciembre de 1791,
una delegación de radicales ingleses, capitaneada por James Watt, hijo del
inventor de la máquina de vapor, recibía una tremenda ovación en el club
jacobino de París.
Los girondinos se convirtieron en el partido de la revolución internacio­
nal. Declararon que la Revolución nunca podría estar segura en Francia,
mientras no se extendiese al mundo. En su opinión, una vez que estallase la
guerra, los pueblos de los estádos que entrasen en la guerra contra Francia
no apoyarían a sus gobiernos. Había razones para esta creencia, porque ya
antes de la Revolución Francesa existían elementos revolucionarios, tanto en
los Países Bajos holandeses como en los austríacos, y, en menor medida, en
partes de Suiza, en Polonia y en otros países. Algunos girondinos imagina­
ban, pues, una guerra en la que los ejércitos franceses entrarían en los países
vecinos, se unirían a los revolucionarios locales, derribarían a los gobiernos
establecidos e instaurarían una federación de repúblicas. La guerra también
era apoyada por un grupo muy diferente, acaudillado por Lafayette, que
deseaba refrenar la Revolución, manteniéndola en la línea de la monarquía
constitucional. Este grupo creía equivocadamente que la guerra podría
restablecer la muy dañada popularidad de Luis XVI, unir el país bajo el
nuevo gobierno y acabar con la continuada agitación jacobina. Cuando el

106
espíritu de guerra hervía en Francia, murió el emperador Leopoldo II. Le
sucedió Francisco II, un hombre mucho más inclinado que Leopoldo a ceder
a los clamoreos de la vieja aristocracia. Francisco reanudó las negociaciones
con Prusia. En Francia, todos los que temían un retomo del Antiguo
Régimen estaban más dispuestos a prestar oídos a los girondinos. Entre los
jacobinos como conjunto sólo unos pocos se oponían a la guerra —por lo
general, un puñado de demócratas radicales—. El 20 de abril de 1792, sin
oposición importante, la Asamblea declaraba la guerra «al rey de Hungría y
Bohemia», es decir, a la monarquía austríaca.

L a «segunda» Revolución: 10 de agosto de 1792

La guerra intensificó la inquietud y la insatisfacción existentes entre las


clases desposeídas. Tanto los campesinos como los obreros de la ciudad
pensaban que la Asamblea Constituyente y la Legislativa habían servido a
los intereses de las gentes adineradas y habían hecho poco por ellos. Los
campesinos estaban descontentos ante las inadecuadas medidas adoptadas
para facilitar la distribución de la tierra; los obreros acusaban especialmente
la presión de la subida de los precios, que en 1792 se habían elevado
notablemente. El oro había sido llevado del país por los emigrados; el papel
moneda, los asignados, eran casi la única moneda circulante, y el futuro del
gobierno era tan incierto, que perdían valor constantemente. Los campesinos
ocultaban sus productos alimenticios, en lugar de venderlos a cambio de un
papel desvalorizado. La evidente escasez se combinaba con el valor
descendente de la moneda para hacer subir el coste de la vida. Los que más
sufrían eran los grupos de ingresos más bajos. Pero, por descontentos que
estuviesen, cuando la guerra comenzó se vieron amenazados con un retomo
de los emigrados y con una vindicativa restauración del Antiguo Régimen, lo
que, por lo menos para los campesinos, constituiría la peor de todas las
eventualidades posibles. Las clases trabajadoras —campesinos, artesanos,
menestrales, tenderos, asalariados— se adhirieron a la Revolución, pero no
al gobierno revolucionario que ocupaba el poder. La Asamblea Legislativa y
la monarquía constitucional no contaban con la confianza de numerosos
elementos de la población.
Además, la guerra, al principio se desarrolló muy desfavorablemente
para los franceses. Prusia se unió inmediatamente a Austria, y en el verano
de 1792 las dos potencias estaban a punto de invadir Francia. Lanzaron
una proclama al pueblo francés, el Manifiesto de Brunswick, del 25 de julio,
declarando que si el rey y la reina franceses sufrían algún daño, las fuerzas
austro-prusianas, a su llegada a París, impondrían el más duro castigo a los
habitantes de la ciudad. Tales amenazas, combinadas con la emergencia
militar, sólo hacían el caldo gordo a los activistas más violentos. Las masas
del pueblo francés, excitadas y dirigidas por los jefes burgueses jacobinos,
especialmente Robespierre, Danton y el cáustico periodista Marat, estallaron
en una pasión de exaltación patriótica. Se volvieron contra el rey porque le
identificaron con las potencias que luchaban contra Francia, y también
porque en la propia Francia los que seguían apoyándole utilizaban la

107
monarquía como una defensa contra las clases bajas. El republicanismo en
Francia era, en parte, un accidente histórico más bien súbito, en aquella
Francia que se hallaba en guerra bajo un rey en el que no se podía confiar y,
en parte, una espede de movimiento de clase baja o casi proletario, en el que,
sin embargo, tomaban parte muchos revolucionarios burgueses.
La exaltadón se caldeó durante el verano de 1792. Los reclutas afluían a
París desde todas las regiones, en su camino hada las fronteras. Un
destacamento, procedente de Marsella, traía una nueva candón de marcha,
conocida desde entonces como L a Marsellesa, una vehemente llamada a la
guerra contra la tiranía. Los provincianos transeúntes exarcebaban la
agitación de París. El 10 de agosto de 1792, los barrios obreros de la ciudad
se alzaron en una revuelta, apoyados por los reclutas de Marsella y de otras
partes. Asaltaron las Tullerias, frente a la resistenda de la guardia suiza,
muchos de cuyos miembros fueron muertos, y apresaron y encarcelaron al
rey y a la familia real. En París se establedó un gobierno municipal
revolucionario, o «Commune». Usurpando los poderes de la Asamblea
Legislativa, impuso la derogación de la Constitución y la elección, por
sufragio universal masculino, de una Convención Constitudonal, que
gobernaría a Franda y prepararía una nueva Constitución, más democrática.
La propia palabra, Convendón, fue utilizada en recuerdo de la Convendón
Constitucional Americana de 1787. Mientras tanto, en París reinaban la
histeria, la anarquía y el terror; un puñado de voluntarios insurrectos,
declarando que ellos no lucharían contra los enemigos en las fronteras
mientras no se hubieran desecho de los enemigos que tenían en París,
sacaron de las cárceles de la ciudad a unas 1.100 personas —sacerdotes
refractarios y otros contrarrevolurionarios— y les dieron muerte, tras unos
juirios sumarísimos. Estos hechos son conocidos como «las matanzas de
septiembre».
Durante más de dos años y medio, desde octubre de 1789, se había
producido un descenso de la violenda popular. Ahora, la inminenda de la
guerra y el descontento de las clases bajas con el curso de los acontecimien­
tos hasta la fecha, habian conduddo a nuevas explosiones. La insurrección
del 10 de agosto de 1792, la «segunda» Revolución Francesa, iniciaba la fase
más avanzada de la Revolución.

9. La república de emergencia, 1792-1795: el terror

L a Convención Nacional

La Convendón Nadonal se reunió el día 20 de septiembre de 1792; iba


a durar tres años. Inmediatamente, proclamó el Año Primero de la Repú­
blica Francesa. También el 20 de septiembre, los desorganizados ejércitos
franceses obtuvieron una gran victoria moral en el «cañoneo de Valmy»,
una batalla que fue poco más que un duelo de artillería, pero que obligó
al mando prusiano a abandonar su marcha sobre París. Los franceses no
tardaron en ocupar Bélgica (los Países Bajos austríacos), Saboya (que per­
tenecía al rey de Cerdeña, que se había unido a los austríacos), Maguncia

108
y otras ciudades de la orilla izquierda alemana del Rhin. Los simpatizantes
revolucionarios de aquellas zonas solicitaban la ayuda francesa. La Conven­
ción Nacional decretó la asistencia a «todos los pueblos que deseasen
recobrar su libertad». También ordenó que los generales franceses, en las
áreas ocupadas, disolviesen los antiguos gobiernos, confiscasen las propieda­
des del gobierno y de la iglesia, aboliesen los diezmos, los derechos de caza y
los tributos señoriales, y estableciesen administraciones provisionales; Así, la
Revolución se extendía, siguiendo la estela de los ejércitos franceses victo­
riosos.
Los ingleses y los holandeses se prepararon para resistir. Pitt, insistiendo
todavía en que los franceses podían tener en su país el régimen que desearan,
declaraba que Gran Bretaña no podía tolerar la ocupación francesa de
Bélgica. Los ingleses y los holandeses iniciaron conversaciones con Prusia y
con Austria, y ios franceses declararon la guerra el día 1 de febrero de 1793.
Unas pocas semanas después, la República se habia anexionado Saboya y
Niza, así como Bélgica, y tenía bajo su mando militar una gran parte de la
Renania alemana7. Mientras tanto, en la Europa oriental, a la vez que
denunciaban la rapacidad de los bárbaros franceses, los gobernantes de
Rusia y de Prusia llegaron a un acuerdo, mediante el que cada uno se
apropiaba de una porción de Polonia, en la segunda partición, en enero de
17938, Los austríacos, excluidos del segundo reparto, se mostraron preocupa­
dos por sus intereses en la Europa oriental. La naciente República Francesa,
ahora en guerra con toda Europa, se salvó gracias a la debilidad de la
Coalición, porque Inglaterra y Holanda no tenían importantes fuerzas de
tierra, y Prusia y Austria tenían demasiados recelos recíprocos, y se hallaban
excesivamente preocupados con Polonia para comprometer el grueso de sus
ejércitos contra Francia.
En la Convención, todos los dirigentes eran jacobinos, pero ios jacobinos
estaban, a su vez, divididos. Los girondinos ya no eran el grupo revoluciona­
rio más avanzado, como lo habían sido en la Asamblea Legislativa. A l lado
de los girondinos, surgió un nuevo grupo, cuyos miembros preferían ocupar
los asientos más altos de la cámara, por lo que recibieron el nombre de la
«Montaña» en la jerga política de la época. Los dirigentes girondinos
procedían de las grandes ciudades de las provincias; los dirigentes «montag-
nards», aunque en su mayoría de nacimiento provinciano, eran representan­
tes de la ciudad de París y debían casi toda su fuerza política a los elementos
radicales y populares de esta ciudad.
Aquellos revolucionarios del pueblo, fuera de la Convención, se daban a
sí mismos, orgullosamente, el nombre de «sans-culottes», porque llevaban
los largos pantalones de los obreros, y no los calzones hasta la rodilla o
culottes, de las clases media y alta. Constituían la clase obrera de una época
pre-industrial, tenderos y dependientes, artesanos especializados en varios

7 Ver mapa 3.
8 Ver pág, 57,

109
LAS REBUSCADORAS
por Jean-Franfois MiUet (francés, 1814*1875)

Aquí se muestran tres mujeres de las más pobres del campesinado francés. Pueden compa­
rarse con las mujeres representadas en las págs. 63, 75 y 105. Encorvadas en el trabajo, alar­
gando unas manos fuertes y musculosas, agarrando sus pocos tallos de grano, estas mujeres
están ejercitando un derecho legal, el «glanage», que permitía a los pobres rebuscar en los
campos, una vez que los dueños hubieran recogido la cosecha. Muchos de los dueños eran cam­
pesinos más opulentos. El «glanage» era uno de los derechos colectivos de las aldeas, originaria­
mente común en Francia, en Inglaterra y en gran parte de Europa, que tendió a desaparecer con
la difusión de las modernas instituciones de propiedad privada. Cuando el cuadro fue expuesto
por primera vez, en 1857, recordó la Revolución Francesa a cierto indignado crítico. «Detrás de
esas tres rebuscadoras —dijo—, contra el horizonte plomizo, podemos ver las siluetas de las
picas, de los motines y de los patíbulos del 93.» Cortesía del Louvre (Giraudon).

110
oficios, incluidos algunos que eran propietarios de pequeñas empresas
manufactureras o artes anas. Durante dos años, su militancia y su activismo
impulsaron la Revoludón. Pedían una igualdad que tuviera un significado
para gentes como ellos, exigían un poderoso esfuerzo contra las potendas
extranjeras que se atrevían a intervenir en la Revoludón Francesa, y denun­
ciaban (bastante correctamente) al rey y a la reina, ahora derrocados, por
confabuladón con el enemigo austríaco. Los «sans-culottes» temían que la
Convención fuese demasiado moderada. Ellos defendían una democracia
directa en sus clubs y asambleas de vednos, al lado de una masa que, en caso
necesario, se levantaría contra la Convendón misma. Los girondinos, en la
Convendón, comenzaban a desechar a aquellos militantes populares como
anarquistas. El grupo conocido como la «Montaña» estaba más dispuesto a
trabajar con ellos, por lo menos mientras durase la emergencia.
La Convención juzgó a Luis XVI, por traidón, en didembre de 1792. El
15 de enero, pronunció, unánimemente, su sentenda de culpabilidad, pero,
al día siguiente, de los 721 diputados presentes, sólo 361 votaron en favor de
una inmediata ejecudón: una mayoría de uno. Luis XVI murió en la
guillotina, tinos días después, el 21 de enero de 1793. Desde entonces, los 361
diputados fueron tachados de regiddas, durante su vida entera; por su
propia seguridad, nunca podrían consentir una restauradón de la monarquía
borbónica en Francia. Los otros 360 diputados no estaban comprometidos
de igual modo; sus rivales les llamaron girondinos, «moderados», contrarre-
volucionarios. Todos los que esperaban todavía más de la Revolución, o que
temían que el más ligero vaivén trajese a los aliados y a los emigrados a
Francia, miraban ahora al ala «montagnard» de los jacobinos.

Antecedentes del Terror

En abril de 1793, el general francés más espectacular, Dumouriez, que


había obtenido las victorias de Bélgica, cinco meses antes, desertó a Austria.
Los ejércitos aliados expulsaron ahora de Bélgica a los franceses, y de nuevo
amenazaron con invadir Francia. Los contrarrevoludonarios se entusiasma­
ron. Entre los revolucionarios, se escuchó un clamor: «¡Estamos siendo trairio-
nados!». Los precios seguían subiendo, el valor de la moneda bajaba, los ali­
mentos eran más difíciles de conseguir, y las clases trabajadoras estaban cada
vez más inquietas. Los «sans-culottes» exigían controles de precios, controles de
moneda, racionamiento, legislación contra el acaparamiento de alimentos y re­
quisa de los mismos para su obligada circulación. Denundaban a la burguesía
como usureros y explotadores del pueblo. Mientras los girondinos se resistían,
la Montaña actuaba de acuerdo con los «sans-coulottes», en parte por simpatía
con sus ideas, en parte para atraer el apoyo de las masas a la guerra, y en parte
como maniobra para deshacerse de los girondinos. El día 31 de mayo de 1793,
la Comuna de París, bajo presión de los «sans-coulottes», reunió una multitud
de manifestantes y de insurrectos que invadieron la Convendón y ordenaron
d arresto de los dirigentes girondinos. Otros girondinos huyeron a provin­
cias entre ellos Condorcet, el cual, mientras permanedó oculto, y poco antes

111
de su muerte, encontró tiempo para escribir su famoso libro sobre los
Progresos del espíritu humano9-
Ahora, la «Montaña» gobernaba en la Convención, pero la Convención,
a su vez, gobernaba muy poco. No sólo eran los ejércitos extranjeros y los
emigrados que se acercaban a las puertas los que tenían interés en destruir la
Convención como una banda de regicidas y de incendiarios sociales, sino que
la autoridad de la Convención era ampliamente repudiada en la propia
Francia. En el oeste, en la Vendée, los campesinos se habían levantado
contra el alistamiento militar; estaban incitados por los sacerdotes refracta­
rios, por los agentes británicos y por los emisarios realistas del Conde de
Artois. Las grandes ciudades de provincias, como Lyon, Burdeos, Marsella y
otras, se habían rebelado también, especialmente después de haber llegado a
ellas los fugitivos girondinos. Aquellos «federalistas» rebeldes demandaban
una república más «federal» o descentralizada. Como los hombres de la
Vendée, con quienes no tenían relación alguna, se oponían al predominio de
París, pues se habían acostumbrado a una mayor independencia regional bajo
el Antiguo Régimen. Aquellas rebeliones se hicieron contrarrevolucionarias,
pues todo tipo de extranjeros, realistas, emigrados y clericales acudieron a
estimularlas.
La Convención tenía que defenderse también contra los extremistas de la
izquierda. A la auténtica acción de masas de los «sans-culottes» se unían
ahora las voces de los militantes todavía más excitados, llamados enragés.
Diversos organizadores, entusiastas, agitadores y políticos de barriada decla­
raban que los métodos parlamentarios eran inútiles. Por lo general, eran
hombres ajenos a la Convención —y también mujeres, porque las mujeres
eran especialmente sensibles a la crisis de escasez de alimentos y de subida de
precios, y una organización de Mujeres Republicanas originó un breve motín
en 1793— . Todos aquellos activistas actuaban por medio de unidades de
gobierno local en París y en otras partes, y en millares de «sociedades po­
pulares» y de clubs provincianos por todo el país. Formaron también «ejér­
citos revolucionarios», bandas semimi litar es de hombres que recorrían las
áreas rurales en busca de alimentos, registraban los graneros de los campe­
sinos, denunciaban a los sospechosos y predicaban la revolución.
En cuanto a la Convención, aunque no puede decirse que tuviera nunca
jefes de ninguna clase, el programa que siguió, durante más de un aflQ, fue,
en conjunto, el de Maximilien Robespierre, jacobino, pero que no siempre se
mantuvo al lado de la revolución popular o de la anarquía. Robespierre es
uno de los hombres más discutidos y menos comprendidos de los tiempos
modernos. Las personas acostumbradas a condiciones de estabilidad le
desechan con un estremecimiento como a un sanguinario fanático, dictador
y demagogo. Otros le han considerado un idealista, un visionario y un
ferviente patriota cuyos objetivos e ideales eran, por lo menos, sinceramente
democráticos. Todos están de acuerdo en reconocer su honestidad e
integridad personales, y su celo revolucionario. Fue, originariamente, un
abogado del norte de Francia, educado con becas en París. En 1789, había
sido elegido para representar al Tercer Estado en los Estados Generales, y en
la inmediata Asamblea Constituyente desempeñó un papel menor, aunque
9 Ver pág. 42.
112
llamó la atención por sus puntos de vista contrarios a la pena de muerte y
favorables al sufragio universal. Durante el período de la Asamblea
Legislativa, en 1791-1792, continúo luchando por la democracia y alzándose
inútilmente contra la declaración de guerra. En la Convención, elegida en
septiembre de 1792, representó a un distrito de París, Llegó a ser un
destacado miembro de la Montaña y asistió, complacido, a la purga de los
girondinos. Siempre se habia mantenido limpio de los cohechos y malversa­
ciones en que algunos otros se habian visto envueltos, y por esta razón era
conocido como el Incorruptible. Fue un gran creyente en la importancia de
la «virtud». Este término había sido utilizado de un modo particular entre
los philosophes: Montesquieu y Rousseau habían sostenido que las repúbli­
cas dependían de la «virtud», o espíritu público altruista y celo cívico, a lo
que se añadió, bajo la influencia rusoniana, una idea un tanto sentimental de
la integridad personal y de la pureza de la vida. Robespierre se decidió, en
1793 y 1794, a hacer realidad una república democrática hecha de buenos
ciudadanos y hombres honestos.

E l program a de la Convención, 1793-1794: el Terror


El programa de la Convención, que Robespierre contribuyó a elaborar,
consistía en reprimir la anarquía, la lucha civil y la contrarrevolución en el
interior, y ganar la guerra mediante una gran movilización nacional de los
hombres y de los recursos del país. Prepararía una Constitución democrática
e iniciaría una legislación para las clases inferiores, pero no transigiría con la
Comuna de París y con otros órganos de acción revolucionaria directa. Para
dirigir el gobierno, la Convención otorgaba amplios poderes a un Comité de
Salvación Pública, grupo formado por doce miembros de la Convención que
se elegían cada mes. Robespierre fue un miembro influyente; otros fueron el
joven St. Just, el paralítico parcial Couthon, y el oficial del ejército, Camot,
«organizador de la victoria».
Para reprimir la «contrarrevolución», la Convención y el Comité de
Salvación Pública establecieron lo que popularmente se conoce como el
«Reinado del Terror». Se instituyeron tribunales revolucionarios como
alternativa a la ley de Lynch de las matanzas de septiembre. Se creó un
Comité de Seguridad General, como una especie de policía política suprema.
Destinado a proteger la República Revolucionaria frente a sus enemigos
interiores, el Terror golpeó a los que conspiraban contra la República, y a
los que, sencillamente, eran sospechosos de actividades hostiles. Sus víctimas
fueron desde María Antonieta y otros realistas hasta los antiguos colegas
revolucionarios de la Montaña, los dirigentes girondinos; y antes de que
terminase el año 1793-1794, algunos de los viejos jacobinos de la Montaña
que habían contribuido a iniciar el programa acabaron también en la
guillotina. El número de personas que perdieron sus vidas durante el Terror,
desde finales del verano de 1793 hasta julio de 1794, ha sido frecuentemente
exagerado. Comparado con los patrones del siglo XX, según los cuales los
gobiernos han acometido la extirpación de clases o razas enteras, el Terror
fue verdaderamente blando. Pero durante él murieron unas 40.000 personas;
\ ¡«nos cientos de millares fueron también, en un momento u otro,

113
arrestados y mantenidos en prisión. Las ejecuciones, en su mayoría, tuvieron
lugar en la Vendée, en Lyon, y en otros lugares de franca rebeldía, y estaban
dirigidas contra personas que se habían insurreccionado en tiempo de
guerra. El Terror no mostraba respeto ni interés alguno por los orígenes de
clase de sus víctimas. Alrededor del 8 por 100, eran nobles, pero los nobles,
como clase, no eran molestados, a menos que resultasen sospechosos de
agitación política; en un 14 por 100, las víctimas aparecían clasificadas
como burgueses, principalmente de las ciudades rebeldes del sur; el 6 por
100 eran clérigos, mientras no menos del 70 por 100 eran de clases cam­
pesina y trabajadora. Una república democrática, fundada en la Decla­
ración de los Derechos del Hombre, había de suceder, en principio, al
Terror, una vez que la guerra y la emergencia hubiesen teminado, pero,
mientras tanto, el Terror era, en el mejor de los casos, inhumano, y, en
algunos sitios, cruel, como en Nantes, donde 2.000 personas fueron cargadas
en barcazas y hundidas deliberadamente. El Terror dejó en Francia
prolongados recuerdos y antipatías respecto a la Revolución y al republica­
nismo.
Para dirigir el gobierno en medio de la emergencia bélica, el Comité de
Salvación Pública operó como una dictadura conjunta o gabinete de guerra.
Preparó y guió la legislación a través de la Convención. Logró el control
sobre los «representantes en misión», que eran miembros de la Convención
que se hallaban de servicio con los ejércitos y en las áreas insurgentes de
Francia. Estableció el Bulletin des loix, de modo que todas las personas
pudieran saber qué leyes se suponía que tenían que cumplir u obedecer.
Centralizó la administración, convirtiendo el enjambre de funcionarios
localmente elegidos, residuos de la Asamblea Constituyente, y que eran
realistas en unos sitios, desenfrenados extremistas en otros, en «agentes
nacionales» de designación central,, nombrados por el Comité de Salvación
Pública.
Para ganar la guerra, el Comité proclamó la levée en masse, llamando a
filas a todos los hombres físicamente útiles. Reclutó a hombres de ciencia
para que trabajasen en armamentos y municiones. Los más destacados
científicos franceses de la época, incluido Lagrange y Lamarck, trabajaban
para el gobierno o era protegidos por él contra el Terror, aunque uno,
Lavoisier, «padre de la química moderna», fue guillotinado en 1794, por
haber estado implicado en un arrendamiento de impuestos, con anterioridad
a 1789. Por motivos militares, el Comité instituyó también controles
económicos, que al mismo tiempo satisfacían las demandas de los enragés y
de otros portavoces de la clase trabajadora. Los asignados dejaron de
desvalorizarse durante el año del Terror. Así, el gobierno protegía su propio
poder adquisitivo y el de las masas Lo consiguió, mediante el control de la
exportación del oro, mediante la confiscación de efectivo y de moneda
extranjera de los ciudadanos franceses, a los que pagaba con asignados, y
mediante la legislación contra el acaparamiento o contra la retirada de
artículos del mercado. Los alimentos y los suministros para los ejércitos, así
como para los civiles de las ciudades, se recogían y se asignaban mediante un
sistema de requisas, centralizado en una Comisión de Subsistencia sometida
al Comité de Salvación Pública. Un «máximo general» fijaba los techos de

114
los precios y de los salarios. Contribuyó a frenar la inflación durante la
crisis, pero no resultó muy eficaz; el Comité creía, como principio, en una
economía de libre mercado y carecía de la maquinaria técnica y administrati­
va para imponer controles completos. En 1794, estaba dando rienda más
suelta a la empresa privada y a los campesinos, a fin- de estimular la
producción. También trató de mantener bajos los salarios, y, a este respecto,
no pudo alcanzar la adhesión de muchos dirigentes de la clase trabajadora.
En junio de 1793, el Comité redactó una Constitución republicana, adop­
tada por la Convención, que establecía el sufragio universal masculino. Pero
la nueva Constitución fue aplazada indefinidamente, y el gobierno fue
declarado «revolucionario hasta la paz», entendiendo por «revolucionario»
extra-constitucional o de un carácter de emergencia. En otros aspectos, el
Comité mostraba intenciones de legislar en favor de las clases económicas
más bajas. Los controles de precios y otras disposiciones económicas
respondían a las demandas de los «sans-culottes». Se acabaron los vestigios
del régimen señorial; los campesinos quedaron exentos del pago de la
compensación por las obligaciones que habían sido abolidas al comienzo de
la Revolución. Se concedió una mayor facilidad para la compra de la tierra
por los campesinos. Hubo incluso movimientos, en las leyes de Ventoso, de
marzo de 1974, para confiscar los bienes de los sospechosos (no sólo de la
iglesia o de los emigrados convictos), y de entregar esos bienes, gratuitamen­
te, a los «patriotas necesitados»; pero aquellas leyes fueron redactadas de
una forma impracticable, nunca recibieron mucho apoyo del Comité de
gobierno, y no se tradujeron en casi nada. El Comité se ocupó también de
los servicios sociales y de medidas de mejoras públicas; publicó folletos para
enseñar a los granjeros a mejorar sus cosechas, seleccionó a jóvenes
prometedores para que recibiesen instrucciones en oficios útiles, abrió una
escuela militar para muchachos de todas las clases, hasta de la más humilde,
y, desde luego, trató de introducir la instrucción elemental universal. En
aquel tiempo, fue abolida también la esclavitud en las colonias francesas, y
los negros fueron declarados libres, tras haber obtenido los derechos dviles.
El Comité de Salvación Pública quería concentrar la Revolución en sí
mismo. No transigía con la violencia revolucionaria no autorizada. Con un
programa democrático propio, condenaba la democracia turbulenta de los
clubs populares y de las asambleas locales. En el otoño de 1793, arrestó a los
dirigentes enragés y prohibió, al mismo tiempo, las organizaciones de
mujeres revolucionarias. El revolucionarismo extremado tomó después el
nombre de hebertismo, derivado de Hébert, un funcionario de la Comuna de
París. Los hebertistas eran un grupo amplio e indefinible, e incluía a muchos
miembros de la Convención. Denunciaban indiscriminadamente a los comer­
ciantes y a la burguesía. Eran el partido del Terror extremado; fue un
hebertista el que llevó a cabo los hundimientos de Nantes. Convencidos de
que toda religión es contrarrevolucionaria, lanzaron el movimiento de
descristianización. La Convención adoptó incluso un calendario revolucio­
nario. Su principal objetivo era el de borrar de los espíritus de los hombres el
ciclo cristiano de los domingos, de los días festivos y de fechas religiosas
como la Navidad y la Pascua de Resurrección. Los años se contaban desde la
fundación de la República Francesa, dividiéndose cada año en nuevos meses

115
de treinta días cada uno, y eliminando también la semana, que fue sustituida
con la décade10-
Otra forma adoptada por la descristianización fue el culto a la razón, que
se extendió por toda Francia a finales de 1793. En París, el obispo renunció
a su cargo, declarando que había sido engañado; y la Comuna organizó
ceremonias en la catedral de Notre Dame, en las que la Razón estaba
representada por una actriz que era la mujer de uno de los funcionarios de la
ciudad. Pero la descristianización no fue vista con buenos ojos por
Robespierre, convencido de que apartaría de la República a las masas y de
que le enajenaría las simpatías que la Revolución todavía suscitaba en el
exterior. El Comité de Salvación Pública, por lo tanto, ordenó la tolerancia
con los católicos pacíficos, y, en junio de 1794, Robespierre introdujo el
«Culto del Ser Supremo», que era una especie de culto nacional y
naturalista, en el que la República declaraba reconocer la existencia de Dios
y la inmortalidad del alma. Robespierre esperaba que,, sobre aquella base,
podrían reconciliarse los católicos y los agnósticos anticlericales. Pero los
católicos estaban ahora lejos de toda reconciliación, y los librepensadores,
apelando a la tradición de Voltaire, consideraban a Robespierre como un
extraño personaje reaccionario y estaban dispuestos a provocar su caída.
Mientras tanto, el Comité procedía implacablemente contra los hebertis-
tas, a cuyos principales jefes envió a la guillotina, en marzo de 1794. Se
dominó a los «ejércitos revolucionarios» paramilitares. Se retiró de las
provincias a los terroristas extremados. La revolucionaria Comuna de París
fue destruida. Robespierre ocupó los cargos municipales de París con hom­
bres de su propia elección. Esta comuna adicta a Robespierre desauto­
rizó las huelgas y trató de mantener bajos los salarios, alegando nece­
sidades militares; pero no logró atraerse a los ex-hebertistas y a los re­
presentantes de la clase trabajadora, que se vieron decepcionados por la
Revolución y la desecharon como un movimiento burgués. Acaso para
impedir precisamente esta conclusión, y a fin de evitar la apariencia de
desviación a la derecha, Robespierre y el Comité, después de liquidar a los
hebertistas, liquidaron también a ciertos miembros del ala derecha de la
Montaña que eran conocidos como dantonistas. Danton y sus seguidores
fueron acusados de deshonestidad financiera y de tratar con los contrarrevo­
lucionarios; las acusaciones tenían una cierta parte de verdad, pero no era
este el principal motivo de las ejecuciones.
En la primavera de 1794, la República Francesa poseía un ejército de
800.000 hombres, el más grande sostenido hasta aquella fecha por una
potencia europea. Era un ejército nacional, que representaba a un pueblo en
armas, mandado por oficiales que habían sido ascendidos rápidamente, por
sus méritos, y compuesto por soldados que se consideraban ciudadanos que
luchaban en defensa de su propia causa. Su intensa formación política lo
hacía temible y contrastaba profundamente con la indiferencia de los
ejércitos adversarios, algunos de los cuales estaban integrados realmente por

A u n q u e n o se a d o p tó h asta o ctu b re de 1793, el c a len d ario rev o lu cio n ario c o m p u ta b a el


A flo 1 de la R ep ú b lica F ran cesa desde el 22 de se p tie m b re de 1792. L os n o m b res de los meses eran ,
su cesiv am en te, V endém iaire, B ru m aire, F rim aire (o to ñ o ); N ivóse, P luviS se, V entóse (invierno);
G erm in al, F lo ré al, P ra iria l (prim avera); M essidor, T h e rm id o r, F ru c tid o r (verano).

116
siervos, y sin que Jos soldados de ninguno de ellos se sintieran miembros de
sus sistemas políticos correspondientes. Los gobiernos aliados, cada uno de
los cuales perseguía sus propios fines, y que se hállaban todavía distraídos
por sus ambiciones en Polonia, donde era inminente el tercer reparto, no
podían combinar sus fuerzas contra Francia. En junio de 1794, los franceses
ganaron la batalla de Fleurus, en Bélgica. Los ejércitos republicanos
invadían de nuevo los Países Bajos; seis meses después, su caballería entraba
en Amsterdam, cuyas aguas heladas se habían convertido en una ruta sólida.
Las viejas provincias holandesas no tardaron en ser sustituidas por una
República Bátava revolucionaria.
A causa de sus éxitos militares, los franceses se sentían menos dispuestos
a soportar el gobierno dictatorial y la disciplina económica del Terror.
Robespierre y el Comité de Salvación Pública se habían malquistado con
todos los partidos importantes. Los radicales de la clase trabajadora de París
ya no le apoyarían, y, tras la muerte de Danton, la Convención Nacional
tenía miedo de su propio comité dirigente. Un grupo de la Convención
obtuvo la «proscripción» de Robespierre, el día 9 de Thermidor (27 de julio
de 1794); Robespierre fue guillotinado, al día siguiente, con algunos de sus
compañeros. Muchos de los que se volvieron contra él creían que estaban
dando un mayor impulso a la Revolución, como al acabar con los
girondinos, el año anterior. Otros pensaban, o decían, que estaban cerrando
el paso a un dictador y a un tirano. Todos estaban de acuerdo, para su
propia absolución, en cargar todas las culpas sobre los hombros de
Robespierre. La idea de que Robespierre era un monstruo se debió más a sus
antiguos compañeros que a los conservadores de la época.

La reacción thermidoriana

La caída de Robespierre asombró al país, pero sus efectos se manifesta­


ron, durante los meses siguientes, como la «reacción thermidoriana». El
Terror se calmó.-La Convención redujo los poderes del Comité de Salvación
Pública, y cerró el club jacobino. Se abolieron el control de precios y otras
regulaciones. La inflación reanudó su carrera, los precios volvieron a subir,
y las clases trabajadoras, desorientadas y sin dirigentes, sufrieron más que
nunca. Estallaban motines esporádicos, de los que el más importante fue la
insurrección de adiaí del Año III (mayo de 1795), en que una multitud
casi dispersó la Convención por la fuerza. Por primera vez desde 1789,
fueron l'amadas las tropas a París. Los insurrectos de los barrios obreros
levantaron barricadas en las calles. El ejército se impuso sin mucho
derramamiento de sangre, pero la Convención arrestó, encarceló o deportó a
diez mil insurgentes. Unos pocos organizadores fueron guillotinados,
incluido un militante negro. El levantamiento de pradial tuvo un sabor anti­
cipado a revolución social moderna.
El elemento vencedor fue la burguesía, que había dirigido la Revolu­
ción desde la Asamblea Constituyente y que, en realidad, no había sido
desplazada, ni siquiera durante el Terror. No era, básicamente, una burguesía
de "apitalistas modernos, preocupados de obtener unas ganancias mediante el

117
desarrollo de nuevas fábricas o de nueva maquinaria11. Los vencedores
políticos después de Thermidor eran «burgueses» en un sentido más antiguo,
los que no habían sido nobles o aristócratas con anterioridad a 1789, pero
que habían tenido una posición sólida bajo el Antiguo Régimen, muchos de
ellos abogados o funcionarios públicos, y que frecuentemente obtenían unos
ingresos de la propiedad de la tierra. A estos se agregaban ahora nuevos
elementos producidos por la propia Revolución, advenedizos y nouveaux
riches, que habían ganado dinero mediante los contratos con el gobierno en
tiempo de guerra, o que se habían beneficiado de la inflación o de la compra
de antiguas tierras de la Iglesia a precios de ganga. Tales individuos, a los
que muchas veces se unieron antiguos aristócratas, y como reacción contra
la «virtud» de Robespierre, implantaron un turbulento y ostentoso estilo
de vida que dio mala fama al nuevo orden. También desataron un «terror
blanco» contra los jacobinos, en el que muchos fueron, sencillamente, ase­
sinados.
Pero los thermidorianos, por desacreditados que estuvieran algunos de
ellos, no habían perdido la fe en la Revolución. Asociaban la democracia
con el terror rojo y con el gobierno de las masas, pero seguían creyendo en
los derechos legales individuales y en una Constitución escrita. Las condicio­
nes eran, más bien adversas, porque el país todavía estaba sin asentar, y,
aunque la Convención hizo una paz separada con España y con Prusia,
Francia continuaba en guerra con la Gran Bretaña y con el imperio de los
Habsburgo. Pero los hombres de la Convención estaban decididos a llevar a
cabo otro intento de gobierno constitucional. Desecharon la Constitución
democrática elaborada en 1793 (y nunca usada), y redactaron la Constitu­
ción del Año III, que entró en vigor a finales de 1795.

10. La República Constitucional: el Directorio; 1795-1799

La debilidad del Directorio

La primera República Francesa, formalmente constituida, conocida


como el Directorio, sólo duró cuatro años. Su debilidad consistió en que se
sostenía sobre una base social extremadamente estrecha, y que presuponía
unas determinadas conquistas militares. La nueva Constitución se aplicaba
no sólo a Francia, sino también a Bélgica, que se consideraba como
incorporada constitucionalmente a Francia, aunque los Habsburgo todavía
no habían cedido aquellos «Países Bajos austríacos», ni los ingleses habían
transigido en su negativa a aceptar la ocupación francesa. La Constitución
de 1795 comprometía, pues, a la República a un programa de expansión
victoriosa. Al propio tiempo, reducía la clase políticamente activa. Concedió
el voto a casi todos los adultos varones, pero los votantes sólo votaban a los
«electores», para los que se establecieron aproximadamente las mismas
características que en la Constitución de 1789-1791. Las personas designadas
como electores solían ser hombres de ciertos recursos, capaces de dedicar su

11 Sobre la burguesía y el capitalism o, ver pág. 168.

118
tiempo y su voluntad a tomar parte en la vida pública; esto, en realidad,
significaba hombres de la clase media alta, porque la antigua aristocracia era
desafecta. Los electores elegían todos los funcionarios importantes de los
departamentos, y también los miembros de la Asamblea Legislativa nacio­
nal, que ahora se dividía en dos cámaras. La cámara baja se denominaba el
Consejo de los Quinientos, y la alta, compuesta de 250 miembros, el
Consejo de los Ancianos —«ancianos», porque eran hombres de más de
cuarenta años—. Las cámaras elegían el ejecutivo, que se llamaba el Directorio
(del que recibía su nombre el régimen en su conjunto) y que estaba
compuesto por cinco Directores.
Asi, pues, el gobierno estaba constitucionalmente en manos de los
propietarios importantes, tanto rurales como urbanos, pero su base real era
más estrecha todavía. En la reacción subsiguiente a Thennidor, mucha gente
empezó a pensar en la restauración de la monarquía. La Convención, para
proteger a sus propios miembros, estableció que dos tercios de los hombres
inicialmente elegidos para el Consejo de los Quinientos y para el Consejo de
los Ancianos debían ser ex-miembros de la Convención. Esta interferencia en
la libertad de las elecciones provocó graves trastornos en París, instigados
por personas llamadas realistas; pero la Convención, que ahora se había
acostumbrado a utilizar el ejército, ordenó a un joven general que se
encontraba en París, llamado Bonaparte, que reprimiese al populacho
realista. Y el general así lo hizo, con un «soplo de metralla». La república
constitucional dependía, pues, ya desde el principio, de la protección militar.
El régimen tenía enemigos a la derecha y a la izquierda. Por la derecha,
los realistas no se recataban en su labor de agitación en París e incluso en los
dos Consejos. Su centro era el Club Clichy, y estaban en contacto
permanente con el hermano del rey muerto, el Conde de Provenza, al que
ellos consideraban como Luis XVIII (pues Luis XVII sería el hijo de Luis
XVI, que había muerto en la cárcel). Luis XVIII se había instalado en
Verona, en Italia, donde dirigía un centro de propaganda ampliamente
financiado por dinero británico. El peor obstáculo para el resurgimiento del1
realismo en Francia era el propio Luis XVIII. En 1795, al asumir el titulo,
había publicado una Declaración de Verona, en la que anunciaba su
propósito de restaurar el Antiguo Régimen y de castigar a todos los
implicados en la Revolución, desde 1789. Se ha dicho —y, a este respecto,
con bastante razón— que los Borbones «no habían aprendido nada, ni olvida­
do nada». Si Luis XVIII hubiera ofrecido en 1795 lo que ofreció en 1814, es
muy probable que sus partidarios en Francia hubieran podido llevar a cabo
su restauración y terminado la guerra. En realidad, la mayoría de los
franceses no se adhería precisamente a la república tal como se había
establecido en 1795, sino, más negativamente, a cualquier sistema que
cerrase el paso a los borbones y a la antigua nobleza, que impidiese el
restablecimiento del sistema señorial, y que asegurase a los nuevos propieta­
rios, campesinos y burgueses, en la posesión de los bienes de la Iglesia que
habían comprado.
La izquierda estaba formada por personas de diversos niveles sociales,
que apoyaban todavía las ideas más democráticas expresadas en momentos
anteriores de la Revolución. Algunos de ellos creian que la caída de

119
Robespierre había sido un gran desastre. Un pequeño grupo de extremistas
formó la Conspiración de los Iguales, organizada en 1796 por «Gracchus»
Babeuf. Su propósito era el de derrocar el Directorio y sustituirlo por go­
bierno dictatorial que él llamaba «democrático», en el que se aboliría la
propiedad privada y se decretaría la igualdad. Por estas ideas y por su
programa activista, ha sido considerado como un interesante precursor del
comunismo moderno. El Directorio reprimió sin dificultad la Conspiración
de los Iguales, y guillotinó a Babeuf y a otro. Mientras tanto, no hacía nada
por aliviar la dura situación de las clases inferiores, que se mostraban poco
inclinadas a seguir a Babeuf, pero,que sufrían los estragos de la escasez y de
la inflación.

L a crisis política de 1797

En marzo de 1797, tuvo lugar la primera elección verdaderamente libre


celebrada nunca en Francia bajo los auspicios republicanos. Los candidatos
victoriosos fueron, en su mayoría, monárquicos constitucionales, o, por lo
menos, vagamente realistas. Parecía inminente un cambio del equilibrio
dentro de los Quinientos y de los Ancianos, en favor del realismo. Esto era,
precisamente, lo que la mayor parte de los republicanos de 1793, incluidos
los regicidas, no podían soportar, aunque para impedirlo tuvieran que violar
la Constitución. Ni era soportable tampoco, por otras razones, para el
general Napoleón Bonaparte.
Bonaparte había nacido en 1769, en el seno de una familia de la pequeña
nobleza de Córcega, poco después de la anexión de Córcega a Francia.
Había estudiado en escuelas militares francesas y había sido destinado al
ejército Borbón, pero nunca habría alcanzado un alto rango en las
condiciones del Antiguo Régimen. En 1793, era un ferviente y joven oficial
jacobino, que había sido útil a la hora de expulsar de Tolón a los ingleses, y
que, por consiguiente, fue ascendido a general de brigada por el gobierno del
Terror. En 1795, como se ha señalado, sirvió a la Convención acabando con
una manifestación de realistas. En 1796, recibió el mando de un ejército, con
el que, en dos brillantes campañas, cruzó los Alpes y expulsó del norte de
Italia a los austríacos. Como otros generales, se salió del control del
gobierno de París, que estaba demasiado apurado, económicamente, para
pagar a sus tropas o para abastecerlas. Vivía de las requisas locales en Italia,
se convirtió en autosuficiente e independiente, y, en realidad, fue el gobierno
de civiles de París el que pasó a depender de él.
Desarrolló una política exterior propia. Muchos italianos estaban descon­
tentos de sus antiguos gobiernos, de modo que la llegada de los ejércitos
republicanos franceses produjo una gran excitación en el norte dé Italia,
donde las ciudades venecianas se levantaron contra Venecia, Bolonia contra
el papa, Milán contra Austria, y la monarquía sarda se vio amenazada por
levantamientos de sus propios súbditos. De acuerdo con algunos de aquellos
revolucionarios, aunque rechazando a otros, Bonaparte estableció una
República «Cisalpina» en el valle del Po, modelada según el sistema francés,
con Milán como capital. Mientras el Directorio, en conjunto, había

120
pretendido, inicialmente, devolver Milán a los austríacos como compensa­
ción por el reconocimiento austríaco de la conquista francesa de Bélgica,
Bonaparte insistía en que Francia mantuviese sus posiciones, tanto en
Bélgica como en Italia. Por lo tanto, necesitaba republicanos expansionistas
en el gobierno de París, y se vio perturbado por las elecciones de 1797.
Los austríacos negociaron con Bonaparte, porque él era quien les habia
vencido en la batalla. También los ingleses, en conferencias con los franceses
en Lille, discutieron la paz entre 1796-1797. La guerra se había desarrollado
con signo adverso para Inglaterra; un grupo de Whigs, capitaneado por
Charles James Fox, la había desaprobado siempre abiertamente, y los
radicales pro-franceses y republicanos estaban tan activos, que el gobierno
suspendió el «habeas corpus» en 1794, encarcelando seguidamente, a
discreción, a los agitadores políticos. En 1795, un asesino disparó sobre
Jorge III, rompiendo el cristal de su carruaje. Las cosechas fueron malas, y
el pan era escaso y caro. Inglaterra estaba aquejada también por la inflación,
porque Pitt financió la guerra, al principio, con importantes empréstitos, y
una gran cantidad de oro fue embarcada para el Continente, con el fin de
atender a los ejércitos aliados. En febrero de 1797, el Banco de Inglaterra
suspendió los pagos en oro a los ciudadanos particulares. El hambre
amenazaba, el pueblo estaba inquieto, y había incluso motines en la armada.
Irlanda estaba en rebeldía; los franceses se hallaban a punto de desembarcar
allí un ejército republicano, y cabía esperar que el próximo intento pudiera
tener éxito. Los austríacos, los únicos aliados que le quedaban a Inglaterra,
fueron derrotados por Bonaparte, y, por el momento, los ingleses no podían
seguir subvencionándoles. Los ingleses tenían razones más que suficientes
para hacer la paz. Muchos se inclinaban por un arreglo respecto a las conquis­
tas coloniales, considerando la guerra como una renovación de la lucha del si­
glo XVIII por el imperio.
Las perspectivas de paz eran buenas en el verano de 1797, pero, como
siempre, la paz se conseguiría bajo ciertas condiciones. En Francia, eran los
realistas los que formaban el partido de la paz, porque un rey restaurado
podría devolver, fácilmente, las conquistas de la república, y, en todo caso,
abandonaría las nuevas repúblicas de Holanda y del valle del Po. Los
republicanos del gobierno francés difícilmente podrían hacer la paz, en el
caso de que pudieran. Constitucionalmente, estaban obligados a la retención
de Bélgica. Iban perdiendo el control de sus propios generales. Y tampoco
podía soslayarse la pregunta suprema: ¿era la paz suficientemente valiosa
para adquirirla al precio del retorno del Antiguo Régimen, tal como Luis
XVIII había prometido?
El golpe de estado de Fructidor (4 de septiembre de 1797) resolvió todas
aquellas importantes cuestiones. Fue el punto crítico de la república
constitucional y resultó decisivo para toda Europa. El Directorio pidió
ayuda a Bonaparte, quien envió a París a uno de sus generales, Augereau.
Mientras Augereau los apoyaba con la fuerza de sus soldados, los Consejos
anularon la mayor parte de las elecciones de la primavera anterior. Fueron
depurados dos Directores; uno de ellos, Lazare Carnot, «organizador de la
victoria» en el Comité de Salvación Pública, y ahora, en 1797, estricto
constitucionalista, fue desterrado. En líneas generales, fueron los antiguos

121
republicanos de la Convención los que se aseguraron en el poder. Su
justificación consistía en que estaban defendiendo la Revolución, contra
Luis XVIII y el Antiguo Régimen. Pero, para ello, tenían que violar su
propia Constitución y anular la primera elección libre que se hubiera
celebrado nunca en una república francesa constitucional. Y pasaron a
depender del ejército, más que nunca también.
Tras el golpe de estado, el gobierno «fructidoriano» rompió las
negociaciones con Inglaterra. Firmó con Austria el tratado de Campo
Formio, el 17 de octubre de 1797, de acuerdo con las ideas de Bonaparte. La
paz predominaba ahora en el Continente, pues sólo Francia y la Gran
Bretaña continuaban en guerra, pero era una paz llena de inquietudes ante el
futuro. Mediante el nuevo tratado, Austria reconocía la anexión francesa de
Bélgica (los antiguos Países Bajos austríacos), el derecho francés a incorpo­
rarse la Orilla Izquierda del Rhin, y la República Cisalpina de dominación
francesa en Italia. A cambio de ello, Bonaparte permitía a los austríacos la
anexión de Venecia y de la mayor parte del territorio véneto. Las posesiones
venecianas en las Islas Jónicas, frente a la costa de Grecia, pasaban a
Francia.
En los meses siguientes, bajo los auspicios franceses, el republicanismo
revolucionario se extendió por una parte de Italia. La antigua república
patricia de Génova se convirtió en una República de Liguria según el modelo
francés. En Roma, el papa fue depuesto de su poder temporal, y se
estableció una República Romana. En la Italia meridional, se instauró una
República Napolitana, llamada también Partenopea. En Suiza, al mismo
tiempo, los reformadores suizos cooperaron con los franceses para crear una
nueva República Helvética.
La Orilla Izquierda del Rhin, en el atomizado Sacro Imperio Romano,
estaba ocupada por un gran número de príncipes alemanes que ahora tenían
que abandonarla. El tratado de Campo Formio estipulaba que serían
compensados con territorios de la Iglesia en Alemania, al este del Rhin, y
que Francia intervendría en la redistribución. Los principes alemanes
miraban con ojos codiciosos a los obispos y priores alemanes, y el Sacro
Imperio, de casi 1.000 años de antigüedad, poco más que una forma solemne
desde la Paz de Westfalia, se hundía hasta el nivel de una rebatiña territorial
o de una especulación de bienes raíces, mientras Francia intervenía en la
reconstrucción territorial de Alemania.

E l golpe de estado de 1799: Bonaparte

Después de Fructidor, se abandonó la idea de mantener la república


como un gobierno libre o constitucional. Hubo más levantamientos, más
elecciones anuladas, más depuraciones, tanto a la Izquierda como a la
Derecha. El Directorio se convirtió en una especie de dictadura ineficaz.
Repudió la mayor parte de los asignados y de la deuda, pero no pudo
restaurar la confianza o estabilidad financiera. La actividad guerrillera se
encendió nuevamente en la Vendée y en otras partes del oeste de Francia. El

122
cisma religioso se agudizó; el Directorio adoptó severas medidas respecto al
clero refractario.
Mientras tanto, Bonaparte esperaba que la situación madurase. A l volver
de Italia como un héroe conquistador, fue destinado al mando del ejército
que se preparaba para invadir Inglaterra. Llegó a la conclusión de que la
invasión era prematura, y decidió golpear indirectamente a Inglaterra,
amenazando a la India mediante una espectacular invasión de Egipto. En
1798, burlando a la armada británica, desembarcó un ejército francés en la
desembocadura del Nilo. Egipto formaba parte del Imperio Turco, y la
ocupación francesa de aquel país alarmó a los rusos, que tenían sus propios
designios respecto al Cercano Oriente. Los austríacos se oponían a la
reorganización francesa de Alemania. Año y medio después del tratado de
Campo Formio, Austria, Rusia y Gran Bretaña formaron una alianza
conocida como la Segunda Coalición. La República Francesa se vio de
nuevo envuelta en una guerra general. Y la guerra se desarrolló desfavorable­
mente, porque, en agosto de 1798, la escuadra británica había aislado al
ejército francés en Egipto al ganar la batalla del Nilo (o de Abuldr), y, en
1799, las fuerzas rusas, al mando del Mariscal Suvorov, llegaron a operar,
tan hacia el Oeste como Suiza y el norte de Italia, donde la República Cisalpi­
na se derrumbó.
Había llegado el momento del general Bonaparte. Dejó su ejército en
Egipto, y, deslizándose de nuevo entre la armada británica, reapareció
inesperadamente en Francia. Descubrió que ciertos dirigentes civiles del
Directorio estaban proyectando un cambio. Entre ellos, se encontraba
Sieyés, de quien apenas se había oido hablar desde que había escrito ¿ Qué es el
Tercer Estado?, diez años antes, pero que había sido miembro de la
Convención y había votado en favor de la condena a muerte de Luis XVI.
La fórmula de Sieyés era ahora: «confianza por abajo, autoridad por
arriba», lo que él quería ahora del pueblo era sumisión, y del gobierno,
poder para actuar. Aquel grupo estaba buscando un generad, y su elección
recayó en el brillante joven Bonaparte, que aún no tenía más que treinta
años. La dictadura de un militar repugnaba a la mayoría de los republicanos
de los Quinientos y de los Ancianos. Bonaparte, Sieyés y sus seguidores
recurrieron a la fuerza, dando el golpe de estado de Brumano (9 de
noviembre de 1799), en el que los legisladores fueron expulsados de las
cámaras por los soldados armados. Estos proclamaron una nueva forma de
república, a la que Bonaparte llamó el Consulado. Estaba dirigida por tres
cónsules, siendo Bonaparte el Primer Cónsul.

11. La República despótica: el consolado, 1799-1804

El próximo capítulo trata de los asuntos de Europa como conjunto, en la


época de Napoleón Bonaparte, proponiéndonos ahora solamente decir cómo
aquel hombre puso fin, en cierto modo, a la Revolución en Francia.
La República Francesa, al caer en manos de un general, cayó también en
poder de un hombre dotado de ese talento extraordinario que suele llamarse
genio. Bonaparte era un hombre bajo y moreno, de tipo mediterráneo, que,

123
vestido con un traje civil, nunca habría llamado la atención. Sus modales
eran más bien toscos; perdía la calma, hacía trampas en el juego, y tiraba de
las orejas a la gente, en una especie de broma espantosa; no era un
«caballero». Hijo de la Ilustración y de la Revolución, se emancipó
totalmente, no sólo de las. ideas acostumbradas, sino también de los
escrúpulos morales. Consideraba el mundo como un plasma al que había de
dar forma su propia mente. Tenía una creencia exaltada en su destino, que,
al paso de los años, fue haciéndose más mística y exagerada. Proclamaba
que seguía su «estrella». Sus ideas de lo bueno y de lo bello eran más bien
torpes, pero era un hombre Éde extraordinaria capacidad intelectual, que
impresionaba a cuantos entraban en contacto con él. «No hables nunca, a no
ser que estés seguro de que eres el hombre más inteligente de la reunión»,
aconsejó, una vez, a su hijastro, al hacerle virrey de Italia: una máxima que,
si él mismo la siguiera, no le habría impedido, de todos modos, ser el que
más «hablase. Su atención iba hacia temas sólidos: la historia, el derecho, la
ciencia militar, la administración pública. Su inteligencia era tenaz y
perfectamente ordenada; en una ocasión, declaró que su inteligencia era
como una cómoda cuyos cajones él podía abrir o cerrar, a su voluntad,
olvidando cualquier tema cuando su cajón estaba cerrado, y encontrándolo
dispuesto, con todos los detalles necesarios, cuando su cajón se abría. Poseia to­
das las imperiosas cualidades inherentes a la facultad de mando; podía
deslumbrar y cautivar a cuantos sintiesen alguna inclinación a seguirle. Algunos
de los seres más humanos de su tiempo, como Goethe y Beethoven en Alema­
nia, y Lazare Carnot entre los primeros dirigentes revolucionarios, le miraron
con gran simpatía, ya inicialmente. Inspiraba confianza por su palabra vigoro­
sa, por sus decisiones rápidas y por su inmediata comprensión de complejos
problemas, aún cuando se le presentasen por primera vez. Era o parecía, justa­
mente, lo que muchos franceses deseaban, después de diez años de inquietud.
Bajo el Consulado, Francia regresó a una forma de despotiSmo ilustrado,
y Bonaparte puede ser considerado como el último y más eminente de los
déspotas ilustrados. El nuevo régimen fue despótico, indudablemente, desde
el principio. El auto-gobierno mediante organismos elegidos fue implacable­
mente desechado. Bonaparte se complacía en afirmar la soberanía del
pueblo, pero, en su opinión, el pueblo era un soberano como el Dios de
Voltaire, que de algún modo creó el mundo, pero no volvió a intervenir en
él. Napoleón veía claramente que la autoridad de un gobierno era mayor
cuando se sostenía que representaba a toda la nación. En las semanas
siguientes a Brumario, se aseguró un mandato popular ideando una
Constitución escrita y sometiéndola a un referéndum general o «plebiscito».
Los votantes podían aceptarla o no. La aceptaron, por una mayoría
oficialmente registrada en 3.011.007 contra 1.562.
La nueva Constitución establecía una ficción de instituciones parlamen­
tarias. Concedía el sufragio universal masculino, pero los ciudadanos sólo
elegían a los «notables»; los hombres de las listas de notables eran luego
nombrados por el gobierno para su función pública. Los notables no tenían
poderes propios. Estaban, sencillamente, disponibles para el nombramiento
en virtud del cual desempeñarían un cargo. Podían pasar a formar parte de
un Cuerpo Legislativo, en el que no podían iniciar ni discutir ninguna ley,

124
sino, simplemente, rechazarla o aprobarla. Había también un Tribunado que
discutía y deliberaba pero que no tenía facultades de aprobación. Había un Se­
nado Conservador, que tenía derechos de nombramiento de notables para los
cargos («patronage», en términos americanos), y en el que muchos atribulados
regicidas encontraron un abrigo. El principal núcleo del nuevo gobierno era el
Consejo de Estado, imitado del Antiguo Régimen; preparaba la legislación im­
portante, a menudo bajo la presidencia del propio Primer Cónsul, que siempre
daba la impresión de que lo comprendía todo. El Primer Cónsul adoptaba todas
las decisiones y gobernaba el estado. El régimen no representaba abiertamente a
nadie, y esa era su fuerza, porque provocaba menos oposición. En todo caso, la
m aquinaria política que acabamos de describir cayó rápidamente en desuso.
Bonaparte se atrincheró también prometiendo y obteniendo la paz. El
problema militar, a finales de 1799, estaba muy simplificado, gracias a la
actitud de los rusos, que, en realidad, se retiraron de la guerra con Francia.
En el escenario italiano, Bonaparte sólo tenía que enfrentarse con los
austríacos, a los que nuevamente derrotó, cruzando los Alpes otra vez, en la
batalla de Marengo, en junio de 1800. En febrero de 1801, los austríacos
firmaron el tratado de Lunéville, en el que se ratificaron los términos de
Campo Formio. Un año después en marzo de 1802, se hizo la paz también
con Inglaterra.
También se hizo la paz en el interior. Bonaparte mantuvo el orden
interno, en parte mediante una policía política secreta, pero más especial­
mente a través de una poderosa y centralizada máquina administrativa, en la
que un «prefecto», bajo las órdenes directas del ministro del interior, regía
firmemente cada uno de los departamentos creados por la Asamblea
Constituyente. El nuevo gobierno acabó con las guerrillas en el oeste. En la
Bretaña y en la Vendée, se impusieron sus leyes y tributos. Los campesinos
de aquellas zonas ya no estaban aterrorizados por los guerrilleros merodea­
dores. Una nueva paz se instauró entre las facciones dejadas por la
Revolución. Bonaparte ofreció una amnistía general e invitó a regresar a
Francia, con unas pocas excepciones, a los desterrados de todas clases, desde
los primeros aristócratas emigrados hasta los refugiados y deportados de los
golpes de estado republicanos. Exigiéndoles sólo que trabajasen para él y
que cesasen en sus querellas recíprocas, Napoleón eligió a los hombres
inteligentes de todos los campos. Su Segundo Cónsul era Cambacérés, un
regicida del Terror, y su Tercer Cónsul, Lebrun, que había sido colega de
Maupeou en los tiempos de Luis XV 12. Fouché apareció como ministro de
policía; había sido un hebertista y un terrorista extremado, en 1793, y había
contribuido maá que cualquier otro a provocar la caída de>Robespierre.
Antes de 1789, había sido un oscuro y burgués profesor de física. Talleyrand
surgió como ministro de negocios extranjeros; había pasado el Terror en un
retiro seguro, en los Estados Unidos, y sus principios, suponiendo que
tuviera alguno, eran los de la monarquía constitucional. Antes de 1789,
había sido obispo y era de un linaje aristocrático, casi insoportablemente
distinguido; «el que no haya conocido el Antiguo Régimen —dijo una vez—
no puede imaginar qué agradable era». Hombres de este tipo estaban ahora

12 Ver págs. 44-46.

125
deseando, durante unos pocos años a partir de 1800, olvidar el pasado y
trabajar en común por el futuro.
El Primer Cónsul abatía, implacablemente, a los* perturbadores del nuevo
orden. En realidad, urdía alarmas para ser mejor recibido como un pilar del or­
den. En la Nochebuena de 1800, cuando se dirigía hacia la ópera, estuvo a
punto de ser muerto por una bomba, o «máquina infernal», como la gente
decía entonces. Había sido obra de los realistas, pero Bonaparte la presentó
como resultado de una conspiración jacobina, pues en aquel momento temía
especialmente a algunos de los viejos republicanos; y fueron deportados, de
nuevo, más de un centenar de antiguos jacobinos. Por el contrario, en 1804,
exageró notablemente ciertas confabulaciones realistas contra él, invadió el
estado independiente de Badén, y allí arrestó al Duque de Enghien, que
estaba emparentado con los Borbones. Aunque sabía que Enghien era ino­
cente, lo hizo fusilar. Su objetivo ahora consistía en agradar a los viejos jaco­
binos, manchándose las manos con sangre de los Borbones; Fouché y los re­
gicidas llegaron a la conclusión de que estaban seguros mientras Bonaparte
permaneciese en el poder.

E l acuerdo con la Iglesia; otras reformas

La reconciliación resultó más fácil para casi todos, excepto los realistas y re­
publicanos más convencidos, gracias al establecimiento de la paz con la Iglesia.
El propio Bonaparte era un racionalista puro, a la manera del siglo XVIII.
Consideraba la religión como una cuestión de conveniencia. Se proclamaba
musulmán en Egipto, católico en Francia, y librepensador entre los
profesores del Instituto de Paris. Pero un resurgimiento católico estaba en
plena actividad, y él comprendía su importancia. El clero refractario era la
fuerza espiritual que animaba todas las formas de contrarrevolución.
«Cincuenta obispos emigrados, pagados por Inglaterra —dijo una vez—
dirigen hoy el clero francés. Su influencia debe ser destruida. Para ello,
necesitamos la autoridad del papa.» Desoyendo los gritos de horror de los
viejos jacobinos, en 1801 firmó un concordato con el Vaticano.
Las dos partes ganaron con el acuerdo. La autonomía de la iglesia
galicana prerrevolucionaria tocó a su fin. El papa obtuvo el derecho a
deponer a los obispos franceses, porque, antes de que el cisma pudiera
curarse, tenían que ser obligados a dimitir los obispos constitucionales y los
refractarios. El clero constitucional o pro-revolucionario cayó bajo la
disciplina de la Santa Sede. De nuevo se permitió el culto católico público,
como en el caso de las procesiones por las calles. Volvieron a permitirse los
seminarios eclesiásticos. Pero Bonaparte y los herederos de la Revolución
gánaron todavía más. Al firmar el concordato, el papa reconocía, virtual­
mente, a la República. El Vaticano se avenía a no plantear cuestión algu­
na a causa de los antiguos diezmos y de las antiguas tierras de la Iglesia.
Los nuevos propietarios de los antiguos bienes eclesiásticos obtenían así unos
títulos indiscutibles. Tampoco habria cuestión alguna en tom o a Aviñón, un
antiguo enclave papal dentro de Francia, anexionado por este país en 1791,
No hubo negociadores papales capaces de socavar la tolerancia religiosa;

126
todo lo que Bonaparte concedió fue una cláusula que era puramente
objetiva, y por consiguiente innocua, en la que se establecía que el
Catolicismo era la religión de la mayoría de los franceses. A l clero, en
compensación por la pérdida de sus diezmos y bienes, se le garantizaba la
percepción de salarios del estado. Pero Bonaparte, para desvanecer la idea
de una Iglesia oficial, puso también en la nómina del gstado a ministros pro­
testantes de todas las confesiones. Así, dio jaque mate al Vaticano, en pun­
tos importantes. Al propio tiempo, y simplemente mediante la firma de un
acuerdo con Roma, desarmaba a la contrarrevolución. Ya no podría de­
cirse que la República era atea. Las buenas relaciones, ciertamente, no dura­
ron mucho, pues Bonaparte y el papado pronto entraron en conflicto. Pero
los términos del concordato resultaron duraderos.
Con la paz y el orden establecidos, el trabajo constructivo del Consulado
atendió a los campos del derecho y de la administración. El Primer Cónsul y
sus consejeros combinaron lo que ellos consideraban que era lo mejor de la
Revolución y del Antiguo Régimen. El estado moderno adoptó una forma
más clara. Era el reverso de todo lo que tenia un carácter feudal. Toda la
autoridad pública se concentraba en agentes pagados del gobierno, nadie se
encontraba sometido a autoridad legal alguna excepto a la del estado, y la
autoridad del gobierno alcanzaba también a todas las personas. No había
más estamentos, ni clases legales, ni privilegios, ni libertades locales, ni cargos
hereditarios, ni gremios, ni señoríos. Los jueces, los funcionarios y los oficia­
les del ejército recibían unos salarios determinados. Ni las comisiones militaras
ni los cargos civiles podían ser comprados ni vendidos. Los ciudadanos
ascenderían en el servicio público, sólo en virtud de su capacidad.
Esta era la doctrina de las «carreras abiertas al talento»; era lo que la
burguesía había querido antes de la Revolución, y unas pocas personas de
muy humilde nacimiento se beneficiaron también. Para los hijos de la
antigua aristocracia, aquello significaba que el linaje no era suficiente;
tenían que demostrar también capacidad individual para conseguir el
empleo. La cualificación pasó a depender cada vez más de la instrucción, y en
aquellos años se reorganizaron las escuelas secundarias y superiores, a fin de
preparar a los jóvenes para el servicio público y para las profesiones
liberales. Se facilitaban becas, pero la beneficiada era, sobre todo, la clase
media alta. La instrucción, en efecto, tanto en Francia como en Europa, por
lo general, pasó a ser una determinante de gran importancia para la posición
social, con un sistema para los que podian dedicar a la escuela una docena
de años o más, y otro para muchachos que tenían que pasar a formar parte
de la fuerza de trabajo a la edad de doce o de catorce años.
Otra profunda demanda del pueblo francés, más profunda que la
demanda del voto, era la que aspiraba a más razón, más orden y más
economía en la hacienda pública y en los impuestos. El Consulado también
satisfizo esta aspiración. No hubo exenciones de impuestos por razón de
nacimiento, de posición o de acuerdos especiales. Se suponia que todos
pagaban, de modo que el hecho de pagar no implicaba ninguna idea de
desgracia, y había menos evasión. En principio, estos cambios se habían
introducido en 1789; después de 1799, comenzaron a entrar en vigor. Por
primera vez en estos diez años, el gobierno recaudaba realmente los

127
impuestos que señalaba, y podía así planificar racionalmente sus asuntos
financieros. También se introdujo orden en los gastos; y se perfeccionaron
los métodos contables. Ya no hubo una clasificación aleatoria de diferentes
«fondps», de los que distintos funcionarios extraían dinero, independiente y
confidencialmente, cuando lo necesitaban, sino que se llevó a cabo una
concentración de administración financiera en la hacienda; e incluso una espe­
cie de presupuesto. Las incertidumbres revolucionarias acerca del valor del di­
nero se acabaron también. Gracias a que el Directorio había suscitado el odio
por haber repudiado el papel moneda y la deuda pública, el Consulado pudo
establecer una moneda sana y un crédito público. Para subvenir a la
organización de las finanzas del gobierno, se restauró uno de los bancos del
Antiguo Régimen, y se estableció como Banco de Francia.
Al igual que todos los déspotas ilustrados, Bonaparte codificó las leyes,
y, desde los romanos, los códigos napoleónicos son los más famosos de
todos. A los 300 sistemas legales del Antiguo Régimen, y a las numerosas
ordenanzas reales, se sumaban ahora los millares de leyes aprobadas, pero
pocas veces puestas en práctica, por las asambleas revolucionarias. Aparecie­
ron cinco códigos: el Código Civil (por lo general, llamado sencillamente el
Código de Napoleón), los códigos de procedimiento civil y de procedimiento
criminal, y los códigos comercial y penal. Los códigos uniformaron a
Francia, desde el punto de vista legal y desde el judicial. Aseguraron la
igualdad legal; todos los ciudadanos franceses tenían los mismos derechos
civiles. Formulaban la nueva ley de propiedad y establecieron la ley de
contratos, deudas, arrendamientos, sociedades anónimas y materias simila­
res, de tal modo que crearon la estructura legal para una economía de
res, de tal modo que crearon la estructura legal para una economía de empresa
privada. Repetían la prohibición de todos los regímenes anteriores acerca
pues su declaración no era aceptable ante los tribunales en contra de la de su
patrono; una importante desviación de la igualdad ante la ley. El código
criminal era, en cierto modo, más libre, al dar al gobierno los medios de
descubrir el crimen, que al conceder al individuo los medios de defenderse
contra las acusaciones legales. En relación con la familia, los códigos
reconocían el matrimonio civil y el divorcio, pero dejaban a la mujer con
unos poderes muy restringidos sobre la propiedad, y al padre con una amplia
autoridad sobre los hijos menores. Los códigos reflejaban una gran parte de
la vida francesa bajo el Antiguo Régimen. También fijaban el carácter de
Francia tal como ha sido desde entonces, socialmente burguesa, legalmente
igualitaria y administrativamente burocrática.
Con el Consulado, la Revolución había terminado en Francia. Si sus más
altas esperanzas no se habían cumplido, los peores males del Antiguo
Régimen habían sido, por lo menos, remediados. Los beneficiarios de la
Revolución se sentían seguros. También los antiguos aristócratas iban
rehaciéndose. El movimiento de la clase obrera, repetidamente frustado bajo
todos los regímenes revolucionarios, desaparecía ahora de la escena política,
para reaparecer como socialismo treinta años después. Lo que el Tercer
Estado había deseado, sobre todo, en 1789, estaba ahora codificado y
vigente, con la excepción del gobierno parlamentario, que, después de diez
años de perturbaciones, mucha gente, de momento, estaba deseando olvidar.

128
Además, en 1802, la República Francesa estaba en paz con el papado, con la
Gran Bretaña y con todas las potencias del Continente. Llegaba hasta el
Rhin, y tenia repúblicas dependientes en Holanda y en Italia. Tan popular
era el el Primer Cónsul, que, en 1802, mediante otro plebiscito, se había
elegido a sí mismo cónsul vitalicio. En 1804, una nueva Constitución,
ratificada también por plebiscito, declaraba que «el gobierno de la república
es confiado al emperador». El Consulado se convirtió en el Imperio, y
Bonaparte surgió como Napoleón I, Emperador de los Franceses.
Pero Francia, que ya no era revolucionaria en el interior, era revolucio­
naria más allá de sus fronteras. Napoleón se convirtió en el terror para los
patricios de Europa. Le llamaban «el jacobino». Y la Francia que él
gobernaba y utilizaba como su arsenal, era un estado incomparablemente
fuerte. Ya antes de la Revolución, habia sido el más populoso de Europa, tal
vez el más rico, en primera posición en lo que se refiere a la empresa
científica y a la autoridad intelectual. Ahora, todas las antiguas barreras de
los privilegios, de las exenciones de impuestos, de los localismos, de los exclu­
sivismos de casta, y de las actitudes rutinarias habían desaparecido. La nue­
va Francia podía succionar la riqueza de sus ciudadanos y colocar en los
cargos a los hombres capaces, sin investigar acerca de sus orígenes.
Cualquier particular —alardeaba Napoleón— llevaba en su mochila el
bastón de mariscal. Los franceses miraban con desdén a sus adversarios
divididos en castas. El principio de la igualdad ciudadana demostró que no
sólo tenia el atractivo de la justicia, sino también que era politicamente útil,
y los recursos de Francia fueron lanzados contra Europa con una fuerza que
nada pudo detener, durante muchos años.

129
III. L A E U R O P A N A P O L E O N IC A

Las repercusiones de la Revolución Francesa se habían hecho sentir por


toda Europa desde la toma de la Bastilla, y de un modo todavía más
definido tras el estallido de la guerra, en 1792, y tras las sucesivas victorias
de los ejércitos republicanos. Tales repercusiones se hicieron aún más
evidentes, una vez que el republicano general Bonaparte se convirtió en
Napoleón I, Emperador de los Franceses, Rey de Italia, y Protector de la
Confederación del Rhin. Napoleón estaba más cerca de imponer una unidad
política al Continente europeo, de lo que nadie hubiera estado nunca. De su
poder ostentado a lo largo de un periodo de quince años, hay que atender a
dos aspectos. Uno es el de las relaciones internacionales, que reflejan los
diversos intereses de los estados contendientes de Europa. El otro es el del
desarrollo interno de los pueblos europeos. El impacto francés, aunque
basado en éxitos militares, significaba algo más que una simple servidumbre
forzada. Las innovaciones de determinado tipo introducidas en Francia por
la Revolución se extendían a otros países por decreto administrativo.
Durante varios años, hubo alemanes, italianos, holandeses y polacos que
colaboraron con el emperador francés para introducir los cambios que él
quería, y que a menudo también ellos deseaban. En Prusia, fue la resistencia
a Napoleón la que proporcionó el incentivo para la reorganización interna.
Ya fuese por colaboración, ya fuese por resistencia, Europa se transformó.
Es conveniente pensar en la lucha desarrollada desde 1792 a 1814 como
en una «guerra mundial», como realmente lo fue, que afectó no sólo a toda
Europa, sino a lugares tan remotos como la América española, donde
comenzaban las guerras de independencia, o el interior de América del
Norte, donde los Estados Unidos compraron Luisiana en 1803 e intentaron
una conquista del Canadá en 1812. Pero es importante señalar que aquella
guerra mundial estuvo formada, en realidad, por una serie de guerras, en su
mayoría muy breves, duras y distintas. Solamente la Gran Bretaña se
mantuvo en guerra continuada con Francia, excepto durante un año de paz,
aproximadamente, en 1802-1803. Las cuatro grandes potencias —Gran
Bretaña, Austria, Rusia y Prusia— nunca estuvieron simultáneamente en
lucha contra Francia, hasta 1813.
La historia del período napoleónico habría sido mucho más simple, si los
gobiernos europeos hubieran luchado sólo para protegerse contra los
agresivos franceses. Pero, cada uno a su modo, todos eran tan dinámicos y
Em blema del capítulo: Un camafeo italiano de 1810, que muestra la idealizada cabeza de N ap o ­
león, coronado con laureles como legislador y héroe de la cultura.
expansivos como el propio Napoleón. Durante varias generaciones, la Gran
Bretaña habia estado construyendo un imperio comercial, Rusia habia
presionado sobre Polonia y Turquía, Prusia habia consolidado sus territo­
rios y se habia esforzado por obtener la supremacía en el norte de Alemania.
Austria era menos agresiva, mostrándose un tanto pasivamente preocupada
por la ascensión de Rusia y de Prusia, pero los austríacos no dejaban de
acariciar sus sueños de predominio en Alemania, en los Balcanes y en el
Adriático. Ninguna de estas ambiciones fue abandonada durante los años
napoleónicos. Los gobiernos, atentos a la consecución de sus objetivos,
estaban tan dispuestos a aliarse con Napoleón como a luchar contra él. Sólo
gradualmente, y bajo repetidas provocaciones, llegaron a la conclusión de
que su principal interés consistía en desembarazarse totalmente del empera­
dor francés.

12. La formación del sistema imperial francés

La disolución de la Primera y Segunda Coaliciones, 1792-1802

Los opuestos objetivos de las potencias habían sido evidentes desde el


comienzo. Leopoldo de Austria, al publicar la Declaración de Pillnitz en
1791, había creído que una coalición europea general contra Francia era
imposible. Cuando se formó la Primera Coalición, en 1792, los austríacos y
los prusianos mantuvieron sus principales fuerzas en la Europa oriental, más
temerosos los unos de los otros y de Rusia, a causa de la cuestión de
Polonia, que de la república revolucionaria francesa. En realidad, la
principal realización de la Primera Coalición fue la destrucción del estado
polaco1.
En 1795, los franceses rompieron la coalición. Los ingleses retiraron del
Continente su ejército. Los prusianos hicieron una paz separada; los
franceses los compraron reconociéndoles como «protectores» de Alemania,
al norte del rio Meno. España también hizo una paz separada en 1795. El
mundo contemplaba el espectáculo, ofensivo para cualquier ideología o
principio, de una alianza entre la España de los borbones y la república que
había guillotinado a Luis XVI y que negaba sus derechos monárquicos a
Luis XVIII. España volvía, sencillamente,,al patrón del siglo XVIII, al
aliarse con Francia a causa de su hostilidad contra la Gran Bretaña, cuya
posesión de Gibraltar, con su influencia naval en el Mediterráneo y su
actitud respecto al imperio español era vejatorias para el gobierno español.
Cuando Austria firmó la paz de Campo Formio, en 1797, la Primera
Coalición se disolvió completamente, quedando sólo las fuerzas navales
británicas luchando contra los franceses2.
La segunda Coalición, de 1799, no fue mejor. Una vez que la flota
inglesa derrotó a la francesa en la batalla del Nilo, aislando al ejército

1 Ver págs. 104-106, 108-111.


2 Ver pág. 121.

132
trancés en Egipto, los rusos vieron sus ambiciones en el Mediterráneo
bloqueadas principalmente por los ingleses, y retiraron el ejército de Suvorov
de la Europa occidental. La aceptación por parte de Austria de la paz de
Lunéville, en 1801, disolvió la Segunda Coalición. En 1802, la Gran Bretaña
firmó la paz de Amiens. Fue el único momento, entre 1792 y 1814, en que
ninguna potencia europea estaba en guerra con otra; aunque los ingleses,
desde luego, estaban en guerra con algunos príncipes indios, los rusos con
algunos jefes de tribu caucasianos, y los franceses con Toussaint Louverture,
el negro ex-esclavo que intentaba fundar una república independiente en
Haití.

interm edio de paz, 1802-1803

Nunca una paz había sido tan beneficiosa para Francia como la paz de
1802. Pero Bonaparte no le dio oportunidad. Utilizó la paz, como la guerra, al
servicio de sus intereses. Envió un gran ejército a Haití, ostensiblemente para
reducir una colonia francesa rebelde, pero con el ulterior propósito (puesto
que Luisiana había sido cedida por España a Francia en 1800) de restablecer
el imperio colonial francés en América. Reorganizó la República Cisalpina
como una República «Italiana», declarándose él mismo presidente. Reorga­
nizó la República Helvética, erigiéndose él mismo en «mediador» de la
Confederación Suiza. Reorganizó Alemania; es decir, él y sus agentes vigila­
ron atentamente el ordenamiento del territorio que los propios alemanes ha­
bían estado llevando a cabo desde 1797.
Mediante el tratado de Campo Formio3, como se recordará, los principes
alemanes de la Orilla Izquierda del Rhin, expropiada por la anexión de sus
dominios a la República Francesa, recibirían nuevos territorios en la Orilla
Derecha. El resultado fue una rebatiña llamada por los historiadores
alemanes patrióticos «la vergüenza de los principes». Los gobernantes
alemanes, lejos de oponerse a Bonaparte o de atender a los intereses
nacionales, competían desesperadamente por la absorción de territorio
alemán, sobornando y halagando cada uno de ellos a los franceses
(Talleyrand ganó más de 10.000.000 de francos en la operación), para
conseguir el apoyo de Francia contra los otros alemanes. El Sacro Imperio
Romano fue fatalmente maltratado por los propios alemanes. La mayor
parte de sus principados eclesiásticos y cuarenta y cinco de sus cincuenta y
una ciudades libres desaparecieron, anexionados por sus vecinos más
grandes. El número de estados del Sacro Imperio fue notablemente
reducido, especialmente el de los estados católicos, de modo que era
previsible que ningún Habsburgo católico volviera a ser elegido emperador.
Prusia, Baviera, Württemberg y Badén se consolidaron y se extendieron.
Estos ajustes fueron ratificados en febrero de 1803 por la dieta del Imperio.
Los estados alemanes ampliados dependían ahora de Bonaparte para el
sostenimiento de su nueva posición.

3 Ver págs. 121-122.

133
Formación de la Tercera Coalición en 1805

Inglaterra y Francia estaban nuevamente en guerra, en 1803. Amenazadas


sus comunicaciones con América por la escuadra británica, y diezmado su
ejército en Haití por las enfermedades y por los negros rebeldes, Bonaparte
renunció a sus propósitos de volver a crear un imperio americano, y vendió
Luisiana a los Estados Unidos. Gran Bretaña comenzó a buscar aliados para
una Tercera Coalición. En mayo de 1804, Napoleón se declaró Emperador
de los Franceses para asegurar la permanencia hereditaria de su sistema,
aunque no tenía ninún hijo. Francisco II de Austria, al ver el hundimiento
del Sacro Imperio Romano, proclamó el Imperio Austríaco, en agosto
de 1804. Adelantó así el largo proceso de integrar la monarquía danubiana.
En 1805, Austria firmaba una alianza con Gran Bretaña. La Tercera Coali­
ción se completó con la incorporación del zar ruso, Alejandro I, que des­
pués de Napoleón, seríala figura más importante en el escenario europeo.
Alejandro era nieto de Catalina la Grande, educado por ella para ser una
especie de déspota ilustrado según el modelo del siglo XVIII4. El tutor suizo
de su infancia, La Harpe, apareció después'como revolucionario pro-francés
en la República Helvética de 1798. Alejandro se convirtió en zar, en 1801, a
la edad- de veinticuatro años, mediante una revolución palaciega que le
implicaba en el asesinato de su padre, Pablo. Todavía sostenía correspon­
dencia con La Harpe, y se rodeaba de un círculo de jóvenes liberales y
entusiastas, de diversas nacionalidades, siendo el más destacado de ellos un
joven polaco, Czartoryski. Alejandro consideraba los todavía recientes
repartos de Polonia como un crimen5. Deseaba restablecer la unidad de
Polonia, con él mismo como rey constitucional. En Alemania, muchos que
al principio se habían entusiasmado con la Revolución Francesa, pero que se
habían desilusionado, empezaban a saludar al nuevo zar liberal como al
protector de Alemania y esperanza para el futuro. Alejandro se consideraba
a sí mismo como rival de Napoleón en la conducción de los destinos de
Europa en una época de cambio. Moralista y beato, desconcertaba e in­
quietaba a los estadistas de Europa, que generalmente veían, tras sus de­
claraciones humanas y republicanas, a un dirigente entronizado de todos
los «jacobinos» de Europa-, o al conocido fantasma dél engrandecimiento
ruso.
Pero Alejandro, más que sus contemporáneos, tenía una concepción de la
seguridad colectiva internacional y de la indivisibilidad de la paz. Se vio
sorprendido cuando Napoleón, en 1804, para apoderarse del duque de
Enghien, violó brutalmente la soberanía de Badén6. Declaró que la cuestión,
en Europa, se encontraba evidentemente entre la ley y la fuerza; entre una
sociedad internacional en la que los derechos de cada miembro estuvieran
asegurados por un acuerdo y una organización internacionales, y una
sociedad en la que todos temblasen ante el imperio de cinismo y de conquista
personificado en el usurpador francés.

4 Ver pág. 59.


5 Ver pág. 109.
6 Ver pág. 126.

134
Alejandro estaba, por lo tanto, dispuesto a formar una Tercera Coalición
con Gran Bretaña. Imaginándose como un futuro árbitro de la Europa
Central y con secretos designios respecto al Imperio Turco y al Mediterrá­
neo, firmó un tratado con Inglaterra, en abril de 1805. los ingleses estuvieron
de acuerdo en pagar a Rusia 1.250.000 libras esterlinas por cada 100.000 sol­
dados que los rusos pusiesen en pie de guerra.

La Tercera Coalición, 1805-1807: la Paz de Tilsit


*

Mientras tanto, desde la reanudación de las hostilidades en 1803,


Napoleón había estado haciendo preparativos para invadir Inglaterra.
Concentró grandes fuerzas en la costa del Canal, juntamente con millares de
barcos y barcazas, en las que dio a las tropas una preparación anfibia de
embarco y desembarco. Consideraba que si su flota podía distraer o
descalabrar a la flota británica durante unos pocos días, podría colocar a
bastantes soldados en la isla indefensa, para forzar su capitulación. Los
ingleses, sintiéndose en un peligro mortal^ colocaron a lo largo de sus costas
puestos de vigilancia y boyas de señales, a la vez que preparaban una guardia
nacional. Su principal defensa constaba de dos elementos: los ejércitos
austro-rusos y la flota británica al mando de Lord Nelson. Los ejércitos ruso
y austríaco se desplazaban hacia el oeste, en el verano de 1805. En agosto,
Napoleón atenuó la presión sobre Inglaterra, trasladando siete cuerpos de
ejército del Canal al alto Danubio. El 15 de octubre, rodeó una fuerza
austríaca de 50.000 hombres en Ulm, en Baviera, y la obligó a rendirse sin re­
sistencia. El 21 de octubre, Lord Nelson, frente al Cabo de Trafalgar, en la
costa española, sorprendió y aniquiló al grueso de las flotas combinadas de
Francia y de España.
La batalla de Trafalgar estableció la supremacía de la armada británica
durante más de un siglo, pero sólo a condición de que Napoleón no pudiese
controlar la mayor parte de Europa, lo que proporcionaría una amplia
base para la posible construcción de una armada niás poderosa que la
británica. Y el control de Europa era, precisamente, lo que Napoleón se
proponía. Avanzando hacia el este, desde Ulm, alcanzó a los ejércitos ruso y
austríaco en Moravia, donde, el 21 de diciembre, obtuvo la gran victoria de
Austerliz. El ejército ruso, destrozado, se retiró a Polonia, y Austria hizo la
paz. Mediante el tratado de Pressburg, Napoleón arrebató Venecia a los
austríacos, a los que se la había dado en 1797, y la anexionó a su reino de
Italia (la anterior República Cisalpina e Italiana), que ahora incluía una gran
parte de Italia, al norte de Roma. Venecia y Trieste pronto resonaron con los
martillos de los constructores de barcos que forjaban la armada napoleóni­
ca. En Alemania, a comienzos de 1806, el emperador francés elevaba a
Baviera y Württemberg a la categoría de reinos, y a Badén a la de Gran
Ducado. El Sacro Imperio Romano quedaba, finalmente, formalmente e
irrevocablemente disuelto. En su lugar, Napoleón comenzó a reunir a sus
estados dependientes alemanes en un nuevo tipo de federación germánica, la
Confederación del Rhin, de la que se declaró «protector».
Prusia, en paz con Francia desde hacía diez años, había renunciado a

135
unirse a la Tercera Coalición, Pero, como el propósito de Napoleón de
controlar Alemania estaba claro después de Austerlitz, el partido de la
guerra en Prusia llegó a ser irresistible, y el gobierno prusiano, engañado y
aturdido, entró en guerra con Francia, sin ayuda y solo. Los franceses
aplastaron al famoso ejército prusiano en las batallas de Jena y Auerstadt,
en octubre de 1806. La caballería francesa galopaba, sin oposición, por todo
el norte de Alemania. El rey prusiano y su gobierno buscaron refugio en el
este, en Kónigsberg, donde el zar y el rehecho ejército ruso podian
protegerles. Pero el terrible corso perseguía a los rusos también. Avanzando
a través del oeste de Polonia' y adentrándose en la Prusia Oriental, se
enfrentó con el ejército ruso, primero en la batalla sangrienta, pero no
decisiva, de Eylau, y derrotándole después, en Friedland, el 14 de junio de
1807. Alejandro I no estaba dispuesto a retirarse a Rusia. No tenia seguridad
en sus propias posibilidades; si el país fuese invadido, podría estallar una
rebelión de nobles o incluso de los siervos, porque el pueblo recordaba
todavía la insurrección de Pugachev7, También temía hacer, sencillamente,
el juego a los ingleses. Desechó sus propósitos bélicos de 1804, y manifestó
su disposición a negociar con Bonaparte. La Tercera Coalición había corrido
la misma suerte de las dos anteriores.
El Emperador de los Franceses y el Autócrata de Todas las Rusias se
reunieron, privadamente, en una balsa, sobre el río Niemen, no lejos de la
frontera entre Prusia y Rusia, en el límite más oriental de la Europa
civilizada, tal como el victorioso Napoleón la imaginaba, alegremente. El
desventurado rey prusiano, Federico Guillermo III, paseaba nerviosamente
por la orilla. Bonaparte ponía su máxim o interés en atraer a Alejandro,
denunciando a Inglaterra como la autora de todos los trastornos de Europa
y cautivándole con los arrebatos de su imaginación latina, en los que
extendía ante Alejandro un destino ilimitado como Emperador del Este,
insinuándole que su futuro se orientaba hacia Turquía, Persia, A fganistán y
la India. El resultado de sus conversaciones fue el tratado de Tilsit de julio
de 1807, que, en muchos sentidos, fue el apogeo de Napoleón. Los imperios
francés y ruso se conviritieron en aliados, especialmente contra la Gran
Bretaña. Aparentemente, esta alianza duró más de cinco años. Alejandro
aceptaba a Napoleón como una especie de Emperador del Oeste. En cuanto
a Prusia, Napoleón seguía ocupando Berlín con sus tropas, y se apoderaba
de todos los territorios prusianos del oeste del Elba, combinándolos con
otros arrebatados a Hanover para constituir un nuevo reino de Westfalia,
que formó parte de su Confederación del Rhin.

E l Sistema Continental y la guerra en España

Apenas se había restablecido «la paz del Continente», sobre la base de la


alianza franco-rusa, cuando Napoleón comenzó a tener serios problemas.
Estaba decidido a someter a los británicos, que, seguros en su isla, parecían
fuera de su alcance. Desde el desastre naval francés en Trafalgar, no había

7 Ver págs, 55-56.

136
posibilidad de invadir Inglaterra, en un futuro previsible. Napoleón, por lo
tanto, pensó en la guerra económica. Lucharía contra la potencia naval
mediante la potencia por tierra, utilizando su control político del Continente
para impedir la entrada de artículos y barcos ingleses en todos los puertos
europeos. Destruiría el comercio británico de exportaciones a Europa, no
sólo de productos ingleses, sino también de los artículos que Inglaterra
importaba de América y de Asia, y con cuya reexportación a Europa obtenía
ricos beneficios. Así esperaba hundir a las empresas comerciales británicas y
provocar una violenta depresión en los negocios, que se caracterizaría
por almacenes sobrecargados, desempleo, quiebras bancarias, una caidk de
la moneda, elevación de precios y agitación revolucionaria. El gobierno
británico, que simultáneamente perdería sus ingresos por derechos de
aduanas, se encontraría así incapaz de afrontar la enorme deuda-nacional, y
obtener préstamos de fondos adicionales de sus súbditos, o de proseguir
con sus subsidios Financieros a las potencias militares de Europa. En Berlín,
en 1806, tras la batalla de Jena, Napoleón publicó el Decreto de Berlín,
prohibiendo la importación de artículos británicos en cualquier parte de
Europa aliada con él o dependendiente de él. De este modo, establecía formal­
mente el Sistema Continental.
Para que el Sistema Continental fuese eficaz, Napoleón creía que debía
extenderse a toda la Europa continental, sin excepción. Mediante el Tratado
de Tilsit, en 1807, requirió a Rusia y a Prusia para que se adhiriesen al
Sistema. Estos países accedieron a excluir todos los artículos británicos; en
efecto, en los meses siguientes, Rusia, Prusia y Austria declaraban la guerra
a la Gran Bretaña. Entonces, Napoleón ordenó a dos países neutrales,
Dinamarca y Portugal, que se adhiriesen. Dinamarca era un importante
depósito para toda la Europa central, y los ingleses, temiendo la com­
plicidad danesa, enviaron una flota a Copenhague, bombardearon la
ciudad duranté cuatro días, y se apoderaron de la flota danesa. Los daneses,
ofendidos, se aliaron con Napoleón y se unieron al Sistema Continental.
Portugal, desde hacía tiempo satélite de Inglaterra, se negó a someterse;
Napoleón lo invadió. Para controlar toda la costa europea, desde San
Petersburgo hasta Trieste, ahora ya solamente le faltaba controlar los
puertos de España. Mediante una serie de engaños, consiguió que el Borbón
Carlos IV y su hijo Fernando abdicasen del trono español. En 1808, nombró
rey de España a su hermano José, y le reforzó con un gran ejército francés.
Así se enredó en una maraña de la que no se libró nunca. Los españoles
consideraban a los soldados napoleónicos como villanos ateos que profana­
ban las iglesias. Por todas partes, surgieron terribles guerrillas. A las
crueldades de un bando se replicaba con las atrocidades del otro. Los
ingleses enviaron una fuerza expedicionaria de su pequeño ejército regular,
al mando del Duque de Wellington, para apoyar a las guerrillas españolas;
esto originó una Guerra Peninsular que se prolongó durante cinco años.
Pero, desde el principio, el desarrollo fue adverso para Napoleón. En julio
de 1808, un general francés, por primera vez desde la Revolución, se rendía
con un cuerpo de ejército, sin lucha, mediante la capitulación de Bailén. En
agosto, otra fuerza francesa se rendía al ejército inglés en Portugal. Estos
hechos despertaban esperanzas en el resto de Europa, Y en Alemania se

137
extendió un movimiento anti-francés. Este se hizo muy poderoso en Austria,
donde el gobierno de los Habsburgo, que no había sido desalentado por tres
derrotas y que esperaba acaudillar una resistencia nacional germánica, de
carácter general, se preparaba, por cuarta vez desde 1792, a entrar en guerra
con Francia.

La Guerra de Liberación austríaca, 1809

Napoleón convocó un congreso general que se reunió en Erfurt, en


Sajonia, en septiembre de 1808. Su principal objetivo era el de hablar con su
aliado de hacía un año, Alejandro; pero llamó también a numerosos
monarcas dependientes, con cuya presencia esperaba intimidar al zar. Llevó
incluso a Taima, el más grande actor de la época, a actuar en el teatro de
Erfurt, delante de «un parterre de reyes». Alejandro no se dejó impresionar.
Había sido tocado en un punto sensible, pues Napoleón, unos meses antes,
había iniciado unos movimientos para reconstruir un estado polaco,
estableciendo lo que se llamó el Gran Ducado de Varsovia. No había
encontrado a Napoleón dispuesto a apoyar, realmente, su expansión en los
Balcanes, a pesar del pomposo lenguaje de Tilsit. Además, Alejandro fue
llevado aparte por Talleyrand, ministro de Negocios Extranjeros de Napo­
león. Talleyrand había llegado a la conclusión de que Napoleón estaba
excediéndose, y así se lo dijo, confidencialmente, al zar, aconsejándole que
esperase. De este modo, Talleyrand actuaba como un traidor, entregando al
hombre a quien aparentemente servía, y preparándose una situación segura
para el momento de la caída de Napoleón; pero actuaba también como un
aristócrata del Antiguo Régimen pre-nacionalista, que consideraba a su país
sólo como una parte del conjunto de Europa, que creía que era necesario un
equilibrio entre las diversas partes, y que sostenía que la paz sólo sería
posible cuando se redujese el exagerado volumen del poderío francés.
Porque la unión de Francia y Rusia, los dos estados más fuertes, contra
todos los demás estados era contraria a todos los principios de la antigua
diplomacia.
Austria anunció una guerra de liberación, en abril de 1809. Napoleón
avanzó rápidamente por la ruta familiar hacia Viena. Los príncipes
alemanes, obligados al francés, se negaron a tomar parte en una guerra
general germánica contra él. Alejandro permanecía al margen, vigilante.
Napoleón ganó la batalla de Wagram, en el mes de julio. En octubre,
Austria hizo la paz. La breve guerra de 1809 había terminado. La monarquía
danubiana, en modo alguno tan frágil como parecía, sobrevivió a una cuarta
derrota a manos de los franceses, sin revolución interna ni deslealtad a la
casa de los Habsburgo. Como castigo, Napoleón se apoderó de considera­
bles porciones de su territorio. Una parte de la Polonia austríaca se utilizó para
ampliar el Gran Ducado de Varsovia de Napoleón, y partes de Dalmacia, de
Eslovenia y de Croacia, en el sur, se erigieron en una nueva creación a la que
Napoléon llamó las Provincias Ilirias8.

8 Ver m apa 4.

138
Napoleón en su punto culminante, 1809-1811

Los dos años siguientes vieron el imperio napoleónico en su punto


culminante. En Austria, después de la derrota de 1809, la dirección de los
Negocios Extranjeros cayó en manos de un hombre que habia de conservarla
durante cuarenta años. Su nombre era Clemens von Mettemich. Era un
alemán del oeste del Rhin, cuyos territorios ancestrales hablan sido
anexionados a la República Francesa, pero él había entrado al servicio de
Austria e incluso se habia casado con la nieta de Kaunitz, el viejo modelo de
savoir faire diplomático, de lo que ahora Mettemich se hizo un modelo
también. Austria habia sido repetidamente humillada e incluso partida por
Napoleón, sobre todo en el tratado de 1809. Pero Mettemich no era hombre
que dirigiese la diplomacia por rencores. Convencido de que Rusia era el
problema realmente permanente para un estado situado en el valle del
Danubio, Mettemich consideró prudente reanudar las buenas relaciones con
Francia. Estaba totalmente decidido a ponerse al lado de Napoleón, a quien
conocía personalmente, pues había sido embajador austríaco en París, antes
de la breve guerra de 1809.
El emperador francés, que en 1809 tenía exactamente cuarenta años,
estaba cada vez más preocupado por el hecho de que no tenía hijos. Habia
hecho un imperio y lo había declarado hereditario. Pero no tenía hijos.
Entre él y su esposa Josefina, con la que se había casado en su juventud, y
que era seis años mayor que él, hacía mucho tiempo que había dejado de
hacer afecto, e incluso fidelidad, de un lado y otro. Napoleón se divorció de
ella en 1809, aunque, por haber tenido dos hijos de su primer marido,
Josefina protestaba, naturalmente, que ella no era la culpable de que
Napoleón no tuviese hijos. El pensaba casarse con una mujer más joven que
pudiera darle descendencia. También proyectaba hacer una boda espectacu­
lar, a fin de arrancar el más alto y exclusivo reconocimiento que la Europa
aristocrática podía conceder, reconocimiento que se le otorgaría a él, un
corso oficial del ejército, que se había hecho a si mismo. Dudaba entre
Habsburgos y Romanovs, entre una archiduquesa y una gran duquesa.
Algunas indagaciones en San Petersburgo acerca de la actitud de la
hermana de Alejandro fueron discretamente rechazadas; el zar insinuó que
su madre nunca lo consentiría. La alianza rusa revelaba, una vez más, sus
limitaciones. Napoleón fue arrojado en brazos de Mettemich y de María
Luisa, joven de dieciocho años, hija del emperador austríaco y sobrina de
otra «mujer austríaca», María Antonieta. Se casaron en l810. Un año
después, ella le daba un hijo, al que Napoleón dio el título de Rey de Roma.
Napoleón adoptó aires todavía más pomposos de majestad imperial.
Ahora era, por matrimonio, sobrino de Luis XVI. Mostró más considera­
ción a los nobles franceses del Antiguo Régimen —decía que sólo ellos
sabían, realmente, servir—. Se rodeó de una nobleza napoleónica heredita­
ria, de nuevo cuño, esperando que las nuevas familias, con el paso del
tiempo, ligarían sus destinos a la casa de Bonaparte. Los mariscales se
convirtieron en duques y príncipes, Talleyrahd en el Príncipe de Benevento, y
el burgués Fouché, un hebertista del 93, y más recientemente, un funcionario
de policía, ostentaba ahora el solemne título de Duque de Otranto. En los

139
Negocios Extranjeros, se había recorrido el ciclo también. Con una
importante excepción, todas las potencias de las sucesivas coaliciones
estaban aliadas con el Francés, y el Hijo de la Revolución se refería ahora,
gravemente, al emperador de Austria como a «mi padre».

13. £1 Gran Imperio: la expansión de la Revolución

L a organización del imperio napoleónico

Territorialmente, el poderío de Napoleón alcanzó su máxima extensión


en 1810 y 1811, cuando abarcaba todo el continente europeo, excepto la
península balcánica. El imperio napoleónico constaba de dos partes. Su
núcleo era el imperio francés; luego venían los densos territorios de estados
dependientes, que, juntamente con Francia, formaban el Gran Imperio.
Además, al norte y al este, se encontraban los «estados aliados», bajo sus
gobiernos tradicionales —las tres grandes potencias—, Prusia, Austria y
Rusia, y también Dinamarca y Suecia. Los aliados se hallaban en guerra con
la Gran Bretaña, aunque no empeñados en hostilidades positivas; se suponía
que sus poblaciones no consumían artículos ingleses, de acuerdo con el
Sistema Continental, pero, por otra parte, Napoleón no tenía influencia
legal directa sobre sus asuntos internos.
El imperio francés, como sucesor de la República Francesa, incluía a
Bélgica y la Orilla Izquierda del Rhin*. Además, en 1810, había desarrollado
dos apéndices que en un mapa semejaban tentáculos que brotaban de él. Al
proclamar a Francia como un imperio, y al convertir a sus repúblicas
dependientes en reinos, Napoleón había erigido a su hermano Luis en rey de
Holanda; pero Luis había mostrado tal tendencia a congraciarse con los
holandeses, y tal disposición a dejar que los hombres de negocios holandeses
comerciasen secretamente con Inglaterra, que Napoleón le destronó e
incorporó Holanda al imperio francés. En su interminable guerra contra los
artículos ingleses, consideró necesario ejercer un control más directo sobre
los puertos de Bremen, Hamburgo, Lübeck, Génova y Liorna; en conse­
cuencia, anexionó directamente al imperio francés la costa alemana hasta el
Báltico occidental, y la costa italiana hasta incluir también a Roma.
Napoleón codiciaba Roma no tanto por su valor comercial como por su
prestigio imperial. Remotándose a tradiciones tan antiguas como las de
Carlomagno, consideraba a Roma como la segunda ciudad de su imperio, y
dio a su hijo el título de «Rey de Roma»; y, cuando el Papa Pío VII
protestó, Napoleón le prendió y le internó en Francia. Todo el imperio
francés, desde Lübeck hasta Roma, estaba gobernado directamente por
prefectos departamentales que informaban a París, y los ochenta y tres depar­
tamentos de Francia, creados por la Asamblea Constituyente, se habían ele­
vado en 1810 a ciento treinta.
Los estados dependientes, que formaban con Francia el Gran Imperio,
eran de diferentes tipos. La federación suiza seguía siendo republicana en la

9 Ver págs. 118, 122.

140
forma. Las Provincias Ilirias, que incluían a Trieste y la costa dálmata,
estuvieron administradas, en sus breves dos años, casi como departamentos
de Francia. En Polonia, como los rusos se oponían a un resucitado reino de
Polonia, Napoleón llamó a su creación el Gran Ducado de Varsovia. Entre
los más importantes de los estados dependientes que integraban el Gran
Imperio, figuraban los estados alemanes organizados en la Confederación
del Rhin. Con una denominación muy modesta, la Confederación incluía
toda la Alemania comprendida entre lo que los franceses se anexionaron en
el oeste y lo que Prusia y Austria retenían en el este. Era una liga de todos
los principes alemanes de aquella región la que se consideraba como
soberana, y que ahora se elevaban sólo a unos veinte, siendo los más
importantes los cuatro recientemente erigidos en reyes —el de Sajónia. él de
Baviera, el de Württemberg y él de Westfalia—. Westfalía era un estado
enteramente nuevo y sintético, formado por territorios hannoverianos y
prusianos, y por diversas porciones de la antigua Alemania. Su rey era
Jerónimo, el hermano más joven de Naooleón.
Porque Napoleón utilizaba a su familia como instrumento de gobierno.
El clan corso se convirtió en la dinastía Bonaparte. Su hermano José, desde
1804 a 1808, actuó como rey de Nápoles, y, desde 1808, como rey de
España. Luis Bonaparte fue,* durante seis años, rey de Holanda. Jerónimo
fue rey de Westfalia. Su hermana Carolina pasó a ser reina de Nápoles, una
vez trasladado a España su hermano José; porque Napoleón, al no tener más
hermanos (habia reñido con el otro que le quedaba, Luciano), dio el .trono
de Nápoles a su cuñado, Joaquín Murat, un valeroso jefe de caballería,
marido de Carolina. En el «Reino de Italia», que en 1810 incluía Lombardía,
Venecia y la mayor parte de los antiguos estados papales, Napoleón se re­
servó para sí mismo él título de rey, pero estableció como virrey a su hijas­
tro, Eugenio Beauharnais (hijo de Josefina). «El tío José», hermano de la
madre de Napoleón, se convirtió en el Cardenal Fesch. La madre de los Bo­
naparte, Leticia, que había criado a todos aquellos hijos en muy distintas
circunstancias, en Córcega, fue instalada en la corte, convenientemente,
como Madame Mére (Señora Madre). Según la leyenda, no dejaba de
repetir, para sí misma: «¡Si esto durase!»; sobrevivió en quince años a Na­
poleón.

Napoleón y la expansión de la Revolución

En todos los estados del Gran Imperio, los acontecimientos tendían a


repetir el mismo curso. La primera etapa era la de conquista y ocupación
militares por las tropas francesas. Venía luego la instauración de un
gobierno satélite nativo, con el apoyo de las personalidades locales que
estaban dispuestas a colaborar con los franceses y que cooperaban en la
redacción de una Constitución que especificaba los poderes del nuevo
gobierno y regulaba sus relaciones con Francia. En algunas áreas, estas dos
etapas se cumplieron bajo los gobiernos republicanos, antes de que
Napoleón subiese al poder. En algunas regiones, en realidad, no se llevaron

141
1

a cabo más que estas dos etapas, especialmente en España y en el Gran


Ducado de Varsovia.
La Tercera etapa era de drásticas reformas y reorganizaciones internas,
de acuerdo con el programa de Bonaparte para Francia, y, en consecuencia,
según el modelo de la Revolución Francesa10, Bélgica y los territorios
alemanes del oeste del Rhin sufrieron esta etapa de un modo muy completo,
pues estuvieron anexionados directamente a Francia, durante veinte años.
Italia y el grueso de Alemania, al oeste de Prusia y de Austria, pasaron
también por esta tercera etapa.
Napoleón se consideraba a si mismo como un gran reformador y un
hombre de la Ilustración. Calificaba su sistema de «liberal», y, aunque la
palabra significaba para él casi lo contrario de lo que después significó para
los liberales, él fue, posiblemente, el primero que la utilizó en un sentido
político. También creía en las «constituciones»; no era que se inclinase en
favor de asambleas representativas o de gobiernos limitados, pero quería que
el gobierno estuviese racionalmente «constituido», es decir, deliberadamente
estructurado y planificado, y no simplemente heredado de la confusión del
pasado. Aunque era un hombre de acción, creía firmemente en el imperio de
la ley. Insistía, con el celo de la convicción, en trasplantar su Código Civil11
a los estados dependientes. Consideraba que este Código se basaba en la
naturaleza misma de la justicia y las relaciones humanas, y que era aplicable,
por lo tanto, a todos los países, sólo con una pequeña adaptación. La idea
de que las leyes de un país debían reflejar su peculiar carácter nacional y su
historia era ajena a su pensamiento, porque él mantenía los conceptos
racionalistas y universalistas de la Edad de la Ilustración. Creía que todos los
pueblos necesitaban y merecían aproximadamente lo mismo. Como escribía
a su hermano Jerónimo, al nombrarle rey de Westfalia, «los pueblos de
Alemania, como los de Francia, Italia y España, necesitan igualdad e ideas
liberales. Desde hace algunos años, yo vengo rigiendo los asuntos de
Europa, y estoy convencido de que los alardes de las clases privilegiadas eran
aborrecidos en todas partes. Procura ser un rey constitucional».
El mismo plan de reforma se inició, con alguna variación, en todos los
estados dependientes, desde España hasta Polonia y desde la desembocadura
del Elba hasta el Estrecho de Messina. Las reformas estaban dirigidas, en
una palabra, contra todo vestigio feudal. Establecían la igualdad legal de las
personas individuales, y otorgaban a los gobiernos una autoridad más
completa sobre sus súbditos individuales. Las clases legales fueron elimina­
das, como en Francia, en 1789; la teoría de una sociedad formada por «esta­
mentos del reino» dejó paso a la teoría de una sociedad formada por individuos
legalmente iguales. La nobleza perdió sus privilegios en los impuestos, en la
ocupación de cargos y en el mando militar. Las carreras quedaron «abiertas al
talento».
El sistema señorial, baluarte de la antigua aristocracia, quedaba virtual­
mente liauidado. Los señores perdían toda jurisdición legal sobre sus
campesinos; los campesinos se convertían en súbditos del estado, personal­

10 Ver págs. 94-99.126-129


11 Ver pag. 128.

142
mente libres para trasladarse, para emigrar, para contraer matrimonio, y con
capacidad para entablar pleitos ante los tribunales. Los derechos señoriales,
juntamente con los diezmos, fueron abolidos, en general, como en la Francia
de 1789. Pero, mientras en Francia los campesinos se libraban de aquellas
cargas sin tener que pagar una compensación, porque se habían alzado en
rebeldía en 1789 y porque Francia atravesó una radical revolución popular
en 1793, en otras partes del Gran Imperio los campesinos tuvieron que
comprométese al pago de indemnizaciones, y la antigua clase feudal siguió
percibiendo ingresos de sus derechos abolidos. Sólo en Bélgica y en Renania,
incorporadas a Francia bajo la República, el régimen señorial desapareció
sin compensación, como en Francia, dejando una numerosa clase consoli­
dada de pequeños granjeros terratenientes. Al este del Rhin, Napoleón tuvo
que llegar a un compromiso con la aristocracia a la que atacaba. En Polonia,
el único país del Gran Imperio en el que aún predominaba una completa
servidumbre, los campesinos recibieron la libertad legal durante la ocupación
francesa; pero los terratenientes polacos seguían económicamente indemnes,
porque poseían toda la tierra. Napoleón tuvo que atraérselos, porque no
había en Polonia ninguna otra clase efectiva a la que él pudiera recurrir en
busca de apoyo. En general, fuera de Francia, el asalto al feudalismo no fue
socialmente tan revolucionario como lo había sido en Francia. El señor se
acabó, pero quedó el terrateniente.
En todos los países del Gran Imperio, la iglesia perdió su posición como
autoridad pública al lado del estado. Se abolieron o se restringieron los
tribunales eclesiásticos; la Inquisición fue declarada ilegal en España. Se
acabaron los diezmos, los bienes de la iglesia fueron confiscados, y las
órdenes monásticas se disolvieron o fueron severamente reguladas. La
tolerancia se covirtió en ley; católicos, protestantes, judíos y no creyentes
obtuvieron los mismos derechos civiles. El estado se basaría, no sobre la idea
de la comunidad religiosa, sino sobre la idea de la residencia territorial. Con
la nobleza, o en cuestiones económicas, Napoleón podía transigir, pero no
transigiría con el clero católico respecto al principio de un estado secular.
Incluso en España, insistía sobre estos fundamentos de su sistema, señal
cierta de que no estaba impulsado solamente por un oportunismo, porque fue,
en gran parte, su programa religioso lo que provocó la rebelión del pueblo es­
pañol.
Los gremios fueron abolidos, en general, o reducidos a formas vacías y el
derecho individual al trabajo fue generalmente proclamado. Los campesi­
nos, al oDtener la libertad legal, podían aprender y desempeñar cualquier
oficio que desearan. Las viejas oligarquías de las ciudades y los patriciados
burgueses fueron anulados. Las ciudades y las provincias perdieron sus
antiguas libertades y se sometieron a la legislación general. Se abolieron las
tarifas interiores, y se estimuló el libre comercio dentro de las fronteras del
estado. Algunos países se cambiaron a un sistema monetario decimal; y los
heterogéneos pesos y medidas surgidos en la Edad Media, y de los que las
pintas, las onzas, las yardas y los bushels anglo-americanos eran activas
supervivencias, dejaron paso a las regularidades cartesianas del sistema
métrico. Antiguos y distintos sistemas legales cedieron su puesto a los
códigos napoleónicos. Los tribunales se separaron de la administración. Se

143
acabaron las herencias y las ventas de cargos. Los funcionarios recibían
salarios suficientemente altos para defenderles de las tentaciones de corrup­
ción. Los reyes se incluyeron en las nóm inas de la administración, con sus
gastos personales separados de los gastos del gobierno. Se modernizaron los
impuestos y las finanzas. La contribución corriente se convirtió en un
impuesto sobre la tierra, pagado por cada terrateniente; y los gobiernos
sabían cuánta tierra poseía realmente cada propietario, porque desarrollaron
un registro sistemático de los bienes y unos métodos sistemáticos de aforo y
de amillaramiento. El arrendamiento de impuestos fue sustituido por la
recaudación directa. Se introdujeron nuevos métodos de contabilidad y de
reunión de datos.
En general, en todos los países del Gran Imperio, con Napoleón se
introdujeron los principios fundamentales de la Revolución Francesa, con la
notable excepción de que no hubo ningún auto-gobierno mediante cuerpos
legislativos elegidos. Napoleón encontró, en todos los países, muchos nativos
dispuestos a apoyarle, sobre todo entre los comerciantes y los profesionales,
que eran lectores de los autores de la Ilustración, a menudo anticlericales,
ávidos de una mayor igualdad con la nobleza, e impacientes por acabar con
los viejos localismos que entorpecían el comercio y el intercambio de ideas.
Encontró partidarios también entre muchos nobles progresistas, y, en la
Confederación del Rhin, entre los gobernantes nativos. Su programa atraía a
una cierta clase de gente en todas partes, y en todos los países del Gran
Imperio era ejecutado, sobre todo, por personas del país. Con aquel
programa iba la represión, aunque difícilmente en la medida que ha sido
habitual en el siglo X X . N o hubo grandes campos de intemamiento, y la
policía de Fouché se dedicaba más a espiar y a facilitar informes que a
maltratar a los desafectos. La ejecución de un solo librero bávaro, llamado
Palm, constituyó un famoso ultraje.
En resumen, al principio, había un fuerte sentimiento pro-napoleónico
en el Gran Imperio. La influencia francesa (aparte de Bélgica y Renania) pe­
netró profundamente en el norte de Italia, donde no había tradiciones mo­
nárquicas nativas, y donde las viejas ciudades-estado italianas habían ge­
nerado una fuerte clase ciudadana, a menudo anticlerical. En el sur de
Alemania, la influencia francesa era profunda también. Donde menos
atracción ejerció el sistema francés fué en España, país en el que que un
sentimiento monárquico católico dio origen a una especie de movimiento de
independencia, de carácter contrarrevolucionario. Tampoco resultó atractivo
para la Europa agraria del este, zona de señores y de siervos. Pero incluso en
Prusia, como luego se verá, el estado se remodeló siguiendo las líneas
irancesas. En Rusia, durante la alianza de Tilsit, Alejandro respaldó a un
ministro reformador pro-francés, Speranski. La influencia napoleónica era
penetrante porque implicaba el antiguo movimiento del despotismo ilustrado
y parecía proporcionar las ventajas de la Revolución Francesa, sin la-
violencia y el desorden. En opinión de Goethe, Napoleón «era la expresión
de todo lo razonable, legítimo y europeo del movimiento revolucionario».
Pero las reformas napoleónicas eran también armas de guerra. Todos los
estados dependientes tenían que facilitar a Napoleón dinero y soldados.
Alemanes, holandeses, belgas, italianos, polacos e incluso españoles lucha­

144
ban en sus ejércitos. Además, los estados dependientes sufragaban una gran
parte del coste del ejército francés, que, en su mayoría, se hallaba situado
fuera de Francia. Esto significaba que los impuestos podían seguir siendo
bajos en Francia, para general satisfacción de los intereses económicos
surgidos de la Revolución.

14. El sistema continental: Inglaterra y Europa

Tras los estados tributarios del Gran Imperio, se encontraban los países
nominalmente independientes, imidos bajo Napoleón en el Sistema Conti­
nental. Napoleón consideraba a sus aliados, en el mejor de los casos, com o
subordinados participantes en un proyecto común. El gran proyecto era el de
aplastar a la Gran Bretaña, y con este objetivo se había establecido el
Sistema Continental. Pero el aplastamiento de Inglaterra se convirtió, en el
pensamiento de Napoleón, en un medio para un fin ulterior: la unificación y
el dominio de toda Europa. Esto, a su vez, si Napoleón lo hubiera
conseguido, seguramente no habría hecho más que abrir el camino hada
nuevas conquistas.
En el punto en que se encontraba Napoleón en 1807 ó 1810, la
unificación de la Europa continental parecía un objetivo posible. Bonaparte
buscaba una ideología que inspirase tanto a su Gran Imperio como a sus
aliados. Proponía las doctrinas cosmopolitas del siglo XVIII, hablaba
incansablemente de la ilustración de la época, apremiaba a todos los pueblos
a trabajar con él contra el medievalismo, el feudalismo, la ignorancia y él
oscurantismo de que todavía estaban rodeados. Y, mientras apelaba al
sentido de la modernidad, hacia también hincapié en la grandeza de los
tiempos de Roma. La inspiración romana se reflejaba en las artes de su
época. Los sólidos muebles «imperio», los lienzos heroicos de David, la
iglesia de la Madeleine de París, que recordaba un templo clásico convertido
en un Templo de Gloria, el Arco de Triunfo de la misma ciudad, comenzado
en 1806, todo evocaba la atmósfera de difusa majestad en que Napoleón
habría querido que viviesen los pueblos de Europa. Además, para despertar
un sentimiento pan-europeo, Napoleón operaba sobre la latente hostilidad
contra Gran Bretaña. Los ingleses, victoriosos en la lucha del siglo XVIII
por la riqueza y por el imperio, se habían hecho aborrecer en muchas partes.
Había natural sentimiento de envidia respecto al afortunado, y el resenti­
miento contra la arbitrariedad con que habia sido alcanzado y con que era
•mantenido el triunfo. Aquellos sentimientos se hallaban presentes entre casi
todos los europeos. Se creía que los ingleses estaban utilizando, realmente,
su poderío naval, para conseguir una participación permanente mayor del
comercio marítimo mundial. Y, ciertamente, tal creencia no era equivocada.

E l bloqueo británico y el Sistema Continental de Napoleón

Los ingleses, en las guerras revolucionarías y napoleónicas, cuando


declaraban el bloqueo de Francia y de sus aliados, no esperaban rendirlos

145
por el hambre ni privarlos de ios necesarios materiales de guerra. La Europa
occidental era todavía autosuficiente en artículos alimenticios, y los arma­
mentos se producían, en gran proporción, localmeñte, de materias primas
como el hierro, el cobre y el nitrato de sodio. Europa no importaba casi
nada indispensable de ultramar. El principal objetivo del bloqueo británico
no era, por lo tanto, el de privar de importaciones a los países enemigos,
sino el de mantener el comercio de tales importaciones ajeno al control del
enemigo. Se trataba de destruir el comercio y los barcos del enemigo, a fin
de debilitar, a corto plazo, las posibilidades bélicas del gobierno adversario,
m inando sus ingresos y su marina, y de debilitar, a largo plazo, la posición
del enemigo en los mercados mundiales. La guerra económica era guerra
comercial. Los ingleses estaban decididos a que los artículos ingleses
penetrasen en los países enemigos, o bien de contrabando, o bien por
intermedio de los neutrales.
Ya en 1793, los republicanos franceses habían denunciado a Inglaterra
como la «moderna Cartago», una implacable potencia mercantil, atenta a la
obtención de ganancias, que aspiraba a esclavizar a Europa, sometiéndola a
su sistema financiero y comercial. En efecto, los ingleses, con las guerras,
consiguieron un monopolio sobre los transportes de las mercancías ultrama­
rinas a Europa. Al propio tiempo, com o estaban relativamente avanzados en
la Revolución Industrial, podían producir géneros de algodón y otros
artículos, con las nuevas máquinas, más baratos que otros países de Europa,
y. amenazaban así con monopolizar el mercado europeo de aquellos artículos
manufacturados. Había mucha animadversión en Europa contra la moderna
Cartago, especialmente entre las clases burguesas y comerciantes que se
hallaban en competencia con ella. Las clases superiores eran quizá menos*
hostiles.* pues no se preocupaban de la procedencia de los artículos que
consumían, pero las aristocracias y los gobiernos eran sensibles al argumento
de que Gran Bretaña era una potencia económica, una «nación de
tenderos» como decía Napoleón, que libraba sus guerras con libras esterlinas
en lugar de sangre, y que estaba siempre en busca de victimas en Europa.
Era con todos estos sentimientos con los que Napoleón jugaba, reiteran­
do, una -y otra vez, que Inglaterra era el enemigo real de Europa, y que
Europa nunca sería próspera ni independiente, hasta que se curase del
íncubo del «monopolio» británico. Impedir la afluencia de artículos a la
Gran Bretaña no era el objetivo del Sistema Continental, como impedir la
afluencia de artículos a Francia no era el objetivo del bloqueo británico. El
objetivo de cada uno era el de destruir el comercio del enemigo, así com o el
crédito y los ingesos públicos, mediante la destrucción de sus exportaciones y
también el de reforzar sus propios mercados.
Para destruir las exportaciones británicas, Napoleón prohibió, mediante
el Decreto de Berlín de 1806, la importación de artículos ingleses en el
continente europeo. Si eran de origen británico, o de origen colonial
británico, se consideraban británicos los artículos, aunque entrasen en
Europa en barcos neutrales como de propiedad neutral. A esto replicaron los
ingleses con un real decreto de noviembre de 1807, ordenando que los neutra­
les sólo podrían atracar en puertos napoleónicos, si antes se detenían en
Gran Bretaña, donde las reglas eran tan severas que les estimulaban a cargar

146
artículos británicos. Los ingleses trataban asi de introducir sus exportaciones
en territorio enemigo a través de canales neutrales, que era, precisamente, lo
que Napoleón quería impedir. Mediante el Decreto de Milán, de diciembre
de 1807, Napoleón anunció que todo barco neutral que se hubiera detenido
en un puerto británico, o que se hubiera sometido a pesquisa por un barco
británico en alta mar, sería confiscado en cuanto se presentase en un puerto
continental.
Con toda Europa en Guerra, el único comercio neutral era, virtualmente,
el de los Estados Unidos, que ahora no podía comerciar con Inglaterra ni
con Europa, excepto violando las normas de uno u otro beligerante. Asi se
expondría a represalias, y, por lo tanto, a verse envuelto en la guerra. Para
evitar este peligro, el Presidente Jefferson intentó una política auto-impuesta
de aislamiento comercial, que resultó tan ruinosa para el comercio exterior
americano, que el gobierno de los Estados Unidos adoptó medidas para
reanudar las relaciones comerciales con el beligerante que primero eliminase
sus controles sobre el comercio neutral. Napoleón se ofreció a hacerlo asi, a
condición de que los Estados Unidos se opusiesen a la coacción de los
controles británicos. Simultáneamente, un partido expansionista entre los
americanos del oeste, deseoso de anexionarse el Canadá, considero que, con
el ejército inglés comprometido en España, era el momento adecuado para
poner fin a la Guerra de la Independencia expulsando a Inglaterra del
continente norteamericano. El resultado fue la Guerra Anglo-Americana de
1812, que tuvo pocas consecuencias, a no ser la de poner de manifiesto la
penosa ineficacia de las instituciones militares en la nueva república.
Pero el Sistema Continental era algo más que un recurso para destruir el
comercio de exportación de la Gran Bretaña. Era también un proyecto —hoy
se llamaría un «plan»— de desarrollo de la economía de la Europa
continental, en tom o a Francia com o centro principal. El Sistema Continen­
tal, si tuviera éxito sustituiría las economías nacionales con una economía
integrada para el Continente como conjunto. Crearía la estructura para una
civilización europea. Y arruinaría el poderío naval y el monopolio comercial
de Inglaterra; porque una Europa unificada —pensaba Napoleón— no
tardarla en dom inar el mar.

E l fracaso del Sistema Continental

Pero el Sistema Continental fracasó; fue peor que un fracaso, porque dio
origen a una amplia hostilidad contra el régimen napoleónico. El sueño de
una Europa unida, bajo el dominio francés, no era suficientemente atractivo
para inspirar el sacrificio necesario, incluso un sacrificio de comodidades
más que de necesidades. Como Napoleón decía impacientemente, parecería
que los destinos de Europa se jugaban sobre un bañil de azúcar. Era cierto,
como él y sus propagandistas aseguraban con insistencia, que Inglaterra
monopolizaba la venta de azúcar, de tabaco, y de otros artículos ultramari­
nos, pero la gente prefería negociar clandestinamente con los ingleses, antes
que seguir sin ellos. Los atractivos de América destruyeron el Sistema
Continental.
147
Las manufacturas inglesas eran algo más fáciles de sustituir que los
artículos coloniales. El algodón en rama se traía por tierra, desde Oriénte, a
través de los Balcanes, y las manufacturas de algodón de Francia, Sajorna,
Suiza e Italia del norte se estimulaban como alivio de la competencia
británica. Hubo una gran expansión de lanas danesas y de ferretería
alemana. El cultivo de remolachas de azúcar, para sustituir el azúcar de
caña, se extendió por Francia, Europa central, Holanda y también Rusia.
Asi se crearon nacientes industrias e instalaciones que, tras la caída de
Napoleón, reclamaron protección arancelaria. En general, los intereses
industriales europeos estaban bien dispuestos hacia el Sistema Continental.
Pero nunca pudieron sustituir' adecuadamente a los ingleses en el
abastecimiento del mercado. Un obstáculo era el transporte. Una gran parte
del comercio entre las diversas regiones del Continente se habia hecho
siempre por mar; este tráfico costero estaba ahora bloqueado por los
ingleses. Las rutas terrestres se utilizaban cada vez más, incluso en los
lejanos Balcanes y en las Provincias Hiñas, zonas a través de las cuales se
importaba el algodón en rama; y se construían mejores carreteras a través de
los pasos del Simplón y del Monte Ceñís, en los Alpes. En 1810, cruzaron el
paso del Monte Cenis unos 17.000 vehiculos rodados. Pero, en el mejor de
los casos, el transporte por tierra no alcanzaba a sustituir al marítimo. Sin
ferrocarriles, que se introducirían unos treinta años después, era imposible*
mantener una economía puramente continental.
Otro obstáculo eran los aranceles.* La idea de una unión arancelaria
continental fue propuesta por algunos de sus subordinados, pero Napoleón
nunca la adoptó. Los estados independientes seguían insistiendo en su
aparente soberanía. Cada uno de ellos habia ampliado su área comercial,
destruyendo los antiguos aranceles interiores, pero cada uno de ellos
mantenía un arancel contra los otros. Los reinos de Italia y de Nápoles no
disfrutaban de un libre comercio recíproco, y los estados alemanes de la
Confederación del Rhin, tampoco. Francia seguía siendo proteccionista; y
cuando Napoleón anexionó Holanda y partes de Italia a Francia, las
mantuvo fuera de los derechos aduaneros franceses. Al propio tiempo,
Napoleón prohibía que los estados satélites elevasen sus aranceles contra
Francia. Francia era su base, y Napoleón quería favorecer la industria
francesa, que se habia perjüdicado mucho con la pérdida de sus mercados en
el Próximo Oriente y en América.
Armadores, constructores de barcos y comerciantes en artículos ultrama­
rinos, poderosos elementos de la antigua burguesía, se arrumaron a causa
del Sistema Continental. Los puertos franceses permanecían inactivos, y sus
poblaciones, descontentas y angustiadas. Lo mismo ocurría con todos los
puertos de Europa donde el bloqueo se imponía rigurosamente; en Trieste, el
tonelaje anual total descendió de 208.000 en 1807, a 60.000 en 1812. La
Europa oriental sufrió golpes especialmente duros. En el oeste, habia el
estimulo de las nuevas manufacturas. El este, dependiente desde hacia
mucho tiempo de la Europa occidental en cuanto a los artículos manufactu­
rados, ya no podia obtenerlos legalmente de Inglaterra, ni de Francia, ni de
Alemania, ni de Bohemia, a causa de las dificultades del transporte por
tierra y del control británico del Báltico. Tampoco los terratenientes de

148
Prusia, Polonia y Rusia podían comercializar sus productos. La aristocracia
de la Europa oriental, que era la principal clase consumidora e importadora,
tenia nuevas razones para estar disgustada con loS franceses y para sentir
simpatía por los británicos.
Como medida de guerra contra Gran Bretaña, el Sistema Continental
también fracasó. El comercio inglés con Europa se redujo considerablemen­
te. Pero la pérdida se compensó en otras zonas, gracias al control británico
del mar. Las exportaciones a América Latina se elevaron de 300.000 libras
esterlinas en 1805, a 6.300.000 en 1809. La existencia del mundo ultramarino
frustraba también el Sistema Continental. A pesar del Sistema, la exportación
de artículos británicos de algodón, que se elevaba al ritmo constante de la
Revolución Industrial, experimentó un incremento superior al 100 por 100 en
cuatro años, desde 1805 a 1809. Y, sí bien una parte del incremento era
debida a la simple inflación y al aumento de los precios, se calcula que la
renta anual del pueblo británico se elevó en más del 100 por 100 durante las
guerras revolucionarias y napoleónicas, saltando de 140.000.000 de libras
esterlinas en 1792, a 335.000.000 en 1814.

15. Los movimientos nacionales: Alemania

La resistencia a Napoleón: el nacionalismo

Ya desde el principio, a partir de 1792, los franceses encontraron


resistencia, asi com o colaboración, en los países que ocuparon. Habia
resentimiento, cuando los ejércitos invasores hacían requisas y saqueaban el*
país, cuando los estados recientemente organizados se veían obligados a
pagar tributos en hombres y en dinero, cuando sus políticas eran dictadas
por residentes o embajadores franceses, y cuando el Sistema Continental se
utilizaba en especial beneficio de los fabricantes franceses. Los europeos
empezaban a comprender que Napoleón estaba utilizándolos, simplemente,
como instrumentos contra Inglaterra. Y en todos los países, incluida la
propia Francia, el pueblo iba cansándose de una paz que no era paz, de las
guerras y de los rumores de guerras, del reclutamiento y de los tributos, del
lejano gobierno burocrático desde las alturas, del afán de auto-exaltación y
de poder de Napoleón, a todas luces creciente e insaciable. Incluso dentro de
la estructura napoleónica, surgían movimientos de protesta y de independen­
cia. Ya hemos visto cómo los estados dependientes se protegían mediante
aranceles. Incluso los procónsules del emperador trataban de arraigar en la
estimación local, como en el caso de Luis Bonaparte, rey de Holanda, que
intentó defender los intereses holandeses contra las demandas de Napoleón,
o en el de Murat, rey de Nápoles, que apeló al sentimiento italiano para
asegurar su .propio trono.
El nacionalismo se desarrolló como un movimiento de resistencia contra
el fuerte internacionalismo del imperio napoleónico. Como el sistema
internacional era esencialmente francés, los movimientos nacionalistas eran
antifranceses; y como Napoleón era un autócrata, eran antiautocráticos. El
nacionalismo de aquel periodo era una mezcla de conservador y de liberal.

149
Algunos nacionalistas, predominantemente conservadores, insistían en el
valor de sus instituciones peculiares, de sus costumbres, de su cultura
popular y de su desarrollo histórico, que ellos temían que podrían verse
destruidos bajo el sistema francés y napoleónico. Otros, o realmente los
mismos, insistían en una mayor autodeterminación, en una mayor participa­
ción en el gobierno, en instituciones más representativas, en una mayor
libertad individual frente a la intervención burocrática del estado. Tanto el
conservadurismo como el liberalismo se alzaron contra Napoleón, le
destruyeron, le sobrevivieron y configuraron la historia de las generaciones
siguientes.
El nacionalismo era, pues, muy complejo, y apareció en diferentes
países, en diferentes formas. En Inglaterra, se puso de manifiesto la
profunda solidaridad del país; todas las clases se unieron y lucharon hombro con
hombro contra «Boney»; y las ideas de reforma del Parlamento o de
descomponer las históricas libertades inglesas fueron resueltamente abando­
nadas. Es posible que las guerras napoleónicas ayudasen a Inglaterra a
atravesar una dificilísima crisis social, desempleo e incluso agitación
revolucionaria entre una pequeña minoria, y todo ello se eclipsó tras la
patriótica necesidad de resistencia contra Napoleón. En España, el naciona­
lismo adoptó la forma de una resistencia implacable frente a los ejércitos
franceses que asolaban el país. Algunos nacionalistas españoles eran
liberales; un grupo burgués en Cádiz, al rebelarse contra el'régimen francés,
proclamó la Constitución española de 1812, según el modelo de la
Constitución francesa de 1791. Pero el nacionalismo español extrajo su
máxima fuerza de los sentimientos contrarrevolucionarios, que aspiraban a
restaurar al clero y a los Borbones. En Italia, el régimen napoleónico fue
mejor recibido, y el sentimiento nacional fue menos antifrancés que en
España. Los burgueses de las ciudades italianas estimaban, en general, la
eficacia y la ilustración de los métodos franceses, y a menudo participaban del
anticlericalismo de la Revolución Francesa. El régimen francés, que duró en
Italia desde 1796 hasta 1814, acabó con el hábito de la lealtad a los diversos
ducados, repúblicas oligárquicas, estados pontificios y dinastías extranjeras
que durante mucho tiempo había regido Italia. Napoleón nunca unificó
Italia, pero la agrupó sólo en tres partes, y la influencia francesa introdujo la
idea de una Italia políticamente unida dentro de los límites de una aspiración
razonable. Entre los polacos, Napoleón estimuló positivamente el sentimien­
to nacional. Les dijo repetidamente que podrían alcanzar una Polonia
restaurada y unida, si luchaban con fe a su lado. Unos pocos nacionalistas
polacos, como el viejo patriota Kosciuzsko, nunca confiaron en Napoleón, y
otros, como Czartoryski esperaban más bien del zar ruso una restauración
del reino polaco; pero, en general, los polacos por sus propias razones
nacionales, eran especialmente adictos al emperador de los franceses y
lamentaron su caída.

E l m ovim iento de ideas en la Alemania napoleónica


El movimiento nacional más poderoso, con gran diferencia, tuvo lugar
en Alemania. Los alemanes se rebelaron, no sólo contra la dominación

150
napoleónica, sino también contra la influencia que desde bacía un siglo
estaba siendo ejercida por la cultura francesa. Se rebelaron, no sólo contra
los ejércitos franceses, sino también contra la filosofía de la Edad de la
Ilustración. Los años de la Revolución Francesa y de Napoleón fueron para
Alemania los años de su máximo florecimiento cultural, los años de
Beethoven, de Goethe y de Schiller, de Herder, de Kant, de Fichte, de Hegel,
de Schleiermacher y de muchos otros. Las ideas alemanas coincidieron con
todo el fermento del pensamiento fundamental conocido como «romanticis­
mo», que en todas partes se enfrentaba con las «secas abstracciones» de la
Edad de la Razón, y del que se hablará más en este capítulo y en el siguiente.
Alemania se convirtió en el más «romántico» de todos los países, y la in­
fluencia alemana se extendió por toda Europa, En el siglo XIX, los alemanes
llegaron a ser generalmente considerados como guías intelectuales, en cierto
modo como los franceses lo habian sido en el siglo anterior. Y los rasgos
distintivos del pensamiento alemán, en su mayor parte, se hallaban, en cierto
modo, relacionados con el nacionalismo, en un sentido amplio.
Anteriormente, sobre todo en el siglo siguiente a la Paz de Westfalia. los
alemanes habían sido los de menos inclinaciones nacionales, de todos los
grandes pueblos europeos. Ellos se preciaban de su ciudadanía mundial o de
sus actitudes cosmopolitas. Desde el punto de vista de los pequeños estados
en que vivían, tenían conciencia de Europa, tenían conciencia de otros
países, pero difícilmente tenían conciencia de Alemania. El Sacro Imperio
Romano era una sombra. El mundo alemán no tenía fronteras tangibles; el
área de habla alemana se desvanecía, sencillamente, en Alsacia o en los
Países Bajos austríacos, o en Polonia, en Bohemia, o en los altos Balcanes.
Que alguna vez «Alemania» hiciese, pensase, o esperase algo nunca pasó por
la imaginación alemana. Las clases altas, que habian llegado a despreciar
mucho de lo que era alemán, adoptaban las modas francesas, los vestidos,
la etiqueta, las maneras, las ideas y el lenguaje, considerándolos como una
norma internacional de la vida civilizada. Federico el Grande contrataba a
recaudadores de impuestos franceses y escribía sus libros en francés.
Hacia 1780, surgen algunos signos de cambio. El propio Federico, en sus
últimos años, predijo una edad de oro de la literatura ¿em ana, declarando
orgullosameñte que los alemanes podían hacer lo que otras naciones habian
hecho. En 1784, apareció un libro de J. G. Herder, titulado Ideas p ara la
Filosofía de la H istoria de la Humanidad. Herder era un espíritu grave, un
pastor y teólogo protestante, que consideraba un tanto frívolos a los
franceses. Llegaba a la conclusión de que la imitación de los modos
extranjeros hacía a los pueblos triviales y artificiosos. Declaraba que los
modos alemanes eran ciertamente distintos de los franceses, pero que no por
esa razón eran menos dignos de respeto. Sostenía que toda verdadera cultura
o civilización debe brotar de raíces propias. Debe brotar también de la vida
del pueblo común, del Volk, no de la vida cosmopolita y desnaturalizada de
las clases altas. Creía que cada pueblo —entendiendo por pueblo un grupo
que comparte el mismo lenguaje— tenía sus propias actitudes, su propio
espíritu, su propio genio. Una civilización sana debe expresar un carácter
nacional o Volksgeist. Y el carácter de cada pueblo le era peculiar. Herder
no creía que las naciones se hallasen en conflicto; muy al contrario, insistía,

151
sencillamente, en que eran distintas. N o creía que la cultura alemana fuese la
mejor; muchos otros pueblos, especialmente los eslavos, descubrirían
después que las ideas de Herder eran aplicables a sus propias necesidades.
Su filosofía de la historia era muy diferente de la de Voltaire. Voltaire y los
philosophes habían esperado que todos los pueblos avanzarían por el mismo
camino de razón y de ilustración hacia la misma civilización. Herder pensaba
que todos los pueblos desarrollarían su propio genio a su propio modo, que
cada uno iría desplegándose, lentamente, con la inevitabilidad del crecimien­
to de una planta, evitando todo cambio súbito o distorsión a causa de
influencias externas, y reflejando todos, en fin, en su innumerable diversi­
dad, la infinita riqueza de la humanidad y de Dios.
La idea del Volksgeist se vio reforzada por otras fuentes no alemanas, y
no tardó en pasar a otros países, dentro del general movimiento del
pensamiento romántico. Como muchas otras ideas románticas, también esta
exaltaba el genio o la intuición más que la razón. Hacía hincapié en las
diferencias más que en la semejanza de la humanidad. Destruía el sentimien­
to de semejanza humana que había sido característico de la Edad de la
Ilustración12, y que se revelaba en las doctrinas francesa y americana de los
derechos del hombre, o en los códigos de Napoleón. En el pasado, habia
sido habitual pensar que lo que era bueno era bueno para todos los pueblos.
La buena poesía era poesía escrita según ciertos principios clásicos o
«normas» de composición, que eran los mismos para todos los autores,
desde los griegos en adelante. Ahora, de acuerdo con Herder y con los
románticos de todos los países, la buena poesía era la poesía que expresaba
un genio interior, ya fuese un genio individual o el genio de un pueblo —no
habia más «normas»—. Las leyes buenas y justas, de acuerdo con la antigua
filosofía de la ley natural, correspondían, en cierto modo, a un tipo de justicia
que era el mismo para todos los hombres. Pero ahora, según Herder y la
escuela romántica de jurisprudencia, las buenas leyes eran las que reflejaban
condiciones locales o características nacionales. Tampoco aquí había «nor­
mas», a excepción, posiblemente, de la norma según la cual cada nación
debía tener su propio camino.
La filosofía de Herder formulaba un nacionalismo cultural, sin mensaje
político. Los alemanes habían sido, durante mucho tiempo, un pueblo no po­
lítico. En los estados microscópicos del Sacro Imperio Romano, no
habian tenido importantes cuestiones políticas sobre las que se viesen
obligados a pensar; en los de mayores dimensiones, se habían visto excluidos
de los asuntos públicos. La Revolución Francesa dio a los alemanes una
clara conciencia del estado. Demostró lo que un pueblo .podía hacer con el
estado, una vez que se apoderase de él y lo utilizase para sus propios fines.
En primer lugar, los franceses se habian elevado a la dignidad de
ciudadanos; se habían convertido en hombres libres, responsables por sí
mismos, partícipes en los asuntos de su país. En segundo lugar, gracias a que
tenían un estado unificado que incluía a todos los franceses, y un estado en
el que una nación entera surgía con un nuevo sentimiento de libertad,
pudieron elevarse sobre todos los demás pueblos de Europa. En Alemania,

12 Ver págs. 41-42.

152
muchos estaban empezando a sentirse humillados ante el paternalismo de sus
gobiernos. Las rivalidades del Sacro Imperio Romano, que habían hecho
de Alemania, durante siglos, el campo de batalla de Europa, les llenaban
ahora de vergüenza y de indignación. Veían con disgusto cómo sus príncipes
alemanes, siempre entregados a mutuas querellas por el control de sus
súbditos, se envilecían ante los franceses en defensa de sus intereses
particulares. El despertar nacional de Alemania, que cobró gran fuerza a
partir de 1800, estaba dirigido, pues, no sólo contra Napoleón y los france­
ses, sino también contra los gobernantes alemanes y contra gran parte de las
clases altas alemanas medio afrancesadas. Era democrático, en la medida en
que ponía el acento en la superior virtud del pueblo común.
Los alemanes llegaron a sentirse fascinados por la idea de la unidad
política y de la grandeza nacional, precisamente porque carecían de la una y
de la otra. Un gran estado alemán nacional, que expresase la profunda
voluntad moral y la cultura característica del pueblo germánico, les parecía
la solución de todos sus problemas. Aquel estado otorgaría dignidad moral
al individuo alemán, resolvería la enojosa cuestión de los egoístas princi-
pillos, protegería el profundo Volksgeist alemán contra la violación, y
resguardaría a los alemanes de toda sujeción a potencias extranjeras. La
filosofía nacionalista seguía siendo un tanto vaga, porque en la práctica era
poco lo que se podía hacer. El «Padre» Jahn organizó una especie de
movimiento de la juventud y se convirtió en el inventor de lo que podría
llamarse la gimnasia política, en la que sus jóvenes hacían gimnasia para la
Madre Patria; les conducía en expediciones al aire libre, por el país, en las
que hacían burla de los aristócratas afrancesados; y les enseñaba a recelar de
los extranjeros, de los judíos y de los intemacionalistas, y, en realidad, de
todo lo que pudiera corromper la pureza del Volk alemán. Muchos alemanes
le consideraban excesivamente extremado. Otros *recogían maravillosas
historias del rico pasado medieval alemán. Había una obra antifrancesa
anónima, Alem ania en su profunda humillación, por cuya venta fue
condenado a muerte su editor, Palm. Otros fundaron la Unión Moral y
Científica, generalmente conocida como la Tugendbund o liga de la virtud o
de la hombría, cuyos miembros, mediante el desarrollo de su carácter moral,
contribuirían al futuro de Alemania.
La trayectoria de J. G. Fichte ilustra el curso del pensamiento alemán en
aquellos años. Fichte fue un filósofo moral y metañsico, profesor de la
Universidad de Jena. Su doctrina, según la cual el espíritu interior del
individuo crea su propio universo moral, fue muy admirada, en muchos
países. En América,' por ejemplo, entró a formar parte de la filosofía
trascendental de Ralph Waldo Emerson. Al principio, Fichte carecía
prácticamente de sentimiento nacional. Aprobaba con entusiasmo la Re­
volución Francesa, como habían hecho Jahn y Am dt. En 1793, con la Revo­
lución en su apogeo y muchos observadores extranjeros volviéndose contra
ella, Fichte publicó un opúsculo en que elogiaba a la República France­
sa. La veía como una emancipación del espíritu humano, como un paso
más en la elevación de la dignidad del hombre y de su estatura moral.
Aceptaba la idea del Terror, de «obligar a los hombres a ser libres»; y
compartía la concepción de Rousseau del estado como la encarnación de la

153
voluntad soberana de un pueblo. Llegó a considerar el estado como el medio
de salvación humana. En 1800, en su El Estado comercial cerrado, esbozaba
un tipo de sistema totalitario, en el que el estado planificaba y dirigía toda la
economía del país, aislándose del resto del mundo, a fin de que, en el
interior del país, pudiera desarrollar libremente el carácter de sus dudada-
nos.Cuando los franceses conquistaron Alemania, Fichte se hizo intensa y
conscientemente alemán. Acogió la idea del Volksgeist: el espíritu individual
no sólo creaba su propio universo moral, sino que el espíritu de un pueblo
creaba una espede de universo moral también, que se manifestaba en su
lenguaje, en sus artes, en sus tradiciones, en sus costumbres, en sus
instituciones y en sus ideas.
En Berlín,-en 1808, Fichte pronundó una serie de Discursos a la nación
alemana, declarando que había un indestructible espíritu alemán, un
primordial e inmutable carácter nadonal, más noble que el de otros pueblos
(con lo que iba más lejos que Herder), que a toda costa debía mantenerse
puro frente a toda influencia extranjera, tanto internacional como francesa.
Sostenía que el espíritu alemán siempre había sido profundamente diferente
del espíritu de Francia y de la Europa occidental; que aún no se había oído
hablar nunca de él, realmente, pero que algún día se oiría. El jefe del ejército
francés que entonces ocupaba la dudad consideró las conferencias muy
profesorales para que mereciesen la suspensión. En efecto, tenían muy pocos
oyentes; los alemanes, en su mayoría, conceptuaban a Fichte como un
extremista, pero después le veneraron como a un héroe nacional.

Reform as en Prusia

Políticamente, en la revuelta contra los franceses, las transformadones


más importantes se produjeron en Prusia. Tras la muerte de Federico el
Grande, Prusia había caído en un periodo de inercia satisfecha, como el que
suele seguir a un rápido credmiento o a un éxito espectacular. Después, en
1806, en Jena-Auerstádt, el reino se hundió, en una sola batalla. Se vio
despojado de sus territorios occidentales y de la mayor parte de sus
territorios polacos. Napoleón lo redujo a sus antiguas zonas, al este del
Elba. Y también allí los franceses mantuvieron su ocupación, pues Napoleón
situó su Noveno Cuerpo de Ejército en Berlín. Pero, a los ojos de los
nacionalistas alemanes, Prusia tenia una ventaja moral. De todos los estados
alemanes, era el menos comprometido por la colaboración con los franceses.
Así, pues, hada Prusia se dirigían, como hacia un refugio, los patriotas
alemanes. La Prusia del este del Elba, anteriormente el menos alemán de los
territorios alemanes, se convirtió en el centro de un movimiento pan-germá­
nico por la libertad nacional. Los años siguientes a Jena, contribuyeron a la
«prusianizadón» de Alemania; pero es de señalar que ni Fichte ni Hegel, ni
Gneisenau, ni Scharnhorst, ni Stein, ni Hardenberg, todos ellos reconstruc­
tores de Prusia, eran prusianos nativos.
El más importante problema para Prusia era el militar, porque sólo por
la fuerza militar podía ser derrocado Napoleón. Y, como siempre en Prusia,
los requerimientos del ejército configuraban la forma adoptada por el esta-

154
ido13. El problema se enfocaba como un problema de moral y de personal. La
antigua Prusia de Federico, que había caído sin gloria, había sido mecánica,
arbitraria, sin alma. Su pueblo había carecido del sentimiento de formar
parte del estado, y los soldados de su ejército no habian tenido esperanzas de
ascenso, y no habían tenido el sentimiento del patriotismo ni del espíritu
militar. Crear este espíritu era el propósito de los reformadores del ejército,
Scharnhorst y Gneisenau. Gneisenau, un sajón, habia servido en uno de los
regimientos mercenarios británicos en la Guerra üe Independencia America­
na, durante la cual había observado el valor militar del sentimiento
patriótico en los soldados americanos. Fue también un atento observador de
las consecuencias de lá Revolución Francesa, que, según él decia, «había
activado la energía nacional de todo el pueblo francés, al poner a las
diferentes clases sobre una misma base social y fiscal». Si Prusia tenía que
fortalecerse contra Francia, o, desde luego, evitar la revoludón a largo plazo
en la misma Prusia, era preciso que encontrase un medio de infundir en su
propio pueblo un sentimiento análogo de igual participación, y que
permitiese a los individuos capaces ocupar puestos importantes en el ejército
y en el gobierno, independientemente de su posición social.
La Reconstrucción del estado, requisito previo para la reconstrucción del
ejército, fue iniciada por el Barón de Stein y continuada por su sucesor,
Hardenberg. Al igual que Mettemich, Stein procedía de la Alemania
occidental; había sido un caballero imperial de finales del Sacro Imperio
Romano, que, desde un puente próximo a su castillo había contemplado, de
una sola ojeada, los dominios de no menos de ocho principes alemanes.
Como él no tenía ningún estado, pensaba en Alemania como conjunto; era
hostil, desde hacía tiempo, a lo que él consideraba la escasamente civilizada
Prusia, pero, al fin, recurrió a ella como a la esperanza del futuro.
Profundamente entregado a la filosofía de Kant y de Fichte, hacía hincapié
en los conceptos de deber, de servicio, de carácter moral y de responsabili­
dad. Creia que el pueblo común debía ser incitado a una vida moral, alzado
de un brutal servilismo hasta el nivel de la autodeterminación y de miembro de
la comunidad. Estaba convencido de que esto requería una igualdad de
deberes más que de derechos.
Bajo Stein, la vieja estructura de castas de Prusia se hizo un poco menos
rígida. La propiedad pasó a ser intercambiable entre las clases; se permitía a
los burgueses comprar tierras y servir como oficiales en el ejército. Para que
los vecinos desarrollasen un sentimiento de ciudadanía y de participación en
el estado, se les concedía una amplia libertad de autogobierno en las
ciudades; los sistemas municipales de Prusia, y después también de Alemania
constituyeron un modelo para gran parte de Europa en el siglo siguiente.
Stein tenía ideas para la creación de instituciones parlamentarias en Prusia co­
mo conjunto, convencido de que fortalecerían el país, pero dejó el cargo antes
de ponerlas en práctica.
Su obra más famosa fue «la abolición de la servidumbre». Como el
programa de reformas, en su totalidad, aspiraba a fortalecer a Prusia para
una guerra de liberación contra Francia, era imposible, naturalmente,

13 Ver págs. 51-52.

155
indisponerse con los «junkers» que mandaban el ejército. La ordenanza de
Stein de 1807 soio abolía la servidumbre en la medida en que abolía la «su­
jeción hereditaria» de los campesinos a sus señores. Concedía a los cam­
pesinos el derecho a trasladarse y a emigrar, a casarse, y a cerrar tratos
sin la aprobación del señor. Pero si el campesino continuaba en la tierra,
seguía sujeto a todos los antiguos servicios de trabajo obligado en los
campos del señor. Los campesinos que disfrutaban de pequeñas posesiones
continuaban sometidos a los antiguos derechos y pagos señoriales. Por un
edicto de 1810, un campesino podía convertir su posesión en propiedad pri­
vada, liberándose de las obligaciones del señorío, pero sólo a condición de
que un tercio de la tierra que él poseía pasase a ser propiedad privada del se­
ñor. En las décadas siguientes, tuvieron lugar muchas conversiones de ese
tipo, con el resultado de que las fincas de los «junkers» se hicieron conside­
rablemente mayores. Las reformas en Prusia redujeron un tanto los antiguos
poderes patriarcales de los señores y dieron status legal y libertad de movi­
miento a las masas de la población, asentando así las bases para un estado
moderno y para una economía moderna. Pero los campesinos tendian a con­
vertirse en simples trabajadores agrícolas asalariados, y la posición de los
«junkers» mejoró, en lugar de degradarse. Prusia evitó la Revolución. Stein, a
causa de que inspiraba ciertos temores a Napoleón, fue obligado a desterrarse
en 1808, pero sus reformas perduraron.

16. El derrocamiento de Napoleón: el Congreso de Viena

La situación, a finales de 1811, puede resumirse como sigue. Napoleón


tenía en su poder el continente europeo. Rusia y Turquía estaban en guerra
en el Danubio, pero no había ninguna otra guerra, excepto en España,
donde cuatro años de lucha no habían decidido nada. El Sistema Continen­
tal estaba funcionando mal. Perjudicaba a Inglaterra, sólo negativamente,
en el sentido de que, sin él, las exportaciones inglesas a Europa se habrían
elevado rápidamente en aquellos años. Bien entrada en la Revolución
Industrial, la Gran Bretaña estaba acumulando una amplia reserva de
riqueza nacional, y acopiando los recursos precisos para ayudar a los
gobiernos europeos financieramente contra Napoleón. Los pueblos de
Europa estaban cada vez más impacientes, soñando cada vez más con la
libertad nacional. En Alemania, sobre todo, eran muchos los que esperaban
la oportunidad de levantarse en una guerra de independencia. Pero
Napoleón sólo podía ser derrocado mediante la destrucción de su ejército,
con el que ni la riqueza ni la potencia naval británicas, ni los patriotas y
nacionalistas europeos, ni las fuerzas armadas prusianas ni las austríacas
podían enfrentarse. Todos los ojos miraban a Rusia. Hacía mucho tiempo
que Alejandro I estaba descontento de su alianza con Francia. N o había
obtenido de ella más que la anexión de Finlandia, en 1809. No recibió ayuda
de Francia en su guerra con Turquía; vio a Napoleón unirse en matrimonio
con una mujer de la casa de Austria; tenía que tolerar la existencia de una
Polonia de orientación francesa, a sus propias puertas. Las clases ilustradas
en Rusia, concretamente, los propietarios de tierras y los dueños de siervos,
156
denunciaban clamorosamente la alianza francesa y demandaban la reanuda­
ción de francas relaciones comerciales con Inglaterra. Una agrupación
internacional de emigrados y de antibonapartistas, en la que figuraba el
Barón de Stein, iba congregándose también gradualmente en San Petesbur-
go, donde hacían llegar a los oídos del zar el halagüeño mensaje de que
Europa tenía puestas en él sus esperanzas de salvación.

L a campaña rusa y la Guerra de Liberación

El 31 de diciembre de 1810, Rusia se retiraba formalmente del Sistema


Continental. Las relaciones comerciales anglo-rusas se reanudaron. Napo­
león decidió aplastar al zar. Concentró en la Alemania Oriental y en Polonia
el Gran Ejército, una enorme fuerza de 700.000 hombres, la más grande
nunca reunida hasta entonces para una sola operación militar. Era un
ejército pan-europeo. Poco más de un tercio era francés; otro tercio era
alemán, de las regiones alemanas anexionadas a Francia, de los estados de la
Confederación del Rhin, y con unas fuerzas simbólicas de Prusia y de
Austria; y el tercio restante estaba constituido por todas las demás
nacionalidades del Gran Imperio, incluidos 90.000 polacos. Al principio,
Napoleón esperaba enfrentarse con los rusos en Polonia o en Prusia. Pero,
esta vez, los rusos decidieron luchar en su propio terreno, y, en todo caso,
tenían que aguardar hasta que sus fuerzas pudieran ser retiradas del bajo
Danubio. En junio de 1812, Napoleón entró con el Gran Ejército en Rusia.
Napoleón proyectaba una guerra corta y terminante, como habían sido
casi todas sus guerras en el pasado, y sólo llevaba abastecimientos para tres
semanas. Pero todo fue mal desde el principio. El postulado de Napoleón
consistia en forzar una batalla decisiva, pero el ejército ruso, sencillamente,
se esfumaba. Pensaba vivir sobre el terreno, reduciendo así la necesidad de
sistemas de abastecimiento, pero los rusos lo destruían todo al retirarse, y,
en cualquier caso, en Rusia, incluso durante el verano, era difícil encontrar
víveres para tantos hombres y caballos. Por último, no lejos de Moscú,
Napoleón pudo entablar batalla con el grueso de la fuerza rusa, en
Borodino. También aquí todo le salió mal. Su principio seguía siendo el de
superar en número al enemigo en el punto decisivo, pero el Gran Ejército
habia dejado tantos destacamentos a lo largo de su línea de marcha, que en
Borodino fueron los rusos quienes le superaron a él. También era un
principio de Napoleón el de concentrar su artillería, aunque aquí, por el
contrarío, la dispersó, y el de hacer intervenir sus últimas reservas en el
momento crítico, pero en Borodino, tan lejos de su país, no quiso arriesgarse
a ordenar que entrase en acción la Vieja Guardia. Napoleón ganó la batalla, a
costa de 30.000 hombres contra 50.000 perdidos por los rusos, pero el
ejército ruso pudo retirarse en perfecto orden.
El 14 de septiembre de 1812, el emperador francés entró en Moscú. Casi
inmediatamente, la ciudad era presa de las llamas. Napoleón se encontró
acampando entre minas, con sus tropas esparcidas por toda la prolongada
línea que constituía el camino de regreso hasta Polonia, y con un ejército hostil
operando en sus proximidades. Desconcertado, trató de negociar con

157
Alejandro, que se negó a todos los intentos. Tanscurridas cinco semanas, sin
saber qué hacer y temiendo permanecer aislado en Moscú durante el
invierno, Napoleón ordenó una retirada. Al impedirle los rusos regresar por
una ruta más meridional, el Gran Ejército tuvo que retirarse por el mismo
camino que habia seguido en su avance. El frió llegó en seguida y fue
excepcionalmente duro. Durante un siglo después de 1812, la retirada de
Moscú fue la última palabra en horrores militares. Hombres congelados y
muertos de hambre, caballos que resbalaban y morían, vehículos que no
podían desplazarse, equipamientos abandonados. Hacia el final, la disciplina
desapareció; el ejército se convirtió en una horda de individuos fugitivos,
que hablaban una babel de lenguajes, hostigados por guerrillas rusas,
abriéndose paso a pie, sobre el hielo y la nieve, durante la mayor parte del
tiempo a oscuras, porque las noches son largas en diciembre, en aquellas
latitudes. De 611.000 hombres que entraron en Rusia, 400.000 murieron a
consecuencia de las luchas, del hambre y del frío, y 100.000 fueron hechos
prisioneros. El Gran Ejército ya no existía.
Ahora, al fin, se unían todas las fuerzas antinapoleónicas. Los rusos
avanzaban hacia el oeste, por la Europa central. Los gobiernos prusiano y
austríaco, que en 1812 habían suministrado tropas, a regañadientes, para la
invasión de Rusia, en 1813 dejaron de hacerlo y se unieron al zar. Por toda
Alemania, los patriotas, a menudo jóvenes semientrenados, se incorporaban
a la Guerra de Liberación. En Italia estallaban motines antifranceses. En
España, Wellington, al fin, avanzaba rápidamente; en junio de 1813, cruzaba
los Pirineos hacia Francia. El gobierno británico, en los tres años transcurri­
dos desde 1813 a 1815, distribuyó 32.000.000 de libras esterlinas en subven­
ciones por Europa, más de la mitad de todos los fondos concedidos durante
los veintidós años de guerras. Una heterogénea alianza de capitalismo bri­
tánico y feudalismo agrario del este de Europa, de la marina inglesa y del
ejército ruso, del clericalismo español y del nacionalismo alemán, de monar­
quías de derecho divino y de demócratas y liberales de reciente aparición, se
organizó, al fin, para derribar al hombre del Destino.
Napoleón, que había dejado su ejército en Rusia en diciembre de 1812, y
cruzó apresuradamente Europa hasta París, en trineo y en coche, en el
asombroso plazo de trece días, organizó un nuevo ejército en Francia, en los
primeros meses de 1813. Pero no estaba preparado y carecía de seguridad, y él
mismo había perdido parte de sus geniales facultades de mando. Su nuevo ejér­
cito fue aplastado en octubre, en la batalla de Leipzig, que los alemanes co­
nocen como la Batalla de las Naciones, que fue la batalla más grande en núme­
ro de hombres de todas las libradas hasta el siglo X X . Los aliados hicieron
retroceder a Napoleón hasta Francia. Pero cuanto más se acercaban al
momento de derrotarle, más empezaban a temer y a desconfiar los unos de
los otros.

La restauración de los Borbones

La coalición mostraba ya signos de ruptura. Los aliados, juntos o


separados, ¿debían negociar con Napoleón? ¿Qué fuerza tendría Francia en

158
el futuro? ¿Cuáles serian sus nuevas fronteras? ¿Qué forma de gobierno
tendría? N o habia acuerdo acerca de estas cuestiones. Alejandro quería
destronar a Napoleón y dictar la paz en París, en espectacular compensación
por la destrucción de Moscú. Tenía un proyecto para entregar el trono de
Francia a Bemadotte, un antiguo mariscal francés, ahora principe heredero
de la corona de Suecia, que como rey de Francia dependería del apoyo ruso.
Metternich prefería conservar a Napoleón o a su hijo como emperador
francés, tras arrojar a los franceses de la Europa central; porque una
dinastía Bonaparte en una Francia reducida seria dependiente de Austria.
Las opiniones prusianas estaban divididas. Los ingleses declaraban que los
franceses tenían que abandonar Bélgica, y que Napoleón debía irse;
sostenían que los franceses podían elegir luego su propio gobierno, pero
creían que una restauración de los Borbones seria la mejor solución. Las tres
monarquías continentales no tenían interés por los Borbones, y tanto
Alejandro como Metternich, a condición de que Francia, en adelante,
dependiese de Rusia o de Austria, respectivamente, estaban dispuestos a
permitirle que siguiese siendo fuerte hasta cierto punto, incluso con la
anexión de Bélgica. En noviembre de 1813, Metternich comunicaba a
Napoleón unas condiciones conocidas como «las propuestas de Francfort»,
según las cuales Napoleón seguiría siendo emperador de Francia, y Francia
conservaría su frontera «natural» en el Rhin. Sobre esta base, habia una
posibilidad de paz, pues los aliados no podían desprenderse de su antiguo
miedo a Napoleón, los prusianos podían ser compensados en otra parte, y,
entre los rusos, muchos generales y otros hombres estaban impacientes por
regresar a su país. Los ingleses, reducida su influencia diplomática por el
hecho de que tenían pocas tropas en Europa, se encontraban ante la
desalentadora perspectiva de que el Continente, una vez más haría la paz sin
ellos; y una paz en la que Francia continuaría conservando Bélgica.
El ministro de Negocios Extranjeros británico, Vizconde de Castlereagh,
llegaba al Continente en enero de 1814. Traía en su poder algunas bazas
fuertes. En primer lugar, Napoleón rechazaba las propuestas de Francfort.
Seguía luchando, y los aliados, en consecuencia, seguían solicitando ayuda
financiera británica. Castlereagh utilizó hábilmente la promesa de subvencio­
nes británicas para conseguir la aceptación de las pretensiones de guerra de
su país. Además, encontró una plataforma común para el acuerdo con
Metternich, pues tanto Inglaterra como Austria temían la dominación de
Europa por Rusia. El primer gran problema de Castlereagh consistía en
mantener la cohesión de la alianza, pues sin aliados continentales los ingleses
no podían derrotar a Francia. El 9 de marzo de 1814, consiguió que Rusia,
Prusia, Austria y Gran Bretaña firmasen el tratado de Chaumont. Cada
potencia se ligaba durante veinte años a una Cuádruple Alianza contra
Francia, y se comprometía a facilitar 150.000 soldados para imponer las
condiciones de paz que pudieran alcanzarse. Por primera vez desde 1792,
ahora existia una sólida coalición de las cuatro grandes potencias contra
Francia. Tres semanas después, los aliados entraban en París, y, el día 4 de
abril, Napoleón abdicaba en Fontainebleau.
Se vio obligado a ello, por falta de apoyo en la propia Francia. Veinte
años antes, en 1793 y 1794, Francia había rechazado las potencias combi­

159
nadas de Europa, menos Rusia. En 1814, no podía hacerlo, y no lo haría.
El país clamaba por la paz. Incluso los mariscales imperiales aconsejaron la
abdicación del emperador. Pero, ¿qué vendría detrás de él? Durante más
de veinticinco años, los franceses habían tenido un régimen tras otro. Ahora,
unos querían una república y otros querían el imperio bajo el cetro del hi­
jo de Napoleón, unos querían una monarqía constitucional y otros suspira­
ban por el Antiguo Régimen. TalleyTand se introdujo por la brecha. Decía
que el rey «legítimo», Luis XVIII, era, después de todo, el hombre que
provocaría menos partidismos y oposiciones. Por aquel tiempo, las poten­
cias se habían decidido también a favor de los Borbones. Un Borbón seria
un rey pacífico, pues no se sentiría impulsado a recuperar las conquistas de
la república ni las del imperio. Como rey natural y legítimo de Francia,
tampoco necesitaría ningún apoyo extranjero para sostenerle, de modo que
el control de Francia no se plantearía como una cuestión que dividiese a las
potencias victoriosas.
Así se restauró la dinastía de los Borbones. Luis XVIII, ignorado y
despreciado durante una generación entera, tanto por la mayoría de los
franceses como por los gobiernos de Europa, volvía al trono de su hermano
y de sus padres. Publicó una «carta constitucional», en parte ante la
insistencia del zar liberal, y en parte porque, después de lo que verdadera­
mente había aprendido en su largo destierro, buscaba el apoyo de las
personas influyentes de Francia. La carta de 1814 no hacia concesión alguna
al principio de la soberanía popular o nacional. Se presentaba com o la
graciosa merced de un rey teóricamente absoluto. Pero, en la práctica,
otorgaba lo que la mayoría de los franceses queria. Prometía igualdad legal,
elegibilidad de todos los cargos públicos sin discriminación de clases, y un
gobierno parlamentario de dos cámaras. Reconocía los códigos napoleónicos
el acuerdo napoleónico con la iglesia, y la redistribución de la propiedad
efectuada durante la Revolución. Mantuvo la abolición del feudalismo y de
los privilegios, del sistema señorial y de los diezmos. Limitó el voto, desde
luego, a muy pocos y grandes terratenientes; pero, de momento, excepto en
el caso de unos pocos irreconciliables, Francia se disponía a disfrutar de los
beneficios de una revolución escarmentada, y de la paz.

E l acuerdo antes del Congreso de Viena

El 30 de mayo de 1814, las potencias firmaron un tratado con el gobierno


restaurado de los Borbones. Este documento, el «primer» Tratado de París,
reducía a Francia a sus fronteras de 1792, anteriores a las guerras. Los
estadistas aliados desecharon las demandas de venganza y de castigo, no
impusieron indemnizaciones ni reparaciones, e incluso permitieron que las
obras de arte arrebatadas a Europa durante las guerras permanecieran en
París. Los vencedores no deseaban crear dificultades al nuevo gobierno
francés, en el que ponían sus esperanzas. Mientras tanto, Napoleón era
desterrado a la isla de Elba, en la costa italiana.
Para el tratamiento de otras cuestiones, las potencias habían acordado,
antes de la firma de la Alianza de Chaumont, celebrar un congreso

160
internacional en Viena, tras la derrota de Napoleón. La retirada de la riada
francesa dejaba en una situación de fluidez y de incertidumbre el futuro de
gran parte de Europa: Bélgica, Holanda, Alemania, Polonia Italia y España.
Había también otras muchas cuestiones discutibles, incluidas la anexión ru­
sa de Finlandia y las ambiciones respecto al Danubio, la desintegración del
imperio español en América, la ocupación inglesa de las posesiones fran­
cesas, holandesas y españolas, y el inquietante problema de la libertad de
los mares.
Tanto Rusia como Gran Bretaña, antes de aceptar una conferencia ge­
neral, especificaron ciertas materias que ellas decidirían por si solas, como
no susceptibles de consideración internacional. Los rusos se negaban a
discutir Turquía y los Balcanes; retenían Besarabia como botín de su reciente
guerra con los turcos. También conservaba Fianlandia, como un gran
ducado constitucional autónomo, así como ciertas conquistas recientes en el
Cáucaso, casi desconocidas para Europa. Los ingleses rechazaban toda
discusión acerca de la libertad de los mares. También se oponían a todas las
cuestiones coloniales y ultramarinas. Se dejaba que las revueltas en la
América española siguiesen su curso. El gobierno británico anunciaba a
Europa, sencillamente, cuáles de sus conquistas coloniales e insulares
retendría, y cuáles estaba dipuesto a devolver.
En Europa, los ingleses continuaban en posesión de Malta, de las Islas
Jónicas y de Heligoland. En América, conservaban Sta. Lucía, Trinidad y To-
bago en las Antillas, y reafirmaban sus derechos sobre el Noroeste, junto
al Pacífico, es decir, sobre el país de Oregón, sobre el que también alegaban
derechos Rusia, España y los Estados Unidos. De las antiguas posesiones
francesas, los ingleses retuvieron la isla Mauricio, en el Océano Indico. De los
antiguos territorios Holandeses, conservaron el Cabo de Buena Esperan­
za y Ceilán, pero devolvieron las Indias Holandesas. Durante las guerras
revolucionarias y napoleónicas en Europa, los ingleses habían realizado
también extensas conquistas en la India, imponiendo su dominación sobre
gran parte del Decán y del valle del Ganges superior. En 1814, los ingleses se
constituyeron en la potencia que controlaba la India y el Océano Indico.
Ciertamente, de todos los imperios coloniales fundados por europeos en
los siglos XVI y XVII, y cuya rivalidad había sido reiteradamente causa de
guerras en el siglo XVIII, sólo el inglés se mantenía ahora como un sistema
en expansión y dinámico. Los antiguos imperios francés, español y
portugués se reducían a simples residuos de sí mismos; los holandeses
todavía conservaban vastos establecimientos en las Indias Orientales, pero
todas las posiciones intermedias —el Cabo, Ceilán, Mauricio, Singapur—
eran ahora británicas. En 1814, tampoco tenía una armada importante
ningún país, a excepción de Inglaterra. Con Napoleón y el Sistema
Continental derrotados, con la Revolución Industrial que dotaba de máqui­
nas a los fabricantes ingleses, sin rival alguno ya en la disputa por los
dominios de ultramar, y con un monopolio virtual del poderío marítimo, cuya
utilización mantuvieron inteligentemente al margen de la regulación interna­
cional, los ingleses iniciaban su siglo de hegemonía mundial, del que puede de­
cirse que duró desde 1814 a 1914.

161
El Congreso de Viena, 1814-1815

El Congreso de Viena se reunió en Septiembre de 1814. Nunca se habia


visto asamblea tan brillante. Todos los estados de Europa enviaron
representantes, y muchos estados desaparecidos, los príncipes y eclesiás­
ticos antiguamente soberanos del fenecido Sacro Imperio Romano, en­
viaron agentes para que abogasen por su urgente restauración. Pero el pro­
cedimiento se hallaba dispuesto de tal modo, que todas las cuestiones im­
portantes eran decididas por las cuatro grandes potencias victoriosas. En
realidad, fue en el Congreso de Viena donde entraron claramente en el vo­
cabulario diplomático los términos de «grandes y pequeñas potencias». Euro­
pa estaba en paz, tras haberse firmado un tratado con el desaparecido ene­
migo; Francia estaba representada también en el Congreso, precisamente
por Talleyrand.í ahora ministro de Luis XVIII. Castlereagh, Metternich
y Alejandro representaban a sus respectivos países; Prusia estaba repre­
sentada por Hardenberg. Los prusianos esperaban, como siempre, en­
sanchar el reino de Prusia. Alejandro era un problema clave: quería Po­
lonia, quería gobiernos constitucionales en Europa, quería algún tipo de
sistema internacional de seguridad colectiva. Castlereagh y Metternich,
con el apoyo de Talleyrand, estaban muy especialmente interesados en es­
tablecer un equilibrio de poder en el Continente. Aristócratas del Antiguo
Régimen, aplicaban a los problemas actuales principios diplomáticos del
siglo XVIII. N o deseaban, en modo alguno, restablecer los límites territoria­
les anteriores a las guerras. Lo que deseaban, según declararon, era restaurar
las «libertades de Europa», es decir, la libertad de los estados europeos
frente a la dominación por parte de una determinada potencia. La amenaza
de «monarquía universal», expresión que los diplomáticos todavía utiliza­
ban, a veces, para referirse a un sistema como el de Napoleón, tenia que ser
compensada medíante un ingenioso cálculo de fuerzas, una transferencia de
territorios y de «almas» de un gobierno a otro, de tal modo que se
distribuyese y se equilibrase el poder político entre un cierto número de
estados libres y soberanos. Se . esperaba que un equilibrio adecuado
produciría también una paz duradera.
La principal amenaza para la paz, y muy probable apirante a la domi­
nación de Europa, parecía ser, naturalmente, la antigua perturbadora, es
decir, Francia. El Congreso de Viena, sin grandes discrepancias, levantó
una barrera de fuertes estados a lo largo de la frontera oriental francesa.
La histórica República Holandesa, extinguida en 1795, fue resucitada co­
mo el reino de los Países Bajos, con la casa de Orange como una monarquía
hereditaria; a esto se añadió Bélgica, los antiguos Países Bajos austríacos,
de los que Austria' había estado dispuesta a deshacerse desde hacía mucho
tiempo. Se esperaba que el reino combinado holandés-belga fuese sufi­
cientemente fuerte para impedir la constante presión francesa sobre los
Países Bajos. En el sur, el reino italiano de Cerdeña era restaurado y forta­
lecido por la incorporación de la desaparecida república de Génova, extin­
guida en 1797. Tras los Países Bajos i Cerdeña, y también para impedir,
una reanudación de la presión francesa sobre Alemania e Italia, se instalaron
dos grandes potencias. Casi toda la Orilla Izquierda Alemana del Rhin fue
162
cedida a Prusia, que había de ser, según palabras de Castlereagh, una especie
de «puente» que abarcaría la Europa central, un baluarte contra Francia en
el oeste y contra Rusia en el este. En Italia, también como una especie de
barrera secundaria contra Francia, se instalaron firmemente los austríacos.
N o sólo recuperaron la Toscana y el Milanesado, que les habian pertenecido
antes de 1796, sino que también se anexionaron la extinguida república de
Venecia. El imperio austríaco incluía ahora un reino lombardo-veneciano en
el norte de Italia, que se mantuvo durante casi medio siglo. En el resto de
Italia, el Congreso reconocía la restauración del papa en los estados
pontificios y de los antiguos gobernantes en los ducados menores; pero no
insistió en una restauración de los Borbones en el reino de Nápoles. Allí el
cuñado de Napoleón, Murat, con el apoyo de Mettemich, maniobró,
durante algún tiempo, para conservar su trono. Los Borbones y los
Braganzas recuperaron, respectivamente, los tronos de España y Portugal, y
fueron reconocidos por el Congreso.
En cuanto a Alemania, el Congreso no realizó intento alguno de
recomponer el Sacro Imperio Romano. Los argumentos de los antiguos
principillos fueron desechados. Se confirmó, sustancialmente, la reorganiza­
ción francesa y napoleónica de Alemania. Los reyes de Baviera, Wtlrttem-
berg y Sajonia, conservaron las coronas reales que Napoleón les había
asignado. El rey de Inglaterra, Jorge III, fue reconocido ahora como rey, no
«elector», de Hannover. Los estados germánicos, en número de treinta y
nueve, con la inclusión de Prusia y Austria, se unieron en una vaga
confederación cuyos miembros seguían siendo virtualmente soberanos, y que
no hacía nada por resolver el dualismo o rivalidad austro-prusiana. El
Congreso ignoró las aspiraciones de los nacionalistas alemanes a una gran
Patria unificada; Mettemich temía especialmente la agitación nacionalista;
y, en todo caso, los propios nacionalistas no tenían respuestas prácticas a
cuestiones concretas, tales como las instituciones de gobierno y las fronteras
que había de tener una Alemania unida. El Congreso declaró, un tanto
ineficazmente, que en cada uno de los estados alemanes debería haber ún
cuerpo legislativo, de carácter representativo.

L a cuestiónpolaco-sajona

La cuestión de Polonia, nuevamente planteada por la caída del Gran


Ducado de Varsovia de Napoleón, llevó al Congreso casi al desastre.
Alejandro seguia insistiendo sobre la anulación del crimen deJos repartos, lo
que en su ánimo significaba la reconstitución del reino polaco ocupando
él mismo el trono como rey constitucional, en una unión puramente perso­
nal con el imperio ruso. Un arreglo semejante estaba iniciándose en el Gran
Ducado de Finlandia, donde Alejandro reinaba como un gran duque'
constitucional. La reuníñcación de Polonia requería que Austria y Prusia
devolviesen sus respectivas zonas de la antigua Polonia, la mayor parte de
las cuales habian perdido, en todo caso, ante Napoleón. Los prusianos
estaban dispuestos, con la condición, que Alejandro apoyaba, de que Prusia
recibiese a cambio todo el reino de Sajonia, que se consideraba como

163
disponible porque el rey de Sajonia habia sido el último gobernante alemán
que habia abandonado a Napoleón. El asunto se presentó como la cuestión
polaco-sajona, con Rusia y Prusia unidas en la demanda de toda Polonia
para Rusia, y de toda Sajonia para Prusia.
Aquel proyecto horrorizaba a Mettemich. Porque la absorción de
Sajonia por Prusia elevaría prodigiosamente a Prusia a los ojos de todos los
alemanes, y alargaría considerablemente la frontera común entre Prusia y el
Imperio austríaco. Además, el hecho de que Alejandro se convirtiese en rey
de Polonia, e incidentalmente en protector de una Prusia más extensa,
aumentaría incalculablemente la influencia de Rusia en los asuntos de
Europa. Mettemich vio que Castlereagh compartía estos puntos de vista.
Castlereagh creía que el principal problema del Congreso era el de frenar a
Rusia. Los ingleses no habían luchado contra el emperador francés sólo para
que Europa cayese en manos del zar ruso. La cuestión polaco-sajona se
debatió durante meses, en los que Mettemich y Castlereagh explotaron todos
los recursos dialécticos para disuadir de sus designios expansionistas a la
combinación ruso-prusiana. Al fin, aceptaron la propuesta de ayuda de
Talleyrand, que utilizó sagazmente la desavenencia surgida entre los
vencedores para reintegrar a Francia al círculo diplomático como una
potencia por derecho propio. El 3 de enero de 1815, Castlereagh, Mettemich
y Talleyrand firmaban un tratado secreto, comprometiéndose a ir a la
guerra, en caso necesario, contra Rusia y Prusia. Así, en el centro mismo de
la conferencia de paz, la guerra levantaba nuevamente su cabeza; y, dentro
de las propias deliberaciones de los vencedores, una parte de ellos se aliaba
con el vencido.
Tan pronto como se difundieron las noticias del tratado secreto,
Alejandro propuso una transacción. En su confuso carácter, era, entre otras
cosas, un hombre de paz, y estaba dispuesto a contentarse con un reino
polaco reducido. El Congreso creó, pues, una nueva Polonia (llamada
«Polonia del Congreso», que duró quince años); Alejandro fue su rey, y
le dio una Constitución; comprendía casi la misma área que el Gran Du­
cado de Napoleón, lo que representaba, en efecto, una transferencia de
aquella región del control francés al ruso. Alcanzaba unos 400 kilómetros
hacia el oeste de Europa, más allá de la zona rusa correspondiente al tercer
reparto, en 1795. Algunos polacos quedaban todavía en Prusia y otros en el
Imperio Austríaco; Polonia no se reunificó. Satisfecho así el zar, Prusia tuvo
que ceder también. Recibió unas dos quintas partes de Sajonia, quedando el
resto en poder del rey sajón. La suma de los territorios sajones y renanos
llevó la monarquía prusiana hasta las partes más avanzadas de Alemania. El
efecto inmediato del acuerdo de paz, y de las guerras napoleónicas, en este
sentido, fue el de desplazar el centro de gravedad de Rusia y de Prusia más
hacia el oeste, el de Rusia casi hasta el Oder, y el de Prusia hasta las
fronteras de Francia14.
Con la Solución de la cuestión polaco-sajona, se terminó la obra más
importante del Congreso. Se abordaron otros problemas incidentales. El
Congreso inició la regulación internacional de ciertos ríos. Publicó una

14 Ver m apa 2»

164
declaración contra el comercio de esclavos en el Atlántico, que, sin embargo,
no tuvo eficacia, porque las potencias continentales no estaban dispuestas a
otorgar a la marina británica libres poderes de búsqueda en el mar, y los
ingleses no estaban dispuestos a colocar sus fuerzas navales a las órdenes de
un organismo internacional. Las comisiones del Congeso se pusieron a
trabajar en la redacción del Acta Final. Y en aquel momento comenzaron a
peligrar todos los acuerdos.

L os Cien Días y sus consecuencias

Napoleón huyó de Elba, desembarcó en Francia el día 1 de marzo de


1815, y proclamó nuevamente el imperio. En el año transcurrido desde el
regreso de los Borbones, el descontento se habia extendido en Francia. Luis
XVIII demostró ser un hombre sensible, pero con él habla regresado una
caterva de emigrados irracionales y vengativos. La reacción y un «terror
blanco» asolaban el país. Los adeptos de la Revolución se unieron al empera­
dor en su espectacular reaparición. Napoleón llegó a París, se hizo cargo del
gobierno y del ejército, y se dirigió hacia Bélgica. De haber podido, hubiera
dispersado la pomposa asamblea de Viena. Los vencedores del año anterior
y la mayor parte de Europa creían que de nuevo estallaba la Revolución, que
el viejo horror de los tronos derribados y de las guerras recurrentes podía, en
última instancia, no haber terminado. Las fuerzas en conflicto se encontra­
ron en Bélgica, en Waterloo, donde el Duque de Wellington, al mando de un
ejército aliado, obtuvo una gran victoria. Napoleón abdicó de nuevo, y de
nuevo fue desterrado esta vez a la lejana Santa Elena, en el sur del Atlándco.
Se hizo un nuevo tratado de paz con Francia, el «segundo» Tratado de
Paris. Fue más severo que el primero, porque los franceses parecían haberse
mostrado incorregibles e impenitentes. El nuevo tratado imponía pequeños
cambios en las fronteras, una indemnización de 700.000.000 de francos, y un
ejército de ocupación.
El efecto de los Cien Días —así se llama el período que siguió al regreso
de Napoleón de la isla de Elba— fue el de renovar el miedo a la revolución, a
la guerra y a la agresión. Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia, tras haber
estado casi en guerra unas con otras en el mes de enero, nuevamente unían
sus fuerzas para desembarazarse de la aparición de Elba, y, en noviembre de
1815, reafirmaban solemnemente la Cuádruple Alianza de Chaumont,
agregando una claúsula según la cual ningún Bonaparte volvería nunca a
gobernar en Francia, También acordaban celebrar futuros congresos para
revisar la situación política e imponer la paz. No se introdujo cambio alguno
en los acuerdos establecidos en Viena, excepto el de que Murat, que había
luchado a favor de Napoleón durante los Cien Días, fuese capturado y
fusilado, y que en Nápoles se restaurase la monarquía de un Borbón
absolutamente nada ilustrado. Además de la Cuádruple Alianza de las
Grandes Potencias, concretamente estructurada para imponer o enmendar
los términos del tratado de paz mediante la acción internacional, Alejandro
proyectaba un esquema más vago, al que él llamaba la Santa Alianza.
Atraído, desde hacia mucho tiempo, por la idea de un orden internacional,

165
aterrado ante el regreso de Napoleón, e influido en aquel momento por la
pietista Baronesa von Krildener, el zar propuso, para que todos los
monarcas la firmasen, una declaración por la que se comprometían a observar
los principios cristianos de la caridad y de la paz. Todos firmaron, excepto el
papa, el sultán y el príncipe regente de Gran Bretaña. La Santa Alianza
—que probablemente habia sido ideada por Alejandro, con toda sinceridad,
como una condenación de la violencia, y que, al principio, no fue tomada en
serio por los otros que la firmaron, los cuales consideraban absurdo mezclar
el cristianismo con la política— pronto pasó a significar, a los ojos de los
liberales, un tipo de alianza nada santa de las monarquías contra la libertad
y el progreso.
La Paz de Viena, que en general incluye el Tratado de Viena propiamente
dicho, los tratados de París y el acuerdo británico y colonial, fue el
convenio diplomático de más alcance entre la Paz de Westfalia de 1648 y la
Paz de París que cerró la Primera Guerra Mundial, en 1919. Tuvo sus
puntos fuertes y sus puntos débiles. Provocó un resentimiento mínimo en
Francia; el antiguo enemigo aceptó los nuevos acuerdos. Puso fin a casi dos
siglos de rivalidad colonial; durante sesenta o setenta aflos, ningún imperio
colonial desafió seriamente al imperio británico. Otras dos causas de fricción
durante el siglo XVIII —el control de Polonia y el dualismo austro-prusiano
en Alemania— se atenuaron mucho a lo largo de cincuenta años. La paz de
1815 abordó eficazmente cuestiones del pesado; con las cuestiones del
futuro, naturalmente, fue menos afortunada. El Tratado de Viena no era
poco liberal para su tiempo; no era, en modo alguno, enteramente
reaccionario, porque el Congreso mostraba pocos deseos de restablecer el
estado de cosas que existía antes de las guerras. La reacción que cobró
fuerza a partir de 1815 no estaba escrita en el tratado.
Pero el tratado no satisfizo a nacionalistas y demócratas. Fue una
decepción también para muchos liberales, especialmente en Alemania. La
transferencia de pueblos de un gobierno a otro, sin consultarles sus deseos,
daba paso, en las circunstancias del siglo XIX, a una gran cantidad de
consecuencias nerturbadoras. Los que habían elaborado la paz eran, en
realidad, hostiles tanto al nacionalismo como a la democracia, que consti­
tuían las poderosas fuerzas del tiempo que se avecinaba; consideraban, con
razón, que el uno y la otra conducían a la revolución y a la guerra. El
problema con el que se enfrentaban era el de restaurar el equilibrio de poder,
las «libertades de Europa», y el de hacer una paz duradera. En esto,
tuvieron éxito. Restauraron el sistema estatal europeo, o sistema en el que un
determinado número de estados soberanos e independientes existía, sin
temor de conquista ni de dominación. Y la paz que ellos elaboraron, aunque
unos detalles se quebrantaron en 1830 y otros en 1848, en conjunto subsistió
durante medio siglo; y durante un siglo entero, es decir, hasta 1914, no hubo
en Europa una guerra que durase más de unos pocos meses o en la que se
viesen envueltas todas las grandes potencias. Ningún conflicto internacional
comparable en magnitud al creado por la Revolución Francesa y por el
Imperio napoleónico ha sido nunca seguido por un período dtr paz tan
prolongado.

166
IV. REACCION CONTRA PROGRESO, 1815-1848

En el periodo anterior a 1815, habían tenido lugar dos «revolucio­


nes». La primera consistió en el violento cambio acarreado por la Revolución
Francesa y por el Imperio napoleónico. En el fondo, era principalmente
política, pues se relacionaba con la organización del gobierno, con la autori­
dad y los poderes públicos, con la hacienda pública, con los impuestos, con
la administración, con la ley, con los derechos individuales y con la posición
legal de las clases sociales. La otra «revolución», que ha de entenderse en un
sentido más metafórico, fue la Revolución Industrial, que había comenzado
en Inglaterra, hacia 1760, según se explica en la introducción a este libro. Fue
fundamentalmente económica, pues se relacionaba con la producción de la
riqueza, con las técnicas manufactureras, con la explotación de los recursos
naturales, con la formación de capital y con la distribución de los productos a
los consumidores. La revolución política y la económica, en aquellos años,
sorprendentemente, se desarrollaron sin que la una dependiese de la otra.
Hasta 1815, la revolución política afectaba a todo ei Continente, mien­
tras la revolución económica era sumamente activa en Inglaterra. El
Continente, aunque renovándose desde el punto de vista político, seguía
estando menos avanzado que Inglaterra desde el punto de vista económico.
Inglaterra, tranformada económicamente, seguía siendo, en otros aspectos,
conservadora.
Es posible que la Revolución Industrial haya sido más importante que la
Revolución Francesa o que cualquier otra revolución {la cuestión es
discutible). En una visión telescópica de la historia del mundo, los dos más
grandes cambios experimentados por la especie humana en los últimos diez
mil años acaso hayan sido la revolución agrícola o neolitica que diu paso a
las primeras civilizaciones, y la Revolución Industrial que dio paso a la
civilización de los siglos X IX y X X . De todos modos, un examen más atento
revela que la revolución económica y la política, la Revolución Industrial (o
industrialización) y las otras instituciones de una sociedad, no pueden
permanecer mucho tiempo separadas, cuando se aspira a comprenderlas. La
Revolución Industrial se produjo primero en Inglaterra, haciéndose evidente
hacia 1780, gracias a ciertas características políticas de la sociedad inglesa,
gracias a que se habia logrado el acceso a los mercados mundiales mediante
triunfos comerciales y navales anteriores, y gracias a que la vida inglesa
ofrecía recompensas al individuo de espíritu arriesgado e innovador. Y los
efectos de la revolución política y de la económica, en Inglaterra o en

Em blema del capitulo: Una medalla conmemorativa del Congreso de Viena, que muestra a
los victoriosos gobernantes de Austria, R u sia y Prusia.
cualquier otra parte, tampoco pueden mantenerse separados durante los años
siguientes a 1815.
Con la derrota de Napoleón y la firma del tratado de paz en Viena, en
1815, parecía que la Revolución Francesa, al fin, habia terminado. El
conservadurismo europeo había triunfado; como se oponía abiertamente a las
nuevas «ideas francesas», podía llamarse, justamente, «reacción». Pero los
procesos de industrialización, a medida que se aceleraban en Inglaterra y se
extendían al Continente, actuaban contra el ordenamiento políticamente
conservador. Ampliaban notablemente la clase empresarial y la asalariada,
haciendo así más difícil para los monarcas y para los aristócratas de la tierra
el mantenimiento de su control sobre los poderes públicos. El desarrollo
industrial del siglo XIX se llamó frecuentemente «progreso», y el progreso fue
más fuerte que la reacción.
La sociedad industrial surgió en Inglaterra, en Europa occidental y en
los Estados Unidos, en el siglo XIX, dentro del sistema conocido como
capitalismo. En el siglo XX, desde la Revolución Rusa, se han creado so­
ciedades industriales en las que el capitalismo es terminantemente rechazado.
Por consiguiente, industrialismo y capitalismo no son, en absoluto, la mis­
ma cosa. Pero todas las sociedades industriales emplean capital, el cual se de­
fine como la riqueza que no se consume, sino que se emplea para producir
más riqueza, o riqueza futura. Un automóvil es un artículo de consumo; la
fábrica de automóviles es el capital. Lo que distingue a una sociedad capi­
talista de otra no capitalista no es la existencia de capital, sino las clases de
personas que lo controlan. Las distinciones, a veces, se hacen confusas. Pe­
ro, en una forma de sociedad, el control del capital se efectúa a través de la
«propiedad privada o de instituciones de propiedad privada, por medio de
las cuales el capital es poseído por trusts individuales o familiares, o en nues­
tro tiempo fundaciones, caías de iubilaciones, o sociedades que, a su vez,
pertenecen a unos accionistas; en ningún caso, al estado. En las sociedades
capitalistas, aunque la propiedad puede estar extendida, la mayor parte del
capital pertenece, o, por lo menos, es controlada por un número relativa­
mente exiguo de personas. En las sociedades del otro tipo, el capital
productivo pertenece, en principio, al público, y es, en realidad, «poseído» y
controlado por el estado o por sus ministerios; esas sociedades suelen
llamarse socialistas, porque los primeros socialistas rechazaban el principio
de la propiedad privada de los medios de producción, es decir, del capital.
En estas sociedades, el control del capital, o las decisiones sobre el ahorro,
sobre la inversión y sobre la producción, se hallan también en pocas manos
relativamente.
En Europa, las instituciones de propiedad privada segura se han desarro­
llado desde la Edad Media, y una gran parte de lo que sucedió en la Revo­
lución Francesa estaba destinado a proteger la propiedad contra las deman­
das del estado. Se afirmaba que la posesión de la propiedad era la base de
la independencia personal y de la libertad política, y la expectativa de ob­
tener futuros beneficios inspiraba a quienes se sentían dispuestos a arries­
gar su capital en nuevas e inciertas empresas. En Europa, había existido
un capitalismo comercial, por lo menos, desde el siglo XVI. La industria­
lización en Europa fue, por consiguiente, capitalista. Los países aienos
168
a la órbita europea occidental, y que se industrializaron después, se encon­
traron con un problema diferente. Un país en el que era poco el capital acu­
mulado, procedente del comercio y de la agricultura de las generaciones
anteriores, y que tenía pocos capitalistas y empresarios, difícilmente podía
industrializarse mediante procedimientos europeos. Si carecía de los antece­
dentes europeos, en los que diversos rasgos políticos, sociales, legales e
intelectual» eran tan importantes como el económico, tenia que emplear
otros métodos para llevar a cabo la industrialización. Esto ha significado,
por lo general, que la innovación, la planificación, la adopción de
decisiones, el control e incluso la dominación dependerían del estado.
Así, a corto plazo, en el espacio de unos pocos años, la Revolución
Industrial en la Europa occidental favoreció los principios liberales y
modemizadores proclamados por la Revolución Francesa. A medio plazo, o
en un espacio de medio siglo, hizo a Europa abrumadoramente más
poderosa que las demás partes del mundo, dando origen a una hegemonía
europea de carácter mundial, en forma de imperialismo. Y a plazo más largo
todavía, durante el siglo XX, provocó un afán de desquite, en virtud del cual
otros países trataron apresuradamente de industrializarse mediante el
proteccionismo, o de mejorar la situación de sus pueblos, tratando desespe­
radamente de alcanzar a Occidente, aunque denunciándolo, con clamorosas
acusaciones, como imperialista y capitalista. Las más importantes de estas
nuevas sociedades industriales son la Unión Soviética y la República Popular
China.

17. La ininterrumpida industrialización de Inglaterra

La Inglaterra que surgía fundamentalmente indemne y realmente fortale­


cida de las guerras contra Napoleón ya no era la «feliz Inglaterra» del pasado.
La aristocracia terrateniente seguía gobernando el parlamento y las comuni­
dades locales, y la Iglesia oficial de Inglaterra continuaba gozando de su
ventajosa posición, pero las instituciones tradicionales se veían cada vez más
presionadas por el acelerado desarrollo económico. La mecanización de la
industria textil y la aplicación de la energía de vapor avanzaban, inconteni­
bles. Ya hemos visto cómo Napoleón no pudo reducir la corriente de exporta­
ciones británicas, en las que la exportación del algodón, por si sola, se habia
duplicado entre 1805 y 1809, mientras las exportaciones a América Latina se
multiplicaban por veinte, pasando de 300.000 libras esterlinas a 6.300.000.
Inglaterra estaba poblándose más también, como la isla de Irlanda, más
pequeña. Las poblaciones unidas de Gran Bretaña e Irlanda se triplicaron en
los cien años desde 1750 a 1850, aumentando desde unos 10 millones en 1750
hasta unos 30 millones en 1850. El aumento se distribuyó de un modo muy
desigual. Anteriormente, en Inglaterra, la mayoría de la población había
vivido en el sur. Pero el carbón y el hierro, y, por consiguiente, las máquinas
de vapor y las fábricas, estaban en el centro y en el norte. Allí parecían surgir
ciudades enteras, como de la nada. En 1785, se calculaba que en Inglaterra y
en Escocia, con la excepción de Londres, sólo había tres ciudades de más

169
de 50.000 habitantes. Setenta años después —el espacio de la vida de un
hombre—, habia treinta y una ciudades inglesas con esa población.

Algunas consecuencias sociales de la industrialización en Inglaterra

La más importante de aquellas ciudades era Manchester, en Lancashire, el


primero y más famoso de los centros industriales de tipo moderno. Manches­
ter, antes del advenimiento de los molinos de algodón, era más bien una gran
ciudad mercado. Aunque muy antigua, no había sido suficientemente impor­
tante para ser reconocida como distrito con representación en el Parlamento.
Localmente, estaba organizada como un señorío. Hasta 1845, los habitantes
no extinguieron los derechos señoriales, comprándolos entonces al último
señor, Sir Oswald Mosley, por 200.000 libras esterlinas, ó 1.000.000 de
dólares, aproximadamente. La población de Manchester pasó de 25.000 en
1772 a 455.000 en 1851. Pero hasta 1835 no hubo en Inglaterra ningún
procedimiento regular para la incorporación de ciudades. La organización
urbana estaba más atrasada que en Prusia o que en Francia. Una dudad no
tenia existencia legal, a menos que la heredase de la Edad Media. Tampoco
tenia funcionarios capacitados, ni recaudadores de impuestos idóneos, ni
facultades legislativas. Era, pues, difícil para Manchester, y para las otras
nuevas ciudades de factorías, abordar los problemas de una rápida urbaniza­
ción, como la provisión de protección policíaca, de agua y de alcantarillado,
o la recogida de la basura.
Las nuevas aglomeraciones urbanas eran lugares parduscos, ennegrecidos
por el espeso hollín de los primeros tiempos del carbón, que se posaba igual
en las fábricas que eh los barrios obreros, que eran oscuros de todos mo­
dos, porque el clima de las zonas centrales de Inglaterra no es soleado.
Las viviendas para los trabajadores se constuian con rapidez, apretadamente
apelotonadas, y siempre escasas, como en todas las comunidades de
crecimiento acelerado. Familias enteras vivían en un solo cuarto, y la vida de
familia tendía a desintegrarse. Un funcionario de policía de Glasgow
observaba que había bloques enteros de viviendas en la ciudad, en cada uno
de los cuales pululaban m il niños andrajosos que sólo tenían nombres de
pila, generalmente apodos, como los animales, aclaraba.
El aspecto enojoso de las nuevas factorías consistía en que, en la mayoría
de los casos, sólo necesitaban mano de obra sin cualificar. Los obreros
cualificados se encontraban en una situación degradada. Tejedores e hilande­
ros manuales, arrojados de su trabajo por las nuevas máquinas, o
languidecían en una miseria que era la más profunda de todos los grados en
la Revolución Industrial, o acudían a una factoría en busca de trabajo. Las
factorías pagaban buenos salarios, en relación con las normas de aquel
tiempo para la mano de obra no cualificada. Pero aquellas normas eran muy
bajas, demasiado bajas para permitir a un hombre mantener á su mujer y a
sus hijos. Esto había sido válido, en general, para la mano de obra no
cualificada, en Inglaterra y en otras partes, también bajó los sistemas
económicos anteriores. En las nuevas factorías, el trabajo era tan mecánico,
que muchas veces se prefería a niños de seis años. Las mujeres, además,
170
cobraban menos por su trabajo, y, frecuentemente, eran más hábiles para el
manejo de una bobina.
Los horarios en las factorías eran largos, hasta alcanzar catorce horas
dianas o más; y aunque esos horarios parecían normales a las personas que
habían trabajado en granjas, o en la industria doméstica de las familias
rurales, eran más tediosos y opresivos en las circunstancias más sítematiza-
das que resultaban imprescindibles en las fábricas. Las vacaciones eran
pocas, salvo en el caso del ocio ingrato del desempleo, que era un azote
frecuente, porque los rápidos altibajos de los negocios eran sumamente
imprevisibles en aquel periodo de desconcertante expansión. Un día sin
trabajo era un día que no producía nada para vivir, de modo que, aun
cuando el jornal fuese relativamente atractivo, el ingreso real del trabajador
era crónicamente insuficiente. Los obreros de las factorías, como los de las
minas, estaban casi totalmente desorganizados. Eran una masa humana
recientemente reunida, sin tradiciones ni lazos comunes. Cada uno se
contrataba individualmente con su patrono, el cual era, por lo general, un
pequeño empresario que tenia que hacer frente a una feroz competición de
los demás, y que, frecuentemente endeudado a causa del equipamiento de su
factoría, u obligado a ahorrar dinero para comprar más, mantenía su «pre­
supuesto de jornales» en la cifra más baja posible.
Los propietarios de las factorías, los nuevos «señores del algodón»,
fueron los primeros capitalistas industriales. Solían ser hombres que se
habían hecho a si mismos, que debían su posición a su propia inteligencia, a
su perseverancia y a su previsión. Vivían cómodamente, sin ostentación y sin
lujo, ahorrando de la ganancia de cada año para ampliar sus factorías y para
comprar sus maquinarias. Como ellos, por su parte, también trabajaban con
dureza, consideraban que los señores de la tierra solían ser unos holgazanes
y que los pobres tendían a ser perezosos. Por lo general, eran honestos, de
una manera rigurosa y exigente; harían dinero por cualquier medio que la ley
les permitiese, pero no irían más allá. N o eran crueles ni intencionadamente
inhumanos. Contribuían a causas caritativas y filantrópicas. Creían que
hacían un favor a «los pobres» dándoles trabajo y procurando que
trabajasen diligente y productivamente. La mayoría de ellos estaba contra la
regulación pública de sus empresas, aunque unos pocos, obligados por la
competencia a recurrir a procedimientos que no les gustaban, como el
empleo de niños pequeños, habrían aceptado alguna regulación que alcanza­
se por igual a todos los competidores. Fue un magnate del algodón, el viejo
Robert Peel, quien en 1802 presentó al Parlamento la primera Ley de
Fábrica. Esta ley se proponía regular las condiciones en que se empleaba a
a los niños pobres en las fábricas textiles, pero fue letra muerta desde el
principo, porque no creó un cuerpo adecuado de inspectores de fábricas. En
aquel tiempo, los ingleses eran los únicos, entre los pueblos europeos
adelantados, que no tenían ninguna clase de administradores públicos
preparados, pagados y profesionales, ni los querían, pues preferían el
autogobierno y la iniciativa local. Tener inspectores para asuntos propios era
algo que olía a burocracia continental. El hecho de que los antiguos métodos
de regulación económica fuesen resultando anacrónicos, realmente inade­
cuados a los nuevos tiempos, tuvo como resultado que cayese en descrédito

171
la idea de la regulación misma. Los nuevos industríales querían que los
dejasen solos. Consideraban antinatural la interferencia en los negocios, y
creían que, si se les permitía seguir sus propios juicios, asegurarían la futura
prosperidad y el progreso del país.

Economía clásica; aLaissezfaire»

Los industriales se vieron fortalecidos en estas creencias por la ciencia de


nueva aparición de la «econonfia política». En 1776, Adam Smith publicó su
trascendental L a riqueza de ¡as naciones, que criticaba el viejo mercantilismo
con sus prácticas reguladoras y monopolisticas, y sostenía, si bien con
moderación, que debía permitirse que actuasen determinadas «leyes natura­
les» de producción y de cambio. Smith fue seguido por Thomas R. Malthus,
por David Ricardo y por la llamada Escuela Manchesteriana. Su doctrina
fue denominada (por sus adversarios) laissezfaire, y, en su forma elaborada,
es conocida también como la economía clásica. Fundamentalmente, aquella
doctrina sostenía que hay un mundo de relaciones económicas, autónomo y
separable del gobierno y de la política. Es el mundo del libre comercio, y se
regula por sí mismo, mediante determinadas «leyes naturales» como la ley de
la oferta y la demanda o la ley de ganancias decrecientes. Todas las personas
deberían seguir su propio y consciente interés; cada individuo conoce su
propio interés mejor que cualquier otro; y la suma total de los intereses
individuales se agregará al bienestar general y a la libertad de todos. El
Gobierno debía hacer lo menos posible; debía limitarse a preservar la
seguridad de la vida y de la propiedad, proporcionando leyes razonables y
tribunales dignos de confianza, y asegurando así el cumplimiento de los
contratos privados, de las deudas y de las obligaciones. N o solamente los
negocios, sino también la educación, la caridad y los asuntos personales
debían quedar encomendados, en general, a la iniciativa privada. N o debía
haber aranceles; el libre comercio debía reinar por doquier, pues el sistema
económico es de dimensión universal, y no se halla sometido a barreras
políticas ni a diferencias nacionales. Por lo que se refiere al trabajador, de
acuerdo con los economistas, clásicos anteriores a 1850, no debía aspirar más
que a un simple nivel de vida mínimo; una «férrea ley de salarios» entra en
acción, tan pronto como el trabajador recibe un salario superior al de
subsistencia, de modo que tiene más hijos, los cuales consumen el exceso, de
modo que el trabajador se reduce nuevamente —y la clase obrera en
general—, a un nivel de subsistencia. El trabajador, aunque esté desconten­
to, debe comprender la locura que constituiría el cambio de sistema, porque
este es el sistema, el sistema natural —y no hay otro—. La economía
política, tal como se enseñaba en la torva Manchester, se llamó, y no sin
razón, «la ciencia lúgubre».
Para la clase obrera inglesa, la Revolución Industrial fue una dura
experiencia. Pero habría que recordar que ni los bajos salarios, ni la jom ada
de catorce horas, ni el trabajo de las mujeres y de los niños, ni los estragos
del desempleo eran cosa nueva. Todo eso había existido durante siglos, en
Inglaterra y en la Europa occidental, desde que el capitalismo agrícola y

172
M il l o n e s d e l i b r a s
( A PRECIOS DE MERCADO)
1,800 -------------------------------

R e n t a n a c io n a l

Fuente: P. Deane y W . A. Colé, British Economía Growth


(Cambridge: Cambridge Unívers'ity Press, 19621, págs. 166-167,

LA REVOLUCION INDUSTRIAL EN GRAN BRETAÑA


(SEGUN LAS FUENTES DE INGRESO)
A pesar de las incertidumbres de esas cifras, algunas cosas son evidentes. El ingreso nacional
inglés casi se multiplicó por ocho en el siglo XIX. Los ingresos procedentes de la agricultura, de
los bosques, etc., segufan siendo los mismos, aproximadamente, pero, de ser 1/3 de los ingresos
totales, pasaron a ser 1/16. En 1851, la mitad del ingreso nacional procedía de la manufactura,
del comercio y del transporte, y, en 1901, de esas fuentes procedían los 3/4. La categoría «in­
greso del exterior» se refiere a1 ínterres y a los dividendos obtenidos por ios préstamos e inversio­
nes fuera de Gran Bretaña, es decir, por la exportación de capital, y esta fuente de ingreso, in­
significante en los primeros años del siglo, aumentó rápidamente después de 1850.

173
comercial había sustituido a las economías más autosufícientes de la Edad
Media. Las ciudades-fábricas eran, en ciertos aspectos, mejores sitios para
vivir aue los barrios rurales de los que muchos de sus habitantes procedían.
La rutina de la fábrica era psicológicamente rebajante, pero las fábricas
textiles ño eran peores, en ciertos sentidos, que los talleres domésticos en que
anteriormente se habían desarrollado los procesos manufactureros. La
concentración de población obrera en la ciudad y en la fábrica abría el
camino hacia el mejoramiento de su situación. Mostraba su miseria, de un
modo más evidente; entre los más afortunados, surgía, poco a poco, un
sentimiento de filantropía. Hacinados en las ciudades, los obreros alcanza­
ban un mayor conocimiento del mundo. Reuniéndose y conversando los
unos con los otros, desarrollaban un sentido de solidaridad, un interés de
clase, y unos objetivos políticos comunes; y, al propio tiempo, se organiza­
ban, formando sindicatos para obtener, mediante d ios, una porción mayor
de la renta nacional.
Tras la caída de Napoleón, Inglaterra se convirtió en el taller del mundo.
Aunque en Francia, en Bélgica, en Nueva Inglaterra y en otras partes surgían
fábricas que empleaban la fuerza del vapor, la Gran Bretaña, en realidad, no
tuvo que enfrentarse con ninguna competencia industrial del exterior, hasta
después de 1870. Los ingleses tenían un virtual monopolio en la industria
textil y en la siderurgia. La zona del centro dé Inglaterra (.Midlands) y las
tierras bajas escocesas (.Lowlands) exportaban hilo de algodón y máquinas
de vapor a todo el mundo. Se exportaba capital británico a todos los países,
para crear en ellos nuevas empresas. Londres se convirtió en el centro
bancaño y financiero del mundo. Las gentes progresistas de otros países
miraban a la Gran Bretaña como a un modelo, con la esperanza de aprender
de sus avanzados métodos industriales, y de imitar su sistema político
parlamentario. Asi se asentaron otros fundamentos del siglo XIX.

18. La llegada de los «ismos»

Las fuerzas combinadas de la industrialización y de la Revolución


Francesa condujeron, con posterioridad a 1815, a la proliferación de
doctrinas y movimientos de muchas clases. En 1848, estallaron en una
revolución general europea. En cuanto a los treinta y tres años transcurridos
entre 1815 y 1848, no hay mejor modo de comprender su significado, a
largo plazo, que el de reflexionar acerca del número de «ismos» que
surgieron en aquel tiempo y que están vivos todavía.
Según se sabe, la palabra «liberalismo» apareció en el idioma inglés, por
primera vez, en 1819, «radicalismo» en 1820, «socialismo» en 1832,
«conservadurismo» en 1835. Los años 1830 asistieron a la aparición de
«individualismo», «constitucionalismo», «humanitarismo» y «monarquis­
m o». «Nacionalismo» y «comunismo» datan de los años 1840. Hasta los
años 1850, el mundo de habla inglesa no utilizó la palabra «capitalismo (el
capitalisme francés es mucho más antiguo); y no se oyó hablar de
«marxismo» hasta mucho después, aunque las doctrinas de Marx surgieron
en los tormentosos tiempos de los años 1840, y los reflejaron.

174
La rápida acuñación de nuevos «ismos» no siempre significa que las ideas
que significaban fuesen nuevas. Muchos de ellos tenían su origen en la
Ilustración, o incluso antes. Los hombres habían amado la libertad antes de
hablar de liberalismo, y habían sido conservadores sin conocer el conserva­
durismo en cuanto tal. La aparición de tantos «ismos» más bien revela que
los hombres estaban dando a sus ideas un carácter más sistemático. A la
«filosofía» de la Ilustración se unía ahora un intenso activismo y un mi-
litantismo que se habían generado durante la Revolución Francesa. Los
hombres se veian obligados a reconsiderar y a analizar la sociedad como un
conjunto. Iban tomando forma las ciencias sociales. Un «ismo» (excluyendo
palabras como «hipnotismo» o «favoritismo») puede definirse como la
defensa consciente de una doctrina frente a otras doctrinas. Sin los «ismos»
creados en los treinta y tantos años siguientes a la paz de Viena, es
imposible comprender ni siquiera hablar de la historia del mundo a partir de
ese acontecimiento, de modo que será conveniente una breve caracterización
de algunos de los más importantes1.

Romanticismo

El único de los «ismos» que no fue político. Se llamó «romanticismo»,


palabra que se utilizó en inglés, por vez primera, en los años 1840, para
describir un movimiento que entonces tenía una antigüedad de medio siglo.
El romanticismo fue, primordialmente, una teoría de la literatura y de las
artes. Entre sus grandes representantes, se encontraban Wordsworth, Shelley
y Byron en Inglaterra, Víctor Hugo y Chateaubriand en Francia, Schiller y
los Schlegel y muchos otros en Alemania. Como teoría del arte, planteó
cuestiones fundamentales acerca de la naturaleza de la verdad significativa,
acerca de la importancia de las diversas facultades humanas, acerca de la
relación del pensamiento y del sentimiento, acerca de la significación del
pasado y del tiempo mismo. Por representar un nuevo modo de sentir toda
la experiencia humana, afectó a casi todo el pensamiento relacionado con
cuestiones sociales y públicas.
Es posible que la actitud romántica más fundamental consistiese en un
amor por lo inclasificable; disposiciones de ánimo e impresiones, ambientes
o narraciones, visiones o sonidos o cosas concretamente experimentadas,
idiosincrasias personales o costumbres peculiares que la inteligencia nunca
podría clasificar, encajar, explicar o reducir a una generalización abstracta.
Era característica de los románticos la insistencia en el valor del sentimiento,
tanto como en el de la razón. Conocían la importancia del subconsciente.
Tendían a suponer que una idea perfectamente clara sería, en derto modo,
superfidal. Amaban las figuras misteriosas, desconocidas, vislumbradas en
un horizonte lejano. De ahí que el romantidsmo contribuyese a un nuevo
interés por las sodedades extrañas y distantes, asi como por las extrañas y
distantes épocas históricas. Mientras los philosophes de la Ilustración habian
deplorado la Edad Media como un tiempo de error intelectual, la generadón

1 P a ra algunos otros «ism os» importantes» posteriores a 1850, ver págs. 237-238,

175
romántica volvía la mirada hada ella con respecto e incluso con nostalgia,
pues en ella encontraban una fascinación, un colorido, o una profundidad
espiritual que echaban de menos en su propia época. Lo «gótico», que los
racionalistas consideraban bárbaro, tenia un fuerte atractivo para los
románticos. En las artes se produjo un Renacimiento Gótico, uno de cuyos
ejemplos fue el edificio del Parlamento Británico, construido en los años
1830.
En el arte y en las instituciones medievales, asi como en el arte y en las
instituciones de todos los tiempos y de todos los pueblos, los románticos
veían la expresión de un genio interior. La idea de un genio original o
creador era, en efecto, otra de las más fundamentales creencias románticas.
Un genio era un espíritu dinámico al que ninguna norma podía encerrar, al
que ningún análisis o clasificación podía siquiera explicar plenamente. Se
aseguraba que el genio creaba sus propias normas y leyes. El genio podía ser
el de la persona individual, como el artista, el escritor, o el que movía el
mundo, como Napoleón. Podía ser el genio o el espíritu de una época, O
podía ser el genio de un pueblo o de una nadón, el Volksgeist de Herder, un
carácter nadonal inherente que hace que cada pueblo se desarrolle de un
modo propio y peculiar, que sólo podría conocerse mediante el estudio de
su historia, y no mediante el raciodnio2. También en este campo, el
romanticismo dio un nuevo impulso al estudio del pasado. Políticamente, el
romántico podía encontrarse tanto entre los conservadores como entre los
radicales. Veamos ahora los «ismos» más puramente políticos.

Liberalismo clásico

Los primeros liberales que se dieron a si mismos ese nombre (aunque


Napoleón utilizó esa palabra para su propio sistema, como hemos visto3),
surgieron en España, entre ciertos adversarios de la ocupación napoleónica.
La palabra pasó luego a Franda, donde significó oposición al realismo tras
la restauración de los Borbones en 1814. En Inglaterra, muchos whigs, e
incluso unos pocos tories, iban hadéndose cada vez más liberales, hasta que,
en los años 1850, se fundó el gran Partido Liberal. El liberalismo
decimonónico o «clasico» variaba de un país a otro, pero mostraba muchas
semejanzas fundamentales.
Por lo general, los liberales eran hombres de las clases profesionales y del
mundo de los negodos, juntamente con terratenientes emprendedores que
deseaban mejorar sus propiedades. Creían en lo que era moderno, ilustrado,
eficaz, razonable y claro. Confiaban en las facultades de autogobierno y de
autocontrol del hombre. Tenían en alta estima el gobierno parlamentario o
representativo, que actuaba a través de una discusión y una legislación
razonables, con ministerios responsables y con una administración impardal
y observante de la ley. Demandaban una plena publicidad para todas las
acciones del gobierno, y, para asegurar esa publiddad, insistían en la

2 Ver pág. 151.


3 Ver pág. 142.

176
libertad de imprenta y en el libre derecho de reunión. Consideraban que
todas estas ventajas políticas se harían realidad, muy probablemente, bajo
una buena monarquía constitucional. Fuera de Inglaterra, abogaban por
constituciones explícitas y escritas. N o eran demócratas; se oponían al
sufragio universal, por temor a los excesos del poder del populacho o de una
acción política irracional. Los liberales sólo se avinieron a aceptar la idea del
sufragio universal para los varones, gradualmente y a disgusto, bien
avanzado ya el siglo XIX. Suscribían las doctrinas de los derechos del
hombre tal como se habían manifestado en las revoluciones americana y
francesa, pero haciendo especial hincapié en el derecho de propiedad, y, en
sus puntos de vista económicos,1seguían a la escuela inglesa de Manchester o
al economista francés, J. B. Say. Abogaban por el laissez faire, recelaban de
la capacidad del gobierno para regir los negocios, tendían a terminar con el
sistema de gremios donde aún existía, y desaprobaban los intentos de los
nuevos obreros industriales de organizar sindicatos.
Intemacionalmente, defendían la libertad de comercio, que se realizaría
mediante la reducción o la abolición de aranceles, de modo que todos los
países pudieran intercambiar sus productos, fácilmente, unos con otros, y
con la Inglaterra industrial. Pensaban que, de este modo, cada país
produciría lo que le resultase más conveniente, con lo que incrementaría al
máximo su riqueza y elevaría sus niveles de vida. Creían que al crecimiento
de la riqueza, de la producción, de la invención y del progreso científico
seguiría el progreso general de la humanidad. Solían considerar a las iglesias
establecidas y a las aristocracias de la tierra como obstáculos para el avance.
Creían en la expansión de la tolerancia y de la educación. Eran también de
actitudes profundamente civiles, y se mostraban contrarios a las guerras, a
los conquistadores, a los oficiales del ejército, a los ejércitos permanentes y a
los gastos militares. Querían cambiar ordenadamente, mediante procesos
legislativos. Se estremecían ante la idea de la revolución. Los liberales del
Continente solían ser admiradores de Gran Bretaña.

Radicalismo, republicanismo, socialismo

El radicalismo, al menos como palabra, se originó en Inglaterra, donde


los Radicales Filosóficos se aplicaron el término a si mismos, orgullosamen-
te, hacia 1820. Aquellos radicales de los años 1820 incluían no sólo a los
pocos dirigentes de la clase obrera que comenzaban a aparecer, sino también
a muchos de los nuevos capitalistas industriales, que aún no tenían
representación en el Parlamento. Continuaron donde «jacobinos» ingleses
cómo Thomas Paine se habían quedado una generación antes, cuando la
prolongada crisis de las guerras francesas aún no había desacreditado todo
radicalismo como pro-francés4.
Los radicales filosóficos se parecían mucho a los philosophes franceses
anteriores a la Revolución. Eran seguidores de un viejo sabio, Jeremy
Bentham, que en numerosos escritos, desde 1776 hasta 1832, trató de

4 Ver págs. 103, 121.

177
reformar las leyes penales y civiles de Inglaterra, asi como la iglesia, el
parlamento y la constitución. Los radicales ingleses proclamaban la necesi­
dad de deducir la forma justa de las instituciones de la propia naturaleza y
de la psicología del hombre. Se apresuraban a desechar todos los argumentos
basados en la historia, en los usos o en las costumbres. Iban a las «raíces» de
las cosas. («Radical» procede de la palabra latina que significa «raíz»).
Querían una total reelaboración de las leyes, de los tribunales, de las
prisiones, del socorro a los pobres, de la organización municipal, de los
burgos podridos y del clero dedicado a la caza del zorro. Su demanda de
reforma del Parlamento era apasionada e insistente. Detestaban la Iglesia de
Inglaterra, la nobleza y la «squirearchy». Muchos radicales abolirían tam­
bién la realeza, tan pronto como fuera posible; hasta el largo reinado de la
Reina Victoria (1837-1901), la monarquía británica no llegó a hacerse indis­
cutiblemente popular en todos los sectores. Ante todo, el radicalismo era
democrático; pedía que todo hombre inglés adulto tuviese voto. Tras el
Proyecto de Reforma de 1832, los capitalistas industriales, en general, se
pasaron a los liberales, pero los dirigentes de la clase obrera continuaron
siendo radicales demócratas, como se verá.
En el Continente, el radicalismo estaba representado por un republicanis­
mo militante. Los años de la Primera República Francesa, que para los
liberales y conservadores significaban los horrores asociados al Reinado del
Terror, eran para los republicanos años de esperanza y de progreso,
interrumpidos por las fuerzas de la reacción. Los republicanos eran una
minoría, incluso en Francia; en otras partes, como en Italia y en Alemania,
eran todavía menos, aunque existían. En su mayor parte, los republicanos
pertenecían a la «intelligentsia», como en el caso de los estudiantes y los
escritores, o eran dirigentes de la clase obrera que protestaban contra la
injusticia social, o antiguos veteranos, o los hijos y los sobrinos de los
veteranos, para quienes la República del 93, con sus guerras y su gloria, era
una cosa viva. A causa de la represión policiaca, los republicanos se reunían,
a menudo, en sociedades secretas. Consideraban serenamente el proyecto de
un nuevo alzamiento revolucionario, que, en su opinión, constituiría un
avance para la causa de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad. Por su
condición de profundos creyentes en la igualdad política, era demócratas que
demandaban el sufragio universal. Estaban a favor del gobierno parlamenta­
rio, pero no estaban tan interesados como los liberales por su buen
funcionamiento. Los republicanos, en su mayoría, eran rigurosamente
anticlericales. Recordando la lucha sin cuartel entre la iglesia y la república
‘durante la Revolución Francesa, y observando todavía la actividad política
del clero católico (porque el republicanismo era muy frecuente en los países
católicos), consideraban a la Iglesia Católica como la enemiga implacable de
la razón y de la libertad. Contrarios a cualquier tipo de monarquía, incluida
la monarquía constitucional, intensamente hostiles a la iglesia y a la
aristocracia, conscientes herederos de la Gran Revolución Francesa, organi­
zados en sociedades secretas nacionales e internacionales, sin oponerse al
derrocamiento de los regímenes existentes por la fuerza, los republicanos
más militantes eran considerados por la mayoría de la gente, incluidos los
liberales, como poco mejores que los anarquistas.

178
El republicanismo se transformaba gradualmente en socialismo. Los so­
cialistas, por lo general, compartían las actitudes políticas del republicanismo,
pero tenían además, otros puntos de vista. Los primeros socialistas, los ante­
riores a la Revolución de 1848, eran de muchos tipos, pero todos tenían ciertas
ideas en común. Todos ellos consideraban el sistema económico existente como
disparatado, caótico y desaforadamente injusto. Todos pensaban que era irra­
cional que los dueños de la riqueza tuvieran tanto poder económico como para
dar o negar trabajo a los obreros, fijar salarios y horarios de trabajo según sus
propios intereses, conducir todas las actividades de la sociedad en beneficio de
la ganancia privada. Por consiguiente todos cuestionaban el valor de la empresa
privada, favoreciendo un cierto grado de propiedad común de los activos pro­
ductivos, bancos, fábricas, máquinas, tierra y transportes. Todos desaprobaban
la competencia como un principio rector, y formulaban, en lugar de ella, princi­
pios de armonía, de coordinación, de organización o de asociación. Todos
rechazaban, llana y absolutamente, el laissez faire de los liberales y de los eco­
nomistas políticos. Mientras estos pensaban, principalmente, en el aumento de
la producción, sin interesarse mucho por la distribución, los primeros socialistas
pensaban, principalmente, en una más justa o más equitativa distribución de la
renta entre todos los miembros útiles de la sociedad. Creían que, más allá de la
igualdad civil y legal introducida por la Revolución Francesa, había que dar,
además, u n nuevo paso hacia la igualdad social y económica.
Uno le los primeros socialistas fue también uno de los primeros
industriales del algodón, Robert Owen (1771-1858), de Manchester y de las
tierras bajas escocesas. Preocupado ante la situación de los obreros, creó
una especie de comunidad modelo para sus propios empleados, pagando
salarios altos, reduciendo las jornadas de trabajo, castigando severamente el
vicio y la embriaguez, construyendo escuelas y viviendas y almacenes de
empresa para la venta barata de los artículos de primera necesidad a los
obreros. De aquel capitalismo paternalista de sus primeros años, pasó, a lo
largo de su prolongada existencia, a erigirse en cruzado de las reformas
sociales, tropezando en esta labor con ciertos obstáculos, no sólo por la
oposición de los otros industriales, sino también por su impopular radicalis­
mo en materia de religión.
En su mayoría, los primeros socialistas eran franceses, impulsados por el
sentimiento de una revolución inacabada. Uno era un noble, el Conde de
Saint-Simon (1760-1825), que había luchado en la Guerra de la Independen­
cia Americana, había aceptado la Revolución Francesa, y, en sus últimos
años, escribió muchos libros sobre problemas sociales. Saint-Simon y sus
seguidores, que no se llamaban a si mismos socialistas, sino sansimonianos,
figuraron entre los primeros claros exponentes de una sociedad planificada.
Defendían la propiedad pública del equipamiento industrial y de otro
capital, con el control en manos de los grandes capitanes de industria o
ingenieros sociales, que idearían grandes proyectos como la excavación de un
canal en Suez, y, en general, coordinarían la actividad y los recursos de la
sociedad hacia fines productivos. De un tipo diferente fue Charles Fourier
(1772-1837), pensador un tanto doctrinario, que sometía todas las institucio­
nes conocidas a una condena devastadora. Su programa positivo adoptó la
forma de una propuesta, según la cual la sociedad debía organizarse en

179
pequeñas unidades que él llamó «falansterios». En su opinión, cada uno de
aquellos falansterios debía estar compuesto por 1.620 personas, cada una de
las cuales realizaría un trabajo adecuado a su inclinación natural. Entre los
franceses prácticos, nunca tuvo éxito la organización de ningún falanste-
río. Un buen número de ellos se establecieron en los Estados Unidos, que
eran todavía la tierra del sueño utópico de Europa. El más conocido, pues
estaba formado por personas ilustradas, fue el «movimiento de la Brook
Farm» (Granja de la Cañada), en Massachusetts, que se mantuvo, a través de
una tormentosa existencia, durante cinco años, desde 1842 a 1847. También
Robert Owen, en 1825, había fundado una colonia experimental en América,
en Nueva Armonía, Indiana, en las orillas del Wabash, entonces remotas y
no deterioradas; esta colonia tampoco duró más que cinco años. Aquellos
planes, que presuponían la retirada de unos espíritus selectos a una vida
apartada, poco tenían que decir, en realidad, acerca de los problemas de la
sociedad como conjunto en una era industrial.
Políticamente, la forma más significativa de socialismo antediluviano
—antes del «diluvio» de 1848— fue el movimiento surgido entre las clases
trabajadoras de Francia, que era un compuesto de republicanismo revolucio­
nario y de socialismo. Los politizados trabajadores de París habían sido
republicanos desde 1792. Para ellos, la Revolución, en las décadas de 1820,
1830 y 1840, no se había terminado, sino que sólo se habia interrumpido
momentáneamente. Reducidos a la impotencia política, perjudicados en sus
derechos por las discriminaciones de que eran objeto en los tribunales de
justicia, obligados a llevar documentos de identidad firmados por sus
patronos, aguijoneados por las presiones de la industrialización que iba
extendiéndose por Francia, desarrollaron una profunda hostilidad frente a
las clases poseedoras de la burguesía. Encontraron un portavoz en el
periodista de París, Louis Blanc, director de la Revue d e progrés y autor de
La organización del trabajo (1839), una de las más constructivas entre las
primeras obras socialistas. Proponía un sistema de «talleres sociales», o
centros manufactureros sostenidos por el estado, en los que los obreros
trabajarían por y para sí mismos, sin intervención de los capitalistas
privados. De este tipo de socialismo oiremos hablar más, a medida que la
historia se vaya desenvolviendo.
En cuanto al «comunismo», en aquel tiempo era un dudoso sinónimo de
socialismo. Un pequeño grupo de revolucionarios alemanes, desterrados
principalmente en Francia, se dieron ese nombre en 1840. La histeria
los habría olvidado, si entre sus miembros no hubieran estado incluidos
Carlos Marx y Federico Engels. Marx y Engels emplearon conscientemente
la palabra en 1848, para diferenciar su variedad de socialismo de la variedad
de los utópicos como Saint-Simon, Fourier y Owen. Pero la palabra
«comunismo» cayó en un desuso general después de 1848, para renacer tras la
revolución Rusa de 1917, momento en que adquiere un nuevo significado.

Nacionalismo: Europa occidental


El nacionalismo, por haber surgido, en gran parte, como reacción contra
el sistema internacional napoleónico, ha sido discutido ya en el capítulo

180
anterior5. Fue el más penetrante y el menos cristalizado de los nuevos
«ismos». En la Europa occidental —Inglaterra, Francia o España—, donde
la unidad nacional ya existía, el nacionalismo no era tanto una doctrina
como un estado de ánimo latente, que se excitaba fácilmente cuando se
cuestionaban los intereses nacionales, pero que, normalmente, se daba por
supuesto. En otras partes —Italia, Alemania, Polonia, los imperios austríaco
y turco—, donde pueblos de la misma nacionalidad se hallaban politicamen­
te divididos o sometidos a una dominación extranjera, el nacionalismo
estaba convirtiéndose en un programa deliberado y consciente. Fue, sin
duda, el ejemplo occidental, de Gran Bretaña y Francia, prósperas y
florecientes porque eran naciones unificadas, lo que estimuló las ambiciones
de otros pueblos para convertirse en naciones unificadas también. El período
posterior a 1815 fue en Alemania un tiempo de creciente agitación en tom o a
la cuestión nacional, en Italia de Risorgimento o resurgimiento, y en la
Europa oriental de Resurrección Eslava.
El movimiento estaba capitaneado por intelectuales, que muchas veces
tenían que inocular en sus compatriotas incluso la propia idea de nacionali­
dad. Se valieron de la concepción de Herder del Volksgeist o espíritu
nacional, aplicándola cada uno a su propio pueblo6. Generalmente, comen­
zaban con un nacionalismo cultural, señalando que cada pueblo tenía un
lenguaje, una historia, una visión del mundo y una cultura propia, que debía
ser preservada y perfeccionada. Después, solían pasar a un nacionalismo
político, sosteniendo que, para preservar aquella cultura nacional, y para
asegurar la libertad y la justicia a sus miembros individuales, cada nación
debía crear un estado soberano propio. Decían que las autoridades gober­
nantes debían ser de la misma nacionalidad, es decir, debían hablar el mismo
idioma que los gobernados. Todas las personas de la misma nacionalidad, es
decir, del mismo idioma, debían reunirse dentro del mismo estado.
Como aquellas ideas no podían realizarse plenamente sin el derrocamien­
to de todos los gobiernos de Europa al este de Francia, el nacionalismo
auténtico era instrínsecamente revolucionario. Los nacionalistas declarados
eran mal vistos o perseguidos por las autoridades, y, en consecuencia,
formaron un gran número de sociedades secretas. La más famosa fue la de
los carbonarios, organizada en Italia en los tiempos de Napoleón. En aquel
país, había otras muchas —los Veri Italiani, los Apophasimenes, los
Sublimes y Perfectos Maestros, etc.—. En algunas regiones, sirvieron para el
mismo fin las logias masónicas. En muchas de aquellas sociedades, el
nacionalismo se mezclaba con el liberalismo, con el socialismo o con el
republicanismo revolucionario, de un modo todavía indiferenciado. Los
miembros se iniciaban mediante un complejo ritual destinado a grabar en
ellos la idea de las terribles consecuencias que sufrirían si traicionaban los
secretos de la sociedad. Utilizaban apretones de manos y contraseñas, y
adoptaban nombres revolucionarios para ocultar su identidad y burlar a la
policía. Solían estar tan organizados, que el miembro ordinario sólo conocía
la identidad de otros pocos miembros, y nunca de los superiores, de modo

5 Ver págs, 149-156.


6 Ver pág. 151.

181
que, si le arrestaban, no podría revelar nada importante. Las sociedades
actuaban haciendo circular literatura prohibida y, en general, manteniendo
un fermento revolucionario. Los conservadores les temían, pero las socieda­
des no eran peligrosas, realmente, para ningún gobierno que contase con el
apoyo de su pueblo.
El más famoso de los pensadores nacionalistas de la Europa occidental
fue el italiano José Mazzini (1805-1872), que pasó la mayor parte de su vida
adulta en el destierro, en Francia y en Inglaterra. En su juventud, se adhirió
a los carbonarios, pero en 1831 fundó una sociedad propia, llamada Joven
Italia, y editaba e introducía de contrabando en Italia copias de un periódico
del mismo nombre. Joven Italia pronto fue imitada por otras sociedades de
orientación similar, como Joven Alemania. En 1834, Mazzini organizó una
expedición contra el reino de Cerdeña, con la esperanza de que toda Italia se
alzaría y se uniría a él. Sin desalentarse por el fracaso total de la expedición,
Mazzini continuó organizando, conspirando y escribiendo. Para Mazzini,
nacionalidad y revolución constituían una causa sagrada, en la que tenían
que encontrar expresión las cualidades más generosas y humanas. Era un
pensador moral, como puede deducirse del titulo de su libro más leído, L os
deberes del hombre, en el que colocaba un deber puro ante la nación, como
intermedio entre el deber ante la familia y el deber ante Dios.
Para los alemanes, divididos y frustrados, la nacionalidad se convirtió
casi en una obsesión. Desde la cultura popular hasta la metafísica, todo
estaba influido por aquella idea. Por ejemplo, en 1812, se publicaron los
Cuentos populares de Grimm. Se trataba de la obra de los dos hermanos
Grimm, fundadores de la ciencia moderna de la lingüistica comparada, que
viajaron por toda Alemania estudiando los dialectos populares y recogiendo
así los cuentos que durante generaciones habían circulado entre el pueblo.
De aquel modo, esperaban encontrar el «espíritu» antiguo, nativo, indígena,
de Alemania, profundo e intacto en el corazón del Volk. La misma
preocupación por la nacionalidad se revelaba en la filosofía de Hegel
(1779-1831), posiblemente el más grande de todos los pensadores del siglo
XIX.
Para Hegel, con el espectáculo de los años napoleónicos ante sus ojos,
era evidente que un pueblo no podía gozar de libertad, de orden ni de
dignidad, si no poseia un estado fuerte e independiente. El estado, para él, se
convirtió en la encarnación institucional de la razón y de la libertad, «la
marcha de Dios por el mundo», como él señalaba, significando, no una
expansión en el espacio mediante una conquista corriente, sino una marcha a
través del tiempo y de los procesos de la historia. Hegel concebía la realidad
en sí misma como un proceso, como un desarrollo que tenía su lógica interna
y su propia y necesaria consecuencia. Rompía, así, con la filosofía más
estática y mecánica del siglo XVIII, con sus categorías fijas de un bien y de
un mal inmutables. Se convirtió en un filósofo del desarrollo del cambio. El
patrón del cambio que él sostenía era la «dialéctica», o irresistible tendencia
del espíritu a avanzar mediante la creación de contrarios. Una situación dada
(la «tesis») produciría inevitablemente, según este punto de vista, la
concepción de una situación contraria (la «antítesis»), que también inevita­
blemente sería seguida por una reconcialiación y una fusión de las dos (la

182
«síntesis»). Por consiguiente, podía pensarse que la propia desunión de
Alemania, mediante la producción de la idea de la unidad, haría realidad,
inevitablemente, la creación de un estado alemán.
La dialéctica hegeliana no tardó en ser apropiada por Carlos Marx para
nuevas utilizaciones, pero, mientras tanto, la filosofía de Hegel, con otras
que circulabaiupor Alemania, hizo que el estudio de la historia resultase más
filosóficamente significativo de lo que hasta entonces hubiera sido nunca. La
historia, el estudio de la sucesión temporal, parecía constituir la verdadera
llave que abriría el camino a la auténtica significación del mundo. Se
estimularon los estudios históricos, y las universidades alemanas se convirtie­
ron en centros de aprendizaje histórico, que atraían a estudiosos de muchos
países. El más eminente de los historiadores alemanes fue Leopold von
Ranke (1795-1886), fundador de la escuela «científica» de la historiografía.
También Ranke, aunque intelectualmente escrupuloso en sumo grado, debía
mucho de su impulso a su sentimiento nacional. Su primera obra de
juventud fue un estudio de los Pueblos latinos y teutónicos; y una de sus
ideas fundamentales, durante toda su larga vida, fue la de que Europa debia
su grandeza única a la coexistencia y a la interrelación de varias naciones dis­
tintas, que se habían resistido siempre a los intentos de cualquiera de ellas a
controlar todo el conjunto. En esto último Ranke se refería realmente a Fran­
cia, la Francia de Luis XIV y la de Napoleón— . En 1830, Ranke decía
que los alemanes habían recibido de Dios la misión de desarrollar una
cultura y un sistema político totalmente distintos de los desarrollados por los
franceses. Estaban destinados a «crear el estado alemán puro correspondien­
te al genio de la nación». Ranke consideraba muy dudoso que los principios
constitucionales, parlamentarios e individualistas occidentales fuesen ade­
cuados al carácter nacional de Alemania.
En economía, Federico List, en su Sistema nacional de Economía
Política (1841), sostenía que la economía política tal como se enseñaba en
Inglaterra sólo era conveniente para Inglaterra. La economía política no era
una verdad abstracta, sino un cuerpo de ideas desarrolladas en un
determinado momento histórico, en un país determinado. List fue asi el
fundador de la escuela histórica o institucional de la economía. Decía que la
doctrina del libre comercio había sido ideada para hacer de Inglaterra el
centro industrial del mundo, manteniendo a los otros paises en la situación
de abastecedores de materias primas y de alimentos. Pero él sostenía que
todo país, si había de ser un país civilizado y si había de desarrollar su
propia cultura nacional, debería tener ciudades, fábricas, industrias y su
propio capital. Por lo tanto, tenía que establecer una política proteccionista
de aranceles elevados (al menos temporalmente, en teoría). Es de señalar que
List había desarrollado sus ideas durante una permanencia en los Estados
Unidos, donde el «sistema americano» de Henry Clay era, en efecto, un
sistema nacional de economía política.

Nacionalismo: Europa oriental


En la Europa oriental, los polacos y los magiares habían sido, durante
largo tiempo, nacionalistas políticos activos, los polacos deseando anular las

183
particiones y restablecer su estado polaco, y/ilos magiares insistiendo en la
autonomía de su reino de Hungría dentro del imperio de los Habsburgo7.
Pero en su mayor parte, el nacionalismo en la Europa oriental seguía siendo
más cultural que político. Siglos de desenvolvimiento habían tendido a
sofocar a los checos, eslovacos, rutenos, rumanos, servios, croatas, eslove­
nos y también, en menor grado, a los polacos y a los magiares. Sus clases más
altas hablaban alemán o francés, y, en cuanto a sus ideas, miraban a Viena o
a París. Los lenguajes nativos se habían quedado como lenguajes de
campesinos, y las culturas como culturas campesinas, apenas conocidos por
los europeos civilizados. Parecía que muchos de aquellos lenguajes desapa­
recerían.
Pero a comienzos del siglo XIX, el proceso empezó a invertirse. Los
patriotas empezaron a demandar la preservación de sus culturas históricas.
Recogían cuentos populares y baladas; estudiaban los lenguajes, confeccio­
naban gramáticas y diccionarios, a menudo por primera vez; y se dedicaron
a escribir libros en sus lenguas maternas. Apremiaban a sus clases ilustradas
para que abandonasen los modos «extranjeros». Escribían historias que
mostraban las famosas hazañas de sus diversos pueblos en la Edad Media.
Un nuevo nacionalismo agitaba a los magiares; en 1837, se establecía en
Budapest un teatro nacional húngaro. En lo que había de ser Rumania, un
joven transilvano, antes campesino, llamado George Lazar, comenzó a ejer­
cer como profesor en Bucarest, en 1816. Daba sus lecciones en rumano (para
sorpresa de las clases altas, que preferían el griego), explicando cómo Ruma­
nia tuvo una historia ilustre que se remontaba hasta el emperador romano,
Trajano. En cuanto a los griegos, abrigaban esperanzas de restaurar el impe­
rio griego medieval (conocido para los occidentales como el Imperio Bizanti­
no), en el que las personas de lengua griega o de religión ortodoxa griega se
convertirían el pueblo predominante en los Balcanes.
El más importante de los movimientos de la Europa oriental fue el Re­
surgimiento Eslavo. En los eslavos se incluían los rusos, los polacos y los
rutenos; los checos y los eslovacos, y los eslavos del sur, que abarcaban a los
eslovenos, croatas, servios y búlgaros. Todas las ramas de los eslavos
comenzaron a revivir. En 1814, el servio Vuk Karajich publicó una
gramática de su lengua nativa y una colección de Canciones y poem as ¿picos
populares de los servios; confeccionó un alfabeto servio, tradujo el Nuevo
Testamento y declaró que el dialecto de Ragusa (hoy Dubrovnik) debería
convertirse en el lenguaje literario de todos los eslavos del sur. Tropezó con
la oposición del clero servio, que prefería que la escritura se limitase al Esla-
vónico, un lenguaje puramente erudito, como el latín; pero, fuera de Servia,
encontró mucho apoyo, incluido el de los hermanos Grimm. Los checos
habían sido siempre un pueblo más avanzado que los servios, pero los
checos ilustrados estaban, por lo general, medio germanizados. En 1836, el
historiador Palacky publicó el primer volumen de su Historia de Bohemia,
destinado a dar a los checos un nuevo sentimiento de orgullo de su pasado
nacional. Primero escribió su libro en alemán, que era el lenguaje de lectura

7 Sobre los polacos, ver págs. 56-58, 151; sobre los m agiares, ver pág. 50.

184
común de los checos ilustrados. Pero no tardó en reelaborarlo en checo,
dándole, significativamente, el nuevo título de Historia del pueblo checo.
Entre los polacos, puede mencionarse el poeta y revolucionario, Adam
Mickiewicz. Los rusos le arrestaron, en 1823, por pertenecer a una sociedad
secreta, pero el gobierno zarista en seguida le permitió que se trasladase a la
Europa occidental. Desde 1840 a 1844, enseñó lenguas eslavas en el Collége
de France, utilizando su cátedra como una tribuna para pronunciar
elocuentes alegatos en favor de la liberación de todos los pueblos y del
derrocamiento de la autocracia. Escribió poemas épicos sobre temas
históricos polacos, y continuó activo entre los polacos revolucionarios des­
terrados y establecidos en Francia.
Por su parte, Rusia, a la que los polacos y los checos consideraban muy
atrasada, fue más lenta en el desarrollo de un pronunciado sentimiento
nacional. Bajo el zar Alejandro I, predominó una orientación occidental o
europea, pero en los últimos años de Alejandro y después de su muerte,
comenzaron a extenderse las doctrinas eslavófilas. La eslavofilia rusa, o la
idea de que Rusia tenía un modo de vida propio, diferente del de Euro­
pa y que no debería ser corrompido por éste, era sencillamente, la aplica­
ción a Rusia de la idea fundamental del Volksgeist. En Rusia, esos puntos
de vista eran tan antiguos, por lo menos, como la oposición a las refor­
mas iniciadas por Pedro el Grande8. En el nacionalista siglo XIX, crista­
lizaron más sistemáticamente en un «ismo», y tendieron a fundirse en el
pan-eslavismo, que hacía sustancialmente las mismas afirmaciones respecto
a los pueblos eslavos como conjunto. Pero, con anterioridad a 1848, el pan­
eslavismo no era más que embrionario.

Otros «ismos»

El liberalismo, el republicanismo radical, el socialismo y el nacionalismo


fueron a partir de 1815 las fuerzas que impulsaban a Europa hacia un
futuro todavía desconocido. Otros «ismos» merecen menos atención. El
conservadurismo también se mantenía fuerte. Políticamente, en la Europa
continental, el conservadurismo sostenía las instituciones de la monarquía
absoluta, de la aristocracia y de la iglesia, y se oponía al gobierno
constitucional y representativo al que aspiraban los liberales. Como filosofía
política, el conservadurismo se basaba en las ideas de Edmund Burke, que
había sostenido que todos los pueblos deben cambiar sus instituciones
mediante una adaptación gradual, y que ningún pueblo podía hacer realidad,
de pronto, en el presente, unas libertades para las que no se hubiese
preparado ya debidamente en el pasado9. Esta doctrina carecía de todo atrac­
tivo para quienes en el pasado no habían vivido más que una serie de
infortunios. El conservadurismo, a veces, se convertía en nacionalismo,
porque hacía incapié en la firmeza y en la continuidad del caráctrer nacional.
Pero los nacionalistas, en aquel tiempo, eran más frecuentemente liberales o

8 Ver pág. 53.


9 Ver pág. 103.

185
republicanos. El «monarquismo» era conservador e incluso reaccionario.
Había desaparecido el despotismo ilustrado del siglo anterior, cuando los
reves habían irritado caprichosamente a su aristrocracia y desafiado a sus
iglesias. Después de los truenos de la Revolución Francesa, la aristocracia y
la monarquía se unían, y su nueva consigna era la de mantener el trono y el
altar».
Más fuerte que otros «ismos» era la profunda corriente del humanitaris­
mo, sentimiento compartido, de diversos modos, por gentes de todos los
partidos. Consistía en un vivo sentimiento de la realidad de la crueldad
infligida a otros. En esto, el pensamiento de la Edad de la ilustración no
sufrió cambio alguno. La tortura había desaparecido, y ni siquiera los
gobiernos reaccionarios mostraban inclinación alguna a restablecerla. Las
condiciones en las cárceles, en los hospitales, en las casas de locos y en los
orfelinatos mejoraron. La gente empezaba a conmoverse ante la miseria de
los niños pobres, de los limpiachimeneas, de las mujeres en las minas, y de
los esclavos negros. Los dueños de los siervos rusos y los dueños de los
esclavos americanos empezaban a mostrar signos psicológicos de duda
moral. Degradar a los seres humanos, utilizarlos como animales de trabajo,
torturarlos, encerrarlos injustamente, mantenerlos como rehenes por otros,
destruir sus familias y castigar a sus parientes eran acciones consideradas por
los europeos como ajenas a la verdadera civilización, como algo distante,
«turco» o «asiático», como la castración de los eunucos, la leva de los
jenízaros o la quema de las viudas. El sentimiento cristiano de la inviolabili­
dad de la persona humana empezaba ahora, de nuevo, en un marco mundano,
a aliviar los sufrimientos de la humanidad.

19. El dique y el desbordamiento: nacional

Es hora ya de reanudar la narración de los hechos políticos, interrumpida


al final del capítulo anterior con el acuerdo de paz de 1814-1815. Los
gobiernos que derrotaron a Napoleón querían asegurarse, sobre todo, de que
los trastornos de los últimos veinticinco años no se repetirían. En Francia, el
rey Borbón restaurado, Luis XVIII, aspiraba a conservar su trono para sí
mismo y para sus sucesores. En la Gran Bretaña, la clase gobernante tory
esperaba mantener la vieja Inglaterra que tan valerosamente había salvado
de las garras de Bonaparte. En Alemania, Austria, Italia y Europa central, la
principal aspiración de Mettemich, que durante treinta y tres años más
siguió siendo la mente rectora de aquellas regiones, consistía en mantener un
sistema en el que la dinastía de los Habsburgo gozase del máximo prestigio.
Las ambiciones del zar, Alejandro, eran menos claras. Los representantes de
las otras potencias le temían como a un soñador, a un auto-proclamado
salvador del mundo, a un hombre que decía que deseaba introducir el
cristianismo en la política, a un jacobino coronado, e incluso a un liberal. La
conversión de Alejandro al conservadurismo llegó a ser una de las grandes
esperanzas de Mettemich.
Los acuerdos adoptados por las potencias victoriosas fueron, en ciertos
aspectos, moderados, al menos si se tienen en cuenta las provocaciones que

186
habían sufrido en las últimas guerras. En parte por la insistencia del zar,
hubo constituciones escritas, después de 1814, en Francia y en la Polonia
rusa o del «Congreso». Algunos de los gobernantes de los estados alemanes
meridionales permitieron un cierto grado de gobierno representativo. Incluso
el rey de Prusia prometió una asamblea representativa para su reino, aunque
la promesa no se cumplió. Pero era difícil mantener cualquier tipo de
estabilidad. Las fuerzas de la derecha política, las clases privilegiadas (o, en
Francia, las clases antes privilegiadas) denunciaban todos los signos de
liberalismo como peligrosas concesiones a la revolución. Las de la izquierda
política —liberales, nacionalistas, republicanos— consideraban los regímenes
recientemente instalados como desesperadamente reaccionarios e inadecua­
dos. Los hombres de estado se ponían nerviosos ante la idea de la
revolución, de modo que, frente a cualquier signo de agitación, respondían
con intentos de represión, con lo que, si bien sofocaban la agitación
temporalmente, en realidad no hacían más que empeorar las cosas, mediante
la creación de nuevos agravios. Se formaba así un círculo vicioso que giraba
sin cesar.

La reacción después de 1815: Francia, Polonia

En Francia, en 1814, Luis XVIII concedió una amnistía a los regicidas de


1793. Pero los regicidas, com o todos los republicanos, consideraban que la
Francia de 1814 era un lugar incómodo para vivir, pues se hallaban expuestos
a la venganza particular de los contrarrevolucionarios, y la mayoría de ellos
se unieron a Napoleón cuando regresó de Elba, en 1815. Esto exasperó
sobremanera a los contrarrevolucionarios monárquicos. Estalló un «terror
blanco» brutal. Jóvenes de las clases altas asesinaban a bonapartistas y
republicanos, y hordas católicas apresaban y daban muerte a protestantes en
Marsella y en Toulouse. La Cámara de Diputados elegida en 1815 (por el
reducido electorado de 100.000 acomodados terratenientes) demostró ser más
realista que el rey —plu s royaliste que le roi—. Ni el propio rey podía
controlar el creciente furor de la reacción, que él era bastante sensato para
comprender que sólo enfurecería más todavía al elemento revolucionario,
como en efecto ocurrió. En 1820, un obrero fanático asesinó al sobrino del
rey, el Duque de Berry. Los que decían que todos los partidarios de la
Revolución Francesa eran criminales extremistas se consideraban justifica­
dos. La reacción se intensificó, hasta que, en 1824, Luis XVIII murió y fue
sucedido por su hermano Carlos X. Carlos X no sólo era el padre del
recientemente asesinado Duque de Berry, sino que, durante treinta años,
había sido el jefe reconocido de la implacable contrarrevolución. Como
Conde de Artois, hermano más joven de Luis XVI, había figurado entre los
primeros emigrados de 1789. Era el Borbón favorito de los más obstinados
ex-seigneurs, nobles y eclesiásticos. Considerándose monarca absoluto
hereditario por la gracia de Dios, se había coronado a sí mismo en Reims,
con toda la fantástica pompa de épocas pasadas, y procedió a suprimir, no
sólo el republicanismo revolucionario, sino también el liberalismo y el
constitucionalismo.

187
Recordemos que, en Polonia, el tratado de Viena creó un reino
constitucional, con Alejandro como rey, anexionado al imperio ruso me­
diante una unión puramente personal. La nueva maquinaria no funcionó
muy bien. La constitución polaca preveía una dieta elegida, un sufragio muy
amplio para las normas de la época, el código civil napoleónico, libertad de
prensa y de religión, y uso exclusivo del idioma polaco. Pero los polacos
descubrieron que Alejandro, aunque favorecía la libertad, no veía con
buenos ojos que nadie discrepase de él. Poco era el uso que los polacos
podían hacer de su vigiladísima libertad en ninguna verdadera legislación. La
dieta elegida no podía desenvolverse con el virrey, que era un ruso. En
Rusia, la aristocracia propietaria de siervos veía con recelo la idea de
Alejandro de un reino constitucional en Polonia. N o querían experimentos
con la libertad, en las fronteras mismas de Rusia. Los propios polacos
hacían el caldo gordo a sus enemigos, porque los polacos eran, por lo
menos, tan nacionalistas como liberales. Estaban descontentos con las
fronteras, concedidas a la Polonia del Congreso. Soñaban con el vasto reino
que había existido antes de la Primera Partición y por ello agitaban la
interminable cuestión de la Frontera Oriental, reivindicando los extensos
territorios de Ucrania y de la Rusia Blanca10. En la Universidad de Vilna,
profesores y estudiantes comenzaban a formar sociedades secretas. Algunos
miembros de aquellas sociedades eran revolucionarios que aspiraban a
expulsar a Alejandro, a reunirse con Prusia y con la Polonia Austríaca, y a
reconstruir un estado polaco independiente. Fue con motivo del descubri­
miento y la disolución de una de aquellas sociedades, los Philaretes de Vilna,
cuando Adam Mickiewicz fue arrestado, en 1823. La reacción y la represión
golpearon entonces a la Universidad de Vilna.

La reacción después de 1815: los Estados Alemanes, Gran Bretaña

En Alemania, los que habían sentido inquietudes nacionales durante las


Guerras de Liberación se vieron decepcionados por el tratado de paz, que
mantenía los distintos principados alemanes casi como Napoleón los había
dejado y los unía expresamente sólo en una vaga federación o Bund. Las
ideas nacionales eran muy comunes en las numerosas universidades, dohde
estudiantes y profesores eran más susceptibles que la mayor parte del pueblo
a las doctrinas de un eterno Volksgeist y de un extenso Deutschtum. Las
ideas nacionales, al ser una glorificación del pueblo llano alemán, implica­
ban una especie de oposición democrática a aristócratas, príncipes y reyes. Los
estudiantes de muchas de las universidades, en 1815, formaron clubs de
colegios, llamados colectivamente la Burschenschaft, que, como centros de
seria discusión política, venían a sustituir a los antiguos clubs dedicados a la
bebida y a los desafíos. La Burschenschctft, una especie de movimiento
juvenil alemán, celebró un congreso de dimensión nacional en Wartburg, en
1817. Los estudiantes escucharon vehementes alocuciones de patrióticos
profesores, se vistieron con trajes «teutónicos» y quemaron unos pocos libros

10 Ver m apa 2.

188
reaccionarios. Aquella manifestación de no graduados no constituía una
amenaza inmediata para ningún estado establecido, pero los gobiernos
nerviosos se alarmaron. En 1819, un estudiante de teología asesinó al
escritor alemán Kotzebue, conocido como informador al servicio del zar. El
asesino recibió centenares de cartas de felicitación, y, en Nassau, el jefe del
gobierno local se libró, por muy poco, de sufrir la misma suerte, a manos de
un estudiante de farmacia.
Metternich ahora decidió intervenir. No tenía autoridad sobre Alemania,
a no ser porque Austria era miembro de la federación germánica. Conside­
raba todas aquellas manifestaciones de espíritu nacional alemán, o de
cualquier demanda de una Alemania más sólidamente unificada, como una
amenaza para la favorable posición del Imperio Austríaco y para el
equilibrio total de Europa. Convocó una conferencia de los principales
estados alemanes en Carlsbad, en Bohemia; los asustados representantes
adoptaron ciertas resoluciones, propuestas por Metternich, que en seguida
fueron decretadas por la dieta del Bund. Aquellos Decretos de Carlsbad
(1819) disolvían la Burschenschaft y los clubs gimnásticos, igualmente
nacionalistas (algunos de cuyos miembros se reunieron luego en sociedades
secretas); y disponían que en las universidades se colocasen funcionarios del
gobierno para vigilarlas y que unos censores controlasen los contenidos de
los libros y de la prensa periódica diaria. Los Decretos de Carlsbad
estuvieron vigentes durante muchos años, e impusieron un freno eficaz al
desarrollo de las ideas liberales y nacionalistas en Alemania.
Metternich no pudo convencer a los gobernantes alemanes del sur de que
retirasen las constituciones que habían concedido. Los gobernantes de
Baviera, de Württemberg y de otros estados consideraban que, con un
gobierno representativo, podían contar con el apoyo popular y asimilar los
numerosos nuevos territorios que habían obtenido de Napoleón. Pero, en
general, después de 1820, la represión de las ideas nuevas o perturbadoras
fue la norma en toda Alemania. Y esto es más válido todavía respecto al
Imperio Austríaco, que Metternich podía controlar más directamente.
Tampoco la Gran Bretaña escapó a los funestos turnos de agitación y
represión. Como en cualquier otra parte, el radicalismo producía la
reacción, y viceversa. Después de Waterloo, Inglaterra seguía siendo un país
del antiguo régimen, pero aquejado de los más avanzados males sociales. En
1815, con la terminación de las guerras, las clases terratenientes temían una
invasión de productos agrícolas importados, con el consiguiente colapso en
los precios y en las rentas de la tierra. Los propietarios, que controlaban el
Parlamento, aprobaron una nueva Ley de Cereales, que elevaba los
aranceles proteccionistas sobre las importaciones de granos, hasta el punto
de que la importación se hizo imposible, a no ser a unos precios altísimos.
Los terratenientes y sus granjeros se beneficiaban, pero los jornaleros veían
que los precios del pan no estaban a su alcance. Al propio tiempo, había una
depresión de postguerra en la industria. Los salarios cayeron y muchos
hombres fueron despedidos. Estas condiciones, naturalmente, contribuían a
la difusión del radicalismo político, que aspiraba, ante todo, a una drástica
reforma de la Cámara de los Comunes, para que luego púediera aprobarse
un radical programa de legislación social y económica.

189
En diciembre de 1816, estalló un motin en Londres. En el mes de febrero
siguiente, el Príncipe Regente fue atacado en su coche. El gobierno
suspendió el «habeas corpus» y empleó a agentaprovocateurs^para-obtener
pruebas contra los agitadores. Los industríales de Manchester y las nuevas
ciudades-fábricas, decididos a forzar lai reforma de la representación
parlamentaria, aprovecharon la oportunidad que les ofrecía la angustiosa
situación de la clase obrera para organizar la protesta en forma de mítines de
masas. En Birmingham, una multitud eligió burlescamente a un miembro
del Parlamento. En Manchester, ciudad que iba extendiéndose, 80.000 per­
sonas realizaron una enorme manifestación en St. Peter’s Fields, en 1819;
pedían sufragio universal masculino, elección anual de la Cámara de los Co­
munes, y la revocación de la ley de Cereales. Aunque la manifestación se
desarrolló dentro de una total tranquilidad, los soldados dispararon contra
ella, matando a 11 personas e hiriendo a unas 400, entre ellas 113 mujeres.
Los radicales llamaron a aquel episodio la matanza de Peterloo, en escarne­
cedora comparación con la batalla de Waterloo. El aterrado gobierno dio las
gracias a los soldados por su bravo mantenimiento del orden social. El Parla­
mento aprobó a toda prisa las Seis Leyes (1819) que proscribían la literatura
«sediciosa y blasfema», gravaban con un pesado impuesto a los periódicos,
autorizaban el registro de los domicilios particulares en busca de armas, y
restringían severamente el derecho de reunión pública. Un grupo de
revolucionarios, en consecuencia, tramó el asesinato de todo el gabinete,
durante una comida; fueron apresados en Cato Street, Londres, en 1820
—de ahí el nombre de «Conspiración de Cato Street»—. Cinco de ellos
fueron ahorcados. Mientras tanto, Richard Carlisie pasó siete años en la
cárcel, por publicar las obras de Thomas Paine.
El Duque de Wellington escribía a un corresponsal continental, en 1819:
«Nuestro ejemplo será valioso para Francia y para Alemania, y es de esperar
que el mundo se libre de la revolución general que parece amenazarnos a
todos».
En resumen, las políticas reaccionarias se atrincheraban en todas partes,
en los años siguientes a la paz. La reacción sólo en parte se debía a los
recuerdos de la Revoludón Francesa. En más alta proporción, se debía al
vivo temor de una revolución en el presente. Aquel temor, aunque
exagerado, no era simple alucinación. Dándose cuenta del creciente desbor­
damiento, los intereses establecidos levantaban diques, desesperadamente,
contra él, en todos los países. Esto es válido también respecto a la política
internacional de la época.

20. £1 dique y el desbordamiento: internacional

En el Congreso de Viena, las potencias acordaron celebrar reuniones en


el futuro para velar por el cumplimiento del tratado y para ocuparse de las
nuevas cuestiones, a-medida que fueran presentándose. El resultado fue un
buen número de congresos de las grandes potencias, que tuvieron importan­
cia como paso experimental hacia la regulación internacional de los asuntos
de Europa. Los congresos se parecían, a modo de tentativa y parcialmente, a
190
la Sociedad de Naciones que surgió después de la Primera Guerra Mundial
de 1914-1918, o a las Naciones Unidas que surgieron durante y después de la
guerra de 1939-1945. En 1815, alarmadas tras el retorno de Napoleón, las
potencias habían suscrito también la Santa Alianza de Alejandro I, que pasó
a ser la denominación popular de la colaboración de los estados europeos en
los congresos11. La Santa Alianza, que comenzó con una deoiaración de
propósito cristiano y de concordia internacional, fue convirtiéndose, gra­
dualmente, en una alianza para la supresión de la actividad revolucionaria e
incluso de la liberal, siguiendo, en este sentido, la tendencia de los gobiernos
que la formaban.

E l Congreso de Aquisgrán, ¡818

La primera asamblea general de las potencias, en la postguerra, tuvo lugar


en el Congreso de Aquisgrán (Aix-la-Chapelle o Aachen), en 1818. El
principal tema de la agenda era el de la retirada del ejército aliado de
ocupación de Francia. Los Franceses aseguraban que Luis XVIII nunca seria
popular en Francia mientras estuviese sostenido por un ejército extranjero.
Como todas las demás potencias deseaban que los franceses olvidaren el
pasado y aceptasen a los Borbones, retiraron sus fuerzas militares, por
unanimidad. Decidieron también que los banqueros privados se hiciesen
cargo de la deuda por reparaciones de los franceses Qos 700 millones de
francos impuestos por el segundo Tratado de París); los banqueros pagaron
a los gobiernos aliados, y los franceses, en su momento, pagaron a los
banqueros. En otras pocas cuestiones menores, la acción colectiva interna­
cional resultó afortunada.
El zar Alejandro seguía siendo el más avanzado internacionalista de la
época. En Aquisgrán, sugirió una especie de unión europea permanente y
llegó incluso a proponer el mantenimiento de fuerzas militares internaciona­
les para proteger a los estados reconocidos contra los cambios violentos. Los
gobiernos, en sü opinión, al verse asi defendidos frente a las revoluciones,
estarían mejor dispuestos a conceder reformas constitucionales y liberales.
Pero los otros se oponían, especialmente el ministro británico del exterior,
Lord Castlereagh. Los ingleses se declaraban dispuestos a firmar compromi­
sos internacionales contra contingencias específicas, como la reanudación de
las agresiones por parte de Francia. Pero no asumirían obligación alguna de
actuar, respecto a futuros acontecimientos indefinidos e imprevisibles. Se
reservaban el derecho de un juicio independiente en política exterior.
Concretamente, el congreso se dedicó a los problemas del comercio de
esclavos del Atlántico y a los frecuentes hostigamientos de los piratas de
Berbería. Se acordó por unanimidad que el uno y los otros debían ser
suprimidos. Para suprimirlos, eran necesarias unas fuerzas navales que
solamente los ingleses poseían en cantidad adecuada, y la acción suponía
también que los capitanes de los barcos debían ser autorizados a detener y a
registrar navios en el mar. Los estados continentales, siempre suceptibles en
11 Ver pág. 166 y m apa 6.

191
relación con el poder marítimo británico, se negaron a apoyar tales
utilizaciones de la flota británica. Temían por la libertad de los mares. £ n
cuanto a los ingleses, ni siquiera discutieron la incorporación de los buques
de guerra británicos a una agrupación naval internacional, ni la colocación
de las escuadras británicas bajo la autoridad de un organismo internacional.
Asi, pues, no se hizo nada; el comercio de esclavos continuó, incrementán­
dose ilícitamente con la interminable demanda de algodón; y. los piratas de
Berbería no desaparecieron hasta que los franceses ocuparon y se anexiona­
ron Argelia, unos años después. El desarrollo de las instituciones internado-
nacionales se vio bloqueado por los encontrados intereses de los estados
soberanos.

L a revolución en la Europa meridional: Troppau, 1820

Apenas se había disuelto el Congreso de Aquisgrán, cuando la agitación


revolucionaria alcanzaba un punto crítico en la Europa meridional. No se
trataba de que el sentimiento revolucionario o liberal fuese más fuerte allí
que en el norte, en el sentido de que contase con más seguidores, sino, más
bien, de que los gobiernos cuestionados, es decir, los de España, Nápoles y
el Imperio Turco, eran ineficientes, ignorantes, débiles y corrompidos. En
1820, los gobiernos de España y de Nápoles cedieron con gran facilidad ante
las demostraciones de fuerza de los revolucionarios. Los reyes de ambos
países tuvieron que avenirse a jurar la constitución española de 1812,
elaborada según el modelo de la constitución revolucionaria francesa de
1789-179112.
Metternich consideraba que Italia, tras la expulsión de Napoleón, per­
tenecía a la legítima esfera de influencia del Imperio austríaco. Veía en
aquellas insurrecciones los primeros síntomas de un nuevo brote revolucio­
nario contra el que era preciso preservar a Europa. Evidentemente, la
agitación revolucionaria era internacional, cruzaba fácilmente las fronteras,
gracias a la acción de las sodedades secretas y de los desterrados políticos, y
también porque, en todo caso, la Revoludón Francesa habia despertado las
mismas ideas en todos los países. Metternich, pues, convocó una reunión de
las Grandes Potendas en Troppau, con la esperanza de utilizar la autoridad
de un congreso internacional para sofocar la revolución en Nápoles. Los
gobiernos de la Gran Bretaña y de Francia, que no estaban muy entusiasma­
dos con la idea de hacer el juego a Austria, sólo enviaron observadores al
congreso. El gran problema de Metternich era, como siempre, Alejandro.
¿Cuál sería la actitud del zar liberal, el amigo y patrocinador de constitudo-
nes, ante la idea de una monarquía constitucional en Nápoles? Metternich y
Alejandro se reunieron, a solas, en un hostal de Troppau, y allí celebraron
una importante entrevista mientras tomaban unas tazas de té. Metternich
recordó los horrores del revolucionarismo, y habló de la imprudencia de
acceder a toda clase de concesiones, lo que envalentonaría a los revoluciona-
rios. Alejandro estaba ya un tanto desilusionado, a causa de los ingratos

12 Ver págs. 95-96.

192
sentimientos de los polacos. Se hallaba preocupado por los rumores de
desafecto entre los oficiales de su propio ejército. Siempre había creído que
las constituciones debían ser concedidas por los legítimos soberanos, a
quienes no debían serles arrancadas por los revolucionarios, como habia
ocurrido en Nápoles. Se dejó.convencer por Mettemich. Declaró que siempre
habia estado equivocado, y que Mettemich siempre habia tenido razón, y se
manifestó dispuesto a seguir el criterio político de Mettemich. El triunfo del
canciller austríaco fue completo. El zar radical se volvía ahora reaccionario.
Fortalecido de este modo, Mettemich redactó un documento, el protoco­
lo de Troppau, para su consideración y aceptación por las cinco Grandes
Potencias. El documento sostenía que todos los estados europeos reconoci­
dos debían ser protegidos por la acción colectiva internacional, y en interés
de la paz y estabilidad generales, contra los cambios internos provocados por
la fuerza. Era una declaración de seguridad colectiva frente a la revolución.
Ni Francia ni Gran Bretaña la aceptaron. Castlereagh escribió a Mettemich
que si Austria consideraba amenazados sus intereses en Nápoles, debía
intervenir sólo en su propio nombre. A lo que los tories de 1820 se oponían
no era tanto a la represión de la revolución napolitana como al principio de
una colaboración internacional obligatoria. Mettemich sólo pudo conseguir
que Rusia y Prusia respaldasen su protocolo, además de Austria. Estas tres
potencias, actuando como Congreso de Troppau, autorizaron a Mettemich a
enviar un ejército austríaco a Nápoles. Lo envió, y los revolucionarios
napolitanos fueron arrestados o puestos en fuga; el incompetente y brutal
Femando I fue restaurado como rey «absoluto»; el demonio de la revolución
fue, aparentemente, exorcizado. La reacción triunfó. Pero el Congreso de
Troppau, manifiestamente un organismo internacional de dimensión euro­
pea, habia actuado, en realidad, como una alianza anturevolucionaria de
Austria, Rusia y Prusia. Asi se abría una brecha entre las tres autocracias
orientales y las dos potencias occidentales, aunque estas últimas estaban
gobernadas por tories y Borbones.

España, la Am érica española, el Oriente Próximo; Verona, 1822

Miles de revolucionarios y liberales huyeron del terror desatado en Italia.


Muchos fueron a España, temida ahora por los conservadores como el
principal foco de infección revolucionaria. Durante la dominación napoleó­
nica de España, unos pocos hispano-americanos habían aprovechado la
ocasión para alzarse en las rebeliones que desembocaron en las guerras de
independencia en la América del Norte y en la del Sur. En los años
anteriores a 1815, Simón Bolívar y otros dirigentes, descontentos desde hacía
mucho tiempo con la dominación colonial española e influidos por los
ejemplos de las revoluciones americana y francesa, habían establecido,
temporalmente, estados independientes. Después de importantes reveses,
estos movimientos de independencia fueron reanudándose, lentamente,
durante los años siguientes a 1816. El rey español se propuso un doble
objetivo: aplastar las rebeliones en América y recuperar el poder absoluto en
España.

193
El Oriente Próximo también parecía a punto de estallar en una
conflagración. Alejandro Ypsilanti, un griego que había pasado su vida
adulta en el servicio militar de Rusia, condujo, en 1821, una banda de
compañeros armados desde Rusia hasta Rumania (que aún formaba parte de
Turquía), esperando que todos los griegos y pro-griegos del imperio turco se
unirían a él. Confiaba en el apoyo ruso, pues la penetración de Turquía, por
medio de los griegos cristianos había sido un proyecto largam ente acariciado
por la política exterior rusa13. La posibilidad de un imperio turco convertido
en un imperio «griego» y dependiente de Rusia no era grata, naturalmente, a
Metternich. Para tratar todas aquellas cuestiones, se reunió un congreso
internacional en Verona, en 1822.
Alejandro, al pasar de sus puntos de vista liberales a los reaccionarios, no
había cambiado su creencia en la necesidad de un gobierno internacional. Si
sus decisiones hubieran estado determinadas sólo por su política nacional,
habría apoyado, sin duda, la revolución grecófíla de Ypsilanti. Pero
Alejandro se inclinaba en favor del principio de la solidaridad internacional
contra la violencia revolucionaria. Abandonó a Ypsilanti, que encontró entre
los rumanos y los pueblos balcánicos menos entusiasmo del que esperaba por
la cultura griega y que pronto fue vencido por los turcos. En cuanto a la
intervención para reprimir el levantamiento griego, ni siquiera se planteó la
cuestión, pues el gobierno turco se mostró ahora perfectamente capaz de
resolver el problema por sí solo.
Para impulsar la causa de la solidaridad internacional, Alejandro urgía al
Congreso de Verona para que mediase entre España y sus colonias rebeldes.
Era aquella una manera indirecta de sugerir la intervención militar en la
América española, según el principio del protocolo de Troppau. Los ingleses
se opusieron. Ellos habían penetrado en el imperio español comercialmente,
desde hacía más de un siglo. Durante las guerras napoleónicas, habían
incrementado sus exportaciones a la América Latina, hasta veinte veces
más14. Ahora pretendían mantener aquella ventaja, e incluso el gobierno
tory favorecía la desintegración del imperio español en estados independien­
tes, con los que pudieran negociarse tratados de libre comercio. Sin contar,
por lo menos, con la benévola neutralidad de la flota británica, ninguna
fuerza armada podía navegar' hacia América. Los hispano-americanos, por
lo tanto, mantuvieron su independencia, gracias, en parte, al uso que los
ingleses hicieron, en aquella ocasión, de su poderío naval.
Las nuevas repúblicas recibieron también un fuerte apoyo moral de los
Estados Unidos. En diciembre de 1823, el Presidente James Monroe, en un
mensaje al Congreso, anunciaba la «Doctrina Monroe». En ella, declaraba
que los intentos por parte de las potencias europeas de devolver a los países de
América a la situación colonial serian considerados com o actos hostiles por
los Estados Unidos. El ministro británico del Exterior, George Canning (que
acababa de suceder a Castlereagh), habia propuesto, al principio, una
declaración conjunta por parte de Gran Bretaña y de los Estados Unidos
contra las potencias orientales, acerca de la cuestión hispano-americana. El

13 Ver págs. 56-57.


14 Ver pág. 148.

194
Presidente Monroe, aconsejado por su secretario de estado, John Quincy
Adams, decidió, en lugar de ello, hacer una declaración unilateral en forma de
mensaje al Congreso. Pretendían dirigir su «doctrina» contra la Gran Bretaña
tanto como contra los estados continentales, pues la potencia británica, con su
dominio del mar, era, en realidad, la única por la que podía sentirse
verdaderamente amenazada la independencia de los estados americanos.
Canning, en cuyo ánimo no estaban tales amenazas, y más preocupado por el
Congreso de Verona, aceptó la línea adoptada por los Estados Unidos. En
realidad, declaró con un floreo que él había «dado vida al Nuevo Mundo para
reajustar el equilibrio del Viejo». La Doctrina Monroe, en su comienzo, fue
una especie de contraposición a la doctrina Metternich del protocolo de
Troppau. Mientras esta anunciaba el principio de intervención contra la
revolución, la Doctrina Monroe anunciaba que las revoluciones en América,
si desembocaban en regímenes reconocidos por los Estados Unidos, quedaban
fuera del marco de atención de las potencias europeas. En todo caso, la
eficacia de la Doctrina Monroe dependia en gran medida de la tácita
cooperación de la flota británica.
La cuestión de la revolución en España se resolvió de distinto modo. El
régimen borbónico de Francia no veía con buenos ojos una España en la que
podían refugiarse revolucionarios, republicanos, desterrados políticos y
miembros de sociedades secretas. El gobierno francés propuso al Congreso de
Verona que se le autorizase a enviar un ejército al otro lado de los Pirineos. El
ofrecimiento fue bien acogido por el Congreso, y, a pesar de las muchas
funestas predicciones de desgracia, inspiradas por los recuerdos del desastre
de Napoleón, un ejército francés de 200.000 hombres entró en España, en
1823. La campaña se convirtió en un paseo militar por un país jubiloso. No
eran muchos los españoles liberales, constitucionalistas o revolucionarios. La
mayor parte del pueblo veía la invasión como una liberación de los masones,
de los carbonarios y de los herejes, y aclamaba con satisfacción la
restauración de la iglesia y del rey. Femando VII, poco escrupuloso y de
espíritu estrecho, repudió su juramente constitucional y permitió que los
vengativos eclesiásticos, grandes de España e hidalgos campasen por sus
respetos. Los antiguos revolucionarios fueron bárbaramente perseguidos,
desterrados o encarcelados.

E l fin del sistema de congresos


Tras el Congreso de Verona, no se celebraron más reuniones. El intento de
una regulación internacional formal de los asuntos europeos fue abandonado.
En una amplia mirada retrospectiva, se ve que los congresos no lograron hacer
aue avanzase un orden internacional, porque, sobre todo tras la conversión de
Alejandro al conservadurismo, llegaron a no representar nada, excepto la
preservación del status quo. No intentaron adaptarse a las nuevas fuerzas que
estaban configurando a Europa. N o era política de los congresos la de
prevenir la revolución pidiendo a los gobiernos que instituyesen reformas. Los
congresos reprimían o castigaban, sencillamente, toda agitación revoluciona­
ria. Apuntalaban a los gobiernos que por sí solos no podían mantenerse en.
pie.

195
En todo caso, los congresos nunca lograron que se les subordinasen los
particulares intereses de las Grandes Potencias. Tal vez el abandero de
Ypsilanti por parte de Alejandro fue un sacrificio de la conveniencia rusa al
principio internacional, pero cuando el gobierno austríaco intervino para
aplastar la revolución en Nápoles, y cuando el gobierno francés aplastó la
revolución en España, aunque en ambos casos actuaron con un mandato
internacional, ambos gobiernos estaban, en realidad, favoreciendo los que
ellos consideraban sus intereses. El interés de Gran Bretaña consistia en
separarse por completo del sistema. Tal como fue definido por Castlereagh y
luego por Canning, aquel interés radicaba en mantenerse al margen de
compromisos internacionales permanentes, en conservar ún libre ejercicio del
poderío naval y de la política exterior, y el de adoptar una cierta benevolencia
respecto a la revolución en otros países. Como Francia acabó por separsrse
también, la Santa Alianza dejó de ser, ni siquiera aparentemente, un sistema
europeo, y se convirtió, simplemente, en una liga contrarrevolucionaria
entre las tres autocracias del este de Europa. Con una mayoría de las cinco
grandes potencias profundamente antiliberal, la causa del liberalismo en
Europa se vio impulsada por el colapso del sistema internacional. Al propio
tiempo, el colapso del sistema dio paso al incontrolado nacionalismo de los es­
tados soberanos. George Canning escribía en 1822: «Las cosas están volvien­
do nuevamente a una situación saludable. ¡Cada nación para sí misma, y Dios
con todos!».

Rusia: la revuelta decembrista, 1825

Alejandro I, «el hombre que derrotó a Napoleón», el gobernante que


había conducido sus ejércitos desde Moscú hasta París, que había impresio­
nado a los diplomáticos por la sombra rusa que arrojaba sobre el Continente,
y que, sin embargo, a su modo, habia sido el gran pilar del liberalismo
constitucional y del orden internacional, murió en Taganrog, en 1825. Su
muerte fue la señal para la revolución en Rusia. Los oficiales del ejército ruso,
durante las campañas de 1812-1815 en Europa, se habían familiarizado con
muchas ideas perturbadoras. Entre los cuerpos de oficiales rusos, se formaron
también sociedades secretás; sus miembros sostenían toda clase de ideas
en conflicto, pues unos querían un zarismo constitucional en Rusia, otros
aspiraban a una república, y otros incluso soñaban con una emancipación de
log siervos. Cuando Alejandro murió, hubo un momento de incertidumbre
acerca de cuál de sus dos hermanos, Constantino o Nicolás, le sucedería. Los
corrillos inquietos del ejército preferían a Constantino, a quien se consideraba
más favorable a las innovaciones en el estado. En diciembre de 1825,
proclamaron a Constantino en San Petersburgo, mientras sus soldados
gritaban: «¡Constantino y Constitución!». Se dice que los soldados creían que
la Constitución era la mujer de Constantino.
Pero Constantino había abdicado, mucho tiempo antes, en favor de
Nicolás, que era el legítimo heredero. El levantamiento, conocido como la
revuelta decembrista, fue sofocado en seguida. Cinco de los oficiales
amotinados fueron colgados; muchos otros fueron condenados a trabajos

196
forzados o internados en Siberia. La revuelta decembrista fue la primera
manifestación del movimiento revolucionário moderno en Rusia, de un
movimiento revolucionario inspirado por un programa ideológico, distinto de
los elementales levantamientos masivos de Pugachev o de Stenka Razin. Pero
el efecto inmediato de la revuelta decembrista fue el de que Rusia se viese
sometida a una represión más fuerte. Nicolás I (1825-1855) mantuvo una
autocracia incondicional y despótica.
Diez años después de la derrota de Napoleón, las nuevas fuerzas surgidas
de la Revolución Francesa parecían destrozadas, y la reacción, la represión y
la in m o v ilid a d política parecían haber triunfado en todas partes. Parecía que
el dique —un sólido dique— contenía el desbordamiento.

21. El avance del liberalismo en Occidente: las revoluciones de 1830-1832


El dique se rompió en 1820, y la corriente no se detuvo a partir de entonces
en la Europa occidental. Realmente, la filtración había comenzado ya. En 1825,
la América española era independiente. Los ingleses y los franceses se habían
separado del sistema de congresos. El movimiento nacionalista griego contra
los turcos había estallado a comienzos de la década de 1820.
Con la derrota de Ypsilanti en 1821, los nacionalistas griegos abandona­
ron, en cierto modo, la idea de un imperio neo-griego y se inclinaron más
hacia la idea de la independencia de Grecia propiamente dicha, de las islas y de
las penínsulas donde el griego era el idioma predominante. El zar Nicolás se
hallaba mejor dispuesto que Alejandro a apoyar aquel movimiento. Los
gobiernos de Gran Bretaña y de Francia no se sentían inclinados a permitir
que Rusia quedase como la única defensora de los pueblos balcánicos.
Además, los liberales de occidente consideraban a los combatientes griegos
como antiguos atenienses en lucha contra el moderno despotismo oriental del
imperio turco.
El resultado fue una intervención naval conjunta anglo-franco-rusa, que
destruyó la ñota turca en la bahía de Navarino, en 1827. Una vez más, Rusia,
como había hecho frecuentemente en el pasado, envió ejércitos a los Balcanes.
Todo ello dio origen a una guerra ruso-turca y a una gran crisis en el Oriente
Próximo, acordando las potencias rivales, en 1829, reconer a Grecia como
reino independiente. Los estados balcánicos de Servia, Valaquia y Moldáyia
fueron reconocidos como principados autónomos dentro del Imperio Turco,
profundamente agitado13. De la misma crisis, salió Egipto como región
autónoma bajo Mohamed Alí. Con el tiempo, Egipto se convirtió en el centro
del nacionalismo árabe, que derribó el poder turco en el sur, como el
nacionalismo balcánico lo derribó en el norte.

Francia, 1824-1830: la Revolución de Julio, 1830


Fue en 1830, y, antes que en ninguna parte, en Francia, donde el dique de
la reacción se hundió verdaderamente. Carlos X subió al trono en 182416. Al

15 Ver mapas págs. 6 y 12.


16 Ver pág. 187.

197
LA LIBERTAD CONDUCIENDO AL PUEBLO
por Eugéne Delacrolx (francés, 1798-1863)

Delacroix, uno de los fundadores de la escuela romántica de pintura, pintó este cuadro in­
mediatamente después de la Revolución de Julio de París, en 1830 (ver págs, 197-200). Revela,
claramente la concepción idealista de la revoludón que predominaba entre los revolucionarios
antes de 1848, en agudo contraste con la concepción «realista», «científica» o «materialista» de
la revolución, que se implanta a partir de 1848 y que estuvo representada por Carlos Marx. (Ver
págs, 240-245). La Revolución se muestra como un acto noble y moral. Las figuras expresan
decisión y valor, pero no muestran signo alguno de odio, ni siquiera de ira. No son una clase
(véase cómo las ropas varían desde.el sombrero de copa hasta el semidesnudo); son el Pueblo,
afirmando los derechos del hombre. La Libertad, que mantiene en alto la bandera tricolor, es
una diosa serena o incluso racional. A pesar de su romanticismo, el pintor representa a los in­
surgentes haciendo realidad una idea abstracta —la Libertad, o la República—. Es a esta idea a
la que dirige su mirada la figura medio recostada y probablemente herida. Cortesía del Louvre
(Giraudon).
198
año siguiente, las cámaras legislativas votaron una indemnización, en forma
de anualidades perpetuas por un total de 30 millones de francos al año, para
quienes, émigrés treinta y tantos años antes, habían visto confiscadas sus
propiedades por el estado revolucionario. El clero católico comenzó a ocupar
aulas en las escuelas. Una ley castigaba con pena de muerte el sacrilegio
cometido en los edificios de la iglesia. Pero la Francia de los Borbones
restaurados seguía siendo un país libre, y, contra aquellos evidentes esfuerzos
por resucitar el Antiguo Régimen, en los periódicos y en las cámaras se
desarrollaba una fuerte oposición. En marzo de 1830, la Cámara de los
Diputados, en la que los banqueros Laffitte y Casimir-Périer capitaneaban la
oposición «izquierdista», aprobaba un voto de censura al gobierno. El rey, en
ejercido de su legitimo derecho, disolvió la Cámara y convocó nuevas
elecciones. Las elecciones rechazaron la política del rey. Este replicó, el 26 de
julio de 1830, con cuatro ordenanzas dictadas en virtud de su propia
autoridad. Una disolvía la Cámara redentemente elegida, antes de que
hubiera llegado a reunirse; otra imponía la censura a la imprenta; la tercera
corregía el sufragio, en el sentido de que reducía la facultad de voto de.los
banqueros, los comerdantes y los industriales, para concentrarlo en manos de
la antigua aristocracia; la cuarta convocaba una nueva elección sobre la nueva
base.
Estas Ordenanzas de Julio originaron, al mismo día siguiente, la
Revolución de Julio. La alta burguesía estaba furiosa, naturalmente, al verse
así abiertamente excluida de la vida política. Pero fueron los republicanos —el
núcleo de obreros, estudiantes e intelectuales revoludonarios de Paris— los
que en realidad actuaron. Durante tres días, desde el 27 al 29 de julio, se
levantaron barricadas en la ciudad, tras las cuales bullía un pueblo que
desafiaba al ejército y a la policía. La mayor parte del ejército se negó a
disparar. Carlos X , que no estaba dispuesto a caer prisionero de una
revolución como su hermano Luis XVI, hacia tiempo guillotinado, abdicó
predpitadamente y huyó a Inglaterra.
Algunos de los dirigentes querían proclamar una república democrática.
El pueblo trabajador esperaba alcanzar mejores condiciones de empleo. Los
políticos liberales, apoyados por banqueros, industriales, varios periodistas e
intelectuales, tenían otras intendones. En general, se habían considerado
satisfechos con la carta constitucional de 1814; sólo se habían opuesto a la
política y a las personas del gobierno, y ahora deseaban continuar con la
monarquía constitucional, un tanto liberalizada, y con un rey en el que
pudiesen confiar. La solución al punto muerto se debió al viejo Marqués de
Lafayette, el veterano héroe de las revoluciones Americana y Francesa, que
ahora se destacaba como símbolo de la unidad nadonal. Lafayette presentó al
Duque de Orleans en el balcón del Hótel de Ville de París, le abrazó en
presencia de una gran multitud, y lo ofreció como respuesta a las necesidades
de Francia. El duque era pariente colateral de los Borbones; en su juventud,
había servido también en el ejérdto republicano de 1792. Los republicanos
militantes lo aceptaron, dispuestos a ver cómo se desarrollarían los aconteci­
mientos; el día 7 de agosto, la Cámara de los Diputados militantes le ofreció el
trono, a condición de que cumpliese fielmente la constitución de 1814. El
Duque de Orleans reinó hasta 1848, con el nombre de Luis Felipe.

199
El régimen de Luis Felipe, llamado Monarquía Orleanista, burguesa o de
Julio, fue conceptuado de muy diferente modo por los diferentes grupos en
Francia y en Europa. Para los otros estados de Europa y para el clero y los
legitimistas de Francia, resultaba terriblemente revolucionario. El nuevo rey
debía su trono a una insurrección, a una negociación con los republicanos, y a
las promesas hechas a un parlamento. Luís Felipe no se llamaba a sí mismo
rey de Francia, sino rey de los franceses, y su enseña no era la flor de lis
borbónica, sino la bandera tricolor de la Revolución. Esta bandera producía
en las clases conservadoras un efecto semejante al de la hoz y el martillo de
épocas posteriores. El rey cultivaba unas maneras populares, vestía sobrios
trajes oscuros (los precedente^ del moderno «traje de negocios»), y llevaba
paraguas. Aunque en privado trabajaba obstinadamente por mantener su
posición real, en público se adhería escrupulosamente a la constitución.
La constitución seguía siendo, sustancialmente, lo que había sido en 1814.
El principal cambio político era un cambio de tono; ya no habría más
absolutismo, con su noción de que las garantías constitucionales podrían ser
revocadas por un príncipe reinante. Legalmente, el cambio principal fue el de
que la Cámara de los Pares dejó de ser hereditaria, con el disgusto de la
antigua nobleza, y que la Cámara de los Diputados había de ser elegida por un
censo de votantes un tanto ampliado. Mientras antes de 1830 había 100.000
votantes, ahora había irnos 200.000. El derecho al voto seguía basandose en
la propiedad de una considerable cantidad de bienes raíces. Alrededor de una
trigésima parte de la población masculina adulta (la trigésima parte superior
en la posesión de la propiedad real) elegía ahora la Cámara de los Diputados.
Los beneficiarios del nuevo sistema eran los miembros de la alta burguesía, los
banqueros, los comerciantes y los industriales. Los grandes propietarios
constituían elp a ys légal, el «país legal», y la Monarquía de Julio era para ellos
la consumación y la meta final del progreso político. Para otros, y
especialmente para los demócratas radicales, constituyó, al paso de los años,
una decepción y una carga.

Las revoluciones de 1830: Bélgica, Polonia y otros países

El efecto inmediato de los tres días de la Revolución de 1830 en París fue la


provocación de una serie de explosiones similares por toda Europa. Estas, a su
vez, al producirse tras el derrocamiento de los Borbones en Francia, pusieron
en peligro la totalidad del acuerdo de paz de 1815. Recuérdese que el Congreso
de Viena había unido a Bélgica con Holanda para crear un fuerte estado
amortiguador contra una Francia resurgente, y también había hecho todo lo
posible para impedir una presión directa de la potencia rusa sobre la Europa
central a través de Polonia17. Ambos dispositivos quedaban ahora anulados.
La unión Holanda-Bélgica resultó económicamente beneficiosa, porque la
industria belga complementaba la actividad comercial y marítima de los
holandeses, pero, desde el punto de vista político, su eficacia fue muy escasa,
sobre todo porque el rey holandés tenía ideas absolutistas y centralizadoras.

17 Ver págs. 162-163.

200
Los belgas, aunque nunca habían sido independientes, siempre habían
defendido, inflexiblemente, sus libertades locales bajo la anterior dominación
austríaca (y antes, bajo la española); ahora hicieron lo mismo frente a los
holandeses. Los belgas católicos detestaban el protestantismo holandés; los
belgas que hablaban francés Qos walones) se oponían a las disposiciones que
exigían el empleo del holandés. Aproximadamente un mes después de la
Revolución de Julio de París, se produjeron disturbios en Bruselas. Los
dirigentes sólo pedían un auto-gobierno local belga, pero, cuando el rey tomó
las armas contra ellos, pasaron a proclamar la independencia. Se reunió una
asamblea nacional y redactó una constitución.
Nicolás de Rusia quiso enviar tropas para sofocar el levantamiento belga,
pero no pudo conseguir paso libre para sus fuerzas a través de Polonia.
También, en Polonia, en 1830, estalló una revolución. Los nacionalistas
polacos veían en la caída de los Borbones franceses un momento oportuno
para alzarse. Se oponían también a la presencia de tropas rusas, probablemen­
te decididas a suprimir la libertad en la Europa occidental. Un incidente dio
lugar a otro, hasta que, en enero de 1831, la dieta polaca proclamó el des­
tronamiento del rey de Polonia (es decir, Nicolás), que inmediatamente
envió un gran ejército. Los polacos, inferiores en número y divididos entre sí,
no podían oponer resistencia victoriosa. Tampoco lograron el apoyo del
oeste. El gobierno británico estaba preocupado por la agitación interior. El
gobierno francés, recientemente establecido bajo Luis Felipe, no tenía deseo
alguno de mostrarse inquietantemente revolucionario, y, en todo caso, temía
a los agentes polacos que le pedían su apoyo como incendiarios intemaciona­
listas y republicanos. La revolución polaca fue, por lo tanto, aplastada. El
Congreso polaco desapareció; su constitución fue renovada, y el país fue
absorbido en el imperio ruso. Miles de polacos se establecieron en la Europa
occidental, donde se convirtieron en figuras familiares en los círculos re­
publicanos. En Polonia, se pusieron en marcha los mecanismos de la
represión. El gobierno del zar desterró a varios millares a Siberia, comenzó a
rusificar la frontera oriental, y cerró las universidades de Varsovia y de Vilna.
Como, mientras tanto, se había hecho demasiado tarde para que el zar
siguiera pensando en intervenir en Bélgica, puede decirse que el sacrificio de
los polacos contribuyó al éxito de la revolución europeo-occidental de 1830,
como había contribuido al de la gran Revolución Francesa de 1789-179518.
No le faltaba razón a Nicolás, cuando afirmaba que una Bélgica
independiente presentaba grandes problemas internacionales. Durante veinte
años antes de 1815, Bélgica había sido parte de Francia. Unos pocos belgas
estaban ahora a favor de una nueva unión con aquel país, y en Francia, la
izquierda republicana, que consideraba el tratado de Viena como un insulto
para la nación francesa, veía una oportunidad de recuperar aquella primera y
preciadísima conquista de la Primera República. En 1831, por una pequeña
mayoría, la asamblea nacional belga elegía rey al hijo de Luis Felipe* pero
éste, que no quería problemas con los ingleses, prohibió a su hijo que
aceptase. Los belgas, entonces, eligieron a Leopoldo de Sajonia-Coburgo, un
príncipe alemán que por matrimonio había pasado a formar parte de la real

18 Ver págs. 108-109 y m apa 2.

201
familia inglesa y se había convertido en súbdito británico. Era, en efecto, tío
de una niña de doce años, que había de ser la Reina Victoria. Los ingleses
negociaron con Talleyrand, enviado por el gobierno francés (fue su último
servicio público); y el resultado fue un tratado de 1831 (confirmado en 1839),
que declaraba a Bélgica como un estado perpetuamente neutral, que no podía
formar alianzas, y al que las cinco grandes potencias garantizaban que no
sería invadido. El fin que el Tratado de Viena se proponía, de impedir la
anexión de Bélgica a Francia, volvía a conseguirse ahora, de otro modo. En el
interior, Bélgica se organizaba, ahora, en un sistema parlamentario esta­
ble, algo más democrático que el de la Monarquía de Julio en Francia,
pero que presentaba, en lo fundamental, el mismo tipo de gobierno burgués y
liberal.
También en Alemania, Italia, Suiza, España y Portugal, hubo trastomós
revolucionarios en 1830. No es necesario examinarlos detalladamente. En una
palabra, en Suiza se estableció un mayor grado de liberalismo; España entró
en un largo período de tortuoso desarrollo parlamentario, mezclado con
guerras civiles originadas por una disputa de sucesión al trono; y en Italia y en
Alemania, los motines de 1830 fueron rápidamente sofocados, y sólo sirvieron
para mostrar la continuidad de un descontento radical que seguía siendo
dominado por las autoridades. Donde realmente se produjeron cambios
decisivos fue en Gran Bretaña.

Reform a en Gran Bretaña

Los tres días de la Revolución de 1830 en París tuvieron repercusiones


directas al otro lado del Canal. Los rápidos resultados que siguieron a la
insurrección de la clase obrera suscitaron en los dirigentes radicales de
Inglaterra la idea de que las amenazas de violencia podían ser útiles. Por otra
parte, la facilidad y la prontitud con que la burguesía francesa logró
imponerse tranquilizaba a las clases medias británicas, que llegaron a la
conclusión de que podian hostigar frecuentemente al gobierno, sin provocar
un levantamiento de masas.
En realidad, el régimen tory en Inglaterra había comenzado ya a ser más
libre. Un grupo de jóvenes pasó a primer piano en el partido tory, en los años
' 1820, destacando entre ellos George Canning, el ministro de negocios
extranjeros, y Robert Peel, hijo de uno de los más importantes fabricantes de
algodón19. Este grupo era sensible a las necesidades del comercio británico y a
las doctrinas del liberalismo20. Redujeron las tarifas aduaneras y liberalizaron
las antiguas Actas de Navegación, permitiendo a las colonias británicas
comerciar con otros países, y no sólo con Gran Bretaña. Mediante la
revocación de ciertos antiguos estatutos, pasó a ser lícito que los obreros
especializados emigrasen de Inglaterra, llevando con ellos sus especialidades al
extranjero, y que los fabricantes exportasen maquinaria a otros países, aun
cuando así se entregaban los secretos industriales británicos. Con aquellas

19 Ver pág. 172.


20 Ver págs. 176-177.

202
medidas aceleraban la concepción liberal de un sistema internacional de
libre cambio; avanzaban hacia la libertad de comercio. Los tories libera­
les socavaron también la posición legal de la Iglesia de Inglaterra, promo­
viendo la concepción de un estado secular, aunque tal vez no fuera ese su
propósito. Revocaron las viejas leyes (que databan del siglo XVII), por las que
se prohibía a los protestantes disidentes ocupar cargos públicos, a no ser
mediante una ficción legal por la que se proclamaban anglicanos. Permitieron
incluso que se revocase el Acta de Pnieba de 1673 y que se adoptase la
Emancipación Católica. Los católicos de Gran Bretaña y de Irlanda
recibieron los mismos derechos que los demás. Se abolió la pena capital para
unos cien delitos. Se introdujo una fuerza policíaca profesional, en lugar de
los anticuados e ineficaces condestables locales. (Por Robert Peel es por quien
los municipales de Londres se llaman «bobbies»). Se esperaba que la nueva
policía se enfrentase con los mítines de protesta, con las multitudes
encolerizadas o con alborotos inesperados, sin tener que recurrir a la
intervención militar.
Hubo dos cosas que los tories liberales no pudieron hacer. N o pudieron
cuestionar las Leyes de Cereales, ni pudieron reformar la Cámara de los
Comunes. Mediante las Leyes de Cereales, que fijaban las tarifas para los
granos importados, y que sufrieron un aumento en 1815, los caballeros de
Inglaterra protegían sus ingresos; y mediante la presente estructura de la
Cámara de los Comunes, gobernaban el país, esperando que las clases
trabajadoras y los intereses comerciales les aceptarían como sus dirigentes
naturales.
En los quinientos años de su historia, los Comunes nunca habían sido tan
poco representativos. Desde la Revolución de 1688, no se había creado ningún
nuevo burgo. Los burgos, o centros urbanos que tenían derecho a elegir
miembros del Parlamento, estaban densamente concentrados en la Inglaterra
meridional. Con la Revolución Industrial, la población iba desplazándose,
considerablemente, hacia el norte. Las nuevas ciudades-fábrica no teman
representación. Muchos burgos habían experimentado una gran decadencia a
lo largo de los siglos; algunos estaban totalmente deshabitados, y uno se
encontraba debajo de la aguas del Mar del Norte. En unos pocos burgos,
tenían lugar verdaderas elecciones, pero en algunos de ellos era la corporación
de la ciudad, y en otros los propietarios de ciertos volúmenes de bienes raíces,
los que teman el derecho de nombrar a los miembros del Parlamento. Cada
burgo era diferente, pues conservaba las libertades locales de la Edad Media.
Muchos estaban totalmente dominados por personas influyentes, llamadas
por sus críticos tratantes en burgos. En cuanto a los distritos rurales, los
«propietarios de cuarenta chelines» elegían a dos miembros del Parlamento
por cada condado, en una festiva asamblea muy influida por las personas más
acomodadas. Hacia 1820, se calculaba que menos de 500 hombres, casi todos
ellos miembros de la Cámara de los Lores, elegían realmente una mayoría de
la Cámara de los Comunes.
En el medio siglo anterior a 1830, se habían presentado unas dos docenas
de proyectos de reforma de la Cámara de los Comunes. Ninguno había sido
aprobado. En 1830, tras la revolución de París, la cuestión fue nuevamente
planteada por el partido minoritario, los whigs. El primer ministro tory, el

203
Duque de Wellington, el vencedor de Waterloo y un extremado conservador,
defendió tan desmedidamente el sistema existente, que perdió incluso la
confianza de algunos de sus propios seguidores. Declaró que los métodos
vigentes en Inglaterra eran más perfectos que cualesquiera otros que la
inteligencia humana pudiera idear de un solo golpe. Después de esta
explosión, subió al poder un gobierno whig. Presentó un proyecto de reforma.
La Cámara de los Comunes lo rechazó. Entonces, el gobierno whig dimitió.
Los tories, temiendo la violencia popular, se negaron a aceptar la responsabi­
lidad de formar un gabinete. Los whigs volvieron a hacerse cargo del
gobierno, y nuevamente presentaron su proyecto de reforma. Esta vez, pasó la
Cámara de los Comunes, pero fracasó en la Cámara de los Lores. Un clamor
de irritación se extendió por todo el país. Las multitudes llenaban las calles de
Londres, los amotinados durante varios días controlaron la dudad de Bristol,
la cárcel de Derby fue asaltada, y el castillo de Nottingham fue incendiado.
Parecía que sólo la aprobación del proyecto de ley podía evitar una verdadera
revolución. Utilizando este argumento, los whigs obtuvieron del rey la
promesa de crear un número suñdente de nuevos pares para cambiar la
mayoría en la Cámara de los Lores. Antes de verse hundidos, los Lores
cedieron, y el proyecto se convirtió en ley, en abril de 1832.
La Ley de Reforma de 1832 era una medida muy inglesa. Adaptaba el
sistema inglés o medieval, en lugar de seguir las nuevas ideas puestas en
circulación por la Revolución Francesa. En el Continente, donde existían
constituciones (como en Francia), la idea consistía en que cada representante
representaría, aproximadamente, al mismo número de electores, y que los
electores dispondrían del voto, solo mediante una simple calificadón
uniforme, que generalmente consistía en el pago de una determinada cantidad
en concepto de impuestos por bienes raíces. Los ingleses se atenían a la idea de
que los miembros de la Cámara de los Comunes representaban burgos y
condados, por lo general independientemente del volumen de población (con
excepciones); en otras palabras, no se realizó intento alguno de crear distritos
electorales iguales. La franquicia, o derecho de voto, dependía de que un
hombre viviese en un burgo o en un condado. Se definía también, muy
ampliamente, según las rentas, porque en Inglaterra, con la alta concentradón
de la propiedad en la vieja clase'terrateniente, muchas personas importantes
no poseían ninguna tierra, en absoluto.
En un burgo, bajo la nueva ley, un hombre podía votar a un miembro del
Parlamento, si ocupaba locales por los que pagaba 10 libras esterlinas de
renta anual. En un condado (área rural o pequeña ciudad no considerada
como burgo), un hombre podía votar, si pagaba 10 libras de renta anual por
tierras ocupadas mediante un contrato a largo plazo, de sesenta años; pero
tenía que pagar 50 libras por tierras ocupadas mediante un contrato a corto
plazo, si quería reunir los requisitos para votar. Si él era el propietario de la
tierra, podía votar sólo con que el valor de su renta anual fuese de 2 libras
(los antiguos propietarios de cuarenta chelines). Así, pues, el voto estaba
sutilmente distribuido según las pruebas de cuantía económica, solven­
cia y estabilidad. El efecto total sobre el volumen del electorado fue el de
elevar el número de votantes en las Islas Británicas desde unos 500.000 a
unos 813.000. En realidad, algunas personas perdieron sus votos: concre­

204
tamente, los elementos más pobres del puñado de viejos burgos que ha­
bían sido claramente democráticos, como el burgo de Westminster, en
Londres.
Lo más importante no fue el mayor volumen del electorado, sino su
redistribución por regiones y por clases. La Ley de Reforma reasignaba los
escaños déla Cámara de los Comunes. Cincuenta y seis de los más pequeños de
los antiguos burgos quedaron abolidos, de modo que sus habitantes votaban
como residentes de sus condados. Otros treinta burgos pequeños conservaron
el derecho de enviar un solo diputado al Parlamento, en lugar de los dos
históricos. Los 143 escaños que así quedaban disponibles fueron distribuidos
entre las nuevas ciudades industriales. Aquí eran los ocupantes de casas de 10
libras esterlinas los que votaban, es decir, las clases medias, propietarios de
fábricas, hombres de negocios y sus principales empleados; médicos,
abogados, corredores de bolsa, comerciantes y hombres de la prensa;
parientes y relaciones de las gentes acomodadas.
La Ley de Reforma de 1832 fue más profunda de lo que los whígs
habrían deseado, si no fuera por su miedo a la revolución. Fue más
conservadora de lo que los demócratas radicales habrían aceptado, si no fuera
por su creencia de que el sufragio podría ampliarse en el futuro. En 1830, la
Gran Bretaña, probablemente, estaba más cerca de la verdadera revolución
qué cualquier otro país de Europa, porque las revoluciones de 1830 en el
Continente fueron, en realidad, solamente insurrecciones y reajustes. En
Inglaterra, una angustiada masa de obreros fabriles, y de artesanos sin empleo
a causa de la competencia de las fábricas, dirigida por indignados intere­
ses manufactureros, iba haciéndose fuerte gracias a los cambios industria­
les, y estaba decidida a no seguir tolerando su exclusión de la vida políti­
ca. Si todos aquellos elementos hubieran desembocado en la violencia ge­
neral, podría haberse producido una verdadera revolución. Pero no hubo
revolución violenta en la Gran Bretaña. La razón, probablemente, radica,
sobre todo, en la existencia de la institución histórica del Parlamento,
que, por voluble que fuese antes de la Ley de Reforma, proporcionaba los
medios que permitían llevar a cabo, legalmente, los cambios sociales, y que,
en principio, seguía disfrutando de un respeto universal. Los conservadores,
entre la espada y la pared, cederían; podían consentir en una revisión del
sufragio, porque confiaban en seguir manteniendo sus posiciones en la vida
pública. Los radicales, que empleaban la violencia suficiente para amedrentar
a los intereses establecidos, no se encontraban, en consecuencia, ante una
defensa cerrada; una vez abierta la brecha, podían confiar en que algún día
llevarían a cabo una ulterior democratización del Parlamento, y, con eUo, su
programa económico y social, mediante una ordenada legislación.

Gran Bretaña después de 1832

Pero la Ley de Reforma de 1832 fue, a su manera, una revolución. Los


nuevos intereses de los negocios creados por la industrialización, ocuparon
un lugar junto a la antigua aristocracia, en la minoría gobernante del país.
Los aristócratas whigs que habían introducido la Ley de Reforma, se fundie­

205
ron poco a poco con los industriales, anteriormente radicales, y con unos po­
cos liberales tories para formar el Partido Liberal, El núcleo principal de los
tories, al que se unieron unos pocos antiguos whigs y también algunos que
habian sido radicales, fue convirtiéndose, poco a poco, en el Partido
Conservador. Los dos partidos alternaron en el poder, con breves intervalos,
desde 1832 hasta la Primera Guerra Mundial, siendo este el clásico periodo dél
sistema bipartidista Liberal-Conservador en la Gran Bretaña.
En 1833, fue abolida la esclavitud en el Imperio Británico. En 1834, se
adoptó una nueva Ley de Pobres. En 1835, el Acta de Corporaciones
Municipales, de una importancia fundamental sólo superada por la Ley de
Reforma, modernizó el gobierno local de las ciudades inglesas; acabó con las
viejas oligarquías locales e introdujo un mecanismo electoral y administrativo
uniforme, que permitía a los habitantes de las ciudades abordar más
eficazmente los problemas de la vida urbana. En 1836, la Cámara de .los
Comunes permitió que los periódicos informasen acerca de los votos de sus
miembros, con lo que se dio; un gran paso hacia la publicidad de los
procedimientos de gobierno. Mientras tanto, una comisión eclesiástica
revisaba los asuntos de la Iglesia de Inglaterra; se com gieron las irregularida­
des financieras y administrativas, juntamente con las más fuertes desigualda­
des entre el ingreso del clero alto y el bajo, todo lo cual había hecho de la
Iglesia, anteriormente, una especie de coto cerrado para la clase terrateniente.
Los tories, asaltados así en sus inmemoriales fortalezas del gobierno
local y de la Iglesia establecida, emprendieron una contraofensiva, atacando
las fortalezas de la nueva clase manufacturera liberal, concretamente, las
fábricas y las minas. Los tories se convirtieron en los defensores de los obreros
industriales. Los caballeros terratenientes, el más fam oso de los cuales era
Lord Ashley, que luego seria séptimo Conde de Shaftesbury, iniciaron una
campaña orientada a poner en conocimiento del público los males sociales de
una industrialización rápida y verdaderamente despiadada. Recibieron un
cierto apoyo de algunos industriales humanitarios; en realidad, la primera
legislación tendía a seguir imas prácticas ya establecidas por las empresas
mejores o más fuertes. Una Ley de Fábricas de 1833 prohibía el trabajo de los
niños menores de nueve años en las fábricas textiles. Aquella fue la primera
pieza legislativa eficaz sobre el tema, pues preveía la existencia de inspectores
pagados y de procedimientos coactivos. Una ley de 1842 iniciaba una
importante regulación en las minas de carbón; se prohibía el trabajo
subterráneo de las mujeres y de las niñas, así como de los niños menores de
diez años.
La mayor victoria de la clase obrera se produjo en 1847, con la Ley de las
Diez Horas, que limitaba el trabajo de las mujeres y de los niños en todas las
instalaciones industriales a diez horas diarias. A partir de aquel momento,
también los hombres, por lo general, trabajaban sólo diez horas, porque los
trabajos de los hombres, de las mujeres y de los niños estaban estrechamente
coordinados como para que Jos hombres pudieran trabajar solos. El gran libe­
ral, John Bright, cuáquero y magnate del algodón, llamó a la Ley de las Diez
Horas «un engaño del que sé hacia victima a la clase obrera». La regulación
de las horas de trabajo era contraria a los principios admitidos del ¡aissez
faire, a la ley económica, al mercado libre, a la libertad de comercio y a la
206
GRANDES INVERSIONES
por Honoré Datunler (francés, 1808-1879)

La Revolución de 1830, vista románticamente por Delacroix, fue seguida, en realidad, por
un periodo febril de ganancias y de negocios (asi como de auténtico desarrollo económico), re­
cogido en las novelas de Balzac y en el arte gráfico de Daumier. Esta litografía de 1837 muestra
a un financiero, con paquetes de valores amontonados junto a £1, tratando de vender acciones
d e factorías, fundiciones, fábricas de cerveza, etc., a un cliente escéptico. Daumier era un cari­
caturista que satirizaba a la sociedad burguesa. Asi como Rembrandt, en el siglo XVII, podía
retratar a los negociantes con una alta dignidad, los artistas, a partir de los años 1830 han solido
alejarse de esos temas. Cortesía de la Biblioteca Nacional, Paris.

207
libertad individual del patrono y del obrero. Pero la Ley de las Diez Horas se
mantuvo, y la industria británica continuó prosperando.
Reuniendo su fuerza, la combinación whig-liberal-radical estableció, en
1838, una Liga Contra la Ley de Cereales. Los asalariados se oponían a las
Leyes de Cereales porque las tarifas sobre las importaciones de granos
elevaban los precios de los artículos alimenticios. Los empresarios industriales
se oponían también porque, al elevar los precios de esos artículos, elevaban
también los salarios y los costes de producción en Inglaterra, por lo que las
Leyes de Cereales actuaban en perjuicio de Inglaterra en el comercio exterior.
Los defensores de las Leyes de Cereales argüían que la protección de la
agricultura era necesaria para sostener a la aristocracia natural del país (como
hemos visto, la mayor parte de la tierra pertenecía a los pares y a la nobleza),
pero también, a veces, utilizaban argumentos económicos más estructu­
rados, asegurando que Gran Bretaña debía conservar una economía equi­
librada entre la industria y la agricultura, y evitar una dependencia dema­
siado exclusiva de los alimentos importados. La cuestión llegó a conver­
tirse en un claro enfrentamiento entre los industriales, que actuaban con
el apoyo de la clase obrera, y la aristocracia, y, predominantemente, los
intereses terratenientes tories. La Liga Contra la Ley de Cereales, cuyo cuartel
general estaba en Manchester, operaba como un partido político moderno.
Tenía mucho dinero, facilitado por grandes donativos de los fabricantes y
otros pequeños del pueblo trabajador. Enviaba a conferenciantes de viaje por
el país, agitaban en los periódicos y lanzaban una corriente de folletos
polémicos y de libros instructivos. Celebraba tés políticos, manifestaciones
con antorchas encendidas, y mítines de masas al aire libre. La presión resultó
irresistible y recibió un impulso final de una hambrina en Irlanda. Fue un
gobierno tory, encabezado por Sir Robert Peel, el que en 1846 cedió ante tan
clamorosa demanda.
La revocación de la Ley de Cereales en 1846 ha quedado como símbolo del
cambio que se había producido en Inglaterra. Confirmaba las consecuencias
revolucionarias de la Ley de Reforma de 1832. La industria era ahora un
elemento dirigente en el país. En adelante, el libre comercio fue la norma.
Gran Bretaña, a cambio de la exportación de manufacturas, pasó a depender,
deliberadamente, para su propia vida, de las importaciones. Estaba compro­
metida, para el futuro, en un sistema económico internacional e incluso de
dimensiones mundiales. Los ingleses, que fueron los primeros en experimen­
tar la Revolución Industrial, pues poseían una potencia mecánica y unos
métodos de fabricación en serie, podían producir hilo y tejidos, utensilios
mecánicos y equipamiento ferroviario, con mayor eficacia y a precio más bajo
que cualquier otro país. En Gran Bretaña, la fábrica del mundo, la gente
acudía cada vez más a la mina, a la fábrica y a la ciudad, vivía de la venta de
manufacturas, de carbón, de buques y de servicios financieros a los otros
países del mundo, y recibía algodón en rama, metales preciosos, carne,
cereales, y miles de artículos de menor necesidad, pero vitales en todo caso, del
resto del mundo, a cambio. El bienestar de Gran Bretaña dependía del
mantenimiento de un sistema económico de libre cambio, de dimensión
mundial.
Dependía, también más que nunca, del control inglés del mar, que

208
raramente era mencionado por la Liga Contra la Ley de Cereales, de espíritu
civil, pero que, firmemente establecido durante el largo duelo con Napoleón,
era un postulado de la discusión dinámica y admitido. Nadie comprendía
esto mejor que Lord Palmerston, un brillante aristócrata whig anglo-irlandés,
que, mediante arriesgados y audaces movimientos que alarmaron a sus
colegas y consternaron a la Reina Victoria, se destacó como el verdadero
«bulldog» inglés en defensa del nombre de Gran Bretaña. Por ejemplo, en
1850, un judío marroquí conocido como Don Pacífico, que era súbdito
británico, tuvo conflictos con Grecia, a causa de ciertas deudas que el
gobierno griego tenía que pagarle. Aunque aquel derecho no era indiscutible,
Palmerston soltó los truenos de la flota británica. Envió una escuadra al
Pireo, el puerto de Atenas, y prohibió a los barcos griegos que utilizaran su
propio puerto, hasta que la cuestión estuvo resuelta. En otra ocasión, en 1856,
cuando las autoridades chinas detuvieron un barco chino llamado A rrow
(Flecha), que, aunque indebidamente, navegaba con bandera británica,
Palmerston recurrió, de nuevo a la escuadra, que procedió a bombardear
Cantón y precipitó la Segunda Guerra Anglo-China. En otros aspectos, como
buen liberal de mediados del siglo X IX, Palmerston favorecía movimientos de
independencia nacional, incluido el de los Estados Confederados de América,
con la esperanza de que redundarían en una mayor extensión del libre
comercio.

22. Triunfo de la burguesía europea occidental

bn (irán Bretaña y en Francia (como también en Bélgica) la agitación


revolucionaria de 1830-1832 desembocó en un período de predominio para
las clases burguesas o propietarias. La doctrina überal reinante era la teoría
«del interés en la sociedad»: deben gobernar los que tienen algo que per­
der. En la Francia de la Monarquía de Julio (1830-1848), podía votar, aproxi­
madamente, un varón adulto de cada treinta, y en la Gran Bretaña de la pri­
mera Ley de Reforma (1832-1867), uno, aproximadamente, de cada ocho. En
Gran Bretaña, virtualmente, toda la clase media tenía ahora derecho de voto,
y en Francia, solamente los más acomodados. En Gran Bretaña, la conti­
nuación de los intereses terratenientes tories en la política embotaba un tanto
el filo de la dominación capitalista y administrativa, lo que se reflejaba en la
aprobación de importantes leyes para la protección del trabajo industrial. En
Francia, los intereses terratenientes aristocráticos, más débiles y con menos
sentido púbüco que en Inglaterra en todo caso, perdieron una gran parte de
su influencia a causa de la revolución de 1830. Francia bajo Luis Felipe era un
país más puramente burgués que Gran Bretaña, y por ello se hizo menos para
aliviar la situación de los trabajadores.
En general, los decenios siguientes a 1830 pueden ser considerados como
una especie de edad de oro de la burguesía europea occidental. Esta burguesía
marcó con su sello a Europa, de muchas formas. En primer lugar, la Europa
occidental continuó acumulando capital y construyendo su plataforma
industrial. La renta nacional subía constantemente, pero la clase trabajadora
recibía una parte relativamente pequeña, y los propietarios del capital, una

209
parte relativamente grande. Esto significaba que se gastaba menos en bienes
de consumo —vivienda, vestido, alimentación, diversión—, y que era más lo
que se ahorraba y quedaba disponible para la reinversión. Se formaban conti­
nuamente nuevas compañías por acciones, y se enmendó la ley de sociedades,
permitiendo la extensión de las empresas corporativas a nuevos campos. El
sistema de fábrica se propagó desde Inglaterra hasta el Continente, y, dentro
de Inglaterra, desde la industria textil a otras ramas de la producción. La
producción de hierro, buen indicio del avance económico en esta fase del
industrialismo, se elevó, aproximadamente, en un 30 por 100 en Gran
Bretaña, entre 1830 y 1848, y en un 65 por 100, más o menos, en Francia,
entre 1830 y 1845. (Todos los estados alemanes reunidos, en esta última fecha,
producían alrededor de una décima parte del hierro producido por Gran
Bretaña, y menos de la mitad del producido por Francia). La construcción de
vías férreas se inició activamente después de 1840. En 1849, Samuel Cunard
puso cuatro barcos de vapor en servicio trasatlántico regular. Se exportó
mucho capital; ya en 1839, un americano calculaba que los europeos
(principalmente, ingleses) poseían acciones en las compañías americanas, por
valor de 200.000.000 de dólares. Esas inversiones finaciaban la compra de
artículos británicos y de otros países, y contribuían a asegurar un sistema
económico mundial, en el que la Europa occidental, y especialmente
Inglaterra, alcanzaba el predominio, quedando otras regiones en un status un
tanto subordinado.

La frustración y el desafio de la clase obrera


La edad burguesa tuvo también el efecto de enajenarse al mundo del
trabajo. En Inglaterra y en Francia, el estado se encontraba más cerca que
nunca de lo que Carlos Marx no tardaría en designar como un comité de
la clase burguesa. Ya en Francia, se hablaba preocupadamente de los pro-
létaires, los del fondo de la sociedad, que no tenían nada que perder. Los
republicanos en Francia y los demócratas radicales en Inglaterra se sentían
burlados y engañados, en los años 1830 y en los 1840. En cada país, habían
impuesto una virtual revolución con sus insurrecciones y sus manifestaciones,
y luego, en uno y otro país, se habían quedado sin voto. Algunos perdieron
su interés por las instituciones representativas. Excluidos del gobierno, se
sintieron tentados a perseguir unos fines políticos, a través de canales
extragubemamentales, es decir, revolucionarios o utópicos. El trabajador
medio consideraba las reformas sociales y económicas mucho más importan­
tes, como objetivo final, que las simples innovaciones gubernamentales.
Respetados economistas decían a los obreros que no podían tener la esperanza
de cambiar el sistema en su favor. Por lo tanto, sentían la tentación de destruir
el sistema, de sustituirlo enteramente con algún nuevo sistema, principalmente
ideado en las mentes de los pensadores. La Escuela de Manchester y su
equivalente de Francia les decían que los ingresos de los obreros estaban
marcados por ineluctables leyes de la naturaleza, que lo mejor y, desde luego,
lo necesario era que los salarios permaneciesen bajos, y que la forma de
ascender, en el mundo, consistía en abandonar la clase trabajadora para

210
siempre, convirtiéndose en el propietario de un negocio provechoso y dejando
a los obreros aproximadamente donde estaban 21.
La doctrina predominante hacía hincapié en la concepción de un mercado
de trabajo. El obrero vendía trabajo, el empresario lo compraba. El precio del
trabajo, o salario, debía ser acordado por las dos partes individuales. El
precio, naturalmente, fluctuaría, según los cambios en la oferta y en la
demanda. Cuando se necesitara una gran cantidad de un determinado tipo de
trabajo, el salario subiría, hasta que nuevas personas entrasen en el mercado
ofreciendo más trabajo de ese tipo, con el resultado de que se restablecería
un nivel seméjante al del salario aptiguo. Cuando no se necesitase nin­
gún trabajo, no se compraría nada, y las personas que no pudieran vender su
trabajo podrían subsistir, durante algún tiempo, gracias al socorro a los
pobres. La nueva Ley de Pobres de 1834 era especialmente ofensiva para la
clase obrera británica. Corregía evidentes defectos del viejo sistema, que
había empobrecido y desmoralizado a millones de personas. Pero la nueva ley
seguía los duros preceptos de la ciencia funesta; su principio más importante
era el de salvaguardar el mercado de trabajo, haciendo el socorro más
desagradable que cualquier trabajo. Sólo concedía el socorro a las personas
dispuestas a ingresar en un hospicio o asilo para pobres; y, en esos
establecimientos, había separación de sexos, y la vida, en otros aspectos, se
hacia mucho menos atractiva que fuera de ellos. Los obreros consideraban la
nueva ley como una abominación. Llamaban a los hospicios «bastillas». Se
sentían agraviados por la concepción total de un mercado de trabajo, en el que
el trabajo se compraba y se vendía (o quedaba sin vender) como cualquier otra
mercancía.
A largo plazo, sería el incremento de la producción en Europa lo que habia
de remediar la situación de los obreros. Mientras tanto, habia dos formas de
liberarse. Una era la de mejorar la posición del trabajo en el mercado. Esto
condujo a la formación de sindicatos obreros para controlar la oferta de
trabajo y para la negociación colectiva con los empresarios. Esos sindicatros,
ilegales en Francia, no fueron legales en Gran Bretaña hasta después de
182S, aunque la huelga continuaba siendo ilegal en los dos países. El otro
medio de liberarse consistía en rechazar en conjunto la idea de la economía de
mercado y del sistema capitalista. Había que idear un sistema en el que los
bienes se produjesen para su uso, y no para su venta, y en el que los
trabajadores fuesen remunerados según sus necesidades, y no según las
exigencias de un patrono. Esta fue la base de la mayor parte de las formas de
socialismo en el siglo XIX22.

Socialismo y cartismo

El socialismo se extendió rápidamente entre las clases obreras, después de


1830. En Francia, se fundió con el republicanismo revolucionario. Hubo una
resurrección del interés por la gran Revolución y por la República democrática

21 Ver págs. 172-174, 176.


22 Ver págs. 179-180.

211
de 1793. Reimpresiones baratas de los escritos de Robespierre comenzaron a
circular por los barrios de las clases trabajadoras de Paris. Robespierre era
considerado ahora como un héroe del pueblo. El socialista Luis Blanc, por
ejemplo, que en 1839 publicó su Organización del trabajo, recomendando la
formación de «talleres sociales», escribió también una larga historia de la
Revolución Francesa, en la que señalaba los ideales igualitarios que ha­
bían inspirado la Convención Nacional de 1793. En Gran Bretaña, como
correspondía a los distintos antecedentes del país, las ideas socialistas se
mezclaron con el movimiento en favor de nuevas reformas parlamentarias.
Este se vio impulsado por el grupo de la clase obrera conocido como los
Cartistas, por la Carta del Pueblp que redactaron en 1838. Entre los cartistas
británicos y los socialistas franceses había una intensa comunicación. Un
cartista, el periodista nacido en Irlanda, Bronterre O’Brien, tradujo un libro
francés sobre la «conspiración de Babeuf» de 1796, que sirvió también de
fuente e inspiración del ascenso del socialismo en Francia23.
El carlismo era un movimiento de masas muy superior al del socialismo
francés de la épóca. Sólo unos pocos cartistas eran claramente socialistas por
sus ideas. Pero todos eran anticapitalistas. Todos estaban de acuerdo en que el
primer paso debía ser el de conseguir una representación de la clase obrera en
el Parlamento. La Carta de 1838 constaba de seis puntos. Demandaba (1) la
elección anual de la Cámara de los Comunes por (2) sufragio universal de to­
dos los varones adultos, mediante (3) un voto secreto y (4) distritos electorales
iguales; y exigía (5) la abolición de las cualificaciones de propiedad requeridas
para ser miembros de la Cámara de los Comunes, lo que perpetuaba la vieja idea
de que el Parlamento tenía que estar compuesto por caballeros de ingresos
independientes, y urgía, en lugar de ello (6), el pago de salarios a los miembros
elegidos del Parlamento, a fin de que las personas de escasos medios pudieran
ser diputados. Una convención compuesta de delegados enviados por
sindicatos obreros, asambleas de masas y sociedades radicales de todo el país
se reunió en Londres, en 1839. «Convención» era una palabra ominosa, con
resonancias revolucionarias francesas e incluso terroristas; algunos miembros
de aquella convención inglesa la consideraban como el organismo realmente
representativo del pueblo, y abogaban por la violencia armada y por la huelga
general, mientras otros se inclinaban sólo por la presión moral sobre el
Parlamento.
Se envió a la Cámara de los Comunes una petición con un millón de
firmas, exigiendo la aceptación de la Carta. El ala violenta y revolucionaria, o
cartistas de la «fuerza física», precipitó una oleada de levantamientos que
fueron eficazmente sofocados por las autoridades. En 1842, se presentó, de
nuevo, la petición. Esta vez. según el cálculo más fidedigno, estaba firmada
por 3.331.702 personas. Como la población total de Gran Bretaña era de
unos 19 millones, está claro que la Carta, cualquiera que fuese el número
exacto de firmas, contaba con la adhesión explícita de la mitad de los varones
adultos del país. La Cámara de los Comunes, sin embargo, rechazó la petición
por 287 votos contra 49. Se temía, con razón, que la democracia política
amenazaría los derechos de propiedad y la totalidad del sistema económico tal

23 Ver págs. 124-126.

212
como entonces existía. El movimiento cartista iba muriendo, poco a poco,
ante la firme oposición del gobierno y de las. clases empresariales, y se
debilitaba a causa de los recíprocos temores y desacuerdos entre sus propios
partidarios. Pero no había sido totalmente infructuoso, porque, sin la agitación
popular y sin la publicación de las reivindicaciones de la clase obrera, la Ley
de Minas de 1842 y la Ley de las Diez Horas de 1847 no podrían haber sido
promulgadas. Estas medidas, a su vez, aliviaron la miseria de los obreros
industriales y mantuvieron vivo un cierto grado de confianza en el futuro del
sistema económico. El cartismo resurgió brevemente en 1848, como se verá en
el capítulo siguiente; pero, en general, en los años 1840, el pueblo trabajador
inglés pasó de la agitación política a la formación y fortalecimiento de los
sindicatos obreros, mediante los cuales los trabajadores podían tratar
directamente con los patronos, sin tener que recurrir al gobierno. El sufragio
no se extendió, en Gran Bretaña, hasta 1867, y se tardaron unos 80 años en
realizar todo el programa de la Carta de 1838, excepto en lo que se refería a la
elección anual del Parlamento, que pronto dejó de reclamarse.
No es fácil resumir la historia de Europa entre 1815 y 1848. No se había
logrado estabilización alguna entre todas las fuerzas liberadas por las
revoluciones francesa e industrial; liberalismo, conservadurismo, nacionalis­
mo, republicanismo, democracia, socialismo. No se había creado ningún
sistema internacional; más bien, Europa se había dividido en dos campos,
formados por un Occidente en el que progresaban las concepciones liberales,
y por un Oriente en el que gobernaban tres monarquías autocráticas. La
Europa Occidental apoyaba los principios de nacionalidad; los gobiernos de la
Europa Central y Oriental seguían oponiéndose a ellos. El Occidente iba
haciéndose colectivamente más rico, más liberal, más burgués. Las gentes de
la clase media de Alemania, Europa central e Italia (así como las de España y
Portugal) no disfrutaban de las dignidades y emolumentos de que gozaban en
la Gran Bretaña o en Francia. Pero el Occidente no había resuelto su
problema social; toda su civilización material descansaba en una inquieta
clase obrera, penosamente tratada. Por todas partes había represión, en
diversos grados, y por todas partes había temores, en unos sitios más que en
otros; pero también había esperanza, confianza en el progreso de una
sociedad industrial y científica, y fe en el programa incompleto de los
derechos humanos. El resultado fue la Revolución general de 1848.

213
V. LA REVOLUCION Y EL RESTABLECIMIENTO DEL ORDEN,
1848-1870

Los temores que habían acosado a las clases acomodadas de Europa


durante treinta años se hicieron realidad en 1848. Los gobiernos se hundían en
todo el Continente, Los horrores que se recordaban volvían a aparecer, como
en una pesadilla recurrente, en una sucesión muy semejante a lo que se había
iniciado en 1789, sólo que ahora a un ritmo mucho más rápido. Los
revolucionarios llenaban las calles, los reyes huían, se declaraban repúblicas,
y, cuatro años después, hubo otro Napoleón. Poco después vino una serie
de guerras.
Ni antes ni después ha visto Europa un levantamiento tan verdaderamente
universal como en 1848. Mientras la Revolución Francesa de 1789 y la
Revolución Rusa de 1917 tuvieron repercusiones internacionales inmediatas,
en cada uno de esos casos era un solo país el que se hallaba a la cabeza. En
1848, el movimiento revolucionario brotó espontáneamente de fuentes
nativas, desde Copenhague a Palermo y desde París a Budapest. A veces, los
contemporáneos atribuían la universalidad del fenómeno a las maquinaciones
de las sociedades secretas, y es verdad que ya antes de 1848 existían unos
débiles comienzos de un movimiento revolucionario internacional; pero lo
cierto es que los conspiradores revolucionarios tenían poca influencia sobre lo
que realmente ocurría, y la casi simultánea caída de los gobiernos es
perfectamente explicable por otras causas. Muchos pueblos de Europa
querían, en sustancia, las mismas cosas: gobierno constitucional, la indepen­
dencia y la unificación de los grupos nacionales, el fin de la servidumbre y de
las obligaciones señoriales donde todavía existían. Con algunas variaciones,
habia un cuerpo común de ideas entre los elementos políticamente conscientes
de todos los países. Algunos de los poderes que las nuevas fuprzas tenían que
combatir eran, en sí mismos, internacionales, especialmente la iglesia católica
y la extendidísima influencia de los Habsburgo, de modo que la resistencia
frente a ellos surgía independientemente en muchos sitios. De todas mane­
ras, sólo el imperio ruso y la Gran Bretaña se libraron del contagio revolucio­
nario de 1848, y los ingleses recibieron un gran susto.
Pero la Revolución de 1848, aunque sacudió a todo el Continente, carecía
de una fuerza impulsora fundamental. Fracasó casi tan rápidamente como
triunfó. Su consecuencia más importante, en realidad, fue la de fortalecer las
tendencias más conservadoras, que veían con alarma cualquier revolución.
Los ideales revolucionarios sucumbieron bajo la represión militar. En cierta

Em blem a d el capítulo: Una m edalla que muestra ¡a iglesia de San Pab lo, en Fran cfort.
medida, los gobiernos de los años 1850 y de los 1860, aunque hostiles a la
revolución, dieron satisfacción a algunas de las reivindicaciones de 1848,
sobre todo en la unificación nacional y en el gobierno constitucional con
representación limitada, pero lo hicieron en virtud de un realismo calculado, y
mientras reafirmaban su propia autoridad. La Revolución de 1848, aunque
sofocada por la represión, dejó también una herencia de temores y de
conflictos de clase, en la que los profetas de una nueva sociedad se hicieron
también más realistas, como cuando Carlos Marx, tachando de «utópicas» las
primeras formas de socialismo, presentaba sus propios puntos de vista como
perspicaces y «científicos».

23. París: el espectro de la revolución social en Occidente

La Monarquía de Julio en Francia fue una plataforma de tablilla levantada


sobre un volcán. Bajo ella, ardían los reprimidos fuegos del republicanismo
sofocado en 1830, que desde 1830 había ido haciéndose cada vez más so­
cialista1.
La política de la Monarquía de Julio se hizo cada vez más irreal. Eran tan
pocos los intereses representados en la Cámara de los Diputados, que rara vez
se discutían las cuestiones más fundamentales. Incluso la mayor parte de la
burguesía carecía de representación. El soborno y la corrupción eran más
frecuentes de lo que deberían, pues la expansión económica favorecía la
especulación y el fraude por parte de los promotores de negocios y de los
políticos asociados. Se inició un fuerte movimiento para que se concediese el
voto a más ciudadanos, en lugar de concedérselo a uno solo de cada treinta.
Los radicales querían el sufragio universal y una república, pero los liberales
sólo pedían una ampliación de los derechos de voto, dentro de la monarquía
constitucional existente. El rey, Luis Felipe, y su primer ministro, Guizot, en
lugar de aliarse con los últimos contra los primeros, se opusieron, decidida y
estúpidamente, a toda clase de cambio.

L a Revolución de «Febrero» en Francia

Los reformadores, en contra de los deseos expresados por el rey,


proyectaron un gran banquete en París, el día 22 de febrero de 1848, que
había de estar acompañado de manifestaciones en las calles. El 21 de febrero,
el gobierno prohibió todas aquellas reuniones. Aquella noche, se levantaron
barricadas en los barrios de la clase obrera. Estaban hechas de adoquines,
piedras para la construcción y grandes muebles, todo mezclado, atravesando
las calles estrechas y los cruces de la ciudad vieja, y formaban un laberinto
desde el que los insurgentes se disponían a resistir a las autoridades. El
gobierno convocó a la Guardia Nacional, que se negó a acudir. El rey
prometió entonces la reforma electoral, pero los agitadores republicanos se
hicieron cargo de los elementos semimovilizados de la clase obrera, que

I Ver págs. 199-200, 209-211.

216
realizaban una manifestación ante la casa de Guizot. Alguien disparó contra
los guardias situados alrededor de la casa; los guardias replicaron, matando a
veinte personas. Los organizadores republicanos pusieron algunos de los
cadáveres sobre un carro con antorchas encendidas y los pasearon por la
ciudad, que, con hombres armados y con barricadas, pronto comenzó a
bullir, en un enorme levantamiento. El 24 de febrero, Luis Felipe, como antes
que él había hecho Carlos X , abdicó y se fue a Inglaterra. La revolución de
Febrero de 1848, como la Revolución de Julio de 1830, había destronado a un
monarca en tres días.
Los reformadores constitucipnales confiaban en seguir con el joven nieto
de Luis Felipe como rey, pero los republicanos, ahora excitados y armados,
penetraron en la Cámara de los Diputados y forzaron la proclamación de la
República. Los dirigentes republicanos formaron un gobierno provisional de
diez hombres, mientras toda Francia no elegía una Asamblea Constituyen­
te. Siete de los diez eran republicanos «políticos», siendo el más notable
el poeta Lamartine. Tres eran republicanos «sociales», de los que el más
notable era Luis Blanc. Una enorme multitud de trabajadores se presentó ante
el Hótel de Ville, o Ayuntamiento, pidiendo que Francia adoptase la nueva
enseña socialista: la bandera roja. Fueron disuadidos por la elocuencia de
Lamartine, y la bandera tricolor siguió siendo la bandera republicana.
Luis Blanc urgía al Gobierno Provisional para que abordase, sin demora,
un audaz programa económico y social. Pero, como los republicanos
«sociales» estaban en minoría en el Gobierno Provisional (aunque, probable­
mente, no entre los republicanos de Paris, en general), las ideas de Luis Blanc
se atenuaron mucho, a la hora de su aplicación. Blanc quería un Ministerio de
Progreso para organizar una red de «talleres sociales», los establecimientos
manufactureros sostenidos por el estado y colectivistas que él había
proyectado en sus escritos. Todo lo que se creó fue una Comisión de Trabajo,
con poderes limitados, y un sistema de talleres significativamente llamados
«nacionales», en lugar de «sociales». Los Talleres Nacionales fueron
acordados por el Gobierno provisional sólo como una concesión política, y
nunca se les asignó ningún trabajo importante, por miedo a establecer una
competencia con la empresa privada y a descoyuntar el sistema económico. En
realidad, el hombre a quien se encargó de ellos reconocía que el objetivo que él
se había propuesto era el de demostrar las falacias del socialismo. Mientras
tanto, la Comisión de Trabajo fue incapaz de ganar la pública aceptación para
la jom ada de diez horas, que el Parlamento Británico había establecido el año
anterior.
Los Talleres Nacionales no fueron, en realidad, más que un gran proyec­
to de ayuda a los parados. Hombres de todos los oficios, cualificados y no
cualificados, eran enviados a excavar en los trabajos de las carreteras y de las
fortificaciones de París. Se les pagaban dos francos diarios. El número de
parados reconocidos aumentó rápidamente, porque el de 1847 había sido un
año de depresión, y la revolución impedia que los negocios recobrasen la
confianza. Otras personas necesitadas se presentaban también en busca de
remuneración, y pronto hubo demasiados hombres para la cantidad de
((trabajo» de que se disponía. De 25.000 alistados en los talleres a mediados de
marzo, el número se elevó hasta 120.000 a mediados de junio, momento en el

217
que había en París otros 50.000 a quienes los zozobrantes talleres ya no
podían acomodar. En el mes de junio, tal vez hubiera unos 200.000 hombres
esencialmente ociosos, pero físicamente útiles, en una ciudad de alrededor de
un millón de habitantes.
La Asamblea Constituyente, elegida en abril por sufragio masculino
universal por toda Francia, se reunió el día 4 de mayo. Inmediatamente,
sustituyó el gobierno Provisional por una comisión ejecutiva temporal,
formada por miembros de la propia Asamblea. El conjunto de Francia,
país de burguesía provinciana y de terratenientes campesinos, no era en
absoluto socialista. La nueva comisión ejecutiva temporal, elegida en ma­
yo por la nueva Asamblea Constituyente, no incluía a republicanos «so­
ciales». Sus cinco miembros, a cuya cabeza se encontraba Lamartine, eran
conocidos como enemigos declarados de Luis Blanc. Blanc y los socialistas ya
no podían esperar siquiera las reacias e insinceras concesiones que hasta
entonces habían conseguido.
Las líneas de batalla estaban trazadas ahora, sólo tres meses después de
la revolución, como habían sido trazadas, en cierto modo, en 1792, después
de tres años2. París se inclinaba, de nuevo, por un grado de acción revo­
lucionaría, en la que el resto del país no estaba dispuesto a participar. Los
dirigentes revolucionarios de París, en 1848 como en 1792, eran contrarios a la
aceptación de los procesos de gobernación por la mayoría o de lenta
deliberación parlamentaria. Pero la crisis de 1848 era más aguda que la de
1792. Los asalariados constituían una proporción mayor de la población.
Bajo un sistema de capitalismo predominantemente comercial, en el que la
industria mecánica y la concentración fabril sólo estaban empezando, los
obreros se veían atormentados por los mismos males que las clases obreras,
más industrializadas de Inglaterra. Las jomadas eran en cualquier caso más lar­
gas, y los salarios más bajos, en Francia que en Gran Bretaña; la inseguridad y
el desempleo eran, por lo menos, iguales; y la convicción de que una economía
capitalista no ofrecía futuro alguno para los trabajadores era la misma.
Además, mientras el trabajador inglés evitaba una auténtica violación del
Parlamento, el trabajador francés no veía nada especialmente sacrilego en la
violación de las asambleas elegidas. Desde 1789, en Francia, demasiados
regímenes habían estado basados en la violencia insurreccional, incluidos los
preferidos por las clases acomodadas, para que el trabajador francés fuese a
sentir muchos remordimientos por utilizarla en su favor.

L os «Días de Junio» de 1848


De una parte, estaba la Asamblea Constituyente, nacionalmente elegida.
De otra, los Talleres Nacionales habían movilizado en París a los más
desgraciados elementos de la clase trabajadora. Decenas de millares de
hombres habían sido reunidos donde podían hablar, leer periódicos, escuchar
discursos y concertar una acción común. Los agitadores y los organizadores
utilizaban, naturalmente, la oportunidad que así se les ofrecía. Los hombres
de los talleres comenzaban a sentirse desesperados, a comprender que la

2 Ver págs. 107-108.

218
república social estaba alejándose de ellos, tal vez para siempre. El día 1S de
mayo, atacaron la Asamblea Constituyente, expulsaron de la sala a sus
miembros, la declararon disuelta, y establecieron un nuevo gobierno
provisional creado por ellos mismos. Anunciaron que la revolución de
febrero, puramente política, debía ir seguida por una revolución social. Pero
la Guardia Nacional, una especie de milicia civil, hizo frente a los sublevados y
restableció la Asamblea Constituyente. La Asamblea, para extirpar el
socialismo, se dispuso a terminar con los Talleres Nacionales. Ofreció a los
que se hallaban alistados en ellos las alternativas de ingresar en el ejército, de
trasladarse a talleres provinciales, o de de ser expulsados de París, por la
fuerza. Toda la clase trabajadora de la ciudad comenzó a resistir. El gobierno
proclamó la ley marcial, la comisión ejecutiva civil dimitió, y todo el poder
pasó a manos del general Cavaignac y del ejército regular.
Siguieron los «Sangrientos Días de Junio» —24 a 26 de junio de 1848—,
tres días durante los cuales una aterradora guerra de clases asoló París. Más
de 20.000 hombres de los talleres tomaron las armas (y, sin duda, las habrían
tomado muchos más, si el gobierno no hubiera continuado pagando los
salarios en los talleres durante la insurrección), y a ellos se unieron otros
incontables miles procedentes de los distritos obreros de la ciudad. Medio
París, o más, se convirtió en un laberinto de barricadas defendidas por
hombres decididos y por mujeres igualmente resueltas. Los métodos militares
de la época permitían a los civiles enfrentarse abiertamente con los soldados;
las armas portátiles eran las más importantes, y los ejércitos no disponían de
vehículos blindados, ni de una artillería muy devastadora. Los soldados se
encontraron con una operación difícil, e incluso fueron muertos algunos
generales, pero, tres días después, el resultado ya no ofrecía dudas. Diez mil
personas habían resultado muertas o heridas. Once mil sublevados fueron
hechos prisioneros. La Asamblea, negándose a toda clemencia, decretó su
inmediata deportación a las colonias.
Los Días de Junio estremecieron a toda Francia y a Europa. Si la batalla
de París había sido una auténtica lucha de clases, qué proporción de la clase
trabajadora había tomado parte en ella (en todo caso, una proporción alta),
cuántos habían luchado por objetivos permanentes, y cuántos por la cuestión
transitoria de los talleres; todas aquellas eran materias secundarias. Se sabía
muy bien que, en realidad, lo que había estallado era una lucha de clases. Los
obreros militantes se confirmaron en un odio y una enemiga a la clase
burguesa, en una creencia de que el capitalismo existía, en último análisis,
gracias a los implacables fusilamientos de trabajadores en las calles. Las
gentes que se hallaban en niveles superiores al de la clase obrerq. fueron presas
del pánico. Estaban seguras de que se habían librado por muy poco de un
terrible levantamiento. La base misma de la vida civilizada parecía haberse
sacudido. Después de junio de 1848 —escribía una francesa de aquel
tiempo—, la sociedad estaba «dominada por un sentimiento de terror sólo
comparable al que produjo la invasión de Roma por los bárbaros».
Tampoco en Inglaterra había signos mucho más tranquilizadores. Allí, la
agitación cartista fue resucitada por la Revolución de Febrero de París3.

3 Ver págs. 211-213.

219
«¡Francia es una República!», gritaba el cartista Ernest Jones; de nuevo se
puso en circulación la petición cartista, y no tardó en decirse que tenia 6
millones de firmas. Se reunió otra convención cartista, de la que sus dirigentes
creian que sería la precursora de una Asamblea Constituyente, como en
Francia. La minoría violenta fue la más activa; comenzó por reunir armas y a
enseñar su manejo. El viejo Duque de Wellington tomó juramento a 70.000
policías especiales para mantenimiento del orden social. En Liverpool y en
otros sitios, se produjeron choques; en Londres, el comité revolucionario
tenía proyectos de incendios sistemáticos y disponía de hombres organizados,
provistos de picos para levantar los pavimentos y construir barricadas.
Mientras tanto, la petición, que pesaba 584 libras, fue llevada en tres coches a
la Cámara de los Comunes, qué calculó que «sólo» contenía 2 millones de
firmas, y que de nuevo la rechazó, rápidamente. La amenaza revolucionaria
pasó. Resultó que uno de los organizadores secretos de Londres era un espía
gubernamental; reveló todo el plan, en el momento crítico, y el comité
revolucionario fue detenido, precisamente, el día fijado para la insurrección.
La mayor parte de los cartistas, en todo caso, se había negado a apoyar a los
belicosos, pero la minoría dura de obreros y periodistas radicales tenia un
sentido más profundo de exasperada conciencia de clase. Se importó de
Francia la palabra «proletario». El director cartista de R ed Revolution
(Revolución Roja) escribía: «Todo proletario que no vea y sienta que
pertenece a una clase esclavizada y degradada es un necio.»
El espectro de la revolución social se cernía, pues, sobre la Europa
occidental, en el verano de 1848. Indudablemente, era irreal; no había
probabilidad alguna de que, en aquel tiempo, pudiera haber triunfado una
revolución socialista. Pero el espectro estaba allí, y extendía un deprimente
temor entre todos los que tenían algo que perder. Aquel temor configuró todo
el curso subsiguiente de la Segunda República en Francia y de los movimientos
revolucionarios que por aquel tiempo se habían iniciado en otros países
también.

E l surgimiento de Luis Napoleón Bonaparte

En Francia, después de los Días de Junio, la Asamblea Constituyente (que


mantenía al general Cavaignac como virtual dictador) se dispuso a redactar
una constitución republicana. En vista de los disturbios que acaban de
ocurrir, se decidió crear un fuerte poder ejecutivo en manos de un presidente
que había de ser elegido por sufragio universal masculino. Se decidió también
que este presidente se eligiese inmediatamente, antes incluso de terminar lo
que aún faltaba de la constitución. Se presentaron cuatro candidatos:
Lamartine, Cavaignac, Ledru-Rollin y Luis Napoleón Bonaparte. Lamartine
se inclinaba por una república vagamente moral e idealista, Cavaignac por
una república de orden y de disciplina, Ledru-Rollin por unas ideas «sociales»
un tanto depuradas. La inclinación de Bonaparte no estaba clara. Pero fue
elegido por un alud de votos en diciembre de 1848, pues reunió más de
5.400.000, contra sólo 1.500.000 de Cavaignac, 370.000 de Ledru-Rollin, y
nada más que 18.000 de Lamartine.

220
Así apareció en el escenario europeo el segundo Napoleón. Nacido en
1808, Luis Napoleón Bonaparte era sobrino del gran Napoleón. Su padre,
Luis Bonaparte, era rey de Holanda cuando él nació. Al morir el hijo de
Napoleón en 1832, Luis Napoleón asumió la jefatura de la familia Bonaparte.
Decidió restaurar las glorias del Imperio. Con un puñado de seguidores,
trató de tomar el poder en Estrasburgo en 1836 y en Boulogne en 1840,
acaudillando lo que el siglo siguiente conocería como Putsches. Las dos
fracasaron ridiculamente. Condenado a prisión perpetua en la fortaleza
de Ham, se había escapado recientemente, en 1846, sin más dificultad que
la de abandonar los jardines, disfrazado de albañil. Manifestaba ideas so-
ciales y políticas avanzadas, probablemente había sido carbonario en su
juventud, y había tomado parte en el levantamiento revolucionario italia­
no de 1830. Escribió dos libros, uno titulado, Ideas napoleónicas, en el que
aseguraba que su famoso tío había sido mal comprendido y derrotado por
fuerzas reaccionarias, y el otro, L a extinción de la pobreza, un folleto un
tanto anticapitalista, como muchos otros de su tiempo. Pero no era amigo de
los «anarquistas», y en la primavera de 1848, hallándose todavía refugiado en
Inglaterra, se alistó como uno de los policías especiales de Wellington que
se oponían a la revolución cartista. N o tardó en regresar a Francia. Sin
comprometerse en los Días de Junio ni en su represión, se le suponía amigo del
pueblo llano y, al propio tiempo, creyente en el orden; y se llamaba Napoleón
Bonaparte.
Durante veinte años, un mar de fondo había estado agitando el espíritu
popular. Se le da el nombre de Leyenda Napoleónica. Los campesinos
colgaban retratos del emperador en sus casuchas, creyendo ingenuamente que
había sido Napoleón quien les había dado la libre propiedad de sus tierras. La
terminación del Arco del Triunfo en 1836 revivió el recuerdo de las glorias
imperiales, y en 1840 los restos del emperador fueron traídos de Santa Elena y
enterrados majestuosamente en los Inválidos, a orillas del Sena. Todo esto
ocurría en un país en el que, estando el gobierno en manos de unos pocos, la
mayor parte del pueblo no tenia más experiencia ni más sentido político que el
que habían adquirido durante la revolución. Cuando se pidió, de pronto, a
millones de hombres, por primera vez en su vida, en 1848, que votasen a un
presidente, el único nombre que conocían era el de Bonaparte. «¿Cómo no
voy yo a votar a este señor —decía un viejo campesino—, si a mi se me heló la
nariz en Moscú?».
Así pues, el Príncipe Luis Napoleón se convirtió en presidente de la
república, por un abrumador e indiscutible mandato popular, en el que su
único rivEd —y aun ese, escasamente votado— era un jefe del ejército. En
seguida comprendió por dónde soplaban los vientos. La Asamblea Consti­
tuyente se ¿so lv ió en mayo de 1849 y fue sustituida por la Asamblea
Legislativa prevista en la nueva constitución. Era una extraña asamblea para
una república. Recuérdese que, en 1797, la primera elecciói} normal durante la
Primera República había dado una mayoría realista4. Ahora, en la Segunda
República, con el sufragio universal masculino, se obtuvo el mismo resultado.
Quinientos diputados, es decir, los dos tercios, eran verdaderamente

Ver pág. 120.

221
monárquicos, pero se hallaban divididos en facciones irreconciliables: los
legitimistas, que defendían la linea de Carlos X , y los orleanistas, que
defendían la de Luis Felipe. El tercio restante de diputados se declaraban
republicanos. De ellos, a su vez, unos 180 eran socialistas de uno u otro tipo; y
sólo unos 70 eran republicanos políticos o anticuados, para quienes la
cuestión principal era la forma de gobierno, más que la forma de sociedad.
El presidente y la Asamblea, en principio, estaban unidos para ahuyentar
el espectro del socialismo, con el que ahora se asociaba también claramente el
republicanismo. Una insurrección abortada, en junio de 1849, proporcionó la
ocasión. La Asamblea, respaldada por el presidente, expulsó a treinta y tres
diputados socialistas, suprimió las reuniones públicas e impuso controles a la
prensa. En 1850, llegó a anular el sufragio universal masculino, privando del
voto a un tercio del electorado, aproximadamente; desde luego, el tercio más
pobre y, por lo tanto, el más socialista. La Ley Falloux de 1850 sometía las
escuelas, en todos los grados del sistema de instrucción, a la supervisión del
clero católico; porque, como M. Falloux dijo en la Asamblea, «los maestros
laicos han popularizado los principios de la revolución social en las aldeas más
remotas», y era necesario «reunirse en torno a la religión para fortalecer los
fundamentos de la sociedad contra los que quieren repartir la propiedad». La
Repúbli.ca Francesa, que ahora era en realidad un gobierno antirrepublicano,
intervino también contra la república revolucionaria establecida por Mazzini
en la ciudad de Roma. Fuerzas militares francesas fueron enviadas a Roma
para proteger al papa, y allí se quedaron durante veinte años.
Bonaparte sabía que él era virtualmente indispensable para los conserva­
dores. Estos se hallaban tan terminantemente divididos en dos grupos de
monárquicos —legitimistas y orleanistas—, que cada uno de ellos aceptaría
cualquier régimen antisocialista, con tal de no ceder ante el otro. El problema
de Bonaparte ,era el de ganarse a los radicales. Lo consiguió, urgiendo, en
1851, el restablecimiento del sufragio universal, que él mismo había
contribuido a revocar en 1850. Ahora se presentaba como el amigo del
pueblo, como el único hombre público en quien confiaba el hombre llano.
Hacía creer que unos insaciables plutócratas controlaban la Asamblea y
engañaban a Francia. Situó a sus lugartenientes como ministros de la guerra y
del interior, controlando asi el ejército, la burocracia y la policía. El 2 de
diciembre de 1851, aniversario de Austerlitz, dio su golpe de estado.
Aparecieron carteles por todo Paris. Declaraban disuelta la Asamblea y
restablecían el voto para todos los varones franceses adultos. Cuando los
miembros de la Asamblea intentaron reunirse, fueron atacados, dispersados o
arrestados por los soldados. El país no se sometió sin lucha. En París fueron
muertas imas ciento cincuenta personas, y en toda Francia fueron arrestadas
unas 100.000. Pero, el día 20 de diciembre, los votantes eligieron a Luis
Napoleón presidente para un periodo de diez años, con un resultado oficial de
7.439.216 votos contra 646.737. Un año después, el nuevo Bonaparte
proclamaba el Imperio, erigiéndose él mismo en emperador de los franceses.
Recordando al hijo de Napoleón, se llamó Napoleón III.
Luego veremos cómo funcionaba el imperio. No sólo estaba muerta la
república. Tal como los republicanos la entendían, como un régimen
igualitario, anticlerical, de tendencias socialistas, o, por lo menos, antibur­

222
guesas.larepúblicaestabamuerta desde junio de 1848. Ya débil, fue muerta por
su reputación de radicalismo. El liberalismo y el constitucionalismo estaban
muertos también. Los monárquicos burgueses y propietarios estaban más
interesados por el liberalismo constitucional que los republicanos o los
bonapartistas, o que los trabajadores de las ciudades, o que los campesinos.
Pero los monárquicos, irremediablemente divididos entre sí, fueron ah ora
marginados. Por primera vez desde 1815, Francia dejó de tener cualquier ti­
po de vida parlamentaria. Estuvo gobernada por una dictadura más demagó­
gica, más calculadora, más hueca y más moderna que cualquiera que el Pri­
mer Napoleón hubiera imaginado nunca.

24. Viena: la revolución nacionalista en la Europa Central y en Italia

E l Imperio Austríaco en 1848

El Imperio Austríaco de los Habsburgo, con su capital en Viena, era en


1848 el más populoso estado europeo, exceptuada Rusia. Sus pueblos, que
vívian, pricipalmente, en las tres grandes divisiones geográficas del imperio,
Austria, Bohemia y Hungría, estaban formados, aproximadamente, por una
docena de nacionalidades o grupos de lenguaje claramente distintos:
germanos, checos, magiares, polacos, rutenos, eslovacos, servios, croatas,
eslovenos, dálmatas, rumanos e italianos5. En algunas partes del imperio, las
nacionalidades vivían en sólidos bloques, pero, en muchas regiones, se
entremezclaban dos o más, de modo que el lenguaje cambiaba de un pueblo a
otro, o incluso de una casa a otra, de un modo totalmente desconocido en la
Europa occidental.
Los germanos, que constituían el pueblo dirigente, ocupaban toda Austria
propiamente dicha y considerables partes de Bohemia, y se hallaban
diseminados también en pequeñas zonas de Hungría. Los checos ocupaban
Bohemia y la vecina Mor avia. Los magiares eran el grupo dominante en el
histórico reino de Hungría, que contenía una mezcla de nacionalidades con un
considerable número de pueblos eslavos. D os de las partes más adelantadas de
Italia pertenecían también al Imperio: Venecia, con su capital en Venecia, y
Lombardía, cuya ciudad más importante era Milán.
Los checos, polacos, rutenos, eslovacos, servios, croatas, eslovenos y
dálmatas del imperio eran todos eslavos, es decir, sus lenguajes estaban todos
relacionados entre sí y con las diversas formas del ruso. Ni los magiares ni los
rumanos eran eslavos. Los magiares, a medida que se desarrollaba el
sentimiento nacional, se enorgullecían de que su lenguaje era único en
Europa, y los rumanos, de su parentesco lingüístico con los pueblos latinos de
Occidente. Rumanos, magiares y germanos formaban un fuerte cinturón que
separaba a los eslavos del sur (que en años posteriores se llamaron yugoslavos)
de los del norte. Los germanos y los italianos del interior del imperio se
hallaban en contacto permanente con los germanos y con los italianos del
exterior. Les pueblos del imperio representaban todos los niveles culturales
conocidos en Europa. Viena, donde reinaba Johann Strauss, el Rey del Vals,

5 Ver mapas 6, 8 y págs, 46-47, 138, 163.

223
no tenia igual, con excepción de París. Milán era un gran centro comercial.
Bohemia tenía, desde hacía mucho tiempo, una importante industria textil,
que en los años 1840 estaba empezando a mecanizarse; pero, a 350 kilómetros
hacia el sur, un intelectual croata señalaba, por aquel tiempo, que la primera
máquina de vapor que él había visto nunca, figuraba en un dibujo grabado en
un pañuelo de algodón importado de Manchester. En 1848, algunos
negaban, en absoluto, que existiese el pueblo de los rutenos. Tampoco estaba
claro qué grupos formaban, exactamente, los eslavos del sur. Palabras como
Yugoslavia o Checoslovaquia no habían sido inventadas, y Rumania era un
término utilizado solamente por los profesores.
Así pues, el imperio gobernado desde Viena incluía, según las fronteras
políticas establecidas setenta años después, en 1918, toda Austria, Hungría y
Checoslovaquia, con porciones contiguas de Polonia, Rumania, Yugoslavia e
Italia. Pero la autoridad política de Viena llegaba mucho más allá de los
límites del imperio. Desde 1815, Austria había sido el miembro más influyente
de la confederación alemana, porque Prusia, en aquellos años, se limitaba a
mirar con deferencia hacia los Habsburgo. La influencia de Viena se hacía
sentir en toda Alemania, de muchos m odos, como en la promulgación y
obligatoriedad de los Decretos de Carlsbad citados en el capítulo anterior6. Se
extendía también a lo largo de Italia. Lombardía y Venecia formaban parte
del Imperio Austríaco. Toscana, ostensiblemente independiente, estaba
gobernada por un gran duque de los Habsburgo. El reino de Nápoles o de las
Dos Sicilias, que comprendía a toda Italia al sur de Roma, era, virtualmente,
un firotectorado de Viena. Los estados papales miraban políticamente a Viena
en busca de dirección, por lo menos hasta 1846, año en que el Colegio
Cardenalicio eligió a un papa de espiritu liberal, Pío IX; la única contingencia
que Mettemich, según propia confesión, no había acertado a considerar. En
toda Italia, no había más que un solo estado regido por una dinastía italiana
nativa y que intentase una independencia política coherente: el reino de
Cerdeña (llamado también Saboya o Piamonte), que se extendía por el rincón
del noroeste, en tom o a Turín. Según Mettemich decía suavemente, Italia no
era más que una «expresión geográfica», un simple nombre de una región.
Podia haber dicho lo mismo de Polonia, e incluso de Alemania, aunque
Alemania se hallaba tenuemente unida en el Bund, o vaga confederación
de 1815.
Desde el cambio de siglo, todos aquellos pueblos habían sentido la con­
moción del Volksgeist, las persistentes inquietudes de un nacionalismo cul­
tural, y entre alemanes, italianos, polacos y húngaros, se habia desarrolla­
do una fuerte agitación política y un alto grado de reformismo liberal.
Mettemich, en Viena, había frustrado aquellas manifestaciones durante más
de treinta años, prediciendo agoreramente que, si se permitiese que brotaran,
provocarían la bellum omnium contra omnes «la guerra de todos contra
todos». Como profeta, no se equivocó del todo, pero si la misión de los
estadistas no es solamente la de profetizar los acontecimientos, sino la de
controlarlos, no puede decirse que el régimen de Mettemich fuese muy
afortunado. Toda la cuestión de las nacionalidades se eludió. El problema

6 Ver págs. 187-188.

224
fundamental del siglo, el acceso de los pueblos a alguna forma de mutua
relación moral con sus gobiernos —problema del que el nacionalismo, el
liberalismo, el constitucionalismo y la democracia eran aspectos diversos—,
seguía sin merecer la consideración de las autoridades responsables de la
Europa central. Todo lo que Mettemich ofreció fue la idea de que una casa
remante, con una burocracia oficial, debia gobernar a unos pueblos con los
que no era necesario tener relación alguna, y que tampoco necesitaban
relacionarse los unos con los otros. Eran las ideas del siglo XVIII, anteriores a
la Revolución Francesa y perfectamente adecuadas a una sociedad agrícola y
localista.

L os Días de M arzo

En marzo de 1848, todo se hundió con increíble rapidez. En aquel tiempo,


la dieta de Hungría había estado reunida durante varios meses, estudiando
reformas constitucionales, y, como era de costumbre, discutiendo nuevos
medios de evitar que la influencia alemana penetrase en Hungría. Entonces,
llegaron las noticias de la Revolución de Febrero en París. El partido radical
de la dieta húngara despertó. Su dirigente, Luis Kossuth, el día 3 de marzo,
pronunció un apasionado discurso sobre las virtudes de la libertad. Este
discurso se imprimió inmediatamente en alemán y se leyó en Viena, donde la
inquietud había aumentado también, a causa de las noticias de París. El día 13
de marzo, los obreros y los estudiantes se insurreccionaron en Viena,
levantaron barricadas, hicieron frente a los soldados e invadieron el palacio
imperial. Tan aturdido y aterrado se vio el gobierno, que Mettemich, ante el
asombro de Europa, dimitió y huyó, disfrazado, a Inglaterra.
La caída de Mettemich demostró que el gobierno de Viena se hallaba
totalmente desorientado. La revolución se extendió por el imperio y por toda
Italia y Alemania. El 15 de marzo, empezaron los motines en Berlín; el rey de
Prusia prometió una constitución. Los gobiernos alemanes menores se
hundieron, uno tras otro. El último día de marzo, se reunió un Pre-Parlamen-
to para acordar la convocatoria de una asamblea nacional pan-germana. En
Hungría, sacudida por el partido nacional de Kossuth, la dieta promulgó, el
15 de marzo, las Leyes de Marzo, por las que Hungría adoptaba una posición
de completo separatismo constitucional dentro del imperio, aunque recono­
ciendo todavía la casa de los Habsburgo.
Pocos días después, el hostigado emperador Femando concedía, sustan­
cialmente, el mismo status a Bohemia. En Milán, entre el 18 y el 22 de marzo,
el pueblo expulsó a la guarnición austríaca. Venecia se proclamó república
independiente. Toscana expulsó a su gran duque y se instituyó también como
república. El rey de Cerdeña, Carlos Alberto (que, estimulado por la
revolución de París, había concedido una constitución a su pequeño país, el
día 4 de marzo), declaró la guerra a Austria, el día 23, e invadió
Lombardía-Venecia, esperando someter aquella área a la casa de Saboya. Las
tropas italianas afluyeron desde Toscana, desde Nápoles (donde la revolución
había estallado ya en enero) e incluso desde los estados pontificios (pues el
nuevo papa profesaba una cierta simpatía por las aspiraciones nacionales y

225
liberales), para unirse en una guerra de toda Italia contra el gobierno austríaco
evidentemente abandonado.
Así, en el breve espacio de aquellos asombrosos Días de Marzo, toda la
estructura que tenía su base en Viena saltó hecha pedazos: el Imperio
Austríaco se había desmembrado en sus principales componentes, Prusia
había cedido ante los revolucionarios, toda Alemania se preparaba para su
unificación, y la guerra arreciaba en Italia. En todas partes, los gobiernos,
aturdidos, habían prometido constituciones, atolondradamente, se reunían
asambleas constituyentes, y naciones independientes o autónomas luchaban
por su existencia. En todas partes, los patriotas pedían gobierno liberal y
libertad nacional, constituciones escritas, asambleas representativas, ministe­
rios responsables, un sufragio más o menos extendido, restricciones en la
acción policíaca, juicios por jurado, libertad civil, libertad de prensa y de
reunión. En Prusia, en Galitzia, en Bohemia y en Hungría, donde existía aún,
fue abolida la servidumbre, y las masas campesinas pasaron a ser legalmente
libres del control de sus señores locales.

E l reflujo después de junio

Al igual que en Francia, la revolución fue en ascenso hasta el mes de junio,


y después comenzó a descender. Hay muchas razones que explican su
continuado reflujo. Los viejos gobiernos, en los Días de Marzo, sólo se
habían visto desconcertados, pero no realmente destruidos. Esperaban,
sencillamente, la ocasión de retirar unas promesas que les habían sido
arrancadas por la fuerza. La fuerza inicialmente impuesta por los revolucio­
narios no podía sostenerse. Los dirigentes revolucionarios no eran, realmente,
muy fuertes. Los intereses de las clases medias, de la burguesía, de los
propietarios y de los comerciantes en ninguna parte se hallaban tan
desarrollados como en la Europa occidental. Los dirigentes revolucionarios,
en una gran proporción, eran escritores, editores, profesores y estudiantes,
hombres de ideas, más que representantes de grandes intereses positivos. En
Viena, en Milán y en unas pocas ciudades más, la clase trabajadora era nume­
rosa, y las ideas socialistas se hallaban bastante extendidas; pero los obreros
no eran tan ilustrados ni tan conscientes politicamente, ni estaban tan
organizados ni tan irritados como en Paris o en Inglaterra. Eran bastante
fuertes, sin embargo, para inquietar a las clases medias; y sobre todo desde que
el espectro de la revolución social se extendió por el oeste de Europa, las clases
medias y las clases más bajas, revolucionarias, comenzaron a temerse. Las
nacionalidades liberadas empezaron también a mostrar discrepancias. Los
campesinos, una vez emancipados, ya no tenían interés por la revolución. En
aquel tiempo, los campesinos tampoco tenían una conciencia de la nacionali­
dad; el nacionalismo era, primordialmente, una doctrina de las clases medias
ilustradas o de las clases terratenientes en Polonia y en Hungría. Como la
antigua aristocracia de espíritu internacional proporcionaba el núcleo de
oficiales en los ejércitos, y los campesinos el núcleo de los soldados, los
ejércitos seguían siendo casi inmunes a las aspiraciones nacionalistas. Esta
actitud de los ejércitos fue decisiva.
226
El reflujo empezó en Praga. La asamblea nacional pan-germana se reunió
en Francfort del Main en el mes de mayo. Se había invitado a representantes
de Bohemia a que acudiesen a Francfort, porque en Bohemia siempre habian
vivido muchos alemanes, y porque Bohemia formaba parte de la confedera­
ción de 1815, como antes del Sacro Imperio Romano. Pero la idea de per­
tenecer a un estado nacional alemán, a una Alemania basada en el princi­
pio de que los habitantes eran alemanes (lo que no había constituido el
principio del Sacro Imperio Romano ni de la Confederación de 1815) no
atraía a los checos de Bohemia. Estos se negaron a acudir al congreso
pan-germánico de Francfort. En lugar de ello, convocaron un congreso
pan-eslavo propio. Aquella primera asamblea pan-eslava se reunió en Praga,
en junio de 1848. La mayoría de los delegados procedían de las comunidades
eslavas pertenecientes al Imperio Austríaco, pero unos pocos correspondían
a los Balcanes y a la Polonia no-austríaca. Sólo se hallaba presente un ruso, el
revolucionario anarquista Miguel Bakunin. Los eslavos, en general, no
miraban con buenos ojos, en aquel tiempo, a Rusia, la opresora de los
polacos; tampoco el gobierno zarista, bajo Nicolás I, veía con simpatía el
pan-eslavismo, considerándolo como una subversiva agitación popular.
El espíritu del Congreso de Praga fue el de la Resurrección Eslava, descrito
en el capítulo anterior7; el historiador checo, Palacky, fue, en realidad, una de
sus más activas figuras. El proceso era profundamente antí-germano, porque
la esencia de la Resurrección eslava era la resistencia a la germanización. Pero
no era profundamente anti-austríaco, ni anti-Habsburgo. Unos pocos ex­
tremistas, ciertamente, sostenían que el eslavismo debía ser la base de una
regeneración política, y que en el mundo, por lo tanto, no había lugar para un
imperio austríaco. Pero la gran mayoría en el Congreso de Praga estaba
formada por austro-eslavos. El austro-eslavismo sostenía que los muchos
pueblos eslavos, presionados en sus dos flancos por masas de población de
rusos y de alemanes, necesitaban del Imperio Austríaco como un marco
político dentro del cual pudieran desarrollar su vida nacional propia.
Demandaba que los pueblos eslavos fuesen admitidos como iguales de las
otras nacionalidades del Imperio Austríaco, con el disfrute de autonomía
local y de garantías constitucionales.
Los alemanes de Bohemia, es decir, los alemanes sudetes, se sintieron
atraídos, naturalmente, a la Asamblea de Francfort. Se hallaban deseosos de
incluirse en la Alemania unificada que estaba a punto de formarse. Así como
los checos bohemios serían una minoría en la Alemania germana, asi también
los alemanes bohemios serían una minoría en la Bohemia checa. Hubo, por lo
tanto, fricciones entre las poblaciones mezcladas de Bohemia y en Praga, una
ciudad bilingüe.

Victorias de ¡a Contrarrevolución, Junio-Diciembre

Pero el Emperador Fernando y los consejeros en quienes él había decidido


confiar no tenían nada que ver con los movimientos nacionales, pues éstos, al

7 Ver págs. 183-185.

227
ser liberales también, implicaban restricciones en los poderes del estado. Por
consiguiente, había que oponerse a todos ellos. La primera victoria del
antiguo gobierno se produjo en Praga. En esta ciudad, estalló una
insurrección checa, el 12 de junio, en el momento en que se hallaba reunido el
Congreso Eslavo, y se agravó a causa de las animosidades locales entre checos
y germanos. Windischgr&tz, el jefe local del ejército, bombardeó y sometió la
ciudad. El Congreso Eslavo se disolvió. El ejército de los Habsburgo
controlaba la situación.
La segunda victoria de la contrarrevolución se produjo en el norte de
Italia, al mes siguiente. De todas las partes del Imperio, solamente
Lombardía-Venecia se habian declarado independientes de los Habsburgo,
durante los levantamientos de marzo. El pequeño reino de Cerdeña las había
apoyado y habia declarado la guerra a Austria. Los italianos de toda lá
península se habían unido a la lucha; y hasta después de los días de Junio en
París, no parecía imposible que interviniese la Francia republicana, en apoyo
de sus compañeros revolucionarios, como en 1796. Pero en Francia no triunfo
ninguna revolución radical ni expansionista. Los italianos fueron abandona­
dos a sí mismo. Radetsky, el jefe austríaco en Italia, derrotó aplastantemente
al rey de Cerdeña en Custozza, el día 25 de julio. El rey de Cerdeña, Carlos
Alberto, se retiró a su país. Lombardía y Venecia fueron reincorporados al
Imperio Austríaco, con una feroz venganza.
La tercera victoria de la contrarrevolución sobrevino en septiembre y
octubre. El partido radical húngaro de Luis Kossuth era liberal e incluso
democrático en muchos de sus principios, pero era, sobre todo, un partido
nacionalista magiar. Victorioso en los Días de Marzo, se liberó completamen­
te de la unión germana. Cambió la capital, que estaba en Pressburg, cerca de
la frontera austríaca, por Budapest, en el centro de Hungría. Sustituyó el
latín por el magiar como lenguaje oficial de Hungría. Los magiares formaban
menos de la mitad de la población de Hungría, y el magiar es un lenguaje
sumamente difícil, totalmente ajeno a las lenguas indo-europeas de Europa.
No tardó en estar claro que había que ser magiar para beneficiarse de la nueva
constitución liberal, y que los magiares trataban de desnacionalizar y de
«magiarizar» a todos los demás con quienes compartían el país. Eslovacosj
rumanos, germanos, servios,y croatas se resistieron violentamente, decidido
cada grupo a conservar intacta su identidad nacional. Los croatas, que habian
disfrutado de ciertas libertades propias antes de la revolución magiar, se
pusieron en cabeza del movimiento, mandados por el Conde Jellachich, el
«ban» o gobernador provincial de Croacia. En septiembre, Jellachich desató
una guerra civil en Hungría, capitaneando una fuerza de servio-croatas,
apoyado por la mitad de la población no magiar. Media Hungría, alarmada
por el nacionalismo magiar, recurría ahora a los Habsburgo y al imperio, en
busca de protección. El emperador Femando nombró a Jellachich su jefe
militar contra los magiares, Hungría se entregaba a la guerra de todos contra
todos.
En Viena, los revolucionarios más clarividentes, que habian dirigido el
levantamiento de marzo, veían ahora que el ejército de Jellachich, si vencía a
los magiares, se volvería inmediatamente contra ellos. En consecuencia,
organizaron una segunda insurrección de masas, en octubre de 1848. El

228
emperador huyó; la revolución vienesa nunca habia ido tan lejos. Pero ya era
demasiado tarde. El jefe militar austríaco, Windischgr&tz, trasladó desde
Bohemia sus fuerzas intactas. Puso sitio a Viena durante cinco días, y la
obligó a rendirse, el 31 de octubre.
Con la reconquista de Viena, los defensores del viejo orden cobraron
ánimos. Los dirigentes contrarrevolucionarios —los grandes propietarios, el
clero católico, los altos mandos del ejército— decidieron facilitar el camino
desembarazándose del emperador Fernando, pues consideraban que las
promesas hechas por Femando en marzo podrían ser más fácilmente
rechazadas por su sucesor. Femando abdicó, y, el 2 de diciembre de 1848, le
sucedió Francisco José, un joven de dieciocho años, destinado a vivir hasta
1916 y a terminar su reinado en medio de una crisis todavía más devastadora
que aquella en cuyo marco lo iniciaba.

Estallido fin al y represión, 1849

Durante algún tiempo, en la primera parte de 1849, parecía que la


revolución, en muchos sitios, estallaba más violentamente que nunca. En
algunas partes de Alemania, surgían levantamientos republicanos. En Roma,
fue asesinado el ministro reformador de Pío IX. El papa huyó de la ciudad, y
se proclamó una República Romana radical presidida por un triunvirato, uno
de cuyos miembros era Mazzini, que se apresuró a acudir desde Inglaterra
para tomar parte en el levantamiento republicano. En el norte de Italia,
Carlos Alberto de Cerdeña invadió nuevamente Lombardía. En Hungría,
después de que las resucitadas autoridades de los Habsburgo repudiaron la
nueva constitución magiar, los magiares, capitaneados por el apasionado
Kossuth, se declararon absolutamente independientes. Pero todas aquellas
manifestaciones tuvieron poca vida. El republicanismo alemán se desvaneció.
Mazzini y sus republicanos fueron expulsados de Roma, y Pío IX fue
restablecido, mediante la intervención del ejército francés8. El rey de Cerdeña
fue nuevamente derrotado por un ejército austríaco el 23 de marzo de 1849.
En Hungría, los magiares opusieron una terrible resistencia, que el ejército
imperial y los irregulares nativos anti-magiares no podían vencer. Los
gobernantes Habsburgo reanudaron ahora los procedimientos de la Santa
Alianza. El nuevo emperador Francisco José invitó al zar Nicolás a
intervenir. Más de cien mil soldados rusos entraron en Hungría por las
montañas, derrotaron en seguida a los magiares, y colocaron el devastado país
a los pies de la corte de Viena. Esto ocurría en agosto de 1849.
La explosión nacionalista de 1848 en la Europa central y en Italia estaba
ahora muerta. La autoridad de los Habsburgo había sido reafirmada sobre los
nacionalistas checos en Praga, sobre los magiares en Hungría, sobre los
patriotas en el norte de Italia, y sobre los revolucionarios liberales en la propia
Viena. La reacción, o el anti-revolucionarismo, estaba a la orden del día.
Pío IX, el «papa liberal» de 1846, recuperó el trono pontificio, decepcionado
en sus ideas liberales. La brecha entre liberalismo y catolicismo romano, que

8 Ver págs. 221-222.

229
había sido amplia coa motivo de la primera Revolución Francesa, se convirtió
en un abismo abierto por la violencia revolucionaria de la República Romana
de Mazzini y por las medidas adoptadas para su represión. Pío IX reiteraba
ahora los anatemas de sus predecesores. Los codificó, en 1864, en el Syllabus
de Errores, que advertía a todos los católicos, con la autoridad del Vaticano,
contra todo lo que respondiese a los nombres de liberalismo, progreso y
civilización. Respecto a los nacionalistas de Italia, muchos se sintieron
defraudados por los desatentados métodos de los románticos republicanos e
inclinados a pensar que Italia sólo se liberaría de la influencia austríaca
mediante una guerra a la antigua usanza entre las potencias establecidas.
En el Imperio Austríaco, bajo el príncipe Schwarzenberg, primer ministro
del emperador, la línea política más importante consistía ahora en oponerse a
todas las formas de auto-expresión popular, con unos procedimientos,
después de lo ocurrido en 1848, que Metternich jamás había conocido, y con
una total confianza en la fuerza militar. El constitucionalismo sería arrancado
de raíz, así como todas las formas de nacionalismo: eslavismo, magiarismo,
italianismo y también germanismo, que alejarían los sentimientos de los
germanos austríacos del imperio de los Habsburgo para orientarlos hacia
el gran cuerpo familiar del pueblo alemán. El régimen llegó a llamarse
«sistema Bach», del nombre de Alexander Bach, el ministro del interior. El
gobierno se centralizó rígidamente. Hungría perdió los derechos propios que
había tenido con anterioridad a 1848. El ideal consistía en crear un sistema
político perfectamente sólido y unitario. Bach insistía en mantener la
emancipación de los campesinos, que había convertido a la gran masa de la
población, de súbditos de sus señores, en súbditos del estado. Llevó a cabo
una reforma del sistema legal y de los tribunales de justicia, creó un área de
libre comercio de todo el imperio con una sola tarifa externa común, y
subvencionó y estimuló la construcción de caminos reales y carreteras. Al
igual que en la Francia de Luis Napoleón, de aquella misma época, el
propósito consistía en lograr que el pueblo se olvidase de la libertad, ante una
abrumadora demostración de eficacia administrativa y de progreso material.
Pero algunos hombres de aquel tiempo no olvidarían. Un liberal dijo del
sistema Bach que consistía en «un ejército en pie de soldados, un ejército
sentado de funcionarios, un ejército arrodillado de curas y un ejército reptan­
te de soplones».

25. Francfort y Berlín: la cuestión de una Alemania liberal

L os estados alemanes

Mientras tanto, desde mayo de 1848 hasta mayo de 1849, la Asamblea de


Francfort se reunía en la histórica ciudad del Main. Se intentaba la creación de
un estado alemán unificado, que fuese también liberal y constitucional, que
asegurase los derechos civiles a sus ciudadanos y que tuviese un gobierno
conforme con la voluntad popular, manifestada en elecciones libres y en
debates parlamentarios abiertos. El fracaso en la creación de una Alemania
democrática fue, desde luego, uno de los hechos oscuros de los tiempos
modernos.

230
La convocatoria de la Asamblea de Francfort fue posible, gracias al
colapso de los gobiernos alemanes existentes en los Dias de Marzo de 1848.
Aquellos gobiernos, los treinta y nueve estados reconocidos por el Congreso
de Viena, eran los principales obstáculos en el camino de la unificación. Su in­
dependencia proporcionaba a los principes reinantes y a sus ministros una
realzada estatura política. Los estados alemanes se resistían a renunciar
a su soberanía en aras de una Alemania Unida, de igual modo que los estados
nacionales del siglo siguiente habían de resistirse a entregar su soberanía a
unas Naciones Unidas. En otro aspecto, Alemania era una miniatura del mundo
político. Estaba compuesta por grandes y pequeñas potencias. Sus grandes
potencias eran Prusia y Austria. Austria a-a el imperio heterogéneo descrito
más arriba; Prusia, después de 1815, incluía la Renania, las regiones centrales
en torno en Berlín, Prusia Occidental y Poznan, adquirida en los repartos de
Polonia, y la histórica Prusia Oriental. Las áreas anteriormente polacas
estaban habitadas por una mezcla de alemanes y polacos9. Ninguna de
aquellas grandes potencias podía someter a la otra, ni permitir que la otra
dominase a sus vecinos alemanes menores. Las pequeñas potencias alemanas,
a su vez mantenían su propia independencia en el equilibrio entre las dos
grandes.
Este «dualismo» alemán, o esta polaridad entre Berlín y Viena, se habia
atenuado un tanto, bajo la común amenaza del imperio napoleónico. Toda la
cuestión alemana había permanecido como aletargada, en lo que a los
gobiernos se refería, y tampoco preocupaba a las antiguas aristocracias. En
Prusia, los «junkers», propietarios de las grandes haciendas al este del Elba,
eran singularmente indiferentes al sueño pan-germano. Sus sentimientos
políticos no eran germanos, sino prusianos. Estaban haciendo de Prusia algo
conveniente para ellos mismos, y sólo podrían sufrir pérdidas si se dejabán
absorber en uña Alemania como totalidad, porque en la Alemania del oeste
del Elba la base de la sociedad era la pequeña propiedad agrícola, y no había
un elemento terrateniente que correspondiese a los «junkers». El resto de
Alemania miraba a Prusia como algo rudo y oriental, pero este sentimiento
se había atenuado también en el tiempo de Napoleón, cuando los patriotas de
toda Alemania se habían alistado en el servicio prusiano10.

Berlín: fracaso de la revolución en Prusia


Prusia no era liberal, pero tampoco era atrasada. Federico Guillermo
III eludió repetidas veces su promesa de conceder una constitución moder­
na11. Su sucesor, Federico Guillermo IV, que heredó el trono en 1840, y de
quien, al principio, los Iiberalea esperaban mucho, resultó ser un romántico
un tanto sombrío y neomedieval, decidido también a no compartir su
autoridad con sus súbditos. Al propio tiempo, el gobierno, desde el punto de
vista administrativo, era eficaz, progresivo y justo. Las universidades y el

9 V er m a p a 6, ver p ág . 164.
10 V er p ág . 154.
11 V er p ág . 187.

231
sistema de escuelas elementales eran superiores a los de Europa occidental. La
alfabetización estaba más extendida que en Inglaterra o que en Francia. El go­
bierno seguía las tradiciones mercantilistas de evocar, planificar y apoyar la
vida económica12. En 1818, inició una unión arancelaria, al principio, con
pequeños estados (o encalves) enteramente incluidos dentro de Prusia. Esta
unión arancelaria, o ZoIIverein, se amplió en las décadas siguientes hasta
incluir a casi toda Alemania.
El 15 de marzo de 1848, como se ha señalado más arriba, estalló en
Berlin un levantamiento y la lucha en las calles. En un momento dado,
pareció que el ejército dominaba la situación. Pero el rey, Federico
Guillermo IV, hombre de ideas y proyectos, e irregularmente concienzudo,
ordenó a los soldados que se retirasen y permitió que sus súbditos eligiesen
la primer asamblea legislativa para toda Prusia. Así, aunque el ejército
permanecía intacto, y sus oficiales «junkers» no convencidos, la revolución
avanzaba superficialmente. La asamblea prusiana se mostró sorprenden­
temente radical, pues estaba dominada por extremistas «anti-junkers» de
las clases inferiores de la Prusia oriental. Aquellos hombres apoyaban a los
revolucionarios y desterrados polacos que luchaban por la restauración
de la libertad polaca. Su principal creencia consistía en que la fortaleza de
la reacción era Rusia zarista, en que toda la estructura del poder de los
«junkers», de los terratenientes, de los propietarios de siervos, y de la re­
presión de la libertad nacional dependía, en última instancia, de la fuerza
armada del imperio zarista, (La subsiguiente intervención de Rusia en Hun­
gría señaló el acierto de este diagnóstico.) Los radicales prusianos, como
tantos otros de los diversos países, esperaban aplastar la Santa Alianza
desatando una guerra revolucionaria pan-germana o incluso europa contra
Rusia, y para precipitarla, apoyaban las aspiraciones de los polacos.
Mientra tanto, la Asamblea de Berlín, dominada por los radicales,
concedía el auto-gobierno local a los polacos de la Prusia Occidental y de
Poznan. Pero, en aquellas áreas, germanos y eslavos habían vivido juntos,
durante mucho tiempo. Los alemanes de Poznan se negaban a respetar la
autoridad de los funcionarios polacos. Las unidades del ejército prusiano
estacionadas en Poznan apoyaban al elemento alemán. Ya en abril de 1848,
un mes después de la «revolución», el ejército aplastaba las nuevas
instituciones pro-polacas establecidas en Poznan por la Asamblea de Berlín.
Estaba claro dónde se encontraba el único poder real. A finales de 1848,
tanto en Prusia como en Austria, la revolución se habia desvanecido. El rey
cambió nuevamente de actitud, y las viejas autoridades, actuando a través
del ejército, volvían a dominar la situación.

La Asamblea de Francfort

Al propio tiempo, algo semejante ocurría en un escenario más extenso: el


de Alemania como conjunto. La incapacidad de los viejos gobiernos dejaba
un vacío de poder. Una comisión auto-nombrada convocaba un pre-Parla-

12 Ver págs. 51-52.

232
mentó, que, a su vez, disponía la elección de una asamblea pan-germana.
Soslayando las soberanías existentes, votantes de toda Alemania enviaron
delegados a Francfort para crear un superestado federal. La fuerza y la
debilidad de la Asamblea de Francfort resultante tenían su origen en su
forma de elección. La Asamblea representaba el sentimiento moral del
pueblo en general, las aspiraciones liberales y nacionales de muchos
alemanes. Representaba una idea. Políticamente, no significaba nada. Los
delegados no tenían poder para dictar órdenes ni para esperar obediencia.
Superficialmente semejante a la Asamblea Nacional que se reunió en Francia
en 1789, la Asamblea Nacional Alemana de Francfort se hallaba, realmente,
en una situación muy distinta. No había una estructura nacional preexistente
con la que pudiera contar. No había ningún ejército ni servicio civil
pan-alemán de los que la asamblea pudiera posesionarse. La Asamblea de
Francfort, al no tener un poder propio, acabó dependiendo del poder de los
estados verdaderamente soberanos que pretendía reemplazar.
La Asamblea se reunió en mayo de 1848. Salvo unas pocas excepciones,
sus miembros no eran revolucionarios, en absoluto. Eran, en su gran
mayoría, profesionales: jueces, abogados, profesores, funcionarios públicos,
clérigos protestantes y católicos, e importantes hombres de negocios.
Querían una Alemania liberal, auto-gobernada, federalmente unificada y
«democrática», aunque no igualitaria. Su actitud era formal, pacificó y
legalista; esperaban triunfar mediante la persuasión. Aborrecían la violencia.
No querían ningún conflicto armado con los estados alemanes existentes. No
querían la guerra con Rusia. No querían ningún levantamiento internacional
general de las clases trabajadoras. El ejemplo de los Días de Junio en París y
de la agitación cartista en Gran Bretaña, que coincidieron con las primeras
semanas de la Asamblea de Francfort, aumentaron el miedo de esta
corporación al radicalismo y al republicanismo en Alemania. La tragedia de
Alemania (y, por Lo tanto, de Europa) radica en el hecho de que esta
revolución alemana llegó demasiado tarde, en un momento en que los
revolucionarios sociales habían comenzado ya a declarar la guerra a la
burguesía, y la burguesía tenía miedo ya del hombre com ente. Es el hombre
corriente, no el profesor o el respetable comerciante, el que, en tiempos
revueltos, empuña, realmente, las armas de fuego y corre a lanzar gritos
revolucionarios por las calles. Sin la insurrección de las clases bajas, ni
siquiera las revoluciones de las clases medias han triunfado. La combinación
llevada a cabo en Francia entre 1789 y 1794, una involuntaria y divergente
combinación de revolucionarios burgueses y de las clases bajas, no se efectuó
ni podía efectuarse en Alemania en 1848. Una forma de turbulencia popular
revolucionaria, controlada por el poder, los alemanes de la Asamblea de
Francfort no la empleaban ni querían emplearla. Muy al contrario: cuando
en la propia Francfort, en septiembre de 1848, estallaron levantamientos
radicales, la Asamblea se dispuso a reprimirlos. Como no tenía fuerza
propia, recurrió al ejército prusiano. El ejército prusiano sofocó los
levantamientos, y en lo sucesivo, la Asamblea se reunió bajo su protección.
Pero la cuestión más enojosa con la que tenía que enfrentarse la
Asamblea de Francfort no era la cuestión social, sino la nacional. Después
de todo, ¿qué era aquella «Alemania» que hasta entonces no existía más que

233
en el pensamiento? ¿Dónde había de trazarse la línea, realmente, en el
espacio? ¿En Alemania se incluían también Austria y Bohemia, que
pertenecieron al Bund de 1815, y que, anteriormente, habían pertenecido al
Sacro Imperio Romano?13. ¿Se incluía toda Prusia, a pesar de que la Prusia
oriental había permanecido fuera del Imperio y de que ahora no pertenecía
al Bund? Por la parte limítrofe con Dinamarca, ¿se incluían los ducados de
Schleswig y Holstein, que pertenecían al rey danés, el cual era, por
consiguiente, como gobernante de Holstein, miembro de la confederación
de 1815? Y si, como decían los poetas, la Patria existía en cualquier parte en
que se hablase la lengua alemana, ¿qué ocurrriría con las comunidades
alemanas de Hungría y Moravia, o a orillas del alto Báltico y en la ciudad de
Riga, o en algunos de los cantones suizos y en la ciudad de Zurich, o incluso
en Holanda, que .había dejado el Sacro Imperio Romano sólo doscientos
años antes, lo que no es mucho, si se mide en tiempo europeo?
Estas últimas especulaciones, tan vagarosas, aunque habían sido ya
planteadas por unos pocos espíritus audaces, fueron desechadas por los
hombres de la Asamblea de Francfort. Las otras cuestiones seguían en pie.
Los hombres de Francfort, ansiosos de crear una Alemania real, no podían,
naturalmente, ofrecer una más pequeña que la Alemania fantasma que ellos
tanto deploraban. En su mayoría, por lo tanto, eran Grandes Alemanes;
consideraban que la Alemania para la que ellos estaban escribiendo una
constitución debía incluir los territorios austríacos, excepto Hungría. Esto
significaba que la corona federal debía ser ofrecida a los Habsburgo. Otros,
al principio en minoría, eran Pequeños Alemanes; consideraban que Austria
debía ser excluida, y que la nueva Alemania debía comprender los estados
menores y todo el reino de Prusia. En ese caso, el rey de Prusia se
convertiría en el emperador federal.
El deseo de la Asamblea de Francfort de retener pueblos no-germa­
nos dentro de la nueva Alemania, en un momento en que aquellos pue­
blos sentían también ambiciones nacionales, fue otra de las razones de su
fatal dependencia de los ejércitos austríaco y prusiano. La Asamblea de
Francfort aplaudió cuando Windischgrfttz sofocó la revolución checa.
Expresó su satisfacción cuando las fuerzas prusianas sometieron a los
polacos en Poznan, Sobre esta cuestión, la Asamblea Nacional de Francfort
y la Asamblea Prusiana de Berlín no estaban de acuerdo. Los hombres de
Francfort, que consideraban a la asamblea revolucionaria prusiana demasia­
do radical y pro-polaca, y que no deseaban la guerra con Rusia, apoyaban,
en realidad, al ejército prusiano y a los «junkers» contra la revolución de
Berlín, sin la cual nunca podría haber existido la propia Asamblea de
Francfort.
Un caso todavía más claro surgió con Schleswig-Holstein. Estos ducados
pertenecían al rey danés. Schleswig, el más septentrional de los dos, tenía una
población mixta de daneses y de alemanes. Los alemanes de Schleswig se
sublevaron, en marzo de 1848; y los daneses, que también tenían un
levantamiento constitucional en aquel momento, procedieron a incorporar el
ducado de Schleswig, íntegramente, a su modernizado estado danés. Cuando

13 Ver m apas 1, 6 y 10.

234
se reunió la Asamblea de Francfort, se encontró con que el pre-Parlamento
había declarado ya una guerra pan-germana a Dinamarca, en defensa de sus
compatriotas alemanes de Schleswig. Como no tenía ejército propio, la
Asamblea de Francfort invitó a Prusia a hacer la guerra; y el gobierno
prusiano revolucionario de Berlín consiguió, al principio, persuadir a los
generales prusianos de que iniciasen una campaña. La Gran Bretaña y Rusia
se dispusieron a intervenir, para evitar que los alemanes se apoderasen del
control de la boca del Báltico. El ejército prusiano, simplemente, se retiró de
la guerra. Sus oficiales no tenían ni el menor deseo de enfrentarse con Rusia
ni de servir a los intereses de los revolucionarios nacionalistas de Alemania.
La Asamblea de Francfort, humillada y desvalida, se vio obligada a aceptar
el armisticio acordado por los generales prusianos. Contra los «junkers»,
contra el zar y contra la Asamblea de Francfort, estallaron radicales
levantamientos socionacionalistas, y fue entonces cuando ía Asamblea pidió
protección a las fuerzas prusianas.

El fracaso de la Asamblea de Francfort

A finales de 1848, se acercaba el hundimiento. Los nacionalistas se


habían destruido recíprocamente. Por todas partes, en la Europa central,
desde Dinamarca hasta Nápoles y desde la Renania hasta los bosques de
Transilvania, las nacionalidades que entonces despertaban no habían sido
capaces de respetarse entre sí en cuanto a sus aspiraciones, se habían
regocijado las unas por las derrotas de las otras, y, con sus recíprocas
querellas, habían apresurado el retorno del antiguo orden absolutista y
no-nacional. En Berlín y en Viena, se había impuesto la contrarrevolución,
respaldada por el ejército. En aquel mismo instante, en diciembre, la
Asamblea de Francfort publicó, al fin, una Declaración de los Derechos del
Pueblo Alemán. Era un documento humano y bienintencionado, que
anunciaba numerosos derechos individuales, libertades civiles y garantías
constitucionales, muy semejantes a las declaraciones francesa y americana
del siglo XVIII, pero con una importante diferencia: los franceses y los
americanos hablaban de los derechos del hombre, mientras los alemanes
hablaban de los derechos de los alemanes. En abril de 1849, la Asamblea de
Francfort terminaba su Constitución. Ahora estaba claro que Austria debía
ser excluida, por la sencilla razón de que el restaurado gobierno de los
Habsburgo se negaba a entrar. Como hemos visto, el imperio danubiano
era tan profundamente contrario al germanismo como a cualquier otro
movimiento nacionalista. Así, pues, los Pequeños Alemanes de la Asamblea
se habían salido con la suya. Lo que ahora se ofrecía a Federico Guillermo
IV, rey de Prusia, era la jefatura hereditaria de un nuevo imperio alemán,
una unión constitucional y federal de estados alemanes menos Austria.
Federico Guillermo se sintió tentado. Los jefes del ejército prusiano y los
terratenientes del este del Elba, no. No querían perder a Prusia en Alemania.
También el rey tenía sus escrúpulos. Si aceptaba la corona que se le ofrecía,
aún tendría que imponerse por la fuerza a los pequeños estados, a los que la
Asamblea de Francfort no representaba ni podía obligar, y que seguían

235
siendo, de hecho, los auténticos poderes dentro del país. También podía
temer que surgiesen problemas con Austria. Federico Guillermo no quería la
guerra. Y tampoco era propio de un heredero de los Hohenzollern aceptar
un trono recortado con limitaciones constitucionales y que representaba la
concepción revolucionaria de la soberanía del pueblo. Declarando que no
podía «recoger una corona en el arroyo», la rechazó. Habría de serle
ofrecida, libremente, por sus iguales, los príncipes soberanos de Alemania.
Así pues, todo el trabajo de la Asamblea de Francfort no sirvió para
nada. La mayor parte de los miembros de la Asamblea, que nunca habían
pensado en utilizar la violencia en primer lugar, llegaron a la conclusión de
que estaban derrotados y se fueron a casa. Unos cuantos extremistas
continuaron en Francfort, promulgaron la constitución en virtud de su
propia autoridad, incitaron a urgentes estallidos revolucionarios, y convoca­
ron elecciones. En diversos lugares, se produjeron levantamientos. El
ejército prusiano los sofocó, en Sajonia, en Baviera, en Badén. El mismo
ejército expulsó de Francfort los residuos de la Asamblea, y este fue su final.
En resumen, la Alemania de 1848 fue incapaz de resolver el problema de
su unificación, de modo liberal y constitucional. El nacionalismo liberal
fracasó, y pronto fue sustituido por un tipo de nacionalismo menos apacible.
El movimiento alemán de 1848, como tantos otros de la historia de
Alemania, contribuyó, a largo plazo, a un fatal alejamiento entre Alemania
y el Occidente. Millares de liberales y revolucionarios alemanes decepciona­
dos emigraron a los Estados Unidos, donde se les conocía como los
«cuarenta-y-ochistas». Llevaron al nuevo país, juntamente con una oleada
de agitación revolucionaria, una corriente de hombres preparados en la
ciencia, en la medicina, en la música, y de artesanos altamente cualificados
como plateros y grabadores.

L a constitución prusiana de 1850

En la propia Prusia, el hábil monarca se propuso apaciguar a todos


promulgando una Constitución dictada por él mismo, y que sería peculiar­
mente prusiana. Aquella Constitución se mantuvo vigente desde 1850 hasta
1918. Concedía un solo parlamento para todas las diversas regiones de
Prusia. El parlamento se reunía en dos cámaras. La Cámara baja era
elegida por sufragio universal masculino, no según los principios individua­
listas o igualitarios del Occidente, sino mediante un sistema que, en realidad,
dividía la población en tres estamentos: los ricos, los menos ricos y la gente en
general. La división se establecía por el pago de impuestos. Los pocos y
grandes contribuyentes que en conjunto aportaban un tercio de los ingresos
por tributos elegían un tercio de los miembros de los colegios electorales de
distrito, que, a su vez, elegían los diputados de la Cámara baja prusiana. De
este modo, un gran propietario tenía tanta capacidad de voto como
centenares de obreros. Una gran propiedad en Prusia, en 1850, seguía
signiñcando, principalmente, las haciendas agrícolas de los «junkers» del
este del Elba, pero, con el paso del tiempo, llegó a significar también la
propiedad industrial de la Renania. Los «junkers» tampoco se vieron

236
perjudicados por la liquidación final de la servidumbre. Aumentaron la
extensión de sus fincas, como después de las reformas de Stein14; y los
trabajadores agrícolas que habían sido siervos se convirtieron en jornaleros
libres, económicamente dependientes de los grandes propietarios de la tierra.
Para 1850, la Constitución prusiana era razonablemente progresiva. Si
las masas populares podían elegir muy pocos diputados de acuerdo con el
sistema indirecto descrito, las masas populares británicas, hasta 1867 ó
incluso hasta 1884, no podían elegir diputados al Parlamento, en absoluto.
Pero la Constitución prusiana continuó vigente hasta 1918. A finales del
siglo XIX, cuando los avances democráticos hacían su aparición por todas
partes, el sistema electoral de Prusia, que no había cambiado, pasó a ser
reaccionario y nada liberal, pues daba a los grandes terratenientes e
industriales una insólita posición de especial privilegio dentro del estado.

26. La nueva textura de pensamiento: Realismo, Positivismo, Marxismo

La Revolución de 1848 fracasó, no sólo en Alemania, sino también en


Hungría, en Italia y en Francia. La «primavera de los pueblos», como se le
llamó, fue seguida de desapacibles ráfagas invernales. Los sueños de medio
siglo, las visiones de un nacionalismo humano, las aspiraciones a un
liberalismo sin violencia, los ideales de una comunidad republicana pacífica
y democrática se habían desvanecido totalmente. En todas partes se habían
reclamado gobiernos constitucionales, pero sólo en unos pocos estados
pequeños —Dinamarca, Holanda, Bélgica, Suiza, Cerdeña— se vio la
libertad constitucional más firmemente asegurada por la Revolución de
1848. En todas partes se había reclamado la libertad de las naciones, para
unificar a los grupos nacionales o para liberarlos de la dominación
extranjera, pero en ninguna parte avanzó la libertad nacional, en 1850, más
de lo que había avanzado dos años antes. Francia consiguió el sufragio
universal masculino en 1850, y lo conservó siempre desde entonces; pero no
consiguió la democracia; consiguió una especie de dictadura popular bajo
Luis Napoleón Bonaparte. Sin embargo, una conquista fue bastante real. El
campesinado se emancipó en los estados alemanes y en el Imperio Austríaco.
La servidumbre y las obligaciones señoriales fueron abolidas, y no se
restablecieron tras el fracaso de la revolución. Esta fue la conquista más
fundamental de todo el movimiento. Las masas campesinas de la Europa
central fueron, desde entonces, libres para desplazarse, para encontrar
nuevos trabajos, para entrar en un mercado de trabajo, para participar en
una economía de dinero, para percibir y gastar salarios, para emigrar a
ciudades en desarrollo, o incluso para ir a los Estados Unidos. Pero los
campesinos, una vez libres, mostraron poco interés por las ideas constitucio­
nales o burguesas. La emancipación campesina, en realidad, robusteció las
fuerzas a la contrarrevolución política.
La consecuencia más inmediata y de más largo alcance de las revolucio­
nes de 1848, o de su fracasó, fue una nueva textura del pensamiento. El

14 Ver pág. 155.

237
idealismo quedó desacreditado. Los revolucionarios se volvieron menos
optimistas, y los conservadores, más inclinados al ejercicio de la represión.
Ahora constituía un punto de orgullo el hecho de ser realista, de haberse
liberado de ilusiones, y de estar dispuesto a afrontar las realidades como
son. Se creía que el futuro estaría determinado por las realidades presentes
más que por las imaginaciones de lo que debería ser. La industrialización
continuaba, con Inglaterra todavía en cabeza, a gran distancia, pero
extendiéndose por el Continente e iniciando la importante transformación de
Alemania. Los años de 1850 iueron un período de precios y salarios
ascendentes, gracias, en parte, a la corriente de oro de California. Había
más prosperidad que en los años cuarenta; las clases adineradas se sentían
seguras, y los representantes de los obreros abandonaban las teorías sociales
por la organización de sindicatos viables, sobre todo en los oficios
cualificados.

Materialismo, Realismo, Positivism o

En filosofía básica, la nueva textura de pensamiento se manifiesta como


materialismo, sosteniendo que todo lo que fuese mental, espiritual o ideal
era una consecuencia de fuerzas físicas o fisiológicas. En la literatura y en las
artes, se llamó «realismo». Escritores y pintores se apartaron del romanticis­
mo, que, según ellos decian, presentaba las cosas como exentas de toda
relación con los hechos reales. Trataban de describir y de reproducir la vida
tal como ellos la encontraban, sin referencia a un mundo mejor o más noble.
Los hombres tendían a confiar cada vez más en la ciencia, no sólo para un
conocimiento de la naturaleza, sino para penetrar en el verdadero signi­
ficado del hombre y de la sociedad. En religión, se tendía al escepticismo,
reanudando la orientación escéptica del siglo XVIII, que había sido un
tanto interrumpida durante el período de romanticismo intermedio15.
Se sostenía, de diversos m jodos—no por todos, pero sí por muchos— ,
que la religión era anticientífica y que, por lo tanto, no debía ser considerada
en serio; o que era un simple desarrollo histórico entre pueblos en diversas
etapas de desarrollo, y, por consiguiente, ajena a la civilización moderna; o
que se debía acudir a la iglesia y llevar una vida decorosa, sin tomar
demasiado en serio al sacerdote o al clérigo, porque la religión era necesaria
para preservar el orden social contra el radicalismo y la anarquía. Frente a
esta idea, la contrapartida radical era, naturalmente, que la religión
constituía una invención burguesa para engañar al pueblo,
«Positivismo» era otro término empleado para describir la nueva actitud.
Debe su origen al filósofo francés Augusto Comte, que había comenzado a
publicar sus numerosos volúmenes sobre Filosofía Positiva ya en 1830 y
seguía escribiendo todavía en los años cincuenta. Comte veía la historia humana
como una sucesión de tres etapas, la teológica, la metafísica y la científica.
Consideraba que las revoluciones en Francia, tanto la de 1789 como la de
1848, adolecían de un exceso de abstracciones metafísicas, de palabras

15 Ver págs. 32, 36-37, 41, 176.

238
vacías, y de elevados principios incomprobables. Los que trabajaban por el
mejoramiento de la sociedad tenían que adoptar una actitud estrictamente
científica, y Comte establecía una elaborada clasificación de las ciencias, la
más alta de las cuales debia ser la ciencia de la sociédad, para la que él acuñó
la palabra «sociología». Esta nueva ciencia se construiría sobre la observa­
ción de los hechos reales para desarrollar amplias leyes científicas del
progreso social. El propio Comte y sus discípulos más próximos preveían
una última y científica Religión de la Humanidad, que, despojada de
arcaicas preocupaciones teológicas y metafísicas, serviría de base para un
mundo futuro mejor. De un modo más general, sin embargo, «positivismo»
pasó a significar una insistencia sobre hechos comprobables, una evitación
de que el pensamiento se supedite a los deseos, una indagación de todos los
supuestos y un rechazo de las generalizaciones indemostrables. En un sentido
amplio, el positivismo, tanto en su exigencia de observación de los hechos y
de comprobación de las ideas como en su aspiración a ser humanamente útil,
contribuyó al desarrollo de las ciencias sociales como una rama de
conocimiento.
En política, la nueva textura del pensamiento fue denominada por los
alemanes Realpolitik. Esto significa, sencillamente, «una política de la
realidad». En los asuntos nacionales, significaba que el pueblo debia
abandonar los sueños utópicos, como los que habían causado el desastre de
1848, y contentarse con los beneficios de un gobierno ordenado, honesto y
trabajador. Para los radicales, significaba que el pueblo debía dejar de ima­
ginar que la nueva sociedad surgiría de la bondad o del amor a la justicia, y
que los reformadores sociales debían recurrir a los métodos de la política,
—el poder y el cálculo— . En los asuntos internacionales, la Realpolitik signi­
ficaba que los gobiernos no debían guiarse por una ideología, ni por sistema
alguno de enemigos «naturales» o de aliados «naturales», ni por el deseo de
defender o promover cualquier interpretación particular del mundo, sino que
debían seguir sus propios intereses prácticos, afrontar los hechos y las
situaciones tal como se presentaban, establecer cualesquiera alianzas que
pareciesen útiles, desechar gustos y escrúpulos, y utilizar todos los medios
prácticos para la consecución de sus fines. Los mismos hombres que, antes
de 1848, no se habían avergonzado de manifestar esperanzas pacifistas y
cosmopolitas, descartaban ahora esas ideas como un poco ingenuas. La
guerra, que los gobiernos, desde el derrocamiento de Napoleón, habían
tratado dé impedir con indudable éxito, era aceptada, en los años 1850,
como un medio evidente, a veces necesario, de alcanzar un objetivo. No era
especialmente gloriosa; no era un fin en sí misma; era, sencillamente, uno de
los instrumentos del estadista. La Realpolitik no se limitaba, en modo
alguno, a Alemania, a pesar de su nombre alemán y del hecho de que
Bismarck, el famoso canciller alemán, se convirtiese en su más ferviente
observante. Otros dos pensadores duros, cada uno a su modo, fueron Carlos
Marx y Luis Napoleón Bonaparte.

M arxismo inicial
Carlos Marx y Federico Engels se hallaban entre los revolucionarios
decepcionados de 1848, Marx (1818-1883), hijo de un abogado de la Renania

239
prusiana, fue un periodista democrático-radical, que había estudiado leyes y
filosofía. Engels (1820-1895) era hijo de un adinerado fabricante de tejidos
alemán, dueño de una fábrica en Manchester, para cuya dirección fue
enviado a Inglaterra el joven Engels. Marx y Engels se conocieron en París,
en 1844. Allí iniciaron una colaboración en su pensamiento y en su obra, que
se prolongaría durante cuarenta años. En 1847, se incorporaron a la Liga
Comunista, un pequeño grupo secreto de revolucionarios, formado princi­
palmente por alemanes desterrados en el occidente europeo, más liberal.
Según Engels, la Liga, al principio, «no era, en realidad, mucho más que
una rama alemana de las sociedades secretas francesas». Aspiraba a
convertirse en internacional y a trabajar mediante tácticas de infiltración.
Llevó a cabo una labor de agitación, como otras sociedades, durante la
Revolución de 1848, e hizo público un conjunto de «Demandas del Partido
Comunista en Alemania», que urgía una república alemana unificada e
indivisible, sufragio democrático, educación libre universal, entrega de
armas al pueblo, impuesto progresivo sobre los ingresos, limitaciones sobre
la herencia, nacionalización de la banca, de los ferrocarriles, de los canales,
de las minas, etc., y un tipo de agricultura a gran escala, científica y colec­
tivizada. Fue este radicalismo tan oscuramente proclamado el que alarmó
a la Asamblea de Francfort. Con el triunfo de la contrarrevolución en
Alemania, la Liga Comunista fue aplastada.
Fue para esta Liga para la que Marx y Engels escribieron su M anifiesto
Comunista, que se publicó en enero de 1848. Pero aún no había marxismo, y
el marxismo no desempeñó ningún papel en la Revolución de 1848. Como
fuerza histórica, el marxismo aparece durante los años 1870. Mientras tanto,
con el fracaso de la revolución, Engels regresó a su fábrica de Manchester, y
Marx también se instaló en Inglaterra, pasando el resto de su vida en
Londres, donde, tras prolongados trabajos en el British Museum, escribió,
finalmente, su vasta obra titulada El Capital, cuyo primer volumen se pu­
blicó en alemán, en 1867.

Fuentes y contenido del marxismo

Puede decirse que el marxismo ha tenido tres fuentes o que ha


combinado tres corrientes nacionales: el revolucionarismo francés, la Revo­
lución Industrial Inglesa y la filosofía alemana. Sin la acción de masas de la
Gran Revolución Francesa iniciada en vísperas del siglo XIX, es dudoso que
nadie hubiera desarrollado una doctrina tan improbable como la brusca y
total renovación de las actividades humanas mediante la Revolución. Pero,
en efecto, se había producido la revolución; por consiguiente, podía
producirse de nuevo. Lo que la burguesía había hecho, los trabajadores
podían hacerlo también. Y el marxismo, juntamente con todas las formas
primitivas de socialismo, vio una promesa incumplida en la Revolución
Francesa, pues creía que la igualdad social y económica seguiría a la
igualdad civil y legal ya conquistada16. Además, y paralelamente al gran mo­

16 Ver págs. 177-180.

240
vimiento general del romanticismo, el concepto de libertad comenzó también
a significar una emancipación más personal. Marx, sobre todo en sus
escritos de juventud, desarrollaba la idea de la alienación psicológica, un
estado de ánimo que se produce cuando un ser humano se aparta del objeto
en el que trabaja, a través del proceso histórico de mecanización y comerciali­
zación del trabajo.
Los estados revolucionarios de 1848, al producirse unas pocas semanas
después de la publicación del Manifiesto Comunista, confirmaron natural­
mente a Marx y a Engels en sus creencias, y la auténtica guerra de clases que
sacudió a París en los Días de Junio fue considerada por ello como una mani­
festación de una lucha de clases universal. Pero Marx no era un simple pro­
yectista insurreccional, como los «fabricantes de revoluciones», según él les
llamaba, despectivamente. Su maduro pensamiento era un sistema para pro­
ducir la revolución, pero mostraba que la futura revolución se llevaría a ca­
bo mediante la acción de extensas fuerzas impersonales.
Engels, dedicado a la industria del algodón en Manchester, tenía un
conocimiento personal del nuevo sistema industrial y de fábrica en Ingla­
terra. Estaba en contacto con algunos de los más radicales cartistas, aunque
él no sentía respeto por el cartismo como movimiento revolucionario. En
1844 publicó un libro revelador sobre La situación de las clases trabajadoras
en Inglaterra. La humillante situación de la fuerza de trabajo, sobre la que el
marxismo, como todas las formas de socialismo, llamaba especialmente la
atención, era un hecho real17. Era un hecho que los obreros recibían una
porción relativamente pequeña de la renta nacional, y que una gran parte del
producto de la sociedad se reinvertiría en bienes de capital, que pertenecían
como propiedad privada a personas privadas. También era una realidad que
el gobierno y las instituciones parlamentarias estaban en manos de los ricos,
tanto en la Gran Bretaña como en Francia. Se afirmaba, en general, que la
religión era necesaria para mantener en orden a las clases inferiores. Las
iglesias, en aquel tiempo —y ésta era otra realidad— , apenas se interesaban,
en absoluto, por los problemas de los obreros. En el mejor de los casos, las
sectas evangélicas enseñaban a los pobres que debían tener paciencia. La
familia, como institución, estaba, de hecho, desintegrándose entre la gente
trabajadora de las ciudades, a causa de la explotación de mujeres y niños y
del hacinamiento en viviendas inadecuadas e insanas. Todos estos hechos se
hallaban recogidos y dramatizados en el Manifiesto Comunista: ¡El obrero
es despojado de la riqueza que él mismo ha creado! ¡El Estado es un comité
de la burguesía para la explotación del pueblo! ¡La religión es una droga
para mantener al trabajador soñando pacíficamente con imaginarias recom­
pensas celestiales! ¡La familia del obrero, su mujer y sus hijos, hán sido
prostituidos y embrutecidos por la burguesía! Marx y Engels consideraban
que el obrero desarraigado no debía ser leal a nada, excepto a su propia
clase. Ni siquiera la patria significaba nada. El proletariado no tenía patria.
Los trabajadores de todas partes tenían los mismos problemas y tropezaban
en todas partes con el mismo enemigo. Por lo tanto, «que las clases
dominantes tiemblen ante una revolución comunista. Los proletarios no

17 Ver págs. 170-172, 209-211.

241
tienen nada que perder, más que sus cadenas. Tienen un mundo que ganar.
¡Obreros de todos los países, unios!». Así terminaba el Manifiesto.
Fue de fuentes inglesas de donde Marx tomó también buena parte de su
teoría económica. De la economia política británica adoptó la teoria de
susbistencia de los salarios, o Ley de Hierro, que los economistas ortodoxos
pronto abandonaron, porque los salarios, en realidad, empezaban a subir18.
Aquella teoría aseguraba que el trabajador medio nunca podría alcanzar más
que un nivel mínimo de vida y la consecuencia de ello, para quien quisiera
obtenerla, era la de que el sistema económico existente no ofrecía futuro
alguno a la clase trabajadora como clase. Marx también tomó de los
economistas ortodoxos la teoría del valor del trabajo, sosteniendo que el
valor de todo objeto fabricado por el hombre dependía, en última instancia,
del volumen de trabajo a él incorporado, considerándose el capital como la
acumulación del trabajo de fases anteriores. Los economistas ortodoxos no
tardaron en desechar la teoría del valor del trabajo, prefiriendo la teoría de
que el valor está determinado psicológicamente por la satisfacción de las
necesidades de los gustos humanos. A partir de la teoría del trabajo, Marx
desarrolló su doctrina de la Plusvalía. Era muy complicada, pero la «plus­
valía» significaba, en realidad, que el trabajador estaba siendo robado.
Recibía en salarios sólo una fracción del valor del producto creado por su
trabajo. La diferencia era «expropiada» por los capitalistas burgueses —los
propietarios privados de las fábricas y de las máquinas— . Y como los
trabajadores nunca recibían en salarios el equivalente de lo que producían, el
capitalismo estaba constantemente amenazado por la superproducción, es
decir, por la acumulación de bienes que el pueblo no podía comprar. De ahí
que cayese, periódicamente, en crisis y depresiones, y se viese obligado
también a una constante expansión en busca de nuevos mercados. Según
Marx, fue la depresión de 1847 la que había precipitado la Revolución de
1848, y con cada una de las depresiones que se produjeron durante el resto
de su vida, Marx esperaba que el día de la gran revolución social iba
acercándose.
Lo que reunió todas aquellas observaciones en una doctrina unificada y
coherente fu« la filosofía del materialismo dialéctico. Marx entendía por
dialéctico lo que el filósofo alemán, Hegel, había entendido19, es decir, que
todas las cosas están en movimiento y en evolución, y que todo cambio se
produce mediante el choque de elementos antagónicos. La palabra misma
procedente del griego significaba, originariamente, un modo de llegar a una
conclusión superior, a través de un debate. Las implicaciones de la
dialéctica, tanto para Hegel como para Marx, consistían en que toda la
historia, y ciertamente, toda la realidad, es un proceso de desarrollo a lo
largo del tiempo, un solo y significativo despliegue de acontecimientos,
necesario, lógico y determinista, que todo acotecimiento se produce en la
debida sucesión, por una razón válida y suficientemente (no por casualidad), y
que la historia no pudo ni puede desarrollarse de un modo diferente de aquel
en que se ha desarrollado y en el que todavía hoy se desarrolla. Casi no es

18 Ver págs. 173, 349.


19 Ver pág. 183.

242
necesario decir que esto no puede demostrarse sobre ninguna base de realidad
cognoscible.
Marx difería de Hegel en un sentido fundamental. Mientras Hegel
subrayaba la primacía de las «ideas» en el cambio social, Marx hacía
hincapié en la primacía de las condiciones materiales. Marx entendía por
materialismo que el elemento básico de la sociedad es económico. No es
primordialmente por tener ideas por lo que los hombres crean el mundo
social en que viven. Por el contrario, su forma de sociedad, especialmente
sus instituciones económicas, les predispone a tener ciertas ideas. En el
fondo, son las «relaciones de producción» (tecnología, invención, recursos
naturales, sistemas de propiedad, etc.) las que determinan qué clase de
religiones, de filosofías, de gobiernos, de leyes y de valores morales aceptan
los hombres. Creer qué las ideas preceden y generan la realidad era, según
Marx, el error de Hegel. Hegel había pensado, por ejemplo, que la
inteligencia concibe la idea de libertad, que luego se realiza en la ciudad-
estado griega, en el cristianismo, en la Revolución Francesa y en el reino de
Prusia. Según Marx, no era así, en absoluto: la idea de libertad, o cualquier
otra idea, es generada por las condiciones económicas y sociales reales. Las
condiciones son las raíces, las ideas son los árboles. Hegel había sostenido
que las ideas eran las raíces y que las condiciones reales resultantes eran los
árboles. O, como Marx y Engels decían, ellos descubrieron que Hegel estaba
cabeza abajo, y lo pusieron cabeza arriba.
. La descripción del desarrollo histórico ofrecida por Marx era, aproxima­
damente, como sigue. Las condiciones materiales, o las relaciones de
producción, dan origen a unas clases económicas. Las condiciones agrarias
producen una clase terrateniente o feudal, pero con los cambios en las rutas
comerciales, en el dinero y en las técnicas productivas, surge una nueva clase
comercial o burguesa. Cada clase, feudal y burguesa, desarrolla una
ideología que conviene a sus necesidades. Las religiones, gobiernos, leyes y
costumbres predominantes reflejan los conceptos de esas clases. Las dos
clases chocan, inevitablemente, contra los intereses feudales, estallaron revolu­
ciones burguesas: en Inglaterra en 1642, en Francia en 1789, en Alemania en
1848, aunque la revolución alemana abortó. Mientras tanto, a medida que la
clase burguesa se desarrolla, origina, inevitablemente, otra clase, que es
su antítesis dialéctica, es decir, el proletariado. El burgués se define como el
propietario privado del capital, y el proletario, como el obrero asalariado que
no posee más que sus manos. Cuanto más burgués va haciéndose un país, más
proletario se va haciendo. Cuanto más se concentra la producción en fábricas,
más se va constituyendo la clase obrera revolucionaria. En situaciones
competitivas, los burgueses tienden a devorarse y absorberse los unos a los
otros; la propiedad de las fábricas, de las minas, de las máquinas, de los ferro­
carriles, etc. (Capital), se concentra en muy pocas manos. Otros burgueses caen
en el proletariado. Al final la masa proletarizada se impone, simplemente, a
los burgueses restantes. «Expropia a los expropiadores», aboliendo la antigua
propiedad privada de los medios de producción. Así se lleva a cabo la revolu­
ción social. Es inevitable. El resultado es una sociedad sin clases, porque la
clase surge de las diferencias económicas, a las que se ha puesto fin. El estado
y la religión, al ser excrecencias de los intereses burgueses, desaparecen también.

243
Durante un tiempo, hasta que todos los vestigios de los interses burgueses ha­
yan sido extirpados, o hasta que haya sido superado el peligro de una
contrarrevolución que pretenda destruir el socialismo, habrá una «dictadura
del proletariado». Después, el estado se «extinguirá», porque ya no hay una
clase explotadora que lo requiera.
Mientras tanto, se impone la lucha. Burgueses y proletarios se hallan
entregados a una lucha universal. Es realmente una guerra, y, como en todas
las guerras, todas las demás consideraciones deben supeditarse a ella. Los
períodos de calma social no son la paz; no son más que intermedios entre
batallas. Los obreros no pueden volverse blandos ni conciliadores, de igual
modo que un ejército no puede olvidar su primordial función de lucha. Los
obreros y los sindicatos deben mantenerse en una actitud beligerante y
revolucionaria. Nunca deben olvidar que el patrono es su enemigo de clase, y
que el gobierno, la ley, la moralidad y la religión no son más que otras
tantas piezas de artillería dirigidas contra ellos. La moral es «moral
burguesa», la ley «ley burguesa», el gobierno es un instrumento de poder
de clase, y la religión es una forma de guerra psicológica, un medio de
facilitar «opio» a las masas. Los obreros no pueden dejarse engañar; deben
aprender a descubrir los intereses de clase subyacentes en las más sublimes
instituciones y creencias. En este servicio de información militar, destinado a
indagar los procedimientos del enemigo, contarán con la ayuda de intelec­
tuales especialmente preparados para explicárselo. Como todas las fuerzas
de lucha, los obreros necesitan una solidaridad disciplinada. Los individuos
deben entregarse al conjunto, a su clase. Es una traición a su clase la de los
obreros que se elevan por encima del proletariado, que «progresan», como
dicen los burgueses. Es peligroso para los sindicatos obtener, simplemente,
mejores salarios o jornadas de trabajo mediante la negociación con los
patronos, pues por esas pequeñas ganancias pueden olvidarse de la guerra.
Es también peligroso, e incluso traidor, que los obreros confíen en la
maquinaría democrática o en la «legislación social», porque el estado, que es
un aparato de represión, nunca puede convertirse en un instrumento del
bienestar. La ley es la voluntad del más fuerte (es decir, de la clase más
fuerte); «derecho» y «justicia» son sutiles emanaciones de los intereses de
clase. Debemos sostener —escribía Marx, en 1875— «la concepción realista
que tanto esfuerzo ha costado inculcar en el partido, pero que ahora ha
echado raíces en él»; y no debemos consentif que esta concepción se vea
pervertida «mediante desatinos ideológicos acerca del “ derecho” y mediante
otros disparates frecuentes entre los demócratas y los socialistas franceses».

El atractivo del marxismo: su fuerza y su debilidad

El marxismo originario era una doctrina difícil, con sus ventajas y sus
inconvénientes a la hora de ganar adeptos. Una de sus ventajas era su
pretensión de ser científico. Marx clasificaba las formas anteriores y rivales
de socialismo20 como utópicas: se basaban en la indignación moral, y su

20 Ver págs. 179-180.

244
fórmula para la reforma de la sociedad consistía en que los hombres se
hiciesen más justos, o en que las clases altas se compadeciesen de las bajas.
Marx insistía en que su doctrina no tenía nada que ver con ideas éticas; era
puramente científica, se basaba en el estudio de unos hechos verdaderos y de
unos procesos reales, y demostraba que el socialismo no seríá un cambio
milagroso, sino una continuación histórica de lo que estaba ocurriendo ya.
Consideraba también utópico y anticientífico describir la futura sociedad
socialista con todo detalle. Seria una sociedad sin clases, sin burgueses ni
proletarios; pero trazar esquemas específicos seria un sueño ocioso. Que
venga la revolución, y el socialismo cuidará de sí mismo.
El marxismo era un sólido compuesto de lo científico, lo histórico, lo me-'
tafísico y lo apocalíptico. Pero algunos elementos del marxismo se interpo­
nían en el camino de su propagación natural. La clase obrera de Europa no
tenía, realmente, la mentalidad de un ejército en lucha. Los trabajadores
vacilaban a la hora de subordinar todo lo demás al remoto proyecto de una
revolución de clase. No eran exclusivamente individuos-de-clase, ni se
comportaban como tales. En ellos se mantenía vivo todavía un grado
suficiente de cristianismo y de ideas más antiguas relativas a la ley natural, co­
mo para cerrar el paso a la creencia de que la moralidad era un arma de clase,
o que el derecho v la iusticia «eran desatinados». Ellos tenían lealtades na­
cionales respecto a su país; era difícil que pudieran asociarse emocionalmen­
te con un proletariado mundial, en una lucha implacable contra sus propios
vecinos.
El remedio del revolucionarismo de 1848 se demostró, con el tiempo, que
consistía en la admisión de las clases trabajadoras a una más plena participación
en la sociedad. Los salarios subieron, en general, después de 1850, se organiza­
ron sindicatos y hacia 1870 en los principales países de Europa los trabajadores,
casi en su totalidad, ya tenían voto. Mediante sus uniones, los obreros podían,
frecuentemente, conseguir mejores salarios y mejores condiciones de trabajo,
por la presión directa sobre los patronos. Al tener voto, iban formando, poco a
poco, partidos de la clase obrera, y, a medida que progresaban en sus actuacio­
nes a través del estado, se sentían menos inclinados a destruirlo. La palabra con
que Marx designaba tales maniobras era «oportunismo». El oportunismo, es
decir, la tendencia de los obreros a mejorar mediante la negociación con los pa­
tronos y la obtención de una legislación a través de los canales de gobierno exis­
tentes, era el más gravé de todos los peligros para la Revolución. Porque, en la
guerra, los hombres no negocian ni aprueban leyes: luchan. Las clases obreras
absorbieron mucho del marxismo, incluida una vigilante hostilidad frente a los
patronos y un sentido de solidaridad de clase obrera; pero, en un conjunto, a
medida que el marxismo se extendía, a finales del siglo XIX, dejaba de ser real­
mente revolucionario21. Si la vieja Europa no se hubiera despedazado en las
guerras del siglo XX, y si el marxismo no hubiera sido resucitado por Lenin
y trasplantado a Rusia, es probable que las ideas de Marx hubieran sido
asimiladas en el cuerpo general del pensamiento europeo, y que en este libro se
dijera mucho menos acerca de ellas.

21 Ver págs. 350-353.

245
27. Bonapartismo: el segundo imperio francés, 1852-1870

Hemos visto cómo Luis Napoleón Bonaparte, elegido presidente de la


república en 1848, se proclamó emperador de los franceses en 1852, con el
título de Napoleón III22. Los que estaban dispuestos a luchar por las
instituciones parlamentarias y liberales que él aplastó en 1851 se quedaron
desarmados. Es indudable que se erigió en «dictador», en medio de una
oleada de aclamación popular.

Instituciones políticas del Segundo Imperio

En realidad, el dudoso tituló de primer dictador moderno cuadra mucho


mejor a Napoleón III que a Napoleón I. El nuevo Napoleón no era, en
absoluto, como su gran tío. No fue soldado ni administrador, y, aunque
bastante inteligente, no tuvo ninguna distinción ni capacidad especial. Era
un político. Había organizado putsches contra la Monarquía de Julio, que lo
había encarcelado. El primer Napoleón subió al poder en el curso de una
guerra que él no había iniciado. El segundo Napoleón se erigió en dictador
en tiempo de paz, jugando con los temores sociales en un país dividido por
una revolución abortada. No es exagerado decir que el primer Napoleón
nunca en su vida condescendió a pronunciar un discurso en público. Luis
Napoleón los pronunciaba constantemente; la tribuna política era su habitat
natural. La opinión pública tenía más fuerza en 1850 que en 1800. Luis
Napoleón lo comprendió como una oportunidad, no sólo como un inconve­
niente. Se atrajo a las masas mediante promesas y mediante el fausto;
cultivaba, solicitaba, dirigía y elaboraba el favor popular. Sabía perfecta­
mente que un solo jefe ejerce más magnetismo que una asamblea elegida. Y
no ignoraba que una Europa todavía atemorizada a causa de los Días de
Junio estaba deseando, desesperadamente, que el orden reinase de nuevo en
Francia.
Se gloriaba del progreso moderno. Respecto a los cambios que se
producían en Europa, los monarcas de la vieja escuela solían mostrar una
actitud de timidez y de duda, cuando no de positiva oposición. Napoleón III
se ofrecía audazmente como adelantado en un mundo valeroso y nuevo. A l
igual que su tío, proclamó que él incorporaba la soberanía del pueblo. Dijo
que había encontrado una solución al problema de la democracia de masas.
En todos los demás grandes estados continentales y en Gran Bretaña,
en 1852, se pensaba que el sufragio universal era incompatible con un gobierno
inteligente y con la prosperidad económica. Napoleón III declaró que él los
armonizaría. Al igual que Marx y otros «realistas» posteriores a 1848,
sostenía que los organismos parlamentarios elegidos, lejos de representar a
un «pueblo» abstracto, sólo acentuaban las divisiones de clase dentro de un
país. Señaló que el régimen de los restaurados Borbones y la Monarquía de
Julio habían estado dominados por intereses especiales, que la República de
1848 había sido, al principio, violenta y anárquica, luego había caido en

22 Ver págs. 220-223.

246
manos de una asamblea sospechosa que robaba su voto al trabajador, y que
Francia encontraría en el imperio el sistema permanente, popular y moderno
que habia estado buscando, inútilmente, desde 1789. Afirmó que él estaba
por encima de las clases y que gobernaría equitativamente, en beneficio de
todos. En cualquier caso, como muchos otros a partir de 1848, sostenia que
las formas de gobierno eran menos importantes que las realidades económi­
cas y sociales.
Las instituciones políticas del Segundo Imperio eran, pues, autoritarias, y
estaban modeladas según las del Consulado del primer Bonaparte. Había un
Consejo de Estado, compuesto de expertos que redactaban la legislación y
aconsejaban en cuestiones técnicas. Había un Senado nombrado por
decreto, con pocas funciones importantes. Había un Cuerpo Legislativo,
elegido por sufragio universal masculino. Las elecciones eran cuidadosamen­
te manipuladas. El gobierno nombraba un candidato oficial para cada
escaño, y se requería a todos los funcionarios públicos del distrito para que
lo apoyasen. Podían presentarse a la elección otros candidatos, pero no
podía haber reuniones políticas de ningún tipo, y si el candidato fijaba
carteles, tenia que utilizar una clase de papel diferente de la utilizada por el
candidato oficial. En estas circunstancias, pocos se aventuraban a discrepar
del gobierno.
El Cuerpo Legislativo no tenía poderes independientes propios. N o tenia
iniciativa legal, sino solamente considerar la que le era sometida por el
emperador. No tenía control sobre el presupuesto, porque el emperador era
legalmente libre de recurrir a empréstitos cuando lo creyese conveniente. No
tenía poder sobre el ejército, ni sobre la política exterior, ni sobre la decisión
acerca de la guerra y de la paz. Estaba prohibida por la ley la publicación de
discursos pronunciados en la cámara legislativa. Cinco miembros cualesquie­
ra, mediante la solicitud de sesión secreta, podían excluir al público de las
galerías. La vida parlamentaria se hundía hacia el cero absoluto.
Para cautivar la atención pública y para glorificar el nombre napoleóni­
co, el nuevo emperador estableció una suntuosa corte en las Tullerías.
Frustrado en su ambición de contraer matrimonio dentro de una de las
grandes dinastías, Napoleón III eligió como emperatriz a una joven belleza
española, Eugenia, que estaba destinada a sobrevivir al imperio durante
cincuenta años, muriendo en 1920. Se dijo que era un matrimonio por amor,
signo seguro de una realeza popularizada. La vida de la corte del imperio era
brillante, alegre, fastuosa y suntuaria, superando todo lo conocido en aquel
tiempo en San Petersburgo o en Viena. La nota de la suntuosidad fue
superada aún en el embellecimiento de la ciudad de París. El Barón
Haussmann, uno de los más grandes creadores entre los proyectistas de
ciudades, dio a París una buena parte del aspecto que hoy tiene. Construyó
espaciosas estaciones de ferrocarril con amplios accesos, y creó un sistema de
bulevares y de plazas públicas que ofrecían dilatadas perspectivas que
terminaban en bellos edificios o monumentos, como en la Plaza de la Opera.
También modernizó las alcantarillas y el abastecimiento de agua. El
programa de construcciones, como la dispendiosa corte, tenía la ventaja
adicional de estimular los negocios y el empleo. Y el trazado de amplias
avenidas a través de las calles torcidas y de las viejas casas hacinadas

247
facilitaría las operaciones militares contra los insurgentes atrincherados tras
las barricadas, si algún día se repitiesen los acontecimientos de 1848.

Evolución económica bajo el Imperio

Napoleón III prefería ser conocido como un gran ingeniero social. En su


juventud, habia tratado de descifrar el enigma del industrialismo moderno, y
ahora, como emperador, encontraba algunos de sus principales defensores
en antiguos sansimonianos, que le llamaban su «emperador socialista».
Recuérdese que Saint-Simon había sido uno de los primeros en concebir un
sistema industrial centralmente planificado23. Pero los sansimonianos de los
años 1850 participaban del nuevo modo de ser realista, y su más señalado
triunfo fue la invención de la banca de inversiones, mediante la cual
esperaban dirigir el desarrollo económico a través de la concentración de los
recursos financieros. Idearon una nueva forma de institución bancaria, el
Crédit Mobilier, que allegaba fondos mediante la venta de sus acciones al
público, y, con los fondos así obtenidos, compraba acciones en las nuevas
empresas industriales que pretendía desarrollar. Se creó también un banco
rural, o Crédit Foncier, con el fin de conceder préstamos a los propietarios de
tierras para el mejoramiento de la agricultura.
Los tiempos eran extraordinariamente favorables a la expansión, pues el
descubrimiento del oro en California en 1849 y en Australia poco después,
unido a las facilidades de crédito recientemente organizadas, crearon un
considerable incremento en la oferta europea de dinero, lo que tuvo un
efecto ligeramente inflacionista. La constante subida de precios y de los
valores de todas las monedas estimulaban la promoción de sociedades y la
inversión de capital. La red ferroviaria, que iba en aumento en todos los
países del mundo occidental, pasó en Francia de 3.000 a 16.000 kilómetros,
en los años 1850. La demanda de material rodante, de railes de hierro, de
equipamiento auxiliar y de materiales de construcción para las estaciones y
para los depósitos de mercancías proporcionaban trabajo a las minas y a las
fábricas. Se racionalizó la red ferroviaria, de modo que en Francia se
fundieron cincuenta y cinco líneas pequeñas en seis grandes líneas regiona­
les. Vapores de hierro sustituían a los veleros de madera. Entre 1859 y 1869,
una compañía francesa construyó el Canal de Suez, que continuó siendo de
su propiedad durante casi un siglo, aunque el principal accionista, a partir
de 1875, fue el gobierno británico.
Hicieron su aparición grandes sociedades, especialmente en los ferro­
carriles y en la banca. En 1863, la ley concedía el derecho de «responsabili­
dad limitada», por el que un accionista no podía perder más que el valor
nominal de sus acciones, por muy insolvente o deudora que llegara a ser la
sociedad. Esto constituyó un gran estímulo para la inversión por parte de
personas de pocos medios, y de capitalistas grandes y pequeños en empresas
acerca de las que tenían muy poca información; así, se movilizaron más
eficazmente y se activaron la riqueza y los ahorros del país. Las acciones y

23 Ver pág. 179.

248
los valores aumentaron en número y en diversidad. La Bolsa estaba en auge.
Los financieros —aquellos cuyo negocio consistía en manejar dinero, crédito
y títulos— alcanzaron un nuevo encumbramiento en el mundo capitalista.
Muchas personas se hicieron muy ricas, acaso más ricas de lo que nadie
hubiera sido antes en Francia.
El emperador aspiraba también a hacer algo por los trabajadores, dentro
de los límites del sistema existente. El banco rural era de cierta utilidad para
los campesinos más importantes. Había mucho trabajo y los salarios eran
buenos, para las ideas de la época, por lo menos hasta la depresión
transitoria de 1857. El emperador tenía un proyecto, como algunos de los
sansimonianos, consistente en organizar unidades de trabajo a la manera
militar y en dedicarlas a roturar y cultivar las tierras yermas. No fue mucho
lo que se hizo en este sentido. Se logró más en el humanitario remedio del
sufrimiento. Se organizaron hospitales y asilos, y se distribuyeron medicinas
gratuitas. Comenzaban a aparecer, un tanto vagamente, los rasgos de un
estado preocupado por un servicio social. Mientras tanto, los obreros
seguían organizando sindicatos. Todas las asociaciones de trabajadores ha­
bían sido prohibidas durante la Revolución Francesa, y se consideraba que
estaba aún vigente la Ley Le Chapelier de 179124. Gradualmente, fue aclarán­
dose la ambigua situación legal de los sindicatos de los obreros. En 1864, se
declaró incluso legal que los obreros organizados fuesen a la huelga. Así pues,
se legalizaron al mismo tiempo las grandes unidades o sindicatos de trabajado­
res, y las grandes unidades o sociedades de empresarios. Napoleón III, desde
luego, no hizo lo suficiente por los trabajadores para ser considerado como
un héroe por la clase obrera, pero hizo bastante para que muchas personas
de la clase media de la época sospechasen de él como de un «socialista».
Las dictaduras posteriores, cuando se comprometían, como el Segundo
Imperio, con un programa de desarrollo económico, solían ser altamente
proteccionistas, pues rehuían la competencia abierta con el resto del mundo.
Napoleón III creía en la libertad del comercio internacional. Tenía un
proyecto de unión aduanera con Bélgica, que algunos belgas apoyaban
también. Bélgica estaba ya muy industrializada, y una unión franco-belga,
especialmente porque Bélgica tenía el carbón de que Francia carecía,
formaría un área de comercio sumamente fuerte. Pero el proyecto se vio
bloqueado en ambos países por intereses privados, y tropezó con una
decidida oposición de la Gran Bretaña y del Zollverein alemán. El
emperador, entonces, optó por una amplia reducción de los derechos de
importación. Desde la revocación de la Ley de Cereales en 1846, en
Inglaterra estaban en el poder los partidarios del libre comercio25. Estaban
impacientes por abolir las barreras comerciales entre Inglaterra y Francia.
Napoleón III, tras vencer la oposición de su Cuerpo Legislativo, firmó un
tratado de libre comercio con la Gran Bretaña, en 1860. Apartó 40 millones
de francos de los fondos públicos para ayudar a los fabricantes franceses a
efectuar reajustes con vistas a la competencia británica; pero esta suma
nunca se invirtió del todo, y de ello se dedujo que la industria francesa era

24 Ver pág. 99.


25 Ver pág. 208.

249
capaz de competir con éxito con la industria de Inglaterra, más intensamente
mecanizada. El tratado anglo-francés fue acompañado de acuerdos comer­
ciales menores con otros países. En los años 1860, parecía como si Europa
estuviese, realmente, a punto de entrar en la tierra prometida de la libertad
de comercio.

Las dificultades internas y la guerra


Pero, en 1860, el Imperio iba entrando en dificultades. Tardó unos
pocos años en superar la depresión de 1857. A causa de su política de li­
bre comercio, el emperador se creó enemigos entre los industriales de di­
versas ramas. Los católicos no veían con buenos ojos su política en
Italia26. A partir de 1860, la oposición aumentó. El emperador concedió más
libertad de acción al Cuerpo Legislativo. Los años de 1860 son conocidos
como la década del Imperio Liberal —siendo relativos todos estos térmi­
nos—. Nunca sabremos hasta qué punto se habría sostenido el imperio, si se
hubiese permitido que actuasen con plena libertad causas puramente
internas. Luis Napoleón se aniquiló, en realidad, a causa de la guerra. Su
imperio se desvaneció en el campo de batalla, en 1870. Pero él estaba en
guerra desde hacía mucho tiempo.
«El imperio es la paz», aseguraba a sus auditorios en 1852: l ’empire c ’est
la paix. Pero, después de todo, la guerra es el fausto supremo (o lo era
entonces); Francia era el país más fuerte de Europa, y el nombre .del
emperador era Napoleón. Aún no había transcurrido año y medio desde la
proclamación del imperio, cuando Francia estaba ya en guerra con un estado
europeo, por primera vez desde Waterloo. El enemigo era Rusia, y la guerra
era la Guerra de Crimea. Napoleón III no fue el único en atizar la guerra de
Crimea. Eran muchas las fuerzas europeas que incitaban a la guerra, con
posterioridad a 1848; pero Napoleón III era una de aquellas fuerzas. En
1859, el nuevo Napoleón estaba peleando en Italia; desde 1862 a 1867, en
México, y en 1870, en la propia Francia, en una guerra contra Prusia, que
Napoleón III pudo haber evitado fácilmente. Estas guerras forman parte de
la historia del capítulo siguiente27.
Baste decir ahora que, en 1870, el Segundo Imperio recorría el mismo
camino que el Primero, hacia el limbo de los gobiernos ensayados y
desechados por los franceses. Había durado dieciocho años, exactamente
igual que la Monarquía de Julio, y más que cualquier otro régimen conocido
en Francia, hasta aquella fecha, desde la toma de la Bastilla. Hasta los años
1920 y 1930, en que los dictadores brotaron por toda Europa, el mundo
no empezó a sospechar lo que realmente había sido Luis Napoleón: una
prefiguración del futuro, más que una extraña reencarnación del pasado.
Sólo es justo añadir que algunos, como Alexis de Tocqueville, lo sospecha­
ron ya entonces.

26 Ver pág. 265.


27 Ver págs. 263-265, 275-277; en cuanto a México, ver págs. 383-385.

250
INDUSTRIALISMO INICIAL
Y CLASES SOCIALES

La industrialización, tai como apareció por primera vez en Inglaterra en el siglo XIX, tenia co­
mo fundamento una combinación del carbón y del hierro, cuyo producto más portentoso fue la
máquina de vapor. Las máquinas de vapor proporcionaban la energía a las fábricas textiles, y,
cuando se les pusieron ruedas, revolucionaron el transporte. En las fábricas se reunía un nuevo ti­
po de clase obrera asalariada. El ferrocarril, impulsado por la máquina de vapor, y que corria
sobre unos rieles que al principio eran de madera, y que luego fueron de hierro, y después de ace­
ro, transportaba a personas y mercancías a una velocidad y en un volumen hasta entonces nunca
conocidos. Hizo posible la concentración de la población en ciudades, ya fuesen ciudades gigan­
tescas como Londres, o agrupaciones de pequeñas ciudades en las que se efectuaban los procesos
manufactureros. En este mundo urbano, mientras la arquitectura exquisita pasaba por una serie
de resurrecciones clásicas, góticas, renacentistas, etc., se construía un nuevo tipo de estructuras
más utilitarias, de hierro, y, después, de acero estructural. El nuevo habitat proporcionaba lujo
para unos pocos, comodidad para algunos y miseria para casi todos.
Los conflictos de clase, por lo tanto, proliferaron durante todo el siglo XIX, pero de un modo
más agudo en la primera mitad. Un problema consistía en que, si bien se habia hablado mucho del
progreso de la ciencia y de la invención, las verdaderas dificultades de la industrialización no se
habían previsto. Al ser los primeros en afrontar la Revolución Industrial, los ingleses no tenían ex­
periencia alguna en que basarse. La imaginación inglesa prefería los temas rurales a los urbanos,
sobre todo en la primera parte del siglo y bajo la influencia del romanticismo literario. Hasta
1832, el gobierno estuvo en manos de una aristocracia terrateniente y de una nobleza campesina,
conservadoras en su política, a causa de la Revolución Francesa. Orgullosos de sus libertades
inglesas, y temerosos de algo semejante a la burocracia continental, los ingleses sólo dotaban a su
gobierno, gradualmente, de los adecuados poderes de regulación, de inspección, de coerción y de
policía.
A partir de 1850, se pusieron de manifiesto algunas de las más favorables consecuencias de la
industria y de la tecnología modernas. Mientras la pobreza seguía siendo crónica y la clase obrera
luchaba por mejorar su situación, las clases medias aumentaban en número y disfrutaban de
nuevas ventajas y comodidades. Las páginas siguientes ilustran la vida de las clases sociales en
Inglaterra y en Francia, en esta nueva Edad del Hierro. El medio es aquí parte del mensaje, por­
que han de observarse las innovaciones del siglo XIX en litografía e impresión a bajos costes para
un extenso mercado.
A la izquierda, esta pieza de arte popular (la cubierta de un cancionero) presenta el sugestivo
contraste entre lo nuevo y lo viejo. Un tren expreso corre, de noche, por un elevado puente,
dejando atrás la dudad, a través de un paisaje inglés iluminado por lá luna.
Arriba: La policía londinense, de reciente organización en los años 1840, espera la llegada de
una manifestación cartista. Entre 1838 y 1848, los cartistas organizaron manifestaciones de ma­
sas, con el vano propósito de democratizar las leyes electorales y de obtener asi una legislación
destinada a favorecer a las clases trabajadoras. El gobierno creó una fuerza de policía más mo­
derna y mejor disciplinada, como medida para controlar a la multitud, y para evitar el tipo de
caótica confrontación que se ve en la página siguiente. Los hombres visten una espede de uni­
forme civil, completado con chisteras.

253
Arriba, a la izquierda; La «Matanza de Peterloo» de 1819, caricaturizada por Croikshanlc.
Una pacifica multitud, en los St. Peter’s Fíelds, de Manchester, fue tiroteada y dispersa por la
Jermanry, una milicia de soldados por horas, no profesionales, en su mayoría gente del campo sin
la menor simpatía por las ciudades modernas..
Abajo, a la izquierda: Estos trenes primitivos, de 1840 aproximadamente, corren sobre rieles
de madera, con unas «ruedas de dirección» en un ángulo aparentemente extraño para ayudar a
mantenerlos encarrilados.
Arriba: Londres, o, más bien, uno de sus barrios más pobres, visto por el artista francés,
Gustavo Doré, hacia 1880. El omnipresente ferrocarril se ve al fondo, mientras en primer tér­
mino las viviendas hacinadas, con sus pequeños patios, o, mejor, con sus corrales, evocan el
ambiente de una prisión.

255
Arriba, a la izquierda: El futuro rey Eduardo VII, entonces Príncipe de Gales, y su mujer,
cómodamente instalados en palcos, observan el nuevo proceso Bessemer de fabricación del
acero, en Sheffield, en 1875.
Arriba: Los grandes almacenes B o n M a rc h é de Paris, h a d a 1880. La nueva era resulta evi­
dente en los grandes espacios, en la abundanda de mercancías, y en la presencia de señoras ricas
que han salido de tiendas con sus niños.
Abajo a la izquierda: Una reunión de obreros en Paris, vista por el pintor Jean Béraud, en
1884. La audiencia escucha, probablemente, discursos socialistas.

257
258
Las construcciones de hierro fundido y cristal, que aparecieron hacia 1850, representaron la
más importante innovación técnica en la arquitectura, desde hacía siglos. Los grandes almacenes
de la página precedente eran de ese tipo. A la izquierda, arriba, es el famoso Palacio de Cristal,
en Hyde Park, Londres, construido para albergar la Gran Exposición de 1851. La feria mun­
dial, o exposición industrial, fue otro producto de la revolución en el transporte.
Abajo, a la izquierda: El Café de laR o to n d e de París, hacia 1860. El nuevo Café francés fue
diseñado para ser amplio, vaporoso, abierto, cosmopolita, adecuado para señoras, y no necesa­
riamente para alcohólicos.
Arriba: La Torre Eiffel, construida para la Exposición de París de 1889, con ascensores para
llevar a los visitantes hasta la cima —300 metros sobre el suelo—, ha sido, durante mucho tiem­
po, la estructura más alta del mundo, y es todavía un símbolo de la civilización del siglo XIX.
Al principio fue criticada como obra de un colosalismo chabacano y vulgar. La generación si­
guiente, acostumbrada a una arquitectura de planchas de hormigón y a unas jaulas oblongas,
admira sus graciosas curvas y la delicada tracería de sus cuatro inmensas patas.
VI. LA CONSOLIDACION DE LOS GRANDES
ESTADOS NACIONALES, 1859-1871

Sólo una docena de años, desde 1859 a 1871, fue suficiente para ver la
formación de un nuevo imperio alemán, un reino unificado de Italia, una
doble monarquía de Austria-Hungría, drásticos cambios internos en la rusia
zarista, el triunfo de la autoridad central en los Estados Unidos, la creación
de un Dominio unido del Canadá, y la modernización o «europeización» del
imperio del Japón. Todos estos diversos acontecimientos reflejaban profun­
dos cambios introducidos por el ferrocarril, los barcos de vapor y el
telégrafo, que hicieron más fáciles y más frecuentes que nunca hasta
entonces la comunicación de las ideas, el intercambio de artículos y el
movimiento de las personas. Políticamente, todos ellos representaban el
avance del principio del estado-nación.

28. Precedentes: la idea del estado-nación.

Antes de 1860, había dos estados-nación sobresalientes: Gran Bretaña y


Francia. España, unida en el mapa, era internamente tan heterogénea como
para pertenecer a una categoría diferente. Portugal, Suiza, los Países Bajos y
los países escandinavos eran estados-nación, pero pequeños y periféricos.
Las organizaciones políticas características eran pequeños estados que
comprendían fragmentos de una nación, como tantos que había dispersos a
través de Europa —Hannover, Badén, Cerdeña, Toscana o las Dos Sicilias— ,
y grandes imperios extendidos, formados por todas clases de pueblos, gober­
nados desde arriba, en actitud distante, por dinastías y burocracias, como los
dominios de los Romanov, de los Habsburgo y de los turcos . Excepto en lo
que se refiere a recientes procesos de desarrollo en las Américas, la misma
mezcla de pequeños estados no-nacionales y de grandes imperios no-
nacionales se encontraba en casi todo el resto del mundo.
Desde 1860 ó 1870, ha prevalecido un sistema de estado-nación. La
consolidación de grandes naciones se convirtió en un modelo para otros
pueblos, grandes y pequeños. Al paso del tiempo, en el siglo siguiente, otros
grandes pueblos se propusieron la creación de estados-nación en la India,
Pakistán, Indonesia y Nigeria. Pueblos pequeños y medianos se considera­

1 Ver mapa 6.
Em blem a del capitulo: M ed alló n para celebrar la derrota de A ustria p o r Prusia en 1866, y que
representa a l Rey de Prusia, Guillerm o I, que luego sería el prim er Em perador alemán.
ban a sí mismos, cada vez más, como naciones, con derecho a sus propias
soberanías e independencia; el resultado, conseguido también en el siglo
siguiente, fue la aparición de estados como Checoslovaquia, la República
Turca, Israel y la República de Irlanda. Algunas de aquellas soberanías
comprendían poblaciones menores que las de una gran ciudad moderna. La
idea del estado-nación ha servido tanto para unir a los pueblos en unidades
mayores, como para dividirlos en otras menores. En el siglo XIX, con
excepción del Imperio Turco que se desintegraba, del que se hicieron
independientes Grecia, Servia, Bulgaria y Rumania, y en el que empezaba
también a agitarse un movimiento nacional árabe, la idea nacional sirvió
principalmente para crear unidades mayores, en lugar de las pequeñas. El
mapa de Europa, desde 1871 hasta 1918, fue el más sencillo de todos los
tiempos, tanto anteriores como posteriores2.
Acerca de la idea del estado-nación y del movimiento del nacionalismo se
ha dicho ya mucho en este libro. Capítulos anteriores han descrito el
fermento de ideas y movimientos nacionales estimulados por la Revolución
Francesa y por la dominación napoleónica de Europa, la agitación naciona­
lista y la represión de los años siguientes a 1815, y la frustración y el fracaso
de las aspiraciones patrióticas en Alemania, Italia, y Europa central, en la
Revolución de I8483. Para muchos hombres del siglo X IX, el nacionalismo,
la consecución de la unidad y la independencia nacionales y la creación del
estado-nación se convirtieron en una especie de fe secular.
Puede considerarse que, en un estado-nación, la suprema autoridad
política descansa en cierto modo sobre, y a la vez representa la voluntad y los
sentimientos de sus habitantes. Debe ser un pueblo, y no simplemente una
multitud de seres humanos. El pueblo, fundamentalmente, debe querer y
sentir algo en común. Sus individuos deben tener la convicción de que
pertenecen, de que son miembros de una comunidad, de que' participan, de
algún modo, en una vida común, de que el gobierno es su gobierno, y de que
los de fuera son «extranjeros». Los de fuera o extranjeros son, por lo
general (aunque no siempre), los que hablan un lenguaje distinto. La nación,
por lo general (aunque no siempre), se compone de todas las personas que
comparten el mismo idioma. Una nación puede poseer también una creencia
en una ascendencia o en un origen racial común (aunque sea errónea), o un
sentimiento de una historia común, de un futuro común, de una religión
común, de un ámbito geográfico común, o de una común amenaza exterior.
Las naciones presentan muchas formas. Pero todas coinciden en sentirse
comunidades, comunidades permanentes en las que los individuos, junta­
mente con sus hijos y con los hijos de sus hijos se hallan comprometidos en un
destino colectivo sobre la tierra.
En el siglo XIX, los gobiernos comprendieron que no podían gobernar
eficazmente, ni desarrollar todas las posibilidades del estado, a no ser
mediante el estimulo de aquel sentimiento de sociedad y de apoyo entre sus
súbditos. La consolidación de grandes estados-nación tuvo dos fases bien
perceptibles. Territorialmente, significó la unión de estados menores preexis­

2 Ver mapa 11.


3 Ver págs. 88, 102-103, 149-156, 180-202,-223-237

262
tentes. Moral y psicológicamente, significó la creación de nuevos lazos entre
gobierno y gobernados, la admisión de nuevos sectores de la población en la
vida política, a través de la creación o de la extensión de instituciones
liberales y representativas. Esto ocurrió incluso en el Japón y en la Rusia
zarista. La consolidación nacional en el siglo XIX favoreció el progreso
constitucional. Aunque habia una considerable variación en el poder real de
las nuevas instituciones políticas y en la amplitud del auto-gobierno
realmente efectivo, se establecieron parlamentos para la nueva Italia, para
la nueva Alemania, para el nuevo Japón y para el nuevo Canadá; y el
movimiento en Rusia se produjo en la misma dirección. En Europa, algunos
de los objetivos que los revolucionarios de 1848 no habían podido alcanzar
eran conseguidos ahora por las autoridades establecidas.
Pero se conseguían sólo a través de una serie de guerras. Para crear un
estado de toda Alemania o de toda Italia, como las revoluciones de 1848
habian demostrado ya, era necesario destruir el poder de Austria, colocar a
Rusia en una situación de ineficacia, al menos temporal, y derribar o
intimidar a los gobiernos alemanes o italianos que se negasen a hacer entrega
de su soberanía. En los Estados Unidos, para mantener la unidad nacional
tal como la concebía el Presidente Lincoln, fue necesario reprimir por la
fuerza de las armas el ^movimiento de independencia del Sur. Durante
cuarenta aflos a partir de 18Tft;-no se había producido ninguna guerra entre
las potencias establecidas Üe<Europa. Después, en 1854, estalló la Guerra de
Crimea; en 1859, la Guerra de Italia; en 1864, la Guerra de Dinamarca; en
1866, la Guerra Austro-Prusiana, y en -J570, la Guerra Franco-Prusiana.
Durante esos años, tuvo lugar también la Guerra Civil en los Estados
Unidos. A partir de 1871, pasaron otros cuarenta y tres años sin que se
produjese ninguna nueva guerra entre las potencias europeas.

La Guerra de Crimea, 1854-1856

Antes de ocuparnos del primero de los movimientos de consolidación


nacional —el italiano—, debemos examinar la Guerra de Crimea, la cual,
aunque aparentemente remota y ajena, contribuyó a hacer posible el triunfo
de los movimientos nacionales europeos. Su principal importancia en
relación con el presente capítulo consiste en que debilitó notablemente tanto
a Austria como a Rusia, las dos potencias más decididas a mantener el
acuerdo de paz de 1815 y a impedir cambios nacionales. Fue también la
primera guerra que contó con corresponsales de prensa, y la primera en que
las mujeres, capitaneadas por Florence Nightingale, actuaron como enferme­
ras militares.
La presión de Rusia sobre Turquía venia de tiempo atrás. Cada
generación tuvo su guerra ruso-turca4. En la última guerra ruso-turca, para
no remontamos más allá, es decir, en la de 1828-1829, el zar Nicolás I
protegió la independencia recientemente conquistada por Grecia, y se
anexionó la orilla izquierda d éla boca del Danubio. Ahora, en 1853, Nicolás

4 Ver págs. 56-58, 135, 156, 194, 197.

263
formuló nuevas exigencias al Imperio Turco —todavía grande, pero ya
decadente—, penetrando en los dos principados danubianos, Valaquia y
Moldavia (que luego se conocerían como Rumania), con fuerzas militares5.
Esta vez, la disputa implicaba, aparentemente, la protección de los
cristianos dentro del Imperio Turco, incluidos los cristianos extranjeros en
Jerusalén y en Palestina. Sobre aquellos cristianos, los franceses reivindica­
ban también una cierta jurisdicción protectora. Los franceses habían sido,
durante siglos, el principal pueblo occidental en el Cercano Oriente: habían
proporcionado, frecuentemente, dinero y consejeros al sultán, sostenían un
enorme volumen de comercio, mantenían y financiaban misiones cristianas,
y hablaban constantemente de la construcción de un Canal de Suez.
Napoleón III tenía buenas razones para sentirse agraviado por el zar
Nicolás, que le consideraba como un aventurero revolucionario. Napoleón
III estimuló al gobierno turco a que se resistiese a las exigencias rusas de
proteger a los cristianos dentro de Turquía. La guerra entre Rusia y Turquía
estalló a finales de 1853. En 1854, Francia se puso al lado de los turcos, al
igual que Gran Bretaña, cuya política tradicional consistía en apoyar a
Turquía y al Cercano Oriente contra la penetración rusa. Las dos potencias
occidentales no tardaron en ver que se les unía un pequeño y, en cierto
modo, ridículo aliado, que no tenía ningún interés visible en la cuestión: el
pequeño reino montañoso de Cerdeña, que entraba en la guerra, principal­
mente, con el fin de plantear el problema italiano en la conferencia de paz.
La flota británica bloqueó con éxito a Rusia en sus salidas al Báltico y al
Mar Negro. Los ejércitos francés e inglés invadieron la propia Rusia,
desembarcando en la península de Crimea, a la que se redujo toda la lucha
importante. El Imperio Austríaco tenía sus razones para no desear que
Rusia conquistase los Balcanes y Constantinopla, ni que Inglaterra y Francia
dominasen por sí solas la situación; así pues, Austria, aunque no se había
recobrado todavía de los trastornos de 1848-1849, movilizó, con grandes
esfuerzos, sus ejércitos, y ocupó Valaquia y Moldavia, que fueron evacuadas
por los rusos ante aquella amenaza de ataque por parte de un nuevo
enemigo. El zar Nicolás murió en 1855, y su sucesor, Alejandro II, pidió
la paz.
Un congreso de todas las grandes potencias hizo la paz en París, en 1856.
Mediante el tratado, las potencias se comprometían conjuntamente a
mantener la «integridad del Imperio Turco». La marea rusa bajó un poco.
Rusia cedió la orilla izquierda de la boca del Danubio a Moldavia, y
abandonó su pretensión de una protección especial de los cristianos en el
Imperio Turco. Moldavia y Valaquia (unidas como «Rumania» en 1858),
juntamente con Servia, fueron reconocidas como principados auto-goberna­
dos bajo la protección de las potencias europeas. Se decidió que Rusia no
mantendría barcos de guerra en el Mar Negro, y que el Danubio sería un río
internacional, abierto a la navegación comercial de todas las naciones. En el
Congreso de París, todo parecía armonioso. Parecía existir una entidad
llamada Europa, que afrontaba obligaciones colectivas, que protegía a los
pequeños estados, que regía sus asuntos de un modo racional y pacífico.

5 Ver m apas 6 y 12.

264
Pero los conflictos estaban fraguándose ya. Napoleón III necesitaba
gloria. Los italianos querían algún tipo de Italia unificada. Los prusianos,
que no habían hecho nada en la Guerra de Crimea, y que sólo tardíamente
fueron invitados al Congreso de París, temían que su posición como gran
potencia pudiera estar deteriorándose. Napoleón III, los italianos nacionalis­
tas y los prusianos, todos esperaban ganar con el cambio. El cambio en la
Europa central y en Italia significaba una ruptura del Tratado de Viena de
1815, largo tiempo defendido por Mettemich e impugnado sin éxito por los
revolucionarios de 1848. Ahora, tras la Guerra de Crimea, las fuerzas que se
oponían al cambio eran muy débiles. Eran los Imperios Ruso y Austríaco los
que habían defendido firmemente el status quo. Pero estas dos potencias,
que habían intentado muy seriamente mantener el acuerdo de Viena, ya no
podían defenderlo por más tiempo. La primera prueba surgió en Italia.

29. Cavour y la guerra de Italia de 1859: la unificación de Italia

El nacionalismo italiano: el program a de Cavour

En Italia, había, desde hacía tiempo, una media docena de estados de


cierta magnitud, junto a unos pocos muy pequeños. Algunos de ellos se
habían disuelto en los movimientos italianos que acompañaron a las guerras
de la Revolución Francesa. Todos habían sido reorganizados, primero por
Napoleón y después por el Congreso de Viena. En el noroeste, se encontraba
Cerdeña, llamada también Saboya o Piamonte; su casa real era la única
dinastía italiana natural de la propia Italia. Al este de Cerdeña se encontraba
Lombardía, y al este de Lombardía, Venecia. Desde 1814, Lombardía y
Venecia pertenecían al Imperio Austríaco. Al sur de Lombardía, en el rincón
noroeste de la «pierna» de la península, estaba el ducado de Toscana con su
capital en Florencia. Los ducados menores de Módena, Parma y Lucca
rellenaban los huecos entre la Toscana y los estados septentrionales. Por el
centro de la península se extendían los estados pontificios, la posesión
temporal hereditaria de la Sede Romana. Más al sur, abarcando la mitad de
toda Italia, se encontraba el gran reino de Nápoles o de las Dos Sicilias,
gobernado desde 1735 por una rama de los Borbones. Los gobiernos de
aquellos estados se hallaban, por lo general, contentos con sus independen­
cias individuales. Pero los gobiernos estaban lejos de sus pueblos.
Había un disgusto muy extendido en Italia a causa de las autoridades
existentes, y un deseo creciente de un estado nacional liberal al que pudiera
incorporarse toda Italia y que pudiera resucitar la grandeza italiana de la
antigüedad y del Renacimiento. Este sentimiento, que era el sueño de un
Risorgimiento italiano, se había exacerbado en los tiempos de la Revolución
Francesa y de Napoleón, y luego se había transformado en un objetivo
moral, gracias a los escritos de Mazzini6. Mazzini, que había dado a la causa
de la unidad italiana un carácter casi sagrado, había visto que sus esperanzas

6 Ver pág. 182.

265
de una Italia republicana unificada se elevaban, por un momento, para
perderse luego en el desastre general de 1848. En los tormentosos aconteci­
mientos de 1848, el papa se habia asustado ante el radical republicanismo
romántico de Mazzini, de Garibaldi y de otros agitadores, y ya no podía
esperarse que apoyase la causa del nacionalismo italiano. Y, en el marco de
los mismos acontecimientos, el reino de Cerdefla no habia alcanzado su
propósito de arrojar a Austria de la península italiana sin la ayuda de
ninguna gran potencia exterior7
Aquellas lecciones no fueron enseñanzas perdidas para el primer ministro
de Cerdeña, que estaba regida desde 1848 como una monarquía constitucio­
nal y que se hallaba ahora bajo e l cetro del rey Victor Manuel. Aquel
primer ministro de Cerdeña, después de 1852, era Camilo de Cavour, uno
de los tácticos políticos más sagaces de todos los tiempos. Cavour era un
liberal de tipo occidental. Intentó hacer de Cerdeña un modelo de progreso,
de eñcacia y de gobierno justo, que los otros italianos pudieran admirar. Se
esforzó por establecer prácticas constitucionales y parlamentarias en Cerde­
ña. Fomentó la construcción de ferrocarriles y puertos, el mejoramiento de
la agricultura y la emancipación del comercio. Siguió una política intensa­
mente anticlerical, reduciendo el número de fiestas religiosas, limitando el
derecho de las instituciones eclesiásticas a poseer bienes inmuebles, abolien­
do los tribunales eclesiásticos, y todo ello sin negociación anterior con la
Santa Sede. Monárquico liberal y constitucional, leal servidor de la casa de
Saboya y rico terrateniente, no sentía simpatía alguna por el nacionalismo
revolucionario y republicano de Mazzini. N o creía que Italia debiera unirse
por los métodos de la conspiración y de las sociedades secretas, por la
literatura incitante introducida de contrabando por los desterrados políticos,
ni por la proclamación de idealistas repúblicas radicales, com o en 1848, que
alarmaban a las personáis más influyentes del país8.
Cavour compartía la nueva textura de pensamiento descrita en el capitulo
anterior. Preconizaba una «política de realidades». N o aprobaba a* los
republicanos, pero estaba dispuesto a trabajar con ellos solapadamente. No
idealizaba la guerra, pero estaba decidido a hacer la guerra para unificar a
Italia bajo el rey de Cerdeña. Con frío cálculo, introdujo a Cerdeña en la
Guerra de Crimea, enviando tropas a Rusia, con la esperanza de conquistar
un puesto en la mesa de lá paz y de plantear la cuestión italiana en ,el
Congreso de París. Le resultaba evidente que, contra una gran potencia, lo
que había que hacer era incitar a otra, y que el único modo de expulsar de
Italia a Austria consistía en utilizar el ejército francés. Su plan maestro llegó
a ser el de provocar deliberadamente la guerra con Austria, después de
haberse asegurado el apoyo militar de Francia.
No era difícil persuadir a Napoleón III de que colaborase. Los Bonaparte
miraban a Italia como a su país ancestral, y Napoleón III, en su juventud
aventurera, había recorrido los círculos italianos de las conspiraciones, y
participado, incluso, en una insurrección italiana en 1831. Ahora, como
emperador, en su papel de apóstol de la modernidad, sostenía «una

7 Ver páes. 225-226, 228, 229-230.


8 Ver pág. 230.

266
doctrina de las nacionalidades» según la cual la consolidación de las
naciones era un paso adelante en la fase actual de la historia. La lucha
contra la reaccionaria Austria por la libertad de Italia aplacarla también a la
opinión liberal de Francia, que por otra parte, Napoleón estaba dispuesto a
suprimir. La última nota en el trabajo de persuasión fue facilitada por un
republicano italiano, llamado Orsini, el cual, en 1858, convencido de que el
emperador francés tardaba demasiado en decidirse, intentó asesinarle con
una bomba. Napoleón III llegó a un acuerdo secreto con Cavour. En abril
de 1859, Cavour hizo caer a Austria en una declaración de guerra. El ejército
francés cruzó los Alpes.
Hubo dos batallas, Magenta y Solferino, ganadas ambas por los
franceses y por los sardos. Pero Napoleón III estaba ahora entre la espada y
la pared. Los prusianos comenzaban a movilizarse en el Rhin, pues no
deseaban que Francia crease una esfera de inñuenda italiana propia. En
Italia, con la derrota de los austríacos, la agitación revoludonaria se
extendió por toda la península, como había sucedido diez años antes; y el
emperador francés no patrocinaba la revoludón popular. Los revoluciona­
rios derribaban o denunciaban los gobiernos existentes y clamaban por la
anexión a Cerdeña. En Francia, como en otras partes, los católicos,
temerosos de que se perdiese el poder temporal del papa, reprochaban al
emperador por su guerra impía e innecesaria. La situación francesa era
ciertamente extraña, porque mientras el grueso del ejérdto francés luchaba
contra Austria en el norte, un destacamento del mismo continuaba estado-
nado en Roma, a donde había sido enviado en 1849 para proteger al papa
contra el republicanismo italiano9. En julio de 1S59, en el apogeo de sus
victorias, Napoleón III dejó estupefacto a Cavour. Hizo la paz separada con
los austríacos.
El acuerdo franco—austríaco dio Lombardía a Cerdeña, pero dejó
Veneda dentro del Imperio Austríaco. Ofreda una soludón de compromiso
a la cuestión Italiana, bajo la forma de una unión federal de los gobiernos
italianos existentes, que seria presidida por el papa. Esto no era lo que
deseaban Cavour, ni los sardos, ni los patriotas italianos más vehementes.
La revoludón siguió extendiéndose. La Toscana, Módena, Parma y la
Romafla expulsaron a sus antiguos gobernantes. Estos territorios fueron
anexionados a Cerdeña, después de que unos plebisdtos o nnm¡ elecciones
generales en tales regiones hubieran manifestado un abrumador apoyo popu­
lar a aquella medida. Como la Romaña pertenecía a los estados pontificios, el
papa excomulgó a los organizadores de la nueva Italia. Con firme dedsión,
representantes de toda la Italia septentrional, excepto Veneda, se reunieron
en la capital sarda, Turín, en 1860, en el primer parlamento del ampliado
reino. El gobierno británico saludó con entusiasmo aquellos acontecimientos
y Napoleón III reconoció también el extendido estado sardo, a cambio de la
transferencia a Francia de Niza y de Saboya, donde unos plebisdtos
revelaron la existenda de enormes mayorías favorables a la anexión a
Francia.

9 Ver pág. 222.

267
La terminación de la unidad italiana

Ahora, en 1860, había un reino italiano septentrional, los estados


pontificios en el centro, y el reino de las Dos Sicilias que aún se mantenía en
el sur. Este último iba siendo socavado por la agitación revolucionaria,
como había ocurrido frecuentemente en el pasado10. Un republicano sardo,
Giuseppe Garibaldi, vino a redondear las cosas. Semejante, en cierto modo,
a Lafayette, Garibaldi era un «héroe de dos mundos», que había luchado
por la independencia de Uruguay, había vivido en los Estados Unidos, y
había sido uno de los triunviros de la República Romana de ,1849, de corta
duración. Ahora organizó un grvjpo de unos 1.150 seguidores personales
—«Los mil de Garibaldi» o los Camisas Rojas—, para una expedición
armada al sur. Cavour, incapaz de patrocinar abiertamente aquel filibuste-
rismo contra un estado vecino, hizo la vista gorda ante los preparativos y la
marcha de Garibaldi. Este desembarcó en Sicilia y no tardó en cruzar hasta
el interior. Los revolucionarios se apresuraron a unirse a él, y el gobierno de
las Dos Sicilias, acorralado y corrompido, y contando con poca lealtad de la
población, se hundió ante aquella pintoresca intrusión.
Garibaldi se preparaba ahora a desplazarse desde Nápoles hasta Roma.
Allí, naturalmente, tropezaría, no sólo con el papa, sino también con el
ejército francés, y el escándalo internacional resonaría en todo el globQ.
Cavour decidió que era preciso impedir conducta tan extremada, pero, al
propio tiempo, los éxitos de Garibaldi debían ser explotados. Adelantándose
a Garibaldi, un ejército sardo entró en los estados pontificios, evitando
cuidadosamente a Roma, y siguió avanzando hasta Nápoles. Los sardos
conquistaron el reino que Garibaldi esperaba convertir en una república. La
conquista fue pacifica; porque Garibaldi, aunque un tanto dispuesto a
regatear, acabó cediendo. El jefe de los Camisas Rojas, el enemigo de los
reyes, consintió en recorrer con Víctor Manuel, en un coche abierto, las
calles de Nápoles, entre miles de personas que les aclamaban. Los plebiscitos
celebrados en las Dos Sicilias revelaron una voluntad casi unánime de unirse
a Cerdeña. En el resto de los estados pontificios, excepto en Roma y en sus
alrededores, se celebraron también plebiscitos, con el mismo resultado. En
1861, se reunió un parlamento que representaba a toda Italia, excepto a
Roma y a Venecia, y se proclamó formalmente el Reino de Italia, con Víctor
Manuel II como rey «por la gracia de Dios y por la voluntad de la nación».
Venecia se unió en 1866, como un premio por la ayuda italiana a Prusia en
una guerra contra Austria, y Roma se anexionó en 1870, tras la retirada de
las tropas francesas en la guerra franco-prusiana de 187011.

Así se «hizo» Italia, como expresaba la frase de la época. Había sido


hecha por el prolongado y alto apostolado de Mazzini, por la audacia de
Garibaldi, por la fría política de Cavour, por la guerra y la insurrección, por
la violencia armada respaldada por el voto popular.

10 Ver págs. 192-193, 255.


“ Ver págs. 273-275, 276, 365.

268
Problemas que perduraron después de la unificación

Fue muy poco lo que se resolvió o lo que se logró mediante la


unificación. Incluso territorialmente, los nacionalistas más destacados se
negaban a creer que la unidad de Italia se hubiese completado. Miraban más
allá, a las regiones de población mixta, donde los italianos eran numerosos o
predominantes: al Trentino, a Trieste, a ciertas islas dálmatas, o a Niza y a
Saboya. En esas regiones, veían a una Italia irredenta, que esperaba, a su
vez, el día de la incorporación. «Irredentismo» pasó a ser una palabra que
significa una clamorosa demanda, sobre bases nacionalistas, de anexión de
regiones que se encuentran fuera de las propias fronteras.
La ocupación de Roma en 1870 por el gobierno italiano ensanchó aun
más la brecha entre la iglesia y el estado. El papa, despojado de unos
territorios que le habían pertenecido durante mil años, reanudó sus condenas
y decidió permanecer en reclusión perpetua dentro del Vaticano. Sus
sucesores siguieron la misma política hasta 1929. De ahí que los buenos
patriotas italianos se inclinasen a ser anticlericales y que los buenos católicos
se sintiesen inclinados a no mirar con buenos ojos al estado italiano. Las
diferencias regionales entre la Italia del norte y la del sur no desaparecieron
con la unificación. El norte miraba al sur agrario, la tierra del sacerdote, del
señor y del campesino empobrecido, como ignominiosamente atrasado. La
carencia de ley en Sicilia y en Nápoles no desapareció con el derrocamiento
de los Borbones.
La nueva Italia era parlamentaria, pero no democrática. Al principio,
sólo se concedió el voto a unas 600.000 personas, de un total de más de 20
millones. El sufragio no se amplió en una medida considerable, hasta 1913.
Mientras tanto, la vida parlamentaria, limitada a unos pocos, era un tanto
irrealista y frecuentemente corrupta. Con las grandes masas de la población
excluidas del votó, la agitación revolucionaria continuaba en pie después de
la unificación. El propio Garibaldi, en los años 1860, hizo dos nuevos
intentos de apoderarse de Roma por la violencia. En general, el movimiento
revolucionario se desplazaba desde el viejo nacionalismo republicano hacia
las nuevas formas del socialismo marxista, del anarquismo o del sindicalis­
mo.
Pero el sueño de siglos se había hecho realidad. Italia era una. El período
que parecía tan vergonzoso a los patriotas, los largos siglos transcurridos
desde el Renacimiento, terminaban ahora en las glorias de un feliz
Risorgimento.

30. Bismarck: la edificación de un imperio alemán

El juego con las divisiones entre los alemanes, manteniéndoles en


recíprocas rivalidades y dependientes de las potencias extranjeras, había sido
la política de Francia desde la Reforma, y de Rusia desde que este país
comenzó a tomar parte en los asuntos de Europa. La pulverización del
mundo alemán era, en realidad, una forma de prerrequisito negativo para d
desarrollo de la historia moderna tal como nosotros la conocemos, porque,

269
sin ella, la dirección económica y cultural de Europa difícilmente se habría
concentrado a lo largo del litoral atlántico, o habría surgido en Rusia un
gran imperio militar que se extendería a lo largo del Báltico y por el interior de
Polonia.
Gradualmente, como hemos visto, los alemanes fueron mostrándose
descontentos de su situación. Se hicieron nacionalistas12. Muchos pensado­
res alemanes sostenían que Alemania era distinta del Occidente y se hallaba
destinada a crear, algún día, un modo de vida peculiarmente alemán y un
sistema político propio. Respecto a los eslavos, los alemanes se sentían
inmensamente superiores. La filosofía alemana, como se observa claramente
en Hegel, tenía un deternunado tono característico. Declaraba que el
individualismo era qccidental; pasaba por alto, ligeramente, la libertad
individual; tendía a glorificar las lealtades del grupo, los principios colecti­
vistas y el estado. Hizo una gran barahúnda con la Historia, que, en el
pensamiento de Hegel, y después de él, en el de Marx, se convirtió en una
fuerza gigantesca, casi independiente de los seres humanos. Se decía que la
Historia ordenaba, exigía, necesitaba, condenaba, justificaba o excusaba. Lo
que no era grato podía desecharse como una simple fase histórica, que abría
paso a un futuro muy diferente y más atractivo. Lo que se deseaba, para el
presente o para el futuro, podía describirse como históricamente necesario y
a punto de llegar.

Los estados alemanes después de 1848

En 1848, una serie de revoluciones derribó los diversos gobiernos de


Alemania. En la Asamblea de Francfort, un grupo compuesto esencialmente
de ciudadanos particulares se propuso organizar una Alemania unida, con
métodos constitucionales. No lo consiguieron, porque no tenían fuerza. De
ahí que, a partir de 1848, los alemanes comenzaron a pensar en términos de
fuerza, desplegando una admiración un tanto extremada por die Machí. Tal
vez los hombres de Francfort fracasaron también porque no eran bastante
revolucionarios. Los alemanes constituían un pueblo sobrio, ordenado y .
respetuoso. Todavía se hallaban unidos, emocionalmente, a sus diversos
estados. Lo que sucedió en Italia —un exterminio revolucionario de todos
los viejos gobiernos, excepto el de Cerdeña— no podía suceder en Ale­
mania13.
Tras el fracaso de la revolución de 1848, los nacionalistas y los liberales
alemanes estaban confusos. En 1850, se restablecían los viejos estados:
Austria y Prusia, los reinos de Hannover, Sajonia, Baviera y Württemberg,
juntamente con unos treinta estados más, cuya extensión iba en descenso,
hasta llegar a las ciudades libres de Hamburgo y de Francfort. La vaga
confederación de 1815, que unía a todos aquellos estados, fue restablecida
también14. Pero, dentro de aquel marco, estaban produciéndose grandes

12 Ver p ág s. 149-154, 181-182.


13 Ver págs. 181-182.
14 Ver págs. 162-163, 236; mapa 10.

270
cambios económicos y sociales. Entre 1850 y 1870, la producción de carbón
y de hierro en Alemania se multiplicó por seis. En 1850, Alemania producía
menos hierro que Francia, y, en 1870. más. Alemania estaba superando el
gran atraso económico y social que la había caracterizado durante 300 años.
Un Zollverein, o unión aduanera, iniciado por Prusia en 1818, había llegado
a incluir a casi toda Alemania, con exclusión de Austria y Bohemia, y había
proporcionado un alto grado de unidad económica. Las ciudades alemanas
estaban creciendo, unidas por el ferrocarril y por el telégrafo, y requerían
áreas de apoyo más amplias, de las que pudieran vivir. Los capitalistas
industriales y los obreros industriales iban haciéndose más numerosos. Con
las ventajas de la unidad más evidentes que nunca, con los ideales de 1848 no
abandonados del todo, con un exagerado respeto por el estado y por la
fuerza, y con un hábito de aceptar el acontecimiento afortunado como el
«juicio de la historia», los alemanes estaban preparados para lo que ocurrió.
No se unificaron por sus propios esfuerzos. Cayeron en brazos de Prusia.

Prusia en los 1860: Bismarck

Prusia había sido siempre la más pequeña y la más precaria de las


grandes potencias. Destruida por Napoleón, se había levantado de nuevo.
Debía su influencia internacional y su carácter interno a su ejército. En
realidad, había librado menos guerras que otras grandes potencias, pero, con
su ejército en pie, había seguido un programa de expansión mediante la
conquista o la diplomacia. La toma de Silesia en 1740, de partes de Polonia
en los años 1770 y en los 1790, de la Renania en 1815 mediante una
negociación internacional, fueron los hitos del crecimiento prusiano. Después
de 1850, los que regían los destinos de Prusia estaban recelosos. Su estado
había sido sacudido por la revolución. En la Guerra de Crimea y en el
Congreso de París, apenas fueron más que espectadores. Italia se unificó sin
que ningún prusiano dijese sí o no. Parecía como si la posición de Prusia,
laboriosamente alcanzada y todavía relativamente reciente, pudiera estar
palideciendo.
Desde 1815, la población de Prusia había pasado de 11 a 18 millones,
pero el volumen de su ejército no había cambiado. Sólo con que se aplicasen
los principios de reclutamiento existentes, el ejército casi se duplicaría.
Pero esto requería un aumento de las asignaciones financieras. A partir de
1850, Prusia tenia un parlamento13. Era un parlamento, desde luego,
dominado por los ricos, pero algunos de los ricos prusianos, especialmente
los capitalistas de la Renania, eran liberales que querían el parlamento para
tener un control sobre la política del gobierno. A aquellos hombres no les
gustaban los ejércitos profesionales, y consideraban como sus principales
rivales en el estado a los «junkers» prusianos, entre quienes se reclutaba el
cuerpo de oficiales. El parlamento se negó a las necesarias asignaciones.
Ante aquella circunstancia, el rey, en 1862, nombró a un nuevo primer
ministro, Otto von Bismarck.

15 Ver págs. 236-237.

271
Bismarck era un «junker» del viejo Brandenburgo, al este del Elba.
Cultivaba las ásperas maneras de un honesto hacendado rural, aunque era,
en realidad, un consumado hombre de mundo. Intelectualmente, era muy
superior a la clase de terratenientes, más bien torpe, de la que había salido, y
por la que él sentía, muchas veces, un mal disimulado desprecio. Compartía
muchas ideas de los «junker». Defendía e incluso sentía una especie de firme
piedad protestante. Aunque se preocupaba por la opinión del mundo, esta
nunca le disuadió de sus acciones; la crítica y la denuncia le dejaban
impasible. En realidad, era obstinado. N o fue un nacionalista. N o miraba a
la totalidad de Alemania como a su Patria. Bismarck era un prusiano. Sus
afinidades sociales, generalmente con los «junkers», se encontraban en el
este, con los correspondientes propietarios de la tierra de las provincias
bálticas y de Rusia. Ni comprendía el occidente, incluido el grueso de
Alemania, ni confiaba en él; le parecía revolucionario, turbulento, librepen­
sador materialista. Consideraba ignorantes e irresponsables^los cuerpos parla­
mentarios como órganos de gobierno. La libertad individual le parecía un
egoísmo desordenado. El liberalismo, la democracia y el socialismo le
repugnaban. Prefería enaltecer el deber, el servicio, el orden y el temor de
Dios. La idea de la formación de una nueva unión alemana se desarrolló en
su pensamiento sólo gradualmente, y además, como condición necesaria
para el fortalecimiento de Prusia.
Bismarck, pues, tenía sus predilecciones, e incluso sus principios. Pero
ningún principio le ataba, ninguna ideología le parecía un fin en si misma.
Se convirtió en el clásico observante de la Realpolitik. Llegó un momento en
que los «junkers» le consideraron como un traidor a su clase, en que incluso
el rey le temió, en que ofendía y luego apaciguaba a la augusta casa de los
Habsburgo, en que tenía como amigos a los liberales, a los demócratas e
incluso socialistas, para tenerlos, en su momento, como enemigos. Primero,
hacía guerras, y después insistía en la paz. Enemistades y alianzas no eran
para él más que cuestiones de conveniencia pasajera. El enemigo de hoy
podía ser el amigo de mañana. Lejos de proyectar una larga sucesión de
acontecimientos, siguiendo luego ese proyecto, paso a paso, hasta su gran
realización, parece haber sido práctico y oportunista, cobrando ventaja de
las situaciones tal como se presentaban, y preparándose para actuar en
cualquiera de las diversas direcciones que los acontecimientos pudieran
aconsejarle.
En 1862, como ministro presidente, su actividad, o su deber, consistía en
enfrentarse con los liberales en el parlamento prusiano. Bis marck libró aquella
«lucha constitucional», durante cuatro años, desde 1862 a 1866. El
parlamento se negó a aprobar las contribuciones propuestas. El gobierno,
de todos modos, las cobró. Los contribuyentes pagaban sin protestar: era lo
ordenado, y los recaudadores representaban a la autoridad pública. Las
limitaciones del liberalismo prusiano, la docilidad de la población, el respeto
a las autoridades, la creencia de que el rey y sus ministros eran más juiciosos
que los diputados elegidos, todos estos elementos se reflejaban claramente en
aquel triunfo de la política militar sobre la teoría del gobierno por común
acuerdo. El ejército se incrementó, se reorganizó, recibió nueva preparación
y se reeqiiipó. Bismarck rechazó el diluvio de improperios de la mayoría libe­

272
ral de la cámara. Los liberales declaraban que la política del gobierno era
flagrantemente inconstitucional. Bismarck decía que la Constitución no podía
haber pretendido socavar el estado. Los liberales decían que era el gobierno el
que estaba socavando a Prusia, porque el resto de Alemania esperaba en­
contrar en Prusia, como Italia había encontrado en Cerdeña, un modelo de li­
bertad política. Lo que los alemanes admiraban en Prusia —replicaba Bis­
marck, fríamente— no era su liberalismo, sino su fuerza. Declaraba también
que las fronteras prusianas establecidas en 1815 eran defectuosas, y que Pru­
sia debía estar preparada para aprovechar las ocasiones favorables, con el Fin
de extenderse más allá16. Y añadió una de sus más famosas frases: «Las gran­
des cuestiones de nuestro tiempo no se deciden con discursos ni con mayorías
de votos —ése fue el gran error de 1848 y 1849— , sino a sangre y hierro.»

Las guerras de Bismarck; la Confederación Alemana del Norte, 1867

No tardó en presentarse una ocasión favorable. Volvió a plantearse la


cuestión Schleswig-Holstein. Hemos visto cómo había surgido en 1848, y
cómo incluso los moderados hombres de Francfort habían insistido, hasta el
punto dfí a f r o n ta r la guerra, sobre la incorporación de los dos ducados a su
unión alemana17. Ahora, en 1863, la historia se repetía. Los daneses,
comprometidos en un proceso de consolidación nacional propio, deseaban
hacer de Schleswig parte integrante de Dinamarca. La población de
Schleswig era en parte danesa y en parte alemana. La dieta de la
confederación alemana, que no estaba dispuesta a ver a los alemanes así
anexionados totalmente a Dinamarca, exigía una guerra de todos los
alemanes contra los daneses, como había hecho la revolucionaria Asamblea
de Francfort. Bismarck no deseaba, en absoluto, apoyar o fortalecer la
confederación alemana existente. N o quería una guerra de toda Alemania,
sino una guerra prusiana. Para ocultar sus propósitos, actuó en unión con
Austria. En 1864, Prusia y Austria entraron juntamente en guerra con
Dinamarca, a la que derrotaron inmediatamente. La intención de Bismarck
era la de anexionar Schleswig y Holstein a Prusia, alcanzando cualesquiera
otras ventajas que pudieran presentarse a causa del futuro conflicto con
Austria. Dispuso una ocupación provisional de Schleswig por Prusia, y de
Holstein por Austria. Pronto surgieron disputas sobre derechos de paso,
sobre el mantenimiento del orden interno, y sobre otros problemas con que
generalmente tropiezan las fuerzas de ocupación. Aunque simulando tratar
de resolver aquellas disputas, dejaba que fuesen madurando.
Ahora, empezaba a desacreditar y a aislar a Austria. El gobierno
británico estaba siguiendo entonces una política de no-intervención en los
asuntos del Continente. El imperio ruso no estaba en condiciones de actuar;
se hallaba dividido internamente por un programa de reforma que estaDa
entonces en su punto culminante; se encontraba en una actitud de hostilidad

'6 Ver m apa 10.


I 7 Ver pág. 236.

273
respecto a Austria, a causa de los acontecimientos de la Guerra de Crimea, y
bien dispuesta hacia Prusia v Bismarck. n n r m ie R i«m arrl¡\ en 1 8 6 3 , se
preocupó de prestarle apoyo contra un levantamiento de polacos rusos. Para
atraerse al nuevo reino de Italia, Bismarck utilizó el señuelo de Venecia. En
cuanto a Francia, Napoleón III tenía dificultades con los descontentos del
interior, y su ejército se hallaba comprometido en aventuras en México.
Además, Bismarck le cautivó, durante una entrevista confidencial celebrada
en Biarritz, en la que se intercambiaron vagas alusiones orales a la expansión
francesa, y los dos hombres parecieron estar de acuerdo en la necesidad de
una modernización del mapa de Europa. Para debilitar a Austria dentro de
Alemania, Bismarck se presentaba como un demócrata. Propuso una
reforma de la confederación alemana, recomendando que tuviese una
cámara popular elegida por sufragio universal masculino. Calculaba que el
pueblo alemán no se avendría ni con los acomodados liberales capitalistas, ni
con las estructuras de gobierno existentes en los estados alemanes, ni con la
casa de Habsburgo. Estaba decidido a utilizar la «democracia» para socavar
todos los intereses establecidos que encontrase en su camino.
Mientras tanto, las potencias ocupantes seguían disputando a causa de
Schleswig-Holstein. Austria acabó planteando la cuestión formalmente en la
dieta federal alemana, una de cuyas funciones era la de impedir la guerra
entre sus miembros. Bismarck declaró que la dieta no tenía autoridad, acusó
de agresión a los austríacos, y ordenó al ejército prusiano entrase en
Holstein. Los austríacos exigieron sanciones generales bajo la forma de una
fuerza pan-germánica que debía enviarse contra Prusia. El resultado fue que
Prusia, en 1866, estaba en guerra, no sólo con Austria, sino también con la
mayoría de los otros estados alemanes. El ejército prusiano demostró en
seguida su superioridad. Preparado con una precisión sin precedentes,
equipado con el nuevo fusil de aguja, con el que el soldado de infantería podía
hacer cinco disparos por minuto, introducido en la zona de combate por una
estrategia imaginativa que hacía uso de los nuevos ferrocarriles, mandado
por la pericia de von Moltke, el ejército prusiano venció a los austríacos en
la batalla de Sadowa (o Küniggratz), y derrotó a los otros estados alemanes,
inmediatamente después. La Guerra Austro-Prusiana, o de las Siete Sema­
nas, fue asombrosamente breve. Bismarck se apresuró a hacer la paz, antes
de que las demás potencias europeas pudieran darse cuenta de lo que había
ocurrido.
Prusia se anexionó enteramente, junto con Schleswig-Holstein, todo el
reino de Hannover, los ducados de Nassau y de Hesse-Cassel, y la ciudad
libre de Francfort. Ahora, los viejos gobiernos desaparecieron, simplemente,
bajo el hacha del «reaccionario rojo». La unión federal alemana desapareció
también. En su lugar, Bismarck organizó, en 1867, una Confederación
Alemana del Norte, en la que la Prusia recientemente extendida se reunía
con otros veintiún estados, a todos los cuales, unidos, sobrepujaba
considerablemente. Los estados alemanes del sur del río Main —Austria,
Baviera, Badén, Württemberg y Hasse-Darmstadt— se quedaron fuera de la
nueva organización, sin ningún tipo de unión entre ellos. Mientras tanto, el
reino de Italia se anexionaba Venecia.
Para la Confederación Alemana del Norte, Bismarck dictó una constitu­

274
ción. La nueva estructura, aunque federal, era mucho más fuerte que la
Confederación de 1815, ahora desaparecida. El rey de Prusia sería su jefe
hereditario. Los ministros eran responsables ante él. Habia un parlamento
con dos cámaras. La cámara alta, como en los Estados Unidos, representaba
a los estados en cuanto tales, aunque no de un modo igual. La cámara baja,
o Reichstagt estaba destinada a representar al pueblo y era elegida por
sufragio universal masculino. Aquel jugueteo con la democracia parecía una
locura, tanto al conservador «junker» como al liberal burgués. Era, en
efecto, un paso audaz, porque sólo Francia practicaba, en aquel tiempo, el
sufragio universal en Europa, a gran escala, y, en la Francia de Napo­
león III, ni los viejos conservadores ni los auténticos liberales podían sentirse
muy satisfechos. En cuanto a. Gran Bretaña; dónde los derechos de voto se
ampliaban en aquel mismo año de 1867, seguían concediéndose todavía a
menos de la mitad de la' población masculina adulta. Bismarck percibía en
las «masas» un aliado del gobierno fuerte contra los intereses privados.
Negoció incluso con los socialistas, que habían experimentado una ascensión
con la industrialización de la pasada década, y que, en la Alemania de aquel
tiempo, eran principalmente seguidores de Fernando Lassalle. Los socialistas
lassalleanos, al contrario que los marxistas, creían teóricamente posible
mejorar las condiciones de la clase obrera a través de la acción de los
gobiernos existentes. Con gran disgusto de Marx, entonces en Inglaterra (su
El Capital se publicó en 1867), el grueso de los socialistas alemanes llegó a.
un entendimiento con Bismarck. A cambio de un sufragio democrático,
estaban dispuestos a aceptar la Confederación Alemana del Norte. Bismarck,
por su parte, utilizando los sentimientos democráticos y socialistas, obtuvo la
aprobación popular para su naciente imperio.

La Guerra Franco-Prusiana, 1870


Estaba claro, sin embargo, que la situación no era todavía estable. Los pe­
queños estados alemanes del sur- quedaban flotando en un espacio vacío; antes
o después, tendrían que gravitar dentro de una u otra órbita, ya fuese la
austríaca, la prusiana, o la francesa. En Francia,- había duras críticas a la
política exterior de Napoleón III. La intervención francesa en México había
resultado un fracaso18. Se había permitido que en las fronteras de Fráncia se
alzase una Italia unida. Y ahora, en contra de todos los principios del interés
nacional francés observados por los gobiernos franceses durante cientos de
años, se estaba permitiendo que una potencia fuerte e independiente se
extendiese, virtualmente, hasta alcanzar la totalidad de Alemania. Por todas
partes, el pueblo empezaba-a comprender que la guerra entre Francia y
Prusia era inminente. Bismarck jugaba con el miedo a Francia de los estados
alemanes del sur. La Alemania meridional, aunque en otros tiempos había
sido, frecuentemente, un voluntario satélite de Francia, ahora era suficien­
temente nacionalista para considerar vergonzosa aquella servidumbre a un
pueblo extranjero. Bismarck pensaba que una guerra entre Prusia y Francia

18 Ver págs. 383-384.

275
precipitaría a los pequeños estados alemanes del sur a una unión con Prusia,
dejando fuera sólo a Austria —que era lo que él quería—. Napoleón III, o,
por lo menos, alguno de sus consejeros, pensaba que aquella guerra, si
terminaba victoriosamente, restablecería la pública aceptación del imperio
bonapartista. En tan inflamable situación, las personas responsables no
trabajaban por la paz, en ninguno de los dos países.
Mientras tanto, una revolución en España había arrojado al destierro a la
reina, y un gobierno provisional español invitaba al príncipe Leopoldo de
Hohenzollern, primo del rey de Prusia, a ser rey constitucional de España.
Que la casa real prusiana ocupase posiciones en España tenía que disgustar,
naturalmente, a Francia. La familia Hohenzollern rechazó tres veces la
oferta española. Bismarck, que no podía controlar aquellas decisiones de la
familia, pero que preveía la posibilidad de un incidente utilizable, persuadió,
subrepticiamente, a los españoles de que formulasen la invitación por cuarta
vez. El día 2 de julio de 1870, París supo que el principe Leopoldo había
aceptado. El embajador francés en Prusia, Benedetti, por orden de su
gobierno, se reunió con el rey de Prusia en el balneario de Ems, donde exigió
formalmente que la aceptación del príncipe Leopoldo fuese retirada. Y fue
retirada, el día 12 de julio. Los franceses parecían haberse salido con la
suya. Bismarck sufrió una decepción.
El gobierno francés llegó más lejos aún. Dio instrucciones a Benedetti en
el sentido de que acudiese a ver nuevamente al rey, en Ems, y le formulase la
demanda de que nunca, en el futuro, ningún Hohenzollern fuese candidato
al trono español. El rey declinó cortésmente tal compromiso, y telegrafió un
informe completo de la conversación a Bismarck, que estaba en Berlín.
Bismarck, al recibir el telegrama, que se ha hecho famoso como «el
despacho de Ems», vio una nueva oportunidad, como él decía, de agitar un
trapo rojo ante el toro galo. Resumió el telegrama de Ems para su
publicación, reduciéndolo de tal modo que pareciese a los lectores de los
periódicos que en Ems había tenido lugar una brusca entrevista, en la que los
prusianos creyesen que su rey había sido insultado, y los franceses que su
embajador había sido desairado. En ambos países, los partidarios de la
guerra exigían una satisfacción. El 19 de julio de 1870, sobre fundamentos
tan triviales y con la aparente cuestión del trono español ya resuelta, el
irresponsable y decadente gobierno de Napoleón III declaró la guerra a
Prusia.
Una vez más, la guerra fue corta. Una vez más, Bismarck había tenido
cuidado de aislar, previamente, a su enemigo. Los ingleses, en general,
creían que Francia estaba equivocada. Se habían alarmado ante las
operaciones francesas en México, que revelaban una ambición de rehacer un
imperio francés en América. Los italianos habían esperado durante largo
tiempo la oportunidad de apoderarse de Roma; y lo hicieron en 1870,
cuando los francese retiraron sus tropas de Roma para emplearlas contra
Prusia. Los rusos habían estado esperando la oportunidad de anular la
cláusula de la Paz de 1856 que les prohibía tener barcos de guerra en el Mar
Negro. Y lo hicieron en 1870.
La guerra de 1870, como las otras de aquel tiempo, no llegó a convertirse
en una guerra general europea. Prusia estaba apoyada por los estados

276
alemanes del sur. Francia no tenía aliados. El ejército francés demostró
hallarse técnicamente atrasado, en comparación con el ejército prusiano. La
guerra comenzó el 19 de julio; el 2 de septiembre, tras la batalla de Sedán, el
principal ejército francés se rindió a los alemanes. El propio Napoleón III
fue hecho prisionero. El día 4 de septiembre, una insurrección proclamaba
en parís la Tercera República. Las fuerzas prusianas y alemanas avanzaron
por Francia y pusieron sitio a la capital. Aunque los ejércitos franceses esta­
ban deshechos, París se negó a capitular. Durante cuatro meses, estuvo cerca­
da y asediada.

E l imperio alemán, 1871

Con sus cañones rodeando a París, los gobernantes alemanes o sus


representantes se reunieron en Versalles. El chdteau y los jardines de
Versalles, desde la salida poco ceremoniosa de Luis XVI, en octubre de
1789, habían sido poco más que un monumento vacío a una sociedad muerta
desde hacía mucho tiempo. Allí, en el lugar más suntuoso del palacio, en el
resplandeciente Salón de los Espejos, donde el Rey Sol había recibido, en
otros días, los respetuosos cumplimientos de los príncipes alemanes,
Bismarck hizo proclamar el Imperio Alemán, el 18 de enero de 1871. El rey
de Prusia recibió el título hereditario de emperador alemán. Los otros
gobernantes alemanes (exceptuados, naturalmente, el de Austria y los que
habían sido destronados por Bismarck) aceptaron su autoridad imperial.
Diez días después, el pueblo de París, tiritando, hambriento y abando­
nado, abría sus puertas al enemigo. Francia no tenía ningún gobierno con el
que Bismarck pudiera hacer la paz. No estaba claro, en absoluto, qué clase
de gobierno quería el país. Bismarck insistía en la elección de una Asamblea
Constituyente por sufragio universal. Exigía que Francia pagase al Imperio
Alemán una indemnización de guerra de cinco millones de francos oro
(entonces, una cifra enorme y sin precedentes), y que le cediese la región
fronteriza de Alsacia y la mayor parte de la Lorena. Aunque los alsacianos
hablaban alemán, en su mayoría se sentían franceses, pues habían comparti­
do la historia general de Francia desde el siglo XVII. Hubo una fuerte
protesta local contra la transferencia a Alemania, y los franceses nunca se
resignaron a aquella amputación a sangre fría de su frontera. La paz dictada
por Bismarck se incorporó al tratado de Francfort del 10 de mayo de 1871.
A continuación, como veremos, la Asamblea Constituyente francesa proce­
dió gradualmente a construir la Tercera República19.
La consolidación de Alemania transformó la faz de Europa. Anuló, no
sólo la sentencia de la Paz de Viena, sino también la de la Paz de Westfalia.
El Imperio Alemán, recién nacido, era el estado más fuerte del continente
europeo. Rápidamente industrializado a partir de 1870, se hizo más
poderoso todavía. Bismarck, mediante una astucia consumada, mediante la
explotación de las oportunidades ofrecidas por una Europa en descomposi­
ción, y sin más lucha que la librada en unas pocas semanas en tres cortas

19 Ver págs. 330-332.

277
guerras, había creado lo que los estadistas europeos de muchas nacionalida­
des habían dicho, desde hacía mucho tiempo, que era preciso evitar a toda
costa. Fue engañando, sucesivamente, a todos, incluidos los alemanes. El
estado pangermano unido que había surgido del moviento nacionalista fue
una Alemania conquistada por Prusia. Prusia, con sus anexiones de 1866,
abarcaba a casi toda la Alemania situada al norte del Meno. Dentro del
Imperio, alcanzaba la extensión de unos dos tercios, aproximadamente. En
Prusia, los liberales capitularon ante el indiscutible éxito de Bismarck. En
1867, el Parlamento prusiano aprobaba una «ley de indemnidad»; su esencia
consistía en que Bismarck reconociese un cierto despotismo durante la lucha
constitucional, y que el parlamento legalizase las discutidas recaudaciones de
impuestos e x p o stfa c to , accediendo a perdonar y a olvidar, en vista d éla vic­
toria sobre Austria y sus consecuencias. Así, el liberalismo se desvanecía ante
el nacionalismo.
El Imperio Alemán recibió sustancialmente la constitución de la Confe­
deración Alemana del Norte. Era una federación de monarquías, cada una
de las cuales se basaba, teóricamente, en el derecho divino o hereditario. A l
propio tiempo, en el Reichstag elegido por sufragio universal masculino,
descansaba sobre una especie de instancia de masas, y era, en cierto sentido,
democrática. Pero los ministros del país eran responsables ante el empera­
dor, y no ante la cámara elegida. Además, fueron los gobernantes los que se
unieron al imperio, y no los pueblos. N o hubo plebiscitos populares, como
en Italia. Cada estado conservó sus propias leyes, su gobierno y su
constitución. El pueblo de Prusia, por ejemplo, continuó, en lo que a los
asuntos prusianos se refería, bajo la constitución más bien antíliberal
de 185020, mientras que, para los asuntos del Reich, o imperio, gozaban de
un voto igual por sufragio universal. El emperador, que era también el rey
de Prusia, tenía el control legal sobre la política exterior y sobre la política
militar del imperio. El Imperio Alemán, en realidad, actuó como un
mecanismo para exaltar el papel de Prusia, el ejército prusiano y la
aristocracia prusiana del este del Elba en los asuntos mundiales.

31. La doble monarquía de Austria-Hungría

E l Imperio de los Habsburgo después de 1848

Bismarck unió a Alemania, pero también la dividió, porque dejó a una


sexta parte de los alemanes, aproximadamente, fuera del Imperio Alemán.
Aquellos alemanes de Austria y de Bohemia tenían que elaborar ahora un
futuro común con las otras doce nacionalidades de la zona danubiana.
La tosquedad del antiguo imperio multinacional de los Habsburgo está
bastante clara, pero más notable es su asombrosa capacidad para vivir y
para sobrevivir. Prusia y Francia, en los años 1740, habían tratado de
desmembrarlo, y no lo habían conseguido. Aplastado en cuatro ocasiones
distintas por los franceses entre 1796 y 1809, sobrevivió a aquella crisis, y,

20 Ver págs, 236-237,

278
con posterioridad a 1815, bajo Metternich, dirigió los consejos de Europa21.
Quebrantado en 1848, restablecido por la intervención de Rusia en 1849,
descoyuntado por su esfuerzo de movilización en 1855, atacado por
Napoledm III en 1859 y por Bismarck en 1866, continuó manteniéndose
unido todavía, y no desapareció, al fin, hasta 1918, en el cataclismo de la
Primera Guerra Mundial22. Pero los acontecimientos de los años 1850 y de
los 186D alteraron considerablemente su carácter.
La cuestión esencial, en una época nacionalista, era la forma en que
reaccionaría el gobierno de los Habsburgo ante los problemas planteados
por la autoexpresión nacional. Las nacionalidades no deseaban destruir el
imperio. Entre los húngaros, después de 1848-1849, sólo un puñado de
radicales extremistas soñaban con una Hungría totalmente independiente.
En su mayor parte, deseaban una autonomía constitucional para Hungría,
pero no estaban preparados para una ruptura de sus lazos con Viena. La
opinión eslava, en el Congreso Eslavo de Praga de 1848, no fue, en lo
fundamental, más allá del austroeslavismo23. Los pueblos del imperio,
aunque insistiendo cada vez más en ciertos derechos nacionales —como un
determinado grado de autogobierno local, y escuelas, tribunales y adminis­
tración en su propio idioma—, sentían una subyacente necesidad de la
amplia estructura política que el imperio les proporcionaba.
Al hablar de los Habsburgo, en este período, nos referimos principal­
mente a Francisco José, que como emperador desde 1848 hasta 1916 reinó
aún más años que su famosa contemporánea, la reina Victoria. Francisco
José, como muchos otros, nunca pudo liberarse de su propia tradición. Sus
ideas giraban en torno a su casa y a sus derechos. Combatido implacable­
mente por las oleadas del cambio, sentía una cordial aversión por todo lo
que fuese liberal, progresivo o moderno. Se alió con la jerarquía católica y
con el Vaticano, que también, durante décadas, a partir de 1848, y por
razones comprensibles, se situó claramente en contra de todo compromiso
con los nuevos tiempos. Personalmente, Francisco José era incapaz de
grandea perspectivas, de proyectos ambiciosos, de decisiones audaces, o de
una acción perseverante. Y vivió en un fastuoso mundo de sueños, rodeado
en la corte imperial por grandes nobles, altos eclesiásticos y condecorados
personajes del ejército.
Pera el gobierno no estaba ocioso; más bien, era demasiado fecundo en
la ideación de nuevos convenios y de nuevos repartos. Se ensayaron diversos
proyectos con posterioridad a 1849, pero ninguno durante el tiempo suficien­
te para comprobar si sería eficaz. Durante varios años, la idea dominante fue
la centralización: gobierno del imperio mediante el lenguaje alemán y la
eficiencia alemana, manteniendo la abolición de la servidumbre tal como se
realizó en 1848 (y que requería un fuerte control oficial sobre los
terratenientes para que tuviese una realidad práctica) y favoreciendo la
construcción de ferrocarriles y de otros instrumentos de progreso material24.

21 Verpágs. 120-121, 133,135, 138-140, 186-197.


22 Verpágs. 223-230, 264-265, 267-268, 272-275, 450.
23 V ír págs. 226-227.
24 Verpág. 230.

279
Esta centralización germánica y burocrática era enojosa para las nacionali­
dades no germánicas, y especialmente para los magiares. Es importante decir
magiares, y no húngaros, porque los magiares constituían menos de la mitad
de la mezcladísima población de Hungría, dentro de sus fronteras de aquel
tiempo. De todos modos, los magiares, com o el más fuerte de los grupos no
germanos, y, por consiguiente, el más capacitado para mantener un sistema
político propio, sentían la influencia germana de un modo más opresivo. En
la guerra de 1859, los magiares simpatizaron con los italianos.

E l Com prom iso de 1867

En 1867, se estableció un compromiso, conocido como el Ausgleich. Era,


esencialmente, un convenio entre los alemanes de Austria-Bohemia y los
magiares de Hungría. Era desventajoso para todos los eslavos. Los alemanes
y los magiares miraban a los eslavos, en cierto modo, com o muchos blancos
de los Estados Unidos miraban entonces a los negros, considerándolos como
gente que no habia mostrado aptitud alguna para la civilización, a no ser bajo
tutela. En realidad, la palabra «esclavo», en muchos idiomas (alemán
Sklave) se había derivado de la palabra «eslavo». Como el negociador
austríaco, Conde Beust, señalaba en 1867, la idea del Compromiso consistía
en que cada uno de los dos pueblos, alemanes y magiares, gobernasen, en
adelante, a sus propios bárbaros a su propio modo.
El Compromiso creó una Doble Monarquía, de un tipo que no tenía
paralelo en Europa. Al oeste del río Leitha, estaba el Imperio de Austria, y,
al este, el Reino de Hungría. Los dos se consideraban ahora exactamente
iguales. Cada uno tenía su propia constitución y su propio parlamento, ante
el que, en cada país, era responsable, en adelante, su respectivo gobierno. El
idioma administrativo de Austria sería el alemán, y el de Hungría, el ma­
giar. Ninguno de los dos estados podría intervenir en los asuntos del otro.
Los dos estaban unidos por el hecho de que el mismo Habsburgo seria
siempre emperador de Austria y rey de Hungría. Pero la unión no era sólo
personal; porque, si bien no existía un parlamento común, los delegados de
los dos parlamentos habían de reunirse, alternadamente, en Viena y en
Budapest, y habría un gobierno común para la hacienda, para los asuntos ex­
teriores y para la guerra. Para este gobierno común de Austria-Hungría, se
designarían austríacos y húngaros.
En realidad, el Compromiso trataba a Austria como una especie de
estado-nación alemán, y a Hungría como un estado-nación magiar. Facilita­
ba a uno y a otro órganos parlamentarios y constitucionales, mediante los
cuales la nacionalidad predominante podía experimentar una sensación de
participación en el gobierno. Pero los alemanes formaban menos de la mitad de
la población de Austria, como ocurría con los magiares en Hungría. Austria
incluía a los eslovenos, a los checos, a los polacos y a los rutenos (y a unos
pocos italianos); Hungría, a los eslovacos, a los croatas y servios, y a los
transilvanos, que eran, esencialmente, rumanos25. Todos estos pueblos se
sentían oprimidos.

25 Ver m apas 8 y 11.

280
Tanto Austria como Hungría, bajo la Doble Monarquía, eran, por su
forma, estados parlamentarios constitucionales, aunque el principio de
responsabilidad gubernamental no fuese consecuentemente respetado. Nin­
guno de los dos era democrático. En Austria, después de mucho barajar
sistemas de votos, se instituyó un verdadero sufragio universal masculino en
1907. En Hungría, cuando estalló la Primera Guerra Mundial en 1914, aún
no tenía voto más que la cuarta parte de la población masculina adulta.
Socialmente, la gran reforma de 1848, es decir, la abolición de la
servidumbre, fue controlada para que no desembocase en situaciones
subversivas. Los propietarios de las grandes haciendas, especialmente en
Hungría (pero también en partes del Imperio Austríaco) siguieron siendo la
clase indiscutiblemente dominante. Estaban rodeados por campesinos sin
tierras, por Tin proletariado agrario, compuesto, en parte, por las clases
bajas de su propia nacionalidad, y en parte, por pueblos campesinos enteros,
como los eslovacos y los servios, que no tenían una clase ilustrada ni rica
propia. Las cuestiones nacionales y sociales se planteaban pues, juntas. Para
algunas nacionalidades, y para los magiares más que para ninguna, lo que
estaba en juego no era sólo un ascendiente nacional, sino también social y
económico. El se convirtió en la cuestión social básica. Una clase terratenien­
te, ilustrada y civilizada, se hallaba frente a una masa campesina que era, por
lo general, ignorante, ruda, y se hallaba al margen de la progresiva civilización
de la época.

32. Liberalización en la Rusia zarista: Alejandro n

La Rusia zarista después de 1856

También para Rusia supuso una serie de cambios la Guerra de Crimea.


El desmañado imperio, un «enorme poblacho», como fue denominado, que
se extendía desde Polonia hasta el Pacífico, se había mostrado incapaz de
rechazar un ataque localizado de Francia y de la Gran Bretaña, en el que
ninguna de las dos potencias occidentales había empleado, ni mucho menos,
todos sus recursos. Alejandro II (1855-1881), que subió al trono de los zarra
durante la guerra, no era liberal por naturaleza ni por convicción. Pero
comprendió que tenía que hacer algo decisivo. El prestigio de la Europa
occidental estaba en su apogeo. Allí se encontraban las naciones más
afortunadas e incluso envidiables. Las reformas de Rusia, por lo tanto,
siguieron, a cierta distancia, el modelo europeo.
La Rusia Imperial era una organización política muy difícil de describir.
Sus propios súbditos no sabían qué hacer con ella. Unos, llamados
occidentalistas a mediados del siglo XIX, creían que Rusia estaba destinada
a ser como Europa. Otros, los eslavófilos, creían que Rusia debía confiar en
un especial destino propio, que la imitación de Europa sólo podía debilitar o
corromper.
Nadie ponía en duda que Rusia era diferente de Europa, al menos en
cierto grado. La institución predominante era la autocracia del zar. N o se

281
trataba, exactamente, del absolutismo conocido en Occidente. E n Rusia,
se echaban de menos algunas concepciones europeas muy antiguas, como la
idea de que la autoridad espiritual es independiente incluso del príncipe más
poderoso, o la vieja idea feudal de recíprocas obligaciones entre rey y subdi­
tos. La noción de que los hombres tenían derechos, títulos para exigir justicia
frente al poder, que nadie en Europa había rechazado nunca expresamente,
era en Rusia una importación más bien doctrinaria de Occidente. Loszares no
gobernaban mediante leyes; regían el país con ucases, con la acción policiaca y
con el ejército. Desde Pedro y aun desde antes, los zares habían construido su
estado, en gran medida, importando métodos y expertos técnicos europeos, a
menudo frente a la gran oposición de rusos de todas las clases, a quienes había
que imponer simplemente, los nuevos métodos, cuando eran necesarios. Más
que ningún otro estado de Europa, el Imperio ruso era una máquina que se
sobreponía a su pueblo, sin conexión orgánica —burocracia pura y simple— .
Pero, a medida que los contactos con Europa se sucedían, muchos rusos
fueron adquiriendo ideas de libertad y de fraternidad, de una sociedad justa y
sin clases, de personalidad individual enriquecida por la cultura humana y por
la libertad moral. Con tales sentimientos, fueron muchos los hombres que se
convirtieron en críticos constantes del gobierno y de la propia Rusia. El go­
bierno, a pesar de parecer tan sólido, tenía miedo de aquellos hombres. Toda
idea que surgiese fuera de los círculos oficiales parecía perniciosa, y la impren­
ta y las universidades eran, por regla general, severamente censuradas.
Una segunda institución fundamental, que se había desarrollado con el
zarismo, era la esclavitud legalizada o servidumbre. El grueso de la
población estaba formado por siervos dependientes de amos. La servidum­
bre rusa era más onerosa que la existente en la Europa centro-oriental
hasta 184826. Se parecía a la esclavitud de las Américas en que los siervos
constituían una «propiedad»; podían comprarse y venderse y utilizarse en
ocupaciones distintas de la agricultura. Unos siervos trabajaban la tierra,
prestando a sus amos un servicio que estos no pagaban. Otros podían ser
utilizados por sus dueños en fábricas o en minas, o alquilados para tales
fines. Otros eran más independientes, pues trabajaban como artesanos o
como mecánicos, e incluso viajaban a las ciudades o residían en ellas, pero
tenían que entregar una cierta cuota de sus ingresos al señor, o volver a su
casa cuando él los llamaba. Los propietarios tenían una cierta responsabili­
dad paternalista por sus siervos, y en los pueblos, constituían una especie de
gobierno local de carácter personal. La ley, como en la América del Sur,
intervenía poco o nada entre los dueños y la masa de los siervos, de modo
que la suerte diaria del siervo dependía de la personalidad o de las
circunstancias económicas de su propietario.
A mediados del siglo XIX, tanto los rusos conservadores como los
liberales estaban de acuerdo en que la servidumbre tenia que acabar algún
día. En todo caso, la servidumbre estaba dejando de ser beneficiosa; unos
dos tercios de todos los siervos de propiedad privada (es decir, de los que no

26 Ver págs. 54 y 55.

282
pertenecían al zar o al estado) estaban hipotecados como fianzas de
préstamos en el momento de la ascensión de Alejandro II. Cada vez en
mayor medida, se reconocía que la servidumbre era un mal sistema de
relaciones de trabajo, pues hacía de los «mujiks» unos ignorantes y
estúpidos ganapanes, sin incentivos, ni iniciativas, ni respeto propio, ni
orgullo de su condición de trabajadores, y también muy malos soldados para
el ejército.
Los rusos ilustrados, con ideas occidentales, se encontraban distantes del
gobierno, de la iglesia ortodoxa, que era un brazo del zar, y de los hombres
corrientes de su propio pueblo. Se sentían inquietos entre una masa de igno­
rancia y de oscurantismo, y sufrían de una sensación de culpabilidad por la
virtual esclavitud en que se basaba su propia posición social. De ahí que, alre­
dedor de la época a que nos referimos, surgiese otro rasgo distintivo de la vida
rusa, la «intelligentsia». En Rusia se cosideraba tan interesante ser ilustrado,
tener ideas, suscribirse a las revistas, o sostener conversaciones de carácter
crítico, que la «intelligentsia» se consideraba a sí misma como una clase
aparte. Estaba formada por estudiantes, graduados universitarios y personas
que disponían de mucho tiempo libre para leer. Aquellas gentes, aunque no
muy libres para pensar, eran más libres para pensar que para hacer casi
cualquier otra cosa. La «intelligentsia» rusa tendía a las filosofías amplias y
universales. Sus miembros creían que los intelectuales debian desempeñar un
papel importante en la sociedad. Se formaban una exagerada idea de la
directa influencia de los pensadores sobre el curso de los cambios históricos.
Su actitud característica era una actitud de oposición. Algunos, abrumados
por la enorme inmovilidad del zarismo y de la servidumbre, se inclinaron a
filosofías revolucionarías e incluso terroristas. Esto sólo hizo a los burócra­
tas más inquietos y temerosos, y al gobierno más arbitrariamente represivo.

La Ley de Emancipación de 1861 y otras reformas

Alejandro II, al convertirse en zar, intentó ganarse el apoyo de los


liberales entre la «intelligentsia». Dio autorización para viajar fuera de
Rusia, aligeró los controles sobre las universidades, y permitió que la
censura fuese relativamente incumplida Se fundaron periódicos y revistas, v
lo que los revolucionarios rusos escribían en el extranjero, como la Polar
Star (Estrella Polar) de Alejandro Herzen en Londres, penetraban más
libremente en el país. El resultado fue una gran erupción de opinión pública,
que estaba de acuerdo, por lo menos, en un punto: en la necesidad de
emancipar a los campesinos. Al principio, esta era una cuestión de la que
apenas se hablaba públicamente. El padre de Alejandro II, Nicolás I, había
sido un notable reaccionario, que aborrecía el liberalismo occidental y que es
famoso por haber organizado, como «Tercera Sección» de su cancillería, un
sistema de policía política secreta hasta entonces sin igual en Europa, por sus
métodos arbitrarios e inquisitoriales. Pero Nicolás I había adoptado serias
medidas para aliviar la servidumbre. Alejandro II, fundamentalmente
conservador en asuntos rusos, procedió a establecer una rama especial del

283
gobierno para estudiar la cuestión. El gobierno no quería hundir en el caos
todo el sistema de trabajo y toda la economía del país, ni arruinar a la clase
de los hidalgos, sin la que no podía gobernar, en absoluto. Tras gran número
de discusiones, de proposiciones y de memoranda, un ucase imperial de 1861
declaraba abolida la servidumbre y libres a los campesinos.
Por aquel gran decreto, los campesinos se hicieron legalmente libres, en
el sentido occidental. Desde entonces, fueron súbditos del gobierno, no
súbditos de sus propietarios. Se esperaba que se viesen animados por un
nuevo sentimiento de dignidad humana. Como aseguraba un funcionario
entusiasta, poco después de la emancipación: «Los hombres se han erguido y
se han transformado; su mirada, su modo de andar, su forma de expresarse,
todo ha cambiado.» La clase media campesina perdió su antigua jurisdicción
casi señorial sobre las aldeas. Ya no podían imponer un trabajo forzado e
impagado, ni recibir derechos derivados de la servidumbre.
Es importante señalar lo que la Ley de Emancipación hizo y lo que no
hizo. En líneas generales (con grandes diferencias de una región a otra),
asignaba aproximadamente la mitad de la tierra cultivada a los antiguos seño­
res y la mitad a los antiguos siervos. Estos tenían que pagar una cantidad de
dinero por la redención de la tierra que recibían y por los honorarios que los
señores perdían. La aristocracia rusa no se debilitó, ni mucho menos; en lugar
de un tipo de propiedad humana, ampliamente hipotecada en todo caso, aho­
ra tenían la clara posesión de la mitad de la tierra, aproximadamente,
percibían el dinero de la redención, y estaban libres de obligaciones respecto a
los campesinos.
Los campesinos, por otra parte, tenían ahora la mitad de la tierra
cultivable, por derecho propio —un volumen considerable, si se compara
con los de casi todos los países europeos—. Pero no la poseían según los
principios de la propiedad privada o del cultivo independiente que se habían
hecho predominantes en Europa. La tierra del campesino, cuando se
redimía, se convertía en propiedad colectiva de la antigua asamblea
campesina rural, o mir. La aldea, como unidad, era responsable ante el
gobierno del pago de la redención y de la recaudación de las sumas necesa­
rias entre sus distintos miembros. La asamblea rural, en caso de falta de
pago, podía exigir trabajo obligatorio del moroso o de un miembro de su
familia; y podía impedir a los campesinos qne se marchasen de la aldea, a
menos que los que se quedaban se responsabilizasen del pago de toda la
deuda. Podía (como en el pasado) asignar y reasignar determinadas tierras a
sus miembros para la labranza, o, en otro caso, supervisar el cultivo como
un caso de interés común. Para conservar intacta la comunidad aldeana, el
gobierno prohibió la venta o hipoteca de tierra a personas ajenas a la aldea.
Con esto se trataba de preservar la sociedad campesina, pero también
desalentaba la inversión de capital extraño, con el que podría comprarse equi­
pamiento, y así se retrasaba la mejora de la agricultura y el desarrollo de la
riqueza. No todos los campesinos de la unidad aldeana eran iguales. Como
en la Francia anterior a la Revolución, unos tenían derecho a trabaiar más
tierra que otros. Algunos eran sólo jornaleros. Otros tenían derechos de
herencia sobre el suelo (porque no toda la tierra estaba sujeta a reasignación
por parte de la comuna), o arrendaban parcelas de tierra adicionales, perte­

284
necientes a los antiguos señores. Para trabajar estas tierras, contrataban a jor­
nal a otros campesinos. Estos campesinos más poderosos, como empresarios
agrícolas, se parecían a los granjeros del tipo existente en Francia o en los Es­
tados Unidos. Pero, después de la emancipación, ningún campesino ruso tuvo
plena libertad de acción individual. En sus movimientos y en sus obligaciones,
se hallaban limitados por sus aldeas, como en otro tiempo habían estado limi­
tados por sus señores.
Alejandro II procedió a revisar y a occidentalizar el sistema legal del
país. Con la desaparición de la jurisdicción del señor sobre sus campesinos,
era necesario, desde luego, un nuevo sistema de tribunales locales, pero se
aprovechó la ocasión para reformar los tribunales, de arriba a abajo. Los
males inveterados eran la arbitrariedad de la autoridad y la indefensión del
súbdito. Estos males fueron considerablemente aliviados por el edicto de
1864. Los juicios pasaron a ser públicos, y las personas privadas obtuvieron
el derecho a ser representadas ante los tribunales por abogados de su propia
elección. Todas las diferencias de clase en materias judiciales quedaron
abolidas, aunque, en la práctica, los campesinos continuaron sometidos a
fuertes desventajas. Se estableció una clara sucesión de tribunales inferiores
y superiores. Se formularon exigencias en favor de una preparación
profesional para los jueces, que en adelante recibirían unos sueldos
determinados, viéndose asi protegidos contra la presión administrativa. Se
introdujo un sistema de jurados, según el modelo inglés.
A la vez que así se intentaba instituir el imperio de la ley, el zar
avanzaba también hacia la posibilidad de autorizar un autogobierno.
Confiaba en persuadir a los liberales y en cargar a las clases alta y media con
un cierto grado de responsabilidad pública. También mediante un decreto de
1864, creó un sistema de consejos provinciales y de distrito, llamados
zem stvos. Elegidos por diversos elementos, entre ellos los campesinos, los
zem stvos fueron entrando en acción, gradualmente, y se encargaron de las
cuestiones de la instrucción, del socorro médico, del bienestar público, del
abastecimiento de artículos alimenticios y del mantenimiento de los caminos
en sus localidades. El gran mérito de los zem stvos consistió en que
desarrollaban el sentimiento cívico entre los que formaban parte de ellos.
Muchos liberales reclamaban con urgencia un cuerpo representativo para
toda Rusia, un Zem sky Sobor o Dum a, que Alejandro II, sin embargo, se
negó a conceder. A partir de 1864, su política se hizo más cauta. Una
rebelión en Polonia, en 1863, le indujo a tomar consejo de los que estaban a
favor de la represión. Comenzó a tranquilizar a los intereses creados que se
habían disgustado a causa de las reformas, y a reducir algunas de las
concesiones ya otorgadas. Pero la esencia de las reformas se mantuvo
intacta.

El revolucionarismo en Rusia
El autócrata que así se propuso liberalizar Rusia se salvó por muy poco
de ser asesinado en 1866, fue blanco de cinco disparos en 1873, escapó a la
muerte por media hora, en 1880, cuando su comedor imperial fue

285
dinamitado, y fue muerto por una bomba, en 1881. Los revolucionarios no
estaban contentos con las reformas, que, de tener éxito, no harían más que
fortalecer el orden existente. Los insatisfechos miembros de la «intelligent­
sia», en los años 1860, comenzaron a llamarse a sí mismos «nihilistas»: no
creían en «nada» —excepto en la ciencia—, y tenían una visión cínica del zar
reformador y de sus zem stvos. Los campesinos, agobiados con pesadas
cuotas de redención, seguían fundamentalmente descontentos, y los intelec­
tuales recorrían las aldeas dando pábulo a aquella insatisfacción. Los
revolucionarios desarrollaron una concepción mística de la función revolu­
cionaría de las masas rusas. Recordaban a los campesinos de las grandes
rebeliones de Stenka Razin y de Pugachev, en las que veían una tradición
revolucionaria propiamente rusa27. Los socialistas, tras el fracaso del
socialismo en Europa en la Revolución de 1848, llegaron en muchos casos a
creer, como escribió Alejandro Herzen, que el futuro verdadero y natural del
socialismo se encontraba en Rusia, gracias a la debilidad misma del
capitalismo en Rusia y a la existencia de un tipo de colectivismo ya
establecido en las asambleas rurales o comunas.
Más radicales que Herzen fueron el anarquista Bakunin y su discípulo
Nechaiev. En su Justicia del Pueblo, estos dos hombres predicaban el
terrorismo, no sólo contra los funcionarios zaristas, sino también contra los
liberales. Según escribieron en su Catecismo de un revolucionario, el
verdadero revolucionario «está devorado por un solo objetivo, una sola
idea, una sola pasión: la revolución. ...H a roto todos los lazos con el orden
social y con todo el mundo civilizado. ...Todo lo que apresura el triunfo de
la revolución es moral, todo lo que lo retrasa es inmoral». El terrorismo (lo
que, en realidad, significa asesinato) era rechazado por muchos revolucio­
narios, especialmente por los que, en los años 1870, adoptaron el socialismo
científico de Carlos Marx. Marx no creía que la violencia furiosa acelerase
un proceso social inevitable. Pero otros grupos, aceptando la inspiración de
hombres como Bakunin y Nechaiev, organizaron sociedades terroristas
secretas. Una de estas, la Voluntad del Pueblo, decidió el asesinato del zar.
Sostenían que, en un estado autocrático, no había otro camino hacia la
justicia y la libertad.
Alejandro II, alarmado por aquella amenaza secreta, que, naturalmente,
no escapaba a la atención de la policía, volvió a apoyar a los liberales. Los
liberales, amenazados también por los revolucionarios, se habían apartado
del gobierno a causa de que este no había proseguido las reformas de los
primeros años 1860. Ahora, en 1880, para recobrar su apoyo, el zar aligeró
nuevamente el sistema autocrático. Abolió la temida Tercera Sección o
policía secreta creada por su padre, permitió a la prensa que discutiese
libremente casi todos los temas políticos, y estimuló a los zem stvos para que
hiciesen lo mismo. Para asociar más a los representantes del pueblo con el
gobierno, propuso, no exactamente un parlamento, sino dos comisiones
nacionalmente elegidas, que se reunirían con el consejo de estado. Firmó el
edicto correspondiente el día 13 de marzo de 1881, y el mismo día, fue
asesinado, no por un demente que actuase de un modo caprichoso y aislado,

27 Ver pág. 55.

286
sino por los esfuerzos conjuntos de los miembros altamente preparados de la
Voluntad del Pueblo.
Alejandro III, a la muerte de su padre, abandonó el proyecto de las
comisiones elegidas y, durante todo su reinado, desde 1881 a 1894,
retrocedió a un programa de brutal resistencia a los liberales y a los
revolucionarios. De todos modos, se permitió la continuación del nuevo
régimen establecido por la emancipación campesina, la reforma judicial y los
zemstvos. Más adelante, en el capítulo dedicado a la Revolución Rusa, se
explica cómo Rusia recibió, al fin, un parlamento, en 1905. De momento, es
suficiente haber visto cómo incluso la Rusia zarista, bajo Alejandro II, tomó
parte en un movimiento liberal que entonces se hallaba en su apogeo. La
abolición de la servidumbre, al situar a la aristocracia y al campesinado más
plenamente en una economía dinerada, abría paso al desarrollo capitalista
dentro del imperio. Y, entre la espada y la pared de la autocracia y del
revolucionarismo —igualmente difíciles e intransigentes—, las ideas europeas
de derecho, libertad y humanidad se desarrollaban por una vía de tanteos.

33. Los Estados Unidos: la guerra civil americana

La historia de Europa, desde mucho tiempo atrás relacionada con la del


resto del mundo, a comienzos del siglo XX se fundió enteramente con ella.
De un modo análogo, el desarrollo de regiones no europeas, que desde hacia
mucho tiempo constituían un conjunto de historias separadas, iba a fundirse
en un solo tema de alcance mundial, al que se dedican ampliamente
sucesivos capítulos de este libro. No supone un gran salto, en este punto,
pasar a un tratamiento de áreas ultramarinas (vistas desde Europa), algunas
de las cuales experimentaban en la década de 1860 el mismo proceso de
consolidación nacional, o de intento de consolidación, ya descrito en Italia y
en Alemania, en Austria, en Hungría y en el Imperio Ruso. En especial, se
asentaban las bases para dos nuevas «potencias» como las de Europa: los
Estados Unidos de América y el Imperio del Japón. Se establecía también el
gran Dominio del Canadá.

Desarrollo de los Estados Unidos

Como en el tiempo de la Revolución Americana y de Napoleón, la


historia de los Estados Unidos en el siglo XIX reflejaba la del mundo
europeo, del que formaba parte. El hecho más fundamental, juntamente con
la expansión territorial, fue el rápido crecimiento." Era tan evidente, que
impulsó al observador francés de los años 1830, Alexis de Tocqueville, a
formular una famosa predicción: que, dentro de un siglo, los Estados
Unidos tendrían 100 millones de habitantes, y serían, al lado de Rusia, una
de las dos primeras potencias del njiundo. En 1860, con 31 millones, los
Estados Unidos tenían una població^ casi tan grande como la de Francia, y
mayor que la de Gran Bretaña.
El desarrollo numérico se debió a una prolifica tasa de nacimientos, pero

287
también a la llegada de inmigrantes, que a su vez, eran también prolíficos.
Los inmigrantes —exceptuada la importación de esclavos, que no podía
calcularse exactamente, a causa de su ilegalidad— llegaban casi en su
totalidad de Europa, y, antes de 1860, casi enteramente de Gran Bretaña,
de Irlanda y de Alemania, Los inmigrantes no querían renunciar a sus
modos de vida nativos. Algunos aportaron oficios de los que el nuevo país
tenía gran necesidad, pero la inmigración presentó también un verdadero
problema social, al obligar a vivir juntos a unos pueblos que no tenían una
tradición común. En general, parece que los americanos más antiguos
aceptaban la remodelación de su país, de una manera más bien tranquila,
con movimientos xenófobos que ocasionalmente afloraban, pero que se
aplacaban en seguida. Se hicieron pocas concesiones. El idioma de las
escuelas públicas, de la policía, de los tribunales de justicia, de los gobiernos
locales y de las noticias y anuncios públicos era el inglés. Habitualmente, el
inmigrante tenía que saber algo de inglés para conseguir un trabajo. Por otra
parte, ninguno se veía estrictamente obligado a «americanizarse» —los que
llegaban eran libres de mantener sus iglesias, sus periódicos y sus asambleas
sociales en sus propios idiomas—. El hecho de que los ingleses, los escoceses
y los irlandeses hablasen ya inglés, y que los alemanes lo aprendiesen con
facilidad, aligeró la cuestión del lenguaje. Los inmigrantes no constituían
minorías en el sentido europeo. Estaban más que dispuestos a adoptar las
actitudes nacionales americanas, tal como se habían formado en el siglo
XVIII: las tradiciones nacionales de republicanismo y de autogobierno, de li­
bertad individual, de libre empresa y de ilimitadas oportunidades de mejora­
miento personal. La vieja América se grababa en la nueva, al insertarse, en
cierto modo, en el proceso. En este sentido, estaba consolidándose una nueva
nacionalidad.

E l alejamiento del N orte y del Sur

Pero, al mismo tiempo, la nación estaba fragmentándose. El Norte y el


Sur iban haciéndose totalmente extraños el uno al otro. La Revolución
Industrial tuvo efectos contrarios en las dos zonas. Hizo del Sur un asociado
económico de la Gran Bretaña. El Sur se convirtió en el más importante
productor mundial de algodón en rama para las fábricas del Lancashire. Los
habitantes del Sur, que vivían de la exportación de la cosecha pagada al
contado, y que, virtualmente, no producían manufacturas, querían comprar
los artículos fabricados, al precio más bajo posible. De ahí que estuviesen a
favor del libre comercio, especialmente con Gran Bretaña. En el Norte, la
Revolución Industrial condujo a la construcción de fábricas. Los propietarios
de las fábricas del Norte, en general apoyados por sus obreros, demandaban
protección contra la entrada de artículos británicos, con los que ningún otro
país podía competir fácilmente en aquel tiempo. Así, pues, el Norte estaba a
favor de una tarifa alta, que el Sur declaraba que era ruinosa.
Más importante era la diferencia en la situación de los trabajadores.
Como la demanda de algodón en rama alcanzaba magnitudes astronómicas,
el Sur cayó más profundamente bajo la maldición hereditaria de las

288
Américas: el sistema de la esclavitud y de la plantación. En el siglo XIX, la
esclavitud inquietaba cada vez más la conciencia moral del mundo del
hombre blanco. Fue abolida en las colonias británicas, en 1833; en las
colonias francesas, en 1848, y en las repúblicas latino-americanas, en
diferentes fechas de la primera mitad del siglo. La servidumbre se abolió
también en los países de los Habsburgo, en 1848, y en Rusia, en 1861. El Sur
de los Estados Unidos no pudo, y, después de 1830, aproximadamente, ya ni
siquiera quiso desprenderse del sistema. El Sur era el Reino del Algodón,
cuya «institución peculiar» consistía en el trabajo esclavo de los negros. Los
blancos eran tan perjudicados por el sistema como los negros. Pocos
hombres libres podían prosperar, en medio de una masa de trabajadores
serviles y virtualmente no pagados. Los europeos que llegaban se instalaban,
en su abrumadora mayoría, en el Norte, permaneciendo el Sur más
puramente «anglo-sajón», si no tenemos en cuenta que en sus zonas más den­
samente pobladas la mitad de la población era de ascendencia africana.
En el movimiento hacia el oeste, común al Norte y al Sur, la presión en el
Sur procedía principalmente de los plantadores que deseaban establecer
nuevas plantaciones, y, en el Norte, de personas que esperaban constituir
pequeñas granjas y de hombres de negocios decididos a fundar nuevas duda-
des, a construir ferrocarriles y a crear mercados. De igual modo que, en otro
tiempo, Francia y Gran Bretaña habían luchado por el control del otro lado
de los Alleghenys, así ahora el Norte y el Sur luchaban por el control de
más allá del Mississippi. En 1846, los Estados Unidos hicieron la guerra a
México con unos métodos de los que no se habría avergonzado Bismarck. El
Norte denunció ampliamente la guerra como un acto de agresión del Sur,
pero no tuvo inconveniente en aceptar las conquistas que de ella se
derivaron, y que comprendían la región que se encuentra desde Texas hasta
el Pacífico. El primer estado nuevo creado en esta región, California,
prohibió la esclavitud. Desde 1820, los Estados Unidos se habían mantenido
juntos, precariamente, mediante el «Compromiso del Missouri», según el
cual los nuevos estados, a medida que se establecían en el Oeste, habían de
ser admitidos en la Unión, a pares, uno «esclavo» y otro «libre», de modo
que se mantuviese una igualdad aproximada en el Senado y en el voto para
la elección presidencial. Con la creación de California, aquel equilibrio de
poder rompió a favor del Norte, de manera que, en compensación, mediante
el «Compromiso de 1850», el Norte accedió a imponer el cumplimiento de las
leyes sobre esclavos fugitivos, para satisfacción del Sur. Pero el nuevo rigor
respecto a los esclavos fugitivos chocaba con un sentimiento cada vez más
extendido en el Norte. Los intentos de detener a los negros en los estados
libres y devolverlos a la esclavitud exacerbó aún más el sentimiento
abolicionista. Los abolicionistas, que constituían una rama del movimiento
humanitario que entonces se extendía por el mundo europeo y que, en cierto
modo, se asemejaban a los radicales demócratas que ocuparon el primer
plano en la Europa de 1848, demandaban la inmediata y total eliminación de
la esclavitud, sin concesión, compromiso ni compensación para los intereses
de los propietarios de esclavos. Los abolicionistas denunciaban a la Unión
como al inmundo cómplice en una abominación social.
Hacia 1860, se habia desarrollado en el Sur un sentimiento de «seccionalis-

289
mo», no diferente, en principio, del nacionalismo sentido por- muchos
pueblos de Europa. Por su orgullosa insistencia sobre los derechos de los
estados y las libertades constitucionales, por sus códigos éticos de carácter
aristocrático y guerrero, por su demanda de independencia de las influencias
exteriores y de libertad para regir a sus propios súbditos, los blancos del Sur
parecían tener sus equivalentes europeos en los magiares del Imperio
Austríaco. Ahora se preguntaban si podrían salvaguardar su modo de vida,
dentro de la Unión que ellos habían contribuido a crear. Consideraban a los
hombres del Norte como ajenos, extraños, extranjeros, hostiles, y creían que
el Sur era, potencialmente, una nación independiente y distinta. Tenían clara
conciencia de que, dentro de la Unión, ellos eran cada vez más minoritarios;
porque, mientras en 1790 el Norte y el Sur habían sido aproximadamente
iguales, en 1860 el Norte había superado al Sur en población, principalmente
a causa de la corriente migratoria de Europa. El incipiente nacionalismo del
Sur era del tipo de la pequeña nación que lucha contra el gran imperio. En el
Norte, el nacionalismo era un sentimiento que tendía a mantener la totalidad
del territorio existente de los Estados Unidos. Los hombres del Norte, en
1860, con pocas excepciones, se negaban a admitir que ningún estado de la
Unión pudiera retirarse, o separarse, por ninguna razón.
En 1860, el nuevo partido republicano eligió presidente a Abraham
Lincoln. El partido formuló un programa de tierras gratuitas en el Oeste
para pequeños granjeros, una tarifa aduanera más alta, la construcción de
ferrocarriles transcontinentales, y un desarrollo económico y capitalista a
escala nacional. El ala radical del nuevo partido, a la que Lincoln no
pertenecía, era fervientemente abolicionista y de sentimientos contrarios al
Sur. Los dirigentes sureños, tras la elección de Lincoln, plantearon la
retirada formal de sus estados de los Estados Unidos de América, y la
creación de los Estados Confederados de América que abarcarían desde
Virginia hasta Texas. Lincoln ordenó a las fuerzas armadas que defendiesen
el territorio de los Estados Unidos, y la Guerra Civil subsiguiente, o guerra
de la independencia del Sur, que duró cuatro años y dio origen a batallas tan
grandes como las de Napoleón, fue la más terrible lucha del siglo XIX, con la
excepción de la rebelión de los Taiping, en China28.
Los gobiernos europeos, aunque nunca reconocieron a la Confederación,
eran partidarios del Sur. Los Estados Unidos defendían unos principios que
todavía se consideraban revolucionarios en Europa, de modo que, si bien las
clases trabajadoras europeas estaban, en general, a favor del Norte, las
clases altas verían con gusto el hundimiento y el fracaso de la república
americana septentrional. Además, Gran Bretaña y Francia veían en la
desintegración de los Estados Unidos las mismas ventajas que antes habían
visto en la desintegración del imperio español29. Los ingleses, y, en menor
grado, los franceses, esperaban encontrar en los Estados Confederados otro
país de libre comercio, que abastecería a la Europa occidental de materias
primas, y que compraría sus manufacturas; en resumen, no veían en el Sur
un competidor, como en el Norte, sino un socio complementario para la

28 Ver págs. 406-407.


29 Ver págs. 193-195.

290
industria del Viejo Mundo. Fue también durante la Guerra Civil Americana
cuando un ejército francés enviado por Napoleón III invadió a México, para
crear un imperio títere, bajo un archiduque austríaco30. Así, el único intento
serio de ignorar la Doctrina de Monroe, de violar la independencia de la
América Latina y de resucitar el colonialismo europeo en las Américas se
produjo en el momento en que los Estados Unidos se desintegraban.
Pero el Norte ganó la guerra, y se mantuvo la Unión. Los mexicanos se
libraron de su indeseado emperador. El zar Alejandro II vendió Alaska a los
Estados Unidos. La guerra puso fin a la idea de la Unión como una
confederación de estados miembros, de la que estos podían retirarse a
voluntad. En su lugar, triunfó la idea de que los Estados Unidos eran un
£Stado nacional, compuesto, no de estados miembros, sino de un pueblo
unitario irrevocablemente unido. Esta doctrina fue explícitamente escrita en
la Décimocuarta Enmienda a la Constitución, que declaraba que todos los
americanos eran ciudadanos, no sólo de sus diversos estados, sino de los
Estados Unidos, y prohibía a todos los estados «privar a cualquier persona
de su vida, de su libertad o de su propiedad, sin el debido proceso legal»,
habiendo de ser determinado el «debido proceso» por la autoridad del
gobierno nacional. La nueva fuerza de la autoridad central se hizo sentir,
ante todo, en el Sur. El Presidente Lincoln, utilizando sus poderes de guerra,
publicó la Proclamación de la Emancipación, en 1863, aboliendo la esclavi­
tud en áreas en que se desarrollaban las hostilidades contra los Estados
Unidos. La Décimotercera Enmienda, en 1865, abolía la esclavitud en todo
el país. No se pagó compensación alguna a los propietarios de esclavos, que,
por lo tanto, se arruinaron. La autoridad legal de los Estados Unidos se
utilizaba, pues, para una aniquilación de los derechos de propiedad
individual, sin paralelo en la historia del mundo occidental (con la excepción
del comunismo moderno); porque ni la nobleza en la Revolución Francesa,
ni los propietarios rusos de siervos en 1861, ni los dueños de esclavos de las
Indias Occidentales en el siglo XIX, ni los propietarios de las empresas
nacionalizadas por los socialistas del siglo XX en la Europa occidental
tuvieron que afrontar una pérdida tan total y abrumadora de valores de
propiedad como los dueños de esclavos del Sur americano.

Después de la Guerra Civil: reconstrucción; desarrollo industrial

El asesinato de Lincoln en 1865 por un fanático patriota del Sur vino, a


fortalecer a los republicanos radicales que decían que el Sur debía ser
reformado drásticamente. Con la vieja clase alta del Sur completamente
arruinada, gentes del Norte de muchos tipos se extendieron por el país
vencido. Unos iban a representar al gobierno federal, otros a inmiscuirse en
la política local, otros a ganar dinero, y muchos, movidos por impulsos
democráticos y humanitarios, a enseñar a los miserables ex-esclavos los

30 Ver págs. 383-385.

291
rudimentos de la lectura y de la escritura, o de algún oficio útil. Los negros
del Sur votaron, se sentaron en las asambleas legislativas, ocuparon cargos
públicos. Este periodo, llamado Reconstrucción, puede compararse con la
fase más avanzada de la Revolución Francesa, en la que los «republicanos
radicales» abordaron la libertad de prensa y la igualdad en un país
recalcitrante, en una situación de gobierno de emergencia y bajo los
auspicios de un gobierno nacional altamente centralizado, con un ejército
movilizado. Los blancos del Sur se opusieron enérgicamente, y los radicales
del Norte se desacreditaron y gradualmente perdieron también su entusiasmo.
La reconstrucción fue abandonada en la década de 1870 y, mediante lo que los
europeos llamarían una contrarrevolución, los blancos del Sur recuperaron,
poco a poco, el control.
Los intereses de las empresas del Norte —Financieros, banqueros,
promotores de compañías, constructores de ferrocarriles, fabricantes— se
extendieron considerablemente con la demanda de tiempo de guerra relativa
a equipos y a abastecimientos militares. Contaron con la protección de la
tarifa Morrill de 1861. Al año siguiente, en parte como medida de guerra, se
creó la sociedad ferroviaria Unión Pacific, y, en 1869, en un remoto lugar de
Utah, se puso el último espigón en el primer ferrocarril que abarcaba el
continente americano. La Ley Homestead, que facilitaba granjas a los
colonos en condiciones fáciles, y la concesión de tierras públicas a
determinados colegios (que por eso se llamaron siempre «colegios de
concesión de tierras»), en gran parte para la promoción de las ciencias
agrícolas, estimuló la afluencia de la población y de la civilización hada él
Oeste. El gobierno cedió grandes extensiones de tierra para subvendonar la
construcdón de ferrocarriles. Con la ruina de los propietarios de esclavos del
Sur, que antes de la guerra hablan contrapesado a los prósperos industriales,
ahora eran la industria y las finanzas las que dominaban la política nadonal
en los Estados Unidos, cada vez más centralizados. Durante muchos afios, la
Decimocuarta Enmienda se interpretó, principalmente, no en el sentido de
que protegía los derechos civiles de los individuos, sino los derechos de
propiedad de las empresas contra la legislación restrictiva por parte de los
estados. El desplazamiento d d poder político desde los estados hada el
gobierno federal acompañó y protegió el desplazamiento de la empresa
económica desde las empresas locales hacia las grandes sodedades de
dimensiones continentales. Al igual que en la Franda de Napoleón III, hubo
una gran cantidad de corrupción, de fraude, de especuladón y de riqueza
adquirida de un modo deshonesto o rapaz; pero la industria estaba en auge,
las ciudades crecían, y se creó el mercado americano de masas. En la Quinta
Avenida de Nueva York, y en otras dudades del Norte, se levantaron las
presuntuosas y brillantes mansiones de los excesivamente ricos.
En resumen, la Guerra Civil Americana, que pudo haber reduddo a la
América de habla inglesa a una contienda de pequeñas repúblicas empeñadas
en una terrible competenda, tuvo como resultado, por d contrario, la
consolidación económica y política de un gran estado-nación, liberal y
democrático en sus prindpios políticos, y entusiásticamente entregado a la
empresa privada en su sistema económico.

292
34. El Dominio del Canadá. 1867

AI Norte de los Estados Unidos, en el momento de la Guerra Civil,


se encontraba cierto número de provincias británicas desconectadas entre si, y
cada una de las cuales dependia, en distinto grado, de Gran Bretaña. La po­
blación había surgido de tres grandes corrientes. Una parte era francesa, y se
hallaba asentada en el valle del San Lorenzo desde el siglo XVII. Otra parte es­
taba formada por descendientes de los Leales al Imperio Unido, viejos colonos
de la costa que, por permanecer fíeles a Inglaterra, habían huido de los Esta­
dos Unidos durante la Revolución Americana31. Eran numerosos en las Pro­
vincias Marítimas y en el Alto Canadá, como Ontario se llamaba entonces32.
Otra parte se componía de inmigrantes recién llegados de Gran Bretaña, hom­
bres y mujeres de las clases trabajadoras que habían abandonado su país de
origen para buscar fortuna en América.
Los franceses resistieron firmemente contra su asimilación por el mundo
de habla inglesa que les rodeaba. Su estatuto de libertad era el Acta de
Quebec de 1774, que había sido denunciada como «intolerable» por los
inquietos habitantes de las Trece Colonias, pero que ponía las leyes civiles
francesas, idioma francés y la iglesia católica francesa bajo la protección de
la Corona Británica33. Los franceses observaban con recelo la com ente de
inmigrantes, protestantes y de habla inglesa, que comenzaba a afluir al
Canadá, alrededor de 1780, y que después ya nunca se detuvo. Las fricciones
entre las dos nacionalidades eran constantes.
El gobierno británico ensayó varios recursos. En 1791, creó dos
provincias en la región del San Lorenzo y en la de los Grandes Lagos —un
Bajo Canadá que seguiría siendo francés, y un Alto Canadá que seria inglés.
Tendrían la misma forma de gobierno que la de las Trece Colonias antes de
su separación del imperio. Es decir, cada colonia tenía una asamblea elegida
localmente, con unos determinados poderes de imposición de contribuciones
y de elaboración de leyes, sometidos al veto de las autoridades británicas,
representadas por el gobernador o por el propio gobierno de Londres.
Durante muchos años, estas disposiciones no suscitaron objeción alguna,
la Guerra de 1812, en la que los Estados Unidos se aventuraron a la con­
quista del Canadá, despertó un sentimiento nacional entre los fran­
ceses y los ingleses de este país, juntamente con una voluntad de de­
pender políticamente de Gran Bretaña para su seguridad militar. Pero
las diferencias políticas internas continuaron. En el Bajo Canadá, los
franceses temían a la minoría de habla inglesa. En el Alto Canadá, la
antigua aristocracia de los Leales al Imperio Unido, que había tallado la
provincias en tierras vírgenes, vacilaba a la hora de compartir el control con
los nuevos inmigrantes procedentes de Gran Bretaña. Entre las provincias
había agravios también, porque el Bajo Canadá se encontraba en el camino
de la salida al mar del Alto Canadá. En 1837, estalló una rebelión superficial
en ambas provincias. Fue sofocada, virtualmente, sin derramamiento de
sangre.
31 Ver pág. 76.
32 Ver mapa 9.
33 Ver pág. 73.

293
El Informe de Lord Durham
En la Gran Bretaña, en aquel tiempo, los reformadores whigs estaban
renovando activamente muchas antiguas instituciones inglesas34. Algunos de
ellos tenían conceptos definidos acerca de la administración de las colonias.
En general, sostenían que no era necesario controlar politicamente una
región para comerciar con ella. Este era un aspecto de la doctrina del libre
comercio, que separaba la economía de la política, los negocios del poder.
Los reformadores whigs eran más bien indiferentes respecto al imperio, y
ajenos a consideraciones militares, navales o estratégicas. Unos pocos
incluso encontraban natural que las colonias, una vez maduras, se despren­
diesen enteramente de la metrópoli. Whigs, liberales y radicales, todos
deseaban hacer economías en los gastos militares, y aliviar a los contribuyen­
tes británicos mediante la reducción de las guarniciones inglesas de ultramar.
Tras la insurrección canadiense de 1837, el gobierno whig envió al Conde
de Durham como gobernador. Durham, uno de los creadores de la Ley de
Reforma parlamentaria de 1832, hizo públicos sus puntos de vista sobre los
asuntos del Canadá, en 1839. El Informe Durham ha sido considerado,
desde entonces, como uno de los documentos clásicos en el nacimiento de la
Comunidad Británica de Naciones. Durham afirmaba que, a largo plazo, el
sentimiento separatista francés en el Canadá se extinguiría, y todos los
canadienses acabarían considerándose como una ciudadanía común y un
solo carácter nacional. Por lo tanto, aconsejaba la reunión de los dos
Canadás en una sola provincia. Para consolidar esta provincia, proponía un
intensivo desarrollo de vías férreas y de canales. En asuntos políticos,
recomendaba la urgente concesión de un virtual autogobierno para el
Canadá y la introducción del sistema británico de «gobierno responsable»,
en el que la asamblea elegida controlaría a los ministros ejecutivos de la
provincia, convirtiéndose el gobernador en una especie de figura legal y
ceremonial como el rey en Gran Bretaña.
La mayor parte del Informe Durham fue aceptada inmediatamente, y,
en 1840, se dotó del mecanismo de autogobierno a un Canadá unido. El
ejército británico fue retirado. Los canadienses trataron de mantener su
propio sistema militar, considerado todavía como necesario, pues la era de la
famosa frontera no defendida entre el Canadá y los Estados Unidos no
había alboreado aún. El tratado de Webster-Ashburton, de 1842, puso fin a
la larga disputa sobre la frontera del estado de Maine. Pero, años después,
en 1866, los canadienses tuvieron que rechazar a los invasores armados,
procedentes de los Estados Unidos, cuando varios centenares de americanos
irlandeses, miembros de los Fenianos —sociedad secreta republicana irlande­
sa—, llevaron a cabo un intento, de carácter muy garibaldino, de separar el
Canadá del Imperio Británico. Las fuerzas locales canadienses resultaron sufi­
cientes para hacer frente a aquella amenaza.
El principio de gobierno responsable se estableció a finales de la década de
1840, al permitir los gobernadores del Canadá que la asamblea elegida
adoptase programas políticos y nombrase o destituyese ministros según sus

34 Ver págs. 204-205.

294
deseos. El gobierno responsable, aunque limitado a cuestiones internas,
actuó satisfactoriamente desde el principio. Pero un aspecto del nuevo plan,
es decir, la unión de los dos Canadás, comenzó a producir fricciones, a
medida que la inmigración de habla inglesa continuaba. Los franceses
temían verse superados en número en su propio país. Muchos canadienses,
pues, volvieron a la idea de una federación, en la que las áreas francesa e
inglesa podrían regir cada una sus propios asuntos, a la vez que permanecían
unidas, en cuanto a objetivos más amplios, en un gobierno superior.

La creación del Dom inio del Canadá

Así, pues, el federalismo en el Canadá era, en parte, una idea


descentralizadora, destinada a satisfacer al elemento francés mediante una
nueva división en dos provincias, y, en parte, un plan orientado a una nueva
centralización o unificación, pues aspiraba a llevar a todas las provincias de
la América Británica del Norte a una unión con la región del San Lorenzo y
de los Grandes lagos, que era la única a la que entonces se aplicaba el
término de Canadá. Mientras los americanos del norte —británicos—
discutían la federación, la Guerra Civil quebrantaba a los Estados Unidos.
Ante aquel ingrato ejemplo, los americanos del norte —británicos—
constituyeron una fuerte unión en la que todos los poderes descansarían en
el gobierno central, a excepción de los que se asignaban específicamente a las
provincias. La constitución federal, redactada en el Canadá por canadienses,
fue aprobada por el Parlamento Británico en 1867 como el Acta de América
del Norte Británica, que establecía constitucionalmente el Dominio del
Canadá.
El nuevo dominio contó con un parlamento común, en el que el partido
mayoritario controlaba a un consejo de ministros responsable, de acuerdo
con los principios británicos de gobierno de gabinete. Las provincias
originarias eran Quebec y Ontario, formadas a partir del antiguo Canadá, y
Nueva Escocia y Nueva Brunswick, que se unieron sobre la base de que era
preciso construir un ferrocarril que las enlazase con Quebec. La antigua
Compañía de la Bahía del Hudson (H udson’s Bay Company), fundada en
1670, transfirió sus derechos de eobierno sobre el extenso noroeste al
Dominio en 1869. A partir de aquellos territorios se creó la provincia de Mani-
toba en 1870, y la de Colombia Británica en 1871. Para enlazarlas sólidamente
con el resto del Dominio, en 1885 se acabó de constituir el Ferrocarril Cana­
diense del pacífico (Canadian Pacific Railway). Esto hizo posible el desarrollo
de las praderas, donde en 1905 surgieron las provincias de Saskatchewan y Al-
berta.
El Dominio del Canadá, aunque no de gran población, tuvo desde el
principio una importancia que rebasaba el simple número de sus habitantes.
Fue el primer ejemplo de afortunada devolución, o de concesión de la
libertad política, dentro de uno de los imperios coloniales europeos.
Incorporaba los principios que Edmund Burke y Benjamín Franklin habían
recomendado, inútilmente, un siglo antes, para conservar las Trece Colonias
leales a la Gran Bretaña. Después de 1867,. el Dominio pasó de la indepen­
dencia en asuntos internos a la independencia en asuntos exteriores

295
como tarifas, diplomacia y las decisiones de guerra y de paz. Abrió camino,
pues, al desarrollo del «status de Dominio», elaborando precedentes que
luego se aplicaron en Australia (1901), en Nueva Zelanda (1907), en la Unión
Surafricana (1910), y, en la década de 1920, temporalmente, en Irlanda. A
mediados del siglo XX, la misma idea, o lo que puede llamarse la idea
canadiense, se aplicó también al problema de dimensión mundial del
colonialismo que aquejaba a pueblos no europeos, especialmente a la India,
Pakistán y Ceilán, y a las anteriores colonias británicas en Africa, hasta que
todos estos pueblos decidieron convertirse en repúblicas, aunque continuan­
do unidos, imprecisa y voluntariamente, no sólo entre sí, sino también con
Gran Bretaña, en una Comunidad de Naciones (Commonwealth).
De un modo más inmediato, en América, la creación del Dominio —una
sólida franja de territorio autogobernado, que se extendía de océano a
océano— estabilizó las relaciones entre la América del Norte Británica y los
Estados Unidos. Los Estados Unidos consideraron sus fronteras septentrio­
nales como definitivas. La retirada del control británico de los asuntos
canadienses contribuyó a la concepción estadounidense de un continente
americano enteramente libre de la influencia política europea.

35. Japón y el Occidente


Los japoneses, cuando permitieron a los occidentales que los descubrie­
sen, constituían un pueblo altamente civilizado, que vivía en una sociedad
compleja. Contaban con muchas grandes ciudades, gozaban de la contem­
plación de paisajes naturales, iban al teatro y leían novelas. Con sus maneras
estilizadas, con sus abanicos y sus templos de madera, con sus trabajos en la
laca y sus biombos pintados, con sus pequeños campos de arroz y con sus
curiosas e ineficaces armas de fuego, causaban a los europeos la impresión
de ser la cumbre misma de todo lo singular. Este sentimiento se inmortalizó
en El M ikado, de Gilbert y Sullivan, estrenada en 1885. Poco después, la
idea de la singularidad japonesa, al igual que la idea de los alemanes como
un pueblo poco práctico, principalmente entregado a la música y a la
metafísica, había de ser revisada. Los europeos, al «descubrir» el Japón,
descubrían más de lo que pensaban.
En 1853, el comandante americano Perry se abrió paso, con una flota de
barcos de guerra, por la bahía de Yedo, insistió en desembarcar, y demandó
del gobierno japonés, un tanto perentoriamente, que iniciase relaciones
comerciales con los Estados Unidos y con otras potencias occidentales. Al
añó siguiente, los japoneses empezaron a ceder, y, en 1867, tuvo lugar una
revolución interna, cuya consecuencia más importante fue una rápida occi-
dentalización de la vida y de las instituciones japonesas. Pero, aunque parecía
que el país había sido «abierto» por los occidentales, el Japón, en realidad,
había hecho explosión desde dentro.

Precedentes: dos siglos de aislamiento, 1640-1854

Durante más de dos siglos, el Japón había seguido un programa de


aislamiento autoimpuesto. No se permitía que ningún japonés abandonase

296
las islas, ni siquiera que construyese un barco suficientemente grande para
navegar por alta mar. No se autorizaba a entrar a ningún extranjero, excepto
a unos pocos holandeses y chinos. El Japón seguía siendo un libro cerrado
para el Occidente. Lo contrario no es tan cierto, en absoluto, pues los
japoneses sabían bastante más acerca de Europa que los europeos acerca del
Japón. La política japonesa de apartamiento no se basaba simplemente en la
ignorancia. Inicialmente, al menos, se basaba en la experiencia.
Se cree que los primeros europeos —tres portugueses en un junco chino—
llegaron al Japón en 1542. Durante un siglo después, aproximadamente,
hubo muchas idas y venidas. Los japoneses mostraban grandes deseos de
comerciar con los extranjeros, de quienes obtenían relojes y mapas,
aprendían técnicas de pintura y de construcción de barcos, y adquirían el uso
del tabaco y de las patatas. Millares de ellos adoptaron también la religión
cristiana, que les predicaban los jesuítas españoles y portugueses. Los
japoneses viajaron a las Indias Holandesas e incluso a Europa. En realidad,
los japoneses se mostraron más receptivos en relación con las ideas europeas,
que otros pueblos asiáticos. Pero, inmediatamente después de 1600, el
gobierno comenzó a rechazar el cristianismo; en 1624, expulsó a los
españoles, en 1639 a los portugueses, y en 1640 a todos los europeos, con la
excepción de unos pocos comerciantes holandeses a quienes se autorizó a que
permaneciesen en Nagasaki, bajo un riguroso control. Desde 1640 hasta
1854, esos pocos holandeses de Nagasaki constituyeron el único canal de
comunicación con Occidente.
Las razones del autoapartamiento, como las de su ulterior abandono,
surgen del curso de los acontecimientos políticos en el Japón. La historia del
Japón mostraba un extraño paralelismo con la de Europa. En el Japón,
como en Europa, un período de luchas feudales fue seguido por un período
de absolutismo en el gobierno, durante el cual la paz civil era mantenida por
una burocracia, se conservaba una anticuada clase militar como un elemento
privilegiado de la sociedad, y una clase mercantil de comerciantes nativos iba
haciéndose más rica, más fuerte y más encasillada en sus posiciones.
Cuando llegaron los primeros europeos, las islas se hallaban todavía
desgarradas por las guerras y por las rivalidades de los numerosos clanes en
que los japoneses estaban organizados. Poco a poco, un clan, el de los
Tokugawa, consiguió el control, ocupando el cargo de «shogún». El shogún
era una especie de jefe militar que gobernaba en nombre del emperador, y el
shogunado hereditario de los Tokugawa, fundado en 1603, duró hasta 1867.
Los primeros shogúns Tokugawa llegaron, por un gran número de pruebas,
a la conclusión de que los europeos en el Japón, tanto los comerciantes
como los misioneros, se hallaban entregados a una política feudal o de
interclanes, y de que aspiraban, incluso, a dominar el Japón, ayudando a los
japoneses cristianos o europeos a ocupar el poder. Los tres primeros shogúns
Tokugawa, para establecer su propia dinastía, para pacificar y estabilizar el
país y para mantener al Japón libre de la penetración europea, se
propusieron exterminar el cristianismo y adoptaron la rígida política de
incomunicación con el resto del mundo.
Bajo los Tokugawa, el Japón gozó de paz, de una larga paz, por primera
vez en varios siglos. Los shogúns Tokugawa lograron el apartamiento del

297
emperador de la política, haciendo de él un ser divino y legendario,
demasiado augusto y demasiado remoto para las barahúndas del mundo. El
emperador permanecía encerrado en Kyoto, con una modesta asignación que
le facilitaban los shogúns. Los shogúns establecieron su propia corte y su
gobierno en Yedo (después llamada Tokyo); y así como Luis XIV llevó a los
nobles a Versalles, o como Pedro el Grande obligó a sus toscos caballeros a
construir sus casas en San Petersburgo, así también los shogúns exigían a los
grandes jefes feudales y a sus hombres de armas que residiesen en Yedo, al
menos durante una parte del año.
Los shogúns administraban el país a través de una especie de burocracia
militar o dictadura. Aquel formidable instrumento de estado vigilaba a los
grandes señores (llamados daimyo), que conservaban, sin embargo, una gran
autoridad feudal sobre sus súbditos en las regiones más distantes de Yedo.
Los grandes señores y sus partidarios armados (los samurai), a í no tener más
luchas en que ocuparse, se convirtieron en una aristocracia terrateniente que
pasaba una gran parte de su tiempo en Yedo y en otras ciudades. Como
miembros de una clase ociosa, desarrollaron nuevos gustos y normas de vida,
y de ahí que necesitasen más ingresos, para cuya obtención, estrujaban a los
campesinos, gastando luego su dinero en compras que hacían a los comercian­
tes.
La clase mercantil se extendió considerablemente, mediante el abasteci­
miento al gobierno y a la nobleza. En el siglo XVII, eL Japón pasó a ser una
economía monetaria. Muchos señores contrajeron enormes deudas con los
comerciantes. Muchos samurais, como los nobles menores de Francia y de
Polonia en aquel tiempo, se empobrecieron casi hasta el ridículo, al verse
duramente obligados a guardar las apariencias, sin que nada les distinguiese
del pueblo corriente, a no ser su posición social. La ley, como en la Europa
del Antiguo Régimen, trazaba una línea terminante entre las clases. Nobles,
comerciantes y campesinos estaban sometidos a diferentes impuestos, y eran
diferentemente castigados por diferentes delitos. Lo que era un crimen para
un hombre común sería excusable en un samurai; o lo que en un samurai
constituiría una punible mancha en su honor se aceptaría en una persona
corriente. El samurai tenía derecho a llevar dos espadas -como un signo de
clase, y, en teoría, podía dar muerte a un plebeyo insolente, sin que luego se
siguiese investigación alguna. En la práctica, los shogúns reprimieron la
violencia de este tipo, pero había mucho menos desarrollo del derecho y de
la justicia que en las monarquías europeas del Antiguo Régimen. Económi­
camente, los comerciantes y los artesanos prosperaban. En 1723, Yedo era
una ciudad de 500.000 habitantes; en 1800, con más de 1.000.000, era más
grande que Londres o que París, y veinte veces mayor que la ciudad más
grande de los Estados Unidos. Con posterioridad a 1800, algunos comerciantes
pudieron adquirir por dinero el rango de samurai. Las viejas líneas entre las
clases empezaban a desdibujarse.
Aunque deliberadamente aislada, la vida económica y social del Japón
no era, en absoluto, estática. Lo mismo puede decirse de su vida intelectual.
El budismo, que era la religión histórica, perdió su influencia sobre mucha
gente durante el período Tokugawa, de modo que el Japón, a su manera,
experimentó, como Occidente, una «secularización» de ideas. En cuanto

298
código de conducta personal, se prestaba, de nuevo, gran atención al
Bushido, el «modo del guerrero», una especie de enseñanza moral no
religiosa que exaltaba las virtudes de honor y de lealtad de los samurais. Con
la decadencia del budismo, se produjo también una resurrección del culto de
Shinto, el «modo de los dioses», la antigua religión indígena del Japón, que
aseguraba, entre otras muchas cosas, que el emperador era verdaderamente
el Hijo del Cielo. Había una gran actividad en el estudio y en la escritura de
la historia, lo que despertaba, como en Europa, un profundo interés por el
pasado nacional. La historia, como el Shinto, dio origen a un sentimiento de
que los shogúns eran unos usurpadores y de que el emperador, oscuramente
relegado a Kyoto, era el verdadero representante de todo lo más alto y lo
más permanente en la vida del Japón.
Mientras tanto, a través de la grieta que quedaba abierta en Nagasaki, las
ideas occidentales iban penetrando lentamente. El shogún Yoshimune, a
mediados del siglo XVIII, permitió la importación de libros occidentales, a
excepción de los relacionados con el cristianismo. Unos pocos japoneses
aprendieron holandés y empezaron a descifrar libros holandeses sobre
anatomía, cirugía, astronomía y otras materias. En 1745, se terminó un
diccionario holandés-japonés. También se produjo una gran demanda de
manufacturas europeas —relojes, cristalería, sedas, lanas, telescopios, baró­
metros—, satisfecha tan pronto como era posible por los metódicos
holandeses. Los japoneses tampoco carecían totalmente de información
acerca de la política en Occidente. Mientras los más diligentes occidentales
no podían saber nada de los asuntos internos del Japón, un japonés
ilustrado podía, si lo deseaba, llegar a tener una cierta idea de la Revolución
Francesa, o saber quién era el presidente de los Estados Unidos.

La apertura del Japón

Así pues, cuando Perry hizo su inesperada visita, en 1853, tenía muchos
potenciales aliados dentro del Japón. Había nobles, fuertemente endeuda­
dos, incapaces de sacar mayor rendimiento a la agricultura, dispuestos a
aventurarse en el comercio exterior y a explotar sus propiedades mediante la
introducción de nuevas iniciativas. Habia samurais en la miseria, sin futuro
alguno en el viejo sistema, dispuestos y decididos a emprender nuevas
carreras como oficiales del ejército o como funcionarios públicos. Había
comerciantes que esperaban aumentar sus negocios traficando con artículos
occidentales. Había estudiosos interesados por aprender más de la ciencia y
de la medicina de Occidente. Había patriotas que temían que el Japón
estuviera quedándose indefenso contra los cañones occidentales. Espiritual­
mente, el país ya había soltado amarras, iniciaba ya un camino de
autoafirmación nacional, impacientemente susceptible ante unas nuevas
ideas nebulosamente comprendidas. Bajo tales presiones, y movido por un
claro temor a un bombardeo de Yedo por los americanos, que, si no sometía
al Japón, arruinaría al menos el declinante prestigio del shogunado, el
shogún Iesada, en 1854, firmó un tratado comercial con los Estados Unidos.
No tardaron en firmarse tratados similares con los europeos.

299
En los años siguientes, se plantaron las semillas de mucños equívocos
ulteriores entre el Japón y Occidente. En aquellos tiempos, los blancos
__europeos y americanos— eran más bien propensos a disparar su artillería
naval contra los pueblos atrasados. Los japoneses, que constituían una
nación orgullosa y laboriosamente civilizada, no tardaron en darse cuenta de
que los blancos los consideraban atrasados. Por ejemplo, tan pronto como
conocieron mejor el Occidente mediante la lectura y los viajes, descubrieron
que los tratados que ellos firmaron en los años cincuenta no eran tratados entre
iguales según el concepto de Occidente. Aquellos primeros tratados señala­
ban que el Japón mantendría una tarifa baja para las importaciones, y que
no la cambiaría, a no ser con el consentimiento de las potencias extranjeras.
Conceder a los extranjeros la facultad de determinar una política arancelaria
no era lo habitual entre los estados soberanos de Occidente. Aquellos
tratados reconocían también la extraterritorialidad. Esto significaba que los
europeos y los americanos residentes en el Japón no se hallaban sometidos a
las leyes japonesas, sino que permanecían bajo la jurisdicción de sus
respectivos países, representados por los funcionarios consulares. Estas
cláusulas de extraterritorialidad se habían establecido en China35. Los
europeos insistían en ellas en países donde los principios europeos de
propiedad, de obligaciones, o de seguridad de la vida y de la persona no eran
los predominantes. A l propio tiempo, naturalmente, ningún estado civiliza­
do permitió nunca que una potencia extranjera ejerciese jurisdicción dentro
de sus fronteras. La extraterritorialidad era un signo de inferioridad, como
los japoneses no tardaron en descubrir.
Después de 1854 se desarrolló una fuerte reacción xenófoba, Al
principio, estaba dirigida por ciertos nobles de las islas occidentales, los
señores ue Choshu y Satsuma, que nunca habían estaao totalmente
subordinados al shogún de Yedo, y que ahora soñaban con derrocar el
shogunado Tokugawa y con acaudillar una resurrección nacional con el
emperador como aglutinante. Su primera idea era la de contener la
penetración occidental (como dos siglos y medio antes), expulsando a los
occidentales. Pero, en 1862, unos ingleses infringieron, involuntariamente,
una pequeña norma de la etiqueta japonesa. Uno de ellos fue muerto. El
gobierno británico exigió el castigo de los ofensores japoneses, que eran
seguidores del señor de Satsuma. El shogún se mostró incapaz de resolver la
cuestión, y la escuadra británica, en consecuencia, se hizo a la mar y bombar­
deó la capital de Satsuma. En el mismo año, el señor de Choshu, que contro­
laba los estrechos de Shimonoseki con alguna artillería antigua, ordenó a ésta
que disparase contra los barcos que pasaran. Los gobiernos de Inglaterra,
Francia, Holanda y los Estados Unidos protestaron inmediatamente, y,
cuando el desconcertado shogún se mostró incapaz de imponer la disciplina
en Choshu, enviaron a Shimonoseki una fuerza naval aliada. Se destruyeron
los fuertes y los barcos de Choshu, y se impuso una indemnización de
3.000.000 de dólares. Estos incidentes se recordaban en el Japón, mucho
tiempo después de haber sido olvidados en Europa y en los Estados Unidos.
Y se recordaba también que las potencias occidentales, al descubrir que el

35 Ver pág. 408.

300
shogún no era el gobernante supremo del país, enviaron una expedición
naval a Kyoto y exigieron que el emperador ratifícase los tratados firmados
por el shogún y que redujese los derechos de importación, bajo la amena™
de un bombardeo naval.

La era M eiji (1868-1912): la occidentalización del Japón

Los señores de Choshu y de Satsuma llegaron entonces a la conclusión de


que la única manera de tratar con los occidentales consistía en adoptar el
equipamiento militar y técnico del propio Occidente. Ellos salvarían al Japón
para los japoneses, aprendiendo los secretos del poder occidental. En
primer lugar, impusieron la dimisión del shogún, cuyo prestigio, en todo
caso, había sido socavado desde hacía tiempo, y que se había desacreditado,
primero, al firmar con Occidente unos tratados indeseables, y, después, al
ser incapaz de proteger al país contra los ultrajes. El último shogún abdicó
en 1867. Los reformadores proclamaron al emperador restaurado en la
plenitud de su autoridad. Tenían el propósito de utilizar aquella plenitud del
poder imperial para consolidar y fortificar el Japón para su nueva posición
en el mundo. En 1868, heredó el trono un nuevo emperador; se llamaba
Mutsuhito, pero, de acuerdo con la costumbre japonesa, se dio un nombre
a su reinado también, que se llamó Meiji. La era Meiji (1868-1912) fue la
gran era de la occidentalización del Japón.
El Japón se convirtió en un estado nacional moderno. Se abolió el
feudalismo, y casi todos los grandes señores pusieron, voluntariamente, en
manos del emperador su control sobre los samurais y sobre el pueblo común.
«Abolimos los clanes y los convertimos en prefecturas», declaraba un
decreto imperial. Se reorganizó el sistema legal y se introdujo la igualdad
ante la ley, en el sentido de que todas las personas quedaban sujetas a las
mismas normas, sin discriminación de clases. En parte con la esperanza de
desembarazarse de la extraterritorialidad, los reformadores revisaron el
código penal según lineas occidentales, eliminando los singulares y crueles
castigos que los europeos consideraban bárbaros. Se organizó un nuevo
ejército, siguiendo, principalmente, el modelo prusiano. En 1871, el samurai
perdió su derecho histórico a llevar dos espadas; ahora prestaba servicio
como un oficial del ejército, y no como el dependiente de un jefe de clan. Un
poco después, se creó una flota según el modelo británico. El control del
dinero y de la moneda pasó al gobierno central, y se adoptó una moneda
nacional, con unidades decimales. Comenzó a funcionar un servicio postal
nacional, y, sobre todo, un sistema nacional de escuelas, que no tardó en
producir una elevada tasa de ilustración en el Japón. Se fue desechando el
budismo, y se confiscó la propiedad de los monasterios budistas. El gobierno
estimuló el culto del Shinto. El Shinto daba un tinte religioso al sentimiento
nacional y condujo a una renovada veneración de la familia imperial. En
1889 se promulgó una constitución. Esta confirmaba las libertades civiles
entonces comunes en Occidente y establecía un parlamento de dos cámaras,
pero fortalecía también la suprema y «eterna» autoridad del emperador,
ante quien los ministros eran legalmente responsables. En la práctica, en el

301
nuevo Japón, el emperador nunca gobernó activamente. Seguía encontrán­
dose lejos, como en el pasado; y los dirigentes políticos, nunca totalmente
responsables ante el parlamento, tendían a gobernar libremente según lo que
ellos consideraban que eran los intereses del estado.
La modernización industrial y financiera avanzaba paralelamente e
incluso precedía a la revolución política. En 1858, se compró a los
holandeses el primer barco de vapor. En 1859, el Japón realizó su primer
préstamo extranjero, por un valor de 5 millones de yens, mediante una
emisión de bonos puesta en circulación en Inglaterra. En 1869, el primer
telégrafo unía a Yokohama con Tokyo. En 1872, se terminó el primer
ferrocarril, entre las dos mismas ciudades. En 1870, apareció la primera
máquina de hilar. El comercio exterior, casi totalmente nulo en 1854, se
calculaba en 200 millones de dólares anuales, al final del siglo. La población
se elevó desde 33 millones en 1872 hasta 46 millones en 1902. El imperio-isla,
como Gran Bretaña, dependía de las exportaciones y de las importaciones
para mantener a su densa población en el nivel de vida a que el imperio
aspiraba.
La occidentalización del Japón continúa siendo la más notable transfor­
mación que pueblo alguno haya experimentado nunca en tan breve espacio
de tiempo. Recuerda la occidentalización de Rusia bajo Pedro el Grande,
más de un siglo antes, aunque llevada a cabo un poco menos brutalmente,
más rápidamente y con un mayor consentimiento por parte de la población.
Para el Japón, como antes para Rusia, el motivo consistía, en buena
medida, en la defensa contra la penetración occidental, juntamente con una
admiración por el arte de gobernar occidental y con una ambición de
convertirse en «potencia». Lo que los japoneses querían del Occidente era,
sobre todo, la ciencia, la tecnología y la organización. Estaban bastante
contentos de la sustancia más íntima de su cultura, de sus ideas morales, de
su vida familiar, de sus artes y de sus pasatiempos, de sus concepciones
religiosas, aunque también en estos aspectos mostraban una adaptabilidad
poco común. Esencialmente, fue para proteger su sustancia interna, su
cultura japonesa, para lo que tomaron el aparato externo de la civilización
occidental. Este aparato —ciencia, tecnología, maquinaria, armas, organiza­
ción política y jurídica— era la parte de la civilización occidental de la que
otros pueblos, generalmente; sentían necesidad, la que esperaban adoptar sin
perder su propia independencia espiritual, y la que, por lo tanto, aunque a
veces desechada más bien despectivamente como materialista, se convirtió en
la base común de la interdependiente civilización de dimensión universal que
surgió a finales del siglo XIX.
En resumen, para concluir un largo capitulo, el mundo entre 1850 y
1870, revolucionado económicamente por el ferrocarril y por el buque de
vapor, se revolucionó políticamente por la formación de grandes y consoli­
dados estados-nación. Todos aquellos estados incorporaban ciertos princi­
pios liberales y constitucionales, o, por lo menos, la maquinaria del gobierno
parlamentario y representativo. Pero todo el mundo se había convertido
también en escenario en el que iban a actuar ciertas poderosas entidades,
llamadas naciones o potencias. Las Grandes Potencias, en 1871, eran Gran
Bretaña, Alemania, Francia, Austria-Hungría y Rusia. Gran Bretaña

302
había producido una nación-hija en el Canadá. Todavía no estaba claro que
Italia debiera ser calificada de Gran Potencia. Nadie sabía lo que haría el Ja­
pón. Todos estaban de acuerdo en que los Estados Unidos, algún día,
desempeñarían un gran papel en la política internacional, pero aún no había
llegado el momento.

303
VIL CIVILIZACION EUROPEA, 1871-1914

Transcurrió medio siglo entre el período de consolidación nacional


descrito en el capítulo anterior y el estallido de la Primera Guerra Mundial
en 1914. En ese medio siglo, Europa alcanzó, en muchos aspectos, el punto
culminante de la fase moderna de su civilización, y ejerció también su
máxima influencia sobre pueblos no europeos. El presente capítulo intentará
una descripción de la civilización europea en esos años, y el capítulo
siguiente, una información acerca del predominio de dimensión mundial de
que Europa gozó en aquel tiempo.
Para Europa y para el mundo europeo, los años 1871 a 1914 estuvieron
marcados por un desarrollo material e industrial hasta entonces sin
precedentes, por la paz internacional, por la estabilidád nacional, por el
avance de los gobiernos constitucionales, representativos y democráticos, y
por una fe continuada en la ciencia, en la razón y en el progreso. Pero, en
esos mismos años, había en la política, en la economía y en el pensamiento
fuerzas cuya acción socavaba las premisas y principios liberales de aquella
civilización europea. La mayor parte del presente capítulo estará dedicada a
los continuados triunfos del liberalismo, pero se expondrán también los
signos de su transformación y de su decadencia.

36. El «mundo civilizado»

Ideales materialistas y no materialistas


Con la extensión del sistema estado-nación, Europa estaba, políticamen­
te, más dividida que nunca. Su unidad radicaba en que todos los europeos
compartían un modo de vida y unas concepciones similares, que existían
también en países «europeos» como los Estados Unidos, Australia y Nueva
Zelanda. Europa y sus vástagos constituían el «mundo civilizado». De otras
regiones —Africa, China, India, el interior del Perú—, se decía que eran
«atrasadas». (Hoy se califican de «subdesarrolladas»). Los europeos tenían
muy clara conciencia de su civilización y estaban enormente orgullosos de
ella, en el medio siglo anterior a 1914. Creían que era el bien merecido
resultado de siglos de progreso. Como se consideraban la rama más
avanzada de la humanidad en las áreas importantes del esfuerzo humano,
Em blem a del capítulo: Un cuadro titulado « Lo s últimos de Inglaterra», fechado en 1852,
de F o r d M a d o x Brown, muestra a dos emigrantes, m irando hacia atrás, desde su barco, que se
aleja.
suponían que todos los pueblos respetarían los mismos ideales sociales, que
en la medida en que no estuviesen dispuestos o fuesen incapaces de
adoptarlos serían atrasados, y que en la medida en que los adoptasen se
convertirían en civilizados también.
Aquellos ideales de civilización eran, en parte, materialistas. Si los
europeos consideraban que su civilización era mejor en 1900 que en 1800, ó
que en 1900 era mejor que las formas de los no europeos de la misma época,
era porque tenían un nivel de vida más alto, comían y vestían más
adecuadamente, dormían en lechos más blandos, y tenían facilidades
sanitarias más satisfactorias. Era porque tenían lineas transoceánicas,
ferrocarriles y tranvías, y, a partir de 1880, teléfonos y luz eléctrica. Pero el
ideal de civilización no era, en absoluto, exclusivamente materialista. El
conocimiento en cuanto tal, un conocimiento correcto o verdadero, estaba
considerado como una conquista civilizada: conocimiento científico de la
naturaleza, en lugar de superstición o demonología; conocimiento geográfi­
co, gracias al cual las personas civilizadas tenían conciencia de la tierra como
conjunto, con sus contornos generales y con sus distintos habitantes. El ideal
era también profundamente moral, derivado del cristianismo, pero ahora
secularizado y separado de la religión. Un inglés, Isaac Taylor, en su
Ultímate Civilization (Civilización perfecta), publicada en 1860, definía este
ideal moral mediante la relación de los «vestigios de la barbarie» contrarios,
que, en su opinión, estaban destinados a desaparecer: «Poligamia, Infantici­
dio, Prostitución Legalizada, Divorcio Caprichoso, Juegos Sanguinarios e
Inmorales, Aplicación de Torturas, Casta y Esclavitud.» Las cuatro prime­
ras de estas prácticas habían sido desconocidas entre las costumbres
autorizadas de Europa, al menos desde la venida del cristianismo. La tortura
dejó de utilizarse hada 1800, incluso en los estados antiliberales de Europa,
y las castas y la esclavitud legalizadas desaparecieron en el curso del si­
glo XIX. Pero había pocos pueblos no europeos, en 1860, entre los que no
pudieran encontrarse dos o tres «vestigios» de Taylor.
Hay algunos otros índices, más puramente cuantitativos, elaborados por
los sociólogos para mostrar el nivel de avance de una sociedad determinada.
Uno de ellos es el de la mortalidad, o número de personas que mueren cada
año por cada millar de habitantes. En Inglaterra, Francia y Suecia, la
«verdadera» mortalidad (o mortalidad independiente de la proporción de
niños y de ancianos, gue son los más expuestos a morir) ha descendido,
como se sabe, de unos 25 antes de 1850, a 19 en 1914 y a 18 en 1930.
En realidad, antes de la Segunda Guerra Mundial, se hallaba aparen­
temente estabilizada alrededor de los 18 en todos los países de la Eu­
ropa noroccidental, en los Estados Unidos y en los dominios británicos.
Los índices de mortalidad en países no «modernos» pasabán de 40, incluso
en tiempos favorables. Un Índice estrechamente relacionado es la mortalidad
infantil, que descendió rápidamente a partir de 1870, en todos los países a
los que alcanzaba la ciencia médica. Así, una mujer, en condiciones civiliza­
das, tenia que sufrir menos embarazos y menos partos, para producir el
mismo número de niños supervivientes. Otro índice es la expectativa de
vida, o el número de años de edad que una persona tiene probabilidades de
alcanzar. En Inglaterra, la expectativa de vida, en el nacimiento, subió de 40

306
años en 1840, a 59 en 1933 y a 69 en 1970. En la India, en 1931, era
inferior a los 27 años. Se había elevado a unos 42, en 1970. Y otro índice es
la tasa de instrucción, o proporción de personas que superan cierta edad (por
ejemplo, los diez años) que saben leer y escribir. En la Europa noroccidea-
tal, en 1900, la tasa de instrucción se acercaba a 100. En algunos países,
todavía no es muy superior a cero. Otro índice fundamental es la productivi­
dad del trabajo, o volumen producido por un trabajador en un tiempo dado.
Esto es difícil de calcular, sobre todo en lo que se refiere a períodos
anteriores, para los que se carece de datos estadísticos. Sin embargo, en los
años treinta, la productividad de un granjero en Dinamarca era más de diez
veces superior a la de un granjero en Albania. Toda la Europa noroccidental
era superior al promedio europeo a este respecto, con la excepción de
Irlanda, mientras Irlanda, España, Portugal, Italia y toda la Europa oriental
era inferior.
La esencia de la vida civilizada, indudablemente, se encuentra en lo
intangible, en la forma en que las personas utilizan sus inteligencias, y en las
actitudes que adoptan en relación con los demás o en relación con el
gobierno y planificación de sus propias vidas. Acerca de lo intangible, sin
embargo, no siempre están de acuerdo personas de diferente cultura o
ideología. Acerca de los criterios cuantitativos, hay menos discrepancia; con
pocas excepciones, todos quieren rebajar la tasa de mortalidad, elevar la tasa
de instrucción, e incrementar la productividad del esfuerzo humano. Aun
cuando apliquemos sólo índices cuantitativos o sociológicos, podemos decir
que, después de 1870, había, en efecto, y no simplemente en opinión de los
europeos, un mundo civilizado cuyo centro era Europa.

Las «zonas» de civilización


O, mejor, el centro era una determinada región de Europa. Porque había
realmente dos Europas, una zona interior y otra exterior. Un escritor francés
de los años veinte, al describir las dos Europas que se habían formado des­
de 1870, llamaba a la zona interior la «Europa del vapor», y marcaba sus
límites con una linea imaginaria que unía Glasgow, Estocolmo, Danzig,
Trieste, Florencia y Barcelona. Incluía no sólo a Gran Bretaña, sino
también a Bélgica, a Alemania, a Francia, a Italia septentrional y a
porciones occidentales del Imperio Austríaco. Virtualmente, toda la indus­
tria pesada europea estaba situada en esa zona. En ella, era más densa la red
ferroviaria. Allí se concentraba la riqueza de Europa, tanto en la forma de
un alto nivel de vida como de acumulaciones de capital. Allí estaban también
todos los laboratorios y toda la actividad científica de Europa. Allí, en la
misma zona, se encontraba la fuerza del gobierno constitucional y parlamen­
tario, y de los movimientos liberales, humanitarios, socialistas y reformistas
de muchos tipos. En aquella zona, la tasa de mortalidad era baja, la
expectativa de vida alta, las condiciones de salud y de sanidad excelentes, la
instrucción casi universal, y la productividad del trabajo muy grande. A efec­
tos prácticos, a la misma zona pertenecían ciertas regiones de colonización
europea en ultramar, especialmente la parte del nordeste de los Estados Uni­
dos.

307
TREN EN LA NIEVE
por Claude Monet (francés, 1840-1926)

Con los impresionistas, y especialmente con Claude M onet, comienzan a decaer algunas de
las convenciones de la pintura occidental desde el Renacimiento, La atención se desplaza de la
representación de los objetos a la percepción de ellos, tal como se experimenta a través del ojo.
Las masas sólidas se funden en el juego de la luz, bajo una variedad de condiciones atmosféri­
cas. La era del ferrocarril, que se desarrolló rápidamente durante la juventud de Monet, facili­
taba muchos temas que incitaron su imaginación. En este cuadro, el hierro sólido de la locomo­
tora se funde con los grises indeterminados de un oscuro día de invierno. El frío y la escasa visi­
bilidad se transmiten tanto como las propias imágenes visuales. Cortesía del Museo M annottan,
Paris (Giraudon), Permiso S.P.A .D .E.M . 1970 por French Reproduction Rights, Inc.

308
La «zona exterior» incluía a la mayor parte de Irlanda, a la mayor parte
de las Penínsulas Ibérica e Italiana, y toda Europa al este de lo que entonces
era Alemania, Bohemia y la propia Austria. La zona exterior era agrícola,
aunque la productividad de la agricultura, por trabajador de granja o por
acre, fuese mucho menor que la de la zona interior. La gente era más pobre,
más analfabeta y moría más joven. Los ricos eran los terratenientes, general­
mente absentistas. Cada vez en mayor medida a partir de 1870, la zona vivía
de la venta del grano, del ganado, de la lana o de la madera a la zona interior,
más industrializada, pero era demasiado pobre para comprar, a cambio,
muchos productos manufacturados. Para conseguir capital, lo tomaba a prés­
tamo en Londres o en París. Sus filosofías social y política eran
característicamente importadas de Alemania y de Occidente. Contrataba inge­
nieros y técnicos de la primera zona para construir sus puentes e instalar sus
sistemas telegráficos, y enviaba a sus jóvenes a las universidades de la primera
zona para estudiar medicina u otras profesiones. Muchas áreas de las colonias
europeas en ultramar —por ejemplo, en la América Latina y en la parte meri­
dional de los Estados Unidos— pueden considerarse también como pertene­
cientes a esta zona exterior.
Fuera del mundo europeo, se encuentra una tercera zona, las inmensas
extensiones de Asia y de Africa, todas ellas «atrasadas» a juzgar por las
normas europeas, con la excepción del Japón, recientemente europeizado, y
todas ellas destinadas, exceptuado el Japón también, a depender estrecha­
mente de Europa, durante el medio siglo siguiente a 1870. Una gran parte de
la historia del mundo desde 1870 podría escribirse como la historia de las
relaciones entre estas tres zonas; pero, en todas las cosas humanas, es
necesario precaverse contra las fórmulas demasiado simples.

37. Demografía básica: el incremento de los europeos

Desarrollo de la población europea y de la mundial, 1650-1975

Todos los continentes, excepto Africa, aumentaron enormemente su


población en los tres siglos siguientes a 1650, pero la que alcanzó un mayor
aumento fue Europa. Hay pocas dudáis de que la proporción de europeos en
la población total mundial llegó a su índice máximo de todos los tiempos
entre 1850 y la Segunda Guerra Mundial. En la tabla siguiente, se ofrecen
unos cálculos a partir de 1650.
Se desconocen las causas de la súbita elevación de la población del
mundo con posterioridad a 1650. Algunas de ellas deben de haber operado
en Asia tanto como en Europa. Todos los estudiosos están de acuerdo en
atribuir el incremento al descenso en las tasas de mortalidad, más que a la
elevación en las tasas de nacimientos. Las poblaciones aumentaron, porque
mucha gente vivía más tiempo, no porque naciesen más. Es probable que un
mejor mantenimiento del orden ciudadano redujese las tasas de mortalidad,
tanto en Asia como en Europa. En Europa, los estados soberanos
organizados, establecidos en el siglo XVII, pusieron fin a un largo periodo
de guerras civiles, refrenando la violencia y el pillaje crónicos, con la

309
consiguiente inseguridad de la agricultura y de la vida familiar, que
producían más muertes que las guerras libradas entre ejércitos de distintos
gobiernos. De un modo análogo, los Tokugawa mantuvieron la paz en el
Japón, y la dinastía Manchú trajo un largo período de orden a China. La
dominación británica en la India, y la holandesa en Java, al poner freno al
hambre y a la violencia, permitieron que las poblaciones se elevasen muy

CALCULO DE LA POBLACION DEL MUNDO POR


ABEAS CONTINENTALES
1650 1750 1850 1900 1950 1975
MILLONES
Europa ........................................... 100 140 266 401 532 667
Estados Unidos y Canadá . . . . . 1 1 26 81 166 237
Australasia-Oceania .................... 2 2 2 6 13 21
Predominantemente «europeos» 103 143 294 488 711 925
América L atin a............... ............ 12 11 33 63 162 323
A fr ic a ............................................ 100 95 95 120 217 399
Asia ........... ................................... 330 479 749 937 1396 2394
Predominant. «no europeos». . . 442 585 877 1120 1775 3071
Total m u n d ia l.............................. 545 728 1171 1608 2486 3996

PORCENTAJES
E u rop a........................................... 18,3 19,2 22,7 24,9 21,5 16,6
Estados Unidos y Canadá . . . . . 0,2 0,1 2,3 5,1 6,7 5,9
Australasia-Oceanía.................... 0,4 0,3 0,2 0.4 0,5 0.5
Predominantemente «europeos». 18,9 19,6 25,2 30,4 28,7 23,0
América L a tin a ............................ 2,2 1,5 2,8 3,9 6,5 8,0
A fr ica ............................................. 18,3 13,1 8,1 7,4 8,7 10,0
Asia ........................................... 60,6 65,8 63,9 58,3 56,1 59,0
Predominant. «no europeos» . . 81,1 80,4 74,8 69,6 71,3 77,0
Total m undial............................... 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0

FUENTES: Las cifras para 1650-1900 son de A . N . Carr- Saunders, W o rld Po p u lation (Oxford:
Oxford University Press, 1936), pág. 42. Las de 1950 y 1975 son del U nitedN ations Demographic
Yearbook. Ninguna fuente intenta una separación entre «europeos» y «no europeos», que tal
como aquí se presenta, sólo es importante, en lineas muy generales, a efectos comparativos. Las
cifras para la U.R.S.S. están divididas en la tabla entre Europa y Asia. La población de los
Estados Unidos y del Canadá anterior al siglo XVIII, y de Australasia anterior al XIX, era,
naturalmente, casi por completo no europea. Las distinciones se desdibujan más todavía, cuando
se recuerda que millones de europeos (es decir, rusos) han vivido, mucho tiempo, en las partes
asiáticas de la U.R.S.S., que hay casi 4 millones de blancos en Africa del Sur, que la población de
los Estados Unidos siempre ha sido de ascendencia europea y africana, y que la América Latina
tiene unapoblación tan mezclada, que podría incluirse correctamente, sobre todo a efectos cultu­
rales, en la categoría europea. Para la población mundial en el siglo XX, ver también páginas
739-742.

310
rápidamente. Sólo en Africa, donde el comercio de esclavos arrancó a más
de 10 millones de personas en edades de tener hijos, a lo largo de tres o
cuatro siglos, y donde las incursiones en busca de esclavos dieron origen a
guerras intertribales y a la interrupción de las culturas africanas, el
desarrollo de la población n o . pudo mantenerse al nivel del promedio
mundial. El destino de los aborígenes americanos fue, en cierto modo, el
mismo.
En Europa, antes que en Asia, actuaron otras causas de desarrollo,
además del mantenimiento de la paz ciudadana. Entre estas causas, se
incluye la liberación de ciertas enfermedades endémicas, empezando por el
descenso de la peste bubónica en el siglo XVII y la disminución de la viruela
en el XVIII; la mejora de la producción agrícola, que se inició especialmente
en Inglaterra, hacia 1750; la mejora del transporte, que, por carreteras,
canales y ferrocarriles, convirtió el hambre localizada en una cosa del
pasado, porque podían llevarse alimentos a las áreas donde temporalmente
escaseaban; y, por último, el desarrollo de la industria mecánica, que
permitió a grandes poblaciones subsistir en Europa, mediante el comercio
con pueblos de ultramar.
En consecuencia, aunque parece que la tasa de mortalidad descendió en
Asia tanto como en Europa con posterioridad a 1650, descendió mucho más
sustancialmente en Europa, y, como la tasa de nacimientos se mantuvo en
Europa, durante mucho tiempo, a un alto nivel, el resultado fue un
tremendo aumento de población. En la tabla anterior, se dan cifras
aproximadas. Según esos cálculos, Asia aumentó menos de tres veces en su
población, entre 1650 y 1900, pero Europa aumentó cuatro veces, y el
número total de europeos, incluidos los descendientes de europeos que
emigraron a otros continentes, aumentó casi cinco veces, En 1650, los
europeos sólo comprendían, aproximadamente, una quinta parte de la
población del mundo. En 1900, la proporción de «europeos» en todos los
continentes se acercaba a un tercio de la especie humana. Desde 1900, esta
proporción ha ido descendiendo. Pero el predominio de la civilización
europea, o, en lineas generales, de las razas blancas, en los dos o tres siglos
posteriores a 1650, aproximadamente, se debió, en alguna medida, a un
crecimiento puramente cuantitativo.

Estabilización de la población europea

Aquella ventaja de una tasa más alta de desarrollo comenzó a desapare­


cer, a mediados del siglo XX, Ya en 1910, era posible prever que la
población de Europa, o, más exactamente, de la «zona interior», más
avanzada, pronto se desarrollaría menos rápidamente, porque los niños que
estaban naciendo en torno a 1910, que serían los padres de 1940, no eran
suficientemente numerosos para mantener el desarrollo con las tasas de
nacimiento entonces existentes. Al propio tiempo, las tasas de mortalidad
empezaron a descender espectacularmente en Asia. Con una amplia base de
población como punto de partida, los no europeos de mediados del siglo X X
estaban multiplicándose más rápidamente que los europeos.

311
La estabilización y el relativo descenso de la población europea fueron la
consecuencia de una caída en la tasa de nacimiento. Ya hemos visto cómo la
persistencia de altas tasas de nacimiento, mientras descendían las tasas de
mortalidad, explicaron un largo período de rápida expansión. Pero las tasas
de nacimiento europeas comenzaron a descender, alrededor de 1880. Ya en
1830 comenzaron a caer notablemente en Francia, con el resultado de que
Francia, durante mucho tiempo el estado europeo más populoso, fue
superada en población por Rusia en el siglo XVIII, por Alemania hacia
1870, por las Islas Británicas hacia 1895, y por Italia hacia 1930. Francia, a
la que en otro tiempo se consideró decadente por esta razón, no era, en
realidad, más que el país adelantado en un ciclo de población a través del
cual parecían pasar los países europeos. La tasa de nacimientos, que había
caído por debajo del 30 por 1.000 en Francia, en la década de 1830, cayó a ese
nivel en Suecia en la de 188Q, en Inglaterra en la de 1890, y en Alemania,
Bohemia y los Países Bajos, entre 1900 y 1910. Después de la Segunda
Guerra Mundial, hubo una elevación temporal, pero, en 1970, la tasa de
nacimientos pareció estabilizarse en torno al 17 por 1.000 en la mayoría de
los pueblos europeos y en la Unión Soviética, asi como en los Estados
Unidos.
La reducción de la tasa de nacimientos no es un simple y seco dato
estadístico., ni afecta a las poblaciones sólo en su dimensión de masas. Es
uno de los índices de la civilización moderna, que empieza apareciendo en
esa zona interior europea en la que los otros índices eran también los más
altos, y luego se extiende hacia el exterior, a la manera de una oleada.
Concretamente, una tasa baja de nacimientos significa que las familias
tienen un promedio de dos a cuatro hijos, cuando en épocas anteriores, o
todavía hoy en condiciones no «modernas», las familias se componen, por lo
general, de diez hijos o incluso más. La tasa baja de nacimientos significa el
sistema de familia pequeña, que es una de las cosas más fundamentales para
la vida moderna. El principal medio de mantener baja la tasa de nacimiento,
o de limitar la familia, es la práctica de la anticoncepción. Pero las causas
verdaderas, o las razones por las que los padres quieren limitar sus familias,
se encuentran profundamente implantadas en los códigos de la sociedad
moderna.
Los historiadores de la población han descubierto un «patrón europeo de
familia», que se remonta al siglo XVII. Era un patrón en el que, respecto a
otras sociedades, los europeos se casaban menos jóvenes y un número mayor
no se casaban nunca. Los matrimonios tardíos reducían el número de años du­
rante los cuales una mujer podía concebir, y permitía a las personas jóvenes
adquirir conocimientos o acumular ahorros (tanto en utensilios como en
bienes familiares) antes de crear nuevas familias. El efecto fue un aumento de
población menos explosivo, y una pobreza menos extremada, que los que se
ofrecían en algunas otras partes del mundo. Pueden encontrarse pruebas que
revelan la práctica de la anticoncepción, en el siglo XVIII, entre las clases al­
tas, estudiando el número de hijos y el espacio entre ellos. La práctica parece
haberse extendido a otras clases sociales durante la Revolución Francesa. El
Código de Napoleón exigió, después, que las herencias se dividiesen entre to­
dos los hijos e hijas. Los campesinos franceses, muchos de ellos terratenien­

312
tes, comenzaron a limitarse a dos o tres hijos, a fin de que todos los hijos (por
herencia, matrimonio y dotes) pudieran mantenerse en una posición económi­
ca y social tan alta como la de sus padres. Por lo tanto, fue la seguridad eco­
nómica y la posesión de un nivel social lo que condujo a la reducción de la tasa
de nacimientos en Francia.
En las grandes ciudades del siglo XIX, en las que los niveles de vida de
las clases trabajadoras se derrumbaban frecuentemente, el efecto pudo ser,
al principio, una proliferación de descendencias. Pero la vida en la ciudad,
en condiciones de viviendas hacinadas, aconsejaba también la familia
pequeña. Había muchas posibilidades en la ciudad, cuyo disfrute resultaba
difícil para las personas que tenían muchos hijos. Después de 1880,
aproximadamente, el trabajo infantil se hizo mucho menos frecuente entre
las clases obreras. Cuando los hijos dejaron de ganar una parte de los
ingresos de la familia, los padres tendieron a tener menos. Por aquel tiempo,
los gobiernos de los países avanzados comenzaron a exigir la escuela
universal obligatoria. El número de años dedicados a la instrucción, y, por
lo tanto, de dependencia económica de los padres, iba siendo cada vez
mayor, hasta que llegó a ser normal que incluso los adultos continuasen
dedicados al estudio. Cada niño representaba muchos años de gastos para
sus padres. La idea siempre creciente de lo que era necesario hacer por los
hijos propios, y el deseo de los padres de darles todas las ventajas posibles en
un mundo competitivo, fueron, probablemente, las causas fundamentales de
la voluntaria limitación de la familia. Casi tan fundamental, fue el deseo de
aliviar las cargas de las madres. El sistema de la pequeña familia, juntamente
con el descenso de la mortalidad infantil, al colaborar a la liberación de las
mujeres de los partos interminables y del cuidado de los hijos, contribuye­
ron, probablemente, más que ninguna otra cosa, a mejorar la situación de
las mujeres civilizadas.
Pero los efectos del sistema de la pequeña familia sobre la población
total sólo fueron manifestándose 'lentamente. Más gente se encontraba en
grupos de edades medias y mayores, y el descenso de la tasa de nacimientos
era gradual, de modo que, en todos los países adelantados, el número de
habitantes, en su conjunto, seguia elevándose, excepto en Francia, donde
apenas aumentó entre 1900 y 1945. La nota persistente era la de un
incremento superabundante. En cinco generaciones, entre 1800 y 1950.
unos 200 millones de «europeos» se convirtieron en 700 millones. Como la
productividad aumentaba más rápidamente todavía, el nivel de vida de la
mayoría de aquellos «europeos» se elevó, a pesar del incremento en el número
de habitantes, y no había ningún problema general de superpoblación.

Crecimiento de las ciudades y vida urbana

¿Adónde iba tanta gente? Muchos se quedaban en las zonas rurales,


donde la mayoría de ellos había vivido siempre. Las poblaciones rurales en
la «zona interior» se hicieron más densas, volviendo a la agricultura más
intensiva de hortalizas o a la fabricación de leche, dejando que productos
como la lana y los cereales se obtuviesen en otras partes, para importarlos

313
M illo n es d e pe r s o n a s
Em ig r a n t e s a ; 30 40
EE. UU
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A m é r ic a L a t in a
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1B4Ü-1940

EMIGRACION DESDE EUROPA, 1840-1940

Más de 60 millones de personas abandonaron E uropa en los cien años que precedieron a la
Segunda Guerra Mundial, distribuidos según muestra el presente diagrama. (Ver cifras en la
pág, 316). La mitad, aproximadamente, se dirigió a los Estados Unidos. Esa enorme oleada de
colonización construyó, fuera de Europa, populosos países «europeos» que producían alimentos
y materias primas para Europa, y tom aban capital a préstamo y compraban manufacturas en
Europa, contribuyendo así a sostener la población europea, cada vez mAs densa, y a construir
un sistema económico de dimensión mundial.

314
después. Pero se calcula que, de cada siete personas sumadas a la población
=uropea occidental, sólo una se quedaba en la tierra. De las otras seis, una
abandonaba Europa para siempre, y cinco iban a las ciudades en desa­
rrollo1.
La dudad es, principalmente, hija del ferrocarril, porque con los
ferrocarriles fue posible por primera vez concentrar las fábricas en grandes
ciudades, a las que ahora podían transportarse en grandes cantidades
artículos voluminosos como los alimentos y el combustible. El crecimiento
de las ciudades entre 1850 y 1914 fue asombroso. En Inglaterra, dos tercios
de la población vivían en sitios d e '20.000 habitantes o menos, en 1830;
en 1914, dos tercios vivían en sitios de 20,000 habitantes o más. Alemania, la
histórica tierra de arcaicas ciudades conservadas desde la Edad Media,
rivalizaba con Inglaterra en moderna urbanización industrial, después
de 1870. Mientras en 1840 solamente Londres y París tenían un millón de
habitantes, en 1914 podía decirse lo mismo de Berlín, de Viena, de San
Petersburgo y de Moscú2. Algunos sitios, como las zonas centrales (Mid-
lands) inglesas y el valle del Ruhr en Alemania, se convirtieron en una masa
de ciudades menores contiguas, grandes aglomeraciones urbanas separadas
sólo por lineas municipales.
La gran ciudad da el tono de la sociedad moderna. La vida de la ciudad era
impersonal y anónima; la gente estaba desarraigada, menos unida al hogar y a
la iglesia que en el campo. N o tenía el sentimiento de respeto hacia las familias
aristócratas, propio de los campesinos. Carecía del sentido de ayuda a sí mis­
mo, característico de comunidades rurales más antiguas. Los hambrientos, los
parados, los miserables podían esperar poco socorro de sus vecinos. Era en la
ciudad donde la prensa diaria, que se difundía rápidamente, gracias al telégra­
fo, después de 1850, encontraba sus más habituales lectores. La prensa llama­
da amarilla o sensacionalista apareció hacia 1900. La opinión pública articula­
da se formó en las ciudades, y los hombres de la ciudad, en conjunto, no
sentían respeto alguno por la tradición, estaban abiertos a las nuevas ideas, al
haber alterado sus propias vidas, en muchos casos deliberadamente, por ha­
berse trasladado desde el campo o desde ciudades más pequeñas. Que el so­
cialismo se extendiese entre las masas industriales de las ciudades europeas no
puede sorprender a nadie. Lo que se señala menos frecuentemente es que una
parte del nacionalismo más vocinglero que surgió a partir de 1870 era estimu­
lado por la vida de la ciudad, porque los individuos se sentían cada vez más
apartados de todas las instituciones, excepto del estado. Al propio tiempo, la
vida de la ciudad, por sus mayores facilidades de escolarización, de lectura y
de discusión, contribuyó a una opinión pública más alerta e informada, de un
tipo ilustrado.

1 Ver apéndice III para el desarrollo de las ciudades, y el rraDa 7 para Inglaterra.
2 Y entre ciudades no europeas, de Nueva York, Chicago, Filadelfia, Río de Janeiro, Buenos
Aires, Tokyo y Osaka,

315
Emigración desde E uropa, 1840-1940
Durante el mismo período en 4ue estaban surgiendo las ciudades, unos
60 millones de personas, aproximadamente, abandonaban Europa, y sólo
una quinta parte de ellas, posiblemente, volvería, antes o después. Esta
emigración atlántica —calificada así con justicia, porque toda ella cruzó el
océano, con excepción de los que se trasladaron de la Rusia europea a la
asiática— sobresale entre todas las demás emigraciones históricas p o t su
magnitud, y, probablemente, también por su importancia, pues constituyó el
medio por el cual los anteriores vástagos coloniales de los países europeos se
transformaron en nuevas Europás al lado de la vieja. A tal emigración
contribuyeron todas las partes de Europa, como se muestra en la tabla
incluida más abajo, que comprende los años desde 1846 a 1932. Con anterio­
ridad a 1846, el movimiento apenas había comenzado, aunque más de un
millón de inmigrantes había entrado en los Estados Unidos, en aquel tiempo,
tras la terminación de las guerras napoleónicas. Con posterioridad a 1932, se
vio notablemente reducida, excepto hacia el Asia soviética.

EMIGRACION DESDE EUROPA*, 1846-1932


De: Gran Bretaña e Irlanda............................................................ -18.000.000
Italia ............................................................., ................... 10.100.000
R usia**.................... ...................................... -........................ . 9.200.000
Austria-Hungría ........................................................ 5.200.000
A lem ania.................................. ....................... 4.900.000
E spaña.................................................................... ...................... 4.700.000
P ortugal........................................................................................ 1.800.000
S uecia................................................... ................................. . 1.200.000
N oru eg a .................... ......................................................... ......... 850.000
Polonia** ................................................................................ 640.000
Francia ........................................................................................ 520.000
Dinam arca.......................................................................... ....... 390.000
Finlandia...................................................................................... 37Ó.000
Suiza ....... ..................................................................................... 330.000
H olanda............................................................................... 220.000
B élgica............................................ .............................................. 190,000
58.610.000
*Carr-Saunders, W orld Population, págs. 49 y 56.- Incluye 7 millones de la Rusia europea a la
asiática, sólo hasta 1914. Se cree que 3 millones fueron de las partes europeas a las asiáticas de la
U.R.S.S., entre 1926 y 1939.
** Sólo 1920-1932. La emigración polaca anterior se incluye en las de Rusia, Alemania y Austria-
Hungría.

Los ingleses y los irlandeses (inseparables en los registros estadísticos)


fueron a los dominios británicos y a los Estados Unidos. Los italianos se

316
dividieron entre los Estados Unidos y la América Latina. Los españoles se
establecieron principalemente en las repúblicas hispano-americanas, y los
portugueses en el Brasil. Los alemanes se dirigieron, sobre todo, a los
Estados Unidos, aunque algunos fueron a la Argentina y al Brasil. Los
nuevos países recibieron las siguientes inmigraciones:

INMIGRACION EN OTROS PAISES,


PROCEDENTE DE EUROPA*

A : Estados Unidos .......................................................................... . 34.000.000


Rusia Asiática (sólo hasta 1914).................................................. 7.000.000
Argentina ......................................... .............................................. 6.400.000
Canadá .................................. ................................. ....................... 5.200.000
B ra sil................................................................................................ 4.400.000
Australia ....................... ................................................................. 2.900.000
C u b a .......................................................................................... 860.000
Africa del S u r ........................... ............................................... . 852.000
Uruguay .......................................................................................... 713.000
Nueva Z elanda............................................................................... 594.000

♦Carr-Saunders, W orldPopulaíion, pág. 49

La extraordinaria preponderancia de los Estados Unidos es evidente. Al


propio tiempo, es conveniente rectificar las impresiones de la mayoría de los
americanos a este respecto. Casi la mitad de la emigración europea se dirigía
a otros países y no a los Estados Unidos. La Rusia Asiática ocupaba el
segundo lugar, después de los Estados Unidos en la recepción de nuevos
habitantes. Alemania no era, en modo alguno, una fuente importante de
emigración, sobre todo si se tiene en cuenta la población nacional tota"
de la que procedían los emigrantes. El Canadá recibió menos inmigrantes
que la Argentina, Australia menos que el Brasil, Nueva Zelanda menos que
el Uruguay. Los nuevos mundos no eran especialmente anglo-sajones.
El éxodo de Europa se debió a una notable y temporal confluencia de
causas. Una causa fundamental, o una precondición, consistió en que, con
anterioridad a 1914, los nuevos países acogían gustosamente la inmigración.
Se necesitaban brazos para trabajar la tierra, para construir casas, para
excavar en las minas. Así ocurría, por lo menos, en Australia y en Nueva
Zelanda, que preferían limitarse a inmigrantes de habla inglesa, y que eran
también los países que actuaban como adelantados en cuanto democracias
sociales, convirtiéndose, ya antes de 1900, en modelos de legislación
protectora de las clases obreras. Una consecuencia fue la de que no se
deseaba ninguna invasión de extranjeros que llegasen a competir por los
puestos de trabajo mediante una rebaja de salarios. Una combinación

317
similar de preferencias nacionales y de proteccionismo del trabajo fue lo que
dio origen a unas leyes restrictivas de la inmigración en los Estados Unidos,
en 1921 y 1924. En adelante, los inmigrantes sólo podrían entrar de acuerdo
con unas cuotas, y las cuotas eran bajísimas para la Europa oriental y para
la meridional, de las que entonces procedía casi toda la emigración.
En Europa había muchas condiciones que empujaban a los emigrantes.
Físicamente, los buques de vapor facilitaban y abarataban el cruce del mar,
y el ferrocarril ayudaba a la gente a llegar hasta los puertos, así como a
distribuirse, una vez desembarcados en los nuevos países. Económicamente,
las masas podían permitirse, por primera vez, un largo viaje. Las gentes
emigraban para mejorar sus circunstancias materiales, pero las más altas
crestas en la ola de la emigración coincidieron con crestas en el ciclo de los
negocios en Europa, cuando los puestos de trabajo en Europa eran
abundantes y los salarios eran más altos que nunca. Del caso contrario, es
decir, de la auténtica huida de la ruina económica o del hambre, el mejor
ejemplo es la emigración de Irlanda con posterioridad a 1846. Tras las
revoluciones de 1848, un cierto número de personas dejó Europa por razones
políticas, y, ulteriormente, para evitar el servicio militar obligatorio. El
mejor ejemplo de huida de una verdadera persecución es el de los judíos de
Rusia y de la Polonia rusa, de los que un millón y medio se trasladaron a los
Estados Unidos en los quince años anteriores a la Primera Guerra Mundial.
Pero tal vez más fundamental en el conjunto del éxodo europeo sea el
subyacente liberalismo de la época. Nunca antes (ni después) habían sido los
hombres, legalmente, tan libres para trasladarse. Las viejas leyes que exigían
que los obreros especializados permaneciesen en sus países eran revocadas,
como en el caso de la Inglaterra de 18243. Las antiguas aldeas agrícolas
semicomunales, con derechos y obligaciones de carácter colectivo, que
mantenían al hombre unido a su grupo nativo, cayeron en desuso, excepto
en Rusia. La desaparición de la servidumbre permitió al campesino de la
Europa oriental cambiar su residencia sin la autorización de un señor4. Los
gobiernos permitían que sus súbditos emigrasen, que se llevasen consigo sus
ahorros en chelines, en marcos, en coronas o en liras, y que cambiasen de
nacionalidad, nacionalizándose en sus nuevos países. El ascenso de la
libertad individual en Europa, asi como la esperanza de disfrutar de ella en
América, hizo posible la gran emigración. Lo más notable de un movimiento
de masas tan gigantesco es el hecho de que se produjo por iniciativa
individual y fue costeado individualmente. Individuos y grupos familiares
(utilizando la metáfora de cierta autoridad en la materia) se desprendían,
átomo a átomo, de la masa de Europa, cruzaban los mares por si mismos, y
se unían, de nuevo, átomo a átomo, a la masa acumuladora del Nuevo
Mundo.

38. La economía mundial del siglo XIX


¿Mediante qué procedimiento se alimentó la creciente población euro­
pea? En realidad, ¿cómo, no solamente se alimentó, sino que disfrutó de un
3 Ver pág. 202.
4 Ver págs. 226, 237.

318
PAISAJE CLASICO
por Charles Sheeler (americano, 1883-1965)

Este paisaje corresponde a la instalación de River Rouge de la Ford M otor Company en


1931, pero simboliza también lo que se ha llamado la Segunda Revolución Industrial, en la que
la electricidad, el motor de combustión interna y el automóvil fueron importantes, y en que la
industria se extendió más allá de sus centros originales de Inglaterra y Europa Occidental. El
cuadro es «clásico» por su claro delineamiento, por su disposición de familiares formas mate­
máticas, y por la universalidad de su mensaje. La instalación parece racionad y precisa, pero es
de notar la ausencia de seres humanos; es como si la m áquina tuviera vida propia y pudiera fun­
cionar sin manos humanas. Las sombras tajantes sugieren una brillante luz solar, a pesar del
humo que sale por la alta chimenea. Cuando se pintó el cuadro, nadie estaba alarmado a causa
de la polución atmosférica. Cortesía de Mrs. Edsel B. Ford,
nivel de vida incomparablemente más alto en 1900 que en 18007 Mediante la
ciencia, la industria, los transportes y las com unid aciones. Y mediante la
organización: en los negocios, en las finanzas y en c. '.rabajo.

L a «Nueva Revolución Industrial»

La Revolución Industrial entraba en una nueva fase. El uso de la energía


de vapor, el desarrollo de las industrias textil y metalúrgica, y el advenimien­
to del ferrocarril habían caracterizado la primera parte del siglo. Ahora, a
partir de 1870, se decentaban nuevas fuentes de energía, las industrias ya
mecanizadas se ampliaban, aparecían nuevas industrias, y la industria se
extendía geográficamente.
La máquina de vapor se mejoró y se perfeccionó. En 1914, todavía
predominaba sobre la maquinaria de cualquier otra energía, pero empezó a
emplearse la electricidad, con sus incomparables ventajas. La invención de la
máquina de combustión interna (o gasolina) y de la máquina de diesel dio al
mundo automóviles, aeroplanos y submarinos en las dos décadas anteriores
a 1914; la llegada de las industrias del automóvil y de la aviación hizo del
petróleo uno de los recursos naturales más codiciados. En las nuevas
industrias químicas, los laboratorios de investigación industrial iban sustitu­
yendo al inventor individual. Los químicos descubrían nuevos fertilizantes, y
sólo del alquitrán de hulla se obtenía un asombroso espectro de nuevos
productos que iban desde sabores de alimentos artificiales hasta altos
explosivos. Con estos últimos, se construyeron los primeros grandes túneles,
el Monte Cenis en 1873 y el Simplón en 1906, los dos en los Alpes; y grandes
nuevos canales, el de Suez en 1869, el de Riel en 1895, y el de Panamá en
1914. La química hizo posible la producción de tejidos sintéticos como el
rayón, que revolucionó la industria textil. La electricidad transformó todo el
alumbrado interior y exterior. Habia también una revolución en las
comunicaciones. En la década de 1870, apareció el teléfono. Marconi acercó
entre sí los continentes, al transmitir, con éxito, señales inalámbricas a través
del Atlántico, en 1901. El cine y la radio se presentaron, modestamente,
antes de 1914. La medicina recorrió toda una gama alfabética de trabalen­
guas, desde los anestésicos hasta los rayos X; fue vencida la fiebre
amarilla. Procesos notablemente perfeccionados de refinación de la ganga
del hierro hicieron posible una gran expansión en la producción de acero,
producto clave de la nueva era industrial; se produjeron también el aluminio
y otras aleaciones metálicas. Se multiplicó la longitud de las redes ferrovia­
rias; la red europea, incluida la rusa, pasó de 140.000 millas en 1890
a 213.000 en 1914.
En la nueva fase de la Revolución Industrial, la industria mecánica se
extendió geográficamente desde Inglaterra y Bélgica, que eran los únicos
países verdaderamente industriales en 1870, a Francia, Italia, Rusia, Japón,
y, muy especialmente, a Alemania y a los Estados Unidos. En Europa, la
producción industrial se concentró en la «zona interior». Sólo tres potencias
—Inglaterra, Alemania y Francia— reunían en 1914 más de siete décimas
partes de todas las manufacturas europeas y producían más de cuatro

320
quintos de todo el carbón, el acero y la maquinaria europeos. De las grandes
potencias europeas, Alemania estaba entonces abriéndose paso. Tomando
como ejemplo sólo el uso del acero, en 1871, Alemania estaba produciendo,
anualmente, tres quintos del acero producido por Inglaterra; en 1900,
producía más, y, en 1914, producía el doble de Inglaterra, pero solamente la
mitad del nuevo gigante industrial, los Estados Unidos. En 1914, la
producción americana de acero era mayor que la de Alemania, Inglaterra y
Francia juntas. Inglaterra, la adelantada de la mecanización, estaba siendo
superada tanto en el viejo como en el nuevo mundo. Las tres potencias
europeas incrementaron su producción industrial, alrededor de un 50 por
ciento, en las dos décadas anteriores a 1914, pero los Estados Unidos tenían
una tasa de crecimiento anual muy superior desde 1870 a 1913, es decir,
del 4,3 por ciento, comparado con las potencias inmediatamente siguientes,
Alemania con el 2,9 por ciento, Inglaterra con el 2,2 por ciento, y Francia
con el 1,6 por ciento3. En 1914, los Estados Unidos habían superado a
Europa en la mecanización de la agricultura, en las manufacturas y en la
producción de carbón y de acero, en la que alcanzaba a más de los dos
quintos de la producción mundial. Los americanos estaban explorando
también en las técnicas de línea de montaje y de cinta transportadora, para
la producción en serie de automóviles y de toda clase de artículos de consumo.

El libre comercio y la «balanza de pagos» europea

Fue la Inglaterra de mediados del siglo XIX, entonces el taller del


mundo, la que había iniciado la marcha hacia el Ubre comercio. Recordemos
que, en 1846, mediante la revocación de la Ley de Cereales, los ingleses se
aventuraron en una sistemática política de libre comercio, eligiendo delibe­
radamente pasar a depender, para sus alimentos, de las importaciones
ultramarinas6. Francia adoptó el libre comercio en 18607. Otros países
tampoco tardaron. Es verdad que, en 1880, hubo un retroceso hacia tarifas
proteccionistas, excepto en Inglaterra, en Holanda y en Bélgica. Pero las
tarifas eran impedimentos, más que barreras, y, hasta 1914, la característica
del sistema económico fue la extremada movilidad de los artículos a través
de las fronteras políticas. Políticamente, Europa era más nacionalista que
nunca; pero la actividad económica, en unas condiciones generalmente
liberales, en las que se suponia que los negocios eran independientes del
estado político, seguia siendo predominantemente internacional y abarcaba
el mundo entero.
Hablando en líneas generales, la gran realización económica de la Europa
anterior a 1914 fue la de crear un sistema mediante el cual pudieran
adquirirse y pagarse las grandes importaciones utilizadas por la Europa
industrial. Todos los países europeos, excepto Rusia, Austria-Hungría y los
estados balcánicos, importaban más de lo que exportaban. Gran Bretaña
5 The New Cambridge Moderm Hislory, vol, XII, ed. rev. (Cambridge: Cambridge Univer-
sity Press, 1968, pág. 40).
6 Ver págs. 207-209.
7 Ver págs. 249-250.

321
había sido un país predominantemente importador, desde finales del si­
glo XVIII. Es decir, a pesar de la expansiva exportación de manufacturas de
algodón y de otros productos de la Revolución Industrial, Gran Bretaña
consumía más artículos procedentes del exterior, que los que ella exportaba.
La industrialización y la urbanización, en el siglo XIX, confirmaron la
misma situación. Entre 1800 y 1900, el valor de las exportaciones británicas
se multiplicó por ocho, pero el valor de las importaciones en Gran Bretaña
se multiplicó por diez, y, en la década anterior a 1914, los ingleses tenían un
excedente de importaciones de unos 750 millones de dólares anuales.
Gran Bretaña y los países industriales de Europa en conjunto (en lineas
generales, la «zona interior» de Europa), al comienzo del siglo XX,
arrojaban un excedente de importaciones, calculado en dólares, de casi 2.000
millones de dólares anuales (y el dólar representaba entonces muchos más
artículos de los que pasó a representar después). Las importaciones en la
zona interior de Europa consistían en materias primas para sus industrias y
en alimentos y superfluidades para su población.
¿Cómo se pagaban las importaciones? ¿Cómo gozaba Europa de una
«balanza de pagos» favorable, a pesar de una balanza desfavorable en el
comercio de mercancías? La exportación de manufacturas europeas pagaba
algunas importaciones, e incluso una gran parte de ellas, pero no todas.
Eran las llamadas exportaciones invisibles las que compensaban la diferen­
cia, es decir, los servicios de embarque y de seguros prestados a los
extranjeros,'y el interés del dinero prestado o invertido, incluyendo todo ello
en el intercambio exterior. El embarque y los seguros eran importantes. Un
comerciante argentino de Buenos Aires, para enviar cueros a Alemania,
podía utilizar un barco inglés; pagaba los fletes en pesos argentinos, que
podía abonar en la cuenta del armador británico en un banco argentino; el
armador británico podía vender los pesos a alguien de Inglaterra o de otra
parte de Europa que los necesitase para comprar carne argentina. La
numerosa.marina mercante británica ganaba así un considerable volumen de
los alimentos y de las materias primas que Inglaterra necesitaba. Para
asegurarse contra riesgos de todas las clases imaginables, las gentes del
mundo entero acudían a la Lloyds de Londres. Con los beneficios obtenidos
de la venta del seguro, lps ingleses podían comprar lo que quisieran. Los
gobiernos o las empresas comerciales pedían dinero a préstamos en Europa,
y principalmente en Inglaterra; los pagos de intereses, al poner las monedas
extranjeras en manos europeas y británicas, constituían otra exportación
invisible con la que podía financiarse un exceso de importaciones. Pero el
préstamo de dinero a extranjeros sólo es una parte de un fenómeno más
amplio, la exportación de capital.

La exportación de capital europeo

La emigración de millones de europeos tuvo como consecuencia la


creación de nuevas sociedades, fundamentalmente européas por su carácter,
que compraban manufacturas a Europa, y producían los alimentos, la lana,
el algodón y los minerales que Europa necesitaba. Esto no podría haber

322
ocurrido, si Europa sólo hubiera exportado gente, y, sobre todo, gente de
tan pocos recursos como la mayoría de los emigrantes. Europa también
exportaba el capital necesario para que los nuevos pobladores y los nuevos
mundos empezasen a producir.
La exportación de capital significaba que un país más antiguo y más rico,
en lugar de utilizar todo su ingreso anual para elevar su propio nivel de vida,
o para aumentar su capital mediante la ampliación o la mejora de sus casas,
fábricas, maquinaria, minas, transportes, etc., dedicaba una parte de su
ingreso a ampliar o mejorar las casas, fábricas, maquinaria, minas y
transportes de países extranjeros. Significaba que los inversores ingleses,
franceses, holandeses, belgas, suizos y finalmente alemanes, en su deseo de
incrementar sus ingresos, compraban las acciones de empresas extranjeras y
los bonos de empresas y gobiernos extranjeros; u organizaban compañías
propias para operar en otros países; o sus bancos concedían préstamos a
bancos de Nueva York o de Tokyo, que luego prestaban los fondos a los
usuarios locales. El capital llegó a alcanzar en Europa una cierta magnitud, a
partir de los ahorros de gentes muy oscuras, especialmente en Francia,
donde las familias campesinas y burguesas modestas eran notablemente
prósperas. Pero la mayor parte del capital acumulado procedía de los
ahorros de las gentes acomodadas. Los propietarios de una empresa, por
ejemplo, en lugar de emplear los ingresos dé la empresa en pagar salarios
más altos, tomaban una parte del mismo en concepto de beneficios o
dividendos, y, en lugar de gastarlo todo en sí mismos, reinvertían una
porción en empresas nacionales o extranjeras. La diferencia entre los ricos y
los pobres era, pues, una causa de la rápida acumulación de capital, aunque
la acumulación de capital, en el siglo XIX, producía, a su vez, una constante
elevación de los niveles de vida de las clases trabajadoras. En cierto sentido,
sin embargo, el pueblo común de la Europa occidental, por el hecho dé
privarse de una mejor calidad en la vivienda, en la dieta, en la instrucción o
en las diversiones, que una sociedad más democrática o consumista podría
haber proyectado para él, hizo posible la exportación de capital, y, en
consecuencia, la financiación y el desarrollo de otras regiones del mundo.
Los ingleses eran los principales exportadores de capital, seguidos a cierta
distancia por los franceses, y, a finales del siglo, por los alemanes^ Ya en los
años 1840, la mitad del incremento anual de la riqueza en Gran Bretaña se
destinaba a inversiones extranjeras. En 1914, íos ingleses tenían 20,000 mi­
llones de dólares en inversiones extranjeras, los franceses unos 8.700 millones,
y los alemanes unos 6.000 millones. Una cuarta parte de toda la riqueza
perteneciente a los habitantes de Gran Bretaña se componía, en 1914,
de bienes que se encontraban fuera del país. Casi una sexta parte de la
riqueza nacional francesa consistía en inversiones fuera de Francia. Los tres
países habían confiado en la fortuna, y la fortuna se mostró cruel, porque,
en la Primera Guerra Mundial, los ingleses perdieron casi una cuarta parte
de sus inversiones extranjeras, los franceses casi un tercio, y los alemanes
todo.
Aquellas enormes sumas, procedentes de la zona interior de Europa
durante el siglo anterior a 1914, al principio se destinaban, sobre todo, a

323
C a pit a l M ile s d e m i l l o n e s d e d ó l a r e s
exportado a :
10 12 14 16 18 JO
A s ia , A f r ic a ,
y A u s t h a l ia

EE. U U . Y
Canadá
G r an B hftañ a
A m é r ic a L a t in a F h a n c ia
A l e m a n ia
R u s ia

A u s t r ia -H u n g r ía
y los Ba lca n es
Im p e r i o o to m ano

T o tal

hasta 1914

EXPORTACION DE CAPITAL EUROPEO HASTA 1914

En 1914, los ingleses, los franceses y los alemanes tenían más de 30.000 millones de dólares
en inversiones y préstamos extranjeros y coloniales, distribuidos según se muestra en el mapa.
Las inversiones holandesas, sobre todo en las Indias Holandesas, juntamente con los capitales
suizo, belga y escandinavo, sumarian varios miles de millones de dólares más. Los intereses de
esas inversiones ayudaron a los europeos a pagar el exceso de sus importaciones sobre sus expor­
taciones. Con el capital prestado por Europa se construyeron países nuevos y no desarrollados.
El capital inglés predominaba en el mundo de ultram ar, mientras las regiones menos avanzadas
de la Europa oriental y del Cercano Oriente estaban financiadas, sobre todo, por Alemania y
Francia. La mayor parte de1la inversión que se muestra en este mapa se perdió o se gastó en la
Primera Guerra Mundial. (Ver págs. 452-455 y 460-461.)

324
financiar las Américas y las regiones menos ricas de Europa8. Ningún país,
excepto Gran Bretaña, construyó totalmente sus ferrocarriles con recur­
sos propios. En los Estados Unidos, el sistema ferroviario se construyó,
en muy elevada medida, con capital obtenido en Inglaterra. En la Europa
central y en la oriental, las compañías inglesas construían muchas veces los
primeros ferrocarriles, y luego los vendían a las compañías nativas que los
manejaban o a los gobiernos que posteriormente los regían. En la República
Argentina, los ingleses no sólo financiaron y construyeron los ferrocarriles,
sino que luego continuaron manejándolos y poseyéndolos. Además, hasta
1914, los ingleses vendieron unos 75 millones de toneladas anuales de carbón a
América del Sur para el funcionamiento de los ferrocarriles, sin contar otras
partidas para el repuesto y mantenimiento del equipo. Muelles, almacenes,
minas, plantaciones, establecimientos de elaboración y manufacturas por
todo el mundo se construyeron también con capital obtenido en Europa. De
igual modo, el capital europeo ayudó a los emigrantes a los nuevos países a
vivir civilizadamente. En los Estados Unidos, por ejemplo, el estado y los
gobiernos locales solían vender en Europa sus bonos para construir
carreteras, para pavimentar las calles o para construir sistemas de escuelas
para la población que se desplazaba hacia el oeste. Algunos de aquellos
bonos americanos constituyeron una pérdida parcial o total para los
inversores europeos. En conjunto, en 1914, los Estados Unidos habían
pagado una gran parte de su deuda. De todos modos, en 1914, los
americanos aún debían unos 4.000 millones de dólares a los europeos, una
suma tres veces mayor que la deuda nacional de los Estados Unidos en aquel
tiempo.

Un sistema monetario internacional: el patrón oro


La economía internacional descansaba en un sistema monetario interna­
cional, basado, a su vez, en la casi universal aceptación del patrón oro.
Inglaterra había adoptado el patrón oro en 1816, cuando la libra esterlina se
definía legalmente como el equivalente de 113 granos9 de oro fino. La
Europa occidental y los Estados Unidos adoptaron un patrón oro sólo en los
años 1870. Una persona que tuviese alguna moneda «civilizada» —libras,
francos, dólares, marcos, etc.—, podía cambiarla en oro, si así lo deseaba, y
una persona que tuviese oro podía cambiarlo en cualquier moneda. Las
monedas eran como otros tantos lenguajes distintos que expresaban la
misma cosa. Todas tenían sustancialmente el mismo valor, y hasta 1914
permanecieron muy estables las tasas de cambio entre las monedas. Se
suponía que ninguna moneda de un país civilizado «caería» nunca; esas
cosas podían ocurrir en Turquía o en China, o durante la Revolución
Francesa, pero no en el mundo de los hombres prácticos, del progreso
moderno y de los negocios civilizados.
Las monedas importantes eran libremente intercambiables. Un francés
que vendía sedas a un alemán, y que recibía, por lo tanto, marcos alemanes,
8 La penetración del capital europeo en Asia y Africa, en 1890, es considerada en el capitulo
siguiente.
9 El grano pesaba 0,06 gramos (N. del T,),

325
podía cambiar los marcos en francos, en libras esterlinas, o en _dólares. Es
decir, nó estaba obligado a comprar en Alemania o a gastar su dinero en
Alemania, smo que podía utilizar el producto de su venta alemana pará com­
prar artículos o servicios franceses, ingleses o americanos, según su deseo. El
comercio era multilateral. Un país que necesitase importaciones de otro país,
como algodón americano, no tenía que vender a ese país para obtenerlas;
podía vender sus propios artículos en cualquier parte y luego importar según
sus necesidades.
Fue la aceptación del patrón oro, y el hecho de que todos los países
importantes poseyesen una reserva de oro suficiente para apoyar sus
monedas, lo que hizo posible un intercambio tan fluido. Al propio tiempo,
el patrón oro tenía efectos menos saludables. Era opresivo para los países
que no tenían oro. Y produjo una gradual caída de los precios, especialmen­
te entre 1870 y 1900, porque (hasta los descubrimientos de oro en Africa del
Sur, Australia y Alaska, en los años 1890) la producción mundial de oro era
muy inferior a la creciente producción de artículos industriales y agrícolas.
Los persistentes descensos en los precios constituían un gravamen para
quienes habitualmente trabajaban con dinero prestado: muchos granjeros,
muchos hombres de negocios y las naciones deudoras en conjunto. Un
famoso discurso de William Jennings Bryan, pronunciado en los Estados
Unidos en 1896, declarando que la humanidad no debía ser crucificada «en
esa cruz de oro», expresaba una inquietud mundial. Pero la caída de precios
era una ventaja para las clases asalariadas, que generalmente mejoraban su
situación en aquellos años, y también para los ricos, para los propietarios y
para los que prestaban el capital, los banqueros y financieros, que, mientras
los precios siguieron bajando, cobrarían en un dinero de más valor que el
que habían prestado.
El centro del sistema económico y financiero del globo era Londres. Los
bancos de Londres prosperaron a consecuencia de la derrota de Napoleón, al
quedar arruinados los antiguos centros financieros de Amsterdam, a causa
de las guerras revolucionarias y napoleónicas. Recordemos también que los
vencedores de 1815 impusieron a Francia una indemnización de 700 millones
de francos, de la que en 1818 se hizo cargo una asociación de banqueros
privados; los bancos de Londres desempeñaron un importante papel en
aquel asunto, y desarrollaron así sus conexiones con las tesorerías de muchos
gobiernos10. En la Guerra de Crimea de 1854-1856, con Inglaterra en guerra
contra Rusia, los bancos de Londres concedían préstamos al gobierno ruso
—tan independientes eran, en aquel tiempo, los negocios y la política. La
temprana adopción del patrón oro en Inglaterra significaba que muchos
individuos, ingleses y extranjeros, guardaban sus fondos en libras esterlinas
depositadas en Londres* donde se acumulaban, por consiguiente, las
cantidades de capital disponible.
Los bancos, además, financiaban, cada vez en mayor medida, el
comercio de exportaciones británicas, envuelto también en la marea de la
Revolución Industrial. Por ejemplo, un pequeño fabricante del Lancashire
podía recibir un pedido de una gruesa de tijeras de un desconocido

10 Ver pág, 191.

326
comerciante de Trieste. Podría extender una factura o «letra a la vi^a»
contra el comerciante de Trieste, y llevar esta factura a una institución
financiera conocida como casa que acepta giros. Esta casa, que, en el curso
de sus negocios, ha adquirido un minucioso conocimiento del crédito de
miles de individuos y de firmas en todas las partes del mundo, «descontaría»
entonces la letra, entregando dinero contante al fabricante del Lancashire y
cobrando del comerciante de Trieste a través de los canales baneados
internacionales. De este modo, el banco liberaba de una carga al fabricante
británico, y extendía un crédito a corto plazo a los extranjeros para la
compra de artículos ingleses. Muchas casas de aceptación de giros fueron
entrando, poco a poco, también en el negodo de préstamos a extranjeros, a
largo plazo. Londres se convirtió en el vértice de una pirámide que tenía
como base el mundo. Era el principal centro de intercambio de monedas,
el banco de liquidación de las deudas del mundo, el depositario del que to­
do el mundo tomaba dinero a préstamo, el banco del banquero, el recurso del
asegurador que se reasegura, así como el centro de embarque del mundo y
el cuartel general de muchas sociedades internacionales.

Un mercado mundial: unidad, competencia e inseguridad


Nunca el mundo había estado tan unificado económicamente, con cada
región desempeñando su correspondiente papel en una especialización que
alcanzaba a todo el globo. La Europa occidental, y en 1870 principalmente
Gran Bretaña, era el taller industrial del mundo. Otras partes de la tierra
satisfacían sus muchas necesidades. Un economista inglés se maravillaba, en
1866, de que Inglaterra tuviera entonces sus graneros en Chicago y en
Odessa, sus bosques en el Canadá y en el Báltico, sus granjas de ovejas en
Australia, y sus minas de oro y de plata en California y en el Perú, mientras
tomaba el té que le llegaba de China y el café de las plantaciones de las
Indias Orientales. Lo mismo podría haberse dicho de casi toda la «zona
interior» de Europa en el momento de la Primera Guerra Mundial.
Se había creado un verdadero mercado mundial. Los artículos, los
servicios, el dinero, el capital, las personas se movían en todas dirección es,
sin tener en cuenta las fronteras nacionales. Se compraban y vendían
mercancías, a precios mundiales uniformes. Los negociantes en trigo, por
ejemplo, seguían los precios en Minneapolis, en Liverpool, en Buenos Aires
y en Danzig, por la información telegráfica y cablegráfica cotidiana.
Compraban donde estaba más barato, y vendían donde estaba más caro. De
este modo, la provisión mundial de trigo se distribuía, en líneas generales, de
acuerdo con las necesidades o con las posibilidades de pago. El obrero de
Milán, si la cosecha italiana había sido mala y los precios estaban altos, era
alimentado desde otra fuente. Además, el productor italiano de trigo
sentiría, en este caso, la presión de la competencia mundial. El mercado
mundial, aunque organizaba el mundo en un sistema económico unificado,
al propio tiempo establecía, por primera vez, la competencia entre regiones
distantes. El productor —ya fuese hombre de negocios, fabricante, granjero
o plantador de café— no tenía una salida segura para su producto, como
había ocurrido, por lo general, en el pasado. Estaba en competencia, no sólo

327
con el hombre del otro lado de la calle o de un poco más allá, en la misma
carretera, sino eon el mundo.
La creación de un mercado mundial integrado, la financiación y el
desarrollo de países fuera de Europa, y la consiguiente alimentación y el
mantenimiento de la creciente población de Europa fueron los grandes
triunfos del sistema de capitalismo no regulado del siglo XIX. El sistema era
intrincado, con millares e incluso millones de individuos y de empresas que
se satisfacían sus recíprocas necesidades, sin una planificación central. Pero
era extremadamente precario, y la situación de la mayoría de los individuos,
dentro de él, era excesivamente vulnerable. Las regiones competían contra
las regiones, y las personas contra las personas. Una caída en los precios de
los cereales en el Medio Oeste americano, además de arruinar a unos pocos
especuladores, podía obligar al productor prusiano o argentino de trigo a
vender a un precio que no le permitiría vivir. Un fabricante podía verse
excluido del negocio, si su competidor lograba vender a precios más bajos
que él, o si una nueva mercancía venía a dejar anticuado su producto.. El
trabajador, contratado solamente cuando el empresario le necesitaba, se veía
en el desempleo tan pronto como el trabajo decaía, o se encontraba con la
definitiva desaparición de su oficio, a causa de una invención que venía a
economizar fuerza de trabajo. El sistema atravesaba ciclos de prosperidad y
de'depresión, siendo el más notable ejemplo de estas la gran depresión que se
produjo hacia 1873 y que duró hasta 1893, aproximadamente. Se apoyaba en
la expansión y en el crédito; pero, a veces, la gente no podía pagar sus
deudas, de modo que el crédito se derrumbaba, y, a veces, la expansión no
lograba estar a la altura de las expectativas, de modo que los beneficios
previstos acababan siendo pérdidas. Para combatir la esencial inseguridad
del capitalismo privado, se acudió a toda clase de recursos. Los gobiernos
adoptaban tarifas proteccionistas, de una parte, y una legislación de
seguridad social y de bienestar, de otra; el sindicalismo y los movimientos
socialistas se incrementaban; se llevaban a cabo fusiones de empresas. Estas
y otras medidas, a las que luego volveremos, revelaban la gradual decaden­
cia, en los años posteriores a 1880, del capitalismo no regulado, del
laissez-faire del siglo XIX.

Cambios en la organización: las grandes empresas

El capitalismo experimentó un gran cambio, hacia 1880 ó 1890.


Caracterizado anteriormente por un gran número de unidades muy peque­
ñas, de pequeñas empresas regidas por individuos, de asociaciones o
pequeñas compañías, iba caracterizándose, cada vez en mayor medida, por
sociedades grandes e impersonales. Los atractivos de la corporación de
«responsabilidad limitada» como forma de organización de empresas y
como medio de estimular la inversión surgieron de unas leyes, establecidas
por la mayor parte de los países en el siglo XIX, que limitaban la pérdida
personal del inversor individual, en el caso de una quiebra, al volumen de
sus acciones en la empresa. La sociedad, que aparece, en su forma moderna,
por primera vez, con los ferrocarriles, se convirtió en la forma usual de

328
organización para la industria y para el comercio. Como el mecanismo era
cada vez más complicado, sólo un gran acopio de capital podía financiarlo.
Y como las sociedades aumentaban en volumen y en número, basándose en
la venta de acciones y en la emisión de bonos, la influencia de los círculos
bancarios y financieros se acrecentó. Los financieros, utilizando no tanto su
propio dinero como los ahorros de los otros, tenían un nuevo poder de crear
o de extinguir, de estimular, de desalentar o de combinar empresas asociadas
en diversas industrias. El capitalismo industrial trajo consigo el capitalismo
financiero11.
La organización en razones sociales hizo posible la concentración de los
procesos económicos bajo una dirección unificada. En el comercio al detalle,
aparecieron los grandes almacenes, hacia 1890, en los Estados Unidos y en
Francia. En la industria, el acero ofrece un buen ejemplo. El acero se
convirtió, en todo caso, en una gran empresa, cuando se introdujeron los
altos hornos. Para las empresas del acero, o para los altos hornos, no ofrecía
seguridad suficiente tener que contar, para el hierro y el carbón, con unos
productores independientes que podían venderlos a quien quisiesen. Así,
pues, las fábricas de acero comenzaron a manejar minas propias, o a
comprar la parte de un socio, o, en otro caso, a reducir las minas de carbón
y de hierro a una situación subsidiaria. Algunas, para asegurar sus
mercados, comenzaron a producir, no sólo acero, sino también manufactu­
ras de acero (barcos, equipamiento ferroviario, armas navales y militares de
acero. Así, procesos enteros, desde la minería hasta el producto acabado, se
concentraron en una integración «vertical». Mediante la integración «hori­
zontal», las sociedades del mismo nivel se combinaban entre sí para reducir
la competencia y para protegerse contra las fluctuaciones en los precios y en
los mercados. Unas fijaban los precios, otras acordaban restringir la
producción, otras dividían entre sí los mercados. En los Estados Unidos, se
llamaron trusts, y, en Europa, cariéis. Eran frecuentes en muchas de las
nuevas industrias a finales de siglo, como en las químicas, en las del
aluminio y en las del petróleo. En el acero, esas combinaciones produjeron
las grandes empresas de Krupp en Alemania, de Schneider-Creusot en
Francia, de Vickers-Armstrong en Gran Bretaña. Fue en los Estados
Unidos donde esas grandes empresas alcanzaron su máximo desarrollo,
conducidas por «capitanes» de industria y «titanes» de las finanzas. Andrew
Camegie, que llegó a América siendo un pobre muchacho inmigrante
escocés, producía más acero que toda Inglaterra; en 1901, vendió su empresa
a una organización todavía más colosal, la United States Steel Corporation,
formada por el financiero J. P. Morgan. Fue también en los Estados Unidos
donde los monopolios y el poder de las grandes empresas en general se
hicieron sentir más fuertemente; se dictó una legislación antitrust, que
empezó con el Acta Sherman de 1890, pero nunca tuvo efectos importantes.
Muchas de las nuevas combinaciones fueron beneficiosas, pues hicieron
menos imprevisibles los altibajos de las empresas, facilitando así unos
precios más estables y un trabajo más continuado y seguro. En general,
redujeron lo costes de producción, pero que los ahorros alcanzasen

11 Ver págs. 248-250, 292.

329
ganancias más altas, o que los salarios subiesen, o que los precios bajasen,
eran cuestiones que dependían de muchos factores. Unos trusts eran más
codiciosos que otros, o se encontraban con una fuerza de trabajo sólo
débilmente organizada o sin organizar. En todo caso, para bien o para mal,
las decisiones dependían de la dirección y de las finanzas. Había surgido un
nuevo tipo de poder privado, al que sus críticos gustaban de llamar
«feudal». Como hasta entonces ningún sistema económico había estado tan
centralizado, nunca, en realidad, tan pocos habían ejercido un poder
económico tan grande sobre tantos. Con la aparición de las grandes
sociedades, la clase media empezó a caracterizarse por estar compuesta de
empleados asalariados; el hombre asalariado podía pasar la vida entera en la
misma compañía, y sentir hacia ella, en sus disputas con los trabajadores o
con el gobierno, una lealtad muy semejante a la de un criado del señor en los
tiempos feudales. La clase obrera no era tan dócil; los trabajadores
intentaban organizar uniones capaces de tratar con unos empresarios rada
vez más gigantescos. A partir de 1880, aproximadamente, la clase obrera tam­
bién desempeñó un papel cada vez más decisivo en la política de todas las na­
ciones avanzadas.

39. El avance de la Democracia: Tercera República Francesa,


Reino Unido, Imperio Alemán

En los años de 1815 a 1870, la vida política europea había estado carac­
terizada por la agitación liberal en favor de gobiernos constitucionales, de
asambleas representativas, de ministerios responsables y de garantías de
libertades individuales. Desde 1871 a 1914, incluso donde estos objeti­
vos liberales no habían sido plenamente alcanzados, sino que permane­
cían como metas, el proceso de desarrollo político más notable fue la
extensión democrática del voto a la clase obrera —la adopción del sufragio
masculino universal, que, al propio tiempo, significaba, por primera vez, la
creación de partidos políticos de masas y la necesidad de dirigentes políticos
que atrajesen a un amplio electorado—. La extensión del sufragio en estos
años no se produjo a causa de la agitación popular, como en los tiempos de
los cartistas o de lo s . reformadores radicales en Francia. Fueron los
gobiernos, por sí mismos, los que extendieron el sufragio, en virtud de
diversas razones. Muchas veces la democratización tuvo lugar en una
estructura que seguía siendo monárquica y aristocrática, pero en 1914, el
mecanismo, por lo menos, del autogobierno democrático estaba instituyén­
dose en casi todas partes. Además, para hacer frente a la creciente fuerza del
socialismo con posterioridad a 1871, y por razones humanitarias, los
gobiernos estaban asumiendo también la responsabilidad de los problemas
sociales y económicos originados por la industrialización. Iba tomando
forma el estado del bienestar en su forma moderna.

Francia: la instauración de la Tercera República


En Francia, la república democrática no se instauró fácilmente, y sus
turbulentos primeros años dejaron profundas huellas en el país. Recuérdese

330
que, en septiembre de 1870, cuando el imperio de Napoleón III reveló su
impotencia en la guerra franco-prusiana, gentes amotinadas en París, como
en 1792 y en 1848, proclamaron nuevamente la República12. Un gobierno
provisional de defensa nacional trató desesperadamente de continuar la
guerra, pero la causa estaba perdida. En enero de 1871, terminó un duro
asedio de París, y se firmó un armisticio. Bismarck, insistiendo en que sólo
un gobierno debidamente constituido podía hacer la paz, permitió la
elección, por sufragio universal masculino, de una Asamblea Nacional que
deliberaría sobre las condiciones de paz y redactaría una constitución para el
nuevo estado francés. Cuando se celebraron las elecciones, en febrero, se
descubrió, como en 1848 (y, realmente, en 1797), que el republicanismo
inspiraba tan escasa confianza entre el pueblo francés como conjunto, y muy
especialmente en las provincias y áreas rurales, que una elección libre llevó al
poder a elementos monárquicos13. Aún se pensaba que el republicanismo era
violento —belicoso en su política exterior, turbulento en sus acciones
políticas, hostil a la iglesia, y socialista, o por lo menos igualitario en sus
concepciones de la propiedad y de la riqueza privada— . La nueva Asamblea
sólo contaba con unos 200 republicanos, de un total que superaba los 600
diputados.
Pero los republicanos de París, que habían defendido a Francia cuando
Napoleón III había sido incapaz de hacerlo, que durante cuatro meses
habían estado sitiados, sometidos al hambre y al frío por los alemanes, y que
continuaban negándose a hacer la paz en las duras condiciones impuestas
por Bismarck y que estaban a punto de ser aceptadas por la Asamblea, no se
avenían a reconocer la autoridad de los otros. Estalló una guerra civil entre la
Asamblea Nacional, que ahora tenía su sede en Versalles, y la ciudad de
París, donde se estableció un consejo municipal revolucionario o «Comu­
na». París, tan recientemente atacada por los soldados alemanes, era
atacada ahora por los franceses.
La Comuna de París, que duró desde marzo hasta mayo de 1871, parecía
otra explosión de revolución social. En realidad fue, esencialmente, una
resurrección del jacobinismo de 1793. Era orgullosamente patriótica y
republicana, anti-alemana, contraria a los burgueses ricos, a los aristócratas
y al clero, y abogaba por los controles gubernamentales sobre los precios,
sobre los salarios y sobre las condiciones de trabajo, pero no era socialista en
ningúfi sentido terminante ni sistemático. Entre sus dirigentes, sin em­
bargo, estaban unos pocos de los nuevos socialistas revolucionarios in­
ternacionales, que veían en una república jacobina o democrática un paso
adelante hacia su nuevo orden. Marx en Inglaterra, y otros en otras partes,
miraban a la Comuna, llenos de esperanza, como si ella les anunciase el
inminente fin de la burguesía. Muchos individuos de la clase media y del
campesinado francés, y gentes como ellos en toda Europa, consideraban que
los «Communards» eran feroces y salvajes destructores de la civilización del

12 Ver pág. 277.


13 Ver págs. 120, 218.

331
siglo XIX. La lucha en París fue tan espantosa, que superó' a todo lo
conocido en cualquier rebelión francesa precedente, t o s Communards, en
una desesperada reacción final, incendiaron un buen número de edificios
públicos y condenaron a muerte al arzobispo de París, a quien mantenían
como rehén. Las fuerzas de la Asamblea Nacional, finalmente victoriosas,
estaban decididas a desarraigar el inveterado revolucionarismo de París.
Fueron denunciadas unas 330.000 personas, 38.000 arrestadas, 20.000
condenadas a muerte, y 7.500 deportadas a Nueva Caledonia. La Tercera
República nació en una atmósfera de odio de clase y de terror social.
La forma de gobierno del nuevo régimen había de ser establecida aún. La
mayoría monárquica de la Asamblea estaba dividida por igual entre los que
abogaban por una restauración de la familia Borbónica y los que abogaban
por la de Orléans. Al final, incluso después de haber llegado a un acuerdo, el
candidato Borbón perdió la adhesión de algunos por su torpe insistencia en
volver a la bandera blanca de los Borbones. Los monárquicos se enfrentaron
los unos con los otros. Mientras tanto, tras una amplia discusión de varios
proyectos constitucionales, la Asamblea adoptó, en 1875, no una constitu­
ción, sino ciertas leyes constituyentes. Por un margen de un voto, se aprobó
una resolución que indirectamente significaba la instauración de una
república. Las nuevas leyes establecían un presidente, un parlamento de dos
cámaras, y un consejo de ministros, o gabinete, presidido por un premier. El
Senado sería elegido mediante un complicado e indirecto sistema de elección,
y la Cámara de Diputados, por sufragio masculino, universal y directo.
Dos años después, en 1877, la función del presidente, de los ministros y
del parlamento se aclaró todavía más, como resultado de un desafortunado
intento de uno de los primeros presidentes, el mariscal MacMahon, de
destituir a un prem ier que no contaba con su aprobación, pero que tenía el
respaldo de la Cámara. MacMahon procedió a disolver la Cámara y a
celebrar nuevas elecciones. Sin embargo, el ejemplo de la transformación de
la Segunda República, por parte de Napoleón III, en una dictadura personal
estaba fresco todavía. Las elecciones reivindicaron el principio de la
primacía parlamentaria y de la responsabilidad del prem ier y de su gabinete
ante la legislatura, lo que en Francia significaba, generalmente, aunque no
exclusivamente, ante la Cámara baja. El verdadero ejecutivo en la Francia
republicana debía estar constituido por el prem ier y por su gabinete, conside­
rados, a su vez, como la expresión estricta de una mayoría de la legislatu­
ra. Desgraciadamente, esa mayoría, en un parlamento en el que estaban
representados, aproximadamente, una docena de partidos, era siempre difícil
de formar, y sólo podría crearse mediante alianzas, coaliciones o bloques de
partidos inestables, temporales y cambiantes. Ningún presidente —y, desde
luego, ningún premier— podía, por lo tanto, disolver la Cámara para
celebrar nuevas elecciones y consultar al país, como podría hacerse en
Inglaterra. En realidad, bajo la Tercera República, la maquinaria sustancial
del estado —ministerios, prefecturas, tribunales, policía, ejército, todo bajo
un control sumamente centralizado— se mantuvo virtualmente intacta, como
en todos los levantamientos desde la época de Napoleón I. La Francia del si­
glo XIX, tan variable en apariencia, sufrió, en realidad, una reorganización
menos amplia que cualquier otro país importante de Europa.

332
Trastornos de la Tercera República Francesa

Pero la Tercera República era precaria. La administración había cambia­


do tan frecuentemente desde 1789, que todas las formas de gobierno
parecían transitorias. Cuestiones que en otros países no eran más que
cuestiones de partido se convertían, en Francia, en cuestiones de «régim eny»
—monarquía frente a república—. Muchos ciudadanos, especialmente los
influidos por las clases altas, por el clero católico y por los oficiales
profesionales del ejército, continuaban sintiendo una positiva aversión a la
república. Por otra parte, la inhumana y vengativa represión de que se hizo
objeto a la Comuna despertó las simpatías de muchas gentes de las clases
medias hacia los republicanos. Muchos se hicieron republicanos sólo porque
no arraigaba ninguna otra forma de gobierno, o porque era la forma de
gobierno que menos dividía al país. A medida que el republicanismo alcanzó
a elementos más amplios de la sociedad, se hizo menos revolucionario y
menos temible. En 1879, por primera vez, los republicanos ganaron el
control de las dos cámaras. En la década de los ochenta, su radicalismo ape­
nas fue más allá de la implantación de un sistema de escuela democrática y
obligatoria a expensas del gobierno y de la aprobación de una legislación anti­
clerical destinada a refrenar la influencia de la iglesia en la educación.
Sin embargo, durante más de un cuarto de siglo, las energías republica­
nas habrían de emplearse en defensa de las instituciones republicanas, a fin de
asegurar la supervivencia del régimen. Una crisis inicial surgió en 1886-1889,
cuando el general Boulanger reunió a su alrededor un heterogéneo grupo que
incluía no sólo a bonapartistas, monárquicos y aristócratas, sino también a
republicanos radicales extremados, que deseaban una guerra de desquite
contra Alemania, y obreros disgustados por su suerte en general. Boulanger
se convirtió en una figura popular, y, por un momento, pareció a punto de
tomar el poder como dictador. Pero la amenaza se hundió en un cómico
fracaso, porque el general, en el instante crítico, se desalentó y huyó al
destierro. Mientras tanto, en los años 1880 y 1890, los escándalos y las
revelaciones de corrupción en altos círculos republicanos daban argumentos
a los antirrepublicanos. Además, la esperanza de que los católicos franceses
que no simpatizaban con la república se unirían a ella, apremiados por los
prelados franceses y por el Papa León XIII en 1892, se vio desvanecida por
el Asunto Dreyfus, que, a finales de los años 1890, sacudió al país y también
al mundo.
En 1894, el capitán Dreyfus, un judío oficial del ejército, fue declarado
culpable de traición por un tribunal militar y deportado a la Isla del Diablo.
Se acumularon pruebas que demostraban su inocencia y que señalaban la
culpabilidad de otro oficial, el comandante Esterhazy, un aventurero
conocido por estar acribillado de deudas de juego. Pero el ejército se negó a
revisar el caso, pues no estaba dispuesto a admitir que se había equivocado;
un oficial de estado mayor, el coronel Henry, incluso falsificó documentos
para confirmar la culpabilidad de Dreyfus. Mientras tanto, antisemitas,
monárquicos, tradicionalistas, militaristas, y la mayoría del «mejor» pueblo
se oponían a la revisión del caso, considerando antipatriótico hacer flaquear
la confianza de la nación en el ejército y deseando también desacreditar al

333
régimen republicano. Los partidarios de Dreyfus le defendían tenazmente,
□o sólo porque creían en la justicia, sino también porque querían desacredi­
tar a sus adversarios. El país se dividió profundamente. Al fin, en 1899,
Dreyfus fue perdonado, y, en 1906, fue exculpado. Como consecuencia del
Asunto, los republicanos de izquierda y los socialistas se vengaron,
bloqueando los ascensos de los oficiales antirrepublicanos y mediante la
legislación anticlerical. En 1905, con una serie de leyes laicas, «separaron» la
iglesia y el estado, poniendo fin a la estrecha relación establecida por el
concordato de Napoleón, un siglo antes.

L a fu erza y la debilidad de la República

La Tercera República, al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914


—prueba que había de afrontar victoriosamente—, duraba ya más del doble
que cualquier régimen francés desde 1789. Nacida inesperada y accidental­
mente, y aunque todavía tenía adversarios, contaba ahora con la lealtad de
la abrumadora mayoría del pueblo francés. Lo que había hecho, desde 1870,
era domesticar el republicanismo democrático en Europa, El republicanis­
mo, uno de los más militantes movimientos revolucionarios hasta 1870,
había demostrado en Francia que era compatible con el orden, con la ley,
con el gobierno parlamentario, con la prosperidad económica y con una
mutua tolerancia entre las clases, hasta el punto, al menos, de que ya no se
mataban en las calles. Los obreros industriales estaban, en muchos sentidos,
peor que en Inglaterra o que en Alemania, pero había menos; y, para la
mayoría de los franceses, su país, en aquellos años, era un país agradable,
lleno de pintores, de escritores, sabios y científicos, lleno de banqueros,
burgueses y granjeros acomodados, un país que vivía confortablemente y sin
angustias, gracias a los ahorros de generaciones, y en el que, dentro del
grupo familiar, estrechamente unido, el hombre medio podía proyectar con
seguridad su propio futuro y el de sus hijos.
Pero precisamente las comodidades y los valores de la Francia burguesa
no eran los que la capacitarían para capitanear la edad moderna de la
tecnología y del poder industrial. Aunque se realizó un progreso económico
sustancial, el país quedaba detrás de Alemania en desarrollo industrial,- el
empresario francés mostraba poca inclinación a correr riesgos económi­
cos necesarios para el crecimiento de la industria. Politicamente, la
fragmentación de los partidos políticos, que en sí misma era un reflejo
democrático de una opinión pública dividida, y la desconfianza, por razones
históricas, en un fuerte poder ejecutivo, dieron origen a la ascensión y a la
caída de numerosos gobiernos de corta vida —no menos de cincuenta en los
años transcurridos entre 1871 y 1914. La inestabilidad de los gobiernos habla
de ser un síntoma crónico de la Tercera República, antes y después de 1914;
sin embargo, la política de continuidad en la gobernación se mantuvo, en
general, gracias a la estabilidad en ciertos ministerios clave y a la
administración civil permanente.
La fuerza de trabajo francesa seguía siendo una constante fuente de
descontento. Aunque los obreros franceses se beneficiaron de cierta legisla-

334
ción laboral en las dos décadas siguientes a 1890, continuaban sintiéndose
frustrados, al no poder establecer una «república social». La representación
socialista en la Cámara aumentaba. De todos modos, el partido más
importante de la República, es decir, los Radicales, o Radical-Socialistas,
eran, en realidad, republicanos radicales —patriotas, anticlericales, portavo­
ces de los pequeños tenderos y de intereses menores todavía—; ponían un
límite a la avanzada legislación social que los trabajadores esperaban de ellos
y, en ocasiones, sus dirigentes incluso adoptaban medias positivas para
impedir las organizaciones y para suprimir las huelgas'. Como algunos de
aquellos radicales habían empezado siendo socialistas, se intensificó la
desconfianza de los obreros franceses respecto a todos los políticos y
también a los procedimientos políticos. Pero las dificultades de la República ~
iban haciéndose más hondas. Las energías políticas de los estadistas republica­
nos se habían agotado en la liquidación del pasado, en la contención de la
fuerza política de los monárquicos, de la iglesia y del ejército; con el cambio
de siglo, incluso antes de que aquellas antiguas cuestiones fuesen plenamente
resueltas, la República se vio obligada a afrontar las exigencias de los trabaja­
dores y a enfrentarse con otras presiones nacionales e internacionales que
habían de someterla a duras pruebas. La Tercera República sobreviviría a la
crisis de la Primera Guerra Mundial, pero no a la Segunda.

L a M onarquía Constitucional inglesa

La monarquía constitucional inglesa, durante el medio siglo anterior a


1914, fue el gran modelo de autogobierno razonable, ordenado y pacífico,
mediante métodos parlamentarios. Durante más de sesenta años, a lo largo
de dos tercios del siglo XIX, la reina Victoria reinó (1837-1901) y dio su nom­
bre a una extraordinaria época de progreso material, de realizaciones literarias
y de estabilidad política. Los dos grandes partidos, el Liberal y el Conserva­
dor, herederos, en líneas generales, de los whigs y de los tories, tomaron for­
ma en la década de 1850, el primero produciendo a su gran dirigente
William E. Gladstone, y el segundo a una serie de dirigentes de los que el
más notable fue Benjamín Disraeli.
El avance hacia una democracia política igualitaria en Inglaterra fue más
prudente y más lento que en Francia. La Ley de Reforma de 1832 había
concedido el voto a una octava parte, aproximadamente, de la población
masculina adulta. La agitación cartista democrática de las décadas de 1830
y 1840 desapareció14- En 1867, como respuesta a una continuada demanda de
un sufragio más amplio, se aprobó la Segunda Ley de Reforma, rivalizando
entre sí conservadores y liberales en un esfuerzo por satisfacer al país y por
ganar nueva fuerza política para su propio partido. La ley, adoptada bajo el
gobierno conservador de Disraeli, ampliaba el sufragio desde 1 millón de
electores, aproximadamente, hasta unos 2 millones, es decir, más de un tercio
de los varones adultos del Reino Unido, descendiendo lo suficiente para
incluir a la mayoría de los obreros en las ciudades. El critico conservador Lord

14 Ver págs. 211-213, 219-220.

335
TARDE DE DOMINGO EN LA ISLA DE LA GRANDE JA TTE
por Georges Seurat (francés, 1859-1891)

Este cuadro de soleada calma, pintado en 1886, sugiere algo del bienestar ofrecido a un gran
número de personas por la civilización europea de finales del siglo XIX. Remando, o pescando
ociosamente, o apaciblemente sentados y mirando, o paseando solos o en parejas o en familias
con los niños, las figuras parecen vivir en un mundo sosegado, que una época ulterior de guerra,
de velocidad y de diversiones mecánicas ha hecho que nos parezca lejano. Técnicamente, éste es
uno de los cuadros más notables que se hayan pintado nunca. El artista —un impresionista— lo
creó sin el empleo de lineas, llenando el lienzo de miles de puntos diminutos, con los colores
primarios, que así se combinan y se funden en el ojo, produciendo las formas y los colores de la
naturaleza. El resultado es que parece un cuadro con luz propia, con un auténtico rielar del
agua, con una asombrosa «calidad de hierba» en la hierba, con unas sombras que parecen som­
bras verdaderas, y con unas figuras distantes que realmente parecen distintas, como si estuviesen
vistas a través del aire que nos separa de ellas. Cortesía del Instituto de Arte de Chicago.

336
Derby le llamó «un salto en el vacío». En 1884, bajo los auspicios liberales,
volvió a ampliarse el sufragio, esta vez a las áreas rurales, agregando unos 2
millones de votantes adicionales y alcanzando a más de las tres cuartas partes
de todos los varones adultos del país. El sufragio seguía excluyendo a los tra­
bajadores agrícolas que no tenían residencia fija, a los criados que vivían con
sus patrones, y a personas como los hijos mayores de solteros que vivían en los
hogares de sus padres. Gran Bretaña no adoptó el sufragio masculino univer­
sal, tal como se entiende generalmente, hasta 1918; y, en ese momento, se con­
cedió también el voto a las mujeres mayores de treinta años.
A pesar de la extensión del sufragio, la gobernación del país, en el
momento del cambio de siglo, continuaba todavía en manos de las clases
altas y ricas. Hasta 1911, el gobierno no pagaba sueldos a los miembros de la
Cámara de los Comunes, los cuales, por consiguiente, en los dos grandes
partidos, solían ser caballeros con ingresos privados, que poseían unos
antecedentes familiares y una educación semejantes. Una actitud deportiva y
de buen tacto fue característica de la política inglesa. Los dos partidos
alternaban , en el poder, a intervalos regulares, con mutua tolerancia, y
continuando y desarrollando, más que invirtiendo, los planes políticos del
predecesor en la administración. Los dos partidos buscaban apoyo donde
podían encontrarlo, los liberales atendiendo un poco más a los intereses
industríales y comerciales, y los conservadores a la aristocracia de la tierra;
los dos trataban de ganar —y lo consiguieron— su parte correspondiente en
el nuevo voto de la clase obrera. Fue en aquellos años cuando los dos
partidos, al producirse cambios parlamentarios, convocaban al país, cada
vez más, a elecciones generales; la base tradicional del sistema parlamentario
británico, es decir, corona y gabinete, estaba transformándose en corona,
gabinete y país.
Los liberales solían ser los más dispuestos a explorar, siendo el primero
de los cuatro gobiernos de Gladstone especialmente notable a este respecto.
Gladstone, en este gobierno (1868-1874), desarrolló el principio de la
instrucción pública pagada por el'estado, bajo el Acta de Educación Foster
de 1870, introdujo el voto secreto, legalizó formalmente las uniones de los
trabajadores, promovió exámenes competitivos para los puestos de la
administración civil, reorganizó las altas instancias judiciales, eliminó la
compra y venta de comisiones en el ejército (una forma de propiedad de los
cargos), y, mediante la abolición de las pruebas religiosas, permitió a las
personas que no eran miembros de la Iglesia de Inglaterra que se graduasen
en Oxford y en Cambridge. El partido conservador, menos sensible a ía
presión de los intereses comerciales en favor de una política de laissez-faire
en materia económica y continuando la tradición de los primeros reformado­
res tories, tomaron la iniciativa en una más amplia legislación laboral. Bajo
el segundo gobierno de Disraeli (1874-1880), las leyes existentes que
regulaban la sanidad pública y las condiciones en las minas y en las fábricas
se ampliaron y se codificaron, se establecieron medidas de seguridad para
proteger a los marineros, y se inició el primer intento de regular las
condiciones de las viviendas para las clases más pobres. Pero es preciso
agregar que los liberales también protegieron los intereses de los trabajado­

337
res. En el segundo gobierno de Gladstone (1880-1885), se aseguró a los
trabajadores una compensación por lesiones que no fuesen de su propia
responsabilidad, y, en 1892, antes de la formación de su cuarto gobierno
(1892-1894), Gladstone hizo campaña en favor de la reducción de las horas
de trabajo y de la ampliación de la responsabilidad de los empresarios en los
accidentes.

Cambios políticos británicos después de 1900

Al comienzo del siglo, se advertían cambios importantes en el escenario


político británico. Los trabajadores surgían como una fuerza política
independiente, organizándose el Partido Laborista inmediatamente después
de 190015. La ascensión de los trabajadores produjo un fuerte impacto en el
Partido Liberal, y, desde luego, en el propio liberalismo. Como eran muchas
las personas que insistían en la necesidad de adoptar medidas protectoras
para remediar las precarias condiciones sanitarias, los bajos ingresos y la
inseguridad económica del pueblo trabajador británico, los liberales abando­
naron su tradicional posición de laissez-faire y fomentaron una política de
intervención gubernamental y de legislación social en beneficio del trabaja­
dor. Los liberales, aunque actuaban, en parte, por razones humanitarias,
tenían clara conciencia de que, con la aparición del Partido Laborista, los
trabajadores que habían solido votarles podían cambiar fácilmente su
lealtad.
Controlando el gobierno desde 1906 hasta 1916, con Herbert Asquith
como primer ministro y David Lloyd George como ministro de hacienda
durante la mayor parte de ese tiempo, los liberales llevaron a cabo un
espectacular programa de bienestar social. Se adoptaron seguros contra
enfermedades, accidentes, vejez y en cierto grado de desempleo, y se
estableció una ley de moderado salario mínimo. Por todo el país, se
organizaron bolsas de trabajo, u oficinas de empleo. Se eliminaron las
restricciones sobre las huelgas y sobre otras actividades de las trade unions.
Para hacer frente a los costes del nuevo programa, así como a otros gastos
del gobierno, el presupuesto de Lloyd George de 1909 señalaba impuestos
progresivos sobre los ingresos y sobre la herencia: cuanto más rico era el
contribuyente, más alta era la tasa que se le imponía. En realidad, Lloyd
George estaba promoviendo la idea, entonces nueva, de utilizar los
impuestos para modificar las condiciones extremas de la riqueza y de la
pobreza. Decía que era un «presupuesto de guerra», destinado a «financiar
la guerra contra la pobreza». Sus medidas fiscales estaban dirigidas,
primordialmente, contra la aristocracia terrateniente, y se suscitó una gran
oposición, especialmente en la Cámara de los Lores, donde la discusión del
presupuesto dio lugar a una ulterior reducción constitucional del poder de la
cámara alta. El Acta del Parlamento de 1911 privaba a los Lores de todo
poder de veto en cuestiones de dinero, y de todo veto, excepto el de una
demora de dos años, sobre la acción de los Comunes en otra legislación. En

15 Ver págs. 347-348.

338
aquel tiempo, además, el gobierno votó el pago de sueldos a los miembros de
la Cámara de los Comunes, permitiendo así que los obreros y otras personas
sin ingresos independientes pudieran sentarse en el Parlamento. Esta última
medida se adoptó para burlar un fallo judicial, la Sentencia Osborne de
1909, en el sentido de que las trade unions no podían pagar los salarios de
los trabajadores elegidos para el Parlamento.
El Partido Liberal estaba adoptando un programa de positiva interven­
ción estatal en cuestiones sociales y económicas, que el viejo liberalismo,
nutrido de las doctrinas del laissez faire y de la Escuela de Manchester, no
habría aceptado. Mientras los liberales buscaban activamente el apoyo de los
trabajadores y alteraban gran parte de su programa tradicional, los
conservadores del siglo X X tendían a convertirse en el partido de la industria
y de la riqueza terrateniente, y pretendían sustituir a los liberales como
defensores del liberalismo económico y del laissez faire. En la siguiente
generación, tras la Primera Guerra Mundial, los conservadores seguirían
siendo uno de los dos importantes partidos del país; los liberales fueron
superados, con gran diferencia, por el Partido Laborista.
Mientras tanto, a pesar de sus conquistas, los trabajadores no se
apaciguaron. Los salarios reales mostraban una tendencia al descenso des­
de 1900, y, en 1911 y 1912, estallaron grandes huelgas del carbón y de los
ferrocarriles. La capacidad británica de sobrevivir a unas crisis sin violencia,
aunque, de todos modos, considerables, estaba siendo sometida a prueba. Y
de Irlanda procedía una amenaza más grave aún.

L a cuestión irlandesa

Inglaterra padecía una de las cuestiones de minorías peores de Europa


—la cuestión irlandesa—. A partir de 1801, Inglaterra era conocida como el
Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, tras haber sido incorporada Irlanda
al Reino Unido como una medida defensiva contra las simpatías pro-france­
sas de Irlanda, durante las guerras de la Revolución Francesa16. Los
representantes irlandeses que se sentaban en el Parlamento solían utilizar
tácticas obstruccionistas. Los irlandeses tenían muchos agravios importan­
tes, y entre ellos sobresalían dos. El campesino irlandés se hallaba indefenso
ante su señor, mucho más, por ejemplo, que el campesino francés con
anterioridad a 1789; y el pueblo irlandés, aunque predominantemente
católico, estaba obligado a pagar diezmos a la Iglesia oficial de Irlanda
(una iglesia anglicana, hermana de la Iglesia de Inglaterra), que poseía
también una gran cantidad de tierras.
Gladstone, en su primer gobierno, separó del estado a la Iglesia de Ir­
landa. Inició también medidas para proteger al arrendatario de granjas en
Irlanda. En 1900, bajo auspicios conservadores, los arrendatarios irlandeses
estaban siendo asistidos por el gobierno británico para comprar las tierras a
sus arrendadores —frecuentemente, ingleses o irlandeses britanizados y
absentistas—. Los irlandeses también querían autonomía, o un parlamento

16 Ver págs. 69-70, 121.

339
propio. Gladstone, al tratar de dárselo, en 1886, dividió su Partido Liberal,
yéndose con los conservadores una parte que no deseaba la división política
de las Islas Británicas. Al fin, en 1914, fue concedida la autonomía a
Irlanda. Pero los hombres del Ulster, presbiterianos de Irlanda del Norte, se
opusieron enérgicamente a su inclusión en una Irlanda autónoma, en la que
serían superados en número por los católicos del sur. Estos, sin embargo,
insistieron con la misma energía en la inclusión del Ulster, pues no querían
una división política de Irlanda.
Los del Ulster, respaldados por los conservadores ingleses, comenzaron a
armarse y a entrenarse para oponerse a la ley del Parlamento1que autorizaba
la autonomía. En 1914, Gran Bretaña estaba a punto de ver una guerra
civil en su propia puerta. Padecía, en cierto modo, las insolubles disputas na­
cionalistas que aquejaban a Austria-Hungría. Durante la Primera Guerra
Mundial, se suspendió la autonomía, y, tras una considerable violencia por
ambas partes, la Irlanda Católica (Eire) recibió el status de dominio en 1922,
pero acabó disolviendo todos los lazos que la unían a Gran Bretaña. El Ulster
continuó en el Reino Unido y fue dominado por los protestantes, de modo que
su minoría católica quedó descontenta. Todavía no se ha encontrado ninguna
solución satisfactoria para la «cuestión irlandesa».

Bismarck y el Imperio Alemán, 1871-1890

El Imperio Alemán, tal como fue establecido por Bismarck en 1871, con
Guillermo I, rey de Prusia, como Káiser, era una federación de monarquías,
una unión de veinticinco estados alemanes, en los que predominaba el peso
de la Prusia monárquica, del ejército prusiano y de la aristocracia
terrateniente prusiana. No desarrolló ni el fuerte constitucionalismo de
Inglaterra, ni la igualdad democrática que era característica de Francia. Para
conquistar el apoyo popular a sus proyectos, Bismarck explotó el existente
sentimiento democrático y socialista, y decidió que los miembros del
Reichstag —la cámara baja— fuesen elegidos por sufragio universal mascu­
lino17. Al mantenerse como canciller del imperio unido durante unos veinte
años, desde 1871 hasta' 1890, generalmente trataba de tener a su lado a una
mayoría del Reichstag, pero no reconocía, en principio, ninguna dependen­
cia de una mayoría, sosteniendo la doctrina de que eran el emperador y su
canciller, quienes tenían que gobernar el país. Además, en la práctica, los
poderes legislativos de la cámara baja estaban severamente restringidos, y la
cámara alta, que representaba a los príncipes y no al pueblo, y que estabá
apoyada por el gobierno, tendía a ser más importante. A pesar del carácter
del imperio, los conservadores prusianos, los terratenientes «junkers» al este
del Elba, no sentían, al principio, ni el menor entusiasmo por la Alemania
unificada de Bismarck18. Se oponían a las concesiones democráticas del
canciller, y se sintieron horrorizados cuando, en 1872, éste se propuso

17 Ver págs. 275, 278.


18 Ver págs. 230-231, 271-273.

340
extinguir lo que todavía les quedaba de jurisdicción señorial sobre sus
campesinos.
Así, pues, en los años setenta, Bismarck no se apoyaba en los conservado­
res, sino en los liberales nacionales. Con su ayuda, llevó a cabo un buen
número de medidas económicas y legales destinadas a consolidar la unidad
del nuevo imperio. El primer conflicto grave de Bismarck se produjo con la
Iglesia católica. Al mismo tiempo que él se decidía a subordinar todos los
grupos dentro del estado al poder soberano del nuevo imperio, la iglesia
había alzado su voz. En 1864, en el Syllabus de Errores, denunciaba la
intromisión de todos los gobiernos en los asuntos de la educación y de la
iglesia; en 1870, el nuevo dogma de la infalibilidad del papa obligaba a los
católicos a aceptar sin reservas los pronunciamientos del papa en materia de
fe y de costumbres19. Según muchos, lo que se deducía de ello era que el
nuevo imperio no podía contar con la lealtad indivisa de sus ciudadanos
católicos. Para defender los intereses católicos y los de los estados alemanes
del sur donde el catolicismo predominaba, los elementos católicos habían
organizado el fuerte partido Centro, que ahora apoyaba los pronuncia­
mientos de la iglesia. En 1871, Bismarck lanzó la llamada Kulturkampf, o
«batalla por la civilización moderna». Los liberales se unieron a ella con
entusiasmo. Como los liberales del siglo XIX en otras partes (acaban de
mencionarse, precisamente, la campaña de Gladstone contra el privilegio
anglicano, y las leyes laicas francesas), estos eran fuertemente anticlericales y
desaprobaban la influencia de las iglesias organizadas en la vida pública y en
la privada. Se aprobaron leyes que imponían restricciones a la educación y al
culto católicos, se expulsó a los jesuítas, y muchos obispos católicos de toda
Alemania fueron detenidos o se desterraron. Pero Bismarck, poco a poco,
iba llegando a la conclusión de que la legislación anticatólica era infructuo­
sa, que él había sobreestimado el peligro que para el estado suponía el
catolicismo organizado, y que necesitaba el apoyo del partido Centro para
otras partes de su programa.
En 1879, con el apoyo de los partidos Centro y Conservador, pero ante
la consternación de muchos de sus antiguos aliados liberales, Bismarck
abandonó el libre comercio y adoptó una tarifa proteccionista que propor­
cionó al gobierno los ingresos necesarios, y que dio satisfacción tanto a los in­
tereses agrícolas como a los industriales. Mientras tanto, la rápida y especta­
cular expansión industrial del país había estimulado el incremento de la clase
obrera alemana, y, para alarma de Bismarck, el socialismo se extendía.
En 1875, se había fundado el Partido Social Demócrata Alemán,
mediante la fusión de socialistas marxistas y de los reformistas seguidores de
Fernando Lassalle, sobre la base de un programa esencialmente moderado,
que había sido denunciado por Marx. Pero Bismarck consideraba con recelo
incluso un socialismo moderado. Participaba del horror europeo ante la
reciente Comuna de París, temía al socialismo como a la anarquía, y sabía
que el socialismo era, en todo caso, republicano, y, aunque sólo fuera por
eso, constituía un movimiento potencialmente revolucionario en un imperio

19 Ver págs. 364-365.

341
de monarquías. Dos atentados radicales contra la vida del emperador (en
ningún caso realizados por los socialdemócratas) le proporcionaron el
pretexto que necesitaba. En 1878, tras haber hecho ya la paz con los
católicos, se dispuso a exterminar el socialismo. Leyes antisocialistas
dictadas desde 1878 hasta 1890 prohibían las reuniones y los periódicos
socialistas. Durante doce años, el socialismo se vio arrojado a la clandestini­
dad. Pero la represión no era la única arma de Bismarck; recurrió también a
otra táctica. Trató de persuadir a los obreros de que pusieran su fe en él y en
el Imperio Alemán, más que en Marx y en los profetas del socialismo. A este
fin inició en los años ochenta un extenso programa de legislación social. Los
trabajadores fueron asegurados por el estado contra las enfermedades,
contra los accidentes y contra la incapacidad en la vejez. «Nuestros amigos
demócratas —decía Bismarck— gritar en vano cuando los trabajadores
vean que los príncipes se interesan por su bienestar.» Cualesquiera que
fuesen los motivos, lo cierto es que, en seguridad social, la Alemania
imperial se adelantó en varios años a Inglaterra, a Francia y a los Estados
Unidos, países más democráticos.
Bismarck no pudo matar el socialismo. El número de socialistas elegidos
para el Reichstag era mayor en 1890 que en 1878, porque la campaña
antisocialista de Bismarck, de acuerdo con las normas entonces corrientes
entre los gobiernos civilizados, nunca suprimió la libertad del votante de
votar lo que quisiera. Parece, sin embargo, que Bismarck, a finales de los
ochenta, estaba más preocupado que nunca por la revolución social que
destruiría su imperio, y contemplaba una cierta forma de coup d ’état en el
que el Reichstag sería estrangulado. Bismarck nunca Uegó a tal situación,
porque, en 1890, a los setenta y cinco años de edad, fue obligado a retirarse
por el nuevo emperador, Guillermo II.

E l Imperio Alemán después de 1890: Guillermo II

Guillermo I murió en 1888, sucediéndole su hijo Federico III, el cual,


incurablemente enfermo de cáncer, murió, unos tres meses después de su
subida al trono. El hijo de Federico, Guillermo II, el último rey de Prusia y
el último kaiser alemán, comenzó su reinado (1888-1918) siendo un joven
de veintinueve años, lleno de asombrosas ideas acerca de su poder personal y
de sus privilegios. Se encontraba incómodo en presencia de un viejo estadista
que había creado el Imperio Alemán, que había sido el auxiliar y el
consejero de su abuelo, y a quien él consideraba, en parte, con veneración,
y, en parte, como un vejestorio. Guillermo no tardó en discutir con
Bismarck sobre la continuación de las leyes antisocialistas y sobre cuestiones
de asuntos exteriores. Cuando Bismarck prohibió a sus ministros que
tratasen con el emperador acerca de cuestiones políticas, a menos que él
estuviese presente, Guillermo decidió que él, y no Bismarck, gobernaría el
imperio, y, en 1890, ordenó a Bismarck que dimitiese, «abandonando el
timón», según la famosa frase. Con los cuatro cancilleres que sucedieron a
Bismarck, el que dominó la política fue Guillermo.
A partir de 1890, Alemania se aventuró en lo que se denominó una
342
«nueva carrera». En asuntos exteriores, esto significaba una política
colonial, naval y diplomática más agresiva y ambiciosa, como sé'verá en los
dos próximos capítulos. En asuntos internos, significaba una actitud más
conciliadora hacia las masas. Se abandonaron las leyes antisocialistas, y se
amplió y se codificó el sistema de legislación de la seguridad social. Pero no
parecía posible ningún ajuste democrático. Guillermo II creía en las
prerrogativas de origen divino de la casa de los Hohenzollern, y el imperio
seguía apoyándose en el poder de los príncipes federados, en los «junkers»,
en el ejército y en los nuevos magnates industriales. Pero los socialdemócra-
tas, el Partido Progresista y otras fuerzas democráticas iban adquiriendo una
mayor pujanza. Para Prusia, demandaban una reforma de la constitución
antiliberal de 185020, y, para el Reich, un auténtico control sobre el canciller
federal, ejercido por el partido mayoritario del Reichstag. En la elección
de 1912, los socialdemócratas alcanzaron una nueva cota reunien­
do 4.250.000 votos, es decir, una tercera parte del total, aproximadamente,
con la elección de 110 miembros para el Reichstag, con lo que ahora
constituían el partido más importante; pero se vieron excluidos de los
puestos de gobierno. Aunque no hubiera estallado la guerra de 1914, está
claro que la Alemania imperial creada por Bismarck se dirigía hacia una crisis
constitucional en la que la democracia política sería la cuestión.

Procesos de desarrollo en otras partes; Observaciones generales

De los procesos de desarrollo político en otros estados europeos antes


de 1914, se ha dicho ya algo en el capítulo precedente. Italia se había
convertido en una monarquía constitucional, en los años sesenta y completó
su unificación mediante la toma de Roma, por la fuerza, en 187021. A pesar
de las formas parlamentarias, la vida política de Italia, en sustancia, se
caracterizaba por maniobras inestables, oportunistas, y por alianzas manipu­
ladas por los jefes de los partidos, entre quienes los más conocidos eran
Francesco Crispi, Agostino Depretis y Giovanni Giolitti, liberales moderados
que se mantenían en el poder durante largos períodos de tiempo, barajando
y equilibrando coaliciones políticas, y controlando elecciones en una forma
de política parlamentaria que recibió el nombre de trasformismo. Giolitti,
que presidió cinco gobiernos en total, gobernó, con pocas interrupciones,
desde 1903 hasta 1914. Los dirigentes liberales eran anticlericales, y la
querella con el papado a causa de la toma de los territorios pontificios seguía
sin resolver. Los papas se negaban a reconocer el reino italiano, y prohibían
a los católicos que participasen en sus asuntos, o incluso que votasen en las
elecciones, Pero los católicos votaban, y, en 1907, se permitió a los obispos
que en sus respectivas diócesis fuesen aligerando la prohibición, como
hicieron, cada vez en mayor medida.
La industria había comenzado a hacer su aparición en los ciudades del
norte, como Milán. Más por una razón de conveniencia que por ningún

20 V er p ág s. 236-237.
21 V er págs. 268-269, 276, 365.

343
impulso democrático, el gobierno se dispuso a extender los derechos
políticos a las clases trabajadoras. El estrecho sufragio de 1861 se amplió,
primero en 1882 y luego en 1912, cuando la nueva reforma elevó el número
de votantes elegibles, de tres a ocho millones, lo que, virtualmente, era el
sufragio universal masculino. A causa del analfabetismo o de la inercia
política, no todos los nuevos electores se apresuraron a ejercer su privilegio
de voto. Además, el problema social seguía siendo grave, a pesar de alguna
modesta legislación social. La pobreza y el analfabetismo, especialmente en
el sur agrario, eran problemas terribles, y en las ciudades industriales surgía
una inquietud radical. En 1900, fue asesinado Humberto, hijo y sucesor de
Víctor Manuel. Las primeras manifestaciones de una ideología antiparla­
mentaria, de un nacionalismo chauvinista y de un irracionalismo explosivo
aparecían en las obras y en el activismo político de escritores como Gabriele
d’Annunzio y Filippo Marinetti, publicando éste, en 1909, el manifiesto de
un movimiento violentamente nihilista, llamado «futurismo». En Italia se
estableció la maquinaria de la democracia política, pero no podía haber
seguridades acerca del rumbo que estaba tomando la democracia parlamen­
taria italiana.
En la Doble Monarquía de Austria-Hungría, creada por el Compromiso
de 1867, Austria y Hungría eran, cada una de ellas, estados de forma
constitucional parlamentaria22. En teoría, el emperador-rey Francisco José
gobernaba mediante gabinetes responsables ante la legislatura de cada
estado. Sin embargo, en la importante esfera de las materias que incumbían
al imperio como conjunto —por ejemplo, los asuntos exteriores y las
cuestiones militares—, eran pocas las restricciones que el parlamento ejercía
sobre el emperador. Este tenía, en aquel campo, una autoridad virtualmente
decisiva; además, en todas las materias seguía teniendo amplios poderes para
gobernar por decreto, y los ejercía. Al igual que en Alemania, la marea del
socialismo fue contenida por leyes represivas, así como por la seguridad
social y por una legislación benévola. El problema más grave del imperio
seguía siendo, no el socialismo, sino la agitación por parte de las diversas
nacionalidades sometidas, es decir, por los checos y por otros pueblos
eslavos. La democracia política no tomaba en Austria el mismo camino que
en Hungría. En la primera, en parte como un esfuerzo para aplacar el
sentimiento nacionalista, se introdujo el sufragio universal masculino en
1907. En la segunda, este sufragio tropezó con una fuerte y victoriosa
resistencia por parte de los magiares, que lo consideraban como un arma que
podía ser empleada por los eslavos para oponerse y para destruir su
predominio. La propia Austria, a pesar del sufragio democrático, se regía de
un modo muy semejante al del Imperio Alemán, con una cámara legislativa
capaz de debatir y de criticar, pero no de controlar la política.
De los demás países, puede decirse que las formas políticas de la
democracia mostraban signos de avance en todas partes. En Suiza se adoptó
el sufragio universal masculino en 1874, en Bélgica en 1893 (aunque seguía
permitiéndose el voto plural), en Holanda en 1896; y en los años siguientes,
en Noruega y en Suecia (Noruega se separó pacíficamente de Suecia,

22 Ver págs. 280-281.

344
en 1905). En la Europa meridional, se introdujo el sufragio universal, no
sólo en Italia, sino también en España, Grecia, Bulgaria, Servia, y, después
de la revuelta de 1908, en Turquía. Aunque España y Portugal eran víctimas
de guerras civiles, en ambos países acabaron adoptándose formas constitu­
cionales, introduciéndose en España el sufragio universal masculino en 1890,
y en Portugal un sufragio liberal, bajo la República, en 1911. Incluso la
Rusia zarista, tras la Revolución de 1905, tuvo una Duma —parlamento
nacional— elegida por un gran número de votantes, pero sobre una base
clasista indirecta y antidemocrática, y con restringidas facultades23. Entre
los estados del oeste del Imperio Ruso, solamente Hungría y Rumania tenían
un sufragio enormemente restringido, en vísperas de la Primera Guerra
Mundial. El voto de la mujer había de llegar mucho más lentamente. Antes
de 1914, las mujeres sólo votaban en ciertos estados del oeste de los Estados
Unidos, en Australia, en Nueva Zelanda, en Finlandia y en Noruega. El sufra­
gio femenino no comenzó a realizar avances importantes, hasta después de-la
Primera Guerra Mundial.
El progreso de las instituciones representativas y democráticas no
significó el fin de la dominación de los reyes, de los aristócratas terratenien­
tes y de otros intereses minoritarios. En primer lugar, Europa seguía siendo
monárquica, con la excepción de Francia y de Suiza. En segundo lugar, a
pesar de la creciente importancia de los parlamentos, el control parlamenta­
rio de la vida política se hallaba lejos de estar garantizado; los emperadores
y los reyes seguían gobernando a través de sus cancilleres y primeros
ministros. Entre las grandes potencias mundiales, era principalmente en los
Estados Unidos (al menos, en cuanto a los blancos), en Inglaterra y en
Francia donde el control democrático y popular tenía una cierta realidad.
Pero la extensión del sufragio, mediante la relajación de las cualificaciones de
propiedad, tenía una dinámica propia e iba alterando el esquema de la
política en todas partes; los partidos políticos de masas, incluidos los
socialistas y los confesionales o de orientación religiosa, estaban sustituyen­
do a las antiguas organizaciones políticas, estrechamente oligárquicas, y
ahora había que buscar el apoyo en una base electoral más amplia. En casi
toda Europa, y en muchas de las áreas extra-europeas pobladas por
descendientes europeos, la democracia avanzaba, incluso dentro del esquema
antiguo. En 1871, la mayoría de las naciones europeas, con la notable
excepción de Rusia, habían conquistado ya constituciones escritas, garantías
de libertad personal, instituciones parlamentarias y representativas, y
limitaciones del absolutismo; en los años transcurridos entre 1871 y 1914, el
más importante de los nuevos factores políticos fue el avance del sufragio
masculino.

40. El avance de la Democracia: Socialismo y uniones de trabajadores

Las clases artesana y trabajadora nunca habían visto con muy buenos
ojos la ascensión del capitalismo o del liberalismo «burgués». Siempre

23 Ver págs. 478-479.

345
habían tenido dudas acerca de la libre competencia, de la empresa privada
sin restricciones, de la Escuela de Manchester, del laissez faire, de las leyes
de la oferta y la demanda, del mercado Ubre de artículos y de fuerza de
trabajo, de la idea de una economía independiente de los estados y de
los gobiernos. Estas eran las ideas de los liberales de la clase media, no de los
demócratas radicales. Los dirigentes del pueblo se habían opuesto a ellas en
la Revolución Francesa, de 1793. Los cartistas ingleses habían sido declara­
damente anticapitalistas, y en el Continente se habían extendido las ideas del
socialismo. En 1848, hubo un fuerte movimiento entre las clases trabajado­
ras en favor de una república «social», y, aunque la revolución social
fracasó en 1848, su fuerza fue suficiente para aterrar a las clases posesoras y
para configurar la filosofía de Carlos Marx24. Con la llegada del voto, los
trabajadores presionaban en favor de la legislación social y utilizaban su
poder político para conquistar una mayor medida de democracia social.
Pero además, antes y después de obtener el voto, los obreros echaban
mano de otros recursos para mejorar su situación. Contra los propietarios
del capital, que controlaban la asignación de empleos, había dos principales
líneas de acción. Una era la de abolir a los capitalistas, y la otra la de
negociar con ellos. La primera conducía al socialismo, y la segunda a la
formación de uniones de trabajadores. El socialismo, lógicamente, significa­
ba lá extinción del empresario privado en cuanto tal25. El trade unionismo,
lógicamente, significaba que el trabajador tenía buenas razones para
mantener a su empresario en una situación próspera en lo que a sus negocios
se refería, a fin de que la negociación con él pudiera producir mejores
resultados. El movimiento de la clase obrera contenía, pues, una contradic­
ción interna que nunca fue completamente resuelta.
Las personas de la clase media e ilustradas que abrazaron la causa de los
obreros, los «intelectuales» del movimiento —Carlos Marx, Federico Engels,
Luis Blanc, Fernando Lassalle y millares de nombres menos famosos—
tendían más al socialismo que al sindicalismo. Pensaban en la sociedad como
conjunto, veían el sistema económico como un sistema, consideraban el
futuro a largo plazo, y su escala temporal permitía, generosamente, el ir y
venir de épocas históricas completas. El trabajador real, puesto a trabajar a
una edad temprana, escasamente instruido —suponiendo que tuviera alguna
instrucción, en absoluto—, con todas las horas despiertas de su vida adulta
consumidas en un trabajo manual, se interesaba más por el sindicalismo que
por el socialismo. Ganar un chelín más cada semana, a partir de la semana
próxima, evitar la tensión nerviosa y el peligro físico de una constante
exposición ante una máquina sin la protección debida, tener quince minutos
diarios más para comer, le parecerían, probablemente, cosas más tangibles e
importantes que los proyectos ambiciosos, pero lejanos, de una sociedad
reconstruida. El obrero miraba al intelectual como a un extraño, aunque
bienvenido, el intelectual miraba al obrero como a un ser tímido y corto de
vista, aunque muy necesitado de ayuda.
Tras los fracasos de 1848, los movimientos socialistas y de las trade

24 Ver p ág s. 209-211, 216-220, 239-240.


25 V er p ágs. 179-180, 211-212.

346
unions fueron divergentes durante una generación. Los años cincuenta, com­
parados con los hambrientos cuarenta, fueron un tiempo de pleno empleo, de
subidas de salarios y de prosperidad creciente para todas las clases. Los obre­
ros se dispusieron a organizar sindicatos, y los pensadores socialistas a perfec­
cionar sus doctrinas.

El movimiento de las «trade unions» y el ascenso del laborismo inglés

Las organizaciones de obreros asalariados, o uniones de trabajadores o


sindicatos en el sentido moderno (distintas de las ligas artesanas medievales),
habían mantenido, durante largo tiempo, una vaga y esporádica existencia,
como en las antiguas asociaciones de asalariados franceses26. Pero siempre
habían sido ilegales, miradas con malos ojos o realmente prohibidas por los
gobiernos. Los revolucionarios franceses en la Ley Le Chapelier de 1791, los
tories británicos en la Combination Act de 1799, habían sido unánimes a la
hora de prohibir a los trabajadores que se uniesen. Fue la ascensión del libera­
lismo «burgués», tan insensible a los trabajadores en muchos sentidos, la pri­
mera que dio libertad legal a las uniones de trabajadores. Las uniones británi­
cas recibían un tácito reconocimiento de los tories liberales en 1825, y un reco­
nocimiento explícito del gobierno liberal de Gladstone en 1871. Los sindicatos
franceses fueron reconocidos por Napoleón III en 1864, luego restringidos a
causa de la reacción provocada por la Comuna, y plenamente legalizados des­
pués, en 1884. En Alemania, Bismarck negoció con los dirigentes de los traba­
jadores en busca de apoyo contra los intereses creados con los que tropezaba
en su camino.
La prosperidad de los años cincuenta favorecía la formación de uniones,
porque los trabajadores siempre pueden organizarse más fácilmente cuando
los empresarios necesitan más de sus servidos. La unión profesional —o
unión de obreros especializados dentro del mismo oficio, como el de los
carpinteros— fue, al principio, la organización característica. Se desarrolló
muy plenamente en Inglaterra, donde la Am algam ated Society o f Engineers
(es decir, maquinistas) introdujo, en 1851, un unionismo de «nuevo
modelo». El programa de los funcionarios de la unión de «nuevo modelo»
consistió en retirar a las uniones de la política, olvidar el semisocialismo
de los cartistas, abandonar la grandiosa idea de Robert Owen de «una
gran unión» de todos los trabajadores, y concentrarse en la mejora de
los intereses de cada oficio por separado. Los núevos dirigentes proponían
ser razonables con los empresarios, evitar las huelgas, acumular fondos de la
unión y atraer socios. En esto, fueron muy afortunados; las uniones echaron
raíces; y los dos partidos gobernantes de Inglaterra, tranquilizados por la
inesperada moderación de los portavoces de la clase obrera, se pusieron de
acuerdo para conceder el voto al obrero de la ciudad en 1867.
En los años ochenta, y especialmente con la gran huelga del muelle de
Londres de 1889, que cerró el puerto de Londres por primera vez desde la
Revolución Francesa, empezaron a formarse uniones de obreros no cualífica-

26 Ver págs. 99, 249.

347
dos. Al mismo tiempo, empezó a tomar forma el umonismo industrial, o
asociación en una sola unión de todos los obreros de una industria
determinada, como el carbón o el transporte,- independientemente de la
especialidad o del trabajo del obrero individual. En algunos casos, los
antiguos unionistas cualificados se asociaban con obreros no cualificados que
trabajaban junto a ellos. Así, gradualmente, surgió la Transport Worfcers
Union (Unión de Obreros del Transporte), que, medio siglo después, había
de dar un ministro de asuntos exteriores al gobierno, en la persona de Ernest
Bevin. En 1900, había unos 2.000.000 de miembros de las trade unions en
Gran Bretaña, comparados con sólo 850.000 en Alemania y 250.000 en
Francia.
En buena parte, el hecho de que los trabajadores británicos se hallasen
tan adelantados en trade unionismo, y tuviesen tanto éxito a la hora de
imponer la negociación colectiva a sus empresarios, fue la causa de que no se
diesen tanta prisa como sus compañeros continentales en la formación de un
partido político de los trabajadores. En los años ochenta, cuando socialistas
declarados se sentaban ya en los parlamentos francés, belga y alemán, las
únicas personas equivalentes en Gran Bretaña eran una media docena de
«Lib-Labs», como se les llamaba, es decir, trabajadores (Laboring meri)
elegidos con la etiqueta de liberales (Liberal). El Partido Laborista inglés se
formó al comienzo del siglo, gracias a los esfuerzos conjuntos de los
funcionarios de las trade unions y de los intelectuales de la clase media27.
Mientras en el Continente las uniones de los trabajadores eran muchas veces
dirigidas, e incluso creadas, por los partidos políticos socialistas, en
Inglaterra fueron las uniones de los trabajadores las que crearon, y
ulteriormente dirigieron, el Partido Laborista. De ahí que, durante mucho
tiempo, el Partido Laborista fuese menos socialista que los partidos de la
clase obrera del Continente. Su origen y su rápido desarrollo se debieron, en
buena medida, a un deseo de defender las uniones como instituciones
establecidas y respetables. Las uniones se vieron amenazadas en su propia
existencia por una decisión de los tribunales británicos de 1901, la sentencia
T aff Vale, que hacía a una unión económicamente responsable de las
pérdidas comerciales que sufriese un empresario durante una huelga. La
huelga más pequeña y más ordenada, al agotar los fondos de una unión,
podía arruinar a ésta. El áño anterior, se habían hecho gestiones para juntar
las uniones y todas las demás organizaciones laboristas y socialistas exis­
tentes en un comité de representación de los trabajadores, con el fin de
preparar las elecciones de 1900; el esfuerzo no tuvo mucho éxito, y sólo dos
de los quince candidatos de los trabajadores fueron elegidos. Pero la
sentencia T aff Vale unificó todas las categorías y precipitó la formación del
Partido Laborista moderno. En la elección de 1906, el nuevo Partido
Laborista envió veintinueve miembros al Parlamento, el cual inmediata­
mente superó la sentencia Taff Vale, mediante una nueva legislación. La
legislación social elaborada a través del Parlamento por el gobierno del
Partido Liberal en los años siguientes, en buena parte bajo la presión del
laborismo, ha sido descrita ya28.
27 • Ver págs. 350-351.
28 Ver págs. 338-339.

348
El socialismo europeo después de 1850

En cuanto al socialismo, que tanto había asustado a las clases media y


alta en 1848, parecía aletargado en los años cincuenta. Carlos Marx, después de
publicar el Manifiesto Comunista con Engels en 1848, y de su labor de
agitación como periodista en la revolución alemana de aquel año, se apartó
al seguro refugio que Inglaterra le ofrecía, y allí, tras años de concienzuda
investigación, publicó el primer volümen de su obra, E l Capital, en 1867. El
Capital, cuyos siguientes volúmenes fueron publicados después de su muerte,
dio cuerpo, sustancia y argumentación a los principios anunciados en el
Manifiesto19. Marx, durante más de treinta años en Londres, apenas se
mezcló con los dirigentes laboristas que entonces estaban organizando las
unions inglesas. Apenas conocido de los ingleses, Marx se relacionó princi­
palmente con los desterrados políticos y con los esporádicos visitantes de
numerosas nacionalidades.
En 1864, tuvo lugar en Londres la primera reunión de la Asociación
Internacional de Trabajadores, generalmente conocida como la Primera
Internacional. Fue patrocinada por un heterogéneo grupo, en el que se
encontraban el secretario de la unión de carpinteros ingleses, Robert
Applegarth, el viejo revolucionario italiano, Mazzini, y Carlos Marx. Con
los funcionarios de la unión absorbidos en cuestiones sindicales, la dirección
de la Asociación fue pasando, gradualmente, a Marx, quien la utilizó como
un medio de publicar las ideas que estaban a punto de aparecer en E l
Capital. En los congresos anuales siguientes, en Ginebra, Lausana, Bruselas
y Basilea, Marx reforzó su posición. Hizo que los mazzinianos no fuesen
bien acogidos, y denunció a los alemanes lassalleanos por su inclinación a
cooperar con Bismarck, arguyendo que no era propio de socialistas cooperar
con el estado, sino apoderarse de él. Su lucha más violenta fue con el ruso
Bakunin. Con sus raíces en la Rusia zarista, Bakunin creía que el estado era la
causa de las calamidades del hombre común; por lo tanto, era un «anarquis­
ta», y aseguraba que el estado debía ser atacado y abolido. Para Marx, el
anarquismo era detestable; la doctrina correcta consistía en que el estado
—zarista o burgués— sólo era un producto de unas condiciones económicas,
un instrumento en la lucha de clases, un arma de los intereses de los propieta­
rios, de modo que el verdadero blanco de la acción revolucionaria debía ser,
no el estado, sino el sistema económico capitalista. Marx expulsó a Bakunin
de la Internacional, en 1872.
Mientras tanto, los miembros de la Primera Internacional observaban
con gran excitación la Comuna de París de 1871, de la que esperaban que
pudiera ser el primer acto de un levantamiento de la clase obrera europea.
Miembros de la Internacional se infiltraron en la Comuna, y la conexión
entre ambas, aunque más bien incidental, fue una de las razones por las que
el gobierno provisional francés reprimió la Comuna con tan terrible
ferocidad. Pero la Comuna, en realidad, dio muerte a la Primera Internacio­
nal. La Comuna había sido sangrienta y violenta, una rebelión armada
contra la Asamblea Nacional de Francia, democráticamente elegida. Marx la

29 Ver págs. 240-242.

349
elogió como una etapa en la lucha de clases internacional. Incluso vio en ella
una prefiguración de lo que él llamaba «la dictadura del proletariado». Así
ahuyentó a muchos posibles seguidores. Ciertamente, los trade unionisís
ingleses, hombres tranquilos y prudentes, no podían tener nada que ver con
tales acciones ni con tales doctrinas. La Primera Internacional dejó de existir
después de 1872.
Pero, en 1875, en la conferencia de Gotha, los socialistas marxistas y los
lassalleanos llevaron a cabo una cierta unión para fundar el Partido Social
Demócrata Alemán, cuyo ulterior desarrollo, en contra de los intentos de
Bismarck de detenerlo, se ha señalado ya. Hacia 1880, brotaron partidos
socialistas en muchos países. En Bélgica, altamente industrializada, surgió
un Partido Socialista Belga en 1879. En las regiones industriales de Francia,
algunos trabajadores se sintieron atraídos por Jules Guesde, un obrero
autodidacta, antiguo communard, y ahora riguroso marxista, que sostenía
que era imposible emancipar a la clase obrera mediante compromisos de
ningún tipo; otros seguían al «posibilista» Dr. Brousse, que consideraba
posible que los obreros llegasen al socialismo a través de métodos parlamen­
tarios; otros apoyaban a Jean Jaurés, que enlazaba elocuentemente la
reforma social con la tradición revolucionaria francesa y con la defensa de
las instituciones republicanas. Los grupos socialistas no formaron en Francia
un Partido Socialista unificado hasta 1905. En Inglaterra, en 1881, H . M.
Hyndman fundó una Federación Social Democrática según el modelo
alemán y con un programa marxista; la Federación nunca tuvo más que un
puñado de miembros. En 1883, dos rusos desterrados en Suiza, Plejanov y
Axelrod, recientemente convertidos al marxismo, fundaron el Partido Ruso
Social Democrático, del que acabarla derivándose el comunismo del siglo
siguiente. Los partidarios socialistas se unieron para establecer una liga
internacional en 1889, conocida como la Segunda Internacional, que luego se
reunió cada tres años y que duró hasta 1914.

Socialismo revisionista y revolucionario, 1880-1914


Los nuevos partidos socialistas de los años ochenta eran todos de inspira­
ción marxista. Marx murió en 1883. El marxismo o «socialismo científico», por
la fuerza de su análisis social, por el volumen de las obras de Marx a lo largo
de cuarenta años, y por una actitud de implacable hostilidad frente a las
doctrinas socialistas rivales, se había convertido en la única forma amplia­
mente extendida de socialismo sistemático. Muy fuerte en Alemania y en
Francia, el marxismo tenía relativamente poco éxito en Italia y en España,
donde la clase obrera, menos industrializada en todo caso, menos instruida,
incapaz de poner sus esperanzas en el voto, y habituada a un excitable
insurreccionismo a la manera de Garibaldi, se inclinaba más frecuentemente
hacia el anarquismo predicado por Bakunin.
El marxismo tampoco tuvo éxito, en absoluto, en Inglaterra; los obreros
se atenían a sus trade unions, y los hombres de la clase media que criticaban
el capitalismo seguían a la Sociedad Fabiana, creada en 1883. Los Fabianos
(así llamados, por el nombre del antiguo general romano, Fabius Cunctator,
el «contemporizador», o estratega de los métodos graduales) eran muy

350
ingleses y muy antimarxistas. George Bernad Shaw, H. G. Wells, y Sidney y
Beatrice Webb figuraron entre los primeros miembros de la Sociedad. Para
ellos, el socialismo era el equivalente social y económico de la democracia
política, así como su consecuencia inevitable. Sostenían que no era necesa­
rio, ni siquiera existía ningún conflicto de clase, que unas medidas graduales y
razonables y conciliadoras traerían, en su momento, un estado socialista, y
que la mejora del gobierno local o que la propiedad municipal de cosas
como el abastecimiento de aguas o el alumbrado eléctrico eran pasos hacia
su consumación. Los fabianos, como los funcionarios de las trade unions, se
contentaban con pequeñas e inmediatas satisfacciones. Se unieron con las
unions para formar el Partido laborista. Al propio tiempo, mediante pacien­
tes y minuciosas investigaciones en las realidades económicas, facilitaban una
gran cantidad de información práctica que podía servir de base a un programa
legislativo.
Los partidos marxistas o socialdemócratas del Continente se desarrolla­
ban con gran rapidez. El marxismo se convirtió en un «socialismo par­
lamentario» menos revolucionario, excepto en el caso del Partido Social
Demócrata Ruso, desde luego, porque Rusia no tenia gobierno parlamenta­
rio. Porque el crecimiento de los partidos socialistas significaba que los ver­
daderos trabajadores, y no simplemente intelectuales, votaban a los candida­
tos socialistas para el Reichstag, para la Cámara de Diputados o como
pudiera llamarse la cámara baja del parlamento; y esto, a su vez, signi­
ficaba que la psicología y la influencia de los sindicatos obreros en los partidos
iba un aumento. Los obreros, y los funcionarios de sus sindicatos, po­
dían, en teoría considerarse entregados a una enorme lucha con el ca­
pital; pero, en la práctica, su objetivo consistía en obtener para sí mismos
una parte mayor del negocio de sus empresarios. Podían creer en el in­
ternacionalismo de los intereses de los trabajadores; pero, en la práctica,
al actuar a través de los parlamentos de los estados nacionales, laboraban
por una legislación conveniente que beneficiase sólo a los trabajadores de su
país —seguro social, regulación de fábricas, salarios mínimos o jomadas
máximas—. Tampoco era posible negar, al final del siglo, que las predic­
ciones de Marx (basadas inicialmente en las condiciones de los años cuarenta)
no se habían cumplido, al menos hasta entonces; los burgueses se hacían más
ricos, pero los proletarios no se hacían más pobres. Se calculaba que los
salarios reales —es decir, lo que el ingreso del asalariado podía comprar
realmente, aun admitiendo las pérdidas debidas al desempleo— habían
subido, aproximadamente, en un 50 por ciento en los países industrializados,
entre 1870 y 1900. El incremento se debía a la mayor productividad de la
fuerza de trabajo mediante la mecanización, al desarrollo de la economía
mundial, a la acumulación del capital y al gradual descenso de los precios de
los alimentos y de otros artículos que los obreros tenían que comprar.
Repetidamente, aunque en vano, la Segunda Internacional había de
advertir a sus partidos socialistas integrantes, contra la colaboración con
la burguesía. El marxismo comenzó, hacia 1890, a sufrir un movimien­
to de revisionismo, capitaneado en Francia por Jean Jaurés, dirigente
socialista en la Cámara de los Diputados, y en Alemania por Eduar­
do Bernstein, miembro socialdemócrata del Reichstag y autor, en 1898,

351
de Socialismo evolucionista, un importante folleto que exponía los nue­
vos puntos de vista. Los revisionistas sostenían que el conflicto de clases
podía no ser absolutamente inevitable, que el capitalismo podía transformar­
se gradualmente a favor de los obreros, y que ahora que los obreros tenían,
no sólo el voto, sino un partido político propio, podían alcanzar sus fines a
través de canales democráticos, sin revolución y sin ninguna dictadura del
proletariado. Los socialistas o los socialdemócratas, en su mayoría, siguieron
a los revisionistas.
Esta tendencia al «oportunismo»30 entre los marxistas lanzó a los
espíritus realmente revolucionarios en nuevas direcciones. Así surgió el
sindicalismo revolucionario, cuyo más importante exponente intelectual fue
un francés, Georges Sorel. «Sindicalismo» es, simplemente, el equivalente
francés del trade unionism (de syndicate), y la idea consistía en que las
uniones de los trabajadores podían convertirse, por si mismas, en las
supremas instituciones autorizadas de la sociedad, sustituyendo, no sólo a la
propiedad y a la economía de mercado, sino también al gobierno. El medio
que conduciría a este fin sería una asombrosa huelga general, en la que todos
los trabajadores de todas las industrias pararían simultáneamente, parali­
zando así la sociedad e imponiendo la aceptación de su voluntad. El
sindicalismo hizo más progresos donde las uniones eran muy débiles, como
en Italia, en España y en Francia, porque en estos países las uniones tenían
menos que perder y estaban muy necesitadas de doctrinas sensacionales para
atraer miembros. Su base más sólida fue la Confederación General Francesa
del Trabajo, fundada en 1895.
Entre los marxistas ortodoxos se produjo un renacimiento de los funda­
mentos marxistas como protesta contra el revisionismo. En Alemania Karl
Kautsky acusó a los revisionistas de contemporizadores que traiciona­
ban el marxismo para alcanzar unos fines pequeño-burgueses. En 1904, él y
otros rigoristas inñuyeron en la Segunda Internacional para condenar la
conducta política del socialista francés, Alexandre Millerand, que, en 1899,
había aceptado un cargo ministerial en un gabinete francés. La Internacional
decía que los socialistas podían utilizar los parlamentos como un foro, pero
los socialistas que entraban en el gobierno estaban identificándose, imperdo­
nablemente, con el estado burgués enemigo. En adelante, los socialistas no
se incorporaron al gabinete de ningún país europeo, hasta la Primera Guerra
Mundial. En el Partido Social Demócrata Ruso, la cuestión del revisionismo
pasó a primer plano en 1903, en un congreso del partido celebrado en
Londres porque los más destacados marxistas rusos eran, sobre todo,
desterrados. Allí, un grupo capitaneado por Lenin exigió que el revisionismo
fuese extirpado. Lenin obtuvo la mayoría, de momento al menos, y, en
consecuencia, los marxistas intransigentes se llamaron bolcheviques (de la
palabra rusa que significa mayoría), mientras los marxistas rusos revisionis­
tas o conciliadores, los que estaban dispuestos a colaborar con los liberales
burgueses y con los demócratas, eran conocidos luego como mencheviques o
grupo de la «minoría»31. Pero, en 1903, los marxistas rusos estaban
considerados como muy poco importantes.

30 Ver pág. 245,


31 Ver págs. 473-474.

352
En general, en la «zona interior» de Europa, a comienzos del siglo, los
hombres que se llamaban marxistas ya no eran, en su mayoría, activamente
revolucionarios. De igual modo que el republicanismo revolucionario se
había aquietado en la Tercera República Francesa, así el marxismo revo­
lucionario parecía haberse aquietado en las doctrinas más moderadas de
la social-democracia. Lo que habría ocurrido si no hubiera estallado la
guerra de 1914, no puede saberse; es posible que el revolucionarismo social
hubiera revivido, porque los salarios reales ya no subieron, en general, en­
tre 1900 y 1914, y una considerable inquietud se extendía por los círculos
obreros, jalonada con grandes huelgas. Pero, en 1914, la clase obrera como
conjunto no se hallaba en una actitud revolucionaria. Los obreros seguían
buscando un mayor grado de justicia social, pero la agitación social tan
temida o tan esperada en 1848 se había calmado. Parece que esto se debió a
tres razones principales: el capitalismo había actuado lo suficientemente bien
para elevar el nivel de vida de los trabajadores por encima de lo que estos
recordaban de sus padres o de sus abuelos; los trabajadores tenían voto, y,
en consecuencia, se hallaban convencidos de que participaban en el estado,
podían esperar beneficiarse del gobierno, y tenían poco que ganar si lo
derribaban; y, en tercer lugar, tenían sus intereses vigilados por sindicatos
organizados y cada vez más poderosos, mediante los cuales podían demandar
y conseguir una mayor participación en la renta nacional.

41. Ciencia, Filosofía, Artes y Religión

La fe en los poderes de la ciencia natural ha sido característica de la


sociedad moderna durante más de tres siglos, pero nunca hubo una época en
que esa fe abarcase a tantos hombres, o en que fuese sostenida tan
firmemente, tan optimistamente, y con tan pocos escrúpulos o reservas
mentales como en el medio siglo anterior a la Primera Guerra Mundial. La
ciencia se encuentra en el fondo de todo el movimiento de la industriali­
zación; y si la ciencia se hizo positivamente popular a partir de 1870,
aproximadamente, hasta el punto de que las personas científicamente
ignorantes la miraban como un oráculo, fue porque se manifestaba ante
todos en las nuevas maravillas de la vida cotidiana. Apenas las regiones más
civilizadas del mundo habían digerido el ferrocarril, el barco de vapor y el te­
légrafo, cuando había comenzado a desplegarse toda una serie de nuevas
invenciones ya descritas32. En los treinta años siguientes a 1875, el número
de patentes se triplicó en los Estados Unidos, se cuadriplicó en Alemania, y
se multiplicó en todos los países civilizados. El avance científico y técnico era
tan completamente internacional (aunque limitado, principalmente, a la
«zona interior»), como ningún movimiento que el mundo hubiera visto
nunca. El impulso de la invención científica nunca había sido tan fundamen­
talmente útil, tan provechoso para los trabajos constructivos y para los
graves problemas de la humanidad, y, en ese sentido, tan humano.
En el pensamiento científico más fundamental, se produjeron importan­

32 Ver págs. 320-321.

353
tes cambios hacia 1860 ó 1870. Hasta aquel momento, hablando en líneas gene­
rales, las ideas básicas eran las establecidas por Isaac Newton casi dos siglos an­
tes. La ley de la gravitación universal reinaba, indiscutida, y con ella, casi en la
misma medida, la geometría de Euclides y una física que era básicamente mecá­
nica. Se creía que la naturaleza última del universo era regular, ordenada, pre­
decible y armoniosa; también era intemporal, en el sentido de que el paso de las
edades no traía cambio ni desarrollo. A finales de la época aquí considerada, es
decir, en 1914, las antiguas concepciones habían comenzado a flaquear por to­
das partes.

E l impacto de la evolución

Como impacto sobre el pensamiento general, el cambio más importante


fue el constituido por el nuevo interés prestado a la biología y a las ciencias
naturales. En esto, la gran fecha simbólica es la publiqación del Origen de las
especies de Carlos Darwin, en 1859. Después de Darwin, la evolución se
puso a la orden del día. Filosofías evolucionistas, que sostenían que la forma
de comprender algo consistia en comprender su desarrollo, no eran nuevas
en 1859. Hegel había introducido la concepción evolucionista en la metafísi­
ca; y él y Marx, en las teorías de la sociedad humana33. La idea del progreso
en boga desde la Edad de la Ilustración, era una especie de filosofía
evolucionista; y la gran actividad en los estudios históricos, bajo los
auspicios románticos y nacionalistas, habia hecho que los individuos
concibieran los asuntos humanos en términos de un proceso temporal34. En
el mundo de la naturaleza, la aparición de la geología a partir de 1800 había
dado paso a las ideas evolucionistas, y biólogos audaces se habian permitido
especular sobre un desarrollo evolucionista de las formas vivas. Lo que
Darwin hizo fue marcar la evolución con el sello de la ciencia, reuniendo las
pruebas de ella y ofreciendo una explicación del modo en que operaba. En
1871, en su Origen del hombre, aplicó las mismas hipótesis a los seres
humanos.
Por evolución, Darwin entendía que las especies son mudables; que
ninguna especie se crea para permanecer inalterada de una vez para siempre;
y que todas las especies de organismos vivos, plantas, y anímales, de
dimensiones microscópicas o elefantinas, vivientes o extinguidas, se han
desarrollado a través de pequeños cambios sucesivos desde otras especies que
fueron anteriores a ellas. Un corolario importante era el de que toda vida se
hallaba interrelacionada y sometida a las mismas leyes. Otro corolario era el
de que toda la historia de las cosas vivas sobre la tierra, que los científicos de
la época de Darwin sostenían, en general, que alcanzaba a muchos millones
de años, era una historia unificada que se desplegaba continuamente en un
significativo y único proceso de evolución.
Darwin pensaba que la especie cambiaba, no mediante una actividad
inteligente o intencionada del organismo, sino, esencialmente, por una
especie de azar. Los organismos individuales, a través del juego de la

33 V er págs. 180, 242-244.


34 V er p ágs. 31-32, 41-42, 151-152, 181-182.

354
herencia, heredaban características ligeramente diferentes, unas más útiles
que otras para la obtención de alimentos, para la lucha o para la
procreación; y los organismos que tenían las características más útiles tendían
a sobrevivir, de modo que sus características eran transmitidas a la
descendencia, hasta que toda la especie, gradualmente, cambiaba. Determi­
nadas frases, no todas ideadas por Darwin, resumían la teoría. Había una
«luchas por la existencia» que desembocaba en la «supervivencia de los más
aptos», a través de la «selección natural» de las «razas más favorecidas», las
razas no se refieren a razas humanas, sino a los linajes dentro de una
especie. La lucha por la existencia se refería al hecho de que, en la
naturaleza, nacían en cada especie más individuos de los que podían vivir un
periodo normal de vida; los «más aptos» eran los ejemplares individuales de
una especie que tenían las características más útiles, como la velocidad en el
ciervo o la ferocidad en el tigre; selección «natural» significaba que los más
aptos sobrevivían, sin que ellos mismos ni el Creador se lo propusieran; las
«razas favorecidas» eran los linajes de una especie que tenían buenas
facultades de supervivencia.
Las ideas de Darwin provocaron un gran alboroto. Los científicos se
apresuraron a defenderle y los eclesiásticos a atacarle. El biólogo T. H .
Huxley se convirtió en el principal portavoz de Darwin «el perro de
Darwin». Discutió, entre otros, con el obispo de Oxford. Darwin fue
denunciado, torpemente, por decir que el hombre descendía del mono.
Había el temor de que se hundiesen todas las bases de la dignidad humana,
de la moralidad y de la religión. Darwin estaba tranquilo, a este respecto.
Decia que, en condiciones civilizadas, las virtudes sociales y cooperativas
eran características útiles que ayudaban a la supervivencia, de modo que
«podemos esperar que los hábitos virtuosos se harán más fuertes, tal vez
fijándose a través de la herencia». Una gran parte de la explosión contra
Darwin era más bien trivial, y los que le atacaban no se distinguían, general­
mente, por su agudeza intelectual; pero no se equivocaban en la percepción
de un profundo peligro.
Que el darwinismo no dijese nada de Dios, de la Providencia o de la
salvación no era extraño; ninguna ciencia lo hizo nunca. Que la evolución no
se ajustase exactamente al primer capitulo del Génesis era inquietante, pero
no funesto; una gran parte del Antiguo Testamento estaba ya considerada
como simbólica, al menos fuera de ciertos círculos fundamentalistas. Ni
siquiera la idea de que el hombre y los animales tuviesen el mismo origen era
perniciosa; la parte animal de la naturaleza humana no habia escapado a la
atención de los teólogos. El efecto nuevo y subversivo de la biología
evolucionista consistía en que cambiaba la concepción de la naturaleza. La
naturaleza ya no era una armonía, era un escenario de lucha, «naturaleza
roja en los dientes y en las garras». La lucha y la eliminación del débil eran
naturales, y como medio hacia el desarrollo evolucionista podían incluso
considerarse buenas. N o habia especies fijas ni formas acabadas, sino
solamente un fluir interminable. El cambio era perpetuo; y todo parecía
simplemente en relación con el tiempo, con el lugar y con el medio. No habia
normas de lo bueno y de lo malo; un organismo bueno era el que sobrevivía
donde otros perecían; la adaptación sustituía a la virtud; fuera de ella, no

355
había nada «justo». En resumen, la prueba era el triunfo; el «adaptado» era
el triunfador; y, en eso, el darwinismo se fundió con aquella textura de
pensamiento, o Realpolitik, que se extendió por Europa, al mismo tiempo,
por otras causas35.
Esas fueron, por lo menos —en el caso de que hubiera alguna—, las
implicaciones generalizadas de la ciencia, que trasladaban los descubrimien­
tos científicos a los asuntos humanos, y el prestigio de la ciencia era tan
grande, que eso era, precisamente, lo que muchos querían hacer. Con la
popularización de la evolución biológica, una escuela conocida como
Darwinistas Sociales aplicó activamente las ideas de la lucha por la existencia
y por la supervivencia de los más aptos a la sociedad humana. Había
darwinistas sociales en toda Europa y en los Estados Unidos. Sus doctrinas
se aplicaban a diversos usos, como el de demostrar que unos pueblos eran
naturalmente superiores a otros, como los blancos a los negros, o los
nórdicos a los latinos, o los germanos a los eslavos (o viceversa), o los no
judíos a los judíos; o que las clases alta y media, cómodas y satisfechas,
merecían tales gracias porque habían demostrado ser «más aptas» que los
perezosos pobres; o que las grandes empresas, por la naturaleza de las cosas,
tenían que apoderarse de las más pequeñas; o que algunos estados, como el
Imperio Británico o el Alemán, estaban llamados a encumbrarse; o que la
guerra, moralmente, era una cosa excelente, pues demostraba la virilidad y el
valor de supervivencia de los que luchaban.

Antropología y psicología
Las ciencias sociales más nuevas, como la antropología y la psicología, se
desarrollaron muy rápidamente en la última parte del siglo XIX. Su efecto
sobre la civilización de la época no fue distinto del producido por el
darwinismo. Las dos aceptaban la evolución biológica. Las dos, como precio
por ser verdaderamente científicas, rehuían las normas de lo justo y lo
injusto, y se dedicaban a descubrir y a explicar los simples hechos de la
conducta humana.
La antropología se marcó la tarea de estudiar las características físicas y
culturales de todas las ramas de la humanidad. Los antropólogos físicos se
interesaban por las diversas «razas» humanas, de algunas de las cuales creían
que podían ser «favorecidas» en el sentido darwinista, es decir, superiores en
herencia y en valor de supervivencia. Muchas veces se llegó a la conclusión,
incluso por parte de científicos de la época, de que los blancos eran la raza
más apta, y, entre los blancos, los nórdicos, teutones o germanos, y los
anglo-sajones. El público, exagerando más o menos esas ideas, se convirtió en la
generación más racialmente consciente que los europeos hubieran sido nunca.
Por otra parte, los antropólogos culturales, que observaban todas las formas de
sociedades primitivas o complejas con desinterés científico, parecían, a
veces, enseñar una doctrina más sencilla. Científicamente, no parecía que
ninguna cultura o sociedad fuese «mejor» que cualquier otra, por ser todas
ellas adaptaciones a un medio, o, simplemente, un problema de hábito —de

35 Ver pág. 239.

356
mores, como la gente decía en cuidadosa distinción respecto a la moral—. El
efecto era también una especie de relativismo o de escepticismo, una negación
de valores, una creencia de que lo justo y lo injusto son cuestiones de conven­
ción social, de condicionamiento psicológico, de simple opinión o punto de vis­
ta. Insistimos en que estamos describiendo, no la historia de la ciencia, sino los
efectos de la ciencia sobre la civilización europea de aquel tiempo.
El impacto de la antropología se hizo sentir también agudamente en la
religión. Sir James Frazer (1854-1941), en su volum inosa obra La rama
dorada, demostró que algunos de los más sagrados ritos, prácticas e ideas
del cristianismo no eran únicos, sino que podían encontrarse entre las
sociedades primitivas, y que, además, sólo una linea divisoria muy tenue
separaba la magia de la religión. La antropología, la evolución darwimana y
otros progresos llegaron a perturbar las creencias religiosas tradicionales.
La psicología, como ciencia del comportamiento humano, dio origen a
unas implicaciones profundamente perturbadoras acerca de la naturaleza
misma del hombre. Fue establecida en los años 1870 como una ciencia
natural por el fisiólogo alemán Wilhelm Wundt (1832-1920), que desarrolló
varias técnicas experimentales nuevas. El ruso Iván Pavlov (1849-1936)
realizó una famosa serie de experimentos en los que él «condicionaba» a
unos perros para que segregasen saliva, automáticamente, al escuchar el
sonido de una campana, una vez que se habían acostumbrado durante un
cierto periodo de tiempo a asociar el sonido con el servicio de sus alimentos.
Las observaciones de Pavlov fueron importantes; implicaban que una gran
parte del comportamiento animal, y probablemente del comportamiento
humano, podía explicarse sobre la base de las respuestas condicionadas. En
el caso de los seres humanos, estas serían respuestas para cuya automática
elaboración los hombres habrían sido preparados mediante su ambiente y su
educación, y que el hombre no elaboraba mediante una elección o un razona­
miento consciente.
El más importante de todos los procesos de desarrollo en el estudio del
comportamiento humano fue la obra de Sigmund Freud (1856-1939) y las
de los autores en quienes él influyó. Freud, médico vienés, fundó el
psicoanálisis al comienzo del siglo. Llegó a creer que ciertas formas de
trastorno emocional como la histeria podían tener sus orígenes en episodios
tempranos y olvidados de las vidas de los pacientes. Tras ensayar, primero,
diversas técnicas como la hipnosis, que luego abandonó, empleó la libre
asociación o libre recuerdo. Si podía ayudarse a los pacientes a que trajesen
aquellas experiencias extinguidas al recuerdo consciente, los síntomas de la
enfermedad, frecuentemente, desaparecerían. Desde aquellos comienzos,
Freud y sus seguidores exploraron la función que el subconsciente desempe­
ñaba en todo el comportamiento humano, haciendo el hincapié en el impulso
sexual. En uno de sus más famosos libros, L a interpretación de los sue­
ños (1900), señalaba los sueños como una clave para la comprensión
subconsciente; en otras partes, relacionaba sus descubrimientos con la
religión, con la educación, con el arte y con la literatura. Freud y las ideas
freudianas tuvieron una gran influencia en las ciencias sociales y de la
conducta, y una gran parte del vocabulario freudiano se incorporó luego al
lenguaje de cada día y a la cultura popular. En su más profunda

357
significación, el psicoanálisis, al revelar las extensas áreas de la conducta
humana ajenas al control de la conciencia, sugería que los seres humanos no
eran, esencialmente, criaturas racionales, en absoluto.

L a nueva Física
La revolución en la biología del siglo XIX, juntamente con los progresos
en la psicología y en la antropología, pronto fueron igualados y superados
por la revolución en la física. En los últimos años del siglo, la física se hallaba
en vísperas de una transformación revolucionaria. Al igual que la mecánica
newtoniana en el siglo XVII y la evolución darwiniana en el XIX, la nueva
física representó una de las grandes revoluciones científicas de todos los
tiempos. No había una obra determinada comparable con los Principia de
Newton o con el Origen de ¡as especies de Darwin, a menos que pudiera
considerarse como tal la teoría de la relatividad, de Alberto Einstein,
formulada en una serie de trabajos científicos en 1905 y 1906. En cambio,
habia una serie de descubrimientos e invenciones, en parte matemáticos y
luego cada vez más empíricos, que arrojaban nueva luz sobre la naturaleza
de la materia y de la energía. En la física newtoniana, el átomo, la unidad
básica de toda materia, que los griegos habían presentado como una
hipótesis en la antigüedad, era como una bola de billar dura, sólida, sin
estructurar, permanente e invariable; y la materia y la energía eran se­
paradas y distintas. Pero una serie de descubrimientos, desde 1896 en
adelante, alteraron profundamente esta concepción. En 1896, el científico
francés Antoine Henri Becquerel descubrió la radiactividad, observando que
el uranio emitía partículas o rayos de energía. En los años inmediatamente
siguientes, gracias a las observaciones y descubrimientos de los científicos
franceses Fierre y Marie Curie, y de los ingleses J. J. Thomson y Lord Ru-
therford, surgió la noción de que los átomos no eran simples, sino com­
plejos, y, además, que los diversos átomos radiactivos eran, por su naturale­
za, inestables, y que liberaban energía cuando se desintegraban. El físico
alemán Max Planck, en 1900, demostró que la energía era emitida o
absorbida en unidades o paquetes específicos y discretos, cada uno de los
cuales se llamaba un quantum; además, la energía no se emitía de un modo
igual y continuado, como antes se pensaba, ni era tan distinguible de la
materia como en otro tiempo se suponía. En 1913, el físico danés Niels Bohr
postuló un átomo formado por un núcleo de protones rodeados de unidades
eléctricamente cargadas, llamadas electrones, que giran alrededor del núcleo,
cada una en su órbita, como un minúsculo sistema solar.
Con la radiactividad, los científicos estaban volviendo a la idea,
rechazada desde hacía mucho tiempo —la concepción favorita de los al­
quimistas— , de que la materia era transmutable; de un modo que ni los
alquimistas habían soñado, era convertible en energía. El genio científico
judío, nacido en Alemania, Alberto Einstein (1879-1955), lo expresó en una
fórmula famosa: e = me2. De su teoría de la relatividad, surgió también la
noción profundamente revolucionaria de que el tiempo, el espacio y el
movimiento no eran de carácter absoluto, sino que todos eran relativos al
observador y al movimiento en el espacio del propio observador. En años

358
posteriores, en 1929 y en 1954, Einstein reunió en un conjunto común de
leyes, como Newton lo había hecho antes, una teoría del campo unificado,
una explicación de la gravitación, del electromagnetismo y del comporta­
miento subatómico. Aunque era difícil de comprender, y a pesar de que, en
buena parte, era todavía tema de controversia científica, aquella teoría
modificó muchos conceptos que desde Newton se habían admitido como
ciertos. El mundo newtoniano estaba siendo sustituido por un mundo
tetra-dimensional, una especie de continuum espado-tiempo; y, en las
matemáticas, estaban desarrollándose las geometrías no euclidianas. Resul­
taba, además, que ni la causa ni el efecto, ni el tiempo ni el espacio, ni la ley
de la gravitación universal de Newton significaban mucho en el mundo
subatómico, ni tampoco en el cosmos, cuando los objetos se movían con la
velocidad de la luz. Como el científico alemán Wemer Heisenberg demostró,
poco después, en 1927, con su principio de incertidumbre o indeterminación,
era imposible fijar simultáneamente la posición y la velocidad del electrón
individual. Sobre estas bases establecidas antes de la Primera Guerra
Mundial, se desarrolló la nueva ciencia de la física nuclear, y su derivada, la
energía. atómica. N o tardó en descubrirse que el átomo era aún m ás
complejo de lo que se pensaba antes de 1914, y que sus potencialidades eran
mayores.

Tendencias en la filosofía y en las artes

El paso desde la ciencia pura a la filosofía es largo, pero muchos estaban


preparados para darlo. N o sólo se habia extendido la fe en la ciencia, sino
que se aseguraba, ampliamente, que la ciencia era el único medio de co­
nocimiento cierto, y que todo lo que la ciencia no podía conocer perma­
necería desconocido para siempre —una doctrina llamada agnosticismo,
o reconocimiento de lá ignorancia— . Herbert Spencer (1820-1903) en
Inglaterra y Emst Haeckel (1834-1919) en Alemania fueron vulgarizadores
del agnosticismo y muy leídos; los dos describían también un universo regido
por la evolución darwiniana. En especial para Spencer, toda filosofía podía
ser unificada, organizada y coordinada a través de la doctrina de la
evolución; él aplicaba esta doctrina, no sólo a todas las cosas vivientes, sino
también a la sociología, al gobierno y a la economía. Spencer creía que la
evolución de la sociedad se dirigía hacia el incremento de la libertad del
individuo, siendo la función de los gobiernos, simplemente, la de mantener
la libertad y la justicia; los gobiernos no tenían que entorpecer los procesos
sociales y económicos naturales, ni cuidar de los débiles y de los ineptos.
Pero, al igual que Darwin, Spencer creía que el altruismo, la caridad y la
buena voluntad como virtudes éticas individuales eran, por si mismas, útiles
y laudables productos del desarrollo evolucionista.
Estas últimas concepciones no eran compartidas por otro de los
importantes autores de la época, muy influido también por las ideas
evolucionistas, el filósofo alemán Federico Nietzche (1844-1900). Filósofo
del arte más que de la ciencia, y nutrido de muchas corrientes intelectuales
del siglo, Nietzsche era un pensador asistemático y poco claro, con el que es

359
fácil ser injusto. Es evidente, sin embargo, que su opinión de la humanidad
era mala, y que, a partir de un fondo de pensamiento evolucionista, él
desarrollaba un cierto tipo de doctrina de un Superhombre, un ser noble que
en un triunfo final de la historia del mundo, surgiría de la multitud, la
conduciría, la dominaría y la deslumbraría. Nietzsche describía las cualida­
des de la humildad, la paciencia, la ayuda fraternal, la esperanza y el amor,
en resumen, las virtudes específicamente cristianas, como una moral de
esclavos, urdida por los débiles para desarmar a los fuertes. Consideraba
mucho mejores las cualidades del valor, del amor al peligro, de la excelencia
intelectual y de la belleza de carácter. Esas concepciones, para bien o para
mal, eran, en realidad, una nueva forma de paganismo clásico. Nietzsche no
fue muy leído ni muy respetado por sus contemporáneos, que le considera­
ban desequilibrado o incluso loco; pero, de todos modos, expresaba con
audaz franqueza muchas ideas implícitas en el pensamiento de su tiempo.
Al igual que en las ciencias, también en las obras de imaginación
creadora —la literatura pura y las bellas artes—, los cambios del amanecer
del siglo XX anunciaban la edad contemporánea. Algunos autores, como
Zola en Francia o Ibsen en Escandinavia, atendieron al reflejo de los
problemas sociales, produciendo una literatura realista relacionada con los
conflictos sociales, con las huelgas, con la prostitución, con el divorcio o con
la locura. Las interpretaciones psicológicas freudianas o de otro carácter
iban mostrándose, poco a poco, en las obras de ficción; las últimas novelas
eran, frecuentemente, más semejantes a la vida que las antiguas, aun cuando
agregasen poco a la fe del lector en la naturaleza humana. Las artes seguían
los desenvolvimientos intelectuales de la época, reflejando, como hacen hoy,
imas actitudes de relativismo, de irracionahsmo, de determinismo social y de
interés por el subconsciente. Por otra parte, nunca habían estado tan
apartados entre sí, el artista y la sociedad. El pintor Gauguin —un caso
extremo— huyó a los Mares del Sur, vivió como un nativo, y se reveló en la
pura violencia de los colores tropicales. Otros se absorbieron en tecnicismos
o en una auto-expresión puramente caprichosa. El arte en su último extremo
se volvió incomprensible, y el hombre corriente se vio privado de un medio
(tan. antiguo como las pinturas rupestres de la Edad de Piedra) de percibir,
de captar y de disfrutar del mundo que le rodeaba. Después de la Primera
Guerra Mundial, y hasta el presente, las mismas tendencias artísticas
subjetivistas atrajeron a un público más amplio, aunque todavía escéptico.
La gente leía libros sin puntuación (o con una puntuación peculiar),
escuchaba música llamada atonal y deliberadamente compuesta en busca de
efectos de discordancia y de disonancia, y estudiaba asiduamente pinturas y
esculturas abstractas o «no objetivas», a las que los propios artistas,
muchas veces, se negaban incluso a poner títulos.
El problema de la comunicación seguía siendo grave. Las artes sufrían de
la especialización del mundo moderno. El artista no estaba considerado
como un portavoz colectivo o como un creador de algo para el uso común,
sino como un especialista que ejerce su comercio y cuida de sus intereses. La
sociedad misma estaba dividida en grupos ocupados, concentrados en si
mismos, incapaces de comunicarse a no ser sobre cuestiones superficiales, y,
por lo tanto, a largo plazo, menos capaces de trabajar en común.

360
PINTURA # 198 (OTOÑO)
por Vasily Kandlnsky (ruso, después en Alemania y en Frauda, 1866-1944)

Lo que se llama, en general, arte moderno data de los comienzos del siglo XX. Mientras los
impresionistas seguían representando los objetos, aunque perdiendo interés por la representa­
ción objetiva, muchos pintores de la generación siguiente abandonaron los objetos mismos, lan­
zando asi varios estilos no objetivos o «abstractos». Esta «Pintura # 198» fue hecba en 1914
por Kandinsky, uno de los primeros cultivadores de la pintura puramente abstracta. Como se
propone transmitir el color, sin referencia a objetos físicos, no se presta al tipo de reproducción
hasta entonces usado. El color, en aquel momento, tenia una profunda y vital significación para
Kandinsky, aunque luego se dedicó también a la invención de imágenes geométricas o lineales.
Sustituyó el mundo comúnmente percibido de los objetos externos, con un universo propio.
«Crear un cuerpo de obra artística —decía— es crear un mundo». O también, hablando de la
naturaleza, «no es suficiente verla, hay que vivirla». Con tales convicciones, Kandinsky parti­
cipó de las filosofías antirracionalistas o vitalistas del periodo. Cortesía del Museo Solomon
R. Guggenheim. Permiso A .D .A .G .P. 1970 por French Reproduction Rights, Inc.

361
Las Iglesias y la Edad Moderna
La religión también estaba desplazada. Había pasado mucho tiempo
desde que casi todos habían considerado la religión como una guia. Pero, con
posterioridad a 1860 ó a 1870, la religión estaba más amenazada que nunca
en el pasado, porque, hasta entonces, nunca la ciencia ni las filosofías
relacionadas con la ciencia habían atendido tan directamente a la existencia
de la vida y del hombre. Nunca, hasta entonces, habían sido puestas en duda
o negadas tantas premisas fundamentales de la religión tradicional. La
evolución darwiniana había puesto en tela de juicio la tradicional descripción
de la Creación, y los antropólogos habían cuestionado el carácter único de los
más sagrados dogmas cristianos. Se desarrolló también la crítica «más alta»
de la Biblia, como un esfuerzo por aplicar a las Escrituras las técnicas científi­
cas aplicadas desde mucho tiempo atrás a los documentos seculares, por
incorporar descubrimientos arqueológicos, y por reconstruir una descripción
naturalista e histórica de los antiguos tiempos religiosos. El movimiento, que
se remontaba, por lo menos, al siglo XVII, alcanzaba ahora importantes
proporciones y se aplicaba tanto al Antiguo Testamento como al Nuevo. En
el caso del Antiguo Testamento, el paciente examen del estilo y del lenguaje
sembraba la duda acerca de la validez de ciertas profecías; y, en el Nuevo, se
hacían evidentes las inconsecuencias de las distintas fuentes evangélicas. El
teólogo alemán, David Friedrich Strauss (1808-1874), uno de aquellos doctos
críticos, fue el autor de una discutidisima Vida de Jesús; en la que muchos
episodios milagrosos y sobrenaturales se explicaban respetuosamente, pero
firmemente, como «mitología». El sensible historiador y escritor francés,
Ernest Renán (1823-1892), en una actitud un tanto similar, escribió sobre los
orígenes del cristianismo y sobre la vida del antiguo Israel. Los artículos de
fe de los hombres sencillos, instituidos desde hacia mucho tiempo, estaban
siendo socavados también. Además, todo el comportamiento de la ¿poca, su
absorción en el progreso material, contribuía a mantener a las gentes
alejadas de la iglesia; y el desarraigo general, el desplazamiento del campo a
la ciudad, rompía frecuentemente los lazos religiosos.
Las iglesias protestantes fueron menos afortunadas que la católica en la
protección de sus miembros frente a los efectos desintegradores de la época.
Entre los protestantes, la asistencia a la iglesia se hizo cada vez más casual, y
las doctrinas expuestas en los sermones parecían cada vez más lejanas. Los
laicos protestantes confiaban, tradicionalmente, en su propio juicio, y
consideraban a sus clérigos como a sus agentes, y no como a unos autorizados
maestros situados por encima de ellos. Los protestantes también habían
hecho siempre especial hincapié en la Biblia como fuente de creencia
religiosa; y, a medida que se acumulaban las dudas acerca de la verdad
literal de las narraciones bíblicas, no aparecía ninguna otra fuente en la que
pudieran confiar.
Los protestantes tendían a dividirse en modernistas y en fundamentalis-
tas. Los fundamentalistas, como se les llamaba en los Estados Unidos, en su
afán de defender la palabra literal de la Escritura, se veían obligados,
muchas veces, a negar los más indudables descubrimientos de la ciencia. Los
modernistas se sentían suficientemente inclinados a ser científicos y a

362
COMPOSICION CON EL AS DE BASTOS
por Georges Braque (francés, 1882-1963)

Este cuadro, de la misma fecha, aproximadamente, que el anterior de Kandinsky, representa


una dirección totalmente distinta en el arte moderno. Es una de las grandes obras del movimien­
to cubista. Mientras la pintura de Kandinsky presenta el color sin línea y trata de expresar la
vida y el sentimiento, Braque y los cubistas descomponen el mundo visual en lineas y en planos,
de un modo más analítico e intelectual. Los objetos se alejan o desaparecen, no en una mancha
impresionista ni en un estallido de color, sino en un patrón cuidadosamente ideado y casi ma­
temático. En el nuevo movimiento tenía un sentido «ver» las cosas desde más de un punto de
vista simultáneamente, tal como la mente las concibe. La percepción no es suficiente; como Bra­
que escribió, «los sentidos deforman, pero la mente forman. En todo caso, artistas innovadores
se apartaron, desde 1900 en adelante, de las principales preocupaciones de la pintura occidental
a partir del Renacimiento: de la representación realista de personas, lugares y objetos; del color
natural; del engañoso volumen tridimensional; de un espacio humanamente ocupado con pers­
pectivas, horizontes, situación y distancia, tal como el ojo los ve desde un determinado punto de
vista fijo. Cortesía del Museo de Arte Moderno, París (Servido Fotográfico). Permiso
A .D.A .G.P. 1970 por French Reproduction Rights, Inc.

363
interpretar gran parte de la Biblia como alegorías, pero difícilmente podían
recuperar algo de la espiritualidad o del sentimiento apremiante de la verdad
cristiana. Las iglesias protestantes, en su mayoría, eran lentas a la hora de
afrontar los problemas sociales y las injusticias en general, producidas por
el sistema económico, aunque se desarrolló un grupo de «socialistas
cristianos», especialmente dentro de la Iglesia de Inglaterra. Y como la
educación y el cuidado de los huérfanos, de los ancianos, de los enfermos y
de los locos correspondía al estado, los grupos protestantes tenían menos
que ver con el remedio de los sufrimientos y con la educación de los jóvenes.
El protestantismo, con gran pesar de muchos protestantes, iba convirtiéndo­
se, cada vez en mayor medida, en una observancia rutinaria, por parte de
unas gentes cuyos espíritus estaban en otros sitios. Hasta después de la
Primera Guerra Mundial, no pudo percibirse un fuerte resurgimiento
protestante, con una reafirmación de doctrinas fundamentales por pensado­
res como Karl Barth, y un intento de fusión por parte de iglesias protestantes
divergentes.
La iglesia católica romana se mostró más resistente frente a las
tendencias de la época. Ya hemos visto cómo el Papa Pío IX (1846-1878),
después de ser expulsado de Roma por los republicanos, en 1848, abandonó
sus inclinaciones hacia el liberalismo36. En 1864, en el Syllabus de Errores,
denunciaba como erróneas una larga relación de ideas muy extendidas,
incluyendo la fe en el racionalismo y en la ciencia, y negaba enérgicamente que
la cabeza de la iglesia «debiera reconciliarse y alinearse con el progreso, con
el liberalismo y con la civilización moderna». El Syllabus era, en su forma,
una advertencia a los católicos, y no materia de dogma en la que
obligatoriamente tuvieran que creer. En cuanto al dogma, en 1854 se
anunció como verdad dogmática la Inmaculada Concepción de la Virgen
María; un sigló después, en 1950, se proclamó la asunción corporal de María
a los cielos. Asi, la iglesia católica reafirmaba, en una época escéptica, y en
contra de los modernistas cristianos, su fe en los sobrenatural y en lo
milagroso.
Pío IX también convocó un concilio ecuménico de la iglesia, que se
reunió en el Vaticano en 1870. Fue el primer concilio de ese carácter, desde
el Concilio de Trento, celebrado unos 300 años antes. El Concilio Vaticano
proclamó el dogma de la infalibilidad del papa, que sostiene que el papa,
cuando habla ex cathedra en materias de fe y de costumbres, habla con una
autoridad decisiva y sobrenatural, que ningún católico puede poner en duda
ni rechazar. El Concilio Vaticano, y la aceptación de la infalibilidad del papa
por parte de los católicos, no fueron más que la culminación de siglos de
desarrollo dentro de la iglesia. En resumen, a medida que el mundo se hada
más nacional, el catolicismo se hacía más internacional. A medida que
aumentaban la soberanía y el laicismo del estado, el clero católico recurría
cada vez más a los poderes espirituales de Roma en busca de protección
contra las fuerzas extrañas. En los últimos 300 años, fueron muchos los
factores que habían inducido a los católicos a recelar de sus propios go­
biernos o de los no católicos que había entre ellos —el protestantismo y las

36 Ver págs. 229-230,

364
iglesias estatales del siglo XVI, el movimiento jansenista del XVII, el
anticlericalismo del despotismo ilustrado del XVIII, la hostilidad a la iglesia
mostrada por la Revolución Francesa, y por el liberalismo, el republicanismo
y el socialismo del siglo XIX—. En 1870, el efecto claro fue el de arrojar a
los católicos en brazos de la Santa Sede. El ultramontanismo, la incondicio­
nal aceptación de la jurisdicción papal, prevaleció, dentro de la iglesia, sobre
la antigua tendencia galicana y sobre otras tendencias nacionales.
En 1870, mientras se hallaban reunidos los 600 prelados del Concilio Vati­
cano, el nuevo estado italiano intervino y se anexionó la ciudad de Roma37.
Desaparecía así el poder temporal del papa. Ahora se está generalmente de
acuerdo en que, con la pérdida de los intereses temporales locales, se forta­
leció el poder espiritual del papado sobre los católicos de todo el mundo. Los
papas, sin embargo, se.negaron, durante mucho tiempo, a reconocer la pérdi­
da de Roma; y cada uno de los papas que se sucedieron, desde 1870 hasta
1929, adoptó una política que consistía en proclamarse prisionero dentro del
territorio vaticano. Mediante el tratado de Letrán, de 1929, el papado reco­
nocía, al fin, el estado italiano, e Italia concedía, junto a muchas otras cosas,
la existencia de una Ciudad Vaticana, de una extensión de una milla cuadrada,
aproximadamente, como estado independiente, con total extraterritorialidad.
El papado alcanzaba así la independencia de autoridades nacionales o secula­
res considerada por los católicos necesaria para el desempeño de su función.
El sucesor de Pío IX, León XIII (1878-1903), sostuvo la contraofensiva
frente a la irreligión, e instituyó una resurrección de la filosofía medieval
representada por Tomás de Aquino. Pero León XIII es recordado, sobre
tocio, por la formulación de la doctrina social católica, especialmente en la
encíclica Rerum Novarum («de las cosas modernas») de 1891, a la que se
adhirieron sucesivos pontífices, y de la que se originaron diversos movimien­
tos de socialismo católico. La Rerum Novarum , sostenía la propiedad
privada como un derecho natural, dentro de los límites de la justicia; pero
culpaba al capitalismo de la pobreza, de la inseguridad e incluso de la
degradación en que se encontraban muchos individuos de las clases
trabajadoras. Declaraba que una buena parte del socialismo era, en
principio, cristiana, pero criticaba al socialismo en la medida en que (como
el marxismo) era materialista y antirreligioso. El papa, por lo tanto,
recomendaba que los católicos, si asi lo deseaban, formasen partidos
socialistas propios, y que los obreros católicos formasen uniones de
trabajadores bajo auspicios católicos. Desde 1830 habían existido indi­
viduos católicos y clérigos católicos que eran socialistas, o que, por lo
menos, eran severos críticos del orden social que entonces surgía; estos se
vieron estimulados por la encíclica de 1891, y, a comienzos del siglo,
empezaron a aparecer uniones de trabajadores y partidos socialistas católicos
(o cristianos, como a menudo se les llamaba). La iglesia romana trataba así
de liberarse de la dependencia del capitalismo. Al propio tiempo, daba los
primeros pasos para asegurar que una sociedad futura, aunque fuera
socialista, pudiera ser también católica.

37 Ver pág. 276.

365
En cuanto al judaismo, los judíos eran una pequeña minoría, pero su
situación había sido siempre una especie de barómetro que reflejaba los
cambios en la atmósfera de Europa como conjunto. En el siglo XIX, la
tendencia básica era hacia la «emancipación» y la «asimilación». La ciencia
y el laicismo tenían el mismo efecto disolvente sobre el judaismo or­
todoxo que sobre el cristianismo tradicional. El judaismo reformado se
desarrollaba como el equivalente judío al «modernismo» de otras fes. Los
judíos, individualmente, iban abandonando, cada vez en mayor medida, su
antiguo modo de vida judío característico. En la sociedad en general, el predo­
minio del liberalismo les permitía actuar como ciudadanos e intervenir en los
negocios o desempeñar profesiones como todos los demás. Los judíos se
habían liberado, pues, de las antiguas discriminaciones legales que les habían
sido impuestas durante siglos.
Hacia finales del XIX, se hicieron evidentes dos tendencias contrarias a
la asimilación. La primera consistía en un nacionalismo cultural y político,
originado en los propios judíos, algunos de los cuales temían una asimilación
que desembocaría en la pérdida de la identidad judía y tal vez incluso en la
desaparición del propio judaismo. La otra contra-tendencia, o barrera frente
a la asimilación, era el surgimiento del antisemitismo, perceptible en muchas
partes hacia 1900. Las teorías racistas, la hostilidad contra los competidores
judíos en los negocios y en las profesiones, el desprecio socialista respecto a
los capitalistas judíos como los Rothschilds, los temores de las clases altas a
los revolucionarios y marxistas judíos, juntamente con un desarrollo del
nacionalismo étnico, según el cual Francia debía ser puramente francesa
y latina, y Alemania puramente alemana y nórdica, o Rusia puramente rusa
y eslava, todo contribuía a suscitar una alarma antisemita. En Rusia, había
verdaderos «progroms» o matanzas de judíos. En Francia, el caso Dreyfus,
que se arrastró desde 1894 hasta 1906, puso al descubierto insospechadas
profundidades de furia antisemítica. Muchos judíos se vieron obligados por
aquella hostilidad a un nuevo sentimiento de la identidad judía. Uno de ellos
fue el periodista judío húngaro, Theodor Herzl. Aterrado por la turbulencia
del caso Dreyfus en la civilizada Francia, que él observaba directamente co­
mo corresponsal de un periódico de Viena, fundó el sionismo moderno, o
político, al organizar el primer congreso internacional sionista en Basilea, en
1897. Los sionistas esperaban establecer un estado judío en Palestina, en el
que pudieran encontrar refugio los judíos de todo el mundo, aunque allí no
hábía existido un estado judío independiente desde la antigüedad.
Muchos judíos, que deseaban una asimilación cívica, pero que habían
desesperado de obtenerla, comenzaron a simpatizar con el movimiento na­
cionalista judío, viendo en el sionismo y en el renacimiento judío una for­
ma de mantener su propia dignidad. Otros insistían en que el judaismo
era una fe religiosa, y no una nacionalidad en sí misma; que los judíos y los
no judíos, dentro del mismo país, compartían exactamente la misma
nacionalidad, la misma ciudadanía, y los mismos puntos de vista políticos y
sociales. Los liberales y los demócratas eran de la misma opinión. Acerca de
la integración de los judíos en una comunidad más amplia, las tradiciones de
la Ilustración, de las Revoluciones Americana y Francesa, del imperio de
Napoleón I y del liberalismo del siglo XIX, estaban todos conformes.

366
42. La decadencia del liberalismo clásico

El puro efecto de las tendencias política, económica e in te r n a c io nal


descritas más arriba fue doble. Hubo un continuado avance de muchas cosas
que eran fundamentales para el liberalismo, y, al propio tiempo, una
debilitación de las bases en que el liberalismo se había asentado siempre,
firmemente, desde los siglos XVII y XVIII. Podría señalarse también un
tercer efecto. Aunque lo esencial del liberalismo se mantenía, este sufrió
importantes cambios en el programa y en la doctrina; el liberalismo se
mantenía, pero el tipo clásico del liberalismo se eclipsaba.
El liberalismo clásico, el liberalismo que estaba en su apogeo en el si­
glo XIX, se remontaba, por lo menos, hasta John Locke en el siglo XVII y
los filósofos del XVIII, y encontraba su más alta expresión del siglo XIX en
los trabajos de hombres como John Stuart Mili y en el pensamiento político
de hombres como William Gladstone. El liberalismo tenía como su más
profundo principio la libertad de la persona humana38. El hombre, o cada
espécimen de la humanidad, según los liberales, era o podía llegar a
convertirse en un ser humano libre. «Hombre» significaba para ellos todo
miembro de la especie humana, homo sapiens, aunque, en la práctica, con la
excepción de unos pocos como Mili, ellos pensaban en los varones adultos.
El propio principio del liberalismo, sin embargo, con su hincapié en la
autonomía del individuo, contribuía al movimiento de los derechos de las
mujeres, pequeño todavía, pero creciente.
Desde este punto de vista, el individuo no estaba formado, simplemente,
por la raza, la clase, la iglesia, la nación o el estado, sino que, en última
instancia, era independiente de todas esas cosas. Los individuos no tenían
tales y tales ideas porque perteneciesen a tales y tales grupos, sino que eran
capaces del libre uso de la razón o de pensar cosas independientemente, al
margen de sus propios intereses, prejuicios o impulsos subconscientes. Y,
como esto era así, personas de distintos intereses podían, razonable y
provechosamente, discutir sus diferencias, adquirir compromisos y alcanzar
soluciones mediante pacíficos acuerdos. Y como consideraban a todas las
personas potencialmente razonables, los liberales apoyaban la educación.
Rechazaban toda imposición de fuerza contra el individuo, desde la tortura
física hasta el adoctrinamiento mental.
En religión, los liberales pensaban que cada individuo debía adoptar
cualquier fe o ninguna fe, según él o ella decidiese, y que las iglesias y el
clero debían desempeñar un pequeño papel, o ninguno, en los asuntos
públicos. En política, pensaban que los gobiernos debían ser constitucionales
y de poder limitado, con los individuos gobernándose por medio de sus
representantes elegidos, con los problemas planteados, discutidos y decididos
mediante el uso de la inteligencia, tanto por los votantes en las campañas
electorales como por los diputados elegidos en los debates parlamentarios.
La voluntad de la mayoría, o del mayor número de individuos, se
consideraba decisiva, sobre la base de que la minoría podía convertirse en
mayoría, a su vez, a través de cambios individuales de opinión. Al principio,

38 Ver págs. 176-177.

367
recelosos de la democracia, temerosos de los excesos del gobierno popular, y
deseosos de limitar el poder político y el sufragio de las clases adineradas, en
el curso del siglo XIX los liberales habían aceptado el principio democrático
del sufragio universal masculino. En economía, los liberales consideraban el
mundo entero como poblado por unos individuos que realizaban entre sí
unos negocios —comprando y vendiendo, tomando dinero a préstamo y
prestando, arrendando y rescindiendo—, sin interferencia de los gobiernos y
sin discriminación por cuestiones religiosas o políticas, que, según ellos,
imponían diferencias superficiales a la subyacente uniformidad de la
humanidad. Las consecuencias prácticas del liberalismo fueron la tolerancia,
el constitucionalismo, el laissez faire, el libre comercio y un sistema
económico internacional o no nacional. Se creía que todos los pueblos
avanzarían hacia las mismas metas.
N o hubo ningún momento, ni siquiera en un solo país, en que todas las
ideas liberales fuesen simultáneamente victoriosas. El liberalismo puro nunca
existió, a no ser como doctrina. A l avanzar por un camino, el liberalismo se
vería bloqueado o convertido en otro. En conjunto, la Europa anterior a
1914 era predominantemente liberal. Pero los signos de la decadencia del
liberalismo se manifestaban claramente hada 1880; algunos, como las
cambiantes concepciones del comportamiento humano, han sido menciona­
dos ya.

El declinar del liberalismo del siglo X IX : tendencias económicas

La economía libre originó muchos trastornos. El obrero sacudido por las


subidas y bajadas del mercado de trabajo, el empresario sacudido por las de
un mercado mundial de artículos, todos reclamaban protecdón contra el
riesgo. Una fuerte depresión, en 1873, hundió los precios y los salarios, y la
economía no se recuperó plenamente hasta 1893. Los granjeros europeos,
tanto los pequeños granjeros franceses como los grandes terratenientes
«junkers» de la Alemania oriental, reclamaban tarifas protecrionistas: no
podían competir con el Medio Oeste americano ni con las estepas de la Rusia
meridional, aquél y éstas accesibles gracias al ferrocarril y al barco de vapor,
y que, después de 1870, vertían sus cereales, a bajos precios, sobre Europa.
La resurrección de los aranceles y la decadencia del libre comercio, muy acu­
sadas en Europa hacia 1880, comenzaban, pues, con la protección de los in­
tereses agrícolas. La industria no tardó en demandar el mismo trato de favor.
En Alemania, los «junkers» y los nacientes industriales renanos unieron sus
fuerzas en 1879, para arrancar una tarifa a Bismarck. En 1892, los france­
ses adoptaron un elevado arancel para proteger tanto los intereses manufac­
tureros como los agrícolas. Los Estados Unidos, que estaban industriali­
zándose rápidamente, empezaron a poner también tarifas protectoras en
1860, antes que todos los demás.
La Revoludón Industrial estaba ahora actuando en otros países, y no
sólo en Gran Bretaña. Había una creciente resistenda a comprar manu­
facturas en Inglaterra, vendiendo a cambio sólo materias primas y artícu­
los alimenticios. En todas partes había una resurrección de los argumen-

368
tos del economista alemán Friedrich List, que, medio siglo antes, en su
Sistema nacional de Economía Política (1840), acusaba al libre comercio
de ser un sistema principalmente beneficioso para los ingleses y declaraba
que ningún país podría llegar a ser fuerte, independiente, ni siquiera
plenamente civilizado, mientras continuase siendo un abastecedor semi-rústi­
co de artículos sin acabar39. Con Alemania, los Estados Unidos y el Japón
fabricando para exportar, se estableció una competencia nacionalista por los
mercados del mundo, lo que contribuyó también al impulso en busca de
colonias y a los fenómenos del imperialismo descritos en el capítulo próximo.
El nuevo imperialismo fue otro signo de la decadencia del liberalismo, que
había sido ampliamente indiferente a las colonias.
En todos estos sentidos, la división entre política y economía, postulada
por los liberales, comenzaba a desvanecerse. Surgió una especie de neomer-
cantilismo, que recordaba los intentos de los gobiernos de los siglos XVII y
XVIII de subordinar la actividad económica a los fines políticos. Una
expresión mejor es la de nacionalismo económico, que se hizo perceptible en
1900. Las naciones luchaban por mejorar sus situaciones mediante tarifas,
rivalidades comerciales y regulación interna, sin preocuparse del efecto sobre
las demás naciones. Y para el trabajador individual o para el hombre de
negocios también, en cuestiones puramente económicas, suponía ahora una
gran diferencia la nación a la que pertenecía, el gobierno por el que estaba
respaldado y las leyes bajo las cuales vivía.
Fue naturalmente para protegerse como individuos contra la inseguri­
dad y contra el abuso, por lo que los obreros formaron sus uniones de tra­
bajadores. Fue también para protegerse contra las incertidumbres de unos
mercados incontrolados como empezaron a surgir intereses comerciales que
se concentraban en grandes asociaciones, o formaban monopolios, trusts o
cartels. La aparición de la gran empresa y de los obreros organizados
socavaba la teoría y la práctica de la competencia individual a la que se
habia adherido el liberalismo clásico. Los obreros organizados, los partidos
socialistas, el sufragio universal masculino y una sensibilidad ante los
conflictos sociales, todo obligaba a los dirigentes políticos a intervenir
cada vez más en las cuestiones económicas. Los códigos de fábrica se
hicieron más detallados y se cumplieron mejor. La seguridad social, iniciada
por Bismarck, se extendió a otros países. Los gobiernos regulaban la pureza
de los artículos alimenticios y de los medicamentos. El estado de servicio
social se desarrolló, al asumir un estado la responsabilidad del bienestar
social y económico de las masas de sus súbditos. El «nuevo» liberalismo, el
de los liberales de la Inglaterra de la época de David Lloyd George, del
Presidente republicano Theodore Roosevelt y del Presidente demócrata
Woodrow Wilson en los Estados Unidos, aceptaba la ampliación de las
funciones del gobierno en cuestiones sociales y económicas. Theodore
Roosevelt y Wilson, así como algunos otros, trataron también de restablecer
la competencia económica mediante la acción del gobierno contra los
monopolios y los truts. Los nuevos liberales, en general, estaban peor
dispuestos hada las empresas que hacia los obreros y las clases deprimidas;

39 Ver pág. 183.

369
la mejora de la suerte de los obreros reivindicaría el viejo interés humanita­
rio del liberalismo con la dignidad y el valor de la persona individual. El
estado del bienestar, tan lejano del viejo liberalismo, era la dirección
adoptada por los nuevos liberales. Otros —liberales y no liberales— veían
con interés el creciente poder de los gobiernos y de la autoridad centralizada,
y se mostraban preocupados por las libertades individuales.

Corrientes intelectuales y de otro tipo

El liberalismo, tanto el viejo como el nuevo, estaba socavado también


por muchos procesos de desarrollo en el campo del pensamiento, anterior­
mente descritos en este capítulo —la evolución darwi ni ana, la nueva
psicología, las tendencias en la filosofía y en las artes—. Paradójicamente,
aquella gran época de la ciencia descubrió que el hombre no era un animal
racional. La teoría darwiniana implicaba que el hombre no era más que un
organismo altamente evolucionado, cuyas facultades eran simples adaptacio­
nes a un ambiente. La psicología parecía enseñar que lo que se llamaba
razón era, muchas veces, sólo racionalización, o un descubrimiento de
pretendidas «razones» para justificar necesidades materiales o exigencias
emocionales y subconscientes, y que la reflexión consciente sólo alcanzaba a
una pequeña parte del comportamiento humano. Incluso de las ideas se
decía que eran los productos del medio. Había ideas inglesas o ideas
ariglo-sajonas, o ideas burguesas o progresistas o reaccionarias. En política,
algunos creían que los partidos o las naciones con intereses encontrados
jamás podrían ponerse de acuerdo, razonablemente, sobre un programa
común a ambas partes, porque ninguno podría superar jamás las limitacio­
nes de sus propios puntos de vista. Resultó frecuente que se desechasen los
argumentos de un adversario sin la menor reflexión siquiera, y sin esperar,
en absoluto, que la reflexión pudiera superar las dificultades. Este insidioso
«anti-intelectualismo» fue destructivo para los principios liberales. Si era
imposible, a causa de un medio ambiente previo, que alguien cambiase su
pensamiento, entonces no había esperanza alguna de resolver los problemas
mediante ía persuasión.
Desde el punto de vista de que el hombre no era esencialmente un ser
racional, lo que en sí mismo constituía sólo un intento científico de un mejor
conocimiento de la conducta del hombre, no era más que un pequeño paso
para rechazar deliberadamente la razón y para resaltar y cultivar lo irracio­
nal, para subrayar la voluntad, la intuición, el impulso y la emoción, y para
situar un nuevo valor en la violencia y en el conflicto. Una filosofía del
«realismo», una especie de fe irrealista en el valor constructivo de la lucha y
una repulsa tenaz de ideas e ideales, iban extendiéndose. Desde los
años 1840, el marxismo había enseñado que la lucha de clases, latente o
manifiesta, constituía el motor de la historia. Ahora, Nietzsche rechazaba las
virtudes ordinarias, en favor del valor y de la audacia; y los darwinistas
sociales glorificaban al triunfador y al dominante en todas las fases de la
actividad humana, como el «apto» en la perpetua lucha por la existencia.
Otros pensadores abrazaron un franco irradonalismo. Georges Sorel, el

370
filósofo del sindicalismo, en sus Reflexiones sobre la violencia, de 1908,
declaraba que la violencia era buena, independientemente del fin perseguido
(hasta tal punto odiaba la sociedad existente), y que los obreros debían
mantenerse vigilantes en la lucha de clases mediante la creencia en la
«mito» de una futura huelga general. Debían creer en esa Huelga, con su
consiguiente hundimiento de la civilización burguesa, aunque se sabía que
no era más que un «mito». La función del pensamiento, en esta filosofía del
mito social, era la de mantener a los hombres agitados y excitados y
dispuestos para la acción, y no la de lograr ninguna correspondencia con la
verdad racional u objetiva. Aquellas ideas pasaron al fascismo y a otros
movimientos activistas del siglo XX.
Así pues, el final del siglo XIX, la más grande época de paz de la historia
de Europa, abundaba en filosofías que glorificaban la lucha. Hombres que
nunca habían oído un tiro disparado en una lucha anunciaban solemnemente
que la historia del mundo avanzaba, gracias a la violencia y a los
antagonismos. Decían, no sólo que la lucha existía (lo que habría sido una
declaración puramente factual), sino que la lucha era un bien positivo, a
través del cual se realizaba el progreso. La popularidad de la lucha se debió,
no sólo a los intelectuales, sino también, en parte, a los hechos históricos
reales. La gente recordaba que, antes de 1871, algunas graves cuestiones se
habían resuelto por la fuerza, que los movimientos de revolución social
de 1848 y de la Comuna de París de 1871, habían sido sofocados por los
militares, y que la unidad de Italia y la de Alemania, así como la de los
Estados Unidos, habían sido confirmadas por la guerra.- Además, con
posterioridad a 1871, todos los estados europeos continentales mantenían
grandes ejércitos regulares, los más grandes que hasta entonces se hubieran
mantenido nunca, en tiempo de paz.
En materia económica y política, incluso en Inglaterra, cuna de libe­
ralismo, hubo muchos signos entre 1900 y 1914 de que el viejo libera­
lismo estaba en decadencia. Joseph Chamberlain capitaneaba un movi­
miento en favor del regreso a la protección mediante tarifas (de revocar,
por así decirlo, la revocación de las Leyes de Cereales); de momento,
fracasó, pero fue bastante fuerte para desorientar al Partido Conser­
vador en 1906. El Partido Liberal abandonó su tradicional política de
laisez faire, patrocinando la legislación laboral de los años que siguieron
a 1906. El nuevo Partido Laborista exigió a sus miembros del Parlamento
que votasen según ordenase el partido, iniciando así un sistema de so­
lidaridad partidaria copiada luego por otros, lo que endurecía las líneas
de la oposición, negaba que los individuos pudieran cambiar libremente de
escaños, y, por consiguiente, reduda la significación práctica de la discusión
parlamentaria. Los nacionalistas irlandeses habían utilizado, durante mucho
tiempo, métodos no parlamentarios; en 1914, cuando el Parlamento, al fin,
instauró la autonomía irlandesa, los intereses anti-irlandeses y conservadores
se dispusieron a resistir a la acción parlamentaria mediante la fuerza. Las
sufragistas, como se llamaba a las mujeres que se adelantaron en la lucha
por el sufragio femenino, desesperando ya de conseguir nunca que los
hombres escuchasen razones, recurrieron a argumentos asombrosamente
«nada ingleses» e irracionales. Se encadenaban a los edifidos públicos,

371
destrozaban las fachadas de los almacenes en Bond Street, arrojaban ácidos
en los buzones, y rompían porcelanas en el Museo Británico. Cuando las
detenían, iniciaban huelgas de hambre, amenazando con dejarse morir, a lo
que la policía replicaba con una «alimentación forzosa» mediante unos
tubos que les llegaban hasta el estómago. Y, en 1911 y 1912, las grandes
huelgas del ferrocarril y del carbón pusieron de manifiesto todo el poder de
los trabajadores organizados.
De todos modos, es la persistencia del liberalismo, más que su decaden­
cia, lo que debería subrayarse al final de un capítulo sobre la civilización
europea en el medio siglo anterior a 1914. Las tarifas existían, pero los
artículos seguían circulando libremente en el mundo comercial. El naciona­
lismo se había realzado, pero no habia totalitarismo. Las ideas racistas
estaban en el aire, pero tenían poca importancia política. El antisemitismo
era, a veces, de palabra, pero todos los gobiernos, excepto el ruso, protegían
los derechos de los judíos, y los años de 1848 a 1914 fueron, en realidad, el
gran periodo de la integración judia en la sociedad general. El estado del
laissez fa ire iba desapareciendo, pero la legislación social continuaba la
tendencia humanitaria que siempre había sido la esencia del liberalismo.
Unos pocos revolucionarios avanzados predicaban el catastrofismo social,
pero los socialdemócratas y los trabajadores eran abrumadoramente revisio­
nistas, leales a los procedimientos parlamentarios y a sus estados existentes.
Los doctrinarios exaltaban la terrible belleza de la guerra, pero todos los
gobiernos, hasta 1914, trataron de evitar la guerra entre las grandes
potencias. Y seguía existiendo una suprema fe en el progreso.

372
V III. S U P R E M A C IA M U N D IA L D E E U R O P A

La civilización europea, según se ha señalado en el capitulo anterior, se


extendía el mundo entero, a partir de 1870, aproximadamente. Los grandes
estados-nación, cuya consolidación se describió en el capítulo VI, y que
ahora se hallaban equipados con los asombrosos nuevos poderes de la
ciencia y de la industria, conquistaban imperios por todo el globo. La
historia de Europa —como la de Asia, Africa y América se integraba así más
en la historia del mundo—.
Durante algún tiempo, los más activos de los estados-nación imperiales se
encontraban en Europa, y los cuarenta años anteriores a la Primera Guerra
Mundial fueron los años de la supremacía mundial de Europa. Con la
ascensión de los Estados Unidos, empezó a utilizarse el término «occiden­
tal», con la significación de europeo en un sentido amplio. La llegada del
Japón hizo que el término «occidental» resultase inadecuado para aquellos
fines, y posteriormente, la industrialización de la Unión Soviética creó
confusiones verbales muy parecidas, de modo que, a mediados del siglo XX,
se solía hablar de partes «desarrolladas» de la Tierra, al lado de las cuales se
encontraban otras «en desarrollo» o «menos desarrolladas». Incluso llegó a
haber un «Tercer Mundo», que no tenía una identidad geográfica propia,
pero que no quería ser identificado ni con la forma occidental ni con la
forma soviética de la sociedad moderna. Todos estos términos representaban
esfuerzos para abordar la misma realidad básica, concretamente, una
bifurcación entre las sociedades modernas y las tradicionales, entre los países
ricos y los pobres, o entre los poderosos y los débiles.
Por primera vez en la historia humana, en 1900 era posible hablar de una
civilización mundial. Todos los países se incorporaban a una economía
mundial y a un mercado mundial. Los atributos de la modernidad, donde te­
nían alguna existencia, eran muy semejantes en todas partes —ciencia moder­
na, armas de guerra modernas, industria mecanizada, comunicaciones rápi­
das, organización industrial, formas eficaces de contribuciones y de cumpli­
miento de las leyes, y de higiene, de sanidad y de medicina públicas.
Pero no todos los pueblos participaban en los mismos términos en
aquella evolución global. Eran los europeos (u «occidentales») los que
obtenían los mayores beneficios. Bajo el impacto (le la modernidad, las
sociedades tribales y las antiguas civilizaciones masivas comenzaron a desin­
tegrarse. Las ideas científicas cambiaban los modos del pensamiento en
Em blem a d el capítulo: Una m edalla conm em orativa de la apertura d el C anal de Suez,
en 1869.
todas partes, como los habían cambiado en Europa. En la India, en China o
en Africa, frecuentemente, las industrias nativas sufrieron daños, y a
muchos pueblos les resultó más difícil que nunca, subsistir, ni siquiera a un
bajo nivel. La construcción de ferrocarriles en China, por ejemplo, dejó sin
trabajo a barqueros, carreteros y posaderos. En la India, los hilanderos
manuales y los tejedores de algodón no podían competir en sus propios
pueblos con los productos del Lancashire, fabricados a máquina. En algunas
partes de Africa, las tribus nativas que habían vivido de sus rebaños dé
ganado, desplazándose de un lugar a otro en busca de pastos, encontraban a
los granjeros blancos o a los propietarios de plantaciones o de minas
ocupando su país, y, frecuentemente, se veían obligados por la ley del
hombre blanco a abandonar sus costumbres trashumantes. Pueblos de todas
las razas comenzaron a producir para exportar —caucho, algodón en rama,
yute, petróleo, estaño, oro—, y, en consecuencia, se hallaban sometidos a
los efectos de los altibajos de los precios mundiales. Una depresión tendia a
convertirse en una depresión mundial que arrastraba por igual a todos.
El imperialismo, o el colonialismo de finales del siglo XIX, puede
definirse, brevemente, como la dominación de un pueblo por otro. El
imperialismo europeo resultó transitorio. Fue una fase de la expansión
mundial de la civilización industrial y científica que se habia originado en la
«zona interior» de Europa1. Que aquella no era la última fase iba estando
cada vez más claro, a medida que avanzaba el siglo XX. Los pueblos
subordinados, incorporados mediante la fuerza al Occidente por el imperia­
lismo, comenzaron a sentir una necesidad de modernización y de industriali­
zación de sus propios países y de la ayuda de la ciencia, de la pericia y del
capital occidentales; pero querían liberarse de los imperialistas, gobernarse
por sí mismos, y controlar las condiciones en que habían de tener lugar la
modernización y las aportaciones. En su enfrentamiento con los imperios
europeos, los pueblos sometidos empezaron a sostener ideas aprendidas de
Europa —ideas de libertad y de democracia, y de un anticapitalismo que
fácilmente se transformaba en socialismo—. Muchas de aquellas ideas
procedían de las Revoluciones Francesa y Americana, o del marxismo, o del
acervo conjunto de la propia Europa.
El presente capítulo sólo trata de la fase imperialista de la transforma­
ción del globo. Por una de las ironías de la historia, las rivalidades,
imperialistas de las potencias europeas, aunque representaban la supremacía
mundial de Europa, contribuyeron también al desastre de la Primera Guerra
Mundial, y con ello al hundimiento de la supremacía de que Europa había
disfrutado.

43. El Imperialismo: su naturaleza y sus causas

La civilización europea siempre habia mostrado una tendencia a la


expansión. En la Edad Media, el cristianismo latino se extendió mediante la
conquista y la conversión, hasta incluir desde España hasta Finlandia. Luego

1 Ver pág. 307.

374
vino la época de los descubrimientos ultramarinos y la fundación de los
imperios coloniales, cuyas luchas llenaron los siglos XVII y XVIII, y cuya
consecuencia más importante fue la europeización de las Américas. Simultá­
neamente, la cultura europea se extendía entre las clases altas de Rusia. La
derrota de Napoleón sólo dejó en pie, con cierta fuerza, uno de los antiguos
imperios coloniales, concretamente, el inglés. Durante sesenta años, a partir
de 1815, no hubo importantes rivalidades coloniales. En muchos círculos
había una indiferencia respecto al imperio de ultramar. De acuerdo con los
principios del libre comercio, se consideraba innecesario ejercer una influen­
cia política en áreas con las que se negociaba. Realmente, en aquellos años,
los franceses entraron en Argelia, lo s ingleses reforzaron su imperio indio,
los holandeses desarrollaron más intensamente Java y las islas vecinas, y las
potencias occidentales «abrieron» el Japón y comenzaron a penetrar en
China. Pero no hubo un conflicto abierto entre los europeos, y tampoco
ningún programa, doctrina o «ismo» sistemático.
Y, de pronto, hacia 1870 ó 1880, las cuestiones coloniales se situaron de
nuevo en primer plano. En el corto espacio de dos décadas, en 1900, los
países avanzados se repartieron entre sí la mayor parte de la Tierra. Un
mapamundi de 1900 mostraba sus posesiones en unos ocho o diez colores.

El nuevo imperialismo

El nuevo imperialismo difería, económica y políticamente, del colonialis­


mo de tiempos anteriores. Los antiguos imperios habían sido marítimos y
mercantiles. Los comerciantes europeos no habían hecho más que comprar
en la India, en Java o en Cantón, los artículos producidos con métodos
nativos, que les ofrecían los mercaderes nativos. Operaban sobre una base
que era una especie de pago al contado y transporte a cuenta del comprador.
Los gobiernos europeos no habían tenido ambiciones territoriales, fuera de
la protección de las estaciones ferroviarias y de los centros comerciales. En
cuanto a estas generalizaciones, América había sido una excepción. Allí no
había estados nativos que los europeos respetasen, ni industrias nativas en
que estuviesen interesados los europeos. Por lo tanto, los europeos desplega­
ron títulos territoriales, e invirtieron capital e introdujeron sus propios
métodos de producción y de administración, especialmente en las entonces
prósperas islas del azúcar de las Indias Occidentales.
Con el nuevo imperialismo, los europeos no se contentaron, en absoluto,
sólo con comprar lo que los mercaderes nativos les ofrecían. Querían
artículos de un tipo o en una cantidad que los métodos manuales
preindustríales no podían proporcionar. Penetraron más profundamente en
los países «atrasados». Invirtieron capital en ellos, organizaron minas,
plantaciones, muelles, depósitos, fábricas, refinerías, ferrocarriles, vías de
navegación fluvial y bancos. Construyeron oficinas, casas, hoteles, clubs y
refugios en montañas frías, adecuados para los hombres blancos en los
trópicos. Al apoderarse de la vida productiva del país, transformaron
grandes elementos de la población local en asalariados de los propietarios
extranjeros e introdujeron así los problemas de clase de la Europa industrial,

375
acentuados por las diferencias raciales. O prestaban dinero a los gobernantes
nativos —el jedive de Egipto, el sha de Persia, el emperador d& China—,
para permitirles mantener sus vacilantes tronos, o, simplemente, vivir con
más lujo y magnificencia de los que ellos podían pagar con sus habituales
ingresos. Asi pues, los europeos llevaron a cabo enormes apuestas financie­
ras por gobiernos y por empresas económicas ajenas a la esfera de la
civilización occidental.
Para asegurar aquellas inversiones, y por otras razones, en contraste con
lo que habia ocurrido con el viejo colonialismo, los europeos aspiraban
ahora a la dominación política y territorial. Algunas áreas se convirtieron en
«colonias» manifiestas, directamente gobernadas por hombres blancos. Otras
se transformaron en «protectorados»: en estos, el jefe nativo —sultán, bey,
rajá, o príncipe— era sostenido y contaba con garantías contra un
levantamiento interior o una conquista extranjera. Por lo general, un
«residente» o un «comisario» europeo le deda lo que tenía que hacer. En
otras regiones, como en la China o en Persia, donde ningún estado europeo,
aisladamente, podía hacer valer sus pretensiones frente a los otros, se ponían
de acuerdo para dividir el país en «esferas de influenda», teniendo cada
potencia europea privilegios consultivos, y oportunidades de inversión y
comerdo dentro de su esfera. La esfera de influenda era la más vaga de
todas las formas de control imperial; hipotéticamente, dejaba intacta la
independencia del país.
H ada 1875, se puso de manifiesto una gran diferenda entre la potencia
de los estados europeos y la de los no europeos. La Reina Isabel de
Inglaterra había tratado con el Gran Mogol, con auténtico respeto. Incluso
Napoleón había aparentado tratar al sha de Persia como a un igual. Luego
vino la Revoludón Industrial en Europa, los barcos de hierro y de acero,
cañones navales más pesados y riñes de mayor precisión. Los movimientos
democráticos y nacionalistas produjeron grandes y sólidos pueblos europeos,
unidos en el servicio de sus gobiernos como ningún pueblo «atrasado» lo
estuvo nunca. Una riqueza aparentemente ilimitada, con la administradón
moderna, permitía a los gobiernos cobrar unas contribuciones, emitir
empréstitos y gastar casi sin medida. Los estados civilizados parecían enormes
complejos de poder, sin precedentes en la historia del mundo. Al propio
tiempo, todos los principales imperios no europeos estaban en decadencia.
Redbían un mínimo de apoyo de sus propios súbditos. De igual modo que
en el siglo XVIII la desintegración del imperio mogol había permitido a los
ingleses apoderarse de la India2, así, en el siglo XIX, la decrepitud del sultán
de Turquía, del sultán de Zanzíbar, del sha de Persia, del emperador de
China y del shogún del Japón facilitaban la intervención europea. Solamente
los japoneses podían movilizar a su gobierno en aquel momento para detener
la penetración imperialista. Incluso los japoneses, a causa de sus tratados
anteriores,, no fueron libres para determinar su política aduanera hasta
después de 19003.
Tan grande era la diferenda en la simple mecánica del poder, que, en

2 Ver pág. 70.


3 Ver pág. 300.

376
general, una pura exhibición de fuerza bastaba a los blancos para imponer
su voluntad. Una guarnición de 75.000 hombres blancos solamente mantuvo
a la India bajo dominación británica, durante mucho tiempo. Se libraban,
constantemente, muchas pequeñas guerras esporádicas —guerras afganas,
guerras birmanas, guerras zulúes—, que pasaban inadvertidas para los
europeos de la metrópoli, y que no eran verdaderas guerras más que en la
medida en que lo eran las operaciones del ejército de los Estados Unidos
contra los indios en las llanuras del Oeste. La guerra hispano-americana
de 1898 y la de los bóers de 1899 fueron también guerras de tipo colonial,
libradas entre bandos totalmente desiguales. A menudo, era suficiente una
exhibición de poderío naval. Era la clásica época del bombardeo punitivo o
de amenaza. Ya hemos visto cómo el comandante americano Perry amenazó
con bombardear Tokyo en 18544. En 1856, el cónsul británico en Cantón,
para castigar unos actos de violencia cometidos contra europeos, pidió al
almirante británico local que bombardease aquella ciudad china. En 1863,
los ingleses bombardearon Satsuma, y, en 1864, una fuerza aliada en la que
se incluían americanos bombardeó Choshu, precipitando la revolución en el
Japón5. De un modo similar, Alejandría fue bombardeada en 1882, y
Zanzíbar en 1896. La consecuencia habitual era que el gobernante local
firmaba un tratado, reorganizaba su gobierno, o aceptaba un consejero
europeo (generalmente, británico).

Estímulos y m otivos

Detrás de la agresividad, hay muchas presiones. Los europeos no podían


mantener, por si solos en Europa, el estilo de vida al que se habían
acostumbrado, excepto introduciendo el resto del mundo en su propia
órbita. Pero muchas otras necesidades sentidas en Europa empujaban a los
hombres a lugares distantes y salvajes. Grupos católicos y protestantes
enviaban cantidades cada vez mayores de misioneros a regiones cada vez más
remotas e incultas. Los misioneros, a veces, entraban en conflicto con los
nativos, que incluso daban muerte a algunos. La opinión pública de las
metrópolis, informada rápidamente de tales acontecimientos por el cable
oceánico, podía exigir una acción política para suprimir aquellos vestigios de
barbarie. Al propio tiempo, la ciencia requería expediciones científicas de
exploración geográfica, o de descubrimientos botánicos, zoológicos o
minerales, o de observaciones astronómicas o meteorológicas. Los ricos
viajaban más, ahora que viajar era tan fácil: iban a cazar tigres o elefantes,
o, sencillamente, a ver paisajes. Parecía algo muy razonable, a finales del si­
glo XIX, que todas las personas civilizadas, en cualquier punto al que
decidiesen ir, pudiesen disfrutar de la seguridad de. vida y de la protección y
de los procedimientos ordenados que únicamente la supervisión europea
podía proporcionar.
Económicamente, la vida europea requería bienes materiales, muchos de

4 Ver págs. 296, 300.


5 Ver págs. 300-301.

377
acentuados por las diferencias raciales. O prestaban dinero a los gobernantes
nativos —el jedive de Egipto, el sha de Persia, el emperador de China—,
para permitirles mantener sus vacilantes tronos, o, simplemente, vivir con
más lujo y magnificencia de los que ellos podían pagar con sus habituales
ingresos. Así pues, los europeos llevaron a cabo enormes apuestas financie­
ras por gobiernos y por empresas económicas ajenas a la esfera de la
civilización occidental.
Para asegurar aquellas inversiones, y por otras razones, en contraste con
lo que había ocurrido con el viejo colonialismo, los europeos aspiraban
ahora a la dominación política y territorial. Algunas áreas se convirtieron en
«colonias» manifiestas, directamente gobernadas por hombres blancos. Otras
se transformaron en «protectorados»: en estos, el jefe nativo —sultán, bey,
rajá, o príncipe— era sostenido y contaba con garantías contra un
levantamiento interior o una conquista extranjera. Por lo general, un
«residente» o un «comisario» europeo le decía lo que tenía que hacer. En
otras regiones, como en la China o en Persia, donde ningún estado europeo,
aisladamente, podía hacer valer sus pretensiones frente a los otros, se ponían
de acuerdo para dividir el país en «esferas de influencia», teniendo cada
potencia europea privilegios consultivos, y oportunidades de inversión y
comercio dentro de su esfera. La esfera de influencia era la más vaga de
todas las formas de control imperial; hipotéticamente, dejaba intacta la
independencia del país.
Hacia 1875, se puso de m anifiesto una gran diferencia entre la potencia
de los estados europeos y la de los no europeos. La Reina Isabel de
Inglaterra había tratado con el Gran Mogol, con auténtico respeto. Incluso
Napoleón había aparentado tratar al sha de Persia como a un igual. Luego
vino la Revolución Industrial en Europa, los barcos de hierro y de acero,
cañones navales más pesados y rifles de mayor precisión. Los movimientos
democráticos y nacionalistas produjeron grandes y sólidos pueblos europeos,
unidos en el servicio de sus gobiernos como ningún pueblo «atrasado» lo
estuvo nunca. Una riqueza aparentemente ilimitada, con la administración
moderna, permitía a los gobiernos cobrar unas contribuciones, emitir
empréstitos y gastar casi sin medida. Los estados civilizados parecían enormes
complejos de poder, sin precedentes en la historia del mundo. Al propio
tiempo, todos los principales imperios no europeos estaban en decadencia.
Recibían un mínimo de apoyo de sus propios súbditos. De igual modo que
en el siglo XVIII la desintegración del imperio mogol había permitido a los
ingleses apoderarse de la India2, así, en el siglo X IX , la decrepitud del sultán
de Turquía, del sultán de Zanzíbar, del sha de Persia, del emperador de
China y del shogún del Japón facilitaban la intervención europea. Solamente
los japoneses podían movilizar a su gobierno en aquel momento para detener
la penetración imperialista. Incluso los japoneses, a causa de sus tratados
anteriores* no fueron libres para determinar su política aduanera hasta
después de 19003.
Tan grande era la diferencia en la simple mecánica del poder, que, en

1 Ver pág. 70.


3 Ver pág. 300.

376
generai, una pura exhibición de fuerza bastaba a los blancos para imponer
su voluntad. Una guarnición de 75.000 hombres blancos solamente mantuvo
a la India bajo dominación británica, durante mucho tiempo. Se libraban,
constantemente, muchas pequeñas guerras esporádicas —guerras afganas,
guerras birmanas, guerras zulúes—, que pasaban inadvertidas para los
europeos de la metrópoli, y que no eran verdaderas guerras más que en la
medida en que lo eran las operaciones del ejército de los Estados Unidos
contra los indios en las llanuras del Oeste. La guerra hispano-americana
de 1898 y la de los bóers de 1899 fueron también guerras de tipo colonial,
libradas entre bandos totalmente desiguales. A menudo, era suficiente una
exhibición de poderío naval. Era la clásica época del bombardeo punitivo o
de amenaza. Ya hemos visto cómo el comandante americano Perry amenazó
con bombardear Tokyo en 18544. En 1856, el cónsul británico en Cantón,
para castigar unos actos de violencia cometidos contra europeos, pidió al
almirante británico local que bombardease aquella ciudad china. En 1863,
los ingleses bombardearon Satsuma, y, en 1864, una fuerza aliada en la que
se incluían americanos bombardeó Choshu, precipitando la revolución en el
Japón5. De un modo similar, Alejandría fue bombardeada en 1882, y
Zanzíbar en 1896. La consecuencia habitual era que el gobernante local
firmaba un tratado, reorganizaba su gobierno, o aceptaba un consejero
europeo (generalmente, británico).

Estímulos y m otivos

Detrás de la agresividad, hay muchas presiones. Los europeos no podían


mantener, por sí solos en Europa, el estilo de vida al que se habían
acostumbrado, excepto introduciendo el resto del mundo en su propia
órbita. Pero muchas otras necesidades sentidas en Europa empujaban a los
hombres a lugares distantes y salvajes. Grupos católicos y protestantes
enviaban cantidades cada vez mayores de misioneros a regiones cada vez más
remotas e incultas. Los misioneros, a veces, entraban en conflicto con los
nativos, que incluso daban muerte a algunos. La opinión pública de las
metrópolis, informada rápidamente de tales acontecimientos por el cable
oceánico, podía exigir una acción política para suprimir aquellos vestigios de
barbarie. Al propio tiempo, la ciencia requería expediciones científicas de
exploración geográfica, o de descubrimientos botánicos, zoológicos o
minerales, o de observaciones astronómicas o meteorológicas. Los ricos
viajaban más, ahora que viajar era tan fácil: iban a cazar tigres o elefantes,
o, sencillamente, a ver paisajes. Parecía algo muy razonable, a finales del si­
glo XIX, que todas las personas civilizadas, en cualquier punto al que
decidiesen ir, pudiesen disfrutar de la seguridad da vida y de la protección y
de los procedimientos ordenados que únicamente la supervisión europea
podía proporcionar.
Económicamente, la vida europea requería bienes materiales, muchos de

4 Ver págs. 296, 300.


5 Ver págs, 300-301.

377
los cuales solamente podían encontrarse en las regiones tropicales. Incluso
las clases trabajadoras tomaban ahora té o café, todos los días. Tras la
Guerra Civil Americana, Europa dependía cada vez más de Africa y de
Oriente para obtener algodón. El caucho y el petróleo se convirtieron en
necesidades de primer orden. El humilde yute, que sólo crecía en la India, se
utilizaba para hacer cañamazo, bramante, alfombras, y los millones de sacos
de yute empleados en el comercio. El aristocrático árbol del coco tenía
innumerables usos comunes, que aconsejaron su intenso cultivo en las Indias
Holandesas. Diversas partes de él podían comerse, o manufacturarse en
forma de sacos, de cepillos, de cables, de sogas, de velas márineras o de
felpudos, o convertirse en copra y eií aceite de coco, que, a su vez, entraban
en la confección de velas, jabón, margarinas y muchos otros productos.
Los países industriales intentaban también vender sus productos, y una
de las razones dadas por los imperialistas, en apoyo del imperialismo, era la
urgente necesidad de encontrar nuevos mercados. La industrialización de
Alemania, de los Estados Unidos, del Japón y de otros países, con
posterioridad a 1870, aproximadamente, significaba que competían entre sí y
con Gran Bretaña por el comercio exterior. El nivel de los precios,
lentamente descendente a partir de 1873, significaba que una empresa tenía
que vender más artículos para reunir la misma cantidad de dinero. La
competencia era más fuerte. Los países adelantados elevaron las tarifas para,
impedir la importación de los productos ajenos. Se argüía, en consecuencia,
que cada país industrial tenia que desarrollar un imperio colonial dependien­
te de si mismo, una zona de «mercados protegidos», como se decía en
Inglaterra, en los que la metrópoli facilitaría artículos manufacturados, a
cambio de materias primas. La idea consistía en crear una gran unidad
comercial autosuficiente, que abarcase diversos climas y tipos de recursos,
protegida, en caso necesario, contra la competencia exterior por tarifas
aduaneras, y que garantizase un mercado para todos sus miembros, y
riqueza y prosperidad para la metrópoli. Esta fase del imperialismo se
llama, frecuentemente, neomercantilismo, porque, en sustancia, resucitó el
mercantilismo de los siglos XVIII y anteriores.
Consideraciones puramente financieras caracterizaron también el nuevo
imperialismo. El dinero invertido en los países «atrasados», a finales del
siglo XIX, daba un interés más alto que si se invertía en los países más
civilizados. Eran muchas las razones que explicaban esto, incluida la mano
de obra barata de las regiones no europeas, la fuerte e insatisfecha demanda
de productos no europeos y el mayor riesgo de pérdidas en áreas medio
desconocidas, donde no imperaban las ideas europeas de la ley y del orden.
En 1900, la Europa occidental y los Estados Unidos del nordeste estaban
equipados con su aparato industrial básico. Sus redes ferroviarias y sus
primeras fábricas estaban construidas. Se estabilizaban las oportunidades de
inversión en aquellos países. Al propio tiempo, aquellos mismos países
acumulaban capital que buscaba una salida. A mediados de siglo, la mayor
parte del capital exportado era de propiedad británica. A finales del siglo,
estaban invirtiendo o prestando dinero fuera de sus fronteras más inversores
franceses, alemanes, americanos, holandeses, belgas y suizos. En 1850, la
mayor parte del capital exportado acudía a construir Europa, los Estados

378
Unidos, el Canadá, Australia o la Argentina —el mundo del hombre
blanco—. En 1900, iba más a las regiones subdesarrolladas. Este capital era
propiedad de pequeños ahorradores privados o de grandes corporaciones
bancarias. Los inversores preferían un control político «civilizado» en las
partes de Asia, Africa o América Latina, en las que se hallaban situados sus
ferrocarriles, sus minas, sus plantaciones, los préstamos de sus gobiernos u
otras inversiones. De ató que el incentivo del beneficio, o el deseo de invertir
el capital «excedente», suscitasen el imperialismo.
Este análisis fue formulado por críticos como el socialista inglés
J. A. Hobson, que escribió un interesante libro sobre el imperialismo
en 1903, y después por Lenin, en su E l imperialismo, última etapa del
capitalismo, escrito en 1916. Atribuían el imperialismo, primordialmente, a
la acumulación del exceso de capital y lo condenaban desde puntos de vista
socialistas. Hobson, en especial, argüía que, si se entregaba a los obreros, en
forma de salarios, una porción mayor de la renta nacional, y si se entregaba
menos a los capitalistas en forma de intereses y de dividendos, o si a los ricos
se les imponían tributos más fuertes y se empleaba el dinero para el bienestar
social, no habría un excedente de capital y tampoco un verdadero imperialis­
mo. Como la clase obrera, si se hiciera esto, también tendría más poder
adquisitivo, sería menos necesaria la búsqueda incesante de nuevos mercados
fuera del país. Pero la explicación del imperialismo por el «exceso de
capital» no era convincente del todo. Que los inversores y los exportadores
fueron instrumentos en la ascensión del imperialismo era, naturalmente,
muy cierto. Que el imperialismo surgiese esencialmente de la presión de los
capitalistas por invertir en el exterior era más dudoso. Tal vez incluso más
fundamental fuese la necesidad de Europa de importaciones —sólo mediante
enormes importaciones podía Europa mantener su densa población, su
compleja industria y su alto nivel de vida—. Era la demanda de estas
importaciones —algodón, coco, café, cobre o copra traídos de las «colo­
nias»— lo que hacía económicamente beneficiosas las inversiones en las
colonias. Además, los propios no europeos pedían, frecuentemente, capital,
y se daban por contentos aunque los prestamistas europeos se lo concediesen
con intereses elevados. En 1890, esto podía significar, sencillamente,'que un
sha o un sultán querían construirse un nuevo palacio, pero la necesidad de
los no europeos de capital de Occidente era fundamental, y no iba a declinar
cuando el mundo se hiciese más democrático. Por último, el imperialismo de
algunos países, especialmente Rusia e Italia, que tenían poco capital y pocos
capitalistas propios de tipo moderno, no podía ser atribuido, razonablemen­
te, a la presión de lucrativas inversiones en el extranjero.
Para los ingleses, sin embargo, el estímulo capitalista era de gran
importancia. Ya hemos visto cómo los ingleses, en 1914, tenían 20.000
millones de dólares invertidos fuera de Gran Bretaña, es decir, una cuarta
parte de su riqueza nacional6. Alrededor de la mitad —o sea, unos 10.000
millones de dólares— estaba invertida en el Imperio Británico. Sólo una
décima parte de las inversiones francesas en el extranjero estaba en las

6 Ver pág 323.

379
colonias francesas. Sin embargo, la inversión francesa en el mundo colonial
en general, incluidos Egipto, Suez, Africa del Sur y Asia, además de las
colonias francesas, se elevaba, aproximadamente, a una quinta parte de todas
las inversiones francesas en el extranjero. Sólo una fracción infinitesimal de
la inversión alemana extranjera, en 1914, estaba en las colonias alemanas,
que eran de escaso valor. En cambio, una quinta parte de las inversiones
alemanas en el extranjero estaba situada en Africa, en Asia y en el Imperio
Turco. Estas sumas son suficientes para reflejar las presiones ejercidas sobre
los gobiernos europeos para asegurar una influencia política en Africa, en
Turquía o en la China.
Además, los inversores franceses (incluidos pequeños burgueses y tam­
bién campesinos ricos) teman, en 1914, una importante inversión en el
Imperio Ruso. Rusia, una potencia imperial respecto a sus países vecinos de
los Balcanes y de Asia, se encontraba en una situación casi colonial respecto
a la Europa de Occidente. Los zares en sus últimos veinte años, como los
sultanes turcos o la dinastía manchú, se mantenían en pie, gracias a los
préstamos extranjeros, predominantemente franceses. En 1914, los franceses
habian prestado a Rusia más de 2.000 millones de dólares, más que a todas
las regiones coloniales juntas. La motivación de estas gigantescas aportacio­
nes era, por lo menos, tanto política como económica. El gobierno francés
apremiaba, frecuentemente, a los bancos franceses para que comprasen
bonos rusos. El objetivo no consistía sólo en obtener un beneficio para
banqueros y ahorradores, sino el de conseguir y mantener un aliado militar
contra Alemania.
La política iba a la par de la economía en la totalidad del proceso de la
expansión imperialista. La seguridad nacional, tanto política como económi­
ca, era un objetivo de la misma importancia que la acumulación de riqueza
privada. Lo mismo ocurría con el creciente interés, en muchas regiones,
acerca de la seguridad económica y del bienestar de las clases trabajadoras.
Las ideas del estadista inglés Joseph Chamberlain (1836-1914) son un claro
ejemplo de la incorporación de estas motivaciones al pensamiento imperia­
lista.
Chamberlain, padre de Neville Chamberlain —que sería primer m inistro
de Inglaterra en los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra
Mundial—, empezó siendo un fabricante de Birmingham, el tipo de hombre
que, una generación antes, habría sido un adicto partidario del libre
comercio y un defensor del laissez faire. Desechando el viejo individualismo,
pasó a creer que la comunidad debía y podía cuidar mejor a sus miembros,
y, en particular, que la comunidad británica (o imperio) podía mejorar el
bienestar de los ingleses. Como alcalde de Birmingham, introdujo una
especie de socialismo municipal, incluyendo la propiedad pública de los ser­
vicios públicos. Como secretario colonial desde 1895 hasta 1903, proclamó la
necesidad oara Inglaterra de «un gran imperio capaz de sostenerse y de
protegerse a sí mismo» en una época de creciente competencia internacional,
un área comercial británica de dimensión mundial, desarrollada por capital
británico, que facilitaría una segura fuente de materias primas y de artículos
alimenticios, mercados para las exportaciones, y un nivel constante de
beneficios, de salarios y de empleo.

380
Chamberlain veía con recelo las tendencias independentistas en el
Canadá, en Nueva Zelanda y en la Commonwealth Australiana. Para
aquellos dominios, él proponía un completo autogobierno, pero esperaba
que, una vez seguros de la virtual independencia, reanudarían sus lazos entre
sí y con Gran Bretaña. Chamberlain llamaba «federación imperial» a
aquella reintegración del imperio. Inglaterra y sus dominios, según Cham­
berlain, debían reunir sus recursos, no sólo para la defensa militar, sino
también para el bienestar económico. Los dominios habían impuesto ya
tarifas contra las manufacturas británicas, a fin de reforzar las propias.
Chamberlain, para defender las exportaciones británicas, apremiaba a los
dominios a cargar los artículos británicos con impuestos más bajos que los
previstos para los mismos artículos procedentes de países extranjeros. A
cambio de ello, propoma que Gran Bretaña adoptase una tarifa pro­
teccionista, de modo que pudiera así favorecer los artículos canadienses o
australianos, imponiéndoles tasas más bajas. Su proyecto consistía en
mantener unido el imperio mediante lazos económicos, haciendo de él una
especie de unión aduanera o un sistema de «preferencia imperial». Como
Gran Bretaña importaba, sobre todo, carne y cereales de los dominios,
Chamberlain se vio obligado a recomendar una tarifa también sobre estos
artículos «grabar el alimento del pueblo», repudiando nada menos que el
arca de la alianza del Libre Comercio sobre la que durante medio siglo había
descansado la economía británica7. La propuesta fue rechazada. Chamber­
lain murió en 1914, sin llegar a su meta. Pero, tras la Primera Guerra
Mundial, el Imperio Británico o Commonwealth de Naciones siguió estre­
chamente las líneas que él había trazado8.
Si el bienestar económico y la seguridad de las clases trabajadoras
europeas mejoraron con el imperialismo es algo que todavía se discute. Es
probable que el obrero de la Europa occidental se beneficiase del imperialis­
mo. Los imperialistas socialmente conservadores fueron acompañados en
esta creencia por los pensadores de la extrema izquierda. El propio Marx,
seguido por Lenin, creía que el obrero europeo obtenía salarios reales más
altos, gracias a la afluencia de artículos coloniales de precios más bajos. Esto
fue una contrariedad para los marxistas, porque dio a los trabajadores
europeos míos intereses creados en el imperialismo, hizo al proletáriado
europeo «oportunista» (es decir, no revolucionario), e impidió la formación
de un verdadero proletariado internacional de todas las razas.
Otro argumento imperialista muy escuchado en aquel tiempo sostenía
que los países europeos debían adquirir colonias a las que pudiera emigrar el
exceso de población, sin abandonar del todo la tierra nativa. Parecía una
desgracia, por ejemplo, que tantos alemanes o italianos que emigraban a los
Estados Unidos hubieran de perderse para la patria. Este argumento era
simplemente engañoso. Con posterioridad a 1870, ningún país europeo
adquirió ninguna colonia a la que deseasen trasladarse, en cierto número, las
familias europeas. Los millones que todavía dejaban Europa, hasta 1914,

7 Ver págs, 208, 321-322.


8 Ver pág. 540.

381
persistían en dirigirse hada las Américas, donde ninguna colonia europea
podia fundarse entonces9.
La naturaleza competitiva del sistema de estados europeos introdujo
otros elementos casi exclusivamente políticos. Los estados europeos tenían
que defender su seguridad, los unos contra los otros. Tenían que conservar
algún tipo de equilibrio entre si, tanto en el mundo ultramarino como en
Europa. Así, en la arrebatiña por Africa, era frecuente que un gobierno se
anexionase apresuradamente un territorio, sólo por el temor de que otro
pudiera hacerlo primero. O también que unas colonias llegasen a tener un
valor intangible, pero importante, en simbolismo y en prestigio. La posesión
de colonias era un criterio normal de grandeza. Era la señal de haber llegado
a ser una gran potencia. Inglaterra y Francia habían tenido colonias durante
siglos. Por consiguiente, las nuevas potencias formadas en la década de 1860
—Alemania, Italia, Japón, y, en cierto sentido, los Estados Unidos— debían
tener colonias también.

E l imperialismo como cruzada

El imperialismo surgió de los impulsos comerciales, industriales, finan­


cieros, científicos, políticos, periodísticos, intelectuales, religiosos y humani­
tarios de Europa como conjunto. Fue un impulso de toda la civilización del
hombre blanco. Iba a llevar la civilización y a iluminar la vida de los que
todavía se encontraban en las tinieblas. La fe en la «civilización moderna» se
había convertido en una especie de sucedáneo de la religión. El imperialismo
era su cruzada.
Así, los ingleses hablaban de la Carga del Hombre Blanco, los franceses
de su mission civilisaírice, los alemanes de la difusión de la Kultur, los
americanos de los «beneficios de la protección anglo-sajona». El darwinismo
social y la antropología popular enseñaban que las razas blancas eran «más
aptas» o estaban mejor dotadas que las de color10. Otros argüían, más
razonablemente, que el - atraso de los no europeos se debía a causas
históricas, y, por lo tanto, temporales, pero que, durante un largo periodo,
en el futuro, los blancos civilizados debían conservar una tutela sobre sus
protégés más oscuros. Los jóvenes de buenas familias dejaban las gratas
tierras de Devonshire o de Poitou para pasar largos y solitarios años en
lugares cálidos y salvajes, animados por la idea de que estaban contribuyen­
do al trabajo de la humanidad. Era bueno llevar ideas más claras de justicia
a los pueblos bárbaros, acabar con las incursiones en busca de esclavos, con
la tortura y con el hambre, combatir supersticiones degradantes o luchar
contra las enfermedades del abandono y de la suciedad. Pero estas
realizaciones, aunque auténticas, iban acompañadas, con demasiada eviden­
cia, por el egoísmo, y se expresaban con insoportable complacencia y tosca

Ver mapa pág. 314.


10 Ver pág, 356.

382
condescendencia hacia la mayor parte de la especie humana. Como Rudyard
Kipling escribía en 1899:

A cepta la carga del H om bre Blanco


Envía fu era lo m ejor que hayas criado
Que tus hijos vayan a unirse al destierro,
A servir las necesidades de tus esclavos;
A prestar un duro servicio activo;
A un pueblo agitado y salvaje;
Vuestros hombres sombríos, recién capturados,
M itad demonios y m itad niños.

44. Las Américas

Después de las consideraciones generales arriba expuestas, examinemos


cada una de las grandes regiones de la Tierra, sucesivamente, y, en primer
lugar, las Américas, donde debemos comenzar nuestra discusión a principios
del siglo, antes de la época del «nuevo imperialismo».
En América, el derrumbamiento de los imperios español y portugués en
el primer cuarto del siglo XIX, durante las guerras napoleónicas y después,
dejó muy desorganizado el extenso territorio comprendido entre el Colorado
y el Cabo de Hornos. La mayoría de la población era india, o una mezcla de
india y blanca (m estizos), con grupos, aquí y allá, de puro tronco europeo,
que la inmigración del siglo XIX había de incrementar considerablemente.
Excepto en sitios inaccesibles, predominaban la cultura y el lenguaje
españoles. En el Brasil, la cultura era portuguesa, y el país, aunque
independiente desde 1822, siguió siendo una monarquía o «imperio» hasta
1889, en que se convirtió en república. En los antiguos dominios españoles,
la desaparición del control real dejó un gran número de repúblicas débiles y
cambiantes, crónicamente empeñadas entre sí en disputas de límites.
Afortunadamente para aquellas repúblicas, en el momento de la indepen­
dencia, en los años veinte, el imperialismo europeo estaba en decadencia. Ya
hemos visto cómo el Congreso de Verona buscó la forma de devolverlas a
España, pero tropezó con la oposición de Inglaterra; y cómo los Estados
Unidos en 1823, suplieron la acción británica anunciando la Doctrina
Monroe11. Pero fueron los Estados Unidos los primeros en amenazar desde
el exterior a una de las nuevas repúblicas.

L os Estados Unidos y México

México, cuando se independizó de España, llegaba casi hasta el Mississi-


ppi y hasta las Montañas Rocosas. Apenas se había hecho independiente,
cuando los buscadores de tierras procedentes de los Estados Unidos
comenzaron a bullir en sus fronteras del nordeste. Traían con ellos a sus

11 Ver págs. 194-195.

383
esclavos, para cultivar el agodón que tenia tan gran demanda en la Inglaterra
industrial. La República Mexicana no autorizaba la esclavitud. Los recién
llegados proclamaron su propia república, a la que llamaron Texas. Se
suscitó la agitación en favor de la anexión a los Estados Unidos. México se
opuso, pero, en 1845, los Estados Unidos se anexionaron Texas. Se produjo
una guerra, en la que México perdió, en favor de los Estados Unidos, no
sólo Texas, sino toda la región desde Texas hasta la costa de California.
Como suele ocurrir en estas cuestiones, el que pierde conserva una memoria
más larga que el que gana. En los Estados Unidos, no tardó en considerarse
naturalisima la posesión de aquellas regiones, en México, habían de pasar
muchas décadas antes de que la herida cicatrizase. México había perdido la
mitad de su territorio, en los años de la primera generación de su
independencia. En aquel tiempo, se argumentaba que los Estados Unidos
tenían muchas más facilidades que México para civilizar la región.
La siguiente amenaza para México llegaba de Europa. Los dirigentes
políticos de México, en un momento de desórdenes internos, contrajeron
grandes préstamos en Europa, en unas condiciones exorbitantes, pues los
dirigentes europeos consideraban, con razón, que el crédito mexicano era
sumamente dudoso. Cuando el dirigente liberal Juárez (un indio pura
sangre, y, desde luego, racialmente «no europeo») repudió los préstamos, los
poseedores de bonos europeos pidieron satisfacción a sus gobiernos. Los
Estados Unidos se hallaban paralizados por la Guerra Civil. Gran
Bretaña, Francia y España, que nunca habían reconocido la Doctrina
Monroe, enviaron, en 1861, fuerzas militares combinadas a Veracruz. Los
ingleses propusieron la toma de las aduanas de los puertos mexicanos, y la
apropiación de los ingresos aduaneros para la compensación de la deuda (un
expediente introducido en China, tres años antes); pero los franceses tenían
propósitos más ambiciosos. Sin que lo supieran los ingleses, que sólo querían
cobrar las deudas, ni los españoles, que soñaban con instaurar una nueva
monarquía borbónica en México, el emperador Napoleón III tenia un
proyecto secreto de establecer un estado satélite francés en México, que el
capital y las exportaciones francesas podrían luego desarrollar. Proyectaba
crear un imperio mexicano, con el archiduque austríaco Maximiliano como
emperador de paja. Los ingleses y los españoles, que no estaban de acuerdo,
retiraron sus fuerzas. El ejército francés penetró en el interior. Maximiliano
reinó durante algunos años, pero Napoleón III llegó, poco a poco, a la
conclusión de que la conquista de México era imposible, o excesivamente
costosa. En 1865, resultó evidente que los Estados Unidos no iban a
hundirse, como creían e incluso esperaban las clases dirigentes europeas.
Los Estados Unidos protestaron enérgicamente ante el gobierno francés. Los
franceses se retiraron, Maximiliano fue preso y fusilado, y Juárez y los
liberales mexicanos volvieron al poder.
Así pues, la presión de los Estados Unidos, antes de 1870, había
despojado y protegido, sucesivamente, a su parte limítrofe de América
Latina. Esta situación ambivalente llegó a ser característica del Nuevo
Mundo. A medida que los Estados Unidos se iban convirtiendo en una gran
potencia, la Doctrina Monroe se transformaba en una auténtica barrera
frente a las ambiciones territoriales europeas. La América Latina nunca

384
estuvo sometida al imperialismo tan completamente como lo estuvieron Asia
y Africa. Por otra parte, los Estados Unidos se convirtieron en la potencia
imperialista más temida que ninguna otra, al sur de su frontera. Eran la
amenaza yanqui, el Coloso del Norte.
En los arios setenta, en el curso de su turbulenta política, tanto los nativos
de México como los residentes extranjeros se vieron obligados a pagar cuotas
forzosas a caudillos rivales. El Departamento de Estado de Washington
exigió que los ciudadanos de su país fuesen resarcidos por el gobierno
mexicano. El doble plano característico del imperialismo —un plano para los
estados civilizados y otro para los no civilizados— se puso bien de manifiesto
en el intercambio de notas. El gobierno mexicano, ahora bajo Porfirio Díaz,
intentaba establecer el principio de que «los extranjeros residentes en un país
aceptaban el modo de vida de sus gentes... y participaban, no sólo en los
beneficios de esa residencia, sino también en las adversidades. Los extranje­
ros debían disfrutar de las mismas garantías y de la misma protección legal
que los nativos, pero no de más». Los mexicanos aducían que los Estados
Unidos nunca habían reconocido las demandas de los extranjeros por
pérdidas sufridas durante su Guerra Civil. Los Estados Unidos, bajo el
Presidente Hayes, sostenían, por su parte, que los ciudadanos de estados
adelantados, al operar en regiones más primitivas, debían continuar disfru­
tando de la seguridad de la propiedad, característica de sus propios países.
Cuando, en otra ocasión, los Estados Unidos enviaron tropas a la frontera,
y los mexicanos protestaron, el secretario de estado subrayó «el voluble e
infantil carácter de estos hombres y su incapacidad para tratar una cuestión
general con serenidad y sin prejuicios». México replicó que los Estados
Unidos habían «incumplido todas las normas de la ley y de la práctica
internacionales de las naciones civilizadas y habían tratado a los mexicanos
como a salvajes, como a cafres de Africa».
De hectio, era un principio del derecho internacional en el siglo XIX que
los estados civilizados no podían intervenir, recíprocamente, en sus asuntos,
pero tenían derecho a intervenir en los países «atrasados». En la disputa de
1877, los Estados Unidos clasificaron a México como atrasado, «voluble e
infantil». A lo que los mexicanos replicaron que estaban siendo tratados
como «salvajes y cafres», y no como una nación civilizada. La diferencia
estribaba en cuál de las dos normas debía aplicarse.

E l imperialismo de ¡os E stados Unidos en los años noventa

Los años noventa vieron un incremento del imperialismo, tanto en Europa


como en los Estados Unidos. En 1895, en una clamorosa reafirmación de la
Doctrina Monroe, el presidente Cleveland prohibía a los ingleses que tratasen
directamente con Venezuela sobre una disputa de limites relacionada con la
Guayana Británica. Los ingleses tuvieron que aceptar un arbitraje interna­
cional. Sin embargo, cuando la vecina Colombia se enfrentó con una
revolución en el Istmo de Panamá, los Estados Unidos apoyaron a los
revolucionarios, y, sin consultar a nadie, reconocieron a Panamá como
república independiente. Los Estados Unidos arrendaron y fortificaron allí

385
la Zona del Canal, y procedieron a construir el Canal de Panamá. Panamá
se convirtió, realmente, en lo que los europeos llamarían un protectorado de
los Estados Unidos.
Mientras tanto, lo que aún quedaba del antiguo imperio americano
español, reducido a Cuba y a Puerto Rico, se veía agitado por disturbios
revolucionarios que aspiraban a la independencia. Las simpatías de los
Estados Unidos se hallaban con los revolucionarios. Todos los signos del
nuevo imperialismo se mostraban inequívocamente. Los americanos tenían
50 millones de dólares invertidos en Cuba. Compraban los bonos emitidos
por los revolucionarios cubanos en Nueva York. El azúcar cubano, cuya
producción se veía entorpecida por tastornos políticos, era necesario para el
famoso nivel de vida americano. Una Cuba ordenada y dócil era vital para
los intereses americanos estratégicos en el Caribe, en el canal de pronta
construcción y en el Pacífico. La barbarie de las autoridades españolas fue
deplorada como un ultraje a la civilización moderna. Los periódicos,
especialmente la nueva prensa «amarilla», excitaron al pueblo americano a un
furor de indignación moral y de imperial autoafirmación. El punto
culminante se alcanzó cuando un barco de guerra americano, el Maine, se
hundió en el puerto de la Habana, en misteriosas circunstancias.
Los Estados Unidos ganaron fácilmente la consiguiente guerra con
España, en 1898. Puerto Rico fue anexionado abiertamente, como lo fueron
las Islas Filipinas, al otro lado del mundo. Cuba se estableció como una
república independiente, sometida a la Enmienda Platt, es decir, una serie de
disposiciones mediante las cuales los Estados Unidos obtenían el derecho a
supervisar las relaciones de Cuba con las potencias extranjeras, y a
intervenir en Cuba en materias de «vida, propiedad, libertad individual» y
de «independencia cubana». Así, los Estados Unidos obtenían otro protecto­
rado en el Caribe. El derecho de intervención en Cuba fue ejercido varias
veces en las dos décadas siguientes, hasta que el desarrollo del nacionalismo
cubano y el descenso del imperialismo americano condujeron a la abrogra-
ción de la Enmienda Platt, en 1934. Después, tras la Segunda Guerra Mundial,
las Filipinas recibieron formalmente la independencia, en 1946, y Puerto
Rico se convirtió en una comunidad autogobemada, en 1952.
Fue bajo el Presidente Theodore Roosevelt, el irascible «héroe del monte
San Juan», cuando la grandeza imperial de los Estados Unidos se proclamó
más ostensiblemente. Theodore Roosevelt anuncio en 1904 que la debili­
dad o el mal comportamiento «que desemboca en una general relajación de
los lazos de la sociedad civilizada pueden... requerir la intervención de
alguna nación civilizada», y que la Doctrina Monroe podía obligar a los
Estados Unidos «al ejercicio de un poder de policía internacional». Al año
siguiente, Santo Domingo caía en tal desorden financiero, que los acreedores
europeos se alarmaron. Para soslayar cualquier pretexto de intervención
europea, los Estados Unidos enviaron un administrador financiero a Santo
Domingo, reformaron la economía del país, y retuvieron la mitad de los
ingresos aduaneros para pagar sus deudas. Roosevelt declaró —en lo que
pasó a ser conocido como el «Corolario Roosevelt» a la Doctrina Monroe—
que, como los Estados Unidos no iban a permitir que los estados europeos
interviniesen en América para cobrar sus deudas, los Estados Unidos debían

386
asumir el deber de intervención para salvaguardar las inversiones del mundo
civilizado. La Doctrina Monroe, que inicialmente fue una advertencia
negativa para Europa, ahora, con el nuevo corolario, constituía una
observación positiva de supervisión de toda América por parte de los
Estados Unidos. Siguió un cuarto de siglo de «diplomacia del dólar», en el
que los Estados Unidos intervinieron repetidas veces, militarmente o por otros
medios, en el Caribe y en México. Pero el Corolario Roosevelt, como la
Enmienda Platt, creó tanto resentimiento en la América Latina, que el
gobierno de Washington acabó repudiándolo.
La historia de las Islas Hawai fue tan característica del nuevo imperialis­
mo como cualquier episodio de la historia de cualquiera de los imperios
europeos. Conocidos inicialmente para los extraños como las Islas Sand­
wich, aquellos parajes gozaron, durante mucho tiempo, del aislamiento en
medio de la inmensidad del Pacífico. El desarrollo de la navegación en el
siglo XIX los incorporó al mundo. Marineros, balleneros, misioneros y
vendedores de ron y de telas llenaban Honolulu, hacia 1840. El gobernante
nativo, confuso e impotente ante la nueva situación, casi aceptó un
protectorado británico en 1843, y en 1875 aceptó un virtual protectorado de
los Estados Unidos, que garantizaban la independencia hawaiana contra
cualquier otro país, obtenían privilegios comerciales y adquirían Pearl
Harbor como base naval. El capital y la administración americanos entraron
en la isla. Crearon grandes industrias del azúcar y de la piña, que dependían
enteramente no sólo de la exportación a los Estados Unidos, sino también de
la inversión de este país. En 1891, cuando la Reina Liliuokalani subió al
trono, trató de detener la occidentalización y la americanización. Los
intereses americanos, amenazados por sus proyectos políticos de carácter
autóctono, derrocaron a la reina y establecieron una república independien­
te, que no tardó en solicitar la anexión a los Estados Unidos. Fue la historia
de Texas, reactualizada. Durante varios años, la cuestión estuvo indecisa a
causa de la insistente desaprobación de aquellos métodos violentos, dentro
de los Estados Unidos. Pero con el Japón poniendo de manifiesto designios
imperiales en 1895, con la entrada de las otras potencias en China, con la
Guerra Hispano-Americana, con la adquisición de las Filipinas y con los
proyectos del Canal de Panamá, los Estados Unidos «aceptaron su destino»
en el Pacífico, y se anexionaron la República Hawaiana mediante la
resolución unánime del Congreso de 1898. Hawai pasó a ser un estado de la
Unión Americana, en 1959.

45. La disolución del Imperio Turco

E l Imperio Turco en 1850


De todas las partes del mundo no europeo, el Imperio Otomano o Turco
era el más próximo a Europa, y los europeos habían mantenido con él estre­
chas relaciones, a lo largo de los siglos. Durante mucho tiempo, se había
extendido desde Hungría y la península balcánica hasta las estepas del sur de
Rusia y desde Argelia hasta el Golfo Pérsico. El imperio no era, en absoluto,
como un estado europeo. Inmenso por su extensión, era un conglomerado de

387
religiosas. La mayor parte d e su población era d e musulmanes,
c o m u n id a d e s
incluidos musulmanes ortodoxos y sectas reformadas de drusos y wahabitas;
algunos eran judíos que siempre habían vivido en el Próximo Oriente; muchos
eran cristianos, principalmente ortodoxos griegos. Los turcos eran la clase
dominante, y la religión dominante era el Islam. Por ejemplo, solamente los
musulmanes podían servir en el ejército; los no musulmanes eran conocidos
como raya, la «manada» o el «rebaño» —pagaban los impuestos— . Personas
de diferentes religión» vivían unas al lado de otras, cada una con sus leyes,
sus tribunales, y las costumbres de sus grupos religiosos. Los funcionarios
religiosos —patriarcas, obispos, rabinos, imanes, ulemas— eran responsables
ante el gobierno turco de su propio pueblo, sobre el cual, por lo tanto,
tenían una gran autoridad.
Los europeos occidentales tenían sus derechos especiales. El clero
católico, que vivía principalmente en Palestina, dependía del papa en
religión y de Francia en cuanto a protección política. Los comerciantes
occidentales disfrutaban del régimen de las «capitulaciones», o derechos
especiales garantizados por el gobierno turco en numerosos tratados que se
remontaban hasta el siglo XVI. Según las capitulaciones, Turquía no podía
imponer una tarifa de más del 8 por ciento sobre los artículos importados.
Los europeos estaban exentos de la mayoría de los impuestos. Las causas
judiciales, ya fuesen civiles o penales, entre dos europeos, sólo podían
resolverse en un tribunal formado por un cónsul europeo que se regía por un
código europeo. Las disputas entre un europeo y un súbdito turco se
sustanciaban en tribunales turcos, pero en presencia de un observador
europeo.
El Imperio Turco, en resumen, carecía totalmente de la idea europea de
nacionalismo o de unidad nacional. La idea europea de soberanía y de una
ley uniforrqe para todos sus pueblos estaba también ausente, como lo estaba
la idea del estado secular, o la de la ley y la ciudadanía separadas de la
religión. El imperio se habia quedado rezagado, respecto a Europa, en
realizaciones científicas, mecánicas, materiales, humanitarias y administrati­
vas.
Turquía era «el hombre enfermo de Europa», y su larga decadencia
constituyó la Cuestión Oriental. Desde la pérdida de Hungría en 1699, el
Imperio Turco habia entrado en un largo proceso de desintegración
territorial. Que el imperio durase otros dos siglos se debía al equilibrio
europeo de poder12. Pero, en los años cincuenta, el imperio estaba deshacién­
dose por sus bordes. Rusia habia avanzado en Crimea y en el Cáucaso. Servia
era autónoma, Grecia independiente, y Rumania estaba reconocida como un
principado autogobernado. Los franceses ocupaban Argelia. Una dinastía
árabe nativa, los Sauds, de la secta reformada de los wahabitas, gobernaba
sobre gran parte de Arabia. Un antiguo gobernador turco de Egipto,
Mohamed Alí, habia establecido a su familia como jedives hereditarios en el
valle del N ilo13. A pesar de todos estos cambios, el Imperio Turco, en los
12 Ver págs. 56-57, 197.
13 Ver pág, 197. El gobernador egipcio, como virrey bajo el Imperio Turco, no adoptó el
título de «jedive» hasta 1867; se llamó «sultán» desde 1914 a 1922; luego, «rey» hasta el derroca­
miento de la monarquía en 1952.

388
años cincuenta, era todavía enorme. Abarcaba no sólo la Península Turca o
de Anatolia (incluidos Armenia y el territorio del sur del Cáucaso), sino
también la parte central de la Península Balcánica desde Constantinopla
hasta el Adriático, donde vivían muchos cristianos de nacionalidad eslava,
Trípoli (Libia) en Africa del Norte, y las islas de Creta y de Chipre. Egipto y
Arabia, aunque autónomos, continuaban bajo la soberanía nominal del
sultán.
La Guerra de Crimea de 1854-1856 abrió una nueva fase en la historia
otomana, como en la de Europa14. Ya hemos visto cómo esta guerra fue
seguida por la consolidación de grandes estados-nación en Europa, y cómo
también los Estados Unidos, el Canadá y el Japón se consolidaron o se
modernizaron, por la misma época. Los turcos trataron de hacer lo mismo
entre 1856 y 1876.
En la Guerra de Crimea, los turcos estuvieron del lado de los vencedores,
pero la guerra les afectó como afectó a Rusia, la vencida. A l poner de
manifiesto su debilidad militar y política, subrayó la necesidad de organiza­
ción. El resultado de la guerra se invocó para demostrar la superioridad del
sistema político de Inglaterra y Francia. Así pues, los reformadores turcos
quisieron remodelar a su país según las líneas occidentales. No era sólo que
pretendiesen defenderse contra otra de las periódicas guerras con Rusia.
Trataban también de evitar el tener que ser periódicamente salvados de
Rusia por el Occidente, proceso que, de continuar, sólo podría conducir al
control de Turquía por los franceses o por los ingleses.

Intentos de reforma y de resurgimiento, 1856-1876

En 1856, el gobierno otomano promulgó el Hatt-i Humayun, que es el


más importante edicto turco de reforma del siglo. Su propósito era el de
crear una ciudadanía nacional turca para todas las personas del imperio.
Abolía la autoridad civil de las jerarquías religiosas. Se garantizaba la
igualdad ante la ley, así como la elegibilidad para cargos públicos, sin
discriminaciones religiosas. Se abría el ejército a los cristianos en igualdad de
circunstancias con los musulmanes, y se adoptaban también medidas para
incluir a ambos en unidades militares no segregadas. El edicto anunciaba una
reforma de impuestos, una seguridad en la propiedad para todos, la
abolición de la tortura y la reforma de las cárceles. Se prometía combatir los
males crónicos de la malversación, del soborno y de la extorsión por parte de
los funcionarios públicos.
Durante veinte años, se llevaron a cabo serios esfuerzos para hacer
realidad el decreto de reforma de 1856. Las ideas occidentales y liberales
circulaban libremente. Se fundaban periódicos. Los escritores clamaban por
un resurgimiento nacional turco, desechaban el viejo estilo persa en
literatura, escribían historias de los otomanos, traducían a Montesquieu y a
Rousseau. En el país entraban empréstitos extranjeros. Los ferrocarriles
unían el Mar Negro y el Danubio. Abdul Aziz (1861-1876), el primer sultán

14 Ver págs. 263-265.

389
que hizo un viaje a Europa, visitó Viena, Londres, y la gran exposición
u n iv e rsa l de París de 1867. Pero se levantó una fuerte resistencia contra
cambios tan radicales. Además, los mejores esfuerzos de los reformadores
turcos se malograron. Había demasiado pocos turcos con conocimientos o
experiencia en el trabajo requerido. Abdul Aziz se dedicó a gastar el dinero
que había obtenido a préstamo demasiado arbitrariamente para mejorar su
harén. En 1874, el gobierno otomano, tras haberse endeudado, excesiva y
atolondradamente, repudió la mitad de sus deudas.
Un nuevo ministro reformista, más decidido, Midhat Pasha, estimulado
por la oposición e indignado ante el peso de la inercia, depuso a Abdul Aziz
en 1876, depuso al sobrino de éste, tres meses después, y estableció como
sultán a Abdul Hamid II. El nuevo sultán, al principio, se sumó vivamente
al movimiento de reforma, proclamando una nueva constitución en 1876.
Esta declaraba que el Imperio Turco era indivisible, y prometía libertad
personal, libertad de conciencia, libertad de educación y de prensa, y
gobierno parlamentario. El primer parlamento turco se reunió en 1877. Sus
miembros se dedicaron seriamente a la reforma. Pero no pudieron contar
con Abdul Hamid, que en 1877 reveló sus verdaderas intenciones. Se
desembarazó de Midhat, disolvió el parlamento y abolió la constitución.

La represión a partir de 1876

Abdul Hamid reinó durante treinta y tres años, desde 1876 hasta 1909.
Durante todo este tiempo, vivió como un animal aterrado, luchando, ciega y
ferozmente contra unas fuerzas que él no podía entender. En una ocasión en
que a las aduanas turcas llegó una partida de dínamos, fue retenida por unos
funcionarios asustados, porque las declaraciones aseguraban que los conte­
nidos hacían varios centenares de revoluciones por minuto. Otra vez, unos
libros de química para el nuevo colegio americano fueron declarados
sediciosos porque sus símbolos químicos podían ser una clave secreta. El
sultán temía que la descomposición del viejo modo de vida otomano
conduciría a la ruina. Le aterraban todos los movimientos que pretendían
refrenar sus caprichos o su poder. Sentía un profundo pánico ante los
reformadores turcos y ante los occidentalizadores, que fueron haciéndose
cada vez más terroristas, dada la oposición del sultán. Expulsados por Abdul
Hamid, unas decenas de millares de Jóvenes Turcos, los activistas de la
época reformista anterior a 1876, o sus hijos y sucesores, vivieron en el exilio
en París, en Londres o en Ginebra, conspirando en la preparación de su re­
greso a Turquía y en la venganza contra Abdul el Maldito. El sultán estaba
asustado también por la agitación entre sus súbditos no turcos. Nacionalistas
armenios, búlgaros, macedonios y cretenses desafiaban y vilipendiaban a las
autoridades turcas, que respondieron con las matanzas búlgaras de 1876 y con
las matanzas armenias de 1894. Aquellas horribles carnicerías de millares de
campesinos por las tropas otomanas produjeron una gran conmoción en
Europa, desacostumbrada a tal violencia. Por último, y con razón, Abdul
Hamid vivía en un temor creciente de los designios de las potencias europeas
imperialistas acerca de la disolución de su imperio.

390
Un Imperio Turco totalmente reformado, consolidado y modernizado
era lo último que los gobiernos europeos deseaban. Podían querer reformas
humanitarias en Turquía, una mayor eficacia y honestidad en el gobierno
turco y en sus finanzas, e incluso en un sistema parlamentario turco. Esas
demandas eran elocuentemente expuestas por liberales como Gladstone en
Inglaterra. Pero nadie quería lo que los reformadores turcos querían, es
decir, un Imperio Turco fortalecido que pudiera tratar, políticamente, en un
plano de igualdad con Europa.

La Guerra Ruso-Turca de 1877-1878: el Congreso de Berlín

En Rusia, desde los tiempos de Catalina II. muchos habían soñado


con instalar a Rusia en las orillas del Btísforo15. A Constantinopla la
llamaban Tsarigrado, la Ciudad Imperial, que la Ortodoxia tenía que liberar
de los infieles. Motivos de cruzada, en una época nacionalista e imperialista,
reaparecieron, una vez más, en forma de pan-eslavismo16. Esta era ahora
una doctrina predicada por rusos notables entre los que se encontraban el
novelista Dostoievsky, el poeta Tiutchev y el publicista Danilevsky. Rusia y
Europa, de Danilevsky, publicado en 1871, predecía una larga guerra entre
Europa y Rusia, que sería seguida por una gran federación del Este, en la
que estarían incluidos, bajo el control ruso, no solamente todos los eslavos,
sino también los griegos, los húngaros y partes de la Turquía asiática. Este
tipo de pan-eslavismo era amparado y patrocinado por el gobierno ruso,
porque distraía la atención de los trastornos internos y revolucionarios. En
cuanto a los pueblos eslavos del Imperio Turco, estaban dispuestos a utilizar
el pan-eslavismo ruso como un medio de combatir contra sus dominadores
turcos. La insurrección contra los turcos estalló en Bosnia, en 1875, y en
Bulgaria en 1876. En 1877, Rusia declaraba la guerra a Turquía. Rusia
estaba, de nuevo, en acción contra el Imperio Turco, por sexta vez en cien
años.
Los ingleses, que habían luchado contra Rusia en defensa de Turquía en
1854, estaban preparados Dara volver a h a c e r lo mismo. Un buen número de
movimientos recientes venia a sumarse a su preocupación. El Canal de Suez
se terminó en 1869. Estaba dentro del territorio del Imperio Turco. Devolvía
al Próximo Oriente su antigua posición de encrucijada del comercio mundial.
Los ingleses también se alarmaron cuando Rusia, en 1870, en medio de la
confusión de la guerra franco-prusiana, rechazó una cláusula del tratado
de 1856 y empezó a construir una flota en el Mar Negro. En 1874, Ben­
jamín Disraeli, conservador e imperialista, pasó a ser primer ministro de
Gran Bretaña. Al año siguiente, mediante un súbito golpe maestro, com­
pró al jedive de Egipto, casi en quiebra, el 44 por ciento de las acciones
de la Compañía del Canal de Suez. En 1876, en una espectacular afirmación
de esplendor imperial, hizo que la Reina Victoria tomase el título de
emperatriz de la India. Los intereses comerciales y financieros británicos en
la India y en el Lejano Oriente eran cada vez más importantes, y el Canal de
15 Ver págs. 263-264.
16 Sobre un pan-eslavismo anterior, ver pág. 227.

391
Suez, cuyo principal accionista era ahora el gobierno británico, estaba
convirtiéndose en la «línea vital» del imperio. Pero el estado turco, y, por
consiguiente, todo el Próximo Oriente, estaba ahora derrumbándose ante los
rusos, cuyos ejércitos avanzaban rápidamente a través de los Balcanes,
en 1877, llegaban a Constantinopla y obligaban a los turcos a firmar un
tratado, el tratado de San Stefano. Mediante este tratado, Turquía cedía a
Rusia Batum y Kars, en el lado sur de los Montes del Cáucaso, daba plena
independencia a Servia y a Rumania, prometía reformas en Bosnia y
garantizaba la autonomía a un nuevo estado búlgaro, cuyas fronteras habían
de trazarse muy generosamente, y del que todos esperaban que estaría
dominado por Rusia, Un clamor popular se despertaba en Inglaterra,
pidiendo la guerra contra Rusia. El alboroto dio la palabra «jingoísmo» al
lenguaje:

N o queremos luchar, pero ¡Caramba! {by jingo), si ¡o hacemos,


H em os conseguido los hombres, hemos conseguido los barcos,
hemos conseguido el dinero también.

Añora parecía que la debilidad de Turquía, su incapacidad para expulsar


a los-extranjeros de sus fronteras, precipitaría, por lo menos, una guerra
anglo-rusa, y, posiblemente, una guerra europea general. Pero la guerra fue
conjurada por la diplomacia. Bismarck reunió un congreso de todas las
grandes potencias europeas en Berlín. Una vez más, Europa intentaba
afirmarse como unidad, dar nueva vida al tan debatido Concierto de
Europa, tratando colectivamente el problema común presentado por la
Cuestión Oriental. La necesidad más urgente era la de mediar entre los rusos
y los turcos y aplacar a los ingleses. Para impedir que cualquier potencia,
separadamente, adquiriese alguna ventaja desigual, y para lograr la acepta­
ción de todas las potencias para las disposiciones que se acordasen, se
consideró dar algo a todos o casi todos. En efecto, el congreso inició un
reparto del dominio turco. Conservó la paz en Europa, a costa de Turquía,
simultáneamente.
En Berlín, se convenció a los rusos de que abandonasen el tratado de San
Stefano que ellos habían impuesto a los turcos, pero seguían obteniendo
Batum y Kars, y ganaban la independencia para los servios y para los
rumanos. Se reconocía, además, a Montenegro como un estado independien­
te. Transigían respecto a Bulgaria, que estaba dividida en tres zonas con
diversos grados de autonomía, pero todas nominalmente dentro del Imperio
Turco. Austria-Hungría fue autorizada por el congreso a «ocupar y
administrar» Bosnia (pero no a anexionarla), en interés de la civilización y
como compensación a la expansión de la influencia rusa en los Balcanes. A
los ingleses (Disraeli alardeaba de que él había dado a su patria «paz con
honor») los turcos Ies cedieron Chipre, una gran isla, no lejos del Canal de
Suez. A los franceses se les dijo que podían extenderse desde Argelia hacia
Túnez. A los italianos (que eran los que menos importaban) se les insinuó,
más vagamente, que algún día, de alguna forma, podrían extenderse, a
través del Adriático, hacia Albania. Como Bismarck decía, «los italianos
tienen mucho apetito y pocos dientes». Alemania no se apoderó de nada.

392
Bismarck decía que él era «el agente honrado», sin más interés que el de la
paz europea.
El tratado de Berlín de 1878 disipó la inmediata amenaza de guerra. Pero
dejó en pie muchos problemas, para que los tratasen los estadistas futuros,
problemas que, por no haber sido resueltos acertadamente, se convirtieron
en causa principal de la Primera Guerra Mundial, treinta y seis años
después. Ni los nacionalistas balcánicos ni los pan-eslavos rusos estaban
satisfechos. Los turcos, desde los reaccionarios como Abdul Hamid hasta los
revolucionarios Jóvenes Turcos del destierro, estaban indignados por el
hecho de que la paz se hubiera conseguido a costa de una nueva
desmembración de su territorio. La manifiesta debilidad de Turquía era una
constante tentación para todos los interesados. En los años anteriores a
1914, se incrementó la. influencia alemana. Los alemanes y el capital alemán
se introdujeron en Turquía proyectando —y, en parte, realizando— un gran
ferrocarril Berlín-Bagdad, que iría acompañado de la explotación de los
recursos naturales del Próximo Oriente. El ferrocarril estaba casi terminado
antes de 1914, a pesar de las protestas y de las declaraciones de los rusos, de
los franceses y especialmente de los ingleses, que en él veían una amenaza
directa a su imperio en la India.

Egipto y Africa del Norte

En cuanto a Egipto, técnicamente autónomo dentro del Imperio Turco,


los años cincuenta y sesenta fueron un tiempo de progreso en el sentido
occidental, como lo habían sido para el imperio en su conjunto. El gobierno
egipcio modernizó su administración, su sistema judicial y la ley de la
propiedad, cooperando con los franceses en la construcción del Canal de
Suez, estimuló la navegación por el Mar Rojo, y permitió que intereses
británicos y franceses construyesen ferrocarriles. Entre 1861 y 1865, mientras
el Sur de U .S.A . era incapaz de exportar algodón en rama, la exportación
anual de algodón egipcio se elevó desde 60 millones a 250 millones de libras.
Más que Turquía, fue Egipto el que se incorporó al mercado mundial, y,
más que el sultán, fue el jedive el que se convirtió en un tipo de hombre
occidental. El jedive Ismail mandó construir un bello y nuevo teatro de la.
ópera en El Cairo, donde, en 1871, dos años después de la apertura del
Canal de Suez, se estrenó con gran resonancia la ópera de Verdi, A ida,
escrita a petición del jedive.
Aquellas mejoras costaban mucho dinero, que se pedía prestado a
Inglaterra y a Francia. El gobierno egipcio no tardó en verse en apuros
financieros, sólo temporalmente remediados con la venta de acciones del
Canal a Disraeli. En 1879, las cosas llegaron a tal punto que los intereses
bancarios occidentales impusieron la abdicación de Ismail y su sustitución
por Tewfik, el cual, con una fascinación infantil por las nuevas maravillas
occidentales, no tardó en dejarse envolver de pies a cabeza por sus
acreedores. Esto provocó protestas nacionalistas en Egipto, capitaneadas por
el coronel Arabi, De acuerdo con un patrón repetido en muchas partes del
mundo colonial, especialmente en la China Manchú, los nacionalistas se

393
oponían a los extranjeros y a su propio gobierno, acusándolo de ser una
simple fachada de los intereses extranjeros. El movimiento de Arabi, que fue
una primera expresión de nacionalismo árabe, provocó levantamientos en
Alejandría, donde los europeos tuvieron que huir a bordo de los barcos
ingleses y franceses surtos en el puerto. Una escuadra británica bombardeó
después Alejandría, sin m ir a m ie n to s . Tropas británicas Qas francesas,
aunque invitadas a tomar parte, rehusaron) desembarcaron en Suez y en
Alejandría, en 1882, derrotaron a Arabi y tomaron a Tewflk bajo su
protección. Los británicos dijeron que la intervención militar de 1882 era
temporal, pero las tropas inglesas se quedaron allí durante largo tiempo, a
través de dos guerras mundiales y hasta bien avanzado el siglo XX, no
retirándose hasta 1956.
Egipto se convirtió en un protectorado británico. Los ingleses protegían
al jedive contra el descontento dentro de su propio país, de las pretensiones
de la Sublime Puerta y de las atenciones rivales de otras potencias europeas.
El residente británico desde 1883 hasta 1907, un administrador de facultades
excepcionales llamado Evelyn Baring, primer Conde de Cromer, contribuyó
en gran medida a la reconstrucción de la economía del país, a la reforma de
sus impuestos, a aliviar las cargas de los campesinos y a aumentar su
productividad, a la vez que estimulaba el desarrollo de las materias primas
que Inglaterra necesitaba y aseguraba el pago regular de los intereses de los
bonos egipcios a los ingleses, a los franceses y a otros poseedores.
Los franceses protestaron enérgicamente cuando los ingleses se que­
daron tanto tiempo en Egipto. Desde hacía muchos años, habían sido los
franceses los que habían hecho las mayores inversiones en el Próximo
Oriente, y los habitantes del Próximo Oriente occidentalizados —egip­
cios, sirios, turcos preferían, sin duda alguna, la lengua y la cultura fran­
cesas a las inglesas. Los franceses, que abrigaban profundas sospechas
acerca de los propósitos ingleses en Egipto, se compensaron creando un
imperio en Africa del Norte, más al oeste. Desarrollaron Argelia, asumie­
ron un protectorado sobre Túnez, y empezaron a penetrar en Marruecos.
Los ingleses, y en seguida los alemanes, miraban con malos ojos aquellos
avances franceses. La rivalidad por los despojos del Imperio Turco creó,
pues, enemistad entre las grandes potencias y constituyó un fecundo ger­
men de alarmas de guerra, de temores y de maniobras diplomáticas que
precedieron a la Primera Guerra Mundial. Todo esto se trata en el capítulo
siguiente.
La disolución del Imperio Turco Uegó a confundirse con el conjunto de
la crisis internacional crónica anterior a 1914. Baste decir aquí, para no
perder de vista el destino del Imperio Turco, que la frenética política de
Abdul Hamid se redujo a nada y que los Jóvenes Turcos lograron el control
del gobierno turco en 1908. Estos impusieron la restauración de la
constitución de 1876 e introdujeron muchas reformas. En medio de los
trastornos revolucionarios de 1908, Bulgaria proclamó su plena indepen­
dencia, y Austria se anexionó Bosnia. En la guerra turco-italiana de 1911-
1912, Italia tom ó a los turcos Libia y las islas del Dodecaneso. En dos
guerras balcánicas sucesivas (1912-1913), Turquía perdió casi todo su te­
rritorio en Europa, en beneficio de Bulgaria, de Servia, de Grecia y de

394
Albania, convirtiéndose esta última en estado independiente en 191217.
Finalmente, cuando toda Europa se vio envuelta en la guerra, en 1914, Rusia
declaró nuevamente la guerra a Turquía, y los turcos entraron en la guerra al
lado de Alemania, cuya influencia política y económica en el imperio había
ido incrementándose constantemente. Durante la guerra, con la ayuda
británica, los árabes se desglosaron del imperio, acabando por convertirse en
estados árabes independientes. Egipto terminó también con todas sus
relaciones con el imperio. En 1923, se proclamó una república turca. Esta se
limitaba a Constantinopla y a la península anatolia, donde viyía el núcleo del
verdadero pueblo turco. La nueva república procedió a realizar una
completa revolución nacionalista y laica18.

46. La partición de Africa

Al sur del Africa mediterránea, se encuentra el Sahara, y, al sur de éste,


se encuentra el Africa Negra, el Continente Negro para los europeos.
Durante siglos, los europeos sólo conocieron sus costas —la Costa de Oro, la
Costa de Marfil, la Costa de los Esclavos—, a las que, desde un interior
inagotable, habían llegado procesiones encadenadas de esclavos cautivos, así
como las agitadas aguas de ríos enormes, como el Nilo y el Congo, cuyas
fuentes, en el interior sombrío, eran tema de románticas especulaciones. La
población era negra, excepto los blancos que hablaban árabe y que se
encontraban en la costa oriental; y en la parte meridional del continente (en
el tiempo de la fundación de la Unión de Africa del Sur, en 1910), vivían,
aproximadamente, 1.100.000 europeos junto a unos 5.000.000 de negros.
Las poblaciones nativas eran agrícolas o pastoriles, sin lenguaje escrito ni
estados políticos duraderos, pero con audaces y notables formas artísticas, y
con un recuerdo de grandes reinos en tiempos pasados.

L a apertura de A frica

Misioneros, exploradores y aventureros individuales fueron los primeros


en abrir este mundo a Europa. La pareja histórica, Livingstone y Stanley,
son un buen ejemplo del rumbo de los acontecimientos. Mucho antes de la
era imperialista, en 1841, el escocés David Livingstone llegó al Africa
suroriental como misionero médico. Se entregó a una obra humanitaria y
religiosa, con un pequeño comercio ocasional y con muchos viajes y
descubrimientos, pero sin verdaderas pretensiones políticas ni económicas.
Explorando el rio Zambezee, fue el primer hombre blanco que vio las
cataratas Victoria. Encontrándose en el interior de Africa como en su propio
hogar, seguro y en amistosas relaciones con su población nativa, se hallaba
sumamente contento de encontrarse solo. Pero las confusas fuerzas de la
civilización moderna le buscaban. Por Europa y América se difundió la

17 Ver pág. 434,


18 Ver págs. 533-534,

395
especie de que el Dr. Livingstone se había perdido. El Herald- de Nueva
York, para elaborar noticias, envió al inquieto periodista H . M. Stanley en
busca suya, lo que este hizo en 1871. Livingstone no tardó en morir, con
grandes honores de los nativos. Stanley era un hombre de la nueva era. Al
ver las grandes posibilidades de Africa, se fue a Europa en busca de
auxiliares. En 1878, encontró a un hombre con las mismas ideas, que era,
precisamente, Leopoldo II, rey de los belgas.
Leopoldo, a pesar de toda su realeza, en el fondo era un promotor.
China, Formosa, las Filipinas y Marruecos habían atraído, sucesivamente,
su fantasía, pero fue la cuenca del Congo, en el Africa central, lo que decidió
desarrollar. Stanley era exactamente el hombre que él buscaba, y los dos fun­
daron en Bruselas, con unos pocos financieros, una Asociación Internacional
del Congo, en 1878. Era una empresa puramente privada; el gobierno y el
pueblo belgas no tenían nada que ver en ello. Se consideraba que todo el inte­
rior de Africa, desde las costas, como América en tiempos de Colón, era una
térra nullius, sin gobierno y sin que nadie tuviese títulos sobre ella, abierta de
par en par a las primeras personas civilizadas que llegasen. Stanley, al volver
al Congo en 1882, concertó, en uno o dos años, tratados con más de 500 jefes,
que a cambio de un poco de bisutería o de unos pocos metros de tela ponían
sus toscas huellas en los misteriosos papeles y aceptaban la bandera azul-y-oro
de la Asociación.
Como el Continente Negro aún no tenía idea alguna de las fronteras
interiores, nadie podía decir cuánta extensión podía cubrir muy pronto la
Asociación, mediante aquellos métodos. El explorador alemán Karl Peters,
que trabajaba en el interior de Zanzíbar, firmaba tratados con los jefes del
Africa Oriental. El francés Brazza, que partía de la costa occidental y que
distribuía la tricolor por todos los pueblos, reivindicaba junto al río Congo
un territorio más grande que Francia. Los portugueses aspiraban a reunir sus
antiguas colonias de Angola y Mozambique en un imperio trans-africano,
para lo cual requerían una generosa porción del interior. Inglaterra apoyaba
a Portugal. En todos los casos, los respectivos gobiernos europeos vacilaban
todavía acerca de la decisión de inmiscuirse en las tierras vírgenes africanas,
pero se veían impulsados por pequeñas minorías organizadas de entusiastas
colonizadores, y se enfrentaban con la probabilidad de que, si dejaban pasar
la oportunidad, luego seria demasiado tarde.
Bismarck, que personalmente creía que las colonias africanas constituían
un absurdo, pero que era sensible a las nuevas presiones, convocó otra
conferencia en Berlín, en 1885, esta vez para someter la cuestión africana a
una regulación internacional. Los estados europeos, en su mayoría, asi como
los Estados Unidos, acudieron. La conferencia de Berlín intentó hacer dos
cosas: establecer los territorios de la Asociación del Congo como un estado
internacional, bajo auspicios y restricciones internacionales, y redactar un
código internacional que dictase la forma en que deberían proceder las
potencias europeas que deseasen adquirir territorio africano.
El Estado Libre del Congo, que en 1885 ocupó el lugar de la Asociación
Internacional del Congo, no sólo era una creación internacional, sino que
incorporaba, en principio, lo que después de la Primera Guerra Mundial
había de conocerse como mandatos internacionales o fideicomisos intema-

3%
dónales para los pueblos «atrasados». La conferenda de Berlín espedficaba
que el nuevo estado no debería tener reladón alguna con ninguna potenda,
ni siquiera con Bélgica. Ddegaba el gobierno en Leopoldo. Trazó las
fronteras, hadendo el Estado Libre del Congo casi tan grande como los
Estados Unidos al este del Mississippi, y añadió dertas disposidones
espedficas; el río Congo se internacionalizaba, las personas de todas las
nacionalidades eran libres para comerciar en el estado del Congo, allí no se
impondrían tarifas sobre las importadones, y el comerdo de esclavos
quedaba suprimido. En 1889, Leopoldo reunió a las potenciéis signatarias en
una segunda conferencia, celebrada en Bruselas. La conferencia de Bruselas
dio nuevos pasos para desarraigar el comercio de esdavos, que seguía siendo
una lacra tenaz, aunque en descenso, porque d mundo musulmán estaba
detrás del cristiano en varias generaciones, en lo que se refería a la abolición
de la esclavitud. La conferenda de Bruselas también se propuso proteger los
derechos nativos, corregir ciertos abusos notorios y reducir el tráfico de
licores y de armas de fuego.
Este intento de intemadonalismo fracasó, porque Europa no tenía una
maquinaria internacional que pudiera efectuar la difícil tarea cotidiana de
ejecutar los acuerdos generales. Leopoldo actuó en el Congo, según su
propia voluntad. Su decisión de hacerlo comerdalmente beneficioso le
empujó a extremos injustos. Europa y América necesitaban caucho, y el
Congo era entonces una de las pocas fuentes de abastecimiento del mundo.
La población del Congo, de las menos adelantadas de Africa, y aquejada
por la enfermedad y el enervamiento de un clima ecuatorial de tierra
baja, no podía sangrar bastantes árboles de caucho, a no ser que se la
obligase mediante una severidad y una coacdón inhumanas. Los árboles
mismos se destruían, sin pensar en reponerlos. Leopoldo, mediante la
devastación de los recursos de aquel pueblo y esclavizando virtualmente a
sus hombres, podía extraer un ingreso prindpesco que luego gastaba en
Bruselas, pero nunca pudo hacer la empresa autosuficiente. Consumido por
las deudas, obtuvo otro préstamo de 25 millones de francos del reino de
Bélgica, sobre la base de que, a su muerte, si la deuda estaba sin pagar,
Bélgica heredaría el Congo. En 1908, los renuentes belgas se encontrarían así
herederos de unos «jardines tropicales» a los que ellos habían .sido
consecuentemente indiferentes. El Estado Libre se convirtió en el Congo
Bdga, y, bajo, la administración belga, se eliminaron los peores excesos del
régimen de Leopoldo.
La conferencia de Berlín de 1885 también había establecido, respecto a la
expansión en Africa, ciertas reglas de juego: una potencia europea con
posesiones en la costa tenía derechos prioritarios en el interior del país; la
ocupación no debía tener lugar solamente sobre el papel, mediante d trazado
de unas líneas sobre el mapa, sino que debía consistir en una ocupación real
por administradores o tropas; y cada potenda debía informar a las otras
acerca de qué territorios consideraba como propios. Inmediatamente se
produjo una tremenda arrebatiña por la «ocupadón real». En quince años,
se parceló todo d continente. Las únicas excepdones fueron Etiopía, y,
técnicamente, Liberia, fundada en 1822 como colonia para esclavos ameri­
397
canos emancipados, y, virtualmente, protectorado de los Estados Unidos
desde siempre.
En todas partes se repetía una variante del mismo proceso. Primero, en
algún lugar de la selva, apareda un puñado de hombres blancos, con sus
inevitables tratados —a veces, en impresos—. Para conseguir lo que
deseaban, los europeos, por lo general, tenían que atribuir al jefe unos
poderes que según las costumbres de la tribu no poseía, los poderes de
transmitir la soberanía, de vender la tierra, o de transferir concesiones
mineras. Así pues, los africanos se vieron desconcertados, desde el prinripio,
por concepciones legales extranjeras. Entonces, los europeos crearon el
cargo del jefe, porque ellos, por sí mismos, no tenían influencia sobre el
pueblo. Esto condujo al extendido sistema de la «gobernación indirecta»,
mediante la cual las autoridades coloniales actuaban a través de los jefes y de
las formas tribales existentes. Había muchas cosas que sólo el jefe podía
resolver, tales como la seguridad de los europeos aislados, de los servidos de
portes, o de las cuadrillas de trabajadores para construir carreteras o
ferrocarriles.
La fuerza de trabajo era el gran problema. Los europeos sentían ahora
repugnancia por la auténtica esclavitud, y la abolían siempre que les era
posible. Pero el africano, mientras vivía a su manera tradidonal, no
reaccionaba como el asalariado libre en una empresa y en una economía
civilizadas. Tenia poco sentido de la gananda individual, y casi ninguno de
la utilidad del dinero. Trabajaba más bien esporádicamente, según las ideas
europeas; el verdadero trabajo, continuado y laborioso, se dejaba, er
muchas sodedades africanas, a las mujeres. El resultado fue que los
europeos recurrieron, en toda Africa, al trabajo forzado. Para la constrac-
dón de ferrocarriles, reaparederon sistemas como la corvée francesa de
antes de la Revolución. O se requería al jefe para que proporcionase un
contingente de hombres físicamente capaces que trabajarían durante un
derto período de tiempo, y, muchas veces, el jefe lo hacia con mucho gusto
para ganar en importancia a los ojos de los blancos. También se emplearon
métodos más indirectos. El gobierno colonial podía imponer una contribu­
ción por cabaña o por cabeza, pagadera sólo en dinero, de modo que, para
la obtendón de este dinero, el nativo tenía que buscar un trabajo. O el nuevo
gobierno, una vez establecido, podía asignar a los europeos tanta tierra
como propiedad privada (otra concepción extranjera), que la tribu local ya
no podía seguir subsistiendo con las tierras que le quedaban. O la totalidad
de la tribu podía ser trasladada a una reserva, como los indios en los Estados
Unidos. En todo caso, mientras las mujeres cultivaban los campos o
atendían a los niños en el hogar, los hombres tenían que acudir en busca de
trabajo junto a los blancos, por una paga insignificante. Los hombres,
entonces, vivían en «complejos», lejos de la familia y del parentesco tribal;
se desmoralizaban; y el trabajo que ellos rendían, por su falta de inteligencia
y por su nula disposición, difícilmente habría sido tolerado en ninguna
comunidad más civilizada. En aquellas circunstandas, se hizo todo para
desarraigar a los africanos, y fue poco lo que se hizo para benefídarles. La
antigua sodedad tribal o aldeana se hundió, y nada vino a sustituirla.
Las condiciones mejoraron con el siglo XX, a medida que se elaboraban

398
unas tradiciones de administración colonial ilustrada. Los funcionarios
coloniales llegaron incluso a actuar como amortiguadores o como protecto­
res de los nativos contra las ambiciones del hombre blanco. En todas partes,
el imperialismo incorporaba a su ética el afán de acabar con la esclavitud,
con las guerras tribales, con la superstición, con la enfermedad y con el
analfabetismo. Lentamente, fue brotando una clase occidentalizada de
africanos —los jefes y los hijos de los jefes, los sacerdotes católicos y los
ministros protestantes, los dependientes de los almacenes y los empleados del
gobierno—. Jóvenes de Nigeria o de Uganda aparecían como estudiantes en
Oxford, en la Universidad de París o en las universidades de los Estados
Unidos. Los africanos occidentalizados, por lo general, se oponían a la
explotación y al paternalismo. Daban muestras de un giro nacionalista,
como sus iguales en el Imperio Turco y en Asia. Si querían la occidentaliza-
ción, era a un ritmo y con un objetivo propios. Según avanzaba el siglo XX,
el nacionalismo en Africa iba haciéndose más evidente y más intenso.

Fricciones y rivalidades entre las potencias

Mientras tanto, en los quince años transcurridos desde 1885 hasta 1900,
los europeos en Africa estuvieron peligrosamente cerca de claros enfrenta­
mientos. Los portugueses se anexionaron grandes extensiones en Angola y en
Mozambique. Los italianos se apoderaron de dos áridas zonas, la Somalia
italiana y Eritrea, junto al Mar Rojo. Luego avanzaron hacia el interior, en
busca de posesiones de mayor solidez, que les permitiesen conquistar Etiopia
y las fuentes del Nilo. Pero unos 80.000 etíopes derrotaron e hicieron una
carnicería con 20.000 italianos, en la decisiva batalla de Adua, en 1896.
Era la primera vez que unos nativos africanos se defendían victoriosamente
contra los blancos, y aquello disuadió a los italianos (o a otros europeos) de
la invasión de Etiopía, durante cuarenta años. Italia y Portugal, como el
Estado Libre del Congo y España (que conservaba unos pocos vestigios de
pasados tiempos), podían disfrutar de grandes posesiones en Africa, gracias
a los naturales temores entre los principales competidores. Los principales
competidores eran Gran Bretaña, Francia y Alemania. Cada uno de estos
países perfería que los territorios perteneciesen a una pequeña potencia,
antes que a uno de sus grandes rivales.
Los alemanes fueron los últimos en la carrera colonial, en la que Bis­
marck era reacio a entrar. En los años ochenta, en Alemania se oían todos
los argumentos imperialistas habituales, aunque la mayor parte de ellos,
como la necesidad de nuevos mercados, de salidas para la emigración o para
la inversión de capital, tenia poca o ninguna aplicación al Africa tropical.
Los alemanes establecieron colonias en el Africa Oriental Alemana, y en el
Camerún y en Togo, en la costa occidental, así como en el área desierta que
luego se llamó Africa Suroccidental Alemana. No se ignoraba que quienes
trazaban los planes imperiales alemanes proyectaban que, algún día, el
Congo y las colonias D o r t u a u e s a s nodrían unirse al Africa Oriental
Alemana y al Camerún en un sólido cinturón alemán que atravesase el
corazón de Africa. Los franceses controlaban la mayor parte del Africa

399
Occidental, desde Argelia, a través del Sahara y del Sudán, hasta varios
puntos de la costa guineana. Ocupaban también Obok, junto al Mar Rojo,
y, tras la derrota italiana en 1896, su influencia en Etiopia aumentó. Los
proyectos franceses, por lo tanto, soñaban con un sólido cinturón francés
que atravesase Africa, desde Dakar hasta el Golfo de Aden. En 1898, el
gobierno francés envió al capitán J. B. Marchand, con un pequeño grupo,
hacia el este del Lago Chad, para que izase la bandera tricolor lejos, en el
alto Nilo, en la parte meridional del Sudán, que ninguna potencia europea
había ocupado todavía «efectivamente».
Los dos presuntos cinturones este-y-oeste, el alemán y el francés, estaban
cortados (presuntamente) por un cinturón norte-y-sur, proyectado en la
imaginación, imperial británica como una «Africa inglesa desde el Cabo
hasta El Cairo». Desde el Cabo de Buena Esperanza, Cecil Rhodes penetró
hacia el norte, por Rhodesia. Kenya y Uganda, en la parte media del
continente, s a n ya británicas. En Egipto, protectorado inglés desde 1882,
los ingleses empezaban a apoyar las antiguas pretensiones egipcias al alto
M ío. La primera aventura resultó un desastre, cuando, en 1885, un oficial
británico, «Chino Gordon», capitaneando una fuerza egipcia, fue muerto
por musulmanes sublevados en Jartún. En la década siguiente, la opinión
inglesa se hizo seriamente imperialista. Otro oficial británico, el General
Kitchener (llevando bajo su mando a un joven llamado Winston Churchill)
partió, de nuevo, hacia el sur, Nilo arriba, y derrotó a los musulmanes
locales en Ondurman, en 1898. Luego continuó, corriente arriba. En un
lugar llamado Fashoda, encontró a Marchand.
La consiguiente crisis de Fashoda puso a Inglaterra y a Francia al borde
de la guerra. Ya enfrentados a causa de Egipto y de Marruecos19, los dos
gobiernos utilizaron el encuentro de Fashoda para poner las cartas boca
arriba. Era una prueba de fuerza, no sólo en cuanto a sus respectivos planes
para toda Africa, sino también en cuanto a su posición relativa en todas las
cuestiones imperialistas e internacionales. Al principio, los dos se negaban a
ceder. Los ingleses virtualmente amenazaban con la lucha. Los franceses,
preocupados por su inseguridad ante Alemania en Europa, al final decidie­
ron no correr el riesgo. Se echaron atrás y ordenaron a Marchand que se
retirase de Fashoda. Una oleada de odio a los ingleses se extendió por toda
Francia.
Apenas habían alcanzado los ingleses aquella victoria pirrica, cuando se
vieron envueltos en una situación más ingrata, al otro extremo del continente
africano. En 1890, Cecil Rhodes se había convertido en primer ministro de
la Colonia del Cabo. Era un importante defensor del sueño El Cabo-El
Cairo. Dos pequeñas repúblicas vecinas independientes, el Transvaal y el
Estado Libre de Orange, se encontraban en su camino. Sus poblaciones
estaban formadas por holandeses-afrikaners, que originariamente se
habían instalado en el Cabo, en el siglo XVII, y después, a partir de 1815,
cuando Inglaterra se anexionó el Cabo de Buena Esperanza, habían hecho
la «gran migración» para escapar de la dominación británica. Los boers,
como les llamaban los ingleses, por la palabra holandesa que significa

19 Ver págs. 393-J94,

400
«granjero», eran sencillos, obstinados y de una formación anticuada. Creían
que la esclavitud no era monstruosa, y no les gustaban los promotores, los
cazadores de fortunas, los aventureros desarraigados, la gente de la minería
y otros extranjeros.
El descubrimiento de diamantes y de oro en el Transvaal hizo pasar la
cuestión a primer plano. Intervinieron el capital británico y el pueblo
británico. El Transvaal se negó a aprobar la legislación que necesitaban las
corporaciones mineras y sus empleados. En 1895, Rhodes, intentando
precipitar la revolución en el Transvaal, envió una partida de hombres
armados, no militares, a las órdenes del Dr. Jameson, hada sus fronteras.
Aquella Incursión Jameson fue un fracaso, pero en Europa se levantó un
gran clamor contra aquella intimidación, por parte de Inglaterra, de una
pequeña república inofensiva. El emperador alemán, Guillermo II, envió un
famoso telegrama a Paul Kruger, presidente del Transvaal, felicitándole por
su expulsión de los invasores «sin tener que solicitar la ayuda de potencias
amigas» —es decir, de Alemania-—. Tres años después, el Imperio Británico
entraba en guerra con las dos repúblicas bóers. Tardó otros tres años en
someterlas. Una vez conquistadas e incorporadas al Imperio Británico, se
dejaron con sus instituciones de autogobierno, y, en 1910, con la Colonia del
Cabo y con Natal, predominantemente inglesa, se incorporaron a la Unión
de Africa del Sur, que recibió una semi-independencia según el modelo del
Dominio del Canadá.
La crisis de Fashoda y la Guerra de los Boers, al producirse en rápida
sucesión, revelaron a los ingleses la sima sin fondo de su impopularidad en
Europa, Todos los gobiernos y los pueblos europeos eran pro-boers;
solamente los Estados Unidos, implicados entonces en una conquista similar
de las Filipinas, mostraban cierta simpatía por los ingleses. Tras la guerra de
los boers, los ingleses comenzaron a reconsiderar su posición internacional,
como luego se verá.
Al igual que en el caso del Imperio Turco, la rivalidad de las grandes
potencias a causa de los despojos de Africa agriaron las relaciones
internacionales y contribuyeron a preparar el camino para la Primera Guerra
Mundial. La rivalidad sobre Marruecos, que implicaba a Francia y a
Alemania, formó parte de la crisis prebélica general y se describirá en el
capítulo siguiente. En cuanto a Africa como conjunto, hubo pocos cambios
territoriales después de la euerra de los boers, aunque, en 1911, Italia ínmA
Libia a los turcos. En 1914, los alemanes fueron excluidos de su efímero
imperio. Si los alemanes hubieran ganado la Primera Guerra Mundial, el
mapa de Africa habría sido considerablemente revisado, con toda probabili­
dad; pero, como la perdieron, el único cambio consistió en asignar las
colonias alemanas, bajo mandato internacional a los franceses y a los
ingleses. Con este cambio, y exceptuada la efímera conquista de Etiopía por
Italia en 1935, el mapa de Africa continuó siendo lo que los breves años de
partición habían hecho de él, hasta el espectacular final de los imperios
europeos, tras la Segunda Guerra Mundial2®.

20 Ver págs. 671-679 y m apa 30.

401
47. El Imperialismo en Asia: los holandeses, los ingleses y los rusos

Las Indias Orientales Holandesas y ¡a India Británica

La India Británica y las Indias Orientales Holandesas, en el medio siglo


anterior a la Primera Guerra Mundial, que implicaba a Francia y a
Constituían el tipo de imperio que todos los imperialistas habrían deseado
tener, y una simple observación de las mismas señala el objetivo hacia el que
iba desplazándose, lógicamente, el imperialismo.
Mientras todos los países de la Europa occidental mostraban un exceso
de importaciones, al recibir más artículos del resto del mundo de los que
ellos enviaban al exterior, la India e Indonesia, invariablemente, año tras
año y decenio tras decenio, mostraban un exceso de exportaciones, pues
enviaban al exterior muchos más artículos de los que ellos recibían. Este
exceso de exportación era la señal del área colonial desarrollada, estrecha­
mente conectada con el mercado mundial, con un bajo poder adquisitivo de
los nativos y que se mantenía activa, gracias a la inversión y a la
administración extranjeras. Además, las dos regiones eran tan grandes, que
tenían muchas actividades internas —comercio, seguros, banca, transpor­
tes— que nunca aparecían en las estadísticas del comercio mundial, pero
que, al estar dominadas por europeos, aumentaban enormemente sus
beneñcios. Las dos tenían ricos y variados recursos naturales, de carácter
tropical, de modo que nunca competían con los productos de Europa
—aunque la India, ya antes de 1914, mostraba tendencias a la industrializa­
ción—. En ambas regiones, las gentes eran aficionadas a aprender y
aprendían con rapidez. Pero estaban separadas por la religión y por el
lenguaje, de modo que, una vez conquistadas, los europeos las gobernaron
con relativa facilidad. Antes de la Primera Guerra Mundial, ninguna de las
dos regiones tenía un autogobierno a los más altos niveles. Las dos estaban
regidas por un servicio público, honesto y de pensamientos elevados en
virtud de sus propias luces, en el que los puestos más brillantes, los más
influyentes y los mejor pagados estaban reservados a los europeos. De ahí
que las familias de las clases altas de Inglaterra y de Holanda considerasen
sus imperios como campos de oportunidades para sus hijos —en cierto
modo, como antes habían considerado la iglesia establecida—. Tanto en la
India como en Indonesia, los gobiernos eran despotismos más o menos
benévolos, que, al contener la guerra, la peste y el hambre, permitían, por lo
menos, que la población aumentase en número. Java, con 5 millones de
habitantes en 1815, tenía 48 millones en 1942. La población de la India, en
los mismos años probablemente, se elevó desde menos de 200 millones a
casi 400 millones. Finalmente, como última virtud de una colonia perfecta,
ninguna potencia extranjera desafiaba directamente a los ingleses en la India
o a los holandeses en sus islas.
En 1815, los holandeses ocupaban poco más que la isla de Java. En las
décadas siguientes, los ingleses entraron en Singapur, en la península malaya
y en el norte de Borneo, y reivindicaron Sumatra. En los años sesenta, aparecie­
ron los franceses en Indochina. En los ochenta, los alemanes se anexionaron
Nueva Guinea oriental y las islas Marshall y las Salomón. En última

402
instancia, fueron los recíprocos recelos de estas tres potencias los que
preservaron la posición holandesa. Para prevenir la ocupación por otros
europeos, y para acabar con los piratas ilativos y encontrar las materias
primas que el mundo pedia, los holandeses ampliaron su dominación sobre
la extensión conjunta de 3.000 millas del archipiélago. Crearon un imperio,
en lugar de la antigua cadena de puestos comerciales, interesados sólo por
comprar y vender. Se sofocaron revueltas en los años 1830, 1849 y 1888;
hasta el siglo XX, no llegaron a controlarse la Sumatra septentrional ni el
interior de las Célebes. Durante algunos decenios, los holandeses explotaron
su gigantesco imperio mediante una especie de trabajo forzado, el «sistema
de cultivo», en el que las autoridades exigían a los granjeros que entregasen,
a manera de impuesto, unas determinadas cantidades de ciertas cose­
chas, como azúcar o café. A partir de 1870, se introdujo un sistema más
libre. Como una importante cuestión política, los holandeses también
patrocinaron la instrucción en los lenguajes malayo y javanés, no en el
holandés. Esto preservaba las culturas nativas de la desintegración occiden-
talizadora, pero, al propio tiempo, significaba que las ideas occidentales de
nacionalismo y democracia penetraban más lentamente.
En 1857, en la India, los ingleses se enfrentaron con una peligrosa
rebelión, comúnmente llamada el Motín Indio, como si no hubiera sido más
que una revuelta de soldados indisciplinados. El ejército indio, con sus
cipayos, era la única organización a través de la cual los indios podían
ejercer alguna presión colectiva. La proporción de cipayos en el ejército era
alta en 1857 (unas cinco sextas partes), porque las unidades británicas habían
sido retiradas para la Guerra de Crimea y para la acción en China. Muchos
indios, fuera del ejército, habían estado inquietos durante decenios. Los
gobernantes habían sido conquistados y destronados. Los terratenientes
habían perdido sus propiedades y habían sido sustituidos por otros nuevos,
más amigos de los ingleses. Los sentimientos religiosos estaban inflamados.
Era demasiado evidente que los ingleses consideraban repulsivas las creencias
indias; habían declarado ilegal lá suttee, o quema de la viuda, habían
suprimido los Thugs, una pequeña secta de asesinos sagrados, y un
funcionario británico incluso declaró que, dentro de diez años, el gobierno
aboliría las castas. Los musulmanes estaban agitados por el fundamentalis-
mo wáhabita. Por la India circulaba una misteriosa propaganda. Se infiltraba
entre los cipayos, anunciando a los soldados musulmanes que ciertos cartuchos
recién salidos estaban engrasados con grasa de cerdo, y a los hindúes que los
mismos cartuchos estaban engrasados con grasa de vaca. Como la vaca
es sagrada para los hindúes, y para los musulmanes es sacrilego el contacto
del cerdo, se produjo gran agitación. Los cipayos se amotinaron en el valle
del Ganges; y con ellos los otros intereses ofendidos, incluido el casi
desaparecido Gran Mogol con su corte, que ahora se alzaba contra los
ingleses.
Los ingleses dominaron la rebelión, ayudados por el hecho de que la
India occidental y la meridional no tomaron parte en ella. Pero el
levantamiento indujo a los ingleses a una política radicalmente nueva, que en
lo fundamenta] siguieron hasta el final del imperio indio, casi un siglo
después. La Compañía Británica de las Indias Orientales y el imperio mogol

403
fueron suprimidos definitivamente y para siempre. Las autoridades británi­
cas gobernaron directamente. Pero los ingleses llegaron a la conclusión de
que debían gobernar la India con y a través de los propios indios, y no
contra ellos. Esto, en la práctica, significaba una colaboración entre la
potencia imperial y las clases altas de la India. Los ingleses empezaron a
proteger los intereses creados indios. Apoyaron a los terratenientes indios y
se hicieron más indulgentes con la «superstición» india. Así como, antes
de 1857, cuando conquistaron un estado indio, lo habian abolido, simple­
mente, y lo habían incorporado a sus territorios, después del Motín
conservaron como protectorados los estados indios restantes. Los estados
existentes en 1857, como Haiderabad y Cachemira y otros, hasta sumar más
de 200, con sus galaxias de rajás y de maharajás, llegaron hasta el final de la
dominación británica, en 1947. En buena medida, fue para dar una cima
adecuada a aquella montaña de la realeza india para lo que la Reina Victoria
fue proclamada, en 1877, emperatriz de la India.
La India había sido un considerable país manufacturero, según las
normas preindustriales. Los mercaderes indios habían sido importantes, en
otro tiempo, por todo el Océano Indico, y, antes de 1800, las exportaciones
indias a Europa habían incluido muchos textiles y otros artículos acabados.
Los oficios nativos se hundieron ante el industrialismo moderno reforzado
por el poder político. «La India —observaba un experto inglés en 1837—
nunca puede volver a ser un gran país manufacturero, pero, si cultiva sus
relaciones con Inglaterra, puede ser uno de los más grandes países agrícolas
del mundo». El libre comercio (hecho posible por la superioridad militar,
generalmente olvidada por los economistas) convirtió a Inglaterra en el taller
del mundo y a la India en un abastecedor de materias primas. Las
exportaciones indias, en la última parte del siglo XIX, consistían cada vez
más en algodón en rama, té, yute, aceite de semillas, índigo y trigo. Los
ingleses, a cambio, expedían sus manufacturas. Los negocios en la India
prosperaban: la India llegó a tener la más densa red ferroviaria, fuera de
Europa y de América del Norte. Es importante señalar, sin embargo, a
modo de comentario, al hablar de países pobres, que Inglaterra, en 1914,
comerció mucho más con los 6 millones de habitantes de Australia y de
Nueva Zelanda, que con los 315 millones de hombres empobrecidos de la
India.
Los ingleses, al contrario de los holandeses, decidieron, en 1835,
favorecer la instrucción en inglés, no en los lenguajes nativos. El historiador
Macaulay, miembro de la comisión que hizo esta recomendación, censuraba
a los lenguajes indios como vehículos de ideas bárbaras y atrasadas, como
una barrera para el progreso. Después del Motín, los ingleses también
admitieron a los indios en el servicio público y en los consejos de los
gobernadores —con cautela, desde luego, pero más que los holandeses en
Indonesia—. Había también muchos hombres de negocios indios. Se
desarrolló una clase de indios occidentalizados, que hablaban un inglés
perfecto, y que muchas veces se educaban en Inglaterra. Estos exigían más
de una función en los asuntos de su país. En 1885, se organizó el Congreso
Nacional Indio, predominantemente hindú; en 1906, la Liga Musulmana

404
Pan-India. El separatismo musulmán, aunque apoyado por los ingleses
y que a veces incluso les es atribuido, era propio de la India y fue explota­
do por algunos dirigentes indios. El nacionalismo se extendió. Se hizo cada
vez más antibritánico, y el nacionalismo radical se volvió también contra
los príncipes, los capitalistas y los hombres de negocios indios, como cóm­
plices del imperialismo, y tomó así el color del socialismo. En el período
de la Primera Guerra Mundial, bajo la presión nacionalista, los ingleses
concedieron más representación a los indios, especialmente en los asuntos
provinciales, pero el movimiento hacia el autogobierno nunca fue suficien­
temente rápido para vencer el sentimiento fundamental antibritánico de los
pueblos indios.

Conflicto de intereses rusos y británicos

Aunque ningún extranjero amenazaba todavía en la India a los ingleses,


la política británica descubría en el cielo septentrional una gran nube que,
evidentemente, se acercaba. El Imperio Ruso había ocupado el Asia
septentrional desde el siglo XVII. Hacia 1850, se reanudó la presión rusa
sobre el Asia interior. Era un tipo de imperialismo en el que no contaba
mucho la demanda de mercados ni de materias primas, ni la salida para la
inversión de capital. En aquellas cuestiones, la propia Rusia era semicolo-
nial, comparada con Occidente. Los rusos, tenían, como los occidentales,
una tendencia a difundir su tipo de civilización; pero la expansión rusa era
peculiarmente política, en e l?sentido de que la mayor parte de la iniciativa
procedía del gobierno. Rusia era un imperio rodeado de hielo, que buscaba
«puertos de agua caliente». Era un imperio encerrado en tierra, de modo que
cualquier camino que emprendiese conducía a un océano o a otro. El océano
era del dominio de los occidentales, y en particular de los ingleses. En una vasta
perspectiva, Rusia empujaba por tierra contra el Imperio Turco, contra Persia,
contra la India y contra la China, mientras que a todos estos países los
ingleses (y otros) llegaban por mar. En 1860, a orillas del Mar del Japón, los
rusos fundaron Vladivostok, la más remota de todas las ciudades eslavas,
cuyo nombre significaba Señor del Oriente. Pero su avance, a mediados del
siglo, se produjo, principalmente, en las áridas y escasamente colonizadas
regiones del Asia occidental. Los ingleses habían sostenido ya dos guerras
afganas para conservar el Afganistán como una tierra de nadie entre Rusia y
la India. En 1864, los rusos tomaron Tachkent, en el Turkestán. Un decenio
después, llegaban hasta la India, pero tuvieron que permanecer alejados por
un acuerdo anglo-ruso, que adjudicaba una larga lengua de tierra al Afganis­
tán, y separaba así, por veinte millas, los imperios indio y ruso —la nueva
frontera, en el alto Pamir, en el Techo del Mundo, difícilmente se prestaba,
desde luego, a operaciones militares—.
Los avances rusos en el Turkestán, al este del Caspio, incrementaron la
presión sobre Persia, que había sentido, durante mucho tiempo, la misma
presión al oeste del Caspio, donde ciudades como Tiflis y Bakú, ahora rusas,
habían sido, en otro tiempo, persas. Si Tiflis y el Turkestán habían podido
caer en manos del Imperio Ruso, no había razón alguna por la que Persia no
pudiera ser la próxima, sólo que Persia tenía una costa marítima, y por ello

405
podía estar expuesta también a una ocupación por parte de los ingleses. En
1864, una compañía británica terminó el primer telégrafo persa como parte
de la línea de Europa a la India. Siguieron otras inversiones e intereses
británicos. El petróleo adquirió importancia, hacia 1900. En 1890, para
apoyar al gobierno persa contra Rusia, los ingleses le concedieron un
préstamo, tomando como garantía los derechos de aduanas de los puertos
del Golfo Pérsico. En 1900, el gobierno ruso le hizo el mismo favor,
concediendo su préstamo a Persia, y adjudicándose como garantía todos los
derechos aduaneros persas, excepto los del Golfo. En el Golfo Pérsico,
aparecieron barcos rusos en 1900, demostración que pronto fue contrarres­
tada por una visita oficial a Persia del Virrey de la India, Lord Curzon.
Evidentemente, Persia estaba perdiendo el control de sus propios asuntos,
cayendo por zonas, madurando para la partición. En 1905, estalló una
revolución nacionalista persa, dirigida contra todos los extranjeros y contra
el servil gobierno del sha, dando origen a la asamblea del primer parlamen­
to, pero difícilmente resolvió la cuestión de la independencia persa. En 1907,
los ingleses reconocieron una «esfera de influencia» rusa en la Persia
septentrional, y los rusos una esfera británica en el sur21.
Las ambiciones imperiales habían profundizado la hostilidad entre
Gran Bretaña y Rusia, con disputas sobre Persia y sobre las tierras
fronterizas indias, que venían a añadir leña al fuego de la querella que
durante mucho tiempo habían sostenido acerca del Imperio Turco. Ya
hemos visto cómo la lucha por Africa había alejado, al propio tiempo, a
Inglaterra de Francia y, en realidad, de toda Europa.

48. El Imperialismo en Asia: China y el Occidente

China ante la penetración occidental

Pero el hueso más grande por el que habían de competir los países
imperialistas fue el de China. En este hueso trataron de morder, sin
excepción, todas las grandes potencias. La dinastía Manchú ostentaba una
soberanía que alcanzaba- a toda el área de civilización china, desde las
fuentes del río Amur (tan al norte como la península del Labrador) hasta
Birmania e Indochina (tan al sur como Panamá), y desde el océano, hacia el
oeste, penetrando en Mongolia y en el Tibet. Según la antigua concepción
tonina, realmente China era el propio mundo, el Reino del Centro entre las
regiones superior e inferior. Los europeos eran bárbaros remotos. Unos
pocos se habían infiltrado a través de China, desde la Edad Media europea.
Pero el pueblo chino se negaba, persistentemente, a relacionarse con ellos.
China estaba acercándose a un punto de sublevación propia, ya antes de
que la influencia occidental llegase a tener cierta importancia. Durante 2.000
años, el país había visto ir y venir dinastías, en una especie de ciclo. La
dinastía Manchú, en el siglo XIX, estaba aproximándose claramente a su
fin. No había sido capaz de mantener el orden ni de contener la extorsión.

21 Ver pág. 431,

406
Hacia 1800, una Sociedad del Loto Blanco se sublevó y fue eliminada.
En 1813, una Sociedad de la Razón Celeste intentó apoderarse de Pekín. En
los años cincuenta, una rebelión musulmana estableció en el sudoeste un esta­
do independiente temporal. El más grande de todos los levantamientos fue la
Rebelión de los Taipings de 1850, en la que se calcula que perecieron 20
millones de personas, aproximadamente la población de Gran Bretaña en
aquel tiempo. Exceptuadas algunas ¡deas cristianas fragmentarias, obtenidas
de los misioneros, y que eran expresadas por algunos de los Taipings, la
rebelión se debía enteramente a causas chinas. Los rebeldes atacaron a los
Manchúes, que habían llegado de Manchuria, dos siglos antes, acusándoles
de extranjeros corrompidos que dominaban a toda China. Sus motivos de
protesta eran la pobreza, la extorsión, los alquileres usurarios y el
absentismo. Los Taipings, al principio, instituyeron un estado en la China
meridional, y sus ejércitos, inicialmente, eran disciplinados, pero la lucha se
prolongó tanto, que los dirigentes de los Taipings y los jefes Manchúes
enviados contra ellos se situaron fuera de todo control, y una gran parte del
país se hundió en un bandidaje y en un desorden crónicos. Fue en este
período cuando aparecieron los señores de la guerra de China, hombres que
controlaban a las fuerzas armadas, pero que no obedecían al gobierno. Los
Manchúes lograron sofocar la resistencia organizada de los Taipings al cabo
de catorce años, con alguna ayuda europea, acaudillada por el general inglés
Gordon, el «Chino Gordon» que después murió en Jartún. Pero es evidente
que la confusión social china, el problema agrario y el nacionalismo (este
último, al principio, sólo anti-Manchú) eran anteriores al impacto del
imperialismo europeo.
En aquella aturdida China, empezaron a penetrar los europeos, ha­
cia 1840. Su política consistía en arrancar concesiones al imperio Manchú,
pero, al propio tiempo, en defender al imperio Manchú contra la oposición
interior, como se demostró con las hazañas de Gordon. Esto se debía a que
necesitaban alguna especie de gobierno en China con el que pudieran hacer
tratados, con los que legalizaban sus demandas y obligaban a todo el país.

La apertura de China al Occidente

La fase moderna de las relaciones chinas con el Occidente se inició, de un


modo muy poco favorable, con la Guerra del Opio de 1841. Ya hemos
señalado cómo, aunque los europeos querían productos chinos, los chinos
no tenían interés alguno en comprar, a cambio, productos europeos. El
comercio, por lo tanto, era difícil, y la Compañía Inglesa de las Indias
Orientales había resuelto, durante décadas, el problema de conseguir té
chino para Europa, expidiendo a cambio opio indio, pues el opio era una
mercancía utilizable, para la que había una demanda china22. Cuando el
gobierno chino intentó controlar la entrada de opio, el gobierno británico
fue a la guerra. Quince años después, en 1857, Inglaterra y Francia se
unieron en una segunda guerra contra China, para obligar a los chinos a

2- Ver pág. 72.

407
recibir a sus diplomáticos y a negociar con sus comerciantes. Como los
chinos se mostraron reacios, 17.000 soldados franceses e ingleses entraron en
Pekín e incendiaron deliberadamente el enorme Palacio de Verano del
emperador, espantoso acto de vandalismo del que los soldados sacaron un
gran botín —vasos, tapicerías, porcelanas, esmaltes, jades, tallas de made­
ra—) suficiente para implantar en Europa y en América la moda del arte
chino.
De la primera de estas guerras, surgió el tratado de Nanking (1842), y de
la segunda, los tratados de Tientsin (1857), cuyos términos fueron inmedia­
tamente copiados en otros nuevos tratados firmados por China con otras poten­
cias europeas y con los Estados Unidos. El conjunto resultante de acuerdos que
se entrelazaban imponía ciertas restricciones a China o confería ciertos derechos
a los extranjeros, lo que pasó a ser conocido como el «sistema de tratados». En
1842, los chinos cedieron Hong Kong, totalmente, a los ingleses. Abrieron a los
europeos más de una docena de ciudades, incluidas Shanghai y Cantón, como
«puertos de tratado». En estas ciudades, se permitía a los europeos que
estableciesen colonias propias, ajenas a toda ley china. Los europeos que
viajaban por el imperio chino seguían estando sujetos sólo a sus propios
gobiernos, y cañoneras europeas y americanas empezaron a controlar el río
Yangtse. Los chinos pagaron, además, grandes indemnizaciones de guerra,
aunque eran ellos, precisamente, quienes habían sufrido la mayor parte de
los daños. Accedieron a no imponer ningún derecho de importación por
encima del 5 por ciento, con lo que China se convertía en un mercado de
libre comercio para los productos europeos. Para administrar y recaudar los
derechos de aduana, se introdujo un cuerpo de expertos europeos. El dinero
de los derechos aduaneros, recaudado con una nueva eficacia, sobre un
volumen creciente de importaciones, iba, en parte, a manos de los ingleses y
de los franceses como pago de las indemnizaciones, pero, en parte, quedaba
en poder del gobierno Manchú, al que, según hemos señalado, los europeos
no tenían interés en derrocar.

Anexiones y concesiones

Mientras China era así penetrada hasta el centro, como un queso añejo,
mediante-privilegios extraterritoriales y otros de carácter insidioso concedi­
dos a los europeos, en el borde exterior se le estaban cortando lonchas
enteras. Los rusos bajaron a lo largo del río Amur, establecieron su
Provincia Marítima, y fundaron Vladivostok, en 1860. Los japoneses, ahora
suficientemente occidentalizados para conducirse como europeos en aquellas
materias, reconocieron en 1876 la independencia de Corea. Los ingleses se
anexionaron Birmania en 1886. Los franceses, en 1883, asumieron un
protectorado sobre Annam, a pesar de las protestas chinas; inmediatamente,
unieron cinco áreas —Annam, Cochinchina, Tonkín, Laos y Camboya— y
formaron la Indochina Francesa. (Las tres primeras eran conocidas también
como Vietnam, palabra poco conocida en Occidente hasta después de la
Segunda Guerra Mundial). Es cierto que aquellos lejanos territorios nunca
habían sido parte integrante de la China propiamente dicha; pero era China

408
el país con el que habían tenido sus más importantes relaciones políticas y
culturales, y era al emperador chino al que habían pagado tributos.
El Japón, cuya modernización ha sido descrita ya, tardó poco tiempo en
desarrollar un impulso imperialista23. Un partido expansionista miraba ya
hacia el continente chino y. hacia el sur. El imperialismo japonés se reveló
por primera vez al resto del mundo en 1894, cuando el Japón entró en
Guerra con China por disputas sobre Corea. Los japoneses vencieron en
seguida, pues se hallaban equipados con armas, preparación y organización
modernas. Obligaron a los chinos a firmar el tratado de Shimonoseki
en 1895, por el que China cedía FOrmosa y la península de Liaotung al Japón
y reconocía a Corea como un estado independiente. La península de Liaotung
era una lengua de tierra que bajaba desde Manchuria hasta el mar; en su
extremo estaba Port Arthur. Manchuria era la parte nordoriental de la
propia China.
Aquel rápido triunfo japonés precipitó una crisis en el Lejano Oriente.
Nadie se había dado cuenta de que el Japón se hubiera hecho tan fuerte.
Todos estaban asombrados de que un pueblo que no era «europeo», es
decir, blanco, mostrase tal aptitud para la guerra y para la diplomacia
modernas. Habia que suponer que el Japón tenía proyectos sobre Manchu­
ria.
Ahora bien: el caso era que Rusia, no mucho antes, en 1891, habla
comenzado a construir el ferrocarril Transiberiano, cuya estación terminal
oriental sería Vladivostok, el «Señor del Este». Manchuria se extendía hacia
el norte, en una gran corcova entre la Siberia central y Vladivostok. Los
rusos, hubieran o no hubieran dominado nunca en Manchuria, no podían
permitir su dominación por parte de otra gran potencia. Ocurría también
que Alemania estaba, en aquel momento, buscando una oportunidad para
entrar en el escenario del Lejano Oriente, y que Francia había formado una
alianza con Rusia, cuya buena disposición deseaba mantener24.
Así pues, Rusia, Alemania y Francia formularon una objeción inmediata
y conjunta al ministerio de Asuntos Exteriores de Tokyo. Exigían que Japón
abandonase la península de Liaotung. Los japoneses dudaron; estaban
indignados, pero cedieron. La península de Liaotung fue devuelta a China.
En China, muchas personas de espíritu alerta se sentían humilladas por la
derrota ante los japoneses, a quienes habían despreciado. El gobierno chino,
situado, al fin, ante lo inevitable, empezó a proyectar, frenéticamente, la
occidentalización. Se consiguieron enormes empréstitos de Europa^ quedan­
do como garantía los derechos aduaneros, según el modelo bien establecido
en Turquía, en Persia y en Santo Domingo. Pero las potencias europeas no
querían que China se consolidase demasiado pronto. Y tampoco habían
olvidado el súbito surgimiento del Japón. El resultado fue una atropellada
arrebatiña de nuevas concesiones, en 1898.
Parecía como si el imperio chino, en 1898, fuera a ser repartido, a su vez.
Los alemanes arrancaron un arrendamiento para un período de noventa y
nueve años de la bahía de Kiaochow, además de los derechos exclusivos
sobre la península de Shantung. Los rusos consiguieron un arriendo de la
23 Ver págs. 296-303.
24 Ver págs. 427-429.

409
península de Liaotung, de la que acababan de expulsar al Japón: así
obtenían Fort Arthur y los derechos para construir ferrocarriles en Manchu­
ria para enlazarlos con su sistema transiberiano. Los franceses tomaron
Kwangchow y los ingleses Wei-hai-wei, además de confirmar su esfera de
influencia en el valle del Yangtse. Los italianos pedían una parte, pero se les
rehusó. Los Estados Unidos, temiendo que toda China pudiera ser pronto
parcelada en esferas exclusivas, anunció su política de Puerta Abierta. La
idea de la Puerta Abierta consistía en que China continuaría territorialmente
intacta e independiente, y en que las potencias que tuviesen concesiones
especíales o esferas de influencia deberían mantener el 5 por ciento marcado
por la tarifa china y permitir que los hombres de negocios de todas las
naciones comerciasen, sin discriminación. Los ingleses apoyaron la política
de Puerta Abierta, como un medio de desalentar las auténticas anexiones por
parte del Japón o de Rusia, que, al ser las únicas grandes potencias
colindantes con China, eran las únicas que podían enviar verdaderos
ejércitos a su territorio. La política de Puerta Abierta era un programa que
no se proponía tanto dejar China para los chinos, como asegurar que todos
los extranjeros la encontrarían literalmente «abierta».
Si el lector pudiese imaginar lo que serían los Estados Unidos si los
barcos de guerra extranjeros patrullasen por el Mississippi hasta St. Louis, si
los extranjeros llegasen y anduviesen por todo el país sin someterse a sus
leyes, si Nueva York, Nueva Orleans y otras ciudades tuviesen colonias
extranjeras ajenas a su jurisdicción, pero en las que estuviesen concentradas
todos los negocios y toda la banca, si los extranjeros decidiesen la po­
lítica aduanera, y recaudasen los ingresos, y remitiesen una gran parte del
dinero a sus propios gobiernos, si la parte occidental de la ciudad de
Washington hubiera sido incendiada (el Palacio de Verano), Long Island y
California anexionadas a imperios lejanos (Hong Kong e Indochina), y toda
Nueva Inglaterra fuese codiciada por dos vecinos inmediatos (Manchuria),
si las autoridades nacionales estuviesen, en parte, en col&ción con esos
extranjeros, y, en parte, fuesen victimas de ellos, y si grandes áreas del país
fuesen campo abonado para bandidos, guerrillas y sociedades secretas
revolucionarias que conspirasen contra el impotente gobierno, y que, en
ocasiones, diesen muerte a algunos de los extranjeros, entonces podría el
lector comprender cómo se sentía el chino inteligente a finales del siglq
pasado, y por qué el término «imperialismo» ha llegado a ser sinónimo de
abominación para tantos pueblos del mundo.
Una sociedad seqreta china, cuyo nombre se traduce, bastante literalmen­
te, como la Orden de los Puños Armoniosos Patrióticos Literarios, por lo
que los divertidos occidentales dieron a sus miembros el apodo de
Boxeadores (Boxers), se insurreccionó, en 1899. Los Boxeadores (Boxers)
arrancaron las vías del ferrocarril, atacaron a los cristianos chinos, cercaron
las legaciones diplomáticas y mataron a unos 300 extranjeros. Las potencias
europeas, juntamente con el Japón y con los Estados Unidos, enviaron una
fuerza internacional conjunta contra los insurgentes, que fueron dominados.
Los vencedores impusieron controles más severos todavía al gobierno chino
y una indemnización de 330 millones de dólares. D e éstos, los Estados
Unidos recibieron 24 millones, de los que, en 1924, cancelaron el saldo que

410
todavía se les adeudaba. Por otra parte, como consecuencia de la rebelión de
los Boxeadores (Boxers), los funcionarios Manchúes se esforzaron desespe­
radamente por hacerse más poderosos mediante la occidentalización, mien­
tras, al propio tiempo, el movimiento revolucionario en China, que aspiraba
a la expulsión de los Manchúes y también de los extranjeros, se extendía
rápidamente por todo el país, sobre todo por el sur, bajo la dirección de Sun
Yat-sen.

49. La guerra roso-japonesa y sos consecuencias

Mientras tanto, Rusia y Japón oponían sus míticas intrigas en Man­


churia y en Corea. Los japoneses sentían la necesidad de abastecer sus
nuevas fábricas con materias primas y con mercados en el continente
asiático, de emplear su ejército y su marina recientemente occidentalizados,
y de una posición reconocida como gran potencia en el sentido Occidental.
El gobierno ruso necesitaba una atmósfera de crisis y de expansión, para
sofocar la critica al zarismo en el interior; no podía seguir soportando la
presencia de una potencia fuerte directamente en su frontera asiática
oriental; podía utilizar a Manchuria y a Corea para fortalecer la expuesta
avanzada de Vladivostok, que estaba, en cierto modo, acorralada contra el
mar y cercada por aguas japonesas. Los rusos hablan conseguido de China
una concesión para construir el Ferrocarril Oriental Chino a Vladivostok, a
través del corazón de Manchuria. Un ferrocarril, en Manchuria, implicaba
zonas especiales, conductores de trenes, derechos mineros y madereros, y
otras actividades auxiliares. Los japoneses veían los frutos de su victoriosa
guerra de 1893 contra China vorazmente engullidos por su rival. En 1902,
Japón firmó una alianza militar con Gran Bretaña. Ya hemos visto cómo
los ingleses estaban alarnjados por su aislamiento diplomático después de
Fashoda y de la guerra de los boers, y cómo, durante muchos años, en el
Lejano Oriente, en Oriente Medio y en el Próximo Oriente, habían estado a
la expectativa de tener conflictos con Rusia. La alianza militar anglo-japone-
sa duró veinte años.
La guerra estalló, sin declaración previa, en 1904, con el ataque naval
japonés a las instalaciones rusas de Port Arthur. Ambos bandos enviaron
grandes ejérdtos a Manchuria. La batalla de Mukden, por el número de
hombres que en ella tomaron parte, que fue el de 624.000, constituyó la más
grande batalla que la experiencia humana hubiera conocido hasta entonces.
Estaban presentes observadores militares de todos los países, tratando
ansiosamente de comprender lo que seria la próxima guerra en Europa. Los
rusos enviaron su flota del Báltico, alrededor de tres continentes, al Lejano
Oriente, pero, para asombro del mundo, la flota rusa fue enfrentada y
destruida en el Estrecho de Tsushima por la nueva escuadra del Japón, que
aún no había sido sometida a prueba. Las comunicaciones marítimas rusas
quedaron así cortadas, y como el ferrocarril Transiberiano estaba sin
terminar, y como los japoneses también ganaron la batalla de Mukden,
Rusia fue vencida.
En aquel momento, entró en escena el presidente de los Estados Unidos,

411
Theodore Roosevelt. Con un puesto avanzado en las Filipinas y con
crecientes intereses en China, nb convenía a los americanos que ninguno de
los bandos alcanzase una victoria excesivamente clara en el Lejano Oriente.
El presidente de más espíritu imperial de todos los presidentes americanos
ofreció su mediación, y plenipotenciarios de los dos países se reunieron en
Portsmouth, New Hampshire. Por el tratado de Portsmouth, en 1905, el
Japón recobraba de Rusia lo que había ganado y perdido en 1895, es decir,
Port Arthur y la península de Liaotung, una posición preferente en
Manchuria, que seguía siendo nominalmente independiente, aunque, unos
pocos años después, en 1910, fue anexionada por el Japón. El Japón
también recibía de Rusia la mitad meridional de la isla de Sajalín. Una gran
parte de lo que Rusia perdió ante el Japón en 1905, fue recuperado, cuarenta
años después, a la terminación de la Segunda Guerra Mundial.
La guerra ruso-japonesa fue la primera guerra entre grandes potencias
desde 1870. Fue la primera guerra librada en circunstancias de industrializa­
ción desarrollada. Fue la primera auténtica guerra entre potencias occidenta-
lizadas, originada por la competencia en la explotación de países subdesa­
rrolla dos. Y lo más importante de todo es que, si se exceptúa la derrota de
los italianos en Etiopía, fue la primera vez que un pueblo no blanco
derrotaba a un pueblo blanco, en los tiempos modernos. Los asiáticos
habían demostrado que podían aprender y jugar, en menos de medio siglo,
él juego de los europeos.
La victoria japonesa originó largas cadenas de repercusiones, por lo
menos en tres direcciones diferentes. Primero: el gobierno ruso, frustrado en
su política exterior en el Asia oriental, volvió a poner su atención en Europa,
donde reanudó un activo papel en los asuntos de los Balcanes. Esto
contribuyó a upa serie de crisis internacionales en Europa, cuyo resultado
fue la Primera Guerra Mundial. Segundo: el gobierno zarista quedó tan
debilitado por la guerra, en prestigio y en fuerza militar real, y la opinión
rusa se disgustó tanto por la torpeza y por la incompetencia con que había
sido dirigida la guerra, que los distintos movimientos subterráneos pudieron
salir a la superficie, produciendo la Revolución de 1905. Esta, a su vez, fue
preludio de la gran Revolución Rusa, doce años después, cuyo resultado fue
el comunismo soviético. Tercero: la noticia de la victoria del Japón sobre
Rusia entusiasmó a todos los que tuvieron conocimiento de ella por todo el
mundo no europeo. El hecho de que el Japón fuese también una potencia
imperialista no se tenía en consideración, en medio de la exaltada comproba­
ción de que los japoneses no eran blancos. Sólo hacía medio siglo que
también los japoneses habían sido «atrasados» —indefensos, bombardeados
e intimidados por los europeos—. La consecuencia estaba clara. Por todas
partes, los dirigentes de los pueblos subyugados llegaban a la conclusión, a
juzgar por el precedente japonés, de que ellos debían llevar a sus países la
ciencia y la industria occidentales, pero que debían hacerlo, com o lo habían
hecho los japoneses, desembarazándose del control de los europeos,
supervisando por sí mismos los procesos de modernización, y preservando su
propio carácter nacional. Revoluciones nacionalistas comenzaron en Persia
en 1905, en Turquía en 1908, en China en 1911. En la India y en Indonesia,
fueron muchos los excitados por el triunfo japonés. Ante la agitación

412
creciente, los ingleses admitieron a un indio en el Consejo ejecutivo del
Virrey en 1909, y, en 1916, los holandeses crearon un Consejo del Pueblo,
para incluir miembros indonesios, en las Indias. La auto-afirmación de los
asiáticos se intensificaría después de la Primera Guerra Mundial.
La victoria japonesa y la derrota rusa pueden considerarse, por lo tanto,
como pasos de tres importantes acontecimientos: la Primera Guerra Mun­
dial, la Revolución Rusa y la Revuelta de Asia. Estos tres acontecimientos,
juntamente, ponen fin a la supremacía mundial de Europa y casi a la
civilización europea*, o, por lo menos, las han transformado tanto, que han
hecho el mundo del siglo X X muy diferente del mundo del XIX.

413
LOS INGLESES EN LA IND IA

La presencia inglesa en la India, que duró más de tres siglos, abarcó todo el período com­
prendido entre los primeros imperios comerciales y las últimas fases del imperialismo europeo.
En el siglo XVII, el subcontinente indio pertenecía a un imperio musulmán cuyo jefe era cono­
cido en Europa como el Gran Mogol. Los ingresos del Gran Mogol, en 1605, eran unas veinte
veces mayores que los del Rey de Inglaterra. Los europeos fueron, durante mucho tiempo, los
únicos grupos de extranjeros que operaban fuera de las pequeñas instalaciones costeras. A partir
de 1700, la autoridad del Mogol se desbarató, dejando una situación desorganizada, en la que
los ingleses surgieron como poder supremo en todo el pais.
En el siglo XIX, la India representaba, en su más completa forma, el imperialismo europeo
que en 1900 alcanzó a toda Asia, y Africa. Unas partes estaban regidas directamente por los in­
gleses, y otras, por medio de rajahs y maharajahs de los estados nativos. El poder británico im­
pedía las guerras internas y dominaba los conflictos entre hindúes y musulmanes. En general,
predominaba la paz, excepto en el gran Motín, o rebelión, de 1857, que fue rápidamente sofo­
cado. Los ingleses introdujeron sus propias ideas acerca de la ley, del gobierno, de la adminis­
tración civil y de la educación. Gracias al aumento de la producción de artículos alimenticios
mediante el riego, y al remedio del hambre mediante el transporte de las provisiones por ferro­
carril, la población se incrementó muy rápidamente.
Los ingleses invirtieron una gran cantidad de capital en la India, en ferrocarriles, minas de
carbón y plantaciones de té. Hubo también un gran desarrollo de capital indio, especialmente en
las nuevas industrias del yute, del algodón y del acero. A medida que el ferrocarril abría el inte­
rior a los productos del Lancashire, más baratos, la vieja artesanía y las industrias aldeanas iban
quedando destruidas, para ser simbólicamente resucitadas por Gandhi y su tom o de hilar en los
años 1920, y, en realidad, sustituidas por un extenso desarrollo de las manufacturas modernas.
La India entró en el siglo XX como un país de violentos contrastes, de pueblos interminables
interrumpidos por abundantes ciudades, con tremendos problemas de pobreza y de superpobla­
ción, pero también como un importante país industrial con una considerable intervención en el
comercio mundial.
Los ingleses, a lo largo de toda su dominación en la India, vivieron dentro de sus propios
círculos, mezclándose esporádicamente con las clases superiores indias, pero evitando las rela­
ciones íntimas, ni siquiera iguales. Para muchos indios, sin embargo, el inglés se convirtió en
una segunda lengua, utilizada para sus contactos con el mundo occidental y como medio común
también entre ellos. Una moderna clase superior india, que en gran parte hablaba inglés, fue
surgiendo con el desarrollo de los negocios, de la administración y de las profesiones. Al fin,
tomó el mando del. movimiento nacional contra la dominación extranjera. Pero las divisiones
históricas dentro del país, entre hindúes y musulmanes, que se remontaban al imperio mogol e
incluso a épocas anteriores, dieron lugar a que, tras la retirada británica, en 1947, lo que antes
se había conocido como la India se convirtiese en los estados separados de la India y el Pakis­
tán. Después, por secesión del Pakistán, se formó Bangladesh.
El esplendoroso Oriente, como le llamó Milton, había sido mitificado en Europa por sus
riquezas, desde tiempos antiguos. Arriba, a la derecha, vemos el pesaje del Gran Mogol en su
cumpleaños, tras el cual recibiría un peso igual en oro y en joyas. El grabado está sacado de una
geografía inglesa de 1782. Como la «Encyclopédie» francesa señalaba, por aquel tiempo: «El
día más solemne del año era aquel en que se pesaba al emperador en una balanza de oro, en pre­
sencia del pueblo; en ese día, recibía más de 50 millones en presentes.»
A la izquierda, la factoría inglesa de Surat, cerca de Bombay, a comienzos del siglo XVII.
Una «factoría» no era más que un centro comercial, en el que los agentes o factores de la
Compañía de las Indias Orientales almacenaban sus mercancías.

416
417
v

Calcuta, hoy la ciudad más grande de la India, está lejos de ser una de las más antiguas. Fue
fundada por la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, en 1690, y en ella se construyeron, en
los dos siglos siguientes, muchos edificios de estilo occidental. A la izquierda, arriba, vemos la
Antigua Audiencia; a la derecha, la Casa de Gobierno, de comienzos del siglo XIX, con un gran
león británico sobre la puerta neoclásica. A la izquierda, una señora inglesa es llevada en un pa­
lanquín, y, en ambos grabados, personas importantes pasan en carruajes, miradas a distancia
por gentes del pueblo llano de la India, uno de cuyos individuos conduce un carro de bueyes.
Las dos culturas nunca se mezclaron realmente.
Darjeeling, en las montañas, a unos 450 kilómetros al norte de Calcuta, surgió, a partir de
1840, como un fresco retiro en el que los ingleses se refugiaban del calor indio. A la izquierda, está
el «gran lazo» del ferrocarril de Darjeeling, una gran hazaña de ingeniería, gracias a la cual los
gobernantes imperiales podían hacer el viaje con más comodidad. Las nubes, probablemente,
ocultan una vista del Himalaya, por la que Darjeeling es famoso.

419
El ferrocarril también tuvo un efecto transformador en la India como conjunto. Mediante el
transporte de mercancías, trajo el interior al mercado mundial, acabando con las antiguas in­
dustrias nativas a la vez que creaba otras nuevas, y, mediante el transporte de personas, puso en
contacto a los miembros de diferentes religiones, castas y grupos lingüísticos. Arriba, vemos un
tren de pasajeros de 1863, En sus abarrotados coches, indios que en épocas anteriores se habrían
mantenida escrupulosamente aparte por temor a la contaminación, tenían que ir apifiados, y, en
los viajes largos, incluso comer juntos y respirar el mismo aire viciado. Esa proximidad, unida a
la creciente adopción del inglés, proporcionó una nueva base para la unidad india, que, al fin,
había de hacer insostenible la posición británica.
A la derecha, antes de asentar la vía, unos elefantes arrastran la primera locomotora h ad a
Indore, en la India Central.
421
Arriba, a la izquierda: la Reina Victoria es proclamada Emperatriz de la India en Bombay,
en 1877. El dosel neogótico, construido para la ocasión, bajo el que la reina se sienta en su
trono, parece impropio del ambiente. Juntamente con la iglesia del fondo, de un carácter más
permanente, nos recuerda que los ingleses conservaban sus costumbres con una total seguridad,
haciendo pocas concesiones a la cultura ajena sobre la cual predominaban.
En el siglo XIX, la viajera inglesa se hizo legendaria por su temple indomable. A la derecha,
dos de ellas toman parte en una excursión por la jungla. Los fuertes yelmos de sus acompañan­
tes, y el portador que lleva los refrigerios a la cabeza, pueden considerarse como símbolos del
apogeo del imperio.

422
423
Las dos escenas mostradas en los dibujos de arriba representan la administración de justicia,
con un magistrado británico a la izquierda, y un magistrado nativo a la derecha. Parecen muy
similares, y su propósito puede ser el de manifestar cómo, bajo la dominación británica, el sis­
tema judicial indio se rigió por las normas británicas de procedimiento legal.
Muchos indios recibían una educación enteramente inglesa. A la derecha, Jawaharlal Nehru
en Harrow, hacia 1905. Nehru, nacido en 1889 de padres brahmines, siendo su padre un rico
abogado, fue educado en su casa por preceptores ingleses, y enviado luego a Harrow y a Cam­
bridge. Se unió a Gandhi en el movimiento de independencia, en los años 1920, y fue el primer
jefe de gobierno de la India independíente, desde 1947 hasta su muerte, en 1964. La India britá­
nica excavaba su propia tum ba, o preparaba a sus propios sucesores.

424
IX . L A P R IM E R A G U E R R A M U N D IA L

Europa se extravió en alguna parte, antes de 1914. Los europeos creían


que estaban avanzando hacia una espede de alta meseta, llena de un
benéfico progreso y de una más abundante civilización, en la que las
ventajas de la ciencia y de la invención modernas se difundirían más
ampliamente, e incluso la lucha competitiva contribuía, en cierto modo, a lo
mejor. En lugar de eso, Europa tropezó con el desastre, en 1914. N o es fácil
ver exactamente dónde se extravió Europa, es decir, en qué punto fue ya
inevitable la Primera Guerra Mundial, o (como la mente humana no sabe lo
que es verdaderamente inevitable) en qué momento fue tan abrumadora­
mente probable, que sólo la más olímpica sabiduría política podría haberla
evitado.

50. La Anarquía Internacional

Después de 1870, Europa vivió en un reprimido temor de si misma. Las


grandes cuestiones de mediados de siglo habían sido ajustadas por Ja fuerza.
El Imperio Alemán sólo era la más fuerte y la más evidente de las nuevas
estructuras que el poder armado había construido. Los estados europeos
nunca habían mantenido tan gigantescos ejércitos en tiempo de paz, como a
principios del siglo X X . Uno, dos, o hasta tres años de servicio militar
obligatorio para todos los hombres jóvenes habían llegado a ser lo normal.
En 1914, cada una de las grandes potencias continentales tenían, no sólo
grandes ejércitos en pie de guerra, sino también millones de reservas con la
debida preparación entre la población civil. Poca gente quería la guerra;
excepto unos pocos escritores sensacionalistas, todos preferían la paz en
Europa, pero todos daban por sentado que, un día, estallaría la guerra. En
los últimos años anteriores a 1914, la idea de que la guerra, antes o después
tendría que estallar hizo, probablemente, que algunos estadistas, en algunos
países, se mostraran más dispuestos a desatarla.

Alianzas rivales: la Triple A lianza contra ¡a Triple Entente

Los diagnosticadores políticos, desde Richelieu hasta Mettemich, habían


pensado, durante mucho tiempo, que una efectiva unión de Alemania
Emblema del capítulo: Una medalla alemana para celebrar el hundimiento del Lusitania en
, W5, en la que se ve ¡a naviera Cunard Line como un esqueleto que vende entradas.
revolucionaria las relaciones de los pueblos de Europa. A partir de 1870, sus
previsiones estuvieron más que confirmadas. Una vez unidos (o casi unidos),
los alemanes iniciaron su revolución industrial. Las manufacturas, las
finanzas, la marina, la población, se incrementaban extraordinariamente. En
acero, por ejemplo, Alemania, en 1865, producía menos que Francia,
mientras que en 1900 producía más que Francia y Gran Bretaña jun­
tas. Los alemanes estaban convencidos de que necesitaban y merecían
«un lugar al sol», con lo que vagamente querían significar algún tipo de
supremacía reconocida como la de los ingleses. Ni los ingleses ni los
franceses, que eran los dirigentes de la Europa moderna desde el siglo XVII,
podían entusiasmarse ante aquellas aspiraciones alemarfas. Los franceses
tenían el crónico agravio de Alsacia y de Lorena, anexionadas a Alemania en
1871. Los ingleses, a medida que los años pasaban, veían a los vendedores
alemanes aparecer en sus mercados extranjeros, vendiendo artículos a
menudo a precios más bajos y utilizando métodos que no parecían muy
correctos; veían a los alemanes alzarse como rivales coloniales en Africa, en
el Próximo y en el Lejano Oriente; y observaban cómo otros estados
europeos gravitaban en la órbita de Berlín, mirando al poderoso Imperio
Alemán como a un amigo y protector que les aseguraba o les promovía sus
intereses1.
Con posterioridad a 1871, Bismarck temía que, en otra guerra europea,
su nuevo Imperio Alemán pudiera saltar hecho pedazos. En consecuencia,
siguió una política de paz, hasta su retiro en 1890. Le hemos visto como «el
agente honrado» en el Congreso de Berlín de 1878, ayudando a solventar la
Cuestión Oriental, y de nuevo ofreciendo los buenos oficios de Berlín,
en 1885, para regular los asuntos africanos. Para ajslar a Francia, apartarla
de Europa y mantenerla enredada con Inglaterra, Bismarck veía con
satisfacción la expansión colonial francesa. Pero no se aventuró; en 1879,
formó una alianza militar con Austria-Hungría, a la que Italia se sumó
en 1882. Así se constituyó la Triple Alianza, que duró hasta la Primera
Guerra Mundial. Sus condiciones eran, en resumen, que, si algún miembro se
veía envuelto en una guerra con dos o más potencias, sus aliados acudirían
en su ayuda con la fuerza de las armas. Por si acaso, Bismarck firmó un
tratado de «reaseguro»' con Rusia también; como Rusia y Austria eran
enemigas (a causa de los Balcanes), ser aliado de las dos al mismo tiempo
requería una considerable habilidad diplomática. Tras el retiro de Bismarck,
su sistema resultaba demasiado intricado, o demasiado poco ingenuo, para
que sus sucesores lo manejasen. El acuerdo ruso-alemán fue abandonado.
Los franceses, en presencia de la Triple Alianza, no tardaron en aprovechar
la oportunidad para formar su propia alianza con Rusia, la Alianza
Franco-Rusa firmada en 1894. En su tiempo, esto fue considerado como
políticamente casi imposible. La República Francesa representaba todo lo
radical, y el Imperio Ruso, todo lo reaccionario y autocrático. Pero la
ideología se dejó a un lado, el capital francés entraba en Rusia, y el zar se
descubría ante la Marseiliaise.
Así, pues, en 1894, el Continente estaba dividido en dos campos

1 Ver m apa pág. 430.

428
opuestos, el germano-austríaco-italiano contra el franco-ruso. Durante algún
tiempo, pareció que aquella rígida división podía flexibilizarse. Alemania,
Francia y Rusia cooperaron en la crisis del Lejano Oriente de 18952. Todos
eran anti-británicos en el momento de Fashoda y de la guerra de los boers3.
El Kaiser, Guillermo II, esbozaba cuadros tentadores de una Liga Continen­
tal contra la hegemonía mundial de Inglaterra y de su imperio.
Mucho dependía de lo que hicieran los ingleses. Durante mucho tiempo,
se habían vanagloriado de un «espléndido aislamiento», siguiendo su camino
y desdeñando el tipo de dependencia que la alianza con qtros implica
siempre. Fashoda y la guerra de los boers fueron como una sacudida. Las
relaciones inglesas con Francia y con Rusia eran malísimas. En consecuen­
cia, algunas gentes en Inglaterra, incluido Joseph Chamberlain, pensaban
que debía buscarse un mejor entendimiento con Alemania. Los argumentos
racistas, en aquel tiempo de conciencia de razas, hacía que los ingleses y los
alemanes se considerasen parientes4. Pero, políticamente, era difícil coope­
rar el telegrama del Kaiser a Kruger, en 1896, fue una ofensa estudiada5.
Además, eñ 1898, los alemanes decidieron construir una marina de guerra.
Un nuevo tipo de «carrera» se incorporaba ahora al cuadro: la
competición naval entre Alemania y Gran Bretaña. El poderío marítimo
británico, durante dos siglos, había sido totalmente triunfal. El almirante
americano Mahan, profesor del Colegio de Guerra Naval, que solía tomar-
sus ejemplos de la historia británica, señalaba que el poderío marítimo había
sido la base de la grandeza de Inglaterra, y que, a largo plazo, el poderío
marítimo siempre tiene que vencer y poner fuera de combate a una potencia
que opere en tierra. Los libros de Mahan no se leían en ninguna parte con
más interés que en Alemania. El programa naval alemán, en rápido ascenso
desde 1898, se convirtió, pasados unos pocos años, en motivo de preocupa­
ción para los ingleses, y, en 1912, se consideró como una positiva amenaza.
Los alemanes insistían en que ellos necesitaban una marina de guerra para
proteger sus colonias, para seguridad de su comercio exterior, y «para los
fines generales de su grandeza». Los ingleses sostenían, con igual decisión,
que Inglaterra, una isla industrial densamente poblada, y que incluso para
sus artículos alimenticios dependia de las importaciones, debía tener, a toda
costa, el control del mar, tanto en la paz como en la guerra. Insistían
inflexiblemente en su tradicional política de mantener una marina de guerra
tan grande como las dos inmediatamente inferiores juntas. La carrera naval
condujo a ambos bandos a enormes y crecientes gastos. En los ingleses, esto
producía una sensación de profunda inseguridad, arrojándoles, como en

2 Ver p ág s. 409-410.
3 Ver p ág s. 400-401.
4 El te sta m e n to de Cecil R hodes. q u e m u rió en 1902, es elocuente a este respecto. R hodes
d e jó la m a y o r p a rte de su fo rtu n a (seis m illones de libras esterlinas) p ara establecer becas en O x­
fo rd , q u e h ab ía n d e ser co ncedidas a estu d ian tes de los E sta d o s U nidos, com o país an g lo -sajó n . de
las co lo n ias y d o m in io s b ritá n ic o s, y de A lem an ia. Las Becas A lem anas R hodes fueron su sp en d i­
d as d esd e 1914 a 1930. y de nuevo a p a rtir de 1938. El m ism o sentim iento de qu e los alem anes eran
racialm en tc p arien tes tam b ién era frecuente en los E stad o s U nidos: un n o ta b le ejem plo de este
p u n to de vista fue el p resid en te T h eo d o re R oosevelt.
•‘i Ver p ág . 401.

429
COMPETENCIA INDUSTRIAL ANCLO-ALEMANA, 1898 Y 1913

Este diagrama, en realidad, muestra dos cosas: primero, el enorme incremento del comercio
mundial en los últimos quince años anteriores a la Primera Guerra Mundial, con participación
de todos los países; y segundo, el hecho de que las exportaciones alemanas aumentaron más rá­
pidamente que las británicas. Las exportaciones de los dos países juntos, según se ve en el dia­
grama, se triplicaron, por lo menos, en esos quince años. El aumento, aunque originado en
pequera medida por un ligero aumento de precios, se debió, principalmente, a un aumento real
en el volumen de los negocios. Si el lector compara las franjas oscuras dentro de las flechas an­
chas, verá que las exportaciones británicas a los países de referencia se duplicaron, aproximada­
mente, pero las de Alemania se multiplicaron muchas veces. E n 1913, el total de exportaciones
alemanas casi se igualó al británico, pero las exportaciones alemanas a los Estados Unidos y a
Rusia superaron considerablemente las británicas. Obsérvese que los alemanes incluso aumenta­
ron sus exportaciones a la India británica, donde el liberalismo de la política inglesa admitía li­
bremente artículos competitivos. En la marina mercante, aunque los alemanes duplicaron su to­
nelaje, los ingleses seguían ostentando una abrum adora superioridad.

430
años pasados, cada vez más inevitablemente en brazos de Rusia y de
Francia,
Lenta y cautelosamente, los ingleses salían de su aislamiento diplomático.
En 1902, formaron una alianza militar con el Japón contra su común
enemigo, Rusia6. La ruptura decisiva se produjo en 1904, y a partir de ella
puede fecharse la inmediata serie de crisis que, diez años después, desembo­
caron en la Guerra Mundial.
En 1904, los gobiernos inglés y francés acordaron olvidar Fashoda y los
malos sentimientos acumulados durante los veinticinco años precedentes.
Los franceses reconocieron la ocupación británica de Egipto, y los ingleses
reconocieron la penetración francesa en Marruecos. También aclararon
unas pocas diferencias coloniales menores, y estuvieron de acuerdo en
apoyarse mutuamente contra protestas de terceras partes. No había una
alianza específica; ningún bando decía lo que haría en caso de guerra; no era
más que un estrecho entendimiento, una entente cordiale. Los franceses
trataron inmediatamente de reconciliar a su nuevo amigo con su aliado,
Rusia. Tras su derrota ante el Japón, los rusos se mostraban dóciles. Los
ingleses, cada vez más recelosos de los propósitos alemanes, estaban
dispuestos también. En 1907, Inglaterra y Rusia, los inveterados adversarios,
resolvieron sus diferencias en un convenio anglo-ruso. En Persia, los ingleses
reconocían una esfera de influencia rusa en el norte, y los rusos, una esfera
inglesa en el sur y en el este. En 1907, Inglaterra, Francia y Rusia estaban
actuando conjuntamente. La antigua Triple Alianza se encontraba con una
Triple Entente más nueva, siendo ésta, en cierto modo, la más imprecisa!
porque los ingleses se negaban a adquirir ningún tipo de compromisos
militares formales.

Las crisis de Marruecos y de los Balcanes

Los alemanes, que ya se sentían cercados por la alianza de Francia y


Rusia, veían, naturalmente, con preocupación la entrada de Inglaterra en el
campo franco-ruso. La Entente Cordiale se constituyó, abiertamente,
cuando el gobierno alemán decidió someterla a prueba, saber hasta qué
punto era realmente fuerte, o hasta dónde estaban dispuestos a llegar los
ingleses, en apoyo de Francia. Los franceses, que ahora disfrutaban del
respaldo inglés, estaban tomando más poderes de policía, más concesiones y
más empréstitos en Marruecos. En marzo de 1905, Guillermo II desembarcó
de un buque de guerra alemán en Tánger, donde pronunció una alarmante
alocución en favor de la independencia marroquí. Para los diplomáticos de
todos los países, aquella representación cuidadosamente montada era una
señal: lo que Alemania estaba intentando no era, principalmente, mantener a
Francia fuera de Marruecos, ni siquiera reservar Marruecos para la propia
Alemania, sino romper el reciente entendimiento entre Francia e Inglaterra.
Los alemanes demandaron y obtuvieron una conferencia internacional en
Algedras (en la que los Estados Unidos estuvieron representados), pero la

^ Ver pag. 411.

431
conferencia, que se reunió en 1906, apoyó las pretensiones francesas en
Marruecos, votando solamente Austria con Alemania. Así pues, el gobierno
alemán había creado un incidente y había sido desairado. Los ingleses,
preocupados por la táctica diplomática alemana, apoyaban a los franceses,
cada vez con mayor firmeza. Los oficiales franceses e ingleses del ejército y
de la marina comenzaban ahora a discutir planes comunes. El recelo ante
Alemania inclinó también a los ingleses a hacer las paces con Rusia, al año
siguiente. El propósito alemán de romper la Entente la hizo, sencillamente,
más sólida.
En 1911, se produjo una segunda crisis en Marruecos. Una cañonera
alemana, la Panther, arribó a Agadir «para proteger los intereses alemanes».
En seguida se descubrió que el movimiento era un atraco: los alemanes
prometían no causar más trastornos en Marruecos, a cambio de que se les
entregase el Congo Francés. La crisis pasó, obteniendo los alemanes unas
insignificantes concesiones en Africa. Pero un miembro del gabinete
británico, David Lloyd George, pronunció un discurso más bien encendido
acerca de la amenaza alemana.
Mientras tanto, una serie de crisis sacudía los Balcanes. Allí, a comienzos
del siglo XX, la situación era muy confusa. El Imperio Turco, en un
avanzado estado de disolución, conservaba todavía una franja de territorio
desde Constantinopla hacia el oeste, hasta el Adriático7. Al sur de aquella
franja, se encontraba una Grecia independiente. Al norte, a orillas del Mar
Negro, se encontraban una Bulgaria autónoma y una Rumania independien­
te. En el centro y al oeste de la península, al norte del cinturón turco, estaba
el pequeño reino independiente de Servia, sin salida al mar, colindante con
Bosnia-Herzegovina, que pertenecía legalmente a Turquía, pero que había
sido «ocupado y administrado» por Austria desde 1878. Dentro del Imperio
Austro-Húngaro, lindando con Bosnia por el norte, estaban Croacia y
Eslovenia.
Servios, bosniacos, croatas y eslovenos hablaban todos, básicamente, el
mismo lenguaje, consistiendo la diferencia más importante en que los servios
y los bosniacos escribían con el alfabeto oriental o cirílico, y los croatas y
eslovenos con el occidental o romano. Con el resurgimiento eslavo y con el
general incremento del nacionalismo, aquellos pueblos llegaron a tener
conciencia de que, en realidad, eran un solo pueblo, por lo que adoptaron la
denominación de eslavos del sur o yugoslavos. Ya hemos visto cóm o, al
formarse la Doble Monarquía en 1867, los eslavos del imperio de los
Habsburgo se mantuvieron subordinados a los austríacos germanos y a los
magiares. En 1900, los nacionalistas eslavos más radicales del imperio
habían llegado a la conclusión de que la Doble Monarquía nunca les
garantizaría una situación de igualdad, de que debía ser destruida, y de que
todos los eslavos del sur debían formar un estado independiente propio.
Concretamente, esto significaba que un elemento de la población austro-
húngara, es decir, los nacionalistas croatas y eslovenos, querían abandonar
el imperio y unirse con Servia a través de la frontera. Servia se convirtió en
el centro de la agitación de los eslavos del sur. Los servios consideraban su

7 Ver m apas 8, 12 y 18.

432
pequeño reino como la Cerdeña de un Risorgimento de los eslavos del sur, el
núcleo alrededor del cual podía formarse un nuevo estado nacional, a costa
de Austria-Hungría, que, como hemos dicho, encerraba a Croacia-Eslovenia
dentro de sus fronteras y «ocupaba» a Bosnia.
Esta mezcla entró en ebullición en 1908, a causa de dos acontecimientos.
El primero consistió en que los Jóvenes Turcos, de cuya larga agitación
contra Abdul Hamid ya se ha hablado, se dispusieron, en aquel año, a llevar
a cabo una revolución8. Obligaron al sultán a restablecer la constitución
liberal-parlamentaria de 1876. Desmostraron también que ellos constituían el
freno a la disolución del Imperio Turco, adoptando medidas para que en el
nuevo parlamento turco tuviesen asiento los delegados de Bulgaria y de
Bosnia, El segundo fue que Rusia, una vez desbaratada su política exterior
en el Lejano Oriente por la guerra japonesa, intervenía activamente en el
escenario balcánico y en el turco. Rusia como siempre, quería el control
sobre Constantinopla. Austria quería la total anexión de Bosnia, que era lo
mejor para desalentar ideas pan-yugoslavas. Pero si los Jóvenes Turcos
modernizaban realmente y fortalecían el Imperio Otomano, Austria nunca
conseguiría Bosnia, ni los rusos Constantinopla.
Los ministros de Asuntos Exteriores ruso y austríaco, Isvolsky y
Aehrenthal, en una conferencia celebrada en Buchlau, en 1908, llegaron a un
acuerdo secreto: convocarían una conferencia internacional, en la que Rusia
apoyaría la anexión austríaca de Bosnia, y Austria apoyaría la apertura de
los Estrechos a los barcos de guerra rusos. Austria, sin esperar a ninguna
conferencia, proclamó la anexión de Bosnia, tranquilamente. Esto enfureció
a los servios, que habían decidido que Bosnia era suya. Mientras tanto, en
aquel mismo año, los búlgaros y los cretenses rompían finalmente con el
Imperio Turco, Bulgaria declarándose plenamente independiente, y Creta
uniéndose a Grecia. Isvolsky nunca pudo llevar a cabo sus planes respecto a
Constantinopla. Sus compañeros de la Triple Entente, Inglaterra y Francia,
se negaron a apoyarle; los ingleses, en especial, se mostraban evasivos en
cuanto a unos planes ideados para abrir los Estrechos a la flota rusa. La
proyectada conferencia internacional nunca se convocó. En Rusia, la
opinión pública no sabía nada de la negociación secreta de Isvolsky. Lo
único que se sabía en Rusia era que los servios, los hermanitos eslavos de
Rusia, habían sido brutalmente pisoteados por los austríacos con la anexión
de Bosnia.
Aquella «primera crisis balcánica» no tardó en desvanecerse. Los rusos,
debilitados por la guerra japonesa y por la reciente revolución9, aceptaron el
fa it accompli austríaco. Rusia protestó, pero se volvió atrás. La influencia
austríaca en los Balcanes parecía estar en auge, Y el nacionalismo de los
eslavos del sur se vio frustrado e inflamado.
En 1911, Italia declaró la guerra a Turquía, conquistando en seguida
Trípoli y las Islas del Dodecaneso. Con los turcos así entorpecidos, Bulgaria,
Servia y Grecia unieron sus fuerzas para su propia guerra contra Turquía,
esperando anexionarse ciertos territorios balcánicos a los que creían tener

8 Ver págs. 389-393.


9 Ver p ág s. 411-413, 476-478.

433
derecho. Turquía no tardó en ser derrotada, pero los búlgaros reclamaron de
Macedonia más de lo que los servios querían cederles, de modo que la
primera guerra balcánica de 1912 se vio seguida en 1913 por otra, en la que
Servia, Grecia, Rumania y Turquía atacaron y derrotaron a Bulgaria.
También Albania, país montañoso a orillas del Adriático, principalmente
musulmán, y conocido como el lugar más primitivo de toda Europa, era
motivo de agria discordia. Los servios ocuparon parte de Albania en las dos
guerras balcánicas, pero los griegos también reclamaban una parte, y, en
varias ocasiones, había sido también vagamente prometida a Italia10, Rusia
apoyaba la reivindicación servia. Austria estaba decidida a impedir a los
servios el acceso al mar, que ellos querían obtener mediante la anexión del
territorio albanés. Un acuerdo de las grandes potencias, para mantener la
paz, dio origen a un reino de Albania independiente. Esto confirmó la
política austríaca, mantuvo a Servía apartada del mar, y suscitó vehementes
protestas en Servia y en Rusia. Pero Rusia se echó atrás, de nuevo. Y el
expansionismo servio, de nuevo, se vio frustrado e inflamado.
La tercera crisis balcánica resultó ser la fatal. Y fue fatal, porque antes
se habían producido las otras dos, que dejaron sentimientos de exasperación
en Austria, de desesperación en Servia y de humillación en Rusia,

La crisis de Sarajevo y el estallido de la guerra

El día 28 de junio de 1914, un joven revolucionario bosniaco, miembro


de la sociedad secreta servia denominada «Unión o Muerte», y generalmente
conocida como la Mano Negra, que actuaba con el conocimiento de algunos
funcionarios servios, asesinó al heredero del imperio de los Habsburgo, el
archiduque Francisco Fernando, en las calles de Sarajevo, capital de Bosnia,
en el Imperio Austríaco. El mundo se conmovió ante aquella atrocidad
terrorista, y, al principio, simpatizó con las protestas del gobierno austríaco.
Francisco Fernando, que pronto sería emperador, era conocido por su
actitud favorable a algún tipo de transformación de Austria-Hungría, en la
que pudiera asignarse a los eslavos una situación más equitativa; pero el
reformador que efectúa un trabajo sistemático es el más peligros de todos los
enemigos para el revolucionarismo implacable, y es quizá por esta razón por
la que la Mano Negra dio muerte al archiduque.
El gobierno austríaco estaba decidió a poner fin al separatismo de los
eslavos del sur, que estaba carcomiendo su imperio, a pedazos. Se dispuso a
aplastar la independencia de Servia, núcleo de la agitación de los eslavos del
sur, aunque no a anexionarla, porque ahora se creía que eran ya demasiados
los eslavos que había dentro del imperio. El gobierno austríaco consultó con
el alemán para ver hasta dónde podía contar con el apoyo de su aliado. Los
alemanes, con su famoso «cheque en blanco», animaron a los austría­
cos a mostrarse firmes. Con aquella seguridad los austríacos enviaron
un drástico ultimátum a Servia, exigiendo, entre otras cosas, que se

10 Ver pág. 392.

434
permitiese a funcionarios austríacos colaborar en la investigación y en el
castigo de los autores del asesinato. Los servios contaban con el apoyo ruso,
incluso hasta el extremo de la guerra, considerando que Rusia no podría
ceder de nuevo en una crisis balcánica, por tercera vez en seis años, sin
perder su influencia en los Balcanes, definitivamente. Los rusos, a su vez,
contaban con Francia; y Francia, aterrada ante la posibilidad de verse algún
día sola en una guerra contra Alemania, y decidida a mantener a Rusia como
aliada a toda costa, dio, en efecto, un cheque en blanco a Rusia. Los servios
rechazaron la actitud crítica del ultimátum austríaco como una intromisión
en la soberanía servia, y Austria, en consecuencia declaró la guerra a Servia.
Rusia se dispuso a defender a Servia, y, por lo tanto, a luchar contra
Austria. Contando con que Austria sería ayudada por Alemania, Rusia
movilizó, imprudentemente, su ejército hacia la frontera alemana, a la vez
que hacia la austríaca. Como la potencia que primero movilizase tenía todas
las ventajas de una ofensiva rápida, el gobierno alemán exigió que terminase
la movilización rusa en su frontera, y, al no recibir respuesta, declaró la
guerra a Rusia, el día 1 de agosto de 1914. Convencida de que Francia, en
todo caso, entraría en la guerra al lado de Rusia, Alemania declaró también
la guerra a Francia, el día 3 de agosto.

Las decisiones alemanas se tomaron con una imprudente esperanza de


que tal vez Gran Bretaña no entrase en la guerra, en absoluto. Inglaterra
no estaba obligada por ninguna alianza militar formal. Ni siquiera los
franceses sabían con seguridad, todavía el 3 de agosto, si los ingleses se
unirían a ellos en la guerra. Los ingleses aún persistían en el recuerdo de su
viejo y orgulloso aislamiento; dudaban, a la hora de realizar una elección
final de bandos; y, según explicaba repetidamente el secretario de Negocios
Extranjeros, Sir Edward Grey, en Inglaterra sólo el Parlamento podía
declarar la guerra, de modo que el Foreign Office no podía hacer ninguna
promesa formal de guerra por adelantado. Se ha dicho muchas veces que, si
el gobierno alemán hubiera sabido positivamente que Inglaterra entraría en
la lucha, acaso la guerra no se habría producido. Con ello, el carácter
evasivo de la política británica se convierte en una causa de las que
contribuyeron a la guerra. En realidad, la probabilidad de que Inglaterra
luchase era tan grande, que subestimarla, como hicieron los alemanes, era
un acto de suprema insensatez. Los ingleses estaban profundamente compro­
metidos con Francia, especialmente por medio de acuerdos, navales. A
medida que la Flota Alemana de alta mar aumentaba, los ingleses se ha­
bían visto obligados a concentrar fuerzas navales en el Mar del Norte. Por
lo tanto, habían tenido que retirar fuerzas del Mediterráneo, En 1913, por
acuerdo con Francia, la flota francesa se había concentrado en el Mediterrá­
neo, cuidando de los intereses británicos, mientras la flota británica cuidaba
de los intereses franceses en el norte. La costa francesa del Canal se hallaba,
por lo tanto, expuesta a un ataque naval alemán, si los ingleses no la
defendían. Sir Edward Grey aceptó esta obligación moral, pero lo que
arrebató al pueblo británico fue la invasión de Bélgica. El plan alemán de
aplastar rápidamente a Francia sólo podía tener éxito cruzando Bélgica.
Aunque los belgas protestaron, los alemanes invadieron, de todos modos,

435
violando el tratado de 1839 que había garantizado la neutralidad belga.
Inglaterra declaró la guerra a Alemania, el día 4 de agosto.
La simple narración de las sucesivas crisis no explica por qué las
más importantes naciones de Europa entraron en lucha, en unos pocos
días, a causa del asesinato de un personaje imperial. Entre las causas gene­
rales más ostensibles, puede señalarse el sistema de alianzas. Europa estaba
dividida en dos campos. Cualquier incidente tendía a convertirse en una
prueba de fuerza entre los dos. Un incidente determinado, como la interven­
ción alemana en Marruecos, o el asesinato de Francisco Fernando, no podía
resolverse dentro de sus propias dimensiones, sencillamente por las partes inte­
resadas; de cualquier modo que se tratase, se consideraba que uno de los dos
campos había perdido o ganado, y, por consiguiente, había perdido o
ganado en influencia en otros incidentes, tal vez de mayor alcance, que
en el futuro se plantearían. Cada potencia sentía que debía ponerse al la­
do de sus aliados, cualquier' que fuese la cuestión de que se tratase. La
razón de ello era la de que todos vivían en el miedo a la guerra, a alguna*
guerra sin nombre, en la que los aliados serian necesarios. Los alemanes se
quejaban de estar «cercados» por Francia y Rusia. Temían al día en que
podrían verse obligados a sostener una guerra en dos frentes. Dispues­
tos a aceptar incluso una guerra de alcance europeo para romper su ame­
naza de «cerco» por las potencias de la Entente, no podían menos que
mantener a su único aliado, Austria-Hungría, que, por su parte, ponía pre­
cio a su apoyo. Los franceses temían un inminente conflicto con Alema­
nia, que, en cuarenta años, había superado considerablemente a Francia
en población y en capacidad industrial; estaban obligados a mantenerse
unidos a su aliada Rusia, que, en consecuencia, podía obligar a los fran­
ceses a acceder a los deseos rusos. En cuanto a Rusia y a ‘Austria, se tra­
taba de dos imperios declinantes. En especial después de 1900, el régimen
zarista sufría de un revolucionarismo endémico, y el imperio de los
Habsburgo, de una agitación nacionalista crónica. Los dirigentes de ambos
imperios estaban desesperados. Como los servios, tenían poco que perder, y,
por lo tanto, eran temerarios. Fue Rusia la que arrastró a Francia y luego a
Gran Bretaña a la guerra en 1914, y Austria la que arrastró a Alemania.
Desde este punto de vista, la tragedia de 1914 es la de que las partes más
atrasadas o políticamente desahuciadas de Europa arrastraron al desastre,
•por medio del sistema de alianzas, automáticamente, a las partes más
avanzadas.
El Imperio Alemán afrontaba también una crisis interna. Los socialde­
mócratas se habían convertido en el partido más numeroso del Reichstag,
en 1912. Sus sentimientos, en general, eran antimilitaristas y antibélicos.
Pero el gobierno imperial alemán no reconocía responsabilidad alguna a la
mayoría de la cámara. La política estaba decidida por hombres de la antigua
clase alta intacta, en la que los intereses del ejército y de la marina,
reforzados ahora por los nuevos intereses comerciales, eran muy fuertes; e
incluso los moderados y los liberales participaban de la ambición de
convertir a Alemania en una potencia mundial, a la altura de cualquier otra.
Las perplejidades con que los grupos dominantes tropezaban en el interior,
el sentimiento de que su situación iba siendo socavada por los socialdemó-

436
cratas, pueden haberles impulsado a considerar la guerra, en cierto modo,
como una salida. Y, aunque no es cierto que Alemania empezase la guerra,
como sus enemigos de 1914 creían generalmente, hay que reconocer que su
política había sido, durante varios años, más bien coactiva, arrogante,
tortuosa y obstinada. En un sentido amplio, la incapacidad de Europa para
asimilar la Alemania industrial consolidada que surgió después de 1870, y
que, por consiguiente, emprendió su carrera hacia la posición de potencia
mundial relativamente tarde, fue una remota y fundamental causa de la
guerra.
El sistema de alianzas no fue más que un síntoma de trastornos más
profundos. En una palabra, el mundo tenía una economía internacional,
pero una política nacional. Desde el punto de vista económico, cada pueblo
europeo necesitaba ahora un contacto habitual con el mundo como
conjunto. En esa medida, cada pueblo era dependiente y se sentía inseguro.
Los países industriales eran especialmente vulnerables, al depender, como
efectivamente dependían, de la importación de materias primas y de
artículos alimenticios, y de la exportación, a cambio, de bienes, de servicios
o de capital. Pero no había un estado mundial para regir el sistema de
alcance mundial, y que asegurase la participación en la economía mundial a
todas las naciones y en todas las circunstancias. Cada nación tenía que
cuidar de sí misma. Esto provocó, en gran parte, los impulsos imperialistas,
con los que cada gran potencia trataba de acotar para sí misma una parte del
sistema mundial. Y provocó también la búsqueda de aliados y de alianzas
vinculantes. Las alianzas, en un mundo que era, en el sentido estricto,
anárquico (y parecía probable que siguiera siéndolo), parecían un procedi­
miento mediante el cual cada nación intentaba reforzar su seguridad; para
estar segura de que no sería amputada, conquistada, o sometida a la
voluntad de otra; para tener alguna esperanza de éxito en la lucha competitiva
por la utilización de los bienes del mundo.

51. El estancamiento armado


La Primera Guerra Mundial duró más de cuatro años, desde 1914 hasta
finales de 1918, entrando los Estados Unidos, con eficaces resultados en el
último año. Alemania y sus aliados se llamaron las Potencias Centrales,
mientras los gobiernos de la Entente se llamaron los Aliados. La guerra fue
espantosa en sus costes humanos; en el frente occidental, se emplearon y
murieron más hombres en la Primera Guerra Mundial que en la Segunda.
Al principio, se esperaba, en general, una guerra corta, como en 1870. El
Estado Mayor General Alemán tenía planes dispuestos para una lucha en
dos frentes, contra Francia y contra Rusia. La desventaja de luchar en dos
frentes se compensaba con la posesión de buenas vías férreas, que permitían
el rápido ir y venir de tropas de un frente al otro. El plan de guerra alemán,
conocido como el Plan Schlieffen, tenía como base este hecho. La idea
consistía en derrotar, primero, a Francia, mediante el rápido desplazamiento
rodado de un formidable ejército a través de Bélgica, y luego dirigirse, más
pausadamente, contra Rusia, cuya gran extensión y cuyos ferrocarriles,
menos desarrollados, obligarían a un despliegue más lento.

437
La lucha en tierra, 1914-1916
El 3 de agosto de 1914, los alemanes lanzaron 78 divisiones de infantería
hacia el oeste. Se enfrentaron con 72 divisiones francesas, 5 inglesas y 6
belgas. Los alemanes avanzaron irresistiblemente. El Plan Schlieffen parecía
estar funcionando como un aparato de relojería. Las autoridades civiles
hacían proyectos para la conquista y la anexión de grandes partes de
Europa. En seguida surgió una dificultad; los rusos estaban cumpliendo las
condiciones de su alianza; los 10.000 millones de francos invertidos por los
franceses en Rusia rendían ahora sus más importantes dividendos. Los rusos
lanzaban dos ejércitos contra Alemania, que penetraban en la Prusia
Oriental. Moltke retiró fuerzas del ala derecha alemana en Francia, el día 26
de agosto, para utilizarlas en el Este. Los alemanes avanzaban, pero sus
golpes se debilitaban y sus líneas de comunicación eran ya demasiado
extensas. Joffre, el jefe francés, reagrupando sus fuerzas, con un importante
apoyo del contingente británico, relativamente pequeño, y exactamente en el
momento justo, ordenó un contraataque. La consiguiente batalla del Mame,
librada del 5 al 12 de septiembre, cambió el carácter conjunto de la guerra.
Los alemanes tuvieron que retirarse. La esperanza de derrumbar a Francia
de un solo golpe se desvaneció. Cada bando trataba ahora de flanquear y
destruir al otro, hasta que las líneas de batalla se extendieron hasta elmafTLos
alemanes no pudieron alcanzar el control de los puertos del Canal; las
comunicaciones francesas e inglesas se mantenían ininterrumpidas. Frente a
estos reveses, las grandes victorias que los alemanes obtenían mientras tanto
en el Este, aunque de gigantescas proporciones (las batallas de Tannenberg y
de los Lagos Masurianos, en las que cayeron prisioneros 225.000 rusos), no
eran, en última instancia, más que un pequeño consuelo.
En el Oeste, la guerra de movimientos se asentaba ahora en una guerra de
posiciones. Los ejércitos del frente occidental permanecían casi inmóviles.
Las unidades de caballería —los ulanos, los húsares y los lanceros, que se
habían pavoneado de hacer la guerra con nobleza— desaparecieron del
campo de batalla. Como la aviación estaba solamente empezando y el
transporte motorizado era todavía nuevo (los ejércitos tenían camiones, pero no
cañones autopropulsados, ni tanques, casi hasta el final de la guerra), el,
soldado básico era, más que nunca, el hombre de infantería. Entre las armas
nuevas, la más mortífera era la ametralladora, que impedía a los soldados de
infantería avanzar por campos abiertos, sin una aplastante preparación
artillera. El resultado fue un largo estancamiento de la guerra en las
trincheras, en las que buscaba protección la indispensable infantería.
En 1915, los alemanes y los austro-húngaros dedicaron su principal
esfuerzo a un intento de dejar fuera de combate a Rusia. Penetraron
profundamente en el imperio zarista. Las pérdidas rusas fueron enormes: 2
millones de muertos, heridos o prisioneros sólo en 1915. Pero, a finales del
año, el ejército ruso seguía luchando todavía. Mientras tanto, los ingleses y
los franceses, con la esperanza de establecer comunicaciones con Rusia,
lanzaron un ataque naval contra Turquía, apuntando a Constantinopla por
el camino de los Dardanelos. Desembarcaron a 450.000 hombres en la
estrecha península de Gallípoli, de los que 145.000 resultaron muertos o

438
heridos. Después de casi un año, la empresa fue abandonada como un
fracaso.
En 1916, ambos bandos se centraron de nuevo en la Francia septentrional
en un intento de romper el punto muerto. Los aliados proyectaron una gran
ofensiva a lo largo del rio Somme, mientras los alemanes preparaban la suya
en las proximidades de Verdun. Los alemanes atacaron Verdun en febrero.
El jefe francés, Joffre, designó al general Pétain para defenderla, pero se
resistía a comprometer sus principales reservas, manteniéndolas intactas para
la inminente ofensiva en el Somme. Pétain y sus tropas, reducidas a
contingentes mínimos, tuvieron, pues, que soportar todo el peso del ejército
alemán. La batalla de Verdun duró seis meses, atrajo la aterrada admiración
del mundo y adquirió un carácter legendario de resistencia decidida («no
pasarán»), hasta que los alemanes, finalmente, abandonaron el ataque
porque tenían casi tantas bajas como los franceses —330.000 a 350.000—, de
modo que su plan había fracasado. Mientras la terrible lucha se desarrollaba
todavía en Verdun, los aliados lanzaron su ofensiva en el Somme, en el mes
de julio. Emplearon cantidades nunca vistas de artillería, y el ejército inglés
de nueva creación estuvo presente, con un contingente importante. La idea
consistía en romper el frente alemán, sencillamente mediante una presión
intensísima; tanto en el bando aliado como en el alemán, el arte de la táctica
había descendido a un nivel bajisimo. A pesar de un bombardeo de artillería
de una semana de duración, los ingleses perdieron 60.000 hombres en el
primer día del ataque. En una semana, sólo habían avanzado una milla, a lo
largo de un frente de seis. En un mes, habían avanzado sólo dos millas y
media. La batalla del Somme, que duró desde julio hasta octubre, costó a
los alemanes unos 500.000 hombres, a los ingleses 400.000 y a los franceses
200.000. No se ganó nada que tuviese un cierto valor. Por cierto, fue en el
Somme donde los ingleses utilizaron por primera vez el tanque, un vehículo
blindado con ruedas de oruga, que podía destrozar los alambres de púas,
pasar sobre las trincheras y aplastar los nidos de ametralladoras; pero los
tanques se introdujeron en tan pequeñas cantidades, y con tanto escepticis­
mo por parte de muchos jefes, que no tuvieron influencia alguna en la
batalla.

La guerra en el mar

Así pues, con los ejércitos de tierra incapacitados, ambos bandos mi­
raban al mar. El largo predominio del poderío naval británico y la más re­
ciente carrera naval anglo-germana iban a ser ahora sometidos a prueba.
Las leyes internacionales de la época dividían en dos clases los artículos
dirigidos a un país en guerra. Una clase se llamaba «contrabando», e incluía
municiones y ciertas materias primas especificadas, que podían utilizarse
para la fabricación de pertrechos militares. La otra clase, que incluía víveres
y algodón en rama, se definía como «no contrabando». Se suponía que,
según la ley internacional, un país podía importar artículos de «no
contrabando», incluso en tiempo de guerra. Estos términos de la ley en

439
tiempo de guerra habían sido formulados recientemente, en 1909, en una
conferencia internacional celebrada en Londres. El propósito consistía en
impedir que una potencia marítima (es decir, Inglaterra) pudiera condenar al
hambre a un enemigo en tiempo de guerra, ni estorbar siquiera la
producción civil normal. Los celos de la Europa Continental por el poderío
naval británico eran una vieja historia.
Si se observaba aquella ley, el bloqueo de Alemania resultaría totalmente
ineficaz, y los aliados no la observaron. Su objetivo era, precisamente,
condenar al hambre al enemigo y arruinar su economía. La guerra
económica ocupaba un lugar junto al ataque armado, como otra arma
militar, al igual que en los días de Napoleón11. Los aliados promulgaron una
nueva ley internacional. La distinción entre contrabando y no contrabando
fue gradualmente abolida. La marina de guerra británica (ayudada por la
francesa) procedió a interceptar todos los artículos de cualquier carácter
destinados a Alemania o a sus aliados. A los neutrales, entre quienes los más
perjudicados eran los americanos, los holandeses y los escandinavos, no se
les permitía, en absoluto, dirigirse a puertos alemanes.
Los Estados Unidos protestaron enérgicamente contra aquellos métodos.
Defendían los derechos de los neutrales. Insistían en la diferencia ente
contrabando y no contrabando, reivindicaban el derecho a comerciar con
otros neutrales, y sostenían la «libertad de los mares». Aquello dio origen a
muchas malas actitudes recíprocas entre los gobiernos americano e inglés, en
1915 y 1916. Pero, cuando los Estados Unidos entraron en la guerra,
adoptaron la posición aliada, y su flota pasó a imponer exactamente los
mismos métodos. Se cambió, realmente, la ley internacional. En la Segunda
Guerra Mundial, ni siquiera se oyeron nunca las palabras de «contrabando»
y «libertad de los mares».
Los alemanes replicaron con un intento de bloquear a Inglaterra. Unos
pocos acorazados alemanes aislados fueron capaces, durante algún tiempo,
de destruir los barcos ingleses en diversos océanos de todo el mundo. Pero
los alemanes confiaban especialmente en los submarinos, contra los cuales,
al principio, el poderío naval inglés parecía impotente. El submarino era una
arma tosca; el comandante de un submarino no siempre podía decir qué tipo
de barco estaba atacando^ ni podía trasladar a los pasajeros, ni confiscar la
carga, ni escoltar el barco, ni hacer muchas cosas, ciertamente, excepto
hundirlo. Citando como justificación los abusos británicos de la ley
internacional, el gobierno alemán, en febrero de 1915, declaró que las aguas
que rodeaban las Islas Británicas eran zona de guerra, en la que los barcos
aliados serían torpedeados, y los barcos neutrales correrían graves peligros.
Tres meses después, el barco de línea Lusiíania fue torpedeado frente a la
costa irlandesa. Se ahogaron unas 1.200 personas, de las que 118 eran
ciudadanos americanos. El Lusiíania era un barco inglés; llevaba pertrechos
de guerra fabricados en los Estados Unidos para su empleo por los aliados, y
los alemanes habian publicado graves advertencias en los periódicos de Nueva
York para que los americanos no tomasen pasaje en él. Los americanos
entonces creian que ellos tenían derecho a navegar sin peligro alguno, en

H Ver págs. 145-149.

440
pacíficos viajes, en el barco de una potencia beligerante en tiempo de guerra.
La pérdida de vidas conmovió al país. El presidente Wüson informó a los
alemanes que otro acto semejante sería considerado «deliberadamente
inamistoso». Los alemanes, para evitar conflictos, se contuvieron durante
dos años, sin hacer un pleno uso de sus submarinos. Durante dos años, la
utilización del mar por los aliados sólo fue parcialmente impedida.
El acceso aliado al mar se vio confirmado por el único gran combate
naval de la guerra, la batalla de Jutlandia. Los almirantes alemanes se
impacientaban al ver a su marina de guerra recientemente construida
sorteando campos de minas en las costas alemanas, pero no podían
aventurarse a desafiar a la superior Gran Flota Británica, apostada, en
actitud vigilante, en Scapa Flow. De todos modos esperaban atraer a
pequeñas formaciones de barcos británicos, destruirlos uno a uno, y tal vez
acabar logrando una especie de equilibrio naval en el Mar del Norte para
aflojar el bloqueo británico, por el que Alemania estaba siendo lentamente
estrangulada. Sin embargo, fueron ellos los que cayeron en la trampa de un
importante combate en el que la Gran Flota Británica, de 151 barcos, les
cogió por sorpresa. Tras unas horas de furioso combate, los alemanes fueron
capaces de retirarse entre aguas minadas. Habían perdido menos tonelaje y
menos hombres que los ingleses. Se habían demostrado a sí mismos que eran
peligrosamente hábiles en el combate naval. Pero no habían logrado minar el
predominio naval británico.

Maniobras diplomáticas y acuerdos secretos

Sin ninguna solución militar a la vista, las dos partes buscaban nuevos
aliados. El Imperio Turco, que temía a Rusia, se había unido a Alemania y a
Austria-Hungría ya en octubre de 1914. Bulgaria, que era anti-servia,
había hecho lo mismo en 1915.
La nueva perspectiva importante era Italia, que, si bien formalmente
seguía siendo miembro de la Triple Alianza, hacía mucho tiempo que se
había apartado de ella. Ambas partes solicitaban al gobierno italiano, el cual
negociaba imperturbablemente con las dos. El pueblo italiano estaba dividí-
do. Los dirigentes católicos y los socialistas recomendaban que se permane­
ciese en paz, pero los nacionalistas extremados veían una oportunidad de
conseguir sus irredenta, es decir, las regiones fronterizas en las que vivían
italianos, pero que no habían sido incorporadas en los tiempos de Cavour12.
El gobierno italiano ligó su suerte a los aliados en el tratado secreto de
Londres de 1915. Se acordó que, si los aliados ganaban la guerra, Italia
recibiría (de Austria) el Trentino, el Tirol meridional, Istria y la ciudad de
Trieste, y algunas de las islas Dálmatas, y que, en el reparto del Imperio
Turco, Italia obtendría pequeñas zonas del Asia Menor. Si Inglaterra y
Francia se apoderaban de las colonias africanas de Alemania, Italia recibiría
mejoras territoriales en Libia y en Somalia. En resumen, el tratado de Londres
contenía las más desvergonzadas prácticas de la anteguerra en expansionismo

12 Ver pág, 269.

4 41
territorial. Es de recordar que los aliados estaban desesperados. Italia,
comprada de aquel modo y probablemente contra la voluntad de la mayoría
de los italianos, abrió un frente contra Austria-Hungría, en mayo de 1915.
Cada bando se dirigía a las minorías y a los grupos descontentos que
vivían en los dominios del otro. Los alemanes prometían una Polonia
independiente, para entorpecer a Rusia. Excitaban el nacionalismo local en
Ucrania. Suscitaban un movimiento flamenco pro-germano en Bélgica.
Persuadían al sultán otomano, como califa, de que proclamase una guerra
santa en Africa del Norte, con la esperanza de que los musulmanes,
indignados, expulsarían a los ingleses de Egipto y a los franceses de Argelia.
Esto no tuvo éxito. Agentes alemanes trabajaron en Irlanda, y un nacionalista
irlandés, Sir Roger Casement, desembarcó en Irlanda de un submarino
alemán, precipitando la Rebelión de Pascua de 1916, que fue sofocada por
los ingleses.
En cuanto a los americanos, lo más asombroso de actividades similares
fue el famoso telegrama Zimmermann. En 1916, una fuerza militar
americana había cruzado la frontera de México en persecución de unos
bandidos, contra las protestas del gobierno mexicano. Las relaciones entre
los Estados Unidos y Alemania estaban deteriorándose también. En enero de
1917, el secretario de estado alemán para Negocios Extranjeros, Arthur
Zimmermann, envió un telegrama de instrucciones al ministro alemán en
Ciudad de México. Tenía que comunicar al presidente mexicano que, si los
Estados Unidos entraban en la guerra contra Alemania, Alemania formaría
una alianza con México, lo que permitiría a México recuperar sus «territo­
rios perdidos». Aquellos territorios eran una referencia a la región que los
Estados Unidos habían conquistado a México en 1848 —Texas, Nuevo
México y Arizona—. (California no fue mencionada por Zimmermann, el
cual no tenía, indudablemente, una idea muy precisa de la historia y de la
situación exactas de aquellas AIsacia-Lorenas de América). El telegrama de
Zimmermann, envió un telegrama de instrucciones al embajador alemán en
ellos a Washington. Publicado en los periódicos, sacudió a la opinión
pública de los Estados Unidos.
Los aliados tuvieron más éxito que los alemanes en sus apelaciones al
descontento nacionalista, por la sencilla razón de que las minorías nacionales
más activas estaban dentro de los territorios de sus enemigos. Podían
prometer la devolución de Alsacia-Lorena a Francia, sin dificultad. Prome­
tieron la independencia a los polacos, aunque con ciertas dificultades
mientras se mantuviese la monarquía zarista. Les resultó más fácil apoyar la
independencia nacional de los checos, de los eslovacos y de los yugoslavos,
porque una victoria aliada disolvería la monarquía austro-húngara.
Los aliados tenían planes también para una partición final del Imperio
Turco, que todavía abarcaba desde Constantinopla, a través del Próximo
Oriente, hasta Arabia y el actual Iraq. Inglaterra y Francia dependían tanto
de Rusia, que abandonaron su antigua oposición a la dominación rusa de los
Estrechos. Mediante un tratado secreto de 1915, acordaron que, una vez
alcanzada la victoria aliada, Rusia podría proceder a la anexión de
Constantinopla, juntamente con el Bósforo, el Mar de Mármara y los
Dar dáñelos. Los ingleses también despertaron en los árabes las esperanzas de

442
independizarse de Turquía. El coronel T. E. Lawrence capitaneó una
insurrección en el Hejaz contra los turcos; y el emir Hussein de Hejaz, con
apoyo británico, en 1916, tomó el título de rey de los árabes, con un reino
que alcanzaba desde el Mar Rojo hasta el Golfo Pérsico. Los sionistas veían
en el inminente hundimiento turco la oportunidad de realizar su sueño de
Palestina13. Como Palestina era un país árabe (y lo había sido durante más
de 1.000 años), el programa sionista se hallaba en contradicción con los
planes británicos de proteger el nacionalismo árabe. De todos modos, en la
nota Balfour de 1917, el gobierno británico prometía apoyar la idea de una
«patria judía» en Palestina. En cuanto al resto del Imperio Turco, otro
acuerdo de 1916, adoptado en el momento en que Hussein se convertía en
rey de Arabia, lo dividía en esferas de influencia: Mesopotamia corresponde­
ría a Inglaterra, Siria y el sudeste del Asia Menor a Francia, Armenia y
Kurdistán a Rusia. Se reservaban pequeñas zonas para Italia.
Mientras tanto, los ingleses y los franceses se apoderaban fácilmente de
las colonias alemanas en Africa. Al comienzo de la guerra, el secretario de
estado británico, Sir Edward Grey, reveló al coronel House, enviado perso­
nal del presidente Wilson, que los aliados no pretendían que Alemania no re­
cuperase nunca sus colonias.
También en China, la tercera área importante de la competición
imperialista, la guerra aceleraba las tendencias de los años anteriores. Los
japoneses veían su oportunidad en la auto-destrucción de los europeos. El
Japón declaró la guerra a Alemania. N o tardó en invadir las concesiones
alemanas en China y las islas alemanas en el Pacifico, las Marshall y las
Carolinas. En enero de 1915, el Japón presentó sus Veintiuna Demandas
sobre China, un ultimátum secreto que los chinos se veían obligados a
aceptar casi en su totalidad. El Japón procedía asi a convertir Manchuria y
la China septentrional en un protectorado exclusivo.
En cuanto a los alemanes, sus objetivos de guerra eran aún más
expansionistas y más amenazadores para las fronteras existentes en la propia
Europa. Ya en septiembre de 1914, cuando una victoria rápida parecía estar
al alcance de su mano, Bethmann-Hollweg, que siguió siendo canciller hasta
el verano de 1917, redactó una lista de objetivos de guerra alemanes que se
mantuvieron inalterados hasta el final de las hostilidades. Los proyectos
reivindicaban un Imperio Alemán ampliado que dominase toda la Europa
central, y anexiones o satélites tanto en la Europa occidental como en la
oriental. En el Este, Lituania y otras partes de la costa del Báltico se
convertirían en dependencias alemanas, grandes zonas de Polonia serían
anexionadas directamente, y el resto se uniría a la Galitzia austríaca para
formar un estado polaco de dominación alemana. En el Oeste, Bélgica
pasaría a ser una dependencia alemana que le facilitaría un acceso más
directo al Atlántico, y la Lorena francesa, con su riqueza minera, se
agregaría a las partes ya alemanas de Alsacia-Lorena. Se proyectaban
también ajustes coloniales, incluida la adquisición de la mayor parte del
Africa central, de costa a costa. Así, pues, se transformaría el mapa político
de Europa y del Africa colonial.

13 Ver págs. 365-366.

443
Todos aquellos procesos, especialmente las negociaciones aliadas, ya
fuesen hechos consumados o acuerdos secretos, aue afectaban a Europa, a
Asia o a Africa, resultaron después muy conflictivos en la conferencia de
paz. Eran la continuación de algunas de las más perturbadoras tendencias de
la política europea de antes de la guerra. No parece que los aliados, hasta
que fueron impulsados a ello por Woodrow Wüson, prestasen atención
alguna a los medios de controlar el nacionalismo anárquico o de impedir una
guerra futura. Como presidente de los Estados Unidos, Wüson pudo ver,
durante mucho tiempo, que no había gran diferencia entre las alianzas
beligerantes, aunque sus simpatías personales estaban con Inglaterra y con
Francia. En 1916, intentó intervenir, inciando discusiones confidenciales con
ambos bandos; pero cada uno de los bandos esperaba imponer sus propias
condiciones, de modo que la negociación fue infructuosa. Wüson considera­
ba que la mayoría de los americanos deseaban permanecer al margen de la
contienda, y en noviembre de 1916 fue reelegido para un segundo mandato,
con el clamor popular de que «nos mantenga fuera de la guerra». Wüson
abogaba por una verdadera neutralidad de pensamiento y de sentimiento, o
por una solución, como él decía, que fuese «una paz sin victoria».
A finales de 1916, era difícil ver cómo habria evolucionado la Primera
Guerra Mundial, si no hubieran intervenido dos nuevos conjuntos de
fuerzas.

52. El hundimiento de Rusia y la intervención de los Estados Unidos

L a retirada de Rusia; la Revolución y el Tratado de Brest-Litovsk

La primera víctima de la Primera Guerra Mundial, entre los gobiernos,


fue el Imperio Ruso. De igual modo que la guerra ruso-japonesa había
conducido a la Revolución de 1905 en Rusia, así el conflicto en Europa, más
desastroso, condujo a la Revolución de 1917, mucho más importante. La
historia de la Revolución Rusa se trata en el capítulo siguiente. Aquí, baste
decir que la guerra constituyó una prueba que el gobierno zarista no pudo
resistir. Chapucero, deshonesto y reservado, incapaz de suministrar el
material necesario para una guerra moderna, arrojando a hordas de
campesinos al campo de batalla, en algunos casos incluso sin rifles,
perdiendo hombres por millones, pero sin presentar meta alguna que
justificase el sacrificio, el régimen zarista perdió la lealtad de todos los
elementos de su pueblo. En marzo de 1917, las tropas de San Petersburgo se
amotinaron, mientras las huelgas y los disturbios devastaban la ciudad. La
Duma, o parlamento ruso, aprovechó la ocasión para presionar con sus
demandas de reforma. El día 15 de marzo, Nicolás II abdicó. Tomó el poder
un gobierno provisional, formado por nobles liberales y dirigentes de la clase
media, generalmente demócratas y constitucionalistas, con un solo socialista,
al principio. El gobierno provisional permaneció en el poder desde marzo
hasta noviembre de 1917. Sus miembros, partidarios del liberalismo de la
Europa occidental, creian que un régimen liberal y parlamentario no podría
tener éxito en Rusia, a menos que el Imperio Alemán fuese derrotado.

444
Tomaron medidas, pues, para proseguir la guerra con nuevo vigor. En julio
de 1917, se inició una ofensiva en Galitzia, pero los desmoralizados ejércitos
rusos se hundieron otra vez.
Las masas del pueblo ruso estaban cansadas de una guerra en la que se
les pedía que sufrieran tanto por tan poco. Ni los campesinos ni los obreros
rusos sentían entusiasmo alguno por los intelectuales y profesionales
occidentalizados que constituían el gobierno provisional. El ruso corriente,
en la medida en que estuviese politizado, se sentía atraído por una u otra de
las numerosas formas de socialismo, marxista y no marxista. El partido
marxista ruso, los socialdemócratas, estaba dividido entre las facciones
menchevique y bolchevique, siendo esta la más extremista. Los dirigentes
bolcheviques habían vivido, durante algún tiempo, como desterrados en la
Europa occidental. Su principal portavoz, V. I. Lenin, con unos pocos más,
había pasado los años de la guerra en Suiza. En abril de 1917, el gobierno
alemán ofreció a Lenin paso libre a través de Alemania, hasta Rusia.
Un vagón lleno de bolcheviques, cuidadosamente «precintado» para im­
pedir la infección de Alemania, fue así arrastrado por un tren alemán
hasta la frontera, desde donde se trasladó a San Petersburgo, o Petrogrado,
como se rebautizó la ciudad durante la guerra. El propósito de los alemanes,
en este asunto, como en el envío de Roger Casement a Irlanda en un
submarino, era, naturalmente, el de utilizar una especie de guerra psicológi­
ca contra el frente interno del enemigo. Se trataba de provocar la rebelión
contra el gobierno provisional, eliminando así, finalmente, a Rusia.
La situación del gobierno provisional iba haciéndose, rápidamente, cada
vez más insostenible, por muchas causas, hasta que en noviembre de 1917
fue tan confusa, que Lenin y los bolcheviques estuvieron en condiciones de
adueñarse del poder. Los bolcheviques estaban en favor de la paz con
Alemania, en parte para ganar la adhesión popular en Rusia, y en parte
porque consideraban la guerra desde un punto de vista imparcial, como una
lucha entre potencias capitalistas e imperialistas, que acabarían agotándose y
destruyéndose unas a otras, en beneficio del socialismo. El 3 de diciembre de
1917, se inició una conferencia de paz entre los bolcheviques y los alemanes
en Brest-Litovsk. Mientras tanto, los pueblos que se hallaban dentro de la
frontera occidental de la vieja Rusia —polacos, ucranianos, besarabianos,
estones, letones, finlandeses—, con el respaldo alemán, proclamaron su
independencia nacional. Los bolcheviques, como no querían o no podían
luchar, se vieron obligados a firmar con Alemania un tratado al que se
oponían profundamente, el tratado de Brest-Litovsk, del 3 de marzo de 1918.
Mediante aquel tratado, reconocían la «independencia», o, por lo menos, la
pérdida para Rusia, de Polonia, de Ucrania, de Finlandia y de las provincias
bálticas.
Para los alemanes, el tratado de Brest-Litovsk representaba su máximo
éxito durante la Primera Guerra Mundial; con él se hacían realidad algunos
de los objetivos de guerra formulados al comienzo de las hostilidades. No
sólo habían neutralizado a Rusia, sino que ahora dominaban también la
Europa oriental mediante los títeres colocados como jefes de los nuevos
estados independientes. Atenuaron los efectos del bloqueo naval, recogiendo
grandes cantidades de alimentos de Ucrania, aunque menos de los que

445
esperaban. En el Este, permaneció un cierto número de tropas alemanas
para mantener los nuevos reajustes. Pero ya no había una guerra de dos
frentes. Grandes contingentes del ejército alemán fueron trasladados del Este
al Oeste. El Alto Mando, bajo Hindenburg y Ludendorff desde agosto
de 1916, se disponía a concentrarse para un último golpe contra Francia, para
finalizar la guerra en 1918.
El año de 1918 fue, esencialmente, una carrera por ver si la ayuda
americana podía llegar a Europa bastante pronto y en cantidad suficiente
para compensar el incremento de fuerza que Alemania obtenía del hundi­
miento de Rusia. En marzo de aquel año, los alemanes, empezando con
ataques de gas y con un bombardeo efectuado por 6.000 piezas de artillería,
iniciaron una formidable ofensiva ante la que los franceses y los ingleses
retrocedieron. El 30 de mayo de 1918, los alemanes estaban de nuevo en el
Marne, a treinta y siete millas de París. En aquel momento, sólo había dos
divisiones americanas en acción, aunque los Estados Unidos habían entrado
en la guerra, hacía más de un año. Llegando a este punto de la historia, hay,
por lo tanto, dos cuestiones planteadas: cómo entraron en la guerra los
Estados Unidos, y cuánto tiempo necesitaban para la organización de sus
fuerzas de ultramar.

L os Estados Unidos y la guerra

Hemos visto cómo el presidente Wilson se inclinaba persistentemente a la


neutralidad. El pueblo americano estaba dividido. Muchos americanos
habían nacido en Europa o eran hijos de inmigrantes. Los de origen irlandés
eran anti-británicos; los de origen alemán solían simpatizar con Alemania.
Por otra parte, desde el tiempo de las guerras hispano-americana y de los
boers, se había establecido una notable corriente de amistad hacia los
ingleses, más que en ningún otro momento anterior de la historia americana.
La venta de material de guerra a los aliados y la compra de los bonos de los
gobiernos aliados habían dado a ciertos círculos limitados, pero influyentes,
un interés material por una victoria aliada. El idealismo del país estaba de
parte de Inglaterra y de Francia, excepto en el caso de los aislacionistas. Una
victoria aliada beneficiaría claramente la causa de la democracia, de la
libertad y del progreso, mucho más que una victoria del Imperio Alemán.
Por otra parte, Inglaterra y Francia eran sospechosas de motivaciones un
tanto impuras, y estaban aliadas con la autocracia rusa, el zarismo
reaccionario y brutal.
La caída del zarismo causó una gran impresión. Los hombres demócratas
y progresistas pasaban al primer plano ahora incluso en Rusia. Nadie había
oído hablar nunca de Lenin, ni preveía la Revolución Bolchevique. En la
primavera de 1917, parecía que Rusia estaba luchando en el mismo camino
que Inglaterra, Francia y América habían emprendido ya. Una barrera
ideológica se había derrumbado, y la demanda de una intervención
americana para salvaguardar la democracia se hacía más insistente.
Los alemanes abandonaron su intento de mantener al margen a los
Estados Unidos. Estrechados cada vez más angustiosamente por el bloqueo,

446
e incapaces de alcanzar un triunfo decisivo en tierra, el gobierno y el Alto
Mando alemanes se mostraron más dispuestos a escuchar a los expertos en
guerra submarina, quienes declararon que, si se les dejaban las manos libres,
podían obligar a Inglaterra a rendirse, en seis meses. Aquel fue el ejemplo más
notable, en la Primera Guerra Mundial, de la pretensión de que una determina­
da rama de las fuerzas armadas pudiera ganar la guerra por sí sola. Los miem­
bros civiles y diplomáticos del gobierno se opusieron, temiendo las consecuen­
cias de la guerra con los Estados Unidos, Sus razones no fueron tenidas en cuen­
ta, lo que constituyó un buen ejemplo de la forma en que, en Alemania, el ejér­
cito y la marina habían tomado en sus manos la más alta política. La guerra
submarina ilimitada se reanudaría el día 1 de febrero de 1917. Estaba previsto
que los Estados Unidos declararían la guerra, pero el Alto Mando Alemán creía
que esto no supondría, inmediatamente, ninguna diferencia. Calculaban en
1917 (correctamente) que, entre el momento en que los Estados Unidos entrasen
en una guerra europea y el momento en que pudieran tomar parte en ella con
su propio ejército, habría de transcurrir alrededor de un año. Los autores del
proyecto aseguraban que, mientras tanto, en un plazo de seis meses, ellos
podían obligar a Inglaterra a aceptar la derrota.
El 31 de enero de 1917, los alemanes notificaban a Wilson la reanudación
de los ataques submarinos ilimitados. Anunciaban que hundirían inmediata­
mente todos los barcos mercantes que encontrasen en una zona alrededor de
las Islas Británicas o en el Mediterráneo. Wilson rompió las relaciones
diplomáticas y ordenó que se armasen los buques de carga americanos. Al
propio tiempo, la publicación del telegrama Zimmermann convenció a
muchos americanos de la agresividad alemana. Agentes secretos alemanes
habían estado actuando también en América, fomentando huelgas y
provocando explosiones en fábricas dedicadas a la manufactura de pertre­
chos para los aliados. En febrero y en marzo, fueron hundidos varios barcos
americanos. Los americanos consideraban todas aquellas actividades como
una interferencia en sus derechos de pueblo neutral. Wilson acabó llegando a
la conclusión de que Alemania era una amenaza. Tras haber tomado su
decisión, Wilson vio la cuestión claramente planteada entre lo justo y lo
injusto, y obtuvo una entusiasta declaración de guerra del Congreso, el día 6
de abril de 1917. Los Estados Unidos entraban en la guerra «con el fin de
salvar al mundo para la democracia».
Al principio, la campaña alemana cumplió e incluso superó las
predicciones de sus patrocinadores. En febrero de 1917, los alemanes
hundieron 540.000 toneladas de barcos, en marzo 578.000 toneladas, en
abril, cuando ya los días eran más largos, 874.000 toneladas. Del gobierno
de Londres iba apoderándose algo semejante al terror, lo que no era fácil de
ocultar al pueblo, Inglaterra se vio reducida a una reserva de alimentos para
seis semanas solamente. Poco a poco, fueron poniéndose en práctica
contramedidas: barreras de minas, hidrófonos, cargas de profundidad,
reconocimiento aéreo, y, sobre todo, el convoy. Se descubrió que un
centenar o más de buques de carga juntos, aunque tuvieran que navegar a la
velocidad del más lento, podrían ser protegidos por una concentración de
barcos de guerra suficiente para mantener alejados a los submarinos. La
marina de guerra de los Estados Unidos, que, al contrario del ejército, era de

447
un considerable volumen y estaba dispuesta ya para el combate, proporcionó
a los aliados una fuerza adicional suficiente para conseguir que el sistema de
convoy y otras medidas antisubmarinas resultasen altamente efectivas. A
finales de 1917, el submarino ya no era más que una molestia. Para los
alemanes, el gran plan produjo el castigo previsto, sin la prevista recompen­
sa —su resultado neto fue solamente el de sumar América a sus enemigos—.
En el frente occidental, en 1917, mientras los americanos se preparaban
denodadamente para la guerra en que habían entrado, los franceses y los
ingleses continuaban sosteniendo sus lineas. Los franceses, ‘que encontraron
en el general Nivelle un jefe que'aún creía en la ruptura del frente, lanzaron
una ofensiva tan desafortunada y tan sangrienta, que la rebelión se extendió
por todo el ejército francés. Pétain sustituyó entonces a Nivelle y restableció
la disciplina entre los exhaustos y desilusionados soldados, pero no pensó en
ningún nuevo ataque. «Estoy esperando por los americanos y por los
tanques», dijo. Los ingleses asumieron entonces la carga principal. Durante
tres meses, a finales de 1917, libraron la espantosa batalla de Passchendaele.
Avanzaron cinco millas, cerca de Ypres, con una pérdida de 400.000
hombres. Y en el final mismo de 1917, los ingleses sorprendieron a los
alemanes con una incursión de 380 tanques, que penetraron profundamente
en las líneas alemanas, pero que se vieron obligados a retirarse, porque no se
disponía de ninguna reserva de infantería fresca para explotar su éxito.
Mientras tanto, los austro-húngaros, considerablemente reforzados por
tropas alemanas, aplastaron a los italianos en la desastrosa batalla de
Caporetto. Las potencias centrales entraron en la Italia septentrional, pero
los italianos, con refuerzos ingleses y franceses, pudieron sostener las lineas.
El efecto claro de las campañas de 1917, y del rechazo del submarino al
mismo tiempo, fue el de subrayar nuevamente el estancamiento de Europa,
el de inclinar a los cansados aliados a esperar a los americanos, y el de dar a
los americanos lo que ellos más necesitaban: tiempo.
Y los americanos emplearon bien el tiempo que les dieron. El recluta­
miento, democráticamente llamado servicio selectivo, se inició inmediata­
mente después de la declaración de guerra. El ejército de los Estados Unidos,
cuyos profesionales en 1916 eran sólo 130.000, realizó la gigantesca hazaña
de convertir en soldados a 3,5 millones de civiles. Con la marina de guerra,
los Estados Unidos pasaron a tener a más de 4 millones de hombres en sus
servicios armados (lo que puede compararse con los más de 12 millones en la
Segunda Guerra Mundial). La ayuda corría ya hacia los aliados. A los
préstamos concedidos anteriormente a través de la banca privada, se
sumaban unos 10.000 millones de dólares prestados por el propio gobierno
americano. Los aliados utilizaban el dinero, principalmente, para comprar
artículos alimenticios y pertrechos en los Estados Unidos. Las granjas y las
fábricas americanas, que ya habían prosperado con la venta a los aliados
durante el periodo de neutralidad, superaban ahora todos los records de
producción. La industria civil se transformaba para usos de guerra; las
fábricas de radiadores producían cañones, y las fábricas de pianos, alas de
avión. Se empleaban todos los medios posibles para construir barcos
trasatlánticos, sin los cuales ni los abastecimientos ni los ejércitos america­
nos podrían llegar al teatro de la guerra. La marina de que se disponía se

448
incrementó desde 1 millón hasta 10 millones de toneladas. El consumo civil
se redujo drásticamente. Se ahorraron ocho mil toneladas de acero en la fa­
bricación de corsés para las mujeres, y 75.000 toneladas de estaño en la
fabricación de vagones de juguete para los niños. Todas las semanas,
la gente observaba el martes sin carne, y se racionó el azúcar. Para ahorrar
carbón, se introdujo el horario de verano, ideado en Europa durante la
guerra. Mediante estos procedimientos, los Estados Unidos formaron
enormes stocks, disponibles para sus aliados y para ellos mismos, aunque
para algunos productos, especialmente aeroplanos y munición de artillería,
los ejércitos americanos, cuando llegaron a Francia, dependieron considera­
blemente de las fabricaciones inglesa y francesa.

L a fa se fin a l de la guerra

Los alemanes, como hemos visto, victoriosos en el Este, abrieron una


gran ofensiva final en el Oeste, en la primavera de 1918, con la esperanza de
forzar una decisión, antes de que la participación americana inclinase la
balanza definitivamente. Para oponerse a aquella ofensiva, se consiguió, al
fin, por primera vez, una unidad de mando, cuando un general francés,
Ferdinand Foch, fue nombrado comandante en jefe de todas las fuerzas
aliadas en Francia, con los comandantes nacionales subordinados a él,
incluido Pershing, el de los americanos. En junio, los alemanes establecieron
su primer contacto con tropas americanas en número importante, al
encontrarse con la Segunda División en Cháteau-Thierry. La posición
alemana era tan favorable, que los hombres civiles del gobierno alemán
consideraron oportuno hacer un último esfuerzo en busca de un compromiso
de paz. Los militares, acaudillados por Hindenburg y por Ludendorff,
lograron bloquear todos aquellos intentos; ellos preferían jugar una última
carta. Los ejércitos alemanes alcanzaron su máximo avance el día 15 de
julio, a lo largo del Marne. Ahora había nueve divisiones americanas en la
línea aliada. Foch las utilizó en la vanguardia de su contraataque, el 18 de
julio. Los alemanes, excesivamente agotados, empezaban a flaquear. Más de
250.000 soldados americanos desembarcaban ahora en Francia, mensual­
mente. La ofensiva aliada final que se inició en septiembre, con tropas
americanas en la Argonne, ocupando un sector oriental, fue superior a lo
que los alemanes podían resistir. El Alto Mando Alemán notificó a su
gobierno que no podía ganar la guerra. El ministerio de Negocios Extranje­
ros alemán hizo propuestas de paz al presidente Wilson. Se acordó un
armisticio, y, el día 11 de noviembre de 1918, cesaron las hostilidades en el
frente occidental.
Como los aliados de Alemania se habían rendido durante las semanas
precedentes, ahora se terminaba la guerra, o, por lo menos, la guerra a tiros
en la Europa occidental. El horror que la guerra impuso en las vidas
individuales no pueae ser reflejado por las estadísticas, las cuales informan,
secamente, que los muertos fueron casi 10 millones de hombres, y los
heridos, 20 millones. Cada una de las grandes potencias europeas (excepto
Italia) perdió de 1 a 2 millones, sólo en muertos. Los Estados Unidos, con

449
unas 33Ó.OOO bajas de todo tipo (de ellas, 115.000 muertos), perdieron en
toda la guerra menos hombres de los que los principales combatientes habían
perdido en una sola batalla como la de Verdun o la de Passchendaele14. La
ayuda americana fue decisiva para la derrota de Alemania. Pero llegó tan
tarde, cuando los otros habían estado luchando ya durante tanto tiempo,
que los simples comienzos de aquella ayuda fueron suficientes para inclinar
la balanza. En el momento del armisticio, había 2 millones de soldados
americanos en Francia, y otro millón estaba en camino. Pero el ejército
americano sólo había combatido, en realidad, durante cuatro meses. A lo
largo de todo el afto de 1918, de cada cien disparos de artillería hechos por
los tres ejércitos, los franceses hicieron 51, los ingleses 43, y los americanos
solamente 6.

53. £1 hundimiento de los imperios Austríaco y Alemán

La guerra resultó funesta para los imperios Alemán y Austro-Húngaro, así


como para el ruso. Las nacionalidades sometidas a los Habsburgo, o los
«consejos nacionales» que las representaban en las capitales occidentales,
obtenían un creciente reconocimiento de los aliados, y en octubre declaraban
su independencia. El último emperador austríaco, Carlos I, abdicó el 12 de
noviembre, y, al día siguiente, Austria fue proclamada república, al igual
que Hungría, una semana después. Antes de que pudiera reunirse ninguna
conferencia de paz, habían surgido, por su propia acción, los nuevos estados
de Checoslovaquia, Yugoslavia, una Rumania ampliada, una Hungría
republicana y una miniatura de Austria republicana.
El Imperio Alemán se mantuvo firme hasta las últimas semanas.
Liberales, demócratas y socialistas habían comenzado, últimamente, a
presionar en favor de la paz y de la democratización. Pero fue el Alto
Mando el que precipitó el desastre. En los últimos años de la guerra, se
habían concentrado poderes dictatoriales en manos del general Ludendorff,
y, en septiembre de 1918, sólo él y sus más próximos colaboradores militares
sabían que la causa alemana estaba perdida. El 29 de septiembre, en el
supremo cuartel general de Spa (Bélgica), Ludendorff informó al Kaiser que
Alemania debía pedir la paz. Consideraba urgente la formación de un nuevo
gobierno en Berlín, que reflejase la mayoría del Reichstag, de acuerdo con
principios parlamentarios democráticos.
Parece que, al pedir inmediatas negociaciones de paz, lo hacía con dos
propósitos. Primero, porque podría ganar tiempo para reagrupar sus
ejércitos y preparar una nueva ofensiva. O, si el hundimiento se hacía
inevitable, entonces serían los elementos civiles o democráticos de Alemania
los que pedirían la paz.
Se pensó que el príncipe liberal Max de Badén presidiese un gabinete en
el que figurasen incluso socialistas. En octubre, se llevaron a cabo algunas

14 De los 115.000 am erican o s m u e rto s, sólo 50.000 fu ero n m u erto s en c o m b a te , sien d o el res­
to , p rin c ia p a lm e n te , m u e rto s p o r en fe rm e d a d . L a g ran ep id em ia de gripe de 1918, q u e costó la vi­
d a a m ás d e 2 0 m illo n es de p e rso n as civiles y tam b ién m ilita res, en to d o el m u n d o , p ro b ab lem en te
cau só 25.000 m u e rto s en el ejército a m e ric a n o .

450
reformas, se puso fin al sistema bismarckiano, y Alemania se convirtió en
una monarquia constitucional liberal. Para Ludendorff, los cambios no eran
suficientemente rápidos. Lo que estaba ocurriendo era esencialmente sen­
cillo. La casta militar alemana, en el momento de la crisis de Alemania,
estaba más preocupada por salvar el ejército que por salvar el imperio. El
ejército nunca debería admitir la rendición; eso era un asunto para hombres
pequeños en atuendo de negocios. El emperador, el alto mando, los oficia­
les y los aristócratas descargaban furiosamente sobre los civiles.
El presidente Wilson, inconscientemente, se prestó a su juego. Hablando
ahora como jefe de la coalición aliada, el primero a quien se hicieron las
propuestas de paz, insistía en que el gobierno alemán debía hacerse más
democrático. Recuérdese que Bismarck, tras derrotar a Francia en 1871,
exigió una elección general en Francia, antes de hacer la paz15. Wilson, al
contrario de Bismarck, creía realmente en la democracia; pero, desde un
punto de vista práctico, su posición era la misma. Quería estar seguro de que
estaba tratando con el propio pueblo alemán, no con una élite desacreditada.
Quería que fuese la Alemania real la que estudiase y aceptase las condiciones
aliadas. En Alemania, a medida que se extendía la evidencia del desastre
militar, muchas gentes comenzaban a considerar al Kaiser como un
obstáculo para la paz, O pensaban que Alemania obtendría mejores
condiciones, si se presentaba ante los aliados como una república. Incluso el
cuerpo de oficiales, para cesar en la lucha antes de que el ejército se
desintegrase, comenzaba a hablar de abdicación. Los marineros se amotina­
ron en Kiel, el día 3 de noviembre, y en diversas ciudades se formaron
consejos de obreros y de soldados. Los socialistas amenazaron con retirarse
del gabinete de reciente formación (es decir, con pasar a la oposición y poner
fin al carácter representativo del nuevo gobierno), si Guillermo II no
abdicaba. El día 9 de noviembre, se inició una huelga general, capitaneada
por una minoría de socialistas y de sindicalistas. El príncipe Max dijo al
emperador: «La abdicación es una cosa terrible, pero un gobierno sin los
socialistas sería un peligro más grave para el país». Guillermo II abdicó el
día 9 de noviembre, y huyó cruzando la frontera de Holanda, donde, a pesar
de las clamorosas peticiones de que se le tratase como a un «criminal de
guerra», vivió tranquilamente hasta su muerte, en 1941. El mismo día, se
proclamó la república en Alemania. Dos dias después, la guerra terminaba.
La caída del imperio en Alemania, con la consiguiente adopción de la
república, no surgió de ningún descontento básico, de ninguna profunda
acción revolucionaria, ni de un cambio de sentimientos del pueblo alemán.
Fue un episodio de la guerra. Surgió la república (pronto llamada la
República de Weimar), porque el enemigo victorioso lo exigía, porque el
pueblo alemán anhelaba la paz, porque querían evitar una revolución
violenta, y porque la vieja clase militar alemana, para salvar su prestigio y su
fuerza con vistas al futuro, quería verse marginada, al menos temporalmen­
te. Cuando la guerra terminó, el ejército alemán estaba todavía en Francia,
su disciplina y su organización se mantenían aparentemente intactas aún. Ni
un solo disparo enemigo se había hecho en suelo alemán. Después, algunos

15 Ver pág. 347.

451
dijeron que el ejército no había sido derrotado, que había sido «apuñalado
por la espalda», por un frente interno civil y disolvente. Esto no era verdad;
fue Ludendorff, presa del pánico, el primero que clamó por la «democra­
cia». Pero las circunstancias en que se originó la república alemana
enturbiaron profundamente su historia ulterior, y, en consecuencia, toda la
historia ulterior.

54. El impacto económico y social de la guerra

L o s efectos sobre el capitalismo: economías reguladas p o r los gobiernos

La sociedad europea se vio obligada por la Primera Guerra Mundial a


muchos cambios fundamentales que habían de resultar más duraderos que la
propia guerra. Ante todo, la guerra afectó gravemente al capitalismo tal
como antes se conocía. Para el viejo capitalismo (o liberalismo económico, o
libre empresa privada), había sido esencial la idea de que la administración
pública debia dejar en libertad a las empresas, o, en el peor de los casos,
regular ciertas condiciones generales dentro de las que los hombres de
negocios habían de desarrollar sus actividades. Antes de 1914, los gobiernos
habían intervenido cada vez más en el campo económico. Habían impuesto
tarifas aduaneras, protegido industrias nacionales, buscado mercados o
materias primas mediante la expansión imperialista, o aprobado legislaciones
sociales proteccionistas en beneficio de las clases asalariadas. Durante la
guerra, todos los gobiernos beligerantes controlaron el sistema económico
mucho más minuciosamente. En realidad, la idea de la «economía planifica­
da» se aplicó por primera vez en la Primera Guerra Mundial. Por primera
vez (con raros y arcaicos precedentes como la dictadura francesa de 1793)16,
el estado intentó dirigir toda la riqueza, los recursos y el propósito moral de
la sociedad a un solo fin.
Como nadie había esperado una guerra larga, nadie había hecho
proyectos para una movilización industrial. Todo tuvo que improvisarse. En
1916, cada gobierno habia creado un sistema de juntas, oficinas, consejos y
comisiones para coordinar su esfuerzo de guerra. El objetivo era el de
comprobar que toda la mano de obra era eficazmente utilizada, y que todos
los recursos naturales del país, así como todos los que pudieran importarse,
se empleaban donde ofrecían el máximo rendimiento. En la tensión de la
guerra, se vio que la libre competencia era ruinosa, y la empresa privada de
libre dirección, demasiado insegura y demasiado lenta. La motivación de la
ganancia cayó en el descrédito. Los que explotaban las escaseces para
obtener grandes ganancias fueron estigmatizados como «acaparadores». La
producción para usos civiles, o para simples finalidades de lujo, se redujo al
mínimo. No se permitía a los empresarios que abriesen o cerrasen fábricas
según su voluntad. N o se podía iniciar un Huevo negocio sin la autorización
del gobierno, porque la flotación de acciones y de bonos estaba controlada,
y las materias primas se administraban sólo según las orientaciones

Ver págs. 113-115.

452
gubernamentales. Tampoco se podía cerrar una empresa dedicada a la
producción de guerra; si una fábrica era ineficiente o no producía beneficios,
el gobierno la mantenía en funcionamiento, de todos modos, haciéndose
cargo de las pérdidas, de modo que, en algunos casos, la gerencia llegaba a
esperar el apoyo del gobierno. También aquí se abandonaron los criterios de
competencia y de ganancia. La nueva meta era la coordinación o «racionali­
zación» de la producción, al servicio del país como conjunto. Se disuadió a
los trabajadores de protestar contra los honorarios o contra los salarios, y los
grandes sindicatos, por lo general, estaban de acuerdo de abstenerse de
plantear huelgas. En cuanto a las clases alta y media, les resultaba
embarazoso mostrar demasiado abiertamente sus comodidades. Era patrióti­
co comer poco y llevar trajes viejos. La guerra dio un nuevo impulso
también a la idea de la igualdad económica, aunque sólo fuese por reunir a
los ricos y a los pobres en el servicio a una causa común.
El reclutamiento militar fue el primer paso para la asignación de la mano
de obra. Las juntas de reclutamiento decían a unos que se incorporasen al
ejército, y concedían exenciones a otros para trabajar en las industrias de
guerra. Dados los porcentajes de bajas en el frente, difícilmente podía ir más
lejos la decisión del estado sobre la vida individual. Con la insaciable
necesidad de tropas, que obligaba al reclutamiento entre hombres inicial­
mente exentos o rechazados, al principio, como físicamente inútiles, en
fábricas y en oficinas se colocaron grandes cantidades de mujeres, y, en
Inglaterra, también en los cuerpos de mujeres, recientemente organizados,
de las fuerzas armadas. Las mujeres se encargaron de muchos trabajos, de
los que se pensaba que sólo podían hacer los hombres. Como su invasión
resultó permanente, se amplió la fuerza de trabajo de todos los países, se
revolucionó la posición de las mujeres en la sociedad, se transformaron la
institución del matrimonio y las relaciones de marido y esposa, y las vidas,
la libertad y las perspectivas de millones de mujeres se situaron fuera
del hogar. Fue un proceso que se intensificaría durante la Segunda Gue­
rra Mundial y en los años que la siguieron. Durante la guerra, los gobier­
nos no obligaban directamente a los hombres o a las mujeres a dejar
un trabajó y a tomar otro. N o hubo un reclutamiento sistemático de fuerza
de trabajo, excepto en Alemania. Pero al influir en las escalas salariales, al
conceder exenciones de reclutamiento, al obligar a unas industrias • a
ampliarse y a otras a contraerse o a permanecer iguales, y al propagar la idea
de que el trabajo en una fábrica de armas era patriótico, el estado
desplazaba a grandes contingentes de obreros hada la producción de guerra.
El trabajo forzado o «esclavo» no se utilizó en la Primera Guerra Mundial,
ni se obligó a los prisioneros de guerra a prestar servicio de trabajo, aunque
hubo algunos abusos de estas normas del derecho internadonal por parte de
los alemanes,, que posiblemente fueron los menos escrupulosos, y desde
luego, los más apremiados por la necesidad.
Los gobiernos controlaban todo el comercio exterior. N o se podía tolerar
que los ciudadanos particulares sacasen los recursos del país según su
capricho. Tampoco podía tolerarse que utilizaran el cambio exterior para la
importación de artículos innecesarios, o para elevar los precios de los
artículos de primera necesidad por la competenda de unos con otros. El

453
comercio exterior se convirtió en un monopolio del estado, en .el que las
empresas privadas operaban de acuerdo con licencias y cuotas rigurosas. El
más grande de los países exportadores fue Estados Unidos, cuyas ex­
portaciones anuales se elevaron de 2.000 millones de dólares a 6.000 mi­
llones entre 1914 y 1918. La interminable demanda de productos de las gran­
jas y de las fábricas americanas elevó, naturalmente, los precios, que, sin
embargo, fueron fijados legalmente en 1917, en cuanto a los artículos más
importantes.
En lo que se refiere a los aliados europeos, que ya antes de la guerra
habían exportado menos de lo que importaban, y que ahora exportaban lo
menos posible, sólo podían hacer compras en los Estados Unidos, gracias a
los enormes préstamos del gobierno americano. Los ciudadanos ingleses y
franceses, bajo la presión de sus propios gobiernos, vendían sus acciones y
bonos americanos, que los americanos entonces acaparaban. Los antiguos
propietarios recibían libras esterlinas o francos de sus respectivos gobiernos,
que, a cambio, percibían y gastaban los dólares pagados por los nuevos
propietarios americanos. De este modo, los Estados Unidos dejaron de ser
un país deudor (que debía unos 4.000 millones de dólares a los europeos, en
1914), y se convirtieron en el país acreedor más importante del mundo, al
que los europeos debían, en 1919, unos 10.000 millones de dólares.
Los aliados controlaban el mar, pero nunca tuvieron bastantes barcos
para satisfacer las crecientes demandas, sobre todo con los submarinos
alemanes cobrando un peaje permanente, aunque fluctuante. Cada gobierno
creó una junta de la marina, para incrementar la construcción a toda costa y
para asignar el espacio de embarque disponible a los objetivos que el
gobierno considerase más urgentes, de acuerdo con los planes generales:
movimientos de tropas, importaciones de caucho, artículos alimenticios, etc.
El control y la asignación acabaron haciéndose internacionales bajo el
Interallied Shipping Council (Consejo de la Marina interaliada), del que
Estados Unidos fue uno de los miembros, después de su entrada en la
guerra. En Inglaterra y en Francia, donde todas las manufacturas dependían
de las importaciones, el control gubernamental de la marina, y, por lo tanto,
de las importaciones, era suficiente, por sí solo, para proporcionar el control
de toda la economía.
Alemania, al negársele el acceso al mar y también a Rusia y a la Europa
occidental, se vio obligada a adoptar medidas de autosuficiencia sin
precedentes. El petróleo de Rumania y el trigo de Ucrania, de los que pudo
disponer al final de la guerra, eran pobres sustitutos del comercio mundial
del que Alemania había dependido anteriormente. Los alemanes contaban
con menos alimentos que los otros beligerantes. Sus controles gubernamen­
tales eran más completos y más eficaces, produciendo lo que ellos llamaron
«socialismo de guerra». En Walter Rathenau encontraron a un hombre con
las ideas necesarias. Era un industrial judío, hijo del jefe del trust eléctrico
alemán. Fue uno de los primeros en prever una larga guerra, de modo que
lanzó un programa para la movilización de las materias primas. Ya a
comienzos de la guerra, parecía que Alemania podría ser derrotada pronto, a
causa de la falta de nitrógeno necesario para hacer explosivos. Rathenau

454
requisó exhaustivamente todos los recursos naturales concebibles, incluido el
propio estiércol de los corrales de las granjas, hasta que los químicos
alemanes lograron extraer nitrógeno del aire. La industria química alemana
desarrolló muchos otros productos sustitutivos, como el caucho sintético. La
producción alemana se organizó en Compañías de Guerra, una para cada
rama de la industria, con empresas privadas que trabajaban bajo la estrecha
supervisión del gobierno.
Los otros gobiernos beligerantes también sustituyeron la competencia
entre las distintas empresas y fábricas con la coordinación. Los «consorcios»
de industriales en Francia asignaban las materias primas y los pedidos del
gobierno a cada industria. La Junta de Industrias de Guerra hizo lo mismo
en los Estados Unidos. En Inglaterra, métodos similares llegaron a ser tan
eficientes, que en 1918, por ejemplo, el país producía, cada dos semanas,
tantas bombas como en todo el primer año de la guerra, y una cantidad seten­
ta veces mayor de artillería pesada.

Inflación, cambios industriales, control de ideas

Ningún gobierno, ni siquiera mediante fuertes impuestos, podía recaudar


todos los fondos que necesitaba, a no ser imprimiendo papel moneda,
vendiendo grandes emisiones de bonos, u obligando a los bancos a
concederle créditos. El resultado, dada la gran demanda y las agudas
escaseces, fue la rápida inflación de los precios. Se regularon los precios y
los salarios, pero nunca volvieron a un nivel tan bajo como antes de 1914. Los
más duramente afectados por este proceso fueron aquellos cuyos ingresos mo­
netarios no podrían elevarse fácilmente —gentes que vivían de inversiones
«seguras», los que percibían sueldos anuales, los profesionales, los funciona­
rios de la administración—. Estas clases habían constituido una de las más
estabilizadoras influencias en la Europa anterior a la guerra. En todas
partes, la guerra amenazaba su situación, su prestigio y su nivel de vida. Las
grandes deudas nacionales significaban impuestos más altos para los años
próximos. La deuda era más seria cuando el acreedor era un país extranjero.
Durante la guerra, los aliados continentales tomaron préstamos de Ingla­
terra, y ellos y los ingleses los tomaron de los Estados Unidos. De este
modo, hipotecaban su futuro. Para pagar la deuda, se verían obligados,
durante años, a exportar más de lo que importaban —o, dicho de otro
modo—, a producir más de lo que consumían. Recuérdese que, en 1914,
todos los países adelantados de Europa solían importar más de lo que
exportaban17. Este hecho, fundamental para el nivel de vida europeo, estaba
ahora amenazado con una inversión.
Además, con Europa desgarrada por la guerra durante cuatro años, el
resto del mundo aceleró su industrialización. La capacidad productiva de
los Estados Unidos se incrementó inmensamente. Los japoneses empezaron
a vender en la China, en la India y en América del Sur los tejidos de algodón

17 Ver págs. 321-322.

455
y otros artículos civiles que aquellos países, de momento, no podían obtener
en Europa. La Argentina y el Brasil, al no poder conseguir piezas de
locomotora o maquinaria minera en Inglaterra, empezaron a fabricarlas
ellos mismos. En la India, la familia Tata, un grupo de ricos parsis que
controlaban 250 millones de dólares de capital indio nativo, desarrolló
numerosas empresas manufactureras, una de las cuales llegó a ser la más
grande fábrica de hierro y acero del Imperio Británico. Con Alemania
enteramente marginada del mercado mundial, con Inglaterra y Francia
produciendo desesperadamente para sí mismas, y con la mafina mercante del
mundo dedicada a usos de guerrk, la posición de la Europa occidental como
el taller del mundo estaba siendo socavada. Después de la guerra, Europa
tuvo nuevos competidores. Los fundamentos económicos del siglo X IX se
habían desplazado. La época de la supremacía europea tocaba a su fin.
Todos los gobiernos beligerantes intentaron, durante la guerra, controlai
las ideas, como controlaron la producción económica. La libertad de
pensamiento, respetada en toda Europa durante medio siglo, fue desechada.
La propaganda y la censura se mostraron mucho más activas de lo que
ningún gobierno, por despótico que fuese, habría sido nunca capaz de
imaginar. Nadie estaba autorizado a sembrar dudas planteando ningún tipo
de cuestiones básicas.
Es de recordar que los hechos de las crisis anteriores a la guerra, tal como
se han descrito más arriba, eran entonces generalmente desconocidos. Los
pueblos estaban atrapados en una pesadilla cuyas causas no podían
comprender. Cada bando acusaba al otro, violentamente, de haber comen­
zado la guerra, simplemente por mala voluntad. El prolongado desgaste, la
lucha infructuosa, las líneas de los frentes inalterables, las aterradoras
bajas eran una prueba sumamente dura para la moral. Los civiles,
despojados de sus habituales libertades, trabajando más duramente, comien­
do alimentos insulsos y sin vislumbrar la victoria, tenían que permanecer,
emocionalmente, en un tono elevado. Letreros, carteles, libros blancos
diplomáticos, libros escolares, conferencias públicas, serios editoriales y
noticias indirectas transmitían el mensaje. La nueva literatura universal, la
prensa de masas, las nuevas películas, demostraron ser los medios ideales
para la dirección del pensamiento popular. Intelectuales y profesores
formulaban complicadas razones, generalmente históricas, para condenar y
aplastar al enemigo. En los países aliados, el kaiser era retratado como un
demonio, con ojos brillantes y mostachos anormalmente tiesos, entregado al
infame proyecto de conquistar el mundo. En Alemania, se enseñaba a la gente
a temer el día en que los cosacos y los senegaleses raptasen a las mujeres
alemanas, y a odiar a Inglaterra como a la inveterada enemiga que mataba
de hambre, inhumanamente, con su bloqueo, a los niños pequeñitos. Cada
bando se convencía de que toda la razón estaba de su parte, y toda la
maldad, la depravación y la barbarie, de la otra. Una opinión apasionada
ayudaba a sostener a los hombres y a las mujeres en aquella espantosa lucha.
Pero, cuando llegó el momento de hacer la paz, las convicciones arraigadas,
las ideas fijas, las profundas aversiones, los odios y los temores se
convirtieron en un obstáculo para el buen juicio político.

456
55. La paz de París, 1919

El antiguo aliado, Rusia, estaba en manos de los bolcheviques, en el


ostracismo como una colonia de leprosos, y sin tomar parte en las relaciones
internacionales. Los antiguos imperios Alemán y Austro-Húngaro estaban
muertos ya, y en sus lugares luchaban por establecerse regímenes más o
menos revolucionarios. Existían ya nuevas repúblicas a lo largo de la costa
del Báltico, en Polonia y en la cuenca del Danubio, pero sin gobiernos
efectivos ni fronteras reconocidas. La Europa del este de Francia e Italia se
hallaba en un estado próximo al caos, con la amenaza de una revolución al
estilo ruso. La Europa occidental estaba lejos de toda semejanza consigo
misma en el pasado. El bloqueo aliado de Alemania continuaba. En aquellas
circunstancias, los vencedores se reunieron en París, en el helado invierno de
1919, para reconstruir el mundo. Durante 1919, firmaron cinco tratados,
todos ellos con nombres de suburbios de París: St. Germain con Austria,
Trianon con Hungría, Neuilly con Bulgaria, Sévres con Turquía (1920), y
muy especialmente, con Alemania, el Tratado de Versalles.
El mundo miraba con respeto y expectación a un hombre, al presidente
de los Estados Unidos. Wilson ocupaba una posición eminente y solitaria,
gozaba de un prestigio universal. Vencedores, vencidos y neutrales admitían
que la intervención americana había decidido el conflicto. Todos los pueblos
que se habían visto sometidos a largas pruebas, que se habían visto
confundidos y despojados, se sentían animados por el conmovedor lenguaje
de Wilson en favor de una causa superior, de un gran concierto de la razón,
en el que la paz se aseguraría para siempre y en el que el mundo, al fin, sería
libre. Wilson llegó a Europa en enero de 1919, visitando algunas capitales
aliadas. Fue frenéticamente aclamado, y casi atropellado, saludado como el
hombre que conduciría a la civilización hacia su tierra prometida.

L os Catorce Puntos y el Tratado de Versalles

Los puntos de vista de Wilson eran bien conocidos. Los había formula­
do, en enero de 1918, en sus Catorce Puntos —principios sobre los que había
de establecerse la paz, después de la victoria—. Los Catorce Puntos exigían
que se pusiera fin a los tratados secretos y a la diplomacia secreta (o, en
lenguaje wilsoniano, «pactos abiertos, logrados abiertamente»); libertad de
los mares «así en la paz como en la guerra»; eliminación de las barreras y de
las desigualdades en el comercio internacional; reducción de armamentos por
parte de todas las potencias; reajustes coloniales; evacuación de territorios
ocupados; autodeterminación de las nacionalidades y nuevo trazado de las
fronteras europeas a lo largo de líneas nacionales; y, como punto final, pero
no menos importante, una organización política internacional para evitar la
guerra. En conjunto, Wilson defendía la realización de los movimientos
democrático, liberal, progresista y nacionalista del siglo pasado, de los
ideales de la Ilustración, de la Revolución Francesa y de 1848. En opinión de
Wilson, y según muchos creían, la Guerra Mundial terminaría en un nuevo
tipo de tratado. Se pensaba que había algo de siniestro en tom o a las

457
conferencias de paz del pasado, como, por ejemplo, del Congreso de Viena
de 181518. Se censuraba a la vieja diplomacia porque conducía a la guerra.
Lenin, a su manera y por sus propias razones, estaba diciendo también esto
en Rusia. Se tenía la convicción de que los tratados habían estado, durante
demasiado tiempo, injustamente basados en una política de poder, o en unos
tratos y regateos faltos de principios, efectuados sin consideración alguna al
pueblo de referencia. Al haber derrotado la democracia a las potencias
centrales, los pueblos esperaban que podría alcanzarse una nueva solución,
lograda en una época democrática, mediante un acuerdo general, en una
atmósfera de confianza mutua. Había una sensación real de una nueva era.
Sin embargo, Wilson había tenido algunas dificultades para convencer a
los gobiernos aliados de que aceptasen sus Catorce Puntos. Los franceses
exigían una garantía de indemnización alemana por los daños de la guerra.
Los ingleses vetaban la libertad de los mares «en la paz y en la guerra»; era
la rivalidad naval la que les había alejado de Alemania, y ellos habían hecho
la guerra para conservar el dominio inglés del mar. Pero, con estas dos
reservas, los aliados expresaban su buena disposición a seguir la dirección de
Wilson. Los alemanes que pidieron el armisticio creían que la paz se haría
según las líneas de los Catorce Puntos, sólo con las dos modificaciones
descritas. Los socialistas y los demócratas que ahora trataban de gobernar
Alemania pensaban también que, tras haber derribado al Kaiser y a los
señores de la guerra, serían tratados por los vencedores con cierta modera­
ción, y que una nueva Alemania democrática se levantaría otra vez en el
lugar que ellos consideraban que le correspondía en el mundo.
Veintisiete naciones se reunieron en París, en enero de 1919, pero las
sesiones plenarias no tuvieron interés. Las cuestiones se decidían en
conferencias entre los cuatro grandes: el propio Wilson, Lloyd George por
Inglaterra, Clemenceau por Francia, y Orlando por Italia. La conjunción de
personalidades no fue afortunada. Wilson era rigurosa y obstinadamente
recto; Lloyd George, un galés vehemente y voluble; Clemenceau, un viejo
patriota, el «tigre de Francia», que no había sido precisamente joven en
la guerra de 1870 (había nacido en 1841); Orlando, un fenómeno pasajero
de la política italiana. Ninguno de ellos estaba especialmente preparado para
la tarea de que se trataba.-Clemenceau era un nacionalista declarado, Lloyd
George siempre había estado interesado por las reformas interiores, Orlando
era por su formación un profesor como Wilson, y Wilson, un antiguo
presidente de college, carecía de un concreto conocimiento o de una íntima
sensibilidad por pueblos que no fueran el suyo. De todos modos, representa­
ban democráticamente a los gobiernos y a los pueblos de sus respectivos
países, y hablaban, por lo tanto, con una autoridad que se negaba a los
diplomáticos profesionales de la vieja escuela.
Wilson empezó librando una dura batalla por una Sociedad de Naciones,
organismo internacional permanente en el que todas las naciones, sin
sacrificar su soberanía, se reunirían para discutir y resolver sus disputas,
prometiendo todas no recurrir a la guerra. Pocos estadistas europeos tenían
confianza alguna en aquella Sociedad. Pero aceptaron la propuesta de

18 v e r págs. 162-166.

458
Wilson, y el convenio de la Sociedad de Naciones se redactó en el tratado
con Alemania. En compensación, Wilson tuvo que hacer concesiones a
Lloyd George, a Clemenceau, a Orlando y a los japoneses. Se vio así
obligado a comprometer el idealismo de los Catorce Puntos. Probablemente,
el compromiso y el regateo habrían sido necesarios, de todos modos, porque
unos principios tan generales como la autodeterminación nacional y el
reajuste colonial conducirían, invariablemente, a diferencias de opinión en
casos concretos. Wilson se permitió creer que, si se establecía y actuaba una
Sociedad de Naciones, los defectos del tratado podrían luego ser corregidos,
con calma, por medio de la discusión internacional.
La gran exigencia de los franceses en la conferencia de paz fue la de la
seguridad contra Alemania. Sobre este tema, los franceses eran casi
fanáticos. La guerra en el oeste se había librado casi enteramente en su
suelo. Para reducir a Alemania a unas dimensiones más análogas a las
francesas, proponían que la parte de Alemania al oeste del Rhin se
estableciese como un estado independiente, bajo los auspicios aliados.
Wilson y Lloyd George se opusieron, observando cuerdamente que el
resentimiento alemán resultante sólo conduciría a otra guerra. Los franceses
cedieron, pero únicamente a condición de obtener su seguridad de otra
forma, es decir, mediante una promesa de Inglaterra y de los Estados Unidos
de correr en su ayuda, inmediatamente, si eran atacados de nuevo por los
alemanes. En efecto, en París se firmó un tratado de garantías anglo-franco-
americano, con aquellas cláusulas. Francia obtenía el control de las minas de
carbón del Sarre por quince años; durante este tiempo una comisión de la
Sociedad de Naciones administraría el territorio del Sarre, y, en 1935, se
celebraría un plebiscito. Lorena y Alsacia volvieron a Francia. Las fortifica­
ciones y las tropas alemanas dejarían un ancho cinturón vacío en Renania.
Tropas aliadas ocuparían Renania durante quince años, para asegurar el cum­
plimiento del tratado por parte alemana.
En el Este, los aliados querían asentar fuertes estados amortiguadores
contra el bolchevismo de Rusia. Las simpatías con Polonia eran profundas.
Las partes del antiguo Imperio Alemán que estaban habitadas por polacos, o
por poblaciones mixtas de polacos y alemanes —Poznam y Prusia Occiden­
tal—, fueron asignadas al nuevo estado polaco. Esto daba a Polonia un
corredor hacia el mar, pero, al propio tiempo, separaba a la Prusia Oriental
del núcleo de Alemania19. Danzig, una vieja ciudad alemana, se convirtió en
una ciudad libre, que no pertenecía a ningún país, Memel también fue
internacionalizada; no tardó en ser tomada por Lituama. La A lta Silesia, una
rica zona minera, pasó a Polonia, tras un disputado plebiscito. En Austria y
entre los sudetes alemanes de Bohemia, ahora que ya no había un imperio de
los Habsburgo (cuya existencia había bloqueado toda unión pan-germana en
1848 y en el tiempo de Bismarck)20, se desarrolló un sentimiento favorable a
la anexión a la nueva república alemana. Pero aquel sentimiento no estaba
organizado, y, en todo caso, los aliados se negaban, naturalmente, a que
Alemania fuese más grande de lo que había sido en 1914. Austria seguía

19 Ver mapa 2, panel 4 y mapa 20.


20 Ver págs. 232-236, 269-275.

459
siendo una república enana, y Viena, una antigua capital imperial separada
de su imperio —una cabeza cercenada de su cuerpo, y ya casi incapaz de
s e g u i r viviendo—. Los alemanes bohemios pasaron a ser ciudadanos
descontentos de Checoslovaquia.
Alemania perdió todas sus colonias. Wilson y el general Smuts, de Africa
del Sur, para preservar el principio del internacionalismo contra cualquier
imputación de conquista descarada, se preocuparon de que las colonias
fuesen realmente conferidas a la Sociedad de Naciones. La Sociedad, a su
vez, bajo «mandatos», las asignó a diversas potencias para que las
administrasen. De este modo', Francia y Gran Bretaña se repartieron lo
mejor de las colonias africanas; el Congo Belga se extendió ligeramente; y la
Unión del Africa del Sur se adueñó del Africa suroccidental alemana. En el
mundo colonial, Italia no obtuvo nada. El Japón recibió el mandato para las
islas alemanas del Pacífico, al norte del ecuador, Australia para la Nueva
Guinea alemana y para las Islas Salomón, y Nueva Zelanda para la Samoa
alemana. Los japoneses alegaban derechos sobre las concesiones alemanas
en China. Los chinos, en la conferencia de París, trataron de que se
aboliesen todas las concesiones especiales y los derechos extraterritoriales en
China21. Nadie prestó oidos a tales propuestas. Mediante un compromiso, el
Japón recibió aproximadamente la mitad de los antiguos derechos alemanes.
Los japoneses estaban descontentos. Los chinos abandonaron la confe­
rencia.
Los aliados se adjudicaron la flota alemana, pero las tripulaciones
alemanas, en lugar de rendirla, la hundieron solemnemente en Scapa Flow.
El ejército alemán quedó reducido a 100.000 hombres. Como los aliados
prohibieron el reclutamiento, es decir, la preparación anual de grupos
sucesivos de civiles jóvenes, el ejército se hizo exclusivamente profesional, la
clase de los oficiales conservó una influencia política en él, y los medios
empleados por los aliados para desmilitarizar Alemania só lo . sirvieron
exactamente para lo contrario —suponiendo que sirvieran para algo—. El
tratado prohibía a Alemania tener artillería pesada, ni aviación, ni submari­
nos. Wilson vio su plan de desarme universal, aplicado sólo a Alemania.
Los franceses, ya antes del armisticio, habían estipulado que Alemania
debia pagar daños de guerra. Los otros aliados formularon la misma
exigencia. En la conferencia, Wilson se quedó estupefacto ante el volumen
de las facturas presentadas. En cuanto a lo que a ellos correspondía, los
belgas proponían una suma superior a la riqueza total de Bélgica, según las
estadísticas belgas, de publicación oficial. Los franceses y los ingleses
proponían cargar a Alemania con todos los gastos que a ellos se les habían
ocasionado durante el conflicto, incluidas las pensiones de guerra. Wilson
señalaba que una reparación «total», aunque no fuese estrictamente injusta,
era absolutamente imposible, e incluso Clemenceau declaraba que «pedir más
de un billón de francos no conduciría a nada práctico». La insistencia en
unas reparaciones enormes era, en realidad, sobre todo emocional. Nadie
sabía ni tenía en cuenta cómo iba a pagar Alemania, aunque, en el fondo,
todos comprendían que tales sumas sólo podrían ser abonadas mediante

21 Ver págs. 407-411.

460
exportaciones alemanas, que entonces entraría en competencia con los
intereses económicos de los aliados. Los alemanes, para evitar lo peor,
incluso ofrecieron reparar los daflos físicos producidos en Bélgica y en
Francia, pero su propuesta fue rechazada inmediatamente, sobre la base de
que, con ello, los belgas y los franceses perderían empleos y puestos de
trabajo. En el tratado, no se estableció, en absoluto, ninguna suma total por
reparaciones; quedó claro que la suma sería muy elevada, pero su determi­
nación quedó al arbitrio de una futura comisión. Los aliados, indignados
por la guerra, y comprometidos, a su vez, en enormes deudas con los Estados
Unidos, no tenían, en la cuestión de las reparaciones, ni el menor deseo de oír
hablar de razones económicas, y consideraban las reparaciones, simplemente,
como otro medio de compensar una injusticia y de alejar los peligros de una
resurrección alemana. Como primer pago de la suma de las reparaciones, el
tratado exigía que Alemania entregase la mayor parte de su marina mercante,
que hiciese entregas de carbón, y que abandonase todas las propiedades de
ciudadanos particulares alemanes en el extranjero. Esta última condición po­
nía fin a la carrera de Alemania en la anteguerra como exportadora de capital.
Fue con la concreta finalidad de justificar las reparaciones, por lo que se
incluyó en el tratado la famosa cláusula del «delito de guerra». Mediante
aquella cláusula, Alemania, explícitamente, «aceptaba la responsabilidad»
de todas las pérdidas y de todos los daños resultantes de la guerra «que les
había sido impuesta (a los aliados) por la agresión de Alemania y de sus
aliados». Los alemanes, ciertamente, no se sentían tan responsables como
ahora se veían obligados a reconocer, desde un punto de vista formal.
Consideraban que se ofendía a su honor como pueblo. La cláusula del
«delito de guerra» dejaba una puerta abierta a los agitadores dentro de
Alemania e inducía incluso a los alemanes moderados a considerar el tratado
como algo que seria necesario eludir, por una cuestión de propio respeto.
El Tratado de Versalles se terminó en tres meses. La ausencia de los
rusos, la decisión de no conceder ninguna audiencia a los alemanes, y la
inclinación de Wilson a hacer concesiones a cambio de la obtención de la
Sociedad de Naciones, permitieron resolver problemas intrincados, con una
considerable facilidad. Los alemanes, cuando se les presentó el documento
terminado, en mayo de 1919, se negaron a firmar. Los aliados amenazaron
con una reanudación de las hostilidades. En Berlín se produjo una crisis de
gobierno. Ningún alemán quería condenarse a sí mismo, ni a su partido, ni
sus principios, a los ojos del pueblo alemán, poniendo su nombre al pie de
un documento que todos los alemanes consideraban ultrajante. Una
coalición de los partidos socialdemócrata y católico accedió, finalmente, a
echar sobre sus hombros la odiosa carga. Dos desconcertados y virtualmente
desconocidos representantes hicieron su aparición en la Sala de los Espejos
de Versalles, y firmaron el tratado por Alemania, ante una gran concurren­
cia de dignatarios aliados.
Los demás tratados redactados por la conferencia de París, en conjun­
ción con el Tratado de Versalles, trazaron un nuevo mapa para la Europa
oriental, y registraron la recesión de los imperios ruso, austríaco, y turco.
Ahora existían siete nuevos estados independientes: Finlandia, Estonia,
Letonia, Lituania, Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia. Rumania se

461
amplió, mediante la agregación de áreas anteriormente húngaras y rusas;
Grecia se amplió a expensas de Turquía. Austria y Hungría eran ahora
pequeños estados, y no había conexión alguna entre ellos. El Imperio Turco
desapareció: Turquía surgió como una república reducida a Constantinopla,
y Asia Menor, Siria y el Líbano pasaron a Francia como mandatos de la
Sociedad de Naciones, y Palestina y el Iraq a Gran Bretaña, sobre la
misma base22. El cinturón de estados desde Finlandia hasta Rumania estaba
considerado como un cordort sanitaire (cordón sanitario o zona sanitaria)
para impedir la expansión del comunismo hacia el oeste. La creación de
Yugoslavia hacía realidad las aspiraciones del movimiento de los eslavos del
sur o pan-servio que la fatal crisis de 1914 había puesto en marcha. Sin
embargo, el hecho de que Italia recibiese Trieste y algunas de las Islas
Dálmatas (de acuerdo con el tratado secreto de 1915) dejaba descontentos a
los yugoslavos más ambiciosos.

Significación del acuerdo de p a z de París

El principio más general del acuerdo de París era el de reconocer el


derecho a la autodeterminación nacional, por lo menos en Europa. Cada
pueblo o nación, tal como se define por el lenguaje, se establecía, en
principio, con su estado nacional soberano e independiente. El nacionalismo
triunfó, en la creencia de que era consustancial con el liberalismo y con la
democracia. Agreguemos que los forjadores de la paz, en París, no tenían
mucho que decidir a este respecto, porque los nuevos estados habían
declarado ya su independencia. Como en la Europa oriental las nacionalida­
des estaban, en muchos sitios, entremezcladas, y como los forjadores de la paz
no tenían en cuenta el movimiento y el intercambio reales de las poblaciones
para separarlas, cada nuevo estado encontraba minorías ajenas viviendo
dentro de sus fronteras, o podía pretender que gentes de su propia raza
continuaban viviendo en los estados vecinos, bajo estatuto extranjero. Había
húngaros en Checoslovaquia,, rutenos en Polonia, polacos en Lituania,
búlgaros en Rumania —por citar sólo unos pocos ejemplos—. De ahí que los
problemas de las minorías y el irredentismo perturbasen a la Europa
oriental, como había ocurrido antes de 1914. Finalmente fue la queja de
los alemanes en Checoslovaquia de que eran una minoría oprimida, junta­
mente con la demanda irredentista de Alemania de unir aquellos hermanos
lejanos a la Patria, lo que provocó la crisis de Munich que precedió a la
Segunda Guerra Mundial23.
El Tratado de Versalles estaba destinado a poner fin a la amenaza
alemana. No fue un tratado afortunado. Su prudencia ha sido discutida
incansablemente, pero pueden hacerse unos pocos comentarios seguros.
A efectos prácticos, y por lo que a Alemania se refiere, el tratado fue
demasiado severo o demasiado indulgente. Fue demasiado severo para
22 El tratado secreto de 1916 (pág. 441), que prometía los Estrechos a Rusia, quedó sin efecto
con la Revolución, pues ni los bolcheviques ni los aliados reconocían un acuerdo establecido con
el gobierno zarista.
23 Ver págs» 592-594.

462
conciliar y no suficientemente severo para destruir. Posiblemente los ven­
cedores debieran haber tratado más moderadamente a la nueva república
alemana, que profesaba sus propios ideales, como los vencedores monárqui­
cos de Napoleón, en 1814, habían tratado moderadamente a la Francia de
la restauración de los Borbones, considerándola como un régimen afín a los
suyos propios. Tal como las cosas se produjeron, los aliados impusieron a la
república alemana aproximadamente las mismas condiciones que podían
haber impuesto al Imperio Alemán. Inocentemente, hicieron el juego a
Ludendorff y a los reaccionarios alemanes; fueron los socialdemócratas y los
liberales los que sufrieron la «vergüenza» de Versalles. Desde el principio,
los alemanes no mostraron ninguna intención real de cumplir el tratado. Por
una parte, el tratado no era suficientemente agresivo para destruir la fuerza
económica y política de Alemania. Incluso el grado de severidad que
reflejaba no tardó en verse que era superior al que los aliados estaban
dispuestos a hacer cumplir. Los elaboradores del tratado en París, en 1919,
al trabajar precipitadamente y todavía en el calor de la guerra, bajo la
presión de la prensa y de la propaganda de sus respectivos países, redactaron
un conjunto de condiciones que la prueba del tiempo demostró que ni ellos
mismos, a largo plazo, querían imponer. A medida que los años pasaban,
mucha gente, en los países aliados, declaraba que algunas cláusulas del
Tratado de Versalles eran injustas e insoportables. La pérdida de fe de los
aliados en su propio tratado no sirvió más que para facilitar la tarea de
los agitadores alemanes que exigían que fuese repudiado, Así se abría la puer­
ta, de par en par, a Adolfo Hitler.
Ya al principio, los aliados mostraron dudas. Lloyd George, en las
últimas semanas anteriores a la firma, reclamó tardíamente ciertas en­
miendas, aunque en vano; porque, en 1919, la opinión británica se des­
plazó un poco del temor a Alemania hacia el temor al bolchevismo, y
ya se manifestaba la idea de utilizar a Alemania como baluarte contra el
comunismo. Los italianos discreparon del conjunto del acuerdo desde el
principio; observaban que del botín de Africa y del Próximo Oriente sólo se
beneficiaban Francia y Gran Bretaña. Los chinos también estaban des­
contentos. Los rusos, cuando volvieron al escenario internacional, unos
años después, encontraron una situación que no les gustaba y en cuya
creación no habían tomado parte. Se oponían a que se les formase un
cordon sanhaire desde Finlandia hasta Rumania, e inmediatamente recorda­
ban que la mayor parte de aquel territorio había pertenecido, en otro tiempo,
al Imperio Ruso.
Los Estados Unidos nunca ratificaron el Tratado de Versalles, en
absoluto. Una oleada de aislacionismo y de disgusto con Europa se extendió
por todo el país; y este sentimiento, unido a alguna crítica racional de las
condiciones y a una importante dosis de política de partido, dio origen a que
el Senado rechazase la obra de Wilson. El Senado se negó también a
formular por adelantado ningún tipo de promesas de intervención militar en
una futura guerra entre Alemania y Francia, y, en consecuencia, se negó
también a ratificar el tratado de garantía anglo-franco-americano, en el que
Wilson había convencido a Clemenceau de que debía confiar. Los franceses
se consideraron engañados, privados de la Renania y de la garantía

463
angloamericana. Esto les llevó a intentar mantener sometida a Alemania
mientras aún era débil, creando así muchas complicaciones ulteriores.
La Sociedad de Naciones se estableció en Ginebra. Su simple existencia
suponía un gran paso en la superación de la anarquía internacional anterior
a 1914. La visión de Wilson no moría. Pero los Estados Unidos nunca se
incorporaron a ella; Alemania no fue admitida hasta 1926, y Rusia, hasta
1934. La Sociedad podía tratar y resolver sólo aquellos asuntos que las
grandes potencias estuvieran dispuestas a permitir. E stiba asociada a una
supremacía europea-occidentaj que ya no se correspondía con las realidades
de la situación mundial. Su creación formaba parte del Tratado de Versalles,
y muchas gentes de muchos países, de uno y de otro bando en la última
guerra, veían en ella, no tanto un sistema de decisión internacional, como
un medio de mantener un nuevo status quo en favor de Inglaterra y de
Francia.
La Primera Guerra Mundial asestó un último golpe a las antiguas
instituciones de la monarquía y del feudalismo aristocrático. Los tronos se
derrumbaron en Turquía, en Rusia, en Austria-Hungría, en el Imperio
Alemán y en los estados alemanes individuales; y con los reyes caían los
paniaguados cortesanos y toda la preeminencia social y los privilegios de las
viejas aristocracias de la tierra. La guerra fue, ciertamente, una victoria de la
democracia, aunque una victoria amarga. Continuaba un proceso tan
antiguo como las revoluciones francesa y americana. Pero no tenia respuesta
alguna para los problemas fundamentales de la civilización moderna:
industrialización y nacionalismo, seguridad económica y estabilidad interna­
cional.

464
X. L A R E V O L U C IO N R U SA Y L A U N IO N SO V IE T IC A

La revolución en Rusia, cuyo paso decisivo fue la conquista del poder


por el partido bolchevique en noviembre de 1917, no ha sido menos
importante que la Primera Guerra Mundial como fuerza que contribuyó a
modelar el siglo XX . La Revolución Rusa de 1917 sólo puede compararse,
por su magnitud, con la Revolución Francesa de 1789. Las dos tuvieron sus
orígenes en causas profundas y distantes, y las repercusiones de las dos se
hicieron sentir en muchos países, durante muchos años. El presente capítulo
expondrá el proceso revolucionario de Rusia, a lo largo de más de medio
siglo. Comenzaremos por el antiguo régimen antes de 1900, pasaremos por
las dos revoluciones de 1905 y 1917, y estudiaremos la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas hasta 1939, momento en que se había consolidado un
nuevo orden bajo José Stalin, en que se realizaba con éxito una forma de
«economía planificada», y en que los últimos de los revolucionarios
iniciales, o viejos bolcheviques, eran silenciados o condenados a muerte.
La comparación de la Revolución Rusa con la Francesa es reveladora, en
muchos aspectos. Las dos fueron movimientos de liberación, la una contra el
«feudalismo» y el «despotismo», y la otra contra el «capitalismo» y el
«imperialismo». Ninguna de las dos fue un movimiento estrictamente
nacional que afrontase conflictos simplemente internos; las dos dirigían sus
mensajes al mundo entero. Las dos tuvieron seguidores en todos los países.
Las dos suscitaron una fuerte reacción por parte de aquellos cuya concep­
ción de la vida estaba en peligro. Y las dos mostraban el mismo patrón de
política revolucionaria: una relativa unidad de opinión mientras el problema
era el de derribar el antiguo régimen, seguida de una desunión y de
conflictos acerca del fundamento del nuevo, de modo que un conjunto de
revolucionarios eliminó a otros, hasta que una minoría pequeña, organizada
y decidida (demócratas jacobinos en 1793, com unistas bolcheviques
en 1918), suprimió toda oposición, a fin de defender o de hacer progresar la
causa revolucionaria; y, a corto plazo (de meses en Francia, de años en
Rusia), muchos de los dirigentes más profundamente revolucionarios fueron
también suprimidos o liquidados.
Las diferencias son también dignas de señalarse. Relativamente hablan­
do, o comparadas en civilización general con los demás países europeos,
Rusia, en 1900, estaba al final, y Francia, en 1780, en muchos aspectos,
estaba en cabeza. La fuerza principal de la Revolución Francesa se
Emblema de! capitulo: Medalla de bronce de una serie emitida por la casa de la moneda de
Leningrado, en honor de Lenin y de la Revolución Rusa de 1917,
encontraba en las clases medias, que pronto maniobraron para predominar
sobre presiones más extremadas. En la Revolución Rusa, las gentes de la
clase media estuvieron también activas, sobre todo al principio, pero
resultaron incapaces de mantenerse a la altura de las masas de descontentos,
y sucumbieron ante un partido más radical que apelaba a los obreros y a los
campesinos- En Francia, por así decirlo, la revolución «consistió», precisa­
mente, en que personas corrientes, de muchas posiciones sociales, se
encontraron, de pronto, en una situación revolucionaria, e incluso la
dictadura jacobina fue improvisada por hombres que habían pasado sus
vidas pensando en otras cosas. En Rusia, revolucionarios profesionales
trabajaron por la revolución desde mucho tiempo antes, y la dictadura de los
bolcheviques hizo realidad los planes y preparativos de veinte años. En
Francia, la revolución fue seguida por una reacción en la que los émigrés
retornaron, las clases desposeídas reaparecieron en la política, y hasta los
Borbones fueron restaurados. La Revolución Francesa fue seguida de un
siglo de difícil compromiso. La Revolución Rusa eliminó eficazmente a su
oposición, ninguna clase desacreditada se recuperó nunca, fueron pocos los
émigrés que retornaron, y ningún Romanov reconquistó su trono. En este
sentido, la Revolución Rusa fue más inmediatamente victoriosa.
Las repercusiones de la Revolución Rusa fueron de mayor alcance, a
causa de la propia ambivalencia de Rusia. Desde los días de Pedro el Grande
y desde antes aún, Rusia había mirado siempre hacia Europa y hacia Asia.
Era europea, pero era también ajena a Europa, e incluso opuesta a ella. Si
hacia 1900 era el menos desarrollado de los grandes países europeos, era, al
propio tiempo, la parte más desarrollada, industrializada o modernizada del
mundo no europeo. Su revolución podia ganar la simpatía de la izquierda de
Europa, porque reforzaba la vieja oposición socialista europea al capitalis­
mo. Suscitaba el interés de pueblos sometidos de otros continentes, porque
también denunciaba el imperialismo (es decir, la posesión de colonias por los
europeos), afirmando que el imperialismo era, sencillamente, la «fase
superior» del capitalismo, y que los dos debían ser derribados juntos. La
Unión Soviética, una vez establecida, pasó a ocupar una posición intermedia
entre el Occidente y el Tercer Mundo. En el Occidente, pudo ser temida o
admirada, durante mucho tiempo, como la última palabra en revolución
social. En el Tercer Mundo, sugería nuevos planteamientos, un nuevo modo
de llegar a ser moderno sin ser capitalista ni europeo, un paso en una
rebelión de dimensión mundial contra la supremacía europea. La Revolución
Rusa, pues, no sólo produjo comunismo, y, en consecuencia, fascismo en
Europa, sino que fortaleció la revuelta de Asia, según se explica en los
capítulos siguientes.
Aunque los revolucionarios profesionales trabajaron por la revolución en
Rusia, no fueron ellos quienes la «causaron». Lenin y los bolcheviques no
llevaron a cabo la Revolución Rusa. Se apoderaron de ella, una vez que
había comenzado. Abordaron el barco en plena navegación. La Revolución
Rusa, como todas las grandes revoluciones, se originó en la totalidad de una
historia anterior y en la prolongada insatisfacción de muchas clases de
gentes.

466
56. Antecedentes

R usia después de 1881: reacción y progreso

En capítulos anteriores hemos visto cómo surgió la autocracia zarista,


cómo gobernó a la manera de una máquina impuesta a sus súbditos, cómo la
clase dominante se occidentalizaba, mientras las masas se hundían cada vez
más en la servidumbre, y cómo se desarrollaba una intelligentsia, divorciada
tanto de la obra del gobierno como de las actividades del pueblo1. En el
capítulo VI, se ha explicado cómo Alejandro II liberó a los siervos en 1861 y
creó consejos provinciales y de distritos o zemstvos,, elegidos en especial por los
terratenientes, encargados de cuestiones como carreteras, escuelas y hospi­
tales2.
En 1881, Alejandro II fue asesinado por miembros de la Voluntad del
Pueblo. Su hijo, Alejandro III (1881-1894), trató de aplastar el revolucionaris-
mo y de silenciar incluso la crítica apacible de su gobierno. Los revoluciona­
rios y los terroristas fueron desterrados. La Voluntad del Pueblo como
grupo organizado se extinguió. Los judíos fueron sometidos a «progroms»,
los peores de todos, con gran diferencia, en los tiempos modernos (hasta
entonces). Por primera vez, el imperio adoptó un programa de rusificación
sistemática. Polacos, ucranianos, lituanos, caucasianos, las dispersas comu­
nidades alemanas, los distintos grupos musulmanes, todos se enfrentaron
con el proyecto de asimilación forzosa a la cultura de la Gran Rusia. El
filósofo y alto responsable oficial de este movimiento fue Pobiedonostsev, pro­
curador del Santo Sínodo, o cabeza laica, bajo el zar, de la Iglesia Ortodoxa Ru­
sa. Pobiedonostsev veía en el Occidente algo ajeno y condenado. Recurriendo a
enemigos tan viejos de la Revolución Francesa como Edmund Burke,
atacaba en sus trabajos el racionalismo y el liberalismo occidentales,
declaraba que los eslavos tenían un carácter nacional peculiar y propio, y
soñaba con hacer de la Santa Rusia una especie de comunidad eclesiástica, en
la que un clero disciplinado protegería a los fíeles contra las insidiosas
influencias del Occidente.
Pero no fue esto lo que ocurrió. En las últimas décadas del siglo XIX,
Rusia se convirtió, más que nunca anteriormente, en una parte de la
civilización europea. Casi de la noche a la mañana, ofreció a Europa grandes
obras en la literatura y en la música, que los europeos podían comprender.
La novela rusa se hizo famosa en todo el mundo occidental. Todos leían las
novelas de Tolstoy (1828-1910), sin ninguna sensación de extrañeza; y si los
personajes de Turguémev (1818-1883) y de Dostoievsky (1821-1881) se
comportaban de un modo más singular, los autores pertenecían, desde
luego, a la gran familia cultural europea. Las melodías de Tchaikovsky
(1840-1893) y las piezas de Rimsky-Korsakov (1844-1908) se hicieron
familiares en toda Europa y en América; si a veces parecían insistentemente
primitivos, distantes o tristes, se limitaban a revelar, en la medida en que
suele hacerse, el carácter nacional. Los rusos contribuyeron también a las

1 Ver págs. 52-60, 281-287.


2 Ver págs. 283-287.

467
ciencias, especialmente a la química. Se les consideraba dotados, sobre todo,
para los más abstrusos ejercicios intelectuales, como las matemáticas
superiores, la física o el ajedrez.
Desde los años 1880, Rusia también empezó a entrar en la Revolución
Industrial y a ocupar su puesto como parte integrante del sistema económico
mundial. En el pais entró capital europeo para la financiación de ferrocarri­
les, de minas y de fábricas (así como para la administración y el ejérci­
to), hasta que, en 1914, los europeos habían invertido en Rusia casi la
misma cantidad que en los Estados Unidos, unos cuatrb mil millones de
dólares en cada caso3. En 1897, bajo el gobierno reformador del conde
Witte, Rusia adoptó el patrón oro, haciendo su moneda inmediatamente
convertible en todas las demás. En el cuarto de siglo de 1888 a 1913, la
longitud de las vías férreas en Rusia más que se duplicó, la de las lineas
telegráficas se quintuplicó, el número de oficinas de correos se triplicó, y el
número de cartas enviadas por correo se multiplicó por siete. Aunque
todavía industrialmente subdesarrollada según los modelos europeos, pues no
tenía, por ejemplo, ninguna industria de la maquinaria ni plantas químicas,
Rusia estaba industrializándose rápidamente. El valor de las exportaciones
pasó de 400 millones de rublos en 1880 a 1.600 millones en 1913, Las importa­
ciones, aunque menores, aumentaron más rápidamente, quintuplicándose en
el mismo período. Estas consistían en artículos como té y café, y en máquinas
y artículos industriales fabricados en la Europa ocidental. Durante mucho
tiempo después de la Revolución, la Unión Soviética realizó menos comercio
exterior que el imperio ruso en vísperas de la Primera Guerra Mundial. El ré­
gimen soviético, para mantener el control sobre su sistema económico, trató
de depender lo menos posible de los mercados y de las fuentes de abasteci­
miento del exterior.
La industrialización, en Rusia como en todos los países, originó un
incremento de la clase patronal y de la asalariada, o, en terminología
socialista, de la burguesía y del proletariado. Aunque crecientes, no eran
todavía numerosas, comparadas con los niveles de Occidente. Los obreros de
fábrica, que trabajaban durante once o más horas diarias, por salarios bajos
y 'e n condiciones duras, se encontraban, en cierto modo, en la misma
situación de los obreros de Inglaterra o de Francia, antes de 18504. Los
sindicatos eran ilegales, y las huelgas estaban prohibidas. Sin embargo,
grandes huelgas llevadas a cabo en los años 1890 llamaron la atención sobre
la miseria de los nuevos obreros industriales. Había un rasgo distintivo del
proletariado ruso. La industria rusa estaba sumamente concentrada; la
mitad de los obreros industriales rusos estaba empleada en fábricas en las
que trabajaban más de 500 personas. En tales circunstancias, era más fácil
para los obreros organizarse económicamente y, al propio tiempo, movili­
zarse políticamente. En cuanto a la clase patronal y capitalista rusa, era
relativamente la más débil, a causa de ciertos aspectos de la situación. La
propiedad de una gran parte de las nuevas instalaciones industriales de Rusia
estaba en manos extranjeras. Mucha pertenecía al propio gobierno zarista;

3 V er p ág s. 323-325, 379-380.
4 V er p ág s. 170-171, 209-213, 216-22Q.

468
Rusia tenía ya el más extenso sistema económico operado por el estado, de
todos los países del mundo. Además, en Rusia (al contrario de los Estados
Unidos en aquel tiempo), el gobierno era un gran prestatario de Europa; de
ahí que, desde el punto de vista financiero, dependiese menos- de su pueblo,
y pudiera, por tanto, mantener un régimen absolutista.
De todos modos, las clases patronal y profesional, reforzadas por
terratenientes emprendedores, eran suficientemente fuertes para formar un
sector liberal de opinión pública, que surgió en 1905, como el Partido
Democrático Constitucional (los K. D . o «Cadetes»). Muchos de los que
actuaban en los zem stvos provinciales se hicieron también demócratas
constitucionales. Eran liberales, progresistas o constitucionalistas en el sentido
occidental, y pensaban menos en los problemas de los obreros fabriles y de
los campesinos que en la necesidad de un parlamento de elección nacional
para controlar la política del estado.
Rusia seguía siendo predominantemente agrícola. Sus grandes exporta­
ciones eran, principalmente, productos de las granjas y de los bosques. Los
campesinos constituían las cuatro quintas partes de la población. Libres de
sus antiguos señores desde 1861, vivían en sus comunas aldeanas o mirs5. En
la mayor parte de las comunas, la tierra se dividía y se subdividía entre
familias campesinas por acuerdo de la comunidad aldeana, y nadie podía
abandonarla sin autorización comunal. Los campesinos soportaban todavía
una gran carga. Hasta 1906, pagaban el dinero de la redención resultante de
la Emancipación de 1861, y, aun después de eso, otras formas de pagos
onerosos. También pagaban elevados impuestos, porque el gobierno sufra­
gaba los intereses de sus préstamos exteriores con los impuestos que cobraba
en el interior. La exportación de cereales, constantemente creciente (utilizada
también para pagar las deudas contraídas por Rusia en el Occidente), tendía
a apartar los artículos alimenticios de la mesa del granjero; más de un cam­
pesino cultivaba el mejor trigo para vender, y comía pan negro. La pobla­
ción campesina, en resumen (como en otros países en similares etapas de
su desarrollo), cargaba con una parte considerable de los costes de la in­
dustrialización.
Bajo aquellas presiones, y a causa de sus primitivos métodos de cultivo,
los campesinos estaban pidiendo siempre más tierra. Tanto las familias por
separado como los mirs tenían «hambre de tierra». La Emancipación había
entregado aproximadamente la mitad de la tierra a la propiedad campesina,
individual y colectiva; y, en el medio siglo siguiente, los campesinos
aumentaron su porción, comprando a los propietarios no campesinos. Los
mirs no estaban quedándose anticuados, en absoluto. En realidad, estaban
florecientes; adquirían, mediánte compra, mucha más tierra que los "com­
pradores individuales, y acaso la mitad de los campesinos, o más, valoraban
la seguridad comunal por encima de las inciertas satisfacciones de la
propiedad privada. Las excepciones constituían la minoría de campesinos
más emprendedores y más ricos, a los que luego se daría el nombre de
«kulaks». Uno de ellos era el padre de León Trotsky, gran trabajador,
hombre sencillo y analfabeto, poseía o arrendaba el equivalente de una

5 Ver págs. 283-285.

469
m illa cuadrada de tierra, empleaba a docenas de jornaleros en el tiempo de
cosecha, y mantenía constantemente un amplio equipo doméstico. Que tan
«importante granjero» pudiera tener tantos empleados pone de manifiesto
la pobreza en que vivía el grueso de los campesinos. No todos los campesi­
nos acomodados eran tan opulentos como el padre de Trotsky, pero los gran­
des granjeros se destacaban claramente de las masas, entre las que no conta­
ban con simpatía alguna.

L a aparición de partidos revolucionarios

Los campesinos eran la antigua fuente de inquietud revolucionaría en


Rusia. Los relatos acerca de Pugachev y de Stenka Razin circulaban en la
leyenda campesina6. Tras la Emancipación, los campesinos seguían creyendo
que tenían alguna especie de derechos sobre toda la tierra de las antiguas
fincas en las que anteriormente habian sido siervos, y no sólo sobre la
porción que se había destinado a la posesión campesina. Solicitaban (y
obtenían) créditos del gobierno para comprar tierra a los grandes propieta­
rios o a sus antiguos amos. Su hambre de tierra no podía calmarse.
Continuaban mirando con recelo incluso la existencia del aristócrata
terrateniente. En Rusia, como en todos los países de Europa, y al contrario
de los Estados Unidos, la población rural estaba dividida en dos clases
terminantemente distintas, de una parte los campesinos de todo tipo, que
trabajaban la tierra, y de otra la nobleza que residía en ella. Las dos cla­
ses nunca se ligaron por matrimonio. Se diferenciaban no sólo económi­
camente, sino también en su forma de hablar, en sus ropas y en sus modales,
e incluso en el aspecto de sus caras y de sus manos. Pero, en las últimas tres
décadas del siglo XIX, los campesinos rusos se hallaban sumamente
tranquilos, como si la rebeldía se hubiera apaciguado.
La otra fuente tradicional de inquietud revolucionaria se hallaba entre la
intelligentsia1. En las condiciones en que se había desarrollado el imperio
ruso, muchos de los mejores y más puros espíritus se sentían atraídos hada
la violencia. La intelligentsia revolucionaria (distinta de los que eran,
simplemente, liberales o progresistas) aspiraba a un derrocamiento catastró­
fico del zarismo. Desde los tiempos de los decembristas8, habían formado
organizaciones secretas, que con ban con unos cientos o cón unos millares de
miembros, preocupados por burlar a la policía zarista, que se infiltraba entre
ellos, de un modo desconcertante. Por ejemplo, en un congreso del partido
bolchevique celebrado en 1913, de los veintidós delegados presentes, no
menos de cinco, desconocidos para los demás, eran espías del gobierno.
Los intelectuales revolucionarios, como normalmente era poco lo que
podían hacer, dedicaban su tiempo a discusiones apasionadas y a intermina­
bles refinamientos de la doctrina. En 1890, el terrorismo y el nihilismo de los
años 1870 estaban un tanto anticuados. La gran cuestión consistía en saber
dónde podrían encontrar un ejército aquellos voluntarios profesionales de un
6 Ver pág. 55.
7 Ver pág. 283.
8 Ver págs. 196-197.

470
movimiento revolucionario. La discusión versaba sobre temas como el de
determinar si la verdadera clase revolucionaria estaba formada por los
campesinos o por los nuevos obreros fabriles, si los campesinos eran
potencialmente proletarios o irremediablemente pequeños burgueses, si
Rusia tenía que pasar por el mismo proceso histórico que el Occidente, o si
era distinta; y, concretamente, si Rusia tenía que pasar por el capitalismo, o
si podía saltar, simplemente, la fase capitalista en su camino hacia la
sociedad socialista.
En su mayoría, los intelectuales revolucionarios eran «populistas».
Algunos habían pertenecido, en otro tiempo, a la ahora destruida Voluntad
del Pueblo. Algunos seguían aprobando el terrorismo y el asesinato como
moralmente necesarios en un país autocrático. Por lo general, tenían una fe
mística en el inmenso poder elemental del pueblo ruso, y como los rusos, en
su mayoría eran campesinos, los populistas se interesaban por los proble­
mas campesinos y por el bienestar campesino. Creían que en Rusia existía una
gran tradición revolucionaria nativa, cuyo ejemplo más destacado era la
rebelión campesina de Pugachev, en 17739. Los populistas admiraban la
aldea comunal rusa o mir, en la que veían realizada la idea socialista
europea de una «comuna». Leían y respetaban a Marx y a Engels (fue,
precisamente, un populista, el primero que tradujo al ruso el Manifiesto
Comunista); pero no creían que un proletariado urbano fuese la única clase
verdaderamente revolucionaria. No creían que el capitalismo, al crear aquel
proletariado, tuviera que preceder, inevitable y lógicamente, al socialismo.
Decían que en Rusia podían evitarse los horrores del capitalismo. Se
preocupaban por las angustias del labrador y por los males que originaba el
señorío de la tierra, apoyaban el fortalecimiento del mir y la igualdad en él
de las porciones de todos los campesinos, y como no tenían que esperar por
el triunfo previo del capitalismo en Rusia, pensaban que la revolución podría
ser muy pronto una realidad. Este sentimiento populista cristalizó en la
fundación, en 1901, del Partido Social Revolucionario.
Dos populistas, Plejánov y Axelrod, que huyeron a Suiza en los
años 1870, se pasaron allí al marxismo. En 1883, fundaron en el exilio la
organización de la que había de surgir el Partido Ruso Social Demócrata o
Marxista. Unos pocos marxistas comenzaron a declararse tales (aunque no
públicamente) en la propia Rusia. Cuando el joven Lenin conoció a su
futura mujer, Krupskaya, en 1894, ella pertenecía ya a un círculo de
marxistas teóricos. El hecho de que los campesinos, en los años 1890,
permaneciesen detepcionantemente tranquilos, mientras la industria mecáni­
ca, el trabajo fabril y las huelgas se desarrollaban rápidamente, indujo a
muchos intelectuales revolucionarios, aunque sólo a una minoría, a pasar del
populismo al marxismo. A Plejánov y a Axelrod se agregaron, como jóvenes
dirigentes, Lenin (1870-1924), Trotsky (1879-1940), Stalin (1879-1953), y
otros.
De ellos, fue Lenin el que, después de Marx, había de ser aclamado por
el comunismo como un padre. Lenin era un hombre pequeño, casi redondo,
con una gran vivacidad de hombre de baja estatura, y con una mirada

9 Ver págs. 55-56.

471
intensa y penetrante. Los pómulos salientes y los ojos un tanto oblicuos
revelaban un origen asiático; sus amigos rusos, al principio, decían que
«parecía un calmuco». Su cabello se le cayó siendo aún muy joven,
dejándole una frente amplia, tras la que trabajaba constantemente una
inteligencia incansable. Ya en sus años veinte, le llamaban el Viejo. Por sus
orígenes, era de clase media alta, hijo de un inspector de escuelas que
ascendió en la burocracia civil hasta un cargo equivalente al de mariscal de
campo. Su infancia fue cómoda e incluso feliz, hasta la edad de diecisiete
años, cuando su hermano mayor, estudiante en San Petersburgo, se vio
envuelto, un tanto incidentalmente, en un complot para asesinar a Alejandro
dro III, por lo que fue condenado a muerte por orden del propio zar. A
causa del borrón caído en la historia familiar, Lenin no pudo continuar sus
estudios de derecho. No tardó en incorporarse a las filas de los revoluciona­
rios profesionales, sin otra ocupación y viviendo precariamente de los
fondos del partido, procedentes, en su mayor parte, de los donativos de los
simpatizantes acomodados.
Detenido como revolucionario, pasó tres años de destierro en Siberia.
Allí, el gobierno zarista trataba a los prisioneros políticos ilustrados con una
indulgencia que luego no mostraría el régimen soviético. Lenin y casi todos
los demás vivían en casitas propias o como pupilos de los residentes locales.
No se les exigía ningún trabajo. Recibían libros de Europa; se reunían y se
visitaban entre sí; discutían, jugaban al ajedrez, iban de caza, meditaban,
escribían. Les indignaba, sin embargo, el verse apartados de la corriente prin­
cipal de la vida política rusa. Terminada su condena, Lenin se marchó, en
1900, a la Europa occidental, donde permaneció hasta 1917, con la excepción
de breves viajes secretos a Rusia. Su vigor intelectual, su impulso irresistible
y su habilidad como táctico pronto le convirtieron en una fuerza dentro del
partido. Se ha definido el genio como la facultad de una prolongada concen­
tración en una sola cosa. Axelrod, su íntimo compañero de otro tiempo, decía
de Lenin que, «durante veinticuatro horas del día, está dedicado a la revolu­
ción, no tiene pensamiento excepto para la revolución, e incluso cuando duer­
me, no sueña más que con la revolución.
En 1898, los marxistas de Rusia, estimulados por los emigrados,
fundaron el Partido Social Demócrata del Trabajo. N o eran más revolucio­
narios que el grupo de los Social-Revolucionarios, más amplio. Sólo tenían
una concepción diferente de la revolución. Ante todo, como buenos
marxistas, se inclinaban más a ver la revolución como un movimiento
internacional, como parte del proceso dialéctico de la historia del mundo, en
el que se hallaban implicados todos los países. Para ellos, Rusia no era
diferente de otros países, excepto en que estaba menos desarrollada.
Esperaban que la revolución mundial estallaría primero en la Europa
occidental. Admiraban especialmente al Partido Social Demócrata Alemán,
el más grande y el más próspero de todos los partidos que reconocían la
paternidad de Marx10,
El hecho de que los socialdemócratas se orientasen hacia Europa más que
los social-revolucionarios se debía a que muchos de sus dirigentes vivían

10 Ver págs. 341-342, 349-350.

472
desterrados allí. Los socialdemócratas tendían a pensar que Rusia debía
desarrollar el capitalismo, un proletariado industrial y la forma moderna de
la lucha de clases, antes de que en el país pudiera haber ninguna revolución.
Al ver en el proletariado urbano a la verdadera clase revolucionaria,
miraban a todo el campesinado con recelo, ridiculizaban el mir, y detestaban
a los social-revolucionarios. Lenin decía que «el marxismo siempre se ha
desentendido de la disparatada charla de los populistas y de los anarquis­
tas en el sentido de que Rusia puede prescindir del desarrollo capitalista».
(En este punto, los marxistas rusos eran más marxistas que Marx y que
Engels, los cuales, cuando se les preguntó, se negaron a pronunciarse sobre
los méritos del m ir o sobre la necesidad del capitalismo como condición
previa al socialismo en Rusia). Al igual que Marx, los marxistas rusos
desaprobaban el terrorismo y el asesinato esporádicos. Por esta razón, y
porque su doctrina parecía un tanto académica y su revolución más bien
condicional y lejana en el tiempo, los marxistas se vieron'de hecho favoreci­
dos, durante algún tiempo, por la policía zarista, que los consideraba menos
peligrosos que los social-revolucionarios.

Ruptura entre los socialdemócratas: bolcheviques y mencheviques

Los marxistas rusos celebraron un segundo congreso del partido en


Bruselas y en Londres, en 1903, al que asistieron emigrados como Lenin y
delegados de la clandestinidad de Rusia, y también socialdemócratas y
miembros de organizaciones menores. El objetivo del congreso consistía en
unificar todo el marxismo ruso, pero, en realidad, lo rompió para siempre.
Las dos facciones resultantes se llamaron bolcheviques, u hombres de la
mayoría, y mencheviques, u hombres de la minoría. Lenin fue el principal
autor de la ruptura, y, por consiguiente, el fundador del bolchevismo.
Aunque obtuvo su mayoría después de haberse retirado, indignada, una
organización participante, la Liga Judía, y mediante la petición de votacio­
nes por sorpresa sobre cuestiones tácticas, y aunque, después de 1903,
fueron los mencheviques, generalmente, los que contaban con la mayoría,
Lenin persistió, orgullosa y tercamente, en el término bolchevismo, con su
favorable connotación de una mayoría que le apoyaba. Durante algunos
años, a partir de 1903, los socialdemócratas siguieron constituyendo, al
menos formalmente, un solo partido marxista, pero estaban irreconciliable­
mente divididos en dos alas. En 1912, el ala bolchevique se organizó como un
partido separado. ^
El bolchevismo, o leninismo, se diferenciaba originalmente del menche-
vismo, sobre todo, en cuestiones de organización y de táctica. Los marxistas
rusos se referían unos a otros como «duros» y «blandos». Los «duros» se
sentían atraídos por Lenin, y los «blandos», repelidos. Lenin creía que el
partido debía ser una pequeña minoría revolucionaria, un duro núcleo de
obreros seguros y cumplidores. Los que deseaban un partido más amplio y
más abierto, con miembros que fuesen simplemente simpatizantes, se
hicieron mencheviques. Lenin insistía en un partido fuertemente centraliza­
do, sin autonomía para los grupos nacionales ni para otros grupos

473
componentes. Exigía una fuerte autoridad en la cumbre, mediante la cual el
comité central determinaría la doctrina (o «línea del partido») y controlaría
a la gente a todos los niveles de la organización. Los mencheviques
apoyaban un mayor grado de influencia por parte de los miembros como
conjunto. Lenin pensaba que el partido debía fortalecerse mediante depura­
ciones, expulsando a todos los que cultivasen desviaciones de opinión. Los
mencheviques pretendían abarcarlo o incluirlo todo, excepto los desacuerdos
más fundamentales. Los mencheviques llegaban a recomendar la cooperación
con los liberales, los progresistas y los demócratas burgueses. Lenin conside­
raba tal cooperación como puramente táctica y temporal, sin ocultar nunca
que, al fin, los bolcheviques debían imponer sus puntos de vista mediante
una dictadura del proletariado. Los mencheviques, en resumen, se asemeja­
ban a los marxistas de la Europa occidental, en la medida en que esto era
posible en las circunstancias rusas11. Lenin defendía la rígida reafirmación
de los fundamentos marxistas: el materialismo dialéctico y la irreconciliable
lucha de clases.
Si nos preguntamos qué agregaba el leninismo al marxismo original12, la
respuesta no es fácil de encontrar. Lenin aceptaba las ideas básicas de Marx;
que el capitalismo explotaba a los obreros, que necesariamente producía y
precedía al socialismo, que la historia estaba predeterminada lógicamente,
que la lucha de clases era la ley de la sociedad, que las formas existentes de
religión, de gobierno, de filosofía y de costumbres eran armas en la lucha de
clases. Pero Lenin desarrolló y transformó en un elemento de primer orden
del marxismo ciertas teorías del «imperialismo» y del «desarrollo desigual
del capitalismo» que habían sido propuestas sólo en términos generales por
Marx y por Engels. Según la interpretación marxista-leninista, el «imperia­
lismo» era exclusivamente un producto del capitalismo monopolista, es
decir, del capitalismo en su etapa de grandes negocios, en su «superior» y
«última» fase, que se desarrolla de diferente modo y en diferentes momentos
en cada país. El capitalismo monopolista tiene que exportar su capital
excedente e invertirlo en áreas subdesarrolladas, en busca de mayores
beneficios13. El incesante afán de colonias y de mercados en un mundo ya
casi completamente repartido conduce, de un modo inevitable, a guerras
internacionales «imperialistas» para la «redistribución» de las colonias, así
como a la intensificación de las luchas nacionales de las colonias por su
independencia; unas y otras facilitan nuevas oportunidades revolucionarias
al proletariado.
En otros sentidos, Lenin acusaba abiertamente a todos los que intenta­
ban «añadir» algo a los principios fundamentales de Marx. Nada le
enfurecía tanto como los esfuerzos revisionistas por atenuar la lucha de
clases, o las insinuaciones de que, en último análisis, el marxismo acaso
pudiera encontrar sitio para algún tipo de religión. Como escribía en 1908:
«De la filosofía del marxismo, fundida en una sola pieza de acero, es
imposible destruir una sola premisa básica, una sola parte esencial, sin

>1 Ver págs. 350-353.


12 Ver págs. 239-245.
>3 Ver págs. 378-380.

474
desviarse de la verdad objetiva, sin caer en brazos de la falsedad burguesa-
reaccionaria». Lenin era un converso. Descubrió el marxismo, no lo inventó.
Encontró en él una teoría de la revolución que él aceptó como científica sin
reservas, y acerca de la que él era más abiertamente dogmático todavía que
el propio Marx. Su capacidad intelectual, que era muy grande, estuvo
dedicada a demostrar cómo el desarrollo de los acontecimientos del si­
glo XX confirmaba el análisis del maestro.
Pero fue por su fuerza de voluntad por lo que más se distinguió Lenin, y
si el leninismo contribuyó poco al marxismo como teoría, contribuyó, en
cambio, mucho como movimiento. Lenin era un activista. Fue el supremo
agitador, un comandante en jefe en la lucha de clases, que podía escribir a
toda prisa un folleto polémico, dominar un congreso del partido, o dirigir
multitudes de obreros con la misma facilidad. A su lado, Marx y Engels
parecen casi unos simples monjes o unos sociólogos. Marx y Engels habrían
preferido creer que la dictadura del proletariado, cuando llegase, representa­
ría los deseos de la gran mayoría, en una sociedad en la que casi todos sus
miembros se hubieran convertido en proletarios. Lenin preveía más franca­
mente la posibilidad de que la dictadura del proletariado representase los de­
seos conscientes de una pequeña vanguardia y que tuviera que imponerse a
grandes masas mediante un implacable uso de la fuerza. (
Sobre todo, Lenin desarrolló la idea de Marx de la función del partido.
Aprovechó la rica experiencia de los revolucionarios pre-marxistas de Rusia
—el misterioso empleo de falsos nombres, la tinta invisible, los códigos ci­
frados, los pasaportes falsificados, las citas a escondidas— todo el mundo
fantástico de la conspiración que, cuando había existido, en menor grado, en
el Occidente con anterioridad a 1848, había merecido el desprecio y la burla
de Marx. La concepción que Lenin tenía del partido era, fundamentalmente,
la de Marx, reforzada por su propia experiencia como ruso. El partido era
una organización en la que los intelectuales proporcionaban la dirección y la
comprensión a los obreros, que no podían ver por sí mismos. En cuanto al
sindicalismo, interesado sólo por las demandas cotidianas de los trabajado­
res, Lenin tenía aún menos paciencia que Marx. «El crecimiento inconsciente
del movimiento obrero —escribía— adopta la forma de sindicalismo, y el
sindicalismo significa la esclavitud mental de los obreros a la burguesía». La
tarea de los intelectuales en el partido, la élite o los expertos, consistía en
hacer a los sindicatos y a la clase obrera «conscientes», y, por lo tanto,
revolucionarios. Armada del conocimiento «objetivo», del que se sabía que
era correcto, la dirección del partido, naturalmente, no podía escuchar las
opiniones subjetivas de los demás —las ideas momentáneas de los trabajado­
res, de los campesinos, de los equivocados subordinados del partido, o de
otros partidos que pretendían saber más que el propio Marx. La idea de que
los intelectuales proporcionaban el cerebro y los obreros el músculo, de que
una élite dirige mientras los trabajadores obedecen dócilmente, es bastante
comprensible si se tienen en cuenta los antecedentes rusos, que habían
creado, de una parte una intelligentsia dolorosamente autoconsciente, y, de
otra, una clase obrera y un campesinado reprimidos, privados de toda
oportunidad de experiencia política propia. Este era uno de los rasgos más

475
distintivos del leninismo, y uno de los más extraños al - movimiento
democrático de Occidente.
El leninismo realizó el enlace de las tradiciones revolucionarias rusas con
la doctrina occidental del marxismo. Era un enlace difícil, cuyo trascenden­
tal vástago fue el comunismo. Pero, en aquel tiempo, cuando el bolchevismo
surgió por primera vez, en 1903, tuvo un efecto escaso o nulo. En Rusia
estalló una verdadera revolución, en 1905. Y cogió casi enteramente por sor­
presa a los revolucionarios emigrados.

57. La Revolución de 1905

A ntecedentes y acontecimientos revolucionarios

La casi simultánea fundación, a comienzos de siglo, de los partidos


Constitucional Democrático, Social Revolucionario y Social Democrático
era un claro signo de creciente descontento. Ninguno de ellos era todavía un
partido en el sentido occidental, organizado para llevar a los cargos públicos
a hombres elegidos, porque en Rusia no había elecciones por encima del
nivel del zem stvo provincial. Los tres partidos eran agencias de propagañda,
formadas por dirigentes sin seguidores, por intelectuales que seguían diversas
líneas de pensamiento. Todos, incluso los que se hicieron demócratas
constitucionales, eran vigilados por la policía y se veían obligados a realizar
la mayor parte de su trabajo en la clandestinidad. Al propio tiempo, a partir
de 1900, hubo signos de una creciente inquietud popular. Los campesinos
invadían las tierras de la clase media e incluso se alzaban en insurrecciones
locales contra los terratenientes y contra los recaudadores de impuestos. Los
obreros de las fábricas, esporádicamente, se negaban a trabajar. Pero
ninguno de los nuevos partidos había formado ningún tipo de lazos sólidos
con aquellos movimientos populares.
El gobierno se negaba a hacer concesiones de ningún tipo. El zar, Nico­
lás II, que había subido al trono en 1894, era un hombre de estrechas miras.
Al Padrecito, todas las críticas le parecían simplemente infantiles. Instruido,
en su juventud, por Pobiedonostsev14, consideraba antirrusas todas las ideas
que cuestionasen la autocracia, la ortodoxia y el nacionalismo de la Gran
Rusia. Que las personas del gobierno debieran ser controladas por intereses
ajenos al gobierno —el más suave liberalismo o la más ordenada democra­
cia— parecía al zar, a la zarina y a los altos funcionarios una monstruosa
aberración. Según ellos, la autocracia era la mejor y la única forma de
gobierno para Rusia, por ser la que Dios le había dado.
El primer ministro, Plehve, y los círculos de la corte esperaban que una
guerra corta y victoriosa contra el Japón crearía una mayor adhesión al
gobierno. La guerra se desarrolló tan desgraciadamente, que su efecto fue el
contrario15. Los críticos del régimen (excepto el puñado de marxistas más
intemacionalistas) fueron suficientemente patriotas para asombrarse ante la

14 Ver pág. 467.


15 Ver págs, 411-413.

476
facilidad con que Rusia era derrotada por una potencia advenediza y
asiática. Al igual que después de la Guerra de Crimea, hubo un sentimiento
general de que el gobierno había revelado su incompetencia ante el mundo
entero. Los liberales creían que los métodos secretos del gobierno, su
inmunidad a la crítica y al control, le habían hecho indolente, torpe,
obstinado e ineficiente, tan incapaz de ganar una guerra como de dirigir la
modernización económica que estaba teniendo lugar en Rusia. Pero era poco
lo que los liberales podían hacer.
La policía había autorizado, recientemente, a un sacerdote, el Padre
Gapon, a que actuase entre los obreros fabriles de San Petersburgo y a que
los organizase, esperando contrarrestar así la propaganda de los revolucio­
narios. El Padre Gapon tomó completamente en serio las reivindicaciones de
los obreros. Estos creían, como sencillos campesinos recientemente trasplan­
tados a la ciudad, que, sólo con que pudieran llegar cerca del Padrecito, al
ser augusto que se hallaba por encima de todos los duros capitalistas y de los
insensibles funcionarios, él escucharía sus quejas con asombrada sorpresa y
corregiría los males que aquejaban a Rusia. Redactaron una solicitud,
pidiendo una jornada de ocho horas, un salario mínimo diario de un rublo
(lo que equivaldría a cincuenta centavos de dólar), la destitución de los
burócratas incapaces, y una Asamblea Constituyente democráticamente
elegida para introducir un gobierno representativo en el imperio. Inerme,
pacífica, respetuosa, cantando «Dios salve al zar», una multitud de 200.000
hombres, mujeres y niños, se reunió ante el Palacio de Invierno del zar, un
domingo de enero de 1905. Pero el zar había huido, y sus oficiales se
asustaron. Las tropas avanzaron y dispararon contra los manifestantes, a
sangre fría, matando a varios centenares.
El «domingo sangriento» de San Petersburgo acabó con el lazo moral
sobre el que descansa todo gobierno estable. Los obreros, horrorizados,
vieron que el zar no era su amigo. La autocracia se reveló como la fuerza
que respaldaba a los odiados oficiales, a los recaudadores de impuestos, a
los terratenientes y a los propietarios de las instalaciones industriales.
Sobrevino una oleada de huelgas políticas. Los socialdemócratas (más
mencheviques que bolcheviques) surgieron de la clandestinidad o del
destierro para dar una dirección revolucionaria a aquellos movimientos. Se
formaron consejos o «soviets» de trabajadores en Moscú y en San
Petersburgo. Los campesinos, además, en muchas partes del país, comenza­
ron a levantarse espontáneamente, invadiendo las tierras de la clase media,
incendiando las casas solariegas y ejerciendo la violencia contra sus
propietarios. Los social-revolucionarios, naturalmente, trataron de ponerse
al frente de aquel movimiento. Los liberales demócratas constitucionales,
profesores, ingenieros, hombres de negocios, abogados, dirigentes de los
zem stvos provinciales fundados cuarenta años antes, trataron también de
tomar la dirección o, por lo menos, de utilizar la crisis para forzar la mano
al gobierno. Todos estaban de acuerdo en una exigencia: que debía haber
más representación democrática en el gobierno.
El zar accedió de mala gana y concedió lo menos posible. En marzo de
1905, prometió nombrar para los cargos a hombres «que gozasen de la
confianza de la nación». En agosto (después de la desastrosa batalla de

477
Tsushima), accedió a convocar una especie de Estados Generales, para los
que los campesinos, los terratenientes y las gentes de la ciudad votarían
como clases separadas. La revolución seguía encendiéndose, incontenida. El
Soviet o Consejo de Obreros de San Petersburgo, dirigido principal­
mente por los mencheviques (Lenin aún no había vuelto a Rusia), declaró
una gran huelga general en octubre. Pararon los ferrocarriles, cerraron los
bancos, los periódicos no salieron, e incluso los abogados se negaron a ir a
sus despachos. La huelga se extendió a otras ciudades y a los campesinos.
Con el gobierno paralizado, el zar lanzó su Manifiesto de Octubre. Prometía
una constitución, libertades civiles y una Duma que había de ser elegida por
todas las clases en un plano de igualdad, y que tendría poderes para dictar
leyes y para controlar la administración.
El zar y sus consejeros pretendían dividir a la oposición al hacer público
el Manifiesto de Octubre, y lo consiguieron. Los demócratas constituciona­
les, con la promesa de una Duma, se permitieron esperar que los problemas
sociales podrían, en adelante, afrontarse a través de métodos parlamenta­
rios. Los liberales estaban ahora asustados de los revolucionarios; los
industriales tenían miedo de la fuerza demostrada por los trabajadores en la
huelga general, y los terratenientes pedían un restablecimiento del orden
entre los campesinos. Los campesinos y los obreros, excitados, no se daban
aún por satisfechos; los primeros querían todavía más tierra y menos
impuestos, y los segundos, una jornada de trabajo más corta y un salario
que les permitiese vivir. Las diversas ramas de intelectuales revolucionarios
excitaban la continuada agitación popular, esperando llevar las cosas
adelante hasta conseguir la abolición de la monarquía zarista y la instaura­
ción de una república socialista, con ellos a la cabeza. Creían también (y con
razón) que el Manifiesto de Octubre era, en todo caso, un fraude, y que el
zar se negaría a cumplirlo, en cuanto se hubiera eliminado la presión
revolucionaria. Los soviets seguían agitándose, las huelgas locales continua­
ban, y había motines entre los soldados en Kronstadt y entre los marineros
de la flota del Mar Negro.
Pero el gobierno logró mantenerse. Con los liberales de la clase media
ahora inactivos o pidiendo orden, las autoridades detuvieron a los miembros
del soviet de San Petersburgo. Se hizo rápidamente la paz con el Japón, y se
trajeron del Lejano Oriente unidades de tropas dignas de confianza. Los
dirigentes revolucionarios huyeron de nuevo a Europa, o volvieron a la
clandestinidad, o fueron detenidos y enviados a la cárcel o a Siberia; en el
campo, se llevaron a cabo ejecuciones.

Los resultados de 1905: la Duma

El más importante de los resultados visibles de la Revolución de 1905 fue


el de convertir a Rusia, al menos aparentemente, en un tipo de estado
parlamentario, como el resto de Europa. La Duma prometida fue convoca­
da. Durante diez años, desde 1906 hasta 1916, Rusia tuvo, por lo menos, los
atributos superficiales de una monarquía semiconstitucional.
Pero Nicolás II pronto demostró que no pensaba hacer grandes

478
concesiones. Dejó sin dientes a la nueva Duma, incluso antes de que la
criatura hubiese nacido, al anunciar por anticipado, en 1906, que no tendría
poderes sobre la política exterior, ni sobre el presupuesto, ni sobre la
formación del gobierno. La actitud del zar respecto a la monarquía
constitucional continuó siendo totalmente negativa hasta 1917; lo primero
que el zarismo no permitió fue ningún tipo de participación auténtica del
pueblo en el gobierno. Dentro de aquel «pueblo», los dos extremos eran
igualmente impermeables al constitucionalismo liberal. Por la derecha, los
obstinados defensores de la autocracia pura y de la iglesia ortodoxa
organizaron'las Centurias Negras, que aterrorizaban a los campesinos y les
coaccionaban para que boicoteasen a la Duma. Por la izquierda, en 1906, los
social-revolucionarios y las alas bolchevique y menchevique de los social­
demócratas también se negaron a reconocer a la Duma, apremiaron a los
obreros para que la boicoteasen, y renunciaron a presentar candidatos a la
elección.
La primera Duma, de corta duración, fue elegida en 1906, por un sistema
de voto indirecto y desigual, en el que los campesinos y los obreros votaban
como clases separadas, y con una representación proporcionalmente mucho
menor que la asignada a los terratenientes. Ante la ausencia de candidatos
socialistas, los obreros y los campesinos votaron a toda clase de gentes,
incluidos los demócratas constitucionales liberales (los «Cadetes»), que
obtuvieron una aplastante mayoría. Cuando la Duma se reunió, los Cadetes
tuvieron que luchar todavía por el simple principio del gobierno constitucio­
nal. Demandaban un verdadero sufragio masculino universal y la responsa­
bilidad de los ministros ante una mayoría parlamentaria. El zar respondió
disolviendo la Duma dos meses después. Los Cadetes huyeron a Viborg, en
la autónoma Finlandia, que la policía zarista, por lo general, respetaba. Es
significativo que aquellos liberales y demócratas constitucionales, reunidos
en Viborg, de nuevo recurrieron a la huelga general y al impago de
impuestos, es decir, a la revolución de masas. Pero las verdaderas
revoluciones no son fáciles de poner en marcha, y no ocurrió nada.
En 1907, se eligió una segunda Duma, tratando el gobierno de controlar
las elecciones mediante la supresión de reuniones y periódicos de partido,
pero, como los social-revolucionarios y los mencheviques ahora decidieron
tomar parte, resultaron elegidos unos ochenta y tres socialistas. Los Cadetes,
temerosos de la izquierda revolucionaria, llegaron a la conclusión de que el
progreso constitucional debía ser gradual y se mostraron dispuestos a
cooperar con el gobierno. Pero la Duma tuvo un final inesperado, cuando el
gobierno denunció y detuvo a unos cincuenta socialistas como revoluciona­
rios dedicados sólo a la destrucción. Una tercera Duma, elegida tras un
cambio electoral que daba una mayor representación a la clase propietaria de
la tierra y garantizaba una mayoría conservadora, llegó a celebrar varias
sesiones entre 1907 y 1912, al igual que la cuarta Duma entre 1912 y 1916.
Los diputados, siguiendo las indicaciones del gobierno, atendiendo sólo a
cuestiones concretas, perdiéndose en el trabajo de las comisiones, y
soslayando la cuestión fundamental de decidir dónde se encontraba el poder
supremo, mantuvo una vida precaria, con un mínimo de instituciones
parlamentarias en el imperio zarista.

479
Las Reformas Stolypin
Algunos funcionarios creían que el modo de acabar con los revoluciona­
rios y de fortalecer el poder de la monarquía consistía en que el gobierno, a
la vez que conservaba todos los controles en sus manos, atrajese el apoyo del
pueblo razonable y moderado, mediante un programa de reformas. Uno de
aquellos funcionarios era Pedro Stolypin, a quien el zar sostuvo como
primer ministro desde 1906 hasta 1911. Fue Stolypin el que disolvió las dos
primeras Dumas. Pero su política no consistía sólo en permanecer quieto.
Quería convertir a las clases propietarias en amigas del estado. Creía, acaso
con razón, que un estado activamente apoyado por una propiedad privada
de gran amplitud tenía poco que temer de intelectuales doctrinarios, de
conspiradores y de emigrados. Como dijo en un discurso a la tercera Duma,
en 1908: «El gobierno ha apostado, no por los necesitados y por los
borrachos, sino por los tenaces y por los fuertes —por el tenaz propietario
individual que tiene la obligación de desempeñar un papel en la reconstruc­
ción de nuestro zarismo—».
Stolypin, en consecuencia, favorecía y ampliaba los poderes de los
zem stvos provinciales, en los que los más importantes terratenientes toma­
ban parte en la administración de los asuntos locales. Para el campesinado,
promulgó una legislación más extensa que cualquier otra desde la Emancipa­
ción.
Como creía que el m ir era la fuente de la inquietud comunal agraria,
Stolypin confiaba en sustituir aquella antigua institución con un régimen de
propiedad privada individual. Liquidó lo que aún quedaba pendiente de los
pagos de la redención, por los que los mirs se habían hecho colectivamente
responsables16. Permitió que cada campesino vendiese su parte de los
derechos comunales y que abandonase la comuna cuando lo desease.
Autorizó a los campesinos a comprar tierra, libremente, a las comunas, o
unos a otros, o a la clase media. Favorecía así la aparición de la clase de los
«grandes granjeros», los futuros «kulaks», hombres que lograban el control
de grandes extensiones, que las trabajaban mediante ayuda asalariada, y que
producían cosechas pagaderas en dinero en los mercados. Esos eran «los
tenaces y los fuertes» en. los que Stolypin ponía sus esperanzas. Simultánea­
mente, al permitir a los campesinos que vendiesen y que abandonasen el"m ir
(en general, serían los peores granjeros o las personas menos previsoras
quienes lo hiciesen), aceleraba la formación de una clase asalariada
migratoria, que, o bien solicitaría trabajo a los grandes granjeros, o bien
iría a ofrecer sus brazos a la ciudad. La creación de una fuerza de trabajo
móvil, y de un abastecimiento de artículos alimenticios producidos por los
grandes granjeros para el mercado, apresurarían, pues, la industrialización
de Rusia.
La política de Stolypin tuvo éxito. Entre 1907 y 1916, 6.200.000 familias,
de un total de 16 millones que cumplían los requisitos, recurrieron a la separa­
ción legal del mir. Existía, sin duda, la tendencia a la propiedad individual y a
la labranza independiente. Pero no deben exagerarse los resultados del

16 Ver págs. 283-285.

480
programa Stolypin. El m ir estaba lejos de haber sido destruido. Una gran
mayoría de campesinos continuaba todavía dentro del antiguo sistema de
derechos comunes y de restricciones comunales. La escasez de tierra seguía
siendo aguda en las zonas agrícolas donde los rendimientos eran más altos.
En el campo, seguía habiendo hambre de tierra y pobreza. Había «kulaks»,
desde luego, que suscitaban resentimiento y envidia, pero los más grandes
propietarios de la tierra seguían siendo los hombres dé la clase social alta.
Unos 30.000 terratenientes poseían cerca de 200 millones de acres de tierra, y
otros 200 millones de acres formaban otras grandes haciendas.
Stolypin no pudo llevar muy lejos su programa. El zar le prestaba un
apoyo sólo renuente. Los círculos reaccionarios veían con malos ojos sus
intromisiones y su orientación occidental. Los social-revolucionarios, natu­
ralmente, protestaban contra la disolución de las comunas. Incluso los
marxistas, que en teoría deberían aplaudir el avance del capitalismo en Rusia,
temían que las reformas de Stolypin pudieran poner fin al descontento
agrario. «Yo no espero vivir para ver la revolución», decía Lenin en aquellos
años. Stolypin fue asesinado cuando asistía al teatro en Kíev, en presencia
del zar y de la zarina, en 1911. Se cree que el asesino, miembro del ala
terrorista de los social-revolucionarios, era también un agente secreto de la
reaccionaria policía zarista. Es de señalar que el predecesor de Stolypin,
Plehve, y una docena, aproximadamente, de altos funcionarios, habían
muerto también a manos de asesinos, en los últimos años.
Pero, en última instancia, por violentó y medio bárbaro que fuese
todavía, el imperio ruso, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, estaba
avanzando en dirección a Occidente. Sus industrias se desarrollaban, sus
ferrocarriles se extendían, sus exportaciones alcanzaban un valor casi igual a
la mitad de las exportaciones de los Estados Unidos. Aunque no tenía un
gobierno parlamentario, tenía un parlamento. La propiedad privadá y el
capitalismo individualista iban extendiéndose a nuevas capas de la pobla­
ción. Había una libertad vigilada de la prensa, de la que puede ser un
buen ejemplo la fundación legal y descubierta del periódico del partido
bolchevique, Pravda, en San Petersburgo, en 1912. No puede decirse hasta
dónde habría llegado aquel proceso de desarrollo, porque estaba amenaza­
do, tanto desde la derecha como desde la izquierda, por obstinados y
oscurantistas reaccionarios que defendían el zarismo absoluto, y por revolu­
cionarios a quienes nada podía satisfacer, excepto el fin del zarismo y la
total transformación de la sociedad. Pero ambos extremos se vieron
desalentados. La indignación de los extremistas reaccionarios contra el
gobierno, la convicción de que, en cualquier caso, podrían perder su
posición muy pronto, tal vez hicieron de ellos el bando más decidido a
precipitar una guerra europea mediante el apoyo armado a los nacionalistas
servios. En cuanto a los partidos revolucionarios, y especialmente a los
bolcheviques, estaban descendiendo en el número de miembros, en vísperas
de la guerra, sus dirigentes vivían año tras año en el exilio, soñando con los
grandes días de 1905 que tercamente se negaban a repetirse, y, a véces,
admitiendo con pesimismo, como hacía Lenin, que no podría haber
revolución en su tiempo.

481
58. La Revolución de 1917

E l fin del zarismo: la Revolución de marzo de 1917

Una vez más, la guerra sometió al régimen zarista, a una prueba que no
pudo resistir. En aquella guerra, más «total» que ninguna de las habidas
hasta entonces, la cooperación voluntaria entre el gobierno y el pueblo era
indispensable para la victoria. El imperio zarista no pudo contar con este
requisito previo esencial. Las minorías nacionales de polacos, judíos,
ucranianos y otros, estaban descontentas. En cuanto a los socialistas, que en
todos los demás parlamentos europeos votaron en favor de los fondos para
financiar la guerra, los doce socialistas de la Duma, por otra parte
desunidos, se negaron a hacerlo y fueron inmediatamente encarcelados17. El
obrero y el campesino ordinarios se incorporaban al ejército, pero sin la
-convicción personal que animaba al hombre común en Alemania y en el
Occidente. Más decisiva fue la actitud de la clase media. Como sus
miembros deseaban patrióticamente la victoria rusa, el evidente desconcierto
del gobierno les resultaba intolerable. Los desastres con que se inició la
guerra en 1914, en Tannenberg y en los Lagos Masurianos, fueron seguidos
por el avance de las Potencias Centrales dentro de Rusia, en 1915, al precio
de 2 millones de soldados rusos muertos, heridos o prisioneros18.
Al estallar la guerra, los miembros de la clase media, como en todos los
países, ofrecieron su apoyo al gobierno19. Los zem stvos provinciales
formaron una unión de todos los zem stvos del imperio para facilitar la
movilización de la agricultura y de la industria. Grupos de hombres, de
negocios de Petrogrado (San Petersburgo perdió su nombre germánico en
aquel momento) formaron un Comité Comerciál e Industrial para obtener de
las fábricas el máximo de producción. El gobierno recelaba dé aquellos
signos de actividad pública que surgían fuera de los círculos oficiales. Por
otra parte, al organizarse de aquel modo, los miembros de la cíase media
adquirían conciencia de su propia fuerza y se hacían más críticos respecto a
la burocracia. Algunos funcionarios del propio ministerio de la guerra eran
conocidos por sus simpatías pro-germanas, pues se trataba de reaccionarios
que temían el liberalismo de Inglaterra y dé Francia, países con los que Rusia
estaba aliada.
La vida en la corte era .pintoresca támbién en Rusia. La zarina Alejandra,
alemana de origen, miraba con desprecio a todos los rusos ajenos a su
círculo, incitaba a su marido a comportarse como un autócrata orgulloso y
despiadado, y escuchaba los consejos de un hombre que sé áutodefinía cómo
santo, el misterioso Rasputín. Estaba convencida de que Rasputín poseía
poderes sobrenaturales y proféticos, porque, aparentemente, había curado
de hemofilia a su hijo, el zarevich. Por su influencia sobre ella, Rasputín
tenía voz en los nombramientos para altos cargos. Todos los que deseaban
una audiencia de la imperial pareja tenían que contar con él. Patriotas y
personas ilustradas de todas las clases protestaban inútilmente. En aquellas
17 Ver págs. 479, 510-511.
18 Ver págs. 438-439.
19 Ver págs. 452-453.

482
circunstancias, y dadas las derrotas militares, la unión de zem stvos y otros
organismos surgidos con la guerra se quejaban, no sólo de defectos de la
administración, sino de condiciones fundamentales del estado. El gobierno
respondía manteniéndolos a distancia. El régimen zarista, atrapado en una
guerra total, tenía miedo de la ayuda qué su propio pueblo le ofrecía.
Durante la guerra, en septiembre de 1915, se suspendió la Duma. Se
sabía que los reaccionarios —inspirados por la zarina, por Rasputín y por
otras fuerzas siniestras— esperaban que una victoria eri' la guerra hiciera
posible acabar con el liberalismo y con el constitucionalismo en Rusia. Así
pues, la guerra reavivó todas-las cuestiones políticas básicas que habían
estado latentes desde la Revolución de 1905. La unión de zem stvos pedía la
reunión de la Duma. La Duma se reunió en noviembre de 1916, y, a pesar de
haber sido siempre tan conservadora, expresó su enérgica indignación por la
forma en que se llevaban los asuntos. Entre todos los elementos de la
población, aumentaba el descontento por el curso de la guerra y por la
ineptitud del gobierno. En diciembre, Rasputín fue asesinádo por los nobles
de la corte. El zar comenzó a pensar en la represión, y suspendió
nuevamente la Duma. Se dotó de ametralladoras a la policía. Los miembros
de la Duma y de los nuevos organismos extragubemamentales llegaron a la
conclusión de que la situación sólo podía resolverse por la fuerza. Cuando
las personas moderadas, por lo general atentas sólo a sus propios asuntos,
llegan a tales conclusiones, es cuando la revolución se convierte en una
posibilidad política. El cambio de los moderados y de los liberales, su
necesidad de un coup d ’état para salvarse ellos mismos de los reaccionarios,
animaron también los proyectos, durante tanto tiempo fallidos, de la
minoría de revolucionarios profesionales.
Una vez más, fueron los obreros de Petrogrado los que precipitaron la
crisis. Los alimentos habían empezado a escasear, como en todos los países
beligerantes. Pero la administración zarista era demasiado torpe y estaba
demasiado desmoralizada por la corrupción, para establecer los controles
que en los demás países se habían hecho habituales, y que consistían, por
ejemplo, en la fijación de precios máximos y en la distribución de cartillas de
racionamiento. Eran los más pobres los que más agudamente sentían la
escasez de alimentos. El día 8 de marzo de 1917, estallaron motines para
reclamar alimentos, que pronto desembocaron, sin duda con la ayuda de los
intelectuales revolucionarios, en insurrecciones políticas. Las multitudes
gritaban: «¡Muera el zar!». Las tropas de la ciudad se negaban a disparar
contra los insurgentes; el motín y la insubordinación se extendían de una
unidad a otra. En unos pocos días, se había organizado en Petrogrado un
Soviet de Diputados de los Obreros y de los Soldados, según el modelo
de 1905.
Los dirigentes dé la clasé media, con el gobierno ahora impotente, pedían
la destitución del mismo y la formación.de otro nuevo que contase con la
confianza de una mayoría de la Duma. El zar se vengó dispersando la
Duma. La Duma creó un comité ejecutivo que se hiciese cargo de la;
situación, hasta que ésta se aclarase. Ahora había dos huevas autoridades-en
la ciudad: una, el comité de la Duma, esencialmente moderado, constitucio-
nalista y relativamente legal; la otra, el Soviet de Petrogrado, que represen­

483
taba a las fuerzas revolucionarias que surgían espontáneamente del pueblo.
El Soviet de Petrogrado (o «consejo» de obreros) había de desempeñar,
en 1917, un papel similar al de la Comuna de París de 1792, empujando
constantemente hacia la izquierda a la autoridad pretendidamente más alta y
de mayor dimensión nacional. El Soviet se convirtió en el auditorio público y
en el centro administrativo del levantamiento de la clase obrera. Como, en
líneas generales, sus concepciones eran socialistas, todas las facciones de
socialistas doctrinarios —social-revolucionarios, mencheviques, bolchevi­
ques— trataban de dominarlo y de utilizarlo para sus propios fines.
El comité de la Duma, bajo presión del Soviet de Petrogrado, creó, el día
14 de marzo, un Gobierno Provisional bajo la presidencia del Príncipe Lvov.
Los liberales de la Duma, como una concesión al Soviet, admitieron a un
socialista en el nuevo gobierno, Alejandro Kerensky, un social-revoluciona-
rio moderado y legalista, y accedieron, además, a pedir la abdicación de Nico­
lás II. El zar estaba entonces en el frente. Trató de regresar a su palacio,
cerca de Petrogrado, pero el tren imperial fue detenido y obligado a volverse
por las tropas. El ejército, fatalmente, estaba poniéndose al lado de la
Revolución. Los propios generales en el campo de batalla, incapaces de
garantizar la lealtad de sus hombres, aconsejaron la abdicación. Nicolás
cedió; su hermano, el gran duque, se negó a sucederle; y, el día 17 de marzo
de 1917, Rusia se convirtió en una república.

L a Revolución Bolchevique: noviem bre de 1917

El Gobierno Provisional, siguiendo los mejores precedentes de las


revoluciones europeas, convocó elecciones mediante sufragio masculino
universal para una Asamblea Constituyente, que se reuniría a finales del
año y que prepararía una constitución para el nuevo régimen. Trató también
de continuar la guerra contra Alemania. En julio, se organizó una ofensiva,
pero los ejércitos, desmoralizados, fueron derrotados rápidamente. Mientras
se esperaba una decisión final por parte de la Asamblea Constituyente, el
Gobierno Provisional prometió una total redistribución de la tierra a los
campesinos, pero no cumplió la promesa. Entre tanto, los campesinos,
empujados por el antiguo hambre de tierra, estaban ya invadiendo los
distritos rurales, incendiando y saqueando. En el frente, los ejércitos se
desvanecían; muchos altos oficiales se negaban a servir a la república, y
masas de soldados campesinos volvían las espaldas, simplemente, y se iban a
casa, pues no querían estar ausentes mientras se estaban repartiendo las
tierras. El Soviet de Petrogrado, en oposición al Gobierno Provisional,
exigía la inmediata terminación de la guerra. Temiendo a los oficiales
reaccionarios, el día 14 de marzo publicó su Orden núm. 1, confiando el
mando en el ejército a comités elegidos por los oficiales y por los soldados.
La disciplina se hundió.
Así pues, la Revolución estaba ya muy avanzada cuando Lenin y los
otros bolcheviques llegaron a Petrogrado, a mediados de abril20. Inmediata­

20 Ver págs. 471-472.

484
mente, se pusieron al lado del Soviet de Petrogrado contra el Gobierno
Provisional, y con los soviets similares que habían surgido en otras partes del
país. En julio, un levantamiento armado de soldados y de marinos, que el
comité central bolchevique desautorizó como prematuro, fue sofocado. Los
bolcheviques fueron acusados, y Lenin tuvo que huir a Finlandia. Pero, en
busca del apoyo popular, el Gobierno Provisional nombró presidente al
socialista Kerensky, en lugar del Príncipe Lvov, en una difícil coalición de
socialistas moderados y de liberales. La posición intermedia de Kerensky
pronto se vio amenazada desde la derecha. El jefe militar recientemente
nombrado, General Kornílov, envió una fuerza de caballería para restablecer
el orden. No solamente los conservadores, sino también los liberales,
deseaban que triunfase, con la esperanza de que suprimiría los soviets. El
movimiento de Kornílov fue derrotado, pero con la ayuda de los bolchevi­
ques que se unieron a otros socialistas, y de los soldados revolucionarios de
la ciudad, que presentaron una resistencia armada. Los radicales denuncia­
ron a los liberales como cómplices del intento contrarrevolucionario de
Kornílov, y ambos bandos acusaron a Kerensky de haber permitido que el
complot se fraguase bajo su gobierno. Liberales y socialistas moderados
abandonaron a Kerensky, y él tuvo que formar un gobierno de inseguro
apoyo político. Mientras tanto, la escasez de alimentos se agravó, con los
transportes desorganizados y con la población campesina en rebeldía, de
modo que los obreros de las ciudades prestaban oídos, cada vez más
gustosamente, a los agitadores más extremistas.
Los bolcheviques adaptaron su programa a lo que parecían querer los
elementos más levantiscos del pueblo revolucionario. Lenin se concentró en
cuatro puntos: primero, la paz inmediata con las Potencias Centrales;
segundo, redistribución de la tierra a los campesinos; tercero, entrega de las
fábricas, de las minas y de otras instalaciones industriales de los capitalistas
a los comités de obreros de cada entidad; y, cuarto, reconocimiento de los
soviets como poder supremo, en lugar del Gobierno Provisional. Lenin, a
pesar de ser un rígido dogmático en cuestiones abstractas, era un táctico
flexible y audaz; y su programa de 1917 estaba dictado por la situación
inmediata de Rusia, más que por consideraciones de marxismo teórico. Lo
que se necesitaba era conquistar a los soldados,'a los campesinos y a los
obreros, prometiéndoles «paz, tierra y pan». Con este programa, y mediante
infiltraciones y estratagemas parlamentarias, a la vez que por su exactitud
como profetas políticos —al predecir la contrarrevolución de Kornílov y al
«desenmascarar» la tendencia de los liberales moderados a apoyarla—, los
bolcheviques alcanzaron una mayoría en el Soviet de Petrogrado y en los
soviets de todo el país.
Lenin lanzó inmediatamente la consigna: «¡Todo el poder para los
soviets!», para aplastar a Kerensky y para anticipar la inmediata Asamblea
Constituyente. Kerensky, para ampliar la base en que se apoyába, e incapaz
de esperar a la Asamblea Constituyente, convocó una especie de pre-parlá-
menio que representase a todos los partidos, a los sindicatos y á los
zemstvos. Lenin y los bolcheviques boicotearon su pre-parlamento. En su
lugar, convocaron un Congreso de los Soviets de toda Rusia.
Lenin consideraba ahora que había llegado el momento de tomar el
485
poder. También los bolcheviques estaban divididos, pues muchos, como
Zinoviev y Kamenev, se oponían a la operación, pero Lenin estaba
respaldado por Trotsky, por Stalin y por una mayoría del Comité Central
del Partido. Las tropas de guarnición en Petrogrado Votaron por el apoyo a
los soviets, que los bolcheviques controlaban ahora. En la noche del 6 al 7 de
noviembre de 1917, los bolcheviques se apoderaron de la oficina central de
teléfonos, de las estaciones de ferrocarril y .d e ja s instalaciones de energía
eléctrica de la ciudad. Un barco de guerra apuntó sus cañones hacia el
Palacio de Invierno, en el que se hallaba reunido el gobierno de Kerensky. El
gobierno no pudo encontrar a casi nadie que lo defendiese. El Congreso de
los Soviets, reunido apresuradamente, declaró depuesto al Gobierno, Provi­
sional, y nombró, en su lugar, un Consejo de Comisarios del Pueblo, cuyo
presidente fue Lenin. Trotsky fue nombrado comisario para asuntos
exteriores, y Stalin, comisario para las nacionalidades. Kerensky .huyó,
llegando, al fin, a los Estados Unidos, donde vivió hasta 1970, año de su
muerte.

En el Congreso de los Soviets, Lenin introdujo dos resoluciones. Una


exhortaba a los gobiernos beligerantes a negociar una «paz democrática
justa», sin anexiones ni indemnizaciones; la segunda abolía, inmediatamente
y sin compensación, «toda la propiedad de la tierra». Aunque estaban
decididos a implantar una dictadura del proletariado, los bolcheviques
conocían la importancia de los campesinos rusos. Los millones de acres
pertenecientes a las grandes haciendas que ahora se expropiaban venía a
proporcionar una base de apoyo al nuevo régimen, sin la que éste difícilmente
habría podido sobrevivir.

Así se produjo la Revolución Bolchevique o Revolución de Noviembre21.


Pero seguía contándose con la Asamblea Constituyente, tan largo tiempo
esperada. Esta se reunió én enero dé 1918. Treinta y seis millones de
personas habían votado en favor de ella. De aquellos treinta y seis millones,
9 habían votado a diputados bolcheviques, demostrando que el programa
bolchevique, lanzado menos de un año antes por. un pequeño grupo de
emigrados, contaba con un amplio apoyo de las masas. Pero casi 21 millones
habían votado por el partido de Kerensky, los social-revolucionarios filo-
campesinos, agrario-populistas y rusos de origen. Pero Lenin dijo que
«entregar el poder a la Asamblea Constituyente sería transigir, una vez
más, con la peligrosa burguesía». La Asamblea se disolvió al segundo día de
sus sesiones; marinos armados, enviados por los comisarios del pueblo, la
rodearon, sencillámente. La disolución de la Asamblea Constituyente fue
una abierta repulsa de la norma de la mayoría en favor de la «norma de
clase» —que sería ejercida, en nómbre del proletariado, por los bolchevi­
ques. Entonces se estableció la dictadura del proletariado. Dos meses
después, en marzo de 1918, los bolcheviques pasaron a llamarse Partido Co­
munista.

21 C o n o c id a tam bién co m o la'R ev o lu ció n de O c tu b re , p o rq u e : según el calen d ario ju lia n o


u tilizad o en R usia hasta 1918, los aco n tecim ien to s descrito s tuv ieron lu g ar en o c tu b r e /

486
El nuevo régimen: la Guerra Civil, 1918-1922

En aquellos mismos meses, los comunistas o bolcheviques hicieron la paz


de Brest-Litovsk con Alemania, entregando a este país el control sobre las
provincias bálticas, sobre Polonia y sobre Ucrania. Se abandonaban, pues,
las conquistas de dos siglos; desde los días de Pedro el Grande, la frontera
rusa no había estado tan lejos de la Europa central. A Lenin no le
importaba. Estaba convencido de que los acontecimientos a cuya cabeza
acababa él de ponerse en Rusia eran el preludio de un levantamiento general;
de que la guerra, que aún continuaba en el Occidente, conduciría a toda
Europa a la inevitable revolución proletaria o marxista; de que la Alemania
Imperial estaba, por lo tanto, condenada; y de qué los polacos, los
ucranianos y los otros no tardarían en surgir, al igual que los propios
alemanes, como pueblos socialistas libres. En todo caso, era, en gran parte,
gracias a sus promesas de . paz como Lenin había conquistado el apoyo
suficiente para derrocar a Kerensky, el cual, ante aquella profunda demanda
popular, se había demorado excesivamente, esperando a que Inglaterra y
Francia liberasen a Rusia de las obligaciones que sobre ella pesaban como
aliada. Pero la paz real no llegó, porque el país se hundió inmediatamente en
la guerra civil.
No solamente los antiguos reaccionarios zaristas, ni solamente los
liberales, los burgueses, los hombres de los zem stvos y los demócratas
constitucionales, sino también todos los tipos de socialistas anti-leninistas,
los mencheviques y los social-revolucionarios, se dispersaron en todas
direcciones para organizar la resistencia contra el régimen de los soviets y de
los comisarios del pueblo, y obtuvieron la ayuda de los aliados occidentales.
Ambos bandos luchaban por el apoyo de los campesinos. ■
En cuanto al nuevo régimen, la más antigua de sus instituciones era el
Partido, fundado como ala de los socialdemócratas en 1903; le seguían en
antigüedad los soviets, que databan de 1905 y de 1917; y venía luego el
Consejo de Comisarios del Pueblo, creado el día del coup d ’état. La primera
institución fundada bajo el nuevo orden fue una policía política, una
Comisión Extraordinaria Pan-Rusa de Lucha Contra la Contrarrevolución, la
Especulación y el Sabotaje, generalmente conocida, por sus iniciales rusas,
como la Cheka, y, en años posteriores, sin ningún cambio fundamental de
métodos ni de objetivo, con los nombres sucesivos de OGPU, NKVD, MVD,
y KGB. Se estableció, el 7 de diciembre de 1917. En enero de 1918, se fundó
el Ejército Rojo, con León Trotsky como comisario de guerra y, virtualmen­
te, como su creador. En julio, se promulgó una constitución.
En política social, los bolcheviques, al principio, no adoptaron grandes
planes, contentándose con una mezcla de principios y de conveniencias,
conocido como «comunismo de guerra». Nacionalizaron algunas de las más
grandes empresas industriales, pero dejaron el grueso de las mismas bajo el
control de los comités de obreros. El problema acuciante era el de encontrar
alimentos, que habían dejado de circular a través de los canales normales.
Los campesinos, de un modo muy semejante a lo ocurrido en.la Revolución
Francesa en circunstancias similares —un dinero sin valor, títulos de;
propiedad inseguros, asalariados de difícil control, bandidaje armado, y un

487
dudoso futuro—, producían menos alimentos de los habituales, los consu­
mían ellos mismos, o los acumulaban en sus propias granjas. La respuesta
del gobierno y de los obreros de la ciudad fue también muy semejante a la de
1793. El nuevo gobierno estableció requisas, exigió a los campesinos que
hiciesen las «entregas» acordadas, e invitó a los sindicatos a enviar
destacamentos armados por todo el país para procurar alimentos por la
fuerza. Como eran los grandes granjeros, naturalmente, los que tenían
los excedentes, se les acusó de la infamia de querer matar de hambre al
pueblo. Estalló la lucha de clases, violenta, feroz y elemental, entre los
granjeros que temían que su misma subsistencia y sus propiedades les serían
arrebatadas, y las gentes de las ciudades, a menudo apoyadas por trabajado­
res agrícolas hambrientos, a quienes la carestía empujaba hasta la desespera­
ción. Muchos campesinos, especialmente los granjeros más importantes, se
unieron por ello a los dirigentes político antibolcheviques.
Por todas partes surgían centros de resistencia. En el valle del D on, se
reunió un pequeña fuerza bajo el mando de Kornilov y de Denikin, con
muchos oficiales del ejército, terratenientes de la clase alta y hombres de
negocios expropiados, incorporados a ella. Los social-revolucionarios con­
gregaban a sus seguidores en el curso medio del Volga. En Omsk, un gru­
po desafecto proclamó la independencia de Siberia. Como organización
militar, la más importante fue una fuerza de unos 45.000 checos, que
habian sido hechos prisioneros o habían desertado de los ejércitos austro-
húngaros, y que luego se habían organizado como una Legión Checa para
luchar al lado de Rusia y de los aliados. Tras la Revolución de Noviembre y
la paz de Brest-Litovsk, aquellos checos decidieron abandonar Rusia por la
ruta del Ferrocarril Transibcriano, regresar a Europa por vía marítima y
reanudar la lucha en el frente occidental. Cuando los oficiales bolcheviques
trataron de desarmarlos, ellos se unieron a los social-revolucionarios en el
Volga.
Los gobiernos aliados creían que el bolchevismo era una locura temporal
que con un pequeño esfuerzo podría detenerse. Querían, sobre todo,
reincorporar a Rusia a la guerra contra Alemania. Mientras se prolongase la
guerra en Europa, ellos no podrían llegar a Rusia por el Mar Negro ni por el
Báltico, Una pequeña, fuerza aliada tom ó Murmansk y Arkangel, en el
norte. Sin embargo, para la intervención militar aliada, la mejor entrada
estaba en el Lejano Oriente, a través de Vladivostok. Lois japoneses, que
habian negado ayuda militar a sus aliados en cualquier otro escenario,
recibieron esta propuesta con entusiasmo, viendo en la ruina del imperio
ruso una excepcional oportunidad para desarrollar su esfera de influencia en
el Asia Oriental. Se acordó que una fuerza militar interaliada desembarcaría
en Vladivostok, cruzaría Siberia, se uniría con los checos, acabaría con el
bolchevismo, y caería sobre los alemanes por el este de Europa. Para aquel
ambicioso proyecto, Inglaterra y Francia no podían facilitar soldados,
comprometidas como estaban en el frente occidental; las fuerzas acabaron
siendo americanas y japonesas, o, más bien, casi enteramente japonesas,
pues el Japón contribuyó con 72.000 hombres y los Estados Unidos sólo con
8.000. Desembarcaron en Vladivostok, en agosto de 1918.
La guerra civil se prolongó hasta 1920, o todavía más, en algunos sitios.

488
Se convirtió en una confusa lucha, en la que los bolcheviques peleaban
contra los disidentes rusos y contra la intervención extranjera. Pelearon en
Ucrania, primero contra los alemanes y después contra los franceses, que
ocuparon Odessa tan pronto como la guerra terminó en Europa. Los
bolcheviques reconquistaron Ucrania, Armenia, Georgia y Azerbaidján, que
habían declarado su independencia; en el sur, pusieron en fuga a cien mil
«blancos» mandados por Wrangel; y pusieron fuera de combate al almirante
Kolchak, que, con un ejército blanco en Siberia, se proclamaba gobernante
de toda Rusia. En 1920, los bolcheviques sostenían una guerra con la nueva
república de Polonia, que estaba escasamente organizada cuando se lanzó a
recuperar los grandes territorios ucranianos y rusos blancos que habían sido
polacos antes de 177222. Las tropas inglesas, francesas y americanas
continuaron en Arkangel hasta finales de 1919, y las japonesas en
Vladivostok hasta finales de 1922.
Pero las fuerzas anti-bolcheviques nunca llegaron a unirse. Los. rusos
anti-comunistas representaban cada uno de los colores del espectro político,
desde los zaristas impenitentes hasta los social-revolucionarios del ala
izquierda. Muchos de los derechistas anti-bolcheviques se enfrentaban
abiertamente con los campesinos, al proceder a restituir las haciendas
expropiadas, en las zonas que ellos iban ocupando; muchos se entregaron a
represalias vengativas, en una especie de «terror blanco». Tampoco los
aliados llegaron a ponerse de acuerdo; los franceses enviaban tropas a
Ucrania y ayudaban a los polacos, pero los ingleses y los americanos querían
verse libres de toda complicación militar, tan pronto como se firmase el
armisticio con Alemania. Por otra parte, León Trotsky forjó en el crisol de
las guerras civiles el duro y sólido metal del Ejército Rojo, reclutándolo,
organizándolo, dotándolo de disciplina, equipándolo como mejor pudo,
designando comisarios políticos que lo vigilasen, y asegurándose de que sus
altos puestos de mando estaban ocupados por oficiales dignos de confianza.
Los bolcheviques denunciaron la intervención extranjera y apelaron al
patriotismo nacional; y conquistaron el apoyo campesino mediante la
distribución de la tierra. En 1922, los bolcheviques, o comunistas, se habían
establecido en las fronteras del antiguo imperio zarista en todas las
direcciones, excepto en el lado europeo. Allí, seguía independiente la franja
de los estados bálticos del cordon sanitaire; Rumania había obtenido
Besarabia, llegando ahora la nueva frontera rumana casi hasta Odessa; y
Polonia, como resultado de la guerra de 1920, conservaba una frontera
mucho más al este de lo que los propios aliados habían pretendido. Rusia
había perdido miles de kilómetros cuadrados de territorio y de zonas tapón,
ganados por los zares a lo largo de los siglos. Y habían de continuar perdi­
dos hasta la Segunda Guerra Mundial. Pero se consiguió la paz, y el régi­
men se mantuvo.
Fue durante aquellas guerras civiles cuando el Terror Rojo estalló en
Rusia. Al igual que el famoso Terror en la Francia de 1793, fue, en parte, una
respuesta a la guerra civil y a la extranjera. Ante el Terror bolchevique,
palideció el antiguo Terror jacobino. Diferían entre sí, como la crueldad y la

22 Ver m apa 2.

489
violencia endémicas en la vieja Rusia diferían de los hábitos más humanos o
legales de la Europa occidental. Miles de personas fueron fusiladas
simplemente como rehenes (una práctica desconocida en Europa durante
siglos); y otros miles, sin las formalidades sumarias siquiera de los tribunales
revolucionarios. La cheka fue la más formidable policía política hasta enton­
ces conocida. El Terror bolchevique se proponía la exterminación física de to­
dos los que se oponían al nuevo régimen. Unos antecedentes de clase burguesa
eran suficientes para confirmar la culpabilidad de la persona acusada de
conspirar contra el estado soviético. Como dijo un jefe de la Cheka: «Las
primeras preguntas que debes formular a la persona acusada son: ¿a qué
clase pertenece, cúal es su origen, cuál fue su educación, y cuál es sü
profesión? Estas preguntas decidirán la suerte del acusado. Esta es la esencia
del Terror Rojo.» Pero unos antecedentes de clase obrera tampoco
importaban mucho. En 1918, una joven llamada Fanny Kaplan disparó
contra Lenin y le hirió. La joven declaró que había apoyado la Asamblea
Constituyente, que sus padres habían emigrado a América en 1911, que tenia
seis hermanos y hermanas de la clase obrera, y reconoció que había
intentado matar a Lénin. Naturalmente, fue ejecutada, como otros lo fueron
en Petrogrado. Cuando los marinos de Kronstadt, que figuraban entre los
primeros adeptos ganados por los bolcheviques, se levantaron en 1921,
oponiéndose a la dominación de los soviets por el Partido (amenazando con
una especie de brote izquierdista de la revolución, como el de los hébertistas
que se habían opuesto a Robespierre), fueron motejados de pequeños bur­
gueses y fusilados por millares. El Terror alcanzó a los propios revoluciona­
rios, completamente igual que a la burguesía, y había de continuar haciéndolo
mucho después de que la Revolución estuvo asegurada.
El Terror logró su objetivo. Juntamente con las victorias del Ejército
Rojo, estableció el nuevo régimen. Los «burgueses» que sobrevivieron
adoptaron el tinte protector de «trabajadores». Ningún burgués, en cuanto
tal, volvió nunca a atreverse a tomar parte en la política de Rusia. Los
mencheviques y otros socialistas huidos a Europa contaban terribles historias
de la contribución humana cobrada por Lenin. Los socialistas europeos,
horrorizados, repudiaron el comunismo como una atroz, bizantina y asiática
perversión del marxismo. Péro, cualquiera que fuese el precio, Lenin y sus
seguidores podían ahora comenzar a construir la sociedad socialista, tal
como ellos la concebían.

59. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas

El gobierno: las nacionalidades y el federalism o

Con el final de las guerras civiles y de la intervención extranjera, y con la


terminación de la guerra con Polonia, fue posible, en 1922, establecer la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Sus primeros miembros fueron
cuatro: la República Socialista Federada Soviética Rusa, la República
Socialista Soviética de Ucrania, la República Socialista Soviética de Rusia

490
blanca y la República Socialista Soviética de Transcaucasia23. En la nueva
Unión, que geográficamente sustituía al antiguo imperio ruso, no se utilizó
oficialmente el nombre de Rusia. La concepción dominante era una
combinación de lo nacional y de lo internacional: reconocer la nacionalidad
mediante la concesión de autonomía a los grupos nacionales, a la vez que se
conservaba aquellos grupos integrados en una superior unión y se permitía la
incorporación de nuevos grupos, independientemente de las fronteras históri­
cas. En 1922, aún se mantenía viva la esperanza de la revolución mundial. La
constitución, formalmente adoptada en 1924, proclamaba que la fundación
de la U .R .S.S. era «un paso decisivo en el camino que conducía a la unión
en una sola República Socialista Soviética Mundial de los trabajadores de
todos los países». Establecía la Unión, en principio, fluida y expansiva,
declaraba que todas las repúblicas miembros podían separarse (ninguna lo
hizo nunca) y que podían agregarse repúblicas socialistas de nueva forma­
ción. Cuando, con ocasión de la Segunda Guerra Mundial, la U.R.S.S.
recuperó territorios segregados de la Rusia zarista después de la Primera
—Besarabia de Rumania, Karelia de Finlandia, partes de la Rusia Blanca y
Ucrania de Polonia, y Estonia, Letonia y Lituania tras dos décadas de
independencia—, aquellos territorios fueron sovietizados y agregados a la
Unión como repúblicas en un pie de igualdad legal con las antiguas.
El principio federal en la U .R .S.S. estaba destinado a resolver el '
problema del nacionalismo. El zarismo, en sus últimas décadas, había
tratado de abordar este problema, mediante la rusificación inmediata. Las
nacionalidades se habian resistido, y el descontento nacionalista habia sido
una de las fuerzas que fatalmente habían debilitado el imperio. El
nacionalismo, o la exigencia de que los grupos nacionales tuvieran su propia
soberanía política, no sólo había destruido el imperio austro-húngaro, sino
que había «balcanizado» la Europa central y la oriental. En 1922, la
U .R .S.S., que ocupaba una sexta parte de la extensión terrestre del mundo,
limitaba al oeste con una Europa que, en una vigésimo-séptima parte de la
superficie terrestre del mundo, contenía veintisiete países independientes.
En la Unión Soviética, se hablaban cien lenguajes, y, dentro de sus
fronteras, se reconocían cincuenta nacionalidades distintas. Muchas de ellas
eran sumamente pequeñas, grupos fragmentarios o comunidades aisladas,
restos del flujo y reflujo de la humanidad en el Asia interior, a lo largo de
miles de años. Muchas eran muy primitivas, y carecían de conciencia
política. Todas las nacionalidades reconocidas recibían una autonomía
cultural, o el derecho a emplear su propio lenguaje, a tener sus escuelas, a
llevar sus trajes y a conservar sus tradiciones, sin interferencia alguna.
Indudablemente, las autoridades soviéticas favorecieron el desarrollo del
nacionalismo cultural. Unos cincuenta lenguajes adoptaron la forma escrita
por primera vez, y el nuevo régimen estimuló la interpretación de canciones
nacionales, la ejecución de danzas y la compilación del folklore. Adminis­
trativamente, las nacionalidades se situaron a distintos niveles, con distintos
grados de identidad peculiar, según su extensión, su grado de civilización, o
su importancia. Unas constituyeron sólo «distritos nacionales», otras

23 Ver tabla de la pág, 515.

491
«regiones autónomas», y otras «repúblicas autónomas» dentro de una
república soviética federada. Las más importantes eran estas repúblicas
soviéticas federadas. La segunda constitución, adoptada en 1936, creó una
cámara legislativa superior, el Soviet (o Consejo) de las Nacionalidades, a la
que cada república de la Unión enviaba veinticinco delegados, cada
«república autónoma», once, cada «región autónoma» cinco, y cada
«distrito nacional» uno. En realidad, la R.S.F.S. Rusa, con más de la mitad
de la población y con tres cuartas partes del territorio de la Unión,
predominaba sobre las demás. Cuando a la República Rusa se agregaron las
Repúblicas Ucraniana (o Pequeña Rusa) y Rusa Blanca, cuyas poblaciones
no eran muy diferentes de los Grandes Rusos, se acentuó el carácter
abrumadoramente ruso y eslavo de la Unión.
La estructura federal confirió, sin duda, una cierta dignidad, un
auto-respeto y un sentimiento de cooperación igual a muchas de las
numerosas minorías. Pero los derechos políticos eran severamente limitados
por la concentración de la autoridad en manos del gobierno federal y del
Partido Comunista, así como por la abrumadora preponderancia eslava.
Carecía de toda entidad la pretensión formal de que cada república
integrante era soberana, de que tenía derecho a separarse y de que tenía
derecho a gobernar sus propios asuntos, sobre cuya base los soviéticos
demandaban dieciseis votos (y consiguieron tres) en las Naciones Unidas,
cuando éstas se constituyeron en 1945. Además, durante la Segunda Guerra
Mundial, se puso de manifiesto que el separatismo no había muerto del
todo, manteniéndose especialmente vivo en Ucrania. Cuatro repúblicas
autónomas y una región autónoma fueron oficialmente disueltas por
separatistas, así como por actividades colaboracionistas. Persistían las
reivindicaciones por parte de muchas minorías, por motivaciones políticas e
incluso culturales; en años posteriores, los judíos soviéticos formularon
muchas demandas. Pero, en compensación, los soviets llevaron a cabo
muchas realizaciones para impedir la desintegración de su estado multina­
cional, concediendo a las nacionalidades una medida de auto-expresión
política y cultural, a la vez que, en materias fundamentales, consolidaban la
autoridad y el control centrales, dentro del conjunto de la estructura
comunista.

El gobierno: paralelismo del Estado y del Partido

El gobierno de la Unión, y el de cada república integrante, seguía un


modelo elaborado durante la Revolución y recogido en la constitución de
1924, y en la ulterior constitución promulgada en 1936. Su característica
principal era un sistema de paralelismo. D e una parte, se hallaba el estado;
de otra, en paralelismo con el estado, pero técnicamente sin formar parte de
él, se hallaba el partido. Había entre los dos una relación de estrecha
coherencia.
En el marco del estado, la institución distintiva era el consejo o soviet.
Aquí se celebraban elecciones, y la autoridad procedía de abajo a arriba.
Bajo la constitución de 1924, solamente los «trabajadores» tenían derecho al

492
voto. Los burgueses supervivientes, los comerciantes privados, «las personas
que utilizasen el trabajo de otros para obtener una ganancia», así como los
sacerdotes, eran excluidos del sufragio. Predominaba un sistema indirecto de
elecciones. En cada pueblo y en cada ciudad, los votántes elegían un soviet
local; el soviet local elegía los delegados a un soviet provincial, que, a su vez,
enviaba delegados a un soviet de la república (Rusa u otra); los soviets de
estas repúblicas enviaban delegados a un Congreso de Soviets de toda la
Unión, que era el supremo organismo legislativo del país. Los soviets de
todos los niveles elegían a los funcionarios ejecutivos; el Congreso de los So­
viets elegía el Consejo de Comisarios del Pueblo, o gobierno.
En la constitución de 1936, se introdujo un procedimiento democrático
más directo, en cuanto a la parte del estado en el paralelismo. En adelante, los
votantes elegían directamente a los miembros de los soviets superiores, se
adoptaba un voto secreto, y ya no se negaba el voto a ninguna clase. Se
creaba un parlamento bicameral, con una cámara alta, el Soviet de las
Nacionalidades, y una cámara baja, un Soviet de la Unión, en el que había
un representante por cada 300.000 personas de todo el país. El Soviet
Supremo, con sus dos cámaras, elegía un organismo más reducido, el
Presidium, que funcionaría cuando no estuviesen reunidas las cámaras. El
presidente del Presidium ocuparía el cargo de «presidente» o nominal jefe de
estado de la U .R .S.S. El Presidium supervisaba al Consejo de Comisarios
del Pueblo o Consejo de Ministros, como pasó a llamarse después de 1946,
que continuaba siendo elegido por el Soviet Supremo. El presidente del
Consejo de Ministros era, en términos occidentales, el primer ministro. Por
parte del estado, tal como se establecía en la constitución, y especialmente en
la constitución de 1936, el gobierno incorporaba muchos rasgos aparente­
mente democráticos.
Pero junto al estado, en todos los niveles y en todas las localidades,
estaba el partido. No se permítía más que un solo partido, el Comunista,
aunque tanto para los soviets como para otros puestos oficiales podían ser
elegidos miembros que no perteneciesen al partido. En el partido, la
autoridad comenzaba en la cima e iba de arriba a abajo. En su cúspide
estaba el Comité Central, cuyos miembros aumentaron desde unos setenta en
los años 1930 a más del doble en años posteriores. El Comité Central
trabajaba mediante un secretariado ejecutivo dirigido por un secretario
general, y mediante un Orgburo y un Politburo, subcomités encargados,
respectivamente, de las cuestiones de organización del partido y de política
del partido. El Comité Central, o un grupo del mismo, y especialmente el
secretario general, decidía el número de miembros del Comité y de los
subcomités. También asignaba, trasladaba y daba órdenes a los miembros
del partido, a través de los sucesivos niveles inferiores de su organización.
Aunque se celebraban congresos del partido con intervalos de pocos años
antes de la Segunda Guerra Mundial, por lo general se limitaban a aprobar
las decisiones ya adoptadas por el Comité central. En realidad, era el
Politburo24, de una docena de hombres aproximadamente, el que dominaba
el Comité Central. El poder y la autoridad iban de arriba a abajo y de dentro

24 Durante algún tiempo, en los años de 1952 a 1966, se llamó el Presidium.

493
a fuera, como en un ejército, o como en un órgano gubernamental
sumamente centralizado, o como en una gran empresa privada de Occidente,
con la salvedad de que el partido no estaba sujeto a ningún control exterior.
La disciplina se imponía también, en formas no empleadas en los países
liberales, y se contaba con la terrible maquinaria de la policía secreta para su
utilización en casos extremos contra miembros del partido o contra personas
que no pertenecían a él.
El número de miembros del partido, entre hombres y mujeres, que no
podía haber sido superior a los 70.000 en el momento de la Revoluciónase
elevaba a unos 2 millones eñ 1930, a 3 millones en 1940, a 8 millones
en 1960, y a 15 millones a finales de los años 1970. El ideal leninista de un
partido pequeño, compacto y dócil, formado por trabajadores fieles y
celosos, dispuestos a cumplir las órdenes, el ideal que había impulsado a los
bolcheviques a separarse de los mencheviques en 1903, seguía caracterizando
al Partido Comunista de la Unión Soviética. Los antiguos bolcheviques, los
que habían sido miembros en los difíciles años anteriores a 1917, continua­
ron ocupando, durante mucho tiempo, los puestos de Politburo y otros
importantes cargos del partido. Una vez que estuvo claro que la Revolución
se mantendría, el problema que se planteó fue el de impedir una invasión de
«carreristas», de personas que sólo deseaban pertenecer a la nueva minoría
gobernante, antiguos mencheviques, social-revolucionarios, o incluso anti­
guos burgueses que ahora ostentaban colores comunistas. Un partido de 2
millones de hombres, aunque pequeño si se comparaba con la población de
la U .R .S.S., representaba, de todos modos, un enorme crecimiento para el
partido en sí mismo, en el que por cada antiguo miembro (de los anteriores a
1917) había ahora miles de miembros nuevos. Para mantener la unidad del
partido en las nuevas circunstancias, se impuso una rigurosa uniformidad.
Los miembros hacían un intensivo estudio de los principios del marxismo-
leninismo, adoptaban el materialismo dialéctico como una filosofía e incluso
como una forma de religión, aprendían a aceptar las órdenes sin dudas ni es­
crúpulos, y a ejercer un liderazgo autoritario, una asistencia o unas explica­
ciones de política a las masas de miembros sin partido entre quienes ellos
trabajaban. La base de la estructura del partido se componía de pequeños
núcleos o células. En cada fábrica, en cada mina, en cada oficina, en cada
clase de las universidades y de las escuelas técnicas, en cada sindicato, en
cada una, por lo menos, de las aldeas mayores, una, dos o una docena de
personas locales (obreros fabriles, mineros, oficinistas, estudiantes, etc.)
pertenecían al partido y explicaban los puntos de vista y los objetivos del
partido al conjunto.
La función del partido, en términos marxistas, consistía en hacer realidad
la dictadura del proletariado. Se trataba de conducir al pueblo, en su
conjunto, a la realización del socialismo, y, en las cuestiones diarias, de
coordinar el pesado mecanismo del gobierno y conseguir que funcionase.
Los miembros del partido estaban presentes en todos los niveles. Los mismos
hombres se sentaban, en el marco del partido, en el Politburo del Comité
Central, y, en el marco del estado, en el Consejo de Comisarios del Pueblo.
En el nivel inmediatamente inferior, en los soviets de la Unión y de las
repúblicas componentes, eran numerosos los miembros del partido. A

494
medida que se continuaba descendiendo, los miembros del partido ibari
siendo menos. En un pequeño soviet rural, era posible que nadie, en
absoluto, perteneciese al partido; los hombres del consejo de la aldea
recibían instrucciones, exhortaciones o «charlas de estímulo» de miembros
itinerantes del partido. En cada caso, a lo largo de toda la estructura, el
partido decidía lo que debía hacer el estado.
El papel del partido en la U.R.S.S. ha sido bien calificado como «una
vocación de guía». Se incorporaban a él los que estaban dispuestos a
trabajar duramente, a dedicarse noche y día a las cuestiones del partido; a
asimilar y difundir la política del partido (o «línea»), a ir adonde se les
mandase, a asistir a las reuniones, a hablar y a quedarse hasta que todos los
demás se hubieran ido a casa, a percibir y a explicar la significación de los
pequeños acontecimientos pasajeros para el futuro de Rusia o para la
revolución mundial, a dominar intrincados detalles técnicos de la agricultura,
de la manufactura, o del cuidado de la maquinaria, de modo que los otros
recurriesen voluntariamente a ellos en busca de consejo. El partido era una
élite especialmente preparada, cuyos miembros se hallaban en permanente
contacto recíproco. Era la sutil corriente que, al circular a través de la
totalidad de los distintos tejidos de la U .R .S .S .— el elevado número de
repúblicas, soviets, despachos, ejército, empresas industriales y de otro tipo,
de propiedad del estado bajo el socialismo—, mantenía todo el complejo
organismo unificado, sistematizado, en funcionamiento y vivo.
Ante el conjunto del país, el partido, indudablemente, representaba la
vocación de guía. La consecuencia era que más de noventa y cinco de cada
cien personas estaban condenadas a ser seguidores, y, aunque acaso sea
cierto (como han dicho los apologistas del sistema) que la verdadera
dirección es ejercida en todos los sistemas por una exigua fracción de la
población, la diferencia entre comunistas y no comunistas en la U.R.S.S. se
convertía en una clara cuestión de posición social. A medida que los años
pasaban, en la década de los 1930¿ muchos comunistás de la U.R..S.S. ya no
respondían tanto al tipo de fervientes revolucionarios como al del hombre o
de la mujer triunfadores y eficientes de cualquier sistema social. Representa­
ban a los satisfechos, no a los insatisfechos. Frecuentemente, disfrutaban de
privilegios materiales, como el acceso a los mejores trabajos, mejores
viviendas, cupones especiales de alimentación, o prioridades en los trenes.
Trabajaban firmemente por el reconocimiento y por el ascenso en el partido.
Sentían un interés burgués por las ventajas para sus propios hijos.
Fomentaban unos nuevos intereses creados. Dentro del partido, no podía
haber tantos miembros dirigentes como seguidores. Se aspiraba a una
organización homogénea y monolítica, que presentase un frente sólido a los
sin partido, mucho más numerosos, pero desorganizados. Dentro del
partido, de cuando en cuando, se toleraban grandes diferencias de opinión y
de discusión abierta (en realidad, como sólo había un partido, todas las
controversias políticas eran disputas internas), pero, al final, todos los
miembros tenían que estar de acuerdo. El partido favorecía una cierta
iniciativa en la acción, y una cierta fecundidad imaginativa en la invención
de formas de hacer las cosas, pero no favorecía, y, de hecho, sofocaba, la
originalidad, la audacia o la libertad de pensamiento o de acción.
495
La Nueva Política Económica, 1921-1927

En 1920, el «comunismo de guerra», como hemos visto, se habla


enfrentado desesperadamente con los campesinos, los cuales, según se
calculaba, estaban cultivando sólo el 62 por ciento de tierra en relación
con 191425 . Este hecho, juntamente con una grave escasez y con el
hundimiento de los transportes, producía un hambre terrible. Murieron
cuatro o cinco millones de personas. Los estragos de los ocho años de la
Guerra Mundial, de la Revolución, de las guerras civiles, del Terror, habian
dejado al país en ruinas, y su capacidad productiva con un retraso de
decenios, comparada con el punto alcanzado en 1914. El levantamiento de
los marinos de Kronstadt, en 1921, revelaba una profunda decepción en las
propias filas revolucionarias. Lenin llegó a la conclusión de que la
socialización había avanzado con excesiva prisa. Apoyó abiertamente un
compromiso con el capitalismo, una retirada estratégica. La Nueva Política
Económica, o NEP, adoptada en 1921, se prolongó hasta 1927. La mayor
parte de la década de los 1920 asistió a un aflojamiento de ritmo para la mayor
parte de la gente en la U.R.S.S.
Bajo la NEP, aunque el estado controlaba las «alturas de mando» de la
economía, manteniendo la propiedad estatal de las industrias productivas
básicas, permitía un gran volumen de comercio y de beneficios privados. El
problema fundamental consistía en restablecer el comercio entre la ciudad y
el campo. El campesino no produciría más. que lo que necesitaba para su
propia subsistencia, a menos que pudiera intercambiar su excedente por
mercancías fabricadas en la dudad, como ropa o utensilios. La población de
la ciudad tenía que ser alimentada por el campo, si había de producir
artículos de fábrica o incluso continuar viviendo en la ciudad. Bajo la NEP,
se permitió a los campesinos que vendiesen libremente sus productos agríco­
las. Se permitió a los intermediarios que comprasen y vendiesen productos
agrícolas y artículos manufacturados según su voluntad, a quienes ellos
quisieran, a precios de mercado y con una ganancia para sí mismos. La
NEP, por lo tanto, favoreció al importante granjero individualista o
«kulak». En realidad, los cambios rurales iniciados antes de 1914 estaban
actuando todavía26; familias campesinas consolidaban millones de acres
como propiedad privada en 1922, 1923 y 1924. En compensación, otros
campesinos se convirtieron en «proletarios», en brazos asalariados. La NEP
favoreció también el brote de una clase comercial de nuevos ricos, neoburgue-
sa, que hacía dispendiosas comidas en los restaurantes de Moscú, y cuya sim­
ple existencia parecía destruir el sueño de una sociedad sin clases. Bajo la NEP,
se remediaron los peores daños de la guerra y de la revolución. Pero no
había progreso real, porque, en 1928, Rusia estaba produciendo sólo,
aproximadamente, tanto grano, algodón en rama, ganado, carbón y petróleo
como en 1913, y mucho menos de lo que probablemente debería producir
(dada la tasa de crecimiento anterior a 1913), si no se hubiera producido la
revolución.

25 Ver págs. 487-488,


26 Ver págs. 480-481,

496
Stalin y Trotsky

Lenin murió en 1924, prematuramente, a la edad de cincuenta y cuatro


años, tras una serie de ataques de parálisis que le dejaron imposibilitado
durante los dos últimos años de su vida. Sus restos embalsamados quedaron
expuestos al público, permanentemente, en el Kremlin; Petrogrado recibió el
nombre de Leningrado; en torno a su nombre y a su imagen, se creó un culto
al dirigente; el partido le presentaba como un igual deificado del propio
Marx; y todas las escuelas de pensamiento comunista tenían que proclamar
una inquebrantable fidelidad a la tradición leninista. En realidad, los
antiguos bolcheviques nunca habían considerado a Lenin, en vida, como
infalible. Muchas veces, habían discrepado de él, y unos de otros. Cuando él
estaba muriendo, y después de su muerte, sus antiguos compañeros y
contemporáneos, hombres que estaban en su plenitud y que mantenían los
hábitos de discusión de los tiempos del destierro, luchaban entre sí por el
control del partido en nombre de Lenin. Discutían sobre las intenciones de
Lenin. ¿Había pensado él, secretamente, en la NEP como en una política
permanente? En caso contrario, ¿cómo la habría modificado, y, más
especialmente, cuándo? Tranquilamente, entre bastidores, como secretario
del partido, sin prestar mucha atención a problemas más importantes, un
miembro hasta entonces relativamente modesto, llamado José Stalin, de
quien Lenin nunca había tenido una opinión demasiado buena, estaba
reuniendo en sus manos todos los hilos de control del partido. De un modo
más abierto y clamoroso, León Trotsky, que en su condición de comisario de
guerra, durante los años críticos, sólo había sido menos sobresaliente que el
propio Lenin, planteaba las cuestiones básicas del carácter conjunto y del
futuro del movimiento.
En 1925 y 1926,Trotsky denunciaba enérgicamente el cansancio que
había caído sobre el socialismo27. La NEP, con su tolerancia para los
burgueses y para los «kulaks», excitaba su desprecio. Desarrolló su doctrina
de la «revolución permanente», un incesante impulso a favor de los objetivos
proletarios en todos los frentes, en todas las partes del mundo. Se erigió en
el exponente de la revolución mundial, que muchos, dentro del partido,
estaban empezando a descartar, a cambio de construir primero el socialismo
en un solo país. Denunció la tendencia a la osificación burocrática en el
partido, y proclamaba la urgencia de un nuevo movimiento de las masas
para darle vida. Reclamaba un desarrollo más intenso de la industria y la
colectivización de la agricultura, que siempre había figurado en los
manifiestos comunistas, desde 184828. Sobre todo, exigía la inmediata
adopción de un plan general, de un control central y de una organización de
toda la vida económica del país.
Trotsky no consiguió hacerse con el partido. Fue acusado de desviacio-

27 P a ra los c o m u n ista s, a u n q u e no p a r a los so cialistas, los té rm in o s « co m u n ism o » y « so ­


cialism o » so n casi in tercam b iab les, p o rq u e los co m u n istas ru so s co n sid eran su sistem a com o ver­
d ad e ro so cialism o , y to d o s los dem ás socialism os com o o p o rtu n is ta s, reaccio n ario s o falsos. E n la
U R SS, el co m u n ism o se d efin e tam b ién com o un fu tu ro estad o de la so c ied ad , p a ra el que el s o ­
cialism o , es decir, el socialism o soviético, es la eta p a in term e d ia .
- s V er pág s. 239-240.

497
nismo izquierdista, de maquinaciones contra el Comité Central y de incitar a
la discusión pública de las cuestiones, fuera del partido. Stalin tejía su tela.
En un congreso del partido, en 1927, 854.000 miembros votaron, obediente­
mente, por Stalin y por el Comité Central, y sólo 4.000 por Trotsky. Trotsky
fue enviado primero a Siberia, y después desterrado de la U .R .S.S.; vivió
primero en Turquía, después en Francia, luego en México, escribiendo y
haciendo propaganda de la «revolución permanente», estigmatizando los
procesos de desarrollo en la U.R.S.S. como «estalinismo», una monstruosa
traición al marxismo-leninismo, y organizando una clandestinidad contra
Stalin, como en otros tiempos lo había hecho contra el zar. Fue asesinado en
México, en 1940, en circunstancias misteriosas, probablemente por un agente
soviético o por un simpatizante.

60. Stalin: los planes quinquenales y las porgas

Planificación económica

Apenas el partido había expulsado a Trotsky, cuando se apoderó de


ciertas partes de su programa. En 1928, lanzó el Primer Plan Quinquenal,
que se proponía una rápida industrialización y la colectivización de la
agricultura. La «planificación», o planificación central de tod ála vida econó­
mica de un país por los funcionarios del gobierno, había de convertirse en el
rasgo distintivo de la economía soviética y en el que había de tener la máxima
influencia en el resto del mundo.
Mirado retrospectivamente, parece extraño que los comunistas hubieran
esperado diez años, antes de adoptar un plan. Acaso la verdad sea que los
bolcheviques no tenían más que confusas ideas acerca de 16 que harían, una
vez tomado el poder. El marxismo, en la mayor parte de las cuestiones, sólo
facilitaba orientaciones generales. El marxismo era, principalmente, un
análisis de la sociedad existente, es decir, de la sociedad burguesa. También
era una teoría de la lucha de clases. Pero retratar con todos sus detalles una
sociedad futura, o especificar lo que debería hacerse, una vez que la lucha de
clases hubiera sido ganada por el proletariado, era, según Marx y Engels,
pura fantasía utópica. La burguesía, desde luego, sería destruida; habría
«propiedad social de los medios de producción», y no habría «explotación
del hombre por el hombre»; todos trabajarían, y no habría helase ociosa ni
desempleo. Esto no era ir muy lejos dentro del funcionamiento de un sistema
industrial moderno.
Engels había trazado, muy claramente, una gran idea constructiva.
Dentro de cada empresa privada —había observado Engels—, reinaban la
armonía y el orden; era sólo entre las empresas privadas dónde el
capitalismo era caótico. En una fábrica determinada —señalaba—, los
diversos departamentos no compiten entre sí; el departamento de expedicio­
nes no compraba al departamento de producción a precios que fluctuaban
según los cambios diarios en la oferta y la demanda; el producto final de
todos los departamentos era planificado y coordinado por la dirección.
Desde un punto de vista más amplio, las grandes fusiones de empresas y los

498
trusts capitalistas, al controlar muchas fábricas, impedían la competencia
ciega entre ellas, asignaban unas determinadas cuotas a cada una, anticipa­
ban, coordinaban y estabilizaban el trabajo de cada planta y de cada
persona, mediante una política general. Con el desarrollo de las grandes
razones sociales, según Engels, el área de la vida económica sometida a la
libre competencia se reducía constantemente, y el área que se incorporaba a
la planificación racional constantemente se ampliaba. Para Engels y para
otros socialistas, el paso inmediato evidente era el de tratar toda la vida
económica de un país como una sola fábrica con muchos departamentos, o
como un solo enorme monopolio con muchos miembros, bajo una dirección
unificada, sólida y de grandes perspectivas.
Durante la Primera Guerra Mundial, los gobiernos de los países
beligerantes habían adoptado, efectivamente, aquellos controles centraliza-
dos2''. Lo habían hecho’así, no porque fuesen socialistas, sino porque, en
tiempo de guerra, la gente estaba dispuesta a abandonar sus libertades
habituales y decidida a hacer lo que el gobierno dijese, y porque todo lo
demás estaba subordinado a un solo objetivo social abrumador e indiscuti-
do: la victoria. Por lo tanto, la «sociedad planificada» hizo su primera
aparición real (aunque incompleta) en la Primera Guerra Mundial. Fue en
parte por la doctrina socialista expuesta por Engels, en parte por la experien­
cia de la guerra, y en mayor medida aún por la irresistible presión orientada a
resolver los continuados problemas crónicos del país mediante la elevación
de su nivel productivo, por lo que Stalin y el partido desarrollaron en Rusia
la idea de un plan. La experiencia de la guerra fue especialmente valiosa por
las lecciones que proporcionó sobre cuestiones técnicas de planificación
económica, tales como el tipo de oficinas que había que instalar, el tipo de
previsiones que había que hacer, y el tipo de estadísticas que había que
reunir.
En la U.R .S.S., se decidió planificar para un futuro de cinco años,
empezando en 1928. El objetivo del plan era el de fortalecer y enriquecer el
país, hacerlo militar e industrialmente auto-suficiente, asentar las bases para
una verdadera sociedad de trabajadores, y superar la fama rusa de país
atrasado. Como Stalin dijo en un discurso, en 1929: «Estamos convirtiéndo­
nos en un país metalúrgico, en un país de automóviles, en un país de
tractores. Y cuando hayamos puesto a la U.R.S.S. en un automóvil y al
mujik en un tractor... veremos entonces qué países deben ser “ clasificados”
como atrasados y cuáles como adelantados.».
El Primer Plan Quinquenal fue declarado cumplido en 1932, y se lanzó
un Segundo Plan Quinquenal, que duró hasta 1937. El Tercero, inaugurado
en 1938, fue interrumpido por la guerra con Alemania en 1941. Después
de 1945, se introdujeron nuevos planes30.
El Primer Plan Quinquenal (como los sucesivos) señalaba los objetivos
económicos que era preciso alcanzar. Estaba administrado por una agencia
llamada el Gosplan. Dentro del esquema de política general establecido por
el partido, el Gosplan decidía la cantidad de cada artículo que el país debía

29 Ver p ág s. 452-455.
30 Ver p ágs. 650-651.

499
1

producir, el volumen del esfuerzo nacional que debía ir a la formación de


capital y el que debía dedicarse a la producción de artículos para el consumo
diario, qué salarios debían percibir todas las clases de obreros, y a qué
precios debían cambiarse todos los artículos. En el nivel inferior, dentro de
cada fábrica, la dirección local formulaba sus «requerimientos» o los
cálculos de lo que sería necesario, en materias primas, en maquinaria, en
obreros especializados, en posibilidades de las instalaciones y en combusti­
ble, si había de entregar la cantidad de su producto que el plan señalaba, en
una fecha establecida. Estos cálculos se elevaban al escalón de planificación
superior (o miles de esos cálculos se elevaban a miles de escalones) hasta que
llegaban al Gosplan, que, equilibrándolos entre sí y con las demás
necesidades tal como se veían desde la cima, decidía qué cantidad de acero,
de carbón, etc., debía producirse, y de qué calidades y tipos; cuántos
obreros deberían prepararse en las escuelas técnicas y en qué especialidades
determinadas; cuántas máquinas deberían fabricarse y cuántas piezas de­
berían ahorrarse; cuántos nuevos furgones de carga deberían construirse y
qué líneas de vías férreas necesitaban reparación; y cómo, dónde, cuándo y
para quién deberían estar disponibles el acero, el carbón, los técnicos, las
máquinas y el material rodante. En resumen, el plan se proponía controlar,
mediante una dirección consciente, la corriente de recürsos y de mano de
obra que bajo el capitalismo libre se hallaba regulada por los cambios en la
demanda y en la oferta, a través de cambios en los precios, niveles de
salarios, beneficios, tasas de interés, o renta.
El sistema era extraordinariamente complejo. No era fácil, por ejemplo,
conseguir que el número justo de cojinetes de acero llegase al sitio justo en el
momento justo, en exacta correspondencia con las cantidades de otros
materiales o con el número de obreros que esperaban utilizarlos. A veces,
había superproducción, y, a veces, subproducción. El plan se corregía a
menudo, cuando se ponía en acción. Eran necesarios incontables dictáme­
nes, comprobaciones e intercambios de información. Nació una numerosa
clase de oficinistas de cuello blanco para manejar los papeles. El plan logró
algunos de sus objetivos, superó unos pocos y no llegó en otros.
El principal objetivo del Primer Plan Quinquenal era el de construir la
industria pesada, o riqueza fundamental, de la U .R .S.S. Se tenia el
propósito de industrializar, sin la utilización de préstamos extranjeros31.
En 1928, Rusia seguía siendo, sobre todo, un país agrícola. El mundo no
ofrecía casi ningún caso de un país que hubiera pasado de la agricultura a la
industria sin préstamos del capital exterior. La Gran Bretaña, primera sede
de la Revolución Industrial, fue el mejor ejemplo, aunque también allí, en el
siglo XVIII, una importante cantidad del capital invertido en Inglaterra era
holandés. Un país agrícola podía industrializarse mediante sus propios
recursos, sólo a costa de la propia agricultura. Una revolución agrícola había
sido el requisito previo para una revolución industrial en Inglaterra32.

31 L os bo lcheviques h a b ía n re c h a z a d o to d a la d eu d a del im p erio za rista . P o r lo ta n to , su cré­


d ito en los países ca p ita lista s n o e ra b u e n o , de m o d o q u e , a d e m á s de tem er la d ep en d en c ia de los
p restam ista s e x tra n je ro s, d u ra n te m u c h o tie m p o n o p o d ría n , en n in g ú n c a so , co n seg u ir g ran d es
su m as.
32 V e r págs. 11 y sig s,, y 169 y sigs.
500
Mediante el cercado de la tierra, el estrujamiento de los pequeños granjeros
independientes y la introducción del cultivo científico, bajo los auspicios de
una clase de ricos terratenientes en desarrollo, Inglaterra había incrementado
su producción de alimentos y dejado a muchos individuos de la población
rural en situación de buscar trabajo en la industria. El Primer Plan
Quinquenal exigía una revolución agrícola similar en Rusia, sin beneficio
para los terratenientes y bajo los auspicios del estado.

La colectivización de la agricultura

El plan, en su concepción original, no preveia más que la colectivización


de una quinta parte de la población agrícola, pero se revisó, de pronto, en el
invierno de 1929, para incluir la colectivización inmediata de la mayor parte
del campesinado. El plan establecía granjas colectivas, con un promedio de
unos pocos miles de acres cada una, que se consideraban de la propiedad, no
del estado, sino colectivamente de los campesinos que residían en ellas. Los
campesinos individuales tenían que aportar sus tierras y su ganado de
propiedad privada a las colectividades. Los campesinos que poseían tierras o
provisiones en cantidades considerables, es decir, los campesinos prósperos o
«kulaks», se resistían a entregarlas a los colectivos. En consecuencia, los
«kulaks», como clase, fueron liquidados. Rigurosos destacamentos de
comunistas procedentes de las ciudades empleaban, muchas veces, más
violencia de la prevista por el plan; los campesinos pobres atacaron a los
ricos; cientos de millares de «kulaks» y sus familias fueron muertos, y
muchos más transportados a campos de trabajo en remotas zonas de la
Unión Soviética. La tendencia que se había desarrollado desde Stolypin, y,
ciertamente, desde la Emancipación, a crear una clase de propietarios, de
contratistas de braceros asalariados y de campesinos «burgueses», ahora se
invertía bruscamente. En el aspecto político, la obstinada oposición de los
granjeros individualistas fue eliminada, y el campesinado se convirtió en una
clase más semejante al proletariado de la doctrina marxista, una clase de
personas que, en cuanto individuos, no poseían capital alguno, ni emplea­
ban ninguna fuerza de trabajo, y asi podían comprender mejor las ventajas de
un estado proletario. El de 1929 —y no el de 1917— fue el gran año
revolucionario para la mayor parte de la población de Rusia.
La colectivización se llevó a cabo a costa de una lucha de clases en el
campo, en la que los granjeros más capaces perecieron, y a costa también de
una enorme destrucción de ganado. Los grandes granjeros daban muerte a
sus caballos, a sus vacas, a sus cerdos y a sus gallinas, antes de entregarlos.
Incluso los granjeros medianos y pequeños hacían lo mismo, sin cuidarse, en
absoluto, de los animales que ya no eran suyos, o esperando ingenuamente
que, con el colectivismo, el estado no tardaría en proporcionarles otros. La
ruinosa pérdida de animales fue la peor desgracia imprevista en el Primer
Plan Quinquenal. El desorden agrícola, juntamente con dos veranos de mal
tiempo, fue seguido, en 1932, por un hambre temporal, pero mortífera, en la
Rusia suroriental, que costó la vida a unos 2 ó 3 millones de personas; el

501
gobierno, mientras tanto, se negaba a reducir las cuotas de. exportación,
porque las necesitaba para pagar las importaciones industriales del Plan
Quinquenal. La agricultura continuó siendo, durante mucho tiempo, el
sector más débil de la economía soviética.

Mediante la introducción de unidades de mil acres en lugar de otras muy


pequeñas, la colectivización hizo posible la aplicación del capital a la tierra.
Anteriormente, el campesino medio había sido demasiado pobre para
comprar un tractor, y sus campos demasiado pequeños y, dispersos para que
pudiera utilizar uno, de modo que sólo unos pocos «kulaks» habían
empleado alguna maquinaria.' En el curso del Primer Plan Quinquenal, se
organizaron en todo el país centenares de Estaciones de Tractores y
Máquinas. Cada una, en su región, mantenía una dotación de tractores, de
cosechadoras, de peritos agrónomos, etc., que eran enviados de una granja
colectiva a otra, según las necesidades locales. La aplicación de capital
incrementó el producto por campesino. También era mucho más fácil,
administrativamente, para las autoridades superiores mantener el control
sobre los excedentes agrícolas (productos no consumidos por la propia
colectividad) de una sola granja colectiva, que de muchos campesinos
pequeños y desorganizados. A cada colectivo se asignaba una cuota, a cuya
entrega se comprometía de antemano. Los miembros del colectivo podían
vender en el mercado libre todos los productos que excediesen de aquella
cuota; pero de este modo el gobierno conocía la cantidad de productos
agrícolas con que podía contar, no sólo para alimentar a las ciudades y a
otras regiones que no producían sus propios alimentos, sino también para
exportar al mercado mundial, a fin de pagar las importaciones de maquina­
ria comprada en Occidente. En 1939, estaba colectivizado todo el campesi­
nado, menos una fracción insignificante. Aunque la colectivización no logró
incrementar la producción agrícola, alcanzó el objetivo de asegurar el
control estatal sobre ella. Simultáneamente, hizo posible el éxito de la
industrialización, al aumentar la oferta de obreros industriales. Como las
aldeas necesitaban menos fuerza de trabajo, 20 millones de personas se
trasladaron del campo a la ciudad entre los años de 1926 y 1939, y estaban
disponibles para las tareas de las nuevas industrias.

Fueron los campesinos los que llevaron la carga de la colectivización. No


sólo habían estado sometidos a la violencia y a la expropiación, sino que los
nuevos colectivos devolvían al campesino a algo semejante al mir, condenán­
dole a las rutinas de la vida en común y privándole de la posibilidad de
adoptar decisiones propias. Al obligar a los campesinos a efectuar «entre­
gas» por debajo de los precios del mercado, se resucitaban incluso algunos
rasgos del tipo de la servidumbre y del trabajo forzado que habían
predominado, un siglo antes, en la mayor parte de la Europa oriental. Por
otra parte, aunque las colectividades presentaban muy distintos grados de
prosperidad, es probable que, en 1939, un elevado porcentaje de la
población rural dispusiera de mejor vivienda y de mejor alimentación de las
que habían tenido antes de la Revolución. Los «kulaks» que podrían haber
recordado mejores situaciones no habían sobrevivido.

502
El crecimiento de la industria

Mientras se revolucionaba la base agrícola, la industrialización avanzaba


rápidamente. Al principio, era muy considerable la dependencia de los países
capitalistas. Ingenieros y otros técnicos de la Europa occidental y de los
Estados Unidos prestaban servicio en la Unión Soviética. En los primeros
tiempos, se importaba mucha maquinaria. Pero la depresión mundial que se
produjo hacia 1931, al provocar una catastrófica caída de los precios
agrícolas, significaba que las máquinas de fabricación extranjera resultaban
más costosas en términos de los cereales, que constituían la principal
exportación soviética. La situación internacional también empeoraba. El
Japón y Alemania, en los años 1930, mostraban una creciente hostilidad
hacia la U.R .S.S. Desde el comienzo, los planes quinquenales se habían
propuesto como uno de sus objetivos la auto-suficiencia industrial y militar
del país. El Segundo Plan Quinquenal, lanzado en 1933, aunque en algunos
aspectos menos ambicioso que el primero, mostraba una decisión todavía
mayor de reducir las importaciones y de lograr la auto-suficiencia nacional,
especialmente en la industria pesada que era fundamental para la producción
de guerra.
Nunca diez años de la historia de ningún país occidental habían mostrado
un ritmo tan alto de crecimiento industrial como la década de los dos
primeros planes en la Unión Soviética. En la Gran Bretaña, la industrializa­
ción había sido gradual; en Alemania y en los Estados Unidos había sido
más rápida, y en cada país habían existido décadas en las que la producción
de carbón o de hierro se habia duplicado; pero, en la U .R .S.S., desde 1928 a
1938, la producción de hierro y de acero se cuadruplicó, y la de carbón se
multiplicó por tres y medio. En 1938, la U .R .S.S., era el mayor productor
mundial de tractores agrícolas y de locomotoras. Las cuatro quintas partes
de toda su producción industrial procedía de las instalaciones construidas en
los diez años precedentes. Sólo dos plantas, en las nuevas ciudades de
Magnitogorsk, en los Urales, y de StaJinsk, unos 1.500 kilómetros más al
este, producían tanto hierro y acero como todo el imperio ruso en 1914. En
1939, solamente los Estados Unidos y Alemania superaban a la Unión
Soviética en producción industrial bruta.
Los planes exigían un marcado desarrollo de la industria al este de los
Urales, y así llevaron una modernización de la vida, por primera vez, al Asia
interior, en un modo sólo comparable con el movimiento de la industria de la
maquinaria en la región, en otro tiempo primitiva, de los Grandes Lagos, en
el Medio Oeste americano. En el antiguo Turkestán y en la antigua Siberia,
surgían Pittsburghs, Clevelands y Detroits. Se abrían minas de cobre en los
Urales y en torno al Lago Balkhash, y minas de plomo en el Lejano Oriente
y en los Montes Altai. Se desarrollaron nuevas regiones productoras de
cereales en Siberia y en la R.S.S. de Kazajia, desde donde se enviaba el grano
hacia el oeste, a la propia Rusia, o hacia el sur, a la R.S.S. de Uzbekia, que
estaba principalmente dedicada al algodón. Tachkent, la capital de Uzbekia,
anteriormente una remota ciudad de ferias y caravanas, se desarrolló hasta
convertirse en una ciudad de más de medio millón de habitantes, en un
centro de cultivo del algodón, de la minería del cobre y de las industrias

503
1920 22 24 26 28 1930 32 34 36 38 1940

Fuente: B. R. Mitchell, European Histórica/ Statics (New York: Colum bia Universíty Press, 1975), págs. 316, 396.

ARRABIO Y GANADO EN LA UNION SOVIETICA, 1920-1940

. Si se toma el hierro en lingotes como una medida de la actividad industrial, y el número de cabe­
zas de ganado como un índice similar para la agricultura, el gráfico revela claramente lo que ocurrió
en los veinte años siguientes a la revolución —una enorme concentración de industria pesada, a ex­
pensas de los artículos alimenticios—. Tj ü m inas y las fundiciones de hierro, en la desorganiza­
ción de la Revolución de la guerra civil, no.producían casi nada en 1920. Al final de los años
veinte, la producción de arrabio recuperó el nixel prerrevolucionario, pero el gran incremento so­
brevino con el Segundo Plan Quinquenal. En 1940, Rusia producía más arrabio que Alemama,
y mucho más que Inglaterra o Francia. El número de cabezas de ganado aumentó en los
años veinte, pero cayó, de un modo catastrófico durante la colectivización de la agricultura a par­
tir de 1929, y en 1940 apenas superaba la cifra de 1920. Desde 1940, el desarrollo industrial de la
Unión Soviética ha sido asombroso, pero la producción agrícola ha continuado siendo un
problema.

504
eléctricas, comunicado con el norte por el Ferrocarril Turksib, de reciente
construcción. Se descubrió que la cuenca de Kuznetsk, a unos 3.000
kilómetros de cualquier mar, poseía depósitos de carbón de alta calidad.
H1 carbón de Kuznetsk y el mineral de hierro de los Urales se complementa­
ron, aunque se hallaban separados por unos mil quinientos kilómetros,
aproximadamente como el carbón de Pennsylvania y el hierro de Minnesota
en los Estados Unidos. La apertura de todas estas nuevas áreas, que requería
el traslado de alimentos al Uzbekistán a cambio del algodón, o del hierro de
los Urales a las nuevas ciudades dé Kuznetsk, exigía una revolución en el
transporte. En 1938, los ferrocarriles transportaban una carga cinco veces
mayor que en 1913.
Estos asombrosos desarrollos eran suficientes para cambiar la fuerza
económica relativa de unos pueblos del mundo con otros. Era importante
que el Asia interior estuviese industrializándose, por primera vez. También
era importante que, si bien la U.R .S.S. tenía menos comercio exterior del
que había tenido el imperio ruso, tenía más comercio que la antigua Rusia
con sus vecinos asiáticos, con los que estableció nuevas y estrechas relacio­
nes. La Rusia que se encontró en guerra con Alemania en 1941 era un
adversario diferente de la Rusia de 1914. La industrialización en los Urales y
en Asia permitió a la U .R .S.S. (con una importante ayuda aliada) sobrevivir
a la ocupación alemana y a la destrucción de las antiguas áreas industriales,
en el valle del Don. La nueva «patria socialista» fue capaz de resistir el golpe
y de devolverlo. Una gran parte del creciente producto industrial había ido a
equipar y a modernizar el Ejército Rojo.
Al propio tiempo, no debe exagerarse el grado de industrialización de la
U.R.S.S. Fue extraordinario, porque partía de muy poco. Cualitativamente,
y según criterios occidentales, los niveles de producción eran bajos. Muchas
de las nuevas instalaciones, rápidamente construidas, eran.de pacotilla y su­
frieron una pronta depreciación. En cuanto a eficacia, como se demostraba
por el producto por obrero empleado, la U.R.S.S. seguía detrás de
Occidente. En cuanto a intensidad de modernización, como se demostraba
por la producción de ciertos artículos en proporción con la población total,
también estaba detrás. En 1937, la U.R.S.S. producía p er capita de su
enorme población menos carbón, electricidad, algodones, lanas, zapatos de
piel o jabón que los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Francia, o
incluso el Japón, y menos hierro y acero que cualquiera de esos países,
excepto el Japón. La producción de papel es reveladora, porque el papel se
utiliza en muchas actividades «civilizadas» —en libros, periódicos, revistas,
escuelas, correspondencia, carteles, mapas, ilustraciones, gráficos, documen­
tos de las empresas y de la administración pública, y en artículos y usos
familiares. Mientras los Estados Unidos, hacia 1937, producían 103 libras de
papel por persona, Alemania e Inglaterra cada una 92, Francia 51, y el
Japón 17, la U .R .S.S., sólo producía 11.

Costes sociales y efectos sociales de los Planes


La industrialización en Rusia, como antes en otros países, se llevó a cabo
a costa de un gran sacrificio de la población. No era sólo que los «kulaks»

505
perdiesen sus vidas, o que otros, cuyo número nunca se ha conocido, fue­
sen hallados enemigos del sistema y enviados a campos correccionales de
trabajo. Se requería de todos que aceptasen un programa de austeridad y
de abnegación, prescindiendo de los mejores alimentos, viviendas y otros
artículos de consumo que podrían haberse producido, para poder crear la
riqueza y la industria pesada del país. Un tercio del ingreso nacional se rein-
vertía anualmente en la industria —dos veces más que en la Inglaterra de
1914, aunque probablemente no más que en la Inglaterra de 1840: El plan
requería un trabajo duro y unos salarios bajos. El pueblo miraba hacia el
futuro, hacia el momento en que, construidas ya las industrias básicas, ha­
bría mejores viviendas, mejores alimentos, mejores ropas y más ocio. La
moral se sostenía mediante la propaganda. Una de las más importantes fun­
ciones de los miembros del partido consistía en explicar por qué eran necesa­
rios los sacrificios. A finales de los años 1930, la vida comenzaba a ser más
fácil; en 1935, se abolió el racionamiento alimenticio, y empezaban a apare­
cer en las tiendas soviéticas de venta al por menor algunos productos más
de la industria ligera, como platos y estilográficas. Los niveles de vida esta­
ban, por lo menos, tan altos como los de 1927, y con perspectivas más brillan­
tes de sucesivos crecimientos. Pero la necesidad de los preparativos de guerra,
cuando el mundo se acercaba de nuevo al caos, otra vez aplazó la visión de la
Tierra Prometida.
El socialismo tal como se llevó a cabo en los planes, puso fin a algunos de
los males de libre empresa ilimitada. No habia paro. No habia ciclo ae
prosperidad y de depresión. No había abuso de las mujeres y de los niños,
como en los primeros tiempos de la industrialización en Occidente. No había
miseria ni pauperización, excepto para los indeseables políticos, y excepto en
transitorias circunstancias de hambre. Existía un mínimo, por debajo del
cual se suponía que no podía caer nadie. Por otra parte, no habia igualdad
económica. En realidad, el marxismo nunca había previsto una completa
igualdad de ingresos como principal objetivo. Aunque no había un puñado
de gentes muy ricas, como en Occidente (donde los ingresos de los ricos
procedían de la propiedad), las diferencias en los ingresos eran, de todos
modos, muy grandes. Los altos funcionarios del gobierno, los directores, los
ingenieros y los intelectuales favorecidos recibían las más elevadas retribu­
ciones. Las personas que disponían de grandes ingresos podían reunir
pequeñas fortunas para sí mismas y para sus hijos, mediante la compra de
bonos del estado o acumulando posesiones personales. Pero, bajo el
socialismo, no podían ser dueños de ningún capital industrial.
La competencia continuaba. En 1935, un minero llamado Stajanov
incrementó notablemente su producción diaria de carbón, ideando mejoras
en sus métodos de trabajo. También incrementó notablemente sus salarios,
pues los obreros soviéticos cobraban a destajo. Su ejemplo se hizo
contagioso; los obreros de todo el país empezaron a batir marcas de todo
tipo. El gobierno publicaba los éxitos de aquellos hombres, les llamaba
stajanovistas o «héroes del trabajo», y declaraba que aquel movimiento era
«una nueva y superior etapa de competencia socialista». En los circuios
obreros de los Estados Unidos, aquella tensión por lograr un aumento de la
producción seria calificada de speed-up (literalmente, acelerar), y los salarios

506
a destajo habían sido condenados, desde hacía mucho tiempo, por los
trabajadores organizados de todos los países. Tampoco la dirección estaba
libre d^ la presión de la competencia. Un director de fábrica que no
alcanzaba el ingreso neto (o «beneficio») con que contaba el plan, o que no
lograba cumplir su cuota de producción, podía perder, no sólo su trabajo,
sino también su posición social, o incluso su vida. Una mala dirección era
considerada, muchas veces, como sabotaje. Un mal uso de los hombres y de
los recursos asignados a una fábrica se interpretaba como una traición a los
obreros soviéticos y como un despilfarro de la riqueza de la nación. La
prensa —que, por otra parte, no era libre— denunciaba sin reservas a
industrias enteras o a ejecutivos individuales por sus fracasos en el
cumplimiento del plan.
Los observadores extranjeros solian descubrir el rasgo distintivo del
nuevo sistema en este tipo de competencia o emulación, en un sentimiento de
que todos estaban trabajando afanosamente y luchando por crear una patria
socialista. Parecía que los obreros creían, realmente, que las nuevas
maravillas industriales eran suyas. Las gentes celebraban cada nuevo avance
como un triunfo personal. Llegó a convertirse en un pasatiempo nacional la
observación de las estadísticas ascendentes, ei cumplimiento de las cuotas o
el acierto en las «dianas». Los lectores de los periódicos no prestaban
atención a las historietas cómicas; leían ávidamente las informaciones acerca
de los últimos logros (o fracasos) en el frente económico. Nunca se había
gozado tanto del progreso material y mecánico, ni siquiera en la América de
la Fiebre del Oro. No se sentía ninguna diferencia de clase entre los obreros
y la dirección. Era evidente que existia poca envidia, porque las diferencias
de ingresos, al ser socialistas, se consideraban cómo necesarias y justas. Al
crear esta solidaridad, hasta donde existió, la U.R.S.S. ofreció uno de sus
más serios planteamientos frente a la empresa privada y al capitalismo
privado de Occidente,
Hasta qué punto aquel sentimiento era real, hasta qué punto era
espontáneo, y hasta qué punto era inculcado por un gobierno vigilante y
dictatorial, son cuestiones sobre las que ha habido grandes diferencias de
opinión. N o hay duda de que la solidaridad se logró al precio del totalitaris­
mo33. El gobierno lo supervisaba todo. No había lugar para el escepticismo,
para la excentricidad de pensamiento, para ninguna critica fundamental que
debilitase la voluntad de triunfo. Como en los tiempos zaristas, nadie podía
abandonar él país sin autorización especial* y ésta se concedía mucho más
raramente que antes de 1914. Sólo había un partido. No había sindicatos
libres, ni prensa libre, ni libertad dé asociación, y, en el mejor de los casos,
sólo una irritable tolerancia para la religión. El arte, la literatura e incluso la
ciencia se convirtieron en vehículos de propaganda política. El materialismo
dialéctico era la filosofía oficial. La conformidad era el ideal, y la propia
pasión por la solidaridad hacía temer y recelar de todos los que pudieran
apartarse de ella. En cuanto al número de personas sacrificadas a la

33 Sobre el totalitarism o, ver págs. 578-584.

507
Juggernaut13 bi' —burgueses liquidados, «kulaks» liquidados, miembros del
partido purgados, personas desafectas sentenciadas a largas condenas en
campos de trabajo—, es difícil llegar a una cifra exacta, pero alcanzó, desde
luego, a muchos millones a lo largo de los años.

Los procesos de purgas de ¡os años 1930

En 1936, se consideró que el socialismo había tenido tantos éxitos, que se


proclamó una nueva constitución para la U .R .S.S. La constitución enume­
raba como derechos de los ciudadanos soviéticos, no solamente las libertades
civiles habituales en la democracia occidental, sino también los derechos a
un empleo estable, al descanso, al ocio, a una seguridad económica y a una
vejez cómoda. Se condenaban todas las formas de racismo. Reorganizaba las
repúblicas soviéticas, y concedía el sufragio universal igual y directo, según
se explica más arriba34. La nueva constitución de 1936 fue favorablemente
comentada en Occidente, donde se esperaba que la Revolución Rusa, como
otras revoluciones anteriores, se hubiera adentrado, al fin, por canales más
apacibles y tranquilos. Era evidente, sin embargo, que el Partido Comunista
seguía siendo el único grupo gobernante del país, que Stalin estaba
estrechando su dictadura, y que el partido estaba aquejado de tensiones
internas.
Era natural que las complejas y diversas operaciones de los planes
quinquenales produjesen divergencias de opinión entre los hombres que las
realizaban. Pero los veteranos del partido se hallaban entregados, no sólo a
discusiones políticas, sino también al viejo juego de la toma del poder. A la
derecha, capitaneada por Bujarin, había un grupo que creía en unos
métodos más graduales de colectivización de los campesinos. Más importan­
te era el elemento descrito como izquierdista. Su mente rectora y su
aglutinante era el desterrado Trotsky. Probablemente, había algún tipo de
maquinaria trotskista secreta dentro de la U .R .S.S. y dentro del partido,
aunque no está probada la acusación de que algunos trotskistas habian
conspirado con los alemanes y con otros extranjeros para derrocar y sustituir
a Stalin. Ya en 1933 el partido experimentó una drástica purga, en la que
fue expulsado un tercio de sus miembros. Incluso leales colaboradores de
Stalin se asustaron ante su creciente crueldad. Serge Kirov, un; viejo amigo y
compañero revolucionario de Stalin desde 1909, recientemente elegido como
miembro clave del secretariado del partido, dio muestras de capitanear a los
desafectos; en 1934, fue asesinado en su despacho, muy probablemente por
un agente de policía de Stalin. Stalin utilizaba el asesinato para eliminar a
sus adversarios, imaginarios o reales, mediante una resurrección del terror,
ejecutando inmediatamente a más de cien personas e iniciando las extraordi­
narias «purgas» de los años 1930.
Tuvo lugar una serie de procesos sensacionales. En 1936, fueron
33 bis. Encamación del dios hindú, Vishnú, cuya imagen excitaba de tal modo a sus adorado­
res cuando era transportado en un gran c a n o durante las ceremonias religiosas, que se arrojaban
bajo las ruedas y perecían aplastados. (N. del T .)
34 Ver págs. 492-493.

508
procesados dieciséis viejos bolcheviques. Algunos, como Zinoviev y Kame-
nev, habían sido expulsados del partido en 1927, por apoyar a Trotsky, y
después, tras haberse retractado, habían sido readmitidos. Ahora fueron
acusados del asesinato de Kirov, de conspirar para asesinar a Stalin, y de
haber organizado, en 1932, bajo la inspiración de Trotsky, un grupo secreto
para desorganizar y aterrorizar al Comité Central. Para asombro del mundo,
todos los acusados confesaron plenamente los delitos que se les imputaban,
en juicio público. Todos se autocriticaron como indignos y descarrilados
delincuentes. Todos fueron condenados a muerte. En 1937, tras unos
procesos similares, otros diecisiete viejos bolcheviques sufrieron la misma
suerte o fueron condenados a largas penas de prisión; y, en 1938, Bujarin y
los derechistas, acusados de querer restablecer el capitalismo burgués y de
conspirar con Trotsky para revolucionar a la U .R .S.S., fueron ejecutados.
Las mismas confesiones y autoacusaciones se produjeron en casi todos los
casos, sin que se adujese ninguna otra prueba verifícable. Cómo se obtenían
aquellas confesiones en juicio público, de unos hombres que aparentemente
se hallaban en la plena posesión de sus facultades y sin que mostraran signo
alguno de daño físico, sigue siendo todavía uno de los grandes misterios de
la política moderna. Ulteriores revelaciones de tortura psicológica y de malos
tratos físicos que quebrantaban su voluntad y destruían sus facultades de
raciocinio arrojaron alguna luz acerca de las técnicas utilizadas. Además de
aquellos procesos públicos, había miles de arrestos, investigaciones privadas
y ejecuciones. En 1937, en un tribunal militar secreto, el mariscal Tuja-
chevski y otros siete altos generales fueron acusados de trotskismo y de
conspirar con los alemanes y con los japoneses, y fueron fusilados. Las
purgas no sólo alcanzaban a hombres que habían ostentado los más altos
puestos en el partido, en el gobierno y en los círculos militares, sino que
llegaban también a los escalones inferiores de todos .estos grupos. Antes de
que las purgas hubieran terminado, a finales de 1938, un desconocido
número de personas, pero probablemente millones, fueron ejecutadas o
enviadas a los campos de trabajo. Años después, se estableció la inocencia
de muchas de las víctimas de las sospechas casi paranoicas de Stalin, y sus
reputaciones les fueron póstumamente restituidas.
Mediante aquellas famosas «purgas», se reforzó la dictadura de Stalin y
la disciplina del partido. Es posible que se hubiera evitado un peligro real de
una revolución renovada. Si el gobierno zarista hubiera tratado tan suma­
riamente a los bolcheviques corrió los bolcheviques se trataron los unos a
los otroá, ndípodría haberse producido ninguna Revolución de Noviembre.
Sobre todo, Stalin se desembarazó, mediante los procesos, de todos los
posibles rivales de su posición personal. Se liberó del entorpecimiento de
tener a su lado a unos hombres que pudieran recordar los viejos tiempos,
que pudieran citar a Lenin como a un antiguo amigo, o empequeñecer la
realidad de 1937 recordando los sueños de 1917. Después de 1938, ya no
quedaban, virtualmente, viejos bolcheviques. Los revolucionarios, profesio­
nales ancianos, pero todavía fervientes, ahora estaban muertos. Un grupo
más joven, producto del nuevo orden, afortunados hombres de acción*
prácticos, constructivos, intolerantes con los «agitadores» y sumisas a la
dictadura de Stalin, estaban manejando lo que ya era un sistema estableado.

509
61. El Impacto internacional del Comunismo, 1919-1939

El socialismo y ¡a Primera Guerra Mundial

El marxismo había sido siempre internacional en su perspectiva. Para


Marx y para los primeros marxistas, los estados existentes (como otras
instituciones) debían su carácter a la lucha de clases. Eran comités de la bur­
guesía para gobernar al proletariado. Los estados nacionales estaban con­
siderados como estructuras destinadas a ser desmanteladas y suprimidas
en el curso de inevitables procesos históricos. Después de la muerte de Marx,
a medida que los partidos marxistas aumentaban en número y que los
estados de la Europa occidental sé hacían más democráticos, muchos que se
declaraban marxistas aceptaban, realmente, el estado nacional, pues en él
veían un medio a través del cual podía mejorarse gradualmente la suerte de
los obreros. Esta interpretación formaba parte del movimiento del «revisio­
nismo», o de lo que los marxistas más rigurosos llamaban «oportunismo»35.
En la Primera Guerra Mundial, demostró su fuerza la lealtad nacional. Los
partidos socialistas del Reichstag, de la Cámara Francesa y de otros cuerpos
parlamentarios votaron sin vacilaciones los créditos de guerra. Los obreros
socialistas se presentaron a la movilización como los demás ciudádanos. En
Alemania, los socialistas decían que había que ofrecer resistencia al
reaccionario zarismo ruso; en Francia, que los alemanes amenazaban a todos
los franceses por igual. En general, todos los partidos políticos, incluidos los
socialistas, declararon una moratoria en la política partidista durante la
guerra.
Sin embargo, pequeñas minorías de socialistas en todos los países sé
negaban a aceptar la guerra. El socialismo marxista había enseñado sienipre
que los obreros de todas las naciones estaban unidos por la suprema lealtad
de clase, que sus verdaderos enemigos eran los capitalistas de sus respectivos
países, que las guerras internacionales eran disputas capitalistas e «imperia­
listas», y que la lucha de clases era el único tipo de guerra que el
proletariado debía aceptar. Aquellos socialistas denunciaban la acción de los
socialistas mayoritarios como una venta al capitalismo y al imperialismo. Se
reunían entre sí y con socialistas de los países neutrales en conferencias
internacionales. Entre ellos se mostraban activos Lenin y otros socialdemócra­
tas rusos, entonces en Suiza. «La única tarea de los socialistas —escribía Lenin
en 1914— es la de convertir la guerra de los pueblos en una guerra ciyU.»
Los socialistas minoritarios o antibelicistas se reunieron en la pequeña
ciudad suiza de Zimmerwald, en 1915, donde redactaron üii «programa dé
Zimmerwald», qüe exigía la paz inmediata, sin anexiones ni índenimzacio-
nes. Esto no produjo efecto alguno en la mayoría de los socialistas dé los
países beligerantes. El propio grupo de Zimmerwald no tardó en empezar
á dividirse. La mayor parte de los hombres de Zimmerwald consideraban
que su objetivo era la paz, o el repudio de la guerra. Pero comenzó a

35 Ver págs. 245, 350-353.

510
desarrollarse una «izquierda de Zimmerwald», inspirada principalmente por
Lenin y por los emigrados rusos. Esta facción situó su objetivo, no en la
paz, sino en la revolución. Esperaba que la guerra acabaría desatando la
revolución social en los países beligerantes.
Después, en abril de 1917, con el gobierno imperial alemán deseándoles
bon voyage, Lenin y los otros bolcheviques regresaron a Rusia y efectuaron
La Revolución de Noviembre. Hasta su muerte en 1924, Lenin creyó que la
Revolución Rusa sólo era una fase local de úna revolución mundial, de la re­
volución de la doctrina marxista estricta. Según él, Rusia era el teatro de
operaciones en aquel momento más activas de la lucha de clases internacional.
Porque esperaba el levantamiento del proletariado en Alemania, en Polonia,
en el valle del Danubio y en las regiones bálticas, aceptó sin reservas el
tratado de Brest-Litovsk. No se vanagloriaba de Rusia; no era un patriota ni
un «social-chauvinista», para utilizar su propio término. En la fundación de
la U .R .S.S., en 1922, Lenin veía un núcleo en tom o al cual debían unirse
otras y más grandes repúblicas soviéticas de todas las nacionalidades. «Las
repúblicas soviéticas de países con un grado más alto de civilización
—escribía—, cuyo proletariado tiene un peso y una influencia sociales
mayores, cuentan con todas las posibilidades de sobrepasar a Rusia, tan
pronto como emprendan el camino de la dictadura del proletariado.» -
La Primera Guerra Mundial fue seguida, efectivamente, por intentos de
revoluciones en Alemania y en la Europa oriental. Con los imperios alemán
y austro-húngaro hundidos, los socialistas y los liberales de todos los matices
se esforzaron por establecer nuevos regímenes. En el campo socialista,
persistían las antiguas diferencias entre los socialdemócratas que defendían
métodos graduales, no violentos y parlamentarios, y un grupo más extrema­
do (y más pequeño) que veía en la desintegración de la postguerra una
oportunidad para realizar la revolución proletaria internacional. El primer
grupo miraba a la Revolución Bolchevique con horror. El segundo la
contemplaba con admiración. El primer grupo no sólo incluía a funcionarios
de los sindicatos y a políticos socialistas.prácticos, sino también a gigantes de
la exégesis marxiana de la anteguerra como Karl Kautsky y Eduard
Bernstein. Ni siquiera Kautsky, que había defendido el marxismo puro
contra el revisionismo de Bernstein, podía soportar los métodos de Lenin.
La gran masa de los socialistas europeos, una vez apartados sus más
apasionados dirigentes, habían de seguir caracterizándose por una relativa
moderación. Aunque de. principios marxistas, estaban, en realidad, más
inclinados que nunca á los métodos graduales, pacíficos, y parlamentarios.
En el segundo grupo, el residuo tamizado de intransigentes neo-
marxistas leninistas, que aceptaban la Revolución Bolchevique, eran Karl
Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Con la organización del movimiento espar-
taquista36 en Alemania, intentaron, en enero de 1919, derribar el gobierno
de socialistas mayoritarios de su país, como Lenin había derribado el
Gobierno Provisional de Rusia, en noviembre de 1917. En el segundo grupo,
estaba también Béla Kun, que se había hecho bolchevique durante una

36 Ver págs. 523-525 y nota de la pág. 524.

511
perm anencia en Rusia, y que estableció y mantuvo un régimen soviético en
H u n g r í a , durante varios meses, en 1919.
Lenin y los bolcheviques, aunque absorbidos por su propia revolución,
prestaron toda la ayuda posible a la minoría de los socialistas de izquierda de
Europa. Enviaron grandes sumas de dinero a Alemania, a Suecia, a Italia.
Cuando elbolchevique Radek fue detenido en Berlín, se dijo que tenía en su
poder un plan de revolución proletaria en toda la Europa central. El partido
pensaba enviar tropas rusas a Hungría para apoyar a Béla Kun. Pero el
principal instrumento de la revolución mundial, creado en marzo de 1919,
fue la Tercera Internacional o Internacional Comunista.

La fundación de la Tercera Internacional

La Segunda Internacional, que desde su fundación en 1889 se había


reunido cada dos o tres años hasta 1914, celebró su primera reunión d e ja
postguerra en Berna, en 191937. Representaba a los partidos socialistas y a
las organizaciones obreras de todos los países. La reunión de Berna fue
tempestuosa, porque una pequeña minoría exigía enérgicamente «revolución
como en Rusia, socialización de la propiedad como en Rusia, aplicación deí
marxismo como en Rusia». Vencidos en Berna, se dirigieron a Moscú y allí
fundaron una nueva Internacional en conjunción con el Partido Comunista
Ruso, que estaría completamente dominada por Lenin y por los rusos. Lenin
esperaba que, con la fundación de una nueva Internacional propia,
desacreditaría al socialismo moderado y reivindicaría para los comunistas la
verdadera línea de sucesión a partir de la Primera Internacional de Carlos
Marx. Declaraba que la Primera Internacional había asentado las bases para
la lucha proletaria, la Segunda las había ensanchado, y la Tercera «se hacía
cargo de la obra de la Segunda Internacional, la limpiaba de sus impurezas
oportunistas,social-chauvinistas, burguesas y pequeño-burguesas, y comenza­
ba a poner en práctica la dictadura del proletariado».
El primer congreso de la Tercera Internacional, en 1919, fue un tanto
azaroso, pero en el segundo, en 1920, estuvieron representados los partidos
de la extrema izquierda de treinta y siete países. Se suponía que el partido
ruso era sólo un componente. En realidatd, proporcionaba la mayor parte de
los funcionarios y la casi totalidad de los fondos; su primer presidente fue el
bolchevique Zinoviev, que permaneció en su puesto hasta su caída en
desgracia como trotskistá, en 1927. La Tercera Internacional o Internacional
Comunista —la Comintern— era, en parte, una espontánea reunión de
marxistas de todos los países, que aceptaban la Revolución Bolchevique
como la verdadera realización del marxismo, y que» por lo tanto, estaban
dispuestos a seguir la dirección rusa; pero, más aún, era la creación y el
arma de los propios bolcheviques, que con ella desacreditarían y aislarían a
los socialistas moderados y realizarían la revolución-mundial. De todos sus
enemigos, a los que más odiaban los comunistas era a los socialistas, para
quienes reservaban epítetos más escogidos todavía que los que dirigían a los

37 Ver págs. 350-353.

512
capitalistas y a los imperialistas, porque comunistas y socialistas competían
por la misma cosa: la dirección de la clase obrera mundial.
Los partidos que se adherían a la Comintern estaban obligados a dejar su
vieja calificación de «socialistas» y a llamarse «comunistas». Estaban
obligados a aceptar una fuerte centralización internacional. Mientras la
Segunda Internacional había sido una vaga federación, y sus congresos
apenas habían sido más que foros, la Tercera Internacional ponía grandes
poderes en manos de su Comité Ejecutivo, cuyas órdenes tenían que
obedecer los partidos comunistas de todos los países. Como había una
especie de dirección común en virtud de la cual miembros del Comité Central
del Partido de Rusia eran también miembros del Comité Ejecutivo de la
Tercera Internacional, los dirigentes comunistas de Rusia tenían en la
Comintern un «aparato» mediante el cual podían producir los efectos que
deseasen en muchos países —el uso de los miembros del partido para
infiltrarse en los sindicatos, para fomentar huelgas, para propagar ideas o
para intervenir en elecciones.
El segundo congreso de la Internacional, en 1920, aprobó un programa
de Veintiún Plintos, redactado por Lenin. Estos puntos incluían las
exigencias de que todos los partidos nacionales debian llamarse comunistas,
repudiar el socialismo «reformista», hacer propaganda en los sindicatos e
introducir a los comunistas en los puestos importantes de los mismos,
infiltrarse en el ejército, imponer una disciplina férrea a sus miembros, exigir
la sumisión de cada obrero del partido a su comité nacional y a las órdenes
del Ejecutivo Internacional, utilizar tanto los canales legales como los
métodos secretos de la clandestinidad, y expulsar inmediatamente a todo
miembro que no siga la línea del partido. Sin mostrar respeto alguno por la
democracia parlamentaria, el segundo congreso decidió que «la única
cuestión que puede plantearse es la de utilizar las instituciones del estado
burgués para su - propia destrucción». En cuanto al movimiento obrero,
Lenin escribia que «la lucha contra los Gompers, los Jouhaux, los
Henderson38.,. que representan un tipo social y político absolutamente
semejante al de nuestros mencheviques... debe sostenerse sin piedad hasta el
fin». La Comintern no era una asamblea de gentes humanitarias dedicadas a
trabajar por el bienestar de sus miembros; era una arma.para la revolución,
organizada por revolucionarios que sabían lo que era la revolución.
Durante varios años, la U .R .S .S., utilizando la Comintern o canales
diplomáticos más convencionales, promovió la revolución mundial hasta
donde le fue posible. Comunistas de muchos países iban a instruirse a Rusia.
Agentes nativos o rusos salían para las Indias Holandesas, para China, para
Europa, para América. Hasta 1927, los revolucionarios chinos acogieron
gustosamente la ayuda de Moscú; el ruso Borodin llegó a ser un consejero al

38 Samuel Gompers (1850-1924), empezó como cigarrero, Presidente de la Federación Ame­


ricana del Trabajo, 1886-1924; León Jouhaux (1879-1954) empezó como obrero fabril, Secretario
General de la Confederación General Francesa del Trabajo, 1909-1947, dimitió en 1947 para fun­
dar una nueva organización obrera contraria al comunismo; Arthur Henderson (1863-1935) empe­
zó como obrero metalúrgico, presidente del Partido Laborista Parlamentario, 1908-1910, 1914-
1917, miembro del Parlamento, 1903-1931, Secretario de hstado para Asuntos h.xtmo-
res, 1929-1930.

513
que ellos recurrían para sus asuntos. En 1924, en Inglaterra, la publicación
de la «carta de Zinoviev», en la que, por lo menos según se dice, la
Comintern apremiaba a los obreros británicos para que provocasen la
revolución, dio origen a una gran victoria electoral del Partido Conservador.
La amenaza bolchevique, real e imaginada, producía en todas partes una
fuerte reacción. Esto fue fundamental para el surgimiento del fascismo, al
que se dedican los capítulos siguientes.
En 1927, con la supresión del trotskismo y del revolucionarismo mundial
en Rusia, y con la concentración bajo Stalin en un programa de construcción
del socialismo en un solo pais, la Comintern entró en un período de
inactividad. Hacia 1935, cuando los dictadores fascistas se hacían más
ruidosamente belicosos, la U .R .S.S. pasó a defender una política de
seguridad colectiva internacional, y la Comintern dio instrucciones a todos
los partidos comunistas, cada uno en su pais respectivo, para que entrasen
en .coaliciones con los socialistas y con los liberales avanzados, en lo que se
llamaron «frentes populares», para combatir el fascismo y la reacción.
Durante la Segunda Guerra Mundial (en 1943), como un gesto de buena
voluntad hacia Gran Bretaña y los Estados Unidos, la URSS disolvió total­
mente la Comintern, pero esta reapareció, por unos pocos años, desde 1947
hasta 1956, con un nuevo nombre, el de Agencia de Información Comunista o
Cominform39.
No fue a través de la Comintern como la U .R .S.S. ejerció su máxima
influencia en el mundo. Ejerció esa influencia mediante el importante hecho
de su simple existencia. En 1939, estaba claro que había aparecido un nuevo
tipo de sistema económico. Antes de 1917, nadie había pensado, ni en
Europa ni en Asia, que hubiera algo que aprender de Rusia. Veinte años
después, incluso los críticos de la U .R .S.S. temían que este país pudiera
representar la tendencia del futuro. Su verdadera fuerza no tardó en ponerse
de manifiesto en la Segunda Guerra Mundial. Cualquiera que juzgue a
la U .R .S.S., no puede desechar su socialismo como visionario o impractica­
ble. Había surgido una alternativa a la libre empresa y al capitalismo. El
marxismo no era simplemente una teoría; había una sociedad real, que
alcanzaba a una sexta parte del globo, que se calificaba a sí misma de
marxista.
En todos los países, las gentes que adoptaban una actitud más critica
respecto a las instituciones capitalistas las comparaban desfavorablemente
con las de la Unión Soviética. La mayoría de los que en los años 1930
esperaban beneficiarse de la experiencia soviética no eran realmente comu­
nistas. Algunos creían que unos resultados similares a los soviéticos podrían
conseguirse sin el empleo de los métodos soviéticos, que eran desechados
como típicamente rusos, lamentable herencia del Imperio Bizantino y de los
zares. Con la aparición del comunismo y de los partidos comunistas, el
socialismo y las ideas socialistas semejaban, por contraste, moderadas y
respetables. En los años 1930, la idea de «planificación» comenzaba a ser
acogida favorablemente en todas partes. Los obreros conseguían una mayor
seguridad contra las fluctuaciones del capitalismo. Los pueblos llamados


w Para la U.R.S.S, y para el comunismo internacional después de 1945, ver págs, 644-663,

514
atrasados, especialmente en Asia, estaban muy impresionados por el éxito de
la U .R .S.S., que había demostrado que una sociedad tradicional podía
modernizarse sin caer bajo la influencia del capital extranjero ni de la
dominación extranjera.
Durante largo tiempo, y mucho después de la disolución de la Comin-
tern, el Partido Comunista de Rusia trató de presentarse como el guia de la
revolución mundial, y de ejercer su control sobre los partidos comunistas de
otros países. Tras la Segunda Guerra Mundial, esto fue resultando más
difícil cada vez. Cincuenta años después de la Revolución de Noviembre, la
U.R.S.S. ya no parecía muy innovadora, y, en algunos aspectos, ni siquiera
eficaz. Los partidos comunistas europeos trataban de independizarse de
Moscú, y, con el éxito de la Revolución China, a partir de 1950, surgieron
nuevos movimientos de izquierda que calificaban a los soviets de burgueses y
que denunciaban a la sociedad soviética como capitalismo de estado. Pero
todos los partidos comunistas procedían de la reunión de la Tercera
Internacional de 1920; todos profesaban la adhesión al marxismo, y la
Revolución Rusa seguía siendo para todos ellos la primera gran victoria
sobre el capitalismo y el imperialismo.

POBLACION DE LA URSS

Las repúblicas federales de Rusia y de Transcaucasia originales se reorganizaron luego para


crear repúblicas soviéticas adicionales, de modo que, según la constitución de 1936, las RSS eran
once, a las que se agregaron otras cinco en 1940; pero la RSS Karelo-Finlandesa perdió su status
en 1956. Han pasado a ser quince las repúblicas soviéticas de la URSS, con las siguientes cifras de
poblaciones en 1940 y calculadas para 1974.

1940 1974 (calc.)


RSFS d e R u s i a ........................................................ ................... 109.000.000 132.900.000
RSS d e U c r a n ia .............................................................. ................... 40.000.000 48.600.000
RSS de R u sia B lanca (B ie lo rru s ia ).......................... ................... 10.000.000 9.300.000
RSS d e A r m e n ia ........... ................................................ ................... 1.250.000 2.700.000
RSS d e G e o r g i a .............................................................. ................... 3.500.000 4.900.000
RSS d e A z e r b a id z h á n ........................................... ......... ........ 3.200.000 5.500.000
RSS d e U z b e k ia ........................................... ........... 13.300.000
RSS de T u r k m e n i a ............................................................................ 1,200.000 2.400.000
RSS d e T a d z h ik ia ................................................ ........ .................... 1.500.000 3.300.000
RSS de K azajia....................................................... .................... 6.100.000 13.900.000
RSS de Kirguizia......................................................................... 1.500.000 3.200.000

Agregadas en 1940:

RSS Karelo-Finlandesa............................................................ 500.000 _


RSS de M oldavia................................................... .................... 2.500.000 3.800.000
RSS de L itu an ia......................................................................... 2.900.000 3.300.000
RSS de L eto n ia.......................................................................... 2.000.000 2.500.000
RSS de E stonia................................................... ................... 1.100.000 1.400.000
Total U RSS..................................................................... 192.550.000 251.000.000

515
X I. L A A P A R E N T E V IC T O R IA D E LA D E M O C R A C IA

Hemos seguido los acontecimientos en la Unión Soviética hasta el año


1939, aproximadamente, pero hemos dejado la historia de Europa y del resto
del mundo en la firma de los tratados de paz de 1919. Ahora debemos
abordar el período de los veinte años exactos transcurridos entre la
terminación formal de la Primera Guerra Mundial en 1919 y el estallido de la
Segunda Guerra Mundial en 1939. En esos veinte años, el mundo experimen­
tó una vertiginosa transición de la confianza a la desilusión y de la esperanza al
miedo. Atravesó unos pocos años de prosperidad superficial, seguidos
bruscamente de un desastre económico sin precedentes. Durante algún
tiempo, en los años veinte, la democracia parecía estar avanzando casi en
todas partes; después, en los años treinta, comenzó a extenderse el nuevo
fenómeno del totalitarismo. Examinaremos, en primer lugar, los aparentes
triunfos de la democracia en los años 1920, observaremos luego los
devastadores efectos mundiales de la gran depresión que comenzó en 1929, y
por último, en el capitulo siguiente, describiremos la dolorosa década
de 1930,

62. El avance de la democracia después de 1919

Ganancias de la democracia y de la socialdemocracia

Los primeros años que siguieron a la guerra fueron inquietantes. Incluso


los vencedores tropezaron con graves dificultades en la reconversión de la
guerra a la paz. Los hombres desmovilizados de los grandes ejércitos se
encontraban sin trabajo y psicológicamente intranquilos. Las granjas y las
fábricas, organizadas para un máximo de producción durante la guerra, se
encontraban con una súbita desaparición de los mercados. Producían más de
lo que ahora podía venderse, de modo que la guerra se vio seguida por una
fuerte depresión, que, sin embargo, había terminado en 1922. Fundamental­
mente, también la situación económica de los vencedores estaba gravemente
dañada, porque la guerra había descoyuntado el mundo de 1914, en el que la
Europa industrial occidental había vivido del intercambio con la Europa
oriental y con los países de ultramar.
El presidente Wilson habia dicho que la guerra se había sostenido a fin

Emblema del capítulo: Una medalla acuñada en honor de la Paz de Versalles, 1919.
ALREDEDOR DE ELLA
por Marc Chagall (rusa, Inega francés, 1887-)

Mientras unos pintores se apartaban de la tradición occidental cultivando la pura abstrac­


ción o los patrones geometrizados (ver págs, 360-363, 712-714), otros los hacían evocando fenómenos
mentales subconscientes u oníricos. Este cuadro fue pintado por Chagall en Francia, en 1945, en
memoria de su mujer. Las casas del centro representan la ciudad rusa de Esmolensk, donde se
habían casado, treinta años antes. Los rostros y las figuras en tom o son individualmente muy
distintos, pero ñotan incoherentemente como las vividas imágenes de un sueño, sin'localización
en el espacio ni en el tiempo, y sin relación racional alguna entre ellos. El pasado y el presente,
la memoria y la percepción, los objetos fantásticos y los reales fluyen conjuntamente en una
especie de libre juego de la mente subconsciente. Estas cualidades caracterizaban el surrealismo,
del que Chagall, en su juventud, había sido un precursor. Cortesía del Museo de Arte Moderno,
París (Servicio Fotográfico). Permiso A .D .A .G .P., 1970, por French Reproduction Rights, Inc.

518
de salvar al mundo para la democracia. Ahora, la democracia política
hacía progresos en todas partes. Todos los nuevos estados surgidos de la
guerra adoptaban constituciones escritas y el sufragio universal. La demo­
cracia realizaba avances incluso en países que, desde hacia mucho tiempo,
habían sido democráticos en gran medida. Los últimos pasos importantes
hacia el sufragio masculino jiniversal se dieron en Gran Bretaña en 1918.
La innovación más notable fue la creciente concesión de derechos civiles a
las mujeres. En 1918, se adoptó en Gran Bretaña el sufragio femenino con
ciertas restricciones; en 1928, se abandonaron las restricciones y se concedió
el voto sobre una base igual con los hombres. En 1920, a través de una
enmienda a la constitución, se generalizó el sufragio femenino en los Estados
Unidos. Las mujeres votaban también en Alemania y en la mayoría de Jos
nuevos estados de Europa. En la Unión Soviética, las mujeres recibieron el
voto sobre una base igual con los hombres, tras la Revolución de 1917.
En la mayoría de los países europeos, los sucesores de los antiguos
socialistas de anteguerra iban ganando fuerza. Mientras la izquierda de los
antiguos socialistas, por lo general, se separaban, calificándose de comunis­
tas, y se unían entre sí y con Moscú en la Internacional Comunista, los
socialistas o socialdemócratas europeos eran, sobre todo, un partido de
marxismo pacífico o revisionista, totalmente decidido a mantener el conflic­
to de clase por métodos parlamentarios y legislativos. Los sindicatos de tra­
bajadores, con la nueva confianza en si mismos que habian adquirido gracias
al papel que habían desempeñado en la guerra, veían aumentar su número de
socios, su prestigio y su importancia.
La legislación social que antes de la guerra habría parecido radical era
ahora aprobada en muchos sitios. Se generalizó la jom ada de trabajo legal
de ocho horas, y se adoptaban o se extendían los programas de seguridad
apoyados por el gobierno contra las enfermedades, los accidentes y la vejez;
una ley de 1930, en Francia, aseguraba a casi 10 millones de trabajadores.
Un aire de democracia progresiva penetraba Europa y el mundo europeo. El
estado del servicio social o del bienestar, iniciado ya a finales del siglo XIX,
iba estableciéndose más sólidamente.
De los estados de los que podría esperarse que continuasen sus avances
democráticos de anteguerra, la democracia sólo sufrió un fuerte retroceso en
Italia, en los primeros años de la postguerra. Italia había sido un estado
parlamentario desde 1861, y había introducido un sufragio democrático en
las elecciones de 1913. En 1919, los italianos celebraron sus segundas
elecciones con sufragio universal masculino. Pero la democracia italiana
terminó bruscamente. En 1922, un agitador llamado Benito Mussolini, a la
cabeza de un movimiento al que él llamó Fascismo, acabó con el parlamento
italiano1. Lenin había fundado ya el primer estado de un solo partido;
Mussolini se convirtió en el primero de los dictadores personales de la
Europa de la postguerra, con excepción de Rusia. La Italia fascista, en los
años veinte, constituyó la principal excepción en lo que parecía una marea as­
cendente de democracia.

1 Ver págs. 566-572.

519
Los nuevos estados de la Europa Central y de la Centro-Oriental

En la Europa central y en la centro-oriental —en Alemania, en el


territorio del antiguo imperio austro-húngaro, y en el borde occidental de la
antigua Rusia zarista—, luchaban por afirmarse estados y gobiernos
enteramente nuevos. Los nuevos estados incluían, además de la Alemania
republicana, los cuatro estados sucesores del imperio de los Habsburgo
—Austria, Hungría, Checoslovaquia y Yugoslavia—, y los cinco estados que
se habían liberado del imperio ruso —Polonia, Finlandia, Estonia, Letonia y
Lituania—2. Los otros pequeños estados de la Europa oriental —Rumania,
Bulgaria, Grecia y Albania— habían sido ya independientes antes de 1914;
sus fronteras experimentaron alguna modificación y sus gobiernos se
reorganizaron considerablemente, después de la guerra. La República Turca
se trata más adelante3.
Los nuevos estados eran, en gran medida, accidentes de la guerra.
Excepto posiblemente en Polonia, en ninguna parte representaban un
sentimiento profundo, madurado a lo largo del tiempo, ni ampliamente
revolucionario. En 1914, sólo un número insignificante de alemanes habría
votado por una república. En aquel año, incluso entre las nacionalidades de
Austria-Hungría, eran pocas las personas que habrían optado por la total
destrucción del imperio de los Habsburgo. Los republicanos, los socialistas
moderados, los agrarios o los nacionalistas que ahora se encontraban en el
poder tenían que improvisar gobiernos para los que contaban con escasa
preparación. Tenían que hacer frente a reaccionarios, monárquicos y miem­
bros de la antigua aristocracia. También tenían que vérselas con.los verda­
deros revolucionarios, los cuales, inspirados por el éxito de Lenin, espera­
ban hacer realidad la dictadura del proletariado. En 1919, estalló en Ale­
mania una revuelta comunista, pero fue rápidamente sofocada; se estable­
cieron, ciertamente, regímenes soviéticos en Hungría y en el estado alemán
de Baviera, pero fueron aplastados en seguida; y, todavía en 1923, hubo un
levantamiento comunista en el estado alemán de Sajonia.
Todos los nuevos estados incorporaban el principio de la auto-determi­
nación nacional, que sostenía que cada nacionalidad debía gozar de
soberanía política —una -nación, un gobierno—. Pero la población de
aquella área estaba y había estado siempre localmente mezclada4. Cada uno
de los nuevos estados, por lo tanto, incluía minorías nacionales; porque, con
la excepción de un intercambio de poblaciones entre Grecia y Turquía,
acordado en 1923, no se pensaba en el apartamiento físico real de los grupos
«ajenos». Polonia y Checoslovaquia eran los más mixtos de los nuevos
estados. Cada uno de ellos poseía, en particular, entre sus diversas minorías,
una considerable población de alemanes desafectosr
De todos modos, a pesar de los trastornos económicos y nacionalistas,
los nuevos estados y sus gobiernos intentaron, al principio, hacerse
democráticos. Excepto la república alemana, todos eran relativamente

2 Ver m ap a 20.
3 Ver p ágs. 533-534.
4 Ver m ap a 8.

520
pequeños. Todos los estados de nueva creación eran repúblicas, excepto
Yugoslavia, que se encontraba bajo la antigua dinastía servia. Hungría
empezó a ser república en 1918, pero el intento de Béla Kun de fundar una
República Soviética Húngara en 1919 restableció a los contrarrevoluciona­
rios, que restauraron la monarquía de los Habsburgo en principio, aunque la
presión extranjera les impidió la restauración del mismo rey. Hungría surgió
en 1920 como una monarquía con un trono perpetuamente vacante, bajo
una especie de dictadura ejercida por el Almirante Horthy. Todos los
estados menores de Europa, incluida Hungría, poseían, por lo menos el
aparato externo de la democracia, hasta los años 1930; es decir, tenían
constituciones, parlamentos, elecciones, y una diversidad de partidos políti­
cos. Aunque a veces se violaba la libertad civil, el derecho a la libertad civil
no se negaba; y, aunque las elecciones, a veces, se falseaban, se suponía, al
menos en principio, que eran libres.

Problemas económicos de la Europa oriental: reforma agraria

La Europa oriental había sido, durante siglos, una región agraria de


grandes haciendas, que sostenía, de una parte, a una rica aristocracia
terrateniente de carácter casi feudal, y, de otra, a una empobrecida masa de
trabajadores agrícolas con pocas posesiones propias o con ninguna. La
aristocracia terrateniente había sido el principal apoyo del imperio austro-
húngaro y un importante pilar del antiguo orden en el imperio zarista y en la
Prusia oriental. La gran masa de la población rural, en toda aquella región,
había sido liberada de la servidumbre o eximida de la sujeción a los señores
de la tierra, sólo desde mediados del siglo pasado5. La clase media de
hombres de negocios y de profesionales era pequeña, salvo en Austria y en
Bohemia, la porción occidental de Checoslovaquia. En general, toda la
región tenía conciencia de estar retrasada respecto a la Europa occidental, no
sólo en la industria, en las fábricas, en los ferrocarriles y en las grandes
ciudades, sino también en instrucción, en escolarización, en hábitos de
lectura, en sanidad, en tasas de mortalidad, en la duración media de la vida,
y en el nivel de vida material6.
LoS nuevos estados comenzaron a modernizarse, por lo general siguiendo
el modelo de Occidente. Introdujeron ideas democráticas y constitucionales.
Establecieron tarifas proteccionistas, con las que trataban de desarrollar
fábricas e industrias propias. Pero las nuevas fronteras nacionales creaban
dificultades. Mientras Europa, en 1913, había tenido unos 9.000 kilómetros
de fronteras, después de la guerra tenía casi 15.000, y todo el aumento se
encontraba en la Europa oriental. Las mercancías circulaban con mucha
menos facilidad. Las industrias protegidas en las antiguas regiones agrícolas
producían ineficazmente y a un elevado coste. Industrias antiguas y
establecidas, de Austria, de Checoslovaquia y de la Polonia occidental,
aisladas de sus anteriores mercados por las nuevas fronteras y por las nuevas

5 Ver p ágs. 236-237.


6 Ver p ágs. 306-308.

521
tarifas entraron en momentos difíciles. La clase obrera de Viena vivía en la
miseria, porque Viena, una ciudad de 2 millones de personas, anteriormente
capital de un imperio de 50 millones, era ahora la capital de una re­
pública de seis millones. En Checoslovaquia, la minoría alemana —los
sudetes— se quejaba de que, en tiempos difíciles, los empresarios y los
obreros alemanes siempre sufrían más que sus colegas checos, a causa de la
política del gobierno. Económicamente, la división de la Europa oriental en
una docena de estados independientes fue contraproducente.
La más grande de las reformas emprendidas por los nuevos estados de la
Europa oriental fue la reforma de la propiedad de la tierra. Aunque estaba
lejos de resolver los problemas económicos fundamentales del área, produjo
efectos sustanciales en el modelo de distribución de la tierra. Se trastocó
toda la base agraria tradicional de la sociedad. La obra de las revoluciones
de 1848, que, en los territorios de los Habsburgo, habían liberado a los
campesinos, pero dejándoles sin tierra, daba ahora otro paso adelante. El
ejemplo de la Revolución Rusa constituía un poderoso estímulo, porque en la
Rusia de 1917 los campesinos habían expulsado a los terratenientes, y los
comunistas y los simpatizantes comunistas fueron ganando la atención de los
campesinos descontentos y sin tierras, desde Finlandia hasta los Balcanes. Es
de recordar que, hasta 1929, la Unión Soviética no se aventuró en la
colectivización de la agricultura; hasta entonces, el comunismo parecía
apoyar al pequeño granjero individual. Pero con igual verdad puede decirse
que el modelo de la reforma agraria se encontraba en Occidente, especial­
mente en Francia, la tierra histórica del propietario campesino pequeño.
La reforma agraria se efectuó de un modo diferente en los diferentes
países. En los estados bálticos, las grandes propiedades pertenecían casi
'enteramente a familias alemanas —los «barones bálticos»—, descendientes,
o, por lo menos, sucesores de los Caballeros Teutónicos medievales. En
Estonia, Letonia y Lituania, el disgusto nacionalista frente a los alemanes
hizo, pues, más fácil la liquidación de los terratenientes. Allí, las granjas
pequeñas pasaron a ser la norma. En Checoslovaquia, más de la mitad de la
tierra laborable fue transferida de grandes a pequeños propietarios; también
aquí, el hecho de que muchos grandes terratenientes hubieran sido alemanes,
en algunos casos desde los tiempos de la Guerra de los Treinta Años,
determinó que la operación resultase, en cierto sentido, más agradable,
aunque indignó a la minoría alemana de Bohemia. En Rumania y en
Yugoslavia, la desaparición de las grandes haciendas, aunque considerable,
fue menos completa. En Finlandia, Bulgaria y Grecia, apenas se planteó la
cuestión, pues la pequeña propiedad era ya frecuente. La reforma agraria
tuvo menos éxito en Polonia y en Hungría, donde los magnates de la tierra
eran excepcionalmente fuertes y estaban muy arraigados.
Después de las reformas agrarias, los partidos políticos de campesinos o pe­
queños propietarios agrarios se convirtieron en la principal fuerza democrática
dentro de los distintos estados de la frontera occidental de Rusia, Frecuente­
mente, se inclinaban al socialismo, sobre todo porque el capitalismo estaba
asociado en su pensamiento con los inversores extranjeros y con los intrusos.
Por otra parte, los grandes terratenientes, los antiguos aristócratas de los im­
perios de la anteguerra, tanto si ya habían sido expropiados como si sólo esta­

522
ban amenazados por la expropiación, se reafirmaban en una actitud reacciona­
ria. Las reformas agrarias no resolvieron los problemas económicos funda­
mentales. Las nuevas granjas eran muy pequeñas, frecuentemente de
extensión no superior a las cuatro hectáreas. Los campesinos propietarios
carecían de capital, de preparación agrícola y de conocimiento del mercado.
La productividad de las granjas no se incrementó. En lugar de las viejas
diferencias entre el terrateniente y el arrendatario se desarrollaron nuevas dife­
rencias entre los campesinos más acomodados y los jornaleros proleta­
rios —entre el «kulak» y el explotado, en terminología Comunista—. La
continuación de la pobreza relativa, la persistencia de las reaccionarias clases
altas, los nuevos conflictos y tensiones entre los propios campesinos, las
distorsiones económicas producidas por las numerosas barreras aduaneras, y
la carencia de toda tradición prolongada de auto-gobierno, eran factores que
contribuían a frustrar los experimentos democráticos iniciados en la década de
los veinte.

63. L a República Alemana y el espíritu de Locamo

La clave de Europa era Alemania. También Alemania tuvo su revolución


en 1918. Pero fue una revolución sin revolucionarios, una revolución
negativa, causada más por la desaparición de lo viejo que por ninguna
vehemente llegada de lo nuevo. El emperador y el Alto Mando del ejército,
en las últimas semanas de la guerra, habían abandonado la escena, dejando
que otros afrontasen la derrota y la humillación7. Durante algún tiempo, a
partir de noviembre de 1918, los hombres encargados de la administración
pública eran principalmente socialdemócratas. Los socialdemócratas eran
marxistas, pero su marxismo era el marxismo domesticado, atenuado y
revisionista que había predominado durante los veinte años que precedieron
al advenimiento de Lenin. Eran funcionarios de los sindicatos obreros y
gerentes de los partidos. Podían mirar atrás, en 1918, hacia las décadas
invertidas en desarrollar las organizaciones obreras y en construir el partido
socialdemócrata, que en 1912 se había convertido en el partido más
numeroso del Reichstag8. Ahora, en 1918, constituían un cauteloso y
prudente grupo, esencialmente conservador, más preocupado por conservar
lo que ya habían conseguido, que por lanzarse a audaces y nuevos
experimentos sociales. Antes de 1917, los socialdemócratas se consideraban
izquierdistas. Pero la Revolución Bolchevique en Rusia y la aparición de un
elemento pro-bolchevique o comunista en Alemania desplazaron a los
socialdemócratas hacia el centro. El centro es una situación difícil, sobre
todo en tiempos inquietos; los comunistas consideraban a los socialdemó­
cratas como reaccionarios, como viles traidores al movimiento de la clase
obrera; y los verdaderos reaccionarios, reclutados entre los antiguos
monárquicos, los oficiales del ejército, los terratenientes «junkers» y los
grupos de los grandes negocios veían o fingían ver en la socialdemocracia un
peligroso coqueteo con el bolchevismo.

7 Ver p ágs. 450-452.


8 V er págs. 342-343, 349-351.

523
El grupo del centro en Alemania, es decir, los socialdemócratas
reforzados por el Partido del Centro Católico y otros, tenía más miedo de la
izquierda que de la derecha. En 1918 y 1919, se aterraron ante las historias
que llegaban de Rusia, traídas no solamente por los burgueses o por los
aristócratas zaristas fugitivos, sino también por los refugiados socialdemó­
cratas, mencheviques y bolcheviques antileninistas, hombres a quienes todos
los socialistas habían conocido desde tiempo atrás y en quienes habían
confiado, en el marco de la Segunda Internacional. En enero de 1919, los
Espartaquistas9, dirigidos por Karl Liebknecht y por Rosa Luxemburgo,
intentaron llevar a cabo una revolución proletaria en Alemania, como la de
Rusia. Lenin y los bolcheviques rusos les prestaron ayuda. Durante un
momento, pareció existir la posibilidad de que Alemania se hiciese comunis­
ta, de que los Espartaquistas lograsen imponer una dictadura del proletaria­
do. Pero el Gobierno Provisional Socialdemócrata aplastó el levantamiento
Espartaquista, recurriendo para ello a oficiales del ejército desmovilizados y
a vigilantes voluntarios reclutados entre los licenciados del ejército. Los
dirigentes espartaquistas, Liebknecht y Luxemburgo fueron detenidos y
asesinados, mientras se hallaban en poder de la policía. Los acontecimientos
de la «Semana de Espartaco» ensancharon, entre los socialdemócratas y los
comunistas, un abismo que no habia de salvarse ni en los campos de concen­
tración de Hitler.
Inmediatamente después, se celebraron elecciones para una Asamblea
Nacional Constituyente. Ningún partido alcanzó la mayoría, pero los
socialdemócratas fueron el partido más importante. Una coalición de so­
cialdemócratas, del Partido del Centro y de demócratas liberales domina­
ba la Asamblea. Tras varios meses de deliberaciones en la ciudad de
Weimar, se adoptó, en julio de 1919, una constitución que establecía una
república democrática. La República de Weimar (como se denominó el
régimen alemán desde 1919 hasta la llegada de Hitler en 1933) pronto se vio
fatalmente amenazada por la derecha. En 1920, un grupo de jefes militares
desafectos organizó un putsch, o revuelta armada, puso en fuga al gobierno
republicano, e intentó colocar a un hombre de paja, a un tal Dr. Kapp, al
frente del estado. Los obreros de Berlín, inutilizando los servicios públicos,
detuvieron el putsch Kapp y salvaron la república. Pero el régimen de
Weimar nunca adoptó medidas suficientemente decisivas para acabar con las
bandas armadas privadas, al mando de agitadores reaccionarios o declarada­
mente antidemocráticos. Uno de estos pronto seria Adolfo Hitler, que ya en
1923 organizó en Munich una revuelta abortada10. Y, como era demócrata y
liberal, nunca negó los derechos de elección para el Reichstag, ni de libre
expresión en el Reichstag ni en público, ni a los comunistas ni a los
reaccionarios antidemócratas.
La República de Weimar era, en principio, muy democrática. La
constitución incorporaba todos los recursos que luego serian apoyados por
los más avanzados demócratas, no sólo el sufragio universal que incluía el
voto femenino, sino también la representación proporcional, y la iniciativa,
^ A sí llam ad o s p o r el n o m b re de E s p a rta c o , esclavo ro m a n o q u e c a p ita n e ó u n a reb elió n de
esclavos en el s u r d e Italia , en el añ o 72 a . d e C .
10 V er p ág s. 572-574.

524
el referéndum y la revocación de las leyes. Pero, exceptuadas la jornada legal
de ocho horas y algunas otras salvaguardias del bienestar de los trabajadores
(y las tradicionales demandas de los obreros organizados), la república cuyos
principales arquitectos eran los socialdemócratas, en sus años de formación,
estaba lejos de ser socialista. N o se nacionalizaron las industrias. La
propiedad no cambió de manos. No se abordaron leyes de la tierra ni
reformas agrarias, como en los nuevos estados de la Europa oriental; los
«junkers» del este del Elba permanecían intocados en sus grandes haciendas.
Casi no hubo confiscación ni de la propiedad del antiguo kaiser ni de otras
dinastías dirigentes del imperio federal de Bismarck. Incluso las estatuas de
emperadores, reyes, príncipes y grandes duques continuaban en las calles y
en las plazas. Oficiales, funcionarios públicos, agentes de policía, profeso­
res, maestros de escuela de la antigua Alemania imperial se mantenían en sus
respectivos puestos. El ejército, aunque limitado por el Tratado de Versalles
a 100.000 hombres, era el antiguo ejército en miniatura, con todos sus
órganos esenciales intactos, y careciendo sólo de contingentes. Los soldados
eran jóvenes campesinos alistados para largos plazos y formados luego según
las tradiciones militares alemana y prusiana. En el cuerpo de oficiales,
seguían siendo fuertes las viejas influencias profesionales y aristocráticas.
Nunca había existido una revolución tan suave, tan razonable, tan
tolerante. No había terror, ni fanatismo, ni fe estimulante, ni expropiación,
ni emigrados. En realidad, no había existido revolución, en absoluto, en el
sentido en que habían experimentado sus revoluciones Francia, Inglaterra,
los Estados Unidos, Rusia y otros países, recientemente o en épocas lejanas.

L a democracia alemana y Versalles


La cuestión suprema, para Europa y para el mundo, consistía en saber
cómo se adaptaría Alemania a las condiciones de la postguerra. ¿Cómo
aceptarían las nuevas fronteras alemanas y otras disposiciones del Tratado
de Versalles? Desgraciadamente, estas dos preguntas se hallaban relaciona­
das entre sí. La República de Weimar y el Tratado de Versalles eran
productos de la derrota de Alemania en la guerra. Había muchos en
Alemania que apoyaban la democracia, especialmente los numerosos social­
demócratas, y muchos más podrían acaso haberse sentido atraídos haci^
ella, si hubieran dispuesto de tiempo y de unas circunstancias favorables.
Pero nadie, ni siquiera los socialdemócratas, aceptaba el Tratado de
Versalles o las nuevas fronteras alemanas, ni como justos ni como decisivos.
Si la «democracia» en Alemania significaba la perpetua aceptación del
tratado sin enmiendas, o el desastre o las dificultades de carácter económico
que, razonable o irrazonablemente, podían explicarse como consecuencias
del tratado, entonces la «democracia» perdería todo el atractivo que tenía
para los alemanes.
Como hemos visto, los republicanos alemanes protestaron contra el
tratado de Versalles antes de firmarlo, y solamente lo firmaron bajo
presiones11. Los aliados continuaron el bloqueo naval de tiempo de guerra,

11 V e rp ág . 461.

525
después del armisticio; esto confirmaba, a los ojos de los alemanes, el
argumento de que el Tratado de Versalles era un Diktat, una paz impuesta,
cartaginesa, implacable y vengativa. La cláusula del «delito de guerra»,
mientras acaso satisfacía, por una parte, un peculiar sentido anglo-america-
no de la moralidad, ofendía, por otra, un peculiar sentido alemán del honor.
Ni las reparaciones que se le exigían ni las nuevas fronteras fueron aceptadas
por los alemanes como decisivas. Consideraban las reparaciones como una
hipoteca perpetua sobre su futuro. En general, esperaban revisar, algún día,
su frontera oriental, recobrar por lo menos el pasillo polaco, e incorporar a
Austria.
Los franceses vivían en el terror del día en que Alemania se rehiciese. Sus
planes para la propia seguridad, y para la seguridad colectiva de Europa
contra una resurrección alemana, se habían visto desairados. No habían sido
capaces de separar a la Renania de Alemania. El Senado de los Estados
Unidos se había negado a ratificar el tratado, firmado en París por Wilson,
por el que los Estados Unidos garantizarían a Francia contra una invasión
alemana en el futuro12. Tanto Inglaterra como los Estados Unidos mostra­
ban una tendencia al aislamiento, a apartarse del Continente, a volver a la
«normalidad», a trabajar, sobre todo, por el restablecimiento de un
comercio en el que una Alemania fuerte sería un gran cliente. La Sociedad
de Naciones, de la que los Estados Unidos no eran miembros, y en la que
cada nación miembro tenía un voto, ofrecía poca garantía de seguridad a un
pueblo situado como el francés. Los franceses empezaron a formar alianzas,
contra una posible Alemania resucitada, con Polonia, Checoslovaquia y
otros estados de la Europa oriental. Insistían también en que Alemania
pagase las reparaciones. El importe de las reparaciones, que no había sido
fijado en el tratado, fue establecido por una Comisión de Reparaciones,
en 1921, en 132.000 millones de marcos oro. Esta suma, que era el
equivalente de 35.000 millones de dólares, no tardó en ser declarada por
varios economistas occidentales como superior a lo que podía imaginarse
que Alemania fuese capaz de pagar.
El gobierno de Weimar, en aquellas circunstancias, miraba a Rusia, que
no había tomado parte en el tratado de Versalles y que no exigía
reparaciones. El gobierno soviético, mientras tanto, deduciendo del fracaso
de la revolución proletaria'en Alemania y en Hungría que los tiempos aún no
estaban en sazón para la spvietización de Europa, se disponía a entrar en
relaciones diplomáticas normales con los gobiernos establecidos. Alemania y
Rusia, a pesar de la repulsa ideológica, firmaron, pues, el tratado de
Rapallo, en 1922. En los años siguientes, la Unión Soviética obtenía
manufacturas que necesitaba de Alemania, y las fábricas y los obreros
alemanes trabajaban en los pedidos que les llegaban de Rusia. El ejército
alemán envió oficiales y técnicos para proporcionar instrucción al Ejército Ro­
jo. Obligado por el tratado de Versalles a restringir sus actividades, el ejército
alemán, a través de su trabajo en Rusia y de un buen número de subterfugios
en el interior, pudo, ciertamente, mantener un alto nivel de preparación, de
planificación, de conocimientos técnicos y de familiaridad con las armas y

12 Ver págs. 458-460, 463-464.

526
equipamientos modernos. El buen entendimiento entre Alemania y Rusia
suscitaba, como era natural, recelos en Occidente.

Las reparaciones, la gran inflación de 1923, la recuperación

Los franceses, bloqueados en el intento de cobrar las reparaciones, y


ayudados por los belgas, enviaron unidades del ejército francés a ocupar los
centros industriales del valle del Ruhr, en 1923. Los alemanes respondieron
con huelgas generales y con resistencia pasiva. Para sostener a los trabajado­
res en aquella patriótica inactividad, el gobierno de Weimar les pagaba
primas, sacando para ello dinero de sus prensas, a golpe de manubrio.
Alemania, como otros.países beligerantes, había sufrido una inflación, es
decir, una elevación de precios, durante la guerra y después; ni el gobierno
imperial ni los estadistas de Weimar habían querido crear impuestos más
fuertes para compensar la inflación. Pero lo que ahora asolaba a Alemania
era diferente de la inflación ordinaria. Era de proporciones catastróficas y
totalmente ruinosas. El papel moneda llegó a carecer, literalmente, de valor.
A finales de 1923, un dólar valía 4 billones de marcos de papel.
Aquella inflación introdujo un grado de revolución social muy superior
al que la caída del imperio de los Hohenzollern hubiera originado nunca.
Los deudores pagaban sus deudas con dinero sin valor. Los acreedores
recibían cestas llenas de papel carente de valor alguno. Los salarios, incluso
cuando subían, quedaban por detrás del coste de la vida, que se elevaba
vertiginosamente. Las rentas, las pensiones, los réditos de las pólizas de
seguros, las cuentas de ahorro en los bancos, los ingresos procedentes de
bonos e hipotecas; cualquier forma de ingresos para la que se hubieran
realizado planes en el pasado, y que, muchas veces, representaban la
economía, la previsión y los proyectos personales de muchos años, ahora se
reducían a la nada. La clase media estaba empobrecida y desmoralizada. Los
hombres de la clase media estaban ahora, materialmente, en una situación
muy similar a la de los asalariados y proletarios. Pero su concepto de la vida
no les permitía identificarse con la clase obrera, ni aceptar sus ideologías
marxistas o socialistas. Habían perdido la fe en la sociedad misma, en el
futuro, en los viejos códigos burgueses de confianza en sí mismo y de
planificación racional de sus vidas en un mundo inteligible. Se creó Una
especie de vacío moral, sin nada en que ellos pudiesen creer, o que suscitase
su esperanza o su respeto.
La inflación, sin embargo, al abolir todas las deudas pendientes dentro
del país, permitió, una vez liquidadas y aceptadas las pérdidas, iniciar una
nueva producción económica. Los Estados Unidos se vieron impulsados a
desempeñar un papel ingrato. En aquellos años, los Estados Unidos
reclamaban el pago de las enormes deudas de guerra que con ellos habían
contraído los aliados13. Los aliados —Inglaterra, Francia, Bélgica— insistían
en que ellos no podían pagar las deudas a los Estados Unidos, a menos que
ellos cobrasen antes las reparaciones que les adeudaba Alemania. En 1924,

13 Ver págs. 454, 455-456, 461.

527
se aplicó en Alemania el Plan Dawes, así denominado por el nombre del
americano Charles G. Dawes, para asegurar la corneóte de las reparaciones.
Mediante el Plan Dawes, los franceses evacuaban el Ruhr, los pagos por
reparaciones se reducían, y se adoptaban disposiciones para que la república
alemana pudiera recibir préstamos del exterior. En los años siguientes, se
invirtió en Alemania una gran cantidad de capital privado americano, en
bonos del gobierno alemán y en empresas industriales alemanas. Gradual­
mente —al menos, así parecía—, Alemania iba recuperándose. Durante
cuatro o cinco años, la República de Weimar gozó incluso de una animada
prosperidad, y hubo un gran volumen de nuevas construcciones en carrete­
ras, viviendas, fábricas y transatlánticos. Pero la prosperidad se debía, en
buena medida, a los préstamos extranjeros, y la gran depresión que comenzó
en 1929 planteó de nuevo todas las viejas cuestiones.

E l espíritu de Locarno

Aquellos años de prosperidad económica fueron años también de relativa


calma internacional. El odio que todos los alemanes sentían por el Tratado
de Versalles no inclinaba a los aliados a hacer concesiones. Es posible que, si
los aliados hubieran estado dispuestos, en aquel momento, a enmendar el
tratado mediante un acuerdo internacional, habrían dejado sin argumentos a
los agitadores de Alemania, y se habrían ahorrado muchas desgracias
posteriores. Pero también cabe pensar que ninguna de las posibles concesio­
nes hubiera sido suficiente. El gran problema consistía en impedir una
ruptura violenta, por parte de Alemania, de la estructura del tratado,
especialmente respecto a la Europa oriental, donde los alemanes considera­
ban las nuevas fronteras como fundamentalmente sometidas a revisión. Tras
el incidente del Ruhr y la adopción del Plan Dawes, un grupo de hombres
moderados y amantes de la paz modelaban la política exterior de los
principales países —Gustav Stresemann en Alemania, Edouard Herriot y
Aristide Bríand en Francia, Ramsay MacDonald en Inglaterra.
La carta de la Sociedad de Naciones establecía sanciones internacionales
contra los posibles agresores. Al igual que el sistema de congresos después de
la Paz de Viena, la Sociedad de Naciones estaba ideada para asegurar la
dócil sumisión a los tratados de paz, o su modificación sin recurrir a la
fuerza14. Nadie esperaba que la Sociedad de Naciones, mediante ningún tipo
de autoridad propia, impidiese la guerra entre las grandes potencias, pero la
Sociedad de Naciones consiguió algunas pacificaciones menores en los
años 1920, y, en todo caso, su cuartel general en Ginebra ofrecía un
adecuado lugar de reunión, en el que los estadistas podían conversar.
Como una nueva medida de seguridad contra la guerra, las potencias
europeas firmaron un cierto número de tratados en Locarno, en 1925. Estos
tratados marcaron el más alto punto de buena voluntad internacional,
alcanzado entre las dos Guerras Mundiales. Alemania firmó un tratado con
Francia y con Bélgica, garantizando sus respectivas fronteras incondicional­

14 Ver pags. 190-197.

528
mente. Firmó tratados de arbitraje con Polonia y con Checoslovaquia, no
garantizando aquellas fronteras tal como estaban, pero comprometiéndose a
no intentar cambios en ellas, a no ser mediante la discusión, el acuerdo o el
arbitraje internacionales. Francia firmó tratados con Polonia y con Checos­
lovaquia, prometiéndoles ayuda militar si eran atacadas por Alemania.
Francia fortalecía así su política de equilibrar la potencia alemana en el Este,
mediante sus propias alianzas diplomáticas y mediante el apoyo a la Pequeña
Entente, como se denominaba la alianza de postguerra de Checoslovaquia,
Yugoslavia y Rumania. Gran Bretaña «garantizaba» —es decir, prometía
ayuda militar en caso de violación— las fronteras de Bélgica y de Francia
contra Alemania. No ofrecía una garantía equivalente respecto a Checoslo­
vaquia o a Polonia. Los ingleses consideraban que su seguridad fundamental
estaría amenazada por. una expansión alemana hacia el oeste, pero no por
una expansión alemana hacia el este. Fue en las fronteras de Checoslovaquia
y de Polonia, catorce años después, donde comenzó la Segunda Guerra
Mundial. Si Inglaterra, en 1925, hubiera dado garantías a aquellos dos países
como había hecho Francia, y luego hubiera sido fiel a la garantía, es posible
que la Segunda Guerra Mundial se hubiera evitado. Por otra parte, ninguna
guerra depende nunca de una sola decisión; es la acumulación de muchas
decisiones lo que importa.
En 1925, los pueblos hablaban, con alivio, del «espíritu de Locamo». En
1928, la armonía internacional se vio de nuevo fortalecida, cuando el
ministro francés de Negocios Extranjeros, Briand, y el Secretario de Estado
de los Estados Unidos, Frank B. Kellog, concertaron el Pacto de París.
Firmado, finalmente, por sesenta y cinco naciones, el Pacto condenaba el
recurso a la guerra como solución de las controversias internacionales.
Aunque no se establecían medidas coercitivas y se formularon un buen
número de reservas antes de que firmasen ciertos países, el Pacto afirmaba
solemnemente la voluntad de las naciones de renunciar a la guerra como
instrumento de política nacional.
A mediados de los años 1920, el panorama era, ciertamente, esperanza-
don En Locamo, Alemania había aceptado, por su propia voluntad (y no
por el D iktat de Versalles), sus fronteras al este y al oeste, hasta el punto de
renunciar a la violencia y a la acción unilateral, incluso en el este. En 1926,
Alemania ingresó en la Sociedad de Naciones. Alemania era una prometedo­
ra realidad como república democrática. La democracia parecía funcionar,
tal como podía esperarse, en la mayoría de los nuevos estados de la Europa
oriental —el cordón sanitaire contra la Rusia Comunista, que, a su vez,
había puesto fin a su ofensiva revolucionaria de la postguerra. El mundo
era nuevamente próspero, o parecía serlo. La producción mundial estaba
al nivel de la anteguerra, o lo superaba. En 1925, se calculaba que la pro­
ducción mundial de materias primas era mayor que la de 1913, en un 17
por ciento. En 1929, el comercio mundial, medido en efectivo —oro—, casi
se había duplicado desde 1913. Los trastornos de la guerra y de la postguerra
se recordaban como una pesadilla que se hubiera desvanecido. Parecía que,
al fin, el mundo se había salvado para la democracia.
Pero la satisfacción se desvaneció ante la gran depresión mundial, ante el
incremento de un virulento nacionalismo en Alemania, debido en alguna

529
medida a la depresión, y ante la afirmación de un nuevo belicismo en el
Japón, que tampoco dejaba de estar relacionado con la depresión. Pero
atendamos, primero, a los años de la postguerra en Asia.

64. La rebelión de Asia

Resentimientos en A sia

Los pueblos de Asia nunca habían estado satisfechos con la posición en


que los había colocado la gran expansión europea del siglo X IX 15. Cada vez
en mayor medida, condenaban todo lo que se asociaba con el «imperialis­
mo». A este respecto, había poca diferencia entre los países realmente
gobernados por europeos como partes de imperios europeos —así, por
ejemplo, la India Británica, las Indias Holandesas, la Indochina Francesa (o
las Filipinas americanas)—, y los países que permanecían nominalmente
independientes bajo sus propios gobiernos, como China, Persia y el
Imperio Turco. En los primeros, a medida que la conciencia política
despertaba, había una oposición al monopolio de los europeos en los cargos
importantes del gobierno. En los segundos, había una oposición a los
derechos especiales y a los privilegios de que gozaban los europeos, a la
elevada acumulación de ingresos aduaneros para pagar deudas extranjeras,
a las capitulaciones en Turquía, a los derechos extraterritoriales en China, a
las esferas de influencia en Persia, que dividían el país entre ingleses y rusos.
En uno y otro caso, los asiáticos despiertos entendían por imperialismo
un sistema mediante el cual los asuntos de su propio país eran regidos, sus
recursos explotados, su pueblo utilizado, en beneficio de los hombres
extranjeros, europeos o blancos. Entendían el sistema de capitalismo
absentista, mediante el cual las plantaciones, los muelles o las fábricas que
tenían ante sus ojos, y en los que ellos mismos trabajaban, pertenecían a
propietarios que se hallaban a miles de kilómetros, y cuyo principal interés
en aquellos bienes consistía en una corriente regular de beneficios. Entendían
la constante amenaza de que una civilización ajena desintegrase y devorase
sus antiguas culturas. Entendían la molestia de tener que hablar un lenguaje
europeo, o la calamidad de tener que luchar en guerras provocadas por
europeos. Y entendían las actitudes de superioridad adoptadas por los
hombres blancos, la conciencia de raza exhibida por todos los blancos,
aunque tal vez en su máximo grado por ingleses y americanos, la línea de
color que se marcaba en todas partes, los comportamientos que variaban
entre el desprecio y la condescendencia, la relación del «muchacho» nativo y
el «señor» europeo. Para ellos, el imperialismo significaba los clubs de
«gentlemen» en Calcutta, en los que no se admitía a ningún indio, los
hoteles de Shanghai, de los que se excluía cuidadosamente a los chinos, los
bancos de los parques de varias ciudades, en los que nunca podía sentarse
un «nativo». En un plano psicológico más profundo, así como en la
economía y en la política, la revuelta de los asiáticos conscientes era una
rebelión contra la inferioridad social y la humillación.

15 Ver capitulo VIH, págs. 373-426.

530
La rebelión contra el Occidente era, por lo general, ambivalente o de
doble aspecto. Era una rebelión contra la supremacía occidental, pero, al
propio tiempo, en la mayoría de los casos, los que se rebelaban querían
aprender e imitar a Occidente, a fin de apoderarse de la ciencia, de la
industria y de la organización occidentales, y de otras fuentes de poder
occidental, lo que les permitiría preservar su propia identidad y surgir como
los iguales de Occidente.
La crisis en Asia había estallado con la guerra ruso-japonesa, cuando un
pueblo asiático, en 1905, derrotó a una gran potencia europea, por primera
vez16. En 1906, la revolución empezó en Persia, y condujo a la reunión del
primer majlis o parlamento. En 1908, los Jóvenes Turcos organizaron una
revolución victoriosa en Constantinopla y convocaron una asamblea parla­
mentaria que representase a todas las regiones entonces pertenecientes al
Imperio Turco. En 1911, los revolucionarios de China, dirigidos por Sun
Yat-sen, derrocaron a la dinastía Manchú y proclamaron la República
China. En cada ano de los casos, los rebeldes acusaban a sus antiguos
monarcas —sha, sultán, emperador—, de sometimiento a los imperialistas
occidentales. En cada uno de los casos, convocaban asambleas nacionales
según el modelo democrático predominante en Europa, y se proponían
resucitar, modernizar y occidentalizar a sus países, en el grado necesario
para evitar la dominación por parte de Occidente.

L a Primera Guerra M undial y la Revolución Rusa

En la Primera Guerra Mundial, casi todos los pueblos asiáticos se


encontraron envueltos, en alguna medida. El Imperio Turco, aliado de
Alemania, repudió inmediatamente todas las capitulaciones, o derechos
legales especiales de los europeos. Persia intentó permanecer neutral y
librarse de la partición hecha en 1907 entre las esferas inglesa y rusa, pero
fue campo de batalla de las fuerzas inglesas, rusas y turcas. China, que se
unió a los aliados, intentó, en la conferencia de paz, abolir los derechos
extraterritoriales en China. Ya hemos visto cómo esta reivindicación de la Re­
pública China fue rechazada, y cómo los aliados, en cambio, transfirieron mu­
chas de las concesiones alemanas de anteguerra a los japoneses17. Las regiones
asiáticas dependientes —las posesiones holandesas, francesas y británicas—
fueron económicamente estimuladas por la guerra18. Las Indias Holandesas,
aunque permanecieron neutrales, incrementaron su producción de artículos
alimenticios, de petróleo y de materias primas. La India desarrolló su industria
del acero y sus manufacturas textiles, y contribuyó con más de un millón de
soldados, tropas de combate y de servicios, a la causa británica. Todas
las regiones dependientes se vieron incitadas por la llamada de Woodrow
Wilson a salvar al mundo para la democracia.

16 V er págs. 411-413.
17 Ver pág, 460.
18 Ver pág. 456.

531
Los gobiernos metropolitanos hicieron concesiones. Naturalmente, te­
nían miedo a ir demasiado lejos; insistían en que sus pueblos sometidos
todavía no eran capaces de autogobemarse. Tenían en juego grandes
inversiones, y toda la economía mundial dependía de la continuidad en la
producción de los países tropicales y subtropicales. Pero llegaron a una
transacción. En 1916, los holandeses crearon una asamblea legislativa para
aconsejar al gobernador general de las Indias; la mitad de sus miembros se
elegía entre las razas nativas. En 1917, los ingleses concertaron una cierta
medida de autogobierno en la India; se estableció una asamblea legislativa
india con 140 miembros, cien de los cuales eran elegidos, y el número de
representantes elegidos y de funcionarios indios nativos se elevó en las
provincias de la India Británica. En 1922, los franceses concedieron una
asamblea un tanto similar en Indochina. Así, pues, las tres potencias
imperiales, aproximadamente al mismo tiempo, empezaron a experimentar
cuerpos consultivos, cuyos miembros eran en parte electivos, en parte
nombrados, y en parte nativos, en parte europeos. Los Estados Unidos intro­
dujeron una asamblea elegida en las islas Filipinas, en 1916.
La Revolución Rusa agregó un nuevo estímulo a la inquietud en Asia.
Los bolcheviques denunciaban, no sólo el capitalismo, sino también el
imperialismo. Dentro de la ideología marxista-leninista, el imperialismo era
un aspecto del capitalismo19. Los pueblos coloniales tendían también a
identificar los dos, no tanto por razones marxistas, como porque el
capitalismo moderno era un fenómeno extraño o «imperialista» en los países
coloniales, donde la propiedad y la gerencia de las grandes empresas eran
igualmente foráneas. Así pues, el nacionalismo en Asia, el movimiento en
favor de la independencia o de una mayor igualdad con Occidente,
fácilmente se transformaban en socialismo y en la denuncia de la explotación
capitalista. Los bolcheviques vieron inmediatamente las ventajas que aquella
situación les ofrecía. A medida que iba resultando evidente que la revolución
mundial, esperada por Lenin, no se extendería en seguida a Europa, los
comunistas rusos miraban a Asia como el escenario en que el capitalismo
mundial podría ser atacado mediante un gran movimiento por el flanco. En
septiembre de 1920, se reunió un «congreso de los pueblos orientales
oprimidos» en Bakú, en ía costa del Mar Caspio. Zinoviev, presidente de la
Internacional Comunista, clamaba por la guerra contra «las bestias feroces
del capitalismo británico». No se consiguió mucho en la conferencia. Pero
unos pocos extremistas de países asiáticos se trasladaron a Moscú, en los
años siguientes, y unos pocos comunistas enviados desde Moscú excitaban a
los descontentos que existían, sin instigación rusa en absoluto, por toda
Asia.
La situación de la postguerra en Asia era, pues, extremadamente fluida.
Hombres que no eran comunistas saludaban al comunismo como a una
fuerza liberadora. Los anti-occidentales declaraban que sus países debían
occidentalizarse. El nacionalismo eclipsaba a todos los demás ismos. En el
Congreso Nacional Indio, los ricos capitalistas indios frecuentaban la

19 Ver págs. 474-475.

532
compañía de dirigentes socialistas, con quienes se iban a mantener en relativa
armonía mientras el enemigo común fueran los ingleses.

La Revolución Turca: K em al A tatü rk

De los movimientos revolucionarios, el más afortunado, inmediatamente,


fue el que se produjo en Turquía. En primer lugar, los Jóvenes Turcos,
en 1908, se habían propuesto evitar que prosiguiese la disolución del Impe­
rio Turco20. Esto resultó imposible. En las guerras balcánicas de 1912-1913,
la potencia turca fue casi totalmente excluida de la península balcánica. En
la Guerra Mundial, en la que los turcos se alinearon en el bando de los
vencidos, se separaron los árabes, con una importante ayuda inglesa.
Después de la guerra, los griegos invadieron la península de Anatolia.
Soñaban con una Gran Grecia que abarcase ambas orillas del Mar Egeo.
Los europeos seguían considerando a Turquía como el enfermo de Europa,
al estado turco como condenado a la extinción, y al pueblo turco como
bárbaro e incompetente. En 1915, los aliados habían decidido la partición de
Turquía; y, después de la guerra, las potencias occidentales apoyaron la
invasión griega. Fuerzas italianas y francesas ocuparon partes de Anatolia, y
los italianos, los franceses y los británicos decidieron arrancar Constantino-
pla a la dominación turca, aunque su destino, en cambio, estaba sin decidir.
(Había sido prometida a Rusia en 1915, antes de la Revolución Bolchevi­
que21). En tales circunstancias, un eficaz jefe del ejército, llamado Mustafá
Kemal, galvanizó la resistencia nacional turca. Poco a poco, y con la ayuda
de la Rusia Soviética, los turcos expulsaron a los griegos y a los aliados
occidentales. Afirmaron su permanencia en la península de Anatolia y a
ambas orillas de los Estrechos, incluida Constantinopla, que recibió el nuevo
nombre de Estambul22.
Los nacionalistas, bajo el enérgico impulso de Mustafá Kemal, llevaban
ahora a cabo una profunda revolución. Abolieron el sultanato y el califato,
porque el sultán se había comprometido un tanto con los extranjeros, y era
también, como califa o jefe de la fe, un funcionario religioso para todo el
Islam, por lo que constituía una influencia conservadora. En 1923, se
proclamó la República Turca.
Mientras el Imperio Turco había sido una organización heterogénea,
hecha de diversas comunidades religiosas, entre las que el grupo dominante
eran los musulmanes, la República Turca estaba ideada como un estado
nacional en el que el «pueblo», es decir, el pueblo turco, era el soberano. Se
introdujo el sufragio universal, juntamente con un parlamento, un consejo
de ministros y un presidente con grandes poderes. En el Asia Menor, los no
turcos se convirtieron entonces en «extranjeros», de un modo en que no lo
habían sido antes. De ellos, los más importantes eran los griegos. Alrededor

20 Ver págs. 389-393, 433.


21 Ver pág. 442.
22 Ver mapa 12.

533
de 1.400.000 griegos huyeron o fueron trasladados oficialmente del Asia
Menor a Grecia, y, en cambio, unos 400.000 turcos que residían en el norte
de Grecia fueron trasladados a Turquía. El intercambio de poblaciones dio
origen a grandes trastornos, desarraigó a la mayor parte del elemento griego
que había vivido en Asia Menor desde el año 1.000 a. de C., y resultó
abrumador para el depauperado reino griego al obligarle, de pronto, a
absorber una masa de refugiados desvalidos, cuyo número era igual a la
cuarta parte de la población de la propia Grecia. Pero aquello permitió a la
República Turca reunir una población relativamente homogénea, con lo que
se ponía fin a las disputas de las minorías entre Grecia y Turquía, hasta que
Chipre planteó nuevos problemas, después de la Segunda Guerra Mundial.
Por primera vez en un país musulmán, se distinguían claramente las
esferas del gobierno y de la religión. La República Turca establecía la total
separación de la iglesia y el estado. Declaraba que la religión era una
creencia privada, y toleraba todas las religiones. Se reorganizó la administra­
ción según principios seculares y no religiosos derivados de la Revolución
Francesa. Se rechazó la ley del Corán. La nueva ley se modeló según el
Código Suizo, que era la legislación europea más recientemente codificada, y
que se derivaba, a su vez, del Código de Napoleón.
Mustafá Kemal incitó a las mujeres a que abandonasen el velo, a que
saliesen del harén, a que votasen y a que ocupasen cargos públicos. Declaró
delictiva la poligamia. Requirió legalmente a los hombres para que desecha­
sen el fez. Luchó contra el fez, como Pedro el Grande había luchado contra
la barba, y por la misma razón, pues lo consideraba como el símbolo de
unas costumbres conservadoras y atrasadas. En consecuencia, el sombrero,
«cubrecabezas de la civilización», se convirtió en el símbolo del progreso. El
pueblo adoptó los trajes occidentales. Se hizo obligatorio el alfabeto
occidental; los turcos que ya sabían leer tuvieron que aprender a le a de
nuevo, y se redujo el analfabetismo. Se adoptaron el calendario occidental y
el sistema métrico. Se requirió a los turcos para que tomasen apellidos
familiares hereditarios, como los occidentales; Kemal tomó el apellido de
Atatürk, o Gran Turco. La capital se trasladó de Estambul a Ankara. La
república estableció unos altos aranceles. En 1933, adoptó un plan quinque­
nal de desarrollo económico. Los turcos, tras haberse liberado de la
influencia extranjera, estaban decididos a no volver a depender del capital
occidental, es decir, del capitalismo. El plan quinquenal preveía minas,
ferrocarriles y fábricas, principalmente de p rop in ad del estado. Al propio
tiempo, aunque dispuesta a aceptar la ayuda rusa contra las potencias
occidentales, la república era intransigente con el comunismo, y lo suprimió.
Los turcos querían una Turquía moderna, por y para los turcos.

Persia experimentó una revolución similar, un poco menos drástica. Se


puso fin a las antiguas concesiones, capitulaciones y esferas, y el gobierno
persa renegoció sus contratos de petróleo, asegurando un mayor control
sobre las compañías extranjeras, de las que pasó a percibir mayores
beneficios en concepto de impuestos y de royalties. En 1935, para subrayar
su ruptura con el pasado, Persia tomó el nombre de Irán.
534
E l movimiento nacional en la India: Gandhi y Nehru

A la terminación de la Guerra Mundial, la India estaba a punto de rebelarse


contra la dominación británica 23. Los indios descontentos tenían como
dirigente a Mohandas K. Gandhi, el Mahatma, o el Santo, que, en las dé­
cadas siguientes, aunque poco característico del Asia moderna, alcanzó
un relieve universal como portavoz de los pueblos sometidos. Gandhi había
sido educado en Inglaterra en los años 1890, y había ejercido el derecho
en Africa del Sur, donde cobró conciencia de la discriminación racial co­
mo problema mundial. En la India, a partir de 1919, capitaneó un movi­
miento en favor del auto-gobierno, de la independencia económica y
espitual respecto a Gran Bretaña, y de una mayor tolerancia, dentro de
la propia India, no sólo entre los hindúes y los musulmanes, sino también
entre los hindúes de la casta superior y los parias e intocables inferiores.
Las armas que él apoyaba eran solamente las del espíritu; predicaba
la no violencia, la resistencia pasiva, la desobediencia civil y el boicot.
Se impuso huelgas de ayunos y de hambre para quebrantar la dureza de
los carceleros británicos, y después también de los indios. Gandhi y sus
más leales seguidores, a medida que las tensiones aumentaban, se negaban a
ser elegidos o a tomar parte en las instituciones relativamente representativas
que los ingleses introducían prudentemente, y también boicoteaban la
posición económica británica en la India, negándose a comprar o a usar
artículos importados de Inglaterra. Esto último alcanzaba a los ingleses en
un punto sensible. Antes de la Guerra Mundial, la mitad de todas las
exportaciones de géneros ingleses de algodón se había dirigido a la India. En
1932, esta proporción se redujo a una cuarta parte. Gandhi se alzaba contra
todo industrialismo, incluso contra la industria mecanizada que estaba
desarrollándose en la propia India. Desechó el traje occidental, optó por
utilizar un tom o de hilar y por vivir de leche de cabra, estimuló a los
campesinos indios a que resucitasen sus viejos oficios, y se presentaba en
las ocasiones solemnes vestido sólo con un taparrabos de tejido casero. Por
la excelencia de sus principios, Gandhi se convirtió en el inspirador de
muchos grupos que diferían respecto a cuestiones más mundanas. Incluso en
Occidente, estaba considerado como uno de los grandes maestros religiosos
de la época.
La India estaba muy dividida en el interior, y los ingleses sostenían que, a
causa de aquellas divisiones, la terminación de la dominación británica
precipitaría la anarquía. Había hindúes y musulmanes, entre los cuales
tenían un carácter crónico los choques y las violencias terroristas. (El propio
Ghandi fue asesinado en 1948 por un fanático hindú anti-musulmán).
Había centenares de potentados orientales de los estados nativos. Había
capitalistas indios, como la familia Tata, y crecientes masas de proletarios
producidos por la industrialización india24. Había las castas superiores y los
parias, y había centenares de millones de campesinos que vivían en una
pobreza inimaginable en Occidente. En política, había los que reivindicaban

23 Ver págs. 402-405 , 412-413.


24 Ver pág. 456.

535
la plena independencia, boicoteaban a los ingleses, y pasaban años en la
cárcel, como Gandhi y Jawaharlal Nehru, su fiel seguidor, aunque de
carácter más realista; y había los moderados que creían que podrían hacer
más por el bienestar de la India aceptando cargos en la administración,
cooperando con los ingleses, y trabajando por el status de dominio dentro
del Imperio Británico. El marxismo ejercía un fuerte atractivo, no sobre el
espiritual y pacífico Gandhi, desde luego, sino sobre Nehru y también sobre
muchos de los dirigentes menos radicales. En los años 1920, la Unión
Soviética representaba para aquellos hombres el derrocamiento del imperia­
lismo; en los 1930, les mostraba el camino mediante su adopción de los
planes quinquenales. Para un pueblo que deseaba elevarse por sí mismo,
pasar de la pobreza a la potencia industrial y a unos niveles de vida su­
periores, sin pérdida de tiempo y sin depender del capital extranjero ni del
capitalismo, la Unión Soviética, con su planificación económica, parecía
ofrecer un modelo más apropiado y unas lecciones más prácticas que las
ricas democracias de Occidente, con sus siglos de gran progreso a sus
espaldas.
Los veinte años transcurridos entre las dos guerras mundiales fueron
años de persistentes disturbios, de levantamientos y represiones de esporádi­
ca violencia a pesar de las exhortaciones de Gandhi, de conferencias y de
mesas redondas, de reformas y de promesas de reformas, con un impulso, en
los años 1930, hacia una mayor participación de los indios en los asuntos del
imperio indio. La independencia no se alcanzó hasta después de la Segunda
Guerra Mundial; con ella, tuvo lugar una división del subcontinente indio en
dos nuevas naciones, una India predominantemente hindú y un Pakistán
predominantemente musulmán25.
En las Indias Holandesas, donde el movimiento nacionalista estaba
menos desarrollado que en la India26, los años de entreguerras fueron más
tranquilos. En 1922, estalló una importante rebelión en la que tomaron parte
los comunistas, pero fue sofocada por los holandeses. Los pueblos del
archipiélago eran casi tan diversos como los de la India. Sólo el imperio
holandés los habia unido políticamente. La oposición a los holandeses les
dio un programa común. En 1937, el consejo legislativo solicitaba la
concesión del status de. dominio. Pero los holandeses no concedieron la
independencia hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y tras el fracaso
de un esfuerzo militar para dominar a los nacionalistas27.

L a Revolución China: L os tres principios del pueblo

La Revolución China se había iniciado en 1911, con el derrocamiento de


la dinastía Manchú, que, a su vez, había comenzado, tardíamente, a introdu­
cir reformas occidentalizadoras. Se proclamó la República China, pero el
primer resultado inmediato fue el establecimiento en Pekín de una dictadura
militar ejercida por el general Yüan Shih-kai, que había sido un íntimo
25 Ver págs. 663-666.
26 Ver págs. 402-403.
27 Ver pág. 666.

536
consejero de los Manchúes, y que, hasta su muerte en 1916, nunca dejó de
mirar con codiciosos ojos el ahora vacío trono imperial. En el sur, el
veterano revolucionario Dr. Sun Yat-sen reorganizó el Kuomintang (Partido
Nacional del Pueblo o Partido Nacionalista), sucesor de la red prerrevolucio-
naria de sociedades secretas, de la que él había sido el principal creador.
Sun, el primer Presidente de la república elegido por una asamblea
provisional revolucionaria, dimitió, unos meses después, en favor del general
Yüan, de quien él creía, erróneamente, que uniría el país- bajo un régimen
parlamentario. Posteriormente, en medio de la confusión que siguió a la
lucha por el poder en Pekín tras la muerte de Yüan en 1916, Sun fue
proclamado presidente de un gobierno rival en el sur, en Cantón, el cual
ejercía un poder nominal sobre las provincias meridionales. Hasta 1928,
ningún gobierno pudo disponer de la base necesaria para reivindicar un
verdadero dominio sobre China —y, aún entonces, hubo importantes
excepciones—. Durante la mayor parte de aquellos años, el país estuvo,
virtualmente, en manos de los señores de la guerra rivales, cada uno de los
cuales se embolsaba los impuestos habituales de su localidad, manteía su
propio ejército, y no reconocía ninguna autoridad superior.
Fue Sun Yat-sen el que mejor expresó las ideas de la Revolución China.
Nacido en 1867 y educado bajo influencia americana en las Islas Hawai, se
había graduado de médico en Hong Kong, había viajado mucho por el
mundo, había estudiado las ideas occidentales, había dado conferencias a
públicos chinos en América, había reunido dinero para sus conspiraciones
contra los Manchúes, y había vuelto de Europa para tomar parte en la
revolución. Poco antes de su muerte, en 1925, Sun recogió las conferencias
que había dado a lo largo de los años en un libro, Los tres principios del
pueblo. El libro arroja mucha luz sobre la rebelión de China y de toda Asia
contra la supremacía de Occidente.
Según Sun Yat-sen, los tres principios del pueblo eran democracia,
nacionalismo y medios de vida. Por medios de vida entendía bienestar social
y reforma económica —una distribución más equitativa de la riqueza y de la
tierra, una gradual terminación de la pobreza y de la injusta explotación
económica—. Por nacionalismo, el Dr. Sun entendía que los chinos, que
siempre habían vivido principalmente dentro del clan y de la familia, tenían
que aprender ahora la importancia de la nación y del estado. En efecto, ellos
constituían una gran nación —pensaba Sun—, la más cultivada del mundo,
y, en otro tiempo, habían ejercido su predominio desde las fuentes del Amur
hasta las Indias Orientales. Pero nunca habían estado unidos. Los chinos
habían sido «una lámina de arenas sueltas»; ahora tenían que «reducir la
libertad individual y unirse apretadamente en un cuerpo inquebrantable
como la roca firme que se forma agregando cemento a la arena».
Por democracia, Sun Yat-sen entendía la soberanía del pueblo. Al igual
que Rousseau, prestaba poca atención a los votos, a las elecciones, a los
procesos parlamentarios. Creía que, siempre que el pueblo fuese soberano,
debían gobernar los más capaces. El gobierno debía estar en manos de
expertos, un principio por cuyo abandono él criticaba a Occidente. El Dr.
Sun sentía una entusiasta simpatía por Lenin. Pero no era, en modo alguno,
un teórico marxista. Consideraba al marxismo inaplicable a China, soste­

537
niendo que los chinos debían tomar el marxismo como tomaban todas las
demás ideas occidentales, evitando una imitación servil, utilizando, adap­
tando, enmendando, rechazando lo que considerasen conveniente. China no
tenia un capitalismo nativo, ni en sentido marxista ni en sentido occidental.
Sun decía que los «capitalistas» en China eran dueños de la tierra,
especialmente en las ciudades como Shanghai, donde la llegada de los
occidentales había subido el valor de la tierra a unas alturas asombrosas. De
ahí que si China podía librarse del imperialismo, habría dado un gran paso pa­
ra librarse del capitalismo también; podria comenzar a igualar la propiedad de
la tierra y a confiscar las rentas inmerecidas. Observaba que, como China no
tenia verdaderos capitalistas, era el propio estado el que debía emprender el
desarrollo capitalista e industrial. Esto exigiría préstamos de capital extran­
jero y los servicios de técnicos y administradores extranjeros, lo que constituía
una razón más en virtud de la cual el estado chino, para conservar el control,
tenía que ser fuerte.
En resumen, con Sun Yat-sen, la democracia fácilmente se convertía en
una teoría de dictadura benévola y constructiva. Marxismo, comunismo,
socialismo, «medios de vida», sociedad planificada, economía del bienestar,
y sentimiento xenófobo y anti-impenalista: todos se reunían en una sola
mezcla —en algunos aspectos, como ocurriría después con las ideas de los
comunistas chinos.
El primer objetivo de Sun Yat-sen y de los revolucionarios chinos
consistía en acabar con el «sistema de tratados» que había sometido a China
a los intereses extranjeros desde 184228. A este respecto, la conferencia de la
paz de París había sido decepcionante; además de fracasar en sus intentos de
conseguir la abolición de los privilegios y de los derechos extraterritoriales de
los occidentales, los chinos tampoco pudieron impedir la retención, por
parte del Japón, de muchas de las antiguas concesiones alemanas, de las que
los japoneses se hablan apoderado durante la guerra29. El 4 de mayo de
1919, tuvieron lugar grandes manifestaciones de estudiantes y de obreros
contra las potencias occidentales. El Movimiento del Cuatro de Mayo
agudizó la conciencia xenófoba.
A medida que las potencias occidentales se mostraban insensibles, Sun y
el Kuomintang se volvían hacia Rusia. Declararon que las revoluciones rusa
y china eran dos aspectos del mismo movimiento de liberación de dimensión
mundial. El Partido Comunista Chino, organizado en 1921, se alió con el
Kuomintang en 1923. Este aceptaba consejeros comunistas rusos, especial­
mente al veterano revolucionario Borodin, a quien Sun Yat-sen había
conocido, años antes, en los Estados Unidos30. La Unión Soviética,
siguiendo su estrategia de flanquear al capitalismo mundial mediante la
penetración en Asia, envió a China equipamiento militar, instructores del
ejército y organizadores del partido. También devolvió las concesiones rusas
y los derechos extraterritoriales conseguidos por los zares en China. La
política china de amistad con Rusia comenzó a producir los efectos

28 Ver págs. 407-411.


29 Ver pág. 460.
30 Ver pág. 513.

538
esperados; los ingleses, para apartar a China de Rusia, abandonaron
algunas de sus concesiones menores en Hankow y en otras ciudades.

China: nacionalistas y comunistas

El Kuomintang, con sus ejércitos reorganizados y fortalecidos, desplega­


ba ahora una nueva vitalidad, y, a partir de 1924, lanzaba una ofensiva
militar y política, proyectada por los siempre activos consejeros rusos,
apoyada por los comunistas chinos, y capitaneada por Chiang Kai-shek, que
tomó la dirección del Kuomintang a la muerte de Sun, en 1925. Los
principales objetivos de Chiang consistían en obligar a los señores de la
guerra independientes y al régimen que aún se mantenía en Pekín a aceptar
la autoridad de un solo gobierno nacionalista. A finales de 1928, los ejércitos
de Chiang se habían dirigido hacia el norte, ocupando Pekín y trasladando
la sede del gobierno a Nanking. Chiang ejercía ahora, por lo menos, el
control nominal sobre la mayor parte de China, aunque el control efectivo
seguía viéndose limitado por la obstinación de muchos señores de la guerra
provinciales. Las potencias extranjeras, ante los éxitos del Kuomintang,
reconocieron diplomáticamente al gobierno de Nanking y admitieron su
derecho a organizar y administrar las tarifas y los asuntos aduaneros del
país. También renunciaron, parcialmente, a sus privilegios extraterritoriales
y se comprometieron a su completa abolición en un futuro próximo.
En 1927, mientras estaba forjándose en el país un cierto grado de unidad
nacional, se produjo una abierta ruptura entre el Kuomintang y su ala
izquierda. En el curso de la campaña militar del norte, y especialmente en la
toma de Nanking, se habían producido disturbios y excesos populares,
fomentados por los comunistas, al parecer, en los que no faltó la muerte de
un cierto número de extranjeros. Aquellos disturbios radicales amedrentaron
e indispusieron a los elementos más ricos y conservadores del Kuomintang,
con lo que peligraba la fuente principal de ayuda financiera que permitía a
Chiang mantener su gobierno y su ejército. Tampoco el propio Chiang habia
considerado nunca, evidentemente, la alianza con los comunistas ni con los
rusos como algo más que una alianza de conveniencia. Ahora, Chiang
emprendió una acción decisiva. En el Kuomintang, se procedió a una purga
inmediata de comunistas y de consejeros rusos; muchos fueron ejecutados;
Borodin y otros huyeron a Moscú; y un levantamiento dirigido por
comunistas en Cantón fue violentamente sofocado. Un cierto número de
grupos comunistas armados huyó a las regiones montañosas del sur, para
ponerse a salvo, uniéndose a otros contingentes guerrilleros. Así se formó el
Ejército Rojo Chino; entre sus dirigentes, se hallaban Mao Tse-tung, que
había sido bibliotecario, maestro, director de periódicos, y organizador de
sindicatos, y que habia figurado también entre los miembros fundadores del
partido, y Chu Teh, que habia ostentado una alta categoría en los ejércitos
del Kuomintang y que había viajado y estudiado en Alemania y en otras
partes de Europa.
Con el renovado apoyo financiero y moral de los banqueros del
Kuomintang, Chiang reanudó la ofensiva septentrional cuyo éxito de 1928

539
ha sido descrito ya. Pero el impulso revolucionario original del Kuomintang
estaba ahora muy rebajado. Formado por hombres que temían la subversión
social y que frecuentemente consideraban su propio mantenimiento en el
poder como el más importante de sus problemas, el Kuomintang ejercía una
especie de dictadura de un solo partido sobre la mayor parte de China, bajo
la dirección de Chiang. El propio Chiang reconocía la creciente insatisfac­
ción popular a causa de la resistencia o de la incapacidad del Kuomintang para
iniciar reformas, pero él seguía ocupándose de la consolidación del régimen,
y, a partir de 1931, tuvo que enfrentarse con la agresión japonesa. Durante
aquellos años, concibió un odio mortal contra los comunistas y contra los
que desarrollaban actividades de agitación en favor de la reforma revolucio­
naria.
Los comunistas, que ahora operaban en la China suroriental, se
aprovecharon del descontento popular y obtuvieron el apoyo del campesina­
do pobre mediante una política sistemática de expropiación y distribución de
las grandes haciendas, así como a través de una intensa propaganda.
Consiguieron rechazar los ejércitos de Chiang, e incluso atraerse a una
parte de sus tropas. Organizando una red de soviets locales, en 1931 pro­
clamaron una República Soviética China en el sudeste. Cuando, después
de muchos años, los ejércitos nacionalistas consiguieron desalojarlos, los
comunistas, capitaneados por Mao, emprendieron, en 1934-1935, una
asombrosa marcha de 10.000 kilómetros, sobre un terreno casi intransitable,
hacia la región septentrional-central de Yenan, más cerca, según se dijo, de
las líneas soviéticas de abastecimiento. Comenzaron la Larga Marcha unos
90.000 comunistas, de los que sólo sobrevivió la mitad. Se atrincheraron de
nuevo, rechazaron a los ejércitos nacionalistas y lograron un fuerte apoyo
popular entre las masas rurales. Con la invasión japonesa del norte de China
ya bien avanzada, abandonaron su ofensiva revolucionaria y presionaron a
Chiang para poner fin a la guerra civil y para crear un frente unido contra
el agresor japonés. Aunque con cierto disgusto, Chiang accedió, de modo
que, en 1937, se formó una alianza entre el Kuomintang y los comunistas; el
Ejército Rojo Chino se colocó bajo el control y el mando nacionalistas; una
China unida opondría resistencia a los japoneses. Pero la difícil alianza entre
el Kuomintang y los comunistas no duraría siquiera hasta la derrota del
común enemigo japonés en la Segunda Guerra Mundial, y la Revolución
China estaba a punto de iniciar una fase nueva, dinámica, y muy
diferente31.

Japón: militarismo y agresión

El movimiento nacionalista en China produjo recelos en el Japón, cuya


ascensión como potencia moderna ha sido descrita ya32. Los japoneses, al
menos desde la guerra chino-japonesa de 1895, habían considerado la
enorme área desintegrada de China como un campo para la expansión de sus

31 Ver págs, 654-663.


32 Ver págs. 296-303.

540
intereses, diferenciándse en esto muy poco de los europeos, a no ser en que
ellos estaban más cerca del escenario. Durante la Guerra Mundial, habían
presentado sus Veintiuna Demandas sobre China, se habían apoderado de
las concesiones alemanas en Shantung, y habían enviado tropas a la Siberia
oriental33. Durante la guerra, la industrialización japonesa avanzó rápida­
mente; el Japón se adueñó de muchos mercados, mientras los europeos
estaban entregados a la lucha; y, después de la guerra, los japoneses
siguieron siendo uno de los principales abastecedores de artículos textiles
para el resto de Asia. Los japoneses podían producir a precios más bajos que
los europeos, a unos precios que resultaban más asequibles a las pobres
masas de Asia. Densamente apiñados en sus montañosas islas, sostenían su
nivel de vida importando materias primas y vendiendo manufacturas. Pero
los nacionalistas chinos proyectaban levantar la barrera de una tarifa
proteccionista, y fue por esta razón, entre otras, por lo que denunciaron el
sistema de tratados, que durante casi un siglo había sometido a China al
libre comercio internacional. Los chinos, como los turcos, esperaban
industrializar y occidental izar su país al amparo de un alto muro arancelario,
que cerraría el paso a las manufacturas japonesas y a las de otros países.
Durante la década de 1920, el elemento civil, liberal, de orientación
occidental del Japón prosiguió en el ejercicio del gobierno. En 1925, se
adoptó el sufragio masculino universal. Todavía perduraba la moda, en
Europa y en América, de considerar a los japoneses con una simpática
aprobación, como a los más progresivos de todos los pueblos no europeos,
como al único país asiático que había aprendido, hábilmente, a desempeñar
su papel en los avances de la civilización mundial. Pero el Japón tenía otra
faceta. La constitución de 1889 y las actividades parlamentarias no eran más
que una fachada que ocultaba unas realidades políticas. De todos los países
modernos, sólo en el Japón existía una ley constitucional que ordenaba que
los ministros de la guerra y de la marina tenían que ser generales o
almirantes en activo. La propia dieta tenía unos poderes severamente
restringidos. Los ministros gobernaban en nombre de la suprema y sagrada
autoridad del emperador, y eran responsables sólo ante él. Desde el punto de
vista económico, el fomento del desarrollo industrial por parte del gobierno
había desembocado en una tremenda concentración de poder económico en
manos de cuatro trusts familiares, conocidos colectivamente como los
Zaibatsu. Tanto los intereses comerciales como los dirigentes políticos civiles
aspiraban a un imperio en expansión y a unos mercados crecientes, pero el
grupo más impaciente del Japón encontraba su fuerza en la resurrección
nacionalista que, ya antes de la «apertura» del Japón en 1854, había
practicado el Shinto, o culto del emperador, y el modo de vida del guerrero
como una forma nueva y moderna34. Este elemento se reclutaba, en gran
parte, entre los antiguos miembros de los clanes y entre los samurai, a
quienes la «abolición del feudalismo» había desarraigado de sus costum­
bres y que, en muchos casos, no encontraban ningún campo satisfactorio de
actividad en el nuevo régimen. Muchos de aquellos hombres servían ahora

33 Ver págs. 443, 460, 488.


34 Ver págs. 298-299, 301-302.

541
como oficiales en el ejército. Por lo general, consideraban a Occidente como
a un mundo en decadencia. Ellos soñaban con el día en que el Japón
dominase a toda el Asia oriental.
Hacia 1927, este grupo comenzó a ocupar ministerios en el gobierno
japonés y a dirigir la política japonesa hacia unas actitudes cada vez más
agresivas y militaristas respecto a China. En 1931, las unidades del ejército
japonés estacionadas en la Manchuria meridional (donde los japoneses
habían permanecido desde la derrota de los rusos en 1905), tomando como
pretexto el misterioso asesinato de un funcionario japonés en Mukden,
comezaron a apoderarse de arsenales chinos y a extenderse hacia el norte,
por toda Manchuria. En 1932, acusando a los chinos de hacer la guerra
económica contra Japón (los boicots chinos, en efecto, estaban perjudi­
cando materialmente el comercio de exportación japonés), desembarcaron a
70.000 hombres en Shanghai. Se retiraron pronto, prefiriendo entonces
concentrarse en la ocupación de la parte septentrional de China. Declararon a
Manchuria estado independiente bajo un emperador elegido por ellos
mismos, y dieron a la región el nuevo nombre de Manchukuo.
Tras la invasión de Manchuria, los chinos apelaron a la Sociedad de
Naciones. La Sociedad envió una comisión investigadora, que, presidida por
Lord Lytton, consideró a Japón culpable de perturbar la paz. Japón se
retiró de la Sociedad, en actitud provocadora. Las pequeñas potencias de la
Sociedad reclamaron, en general, sanciones militares, pero las grandes
potencias, comprendiendo que tendrían que ser ellas quienes afrontasen la
carga de la intervención militar contra Japón, y, en todo caso, como no
veían ninguna amenaza a su propia seguridad inmediata, se negaron a
adoptar medidas más fuertes, de modo que, en efecto, los japoneses
siguieron ocupando Manchuria y la China del nordeste. Con la conquista
japonesa de Manchuria había comenzado a discurrir un afluente del torrente
que se acercaba. Pero, en aquel momento, el mundo estaba aturdido
también por la depresión económica. Cada gobierno estaba preocupado por
sus problemas sociales internos.

65. La Gran Depresión: colapso de la economía mundial

£1 sistema económico capitalista era un delicado y entretejido mecanis­


mo, en el que cualquier perturbación se transmitía rápidamente, con efecto
acelerador, a través de todas las partes J5. Para muchas mercancías, básicas,
los precios se fijaban mediante el libre juego de la oferta y de la demanda, en
un mercado de dimensiones mundiales. Había una gran división del trabajo
por zonas; grandes áreas vivían de la producción de unos pocos artículos
especializados para su venta al resto del mundo. Una gran cantidad de la
producción, tanto local como internacional, especialmente en los años 1920,
estaba financiada a través del crédito, es decir, de promesas de pago en el
futuro. El sistema se basaba en la mutua confianza y en el mutuo
intercambio —en la creencia del prestamista, acreedor o inversor de que

35 Ver págs. 321-328, 368-369, 452-456.

542
recuperaría su dinero, en la creencia del prestatario de que podría pagar sus
deudas, en la posibilidad de que granjas y fábricas pondrían sus productos
en el mercado a unos precios suficientemente altos para que rindiesen un
beneficio neto, de modo que los trabajadores de las granjas y de las fábricas
pudieran comprar los productos de otras fábricas y de otras granjas, y así
sucesivamente alrededor de incontables círculos de mutua interdependencia,
y por todo el mundo.

L a prosperidad de los años 1920 y sus debilidades

Los cinco años siguientes a 1924 fueron un período de prosperidad, en el


que hubo un gran volumen de comercio internacional, de construcción y
desarrollo de nuevas industrias. El automóvil, por ejemplo, que todavía era
un producto raro en 1914, se convirtió, después de la guerra, en un artículo
de producción en serie; y su extendido uso incrementó la demanda de
petróleo, de acero, de caucho y de equipamiento eléctrico, exigió la
construcción o reconstrucción de decenas de millares de kilómetros de
carreteras, y dio origen a la creación de nuevas profesiones secundarías para
miles de hombres, como conductores de camiones, mecánicos, o empleados
de la estación de servicio. De un modo análogo, la popularidad masiva de la
radio y del cine repercutió en todas direcciones. La expansión consiguiente
fue especialmente asombrosa en los Estados Unidos, pero casi todos los
países disfrutaron de ella, en mayor o menor grado. «Prosperidad» se
convirtió en un término místico, y algunos pensaban que duraría indefini­
damente, que se había descubierto el secreto de la opulencia humana y del
progreso, y que la ciencia y la invención estaban, al fin, haciendo realidad
las esperanzas de los siglos.
Pero, en aquella prosperidad, había debilidades, diversas imperfecciones
en este o aquel engranaje, en esta o en aquella válvula del mecanismo, fallas
que, sometidas á presión, darían origen a que toda la intrincada estructura se
detuviese. La expansión estaba financiada, en gran parte, por el crédito o
por los préstamos. Los trabajadores percibían menos de lo que constituía
una porción equilibrada; los salarios quedaban muy por debajo de los
beneficios y de los dividendos, de modo que el poder adquisitivo de las
masas, aunque ampliado por la compra a plazos (otra forma de crédito), no
podía absorber el gran volumen de lo que técnicamente era posible producir.
Y, en todo el mundo, la década de los 1920 fue un período de depresión
crónica en la agricultura, hasta el punto de que los granjeros no podían
pagar sus deudas ni comprar artículos en la medida necesaria para el buen
funcionamiento del sistema.
Las operaciones militares de la Primera Guerra Mundial habían reducido
en una quinta parte los campos dedicados al cultivo del trigo en Europa. El
precio mundial del trigo subió, y los granjeros de los Estados Unidos, de
Canadá y de otros países aumentaron sus extensiones cultivables. Muchas
veces, para adquirir tierras a precios altos, contrajeron hipotecas que en
años posteriores no pudieron pagar. Después de la guerra, Europa restable­
ció su producción de trigo, y Europa oriental se reincorporó al mercado

543
mundial. La agricultura se mecanizaba progresivamente. Mientras, en el
siglo XIX, un hombre podía segar diez veces más grano con una segadora
mecánica tirada por un caballo que con una guadaña, y mientras, antes de
1914, podía segar cinco veces más con una máquina combinada de segadora
y agavilladora, aun pudo incrementar su producción cinco veces más,
después de la guerra, utilizando una combinación de segadora-trilladora
tirada por un tractor. Al propio tiempo, el cultivo de secano permitía
disponer de nuevas tierras, y la ciencia agronómica incrementaba la
producción por acre. El resultado de todos aquellos numerosos procesos de
desarrollo fue una superabundante producción de trigo. Pero la demanda de
triguera lo que los economistas llaman «inelástica». En conjunto, dentro del
área del mundo occidental, la gente ya comía todo el pan que necesitaba, y
ño iba a comprar más; y las masas infra-alimentadas de Asia, que en pura
teoría podrían haber consumido el excedente, no podían pagar siquiera los
bajos costes de producción o de transporte. El precio mundial del trigo cayó
increíblemente. En 1930, el precio en oro del trigo fue el más bajo desde
hacía cuatrocientos años.
Los cultivadores de trigo en todos los continentes se arruinaron. Los de
otros muchos productos se encontraban ante la misma desastrosa perspecti­
va. El algodón y los cereales, el café y el cacao, todos se hundían. Los
plantadores brasileños y africanos fueron presa de la superproducción y de
la caída de precios. En Java, donde no sólo se había ampliado la extensión
dedicada al cultivo de azúcar, sino que la producción de azúcar de caña por
unidad se había multiplicado por diez mediante el cultivo científico durante
el siglo pasado, el precio era inferior a los del mercado mundial. Había,
naturalmente, otras formas más beneficiosas de producción agrícola —por
ejemplo, naranjas y huevos, de los que el consumo mundial seguía
aumentando. Pero el plantador de café no podía empezar a producir huevos,
ni el granjero de Iowa a producir naranjas. Aun prescindiendo de las
exigencias del clima, el granjero o el campesino corrientes carecían del
capital, de los conocimientos especiales, o del acceso al transporte refrigera­
do que aquellos nuevos sectores de la agricultura requerían. En lo único que
el granjero o el campesino medio sabían hacer —cultivar el trigo u otros
cereales—, había muy poco espacio para el nuevo mundo maravilloso de la
ciencia y de la maquinaria.
La fase aguda de la gran depresión, que comenzó en 1929, se agravó a
causa de aquel fondo crónico de catástrofe en la agricultura, porque no
había reserva alguna de poder adquisitivo en las granjas. La apurada
situación del granjero empeoró más aun, cuando la gente de la ciudad,
alcanzada por la depresión en la industria, redujo sus gastos en alimenta­
ción. Más que la depresión industrial, fue la depresión agrícola la que se
hallaba en el fondo de los grandes trastornos de los años de entreguerras en
toda la Europa oriental y en el mundo colonial.

La bancarrota de 1929 y la propagación de la crisis económica


La depresión, en su sentido estricto, comenzó como una crisis en el
mercado de acciones y una crisis financiera. Los precios de las acciones se

544
habían mantenido ascendentes, gracias a los años de continua expansión y de
altos dividendos. A comienzos de 1929, los precios en las bolsas europeas
comenzaron a debilitarse. Pero la crisis real, o decisiva, se produjo con la
bancarrota en la Bolsa de Nueva York, en octubre de 1929. Allí, los valores
se habían elevado a alturas fantásticas, a causa de una excesiva especulación.
En los Estados Unidos, no sólo especuladores profesionales, sino también
gentes absolutamente comunes, compraban acciones con fondos tomados a
préstamo, como una manera fácil de ganar mucho dinero. Algunas veces,
comerciando al «margen», aquellas gentes «poseían» cinco o diez veces más
acciones que las que correspondían a la suma de dinero propio invertido en
ellas; el resto lo tomaban prestado de los corredores, y los corredores lo
tomaban de los bancos, sirviendo en cada caso como garantía las acciones
compradas. Con un dinero tan fácil de adquirir, la gente hacía subir los
precios de las acciones al pujar los unos contra los otros, y disfrutaban de
enormes fortunas sobre el papel; pero si los precios bajaban, aunque sólo
fuese un poco, los infelices propietarios se verían obligados a vender sus
acciones para devolver el dinero que habían tomado a préstamo. De ahí que
la debilitación de los valores en la Bolsa de Nueva York desatase
incontrolables oleadas de venta, que hundieron, irresistible y desastrosamen­
te, los precios de las acciones. En un mes, los valores en bolsa descendieron
en un 40 por ciento, y, en tres años, de 1929 a 1932, el valor medio de
cincuenta acciones industriales cotizadas en la Bolsa de Nueva York bajó de
252 a 61. En esos mismos tres años, cerraron sus puertas 5.000 bancos
americanos.
La crisis pasó de las finanzas a la industria, y de los Estados Unidos al
resto del mundo. La exportación de capital americano llegó a su fin. Los
americanos no sólo dejaron de invertir en Europa, sino que vendieron los
valores extranjeros que poseían. Esto desbarató las bases de la resurrección
postbélica de Alemania, y, por consiguiente, de un modo indirecto, de una
gran parte de Europa. Los americanos, al disminuir sus ingresos, dejaron de
adquirir artículos extranjeros; desde Bélgica hasta Borneo, los pueblos veían
que sus mercados americanos se desvanecían, y los precios se desplomaban.
En 1931, la quiebra de un importante banco de Viena, el Crediíansíalí,
produjo en Europa una oleada de conmociones, de bancarrotas y de
calamidades comerciales. En todas partes, las empresas y las personas
privadas no podían cobrar lo que se les debía, ni retirar en dinero lo que
pensaban que tenían en el banco. No podían comprar, y las fábricas, por lo
tanto, no podían vender. Las fábricas trabajaban más despacio o cerraban
del todo. Entre 1929 y 1932, representando este último año el fondo de la
depresión, se calcula que la producción mundial descendió en un 38 por
ciento, y que el comercio internacional mundial cayó en unos dos tercios. En
los Estados Unidos, el ingreso nacional bajó de 85.000 millones de dólares
a 37.000 millones.
El desempleo, un mal crónico desde la guerra, adquiría ahora las
proporciones de una peste. En 1932, había 30 millones de personas
desempleadas estadísticamente registradas en el mundo; y esta cifra no
incluía a los millones que sólo podían encontrar trabajo durante unas pocas
horas a la semana, ni a las masas de Asia o de Africa de las que no se tenían

545
estadísticas. Los salarios del obrero desaparecían, y los ingresos del granjero
tocaban ahora fondo; y el descenso del poder adquisitivo de las masas
imponía una mayor inactividad de la maquinaria y un mayor desempleo.
Hombres en la flor de la vida pasaban años sin trabajo. Los jóvenes no podían
encontrar trabajo ni establecerse en una ocupación. La pericia y el talento de
las personas mayores se perdían, y los jóvenes no tenían la oportunidad de
aprender. Millones de personas se veían reducidas a vivir y a sostener a sus
familias gracias a las raciones de caridad, al socorro del gobierno, a las limos­
nas. Las grandes ciudades modernas asistieron a la germinación'de un arte de
las aceras, en el que, en las animadas-esquinas de las calles, hombres en plenas
facultades físicas, pero sin trabajo, pintaban cuadros sobre el pavimento, con
tizas de colores, con la esperanza de recibir unos peniques o unos centavos. La
gente se veía espiritualmente aplastada por un sentimiento de inutilidad; me­
ses y años de infructuosa búsqueda de trabajo dejaban a los hombres desmo­
ralizados, aburridos, desalentados, amargados, frustrados y resentidos. Nun­
ca había existido tal despilfarro, no sólo de maquinaria que ahora permanecía
parada, sino de la fuerza de trabajo preparada y disciplinada con que se
construyeron todas las sociedades modernas. Y las gentes que se encontra­
ban en paro crónico se inclinaban, naturalmente, hacia nuevas perturbado­
ras ideas políticas.

Reacciones ante ¡a crisis

Los optimistas de la ¿poca, entre los que se encontraba el Presidente de


los Estados Unidos, Herbert Hoover, declaraban que aquella depresión,
aunque dura, no era, en realidad, más que otro punto periódico bajo en el
ciclo económico, es decir, en la alternativa de expansión y contracción, que
había marcado un flujo y un reflujo en el mundo occidental durante más de
un siglo. La prosperidad —decían tristemente— estaba «a la vuelta de la
esquina». Otros creian que la crisis representaba el hundimiento de todo el
sistema del capitalismo y de la libre empresa privada. En muchos casos,
aquellas gentes buscaban signos del futuro en la economía planificada que
estaba introduciéndose en la U .R .S.S. En ambos puntos de vista había algo
de cierto. Después de 1932, en parte por razones puramente cíclicas
—porque la depresión rebajó las deudas y redujo los costes de la actividad de
los negocios—, volvió a ser posible producir y vender. La producción
mundial de acero, por ejemplo, que había sido de 121 millones de toneladas
en 1929, y que luego se hundió hasta 50 millones en 1932, alcanzó, de nuevo,
los 122 millones en 1936. (Se discute hasta qué punto la recuperación se
debió a la fabricación de armamento). Por otra parte, la gran depresión
puso fin al viejo sistema económico en el viejo sentido. Aunque una
economía tan golpeada dispusiera de fuerzas internas de plena recuperación
después de unos años, los trabajadores no aceptaban tan terrible inseguridad
en sus vidas personales. Los horrores del desempleo masivo se recordaron
durante mucho tiempo.
Todos los gobiernos adoptaron medidas para facilitar trabajo e ingresos a

546
sus pueblos. De un modo o de otro, todos se esforzaron por liberarse de la
dependencia de las incertidumbres del mercado mundial. El colapso de la
entrelazada economía mundial se debía a la depresión misma y a las medidas
adoptadas para remediarla. La consecuencia económica más acusadla de la
depresión fue la de una fuerte tendencia al nacionalismo económico —a una
mayor auto-suficiencia dentro de la esfera que cada gobierno podía tener
esperanza en controlar—.
El internacionalismo del dinero, el patrón oro y la libre recíproca
convertibilidad de las monedas fueron abandonados, gradualmente. Los
países especializados en exportaciones agrícolas fueron de los primeros
acosados. Los precios agrícolas eran tan bajos, que ni siquiera una gran
cantidad de exportaciones llegaba a producir bastante moneda extranjera
para pagar las importaciones necesarias; de ahí que la moneda del país
exportador descendiese en su valor. Las monedas de Argentina, Uruguay,
Chile, Australia y Nueva Zelanda fueron devaluadas en 1929 y 1930. Luego
llegó el tumo a los países industriales. Inglaterra, a medida que la depresión
avanzaba, no podía vender suficientes exportaciones para pagar las importa­
ciones. Tuvo que pagar las importaciones, en parte, vendiendo oro fuera del
país; así, las reservas de oro que respaldaban la libra esterlina disminuían,
y los que tenían libras esterlinas empezaron a convertir sus libras en dóla­
res o en otras monedas a las que consideraban con una base de oro más se­
gura. Esto se llamó, en el poético lenguaje de la economía, «la huida
de la libra». En 1931, Gran Bretaña prescindió del patrón oro, es decir,
devaluó la libra. Pero, una vez que Gran Bretaña devaluó, otros veinti­
tantos países, para proteger sus exportaciones y sus industrias, hicieron
lo mismo. Asi pues, en cierto modo, se reprodujo la misma situación
relativa. Incluso los Estados Unidos, que poseían la mayor parte de la
provisión de oro del mundo, renunciaron al patrón oro y devaluaron el
dólar, en 1934. El propósito consistía, principalmente, en ayudar a los
granjeros americanos, porque, con dólares más baratos en relación con las
monedas extranjeras, los otros países podían comprar más productos
agrícolas americanos. Pero se hacía más difícil para los extranjeros la venta
a los Estados Unidos.
De ahí que la depresión, al agregar sus efectos a los de la Guerra Mundial
y a la inflación de la postguerra, condujese al caos en el intercambio
monetario internacional. Los gobiernos manipulaban sus monedas para
sostener sus decrecientes exportaciones. O imponían determinados controles
de intercambio: exigían que los extranjeros a quienes su población compra­
ba, y a quienes, por lo tanto, entregaba su moneda, utilizasen esta moneda,
a su vez, para comprarles a ellos. El comercio, que había sido multilateral,
se hacía cada vez más «bilateral». Es decir, mientras un importador
brasileño de acero, por ejemplo, compraba antes el acero donde quería, al
precio y de la calidad que prefiriese, ahora tenia que adquirir el acero,
muchas veces sin prestar atención al precio ni a la calidad conveniente, en un
país al que el Brasil hubiera vendido lo suficiente de sus productos para
poder efectuar el pago. En algunas ocasiones, sobre todo en las relaciones
entre Alemania y los países del este de Europa en los años 1930, el
bilateralismo degeneraba en un verdadero trueque. Los alemanes intercam­

547
biaban con Yugoslavia un determinado número de cámaras, a cambio de un
determinado número de cerdos. En tales casos, hasta la idea de mercado
desaparecía.
El control de la moneda era un medio de mantener activas las fábricas
propias, a través de la conservación o de la conquista de mercados para la
exportación en un período de depresión. Otro procedimiento para mantener
en actividad las fábricas propias (o las granjas, o las minas, o las canteras)
consistía en cerrar el paso a las importaciones competitivas echando mano
del viejo recurso de las tarifas proteccionistas. Los Estados Unidos,
golpeados por la depresión en 1929, establecieron en 1930 la tarifa
Hawley-Smoot, de una elevación sin precedentes. Otros países, tan angustia­
dos o más, ahora podían vender menos a América, y, en consecuencia,
podían comprar menos artículos americanos. Otros países elevaron también
sus tarifas, con la desesperada esperanza de reservar los mercados nacionales
para su propio pueblo. Incluso Gran Bretaña, baluarte del libre co­
mercio en el siglo XIX, se inclinó al proteccionismo. También resucitó y
adoptó la vieja idea de Joseph Chamberlain de una unión aduanera imperial,
cuando, en 1932, por los acuerdos de Ottawa, Inglaterra y los dominios
británicos adoptaron una política de tener, los unos para los otros, tarifas
más bajas que para el resto del mundo36.
Tampoco las tarifas fueron suficientes siempre. En muchos estados, se
adoptaron cuotas o restricciones cuantitativas. Por este sistema, un gobierno
decía, en realidad, no sólo que los artículos que entrasen en el país tendrían
que pagar una alta tarifa aduanera, sino que, por encima de cierta cantidad,
no podrían introducirse más artículos, en absoluto. Tanto los importadores
como los exportadores trabajaban, cada vez en mayor medida, con licencias
del gobierno, a fin de que todo el comercio exterior de un país pudiera estar
centralmente planificado y dirigido. Tales métodos se acercaban a los de la
Unión Soviética, que mantenía un monopolio estatal de todo el comercio
exterior, exportaba sólo para financiar las importaciones, y decidía, sin el
engorro de las tarifas, la cantidad exacta que adquiriría de mercancías
importadas.
Así, la economía mundial se desintegró en sistemas económicos naciona­
les ferozmente competidores. En el oceánico naufragio de la gran depresión,
cada estado trataba de crear una isla de seguridad económica para su propio
pueblo. Se realizaron algunos esfuerzos para abatir las ascendentes barreras.
Una Conferencia Monetaria y Económica Internacional, reunida en Londres
en 1933, intentó abrir los entorpecidos canales del comercio mundial;
terminó en fracaso, cuando intentó estabilizar las tasas de intercambio de
diversas monedas. Inmediatamente después, los aliados del tiempo de la
guerra no cumplieron los pagos de sus deudas a los Estados Unidos37. La
Legislación del Congreso, entonces, les negó el derecho a poner en
circulación bonos, o a obtener nuevos préstamos, en el mercado americano
de valores. Así pues, las acciones americanas reforzaban el nacionalismo
económico. La era que se había iniciado con el sueño de Woodrow Wilson

36 Ver págs. 380-381.


37 Ver págs. 454, 461, 517-528.

548
de cooperación económica internacional estaba terminando en una intensifi­
cación sin precedentes de la rivalidad económica v del auto-centrismo
nacional; era solamente una de las promesas del siglo XX arruinadas por la
gran depresión.

549
XII. DEMOCRACIA Y DICTADURA

En los años 1920, las gentes, por lo general, creían que el siglo XX estaba
haciendo realidad todos los propósitos contenidos en la idea de progreso; en
los 1930, empezaban a temer que el «progreso» fuese un fantasma, a
pronunciar, conscientemente, la palabra entre comillas mentales, y a conten­
tarse, aunque sólo fuese, con poder impedir una recaída en una barbarie
auténtica y en una nueva guerra mundial.
La gran depresión originó la pesadilla de los años 1930. Por todas partes,
lo que se pedía era seguridad. Desde el punto de vista económico, cada
nación trataba de vivir encerrada en sí misma, hasta donde le fuese posible.
Cada una regulaba, controlaba, dirigía, planificaba y trataba de salvar su
propio sistema económico, procurando verse lo menos influida posible por el
impredecible comportamiento de otros países, o por la libre subida y bajada
de precios en un mercado mundial incontrolado. Dentro de cada país, la
misma búsqueda de seguridad estimulaba el avance del estado del bienestar y
de la democracia social. Donde las instituciones democráticas eran fuertes y
elásticas, los gobiernos adoptaban medidas para proteger a los individuos
contra los estragos del desempleo y de la miseria, y para ayudarles a
defenderse contra futuras catástrofes. Esos gobiernos seguían estando
democráticamente controlados, pero asumían pesadas y nuevas responsabili­
dades sociales. Por otra parte, donde los gobiernos democráticos no estaban
bien estableados o asentados, como ocurría en muchos países después de la
Primera Guerra Mundial, la dictadura se extendía alarmantemente en los
años 1930, con la llegada de la depresión. Se decía que la democracia era
conveniente sólo para los países ricos o prósperos. Los parados, en general,
se preocupaban mucho más de la ayuda económica, o de las promesas de
ayuda económica, que de cualquier teoría sobre la forma en que deben ser
elegidas las personas que ejercen los poderes públicos. Se clamaba por un
dirigente, alguien que actuase, que adoptase decisiones, que asumiese
responsabilidades, que obtuviese resultados, que inspirase confianza y
restaurase el orgullo nacional. La gran depresión abrió el camino a
aventureros políticos sin escrúpulos y ambiciosos, a dictadores como Adolfo
Hitler en Alemania, cuya solución a todos los problemas —económicos,
políticos e internacionales— resultó ser la guerra.
Emblema del capítulo: Un sello de correos con las efigies de Hitler y Mussolini, y la leyenda
«Dos Pueblos, Una Guerra», para su uso en el Africa Oriental Italiana, hacia 1940.
66. L os E stad o s U n id o s: d epresión y New Deal

En los Estados Unidos, donde la quiebra de 1929 en el mercado de


valores había precipitado el gran colapso económico, tuvieron lugar profun­
dos cambios. En 1932, el ingreso nacional había descendido a menos de la
mitad de lo que había sido en 1929; de 12 a 14 millones de personas estaban
desempleadas. El presidente republicano, Herbert Hoover, elegido en 1928,
en la pleamar de la prosperidad, era identificado por la opinión pública con
los tiempos difíciles. Hoover no veía con buenos ojos ningún tipo de
intervención gubernamental a gran escala, convencido de que el ciclo eco­
nómico que había traído la depresión traería, en su momento, la prosperi­
dad, y que, una vez restablecida la confianza en los negocios, comenzaría la
recuperación. Al fin, su administración tuvo que actuar, proponiendo para
la economía mundial un año de suspensión de pagos de todas las deudas
intergubernamentales, y, en el interior, concediendo ayuda financiera a
bancos y ferrocarriles, ampliando las facilidades de crédito, y ayudando a
liberar las hipotecas de algunos granjeros y pequeños propietarios de casas.
Pero Hoover no iría más allá; se oponía al socorro federal inmediato y
directo a los parados; los veteranos que pretendían que se les pagasen sus
bonificaciones de la época de la guerra para superar los malos tiempos eran
expulsados de Washington; el paro, las quiebras de las empresas y las
ejecuciones de las hipotecas sobre las granjas continuaban. En la elección de
1932, los millones de obreros parados, de descorazonados miembros de las
clases medias inferiores de las ciudades, y de granjeros arruinados derriba­
ron a la administración republicana y eligieron al primer presidente
demócrata desde Woodrow W ilson. El nuevo presidente era Franklin Delano
Roosevelt. La combinación de recuperación, de socorro y de legislación de
reforma que él inició se conoce como el N ew Deal.
El nuevo presidente se aventuró en un programa de improvisación y de
experimentación, pero con tal decisión y energía, que inmediatamente
engendró un vivo entusiasmo. Poco tiempo después, el Congreso aprobaba
un impresionante conjunto de leyes. El programa de ayuda a los granjeros, a
los pequeños propietarios de casas y a la industria, iniciado bajo la
administración Hoover, se amplió de tal modo que ya no podía reconocerse.
El gobierno facilitó ayuda financiera para el socorro de los desempleados
y fomentó un vasto programa de obras públicas para absorber a los parados,
primero mediante préstamos a los estados para la construcción de viviendas,
carreteras, puentes y escuelas, y luego mediante un programa directo de
obras federales. Para hacer frente a la crisis financiera, se cerraron
temporalmente los bancos y luego volvieron a abrirse bajo la supervisión
más rigurosa. El dólar fue separado del patrón oro y devaluado, principal­
mente para ayudar a los granjeros a competir en los mercados exteriores. En
la agricultura, el gobierno conce’d ió subsidios a los granjeros que estaban de
acuerdo en reducir su producción, subvencionando incluso la destrucción de
cosechas y de ganado, a fin de eliminar los ruinosos excedentes que habían
sido una de las causas del desastre agrícola. Era paradójico, desde luego, que
el gobierno redujese la extensión cultivada y destruyese los productos
agrícolas, mientras las poblaciones de las ciudades tenían necesidad de ellos.

552
LA LINEA DE MONTAJE
por Diego Rivera (mejicano, 1886-1957)

No todos los artistas del siglo XX se sintieron atraídos por la abstracción pura o por ia ex­
ploración del subconsciente. Entre otros, los activistas sociales y los revolucionarios han conti­
nuado comprometidos en la pintura narrativa y en la representación realista. Diego Rivera fue
uno de los grandes pintores de la Revolución Mexicana. Considerado como el más grande mura­
lista vivo y conocido también por su ideología marxista, recibió, en 1931, el encargo de The De­
troit Institute of Arts de decorar las paredes de un grande y nuevo vestíbulo. El fragmento aquí
reproducido muestra una parte de la linea de montaje en una fábrica de automóviles, con obre­
ros de distintas razas trabajando rápidamente y como en equipo, mientras los visitantes «bur­
gueses» del fondo observan un tanto estúpidamente y se asombran. Fue la era de la máquina lo
que Rivera quiso retratar, expresándola con una mezcla de realismo y de exaltación artística, y
con un sentido de automatismo, de movimiento y de fuerza. Cortesía de The Detroit Institute
of Arts.

553
Pero la administración trataba de afrontar, no sólo la situación inmediata,
sino la crisis agrícola más profunda, que era anterior a la depresión.
Posteriormente, los granjeros recibieron subsidios para dedicar una parte de
su tierra a cosechas conservadoras del suelo. Un Cuerpo Civil de Conserva­
ción fomentó también la conservación y la repoblación forestal, y remedió el
desempleo dando trabajo a casi 3 millones de jóvenes. En cuanto a la
industria, una Administración de Recuperación Nacional (la NRA) estimuló,
durante algún tiempo, a las empresas a la implantación voluntaria de unos
«códigos de competencia honrada» que ayudasen a regular los precios y la
producción.
Todas aqueüas medidas estaban destinadas a la recuperación del achaco­
so sistema capitalista, mediante la creadón de un poder adquisitivo y el
estímulo de una actividad industrial. La más importante innovación fue el
gasto público, o «financiación por medio de déficit». Aunque sin seguir nunca
una filosofía económica consecuente, la política del N ew Deal reflejaba indirec­
tamente las teorías del economista inglés John Maynard Keynes. En sus
trabajos anteriores y en su libro más fam oso, La teoría general d el empleo,
del interés y del dinero, publicado en 1936, Keynes sostenía que, si los
fondos de la inversión privada permanecían ociosos, debían emplearse los fon­
dos públicos para estimular la actividad económica y para incrementar el
poder adquisitivo hasta el momento en que los fondos privados comenzasen
a fluir de nuevo. A fin de poner el dinero en circulación y de «cebar la
bomba» de la producción industrial, el gobierno emprendió un gran
programa de préstamos y de gastos. Por heterodoxa que fuese una
«financiación por medio de déficit», parecía entonces, y también después, él
único método directo y rápido de impedir el colapso económico en un sistema
capitalista. En todas aquellas actividades de recuperación y de reforma, el
gobierno federal desempeñaba un papel que, hasta entonces, sólo había
desempeñado en tiempo de guerra. Las agencias de colocación proliferaron;
la nómina federal aumentó; la deuda pública se elevó —entre 1932 y 1940,
más del doble—.
Desde el comienzo, se adoptaron ciertas medidas de reforma de mayor
alcance, además de las medidas de recuperación. Para impedir una super-
especulación y la repetición de una bancarrota como la de 1929, se creó una
Comisión de Valores y de Cambios para regular la emisión de acciones y
para supervisar las operaciones del cambio de valores. Los depósitos
bancarios fueron garantizados por el seguro federal, de modo que los
depositantes nunca volverían a perder los ahorros de toda su vida. Una
Autoridad del Valle del Tennessee (TVA) sirvió de programa piloto para las
obras de defensa contra las inundaciones, para el desarrollo económico
regional, y para la producción barata de energía pública, un criterio, según
se dijo, para las compañías de utilidad privada.
A partir de 1935, la atención se centró en la regulación y en la reforma.
No se había alcanzado una sana recuperación económica; aún había, por lo
menos, 5 millones de personas que no podían encontrar trabajo en la
industria privada. Los empresarios, que al principio habían estado de
acuerdo con la dirección ejercida por el gobierno, ahora se oponían a que el

554
gobierno regulase las finanzas y la industria. El Tribunal Supremo declaró
inconstitucionales la NRA y otras medidas del N ew Deal.
Algunas de las más importantes reformas del N ew Deal, después de 1935,
fueron leyes para mejorar la situación de los obreros y para atenuar la
inseguridad del ciudadano corriente. Una extensa Ley de Seguridad Social
nacional, de 1935, preveía el seguro de desempleo, de vejez y de incapacidad.
Los Estados Unidos no se habían dado prisa en esto. Alemania, Inglaterra y
otros países europeos disponían ya de tal legislación desde antes de la Prime­
ra Guerra Mundial. Una Ley de Justas Normas de Trabajo establecía las
cuarenta horas como un máximo de trabajo normal a la semana, y fijaba un
mínimo de salario por hora; quedaba abolido el trabajo de los niños. Con la
aprobación de una tercera medida, la Ley de Relaciones Laborales Nacionales
(o Ley Wagner), se transformó virtualmente el escenario industrial americano.
Por primera vez, los sindicatos encontraban al gobierno federal y a la ley
firmemente alineados a su lado en la campaña por la organización del
trabajo. Con la nueva ley, que garantizaba el derecho de los obreros de
adoptar acuerdos y a negociar a través de los sindicatos de su propia
elección, los sindicatos de empresa fueron declarados ilegales y se prohibió a
los empresarios interferir en la organización sindical o ejercer discrimina­
ciones contra los miembros de los sindicatos. Bajo su protección, se revitalí-
zó la antigua Federación Americana del Trabajo (AFL), y surgió una nueva
y vigorosa organización, el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO),
que organizaba a los obreros sobre una amplia base industrial, y alcanzaba
hasta los escalones inferiores de los obreros no calificados en industrias
como la del automóvil, la del acero, la textil, la marítima y la del caucho.
Millones de trabajos que hasta entonces nunca habían estado organizados, y
entre los que se incluían mujeres y obreros negros, formaban parte ahora de
poderosos sindicatos con tesorerías cada vez más ricas. El total de trabaja­
dores sindicados se elevó desde unos 4 millones en 1929 hasta 9 millones en
1^40; en los años 1970, superaba los 17 millones. Militantes y conscientes de
su nueva fuerza, pero escasamente influidos por ideologías revolucionarias,
los obreros americanos decidieron no crear un tercer partido, sino actuar
dentro del tradicional sistema de los dos partidos.
Otras reformas incluían un proyecto de ley de revisión de impuestos,
que disponía unos impuestos por ingresos de graduación ascendente, contri­
buciones por beneficios de sociedades, y el cierre de diversas saüdas de evasión
de impuestos de sociedades. Después, el New Deal trató también de invertir la
tendencia hacia la concentración del poder económico, que él mismo habia
estimulado antes con la NRA, mediante una investigación en el monopolio y
en las prácticas monopolistas, y una campaña anti-trust. Un programa de
limpieza de los barrios bajos y de viviendas baratas constituyó el primer paso
hacia la provisión de viviendas adecuadas. Se concedieron ayudas al arrenda­
tario y al aparcero. Todo esto se emprendió para auxiliar a los que el
presidente, en 1937, describió como «un tercio de un pueblo mal alimentado,
mal vestido, mal alojado». Si el N ew D eal no los alimentó, ni los vistió, ni
les dio casa, ni atacó las raíces más profundas de la pobreza americana, de la
degeneración urbana y de la discriminación racial, como muchos aseguraron
después, demostró, por lo menos, que la comunidad nacional se preocupaba,

555
y puso de manifiesto el enorme potencial de la acción del estado a lo largo de
todos aquellos frentes.
El gasto público y la renovada confianza en la salud de las instituciones del
país crearon una lenta, gradual y parcial recuperación. A mediados de 1937,
sin embargo, se produjo una recesión, es decir, la actividad de los negocios
retrocedió, cuando el gasto público disminuyó; la recesión no terminó has­
ta 1938, cuando el gasto público se reanudó. La renta nacional llegó a
71.000 millones de dólares en 1939, doble de lo que.habia sido en el
momento más bajo de la depresión, pero todavía inferior a 1929. A pesar de
un progreso sustancial, la actividad en los negocios no recobraba el nivel de
la pleamar de junio de 1929. La resistencia de la propia comunidad de los
negocios puede haber desempeñado su papel. La creciente deuda pública, las
declaraciones antiempresariales por parte del gobierno, los impuestos más
pesados por sociedades y por ingresos, y las muchas concesiones a los
obreros ahuyentaban, indudablemente, las inversiones en los negocios y
condujeron a lo que se llamó una «huelga de brazos caídos» del capital.
Algunos aseguraban que las tasas de salarios se habían elevado demasiado
bruscamente, aumentando los costes de producción, y, por consiguiente,
desalentando la expansión de los negocios. El N ew D eal contribuyó notable­
mente a la recuperación económica, pero no puso fin a la depresión. La
recuperación completa, la eliminación del desempleo, el pleno uso (y expan­
sión) de la capacidad productiva de la nación habian de esperar hasta
los grandes gastos de guerra, en comparación con los cuales habían de
parecer exiguos los gastos de la depresión. H ada 1938, el N ew D eal llegó a
su término; la administración desplazó su atención desde la reforma interior
hacia la tempestad que se condensaba en Europa y en el Lejano Oriente.
Los cambios fueron sustanciales bajo lo que algunos llamaron la «Revo­
lución Roosevelt». Continuando un proceso que se remontaba, por lo menos
a la época de Theodore Roosevelt, pero ensanchando la función del gobierno
federal como ninguna administración anterior había hecho, el N ew Deal
transformó el estado no intervencionista en un estado del bienestar o de
servicio social. El gobierno impuso controles a las empresas, tomó parte
incluso en las empresas (como en la TV A), utilizó sus poderes para redistri­
buir la riqueza, y estableció un amplio sistema de seguridad social. El poder
y la influencia política de los trabajadores aumentaron. Se estableció clara­
mente la responsabilidad de las autoridades públicas en relación con el bienes­
tar social y económico del pueblo. Tal vez en esto radicaba la verdadera esen­
cia del N ew Deal, El partido republicano, cuando volvió al poder después de
la guerra, mantuvo e incluso extendió las reformas del N ew D eal, un reconoci­
miento tácito, a pesar de las murmuraciones del momento, de que el New Deal
no había pretendido destruir el capitalismo, sino rehabilitarlo y fortalecerlo
mediante la regulación y la reforma.
Pero el N ew Deal provocó violentos sentimientos, que se prolongaron.
Roosevelt, de familia patricia y acomodada, denunciaba a los «monárqui­
cos económicos»; a su vez, él fue calificado de «traidor a su clase». Cuan­
do el Tribunal Supremo declaró inconstitucionales las medidas del New
Deal, Roosevelt pensó en reorganizar y ampliar el tribunal, lo que suscitó
más hostilidad política. A pesar de la ruidosa oposición, Roosevelt, en

556
las elecciones de 1936, ganó en todos los estados menos en dos, y después
fe reelegido en 1940 y en 1944 (en la situación de emergencia de la guerra,
desde luego, y cada vez con mayorías más pequeñas), siendo, por lo tanto,
elegido cuatro veces consecutivas, circunstancia que carecía de precedentes.
Esta posibilidad fue luego excluida para el futuro, mediante una enmienda
constitucional de 1951.
Nadie podía ser neutral respecto a Roosevelt. Algunos decían que había
creado una burocracia enorme, reguladora, gubernamental, costosa e incó­
moda, una auténtica amenaza a la libertad y a la seguridad en sí mismo del
ciudadano individual. Pero, a pesar de su despilfarro y de sus incongruen­
cias, de su costosa y poco ortodoxa política financiera, de su ensanchamien­
to del poder ejecutivo y de la expansión de la burocracia gubernamental, el
N ew D eal representó una audaz y humanitaria forma de afrontar la mayor
crisis que la república americana hubiera sufrido nunca, fuera de las
situaciones de guerra; preservó y reafirmó la fe americana en su sistema
democrático, y eso, en un momento en que la democracia estaba sucumbien­
do en otras partes.

67. Pruebas y ajustes de la democracia en Inglaterra y Francia

La política británica: los años 1920 y la depresión

Inglaterra, como los Estados Unidos, aun en medio de los trastornos de


la depresión, permaneció firmemente adicta a las instituciones representati­
vas y a los principios democráticos. La gran depresión agravó e intensificó
las antiguas dificultades económicas de Inglaterra. Más dependientes que
ningún otro pueblo de los mercados de ultramar, los ingleses, hasta 1914,
habían tratado de mantener su primer puesto, exportando productos indus­
triales y capital, vendiendo seguros y otros servicios, e importando artículos
de alimentación. Pero, en los años anteriores a 1914, los ingleses iban
perdiendo, cada vez en mayor medida, sus mercados, por muchas circuns­
tancias: el surgimiento de otras naciones industriales económicamente agre­
sivas, la elevación de las barreras arancelarias, el desarrollo de industrias
nativas —textil y otras— en la India y en otros países de Oriente, la
competencia de nuevos productos textiles con los algodones y lanas ingleses,
y la sustitución del carbón inglés por nuevas fuentes de combustible. Las
pérdidas se aceleraron con el quebranto económico de la Primera .Guerra
Mundial, con la desaparición de muchas inversiones, y con la desorganiza­
ción y empobrecimiento de los mercados en la postguerra, aunque el
comercio británico, durante un año aproximadamente, gozó de una breve
prosperidad, originada por las demandas retenidas que no pudieron ser
satisfechas durante la guerra. La elevación general de tarifas después del
conflicto y las barreras arancelarias levantadas en los nuevos pequeños
estados de Europa perjudicaron también a las exportaciones británicas. A
partir de 1918, Inglaterra vivía en un mundo que ya no dependía de sus
manufacturas, ni las codiciaba. La propia primacía histórica de Inglaterra
como país industrial precursor era también un inconveniente. Tanto los

557
obreros como la dirección, se hablan ajustado a las antiguas condiciones, y
los países industrializados más recientemente disponían de técnicas y máqui­
nas menos anticuadas.
El resultado neto de todo ello fue que, én los años de entreguerras,
incluso en momentos de relativa prosperidad para el resto del mundo,
Inglaterra se hallaba en una depresión y sufría de un elevado desempleo. El
seguro de desempleo adoptado en 1911 tuvo que entrar en juego, muy
activamente. En 1921, más de 2 millones de parados recibían pensiones,
llam adas despectivamente «la limosna» por quienes las desaprobaban. El
seguro de desempleo, un sistema ampliado de pensiones de vejez, la ayuda
médica, la vivienda subvencionada por el gobierno y otras medidas de
bienestar sodal contribuían a remediar el desastre económico y a impedir
todo descenso drástico en los niveles de vida de los obreros británicos. El
estado de bienestar funcionaba ya en Inglaterra antes de que el partido
laborista tomase el poder, después de la Segunda Guerra Mundial.
Las uniones de trabajadores realizaron un gran esfuerzo por mantener las
subidas de salarios y otras concesiones alcanzadas durante la guerra. La
industria, escasa de recursos, se resistía. Esta situación llegó a su punto
culminante en 1926 en la industria minera del carbón, que se encontraba en
una situación especialmente difícil; los subsidios del gobierno no le habían
ayudado, e incluso los investigadores conservadores habían recomendado
alguna forma de unión y de administración pública. Una huelga de los
mineros del carbón condujo a una «huelga general» apoyada por los demás
sindicatos británicos; alrededor de la mitad de los 6 millones de obreros
organizados en Inglaterra dejaron sus trabajos, en prueba de simpatía y de
solidaridad. Pero el gobierno declaró el estado de emergencia y utilizó a
personal del ejército y de la marina y a voluntarios de la clase media para
hacerse cargo de los servicios esenciales. La huelga terminó en un fracaso, e
incluso en un revés para las trade unions, que fueron sometidas a un control
más estricto por la Ley de Conflictos Sociales de 1927, que declaraba ilegales
todas las huelgas generales o las huelgas de solidaridad, e incluso prohibía a
las trade unions que recaudasen dinero con fines políticos. La ley permane­
ció vigente hasta que, después de la Segunda Guerra Mundial, fue revocada.
Tras las elecciones de 1922, el partido laborista desplazó al partido liberal
como segundo de los dos grandes partidos del país, y se enfrentó a los
conservadores como oposición oficial1. El partido laborista pudo defender,
más coherentemente y más activamente, no sólo la legislación laboral, sino
también medidas más audaces para abordar la turbia situación económica de
Inglaterra. Además, el partido laborista, que sólo había sido una vaga
federación de trade unions y de organizaciones socialistas antes de la guerra,
perfeccionó su estructura organizativa, y, colmando el vacio entre los
trade-unionistas y los socialistas, se comprometió, en 1918, a un programa
de socialismo. Pero era un programa de socialismo graduaüsta, democrático,
para actuar a través de los habituales procedimientos parlamentarios británi­
cos, y, por lo tanto, susceptible de atraerse la buena disposición de grandes
sectores de las clases medias.

1 Vet págs. 339» 347-349, 371-372.

558
Los laboristas gobernaron el país dos veces, en 1924 y en 1929, con
Ramsay MacDonald como primer ministro, y en ambas ocasiones como
gobierno de coalición, pues los laboristas dependían del apoyo de los
liberales para lograr la mayoría. En 1924, los laboristas demostraron su
moderación. Su administración no fue más allá de una ampliación del
socorro de desempleo y de la iniciación de proyectos de viviendas y de obras
públicas; desde luego, el gobierno laborista actuó enérgicamente frente a una
serie de huelgas que estallaron. Su caída se vio precipitada por su reconoci­
miento diplomático de la Unión Soviética y por el compromiso de un
préstamo a los soviets para la adquisición de artículos británicos. La derrota
era segura, tras la publicación, en período pre-electoral, de la llamada Carta
Roja (o de Zinoviev), de la que se hizo creer que contenía instrucciones
secretas del Presidente.de la Internacional Comunista a los grupos laboristas
ingleses, incitándoles a que se preparasen para un levantamiento comunista
en Gran Bretaña2. La autenticidad del documento nunca ha sido compro­
bada, pero los conservadores lo explotaron con gran fortuna y ganaron las
elecciones de 1924.
En las elecciones de mayo de 1929, sin embargo, la representación labo-
ristá casi se duplicó, y la representación conservadora descendió proporcio­
nalmente. MacDonald fue, de nuevo, primer ministro de un gobierno de
coalición dominado por los laboristas. Así, pues, la bancarrota de Wall
Street y la crisis mundial sobrevinieron mientras estaba en el poder el
gobierno del partido laborista. Los efectos de la depresión se hicieron sentir
rápidamente. El desempleo, que había rondado en tom o a un millón en
1929, en seguida se acercó a la cifra de 3 millones. El gobierno gastó grandes
sumas para complementar las pensiones del seguro de desempleo. El oro salía
del país, los ingresos por impuesto descendían, la deuda pública aumentaba.
Alarmado ante el creciente déficit, MacDonald siguió los consejos de un comi­
té de expertos financieros e hizo planes para introducir una rigurosa política
de ahorro, hasta el punto de reducir las pensiones de la «limosna». El partido
laborista se indignó; algunos de los ministros laboristas del gabinete se nega­
ron a apoyar al primer ministro, que fue expulsado del partido, juntamente
con los ministros que se mantuvieron a su lado. MacDonald, entonces, formó
un gobierno de coalición de todos los partidos, conocido como el Gobierno
Nacional, que en unas elecciones de 1931 obtuvo una abrumadora victoria,
ganando los miembros conservadores de la coalición sólo una mayoría de es­
caños en el Parlamento.
El nuevo gobierno, aunque esencialmente conservador, representaba un
esfuerzo por mantener la unidad nacional frente a la emergencia económica,
dentro del marco de la democracia palamentaria inglesa. En las elecciones de
1931, durante la depresión, ni un solo escaño del Parlamento correspondió a
los comunistas ni al partido fascista británico organizado por Sir Oswald
Mosley; en 1935, los comunistas obtuvieron un escaño.
El Gobierno Nacional hizo frente a la depresión, sobre todo, siguiendo
una política de ahorro, bajo Ramsay MacDonald desde 1931 hasta 1935,
bajo Stanley Baldwin hasta 1937, y bajo Neville Chamberlain a partir

2 Ver pág, 514.

559
de 1937. Además del ahorro y del equilibrio presupuestario, el gobierno
estimuló a la industria para que reorganizase y racionalizase la producción,
facilitándole préstamos a un interés reducido. Sobre todo, el gobierno se
centró en el tipo de medidas económicas nacionalistas que se han descrito
ya3. Al igual que en los Estados Unidos, a pesar de una cierta recuperación a
partir del fondo de la depresión, ninguna de las medidas adoptadas dio
como resultado la plena recuperación ni el pleno empleo. El desempleo
persistió hasta que el reclutamiento militar y un extenso programa de
armamentos absorbieron a los parados. El partido laborista, que recuperó,
en parte, su fuerza, en las elecciones de 1935, denunció los tímidos procedi­
mientos de los conservadores, a los que declaró responsables de la apatía y
del desaliento que estaban apoderándose del país.

Inglaterra y ¡a Commonwealth: relaciones imperiales

Al antiguo Imperio Británico —la India, las colonias de la corona, los


protectorados y las esferas de influencia—, el ajuste de la postguerra agregó
un cierto número de mandatos de la Sociedad de Naciones. La dominación
inglesa en sus diversas formas alcanzaba a casi 500 millones de personas, una
cuarta parte de la población del mundo y de la superficie de la tierra. Fue,
sobre todo, en Irlanda, Egipto, la India y Palestina, donde los ingleses
tropezaron con complejos problemas imperiales después de la Primera
Guerra Mundial. En Palestina, donde los ingleses ejercían un mandato de la
Sociedad de Naciones, árabes y judíos luchaban entre sí y contra Inglaterra.
En Egipto, en 1922, Inglaterra, aunque conservando el derecho a tener allí
algunas tropas, puso fin, formalmente, al protectorado que había estableci­
do cuarenta años antes; pero muchas cuestiones, especialmente el status del
Sudán, seguían sin resolver. En la India, como hemos visto, iba haciéndose
más intensa la agitación por la independencia nacional. En estas áreas, no se
logró nada que se pareciese a una solución, hasta después de la Segunda
Guerra Mundial. En Irlanda, el movimiento de independencia acertó a
establecer una república separada.
La cuestión irlandesa había desorientado a la política inglesa durante
cuarenta años4. La autonomía irlandesa, autorizada por el Parlamento
en 1914, se había aplazado hasta que la guerra terminase. Los nacionalis­
tas irlandeses, durante la guerra, habían aceptado el apoyo alemán y se
habían rebelado en 1916. Después de la guerra, en 1919 y 1920, el Partido
Nacionalista Irlandés o Sinn Fein sostuvo una pequeña pero feroz guerra de
independencia contra las fuerzas inglesas, conocidas como «Black and
Tans»5. Los ingleses bloquearon la independencia, pero, en 1922, reconocie­
ron el Estado Libre de Irlanda, concediéndole el status de dominio. La
mayoría protestante del Ulster, es decir, de los condados del norte donde los
presbiterianos de origen escocés habían vivido durante tres siglos, prefirió
3 Ver págs. 546-548.
4 Ver págs. 339-340, para desarrollos después 1945, ver pág. 691.
5 «Black and Tans», literalmente: perros pequeños y delgados, de pelaje negro con manchas
color canela (N. del T.).

560
permanecer fuera del Estado Libre y continuó incorporada al Reino Unido
de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, con gran descontento de los repu­
blicanos irlandeses. En 1937, una nueva constitución del Estado Libre
de Irlanda afumaba la plena soberanía de Irlanda (o Eire, como se llamó
durante algún tiempo), continuando el país, sin embargo, dentro de la
Cominonwealth Británica de Naciones. La situación política seguía insegura,
porque los irlandeses mantenían una actitud de agitación reivindicando la
anexión del Ulster, sostenían guerras arancelarias con una Inglaterra de la
que ahora estaban separados, se esforzaban por revivir el lenguaje celta en
lugar del inglés y caían en disputas en las que los irlandeses moderados se
alzaban contra los irlandeses extremistas, cometiendoéstos algún aue otro ase­
sinato, o alguna otra violencia, en apoyo de su causa. Los últimos lazos for­
males con la Commonwealih Británica se rompieron en 1949, cuando se
proclamó la República de Irlanda. Los irlandeses siguieron reivindicando su
jurisdicción sobre el Ulster y apoyando allí la causa de la minoría católica
irlandesa.
En cuanto a los dominios, el status político de aquellas áreas de colonias
blancas en ultramar, nunca habia estado más claramente definido antes. Los
dominios —Canadá, Australia, Nueva Zelanda y la Unión de Africa del
Sur— habían seguido, desde hacía mucho tiempo, sus propias políticas,
incluso gravando con impuestos los artículos británicos. Todos se habían
unido, lealmente, a Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial, pero
todos estaban espoleados por un nacionalismo propio, y querían que su
virtual independencia fuese regulada y proclamada ante el mundo. Una
conferencia imperial de 1926 definió el «status de dominio», que fue
confirmado por el Estatuto de Westminster de 1931. Los dominios pasaron a
ser legalmente iguales entre sí y con Gran Bretaña. Ninguna ley aprobada
por el Parlamento inglés podía aplicarse a un dominio, a no ser con el
consentimiento del propio dominio. A pesar de las políticas independientes
en materias económicas y también en cuestiones exteriores, los lazos entre
los dominios e Inglaterra eran sólidos; el apoyo de los dominios en la Segunda
Guerra Mundial había de ser vital para la supervivencia de Inglaterra.
Después de la guerra, la Commonwealth se convertiría en una institución
más amplia y más flexible todavía.

Francia: los años veinte y la llegada de la depresión

Cuando la depresión llegó a Francia, la agitación de tipo fascista hacía


allí más progresos que en Inglaterra o que en los Estados Unidos. Antes, en
los años 1920, Francia estaba preocupada con la recuperación de la destruc­
ción física de la guerra, por la inestabilidad de las finanzas públicas y por el
temor de un resurgimiento de Alemania. Inmediatamente después de 1919, y
durante la mayor parte de la década de 1920, el gobierno estuvo formado
por coaliciones de partidos de la derecha conservadora, es decir, partidos
apoyados por los grandes intereses comerciales y financieros, bien dispuestos
hacia el ejército y la iglesia, y preocupados por la economía y por la
estabilidad en los asuntos internos. Durante dos años, aproximadamente,

561
desde 1924 hasta 1926, el control estuvo en manos de los radie al socialistas;
este partido de la izquierda moderada, cuyo jefe era Edouart Herriot,
actuaba como portavoz de las clases medias bajas, de los pequeños hombres
de negocios y granjeros; defendía una legislación social progresiva, siempre
que no fuese necesario incrementar los impuestos. A pesar de su nombre,
residuo de una época anterior, estaba firmemente comprometido con la
empresa privada y con la propiedad privada; era constante en su defensa de
las libertades individuales, y fervientemente anticlerical; a veces, parecía que
su anticlericalismo era el sustituto de un programa más positivo. Aunque los
radicalsocialistas podían cooperar en las elecciones con los socialistas, que
constituían el otro partido importante de la izquierda, los dos partidos
diferian demasiado profundamente en cuestiones económicas para mantener
coaliciones duraderas. En los años 1920, los socialistas, dirigidos por León
Blum, estaban todavía recobrándose de la secesión de los marxistas más
ortodoxos, que habían formado un Partido Comunista Francés. Tanto la
izquierda como la derecha en Francia acababan en grupos antidemocráticos,
hostiles a la república parlamentaria en cuanto tal. Estos incluían a los
comunistas por la izquierda, que se sentaban en el Parlamento y tomaban
parte en las elecciones; y, por la extrema derecha, los monárquicos de la
A ction Frangaise y otras organizaciones antirrepublicanas, que actuaban
principalmente fuera de la Cámara como grupos de presión militantes y ruido­
sos.
La figura sobresaliente de la derecha conservadora moderada era Ray-
mond Poincaré; él fue quien envió tropas al Ruhr en 1923, cuando los
alemanes se negaron a pagar las reparaciones; y él fue quien ahora «salvó»
el franco. La cuestión de las reparaciones era extremadamente importante
para las finanzas francesas. El país había emprendido un programa de
reconstrucción a gran escala para reparar la devastación producida por la
guerra en la Francia septentrional y oriental, y había contado, para pagarlo,
con el enemigo vencido. Cuando las reparaciones alemanas no se pagaron
como se esperaba, la deuda pública aumentó, se hizo imposible un presu­
puesto equilibrado, y el franco descendió precipitadamente. Los enormes
gastos de guerra, las pesadas pérdidas de las inversiones durante el conflicto,
sobre todo en Rusia, y un anticuado programa de impuestos que permitía
una amplia evasión agravaron las dificultades francesas. Después de 1926,
cuando la crisis financiera llegó a su punto culminante, un gobierno de
«unión nacional», presidido por Poincaré, inició unos nuevos impuestos,
puso en práctica una recaudación de los mismos bastante más rigurosa,
redujo drásticamente los gastos públicos a fin de equilibrar el presupuesto, y
acabó estabilizando el franco —en una quinta parte, aproximadamente, de
su valor de anteguerra. En realidad, así se repudiaba una buena parte de la
deuda interna, para desesperación de muchos poseedores de bonos, pe­
ro se evitaba la amenaza de una rápida inflación, como la que se había
producido en la República de Weimar, y de una bancarrota nacional. Des­
de 1926 hasta 1929, el país prosperó. Se construyeron fábricas nuevas,
modernas y puestas al día, para sustituir a las destruidas por la guerra. El
índice de producción industrial se elevó; los turistas afluyeron. Como a i
muchos otros paises, los obreros no participaron proporcionalmente en la

562
prosperidad de los años 1920. Los sindicatos recibieron un duro golpe
cuando, inmediatamente después de la guerra, una serie de huelgas de
considerable importancia terminó en un fracaso; además, los sindicatos
estaban divididos entre una confederación nacional comunista y otra no
comunista; las negociaciones colectivas eran virtualmente desconocidas en el
país. Los obreros no se dejaron ablandar por un programa de seguridad
social aprobado por un parlamento renuente, y que entró en vigor en 1930.
La gran depresión llegó a Francia después, y fue menos £ura que en los
Estados Unidos o que en Alemania. El comercio descendió. Aumentaron el
paro y el empleo parcial; en el período más grave, en 1935, estaban en paro
alrededor de un millón de obreros; y tal vez la mitad de los que tenían
empleo trabajaban sólo una parte de la jom ada. La producción industrial,
que en 1930 era superior en un 40 por ciento al nivel de la anteguerra, se
hundió en 1932 hasta la cifra de 1913. El Gobierno mostraba el modelo ha­
bitual de gabinetes inestables, cambiantes y de corta duración; en 1933, se
sucedieron rápidamente cinco gobiernos (hubo unos cuarenta, a i total, en
los veinte años de entreguerras). Los gabinetes formados después de 1932,
siguieron una política de ahorro y economía, y se aferraron al patrón oro.
Mientras tanto, en Alemania, A dolfo Hitler se había convertido en canciller,
en 1933; las dificultades internas de Francia se agravaron a causa de-la
creciente tensión internacional.

E l ferm ento de la depresión y el Frente Popular

En los difíciles años de la depresión, salió a la superficie la hostilidad


latente contra la república. Aparecieron grupos de tipo fascista, en franca
imitación de las organizaciones fascistas italianas y alemanas, muchos de
ellos con fondos suministrados por los industriales ricos; estaban también
activas la antigua A ction Frangaise y asociaciones de veteranos derechistas
como la de los Croix de Feu del Coronel de la Rocque. Los mismos
elementos que habían sido antirrepublicanos, antidemócratas o monárquicos
desde la Revolución Francesa y que se habían agrupado detrás de Boulanger
y habían denunciado a Dreyfus6, se mostraban ahora más estridentes en sus
ataques a la república parlamentaria.
En 1934, pareció, por un momento, que la ocasión esperada por los
elementos antirrepublicanos había llegado. En el país estalló un escándalo
político y financiero del tipo frecuente en la vida pública francesa de
anteguerra. Un manipulador y aventurero de las finanzas, con excelentes
relaciones políticas, apellidado Stavisky, indujo a las autoridades municipa­
les de Bayona a lanzar una emisión de bonos sin valor. Al verse descubierto,
huyó, y al parecer, se suicidó; la prensa sensacionalista fomentó el rumor de
que había sido muerto por la policía para impedir la implicación de políticos
de altas. esferas. Se elevó un clamor que acusaba al gobierno de hallarse
envuelto en el escándalo financiero. Mientras en otros países un asunto
como aquel sólo habría provocado la destitución de los implicados, en

6 Ver págs. 333-334.

563
Francia sirvió de argumento a los que demandaban el Fin de la propia repúbli­
ca, a la que identificaban con la corrupción y con la vanalidad.
La agitación culminó en los tumultos de febrero de 1934. Un populacho
de tendencia fascista se reunió en la Plaza de la Concordia, amenazó a la
Cámara, y se enfrentó con la policía; hubo varios muertos y cientos de
heridos. Los liberales y demócratas franceses, las organizaciones de trabaja­
dores y el partido socialista se indignaron ante la amenaza a la república.
Los comunistas, hostiles a los grupos fascistas, tampoco eran favorables al
gobierno, pero en seguida, de acuerdo con la Comintern, comprendieron el
peligro que para ellos y para la Unión Soviética se encerraba en la posibili­
dad de un triunfo fascista francés, y se unieron a los antifascistas. Como en
otros países, los comunistas, en los años 1930, abandonaron su sectario
aislamiento revolucionario, se mostraron profundamente patriotas, y am­
pliaron su prestigio, su influencia y su atractivo. Una semana después de los
tumultos, se llevó a cabo una impresionante huelga general acordada por los
trabajadores. Inmediatamente después, los radicalsocialistas, los socialistas y
los comunistas se unieron en una coalición politica que había de ser conocida
como Frente Popular, del tipo de las que estaban organizándose, o promo­
viéndose, en muchos países, en los años 1930. Hizo campaña comprometiéndo­
se a defender la república contra el fascismo, a tomar medidas contra la depre­
sión, y a introducir reformas laborales. En la primavera de 1936, obtuvo una
decisiva victoria en las elecciones. Los socialistas franceses, por primera vez
en su historia, se convirtieron en el partido más numeroso de la Cámara; su
jefe, Léon Blum, durante mucho tiempo portavoz del socialismo democráti­
co y reformista, se convirtió en primer ministro de un gabinete de coalición
de socialistas y radicalsocialistas; los comunistas, que habían aumentado su
representación en la Cámara desde 10 hasta 72 escaños, no entraron en el
gabinete, pero prometieron su apoyo.

E l Frente Popular y después

El gobierno frentepopulista de Blum, aunque duró poco más de un año,


llevó a cabo un programa de legislación importante. En parte, esto se debió
al programa electoral del Frente Popular, y, en parte, a acontecimientos
imprevistos, porque el tremendo entusiasmo suscitado por la victoria dio
origen a una espontánea oleada nacional de «huelgas de brazos caídos», que
no remitió hasta que Blum se comprometió a un cierto número de reformas
inmediatas.
Gracias a la mediación de Blum, la industria concedió inmediatamente
un incremento salarial colectivo a todos los obreros y prometió cooperar con
la legislación social aprobada por el Parlamento. El Parlamento aprobó,
rápidamente, leyes que establecían una semana de cuarenta horas, vacacio­
nes pagadas, y una ley de negociación colectiva. Como en el caso de la Ley
Wagner en los Estados Unidos, el estímulo proporcionado a la negociación
colectiva condujo a la firma, a escala nacional, de contratos colectivos, por
primera vez en la historia del país y a un enorme incremento en el número de
afiliados a los sindicatos, desde un millón, aproximadamente, hasta 5

564
millones en el espacio de un año. La fuerza de los trabajadores aumentó
también, gracias a la reunificación de las confederaciones de trabajo co­
munistas y no comunistas. También fue importante otra legislación. Se
adoptaron medidas para nacionalizar la industria de los armamentos y de la
aviación; fueron disueltos, al menos en teoría, los grupos armados fascistas;
se reorganizó el Banco de Francia y se colocó bajo el control del gobierno
para quebrantar el poder de las «doscientas familias». Se estableció un
mecanismo para el arbitraje en las disputas laborales. Se prestó ayuda a los
agricultores mediante la fijación de precios y las compras de trigo por el
gobierno. Al igual que en los Estados Unidos, todas aquellas medidas
estaban orientadas á la recuperación y a la reforma; Blum hablaba abierta­
mente de su programa como de un «New Deal Francés». Pero los conserva­
dores franceses, y los cuasi fascistas a su derecha, se lamentaban y pregona­
ban que aquello era la revolución, y formulaban sombrías predicciones de
que a Blum seguiría un Lenin francés. No ocultaban su tétrico resentimiento
por lo que había ocurrido: el destino de la Católica Francia estaba en manos
de un izquierdista, socialista y judío. Sería preferible incluso la salvación por
obra de un guerrero de fuera del país, uno que hubiera demostrado su
antibolchevismo. Envidiaban la protección concedida a los intereses estable­
cidos por Mussolini, y había quienes decían, entre dientes: «mejor Hitler que
Léon Blum.»
La verdad era que las reformas del Frente Popular, a pesar de su gran
retraso, llegaban a Francia en un momento en que las arenas se removían
rápidamente. Mientras Francia tenía una semana de cuarenta horas, las
fábricas alemanas de armas estaban trabajando a pleno rendimiento. Ante la
remilitarización nazi, había que emprender un programa de rearme, al
propio tiempo que la reforma; incluso los moderados aseguraban que el país
no podía soportar las dos cosas. La oposición de muchos sectores dificultaba
el éxito. Los empresarios franceses se mostraban reacios a cooperar en las
nuevas reformas y trataban de cargar los crecientes costes de la producción
sobre el consumidor. Los trabajadores estaban disgustados ante la subida de
los precios que anulaba sus aumentos de salarios. Los empresarios y los
trabajadores aplicaban la semana de cuarenta horas de tal modo que las
fábricas se cerraban durante dos días semanales, en lugar de trabajar por
turnos, como la ley había previsto. Nada podía detener la huida del oro
fuera del país. La producción industrial apenas aumentó; incluso en 1938,
cuando había mostrado una recuperación sustancial en otros países, en
Francia sólo era superior en un 5 por ciento al momento más bajo de la
depresión. Los comunistas atacaban al gobierno de Blum por negar su
ayuda, a través de los Pirineos, al gobierno del Frente Popular español, que
se hallaba en situación comprometida; Blum, siguiendo el ejemplo de
Inglaterra y temiendo verse comprometido, se resistía. En 1937, después de
un año en el poder, el gobierno de Blum fue derribado por el Senado, que se
negó a concederle poderes financieros de emergencia. La coalición del Frente
Popular se desintegró rápidamente. A mediados de 1938, los radicalsocialis­
tas habían abandonado a sus aliados de la izquierda, y, bajo la presidencia
de Edouard Daladier, formaron un gobierno conservador, cuya atención se
centró cada vez más en la crisis internacional. Poco quedaba del Frente

565
Popular, o, en realidad, de la fuerza de los trabajadores, que descendió
rápidamente y se consumió todavía más, a causa de una desafortunada
huelga general, en 1938, de protesta contra la anulación de la semana de
cuarenta horas. Para el trabajador francés, el año de 1936 había recorrido el
camino de otros «grandes años»; las clases acomodadas habían sido presa
del pánico, a causa de la inquietud social; la división interna y los odios de
clase se habían agudizado. Pero la democracia francesa, la Tercera Repúbli­
ca misma, había sido preservada con éxito, y sus enemigos interiores habían
sido rechazados, al menos por el momento.

L a Europa occidental y la depresión

Inglaterra y Francia, y, en realidad, toda la Europa occidental, «la zona


interior» de Europa, nunca se recuperaron plenamente de la gran depresión
antes de la Segunda Guerra Mundial. Cuando luego se reanudó la expansión
económica, después de la guerra, las décadas de los 20 y de los 30 parecieron
una profunda sima en la historia económica de Europa. La Europa occiden­
tal conservaba apenas su viejo equipamiento heredado durante la depresión,
y era incluso incapaz de utilizar a pleno rendimiento la maquinaria de que
disponía. Además, según demostraron claramente los acontecimientos de
1929, la dependencia económica de Europa respecto a los Estados Unidos
era muy fuerte, y la U.R.S.S. estaba convirtiéndose en un gigante indus­
trial. El futuro económico de los europeos en los años 1930 era sumamente
incierto.
Había otros signos de decadencia. La tasa de natalidad en la Europa
occidental en los años 1930 descendió a sus más bajos niveles conocidos,
porque los jóvenes aplazaban el matrimonio y porque las personas casadas
limitaban el número de hijos, en virtud de consideraciones económicas y
psicológicas. Como las tasas de natalidad no eran mucho más altas que las
tasas de mortalidad, la población se estancaba y aumentaba la proporción de
viejos. Había una escasez de hombres vigorosos en la edad madura, debido a
las bajas de la Primera Guerra Mundial. Políticamente, los dirigentes
políticos demócratas ingleses y franceses fueron incapaces de afrontar con
éxito los conflictos económicos de los tiempos de la depresión. Tampoco
pudieron los socialistas, que no encontraron útiles ni la economía mandsta
ni las ideas de la lucha de clases, pero que fracasaron a la hora de renovar o
de dar nuevo vigor a sus doctrinas, de un modo significativo.

68. El fascismo italiano

Aunque se funden entre sí imperceptiblemente, conviene distinguir dicta­


dura de totalitarismo. La dictadura, antiguo fenómeno histórico, ha sido
considerado, por lo general, como un simple recurso adecuado para momen­
tos de emergencia y del que se cree que es temporal; en el mejor de los casos,
es una teoría de gobierno. El totalitarismo, tal como surgió después de la
Guerra Mundial, no era sólo una teoría de gobierno, sino una teoría de la

566
vida y de la naturaleza humana. Pretendía ser, no un recurso, sino una
forma permanente de sociedad y de civilización, y, si bien buscaba su justifica­
ción en la emergencia, consideraba la vida como una emergencia continuada.
Veamos, primero, los acontecimientos correspondientes en Italia y en Ale­
mania, volvamos luego a las ideas generales del totalitarismo, y luego, en el
capítulo siguiente, observemos las crisis que en 1939 condujeron, de nuevo, a
una guerra mundial.
La creencia ampliamente compartida en los años 1920 de que la demo­
cracia estaba avanzando, en general, no se vio muy perturbada por el
fracaso de Rusia, de Turquía o de China a la hora de desarrollar unos
parlamentos efectivos o unas instituciones liberales. Aquellos eran países
atrasados, envueltos en los horrores de la revolución; cabía esperar que,
algún día, cuando las circunstancias se calmasen, aquellos países se orienta­
rían hacia la democracia tal como se conocía en Occidente. La primera
excepción discordante a la aparente victoria de la democracia fue la de Italia,
un país que era parte integrante de la Europa ilustrada, que desde 1861 habia
aceptado el liberalismo parlamentario, pero donde, en 1922, Benito Musso-
lini se apoderó del control del gobierno y proclamó el Fascismo.
Mussoliní, nacido en 1883, hijo de un herrero, era un personaje orgulloso
y belicoso, que antes de la guerra había recorrido el camino de revoluciona­
rio profesional, socialista de izquierda y periodista radical. Había leído y
meditado obras como Reflexiones sobre la violencia de Sorel y libros de
Nietzsche7. Durante la guerra se hizo profundamente nacionalista, abogó
por la intervención al lado de los aliados, y reclamó la conquista de la
Italia irredenta que se hallaba en poder de Austria, es decir, de los territorios
italianos situados al norte y al otro lado del Adriático. En la guerra,
ascendió a cabo. En marzo de 1919, organizó, principalmente con ex-solda-
dos desmovilizados e inquietos, su primera banda de lucha, o fascio di
combattimento. Fascio significaba haz —por ejemplo, un haz de palos—;
traía a la memoria los fasces latinos, o haces de varas, llevados por los
lictores en la antigua Roma como símbolo del poder del estado, porque
Mussoliní gustaba de evocar las glorias antiguas.
En 1919, las glorias italianas eran oscuras. Italia había entrado en
la guerra al lado de los aliados, evidentemente en busca de despojos
territoriales y coloniales; el tratado secreto de Londres de 1915, prometía a
los italianos ciertos territorios austríacos y una parte de las posesiones
alemanas y turcas. Durante la guerra, las armas italianas no alcanzaron
especial brillantez; las tropas italianas fueron derrotadas en Caporetto,
en 1917. Pero Italia perdió más de 600.000 hombres en la guerra, y los
delegados italianos acudieron a la conferencia de paz, confiando en que sus
sacrificios serian reconocidos y sus aspiraciones territoriales satisfechas. No
tardaron en sentirse decepcionados. Wilson se negó a cumplir las cláusulas
del tratado secreto de Londres y otras demandas de los italianos. Inglaterra y
Francia no mostraron grandes deseos de apoyar a Italia. Los italianos
recibieron algunos de los territorios austríacos que se les habían prometido,

7 V er pags. 359-360, 370-371.

567
pero no se les concedió parte alguna de las anteriores posesiones demanas o
turcas, en concepto de mandato.
Después de la guerra, Italia, al igual que otros países, sufrió la carga de
la deuda de guerra, así como la aguda depresión y el fuerte desempleo de la
postguerra. La inquietud social se extendía. En el campo, tenían lugar
ocupaciones de tierras, no en proporciones importantes, pero suficientes
para extender la preocupación entre los terratenientes; los arrendatarios se
negaban a pagar las rentas; los campesinos quemaban las cosechas y
exterminaban el ganado. En las ciudades, estallaban grandes huelgas en
la industria pesada y en los transportes. Algunas de las huelgas se conver­
tían en huelgas de ocupación, pues los obreros se negaban a abandonar las
fábricas; incluso se formulaban exigencias en favor del control de las
factorías por los trabajadores. Los socialistas moderados y los dirigentes
obreros desaprobaban todo aquel extremismo, pero los socialistas de iz­
quierda que, como en otras partes, se habían hecho comunistas y se habían
unido a la Tercera Internacional, echaban leña al fuego de los descontentos
ya existentes. Mientras tanto, bandas armadas de jóvenes, entre los que
se destacaban los Camisas Negras o Fascistas, armaban camorra en las ca­
lles con los comunistas y con los trabajadores corrientes. A finales' del verano
de 1920, las huelgas y la inquietud agraria habían remitido, aunque la
violencia en las calles persistía.
Durante los meses de tumultos, el gobierno se abstuvo de toda acdón
audaz. El sistema parlamentario italiano, en los años de anteguerra, nunca
había funcionado muy bien ni merecido gran estimadón; ahora, el respeto al
Parlamento y a los débiles y cambiantes gobiernos de coalición se había
hundido más todavía. En 1919, se habian celebrado las primeras elecdones
de la postguerra, con una ley que agregaba la representación proporcional al
sufragio universal masculino introducido en 1913. Los socialistas y el nuevo
Partido Popular Católico, o Socialista Cristiano, obtuvieron grandes triun­
fos. En 1921, a consecuencia de los disturbios de la postguerra, se celebraron
nuevas elecciones. Liberales y demócratas, socialistas moderados y el Parti­
do-Popular Católico mantuvieron sus altos números de miembros del
Parlamento. El movimiento fascista de Mussolini consiguió 35 escaños, de
un total de más de 500. A pesar de este resultado menos que notable (el
mejor que los fascistas obtuvieron nunca en unas elecciones totalmente
libres), las filas fascistas habían ido engrosándose, como consecuencia, por
así decirlo, de la inquietud de la postguerra. Aunque la agitadón social se
apagó, consumiéndose a sí misma, y aunque nunca había existido ninguna
verdadera amenaza de revolución a la manera soviética, las clases adineradas
sentían un profundo miedo; encontraban tranquilidad en el movimiento
fascista y estaban dispuestas a prestarle ayuda financiera.
Mussolini y los fascistas se habían mantenido, al prindpio, al lado de los
radicales; no desautorizaron las ocupaciones de las fábricas; denunciaron
enérgicamente la plutocracia y a los que se habían enriquecido con la gue­
rra, y exigieron un alto impuesto sobre el capital y sobre los beneficios.
Pero Mussolini, que nunca sacrificó la oportunidad a los prindpios o a la
doctrina, no tardó en presentarse con sus fascistas como los defensores de
una ley y de un orden nadonales, y, por consiguiente, de la propiedad; se

568
comprometía a luchar «contra las fuerzas destructoras de la victoria y de la
nación». Los grandes intereses prestaron ayuda financiera al original baluar­
te frente al bolchevismo; patriotas y nacionalistas de todas clases se unieron
a él; y las clases medias bajas, presionadas por la inflación económica y,
como en otras partes, sin poder encontrar protección o alivio en los
sindicatos ni en los movimientos socialistas, se incorporaron a él también.
Los «camisas negras» defensores del orden nacional procedían, mientras
tanto, metódicamente, a propinar palizas (y dosis de aceite de ricino) a los
comunistas y a los que ellos acusaban de comunistas, a los socialistas y a los
socialistas cristianos, y a las personas corrientes que no los apoyaban;
tampoco se abstenían de incendiar y de asesinar. Escuadras de vigilancia, los
squadristi, rompían huelgas, destruían las sedes de los sindicatos, y arroja­
ban de sus puestos a los alcaldes y funcionarios municipales socialistas y
comunistas legalmente elegidos. Mussolini reforzó sus títulos de paladín de
la ley, de la autoridad y del orden, declarando su lealtad al rey y a la iglesia;
unos años antes, había sido un feroz republicano y anticlerical.
En octubre de 1922, tuvo lugar la «Marcha sobre Roma». Los «camisas
negras» se movilizaron para amagar un golpe y comenzaron a afluir sobre la
capital, desde diversas direcciones; Mussolini se mantenía a buen recaudo en
Milán. El gobierno de coalición democrático-liberal había observado con
desaprobación los acontecimientos de los dos últimos años, pero, al propio
tiempo, con la innegable satisfacción de que los «camisas negras» estaba
sirviendo, en cierto modo, a un útil objetivo nacional, con la represión de los
agitadores izquierdistas. Ahora abordaban acciones tardías e ineficaces para
salvar la situación, mediante un esfuerzo de declaración del estado de
guerra; el rey se negó a aprobarlo. El gobierno dimitió, y Mussolini fue
nombrado primer ministro. Todo era perfectamente legal, o casi todo. En
realidad, Italia seguía siendo, en la forma, un gobierno constitucional y
parlamentario, Mussolini presidía solamente un gobierno de coalición, y no
recibía del Parlamento más que la concesión de plenos poderes de emergen­
cia durante un año, para restablecer el orden y para introducir reformas.
Pero pronto se vio claramente en qué manos estaba el poder. Antes de la
expiración de sus poderes de emergencia, Mussolini obligó al Parlamento a
aprobar una ley según la cual el partido que obtuviese el mayor número de
votos en unas elecciones recibiría, automáticamente, los dos tercios de los
escaños de la Cámara. Esta era la solución de Mussolini a la inestabilidad de
coaliciones y bloques en gobiernos parlamentarios como los de Italia y
Francia (y, desde luego, de la mayor parte de las restantes democracias
continentales), donde difícilmente un solo partido alcanzaría nunca la mayo­
ría. La ley de los dos tercios ni siquiera fue necesaria. En las elecciones
de 1924, aunque se presentaron siete candidaturas de la oposición, los fascistas
obtuvieron más de los tres quintos del número total de votos, ayudados por
el control gubernamental de la maquinaria electoral y por el empleo de los
squadristi.
Unos años después, Mussolini redujo a la nada el Parlamento italiano,
restringió el sufragio universal masculino, sometió la prensa a censura,
destruyó los sindicatos, despojó a los obreros del derecho a la huelga, y
abolió todos los demás partidos políticos. Se estableció una policía secreta y

569
se organizaron tribunales especiales contra los adversarios del régimen; una
nueva milicia oficial fascista sustituyó a los squadristi, y continuó emplean­
do muchos de los antiguos métodos.
En la década de los 20, el fascismo fue una innovación que el resto del
mundo tardó en comprender. En 1924 (cuando aún se permitía que hu­
biera disidentes en el Parlamento), el diputado socialista Matteotti expuso
públicamente centenares de casos de violencia fascista armada, y de fraudes
y trampas en las elecciones. No tardó en ser asesinado por los fascistas. Que
un gobierno de la Europa ilustrada se librase de sus críticos asesinándolos
era algo nuevo. Mussolini se pavoneaba, sacaba su mandíbula, y echaba
fuego por los ojos, ferozmente; saltaba a través de aros en llamas para
demostrar su virilidad y obligaba a sus subordinados más importantes a
hacer lo mismo; en el extranjero, aquello se consideraba como una extraña
manera de revelar aptitudes para la ñinción pública. Denunció la democracia
como históricamente anticuada y declaró que acentuaba la lucha de clases,
dividía al pueblo en incontables partidos minoritarios, y conducía al egoís­
mo, a la frivolidad, a la ambigüedad y a la charlatanería. En lugar de la
democracia, Mussolini predicaba la necesidad de una acción enérgica, bajo
el mando de un dirigente fuerte; se dio a sí mismo el titulo de Guía, o Duce.
Denunció el liberalismo, el libre comercio, el laissez faire y el capitalismo,
juntamente con el marxismo, el materialismo, el socialismo y la conciencia
de clase, que, según él afirmaba, constituían la perniciosa descendencia de la
sociedad liberal y capitalista. En lugar de todo ello, Mussolini predicaba la
solidaridad nacional y la administración estatal de ios asuntos económicos,
según la previsora y audaz concepción del mismo Duce. Y, en efecto, parecía
que Mussolini venia a introducir en la despreocupada Italia una cierta forma
de eficacia; por lo menos, según el dicho, hizo que los trenes llegasen a su
hora.
Mussolini introdujo, al menos en teoría, el estado sindical o corporativo.
Esto se había discutido en los círculos izquierdistas y en los derechistas,
durante muchos años. El sindicalismo izquierdista, especialmente antes de la
Primera Guerra Mundial, aspiraba a que los sindicatos revolucionarios
expropiasen a los dueños de la industria y asumiesen luego la dirección de la
vida política y económica. Un sindicalismo más conservador era respalda­
do y estimulado por la iglesia católica, con la que, como se ha señalado en
un capítulo anterior, Mussolini estableció la paz mediante la firma del Pacto
de Letrán, en 19298, El modelo conservador soñaba nostálgicamente con
una resurrección de los gremios o «corporaciones» medievales, en los que
maestros y oficiales, patronos y empleados, habían trabajado, los unos al
lado de los otros, en una supuesta edad de oro de la paz social. El sistema
corporativo fascista no se parecía, en realidad, ni al uno ni al otro, pues en
él se hallaba bien visible la mano del estado, lo que ninguna de las antiguas
doctrinas corporativas había previsto. Atravesó un cierto número de compli­
cadas fases, pero, tal como finalmente surgió en los años 1930, establecía la
división de toda la vida económica en veintidós áreas mayores, a cada una de
las cuales se asignaba una «corporación». En cada corporación, los repre­

s Ver páe. 365.

5 70
sentantes de los grupos de organización fascista de los trabajadores, los
empresarios y el gobierno decidían las condiciones de trabajo, los salarios,
los precios y los programas industriales; y se suponía que aquellos represen­
tantes se reunían en un consejo nacional, a fin de idear los planes para una
autosuficiencia económica de Italia. En cada caso, la función del gobierno
era decisiva y la estructura se hallaba, en su totalidad, bajo la jurisdicción
del ministro de corporaciones. Como paso final, aquellas cámaras económi­
cas corporativas se integraron en el estado propiamente dicho, de modo
que, en 1938, la antigua Cámara de los Diputados fue sustituida por una
Cámara de Fascios y Corporaciones que representaba a las corporaciones y
al partido fascista, siendo sus miembros seleccionados por el gobierno y no
estando sujetos a la ratificación popular.
Nada de esto era democrático, pero era mejor que la democracia, según
afirmaban los fascistas. Decian que una legislatura, en una sociedad econó­
mica avanzada, debía ser un Parlamento económico; debía representar, no a
los partidos políticos ni a los distritos electorales geográficos, sino a las
ocupaciones económicas. La organización de acuerdo con estas lineas a¿aba-
ría con la anarquía y con los conflictos de clase originados por el capitalismo
libre, que sólo socavaban el poder del estado nacional. En cualquier caso, la
verdadera autoridad radicaba en el gobierno —en el Jefe del Gobierno, que
ordenaba la mayor parte de las cuestiones por decreto—. Lo cierto es que la
inquietud social y los conflictos de clase «se acabaron», pero no por el
sistema corporativo exactamente, sino por la prohibición de huelgas y
lockouts, y por la abolición de los sindicatos independientes. El sistema
corporativo representaba la más extremada forma de control estatal sobre la
vida económica dentro de un marco de empresa privada y de una economía
relativamente capitalista, es decir, de una economía en la que la propiedad
seguía encontrándose en manos privadas. Era la respuesta fascista a la
democracia de estilo occidental y a la dictadura del proletariado de los
soviets. Mussolini decía que el fascismo era «la dictadura del estado sobre
muchas clases cooperantes».
Cuando sobrevino la depresión, ninguno de los controles económicos de
Italia resultó muy útil. Mussolini se apresuró a declarar culpable de los
continuados males económicos de Italia a la depresión mundial. Elaboró un
gran programa de obras públicas y trató de incrementar la autosuficiencia
económica. Se lanzó una «batalla del trigo», como campaña para aumentar
la producción de artículos alimenticios; se avanzó en el saneamiento de las
zonas pantanosas en la Italia central y en el desarrollo de la energía
hidroeléctrica en sustitución del carbón del que Italia carecia. A lo largo de
toda la época fascista, no se produjo ninguna reforma fundamental en la
situación de los campesinos. La estructura existente en la sociedad, que en
Italia significaba extremos sociales de riqueza y de pobreza, continuó
inalterada. El fascismo no fue capaz de proporcionar ni la seguridad
económica ni el bienestar material, en aras de los cuales habían demandado
el sacrificio de la libertad individual. Pero, innegablemente, los sustituyó con
una extendida euforia psicológica, con una convicción de que Italia estaba
experimentando una heroica resurrección nacional; y, a partir de 1935, en

571
apoyo de esa convicción, Mussolini se entregó, cada vez en mayor medida, a
aventuras militares e imperialistas.
El fascismo pasó a ser considerado, en otros países, como una posible
alternativa al gobierno democrático o parlamentario, como un verdadero
correctivo para unos trastornos cuya realidad nadie podía negar. Todos los
comunistas lo odiaban, al igual que todos los socialistas, los dirigentes
obreros, los izquierdistas moderados y los liberales idealistas; las gentes ricas
o acomodadas, a causa de su miedo al bolchevismo, estaban bien dispuestas
en su favor. En los países del este de Europa, por lo general muy nacionalis­
tas, o influidos por terratenientes disgustados, o simplemente no habituados
a resolver las cuestiones por mayoría de votos, el fascismo tenía un conside­
rable atractivo. En los países latinos —España, Portugal y Francia—, el
estado corporativo de Mussolini encontró paladines y admiradores. A veces,
en Europa y en otras partes, hubo intelectuales que hilaron refinadas y
respetables teorías acerca del nuevo orden de disciplina y autoridad, olvidando
que el propio Mussolini, con insólito candor, había escrito: «El fascismo no
fue el fruto de' una doctrina estructurada de antemano con una minuciosa
elaboración; nació de la necesidad de acción.»

69. El totalitarismo: el Tercer Reich de Alemania

La ascensión de A dolfo Hitler

Fue en Alemania donde Mussolini encontró su mejor discípulo. Nacido


en Austria en 1889, Adolfo Hitler era demasiado joven para haber actuado
mucho, antes de la guerra. No era un intelectual, como el periodista de la
anteguerra, Mussolini. Nunca fue socialista, pero cayó en un tipo de
radicalismo inquieto y más bien ignorante. Hijo de un funcionario del
estado, huérfano a edad temprana, llegó a los diecinueve años a la gran
ciudad de Viena, sin amigos, sin dinero ni medios de vida: era un buen
ejemplo de la desarraigada humanidad que el medio siglo anterior había
arrojado, atropelladamente, a las grandes ciudades industriales. Al joven
Hitler no le gustó lo que vio en Viena: ni las suntuosidades de la corte de los
Habsburgo, ni los nobles de la Europa oriental que pasaban en sus carrua­
jes, ni la mezcla de nacionalidades del imperio danubiano, ni la adhesión de
los obreros de Viena al marxismo internacional, ni, sobre todo, los judíos,
los cuales, gracias a un siglo de influencias liberales, se habían identificado
con la cultura alemana, y ahora ocupaban muchos puestos destacados en los
negocios, en las leyes, en la medicina y en el periodismo de la dudad. Se
convirtió en un racista exacerbado, como muchos otros en muchos países, en
aquel tiempo9; el joven Hitler sentía una especial complacencia én conside­
rarse a sí mismo como un germano puro, procedente del bueno y antiguo
tronco germano. Se hizo violentamente antisemita, y también sentía aversión
por la aristocracia, el capitalismo, el marxismo, el cosmopolitismo, el
internacionalismo y la «hibridación».

9 Ver págs. 356. 366. 382-383, 429, 530-531.

572
La repugnancia que sentía hacia Austria le indujo a trasladarse a
Munich, en el estado alemán meridional de Baviera, en 1913. Allí no tuvo
ninguna ocupación particular, sino que se dedicó a vender algunas acuarelas.
En la guerra, sirvió en el ejército alemán. Al igual que Mussolini, no pasó de
cabo. Para Hitler, como para Mussolini y para muchos otros, la guerra fue
una experiencia conmovedora, noble y liberadora. El hombre medio, en la
sociedad moderna, llevaba una existencia un tanto estúpida. La paz, para
muchos, era una rutina gris, de la que la guerra constituía una incitante
emancipación. Los átomos humanos, que flotaban en un mundo impersonal
y hostil, se sentían impulsados,-por el nacionalismo que la guerra desperta­
ba, hacia un sentimiento de pertenecer a algo, de creer en algo, de luchar por
algo más grande que ellos mismos, pero que era, sin embargo, suyo. Cuando
la paz volvió, sintieron una decepción moral.
Después de la guerra, el desmovilizado Hitler, sin futuro alguno, y sin
que en la sociedad le esperase ningún puesto al que pudiera volver, regresó a
Munich. En 1919, Baviera constituía un importante foco de la ofensiva
comunista en Europa central; incluso existió, durante unas tres semanas, una
República Soviética Bávara, hasta que fue aplastada por el gobierno federal
alemán, predominantemente socialdemócrata. Pero la amenaza comunista
hizo de Baviera un activo centro de todo tipo de agitación contrarrevolucio­
naria —anticomunista, antisocialista, antirrepublicana y antidemocrática—.
En realidad, después de la Guerra Mundial, se produjo una transposición en
virtud de la cual la Alemania meridional, que en el pasado siempre había
sido más liberal que la septentrional, se convirtió en la sede de un antilibera­
lismo desabrido, mientras Prusia se convertía en el principal pilar de la
democracia alemana, a causa de la gran población de clase obrera de Berlín
y del Ruhr. En Baviera, sobre todo, pululaban las sociedades secretas
capitaneadas por oficiales del ejército descontentos o por otros individuos a
quienes resultaba difícil adaptarse al nuevo régimen. Un pequeño grupo se
denominaba pretenciosamente Partido de los Obreros Alemanes, y de este
«partido», Adolfo Hitler, en 1919, fue uno de los primeros miembros. En
1920, adoptó una nueva denominación: Partido Nacional Socialista de los
Obreros Alemanes. Así nacieron los nazis, que se llamaron de este modo,
por la forma alemana de pronunciar las dos primeras sílabas de nacional.
En páginas anteriores, hemos descrito los comienzos de la República de
Weimar y las cargas que desde el principio se vio obligada a soportar, la paz
de Versalles, las reparaciones, la catastrófica inflación de 192310. Algo se ha
dicho también del fracaso de los republicanos, a la hora de iniciar el tipo de
profundos cambios sociales que podían haber democratizado la estructura
política y social de la sociedad alemana, dando así mayor solidez a las
fuerzas republicanas. Durante los cinco años siguientes a la guerra, en
Alemania perduró una violencia esporádica. La agitación comunista conti­
nuó; pero más peligrosas, porque suscitaban más simpatía entre los alema­
nes, eran las maniobras de las organizaciones monárquicas y antirrepublica­
nas, que sostenían bandas armadas y amenazaban con levantamientos como

10 Ver págs. 527-528.

573
el Putsch Kapp de 192011. (Uno de esos «ejércitos» privados era el de las
Camisas Pardas o Tropas de Asalto sostenidas por los nazis). Esas bandas
recurrían incluso al asesinato. Así, Walter Rathenau fue asesinado en 1922;
había organizado la producción alemana durante la guerra, y en 1922 era
ministro de Negocios Extranjeros, pero tenía inclinaciones democráticas e
intemacionalistas, y era judío. Otra víctima fue Matthias Erzberger, un
destacado político moderado del Partido Católico del Centro —había ayu­
dado a «traicionar» al ejército,‘firmando el armisticio—.
En 1923, al no recibir los pagos de las reparaciones, el ejército francés
ocupó el Ruhr. Un clamor de indignación nacional se levantó en todo el
país. Hitler y los nacionalsocialistas, que desde 1919 habían conseguido
muchos seguidores, denunciaron al gobierno de Weimar por su vergonzosa
sumisión a los franceses. Consideraron que el momento era oportuno para
tomar el poder, y, a finales de 1923, imitando la marcha de Mussolini sobre
Roma el año anterior, los Camisas Pardas llevaron a cabo el «putsch de la
cervecería» en Munich. Hitler saltó al escenario, disparó un revólver contra
el techo, y proclamó que «la revolución nacional ha estallado». Pero la
policía dominó el disturbio, y Hitler fue condenado a cinco años de cárcel.
Se le puso en libertad, antes de un año; la democracia de Weimar trataba
con blandura a sus enemigos. En la cárcel, escribió un libro, Mein K a m p f
(Mi lucha), una turbia corriente de recuerdos personales, de racismo, de
nacionalismo, de colectivismo, de teorías de la historia, de acoso a los
judíos y de comentarios políticos. El antiguo cabo no estaba solo en sus
ideas; nada menos que el General Ludendorff, que se había distinguido en la
guerra12, y que, después de la guerra, se convirtió en uno de los más
grotescamente desequilibrados de la clase de los antiguos oficiales, dio su
cálido apoyo a Hitler e incluso tomó parte en el putsch de la cervecería.
A comienzos de 1924, con los franceses fuera del Ruhr, concertadas las
reparaciones, adoptada una moneda nueva y estable, y obtenidos préstamos
de países extranjeros, principalmente de América, Alemania empezó a
disfrutar de una asombrosa resurrección económica. El nacionalsocialismo
perdía su atractivo, el partido perdía miembros, Hitler era considerado
como un charlatán, y sus seguidores como una partida de lunáticos. Todo
parecía tranquilo. Entonces, llegó la gran depresión de 1929. Adolfo Hitler,
que podía haber desaparecido de la historia, se convirtió, gracias a las
circunstancias que concurrieron en la depresión en Alemania, en una figura
de proporciones napoleónicas.
Ningún país sufrió más que Alemania a causa de la crisis económica
mundial. Los préstamos extranjeros cesaron, de pronto, o fueron revocados.
Las fábricas se embarrancaron hasta parar. Había 6 millones de desempleados.
La clase media no se había recuperado, realmente, de la gran inflación
de 192313; cuando se vieron golpeados de nuevo, después de una tregua tan
breve, sus miembros perdieron toda la fe en el sistema económico y en su
futuro. Los votos comunistas aumentaban constantemente; las grandes
masas medias, que veían en el comunismo su propia sentencia de muerte, y
11 Ver pág. 524.
12 Ver págs. 449-452.
13 Ver págs. 527-528.

574
que eran extraordinariamente numerosas en cualquier sociedad de desarrollo
avanzado, buscaban desesperadamente a alguien que las salvase del bolche­
vismo. La depresión también exacerbó el general aborrecimiento alemán del
Tratado de Versalles. Muchos alemanes explicaban la ruina de Alemania por
el tratamiento que había recibido de los aliados, tras el final de la guerra —la
reducción de sus fronteras, la pérdida de sus colonias, de sus mercados, de
su marina mercante y de las inversiones extranjeras, la gigantesca exigencia
en concepto de reparaciones, la ocupación del Ruhr, la inflación, y muchas
otras cosas—.
Cualquier pueblo atrapado en semejante cepo se habría mostrado des­
concertado y resentido. Pero la salida elegida por los alemanes fue quizás el
producto de actitudes más profundas, debido a la experiencia alemana de
siglos pasados. La democracia —el acuerdo de obtener y aceptar los veredic­
tos de la mayoría, de discutir y de transigir, de concertar los intereses
opuestos sin que se satisfagan ni se aplasten entre sí enteramente— era
bastante difícil de sostener en cualquier país que se encontrase en una
verdadera crisis. En Alemania, la democracia era, además, una innovación,
que tenía, sin embargo, que demostrar su valor, que fácilmente podía ser
tachada de antialemana, de doctrina artificial e importada, o incluso de
sistema extranjero impuesto a Alemania por los vencedores de la última
guerra.
Hitler atizó todos aquellos sentimientos con su propaganda. Denunció el
Tratado de Versalles como una humillación nacional. Denunció la demo­
cracia de Weimar por producir lucha de clases, división, debilidad y char­
latanería. Exigía la «verdadera» democracia en un amplio y vital levan­
tamiento del pueblo, o Volk, detrás de un dirigente que fuese un hombre de
acción. Declaró que los alemanes, los alemanes puros, debían confiar sólo en
sí mismos. Lanzó duros ataques contra los marxistas, los bolcheviques, los
comunistas y los socialistas, mezclándolos a todos en una deliberada confu­
sión de las cuestiones; pero proclamaba su apoyo a la forma justa de
socialismo para el hombre sencillo, es decir, la doctrina del Partido Nacional
Socialista de los Obreros Alemanes. Despotricaba contra los ingresos que no
eran producto del trabajo, contra las ganancias de la guerra, contra el poder de
los grandes trusts y de las cadenas de almacenes, contra los especuladores de la
tierra, contra la esclavitud bajo los grandes intereses y contra los impuestos
injustos. Sobre todo, denunciaba a los judíos. Los judíos, como los demás,
se encontraban en todos los campos políticos. Para la izquierda, los capitalistas
judíos eran execrables. Para la derecha, los revolucionarios judíos eran un
horror. En el antisemitismo, Hitler encontraba un común denominador con
el que podía atraer a todos los partidos y a todas las clases. Al propio
tiempo, los judíos eran una pequeña minoría (sólo 600.000 en toda Alema­
nia), de modo que, en un tiempo de política de masas, resultaba suficiente­
mente segura la operación de atacarles.
En las elecciones de 1930, los nazis consiguieron 107 escaños en el
Reichstag; en 1928, habían tenido sólo 12; sus votos populares pasaron
de 800.000 a 6.500.000. La representación comunista se elevó de 54 a 77. En
julio de 1932, los nazis más que duplicaron sus votos populares, obtuvieron
230 escaños, y eran ahora, con gran diferencia, el partido más numeroso, si

575
bien quedaban lejos de ser una mayoría, a causa de la multiplicidad de
partidos. En otras elecciones, en noviembre de 1932, los nazis, aunque
siguiendo, desde luego, en cabeza, se mostraron con menos fuerza, perdien­
do 2 millones de votos, y bajando a 196 escaños. El voto comunista había
ido subiendo hasta llegar a su punto máximo de 100 escaños en noviembre
de 1932.
Tras el relativo retroceso de noviembre de 1932, Hitler temió que su
momento estaba pasando. Pero determinados elementos conservadores,
nacionalistas y antirrepublicanos —antiguos aristócratas, terratenientes
«junkers», oficiales del ejército, magnates renanos del acero y otros indus­
triales— habían concebido la idea de que Hitler podía serles útil. De aquellas
fuentes procedía una parte de los fondos nazis. Aquel grupo de hombres
importantes, principalmente del pequeño Partido Nacionalista, imaginaba
que podría controlar a Hitler, y, en consecuencia, también la oleada de
descontento de unas masas de las que, en gran medida, él se había constitui­
do en dirigente; su programa anticapitalista les preocupaba poco.
Después de la dimisión de Brüning en junio de 1932, Franz von Papen
presidió un gobierno nacionalista con el respaldo del influyente jefe del
ejército, general Kurt von Schleicher. En diciembre de 1932, Schleicher
provocó la caída de von Papen y le sucedió. Cuando él, a su vez, se vio
obligado a dimitir, un mes después, los dos, intrigando separadamente,
convencieron al Presidente Hindenburg de que nombrase a Hitler canciller
de un gobierno de coalición. El 30 de enero de 1933, por medios totalmente
legales, Adolfo Hitler pasó a ser canciller de la República Alemana;, otros
puestos del nuevo gabinete fueron ocupados por los nacionalistas, con
quienes los nazis iban a compartir el poder. Pero su objetivo no era
compartir el poder. Hitler convocó otras elecciones. Una semana antes de la
fecha en que habían de celebrarse, se incendió el edificio del Reichstag. Los
nazis, sin prueba alguna, culparon a los comunistas. Levantaron una terrible
alarma roja, suspendieron la libertad de expresión y de prensa, y utilizaron a
los Camisas Pardas para que amedrentasen a los electores. Aun así, en las
elecciones, los nazis sólo obtuvieron el 44 por ciento de los votos; con s^us
aliados nacionalistas, tenían el 52 por ciento. Hitler, con el pretexto de
emergencia nacional, hizo que un dócil Reichstag, del que habían sido
excluidos los diputados comunistas, le concediese poderes dictatoriales.
Ahora empezaba la revolución nazi.

E l estado nazi

Hitler llamó a su nuevo orden el Tercer Reich. Declaraba que, siguiendo


al Primer Reich, o Sacro Imperio Romano, y al Segundo Reich, o imperio
fundado por Bismarck, el Tercer Reich continuaba el proceso de la verdade­
ra historia alemana, de la que venía a constituir, según él decía, la conse­
cuencia orgánica y la culminación natural. Profetizaba que el Tercer Reich
duraría mil años.
Al igual que Mussolini, Hitler tomó el título de Guía, o, en alemán, el
Führer. Pretendía representar la absoluta soberanía del pueblo alemán. Los

576
judíos eran considerados antialemanes. La democracia, el parlamentarismo y
el liberalismo eran estigmatizados como «occidentales», y, juntamente con el
comunismo, calificados de «judíos». La nueva «ciencia racial», cuyo sumo
sacerdote era Alfred Rosenberg, clasificaba a los judíos como no arios y
consideraba como judío a cualquiera que tuviese un abuelo judio. Las leyes
de Nuremberg de 1935 privaban a los judíos de tod 9S los derechos ciudada­
nos y prohibían los matrimonios entre judíos y no judíos. Los judíos eran
golpeados, cazados, expulsados de los cargos públicos, arruinados en sus
negocios privados, multados como comunidad, ejecutados, o se les permitía
que abandonasen el país, tras haber sido despojados de todas sus propieda­
des. El antisemitismo de algunos fanático; descendió hasta una auténtica
bestialidad; anunciaba el exterminio físico, durante la guerra, de millones de
judíos alemanes y europeo-orientales.
El nuevo orden estaba concebido-como absolutamente sólido o monolíti­
co, como una gigantesca y única roca en la que ninguna partícula tenía
estructura separada alguna. Alemania dejó de ser federal; todos los antiguos
estados como Prusia y Baviera fueron abolidos, de modo que se proseguía el
proceso histórico de la unificación alemana. Todos los partidos políticos
fueron disueltos, excepto el Nacional Socialista. Incluso el partido nazi fue
violentamente purgado, en la noche del 30 de junio de 1934, cuando muchos
de los antiguos jefes de los Camisas Pardas, los que representaban el ala más
social-revolucionaria del movimiento, fueron acusados de conspirar contra
Hitler y sumariamente pasados por las armas. Una policía política secreta, la
Gestapo (Geheime Staatspolizei), juntamente con los Tribunales del Pueblo, y
con un sistema de campos de concentración permanentes en los que se retenía
a miles de personas sin proceso ni sentencia, suprimieron todas las ideas que
discrepasen de las del Führer. Se definió la ley como la voluntad del pueblo
alemán, actuando al servicio del estado nazi. Las iglesias, tanto la protestan­
te como la católica, fueron «coordinadas» con el nuevo régimen; se prohibió
a sus cleros que criticasen las actividades nazis, se presentaban como poco
aconsejables los lazos religiosos internacionales, y se hacían esfuerzos para
mantener a los niños alejados de las escuelas religiosas. El gobierno estimu­
laba los movimientos paganos anticristianos, como culto a los antiguos
dioses teutones, pero nada se fomentó tanto como el culto al nazismo y a su
Führer. Un Movimiento de la Juventud Nazi, así como las escuelas y las
universidades, instruían a la nueva generación en los nuevos conceptos. La
represión generalizada, que lo abarcaba todo, desbarató los esfuerzos de
unos pocos hombres dedicados a desarrollar un amplio movimiento de
resistencia.
Los sindicatos fueron «coordinados» también; fueron sustituidos por un
Frente Nacional del Trabajo. Se prohibieron las huelgas. Bajo el «principio
de dirección», se instituyó a los empresarios como Führers a pequeña escala
en sus fábricas e industrias, y se les concedió un vasto control, sometido a
una estrecha supervisión gubernamental. Se lanzó un gran programa de
obras públicas, se organizaron proyectos de repoblación forestal y de
saneamiento de zonas pantanosas, se construyeron viviendas y autopistas.
Un extenso programa de rearme absorbió a los parados, y, en poco tiempo,
el paro había descendido considerablemente. Incluso según las estadísticas

577
nazis, la participación de los obreros en el ingreso nacional se redujo, pero
los obreros tenían trabajo; y una organización llamada «A la fuerza por la
alegría» atendía a las necesidades de las personas de escasos ingresos,
organizando diversiones, vacaciones y viajes a muchos que, de otro modo,
nunca podrían disfrutar de ellos.
El gobierno asumía crecientes controles sobre la industria, aunque dejan­
do la propiedad en manos privadas. En 1936, adoptó un plan cuatrienal de
desarrollo económico. Después de la gran depresión, todos los países tendían
al nacionalismo económico, pero la Alemania nazi se fijó la meta de la
autarquía y de la autosuficiencia —absoluta independencia del comercio
exterior—. Los químicos alemanes desarrollaron caucho artificial, plásticos,
tejidos sintéticos, y muchos otros productos sustitutivos que permitiesen al
país prescindir de las materias primas importadas de ultramar. Alemania se
benefició de su situación como principal mercado del que dependían los
europeo-orientales. Mezclando las amenazas políticas con los negocios co­
rrientes, los nazis intercambiaban trigo polaco, madera húngara o petróleo
rumano, entregando en compensación, muchas veces, artículos de los que a
Alemania le convenía desprenderse, en lugar de los que los europeo-orienta­
les necesitaban. Para Europa como conjunto, uno de los problemas econó­
micos fundamentales, especialmente después de la Guerra Mundial, consistía
en que, mientras el Continente era económicamente una unidad dependiente
del intercambio entre diversas regiones, políticamente estaba dividido en
sectores por restricciones aduaneras, por diferencias de moneda, y por
industrias de invernadero artificialmente fomentadas por la ambición nacio­
nalista. Los nazis prentendían tener una solución para este problema en una
red de acuerdos comerciales bilaterales, que asegurarían a todos los pueblos
vecinos una salida para sus productos. Pero era una solución en la que los
alemanes serían los más industrializados, los más adelantados, los más
poderosos y los más ricos, y los otros europeos quedarían relegados a un
status perpetuamente inferior. Y lo que no pudiera conseguirse mediante los
acuerdos comerciales y la penetración económica se conseguiría mediante la
conquista y la guerra. Pocos años después de 1933, aunque el régimen no
carecíanle un cierto grado de confusión y de rivalidades internas, la
revolución nazi había convertido a Alemania en una gigantesca y disciplina­
da máquina de guerra, había liquidado o silenciado a sus adversarios
internos, mientras sus hipnotizadas masas bramaban su aprobación en
manifestaciones asombrosas, dispuestas a seguir al Führer a tormentosas y
nuevas cumbres valkirianas. «Hoy, Alemania —aseguraba una siniestra frase
nazi—. Mañana, el mundo entero.»

E l Totalitarismo: algunos orígenes y consecuencias

El totalitarismo tenía muchos aspectos. Había aparecido, por primera


vez, con la Revolución Bolchevique, porque, en la negación de la libertad
individual, el régimen soviético no difería del más extremado totalitarismo
antisoviético o fascista, tal como se manifestaba en Alemania. Había, al
comienzo, importantes diferencias de principio. Teóricamente, la dictadura

578
del proletariado era temporal; no glorificaba al Héroe-Guía individual; y no
era nacionalista, pues se basaba en un principio de lucha de clases universal
que alcanzaba por igual a todas las naciones. Adoptó una constitución de
apariencia democrática, y, por lo menos de palabra, se mostraba adicto a la
idea de una carta de derechos. Su constitución condenaba oficialmente el
racismo, y no cultivaba, deliberada y conscientemente, una ética de guerra y
violencia. Pero, con el paso del tiempo, fue resultando más difícil distinguir
el totalitarismo soviético de los otros. La dictadura de los soviets y el estado
de un solo partido parecía tan permanente como cualquier otro sistema
político; la vaciedad de la constitución y de la carta de derechos se hizo más
evidente; se desarrolló el culto a la personalidad de Stalin, y se dio más
importancia a las tendencias nacionalistas, que se preocupaban menos de los
obreros del mundo que de las glorias de la Patria Soviética.
El totalitarismo, en cuanto distinto de la simple dictadura, aunque
apareció, de pronto, después de la Primera Guerra Mundial, no fue un
capricho histórico. Era una consecuencia, en gran medida, del desarrollo
histórico del pasado. El estado era una institución que continuamente habia
venido adquiriendo nuevos poderes, desde la Edad Media; paso a paso,
desde los tiempos feudales, había asumido jurisdicción sobre los tribunales
de justicia y sobre los hombres de armas, había impuesto tributos, regulado
iglesias, dirigido la política económica, ordenado sistemas escolares e ideado
proyectos de bienestar público. La Primera Guerra Mundial había continua­
do y avanzado el proceso14. El estado totalitario del siglo X X , gigantesco y
monolítico, que reivindicaba un absoluto dominio sobre todos los sectores
de la vida, llevaba ahora a un nuevo extremo aquel antiguo proceso de
desarrollo de la soberanía del estado. Durante siglos, por ejemplo, el estado
habia chocado con la iglesia; desde Felipe el Hermoso de Francia, en 1303,
pasando luego por Enrique VIII, los déspotas ilustrados, los revolucionarios
franceses, Napoleón, Mazzini, Bismarck —era larga la relación de los que
habían entrado en conflicto con las iglesias cristianas—. Los dictadores del
siglo X X hicieron lo mismo. Pero, además, en la mayoría de los casos, no
eran sólo anticlericales, sino explícitamente anticristianos, y ofrecían, o, más
bien, imponían, una filosofía «total» de la vida.
Esta nueva filosofía se apoyaba firmemente en un nacionalismo histórico
muy exagerado. Se derivaba, en parte, de la teoría orgánica de la sociedad,
que sostenía que la sociedad (o la nación o el estado) era una especie de
organismo vivo, dentro del que la persona individual no era más que una
célula. Según esta teoría, el individuo no tenía existencia independiente;
recibía la propia vida, y todas sus ideas, de la sociedad, del pueblo, de la
nación o de la cultura dentro de los cuales había nacido y de los cuales se
habia alimentado. En el marxismo, la subordinación absoluta del individuo
a su clase era, en cierto modo, lo mismo. El individuo era una célula
microscópica, carente de sentido fuera del cuerpo social. No era más que
arcilla que había de ser moldeada por la impronta de su grupo. En el marco
de tales teorías, no era muy lógico hablar de la «razón» o de la «libertad»
individuales, o permitir que los individuos tuvieran sus propias opiniones

14 Ver págs. 452-455.

579
(que eran formadas para ellos por el medio ambiente), o contar con las
opiniones individuales para obtener una mayoría simplemente numérica. Las
ideas válidas eran las del grupo como conjunto, del pueblo o de la nación (o,
en el marxismo, de la clase) como un bloque sólido. Incluso la ciencia era un
producto de imas sociedades específicas; había una «ciencia nazi», que en
sus conclusiones tenía que diferenciarse de la ciencia democrática, burguesa,
occidental o «judía»; y para los soviets, había una ciencia soviética, consis­
tente en el materialismo dialéctico, y mejor equipada para descubrir la
verdad que la decadente ciencia burguesa, capitalista o «fascista» del mundo
no soviético. De igual modo, todas las artes —la música, la pintura, la
poesía, la novela, la arquitectura, la escultura— eran buenas, en la medida
en que expresasen la sociedad o la nacionalidad en que surgían.
La filosofía declarada de los regímenes totalitarios (como gran parte del
pensamiento moderno) era fundamentalmente subjetiva. Que una idea fuese
considerada verdadera dependía de quién fuese la idea. Las ideas de verdad,
o de belleza, o de justicia, no correspondían a ninguna realidad exterior u
objetiva; sólo tenían que corresponder a la naturaleza interior, a los intere­
ses, o al punto de vista del pueblo, de la nación, de la sociedad o de la clase
que mantenía aquellas ideas. Los viejos conceptos de razón, de ley natural,
de derecho natural, y la semejanza última de toda la humanidad, o de una
ruta común de toda la humanidad en una sola vía de progreso, desapare­
cían15.
Los regímenes totalitarios no declaraban, simplemente, como un insulso
descubrimiento de la ciencia social, que las ideas de los pueblos eran
modeladas por el medio ambiente. Ellos se disponían a modelarlas, de un
modo activo. La propaganda se convirtió en una rama principal del gobier­
no. La propaganda no era cosa muy nueva, pero, en el pasado, y todavía en
los países democráticos, había sido un quehacer fragmentario, que incitaba
al público a aceptar este o aquel partido político, o a comprar esta o aquella
marca de café. Ahora, al igual que todo lo demás, se hizo «total». La
propaganda fue monopolizada por el estado, y exigía fe en una interpretación
conjunta de la vida y en todos los detalles de este conjunto coordinado.
Anteriormente, el control de los libros y de los periódicos había sido
principalmente negativo; bajo Napoleón o Mettemich, por ejemplo, los
censores habían prohibido declaraciones acerca de determinados ■temas,
acontecimientos o personas. Ahora, en los países totalitarios, el control de la
prensa se hacía aterradoramente positivo. El gobierno manufacturaba pen­
samiento. Manipulaba la opinión. Volvía a escribir la historia. Se requería
a los escritores para que presentasen ideologías completas, y los libros,
los periódicos, las revistas y las radios difundían una interminable y abru­
madora nube de palabras. Los altavoces ensordecían las calles, gigantes­
cas fotografías ampliadas del Guía miraban hacia abajo en las plazas
públicas. Los expertos en propaganda eran, a veces, fanáticos, pero, en
general, eran cínicos, como el Dr. Goebbels en Alemania, demasiado inteli­
gentes para engañarse con el desecho con que engañaban a sus países.
Hasta la idea de verdad se evaporó. N o se conservó norma alguna de

15 Ver págs. 31-32, 40-44, 305-306, 367-368.

580
expresión humana, fuera de la conveniencia política —los deseos y el interés
de los hombres que ocupaban el poder—. Nadie podía aprender nada, fuera de
lo que el gobierno quería que supiese. Nadie podía esquivar la omnipre­
sente doctrina oficial, la insidiosa penetración hasta los últimos repliegues de
su pensamiento, de ideas plantadas por extraños para servir a sus propios
fines. El pueblo llegaba a aceptar, e incluso a creer, las más extravagantes
declaraciones, cuando se repetían incesantemente, año tras año. Aislados de
todas las fuentes independientes de información, sin disponer de medio
alguno que les permitiese comprobar las afirmaciones oficiales, los pueblos
de los países totalitarios, en realidad, y no sólo en teoría sociológica, iban
haciéndose cada vez más incapaces de utilizar la razón.
El racismo, mas característico de la Alemania nazi que del totalitarismo
en general, era una nueva exageración, o degradación, de viejas ideas de
nacionalismo y de solidaridad nacional. Definía la nación en un sentido
tribal, como una entidad biológica, como un grupo de personas que poseían
la misma ascendencia física y las mismas o similares características físicas. El
antisemitismo fue la más perversa forma de racismo de Europa. Aunque
siempre había estado presente una latente hostilidad frente a los judíos en el
mundo cristiano, el antisemitismo moderno tenía poco que ver con el
cristianismo. Surgía, en parte, del hecho de que, en el siglo XIX, con la
general abolición de incompatibilidades religiosas, los judíos entraron en la
sociedad común y muchos de ellos alcanzaron situaciones relevantes, y en
ninguna parte mas que en Alemania, de modo que, desde el punto de vista
de cualquier individuo no judío, podían ser considerados como peligrosos
competidores en los negocios o en las profesiones. Pero, sobre todo, el
antisemitismo era atizado por propagandistas que deseaban que las gentes
sintiesen más agudamente su pretendida pureza racial, o que olvidasen los
más profundos problemas de la sociedad, como la pobreza, el desempleo y
las desigualdades económicas.
Porque el totalitarismo era una evasión de las realidades de los conflictos
de clase. Era una forma de pretender que las diferencias entre ricos y pobres
eran de menor importancia. Una característica de los regímenes totalitarios
consistía en que llegaban al poder excitando los temores clasistas, luego
permanecían en el poder y se presentaban como indispensables, declarando
que habían resuelto los problemas de clase. Asi, Mussolini, Hitler y ciertos
dictadores menores, antes de tomar el poder, apuntaban alarmantemente a
la oscura amenaza del bolchevismo; y, una vez en el poder, declaraban aue
todas las clases se alineaban, hombro con hombro, en solidaridad inquebran­
table, detrás del Guía. Y las cosas no eran muy diferentes en Rusia.
En 1917, los bolcheviques, armados con las ideas de Carlos Marx, excitaron
a los trabajadores contra los capitalistas, los terratenientes, los hombres de la
clase media y los campesinos ricos; después, una vez en el poder, y tras
grandes liquidaciones, declararon que había llegado la sociedad sin clases,
que ya no existían verdaderas clases sociales, y que todos los ciudadanos
soviéticos se alineaban sólidamente detrás de un régimen del que, según
decían, todos los buenos ciudadanos se beneficiaban por igual. Solamente
las democracias admitían que adolecían de problemas de clase internos, de

581
desajustes entre ricos y pobres, o entre grupos favorecidos y no favorecidos’de
la sociedad.
Las dictaduras culpaban de sus trastornos a fuerzas ajenas al país. Acu­
saban a los descontentos de conspirar con los extranjeros o con los refugia­
dos, de ser los instrumentos del trotskismo, del imperialismo o del judaismo
internacional. O hablaban de la lucha entre naciones ricas y naciones pobres,
de los países que «tenían» y de los que «no tenian», y transformaban así el
problema de la pobreza en una lucha internacional. En la distinción entre
paises que «tenían» y que «no tenían», había, naturalmente, algo de verdad;
en lenguaje más anticuado, unos países (en realidad, las democracias euro­
peas, así como los Estados Unidos y los dominios británicos en los
años 1930) habían «progresado» más que otros. Es probable que una
propaganda resulte más eficaz, si es, en parte verdadera. Pero cuando los
totalitarios culpaban de sus trastornos a otros países y transformaban el
conflicto entre «tener» y «no tener» en una lucha entre naciones, producían
la impresión de que la guerra podría ser una solución para los males sociales.
La violencia, la aceptación e incluso la glorificación de la violencia, fue,
sin duda, la característica que más claramente distinguió a los sistemas
totalitarios de los democráticos. Ya hemos visto cómo había surgido, antes
de la Primera Guerra Mundial, un culto a la violencia, o la creencia de que
la lucha era beneficiosa16. La guerra habituó a la gente a la violencia y a la
acción directa. Lenin y sus seguidores demostraron que un pequeño grupo
podía adueñarse del timón del estado, en circunstancias revolucionarias o
caóticas. Mussolini, en 1922, explicó la misma lección, con nuevas sutilezas;
porque la Italia en que él tomó el poder no estaba en guerra, y fue
simplemente la amenaza a la posibilidad de revolución, no la revolución
misma, la que le facilitó su oportunidad. En la década de 1920, por primera
vez desde el siglo XVII, una de las partes más civilizadas de Europa, vio, en
tiempo de paz, unos ejércitos privados marchando por el país, unas bandas
de bergantes uniformados y organizados, Camisas Negras o Camisas Pardas,
que maltrataban, abusaban e incluso mataban impunemente a ciudadanos
honestos. En los años 1920, nadie habría creído que, en los 1930, Europa
vería la reimplantación de la tortura.
La propia ética del totalitarismo era violenta y neopagana. Procedía de
Nietzsche y de otros teóricos de la anteguerra, que, seguros y civilizados,
habían declarado que los hombres debían vivir peligrosamente, evitar la
blanda debilidad de pensar demasiado, y arrojarse con viril energía a la vida
de acción. Todos los nuevos regímenes crearon movimientos de la juventud.
Recurrían a una especie de idealismo juvenil, por el que los jóvenes creían
que reuniéndose en una especie de escuadra, vistiendo una especie de
uniforme, y saliendo al aire libre, contribuían a un gran resurgimiento moral
de su país. Se enseñaba a los jóvenes a valorar sus cuerpos, pero no sus
inteligencias, a ser resistentes y duros, y a considerar la gimnasia de masas
como manifestaciones patrióticas. Se enseñaba a las jóvenes a tener familias
numerosas sin quejarse, a estar contentas en la cocina, y a mirar con temor a
sus viriles compañeros. Florecía el culto al cuerpo, mientras decaía el culto a

16 Ver págs. 370-372.

582
la inteligencia. Especialmente en el nacionalsocialismo, el ideal consistía en
convertir al pueblo alemán en una raza de animales espléndidos, sonrosados,
nórdicos y apuestos. En cambio, se adoptó la eutanasia para los locos y se
propuso para los viejos. Después, durante la Segunda Guerra Mundial,
cuando los nazis invadían la Europa oriental, encerraban a los judíos en
cámaras de gas, exterminando a unos 6 millones de seres humanos por los
métodos más científicos. Los animales eran animales; se cuidaba de la raza
que se quería y se mataba a la raza que no se quería.

/
La expansión de la dictadura

La tendencia a la dictadura se extendió por Europa en los años 1930.


En 1939, sólo diez de veintisiete países europeos seguían siendo democráti­
cos, en el sentido de que diferentes partidos políticos competían honestamen­
te por el poder, y los ciudadanos, dentro de unos amplios límites, pensaban
y actuaban según sus deseos. Eran Gran Bretaña y Francia; Holanda, Bélgica
y Suiza; Checoslovaquia y Finlandia; y los tres países escandinavos. La
Unión Soviética seguía manteniendo la dictadura del proletariado, y todos
los demás países europeos tenían regímenes más o menos dictatoriales,
llamados un tanto vagamente, y con mayor o menor precisión, «fascistas».
La esperanza de principios de la década de 1920 de que florecerían los
gobiernos constitucionales y democráticos se vio frustrada. La debilidad o la
ausencia de una tradición parlamentaria o democrática, los bajos niveles de
educación y de ilustración, la hostilidad de los elementos reaccionarios, el
miedo al bolchevismo y la insatisfacción de las minorías nacionales existentes
todo ello unido a las tensiones económicas, muchas de las cuales eran
consecuencia de la gran depresión, contribuyeron al colapso de las nuevas
instituciones representativas. Fuera de los regímenes declaradamente totali­
tarios o fascistas de Alemania y de Italia, las nuevas dictaduras y los
sistemas autoritarios descansaban, por lo general, en una combinación de
poder personal y militar. Por nombrar sólo unos pocos, ese era el caso de
Polonia bajo el mariscal Pilsudski y su sucesor, el general Smigli-Rydz; Hun­
gría bajo el general Julius Gómbos, sucesor del conde Bethlen; Grecia bajo
el general Metaxas; España (tras una sangrienta guerra civil de la que luego
se hablará) bajo el general Franco; y Yugoslavia, Bulgaria y Rumania bajo
sus respectivos reyes. En Portugal, Salazar inició en 1932 una dictadura
clerical-corporativa, que se mantendría durante más de cuatro décadas. En
Austria, Dollfuss fundió varios elementos políticos y militares derechistas en
una dictadura clerical-fascista «cristiana» que eliminó violentamente a los
socialistas, y trató en vano, con aquella dictadura, de hacer frente a la
amenaza alemana; asesinado en julio de 1934, fue sucedido por Kurt von
Schuschnigg, que presidió un régimen similar hasta la anexión de Austria
por Alemania, en 1938. En muchos aspectos, las dictaduras de América
Latina bajo diversidad de caudillos y de juntas militares, se asemejaban, en
su origen y en su carácter, a las dictaduras europeas.
Los regimenes autoritarios coincidían en la represión de las libertades
individuales, en la prohibición de los partidos de oposición, y en la abolición

583
o anulación de las instituciones parlamentarias. Muchos adoptaban rasgos
del estado corporativo, declarando ilegales los sindicatos independientes y
prohibiendo las huelgas; muchos, como Hungría, Rumania y Polonia, esta­
blecieron legislaciones antisemíticas. Ninguno llegó tan lejos como el Tercer
Reich de Hitler en la completa coordinación de todas las actividades políticas,
económicas, intelectuales y biológicas en una dictadura revolucionaria, con
una base de masas.
Como se ha señalado ya, la aceptación y la glorificación de la violencia
fue el rasgo que más claramente distinguió a los sistemas totalitarios de los
democráticos. En la ética nazi y fascista, la guerra era una cosa noble, y el
amor a la paz, un signo de decadencia. (El régimen soviético, aunque por su
propia teoría consideraba que, algún día, sería inevitable la guerra con las
potencias no soviéticas, no la proclamaba como un bien moral positivo). La
exaltación de la guerra y de la lucha, la necesidad de mantener la solidaridad
nacional, la costumbre de culpar a los países extranjeros de los conflictos
sociales, juntamente con el considerable programa de armamentos a que se
entregaban las dictaduras, además de la ambición personal y de la manía
ególatra de los distintos dictadores, hicieron de la década de 1930 un tiempo,
no sólo de reacción interna, sino también de recurrentes crisis internacionales,
la última de las cuales condujo a la guerra.

584
X III. L A S E G U N D A G U E R R A M U N D IA L

La paz en abstracto, la paz que es la simple ausencia de guerra, no existe


en las relaciones interiiacionales. La paz nunca se encuentra aparte de ciertas
condiciones; significa pacifica aceptación de determinadas condiciones, o
pacífica y ordenada transformación de condiciones mediante la negociación
y el acuerdo. Las condiciones, en los años 1930, eran básicamente las
establecidas por la conferencia de paz de París de 1919 —los estados
reconocidos, las fronteras trazadas, los términos acordados, una vez finali­
zada la Primera Guerra Mundial—.
En los años 1930, ni Alemania, ni Italia, ni Japón, ni la U .R .S.S. estaban
satisfechos con aquellas condiciones; eran potencias «revisionistas» o des­
contentas; y las tres primeras estaban dispuestas a recurrir incluso a la guerra
para imponer el cambio. Gran Bretaña, Francia y los Estados Unidos
eran potencias satisfechas, pues no esperaban beneficio alguno del cambio
de condiciones; pero, por otra parte, habían perdido la fe en las condiciones,
y no estaban dispuestas a correr el riesgo de una guerra por mantenerlas.
Habían establecido un tratado en 1919, que no estaban dispuestas a hacer
cumplir, una docena de años después. Se mantuvieron indiferentes, hasta
donde les fue posible, mientijas las potencias insatisfechas hacían pedazos los
estados reconocidos, las fronteras trazadas y los términos acordados en la
Paz*de París. Desde la invasión japonesa de Manchuria, en 1931, hasta el
estallido de la guerra europea, en 1939, la fuerza fue utilizada por los que
deseaban subvertir el orden internacional, pero nunca por los que deseaban
mantenerlo.

70. La debilidad de las democracias; otra vez a la guerra

El pacifism o y la desunión de Occidente

Mientras los dictadores atacaban, las democracias occidentales se halla­


ban dominadas por un profundo pacifismo que puede definirse como una
insistencia un tanto doctrinaria sobre la paz, independientemente de las
consecuencias. Eran muchos ahora, especialmente en Inglaterra y en los
Estados Unidos, los que creían que la Primera Guerra Mundial había sido
un error, que poco o nada se había ganado con ella, que habían sido
Em blem a deI capítulo: Un reloj parado en el momento en qué la bom ba atómica fu e arro­
jada sobre Hiroshim a, Japón, en 1945.
engañados por la propaganda bélica, que las guerras eran provocadas, eii
realidad, por los fabricantes de armamentos, que Alemania no había provoca­
do, en realidad, la guerra de 1914, que el Tratado de Versalles era demasiado
duro para los alemanes, que los pueblos vigorosos como el alemán o el
italiano necesitaban espacio para su expansión, que la democracia, después
de todo, no convenía a todas las naciones, que cuando uno no quiere dos no
pelean, y que no había necesidad de ninguna guerra, si una de las partes se
negaba, decididamente, a considerarse provocada; todo un sistema de ideas
pacíficas y tolerantes, en el que acaso se encontraba la habitual mezcla de
verdad y de error.
El pacifismo de Occidente tenía otras raíces, especialmente evidentes en
Francia. Alrededor de 1.400.000 franceses habían muerto en la Primera Guerra
Mundial; la mitad de todos los franceses varones comprendidos entre la edad
de 20 a 32 años habían sido muertos en 1914. Los franceses no podían
concebir que tal holocausto pudiera repetirse. Por lo tanto, la estrategia
francesa era defensiva y de escaso número de hombres. Si la guerra estalla­
ba, los franceses esperaban sostenerla principalmente en unas bien construi­
das fortificaciones, llamadas la Línea Maginot, que habían levantado en
su frontera oriental con Alemania, desde el límite suizo hasta el belga; al
norte, la zona boscosa de las Ardenas sería una barrera para cualquier
invasor. Además, como hemos visto, Francia, durante la depresión, estuvo
desgarrada por conflictos de clase internos y por la agitación fascista y cuasi
fascista1. Muchos franceses derechistas, históricamente contrarios a la repú­
blica, y que veían, o pretendían ver, en movimientos como el Frente Popular
la amenaza de la revolución social, no ocultaban su admiración por Mussoli-
ni o incluso por Hitler. Abandonando su tradicional papel de fervientes
nacionalistas, no harían nada por oponerse a los dictadores. Por otra parte,
muchos izquierdistas miraban con simpatía a la Unión Soviética. Francia
estaba ideológicamente demasiado dividida en los años 1930 para tener una
política exterior firme, y todos los sectores se sentían tranquilos, equivocada­
mente, gracias a la supuesta impenetrabilidad de la «muralla china» fran­
cesa.
Una situación similar, aunque en menor grado, era la que predominaba
en Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Se recordaban las pérdidas y
la matanza de la Primera Guerra Mundial. Todos sabían que otra guerra
sería más terrible aún; había un miedo indecible a los bombardeos de las
ciudades. Es característica de la época una resolución adoptada por los
estudiantes de Oxford, en 1933, en el sentido de que ellos nunca empuñarían
las armas por su país, en ninguna circunstancia; entre los estudiantes
americanos de «college», aparecían también movimientos pacifistas. En
Inglaterra y en América, se percibía la tensión entre la izquierda y la
derecha. En la década de 1930, cuando toda acción internacional parecía
favorecer a la U .R .S.S., de una parte, o a Hitler y a Mussolini, de otra, era
difícil establecer una política exterior sobre una firme base de unidad
nacional. En Inglaterra, algunos miembros de las clases altas simpatizaban
abiertamente con los dictadores fascistas, o, por lo menos, veían en ellos un

1 Ver págs. 561-566.

386
baluarte contra el comunismo. El propio gobierno trataba de no comprome­
terse; creía que podría encontrarse algún medio de satisfacer o de apaciguar
las más «legítimas» demandas de los dictadores. Neville Chamberlain,
primer ministro desde 1937, se convirtió en el principal artífice de la política
de apaciguamiento.
El gobierno de los Estados Unidos, a pesar de las repetidas denuncias de
los agresores por parte del presidente Roosevelt, seguía, en la práctica, una
politica rigurosamente aislacionista. La legislación de la neutralidad, estable­
cida por un fuerte bloque aislacionista del Congreso en los años 1935 a 1937,
prohibía préstamos, exportación de abastecimientos y utilización de las
facilidades de la marina mercante americana en favor de cualquier beligeran­
te, una vez que el presidente hubiera reconocido un estado de guerra en una
determinada área. En,aquel tiempo, muchos creían que los Estados Unidos
se habían visto arrastrados a la Primera Guerra Mundial por ese tipo de
implicaciones económicas. De aquella legislación americana de la neutrali­
dad, obtendrían grandes beneficios los agresores de los años 1930, pero
no las víctimas de la agresión.
En cuanto a los hombres que gobernaban la U .R .S.S., eran revisionistas
e insatisfechos, en el sentido de que no aceptaban las nuevas fronteras
de la Europa oriental, ni las pérdidas territoriales sufridas por Rusia en la
Primera Guerra Mundial. Les molestaba el cordon sanitaire creado en 1919
contra la expansión del bolchevismo, el anillo de pequeños estados a lo largo
de sus fronteras, desde Finlandia hasta Rumania, que eran, casi sin excep­
ción, profundamente antisoviéticos. No experimentaban ni la menor sim­
patía por el statu quo internacional, ni habían abandonado sus objetivos
revolucionarios de largo alcance. Pero, como comunistas y como rusos,
estaban obsesionados por el temor al ataque y a la invasión. Su doctrina
marxista enseñaba la hostilidad intrínseca de todo el mundo capitalista; y la
intervención de los aliados occidentales en la Revolución y en las guerras
civiles confirmaban su teoría marxista. Y, mucho antes de la Revolución
Bolchevique, en los tiempos de Napoleón, y aun antes, las fértiles llanuras
rusas habían tentado a los conquistadores ambiciosos. Dolidos y recelosos
del mundo exterior, los hombres del Kremlin, en los años 1930, estaban
alarmados, sobre todo, por los signos de agresivas intenciones de Alemania.
Hitler, en Mein K a m p f y en otras partes, había declarado que se proponía
destruir el bolchevismo y someter grandes extensiones de la Europa oriental
a Alemania.
Los Soviets estaban interesados por la seguridad colectiva, por la acción
internacional contra la agresión. En 1934, ingresaron en la Sociedad de
Naciones. Dieron instrucciones a los partidos comunistas para que trabaja­
sen con los socialistas y con los liberales en los Frentes Populares2. Ofrecie­
ron ayuda para contener a los agresores fascistas, firmando pactos de ayuda
mutua con Francia y con Checoslovaquia, en 1935. Pero muchos pueblos
huían, estremecidos, del abrazo soviético. Desconfiaban de los motivos
soviéticos, o estaban convencidos de que las purgas y los procesos de los
años 1930 habían dejado a los Soviets débiles e inseguros com o aliados, o

2 Ver pág. 514.

587
pensaban que los dictadores fascistas podían ser desviados hacia el este¿
contra los Soviets, con lo que se salvarían las democracias occidentales.
Aunque los rusos estaban evidentemente dispuestos, tampoco ahora pudo
formarse una coalición eficaz contra la agresión.

E l avance de ¡a agresión nazi y fascista

Adolfo Hitler percibió aquellas debilidades, con una visión excepcional.


Decidido a hacer fracasar todo el sistema de tratados, empleó tácticas de
usurpación gradual que jugaban con las esperanzas y con los temores de los
pueblos democráticos. Les infundía, alternativamente, estremecimientos de
temor y suspiros de alivio. Se enfurecía y gritaba, despertaba el temor a la
guerra, se apoderaba sólo de un poco, declaraba que aquello era todo lo que
él quería, y dejaba que los antiguos aliados esperasen ingenuamente que
ahora ya estaría satisfecho y que la paz estaba asegurada; entonces, se
enfurecía otra vez, se apoderaba de un poco más, y recorría el mismo ciclo.
Todos los años, provocaba algún tipo de emergencia, y, en cada ocasión,
los franceses y los ingleses no veían más alternativa que la de dejarle que
siguiera su camino. En 1933, inmediatamente después de tomar el poder,
retiró a Alemania de la Sociedad de Naciones y de la Conferencia de
Desarme que entonces estaba celebrándose. Cortejó con éxito a Polonia,
antigua aliada de Francia, y, en 1934, los dos países firmaron un tratado de
no agresión. Aquel mismo año, los nazis de Austria intentaron un putsch,
asesinaron al canciller austríaco, Dollfuss, y pidieron la unión de Austria
con Alemania. Las potencias occidentales no hicieron nada. Fue Mussolini el
que actuó. Como no quería ver a Alemania instalada en el Paso del Brennero,
movilizó grandes contingentes italianos en la frontera; así disuadió a Hitler
de intervenir abiertamente en Austria y preservó la independencia de Austria
durante cuatro años más. En enero de 1935, la Sociedad de Naciones celebró
un plebiscito en el Sarre, de acuerdo con las estipulaciones del Tratado de
Versalles. En medio de una intensa agitación nazi, el Sarre votó por la
reincorporación al Reich. Dos meses después, en marzo de 1935, Hitler
rechazó espectacularmente las cláusulas del Tratado de Versalles que preten­
dían mantener desarmada a Alemania; ahora reconstituyó abiertamente las
fuerzas armadas alemanas. Francia, Inglaterra e Italia protestaron contra
aquella denuncia arbitraria y unilateral de un tratado internacional, pero no
emprendieron ninguna acción concreta. En realidad, Gran Bretaña llegó a
un acuerdo naval con Alemania, para consternación de los franceses.
El 7 de marzo de 1936, tomando como pretexto el nuevo pacto franco-
soviético, Hitler rechazó los acuerdos de Locarno3 y ocupó nuevamente la
Renania, es decir, envió tropas alemanas al territorio alemán del oeste del
Rhin, que por el Tratado de Versalles se suponía que era zona desmilitariza­
da. En el gobierno francés se habló de actuar, y, en aquel momento, Hitler
pudo haber sido frenado, pues la fuerza militar alemana era todavía escasa y
el ejército alemán estaba instruido para retirarse, o, por lo menos, para

3 Ver págs. 528-530.

588
consultar, si encontrase signos de resistencia. Pero el gobierno francés estaba
dividido y no se hallaba dispuesto a actuar sin Inglaterra; y los ingleses no
iban a correr el riesgo de una guerra para impedir que tropas alemanas
ocupasen suelo alemán. El año siguiente, 1937, fue un año tranquilo, pero la
agitación nazi se encendió en Danzig, que el Tratado de Versalles había
instituido como ciudad libre, £ n marzo de 1938, fuerzas alemanas entraron
en Austria, y la unión de Austria y Alemania —el Anschluss—, al fin, se
consumó. En septiembre de 1938, le llegó el turno a Checoslovaquia y a la
crisis de Munich. Para comprenderlo, debemos recoger, primero, otros hilos
de la historia.
También Mussoliní tenía sus ambiciones, y necesitaba triunfos sensaciona­
les en política exterior para magnetizar al pueblo italiano. Desde 1919, los ita­
lianos habían estado descontentos de los acuerdos de paz. No habían recibido
nada de los antiguos territorios turcos y de las antiguas colonias alemanas,
que se habían parcelado, generosamente, como mandatos, y se habían reparti­
do entre Gran Bretaña, Francia, Bélgica y Japón, e incluso entre Africa del
Sur, Australia y Nueva Zelanda4. Nunca habían olvidado la humillante
derrota de las_fuerzas italianas ante Abisinia, en Ádua, en Í8965, Etiopía,
como se llamaba ahora Abisinia, seguía siendo el único país del Africa negra
(con la excepción de Liberia) que se mantenía independiente.
En 1935, Italia atacó a Etiopía. La Sociedad de Naciones, de la que
Etiopía era miembro, declaró que la acción italiana constituía una agresión
injustificada e impuso sanciones a Italia, en virtud de las cuales los miem­
bros de la Sociedad de Naciones debían abstenerse de vender a Italia armas
ni materias primas —se exceptuaba el petróleo—, Los ingleses incluso
reunieron grandes fuerzas navales en el Mediterráneo, en una exhibición de
fuerza. En Francia, sin embargo, había una considerable simpatía hacia
Mussoliní en importantes sectores, y en Inglaterra existía el temor de que, si
las sanciones llegaban a ser demasiado efectivas mediante la negativa del
petróleo o el cierre del Canal de Suez, Italia podría irritarse hasta el punto de
desatar una guerra general, Mussolini pudo así derrotar a Etiopía en 1936,
uniéndola a la Somalia italiana y a Éritrea, en un imperio italiano africano»
oriental. El emperador etíope, Haile Selassie, hizo inútiles demandas de
nuevas acciones en Ginebra. La Sociedad de Naciones también ahora, como
en el caso de la ocupación de Manchuria por Japón, fracasó a la hora de
crear un mecanismo que permitiese una acción disciplinaria contra una gran
potencia desobediente6.

La guerra civil española, 1936-1939

Apenas se había resuelto la crisis etíope, a entera satisfacción del agresor,


cuando en España estalló una crisis más grave todavía. En* 1931, tras una

4 V er p ág s. 458-460, 463, 567-568,


5 V er p á g . 399.
® V er p ág s. 541-542.

589
década de trastornos políticos, una revolución más bien benigna había
destronado a Alfonso XIII, de la familia de los Borbones, y establecido una
República Española democrática. Antiguas hostilidades existentes en el país
pasaron a primer plano. El nuevo gobierno republicano emprendió un
programa de reforma social y económica. Para combatir el antiguo poder
atrincherado de la iglesia, se aprobó una legislación anticlerical; se procedió
a la separación de la iglesia y el estado, se disolvió la Compañía de Jesús y se
confiscaron sus bienes, y las escuelas quedaron libres del.control clerical. El
antiguo movimiento independentista de Cataluña se atenuó, en cierta medida,
por la concesión de una considerable autonomía local. Para apaciguar al
campesinado, el gobierno comenzó a dividir algunas de las haciendas de
mayor extensión y a redistribuir la tierra. El programa del gobierno nunca
fue impulsado con el vigor suficiente para satisfacer a los elementos extre­
mistas, que manifestaban su descontento con huelgas y disturbios, especial­
mente en la ciudad industrial de Barcelona, la capital catalana, y en las
zonas mineras de Asturias, pero fue suficientemente radical para provocar la
enemistad de los grandes propietarios y del clero. En 1933, el gobierno cayó en
manos de partidos derechistas y conservadores, que gobernaron mediante
gabinetes ineficaces e impopulares. Una insurrección de los mineros de
Asturias fue reprimida muy brutalmente. La agitación por la completa
independencia de Cataluña fue sofocada.

En febrero de 1936, se celebraron nuevas elecciones generales. Todos los


elementos de izquierda—republicanos, socialistas, sindicalistas, anarquistas,
comunistas— se unieron en un Frente Popular contra monárquicos, clerica­
les, jefes del ejército, otros adictos al antiguo régimen, y falangistas o
fascistas españoles. La izquierda obtuvo una victoria en las urnas. A
continuación, en julio de 1936, un grupo de militares acaudilló una insurrec­
ción contra el gobierno republicano; como jefe, surgió el general Francisco
Franco. Los partidos de la izquierda se unieron para la resistencia, y todo el
país se hundió en una guerra civil. Fue la guerra más devastadora de toda la
historia de España; murieron más de 600.000 personas, y de un bando y de
otro se cometieron terribles crueldades. Durante cerca de tres años, los
republicanos o fuerzas leales resistieron, antes de acabar sucumbiendo ante
los insurgentes mandados por Franco, quien, en marzo de 1939, estableció
un régimen autoritario, de tipo fascista, sobre un país extenuado.

España proporcionó la ocasión de un ensayo general de la Guerra de mayo­


res proporciones que iba a estallar muy pronto. El gobierno republicano podía,
legítimamente, intentar la compra de armas en el extranjero para sofocar la re­
belión, pero Inglaterra y Francia estaban decididas a no permitir que la guerra
se convirtiese en un conflicto general. Prohibieron el envío de material de guerra
al gobierno republicano; incluso el gobierno del Frente Popular Francés puso
obstáculos a la ayuda que el Frente Popular Español necesitaba angustiosamen­
te. Los Éstados Unidos extendieron su legislación de neutralidad a las guerras
civiles y decretaron el embargo de las exportaciones de armas a España, a pe­
sar de la gran presión que en el país se ejercía en favor de los leales. A instiga­
ción británica y francesa, veintisiete naciones, entre ellas todas las grandes

590
potencias europeas, acordaron no intervenir ni tomar partido. Pero la
política de no-intervención resultó un fracaso. Alemania, Italia y la Unión
Soviética intervinieron, de todos modos. Las dos primeras apoyaban a
Franco y denunciaban a los republicanos como instrumentos del bolchevis­
mo, mientras la U .R .S.S. apoyaba a la República y condenaba a los rebeldes
de Franco como agentes del fascismo internacional. Alemanes, italianos y
rusos enviaron equipamiento militar a España, probando sus tanques y
aviones en batallas reales. Los bombardeos fascistas de Madrid y de Barce­
lona horrorizaron al mundo democrático. Los alemanes y los italianos
enviaron hombres (los italianos, más de 50.000); los Soviets, aunque sólo
fuese por razones geográficas, no podían hacer lo mismo, pero enviaron
técnicos y consejeros políticos. Miles de voluntarios de tendencia izquierdista
o liberal, de los Estados Unidos y de Europa, llegaban a España, indivi­
dualmente, para unirse a las fuerzas leales republicanas. España se convirtió
en el campo de batalla de ideologías contendientes. La Guerra Civil Españo­
la dividió al mundo en dos campos: el fascista y el antifascista.
Al igual que Etiopía, la guerra de España contribuyó a unir a Alemania y
a Italia. A l principio, Mussolini temía, como los demás, la resurrección de
una Alemania belicista. Había sido el único en enfrentarse a Hitler cuando
este amenazó con absorber a Austria, en 1934. La guerra de Abisinia, las
ambiciones italianas en Africa y las estentóreas exigencias italianas de un
predominio en el Mediterráneo, el M are Nostrum de los antiguos romanos,
alejaron a Italia de Francia y de Inglaterra. En 1936, inmediatamente
después del estallido de la Guerra Civil Española, Hitler y Mussolini llegaron
a un acuerdo que ellos llamaron el Eje Roma-Berlín —el eje diplomático
sobre el que ellos esperaban que tendría que girar el mundo—. Aquel año,
Japón firmó con Alemania un Pacto Anti-Comintem, ratificado luego
también por Italia; aparentemente, era un acuerdo para oponerse al comur
nismo, pero, en realidad, constituía la base para una alianza diplomática. Al
contar con aliados, cada uno de ellos podía plantear sus exigencias con más
fortuna. En 1938, Mussolini aceptó la absorción por parte de Alemania de la
misma Austria que él había negado a Hitler en 1934.
Y, en 1937, Japón, tomando como pretexto los disparos realizados
contra fuerzas japonesas en el Puente de Marco Polo, cerca de Pekín, lanzó
una nueva invasión a gran escala de China. Poco tiempo después, a pesar de
la resistencia de las fuerzas chinas constituidas por el Kuomintang y por los
comunistas, el invasor controlaba la mayor parte de China. Los chinos
siguieron la lucha desde el' interior, consiguiendo equipos y abastecimientos
a través de rutas difíciles y desviadas. La Sociedad de Naciones condenó
también ineficazmente la acción japonesa. Los Estados Uníaos se abstuvie­
ron de aplicar su legislación de neutralidad, porque, oficialmente, no estaba
declarada ninguna guerra. Esto permitió la ampliación de los préstamos al
gobierno chino, pero permitió también la compra, por parte de los japone­
ses, a firmas industriales americanas, de hierro viejo, acero, petróleo y
maquinaria, que les eran vitalmente necesarios. Los japoneses se aprovecha­
ron de la tensión en el mundo occidental; y, en 1938, la tensión en Europa
aumentaba rápidamente.

591
L a crisis de Munich: la culm inación del apaciguam iento

Con la anexión de Austria en 1938, Hitler sumó unos 6 millones de


alemanes al Reich. Otros 3 millones de alemanes vivían en Checoslovaquia7.
Todos los que eran adultos en 1938 habían nacido bajo el imperio de los
Habsburgo. Desde 1918, nunca habían estado contentos con su nueva
situación como minoría en un estado eslavo, y se habían quejado insistente­
mente de diversas formas de sutil discriminación. Había también minorías
polaca, rutena y húngara, y como también los eslovacos se sentían profunda­
mente separatistas respecto a los checos, no había, en realidad, ningún tipo
de mayoría nacional predominante. El hecho de que Checoslovaquia tuviese
una de las políticas de minorías más inteligentes de Europa, de que disfruta­
se del más alto nivel de vida al este de Alemania, y de que fuese el único país
de la Europa central, en 1938, que todavía era democrático no hacía más que
demostrar la dificultad de mantener un estado multinacional bajo las condicio­
nes más favorables.
Estratégicamente, Checoslovaquia era la llave de Europa. Tenía una
firme alianza con Francia, que reiteradamente le había garantizado que la
defendería contra un ataque alemán, y una alianza con la Unión Soviética; la
ayuda soviética dependía del funcionamiento de la alianza francesa. Con
Rumania y Yugoslavia, formó la Pequeña Entente, en la que Francia
confiaba para mantener las fronteras existentes en aquella parte de Europa.
Tenía un ejército bien preparado, importantes industrias de equipamiento, y
sólidas fortificaciones contra Alemania, que, sin embargo, estaban situadas
precisamente en la zona fronteriza súdete, donde la población era casi toda
alemana. Cuando Hitler anexó Austria —como Viena está más al este que
Praga—, encerró a Checoslovaquia en una tenaza. Desde el punto de vista
alemán, ahora podía decirse que Bohemia-Moravia, que, en todo caso, era
alemana casi en su tercera parte, formaba un saliente que se adentraba en el
Reich alemán.
Los alemanes sudetes de Checoslovaquia, nazis o no, cayeron bajo la
influencia de los agitadores cuyo objetivo no era tanto el de apoyar sus
reivindicaciones como el de fomentar el nacionalsocialismo. Hitler alentaba
sus exigencias de unión con Alemania. En mayo de 1938, los rumores de una
inminente invasión alemana indujeron a los checos a movilizar; Rusia,
Francia e Inglaterra formularon advertencias. Hitler, que, en realidad, no
pensaba invadir en aquel momento, se vio obligado a dar seguridades, pero,
de todos modos, estaba decidido a aplastar a los checos en el otoño. Francia
e Inglaterra, en lugar de regocijarse por haber impedido la agresión, estaban
aterradas ante el hecho de haberse librado de la guerra por tan poco. Los
franceses estaban nerviosos y aceptaron la dirección de Inglaterra, que en los
meses siguientes se esforzó por evitar cualquier actitud dura que pudiera
precipitar la guerra. Los checos, bajo la presión de Inglaterra y de Francia,
aceptaron la mediación inglesa en la cuestión súdete, y, en el verano de 1938,
ofrecieron amplias concesiones a los alemanes sudetes, que llegaban hasta la
autonomía regional; pero ni aun aquéllo fue suficiente para satisfacer a

7 Ver págs. 459-460, 462-464, y m apa 20.

592
Hitler, que proclamó ruidosamente que la situación de los alemanes en
Checoslovaquia era intolerable y debía ser corregida. Los Soviets apremia­
ban para que se adoptase una actitud fírme, pero las potencias occidentales
tenían poca confianza en la fuerza militar soviética, y, dada la situación
geográfica de los Soviets, en su posibilidad de prestar ayuda a Checoslova­
quia; además, temían a una firmeza que podría significar la guerra. No
podían estar seguros de que Hitler estuviese «faroleando». Si encontraba
resistencia, podía retroceder; pero parecía igualmente probable, o incluso
más, que estuviese totalmente dispuesto a luchar. Las potencias occidentales
desecharon unos informes secretos, que resultaron ser ciertos, en el sentido
de que, si estallaba una guerra por Checoslovaquia como consecuencia de la
firmeza occidental, un complot de militares y civiles derribaría a Hitler.
Como la tensión subía en septiembre de 1938, el primer ministro inglés,
Neville Chamberlain, que hasta entonces nunca había volado, voló dos veces
a Alemania para conocer las pretensiones de Hitler; la segunda vez, Hitler
aumentó sus exigencias, hasta el punto de que ni siquiera los ingleses y los
franceses podían aceptarlas. La movilización comenzó; la guerra parecía
inminente. De pronto, en medio de una tensión insoportable, Hitler invitó a
Chamberlain y a Edouard Daladier, primer ministro francés, a una confe­
rencia de cuatro potencias en Munich, a la que asistiría también su aliado,
Mussolini. Se excluía a la Unión Soviética y a la propia Checoslovaquia. En
Munich, Chamberlain y Daladier aceptaron las condiciones de Hitler y luego
ejercieron una enorme presión sobre el gobierno checo para que cediese,
para que firmase su propia sentencia de muerte, a sangre fría. Francia,
apremiada por Inglaterra para que siguiese un camino pacífico que ella, por
otra parte, estaba muy dispuesta a seguir, rechazó el tratado que la obligaba
a proteger a Checoslovaquia, ignoró a los rusos que habían reafirmado su
decisión de ayudar a los checos si los franceses actuaban, y abandonó todo
su sistema de una Pequeña Entente en el este. En Munich, se acordó que
Alemania se anexase la franja limítrofe de Bohemia, donde la mayoría
de la población era alemana. Aquella franja abarcaba los accesos montaño­
sos y las fortificaciones, de modo que su pérdida dejaba a Checoslovaquia
militarmente indefensa. Después de formular promesas de garantizar la
integridad de lo que restaba de Checoslovaquia, se levantó la conferencia.
Chamberlain y Daladier fueron recibidos con alegría en sus países. Cham­
berlain, muy feliz, declaró que él había traído «la paz a nuestro tiempo».
Una vez más, las democracias respiraban con alivio, confiaban en que Hitler
hubiese formulado su última exigencia, y se decían que, con unas concesio­
nes prudentes, no había necesidad de guerra.
La crisis de Munich, con su sentencia de muerte para Checoslovaquia,
revelaba la imponente debilidad en que las democracias occidentales habían
caído en 1938. En realidad, era poco lo que los franceses y los ingleses
podían hacer en Munich para salvar a Checoslovaquia. Sus países estaban
muy atrasados en preparación militar, respecto a Alemania. Estaban impre­
sionados por la potencia del ejército y de la aviación del Reich. Hombres
más audaces que Deladier y que Chamberlain, conocedores de la situación
de sus propias fuerzas armadas, habrían evitado el riesgo de un conflicto.
Amaban la paz y la comprarían a un alto precio, sin atreverse a pensar que

593
estaban tratando con un chantajista cuyo precio sería cada vez mayor.
Sufrían, además, de otra incertidumbre moral: por el principio mismo de
autodeterminación nacional, aceptado por los vencedores después de la
Primera Guerra Mundial, Alemania tenía derecho a todo lo que hasta enton­
ces había reclamado. Hitler, al enviar tropas alemanas a la Renania alemana,
al anexar Austria, al plantear el problema de Danzig, al incorporar a los ale­
manes de Bohemia, no había hecho más que afirmar el derecho del pueblo
alemán a tener un estado alemán soberano. Además, si Hitler podía ser des­
viado hacia el este, atrapado en la red de una guerra con Rusia, entonces el
comunismo y el fascismo podrían destruirse mutuamente —eso era lo que ca­
bía esperar— . Probablemente, uno de los objetivos de Hitler, en la crisis de
Munich, consistía en aislar a Rusia de Occidente, y a Occidente de Rusia. De
ser así, habría obtenido un resultante bastante positivo.
En las semanas siguientes a Munich, la comisión internacional encargada
de ordenar las nuevas fronteras perpetró nuevas injusticias con Checoslova­
quia, prescindiendo incluso de los plebiscitos que se habían acordado para
las áreas en disputa. Mientras tanto, los polacos y los húngaros formularon
sus exigencias a los infortunados checos. Los polacos se apoderaron del
distrito de Teschen; y los húngaros, bajo la protección alemana e italiana, se
adueñaron de unos 15.000 kilómetros cuadrados de Eslovaquia. Francia e
Inglaterra no fueron consultadas y no presentaron ninguna protesta seria.

E l fin a l del apaciguamiento


La última decepción se produjo en marzo de 1939. Hitler entró en
Bohemia-Moravia, la parte realmente checa de Checoslovaquia, transfor­
mándola en protectorado alemán. Explotó el nacionalismo eslovaco, decla­
rando a Eslovaquia «independiente». Checoslovaquia, solamente recortada
en Munich, ahora desaparecía del mapa. Tras haber prometido que sólo
tomaría un pedazo, Hitler se la engullía entera. Después arrebató Memel a
Lituania, y exigió Danzig y el Pasillo Polaco. Una espantosa evidencia se
apoderaba ahora de Francia y Gran Bretaña. Estaba claro que hasta las
más solemnes garantías de Hitler carecían de valor, que sus propósitos no se
limitaban a los alemanes, sino que alcanzaban a toda la Europa oriental y
aun más allá, que era esencialmente insaciable, que nunca se le podría
apaciguar. En abril de 1939, su compañero de agresión, Mussolini, se
apoderaba de Albania.
Las potencias occidentales comenzaban ahora a hacer preparativos mili­
tares. Inglaterra, cambiando su política europeo-oriental a última hora, daba
ahora una garantía a Polonia, y a aquélla siguieron otras a Rumania y a
Grecia. En la primavera y en el verano de aquel año, los ingleses trataron de
formar una alianza antialemana con la U .R .S.S. Pero Polonia y los estados
bálticos no estaban dispuestos a permitir ejércitos soviéticos dentro de sus fron­
teras, ni siquiera para defenderlas contra los alemanes. Los negociadores anglo- _
franceses se negaron a presionarles. Como los polacos, en 1920, habian
conseguido más territorio del que los aliados habrían querido que tuviesen8,

8 Ver pág. 489 y m apa 2.

594
empujando su frontera oriental hasta muy adentro de la Rusia Blanca, casi
hasta Minsk, los Soviets consideraban innecesariamente delicados los escrú­
pulos anglo-franceses. Los rusos no querían que los alemanes lanzasen un
ataque contra ellos desde un punto situado tan al este como Minsk. También
pensaban, y con razón, que lo que los franceses y los ingleses querían, en reali­
dad, que la Unión Soviética recibiese los primeros golpes del ataque nazi.
Consideraron una ofensa que los ingleses enviasen funcionarios menores co­
mo negociadores a Moscú, cuando el primer ministro había volado tres veces,
personalmente, para tratar con Hitler. Habiendo emprendido negociaciones,
secretamente, a comienzos de la primavera, los Soviets firmaron abiertamente
un tratado de no agresión y de amistad con la Alemania hitleriana, el 23 de
agosto de 1939. En un protocolo mantenido secreto en aquel tiempo, se acor­
daba que, en cualquier futuro reajuste territorial, la Unión Soviética y Alema­
nia se repartirían entre ellas Polonia, que la Unión Soviética disfrutaría de una
influencia, predominante en los estados bálticos y se le reconocía su derecho a
Besarabia, de la que Rumania se había apoderado en 1918. A cambio de ello,
los Soviets se comprometían a no intervenir en ninguna guerra entre Alemania
y Polonia, ni entre Alemania y las democracias occidentales.
El Pacto Nazi-Soviético asombró al mundo. El comunismo y el nazismo,
conocidos como enemigos ideológicos, se habían unido. Una generación más
versada en ideología que en política de poder se quedó estupefacta. El pacto
fue reconocido como la señal para comenzar la guerra; todas las negociacio­
nes de último momento fracasaron. Los alemanes invadían Polonia, el día
I o de septiembre. El 3 de septiembre, Gran Bretaña y Francia declaraban la
guerra a Alemania. La segunda guerra europea en una generación, que
pronto sería una guerra mundial, había comenzado.

71. Los años de triunfo del eje

L a Europa nazi, 1939-1940: Polonia y la caída de Francia

La Segunda Guerra Mundial empezó con el asalto a Polonia. Las fuerzas


alemanas, con un total de más de un millón de hombres, con la punta de
lanza de sus divisiones acorazadas y apoyadas por la masiva potencia aérea
de la L uftw affe, invadieron rápidamente la Polonia occidental y sometieron
a los mal equipados ejércitos polacos. El resultado de la campaña, un
ejemplo espectacular y perfectamente ejecutado de Blitzkrieg, o guerra
relámpago, estaba claro ya, pocos días después; la resistencia organizada
terminó en el plazo de un mes. Los alemanes se dispusieron a incorporar al
Reich su conquista polaca.
Simultáneamente, la Unión Soviética, actuando de acuerdo con las
cláusulas secretas del Pacto Nazi-Soviético, penetró en la mitad oriental de
Polonia, dos semanas después de la invasión alemana; el territorio ocupado
era, aproximadamente, equivalente al que Polonia le había arrebatado
en 1920. Los soviéticos procedieron también a establecer bases fortificadas
en los estados bálticos —Estonia, Letonia y Lítuania—. Sólo Finlandia se
resistió a las exigencias soviéticas. Los finlandeses se negaron a ceder los

595
territorios fronterizos pretendidos por los rusos, o a facilitar ventajas
militares dentro de su país. Los soviéticos insistieron; Leningrado, la segunda
ciudad más importante de la U .R .S .S., dista sólo unos treinta kilómetros de
la frontera finlandesa. Cuando las negociaciones fracasaron, los soviéticos
atacaron en noviembre de 1939. La resistencia finlandesa fue valerosa, y, al
principio, eficaz, pero el pequeño país no podía enfrentarse con la U .R .S.S.,
aunque esta potencia no utilizase en la guerra más que unas fuerzas
limitadas. Las simpatías democráticas occidentales estaban con los finlande­
ses; los ingleses y los franceses enviaron equipos y abastecimientos, e incluso
proyectaban una fuerza expedicionaria. La Unión Soviética fue expulsada de
la Sociedad de Naciones por el acto de agresión —la única potencia que haya
sido expulsada nunca—. En marzo de 1940, la lucha había terminado. Los
finlandeses tuvieron que ceder a la U .R .S.S. un poco más de territorio del
que inicialmente había demandado, pero mantuvieron su independencia.
Mientras tanto, todo estaba engañosamente tranquilo en el oeste. El
esquema de 1914, cuando los alemanes llegaron al Marne en el primer mes
de hostilidades, no se repetiría. Al contrario que en 1914, la fase inicial de la
guerra fue la de una guerra de posiciones. Los franceses se situaban detrás
de su línea Maginot; los ingleses tenían pocas tropas; los alemanes no
abandonaban su línea Sigfrido, o Muralla del Oeste, en la Renania. Apenas
tenía lugar ninguna acción aérea. Se llamó «la guerra de pega». Las dos
grandes democracias occidentales rechazaron las ofertas de paz de Hitler
después de la conquista de Polonia, pero persistían en sus enfoques del
tiempo de paz. Aún se mantenía viva la errónea esperanza de que todavía
podría evitarse un verdadero choque. Durante aquel extraño invierno, frío y
duro, los alemanes sometieron a sus fuerzas a una preparación especial, cuya
finalidad se puso de manifiesto en la primavera.
El día 9 de abril de 1940, los alemanes, de pronto, atacaron e invadieron
Noruega, aparentemente porque los ingleses estaban colocando minas en
aguas noruegas en un intento de cortar los abastecimientos alemanes de
hierro sueco. Dinamarca fue invadida también, y una fuerza expedicionaria
aliada con insuficiente apoyo aéreo tuvo que retirarse. Después, el 10 de
mayo, los alemanes descargaron su golpe principal, atacando a Holanda, a
Bélgica, a Luxemburgo y a la propia Francia. Nada podía resistir a las
divisiones acorazadas y a los bombardeos en picado alemanes. El empleo
nazi de masas de tanques, aunque aplicado ya en Polonia, sorprendió a los
franceses y a los ingleses. Estratégicamente, los aliados esperaban que el
avance principal se produciría en la Bélgica central, como en 1914, y,
ciertamente, como en el plan alemán original, que no se había alterado hasta
unos meses antes. De ahí que los franceses y los ingleses enviasen a Bélgica
las tropas mejor equipadas que tenían. Pero los alemanes lanzaron su
principal ataque acorazado, de siete divisiones, a través de Luxemburgo y
del bosque de las Ardenas, que el Estado Mayor General francés considera­
ba, desde hacía mucho tiempo, intransitable para los tanques. En Francia,
orillando el extremo noroccidental de la línea Maginot, que nunca había
llegado hasta el mar, las divisiones acorazadas alemanas cruzaron el Mosa,
penetraron profundamente en la Francia septentrional ante una resistencia
confusa e ineficaz, aislaron a los ejércitos aliados que se hallaban en Bélgica.

596
Los holandeses, temerosos de un nuevo ataque aéreo a sus atestadas ciuda­
des, capitularon. El rey belga pidió un armisticio, y una gran parte de los
ejércitos franceses se rindió. Los ingleses retrocedieron hada Dunquerque y
la única esperanza que les quedaba era la de salvar sus fuerzas aisladas, antes
de que el cerco se cerrase totalmente. Si pudieron llevar a cabo su operación
de rescate, fue porque Hitler, unos días antes, había detenido el avance de
sus divisiones acorazadas. En la semana que terminaba el 4 de junio, se
realizó con éxito una épica evacuación de más de 330.000 hombres ingleses y
franceses, desde las costas de Dunquerque, bajo protección aérea, con la
ayuda de todo tipo de embarcaciones británicas, tripuladas en parte por
voluntarios civiles, pero el valioso equipamiento del destrozado ejército fue
casi totalmente abandonado.
En junio, las fuerzas alemanas avanzaron, incontenibles, hacia el sur. Pa­
rís fue ocupado el 13 de junio, y Verdun, dos días después; el 22 de junio,
Francia había pedido la paz y se había firmado un armisticio. Hitler daba sal­
tos de alegría.
Francia, obsesionada por una psicología militar defensiva al comienzo de
la guerra, con sus ejércitos carentes de preparación para una guerra mecani­
zada, sin divisiones acorazadas y sin una adecuada fuerza aérea, con su
gobierno dividido y su pueblo roto en facciones hostiles y recelosas, había
caído en manos de un grupo de hombres francamente derrotistas. El
hundimiento de Francia dejó al mundo estupefacto. Todos sabían que
Francia ya no era la de antes, pero estaba considerada todavía como una
gran potencia, y su colapso en el término de un mes parecía inconcebible.
Algunos franceses huyeron a Inglaterra y organizaron un movimiento de
Francia Libre dirigido por el general Charles de Gaulle; otros formaron un
movimiento de resistencia en Francia. Los ingleses adoptaron la amarga deci­
sión de destruir una parte de la escuadra francesa anclada en el puerto argelino
de Orán, pará evitar que cayese en manos enemigas.
De acuerdo con las condiciones del armisticio, la mitad septentrional de
Francia fue ocupada por los alemanes. La Tercera República, con su capital
ahora en Vichy, en la mitad meridional no ocupada, se convirtió, por el voto
de un confuso y aturdido parlamento, en un régimen autoritario presidido
por el mariscal Pétain, de ochenta y cuatro años de edad, y por Pierre Laval,
político cínico y sin escrúpulos. La república estaba muerta; incluso el lema
de Libertad, Igualdad, Fraternidad fue desterrado del uso oficial. Pétain,
Laval y otros procedieron a colaborar con los nazis y a integrar a la Francia
de Vichy en el «nuevo orden» nazi de Europa.
Mussolini atacó a Francia en junio de 1940, tan pronto como se vio
claramente que Hitler la había derrotado. Inmediatamente después, invadió
a Grecia y atacó a los ingleses en Africa. El Duce ligaba su destino, para
bien o para mal, al destino del Fükrer. Como los alemanes eran, sin duda, el
socio más caracterizado de aquella unión, como estaban en buenas relacio­
nes con Franco en España, y como la U .R .S.S. permanecía benévolamente
neutral, dominaban ahora todo el continente europeo. La historia parecía
repetirse, del modo distante e irreal que es el único modo en que se repite

597
siempre. Los alemanes controlaban casi exactamente la misma área geográfi­
ca que Napoleón. A l organizar un nuevo «sistema continental», al que ellos
llamaban el «nuevo orden», hacían planes para gobernar, explotar y coordi­
nar los recursos, la industria y la fuerza de trabajo de Europa. Como no
habían hecho planes para una guerra larga, y como sólo tardíamente habían
movilizado sus propios recursos para un esfuerzo militar sostenido, tuvieron
que intensificar la explotación de sus vencidos súbditos. Guarnecieron
virtualmente toda Europa con sus soldados, creando lo que ellos llamaban
Festung Europa, la Fortaleza de Europa. En todos los países, tenían sus
simpatizantes, sus colaboradores o «quislings» —el prototipo fue Vidkun
Quisling, que había organizado un Partido Fascista Noruego en 1933, y fue
primer ministro de Noruega, desde 1942 hasta 1945.
Pero Hitler nunca consiguió atraerse una audiencia como la de Napoleón.
Es significativo que ni remotamente imitase a Napoleón organizando un ejército
intercontinental para librar sus batallas. En cambio, utilizando lo que los occi­
dentales llamaban trabajo esclavo, reclutó a millones de prisioneros de guerra o
civiles franceses, polacos, checos y de otros países, para trabajar bajo riguroso
control en sus industrias de guerra. El resultado fue uno de los más grandes des­
plazamientos forzados de población, de toda la historia. Al paso de los ejércitos
de Hitler, no surgían reformas liberadoras, de carácter político, social o
legal, como las de Napoleón y la Revolución Francesa. Una generación
enseñada a desconfiar de los fabricados relatos de atrocidades de la Primera
Guerra Mundial hubo de tener conocimiento, dolorosamente, de los horro­
res alemanes de la Segunda, perfectamente auténticos —rehenes apresados y
fusilados como represalia contra la resistencia—; un pueblo entero, como
Lidice, en Checoslovaquia, arrasado, y sus habitantes muertos o deportados;
campos de concentración convertidos en centros de exterminio masivo, con
cámaras de gas y hornos crematorios, en Maidanek, Treblinka, Dachau,
Buchenwald, Auschwitz y otros sitios, donde los pueblos «inferiores» eran
sistemáticamente liquidados. Antes del final de los seis años de guerra, en las
áreas de dominación nazi, fueron exterminados así muchos millones de seres
humanos; la mayor porporción, sin duda, fue la de casi 6 millones de judíos
europeos, pero fueron asesinados también polacos, rusos y gentes de otros
pueblos. Todo esto se-cometió en el esfuerzo por «germanizar» a Europa,
por obligarla a trabajar y a sacrificarse a la mayor gloria del Herrenvolk, la raza
superior. El genocidio, el intento de destrucción de grupos étnicos o de pueblos
enteros, fue el más grande de los crímenes nazis contra la humanidad (vid. ma­
pa 22).

L a batalla de Inglaterra y la ayuda americana

En 1940, como en 1807, solamente Gran Bretaña permanecía en guerra


contra el conquistador de Europa. Después de Dunquerque, los ingleses
esperaban lo peor, hasta el punto de temer, momentáneamente, la invasión.
Winston Churchill, que había sustituido a Chamberlain como primer minis­
tro en mayo de 1940, durante el desastre militar, alcanzó la cumbre del lide­
razgo en la adversidad. No prometió al Parlamento y al pueblo británico
598
más que «sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor». Se comprometió a una guerra
implacable contra «una monstruosa tiranía, jamás superada en el tenebroso
y lamentable catálogo de los crímenes del hombre». Apeló a la democracia
americana, al otro lado del Atlántico; «Dadnos los utensilios, y acabaremos
la tarea.» Los Estados Unidos empezaron a responder.
Desde 1939, y aun desde antes, el gobierno americano lo había sido todo,
menos neutral. La opinión estaba apasionadamente dividida. Un grupo,
llamado aislacionista, se oponía a toda implicación en la.guerra europea,
convencido de que Europa estaba desahuciada, o de que los Estados Unidos
no podían salvarla, o de que los alemanes vencerían, de todos modos, antes
de que América pudiese actuar, o de que Hitler, aunque venciese en Europa,
no constituía peligro alguno para los Estados Unidos. Otro grupo, el de los
intervencionistas, optaba por la inmediata ayuda a los aliados, convencido
de que Hitler era una amenaza real, de que el fascismo debía ser destruido, o
de que los nazis, si sometían a toda Europa, no tardarían en empezar a
entrometerse en las repúblicas americanas. El Presidente Roosevelt era un
intervencionista, convencido de que la seguridad americana estaba en peli­
gro; trató de aunar la opinión nacional, declarando que los Estados Unidos
debían ayudar abiertamente a los aliados, sin entrar en la lucha, adoptando
«medidas casi de guerra». Su adversario republicano de 1940, Wendell
Willkie, asumió idéntica actitud.
La legislación de neutralidad de mediados de los años 1930 fue enmenda­
da en noviembre de 1939, cuando se revocó la prohibición de la venta de
armas9. El presidente describía a Inglaterra y al Imperio Británico como «la
vanguardia de la resistencia frente a la conquista del mundo»; los Estados
Unidos serían «el gran arsenal de la democracia». Decía que unos y otros
luchaban por un mundo en el que estuvieran seguras las Cuatro Libertades:
la libertad de expresión, la libertad de cultos, la libertad (vivir libres) de la
necesidad, y la libertad (vivir libres) del miedo. En junio de 1940, inmedia­
tamente después de Dunquerque, los Estados Unidos enviaron una inicial y
pequeña expedición de armas a Inglaterra. Unos meses después, los Estados
Unidos facilitaban a los ingleses cincuenta destructores excedentes, a cambio
del derecho a mantener bases americanas en Terranova, en las Bermudas y
en las islas británicas del Caribe. En 1941, adoptaron una política de préstamos
y arriendos, que constituía un programa de abastecimiento de armas, materias
primas y alimentos a las potencias que se hallasen en guerra contra el Eje. Al
propio tiempo, en 1940 y 1941, los Estados Unidos introdujeron el recluta­
miento, organizaron su ejército y su fuerza aérea y proyectaron una escuadra
para los dos océanos. Se desarrollaron planes para unificar la defensa del
hemisferio, con las repúblicas latino-americanas. Para proteger su marina
mercante, se aseguraron bases en Groenlandia y en Islandia, y escoltaban a
la marina mercante aliada hasta Islandia. En octubre de 1941, los submari­
nos alemanes hundieron un destructor americano. Es probable que los
alemanes, como en 1917, hubieran acabado por provocar la guerra con los
Estados Unidos, para detener la corriente de ayuda a sus enemigos, si la
guerra no hubiera surgido por otras causas.

9 Ver pág. 587.

599
Mientras tanto, después de la caída de Francia, los alemanes estaban
considerando la invasión de Inglaterra. Pero no habían calculado unos éxitos
tan rápidos y tan fáciles en Europa, no tenían planes inmediatamente
practicables para una invasión, y necesitaban conquistar el dominio del aire,
antes de que pudiera llevarse a cabo una invasión por mar. Además, siempre
había la esperanza de que los ingleses pidiesen la paz, o incluso de que se
convirtiesen en aliados de Alemania —así discurría Hitler—. El asalto a
Inglaterra, que se inició aquel verano y alcanzó su punto culminante en el
otoño de 1940, adoptó la forma de una ofensiva aérea. Nunca hasta
entonces se habían producido bombardeos tan duros. Pero los alemanes no
pudieron lograr el dominio del aire en la batalla de Inglaterra. Las Reales
Fuerzas Aéreas Británicas iban poniendo fuera de combate a los bombar­
deros, cada vez con mayor éxito; los nuevos recursos del radar ayudaban a
descubrir la proximidad de los aviones enemigos. Aunque Coventry fue
arrasada, y la vida y la industria de otras ciudades terriblemente quebranta­
das, y muertas millares de personas (20.000 sólo en Londres), la actividad
productiva del país, sin embargo, continuó. Y, en contra de las predicciones
de muchos teóricos de la fuerza aérea, los bombardeos no destruyeron la
moral de la población civil.
En el invierno de 1940-1941, los alemanes comenzaron a desplazar su
peso hacia el este. Hitler aplazó indefinidamente la proyectada invasión de
Inglaterra, por la que, de todos modos, no parece que él sintiera nunca
mucho entusiasmo. Había decidido ya, como Napoleón antes que él, que no
comprometería sus recursos en una invasión a Inglaterra, sin haberse
desembarazado previamente de Rusia, proyecto que estaba mucho más cerca
de su corazón.

La invasión nazi de Rusia: el fren te ruso, 1941-1942

El Pacto nazi-soviético de 1939, que había precipitado la guerra, como la


alianza entre Napoleón y Alejandro I, nunca fue un entendimiento cálido y
armonioso. Es probable que las dos partes lo suscribiesen, sobre todo, para
ganar-tiempo, previendo la guerra de la una contra la otra. Los Soviets
ganaron también espacio, al empujar sus fronteras hacia el oeste. No
tardaron las dos potencias en comenzar a disputar a causa de la Europa
oriental. Los Soviets, con su aliado nazi preocupado por la guerra, espera­
ban lograr una mayor influencia en el Báltico, como se les había prometido,
y en los Balcanes. Habían ocupado ya la Polonia oriental y los tres estados
bálticos, y conquistado algún territorio de Finlandia. En junio de 1940, con
el disgusto de los alemanes, habían sovietizado sin ostentaciones a los tres
estados bálticos y los habían convertido en repúblicas miembros de la
U .R .S.S. La antigua clase terrateniente alemana, los famosos «barones
bálticos», que habían vivido allí durante siglos, se vieron desarraigados y
devueltos asuelo alemán. Al propio tiempo, los Soviets tomaron a Rumania
la provincia de Besarabia, que habían perdido en la Primera Guerra Mundial,
y la incorporaron como república soviética. Los rusos estaban extendiéndose

600
hacia los Balcanes, otra área de interés histórico ruso, y parecían decididos a
lograr el control de la Europa oriental.
Todo aquello causaba preocupación a los alemanes. Ellos querían reser­
var para si mismo la Europa oriental, como un complemento de la Alemania
industrial. Hitler maniobró para colocar a los Balcanes bajo control alemán,
A comienzos de 1941, había chantajeado, o, mediante concesiones territoria­
les, halagado a Rumania, a Bulgaria y a Hungría para que se uniesen al Eje;
se convirtieron en miembros menores del Eje y fueron ocupadas por las
tropas alemanas; Yugoslavia fue ocupada también, a pesar de la resistencia
del ejército y de la población. También Grecia fue sometida, con la llegada
de los alemanes para rescatar a las comprometidas tropas de Mussolini.
Hitler detuvo así la expansión rusa en los Balcanes, e incorporó aquellos
países al nuevo orden nazi. Las campañas balcánicas demoraron sus planes,
pero ahora, para acabar con la amenaza del Este y para apoderarse de las
cosechas de trigo de Ucrania y de los pozos petrolíferos del Cáucaso, núcleo
del «corazón» euro-asiático, Hitler atacó. Tras el mutuo engaño que se
había prolongado desde el pacto de 1939, Hitler invadió Rusia, el día 22 de
junio de 1941.
El ejército alemán, juntamente con contingentes finlandeses, rumanos,
húngaros e italianos, lanzó a 3 millones de hombres contra Rusia, en un
amplio frente de unos 3.000 kilómetros. Una rápida batalla de movimiento
desembocaba en otra. Los rusos resistían, pero tenían que retroceder. En el
otoño de 1941, los alemanes se habían apoderado de la Rusia Blanca y de la
mayor parte de Ucrania, En el norte, Leningrado estaba cercada; en el sur,
los alemanes habían entrado en la península de Crimea y estaban poniendo
sitio a Sebastopol. Y hacia el centro del extenso frente, los alemanes se
encontraban agotados, pero aparentemente victoriosos, a unos treinta y
cinco kilómetros de Moscú. Pero las excesivamente confiadas fuerzas ale­
manas no habían contado con la tenacidad de la resistencia rusa, ni estaban
preparadas para luchar en el duro invierno ruso, que de pronto caía sobre
ellas. Una contraofensiva, lanzada por los rusos en el invierno de 1941, salvó
a Moscú. Hitler, disgustado e intransigente con sus subordinados, tomó el
mando directo de las operaciones militares; desplazó el ataque principal
hacia el sur y comenzó una gran ofensiva, en el verano de 1942, dirigida-
hacia los campos de petróleo del Cáucaso. Sebastopol cayó en seguida, y
comenzó el sitio de Stalingrado,

1942, el año de la consternación: Rusia, A frica del Norte, el Pacífico

Un año después de iniciada la invasión, en el fatal verano de 1942, la


línea del frente alemán llegaba desde la sitiada Leningrado, al norte, pasaba
por las inmediaciones occidentales de Moscú, pasaba Stalingrado, a orillas
del Volga, hacia el sur, hasta el Cáucaso; los alemanes se hallaban a unos
ciento cincuenta kilómetros del Mar Caspio (mapa 24). Pero los rusos habían
cambiado espacio por tiempo. Aunque la cuenca industrial del Don y la Ucrania
productora de alimentos estaban ocupadas, las entregas de petróleo del
Cáucaso resultaban azarosas e inciertas, los rusos continuaban luchando

601
todavía; las industrias se trasladaron a las nuevas ciudades de los Urales y de
Siberia; y ni la economía soviética ni el gobierno soviético habían sido
alcanzados todavía en un punto vital. Una politica de «tierra quemada», en
la que los rusos en retirada destruían cosechas y gánados, y las unidades de
guerrilla hacían lo mismo con las instalaciones industriales y con los medios
de transporte, garantizaba que los recursos rusos no caerían en manos del
conquistador en su avance.
Simultáneamente, a finales de 1942, el Eje también estaba avanzando en
Africa del Norte. Allí, las campañas del desierto habían comenzado en
septiembre de 1940 con una ofensiva italiana hacia el este, montada desde
Libia, que logró penetrar en Egipto. Lo que allí estaba en juego era también
muy importante —el control de Suez y del Mediterráneo—. En el apogeo de
la batalla de Inglaterra, Churchill había adoptado la decisión de enviar
abastecimientos vitalmente necesarios y hombres al Africa del Norte. Para
satisfacción de los ingleses, una contraofensiva lanzada frente a fuerzas muy
superiores en número arrojó a los italianos de Egipto, y, a comienzos de
1941, los ingleses penetraron profundamente en Libia. Poco después, los
ingleses invadían Etiopía y acababan por completo con el efímero imperio
mussoliniano del Africa Oriental; la escuadra italiana sufrió descalabros
también. Pero en Africa del Norte la suerte era variable. Una fuerza de élite
alemana, el Afrika Korps al mando del general Rommel, reorganizó los
ejércitos del Eje, y, en la primavera de 1941, atacó en Libia. Los ingleses,
con sus fuerzas reducidas a causa de los traslados que se habían hecho al
frente griego, fueron rechazados hasta la frontera egipcia. Después, trans-
curridos unos meses, en una segunda ofensiva victoriosa, los ingleses pene­
traron una vez más en Libia. Y otra vez cambió la suerte. A mediados de
1942, Rommel había rechazado a los ingleses y penetrado en Egipto. Los
ingleses se situaron en El Alamein, a unos cien kilómetros de Alejandría, de
espaldas al Canal de Suez. Allí contuvieron a los alemanes.
Pero, en 1942, parecía que los ejércitos del Eje, abriéndose camino por el
Cáucaso en Rusia y atravesando el istmo de Suez en Africa del Norte,
podrían encerrar todo el Mediterráneo y el Oriente Medio en una gigantesca
tenaza, e incluso, avanzando hacia el este, establecer contacto, de algún
modo, con sus aliados los japoneses, que en aquel momento estaban
penetrando en el Océano Indico. Porque la situación en el Pacífico, en la
segunda mitad de 1941, había estallado también. Fue Japón el que acabó
arrastrando a los Estados Unidos a la guerra.
En 1941, hacía diez años que los japoneses sostenían una guerra contra
China. En la segunda guerra europea, como en la primera, los expansionis-
tas japoneses veían una ocasión propicia para afirmarse en todo el Lejano
Oriente. En 1940, habían consolidado su alianza con Alemania e Italia,
mediante un nuevo pacto tripartito; al año siguiente, concertaron un tra­
tado de neutralidad con Rusia. Los japoneses obtuvieron del gobierno fran­
cés de Vichy un cierto número de bases militares y otras concesiones en In­
dochina, y comenzaron la ocupación de aquella zona. Los Estados Uni­
dos, tardíamente, decretaron el embargo de las exportaciones a Japón de
materiales como el hierro viejo y el acero. Dudando en precipitar una
ofensiva de los japoneses, con todos sus dispositivos, hacia Indonesia y otras

602
partes, el gobierno de los Estados Unidos trataba aún de obtener alguna
definición délas ambiciones japonesas en el sudeste asiático. El nuevo primer
ministro japonés, general Hideki Tojo, un inquebrantable adicto al Eje,
proclamó públicamente que la influencia de Inglaterra y de los Estados
Unidos tenia que ser eliminada por completo de Oriente, pero accedía a
enviar representantes a Washington para negociar. Mientras los representan­
tes japoneses en Washington mantenían conversaciones con el Secretario de
Estado americano, Cordell Hull, el día 7 de diciembre de 1941, sin adverten­
cia alguna, los japoneses lanzaron un terrible ataque aéreo contra la base
naval americana de Pearl Harbor, en las islas Hawaii, y comenzaron la
invasión de las Filipinas. Simultáneamente, desencadenaron ataques contra
Guam, Midway, Hong Kong y Malaya. Los americanos fueroq cogidos por
sorpresa en Pearl Harbor; cerca de 2.500 murieron; la flota quedó inutiliza­
da, y la temporal inutilización de las fuerzas navales americanas permitió a
los japoneses campar por sus respetos en el Pacífico occidental. Los Estados
Unidos y Gran Bretaña declararon la guerra al Japón, el 8 de diciembre.
Tres días después, Alemania e Italia declaraban la guerra a los Estados
Unidos, y lo mismo hacían los estados satélites del Eje.
Los japoneses, atravesando Malaya por tierra, se apoderaban, dos meses
después, de Singapur, base naval británica con una larga leyenda de posición
inexpugnable, auténtico Gibraltar de Oriente. El hundimiento desde el aíre
del formidable acorazado británico Prince o f Wales, hazaña que los expertos
navales habían declarado imposible muchas veces, vino a aumentar la
general consternación. En 1942, los japoneses conquistaban las Filipinas,
Malaya e Indonesia. Invadían Nueva Guinea y amenazaban a Australia;
penetraban en las Aleutianas. Se adentraban en el Océano Indico, ocupaban
Birmania, y parecían a punto de invadir India. En todas partes encontra­
ban fáciles colaboradores entre los enemigos del imperialismo europeo.
Mantenían la idea de una Gran Esfera de Co-Prosperidad del Asia Oriental
bajo la dirección japonesa, en la que el único elemento claro consistía en que los
blancos europeos debían ser expulsados. Mientras tanto, como se ha señala­
do, los alemanes permanecían en el Cáucaso y cerca del Nilo. Y, en el
Atlántico, incluso junto a las costas de los Estados Unidos y de las
repúblicas americanas, los submarinos alemanes estaban hundiendo barcos
aliados, a un ritmo sin precedentes y desastroso. El Mediterráneo era
inutilizable. Para la alianza soviético-occidental, el de 1942 fue el año de la
consternación. A pesar de ciertas victorias navales aliadas, los finales del
verano y el otoño de 1942 constituyeron el peor período de la guerra. El jefe
del Estado Mayor americano, general George C. Marshall, escribía, algunos
años después: pocos fueron los que se dieron cuenta de que Alemania y el
Japón estuvieron «muy cerca de la total dominación del mundo», y de que
«el delgado hilo de la supervivencia aliada estuvo sumamente tenso».

72. La victoria occidental-soviética


Planes y preparativos, 1942-1943
Pero, en enero de 1942, veintiséis naciones, incluidas las tres grandes
potencias —Inglaterra, los Estados Unidos y la U .R .S.S.—, y que represen­

603
taban a Europa, a Asia y a las dos Américas, se alineaban contra el Eje, en
una liga a la que el presidente Roosevelt dio el nombre de las Naciones
Unidas. Cada una de ellas se comprometía a utilizar todos los recursos para
derrotar al Eje y a no hacer nunca una paz separada. La Gran Alianza
contra el Eje agresor, que no pudo crearse en los años 1930, se había logrado
al fin.
Las dos democracias atlánticas, Estados Unidos e Inglaterra, unieron sus
recursos en una organización llamada Jefes de Estado Mayor Combinados.
Nunca dos estados soberanos habían formado una coalición tan estrecha. En
contraste con la Primera Guerra Mundial, desde muy pronto comenzó a
actuar una estrategia conjunta. Se decidió que Alemania era el principal
enemigo, contra el que era preciso concentrarse en primer lugar. De momen­
to, la guerra en el Pacífico se relegaba a segundo plano. Australia se
convirtió en la principal base de operaciones contra los japoneses. El general
americano Douglas MacArthur, a quien se había ordenado que abandonase
la sentenciada guarnición americana de las Filipinas, asumió el mando en el
sudoeste del Pacífico; las fuerzas navales del Pacífico estaban al mando del
almirante Chester Nimitz. Se estableció una organización aparte para el
teatro de operaciones China-Birmania-India. La ñota y la fuerza aérea
americanas no tardaron en detener la expansión de los japoneses hacía el
sur, y desbarataron los esfuerzos japoneses por cortar las líneas de abasteci­
miento a Australia; en la primavera de 1942, se obtuvieron importantes
victorias navales y aéreas en la lucha del Mar del Coral y en Midway, que
constituyeron la única satisfacción en el marco general de los reveses de
aquel período. En el verano, las fuerzas americanas desembarcaron en
Guadalcanal, en las Islas Salomón. Comenzaba un largo y duro «salto de isla
en isla», con fuerzas insuficientes.
En Europa, el primer punto de concentración fue un bombardeo aéreo de
Alemania. Los rusos, disgustados, reclamaban un verdadero «segundo fren­
te», una invasión inmediata, con fuerzas de tierra, que aliviase la presión de
las muchas divisiones alemanas que estaban devastando su país. Recelosos
del Occidente como siempre, y doblemente recelosos desde la conferencia de
Munich de 1938, en la que vieron un intento occidental de desviar a los
alemanes hacia un ataque contra Rusia, consideraban la tardanza en estable­
cer un segundo frente como una nueva evidencia de los sentidos antisoviéti­
cos.
Pero los Estados Unidos, en 1942, no estaban preparados para empren­
der una acción por tierra, mediante un asalto directo a la Festung Europa.
Aunque en la Segunda Guerra Mundial, como en la Primera, transcurrieron
más de dos años entre el estallido de la guerra en Europa y la intervención de
los Estados Unidos, y aunque en la segunda guerra los preparativos militares
americanos comenzaron mucho antes, los Estados Unidos, en 1942, se
hallaban todavía envueltos en los enojosos procesos de la movilización, de la
conversión de la industria para la producción de guerra con destino a sí
mismos y a sus aliados, de la imposición de controles sobre su economía
para impedir una rápida inflación, y de dar una preparación militar a su
pueblo, de mentalidad profundamente civil, y del que acabarían prestando
servicios en las fuerzas armadas más de 12 millones de personas —más del

604
triple que en la Primera Guerra Mundial—. En todo caso, durante un año a
partir de la entrada de los Estados Unidos en la guerra, los submarinos
alemanes gozaron de un control del Atlántico suficiente para hacer demasia­
do arriesgados los grandes embarques de tropas. En realidad, tenían blo­
queado al ejército americano en los Estados Unidos. Las flotas americana y
británica fueron ganando, gradualmente, la batalla del Atlántico; en la
primera parte de 1943, la amenaza submarina quedó reducida a proporcio­
nes tolerables. Los americanos y los ingleses decidieron comenzar el asalto a
Alemania, desde Gran Bretaña como base, con un masivo y prolongado
bombardeo aéreo de sus fábricas y de sus ciudades. Como no todo podía
mandarse a través del Atlántico al mismo tiempo, y como los Estados
Unidos e Inglaterra se hallaban también empeñados en la guerra contra el
Japón, la invasión por tierra se aplazaría hasta 1944. Los asediados rusos se
preguntaban si los aliados occidentales pensaban, realmente, enfrentarse algu­
na vez con el ejército alemán.

El cambio de signo, 1942-1943: Stalingrado, A frica del Norte, Sicilia

Mientras tanto, a finales de 1942, comenzó a cambiar la marcha de la


guerra. En noviembre, una fuerza anglo-americana llevó a cabo una invasión
por sorpresa de Argelia y Marruecos, en una operación anfibia de pro­
porciones hasta entonces sin precedentes. Los aliados, al no conseguir la
cooperación de los franceses en Africa del Norte, como habían esperado,
acudieron al dirigente político de los franceses de Vichy, el almirante Darían,
en una calculada acción oportunista que suscitó enérgicas protestas en
muchos sectores. Darían ayudó a los aliados asumiendo el mando, pero fue
asesinado a finales de diciembre. En la competencia que se desplegó, durante
los meses siguientes, por la jefatura del comité de liberación de Francia,
recientemente establecido en Argel, el general de Gaulle, a pesar de inspirar
recelos al presidente Roosevelt, que virtualmente lo ignoraba, venció con faci­
lidad a todos sus rivales.
En el Continente, tras los desembarcos en Africa del Norte, los alemanes
tomaron también el control de la Francia no ocupada; fracasaron, sin
embargo, en su esfuerzo por apoderarse del resto de la flota francesa, a
causa de la acción de las tripulaciones francesas que echaron a pique los
barcos en Toulon. En Africa del Norte, las fuerzas invasoras, al mando del
general Dwight D. Eisenhower, luchaban por abrirse paso hacia el este,
sobre Túnez. Mientras tanto, las fuerzas británicas, mandadas por el general
Montgomery, tras haber contenido a los alemanes en El Alamein, en junio
de 1942, habían lanzado ya su tercera y (última) contraofensiva en octubre,
incluso antes de la invasión; ahora empujaban a los alemanes hacia el oeste,
a partir de Egipto, hasta que una gran fuerza alemana fue aplastada entre
los dos ejércitos aliados y destruida en Túnez. En mayo de 1943, Africa
estaba limpia de fuerzas del Eje. El sueño de Mussolini de un imperio
africano se había desvanecido; el Mediterráneo estaba abierto; la amenaza a
Egipto y al Canal de Suez había terminado.
Al propio tiempo, estaba claro que, en el invierno de 1942-1943, los

605
alemanes habían sufrido un catastrófico revés en la Unión Soviética, en la
titánica batalla de Stalingrado. En agosto de 1942, fuerzas alemanas masivas
comenzaban un asalto con todos los recursos contra Stalingrado, la llave
vital de todos los transportes, por el Volga inferior; en septiembre, habían
penetrado en la ciudad. Stalin, que desde el comienzo de la guerra mandaba
personalmente las operaciones militares en Rusia, ordenó que la ciudad que
llevaba su nombre resistiese a toda costa; los soldados rusos y la población
civil ofrecieron una resistencia inquebrantable. Hitler era igualmente obsti­
nado en sus órdenes de conquista de la ciudad. Tras varias semanas de
lucha, los alemanes habían ocupado la mayor parte de la ciudad, cuando los
rusos, de pronto, comenzaron un gran contraataque, dirigido por el general
Zhukov; veintidós divisiones alemanas fueron obligadas a capitular; las
pérdidas alemanas fueron superiores a los 330.000 hombres. Los rusos
prosiguieron su victoria con una nueva contraofensiva, con un gran empuje
hacia el oeste que les valió avances generales y la recuperación de lo que
inicialmente habían perdido en el primer año de la guerra. Después de
Stalingrado, a pesar de algunos retrocesos, los rusos se mantuvieron a la
ofensiva durante todo el resto de la guerra. Stalingrado (o Volgogrado,
como se llamó después) fue un punto critico, no sólo para el cambio de la
historia de la guerra, sino también de la historia de la Europa central y
oriental.
Mientras tanto, durante todo el año 1943, estaba llegando a Rusia
equipamiento americano, en cantidades prodigiosas. Las condiciones de la
Ley de Préstamo y Arriendo se extendieron liberalmente a los Soviets; una
com ente de aviones, cañones, vehículos, ropas y alimentos americanos se
abría paso, laboriosamente, hasta Rusia, a través del Océano Artico y
también del Golfo Pérsico, Se enviaba maquinaria y equipamiento para las
fábricas de armas soviéticas, que estaban, por su parte, incrementando
enormemente su producción. Los bombardeos anglo-americanos estaban
destrozando la industria de la aviación alemana en su propio suelo. La contri­
bución aliada al esfuerzo de guerra soviético era indispensable, pero las
pérdidas humanas rusas fueron tremendas. Los rusos perdieron más hom­
bres en la batalla de Stalingrado que los Estados Unidos en los combates de
toda la guerra, en todos los teatros de operaciones.
Con los éxitos americanos simultáneos en las Islas Salomón a finales
de 1942 y con la lenta asfixia de los submarinos alemanes en el Atlántico, el
comienzo del año 1943 trajo nuevas esperanzas para los aliados en todos los
sectores. En una espectacular campaña de julio-agosto de 1943, los ingleses,
los canadienses y los americanos conquistaron la isla de Sicilia. Mussolini
cayó inmediatamente; el régimen fascista, de una duración de veintiún años,
tocaba a su fin. Mussolini estableció una «República Social Italiana» en el
norte, pero no fue más que un gobierno títere de los alemanes. (Unos meses
después, en abril de 1945, el D uce, cuando intentaba huir del país, fue
apresado, fusilado y colgado como un cerdo descuartizado por los italianos
antifascistas). El nuevo gobierno italiano presidido por el mariscal Badoglio,
en agosto de 1943, trató de hacer la paz. Entonces, el ejército alemán
ocupó Italia. Los aliados, tras haber pasado a la península italiana, atacaban
desde el sur. En octubre, el gobierno de Badoglio declaró la guerra a

606
Alemania, e Italia fue reconocida como «cobeligerante» por los aliados.
Pero los alemanes bloqueaban tenazmente el avance de los aliados hacia
Roma, a pesar de sus nuevos desembarcos y cabezas de playa. La campaña
italiana desembocó en un largo y desalentador estancamiento, porque los
aliados occidentales, al concentrar sus tropas en Gran Bretaña para la
próxima invasión a través del Canal, nunca podían disponer de fuerzas
suficientes para el frente italiano.

L a ofensiva aliada, 1944-1945: E uropa y el Pacifico


La Fesíung Europa, especialmente a lo largo de sus accesos occidentales
—Jas costas de Holanda, Bélgica y Francia—, se erizaba con todo tipo de
fortificaciones que la inventiva científica y militar alemana podía idear. Un
ataque por mar contra Europa era una operación de un género que careda
por completo de precedentes. Se diferenciaba de los anteriores ataques
anfibios contra Argelia, Sicilia o las Islas del Pacifico en que el defensor que
se hallaba en el Continente, precisamente en la parte de Europa donde la red
de carreteras y ferrocarriles era más densa, podía acudir, inmediatamente,
con abrumadoras reservas al punto atacado, excepto en la medida en que
unas tácticas de simulación le mantuviesen desorientado, en que la fuerza
aérea destruyese sus transportes, o en que los rusos le obligasen a retener el
núcleo de sus fuerzas en el Este. Se habían elaborado planes precisos y
minuciosos. Diez mil aviones proporcionarían la protección aérea, veintenas
de barcos de guerra bombardearían la costa, 4.000 embarcaciones transpor­
tarían a las tropas invasoras y sus abastecimientos a través del canal, se
crearían puertos artificiales donde no hubiese ninguno.
La invasión de Europa comenzó el 6 de junio de 1944, antes del
amanecer. El punto elegido fue la costa de Normandía, cruzando el Canal
directamente desde Inglaterra. Una combinación sin precedentes de fuerzas,
inglesas, canadienses y americanas, de tierra, de mar y de aire, respaldada
por gigantescas acumulaciones de abastecimientos y de reservas de hombres,
reunidas en Gran Bretaña, y todo bajo el mando del general americano
Eisenhower, asaltó la costa francesa, estableció una cabeza de playa y
mantuvo un frente. La fuerza aliada superaba los 130.000 hombres el primer
día, y llegó a 1.000.000 en el plazo de un mes. Se obligó a los alemanes a
retroceder, aJ principio más fácilmente de lo que se había pensado. En
agosto, fue liberado París, y, en septiembre, los aliados cruzaban la frontera
de la propia Alemania. En Francia, Italia y Bélgica, los movimientos de
Resistencia, que se habían desarrollado en secreto durante los últimos años
de la ocupación alemana, salían ahora a la luz y expulsaban a los alemanes y
a sus colaboradores. Dentro de Alemania, nunca se desarrolló un movimiento
de Resistencia con raíces profundas, pero unos pocos hombres, militares y ci­
viles, formaban un grupo clandestino. El 20 de julio de 1944, ese grupo inten­
tó asesinar a Hitler haciendo estallar una bomba en su cuartel general militar,
en la Prusia Oriental; Hitler sólo resultó herido y tomó una terrible venganza.
En agosto, en otra ambiciosa operación, los aliados desembarcaron en la
costa mediterránea de Francia, y desde Francia meridional acudieron a unirse

607
con las fuerzas aliadas, que avanzaban frente a una resistencia cada vez más
dura. Llegada a un punto, la ofensiva aliada incluso sufrió momentáneamen­
te, un serio revés. Un súbito ataque alemán, lanzado bajo las órdenes
personales y directas de Hitler en diciembre de 1944, contra unas débiles
lineas americanas en el sector belga de las Ardenas, creó una «joroba» en los
ejércitos que avanzaban y causó grandes pérdidas y confusión. Pero los
aliados se rehicieron. Ni la contraofensiva de Hitler en las Ardenas ni el
empleo de nuevas armas destructoras lanzadas sobre Inglaterra —bombas vo­
lantes de propulsión a chorro y cohetes— sirvieron de nada a los alemanes.
Los aliados occidentales seguían avanzando y destrozaban la línea Sigfrido,
sólidamente fortificada. El último obstáculo natural fue cruzado cuando, en
marzo de 1945, las fuerzas americanas, por un afortunado azar, descubrieron
un puente que no estaba destruido, en Remagen; lanzaron a sus tropas contra
él, y establecieron una cabeza de puente —eran las primeras tropas que cruza­
ban el Rhin combatiendo, desde los ejércitos de Napoleón— . El cruce más im­
portante, a cargo de los ingleses, tuvo lugar a continuación, más al norte. Los
aliados no tardaron en encontrarse aceptando numerosas rendiciones en el
valle del Ruhr.
Mientras tanto, en 1944, los ejércitos rusos expulsaban a los alemanes de
Ucrania, de Rusia Blanca, de los estados bálticos y de la Polonia oriental.
En agosto; llegaban a los suburbios de Varsovia. La clandestinidad polaca se
levantó contra los alemanes^ pero los rusos, decididos a que Polonia no fuese
liberada por una dirección polaca no comunista, se negaron a prestar ayuda al
levantamiento, y éste fue aplastado. Los rusos, con sus lineas muy extendidas,
y contenidos durante algunos meses por la fuerza alemana en Polonia, se diri­
gieron el sur, hacia Rumania y Bulgaria; estos dos países cambiaron de bando
y declararon la guerra a Alemania. A comienzos de 1945, los rusos reanudan­
do su ofensiva, se abrieron paso hacia la Prusia Oriental y hacia Silesiaa y, en
febrero, llegaron al Oder, a sesenta kilómetros de Berlín, donde Zhukov se
detuvo para reagrupar sus fuerzas. En marzo y abril, las fuerzas rusas ocupa­
ban Budapest y Viena.
Comenzaba el ataque final contra Alemania. Hitler trasladó fuerzas del
frente occidental, que se desmoronaba, para reforzar la resistencia en el
Oder y para proteger su-capital. La población alemana colaboraba p oco a la
contención de los avances aliados, con la esperanza de que éstos llegasen a
Berlín y ocupasen todo lo que pudiesen de su país, antes que los rusos. En
abril, los americanos llegaban al Elba, a unos noventa kilómetros de Berlín,
sin encontrar apenas obstáculos en su avance; pero allí se detuvieron, por
decisión del general Eisenhower, que no tenia ninguna orientación política
fírme de su gobierno. Los americanos, cuyas líneas de abastecimiento
estaban ya muy extendidas, querían una clara linea de demarcación entre
ellos y los rusos; también consideraban necesario desviar algunas fuerzas
hacia el sur, contra una posible última resistencia alemana en los Alpes. Pero
la decisión fue, sobre todo, un gesto de buena voluntad para con los rusos, a
quienes se les permitía tomar Berlín como compensación por su enorme
sacrificio a la causa común. D e un modo similar, las tropas americanas que
avanzaban hacia el sur se abstuvieron de apoderarse de Praga, y se permitió
a los rusos que tomasen también la capital checa. Algunos dijeron después

608
EL SUPERVIVIENTE
por George Grosz (alemán, luego americano, 1893-1959)

George Grosz, nacido en Alemania, se fue a ios Estados Unidos en 1932, huyendo de los na­
zis. Pintó este poderoso cuadro en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial. Expresa lo que
se entiende por colapso de la civilización. La espantosa figura que sale, arrastrándose, de entre
los restos del naufragio, está loca de miedo, según la explicación del propio artista. El hombre
está muriéndose de hambre, sucio, abandonado y solo. Entre sus dientes, sostiene desesperada­
mente un cuchillo, que utilizará para luchar con algún otro aterrado superviviente, si lo encuen­
tra, o para cazar y cortar alimentos. Adviértase el simbolismo de una svástica rota, en la dispo­
sición del cuerpo del hombre y de los despojos. Naturalmente, el cuadro pretende ser repulsivo,
para mostrar las profundidades hasta las que puede degradarse la humanidad, y para incitar así
a los hombres a una acción constructiva. La cuestión inquietante consiste en saber si este cuadro
puede ser un presagio para el futuro. Cortesía de Mrs. Marc J. Sandler.

609
que el destino de la Europa central estuvo determinado por la.guerra en el
Lejano Oriente; los americanos buscaban la ayuda rusa contra Japón, de
la que luego resultó que podían prescindir perfectamente. De cualquier
modo, los rusos se habían apoderado de todas las capitales importantes de la
Europa central y de la oriental; en el caso de Berlín y de Praga, no tenía que
haber sido necesariamente así.
Los aliados occidentales y los soviéticos no ofrecieron condiciones a
Hitler ni a ningún alemán. Exigían una rendición incondicional, y los
alemanes continuaron luchando en las propias calles de Berlín. El último día
de abril, Hitler se suicidó entre las ruinas de su capital, tras haber denuncia­
do como traidores a algunos de sus más próximos subordinados del partido.
El almirante Doenitz, designado por Hitler como sucesor suyo, llevó a cabo
las formalidades de la rendición, el 8 de mayo de 1945. Como la lucha había
terminado ya en el frente italiano unos días antes, ahora terminaba la guerra
en Europa.
En el Pacífico, contra el Japón, las operaciones se habían arrastrado a lo
largo de tres años, entorpecidas por la decisión estratégica de concentrar el
esfuerzo, ante todo, contra Alemania. Lentamente, desde diversos puntos
de las Islas Salomón, que constituyen la parte más oriental del archipiélago
indonesio, las fuerzas americanas, al principio muy escasas, se abrían paso
en dirección noroccidental hacia el lejano Japón. Tuvieron que luchar,
sucesivamente, por Guadalcanal, por Nueva Guinea, por la reconquista de
las Filipinas. Tuvieron que luchar por las islas japonesas y por los atolones
del Pacífico central (arrebatados por Japón a los alemanes tras la Primera
Guerra Mundial y convertidos en poderosas bases navales), por las Islas
Gilbert, las Marshalls, las Carolinas, las Marianas. En octubre de 1944,
alcanzaron una gran victoria naval en la batalla del Golfo de Leyte. Por
último, en una de las más grandes y decisivas batallas de la guerra, tomaron
la isla de Okinawa, sólo a 300 millas del propio Japón. Okinawa fue
conquistada precisamente cuando los alemanes se hundían en Europa. Desde
las nuevas bases aliadas que se habían conquistado, desde Saipan, desde Iwo
Jima y desde Okinawa, y desde portaviones, se lanzó una terrible ofensiva de
bombardeos contra Japón, como la que había devastado a Alemania
durante los dos años precedentes, y que destrozó la industria japonesa,
destruyó los restos de la flota japonesa, y obligó al gobierno japonés a
pensar seriamente en pedir la paz. Los dirigentes aliados se negaban a creer
que las defensas japonesas estuvieran a punto de desmoronarse o que los
japoneses estuvieran dispuestos a negociar. El ejército americano se prepa­
raba a trasladar fuerzas de combate del escenario europeo al del Lejano
Oriente. Se estaban haciendo los preparativos para una invasión a gran
escala al propio Japón.
Entonces, el 6 de agosto de 1945, una bomba atómica, realizada con el
máximo secreto por científicos americanos y europeos, fue arrojada sobre la
ciudad de Hiroshima, con una población de 200.000 habitantes. La ciudad
fue destruida por aquella sola explosión, y se perdieron más de 70.000 vidas.
Dos días después, la Unión Soviética, que se había comprometido a entrar
en el conflicto de Oriente en el plazo de tres meses después de la rendición de
Alemania, declaró la guerra al Japón e invadió Manchuria. El 9 de agosto,

610
otra bomba atómica todavía más potente cayó sobre Nagasaki y mató a
muchos más miles de personas. Los japoneses hicieron la paz, inmediata­
mente. El 2 de septiembre de 1945, se firmó la rendición formal. Se permitió
al emperador que continuase como jefe del estado, pero las islas japonesas
quedaron bajo el dominio de un ejército de ocupación de los Estados
Unidos.
La Segunda Guerra Mundial del siglo XX había terminado. Las mismas
estadísticas, frías e impersonales, que habían registrado 10 millones de
muertos en la Primera Guerra Mundial, registraban ahora unos 15 millones
de muertes militares, y, por lo menos, otras tantas pérdidas civiles. Las
muertes militares rusas se calcularon en más de 7 millones, las alemanas
en 3,5 millones, las chinas en 2,2 millones, las japonesas en 1,3 millones; las
pérdidas inglesas y de la Commonwealth sumaron unas 350.000, las ameri­
canas imas 300.000, y las francesas imas 200.000. Las cifras de muertes
habrían sido más altas, si no fuese porque uno de cada dos soldados
gravemente heridos se salvó, gracias a las nuevas medicinas —sulfamidas y
penicilina— y a las transfusiones de plasma sanguíneo. Ninguna de esas
estadísticas militares puede ser más que aproximada, y nadie pudo calcular el
precio total de vidas perdidas en la guerra, directa o indirectamente, a causa
de los bombarderos, de los exterminios masivos, así como de la política de
deportaciones y de hambres y epidemias de la postguerra. Tal vez las
pérdidas se hayan elevado a 35 ó 40 millones de hombres, mujeres y
niños, pero, ante esas cifras, la mente humana retrocede y la sensibilidad
humana se ofusca. Baste decir que había llegado la paz.

73. Los fundamentos de la paz

Mientras la Primera Guerra Mundial se había concluido con una confe­


rencia de paz, unos meses después del cierre de las hostilidades, la Segunda
Guerra Mundial no terminó en un convenio tan claramente establecido. La
derrota de Alemania en 1945 no fue seguida de nada que se pareciese al
Tratado de Versalles de 1919. Las condiciones de paz, tal como fueron
desarrollándose gradualmente, no dejaban ningún símbolo concreto de
humillación como el que el Tratado de Versalles había representado. Las
condiciones de paz surgieron episódicamente, al principio durante una serie
de conferencias entre los vencedores, todavía en tiempo de guerra, y luego en
una serie de acuerdos de facto, en los años siguientes a 1945.
Entonces se creía que los fundamentos de un mundo pacífico para la
postguerra se habían asentado a lo largo de una serie de reuniones en las
que se habían hecho planes para la guerra. En agosto de 1941, Roosevelt y
Churchill se habían reunido en el mar, frente a la costa de Terranova, y
habían redactado la Carta del Atlántico. En 1943, hubo reuniones en
Casablanca, en El Cairo y en Teherán (en la última, participó Stalin, por
pirmera vez); y, en la fase final de la guerra, en febrero de 1945, en Yalta, y
en julio de 1945, en Potsdam, en los alrededores del destruido Berlín.
La Carta del Atlántico, elaborada conjuntamente por Roosevelt y por
Churchill en su primera reunión, se asemejaba en su espíritu a los Catorce

611
Puntos de Woodrow Wilson, Se comprometía a devolver los derechos
soberanos y el autogobierno a todos aquéllos que hubieran sido despojados
de ellos por la fuerza, señalaba que todas las naciones tendrían un acceso
igual al comercio mundial y a los recursos mundiales, que todos los pueblos
trabajarían conjuntamente para conseguir mejores niveles de vida y seguri­
dad económica. Prometía que la paz de la postguerra aseguraría a los hombres
de todos los países la liberación del miedo y de la necesidad, y que aca­
baría con la fuerza y con la agresión en los asuntos internacionales. Aquí,
como en las Cuatro Libertades anteriormente enunciadas por el presidente
Roosevelt, se proclamaba la base ideológica de la paz. En las conferencias de
1943 y mediante otras consultas, los aliados se esforzaron por coordinar sus
planes militares. En Casablanca, en enero de 1943, decidieron no aceptar
nada que no fuese la «rendición incondicional» de las potencias del Eje. Esta
vaga fórmula, adoptada un tanto alegremente por iniciativa americana, y sin
prestar mucha atención a las posibles implicaciones políticas, pretendía,
sobre todo, impedir que se repitiese una ambigüedad como la que había
rodeado el armisticio de 191810. Aunque muy criticada en años posteriores
(y no plenamente aplicada en el caso de Japón), no puede asegurarse que tal
decisión influyese realmente en el desarrollo de los acontecimientos. La
resistencia alemana se prolongó tercamente, a causa de la bárbara obstina­
ción de Hitler y de su apoyo por parte de los militares, y no porque los
dirigentes responsables hubieran estado dispuestos o se hubieran inclinado a
pedir la paz, si los aliados les hubiesen ofrecido unas condiciones adecuadas.
En Teherán, en diciembre de 1943, los aliados discutieron la ocupación y la
desmilitarización de Alemania y fijaron los planes para el establecimiento de
una organización internacional para la postguerra.
A medida que los ejércitos rusos avanzaban contra los alemanes en 1944,
el destino de la Europa centra] y de la oriental fue convirtiéndose en una
cuestión muy importante. A lo largo de toda la guerra, Roosevelt y los
americanos, que no querían perturbar la unidad de la coalición occidental-
soviética en la lucha global, siguieron una política consistente en aplazar las
decisiones territoriales y políticas conflictivas hasta que la victoria estuviese
asegurada. Churchill era más receloso. Formado en la tradicional política del
equilibrio-de-potencias, comprendía que, sin la previa negociación de unos
ajustes políticos, la victoria sobre los nazis equivaldría a la dominación rusa
sobre toda la Europa oriental. Actuando por su propia iniciativa, visitó a
Stalin, en octubre de 1944, y esbozó una demarcación de esferas de influen­
cia para las potencias occidentales y para los Soviets en los estados balcáni­
cos (un predominio ruso en Rumania y en Bulgaria, un predominio occiden­
tal en Grecia, una división paritaria de influencia en Hungría y Yugosla­
via). El control ruso sobre los estados bálticos había sido concedido por los
ingleses, virtualmente, ya con anterioridad. Pero Roosevelt y el Departamen­
to de Estado no ratificarían aquel acuerdo, que ellos consideraban anticuado
y una peligrosa resurrección de los peores aspectos de la diplomacia anterior
a 1914. Sin embargo, era preciso adoptar decisiones políticas sin tardanza.

10 Ver págs. 457-458.

612
Las dos conferencias que alcanzaron las decisiones políticas más importantes
fueron las reuniones de Yalta y de Potsdam en 1945.

La reunión de Yalta, en febrero de 1945, tuvo lugar cuando los aliados se


hallaban cerca de la victoria final —a la vista de los acontecimientos, más
cerca de lo que nadie podía imaginar entonces—. Los tres estadistas aliados
se reunieron en un antiguo balneario zarista de veraneo en Crimea, a orillas
del Mar Negro, brindaron por sus triunfos comunes, y se tomaron las
medidas recíprocamente* Roosevelt se asignó el papel de. mediador entre
Churchill y Stalin cuando se trataron problemas europeos. Se esforzó por
impedir que Stalin fuese a tener la impresión de que Roosevelt y Churchill
estaban, en cierto modo, unidos contra él; la verdad era que Roosevelt
recelaba de la devoción de Churchill por el imperio y por los lazos colonia­
les, que él consideraba anacrónicos para el mundo de la postguerra. A pesar
de las diferencias, los Tres Grandes lograron acuerdos, al menos formalmen­
te, sobre Polonia y la Europa oriental, el futuro de Alemania, la guerra en el
Lejano Oriente, y la proyectada organización internacional de la postguerra,
las Naciones Unidas.
La discusión de Polonia y de la Europa oriental planteó las más graves
dificultades. Los ejércitos de Stalin, que habían empujado a las fuerzas nazis
hasta sesenta kilómetros de Berlín, controlaban Polonia y casi toda la
Europa oriental y central. Los rusos recordaban aquellas áreas como antiso­
viéticas, y a Polonia, en especial, como la nación que había perpetrado la
agresión contra el territorio soviético en 1920 y como el antiguo pasillo de
los ataques a Rusia. Stalin había tomado medidas ya para establecer un
gobierno «amistoso» en Polonia, es decir, un gobierno útil a los Soviets. Ni
Roosevelt ni Churchill habían hecho la guerra contra los nazis para dejar a
la Unión Soviética como señora indiscutída de toda la Europa oriental y en
condiciones de imponer un sistema político totalitario en toda aquella
extensa área. En Yalta, Roosevelt y Churchill obtuvieron de Stalin un cierto
número de promesas acerca de las áreas que él controlaba. De acuerdo con
la Carta del Atlántico, se permitirían a los estados liberados unos gobiernos
provisionales «ampliamente representativos de todos los elementos democrá­
ticos de la población», es decir, que no constarían, simplemente, como en
el caso del gobierno provisional de Polonia ya establecido, de personas
subordinadas a los Soviets. Presionaron a Stalin para que se comprometiese
también al «establecimiento más rápido posible, mediante elecciones libres,
de gobiernos responsables ante la voluntad del pueblo». El compromiso fue
una concesión verbal que costó muy poco al dirigente ruso; rechazó la
sugerencia de una supervisión internacional de las elecciones. La Declaración
sobre la Europa Liberada, que prometía derechos soberanos y autodetermi­
nación, produjo una falsa sensación de acuerdo.
Se aceptaron también ciertos cambios territoriales, quedando pendiente
el acuerdo final de una conferencia de paz en la postguerra. Se acordó que la
frontera ruso-polaca, u oriental, de Polonia seguiría, aproximadamente, la
llamada línea Curzon, es decir, la frontera ideada por los aliados en 1919,
antes de que los polacos conquistasen territorios al este de su país. Los

613
polacos serían compensados, al norte y al oeste, a expenséis de .Alemania11.
Sobre ésta y otras cuestiones relacionadas con Alemania, hubo un extenso
campo de acuerdo; los tres estaban unidos en su aversión al nazismo y al
militarismo alemanes. Alemania sería desarmada y dividida en cuatro zonas
de ocupación bajo la administración de las Tres Grandes potencias y Francia
—ésta, a insistentes requerimientos de Churchill—. Hubo uncís vagas conver­
saciones, en Yalta y anteriormente, acerca de la desmembración de Alema­
nia, de la anulación de la obra de Bismarck, pero se comprendieron las
dificultades de tal empresa y se aplazó la propuesta, que luego sería
completamente desechada. También fue desechado, por impracticable, el
plan Morgenthau, que se consideraba todavia seriamente en 1944, y cuyo
objetivo era la transformación de la Alemania industrial en una economía
pastoral y agrícola propia del siglo XVIII. Los americanos y los ingleses
rechazaron como excesivas las demandas de reparaciones formuladas por los
Soviets, por un total de 20.000 millones de dólares que habían de ser
pagados en especie, la mitad de los cuales correspondería a los Soviets. Pero
se acordó que las reparaciones se entregarían a los países que hubieran
soportado las cargas más duras de la guerra y sufrido las más graves
pérdidas. La Unión Soviética recibiría la mitad de la suma total que se fijase,
cualquiera que ésta fuese.
Para satisfacción de todos, los participantes estuvieron de acuerdo en los
planes para una organización internacional de postguerra, que recibiría el
nombre de Naciones Unidas. Roosevelt consideraba esencial ganar a los
soviets para la idea de una organización internacional. Estaba convencido de
que las grandes potencias, cooperando dentro del marco de las Naciones
Unidas, y actuando como policías internacionales, eran las únicas que
podrían preservar para el futuro la paz y la seguridad del mundo. Subrayaba
la importancia de las grandes potencias en la nueva organización, en medida
no menor qué Stalin o que Churchill, pero señalaba también un papel digno
para las otras naciones. Todos estuvieron de acuerdo en que cada una de las
grandes potencias, miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la
nueva organización, tendría un poder de veto en las decisiones importantes.
Los soviets ejercieron presión para disponer de más de un voto en la
Asamblea General de la nueva organización, alegando que la constitución
soviética concedía derechos soberanos a cada una de sus repúblicas consti­
tuyentes, y que los dominios ingleses tendrían un escaño cada uno. En aras
de la concordia, se le otorgaron tres escaños.
Sobre el Lejano Oriente, se alcanzaron acuerdos difíciles. Aquí, las
decisiones políticas y militares se hallaban inextricablemente enlazadas. En
abril de 1941, los soviets habían firmado un tratado de no agresión con el
Japón y habían permanecido neutrales en la guerra del Pacífico, a pesar de
sus intereses históricos en el Lejano Oriente. Dada la magnitud de su
esfuerzo de guerra en el frente europeo, nadie presionó a los soviets para que
entrasen en la guerra del Pacífico. Se acordó esperar, por lo menos, hasta
que los alemanes estuviesen al borde de la derrota. En Yalta, Stalin se avino
a entrar en la guerra contra el Japón, pero aseguró que la «opinión pública»

11 Ver m apa 2 y pág. 489.

614
soviética pediría una compensación. Se estipuló que la U .R .S.S. entraría en
la guerra contra Japón, «dos o tres meses» después de la rendición de
Alemania. En compensación los soviets recuperarían los territorios y los
derechos que Japón había arrebatado a la Rusia zarista cuarenta años
antes, en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, la mitad meridional de la
isla Sajalín, y en Manchuria especiales concesiones en el puerto libre de
hielos de Dairen y en la base naval de Port Arthur, así como el control
conjunto con China sobre los ferrocarriles manchurianos que conducen a
esos puertos; además, los soviets recibirían las Islas Kuriles,* que no habían
sido rusas antes12. La posición rtisa en la Mongolia Exterior permanecería
también inalterada. A su vez, Stalin confirmaba la soberanía política china
sobre Manchuria, a pesar de los privilegios concedidos a los soviets, y
prometía el apoyo soviético al gobierno nacionalista de China, entonces en
difíciles relaciones con los comunistas chinos13.
Pero China no era partícipe de ninguna de aquellas concesiones, que
durante algún tiempo se mantuvieron secretas. Roosevelt se encargó de
lograr el consentimiento de Chiang Kai-shek, lográndolo, en efecto, a
continuación. Con las concesiones territoriales a los soviets en el Lejano
Oriente, las potencias occidentales parecían estar autorizando la sustitución
del imperialismo japonés por el imperialismo ruso en la zona largamente
discutida de la China del nordeste, y sin que China tuviese voz en la
cuestión, en absoluto. Las concesiones eran el precio que había que pagar a
los soviets por su ayuda contra los japoneses, ayuda que entonces se
consideraba indispensable para la derrota final del Japón. Lo que realmente
exasperó a muchos, en años posteriores, fue que la entrada de Rusia en la
guerra, según lo establecido, no tuvo consecuencia militar alguna; se produ­
jo dos días después del lanzamiento de la bomba atómica y en un momento
en que los japoneses se hallaban en una situación desesperada, cerca del
colapso y de la rendición, incluso aunque la bomba atómica no se hubiese
arrojado. No era necesario haber hecho las concesiones en el Lejano
Oriente. Aun sin el acuerdo de Yalta, tal vez nada excepto la fuerza habría
podido disuadir a Stalin de entrar en la Manchuria después del colapso
japonés, o también de controlar la Europa oriental, como él deseaba. Pero el
acuerdo de Yalta vino a prestar una aureola de respetabilidad a la expansión
soviética.
Roosevelt hizo concesiones en Yalta, no sólo también porque creía que
necesitaba el apoyo de los rusos en la última fase de la guerra contra los
japoneses; quería conservar la coalición occidental-soviética hasta que la
victoria final estuviese garantizada. Y, sobre todo, pensaba que la armonía
del tiempo de la guerra produciría la cordialidad en la postguerra, especial­
mente si todas las personalidades participantes vivían para asegurarla.
Churchill, menos seguro del futuro y de la «diplomacia por la amistad»,
habría peferido una definición y un reconocimiento más explícitos de las
esferas de influencia. Aquellas ideas fueron desechadas como el pensamiento
de una época ya pasada. Pero el espíritu de la Carta del Atlántico, tan

12 Ver págs. 411-412 y mapa 17.


13 Ver págs. 539-540, 654-656.

615
estrechamente identificada con el presidente americano, la promesa de la
autodeterminación soberana para todos los pueblos, fue infringido en Yalta,
en muchos aspectos. Como el Tratado de Versalles de 1919, las decisiones de
Yalta no habrían sido tan decepcionantes, si no se hubieran propuesto unos
objetivos tan altos.
En Potsdam, en julio de 1945, tras el hundimiento alemán, los Tres
Grandes volvieron a reunirse. Los Estados Unidos se hallaban representados
por un nuevo presidente americano, Harry S. Truman; el Presidente Roose­
velt había muerto en abril, en vísperas de la victoria final. Churchill,
mediada ya la conferencia, fue sustituido por un nuevo primer ministro
británico, Clement Attlee, tras la victoria del Partido Laborista en las
elecciones. Stalin seguía representando a Rusia. Ahora, los desacuerdos
entre los aliados occidentales y los soviets se habían profundizado, no sólo
respecto al control soviético de Polonia, de la Europa oriental y de los
balcanes, sino también sobre las reparaciones alemanas y otras cuestiones.
Pero los dirigentes occidentales continuaban dispuestos a hacer concesiones,
en la esperanza de establecer unas relaciones armoniosas. Se proclamaron
acuerdos sobre el tratamiento de Alemania en la postguerra, sobre el
desarme alemán, la desmilitarización, la «desnazificación» y el castigo de los
criminales de guerra. Se acordó que cada potencia podría cobrar reparacio­
nes en especie de su zona de ocupación, que los rusos obtendrían importan­
tes entregas adicionales de las zonas occidentales, de modo que, virtualmen­
te, se satisfaría la demanda original soviética de los 10.000 millones de
dólares. Hasta el tratado final de paz, el territorio alemán al este de los ríos
Oder-Neisse se encomendaba a la administración polaca. Los detalles de esta
decisión se habían aplazado, anteriormente; ahora, la frontera polaco-ale-
mana se fijaba en el occidental Neisse, más al oeste todavía de lo que inicial­
mente se proyectaba. Polonia extendía así sus fronteras territoriales unos cien­
to cincuenta kilómetros hacia el oeste, en compensación de la expansión rusa
hacia el oeste, a expensas de Polonia. La Prusia Oriental alemana fue
dividida, de un modo similar, entre Rusia al norte y Polonia al sur.
Kónigsberg, fundada por los Caballeros Teutónicos, durante siglos sede de
los duques prusianos y ciudad de la coronación de sus reyes, se convirtió en
la ciudad rusa de Kaliningrado. Las antiguas ciudades alemanas de Stettin y
Breslau se transformaron en las ciudades polacas de Szczecin y Wroclaw. La
administración de fa cto de aquellas zonas se enquistó en dominación perma­
nente. Se suponía que el traslado de la población alemana de aquellas áreas
orientales se efectuaría de un modo ordenado y humano, pero millones de
alemanes fueron expulsados de sus casas o huyeron, en el plazo de unos
pocos meses. Para ellos (y para los alemanes que fueron arrojados de la
tierra de los sudetes) era la consumación final de la guerra que Hitler había
desencadenado.
En Potsdam, se acordó que se firmarían tratados de paz, tan pronto
como fuese posible, con los antiguos estados satélites alemanes; la tarea de
prepararlos fue encomendada a un Consejo de Ministros de Asuntos Exte­
riores que representaban a los Estados Unidos, a Inglaterra, a Francia, a la
Unión Soviética y a China. En los meses que siguieron, el creciente distancia-
miento entre los Soviets y Occidente se puso de manifiesto en tempestuosas

616
reuniones del Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores celebradas en
Londres, París y Nueva York, así como en una conferencia de paz reunida
en París en 1946, en la que estaban representados.los veintiún estados que
habían contribuido con fuerzas militares importantes a la derrota de las
potencias del Eje. Dieciocho meses después de Potsdam, en febrero de 1947,
se firmaron tratados con Italia, Rumania, Hungría, Bulgaria y Finlandia.
Todos aquellos estados pagaron reparaciones y aceptaron determinados
ajustes territoriales. En 1951, se firmó un tratado de paz con Japón, pero
no por parte de los Soviets, que hicieron su propio trátado de paz en 1956.
Los años pasaron, y no se firmó ningún tratado final de paz con Alemania,
con una Alemania dividida en dos. Porque la coalición occidental-sovíética
del tiempo de la guerra se había deshecho, destruyendo los sueños y las
aspiraciones de los que habían libra'do la Segunda Guerra Mundial por un
triunfo resonante sobre un tipo de agresión y de totalitarismo, y que luego se
encontraron ante una nueva época de crisis.

617
PA R A D O JA S D E LA M O D ER N ID A D

La «modernización» es una experiencia que los pueblos de todo et mundo están abordando a
finales- del siglo XX. Adopta muchas formas, pero entre sus signos más evidentes figuran los
aviones y los supermercados, la tecnología de las computadoras y la congestión urbana. En las
páginas que siguen se indica que estos signos pueden encontrarse ahora en todos los continentes.
Una consecuencia es una nueva uniformidad global en ciertos aspectos de la civilización. Ya
no es un problema de occidentalización, como solía decirse de lo que ocurría e ne l Japón y en
Rusia, ni de la americanización del mundo, a la que, a veces, se ha hecho alarmada referencia.
Es un proceso en el que americanos y europeos han servido como instrumentos, pero que surge
de los efectos de la ciencia, de la ingeniería, de la medicina, de los transportes y de las comunica­
ciones electrónicas del mundo moderno, donde quiera que estos se introducen. Parece que los
seres humanos de todas las culturas y razas pueden desarrollar una aptitud para ejercer esas
actividades, y que tienen necesidades que esas actividades pueden satisfacer.
Pero, a medida que la civilización moderna se hace más extensa, se establecen paradójicas
contracorrientes. Las culturas se interpenetran. Mientras Asia y Africa adoptan nuevas técnicas
de Occidente, europeos y americanos buscan las religiones orientales o encuentran un nuevo
signiñcado en el arte de las tribus del Africa Occidental. Las culturas más antiguas se desgastan
en Asia y en Africa, y también en el propio Occidente, donde las prácticas que han caracteri­
zado a Europa, por lo menos desde el Renacimiento —en pintura, escultura, arquitectura, litera­
tura, religión, valores personales, educación de los niños y vida familiar—, han sido cada vez
más puestas en cuestión. Por otra parte, algunos pueblos sienten una nueva fidelidad a su pa­
sado, como un medio de subrayar su propia identidad. Aceptando la interdependencia de una
civilización mundial, se esfuerzan no sólo por la independencia política, sino también por la
cultural o espiritual.
Para poner en funcionamiento una linea aérea, o cualquier otro sector de la civilización
moderna, se requiere un alto grado de precisión, de división del trabajo y la sincronización de
los esfuerzos de muchas personas que tienen que realizar determinados actos, en un momento
dado. Estas, a su vez, presuponen la objetividad del conocimiento y la racionalidad de la
conducta, asi como una aceptación de la disciplina, de la previsión, de ia organización y de la
dirección. Pero estas mismas cualidades generan sus contrarios. Es otra paradoja que se hayan
interpretado como signos de modernidad en el siglo XX unas nuevas filosofías de subjetividad y
de irracionalismo, las revueltas contra la forma y las demandas de una libre autoexpresión. La
organización restringe la libertad, pero es necesaria para la vida moderna. No es fácil para el
hombre adaptarse al medio social que él mismo ha creado para mejorar su situación. La para­
doja es tan vieja como Rousseau, pero se percibe más claramente cada día.
L as o ficin as de las International Busines Machines (IB M = M á q u in as C om erciales In te rn a ­
cionales) p arecen en e x trañ a c o m p a ñ ía al la d o de u n a m ezq u ita en E stam b u l (T u rq u ía), p ero lo
p arecerían tam b ién al lad o de u n a iglesia gó tica en E u ro p a . A q u í hay la ad ' :¡onal y u xtaposición
de O rien te y O ccid en te.
A la derech a, d o s jó v en es tr a b a ja n en u n p ro b le m a de c o m p u ta d o ra en la U niversidad de
Ib a d a n , en N ig eria. Sus trajes reflejan su tiem p o y su lu g ar, p e ro el joven de la derecha m uestra
u n a co n cen tració n y u n a perp ejid ad q u e son universales. L a U niversidad de Ib a d a n es u n a
n u ev a-in stitu ció n , q u e d a ta de 1962, p e ro la m u ltip licació n de U niversidades, con sus pro b lem as
co n sig u ien tes, es u n signo de m o d ern izació n en to d o s los países.

620
La escena superior corresponde a Mongolia, donde el slogan de la modernización ha sido:
«Hoy, un millón de caballos; mañana, un millón de máquinas»: Un jinete monta un caballito
del tipo en que sus antepasados recorrieron repetidamente el interior de Asia, mientras su
sonriente compañero, en una motocicleta, parece que podría hacer lo mismo.
A la derecha, tres mujeres Yoruba compran en un supermercado en Lagos (Nigeria). La
urbanización ha avanzado tan rápidamente en A f r i m míe T aonc tiene ahora cerca de un millón
de habitantes en su área metropolitana. La mayor parte de ellos nacieron en zonas rurales, en cir­
cunstancias muy diferentes.

622
w
Los supuestos subyacentes en el arte occiden­
tal desde el Renacimiento tal vez han sido aban­
donados más plenamente en la escultura. La es­
tatua que celebraba a un gran hombre o una fi­
gura alegórica desde el siglo XV hasta el XIX ha
llegado a ser todavía más rara que el retrato re­
alista en la pintura; hoy incluso podría conside­
rarse ridicula.
Henry Moore, a la izquierda, nacido en Ingla­
terra en 1898, es uno de los más importantes es­
cultores del siglo XX. Aquí le vemos en un cuar­
to donde guarda su colección de maquetas de ye­
so, los modelos de trabajo de los productos reali­
zados durante su larga carrera. Ya en 1920, rom­
piendo con las tradiciones europeas de la escul­
tura, se interesó por el arte de la América preco­
lombina, del Africa negra y de la Grecia arcaica
o preclásica. Los modelos de los estantes revelan
influencias de este tipo. En la búsqueda de un
nuevo acento, de una audacia de linea o de una
intensa abstracción, lo moderno y lo primitivo
coinciden.

625
A la derecha, unos trabajadores decoran la base de una nueva construcción en Lagos. La
construcción —la Casa de la Independencia, de 25 pisos— es un monumento a la moderniza­
ción, pero la fachada que aquí se muestra, con su bajorrelieve, obra del escultor nigeriano Relix
Idubor, representa tres figuras del folklore tradicional o de la historia.
Arriba, un grupo de mujeres, en la India, escucha a una socióloga su explicación acerca de la
planificación familiar y de .la anticoncepción, como parte de un programa nacional e internacio­
nal destinado a controlar el explosivo crecimiento de población, que en la India ha estado crecien­
do en unos diez millones anuales.

626
A la izquierda; hora punta en Tokio. De no ser por los tres caracteres japoneses y por los
rostros japoneses también, ésta podría ser una imagen de muchas otras ciudades del mundo,
donde miles de hombres y mujeres tienen que salir para sus casas, a considerables distancias,
exactamente al mismo tiempo.
Arriba, coches americanos son descargados en un muelle del Golfo Pérsico. Su destino es
Kuwait, a donde un centenar de ellos serán conducidos en una caravana del desierto de estilo
moderno. La dependencia de los países industriales del petróleo del Oriente Medio se compensa,
en parte, por la dependencia del Oriente Medio de los vehículos motorizados de los países
industriales.

629
630
Arriba, cinco discípulos consultan a un «gura» o maestro religioso, en un oscuro retiro, en
las laderas del Himalaya. Los dos primeros son latino-americanos y han acudido a la India, en
la creencia de que las Filosofías del hinduismo y de los antiguos mayas pueden tener mucho en
común. En todo caso, buscan algo que no encuentran en la civilización moderna.
A la izquierda, un super-exprés japonés pasa ante el monte Fuji, entre Tokio y Osaka. A un­
que no sea una paradoja, es, por lo menos, digno de comentario que algunas formas de moder­
nización hayan avanzado más en el Japón que en Europa o en América del Norte.

631
XIV LA EPOCA CONTEMPORANEA: GUERRA FRIA,
COMUNISMO Y REVOLUCIÓN COLONIAL

Un cataclismo es todo cambio violento que implique súbitas y extensas


alteraciones de la superficie de la tierra; por analogía, cualquier cambio
violento, especialmente un cambio social o político. Un cataclismo en la
naturaleza, como puede imaginarse, es un momento en que los volcanes
entran en erupción, en que retumban los terremotos, en que los viejos
sistemas montañosos se derrumban, en que surgen nuevas cimas y cordille­
ras, en que incluso las costas adoptan formas nuevas, en que los seres vivos
huyen de la destrucción, en que antiguas formas de vida se extinguen, y en
que nuevas formas de vida, inadvertidas al principio, emprenden nuevos
procesos de desarrollo en los que acabarán floreciendo. El mundo del
hombre ha sido presa de uno de esos cataclismos, desde 1914. Las dos
Guerras Mundiales, las Revoluciones Rusa y China, la Gran Depresión, las
Dictaduras Nazi y Fascista, el desarrollo de la energía nuclear, el final de los
imperios coloniales europeos en Asia y en Africa, y la aparición de docenas
de nuevas naciones; todos estos hechos forman parte de los cambios que han
alterado las líneas costeras de la sociedad humana moderna hasta un punto
irreconocible, y para ellos la palabra «cataclismo» no es demasiado fuerte.
Muchos de los cambios han tenido lugar desde 1945. Es difícil apreciar
con exactitud las complejidades de nuestro mundo y mantenerse a la altura
de los decisivos acontecimientos de nuestros días. Los dos capítulos siguien­
tes tratan de esbozar los desarrollos más memorables de lo que hemos
llamado la época contemporánea.

74. La guerra fría y la recuperación de la Europa Occidental

Pueblo y naciones

Hablando en general, el mundo, en la segunda mitad del siglo X X , no


tropezó con problemas totalmente nuevos, pero algunos problemas funda­
mentales, que habían preocupado a la humanidad durante más de un siglo,
se habían hecho más complejos y más urgentes. Pueden señalarse tres: la
ciencia, la industrialización y la soberanía nacional.
El problema de la ciencia adquirió un carácter dramático con la bomba
tm biem a de! capitulo: Ia Tierra vista desde un satélite, a 23.000 millas de distancia, transmi­
tiendo una fotografía a una estación de Carolina del Norte.
atómica. El mundo se estremeció ante la instantánea destrucción de Hiroshi­
ma. La lucha de la postguerra por producir bombas atómicas y de hidrógeno
aún más elaboradas estimuló la convicción de que una tercera guerra
mundial seria inimaginablemente más espantosa. Podría preverse el empleo
de cohetes intercontinentales dirigidos, de controles por radio, de espoletas
de proximidad, y, probablemente, de guerra biológica. Los seres humanos
tenían ahora la posibilidad de aniquilar, no sólo sus civilizaciones, sino tam­
bién casi su existencia sobre el planeta. Esta idea producía una especial con­
moción en un mundo que había situado sus más altos valores en el progreso
social.
El problema de la ciencia no era nuevo. La ciencia y su asociada, la
invención, habían ido transformando, a lo largo de mucho tiempo, la
industria y la guerra. Habían dominado muchas de las temidas plagas y
enfermedades del mundo. Las personas inteligentes sabían, desde hacía
mucho tiempo, que la ciencia podía aplicarse constructiva o destructivamen­
te. Era la magnitud de las posibilidades destructivas la que hacía que
personas antes indiferentes se preocupasen ahora por el problema. La
acumulación del conocimiento científico, en lugar de elevar la calidad de la
vida humana, había alcanzado los espantosos retorcimientos de una pesa­
dilla. Los propios científicos, tras la explosión de la primera bomba atómica,
proclamaron la necesidad de una regeneración moral. Insistían en que la
ciencia era neutral, inocente del horror de Hiroshima, y que el conflicto no
radicaba en la ciencia, sino en el uso que se hacía del conocimiento
científico.
Otra respuesta era la de que debía haber más ciencia social. Con un
mejor conocimiento de la sociedad y del comportamiento humano, parecía
que los hombres no necesitarían utilizar la ciencia física para matarse unos a
otros. Indudablemente, era verdad que cuanto más plenamente se conociese
la sociedad* mejor sería para todos los interesados. Pero en esto había un
peligro también. Del conocimiento científico del comportamiento humano,
tal vez no hubiera más que un paso para el control científico del comporta­
miento humano. Ya hemos visto cómo, en los estados totalitarios, los
gobiernos no sólo aceptaban el hecho de que los hombres eran configurados
por el medio ambiente,, sino que se propusieron monopolizar el medio
ambiente y crear los propios elementos configuradores. Una sociedad en la
que se ejerciese la ciencia como una de tantas actividades era una cosa; una
sociedad puramente «científica» era otra. En la segunda, los hombres
podían ser manipulados, sencillamente, por expertos. La obra de George
Orwell, 1984, y la de Aldous Huxley, Un mundo feliz, entre las más famosas
de las «anti-utopías», eran proyecciones de ficción de manipulaciones de ese
género. ;
El problema de la industrialización y de la seguridad en una sociedad
industrial persistía también. En teoría, había dos polos sociales opuestos. En
uno de ellos, representado especialmente por la U .R .S.S., todo el capital era
de la propiedad del estado y se proporcionaba a los trabajadores en la
medida en que lo necesitaban, y todo intercambio era cuidadosamente
planificado por las autoridades públicas. En el otro polo, cuya mejor
representación correspondía a los Estados Unidos, el capital era de propie­

634
dad de personas privadas que elegían los canales de inversión y determina­
ban así la existencia de puestos de trabajo, y el intercambio se verificaba a
través del mecanismo del mercado. Lógicamente, ninguno de los dos siste­
mas era puro en la práctica, y, en realidad, las economías mixtas se
convirtieron en la norma en muchos países, pero las diferencias seguían
siendo pronunciadas. El principal inconveniente del sistema soviético era su
falta de libertad; el del sistema americano, su falta de estabilidad y de
seguridad económica. Los americanos dedicaban mucho más tiempo a tratar
de corregir la falta de seguridad, que los soviéticos a tratar de corregir la
falta de libertad.
La devastación de la Europa occidental en 1945, el problema de una
industrialización arruinada en una de las áreas industriales más importantes
del mundo, y el de una. sociedad incapaz de producir con eficiencia, pero
obligada a producir lo suficiente para satisfacer a una población civilizada,
planteaban, inevitablemente, cuestiones políticas. Y no era Europa el único
centro de conflictos. En Asia y en Africa, el efecto de las ideas y de las
tecnologías occidentales había contribuido a crear sociedades que procura­
ban el perfeccionamiento tecnológico occidental, pero que, al mismo tiempo,
también trataban de independizarse de Occidente. Las condiciones de una
industrialización de dimensión mundial, y los adelantos en medicina, sani­
dad y salud pública, contribuían a hacer más densas las poblaciones, que,
después de la guerra, aumentaban a unos ritmos sin precedentes. Los nuevos
gobiernos creían que sólo mediante la industrialización podían elevar sus
niveles de vida. Necesitaban maquinaria, préstamos, consejeros; miraban, de
una parte, a la Unión Soviética, y, de otra, a los Estados Unidos. El
colonialismo en Asia y en Africa estaba muerto, pero la necesidad de
ayuda de los asiáticos y de los africanos estaba muy viva; en el suministro de
esa ayuda iba a entablarse la competencia.
Otra pregunta surgía en torno a la unidad y diversidad del mundo
contemporáneo. ¿Era el mundo contemporáneo, realmente, «un mundo», o
no lo era? Era un mundo, en el sentido de que requería una gran cantidad de
mutuo intercambio y en el sentido de que las repercusiones políticas se
extendían por él rápidamente y las culturas mundiales se interrelacionaban
como nunca lo habían hecho antes. Pero estaba lejos de ser un mundo
homogéneo; todos admiraban la turbina de vapor y se estremecían ante la
fisión atómica, pero, fuera del marco material, sus esquemas de valores
diferían ampliamente. Nadie quería estar subordinado a otro, o perder su
modo de vida en una civilización mundial uniforme. Aquí se encuentra la
raíz del problema de la independencia nacional y de su corolario, la
organización mundial.
Después de la Segunda Guerra Mundial, como después de la Primera, se
creó una organización internacional para impedir la guerra en el futuro1.
Una conferencia de todas las potencias anti-Eje, reunida en San Francisco en
1945, estableció las Naciones Unidas y redactó su Carta. La nueva organiza­
ción se proponía mantener la paz y la seguridad internacionales, estimular fa
cooperación en la solución de los problemas sociales, económicos y cultura­

Ver págs. 459, 464. 614.

635
les internacionales, y trabajar por la igualdad y la expansión de la libertad
humana. De sus numerosas agencias, dos eran centrales. La Asamblea
General era un cuerpo deliberante, en el que todos los estados soberanos
reconocidos, por pequeños que fuesen, se consideraban iguales. El Consejo
de Seguridad, cuya responsabilidad primordial era la conservación de la paz,
se componía de quince miembros, es decir, los cinco estados considerados
Grandes Potencias como miembros permanentes y diez miembros adiciona­
les, por rotación, que habían de ser elegidos por la Asamblea para períodos
de dos años. Exceptuados los Estados Unidos y la U .R .S.S., no era fácil
definir a las Grandes Potencias en 1945, pero los escaños permanentes
fueron asignados a los Estados Unidos, a la Unión Soviética, a Gran Bretaña,
a Francia y a China.
Cada miembro permanente tenía un poder de veto. Así pues, el Consejo
de Seguridad podía actuar en asuntos importantes, sólo cuando se alcanzaba
la unanimidad entre las Grandes Potencias. El poder de veto de las Grandes
Potencias suscitó muchas críticas, pero se consideró necesario. En las crisis
importantes, seria preciso el acuerdo de las Grandes Potencias para mante­
ner la paz mundial. La U.R .S.S. pedía el veto más abiertamente (y lo empleó
más libremente), pero tampoco los Estados Unidos se habrían integrado en
las Naciones Unidas sin aquella salvaguardia. Muchos recordaban que la
antigua Sociedad de Naciones fue débil porque los Estados Unidos nunca se
habían integrado, y porque la Unión Soviética sólo había sido admitida
tardíamente. En años sucesivos, incluso países pequeños se negaron, en
ocasiones, a cumplir los acuerdos de las Naciones Unidas. Lo cierto era que
ninguna nación, grande o pequeña, estaba dispuesta a renunciar a su
independencia en una cuestión considerada vital, o a sumergirse en un estado
mundial con autoridad para reprimir la violencia en cualquier parte, como
podía hacerlo el estado nacional dentro de su fronteras.
Las Naciones Unidas tuvieron, inicialmente, cincuenta y un miembros
—los países implicados, de algún modo, en la guerra contra el Eje— . Su cuar­
tel general se situó en Nueva York. La Carta preveía la admisión de nuevos
miembros, incluidos los antiguos países del Eje y sus satélites, y también los
que en la guerra se habían mantenido neutrales, a fin de poder ser verdade­
ramente internacional. Desde 1947 a 1955, fueron admitidos pocos estados
más; en 1955, se sumaron dieciséis naciones, y después, en las dos décadas
siguientes, la organización se amplió casi hasta el triple de su número inicial.
No sólo en el número de miembros, sino también en otros aspectos, las
Naciones Unidas, y especialmente la Asamblea General, se desarrollaron a lo
largo de unas líneas no previstas en 19452. Pero, por lo general, en el
periodo de la postguerra, la rivalidad entre las dos superpotencias, Estados
Unidos y la Unión Soviética, frustraron todos los esfuerzos internacionales
por lograr el desarme y la paz.

La lucha p o r Europa
Aunque el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas preveía escaños
permanentes para cinco potencias, la guerra, en realidad, sólo dejó dos

2 Ver más adelante, págs. 745, 747-749.

636
Grandes Potencias que todavía se mantenían con fuerza, los Estados Unidos y
la Unión Soviética. Desde el siglo XVII, el mundo ha solido tener alrededor de
media docena de Grandes Potencias. Que en 1945 sólo hubiera dos, suponía
una gran diferencia. Además, las dos eran superpotencias, gigantescos paises
continentales, dueños de unos recursos y de una fuerza militar enormes, que
eclipsaban a todos los demás estados, incluidas las potencias europeas que,
durante largo tiempo, habían dominado los acontecimientos en los siglos
modernos. La característica de un sistema de dos estados, que no se
encuentra en un sistema de múltiples estados, es la de que cada superpoten-
cia sabe de antemano cuál puede ser su único enemigo peligroso. En tal
situación, la sutileza diplomática desaparece. Las medidas que cualquiera
de las dos potencias adopta para su propia seguridad son consideradas como
provocaciones por la otra. Después de la guerra, los Estados Unidos y la
U .R .S.S., cayeron en esta incómoda relación recíproca. Desde 1945 en
adelante, se implantó un antagonismo diplomático e ideológico de intereses y
de ideas, que se conoció como la Guerra Fría.
Ya hemos señalado el estado de cosas, al final de las hostilidades3. Lns
ejércitos rusos ocupaban la Europa oriental hacia el oeste, hasta el río Elba;
los ejércitos americano, inglés y francés conservaban el resto de Alemania, la
mayor parte de Austria y toda Italia. El movimiento de los ejércitos de tierra
durante la lucha determinó, en general, las esferas de influencia después de
la paz, excepto en lo que se refería a las zonas de Alemania, donde las cuatro
potencias aliadas efectuaron los traslados de fuerzas necesarios para ocupar­
las, de acuerdo con lo establecido en Potsdam. En el último momento, en
agosto de 1945, los soviets habían declarado la guerra al Japón, y penetrado
en Manchuria y en Corea. Después, de la guerra, desde 1945 a 1947,
prestaron ayuda a los separatistas del Irán septentrional; presionaron a los
turcos para lograr un .control conjunto de los Estrechos; apoyaron a los
comunistas en una guerra civil en Grecia; impusieron gobiernos comunistas
en los países de la Europa oriental; instalaron un régimen comunista en la
Alemania Oriental; se negaron a cooperar en programas económicos de
ayuda a la Alemania ocupada; y rechazaron las propuestas de desarme
atómico. En Asia, apoyaron los movimientos de independencia de dirección
comunista en Indochina y en otras partes, y ayudaron a establecer un
régimen pro-comunista en Corea del Norte.
Nadie podía saber (ni siquiera en la U .R .S.S.) lo que Stalin y sus
próximos colaboradores del Kremlin creían o pretendían, realmente, en
1945. Probablemente, como consumados marxistas-leninistas, consideraban
inevitable, en un futuro indefinido, un choque entre la U.R .S.S. y las
potencias occidentales. Probablemente, estaban preocupados por el mono­
polio americano de la bomba atómica, y, posiblemente, por la fuerza
económica del capitalismo americano, que podía tratar de recuperar merca­
dos en la Europa oriental y en otras áreas. Probablemente, se daban cuenta
de que la fluida situación de la postguerra les permitía establecer una zona
exterior amortiguadora, favorable a la U .R .S.S., plan en el que se habían
aventurado ya al aliarse con Alemania en 1939, y que les había facilitado la

3 Ver págs. 608-611.

637
absorción de la Polonia oriental y de los estados bálticos (o la reabsorción,
porque aquellas regiones habían sido rusas durante más de un siglo, con
anterioridad a 1918). Probablemente, veían en la secuela de la Segunda
Guerra Mundial, como en la de la Primera, úna oportunidad para impulsar
la revolución marxista internacional en Europa y en Asia. Tanto si los rusos
estaban actuando defensivamente para proteger su seguridad nacional como
si lo hacían agresivamente para promover el comunismo a escala mundial, el
presidente Truman y sus consejeros se hallaban convencidos de que los
soviets estaban embarcados en una ofensiva comunista universal, que ellos
tenían la obligación de detener.
Una de las primeras bajas del desacuerdo fue un plan presentado por los
Estados Unidos para poner la fabricación de armas atómicas bajo supervi­
sión internacional. Los Estados Unidos proponían un organismo de control
internacional para impedir la fabricación de bombas atómicas por gobiernos
nacionales; ese organismo tendría derecho a enviar inspectores, cuando así
lo deseara, a todos los países, y a imponer sanciones, al margen del veto,
contra cualquier país que fuese declarado culpable de usos no autorizados de
la energía atómica. Los soviets siempre habían rechazado la idea de que los
extranjeros examinasen libremente su sociedad. Declararon que la inspección
violaría la soberanía nacional, y pusieron en duda la buena fe de la
propuesta americana. Al rechazar la propuesta, continuaron su investigación
atómica, al igual que los Estados Unidos. En 1949, la U .R .S.S. estaba
equipada para llevar a cabo una guerra atómica. La carrera de armamentos
atómicos, uníversalmente temida, había comenzado.
La Unión Soviética, para proteger sus intereses en un organismo interna­
cional en el que la abrumadora mayoría estaba firmemente contra ella, hacía
un frecuente uso de su veto en las Naciones Unidas. Desde 1945 a 1955, los
soviets utilizaron el veto setenta y cinco veces, y los Estados Unidos, tres.
Los Estados Unidos consideraban inadecuadas a las Naciones Unidas como
instrumento para detener la expansión comunista. Como Gran Bretaña no
podía prestar una ayuda importante, en ningún sentido, a causa de su
debilidad económica, los Estados Unidos formularon una política nacional
positiva propia para «contener» al comunismo, que comprometía a los
Estados Unidos en nuevas responsabilidades globales. En 1947, en virtud de
la «Doctrina Truman», facilitaron equipamiento militar y consejeros milita­
res profesionales a Grecia y a Turquía, y anunciaron una política de ayuda a
todos los pueblos, para impedir la captura violenta de sus gobiernos por
partidos minoritarios. Al propio tiempo, el Secretario de Estado, George
Marshall, en 1947, anunciaba un programa americano de amplia ayuda
económica a todos los países europeos —incluidos los satélites soviéticos, si
la aceptaban—. Se esperaba que la reconstrucción económica de Europa
evitaría los avances comunistas debidos al hambre y a la miseria.
Los soviets, por su parte, denunciaban a los capitalistas e imperialistas
americanos como «traficantes de guerras». Con los Estados Unidos arman­
do a Grecia y a Turquía, con portaviones americanos capaces de navegar por
todo el Mediterráneo o de situarse frente a la costa de Murmansk, con bases
aéreas americanas instaladas o fáciles de instalar en el Oriente Medio, con los
americanos ocupando Corea del Sur y Japón y anexionándose, virtualmente,

638
Okinawa, y con el grueso de los Estados Unidos cerca, a través del Polo Norte,
de los centros vitales de la Unión Soviética, y con la capacidad americana de
bombarderos de gran autonomía ya suficientemente demostrada, era natural
que los soviets se sintiesen cercados. Los recelos soviéticos —que databan de
la intervención occidental en las guerras civiles rusas de 1918-1919, del Pacto
de Munich de 1938, de la cotroversia acerca del segundo frente en la
Segunda Guerra Mundial, del brusco cese de la Ley de Préstamo y Arriendo
al final de la guerra y de otras fuentes de fricción— se vieron incrementados.
El gran motivo de rivalidad en los primeros años de la postguerra fue
Europa. En 1945, Europa, la más importante protagonista de esta larga
historia, se hallaba en ruinas. La Segunda Guerra Mundial la dejó en un
estado de postración y de desorden peor que la Primera. La destrucción
física era incomparablemente mayor. En la Primera Guerra Mundial, la
guerra de trincheras había destruido totalmente las regiones fronterizas. En
la Segunda, la lucha por tierra había convertido en ruinas a Rusia occiden­
tal, y los bombardeos aéreos habían reducido a montones de escombros
ciudades enteras, especialmente en Alemania. Los llamados bombardeos
estratégicos de los aliados habían destruido la industria productiva y los
medios de transporte del Continente. Los artículos, aun en el caso de que se
produjesen, no podían transportarse; millones de refugiados que huían de
las ciudades bombardeadas o de regímenes políticos hostiles buscaban deses­
peradamente un albergue. La guerra había asolado una de las áreas indus­
triales más importantes del mundo y hundido su sistema económico.
En uno o dos años, las devastaciones locales más graves estaban repara­
das, pero los problemas de transperte y de intercambio continuaban. La
Europa industrial no podía comerciar con la Europa oriental agrícola, ni con
el mundo. El Continente estaba en la misma situación en que la Primera
Guerra Mundial había dejado a Viena. Europa era una metrópoli mundial,
una especie de gigantesca ciudad continental, separada de las áreas con las
que había mantenido su comercio. Había vivido, durante mucho tiempo, de
importaciones que ya no podía pagar. Y no podía pagar, porque, en la
Segunda Guerra Mundial, como en la Primera, los europeos habían perdido
sus inversiones en ultramar, y los países ultramarinos habían levantado sus
propias industrias y necesitaban menos de las de Europa. Al propio tiempo,
Europa tenía una población políticamente despierta que no aceptaría la
miseria ni la sufriría con callada resignación.
No se podía ignorar a Europa; su población conjunta superaba la de
ambas superpotencias, y, aun en ruinas, poseía una de las instalaciones
industriales más importantes del mundo. Una de las principales cuestiones de
la postguerra, por lo tanto, era la de salvar a Europa, o, en política práctica,
quién sería el «salvador» de Europa. Sólo había dos candidatos: la U.R.S.S.
y los Estados Unidos. A los europeos no les seducía la perspectiva de que los
salvaran los unos ni los otros. La mayor parte de los europeos consideraba el
comunismo como una esclavitud. En Francia y en Italia, desde luego, casi
una cuarta parte de la población votaba por los comunistas, y los comunistas
ocupaban importantes posiciones en los sindicatos; pero el número de los
que realmente deseaban una sociedad comunista no era grande, y muchos
votos comunistas representaban, sobre todo, una oposición a los modos

639
tradicionales y rutinarios de tratar los problemas sociales y económicos.
Entre las clases, existían fricciones sociales, pero, si no se producía una
catástrofe, Europa no se haría comunista. Tampoco era grande el número de
los que deseaban ser remodelados de acuerdo con la economía o con la
cultura de los Estados Unidos. Recelaban incluso de la dependencia de los
favores de los Estados Unidos como de una jugada; recordando la depresión
de 1929, y cómo toda Europa se había hundido tras el cese de los préstamos
estadounidenses, no tenían ni el menor deseo de depender del capitalismo
americano. Europa, como otros grandes conglomerados del mundo, quería
mantener su identidad y su independencia espiritual. Pero, entre los progra­
mas de las dos superpotencias, existía la diferencia de que los soviets tenían
más que ganar con el caos de Europa, y los Estados Unidos tenían más que
ganar con su reconstrucción. Inmediatamente después de la guerra, los
Estados Unidos enviaron artículos por valor de miles de millones de dólares
para remediar la miseria de Europa, y luego se aventuraron en el Plan
Marshall. Los motivos secretos del Plan Marshall fueron muy discutidos e
incluso impugnados. En realidad, los americanos satisficieron sus impulsos
humanitarios, encontraron mercados para sus industrias (a expensas de los
contribuyentes americanos), redujeron la tendencia de los europeos de la
clase obrera hacia el campo comunista, y no tardaron en hacer posible una
asombrosa y rápida resurrección de la Europa industrial.
La clave para la resurrección de Europa era Alemania. El Ruhr seguía
siendo el corazón industrial de Europa. Los antiguos aliados habían acorda­
do tener una política común y un control conjunto para Alemania, aunque
cada uno ocupase una zona distinta. Estaban de acuerdo en que Alemania
debía pagar reparaciones, especialmente a la Unión Soviética, que era la que
más había sufrido a causa del poderío militar alemán. Poco a poco, el
gobierno americano, para lograr que Europa se bastase a sí misma y fuese
menos dependiente de la ayuda americana, comenzó a apoyar la reconstruc­
ción económica de Alemania. Los rusos recelaron. Ellos querían utilizar a
Alemania para reconstruir la Unión Soviética. Los americanos querían utili­
zarla para reconstruir Europa, no querían prestar ayuda a Alemania, para que
luego pasase, en concepto de reparaciones, a la U .R .S.S. En 1946, se acabó
la administración conjunta de Alemania. Los rusos consolidaron su situa­
ción en la Alemania oriental; los americanos, los ingleses y los franceses se
mantenían en las zonas occidentales. Cada bando procuraba atraerse la
buena voluntad del antiguo enemigo. Cada uno acusaba al otro de partir el
país, violando sus acuerdos.
En 1947, las relaciones entre las dos superpotencias se deterioraron más
aún. En Francia y en Italia, los comunistas, que al principio habían coopera­
do en la reconstrucción de la postguerra, ahora estimulaban huelgas casi
insurreccionales, y los ministros comunistas fueron excluidos del gobierno.
A comienzos de 1948, el Partido Comunista Checo tomó el poder en Praga,
poniendo fin a un experimento de coalición democrática y convirtiendo a
Checoslovaquia en un régimen dominado por los comunistas. Los soviets
prohibieron a sus satélites que participasen en el Plan Marshall. En el verano
de 1948, en venganza por la unificación americana, inglesa y francesa de la
Alemania occidental y por la introducción en ella de la reforma monetaria,

640
los soviets bloqueraon Berlín y cortaron todas las rutas por carretera y
ferrocarril, a través de la Alemania Oriental, hacia los sectores occidentales
de la ciudad. Las potencias occidentales, en especial los Estados Unidos,
respondieron con un masivo «puente aéreo», que diariamente transportaba
por el aire miles de toneladas de abastecimientos para impedir el hambre
entre el pueblo de Berlín. Pasado casi un año, se levantó el bloqueo; pero
aquélla no fue más que la primera de varias crisis suscitadas en torno a
Berlín. Mientras tanto, los Estados Unidos y las potencias europeas occiden­
tales seguían adelante con sus proyectos de reconstrucción económica y de
defensa de Europa, y la U .R .S.S. unía cada vez más estrechamente a sus
satélites.

La recuperación de la Europa occidental

Con el Plan Marshall, que empezó a funcionar en 1948, continuaron los


gigantescos donativos a la Alemania occidental y a Europa, pero los donati­
vos ya no se consideraban como un remedio provisional. En adelante, la
ayuda americana se distribuiría de tal modo entre los diversos países, y de tal
modo se coordinaría con la política de cada país y con las políticas conjuntas
de los países europeos que actuaban unidos, que permitiría a Europa
sostenerse por sí sola y desempeñar su propio papel en el comercio interna­
cional. Los funcionarios americanos presionaban a los europeos para que
redujesen las barreras arancelarias y los controles monetarios de los unos
frente a los otros. Sólo creando un mercado interno libre y de amplitud
europea, podrían los europeos obtener la ventaja de la producción en serie y
de la reducción de costes que predominaba en los Estados Unidos.
Los resultados del Plan Marshall superaron las más audaces previsiones de
sus patrocinadores. Después de la Primera Guerra Mundial, la tendencia a
las tarifas altas y a la rigidez económica, a cuya cabeza se hallaban los
Estados Unidos, había culminado en la gran depresión, y con ella había
sobrevivido una intensificación del nacionalismo económico. Con el Plan
Marshall, la tendencia se invirtió. Ahora existían las condiciones para un
mercado más libre entre los países europeos occidentales participantes, y un
comercio mundial más líbre también. En la Europa occidental, la produc­
ción industrial subió espectacularmente. En 1950, sólo dos años después de
la iniciación del plan, la producción industrial en la Alemania Occidental
alcanzaba y superaba los niveles de antes de la guerra, y continuaba
subiendo; a comienzos de la década de 1950, el boom se extendía a Francia y
a Italia, y, aunque en menor grado, a Inglaterra. Los europeos occidentales
comenzaban a disfrutar de una notable prosperidad; sus economías se
desarrollaron a unos ritmos sin precedentes, y sus niveles de vida y de
consumo se elevaban sorprendentemente, aunque no con la rapidez suficien­
te para satisfacer todas las expectativas despertadas. Durante unos veinte
años, este crecimiento económico y esta prosperidad continuaron sin inte­
rrupciones graves.
El Plan Marshall era, en cierto sentido, revolucionario; había propuesto

641
_nada menos— que un país rico como los Estados Unidos emplease sus
recursos económicos en reanimar a sus competidores. Era una mezcla de
generosidad creadora y de agudeza política. Reconocía la mutua interdepen­
dencia de todos los miembros de la economía mundial, y servía a los
intereses americanos garantizando un mercado mundial reanimado, uno de
cuyos principales beneficiarios serían los Estados Unidos. En cuanto a Asia,
Africa y América Latina, donde el problema no consistía en reanimar una
economía industrial enferma, sino en crear una industria, se lanzaron otros
programas de inversión de capital, de gran amplitud. También allí, el
comunismo seria combatido mediante la eliminación de la pobreza y de la
necesidad, sus campos de cultivo.
Los países de la Europa occidental, tras haber recibido su impulso inicial
del Plan Marshall, actuaron con audacia e imaginación. Adoptaron medidas
adicionales propias, encaminadas a la integración económica. En 1952, con
un plan francés desarrollado por Robert Schuman y Jean Monnet, los seis
países industriales continentales —Francia, Italia, Alemania Occidental,
Bélgica, Holanda y Luxemburgo— fundaron una Comunidad Europea del
Carbón y del Acero, para reunir sus recursos de ambos productos. Los
resultados no sólo fueron importantes para la producción, sino que los
órganos supranacionales establecidos en Luxemburgo se convirtieron en el
fundamento de una ulterior cooperación económica y política. En 1957, con
los tratados firmados en Roma, un paso más ambicioso de los mismos seis
países creó la Comunidad Económica Europea, o Mercado Común, que
aspiraba a la eliminación de todas las barreras arancelarias internas, al
desarrollo de un sistema común de tarifas respecto al mundo exterior, y al
libre movimiento de la fuerza de trabajo y del capital dentro del propio
Mercado Común. Además, los seis signatarios proclamaban la integración
económica europea como la vía de acceso a la unidad política. Con los
mismos tratados, para unir su investigación y sus recursos atómicos, los seis
establecían también una Comunidad Atómica Europea.
El Mercado Común, en funcionamiento desde 1958, se convirtió en uno
de los florecientes conglomerados económicos del mundo. En 1968, desapa­
reció la última tarifa interna; una población superior a los 175 millones se
reunía en una gran área de libre comercio. Inglaterra, sin decidir si sus lazos
con la Commonwealth y la dependencia de unas importaciones agrícolas de
bajos precios le permitían unirse a la Europa Continental, se abstuvo, al
principio, de solicitar la integración. Después, en 1963 y en 1967, la solicitud
inglesa de integración fue bloqueada dos veces por Francia, cuyo presidente
era entonces el general de Gaulle, el cual consideraba a Inglaterra como una
cabeza de puente para una excesiva influencia americana sobre el Continente
y creía que la unidad continental se debilitaría con la incorporación británi­
ca. En 1960, Inglaterra y otras seis pequeñas naciones formaron una
Asociación Europea de Libre Comercio (E.F.T.A . = European Free Trade
Associatiori), que contribuyó también a la liberación del comercio, pero
carecía del dinamismo del Mercado Común y desapareció, diez años des­
pués. En 1973, Inglaterra se convirtió, al fin, en miembro de la Comunidad
Económica Europea, así como Dinamarca e Irlanda, con lo que, de las seis
naciones iniciales, se pasó a nueve.

642
Los países de la Europa occidental también avanzaban, lentamente y con
resultados menos espectaculares, hacia la unidad política, hacia la creación
de una Comunidad Europea. La maquinaria legislativa establecida como
autoridad presupuestaria y supervisora para los diversos órganos suprana-
cionales se convirtió en un Parlamento Europeo, que se reunió en Bruselas:
muchos esperaban que, algún día, los delegados serían elegidos por un
electorado de dimensión europea, en lugar de ser nombrados por sus
respectivos gobiernos. La Europa occidental podía pasar de la unión adua­
nera a la unidad política, como habían hecho, en otro tiempo, las naciones in-
^ dividuales. La maquinaria económica y política supranacional de la Comuni­
dad Económica Europea, los trabajos cotidianos de una burocracia europea
en Bruselas y en Luxemburgo, la estrecha consulta sobre intereses comunes,
eran signos favorables a la unificación europea. El Consejo de Europa,
puramente político, establecido anteriormente en Estrasburgo, en 1949,
continuaba reuniéndose y abogando por la federación de Europa mediante la
cooperación política, pero era menos eficaz. La probabilidad de cualquier
tipo de unidad europea real era todavía remota. Los gobiernos europeos no
tenían prisa por hacer dejación de su soberanía y de su independencia
nacionales. Francia, que había sido una precursora en la construcción del
internacionalismo europeo de postguerra, ahora, bajo la influencia del
general de Gaulle, mostraba signos de un obstinado y persistente naciona­
lismo de los viejos tiempos.
Las naciones de la Europa occidental colaboraron también estrechamen­
te en la elaboración de convenios militares entre sí y con los Estados Unidos,
al principio para asegurarse contra toda resurrección militar de Alemania,
pero, en seguida, dirigidos solamente contra la expansión soviética. Con
el tratado de Bruselas de 1948, Inglaterra, Francia, Bélgica, Holanda y Luxem­
burgo acordaron consultarse acerca de las cuestiones de defensa mutua.
En 1949, los Estados Unidos capitanearon la creación de la Organización del
Tratado del Atlántico Norte (OTAN). El tratado, inicialmente firmado por
veinte naciones, pero al que pronto se unieron Alemania Occidental (a partir
de 1949, República Federal de Alemania), Grecia y Turquía, pedía a los
Estados Unidos que suministrasen equipamiento para el rearme europeo y
que garantizase a la Europa occidental contra la invasión, siendo la U.R .S.S.
aunque no se especificaba, el único enemigo. En 1950, los Estados Unidos
ejercieron presiones en favor del rearme de la Alemania Occidental. Cuando
la Asamblea Nacional Francesa, en 1954, no aprobó un plan para una
Comunidad de Defensa Europea (con un «ejército europeo» común, en el
que los militares alemanes servirían como soldados «europeos»), nació en
cambio, la Unión Europea Occidental. Esta reunía a las cinco potencias de
Bruselas, y a los Estados Unidos, Canadá, Italia y Alemania Occidental, y
autorizaba a la República Federal de Alemania a crear un ejército nacional
bajo el mando general de la OTAN. Los Estados Unidos, Inglaterra y
Canadá estaban ahora firmemente decididos a la defensa del Continente.
Con las decisiones americana y británica, y con la ansiedad europea centrada
en la expansión soviética, cedía la alarma ante la posibilidad de un resurgen­
te militarismo alemán; sólo quedaba en pie un común acuerdo que prohibía
a Alemania la fabricación de armas atómicas. En la guerra atómica, toda la

643
Europa Occidental dependería, para su protección de una sombrilla nuclear
americana.
En menos de una década después de la más devastadora guerra de su
historia, la Europa Occidental se había recuperado económicamente, había
recobrado su identidad, y avanzaba hacia la unidad económica y política.
No podía esperarse que la U .R .S.S. asistiese, indiferente, a la creación de
una nueva superpotencia en su frontera occidental, pues era en calidad de su-
perpotencia como estaba cobrando forma la Europa occidental restablecida y
unificada. Cualquier potencia, y no sólo la Unión Soviética, tendría que opo­
nerse a tal consolidación entre sus vecinos. El estímulo americano a la unifica­
ción de Europa parecía, pues, a la U .R .S.S. otro acto hostil. Los Soviets
unieron más todavía a sus satélites. Siguiendo el ejemplo de la Comunidad
Económica Europea, formalizaron los lazos entre los satélites europeo-
orientales, mediante la creación de un Consejo de Ayuda Mutua Económica,
en 1949, y completaron una red de alianzas militares en el Pacto de Varsovia
de 1955. Pero estos no eran más que una pequeña parte de los grandes cam­
bios que se producían en los mundos comunistas y que habían surgido a partir
de 1945.

75. Los mundos comunistas: Europa Oriental y la Unión Soviética

Europa Oriental, 1945-1953

Si después de la Segunda Guerra Mundial no hubo nada tan trascenden­


tal como la Revolución Rusa de 1917, el triunfo del comunismo en la Europa
oriental en los años siguientes a 1945 y en China en 1949 fue igualmente
importante. Mientras el comunismo en 1918 había sido el caos, en 1945 era
el modo de vida de una Gran Potencia organizada. Las llamaradas comunis­
tas en la Europa oriental y en la central, en 1919, se habían apagado, pero,
en 1945, el comunismo se materializó en aquellas áreas, no a través de una
revolución popular espontánea, sino a través de la fuerza militar soviética y
del respaldo que los Soviets prestaron a los dirigentes comunistas locales.
Los Soviets lograron el control de la Europa Oriental, en el curso de las
operaciones militares contra los alemanes, en los últimos meses de la
Segunda Guerra Mundial. Los estados que cayeron dentro de la órbita de la
influencia soviética incluían a Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria y
Checoslovaquia; la Alemania Oriental se configuró también como satélite
soviético. En todos aquellos estados, se formaron gobiernos de coalición
dominados por los comunistas, estrechamente ligados a la Unión Soviética.
Yugoslavia y Albania, liberadas por sus propios dirigentes «partisanos» y no
por el Ejército Rojo, estaban bajo regímenes comunistas de un solo partido,
pero no ligados a la Unión Soviética. Como los tres estados bálticos se
habían incorporado a la Unión Soviética en 1940, eran 100 m illones más de
personas y once estados europeos los que pasaban a estar regidos por
gobiernos de tipo comunista, después de la Segunda Guerra Mundial. Las
áreas consideradas en 1919 como un muelle protector contra el bolchevismo
estaban ahora bajo dominación rusa. Se dijo que el «telón de acero» había

644
descendido, aproximadamente a lo largo de la antigua línea Elba-Trieste,
agudizando y profundizando divergencias de siglos en el desarrollo de la
Europa occidental y de la oriental4. Finlandia, Austria y Grecia escaparon a
la dominación comunista, y Grecia sólo tras una terrible guerra civil que se
prolongó hasta 1949, cuando fuerzas anticomunistas, ayudadas por un
ejército británico de ocupación, derrotaron a los comunistas y restauraron la
monarquía griega. En otras partes, después de 1945, como después de la
Primera Guerra Mundial, cayeron las monarquías; en Italia, así como en
Yugoslavia, Bulgaria, Rumania y Albania, donde no podía esperarse que los
nuevos regímenes revolucionarios mantuviesen sus tronos reales. La monar­
quía griega fue sustituida por una república, en 1974.
La consolidación del control comunista en la Europa oriental tuvo lugar
por etapas. Durante , la guerra, se había entendido que la potencia o
potencias que liberaran del enemigo una área determinada ejercerían sobre
ella, temporalmente, el control político, hasta que se firmasen los tratados
de paz. De este modo, las potencias occidentales controlaron los aconteci­
mientos políticos en Italia, sin consultar a los Soviets. En Polonia, Bulgaria,
Rumania y Hungría, la ocupación militar soviética hizo posible que los
dirigentes comunistas locales, muchos formados en Moscú y que ahora
regresaban del exilio, dominasen los gobiernos de coalición de frente unido.
En un estado como Bulgaria, la dominación comunista fue completa desde el
principio. En el caso de Polonia, la presión en Yalta y en Potsdam obligó a
los Soviets a conceder representación al gobierno en el exilio, entonces en
Londres, de inspiración occidental; el jefe del Partido Agrario regresó a
Polonia como viceprimer ministro. En todas las coaliciones de post­
guerra, en la Europa Oriental, los comunistas compartían el poder, pero se
reservaban los ministerios clave del interior, de propaganda y de justicia, y
controlaban la policía, el ejército y los tribunales. Los elementos acusados de
haber sido «fascistas» o de haber colaborado con los nazis eran excluidos de
la vida pública e incluso privados del voto. Aunque muchos de los elementos
políticos nacionalistas y derechistas así excluidos eran, indudablemente,
culpables de colaboracionismo y también de simpatías fascistas, la vaga
definición de «fascista» y de «reaccionario» permitió excluir a muchos que
sólo eran anticomunistas. En las primeras elecciones, en Polonia y en otras
partes, las purgas y la privación de derechos civiles de los «indeseables»
políticos constituyeron una burla, cuando Stalin se había comprometido en
Yalta a celebrar elecciones libres y sin trabas en la Europa oriental. Los
Estados Unidos y Gran Bretaña formularon protestas enérgicas, pero inefi­
caces.
Todos los nuevos regímenes introdujeron importantes reformas. Conti­
nuando los programas de distribución de la tierra iniciados después de la
Primera Guerra Mundial bajo regímenes no comunistas, confiscaron y
redistribuyeron muchas grandes fincas y roturaron tierra yerma, de modo
que unos 3 millones de familias campesinas adquirieron alrededor de 2,5 de
hectáreas; las reformas agrarias constituyeron el golpe final a la aristocracia

4 Ver págs. 307-309.

645
terrateniente que en otro tiempo había predominado en el este. Era probable
que las granjas pequeñas, relativamente poco rentables, no aumentasen su
productividad, pero las reformas, exigidas por los partidos agrarios y de los
pequeños terratenientes, eran populares. Los nuevos regímenes, aprove­
chándose del hecho de que la industria había estado en manos extranjeras o
regida por colaboracionistas, nacionalizaron también una gran parte de la
economía. En su lucha con la carga de la reconstrucción en la postguerra, se
mostraban bien dispuestos ante la invitación que los americanos les hacían, en
el verano de 1947, para que aceptasen la ayuda del Plan Marshall. Pero Stalin
no permitiría en modo alguno, que aquellos países se deslizasen hacia la órbita
económica occidental, ni veía con buenos ojos el creciente poder de los peque­
ños terratenientes, ni la tendencia hacia unas elecciones libres en las que los
comunistas podían perder su predominio. Tras el verano de 1947, allí donde
los elementos no comunistas eran todavía fuertes, los comunistas desplazaron
a sus rivales políticos, prohibieron o redujeron a la impotencia a todos los de­
más partidos políticos, y establecieron regímenes comunistas de un solo parti­
do, que se denominaban «democracias populares». En Checoslovaquia, don­
de dirigentes liberales como Eduardo Benes y Jan Masaryk tuvieron la espe­
ranza, durante algún tiempo, de que su país serviría de puente entre los So­
viets y los occidentales, el gobierno de coalición se prolongó por más tiempo
que en otras partes, pero acabó en un golpe comunista, en febrero de 1948, y
con la muerte del joven Masaryk, que se suicidó o fue víctima de un crimen
político.
Una vez que los comunistas se apoderaban del control, los dirigentes de
los partidos políticos de oposición, en especial los jefes agrarios, tenían que
huir, o eran encarcelados, o, en otros casos, silenciados. Las democracias
populares chocaban también con la iglesia católica; prelados de alto rango
de Hungría, de Yugoslavia y de otros países fueron denunciados, procesados
y encarcelados, y las propiedades de la iglesia, confiscadas. Como en la
Revolución Rusa, los propios dirigentes acabaron siendo víctimas. Des­
de 1949 hasta 1953, reflejando el endurecimiento de la represión dentro de la
Unión Soviética en los últimos años de Stalin, se produjeron, en los más altos
cargos del partido, los conocidos patrones soviéticos de purgas, arrestos,
procesos, confesiones y ejecuciones. Se acusaba a los dirigentes de los
partidos de desviaciones nacionalistas, de las que eran indudablemente
culpables, y de conspirar con Tito, el independentista dirigente comunista de
Yugoslavia. Después, tras la muerte de Stalin, muchos recibieron la vindica­
ción un tanto dudosa de la rehabilitación postuma.
El ritmo del cambio se aceleró con los nuevos regímenes. A l igual que en
la Unión Soviética, se decidió colectivizar la tierra como preludio a la
industrialización; la colectivización y la mecanización permitirían a las
granjas menores producir más cosechas, dedicar los obreros excedentes a
la producción industrial, e incluso facilitar capital procedente de los sobran­
tes agrícolas para la inversión industrial. Aunque nunca se aplicó tan
brutalmente como en la Unión Soviética en 1929, el programa de colectiviza­
ción fue acompañado de presiones y coerciones. Los resultados fueron
diversos. En Bulgaria —el más dócil de los satélites—, más de la mitad de la
tierra de labor estaba colectivizada a finales de 1952, pero, en Hungría, en

646
1953, lo estaba sólo alrededor de un tercio. En Polonia, donde la resistencia
era muy fuerte, la colectivización se detuvo, y el 85 por ciento de la tierra
continuó siendo de propiedad privada. La colectivización aplazó la recupe­
ración de postguerra de la Europa oriental; y la agricultura en aquella región,
no menos que en la Unión Soviética, siguió siendo la parte más débil de las
economías socialistas. Los campesinos cultivaban afanosamente las cuarenta
o cincuenta áreas que se les permitían sobre una base individual, y trabaja­
ban de mala gana en los grandes colectivos. Por otra parte, la industria
realizaba progresos. Todos los países de la Europa oriental lanzaban planes
quinquenales del tipo soviético. Pero, a causa de la importancia concedida a
la industria pesada y a las presiones para contribuir a las necesidades
económicas de la Unión Soviética, la industrialización originó pocas mejoras
en los niveles de vida. En los últimos años de la vida de Stalin, el
descontento económico y nacional aumentaba en los satélites europeo-orien­
tales de la Unión Soviética.
Durante algún tiempo, las políticas de los nuevos regímenes se coordina­
ron a través de una nueva organización internacional creada en 1947 y a la
que se dio el innocuo nombre de la Cominform, o Agencia de Información
Comunista. Aunque menos rígidamente organizada que la Comintem, que
había sido disuelta por Stalin en 1943 como un gesto de concordia en
tiempo de guerra, se convirtió en el centro principal de la guerra.de
propaganda contra Occidente, hasta su disolución en 19565. Las relaciones
de las democracias populares con la Unión Soviética se formalizaron tam­
bién, como hemos visto, mediante una red de alianzas militares dentro del
Pacto de Varsovia, y mediante acuerdos comerciales y proyectos de coopera­
ción económica dentro del Consejo de Ayuda Mutua Económica, que, para
disgusto de los estados satélites, beneficiaba principalmente a la Unión
Soviética.
En los primeros años de la postguerra, Yugoslavia, liberada de los nazis,
sobre todo gracias a sus ejércitos «partisanos», hizo una notable y victorio­
sa exhibición de resistencia frente a los Soviets. El dirigente comunista
yugoslavo, mariscal Tito, demostró la fuerza centrífuga del nacionalismo
también dentro del orden internacional comunista, y desafió abiertamente a
Moscú. El mando soviético empezó excomulgando y anatematizando al
hereje en 1948, y después, tras la muerte de Stalin, procuró atraerlo de
nuevo al redil. Tito, la primera figura comunista importante que proclamó
su independencia de Moscú, estableció un modelo que otros dirigentes y
partidos comunistas seguirían después.

L a Unión Soviética: la era post-Stalin

En marzo de 1953, moría el Pedro el Grande de la Rusia del siglo XX.


Las realizaciones de Stalin habían sido importantes; la industrialización de
Rusia, la cohesión del país en la Guerra Patria, la reconstrucción de la

5 Ver págs. 512-514.

647
postguerra y la expansión del comunismo6. Al propio tiempo, fueron el
recelo de Stalin hacia el Occidente y su inflexibilidad los que agravaron las
tensiones de la atmósfera internacional de la postguerra y la Guerra Fría.
Dentro del país, su crueldad dictatorial y sus paranoicas desconfianzas, que
iban agudizándose al paso de los años, tenían aterrados incluso a sus más
íntimos colaboradores. La reconstrucción económica después de la guerra
fue acompañada de restricciones ideológicas cada vez más rigurosas. Se
multiplicaron y se hicieron más represivos los controles sobre todos los
aspectos de la vida intelectual. Se suscitó una profunda exacerbación nacio­
nalista y xenófoba; las desviaciones en economía, música, genética, lingüísti­
ca, se condenaban como viciadas de «cosmopolitismo». Surgió un antisemi­
tismo de inspiración oficial, apenas disfrazado de antisionismo, que se
convirtió en un persistente rasgo de la vida soviética. Se fabricaban complots
para crear una atmósfera de terror, como en el descubrimiento de un
supuesto «complot de los médicos», en 1952, para envenenar a Stalin y a
otros dirigentes del Kremlin, siendo judíos casi todos los médicos implica­
dos. Los campos de trabajos forzados volvieron a llenarse de disidentes
sospechosos. Los Soviets reivindicaban un primer puesto en la invención
temiendo por sus propias vidas. Su inicial derrumbamiento y su ineptitud, en
el momento de la invasión alemana, en 1941, fueron descubiertas también,
claramente, por primera vez.
Tres años después de la muerte de Stalin, Nikita S. Khrushchev, sucesor
suyo como secretario del Partido, en un discurso al partido acerca de los
«crímenes de la era de Stalin», hizo asombrosas revelaciones sobre la
dominación dictatorial de Stalin, que confirmaban las peores especulaciones
de los críticos occidentales a lo largo de los años. Stalin había sido personal­
mente responsable de las purgas y ejecuciones de los años 1930, había creado
un culto a la personalidad alrededor de sí mismo, y había suscitado una
atmósfera de terror, de tal modo que sus más íntimos colaboradores vivían
tecnológica, negando incluso que la Rusia de Pedro el Grande hubiera sido
nunca «europeizada» tomando como modelo a Occidente7.
Tras la muerte de Stalin en 1953, se siguió una lucha por el poder. Al
principio, actuaba como prem ier Georgi Malenkov, pero otros ejercían el
control colectivo entre bastidores. Todos estaban de acuerdo en que ninguno
dominaría el régimen como lo había dominado Stalin. Para impedir una
toma del poder por Lavrenti Beria, jefe de la temida policía secreta y uno dé
los principales lugartenientes de Stalin, los nuevos dirigentes lo prendieron y
lo ejecutaron. Malenkov, que trató de aliviar la austeridad de la reconstruc­
ción de la postguerra proporcionando mayores cantidades de bienes de
consumo, en detrimento de la industria pesada y de las necesidades militares,
fue depuesto dos años después. El mariscal Nikolai Bulganin, que le sucedió
durante los tres años siguientes, no era más que un figurón. Poco a poco, la
autoridad fue concentrándose en Khrushchev, redondo, jovial y efusivo,
pero, de hecho, un político realista, astuto, tenaz y pragmático, que había

6 V er p ág s. 498-509, 600-615, 636-638.


7 V er p ág s. 281-283.

648
gobernado Ucrania para Stalín, en los años transcurridos desde 1939 hasta
1950.
Khrushchev, secretario del Partido desde 1954, fue ganándose, sistemáti­
camente, el apoyo del Comité Central. Su fuerza era evidente, cuando
pronunció su discurso, en febrero de 1956, sobre los crímenes de la era de
Stalin. Unos años después, sus comDetidores fueron depuestos de sus cargos,
desacreditados o relegados a funciones oscuras; por otra parte, después
del episodio de Beria, ya no se ejecutó a los rivales. En marzo de 1958,
Khrushchev se había impuesto como el dirigente indiscutido, desempeñaba las
funciones de jefe del gobierno y de primer secretario del Partido, y su
ascensión se consideraba tanto una victoria personal como un triunfo del
Partido sobre otras instituciones rivales en el seno de la sociedad soviética
—el ejército, la burocracia y la policía secreta—. En 1964, también él fue
derrocado, víctima de una rebelión dentro del Partido contra su acumula­
ción de poder, y del descontento suscitado por sus fracasos económicos,
sobre todo en agricultura; destituido, vivió silenciosamente en Moscú, hasta
su muerte en 1971. Para sustituirlo, el aparato del Partido separó la jefatura
del gobierno y los puestos del Partido, y nuevamente insistió en la dirección
colectiva. Leonid I. Brezhnev pasó a ser secretario del Partido, y Aleksei N.
Kosygin, jefe del gobierno. Pero, unos años después, Brezhnev eclipsó a
todos los demás y dominó la escena política en los años 1970, presidiendo la
introducción de una nueva Constitución en 1977, que alteró muy poco la
estructura del régimen. Ese mismo año, el Soviet Supremo le eligió presi­
dente.
Después de Stalin, los dirigentes soviéticos suavizaron muchos aspectos
del reinado de casi treinta años del viejo tirano, e incluso rehabilitaron las
reputaciones de muchas víctimas de Stalin. Se permitieron un cierto «des­
hielo», una mayor libertad en la actividad literaria e intelectual, e incluso en
la crítica política, pero siguieron, de todos modos, manteniendo una vigilan­
te supervisión. Los controles se ablandaban y se endurecían, alternadamente.
En 1958, se prohibió a Borís Pasternak que aceptase el Premio Nobel de
Literatura, porque sus obras, en especial El D octor Zhivago, que había sido
publicada en el extranjero, condenaban implícitamente la sociedad soviética,
al resaltar la importancia de la libertad individual. Otros intelectuales fueron
también sometidos a represión, y algunos, encarcelados. El escritor Alexan-
der Solzhenitsyn, que pasó años como prisionero en campos de trabajo
forzado después de la guerra, dedicó su prodigioso talento literario a
describir el sufrimiento humano en el mundo de los campos de concentra­
ción soviéticos. Casi todos sus trabajos circularon en la Unión Soviética, en
ediciones clandestinas impresas privadamente, antes de ser publicadas en el
extranjero. En 1970, se le prohibió acudir a Estocolmo para recibir el
Premio Nobel, y, en 1974, fue detenido, acusado de traición y desterrado
violentamente. El físico Andrei Sakharov, otro destacado crítico del régi­
men, tampoco obtuvo el permiso necesario para abandonar el país y acudir a
recibir el Premio Nobel.
Los más selectos espíritus y talentos de la Unión Soviética encontra­
ban represiva la atmósfera. Aunque la arbitraria, caprichosa y extremada
represión de la era de Stalin disminuyó, persistieron los rasgos esenciales del

649
totalitarismo soviético. El control del Partido penetraba en todos los aspec­
tos de la vida soviética, y se extendían muchos rasgos repulsivos de la
represión, como el confinamiento psiquiátrico de los intelectuales disidentes
y la persecución antisemítica. Los judíos soviéticos, cuando solicitaban
autorización para irse a Israel, se veían sometidos a muchas restricciones,
hasta que, bajo la presión de Occidente, y, sobre todo, de los Estados
Unidos, las restricciones se suavizaron, en los años 1970, y más de 150.000
judíos emigraron.
El sistema de planificación económica centralizada, iniciado con los
planes quinquenales de los años 19308, se reanudó después de la guerra. La
economía soviética continuó dearrollándose. Entre el Cuarto Plan Quinque­
nal (1946-1950) y el Décimo (1976-1980), una vez reparada la devastación de
la guerra, el desarrollo económico, especialmente en la industria pesada, fue
constante. En los años 1970, la Unión Soviética era el primer productor del
mundo en acero, arrabio, carbón, algodón y petróleo. Mientras en 1950 el
producto nacional bruto soviético era sólo el 30 por ciento del americano, en
1975 estaba cerca del 60 por ciento. Pero el intento de encontrar un mejor
equilibrio entre la industria pesada y los artículos de consumo fue menos
afortunado; los artículos de consumo se elevaron a poco más de una cuarta
parte del producto económico total. En determinado momento, a finales de
los años 1960, bajo el Octavo Plan, el gobierno proyectó, por primera vez,
una tasa de desarrollo más alta para los artículos de consumo que para la
industria pesada, pero este proyecto quedó anulado a mitad de camino de
aquel plan, y en los planes sucesivos se volvió a dar la antigua importancia
a la industria pesada. El Décimo Plan Quinquenal (1976-1980) hacía hinca­
pié en la calidad de la producción industrial más explícitamente que nunca
con anterioridad, lo que constituía un tácito reconocimiento de la importan­
cia que antes se habia dado sólo a la cantidad, y de la inferioridad de gran
parte de lo que se había producido. Con los ulteriores planes de la post­
guerra, el gobierno permitió un mayor grado de descentralización en las
decisiones económicas y delegó más autoridad en los órganos de planifica­
ción regional e incluso en la dirección de las fábricas.
La agricultura seguía siendo la parte más débil de la economía. A pesar
de las grandes inversiones en granjas colectivas mecanizadas, la producción
agrícola no estaba a la altura del desarrollo industrial y urbano. El sistema
de granjas colectivas no alcanzaba a proporcionar los adecuados incentivos
para un incremento de la producción, y había una cierta evidencia del pobre'-
uso, o también del abuso, de la maquinaria agrícola. La producción en
pequeñas parcelas de unas 20 áreas, de propiedad privada, cuyo cultivo se
permitía a los campesinos colectivizados, frecuentemente mostraba mayores
rendimientos en proporción a la extensión de las propiedades, como en el caso
de las granjas de la Europa oriental. Duros reveses en las cosechas de 1972 y
1975 obligaron a la Unión Soviética a realizar grandes compras de cereales a
los Estados Unidos y al Canadá. La diferencia de productividad respecto a la
agricultura americana seguía siendo notable. Mientras un trabajador agríco­
la soviético alimentaba a siete personas en la U .R .S.S., un trabajador

8 Ver págs. 498-508.

650
agrícola alimentaba a cuarenta y seis en los Estados Unidos; en la Unión
Soviética, se empleaba en la agricultura una cuarta parte de la fuerza de
trabajo, mientras en los Estados Unidos se empleaba una vigésimoquinta
parte.
Los gastos en industria pesada y en armamentos, así como la debilidad
agrícola —características todas ellas de la economía soviética desde los
años 1930—, dificultaban una elevación importante de los niveles de vida; la
vivienda urbana seguía constituyendo un problema especialmente crónico.
Después de sesenta años de régimen socialista, a pesar del desarrollo
industrial que hacia del país una de las dos superpotencias del mundo, el
ciudadano soviético seguía sin poder adquirir más que la mitad de los
artículos de consumo y de los servicios del hombre medio americano. La
U.R .S.S. se encontraba también atrasada en tecnologías industriales más
recientes, y, en los últimos años 1960, en un significativo cambio económico,
aceptó de buen grado la inversión de capital y la avanzada tecnología de los
países occidentales. En otros aspectos, el futuro de la economía soviética
continuaba dependiendo estrechamente de los recursos de sus regiones
orientales. En ciudades como Kazakhstán, Samarcanda y Tachkent, el ritmo
de modernización avanzaba rápidamente. Las partes asiáticas de la U.R .S.S.
proporcionaban más de la mitad del hierro y del acero, del cemento y de la
energía hidroeléctrica del país, y casi todo su magnesio y su aluminio;
constantemente, estaban descubriéndose ricos y nuevos recursos minerales,
como cobre, encontrado en la Siberia oriental en 1975.
Los avances industriales soviéticos se vieron coronados por notables
realizaciones en la energía nuclear y en la tecnología espacial. En 1949, los
Soviets experimentaron con éxito su primera bomba atómica; en 1953, su
primera bomba de hidrógeno, y siguieron experimentando con explosiones
que iban batiendo marcas. En 1957, la U .R .S.S. lanzó con éxito el Sputnik,
el primer satélite artificial de la Tierra en toda la historia, llamando así la
atención hasta de los más escépticos acerca del avanzado estado de la
tecnología y de la ciencia soviéticas. En 1961, pusieron en órbita al primer
hombre alrededor de la Tierra, y, en los años 1960, lanzaron vuelos
espaciales tripulados, de un alcance y de una duración que, por algún
tiempo, eclipsaron las realizaciones americanas9.

Las democracias populares a partir de 1953

Los cambios en la Unión Soviética después de la muerte de Stalin en 1953


afectaron directamente a los satélites soviéticos. Aquel año, motines en el
Berlín oriental advirtieron que la brutal explotación de la Europa oriental en
beneficio de la U .R .S.S. no podía continuar. Aumentaba el descontento
a causa de la industrialización forzada y de la colectivización de la tierra, y a
causa de la represión por parte de los dirigentes estalinistas que continuaban
gobernando todavía después de la muerte de Stalin. Los europeo-orientales
perseguían una suavizadón de los controles, concesiones económicas y algún

9 Ver págs. 732-733.

651
alivio en sus austeros niveles de vida. La agitación salió a la superficie, una
vez que el propio Khrushchev hubo denunciado el brutal carácter de la
dictadura de Stalin y, en un intento de recuperar Yugoslavia, hizo la con­
cesión oficial de que eran posibles «diferentes caminos hacia el socialis­
mo». El programa de «desestalinización» destapó una caja de Pandora; al
destruir la infalibilidad de Stalin, destruía también la infalibilidad de los
Soviets. En octubre de 1956, estallaron francas revueltas en Polonia y en
Hungría.
En Polonia, la exigencia de una independencia mayor surgió dentro del
propio Partido. El dirigente comunista polaco, Wladyslaw Gomulka, en
otro tiempo desacreditado y encarcelado por su desviacionismo nacionalista,
volvió al poder y presionó en favor de una mayor independencia polaca.
Khrushchev se enfureció y amenazó con una acción militar, pero se echó
atrás, convencido de que, por lo menos en cuestiones exteriores, podía
contar con Polonia como un aliado. Gomulka no tardó en recibir un amplio
respaldo en Polonia, incluso de la iglesia, pues la mayor parte de la
población le consideraba como una alternativa deseable, frente al retorno del
control de Moscú. Detuvo la colectivización de las granjas, puso un freno al
terror policíaco, y, durante algún tiempo, creó una atmósfera política e
intelectual más libre.
En Hungría, los acontecimientos de 1956 tomaron un camino diferente.
Sólo unos días después de la noticia del triunfe) polaco, estalló un levanta­
miento en las calles de Budapest y en otras ciudades. El dirigente comunista
moderado, Imre Nagy, cuyos anteriores intentos por liberalizar el régimen
húngaro habían fracasado, volvió al poder. Emprendió una política de
concesiones liberales, poniendo incluso en libertad a los. presos políticos,
pero aquellas concesiones no hicieron más que aumentar las presiones
revolucionarias por parte de los obreros y de los estudiantes. De nuevo
estalló el motin, amenazando los amotinados con poner fin al régimen
comunista, con restablecer el gobierno parlamentario y con romper los lazos
que les unían a Moscú. Khrushchev envió inmediatamente un ejército de
tanques y de artillería, sofocó el motín y restableció por la fuerza la
dominación comunista. János Kadár, más duro, dócil a Moscú, sustituyó a
Nagy, que después fue ejecutado. La revuelta húngara de 1956 fue aplastada
por las tropas rusas, exactamente igual que lo había sido un siglo antes, la
revolución de 1848-184910. Los Estados Unidos, preocupados en aquel
momento con los acontecimientos del Oriente Medio, no dieron muestras de *
intervenir. La clara exhibición de fuerza de Moscú en Budapest destruyó las
ilusiones acerca de la benevolencia y del liberalismo de los sucesores de
Stalin y sacudió a los fieles comunistas de la Europa occidental y de otras
partes.
A pesar del episodio húngaro y de las limitaciones impuestas por los
Soviets a la independencia de los satélites, se produjeron cambios liberaliza-
dores, a partir de 1956. Los Soviets permitieron programas económicos más
flexibles, adaptados a las necesidades de cada país; el ritmo de colectiviza­
ción se hizo más lento. Comenzó a predominar una atmósfera más libre,

10 Ver pag. 229.

652
incluso en Hungría. El gobierno de Rumania, represivo en el interior,
mostraba signos de independencia en los asuntos exteriores y se resistía a las
presiones de los Soviets en favor de una integración económica más estrecha.
Checoslovaquia fue el país que democratizó su gobierno más que ningún
otro a finales de los años 1960, permitiendo la libertad de prensa y
autorizando el florecimiento de organizaciones políticas no comunistas.
Los dirigentes soviéticos se pusieron nerviosos al ver amenazado su
predominio en la Europa oriental, especialmente en Checoslovaquia. Consi­
deraron la liberalización del régimen checo como una amenaza al socialismo
y como una subversión de la red militar del Pacto de Varsovia, que ponía en
peligro la hegemonía soviética en la Europa oriental. En agosto de 1968,
enviaron a 250.000 hombres, entre los que se incluían contingentes polacos,
húngaros, búlgaros y alemanes del este, al infortunado país para aplastar la
incipiente revolución. Los checos, aturdidos e indignados, fueron obligados
a aceptar las exigencias políticas soviéticas en favor de una restauración de la
censura y de cambios gubernamentales orientados a desbaratar la democrati­
zación. La «doctrina Brezhnev» advertía que los Soviets se reservaban el
derecho a intervenir en los asuntos de cualquier miembro de la comunidad
socialista, si se consideraba amenazado el comunismo, y que los satélites
sólo disfrutarían de una soberanía limitada. Señalaba también el marco,
rigurosamente definido, dentro del cual se tolerarían, en la Europa oriental,
la libertad y la independencia. Pero no hacía falta decir que la Unión
Soviética podía refrenar las tendencias a cambios liberales internos y a
auto-afirmaciones nacionales en la Europa oriental, simplemente con su
continuada presencia militar.
Mientras tanto, a mediados de la década de los 60, los años de industria­
lización forzosa estaban dando importantes resultados económicos y socia­
les. La Europa oriental estaba transformándose, de una sociedad rural y
agraria, en una sociedad urbana e industrial. Frecuentemente, como en el
caso de Hungría y de la Alemania oriental, se disponia de artículos de
consumo en mayor abundancia que en la propia Unión Soviética. La
República Democrática Alemana, conocida como Alemania Oriental, surgió
como una de las más importantes potencias industriales del mundo. Después
de 1968, la suavización de los controles políticos internos se mostraba
fluctuante, como en la Unión Soviética. En Polonia, Gomulka, que gobernó
durante catorce años a partir de 1956, reintrodujo medidas represivas,
persiguió a la iglesia, e incluso se aventuró en una campaña antisemítica
contra el pequeño número de judíos que aún quedaba en Polonia, después
del exterminio llevado a cabo por los nazis, durante la guerra. En 1970, a
causa de una creciente insatisfacción económica, fue depuesto y sustituido
por Edmund Gierek, que dio mayor libertad a la vida cultural, refrenó la
campaña antisemítica y estimuló el desarrollo económico que transformó a
Polonia en una importante potencia industrial. Como la propia URSS, Polo­
nia y los demás países de la Europa oriental procuraban ahora capital y
tecnología avanzada de Occidente. Todos comerciaban con países ajenos a la
esfera soviética y estimulaban el turismo extranjero. El valor del comercio
entre el bloque soviético y el mundo exterior se multiplicó por cuatro en la

653
década de los 70. Los países de la Europa oriental, dentro de unos limites,
estaban aflojando sus lazos con la Unión Soviética.
La intervención de 1968 en Checoslovaquia quebrantó la dirección sovié­
tica del movimiento comunista mundial, todavía más que la intervención
de 1956 en Hungría. Tito y los dirigentes chinos habían rechazado anterior­
mente la dirección soviética, y los partidos comunistas occidentales habían
protestado contra la intervención de 1956 en Hungría. En 1968, sólo siete de
los partidos comunistas del mundo, además de los cinco países participantes,
apoyaron la intervención en Checoslovaquia. Los grandes partidos comunis­
tas de Francia y de Italia protestaron abiertamente. En la década de los 70,
estos y otros importantes partidos expresaron su decisión de proseguir un
camino independiente hacia el comunismo. La U .R .S.S. había dejado de ser
un modelo indiscutido de emulación política, social y económica. Muy al
contrario, comunistas leales cuestionaban la inercia burocrática, la represión
cultural y las desigualdades sociales en la U .R .S.S. El monolítico mundo
comunista de la década de los 30 se fragmentaba cada vez más. En cierto
sentido, se había producido una Reforma Protestante en el marxismo; la
autoridad de Moscú para hablar en nombre del comunismo mundial había
sucumbido ante las exigencias nacionales y doctrinales. Los partidos comu­
nistas francés e italiano repudiaron incluso el concepto de la dictadura del
proletariado como un objetivo universalmente válido, o como una etapa
revolucionaria imprescindible para todos los partidos nacionales. A media­
dos de la década de los 70, la Unión Soviética, al aceptar los cambios
introducidos en la situación, consentía abiertamente en la teoría de que cada
partido era libre para encontrar su camino hacia el socialismo y de que
Moscú no tenía que ser el único intérprete de la ideología marxista. Estaba
claro, sin embargo, que, en la Europa oriental, donde las tropas soviéticas
habían intervenido una vez, la «doctrina Brezhnev» podría seguir aplicándo­
se, pero sería más difícil utilizar bases ideológicas para tal intervención.
Mientras tanto, el más formidable desafío a la dirección soviética surgía de
la nueva potencia comunista que se había levantado en Oriente, a partir
de 1949.

76. El surgimiento de la China comunista

L a guerra civil

La aparición de la China Comunista a finales de 1949 fue uno de los más


importantes acontecimientos de la postguerra. La victoria comunista fue el
episodio final de la larga guerra civil entre el Kuomintang, o nacionalistas, y
los comunistas, iniciada en 192711. Una difícil alianza, formada entre los dos
grupos en 1937 para luchar contra los japoneses, apenas se mantuvo durante
los años de guerra. Los comunistas habían colocado sus ejércitos bajo el
mando nominal de Chiang Kai-shek y del Kuomintang. Pero, conservando
un control real y sosteniendo una afortunada guerra de guerrillas contra los

11 Ver págs. 539-540.

654
japoneses, se adentraban profundamente en las zonas japonesas, organiza­
ban pueblos y gobiernos locales según módulos comunistas, y se ganaban el
apoyo de los campesinos mediante populares reformas agrarias. Hacia el
final de la guerra, se enfrentaban entre sí una China Nacionalista, una China
Comunista y una China ocupada por los japoneses. Los nacionalistas,
disminuidos en su moral y en su eficiencia, perdieron el apoyo popular.
Expulsados por los japoneses de sus bases industriales y financieras en la
China oriental, sufrían un caos de condiciones económicas, con inflación,
fuertes impuestos y una franca corrupción. A la creciente fuerza de los
comunistas, el gobierno nacionalista respondía con la represión, transfor­
mándose así en un régimen cada vez más autoritario.
En la última fase de la guerra del Pacífico, Chiang Kai-shek ofreció a los
comunistas una representación en su gobierno, si ellos accedían a reducir el
Ejército Rojo Chino y a incorporarlo totalmente a las fuerzas de su
Kuomintang. Los comunistas se negaron. Demandaron, en cambio una
convención constitucional para decidir acerca de la forma del gobierno de
postguerra, e insistieron en una equitativa asignación de abastecimientos a su
ejército, que en muchas áreas había luchado contra los japoneses más efi­
cazmente que los nacionalistas. La victoria sobre el Japón facilitó las
condiciones para la reanudación de la guerra civil. Las tropas nacionalistas,
con la ayuda de los Estados Unidos, se apoderaron de las grandes ciudades
de la China oriental y en la septentrional, pero las fuerzas comunistas,
partiendo de sus bases guerrilleras, se diseminaron por el interior de las
provincias chinas septentrionales y se adentraron también en Manchuria,
donde establecieron contacto con los rusos. Pero los Soviets, en aquel
momento, estaban manteniendo unas relaciones escrupulosamente correctas
con el Kuomintang y se negaron a prestar un apoyo directo a los comunistas.
Mao Tse-tung, el indomable dirigente comunista, no se avino a rendir las
provincias septentrionales, licenciar a su ejército, y aceptar el control político
del Kuomintang sobre todo el país; en el otoño de 1945, estalló la lucha. Una
tregua,, lograda por mediación del general George Marshall, detuvo las
hostilidades, temporalmente, pero, con la retirada de la U .R .S.S. de Manchu­
ria en la primavera de 1946, muchos meses después de la fecha en que se
había comprometido a hacerlo y tras haberse llevado las instalaciones in­
dustriales manchurianas en concepto de reparaciones, los nacionalistas y
los comunistas chocaron de nuevo, a causa del control de la importante
provincia fronteriza. Como Marshall señalaba, los comunistas estaban dis­
puestos a arrojar al país a la guerra civil, con tal de alcanzar sus fines; pero,
como señalaba también, el poder político, en el Kuomintang, seguía concen­
trado en manos de un reducido grupo decidido a reprimir toda oposición,
incluida la no comunista. Una de las tragedias de la época de la postguerra
consistió en que las fuerzas anticomunistas en China, y en otras muchas
partes de Asia, eran también antidemocráticas.
En la lucha, que se prolongó desde la primavera de 1946 hasta septiembre
de 1949, los nacionalistas perdían terreno constantemente. Los Estados
Unidos daban grandes sumas de dinero para ayudar al Kuomintang, pero
inútilmente; los nacionalistas parecían carecer de la capacidad y de la
voluntad de resistir. Por otra parte, el Ejército Rojo, equipado con las armas

655
capturadas a los japoneses, y que ahora recibía ayuda de los Soviets, además
de conseguir, indirectamente, abastecimientos americanos a través de las
rendiciones en masa y de las ventas efectuadas por los corrompidos funcio­
narios del Kuomintang, moderaban su propaganda, a fin de atraer a grandes
sectores de la población, y seguían avanzando victoriosamente, destrozando
a los ejércitos del Kuomintang en el norte, y luego, hacia el sur, ocupando la
capital nacionalista de Nanking, En el otoño de 1949, la resistencia china
había llegado a su fin en el continente chino. Chiang retiró sus desbaratadas
fuerzas a la isla de Taiwan (Formosa). Allí, y en unos pocos islotes cercanos,
Chiang, en años sucesivos, reagrupó y revitalizó sus ejércitos con la ayuda
americana, y gobernó, de un modo mucho más inteligente, hasta su muerte,
en 1975. Le sucedió su hijo.

E l nuevo régimen

El dirigente comunista chino, Mao Tse-tung, y sus lugartenientes proce­


dieron a configurar la nueva República Popular China, proclamándola en
octubre de 1949. Durante los veintisiete años siguientes, Mao condujo los
destinos del nuevo estado. El nuevo régimen restableció la capital nacional
en la antigua ciudad septentrional de Pekín.
Por primera vez desde la Revolución de 1911, y, desde luego, durante
generaciones, un gobierno central unificado controlaba toda China, y era
capaz de dirigir y movilizar a la nación más populosa del mundo. Los
comunistas chinos podían ser un pequeño y curtido grupo de revolucionarios
marxistas-leninistas victoriosos que ejercían el poder supremo sobre las
obedientes masas chinas, pero no eran tan ajenos a la tradición cultural
china como creían casi todos los occidentales. Continuaron un antiguo y
conocido modelo de gobierno burocrático que se remontaba a siglos atrás;
eran claros portavoces de una hostilidad universal al imperialismo de Occi­
dente, que casi había hecho pedazos de su país, en el siglo X IX 12; y eran los
herederos de una antigua tradición de preeminencia política y cultural china
en el mundo asiático oriental. Con los tradicionales patrones sociales y
religiosos ya desbaratados en el siglo X X por revoluciones, por la guerra
civil y por la guerra contra el Japón, los comunistas aceleraron la desintegra­
ción de los antiguos valores confucianos, pero proporcionaron una estabili­
dad desconocida para el país durante años e iniciaron uno de los más extra­
ordinarios experimentos políticos del siglo XX.
Los comunistas chinos se aprovecharon de la experiencia rusa, pero
agregaron innovaciones propias. Promulgaron una constitución de tipo
soviético, que establecía una estructura paralela de partido y de gobierno,
con funcionarios del partido para controlar cada escalón de la organización
gubernamental13. Surgió el aparato del totalitarismo. El partido manipulaba
todos los órganos de información, con fines de adoctrinamiento. La educa­
ción política iba acompañada de arrestos masivos y de ejecuciones, de

12 Ver págs. 406-411, 530-531, y mapas 16 y 17,


13 Ver págs. 492-495.

656
trabajos forzados, de la liquidación de los adversarios anticomunistas, y de
purgas internas del partido, llamadas movimientos de «rectificación».
En 1957, Mao, imitando el programa de «desestalinización» de la U .R .S .S.,
reconocía que, en los primeros cinco años de la Revolución, se habían
cometido excesos y que habían sido ejecutados unos 800.000 adversarios,
cifra que estaba innegablemente rebajada. Los años pasaban y la represión
seguía, pero las formas externas de coerción eran, muchas veces, menos
importantes en China que la movilización de las presiones de masas en favor
de la conformidad con el nuevo orden social. Los adversarios políticos, en
lugar de ser liquidados, eran rehabilitados, y, a veces, incluso se les permitía
volver a ocupar puestos de responsabilidad.
Como la Unión Soviética había hecho antes, los dirigentes del nuevo
régimen comunista movilizaron a la nación en un extenso programa de
desarrollo económico, destinado a transformar a China, de un país agrícola,
en una potencia industrial. Como primera medida, desde 1949 a 1952, el
régimen restauró y rehabilitó la economía que había heredado, devastada
por la guerra. A l propio tiempo, inició un gran programa de redistribución
de la tierra, estableciendo cooperativas como medida preliminar para la
colectivización y eliminando a la antigua clase terrateniente. El primer Plan
Quinquenal del país, aplazado por el estallido de la guerra coreana en 1950,
fue lanzado en 1953. A l concentrarse en la industria pesada, el plan, con
alguna ayuda económica y técnica soviética, tuvo un considerable éxito; se
registraron avances sustanciales en la producción de carbón, de energía
eléctrica, de hierro y de acero. N o todos los objetivos se alcanzaron, especial­
mente en la agricultura, donde las inundaciones y las sequías que habían
azotado a China durante siglos se negaron a obedecer los decretos del
gobierno. Pero el primer Plan Quinquenal, desde 1953 a 1957, inició un
período de expansión industrial y de desarrollo económico.
En 1958, se lanzó un segundo plan, más ambicioso y proclamado como el
«gran salto adelante». Enfrentados con una grave falta de equilibrio entre el
desarrollo de la industria y el atraso en la agricultura, los autores del plan
optaron por continuar la expansión industrial y por revolucionar, simultá­
neamente, la producción agrícola, mediante una movilización de masas en el
campo. Mao, que en sus escritos siempre subrayaba la importancia del
campesinado, estaba decidido a evitar la experiencia soviética y a no permitir
que la industrialización se realízase a costa de los campesinos. Estableciendo
como premisa que las cooperativas y colectivos agrícolas del tipo soviético
eran inadecuados para los objetivos chinos, el gobierno comenzó a fundir las
cooperativas existentes en unidades mucho mayores y más amplias, «las
comunas populares», que serían responsables, no sólo de la mecanización y
del perfeccionamiento agrícolas, sino también de la industrialización local y
de muchas otras funciones sociales y económicas. Destinada a ser una ciudad
rural autosuficiente, estrictamente organizada a la manera militar, con una
jerarquía de brigadas y batallones de producción, la comuna tenía que
utilizar la reserva de fuerza de trabajo y de recursos locales comunales,
guarderías infantiles e internados para liberar a las mujeres de las tareas
caseras y del cuidado de los hijos, a fin de que pudieran trabajar también,
sobre una base de igualdad, en los campos y en las fábricas.

657
Obstáculos de todas clases desbarataron el experimento comunal.
En 1960, el gobierno, reconociendo la tenaz resistencia que encontraba en un
campesinado recalcitrante, que había aprendido, a lo largo de los siglos, a
rechazar toda acción externa, se echó atrás. En 1961, el «gran salto adelan­
te» se batía en retirada. Con años sucesivos de fracasos y deficiencias en las
cosechas, algunos de ellos debidos a desastres naturales, el gobierno aban­
donó el programa comunal. La agricultura continuó organizándose de acuer­
do con líneas colectivistas, pero se,permitía a los campesinos vender o
intercambiar productos excedentes como un nuevo incentivo a la produc­
ción. Siguieron estimulándose los oficios y las manufacturas. De este modo,
el régimen industrializó también el campo, utilizando la fuerza de trabajo
siempre disponible en las áreas rurales. El gobierno insistía en la fundamen­
tal importancia de la agricultura como el requisito previo indispensable para
el futuro desarrollo económico, pero no abandonaba sus ambiciosos planes
de crecimiento industrial. En la década de los 60, la economía china había
realizado importantes progresos hacia la industrialización. En los años
anteriores al régimen comunista, la producción anual de acero nunca había
llegado a 1 millón de toneladas; en 1960, las cifras oficiales la situaban en
más de 18 millones. Aunque la producción per cápita era comprensiblemente
baja, dada su gran población, China, en 1960 se hallaba situada ya entre las
diez primeras potencias mundiales en producción industrial total. Se había
creado una base industrial para una ulterior expansión, aunque sólo se alcan­
zaron modestas tasas de crecimiento anual mediante los sucesivos planes quin­
quenales. Tampoco debían minimizarse las proezas científicas del país; experi­
mentó con todo éxito una bomba atómica en 1964 y una bomba de hidrógeno
en 1967, y colocó en órbita satélites no tripulados en la década de los 70.
El problema más grave, como en otros países en desarrollo, era la
presión de la creciente población sobre la economía. Era seguro que la
población, moderadamente calculada en 800 millones en 1975, llegaría
a 1.000 millones antes del final del siglo. De todos los países en desarrollo,
China fue el que con más éxito se enfrentó con el crecimiento de la pobla­
ción. Mediante un sistema único, que implicaba directrices centrales y
controles locales, programas de educación de las masas, presiones sociales
que no llegaban a ser coacciones, el extensivo empleo de las mujeres en la
industria y en la agricultura, y la fácil utilización de una amplia variedad de
recursos para el control de nacimientos, se logró un cierto descenso en la
tasa de natalidad, que, por tratarse de China, repercutió considerablemente
también en las estadísticas mundiales14. Además, el régimen alimentaba a su
enorme población. Con numerosos sistemas de riego, con el uso de fertili­
zantes, y con la preparación de la abundante fuerza de trabajo campesina, la
tierra se cultivó más eficazmente que nunca antes. No se permitió que las
ciudades se superpoblasen de consumidores urbanos; el 80 por ciento de la
población seguía siendo rural y trabajaba la tierra. En China, todos los
programas se realizaban de un modo concertado. Incluso la basura recogida
en las ciudades se sometía, sistemáticamente, a un proceso de elaboración

14 Ver gráfico de la pág. 741,

658
que la convertía en fertilizante agrícola, y los desechos industriales se
reciclaban cuidadosamente.
El régimen transformó la vida, en muchos aspectos. El transporte por
carretera, ferroviario y aéreo unificó físicamente el país. Se realizaron asom­
brosas mejoras en la sanidad y en la salud pública, que fueron altamente
organizadas y a las que se dio una máxima prioridad nacional. Cuadrillas de
trabajadores desecaban y terraplenaban, sistemáticamente, los canales infes­
tados. El gobierno realizó progresos en la superación del analfabetismo, en
la reforma y simplificación del lenguaje escrito chino, y en el camino hacia
una sola lengua hablada. Las mujeres obtuvieron una plena igualdad con los
hombres y desempeñaron un gran papel en la vida económica y política,
participando en los sacrificios impuestos y en los progresos alcanzados por
el nuevo régimen. Fueron declarados ilegales los viejos abusos, como el
matrimonio infantil y el concubinato. La Revolución China estaba remode-
lando, más profundamente que la Rusa, los hábitos y las características de
una población gigantesca, alcanzando a remotos pueblos y aldeas, con los
que no se habían establecido contactos durante siglos. En el plazo de una ge­
neración, un país agrario, semifeudal, había avanzado por el camino de su
transformación en una sociedad industrial moderna; se preveía que la
transformación total había de lograrse antes del final del siglo.
En los dos años y medio desde 1966 a 1969, en que el país atravesó un
turbulento período conocido como la Gran Revolución Cultural, la estabili­
dad del régimen fue sometida a la más dura prueba. Pero la turbulencia fue
provocada por el propio Mao. El anciano dirigente, temeroso de perder su
predominio tras el fracaso de los experimentos económicos del país, o de que
la revolución social no le sobreviviese, o de que la pureza de la Revolución
se viese empañada por el éxito material y por un nuevo elitismo, exigió una
purga de los más altos cargos del gobierno y del partido, dirigida contra
todos los que careciesen del celo necesario para llevar adelante la Revolu­
ción, o que hubiesen sucumbido a la rutina burocrática o a la indiferencia
hacia las masas. El principal objetivo del ataque era Liu Shao-ch’i, presiden­
te de la república desde 1959, importante teórico del Partido, y, en otro
tiempo, presunto heredero de Mao. Pero también la purga, tal como se
inició por los dirigentes del Partido, se consideró demasiado moderada. Mao
y sus más próximos seguidores, incluida su mujer, Chiang Ching, moviliza­
ron a cientos de miles de jóvenes y los incitaron a la acción como Guardias
Rojos o tropas de choque para mantener en pie la causa revolucionaria
maoísta. Confluyendo en Pekín, en la primavera de 1966, denunciaron los
viejos métodos, atacaron los vestigios de la cultura imperialista occidental, y
hostigaron y humillaron a sus adversarios. Entre los revolucionarios, surgie­
ron facciones rivales, y en el sur se produjeron choques sangrientos. Cuando
las multitudes incontroladas amenazaban con desgarrar el país, comités de
funcionarios del Partido, jefes del ejército y altos cargos de la administra­
ción restauraron, poco a poco, el orden en la capital y en las provincias.
Cuando los disturbios terminaron, en 1969, se habían perdido miles de
vidas, se había quebrantado la economía, y habían sido sustituidos más de
los dos tercios del comité central del Partido. El predominio de Mao estaba
asegurado, y su legado revolucionario, reforzado. Como consecuencia de la

659
Revolución Cultural, Mao reafirmó las virtudes del campo. Trabajadores de
cuello blanco de las ciudades, incluso funcionarios del Partido, permanecían
algún tiempo en escuelas especiales del Partido en las zonas rurales, en las
que aprendían a cultiva* la tierra y a trabajar en el campo. Antes de ingresar
en las universidades, los estudiantes trabajaban la tierra y aprendían, de
primera mano, un poco de la vida dura de los campesinos. Para combatir el
elitismo, se dio a la educación una orientación más política que antes, sobre
todo en las universidades.
Cuando Mao murió, en 1976, tras largos achaques y a sus ochenta y tres
años, fue ampliamente llorado como el padre supremo de la Revolución y
como una de las grandes figuras de los siglos de historia de China, como un
verdadero Hijo del Cielo, aunque marxista. En un esforzado trabajo de más
de medio siglo, había forjado un partido revolucionario y un ejército
revolucionario, había dirigido la Larga Marcha, derrotado a los nacionalis­
tas y presidido una revolución que unificó, transformó y fortaleció al pais.
Sus enseñanzas teóricas sobre la lucha contra el imperialismo y sus éxitos
prácticos en la guerra de guerrillas influyeron en los revolucionarios de otras
partes de Asia y de otros continentes. Sus máximas, publicadas en un librito
rojo titulado Los pensamientos vivos del Presidente M ao, eran muy citadas y
asiduamente estudiadas en las nuevas escuelas. La revolución de Mao había
traído la igualdad a los campesinos, la emancipación a las mujeres, un
sentido de la dignidad del trabajo, progreso técnico, unidad y orgullo. Mao
había roto con los viejos principios elitistas confucianos de desigualdad y
de respeto a la autoridad jerárquica, y también había tratado, a su modo,
de impedir que una nueva élite revolucionaria invalidase las conquistas de la
revolución social. Mao creía en el poder y en la autoridad, en la idea de que
las masas tenían que ser conducidas a la emancipación, y creía en el progreso
económico; pero también vislumbraba una cualidad moral en la revolución
social, que requería más atentos cuidados, y le inquietaba que el progreso
malcría] y la pericia técnica, por sí solos, pudieran ahogar la iniciativa y la
capacidad creadora del hombre.
De todos sus colaboradores, Chou En-lai fue el que más estrechamente
estuvo al servicio de Mao en los consejos del gobierno y del Partido; durante
muchos años, fue primer ministro y ministro de asuntos exteriores. Mientras
Mao y Chou vivieron, se mantuvo un equilibrio entre los aspectos morales y
materiales de la Revolución. Chou murió unos meses antes que Mao. Otros,
a quienes en algún momento se había considerado sucesores de Mao, como
Liu Shao-ch’i y Lin Piao, habían caído en desgracia anteriormente, murien­
do el segundo en un accidente de aviación, mientras huía, según se dijo, tras
intentar un golpe. Después de la muerte de Mao, se reveló una división en la
dirección del Partido entre un pequeño grupo de dirigentes de orientación
ideológica, en el que figuraba la viuda de Mao, Chiang Ching, y un grupo más
pragmático que consideraba la modernización y el progreso económico como
fundamentales para proseguir el gran experimento social. Un funcionario
provincial del Partido, relativamente desconocido, Hua Kuo-feng, sucedió a
Chou como primer ministro, y, unos meses después, también se convirtió en
el sucesor de Mao como presidente del Partido. Hua en seguida adoptó
medidas para hacer una purga entre los dirigentes de la oposición. Su

660
ascensión fue considerada como una solución de compromiso, pero, en
realidad, fue una victoria de la burocracia del Partido y del ejército, los
cuales habían sido temporalmente eclipsados en la turbulencia de la Revolu­
ción Cultural; en parte, fue también un indicio de que la modernización y el
desarrollo económico recibirían la máxima prioridad.

Asuntos exteriores

Aunque proclamaba la paz, el nuevo régimen desplegó desde el principio


una agresiva política exterior. En 1951, planteando viejas reivindicaciones de
soberanía china, la República Popular Comunista ocupó el Tibet, y, en
1959, sofocó allí una revolución, por la fuerza. Las relaciones con la India se
pusieron tensas; las disputas de límites a lo largo de la frontera nordoriental
de la India desembocaron en un choque abierto y en una guerra no de­
clarada, en 1962. Los chinos invadieron las áreas fronterizas, destruyeron
fácilmente las defensas indias, y luego, de pronto, desistieron de seguir
luchando. El episodio echó por tierra la ilusión de los dirigentes indios de
que el poderío militar chino se había creado sólo como defensa contra las
intrusiones occidentales en Asia. Los chinos intervinieron en la guerra de
Corea, en la década de los 50, y se enorgullecieron de haber vencido a los
remotos americanos que se habían entrometido en el vecino estado tapón15.
La existencia de una segunda gran potencia comunista, con la población
más numerosa y con el Partido Comunista más grande del mundo (cerca de
3Ü millones de miembros a finales de la década de los 70), con un programa
combativo y con ambiciones de dirección de la revolución mundial, y que se
proclamaba abanderado de los pueblos del mundo no pertenecientes a la
raza blanca, venía a socavar la dirección ideológica de la Unión Soviética en
el mundo comunista. Los Soviets no habían apoyado con mucho entusiasmo
a los comunistas chinos en su guerra civil con el Kuomintang, a la termina­
ción de la Segunda Guerra Mundial. Una vez que la victoria comunista fue
un hecho indiscutible, la U.R.S.S. lo aceptó, y, en 1950, hizo entrega de los
derechos y concesiones en Manchuria, adquiridos por el acuerdo de Yalta
de 1945. Las relaciones entre Mao y Stalin fueron siempre frías, pero
correctas. La guerra de Corea hizo que los chinos dependiesen de los Soviets
en cuanto a ayuda militar, préstamos de capital y asistencia técnica. La
hostilidad frente a los Estados Unidos indujo también a los chinos, durante
algún tiempo, a acercarse más a los Soviets. Los comunistas chinos se
consideraban heridos por la negativa americana a reconocerles diplomática­
mente, por sus esfuerzos para cerrar el paso a su representación en las
Naciones Unidas, y su continuado apoyo a los nacionalistas de Taiwan.
En los primeros años críticos del nuevo régimen, Mao contó con la ayuda
soviética y se sometió, aunque de mala gana, a la dirección de Stalin, pero
nunca se consideró subordinado a Stalin, y, desde luego, en modo alguno, a
sus sucesores. En realidad, Mao se imaginaba como un nuevo profeta del

Ver págs. 722-724.

661
marxismo-leninismo, adaptando la «revolución» a las circunstancias de
Asia, donde el motor del cambio social estaba representado por las masas
campesinas, y no por el proletariado. Tras la muerte de Stalin, los chinos
comunistas afirmaron abiertamente su independencia del control soviético.
Mao reiteró la declaración de Khrushchev de 1956 en el sentido de que había
«diferentes caminos hacia el socialismo», diciendo: «Que broten cien flores y
que contiendan cien escuelas de pensamiento.» Naturalmente, ni el uno ni el
otro creían en la tolerancia de las diferencias, ni siquiera en el debate
ideológico. Irónicamente, como para burlarse de los sucesores de Stalin,
Mao nunca condenó públicamente a Stalin tras la muerte del dictador ruso,
ni le expulsó del altar de los héroes marxistas; esa era una de las muchas
paradojas del comunismo chino.
En el comunismo internacional, Mao se convirtió en el portavoz de un
marxismo-leninismo de dureza más ortodoxa16. Denunció enérgicamente a
los sucesores de Stalin como archirrevisionistas que estaban abandonando la
lucha de clases, desarrollando nuevas élites democráticas, capitulando ante el
capitalismo y el imperialismo, y formulando apaciguadoras teorías de coexis­
tencia con las potencias occidentales, impulsados por un miedo cobarde y
antimarxista a la guerra nuclear. Los comunistas chinos reivindicaban tam­
bién abiertamente la dirección de las naciones que surgían en el antiguo
mundo colonial. Los Soviets, que estaban considerados como «medio asiáti­
cos» por muchos en Occidente, eran repudiados como occidentales por los
chinos comunistas y denunciados como «social imperialistas». La fricción
entre los dos principales estados comunistas reflejaba no sólo una rivalidad
ideológica, sino también diferencias territoriales en torno a los territorios del
interior de Asia, por los que Rusia se había extendido en tiempos de los
zares. En 1960, los chinos comunistas y los Soviets se enfrentaban en
disputas, y, en 1968, chocaron en un conflicto armado acerca del discutido
territorio fronterizo que separaba a Manchuria y a las provincias marítimas
de Rusia.
En Europa, la única avanzada comunista china era la diminuta Albania,
que así se protegía contra la caída en la órbita soviética o en la yugoslava.
Durante algún tiempo, los chinos lograron extender su influencia en diversos
países de Africa y de Asia, y, en el hemisferio occidental, en Cuba. Pacientes
y acordes con su propio horario, los comunistas chinos utilizaban los canales
diplomáticos tanto como los revolucionarios para alcanzar sus objetivos, y
ofrecían también ayuda económica. Con los Estados Unidos, se abrieron, al
fin, los canales diplomáticos de comunicación en los años setenta, a conti­
nuación de una visita a China del presidente Nixon. Antes de que pudieran
restablecerse las relaciones diplomáticas plenas, era preciso resolver la cues­
tión irresuelta de los vínculos contractuales americanos con Taiwan.- pero los
chinos confiaban en que algún día recuperarían su irredenta. Lo que más les
molestaba en la década de los setenta era el acercamiento americano a la
Unión Soviética. En 1971, la República Popular China sustituyó a la Repúbli­
ca Nacionalista de China en las Naciones Unidas, y ocupó un asiento como
una de las Grandes Potencias en el Consejo de Seguridad. Con la aparición de

16 Ver págs. 473-476.

662
China como extenso y nuevo centro de poder comunista, con Yugoslavia
sosteniendo su propia forma independiente de comunismo y los estados
satélites de la Europa oriental reafirmando abiertamente sus identidades
nacionales, con los partidos comunistas de la Europa occidental proclaman­
do su libertad de decisión, y con todos estos elementos beneficiándose de la
creciente tensión chino-soviética, el monopolio ideológico de Moscú tocaba a
su fin. Lo sustituía un nuevo «policentrismo», inaudito en tiempos de Stalin.
Y, en la República Popular China, en la nueva amalgama marxista que
había surgido, cientos de millones de hombres agregaban las enseñanzas de
Mao a las escrituras marxistas.

77. Imperios divididos en naciones: Asia y África

La revuelta colonial en Asia y en Africa, que constituyó una cierta


presión en los años siguientes a la Primera Guerra Mundial, fue una verdadera
riada en los años siguientes a la Segunda17. Los imperios británico, francés,
holandés y belga en Asia y en Africa casi desparecieron en un período de tiem­
po asombrosamente corto, de unos quince años, entre 1947 y 1962, como el
portugués en 1975. En unos casos, la liquidación de esos imperios se hizo
pacíficamente, resignándose la potencia imperial al fin de la dominación colo­
nial, como en la retirada británica del subcontinente indio; en otros casos, las
potencias occidentales sólo se retiraron después de largas y sangrientas
guerras, como en el caso de los holandeses en Indonesia, de los fránceses en
Indochina y en Argelia, y de los portugueses en Angola y en Mozambique. En
todas partes, el fin del imperio sobrevino como resultado de una creciente agi­
tación nacionalista, inspirada en los principios de la autodeterminación, del
anti-imperialismo y de la Carta del Atlántico deltiempo de la guerra. Las ide­
as políticas occidentales de soberanía, independencia y libertad se mezclaban
con el odio a los blancos europeos y con la denuncia del imperialismo y del ca­
pitalismo. Después de la guerra, los europeos sólo podían dominar en sus im­
perios asiáticos y africanos, en el caso más favorable, con un coste militar
prohibitivo, y en flagrante contradicción con sus declaradas ideas de autogo­
bierno.

Asia: fin de los imperios británico y holandés

El pacífico fin, en 1947, de la dominación británica en la India, la más


grande y más populosa de todas las áreas coloniales directamente regidas por
europeos, marcó una época. La reivindicación de autogobierno e indepen­
dencia cobró fuerza en los años 1930, y tuvo como resultado el otorgamiento
de una constitución, una legislatura, y otras concesiones al autogobierno.
Los ingleses habían preparado también un servicio público indio que realiza­
se las funciones de un estado moderno. En la Segunda Guerra Mundial, aún
más que en la Primera, la India prestó una importante ayuda a los ingleses.

17 Ver págs. 530-540.

663
Para lograr el apoyo de la India y para contrarrestar la propaganda japonesa
que exigía la expulsión de Asia de todos los europeos, los ingleses prometie­
ron a la India el status de dominio, una vez terminada la guerra, pero
aquella promesa no satisfizo a los dirigentes del Partido del Congreso Indio,
que exigían la independencia inmediata. Mientras tanto, la Liga Musulmana,
que pretendía hablar en nombre de 100 millones de musulmanes que no
estaban dispuestos a vivir en una India dominada por los hindúes y por el
Partido del Congreso, insistían en demandar un estado propio. Después de
la guerra, los ingleses optaron por la partición.
En 1947, el imperio indio se' disolvió y el subcontinente se dividió en dos
dominios, que inmediatamente después se convirtieron en repúblicas: India,
predominantemente hindú, con 350 millones de habitantes en el momento de
la independencia, y Pakistán, principalmente musulmán, con una pobla­
ción de 75 millones. A causa de la distribución de los musulmanes en el
antiguo imperio indio, Pakistán (nombre compuesto que en urdu significa
«tierra de los puros») tuvo que establecerse en dos zonas distintas, separadas
p o r 1.500 kilómetros de t e r r i t n r i n indio; aun así, casi 40 millones de
musulmanes quedaron en India, y contribuyeron a que India siguiera
siendo un estado multirreligioso y secular. Como los ingleses habían adverti­
do, la independencia dio origen a sangrientos conflictos entre las comunida­
des religiosas, a expulsiones masivas forzosas y a emigraciones que alcanza­
ban a millones de individuos, y a la muerte de más de 1 millón de personas.
Después se atenuaron los rasgos más terribles de la rivalidad comunal,
aunque la tensión religiosa se mantuvo alta y posteriormente estalló en varias
ocasiones. Las relaciones entre las dos naciones eran tensas también, a causa
de una querella que se prolongó durante años, acerca del status del disputa­
do estado fronterizo de Cachemir, disputa que acabó resolviéndose con la
incorporación del estado a India, en 1975.
Políticamente, la república de India bajo Jawaharlal Nehru y el
Partido del Congreso constituyó para Asia un ejemplo de democracia
parlamentaria, de dirección humanitaria, y de lento progreso evolutivo en la
solución de los enormes problemas de la pobreza, la superpoblación y la
diversidad lingüística y cultural. Después de la muerte de Nehru en 1964, sus
sucesores continuaron su política, pero existía una creciente inquietud.
En 1966, la hija de Nehru, Indira Gandhi (constituye una simple coinciden­
cia que su apellido de casada sea el mismo del fundador del nacionalismo
indio), pasó a ser primera ministra y jefa del Partido del Congreso. El
progreso económico seguía siendo lento, a pesar de los numerosos planes de
desarrollo que condujeron a un importante crecimiento en algunos sectores
como el de la producción de acero. El gigantesco aumento de población, que
casi se duplicó hasta llegar a los 600 millones en los primeros veinticinco
años siguientes a la independencia, era superior a los avances económicos.
En 1975, cuando el predominio político de Indira Gandhi en el país e incluso
su carrera política se vieron amenazados porque los tribunales la encontra­
ron culpable de incorrecciones electorales, ella desechó perentoriamente el
gobierno constitucional, declaró el estado de excepción y silenció a millares
de adversarios mediante detenciones y encarcelamientos. Cuando se aplacó y
permitió elecciones parlamentarias, en la primavera de 1977, los partidos de

664
la oposición se unieron para alcanzar el control de la legislatura y para
arrojar a Indira Gandhi del poder. La experiencia de la India puso de
manifiesto los problemas de la democracia en culturas y en climas donde los
gobiernos tenían que enfrentarse con abrumadoras dificultades sociales y
económicas.
Pakistán, tras una década inicial de disturbios, pasó a ser regido por
una dictadura militar paternalista. A pesar de una constitución escrita y de
formas parlamentarias, había pocas ilusiones acerca de una democracia
parlamentaria. Al igual que en India, el crecimiento de la población
sobrepasaba el avance económico. Como era de esperar, el problema más
grave consistía en la división entre Pakistán Occidental, donde se encontraba
el gobierno federal, y Pakistán Oriental, que era la parte oriental del
antiguo estado indio de Bengala, distante unos 1.500 kilómetros. La fricción
entre los dos acabó estallando en secesión y en guerra civil. Aunque ambas
provincias eran musulmanas por su religión, eran diferentes por su lenguaje,
su cultura, su tradición histórica e incluso sus cosechas de alimentos básicos.
El estado oriental, productor de arroz, con más de la mitad de la población
de la nación amontonada en un área que equivalía a una sexta parte de la
occidental, planteaba, entre otras quejas, la de que no recibía una cantidad
proporcional de los fondos de desarrollo del país. Los dirigentes políticos
bengalies del Pakistán Oriental, que acabaron obteniendo una mayoría para
su partido en la Asamblea Nacional, en Karachi, presionaban en favor de
una autonomía total. Cuando su demanda fue rechazada, proclamaron la
independencia en 1971 como el nuevo estado de Bangladesh (o «nación
bengalí»). El gobierno de Karachi envió al Este un ejército para sofocar la
rebelión; cientos de miles de personas fueron muertas en una desigual guerra
civil, y más de 10 millones de refugiados, principalmente hindúes, cruzaron
la frontera hacia la Bengala Occidental, en la India. India intervino
inmediatamente, derrotó en seguida al ejército pakistaní, e impuso el reco­
nocimiento del nuevo estado.
Las restantes partes del imperio británico en Asia también se hicieron
independientes en 1948, o poco después, e incluían a Ceilán (luego llamada
Sri Lanka), Birmania y Malaya. Malaya sufrió una década de rivalidades
internas que aplazaron su independencia hasta 1957; en 1963, se unió con
otras antiguas dependencias británicas para formar la Federación de Mala­
sia. Los nuevos estados de Asia (y de Africa), en su mayoría, aún después de
pasar de dominios autogobernados a repúblicas independientes, mantenían
una asociación voluntaria con la Commonwealth de Naciones, como ahora
se llamaba la Commonwealth Británica. La adhesión de los estados recien­
temente independientes hizo de la Commonwealth una institución todavía
más flexible que anteriormente18. En las décadas siguientes a 1947, fue
convirtiéndose en una asociación de más de treinta comunidades indepen­
dientes, la mayoría de ellas repúblicas, que aceptaban al soberano británico
como jefe simbólico de la Commonwealth, y estaban de acuerdo en realizar
consultas acerca de las cuestiones de interés común, aunque no necesaria­
mente a actuar de un modo coordinado. Aunque los nuevos miembros de la

18 Ver págs. 295-296, 560-561,

665
C om m on w ealth carecían del lazo sentimental que unía a los australianos, a
los neozelandeses y a los canadienses de ascendencia europea con Gran
Bretaña, la Commonwealth seguía siendo una de las agrupaciones políticas
más importantes del mundo, una correa de transmisión para la comunicación
de la tecnología occidental, las instituciones políticas y la ayuda económica,
y para la interacción de las ideas y valores occidentales y no occidentales, en
partes del mundo tan extensas como el imperio británico lo había sido en
otro tiempo. Pero no todos los antiguos miembros del imperio británico se
unieron a la Commonwealth o permanecieron en ella. Birmania decidió,
desde el principio, quedarse fuera, y, al paso de los años, la Commonwealth
fue perdiendo a Irlanda en 1949, a Africa del Sur en 1961, y a Pakistán
en 1975.
Otro gran imperio en Oriente, las Indias Holandesas, que los holandeses
habían ido consolidando desde comienzos de la Edad Moderna, tocaba
también a su fin19. En 1942, los holandeses abandonaron el archipiélago
indonesio en poder de los japoneses, en condiciones humillantes. Al final de
la guerra, los japoneses proclamaron la independencia indonesia, y el
dirigente nacionalista indonesio, Sukarno, que había luchado por la indepen­
dencia desde la década de los 20, tomó el poder. Los holandeses trataron de
volver y reconquistar el país, y estalló una guerra abierta que duró cuatro
años. En 1949, los holandeses reconocieron a Indonesia, con sus 75 millones
de habitantes (129 millones, veinticinco años después), como una república
independiente, unida por sutiles lazos a la corona holandesa; en 1954,
también aquellos lazos quedaron disueltos.
En Indonesia, como en otras partes del antiguo mundo colonial, se
consiguió la independencia, pero no se aseguró la democracia constitucional,
ni el bienestar económico. Sukarno, elegido presidente en 1949, gobernó
dictatorialmente, con una política denominada de diversas formas —«demo­
cracia dirigida» y «socialismo indonesio»—, dejando a un lado la constitu­
ción, suspendiendo el parlamento elegido, y ejerciendo unos poderes ilimita­
dos como «presidente vitalicio». Allí y en otras partes, la jefatura en la que
los antiguos países coloniales habían confiado la lucha por la independencia
nacional se convirtió en dictadura personal, una vez alcanzada la indepen­
dencia. Tras una gran matanza, Sukarno fue depuesto, en 1966. Su sucesor,
el general Suharto, restauró la estabilidad política y reanudó algunos de los
programas sociales y económicos incumplidos del país.

Fin del imperio francés en Indochina

La dominación europea terminó en 1954 en la antigua unión colonial


francesa de la Indochina Francesa, pero sólo después de siete años y medio
de lucha entre ejércitos franceses y fuerzas nacionalistas dirigidas por los
comunistas. El jefe de las fuerzas nacionalistas de Vietnam era el comunista
H o Chi Minh, educado en París y preparado en Moscú, el cual, después de
sostener una lucha de guerrillas contra los japoneses durante la guerra,

19 Ver págs. 402-403, 536.

666
proclamó una república independiente al final del conflicto. Los japoneses,
al retirarse, también proclamaron la independencia indochina bajo un empe­
rador. París estaba dispuesto a conceder un alto grado de autogobierno a los
pueblos de Indochina, pero no la independencia. Las negociaciones se
rompieron y la lucha comenzó, a finales de 1946. Como la dirección del
movimiento independentista estaba en manos de Ho Chi Minh y de los
comunistas, los franceses podían proclamar que no estaban tratando de
conservar unos privilegios coloniales decimonónicos, sino que estaban ha­
ciendo frente al comunismo mundial. Pero el avance del comunismo en
Asia, a diferencia de su avance en la Europa Oriental, estaba estrechamente
unido al nacionalismo y a un auténtico descontento popular.
Los Estados Unidos, anticolonialistas, pero dispuestos a acaudillar movi­
mientos anticomunistas, dieron una considerable ayuda financiera a los
franceses, pero se abstuvieron de una intervención abierta. La guerra sangró
duramente la moral y los recursos franceses. Tras una desastrosa derrota
francesa en la batalla de Dien Bien Phu, en 19S4, se negoció una tregua, y, en
una conferencia internacional, en Ginebra, se reconoció la independencia de
Vietnam, de Laos y de Camboya. Vietnam, el estado más duramente
discutido, fue dividido por el paralelo 17 en un Vietnam del Norte comunis­
ta, y un Vietnam del Sur no comunista. La partición sería temporal, se
mantendría sólo hasta que pudieran celebrarse las elecciones. El armisticio
de 1954 resultó un armisticio difícil. Vietnam siguió con disturbios, y las
hostilidades no tardaron en reanudarse, como se explicará en el capítulo
siguiente20.

Los estados árabes, el panarabismo e Israel

En los estados musulmanes, el comunismo avanzó poco, pero el naciona­


lismo se intensificó, como se intensificó la autoconciencia del mundo islámi­
co en cuanto entidad política. El mundo musulmán incluia a árabes y a no
árabes, y se extendía desde Marruecos, en el Océano Atlántico, hasta
Pakistán e Indonesia, en Asia; abarcaba a los estados árabes del Oriente
Medio y se extendía hacia el norte, hasta incluir los estados no árabes de
Afghanistán e Irán, en las fronteras de la Unión Soviética. Dentro del mundo
musulmán, los estados árabes hacían esfuerzos por crear un bloque unido.
Siria, Líbano y Jordania, que se habían desprendido del antiguo imperio
turco en 1919 como áreas de mandato europeo, surgieron de la Segunda
Guerra Mundial como países independientes; Irak había sido independiente
desde 1937. Egipto, donde los ingleses mantuvieron, durante algún tiempo,
ciertos derechos, era, en otros aspectos, independiente21. En 1945, los
principales estados árabes —Egipto, Irak, Siria, Jordania, Líbano, Arabia
Saudita y Yemen— formaron una Liga Arabe para actuar conjuntamente en
los asuntos internacionales y para favorecer los intereses árabes. En las dos
décadas siguientes, Marruecos, Túnez y Argelia, cuyos movimientos de

20 V er p ág s. 725-730.
21 V er p ág s. 393-395, 462, 560.

667
independencia habían sido apoyados por la Liga Arabe, se unieron, como se
unieron Libia, Sudán y los estados árabes menores; en la década de los 70, la
Liga contaba con dieciocho miembros. En aquella área del Oriente Medio,
árabe y no árabe, se encontraban dos tercios de las reservas mundiales de
petróleo, de los que dependía una gran parte de la actividad económica del
Occidente industrial y del Japón.
Los países árabes se vieron sacudidos profundamente por la aparición de
un estado judio en Israel. Después de la guerra, los supervivientes sin hogar
que se salvaron de la barbarie nazi en Europa acudieron a Palestina com o a
un lugar de refugio que, según ellds, les había sido prometido como patria
judia en la Primera Guerra Mundial22. Los árabes se negaron a hacer
sacrificios territoriales a causa de la persecución de los judíos en Europa.
Inglaterra, que mantenía un mandato sobre Palestina, trató de aplacar a los
árabes limitando la inmigración judía. En 1948, tras unas negociaciones
fracasadas, los ingleses anunciaron el final de su mandato y la partición de
Palestina. Los dirigentes sionistas proclamaron inmediatamente la república
de Israel y tomaron las armas contra grandes ejércitos invasores árabes, a los
que lograron derrotar rápidamente. Con la instauración del estado israelí,
fueron desposeídos y quedaron disgustados más de medio millón de árabes;
las ofertas israelitas de reasentar a los refugiados fueron despreciadas. Para
los árabes, el estado de Israel era como una nueva forma de invasión
occidental del Oriente Medio. Los israelíes se consideraban a sí mismos como
una cabeza de puente de los avances científicos, tecnológicos y democráticos
occidentales en un área económicamente subdesarrollada, semifeudal. Acer­
taron a desplegar una industria moderna y a mejorar grandes extensiones del
desierto de Néguev, donde cultivaron cítricos y otros tipos de cosechas.
Acertaron también a crear una sociedad democrática con elementos muy
diversos, y a desarrollar unas poderosas fuerzas militares modernas. Los
países árabes se negaron incluso a reconocer el estado y lucharon por su
destrucción. Se libraron tres guerras más, con posterioridad a 1948: en 1956,
en 1967 y en 1973. Todas tuvieron ramificaciones internacionales porque los
Estados Unidos apoyaban a Israel y la U .R .S.S, prestaba ayuda a los estados
árabes.
Egipto, al principio,, se puso a la cabeza de la guerra santa contra Israel.
Tras una revolución militar, en 1952, que depuso al monarca egipcio e inició
una república dominada por los militares, Egipto surgió, durante algún
tiempo, como el principal estado árabe. Un coronel del ejército, Gamal
Abdel Nasser, concentró el poder en sus manos. Para labrar la fuerza
económica y militar del país, Nasser, aunque profundamente anticomunista,
solicitó y obtuvo armas y ayuda económica de la Unión Soviética y también
de los Estados Unidos. Se indignó cuando los Estados Unidos, para vengarse
de su amistad con los Soviets, le negaron los fondos que necesitaba para
construir la presa de Asuán.
Los problemas se agravaron en 1956. Los ingleses, tal como habían
prometido anteriormente, evacuaron la zona del Canal de Suez e hicieron
entrega de los derechos que aún mantenían en Egipto. Nasser anunció a un

22 Ver págs. 366, 443, 598.

668
mundo estupefacto que el Canal de Suez sería nacionalizado y colocado bajo
el control egipcio. El primer ministro inglés, Anthony Edén, con la obsesión
de la política de apaciguamiento empleada con los dictadores europeos en la
década de los 30, replicó con la intervención militar. A él se unieron los
franceses, que estaban irritados por la constante ayuda egipcia a los naciona­
listas argelinos, y los israelitas, que veían en peligro su seguridad a causa del
permanente control egipcio sobre el canal. Pero los Estados Unidos se
negaron a apoyar la intervención. La unión Soviética respaldó a Nasser, al
igual que muchos estados asiáticos y africanos que veian al dirigente egipcio
resistiendo a una invasión imperialista del viejo estilo. Inglaterra, Francia e
Israel fueron obligadas a retirar sus fuerzas. Aunque los egipcios accedieron
a hacer funcionar el canal sobre una base de imparcialidad, siguieron
cerrando el paso a los buques israelitas.
En 1967, los egipcios procedieron a cerrar el Golfo de Aqaba. Esta
acción, combinada con el continuado cierre del Canal de Suez a los buques
israelies, amenazaba con estrangular la economía de Israel. En una rápida
guerra de seis días, los israelíes destruyeron las fuerzas aéreas egipcias,
destrozaron los ejércitos egipcio, sirio y jordano, capturaron grandes canti­
dades de material, en su mayoría de origen soviético, y ocuparon extensos
territorios pertenecientes a los tres estados árabes, incluido el sector jordano
de la ciudad de Jerusalén. Más de 1 millón de árabes caían baio dominación
israelíes. Los estados árabes, dolidos por la humillante derrota, se negaron a
firmar un tratado de paz o a reconocer a Israel, y recibieron nuevas armas,
equipamiento y consejos de la Unión Soviética.
Los refugiados palestinos agregaban un elemento sumamente volátil a la
situación. Concentrados en campos en los vecinos estados árabes, iban
haciéndose cada vez más combativos, sostenían una guerra de guerrillas y
llevaban a cabo actividades terroristas. En 1964, se organizaron como
gobierno-en-el-exilio —O .L .P.—, Organización para la Liberación de Pales­
tina—, que obtuvo el reconocimiento oficial de muchos sectores, incluidas
finalmente las Naciones Unidas. Al negarse a reconocer la existencia de
Israel, pretendían hablar en nombre de 2,5 millones de palestinos y exigían el
establecimiento de un estado palestino en un territorio del que debería
privarse a Israel, en la nrilla occidental del río Jordán. Las incursiones
fronterizas, las represalias israelíes y la implicación de las grandes potencias
perturbaban a todo el Oriente Medio.
En la dirección árabe, se produjeron otros cambios. Las ambiciones
pan-árabes de Nasser no prosperaron. Muchos estados árabes se mantenían
recelosos ante Nasser, de quien sospechaban que utilizaba las aspiraciones
pan-árabes al servicio de sus ambiciones personales. Pero la hostilidad frente
a Israel seguía siendo lo más importante. A partir de 1967, Egipto recibió
una ayuda militar y económica masiva de la Unión Soviética. El objetivo
primordial era el de arrojar a Israel de los territorios que ocupaba desde
1967, que incluían la península del Sinaí y la orilla oriental del Canal de Suez.
Muerto Nasser en 1970, su sucesor, Anwar-el-Sadat, siguió la línea dura
contra Israel, pero se mostraba preocupado también por la penetración
soviética en Egipto. Anulando casi dos décadas de estrechos lazos con la
U .R .S.S., Sadat expulsó al personal militar soviético y se hizo cargo,

669
directamente, de las bases y del equipamiento soviéticos en el país. Aunque
menos brillante que Nasser, también Sadat trató de proyectarse como jefe de
la cruzada árabe contra Israel. En octubre de 1973, las fuerzas egipcias,
sorprendiendo a los israelitas al atacarles en el Yom Kippur, día sagrado de
los judíos, cruzaron el Canal de Suez en dirección este, y establecieron una
cabeza de puente en la península del Sin ai; Siria atacó simultáneamente por
el norte, en los altos del Golán. Una vez recuperado del ataque por sorpresa,
Israel montó grandes operaciones por tierra y por aire. Después de estabili­
zar el frente sirio, los israelíes cruzaron el Canal de Suez y bloquearon a las
fuerzas egipcias que habían invadido la orilla oriental.
Con los israelíes nuevamente victoriosos y controlando más territorios
árabes, los países árabes productores de petróleo que apoyaban a Egipto y a
Siria recurrieron, espectacularmente, a una nueva arma estratégica, es decir,
a un embargo de las expediciones de petróleo. Esperaban presionar a los
Estados Unidos y a la Europa occidental, exigiendo la retirada israelí de
todos los territorios árabes ocupados desde 1967, incluidos los conquistados
recientemente. Aunque el embargo se levantó unos meses después, en el
invierno de 1974, las naciones productoras de petróleo habían cuadriplicado,
mientras tanto, los precios. El embargo y la subida de los precios mundiales
del petróleo abrieron una nueva era en las relaciones económicas y políticas
internacionales y tuvieron repercusiones que sobrepasaron el conflicto del
Oriente Medio, como veremos a continuación.
Los Estados Unidos y la Unión Soviética apoyaron una resolución de las
Naciones Unidas que exigía un inmediato alto el fuego. La cuarta guerra
árabe-israelí terminó en un acuerdo por mediación del secretario de Estado
americano, Henry Kissinger. En marzo de 1974, los Estados Unidos habían
persuadido a Israel de que se retirase de la orilla occidental ocupada del
Canal a la orilla oriental, detrás de una zona egipcia y de un área de
amortiguación con fuerzas de las Naciones Unidas, en la que participaría
también una patrulla civil americana. Israel abandonó algunos, pero no
todos los territorios de la frontera siria.
El frente árabe contra Israel, hasta entonces unido, se desbarató a causa
de la disposición egipcia a negociar y de los nuevos esfuerzos egipcios para
reanudar relaciones más amistosas con los Estados Unidos y con los países
occidentales. Los otros estados árabes rechazaron el acuerdo con Israel y se
opusieron a nuevas negociaciones. Maniobraron intensamente entre bastido­
res para conseguir la retirada israelí de los territorios árabes ocupados, e
incluso persuadieron a la Asamblea General de las Naciones Unidas, en
1975, para que adoptase una resolución condenando el sionismo como «una
forma de racismo y de discriminación racial»; era una resolución irónica,
toda vez que el sionismo había surgido como una defensa contra el anti­
semitismo, e Israel como un resultado de la persecución de los judíos por los
nazis. Pero, dejando a un lado la pasión y la retórica, existía la convicción
de que, a menos de que en el Oriente Medio se negociase un acuerdo más
amplio, estallarían nuevos y más graves conflictos. Lo que había que
coordinar era la exigencia de los refugiados palestinos de un estado nacional
independiente, y el reconocimiento y la garantía de la legitimidad y de la
seguridad de Israel. Siempre como fondo, se hallaba la clara conciencia de

670
que, con la proliferación de las armas nucleares, los árabes y los israelíes
podían disponer de armas todavía más mortíferas, en cualquier nuevo conflic­
to.
Las difíciles relaciones y desavenencias en él seno del bloque árabe se
pusieron de manifiesto, agudamente, durante la prolongada y confusa
guerra civil del Líbano, que estalló en la primavera de 1975 y tuvo como
resultado la pérdida de millares de vidas y el desarraigo físico de algunos
otros millares, antes de su terminación, año y medio después. Tras haberse
iniciado como una rebelión de los musulmanes izquierdistas contra los
árabes cristianos que, a pesar de ser una minoría, dominaban el gobierno, la
guerra se transformó, rápidamente, en un campo de batalla de ambiciones
opuestas. La Organización para la Liberación de Palestina intervino, ponien­
do en acción a los extremistas de la guerrilla árabe y amenazando a las
autoridades establecidas en todos los países árabes. Para restaurar el orden,
Siria envió tropas al lado del gobierno cristiano, y la Liga Arabe, para
contrarrestar la unilateral intervención siria, también envió una misión de
mantenimiento de la paz. Fue el ejército sirio el que puso fin a la brutal
guerra civil, y Siria continuó controlando extensas áreas del perturbado país.
En todo el mundo musulmán, árabe y no árabe, en Asia y en Africa,
había terminado el viejo tiempo del imperialismo. Un nuevo y poderoso
sentido de identidad se extendía por el mundo islámico. El orgullo por su
gran herencia cultural se vio reforzado por la asombrosa riqueza derivada de
sus recursos petrolíferos. Trató de reparar su atraso industrial mediante una
rápida modernización, pero estaba decidido a participar en los adelantos
materiales occidentales según sus propios términos, no en un plano de
inferioridad, y a concertar su propia efectividad militar en armas y en
potencia nuclear. Estados árabes como Kuwait, Arabia Saudita y Libia, al
igual que estados no árabes como Irán, eran tan ricos en recursos petrolífe­
ros, que se planteó la cuestión de su ayuda a naciones islámicas menos
favorecidas. Pero, en todos aquellos países, todavía principalmente elitistas
en su organización social, la riqueza seguía en manos de las clases privilegia­
das, y sólo lentamente descendía a mitigar la suerte de las depauperadas y a
menudo analfabetas clases inferiores. En muchos de los países musulmanes,
persistían numerosos obstáculos a la modernización, incluidas las tradiciona­
les barreras religiosas y culturales que impedían la plena absorción de las
mujeres en la sociedad. El ritmo de cambio en el mundo musulmán era
desigual, pero los antiguos modos de vida iban siendo, evidentemente,
erosionados por las nuevas realidades de la riqueza, la industria y la
urbanización, así como por el mayor desarrollo de la enseñanza.

Los franceses en A frica del Norte; la guerra argelina

La historia de la postguerra de Marruecos, Túnez y Argelia (el Magreb,


como se denominan, a veces, esos estados árabes del Africa del Norte,
juntamente con Libia), pertenece, al mismo tiempo, a la historia del mundo
musulmán, del Africa que surgía y de Francia. Marruecos y Túnez, nunca
totalmente dependencias coloniales, eran protectorados franceses bajo sus

671
gobernantes nativos tradicionales, es decir, el sultán de Marruecos y el bey
de Túnez. Los nacionalistas del Africa del Norte, que se habian educado en
Francia y habían discutido las ideas de libertad e independencia en los cafés
de París después de la Primera Guerra Mundial, estaban ahora dispuestos a
alcanzar sus objetivos23. La decisión de los aliados, en tiempo de guerra, de
conceder la independencia a la antigua colonia italiana de Libia en 1951, y la
agitación para que los ingleses terminasen con los vestigios de su control en
Egipto, galvanizaron a toda el Africa del Norte en la década de los 50. Para
aplacar la creciente agitación nacionalista, los franceses ofrecierón diversas
concesiones políticas, pero, en 1956, se vieron obligados a otorgar la
independencia completa a Marruecos y a Túnez.
En Argelia, el curso de los acontecimientos fue distinto. Los franceses
consideraban a Argelia, no como una colonia, sino como parte integrante de
Francia; estaba representada en la Asamblea Nacional Francesa como cual­
quier distrito electoral de la Francia metropolitana, salvo que la elección de
representantes se inclinaba notablemente en favor de los colonos europeos y
en detrimento de la mayoría árabe. De los 9 millones de habitantes, por lo
menos 1 millón eran colonos europeos —colons—, en su mayoría franceses
que, como la familia del gran escritor francés, Albert Camus, habian vivido
allí durante generaciones. Como los colonos europeos controlaban la econo­
mía y eran dueños de la mayor parte de la tierra y de la industria, temían por
sus privilegios políticos y económicos si Argelia se separaba de Francia y
pasaba a ser gobernada por una mayoría árabe que se sentía agraviada por
muchos años de tratamiento injusto. Se mostraban intransigentemente deci­
didos a que Argelia siguiera siendo francesa. En un momento en que Francia
y el ejército francés apenas se habian recobrado de la desastrosa derrota en
Indochina, una rebelión apenas a gran escala estalló en Argelia, en el otoño
de 1954.
La guerra franco-argelina duró siete años y medio, tomando parte en
ella, en su punto culminante, 500.000 soldados franceses, costando, por lo
menos, la vida a 100.000 soldados árabes y -10.000 franceses, y a algunos
millares de civiles. El Frente de Liberación «Ajrgelino recibía ayuda y apoyo
de Egipto y de otros estados árabes. Torturas y crueldades eran habituales en
ambos bandos; la violencia llegó hasta París, cuando los argelinos extremis­
tas atacaban a los moderados. Los franceses se enfrentaban con un dilema: o
perder Argelia o continuar soportando la tensión militar, financiera y moral
de la guerra colonialista. El ejército, los colonos de Argelia y los derechistas
de Francia trataban de presionar implacablemente sobre los rebeldes, hasta
someterlos. En la primavera de 1958, en medio de una prolongada crisis
gubernamental en París, una insurrección acaudillada por colonos que se
resistían a rendirse y por jefes del ejército, el día 13 de mayo de 1958, en
Argel, llevó al poder al general Charles de Gaulle24.
Aunque nadie sabía cómo iba a resolver de Gaulle la crisis argelina, y
muchos creían que él y su «entourage» eran tan fervientes nacionalistas que
no abandonarían Argelia, él se propuso resolver la crisis según su propio

23 Ver págs. 393-395, 530-533.


24 Ver págs. 694-695.

672
ritmo y según su propio estilo. Al principio, mientras continuaba la guerra,
habló de autonomía para los argelinos, una vez que cesara la rebelión. Poco
después, habló de autodeterminación y prometió un referéndum, en cuanto
se ordenase una tregua, En 1961, obtuvo el respaldo del electorado francés
para su propuesta de concesión de la independencia. Ciertos jefes del ejército
se rebelaron, y algunos de sus más íntimos colaboradores políticos de antes
contribuyeron a formar un ejército secreto de terroristas que ponían bombas
y mataban, y que incluso intentaron asesinarlo, pero todo fue en vano. En
julio de 1962, la dominación francesa, que se remontaba a la década de
1830, tocó a su fin. Después de la independencia, hubo un éxodo masivo de
europeos que abandonaban Argelia, pero los franceses y los argelinos, en su
mayoría, estaban satisfechos de que de Gaulle hubiera acabado con el grave
conflicto. El nuevo régimen de Argelia a duras penas logró escapar de la
guerra civil; durante los tres primeros años, el país permaneció bajo la
autoritaria dominación de un régimen izquierdista respaldado por el ejército,
que nacionalizó una gran parte de la economía. A partir de 1965, fue
gobernado por una dictadura militar que puso especial interés en un rápido
desarrollo industrial, en parte basado en los recursos petrolíferos del país.
Los franceses aceptaron la pérdida de Argelia, y, con una economía flore­
ciente, fijaron su atención en otras cuestiones.

El A frica sub-sahariana: fin de las dominaciones británica, francesa, belga y


portuguesa

En Asia y en Africa del Norte, era de esperar la agitación nacionalista


por la independencia y por el fin de los imperios coloniales. Pero, en el
Africa negra, al sur del Sahara, el movimiento de liberación estaba lejos de
ser impresionante. En 1945, y aún en 1950, la configuración política de Africa
era escasamente distinta de la de 1914; con las excepciones de Etiopía, de Li-
beria y de Egipto, estaba totalmente gobernada o controlada por europeos. A
comienzos de la década de los 60, lo cierto era exactamente lo contrario; la
mayor parte de Africa era independiente o estaba a punto de lograr la
independencia- En 1976, había cincuenta estados soberanos independientes
en Africa, que constituían un tercio de los miembros de las Naciones Unidas,
y el número seguía aumentando aún25. En muchos aspectos, los nuevos
estados eran diferentes de los viejos estados europeos. Casi sin excepción,
incluían diversos grupos tribales, étnicos y lingüísticos, algunos antagonistas
entre sí. Como las fronteras geográficas africanas habían sido trazadas por
las potencias coloniales europeas en el siglo XIX, pueblos y tribus se
distribuían, muchas veces, en varios países. Los nuevos estados tampoco
disfrutaban de una herencia nacional unificada en el mismo grado qije las
naciones de Europa y de otros continentes. Pero, una vez que los estados
africanos obtuvieron la independencia frente a la dominación occidental,
rápidamente asumieron toda la amplitud de la soberanía nacional y trataron
de unir a sus diversos pueblos en un sentido de nacionalidad.

25 Ver págs. 400-401.

673
El movimiento de liberación se vio estimulado por los acontecimientos en
el Africa del Norte árabe, en la década de los 50, cuando Libia recibió la
independencia, en 1951, por acuerdo internacional, y los ingleses, bajo
presión, renunciaron a sus privilegios en Egipto, en 1954. Sudán, apartándo­
se de Egipto, se estableció como estado independiente, en 1956, y, aquel
mismo año, los franceses concedieron la independencia a Marruecos y a
Túnez, aunque lucharon por conservar Argelia durante algunos años más.
Aquellos acontecimientos suscitaron movimientos nacionalistas en el Africa
sub-sahariana, donde las poblaciones negras vivían en imperios coloniales
logrados por los ingleses, los franceses, los belgas y los portugueses, o bien a
comienzos de la Edad Moderna, o bien en los tres lustros de arrebatiña
imperialista, siguientes a 1885 26. Los ingleses iniciaron el camino en la
concesión de independencias. Tras disolver su imperio de la India y romper
sus restantes compromisos imperiales por razones económicas, prepararon el
auto-gobierno africano mediante una gradual transferencia de autoridad a los
funcionarios locales y mediante programas de desarrollo económico.
En 1957, Ghana, entonces Costa de Oro, en el Africa Occidental, fue la
primera colonia británica africana que consiguió la independencia. Allí, el
movimiento de independencia no estaba complicado por la presencia de
ninguna importante minoría colonizadora blanca, como ocurriría en otras
partes; además, los habitantes disfrutaban de un cierto grado de estabilidad
económica, y, en 1948, tenían un consejo legislativo con mayoría africana.
De todos modos, los nacionalistas, capitaneados por Kwame Nkrumah.
hombre de formación americana, demandaban un inmediato status indepen­
diente como dominio. Los ingleses, que empezaron encarcelando a Nkru­
mah, le pusieron en libertad, y, en 1951, lo nombraron primer ministro. Tras
un período de transición de unos pocos años antes de la independencia, la
Costa de Oro, en 1957, se convirtió en un dominio independiente, el primero
de los nuevos miembros africanos de la Commonwealth. Inmediatamente,
repudió un nombre que se identificaba con la explotación imperialista y
tomó el nombre de Ghana, evocando un reino africano que había florecido a
orillas del Río Níger, desde el siglo IV al XI d. de C. En 1960, Ghana se
transformó en una república, conservando su asociación voluntaria con la
Commonwealth. Tras la independencia, Nkrumah reunió en sus manos
amplios poderes. Se convirtió en presidente vitalicio, prohibió los partidos
de la oposición y gobernó como un dictador. Una década después, su
arbitraria autoridad, sus extravagancias sin límites y el culto a la personali­
dad condujeron a su derrocamiento en 1966 por jefes del ejército y a la
implantación de una dictadura militar.
En 1960, Nigeria pasó también del status colonial a la independencia,
primero como dominio, y luego, tres años después, como república volunta­
riamente unida a la Commonwealth. Nigeria, cuya población era, con gran
diferencia, la mayor de cualquier país de Africa (cerca de 80 millones,
en 1976), tenía numerosos grupos étnicos, siendo los principales los Hausa y
los Fulani en el norte, y los Yoruba y los Ibo en el sur. Durante algunos
años, los antagonismos étnicos y regionales se mantuvieron en calma,

26 Ver págs. 395-401.

674
mientras se ponía en marcha el autogobierno parlamentario, pero, a media­
dos de la década de los 60, aquellos antagonismos estallaron violentamente.
Oficiales Ibos del ejército, preocupados por el empeoramiento de la posición
de su pueblo, que era principalmente cristiano y más avanzado, desde el punto
de vista económico, que la mayoría de los otros pueblos del país, derribaron el
gobierno e implantaron un régimen militar, en 1966. Ellos, a su vez, fueron
derribados por otros oficiales del ejército, y se iniciaron sangrientas represa­
lias. En 1967, los Ibos realizaron un desafortunado intento de independencia.
Proclamaron la secesión de su región oriental como estado de Biafra (así lla­
mado, por la bahía oriental del Golfo de Guinea). Estalló una guerra civil que
duró dos años y medio, y en la que pudo morir 1 millón de personas. Después
de unos éxitos inicíales biafreños, las fuerzas federales aplastaron a los rebel­
des, inferiores en número. En la época de la independencia africana, los afri­
canos, trágicamente, daban muerte a los africanos. Después de la guerra, el
nuevo gobierno militar se entregó a una política de reconstrucción y de recon­
ciliación, intentando reintegrarse a los Ibos a la vida nacional y prometiendo
un retorno, con el tiempo, al poder civil. Pero el general dirigente fue depues­
to en 1975 por un grupo de oficiales del ejército, su sucesor fue asesinado al
año siguiente, y tomó el poder una dictadura militar colectiva. Nigeria era un
país próspero y bullicioso, con ciudades activas y populosas como Lagos e
Ibadan, cada una de ellas con más de 1 millón de habitantes, y que gozaba de
los beneficios de una gran riqueza petrolífera, pero se hallaba aquejado por la
corrupción, la inflación y una población en rápido crecimiento. En la década
de los 70, el producto nacional bruto de Nigeria era igual al de todos los demás
países negros africanos juntos.
En el Africa Oriental, los movimientos de independencia de los años 1950
tropezaron con obstáculos. En Kenya (como en el Africa meridional), una
minoría económicamente privilegiada de colonizadores blancos se opuso, en
principio, a un gobierno de africanos no blancos. El movimiento nacionalis­
ta respondió con violencia y terrorismo, que alcanzaron su punto culminante
a comienzos de los años 1950, con las actividades de la sociedad secreta Mau
Mau. Los ingleses encarcelaron a Jomo Kenyatta y a otros dirigentes
nacionalistas, y sofocaron por la fuerza a los extremistas, pero, tras una
década de intranquilidad, concedieron la independencia a Kenya, en 1963.
Durante muchos años, el país estuvo presidido por kenyatta, que gobernó
con firmeza, pero mediante instituciones parlamentarias.
De las otras áreas coloniales importantes del Africa Oriental, Uganda se
independizó en 1962, y, durante algún tiempo, permaneció bajo un régimen
constitucional. Pero, en 1966, se produjo una lucha entre el gobierno central
y el reino de Buganda, de una antigüedad de siglos, al que se había
prometido la autonomía en el nuevo estado. El gobierno central venció, pero
cayó, a su vez, bajo una dictadura presidencial. En 1971, tom ó el poder el
general Idi Amin, que se hizo famoso como dictador caprichoso y brutal. En
Uganda (y en Kenya), el proceso de «africanización» estaba dirigido contra
los asiáticos tanto como contra los europeos, de modo que millares de indios
que habían acudido al Africa Oriental en los tiempos de dominación
británica, y que habían sido, durante largos años, los comerciantes, los

675
tenderos y los banqueros del país, fueron expulsados, y sus posesiones,
expropiadas.
En otras partes del Africa Oriental, Tanganyika (en otro tiempo, Africa
Oriental Alemana) se independizó a comienzos de la década de 1960, al igual
que Zanzíbar, el antiguo protectorado inglés, los dos se unieron en 1964,
adoptando el nombre de Tanzania. Durante algún tiempo, Tanzania sirvió
de cabeza de puente a la influencia comunista china en Africa. En 1975, se
terminó, con ayuda de la República Popular China, un importante enlace
ferroviario desde Dar es Salaam, puerto y capital de Tanzania, hasta
Zambia. Zambia, otra nueva nación, conocida en otro tiempo como Rhode-
sia del Norte, se hizo independiente en 1964; Kenneth Kaunda, un antiguo
maestro de escuela y dirigente de la independencia, fue su primer presidente.
Al contrario de los dirigentes de tantas nuevas naciones, que establecieron
francas dictaduras, Kenneth Kaunda en Zambia, Jomo Kenyatta en Kenya y
Julius Nyerere en Tanzania, pasaron todos de su función como dirigentes
independentistas a gobernar sus respectivos países como presidentes durante
muchos años, respetando, generalmente, las formas parlamentarias y consti­
tucionales, aunque sin estimular un auténtico fermento político o una
oposición activa. Proporcionaban una estabilidad ilustrada, pero una estabi­
lidad, en los tres países, que dependía de la concentración de poder en
manos de los veteranos y respetados estadistas, que no preparaban suceso­
res.
Del antiguo imperio británico en Africa, fue en el Africa meridional
donde los colonos blancos opusieron más prolongada resistencia a la conce­
sión de la dominación mayoritaria a la población negra. En Africa del Sur,
unos 4 millones de blancos mantenían un fírme control político sobre más de
15 millones de negros y sobre 3 millones más de poblaciones mezcladas,
tratadas como no blancas. Los dirigentes políticos dominantes, los Afrikaner
descendientes de los antiguos colonos boers, sostenían una política de
«apartheid» o segregación racial, y planearon, a lo sumo patrias independien­
tes para los diversos pueblos negros. Se exigía a los negros que llevasen car­
tillas de identificación, eran sometidos a restricciones en sus lugares de trabajo
y de residencia, y se Ies'excluía de muchos servicios públicos; los adversarios
políticos, blancos y negros, eran encarcelados. El régimen se encontraba más
aislado cada vez. En 1961, se apartó de la Commonwealth, cuyos miembros
criticaban su política racial, y se proclamó como república. Cuando la domi­
nación portuguesa terminó en Angola y en Mozambique, en 1975, como vere­
mos, y se constituyeron allí gobiernos negros, Africa del Sur se vio más aisla­
da todavía. A finales de la década de los 70, aunque seguía manteniendo
rígidamente su posición ideológica de «apartheid», comenzó a abandonar al­
gunas de las más flagrantes formas de discriminación. Además de la segrega­
ción, había otro problema que continuaba siendo un punto de fricción. Des­
pués de la Segunda Guerra Mundial, Africa del Sur se negó a abandonar el
mandato que había ejercido, desde 1919, sobre lo que había sido el Africa Su-
roccidental Alemana. En 1966, las Naciones Unidas dieron por concluida la
dominación sudafricana y reconocieron una Namibia independiente, pero el

676
gobierno de Africa del Sur. se negó a retirarse e hizo frente a la amenaza de
una guerra de guerrilla cada vez más intensa.
Rhodesia también se resistía a renunciar a la dominación minoritaria de
los blancos. Una minoría blanca de 270.000 habitantes gobernaba a 6
millones de negros, negándoles sus derechos políticos, de modo que también
allí sufrían la humillación de las cartillas y de los «ghettos» legales. En 1953,
se organizó una Federación de Rhodesia y Nyas alan día como primer paso
hacia la independencia respecto a Inglaterra. Se establecieron gobiernos de
mayoría negra en la Rhodesia del Norte, que se independizó, como Zambia,
en 1964, y en Nyasalandia, que conquistó la independencia en el mismo año
con el nombre de Malawi, En Rhodesia Meridional los líderes blancos
insistían en la independencia, pero los ingleses trataban en vano de negociar
los derechos políticos para los negros, antes de concedérsela. En 1965, Ian
Smith, el primer ministro rhodesiano, proclamó la independencia, unilateral­
mente, y, en 1970, una nueva constitución transformó a Rhodesia en una re­
pública. Continuó la presión sobre el gobierno rhodesiano por parte de los
ingleses, de las Naciones Unidas, que votaron sanciones económicas contra el
país, y también de Africa del Sur, que estaba intentando colaborar con los
otros estados negros de Africa; y los Estados Unidos trataron de mediar tam­
bién. Los dirigentes nacionalistas negros presionando en favor de un gobierno
de mayoría africana en un nuevo estado rhodesiano que se llamaría Zimbab-
\ve.
Los franceses, como los ingleses, disolvieron también su imperio colonial
de un modo muy distinto del empleado en Argelia. En la década de los 50,
aquellas colonias francesas estaban tranquilas. Durante años, los franceses
habían confiado en que una élite africana educada en Francia mantendría
con Francia unos fuertes lazos políticos y culturales. Bajo la Unión Francesa
de la Cuarta República, los territorios de ultramar estaban representados en
las asambleas francesas, aunque el control efectivo continuaba centralizado en
París. Los dirigentes republicanos franceses anunciaron planes para ampliar
el sufragio y para establecer instituciones de autogobierno en Africa, pero, a
mediados de la década de 1950, las colonias africanas sub-saharianas,
inspiradas por el ejemplo de los acontecimientos en otras partes de Africa,
querían la independencia total.
En 1958, de Gaulle, aunque sosteniendo todavía la guerra en Argelia,
ofreció a las colonias africanas el derecho a la autodeterminación y a la
voluntaria asociación con Francia, que todas aceptaron. Sólo Guinea insistió
en la secesión. Los estados africanos franceses pasaron, en dos o tres años,
de la autonomía a la completa independencia y a la soberanía, decidiendo
algunos permanecer asociados con Francia y entre sí, en una asociación
libremente organizada y conocida como la Comunidad Francesa; incluso los
que optaron por apartarse conservaron sus lazos económicos y culturales con
Francia. Constituía un tributo a los antiguos imperios francés e inglés el
hecho de que muchos de los nuevos estados mantuviesen asociaciones,
voluntariamente, con las anteriores potencias imperiales. En realidad, el
francés y el inglés siguieron siendo los únicos idiomas comunes al continente
africano, y el inglés, al subcontinente indio. Pero algunos asiáticos y
africanos, alarmados por la continuidad de las relaciones culturales y
económicas con Occidente, se creyeron amenazados por una resurrección del
imperialismo, es decir, por un «neocolonialismo».
A comienzos de la década de los 60 se habían hkcho independientes más
de una docena de nuevos estados soberanos que antes habían estado bajo la
soberanía francesa, y algunos otros conquistaron la independencia en los
años 197027. El presidente-poeta del Senegal, Léopold Senghor, habló no
sólo de independencia, sino también de négritude, una poderosa y amplia
conciencia y autoafirmación negra, un orgullo-de las antiguas raíces cultura­
les y de la independencia moderna, que tocaba cuerdas sensibles en los
americanos de ascendencia africana, cuyos antepasados habían sido trasla­
dados, cargados de cadenas, desde algunos de los mismos territorios que
ahora surgían como naciones.
La retirada europea de los años 50 se vio acompañada por la tragedia del
Zaire, durante mucho tiempo llamado Congo Belga. El Congo Belga
había sido, en otro tiempo, un sinónimo de explotación imperialista28. Antes
de la Primera Guerra Mundial, se remediaron los aspectos más abusivos y se
instituyeron reformas progresivas, pero el control político seguía concentra­
do en Bruselas, y no se adoptaba medida alguna para una futura auto-admi­
nistración, ni se preparaba un servicio civil nativo. Cuando, en 1959, estalló
la agitación nacionalista por la independencia, el gobierno belga, presa del
pánico no optó por un proceso de tipo gradual, sino que, sin preparación
alguna, anunció la retirada, precipitadamente, en un plazo de seis meses. La
dirección nacionalista, por su parte, estaba dividida. Unos estaban a favor de
un estado unitario, y otros, de un estado federal; algunos se dispusieron
inmediatamente para la secesión de Katanga, que era la provincia más rica.
Había antagonismos étnicos y regionales, y apenas se hallaba nadie prepara­
do para asumir las funciones de gobierno. La retirada belga y la proclama­
ción de la República del Congo, en junio de 1960, condujo a la anarquía,
con tumultos, saqueos y atrocidades. La provincia de Katanga (ahora Shaba)
se separó; los europeos huyeron; tropas belgas regresaron al Congo, en
aviones americanos, para restablecer el orden; y la Unión Soviética amenazó
con intervenir en defensa del Congo contra los imperialistas occidentales. En
medio de la crisis, las Naciones Unidas organizaron una fuerza de policía
internacional, compuesta principalmente por africanos, e impidieron lo que
pudo haber sido una guerra civil de un peligro potencialmente grave a causa
detlas complicaciones soviético-occidentales. La secesión de Katanga tocó a
su fin, transcurridos dos años y medio, y la República del Congo empezó a
gobernarse. En 1965, un jefe militar el coronel Mobutu, había establecido
una fuerte dictadura personal que proporcionó una estabilidad política y
que hizo posible la reorganización de la economía. En 1971, con un
programa de «autenticidad nacional», Mobutu africanizó los nombres de
todos los lugares geográficos; el país recibió el nombre de Zaire, como el
famoso rio. Ciudades como Leopoldville, la capital, y StanleyviUe, con
nombres que recordaban la época imperialista, pasaron a llamarse Kinshasa
y Kisangani. Todos los nombres personales fueron abandonados, y los
individuos se llamaban unos a otros «ciudadano». El Zaire, el más grande
país de Africa, con sus ciudades muy distantes entre sí y sin adecuados

27 Ver mapa 30.


28 Ver págs. 395-397.

678
medios de comunicación, tenía importantes recursos de cobre y de otros
minerales. En los años 1970, estaban en marcha grandes proyectos económi­
cos, pero la considerable riqueza potencial de la nación aún seguía sin
desarrollar. La esperanza de un progreso económico sufrió un retraso,
cuando, en 1977, se llevó a cabo un nuevo intento de secesión de la provincia
de Shaba.
De todas las antiguas potencias coloniales, Portugal, que estuvo, a su
vez, bajo una dictadura autoritaria, durante varias décadas, fue la que
resistió a la oleada de liberación colonial y la que más tiempo permaneció
unida a sus colonias, símbolos de la grandeza portuguesa en los primeros
tiempos de la expansión europea. Para conservar Angola y Mozambique,
dos grandes colonias en las costas occidental y oriental de Africa, respecti­
vamente, que en otros tiempos habían florecido gracias al comercio de
esclavos, el dictador portugués, Antonio Oliveira Sal azar, sostuvo una
guerra prolongada y feroz. En el curso de la lucha, como veremos, oficiales
y soldados portugueses, descontentos de la lucha en la guerra colonial, se
volvieron contra el régimen, y, en 1974, lograron derribarlo29. En 1975, el
nuevo régimen revolucionario concedió la independencia a todas sus colonias
africanas: Angola, Mozambique, Sao Tomé e Príncipe, y las islas de Cabo
Verde. Así terminaron casi 500 años de dominación portuguesa. Angola se
convirtió, inmediatamente, en campo de batalla de tres grupos nacionales
rivales, cada uno de ellos respaldado por distintas potencias extranjeras,
incluida la Unión Soviética, que concertó el envío de soldados cubanos con
armamento soviético, así como los Estados Unidos, Africa del Sur, China y
Zaire. Angola amenazaba con repetir el esquema del Congo Belga de los
años 1960, y con transformarse en una ampliación de la guerra fría, pero la
lucha terminó en la primavera de 1976, con la victoria del grupo apoyado
por la Unión Soviética y Cuba.
Africa siguió siendo un escenario de la rivalidad de las dos superpoten-
cias. Aunque muchos de los gobiernos africanos se proclamaban de orienta­
ción marxista o vagamente socialistas, pocos deseaban ser estados depen­
dientes de la Unión Soviética; no habían arrojado a sus antiguos dominado­
res europeos para sustituirlos con otros nuevos. Pero muchos dirigentes
africanos tal vez recelaban más de los Estados Unidos, a causa de su riqueza
y de su poder, de su pretendido menosprecio de los asuntos africanos, y de
lo que los africanos consideraban intrusiones económicas y culturales de
carácter neocolonial. Mientras tanto, las dos superpotendas continuaban
suministrando armas de todas clases a los países africanos, y recursos
dolorosamente necesarios para el desarrollo económico se destinaban a fines
militares.

El fin del imperio

Los imperios europeos en Africa habían terminado. A finales de la


década de los 70, en todo el continente, sólo unos pequeños territorios

29 Ver págs. 706-708.

679
seguían perteneciendo a una potencia europea. La inacabada agenda de la
revolución africana incluía la extensión de los derechos políticos a la
mayoría negra en Africa del Sur y en Rhodesia, el reconocimiento de la
independencia del Africa suroccidental (Namibia), y la prolongada lucha
orientada a hacer de la independencia un preludio del mejoramiento de las
vidas humanas.
De todos los grandes cambios políticos en la historia del mundo contem­
poráneo, que afectaron a cientos de millones de seres, ninguno más revolu­
cionario, más dramático ni más súbito que el fin de los imperios coloniales
europeos de ultramar. Los imperios alemán y turco habían desaparecido con
la derrota militar en la Primera Guerra Mundial; el italiano y el japonés, en
la segunda. Pero, en 1945, los ingleses, los franceses, los holandeses, los
belgas y los portugueses gobernaban todavía más de la cuarta parte de la
población mundial. Dos décadas después, sin embargo, todos los imperios
habían desaparecido, menos el portugués, y aun ése terminó bruscamente,
en 1975. Los Estados Unidos, en los años de la postguerra, participaron
también en aquellos cambios; se retiraron de las Filipinas, concedieron el
status de asociado a Puerto Rico, y admitieron a Alaska y Hawai como
miembros iguales de la unión federal.
La era del imperialismo se remontaba al siglo XV, cuando los europeos
se hicieron a la vela, por primera vez, para sus viajes de descubrimiento;
alcanzó su apogeo entre 1885 y 1900, cuando los europeos penetraron en el
interior de Africa y ampliaron sus posesiones y sus esferas de influencia en
Asia, y los americanos se adueñaron de las Filipinas y afirmaron su poder en
ía América del Caribe y en América Latina. La era del imperialismo había
terminado. En la historia del mundo, se abría un nuevo capítulo, del que los
europeos y sus descendientes americanos no eran más que una parte. Pero
eran la tecnología europea y la civilización europea las que habían encauza­
do el mundo contemporáneo en una sola y gran corriente, y las que habían
hecho de toda la historia contemporánea la historia del mundo.
La era del imperialismo tuvo su parte de explotación, de brutalidad y de
degradación, que dejaron una cicatriz perpetua, pero fue también el instru­
mento gracias al cual se habían extendido al resto del mundo los avances
científicos, intelectuales y humanitarios de la Europa Occidental. El Occi­
dente ya no dominaba políticamente aquellas áreas, pero la civilización, la
tecnología y las instituciones occidentales seguían siendo importantes en
todas las latitudes. En este sentido, era más propio hablar de la ascensión de
Occidente que de su decadencia. En líneas generales, modernización signifi­
caba occidentalización. La industria, la ciencia, la secularización, la flexibi­
lidad social, las libertades individuales habían sido, durante mucho tiempo,
características de Occidente, ya como conquistas reales, ya como objetivos;
ahora estaban alcanzando a las partes más remotas del mundo. El efecto de
los nuevos valores e instituciones produjo tensiones y descoyuntamientos, y
transformó la panorámica del mundo no occidental. Al propio tiempo, el
mundo occidental profundizó en su apreciación del pensamiento, de la
literatura, de la música, de la religión y de las formas artísticas no occidenta­
les. La combinación de la cultura occidental y de la no occidental en la época

680
contemporánea significó interacción cultural, no la dominación de la una
por la otra.
A comienzos del siglo XX, e incluso en 1945, nadie podría haber
vaticinado la naturaleza o la amplitud de la revolución colonial. Los
imperios coloniales parecían duraderos, o, en todo caso, susceptibles sólo de
una lenta evolución hacia la independencia. Desde luego, los marxistas
hacían hincapié en la relación del imperialismo con el capitalismo, y prede­
cían el ocaso de los dos, pero ni siquiera ellos alcanzaron a prever la rapidez
ni el carácter total con que se produjo el fin de los imperios* coloniales. Las
dos Guerras Mundiales, al debilitar a las potencias europeas y al estimular
los nacionalismos, desempeñaron un papel decisivo; era difícil sostener
guerras en nombre del autogobierno y de la democracia, a menudo con los
países coloniales como aliados, sin reforzar aquellas ideas entre los pueblos
sometidos. El fin de los imperios coloniales y la aparición de las nuevas
naciones deberían contarse entre las más importantes consecuencias de las
dos guerras, y especialmente de la Segunda.
Pero el fin del colonialismo no llevó la libertad ni el gobierno democráti­
co a la mayor parte de los pueblos de reciente independencia. Como hemos
visto, aunque la mayoría de las nuevas naciones iniciaba su andadura
política con constituciones o con asambleas constituyentes, con estipulacip-
nes de parlamentos elegidos, de lin poder judicial independiente, y con una
preocupación por la libertad civil, una gran parte de la maquinaria del
gobierno constitucional desaparecía rápidamente. Muchas de las nuevas
naciones caían bajo la dominación de un solo partido, y, frecuentemente,
bajo regímenes militares; en algunas, se libraron también duras guerras
civiles. Las lealtades étnicas, a menudo trascendían lealtades a estados cuyas
fronteras habían sido artificialmente trazadas para sus propios fines por
europeos, en el curso de sus antiguas conquistas. El fin del colonialismo
trajo la independencia nacional y la libertad, en el sentido de que las antiguas
colonias quedaban libres de la dominación extranjera, pero no trajo un
auténtico autogobierno, ni libertades políticas a los pueblos de las nuevas
naciones. Tal vez los problemas sociales y económicos con que tropezaban y
su relativa inexperiencia en el autogobierno democrático fuesen demasiado
grandes; o tal vez fue un error haber creído que el autogobierno democrático
de estilo europeo podía florecer en todos los suelos. En el capítulo siguiente,
volveremos sobre el papel de los estados de reciente independencia en los
asuntos mundiales y sobre los abrumadores problemas con que todos ellos se
enfrentaban en la época de la independencia.

681
XV. L A E D A D C O N T E M P O R A N E A : C R ISIS Y C O E X IS T E N C IA

Durante unos veinte años, desde la recuperación de postguerra de la


Europa Occidental a comienzos de los años 50, que ya hemos descrito, hasta
comienzos de los años 70, los Estados Unidos y la Europa Occidental
experimentaron una prosperidad y un crecimiento económico superiores a
los que nadie podría haber pronosticado, y pudieron disfrutar de unos
regímenes democráticos, sin las violencias de graves tensiones económicas.
Las naciones de la Europa Occidental encajaron con una mínima conmoción
las importantes pérdidas de sus imperios coloniales. Pero, a comienzos
de la década de los 70, una recesión y una inflación simultáneas frenaron
severamente el crecimiento económico, y, en algunos casos, amenazaron
incluso con socavar la estabilidad política. Estaba surgiendo también un
nuevo patrón mundial, muy diferente de la polaridad del período inicial de
la postguerra. Tras haber examinado en el capítulo anterior los mundos
comunistas en la U .R .S.S., en la Europa Oriental y en China, nos detendre­
mos ahora en la experiencia interna de las naciones occidentales y del Japón,
así como en el fermento social e intelectual de la época. Luego volvemos a
las guerras y tensiones del conflictivo escenario internacional y a los profun­
dos y nuevos desafios globales que surgen en el mundo contemporáneo.

78. Las democracias desde 1945

En los asuntos internos de los países occidentales hubo, de nuevo, como


después de la Primera Guerra Mundial, avances democráticos decisivos en
los primeros años de la postguerra. El hecho de haber liberado al mundo de
las agresivas dictaduras y de los regímenes militares de Alemania, Italia y el
Japón, y de haber restaurado gobiernos constitucionales donde habían sido
aplastados desde hacia muchos años, fue un triunfo para la democracia.
Otro avance fue la ampliación del sufragio. Se concedió el voto a las mujeres
en Francia, en Italia y en el Japón, inmediatamente después de la guerra, y
en Suiza en 1971, y los derechos políticos se ampliaron más todavía, cuando,
en diversos momentos, a comienzos de los años 70, la edad legal del voto
para los hombres y para las mujeres se redujo a los dieciocho años en los
Estados Unidos, Inglaterra, Francia, República Federal de Alemania, y otros
países. La tendencia de anteguerra hacia el estado de bienestar se vio

Emblema del capítulo: el símbolo oficial del Año de Población Mundial, 1974.
acelerada también. Los recuerdos de la gran depresión y los sacrificios
exigidos durante la guerra, las ambiciones y esperanzas suscitadas en los
movimientos de Resistencia, y el deseo de protección contra la inseguridad
económica, impusieron nuevas responsabilidades, en todas partes, a los
gobiernos democráticos.

L os Estados Unidos

Para los Estados Unidos, y también para una gran parte del mundo, el
hecho más importante de los primeros años de la postguerra fue la producti­
vidad del sistema económico americano. La economía americana, después de
recuperarse parcialmente de la gran depresión durante los años del N ew D eal
y tras la enorme expansión efectuada para satisfacer las necesidades militares
durante la Segunda Guerra Mundial, continuó desarrollándose con posterio­
ridad a 1945. Los daños de la guerra en países industriales como la
U .R .S .S., Alemania, Inglaterra y el Japón hicieron que la superioridad
económica de los Estados Unidos fuese, durante algún tiempo, mayor que
nunca. La renta p e r capita en los Estados Unidos, en 1938. había sido sólo
un poco más alta que en la Gran Bretaña, en Suecia o en Suiza, que eran los
países inmediatamente más ricos. En 1948, era casi el doble. Unos años
después, a comienzos de los 50, la Europa Occidental, la U .R .S.S. y el
Japón se habían recuperado de la guerra e iniciaban un periodo de rápida
expansión industrial. D e todos modos, los Estados Unidos se mantenían
sustancialmente a la cabeza en producto p er capita, en riqueza y en niveles
de consumo. El producto p e r capita en los Estados Unidos, en los años 70,
seguía duplicando el de la Europa Occidental, que era su más próximo
competidor. Con un 5 por ciento de la población del mundo, los Estados
Unidos, en los años 70, poseían y producían la mitad de la riqueza mundial.
La gran riqueza y los inmensos recursos de los Estados Unidos provoca­
ron en otros países una actitud recelosa y hostil frente a la política america­
na, pero fue la riqueza americana la que hizo posible un programa de ayuda
financiera a los países europeos, sin el cual los europeos no habrían podido
superar los estragos de- la guerra y proceder luego a modernizar sus econo­
mías y a incrementar su capacidad productiva, de un modo tan asombroso.
Al propio tiempo, el ascendiente económico de los Estados Unidos producía
problemas. Como exportaban abundamente, pero no importaban en la
misma proporción, los Estados Unidos tendían a desequilibrar los intercam­
bios mundiales, a causa de su propia productividad. Hasta 1957, hubo una
«escasez de dólares» crónica, por la que los otros países no podían conseguir
dólares para comprar artículos americanos. En aquel momento, como lo
hicieron durante dos décadas, los Estados Unidos tenían casi la mitad del
oro y del cambio extranjero del mundo no comunista, y, en 1945, mediante
un acuerdo monetario internacional establecido en Bretton Woods, el dólar
había sido aceptado como el equivalente del oro.
A comienzos de los años 60, debido a la recuperación económica de la
Europa Occidental y a los grandes gastos militares americanos en el extranje­
ro, la balanza americana de pagos cambió desfavorablemente, y el dólar se

684
debilitó. Los europeos, mientras tanto, habían acumulado grandes reservas
de dólares (o «eurodólares»), por los que tenían derecho a exigir oro —como
Francia lo exigió en 1965—. El oro americano y las reservas de monedas
extranjeras descendieron drásticamente. En 1971, los Estados Unidos sus­
pendieron la convertibilidad del oro, unilateralmente, y tuvieron que deva­
luar el dólar. Después, a mediados de la década de los 70, el déficit
americano aumentó más todavía, a eáusa del mayor coste de las importacio­
nes de petróleo. La imagen del dólar americano como una fortaleza inexpug­
nable, propia de los primeros años de la postguerra, ya no se sostenía, y el
sistema monetario internacional establecido en Bretton Woods se resquebra­
jaba. La economía americana, a pesar de la recesión iniciada a comienzos de
los años 70, todavía era fuerte, pero su vulnerabilidad ante las fluctuaciones
de los precios y de las monedas internacionales, y su dependencia de los
recursos naturales extranjeros, eran de una asombrosa evidencia. La indus­
tria y la banca americanas de grandes dimensiones estaban también concentra­
das, y sus operaciones se realizaban más que nunca a escala mundial; menos
de 1.000 «empresas multinacionales», como se llamó a los conglomerados gi­
gantes que negociaban en docenas de países, en el interior y en el exterior, su­
maban el 70 por ciento de todas las transacciones empresariales del comercio
internacional.
En los años 50, la rápida tasa de crecimiento industrial en el Oeste del con­
tinente europeo, así como en la Unión Soviética, despertó el temor de
que la economía americana pudiera estar retrasándose en relación con
otros países industriales. Durante dos décadas después de la guerra, la
producción en los Estados Unidos aumentó a una tasa inferior al 3 por
ciento anual, más lentamente que en la Unión Soviética o en la Europa
Occidental, pero la economía americana tenía una base sobre la que edificar
más amplia que de aquellos países. El crecimiento económico tenía
que hacer frente también al aumento de la población nacional, que pasó de
132 millones en 1940 a 216 millones en 1976, en comparación con menos de
3 millones de americanos, en el momento de la independencia del país, 200
años antes. Aunque el aumento de población se redujo hacia 1957 y
descendió notablemente en los años 70, los Estados Unidos seguían crecien­
do en más de 2 millones al año, incremento anual justo inferior al 1 por
ciento. En cuestiones de bienestar general, aunque, desde ciertos puntos
de vista, alcanzaba los más altos niveles de vida del mundo, el país estaba
infestado de mucha pobreza y de muchos problemas irresueltos, sobre todo
en las ciudades declinantes y en las regiones económicamente deprimidas. A
lo largo de las décadas de postguerra, los enormes gastos militares distraían
fondos de las necesidades domésticas y contribuían también a la inflación.
La propia eficiencia de la tecnología americana amenazaba con desplazar
obreros. Todas estas constantes preocupaciones se vieron intensificadas por
la reducción del ritmo de crecimiento industrial, por el desempleo y por la
inflación que aquejaban a la economía, a lo largo de una gran parte de los
años 70.
En los primeros años de la postguerra, los procesos internos de desarrollo
en los Estados Unidos se veían inmediatamente afectados por los nuevos
compromisos internacionales del país a escala mundial, por la ansiedad
acerca de las intenciones y de las acciones de la U.R.S.S., y por una obsesiva
685
preocupación respecto a la subversión interna y a la desieaitad. Una «alarma
roja», atizada por el senador por Wisconsin, Joseph McCarthy, se encendió
a comienzos de los años 50, en medio del malestar y de la humillación del
país ante la victoria comunista en China y los reveses americanos en la
guerra de Corea. Eran muchos los que sostenían que la tolerancia de la
disensión, característica permanente de la libertad americana, estaba amena­
zada por la represión dirigida aparentemente contra las actividades comu­
nistas; otros afirmaban que los fundamentos de la seguridad americana
estaban amenazados por la sedición interna y por la conspiración mundial.
Los aspectos más abusivos de la era McCarthy decayeron, a partir de 1953.
El presidente Harry S. Truman, que ocupó el cargo a la muerte de
Franklin Roosevelt, en 1945, y que luego fue elegido en 1948, intentó con su
Fair Deal, continuar el N ew D eal de su predecesor1. Los sindicatos seguían
siendo una fuerza poderosa en la vida americana, aunque se tomaron
medidas, bajo lqs auspicios republicanos, para cercenar las que se considera­
ban prácticas industriales ilícitas de los sindicatos. Cuando el partido Repu­
blicano ocupó la presidencia, durante ocho años, a partir de 1952, con el
héroe de la guerra, el general Dwight D. Eisenhower, el gobierno adoptó una
orientación más empresarial, pero no desmanteló el N ew Deal\ en realidad,
la cobertura de la seguridad social se extendió, los salarios mínimos legales
se incrementaron, y se construyeron viviendas públicas. En 1960, volvió al
poder una administración democrática, con la elección de John F. Kennedy.
Trágicamente asesinado hacia el final del tercer año de su mandato, fue
sucedido por su vicepresidente, Lyndon B. Johnson, que en la elección
presidencial de 1964 obtuvo una aplastante victoria. Tanto Kennedy como
Johnson estimularon un fuerte liderazgo ejecutivo y una firme acción guber­
namental para combatir el lento crecimiento económico, los persistentes focos
de miseria y la discriminación racial. Bajo la presidencia de Johnson, se
incrementó la ayuda federal a la educación, y se ampliaron los servicios
médicos y sanitarios, especialmente para los ancianos. Pero tanto se compro­
metió en la guerra de Vietnam, que le costó su gran apoyo popular, y no se
presentó a la reelección. En 1968, Richard M. Nixon derrotó al candidato
demócrata por un estrecho margen de votos.
Aunque el presidente Nixon había logrado buena parte de su reputación
anterior gracias a una Tuerte actitud anticomunista en los años 50, él y su
activo secretario de estado, Henry Kissinger, trataron de atenuar las tensio­
nes ideológicas de la guerra fría, en un esfuerzo ampliamente proclamado en
favor de la détente, afirmando que las relaciones entre las grandes potencias
debían basarse menos en la ideología que en el mutuo reconocimiento de los
ínteres nacionales. Los esfuerzos de Nixon en los asuntos exteriores se vieron
anulados por los escándalos que sacudieron su administración. Su vicepresi­
dente, acusado de aceptar sobornos y de evasión de impuestos, tuvo que
dimitir. Después el propio presidente, reelegido por una abrumadora victo­
ria en 1972, se vio implicado en el intento de ocultar un robo con escala­
miento, por motivaciones políticas, en el cuartel general del Partido Demó­
crata, durante la campaña electoral. En agosto de 1974, bajo amenaza de

1 Ver págs, 552-557.

686
procesamiento, dimitió, siendo sucedido como presidente por Gerald Ford,
a quien él había nombrado antes vicepresidente. Ford no fue elegido en
1976, y Jimmy Cárter, antiguo gobernador de Georgia, relativamente desco­
nocido, y que contaba con el apoyo de una coalición de sindicatos, negros y
clase media urbana, fue el primer presidente natural del Deep South (Profun­
do Sur), desde antes de la Guerra Civil.
En los años 70, los Estados Unidos, como generalmente el mundo
industrial, estaban aquejados de una combinación de recesión económica y
de inflación. Parte de la inflación se debía a los gastos en la guerra de
Vietnam y a otros desembolsos militaren y no militares. Las ventas de
cereales a la Unión Soviética, en 1972, para reforzar la política de déíente,
elevó los precios de los artículos alimenticios en el interior. Al cuadruplicarse
los precios del petróleo, en 1973-1974, por parte de los países productores, se
aceleró la subida de precios. Para dominar la inflación, el gobierno trató de
reducir los gastos y de mantener a la par los salarios y los precios, pero los
cortes presupuestarios no sirvieron más que para reforzar la mayor lentitud
económica. La recesión de los años 70 fue el más duro revés económico en
cuatro décadas; en 1975, el paro superaba los 8 millones, es decir, el 9 por
ciento de la fuerza de trabajo. Durante algún tiempo, hubo una inflación de
«dos dígitos» (es decir, que los precios subían un 10 por ciento anual, o
más), y el producto industrial bruto mostraba el más agudo descenso desde
los años 30. A partir de 1975, hubo signos de recuperación, pero esta era
lenta e incompleta. Como una gran parte del comercio mundial dependía de
los Estados Unidos, la economía mundial se hallaba estrechamente ligada a
la recuperación económica de este país.
Además de los problemas económicos y políticos, los Estados Unidos
seguían afrontando su especial «dilema americano», es decir, la cuestión
fundamental de determinar si la democracia americana podía realmente
absorber a sus ciudadanos negros en la sociedad americana. En cuanto a la
población negra —más de 25 millones a mediados de los 70, lo que equivalía
a un 12 por ciento de la población total—, el mito del crisol americano
nunca se había aplicado plenamente; los negros nunca habían tenido una
participación igual en las conquistas políticas, sociales y económicas llevadas
a cabo por eL resto de los ciudadanos. El nuevo papel americano en los
asuntos mundiales hacía todavía más urgente la igualdad. Los afro-america­
nos, especialmente los jóvenes, se enorgullecían de los nuevos estados
africanos y desarrollaban un fuerte sentido de identidad negra. Las manifes­
taciones por los derechos civiles y las presiones para poner fin a la discrimi­
nación aumentaron. En mayo de 1954, una sentencia del Tribunal Supremo
establecía un acceso igual a las escuelas públicas de la nación, y los
presidentes Eisenhower y Kennedy utilizaron tropas federales para imponer
el cumplimiento de la ley. En 1964, por inspiración del presidente Johnson,
el Congreso aprobó una legislación que ponía fin a la discriminación en el
trabajo, en la vivienda y en los servicios públicos. Pero hubo muchos
reveses. En 1968, el asesinato del dirigente negro americano, Martin
Luther King, Jr., conmovió al país y dio origen a grandes tumultos y
manifestaciones. El retraso económico de los años 70 significó unas cifras de
desempleo todavía más altas para los negros. La ampliación de las oportuni­

687
dades educativas, las sentencias del Tribunal Supremo, la acción federal y la
decisión de la gran mayoría del pueblo americano de trabajar por una
solución pacífica del más flagrante defecto de la democracia americana
produjeron algunos resultados, pero quedaba mucho por hacer aún»
A finales de los años 60, las mujeres comenzaron también a presionar en
favor de la plena igualdad, y exigieron medidas positivas para rectificar
pasadas discriminaciones y para garantizar oportunidades iguales en el
futuro. Como resultado de tal presión, empezaron a ponerse al alcance de
las mujeres profesiones y ocupaciones consideradas tradicionalmente mas­
culinas. El número de mujeres obreras más que se duplicó en los treinta años
transcurridos entre 1947 y 1977, y muchas de ellas eran mujeres casadas. La
experiencia moderadora de la implicación americana en la guerra de Viet­
nam, en los años 60, que provocó una reacción sin precedentes en la
juventud, se expondrá después.

Gran Bretaña

En Gran Bretaña, ya antes de que terminase la Segunda Guerra


Mundial, se celebraron unas elecciones, en julio de 1945, las primeras en diez
años, que derribaron a Winston Churchill y votaron a un gobierno laborista
que estaría presidido por Clement Attlée. En otro tiempo centro del gran
capitalismo, Inglaterra se convertía, de pronto, en el modelo de socialismo
parlamentario más importante del mundo. El Partido Laborista, que gober­
nó desde 1945 hasta 1951 por primera vez en la historia con una mayoría
propia, llevó a cabo un gran programa social que introdujo cambios
permanentes en la sociedad inglesa2. Insistiendo en que, en una economía
maltrecha, las industrias básicas del país —los «altos mandos» de la econo­
mía— no podían dejarse entregadas a la anarquía no planificada del capita­
lismo y de la libre competencia, el gobierno laborista pasó al dominio de la
propiedad pública un importante sector de la economía británica, en el que
se incluían el Banco de Inglaterra, las minas de carbón, servicios públicos
como la electricidad y el gas, las comunicaciones y los transportes, y la
producción de hierro y de acero. Como las cuatro quintas partes de la
economía seguían en manos privadas, lo que resultó no fue un socialismo,
sino una economía mixta. Pero también en las ramas privadas de la economía
se adoptaron medidas para influir en la dirección y en el volumen de la
inversión privada, de acuerdo con la teoría de que el interés nacional exigía
que se complementase el interés particular de la empresa privada y el estímulo
de la ganancia. Al propio tiempo, el gobierno laborista extendió considerable­
mente y reorganizó el programa de seguridad social heredado de las reformas
liberales de 1906-19143, Todos los partidos se habían comprometido, duran­
te la guerra, a una ampliación de aquellos servicios de bienestar que en justicia
se debían a una población que había aceptado los rigores y los sacrificios
impuestos por el conflicto. El Informe Beveridge, de 1942, había esbozado

2 Ver págs. 348, 350-351, 558-559.


3 Ver págs. 338-339.

688
un programa destinado a garantizar «el pleno empleo en una sociedad libre»
y a proporcionar la segundad social a todos, desde la cuna hasta la
sepultura. El gobierno laborista extendía ahora la cobertura del seguro al
desempleo, a la vejez y a otras contingencias, e inauguraba un amplio y libre
servicio médico y sanitario para toda la población. Los impuestos sobre
ingresos y sobre la herencia se incrementaron también considerablemente.
Todo aquel programa —la propiedad pública de un importante sector de
la economía, controles gubernamentales sobre la economía como conjunto,
el amplio sistema de seguridad social, y el uso de los impuestos para la redis­
tribución de la riqueza— impulsaba la idea del estado del bienestar, descrito
por unos como un aparato opresivo, uniformado, burocrático, y el camino
hacia una «nueva servidumbre», y por otros como una demostración de que
las democracias políticas podían proteger el bienestar social y económico de
sus ciudadanos, asegurando así una adhesión todavía mayor a los procesos
democráticos. El único cambio constitucional bajo el gobierno laborista fue
una ley de 1949 para reducir la facultad de la Cámara de los Lores de
retrasar la legislación, de tres años a uno; esta ley no fue utilizada hasta un
cuarto de siglo después, por otro gobierno laborista. Se revocaron las
restricciones sobre las actividades sindicales, procedentes de la huelga general
de 19264.
El electorado, cada vez más reacio ante la continuación de los controles
de austeridad de la época de la guerra, dio a los laboristas una mayoría más
escasa en 1950, y, en 1951, llevó nuevamente al poder a los conservadores.
La mayoría conservadora fue creciendo sustancialmente en sucesivas elec­
ciones, de modo que los conservadores gobernaron ininterrumpidamente
desde 1951 hasta 1964. A partir de 1964, los dos partidos alternaron: los
laboristas, con Harold Wilson, gobernaron desde 1964 hasta 1970; los
conservadores, con Edward Heath, desde 1970 hasta 1974. Los. laboristas
volvieron al poder en 1974, por un estrecho margen.
Durante los años que permanecieron en el poder, los conservadores
detuvieron el programa de nacionalización, devolvieron el hierro y el acero y
el transporte rodado a la empresa privada, introdujeron honorarios en el
programa nacional de seguro sanitario, y estimularon a las constructoras
privadas en el campo de las viviendas públicas. Aunque por principio
criticaban el estado de bienestar, no cambiaron la estructura básica de la
seguridad social y del programa de seguro sanitario, y aceptaron, a regaña­
dientes, la economía mixta y la democracia del bienestar implantadas por los
laboristas en los primeros años de la postguerra. Cuando los laboristas
volvieron al poder, desde 1964 hasta 1970, el partido estimuló las viviendas
públicas y la eliminación de tugurios, reorganizó el sistema educativo se­
gún conceptos más democráticos, restableció los servicios médicos libres, e
incrementó las pensiones de la seguridad social. (Posteriormente, en 1974,
volvieron a nacionalizar el acero). Irónicamente, las primeras elecciones
celebradas después de la reforma laborista que rebajaba la edad del voto a la
edad de dieciocho años, en 1970, fueron ganadas por los conservadores.
. Los dos grandes partidos tuvieron que afrontar los graves problemas eco­

4 Ver pág. 558.

689
nómicos de Inglaterra, que se agudizaron más todavía en los años 70.
Inglaterra se encontraba en un estado mucho peor después de la Segunda
Guerra Mundial que después de la Primera, porque la mayor parte de sus
posesiones en el extranjero, que se elevaban a casi 40.000 millones de dólares
antes de la guerra, había sido liquidada en el curso de la lucha; además, se
había perdido una gran parte de la marina mercante inglesa. Como siempre,
Inglaterra dependía de las importaciones para sus artículos alimenticios y
para sus materias primas; la pérdida de intereses por sus inversiones, y los
ingresos, ahora reducidos, procedentes de sus servicios de embarque, tuvie­
ron efectos desfavorables en su balanza de pagos5. La situación de la
economía y del comercio ingleses mejoró en los años 50, gracias a la ayuda
financiera americana, a la cooperación económica europea de la postguerra,
a un intensificado impulso a las exportaciones, y a una reducción de las
obligaciones militares e imperiales. Durante algún tiempo, el país experi­
mentó una modesta prosperidad que, a pesar de ciertos puntos oscuros,
superó lo que había conocido desde antes de la Primera Guerra Mundial. En
los años 60, los salarios se elevaron más rápidamente que los precios, y los
obreros y las obreras disponían de cuidados médicos, de mayores oportunida­
des educativas, y de viviendas subvencionadas. A lo largo de los años de la
postguerra, Inglaterra mostró una continuada vitalidad intelectual y cultural;
tuvo su cupo de intelectuales inquietos y de jóvenes rebeldes airados, que en­
contraban satisfacción en el asalto a los intereses creados y al status quo, so­
cialista o conservador, pues todo ello se identificaba, vagamente, con el Es~
tabüshm enl (lo establecido).
Pero sólo con una economía moderna y expansiva podía el país pagar sus
grandes importaciones de alimentos y de materias primas, sostener su nivel
de prosperidad y soportar la pesada carga de los servicios públicos. La
industria británica estaba siendo superada en la competencia por los merca­
dos de exportación, por otras industrias europeo-occidentales y por la
japonesa, y no podía competir siquiera en su mercado interior. La economía
británica se desarrollaba más lentamente que la del resto de la Europa
Occidental y que la del Japón, y era menos productiva y eficiente. Cuando
estaba fuera del poder, el Partido Laborista aseguraba que los conservadores
carecían de dinamismo económico y eran los responsables del atraso ds la
economía. Pero cuando los laboristas volvieron al poder, en 1964, también
ellos tropezaron con dificultades económicas, y en 1967 se vieron obligados a
devaluar la libra y a extender las medidas de austeridad. Las presiones
inflacionarias aumentaban, y las combativas trade unions exigían incremen­
tos de salarios para hacer frente a la elevación de precios. En 1972, cuando
los conservadores estaban en el poder y trataron de mantener a raya los
salarios, los mineros del carbón convocaron una huelga nacional, y se
produjo un paro prolongado. El embargo del petróleo árabe y la dramática
subida de los precios del petróleo en el invierno de 1973-1974 agravaron la
espiral inflacionaria.
Inglaterra se vio más duramente alcanzada que otros países por la
combinación de estancamiento industrial e inflación de los años 70. De todas

5 Ver págs. 321-327, 546-549, 557-558.

690
las naciones industriales, fue la que sufrió una tasa más alta de inflación
—un asombroso 27 por ciento en 1975—. El desempleo era superior a 1
millón; con los nuevos acuerdos internacionales de un cambio en «flota­
ción», la libra, equivalente a 4 dólares en moneda americana, en 1945, y
devaluada ya dos veces en los años de postguerra, cayó desde su valor
de 1967, de 2,40 dólares, hasta el punto más bajo de su historia, alrededor
de 1,60 dólares en el otoño de 1976. Para evitar el colapso, el país dependía
de importantes préstamos del exterior y de un programa de austeridad para
el que necesitaba desesperadamente el apoyo de las trade unions.
Nadie propuso desechar enteramente el sistema nacional de seguro sani­
tario, ni las viviendas de baja renta, ni las industrias nacionalizadas, ni otras
ventajas del estado de bienestar que habian aumentado en los años inmedia­
tos de la postguerra. Pero incluso los laboristas y los trade unions estaban
reconsiderando prioridades. El Partido Laborista, inmediatamente después
de su retorno al poder en 1974, trató de reducir los gastos públicos, de tener
fondos disponibles para la inversión privada y de limitar los incrementos
salariales. Se dio la máxima prioridad a la expansión industrial y al apoyo a
las industrias clave que prometían un crecimiento económico real. El éxito
dependería de que las trade unions aceptasen los sacrificios correspondien­
tes. Con la nueva estrategia, el Partido Laborista estaba abandonando la
política expansionista del pleno empleo, y, por primera vez en treinta años,
favorecía al sector privado.
Inglaterra tenía también dificultades en Irlanda del Norte. El acuerdo de
1.922 había dejado a un gran número de católicos en Irlanda del Norte, que,
tras la partición de Irlanda, se convirtió en una parte autogobemada del
Reino Unido6. De 1,5 millones de habitantes, dos tercios eran protestantes, y
un tercio, católico. La minoría católica sostenía combativamente que era
víctima de una discriminación, y exigía la anexión de Irlanda del Norte a la
República de Irlanda. El Ejército Republicano Irlandés (I.R .A .), aunque
desautorizado por el gobierno de Dublín, exacerbaba las cuestiones, y los
extremistas protestantes le respondían del mismo modo. En 1969, estalló la
violencia abierta, y mueren más de 1.500 personas en los años siguientes. Para
Inglaterra, los conflictos sangrientos en Irlinda del Norte constituían un
grave problema, como Argelia para Francia en los años 50 y Vietnam para
los Estados Unidos en los 60.
Aunque con menor violencia, en el Reino Unido actuaban también otras
presiones separatistas. Los escoceses y los gal eses reclamaban una autonomía
económica y cultural, y el Partido Nacionalista Escocés, sobre todo, se hacía
más fuerte cada día. En 1976, el gobierno británico se decidió a establecer
asambleas regionales escocesas y galesas, con jurisdicción sobre la sanidad,
la educación, la vivienda y otras áreas de interés local. Aunque cuestiones
como el presupuesto se mantenían bajo el control de Westminster, muchos
consideraron aquella medida como el primer paso hacia una devolución de
poderes y hacia una reestructuración del Acta de Unión de 1707 . Los
escoceses tenían una razón especial para reclamar la autonomía: los campos

6 Ver págs. 560-561.

691
petrolíferos descubiertos en el Mar del Norte se encuentran, principalmente,
en aguas escocesas. El separatismo escocés era similar al que se observaba en
Francia, Bélgica, Holanda, España, Canadá y otros países con largas
historias nacionales, donde estaban surgiendo movimientos separatistas co­
mo expresión de un nuevo tipo de búsqueda étnica de la identidad.

L a Républica Francesa: Cuarta y Quinta

La Cuarta República de Francia, que se prolongó desde 1946 hasta 1958,


heredó la mayor parte de las debilidades de la Tercera. Mientras la Tercera
República duró setenta años, la Cuarta no sobrevivió más que doce, antes de
caer víctima de sus defectos constitucionales y de la carga de las guerras
coloniales8. Durante dos años y medio después de la liberación, desde 1944
hasta 1946, ocupó el poder un gobierno provisional, mientras se redactaba
una constitución. En enero de 1946, el general Charles de Gaulle dimitió
como jefe del gobierno provisional, en protesta contra el surgimiento del
régimen parlamentario y contra la pugna de los partidos políticos. A Finales
de aquel año, se adoptó una constitución en un referéndum, sin entusiasmo
alguno y por escaso margen. La constitución de la Cuarta República difería
sólo en algunos detalles de la constitución de la Tercera. Una innovación
adoptada sin debate en el momento de la deliberación fue la extensión del
sufragio a las mujeres. El presidente de la república volvía a ser una figura
ceremonial, y el primer ministro y su gabinete eran responsables ante los
caprichos de la legislatura, sólo con unas pocas salvaguardias técnicas, pero
ineficaces, contra la inestabilidad del gabinete. El nuevo sistema político
pasó a ser dominado, como lo había sido la Tercera República, por una
todopoderosa Asamblea Nacional, como la Cámara de los Diputados se
llamaba ahora, celosa de sus prerrogativas y profundamente desconfiada
respecto a un ejecutivo fuerte.
Como jefe del gobierno provisional, De Gaulle había gobernado en
colaboración con los tres partidos más importantes de la izquierda: el
Partido Comunista, el Partido Socialista y el Movimiento Republicano
Popular (o M .R .P ,)r siendo este último un fenómeno nuevo en la historia
republicana, un partido progresista católico adicto a la república. Los tres
habían salido del movimiento de la Resistencia con fuerza y prestigio
acrecentados, pero los comunistas surgían como el partido dirigente, sobre
todo gracias a su acción, muy cacareada, pero innegablemente heroica, en el
movimiento de la Resistencia durante la guerra, tras la invasión de la Unión
Soviética por Alemania, en 1941. Casi una cuarta parte del electorado votó a
los candidatos del Partido Comunista en Francia, al igual que en Italia, cota
máxima que el comunismo pudo alcanzar en la Europa Occidental, en los
primeros años de la postguerra. De Gaulle y sus sucesores negaron a los
comunistas los ministerios clave del gabinete que ellos querían, pero les
dieron diversos puntos vitales para la recuperación de la economía nacional.
Una vez dimitido de Gaulle, los tres partidos siguieron colaborando en el

8 Sobre la Tercera República, ver págs. 330-335, 561-566, 597.

692
gobierno; pero, en mayo de 1947, los comunistas, reflejando la creciente
tensión entre los campos soviético y occidental, fomentaron una serie de
huelgas dirigidas contra el gobierno, y fueron expulsados del gabinete.
A partir de 1947, la inestabilidad parlamentaria y ministerial se agravó;
los socialistas y el MRP formaron coaliciones inestables con los radicales,
antes moribundos, pero ahora renacientes, y con otros partidos del centro.
Periódicamente, de Gaulle volvía al escenario político, capitaneando un
movimiento llamado «Unión del Pueblo Francés», que él describía como
«por encima de los partidos». Al denunciar, con razón, la inestabilidad del
régimen, alarmaba, de todos modos, a los partidos democráticos de la
izquierda no comunista, que veían la república amenazada por los comunis­
tas a la izquierda y por la dictadura a la derecha. En 1953, la Unión del
Pueblo Francés se disolvió, y de Gaulle volvió a su retiro. La amenaza
inmediata al régimen constitucional se atenuó. En los años siguientes, la
inestabilidad y la ineficacia parlamentarias sembraron entre el pueblo cinis­
mo, hostilidad e indiferencia; el espíritu de entusiasmo y de regeneración
nacido del movimiento de la Resistencia languidecía, éxcepto durante un
breve renacimiento, con los ocho meses de gobierno del radical reformista,
Pierre Mendés-France, en 1954-1955.
Pero, a pesar de su poco estimulante crónica política, las realizaciones
económicas y sociales de la Cuarta República fueron importantes. Los
gobiernos provisionales constituidos por de Gaulle y por la combinación de
los tres partidos de izquierda echaron las bases para una democracia
industrial moderna. El gobierno había nacionalizado un buen número de
industrias clave, entre las que se incluían las minas de carbón, el gas y la
electricidad, y también las más importantes entidades de la banca, del
crédito y de los seguros. Al igual que en Inglaterra, surgió una economía
mixta. El gobierno amplió el cuerpo existente de legislación de la seguridad
social e introdujo la innovación de los subsidios familiares como suplemento
de los salarios de los cabezas de familia. En 1946, un previsor plan
económico, trazado por Jean Monnet, canalizó las inversiones en seis
sectores clave de la economía, ensanchando y modernizando la base econó­
mica y creando el potencial preciso para la expansión industrial. El plan
Monnet, juntamente con la ayuda financiera americana del Plan Marshall,
contribuyó a modernizar la economía francesa y a hacer posible un espectacu­
lar crecimiento económico. En 1952, los niveles de producción eran superiores
en un 50 por 100 a los de 1938, y el producto industrial empezó a aumentar a
una tasa anual del 5 por 100 por lo menos. Franceses como Monnet y Robert
Schuman figuraron a la cabeza de muchas de las imaginativas propuestas de
integración económica europea lanzadas en los años cincuenta, como la Co­
munidad Europea del Carbón y del Acero. El país mostró también una vitali­
dad demográfica que desconcertó a los anteriormente pesimistas9. El descenso
de población de los años que precedieron a la guerra dejó paso a incrementos
anuales regulares, de modo que la nación francesa de la anteguerra, de menos
de 40 millones, llegó a los 52,5 millones en el censo de 1975; aun así, en los

y Ver págs. 312-313.

693
años 70, había preocupación por unas tasas de crecimiento más bajas. En la
economía existían muchos puntos débiles; las finanzas públicas y la evasión de
impuestos seguían siendo graves problemas, y persistía la inquietud obrera, en
parte provocada por los comunistas, y en parte motivada por auténticos ma­
les, entre los que se incluía la inflación. Pero las relaciones económicas y la
elevación de los niveles de vida eran asombrosos.
Lo que hizo insolubles los problemas políticos de la Cuarta República fue
el esfuerzo de intentar la salvación del antiguo imperio francés. El régimen
no pudo afrontar las agotadoras guerras coloniales que sostuvo primero en
Indochina, de 1946 a 1954, y luego en Argelia, de 1954 a 196210, De todas
las grandes potencias, Francia fue la única que estuvo casi continuamente
en guerra, durante quince años, aproximadamente, en la época de la post­
guerra. Pudo envidiar la suerte de los vencidos en la Segunda Guerra
Mundial —Alemania, Italia y el Japón—, que no tenían colonias inquietas
que dominar.
Tal como se había prometido durante la guerra, la constitución de 1946
democratizó el gobierno de la Unión Francesa, pero, como hemos visto, las
limitadas reformas no satisficieron a los revolucionarios nacionales que
exigían la independencia en Túnez, en Marruecos, en Madagascar, en
Indochina o en Argelia. Desde diciembre de 1946 hasta junio de 1954, el
ejército francés luchó contra los nacionalistas en Indochina, hasta que,
finalmente, tras la desastrosa derrota en Dien Bien Phu, tuvo que retirarse.
Después, transcurridos sólo unos meses desde el hundimiento en Indochina,
estalló la guerra argelina, cuyos rasgos principales han sido descritos ya. A
medida que la lucha se prolongaba, aumentaban por ambas partes las cruelda­
des y la brutalidad. Con más de 400.000 soldados en Argelia, de los que tres
cuartas partes eran jóvenes reclutas, con los nacionalistas argelinos soste­
niendo evasivas operaciones de guerrillas en las montañas, con la guerra
adentrándose por las calles mismas de París, con la policía irrumpiendo en
las casas de los simpatizantes argelinos, y con los extremistas argelinos
atacando a los moderados, la guerra sangraba los recursos financieros, la
moral y la autoestimación de los franceses. Para detener la corriente de
ayuda de Egipto a los nacionalistas argelinos, los franceses participaron
también en la malhadada expedición de Suez, en 1956, pero fue inútil. Los
colonos de Argelia y los jefes militares, dolidos por su reciente derrota en
Indochina, se oponían decididamente a la retirada francesa. En 1958,
dispuestos a hacerse cargo directamente de la cuestión, declararon una
insurrección en Argel. Un nuevo gobierno, formado apresuradamente en
París, temió que la capital fuese invadida por tropas paracaidistas, y recibió,
complacido, al único hombre que podía salvar la situación, de Gaulle. La
gran mayoría del pueblo francés aclamó su regreso. Los jefes del ejército, los
colonos de Argelia y los partidos derechistas estaban convencidos de que,
con su preocupación por el ejército y por la grandeza nacional de Francia,
mantendría a Argelia Francesa. De Gaulle tranquilizó también a la izquierda
excepto a los comunistas y a un pequeño grupo de obstinados e inflexibles
republicanos, recordándoles el modo democrático en que había gobernado

10 Ver pags. 666-667, 671-673.

694
después de la liberación e insistiendo en que sólo volvería al poder, por una
vía legal. En junio de 1958, la Asamblea Nacional invistió a de Gaulle como
primer ministro, con poderes excepcionales durante seis meses, y con autori­
dad para preparar una nueva constitución.
Así nació la Quinta República. En rápida sucesión, en otoño de 1958, la
nueva constitución fue preparada y aceptada abrumadoramente por un
referéndum popular, y se celebraron elecciones; surgió un nuevo partido
gaullista (la Unión para la Nueva República), y de Gaulle fue elegido
presidente. La presidencia fue el puesto clave y el foco del poder de la
Quinta República, que fue gobernada por un sistema mixto presidencial y
parlamentario. El presidente tenía poderes para disolver la Asamblea y para
convocar nuevas elecciones, para someter las cuestiones importantes a
referendums populares, y para asumir poderes de excepción, de todo lo cual
hizo uso de Gaulle durante los once años que permaneció en el poder. La
inestabilidad política desapareció; en los primeros diez años de la Quinta
República, sólo hubo tres presidentes de gobierno; en los catorce años des­
de 1944 a 1958 , durante la Cuarta República, los jefes de gobierno habían
sido veinticinco.
Ya hemos señalado cómo resolvió de Gaulle la crisis argelina, cómo
nació, en julio de 1962, una Argelia independiente, y cómo, ya antes, de
Gaulle concedió la autodeterminación y la independencia a las antiguas
colonias francesas del Africa sub-sahariana. Con el restablecimiento de la
confianza de los franceses en sí mismos gracias a la estabilidad del nuevo
régimen, con la continuidad de la prosperidad económica y con Francia
desempeñando un papel activo e independiente en los asuntos mundiales, los
franceses se avinieron a la pérdida del imperio y se enorgullecieron de su
gran importancia en el escenario internacional. En 1960, Francia se convirtió
en la cuarta nación que desarrollaba una capacidad nuclear, tras la huella de
los Estados Unidos, de la U.R.S.S. y de Inglaterra. Rechazando los rígidos
esquemas de la guerra fría y considerando los asuntos internacionales de la
postguerra como una lucha entre las Grandes Potencias más que como un
choque de ideologías, de Gaulle se negó a seguir la dirección americana o
inglesa en Europa o en Asia, y aspiró a un gran papel diplomático para
Francia en el Continente europeo, en Asia y en otras partes.
Tras la solución de la crisis argelina, de Gaulle fortaleció todavía más su
posición dominante en la escena interna francesa. Continuó edificando una
especie de democracia plebiscitaria, por las frecuentes apelaciones directas al
pueblo y por ignorar al parlamento. En un caso importante, soslayando el
parlamento, logró imponer una enmienda constitucional que establecía la
elección popular directa de los futuros presidentes. En las elecciones de 1962,
su partido obtuvo una mayoría absoluta en la Asamblea, siendo la primera
vez que partido alguno lo conseguía, en la historia de la república. Aunque
las libertades civiles, en su mayor parte, se conservaban, y se mantenían la
libertad de expresión y las elecciones libres, el antiguo fermento democrático
parecía estar desapareciendo; los partidos políticos, incluido el Comunista,
parecían paralizados o impotentes. A pesar de esporádicas manifestaciones
en las calles, la esterilidad y la apatía dominaron, durante algún tiempo, la
vida política francesa. Técnicos especializados regían los asuntos del estado,

695
y de Gaulle, monarca republicano sin corona, presidía como árbitro los
destinos de la nación.
Pero la nación seguía inquieta. En 1965, de Gaulle fue reelegido presi­
dente, pero necesitó una segunda vuelta, pues no alcanzó la mayoría en la
primera votación. Los sindicatos estaban indignados por la inflación y por la
escasa atención prestada al problema de la vivienda; los estudiantes impug­
naban los gastos del estado en armas nucleares, en lugar de hacerlos en las
cuestiones de la enseñanza; los dirigentes políticos de la oposición criticaban
el control del gobierno sobre los medios de información de masas. Los
partidos de la izquierda estaban cada vez más unidos. El país en su conjunto
se mostraba impaciente ante la extravagante actitud de de Gaulle en los
asuntos mundiales, como cuando exhortó a Quebec a liberarse del Canadá, o
cuando se adhirió a la causa árabe contra Israel, o cuando sostuvo posicio­
nes doctrinarias antibritánicas y antiamericanas. De pronto, en mayo
de 1968, el descontento en las universidades estalló en una revuelta que
condujo a manifestaciones de cientos de miles de estudiantes, y luego llevó a
la huelga a 10 millones de trabajadores, paralizando la economía y ame­
nazando al propio régimen. De Gaulle sobrevivió a la revuelta, pero sola­
mente después de haberse asegurado el apoyo del ejército y de haber
prometido aumentos salariales y amplias reformas educativas y laborales.
En junio de 1968, unas nuevas elecciones, en las que de Gaulle aireó la
amenaza del comunismo y del caos, dieron a su partido una aplastante
mayoría. El país parecía olvidar la explosión. Se iniciaron las reformas
educativas, y de Gaulle capeó un asalto contra el franco, a pesar del
quebranto económico de la primavera. Pero, en abril de 1969, decidió
convertir un referéndum sobre una complicada serie de reformas constitu­
cionales en un voto de cofianza. Al ser derrotado en las urnas por un
pequeño margen, dimitió, indignado, y se retiró a su comarca natal, donde
murió, un año después, como una figura augusta, heroica y austera, cuyas
hazañas en la guerra y en la paz le habían asegurado, ya en vida, un puesto
en la historia.
La Quinta República continuó sin de Gaulle. Le sucedieron en la
presidencia Georges Pompidou desde 1969 a 1974, y Valéry Giscard D ’Es-
taing (conservador, pero no gaullista) desde 1975. Ambos ejercieron una
firme dirección presidencial y siguieron la política extranjera independien­
te de de Gaulle, pero evitando sus posiciones más extremadas en los
asuntos internacionales. La oposición izquierdista, mientras tanto, iba ha­
ciéndose más fuerte, y el Partido Socialista, con Franfois Mitterand, de­
sarrolló una laboriosa alianza con los comunistas, con gran alarma de los
gaullistas que estaban tomando medidas para reorganizarse, a fin de prote­
ger la herencia de de Gaulle. Como otros países industriales, en los años 70,
Francia tuvo que afrontar una alta inflación, un lento desarrollo industrial y
un fuerte desempleo. Aunque las instituciones de la Quinta República
aseguraron la estabilidad, Francia sufría crecientes tensiones políticas, socia­
les y económicas, en parte debidas a un sistema que no concedía mucho
espacio a una oposición política constructiva, y en parte ocasionadas por la
recesión mundial.

696
Alemania: dividida, pero restaurada

En 1945, Alemania estaba en ruinas, con sus ciudades destripadas, con


las tres cuartas partes de las casas de sus grandes ciudades destruidas, con sus
instalaciones industriales incendiadas y bombardeadas, con su territorio
dividido en cuatro zonas y ocupado por los ejércitos de los estados Estados
Unidos, Inglaterra, Francia y la Unión Soviética. El caos económico, una
moneda sin valor, la escasez de alimentos y de viviendas, un activo mercado
negro y una moral destrozada se combinaban para componer un terrible
cuadro. Además, según los acuerdos de Potsdam, Alemania entregaba a
Polonia y a la U .R .S.S. el control de un área a lo largo de sus fronteras
orientales, aproximadamente equivalente a una cuarta parte del territorio
alemán tal como se había definido en Versalles11. Unos 12 millones de
refugiados, expulsados o huidos de aquellas áreas orientales, y también de
antiguos centros de población alemana como el territorio de los sudetes,
tenían que encontrar hogares en las bombardeadas ciudades alemanas.
Las cuatro potencias colaboraron, en 1946, en la celebración de un juicio
internacional, en Nuremberg, de veintidós principales dirigentes nazis acusa­
dos de crímenes contra la humanidad y contra la paz mundial, y ejecutaron a
todos los reos, excepto a unos pocos. La prueba de sus delitos, sólida e
incontrovertible, fue reunida, para la posterioridad, en muchos volúmenes
de testimonios, pero surgieron recelos de muchas clases, entre ellos el
precedente de castigar a los dirigentes de un enemigo derrotado y también la
conveniencia de que una potencia totalitaria, la Unión Soviética, se sentase a
juzgar a otra. Un programa de «desnazificación», llevado a cabo por las
autoridades ocupantes, cada una a su modo, y por tribunales alemanes bajo
supervisión aliada, prodíijo resultados diversos; a veces, delincuentes meno­
res fueron castigados, debido a que sus casos eran menos complicados,
mientras delincuentes mayores se beneficiaron de aplazamientos y demoras.
Como muchos alemanes técnicamente preparados y profesionales habían
sido identificados, de algún modo, con organizaciones nazis, resultó imposi­
ble excluir de la vida pública a todos ellos. En general, los países aliados
rechazaban la noción de culpabilidad alemana colectiva o masiva, por los
delitos nazis. Individuos culpables de los crímenes más odiosos asociados
con el Tercer Reich estaban siendo aún detenidos y procesados, dos y tres
décadas después de la terminación de la guerra, en tribunales alemanes, y, en
el caso espectacular de A dolf Eichmann, que desempeñó un destacado papel
en el programa de liquidación de los judíos, en Israel. En 1947, las
autoridades aliadas disolvieron formalmente el histórico estado de Prusia: el
espíritu del militarismo y del autoritarismo prusianos era así expulsado del
cuerpo político alemán; en eso, estaban de acuerdo las autoridades occiden­
tales y las soviéticas12.
A finales de 1946, los americanos y los ingleses unieron sus zonas de
ocupación; los franceses les siguieron en 1948. Los soviéticos se mantuvieron
separados en su zona, en la Alemania Oriental. Estimularon a los comunis-

' 1 Ver págs. 612-617, y mapas 23, 26 y 27.


12 Ver págs. 154-156, 271-278.

697
tas germano-orientales a engullir a los socialdemócratas, y, en 1949, supervi­
saron la instauración de una República Democrática Alemana. Bajo la rígida
gobernación del dirigente del Partido Comunista, Walter Ulbricht, que
dominó los asuntos políticos germano-orientales durante más de veinte años,
la Alemania Oriental siguió el modelo de los satélites soviéticos, edificando
un disciplinado estado de un solo partido e industrializando la economía.
Incluso bajo los sucesores de Stalín, hubo menos liberalización aquí que en
cualquiera de los otros satélites. Los motines en el Berlín Oriental en junio
de 1953 y la continuada huida masiva a la Alemania Occidental eran síntoma
de inquietud y de insatisfacción respecto al régimen.
En la Alemania Occidental, tras el establecimiento de gobiernos de los es­
tados, una convención constitucional que representaba a las dietas de los
estados se reunió en 1948-1949, con el estímulo de las potencias ocupantes
occidentales, e instauró la República Federal de Alemania, con su capital en
la ciudad renana de Bonn. Los dirigentes políticos de Bonn estaban decidi­
dos a crear una democracia alemana duradera, lo que no habían conseguido
sus predecesores de Francfort en 1848-1849 y los de Weimar en 191913. El
destino político de la nueva república estuvo, desde el principio, en manos,
sobre todo, de los demócrata-cristianos, herederos del antiguo Partido
Católico del Centro. La figura dominante de la Alemania de la postguerra
fue Konrad Adenauer, una poderosa personalidad patriarcal y voluntariosa,
que recordaba a Bismarck. Adenauer ocupó el cargo de canciller a la edad de
setenta y tres años, y gobernó con habilidad y astucia durante catorce, des­
de 1949 hasta 1963, dimitiendo a regañadientes, a los ochenta y siete. A lo
largo de veinte años, desde 1949 hasta 1969, las elecciones, que se celebraban
cada cuatro años, confirmaron en el poder a los demócrata-cristianos,
aunque un Partido Socialdemócrata, fortalecido y modernizado, apoyado
por una tercera parte de los electores constituía una fuerte y enérgica
oposición. Adenauer, relegando a un futuro indefinido la cuestión de la
unificación alemana y de los territorios orientales perdidos, fortaleció los
lazos de amistad con Francia, cooperó en el movimiento de integración
europea política y económica, logró el apoyo y la confianza de las potencias
occidentales, y proporcionó la estabilidad y la continuidad internas que
hicieron posible una asombrosa recuperación económica alemana.
La más espectacular realización de la Alemania Occidental fue su recupe­
ración industrial y su consiguiente expansión, con razón calificadas de «el
milagro alemán». Tras el caos de los dos primeros años de postguerra, desde
1945 hasta 1947, las condiciones empezaron a mejorar. Los daños sufridos
por la industria alemana, cuya capacidad se había ampliado considerable­
mente durante la guerra, resultaron menos graves de lo que a primera vista
parecían; muchas de las instalaciones alemanas eran utilizables, una vez
reparadas, a lo que la población se entregó con diligencia e ingenio. La
influencia de los deportados y dfe los refugiados procedentes de la Europa
Oriental se convirtió en un activo que venía a sumarse a la fuerza de trabajo.
Las reparaciones, sobre las que discutían las potencias occidentales y los
soviéticos, pronto estuvieron terminadas en la zona occidental. En 1948, las

13 Ver págs. 232-236.

698
potencias occidentales llevaron a cabo, en su zona, una indispensable
reforma monetaria. Después con grandes sumas de dinero facilitadas por los
Estados Unidos mediante el Plan Marshall, la Alemania Occidental se lanzó
a una expansión industrial sin precedentes, distribuyendo cuidadosamente
los recursos, planificando las inversiones de capital y cooperando estrecha­
mente con otros países europeos en la reducción de las barreras comerciales.
El sistema económico seguía siendo el capitalista, aunque el gobierno
configuraba la política económica, conduciendo y canalizando las inversio­
nes hacia los sectores vitales de la economía, y atendiendo también, conscien­
temente, a las necesidades sociales. Ludwig Erhard fue el ministro de
economía de Adenauer, y, desde 1963 hasta 1968, fue también su sucesor, y
restableció el sentido de asociación entre el gobierno y el legislativo, que Ade­
nauer había ignorado; En 1968, pasó a ser canciller Kurt Georg Kiesinger,
continuando así el predominio demócrata-cristiano.
Como la población aceptaba un nivel de vida relativamente modesto, lo
que hacía menos necesarias las importaciones, y como el campo industrial no
estaba perturbado por conflictos laborales, a la vez que el país se veía libre
de la carga de los gastos militares y se beneficiaba de la creciente demanda
creada por la guerra de Corea en 1950-1953, una importante proporción del
producto nacional se reinvertía, año tras año, y hacía posible el continuado
crecimiento industrial y el pleno empleo. En 1950, la producción industrial
había superado ya los niveles alemanes de anteguerra; en 1958, Alemania
casi había duplicado su producto de 1938 y era el país industrial más
importante de la Europa Occidental. En los años 60, estaba produciendo
más del doble que antes de la guerra, si bien su tasa industrial de crecimiento
mostraba signos de disminución, en gran parte a causa de la escasez de
fuerza de trabajo. Al propio tiempo, la población alemana occidental se
elevó, en las tres décadas siguientes a 1945, de 48 a 62 millones, mientras la
población de Alemania Oriental, a pesar del importante progreso económico
logrado allí también, descendió de 19 a 17 millones. Ya a comienzos de la
década de los 50, sólo unos pocos años después de la desastrosa derrota
militar, la República Federal de Alemania se había convertido en una gran
potencia industrial y política, un codiciado aliado del campo occidental, un
miembro igual, desde 1955, de las estructuras militares occidentales, incluida
la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Con el paso del tiempo,
surgió una nueva generación que se sentía poco responsable de los crímenes
nazis; el canciller Kiesinger había sido incluso miembro del partido. Las
cuestiones políticas de un carácter irritante se atenuaban; el progreso mate­
rial parecía triunfar sobre la ideología, por lo menos en lo que se refería a las
personas de avanzada y media edad. Un pequeño Partido Nacional Demo­
crático trató de reavivar las mortecinas cenizas del nazismo, pero con un
éxito limitado. Las verdaderas fuentes de descontento aparecían entre los
estudiantes y los jóvenes, que se rebelaban contra la sociedad alemana
occidental por su materialismo, y abrazaban un anarquismo vagamente
definido.
En 1969, terminó la permanencia en el poder de los demócrata-cristianos,
que había durado más de veinte años. Desde 1961, sólo habían podido
gobernar como parte de una coalición, con los Liberaldemócratas. En 1965,

699
se unieron también a la coalición los socialdemócratas, y Willy Brandt, el
popular alcalde socialdemócrata de Berlín Occidental desde hacía tiempo,
pasó a ser ministro de asuntos exteriores. Pero la coalición no fue duradera.
Los liberales, aunque conservadores en otros aspectos, querían ver pues­
ta en práctica la Ostpolitik de Brandt, es decir, su política de flexibilidad
respecto a la Europa Oriental. Desplazaron su apoyo hacia los socialdemó­
cratas, que habían ensanchado su capacidad de convocatoria, renunciando
incluso, unos años antes, a su plataforma marxista original. En 1969, Willy
Brandt fue el primer canciller socialdemócrata desde 1930. Para mejorar las
relaciones políticas y económicas con la Europa Oriental, negoció importan­
tes acuerdos con la Unión Soviética y con Polonia, reconociendo las fronte­
ras establecidas al final de la guerra y renunciando a los antiguos territorios
alemanes en el este. En Varsovia y en Israel, rindió homenaje a las víctimas
judías de los nazis. A pesar de la inquietud por el estilo personal de Brandt y
de las quejas de que estaba abandonando los asuntos internos, su partido
obtuvo más escaños en las elecciones de 1972, las primeras en que se reducía
a dieciocho años la edad del voto en Alemania. El sorprendente descubri­
miento de que un miembro del sta ff de Brandt hacía espionaje a favor de la
Alemania Oriental le obligó a abandonar su cargo de canciller en 1974; le
sucedió el dirigente socialdemócrata, Helmut Schmidt, menos sentimental.
Treinta años después de la caída de Hitler, la República Federal de
Alemania, en 1975, era la potencia económica más fuerte de la Europa
Occidental, produciendo más artículos y más servicios que cualquier otra
nación, exceptuadas las dos superpotencias y el Japón. Su producto indus­
trial era un tercio del total de los miembros del Mercado Común juntos;
tenía el doble de oro que los Estados Unidos. Con una población inferior a
una cuarta parte de la estadounidense, el producto nacional bruto de
Alemania era un tercio del producto de los Estados Unidos, y su volumen de
comercio exterior era aproximadamente igual. En las relaciones industriales,
fue un precursor en la unión de trabajo y capital; una política de «codeter-
minación» (o «cogestión») permitía que, en las juntas de directores de
muchas empresas importantes, la mitad de los miembros fuesen representan­
tes de los trabajadores. En la recesión de los años 70, Alemania hizo frente a
la inflación, a la disminución de la tasa de progreso industrial y al desem­
pleo, con mejor fortuna que cualquier otro país industrial, incluidos los
Estados Unidos. Como el autodisciplinado obrero aceptaba aumentos sala­
riales mínimos, el gobierno pudo mantener su tasa inflacionaria muy por
debajo del 10 por ciento. Todos los partidos políticos y los obreros y los
industriales se hallaban obsesionados por el recuerdo de lo que la inflación
de los años 20 y los enormes contingentes de parados de los años 30 habían
hecho, entonces, de su país.
De igual modo que Alemania seguía dividida, así continuaba Berlín, que
se encontraba a unos 150 kilómetros en el interior de la Alemania Oriental,
partido en sector occidental y sector soviético, y que, durante muchos años,
constituyó el escenario de la fricción internacional. En 1961, las autoridades
soviéticas y germano-orientales levantaron un muro para detener el éxodo de
los berlineses del sector oriental; millares de ellos habían huido ya, en busca
de la atmósfera más democrática y de la abundancia material del Occidente.

700
Con la construcción del «muro de Berlín», el gobierno de la Alemania Oriental
detuvo un éxodo que le había costado ya 3 millones de personas. Entonces,
comenzó a realizar un notable progreso económico con su sistema de
planificación económica centralizada. A finales de los años 60, a pesar de su
población relativamente pequeña, la República Democrática Alemana era
una de las diez potencias industriales más importantes del mundo, el país
más rico de toda Europa Oriental, con niveles de vida más altos que los de la
U.R.S.S. En 1971, Erich Honecker, más flexible, sucedió a JUlbricht como
dirigente del partido.
En los primeros años de la postguerra, los demócrata-cristianos y los
socialdemócratas de la Alemania Occidental, y los comunistas de la Alema­
nia Oriental, habían estado de acuerdo en que, algún día, reunificarían a su
dividida nación. Con la política exterior conciliadora de Brandt, se mejora­
ron las comunicaciones y se permitieron las visitas familiares a través de la
frontera de la Alemania Oriental, pero la reunificación seguía estando
lejana. En 1973, los dos estados alemanes se reconocieron diplomáticamente.
Los dos sistemas sociales seguían, en su desarrollo, líneas muy diferentes, y,
cada uno a su modo, alcanzaban enormes éxitos, tanto desde puntos de vista
materiales como de otro género. Si la potencia industrial más importante de
la Europa Occidental y la potencia industrial más importante de la Europa
Oriental, excluida la U .R .S.S., se reunifícasen algún día, las repercusiones
en los asuntos europeos y mundiales serían de gran alcance. Pero la
reunificación no dependía tanto de los alemanes como de la estructura, más
amplia, de las relaciones internacionales. A medida que los años pasaban,
las dos Alemanias iban desarrollando, firmemente, un sentido distinto de
destino y de identidad nacionales, y cada población iba acostumbrándose a
los «otros» alemanes como extranjeros. Hablaban, más frecuentemente que
en años anteriores, de dos naciones y de coexistencia; muchos recordaban
que Alemania, en los tiempos modernos, sólo había estado unida durante
setenta y cinco años, desde 1871 hasta 1945, y que, en los primeros siglos de
la Edad Moderna, había sido normal hablar de las Alemanias.

E l renacimiento japonés

En Japón, como en Alemania, los americanos utilizaron la ocupación


militar de 1945 para fomentar instituciones democráticas. Una nueva consti­
tución promulgada en 1946 ponía fin al gobierno de derecho divino del
emperador y convertía a este en un soberano constitucional. Bajo la mano
fírme del general Douglas McArthur, se estableció la maquinaria política del
gobierno democrático; las mujeres votaron; se estimuló el autogobierno
local. Los sindicatos aumentaron en dimensiones y en militancia. Se ordenó
la disolución de los grandes combinados industriales y bancarios, aunque
ocuparon su lugar nuevas formas de concentración económica. Se inició un
extenso programa de redistribución de la tierra. Desgraciadamente, muchos
campesinos carecían de medios para comprar las fincas que se les ofrecían, y
los grandes terratenientes resistieron las reformas. Aunque los socialistas
moderados —los socialdemócratas— surgieron como un partido importante,

701
el control político siguió, principalmente, en manos de los grupos conserva­
dores, extraídos de las clases sociales superiores que habían gobernado en el
Japón desde hacía mucho.
El Japón, como Alemania, se benefició de la tensión entre los Soviets y el
mundo occidental. En el tratado de paz firmado en 1951, en el que los
Soviets no tomaron parte, no se exigieron reparaciones, ni se impusieron
limitaciones drásticas en los armamentos. Se restableció la soberanía japone­
sa, aunque los Estados Unidos, mediante el tratado, conservaron algunos
derechos militares en el Japón y ocuparon las Islas Ryukyu, incluida
Okinawa, hasta 1972. Los Soviets no hicieron nada para devolver las Islas
Kuriles, que habían ocupado al final de la Segunda Guerra Mundial. El
Japón reconoció primero y entabló después estrechas relaciones con la
República Popular de China. Un activo movimiento de paz, reavivando el
recuerdo de Hiroshima, trató de dirigir al Japón por una vía neutralista y se
opuso a los acuerdos de defensa mutua con los Estados Unidos; se sucedie­
ron las manifestaciones y los tumultos antiamericanos, capitaneados por
estudiantes universitarios descontentos.
En 1968, el Japón celebró el centenario de la restauración Meiji14, que
había lanzado al país a la gran corriente de la historia del mundo; en 1975,
Hírohito fue el primer emperador japonés que visitó los Estados Unidos. A
pesar de su desastrosa derrota en la Segunda Guerra Mundial, con una
población que pasaba de los 100 millones, pero habiendo estabilizado con
éxito su tasa de crecimiento de la población, el Japón era la tercera potencia
industrial del mundo, superada sólo por los Estados Unidos y por la
U .R.S.S. Al igual que en otros países industriales, el proceso de continuada
expansión económica se vio interrumpido en los años 70, y el Japón sufrió
agudamente la desaceleración industrial y la inflación. El país se vio también
sacudido por escándalos que revelaban las indecorosas implicaciones de sus
dirigentes políticos con empresas de negocios internacionales. Firmemente
decidido a lograr que su maquinaria democrática funcionase, el Japón
continuó siendo, a pesar del fermento social, un bastión de la estabilidad
conservadora en el inquieto Oriente de los años de postguerra.

La República Italiana

En Italia, después de más de dos décadas de fascismo, se reanudaron,


una vez terminada la guerra, los procesos democráticos15. El país adoptó
una nueva constitución, votó el fin de la monarquía de Saboya en favor de
una República Italiana, y extendió el sufragio a las mujeres. En las primeras
elecciones de la postguerra, celebradas en junio de 1945, quedaron en cabeza
tres partidos de izquierda: el Demócrata Cristiano, el Comunista y el
Socialista. El comunismo era una fuerza poderosa en la vida política
italiana, pues, como en Francia, salía con un gran prestigio del movimiento
«partisano» de la Resistencia, y explotaba con éxito las dificultades econó­

14 Ver págs. 301-303.


15 Ver págs. 566-572, 605-607.

702
micas y sociales existentes, que en Italia eran muchas; hasta 1947, los
comunistas tuvieron puestos en el gabinete. En el dividido Partido Socialista,
una mayoría de izquierda insistía en estrechar los lazos con los comunistas,
mientras una minoría insistía en un socialismo democrático independiente.
La Democracia Cristiana, como en el caso de la Alemania Occidental,
dominó la escena política. Como renacimiento del Partido Popular Católico
de los años 20 prefascistas, el partido de la Democracia Cristiana estaba
animado, inicialmente, por un alto sentido de idealismo cristiano y de
justicia social, pero era bastante moderado en sus enfoques sociales y
económicos para atraer a los conservadores, que veían desaparecer sus pro­
pios partidos en la oleada de la reacción democrática contra el fascismo.
La figura dominante en la Italia postfascísta fue el dirigente de la
Democracia Cristiana, Alcide de Gasperi, que vivió durante los años de
Mussolini como bibliotecario en el Vaticano. Introdujo firmeza y estabilidad
en el primer período caótico después de la guerra, y, durante siete años de
formación en la vida de la República, desde 1946 hasta 1953, presidió un
gobierno fuerte que perfeccionó la libertad política e introdujo reformas
moderadas. En 1947, en el marco de la guerra fría, de Gasperi expulsó de su
gabinete a los comunistas. Inmediatamente después, se celebraron las elec­
ciones generales de 1948, En Italia, como en Francia, los comunistas querían
recuperar sus carteras en el gobierno. Mediante la adopción de una militan-
cia revolucionaria y la obtención del apoyo de los socialistas de izquierda,
establecieron un concierto para el poder. De Gasperi triunfó, respaldado por
los partidos conservadores, por el Vaticano y por los Estados Unidos, que
por primera vez en su historia intervinieron abiertamente para influir en el
resultado de unas elecciones europeas; los comunistas y sus aliados socialis­
tas de izquierda no consiguieron más que una tercera parte de los votos.
La Democracia Cristiana siguió gobernando el país, pero sin la mayoría
que había obtenido en 1948. Gobernaron en coalición con los partidos
menores de la izquierda y del centro izquierda, y, a finales de los 60, a
menudo con el apoyo de la derecha. Actuando cautamente en su programa
de reforma, tuvieron buen cuidado de no perder el apoyo de los grandes
intereses. Aunque se proponían parcelar las grandes haciendas rurales y
elevar los niveles de vida del Mediodía, el ritmo de cambio era lento. Tras la
dimisión de De Gasperi, en 1953, fueron sucediéndose varios primeros
ministros, ocupando el cargo cada uno de ellos, escasamente un año. El
partido estaba dividido en facciones, y dominado por intereses económica y
socialmente conservadores, en los que la jerarquía eclesiástica desempeñaba
un importante papel. El gobierno llegó a caracterizarse por la inestabilidad
de los gabinetes, por la inercia y por una incapacidad para iniciar cambios
sociales y económicos indispensables. Aunque brevemente unidos a los so­
cialistas, a comienzos de los años 60, en «una apertura a la izquierda», los
demócrata-cristianos mostraban poco entusiasmo por la reforma; los socia­
listas, mientras tanto, perdían el apoyo de la clase obrera, y no tardaron en
retirarse. Los comunistas, que desde 1956 venían dando muestras de una
independencia cada vez mayor respecto a Moscú, seguian siendo una pode­
rosa fuerza latente, que obtenía sustanciales porcentajes en todas las eleccio­
nes, a partir de 1958. Apoyados por más de la cuarta parte del electorado, se

703
beneficiaban de la inquietud popular a causa de las constantes coaliciones
demócrata-cristianas. El hecho de que, en 1963, el Papa Juan XXIII hablase
abiertamente en favor de un acercamiento al mundo soviético, a fin de
conservar la paz, hizo también más fácil para muchos italianos el voto a los
comunistas. Mientras tanto, la prosperidad económica que alcanzó su apo­
geo en Italia hacia 1963 comenzaba a mostrar signos de perturbación.
En las dos décadas siguientes a la guerra, por razones que desconcerta­
ban a los economistas, Italia disfrutó de una expansión económica sin
precedentes. En 1949, con la ayuda del Plan Marshall, lá producción
industrial había alcanzado los niveles de la anteguerra. Desde 1953 en
adelante, el crecimiento industrial italiano rivalizaba con el de Alemania
Occidental y con el de Francia. Beneficiándose del Mercado Común, y con la
entrada de capital extranjero, la economía prosperaba; en los años 60, el
producto económico más que duplicaba el nivel de los años de anteguerra.
Italia se convirtió en una importante potencia industrial. Los automóviles y
las motocicletas, los zapatos y otros artículos de piel, las máquinas de
escribir, las calculadoras, las máquinas de coser, así como las películas
italianas, gozaban de una popular estimación en los Estados Unidos y en
otras partes. El Mediodía continuaba siendo un problema económico. Aun­
que la región alcanzó un progreso económico, en la década de 1955 a 1965,.
superior al que hubiera alcanzado nunca antes, la brecha entre el Norte
industrial y el Mediodía, ampliamente agrícola, se ensanchaba, más que se
reducía. Había una constante emigración de obreros del Mediodía hacia las
áreas industriales del Norte, más adelantadas, de modo que una ciudad
como Milán tenía que absorber una corriente de inmigrantes sin prepara­
ción, a menudo analfabetos, que parecía como si llegasen de un país
extranjero; otros obreros del Mediodía, hasta unos 3 millones, encontraron
trabajo en las prósperas economías de Francia, Alemania y Suiza.
En los años 60, Italia, a pesar de sus muchos problemas irresueltos, era
una democracia constitucional con una próspera economía capitalista, una
revolución tranquila que elevaba los niveles de vida de todas las clases. Los
italianos, en su mayoría, esperaban que el continuado crecimiento de una
próspera clase media, la gradual mejora económica del Mediodía, y los
estrechos lazos políticos y económicos con los otros países de la Europa
Occidental democrática aliviarían la inquietud social y laboral, extinguirían
las mortecinas ambiciones de cualquier renacimiento del fascismo, y cerra­
rían el paso a un poderoso y creciente Partido Comunista. Pero la prosperi­
dad económica había alcanzado a la sociedad italiana, de un modo muy
desigual. La diferencia entre los ingresos más altos y los más bajos seguía
siendo mayor que en los otros países industriales. Los gobiernos demócrata-
cristianos tampoco dirigieron adecuadamente la inversión pública ni la
privada hacia áreas descuidadas como la educación, las ciudades y el Medio­
día empobrecido aún. A partir de 1963, las condiciones económicas cambia­
ron para empeorar. Y, en parte, la responsable era la prosperidad, precisa­
mente. A medida que la demanda de los consumidores aumentaba, el
incremento de las importaciones dañaba la balanza de pagos, debilitada la
moneda y estimulaba la inflación; se aumentaban los salarios para mantener­
los al nivel de los precios ascendentes, y la espiral inflacionaria seguía

704
subiendo. Los productos italianos se hicieron menos competitivos, los bene­
ficios disminuían al aumentar los costes, y la inversión se retraía. Las
medidas de austeridad abordadas en 1964 contribuyeron a refrenar la
inflación y el déficit comercial, pero también pospusieron los gastos públicos
en necesidades sociales y colaboraron a la desaceleración económica.
El empeoramiento de las condiciones económicas acentuó los problemas
políticos. El conservadurismo de la Democracia Cristiana aumentó. Los
socialistas, que sufrieron graves, pérdidas en las elecciones de 1968, se
dividieron de nuevo, y desaparecieron como fuerza política importante. Los
comunistas se hicieron más fuertes. En el «otoño caliente» de 1969, el
descontento obrero estalló en una gran oleada de huelgas, que sólo cedió tras
cuantiosos aumentos salariales. Estos aumentos aceleraron más todavía la
inflación y erosionaron la posibilidad del país de competir en los mercados
mundiales. Al depender de las importaciones de petróleo más que ningún
otro país industrial, Italia se vio gravemente perjudicada por el embargo del
petróleo y por los repentinos y fuertes aumentos de su precio en 1973-1974.
A mediados de 1974, afrontó una crisis económica diferente de todo lo que
había conocido en los veinte años siguientes a la recuperación de la post­
guerra. La inflación y el desempleo fueron más graves que en otros países
del Mercado Común; en 1975, la inflación alcanzó el 25 por ciento anual,
había más de 1 millón de parados, y el valor de la lira descendió precipitada­
mente.
Hacía sólo unos años, Italia había previsto la elevación de los niveles de
vida y una solución de sus dificultades sociales y económicas. Ahora, estaba
en peligro la existencia misma de la democracia parlamentaria y constitu­
cional. La Democracia Cristiana había salido anteriormente al paso, a
duras penas, gracias a una extendida apatía política y a un movimiento
obrero relativamente tranquilo, pero los sindicatos y el Partido Comunista
estaban ahora movilizando activamente el apoyo de las masas. Los comunis­
tas, desde' hacía tiempo el segundo partido, y que veían aumentar sus votos
al paso de los años, surgían como un elemento importante. En 1974,
propusieron una reconciliación entre ellos y todos los demás partidos y
grupos, al servicio de la nación, que se hallaba en situación tan difícil. El
Partido Comunista más fuerte del mundo occidental y uno de los más
independientes de la Unión Soviética, había condenado la intervención
soviética en Checoslovaquia en 1968, había renunciado a principios de la
ortodoxia marxista como la dictadura del proletariado, y había insistido en
que cada país, de acuerdo con sus tradiciones políticas, debía ser libre para
seguir su propio camino hacia el socialismo. Alcaldes y ayuntamientos
comunistas estaban gobernando ya un buen número de grandes ciudades.
Muchos italianos se inclinaban hacia los comunistas para poner fin a los
treinta años de poder de la Democracia Cristiana, cuya influencia parecía
estar debilitándose. En las elecciones de 1976, aunque los comunistas no
superaron en votos a los demócrata-cristianos, la diferencia se redujo.
Estaba claro que los comunistas desempeñarían un papel importante en el
futuro político italiano. Mientras tanto, los neofascistas y los extremistas de
derecha movilizaban a los italianos contra la creciente fuerza de la izquierda.
Con una economía desequilibrada y una moneda precaria, con una autori­

705
dad política declinante, con la inestabilidad de los gobiernos, con acciones
provocadoras de la extrema derecha, con un gran descontento hacia la
Democracia Cristiana, con la división acerca de cuestiones sociales como el
divorcio y el aborto, y con un Partido Comunista cada vez más fuerte
aspirando al poder, la República Italiana, próspera y confiada hasta hacía
poco, se hallaba en una situación profundamente grave. Capaz sólo en
mínima medida de hacer frente a sus apremiantes problemas, parecía, a
finales de los años 70, dirigirse hacia una crisis constitucional.

L a Península Ibérica

España y Portugal han estado ausentes de estas páginas, durante mucho


tiempo, pero, en los años 70, en ninguna parte de Europa se produjeron
cambios políticos tan espectaculares como en la Península Ibérica. En 1975,
el dominio autoritario del general Francisco Franco en España, de treinta y
seis años de duración, terminaba con la muerte del dictador. En sus dos
últimas décadas, Franco ejerció el poder con un mínimo de fuerza visible,
nunca popular, pero aceptado a regañadientes porque los españoles querían
olvidarse de la sangrienta guerra civil que había desgarrado al país en la
generación anterior16. A pesar del atraso político del régimen, se produjo un
notable progreso económico, comparable al de la Europa Occidental. En
una década, en los años 60, un país predominantemente agrícola se convirtió
en una potencia industrial. Durante el último año de Franco, mientras el
dictador sufría una enfermedad incurable, e inmediatamente después de su
muerte, se puso en práctica un limitado programa de reforma política. El
ritmo de la reforma resultaba demasiado lento para satisfacer a los demócra­
tas españoles, a la clase obrera y a los partidos políticos de izquierda,
inesperadamente fuertes, que habían surgido de su existencia clandestina.
Franco había prometido la restauración de la casa de Borbón, y, a su
muerte, ocupó el trono Juan Carlos I, primer monarca español desde la
abdicación de Alfonso XIII, su abuelo, en 1931. Una vez restaurada la casa
de Borbón, España se econtraba en manos de una vaga coalición de intereses
conservadores que intentaban frenar a las nuevas y agresivas fuerzas de la
oposición, mientras el país avanzaba hacia el gobierno representativo y la
democracia. En 1977, las primeras elecciones democráticas en cuarenta y un
años dieron la victoria a una coalición moderada.
En Portugal, como en España, un régimen autoritario sobrevivió a la
Segunda Guerra Mundial17. La estrecha política fiscal de la dictadura había
sofocado la expansión económica, y, al contrario que España, Portugal
permaneció en un estado de atraso económico y de pobreza. En 1961, no
mucho después de la iniciación de planes de desarrollo económico que tal vez
podrían abrir paso a la modernización, estalló la rebelión en las colonias
portuguesas de Africa. El régimen desvió su atención para dominar las
sublevaciones coloniales de Angola y de otras partes, y se dio comienzo a un

16 Ver págs. 589-591.


17 Ver págs. 572, 583.

706
largo, triste y desafortunado esfuerzo militar. En medio del conflicto,
António Oliveira Salazar, que había gobernado a Portugal durante cuarenta
años, quedó incapacitado en 1968, y murió dos años después. En los años
sigueníes, el régimen aflojó ligeramente los controles dictatoriales, pero
continuó el costoso y desesperado esfuerzo a someter a las colonias.
La guerra colonial precipitó la «Revolución de los Claveles». Un jefe
militar, el general António de Spínola, publicó un libro sensacional que
reflejaba-la frustración de muchos de los militares que habían.ido radicalizán­
dose, a causa de la guerra de Africa. Declaraba inútiles los trece años de
esfuerzo para aplastar el movimiento de independencia, y advertía que sólo
serviría para destruir el progreso en el propio Portugal. En abril de 1974, un
grupo de capitanes y de comandantes se pusieron al frente de sus tropas, que
blandían claveles rojos, en una incruenta toma del poder, y el régimen cayó
sin resistencia. Los oficiales, bajo la designación de Movimiento de las
Fuerzas Armadas, se declararon custodios de la revolución, pero prometie­
ron un gobierno civil democrático para un próximo futuro. Pero, en los dos
años siguientes, se produjo una complicada sucesión de golpes y contragol­
pes. Tras medio siglo de inercia política, era difícil el compromiso entre los
muchos grupos contendientes, pero nadie podía haber previsto el profundo
fermento revolucionario que bullía, ni el improbable instrumento de aquella
ebullición, los elementos activistas del ejército, que recibían también el
apoyo de los comunistas. Se siguieron seis gobiernos provisionales,, disol­
viendo los militares cada uno de ellos, sucesivamente. Por último, a finales
de 1975, el jefe del estado mayor, general António Eanes, hizo una purga de
jefes militares de extrema izquierda, y se apoderó del control. Se adoptó una
constitución que establecía un ejecutivo fuerte, que compartiría el poder con
un parlamento.
En la primavera de 1976, dos años después del comienzo de la revolución
se celebraron elecciones parlamentarias, y los socialistas surgieron como el
partido más numeroso; fue elegido presidente el general Eanes. En aquel
momento, la economía forzada ya antes de la revolución por las costosas
guerras de Africa, se hallaba en una situación caótica. Los gobiernos
provisionales habían introducido drásticos cambios estructurales, pero des­
cuidaban los problemas inmediatos y apremiantes. Habían nacionalizado los
bancos, la industria, las minas y los transportes, habían expropiado grandes
haciendas rurales, y habían concedido importantes aumentos salariales. La
interrupción de la vida económica, el descenso en la productividad durante
la turbulencia revolucionaria, y el retorno de casi 1 millón de antiguos colonos
amargados ponían al país al borde de la bancarrota.
Por otra parte, la cuestión colonial, que había precipitado los tumultuo­
sos acontecimientos, se había resuelto a finales de 1974. La revolución ponía
fin a casi cinco siglos de dominación portuguesa sobre su imperio colonial en
Africa. Mozambique, al principio bajo un régimen de transición, obtuvo la
plena independencia en el verano de 1975. Como hemos visto, la promesa de
independencia, en noviembre de 1975, a Angola, donde tres grupos distintos,
con apoyo exterior, competían por el poder, originó graves tensiones inter­
nacionales, que no se resolvieron hasta muchos meses después, declarándose

707
una guerra abierta18. De igual modo que el insoluble conflicto argelino casi
había originado una revolución en la Francia de 1958, aunque una revolución
controlada, gracias a la presencia de de Gaulle, así también la desesperada lu­
cha en las colonias portuguesas de Africa desencadenó una revolución que de­
rribó un régimen dictatorial de larga duración y dio paso a un período de tem­
pestuosos cambios. Los avances hacia el gobierno parlamentario en España y
Portugal, en los años 70, eran excepciones en el eclipse de la democracia en
muchas partes del globo.

79. Corrientes intelectuales y sociales

Juntamente con los enormes cambios políticos y económicos que introdu­


jeron a las naciones y a los continentes en la edad conteporánea, podían
distinguirse muchas y nuevas com entes culturales e intelectuales. Una gran
parte de la cultura del siglo XX tenía sus orígenes en los años 1871 a 191419.
Pero, desde entonces, la ciencia, la filosofía, las artes y la religión han
abierto nuevas fronteras o han tomado nuevas direcciones.

E l avance de la ciencia: la física nuclear

En la ciencia, la característica preponderante de los años siguientes a


1914 fue la aceleración de los descubrimientos científicos y su aplicación tec­
nológica. Aunque la ciencia y la tecnología conocieron una rápida expansión
en el medio siglo que precedió a la Primera Guerra Mundial, podría decirse
que hubo más actividad científica en los años posteriores a 1919, y a un
ritmo más rápido, que en toda la historia humana anterior. En la época
contemporánea, están trabajando más científicos que nunca anteriormente.
Se calcula que unos 15.000 científicos estaban explorando, a comienzos del
siglo XX, problemas científicos; en épocas posteriores del siglo, estaban
dedicados a la investigación más de 500.000 científicos, es decir, más de la
suma de todos los siglos anteriores.
El hombre medio percibía los triunfos de la ciencia, más espectacular­
mente, en la medicina y en la sanidad pública. Las sulfamidas, la penicilina,
la cortisona y los antibióticos se utilizaban para combatir infecciones y
enfermedades que antes podían producir la invalidez o la muerte; se disponía
de vitaminas, de hormonas, de adrenalina y de insulina para conservar la
salud o para remediar el sufrimiento. Se inventaron vacunas para combatir
un buen número de terribles enfermedades, incluida, desde 1955, la polio­
mielitis; en 1975, habían sido erradicadas mundialmente las viruelas. Los
adelantos en medicina fueron acompañados de notables realizaciones en
cirugía, incluido el trasplante de órganos vitales. Además de los adelantos en
la ciencia médica, los ciudadanos de una sociedad industrial se beneficiaron
de la tecnología moderna en formas bien conocidas para que sea necesario

18 Verpág. 679.
19 Ver págs. 353-372.

708
registrarlas aquí. Como pasatiempos, se disponía de la radio y del cine, y,
después de la Segunda Guerra Mundial, de la televisión; llegó a pensarse que
la revolución en la electrónica señalaría el fin de la era de Gutenberg, A
partir de 1947, los aviones pudieron volar a velocidades superiores a la del
sonido; naves aéreas gigantescas podían cubrir enormes distancias, en unas
pocas horas; los viajes de turismo a lugares distantes, en cualquier parte del
mundo, se convirtieron en una realidad cotidiana. Se abrió también un
nuevo mundo de computadoras, de cohetes y de tecnología espacial, y el
mundo parecía encontrarse en el umbral de una nueva edad industrial
basada en la energía atómica.
Ya hemos hablado de la profunda transformación de la física en los
primeros años del siglo XX, comparable a la revolución científica que se
inició en el siglo XVI,y al impacto de la evolución darwiniana en el XIX20.
A partir de 1919, una nueva serie de descubrimientos condujo a un conoci­
miento más profundo de la estructura del átomo y de su núcleo. El ciclotrón,
desarrollado en 1932, permitió penetrar o «bombardear» el núcleo del átomo
con partículas de alta velocidad y avanzar en su exploración. El átomo, al
parecer, no era simplemente un núcleo de protones rodeado por electrones.
En 1932, el físico inglés, Sir James Chaldwick, descubrió que el núcleo
atómico, o nucleón, se componía no sólo de protones, sino también de
neutrones. Anteriormente, a comienzos de siglo, los científicos habían
descubierto la radioactividad natural de ciertos elementos, y Einstein había
presentado su fórmula de la equivalencia de energía y masa.
Ahora se descubrió que el núcleo atómico de elementos como el uranio,
cuando se bombardeaba por medio de neutrones, podía liberar una energía
sin precedentes. Los científicos explicaron que, cuando una cierta forma, o
isótopo, del átomo de uranio absorbe un neutrón, se hace violentamente
inestable y se divide en dos partes, liberando no sólo energía, sino neutrones
propios, que luego provocan la división de otros átomos en una gigantesca
reacción en cadena, que tiene como resultado la emisión de energía en
cantidades prodigiosas. En 1938, científicos alemanes lograron por primera
vez realizar la fisión o división del átomo de uranio en el laboratorio. En
aquel tiempo, el adelanto de la ciencia atómica, aunque era la realización de
científicos de muchas nacionalidades diferentes, se hallaba relacionado con
la guerra. Siguiendo el ejemplo de los trabajos alemanes, algunos científicos,
entre ellos Alberto Einstein, que había huido de los nazis en 1934, indujeron
al gobierno de los Estados Unidos a la exploración del empleo de la energía
atómica con fines militares, antes de que lo consiguiesen los alemanes. En
1942, científicos americanos e ingleses, ayudados por científicos europeos
refugiados, entre los que se encontraba el italiano Enrico Fermi, lograron la
primera reacción nuclear sostenida en cadena; esto, a su vez, condujo a la
preparación secreta de la bomba atómica, y, como ya se ha señalado, a su
utilización en agosto de 194521.
El poder destructivo de la bomba arrojada sobre Hiroshima anunció la
era atómica. La primera utilización de la energía atómica estuvo destinada a

20 Ver págs. 354-359.


21 Ver págs. 610-611.

709
fines militares, pero podía ser utilizada también con fines pacíficos y construc­
tivos; un solo gramo de uranio podía producir una energía igual a casi
tres toneladas de carbón. Siguieron procesos técnicos todavía más asombro­
sos, que implicaban la fusión nuclear o la réunión de átomos más ligeros
para formar otros más pesados, a elevadas temperaturas, con acompaña­
miento de reacciones termonucleares en cadena. Esta era la base de la bomba
de hidrógeno desarrollada en los años 50, en la que se utilizaban bombas de
fisión atómica como detonadores. Se creía que la fusión termonuclear era
también el origen de la energía solar. La física nuclear del siglo XX había
descubierto el secreto cósmico de que la producción de toda la energía del
universo dependía de la transformación nuclear.

Las implicaciones de la ciencia

Como en el caso de la física nuclear, la ciencia de la edad contemporánea


estaba aliada con la tecnología, más estrechamente que nunca hasta enton­
ces. Había un esfuerzo consciente y organizado para la explotación de los
nuevos descubrimientos científicos. Se hacia necesario que el gobierno o la
industria subvencionasen una gran parte de la investigación científica. El
equipamiento de los laboratorios era costoso, y la investigación en su
conjunto requería esfuerzos de colaboración a gran escala; el investigador
científico solitario, e incluso el inventor, estaban desapareciendo. Un nuevo
peligro surgía. Como la investigación científica pasó a ser subvencionada
con fines nacionales, se temía cada vez más que los descubrimientos científi­
cos sirviesen a objetivos políticos, y no humanos.
La ciencia había influido siempre en la concepción que el hombre tenía
de sí mismo y de su universo. La revolución copernicana había desplazado a
la Tierra de su puesto centra] en el esquema de las cosas; la evolución
darwiniana había demostrado que el H om o sapiens no era, biológicamente,
más que una especie que había sobrevivido. Las implicaciones filosóficas de
la física del siglo X X sólo se comprendían vagamente, pero reforzaron las
teorías del relativismo, en todas las esferas. Irónicamente, a la vez que el
hombre medio estaba aterrado por las posibilidades de la ciencia, los
cientificos declaraban que ellos no tenían ninguna llave mágica que les
descubriese la naturaleza de las cosas. En general, sólo aspiraban a estable­
cer o a adivinar unas relaciones. Algunas de estas, dentro del mundo del
átomo, eran, desde luego, misteriosas e inciertas.
Entre algunos observadores, existía una creciente tendencia a poner en
duda el valor del adelanto científico y tecnológico en cuanto tal, y a
preguntarse si la tecnología moderna, como un monstruo de Frankenstein,
no llegaría a escaparse del control del hombre. Los ecologistas señalaban el
destrozo y la expoliación de los recursos naturales y la polución de la
atmósfera por el humo, el hollín y los deshechos de las fábricas. Hablaban
de la amenaza para el medio ambiente del hombre y también para la
continuación de la existencia biológica sobre el planeta. Incluso los aspectos
presentadores de la vida que presentaban la medicina moderna y la sanidad

710
pública amenazaban con originar una superpoblación y una presión incon­
trolable sobre los limitá'dos recursos del globo para el sostenimiento de la
vida. Las técnicas desarrolladas para salvar o para prolongar la vida humana
planteaban también cuestiones éticas y legales como las definiciones de vida y
muerte y los derechos de los pacientes, de las familias y de los médicos. Algu­
nos críticos condenaban la tecnología moderna y exaltaban las virtudes de una
edad precientífica y preindustrial; otros exhortaban a una conciencia más cla­
ra de los peligros que se temían y a controles más estrictos por parte de la so­
ciedad, Ya no se identificaba la idea del progreso con el adelanto de la ciencia
y de la tecnología.
Mientras tanto, en el intento de^ comprensión de la naturaleza, se
derrumbaban las antiguas divisiones éntre las ciencias, y nuevas ciencias
aparecían. Surgían la bioquímica, la biofísica, la astrofísica, la geofísica y
otras subdisciplinas, y todas hacían un intensivo uso de las matemáticas. El
estudio de la genética realizó grandes avances. Mientras los físicos explora­
ban el átom o, los bioquímicos aislaban la sustancia orgánica encontrada en
los genes y en los cromosomas de todas las células vivas, las portadoras
químicas de todas las características hereditarias. Cuando descubrieron el
«código» genético, y cuando sintetizaron la sustancia básica de la herencia,
las implicaciones del manejo de la genética en la evolución futura de la
especie fueron asombrosas. Aquí, también, el destino de todos los seres huma­
nos estaba más ligado a la ciencia que nunca hasta entonces.
Las otras ciencias de la vida y de la sociedad iban cobrando también mayor
importancia. Conocieron una rápida expansión la exploración psicológica
del comportamiento humano, así como las ciencias médicas aplicadas de la
psiquiatría y del psicoanálisis. Freud, que había desarrollado por primera
vez sus teorías del psicoanálisis antes de 1914, alcanzó gran fama en los
años 20. El especial hincapié que él hacía en el impulso sexual y en la
represión sexual del hombre fue muy modificado por discípulos como Alfred
Adler, Cari Jung y otros muchos, pero los conceptos cradores originales se
mantuvieron. Por otra parte, muchos estudiosos del comportamiento huma­
no rechazaron a Freud y afirmaron que sus contribuciones no eran ni
universal ni científicamente válidas, sino que reflejaban los valores de la
sociedad vienesa anterior a 1914, de clase media y de dominación masculina.
Surgieron nuevas escuelas con diferentes interpretaciones y técnicas, pero
continuó la investigación en la psicología moderna acerca de las fuentes
inconscientes, no racionales, del comportamiento humano individual y colec­
tivo.
Como a finales del siglo XIX, la sociología y la antropología subrayaban
cada vez más el relativismo de toda cultura. Negaban las nociones de
superioridad cultural o de jerarquías de valores culturales, e incluso que
hubiera criterios objetivos de progreso histórico. Señalaban que, si la
sociedad occidental realizaba grandes progresos en la ciencia y en la tecnolo­
gía, otras culturas hacían mayores adelantos en autodisciplina, en integridad
individual y en felicidad humana. El adjetivo mismo de «primitivo», como
opuesto a «civilizado», tendía a desaparecer, y surgía un nuevo humanismo
cultural que reconocía y subrayaba valores diferentes de los enmarcados en
la tradición occidental.
711
Las artes creativas
La revolución contra las antiguas tradiciones en las artes creativas con­
tinuaba. Desde el Renacimiento, los artistas habían seguido ciertas
normas de representación y de perspectiva espacial. Pero gran parte del arte
moderno, o contemporáneo, se preciaba de ser no objetivo; rechazaba la
idea de imitar o de reconstruir la naturaleza, o de reflejarla con realismo o
fidelidad fotográfica. Las innovaciones fundamentales de la revolución
artística comenzaron en la década anterior a 1914. A finales del siglo XIX,
los pintores postimpresionistas franceses, como Paul Gauguin y Vincent Van
Gogh, hicieron del color el elemento principal de su arte; los cubistas como
Braque rechazaron el arte representativo aun más decididamente y atendie­
ron primordialmente a la forma abstracta. A partir de 1919, la revolución en
la pintura se hizo más intensa; parecía reflejar la turbulencia política de los
tiempos y la decepción respecto al racionalismo y al optimismo. Revelaba la
influencia del psicoanálisis y el interés por los elementos inconscientes e
irracionales en los seres humanos, así como la relatividad de la nueva física y
las incertidumbres surgidas acerca de la naturaleza de la materia, del espacio
y del tiempo. Surrealistas como Dalí se burlaban abiertamente de la raciona­
lidad y de la realidad, centrándose en el subconsciente del artista, en una
orgía de subjetivismo incontrolado.
Matisse, Braque, Picasso y otros continuaron los experimentos de ante­
guerra en torno al color y a la forma. Picasso distorsionaba y deformaba
sistemáticamente sus objetos, como en el famoso cuadro inspirado en el
bombardeo alemán de Guernica en 1937, durante la Guerra Civil Española,
en el que persigue efectos de angustia y de intensidad, mediante distorsiones.
Chagall pintaba deliberadamente las exageraciones de un mundo de sueños.
Al propio tiempo, las posibilidades suscitadas anteriormente por los cubistas
condujeron a un sentido más estricto de la geometría y a una concentración
en la forma sola. Los resultados eran, a veces, gratos, como en el caso de
Mondrian, pero, a menudo, extraños; sin embargo, también aquí la ciencia
enseñaba que los sólidos objetos cotidianos tienen una diferente clase de
realidad en el espacio y en movimiento. Tras la Segunda Guerra Mundial,
especialmente en los Estados Unidos, Jackson Pollock y otros artistas
desarrollaron una nueva escuela de arte abstracto; incluía técnicas de impro­
visación artística y de automoción, en la que se decía que el subconsciente,
del artista le dictaba su obra. Y siguieron otros experimentos, aún más am­
plios.
Por primera vez, a comienzos de los años 50, los Estados Unidos
tomaron de Francia la dirección en los nuevos procesos de desarrollo
artísticos. El arte contemporáneo desembocó en audaces y originales expre­
siones de forma y color, pero el subjetivismo consciente ensanchó todavía
más la brecha entre el artista y el público. El artista, el pintor, y el escultor
(y el poeta, y el músico, y el novelista que rechazaban también las antiguas
convenciones) estaban transmitiendo su propia visión del mundo, no una
realidad objetiva compartida por los demás. Tal vez la innovación más
grande fue la de que el público, desconcertado como estaba por una gran
parte del arte contemporáneo, empezó a reconocer la vanguardia como

712
COLUMNA GEMELA
por Antoine Pevsner (ruso, luego francés, 1886-1962)

Antoine Pevsner, como Kandinsky y Chagall (ver págs. 361 y 518), abandonó su Rusia
natal, una vez que el régimen soviético empezó a desaprobar el arte «moderno». Esta fotografía
muestra una de sus esculturas, una pieza de bronce de un metro de altura, aproximadamente,
construida en 1947. La simetría y la columna recuerdan la tradición clásica, pero la obra expresa
también los intereses científicos y tecnológicos del siglo XX, El espado escultural de Pevsner no
es el ámbito familiar en el que viven y se mueven los seres humanos, sino un espacio más
abstracto, conocido de la matemática, totalmente al margen de las peculiaridades de volumen y
sentidos físicos del hombre. Cortesía del Museo Solomon R. Guggenheim.
normal. O, por lo menos, así ocurría en las sociedades más libres; en las
sociedades totalitarias —la Alemania nazi de los años 30 ó la Unión
Soviética—, aquellos experimentos o innovaciones estaban mal vistos y se
prohibían como degenerados o socialmente peligrosos. El realismo, natural­
mente, nunca desapareció del todo en ninguna parte, pero se hallaba
eclipsado por las escuelas más nuevas de experimentación.
La concentración sobre el subjetivismo y sobre el subconsciente, así
como la especial atención a la transformación y a la turbulencia de la
sociedad occidental se reflejaron también en la literatura. La reconstrucción
artística del tiempo perdido y el despliegue de la más íntima experiencia del
individuo mediante una corriente de conciencia y un desbordamiento de
recuerdos aparecieron, por primera vez, en la obra de Marcel Proust y en la
de James Joyce. Tal vez fue T. S. Eliot quien mejor reflejó la desazón
espiritual de la edad contemporánea en el tono de su largo poema, The
Waste L an d (La tierra devastada), escrito en 1922, pero igualmente significa­
tivo, más de cincuenta años después. Después de la Segunda Guerra Mun­
dial, escritores avanzados, especialmente en Francia, experimentaron con la
«antinovela», una novela sin héroes ni tramas en el sentido convencional,
que a menudo reconstruían pequeños mundos cerrados, aislados de las
realidades del presente. También aquí, el subjetivismo de los escritores
reflejaba deliberadamente un mundo de certidumbres que se desmoronaban.
Los productores y los directores de películas experimentaban con el cine, en
un sentido análogo. Todo esto se encontraba en claro contraste con la
literatura y los pasatiempos facilitados por los medios de comunicaciones de
masas, especialmente por las películas populares y por la televisión, y apenas
llegaba al ciudadano medio.

Filosofía: ciencia, lógica y lenguaje

En el siglo X X , la filosofía parecía contribuir menos que en el pasado a


una comprensión de los problemas contemporáneos. Mientras anteriormen­
te se había centrado en la metafísica y en la ética, y compartía intereses
comunes con la teología, ahora trataba, por lo menos durante algún tiempo,
de adoptar la precisión de la matemática y la metodología de la ciencia. El
esfuerzo por comprender los fundamentos de la filosofía en términos de la
ciencia empírica, de la matemática y de la lógica simbólica fue conocido
como positivismo lógico (o empirismo lógico). Fue desarrollado en Ingla­
terra por Bertrand Russell y Alfred North Whitehead, quienes publicaron
sus Principia Mathematica en vísperas de la Primera Guerra Mundial, y
simultáneamente por el filósofo vienés Ludwig Wittgenstein, que luego se
trasladó a Cambridge. Opuesto a todo lo que fuese metafísico, rechazaba
como carentes de valor las cuestiones tradicionales de la filosofía y de la
teología, e insistía en que los filósofos no podían hablar, en frase de Witt-
genstein, «de Dios, de la muerte, de lo que está más alto». Otro importante
desenvolvimiento estimulaba el análisis lingüístico. Rechazando las formula­
ciones matemáticas del positivismo lógico, algunos filósofos, entre ellos el
propio Wittgenstein en su obra posterior, sostenían que las cuestiones y

714
declaraciones filosóficas no podían ser semejantes a las de la ciencia; los
filósofos tenían que explorar el lenguaje y las ambigüedades del lenguaje. A.
J. Ayer, un filósofo inglés, resumía la posición en su Language, Truth, and
Logic (Lenguaje, Verdad y Lógica), publicado en 1936. La filosofía contem­
poránea, especialmente en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, se
consagraba al lenguaje, a la semántica y al análisis lingüístico. Todo aquello
se encontraba un tanto lejano del hombre medio. Cuando pedían a los
filósofos ayuda para la exploración del significado de la libertad humana,
los filósofos replicaban que la cuestión carecía de interés y que más prove­
choso sería que el investigador procediese a investigar de cuántos y de qué
modos utilizaban los seres humanos la palabra «libertad». Tal filosofía no
ofrecía seguridad alguna entre las perplejidades del mundo moderno. Pero
muchos filósofos estaban atendiendo, cada vez más, a nuevas preocupacio­
nes y abordando muchos problemas humanos y sociales irresueltos, entre los
que figuraban, y no, ciertamente, en último lugar, las implicaciones éticas
planteadas por los adelantos modernos en tecnología científica y en medi­
cina.

Religión: protestantism o, catolicismo, judaism o


El cristianismo se hallaba en un momento de gran fluidez. Con el
continuado avance de la secularización, con el final de los imperios colonia­
les europeos en Asia y en Africa, y con los triunfos del comunismo en la
Europa Oriental y en otras partes del mundo, el cristianismo sufrió un buen
número de reveses. Las iglesias cristianas seguían soportando también las
presiones de adaptación a la civilización moderna, y las exigencias heredadas
del siglo XIX en orden a reconciliar las concepciones o las enseñanzas tradi­
cionales religiosas con las conclusiones de las ciencias naturales, de los
estudios bíblicos y de la religión comparada22.
En el protestantismo, durante los años anteriores a la Primera Guerra
Mundial, había tendido a predominar el pensamiento liberal o modernista.
Las iglesias absorbían los nuevos descubrimientos científicos, minimizaban
los aspectos sobrenaturales y dogmáticos de su fe, y trataban de adaptar las
enseñanzas religiosas del evangelio a las necesidades sociales del mundo
contemporáneo. Pero la Primera Guerra Mundial y la decepción que la
siguió supusieron un golpe al ideal del evangelio social y a su inherente
optimismo. En algún momento de los años 20, surgió, como reacción, un
renovado interés por la religión revelada, los sobrenatural y la iniciación
mística. El teólogo suizo, Karl Barth, cuyas obras desde 1919 hasta los años 60
ejercieron una gran influencia, trataba de reconducír el protestantismo a sus
raíces, es decir, a los principios básicos de la Reforma. Tras la Segunda
Guerra Mundial, como resultado de la obra de Barth, de Paul Tillich y de
otros, un poderoso movimiento, dentro del protestantismo, ratificaba su
dependencia de la verdad revelada y negaba que la razón humana, con su
habilidad y corrupción, pudiera nunca juzgar adecuadamente la revela­
ción divina. Algunos teólogos se inclinaban también hacia Soren Kierke-

22 Ver págs. 362-366.

715
gaard, teólogo danés del siglo XIX, que, como Lutero, había resuelto su
profunda angustia personal mediante una entrega a la experiencia religiosa.
A pesar de estos desenvolvimientos, la tendencia liberal o modernista seguía
siendo fuerte. El Consejo Mundial de las Iglesias, establecido en 1948 para
potenciar el movimiento ecuménico, que era un intento de unificar todas las
ramas del Protestantismo e incluso de llevar a cabo una aproximación a la
Iglesia Católica Romana, continuó sus esfuerzos.
La Iglesia Católica Romana, en la segunda mitad del siglo XX, parecía
encontrarse en una de sus grandes fases históricas. Al igual que el Protestan­
tismo, se hallaba aquejada de los avances de la secularización en el siglo XX.
Perdía fieles, y la asistencia a la iglesia y las vocaciones sacerdotales
disminuían.
El papado se convirtió en el centro de la agitación. Después de la
Segunda Guerra Mundial, muchos criticaban a Pío XII (1939-1958) por no
haber protestado, como «vicario de D ios», contra la destrucción del pueblo
judío en Europa, perpetrada por los nazis; sus defensores insistían en la
necesidad de mantener a la Iglesia apartada de las querellas temporales, a fin
de preservar su misión eterna. Para hacer frente al avance del comunismo en
los años de la postguerra, la Iglesia prohibió a los católicos, en 1949, la
lectura de la prensa comunista; y, en los años 50, suprimió el movimiento de
los «sacerdotes-obreros», por el que un buen número de sacerdotes, especial­
mente en Francia, habían vivido y trabajado entre auténticos obreros, y
estudiado marxismo. Aunque la Iglesia ya no trataba de extirpar el moder­
nismo —la reconciliación de la religión con la ciencia y el conocimiento—,
seguía haciendo hincapié en la preparación dogmática en los seminarios.
En 1950, el dogma recientemente proclamado de la Asunción (es decir, la
asunción corporal de María a los cielos), fue un golpe para los católicos
liberales y para los protestantes de espíritu ecuménico. Pero tanto los
católicos como los protestantes asimilaron sin gran conmoción los Rollos del
Mar Muerto, cuyos primeros manuscritos se descubrieron en 1947, y que
arrojan nueva luz sobre los orígenes del cristianismo,
Cuando Pío XII murió, en 1958, le sucedió Juan XXIII. Aunque elegido
a la edad de setenta y siete años, y sólo reinó cuatro años y medio, Juan fue
uno de los mas notables papas de los tiempos modernos. Amplió el Colegio
Cardenalicio y aumentó su mayoría no italiana. Dio importantes pasos para
renovar la Iglesia Católica en su organización y en su doctrina, reuniendo
en 1962 un Concilio Vaticano Segundo, el primero desde 187023. Juan,
juntamente con una mayoría reformadora del Concilio, trató inteligentemen­
te de modernizar la Iglesia, adaptándola a los cambios políticos y sociales del
presente. Publicó una serie de interesantes encíclicas, una de ellas reafirman­
do la doctrina de reforma social de la Iglesia, M ater et M agistra (1961), y
otra exhortando 'a la paz internacional y a la protección de los derechos
humanos a través de la organización mundial, Pacem in Tenis (1963). Trató
de impulsar el movimiento ecuménico, estimulando un diálogo con los no
católicos, y de establecer lazos fraternales con todas las religiones. En el

23 Ver pág. 365.

716
Concilio, se hallaban presentes como observadores delegados no católicos,
protestantes y cristianos ortodoxos.
En 1963, Juan fue sucedido por Pablo VI, más conservador. El Concilio
Vaticano Segundo prosiguió sus trabajos hasta 1965. En una serie de
decretos, definió de nuevo la posición de la Iglesia en muchas materias,
incluida su relación con las religiones no cristianas, y revisó un buen número
de costumbres. La Misa, por ejemplo, podía decirse, en adelante, en lengua
vernácula. Sobre todo, afirmó el principio de la colegiaüdad, es decir, que el
papa debe compartir su autoridad con los obispos de la Iglesia. Pablo se
sentía contrariado por algunas innovaciones. Aunque él reafirmó el com­
promiso católico con el progreso social y lo aplicó a los pueblos no pri­
vilegiados del mundo en la encíclica Populorum Progressio (1967), se
opuso a los intentos de impugnar o de repudiar la teología ortodoxa o la
supremacía papal. Un sínodo de obispos reunido en 1967 encontró su agenda
severamente restringida. Sobre la cuestión crítica del control de nacimientos,
problema vital en América Latina y en todos los países católicos, Pablo
rechazó las recomendaciones de una comisión que él mismo había nombra­
do, y, en una discutidísima encíclica, Humanae Vitae (1968), condenó el
uso de métodos científicos de control de nacimientos. Condenó también un
catecismo modernista, preparado por obispos holandeses. El resultado fue
una gran inquietud en la Iglesia y una gran impaciencia ante el hecho de que
no se prosiguiese la modernización de antiguas normas y costumbres.
Muchos católicos defendían el abandono de la obligación del celibato para el
clero; algunos monjes, monjas y sacerdotes hicieran caso omiso de sus votos
y se casaron. Los teólogos seguían afirmando el principio de la autoridad
compartida. La insistencia de Pablo sobre la obediencia al papa era desoída,
y sus censuras en torno al control de nacimientos eran abiertamente critica­
das y frecuentemente ignoradas.
El judaismo, la tercera religión importante del mundo occidental, estaba
obsesionado, en los años siguientes a 1945, por la gran experiencia traumáti­
ca de los 30 y de los 40, que fue el intento nazi de genocidio, el «Holocaus­
to», como se le ha llamado24. Aunque pei^sistía la antigua tendencia de
asimilación a una sociedad secular, se produjo una reanimada adhesión a la
religión, tanto ortodoxa como reformada. Hubo también un apoyo sin
precedentes por parte de los judíos de todo el mundo, y especialmente de los
Estados Unidos, al estado de Israel, y no sólo entre judíos sionistas. El
apoyo a Israel se vio reforzado por la hostilidad y por la persecución de los
judíos en la Unión Soviética y en la Europa Oriental, así como en los países
árabes; a su vez, estos países empleaban la adhesión judía a Israel como
justificación para sus ataques.
Al igual que las religiones occidentales, también el islam, el hinduismo, el
budismo y otras grandes religiones no occidentales, de las que poco puede
decirse en estas páginas, veían cómo en sus principios doctrinales tropezaban
con graves desafíos y estaban realizando esfuerzos por ajustar doctrinas mile­
narias al secularismo de la edad contemporánea. Simultáneamente, algunas de
esas religiones orientales alcanzaron a nuevos grupos en Occidente. Las ense-

24 Ver m apa 22 y pág. 598.

717
fianzas budistas ganaban muchos adeptos, y había un renovado interés en Oc­
cidente por lo místico, por lo trascendental y por lo esotérico.

Existencialismo

Al margen de la religión organizada, y generalmente al margen de la


filosofía profesional también, un cuerpo de ideas vagamente organizado,
llamado «existencialismo», hacía un esfuerzo por abordar la apurada situa­
ción humana. Los existencialistas no formaban una escuela de pensamiento,
ni sostenían un cuerpo coherente de principios; había existencialistas cris­
tianos, agnósticos y ateos. Pero todos tenían en común unas determinadas
creencias y actitudes. Todos reflejaban una civilización inquieta, un mundo
perturbado por la guerra, por el totalitarismo y por la opresión, un mundo de
progreso material y de incertidumbre moral, en el que el individuo podía ser
aplastado por los propios triunfos de la ciencia y de la tecnología. Los
existencialistas cuestionaban la idea de progreso o la desechaban como una
ilusión. Subrayando especialmente el hecho de la «existencia» en el presente,
dudaban, a veces, que una generación viviente pudiera aprender del pasado
o contribuir al futuro. Aceptando lo que ellos gustaban de llamar el
«absurdo» de la situación humana, trataban de reconciliar la discrepancia
entre los ideales humanos y un universo al que consideraban carente de
sentido.
El pensamiento existencialista tenía una deuda con pensadores como Blas
Pascal en el siglo XVII y Federico Nietzsche en el XIX, y con otros muchos
que, a lo largo de la historia occidental, habían subrayado el elemento
trágico de la existencia humana y las limitaciones del poder de la razón del
hombre. Más directamente, estaban en deuda con Kierkegaard, el filósofo
religioso danés, cuyas obras fueron mejor conocidas cuando se tradujeron al
alemán, en 1909. El existencialismo fue más explorado en Alemania, después
de la Primera Guerra Mundial. Pero fueron escritores franceses, tras la
salida de su país de la derrota, de la ocupación y de la resistencia durante la
Segunda Guerra Mundial, los que lo desarrollaron en la literatura y en la
filosofía, de una forma que le proporcionó una amplia resonancia intelec­
tual. El novelista, dramaturgo y ensayista Jean-Paul Sartre fue un destacado
modelo, como lo fue Albert Camus. Estos escritores se basaron directa­
mente en la experiencia de la Resistencia. Sostenían que, en un mundo
hostil, el hombre tenía que reafirmar su libertad. Sartre decía que los seres
humanos estaban «condenados a ser libres», totalmente libres y enteramente
responsables de las decisiones que adoptaban. Además, el existencialista
auténtico no era simplemente contemplativo, sino engagé, comprometido
con la acción, aun cuando sabía que tal acción no podia cambiar el mundo.
Camus utilizó el mito de Sísifo para comunicar su mensaje. Sísifo estaba
condenado a empujar su piedra hasta la cima de la montaña, aunque la
piedra rodaría nuevamente hacia abajo, de modo que su propia humanidad
surgía del coraje y de la perseverancia en una tarea desesperada y absurda.
Los existencialistas, en su mayoría, rechazaban la noción de la perfectibilidad
humana y la idea utópica (y marxista) de que, de algún modo, podrían

718
establecerse sistemas sociales perfectos que satisfarían a futuras generaciones
nonatas.
Algunas de aquellas creencias eran compartidas por existencialistas cris­
tianos que adoptaban la afirmación decimonónica nietzscheana de que «Dios
ha muerto». Ellos aseguraban que el universo ya no estaba regido por una
divinidad que decretaba y revelaba las normas a las que los individuos
debían ajustar sus vidas; los seres humanos tenían que adoptar sus persona­
les decisiones y compromisos. Los existencialistas hablaban incluso de una
era post-cristiana. Pero, sobre todo, sus ideas formaban parte de un huma­
nismo ateo, como el de Sartre. Al hacer hincapié en la angustia de la
existencia humana, en la flaqueza de la razón humana, en la fragilidad de las
instituciones humanas, y en la necesidad de reafirmar y de redifinir la
libertad humana, los existencialistas repetían un viejo tema, pero le daban
un nuevo significado, subrayando el elemento trágico del destino humano y la
inevitable lucha para resistir a la desesperación.

E l nuevo activismo: la Rebelión de la Juventud y el M ovimiento de la M ujer

En los años 60, surgió un nuevo activismo, especialmente entre los


jóvenes, que no dejaba de estar relacionado con el existencialismo. Llegó a
la madurez una generación que no sabía nada de primera mano acerca de la
gran depresión ni de la Segunda Guerra Mundial. Los jóvenes crecieron en
una época de rápidos cambios políticos y sociales, en medio de revoluciona­
rios avances en la ciencia y en la tecnología, y en un mundo que estaba
reduciéndose espectacularmente; y ellos tenían una clara conciencia de
aquellos cambios, gracias a los nuevos medios de comunicación de masas.
Tendían a dar por supuestas las conquistas científicas, tecnológicas, etc., de
su sociedad, y señalaban, en cambio, sus deficiencias: las flagrantes contra­
dicciones de riqueza y pobreza dentro de las naciones y entre las naciones,
las injusticias raciales, la cualidad impersonal de la sociedad mecanizada y
de las grandes instituciones, la violencia que destruía a los seres humanos en
guerras continuas, y siempre la amenaza de la destrucción nuclear universal.
La rebeldía de los jóvenes no se expresó simplemente en la manifestación
tradicional de un vacío entre dos generaciones. Estalló a finales de los
años 60, en muy distantes partes del mundo. Los estudiantes se manifesta­
ban y se amotinaban en París, Berlín, San Francisco, Nueva York, Ciudad
de Méjico, Tokio y otros muchos sitios. Hacía héroes de los enemigos
jurados del orden establecido: Fidel Castro y su martirizado lugarteniente,
Ernesto Che Guevara, H o Chi Minh, Mao Tse-tung, dirigentes negros ame­
ricanos como el asesinado Malcolm X , los adelantados de la revolución
colonial como Franz Fanón, y otros. Leían al filósofo neo-marxista Herbert
Marcuse, que advertía que la tolerancia misma de la sociedad burguesa era
una trampa para evitar la verdadera protesta contra la injusticia. En cuanto
integrantes de una Nueva Izquierda, desechaban a los viejos revolucionarios
de la Unión Soviética como tímidos burócratas que no sabían que la
revolución había entrado en una fase post-marxista y que el auténtico
fermento se encontraba en el subdesarrollado Tercer Mundo. Atacaban las

719
comodidades materiales, la opulencia y la conformidad. A veces, ellos
mismos recurrían a la violencia; más frecuentemente, cantaban las alabanzas
de ella. Abogando por un nuevo anarquismo y nihilismo y por un compro­
miso con el presente, se exhortaban unos a otros a destruir, a fin de purificar
y de restablecer la libertad creadora, liberando a la sociedad de la «carga»
del pasado. La rebelión de la juventud, en su espectacular fase de los
años 60, se aplacó, tras un corto intervalo. Las personas mayores se asusta­
ban ante el asalto a las instituciones establecidas y a los procesos racionales,
pero les resultó menos fácil seguir mostrándose satisfechos con las injusticias
sociales de todo tipo. La rebelión de la juventud formaba parte de los
cambios y subversiones que toda la civilización moderna parecía estar
experimentando en la segunda mitad del siglo XX, y cuyo significado sólo
vagamente podía ser comprendido.
El movimiento feminista, o de liberación de la mujer, fue otra manifesta­
ción de la agitación social contemporánea. Desde la época de la Revolución
Francesa, unos pocos pensadores en Francia y en Inglaterra habían plantea­
do la cuestión de derechos iguales para la mujer. El movimiento moderno
tuvo su origen en los Estados Unidos, a mediados del siglo XIX, y los co­
mienzos de su fase contemporánea se produjeron también allí. En 1848,
Elizabeth Cady Stanton y un pequeño grupo de compañeras habían procla­
mado una declaración de independencia para las mujeres, exigiendo el
derecho al voto, igual compensación por el trabajo, igualdad legal y mayores
oportunidades educativas. El movimiento se extendió también por el extran­
jero, y fue recogido en Inglaterra por las sufragistas. El derecho al voto se
consiguió en Inglaterra y en los Estados Unidos después de la Primera
Guerra Mundial, pero el progreso en otras cuestiones era lento. La fase
contemporánea militante comenzó en los Estados Unidos, a mediados de los
años 60, animada, en parte, por el movimiento de derechos civiles en favor
de la población negra americana, y tomó forma como movimiento de
liberación de la mujer. Sus dirigentes subrayan el hecho de que las mujeres,
que constituían la mitad de la especie humana (y más de la mitad de la
población en muchas regiones del globo), seguían siendo objetos de discri­
minación y no ocupaban puestos de autoridad, ni de dirección, ni de poder,
en proporción con su número. Aunque algunas de las más ostensibles formas
de discriminación legal habían sido derogadas, las dirigentes feministas
demandaban ahora que se pusiera fin a todas las barreras legales y so'ciales
que se oponían a la igualdad, la admisión en profesiones que antes les
estaban vedadas, y una porción equitativa en el poder político y en el
económico. Señalaban que una cierta discriminación en la sociedad contem­
poránea era sutil e indirecta. A veces, implicaba patrones de aculturación,
mediante los cuales las niñas, en edad temprana, absorbían nociones estereo­
tipadas de sus futuras vidas y de unos horizontes profesionales estrechamen­
te limitados. El lenguaje mismo, el uso convencional del género masculino
en muchos ejemplos, como en los libros de texto de la escuela, era conside­
rado como un refuerzo del patrón. El proceso se auto-perpetuaba, porque,
con pocas mujeres en puestos visibles de dirección, había pocos modelos
que emular.
Muchos de los argumentos en favor de derechos iguales tenían más

720
significado en los países industriales avanzados. En otras partes, es decir, en
naciones más pobres, menos desarrolladas, las mujeres tenían que superar
un abandono, una opresión, un abuso y un desprecio de los más elementales
derechos humanos, que se prolongaban ^esde hacía siglos. Las Naciones
Unidas, desde el momento de su fundación, en 1945, se habían comprometi­
do a obtener derechos políticos, económicos y educativos iguales para las
mujeres. Pero, en Africa, Asia y América Latina, las tasas de analfabetismo
entre los adultos, una generación después, eran todavía notablemente supe­
riores para las mujeres que para los hombres, y estaban descendiendo con
gran lentitud. Las oportunidades de jma educación superior eran también
más limitadas para las mujeres. En las áreas en desarrollo, donde vivía una
mayoría de las mujeres del mundo, las mujeres tropezaban con problemas de
simple supervivencia y soportaban la carga de grandes familias y de duras
tareas domésticas. En esos países, los derechos iguales para las mujeres
probablemente dependían del desarrollo general de los recursos y de los
avances sociales para toda la población.

La discriminación no era un problema que se limitase sólo a las socieda­


des capitalistas. En un país comunista como la Unión Soviética, se garanti­
zaban a las mujeres, al menos constitucionalmente, los mismos derechos que
a los hombres. Las mujeres constituían más del 30 por ciento de los
representantes elegidos para el Soviet Supremo, mientras que, en los Estados
Unidos, la cifra correspondiente para el Congreso Americano era inferior al
3 por ciento. Pero eran pocas las mujeres representadas en los órganos del
Partido Comunista en los que se ejercía un poder real, como el Politburo.
En oportunidades profesionales, la Unión Soviética tenía muchas más muje­
res que hombres en medicina y en odontología, pero estas profesiones no
gozaban de la alta posición económica y social de que gozaban en los
Estados Unidos y en la Europa Occidental, ni las mujeres ocupaban muchos
puestos importantes en la investigación o en la administración de las
universidades o de los hospitales soviéticos. Se estimulaba a las mujeres a
trabajar, y, en efecto, tenían que trabajar, a causa de la necesidad económi­
ca y de la presión social, pero no necesariamente para desarrollar sus
posibilidades o para alcanzar puestos de responsabilidad. En la Unión
Soviética, no se prestaba mucha más atención que en otras partes a la
superación de los modelos de una sociedad dominada por los hombres. En la
República Popular de China, se concedían a las mujeres grandes oportuni­
dades dentro de los límites de una sociedad controlada, y se proclamaba
como un objetivo social la igualdad entre los sexos. Al propio tiempo, las
mujeres en China, como en la Unión Soviética, trabajaban al lado de los
hombres en- tareas más pesadas y más arduas que en los países industriales de
Occidente. En todas partes quedaba mucho por hacer. Una enmienda a la
Constitución sobre igualdad de derechos, a pesar de haber sido adoptada por
el Congreso de los Estados Unidos en 1972, seguía todavía sin ratificar por el
necesario número de estados, varios años después. Algunas mujeres, como
en el pasado, ocupaban cargos de la más alta autoridad en sus países, entre
ellas, en épocas recientes, Indira Gandhi en la India, Golda Meir en Israel, y
Sirimavo Bandaranaike en Sri Lanka (Ceilán); en Inglaterra, Margaret

721
Thatcher presidía el Partido Conservador, y algún día podría ser primera
ministra.
El desarrollo de los procedimientos anticonceptivos, incluida la píldora
de control de nacimientos a principios de los años 60, facilitó a las mujeres
una nueva libertad biológica. Los cambiantes patrones sociales que tolera­
ban una mayor libertad sexual y nuevas formas de relaciones matrimoniales
contribuyeron también a la liberación social de la mujer. Seguía existiendo
una contradicción entre la demanda de igualdad de derechos y la especial
protección, en forma de legislación laboral, que las sociedades democráticas
habían adoptado, hacía tiempo, en favor de las mujeres. Aunque persistía el
desacuerdo en cuanto a los métodos y al ritmo del cambio, existía un amplio
acuerdo respecto a la necesidad de abrir nuevas oportunidades a las mujeres
y de utilizar todos los recursos humanos de la sociedad, masculinos y
femeninos, en todas las partes del mundo, para hacer frente a las exigencias
del mundo contemporáneo. Si eso pudiera hacerse realidad, figuraría entre
los más memorables de los cambios revolucionarios de la edad contempo­
ránea.

80. Crisis, choques y coexistencia

La guerra de Corea

Ya hemos señalado los orígenes y el curso de la guerra fría en Europa,


hacia 195025. En junio de 1950, estalló la guerra de Corea. Ante la
consternación del mundo occidental, el régimen de Corea del Norte, apoya­
do por la Unión Soviética, cruzó la frontera a lo largo del paralelo 38°, e
inició una invasión de la República del Sur, apoyada por Occidente. Durante
la Segunda Guerra Mundial, se había acordado que Corea, en otro tiempo
motivo de disputa imperialista entre Japón y Rusia, y desde 1910 bajo
dominación japonesa, pasaría a ser, de nuevo, libre e independiente. Al final
de la guerra, las fuerzas soviéticas ocuparon, mediante acuerdo, la parte
septentrional del país, hasta el paralelo 38°, y las fuerzas de los Estados
Unidos, la parte meridional. La U .R .S.S. estableció un gobierno satélite
bajo un dirigente comunista preparado en Moscú, Kim il Sung, y sostuvo un
gran ejército norcoreano. Los soviéticos rechazaron una propuesta america­
na de celebrar elecciones en una Corea unificada, bajo supervisión interna­
cional.
Las elecciones, celebradas sólo en Corea del Sur en 1948, dieron la
presidencia a Syngman Rhee, que, a pesar de las formas democráticas,
gobernó la república dictatorialmente, durante los siguientes doce años.
Después de la elección, los Estados Unidos retiraron sus fuerzas de ocupa­
ción, pero continuaron dando apoyo militar y económico a Corea del Sur.
La Unión Soviética se retiró, igualmente, de Corea del Norte, pero continuó
facilitando armas y ayuda económica a su estado protegido. El gobierno
americano no incluyó entonces a Corea, como hizo con el Japón y con las

25 Ver págs. 636-544.

722
Filipinas, en el perímetro explícitamente definido como vital para la defensa
de los intereses americanos en Asia. Pero, cuando los norcoreanos cruzaron
el paralelo 38° en su ataque de junio de 1950, el presidente Truman se
indignó. Estaba convencido de que la acción obedecía a incitaciones de la
Unión Soviética, con la aquiescencia del nuevo régimen comunista chino. La
consideraba como parte de la ofensiva ideológica mundial de la Unión
Soviética, una nueva fase de la guerra fría, en la que el comunismo había
pasado ahora de la subversión a la agresión armada.
Los atacantes norcoreanos esperaban una rápida victoria, debida a la
audacia de su iniciativa y a la superioridad de sus fuerzas. Confiaban en que
los Estados Unidos no intervendrían y en que el resto del mundo no haría
más que formular una protesta moral. La inspiración precisa de la invasión
no puede conocerse con certeza. Puede haberla estimulado la U .R .S.S.,
preocupada por el atrincheramiento americano en el Japón ocupado, o
pueden haberla decidido los norcoreanos, por sí solos, para unificar el país,
confiando en que obtendrían la aprobación de Stalin. En cualquier caso, los
rusos parecieron sorprendidos también; se hallaban ausentes del Consejo de
Seguridad, boicoteando a las Naciones Unidas por su negativa a reconocer a
la República Popular China, cuando el gobierno americano planteó la
cuestión ante el Consejo. Que los norcoreanos fuesen capaces de una acción
independiente, resultaba difícil de creer para los americanos. El ataque
desafiaba a todo el sistema de seguridad colectiva, dispuesto desde 1945 para
hacer frente a la oleada del comunismo soviético. Truman, recordando cómo
la debilidad y el apaciguamiento de los años 30 habían conducido al
desastre, influyó sobre el Consejo de Seguridad para que condenase a Corea
del Norte como agresora y para que emprendiese una acción militar contra
ella; a causa de su ausencia, la Unión Soviética no pudo ejercer su veto. Simul­
táneamente, Truman envió fuerzas americanas.
En lá lucha de aquel verano, las fuerzas de las Naciones Unidas, dirigidas
por americanos, al mando del general Douglas McArthur, se vieron, al
principio, obligadas a retirarse, pero un brillante desembarco anfibio en
Inchon invirtió la situación. Las fuerzas americanas arrojaron a los ejércitos
comunistas hacia el norte, y después, en una decisión importante, cruzaron
el paralelo 38°, prosiguiendo rápidamente hacia el río Yalu, línea fronteriza
entre Corea y la provincia manchuriana de la China comunista. En noviem­
bre de 1950, entró en la guerra la República Popular China; cientos de miles
de soldados comunistas chinos, apoyados por aviones de propulsión de
fabricación rusa, empujaron a las tropas dirigidas por los americanos hacia el
sur, en lo que parecía una repetición de la primera fase del conflicto.
Aunque el presidente Truman y la mayoría de los países de las Naciones
Unidas estaban decididos a contener a los norcoreanos, estaban también
resueltos a impedir una tercera guerra mundial, que sería posible si se
bombardeaba Manchuria u otras partes de China, como pedía el general
McArthur. Cuando McArthur insistió en una acción drástica contra China,
el presidente Truman le relevó del mando. El pueblo americano estaba
asombrado ante los peores reveses militares de su historia; muchos querían
castigar a la China comunista, pero la mayoría consideraba prudente, o posi­
ble, limitar la lucha. En los meses siguientes, las fuerzas de las Naciones Uni­

723
das volvieron a abrirse paso hasta el paralelo 38°, e incluso un poco más al
norte. En julio de 1951, un acuerdo de alto el fuego puso fin a la lucha en
gran escala, pero no se firmó un armisticio hasta 1953, enredándose las
negociaciones durante dos largos años, principalmente a causa del intercam­
bio y de la repatriación de los prisioneros de guerra. Quince naciones
participaron en la guerra de Corea, en su mayoría enviando contingentes
simbólicos que lucharon al lado de los Estados Unidos. Los americanos
sufrieron más de 54.000 muertes en combate y en relación con los combates,
es decir, casi la mitad de los que tuvieron en la Primera Guerra Mundial; los
heridos americanos se calcularon i
en unos 100.00026. En cuanto a los
coreanos, las pérdidas fueron aproximadamente iguales en el Norte que en el
Sur; resultaron muertos, heridos o desaparecidos más de 2 millones de
coreanos, muriendo en combate la mitad de esa cifra.
Políticamente, la situación volvió a lo que había sido antes de 1950.
Corea estaba nuevamente dividida, en líneas generales, por el paralelo 38°.
El gobierno de Corea del Norte, la República Popular China y la U .R .S.S.
continuaban rechazando las elecciones para todo el país, bajo supervisión
internacional. Fue un armisticio difícil, salpicado de numerosos incidentes
fronterizos y de otras clases. Desde el punto de vista de los occidentales, se
había contenido un flagrante acto de agresión; según el mundo comunista, y
según muchos no comunistas de Asia, se había impedido a la gran potencia
capitalista, los Estados Unidos la reafirmación de la supremacía imperialista
occidental en Oriente. En términos prácticos, los Estados Unidos, tanto en la
guerra de Corea como en sus esfuerzos por crear pactos de seguridad
regional en Oriente, encontraron poco entusiasmo hacia su política entre las
mayores potencias asiáticas no comunistas, como la India, Indonesia o
Birmania, La mayoría de ellas rechazaba el comunismo, pero también
recelaba de Occidente. Aunque los Estados Unidos habían sido los menos
implicados de todas las grandes potencias en el colonialismo asiático del
siglo XIX, su nueva función dirigente en el mundo occidental y la sospecha
de que estaban buscando mercados mundiales para el capitalismo americano
le convirtieron en símbolo de la opresión y de la explotación occidentales,
punto de vista insistentemente expuesto por los soviéticos, y aun más
beligerantemente, durante algún tiempo, por los comunistas chinos. Por otra
parte, el éxito en la disuasión de los norcoreanos reforzó la creencia
americana de que la potencia militar y las decisiones firmes podían detener la
expansión comunista en todas partes. La guerra de Corea inició una era de
profunda implicación americana en el Asia oriental; fue un preludio de un
conflicto mayor y más grave, la guerra de Vietnam, en la década siguiente.

Las relaciones soviético-americanas después de Stalin

A comienzos de los años 50, las relaciones soviético-americanas y la


guerra fría entraron en una nueva fase. Los dirigentes políticos de la
U .R .S.S. que tomaron el poder tras la muerte de Stalin, en 1953, parecían

26 Ver estadística en la pág. 730.

724
más conciliadores, o, por lo menos, estaban decididos a alcanzar sus fines
por procedimientos menos despiadados27. Aunque mantenían a las potencias
occidentales y al mundo oscilando entre la tensión, la relajación, y una
tensión renovada, la alternativa de una coexistencia pacífica entre sistemas
mundiales contendientes parecía posible. Además, había signos de que en los
Estados Unidos no se rechazaba todo compromiso como apaciguamiento.
En Ginebra, en 1955, el presidente Eisenhower, juntamente con representan­
tes británicos y franceses, se reunió con los dirigentes del estado soviético en la
atmósfera más amistosa desde la Segunda Guerra Mundial.
Pero el espíritu de Ginebra duró poco. Se reanudaron las crisis, a causa
de los accesos occidentales a Berlín. En 1960, una conferencia en la cumbre,
en París, se suspendió, cuando Khrushchev presentó pruebas de vuelos de
reconocimiento americanos sobre territorio ruso, que los americanos nega­
ron. La tensión se desplazó al hemisferio occidental. En Cuba, Fidel Castro
había derribado una dictadura derechista en 1959, y había establecido un
régimen procomunista, al que prestaban apoyo tanto los comunistas soviéti­
cos como los chinos. En 1961, exiliados cubanos anticomunistas, apoyados
por los Estados Unidos, invadieron la isla, pero sufrieron un desastre. Al
año siguiente, el presidente Kennedy, denunciando que las bases de proyecti­
les soviéticos instaladas en Cuba representaban una amenaza para la seguri­
dad americana, sometió a observación naval las nuevas expediciones de
equipamiento militar a Cuba y formuló severas advertencias a los Soviets. El
mundo se sintió aterrado, pero Khrushchev cedió y se avino a desmantelar
las bases (por lo que fue tachado de capitulacionista por los comunistas
chinos, entonces más beligerantes). Berlín, donde en 1961 se levantó un gran
«muro» de cemento y de alambre de espino, para impedir que los alemanes
orientales se trasladesen a Berlín Occidental, seguía siendo una recurrente
causa de fricciones. En Corea, los incidentes fronterizos y la captura,
en 1968, de un barco americano, en misión de espionaje según propia
confesión, vinieron a perturbar el armisticio. El Oriente Medio, como hemos
visto, estalló en guerra abierta en 1956, en 1967 y de nuevo en 1973, mientras
los Soviets cortejaban y armaban a los estados árabes. El Asia suroriental,
sobre todo, seguía siendo un área de perturbaciones, tras la retirada de los
franceses en 1954.

La guerra de Vietnam

En Vietnam, se desarrolló una guerra compleja y grave, en los primeros


años 60. En el curso de la lucha contra los franceses, la antigua colonia"
francesa se había dividido en un régimen dominado por los comunistas del
norte, y en un régimen no comunista al sur de un modo similar a lo
ocurrido en Corea. Tras la derrota y la retirada Francesa, una conferencia
internacional reunida en Ginebra, en 1954, dividió el pais por el paralelo
17°, hasta que pudieran celebrarse elecciones y el país se unificase. Vietnam
del Norte, o la República Democrática de Vietnam, con su capital en Hanoi,

27 Ver págs. 647-650.

725
estaba presidida por H o Chi Minh, el dirigente comunista que había capita­
neado victoriosamente el movimiento de independencia contra los franceses.
Por debajo del paralelo 17°, se estableció un Vietnam del Sur anticomunista,
apoyado por Occidente, con su capital en Saigón. La división dejó a la
población repartida en mitades aproximadamente iguales, de 20 millones de
habitantes cada una, pero sin relación con ningún tipo de diferencias
históricas o étnicas. Vietnam del Sur, preocupado por el hecho de que los
comunistas habían alcanzado un gran apoyo popular en la lucha contra los
franceses, y ya antes contra los japoneses, se negó a participar en las
elecciones que habían de celebrarse en todo el país, convocadas para 1956,
sobre la base de que no había sido uno de los signatarios del acuerdo de
Ginebra. Al no celebrarse las elecciones, los acontecimientos tomaron un
curso diferente. El Viet Cong, guerrilleros comunistas dejados atrás, en el
sur, cuando los ejércitos del norte se retiraron en cumplimiento del acuerdo
de Ginebra, comenzó a hostilizar a las autoridades de Vietnam del Sur.
Especializado en la guerra insurreccional, el Viet Cong aterrorizaba y
coaccionaba al campesinado frecuentemente, pero también obtenía su apoyo
mediante la redistribución de la tierra y la denuncia del gobierno de Vietnam
del Sur, apoyado por los occidentales. Pronto se vieron reforzados por
contingentes regulares de Vietnam del Norte, que se infiltraban en el sur y
recibían ayuda económica y militar de la República Popular China. En 1960,
un Frente de Liberación Nacional se proyectó como gobierno revolucionario
para el sur. Vietnam del Sur, a pesar de la asesoría y de la asistencia técnicas
de los Estados Unidos, se encontraba incapaz de hacer frente a las activida­
des de la guerrilla, y pidió una mayor ayuda americana.
Los Estados Unidos, desde Eisenhower en adelante, consideraban que
era necesario llenar el vado creado por la retirada francesa y detener la
expansión comunista en Vietnam del Sur, para impedir que los otros estados
de Asia cayesen uno tras otro, como las fichas de un dominó, de donde
tomó su nombre la teoria. Por consiguiente, en los años 60, los Estados
Unidos ayudaron al régimen de Saigón con asesores militares, con respaldo
financiero y con armas. Al propio tiempo, trataban de democratizar el
régimen, cuyas prácticas autoritarias, junto con una extendida corrupción,
estaban resultando cada vez más embarazosas.
La implicación americana se hizo, entonces, más profunda. Bajo el
presidente Eisenhower, se hallaban presentes unos cientos de asesor» milita­
res, y comenzó la ayuda militar y económica; ya en 1959, dos asesores
militares fueron muertos en un ataque, al norte de Saigón. En 1961, bajo el
presidente Kennedy un acuerdo que prometía ayuda militar y económica
dio origen a la llegada de las primeras fuerzas de apoyo americanas y a la
formación, en 1962, del Mando de Asistencia Militar de los Estados Unidos;
en aquel año, las fuerzas presentes se elevaban a 4.000 hombres, y se
registraron los primeros muertos en combate. Los Estados Unidos, bajo
Kennedy, también intervinieron activamente en la política de Vietnam del
Sur, primero sosteniendo, y después, en 1963, ayudando ^positivamente a
derribar el represivo gobierno del presidente Ngo Dinh Diem.
Bajo el Presidente Johnson, la intervención americana alcanzó su punto
culminante. En agosto de 1964, alegando que unos torpederos norvietnami-

726
tas habían atacado, en el Golfo de Tonkín, a unos destructores de los
Estados Unidos, Johnson ordenó inmediatos bombardeos aéreos contra
Vietnam del Norte. Al día siguiente, se aseguró el apoyo para una resolución
conjunta del Congreso que le facultaba para tomar «todas las medidas
necesarias» para defender a los Estados Unidos y a su aliado. La resolución
del Golfo de Tonkín fue la única sanción explícita del Congreso para la
implicación americana en los años siguientes, siendo revocada después,
en 1970, por un Congreso decepcionado. Durante aquel verano de 1964 y en
1965, Johnson ordenó duros ataques aéreos contra las bases de abasteci­
miento en el norte y contra las áreas dominadas por los comunistas en el sur.
A partir de 1965, las incursiones aéreas se hicieron casi dianas. Los bombar­
deos americanos destruían carreteras, puentes y líneas férreas, y llegaban en
sus ataques hasta Hanoi. En la búsqueda del evasivo Viet Cong en el sur, se
arrojaba desde el aire un material incendiario —el napalm—, que quemaba y
destruía aldeas enteras, devastando cientos de miles de áreas de tierra y
convirtiendo a los supervivientes en refugiados sin hogar. Los bombardeos,
el envío de fuerzas de tierra americanas y el número de bajas aumentaban.
En 1966, había cerca de 200.000 soldados americanos en Vietnam del Sur.
En 1969, se alcanzó la cifra máxima de unos 550.000 soldados. (Participaban
también unos 50.000 surcoreanos y tailandeses). Desde 1965 a 1968, en los
bombardeos masivos, se arrojaron más toneladas de explosivos sobre Viet­
nam, que contra todas las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial.
A pesar de la corriente de ayuda militar de los Estados Unidos, y de la
temporal estabilización del gobierno survietnamita con la elección, en 1967,
del presidente Nguyen Van Thieu, el régimen no podía hacer frente a la
creciente fuerza popular y material de Vietnam del Norte. Con la ayuda de la
Unión Soviética y de la República Popular de China, los norvietnamitas
reconstruían sus fábricas destruidas y sostenían la corriente de abastecimien­
tos por el sur, principalmente por la Ruta Ho Chi Minh, a través de la vecina
Laos. Los informes optimistas que enviaban a Washington las autoridades
militares de los Estados Unidos acerca de la pacificación de las zonas rurales
y del número de bajas causadas al enemigo se vieron desmentidos por una
victoriosa ofensiva comunista, a comienzos de 1968. Resultaba evidente que
había que buscar una solución negociada.
Desde el comienzo, los aliados de América en la Europa Occidental
mostraron su falta de entusiasmo y prestaron poca ayuda. En los Estados
Unidos, la guerra fue motivo de levantamientos y de desórdenes en los
campuses de los colegios y en las ciudades; en Washington y en otras partes,
se celebraron manifestaciones de protesta. Muchos jóvenes huyeron al
Canadá o a Europa para eludir el servicio militar, en la que consideraban
una guerra injusta o sin sentido; un número desproporcionado de los
reclutados o de los que voluntariamente aceptaban el servicio militar eran
negros o individuos de las clases económicas más pobres.
Se discutieron ampliamente cuestiones como la de determinar si los
Estados Unidos, a pesar de su enorme potencia, debían asumir la responsa­
bilidad —o si tenían capacidad, incluso— de erigirse en gendarmes del
mundo contra la agresión comunista, si la presencia americana en Vietnam
era una presencia extranjera no deseada, reminiscencia de la intromisión

727
occidental en la época del imperialismo, si los bombardeos-aéreos, que
llegaban hasta unos quince kilómetros de la frontera china, podían provocar
nna intervención china directa y el estallido de una tercera guerra mundial, si
el régimen survietnamita podía estabilizarse y democratizarse de modo que
se justificasen los sacrificios, y si las incursiones aéreas y las continuadas
hostilidades podían acabar en la completa destrucción de todo el infortuna­
do país. Los críticos que tenían un conocimiento de la historia de Asia
aseguraban que los vietnamitas contaban con una prolongada tradición de
defensa contra sus vecinos chinos, y que ni siquiera un Vietnam unido bajo
los comunistas significaría, necesariamente, que los chinos hubieran de
someterlo.
La necesidad de ganar la guerra se convirtió en una obsesión para el
presidente Johnson. Consideraba la retirada, o incluso una disminución del
esfuerzo militar, como una forma de debilidad que no haría más que
estimular futuras agresiones comunistas en otras partes. Pero, ante la
victoria lejana, y ante una creciente repulsa de la guerra en el pueblo y en el
Congreso, decidió no presentarse a la reelección en 1968, y, en la primavera
de aquel año, anunció el cese de los bombardeos contra el norte, a fin de que
pudieran avanzar las negociaciones de paz. En noviembre de 1968, todos los
bombardeos habían cesado, de momento. El gobierno de Hanoi y el Frente
de Liberación Nacional del sur abrieron conversaciones preliminares de paz
en París con los Estados Unidos y con el gobierno de Saigón, en la
primavera de 1968, pero la lucha continuó.
En 1969, con el presidente Nixon y su versátil y activo secretario de
estado, Henry Kissinger, las negociaciones de paz parecían cobrar un nuevo
impulso. Nixon se propuso llegar a un rápido fin de la guerra y prometió
hacer a los survietnamitas principales responsables de su propia defensa. Los
Estados Unidos comenzaron a retirar fuerzas, transfiriendo bases y equipa­
miento a los survietnamitas. Pero, en los tres años siguientes, la implicación,
en ciertos aspectos, se hizo todavía más intensa. En respuesta al estanca­
miento de las conversaciones de París y a los continuados avances comunis­
tas, Nixon ordenó la reanudación de los ataques aéreos contra las instalacio­
nes militares en el sur, y extendió la guerra mediante una «incursión» en
Camboya para cortar las líneas de abastecimiento comunista. En 1972, $e
sembraron de minas los puertos de Vietnam del Norte, /y, en las Navidades
de aquel mismo año, Vietnam del Norte se vio sometido a los más duros
bombardeos masivos de toda la guerra. Mientras tanto, el secretario de
estado, Kissinger, hacía intermitentes progresos en conversaciones secretas
directas con los representantes norvietnamitas, y alcanzó, por fin, un acuer­
do de paz en enero de 1973. El acuerdo puso fin a la implicación directa de
los Estados Unidos, concluyendo así la guerra más larga que el país hubiera
sostenido nunca —aunque se trataba de una guerra no declarada—. Más de
ocho años habían transcurrido desde la llegada del primer contingente de
marines, en 1965, hasta la retirada de las últimas tropas, a finales de marzo de
1973, o doce, si se computa la intervención a partir de 1961.
Aunque las tropas americanas se retiraron, las hostilidades entre Vietnam
del Norte y Vietnam del Sur continuaron, pues cada uno buscaba territorios
adicionales, antes de que se alcanzase un acuerdo definitivo. Ambos bandos

728
violaron el alto el fuego, y la lucha se reanudó en 1973, en gran escala. Si
bien los Estados Unidos seguían comprometidos en la defensa de Vietnam
del Sur, el Congreso rechazó los gastos adicionales para ayuda militar que la
administración solicitaba, y las armas y el equipamiento perdidos por los
survietnamitas no se reponían. El Vietnam del Norte continuaba recibiendo
apoyo de las potencias comunistas —la Unión Soviética y la República
Popular China— y dominaba la lucha. La corrupción y la desmoralización
en Vietnam del Sur se agudizaban; las deserciones del ejército eran cada vez
más numerosas. De todos modos, el final llegó de sorpresa. Terminaba el
año de 1974, cuando los norvietnamitas se apoderaron de ciudades clave en
las provincias del sur. Incluso antes de que pudieran lanzar su ataque
principal, en la primavera de 1975, el gobierno de Vietnam del Sur se
desalentó, abandonó las zonas montañosas centrales, y, sin informar siquie­
ra al gobierno americano (ahora bajo el presidente Gerald Ford), ordenó la
retirada hacia la costa. La orden precipitada y la retirada prevista degenera­
ron en desbandada. El general Vo Nguyen Giap, desde hacía tiempo
-comandante en jefe de las fuerzas comunistas, decidiendo que, después de
años de lucha, estaba al alcance de la mano una victoria completa, y
considerando correctamente que los Estados Unidos no volverían, ni siquiera
ante una ofensiva en gran escala, introdujo a miles de hombres en el sur, a
través de la zona desmilitarizada. Multitudes de refugiados que huían hacia el
sur aumentaban la confusión. En abril, los ejércitos de Vietnam del Norte
controlaban las tres cuartas partes de Vietnam del Sur. Saigón cayó, al final
del mes.
Cuando las fuerzas norvietnamitas entraron en Saigón, el 30 de abril
de 1975, dieron a la capital el nuevo nombre de Ciudad de H o Chi Minh en
honor del dirigente comunista que había muerto en 1969, y que, treinta años
antes, en 1946, había proclamado por primera vez la independencia vietna­
mita de los franceses. Después de treinta años de lucha casi ininterrumpida,
primero entre los franceses y los vietnamitas, y después en la guerra civil
entre el Norte y el Sur, en la que los Estados Unidos habían intervenido
masivamente, la paz, al fin, había llegado, y, con ella, la victoria comunista
total. La reunificación y la reorganización del país, por la vía comunista,
avanzaron rápidamente, con una dominación menos brutal de lo que se
pensaba. Sin embargo, se lanzó una campaña de «reeducación política» y se
nacionalizó la propiedad. Las ciudades, abarrotadas de refugiados, se vacia­
ban mediante una concertada campaña para trasladar a las poblaciones
urbanas al campo, donde se distribuían tierras, semillas y aperos. Un año
después, en la primavera de 1976, se celebraron las primeras elecciones
nacionales para una Asamblea Nacional, sin que se permitiesen más candida­
tos que los aprobados por los comunistas. La reunificación del país como
República Democrática Popular de Vietnam se proclamó formalmente en
julio de 1976. En política exterior, había razones para creer que el nuevo
régimen mantendría relaciones correctas con Pekín, pero que se resistiría a
ser dominado por su gigante vecino del norte. Muchas veces se había dicho,
en vida de Ho Chi Minh, que él, como Tito y Mao, insistiría en su propio
camino hacia el comunismo, y que el comunismo en Europa y en Asia era
menos monolítico de lo que muchos creían.

729
Como consecuencia de la victoria de Vietnam del Norte, Camboya y
Laos cayeron también bajo el control comunista. Treinta años después del
" final de la Segunda Guerra Mundial, todo lo que en otro tiempo había sido
Indochina Francesa estaba en manos comunistas, y un Vietnam reunificado
había surgido como importante potencia militar en el Asia .suroriental. La
influencia americana había disminuido notablemente, aun cuando los Esta­
dos Unidas seguían comprometidos en la defensa de Corea del Sur y tenían
obligaciones con los chinos nacionalistas de Taiwan.
La guerra de Vietnam fue costosa; se calculó que, como resultado de la
lucha, habían muerto, aproximadamente, 1.250.000 vietnamitas, de los que
más de 800.000 eran norvietnamitas y soldados del Viet Cong. Para los
Estados Unidos, la guerra no declarada fue una experiencia lacerante. Los
muertos en combate y en relación con el combate se calcularon en más
de 56.500, con 300,000 heridos y 900 desaparecidos. El número de los
muertos en combate superó a los de la guerra de Corea y se acercó al número
de americanos muertos en la Primera Guerra Mundial28. Desjle 1960 has­
ta 1975, las hostilidades costaron a los Estados Unidos más de 140.000
millones de dólares. El efecto de tales gastos sobre la economía americana se
vio agravado por la imposibilidad de imponer tributos sobre una base de
tiempos de guerra, lo que contribuyó a la inflación que se produjo a finales
de los años 60. Los costes políticos y morales fueron enormes. La guerra
indispuso a los jóvenes mucho más'profundamente que cualquier otra guerra
americana anterior. Creó también una desconfianza respecto del poder
presidencial, el servicio militar y el espionaje. Los bombardeos asoladores,
los informes de las bajas enemigas, las horribles escenas de guerra visibles en
las pantallas domésticas, en la primera guerra contada con detalles por la
televisión, fueron profundamente perturbadores. La revelación de las atroci­
dades y de los crímenes de guerra cometidos por las fuerzas americanas,
como en My Lai, en 1968, primero ocultados y luego convertidos en materia
de una investigación y un proceso públicos, tuvieron también un impacto
emotivo inquietante. Para los americanos, fue una experiencia trágica y
purificadora. El gigante industrial y la potencia militar de América no
habían podido alcanzar la victoria. Al contrario de la guerra de Corea,
donde luchaban entre sí unas fuerzas regulares, a lo largo de unas fronteras
reconocidas, en Vietnam, totalmente al margen de las cuestiones políticas y
morales implicadas, la superioridad tecnológica en armamentos y en poten­
cia aérea resultaba insuficiente contra un enemigo especializado en la guerra
insurreccional e imbuido de un fervor revolucionario.

28. Las cifras del Departamento de Defensa señalaban:

M uertos en O íro s T o ta l
H erid o s
com bate m uertos m uertos
I Guerra Mundial (1914-1918) .. 53.402 63.114 204.002 116.516
II Guerra Mundial (1941-1945) . 291.357 113.842 607.846 405.199
Guerra de Corea (1950-1952) . . . 33.629 20.617 103.284 54.246
Guerra de Vietnam (19657-1973) 46.229 10.326 303.654 56.555

730
Cambios en los equilibrios de poder

En Vietnam, no se utilizaron armas nucleares, pero sobre cualquier crisis,


grande o pequeña, se cierne la amenaza de que el conflicto armado pueda
sufrir una escalada hasta convertirse en catástrofe nuclear. Las primeras
negociaciones de desarme atómico se habían roto en 1948. En 1949, los
Soviets hicieron estallar su primera bomba atómica; en 1952, los ingleses.
Los Estados Unidos, a pesar de las dudas de algunos científicos, habían
seguido con la fabricación de la bomba de hidrógeno, y la probaron con
éxito, en 1952; mediante su reacción en cadena y su efecto termonuclear,
tenía una capacidad destructiva enormemente superior a la de la bomba
atómica. Un año después, los Soviets hacían estallar también una bomba de
hidrógeno. En 1958, las potencias atómicas acordaron una moratoria tempo­
ral en la prueba de armas nucleares, pero, en 1961, los Soviets probaron una
bomba de cincuenta megatones, es decir, una bomba con la potencia
explosiva de 50 millones de toneladas de TNT, que dejaban casi reducidas a
una insignificancia las simples 20.000 toneladas de TNT de la bomba de
Hiroshima. Nadie dudaba que los Estados Unidos podrían hacer lo mismo.
Existía la amenaza de que las pruebas solas llegasen a envenenar la atmósfe­
ra y a dañar la dote genética de generaciones todavía nonatas; estaban en
peligro tanto la herencia biológica como la cultural de la humanidad.
En 1963, los Estados Unidos, la Unión Soviética y la Gran Bretaña
firmaron un tratado de prohibición de las pruebas nucleares en la atmósfera.
Pero los franceses, que en 1960 se habían convertido en la cuarta potencia
atómica, se negaron a suscribirlo. En 1964, la República Popular de China
pasó a ser la quinta potencia atómica, y, tres años después, probaba con
éxito una bomba de hidrógeno. La enorme capacidad nuclear de las superpo-
tencias y la amenaza de proliferación de armas nucleares se alzaban sombría­
mente ante un mundo dividido por profundas rivalidades. En esto pudieron
llegar a un acuerdo los Estados Unidos y la Unión Soviética, y sus negocia­
ciones condujeron, en 1970, a un tratado de no proliferación, que fue
suscrito por muchas naciones, pero no por todas, desde luego.
Existía también el peligro de que las armas atómicas se extendiesen
indirectamente. Una comisión internacional contribuyó a hacer posible el
uso pacífico de la energía atómica. Una nación que pudiese adquirir instala­
ciones y equipamiento de energía atómica a cualquiera de las potencias
industriales podría someter a nuevo tratamiento el plutonio procedente del
combustible consumido y fabricar bombas atómicas. La India hizo eso,
exactamente, en 1974, y se convirtió en la sexta potencia atómica. Nadie
ignoraba que muchos otros países tenían las mismas posibilidades. La
búsqueda de fuentes alternativas de energía, cuando el abastecimiento de
petróleo estuvo amenazado en los años 70, estimuló a muchas naciones a
construir instalaciones de energía nuclear, que fácilmente podían pasar de
los usos pacíficos a los no pacíficos. Las organizaciones terroristas y
guerrilleras que se habían multiplicado en los años 70 podían también
apartar materiales atómicos explosivos para sus fines.
Los Estados Unidos y la Unión Soviética poseían no sólo las armas más
destructivas, sino también los sistemas de lanzamiento, incluidos submarinos

731
con armamento atómico, que hacían posible la aniquilación recíproca, y
también la aniquilación del mundo. Los estrategas termonucleares calcula­
ban las bajas potenciales de un enfrentamiento atómica, incluso limitado, en
millones de muertos, o «megamuertes», y evaluaban los efectos de disuaso-
res y contradisuasores, de «primeros golpes» y «segundos golpes», sobre la
capacidad de una nación para sostener una guerra atómica y sobrevivir. Se
hablaba del equilibio de poder como de un «equilibrio de terror»; los
expertos militares se referían a doctrinas de «mutua superioridad», sarcásti­
camente, como a doctrinas de «destrucción mutuamente asegurada». La
espada de Damocles nuclear que se hallaba suspendida sobre la especie
humana pendía de un hilo tan sutil, que, en 1963, se instaló, entre el Kremlin
y la Casa Blanca, una línea de comunicación directa, o «teléfono rojo», para
impedir el estallido accidental de una guerra nuclear, a causa de algún error
humano o de algún fallo mecánico; ahora que se hallaba en peligro la
seguridad del planeta, era necesaria la comunicación directa entre los jefes
de las tribus.
Los gastos en armas convencionales y el comercio internacional en todo
tipo de armas avanzadas, siendo los Estados Unidos y la Unión Soviética los
principales mercaderes y abastecedores, se incrementaron también rápida­
mente. De 1960 a 1975, los gastos militares anuales del mundo casi se
duplicaron. Los Estados Unidos y la Unión Soviética, en conjunto, sumaban
el 60 por ciento del total, pero aquellos gastos estaban elevándose también
rápidamente en los países en desarrollo, aunque sus posibilidades eran
mínimas, porque sus necesidades no militares eran también urgentes.
Había, sin embargo, algunos signos alentadores. En 1976, en un período
de relajación de tensiones, las dos superpotencías acordaron un límite
máximo en las explosiones atómicas realizadas en pruebas subterráneas, que,
de todos modos, permitían ensayos equivalentes a ocho veces la potencia de
la bomba de Hiroshima. Además, por primera vez, los Soviets estuvieron de
acuerdo, en principio, en consentir una inspección internacional in situ de
sus pruebas.
Menos peligrosa era la competencia en la exploración del espacio,
entablada entre rusos y americanos, en la que unos y otros situaban en
órbita naves espaciales y, por primera vez en la historia, exploraban fronte­
ras lunares y planetarias. Como hemos señalado anteriormente, los Soviets
fueron los adelantados en la colocación en órbita del primer satélite no
tripulado, en 1957, y de la primera nave espacial tripulada, en 1961. Pronto
hicieron lo mismo los americanos. Aunque los Soviets lanzaron con éxito
cohetes exploratorios de la luna, fueron astronautas americanos los que, en
1969, cubrieron los casi 400.000 kilómetros de viaje hasta la luna, y, ante
millones de espectadores de todo el mundo que contemplaban el aconteci­
miento por la televisión, se paseaban por su superficie. Los dos países
continuaron, en los años 60, con el despliegue de estaciones espaciales
experimentales, de aparatos de exploración, no tripulados, de planetas
distantes, y de otras realizaciones. Un cierto número de países se incorpora­
ron a la construcción y a la utilización de satélites artificiales. En 1975,
astronautas soviéticos y americanos giraron alrededor de la Tierra, simultá­
neamente, y unieron, o «atracaron», sus naves espaciales en una cita

732
espectacular, antes de proseguir sus distintas rutas. Mientras los soviéticos
realizaban notables exploraciones espaciales en las proximidades de Venus y
de Marte, en 1976 los técnicos americanos lograban dirigir una nave espacial
que depositaba instrumentos en la superficie de Marte, a unos 350 millones
de kilómetros de la Tierra, y enviaba fotografías e información científica.
Los habitantes de la Tierra estaban adquiriendo, en aquellos años, más
conocimientos acerca de los planetas de su propio sistema solar, que en
ningún momento anterior de su historia. Como la exploración espacial sólo
podía abordarse con unos costes gigantescos, algunos se quejaban de que
continuasen todavía sin- resolver graves necesidades sociales, pero otros
veían aquellas actividades como la más reciente fase del prolongado esfuerzo
humano por ensanchar horizontes y por explorar lo desconocido.
A finales de los años 60, el mundo ya no estaba polarizado en dos
campos, cada uno de ellos capitaneado por una de las superpotencias, como
parecía estarlo al principio de la guerra fría. En el mundo comunista, según
hemos señalado, la brecha ideológica y diplomática que se abrió a partir
de' 1963 entre la Unión Soviética y la República Popular China situó a los
dos países en direcciones cada vez más hostiles. Además, la Unión Soviética
tropezaba con una creciente inquietud entre sus satélites de la Europa
Oriental, y, como la invasión de Checoslovaquia de 1968 puso de manifiesto,
sólo podía controlar su imperio mediante la fuerza militar. Fuera de la Unión
Soviética, los Partidos Comunistas más importantes declaraban su indepen­
dencia de Moscú. En el campo occidental, los Estados Unidos tenían que
contar con la independencia y con el orgullo de una Europa Occidental
revivida. Los europeos insistían cada vez más en su igualdad con los Estados
Unidos, si se quería que la Alianza Atlántica sobreviviese.
De Gaulle, mientras ocupó la presidencia de Francia desde 1958 has­
ta 1969, se erigió en el portavoz de la autoafírmación europea y pedía que
Europa actuase como contrapeso de la «hegemonía dual» de las superpoten­
cias. Puso el veto a la entrada inglesa en el Mercado Común, porque
significaría la presión de influencias trasatlánticas, o americanas, sobre el
Continente. Dio por terminada la participación francesa en el mando militar
de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, y provocó el traslado
del cuartel general de la Organización de París a Bélgica, pues consideraba
la Alianza Atlántica como un instrumento de la dominación americana en el
Continente. Adoptó una actitud independiente, por lo general antiamerica­
na, en Asia, en Africa y en el Oriente Medio. Aspiraba a servir de puente
entre la Europa Occidental y la Europa Oriental, a terminar la guerra fría
por iniciativa francesa, y a unir a Europa «desde el Atlántico hasta los
Urales». Al propio tiempo, ponía obstáculos en el camino de la integración,
tan esperanzadamente iniciado en los años 50. La cooperación económica
del Mercado Común se mantenía sobre una base sólida, pero de Gaulle
aseguraba que no se daría ningún paso hacia la integración política o control
supranacional. El resultado de su política de los años 60 fue el de reanimar
un antiguo nacionalismo europeo, pero, al propio tiempo, el de restablecer
una antigua política de equilibrio de poder, basada en el exclusivo interés
nacional.

733
Aunque los puntos de vista antiamericanos y antibritánicos de de Gaulle
no lograban persuadir a los socios continentales de Francia, e incluso les
alarmaban por lo que a veces parecía un afán de hegemonía francesa, su
afirmación de independencia respecto a los Estados Unidos suscitó una
corriente de simpatía. Muchos nuevos factores les preocupaban. Se recono­
cía que los americanos estaban comprometidos en la defensa de Europa
Occidental, pero, desde 1960, la Unión Soviética disponía de la posibilidad
de lanzar ataques nucleares directos contra los Estados Unidos, y, en el caso
de que los Estados Unidos defendiesen a Europa Occidental, podría reducir
a cenizas las ciudades americanas y a sus habitantes. En tal coyuntura, los
americanos, indudablemente, atenderían a sus intereses. Se quejaban de que
los europeos tampoco tenían voz en la estrategia y en la política nuclear
americana; hasta donde les fuese posible, los franceses y los ingleses desa­
rrollarían su propia fuerza disuasoria nuclear. Además, los Estados Unidos
habían actuado unilateralmente en la crisis cubana de los cohetes, y habían
luchado en Asia, en Corea y en Vietnam, con lo que se consideraba un
temerario desprecio, a veces, de los riesgos afrontados. Apoyados por su
economía y por su enorme fuerza militar, con una exagerada idea de su
omnipotencia y con su excesivo celo anticomunista, los Estados Unidos
podían continuar actuando sin consultar a sus socios europeos. Y los
europeos, acostumbrados desde hacía mucho tiempo a un papel principalí­
simo en los asuntos mundiales, tenían que adaptarse a un equilibrio de poder
en un mundo en el que quienes predominaban eran los americanos y los
rusos, y tenían que admitir también la posibilidad de que, bajo las nuevas
condiciones de la guerra, las superpotencias acordasen localizar o evitar
conflictos para impedir su recíproca destrucción. Temían incluso que la
relajación de tensiones entre los Estados Unidos y la Unión Soviética púdiera
significar una hegemonía conjunta de las dos superpotencias, a expensas de
Europa.

Dátente

La relajación de tensiones entre las dos superpotencias, interrumpida por


la confrontación de los cohetes cubanos de 1962, pasó a ser una política más
formal de «détente», a partir de 1969, bajo la dirección del presidente, Nixon
y del secretario de estado Kissinger. A pesar de la prolongada guerra de
Vietnam, en la que la Unión Soviética y los Estados Unidos apoyaban a los
bandos contendientes, iba configurándose una política de coexistencia. Los
dirigentes americanos y soviéticos se intercambiaban visitas. Las conversa­
ciones sobre limitación de armas estratégicas, iniciadas en 1969, culminaron
en unos acuerdos preliminares firmados en Moscú en 1972. En aquel año, la
Unión Soviética sufrió un grave revés en su cosecha, y hubo de negociar una
enorme compra de cereales en los Estados Unidos. En 1975, treinta y cinco
naciones se reunieron en Helsinki y se comprometieron a trabajar por la
cooperación pacífica y por la paz permanente en Europa. Acordaron aceptar
los límites territoriales europeos señalados después de la Segunda Guerra
Mundial, incluida la frontera Oder-Neisse establecida en Potsdam, en 1945,

73-1
entre Alemania Occidental y Polonia, pero nunca ratificada en un tratado de
paz internacional. Todos los países, incluida la Unión Soviética, se compro­
metieron también a un movimiento más libre de personas e ideas, a permitir
la reunión de las familias separadas, a la libertad de matrimonios más allá de
las fronteras nacionales, y a otros derechos humanos. Quedaba por ver si
aquellas no eran más que concesiones verbales. La política de «détente»
entre la U .R .S.S. y los Estados Unidos, aunque reducía la amenaza directa
de guerra entre las dos superpotencias, no ponía fin a los enfrentamientos o
rivalidades de carácter ideológico, en numerosas áreas en disputa. La Unión
Soviética y los Estados Unidos apoyaban a los bandos contendientes en los
conflictos árabe-israelitas. Los Estados Unidos trataban de contrarrestar la
fuerza de los Partidos Comunistas en la Europa Occidental, especialmente
en Italia, y en partes de América Latina. La Unión Soviética seguía presio­
nando para alcanzar posiciones ventajosas en Africa. Los dos países intervi­
nieron activamente en la guerra civü que estalló en Angola en 1976. Un
factor que venía a alterar el equilibrio estratégico, enteramente nuevo desde
la era de Stalin, fue la creación de una poderosa flota soviética, capaz de
utilizar armas convencionales y no convencionales en todas las partes del
globo, desde los mares de Asia hasta el Caribe.
En febrero de 1972, el Presidente Nixon hizo una espectacular visita
oficial a la República Popular China, iniciando el camino de unas relaciones
más amistosas con el régimen comunista. Continuaron los intercambios
culturales y científicos y las visitas, y se prometió la completa normalización
de relaciones. Era difícil llegar a unas plenas y amistosas relaciones diplomá­
ticas, mientras los Estados Unidos mantuviesen su alianza con el gobierno
nacionalista de Taiwan. Los chinos estaban preocupados también por la
política americana de «détente» con la Unión Soviética, país con el que las
relaciones chinas eran cada vez peores. La reanudación de relaciones con
China, así como la política de «détente» con la Unión Soviética, eran tanto
más notables cuanto que se producían durante los años en que los Estados
Unidos no se habían desligado aún de la guerra de Vietnam.
Las crisis, las rivalidades y las pruebas de fuerza no desaparecerían, pero
la coexistencia entre las superpotencias parecía posible, en el momento en
que el mundo entraba en el último cuarto del siglo XX. No solamente China,
sino también otras naciones emergentes, estaban creando nuevos alineamien­
tos, desplazando el equilibrio de poder, planteando nuevas y audaces
exigencias, y alterando la polaridad de los años siguientes a 1945.

81. Desafíos y dilemas

Al tratar de reconstruir el patrón internacional que se configura en la


edad contemporánea, hemos examinado los mundos comunistas en la Euro­
pa Oriental y en la República Popular de China; las nuevas naciones de
Africa, Asia y el Oriente Medio; los Estados Unidos y los países industriales
de la Europa Occidental. Hemos explorado las tensiones y la relajación de
tensiones entre las dos superpotencias, y las guerras limitadas y la difícil paz
en las décadas siguientes a 1945. En aquel tiempo, la Europa Occidental, tras

735
su recuperación económica de postguerra, volvió a desempeñar un papel
propio. Su independencia en la política extranjera, en los años 60, podía
atribuirse, en parte, a su éxito económico, que también hizo posible que
absorbiese la pérdida de sus imperios coloniales con relativa facilidad. La
prosperidad, la cooperación económica y un creciente sentimiento de unidad
caracterizaron a la Europa Occidental, hasta los reveses de los años 70.

Problemas económicos

En los años 60, la Comunidad Económica Europea o Mercado Común


estaba progresando, facilitando una movilidad de fuerza de trabajo, de
maquinaria y de capital que permitía el comercio en un extenso mercado,
una alta productividad, y ventajas económicas para las empresas, para los
obreros y también para los consumidores. Los europeos, como en el pasado,
desempeñaban un principalísimo papel internacional en la economía mundial
conjunta, alcanzando una cuarta parte de la capacidad productiva mundial,
superada en la producción per capita sólo por los norteamericanos, e incluso
la diferencia con estos parecía ir estrechándose. La producción de acero de la
Europa Occidental estaba superando la de los Estados Unidos. Entre las
economías nacionales, la República Federal de Alemania seguía a los Esta­
dos Unidos y al Japón en producto nacional bruto. Los países de la Europa
Occidental estaban nuevamente en el centro del comercio mundial, con una
cuarta parte de todas las exportaciones mundiales y una tercera parte de todas
las importaciones; poseían la mitad del oro mundial y podían influir en el mer­
cado de dinero mundial, de muchos modos.
La economía europea, naturalmente, no se mantenía al mismo nivel en
todas las áreas. El mundo había entrado en una nueva fase de la Revolución
Industrial. El progreso ya no se medía en carbón y en acero, o en barcos y en
tejidos, sino en energía atómica, en electrónica, y en tecnología de computa­
doras y del espacio. En estos campos, los europeos se hallaban atrasados en
relación con los Estados Unidos, y, en algunos aspectos, con la Unión
Soviética. Observaban con ansiedad la penetración económica de Europa
por las gigantescas empresas industriales americanas que, entre otras cosas,
controlaban el mercado de las computadoras. Los europeos occidentales
decidieron hacer frente al desafío americano, emulando las técnicas ameri­
canas.
Cuando Gran Bretaña, Dinamarca e Irlanda fueron admitidas, en 1973,
en el Mercado Común, la Comunidad Económica Europea alcanzó un
total de nueve miembros y unos 255 millones de ciudadanos29. Los europeos
de los estados miembros podían viajar cruzando todas las fronteras sin
pasaporte, pero estaban lejos todavía de tener una ciudadanía común o una
moneda común. La unificación política no estaba olvidada. Aún habia
esperanzas de que pudieran convocarse elecciones directas para el Parlamen­
to Europeo, que contribuiría a supervisar el Mercado Común, y que, en el
futuro, podría asumir una jurisdicción más amplia. En 1970, veinticinco

29 Ver págs. 642, 733.

736
años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la Europa Occidental
parecía haber sofocado los feroces antagonismos nacionales y las rivalidades
económicas que habían contribuido a las dos grandes Guerras Mundiales del
siglo X X , casi habían destruido a Europa, y habían conducido al predominio
de las dos superpotencias extraeuropeas. Aunque a finales de los años 60
naciones como Inglaterra e Italia tenían problemas económicos, y aunque en
el horizonte se vislumbraba la inflación y los signos de un descenso económi­
co general, nada de esto alteraba el cuadro general de la prosperidad
económica y de la cooperación entre las naciones del Mercado Común. Un
cuarto de siglo de avance hada una Europa Occidental estable, democrática
y pacífica había seguido a la recuperación de la postguerra, un cuarto de
siglo más estable y más próspero de lo que nadie habría podido predecir.
Con la prosperidad y la continuada cooperación, la Comunidad Europea
podía confiar en competir incluso con las superpotencias, en todo menos en
el campo militar.
A comienzos de los años 70, este enfoque optimista sufrió algunos rudos
golpes. La guerra árabe-israelita, en el otoño de 1973, tuvo graves conse­
cuencias para los asuntos mundiales y para el futuro político y económico de
la Europa Occidental. En el curso de la guerra, las naciones árabes produc­
toras de petróleo decretaron un embárgo contra los estados acusados de
apoyar a Israel, especialmente los Estados Unidos, y, entre los países de
Europa Occidental, Holanda. Además, se redujeron los abastecimientos
para todos, a causa de un descenso en la producción. En aquel invierno, los
países exportadores de petróleo cuadruplicaron el precio del producto. El
embargo, el descenso en los abastecimientos de petróleo y los aumentos de
precio sembraron el pánico en Europa. Con el 70 por ciento de sus
importaciones de petróleo dependiendo de las fuentes de Oriente Medio, las
subidas de precio amenazaban con hundir la economía europea, y la
economía mundial también. Jamás una mercancía industrial esencial había
subido de precio tan rápidamente; jamás se había revelado tan claramente la
vulnerabilidad de todo el complejo industrial occidental (y la del Japón
también). Parecía como si los estados árabes pudieran ejercer, igualmente,
un completo dominio del sistema monetario mundial. Algunos decían que, a
largo plazo, la crisis del petróleo podia tener el saludable efecto de estimular
la investigación de otras formas de energía; los paises industriales habían
dispuesto de petróleo barato durante demasiado tiempo. Pero, a corto plazo,
la elevación de precio y el equilibrio de los déficits de pagos tenían el
devastador efecto de impulsar la espiral inflacionaria que perturbaba ya a los
países industriales, antes de 1973. La inflación y las inseguridades políticas
venían a aumentar las dificultades, a la hora de hacer frente a la recesión eco­
nómica mundial que ya había comenzado.
El crecimiento de las economías europeo-occidentales, desarrollado a
tan espectaculares ritmos en las dos décadas anteriores, se vio bruscamente
interrumpido. Pero la crisis del petróleo reveló también la precaria base
sobre la que se alzaba la unidad europea e incluso la Alianza Atlántica. Los
europeos se hallaban ofendidos por el hecho de que los Estados Unidos,
obligados por el tratado de ayuda a Israel, no hubieran consultado a los
europeos con motivo de la crisis. Muchos, preocupados por los abasteci­

737
mientos de petróleo árabe, adoptaron una posición neutralista. Surgieron
disputas entre los miembros de la Alianza Atlántica acerca del mejor modo
de abordar el desafío árabe. Dentro del Mercado Común, algunos de los
países miembros estuvieron de acuerdo con el boicot árabe a Holanda. Los
franceses, señalando que los árabes eran libres de vender a quien quisieran,
negociaron sus propios convenios, al igual que los ingleses. La solidaridad
europea, sometida a prueba por primera vez desde los años 50, se resquebra­
jó; la crisis fue un hito en la historia de la Europa Occidental de postguerra.
A mediados de los años 70, los europeos tenían menos confianza en sí
mismos y estaban más preocupados por el futuro, que en ningún otro
momento después de su recuperación tras el conflicto mundial.
La recesión económica que golpeó a los países industriales occidentales y
al Japón a mediados de los años 70 era la más dura desde hacía cuarenta
años. Los países comunistas, con sus economías controladas y con recursos
petrolíferos propios más adecuados, se vieron menos afectados. Desde la
gran depresión de los años 30, los países industriales occidentales no habían
conocido tal revés económico. Las quiebras y las amenazas de quiebra de
grandes empresas sacudieron a varios países; la producción de acero bajó en
un tercio; en los venticuatro países industriales no comunistas, el número de
parados llegaba a 15 millones en 1975. La recesión reflejaba, en parte, el
ciclo económico, que parecía haber llegado al fin de un período de auge, a
comienzos de los años 70. El propio auge económico había originado
presiones inflacionarias crecientes; unos costes más altos y una preocupación
por una demanda consumista sostenida, habían conducido a un descenso en
la confianza en los negocios y a una reducción en la producción, en la
inversión y en el empleo. El efecto traumático sobre la economía mundial de
la elevación en los precios del petróleo, en el invierno de 1973-1974, dificultó
más todavía el control de la inflación y el estímulo de la recuperación.
El estancamiento industrial y la fuerte inflación, que simultáneamente se
mantuvieron, durante varios años, en magnitudes anuales de dos cifras, no
tenían precedentes. Los costes más altos de las importaciones de petróleo
afectaban a la balanza de pagos, debilitaban las monedas y hacían necesarios
grandes préstamos. Los gobiernos estaban entre la espada y la pared. Los
esfuerzos por restringir el crédito internó a fin de refrenar la inflación
agravaban el descenso de los negocios y conducían al desempleo. Los gastos
públicos para estimular los negocios, si no se controlaban cuidadosamente,
impulsaban la espiral inflacionaria. La combinación de estancamiento e
inflación («estagflación, le llamaban los periodistas) y desempleo —cada
uno de ellos de diferente rigor, según los distintos países— producía una
situación económica de frustación. Los países no industriales se veían
también alcanzados por la demanda reducida y por los precios más bajos de
sus mercancías, y por los costes más altos de las importaciones industriales y
del petróleo. En la nueva crisis económica, había opiniones encontradas,
incluso entre los expertos, acerca del modo más eficaz de reanimar la
economía, es decir, de incrementar la producción, el empleo y la inversión,
sin estimular, al mismo tiempo, la inflación. Por primera vez desde 1945, se
ponían en duda las prescripciones de John Maynard Keynes, que habían
alcanzado gran predicamento después de la Segunda Guerra Mundial; Key-

738
EL HOMBRE DE LA RUEDA
por Emest Trova (americano, 1927-)

He aquí una figura de bronce de tamaño natural, un tanto deshumanizada, de un ser huma­
no, de sexo, edad, raza, cultura y ambiente indeterminados. Encerrada entre las dos ruedas,
parece presentar a la humanidad como víctima de sus propias y complejas invenciones. Las rue­
das simbolizan también los ciegos altibajos de la fortuna. En la base está inscrita la fecha
de 1965, y el conjunto del triste montaje parece decir que la historia y la civilización humanas
no se han desarrollado precisamente como en otro tiempo más esperanzado se creyó que lo
harían. Ernest Trova, que ha hecho muchas exposiciones internacionales, es un escultor ameri­
cano, que vive en St. Louis. Cortesía del Museo Solomon R. Guggenheim, Fundación John
V. Powers,

739
nes, que escribía para los años 30, no había considerado una combinación de
recesión e inflación30. Algunos sostenían que, si el gobierno introducía
dinero en una economía indolente, impulsaría la inflación; otros insistían en
que la economía no se reajustaba por sí sola, y en que era necesaria ia ayuda
del gasto público y de los impuestos. Decían que la inflación no era
inevitable, si se mantenía una política fiscal flexible y si se ejercía una
estrecha vigilancia sobre los salarios y los precios.
Los trastornos económicos de los años 70 se vieron atenuados para la
clase obrera, en casi todos los países industriales. Los sindicatos eran más
fuertes y las ventajas sociales más avanzadas que en los años 30. Los obreros
del automóvil desempleados en Essen, en Turín o en Detroit, podían contar
con una cantidad por despido, con beneficios sindicales y con una compen­
sación por desempleo muy superiores a las pagas de ayuda y los socorros de
generaciones anteriores; esto no sólo reducía el sufrimiento humano, sino
que impedía un descenso aún mayor en el poder adquisitivo del consumidor.
Pero el desempleo, especialmente de las personas de más edad y de los
jóvenes, seguía siendo una experiencia funesta. En paises como Italia, había
una preocupación también ante el temor de que la inflación y el desempleo
pudieran minar la estabilidad social y amenazar el régimen democrático.
Aunque había algunos indicios de mejora a partir de la primavera de 1976,
no se sabía cuándo ni cómo se estabilizarían la recesión y la inflación. Había
un amplio acuerdo en el sentido de que las tasas de crecimiento económico en
los países industriales se relentizarían y quedarían cerca de sus niveles ante­
riores.
Mientras muchos observadores lamentaban la imposibilidad de la expan­
sión económica de mantenerse al ritmo establecido desde los primeros
años 50, algunos críticos sociales cuestionaban la idea del crecimiento econó­
mico en su conjunto. Rechazaban la idea de que progreso humano fuera
sinónimo de avance económico, asegurando que industrialización significaba
expoliación del medio ambiente, polución de la atmósfera y desgaste de los
limitados recursos de la naturaleza. Exigían nuevos modos de vida y nuevas
ideas e instituciones, rechazando la monstruosidad y el carácter peligroso de la
sociedad industrial. Insistían en que no debe identificarse el progreso con el
éxito industrial o con la explotación de la naturaleza. Todos estos argumentos
se oponían ai impulso modemizador en las partes menos desarrolladas del
mundo.

Problemas de población

Los paises no industriales del mundo, en diversas fases del desarrollo


económico, aunque afectados por la recesión también, tropezaban con
problemas sociales y económicos más profundos, cuyas soluciones parecían
lejanas. El más agudo era el aumento de población. Con mejores medidas de
salud y de sanidad, y con una producción y distribución de alimentos más
eficiente, un descenso en las tasas de mortalidad, sin una reducción compen­
sadora en los nacimientos, originó grandes incrementos de población en las

30 Ver pílg. 554.

740
4,500

4,000

3,500
A s ia
(e x c e p t o

3,000
la URSS!
H
2
H<
sc 2,500
X
g] 2,000

A f r ic a
1,500

A m é r ic a L a t in a

URSS
A u s t r a l a s ia

EE, UU. v C anadá

E u ro p a
(ex cep to
la URSS)
1950 1976
Fuente: United Natíons Demographic Yearbook.

LA EXPLOSION DEMOGRAFICA

Cuando el siglo XX entraba en su último cuarto, la población mundial pasó de los 4.000 mi­
llones. Se había duplicado en menos de medio siglo, y más que duplicado en Asia, Africa y
América Latina. El aumento fue muy rápido en los países más pobres, donde contribuyó a la
inquietud social y a la inestabilidad política crónicas. La parte más rica o «desarrollada» del
mundo, incluidos el Japón, partes de América Latina y Africa del Sur, tuvo una tasa de
aumento menos rápida, pero en los años 70 sólo comprendían alrededor de un 28 por 100 de la
población mundial.
Puede hacerse la comparación con la tabla de la página 310, donde las categorías son un
tanto diferentes, pues su propósito es el de mostrar el ascenso y el descenso en la proporción de
«europeos» en el conjunto total. Pero la tabla revela que la población del mundo no se duplicó
en ningún medio siglo entre 1650 y 1950, de modo que el reciente aumento es verdaderamente
una «explosión». Esa tasa de incremento no puede continuar indefinidamente; la cuestión con­
siste en saber si puede ser refrenada sin un desastre.

741
áreas menos desarrolladas, y, por consiguiente, en el conjunto mundial. La
población del mundo aumentaba tan rápidamente, durante ia segunda
mitad del siglo XX, que los demógrafos hablaban de una explosión de la
población. En algún momento de 1976, la población del mundo pasó de
los 4.000 millones. Se ha calculado que, desde el siglo I d. de C. hasta el
siglo XVI, el número de seres humanos aumentó desde unos 250 millones
hasta unos 500 millones; a mediados del siglo XIX, los 500 se elevaron a
1.000 millones. Dicho de otro modo, se necesitaron casi 2 millones de años,
desde los comienzos de la vida humana sobre el planeta, hasta 1850,
aproximadamente, para que la población mundial alcanzase sus primeros
1.000 millones. Sólo setenta y cinco años después, hacia 1925, la población
se elevó a 2.000 millones; treinta y cinco años después, en 1960, llegó a los
3.000 millones, y, dieciséis años después, en 1976, a los 4.000 millones. Si se
mantuviese la tasa de crecimiento global anual del 1,9 por ciento, sólo se
necesitarían trece años más, es decir, hasta 1989, para alcanzar los 5.000 mi­
llones, y, en el año 2010, la cifra de la población de 1976 podría duplicarse y
llegar a los 8.000 millones. Es fácil ver que un crecimiento incontrolado de
población desarrolla una dinámica propia, en cuanto una mayor base de la po­
blación va llegando a la edad reproductiva. Había muchos ejemplos de la
caida de las tasas de mortalidad en todo el globo, sin nada comparable en
toda la historia anterior; en la India, por ejemplo, la tasa de mortalidad,
en 1976, era la mitad de la correspondiente a 1950. Con una población
de 630 millones en 1976, y una tasa de crecimiento del 2,4 por ciento, la
India aumentaba anualmente en 15 millones de personas, y podía llegar a
1.000 millones al final del siglo. En los países industriales, como se ha
señalado anteriormente31, la población estaba aumentando con ritmos con­
siderablemente más lentos, porque los ritmos de nacimientos se habían
estabilizado. Las economias desarrolladas, la industrialización, la vida urba­
na, las presiones sociales en favor de familias menos numerosas y una mayor
facilidad en el uso de anticonceptivos habian reducido la tasa de nacimientos
desde finales del siglo XIX en gran parte de Europa y de América del Norte.
En Asia, Africa y América Latina, tal reducción no se había producido
todavía.
Aunque los problemas de la limitación del crecimiento de población eran
inmensos, había algunos signos favorables. Más de dos tercios de la pobla­
ción del mundo vivían ahora en países con ciertas formas de programa de po­
blación fomentado por el gobierno. Desde los años 60, el movimiento de con­
trol de nacimientos se ampliaba. El desarrollo de los anticonceptivos orales pa­
ra las mujeres y de otra tecnología anticonceptiva, así como la legalización del
aborto en muchos países, hacían posible la planificación del volumen de la
familia y una nivelación de las tasas de crecimiento. El Japón —país
industrial, desde luego— marcaba la pauta en las áreas ajenas a Occidente,
por su espectacular reducción de la tasa de nacimientos. En la República
Popular de China, un programa de gobierno cuidadosamente concertado
situó la tasa de crecimiento, en los años 70, por debajo de la tasa de
crecimiento mundial; de todos modos, según se ha señalado -'antes, la

31 Ver págs. 311-313.

742
población de China probablemente superaría los 1.000 millones en el año
2000. En la contención del crecimiento de población, se hicieron también
grandes avances en Corea del Sur, en Taiwan, en Hong Kong y en Singapur,
y el progreso era visible en Indonesia y en las Filipinas, e incluso en partes de
la India. Por el contrario, en México, en Brasil y en otros países de América
Latina, las tasas de crecimiento anual se elevaban al 3 por ciento.
Para que los programas de población fuesen efectivos, sería necesario
cambiar profundamente actitudes muy arraigadas, muchas de ellas basadas
en concepciones culturales o religiosas, o derivadas de la dependencia
económica de una familia numerosa como apoyo en los tiempos difíciles, o
en la vejez, o en la enfermedad. La afirmación de la voz de la mujer en estas
cuestiones fue importante. Por el contrario, algunos dirigentes políticos,
opuestos al control de población, sostenían que la presión para reducir las
tasas de crecimiento en las partes menos desarrolladas del mundo represen­
taba un deliberado esfuerzo de Occidente para detener el desarrollo de las
naciones que estaban surgiendo. Irónicamente, la China Comunista, que
abordaba con éxito el control de la población en el interior, sostenía aquellas
afirmaciones en las conferencias internacionales.
Aunque no había razón alguna para aceptar sin crítica las más extrema­
das previsiones de una tasa que duplicaría la población del mundo, o incluso
las de unos países determinados, el problema seguía siendo agudo. La
difusión y la popularización de las técnicas de control de nacimientos era
una respuesta parcial, pero exigía que se llegase hasta pueblos remotos,
superando la resistencia popular, y un cambio de actitud por parte de
algunas de las más importantes religiones del mundo. Algún día, con unos
niveles ascendentes de bienestar y de seguridad, podría controlarse delibera­
damente el volumen de las familias en todas partes, como antes había
ocurrido en la Europa Occidental, en los Estados Unidos, en el Japón, en la
Unión Soviética y en la Europa Oriental, y como estaba ocurriendo en
China, pero ese día estaba lejano. Y estaba lejano, porque los niveles
ascendentes de bienestar y de seguridad no se vislumbraban para dos tercios
de los habitantes del mundo, que, por centenares de millones, seguían
viviendo de insuficientes e inseguras raciones de grano o de arroz. Los
expertos calculaban que el 10 por ciento de la población del mundo sufría de
mala nutrición. Programas de desarrollo económico que se proponían
aumentar el producto industrial y el agrícola, alimentar a poblaciones
crecientes y elevar los niveles de vida estaban poniéndose en ejecución en
todas partes, pero el problema seguía consistiendo en saber si los avances
económicos podrían mantenerse al ritmo del crecimiento de la población.
Desde su independencia en 1947, la India aumentó su producción de artículos
alimenticios en un 60 por ciento, pero su población aumentó en un 70 por
ciento, de modo que la India no podía mantener a su población, ni siquiera
con buenas cosechas. Los sombríos pronósticos de Malthus, a finales del
siglo XVIII, de que el aumento de población, si no se detenía, superaría a la
oferta de alimentos32, proposición que casi todos los pensadores sociales
habían rechazado después, volvían a ser muy discutidos. Pero los perfeccio­

32 Ver pág, 172,

743
namientos técnicos en la agricultura habían permitido enormes incrementos
en la producción de artículos alimenticios desde el tiempo de Malthus, y la
producción mundial de alimentos seguía aumentando; no había, pues, razón
alguna para que sus predicciones tuvieran que prevalecer, necesariamente.
Pero la distribución seguía siendo desigual, y había notables diferencias de
productividad. Una necesidad indispensable era la de elevar la productividad
en las partes menos desarrolladas del mundo, permitiendo que todos se
beneficiasen de la ciencia agrícola moderna, pero tal necesidad se hallaba
inserta en una cuestión más amplia —la de compartir el conocimiento, la
tecnología y los recursos entre las naciones más ricas y las más pobres—.
A pesar del progreso económico que se observaba en los años siguientes a
1945, la laguna entre las economías de los países industriales avanzados y las
de los países menos desarrollados se ensanchaba, en lugar de estrecharse.
Aun cuando sus economías estaban desarrollándose en las décadas siguientes
a 1945, los países menos desarrollados no avanzaban con la rapidez de los
países altamente productivos, y en absoluto al mismo ritmo que la Europa
Occidental, el Japón, la Unión Soviética, la Europa Oriental o los Estados
Unidos.
Se habían proyectado programas de desarrollo, bajo la égida de diversos
órganos internacionales. El objetivo de los planificadores económicos con­
sistía en ayudar a los países menos desarrollados a alcanzar una tasa de
crecimiento anual del 5 por ciento en los años 60 y del 6 por ciento a finales
de los 70. Dadas las tasas del crecimiento de población y los bajos niveles
económicos iniciales en aquellos países, las metas eran modestas, aunque
difíciles de alcanzar. Aunque la renta p er capita pudiera duplicarse antes del
fin del siglo, no podía esperarse más que una mejora limitada en los niveles
económicos, porque la renta p er capita anual de tres quintas partes del
mundo era, escasamente, de 300 dólares. Pero, por un momento, aquellos
objetivos despertaron esperanzas. Para ayudar a conseguir aquellos blancos
económicos, las naciones industriales prometían destinar una parte de su
producto nacional bruto a la ayuda económica y técnica. Si los habitantes
del mundo, en su mayoría, vivían a un nivel de simple subsistencia de las
naciones más favorecidas, y, por consiguiente, prósperas, que les prestarían
ayuda. Estaba en marcha una revolución de crecientes expectativas.
En los años 70, los países menos desarrollados, más impacientes, con una
clara conciencia de su fuerza política cada vez mayor, conocedores de la
vulnerabilidad de la economía occidental e irritados porque los países occiden­
tales les habían reducido la ayuda, se hicieron más agresivamente combativos
en sus demandas de un nuevo orden económico internacional, en el que las
naciones del Tercer Mundo participasen más equitativamente.

El Tercer Mundo

El término «Tercer Mundo» entró en uso en los años de la postguerra


para designar a las naciones menos avanzadas económicamente de Asia,
Africa y América Latina, que, en su mayoría, habían estado dominadas por
Occidente en la época del imperialismo. Los países del Tercer Mundo se

744
distinguían del bloque «occidental», o no comunista, de naciones industria­
les en el que predominaban los Estados Unidos, y del bloque comunista de
naciones industriales o en período de industrialización, en el que predomina­
ba, en líneas generales, la Unión Soviética. En las tensiones de la guerra fría
entre los campos occidental y soviético, las naciones del Tercer Mundo se
negaban, con frecuencia, a alinearse en ninguno de los dos campos, y se
asociaban entre sí, en las Naciones Unidas y en otras partes, para reforzarse
mutuamente. Hacia finales de los años 70, el Tercer Mundo incluía a más de
100 estados soberanos independientes, de los que casi todos habían formado
parte de los antiguos imperios coloniales de Occidente, y que comprendían
un total de 2,000 millones de personas, es decir, la mitad de la población
mundial. Vivían en los continentes o partes de continentes meridionales —en
el Sur de Asia, en Africa, en América Latina—. La creciente confrontación
con las naciones industriales, occidentales, japoneses y soviéticos, iba convir­
tiéndose, pues, también en una forma de pugna norte-sur.
Desde un punto de vista económico, los países del Tercer Mundo,
dependientes de la agricultura, tenían el más bajo ingreso p er capita, las más
altas tasas de analfabetismo, y los más altos índices de crecimiento de
población. También dentro del Tercer Mundo había divisiones. Algunos
países, como la Arabia Saudita y otros estados árabes, el Irán y Nigeria,
aunque subdesarrollados, tenían importantes recursos naturales; estas nacio­
nes, con tiempo, capital y ayuda tecnológica, podían tener la esperanza de
construir unas economías modernas, y, en realidad, estaban haciendo ya
importantes progresos. Un segundo grupo, una especie de «Cuarto Mundo»,
que incluía a estados como Pakistán, Egipto y Perú, carecía de recursos
adecuados o se hallaba tan acosado por las poblaciones crecientes, que no
podía alimentar a sus habitantes, ni esperar grandes mejoras económicas en
un futuro próximo. En este grupo de treinta y seis países pobres, dos tercios
de los cuales se hallan en Africa, estados como Mali, Chad, Niger, Etiopía,
Somalia y Bangladesh formaban una especie de «Quinto Mundo»; un grupo
depauperado de unos 175 millones de personas que se encuentran en el
fondo mismo de la escala económica; poseían pocos recursos y eran incapa­
ces siquiera de producir alimentos suficientes para sus poblaciones.
A pesar de los programas de desarrollo económico, la distancia entre los
países del Tercer Mundo, considerados en su conjunto, y las naciones
industriales más ricas, no comunistas y comunistas, aumentaba tanto, que,
en realidad, sólo había dos mundos, uno relativamente rico y otro pobre.
Los países más pobres, con la mitad de la población mundial, no tenían
acceso más que a una pequeña parte de la renta del mundo. En la cumbre de
la escala, las naciones más ricas —los Estados Unidos, los países de la
Europa Occidental y el Japón— controlaban dos tercios o más de la
producción, del comercio y de los recursos monetarios mundiales. La po­
breza de los países del Tercer Mundo tenía profundas implicaciones sociales
y humanas. En zonas del Africa Occidental, de cada 1.000 niños nacidos,
más de 170 morían antes de alcanzar una año de edad; en Suecia, la cifra era
de 10. La expectativa de vida para un niño nacido en Nigeria o en
Afghanistán, en los años 70, se situaba alrededor de cuarenta, en la India
alrededor de cincuenta y tres; una expectativa de vida superior, desde luego,

745
a la de las clases altas europeas o americanas de sólo un siglo antes, pero que
no podía compararse con la cifra de expectativa de vida próxima a ochenta
de la mayoría de los países europeos modernos. En las veinticuatro naciones
industriales más ricas, el producto nacional bruto, sobre una base per capita,
era de 4.550 dólares, a mediados de los años 70; el de los veinticinco países
más pobres era de 116 dólares. La distribución de la riqueza dentro de todos
los países continuaba siendo un problema irresuelto, pero era especialmente
agudo en los países más pobres, en los que había pocos bienes y pocos
servicios que distribuir, y en los que frecuentemente se distribuían con una
gran desigualdad entre una élite que cultivaba normas de vida suntuarias
occidentales y las masas depauperadas.
En los años 70, los estados del Tercer Mundo presionaron en favor de
una más completa erradicación del pasado colonial y de un replanteamiento
de la economía internacional que les asignase una participación más equita­
tiva en la riqueza y en los recursos mundiales. Señalaban enérgicamente que
sólo habían dispuesto de una minima porción de los notables avances
económicos alcanzados en otras partes, desde los años 50. Un cierto número
de procesos de desarrollo afines les impulsaba a una posición política más
activa. Descubrieron, por ejemplo, que los recursos fundamentales, de los
que dependían las economías de las naciones industriales —especialmente, el
petróleo—, podían ser utilizados como instrumentos de negociación, y los
estados productores de petróleo lo emplearon como tal instrumento
en 1973-1974. Naturalmente, ningún otro producto era tan indispensable
como el petróleo, y pocos de los restantes productos esenciales se hallaban
tan concentrados fuera de Occidente. Pero si otros de los estados menos
desarrollados creaban cariéis para sus mercancías, las consecuencias podrían
ser importantes para el comercio mundial. La recesión industrial de los
años 70 puso de manifiesto también que los estados menos desarrollados
dependían de la prosperidad de los países avanzados. A medida que la
demanda de materias primas descendía, los precios de las mercancías baja­
ban. Los países menos desarrollados tenían menos dinero para comprar el
equipamiento de capital, que ahora era más costoso, pero vitalmente necesa­
rio para sus planes de desarrollo económico. Los países del Tercer Mundo
veían, consternados, que la reanudación de su crecimiento económico depen­
día del retorno de la prosperidad a Occidente. \
Los países del Tercer Mundo, al exigir un nuevo orden económico
internacional, formulaban demandas de un acceso más libre a los fondos de
inversión, a los bienes de capital y a la tecnología del Occidente, a la vez que
se ponía fin a su dependencia de las naciones más ricas, económicamente
desarrolladas. Rechazaban la idea de que su progreso no fuese más que una
consecuencia de la prosperidad del mundo industrial. Despertando recuerdos
de la época imperialista, en la que, por su condición de colonias, no se les
había permitido desarrollarse industrialmente ni diversificar sus economías,
se negaban a hablar de interdependencia, lo que, según decían, no podría
significar más que explotación, dada su situación de desigualdad. Demanda­
ban una ayuda extranjera doble o triple —incluso alguna forma de inversión
obligatoria de capital— , así como la retirada de la financiación internacional
de órganos que ellos consideraban dominados por Occidente. Los portavoces

746
occidentales, en el centro de sus propios trastornos económicos, se mostra­
ban reacios a otorgar importantes concesiones en torno a aquellas deman­
das, ni se avenían tampoco a ninguna más amplia restructuración económica
del globo. El debate continuaba. Occidente había perdido su predominio
político; ahora estaba discutiéndose su predominio económico.
El debate ahondó las diferencias entre el Occidente y el Tercer Mundo.
La revolución de crecientes expectativas de los años siguientes a 1945 parecía
estar convirtiéndose en una revolución de crecientes frustraciones en el último
cuarto del siglo XX. La Unión Soviética y la República popular de China,
cada una a su modo, vigilaban de cerca el debaie. Los Soviets, facilitaban al
Tercer Mundo una ayuda económica mucho menor que los países occidenta­
les, pero también se esperaba menos de ellos. Moscú, ciertamente, no
abandonaría un importante papel en el desarrollo económico del Tercer
Mundo, aunque había estado menos activo, tras la construcción de la Presa
de Asuán, en Egipto, en los años 50. Pekín también trataba de extender su
influencia en los países menos desarrollados; esperaba que, gracias a sus
experiencias, podría servir de modelo a otros.
A pesar de las protestas rebeldes, todos los problemas económicas eran
interdependientes e internacionales. Había razones para esperar que el
mundo como conjunto podría sostener un continuado crecimiento económi­
co, y, con una administración adecuada, podría hacerlo sin agotar sus
recursos naturales, y sin contaminar ni destruir el medio ambiente. Pero sólo
si el mundo industrial y el mundo menos desarrollado actuaban de acuerdo
podrían avanzar los dos, o reducirse la distancia en producción y en
productividad que entre ellos existía. Los países del Tercer Mundo, por su
parte, tendrían que vencer muchas barreras políticas, institucionales y cultu­
rales, si querían desarrollarse económicamente y elevar los niveles de vida de
sus poblaciones. Necesitaban poner en cultivo agrícola grandes y nuevas
extensiones, duplicar o triplicar la productividad, y desarrollar las manufac­
turas para reducir las importaciones. Era necesaria la cooperación regional
—Mercados Comunes en Africa y en la América Latina—. Los países
desarrollados, por su parte, tendrían que prestar ayuda económica y finan­
ciera, y estimular la inversión de capital, reducir las tarifas y ayudar a
estabilizar los precios de las mercancías. Esto podría significar un sacrificio
para sus propias tasas de crecimiento económico. Pero muchos creían que, si
los países industriales y el Tercer Mundo actuaban de acuerdo, y se seguían
unos planes económicos razonables, la distancia existente en la renta per
capita podría aminorarse considerablemente, a finales del siglo. Para millo­
nes de seres, eso podría significar entre la mala nutrición, o incluso el
hambre, y una aurora nueva.

Un solo mundo: el destino de la humanidad

Todos los problemas de la edad contemporánea —las pavorosas implica­


ciones de la ciencia, el desafío de la tecnología, la explosión de la población,
la peligrosa rivalidad entre las naciones, la búsqueda, dentro de los países,
de libertad, de seguridad e incluso de alimentos— eran, en realidad, aspectos

747
de un problema más amplio: el destino de la humanidad. ¿Cómo podian los
seres humanos, hombres y mujeres, independientemente de su color o de sus
creencias —seres de los que unos decían que estaban hechos a imagen de
Dios; otros, que tenían un derecho natural a la libertad y a la felicidad; y
otros, que'poseían la facultad de crear significados en un universo carente de
significación—, vivir plenamente y realizar toda su dimensión humana en el
mundo contemporáneo?
La peor de todas las posibilidades sería otra guerra mundial. En 1945, los
vencedores de la Segunda Guerra Mundial habían fundado las Naciones
Unidas como un instrumento para preservar la paz. Ciertamente, las Nacio­
nes Unidas desempeñaron un importante papel de salvaguardia de la paz en
Chipre, en la península del Sinaí y en el área de amortiguación entre la
Corea del Norte y la Corea del Sur, pero, en las hostilidades importantes
descritas en las páginas precedentes, se mostraron incapaces. D e los 51
miembros originales de las Naciones Unidas, en 1945, una mayoría eran
democracias, cuyas simpatías se inclinaban en aquel momento hacia los
Estados Unidos, y que gustosamente proclamaban la Declaración Universal
de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En 1977, había 147
miembros, la mayor parte de ellos sometida a gobiernos dictatoriales de
distintos grados, en los que se conculcaba gravemente el respeto a los
derechos humanos individuales. El mayor número de miembros reflejaba
unas realidades políticas, con la consiguiente admisión del Japón, de las dos
Alemanias y de la República Popular de China, en 1971, cuando los Estados
Unidos dejaron de oponerse a su inclusión. Pero un número tres veces
mayor de miembros significaba también una proliferación de muy pequeños
estados, a medida que se desintegraban los antiguos imperios coloniales.
Países como las Islas Comores, Bahrein y Guinea Ecuatorial no tenían más
habitantes que una ciudad pequeña. Los setenta y cinco miembros menores
de las Naciones Unidas, en Africa, Asia y América Latina, y ciertas islas
oceánicas, todos juntos, representaban menos del 10 por ciento de la pobla­
ción del mundo. Pero cada miembro tenía un voto igual en la Asamblea
General de las Naciones Unidas, de modo que setenta y cinco miembros
cualesquiera podían formar una mayoría. Una organización con tal dispari­
dad entre el poder de voto y la importancia real difícilmente podría'ser más
que un foro para la expresión de opiniones.
Ya en los años 60, los miembros africanos y asiáticos ocupaban más de la
mitad de los escaños de la Asamblea. Los Estados Unidos perdieron la
mayoría que, en años anteriores, había sido capaces de reunir contra la
Unión Soviética. Los países del Tercer Mundo, a pesar de su política de no
alineamiento, se mostraban sumamente críticos respecto a los Estados Uni­
dos; la mayoría de ellos votaba contra los Estados Unidos, sistemáticamente,
en todas las cuestiones. Los Estados Unidos descubrieron que les interesaba
mantener las cuestiones importantes en el seno del Consejo de Seguridad, y
tanto los Estados Unidos como la Unión Soviética tendían a negociar entre
sí, fuera del marco de las Naciones Unidas. N o era más que. cuestión de
tiempo que el veto de las grandes potencias en el Consejo de Seguridad
fuese abiertamente discutido. Habría que encontrar otros canales para el
desarrollo de la confianza, de la cooperación y del orden internacionales. En

748
última instancia, la organización internacional no era más que un mecanis­
mo. El mundo necesitaba alguna forma de organización internacional, pero,
sobre todo, sus pueblos necesitaban respetarse mutuamente, en medio de
una recíproca confianza.
Hemos comenzado estos dos últimos capítulos, con la imagen de un
cataclismo. La analogía sigue siendo adecuada. Pero tampoco un cataclis­
mo, como hemos visto ya, es sólo un instante de hundimiento. Unas monta­
ñas se desmoronan, pero otras se levantan. Unas tierras desaparecen, pero
otras surgen del mar. Lo mismo ocurre con el cataclismo político y social de
nuestros tiempos. Los viejos hitos se borran. Los imperios coloniales y el
patrón oro se consumen. El predominio de Europa, de Occidente y de las
razas blancas toca a su fin; todos han aprendido a negociar con los otros, y
no a gobernarlos. Las gentes de las clases alta y media perdieron sus antiguas
formas de vida, pero los tiempos son mejores para los obreros del campo y
de la industria. En todas partes, los jóvenes cuestionan los estilos de vida y
los valores tradicionales. Las mujeres luchan por una igualdad total. Por
todas partes hay una nueva crudeza en el lenguaje, una fluidez en las
relaciones sociales, una indiferencia respecto a las maneras convencionales,
pero la gente afronta audazmente los problemas reales. Nunca ha sido la
guerra, potencialmente, tan destructiva, y es indudable que otra guerra
mundial aniquilaría una gran parte de la civilización; pero sería erróneo
suponer que nada de ella sobreviviría. Las vidas individuales son frágiles,
pero la especie humana es fuerte, y hay miles de millones de seres humanos
sobre la tierra. Sería necio, sin duda, cerrar este libro con una nota plácida,
pero también lo sería el cerrarlo con una nota mortal. Es muy probable que,
si pudieran expresar su opinión todos los hombres del mundo, y si se
incluyese a todos literalmente, serían tantos —o más— los que dirían que la
tierra se está levantando, como los que dirían que se está hundiendo.

749
ANEXOS
MAPAS
M A PA 1

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B ourbnn n o m ir in n . NORW AY
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TUNISIA
(Tuiklih)
M A tTA (Kntghu c /S l ¡ohn!

7X jaa «'in

EUROPA, 1740

Las fronteras son las de 1740. Ahora había tres monarquías borbónicas (Francia, Espafla y
las Dos Sicílias), mientras la monarquía austríaca poseía la mayor parte de lo <^ue hoy es Bél­
gica, y, en Italia, el ducado de Milán y el gran ducado de Toscana, donde la familia M edid se
había extinguido recientemente. Prusia se extendió mediante la conquista de Silesia en las gue­
rras de ios años 1740 y la región en tom o a Danzig, en la Primera Partición de Polonia. Francia
consiguió Lorena en 1766, y Córcega en 1768. P or lo demás, no hubo cambios hasta las guerras
revolucionario-napoleónicas de 1792-1814.

755
M A PA 2

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SAtTfCÍÉA

POLONIA DESDE EL SIGLO XVIII Stettln


Ouringand After
theNapoleonfcEra RÚSSIA
El panel superior muestra, simpli- 1608-1831
1
ficadamente, la composición étnica G n uidD u chyafW lrw w ,
del área incluida en la gran Polonia 1808-1914
de 1772. Además de los idiomas indi­ _ CongressPoUruJ,1&15-lBJ1

cados, una gran población judia dis­ ------ 1772 Boim djrf AUSTRIA
persa hablaba el yiddish. Adviértase
cómo la linea fijada en 1795 como
frontera occidental de Rusia persiste
en ulteriores transformaciones. Re­
aparece como frontera oriental del
Gran Ducado de Napoleón (pági­
nas 140-141) y de la Polonia del
Congreso (pág. 164). Tras la Primera G ERM ANY S O V IE T U N IO N
Guerra Mundial, los aliados vence­
dores consideraron una línea muy se­
Po tan d A ft * r W o rtd W a r I
s
f ' 7 - Poland, 1922-1939
mejante como la frontera oriental de .........Curzon Une, 1919
Polonia (la linea de puntos del cuarto ...------ 1772 Baundary
panel, conocida como la Línea Cur-
zon); pero los polacos, en 1920-1921,
conquistaron territorio más al este
(página489). Tras la Segunda Guerra
\*SmofensSc
Mundial, los rusos hicieron retroce­
der a los polacos hasta la misma línea
básica, pero compensaron a Polonia \*Stetiín
con territorio tomado a Alemania, ;-'"-'r£AST':.
CERMANV W rru w *
SOVIET UNION
hacía el oeste, hasta el rio Oder y su Pofand After Worfd War (I
afluente, el Neisser. Si el lector com­ í — ■Poland After
para la posición de Polonia en cada . Wortd War II
panel, verá cómo Polonia ha sido —— -1773 Bourtduy WO SB XD mito
empujada hacia el oeste.

756
M A PA 3

LA REPUBLICA FRANCESA Y SUS SATELITES, 1798-1799

En 1799, la República Francesa se había anexionado Bélgica (los Países Bajos austríacos) y los
pequeños obispados y principados alemanes al oeste del Rhin, y había creado, con la ayuda de
simpatizantes nativos, un cordón de repúblicas revolucionarias menores en los países Bajos ho­
landeses, en Suiza y en gran parte de Italia. Con el tratado de Campo Fonnio entre Francia y
Austria, en 1797, el Sacro Imperio Romano comenzó a desintegrarse, porque los príncipes alema­
nes de la orilla izquierda del Rhin, que se vieron desposeídos al pasar sus territorios a Francia,
empezaron a compensarse con territorio de los Estados eclesiásticos del Sacro Imperio Romano.
Estas evoluciones Fueron desarrolladas más todavía por Napoleón (ver mapa 4).

757
MAPA 4

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V;' •. ABedwl&N*poteMí.; WEDfTÍRRiA.VfAN SfA

EUROPA NAPOLEONICA, 1810

Napoleón extendió la esfera de poder francesa mucho más allá de la expansión republicana
de 1798-1799 (ver mapa 3). En 1810, dominaba todo el continente, excepto Portugal y la
Península Balcánica, Rusia, Prusia y Austria se habían visto forzadas a una alianza con él.
Nombró a sus hermanos reyes de España, Holanda y Westfalia; a su cuñado, rey de Nápoles, y a
su hijastro, virrey del Reino de Italia. Dio el título de rey a los gobernantes alemanes de Bavie-
ra, Württemberg y Sajorna, cada una de las cuales absorbía Estados alemanes menores, a la vez
que se hacían miembros de la Confederación del Rhin napoleónica. El antiguo Sacro Imperio
Romano despareció. En Polonia, Napoleón, apoyado por los nacionalistas polacos, anuló las
particiones de los años 1790, estableciendo el Gran Ducado de Varsovia.
Tropas inglesas estaban luchando en Portugal, en 1810, y la flota inglesa controlaba todas
las islas. Para contrarrestar la influencia británica, Napoleón extendió las fronteras del Imperio
francés hasta incluir el reino de Holanda y las ciudades alemanas de Bremen, Hamburgo y Lü-
beck y hasta alcanzar, a lo largo de la costa italiana, un punto más allá de Roma.

758
M A PA 7

Puputatinn D enslty:
P m o n s per Square M í Ir

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• Cifies Over 100,000

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N e w c a s tle .

Sundetland*-

GRAN BRETAÑA,
ANTES Y DESPUES
DE LA REVOLUCION INDUSTRIAL
- 'C a r d if f .
En 1700, Inglaterra, Escocia y Gales sólo * v _ .r - lo n d o n a

tenían una ciudad con una población de más


de 100.000 habitantes. En 1911 tenían cerca \fcüihamptb#&á’:
de treinta. El área del pequeño rectángulo, Pommauth* ; Bíighlon
en el panel de la derecha, aproximadamente
P íy m a u íh
las Midlans (tierras centrales), es casi igual al IN 1911
área de Massachusetts.

762
M A PA a

LENGUAS DE EUROPA

Hay tres importantes familias lingüísticas europeas; la germánica, la latina y la eslava. Como
se ve, cubren casi toda Europa. Se muestran las áreas lingüisticas como se encontraban en la
primera parte del siglo XX, momento en el que no habían cambiado mucho desde hacía cinco
siglos. El mapa no puede mostrar complicaciones locales que han sido una importante fuente de
trastornos políticos, como la superposición de lenguas vecinas, áreas bilingües, y la existencia de
pequeñas «bolsas» lingüisticas, como la del turco en los Balcanes, del griego en Asia Menor, del
yiddish en Polonia, o del alemán en partes diseminadas de la Europa Oriental. En el extremo
noroeste está la «orla celta», a la que se vieron rechazados los lenguajes bretón, galés y gaélico a
comienzos de la Edad Media. En cuanto al área de la zona en forma de rombo, ningún mapa de
esta escala puede dar una idea realista; el lector debe consultar un atlas. En todo caso, durante
las pasadas décadas, en la Europa Oriental, muchas bolsas lingüisticas han desaparecido, a cau­
sa de intercambios, traslados o exterminio de pueblos. (Ver mapa 26).

763
M A PA 9

UNIF1CAH 0 N OF ITALV.1 S5 9 -1 S7D FOEM ATIQN O F O U AL M OMASCHY O F AUSTCLVM L'NGARY, 1867

"a ihUssiwai
* F lo r e r a > STATES
” TU5CANY / _
0 ; •■•/
1 ' R o w lffe v
. "s*
á sa Í . w m ' n a p ib

FO EM ATIQ N O í DO M INIO N O F CAN ADA.1M 7

NORTHWEST TERRITORIOS -

LA B R A D O R

^ 1949
NEW FO U N D -
LAÑO
'__ 1949

QUÉBEC'-,7
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# 1B67
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DFFEAT OF SOUTHERN SECE5SION15T MOVEMENT.1361-1B45

En ocho años, desde 1859 hasta 1867, se unificó Italia (excepto la ciudad de Roma, anexio­
nada en 1870), el gobierno de los Habsburgo trató de resolver el problema de sus nacionalidades
creando una Doble Monarquía de Austria-Hungría, los Estados Unidos afirmaron su unidad
derrotando el movimiento secesionista del Sur, y se formó el Dominio del Canadá para incluir
toda la América del Norte Británica (con las fechas de la incorporación de las provincias), ex­
cepto Terranova y Labrador, que se agregaron en 1949.

764
M A PA 10

Budapest

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1815-1866 k TYROt
■Prm sia, 181S-1BS6

A nnexed to Prussiá, 1866


, Bismarck's
Joined w ith Prussia ín N orth Cernían Confeder.-*' G erm án Empire; 1B71

'/ y ''/ ', South G erm án States Joined in C erm an Empire, ‘i

I Alsacc-Lorraine, C ed ed by France to C erm an Er

Austnan D om inion: E id u d e d From C erm an C k

LA CUESTION ALEMANA, 1815-1871


Desde 1815 basta 1866, hubo treinta y nueve estados en Alemania (de los que sólo se mues­
tran los más grandes), unidos en la Confederación de 1815. En la Asamblea de Francfort de
1848 (ver pág. 233) se desarrollaron dos grupos: los Grandes Alemanes, que se adhirieron a la
idea de una unión pangermánica, que incluía los territorios austríacos, excepto Hungría; y los
Pequeños Alemanes, que se inclinaban por excluir a Austria y a su imperio. Bismarck era un
Pequeño Alemán, pero un Gran Prusiano. (1) Ensanchó Prusia mediante conquistas en 1866,
(2) unió a Mecklemburgo, a Sajonia, etc., con su ensanchada Prusia en una Confederación Ale­
mana del N orte de 1867, (3) combinó ésta, a su vez, con Baviera, Wílrttemberg, etc., para for­
mar el imperio alemán de 1871, (4) conquistó Alsacia-Lorena de Francia, y (5) expulsó a
Austria, Las fronteras de la Alemania bismarekiana permanecieron inalteradas hasta 1918. (Ver
también mapas 6 y 20).

765
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LA DISOLUCION DEL IMPERIO OTOMANO, 1699-1914

A comienzas de 1699, con la pérdida de Hungría en favor de la Casa de Austria, el Imperio


Otomano entró en un largo proceso de desintegración territorial que duró más de 200 años. Las
fechas son las de separación de los territorios. En general, las regiones perdidas desde 1699 has­
ta la caida de Napoleón, 1812-1815, fueron anexionadas directamente por Austria y por Rusia.
Los territorios europeos perdidos'en el siglo XIX surgieron como estados independientes, a cau­
sa de la ascensión del nacionalismo y del equilibrio entre las grandes potencias europeas. En el
mundo árabe, desde Argelia hasta el Golfo Pérsico, las regiones perdidas antes de la Primera
Guerra Mundial fueron absorbidas en los imperios coloniales europeos; las pérdidas en la Pri­
mera Guerra Mundial (1918) fueron, en principio, asignadas, en su mayoría, como mandatos a
Francia y a Inglaterra, pero, después de la Segunda Guerra Mundial, surgieron como estados
árabes independientes. Durante la Primera Guerra Mundial, Inglaterra, Francia, Italia, Rusia y
Grecia tomaron medidas para el reparto de la propia Turquía, pero un movimiento nacionalista
turco impidió tales propósitos e instauró una república turca (ver págs. 442, 533-534.)

768
M A PA 13

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( D u tc h S e i t i e m z n t , 1 6 S 2 )

AFRICA PKE-COLONIAL; SITUACIONES Y PUEBLOS

Este mapa es el de Africa antes de la penetración de los europeos, en el siglo XIX. No co­
rresponde a ninguna fecha determinada. Los nombres en color crema designan centras antiguos
o medievales, como los imperios de Ghana y Mali, que ya tío existían eo los tiempos moderaos.
Incluso los reinos africanos más extensos tenían fronteras indefinidas y cambiantes, difíciles de
indicar en un mapa. Los pueblos bautúes iban desplazándose hacia la zona meridional del con­
tinente, en el siglo XIX, en el momento en que los europeos empezaban a avanzar por el in­
terior, hacia el nordeste, desde el Cabo.

769
M A PA 14

Tangier»

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REPUBLIC
sou= AFRICA v 1960
{Smusdisputed) I 1966
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Dates Indícale Year independente Was Gaíned -TPUBLIC O F O IBOTHO


SOU TH AFRICA 1966
fl 5gU m.ir* Cape Town
cape ar cooit norr >

AFRICA, 1914
El mapa muestra las posesiones reconocidas de las potencias, en 1914, El inserto indica las
direcciones de la presión política, hacia 1898. Estas presiones condujeron a la crisis de Fashoda,
en 1898, y a la Guerra de los Bóers, en 1899. En 1898, los gobiernos inglés y alemán celebraron
discusiones secretas acerca del posible reparto de las colonias portuguesas, que, sin embargo,
nunca: llegó a realizarse, porque los ingleses preferían, evidentemente, que las colonias portu­
guesas continuasen en manos de Portugal.

770
M A PA 15

«EL LAGO BRITANICO», 1918

Este pequeño mapa muestra casi la mitad de la superficie dé la Tierra. Pueden verse todas
las partes más importantes del Imperio Británico, excepto el Canadá y el propio Reino Unido.
Todas las riberas del Océano Indico son inglesas, excepto Madagascar, francés, las colonias
portuguesas, italianas y holandesas, politicamente débiles, y las costas árabes y persas, en las
que la influencia británica era fuerte. Fácilmente se comprende por qué se llamó ruta vital del
Imperio Británico al Mediterráneo y al Canal de Suez, que conducían a esta mitad del mundo.

771
M A PA 17

CHINA NORDORIENTAL Y REGIONES VECINAS, 1895-1914

Esta área ha sido durante mucho tiempo una de las zonas de perturbación del mundo. Ob­
sérvese cómo Vladivostok está separado del océano por las islas japonesas y por Corea, y casi
separada del volumen ruso por la interferencia de Manchuria, Manchuria, que comenzó a indus­
trializarse had a 1900, se convirtió en objeto de disputa entre China, a la que pertenecía histó­
ricamente, el imperio ruso, para el que tenía un valor estratégico y ofrecía una salida al océano
abierto, y el imperio japonés, que en ella encontraba una vía para su expansión comercial y
militar y un amortiguador contra Rusia. Manchuria estuvo dominada por los rusos desde 1898
hasta 1905, por los japoneses desde 1905 hasta 1945, y otra vez por los rusos desde 1945- hasta
1950, fecha en que entregaron sus concesiones y privilegios al gobierno comunista chino, Corea
estuvo dominada por el Japón, tras sus victorias sobre China en 1895 y sobre Rusia en 1905.
Después de la II Guerra Mundial, se prometió la independencia a Corea, pero fue dividida por
el paralelo 38° en una zona de ocupación rusa y en otra americana. Tras la guerra de Corea
(1950-1953, ver págs. 722-724), el país continuó dividido por el mismo paralelo, aproximada­
mente, con un régimen comunista en el norte, y un régimen de apoyo occidental en el sur.

774
M A PA 18

RUSSIA RUSSIA
i i : s , f~ a,

RUMANIA
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BLACK SEA

ITALY

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Vntjeiimdtrtl) «,
1878 1914
MÍDfT EKRAS'EA N 5fA > MCDITÍRRAMIAN H A

LOS BALCANES, 1878 Y 1914


El Imperio Otomano, bajo los golpes de Austria y de Rusia, había ido retirándose de Europa
desde 1699 (ver mapa 12). El Congreso de Berlín de 1878 se propuso estabilizar la situa­
ción reconociendo a Rumania, Servia y Montenegro como monarquías independientes, y a la
Bulgaria septentrional como un principado autónomo dentro del Imperio Otomano. Las ambi­
ciones de estos nuevos estados (y de Grecia, independiente desde 1829), juntamente con los des­
contentos de todos los pueblos no turcos que continuaban bajo la dominación otomana, condu­
jeron a sucesivos conflictos que culminaron en las guerras balcánicas de 1912-1913. Albania se
hizo independiente entonces, y Servia, Bulgaria y Grecia, a continuación. Mientras tanto, prose­
guían las presiones austríaca y nisa; en 1908, Austria se anexionó Bosnia donde la población
eslava del sur estaba emparentada con los servios. Seis años después, el asesinato de un archi­
duque austríaco por un patriota eslavo del sur, en Sarajevo (Bosnia), precipitó la Primera Gue­
rra Mundial.

775
I G U ER R A M U N D IA L

La lucha por tierra, en la Primera Guerra Mundial, se limitó a las áreas señaladas por el
sombreado horizontal más oscura. Las grandes batallas en el Frente Occidental, que en pérdida
de hombres superaron a las de la Segunda Guerra Mundial en el Oeste, durante cuatro años os­
cilaron, atrás y adelante, dentro de la pequeña área indicada, de menos de cien millas de an­
chura.

776
M A PA 19

777
M A PA 21

LA UNION DE REPUBLICAS SOCIALISTAS SOVIETICAS

La U.R.S.S. tiene más de 8.000 kilómetros de longitud y ocupa una sexta parte del área te­
rrestre del globo, que incluye el 42 por 100 de Europa y el 43 por 100 de Asia, aunque la con­
vencional distinción entre Europa y Asia no se reconoce oficialmente en la Unión Soviética. Es
el único estado que linda con tantas regiones políticas importantes: Europa al oeste, el Próximo

780
y el Medio Oriente al sur, China a lo largo de una dilatada frontera, Japón a través de un estre­
llo mar, y los Estados Unidos enfrente, hacia Alaska y las Indias Aleutianas. La Unión consta
de quince repúblicas, siendo la rusá la más extensa, con gran diferencia, pues abarca más de tres
cuartas partes del territorio y más de la mitad de la población. La Unión se encuentra, en su
mayor parte, en la latitud norte del Lago Superior, pero, alrededor de Tachkent, en la latitud de
Nueva York y de Chicago, se producen el algodón y los cítricos.

781
M AFA 22

NnríRPLAN^Í::.-'
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u e id e r N i i l R d c ijJ f i i J l r l r s i f p =^niJ*.|

EX H OLOC A Li'STCJ

El mapa muestra lo que los nazis llamaron su Solución Final, es decir, su programa de « te r
minacián de los judiat- y del judaismo, A rtes de !a Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de
los judius europeos vivían en Polonia y en Las zonas limítrofes de la Unión Soviética que tos ale­
manes OL'Lip'dton durante !a p ieria, de modo que 1h mayaría de las muertes se produjeron en
esas áreas. En la propia Alemania y en regiones donde eI coutrül sleruán Tce mín; firme <1 de m is
larpa duración, la proporción de judias asesinados ilceú hasta el 30 por 100. El mapa indica el
uúmero de muertos en eads país y el puteentaje de su población indi* que fue victima de aquel
deliberado genocidio. Las cifras alcanzad un tuLal de 1,933.900 hombres., mujeres y ttifios, o
unos Jos terdos, aproximadamente,, de le población iudia de toda Europa.

7S2
MAPA 23

ALEMA MA DESDE 1919


El panel .superior muestra las fronteras enablecida? tras e] Tratado de Versf.Lles Otvürvrttse
la ciudad libre de Uanzij; y el P&dllu P'j Ijlo , para úslas y otras ¿rea;; perdidas en príniera
C u tn a Mundia! ver también -el ¿napa 20. En el pan*] rcnlraJ, vemos las fruHluriis tii
el nii>[iiÉíHij cidinlaante de la Segunda Guerra Mundial, en ¡í?4Z,- ti] Eidth üe üabía ane­
xionado etiLonrej (1) Lunemhurso, (2) Alsaciay Lorena de Fianda, (3) Camiola de Ytrcci>lavÍPT
(4} A u s tria , (5) las ru g io n ts d e lus sudetcs y un p ro te c to ra d o de iInh¿.Lm in-M oraviü d e C h e co slo ­
v aq u ia, (6) la ciudad líbre d e D anzig, y í7) P o lo n ia , que recib ió ei nuev o n o m b re d e « G o b iern o
General», M is ¿LIÉ í e las tr emigras del R e ic h . lo s a ls m a n e ; ocupjmjji F ra n cia, Béljjra, Iuí P a í­
ses B a jo ;, l^ipam a(ca y N o ru eg a, y. en ía E u ro p a o rien tal, SC h ab lan ap o d erad o dle Iqí üüdjsUOS
« L ad o s b á lliío s , de Ja R usia üIsllcu y J e U cran ia. til pane.1! in terio r jnueütm a A lem an ia después
de la d e río ta de H itle r ■T u d as las co n q u istas se h an p e rd id o , y P o lo id a ITe^a a jio ra , por el n e s ltj
casi h a s ta Berlín. D e [as ücmas o cu p ad as, respectiva m ente, por la s ejércitos soviÉ citoy occiden­
tales, en l? 4 5 . su rg iero n 'jn a Aherrutoia O rien tal co m u n ista y u n a Áleir.&flia O ccid en tal dem o-
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733
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II GUERRA MUNDIAL

Estos dos mapas muestran el carácter global de la guerra y la posición central de los Estados
Unidos respecto a los teatros de Europa y del Pacífico. Las leyendas numeradas resumen las
sucesivas fases de la guerra, en el hemisferio oriental y en el occidental. En 1342, con los ale­
manes llegando por el este hasta Egipto y Stalingrado, y con los japoneses por el oeste hasta
Birmania, el gran peligro para la alianza soviético-occidental consistía en que aquellas dos po­
tencias uniesen sus fuerzas, dominasen el Asia oriental, controlasen los recursos petrolíferos del
Golfo Pérsico, y cortasen aquella ruta de abastecimientos occidentales a la Unión Soviética. Los

786
j s soviético-occidentales, casi simultáneos, a finales de 1942, en Stalingrado y en El AJa-
mein, y en la invasión de Marruecos-Argelia y de Guadalcanal, habían de ser el punto critico de
cambio en el desarrollo de la guerra. En 1943, fue derrotada la campaña submarina alemana en
el Atlántico, de modo que las tropas y los abastecimientos americanos podían dirigirse a Euro­
pa, más libremente. La invasión de Normandía, en junio de 1944, y la continuada presión so­
viética desde el Este, desembocaron en la rendición alemana, en mayo de 1945. Mientras tanto,
en el Pacífico, la ocupación americana de las islas y la recuperación de las Filipinas preparaban
el cambio para la rendición del Japón, consumada por dos bombas atómicas en agosto de 1945.

787
M A PA 26

DEPORTACION Y REASENTAMIENTO, 1939-1950

La antigua distribución de nacionalidades en la Europa Central y Oriental fue radicalmente


transformada entre 1939 y 1950. No sólo fueron asesinados unos 6.000.000 de judíos, emigran­
do a Israel, en 1950, más de 300.000 supervivientes, sino que millones de alemanes, de polacos y
de otros pueblos fueron desarraigados por la fuerza.
La primera fase, que se muestra en el panel de la izquierda, comenzó con el Pacto Nazi-So­
viético de 1939, tras el cual los alemanes ocuparon la Polonia occidental, mientras los rusos se
anexionaban la Polonia oriental y las tres repúblicas bálticas. La Polonia occidental recibió po­
lacos expulsados de Alemania, mientras en la Polonia oriental unos 2.000.000 de polacos eran
deportados a Siberia, siendo sustituidos por jel mismo número, aproximadamente, de rusos y
ucranianos. Muchos estonianos, letones y lituanos fueron trasladados a otras partes de la Unión
Soviética. Alemanes que habian vivido en la Europa oriental durante siglos fueron desplazados.
Millares de ellos «retornaron» a Alemania desde las repúblicas bálticas y desde lugares de Ru­
mania y de otras partes, donde habían formado, desde hacia mucho tiempo, enclaves alemanes.
Los «alemanes del Volga» y otros de la Rusia meridional fueron enviados a Siberia.
Una segunda fase (panel de la derecha) se produjo con la victoria soviética y el hundimiento
del Reich de Hitler. La frontera germano-polaca se desplazó ahora hacia el oeste, hasta el Rio
Oder. Millones de alemanes del este del Oder, juntamente con más millones de las regiones de
los sudestes de Checoslovaquia y una corriente ininterrumpida de Hungría y de Rumania, fue­
ron devueltos a lo que restaba de Alemania, huyendo la mayoría de ellos a la zona occidental,
pero algunos- a lo que era la zona soviética en 1945. Los polacos acudieron a lo que había sido
Alemania, al este del Oder; otros fueron a Polonia, desde Ucrania. Los rusos se trasladaron a lo
que habían sido la Polonia oriental y los Estados Bálticos. Ucranianos y diversas minorías no
rusas fueron enviados a Siberia. Algunos bálticos escaparon a Occidente (incluso a los Estados
Unidos); otros fueron redistribuidos a distintas zonas de la Unión Soviética.
Hubo también un considerable reasentamiento de húngaros, eslovacos y finlandeses. Los
cambios más importantes, sin embargo, además de la virtual desaparición de la judería europea
oriental, fueron la expulsión de la Europa oriental de los alemanes y un movimiento hacia el
oeste de polacos y rusos. (Fuente: Westermanns A tla s zu r W eltgeschichte.)

788
320,000 I tw s to Israel (194S-l9S0©níy|
120,000 from Poland
91.000 from Rumania
37.000 from Bulgaria
33.000 from Turkey
22j000 from Czechoslovakí*
17.000 from Hungary
MAPA n

hi-üs muestma en si mapa tlf L976. La Liga La resultada más Lien [léfoü. con smchus dí£-
ae'iitTiius enTTc sue unm ttrns, perr, ha sido (;ontcaiía aJ rjrablf^üniemp tle un Estado israelita en
raedle de uit ifiuritln, por !<? ¿cm£s, prciininiQaiJtciJicnK: árabe

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<[Paltsrina¡& t í el tÉrniinO cun el que litó etlropeuS desígrtifoait, desde hacía m iichu tiertipu,
u n a peQuíñEi t ^ í ú h d e p o b la c ió n m ix ta, p erú preriojm níintem eiite i r a b e , q u e p erten eció a l Im -
p a ri'j O to m a n o h a ita la Prim era- G uerra M u n d ia l. C o r el m ovim iento sio n ista, co m en zaro n □
em ig rar a aq uello reglón, en el siglo X IX , ju d ío s eu ro p eo s, E n 1922, la S ociedad ftí N aciones la
en treg ó co m o «m andatoH a los ingleses, q u e Lra1 ürttTi d r restrineÍT La inniigjB l í í t i ju d ía , en u n
iñ".Icrnrri de satisfacer b lbü firabes. TtíIü la p lu erle d e m illonea d e judio* dunm ue la S ecunda G u e ­
r r a M u n d ia l, "ibi Idea .-iim lisia de u IJ E iü d i i ju d ío independien Le fue |í£nuníU.‘ ad ep to s. El) ]'vJ " , tas
N acionea U n id as p rep u siero n un re p a rto entre un E stad o ju d io y u tr u á ra b e , cuu Je ru salén com o
zo n a s e p a ra d a . Los árab es rech azaro n el p lan , y, en La g u erra árate-israelira d e 1943, los israelitas
o b tu v ic to n el reco n o cim ien to de una* ÍT tfm tras uiás c a n s a s que !a¿ p rim eram en te propuesta*.
Lns H ita d o s ^ralles síj¡uirroTi n egándose a re c o n o c e r s Jscael. Tnc: n u c ía s s i e r r a s se lilrríirtfn en
la.í d ít'a d a s HEy’itnues — en ! 1 ^ Í7 y LO^Í— . Ilespués de La (J n e n a de los Seis U íaj, d e 1967, y
d e la g u erra lanzada p u i E iflp tu ^ ' S iria ta iu lfa faruel en lus israelilas o c u p a ro n te rtíto rio i
a d itio iia le s . Gntre tus ¿ ja b e s pales üiioa d esarraig ad o s se desaircLLó un ujovim iento terro rista
c u n tra Israel;, q u e am en aza incluso a algunos gob iern o s ¿rabea. L a guerra de J973 te rm in ó en una
treg u a b a jo l i s au sp icio s d e las N aciones U nida?, p ero los intereses n enies de los E sta d o s U nidus y
n e la U n ió n S ^ n c H c a en d O rien te M edio hicieron la situ ació n p cligrjsam enfe (¡xpUmlva.

791
A FR IC A CO N TEM PO RA N EA

Este mapa podría compararse con los de Africa precolonial (mapa 13) y del Africa
de 1914, en el apogeo del colonialismo europeo (mapa 14), El primero de los nuevos Estados
fue Ghana, la antigua Costa de Oro inglesa, que se hizo independiente en 1957 y tomó su
nombre de un reino africano medieval, que había estado situado más al Norte. Las décadas
siguientes vieron la independencia de Argelia y de otros países árabes del Africa del Norte y de
numerosas repúblicas en el Africa negra, en lo que habían sido imperios coloniales franceses,
ingleses, belgas y portugueses. En el Africa meridional, la población blanca, asentada allí donde
hacía mucho tiempo, rompió sus lazos con Inglaterra, proclamó la República de Africa del Sur
e impuso un régimen de supremacía blanca sobre los negros, mucho más numerosos. Los blan­
cos de la antigua Rhodesia del Sur instauraron una república independiente, Rhodesia, nunca
reconocida intemacionalmente, y que siguió el mismo camino.

792
M A PA 29

MEDITERRANEAN - SEA*
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793
VIETNAM Y SUS VECINOS

La Indochina Francesa, durante unos sesenta años antes de la Segunda Guerra Mundial,
comprendía los antiguos territorios asiáticos de Camboya, Laos y Vietnam, aunque los france­
ses llamaban Tonkín a Vietnam del Norte, y Annam a Vietnam del Sur. Sacudidos por la inva­
sión japonesa en la Segunda Guerra Mundial, los franceses se mostraron incapaces, tras una
larga lucha, de resistir al movimiento vietnamita de independencia, fortalecido también por las
ayudas comunistas. Cuando los franceses se retiraron, en 1954, un convenio internacional (los
Acuerdos de Ginebra) establecía la partición de Vietnam, hasta que pudiera restaurarse la
unidad. Como el Norte era ahora comunista, los Estados Unidos trataron de fortalecer a Viet­
nam del Sur, mediante el apoyo de reformas y de ayuda económica y militar. Esta intervención
se incrementó en los años 60, hasta una guerra en gran escala, aunque no declarada, en la que
los Estados Unidos tomaron parte con más de medio millón de hombres. Las hostilidades ter­
minaron en 1975, estableciéndose regímenes comunistas en Vietnam, en Laos y en Camboya.

794
M A PA 30

795
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APENDICES
APENDICE I:
TABLAS CRONOLOGICAS

TABLA I: HASTA 1517


EUROPA EUROPA ISLAS BRITANICAS
COMO CONJUNTO: COMO CONJUNTO:
SOCIAL Y POLITICA PENSAMIENTO Y LETRAS

500-300 a. de C. Civilización
claáica griega.
146 a de C. Los griegos con­ 427-347 a. de C. Platón.
quistados por Roma. 384-322a. de C. Aristóteles.
31 a de C. Imperio Romano. 106-43 a. de C. Cicerón.
306-337 El emperador Cons­ Siglo II: Ptolomeo y Galeno. 43-410 El Imperio Romano en
tantino. Inglaterra.
Siglo V: Migraciones germá­ 354-430: San Agustín.
nicas.
476 El Imperio Romano en
los límites occidentales.
Siglo VII: Expansión del 596 Conversión de los anglo­
Islam. sajones.
800 Coronación de Carlo-
magno.
Siglo XIX: Invasiones escan­ 871-899 Alfredo el Grande.
dinava y magiar.
1054 Cisma de Occidente y
Oriente.

1033-1109 Anselmo.

1073-1085 El Papa Grego­ 1066 Conquista normanda.


rio VII (Hildebrando). 1079-1142 Abelardo.

1095 Primera Cruzada. Siglo XII: Llegada de la cien­ Siglo X II: Desarrollo de la
Siglo XII: Surgimiento de las cia árabe y de la griega. monarquía en Inglaterra.
ciudades.
1189 Tercera Cruzada.
1198-1216 El Papa Inocen­ Siglos XII-XIII: Universida­
cio III. des, escolasticismo.
Siglo XIII: Aparición de los 1215 Cuarto Concilio de Le- 1215 La Carta Magna.
Parlamentos. trán.
1294-1303 El Papa Bonifa­ 1225-1274 Tomás de Aquino.
cio VIII. 1295 Parlamento Modelo.

802
E U R O P A O C C ID E N T A L EUROPA CENTRAL E U R O P A O R IE N T A L

Siglos VI-IV a. de C. Las ciu­


dades-estado griegas.
Siglos IV-I a. de C. Era hele­
nística.
31 a de C.-476 Imperio R o­ 31 a de C.-476 El Imperio R o­ 31 a. de C.-1453 El Imperio
mano. mano en Alemania Oc­ Romano en Oriente.
cidental y Meridional.
330 Fundación de Constan-
tinopla.

496 Conversión de los fran­


cos.
568 Fundación de Venecia.

711 Los musulmanes en Es­


paña.
732 Derrota musulmana en
Tours.
768-814 Carlomagno. 768-814 Carlomagno. Siglo X: Conversión de los
987-1792 M on arq u ía Capeta 962-1806 Sacro Imperio R o ­ suecos, polacos, húngaros
en Francia. mano. a Roma; rusos a Constan-
t inopia.
1056-1106 El emperador Enri­ 1001-1918 R eino de Hungría.
que IV. 1054 Cisma de Oriente y Oc­
cidente.
1075-1122 La lucha de las in­
Siglo XII: Desarrollo de la vestiduras. Siglo XII: Los Caballeros
monarquía en Francia. Teutónicos en Prusia.
1208 Cruzada albigense. Siglo X III: Fracaso del Impe­ Siglo XIII: Conversión de los
rio en la organización de pueblos bálticos orientales
Alemania e Italia. a Roma.
1303-1417 El papado en Avig- 1236 Los tártaros en Rusia.
non.

1356 La Bula de Oro. 1398 Los turcos en la Penín­


sula Balcánica.

803
EUROPA EUROPA ISI AS KKI lAN lCA S
COM O C O N JU N TO : COM O CO N JU N TO :
SO CIA L Y P O L IT IC A PEN SA M IEN TO Y LETRAS

l.'!»4-1349 La Pesie Negra. 1337-1453 La Guerra de los


Cien Años.
1378-1417 Cisma de Occi­
dente.
1328-1384 Juan Wyclif Fe.
1414-1415 Concilio de Cons­ 1415 Muerte de Juan Huss. 1381 La rebelión de W at Ty-
tanza. ler.
1453 El Imperio Romano en Siglo XV: El Renacimiento en 1455-1485 Las guerras de las
los limites orientales. en apogeo. Rosas.
1452-1519 Leonardo da Vinci.

1454-1455 La imprenta; la Bi­


blia de Cutenberg.
1492 Descubrimiento de 1466-1536 Erasmo. 1485-1603 Los Tudor.
América.
1498 Los portugueses llegan a 1469-1527 Maquiavelo. 1485-1509 Enrique VII.
la India.
1517 Comienzos de la Re­ 1517 Las 95 tesis de Lutero. 1509-1547 Enrique VIII.
forma.

TABLA II: 1517-1618

1517 Comienzos de la Re­ 1517 Las 95 tesis de Lutero. 1509-1547 Enrique VIII.
forma.
1519-1556 Carlos V.
1519-1648 Supremacía de los
Habsburgo.
1519-1522 Magallanes da la 1521 Defensa de los siete sa­
vuelta al mundo. cramentos de Enrique VIII.

1529 Los turcos ponen cerco a


Viena,
1530 Los Ejercicios espiritua­
les de Loyola.
1531 Primera bolsa en Am-
beres. 1534 La biblia alemana de 1534 Acta de Supremacía.
lutero.
1536 Las Instituciones de la 1536-1539 Disolución de los
Religión Cristiana de Cal- Monasterios.
vino.
1539 Seis Artículos,
1540 Fundación de los jesuí­
tas.
1541-1564 Calvino en Gine­ 1543 Las revoluciones de los
bra. orbes celestes de Copémi- 1547-1553 Eduardo VI.
1545-1563 Concilio deTrento. co, y la Fábrica del Cuer­
po Humano de Vesalio.
1553-1558 M aría I,

1555 Paz de Augsburgo.


1556-1598 Felipe II de Es­ 1558-1603 Isabel I.
paña.

804
KUROPA O C C ID EN TA L E U R O PA C E N T R A L EU R O PA O R IE N T A L

1337-1453 La Guerra de los


Cien Años.
1420-1431 Las guerras hus-
sitas.
1412-1431 Juana de Arco.
1438-1918 L o s emperadores
Habsburgo.
1461-1489 Luis XI de Fran­ 1453 Los turcos toman Cons­
cia. tan t inopia; fin del Imperio
1479-1516 Femando e Isabel Bizantino.
de España.

1494 Invasión Francesa de 1480 Iván el Grande pone fin


Italia. al dominio tártaro sobre
1515-1547 Francisco I de 1519-1556 Carlos V. Rusia.
Francia.

1515-1547 Francisco I de 1519-1556 Carlos V, Empe-


Francia. rador.
1516 Concordato de Bolonia. 1520-1566 Solimán el Magni­
fico.
1521 Lutero, proscrito.

1526 Carlos V en guerra con 1526 Los turcos ocupan Hun­


los turcos. gría.
1529 Los turcos ponen cerco
a Viena.

1533-1584 Iván el Terrible,


primer zar de Rusia.

1536 Alianza franco-turca 1535 Primeras capitulaciones


contra Carlos V. francesas en Turquía.

1547-1559Enrique II de Fran­ 1546-1547 Guerra Esmalcál-


cia. dica. 1553 Los ingleses en el mar
Blanco.
1556-1598 Felipe II de Es­ 1555 Paz de Augsburgo.
paña.
1556-1564FemandoI.
1559-1589 Debilidad de la
monarquía eri Francia.
805
EU R O PA E U R O PA ISLAS B RITA N ICA S
CO M O C O N JU N T O : CO M O C O N JU N T O :
SO CIA L Y PO L IT IC A PE N S A M IE N T O Y LETRAS

1559 Knox y la Reforma en


Escocia.
1561-1626Francis Bacon.
1563 Los 39 Artículos.
1564-1642 Galileo.
1564-1616 Shakespeare.

1569 La rebelión de Nor­


folk.
1571 D errota de los turcos en
Lepanto. 1576 La República de Bodin.
1577 La alianza con Holanda.
1580 Los Ensayos de M on­
taigne.
1582 Calendario Gregoriano. 1588 La A rmada Española.
1588 La Armada Española,
1596-1650 Descartes.
1603-1714L o s Estuardo.
1603-1625 Jaco b o l.
1607 Los ingleses fundan Vir­
ginia.
1608 Los franceses fundan
Quebec.
1609 Los españoles fundan
Santa Fe,
1612 Los holandeses fundan 1611 La Biblia del Rey Ja-
Nueva York, cobo.

TABLA ffl: 1618-1714

1561-1626 Francis Bacon. 1603-1714 L o s Estuardo.


1564-1642 Galileo. 1603-1625 Jac o b o l.
1596-1650 Descartes.

1618-1648 Guerra de los


Treinta Años.

Siglo XVII; Ingleses, france­ 1623-1662 Pascal. 1625-1649 Carlos I.


ses y holandeses, en Améri­ Siglo XVII: Florecimiento de
ca; holandeses, en Africa las literaturas inglesa, fran­
del Sur y en indonesia, cesa y holandesa.
1619 Primeros esclavos afri­ 1625 D e l derecho de la Guerra 1637 Los fondos para la
canos en Virginia. y de la P a z de Grotíus. Escuadra.

1640-1660 Parlamento Largo,


1642-1727 Isaac Newton. 1642-1648 La rebelión purita­
1648 Paz de Westfalia. na y la guerra civil.

1649 La ejecución de Carlos 1.


1649-165 HG obítrno de Crom-
well.
806
E U R O P A O C C ID EN TA L E U R O PA C E N T R A L E U R O PA O RIEN TA L

1562-1598 Guerras de Reli­


gión en Francia.
1564-1576 Maximiliano II.
1566 Comienza la revuelta en
Holanda.

1572 La matanza de San Bar­ 1571 D errota de los turcos en


tolomé. Lepanto.
1574-1589 Enrique III. 1576-1612 Rodolfo II. 1574 Los turcos toman Tú­
nez.
1589-1792 L o s Barbones en
Francia.
1589-1610Enrique IV,
1598 Edicto de Nantes, 1604-1613 Tiempos de tras­
tornos en Rusia.
1610-1643 Luis XIII.

1608 Unión Protestante.

1609 Liga Católica.

1612-1619 Matías.

1618 La guerra de los Treinta 1613-1645 Miguel Romanov,


Años, zar.

1610-1643 Luis XIII de Fran­ 1618-1648 Guerra de los 1613-1917 L o s Rom anov en
cia. Treinta Años. Rusia.
1619 El emperador Fernan­ 1613-1645 El zar Miguel Ro­
do II. manov.
1620 La batalla de M ontaña
Blanca,

1624-1642 Richelieu.
1629 Paz de Alais. 1629 Edicto de Restitución. Siglo XVII: Expansión de la
1635 Francia en la Guerra de servidumbre en Rusia y en
los Treinta Años. 1640-1688 Federico Guiller­ la Europa Oriental.
mo, Gran Elector de Bran-
denburgo.
1642-1661 Mazarino,

1643-1715 Luis XIV de Fran­ 1648 Paz de Westfalia.


cia, Siglos XVII y XVIII; Deca­
1648 Paz de Westfalia. dencia de Europa Central.
1652-1674 Tres guerras anglo-
hoiandesas.
1659 Paz de los Pirineos.

807
E U R O PA E U R O PA ISLA S BRITA N ICA S
CO M O C O N JU N TO : COM O C O N JU N TO :
SO C IA L Y P O L IT IC A PE N SA M IE N T O Y LETRAS

1650 Cálculo de la población 1649-1653 Comunidad.


mundial: 500 millones. 1653-1660 Protectorado.
1660 Comienzos de las socie­
dades científicas. 1660 Restauración.
1661-1715 El Siglo de 1660-1685 Carlos II.
Luis XIV.
1670 Aparecen los Whigs y
los Tories.
1673 Ley de Prueba.

1683 Los turcos amenazan a


Viena.
1685-1688 Jacobo II.
1687 P rin cip ia de Newton.
1689-1697 Guerra de ¡a Liga 1688 «Revolución Gloriosa».
de Augsburgo. 1688-1702 Guillermo y María.
1690 Locke: Tratado sobre el
Gobierno; Entendim iento
Hum ano.
1697 Bayle: D iccionario.

1701-1714 Guerra de Sucesión 1702-1714 Ana.


en España.

1707 Unión de Inglaterra y


Escocia.
1713-1714 Tratados de
Utrecht y Rastadt.

TABLA IV: 1714-1815

1713-1714 Tratados de Utrecht Siglo XVIII: La Edad de la


y de Rastadt. Ilustración. 1714-1837 Los Hannoverianos.
1714-1727 Jorge 1.
1720 La Pompa del mar del
Sur.
1721 Gobierno de Walpole.
1740-1763 Guerras coloniales 1740-1789 La Ilustración en 1727-1760 Jorge II.
anglofrancesas. su apogeo. 1739 La Guerra de la Oreja de
Jenkins.

1740-1748 Guerra de Sucesión


austríaca.
1740-1789 Despotismo ilus­ 1748 Montesquieu: E l espíritu
trado en Europa. de las leyes.
1745 I.a rebelión ja c o b is ta .
1750 Cálculo de la población 1751-1768 La Enciclopedia
mundial: 700 millones. francesa.

808
E U R O PA O C C ID EN TA L E U R O PA C EN TR A L E U R O PA O R IE N T A L

1665-1700 Carlos II de Es­ 1667 Reforma de la iglesia


paña. rusa: Antiguos Creyentes.
1667-1668 Guerra de Devolu­ 1670 Revuelta de Stenka Ra-
ción de Luis XIV. zin en Rusia.
1672-1678 Guerra holandesa
de Luis XIV.
1682-1725 Pedro el Grande.

1683 Los turcos amenazan a 1683 Los turcos amenazan a


Viena. Viena.
1683-1718 Victorias de los
Habsburgo sobre los tur­
cos.

1689-1714 Ultimas guerras de


Luis XIV.
1697-1733 Augusto de Sajo­ 1697-1718 Carlos XII de Sue­
rna, Rey de Polonia. cia.

1699 Paz austro-turca de Kar-


lowitz.
1700-1931 L o s B o rto n es en
España.
1700-1746 Felipe V de Es­
paña.
1701-1918 L o s Hohenzollern,
reyes de Prusia.
1701-1713 Federico I de Pru­
sia.

1711-1740 Carlos VI de Aus­ 1682-1725 Pedro el Grande.


1715-1774 Luis XV de Fran­ tria. 1709 Batalla de Poltava.
cia. 1713-1740 Federico Guiller­
1715-1723 Regencia en Fran­ mo I de Prusia.
cia. 1713-1740 La Pragmática
1720 La Pompa del Missis- Sanción. 1721 Tratado ruso-sueco de
sippi. Nystadt.
Siglo XVI11: Culminación del 1740-1786 Federico II de Pru­ 1733-1738 Guerra de Sucesión
Antiguo Régimen en Fran­ sia. polaca.
cia.
1740-1780 María Teresa de 1739 Paz austro-turca de Bel­
Austria. grado.
1740-1745 Guerras Silesianas.

809
EU RO PA E U RO PA ISLAS BRITANICAS
COM O C O N JU N TO : COM O C O N JU N TO :
SO CIA L Y PO LIT IC A PENSAMIENTO Y LETRAS
1754-1763 Guerra de france­
ses e indios en América.
1756 Revolución diplomática. 1760-1820 Jorge III.
1756-1763 La guerra de los 1761 Rousseau: E l contrato
Siete Años. social.

1763 Tratados de París y Hu- 1769 La máquina de vapor de


bertusburg: supremacía in­ Watt.
glesa en el Canadá y en la 1769 La máquina de hilar de
India. Arkwright.
1776 Declaración de Indepen­ 1776 Adam Smith: L a riqueza 1776 Revolución Americana.
dencia Americana. de las naciones.
1776-1783 Guerra de Inde­
pendencia Americana.

1782-1806 Gobiernos de Wil-


1784 Herder: F ilo so fía de la liam Pitt el Joven.
1789 Comienza la Revolu­ historia de la humanidad.
ción Francesa. Burke: Reflexiones sobre la
Revolución Francesa.
1790 Difusión de las ideas re­
volucionarias francesas.
Comienzos del romanticis­
mo.
1792-1815 Guerras revolucio­ 1793-1814 Guerra con Fran­
narias y napoleónicas. cia.

1792-1797 Guerra de la Pri­


mera Coalición.
1798-1801 Guerra de la Se­ 1798 Rebelión de Irlanda.
gunda Coalición. 1801 Unión de Gran Bretaña
e Irlanda.
1802-1803 Paz de Amíens.
1803-1805 Guerra de la Terce­
ra Coalición.
1804-1814 El «Gran Im­ 1804-1811 Códigos napoleó­
perio». nicos.
1806-1812 Sistema Continen­
tal.
1808-1813 Guerra peninsular
en España.
1809-1811 Napoleón en su
apogeo.
1812 Invasión de Rusia y re­
tirada.
1812 Guerra US-inglesa.
1813 Batalla de Leipzig.
1814-1815 Congreso de Viena. 1814 Alianza de Chaumont.

1815 W aterloo.

810
E U R O PA O CCID EN TA L E U R O PA C EN TRA L E U R O PA O RIEN TA L

1756 Alianza Habsburgo-


Borbón.
1756-1763 La Guerra de los
Siete Aitos.
1762-1796 Catalina II de Ru­
sia.
1768-1774 Guerra ruso-turca.

1772 Primera Partición jde


Polonia.
1774-1793 Luis XVI de Fran­ 1773-1774 Rebelión de Puga-
cia. chev.
1774 Tratado ruso-turco de
Kuchuk Kainaiji.
1778 Alianza franco-ameri­ 1780-1790 José II de Austria.
cana. 1780 Renacimiento cultural 1787-1792 Guerra ruso-turca,
1789 Comienza la Revolución de Alemania.
Francesa.

1792 Primera República Fran­ 1793 Segunda Partición de


cesa estabilizada. Polonia.
1795 Tercera Partición de P o ­
lonia.
1793-1794 El Terror. 1797 Tratado de Campo For-
1795-1799 Él Directorio. mio. 1796-1801 Pablo I de Rusia.
1799 Golpe de Bonaparte. 1798-1814 Predominio fran­
cés.

1799-1804 El Consulado.
1801-1825 Alejandro I de Ru­
sia.
1804-1814 Napoleón I: El Im ­
perio.

1807 Paz deTilsit. 1806 Fin del Sacro Imperio 1806-1812 Guerra ruso-turca.
Romano.
1806 Confederación del Rhin. 1807 Alianza franco-rusa.

1812 Invasión de Rusia por


Napoleón.
is l4 Restauración de los Bor- 1813-1814 Guerra alemana de
bones. liberación: Leipzig.
1815 Los Cien Días; Water-
loo.

811
TABLA V: 1815-1871

EL MUNDO EU RO PA ISLAS BRITANICAS


COMO CONJUNTO COM O CO N JUN TO

1760-1820 Jorge III.


1760-1830 Comienzos de la
1806-1825 Los países latino­ industria moderna.
americanos logran la inde-
dencia.
1814-1815 Congreso de Viena. 1807 Termina el comercio in­
glés de esclavos.
1815 Leyes de Cereales: im­
puestos más altos sobre las
importaciones de cereales.
1818 Congreso de Aix-la-Cha-
pelle.
1819Peterloo.
1820 Congreso de Troppau.
1822 Congreso de Verona.
1823 Doctrina de Monroe.

1830 Revoluciones.
1833 Lyell: Princip ios de Geo­ 1832 Primer Proyecto de Re­
logía. forma.

1839-1842 Primera guerra 1833 Acta de Abolición: es­


anglo-china (del opio). clavitud abolida.
1837-1901 Victoria.
1838-1848 Cartismo.
1842 Ley de Minas.
1842-1858 El «Sistema de tra­ 1846 Revocación de la Ley de
tados», establecido en Chi­ Cereales.
na. 1847 Ley de las Diez Horas.
1848 Revoluciones: Marx y
Engels: M anifiesto Com u­
nista.

1850 Cálculo de la población 1850-1873 Edad de oro del ca­


mundial: 1.200 millones. pitalismo inglés: libre co­
mercio.
1850-1864 La Rebelión Tai-
ping en China.
1854-1868 Occidentalización 1854-1856 Guerra de Crimea.
del Japón.
1857 Rebelión india.
1859 Guerra austro-italiana.
1859 Darwin: E l origen de las
especies.
1860 Los rusos fundan Vladi­
vostok.
1861-1865 Guerra Civil Ame­
ricana.
1863-1867 Los- franceses en
méxico.
1864-1876 Primera Interna­
cional.

812
E U R O PA O CC ID EN TA L E U R O PA C EN TR A L E U RO PA O RIEN TA L

1801-1825 Alejandro I de Ru­


sia.

1814-1830 Restauración: Los1814-1848 Influencia de Met-


Borbones en Francia. temich.
1814-1824 Luis XVIIÍ dé
Francia.

1819 decretos de Carlsbad.

1824-1830 Carlos X de Fran­


cia. 1825 Decembristas en Rusia.

1830 Revolución en Francia y 1830 Agitaciones revolucio- 1825-1855 Nicolás I de Rusia.


en Bélgica. nanas. 1828-1829 Guerra ruso-turca.
1830-1848 Monarquía de julio 1829 Independencia de Gre­
en Francia: Luis Felipe. cia.
1830 Revolución en Polonia.

1848 Revolución: Segunda 1848 Revolución: Asamblea


República Francesa. de Francfort.
1848-1916 Francisco José de
austria.

1852 Napoleón III: Segundo 1852-1890 Bismarck activo.


Imperio Francés. 1853 Guerra ruso-turca.
1854-1856 Guerra de Crimea.

1855-1881 Alejandro II de
Rusia.
1859-1870 Unificación de Ita­ 1858 Formación de Rumania.
lia.

1860 Libre comercio con In­


glaterra.
1860-1870 Imperio liberal. 1861 Emancipación de los
siervos rusos.

813
EL M U N D O EU RO PA IKI.AK BRITANICA S
C O M O C O N JU N T O C O M O C O N JU N TO

1866 Guerra austro-prusiana.

1867 El Dominio del Canadá. 1867 Marx: E l Capital. 1867 Extensión del sufragio.

1870 Guerra franco-prusiana. 1870-1874 Primer gobierno de


1870 Concilio Vaticano 1. 1871-1918 Imperio alemán. Ciladstone.

TABLA VI: 1871-1919

1871 Darwin: Origen del


hombre.
1778 Congreso de Berlín, 1874-1880 Gobierno de Dis-
Alianza austro-alemana. raeli.
1880-1914 Apogeo del impe­ 1880 Fundación de los parti­
rialismo. dos socialistas: revisionis­
mo.
1882 Triple Alianza.
1883-1893 Los franceses en
Indochina. 1884 Extensión del sufragio.
1885 Conferencia de Berlín
sobre Africa.
1885-1898 Partición de A fri­
ca. 1889 Segunda Internacional.

1893 Nueva Zelanda: voto a 1894 Alianza franco-rusa.


las mujeres.
1895-1898 Crisis en el Lejano
Oriente.
1898 Crisis de Fashoda; Gue­
rra hispano-americana.
1899-1902 Guerra Bóer. 1899-1902 Guerra Bóer.
1900 Cálculo de la población 1900 Freud: Interpretación de
mundial: 1.600 millones. los sueños.
1902 Alianza anglo-japonesa.
1902 Australia: voto a las mu­
jeres.

1904 Guerra ruso-japonesa. 1904 Entente anglo-francesa.


1905 Teoría de la relatividad
de Einstein.
1905 Crisis de Marruecos.
1906-1911 Seguridad social y
1907 División anglo-rusa de 1907 Triple Entente. reforma parlamentaria.
Persia. 1908 Crisis bosnia.

1911 Revolución china. 1911 Crisis de Agadir.


1912-1913 Crisis balcánica.

1914-1918 Primera Guerra 1914-1918 Primera Guerra 1914Crisis del Ulster.


Mundial. Mundial.
KUROPA O C C ID E N T A L E U R O PA CE N T R A L EU ROPA O R IE N T A L

1866-1871 Unificación de Ale­


mania.
1867 Doble Monarquía en
Austria-Hungría.
1870-1940 Tercera República 1870 Populismo y nihilismo
en Francia. en Rusia.

1870-1940 Tercera República 1871 -19181 mperio Alemán.


en Francia.
1871 La Comuna de París. 1871 -1883 K u ltu rk a m p f 1877 Guerra ruso-turca.
1878-1890 Leyes antisocialis­ 1878 Autonomía de Bulgaria,
tas de Bismarck. independencia de Servia.
1881 Asesinato de Alejan­
dro II.
1883-1889 Leyes de seguridad
social de Bismarck.

1888-1918 Guillermo II de
Alemania.

1889 Boulanger en Francia.

1894-1906 El asunto Dreyfus


en Francia.

1898-1914 Carrera naval ale­


mana con Inglaterra.

1901-1905 Leyes laicas sepa­ 1900 y siguientes: Desarrollo


ran a la iglesia y al estado de la democracia: sufragio
en Francia. masculino en Austria, 1907,
1900 y siguientes: Desarrollo etcétera. 1903 Ruptura bolchevique-
de la democracia: sufragio menchevique.
m asculino en H olanda,
1896, etc.
1904 Guerra ruso-japonesa.
1905 Revolución en Rusia.

1906 Finlandia: voto a las


mujeres.
1908 Crisis bosnia.
1908 Revolución de los Jóve­
nes Turcos.

1912-1913 Guerras balcánicas.


1913 Noruega: voto a las mu­
jeres.
1914 Batalla del Marne. 1914 Asesinato de Francisco 1914 Batalla de Tannenberg.
Fernando.

815
EL M U NDO EU R O PA ISI.AS BRITANICA S
C O M O C O N JU N T O CO M O CO N JU N TO

1916 Batalla de Jutlandia.


1917 Entrada de Estados Uni­ 1916-1922 Tumultos en Ir­
dos en la guerra. landa.
1917 Revolución Rusa.

1919 Paz de París. 1919 Paz de París.

TABLA V II1919-1945

1918 Sufragio limitado a las


1919 Paz de París. 1919 Paz de París. mujeres.
1919 Expansión de la demo­
cracia.
1920 Estados Unidos; voto a
las mujeres.

1922-1929 «Década de la 1922-1943 Fascismo en Italia. 1922 Estado Libre de Irlanda.


Prosperidad».
1923 República Turca. 1923 Crisis del Ruhr.
1924 Primer gobierno de coa­
1925 Cálculo de la población 1925 Pactos de Locarno. lición laborista.
mundial: 2.000 millones.
1926 Huelga general.
1926 Definición del status de
Dominio.

1928 Sufragio pleno a las m u­


jeres.
1929 Comienza la G ran De­ 1929-1931 Segundo gobierno
presión. laborista.
1930 Depresión.
1931-1932 Crisis manchuria- 1930 Decadencia de la demo­ 1931-1940 Gobierno Nacio­
na. cracia; ascensión de los dic­ nal.
tadores.
1931-1945 Los japoneses en 1931 Inglaterra abandona el
China. patrón oro.
1932 Inglaterra adopta la pro­
tección arancelaria del Im­
1933-1945 Presidencia de 1933-1945 Hitler en Alemania. perio.
F. D. Roosevelt, 1933 Alemania abandona la
1933 Fracaso de la Conferen­ Sociedad de Naciones y se
cia Económica Mundial. rearma.

1935-1936 Crisis etiope.


1936-1939 Guerra Civil Espa­ 1936-1939 Frentes Populares.
ñola.
1937 Eje Roma-Berlin-Toldo. 1936 Eduardo VIII abdica:
1938 Crisis de M unich. Jorge VI.

816
EL RO PA O C C ID E N T A L E U R O P A C E N T R A L E U R O PA O R IEN TA

1916 Verdun y el Soma,

1917 Hundimiento del zaris­


mo. Revolución Bolchevi­
1918 Armisticio. 1918 Hundimiento de los im­ que,
perios alemán y austro-
húngaro.

1919 Conferencia de la P az de 1919 Tratado de Versalles, 1918-1920 Guerra Civil Rusa.


París. etcétera. 1919-1923 Guerra ruso-turca.
1919-1933 República de Wei-
mar.
1920-1943 Tercera Internacio­
nal,
1920-1921 Guerra ruso-po-
lacn.
1921-1928 NEP en Rusia.

1922-1943 Mussolini en el po­ 1922 Fundación de la URSS.


der en Italia.
1923 Los franceses ocupan el 1922 Tratado ruso-alemán de
Ruhr. Rapallo.
1923 Inflación en Alemania.
1924 Plan Dawes. 1924 Muerte de Lenin; ascen­
sión de Stalin,
1927 Expulsión de Trostsky.
1928-1974 Dictadura en Por­ 1929-1933 Primer Plan Quin­
tugal: Salazar. quenal,

1930 Depresión. 1930 Depresión.


1931 Revolución española.

1934 Asunto Stavisky en Pa­ 1933-1945 Tercer Reicb: Hit-


rís. ler en el poder.
1936-1939 Guerra Civil Espa­ 1934 Primera crisis austríaca.
ñola. 1936 Alemania remili tanza
1936-1937 Frente Popular en Renanla.
Francia.

1938 Alemania se anexiona 1934 La URSS entra en la So­


Austria. ciedad de Naciones.
1938-1939 Alemania se ane­ 1936-1937 Nueva Constitu­
xiona Checoslovaquia. ción soviética; procesos de
purgas.

817
E l, M U N D O EU R O PA ISL A S BRITA N ICA S
C O M O C O N JU N T O CO M O C O N JU N TO

1939-1945 Segunda Guerra 1939 Pacto germano-sovié­ 1939-1945 Gran Bretaña en


Mundial. tico. guerra.
1940-1945 Japón aspira a una 1940-1945 Dominación ale­ 1940 Churchill sustituye a
«asia Oriental Más Gran­ mana de Europa: política Chamberlain.
de» racista, exterminio de los
1941 La URSS y los EE. UU. judíos, etc. 1940 Batalla de Inglaterra.
entran en guerra.

1944 Los aliados invaden


E uropa.
1945 Conferencias de Yalta y
de Potsdam .
1945 Primera bomba ató­ 1945 Muertes de Hitler y de 1945 Victoria electoral labo­
mica. Mussolini. rista.
1945 Creación de las Naciones
Unidas.

TABLA VIH: 1945-1959

EUROPA ASIA AFRICA


COMO CONJUNTO

1945 Creación de las Nacio­ 1945 Creación de la Liga A ra­ 1945 Los imperios coloniales
nes Unidas: 51 miembros. be: siete Estados. continúan; sólo cuatro Es­
1945-1947 La arm onía se aca­ tados africanos indepen­
ba: comienza la guerra fría. dientes.

1945-1953 Estados Unidos;


Presidencia de Truman;
Plan Marshall, Doctrina
Truman.
1946-1954 Guerra francesa en
Indochina.
1947 Inglaterra abandona la 1947 India y Pakistán, inde­
India. pendientes.
1947-1949 Fin de los imperios 1948 Asesinato de Ghandi.
inglés y holandés en Asia. 1948 Birmania, república in­
1948 ONU: Declaración de dependiente.
los Derechos Humanos. 1948 Estado de Israel.
1948 Primera guerra árabe-is­
raelita.
1949 Triunfo comunista en 1949 Fundación de la Repú­
China: República Popular blica Popular China.
China. 1949 H olanda abandona In­
1949 Organización del T rata­ donesia.
do del Atlántico Norte.

1950 Cálculo de la población 1950 La India, república.


mundial: 2.500 millones.
1950-1953 Guerra de Corea. 1950-1953 Guerra de Corea.
1905 Japón recobra la sobera­
nía; expansión económica.
1951 Tratado japonés de paz. 1951 China ocupa el Tibet. 1951 Libia, independiente.

818
EU R O PA O C C ID E N T A L E U R O P A CE N T R A L EU R O P A O R IE N T A L

1937-1975 España: dictadura 1939 Pacto nazi-soviético.


de Franco,
1940 Caída de Francia, 1939-1940 Guerra ruso-fin­
1940-1944 Ocupación alema­ 1941-1944 Los aliados bom­ landesa; los soviets absor­
na de la Europa Occidental. bardean Alemania. ben los Estados bálticos.
1941 Los alemanes invaden
Rusia.
1942Batalla de Stalingrado.
1943 Los aliados invaden Ita­ 1943-1945 Ofensivas rusas.
lia; caída de Mussolini.
1944-1945 Los aliados liberan 1944-1945 Ofensiva aliada y
a la Europa Occidental, rusa.

EUROPA OCCIDENTAL EUROPA CENTRAL EUROPA ORIENTAL

1945-1946 R uptura de fa c to 1945 Ocupación aliada de 1945-1948 Se establecen los


. de Europa: este y oeste. Alemania. satélites comunistas.
1945-1946 Sufragio femenino 1945 Elecciones italianas: co­ 1946-1950 Cuarto Plan Quin­
en Francia, Italia, Bélgica, mienzan las coaliciones de quenal Soviético.
etcétera. la Democracia Cristiana.
1945-1946 Inglaterra: Gobier­
no laborista.

1945-1958 C uarta República 1946 República Italiana.


Francesa. 1946 Proceso de Nuremberg,
1946-1953 Italia: De Gasperi,
primer ministro.
1947 Plan Marshall. 1947 Tratados de paz con Ita­ 1947-1956 Cominform.
lia, H ungría, etc.
1948-1949 Bloqueo de Berlín 1948 Los comunistas toman el
y puente aéreo, poder en Checoslovaquia.

1948 Elecciones italianas: re­ 1948-1955 Yugoslavia rompe


troceso comunista. con la URSS.

1949 Consejo de Europa. 1949 Repúbüca Federal Ale­ 1949 Consejo de Asistencia
mana (Alemania Occiden­ Económica M utua.
tal); República Democráti­
1949 Organización del Tra­ ca Alemana (alemania
tado del Atlántico Norte. Oriental).

1949-1963 Alemania Occiden­ 1949 La URSS prueba la


tal; Adenauer, canciller; bomba atómica.
expansión económica.

1951 Comunidad Europea del 1951-1955 Quinto Plan Quin­


Carbón y del Acero. quenal Soviético.

819
EU RO PA ASIA AFRICA
C OM O C O N JU N TO

1952 Egipto, república; la


monarquía, expulsada.

1953 1961 Estados Unidos:


Presidencia de Eisenhower,

1954 Estados Unidos. Prueba 1954 Los franceses abando­ 1954-1962 Guerra franco-ar­
de la bomba de hidrógeno. nan Indochina; Vietnam, gelina.
partido: Vietnam del Norte 1954 Los ingleses abandonan
y Vietnam del Sur. sus derechos en el Canal de
Suez.
1955 Conferencia afro-asiáti­
ca de Bandung.
1956 Crisis del Canal de Suez. 1956 Crisis de Suez: segunda 1956 Crisis de Suez: Inglate­
guerra árabe-israelita. rra, Francia, Israel contra
Egipto.
1956 República Islámica de 1956 Marruecos, Túnez, Su­
Pakistán, dán, independientes.

1957 La URSS lanza satélites 1957 Costa de Oro (Gliana);


espaciales. primera colonia inglesa en
Africa que logra la inde­
pendencia.
1957-1962 Fin de los imperios 1957-1962 Los Estados afri­
coloniales inglés,, francés y canos se independizan: Gha­
belga en Africa. na, Nigeria, Kenya, Arge­
lia, etc,
1958-1963 Papa Juan XXIII: 1958-1961 Siria, parte de la 1958 Las colonias francesas
reformas en la Iglesia C ató­ República Arabe Unida. votan por la independen
lica. cia; creación de la Comuni­
dad Francesa.
1958-1961 Egipto y Siria for­
1959 Revolución Cubana: man la efímera República
Castro en el poder. Arabe Unida,

TABLA IX : 1960

EL MUNDO ASIA AFRICA


COMO CONJUNTO

1960 Cálculo de la población


mundial: 3.000 millones.
1960-1962 Guerra Civil del 1960-1962 Creación de la Re­
Congo. pública del Congo: guerra
civil.

1960 Estados Unidos: movi­ 1960 Continúa la guerra entre


mientos de los derechos ci­ Vietnam del Norte y Viet­
viles, feminismo. nam del Sur.

820
I T R O PA O C C ID EN TA L K l’RO PA CKN TRA L KUROPA O RIEN TA L

1951-1964 Los conservadores


británicos en el poder.
1952 Inglaterra: Isabel II su­ 1952 Termina la ocupación
cede a Jorge VI. aliada de Alemania Occi­
dental.
1953 Comienza la recupera­ 1953 Levantamiento en Berlín 1953 Muerte de Stalín.
ción económica europeo- Oriental. 1953 Bomba rusa de hidróge­
occidental. no.
1954 Unión Europea Occiden­ 1953-1955 Malenkov, primer
tal; rearme alemán occi­ ministro; ascensión de
dental. Khrushchev,

1954 Derrota francesa en In­


dochina; comienza la gue­ 1955 Tratado austríaco de 1955 Pacto de Varsovia.
rra en Argelia. p az. 1956 XX Congreso del Parti­
do: Khrushchev denuncia el
régimen de Stalín.

1956 Levantamientos polaco


y húngaro, aplastados.
1956 Tratado de paz URSS-
Japón.
1957 Tratados de Roma: Mer­ 1957 La URSS lanza el primer
cado Común; Comunidad y segundo Sputnik.
Europea de Energía A tó­
mica.
1957 Inglaterra prueba la
bomba de hidrógeno.

1958 Quinta República Fran­


cesa.
1958-1969 De Gaulle, Presi­ 1958-1964 Khrushchev en el
dente. poder.
1959 Inglaterra apoya la Aso­
ciación Europea de Libre
Comercio.

EUROPA OCCIDENTAL EUROPA CENTRAL EUROPA ORIENTAL

1960 Bélgica se retira del


Congo.
1960 Francia, potencia nu­
clear.

1960 Liberalización en los


satélites soviéticos.
1960 Industrialización en la
R ep ú b lica D em o crática
Alemana, Polonia, etc.

821
F.L M UNDO ASIA AFRICA
COM O CO N JU N TO

1961 La URSS y los Estados 1961 Africa del Sur, repúbli­


Unidos comienzan los vue­ ca: gobierno de la minoría
los espaciales; los soviéti­ blanca.
cos lanzan el primer hom­
bre al espacio.
1962 Crisis Estados Unidos- 1962 Disensión chino-sovié­ 1962 Argelia, independiente.
URSS en tom o a Cuba. tica.
1962 Disensión chino-sovié­
tica.
1962-1965 Concilio Vatica­ 1962 Guerra fronteriza chino-
no II: Reforma en la Iglesia india.
Católica.
1963 Papa Pablo VI. 1963 Organización de la Uni­
dad Africana: 31 miem­
bros.
1963 Acuerdo parcial de pro­
hibición de pruebas nuclea­
res.
1963 El Presidente John F.
Kennedy, asesinado.
1963-1969 Presidencia de
Lyndon B. Johnson.
1964 Crisis de Chipre. 1964 Muerte de Nehru.
1964 Guerra de Vietnam: se 1964 Guerra de Vietnam: Es­
acentúa la intervención de tados Unidos envía grandes
los Estados Unidos. contingentes de fuerzas
aéreas y de tierra.
1964 China prueba la bomba
atómica.
1965 Naciones Unidas: 110 1965 Rhodesia: el gobierno de
miembros. minoría blanca proclama la
independencia de la corona
1966 Indonesia: Sukarno, de­ británica.
rrocado. 1966 La ONU reconoce a Na­
1966-1969 Revolución cultu­ mibia (antes, territorio en
ral china. fideicomiso de Africa del
1966-1977 Indira Gandhi en el Sur).
poder. 1966 Nkrumah, derribado en
1967-1968 China y Francia se 1967 Tercera guerra árabe-is­ Ghana.
unen a los Estados Unidos, raelita. (Guerra de los Seis 1967-1970 Nigeria suprime la
a la URSS y a Inglaterra Días). secesión de Biafra,
como potencias nucleares. 1967 China prueba la bomba
de hidrógeno.
1968 Motines de estudiantes
en los Estados Unidos,
Francia, Japón, etc.
1968 Conversaciones de paz
sobre Vietnam en París; la
guerra continúa.
1968 Tratados para impedir la
expansión de armas nuclea­
res: firman 61 naciones,
1969 Estados Unidos: Presi­ 1969 Muerte de Ho Chi Minh.
dencia de Richard M.
Nixon. 1969 Enfrentamientos fronte­
1969 Tres americanos, en un rizos chino-soviéticos en
feliz vuelo lunar. Manchuria.

822
EUROPA O C C ID EN TA L EUROPA CKNTRAL EUROPA O RIEN TA L

1961 Muro de Berlín. 1961 La URSS lanza el primer


hombre al espacio.

1962 Los franceses abando­ 1962-1963 Ruptura de los co­


nan Argelia. munistas chinos con la
URSS.

1963 Mercado Común: veto 1963 Erhard sucede a Ade-


francés a la entrada inglesa. nauer.

1964-1970 Inglaterra: los la­ 1964 Khrushchev, derribado;


boristas, en el poder. sustituido por Brezhnev,
Kosygin.
1964 Brezhnev, en el poder.

1965 De Gaulle, reelegido pre­


sidente.

1967-1974 La dictadura mili­


tar en Grecia.

1968 Francia: manifestacio­ 1968 Los soviéticos invaden


nes de estudiantes y de Checoslovaquia; ñu del ré­
obreros. gimen liberal checo.
1968 Francia prueba la bom­
ba de hidrógeno.

1969 De Gaulle dimite. 1969 Fin del gobierno demó­


crata-cristiano.
1969 Irlanda del Norte: en­ 1969-1975 Willy Brandt presi­
frentamientos católico-pro­ de el gobierno de coalición
testantes. socialista.

823
EL MUNDO ASIA AFRICA
COM O CO N JU N TO

1970 Agitación en favor del


gobierno de mayoría negra
en Rhodesia y en Africa del
Sur.
1971 La República Popular 1971 La República del Congo
China, admitida en la recibe nuevo nombre:
ONU. Zaire.
1973-1974 Embargo árabe del 1973 Cuarta guerra árabe-is­
petróleo. raelita. (Guerra Yom Kip-
1973 Recesión e inflación. pur).

1974 La India, sexta potencia 1974 Turquía invade Chipre.


atómica.

1974 Dimisión del Presidente


Nixon.
1975 Fin del imperio portu­ 1975 Creación de Bangladesh. 1975 Fin de la dominación
gués en Africa. 1975 Victorias comunistas en portuguesa en Angola, Mo­
1975 Acuerdos de Helsinki. Vietnam del Sur, Laos y zambique, etc.
Camboya. 1975-1976GuerTa civil en An­
1975-1976 Guerra Civil en el gola.
Líbano.
1976 Cálculo de la población 1976 Unificación de Vietnam: 1976 Organización de Unidad
mundial: 4.000 millones. República Socialista de Africana: 46 Estados.
Vietnam.
1976 Muerte de Mao Tse-
Tung; sucesor, H ua Kuo-
feng.
1977ONU: 147 miembros. 1977 Liga Arabe: 20 miem­
bros.

824
EUROPA O CCID EN TA L E U RO PA CEN TRA L E U RO PA O RIEN TA L

1970 La edad de voto en In­ 1970 Italia: dificultades eco­


glaterra se rebaja a 18 años. nómicas e inflación.
1970-1974 Inglaterra: los con­
servadores, en el poder.
1972 Alemania Occidental:
edad de voto rebajada a
18 años.
1973 Inglaterra, Dinamarca e 1973 La República Federal
Irlanda se unen al Mercado Alemana y la República
Común: 9 miembros. democrática Alemana, ad­
mitidas en la ONU.
1973 Recesión e inflación.
1974 Inglaterra: los laboristas 1974 Grecia: fin de la dicta­
en el poder. dura; la república sustituye
1974 Portugal: revolución y a la monarquía.
fin de la dictadura.
1975 España: muerte de Fran­ 1975 Helmut Schmidt, can­ 1975 Acuerdos de Helsinki.
co; monarquía constitu­ ciller.
cional.

1976 Elecciones italianas: 1976-1980 Décimo Plan Quin­


aumenta la fuerza comu­ quenal Soviético.
nista.

1977 URSS: adoptada nueva


constitución.

825
A P E N D IC E II:
GOBERNANTES Y REGIMENES
EN LOS PRIN CIPALES PAISES
E U R O P E O S D E S D E 1500

SACRO IMPERIO ROMANO DOMINIOS AUSTRIACOS

Los gobernantes de Austria, desde 1438


Dinastía de los Habsburgo hasta 1740, y, por lo menos, los reyes titula­
res de Hungría, desde 1526 hasta 1740, fue­
Maximiliano I 1493-1519 ron los mismos del Sacro Imperio Romano.
Carlos V 1519-1556 A partir de 1740.
Fernando 1 1556-1564
Maximiliano II 1564-1576
Rodolfo II 1576-1612 Dinastía de los Habsburgo
Matías 1612-1619 {por la heredera femenina )
Fernando II 1619-1637
Femando III 1637-1657 María Teresa 1740-1780
Leopoldo I 1658-1705 José II 1780-1790
Jo sél 1705-1711 Leopoldo II 1790-1792
Carlos VI 1711-1740 Francisco II 1792-1853
Carlos VI fue sucedido por una hija, Ma­ En 1804, Francisco II tomó el título de em­
ría Teresa, la cual, como mujer, no podía ser
perador, como Francisco I, del Imperio Aus­
elegida emperador. En 1742, la influencia tríaco. Austria se declaró «imperio», porque
francesa aseguró la elección de la Napoleón proclamó imperio a Francia en
aquel año y porque era previsible la extinción
del Sacro Imperio Romano.
Dinastía bávara
Carlos VII 1742-1745 Femando I 1835-1848
Francisco José 1848-1916
A la muerte de Carlos VII, se reanudó el Carlos I 1916-1918
control del Imperio por los Habsburgo.
El Imperio Austríaco se extinguió en el
año 1918.
Dinastía de Lorena
Francisco I 1745-1765 ISLAS BRITANICAS
(marido de M a ría Teresa)
Dinastía délos Tudor

Dinastía Habsburgo-Lorena Reyes de Inglaterra e Irlanda


Enrique VII 1485-1509
José II 1765-1790 Enrique VIII 1509-1547
Chijo de Francisco I y M a ría Teresa) Eduardo VI 1547-1553
Leopoldo II 1790-1792 María I 1553-1558
Francisco II 1792-1806 Isabel I 1558-1603
El Sacro Imperio Romano se extinguió en En 1603, Jacobo I de Escocia, tataranieto
el año 1806. de Enrique VII, subió al trono de Inglaterra.

826
Dinastía de los Estuardo Eduardo V lll 1936
Reyes de Inglaterra e Irlanda y de Escoda. Jorge VI 1936-1952
Jacobol 1603-1625 Isabel 11 1952-
Carlos I 1625-1649

Interregno republicano
L a Com unidad 1649-1653 FRANCIA
E l Protectorado
Oliverio Cromwell 1653-1658 Dinastía Valois
(L o r d protector)
Ricardo Cromwell 1658-1660 Luis XI 1461-1483
Carlos VIII 1483-1498
Luis X ll 1498-1515
Dinastía restaurada de los Estuardo Francisco 1 1515-1547
Enrique 11 1547-1559
Carlos II 1660-1685 Francisco 11 1559-1560
Jacobo II 1685-1688 Carlos IX 1560-1574
Enrique 111 1574-1589
En 1688, Jacobo II fue arrojado del pais,
pero el Parlamento mantuvo la corona en En 1589, la dinastía Valois se extinguió, y
una rama femenina de la familia Estuardo, el trono pasó a Enrique de Borbón, remoto
entregándosela a María, hija de Jacobo 11, y descendiente de los reyes franceses del si­
a su marido, Guillermo III de Holanda. glo XIV.

Guillermo III 1689-1702


y María II. 1689-1694 Dinastía Borbón
Ana 1702-1714
Enrique IV 1589-1610
En 1707, tras la Unión de Inglaterra y Es­ Luis XIII 1610-1643
cocia, el título real pasó a ser el de Rey (o Luis XIV 1643-1715
Reina) de Gran Bretaña e Irlanda. Como la Luis XV 1715-1774
familia Estuardo no tenía herederos directos Luis XVI 1774-1792
protestantes, el trono pasó, en 1714, al ale­
mán Jorge I, Elector de Hannover, bisnieto
de Jacobo 1. La República

Convención 1792-1795
Dinastía hannoveriana Directorio 1795-1799
Consulado 1799-1804
Reyes de Gran Bretaña e Irlanda
Jorge I 1714-1727
Jorge II 1727-1760 El Imperio
Jorge III. 1760-1820
Jorge IV 1820-1830 Napoleón I 1804-1814
Guillermo IV 1830-1837 Emperador de los franceses
y rey de Italia
Al no tener herederos Guillermo IV, el tro­
no británico pasó, en 1837, a Victoria, nieta
de Jorge III. Aunque la familia británica ha Dinastía restaurada de los Borbón
continuado en línea directa desde Jorge I, ha Luis XVIII 1814-1824
perdido la denominación hannoveriana, y es
conocida ahora como la Casa de Windsor. (Los monárquicos cuentan up Luis XVII,
Desde 1877 hasta 1947, los soberanos britá­ 1793-1795, y computan el reinado de
nicos ostentaron el título adicional de empe­ Luis XVIII desde 1795.)
rador (o emperatriz) de la India.
Carlos X 1824-1830
Victoria 1837-1901
Eduardo VII 1901-1910 La Revolución de 1830 dio el trono al
Jorge V 1910-1936 duque de Orleáns, descendiente de Luis XIII.

827
Dinastía de Orleáns Reyes de Prusia

Luis Felipe 1830-1848 Federico I 1701-1713


Federico Guillermo I 1713-1740
FedericoII«ElGrande» 1740-1786
La Segunda República Federico Guillermo II 1786-1797
Federico Guillermo III 1797-1840
1848-1832 Federico Guillermo IV 1840-1861
Guillermo I 1861-1888

El Segundo Imperio En 1871, Guillermo I tomó el título de em­


perador alemán.
Napoleón III 1852-1870
Emperador de los franceses
Emperadores alemanes

La Tercera República Guillermo I 1871-1888


Federico III 1888
1870-1940 Guillermo II 1888-1918

El Imperio alemán se extinguió en 1918,


Régimen de Vichy Fuesucedícoporla

1940-1944
República de Weimar

Gobierno Provisional 1919-1933

1944-1946 (Un título no oficial, para la que todavía


se llamaba el Deutsches Reich, término na
fácil de traducir exactamente.)
La Cuarta República

1946-1958 El Tercer Reich


1933-1945
(Título no oficial para el Deutsches Reich,
La Quinta República bajo Adolfo Hitler.)
El Gobierno militar aliado de 1945 fue se­
1958- guido por

República Federal Alemana


(Alemania Occidental)
PRUSIA (Y ALEMANIA)
1949-
Una dinastía ininterrumpida de Hohenzo-
llern gobernó hasta 1918
Repúbllca Democrática Alemana
(Alemania O riental),
Electores de Brandenburgo y duques de Prusia
1949-
Jorge Guillermo 1619-1640
Federico Guillermo" 1640-1688
el «Gran Elector»
Federico III 1688-1713 CERDEÑA (E ITALIA)

En 1701, el emperador del Sacro Imperio En 1720, Víctor Amadeo 11, duque de Sa-
Romano permitió a Federico III que se titu­ boya, tomó el título de rey de Cerdeña, tras
lase rey de Prusia, como Federico I. haber obtenido la isla de ese nombre.

828
Reyes de Cerdeña D inastía de los B orbón

Víctor Amadeo n 1720-1730 Felipe V 1700-1746


Carlos Manuel III 1730-1773 Femando VI 1746-1759
Víctor Amadeo III 1773-1796 Carlos III 1759-1788
Carlos Manuel IV 1796-1802 Carlos IV 1788-1808
Víctor Manuel I l'802-1821
Carlos Félix 1821-1831
Carlos Albérto 1831-1849 Dinastía de los Boñaparte
Víctor Manuel II 1849-1878
José 1808-1813
En 1861, Víctor Manuel II tomó el título 0hermano de Napoleón)
de rey de Italia.

Reyes de Italia Dinastía restaurada de los Borbón

Víctor Manuel n 1861-1878 Femando VII 1813-1833


Humberto I 1878-1900 Isabel n 1833-1868
Víctor Manuel III 1900-1946
Humberto II 1946 En 1868, Isabel abdicó; tras una regencia y
un breve reinado de Amadeo I (Saboya),
En 1936, Víctor Manuel III tomó el titulo 1B71-1873, hubo una efímera Primera Repú­
de emperador de Etiopia, que perdió su sig­ blica, 1873-1874, sucedida por
nificado con la ocupación británica de Etio­
pía, en 1941. Alfonso XII 1874-1885
En 1946, el Reino de Italia se extinguió y Alfonso XIII 1885-1931
fue sucedido por la
En 1931, una revolución republicana des­
tronó a Alfonso XIII.
República Italiana

1946- Segunda República Espafiola

1931-1936

Guerra Civil española


espa S a
1936-1939
Femando e Isabel 1479-1504/1516
Isabel murió en 1504, pero Femando vivió Régimen del general Francisco Franco
hasta 1516, de modo que los tronos de Espa­
ña fueron heredados por su nieto Carlos, que 1939-1975
se convirtió en Carlos V del Sacro Imperio
Romano, pero en España se llamó Carlos I. A la muerte de Franco, fue restaurada la
familia Borbón.

Dinastía de los Habsburgo Juan Carlos I 1975-

Carlos I 1516-1556
Felipe II 1556-1598
Felipe in 1598-1621
Felipe IV 1621-1665 RUSIA (Y URSS)
Carlos II 1665-1700
Grandes duques de Moscú
Con Carlos II se extinguió la línea españo­
la de los Habsburgo, y el trono pasó al Bor- Iván III «el Grande» 1462-1505
bón francés, nieto de Luis XIV de Francia y Basilio III 1505-1533
bisnieto de Felipe IV de España. Iván IV «El Terrible» 1533-1584

829
E n 1547, Iván IV tom ó el titulo de zar de Iván VI 1740-1741
Rusia. Isabel 1741-1762
Pedro III 1762
Catalina n «La Grande» 1762-1796
Zares de Rusia Pablo 1796-1801
Alejandro I 1801-1825
Iván IV «El Terrible» 1547-1584 Nicolás I 1825-1855
Teodoro I 1584-1598 Alejandro II 1855-1881
BorisGodunov 1598-1605 Alejandro III 1881-1894
Nicolás n 1894-1917

Tiempos de trastornos En 1917 se extinguió el zarismo.

1604-1613
Gobierno Provisional
1917
Dinastía de los Romanov

Miguel 1613-1645 Revolución Comunista


Alexis 1645-1676
Teodoro II 1676-1682 1917
Iván V y Pedro I 1682-1689
Pedro I «El Grande» 1689-1725
Catalina I 1725-1727 Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
Pedro II 1727-1730
A na 1730-1740 1922-

830
APENDICE m :
POBLACIONES HISTORICAS DE
DIVERSOS PAISES Y CIUDADES

Las cifras de fechas anteriores al siglo XIX proceden de cálculos, sujetos,, en algunos
casos, a un amplio margen de error. Las de los siglos XIX y XX reflejan, por lo general,
censos de fechas correspondientes a dos o tres años antes o después de la fecha redonda indicada.
En cuanto a las ciudades, las cifras de 1950 y 1970 se refieren a «aglomeraciones urbanas», tal
como se definen en el M a n u a l Dem ográfico de las Naciones Unidas. Los cálculos para ciudades,
correspondientes a fechas anteriores, se hallan debidamente reunidos en 3000 Years o f Urban
Growth («3.000 años de desarrollo urbano»), Tertius Chandler and Gerald Fox, Nueva York,
año 1974.
Respecto a los paises, el uso de la tabla se destina, sobre todo, a comparaciones aproximadas.
Por ejemplo, revela que Francia era unas cinco veces más populosa que Inglaterra en la Edad-
Media, y que era todavía más populosa que todos los Estados alemanes en el tiempo de la Revo­
lución Francesa, o que España descendió bajo los Habsburgo, en el siglo XVII, y que Irlanda
perdió población después del hambre y de la emigración consiguiente. Todos los paises, excepto
Irlanda, aumentaron rápidamente en población en el siglo XIX. En cuanto a Rusia, las cifras
desde 1750 a 1950 reflejan la expansión territorial, así como el crecimiento interno. Todas las
cifras relativas a China son muy inciertas, aunque indudablemente muy altas.
En relación con 1950 y 1970, las cifras de Irlanda incluyen la República de Irlanda e Irlanda
del Norte, y «Alemania» incluye la Alemania Oriental y la Occidental. En 1970, la República de
Irlanda era unas dos veces más populosa que su vecina del Norte, y la Alemania Occidental era
más de tres veces superior en población a la Alemania Oriental.

831
CIUDADES (en miles)

Londres Manehester París Marsella

Siglo X I V 50 3_ 200
Siglo X V
Siglo X V I 100

Siglo X V I I 500 15— 450 50 +


Siglo X V I I I 750 500 90
1800 959 77 600 111

1850 2.681 303 1.422 195


1900 6.581 544 3.670 491
1950 8.346 2.421 4.823 655

1970 7.281 2.389 8.196 964

Florencia Berlín Viena Fraga

Siglo X I V 50 +
Siglo X V 60 10— 20 25 +
Siglo X V I 65 12 40 + 40 +

Siglo X V I I 75 20 100 40 +
Siglo X V I I I 75 100 220 75
1800 84 172 247 75

1850 114 500 444 206


1900 206 2.712 1.675 382
1950 374 3.337 1.766 922

1970 461 3.136 1.614 1.095

832
Amsterdam Amberes Lisboa Madrid Roma

5 20 + 5— 30—
20— 35 50
35 100 100 60 100

100 + 50 73 80 130
150 50 120 120 150
201 62 180 160 153

224 88 240 281 175


511 277 356 540 463
838 584 790 1.618 1.652

1,023 672 1.612 3.146 2.800

San Petersburgo
Varsovia Budapest Estocolmo (Leningrado) Moscú

70 60 100
100 54 + 76 220 250

150 178 93 485 365


700 732 301 1.150 1.000
804 1.571 928 3.182 4.847

1.377 2.044 1.350 4.243 7.528

833
PAISES (en millones)

Inglaterra y Gales Escocia Irlanda Francia

1300 3,5 15,0


1100 2,8 16,0
1700 5,5 1,2 19,0

1800 8,9 1,6 5,2 27,0


1850 17,9 2,9 6.5 34,2
1900 32,5 4,5 4,5 38,5

1950 43,0 5,0 4,3 41,8


1970 48,7 5,2 4,5 49,8

Suecia Polonia Rusia (URSS) China

1300 1,3
1500 2,0
1700 1,6 12 200

1800 2,3 30
1850 3,5 62 400
1900 5,1 28,3 104

1950 7,0 24,8 ISO 547


1970 8,1 32,6 242 750

834
Bélgica Holanda Alemania España Italia

,7 .4 7,0 8,3 8,0


7,0 8,3 6,0
1,6 1,8 15,0 6,0 11,0

3,0 2,0 25,0 10,5 17,2


4,3 3,1 33,8 24,3
6,7 5,1 56,3 19,1 33,6

8,6 10,1 68,3 27,9 46,8


9,7 13,0 77,7 34,0 53,7

Japón Egipto México Brasil USA

.3

2,5 6,0 5,3


30,0 5,0 23,2
45,0 10,0 13,6 20,0 76,0

83,2 20,0 25,7 52,6 152,0


104,6 33,3 48,4 93,2 200,3

835
BIBLIOGRAFIA

NOTA DEL EDITOR: La edición original americana de este libro con­


tiene una extensa bibliografía, de casi cien páginas, citando casi exclusivamen­
te obras de historiografía anglosajona —o traducidas al inglés— y en su edi­
ción americana. En su inmensa mayoría, se trata de libros totalmente inase­
quibles al estudiante español, por lo que se ha optado por complementar y
simplificar drásticamente esta bibliografía, incluyendo, siempre que sea po­
sible, ediciones españolas. Se recomienda, sobre todo, el manejo de las gran­
des colecciones históricas, muchas traducidas a nuestro idioma, en las cuales
el estudiante de historia puede encontrar cualquier referencia bibliográfica
concreta.

Repertorios bibliográficos:
El profesor Nazario González ha dirigido uno adaptado a las necesidades
de la Universidad española. Son también muy útiles: Guiral, Pillorget y
Agulhon: Guide de l ’étudiant en histoire moderne et contemporaine,
P., P. U. F., 1970; B run ety Plessis: Introductlon a l ’histoire contemporaine,
P ., Armand Colin, 1972; American Historical Association: Guide to historial
literature, 1961; International bibliography o f historical sciences, (anual);
Bibliographie internañónale des sciences historiques (cada cinco años).

Revistas:
Pueden destacarse: English Historical Review, History, Past and Present,
y Journal o f Contemporary History, entre las inglesas; American Historical
Review y Journal o f Modern History, entre las americanas; Revue Historique,
Annales y Revue d ’histoire moderne et contemporaine, entre las francesas.

Atlas históricos:
A tlas histórico mundial, M,, Istmo, 2 vols., trad. del al., con muchos ma­
pas, aunque muy esquemáticos, y un útilísimo repertorio cronológico. Indis­
pensable en la biblioteca de cualquier estudiante de historia. Atlas de superior
calidad son: Westermanns grosser A tlas zur Weltgeschichte, Brunswick, Wes-
termann; y Grosser historischer Weltatlas, Munich, Bayerischer Schulbuch
Verlag, 3 vols.; también el vol. XIV de la New Cambridge M odern History;

837
G. Barraclough: The Times A tlas o f World History, L., 1978-, es una obra
extraordinariamente cuidada, aunque el número de mapas de historia contem­
poránea sea algo escaso.

Grandes colecciones históricas:


Peuples et Civilisations, P., P. U. F., desde 1926: T. XIII: G. Lefevbre, La
Révolution francaise, 1789-1799; T. XIV: G. Lefevbre: Napoleon, 1799-1815;
T. XV: F. Ponteil: L ’Eveil des nationalités et le mouvement liberal, 1815-
1848; T. XVI: Ch.-H. Pouthas: Démocratie et capitalisme, 1848-1860;
T. XVII: Benaerts, Hauser, L’Huillier, Maurain: Nationalités et nationalis-
me, 1860-1878; T. XVIII: M. Baumont: L ’Essor industriel et l ’imperialisme
colonial, 1878-1904; T. XIX: P. Ronouvin: La Crise européenne et la pre-
miére guerre mondiale, 1904-1918; T. XX: M. Baumont: La Faillite de la
paix, 1918-1939: t. 1: De Rethondes á Stresa, 1918-1935; t. 2: D e l ’affaire
éthiopienne á la guerre, 1935-1939; T. XXI: H. Michel: La Seconde guerre
mondiale: t. 1: Le Succés de l ’Axe, 1939-1943; t. 2: La victoire des Alliés,
1943-1945; T. XXII: 1945-,.. En sucesivas ediciones, los tomos de esta colec­
ción han ido siendo actualizados, por lo que, básicamente, sigue estando al
día.
Nueva Clio, B., Labor, 47 vols. (P., P. U. F.): Se trata de tomos no muy
voluminosos, divididos en tres partes: Fuentes y bibliografía, el estado de
nuestros conocimientos y debates y direcciones de investigación. Esta original
estructura dota a esta colección de un excepcional interés, a pesar de que las
síntesis de los conocimientos sobre el tema de cada volumen resulten dema­
siado apretadas. La historia contemporánea es tratada a partir del T. 36 (Las
revoluciones, 1770-1799).
Historia del mundo moderno de Cambridge, B. Sopeña: VII: 1713-1763; VIII:
1763-1793; IX: 1793-1830; X: 1830/2-1870; XI: 1870-1898/1901; XII: 1898-
1945. Los tomos XIII (Companion to Modern History) y XIV (Atlas) no han
sido editados en castellano.
Historia Universal Siglo X X I, M., Siglo XXI, 35 vols. (trad. del al.),
distribuidos por áreas geográficas.
Historia de Europa Siglo X X I, M,, Siglo XXI (trad. del ingl.): D, Ogg: La
Europa del Antiguo Régimen, 1715-1789; G. Rudé: La Europa revoluciona­
ria, 1783-1815; J. Droz: De la Restauración a la revolución, 1815-1848;
J. A. S. Grenville: La Europa remodelada, 1848-1878; E. Wiskemann: La
Europa de los dictadores, 1919-1945.
Historia general de las civilizaciones: B., Destino: t. 5: R. Mousnier y
E. Labrousse: El siglo XVIII. Revolución intelectual, técnica y política (1715-
1815); t. 6: R. Schnerb: El siglo X IX. A pogeo de la expansión europea (1815-
1914); t. 7: M. Crouzet: La época contemporánea. En busca de una nueva ci­
vilización.

838
INDICE

INTRODUCCION................. ............................................ ....................... . 7


Panorámica, 1.'— La Revolución Industrial, 11.—El A n d e n Régime, 19.

I. LA EDAD DE LA ILUSTRACION....................,................................. 31

1. Los p h ilo so p h es................. .................................. ................ ..................... 31


El espíritu de la Ilustración: la idea de progreso, 31.—Los filósofos, 33.—Montesquieu,
Voltaire y Rousseau, 35.—Corrientes principales del pensamiento de la Ilustración, 40.

2. El Despotismo Ilustrado; Francia, Austria, Prusia........................ 42


La significación del Despotismo Ilustrado, 42.—El fracaso del Despotismo Ilustrado en
Francia, 44.—Austria; las reformas de María Teresa (1740-1780) y de José (1780-1790),
46.—Prusia bajo Federico el Grande (1740-1786), 51.

3. Despotismo Ilustrado: R u sia................. ................................................. 52


Rusia, después de Pedro el Grande, 53.—Catalina la Grande (1762-1796): programa in­
terior, 54.—Catalina la Grande: asuntos exteriores, 56.—Las limitaciones del Despotis­
mo Ilustrado, 59.

4. Nuevas conmociones: el movimiento británico de reform a................ 60


Irrupción de una edad de «Revolución Democrática», 61.—Los países de habla inglesa:
parlamento y reforma, 64.—Escocia, Irlanda, India, 69.

5. La Revolución Americana.......... ................. ............................................ 71

Antecedentes de la revolución, 71.—La guerra de la Independencia Americana,


74.—Significado de la Revolución, 76.—El efecto de la Revolución Americana en otros
países, 79.

II. LA REVOLUCION FRANCES A , . . .................................... . 83

6. Antecedentes.......... .................................................................. ................. 84


El Antiguo Régimen: los tres estados, 84.—El sistema agrario del Antiguo Régimen, 86.

839
7. La Revolución y la reorganización de Francia...................................... 88
La crisis financiera, 88.—De los Estados Generales a la Asamblea Nacional, 90.—Las
clases inferiores en acción, 92.—Las reformas iniciales de la Asamblea Nacional,
94.—Cambios constitucionales, 96.—Políticas económicas, 98.—El conflicto con la
Iglesia, 99.

8. La Revolución y Europa: La guerra y la «Segunda» Revolución,


1972 ................................................................................................................... 102
El impacto internacional de la Revolución, 102.—La llegada de la guerra, en abril de
1792, 104.—La «Segunda» Revolución: 10 de agosto de 1792, 107.

9. La república de emergencia, 1792-1795: el terror.................................. 108


La Convención Nacional, 108.—Antecedentes del Terror, 111.—El programa de la
Convención, 113.—La reacción thermidoriana, 117.

10. La República Constitucional: el Directorio: 1795-1799 .............. 118


La debilidad del Directorio, 118.—La crisis política de 1797, 120.—El golpe de Estado
de 1799: Bonaparte, 122.

11. La República despótica: el Consulado, 1799-1804.............................. 123


El acuerdo con la Iglesia: otras reformas, 126.

III. LA EUROPA NAPO LEO NICA.................................................. 131

12. La formación del sistema imperial francés.......................................... 132


La disolución de la Primera y Segunda Coaliciones, 1792-1802, 132.—Intermedio de
paz, 1802-1803, 133.—Formación de la Tercera Coalición en 1805, 134.—La Tercera
Coalición, 1805-1807: La paz de Tilsit, 135.—El sistema continental y la guerra en Espa­
ña, 136.—La Guerra de Liberación Austríaca, 1809,138.—Napoleón en su punto culmi­
nante, 1809-1811, 139

13. El Gran Imperio: la expansión de la R evolución................................ 140


La organización del imperio napoleónico, 140.—Napoleón y la expansión de la Revolu­
ción, 141.

14. El sistema continental: Inglaterra y Europa......................................... 145


El bloqueo británico y el sistema continental de Napoleón, 145.—El fracaso del sistema
continental, 147.

15. Los movimientos nacionales: A lem ania............................................... 149


La resistencia a Napoleón: el nacionalismo, 149.—El movimiento de ideas en la Alema­
nia napoleónica, 150.—Reformas en Prusia, 154.

16. El derrocamiento de Napoleón: el Congreso de V iena....................... 156

840
L a ca m p a ñ a ru sa y la G u e rra de L ib e ració n , 157.— L a 're sta u ra c ió n de los B o rb o n es,
158.—E l acu erd o an tes del C o n g reso de V iena, 160.—El C ongreso de V iena, 1814-1815,
162.— L a cu estió n p o la c o -sa jo n a , 163.— L os C ien D ías y sus consecuencias, 165.

IV. REACCION CONTRA PROGRESO, 1815-1848 ............................ 167

17. La ininterrumpida industrialización de Inglaterra.............................. 169


Algunas consecuencias sociales de la industrialización en Inglaterra, 170.—Economía
clásica: «Laissez faire», 172.

18. La llegada de los «ism os»........................................................................ 174


Romanticismo, 175.—Liberalismo clásico, 176.—Radicalismo, republicanismo, so­
cialismo, 177.—Nacionalismo: Europa occidental, 180.—Nacionalismo: Europa orien­
tal, 183.—Otros «ismos», 185.

19. El dique y el desbordamiento: nacional................................................ 186


La reacción después de 1815: Francia, Polonia, 187.—La reacción después de 1815: los
Estados Alemanes, Gran Bretaña, 188;

20. El dique y el desbordamiento: internacional....................................... 190


El Congreso de Aquisgrán, 1818, 191,—La revolución en la Europa meridional: Trop-
pau, 1820, 192.—España, la América española, el Oriente próximo: Verona, 1822,
193.—EL fin del sistema de Congresos, 195.—Rusia: la revuelta decembrista, 1825,196.

21. El avance del liberalismo en Occidente: las revoluciones de 1830-


1832 .................................................................................................................. 197
Francia, 1824-1830: la Revolución de Julio, 1830, 197.—Las revoluciones de 1830: Bél­
gica, Polonia y otros países, 200.—Reforma en Gran Bretaña, 202.—Gran Bretaña des­
pués de 1832, 205.

22. Triunfo de la burguesía europea occidental......................................... 209


La frustración y el desafío de la clase obrera, 210.—Socialismo y cartismo, 211.

V. LA REVOLUCION Y EL RESTABLECIMIENTO DEL ORDEN,


1848-1870 ......................................................................................................... 215

23. París: el espectro de la revolución social en Occidente....................... 216


Los «Días de Junio», de 1848, 218.—La emergencia de Luis Napoleón Bonaparte, 220.

24. Viena: la revolución nacionalista en Europa Central y en Italia...... 223


El Imperio Austríaco en 1848, 223.—Los días de Marzo, 225.—El reflejo después de ju­
nio, 226.—Victorias de la Contrarrevolución, junio-diciembre, 227.—Estallido final y
represión, 1849, 229.

841
25. Francfort y Berlín: la cuestión de una Alemania liberal 230
L os E sta d o s alem an es, 230.— B erlín: frac aso de la revolución en P ru s ía , 231.— L a
A sam b lea de F ra n c fo rt, 2 32.—E l frac aso de la A sam blea de F ra n c fo rt, 235.— L a C o n s­
titu ció n p ru sian a de 1850, 236.

26. La nueva textura de pensamiento: Realismo, Positivismo, Marxis­


mo ....... ................................................... ...................................................... . 237
M aterialism o , R ealism o , P o sitiv ism o , 238.— M arxism o inicial, 239.— F u en tes y co n ten i­
d o del m arx ism o , 2 4 0 .— E l atractiv o del m arx ism o ; su fu erz a y su d eb ilid ad , 244.

27. B onapartism o: el segundo Imperio Francés, 1852-1870 .................... 246


In stitu cio n es po líticas del S egundo Im p erio , 246.— D esenvolv im ientos económ icos b a jo
el im p erio , 2 4 8 .— L as d ificultades in tern as y la g u erra , 250.

VI. LA CONSOLIDACION DE GRANDES ESTADOS NACIONA­


LES ................................................................................................................... 261

28. Precedentes: la idea del Estado-nación................. ............................... 261


La Guerra de Crimea, 1S54 1856, 263.

29. Cavour y la guerra de Italia de 1859: la unificación de Italia........... 265


El nacionalismo italiano: el programa de Cavour, 265.—La terminación de la unidad
italiana, 268.—Problemas que perduraron después de la unificación, 269.

30. Bismarck: la unificación de un Imperio A lem án................................. 269


Los Estados alemanes después de 1848, 270.—Prusia en los 1860: Bismarck, 271.—Las
guerras de Bismarck: la Confederación Alemana del Norte, 1867, 273.—La Guerra
Franco-Prusiana, 1870, 275.—El Imperio Alemán, 1871, 277.

31. La doble Monarquía de Austria-Hungría............................................ 278


El Imperio de los Habsburgo después de 1848, 278.—El compromiso de 1867, 280.

32. Liberalización en la Rusia zarista: Alejandro I I .................................. 281


La Rusia zarista después de 1856, 281.—La ley de emancipación de 1861 y otras refor­
mas, 283.—-El revolucionarismo en Rusia, 285.

33. Los Estados Unidos: la guerra civil americana................................... 287


i

Desarrollo de los Estados Unidos, 287.—El alejamiento del Norte y del Sur,
288.—Después de la Guerra Civil: reconstrucción; desarrollo industrial, 291.

34. El dominio del Canadá, 1867 ........................................... ............. ....... 293


El informe de lord Durham, 294.—La creación del dominio del Canadá, 295.

842
35. Japón y el Occidente 296
P reced en tes: dos siglos de aisla m ien to , 1650-1854, 296.— E l d escubrim iento del Ja p ó n ,
2 99.— L a era M eiji (1868-1912): la occidentalización del J a p ó n , 301.

VII. CIVILIZACION EUROPEA, 1871-1914.................................... 305

36. El «mundo civilizado»............................................................................ 305


Ideas materialistas y no materialistas, 305.—Las «zonas» de civilización, 307.

37. Demografía básica: el incremento de los europeos............................ 309


Estabilización de la población europea, 311.—Crecimiento de las ciudades y vida urba­
na, 313.—Emigración desde Europa, 1840-1940, 316.

38. La economía mundial del siglo X I X ..................................................... 318


La «nueva Revolución Industrial», 320.—El libre comercio y la «balanza de pagos»
europea, 321.—La exportación del capital europeo, 322.—Un sistema monetario inter­
nacional: ei patrón oro, 325.—Un mercado mundial: unidad, competencia e inseguri­
dad, 327.—Cambios en la organización: las grandes empresas, 328,

39. El avance de la Democracia: Tercera República Francesa, Reino


Unido, Imperio A lem án............................................................ ................... 330
Francia: la instauración de la Tercera República, 330.—Trastornos de la tercera Re­
pública Francesa, 333.—La fuerza y la debilidad de la República, 334.—La Monarquía
Constitucional inglesa, 335.—Cambios políticos británicos después de 1900, 338,—La
cuestión irlandesa, 339.—Bismarck y el Imperio Alemán, 1871-1890, 340,—El Imperio
Alemán después de 1890: Guillermo II, 342.—Proceso de desarrollo en otras partes: ob­
servaciones generales, 343.

40. El avance de la Democracia: socialismo y uniones de trabajadores. 345


El movimiento de las «trade unions» y el ascenso del laborismo inglés, 347.—El socialis­
mo europeo después de 1850, 349,—Socialismo revisionista y revolucionario, 1880-
1914, 350.

41. Ciencia, Filosofía, Artes y Religión....................................................... 353


El impacto de la evolución, 354.—Antropología y psicología, 356.—La nueva Física,
358.—Tendencias en la filosofía y en las artes, 359.—Las Iglesias y la Edad Moderna,
362.

42. La decadencia del liberalismo clásico................................................... 367


El declinar del liberalismo del siglo XIX: tendencias económicas, 368,—Corrientes inte­
lectuales y de otro tipo, 370.

I VIII. SUPREMACIA MUNDIAL DE EUROPA 373

843
43. E l Tmp e ria lism o : su n a u ra le z a y sus c a u sa s ............................................... 374
El nuevo imperialismo, 375.—Estímulos y motivos, 377.—El imperialismo como cruza­
da, 382
44. L a s A m éric as ........................................................................................................ 383
Los Estados Unidos y México, 383.—El imperialismo de los Estados Unidos en los afios
noventa, 385.

45. L a d iso lu ció n del Im p erio T u r c o ................................................. ................ 387

Intentos de reforma y de resurgimiento, 1B56-1B76, 389.—La represión a partir de 1B76,


390.—La Guerra Ruso-Turca de 1877-1878: el Congreso de Berlín, 391.—Egipto y Afri­
ca del Norte, 393.

46. L a p a rtic ió n d e A f r i c a ................................................................................... 395


La apertura de Africa, 395.—Fricciones y rivalidades entre las potencias, 399.

47. E l Im p e ria lism o e n A sia : los h o la n d e se s, los ingleses y los ru so s ... . 402
Las Indias Orientales Holandesas y la India Británica, 402.—Conflicto deintereses ru­
sos y británicos, 405.

48. E l Im p e ria lism o e n A sia : C h in a y O c c id e n te ......................................... 406


La apertura de China al Occidente, 407.—Anexiones y concesiones, 408.

49. L a g u e rra ru s o -ja p o n e s a y sus c o n s e c u e n c ia s ....................................... 411

IX . L A P R IM E R A G U E R R A M U N D I A L ................................................... 427

50. L a A n a r q u ía I n te r n a c io n a l................... .......................... ............................. 427


Alianzas rivales: la Triple Alianza contra la Triple Entente, 427.—Las crisis de
Marruecos y de los Balcanes, 431.—La crisis de Sarajevo y el estallido de la guerra, 434.

51. E l e s ta n c a m ie n to a r m a d o ............................................................................. 437

La lucha en tierra, 1914-1916, 438.—La guerra en el mar, 439.—Maniobras diplomáti­


cas y acuerdos secretos, 441.

52. E l h u n d im ie n to d e R u s ia y la in te rv en ció n d e los E s ta d o s U n id o s ., 444


La retirada de Rusia: la Revolución y el tratado de Brest-Litovsk, 444.—Los Estados
Unidas y la guerra, 446.—La fase final de la guerra, 449.

53. E l h u n d im ie n to de los Im p erio s A u stría c o y A l e m á n ....................... 450

54. E l im p a c to ec o n ó m ic o y social de la g u e r r a ................................... ..... . 452

844
Los efectos sobre el capitalismo: economías reguladas por los Gobiernos, 452.—
inflación, cambios industríales, control de ideas, 455.

55 La paz de París, 1919.......................................... .................................. 457


I oí catorce puntos y el Tratado de Versalles, 457.—Significación del acuerdo de paz de
I arii 462,

X. LA REVOLUCION RUSA Y LA UNION SOVIETICA................... 465

56. Antecedentes...................... ...................................................................... 467


Rusia después de 1881: reacción y progreso, 467.—La aparición de partidos revolu­
cionarios, 470.—Ruptura entre los socialdemócratas: bolcheviques y mencheviques,
473.

57. La revolución de 1905............................................................................. 476


Antecedentes y acontecimientos revolucionarios, 476,-Los resultados de 1905: la Duma,
478.—Las reformas Stolypin, 480

58. La revolución de 1917............................................................. .. ............. 482


El fin del zarismo: la Revolución de marzo de 1917, 482.—La Revolución Bolchevique:
noviembre de 1917, 484.—El nuevo régimen: la Guerra Civil, 1918-1922, 487,

59. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas................................... 490


El Gobierno: paralelismo del Estado y del Partido, 492.—La nueva política económica,
1921-1927, 496.—Stalin y Trotsky, 497.

60. Stalin: los planes quinquenales y las purgas........................................ 498


Planificación económica, 498.—La colectivización de la agricultura, 501.—El creci­
miento de la industria, 503.—Costes sociales y efectos sociales de los planes, 505.—Los
procesos de purgas de los años 1930, 508.

61. El impacto internacional del comunismo, 1919-1939 ....................... 510


/ • •
El socialismo y la Primera Guerra Mundial, 510.—La fundación de la Tercera Interna­
cional, 512.

XI. LA APARENTE VICTORIA DE LA DEMOCRACIA................. 517

62. El avance de la democracia después de 1919....................................... 517


Ganancias de la democracia y de la socialdemocracia, 517.—Los nuevos Estados de la
Europa Central y de la Centro-Oriental, 520.—Problemas económicos de la Europa
Oriental: reforma agraria, 521,

63. La República Alemana y el espíritu de Locarno .................................. 523

845
La democracia alemana y VersaUes, 525.—Las reparaciones, la gran inflación de 1923,
la recuperación, 527.—El espíritu de Locarno, 528.

64. La rebelión de A s ia ..................................................................... ............ . 530


Resentimientos en Asía, 530.—La Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa,
531.—La Revolución Turca: Kemal Atatílrk, 533.—El movimiento nacional en la India:
Gandhi y Nehru, 535.—La Revolución China: los tres principios del pueblo,
536.—China: Nacionalistas y comunistas, 539.—Japón: militarismo y agresión, 540.

65. La Gran Depresión: colapso de la economía m undial............. 542


La prosperidad de los años 1920 y sus debilidades, 543.—La bancarrota de 1929 y la
propagación de la crisis económica, 544.—Reacciones ante la crisis, 546.

XII. DEMOCRACIA Y D ICTAD URA...................................................... 551

66. Los Estados Unidos: Depresión y N ew .D eal........................................ 551

67. Pruebas y ajustes de la democracia en Inglaterra y Francia.............. 557


Inglaterra y la Commonwealth: relaciones imperiales, 560.—Francia: los años veinte y
la llegada de la depresión, 561.—El fermento de la depresión y el Frente Popular,
563.—El frente popular y después, 564.—La Europa occidental y la depresión, 566.

68. El fascismo italiano................................................................................. 566

69. El totalitarismo: el Tercer Reich de Alem ania................................. . 572


El Estado nazi, 576.—El totalitarismo: algunos orígenes y consecuencias, 578.—La ex­
pansión de la dictadura, 583.

XIII. LA SEGUNDA GUERRA M U N D IA L ........................................ 585

70. La debilidad de las democracias: otra vez a la guerrra...................... 585


El pacifismo y la desunión de Occidente, 585.—El avance de la agresión nazi y fascista,
588,—La guerra civil española, 1936-1939, 589.—La crisis de Munich: la culminación
del apaciguamiento, 592.—El Final del apaciguamiento, 594,

71. Los años de triunfo del e je .............. ................. ........................... 595


La Europa nazi, 1939-1940: Polonia y la caída de Francia, 595.—La batalla de Ingla­
terra y la ayuda americana, 598,—La invasión nazi de Rusia: el frente ruso, 1941-1942,
600.—1942, el año de la consternación: Rusia, Africa del Norte, el Pacifico, 601.

72. La victoria occidental-soviética.............................................................. 603


Planes y preparativos, 1942-1943, 603.—El cambio de signo, 1942-1943: Stalingrado,
Africa del Norte, Siciüa, 605.—La ofensiva aliada, 1944-1945: Europa y el Pacífico, 607

846
73, Los fundamentos de la paz 611

XIV. LA EPOCA CONTEMPORANEA: GUERRA FRIA, COMU­


NISMO Y REVOLUCION COLONIAL.................................................. 633 " '

74. La guerra fría y la recuperación de la Europa Occidental................. 633


Pueblos y naciones, 633.—La lucha por Europa, 636.—La recuperación de la Europa
Occidental, 641.

75. Los mundos comunistas: Europa Oriental y la Unión Soviética...... 644


Europa Oriental, 1945-1953, 644.—La Unión Soviética: la era post-Stalin, 647.—Las
democracias populares a partir de 1953, 651.

76. El surgimiento de la China com unista....... ........................................... 654


La guerra civil, 654.—El nuevo régimen, 656.—Asuntos exteriores, 661.

77. Imperios divididos en naciones: Asia y A frica..................................... 663


Asia: fin de los Imperios Británico y Holandés, 663.—Fin del Imperio Francés en In­
dochina, 666.—Los Estados árabes, el panarabismo e Israel, 667.—Los fraceses en Afri­
ca del Norte: la guerra argelina, 671.—Ei Africa sub-sahanana: fin de las dominaciones
británicas, fracesa, belga y portuguesa, 673.—El fin del Imperio, 679.

XV. LA EDAD CONTEMPORANEA: CRISIS Y COEXISTENCIA. 683

78. Las democracias desde 1945 ................................................................... 683


Los Estados Unidos, 684.—Gran Bretaña, 688.—La República Francesa: Cuarta y
Quinta, 692.—Alemania: dividida, pero restaurada, 697.—El renacimiento japonés,
701.—La República Italiana, 702.—La Península Ibérica, 706.

79. Corrientes intelectuales y sociales..................................................... . 708


El avance de la ciencia: la física nuclear, 708.—Las implicaciones de la ciencia,
710.—Las artes creadoras, 712.—Filosofía: ciencia, lógica y lenguaje, 714.—Religión:
protestantismo, catolicismo, judaismo, 715.—Existencialismo, 718.—El nuevo activis­
mo: la rebelión de la juventud y el movimiento de la mujer, 719.

80. Crisis, choques y coexistencia................................................................ 722


La guerra de Corea, 722.—Las relaciones soviético-americanas después de Stalin,
724.—La guerra de Vietnam, 725.—Cambios en los equilibrios de poder,
731.—Détente, 734.

81. Desafíos y dilem as........................................................................ .......... 735


Problemas económicos, 736.—Problemas de población, 740.—El Tercer Mundo,
744,—Un solo mundo: el destino de la humanidad, 747.

847
ANEXOS .......................................................................................... ........ 751

MAPAS ....... .................................................................................................... 753

APENDICES ................................................................................................... 801

BIBLIOGRAFIA......,..................................................................................... 837

848

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